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Desde el día de nuestro bautismo fuimos consagrados como sacerdotes, profetas y

reyes. Por la dimensión profética todos tenemos el deber de anunciar y testimoniar el


mensaje del Evangelio, de modo que por el “bautismo todos somos misioneros” (cf.
Francisco. Catequesis enero 15 de 2014), y cada bautizado tiene la tarea de llevar el
mensaje del Evangelio a todas las gentes de todos los pueblos para que se bauticen y
crean en Jesucristo. Este mandato misionero lo hemos recibido del mismo Cristo que
antes de su ascensión al cielo envía a sus discípulos y les dice: “Vayan, pues, y hagan
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y he aquí que
yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). Este
mandato misionero es para todos nosotros; de ahí que “la Iglesia existe para
evangelizar” (cf. Pablo VI. Evangelii Nuntiandi, 14)

La “Carta a Diogneto” constituye un documento


único en el panorama de los escritos cristianos de
los primeros siglos por varios motivos. El primero
radica en su misterioso origen. A pesar de la
extraordinaria calidad del texto, que debiera haber
extendido su fama en la antigüedad, lo cierto es que
permaneció completamente ignorado hasta mediado
el siglo XV. Por último, es un texto que, pese a la
distancia temporal y cultural que le separa de
nosotros, conserva plena vigencia en muchos de sus
planteamientos.

 
Atenas, finales del siglo II

Profundicemos, brevemente, en estas tres


cuestiones. Los especialistas, que no ponen en duda
de la autenticidad del documento, sitúan la redacción
de A Diogneto en Atenas, a finales del siglo II, es
decir, en los inicios del cristianismo, aunque no se
ponen de acuerdo en varias cuestiones
fundamentales.
El autor es desconocido aunque algún investigador
ha propuesto la hipótesis de que fuera un tal
Cuadrato, obispo de Atenas y autor de una
“Apología al emperador Adriano”, escrita sobre el
año 112 d. C. Esta obra, mencionada por Eusebio de
Cesarea en su Historia Eclesiástica, se había dado
hasta ahora por perdida
¿Quién fue Diogneto?

Tampoco se sabe quién es el Diogneto a quién se


dirige la carta. Caben varias alternativas: que fuera
el mismo emperador o una persona distinguida con
suficiente influencia como para impedir el acoso a
los cristianos; que fuera un particular pagano
interesado en la nueva religión a quien se deseaba
persuadir de la verdad del Evangelio (se especula
con un maestro de Marco Aurelio del mismo nombre)
o, incluso, que pudiera tratarse de una figura retórica
o literaria –como en los diálogos socráticos– utilizada
para desarrollar una defensa argumentada del
mensaje cristiano. Con todo, el encabezamiento –o
exordio- del escrito parece apelar a alguien concreto
e importante:

Argumentación en positivo

Esta breve introducción ya muestra el tono general


de la obra en la que predomina un talante basado en
la persuasión, la argumentación en positivo y la
serena convicción del valor de la fe.
Los argumentos de fondo no son originales, pero el
modo de tratarlos posee una gran frescura. Se apela
a la inteligencia y a la sensibilidad, a la vez que se
alaba al destinatario buscando su benevolencia.
Todo el escrito, aunque tenga innegables elementos
críticos o polémicos, se caracteriza por la ausencia
de acritud, tosquedad o la relativa demagogia que
aparecen con frecuencia en los denominados
escritores apologetas cristianos, lo que manifiesta,
tanto la competencia intelectual del autor, como la
finura de su espiritualidad. Lo que no quita, por otra
parte, nada de fuerza a la convicción con la que
confiesa y justifica la bondad de la fe en Jesucristo.
Sin entrar todavía en el contenido del escrito, me
parece que este estilo argumentativo nos es muy
necesario hoy en día.

Otros, en cambio, camuflan avergonzadamente su


fe, incapaces de dar razón de su esperanza (1ª Pe
3,15) en un contexto cultural poco favorable en el
que la experiencia cristiana –por muy diversos
motivos- se encuentra desacreditada o fuertemente
cuestionada.
 
Desde la vivencia concreta de los cristianos

Resulta llamativo y plenamente actual que el autor


de A Diogneto argumente sobre el valor del
cristianismo no sólo sobre la base de sublimes
especulaciones teológicas o filosóficas (aunque el
texto tenga calidad y hondura en este terreno) sino,
sobre todo, a partir de la vivencia real de los propios
cristianos presentada –algo idealizadamente, como
era de prever en un escrito de esta naturaleza- como
encarnación de un estilo de vida diferente y
apasionante. Nada nuevo bajo el sol por otra parte:
cuando los discípulos de Juan fueron a preguntar a
Jesús: “¿Eres tú el que había de venir, o tenemos
que esperar a otro?”, éste no les responde con una
disquisición teórica, sino con una referencia a la
realidad transformada: “Id, y hacer saber a Juan las
cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen,
los muertos son resucitados, y a los pobres es
anunciado el evangelio” (Mt 11,2-6). Algo parecido
señalaba Tertuliano, otro famoso apologeta de la
segunda mitad del siglo II, para defender al
cristianismo: “Mirad como se aman”. Lo que nos
lleva a una pregunta pastoral de primer orden:
¿dónde puede verse hoy ese género de vida
inspirada en Jesús que sea, al mismo tiempo, actual
y alternativa, servicial y feliz? Porque sin esas
referencias reales –aunque sean humildes y
sencillas- el anuncio del Evangelio se convierte, para
nuestros contemporáneos, en “música celestial”.
 
Un cristianismo vigoroso y atractivo

Por último, deseo defender la vigencia del contenido


de la carta en un doble sentido que se intentará
mostrar en el resto del artículo: la necesidad de
presentar con vigor el cristianismo en nuestra
sociedad de forma atractiva, contrastante y
testimonial, por una parte, y la opción por una forma
de presencia pública de lo cristiano que rompa
radicalmente con el paradigma de la cristiandad. El
creciente malestar que sentimos dentro del Pueblo
de Dios -sufriendo su incapacidad para renovarse en
diálogo con un mundo en permanente cambio-, así
como la indiferencia o el rechazo que percibimos
entre quienes no son miembros de la Iglesia, nos
obligan a adoptar una estrategia que puede
encontrar en este documento una clara inspiración.

Y, como la obra se refiere a muchos asuntos, he


optado por centrarme, precisamente, en lo que atañe
a la forma de concebir la relación entre los cristianos
y el resto de los miembros de la sociedad.
 

 
En definitiva, pese a su escasa extensión, nos
encontramos con una reflexión que aborda los
aspectos nucleares de la fe cristiana, expuestos de
un modo al mismo tiempo profundo y ameno, debido
al uso de abundantes recursos literarios como el
diálogo, las preguntas o las imágenes metafóricas.
Ante la imposibilidad de tomar en consideración toda
la obra, reproduzco, a continuación, uno de los
fragmentos más conocidos y sugerentes en el que
aparecen, con toda claridad, tanto las convicciones
básicas de su autor, como ese estilo dialéctico que,
en mi modesta opinión, también nosotros
deberíamos adoptar:
 
“Los cristianos no se distinguen de los demás
hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus
costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen
ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna
extraña, ni viven un género de vida singular. La
doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias
a la inteligencia y especulación de hombres
curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen,
de seguir una determinada opinión humana, sino
que, habitando en las ciudades griegas o bárbaras,
según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los
usos de cada región en lo que se refiere al vestido y
a la comida y a las demás cosas de la vida, se
muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por
confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus
propias patrias, pero como extranjeros; participan en
todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo
como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y
toda patria les es extraña.

Se casan como todos y engendran hijos, pero no


abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero
no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la
carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la
del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero
con su propia vida superan las leyes. Aman a todos,
y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo
se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello
reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos.
Les falta todo, pero les sobra todo. Son
deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra.
Son calumniados, y en ello son justificados. «Se los
insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los
injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son
castigados como malvados. Ante la pena de muerte,
se alegran como si se les diera la vida. Los judíos
les declaran guerra como a extranjeros y los griegos
les persiguen, pero los mismos que les odian no
pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el
cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma
está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y
los cristianos lo están por todas las ciudades del
mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo,
pero no es del cuerpo, y los cristianos habitan
también en el mundo, pero no son del mundo” .
 
Inculturar el evangelio

La problemática de fondo del escrito aún es la


nuestra: la necesidad de inculturar el Evangelio en
cada situación histórica sin perder la sustancia de su
mensaje.

Al fin y al cabo, siguen estando plenamente vigentes


las palabras de Pablo VI: “la ruptura entre el
Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama
de nuestro tiempo”.

Hoy, como entonces, nos sentimos minoría


incomprendida o cuestionada, pero nuestros mundos
son muy diversos. En el siglo II, la naciente fe
cristiana –llena de vitalidad y autoconfianza- tenía
que dialogar con una cultura para la que el
Evangelio resultaba profundamente extraño aunque,
en un clima de gran inquietud religiosa.

En nuestros días, sin embargo, el cristianismo


aparece como una vieja religión -más que conocida-
que opera en un clima de indiferencia hacia las
tradiciones espirituales clásicas y de predominio de
la cultural del bienestar, para la que el Evangelio de
Jesús no deja de resultar, eso sí, completamente
excéntrico.

 
¿Qué significa para los cristianos estar en un
mundo laico? Nuestro contexto

Con frecuencia, señalamos que nos encontramos en


un mundo laico para subrayar que el contexto en el
que hoy tenemos que vivir nuestra fe es
profundamente diferente al que predominaba entre
nosotros hace sólo unas pocas décadas y que esta
extraordinaria transformación nos obliga, en palabras
de Andrés Torres Queiruga, a creer de otra
manera. El hecho de no haber sido capaces de
afrontar este radical cambio sociocultural ha
generado en los últimos tiempos una crisis de
credibilidad del cristianismo sin precedentes. Y, ante
la invitación a comentar la carta a Diogneto desde un
mundo laico, me veo obligado a aclarar muy
brevemente, que entiendo por laicidad. Afirmar la
laicidad de nuestro mundo significa, en mi opinión,
reconocer, valorar y aprender a situarse
positivamente ante determinados aspectos de la
realidad sociocultural contemporánea que expongo
resumidamente.
 
En el proceso de la secularización

A lo largo de los últimos siglos se ha ido produciendo


–especialmente en Europa- el proceso de la
secularización que ha consistido, básicamente, en la
confluencia de dos fenómenos. En primer lugar, se
ha dado el paso de un mundo indiferenciado en el
que lo sagrado proporcionaba un sentido y horizonte
general a la vida social, a otro en el que se han ido
delimitando espacios de realidad, relativamente
autónomos, y que poseen una lógica propia de
funcionamiento (economía, política, ciencia, arte,
religión, etc.). Por otra parte, esos ámbitos de la vida
social se han ido emancipando de la tutela o el
control eclesiásticos, lo que se ha traducido en una
perdida de relevancia de la religión.

En el extremo, la religión ha sido cuestionada como


ilusión ingenua, como factor de legitimación de la
injusticia o como vehículo de alienación. La última
fase de este proceso –que pasa del espacio de las
instituciones sociales al de la interioridad- ha
consistido en la pérdida generalizada de referencias
religiosas en la configuración de la conciencia
personal, sea en el nivel de la moral, sea en el de la
búsqueda de sentido. En adelante, no cabe esperar
que la fe personal se encuentre arropada por un
clima religioso general.

 
El fenómeno del pluralismo

 Un segundo fenómeno que configura el mundo


actual y nuestra forma de ser creyentes en él, es el
delpluralismo de cosmovisiones, que rompe los
contextos culturalmente homogéneos que habían
sido la tónica dominante en la historia de la
humanidad hasta los tiempos modernos. El hecho
reciente de las globalización ha agudizado y
agudizará aún más en el futuro próximo la
heterogeneidad de las ideas y concepciones de la
vida que circulan en la sociedad en todas sus
dimensiones (morales, estéticas, ideológicas,
religiosas, etc.).

Habremos de acostumbrarnos a convivir con quienes


piensan de otro modo y, lo que es más importante, a
mantener o renovar nuestra identidad religiosa en
diálogo permanente con quienes poseen otras
convicciones.

Nadie accederá a la fe por asimilación pasiva de


una herencia ambiental, ni podrá mantenerse en ella
sin hacer un ejercicio permanente de contraste
crítico con otras posiciones. Sólo permanecerá con
dinamismo la fe personal y personalizada,
generalmente vivida de un modo comunitario.
 
La indiferencia religiosa

Por ello no es de extrañar que el tercer rasgo que


parece caracterizar el clima espiritual de nuestra
época sea el de la indiferencia religiosa. Desde
luego, las encuestas sociológicas de nuestro entorno
europeo reflejan una permanente caída en el número
de quienes se definen como creyentes o como ateos
y un aumento continuo de los porcentajes de
quienes se autodefinen como indiferentes o
escépticos.
Abundan también quienes defienden posturas
eclécticas y mezclan convicciones y creencias
contradictorias entre sí o procedentes de tradiciones
diversas en una especie de collage personal. Más
aún, entre quienes se definen creyentes, así como
entre los agnósticos y ateos se multiplican aquellos
que lo son de “baja intensidad”, es decir, que “creen”
o “descreen” débilmente, sin aspirar a extender sus
creencias o convencer a otros. En el terreno
práctico, este fenómeno se traduce en que viven del
mismo modo quienes manifiestan creer cosas
distintas. La fe no parece conducir a un género de
existencia distinto en una sociedad configurada
claramente por la cultura del consumo y en la que
las referencias religiosas visibles se encuentran cada
vez más difuminadas o aparecen, sólo
esporádicamente, para dar un toque folclórico,
estético o emocional a los acontecimientos más
importantes de la biografía personal (nacimientos,
bodas y funerales).

 
Revitalización religiosa

No obstante, junto a los elementos estructurantes de


la cultura actual anteriormente descritos, aparecen
otros que parecen apuntar hacia una revitalización
religiosa, si bien tienen un peso mayor en otros
continentes.
Me refiero, claro está, al fortalecimiento de los
fundamentalismos, al crecimiento de ciertas sectas y
grupos carismáticos, al auge del movimiento new
age, a la creciente difusión de versiones edulcoradas
de la espiritualidad oriental (meditación, yoga, zen,
etc.), al éxito de publicaciones exotéricas y
religiosas, al aumento de formas variadas de
supersticiones, etc. El fenómeno es tan variopinto
que admite muchas interpretaciones. Sin pretender
agotarlas, ni mucho menos, podemos señalar que
hay quienes afirman un “retorno de lo
sagrado” derivado de la decepción del fracaso de las
promesas de la Modernidad y del vacío existencial
generado por el progreso material, que abriría
nuevas posibilidades a una evangelización
renovada.

Otros sostienen, por el contrario, que estos hechos


reflejan más bien que el consumismo también se ha
apoderado del ámbito religioso que se encuentra
ahora al servicio de la realización narcisista de los
individuos que ahora, además de acaparar bienes y
servicios, reclaman “equilibrio emocional y paz
espiritual”. También hay quienes perciben que la
experiencia religiosa no puede realizarse en las
mediaciones tradicionales de las iglesias y que
busca nuevos espacios y formas para su
plasmación. Asistiríamos, pues, a una verdadera
“metamorfosis de lo sagrado”.
 
Sobre el concepto de laicidad

Con todo, cuando utilizamos el concepto de laicidad,


solemos referirnos, sobre todo, al modo en el que las
convicciones religiosas de las personas se articulan
en la esfera pública.
A este respecto la laicidad, un concepto y práctica
política lentamente desarrollados en Europa a lo
largo de los últimos siglos, representa un modo de
facilitar la convivencia entre quienes profesan
distintos credos que, por referirse a lo que los
individuos tienen por más sagrado o absoluto, podría
conducir a la imposición, la persecución del distinto y
la violencia, como la historia, por desgracia, nos ha
mostrado tantas veces.

La laicidad supone, propiamente, la independencia


del Estado respecto a cualquier tipo de confesión
religiosa (o filosófica) para garantizar la libertad de
conciencia de todos los ciudadanos y la neutralidad
del poder público en una materia que no puede
imponerse en modo alguno.

La laicidad puede entenderse de tres maneras:


como rechazo del Estado a lo religioso (percibido
como negativo o mal menor) y su reclusión a la
esfera de la interioridad de las personas en el ámbito
privado (o en los espacios particulares de las
distintas confesiones: templos, locales, etc..);

como neutralidad religiosa de los poderes públicos


(el Estado garantiza por igual la expresión y
realización de la religión en espacios públicos y
privados siempre que se respete la ley y no se altere
el orden público)

desde una perspectiva de aportación positiva y


colaboración, el Estado reconoce la aportación de
las distintas tradiciones religiosas al bien común y
promueve espacios de colaboración entre ambas
instancias en ciertos ámbitos (por ejemplo, la
educación, la sanidad, la integración social, la
promoción artística…).

De hecho, esta realidad que el Concilio Vaticano II


reconoce plenamente al hablar de la autonomía de

Sin embargo, la laicidad entendida de un modo


positivo –es decir, no como veto, persecución o
rechazo de lo religioso, sino como reconocimiento de
la separación entre la Iglesia y el Estado- ofrece
grandes oportunidades a los cristianos para ejercer
una forma de actuación pública más evangélica.

Se acaba para la Iglesia la posibilidad de mantener


el monopolio religioso sobre la sociedad y de
imponer a todos su visión de las cosas, así como de
disfrutar de privilegios económicos, legales o
ideológicos, al tiempo que se priva a los poderes
públicos de cualquier legitimación sagrada que, a
veces, estos demandan y garantiza, por último, la
igualdad de trato a los ciudadanos sea cual sea el
credo que profesen.

Con este proceso, la Iglesia gana en autonomía


frente al Estado sin necesidad de renunciar a la
proyección pública de la fe –algo irrenunciable para
la tradición judeocristiana-, los ciudadanos ven
respetado su derecho a la libertad religiosa e
ideológica y el Estado actúa como árbitro
independiente y garante de la convivencia en
igualdad de todas las corrientes de pensamiento,
siempre que respeten el marco de actuación
establecido por la ley.

 
Trabajar por el Reino en medio de la sociedad
Vivir en un mundo laico en los términos descritos en
este aparatado no impide, en modo alguno, a los
cristianos dar testimonio de su fe o trabajar por la
extensión del los valores del Reino en el medio de la
sociedad (y en alianza con cualquier persona de
buena voluntad), pero sí que les obliga a hacerlo de
otra manera: más libre, y sin contar con el apoyo de
las instituciones públicas, salvo cuando sea
conveniente para ambas partes colaborar en la
persecución de algún objetivo del bien común.

No olvidemos que la religión puede aportar grandes


valores a la sociedad que podrían ser reconocidos
incluso por quienes no comparten sus creencias: la
motivación para un compromiso solidario, la
promoción y fundamentación de valores morales, la
acción caritativa y servicial hacia los más pobres, la
creación artística, la denuncia de la injustita, etc.

La acción de los cristianos en este nuevo contexto


ganará entonces en transparencia, independencia y
autenticidad, lo que resultará muy positivo para su
misma misión evangelizadora.

No obstante para que la laicidad pueda tener esta


virtualidad positiva, los creyentes han de saber
adaptarse a un entorno que muchos, acostumbrados
a una situación institucionalmente resguardada y
socialmente reconocida, pueden percibir ahora como
“vida a la intemperie”.

No son pocos los cristianos que se encuentran con


una mezcla de perplejidad y desaliento ante la
situación actual de la Iglesia y que no saben cual es
la estrategia más adecuada para afrontar el desafío
del anuncio del Evangelio en nuestro mundo. Y es,
precisamente, la nueva condición minoritaria del
cristianismo y la pérdida de su peso social la que
convierte en sumamente sugerente el planteamiento
de la carta a Diogneto.

 
Respuestas creyentes al desafío de la laicidad:
evitar los pretextos
 
4.1. La táctica del avestruz no es buena.
Para empezar me parece oportuno señalar que,
como recomendaba el filósofo Spinoza, ante las
situaciones que nos desconciertan: “Ni reír, ni llorar,
ni detestar, sino comprender”. Por lo tanto lo primero
es analizar con realismo lo que está sucediendo,
para buscar después caminos de futuro. Y el desafío
del cambio nos sitúa ante una disyuntiva que el
teólogo evangélico alemán Jürgen Moltman formuló
hace años con toda claridad. El cristianismo se
encuentra entre dos peligros: puede optar por
mantener la identidad en unas formas culturalmente
superadas y entonces dejará de ser relevante para
nuestros contemporáneos o puede intentar
renovarse para mantener la relevancia en el nuevo
contexto cultural y entonces correrá el riesgo de
perder su identidad por su deseo de “ponerse a la
moda”. Si bien es cierto que la realidad enseña la
verdad del aforismo “renovarse o morir”, no es
menos cierto que ciertas adaptaciones pueden
traicionar la esencia del mensaje cristiano.
Por su parte el famoso sociólogo de la religión Peter
Berger señalaba en uno de sus trabajos que al
cristianismo occidental, ante el avance de las
transformaciones que hemos mencionado, se le
presentaban cuatro alternativas que presento en una
interpretación libre:

 
 La primera consistía en adoptar una actitud
de reconquista y defender a capa y espada el
regreso algunos aspectos de la cristiandad y la
posición de preeminencia que en ella mantenían
las Iglesias. Las batallas numantinas que
algunas conferencias episcopales mantienen
con los gobiernos en materia de financiación del
clero, enseñanza religiosa, tratamiento fiscal de
las obras eclesiales o legislación sobre
cuestiones morales, recuerda este
planteamiento que, sin embargo, parece
abocado al fracaso: ni las sociedades
democráticas modernas desean la tutela de la
Iglesia, ni, por otra parte, parecen muy
evangélicas las estrategias de la confrontación,
el privilegio y la imposición. Hoy la regulación
legítima de la vida pública pasa por acatar los
procedimientos democráticos.

 La segunda estrategia eclesial posible consiste
en separarse de la dinámica social y asumir la
reclusión en ungueto. A este respecto, la
sectarización de un grupo religioso no depende
sobre todo del reducido número de sus
miembros, sino de la tendencia a eliminar los
lazos sociales y culturales con le conjunto de la
sociedad creando un mundo propio. Un
colectivo numeroso puede refugiarse en una
subcultura autista y ser sectario y otro de
número reducido ser permeable hacia el entorno
del que forma parte y dialogante con sus
distintos componentes. Tampoco me parece con
futuro la estrategia de invernadero tan
frecuentemente adoptada por autoridades
eclesiales que se rodean de grupos
manifiestamente conservadores que sólo ven en
el mundo degradación y retroceso. La actitud de
Jesús no consistió en separarse de su pueblo
para crear un “grupo de los puros” sino en
mezclarse con todos para difundir su mensaje y
realizar acciones liberadoras generadoras de
encuentro.

 Una tercera postura que cabe adoptar ante el


cambio cultural consiste en adulterar o rebajar el
Evangelio para acomodarlo a los nuevos
tiempos, eliminando aquellos elementos que
chocan con la mentalidad vigente y
manteniendo exclusivamente aquello que hoy
pueda ser “políticamente correcto” (la tolerancia,
la igualdad, el cuidado de la naturaleza, el
deseo de paz, etc.). Y, aunque nadie lo plantee
con esta crudeza, habría que reconocer que
muchos cristianos han renunciado a defender el
estilo de vida profundamente contracultural
plasmado en las Bienaventuranzas. Como ha
señalado con razón Johan Baptist Metz, la
religión burguesa es una traición al Evangelio de
Jesús.
 Cabe, por último, asumir una estrategia mucho
más evangélica en los tiempos que corren y que
es, precisamente, la que Jesús propone en
numerosos relatos evangélicos. Se trata de la
dinámica de la semillaque como veremos en el
epígrafe siguiente resulta sumamente sugerente
desde el punto de vista pastoral. Lo que ocurre
es que, para asumir este planteamiento, la
Iglesia necesita cambiar profundamente su
modo de concebir la relación con el conjunto de
la sociedad y sus miembros, articulados
comunitariamente, pasar de ser meramente
bautizados a creyentes convertidos y seguidores
de Jesús.
 
Resto o residuo

Porque de lo que se trata para la Iglesia europea hoy


es saber si quiere optar por ser “resto” o si se
resigna a ser “residuo”. Dando por supuesto que se
producirá inevitablemente una notable reducción en
el número de sus miembros, en la primera alternativa
(con fuerte sabor bíblico) se mantendría el
Evangelio, experimentado apasionadamente a nivel
personal y radicalmente modificado a nivel
institucional, como una referencia alternativa para la
comprensión de la vida humana frente a la
hegemonía de la cultura de la satisfacción o el
avance del escepticismo mientras que, en el
segundo caso, asistiríamos a la progresiva y
lánguida pérdida de significación de la fe cristiana,
por incapacidad de la institución eclesial para asumir
con valentía el cambio de contexto. Más allá de los
números, los cristianos tenemos que preguntarnos si
tenemos algo positivo e insustituible que aportar al
mundo en el que vivimos y si vamos a tener el coraje
de realizarlo y ofrecerlo a todos nuestros
contemporáneos, aunque sea acogido sólo por una
minoría.
“A Diogneto” plantea una toma de postura ante estas
disyuntivas: articula un discurso adaptado al
pensamiento helenista que mantiene clara la
identidad cristiana; rechaza las estrategias
confesional, sectaria y acomodaticia, subrayando, al
mismo tiempo, el carácter sorprendente y radical de
la vida cristiana y la necesidad de respetar los usos y
costumbres de la “polis”; asume sin complejos la
condición de minoría social de los cristianos sin
renunciar a proclamar con alegría el valor de la fe en
Jesucristo y aspirando a que el género de vida
nacida del Evangelio genere interrogantes en los
demás miembros de la sociedad e, incluso, el deseo
de incorporarse al movimiento de Jesús.
 

Un acercamiento evangélico a esta problemática


Las imágenes que utiliza Jesús de Nazaret para
referirse tanto a la presencia del Reino de Dios como
al significado de los cristianos en el mundo –semilla,
luz, sal y levadura– aportan, desde mi punto de vista,
numerosas pistas para aprender a ser cristianos en
un mundo laico que sintonizan, al mismo tiempo, con
las intuiciones del autor de la carta a Diogneto.
Curiosamente, sin forzar la interpretación, existen
una serie de características comunes a estas
imágenes que pueden iluminar nuestra reflexión.
 
Pequeñez

La primera característica de todas estas imágenes


es la de la pequeñez, la humildad, la modestia, casi
la insignificancia… Se trata justo de lo contrario a lo
que imaginaríamos respecto a la actuación de Dios
en el mundo o a la importancia que debe tener su
Iglesia en la sociedad. Estas realidades nos
recuerdan que la presencia de Dios se encuentra
muchas veces en lo pobre, en lo desapercibido como
nos recuerda la comunidad onubense de Pueblo de
Dios. Y esa pequeñez, valorada muy positivamente
por Jesús, puede abrirnos los ojos a los cristianos
actuales mucho más preocupados normalmente por
“cuantos somos” que por “cuánto somos”
(cristianos).

Necesidad de mezclarse

La segunda característica común a la sal, la luz, la


semilla y la levadura es que necesitan mezclarse con
otros elementos para poder cumplir con su finalidad.
Si no se da esta mezcla, no hay fecundidad posible.
La sal tiene sentido con el alimento, la luz sin objetos
que iluminar permanece oscura como ocurre en el
espacio, la semilla necesita introducirse en la tierra
para generar una nueva planta y la levadura sin la
masa de harina no puede producir el pan. La
enseñanza es clara: los cristianos tienen que
juntarse con todos –superando toda tentación elitista
o sectaria- si quieren aportar sabor y color a la vida
común; si quieren ofrecer desarrollo y alimento para
una sociedad mejor.
 
No implica pérdida de su naturaleza

Una tercera característica de estas realidades es


que su pequeñez no implica pérdida su naturaleza,
energía y fuerza expansiva. En este sentido,
pequeño no quiere decir débil o mediocre. Al
contrario, la fuerza difusora o dinamizadora de estos
elementos es muy grande. Basta un poco de sal
para aliñar mucha comida y poca levadura para
levantar una buena porción de masa. Son realmente
duras las palabras de Jesús sobre la sal que se
vuelve sosa o la luz que se esconde debajo del
celemín (Mt 5, 13-16), por no hablar de la parábola
de los talentos (Mt 25, 14-30). Se nos anima, pues, a
mantener toda la virulencia y energía del Evangelio
en activo para que produzca su fruto, sin excusas
victimistas (“no podemos”, “somos pocos”, “no nos
entienden”…), sin ceder a la tentación del
acomodamiento o la cobardía, sin pesimismos y
quejas estériles.
 
No debe aspirar a acaparar

La cuarta característica que me gustaría destacar


inspirándome en estas imágenes es el hecho de que
el “factor evangélico” no debe aspirar a acaparar,
dominar o monopolizar la realidad, sino a mejorarla
discretamente, respetando y acogiendo la riqueza de
todo lo creado. Si todo fuera sal en un guiso, sería
de todo punto indigesto; si todo fuera luz, no
veríamos nada, porque se produciría nuestro total
deslumbramiento; la acumulación de levadura no da
como resultado ningún producto comestible; las
semillas, sin suelo, no pueden desarrollarse. Por
eso, la íntima convicción que tenemos los creyentes
respecto a la capacidad humanizadora del Evangelio
no nos obliga a despreciar o minusvalorar cualquier
de realidad sobre la que éste pueda actuar. ¡Cuánto
necesitamos aun superar la tentación del
exclusivismo!
 
Abundancia, belleza y sabor de la vida
transformada

Una quinta característica que se deduce de las


dinámicas naturales de la luz, la sal la levadura y la
semilla es que, el resultado o la finalidad del
proceso de su intervención en la realidad, consiste
en la abundancia, belleza y sabor de la
vida transformada, no el fortalecimiento institucional.
También en este ámbito querer salvar la identidad
puede significar perderla. Si la sal se reserva y no se
mezcla para no desaparecer a nuestra vista, la
comida no tendrá el sabor adecuado. Una proporción
adecuada de sal realza el sabor de los alimentos sin
enmascararlos; su ausencia o su exceso no. Y lo
mismo podemos decir de la luz, la levadura y la
semilla. Su objeto es producir para otros, volcarse
hacia fuera. En cierta manera, morir para renacer.
 
La pregunta por la experiencia de la fe

La sexta característica común a estas imágenes es


que no remiten a voluntarismos o a propósitos
moralizantes sino a la pregunta por si la experiencia
de fe es o no auténtica. Las narraciones evangélicas
son concluyentes. No indican “debéis ser” la luz, la
sal o la semilla sino “sois”. La cosa está clara: si la
sal no sala es que no es sal, si la luz no ilumina es
que no es luz, si la semilla no germina es que no lo
era O lo que es lo mismo, la acción evangelizador no
es resultado de un esfuerzo o un deber sino
manifestación espontánea y natural de una
experiencia arrebatadora ¡Hay de mi si no
evangelizara! Decía San Pablo. Yo no me tengo que
proponer abrazar a los que quiero o comunicar una
alegría si la experimento; brota, surge
inevitablemente. Por lo que la vida cristiana remite
más a la propia conversión a Jesús que a la
obligación ética.
 
Imágenes radicalmente teológicas

Por último y en séptimo lugar habría que destacar


la característica radicalmente teológica de estos
elementos. Es Dios mismo el que actúa en el mundo,
a veces contando con nuestra colaboración y
disponibilidad y, otras, a pesar nuestro o sin que nos
demos cuenta. Por eso el agricultor puede
descuidarse ya que Dios hace crecer la espiga por la
noche cuando descansa (Mc 4, 26-34); por eso Él
hace llover sobre justos e injusto esperando que
todos se salven (Mt 5, 45); por eso siembra en todo
tipo de tierras sin desconfiar por adelantado respecto
al posible resultado de la actividad (Mt 13, 1-23);
ilumina a los que estaban en tinieblas y sombras de
muerte aunque algunos “prefirieran las tinieblas a la
luz” (Jn 3, 16-21). Y nos recuerda que “no estemos
preocupados, cansado y agobiados” porque “cada
día tiene sus fatigas” (Mt 11, 28-30).
 
4.3. ¿Cómo asumir hoy las propuestas de la carta a
Diogneto?

“Tenor de vida superior”

el problema actual del cristianismo no consistía en


que escandalizáramos con nuestro comportamiento,
sino en que “escandalizábamos con lo que no
tendríamos que escandalizar y con lo que
tendríamos que escandalizar no escandalizábamos”.
Tiene toda la razón. Yo suelo formular la misma
cuestión en otros términos: el desafío actual que
tenemos planteado los cristianos consiste en no
ser anacrónicos sino alternativos.
Porque, como aparece en la Carta a Diogneto, los
seguidores de Jesús tendríamos que asumir con
toda naturalidad todos los elementos de la cultura a
la que pertenecemos excepto aquellos que entraran
en contradicción con el Evangelio de una forma
patente. Y, llegados a este punto, recordando a
Pedro cuando en los Hechos de los Apóstoles
afirmaba que hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres (He 5, 29), practicar la correspondiente
“objeción de conciencia”, cargar con la cruz y
afrontar las consecuencias. Al mismo tiempo,
tendríamos que asumir como dice el texto un “tenor
de vida superior” consistente no en adoptar algún
modo de elitismo espiritual, sino un profundo
compromiso con la humanización del mundo
alimentado en al amor de Dios. Porque con lo que
realmente la Iglesia tendría que escandalizar a la
sociedad del bienestar es con su capacidad de
perdón y de acogida, con su trabajo por la justicia,
con su austeridad y modo de compartir, con su
confianza en Dios y su espíritu de fiesta. Y no son
precisamente estas actitudes las que escandalizan
de la Iglesia a nuestros conciudadanos.

Lo que no puede aceptarse en modo alguno es que


para ser cristiano haya que ser machista en materia
de género, medieval en la forma de organizar la
comunidad, precientífico en el pensamiento, barroco
en la estética y neoplatónico o estoico en materia
sexual. La absolutización o sacralización de las
mediaciones cultuales, doctrinales, morales e
institucionales que la Iglesia adoptó en el pasado y
la incapacidad de reformarlas para ponerlas en
sintonía con los nuevos tiempos está alejando a la
comunidad eclesial del común de los mortales.
Como indica el texto que estamos comentando, es la
adopción de un estilo de vida marcado por el amor
mutuo y la fe en Dios lo que “distingue” a la
existencia cristiana, no la adopción de otros “usos y
costumbres” que alejan innecesariamente a los
creyentes de la sociedad de la que forman parte.
 
La fe es un regalo
Me interesa subrayar aún otros aspectos de la carta.
La fe cristiana nos viene de regalo y no como un
invento humano –por eso es espiritual- pero nos
introduce en la vida ordinaria que se convierte, así,
en el lugar privilegiado del encuentro con Dios, que
no acontece sobre todo en las practicas piadosas o
alejándonos de lo profano, sino viviéndolo a fondo
como lugar de presencia del Misterio que lo habita y
donde se revela. La imagen del alma y el cuerpo
sugiere también la misión fundamental de los
cristianos: animar, impulsar, hacer presente el
espíritu de Dios, dar vida y esperanza. Y, de paso, el
ejemplo nos muestra como para formular la
experiencia cristiana resulta necesario emplear el
vehículo cultural propio del momento y el lugar
donde se realiza el anuncio: en este caso el
pensamiento griego. Una tarea que, pese a sus
riesgos, tenemos que hacer nosotros en la
actualidad inevitablemente y que se encuentra
obstaculizada por el miedo al cambio en la Iglesia.
Llama la atención, por otra parte, cómo la existencia
cristiana se concibe de un modo dialéctico: “Se
casan como todos y engendran hijos, pero no
abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero
no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la
carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la
del cielo…”. Esta dialéctica, intrínseca a la existencia
cristiana, recuerda al pensamiento de Pablo que lo
mismo afirma “no os amoldéis al mundo este y
mantened otra mentalidad” (Rom 12, 1-2) -lo que
parece subrayar la ruptura- que recomienda
“probadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5, 19-
21) o “yo me hago todo a todos para salvar a
algunos” (1 Cor 9, 22) -lo que subraya la solidaridad
de los cristianos con toda la familia humana-. Así,
junto al imprescindible elemento de solidaridad con
el mundo, los cristianos tenemos también que
afirmar que sus realizaciones siempre tendrán que
estar confrontadas con ese “más y mejor” al que
estamos invitados y que sólo Dios en último término
puede se capaz de proporcionarnos. Es la dialéctica
del “ya, pero todavía no” que atraviesa toda la
predicación de Jesús sobre el Reino de Dios.
 
Profunda experiencia de fe personal y apoyo
comunitario
Por otra parte, la obra que centra nuestra atención
no reclama para los cristianos ningún tipo de
privilegio o ventaja social (por otra parte impensable
en aquella coyuntura histórica) como las que luego
las iglesias cristianas han defendido. Al contrario,
muestra que, cuando la experiencia de fe es
profunda y gozosa, lo seguidores de Jesús están
dispuestos a dar la vida a favor de los demás y a
afrontar las dificultades derivadas de anunciar la
Buena Nueva (calumnias, desprecios, incomprensión
o persecuciones) con una admirable entereza y un
espíritu noviolento similar al de su Maestro. Lo que
nos lleva a reconocer otra enseñanza obvia: la
necesidad de tener una profunda experiencia de fe
personal y el apoyo comunitario si queremos que la
vida cristiana tenga el adecuado vigor en contextos
minoritarios.

5. Conclusión
Con gran acierto, y en plena sintonía con el espíritu
que hemos descubierto en la Carta a Diogneto, el
papa Pablo VI señalaba poco después del concilio
Vaticano II que:
 
“La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer
lugar, mediante el testimonio. Supongamos un
cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la
comunidad humana donde viven, manifiesten su
capacidad de comprensión y de aceptación, su
comunidad de vida y de destino con los demás, su
solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto
existe de noble y bueno. Supongamos además que
irradian de manera sencilla y espontánea su fe en
los valores que van más allá de los valores
corrientes, y su esperanza en algo que no se ve, ni
osarían soñar. A través de este testimonio sin
palabras, estos cristianos hacen plantearse a
quienes contemplan su vida interrogantes
irresistibles. ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de
esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira?
¿Por qué están con nosotros?”

Una conocida campaña para la integración social


promovida por la administración hace unos años
señalaba: “Somos Iguales-Somos Diferentes” Lo
mismo cabe decir de los cristianos. La cuestión es:
¿en qué? Y siguiendo las enseñanzas de “A
Diogneto” podemos afirmar: somos y debemos ser
iguales a todos en la condición humana, en las
necesidades básicas, en dignidad personal, en la
participación en las costumbres y prácticas de
nuestros pueblos que no atentan contra las
personas, en el amor que Dios nos tiene.
Pero, al mismo tiempo, habría que afirmar con
convicción que somos o deberíamos ser diferentes
en el hecho de asumir todos aquellos valores y
actitudes que, presentes en el Evangelio de Jesús,
se encuentran olvidados, cuestionados o
perseguidos en cualquier sociedad y en oponernos a
aquellos otros que contribuyen a perpetuar la
injusticia y el sufrimiento que afecta a tantos
miembros de la familia humana. A la postre, ello
supone tomarnos en serio las palabras que el cuarto
evangelista pone en boca de Jesús: “No te pido que
los saques del mundo sino que los preserves del
mal” ( Jn 17, 15).

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