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Para Diego Gracia, valor es “lo que alguien estima o valora, es decir, lo que considera
valioso o importante. Por eso los valores son las cosas más queridas por todos los seres
humanos, y cuando no se respetan nuestros valores, todos nos ponemos muy nerviosos”
(2).
Los valores son propios de una sociedad, de una institución, de una familia o grupo, o
incluso de una persona. Y de ellos emanan unos principios, que nos guían en nuestras
actuaciones y nos proporcionan un lenguaje común que nos permite entendernos.
Los principios son, pues, la brújula o el mapa que nos permiten orientarnos antes y
después de una actuación, para saber por dónde hemos de ir (antes) o si hemos
transitado el camino adecuado (después).
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Para Begoña Román, los principios son fruto de un aprendizaje histórico (1). Es decir,
aparecen como resultado de un proceso de cristalización de los valores de una sociedad.
Y este proceso es histórico en tanto que parte de la realidad de una sociedad concreta y
que se desarrolla en el tiempo.
Finalmente, para Román, las virtudes son “las maneras de ser y de hacer que confluyen
en hábitos de excelencia” (1). Las virtudes, hacen, pues, referencia a la praxis, a cómo nos
actuamos ante una determinada situación o persona atendida, a cómo desarrollamos
nuestro trabajo. Tienen que ver con algo que hemos interiorizado y que, casi
automáticamente, ejercemos, de manera natural, sin planteárnoslo previamente.
¿Cuál sería pues la relación entre valores, principios y virtudes? En su artículo La bioética
en el horizonte del siglo XXI, Diego Gracia afirma que “los principios surgen de los valores,
no al revés”, y que “esto explica por qué a partir de los años noventa se ha ido
abandonando el método de los cuatro principios (en bioética) y sustituyéndolo por otro
más complejo, en el que los valores han entrado a jugar un papel fundamental” (2).
Así, los valores de una determinada sociedad cristalizan en actos objetivos (íntimamente
relacionados con las virtudes), y esta transición se realiza a través de los principios, que
sirven de bisagra que articula valores y virtudes.
Habría, pues, tres niveles: el de los valores, el de los principios y el de las virtudes. Estos
tres niveles son superponibles a los de ver, juzgar y actuar, que articulan todo método de
deliberación en ética aplicada; e incluso a los de conocimientos (saber), habilidades (saber
hacer) y actitudes (saber ser), aplicables en pedagogía. Desde la perspectiva de la
persona atendida, cabría también superponerlos a los de sus deseos, preferencias y
voluntad.
De esta manera, el nivel de los valores (o el del ver, cuando estamos deliberando; o el del
saber, cuando estamos aprendiendo; o el de los deseos, desde la perspectiva de la
persona atendida) es previo al de los principios (o al del juzgar, cuando estamos
deliberando; o al del saber hacer, cuando estamos aprendiendo; o al de las preferencias,
desde la perspectiva de la persona atendida). Y éste es previo al de las virtudes (o al del
actuar, cuando estamos deliberando; o al del saber ser, cuando estamos aprendiendo; o al
de los deseos, desde la perspectiva de la persona atendida).
Los tres niveles son igualmente importantes. De nada nos serviría ver, si no es para juzgar
correctamente y, desde ahí, actuar. Tampoco sirven los conocimientos, si no nos llevan a
unas habilidades que después pongamos en práctica. De la misma manera, los deseos de
las personas tienen que poder concretarse en preferencias que lleven a decisiones
concretas. Finalmente, los valores de una sociedad no sirven para nada si no cristalizan
en virtudes, en el hacer, a través de los principios.
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Como diría Gracia, sin esta concreción final no hay ética. No obstante, no hay que olvidar
que el camino hacia la concreción comienza necesariamente por el primer paso (el de los
valores, el ver, el conocer, el de los deseos), y, en esta sociedad digitalizada de ritmo
vertiginoso, hay una sobrevaloración del segundo y tercer nivel, en detrimento del primero.
Rápidamente nos lanzamos a actuar, sin que haya habido una reflexión previa. O nos
quedamos mirando el dedo que señala la luna, y no la luna en sí, cuando, deslumbrados
por la técnica, hacemos de las metodologías un absoluto.
Dignidad sería previo al resto. Sin dignidad, no tendría sentido hablar de ninguno de los
otros cuatro principios. Se trata de un principio absoluto, que prevalece siempre.
Hemos dicho que, en las situaciones de la práctica profesional que generan problemáticas
éticas, a menudo los principios colisionan entre sí, dando lugar a un conflicto. Ello conlleva
la necesidad de jerarquizarlos. Vamos a ver algunos criterios que nos pueden ayudar a la
hora de proceder a dicha jerarquización.
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Como se ha dicho, el principio de dignidad prevalece siempre. Así, una actuación que
menoscabe la dignidad de la persona nunca es aceptable, aunque este menoscabo
permita el respeto de otro principio. No hay principio que supere en importancia al de
dignidad.
Como hemos dicho, las virtudes tienen que ver con la praxis. Por ello, se reflejan en la
satisfacción de los agentes implicados en la acción social y psicoeducativa (personas
atendidas y profesionales), así como en la eficiencia alcanzada (2).
Los sistemas y colectivos de atención a las personas (como el social o el sanitario) viven
la contradicción de ser, a la vez, producto de una sociedad e instrumento al servicio de
esta. Los profesionales de la atención social o sanitaria son, ante todo, ciudadanos. Por
ello, los valores de la sociedad impregnan estos colectivos y sistemas. La ética pretende
superar esta contradicción cuando de ella se derivan vulneraciones de los derechos de las
personas atendidas.
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Bibliografía
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