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El marido perfecto

Por: Pablo A. Tonatiuh Álvarez Reyes

Marina consideraba que era un mujer dichosa por tener el marido perfecto.
Mateo, su esposo, un italiano alto, rubio y fornido, había aparecido en su vida
casi como una casualidad, se casaron después de a penas seis meses de haber
sido presentados, y Marina no cabía en la alegría de estar con un hombre que
no tuviera todas las idiosincrasias del mexicano, no era panzón, ni vicioso, ni
sucio, ni flojo. Contrario al mexicano promedio, Mateo se levantaba muy
temprano, hacia su cama con pulcritud, se fajaba sus camisas con cuidado, y
colocaba un par de plumas en la solapa, como un personaje salido de los 50’s.
Siempre olía a jabón, y cuando Marina se despertaba, Mateo ya tenía hecho el
desayuno; era para decirlo en pocas palabras, un ser completamente
autosuficiente.

Sin embargo y a pesar de lo mucho que le gustaban todas estas cualidades a


Marina, no era ninguna de éstas la razón principal para considerar a Mateo el
esposo perfecto, lo que más amaba Marina de su marido, era sin duda, que no
era celoso.

Marina al inicio, preocupada por este delicado tema, había mantenido a raya a
esos amigos suyos que siempre actuaron como pretendientes con ella, pero con
el paso del tiempo, se dio cuenta que esto no era necesario, que sus amigos
podían llenarla de abrazos y de besos, sin inmutar la sonrisa perfecta de Mateo,
que siempre parecía más interesado por tomar fotografías de las folclóricas
calles de la ciudad de México, que en, quien intentaba abrazar a su esposa a
sus espaldas.

Marina, era la envidia de sus amigas. Que la elogiaban no sólo por lo guapo que
era su esposo, sino por la enorme casa, tipo europeo que Mateo había
construido para ella, por qué sí, Mateo, además de todo, era infinitamente rico.
¿Y cuál era el precio para tanta felicidad? Sólo uno, la única consigna que había
puesto Mateo desde el día del compromiso, era que nunca entrara en su oficina
de negocios; aquel cuarto grande, con portón de roble tallado, en donde pasaba
todas las tardes de tres a siete, de manera religiosa y puntual.

Las puertas en esas horas se cerraban, y Marina aprovechaba para hacer


compras, visitar a su mamá o hablar por teléfono con sus amigas. El precio a
pagar por tanta alegría parecía nimio en un inicio, pero a los ocho meses de ver
entrar a su esposo todos los días a la misma hora a cumplir su ritual, la tentación
de saber que había ahí adentro, se convirtió en algo insoportable para Marina,
que no dejaba de preguntar a Mateo por sus negocios, buscando cualquier pista
que pudiera ayudar a develar el misterio del cuarto, pero a cada pregunta había
una respuesta evasiva, sobre que los negocios son negocios y una invitación
para comer un helado o ver una película, que cortaba el tema con diplomacia.

Marina no pudo más, carcomida por la seguridad de que Mateo no regresaría de


su viaje de negocios hasta dentro de una semana, se decidió a entrar cual
ladrona profesional a esa oficina, conocer el secreto, y salir sin dejar rastro
alguno. Creó todo un plan para poder atravesar el complejo sistema de
seguridad, violar el cerrojo, y entrar sin alarmas.

Cuando el pomo de la puerta, giró en sus manos, a Marina le latía el corazón tan
fuerte como si estuviera allanando la tumba de Tutankhamun. Encendió la luz.
Había una oficina normal, papeles en el escritorio, muchos libros, y una enorme
televisión.

Marina ansiosa hurga en los cajones esperando encontrar algo sucio ¿Mateo era
narco italiano perteneciente a la cosa nostra? ¿Pertenecía a algún grupo que
realizaba cutos satánicos? o acaso ¿era algo personal? ¿fotos de una pobre,
sumisa y olvidada esposa italiana? ¿O acaso de algún hombre fornido en
calzoncillos? ¡claro! Eso debía ser, Mateo es bisexual, pensaba Marina,
mientras revolvía con desesperación entre los aburridos papeles de negocios
inmobiliarios.

Cansada y frustrada, Marina jadea en medio de la habitación, mira el lugar


hasta posar sus ojos, en aquello que debió mirar antes pero no vio, en la pared,
un cuadro chueco que oculta una bóveda, enternecida, Marina descubre
después de cien intentos, que la fecha en que se casaron es la clave correcta.
Adentro sólo existe un paquete negro sellado herméticamente. Marina sabe que
no hay manera de abrirlo sin que se sepa que fue ella, pero ¿qué importa?
destroza el paquete como si fuera regalo de navidad, porque después de todo,
cuando conozca el sucio y enfermizo secreto que guarda Mateo, su matrimonio
habrá terminado de cualquier forma irremediablemente, porque no hay mujer
decente, que aguante vivir en una mentira.

Con el papel del envoltorio echo pedazos, Marina contempla debajo una sola
hoja, con la inconfundible caligrafía de Mateo, que reza “Sin confianza, no puede
existir el amor”.

Marina, confundida, no entendió ese día aquellas palabras, como tampoco


comprendió cuando semanas después llegaron a llevarse todos sus bienes
mancomunados, ni entendió cuando llegó el abogado con los papeles de
divorcio, Marina permaneció desde entonces divorciada, sola y confundida,
hablando a infinidad de número telefónicos, tratando desesperadamente de
localizar a un Mateo, que ya nunca regresó.
 
 
 
   
 
 

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