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Estudios sobre las políticas culturales de las mujeres en América

Latina
Autores corporativos: 
Estudio para la Defensa de los Derechos de la Mujer (autoría) 
Instituto de Estudios Políticos para América Latina y África (canal) 
WOMANKIND Worldwide (canal) 

Autores personales: 
Silva Santisteban, Rocío (Autor/a) 

 Descripción
Lugar:
Lima (Perú)
Fecha:
1 de Noviembre de 2005
Entradilla:
Luchando por los derechos de las mujeres muchas veces se confunde lo urgente y
lo importante. En este caso, el interés se centra en un aspecto que suele ser
relegado a un segundo plano y que sin embargo es fundamental: La cultura.
No se trata de redactar un inventario de los derechos culturales de las mujeres; es
necesario plantear orientaciones estratégicas para la acción política, en el marco
de la cultura de las mujeres. 
Esta reflexión teórica y metodológica reivindica los gestos simbólicos feministas
como estrategias válidas para visibilizar los cambios de las políticas públicas en
torno a la cultura de las mujeres" y propone pasos concretos que deben darse
urgentemente.
Correo-e:
demus@demus.org.pe
Actividades relacionadas:
Tribunal nacional por los derechos económicos, sociales y culturales de las
mujeres de Perú

Publicado en:
Gloobalhoy nº7
Secciones GloobalHoy:
032- Educaciónpara-tod@s
 Clasificación
Escenarios:
Estatal
Descriptores:
Análisis de género ; Culturas ; Derechos de las mujeres ; Derechos económicos,
sociales y culturales ; Feminismos ; FIDC ; Mujeres ; Políticas educativas
Regiones:
América Latina
Países:
Perú
 Documento
 Índice:
       Introducción.
       Objetivos.
       Propuesta.
            El problema de la cultura.
                 Definiciones de cultura.
                 Las significaciones sociales imaginarias.
                 El conflicto entre alta cultura, cultura popular y cultura de masas.
                 El conflicto de las definiciones.
            Cultura desde América Latina.
                 Transculturación (la hipótesis de la cultura latinoamericana de
Fernando Ortiz retomada por Ángel Rama).
                 Hibridez (la hipótesis de cultura latinoamericana de Néstor García
Canclini).
                 Heterogeneidad: la hipótesis de cultura latinoamericana de
Antonio Cornejo Polar.
            Centro vs. Periferia: ¿formamos parte de una cultura subalterna?.
                 Historia del eje centro-periferia.
                 Estado del debate en torno al eje centro-periferia.
                 La cuestión del otro.
                 La mujer como otra (significado sin significante).
                 La mujer como paradigma cultural.
            Feminismo y cultura.
                 El espacio desde donde se desarrolla la cultura femenina en
América Latina.
            Políticas y derechos culturales.
                 Los derechos culturales en el marco de los derechos humanos.
                 Políticas culturales desde una perspectiva feminista.
                 Orientaciones estratégicas para la acción política en el marco de la
cultura de las mujeres.
                      Erradicación total del machismo.
                      Eliminación del victimismo.
                      Reorganización de la memoria histórica e inclusión de las
mujeres.
                      Autoconciencia y empoderamiento de todas las mujeres.
                      Acceso a todas las formas de placer, sobre todo, al placer del
cuerpo.
       Conclusiones.
       Anexo 1.
       Obras citadas.

Introducción. 
En América Latina existe una larga tradición de estudios, investigación y
acercamientos concretos, desarrollado por el movimiento feminista, en torno a los
derechos de las mujeres. Durante todos estos años se ha dado prioridad a los
derechos vinculados a la salud sexual y reproductiva, a la defensa de las mujeres
en situaciones de violencia (tanto sexual como doméstica) y sobre todo se ha
hecho énfasis en los derechos laborales. Los derechos culturales el acceso a la
educación y el libre desarrollo de las diversas prácticas culturales es un tema que
se ha relegado a un segundo lugar. Esta postergación se entiende en tanto los
otros derechos humanos, económicos y sociales son indispensables para un
desarrollo mínimo de superviviencia, sin embargo, consideramos que también se
debe a que existe poca valoración hacia la actividad cultural en general y,
asimismo, porque la defensa legal del ejercicio libre de sus prácticas es mucho
más compleja (puesto que la cultura es más difícil de asir desde una agenda
jurídica).

No obstante, es indispensable fomentar el debate sobre cultura, género y


democracia, pensando en un horizonte normativo, sobre todo, en una región
caracterizada por su gran diversidad étnica, por su pluriculturalidad y, en especial,
por la frágil e incipiente democracia que se refleja en un gran centralismo urbano
y en la discriminación racial, cultural, sexual y étnica. 

Sólo se podrá mejorar la autoestima de las mujeres si se trabaja con profundidad


en la defensa de sus prácticas culturales. Esto sólo es posible si existe un afán de
entender y asumir el complejo tema de la cultura sin reduccionismos de ninguna
especie para permitir a las mujeres asentar su identidad y expresar sus propuestas
creativamente. Asimismo, es indispensable un soporte normativo que beneficie
verdaderamente la pluralidad de las prácticas culturales, esto es, que no termine
en letra muerta consignado en leyes y normas que solo sirven para tranquilizar la
conciencia de los legisladores pero que se encuentran muy lejos de beneficiar a
las mujeres. 

Sabemos que dentro de las posibilidades de la globalización está la de una


agudización de la pobreza, material y cultural, que afecta a todo el mundo, pero
en especial a los países pobres económicamente aunque culturalmente ricos;
poder asumir una respuesta y una resistencia en torno a nuestras propias
prácticas culturales, sin por eso separarnos del mundo, es una necesidad
imperativa que deben pensar los grupos feministas de la región. Por este motivo
es indispensable proveer de contenidos a los derechos culturales, entenderlos
desde las mismas prácticas culturales de América Latina, y plantear una
perspectiva de género que abra rutas y caminos para repensar el siempre
polémico, complejo y desbordante tema de la cultura. 

Esto significa que las mujeres de la región, pero sobre todo los grupos feministas,
debemos abordar el tema de la cultura desde una perspectiva global y profunda a
su vez, penetrando en conceptos complejos que se discuten en diversas áreas
dentro y fuera de América Latina, y que participan en un debate intenso en las
instancias académicas pero que, a su vez, se difunden a través de diversos canales
(medios masivos, propuestas políticas, agendas de la cooperación internacional)
formando el imaginario político-cultural latinoamericano. 

A su vez para exigir una coherencia normativa en torno a los derechos culturales
es imprescindible primero abordar el significado de "lo cultural" en nuestra
región. Esta tarea es problemática porque, como es sabido, los límites de lo
cultural han provocado a lo largo de nuestra historia común exclusiones y
opresiones. Para concebir una forma inclusiva y democrática de abordar lo
cultural, entonces, es necesario además de revisar conceptos como
transculturación, heterogeneidad, hibridez, multiculturalismo y subalternidad,
plantear una forma original de afrontarlos desde el feminismo y desde nuestras
experiencias como mujeres. Este es el reto de este trabajo: explorar en un ámbito
ambiguo y complejo, y a su vez falogocéntrico, como ha sido el de la cultura en
América Latina, posibilidades de concebir los derechos culturales de las mujeres.

Objetivos.

1. Plantear desde América Latina una interpretación de lo cultural desde una


perspectiva feminista, que no se limite a la educación y la ciencia sino que
se proyecte como el trabajo simbólico de todas las manifestaciones de la
cultura tomando en consideración los específicos requerimientos de los
productos culturales de las mujeres.

2. Cuestionar las formulaciones más tradicionales con relación a la poca


importancia de la cultura en la praxis política y social.

3. Sustentar la fuerza simbólica tanto del lenguaje como de las significaciones


sociales imaginarias en las diversas relaciones de dominación, tanto del
ámbito público (geopolíticas) como del ámbito privado (domésticas) y, a su
vez, en la toma de conciencia y trabajo liberador de las mujeres en zonas
como América Latina.
Propuesta. 

El problema de la cultura. 
No hay claridad alguna en relación con la definición del término cultura. A
partir de las muchas concepciones de esta palabra es que surgen las grandes
diferencias del rol que supuestamente cumple en las diferentes sociedades.

La palabra cultura no designa una sola cosa, sino que es un término genérico
que cubre un conjunto de actividades y ocupaciones diversas. Los habitantes de
un mismo país pueden tener opiniones muy diferentes sobre lo que son los
hechos culturales y las culturas difieren de un país a otro, o según las
tradiciones y las herencias históricas (Sen 1).

El gran problema de la conceptualización de la cultura desde una dimensión


popular contemporánea es el aura elitista que se creó durante el auge del
romanticismo y que consagró a la cultura como una forma de cultivar el espíritu
vinculada con la puesta en práctica de las bellas artes (danza, ópera, pintura,
escultura, poesía) y que confería un status privilegiado a quien tuviera cultura y
un status subalterno a quien no la tuviera (un hombre o una mujer incultos). Se
entendía que la cultura, entonces, estaba conformada por una serie de
manifestaciones artísticas occidentales cuya apreciación y disfrute sólo
alcanzaban las personas de espíritu elevado que, generalmente, coincidían con
un status económico de la misma altura. Por lo tanto, para disfrutar de la
cultura se tenía que tener los suficientes ingresos como para pagar las caras
entradas de la ópera o asistir a las tertulias de música clásica. 

Esta conceptualización ha sido totalmente cuestionada por la antropología


cultural desde finales del s.XIX cuando diversos antropólogos le confirieron al
término un carácter mucho más amplio. Para ellos la cultura está compuesta
por todas las manifestaciones de las formas de la vida social y, por lo tanto, no
cabe la posibilidad de que un hombre no la tenga o tenga menos cultura;
simplemente posee una cultura diferente en tanto que todas las sociedades
humanas producen manifestaciones culturales diferentes. Así, por ejemplo, ha
quedado totalmente demostrado por historiadores y antropólogos que muchas
etnias o grupos tribales tienen prácticas culturales de cortesía tan complejas
que es muy difícil acceder a ellas sino a través de muchos años de
inculturación. 

Sin embargo, como sostiene el filósofo español Jesús Mosterín,


desgraciadamente el concepto romántico de la palabra cultura ha calado de
manera tan honda que aún hoy en día en los diarios de amplia circulación en
América Latina (véase El Mercurio de Chile, El Clarín de Argentina, La Jornada de
México e incluso El País de España) sigue manteniendo la sección cultura
referida expresamente a las manifestaciones artísticas (aunque hay algunos
diarios que incorporan la cocina a estas secciones demostrando una apertura
del término aunque, por cierto, siempre de una forma elitista). Si bien es cierto
que no se trata de seguir apuntalando el elitismo de las bellas artes y que
muchos diarios plantean una democratización del acceso a las manifestaciones
culturales, la forma como se sigue concibiendo el término incluso desde las
instancias gubernamentales (con la creación y financiamiento de casas de
cultura o institutos de cultura) sigue anclada en una visión poco compleja y
muy confusa del mismo que, finalmente, plantea diversas contradicciones en la
propia práctica estimulando la idea de que la cultura es un conjunto de saberes
y prácticas refinados. 

Nuestra tarea es desafiar este concepto anclado en el pasado y redefinirlo


desde una propuesta que otorgue complejidad al término y que dé nueva luz
sobre el análisis de sus prácticas. Este proceso de redefinición parte de una
nueva concepción planteada por los mismos organismos internacionales y
refrendada por muchos países de la región: se trata de asumir los derechos
culturales desde una perspectiva propia y dinámica, que dé prioridad a la
heterogeneidad latinoamericana, que permita la difusión de prácticas culturales
muchas veces olvidadas o segregadas a espacios demasiado locales. Asimismo
es indispensable poner de manifiesto la diferencia entre géneros que permite
una performance singular en tanto sean hombres o mujeres quienes expresen
sus propias manifestaciones culturales. La cuestión de la diferencia ha sido
soslayada desde la perspectiva cultural tanto como en otros campos. 

El quehacer de las mujeres, generalmente relegado al ámbito doméstico, ha


salido del espacio privado para convertirse en muchos de nuestros países
latinoamericanos en soporte de supervivencia y en prácticas de solidaridad a
través del trabajo de las mujeres en comedores populares u otras instituciones
barriales o gremiales de superviviencia, por ejemplo, consolidando de esta
manera una cultura de la confianza y de la convivencia, mucho más
interconectada, conformando redes de interacción comunal y civil, operando,
por otro lado, como una práctica liberadora y empoderante. Se trata de formas
inéditas de interrelación social que organizan nuevas formas de pensar y de
imaginar, en otras palabras, prácticas que de alguna manera producen
imaginarios diferentes y diversos. Nos encontramos ante una nueva cultura
urbana y latinoamericana, con diferencias de todo tipo en los diversos países,
pero con muchos elementos en común que surgen de nuestras posibilidades
ante las carencias de una realidad subalterna, económicamente marginal y
dependiente. 

La fuerza y el vigor con que estas manifestaciones culturales crecen y se


desarrollan debe de ir a la par de un aparato legal y jurídico inclusivo y no
excluyente. La organización de los derechos culturales, su definición como tales,
su organización y los mecanismos de protección, deben de ser reconocidos y
organizados de manera eficaz, no para incorporar a las diversas manifestaciones
culturales al discurso occidental y hegemónico, ni para crear excepciones
jurídicas como en los Códigos Penales más tradicionales (que consideraban a
los salvajes o semicivilizados como inimputables), sino para garantizarles su
propio desarrollo autónomo. 

Entonces, para garantizar este mismo desarrollo, es indispensable ya no sólo


complejizar el término cultura y plantearlo desde una entrada más
antropológica o socio-cultural, sino inclusive localizarlo en nuestra realidad y
tiempo concretos: una realidad latinoamericana en plena globalización que
sufre de una crisis de paradigmas de identidad y que soporta la secuela del
boom de las privatizaciones apagado por los innumerables casos de corrupción.
La crisis de valores políticos y de ética para la vida civil, a fin de cuentas, es otra
manifestación cultural; quizás sea la manifestación de la decandencia de cierta
forma de organización política que preludia un cambio mucho más hondo de lo
que podríamos imaginar o simplemente la consolidación de una manera de
pensar dependiente de los discursos del centro. 

En todo caso, se trata sin duda de una manera de expresar ciertas formas de
contradicción que se encuentran en lo profundo de nuestras formas de vida y
que hemos heredado de la historia que cargamos a cuestas: la exclusión de las
manifestaciones culturales de las mayorías nacionales (los indígenas, las
mujeres) en función de un proyecto de modernidad que sólo logró traer
inflación, subordinación, dependencia cultural, caos político, crisis de los valores
y aumento de las brechas de pobreza. Creer que existe sólo una cultura más
desarrollada (la teoría del tercermundismo) o considerar que somos un ejemplo
más de países inviables (de Rivero) es consolidar una manera de pensar
dependiente de un solo discurso racional: el discurso de la modernidad
planteado para Occidente. 

Precisamente la tarea urgente que tenemos adelante es desmantelar este


discurso y plantear uno propio desde nuestra localización: somos
latinoamericanas, somos pobres pero sabemos sobrevivir, y somos mujeres. A
partir de estas tres variables armemos una nueva concepción de los derechos
culturales.

Definiciones de cultura. 
Existen 175 definiciones epistemológicamente válidas del término cultura,
según A.L. Kroeber y Clyde Kluckhohn en su libro Culture. A critical review of
concepts and definitions. El término, por lo tanto, ha conllevado desde sus
primeros análisis una ambigüedad poderosa. La definición más antigua que se
posee de la palabra cultura está consignada en un texto de Cicerón (106-43
aC.) llamado Tusculunae Disputationes, y se refiere a una metáfora agraria
vinculada al término cultivar (agriculturae). Se equiparaba el cultivo de un
campo basto con la educación del ser humano. Este concepto, por supuesto,
excluía a todas esas acciones que no estuvieran vinculadas directamente con
el cultivo del espíritu, como por ejemplo, el trabajo manual o la preparación
de alimentos (que hoy es uno de los elementos para observar las más
imperceptibles diferencias entre culturas). 

Posteriormente la palabra cultura estuvo vinculada directamente con lo que


ha devenido en llamarse las bellas artes, es decir, las diversas manifestaciones
artísticas canónicas del hombre occidental. La puesta en práctica de estas
manifestaciones o por lo menos su percepción con deleite y placer,
diferenciaba a las personas cultivadas de las que no estaban cultivadas, es
decir, planteaba una discriminación en beneficio de quienes pudiesen tener
una educación artística más refinada. Esta sensibilidad en torno a la cultura
cobra mucha importancia en las sociedades aristocráticas más refinadas con
mucho tiempo para el ocio (como en la mayoría de cortes europeas durante la
etapa previa a la Ilustración). Durante el Renacimiento, autores como Pico
della Mirandola, insistieron en variar el concepto de cultura desde la
propuesta superflua vinculada con las bellas artes hacia una concepción más
cercana a la sabiduría, esto por supuesto, no eximió de que se le siga
considerando desde una perspectiva elitista. El proceso de la Ilustración trató
de eliminar el carácter aristocrático de la cultura al proponer su máxima
difusión por considerarla instrumento de renovación de la vida social e
individual y no patrimonio de los doctos (Silva Santisteban 186). 

Pero no ha sido sino hasta terminado el s.XIX que la cultura como concepto
fundamental del análisis de las diferencias y semejanzas entre seres humanos
cobra un carácter distinto. En 1871 Sir Edward Burnett Taylor, fundador de la
antropología como ciencia, contribuyó a establecer la importancia de este
concepto. Él definió a la cultura como las aptitudes y los hábitos adquiridos
por el hombre como miembro de la sociedad. La condición de la cultura en las
diversas sociedades de la humanidad, en la medida que puede ser investigada
según principios generales, constituye un tema apto para el estudio de las
leyes del pensamiento y la acción humanas (Taylor citado por Silva
Santisteban 187). 

De la definición de Taylor, precisada con mayor puntualidad por la


antropología moderna, podemos concluir que la cultura:

a. Se aprende (y por lo tanto se des-aprende) a través de los mecanismos


de aprendizaje y comunicación.

b. No es transmitida biológicamente (aunque ahora hay etólogos que se


dedican al análisis de la cultura animal).

c. Organiza formas de comportamiento y está constituida por formas de


comportamiento.

d. Construye modelos pautados de pensar, sentir y creer en los seres


humanos.

e. Es un fenómeno social.
Es imposible que un sólo hombre por sí mismo archive en su memoria la
información requerida para su propia supervivencia: la cultura permite al
hombre y a la mujer interrelacionarse con otros seres humanos y en esta
interrelación vivir en la plenitud de sus facultades.

Es pues el carácter acumulativo de la cultura humana (193) lo que la diferencia


de las culturas animales, en todo caso, y este carácter acumulativo depende
directamente del lenguaje y, por lo tanto, de la capacidad de abstracción del
ser humano. En este sentido el carácter de animal cultural del ser humano, y
que le confiere su propia esencialidad en tanto tal, es aprendido a lo largo de
un proceso muy complejo de endoculturación, por eso mismo, es
perfectamente válido sostener que el ser humano no nace sino que aprende a
serlo . 

En tanto que la cultura está directamente vinculada con la vida social es


imposible concebir la misma cultura en otro medio ambiente. De la misma
manera, por los diversos procesos de cambio de la vida social, la modificación
de muchos de las pautas, normas y procesos culturales está relacionada con el
surgimiento de nuevos modos de vida social dentro de una sociedad
compleja (como son las sociedades urbanas actuales). Este cambio produce la
aparición de subculturas y contraculturas dentro de una misma macro-cultura
que en muchos casos pueden producir quiebres o cambios profundos. 

Por ejemplo, en el Perú de los años 90 se originó una forma social vinculada a
la supervivencia pero, a su vez, a los nuevos procesos de neoliberalismo
económico. Se trata de la irrupción en el espacio social de una nueva forma
de transporte público a través de camionetas rurales o combis. El mal uso de
la liberación de rutas, la proliferación de las combis y la necesidad de
competir por cada uno de los pasajeros, junto con las formas rudas de los
propios chóferes y de los campanas quienes actuaban siempre pensando en
competir con el otro quebrando todas las reglas de tránsito con la gran
excusa de la supervivencia (el vale todo), permitieron que se creara una
cultura del transporte público que rebasó con creces su espacio original y se
instaló inclusive en los medios de comunicación y en los espacios políticos. A
esta nueva manera de ser y entender la vida social se le denominó la
subcultura combi y aún hoy sigue teniendo vigencia. Además no se limita a las
formas de comportamiento de los chóferes y usuarios de las combis, sino que
se extiende a muchos otros espacios incluso políticos y gremiales. El deterioro
de la clase política peruana durante el fujimontesinismo podría considerarse
como el resultado de la adscripción a esta subcultura combi en todos los
niveles de la estructura social. 

Regresando a las propuestas más generales, es preciso indicar que las culturas
siempre cambian, ya sea a través de la generalización de las subculturas o de
la introducción de nuevas pautas sociales propuestas por contraculturas. El
tema de la contracultura muchas veces se ha reducido al ámbito de la
subcultura juvenil o de las culturas urbanas, encerrándolo en una especie de
limbo de lo contestatario o de lo radicalmente marginal. Por otro lado, en el
sentido común, se considera a veces lo contracultural como aquello que
contradice o que quiere destruir lo cultural. Y si bien es cierto que lo
contracultural es siempre un camino que se esboza desde los bordes y que
posee un carácter trasgresor (pero en la medida que es regenerativo de una
situación de inercia social), la contracultura no es necesariamente destructiva
en sí misma ni se limita a las esferas del rock, las drogas, las barras bravas y
otras tribus urbanas. 

Para comenzar es preciso señalar que una contracultura sólo surge dentro del
seno de una cultura que se ha encerrado en sí misma sin darle opción a otras
subculturas, de la misma manera como un organismo se niega a evolucionar o
mutar. Cuando se produce esta situación y la cultura llega a su decadencia,
inhabilitando y falsificando todas aquella propuestas que no se rigen con su
normativa, la contracultura surge como un mecanismo adaptativo de los
procesos culturales. Se trata, es cierto, de una forma marginal de romper
desde los bordes con el casco estancado de la superficie para crear algo
nuevo. Precisamente por eso, incide en la condición de marginalidad de todos
y cada uno de sus miembros apelando directamente a un tú mujer, negro,
indígena, gay, joven, provinciano, etc. y también insiste en la solidaridad como
forma de identidad grupal pero también individual. El feminismo, el
movimiento gay, el black power en Estados Unidos, y en los países andinos el
movimiento indigenista, surgieron como propuestas contraculturales de
confrontación frontal a una cultura hegemónica que se acababa en sus
múltiples formas de mirarse el ombligo. La contracultura, entonces, se articula
en una batalla: dos concepciones del mundo se enfrentan y combaten hasta
que las propuestas de una logran penetrar por una fisura e instalarse con su
fuerza demoledora en las entrañas de la otra. O, en todo caso, son aplastadas
por la fuerza demoledora de la cultura hegemónica. 
El ejemplo más pertinente para este trabajo es el cambio que introdujeron las
primeras feministas y que conformaron en su momento, e incluso hasta los
años 60, una contracultura cuyas reivindicaciones se oponían a las pautas,
modos de comportamiento y formas de pensar de ese entonces en la cultura
occidental y patriarcal. 

En los casos anteriores nos hemos referido al cambio de la cultura en función


a manifestaciones surgidas en su propio seno, pero básicamente las culturas,
además, cambian por el contacto entre ellas:

El desarrollo de las culturas se debe al aprovechamiento, conocimientos,


intercambios, ideas, técnicas, inventos, etc. de las demás culturas, a la
disposición de los individuos de un grupo social para reconocer las ventajas
de determinados usos, patrones, modelos, instituciones que, sin ser propios,
se adapten eficazmente a la realidad y a las oportunidades que se tenga de
conocerlos, juzgarlos, aceptarlos y perfeccionarlos. No es otra la ventaja que
han obtenido las sociedades y naciones de Occidente. (Silva Santisteban 235) 
Es cierto que Occidente se ha beneficiado de las demás culturas, baste
recordar que la pólvora industrializada por Alfred Nobel fue descubierta por
los chinos con una finalidad completamente diferente a la que le dio el
también creador del famosos premio. Precisamente, en la definición anterior,
falta un elemento importante que nos saca del laboratorio del antropólogo
para conectarnos directamente con la realidad (sus pulsiones y deseos). Y es
que también, en este juego de sumas y restas culturales que se producen por
el contacto entre dos o más culturas, hay un elemento que no se puede dejar
a un lado: el poder. El campo de lo simbólico está pues atravesado por la
política. Y en el análisis de esta interrelación hay que dejar de pensar en
causas únicas y efectos pasivos (Portocarrero 5).

Es precisamente la América Hispana la extensión de tierra en donde se


produjo el más fuerte de los contactos culturales y que trajo directamente el
colapso de tres culturas poderosas (inca, azteca, maya) y la muerte de muchos
millones de indígenas, así como la imposición de nuevas formas culturales,
ideológicas y religiosas. Las circunstancias históricas son las que establecen las
peculiaridades de una cultura determinada. Por eso mismo, porque estamos
inscritos en medio de una telaraña de relaciones de poder organizadas desde
muchos ángulos, no se puede hablar de una cultura sin localizarla, sin
entender su contexto, sin articular las formas de organización de la vida social
en las que está inscrita. Como bien sostiene el crítico cultural Frederic
Jameson es imprescindible historizar siempre.

Las significaciones sociales imaginarias. 


Por lo dicho al final del acápite anterior consideramos que es imprescindible
acercarnos a nuestra propia cultura desde una perspectiva histórica y crítica.
Una de las formas de hacerlo es desde las propuestas del filósofo griego
Cornelius Castoriadis sobre la conceptualización de lo que muchos ahora
denominan el campo del imaginario simbólico. Lo interesante de la propuesta
de Castoriadis es que aísla uno de los elementos más importantes de la
cultura el imaginario y lo conecta directamente con la estructuración de
formas de poder. Se trata por lo tanto de un punto de partida comprometido
con la realidad y no sólo con abstracciones teóricas. El concepto propuesto
por Castodiadis organiza un segmento particularmente interesante de lo que
podríamos denominar las prácticas culturales y se refiere a la forma cómo los
seres humanos nos imaginamos a nosotros mismos y cómo imaginamos a los
demás, de tal manera que estas representaciones simbólicas se convierten
muchas veces en mandatos culturales. 

[] hay una unidad de la institución total de la sociedad y, más de cerca,


encontramos que, en el último de los casos, esta unidad es la unidad y la
cohesión interna de la inmensa y complicada red de significaciones que
atraviesan, orientan y dirigen toda la vida de una sociedad, y a los individuos
concretos que la constituyen realmente. Esta red de significados es lo que yo
llamo el magma de las significaciones imaginario sociales, las cuales son
llevadas por la sociedad e incorporadas a ella y, por así decirlo, la animan. 

[] Llamo imaginarias a estas significaciones porque no tienen nada que ver


con las referencias a lo racional o a los elementos de lo real, o no han sido
agotadas por ellos, y porque son sustentadas por la creación. Y las llamo
sociales porque existen sólo sí son instituidas y compartidas por una
colectividad impersonal y anónima. (Castoriadis 4). [énfasis mío].

Siguiendo los planteamientos de Castoriadis, las significaciones sociales


imaginarias son aquellos elementos no necesariamente racionales que
organizan la institucionalidad de una sociedad. Los ejemplos son múltiples:
desde la noción de Dios o la nación de Estado hasta la concepción de las
emociones (el amor, el odio, la virtud) o la moral están instituidas en
elementos profundamente incarnados en los hombres y mujeres que
comparten las mismas coordenadas culturales. Las significaciones sociales
imaginarias son las que determinan lo que es real en una sociedad, lo que
tiene sentido y lo que no tiene sentido (6). 

Por cierto que estas significaciones sociales imaginarias poseen una serie de
características:

a. Son arbitrarias: no existe una lógica causal entre una formación social
imaginaria y su origen. Nacen de necesidades simbólicas que no
necesariamente están vinculadas con la superviviencia del hombre
aunque también podían estarlo. El primero es el caso del ikebana, por
ejemplo, en el Japón, una práctica que tiene como finalidad principal el
ornato y, en segundo lugar, las leyes del Estado que se crean con la
finalidad de organizar los diferentes estratos de una sociedad.

b. No responden necesariamente a las leyes físicas de esa misma sociedad


pero podrían responder a una suerte de economía ecológica social y se
vinculan con el ambiente en donde una sociedad se desarrolla, por
ejemplo, las diversas prácticas de pago a la tierra de las sociedades
andinas (pagapus) están directamente vinculadas con el medio y la
necesidad de la supervivencia física que depende de la producción de
la tierra.

c. No están determinadas, se relacionan entre sí a través de una especie


de reenvío o acto de referir, es decir, que unas se refieren a otras o que
unas evocan las huellas de otras. Por ejemplo, en el caso de la cultura
cristiana una cruz inmediatamente se refiere a la pasión de Cristo, en el
caso de la cultura romana del s.I el mismo elemento sólo se refería a
una cruel forma de castigo contra los delincuentes. Las diferencias que
se pueden establecer entre unas y otras no son diferencias de esencia
sino de uso y de manejo de la relación entre las diversas
significaciones.

d. Las significaciones conforman un magma, es decir, algo que no puede


estar unívocamente organizado ni categorizado sino que se origina y se
re-constituye a partir de su propia entropía. Para Castoriadis la forma
de las significaciones sociales imaginarias está en constante ebullición
y no se organiza sino sólo transitoriamente, pero a su vez, de forma
muy diferencia entre una sociedad y otra (aunque puedan parecer
aparentemente muy similares).

e. Sin embargo, como sostiene explícitamente el propio Castoriadis, no se


puede dejar de establecer, en la medida de lo posible, conexiones y
regularidades causales o cuasi-causales que aparecen en el campo de
lo social histórico llevadas por su dimensión conjuntista-identitaria (10).
Es decir que en todo magma existen una serie de elementos
normativos, transitorios o no, que vinculan a unas significaciones con
otros y que dotan de sentido los actos y procesos de una sociedad
(como, por ejemplo, la idea que en todo lo nuevo hay parte de algo
viejo).

f. Estas conexiones y regularidades llevan, definitivamente, la huella del


poder político, es decir, la correlación de fuerzas entre determinados
grupos en determinados procesos sociales. Esto se ve muy claramente,
por ejemplo, en los avances que hemos tenido las mujeres en el
reconocimiento de ciertos derechos básicos y que han sido llevados
inclusive a normativizaciones internacionales a través de pactos y
acuerdos. Si no hubiera habido un soporte económico-social detrás de
los lobbies que presionaron para la firma de estos tratados hubiera
sido casi imposible que se firmaran (en tanto que las mujeres no sólo
cuestionaron su ciudadanía de segunda sino que directamente
empezaron a manejar los hilos del poder desde que entraron con
fuerza al mercado laboral internacional). Precisamente porque en
algunos países la correlación de fuerzas que plantean las mujeres tiene
una dimensión negativa es que no se ratifican estos acuerdos. Este es
precisamente uno de los puntos más interesantes de la propuesta de
Castoriadis, es decir, su regreso a la economía y la política como
elemento de anclaje de estas significaciones sociales imaginarias (no se
trata, por lo tanto, de una propuesta hegeliana si no más bien,
materialista).

La propuesta del concepto de significaciones sociales imaginarias clarifica


algunas ideas en torno a la creencia de que la cultura en tanto tal no tiene
mayor impacto en las formaciones sociales. En este sentido, Castoriadis se
aleja de las creencias marxistas más tradicionales que plantean una
subordinación de lo cultural a lo económico. La cultura entendida desde esta
perspectiva no es sólo parte de una super-estructura determinada por la
infraestructura económica sino que está en permanente juego con ella misma,
creando a su vez nuevas formas de dominación o de insubordinación. 

Si entendemos que la cultura esta compuesta, en parte, por este magma de


significaciones sociales imaginarias que también permite nuevas formas de
lucha desde los propios subordinados, entonces se puede entender conceptos
como el de empoderamiento planteado no desde el marketing sino desde la
nueva crítica feminista. Empoderamiento es un término reactualizado (hay
registros sobre el uso de la palabra desde siglos anteriores, así que no se trata
ni de un neologismo ni de un galicismo) a partir del uso del término
empowerment, y acuñado desde los estudios de género y desarrollo para
establecer la posibilidad que tienen los mismos sujetos de convertirse en
agentes activos de su acceso al poder. Empoderar a la mujer es alterar
radicalmente los procesos y estructuras que reproducen la posición
subordinada de las mujeres como género (León 97).

¿En qué medida, en tanto mujeres, podemos alterar nuestra posición


subordinada en el orden cultural exigiendo un trato diferenciado para muchas
prácticas y leyes discriminación positiva y al mismo tiempo de qué manera
podemos reivindicar nuestras propias prácticas culturales como elementos
que colaboran no sólo en nuestro beneficio sino en beneficio de nuestra
sociedad? Precisamente el tema de los derechos culturales está vinculado
directamente con la posibilidad de que éstos no se conviertan en letra muerta
sino que permitan una serie de acciones que, precisamente, promuevan el
desarrollo de la mujer y también de su entorno. 

¿Cómo poder plantear esta perspectiva de los derechos culturales si nuestros


reclamos y reivindicaciones son minimizados, en este campo, en tanto no
forman parte de lo que tradicionalmente se entiende por la cultura que
promueve la identidad nacional?, ¿una propuesta de derechos culturales
feminista estaría limitada a ser aplicada de manera diferenciada a las
mujeres?, ¿en qué medida los derechos culturales que reivindicamos son
también los derechos que reivindican otros grupos marginales? Y, por otro
lado, ¿de qué manera los derechos culturales que reivindican algunos grupos
étnicos latinoamericanos (en tanto reivindican una posición cultural diferente
y diferenciada de la occidental hegemónica a partir de prácticas concretas)
chocan directamente con nuestras reivindicaciones de los derechos humanos
de las mujeres (como es el caso de la extirpación del clítoris en algunas etnias
de la Amazonía)?.

Una de las formas de acercarnos a esta perspectiva sería, precisamente,


planteando una relación entre nuestra condición de Otras y la condición de
Otros culturales de los miembros de comunidades indígenas o nativas. Pero, a
su vez, ¿qué peligros entraña esta perspectiva? Eso lo desarrollaremos en
algunas páginas más adelante.

El conflicto entre alta cultura, cultura popular y cultura de masas. 


El concepto de cultura se redefine a lo largo de la historia y estas
redefiniciones están directamente vinculadas con los procesos sociales y con
las polémicas y diálogos que se den entre las diversas fuerzas de poder.

Precisamente a partir de un ajuste de cuentas entre fuerzas divergentes es que


surge la polémica entre la cultura popular y la alta cultura. Muchos años
después también se debatirá la relación entre la alta cultura y la cultura de
masas o cultura massmediática, es decir, la cultura producto de los medios
masivos de comunicación. 

El concepto de cultura popular en su origen se acuña como opuesto al de la


cultura de las elites. Desde la perspectiva de la alta cultura se trataría de una
elaboración de productos culturales que disfruta y aprecia el vulgo, y que no
pudiendo comprender el refinamiento de las obras de arte se regocija con
sub-productos pseudo artísticos. Se trata, pues, de plantear un paradigma de
lo que realmente vale o de lo que realmente es percibido como
auténticamente cultural. Los otros, es decir, las grandes masas de trabajadores
o campesinos que no tienen acceso ni al poder ni a la educación refinada de
las elites, sólo podrían producir una cultura simulada, que no alcanza los
niveles de perfección formal de la alta cultura, es decir, que no logran los
niveles paradigmáticos de lo realmente humano. 

La alta cultura, es decir, las grandes conquistas de la civilización que se


pretenden como lo único valioso y estimable: las bellas artes, la música
clásica, la gran literatura, la ciencia, la caballerosidad. Y lógicamente los
espacios donde ellas reinan: las universidades, los museos, los teatros, las
salas de concierto. Desde allí, el pueblo es percibido como ignorante, como
dominado por una espontaneidad no cultivada que lo lleva, inevitablemente,
a ser pueril e inconsciente, burdo y primitivo. (Portocarrero 2).

Es a partir de los estudios formales de los cuentos de hadas, realizados por


algunos investigadores de la escuela formalista rusa (Vladimir Propp, entre
otros) hacia 1910, que la cultura folclórica cobra otra dimensión y se empiezan
a estudiar sus manifestaciones como partes de la cultura popular. Se reviste
entonces al concepto cultura popular de un cariz más cercano al que la
incipiente ciencia de la antropología le conferiría como centro de sus
investigaciones. 

Precisamente uno de los grandes teóricos y críticos de la novela moderna y


disidente de la escuela formalista rusa, Mijail Bajtín, es quien investiga las
manifestaciones de la cultura popular en la Europa Medieval. Bajtín concluye
que las manifestaciones populares de aquella época están intrínsicamente
ligadas a lo que denomina la carnavalización, es decir, la construcción de un
mundo al revés en la que éstas subvierten el rígido orden jerárquico: la
relativización de los valores, la burla de lo sagrado, la subversión del orden. 

Todo este trastrocamiento, por otro lado, se da a través de la risa. La risa, la


carcajada, la burla son elementos que surgen, precisamente, para organizar un
realismo grotesco que de hecho revela un mundo heterogéneo de pulsiones
intentando organizarse fuera de los cánones tradicionales. 

Al lado del universalismo de la comicidad medieval debemos destacar su


vínculo esencial e indisoluble con la libertad. Como hemos visto, la comicidad
medieval era absolutamente extraoficial, aunque estaba autorizada [] Esta
libertad de la risa era muy relativa; sus dominios se agrandaban o se excluían,
pero nunca quedaba completamente excluida (Bajtín 84). [énfasis original]

La risa y la burla, así como lo grotesco y escatológico, son manifestaciones de


la libertad que surgía como un flujo desde abajo, a pesar de la
compartimentación de la sociedad y de la rigidez de las formas religiosas
medioevales, y que de alguna manera también trastocaba el mundo de arriba. 

La cultura popular no es sólo, entonces, el reflejo de una pseudo-cultura que


las clases populares ponen de manifiesto por querer imitar a las clases altas.
Todo lo contrario, se trataría de una manera de crear una resistencia desde lo
cultural a los rígidos estamentos sociales y producir, creativamente, elementos
que permitan una rebeldía y un gozo por la vida. 

En América Latina sólo a mediados de los años 60 y después de una serie de


propuestas reivindicatorias de las obras folclóricas, como la música andina por
ejemplo, se entiende el término cultura popular fuera de su aura subordinada,
confiriéndole, por cierto, un cariz revolucionario-izquierdizante precisamente
por ese potencial rebelde que Bajtín ya había detectado en la cultura popular
medieval. En América Latina la cultura popular se definiría, desde esta
perspectiva, como el entramado de aquellos artefactos culturales que son
producidos por las clases populares para consumo de las mismas y que
conllevan una practica de resistencia a las representaciones sociales
hegemónicas. 

Se trataría de productos culturales como, en el caso de la música, los valses o


tangos u otro tipo de música que fue gozada por las masas de trabajadores y
obreros en oposición a la música clásica o a la ópera, por dar dos ejemplos de
la primera década del s.XX. No obstante, la música popular por excelencia es
sin duda la música de protesta, que cobró tanta importancia durante la
década del 70 en países como Chile y Argentina, pues durante la misma
dictadura se resistía entonando estas canciones que circulaban
subrepticiamente. Hoy en día podríamos hablar de la música chicha o tropical
andina que cada vez se escucha con más fuerza e insistencia en los grandes
sectores populares del Perú, Argentina, Colombia, Chile y Bolivia, y que ha
pasado por diversos estadios encontrándose ahora mucho más modulada por
las leyes del mercado y su imposición de letras más digeribles que en sus
versiones primeras cuando se reivindicaba la condición de marginal de
quienes la interpretaban y escuchaban. 

Asimismo la risa, lo grotesco, el chiste, la burla y, por supuesto, el escarnio de


los personajes públicos más importantes, tienen una fundamental importancia
para cohesionar la cultura popular, por supuesto la comida también juega un
rol preponderante para organizar elementos identidarios. Pero, además, la
cultura popular también está compuesta por formas artísticas plásticas y
literarias que muchas veces se han mantenido fuera de los círculos
autodenominados como auténticamente culturales . 
El rol de la cultura popular en las sociedades latinoamericanas
contemporáneas y la construcción de una cultura dinámica, resistente a las
formas hegemónicas, intersticial a la ciudad letrada (Rama), es tema de
muchos trabajos, análisis, propuestas y manifiestos. En su aspecto más rico,
complejo, pero no por eso menos conflictivo, existen varias categorías de
acercamiento a ella . Eso lo veremos en el capítulo 2. 

Por otro lado, hacia los años 70 una propuesta de entender ciertas formas
culturales ganó terreno en las esferas académicas occidentales. Se trata del
concepto de cultura de masas, cultura massmediática o masscult que, sobre
todo, desarrollaron Marshall McLuhan y Umberto Eco.

La situación conocida como cultura de masas tiene lugar en el momento


histórico en que las masas entran como protagonistas de la vida social y
participan en las cuestiones públicas. Estas masas han impuesto a menudo un
ethos propio, han hecho valer en diversos períodos históricos exigencias
particulares, han puesto en circulación un lenguaje propio, han elaborado
pues proposiciones que emergen de abajo. Pero, paradójicamente, su modo
de divertirse, de pensar, de imaginar, no nace de abajo: a través de las
comunicaciones de masa, todo ello le proviene propuesto en forma de
mensajes formulados según el código de la clase hegemónica. (Eco, 30).

La definición de la peculiaridad de la cultura de masas podría, según este


párrafo del escritor italiano, aplicarse inclusive a la toma de la Bastilla por las
huestes libertarias de la revolución francesa que no hacían otra cosa que
aplicar en la práctica los principios teóricos de la Ilustración. Pero, en realidad,
la cultura de masas surge con fuerza después de que se consolidan los
primeros medios de comunicación masivos, es decir, después de la aparición
del periódico como elemento de comunicación cotidiano.

Muy posteriormente, con la presencia de la radio y, sobre todo, de la


televisión, la cultura de masas se convierte en un fenómeno social. Como lo
sostiene el propio Eco (51) no se trata de una cultura limitada a un sistema
capitalista, sino que es producto de una sociedad en que la masa de
ciudadanos ha adquirido derechos en la vida pública. Para Eco toda sociedad
industrial y post-industrial producen una cultura de masas (uno de los
ejemplos que utiliza es el de la China durante la época de Mao Tse Tung y el
uso de los datzibaos periódicos murales como formas de expresión masiva e
imposición de postulados éticos y estéticos). 

Hoy en día con el surgimiento de Internet y con la puesta en práctica de la


globalización, es decir, con la premisa de que todos los ciudadanos del
mundo podemos estar intercomunicados precisamente gracias a los medios
masivos televisión por cable, televisión por satélite, telefonía satelital,
telefonía celular, red de redes, nodo de nodos, etc. es que la cultura de masas
ha cobrado más fuerza que nunca y, sobre todo, se ha desenmascarado pues
nunca como antes está tan cercanamente vinculada a una cultura del
consumo masivo. 
Podríamos hablar de una cultura globalizante que, hoy por hoy, homogeneiza
a los pobladores de los distintos países en torno a propuestas culturales
occidentales manejadas desde los medios masivos de los grandes centros de
poder, sobre todo, de Estados Unidos. Hablamos de medios como CNN y sus
planteamientos discursivos en torno a las guerras y las posiciones de poder
internacionales o de dueños de medios, como Rupert Murdoch, quien tiene en
sus manos la difusión de los grandes periódicos de formato tabloide y
contenidos amarillos (como The Sun, por ejemplo). 

Si bien es cierto que en 1968 Eco defendía una cierta homogeneización del
gusto que contribuiría a eliminar ciertos niveles de diferencia y a desarrollar
funciones de descongestión anticolonialista (55), hoy esta posición sería muy
cuestionable en la medida que precisamente es la homogeneización la que
permite una aculturación uniforme desde un discurso cultural hegemónico.
Piénsese, por ejemplo, no sólo en las películas de acción hollywoodenses
vacías de contenido, sino sobre todo en los discursos de verdad y valentía que
medios de comunicación como los noticieros producidos por el bloque
Americanonline-Turner difunden a lo largo del globo y que definen, en
términos bastante esquemáticos y maniqueos, aquellos considerados aliados
y enemigos de Occidente (como lo que ha sucedido con la cobertura
informativa después de los ataques del 11 de Septiembre de 2001 al World
Trade Center de Nueva York).

Dentro del marco de la globalización la cultura de masas pasa a cobrar


dimensiones muchísimo más amplias, no calculadas incluso por McLuhan ni
Eco, de tal manera que el espectro de influencia de las significaciones sociales
imaginarias difundidas por los medios globalizados es verdaderamente
abrumador. Además, por supuesto, las ganancias que esto implica para
grupos de poder que controlan los canales de difusión y que cada vez se
concentran en menos manos debido a las fusiones empresariales le dan una
relevancia primordial a la cultura occidental hegemónica. 

No obstante, a pesar de todas las diferencias y reivindicaciones que se pueden


haber establecido dentro de las coordenadas de cultura popular y cultura de
masas, ambos términos se siguen circunscribiendo a una definición de lo
cultural con un carácter ciertamente superfluo y por una racionalidad que
pretende estar desinteresada de lo práctico, de sus consecuencias mundanas,
movida únicamente por la búsqueda de inteligibilidad, por el afán de
cristalizar un concepto útil para la comprensión de la vida humana
(Portocarrero 1). 

Lo que se pretende recalcar con este acápite es que aún en espacios


académicos la polémica en torno a la cultura sigue teniendo un cariz
tradicionalista pues se discute en torno a un concepto estándar, fijo, anclado
en visiones totalmente discutibles del término y que no comportan una
posibilidad real de plantear amplias políticas que favorezcan el desarrollo de
una cultura de la libertad y la solidaridad. 

[] lo cultural queda definido como un refinamiento que no es fundamental


para la continuidad de la vida. No es imprescindible, es una suerte de lujo
para las personas con sensibilidad y recursos. Mientras tanto lo
verdaderamente necesario sería la producción, lo material. Algo así como
primero se come y luego se piensa (Portocarrero 6).

En la medida que se sigan planteando estas oposiciones a partir de una idea


muy cerrada de lo cultural no habrá posibilidad de mejoras sustanciales. Si se
continúa sosteniendo que las significaciones sociales imaginarias son apenas
un sub-producto de una realidad material que tiene su propia lógica
autónoma, seguiremos en el mismo punto muerto. 

Desgraciadamente esta es la concepción que muchos legisladores asumen


como verdadera del término cultura y, por lo mismo, siguen considerando que
se trata de un elemento subordinado. Por esto mismo los derechos culturales
serían de segunda o tercera generación, y por lo tanto, aún cuando se legisle
sobre ellos y alrededor de ellos, en la medida que tienen como centro esta
concepción elitista y/o materialista de cultura no se puede avanzar en las
reivindicaciones prácticas concretas.

El conflicto de las definiciones. 


En la medida que las legislaciones siguen dictando normas ancladas en el
concepto más tradicional de lo cultural, es imposible poder llegar a vislumbrar
una salida positiva al entrampe elitista del término. Se sigue sosteniendo que
lo cultural es un subproducto de lo material y que, por lo tanto, los derechos
vinculados al segundo término tienen prioridad. Se olvida, en estos alcances,
que la distinción entre unos y otros es simplemente formal, esto es, que se
trata de una nomenclatura, y que en la vida práctica no existe una tajante
diferencia entre lo material y lo cultural sino que básicamente ambas esferas
están imbricados de tal manera que, por ejemplo, el ejercicio y acceso a los
derechos humanos sin el ejercicio y acceso a los derechos culturales no
comporta beneficios plenos a los sujetos de derecho. 

Si seguimos entendiendo a la cultura como un refinamiento sin ningún


vínculo con los procesos vitales del ser humano, es decir, si seguimos
conceptualizando el término cultura dentro de los parámetros del "cultivar
ciceroniano", entonces no podremos concebir la exacta fuerza, poder y
alcance de los derechos culturales. Por otro lado, si seguimos considerando
que la cultura es un producto de lo material y que está vinculada
reflexivamente con las condiciones de producción de los bienes materiales,
estaremos anclados a un determinismo histórico y económico que proyecta
una sombra sobre las verdaderas potencialidades que estos derechos pueden
tener para las mujeres latinoamericanas. 

[] desde esta perspectiva, toda política cultural desfallece ante sus objetivos
de culturizar a la sociedad. La batalla está perdida y los lamentos de
impotencia ante la (in)cultura de las masas no hacen más que legitimar el
valor de la verdadera cultura (Portocarrero 3). 

También, asimismo, legitiman la continuidad de la subordinación de los


grandes sectores que no tienen posibilidades de acceso a estos productos
culturales. 
Pero además de estas dos perspectivas limitantes de lo cultural existe una
tercera que se utiliza normalmente en los discursos de las instituciones
internacionales y que conciben a la cultura, ésta vez sí desde una perspectiva
antropológica, pero sólo para establecer diferencias y aplicaciones
diferenciales de los proyectos de desarrollo. 

Se entiende, en esta perspectiva, que el desarrollo es un proceso único y


universal, positivo para todos los grupos humanos y que el único problema
estriba en las sutiles diferencias inter-étnicas y las dificultades de adaptación
de estos grupos al camino hacia el desarrollo. Estos planteamientos esconden
una mirada etnocentrista occidental y las posibilidades del desarrollo están
planteadas siempre de forma unívoca o, en todo caso, encuadrada no sólo
desde un discurso occidental sino, inclusive, desde un discurso neoliberal. 

La presencia de pueblos indígenas es tenida como parte de los sectores


rurales y agrícolas con mayores niveles de pobreza y una inferior calidad
debido a los modelos de desarrollo que los han excluido de los beneficios del
progreso social y económico (Meentzen 13). 

En el comentario anterior, por ejemplo, la autora del diagnóstico sostiene que


los pueblos indígenas se mantienen en niveles altos de pobreza pues han sido
excluidos de ciertos modelos de desarrollo. Ella cuestiona los modelos de
desarrollo anteriores aunque no específica cuáles, quizás deberíamos
entender que se trata de aquellos modelos tradicionales y excluyentes de
construcción de la nación originados durante los procesos de independencia
en América Latina, que consolidaron a una burguesía criolla y excluyeron a las
mayorías indígenas. Para la autora estos modelos no han favorecido a los
indígenas pues no se han beneficiado del progreso social y económico. Y he
aquí el punto de desequilibrio de su entrada epistemológica: cuestiona el
modelo de desarrollo pero no cuestiona el concepto de progreso que,
precisamente, ha sostenido durante más de dos siglos ese mismo modelo de
nación excluyente del que ella difiere. Asimismo es muy significativo que el
título del informe de Meentzen sea Estrategias de desarrollo culturalmente
adecuadas para mujeres indígenas, pues el término "culturalmente
adecuadas" es de lo más ambiguo, no sólo por lo que podría considerarse
como lo adecuado o inadecuado para las mujeres indígenas sino,
precisamente, porque está explícitamente organizado desde un discurso que
considera a las indígenas como "las diferentes" de los proyectos de desarrollo,
es decir, las "otras" de un desarrollo "uno", que deben "adecuarse"
culturalmente a seguirlos en la medida que estos se "adecuan" culturalmente
a incorporarlas.

En la medida que varios de estos proyectos diferenciados no han tenido un


resultado efectivo de desarrollo para las poblaciones implicadas, muchos
proyectistas y funcionarios internacionales han criticado este concepto de
desarrollo aplicado a países del Tercer Mundo y han surgido nuevos
postulados que organizan de manera más fina estas adaptaciones, siempre,
por supuesto, considerando a la cultura como una variable más dentro del
proceso. 

Se trata de nuevas formulaciones del desarrollo como los conceptos de


desarrollo sostenible o de desarrollo sustentable. La primera formulación
surge en los casos de proyectos cuya durabilidad era transitoria en la medida
que no se sostenían de forma autónoma a los flujos de dineros que prestaban
las financieras internacionales. Por esto mismo se incorporó la idea de
sostenimiento del proyecto más allá de las financieras por gestión de los
propios beneficiarios. En realidad el problema no radica solamente en la
ausencia del motor económico del proyecto, sino también en la implicancia
del concepto de desarrollo propuesto por este tipo de financiamientos que
muchas veces impone una perspectiva ajena a la de bienestar que viven y
anhelan las comunidades beneficiarias. 

Si los operadores de este tipo de proyectos sólo consideran a la cultura como


una variable más dentro de los numerosos factores que intervienen en el
proceso de desarrollo y si siguen creyendo que organizando determinadas
metodologías que tengan en consideración lo cultural específico de ese grupo
humano se solucionaran los problemas en torno a lo sustentable o sostenible
del desarrollo, están operando de la misma manera que los legisladores de los
códigos penales y civiles de comienzos del siglo XX, es decir, organizando la
vida según su propia forma de entenderla y conduciendo desde su propia
localización de poder el llamado proceso de la civilización (o el "progreso"
cuestionado líneas arriba). 

El término cultura, entonces, se ha convertido en un concepto a ser utilizado


para marcar las diferencias y las desventajas de los otros en virtud de un
discurso de derechos occidental y hegemónico. Este discurso organiza sus
elementos en torno al concepto de desarrollo y progreso. 
El progreso pasó a adquirir carácter de "verdad científica" durante los
procesos de construcción de las identidades nacionales en América Latina a
finales del s.XIX. ¿Cómo se entendía el progreso? Se concebía como "el
adelanto hacia la perfección ideal que podemos concebir" (Weinberg 373); se
trata de la aplicación del darwinismo biológico a la esfera social: el progreso
es el camino de la evolución de las sociedades desde el primitivismo, pasando
por el barbarismo hacia la civilización. A pesar de que es utilizado aún en
diagnósticos sobre poblaciones indígenas, es un término arduamente
cuestionado desde diversos espacios académicos y políticos.

Así en muchos proyectos la cuestión cultural es el elemento que permite que


una idea de desarrollo universal sea aplicada a determinado sector social
desde una diferencia inmanente. La idea de este parágrafo es dejar constancia
que la "cultura" no es sólo un elemento que permanece como una abstracción
en la teoría social y cultural contemporánea sino que, muy por el contrario, es
un referente que utilizado de distintas maneras pero teniendo como punto de
partida una perspectiva no-heterogénea de la misma permite errores en
proyectos con efectos prácticos directos en la vida de hombres y mujeres.

Cultura desde América Latina. 


A pesar de que la categoría antropológica de "cultura" que planteamos está
bastante consolidada en los diferentes textos de crítica mencionados y que
proponemos un extenso ejemplo sobre la relación entre imaginario, cultura de
la indigencia y medios masivos (ver anexo 1) como una forma de demostrar la
importancia en la práctica de la necesidad de afinar el término para darle
densidad y complejidad, es preciso aún realizar más afinamientos y
contextualizar el término en una zona geopolítica, es decir, es imprescindible
para fomentar un debate sobre los derechos culturales desde una perspectiva
feminista, territorializar la categoría cultura confiriéndole una status propio
desde América Latina. 

En Estados Unidos y Europa el debate en torno a la cultura y los derechos


culturales tiene como elemento de tensión el tema de las otras culturas. Se trata
de las manifestaciones culturales de grupos minoritarios que han ingresado en
la supuesta cultura mayoritaria a través de diversos procesos de migración,
tanto territoriales y geográficos (los inmigrantes políticos pero sobre todo
económicos) como simbólicos (los gays, por ejemplo). Los grupos de
inmigrantes económicos de países africanos o asiáticos que migran a Europa
(como el caso de los argelinos en Francia, de los turcos en Alemania o de los
albaneses a Italia) y de países latinoamericanos que migran a Estados Unidos
han trasladado, asimismo, sus costumbres y códigos culturales y dentro de la
cultura hegemónica han abierto espacios para sus prácticas. 

Por este motivo, por la presencia inquietante de los otros culturales, las
legislaciones centrales han admitido un status diferenciado en tanto no
perteneciente a la cultura central y, junto con los reclamos de otros sectores
minoritarios como los gays, los latinos o los afroamericanos, es que ha surgido
el debate sobre el multiculturalismo. 

El multiculturalismo se ha asumido como una política de inclusión tanto en


países europeos y en Estados Unidos, como en foros internacionales, es decir,
en Naciones Unidas, sobre todo, en la UNESCO. El foco central del debate se
centra en la diferenciación a razón de una cultura otra de ciertos sujetos de
derecho en torno a prácticas jurídicas y culturales universales. Este es el tema
central, por ejemplo, de las consultas solicitadas por el Alto Comisionado para
los Derechos Humanos en torno al tema de la promoción y disfrute de los
derechos culturales y el respeto a las distintas identidades culturales. El punto
central del estudio radica en un inventario de los derechos culturales con la
finalidad de plantear un Código Internacional de Conducta relativo a la cultura
(ver UNESCO y Cultura) y una Oficina del Defensor de los derechos culturales,
es decir, algo así como un ombudsman de las diferencias culturales a un alto
nivel internacional. En este mismo texto se propone crear una división en esta
Oficina dedicada a la defensa de los derechos de las mujeres. Todas estas
propuestas parten de la categoría de multiculturalismo y no necesariamente de
la convivencia pacífica entre las diversas culturas y su representación equitativa
en los distintos organismos internacionales. 

Inclusive las propuestas más coherentes planteadas desde América Latina, como
es el caso del multiculturalismo proactivo que promueve el filósofo chileno
Martín Hopenhayn también parte de entender lo cultural desde un telos
occidental, a pesar de que cuestiona profundamente ciertos elementos de ese
telos, como son, la globalización desde una perspectiva del neoliberalismo y la
asimetría entre emisores y receptores de bienes en el intercambio simbólico (2-
3). Hopenhayn critica duramente la imposición que plantea la globalización de
un multiculturalismo como valor y único ideal; no obstante, continua con la
categoría multiculturalismo, aunque con el adjetivo de proactivo, para organizar
su propuesta de inclusión desde América Latina.

Entiendo al multiculturalismo proactivo como una fuerza histórica positiva


capaz de enriquecer el imaginario pluralista-democrático, avanzar hacia mayor
igualdad de oportunidades y al mismo tiempo mayor espacio para la afirmación
de la diferencia. Un multiculturalismo proactivo necesita conciliar la no-
discriminación en el campo cultural con el reparto social frente a las
desigualdades. Esto incluye políticas de acción positiva frente a las minorías
étnicas, y también frente a grupos definidos por estratos socioeconómico,
identidad cultural, edad, género o proveniencia territorial (8, énfasis original). 

La propuesta no deja de ser interesante, pero las políticas de acción positiva


que se proponen a las minorías y grupos definidos, realmente excluyen a la
mayoría de la población de las naciones latinoamericanas y dejan en su soledad
jurídica y al centro de los derechos y las políticas al hombre criollo o al hombre
blanco descendiente de europeos. 

En tanto que lo multicultural es un planteamiento categórico que exige como


horizonte previo la pre-existencia de una cultura mayoritaria que es la
occidental-del-hombre-blanco en contraste con las sub-culturas de mujeres,
gays o inmigrantes, es bastante discutible el traslado del término para ser
aplicado a América Latina. 

Por supuesto que el debate en torno a las diferencias culturales en América


Latina tiene muchos años y no se centra sólo en las recomendaciones de los
diversos organismos internacionales (me refiero tanto a Naciones Unidas,
UNESCO o UNIFEM como a las distintas fundaciones que financian a las ONGs
en América Latina) sino que también ha sido un debate desde las mismas zonas
de producción cultural y de producción de contenidos sobre lo cultural en
América Latina.

Me refiero a la antropología y al arte, sobre todo, a la critica literaria y a la


crítica de medios masivos de comunicación, así como a lo que ahora se
denominan los estudios culturales. Este debate, asimismo, surge por el análisis
de la presencia no menos inquietante, por cierto de los otros culturales
latinoamericanos, es decir, de las diversas grupos indígenas (desde las diversas
naciones amazónicas hasta los mapuches en Chile o los otavalos en el
Ecuador) .

Si consideramos que los Estados nacionales se organizaron teniendo como


principales agentes a los representantes de las élites criollas y como doctrina la
criollización del país a partir de una idea predeterminada de progreso (véase
Facundo de Domingo Faustino Sarmiento y todo el debate en torno a las
categorías de civilización y barbarie), entonces los grupos indígenas y mestizos
no criollos fueron ignorados como integrantes de un gran proyecto nacional .
Así los indios fueron considerados desde los primeros años de la Independencia
como un grupo bárbaro, sin cultura, al que se debía civilizar, en otras palabras,
asimilar a las prácticas sociales y culturales occidentales que los criollos habían
asumido como suyas. Pero en el transcurrir de la historia no hay una verdadera
decisión política en torno a esta asimilación por ejemplo, la imposición del
alfabetismo en las áreas rurales habitadas en su mayoría por indígenas sino que
se sigue gobernando de espaldas a este inmenso sector poblacional y se
continúa con la lógica colonial excluyente para organizar la producción tanto
material como simbólica.

Lo mismo sucede con las mujeres criollas o pertenecientes a las elites políticas,
quienes estuvieron relegadas a una ciudadanía de segunda, pues ni siquiera
tenían acceso al voto y cuyas prácticas políticas se limitaban a participar de la
propia gesta del progreso y la criollización de los países latinoamericanos,
adscribiéndose a una homogeneización cultural que nunca las tuvo en cuenta.
Esto es evidente en el caso del Virreinato del Perú con la canonización de Santa
Rosa de Lima, es decir, la oficialización del icono criollo de la mujer a través de
la representación de una figura que imitaba a la Virgen y que se autoflagelaba. 

Por otro lado se dan muchísimas prácticas domésticas (privadas) de resistencia


a la cultura occidental desde los diversos sectores subalternos, incluso desde las
propias mujeres (en el mismo caso de Santa Rosa de Lima, sus compañeras, las
llamadas ilusas o alumbradas fueron llevadas al Tribunal del Santo Oficio por
plantear una religiosidad demasiado autónoma). Precisamente por la presencia
de la tensión entre las prácticas de resistencia y la indiferencia de la ciudad
letrada, no se llega a una homogeneización de las naciones latinoamericanas
sino a la presencia de muchos grupos y muchas prácticas culturales, aunque
unas sin poder y otras con un poder hegemónico. 
Es recién a partir del s.XX, como ya ha sido mencionado, que se plantea el tema
del indio como un debate primordial (Mariátegui, Vasconcelos) que se discute
asimismo la categoría cultura nacional para conferirle una dimensión más
amplia. De este modo nacen las otras propuestas para organizar la nación con
una vocación inclusiva y no excluyente, aunque la inclusión de las mujeres es
muy posterior. 

Esta discusión no sólo se refiere al problema indígena en el debate sino


también a la calidad de las mayorías populares. Se trata de un punto que,
durante el siglo XIX algunos autores denominaron mestizaje (Riva Agüero)
porque se referían a cruces raciales, y que más adelante son interpretadas como
mezclas culturales. Por supuesto que estas propuestas de raza cósmica o
mestizaje planteaban una mezcla homogénea y feliz como horizonte utópico y
un trabajo de asimilación a lo occidental como estrategia. 

De esta manera se propone una América Latina configurada de las mixturas


entre las diversas culturas aborígenes y la cultura occidental, una zona
geopolítica poblada por mestizos no sólo raciales sino, sobre todo, culturales.
Pero, ¿en qué medida es posible hablar de mestizajes culturales?, ¿son procesos
contradictorios y complejos, de resistencia y dominación, o de armonía y
producción?, ¿y cuál es el papel de las mujeres en estos procesos?.

Hay muchas propuestas sobre las relaciones inter-culturales en América Latina,


tres de las principales (transculturación, hibridez, heterogeneidad) intentan dar
cuenta de un fenómeno complejo y difícil, desde entradas honestas que
organizan la mirada de las culturas latinoamericanas desde una perspectiva
múltiple.

Transculturación (la hipótesis de la cultura latinoamericana de Fernando


Ortiz retomada por Ángel Rama). 
El término empieza a usarse en América Latina como contrapropuesta al de
asimilación (aculturación en términos antropológicos de la academia
angloparlante) que se había convertido en la hipótesis básica de la nación
criolla: el aplastamiento de las culturas nativas bajo las normas y practicas
culturales de la cultura occidental (el proceso a la civilización). La visión de las
relaciones culturales como transculturales se impone de la mano de una de las
culturas de presencia más fuerte en el Caribe: la africana.
Fernando Ortiz, profesor de la Universidad de La Habana, plantea la propuesta
en su libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, publicado
originalmente en 1940. En él propone la idea de pensar en las diferencias
culturales que se encuentran a partir de la colonización de América y la
migración de africanos, pero sobre todo en el producto de este encuentro,
como una posible relación de interacción creativa y no sólo como una
adaptación a Occidente. 

Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases


del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste
solamente en adquirir una cultura, que es lo que en rigor indica la voz
americana aculturación sino que el proceso implica también necesariamente
la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una
parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos
fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación (Ortiz citado
por Rama La Novela en América Latina 209). 

El término transculturación ha sido posteriormente tomado por el crítico


uruguayo Ángel Rama para indicar las posibilidades de la cultura
latinoamericana, precisamente, de su expresión escrita. Rama comenta que el
término fue elogiado por el antropólogo Malinowski en el prólogo al libro de
Ortiz, sin embargo, nunca fue utilizado por él en sus propias investigaciones
(lo que nos dice, una vez más, de este efecto de teoría de considerar que
nuestras propuestas son útiles para interpretar nuestros propios productos y
no tienen vigencia universal). Rama considera que Ortiz recoge la idea de un
proceso cultural más complejo y menos encasillado que el de la aculturación
pasiva de parte de los diferentes miembros subalternos de nuestra sociedad al
imaginario del colonizador. La transculturación implicaría entonces un nivel de
agencia del propio sujeto subalterno: no se trata de asumir todo lo que viene
de afuera sino de reinterpretarlo de alguna manera específica y diferente.

[La transculturación] nace de una doble comprobación: registra en su cultura


presente ya transculturada un conjunto de valores idiosincráticos que puede
reencontrar si se remonta hasta fechas remotas dentro de su historia;
corrobora simultáneamente en su seno la existencia de una energía creadora
que con desenvoltura actúa tanto sobre su herencia particular como sobre las
incidencias provenientes del exterior y en esa capacidad para una elaboración
original, aún en las difíciles situaciones en las que ha sido sometida
históricamente, encuentra una prueba de la existencia de una sociedad
específica, viva, creadora, distinta, la cual alienta, más que en las ciudades
estrechamente asociadas a las pulsiones universales, en las capas recónditas
de las regiones internas (Rama 210).

En el párrafo citado podemos encontrar una serie de categorías aplicadas a


este encuentro cultural. Se trata, por ejemplo, de aquellas que dividen a las
culturas de adentro de las de afuera: entenderíamos que unas son las culturas
aborígenes de la América (los caribes, los quechuas, los chancas, los
mapuches, por ejemplo) y otra sería la que llegó, es decir, la cultura occidental
y cristiana. Pero asimismo se puede aplicar a las culturas locales, es decir,
aquellas desarrolladas en las regiones de adentro de cada país, y las culturas
metropolitanas o centrales, aquellas desarrolladas en las ciudades o capitales.
Precisamente son estas culturas centrales las que organizan el poder a partir
de la letra y de la escritura, y de esta forma construyendo simbólicamente un
centro diferente al centro de la propia ciudad, al que Rama en un libro
posterior califica como ciudad letrada: el espacio simbólico pero originado en
la urbe que tiene el poder de dictar las leyes, las normas, clasificar quien entra
en la cultura y quien no entra en ella (Rama La Ciudad Letrada). Pero
continuando con el comentario del párrafo citado, en él también se hace
referencia, y he aquí la cuestión más importante, a las posibilidades creativas
de la supuesta cultura dominada a través de las múltiples estrategias de
resistencia cultural que echan a mano, no sólo para no asumir prácticas
culturales foráneas, sino para asumiéndolas plantear torsiones de las mismas:
reinventar algo nuevo a partir de ellas . Rama insiste en la creatividad de la
transculturación, es decir, en la posibilidad de evitar la desculturación y
plantear una reapropiación particular y diferente de las prácticas culturas y de
las pautas culturales occidentales. 

Esta propuesta, posteriormente, ha sido criticada en tanto plantea una visión


optimista de los difíciles y complejos procesos de encuentro cultural, dejando
de lado las múltiples dificultades, los quiebres, las resistencias a las
imposiciones, así como las propias imposiciones . No se trata tampoco de una
re-interpretación del mestizaje pues entiende perfectamente que el encuentro
entre la cultura occidental y las culturas locales se había dado de una forma
absolutamente asimétrica. 
[...] la transculturación es el momento en que dos culturas chocan y, por lucha
de fuerzas, los elementos de una de ellas pasan a integrarse, siempre en
tensión, dentro de la otra. En este sentido algunos críticos han enfatizado que
la transculturación es algo que ocurre entre la cultura hegemónica y las
culturas subalternas y por lo tanto implica siempre una teleología, es decir,
una especie de devenir que consistirían, en el caso latinoamericano, en
integrar lo indígena o popular dentro del marco hegemónico occidental (Vich
31, énfasis mío).

Se trataría, según lo apunta Victor Vich reformulando una propuesta del


crítico John Beverley, de otra forma de asimilación y, en cierto sentido, mucho
más peligrosa porque propone una perspectiva crítica dentro de ella que no
logra cuajar en una mirada totalmente emancipadora en tanto que se
organiza desde el telos occidental.

Hibridez (la hipótesis de cultura latinoamericana de Néstor García


Canclini). 
En su libro Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad,
Néstor García Canclini introduce la metáfora biológica de la hibridez para
hablar de los cruces de las herencias indígenas y coloniales con el arte
contemporáneo y las culturas electrónicas (16). No define su concepto de
hibridación y muchas veces utiliza como seudónimo el término
heterogeneidad que más adelante analizaremos pero básicamente se refiere a:

[] diversas mezclas interculturales no sólo raciales a las que suele limitarse


mestizaje y porque permite incluir las formas modernas de hibridación mejor
que sincretismo, fórmula referida casi siempre a fusiones religiosas o de
movimientos simbólicos tradicionales (15). 

En realidad el interés primordial de García Canclini se refiere al análisis de los


diversos movimientos populares de manifestaciones simbólicas de todo tipo,
es decir, desde el análisis de la conformación de las ciudades, la arquitectura
urbana, las artesanías, los artistas populares hasta los escritores de alta
literatura (o literatura hegemónica o de elites). García Canclini insiste en que
las formas cómo los diversos sectores organizan las significaciones sociales
imaginarias de América Latina atraviesan diversos estados entre los pre-
moderno y la posmodernidad, sin necesariamente, entrar en contradicciones
irrecuperables, sino por el contrario, jugando con las posibilidades de las
distintas etapas y combinándolas. 

A diferencia de lo que en Estados Unidos se concibe como melting pot (olla


podrida en su versión castellana y castiza) o lo que en Canadá y Europa se
denomina la sociedad multicultural, en América Latina se caracteriza no sólo
por mezclas (mestizajes) culturales, sino sobre todo, por las mezclas
simbólicas entre un proyecto modernizador manejado desde las metrópolis
que nunca terminó de concretarse con las tradiciones culturales andinas o
regionales y sus formas de producción pre-capitalistas. 

La noción actual de la cultura híbrida en García Canclini no concierne, por lo


tanto, a la simple heterogeneidad cultural-étnica, ni la pluralidad religiosa, ni
siquiera a las diferencias raciales, sino a la modernización desigual de la
sociedad (...) lo híbrido implica con frecuencia un escándalo, un desorden
excepcional, y no simplemente la heterogeneidad o mezcla cultural. Lo híbrido
puede ser considerado escandaloso por razones religiosas o racistas (la
hibridez racial como degeneración) o escandaloso en un sentido no
peyorativo, lo que produce asombro (...) El concepto de lo híbrido implica, por
lo tanto, la existencia de significaciones sociales imaginarias centrales y
fuertes que rigen en un momento dado la autorepresentación de una
colectividad, como la idea de raza en el siglo diecinueve y la modernización
de nuestro siglo (Chanady 5) [énfasis mío].

Para García Canclini, según la interpretación de Chanady que confunde la


noción de heterogeneidad con la de mezcla cultural, por lo tanto, no maneja
el concepto propuesto por Cornejo Polar la hibridez implica sobre todo
entender a América Latina como una configuración organizada en un
momento desde un discurso central que organizó significaciones sociales
imaginarias poderosas que aún perviven como proyectos sectoriales, como es
la noción de progreso para el proyecto de nación criolla del s. XIX, ahora
transformada en la noción de desarrollo para los proyectos nacionales
actuales . 

García Canclini propondría que la hegemonía pasada de estos proyectos


otorga una sombra sobre las diversas manifestaciones culturales
latinoamericanas, en tanto que fue la medida de sus certezas, alcances o fallas,
y que hoy por hoy, es un espacio vacío frente a un mar de conglomerados
simbólicos, aunque no deja de tener fuerza. Lo escandaloso de la hibridez
latinoamericana precisamente radicaría en eso: en la coexistencia de un
superviviente proyecto modernizador y de tradiciones culturales premodernas
y tradicionales junto con lo masivo-mediático. 

Para García Canclini dentro de la crisis de la modernidad en América Latina se


transforman las relaciones entre tradición, modernismo cultural y
modernización socioeconómica; por eso mismo, en las diversas
manifestaciones artísticas existe una permanente interconexión entre tres
campos que parecían separados según el discurso más ortodoxo de la
modernidad: el espacio de lo popular, el espacio de lo masivo y el espacio de
lo culto o elitista.

La relativización posmoderna de todo fundamentalismo o evolucionismo


facilita revisar la separación entre lo culto, popular y lo masivo sobre la que
aún simula asentarse la modernidad, elaborar un pensamiento más abierto
para abarcar las interacciones e integraciones entre los niveles, géneros y
formas de sensibilidad colectiva (23). 

Entre estos tres espacios, y sus posibles combinaciones, los productos


culturales latinoamericanos juegan, traspasan, transgreden o se paralizan,
pero ya no apuntan a horizontes armados por ideas fijas en torno al deber ser
o no deber ser de la autenticidad del producto cultural. 

Lo más interesante de la propuesta de García Canclini es la posición desde la


cual se localiza para plantear su análisis: el irresuelto proyecto moderno en
América Latina y las formas cómo desde diversos sectores se ha ido más allá
de lo que podrá entenderse como una falencia o una frustración. 

(...) en este tiempo de diseminación posmoderna y descentralización


democratizadora también crecen las formas más concentradas de
acumulación del poder y centralización transnacional de la cultura que la
humanidad ha conocido. El estudio de las bases heterogéneas e híbridas de
ese poder puede llevarnos a entender un poco más los caminos oblicuos,
llenos de transacciones, en que esas fuerzas actúan (23). 

No obstante, la actitud de García Canclini no es de un optimismo en torno a


estos nuevos procesos, sino que ellos permiten preguntarnos sobre las
relaciones de poder que generalmente se encuentran encriptadas en todos
estos proyectos.

Heterogeneidad: la hipótesis de cultura latinoamericana de Antonio


Cornejo Polar. 
Antonio Cornejo Polar, crítico literario peruano, acuñó el término
heterogeneidad para incidir en el aspecto tensional, perturbador, difícil, de las
combinaciones culturales en América Latina. Cornejo, con una mirada puesta
ya no sólo desde las metrópolis sino desde los extramuros, plantea que las
diversas propuestas de armonía (como la raza cósmica de Vasconcelos o el
proyecto de mestizaje de Riva Agüero) no hacen sino ocultar, bajo su aparente
neutralidad, una posición discursiva dominante: el de los sectores
privilegiados de las culturas latinoamericanas. 

Varias veces he comentado que el concepto de mestizaje, pese a su tradición


y prestigio, es el que falsifica de una manera más drástica la condición de
nuestra cultura y literatura. En efecto, lo que hace es ofrecer imágenes
armónicas de lo que obviamente es desgajado y beligerante, proponiendo
figuraciones que en el fondo sólo son pertinentes a quienes conviene
imaginar nuestras sociedades como tersos y nada conflictivos espacio de
convivencia (Cornejo Polar 341). 

Cornejo plantea que incluso dentro de las propuestas de mestizaje lo


latinoamericano se representa como una potencialidad alborozada y armónica
cuyas fricciones están presentes pero muchas veces son invisibilizadas en
función de un proyecto que destila una ambición de dominación revestida de
buenas intenciones. 

Por ejemplo, la imagen del Inca Garcilaso de la Vega que propusieron y


promocionaron autores como Aurelio Miro Quesada o el propio Riva Agüero.
Para ellos el Inca había resuelto su sentimiento de no-pertenencia plena a
ninguna de las dos culturas de sus padres y de rechazo de parte de la Corte
Española, a través de la propia escritura. Si bien esto podría ser cierto, por
otro lado, no se han analizado algunos elementos contradictorios que
siguieron en él incluso hasta el final y que de alguna manera lo calificarían
mejor como el producto de esa heterogeneidad llena de pulsiones que de un
mestizaje armónico. Desde una perspectiva de género podemos señalar que
en el testamento del Inca Garcilaso, por ejemplo, apenas le deja unas ollas y
un colchón a su amante, doña Beatriz de Vega, madre de su único hijo, a
quien bautiza como Diego de Vargas, sin reconocerlo como tal. Garcilaso, que
asimismo había sido bautizado por su padre como Gómez Suárez de Figueroa
sin ser reconocido como hijo, repite las ofensas ofendiéndose a sí mismo. La
bastardía originaria y la pulsión por la bastardización de los hijos es una de las
características de la cultura latinoamericana que no deja de tener vigencia ; no
obstante, la imagen del Inca permitió a una clase social, la representada por
José de la Riva Agüero, ignorar la presencia concreta de los indígenas en
nombre de la presencia abstracta de los incas. El mestizaje, simbolizado por el
Inca, representaba la resolución armónica de la violenta conquista peruana
siempre organizado bajo las coordenadas de la clase política dominante de la
época. 

Cornejo Polar sigue los pasos de José Carlos Mariátegui cuando denuncia el
mestizaje como una impostura de la clase criolla dominante, pero, además
pone el dedo en la llaga cuando sostiene que la transculturación es una
puesta al día del polémico concepto de mestizaje. Para él se trata de una
proposición peligrosa como categoría de análisis para las culturas en
constante conflicto y transformación de América Latina:

Añado que pese a mi irrestricto respeto por Angel Rama la idea de


transculturación se ha convertido cada vez más en la cobertura más
sofisticada de la categoría de mestizaje. Después de todo el símbolo del ajiaco
de Fernando Ortiz, que resume Rama, bien puede ser el emblema mayor de la
falaz armonía con la que habría concluido un proceso múltiple de mixturación
(341).

El ajiaco es un plato tradicional cubano también se come en otros países


latinoamericanos compuesto de legumbres y trozos de carne, cuyo principal
condimento es una salsa en base de ají. Cornejo Polar consideraba que esta
metáfora culinaria era falaz en tanto cierra definitivamente una mezcla con un
resultado satisfactorio; algo que no se da en la cultura latinoamericana. 

Asimismo hay que entender que todo análisis cultural debe partir de
categorías abiertas a los acercamientos sincrónicos, no se puede entender la
cultura como un resultado, sino sólo como un proceso, es decir, que está en
permanente cambio. Pero asimismo es necesario acercarse a la
conceptualización de lo latinoamericano desde una categoría que pueda, de
alguna manera, concebir dentro de ella lo que tenemos de productivo, de
excesivo y de frustrante también. Para Cornejo esta categoría es la
heterogeneidad. 

(...) la heterogeneidad es una especie de transculturación fallida, no-


teleológica y no necesariamente dialéctica. Es decir, que la heterogeneidad
afirmaría que en todo contacto o choque cultural hay siempre elementos que
no se transculturan (se pierden o se resisten) y a los que también es necesario
y urgente interpretar. A diferencia de la categoría hibridez (desarrollada por
Néstor García Canclini) que pone el acento en la presencia de signos dentro
del objeto que es transculturado, la heterogeneidad subraya las pérdidas, las
exclusiones y el lugar desde donde se reconfigura el poder (...) Es decir, la
heterogeneidad aparece cuando nos damos cuenta que las cosas ya no
pueden continuar pensándose totalmente en esencias (o, en todo caso,
necesitaríamos una definición no esencialista de las esencias) sino más bien
en términos de diferencia (Vich 32-33). 

La heterogeneidad nos permite, desde una perspectiva feminista, organizar


una mirada propia desde los sentimientos de pérdida y opacidad que entran
en juego al hablar de los elementos diferenciales de una cultura. Esta
perspectiva nos permite señalar ya no sólo las diferencias de género sino,
sobre todo, cómo la puesta en juego de estas diferencias y el avance de
diversas concepciones teóricas que incluyen el tema de la diferencia crea
resistencias desde la cultura hegemónica. Las resistencias, además, son sutiles
y porosas, se esconden en discursos "políticamente correctos" que abren
nichos de pertenencia y de no pertenencia, así como modelos de
"autenticidad" de género (como aquellos proyectos que incluyen una idea de
cómo deben ser "culturalmente adecuadas" las mujeres de las poblaciones
indígenas). 

¿Cuáles son los elementos de lo que podría denominarse la "cultura de las


mujeres" en América Latina que se resisten a formar parte de una propuesta
de igualdad de género y que crean espacios propios, vividos a veces con una
conflictividad dolorosa, pero que son de alguna manera una puerta de
entrada a una forma diferente de entender el bienestar sin pasar por las ideas
impuestas desde las instituciones internacionales condensadas en ideas fijas
de desarrollo y progreso?, ¿existen estos elementos?, ¿hay una opacidad que
pueda deslizarse hasta descubrir su niebla para las mujeres de diferentes
sectores que queremos pensar en un espacio propio y no apropiado para
exigir políticas en torno a lo que es "nuestra cultura"? 

Para intentar dar respuesta a estas preguntas en realidad, lo importante es


haberlas formulado como tales es preciso pasar revisión a uno de los temas
que está siendo planteado y a su vez cuestionado por diversas teóricas,
feministas o no, no-occidentales. Se trata del concepto de "subalternidad".

Centro vs. Periferia: ¿formamos parte de una cultura subalterna?. 


En el supuesto que pretendo negar de que los países latinoamericanos son la
periferia de los países europeos y de Estados Unidos, se debería entender a la
cultura latinoamericana como subalterna. La subalternidad consistiría en la
condición del subalterno, es decir, de una forma de opresión que excluye a los
sujetos de un modo cultural determinado. 

El subalterno es sólo otra palabra clásica para denominar al oprimido, al Otro, a


alguien que se ha quedado sin su trozo del pastel [...] cuya voz podría no ser
escuchada y que esta estructuralmente fuera de la narrativa burguesa según
Gramsci. En términos poscoloniales, todo aquel que tiene limitado su acceso a
la cultura imperialista y al espacio de la diferencia. Pero no se podría decir
solamente que los oprimidos son subalternos, la clase trabajadora (británica)
son oprimidos, pero no son subalternos (Leon de Kock. Interview with Gayatri
Chakravorty Spivak, 1) [versión mía].

El subalterno no es sólo el que dentro de una cultura determinada se maneja en


los márgenes de ella sino quien no puede expresarse a través de sus formas de
representación. Tal es el clásico ejemplo del texto más conocido de Gayatri
Spivak, Can the Subaltern Speak?, es decir, de las viudas en las culturas hindúes
quienes deben someterse al ritual de ser quemadas vivas en la pira funeraria del
marido. Spivak narra en este artículo el caso de una viuda bengalí quien no
puede expresar su deseo de seguir viva pues los canales patriarcales de
comunicación bengalíes simplemente no le permiten decir nada con su voz y le
obligan a inscribir su cuerpo en el ritual. 

El caso de la clase trabajadora británica también es claro: son oprimidos pero


no subalternos. Lo mismo podría decirse de los sectores urbanos informales en
los países latinoamericanos, quienes de alguna manera han creado una
subcultura propia dentro de los mecanismos más salvajes de la libre empresa
pero que tienen formas representativas de expresión. 

Por otro lado es la misma Spivak quien considera peligrosa la apropiación de la


subalternidad como una forma de localización identitaria pues precisamente
esta condición no permite formas de representación propias: 

¿Quién diablos quiere proteger la subalternidad? Sólo los extremadamente


reaccionarios, los dudosos antropólogos y los museólogos. Ningún activista
debería intentar mantener al subalterno en un espacio diferente... No se puede
dar al subalterno una voz. Se debe trabajar por la sangre del subalterno en
contra de la subalternidad (ibidem).

Para Spivak desde la subalternidad no existen posibilidades de diálogo pues


para que exista la comunicación es necesario que haya una disposición del
escucha a escuchar. La subalternidad es la negación de la voz y de toda forma
de autorepresentación. Por otro lado quienes apuestan por la subalternidad
como forma identitaria entonces plantean la posibilidad de expresión del
subalterno a través de otros. 

En este sentido, cuando se dice que el testimonio de Rigoberta Menchú Yo soy


Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia es la expresión de la voz del
subalterno se estaría en un equívoco, pues el trabajo de la propia Menchú en
busca de una testimonialista ad hoc (en esta caso la Elizabeth Burgos-Debray)
para que le registre su testimonio implica una agencia del sujeto que va más
allá de su condición subalterna . En cambio, éste sí sería el caso de los
testimoniantes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, quienes
fueron buscados para que expresen su voz aún cuando no hay muchos oídos
dispuestos a escucharlos ni mucho menos a confiar en sus palabras.

De lo anterior se colige que formar parte de una cultura subalterna es una


manera muy conflictiva de autodefinición. Si nos localizamos desde la
subalternidad, como lo han propuestos no pocos intelectuales latinoamericanos
como veremos más adelante, entonces asumiríamos que nuestra condición de
seres humanos está planteada en función de un otro hegemónico que sería el
hombre blanco occidental. Lo primero que debemos criticar y combatir es la
manera de posicionarnos en función de una narrativa otra que no pase por la
configuración de nuestras propias formaciones sociales imaginarias. En este
sentido es preciso e indispensable demoler el eje centro-periferia como forma
de localizarnos en el mundo globalizado.

Historia del eje centro-periferia. 


Tradicionalmente en los currículos escolares se ha presentado la dicotomía
civilización-barbarie como un momento de discusión en América Latina
congelado en el siglo XIX a partir de los planteamiento de Domingo Faustino
Sarmiento y otros pensadores, quienes formulaban la cohesión de la nación
basada en la exclusión del lado salvaje y el encarrilamiento dentro de los
senderos del progreso civilizatorio encabezado por los países europeos, es
decir, la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la
inteligencia y la materia... (Sarmiento 60). 

La barbarie estaba representada no sólo por los indígenas, sino también por
los dictadores y todas sus prácticas antidemocráticas (Facundo es un tipo de
la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la
de las fieras 145), y también por los sectores marginales de las ciudades, los
mendigos, los campesinos desheredados (por ejemplo los miserables de los
sertoes brasileños o los gauchos de las pampas) y los ignorantes. Por otro
lado, el paradigma de la civilización era Francia también otros países europeos
como Italia, recién unificada, e Inglaterra, en la cúspide de su poderío colonial
y, sobre todo, París, en donde el refinamiento cultural de las prácticas
artísticas (pintura, escultura, danza, arquitectura, música, literatura)
determinaba una cúspide de la civilización occidental y sus prácticas políticas.
En este sentido la historia era entendida como un proceso lineal desde la
barbarie hasta la civilización y los países latinoamericanos, en la medida que
se encontraban en los bordes de Occidente, tenían la posibilidad de llegar a
ser países civilizados si es que se enrumbaban en la línea del progreso.  

Paulatinamente verificamos que una palabra se va incorporando al léxico


cotidiano; sacada del repositorio del cultismo [...] llegará a convertirse en una
verdadera muletilla, pero será simultáneamente la expresión más elocuente de
la verdadera filosofía; nos referimos al vocablo progreso. (Weinberg 373)
[énfasis original].

El progreso pasó a adquirir el carácter de verdad científica. ¿Cómo se entendía


el progreso? Un diccionario publicado hace más de un siglo define el
progreso como el adelanto hacia la perfección ideal que podemos concebir
[...] (373); se trata de la aplicación del darwinismo biológico a la esfera social:
el progreso es el camino de la evolución de las sociedades desde el
barbarismo hacia la civilización. 

Este proyecto organiza el eje central sobre el que se debería construir la


nación y, en la medida que las letras representan lo más civilizado y que fijan
escriturariamente las normas sociales, le confiere a la ciudad letrada, un poder
estratégico fundamental para organizar el Estado (Rama). 

En este sentido la ruptura con la metrópoli a partir de las gestas de


independencia no significó un cambio radical en la estructura social y
simbólica de las nuevas repúblicas ni un nuevo pacto social organizado desde
el fortalecimiento de la ciudadanía de todos sus habitantes, sino simplemente
un amoldamiento de la ciudad letrada a otro momento histórico en el que los
criollos se organizaron de otra manera para excluir a los grandes sectores de
indígenas y mestizos. Esta otra manera de organización se basa
simbólicamente en la oposición civilización-barbarie. 

No obstante el transcurso de más de cien años de estas propuestas y de este


proceso, su núcleo central, es decir, sus paradigmas foráneos para pensar el
desarrollo de nuestros países y su estrategia de exclusión de las grandes
mayorías (campesinos pauperizados, mujeres cabezas de familia, indígenas de
diversidad de etnias, grandes sectores de migrantes internos localizados en
las zonas marginales de las urbes y sobre todo, lo que se ha denominado no
sin complicaciones la cultura popular) sigue vigente con la anuencia y apoyo
de la actual ciudad letrada, que ahora no sólo está localizada geográficamente
en América Latina, sino que se ha desterritorializado para re-localizarse desde
ciertos pliegues de la academia estadounidense o de la prensa internacional
sobre todo la española entre otros múltiples lugares. 

La dicotomía civilización-barbarie se ha reconfigurado en muchos debates:


socialismo o barbarie, cosmopolitismo vs. indigenismo, modernización vs.
tradicionalismo, modernidad vs. transmodernidad , centro vs periferia. Por
otro lado el término progreso ha sido sustituido por otro término igualmente
fetichizado, el desarrollo, nomenclatura de uso impuesto por las Naciones
Unidas y a partir de la cual surge la diferencia casi ontológica entre los países
desarrollados y los países subdesarrollados o, eufemísticamente, en vías de
desarrollo . 

Mi interés es esbozar un primer análisis del eje centro vs. periferia en la


medida que se piensa a América Latina como un espacio en la periferia de
Estados Unidos y Europa, muy al margen de otros espacios diferentes aunque
homólogos (el continente subsahariano, Africa, India y algunos países
asiáticos), y se considera que nuestros procesos de desarrollo deben de estar
orientados según los planeamientos del centro. En este esquema a América
Latina sólo le cabe actuar y a los países centrales proponer narrativas (en el
sentido que Hommi Bhabha le da al término, es decir, en la medida que
contribuyen a constituir las comunidades imaginadas). 

No planteo que se haya dado un reemplazo de las coordenadas civilización-


barbarie decimonónicas por las de centro-periferia del s.XX: el proceso es
mucho más complejo, heterogéneo, problemático y sutil; además, plantea
nuevas formas de asimilación de conceptos y reformulación de posiciones,
sobre todo, de quienes conforman la porosa y nueva ciudad letrada (por
ejemplo, los espacios culturales de la prensa latinoamericana de la cadena de
Diarios de América o los seminarios organizados por LASA-Latin American
Studies Association).

Estado del debate en torno al eje centro-periferia. 


Como parte de este debate han surgido una serie de críticas en torno a la
forma cómo muchos intelectuales latinoamericanos y no latinoamericanos
pero sí latinoamericanistas asumen categorías de análisis como las que
proponen los filósofos postmodernos (Derrida, Lyotard, Deleuze), los teóricos
postcoloniales (Spivak, Said, Bhabha) e incluso los analistas de la modernidad
reflexiva (Beck, Giddens). 

Se trata de debates que ya conforman libros, paneles, seminarios, discusiones


formales e informales, y sobre todo, que abren nuevas maneras de
reconfigurar y romper con las murallas de la ciudad letrada pues de alguna
manera introducen en ella acercamientos estratégicos con sectores orales,
tanto de oralidad primaria , es decir, sociedades ágrafas como los diversos
estudios sobre testimonios y literatura oral (Beverley, Cornejo Polar), como
secundaria, esto es, alfabetizados pero con usos predominantes de los medios
de comunicación masiva, como todos aquellos análisis culturales en torno a
las nuevas conformaciones discursivas, es decir, la televisión, la prensa, las
telenovelas, los comics o las diversas manifestaciones de cultura juvenil
(Yúdice, Barbero, García Canclini, Vich). 

Estos debates, además, han articulado tres categorías propuestas


originariamente para analizar fenómenos de América Latina y que se han
analizado en el segundo acápite de este trabajo, nos referimos a la
heterogeneidad (Cornejo Polar), la hibridez (García Canclini) y la
transculturación (Ortiz retomado por Rama) . Estas tres categorías van a ser
blandidas, reformuladas o no, en otro debate protagónico, me refiero al
debate que propone romper con la imagen congelada de una hegemonía de
la producción teórica en el centro y una producción creativa o artística en la
periferia: se trata de la propuesta de formas de pensamiento propias desde
América Latina (Mignolo, Castro-Gómez, Ileana Rodríguez). 

Aún cuando los protagonistas de este debate continúan manteniendo el eje


centro-periferia como organizador de sus discursos, éste cobra una densidad
y complejidad que no se encontraba antes en el otro eje civilización-barbarie.
Por otro lado, el debate en torno al eje centro-periferia ha cobrado otros
matices debido a la reacción contra algunos latinoamericanistas que,
siguiendo las propuestas teóricas de algunos teóricos poscoloniales como
Edward Said, Hommi Bhabha o Gayatri Spivak, plantean homologar la
condición de los países poscoloniales de Asia y África con la condición actual
de los países latinoamericanos para localizar en nuestros países otro discurso
postcolonial (Seed, De Toro). 

Se trata de una discusión en la que entra en juego una oposición al


postcolonialismo como marco teórico apropiado para leer los fenómenos
sociales latinoamericanos en la medida que las ex-colonias británicas tiene
orígenes completamente diferentes a los de Latinoamérica y también en tanto
que el postcolonialismo está ya insertado en un discurso oficial de la
academia estadounidense (Klor de Alva, Vidal, Mignolo, Moreiras, Mendieta,
Moraña y el Grupo de Estudios Subalternos proponen esta lectura crítica). 

Este debate es complejo y sutil, pretende poner en el centro de la polémica la


estructura del conocimiento en la actualidad: América Latina (la periferia)
como espacio donde se producen discursos de todo tipo aunque básicamente
obras creativas, la academia estadounidense, europea y los medios de
comunicación del Norte (centro) como espacio donde se produce
pensamiento y teoría con visos de universalidad y que sirven para interpretar
esos discursos. 

Por eso algunos autores (Mignolo) plantean recuperar a ensayistas que


iniciaron una manera diferente de pensar desde Nuestras América
(obviamente Martí pero también Mariátegui, Dussel, Rama, Paulo Freire,
Arguedas y otros) y romper con este imperialismo simbólico. Asimismo a
partir de diferentes espacios académicos localizados desde América Latina,
como el grupo Prácticas Intelectuales en Cultura y Poder (Mato) o el congreso
sobre Estudios Culturales de Lima, se propone un pensar situado (López et al.)
como forma de derivar conceptos y temas de interés general a partir de
saberes locales o especializados en temas locales. 

Este planteamiento metodológico propone descartar lo cultural como una


variable más y centrar sobre él el esclarecimiento de una propuesta de
pensamiento propia y organizada saliendo de los paradigmas desarrollistas
planteados por el centro. Asimismo este acercamiento teórico puede
ayudarnos a entender de qué manera los letrados, es decir, los intelectuales
pero también los legisladores, los abogados, los jueces, quienes construyen el
poder de la letra impresa, del código y de la norma, no han cambiado sus
estrategias, tácticas y alianzas de poder sino que simplemente reorganizan los
muros de la ciudad letrada desde otros espacios pero con las mismas
dinámicas canónicas y excluyentes: pensar por los otros (es decir
subalternizar), importar categorías para aplicarlas sin mayor discernimiento
sobre productos nacionales (deconstrucción, género, posmodernidad,
modernidad reflexiva, anti-Edipo, postcolonialismo, etc.), y, por último,
asumirse como vanguardia intelectual en el centro (ombligo) de los discursos
hegemónicos pero muchas veces de espaldas a la producción y productividad
latinoamericana.

La subalternidad será entendida como una categoría relacional que implica


una posición de subordinación respecto del poder y del Estado. Pero es
necesario precisar algo más: la subalternidad es también un problema de voz
y de representación, vale decir, un problema de textualidad entendido como
el impulso por asumir la definición del otro sin cuestionar, radicalmente, la
propia identidad. Una práctica subalterna es una práctica que no tiene
conciencia de la diferencia cultural y donde un sujeto evalúa al otro desde una
posición que se autonombra como superior y universal (Vich, El discurso de la
calle 46). 

Entre las fisuras de estos debates la sombra de Sarmiento se erige, quizás para
revelarnos el secreto de la inmovilidad de las condiciones de producción
intelectual y de análisis en América Latina. Es imprescindible posicionarse
desde nuevas coordenadas (no sólo deconstruir el concepto desarrollo sino
reemplazarlo por otro), entender qué elementos de la barbarie se han
domado para seguir proponiendo una América Latina local en medio de la
orgía global, excluida de un pensamiento propio, subalternizada y exotizada,
por lo tanto, barbarizada pero de forma más modulada y compleja.

La cuestión del otro. 


La antropología tradicional nació como una manera de salir de la esfera de la
propia cultura para entrar a comprender una cultura diferente, por eso mismo,
los primeros antropólogos incluyendo a Malinowski y a Levi-Strauss se
dedicaron a investigar lo que ellos denominarían en un primer momento
culturas primitivas (ambos desde diversas posiciones hermenéuticas y éticas).
Esta organización de la antropología como la ciencia del otro cultural se vio
reforzada por los estudios de Margaret Mead y por la posterior escuela
norteamericana. Los trabajos de Mead en Samoa, así como los acercamientos
de investigadores del Instituto Lingüístico de Verano en las zonas de la selva
latinoamericana, sobre todo, cerca del Amazonas, pusieron de relevancia su
posición entre el sujeto y el otro, el nosotros y los otros, y las tensiones que se
organizan alrededor de ambos imaginarios, aunque siempre asumiendo el del
otro como un imaginario subalterno, a veces exótico, otras veces fascinante,
en la mayoría de las veces entendido como poco racional, frente al imaginario
racional y científico del antropólogo. La antropología de comienzos del s. XX
era, por cierto, la disciplina del colonizador en la medida que se acercaba al
otro desde una posición de dominio. 

Esta posición posteriormente fue incluso descartada dentro del propio campo
de la antropología cuando se empezó a cuestionar el etnocentrismo, es decir,
la mentalidad por medio de la cual se valora al propio grupo como el centro
de todo discurso y la valoración de los otros grupos a partir de su posición
marginal. Pero antes de esta crítica al etnocentrismo, y cuando éste se había
instalado en el centro de las prácticas antropológicas, es que surge como uno
de los elementos más perturbadores de la visión científica la noción del otro
como un ser ajeno al sujeto del discurso. 

La oposición civilizado vs salvaje es muy antigua en el discurso occidental y en


el discurso de todas las sociedades cuando estas se confrontan con el Otro, el
extranjero, el diferente, tanto si es vecino como si cumple el rol de invasor, en
el sentido más amplio de la palabra, que incluye, por ejemplo, los tipos del
conquistador, como del emigrante. El Otro siempre es el salvaje, en la medida
que luce incapaz, incompetente para acceder a los sentidos que el sujeto
propio transmite en sus discursos. 

Esa valorización entraña, como se ve, un juicio racista, que es un juicio de


exclusión. Slavoj Zizek, apunta que en los juicios racistas hay un modo de ver
al Otro, de acuerdo al cual éste parece disfrutar de un goce que el sujeto no
tiene y que aquél le ha robado. Ello ocurre, por ejemplo, en la percepción que
los habitantes de los barrios elegantes de Lima de tienen de los emigrantes
serranos, que viven en los pueblos jóvenes. Estos para aquellos disfrutan de
una vida carente de responsabilidades, dedicados a beber y a gozar del sexo,
en contraste con la seriedad y el rigor que ellos ponen en su existencia. (López
Maguiña 2). 

El ejemplo de López Maguiña es duro pero explícito: el otro es concebido


como un subalterno que, sin embargo, dada su condición de cuasi-
irresponsable, tiene mayor facilidad para disfrutar de la vida en contraste con
el sí mismo que está organizado dentro de esta lógica como un hombre
destinado al trabajo, al progreso, a la civilización y, por lo tanto, constriñe sus
deseos en la medida de sus propia imposiciones civilizatorias. El otro es visto
como un ser infantilizado a quien se debe tutelar sino domesticar. En este
punto ya hemos dejado a los antropólogos de comienzos del s.XX para
acercarnos a un análisis mucho más cercano a nuestras propias prácticas
culturales y, por supuesto, a lo que durante muchos años se consideró el otro
por antonomasia: la mujer. 

El Otro que no es igual al Sujeto, incompetente para acceder al sentido de sus


discursos, toma la apariencia de un actor cuya forma de vida, sus diferentes
prácticas, como sus modos de aprehensión y de sentir, muestran los signos de
la tosquedad, la ineptitud, la inconsciencia, para señalar sólo tres valores. Al
momento de encontrar características de aquel en el modo de ser propio, el
observador civilizado se reconoce en el Otro. Reconoce en sí mismo
tosquedad e inconsciencia. Primitivismo y animalidad. Frecuentemente el Otro
es ubicado en un estado de naturaleza. Pero, a la vez, como ya lo hemos dicho
reconoce aspectos ininteligibles (2). 

Las mujeres, en la lógica de la cultura patriarcal, han sido consideradas las


otras por antonomasia: aquellas que representan cierta inteligibilidad pero al
mismo tiempo salvajismo, inconsistencia, primitivismo y animalidad, puesto
que se las ha vinculado con la cultura material y la naturaleza.

La mujer como otra (significado sin significante). 


"No entiendo a las mujeres es una frase que se repite desde esta organización
de la otredad femenina como un espacio cultural cuya peculiaridad es difícil
de asir y que, por cierto, está mucho más cercana de la naturaleza y de la
biología sólo por ser la portadora de vida. Fue Sigmund Freud quien, desde
esta posición patriarcal y androcentrista, ideó una metáfora poco afortunada
que ha calado en sus seguidores: denominó a la Mujer como el continente
negro. ¿A qué se refería Freud cuando menciona el continente negro?, ¿a
África? ¿o a un una masa que contiene otra cosa y que, además, es negra?
Asumimos que la metáfora se puede interpretar de las dos maneras, y
precisamente éste es el ejemplo perfecto, dentro de la historia de las ciencias
en Occidente, que demuestra la clara homologación de la mujer con el otro
salvaje, excesivo, primitivo. Entonces, en la medida que son negras, las
mujeres son consideras ininteligibles y por eso los hombres deben tutelarlas,
organizarlas y normalizarlas. Pero también son oscuras, opacas y siniestras. 

El continente negro no es negro ni inexplorable: aún está inexplorado porque


nos han hecho creer que era demasiado negro para ser explorable. Y porque
nos quieren hacer creer que lo que nos interesa es el continente blanco, con
sus monumentos a la Carencia. Y lo hemos creído. Nos han inmovilizado entre
dos mitos horripilantes: entre la Medusa y el abismo [] Nosotras las precoces,
nosotras las inhibidas de la cultura, las hermosas boquitas bloqueadas con
mordazas, polen, alientos cortados, nosotras los laberintos, las escaleras, los
espacios hollados; las despojadas, nosotras somos negras y somos bellas.
(Cixous 21-22) [énfasis original].
En este párrafo la escritora y filósofa franco-argelina Hélène Cixous ironiza en
torno a esta metáfora freudiana. Su propuesta es, precisamente, darle la vuelta
a esta frase que ha calado en cierto sector académico psicoanalistas de la
cultura occidental y, por último, reivindicar esta misma condición como
elemento que diferencia y que estimula. Lo negro ya no es necesariamente lo
opaco y tétrico, sino que lo negro, por su propia condición de opacidad,
puede ser bello. Lo que va a plantear Cixous es que esa propia condición
femenina tiene que ser reivindicada en tanto tal para consolidarnos
precisamente por nuestras propias esencialidades: somos bellas porque
somos las holladas y porque somos negras. El elemento que nos caracteriza y
que nos ha valido la posición de otras, extrañas, ajenas y nuestra
subordinación en esta visión de la cultura androcentrista, ahora puede y debe
ser un elemento que nos define desde una perspectiva positiva. La otra no
tiene por qué seguirlo siendo: la idea no es reforzar esta visión del otro sino
como posibilidad de enriquecer la cultura del uno. 

Se ha criticado a Cixous por esencialista porque le atribuye a la mujer la


cualidad de ser la hollada, la que porta el hueco, el vacío, es decir, le confiere
cualidades consideradas como esencialmente femeninas. No obstante ser una
posición peligrosa, no deja de tener atractivo en la medida que plantea un
cambio de paradigma sustentado en una característica corporal femenina, el
hueco o la falta y, por lo tanto, un cambio ontológico mayor. En la medida
que el hombre ha sido presencia y palabra, y la mujer ha ocupado el lugar de
la falta y del silencio, Cixous plantea construir en el espacio de la falta una
nueva ontología que pase por otro tipo de palabra y deponga el eterno
silencio. Asesinar al otro es lo que sugiere uno de los subtítulos de su libro y
una/otra no puede sino pensar que es necesario desaparecer la idea
políticamente correcta de otro-diferente pero tolerable desde la cultura
androcéntrica-occidental para integrarla a una idea mucho más compleja,
difícil pero mucho más justa, que es la de heterogeneidad.

La mujer como paradigma cultural. 


La propuesta entonces consiste en señalar que no podemos seguir
considerando a las mujeres como las otras de las sociedades, de los sistemas
simbólicos, de las significaciones sociales imaginarias, y por lo tanto, de las
normatividades. A su vez legislar para hombres y mujeres en función de una
igualdad jurídica soslaya las reales diferencias, incluso, las diferencias entre los
diversos tipos de mujeres. 

La experiencia demuestra que las excepciones y la discriminación positiva son


indispensables para sacar adelante la promoción de la mujer en torno a
problemas graves como salud reproductiva y derechos laborales. Pero la
discriminación positiva no debería entenderse como una excepción a las
normas en tanto se es mujer, sino como una construcción normativa basada
en la mujer como centro de la legislación. En otras palabras, es necesario
precisar en los discursos culturales, jurídicos e institucionales que la mujer es
el paradigma epistemológico. 

Esta sutil diferencia nos permite plantear la concepción de los derechos


culturales no como una forma de respeto por la cultura diferente, pues en este
caso, seguiríamos con el paradigma del hombre blanco occidental como eje
central de todos los modelos culturales, sobre todo, de un modelo único de
desarrollo que es el occidental basado en una economía capitalista y en una
ideología neoliberal. 

Pensar que los derechos culturales son formas posibles de validar la


singularidad de una cultura diferente es asumir que existe sólo un modelo
universal válido y que este modelo, además, considera a la mujer como otra
variable de excepción. 

De alguna manera esta es la forma como la UNESCO considera a la cultura: 


La cultura da forma a nuestra visión del mundo. Puede, pues, dar lugar a los
cambios de actitud necesarios para garantizar la paz y el desarrollo sostenible
que, como es sabido, constituyen los únicos caminos para mantener la vida en
nuestro planeta (Informe, 1).

Federico Mayor, quien firma este informe en su versión en español, plantea


asumir lo cultural como lo diferencial para poder ser tolerantes y trabajar en
función de la paz. Al mismo tiempo sostiene que el único camino para lograr
una viabilidad planetaria es, como es sabido (¿es sabido por quiénes?), el
desarrollo sostenible. Se demuestra en este párrafo que la propuesta de
tolerancia sólo es un ejercicio retórico de la burocracia internacional en
función de un discurso duro y totalitario sobre la idea occidental de
desarrollo. Para Mayor la idea es que los otros cambien de actitud y puedan,
de alguna manera positiva, adoptar sus propias costumbres en una lucha de
asimilaciones, transculturaciones y resistencias, para enriquecer el modelo de
desarrollo occidental y así asumirlo desde su localización específica. Este
suerte de tolerancia modulada para escuchar sólo la voz de Occidente no
comprende de manera honesta a la cultura del otro también como posible,
destacable, eficaz para sí mismo dentro de su propio entorno. 

Los derechos culturales existen en función de que en el mundo todos somos


diferentes, por lo tanto, todos somos singulares y todas las formas culturales
son válidas para proponer sus propios modelos de vida común, de futuro y de
utopía.

Feminismo y cultura. 
La exclusión de la mujer y del Otro diferente de las normas canónicas culturales
también ha sido analizada por el feminismo. La estrategia de universalización
de lo masculino como norma para todos los seres humanos se ha puesto de
relieve desde hace mucho, incluso, desde la Revolución Francesa cuando
Olimpia de Gouges propuso en paralelo a los derechos del hombre, los
derechos de la mujer y la ciudadana y por lo mismo fue enviada a la guillotina.
Entendiendo la cultura como un proceso de humanización, algunas autoras han
podido dar énfasis a las formas discriminatorias y excluyentes que han regido
este proceso a lo largo del tiempo. 

Al conjunto de este proceso, que abarca el conocimiento del entorno, la


elaboración de un plan de transformación, el conjunto de comportamientos en
los que ese plan se desarrolla y su resultado de transformación del medio, lo
llamamos proceso de humanización o cultura, conceptos, sin embargo,
ambiguos y aun peligrosos, ya que ocultan o no explican el hecho de que este
proceso no se ha realizado históricamente en beneficio de la totalidad de la
especie y que desde sus orígenes se encuentra acompañado o expresado en
una permanente privatización por parte de algunos hombres que ni siquiera se
han privado de convertir al resto de los humanos en un medio sujeto a un
proceso similar de dominación (Elejabeitia 51). [énfasis mío].

No obstante, cuando es necesario analizar la cultura ya no desde una esfera


académica sino desde la perspectiva de su normativización en la medida que se
han desarrollado los derechos culturales, cierto feminismo regresa a pensar en
el tema desde las concepciones más tradicionales del mismo o desde una
perspectiva antropológica que iguala a las mujeres a los grupos minoritarios
que pretenden una política de la diferencia dentro del multiculturalismo. 

Así cuando se busca en una bibliografía producida por los centros intelectuales,
como las universidades estadounidenses o las diversas investigaciones
europeas, nos encontramos con libros, artículos y definiciones que acercan lo
cultural a lo artístico o, asimismo, lo cultural como la condición de excepción
para la aplicación de normas de orden general. 

El primer caso se ejemplifica con el artículo ¿Feminización de la cultura? de la


española Rosa María Rodríguez Magda, escrito desde una posición
abiertamente feminista. Su entrada en torno a la idea de impregnar de un halo
que caracterizara cualitativamente a esa cultura hecha por mujeres plantea una
propuesta esencialista que no deja de ser interesante, en la medida que localiza
lo feminino cultural como un elemento ambiguo. El problema se inicia cuando
analiza ciertos productos culturales que ella propone como impregnados con
este halo. Sus ejemplos están vinculados con las filosofías posmodernas (por
ejemplo, el concepto de pensamiento débil de Gianni Vattimo como un
acercamiento al alza cultural de estereotipos femeninos que revalorizan el
pensamiento de las mujeres), el cine hollywoodense (películas como Instinto
Básico o Thelma & Louise) y el cine porno o las performances pornográficas
(como las de la artista Annie Springle), así como o la narrativa británica (El
diario de Bridget Jones) o española contemporánea (Como ser mujer y no morir
en el intento) o el ciberfeminismo (de grupos como VNS Matrix o libros como
los de Sadie Plant Ceros y Unos). Todos estos ejemplos son muestras de que la
cultura aún se sigue percibiendo como las formas sofisticadas de producción
artística y, en ese sentido, lo cultural femenino no se vincularía con las acciones
concretas del día a día de las mujeres que sí van creando significaciones
sociales imaginarias sino con propuestas creativas desde elites que organizan lo
simbólico. 

El segundo ejemplo es el caso del informe de Angela Meetzen que, si bien no se


organiza desde algún movimiento feminista específico sino desde los estudios
de género y desarrollo como ella específicamente lo plantea en su marco
teórico, podría considerarse como un esfuerzo importante del Banco
Interamericano de Desarrollo por introducir el eje cultura, mujer e indígenas en
sus estudios. No obstante, el informe parte de la idea de desarrollo como una
forma de mejoramiento de una situación crítica de pobreza, en tanto que
siempre está sosteniendo que pobreza y condición indígena son inseparables
en América Latina, y propone implícitamente que existe una sola posibilidad de
desarrollo que es la occidental-central. Para poder aplicar las reformas
desarrollistas planteadas por el BID y de esta manera cumplir con su objetivo de
rebajar la pobreza, se hace necesario hacer esta gran consulta a mujeres
indígenas de Perú, Bolivia, Guatemala y Panamá, percibir como definen su
identidad femenina étnica y como perciben los proyectos de desarrollo. Se
parte de que existe una cultura dominante cuyos valores son percibidos por las
propias indígenas como una amenaza ante sus propias prácticas culturales. La
autora entonces sostiene que el reto consiste en cómo mantener su cultura (en
revisión y recreación continua) y, a la vez, ser partícipes en plenos derechos y
equidad en la sociedad nacional (Meetzen 13). 

Estos dos acercamientos, desde el feminismo y desde los estudios de género y


desarrollo, ejemplifican la forma como muchas veces se percibe la vinculación
entre cultura y diferencias culturales desde las políticas de la diferencia
características de las sociedades multiculturalistas. No obstante que se trata de
un avance en el reconocimiento de las identidades otras, las políticas de la
diferencia de los países con una cultura central muy poderosa, como Estados
Unidos, por ejemplo, están organizadas como excepciones a las reglas que son,
finalmente, las del hombre blanco (o del stupid white man como lo ha llamado
el documentalista estadounidense Michael Moore). Las excepciones son
aplicables a la población afroamericana, a los hombres y mujeres de color, es
decir, latinos, chicanos, chinos, vietnamitas, etc., y a todas aquellas personas que
no corresponden al sujeto autónomo de la modernidad.

Según lo señalado en páginas anteriores, es peligroso plantear la singularidad


de la mujer como parte de las políticas del multiculturalismo. En principio
porque las mujeres no somos un grupo minoritario que requiere de una
excepcionalidad en las normas para que ellas se apliquen con justicia. Las
mujeres somos un grupo mayoritario, y aun cuando hayan muchas diferencias
concretas entre nosotras, es posible plantear algunas normas comunes en la
medida que en todos los sistemas patriarcales somos las excluidas y
subalternas, es decir, en el sistema de dominación masculino nosotras somos
quienes llevamos la peor parte. 

Por otro lado, desde América Latina, podemos decir que formamos parte de
una cultura heterogénea, es decir, una cultura que precisamente a partir del
mestizaje, ha mantenido espacios de tensión, de pérdidas, de exclusiones y de
injusticias, pero también de resistencias. La categoría heterogeneidad nos
permite incidir en el lugar desde donde se puede reconfigurar el poder. Como
sostiene Vich (ver supra), la heterogeneidad aparece cuando nos damos cuenta
que debemos pensar en función de la diferencia, pero no una diferencia
esencializada, como en las políticas del multiculturalismo, sino en una diferencia
que se va dando a partir de un proceso concreto de transformación culturas
constante y que, muchas veces implica, luchas y retrocesos. 
La heterogeneidad nos permite, desde una perspectiva feminista, organizar una
mirada propia desde los sentimientos de pérdida y opacidad que entran en
juego al hablar de los elementos diferenciales de una cultura. Las resistencias
que propone leer la heterogeneidad son sutiles y porosas, se esconden en
diversos discursos que abren nichos de pertenencia y de falta de pertenencia,
así como modelos de género alternativos a los vigentes.

El espacio desde donde se desarrolla la cultura femenina en América


Latina. 
En principio no se puede hablar de una cultura femenina sino de muchas
culturas femeninas en América Latina, cuyas características están vinculadas,
sobre todo, con el tema del cuidado que debe desarrollar la mujer como
reproductora de la especie humana. Desgraciadamente ciertas categorías
clásicas feministas, ya no puramente reivindicativas de igualdad y ciudadanía
sino formativas de un nuevo imaginario para la mujer, no han calado en los
amplios sectores populares y lo que más bien ha surgido de las propias
reivindicaciones de las mujeres es una suerte de economía moral vinculada
directamente con el rol materno y a las demandas antes mencionadas.

Estas subculturas femeninas se desarrollan en espacios nuevos que han


surgido de la búsqueda de supervivencia y que han devenido en una suerte
de espacios público-domésticos como lo son las reuniones de los clubes de
madres, los comedores populares, las asambleas de los comités femeninos de
autodefensa en sectores populares, las escuelas para madres de familia. Como
sostiene Marta Lamas, estas formas de feminismo popular surgieron a la luz
de las financiaciones para resistir la pobreza desde las diferentes agencias
internacionales y fueron, de alguna manera:

[...] constituidos principalmente por feministas socialistas, mujeres cristianas y


ex militantes de partidos de izquierda, que privilegiaron el trabajo con las
bases del movimiento amplio de mujeres [...] El feminismo popular creció,
tratando de no imponer una dirección a las acciones populares pero sí de
introducir la reflexión feminista que empezó a sistematizarse desde los
ámbitos académicos (2). 

Si bien esta reflexión de Marta Lamas está situada e historizada en México,


creo que es válida para los diversos movimientos feministas del resto de
países de América Latina. La reflexión feminista, es cierto, se organizó desde
diversos ámbitos de la llamada academia o para decirlo en latinoamericano de
la universidad y asimismo de los distintos espacios de reflexión conjunta, que
pasan por las diversas ONGs feministas y sus numerosas publicaciones (el
caso de La Morada de Chile y la editorial Cuarto Propio es uno de los más
significativos), así como los encuentros feministas de América Latina y el
Caribe. En estos espacios se empezó a organizar la cultura feminista para
divulgarla al amplio movimiento de mujeres. Muchos de los conceptos y
categorías de esta cultura feminista han calado en los diferentes estratos
sociales y han organizado un imaginario libertario feminista que, a pesar de
no ser reconocido por los actores sociales como específicamente feminista, lo
es.

El logro político del feminismo es precisamente este discurso, que impulsa la


exigencia de derechos por parte de las mujeres comunes y corrientes. Saber
que tienen derechos ha sido de lo más eficaz para combatir el sexismo (Lamas
4). 

Precisamente el tema de los derechos de las mujeres frente a situaciones de


desigualdad así como frente a la violencia doméstica, junto con las dinámicas
sociales las mujeres organizaron para palear las diversas crisis económicas,
pudieron empoderar a muchas mujeres y permitirles la posibilidad de
convertirse en agentes de sus propios destinos. Esta nueva manera de
entender la agencia social, cruzada con reivindicaciones concretas en el
ámbito de la ciudadanía, ha organizado nuevos sentidos simbólicos en la
cultura creando, de alguna manera, una subcultura feminista. No obstante,
esta subcultura feminista es manejada por mujeres letradas, jóvenes
universitarias, profesionales liberales, lideresas de sectores barriales o
campesinos vinculadas con procesos de capacitación en derechos y
ciudadanía, pero no por los amplios sectores sociales que alimentan sus
formaciones sociales imaginarias básicamente de los medios de comunicación
como la televisión y los diarios populares. Es más, algunos de estos sectores
ven al discurso feminista reivindicativo de derechos con cierta desconfianza,
ya no debido al machismo latinoamericano, sino precisamente al uso y abuso
de ciertas categorías feministas. 

Uno de los ejemplos más rotundos es precisamente el abuso del discurso


reivindicativo de la igualdad que agita la animadora de televisión Laura Bozzo
en sus diferentes programas. Ella configura la imagen más negativa de la
mujer profesional, abogada, que utiliza un discurso aparentemente feminista
para organizar su propio nivel de autoritarismo dentro y fuera de su programa
de televisión. 

Precisamente un análisis cultural de este ejemplo, por ser constitutivo de


cultura y por haber calado profundamente en el imaginario no sólo de los
peruanos, sino de un gran sector de latinos en los Estados Unidos, hemos
incluido en el final de este trabajo (ver Anexo 1).

Políticas y derechos culturales. 


Una de las tareas a las que se ha dedicado el movimiento feminista en América
Latina durante los últimos diez años ha sido en incidir en las políticas estatales
para reivindicar los derechos de las mujeres en temas como salud sexual y
reproductiva, así como en evitar la violencia hacia la mujer. 

Se trata sin duda de un trabajo de las expertas en lobbies de distinta índole o


incluso a través de ingerencias directas en las propuestas legislativas. Por cierto,
se trata de un esfuerzo desplegado en casi todos los países y que ha permeado
en muchos casos las políticas públicas, siempre monitoreadas por los diferentes
organismos internacionales o fuentes de financiamiento. Un trabajo difícil, a
veces descomunal, pero asimismo, un trabajo que obliga a las feministas a
centrar sus objetivos en cambios legislativos, en modelos de atención desde los
diferentes espacios estatales o en cambios de políticas institucionales que a
veces se quedan en letra muerta. 

Los cambios en las políticas de los Estados no necesariamente calan en las


formaciones sociales imaginarias. Los cambios de políticas públicas pueden ser
beneficiosos para las mujeres y sus reivindicaciones básicas pero en la mayoría
de los casos estos cambios no son acompañados por otros que son
imprescindibles para la práctica de la igualdad: los cambios en los patrones
culturales, en las formas de entender la vida de las mujeres, en las imágenes de
las mujeres y sus competencias y posibilidades.

Los derechos culturales en el marco de los derechos humanos. 


La noción de derechos culturales tiene cada día más peso en la conciencia
general de lo que son los derechos humanos, pero aún no ha alcanzado igual
importancia en los programas políticos. Algunos autores han considerado a
los derechos culturales como los derechos subdesarrollados o de tercer grado
en comparación con los derechos humanos a secas o aún con los derechos
económicos y sociales.

Definir los derechos culturales ha probado ser una tarea monumental. La


categoría de los derechos culturales continúa siendo la menos desarrollada en
cuanto a contenido legal y obligatoriedad. Este descuido se debe a muchas
razones que incluyen tensiones políticas e ideológicas que rodean este
conjunto de derechos, así como tensiones que surgen cuando los derechos de
un individuo entran en conflicto con los derechos colectivos incluyendo los de
los Estados. Si bien es obvio que los derechos culturales son derechos a la
cultura, no es obvio que es lo que incluye exactamente el término cultura, y
esto ocurre a pesar de la existencia de numerosas definiciones contenidas en
varios documentos internacionales (Halina Niec citada por Achugar 1).

Como hemos visto al comienzo de este trabajo, el mismo Amartya Sen


sostiene una posición parecida a la que Halina Niec propuso en la Conferencia
Intergubernamental sobre políticas culturales para el desarrollo realizada en
Estocolmo en 1998, al considerar el término cultura como difícil de asir por los
aparatos jurídicos internacionales vigentes. Junto con este problema, hemos
pretendido enfatizar la negación de la posibilidad de concebir un marco
jurídico más allá de los cánones occidentales y, en ese sentido, considerar lo
cultural como elementos de excepcionalidad al aplicar políticas culturales
homogeneizadoras o, suponer que los Estados poseen culturas unitarias y
monolíticas, que en el caso de América Latina es totalmente falso. 

Precisamente este es el marco para plantear las dificultades ya no sólo de


inventariar los derechos culturales como lo exigen las diversas reuniones de la
UNESCO sino incluso de concebir a la cultura como un bien jurídico. Si ha sido
difícil reconocer a los derechos humanos como universales, va a ser muy difícil
concebir a los derechos culturales como universales precisamente porque las
culturas son siempre locales e históricas, en otras palabras, para plantear
derechos culturales es preciso historizar y contextualizar a los mismos. 

A menos que se planteen concepciones tan abiertas que permitan involucrar


elementos comunes a todas las culturas, va a ser muy difícil llegar a un
consenso sobre los derechos culturales. 

[] la consensuada universalidad de los derechos humanos es, precisamente,


por ser resultado de negociaciones y de consensos, una construcción. Una
construcción que por ser tal, oculta zonas de conflicto o, dicho de otro modo,
derechos humanos que no son o no han sido reconocidos como tales pues no
logran alcanzar el necesario consenso para ser considerados universales.
Ahora bien, si esto ocurre con los llamados derechos humanos universales,
algo más problemático ocurre con los llamados derechos culturales; de ahí, el
planteo que, entre otros, realiza Janusz Symonides acerca de que éstos, los
derechos culturales, sean una categoría subdesarrollada de los derechos
humanos. Es decir, el nivel de consenso acerca de los derechos culturales está
lejos de haber alcanzado el nivel de universalismo de los derechos humanos
(Achugar 3). 

No obstante, y precisamente en función de la equidad de género, es una tarea


fundamental consolidar ciertos derechos fundamentales de las mujeres que,
en muchas culturas locales consideran como elementos agresivos a sus
costumbres ancestrales y que en algunos casos los antropólogos relativistas
culturales apelan como casos de excepcionalidad a la aplicación de los
derechos humanos. El ejemplo más contundente es el caso de la ablación del
clítoris en ciertas culturas africanas, árabes y de la amazonía. En todo caso lo
que entra aquí en juego son las relaciones de dominación masculinas que se
organizan como excepcionalidades locales y cuya defensa está en manos de
quienes pretenden ser los museólogos o dudosos antropólogos, como los
llama Spivak, que quieren seguir organizando la subalternidad en función de
la preservación de una cultura originaria y, por lo tanto, exótica para
occidente. El relativismo cultural planteando como argumento, en algunos de
estos casos, es sólo una pretendida cerrazón frente a los propios derechos
culturales de las mujeres. 
Como sostiene el mismo Hugo Achugar en el texto citado, inventariar los
derechos culturales o inclusive, simplemente establecer un conjunto de
normas jurídicas que los reglamenten en el ámbito internacional, dependerá
de los niveles de consenso de los distintos países. 

En todo caso, como lo hemos enfatizado a lo largo de este trabajo, tanto las
Naciones Unidas a través de su Alto Comisionado para los Derechos Humanos
, así como la UNESCO, vinculan el tema de los derechos culturales a la
diversidad cultural entendida como excepcionalidad de las normas jurídicas
universales y como bien lo sostienen las mujeres del grupo Sottosopra, en
realidad el presunto universalismo de los derechos humanos es nada más que
un invento de occidente (171). En otras palabras, rechazamos la consideración
del género, esto es, de nuestra condición de cuerpos femeninos y
sexualizados, como otra forma de etnicidad . Es momento de poner coto a la
idea de que las mujeres somos lo singular, lo extraño, lo irregular y esta
propuesta vale también para lo otro-indígena. 

Es imprescindible que desde una cultura de las mujeres se localice el tema de


los derechos culturales entendiendo a la cultura no como la excepcionalidad
de un derecho universal uno y occidental. Las mujeres no queremos ser las
excepciones; por el contrario, según enfatiza Luce Irigaray en sus alcances
sobre la ciudadanía de las mujeres, lo que queremos es una legislación
sexuada, es decir, apropiada a la subjetividad propiamente femenina y no
neutra y abstracta como existe en la actualidad (García Ocejo 260), esto es,
reivindicar un status civil propio a la condición de mujer. 

Por eso, antes de plantear un listado de lo que podría devenir como los
derechos culturales de las mujeres, es necesario organizar una estrategia para
establecer las políticas culturales que los propios movimientos de mujeres
deben asumir para blandir como puntos a debatir tanto en las esferas de los
organismos internacionales como en el propio dominio público nacional de
cada país en América Latina.

Políticas culturales desde una perspectiva feminista. 


Las mujeres en América Latina desde nuestras propias prácticas culturales de
supervivencia y solidaridad hemos logrado construir un imaginario simbólico
diferente al patriarcal y machista creado por la cultura hegemónica. Si bien es
cierto que este imaginario se sostiene básicamente sobre la cultura del
cuidado, es decir, sobre el estereotipo de la mujer como madre, también
hemos sabido cambiar las armas y salir a la esfera pública no para pedir
conmiseración sino para exigir justicia y equidad. En este proceso hemos
logrado construir nuestra propia especificidad como ciudadanas a partir del
reconocimiento público de los valores de un status civil de la mujer en tanto
tal. 

Los procesos de búsqueda de familiares desaparecidos, sobre todo de hijos,


han dejado una profunda huella en las significaciones sociales imaginarias ya
no sólo de América Latina sino del mundo entero. Las imágenes de las Madres
de la Plaza de Mayo insistiendo cada jueves en recorrer con sus pañuelos
blancos la plaza principal de Buenos Aires y el movimiento de solidaridad que
se ha formado para apoyarlas en todos los países es el mejor ejemplo de
como esta imagen ha calado en los imaginarios. Al mismo tiempo, en el Perú,
la presencia y agencia de Angélica Mendoza, indígena ayacuchana y
presidenta de la Asociación Nacional de Familiares Secuestrados, Detenido y
Desaparecidos, ANFASEP, jugó un papel muy importante en el proceso de
recuperación de la memoria histórica y de búsqueda de justicia y de nuevas
narrativas nacionales que despertó la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

Pasé una tarde hablando con la señora Angélica Mendoza, de ANFASEP. Me


habló de los años que ha pasado buscando a su hijo desaparecido. De hecho,
el tema de la búsqueda es una constante en las entrevistas que ha llevado a
cabo durante varios años trabajando en Ayacucho. La búsqueda llevó a mucha
gente en su mayoría mujeres hasta las puertas de los poderosos, puertas que
quedaron cerradas en sus caras por dos décadas. Estas no son solamente
narrativas de la pérdida, sino que indican la naturaleza de las relaciones
Estado-sociedad durante muchos años de las democracias inciviles. La señora
Angélica describió como las mujeres salían cada vez que llegaban rumores de
que había cadáveres amontonados fuera de la ciudad. Salían a buscar entre
los cuerpos, gritando los nombres de sus seres queridos desaparecidos:
¡Cómo gritábamos sus nombres! Pero solamente los barrancos nos
contestaron [] Después de tanto tiempo, posiblemente es el Estado el que nos
va a contestar (Theidon 23). 

Por todo esto es necesario seguir alimentando y fortificando este imaginario


ahora desde una propuesta de políticas culturales específicas que sean
inclusivas y que reviertan en una fortificación de la autoestima de las mujeres.
Es imprescindible posicionar una cultura de las mujeres y fomentarla desde
una plataforma del movimiento de mujeres no como una pieza subordinada a
los derechos primordiales ni a los derechos económicos y sociales, más bien
como un elemento indispensable para que los otros puedan ser ejercidos y
desarrollados. 

El reconocimiento a través de políticas públicas de la cultura de las mujeres


debe implicar un empoderamiento a través de la difusión de nuestros propios
valores culturales, de imágenes de mujeres libres de todo sexismo y
machismo y cuya agencia haya permitido que los valores vinculados con una
feminidad pasiva (debilidad, victimismo, mansedumbre) cambien en otros y
estos nuevos valores femeninos (laboriosidad, persistencia, honestidad) se
conviertan en elementos instrumentales de una nueva sociedad. 

Algunas mujeres, feministas y no feministas, han considerado desde los


centros del pensamiento occidental que el patriarcado ha llegado a su final ,
en la medida que ha dejado de tener sentido para el grueso de las sociedades
del planeta y, por supuesto, en función del empoderamiento de las propias
mujeres. 
El patriarcado ha terminado. Ha perdido su crédito entre las mujeres y ha
terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la
mente femenina [] El patriarcado, que ya no pone orden en la mente
femenina, ha caducado principalmente en tanto que dominio dador de
identidad. [] Ello quiere decir que ha terminado, o empieza a terminar, el
control por parte del otro sexo del cuerpo femenino fecundo y de sus frutos
(Sottosopra 170).

Es preciso entender que el patriarcado surge no como la imposición del varón,


por su fortaleza física frente a la mujer y su fragilidad corporal, sino en su
verdadera dimensión y como lo planteó Gayle Rubin al fijar la categoría sexo-
género, es decir, en la medida que los hombres controlan las formas de
parentesco y la organización de la reproducción sexual y a partir de este
control subordinan a las mujeres. El patriarcado ha sido el sistema por el cual
se ha impuesto el dominio masculino en la mayoría de las sociedades del
mundo; hoy debido a los cambios tecnológicos que permiten a las propias
mujeres el control de su cuerpo, y por lo tanto de su sexualidad, el patriarcado
ha devenido en un sistema que se resquebraja por todos lados, sobre todo,
desde la admisión de políticas en favor de las mujeres en foros internacionales
como Huairou, El Cairo y Beijing. 

La propuesta de las mujeres del grupo Sottosopra es real en la medida que el


patriarcado no es el centro del problema hoy en día, sino la propia
construcción del sistema de género. La idea que plantea Rubin para entender
el sistema de género se centra en la idea de que la dominación masculina no
funciona simplemente por la imposición de una superioridad biológica sino
por la construcción de un sistema simbólico muy complejo al interior del
mismo sistema social. Este sistema es el que articula desde las normas
jurídicas hasta los usos y costumbres amorosos. 

En el caso de América Latina es mucho más difícil considerar que el


patriarcado ha llegado a su fin y, a su vez, luchar por un sistema de género
que sea inclusivo y que revierta el dominio masculino, pues nos encontramos
frente a uno de las más poderosas y excluyentes formaciones sociales
imaginarias: el machismo. Es preciso, para consolidar esta cultura de las
mujeres, entender el machismo desde su dimensión histórica, desde sus
orígenes, desde la forma como cobra importancia dentro de nuestros sistemas
simbólicos y como opera como justificación de la violencia física, psicológica y
moral contra la mujer. Junto con la fortificación de nuevas imágenes de la
mujer a partir de sus nuevos valores, una propuesta básica de nuestras
políticas culturales debe ser la erradicación del machismo.

Orientaciones estratégicas para la acción política en el marco de la


cultura de las mujeres. 
El avance del feminismo institucional en América Latina ha conseguido logros
importantes que se han plasmado en políticas públicas y en leyes concretas
con relación a la violencia doméstica, la violencia sexual y los derechos
sexuales y reproductivos. Asimismo desde hace más de una década se han
multiplicado los Ministerios o institutos de la Mujer en diversos países del
área, en una clara demostración de los avances de las políticas de
discriminación positiva. No obstante, es imposible dejar de lado las
reivindicaciones que vayan más allá de las institucionales o jurídicas. Por lo
tanto, no se puede entender la potencialidad del reconocimiento de los
derechos culturales de las mujeres sin un cambio en las propias prácticas
culturales, por lo mismo, sería apenas letra muerta apuntar a un
reconocimiento jurídico normativo de estos derechos sin plantear una
plataforma política que, en primer lugar, parte de un consenso dentro de los
propios movimientos de mujeres. 

Si entendemos que la lucha por el reconocimiento de derechos en un


planteamiento táctico dentro del movimiento de mujeres en el afán de ir
copando espacios de poder (Vásquez 3), entonces es necesario ser lúcidas
para delimitar en principio cuáles serían las políticas culturales sobre las que
es necesario influir. Por lo mismo, la redacción de un inventario de derechos
culturales de las mujeres, cuya dificultad es directamente proporcional a las
diferencias culturales entre los distintos espacios identitarios, sería sólo un
trabajo inútil sin un consenso previo. En principio es necesario reconocer
cuáles son los problemas culturales que aquejan directamente a las mujeres,
que las excluyen, que fomentan el desprecio por las mujeres y que refuerzan
la dominación masculina más allá de imponernos la agenda de los
organismos internacionales que establecen, como se ha señalado supra, la
necesidad de organizar, tipificar y delimitar los derechos culturales como una
forma de paliar la fuerza de las medidas económicas neoliberales. 

Esta es a mi juicio una de las grandes deudas que tenemos las feministas en la
región, pues el tema del reconocimiento de las diversidades es señalado
discursivamente hasta la saciedad, sin embargo la concreción de este
reconocimiento en práctica política no ha corrido la misma suerte [] El dato
llamativo y que ya no podemos pasar por alto en una región como la nuestra
atravesada por tantas contradicciones y diversidades, requiere con verdadera
urgencia de un feminismo que dé prioridad a cómo enfrentar políticamente el
tema, y en particular para el caso de la formulación, reconocimiento y ejercicio
de derechos, proponga y elabore lineamientos para la actuación concreta
frente al tema. Es quizás esta dimensión la que podría poner en jaque la
relevancia de los logros e impactos de la apuesta jurídico-institucional, y tal
vez precisamente por ello es que tenemos tantas dificultades para enfrentarlo
y debatirlo con la profundidad que requiere. No deja de ser llamativo que, a
pesar de ser tan importante este asunto para nuestra región, no contemos con
la misma calidad ni cantidad de producción intelectual, tampoco en términos
de orientaciones estratégicas para la acción política (Vásquez 6-7).

El párrafo ha sido citado en extenso pues condensa una serie de ideas básicas
en torno a la forma cómo se deben de plantear las políticas culturales para
nuestra región. Es por este motivo que no vamos a proponer un listado de
derechos culturales, sino precisamente orientaciones estratégicas para la
acción política, es decir, proponer zonas sobre los cuales es indispensable
incidir y plantear políticas culturales específicamente feministas. 

Al margen de que los siguientes puntos puedan o no ser planteados como


políticas públicas para ser asimilados a propuestas estatales, se deben
considerar como propuestas de trabajo al interior del movimiento de mujeres
con la mira de fortalecer los cambios culturales positivos hacia las mujeres y
para quebrar aquellos estereotipos e incluso arquetipos basados en la
dominación masculina. 

Puesto que seguir creyendo en la promesa de la igualdad dentro del marco


del proyecto político de la modernidad y de los paradigmas de centro y
periferia es sólo una manera de seguir manteniendo el statu quo como
doblemente subalternas (mujeres y tercermundistas) es imprescindible
situarnos en otro paralelo para proponer otra lectura de nuestra propia
condición de mujeres, de latinoamericanas y de ciudadanas. 

Los cambios en las prácticas culturales son lentos, complejos, difíciles y jamás
deben concebirse como estados a los cuales se llega definitivamente sino, por
lo contrario, estados precarios que deben ser reivindicados y defendidos con
persistencia e insistencia. Por lo tanto, los cambios y avances en las
reivindicaciones de derechos culturales en sí mismos tienen que ir
acompañados de gestos simbólicos que de alguna manera si logren dejar
huella en los actores sociales. Esa ha sido, en los años sesenta y setenta, el
gran aporte simbólico del feminismo en países como Estados Unidos, Francia
o Inglaterra: la quema pública de sostenes, las grandes marchas en apoyo del
aborto, los lemas reivindicativos del cuerpo, las luchas concretas contra la
industria de la belleza. 

En América Latina, asimismo, las reivindicaciones por el protagonismo de las


mujeres en la esfera pública venían muchas veces acompañadas o precedidas
por marchas exigiendo un plato de comida. La fotografía de la lideresa
peruana María Elena Moyano, asesinada por Sendero Luminoso en febrero de
1992, con un plato vacío en la mano ha sido un icono recogido no sólo por los
diferentes medios de comunicación sino incluso por la Comisión de la Verdad
y la Reconciliación en su exposición fotográfica. Moyano fue considerada una
madre coraje por los medios de comunicación que reconocían no sólo su
liderazgo en el sector de los comedores populares, sino también dentro de la
lucha contra el terrorismo. Por otro lado, las madres de la Plaza de Mayo y su
característico pañuelo blanco en la cabeza, son la imagen de la persistencia en
la búsqueda de los desaparecidos. Junto con el hecho de asumir en la vida
pública una lucha ardua y legítima, estas mujeres han calado en el imaginario
latinoamericano precisamente a partir de las imágenes que auto-
representaban. 

Es cierto que los medios de comunicación levantan sobre todo el tema de la


maternidad en los dos casos anteriores y de una cierta ética mariana del
sufrimiento como elemento característico de las mismas. No obstante, es
preciso seguir fijando imágenes que, de una u otra manera, reorganicen el
imaginario simbólico latinoamericano en torno a las mujeres. En este caso se
trata de madres que salen de la esfera de lo doméstico para luchar por
reivindicaciones básicas como son la vida y la subsistencia, y que en esta lucha
se convierten en heroínas populares. 

Los gestos simbólicos asimismo deben de salir del campo de las expertas para
calar en las mujeres comunes y corrientes, por lo tanto, tienen que ir mucho
más allá de las reivindicaciones en torno a cambios de políticas culturales
estatales y centrarse en los medios de comunicación que son las principales
fuentes de información de las mujeres en torno a sus derechos . No se trataría
sólo de organizar y crear medios de comunicación (televisión, radio, prensa y
revistas, páginas web) que tengan una postura feminista, sino sobre todo de
incidir en aquellos medios de comunicación que puedan abrirse a otras
posiciones y difundir representaciones, imágenes y construcciones de la mujer
más justas y equitativas. Este es un trabajo muy difícil en tanto que en
América Latina la publicidad, la principal fuente de representaciones
femeninas y de consolidación de estereotipos, tiene un sesgo marcadamente
sexista (basta ver la publicidad de cerveza, de autos o artículos para varones
en cualquiera de nuestros países ); y por supuesto también seguirá siendo
difícil mientras sigan existiendo programas de televisión como el de Laura
Bozzo (ver anexo 1).

Erradicación total del machismo. 


Más allá de las pretensiones de los fundadores de los países
latinoamericanos al intentar constituir al patriarcado como el modelo social
familiar y político, en nuestros países debido precisamente al choque
cultural genocida que significó la conquista española, ha calado hondo en
nuestras formaciones sociales imaginarias el machismo. 

El machismo, a diferencia del patriarcado, no se consolida sobre la


concepción del hombre como el proveedor responsable de su propia familia,
y por lo tanto, como detentador del dominio y del poder. A diferencia del
patriarcado que se organiza sobre la idea del padre como cabeza de familia
(pater familias), el machismo se consolida sobre la idea de la
irresponsabilidad del varón sobre su propia prole y, por lo tanto, de la
irresponsabilidad del hombre en torno a los actos que realiza con otras
personas, sobre todo, con las mujeres.

El machismo deviene de la especial relación de dominio entre los


conquistadores españoles y las mujeres indígenas con quienes tuvieron
descendencia, quienes no sólo fueron consideradas como botín de guerra,
sino que incluso cuando algunos de ellos quisieron formalizar sus relaciones
extramaritales fueron conminados por el propio rey Felipe II para que
tomaran esposas españolas en una famosa ordenanza a la que alude el Inca
Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales de los Incas. Esta situación
permitió que los mestizos no fueran reconocidos como hijos legítimos y que
muchos conquistadores obligasen a sus antiguas concubinas a casarse con
sus subalternos para mantenerlas cerca de su poder. La frágil y precaria
identidad del mestizo tuvo su origen en esta situación absurda y denigrante
que, además, reforzó la sensación ambigua de pertenecer a dos mundos
contrapuestos que se despreciaban mutuamente. Esta situación, además,
contribuyó a un doble desprecio del mestizo por las mujeres indígenas . Las
relaciones patriarcales cobraron ese cariz especial que ha devenido en el
machismo.

El machismo es una forma de patriarcalismo sin la responsabilidad que


conlleva ser el proveedor de la familia. El macho ejerce el dominio y el poder
sobre las mujeres y los niños pero sólo en función de su fuerza bruta, es
decir, de la violencia física que puede ejercer sobre ellos y del contexto que
lo permite e incentiva. El hombre ejerce autoridad en función de su poder y
del miedo que provoque en los demás; asimismo no se responsabiliza de su
prole, son las mujeres quieres asumen la responsabilidad de los hijos en la
medida que el hombre siempre puede alegar la sospecha de no ser el
padre. 

Las relaciones de género que se construyen en la cultura occidental y


patriarcal tienen como fuente principal de sus normatividades el control de
la sexualidad de la mujer, o lo que Gayle Rubin ha denominado el tráfico de
mujeres, es decir, el control de la sexualidad de la mujer en función de la
construcción de relaciones de parentesco o intercambios del don. Si son las
mujeres las intercambiadas, entonces son los hombres quienes las entregan
y las toman; la mujer opera así como el canal de una relación más que como
una participante de la misma. El intercambio de mujeres no necesariamente
implica que las mujeres sean objeto, en el sentido moderno del término [...]
sin embargo implica una clara distinción entre el don y aquel que dona. Si
las mujeres son los dones, serán los hombres quienes participan en el
intercambio. Y es a los participantes no a los dones, a quienes el intercambio
recíproco confiere un poder casi místico de enlace social [...] serán los
hombres los beneficiarios del producto de tal intercambio: la organización
social (19). 

El matrimonio en todas las sociedades donde la propia mujer no puede


tomar parte de él porque ella misma es un don, es la forma social que
organiza su propia subordinación. Se trata, como lo sostiene la propia Rubin,
de un concepto poderoso en la medida que basa la dominación no en una
inferioridad biológica sino en el interior del mismo sistema social. 

En ese sentido, cuando se produjo la conquista se rompió con las reglas de


intercambio del don pues no se reconocía a los otros varones los
conquistados como pares con quieres se pudieran realizar este tipo de
transacciones. Las mujeres, en muchos de los casos, fueron ofrecidas como
botines de guerra (el más famoso de todos los ejemplos es el de la Malinche
o doña Mariana, ofrecida a Hernán Cortés como parte de un intercambio,
quien aprendió la lengua del conquistador como una forma de
sobrevivencia) y en otros simplemente tomadas como concubinas. Es por
este motivo concreto e histórico que se señala que la identidad de los
mestizos es la de ser hijos bastardos. 

Por ejemplo, en México el término hijos de la Chingada se utiliza para


expresarse de los otros, de los que no pertenecen a una mismidad, pero al
mismo tiempo devela la condición más temida: ser hijo de la Chingada, es
decir, de la madre a quien chingaron o penetraron a la fuerza con violencia.
A pesar de que está marcado por un profundo sexismo, el capítulo Los Hijos
de la Malinche de El Laberinto de la Soledad, de Octavio Paz, se detiene en
este aspecto. 

La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada a la fuerza. El hijo de la


Chingada es el producto de esta violación, del rapto o de la burla. Si se
compara esta expresión con el español hijo de puta se advierte
inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser
hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, de una prostituta; para el
mexicano, en ser fruto de una violación [] En suma, la cuestión del origen es
el centro secreto de nuestra ansiedad y angustia (103).

La bastardía originaria fomenta que la masculinidad en nuestras sociedades


se organice en un sentido muy distinto al patriarcal clásico griego, romano o
incluso europeo y, por lo tanto, se consolide en lo que nosotros
reconocemos como el machismo. La particularidad de la cultura mestiza
construye el modelo femenino desde la figura de la madre y el modelo
masculino desde la del padre siempre ausente, esto permite que las
identidades se constituyan no en función de mujer y hombre, esto es, en su
condición de sujetos, sino de madre e hijo, en su relación filial (Montesinos
190). El tema de la bastardía violenta como origen de la cultura mestiza
latinoamericana pasa por el cuerpo de la mujer. 

El machismo es una forma de dominación masculina, por lo tanto, se


sostiene sobre una serie de mecanismos sociales muy complejos. Estos
mecanismos, a su vez, se organizan ideológicamente desde una serie de
normatividades pero también desde el imaginario. Son precisamente las
significaciones sociales imaginarias o lo que Slavoj Zizek, llama desde una
perspectiva lacaniana, el Gran Otro, es decir, una ficción simbólica
consensual, lo que organiza también las formas de dominación masculina y
la que podría reorientar aquellas vinculadas tradicionalmente al machismo. 

El Macho es el Gran Chingón. Una palabra resume la agresividad,


impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia, y demás
atributos del macho: poder. La fuerza pero desligada de toda noción de
orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce [] El macho hace
chingaderas, es decir, actos imprevistos y que producen la confusión, el
error, la destrucción [] el hecho es que el atributo esencial del macho la
fuerza, se manifiesta casi siempre como capacidad de herir, rajar, aniquilar,
humillar. (Paz 104-105). 

El macho, en tanto que Gran Chingón, se dedica a rajar, herir, aniquilar y


destruir, es decir, a chingar puesto que debe a su vez repetir su propio
origen como venganza eterna contra su propio padre. Por otro lado, como
figura contrapuesta, la Chingada que siempre es mujer, no sólo ha sido la
violada sino que su pasividad ha permitido la violación. Paz sostiene que se
trataría de una pasividad abyecta en tanto que no ofrece resistencia (109), es
decir, que sería a su vez culpable de su propia violación. Aquí Paz, por
supuesto, sigue el mito de la Malinche como la mujer chingada con
consentimiento. 

Las novelas, los testimonios, la televisión y el cine, cada uno con un énfasis
especial en diferentes momentos históricos, han organizado a su vez los
tipos, estereotipos y mitos sobre lo masculino y lo femenino en una
sociedad. Así como lo han difundido canciones (rancheras, valses, boleros),
libros, películas y sobre todo, comportamientos de la vida diaria, el
machismo consiste en considerar a la mujer como objeto de posesión del
varón y, al mismo tiempo, sentir que su peligrosidad reside en la dificultad
de su control sexual y de su permisiva abyección. El cine mexicano de los
cincuenta, sobre todo, el cine del Indio Fernández que construye
estereotipos tan fuertes como el que representa María Félix, la Doña, en la
película Doña Bárbara basada en la novela de Rómulo Gallegos, se han
encargado de reforzar el machismo ya no sólo desde el comportamiento
violento e irresponsable de los varones, sino sobre todo en el
comportamiento resentido y mandón de sus personajes femeninos. 

Pero más allá de las representaciones en productos culturales, en la vida


diaria el machismo ha crecido a pesar de los avances de las reivindicaciones
femeninas. Han sido las mujeres, sobre todo las madres, quienes han
conculcado con mayor fuerza el machismo como una forma cultural válida y
quienes han asumido un rol activo en la construcción de la dominación
masculina, precisamente debido a esta relación filial sobre la cual se basa la
identidad de la mujer en America Latina y que tiene como modelo al ideal
mariano.

Por eso mismo, es indispensable que las mujeres planteemos la erradicación


total del machismo aún cuando se trata de un horizonte muy lejano de
nuestros imaginarios y nuestras prácticas culturales. En la medida que el
machismo ha calado en todos los sectores sociales, en la educación escolar y
universitaria, y además, en muchos de los productos culturales
contemporáneos incluso aquellos que se consideran de avanzada es
imprescindible plantear la erradicación total del machismo como una
política pública urgente. 

Para erradicar el machismo hay que empoderar a la mujer y de esta manera


las mujeres podrán tomar autoconciencia de sus roles en sociedades como
las nuestras y autodeterminar sus objetivos y metas. Por otro lado, es
necesario acabar con dos estereotipos que tanto han dañado a las mujeres
en nuestros países: la virgen madre (ideal mariano del cristianismo), por un
lado, y la madre violada por el otro (la Chingada). Para lo cual es
imprescindible deconstruir la historia y visibilizar a las mujeres como
protagonistas de la misma, reformular la enseñanza de las ciencias sociales
en los currículos escolares desde una perspectiva que rompa con los
estereotipos tanto femeninos como masculinos e incluir el eje transversal de
género para que los propios varones asuman su masculinidad entendiéndola
como una construcción de nuestras sociedades y no un imperativo
biológico. Asimismo, es imprescindible sensibilizar tanto a hombres y
mujeres en torno al tema de la violencia contra la mujer desde la escuela y
desde los medios masivos de comunicación, sobre todo, en torno al tema de
la publicidad que repite las imágenes constantemente de tal manera que
refuerza las formaciones sociales imaginarias.

Eliminación del victimismo. 


Como contraparte a las luchas por la erradicación de todas las formas de
violencia contra la mujer, sobre todo, de aquellas formas morales, culturales
y que no necesariamente conllevan violencia física sino violencia psicológica
y moral, es necesario eliminar el estereotipo de la mujer como víctima. Hacer
responsable al otro del propio malestar es también una manera de aceptar
la dependencia sostiene la sicoanalista y filósofa francesa Luce Irigaray
(García Ocejo 259), aunque más adelante en esa misma entrevista
responsabiliza a la cultura de haber hecho que la expresividad en torno a
temas que vayan más allá del sufrimiento sea mucho más difícil en tanto que
la cultura es masculina. Para feminizar la cultura es necesario, en principio,
reorganizar los estereotipos que de alguna manera han permitido que las
mujeres descreamos de nuestras posibilidades. 

El victimismo es uno de estos estereotipos. La organización de la debilidad


física de la mujer como un elemento que permite una especie de condición
simbólica también débil ha contribuido a la exaltación del machismo en
nuestros países. Las mujeres en América Latina con mayor incidencia en los
sectores rurales han incorporado a su cuerpo el discurso del poder
masculino y de la opresión: las mujeres han incarnado, como lo ha señalado
Foucault, un sistema de dominación no sólo en prácticas represivas que
vienen del exterior sino en formas de autocontrol vinculadas con la ética
mariana del sufrimiento, es decir, con aquella ética del sacrificio del discurso
cristiano que conlleva implícito un dolor y un padecimiento simbolizado en
la imagen de la Virgen María.

Esta posibilidad ha creado una cultura de la víctima en oposición a la cultura


de la violencia masculina. Las reivindicaciones de las mujeres víctimas han
sido consideradas como conmiseraciones ante la incapacidad de la mujer de
velar por sí misma debido a su debilidad y fragilidad no sólo física sino
moral. Esta forma de entender las consecuencias de la violencia doméstica,
sexual y física en las mujeres ha restado importancia a la propia agencia
femenina en torno a estas mismas situaciones, en principio porque se ha
requerido de una víctima absoluta en este tipo de delitos puesto que
siempre se ha sospechado de la mujer como la causante de los mismos,
sobre todo, en casos de asaltos sexuales. 

Una encuesta realizada por DEMUS a operadores de justicia y policías señala


que un 47.6% de los mismos consideran que las mujeres son violadas
porque caminan solas por la noche, un 33% porque van solas a discotecas,
un 21.4% porque son físicamente atractivas y un 9% porque son
extrovertidas. En todos estos casos se traslada la culpa del violador a la
víctima sólo por una concepción machista de lo que deberían ser las
costumbres de las mujeres. Asimismo esta misma encuesta señala que los
policías consideran en un 52.3% que la causa de las violaciones es la
sexualidad irrefrenable del varón. El estereotipo del hombre que no puede
controlar su propia sexualidad permite exculpar a los violadoras y trasladar
la responsabilidad del delito a la mujer, asimismo, un 50% de los
encuestados consideran que una de las razones por las cuales las mujeres
son asaltadas sexualmente es porque visten ropas llamativas para el sexo
opuesto. 

Para que las propias mujeres no sean sospechadas sospechosas de los


delitos que son objeto, necesitan construir una imagen de debilidad
absoluta y de victimismo total. Sólo en la medida que las mujeres son
víctimas absolutas, también son inocentes. No puede haber un resquicio de
duda en la inocencia de la víctima de un delito sexual o de violencia
doméstica, si esto se produce, entonces es mucho más difícil culpar al
agresor. Esta condición perversa que exige una situación de indefensión
total al momento de la agresión o de rechazo absolutamente claro de esa
práctica sexual, en sociedades donde un gran porcentaje de delitos sexuales
se producen en el mismo domicilio de la víctima o entre parientes cercanos,
es una forma de consolidar en ejercicio jurídico un estereotipo machista.
Hoy es preciso romper con este encadenamiento simbólico perverso y sacar
a la mujer del rol de víctima para que pueda lograr apropiarse de su propio
destino. El victimismo es la otra cara del machismo.

La mujer entonces, para poder trascender su propia condición de "mal


encarnado" necesita equipararse al modelo de María a partir de la sumisión,
la humildad y sobre todo, el sufrimiento en su calidad de víctima. Es en el
sufrimiento de la madre, tanto por sus dolores de parturienta como por sus
lágrimas, que el eterno femenino se delimita. El sufrimiento, a su vez,
permite limpiar toda clase de impurezas que posee la mujer por el sólo
hecho de serlo. Una de las formaciones sociales imaginarias que debemos
deconstruir de raíz es la del sufrimiento como garantía de inocencia en las
mujeres. 

Ser víctima es dejar de ser sujeto, por lo tanto, permitir que los demás el
padre, los policías, la Iglesia, el Estado resuelvan en lugar de una misma y de
esta manera seguir reforzando la cultura pública del tutelaje. Asumir una
verdadera cultura de las mujeres es dejar de lado esta percepción de la
mujer como un ser que debe poseer un tutor pues no es capaz de aceptar la
conducción de su propia vida.
Reorganización de la memoria histórica e inclusión de las mujeres. 
El movimiento feminista debería incidir en las políticas culturales de los
Estados de la misma manera como ha logrado hacerlo en torno a las
políticas de salud pública o de prevención de la violencia. Una de las formas
de hacerlo es, precisamente, sacando el tema de lo cultural del nicho donde
suelen arrinconarlo los Estados y planteándolo como un asunto
indispensable para llegar a la equidad de género. Esto significa proponer
una serie de medidas que abarcarían desde políticas comunicacionales
(medios masivos) hasta garantías de no exclusión dentro del campo del uso
de las tecnologías. 

Como hemos señalado en acápites anteriores, América Latina está


compuesta por países y naciones con una cultura heterogénea, más que
híbrida o transcultural, cuyas formaciones sociales imaginarias nacen de las
resistencias, asimilaciones y transformaciones de prácticas culturales
autóctonas en juego con otras occidentales, todas ellas además atravesadas
por los paradigmas de la modernidad que se han desarrollado en nuestros
países desde las luchas por las diversas independencias. Debemos negarnos
a referirnos a los sujetos latinoamericanos como sujetos en camino a la
modernidad pues es una forma neocolonialista de entender nuestros
procesos culturales y, más bien, debemos de inscribirnos en un eje que
permita entender todos estos cruces, con sus respectivas resistencias y
fricciones, desde su propia realidad.

Para lo cual es necesario asumir que durante la consolidación de las


naciones latinoamericanas no sólo se excluyo al indígena sino también a la
mujer del concepto amplio de ciudadanía. Los hombres criollos concibieron
a la nación latinoamericana no sólo como el espacio donde ellos ejercían
libertad y dominio, sino además que confirieron a las narraciones nacionales
(a los discursos sobre como debe ser y como no debe ser la nación) la
característica de ser patriarcales. La nación, por lo mismo, fue consolidada
por los héroes nacionales y los padres de la patria y la participación de la
mujer se concibió como un apoyo a los padres o maridos de forma siempre
excepcional y sumisa. Las mujeres fuimos recién incorporadas a las naciones
durante el siglo XX a partir de que se nos concedió el derecho al voto en los
diversos países y, por razones más estratégicas que de validación de nuestra
ciudadanía pues fueron precisamente los dictadores quienes ampliaron el
voto a las mujeres tales como Rafael Leonidas Trujillo en República
Dominicana, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Alfredo
Stroessner en Paraguay, Manuel Odría en Perú, Getulio Vargas en Brasil y
Anastasio Somoza en Nicaragua (Navarro 221). 

Parte de una reivindicación cultural feminista exigiría estudios


especializados, análisis y trabajos en el ámbito escolar para entender las
formas de exclusión de las mujeres y de los indígenas (y peor aún de las
mujeres indígenas) en la construcción de la idea de nación. En otras
palabras: para poder lograr conseguir una equidad de género es
imprescindible plantear una Historia de la Exclusión de la Mujer en nuestras
sociedades y proponer esta revisión como parte de las políticas educativas
de enseñanza media.

Autoconciencia y empoderamiento de todas las mujeres. 


Asumiendo la cultura de las mujeres como localización de nuestras
demandas, podemos alterar nuestra posición subordinada en el orden
cultural exigiendo un trato diferenciado para muchas prácticas y leyes, no
sólo desde una perspectiva de discriminación positiva, sino desde lo que
Irigaray denomina la sexualización de la ley, es decir, un status civil propio
desde la condición de la mujer no como excepcionalidad a la ley universal
sino como parte integradora de esa ley. 

Para organizar esta localización de nuestro status civil, es imprescindible


darle a las mujeres la posibilidad concreta de asumir la responsabilidad de
sus propias vidas a través de una serie de estrategias psicológicas, éticas y
morales. Esto sólo se logrará en la medida que reivindiquemos nuestras
propias prácticas culturales como elementos que colaboran en nuestro
beneficio y en beneficio de nuestra sociedad. Desde esta óptica se requiere
privilegiar tres estrategias: la autoconciencia, la autodeterminación y el
empoderamiento.

La autoconciencia es una práctica feminista que cumplió un papel


fundamental en la historia del movimiento de mujeres y que se basa en el
conocimiento de la situación de la mujer a través de la propia experiencia. La
autoconciencia es asumir que el género es una división diferenciada y
asimétrica y una atribución de rasgos y capacidades humanas y que estas
relaciones son de dominio, esto es, que la organización del sistema sexo-
género ha sido controlada por una de las partes: la masculina. Por lo tanto,
la autoconciencia es la forma como las mujeres teorizamos desde nuestra
experiencia de ser la peor parte en este sistema. Tener autoconciencia es
asumir la exclusión histórica de la mujer de todas las formas de poder, es
decir, entender nuestra posición de subordinadas y las posibilidades reales
de resistencia que tenemos frente a ella. 

La autoconciencia es el primer paso para asumir una postura diferente en


esta distribución desequilibrada del poder, puesto que en primer lugar
siempre es necesario el diagnóstico del problema y la forma como nos
localizamos frente a él. Más adelante, a partir de este ejercicio de
autoconciencia, podremos asumir la autodeterminación de nuestras
acciones, prácticas y valores. La autoconciencia presupone una práctica que
lleva consigo un saber que se encarna, vive y experimenta.

Durante el feminismo de la primera ola se multiplicaron en distintos


espacios de América Latina los talleres de autoconciencia feminista con
excelente resultados, por lo menos, entre aquellas mujeres que se acercaban
tímidamente y por primera vez en busca de entender sus problemas diarios,
su postración y la forma como eran excluidas laboral, académica, jurídica y
emocionalmente. 

El empoderamiento es una forma de proponer el acceso al poder desde la


condición de subalternidad planteando la posibilidad que tienen los mismos
sujetos de convertirse en agentes de este proceso. Como lo sostiene
Magdalena León en una formula impecable: empoderar a la mujer es alterar
radicalmente los procesos y estructuras que reproducen la posición
subordinada de las mujeres como género (ver supra). 

Propongo que las mujeres de las minorías valoren las prácticas feministas en
función de lo que ellas implican como una forma de apoyar la calidad de sus
vidas diarias. Esta valoración define las consecuencias de la praxis feminista
en función del empoderamiento; esto es, en términos de cambios
fundamentales y permanentes que aseguren la equitativa distribución del
poder y de los privilegios en un nuevo orden social (Radford-Hill 160)
[traducción mía]. 

Si bien esta propuesta está localizada desde el feminismo afro-americano, es


decir, desde las políticas de la diferencia dentro del multiculturalismo, define
al empoderamiento como la forma más importante de lograr cambios
fundamentales no sólo para la mujer sino para la sociedad en general. El
empoderamiento de las mujeres permitirá una sociedad más justa y menos
segregadora y excluyente. Que las mujeres se empoderen no implica que los
hombres dejen de tener poder, sino que tanto hombres como mujeres
compartamos las responsabilidades y las formas de gobierno tanto público
como doméstico. Revertir la dominación masculina va a beneficiar tanto al
varón como a la mujer, en tanto va a situar en una medida equitativa a
ambos. 

Por eso una propuesta de derechos culturales feminista no estaría limitada a


ser aplicada de manera diferenciada a las mujeres; precisamente la
reivindicación de la cultura de las mujeres permite que la masculinidad sea
asumida de una manera menos tensa de parte de los varones, porque
otorga más espacio para que ellos disfruten de aquello que la cultura
patriarcal ha denominado las debilidades, es decir, las emociones, la ternura,
los afectos.

Acceso a todas las formas de placer, sobre todo, al placer del cuerpo. 
En una cultura de supervivencia, como es el caso de las culturas
latinoamericanas arrinconadas por el devastador proyecto neoliberal, el
tema del placer está concebido como una estancia de segundo o tercer
orden, como si el placer fuera una posibilidad sólo permitida a aquellos que
han solucionado primeros sus necesidades básicas, como si la satisfacción
de los deseos más íntimos fuese en realidad sólo una banalidad psicológica
frente a las necesidades primarias urgentes. 

Para empezar, no necesariamente se solucionan los problemas psicológicos,


éticos o morales con la solución de los problemas económicos y no se
puede congelar hasta nuevo aviso la experiencia gratificante del placer
cotidiano. La búsqueda de experimentar placer es una necesidad ética más
que sensorial y está vinculada a la satisfacción personal de todo ser humano
desde la cuna. 

Debido precisamente a la norma cristiana del sufrimiento impuesta como


formación social imaginaria desde diversos sectores no necesariamente
religiosos sino sobre todo patriarcales y machistas, las mujeres nos hemos
visto privadas de placer. La sola posibilidad de que una mujer experimente
placer al realizar su trabajo o el acto sexual ha sido desestabilizador para la
cultura patriarcal que pretende lograr la dominación masculina no sólo en
función de la fuerza sino de colonizar la mentalidad de las mujeres
precisamente a raíz de que reconozcan ellas mismas sus limitaciones. Y por
último, hoy en día, han sido lo que Foucault denomina las tecnologías del yo
el psicoanálisis, el conductismo, la urbanidad más que las ideologías, las que
han logrado modalizar a las mujeres de acuerdo precisamente a las normas
del patriarcado conminándolas a que pospongan su propio placer en
función de lo que se suponía debería ser su deber (la maternidad, por
ejemplo). 

Esto ha implicado no sólo sufrimiento sino también la problematización de


lo que la cultura patriarcal afirmaba era nuestra característica más
importante: nuestro propio cuerpo. A través del mito de la belleza la mujer
ha debido controlar su cuerpo y someterlo a una serie de procesos para
convertirse en el modelo que la cultura exigía. Eso sucede en todas las
épocas y en todas las culturas, puesto que tanto las mujeres jóvenes
occidentales que llevan sobre sus cuerpos la somatización de esta exigencia
de belleza y delgadez convertida en anorexia nerviosa hasta las indígenas
otavaleñas que deben de portar en sus cuellos una cantidad imposible de
collares para que se las vea más espigadas, imponen a su propia carne las
exigencias de una normativización de belleza que los otros, hombres, les han
impuesto como atributo femenino por excelencia. 

Si bien algunos científicos consideran que la belleza del ser humano es sólo
la puesta en escena de ciertos atributos físicos que significan rasgos de una
alta fertilidad, la cultura patriarcal de la mayoría de sociedades ha
organizado el tema de la belleza corporal como una necesidad en la mujer
(puesto que el hombre es como el oso/ mientras más feo más hermoso)
para entrar al mercado de las relaciones maritales. El tema de la belleza es
complejo y a diferencia de lo que se podría pensar en la sociedad occidental
y moderna, es decir, de que la belleza produce un placer narcisista en las
mujeres en realidad causa stress, ansiedad y angustia. 

Pero al mismo tiempo que se exige una belleza y lozanía, se exige un control
total de las expresiones de sexualidad de la mujer. El discurso sobre la
prohibición de las distintas expresiones de sexualidad femenina pasa, por
supuesto, por una concepción autoritaria y violenta en torno al control del
cuerpo femenino porque tanto la belleza como el placer se localizan en el
cuerpo de la mujer. 

El cuerpo es el locus de todo proceso de identidad. El cuerpo devendría en


lugar donde el poder se incarna (encarna) entendiendo al poder como el
conjunto de relaciones de fuerza existentes al interior de una sociedad: 
[el poder] produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos, es
preciso considerarlo como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo
social. (Foucault 182).

El cuerpo, entonces, es un lugar dinámico de las relaciones de poder, no sólo


un objeto de poder externo, sino el espacio donde se recrean los discursos
del poder pero también donde se producen. Pero entendiendo el concepto
de poder como una realidad discontinua, desuniforme y heterogénea, es
decir, una práctica aparentemente sólida a la distancia pero que al
acercarnos descubre su porosidad, es decir, que se presenta con un carácter
ficticio de poder global pero que perfectamente puede ser vulnerable. 

Es precisamente a partir de esta porosidad del poder que el cuerpo de la


mujer se presenta como un locus donde el poder falogocéntrico se puede
des-estructurar (ametrallar sería una buena metáfora) para abrir un canal
donde surjan nuevas formas de poder, una de ellas sería la expresión. La
palabra de la mujer se constituye, desde el cuerpo, en una estrategia de
empoderamiento. 

En la medida que las mujeres no son sólo cuerpos objetivados, sino que son
sujetos con cuerpos objetivados y a pesar de que tradicionalmente se ha
sostenido que para la mujer el cuerpo constituye sólo el locus de la opresión
en tanto que para el hombre constituye el locus de la construcción del
poder pues hombres y mujeres introyectan de tal manera la ley social que la
hacen parte de su cuerpo pero de forma diferente (el poder incarnado),
considero que es a partir de la toma de conciencia y gestión del propio
cuerpo que se puede revertir esta formación social imaginaria y proponer
que el cuerpo se convierta en el locus de la expresión, es decir, planteamos
que desde el cuerpo la mujer encuentra una forma de empoderamiento: en
la medida que las mujeres han tomado conciencia de la comprensión de la
propia condición de la mujer en términos sociales y políticos revisando,
revalorando y reconceptualizando esa condición en relación con la
interpretación que otras mujeres hacen de sus posiciones sociosexuales
producen un modo de aprehensión de la realidad. Se trata de recuperar
desde el cuerpo el poder de la palabra dejando atrás la autocensura, la
inhibición frente a la fuerza de lo establecido, las estrategias del silencio
totalizador. 

Por lo tanto, para salir de esta dinámica de poder en la que el cuerpo


soporta el peso de lo opresivo y lo silenciado (a través de muchas formas de
somatización) es necesario otorgarle al cuerpo el poder de la expresión y
por lo tanto del placer. La liberación del cuerpo de la mujer de los
estereotipos patriarcales y falocéntricos sólo se logrará a partir de la gestión
de nuestros propios cuerpos, esto es, de la toma de conciencia de que
nuestros cuerpos son espacios donde construimos nuestra identidad. 

Es imprescindible deconstruir (ametrallar) los discursos opresivos corporales


recubiertos de advertencias sobre la belleza y de la salud y colocarlos dentro
de una localización más transparente: como claves dentro del tráfico de
mujeres, y en el caso de las culturas urbanas contemporáneas, como puntos
estratégicos de la publicidad que en el neoliberalismo desarrolla la industria
de la belleza y de la salud.

Conclusiones.

1. El conflicto en torno a la definición de la cultura tanto en el ámbito


académico como cotidiano, no ha permitido un mayor desarrollo de la
organización de esta categoría en el ámbito de lo jurídico.

2. La cultura, en su acepción más extensa, podría definirse como todas las


formas de la vida social tanto materiales como simbólicas.

3. El imaginario, también denominado las formaciones sociales imaginarias,


está constituido por representaciones simbólicas que muchas veces se
convierten en mandatos e imperativos culturales.
4. Precisamente las formas de encuentro, choque, interconexión y resistencia
de estas formaciones sociales imaginarias provocan un conflicto entre
culturas y dentro de una misma cultura.

5. Muchos mandatos o imperativos culturales son excluyentes,


discriminadores y perjudiciales para los sujetos marginales a la cultura
hegemónica.

6. Uno de los conflictos, con mucha vigencia para delimitar los derechos
culturales desde las esferas internacionales, es el que se da entre alta
cultura, cultura popular y cultura de masas. Aún se sigue considerando a la
alta cultura como el modelo de acepción de lo cultural en general, y aún en
textos específicamente feministas, las alusiones a lo cultural en realidad
están referidas a los productos artísticos de la alta cultura occidental. Esta
consideración no permite objetivar la exclusión, discriminación y perjuicio
de los mandatos culturales.

7. Es imprescindible territorializar el concepto de cultura desde América


Latina no sólo para referirnos al Tercer Mundo, sino en la medida que
nuestros procesos históricos difieren en mucho de los procesos históricos
de Europa, Estados Unidos, Asia y África.

8. En América Latina se han propuesto varias lecturas de nuestras


características culturales, desde el mestizaje organizado como una forma
conciliadora de asumir las diferencias hasta propuestas contemporáneas
de un multiculturalismo proactivo.

9. En este trabajo se han considerado tres interpretaciones de las relaciones


interculturales en América Latina: la transculturación, la hibridez y la
heterogeneidad.

10. Para este trabajo hemos asumido el eje de la heterogeneidad, esto es,
hemos considerado que las diferencias culturales surgidas del choque
entre las culturas indígenas y la occidental han producido una
transculturación fallida, no teleológica y no necesariamente dialéctica.

11. Asimismo asumimos para este trabajo una crítica radical al eje centro-
periferia como forma de agrupación dentro de la globalización de las
diferencias económicas y culturales. América Latina no puede seguir
considerándose como periferia de Estados Unidos y Europa en tanto que el
esquema desarrollista es sólo una prolongación del esquema colonizador
del progreso que continua imaginando a las poblaciones como salvajes,
bárbaras y civilizadas dentro de una concepción excluyente de la cultura.

12. Lo cultural, dentro de los esquemas propuestos por Naciones Unidas y sus
organismos, mantiene este eje excluyente en el sentido que utilizan el
término sólo como un elemento para construir a un otro que se encuentra
fuera de los derechos universales.

13. Dentro de esta concepción del otro (como subalterno, periférico, bárbaro)
es que se organiza lo cultura para plantear una diferencia esencial y, de
esta manera, poder aplicar de manera adecuada los principios universales.
Esta es una forma sesgada y absolutamente conflictiva de percibir lo
cultural.

14. Dentro de este esquema funcionan los principios para construir la


diferencia de las mujeres, es decir, como una diferencia cultural
esencializada. Por este mismo motivo se equiparan las diferencias de los
indígenas con las diferencias culturales de las mujeres, es decir, como una
forma de subalternizar al otro cultural.

15. Pensar que los derechos culturales son formas posibles de validar la
singularidad de una cultura diferente es asumir que existe sólo un modelo
universal válido y que este modelo considera a la mujer como otra variable
de excepción.

16. Los derechos culturales existen en función de que en el mundo todos


somos diferentes, por lo tanto, singulares y todas las formas culturales son
válidas para proponer sus propios principios de vida común, de futuro y de
utopía.

17. La cultura tradicional occidental se ha caracterizado por concebir al


patriarcado como un estrato invisible pero válido para organizar el
conjunto de representaciones y prácticas culturales. La feminización de la
cultura, por lo tanto, implica deconstruir este estrato invisible y, en un
primer momento, resistir a sus manifestaciones excluyentes y segregadoras
para más adelante proponer nuestros propios principios de vida común
consolidando en América Latina la cultura de las mujeres.

18. La cultura de las mujeres debe considerarse el marco para exigir una
legislación sexuada y reivindicar un status civil propio a la condición de la
mujer.

19. En América Latina la cultura de las mujeres ha logrado consolidar un


imaginario diferente al patriarcal y machista aunque basado aún en la
cultura del cuidado, esto es, en las características maternales de las
mujeres. No obstante, desde sus representantes más conspicuas (Madres
de Plaza de Mayo, entre otras) se ha podido salir de la esfera de lo
doméstico a lo público y lograr no sólo un protagonismo social sino
también referentes simbólicos mundiales.

20. Posicionar la cultura de las mujeres implica fomentar nuestras prácticas


culturales desde la plataforma del movimiento de mujeres como un
elemento indispensable para que los otros derechos (humanos de las
mujeres, sociales, sexuales y reproductivos, económicos) puedan ser
ejercidos y desarrollados.

21. Por lo mismo consideramos que antes de redactar un inventario de los


derechos culturales de las mujeres es necesario plantear orientaciones
estratégicas para la acción política en el marco de la cultura de las mujeres
y reivindicar los gestos simbólicos feministas como estrategias válidas para
visibilizar los cambios de las políticas públicas en torno a la cultura de las
mujeres.

22. Los puntos de estas orientaciones estratégicas para proponer como


políticas públicas desde el movimiento feminista en América Latina serían
los siguientes:

a. Erradicación total del machismo y de las formaciones sociales


imaginarias que lo validan.

b. Eliminación del victimismo femenino como la forma de asumir la


inocencia de la mujer en las prácticas de violencia de género.

c. Reorganización de la memoria histórica desde la inclusión de las


mujeres a partir de la inserción del eje transversal de género en
todos los niveles de educación.

d. El fomento de la autoconciencia y empoderamiento de todas las


mujeres, sobre todo, de las mujeres doblemente marginadas como
las indígenas.

e. El acceso de todas las formas de placer, sobre todo, al placer del


cuerpo y del ejercicio libre de la sexualidad.

Anexo 1. 
® Las prácticas sociales desde el imaginario simbólico o ¿cómo se utiliza el
feminismo para inventar a un telepobre?.

El clásico y tradicional estereotipo de la feminista en América Latina está


representado por mujeres masculinizadas, con fuerza y dominio, que hablan en
voz alta y que suelen ser lesbianas. Este estereotipo se ha usado para desautorizar
el discurso feminista que emerge cada vez con más fuerza desde las diversas
instancias ciudadanas. El estereotipo de concentra en presentar a la feminista
como la versión femenina del "macho", es decir, como la portadora de una
propuesta excluyente de dominio femenino. Este estereotipo lo que pretende es
representar al feminismo como un discurso caduco, en tanto es exclusivo y no
inclusivo, y asimismo organizar el imaginario en simples términos antagónicos
para demonizar, en una cultura además conservadora y católica, a la mujer que
pretende plantear reivindicaciones de género. 

No obstante, este estereotipo ha sufrido variaciones, en la medida que el discurso


feminista se ha incarnado en la sociedad a través de otros discursos
reivindicatorios relacionados con las políticas gubernamentales reconocidas en las
diversas conferencias sobre la mujer de las instancias internacionales. 

Ahora tenemos que existen otras versiones "blandas" de la caricatura que


comentáramos líneas arriba. Por ejemplo, la imagen de la mujer profesional,
ilustrada, que tal vez incursiona en la política con buen pie, absolutamente
eficiente, des-sexualizada o asexual, que viste los clásicos trajes sastres que
denotan seriedad, cierta masculinidad aunque sofisticada, y sobre todo,
disciplinada. 
Esta fue la imagen que organizó los primeros programas de la "doctora" Laura
Bozzo, abogada peruana, con una carrera televisiva paralela a su carrera política
en la sombra. Bozzo empezó trabajando con el ex-alcalde de Lima, Ricardo
Belmont, en el pequeño y comunitario Canal 11 de la televisión local limeña. Ahí
destacó como la conductora de un programa sobre derechos de las mujeres, más
adelante, se presentaría en la plancha electoral de Belmont como regidora de la
Municipalidad de Lima. A principios de la década del 90, Bozzo asumió la
conducción de un programa de "casos de la vida real" en el que se presentaban y
se siguen presentando el ciudadano y la ciudadana común, generalmente pobres
o de los llamados "sectores C y D". El programa cobró inusitada audiencia desde
el principio y convirtió a Laura Bozzo en la "abogada de los pobres" peruanos,
ciertamente, con un discurso feminista de boca para fuera, es decir, un discurso
que reivindicaba la igualdad de las mujeres pero desde su propia autoridad
profesional como si ella fuera la representante absoluta de esa igualdad. Es desde
este programa, producido por la estación de televisión más importante del Perú,
América Producciones, que ella pasó a colaborar con el ex-presidente y prófugo
de la justicia, Alberto Fujimori, y sobre todo, con el ex-asesor de inteligencia y reo
en cárcel Vladimiro Montesinos. Actualmente Laura Bozzo, con prisión domiciliaria
en su oficina y sets de telelvisión en Lima, transmite el programa Laura en
América por la cadena Telemundo a más de 40 estados de los Estados Unidos. 

Mi hipótesis es que Laura Bozzo, asumiendo el rol de supra-defensora de las


mujeres pobres y de sus hijos, insultando directamente a los "padres
desnaturalizados" o a los "maridos machistas", no sólo contribuye a fomentar los
estereotipos masculinos y femeninos, sino que inclusive organiza la identidad de
las mujeres pobres como seres abyectos que necesitan de ser tutelados. 

Utilizando una terminología feminista y jurídica, Bozzo estructura su discurso


como una defensa de la mujer, sustentándolo superficialmente sobre la base del
requerimiento de justicia, pero erigiéndose a sí misma como la representación
más alta y solvente de la justicia práctica más allá de la justicia burocrática que
soluciona los problemas con catarsis de llanto y compasión en cada uno de sus
programas. De esta manera las mujeres que asisten a ellos sólo pueden exigir
"compasión" y no reivindicaciones concretas eternizando el modelo de
ciudadanía y tutelaje en el que se sustenta los estados latinoamericanos desde el
s.XIX. 

Se trata de la puesta en escena de la "barbarie" modelada, posmodernamente,


por un feminismo sucio que podría, desde otras posibilidades discursivas y
utilizando la televisión como medio, asumir una propuesta reivindicativa y
transgresora en la medida que se ha demostrado que tiene mucho éxito en el
público. En otras palabras, no debe descartarse de plano el uso de este discurso
feminista mediático, sino sólo en función de la modalización que objetiviza al otro
basurizándolo, es decir, su versión sucia, en lugar de permitirle habitar un espacio
perturbador y construir, desde él, una subjetividad potencial y políticamente
subversiva. 

El tipo de discurso que utiliza Laura Bozzo en sus reality shows configura una
autoridad para opinar feministamente sobre los derechos de las mujeres pero
siempre por encima de la propia capacidad de las mujeres que asisten como
protagonistas de estos espectáculos para hablar por sí mismas. Desgraciadamente
esta figura, es decir, la de una mujer autorizada para hablar por las demás puesto
que tiene el lenguaje feminista y jurídico ha sido también utilizado por algunas
mujeres dedicadas a la política y ciertamente por algunas feministas funcionarias
de Estados o asesoras de organismos internacionales para hablar por la
subalterna reforzando la cultura de la subalternidad y haciendo precisamente lo
que Gayatri Spivak califica como absolutamente negativo, es decir, reforzando la
subalternidad como forma identitaria para poder plantear la posibilidad de
expresión del subalterno sólo a través de otras voces y representaciones . 

El programa de Laura Bozzo llamado primeramente Laura en América y ahora


simplemente Laura construye, contribuye y eterniza, desde esta dimensión de
feminismo sucio, el estereotipo del telepobre: se trata de representar a los pobres
en primera instancia como seres humanos que hacen cualquier cosa por
sobrevivir, saltando toda valla moral y ética, pero además como personas
volcadas en una sucesión de actos abyectos. De esta manera los pobres lamen
axilas, los pobres le pegan a sus mujeres, los pobres violan a sus cuñadas y luego
las obligan a abortar, los pobres se desatan frente a las cámaras para pelear por
quítame estas pajas . Los pobres exhiben su fragilidad y entonces pueden
venderse, asimismo, en contraposición a su estatura moral requieren de ser
asistidos. Este tipo de programas lo que plantean es una versión en paralelo de la
justificación del asistencialismo a través de una estrategia de basurización que es
también funcional a los discursos asimiladores de las agencias internacionales. 

Eso fue lo que sucedió durante la emisión del sábado 27 de noviembre de 1999
del programa Laura en América a través de la cadena nacional peruana América
Televisión. El programa ese sábado se tituló Haría cualquier cosa por dinero y
además de lograr altos índices de audiencia y de basurización simbólica, cristalizó
esta idea funcional de la abyección como condición sine qua non de los pobres. 

En él se suceden los siguientes hechos que describo al detalle porque es


imprescindible ver en este muestrario la voluntad de manejo político del proceso
de basurización: un hombre come alpiste disfrazado de gallina; una chica se
desnuda para que le pinten el cuerpo; un hombre disfrazado de mujer sale a las
calles para besar a otros hombres; otro se disfraza de bebé para salir a la calle y
pasear en un triciclo (luego tres hombres lo imitan en el set, entre ellos dos
ancianos); cuatro mujeres se vendan los ojos para besar a un hombre-lobo y
posteriormente, cuando descubren su fealdad, la conductora las reta para que los
besos sean más largos (siempre por dinero); dos mujeres se desvisten hasta
permanecer en ropa interior para ser bañadas con una botella llena de sapos,
luego les agregan una lagartija; una chica se baña en topless en las fuentes del
Parque Salazar en el barrio residencial de Miraflores; dos chicas se introducen en
una tina de barro y pelean; una señora le lame las axilas y los pies (previamente
embarrados de fugde, yogurt y miel) a un hombre que ha estado realizando
ejercicios durante una hora; tres hombres comen gusanos vivos; una muchacha
negra se deja cortar el pelo a coco; dos personas comen comida de perros y una
pareja realizan un striptease. 

A todas estas personas se les pagó una cantidad de dinero que no sobrepasaba
los 40 dólares. Luego de que todas estas personas realizaron estas acciones, la
conductora le pidió al público un aplauso. Se trató de una representación del
circo de la miseria humana en función de la abyección moral de quienes pueden
hacer cualquier cosa por dinero. No obstante, quienes estuvieron en escena
fueron personas con necesidades económicas apremiantes y las cantidades de
dinero que se dispensaron fueron tan reducidas que sólo personas en una
situación económica desesperada un 30% de la población que se encuentra por
debajo de la línea de pobreza extrema serían capaces de aceptar. Es decir, que la
cuestión ética que en películas hollywoodenses se pone en escena a partir de un
millón de dólares (Una propuesta indecente) y a propósito de situaciones que no
tienen una directa vinculación con elementos que producen asco, en los
programas de televisión locales latinoamericanos se juega por una cantidad
ínfima y por "pruebas" que despiertan de inmediato un rechazo en el televidente
y no una identificación circunstancial. 
Por supuesto, el problema no es la cantidad que entra en juego, sino la opción de
juntar miseria y asco, para producir en el espectador rechazo y no identificación
(como en el caso de la película Una propuesta indecente). Se trata sin duda de
una estrategia para organizar el mundo entre "nosotros" (los espectadores) y los
"otros" (quienes entran en el juego), en otras palabras, aquellos que nos producen
asco y nosotros los asqueados. El proceso de basurización provoca una distancia
inmediata con el elemento a ser basurizado: las personas que se presentan en ese
programa, en su gran mayoría de los sectores populares del país, no son seres
humanos como nosotros sino seres que dada su estatura moral deben ser
socorridos, asistidos, protegidos y tutelados. 

En el Perú luego de la transmisión de este programa se produjo una ola de


indignación que sacudió la somnolencia de la mayoría y que no estuvo motivada
simplemente por la exhibición de "asquerosidades" sino, sobre todo, por la forma
cómo la gente expuso su autoestima para sobrevivir un día más por veinte
dólares. La indignación corrió a cuenta, precisamente, de establecer una
separación entre los "actores de ese programa" y los "espectadores asqueados". 

Lo interesante de la reacción es que inmediatamente se introdujo a la conductora


del programa, Laura Bozzo, como la autora directa del proceso de basurización y
por lo tanto como la responsable de la abyección. Finalmente el público no es un
receptor pasivo que no decodifica según sus propios valores culturales. 

Toda esta situación, asimismo, no puede leerse fuera de contexto: las instituciones
del país debilitadas, la carrera por las elecciones presidenciales con baches y
sobresaltos, la altísima inversión que realizaban las entidades del Estado en
publicidad durante el momento final del gobierno de Alberto Fujimori, en medio
de una corrupción sin precedentes y caos moral y ético en todos los niveles de la
población. Esta situación nacional respondía en parte a la presión de los
organismos internacionales que exigían medidas económicas que acrecentaban la
recesión debido a la exigencia de cumplir pormenorizadamente con el servicio de
la deuda y con mantener una caja fiscal saneada, paliando mínimamente los
efectos de la crisis a través de la asistencia de programas de alimentación del BID
o del Banco Mundial. 

Lo que se proyecta a través de estas imágenes es que, gracias a los programas de


gasto social del gobierno implementados con la venia de estos organismos
internacionales, los pobres y extremadamente pobres reciben alimentos poco
nutricios y terrenos difícilmente habitables (ya sabemos que no reciben crédito, ni
empleo, ni calidad educativa). De esta manera las clases políticas latinoamericanas
y sus soportes massmediáticos construyen una tele-realidad inobjetable, la cultura
de la indigencia como reverso de la cultura de la abundancia de los países del
Norte. 

La cultura de la indigencia, gracias a una red muy sofisticada, va armando una


visión del pobre totalmente funcional al momento político y a través de la caja
boba ingresa en nuestras salas y cuartos, para traernos la imagen totalizante del
pobre latinoamericano: éste es, aquí está. No hay matiz posible, no hay
diferencias, todos son homogéneos. Los otros pobres, es decir, la realidad del día
a día y difícil de ser observada por cámara alguna sin ser simbólicamente
congelada en una imagen única y homogénea, se convierten en cifras de las
encuestas, en datos y números sin forma ni rostro, en problemas para los analistas
y en esperanzas para los políticos, pero fuera del encuadre, para la tele-realidad,
desaparecen. Se vuelven aire y se van fuera del aire. Pero lo patéticamente
paradójico es que los espectadores pobres empiezan a creer en esa tele-realidad
y a descreer de la suya propia. La tele-realidad es otra de las estrategias del
neopopulismo, es decir, este populismo que se ejerce desde las políticas sociales
de asistencialismo para intentar manejar simbólicamente la crueldad del proyecto
neoliberal mientras se siguen aplicando sus planes. 

Este manejo simbólico es una forma de poner en juego la estética de la basura


para poder representar lo irrepresentable latinoamericano (las pulsiones) y
congelarlo en una serie de imágenes funcionales al centro: ese centro que se
localiza en los espacios de poder tanto de Estados Unidos y Europa como de
Latinoamérica (Castillo 238).

Obras citadas.

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