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El águila y el escarabajo

Había una vez una liebre que corría libre y feliz por el campo. Cuando menos se lo
esperaba,

un águila comenzó a perseguirla sin piedad. El pobre animal echó a correr pero sobre su
cabeza sentía la amenazante sombra del enorme pájaro, que  planeaba cada vez más cerca
de ella.

En su angustiosa huida se cruzó con un escarabajo.

– ¡Por favor, por favor, ayúdame! – le gritó ya casi sin aliento – ¡El águila quiere
atraparme!

El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el águila estuviera cerca
del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.

– ¡No le hagas daño a la liebre! ¡Ella no te ha hecho nada! ¡Perdónale la vida!

Pero el águila no se apiadó; apartó al escarabajo de un sopetón y devoró la liebre ante los
ojos atónitos del pequeño insecto.

– ¿Has visto el caso que te he hecho, bichejo insignificante? – dijo el águila mirándole con
desprecio – A mí nadie me dice lo que tengo que hacer y menos alguien tan poca cosa
como tú.

El escarabajo, abatido por no haber podido salvar la vida de la liebre, decidió vengarse. A
partir de ese día, siguió al águila a todas partes  y observó muy atento todo lo que hacía.

Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por su crueldad. Esperó
a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto de un alcornoque e hizo rodar sus huevos
para que se rompieran contra el suelo.  Y así una y otra vez: en cuanto el águila ponía sus
huevos, el escarabajo repetía la misma operación sin que el ave pudiera hacer nada por
evitarlo.

Al águila, que se sentía impotente, se le ocurrió recurrir al dios Zeus para suplicarle ayuda
¡Ya no sabía qué hacer para poner sus huevos a salvo del escarabajo!

– Vengo buscando protección, mi querido dios – le dijo a Zeus.

– Yo te ayudaré. Dame los huevos y colócalos sobre mi regazo. Con mis fuertes brazos yo
los sujetaré y nada tendrás que temer. En unos días, de estos huevos saldrán tus preciosos
polluelos y podrás regresar a buscarlos.
El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco huevos  sobre los
brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando en que esta vez, todo saldría bien.
Pero el escarabajo, que también la había seguido hasta ese lugar,  rápido encontró la forma
de hacerlos caer de nuevo.

Fue a un campo cercano y fabricó una bolita de estiércol. La agarró entre sus patitas y echó
a volar. Aunque le costó mucho esfuerzo, consiguió ascender muy alto y cuando estuvo
muy cerca de Zeus, le lanzó la bola a la cara. Al dios le dio tanto asco que sin darse cuenta
giró la cabeza y levantó los brazos, soltando los huevos que sujetaba.

El águila comenzó a llorar y  miró avergonzada al escarabajo, por fin dispuesta a pedirle
perdón.

– Está bien… Reconozco que me porté fatal… – musitó – Debí perdonar la vida a la liebre
y me arrepiento de haberte tratado a ti con desprecio.

El escarabajo se  percató de que  el águila estaba realmente arrepentida y desde ese
momento respetó los huevos para que nacieran sus crías. A pesar de todo, por toda la
comarca se corrió la voz de lo que había sucedido y por si acaso, las águilas ya no ponen
huevos en la época en que salen a volar  por el campo los escarabajos.

Moraleja: jamás hay que despreciar a alguien porque parezca pequeño o débil. La


inteligencia no tiene nada que ver con el tamaño o la fuerza.

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