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Fe de errata al Evangelio según Jesucristo

Alexandra Pagán Vélez

A: Saramago

Jesús decidió remar. ¡Cuánta ansiedad le provocaba su predeterminación! Se detuvo


agotado. De pronto en la popa del barco vio un cuerpo reclinado: Él, Adonai, Dios de los
Ejércitos, un viejito barbudo que vestía prendas de judío rico. El joven carpintero lamentó dudar
tanto. No tenía fe ni del tamaño de una semilla de mostaza. Aterrado, se disculpó por haber
dudado de ser el elegido. Jesús lloró. Mientras, aquel cuerpo reclinado parecía que esperaba.
Bostezaba.
Algo movió la barca. Era, por supuesto, Lucifer, Mammón, Leviatán, Belcebú, Satanás,
Häel, Asmodeo, Belfegor y Purson en un solo ente. Jesús se conmovió. Escuchó coros, vio
relámpagos y grandes olas que no lograban acercarse a la barca. Entendió que Jehová no
necesitaba ese tipo de espectáculos para hacer constar su presencia. Jesús lloró. No comprendió
cómo el Otro era parte de los planes divinos ni qué papel podía tener el enemigo en su cometido.
Así como ocurrió con Job, Yahveh y su némesis decidieron la vida y muerte del Mesías.
Apostaron, rieron, se chocaron las manos. Indignado ante semejante conspiración, Jesús dejó de
llorar. Quiso tirarse de la barca y ahogarse. No pudo. Escupió, blasfemó, cuestionó las divinas y
demoniacas razones del tirijala cósmico que lo subyugaba con hipóstasis y pasiones. Mutis. Jesús
finalmente pudo salir de la barca. Lleno de resentimiento, se alejó. Caminaba sobre el agua.

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