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DIMENSIÓN POLÍTICA DE LA ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA

Gustavo Ruggiero (UNGS)

Introducción
En la actualidad, la inclusión de la filosofía como materia de enseñanza dentro del ámbito
educativo, suele justificarse como herramienta para la construcción de la ciudadanía, la formación
ética o el desarrollo de valores sustentados en la generalidad del término derechos humanos.
Quienes suscriben a este carácter se pliegan, en algún modo, a la tradición liberal ilustrada que
confía en la pedagogización de la sociedad, promoviendo la emancipación intelectual y social del
individuo por vía de la transmisión de conocimientos. Por otra parte, desde un campo que
podríamos considerar contrario a este enfoque, el de las teorías genéricamente llamadas
reproductivistas, se enfatizan las contradicciones del liberalismo y los modos de su reproducción;
entre educar para formar sujetos libres y la promoción de la obediencia de individuos gobernables,
se verifica una tensión sin solución puesto que toda educación institucionalizada actualiza
irremediablemente la reproducción del orden social dominante. Mientras que los primeros
resaltarán el carácter funcional y cohesivo de la educación, los segundos abonarán la sospecha
de intenciones menos meritorias. A partir de estas consideraciones, este trabajo pretende revisar
el lugar que ocupó la enseñanza de la filosofía en el proyecto de la modernidad.
Durante el siglo XIX se configuran una serie de instituciones educativas, tanto en Europa como
en América, donde la transmisión de la filosofía es institucionalizada. Particularmente en
Argentina, la presencia de Amadeo Jacques, figura que rescatamos a partir del muy documentado
trabajo de Patrice Vermeren (1998), ilustrará la intención de asociar la enseñanza de la filosofía
con la formación ciudadana. El vínculo entre la filosofía, su enseñanza y el Estado comienza a
configurar allí un campo problemático que se extiende hasta el presente. La continuidad histórica
del problema permitirá trabajar, la relación entre esos tres términos e intentaremos mostrar,
siguiendo algunos estudios recientes, que lejos de leerse en clave exclusivamente pedagógica o
didáctica, la mencionada relación es un hecho sobre el que debemos volver los profesores en
nuestra condición de funcionarios del Estado. Se trataría antes que nada de un problema
propiamente filosófico y político que pone a la filosofía y su enseñanza en el centro del conflicto
entre la continuidad y la interrupción de los saberes y las prácticas socialmente legitimadas.

Amadeo Jacques: ¿una filosofía para todos?


Como bien señala Cerletti (2008), los antecedentes de la conflictiva relación entre la filosofía,
su transmisión y el Estado, se remontan a Sócrates. Las palabras de quien será para nosotros el
mito fundador de la actividad filosófica, se hicieron volvieron insostenibles para la polis ateniense.
En términos de Kohan (2008), se trata de una paradoja: lo que a Sócrates le da vida, la filosofía, el
filosofar, también le da la muerte. Es pertinente preguntar, entonces, cómo es que en un momento
determinado, la filosofía, práctica social asociada a la libertad de pensamiento, pretendió ser
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ligada a la función normalizadora del Estado. Desde hace algún tiempo, la relación entre filosofía y
educación es un hecho que puede ser leído en relación con las formas del poder político. Lo que
pretendemos ilustrar con lo que será la “militancia filosófica” de Amadeo Jacques, es un proceso
social y político distintivo para la enseñanza de la filosofía: su institucionalización. Si bien nos
podemos remontar, como nos recuerda Obiols (2008), a las universidades de la Baja Edad Media
y observar que por entonces la filosofía ya tenía un lugar en la educación; o a los siglos XVI y
XVII, y ver el origen de las actuales escuelas secundarias en los colegios “preparatorios”, los
cambios operados en el siglo XIX son, sin embargo, cambios que instituyen otra dirección en la
enseñanza de la filosofía. El iluminismo y la tradición republicana francesa le asignaron a la
enseñanza de la filosofía “un papel emancipador; la posibilidad de la liberación de las distintas
tutelas que habían aceptado los hombres” (Obiols, 2008: 23).
Amadeo Jacques fue parte de ese “espíritu de época” que transformó a los pensadores en
funcionarios. Su experiencia encarna la de otros profesores republicanos que, formados bajo el
ala de V. Cousin, exigen un lugar en la Francia republicana. Preocupado por dos cuestiones en
apariencia contrapuestas, la libertad de pensamiento y el ordenamiento de la sociedad, ejemplifica
con sus opciones filosóficas, pedagógicas y políticas, la contradicción fundamental del liberalismo
en el plano de la educación. Una serie de juicios administrativos sobre el desempeño de Jacques
como profesor de diversos liceos franceses entre los años 1842-1852, hablan de un profesor
cuyas enseñanzas, “no dieron nunca, ni siquiera en vísperas de su expulsión, el menor signo de
desviarse de la ética del filósofo funcionario o de la ortodoxia de la doctrina de la Universidad”
(38). ¿Cómo entender el apego militante a la libertad de pensamiento en el marco de una
institucionalidad que no puede menos que marcar, como toda institución, algunos límites a esa
libertad? La militancia de Jacques a favor de que la juventud reciba una educación conforme al
principio de Estado, y que a través de sus representantes y defensores la inicie gradualmente,
desde la primera enseñanza, en la ciudadanía, no puede ser comprendida cabalmente sino en su
contexto histórico. Desde comienzos de 1840 la filosofía fue sistemáticamente atacada por los
católicos en el marco de la confrontación social y política al interior de la Monarquía de Julio, entre
los liberales en ascenso desde la revolución de 1830 y los sectores conservadores representados
por la iglesia. Escribe Jacques por entonces; “O la razón se da a sí misma sus reglas, o vuelve a
la servidumbre. O la filosofía –la de las escuelas tanto como la de las academias- reconoce como
única autoridad la de la razón pública y el sentido común, representado y mantenido por el Estado,
o deja de ser filosofía.”
La revolución de 1848 cambiará por completo el panorama, estimulando los ánimos de ese
grupo de profesores de filosofía republicanos que desde las páginas de la revista La liberté de
penser fundada un año atrás, exhortarán al Estado republicano a producir la filosofía de su
política. La enemistad con el partido clerical, unirá a la república con la filosofía, “teniendo la
democracia necesidad de la filosofía para establecer la moral” (56). El cristianismo ya no tiene
valor como instrumento de educación del pueblo porque “está en desacuerdo con la razón pública

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y es el enemigo de todas las instituciones de las que la razón es la fuente y el principio” (73). La
filosofía, como ciencia o inteligencia de los principios, debe llenar el vacío dejado por el
cristianismo. El objetivo de la educación nacional “es el de formar ciudadanos ejercitados desde la
infancia para la inteligencia, el amor y la práctica de las leyes del país” (74). La libertad, entonces,
no es contraria al orden. Es en todo caso su condición de posibilidad porque se trata de un orden
nuevo, que se levanta contra un orden católico ortodoxo, intolerante, conservador y antipopular.
Lo que se pregunta atentamente Vermeren al analizar la trayectoria de Jacques es si no surge
entonces el peligro de sustituir una religión de Estado por una filosofía de Estado. Por un lado, el
Estado tiene una filosofía “establecida públicamente en su Constitución, aplicada en sus
instituciones y sus leyes y defendida por el poder judicial” (75), y por otro, si la filosofía es
esencialmente la libertad de pensar, no podría haber una filosofía de Estado. El razonamiento que
sigue, interpreta Vermeren de Jacques es que “si el Estado no puede permitir que se enseñe en
sus escuelas todo tipo de doctrinas, tampoco puede prohibir su expresión en el cuerpo social”
(ibid.). De aquí entonces que el Estado enseñará pues la filosofía por un derecho evidente pero
también por un deber imperioso. Es en el período que va de la revolución de 1848 hasta el
autogolpe de Estado de 1852 de Napoleón III, el tiempo en el que Jacques milita más
fervorosamente desde las páginas de su revista por la enseñanza de la filosofía. Produce dos
textos insoslayables en los que propone la traducción institucional de la democratización de la
filosofía: Sobre la enseñanza de la filosofía en los liceos nacionales (abril 1848) y Sobre la
enseñanza pública de la filosofía (julio 1848).
En la revolución de 1848, Jacques ve ni más ni menos que “la realización de la Idea: la libertad
reconquistada, la igualdad de derechos consagrada, la dignidad humana profundizada, toda la
nación emancipada” (54). Porque entre el Estado republicano y la filosofía hay una relación de
identidad. El Estado es filósofo. Augusto Vera, un profesor hegeliano que integra el grupo escribe
que “la filosofía y la libertad, lejos de ser elementos de desorden y de subversión, son la fuente del
orden verdadero y de la verdadera estabilidad de los Estados” (ibid.). El Estado republicano es
una figura de la razón filosófica. La relación de identidad entre Estado y filosofía está dada en
última instancia por aquello que los funda: la libertad. Es la causa de la libertad la que puede
justificar la alianza entre filosofía y política. El sueño democrático de la filosofía es “el sueño de un
Estado republicano y filósofo que enseñaría en sus escuelas, a todos, la libertad de pensar” (76).
Pero no solo a esa juventud burguesa que accede a la Universidad hay que enseñar filosofía.
Es también “al pueblo, al paisano, al obrero” a quien este modo de existencia pública y política de
la filosofía debe llegar. En un artículo de 1848 que lleva por título Ensayos de filosofía popular,
Jacques abriga la idea del maestro como filósofo del pueblo: “Creo que me gustaría reunir en días
fijos, por la noche, después del trabajo, en la escuela calma, o, si no hubiere lugar allí, en
cualquier granero amplio, a los habitantes del pueblo. Llamaría a reuniones a los dos sexos y a
todas las edades, desde la adolescencia hasta la vejez. Pero sería a los niños a quienes me
dirigiría especialmente, a fin de ser comprendido por todos. Todo el mundo reunido y silencioso –

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las mujeres cosiendo o hilando, los jóvenes y los viejos descansando del duro trabajo de la
jornada, los niños al lado de sus madres-, desarrollaría entonces para ellos, en un lenguaje que
me esforzaría por volver muy simple y muy claro, alguno de esos discursos de los que se leerá
después el texto abreviado” (76)
Los tiempos por venir, en esa Francia alternativamente revolucionaria y restauradora, auguran
un desenlace adverso para estas esperanzas. La reacción de la facción clerical en la Universidad,
logrará expulsar a Jacques y a toda la joven generación de profesores formados bajo la tutela de
Cousin. Esta generación de profesores de filosofía que fueron por momentos verdaderas
máquinas de enseñar en Liceos, Colegios y Universidades de toda Francia, que publicaron,
debatieron y confrontaron con la reacción católica, se vieron muy pronto excluidos de las
instituciones educativas y debieron dedicarse al periodismo, someterse al Imperio o, como nuestro
Amadeo Jacques, forzados al exilio. Antes de convertirse en el rector del Colegio Nacional de
Buenos Aires en 1863, Jacques hará diversas experiencias educativas en Montevideo y Tucumán
donde tendrá posibilidad de desarrollar el programa interrumpido en Francia. La figura que opera
como nexo intelectual de Jacques con la realidad política de las tierras sudamericanas es, según
cuenta Vermeren, Sarmiento. Especialmente dos reseñas de escritos de Sarmiento (Argirópolis;
Sobre la instrucción pública en América del Sur) publicadas en 1850 en la revista dirigida por
Jacques, se estima que pudieron influir en la decisión de éste en la elección de la Argentina como
tierra de exilio. En estos escritos, analiza Vermeren, Jacques lee una promesa de “acogida sin
restricción de ciudadanía” para experimentar en materia de educación, las ideas republicanas. En
todo caso Jacques no encontrará problemas en los “filosofemas políticos de Sarmiento sobre la
necesaria emigración europea a América del Sur para civilizar el continente y sobre el exterminio
de los indios para terminar con la barbarie”. Jacques adoptará muy rápidamente ese rechazo a “la
diferencia salvaje” del indio para mantener su ideal igualitario. Excluyendo del pueblo al indio no
tendrá problemas para conciliar el ideal de libertad heredado de la revolución francesa con el
autoritarismo que impone la civilización a la barbarie.
El recorrido pedagógico de Jacques en territorio argentino, desde la experiencia tucumana
hasta el Colegio Nacional en Buenos Aires, está atravesado permanentemente por la misma
ilusión que abrigara en Francia: un Estado que demandase una educación fundada en la Filosofía.
Algunas modificaciones que incorporan la enseñanza de las ciencias naturales, no cambian lo
sustancial del proyecto filosófico: se trata siempre de producir un individuo libre en un Estado
liberal moderno que debía reconocer un rol a la filosofía. Vermeren observa, y entendemos que
está en lo cierto, que “la lección de la historia es que este Estado es quizás imposible” (112).

Repetición y creación
Si acordásemos con el planteo de las teorías educativas de la reproducción, deberíamos
aceptar que muy poco es el margen, por no decir ninguno, para la emergencia de alguna novedad
dentro de las instituciones educativas. La lógica centralizadora y fiscalizadora del Estado opacaría

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las múltiples expresiones culturales, volviendo invisible, entre otras cosas, la conflictividad social
que emerge de la división de clases. En este panorama, la filosofía queda reducida a la formación
de la ciudadanía y se transforma en elemento de reproducción de la ideología dominante. Las
posibilidades para la enseñanza de la filosofía no alentarían lo más propio de ella: la capacidad de
poner bajo sospecha los lazos que cohesionan la sociedad y las valoraciones que se hacen de
prácticas y saberes. Si este esquema funcionara, la lectura de la experiencia de Jacques
quedaría, sin dudas, disminuida. Hemos intentado subrayar que el problema de la libertad y del
orden, o en todo caso, la paradoja que se verifica en cualquier acto educativo de pretensión
emancipadora cuando tal pretensión parte del Estado, no era tal problema para Amadeo Jacques.
De hecho, podríamos conjeturar que la voluntad de construir simultáneamente la formación ética
junto a la formación ciudadana, propuesta en las reformas educativas de los 90, tienen cierto aire
de familia con la experiencia de Jacques. La transformación de la filosofía en instrumento de
justificación y promoción de la difusión de valores, creencias o ideologías dominantes, o en fuente
“neutral” de prescripciones morales, es parte sustantiva de las transformaciones educativas
mencionadas (Cerletti, 2008: 63-72). ¿Cómo hacer entonces para que la negociación que la
filosofía debe establecer con la institución educativa, es decir, su inclusión en los planes de
estudios, el régimen de los exámenes, la legalidad de las rutinas administrativas, etc., no le haga
perder lo esencial de ella misma?; ¿cómo conciliar el irreverente trato que la filosofía mantiene
con saberes y prácticas heredadas, con la legalidad que instituye la polis? Frente a los límites que
parecen cercar a la filosofía en situación de enseñanza, parecen quedar dos alternativas que
exagerando un poco serían las siguientes: o negocia su inclusión como parte de los saberes
socialmente significativos reduciendo su potencia a la repetición de información canonizada, o
asume una posición creativa a partir de esta repetición que la condiciona. Para sostener esta
disyunción nos apoyaremos en algunas ideas propuestas por Alejandro Cerletti, quien ha
construido recientemente una ontología de la educación institucionalizada, a partir de la obra del
filósofo francés Alain Badiou.
Cerletti propone que en la enseñanza de la filosofía es posible identificar dos dimensiones, a
las que con algún recaudo denomina dimensiones objetiva y subjetiva (2008: 31-39). La dimensión
objetiva compuesta por la información histórica, las fuentes filosóficas, los textos de
comentaristas, etc., se entrelazaría en una clase de filosofía, con la dimensión subjetiva, que
revela la novedad del que filosofa, su apropiación de las fuentes, su re-creación de los problemas,
su lectura del pasado, etc. De hecho, la situación de dar clases interpela a los profesores por el
modo en que se han apropiado de los componentes de la dimensión objetiva, dando cuenta de lo
que ya anticipamos; enseñar filosofía implica un orden de prioridades en el que la decisión sobre
qué enseñar es anterior al cómo hacerlo. La relación entre ambas dimensiones muestra a su vez
que no es posible crear desde la nada. Lo que hacen los filósofos (y se espera que los profesores
también hagan) es recrear o reconstruir problemas. La repetición, entonces, puede ser condición
de posibilidad para la creación. Profesores y alumnos pueden incidir en lo que hay de filosofía e

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intervenir de manera original en los saberes instituidos. El modo en que se entrelacen las
dimensiones objetiva y subjetiva en el enseñar-aprender filosofía, definirá la potencia de un
filosofar, medible quizás por la prevalencia de elementos de novedad por sobre los de continuidad.
Así, una enseñanza de la filosofía será considerada filosófica en la medida en que no se limite al
traslado de los saberes tradicionales. Por ello apunta Cerletti, acordando con Badiou, que la
filosofía en general (no sólo su enseñanza), es una repetición creativa. Lo que repite la filosofía no
es un conocimiento determinado, sino el gesto de alterar la continuidad de lo que “se dice”. Dicho
apenas de otro modo, la filosofía será “el acto de reorganizar todas las experiencias teoréticas y
prácticas, proponiendo una nueva gran división normativa que invierte un orden intelectual
establecido y promueve nuevos valores más allá de los comunes” (Badiou, 2007: 129).

Conclusiones
Todo orden social se sostiene, entre otras cosas, en la ilusión de clausura. Frente a esta
inestable aspiración, la educación institucionalizada vincula desde hace tiempo a la filosofía con la
polis. Por ello hemos intentado mostrar que la relación entre filosofía, enseñanza y Estado es
cuando menos, un problema complejo. Esto no parece impedir en el presente la búsqueda de
alternativas que nos permitan seguir sosteniendo alguna pretensión emancipadora para la
filosofía. Más allá de los supuestos de la ilustración, la educación podrá pensarse emancipadora,
bajo ciertas condiciones. Un aula concebida como espacio público en común, puede habilitar en
cada uno de los que allí convergen, la capacidad de narrarse. En tal dirección, la filosofía,
creadora de una subjetividad reflexiva, rompe, como dice Castoriadis, la clausura al nivel del
pensamiento. No será posible decidir de antemano, cuánto puede una enseñanza de la filosofía
que habilite en los sujetos el reconocimiento de las reglas de juego de los dispositivos que han
construido su subjetividad, aún cuando uno de esos dispositivos sea el Estado. Educar para la
libertad en el espacio material y simbólico estatal supone una tensión. Pero una tensión que lejos
de clausurar el pensamiento en la larga noche de lo mismo, puede ser justamente la condición
necesaria de una cuestión tan vieja como la filosofía; la del cambio.

Bibliografía
BADIOU, Alain (2007), “La filosofía como repetición creativa”, en Acontecimiento, XVII, 33-34.
CERLETTI, Alejandro (2008a), Repetición, novedad y sujeto en la educación. Un enfoque
filosófico y político, Buenos Aires, Del estante.
______ (2008b), La enseñanza de la filosofía como problema filosófico, Buenos Aires, Del Zorzal.
OBIOLS, Guillermo (2008), Introducción a la enseñanza de la filosofía, Buenos Aires, Del Zorzal.
VERMEREN, Patrice (1998), Amadeo Jacques. El sueño democrático de la filosofía, Buenos
Aires, Colihue.

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