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Bizzio Sergio - Magia
Bizzio Sergio - Magia
, de Sergio Bizzio
—No puedo, está muy lejos... —dijo Julián negando con la cabeza. Hizo una
pausa y añadió—: Recién pensaste "sí, es cierto”. ¡Y claro, está lejos! Dejá que
se acerque un poco y te digo. A propósito, me llamo Julián.
A Ronnie le llamó la atención el modo de hablar del chico: un tono sereno, sin
titubeos, con palabras anticuadas. Volvió a mirarlo. Era formal, era prolijo.
Llevaba puesto un jean planchado con una raya filosa y una remera blanca con
la cara del pato Donald. Ronnie tuvo la impresión de que era un pobre chico
sometido a una madre obsesiva que le elegía la ropa más fea del mundo y lo
obligaba a ponérsela, pero no fue eso lo que lo impactó sino imaginar a la
madre pasándole orgullosa un peine por el flequillo. Entonces oyó que Julián
decía:
—No, no es así...
Se estremeció. ¿Le había leído el pensamiento? Julián empezó a reírse.
—No, no puede ser... ¿Sabés qué está pensando el señor de la canoa? Que no
llega a ver el partido. ¡Está cruzando todo ese río para ver un partido! ¡Rema
doscientos metros contra la corriente para ir a ver un partido! Qué bárbaro, mirá
que hay gente que... Bueno, en fin. —Se puso serio de golpe—. Esa fue la
última prueba que te doy. Leo el pensamiento y me acerqué a vos porque sé
que vos también tenés un poder.
—¿Y eso quién te lo dijo? —dijo Ronnie.
—Nadie. Vos. Andaba por acá (mis padres están allá haciendo un asado) y te
vi y no pude evitar leerte el pensamiento. Estabas pensando usar tu poder
contra vos mismo. ¿Qué poder tenés? ¿Por qué querés usarlo contra vos? Ok,
sea lo que sea: no lo hagas, por favor. Te encontré y te salvé. Somos dos,
ahora.
Julián dijo esto con aire solemne y se acomodó para una respuesta a la altura
de sus palabras. Ronnie se levantó despacio, como si le pesara el cuerpo, y lo
miró entre ceja y ceja. Le dijo:
—Es cierto. Tengo un poder y es terrible y estaba pensando usarlo contra mí.
Pero lo que voy a hacer es usarlo contra vos. Te voy a hacer desaparecer.
—¿¡Hacés desaparecer gente!? —chilló Julián.
Ronnie levantó la mano y la abrió como una garra sobre la cara de Julián, que
empezó a transpirar. Le temblaban los párpados, los labios, incluso movía las
orejas.
—No... no, por favor... —dijo—. Esperá un minuto... pensemos...
—No tengo nada que pensar con vos, gordo boludo. Dame un segundo y vas a
ver lo que te pasa...
—¡No, esperá! ¿En un segundo podés hacerme desaparecer? ¡Mi mamá me va
a matar!
—Tu mamá no te va a matar porque no te va a ver más... —dijo Ronnie y
acercó la garra a la cara de Julián. Julián cayó de rodillas.
—Levantate —le ordenó Ronnie.
Julián negó con la cabeza, llorando y moqueando. —Perdoname, perdoname
—decía—, soy nuevo acá, no conozco a nadie, estaba aburrido y creí que
nuestro encuentro iba a ser genial: no lo pensé. Ronnie escupió a un costado
como un adulto y, lentamente, aflojó los dedos, dejó caer el brazo.
—Andá, volá —le dijo—, si te encuentro de nuevo voy a ser el último en verte.
Julián caminó unos metros en dirección al lugar donde estaban sus padres sin
dejar de mirar a Ronnie. Después giró de golpe y se echó a correr a todo lo que
daba. Tropezó, se levantó, corrió tan desordenadamente que era imposible sa-
ber si lo que hacía era huir o tratar de recuperar el equilibrio.
Ronnie volvió a sentarse. El isleño estaba ahora bastante más cerca. Una
mancha de transpiración oscurecía un triángulo invertido de su camisa a rayas.
Era, seguro, su mejor prenda, y se la había puesto para ver el partido, pero
también para cruzar el río... Ronnie alzó la mano en dirección al isleño y en el
acto el río estuvo otra vez desierto. En el agua no quedaron ni las ondas del
último impulso de los remos. Después alzó su mano sobre su cara. Pensó que
el gesto de la mano en forma de garra había sido siempre una impostación,
algo que no hacía falta para que su poder se hiciera efectivo. En más de una
ocasión había hecho desaparecer gente sin necesidad de ese gesto: lo usaba
para asustar, era una amenaza, y también un chiste, porque sus víctimas no le
creían y a él le gustaba que se rieran antes de evaporarse.
Dos manos de mujer, frías a pesar del calor, aparecieron desde atrás y le
cubrieron los ojos. La voz de Suki (17 años) preguntó:
—¿Quién soy?
—Suki —dijo Ronnie.
—Yo llegué puntual, pero vi que estabas con alguien y no me quise acercar...
¿Quién era?
—Te juro.
Suki se rió. A Ronnie le encantaba la risa de Suki. "¿Por qué el pato Donald
cuando sale del baño lleva una toalla en la cintura y después anda siempre
desnudo?" Así era la risa de Suki.
—Yo también... —dijo Suki. Lo abrazó con fuerza y, antes de separarse para
besarlo de nuevo, hizo (a espaldas de Ronnie) reaparecer en el río al isleño en
su canoa. El isleño se pasó el dorso de una mano por la frente como si acabara
de recuperarse de un desvanecimiento y volvió a remar.