Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
ESTREMECIERON A CUBA
CARLOS ESQUIVEL
1
Dios sabe
que nada es adecuado nada es
todo lo que hay.
Robert Creeley
Las cosas originales de las que has sido desterrado para la eternidad, exiliado
a las estepas de la oscuridad por las cuales yerras aullándole a una luna
muerta, vagando de blancura en blancura, buscando hasta el mismo borde de
la tundra algo perdido hace ya mucho tiempo, tanto que hasta has olvidado
qué fue lo que perdiste o cuándo o por qué.
Amos Oz
siéntete libre
como mi padre
decía siempre
para perros
hombres.
Lucille Clifton
2
CÓMO MATAR DE UNA VEZ Y PARA SIEMPRE LA LITERATURA
CUBANA
me voy a un hotelucho en la zona del Vedado. Tiro mis cosas, me doy un baño, no
derrocho tiempo, hago señas a un taxi en una avenida cercana al hotel, mi rumbo
es la parte antigua de la ciudad, entre más antigua más ciudad. Es poco probable
como murmullo obsesivo. Sudo. No tengo hambre. Ciudades como estas no azotan
insinuarme que lo que deberíamos hacer todos (y desde esa perspectiva supongo
engloba a sus “todos”, no a los “míos”) es no abrir uno de esos libros. Y ni pienses
en la crítica que empuja a libelos tan infernales. Estoy al borde de hendirme en ella.
una espeluznante cirugía, los avíos de cura, la herida aún por sangrar. En un mismo
3
peso de revanchas. Como dos boxeadores epinicios. Pero ellas, las dos, están, muy
por debajo una (respecto) de la otra (sin que parezca una paradoja, que enunciar,
demás casos resulta al revés: la selva literaria multiplica a escritores vivos pero a
país de comedores de cebollas. Es Cuba, sabes, sin las cebollas. Sakia también cree
que bordea las grandes influencias del patrimonio oral armenio, los cuentos
popa, navegó por aguas intoxicadas por el veneno de la patria de Gorki, lo que
tampoco fue tarea de los dioses. Sakia tiene su teléfono, su dirección, luego un
la cocina o en el almacén.
7- Pagan bien, nos dijo. Diez o quince dólares al día, pero hay que trabajar
como un chino, hasta quince horas, uno cree que resistirá, pero esto no lo aguanta
nadie.
4
8- Y voy directo: ¿Y la literatura? Eso ya no importa. Nunca importó.
cosas pueden importar allá, se pueden pagar bien allá. Es mejor que lavar platos
12- Yo creo que ustedes vivieron en una época maligna, gracias a Dios fue
efímera, circunstancial, todo se subyugó a una niebla, y esa niebla se fue, ya no hay
niebla.
13- Me escuchó en silencio, poco después miró a mis ojos y habló. Siempre
que todo el mundo, más o menos, intenta lo mismo; sin embargo, uno sucumbe a
ciertas ignorancias, a ciertos delirios. Yo no salté cuando debía. Me quedé allí. Allí
sigo.
por otros escritores. Y eso me sonaba contundente después de una situación como
5
esta. Sakia me dejará leer el cuento. Está bien. No es que vaya a caerse el mundo
porque haga una cosa o la otra. Me iré al hotel, leeré esa historia, llamaré a Sakia
El rey dijo hay que comer cebollas, solo cebollas (somos los más grandes
Comimos cebollas, los platos llenos de cebollas, mesas cubiertas hasta el tope
con cebollas. Hubo ahorro de alimentos y por tanto suficientes pertrechos para la
muy difícil época invernal que caía sobre nuestra región. Después el reino
Cuando llegó el frío nos pusimos las ropas, se habían amontonado en nuestros
que podía ser variable, pero, además, el nudismo para vergüenza de todos.
6
con ropas manufacturadas y camisas, faldas y pantalones, reciclados en un reino
Todo fue bien hasta que un día el rey nos reunió en una de las plazas históricas
del reino, y dijo que nos pediría algo muy difícil, confiaba en nuestro
––El pueblo debe morir ––exclamó––. No hay comida ni ropas para mucha
gente. Ya no hay comercio con otros reinos. Es un tiempo terrible y nos urge.
Sabrán comprenderme.
¿Y murió el pueblo?
¿O se rebeló ante el monarca, porque, qué sería un rey sin un pueblo que lo
yo diría, para la hermosa historia de este reino y sus epopeyas. El pueblo andaría
Y comeríamos cebollas, porque, eso sí, somos los más grandes cultivadores de
cebollas en el mundo.
7
21- Tengo poco tiempo, el escaso para acordarme de aquello que debo
hacer. Y de lo que no debo. Dice. O quiero que diga. Su voz es insustancial o lejana,
23- Muchos escritores en este país quisieran lavar platos y ganar lo que yo
gano.
24- Qué lírico para este país. Esa es la idea. Filtrar la perfección del caos.
25- Después me replica: No logrará nada conmigo, vaya con las demás
26- Seguía teniendo un pacto con las puertas líricas. Un hijo inmóvil, un
27- Por supuesto que lo abandoné, no por mucho tiempo. Debía utilizar
por ahí entraría yo, un imaginario y suculento contrato para publicar sus cuentos
mi oferta con una pizca de humor, para que su grosera obstinación se derrumbara
28- Dejé que pasaran algunos días. Me llevé a Sakia al hotel. Nos hundimos
mismo anclaba en películas del país y en las novelas, colgaba de la vida diaria
8
como las estatuas de mi suposición. Algunos resistían, supuse, aunque el panorama
se pintaba espinoso.
Para crearme la atmósfera necesaria lo ideal era vestirme como me vestí y, para
solemne de su orgullo.
31- Yo lo invitaba a que dejara su renuencia, hice un chiste (en realidad era
el chiste de otro escritor) sobre un pollo asado con otras carnes en su interior que
Graham Greene con aquello de que no entendía cómo hay gente que puede seguir
34- Alguien, su jefe tal vez, lo requirió porque no cumplía bien con su
trabajo. Eres lento, te cansas fácil y para colmo hablas con cualquiera que llega,
9
35- ¿Vio? Le dije. El espermatozoide de un capitalista en su estado natural.
36- Tengo familia y no puedo estar en otra parte. No existe un cuento vivo
tengo obra.
consiste en no transigir.
39- ¿Sabe lo que dijo Mac Lurhan del capitalista engreído? Que el poder es
riesgos.
interpusieron. Hubo un alboroto pero oía transparentes las palabras del jefe cuando
43- Esa misma noche lo llamé por teléfono y concerté el duelo. A muerte,
10
un pedazo de miedo, flotante desde tiempos en que era un simple chiquillo en una
44- Creyó que yo estaba loco, colgó un par de veces, pero al final tuvo que
acertar como probable la contienda que nos esperaba. ¿Armas? Las que
Sakia me la había sugerido cuando le rebelé cómo iban los planes. Ella ni se
interpuso.
demostrar que los dos cabalgábamos juntos o una guerra en la que uno señalaba
hacia arriba, el otro hereda la sepultura. Pensé que de cualquier manera ya él estaba
48- Ella rió de buena gana y después me dijo que tenía ganas de acostarse
conmigo.
11
EL NEGRO Y EL ROJO
atrasado, pero, acaso, para ellos más importante y actual que sus periódicos. ¿La
crisis, cualquier crisis? ¿La intolerable “inmodernidad” de este país? Debo enfrentar
esas diferencias, confrontarlas pero no enfrentarla ante los ojos. El vagón tiene mal
forma ahuyenta a los vendedores. En el periódico que lee hay algo sobre la Liga
atraso, pero muchas de las noticias son más frescas que las de cualquiera de los
a tiempo a La Habana. Tiene catorce horas para eso, si no, pierdo el avión. Martha
12
es todo lo que complementará este viaje. Dos viajes, en realidad, el físico, lo que
traslada o guía el cuerpo, y el otro, uno más trascendental: el viaje hacia el futuro.
es previsible. Él debe tener unos treinta años más que ella. Trato de leer la
dedicatoria que él revisa con nostalgia, puedo adivinar. Está en italiano, ni más ni
menos, hasta estas putillas se van a la universidad o pagan cursos de idiomas para
apagan las luces y casi es preferible obligarse a la lectura para que entre el sueño.
El cubano busca en una bolsa de nailon y extrae un libro de ella. Lee con
me atrae lo suficiente la poesía, y si así fuera, hurgara entre los míos, entre los de mi
país.
Crane es un desconocido para los europeos, incluso, también para nosotros. Claro,
que a partir de mañana cambiará todo. La culpa, en primer lugar, vendrá a la gloria
a conocer al mundo. Hart Crane dejará de ser una alucinación o una cantiga
El cubano trata de empujar su libro a mis ojos. ¿Quiere que perciba que lee
o lo que lee, o solo intenta vender? Con algo siempre quieren comprarte.
13
El extranjero cierra los ojos y se obliga a dormir. Lo sé porque aprieta los
descubrirlo. Viste como todas las de su tipo. Un pequeño bolso pende de su espalda.
francés, se llama Henry Beyle, pero vive en Italia desde el sesenta y dos. Nuestro
con los gestos y con un chasquido de las manos. Le doy gracias por librarme de ella.
El cubano me ha dicho que vive en el oriente de Cuba, que va, igual que yo,
hasta Gerona, pero para encontrarse con un poeta norteamericano que vivió en la
14
movimientos para la preservación y el cuidado de los animales, y otros, asegura, casi
Odio las reuniones del idioma. Dije, el tren ha sufrido, como si el sufrimiento no
fuese una particularidad animal y se extendiese ahora a la atrofia del objeto. El tren
estará seis horas roto. A cada rato enciendo la linterna y recorro el vagón para
cerciorarme que los pasajeros duermen, piensan, se abrazan. Me detengo ante los
dos, y es el cubano quien me pregunta qué pasa. Le explico. El otro empuja el cuerpo
hacia un lateral del sillón y creo que maldice, en secreto, pero lo hace en algún
idioma extraño para mí. El cubano me dice que perderá el vuelo de un avión para
Gerona. Tiene que ver la tumba de un poeta famoso, pues nadie sabe que está
enterrado allí. El extranjero solloza antes de explicarme que perderá ese mismo
avión y el encuentro con una muchacha que lo espera, también en Gerona, para
después irse juntos a Italia. Ambos están consternados. Seis horas, les digo,
ahora ha venido por segunda vez con la idea de llevársela. No importa lo que diga
15
su familia, ni siquiera lo que piense Martha. Le importa él, y si el dinero compra eso,
pues el dinero hace el cambio. Ella es hermosa, su pelo se ensortija y cae sobre los
hombros y el cuerpo.
Modernistas. Sé que hace énfasis en eso, aunque a mi solo me importe creer, con
El extranjero sigue alabando a Martha. Habría dado todo el dinero del mundo
por ella. Apenas llegue a Italia se escapa con otro, o con otra. Las estadísticas son
despectivas y fieles. Voy al baño, cuando las ganas de orinar se hacen insoportables,
trataba de ligar con él. Su pantomima es siniestra, finge masturbarse, finge o lo hace
con una rutinaria artificialidad. Se sorprende, nada más, y continúa. Esto y lo otro,
si me ayudas con él, está diciéndome cuando asevera la mi llegada. Puedo entender
que es ella quien está en el lugar equivocado, que el baño de mujeres es, en realidad,
16
El cubano me dice que no, y me cuenta lo que le ha ocurrido en el baño.
El extranjero respira aliviado, sin saber, sin que imagine, que también lo digo
por su Martha.
y le imprime a sus palabras una resignación fúnebre. El tren ya está en marcha. Tiene
que haber otra vía para llegar a Gerona, lo digo como si reclamara su propia filosofía.
hacia allá. Sé que hay un mar, un pequeño golfo, y unos cuantos kilómetros de
distinguido los que pueden hacer las cosas y los que no. Los que tienen dólares y los
que no tienen.
Marte, y eso es preferible a meterse en una islita llena de toronjas y mujeres como
mi Martha.
ha sido cubierto por un fierro de discordia, por una caligrafía vulgar. Enciendo la
los rostros; pero no es más que un desorden de amigos, o no, y empiezo a entender
lo terrible que podrían estar uno frente al otro. Los cambio de asientos. El
17
extranjero queda donde mismo y el cubano lo traslado para donde está la muchacha
con el pequeño bolso en la espalda, y ella va hacia donde estaba él. El extranjero
que vaya otra vez para donde está el extranjero. La muchacha, roída por la
frustración, humillada por las estruendosa risa de algún que otro pasajero,
asiento. Los tres van a dormirse hasta que amanezca. La Habana los espera.
lo único. Ni siquiera sé cómo llegar a Gerona. Creo que los cubanos están echando
a perder este país. Gentes como el poeta y la muchacha del tren. Es una lástima. Si
voy hacia el teléfono público que está en la parte lateral, allá va el cubano. Si voy
El extranjero va donde quiera que voy yo. Sabe que está perdido, y su única
manera de encontrar la orilla salvadora soy yo. Pero creo que me da mala suerte, de
llamar a Teresiano, pero ha sido inútil. Alguien dice que lo práctico, y lógico, es ir
hacia Batabanó.
grita. Intenté comunicarme con Martha pero fue imposible. A esta hora debe estar
para el viaje, ahora estuviésemos juntos. Batabanó. Pero cómo se llega hasta allá.
18
El extranjero se monta en un camión porque me ve montar. Si yo me montara
El cubano vuelve a extraer del bolso su libro. Los poemas de Hart Crane.
Cuando llegue a Italia revisaré en las bibliotecas ese nombre. Militante del partido
de la poesía, pero quizás también lo fuese del partido comunista. Es una apuesta casi
segura, casi todos los intelectuales de la primera mitad del siglo lo fueron, incluso,
en los Estados Unidos. Quizás era todo lo contrario: un cazador de brujas, un germen
maccarthista. Todos son acertijos, vueltos a una baraja indefensa y ambigua. Tal vez
en la tumba descubierta solo existen los restos de un hombre que jamás tuvo un libro
entre sus manos. Las lápidas son engañosas, y la fama y el descubrimiento siempre
muchacha. No hay que guarnecer la realidad para admitir que Martha podría ser
diferente. La habrá conocido en cualquier cine, o tienda, o presentada por una amiga
mutua que los acumulará de elogios, séquitos uno del otro, concedidos para una
unión apocalíptica. Habría que surcar en la infinitud de las soluciones, manipular los
polos. La historia así pudiese ser demasiado aberrante y superflua. Pero esta, pudiera
ser, una historia antigua, y trillada, un cuento sin peor dramaturgia que la de unos
pertenecemos al cuerpo del otro, como diría, sin ánimo poético, Teresiano, vulva a
19
El cubano desciende del camión y pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo
pequeña estación llena de mujeres con niños, hombres cargados de bultos, bicicletas.
El extranjero pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo llegar a Gerona. Hay
o cometas, viajan dos veces al día. Si tienen suerte, mañana, en el primer viaje, se
van. Nos dice, o le dice una mujer gorda, al parecer empleada en este lugar.
ciclón se acerca, nos revela, como objetándonos con placer las primicias) los
El cubano pregunta a la mujer gorda si no hay otra opción que pasar la noche
y moscas. La mujer gorda le habla de un hotel bastante cercano y con todas las
comodidades necesarias.
El extranjero viene detrás de mí. No somos los únicos hacia el hotel. Treinta
20
El extranjero y el cubano son los primeros en llegar. Ambos parecen
con que pasan sin mirarme y, más tarde, lanzan sus bolsos a un butacón solitario.
Ellos son míos, me pertenecen. Yo los vi primero, le hago saber mi privilegio a los
voz confusa, algodonada: no hay agua. Ella tose como si se trabara en su teatro;
ahora vienen los cables eléctricos y las sábanas sucias y las culpas a un
administrador que existe pero nunca está. Yo conozco una mujer que le cobra
limpio, ventilado. Yo soy más simple y más digna: veinte pesos a ti y 10 dólares a
otro. Sí, ustedes se van mañana, hay que tener esperanzas. La esperanza es lo último
que se pierde, le dije, y el cubano, no, los dólares es lo último que se pierde. El
extranjero lo mira y empieza a devorar su furia para sentarse lejos del otro. Si,
porque con dólares ya me hubiese marchado hace rato. Los llevo al pseudohotel
donde pagarán una comida que no existe. Arroz, dice la mesera, se acabó lo demás,
21
aunque por la salsa cobramos la mitad del precio que tenía la carne. Ella trae dos
y el cubano entran al bar, casi al aire libre, y piden una misma cantidad de ron que
beberán en una misma y única mesa. No hay música y el cubano reclama que cambie
esa emisora que solo divulga noticias. El barman, musculoso y con cara de idiota,
los mira agresivo, pero sigue con su paño reluciendo el brillo de las botellas que
sopla y empaña antes. Yo soy la mediadora, y le sugiero al hombre que sus clientes
quieren música. Música, me asegura, aquí no se pone música. Las emisoras están
podridas de música americana, la peor que existe sobre el planeta, esa es la bomba
nuclear de este siglo, la verdadera bomba, mata más que la que lanzaron desde el
se genera otra bomba, una más homicida, usted la produce y usted mismo la lanza.
El cubano está en silencio. El barman musculoso y con cara de idiota dice que se
van de allí o van a probar otro tipo de bombas. Yo no tengo miedo, dice el cubano.
Yo no tengo miedo, dice el extranjero. Va a llover, nos quedaremos sin luz, les digo
a ellos porque advierto el peligro inminente. Nos vamos. Me imagino que la noche
hay un barco que zarpa mañana y donde cabe casi la mitad de Gerona, le responden.
22
Abre el libro de poemas y declama secretamente, en inglés, creo. Hay que comer
cualquier cosa que vendan, ni siquiera reconozco los nombres: el estómago se hace
El extranjero devora todo lo que compra, que es ya casi todo lo que venden.
Por ratos evita el bullicio y escapa a un rincón para estar solo con su foto. Creo que
por él. Ha hecho amistad con un deportista y con una muchacha que trae un oso de
juguete.
El cubano habla con un anciano que afirma ser un fantasma. El hombre lleva
ropa militar, un grado de sargento, eso dice, y se jacta de haber peleado en no sé qué
frasco el anciano. He conocido a una jovencita que me pregunta si en Italia hay osos.
del fútbol de mi país. Yo le voy al Inter, reconoce, por pensar con racionalidad,
porque solo sabe que es un Club de primera, con dos o tres argentinos o brasileños
El cubano dice hay que esperar, solo nos queda esperar. Lo veo cuando
empuja el alcohol a su boca y el anciano repite hay que esperar. Lee poemas que el
otro aplaude sin saber qué significan. El anciano trabaja en cárceles, eso dice, a pesar
de su edad, y sin mayores ganancias que un sueldo y la mujer del prójimo preso. De
23
eso habla, cuando el alcohol le pertenece, endeble ya, reducido a oír los poemas que
animal, mi partido político, y lo grito contra él para que sepa que tengo todo el dinero
del mundo pero voy a demostrarme que las cosas funcionan de este modo.
por favor. El deportista hace lo mismo con una pelota de fútbol guardada en su
seguro que mira las calles atravesadas por estrechos canales que le recordarán,
nosotros y trata de decir que compra una lancha, y observa que le oímos pero no lo
repite también en francés e italiano. Alguien aparece. Sí, yo sé donde hay una lancha.
Diez mil y es tuya, pero tienes que llegar a Miami. A Miami, dice la muchacha con
el oso de juguete, y seis o siete que se acercan. A Miami, tiene que llegar a Miami,
24
procedencias. El extranjero dice, hay tres problemas. Uno: yo voy a Gerona no a
seguimos.
El cubano me hace una seña para que lo acompañe. Quince metros después
solo a perder el dinero sino también perder la vida ¿Y Martha? Le pregunto. Habrá
frustración poética. La tumba del poeta desconocido lo espera, un amigo que lanzará
El extranjero me dice que está bien, voy a ver qué pasa más adelante.
idea, que más tarde podría ser. Ahora o nunca, lo presionan. El anciano me observa
Tampoco mis dólares pueden. La lluvia no ha cesado desde por la mañana. Son las
dos y unos minutos, a las tres será el otro viaje. Ni los dólares pueden, Martha, eso
trataría de decirte esta vez; y de qué sirve lo que puede pensar si no sustituye la
25
realidad, y la realidad es este lugar perdido en el universo, esa lluvia que cae, violenta
y gélida, esas personas que apuestan como un manicomio toda la locura a un único
calles desiertas y volver frente a nosotros. Los dólares no le han servido para
tenue y cómplice, la mujer gorda informa de la llegada del último viaje de hoy y la
suspensión de toda salida durante dos días por, rotura del barco, falta de combustible,
la situación climatológica adversa, que hace casi imposible el trayecto entre los dos
lugares.
esconderme en mi fantasma.
El cubano se interpone entre el grandulón que viene con los boletos para la
lista de espera y la oficina donde se anunciarán los nombres de quienes viajarán. Por
la entonación de la voz sé que suplica. El otro abre los brazos como queriendo decir
cada uno. No creo en la suerte de las listas, prefiero apostar con seguridad al viaje y
no pender de una voz que recitará, incestuosa, los números de espera. Pero el jefe de
26
Tráfico, con sus boletos de reserva, dice que nadie lo soborna. El extranjero nos
enseña un paquete de dólares. Es tuyo también, le insinúo al hombre, pero está sordo
o definitivamente puro. Yo no creo en la pureza absoluta, sin saber, sin que imagine
que la pureza es una exageración de la mierda que tenemos dentro. Mierda, le digo
El cubano avanza en son de ataque ante el grandulón, que lo evade para entrar
al cuartucho desde donde anunciarán los números para el viaje. Muchos se agrupan
dice, nos vamos. Comprendo su alegría, como comprendo mis ganas de imaginar
que su mundo sin Martha, definitivamente, podría ser el mundo con todos los
fantasmas.
El cubano me dice, nos vamos. La mujer pide los casos con problemas
sociales, y una aureola, casi una multitud, logra la mayoría de los boletos.
Martha. Este es el último, dice la mujer, aquí se termina. Treinta, ni uno más. El
falta otro. No, dice la gorda, cualquier duda analícenla con el jefe de Tráfico. El
27
El cubano va hacia el grandulón y lo amenaza diciéndole que es periodista.
centímetros, para que el jefe de Tráfico vocee, ellos también son el prójimo, y señala
a los que miran como el extranjero rompe en varios pedazos el cartón de viaje, y
contundente golpe, mientras el extranjero rodará por el fango de una calle donde los
al fango, al ojo de los mirones; pero no lo golpeó por la espalda, sino que esperó a
que volviera el rostro, y el puñetazo provocó un chirrido hueco que hizo escupir
sangre al grandulón. Más tarde este contraatacó con toda la torpeza de su enorme
cuerpo.
soportar los golpes que más tarde vengó con furia. Una muchacha con un oso de
la filosofía. Dos hombres sangrando. A nadie le importa que llueva para salir junto
28
desengañándose de la conciencia. El anciano tiene una pistola en la mano y apunta
que dispares, le dice el otro, confiado en que su miedo interior no lo inunde. Eso y
ese no valen la pena, le grito al anciano. ¿Tú vales la pena? Me dice, en el tanteo
entendiendo que no solo obligan las urgencias y que este momento puede
Tráfico se pierde hacia la niebla, y al anciano que guarda su pistola y bebe un trago
vencedor.
El extranjero me dice, vamos con ella, cuando la mujer que ha aparecido sabe
de un lugar donde saldrá un ómnibus para La Habana. Está lloviendo, le digo a los
diciéndome: no, no llueve, cuando tenemos cosas más importantes las otras quedan
relegadas.
El cubano asintió ante lo que dijo la mujer. Fui por nuestro equipaje y la
seguimos. El ómnibus salió a los diez minutos de que llegáramos. La mujer bajó
desbordar la propia palabra, lo que anuncia y contiene. Martha, repite él, y oigo su
silencio un minuto antes de confiarme que no sabe. Tal vez la llamo desde Italia,
murmura.
29
El cubano dijo, ya entramos a La Habana y en la próxima parada me quedo.
Toma, le oí, y su mano buscó el libro que entregó a la mía. Hart Crane, ojalá no te
recuerde las otras cosas, exclamó antes de abrazarme. Los cubanos siempre quieren
desfilaban apuradas para hacerle la pregunta que todos y nadie sabía, cómo puedo
que va a cualquier parte. En el bolso, el sitio donde estaba el fantasma de Hart Crane
30
LA CARNE, LOS SENTIMIENTOS Y EL ENEMIGO
secretos.
Laura, que en alma estés, empleada en esa estulta Galería de Arte a la que he
desmejorados clásicos, a los que empujan a llamar así. Mi mal menor ha de ser la
condolencia ante el desperdicio del Arte. Muchas gracias, le dije, pero odio el
iceberg de los maestros holandeses: solo puristas bañados por una unción enfermiza
y trágica.
Laura, que es quien persigue con reencarnaciones, así me dice, hija de un trozo
31
provincianas, que duran, permanecen y nadie ve: solo quienes las crean o las
destruyen.
Laura me dijo la segunda vez que era familia lejana de Annabella Scacchi, la
actriz secreta de Visconti en sus iniciaciones por las barras del Teatro, y, aunque
Como un hombre sin vanidades, supe, que en el fuego mío y en el tuyo Laura,
Podría encubrir mis pertenencias. Uno vive como fornica, me habrá escrito
Esta noche, que es aquella noche, el grito de sombríos cae sobre el espíritu
por simples categorías productivas, ni siquiera por el impulso mayor o menor de sus
32
habitantes. El hierro, el cemento, las tablas (como el óleo, la tela, el pincel) son
Teresiano, unas cuantas hojas autobiográficas sobre mi suerte con Susana, el límite
a conservar como un duelista mi fe ante el enemigo, todos los enemigos. Las noches
existirías, que existirían esos personajes para justificar una nueva vida. Si algo tiene
sentido es que acepto las derrotas. Me consta sobre toneladas de alcohol a las que
siempre es demasiado distante el punto que dejamos atrás. Tus padres te esperan, te
extrañan, pero no pueden imaginar que vuelvas. Allí yo, el beso de mamá, el abrazo
diaria.
33
Para qué sirven la necesidad y el sustento, le pregunto yo a Teresiano, hacia lo
Los amigos existen desde la infancia, ocupan un pasado sin culpas, o con unas
culpas despreciadas por el pasado. Ya lo dirá mi padre, el gordo que besa a mamá y
después huye a la primera cantina, para escupir su negra cultura en un ron sin alma,
como las horas imperiales, me advierte en la oferta políglota (política) que inunda
todos los rincones de la casa y entra hasta en los perros que cambiarán sus nombres
ingleses (bautizados por mí) por miedo a las deducciones de algunos, para llamarse
como el acontecimiento del país hace 20 años (al que mi padre fue invitado): Primer
Los perros apenas reconocen la humildad de sus comidas. Están torcidos desde
pequeños, me dice este gordo, en las noches difíciles de los primeros días. Recuerdo
el cuadro de André Derain: la línea lenta del azul sobre los fondos de luz; las
Y es que mi vida se asoma como un crudo paraje que las lamentaciones le dan
color y forma. Susana y Laura habrían sido pintadas en los extremos: leves
insinuaciones que amenazan la quietud del centro. Acaso lo más terrible es que yo
solo sea un pintor poco agresivo, sin pretensiones, y que el arte viva en mí sin
34
proveerme de una energía salvadora. Si uno pudiera enfrentarse al talento como se
arte, este pueblo oscureciéndose, y tú, Laura, serían solo una línea, un acto
Ama al prójimo tanto como a ti mismo, me dice, sin sospechar que yo amo a
Laura más que a mí mismo. Pero ella me traicionará algún día, dispuesta a ser feliz
tembloroso con el que me permito abominar los hechos, sino otra forma del
entendimiento.
Están lejanos los tiempos del heavy, los jubilosos rasgueos de Chris Stein con
su guitarra, las cuerdas duras, tensadas a los maullidos ondulantes. Nicolai fue muy
exigente con lo suyo, por eso, Jaco Pastorius, desde su ujier de bajo-doctrina, estuvo
por encima de Steve Harris y Geddy Lee. Hijo de marxistas empedernidos, vibrando
¿Has oído a Stryper, la banda de rock cristiano? Le pregunto para rehacer los
antiguos atajos.
No me sorprenden los hombres que desfilan ante mi padre: los viejos inflados
35
Nicolai, que, en el juicio de Dios, ellos intentan manipular las jerarquías. Los
Jimmi es rubio y musculoso, aire tranquilo a pesar de que sus primeras (y más
serias) adicciones musicales se balanceaban entre el Glam metal y el hard rock. Hijo
interesó por la vida militar, y en esencia la de policía, así que ahora aparece una
con que me asomo al ruido, cruel y árido, de los pinceles ajenos. Los dos amigos: el
negro que supura una división entre cuchillo y cuervo, la fruición obsesiva de una
Los amigos: Floris Van Dijck. (no confundir, Teresiano, con Van Dyck).
acerca a nuestra casa. Esos perros están contaminados, la culpa, dice, pregunta con
36
cuando Lenin hunde sus dientes en una de sus botas y Primer Congreso, en son de
Propaganda enemiga, resume con énfasis en cada visita, sin saber, sin que
simple y terrible razón para darnos cuenta que tenemos miedo, odio y rencor dentro
de nosotros?
disfrazados de nosotros porque nada se parece más a ellos que nosotros mismos.
del país, en sus ganas de no perdonarme ser lo que puedo ser, también, supongo, un
ambigua y distraída.
que tampoco soporta a Jimmi. Cómo voy a creer en un policía rubio, con nombre
Mi padre estaba en la parte alta ––o baja–– del cuadro, Jimmi y Nicolai en los
37
A estas horas el mundo no existe, o el mundo es nosotros en el mundo, una
fugaz foto que restaura todos los tiempos, todos los lugares. Me habla Laura
con mi locura. A esta hora, el olor de los lienzos flota como flotan sus muslos y su
vulva, entre alucinación sin peor destino que la realidad parecida a un sueño. Es el
Sé que no amas como yo la poesía, Teresiano, poco importa una razón o la otra,
pero le dije que el muro de los holandeses es como el muro de su sexo entre mis
piernas, que las digresiones graves del pincel eran el rostro de nuestros cuerpos sobre
sus teatrales orgasmos. La imagino invadida por la coincidencia del desnudo y el ojo
fantasma penderá de la tímida luna de Van de Neer, y en otra, Gustav Klimt reunirá
de los cuadros.
38
Dios pintó el paraíso y en él a Adán y a Eva. Pintó los árboles, los perros, las
gente de paso, y vio que era bueno, y el pueblo se llamó PUEBLO DE LAS
timidez) me pintó y yo más tarde pinté a Laura, a Jimmi, a Nicolai, incluso, a mis
padres. Pero Dios me pintó sin trabajo, graduado de algo que a nadie le importaba,
asunto en los pinceles de Dios, sin más indicio que reconocer mi torpe ingenio como
pintor. Mi padre intentaba elegir por mí las pocas propuestas que me habían
brindado. No había nada de arte. En efecto, ni siquiera podía elegir entre la apoteosis
Soñé una noche que Dios me había pintado sepulturero. Para qué ese trabajo,
le enfrenté. Para que los entierres a todos, respondió desde cualquier nube. Di un
salto en la cama y me lancé, súbitamente, al agua del baño. Ardía, y una carga de
¿Sepulturero?
39
Qué sabía yo de cementerios. Tenía la amistad de Braña, un poco de lecturas
No sabrás Teresiano, que según Poe, los hombres que sepultaban los cadáveres
iban perdiendo, poco a poco, el apego a la vida. Ya lo sabía con previsión, por eso
nombre. Los perros están frente al televisor, y escuchan al gordo a mi lado insinuar
la poca ductilidad de ellos hacia sus amigos, la voluntad agresiva, infiel. Primer
Congreso lo observa con indiferencia; Lenin salta para acomodarse en mis rodillas.
no parecían cartas. Siempre lejos del contexto, extraviado. Y la pose que mejor le
porque dejaba al futuro su respuesta o, tal vez, ya sabía que hay preguntas sin
respuestas.
espejo, y sin saber, comienza a ser el muchacho de hace más de diez años para
40
Fue la pregunta que le hice a mis padres, a mis amigos, a los propios libros, a
los árboles que me encontraba, a mis ropas, a los animales. Fue la pregunta que me
Porque esta noche, aquella, alguna, cuando iba a Susana, el caos, y yo no sé,
un sádico ballet pubiano: un hervor de fiebres que invertían la inflamación del sexo,
su sexo. Su olor vive en mi lengua, en mis manos, lo intuyo cuando recorro la piel
Cuando recuerdo la primera vez que me desnudé ante ella, me acerco a una
declaración de simples fragilidades. Creo que llueve y hace frío. Creo que soy
su pubis entra en mis manos. Creo que la penetro. Sin excitarla, con una infiel
virilidad.
41
Mi padre, en alguna reunión, defenderá el hecho marxista que todo nos
Vas a descubrir los muertos, me dijo Braña, a los cinco minutos de estar
Tienes todo el tiempo del mundo para eso: en este pueblo la gente ni se muere.
lo más importante para él. Camina con dificultad entre las tumbas.
La realidad, le dije, pero ya no hablaba con Braña sino con el perro, y Primer
Congreso no comprendió o mi rítmica presencia solo era una idea de lo que él podía
fingir como lástima. La realidad, pero él mordió lo que discernía entre una forma y
otra y el vómito por los amigos. Mi padre habría de faltar a la rivalidad y cayó en las
palabras que rodaban hacia infiernos internos. Así, en el ruido de los que sirven de
42
El excremento, me repetí ante Braña, el orden deplorable de no servir para lo
que sirves.
era insoportable aceptarlo, que el perro sostuviese ese raro trance no iba con su
Veía a Laura tres o cuatro veces a la semana. Yo no podía inventar más tiempo
que el necesario, y entre el sexo, los intentos de paisajes nada rupestres (un
madre y el hombre que fornica con ella, los perros y los amigos, PUEBLO DE LAS
Las últimas noticias eran moldeadas con delación por un azar, fastuoso y
persiguiera y amenazara con una cacería de brujas por alta traición. Ella tampoco
entendió mis súplicas de hijo pródigo. Estaba hecha fango, me dijo, sin contener las
lágrimas. Sin embargo, eso no era lo único. Lenin había cambiado repentinamente.
43
Primer Congreso había empeorado. También la de Jimmi con Nicolai, lo cual puede
en una tarde de 1910, cuando los peñascos abrían una entrada sinuosa a la faz de
esta caverna. Aquí, cuando recorremos la memoria de una Galería para italianos y
odio y tú.
relación del hombre ante su reverso. Mis amigos y mis padres odian la pintura;
con ínfulas de artista. Tendría sentido suponerlos (dibujados una y otra vez) con la
aridez del aldeano: rudos, amigables, cazadores de elogios, mientras mis padres,
Lenin y Primer Congreso callan y Laura no es sino un seno al que le voy dando
forma de mujer. Los demás, apuestan sus palabras contra el cuerpo del cuadro, mi
cuerpo.
en el enemigo.
Nicolai: Ama al prójimo tanto como a ti mismo, dirían las Escrituras, pero muy
44
Braña: Los muertos adornan el infierno.
Así, Teresiano, entre Laura y Susana, entre Jimmi y Nicolai, entre Lenin y
la pintura y la frustración, sin saber, sin que sepamos cuál oreja arrancarme para la
solo era un pintor frustrado sino un pintor sin cuadros. Necesitaba hundirme contra
mi propia fatiga y emerger desde los escombros. Como temía a la tela descargué el
pincel sobre las superficies de las tumbas. Al principio fue como un juego, un
el ardor. No sé cuándo pinté el primero ni cuándo el último. Algo sabía. Era mi mano
la que pintaba pero no era yo. Terminé ardiendo. Había sido poseído por alguien,
por algo que no podía defnir. Al poco rato, la claridad me hizo descubrir el dibujo
en las seis tumbas. En todas era similar. El hijo abrazando al padre. Detrás, la madre
manto del anciano, el amarillo pálido en la túnica del joven. Había pintado mi propio
decir, mis amigos Jimmi y Nicolai. Había pintado mi propio cuadro, aunque borroso,
arrogante: Rembrandt.
45
Rembrandt había creado a sus personajes con orgullo. Yo estaba allí, mi
atribuiría las formas farisaicas y amargas del hermano mayor. Pero yo estaba en
Todo empeoraba. Fui al cine con Laura. Una de Jarmusch, con un poco de rabia
y muchos bebedores de café y fumadores. Laura y yo, solos en aquel lugar inhóspito.
Hay otro hombre, me dice desde la mancha de oscuridad que se extiende más allá
de nosotros y entra en mí. Dicho sin miedo, sin titubeos, palabra a palabra. Hay otro
hombre.
en una cantina. Allí estaba mi padre, que olía a él mismo y canturreaba lo que
46
primero Jimmi hacía con la voz, una lejana traducción de un viejo tema de Queen,
Stone Cold Crazy. Me brindaron el ron que vacié en sus rostros, después me fui a
Mis dibujos sobre las criptas, mi mano empujada por la mano de Rembrandt y
llamando los ecos del hijo redimido ante su familia, todo desaparecía.
escondía en sus ojos. Pinta en lo cuadros. Las tumbas son para los muertos.
ante Susana, con iguales treguas, con los mismos vacíos. Nos queda el cuerpo, los
cuerpos, pero huiste a esconderte en el otro, o en ti, en el último y más oscuro lugar
Lenin.
Claro que lloré, Teresiano, qué es el hombre ante la muerte de los demás. Yo
iba a comenzar a llorar a mis muertos, yo vivía en un mundo llamado muerte, yo era
un muerto más.
47
Hubiera preferido que tu desnudez fuese invisible, Laura. Pinté entonces el
violencia ese vacío, y supe allí al hombre de Laura y al asesino del perro, en un
mismo punto, que la mano, impulsada por Dios o por Rembrandt, me estaba
ayudando a descubrir.
Pulvis eris et pulvis revertis, recé al hundir a Lenin en las hordas pedregosas
No tuve más sortilegios que los borrosos, y te golpeé, Laura, metida en mí,
conjurada en mis golpes, hasta sentir chorrear tu sangre (mi sangre) bajo la escarcha
de las máscaras holandesas, y Braña empujó sus puños contra mi rostro, Laura, tu
Eché ropas y libros en una maleta y le dije adiós a este pueblo, y a ti, y Primer
Vienen unas frases escritas (más bien dibujadas) en la parte trasera del cuadro.
La construcción de una vida es la construcción de una idea de esa vida. Los colores
El pintor sabe que hay algo peor que dibujar la realidad: dibujar los sueños. Él
48
Un diminuto rayo de luz cae sobre el cuadro, balancea las líneas de sombras,
busca otro fragmento de luz para intentar convertirse en lo que no es, un nombre
(Laura, quizás); después se pierde, el cuadro vuelve a ser lo que un día fue. O no
fue.
49
EL NIDO DE LA ARAÑA
El tren se detuvo cuando íbamos a pasar. Miré a mis hermanos y me dije no hay
mucho tiempo. Casi siempre que un tren se detiene frente a la Terminal transcurren
dos o tres minutos antes de que prosiga. Lo sentimos frenar y extenderse con sus
coches rodeando la única avenida del pueblo. Nos quedaba esperar. Miré a mamá:
Javier no habló pero sentí su inquietud. Mariela tomó una mano de mamá y la
El hombre del carro dice que no podemos ir por otro lado: el tren bloquea las cuatro
calles que nos comunican con la otra parte del pueblo, debemos esperar. Serán escasos
minutos, hasta que los pasajeros suban, son trámites normales y más rápidos que la
misma espera.
Mamá suda, buena señal, supongo. La fiebre desaparece, no hay frío, y el cuerpo
toma el calor del ambiente. Mariela tiene los ojos llorosos y niega preocupaciones que
no puede ahuyentar.
––Es mi culpa.
50
Quiebra una frase, con el olor de un túnel cifrado hacia dentro y termina por
Ningún detalle puede condenarlo a peor gravedad. Miro las llaves que cuelgan del oso
ruso de los muñequitos, y compruebo que aún puedo ser jovial con aquello que me
dueño de ellos, los cuida o modifica: una pizarra sin novedad, con ojos mágicos
marco donde estuvo el espejo interior pero ahora lleva la foto de una niña.
que oiga, pero mi hermana habla, tal vez, para tranquilizarnos a nosotros. El chofer
simula abrir la puerta, sin ruido, como pantomima que se pierde en la transacción
teatral, sin darse cuenta de que no sobrepasa el intento, aunque solo baja el cristal de
interminable: terminen de apartarse de una vez, traigo a una mujer que se está
muriendo.
51
La confirmación es contundente, paraliza, aturde, duele, altera, pero no nos
velocidad que existe a pesar de leyes físicas, diatribas dialécticas, filosofías pulsadas
Javier sale del carro y se acerca al tren, habla con alguien, mira hacia todas partes
y regresa. No saben por qué la tardanza. Pasaron diez minutos y más de diez carros se
extienden en caravana. El chofer abre la puerta, maldice otra vez. Luego baja y se
alguien responsable.
–– ¿Crees que se muera?–– Mariela susurra con gestos ambiguos––. ¿Tú crees que
hacia mí.
Con eso respondo: misteriosamente escucha. Trato de hacerle una señal a Mariela.
Ella mira a mamá, con lasitud policial, intenta componer un universo vivo detrás de
ese rostro seco, sin iluminaciones. La noche cae. Los peatones se aglomeran delante
de nosotros y algunos se atreven a saltar las vigas que unen los coches. Es peligroso,
uno de ellos puede quedar bajo esas toneladas de hierro con un simple mal paso y el
52
Pero el tren no arranca. Mariela tiene sus ojos más llorosos, como si viviese con
importa desearlo. No sorprenden sus palabras, sino el hecho de estar pendiente a eso
que podría venir más tarde. Cierro el cristal en el lado del chofer. Prefiero calor,
y unos pasajeros convulsos se asoman por las ventanillas del tren. Mamá necesita
saber que está viva y en emergencia médica, con más calor, algo más delgada.
Necesita saber que anochece y estamos tendidos a uno y otro lado de este pueblo,
––Mamá necesita aire ––repite Mariela, y ahora sí me mira, sorbe un poco el viento
culparse busca protegerse, como el condenado que juega a ser libre sabiendo que
jamás podrá serlo. Su culpa se adelanta con celeridad ante nosotros, la provoca y
Creo que miro hacia delante: algunas personas suben y bajan por las escalerillas
de los coches.
53
–– Ayer me dijo que tenía miedo.
Otra vez la mano separada, respiración que emerge entre tímidos declives. Estoy
incómodo delante de ella. Salgo. Alguien me conoce, trata de brindarme alcohol para
confiable.
––Una ciudad está a más de cincuenta kilómetros, la otra a unos ochenta. Mamá
no aguanta eso.
54
Voy hacia el carro, y la poca luz que aún queda del día me deja ver a una mujer
acurrucada en el asiento trasero, un rostro blanco, como el de los muertos. Mamá está
un residuo simbólico, una imagen que poco a poco se aleja, empequeñece, se vuelve
incluso, una de Bergman (Fresas Salvajes), en la que un hombre une sueño y muerte
sobre un mismo paralelo. Pero este viaje es lánguido, mamá todavía respira, e imagino
cómo aprieta labios y dientes, cómo nos escucha desde senderos infinitos.
La botella frente a mis ojos. Mi gesto lo niega. Camino hacia el tren, subo un coche.
––¿Ferromoza?
Doy una señal de saludo que consiste en mover la cabeza hacia arriba. No responde
a eso e insisto. En cualquier caso, una mujer alta, vestida con azul escuálido, y el sello
––Mi madre se está muriendo ––le suplico, y descubro que no accidento términos,
55
––¿De otro coche? Las reglas son únicas: cada ferromoza es responsable de lo que
suceda en su coche.
––¿Al hospital?
cargo superior. Es una situación de urgencia. Quizás puedan aislar algún coche y así
pasaríamos nosotros.
––Para separarlos hace falta una locomotora y solo se encuentran en las estaciones
centrales.
Vuelvo donde mamá. El chofer habla con unas personas alrededor. Adentro, Javier
y Mariela conversan, forzados a obedecer el azar, tal vez prendidos a un instinto, cruel
como la situación.
––Problema con tuberías, hace falta una locomotora para arrastrar los coches.
––¿Dijeron eso?
56
––No.
Mariela solloza.
Lo pronuncia en tono más alto, sopesa todo el viento culpable que respira junto a
nosotros. Nada es falso. Reviso la secuencia: auténtica: nada tan próximo a la realidad,
Saborea el miedo, algo que lo parece. Se irrita, intenta prender otro cigarro. El fuego
es ínfimo, inservible.
Solo he visto en esos segundos de luz un rostro inolvidable, quien camina penado
por los delirios de la fantasía. Si fuera como antes, ese tren no hubiese estado ahí,
quisiera decirle.
altruismo inaccesible.
La iluminación nos hace temblar, estamos ojerosos y urgiendo algo más que
sorpresas. Javier pretende esconder la botella, y Mariela borra lágrimas que corren por
puede ser hermosa. Recuerdo otra vez la película de Bergman, ese anciano que revisa,
57
Para consolarme sostengo su otra mano, compruebo el pulso, busco su pecho y
Y veo: mamá se está poniendo negra, se hincha, hiede, aún así, se mantiene viva.
chofer.
––Comenzando por el tren ––le apoyo sin presentir que la conversación tiene un
orden artificial.
––Gente para ayudar ––dice––. Una comisión. Les dije que traía una mujer
imaginarias. Pasar a mamá, entre varios, de un lado al otro, ante las vigas que dividen
los coches. Ya todas las puertas del tren estaban cerradas herméticamente. Los
58
Los tres negamos. El chofer admitió que habría riesgos, pero hasta qué hora
Decidimos salir del carro. El grupo crecía. Estaba aturdido porque todos hablaban
a la misma vez y sin fijar posibilidades lógicas. Javier creyó que la idea más
interesante sería llamar por teléfono al hospital, explicarles, y pedir apoyo médico
urgente. Mariela estuvo de acuerdo y con eso se establecía un por ciento de mayoría
Estuve de acuerdo, y los cuatro más jóvenes fueron a buscar teléfonos públicos.
Unos pocos permanecieron cerca, a la espera de que en el otro lado apareciese esa
posible ayuda.
Casi a la hora llegaron dos enfermeras. Apenas se distinguían sus rostros, solo
que estaban ellas, las dos tenían hijos, y una se iría pronto a un país del África.
alojaban.
––Mal ––dije.
59
––¿Eso piensas, señor bondad? ¿Debíamos condecorarlas por tanta filantropía
demostrada?
utensilios.
––Secuestrarlas no hubiese sido una idea estúpida ––dice alguien que desconozco.
Detrás de lo que preciso hay otros problemas, otros motivos y desgracias. Mariela
Tomo un par de piedras y las comienzo a sonar hasta que el sonido se pierde dentro
del bullicio.
––Si mamá no lo hubiese sabido ––comencé la frase sin conseguir más que
ahuyentarla de mí. Intenté abrazarla, porque para acceder a ella solo se me ocurría
eso––. Pero qué importa. Mamá siempre lo supo todo ––por fin abracé a Mariela, evité
––Nadie es culpable ––me dijo, resignada a creerlo. Apreté su cara contra la mía.
––¿Crees que muera? ––me habló cerca del oído, la escena luctuosa descrita como
un plan de escape.
vómito, los dolores que no se alivian y secuestran células, el plasma, sangre, piel,
60
Observo el vestido de mamá. Estrenado para un paseo al cine, o a una fiesta donde
mamá tose, tos húmeda, influenza común y no este sendero hacia el fin, el vestido
frívola. Cuando muera, esa ropa se pudrirá con ella, desaparecerá con ella.
Javier y el chofer entran al carro, después lo hacemos Mariela y yo. Mamá ronronea
––La temperatura, hay más fresco ––tantea después un alivio que no existe. El
roñoso.
Con una mano se puede, mamá está frágil, reseca, la enfermedad la convierte en
una mancha. El chofer se estira hacia el fondo de su asiento. Carraspea para reconocer
hacia el volante, dormita un poco, las manos cruzadas sobre la cara, entrando al sueño.
desmayo, la falta de latidos, saber que se iba, que dejaba sin nombre a los pulmones,
sin corazón. Era el auto de paso por allí, el chofer que contaminamos con nuestras
fiebres de los primeros días, una palidez arrebatada al desánimo, a la falta de apetito,
61
Mamá se deformaba. No podíamos desprenderla de la cama. Probaba, a veces, tres
––Anoche apenas dormí veinte minutos, llevo un mes así. Me duermo de pie.
El chofer sale del auto, lanza la puerta, después habla: mejor muerto a ser
Me pareció una frase no adecuada para él, pero de qué servía. Mariela supuso que
––Muy probable, pero no creo en casualidades como esas. Con el tren ahí, ya basta.
––Por qué no lo intentamos, Javier–– le digo, y también llamo al chofer para saber
––Ella necesita un hospital, no un médico sin recursos y sin nada que auxiliarla –
62
––Estamos donde estamos ––le digo––, no en un hospital. Mamá se está muriendo
Mamá pide agua otra vez. Sonido tenue, se sabe. La ignoramos. Aprendí poco de
siempre insistían.
Toco a mamá, la fiebre le suspende la piel, más abigarrada ante mis dedos, como
El chofer esgrime su corrección silenciosa. Quizás, hacia un fondo menos gris, ese
absurdo le distrae.
––Perdimos tiempo, perdimos deseos, nos resignamos muy fácil–– dice Javier y
da un portazo.
63
––De todos modos... ––digo.
hecho bueno.
Agua, escuchamos a una mamá pequeñita, la criatura o el eco de lo que fue mamá.
––Vamos a tener que dársela, aunque sea malo. Me destruye ver cómo sufre.
va a desprender el corazón.
envolverle el pecho con su camisa. Quisiera imitarlo. Catarro eterno, la mejor herencia
otro modo la camisa, ahora cubre mejor, la aprieta y mamá tose, abre su boca, contrae
Está más negra, más hinchada, el olor desaparece, o tal vez ya nos habituamos a él
decidieron atravesar una pendiente cubierta por un río distante kilómetros más allá, a
unos quince, calcula alguien. La mayoría no se atreve: está muy oscuro, y vadear el
A Javier no le importa que la botella sea su única señal de supervivencia. Bebe con
sed, tal vez con furia. Nos ve indefensos, unos fantasmas cercanos.
64
sobrepone en la garganta, vuelve el lloriqueo de Mariela. Javier mira fijo hacia un
lugar de la oscuridad. Mamá jadea, pasa del hielo a la flama, se enfría y cae. El chofer
encontró otra cuadrilla, ayuda, gente con alma y sin interés. Javier esconde la botella.
––El cuerpo está manchado ––dijo el primer hombre––. Veo un agravio familiar,
––Esa mujer está deshidratada ––dijo el otro hombre––. Soy, o mejor, fui, sanitario
mucho: una opinión clínica fugaz, lo digo para que no se demoren más. Esa mujer se
está muriendo.
65
––Yo voy a ver qué hago por ustedes, voy a cruzar al otro lado, alguien tiene que
estar allá, necesito también echarme un poco de agua en la cara y comer algo. Tengo
Veo al chofer abrazar a Javier, y después mirarnos a mamá y a mí. Suerte, dice
mientras se aleja.
––¿Vas a beber?
––Cuando vuelva Mariela vamos hasta el tren, si hay que apartarlo lo apartamos.
––Las cosas están donde tienen que estar. No hay que ser demasiado inteligente
para comprobarlo.
La realidad está para adentro, iba a decirle, pero tuve miedo de no creerme yo
mismo, seguir viendo a Javier cada tarde junto a mamá, entender que la realidad nos
Mariela trae el agua. Levanto a mamá hasta poner su cabeza sobre mis rodillas, le
inclino el cuello, y cuando Mariela frota el vaso alrededor de la boca, yo empujo con
66
––Mamá, el agua ––le dice Mariela a su oído, pero mantiene su boca cerrada, los
Javier mismo lo hace. Moja el pañuelo que le doy, se incorpora sobre el espaldar
prefiero saber que mamá agradece ese hálito del agua, el líquido que transita como
Javier no desea oírme y abandona el carro, tamborilea con los nudillos en el techo,
se detiene. Es difícil que mamá beba el agua. Acomodo la camisa de Javier sobre ella
Javier escucha, y no habla, tirita, prefiere ser héroe, inundarse los pulmones por
mamá.
nosotros.
67
––¿Quieres dejar a mamá con frío?
Las puertas estaban cerradas. Debíamos movernos hasta los primeros coches.
––¿Dónde la velamos?
––Todavía no se ha muerto.
––Se va a morir.
Guantánamo.
––Mamá se está muriendo, se va a morir Javier, por mucho que nosotros deseamos
––Prefiero que hables de eso cuando muera. Prefiero que cambies para lo que no
puedes ser.
68
––Imposible. Tú la habías matado antes.
Se detuvo y comenzó a golpear con furia una de las puertas. Imagino que a quien
golpeaba era a mí, aunque mamá se interpone, siempre cerca de los dos. La culpa es
de la bebida, dice. Los vecinos se aglomeran, algunos saben que mamá no va a llorar,
abren las ventanillas, dos policías lo aprisionan y empujan contra una pared.
Mamá se está muriendo, les digo, y ellos, tal vez, preguntan si mamá es esa mujer
que nos intenta apartar y apenas vemos. Les explico y nunca entienden. Javier huele
a ron, no trae camisa, está sucio, violento, sin carné de identidad, porque todo fue tan
rápido y a mamá hubo que montarla urgente en el carro. Creo que se comunican con
y espera por mí, sin decir nada, con frío, con espasmos de fatalidad.
Lo llevan al otro lado. Mamá se está muriendo, les grito a los agentes que supuran
también conmigo. Son muchos. El más fuerte salta con acrobacia las vigas y ya está
en este lado. Todo es un simulacro que los otros aplauden. Se detiene cuando me ve
Reconócelo, me impulsó. Aunque no, aunque miré fijamente hacia la araña que corría
sobre los hilos donde flotaban insectos, trenes, y una mamá culpable por creer a mis
hermanos atrapados en esa telaraña absurda. Por primera vez tuve sed o repulsión,
ganas de conformarme, ganas de reconocerme. Por primera vez fui hasta el lavabo y
69
salpiqué el agua en mi rostro, y miré al espejo donde había un hombre doloroso y con
El espejo insistió para que me quedara, pero salí porque escuché a Javier voceando
mi nombre. Me soltaron, dijo. Intentaba que los gestos no deformaran sus palabras.
Uno de ellos me conocía, me mandó para la casa a dormir, no le dije mamá se estaba
––Sí, al intendente.
desde sus ventanas, se preocuparon cuando dijimos que mamá estaba muriendo. El
coches frenan y no los mueve ni el mismo Superman. Quizás una locomotora pueda
dividir alguno, para eso hace faltan líneas de acceso y una máquina de la estación
central.
70
––Eso lo sabemos. Si lo hubieran hecho desde que el tren está parado aquí.
––Hablen con el maquinista, con el ayudante, ellos dominan la mecánica, los que
––Vamos para la locomotora ––me dice Javier y, luego, se atreve a asomarse por
Nada. No hay nada, no ve nada. Aunque mire y vislumbre las cosas, no las ve.
El hombre daba manotazos sobre las piezas y fumaba un largo tabaco. Creo que
estaba dentro del plan seguir siendo sensibleros aunque el hombre tuviese los
––El problema es que las máquinas son muy viejas ––nos dijo mientras medía unos
cables y sin escuchar que mamá estaba muriendo––. Cualquier explosión interna
quema los motores, cualquier cable partido, a veces se atascan los filtros y ya, se
pudrió la bicicleta, es una frase muy mía. Todo eso corta el paso del combustible. Esto
71
––Aquí todos nos estamos muriendo, y no lo sabemos, o fingimos que no. Y de
––No soy médico, quizás haya alguno en el tren, búsquenlo. ¿Dónde está la vieja?
––Puede que se muera y nazca otra vez. Tal vez ocurra lo contario, solo ella sabe.
––¿Cuál es el problema?
––Los hierros.
––¿”Los hierros”?
Javier da vuelta sobre sí, un círculo que no cesa y se apiña en la vuelta silenciosa
martilla la base de algún tubo, le frota grasa, intenta empujarlo por un hueco que
Esperamos que nos diga mamá ya no existe, ha dejado de respirar, primero una
sacudida, un temblor agresivo, unas ganas de buscar aire más allá de la nariz y la boca,
después un suspiro, una contracción quejosa, se babeó algo, tuvo otra convulsión y
quedó mirando el techo. Ella le cerró los ojos, supo que no podía llorar, sino
72
Pero no. Mariela dice mamá se está muriendo y ustedes no regresan, casi todos los
El mecánico acaba de encontrar el tubo ideal, lo festeja. En otra parte parece que
también aciertan.
No comprendí, o quizás solo debía contener la lengua entre mis labios, exonerarme
de acorralamientos más cercano a mi propia libertad. El camino era largo, como una
línea sin visibilidad, atraída desde otro extremo. Y absurdo, como la araña y su tela,
hierro contra el hierro. Cuando, por fin, comenzó a rodar el tren, no nos movimos un
73
DORMIR CON DULCE MARÍA
entonces: la fama es una señal de los demonios, en esos momentos me era difícil saberlo, llegaba
para perderme, entraba en la ciudad y me desvanecía entre libros, alcohol, los viajes a sitios
sonambulismo. La fama era dar un golpe y después ascender con distinción al territorio tomado
Llegaba a La Habana en avión, y qué era desde el aire, o cómo veía desde las alturas una
ciudad que debía abrirme los brazos. No mucho. Una ciudad inerme, casi muerta, deshabitada
aún por aquellos que invisiblemente pertenecían a ella. Veía a La Habana manchada por
Dejaba atrás un pueblo de náuseas, una aldea de mar y cien noches con Arlene, unos
recuerdos dudosos que desaparecían o se agrandaban según la suerte que tuviera con ellos. En
La Habana estaba Teresiano, hombre de negocios y al que iría con un papel de mi padre, ayuda
al muchacho, Teresiano era el rey, me dijo papá, cuando la corrección de mis fracasos no me
impulsaba a otra cosa. ¿Cuál era mi giro? Me preguntó. Sentí que las tripas se abrían, la luna era
como un planeta demasiado contiguo, los edificios estaban semiapagados, porque miré todo eso,
porque casi no respondo, porque el viento que llegaba del mar era menos frío que mi voz. Había
publicado un libro de poemas con no mucho éxito. La prensa crítica, la poca que pudo hacerlo,
74
dijo que yo era un aparecido impetuoso, pero que al final mi nombre vagaría como uno de tantos
––No vengas a creerte que La Habana es París, o cualquiera de las grandes ciudades del
mundo. Acá los códigos de supervivencia son otros, aquí hay que saber dividir carne y espinazo,
quebradura fría de sus frases ––¿Quieres ser un pedazo de carne triturada y anónima o uno de
Me había graduado de Periodismo, pero en verdad nunca me importó ejercerlo, unos leves
devaneos en un periódico tan insignificante como lo que allí se publicaba. Mi interés era
acomodar una verdad (ni siquiera el sentido estricto de la verdad absoluta, o la posible verdad
absoluta, que a lo mejor sólo posee Dios) en un lector sin prejuicios de ningún tipo, no darle
cuerpo a cualquier rumor de la verdad con una excusa fatal: debía escribir los que mis jefes
querían que escribiera. Lo que yo no puedo es mentir con relumbrante mecánica como si fuese
una víbora que se arrastra dentro de una jaula llena de pollos vivos. Si te arrastras hasta donde
los otros quieran, y siempre bajo ciertas leyes y reglas, podrás saborear uno de esos pollos, y
quizás uno de los más gordos. Yo aprendí a mentir de otra manera, no iba regodear con
morbosidad esa escalera detrás de lo verdadero: una escalera sin extensión, y a la que, bien
dicho por Bonaparte alguna vez (¿o por Celan?), debía quemar para saber que ya no había
regreso.
Qué sería La Habana para mí si no una cacería a geishas apostadas como espías en los
talleres literarios, un bojeo por las calaveras de mañosos escritores nacionales, vestidos con
75
pringoso patriotismo y emergiendo, siempre a flote, como boyas eternas. La Habana era el
lugar donde los escritores se creían poderosos y los poderosos, a la misma vez, se creían
entonces escritores.
La Habana me invitaba a los excesos. Estaba condenado a usarla, era una aldea más, otra
aldea en mi camino. Soy de resoluciones firmes, es probable que ni siguiera pueda declarar lo
contrario. La Habana era una aldea mayor, que conste, y yo llegaba de un pueblo sin
cosmología, desierto y empalagoso, inventado por mí mismo en algunas fotos que algún día
buscaré y mostraré como trofeos de caza. Era mayo, y siempre que es mayo estoy triste, a
veces llueve, ni puedo asociar esas coincidencias, son un término de igualdad que no busco,
me gusta entrar a la llovizna, perderme en ella, es una pobre imagen, se acerca y no la rebato.
Teresiano sacudió mi buhardilla de Lawton, ofertas sobran, dijo, esta Habana le pasa la
cuenta a los que se quedan dormidos. Enumeró suntuosas ofertas y no me cautivaron. Parece
que yo y La Habana no nos llevaremos bien, le aseguré a Teresiano, quizás porque ya sabía que
nunca me iba a llevar bien con ningún lugar. Allá lejos, mi madre me creería un hombre de éxito
sólo porque alquilaba un cuartucho en La Ciudad, porque alquilaba unos sueños, jamás
cumplidos, víctima yo de un delirio materno que sumergía mi suerte a un fango seco y oscuro,
como mi vida. Mi madre siempre en el relleno de mis elecciones, equivocándose por mí, en el
periodismo, en las novias ideales, hasta en los libros que debía leer, nunca soporté, gracias a
ella, al cine cubano de cualquier época, es el mismo, me decía, ni a pintores sin luz, como definía
a algunos expresionistas.
Ya no era mayo y yo vivía de lo que mis padres me mandaban, no mucho, tumbado en una
cama, tambaleándome entre el estrépito de calles que no me llevaban a sitio alguno, que no me
76
hacían encontrar; enfermo, decrépito, anulado, casi virgen de todo, mortalmente cobarde para
arriesgarme a los entresijos que Teresiano situaba en mi mano, no ya como supervida, sino como
socorro, adherido a las ganas de escoger el primer tren a la vista y regresar a mi aldea menor, a
los brazos de mi madre, a la izquierda o a la derecha de mi padre, a Arlene, puta fragante ella.
Pero resistiría. ¿Cómo? Buscando adaptación, me iría a visitar los recovecos literarios, cafés
que ni sus huesos servirían para un buen caldo de una literatura patria que cocinaba a Heredia y
a Gastón Baquero, a Eliseo Diego y a Virgilio Piñera, mejunje del que, con frecuencia, me
hartaba en mi cuartucho de aldea con olor a arbotantes destierros. Sin ansias de amilanarme,
intenté, primero, pasar inadvertido, luego cambié estrategias: yo era uno de esos bufones oidores
que aplaudían con éxtasis tamañas arrogancias de lectores del reino del aburrimiento, o era el
que invadía esos lugares con novelitas o poemarios sin usar por ellos y que una Arlene
prostibularia arrancó de manos extranjeras para mí. Y qué iba a hacer, si ni siquiera alguien me
firmaba uno de sus libros, y ni el peor de la manada, ni el último en llegar conocía mi nombre
facilidad, en una extraviada en la biblioteca de Luyanó o una gordita que en Coppelia me había
––Estoy dándole vueltas a una historia, una historia que seduce si te imaginas dentro de
ella, como un personaje que inventaron para ti ––me dice con una comprensible lascivia
Teresiano––. Hay que ponerse a elegir porque si eso resulta hay que pagar bastante, y puede ser
77
––Sin apuros, muchacho. Aquí jamás habrá cosas claras, tendrás que darle, si puedes,
resplandor y brillo. Y un periodista sin trabajo como tú no debería ser excesivamente exquisito.
Caminaba yo de un lugar a otro de ese Lawton arrastrado hacia el este, entraba a las cantinas
cantina me bebía todo el ron del mundo, me amistaba con los peores borrachos de La Habana,
Idee cargar bultos con queso y carne prohibida de mi aldea a esta aldea, con riesgos
incluidos, y me acordé de Babel, Isaac Babel, autor del extraordinario relato “La sal”, traficante
por toda Odesa, no capturado jamás en el hecho, no prisionero, aunque fusilado después por
menudencias de otra índole. Muchos lo hacían, sorteaban los anillos policiales y entraban
triunfales a La Habana con la carga de cosas prohibidas por el gobierno. A muchos atrapaban
también.
Por terrible que fuera, yo tenía una vida, tenía unas encrucijadas que discernir, tenía un
cuerpo (los pedazos flotantes de un cuerpo, unidos, reintegrados en unas volutas de carne y
hablo de la Loynaz.
78
––¿La Loynaz? ––le exclamé confuso, suspendiendo al aire mi perplejidad ante lo que
falacia, la estafa convertida en noticia boom entre los estudiantes de la Universidad. El tiempo
me devolvía el golpe bajo. Teresiano había encontrado la manera de que yo llegara a Dulce
María Loynaz, pero de qué y para qué me serviría. Esas ideas me perturbaron en unos segundos,
me aceleraron la sangre. Ella era una especie de muñeca prohibida, un juguete muy complicado.
Apenas podía hablar, y yo la admiraba, que conste, pero no siempre lo que se admira puede
ayudarnos.
contaminó con la basura de estos tiempos. Es lo más productivo que se puede hallar para un
periodista incipiente. No hay que ser carroñero para querer buscarla. Tienes una entrevista, un
aparentar lo que no eres, búscate al menos ropa adecuada, rasúrate, báñate con colonias. Yo le
––¿Y si no acepto, y si esa anciana me importa tanto como un juego de hockey en la luna?
––¿Un juego de hockey en la luna? Sabes algo, detesto a los estúpidos, pero aborrezco
crees que sucederá. Los pesimistas son peores que los estúpidos, porque estos por lo menos
79
––Me molesta oírte insistir e insistir sobre la estupidez.
––Prefiero que te defiendas, que no seas inofensivo, quiero que saques tus garras, las afiles
y ataques, como estoy de tu lado te hablo así. No has saboreado aún la crueldad de un mundo
que no perdona a los inocentes y mucho menos a quienes no atacan a los inocentes.
––¿Mi mundo? Qué jodido estás. Ya estaba aquí cuando yo llegué. Ya estaba cuando tú
––Una filosofía venenosa y trágica, pero no dudo que real. La misma de mi padre. Puedes
––¿De los vencedores? Dirás de los que creen que pueden vencer porque suponen que hacen
lo correcto. ¿Sabes lo que es lo correcto para ustedes, y lo sé por mi padre? Lo correcto es ese
punto en que ustedes perciben superioridad, que están, o suponen que están, unos grados encima
de los otros.
––Es duro que lo admitas, pero esa filosofía es la de todos e incluso la tuya. No has dicho
nada original. Tampoco me importa tu manera de vencer, es tu manera de vencer. Ahora, si vas
a intentar con la mía debes intentarlo. Te aclaro que si te decides por la entrevista hay que pagar.
Es un negocio, todo en esta ciudad es negocio, todo se vende, todo se compra, y si crees que
podrás hablar con Dulce María Loynaz gratis estás soñando, hay que pagar. ¿Sabes cuánto? Un
dineral, un dineral para ti, para otros es saliva, pero para ti es bastante dinero. Doscientos dólares.
Escoges: o te adaptas a una vida en tiempos difíciles o te retiras como un anacoreta para algún
pueblo perdido.
80
No me imaginaba un acceso a la casona donde vivía la reina de las poetisas, y eso era mucho
mejor, y peor, que una provocación a algo que no podía estar sino en la sorpresa y el pánico.
Doscientos dólares y es tuya, bromeó Teresiano, y ahí mismo equilibré aventuras al esconderme
en los trenes, como un Babel de estos tiempos, y los policías persiguiéndome como igual
Voy a hablar con Dulce María, le escribí a mi madre, a mis amigos del pueblo, a las ex
novias (para que todas lo rumoraran ante Arlene), a los antiguos colegas, hundidos en un
periodicucho semanal, turbio, y al que si exprimían sus hojas sacaban azúcar o caña. Voy a
hablar con la mujer más famosa de Cuba. Me costaría unas cuantas libras prohibidas, y una
cantidad de horas en sus libros. Quise unir los polos, enmascararlos a uno y otro lado del
laberinto de mi historia. Tracé una estrategia, pero a la larga seguía siendo el mismo hombre sin
entrevista me vagaría doblemente anónimo. Pero era Dulce María Loynaz, la egregia dama, la
amiga y confidente de tantas y renombradas figuras literarias del idioma, la hija del general
Loynaz del Castillo, y una palabra de ella confabularía en el triunfo de cualquiera. Esperé la
señal de Teresiano. Tenía que llamar por teléfono y concertar la cita. En poco más de una semana
había vuelto a leer todo lo publicado por la Loynaz: desde los escuálidos poemas de amor hasta
En esos días, el resonar de la lluvia me hizo acordarme que afuera de mi cuartucho estaba
La Habana, una ciudad que podía inclinarse ante mí y obedecerme. Ya escapaba mayo y mi
tristeza se disipaba como el charco que va resumiéndose en algún sitio bajo el sol. Y ahí estaba
yo, peldaño a peldaño, calle a calle del Vedado, en busca de la mansión perdida, de extravíos
81
que intentaba comprender, con un cosquilleo adentro, mortalmente solo, sin saber cómo hablar,
qué preguntar, si al final pudieran servirme estos desmanes, estos dólares de aventura y
desventura, conmigo traía una rusa grabadora (de los tiempos de Babel, creo), mi único e infeliz
libro publicado, un tono de temblor obsceno (la frase es exacta, porque retrata mi cólera
morbosa, mi sentido de ver una infección de deshonra en cada una de mis acciones, herencia
paterna, tal vez, o un trozo de mi madre, el átomo de cordura para un gen creativo que no paraliza
ideales y los mezcla con pasión fría), unos ojos imaginarios que pueden moverse hacia un
espacio de aturdimiento.
Ahí dos ángulos de mi imagen. Soy yo quien hunde un dedo en el botón gris, el que se
atemoriza ante la retahíla de perros que se abalanzan sobre el portón de entrada, locos por
indagar, quién eres tú que revoloteas apesadumbrado como un perro más, quién eres tú peregrino
sin gozo, hinchado por la locura, vándalo de ningún lugar, mártir de roedores literarios, a los
que no les vas a convenir jamás, último en la escala, ampuloso borracho de excrementos, quién
eres tú criminal deplorable. Quietos, silabeó el yo que pudo hacerlo. Al minuto se acercó
Bárbara. Así me dijo llamarse, ¿y usted? Bárbara era una expulsión del jardín de la Loynaz,
mujer deliciosa para mis ojos, lejana para este emigrado de todos los sitios, tal vez la reconocía
––Soy el que debe hablar con ella ––dije ella con timidez, lo dije y miré sus ojos: ellos se
––Son muchos ––me significó mientras acariciaba a uno de los perros que aún gruñía.
Siempre me llevé bien con estos animales, mi fidelidad a ellos es alucinante, mi historia es la
historia de algunos perros y todo lo que ellos significaron para mi historia, pero estos eran los
82
perros de Dulce María Loynaz, sangre de burgueses ellos, costeados con premios en España,
bañados con los mejores jabones de Warlt-Mart, pulcramente olorosos a La Habana limpia, con
Creí que los contactos eran fuertes y que la falsedad del preámbulo fuese una rutina fugaz.
Bárbara abrió cuando menos yo lo esperaba, y la seguí por el pasillo hasta un sillón del portal.
––Espere hasta que le avise, vamos a concertar un programa, un orden ––me impuso, como
en una recitación del más perfecto desánimo, empujaba las palabras como una de las chicas
resplandecientes de Scola: yo lo traducía, más o menos, con lo siguiente: algo así como estoy
descortezada, no voy a ensalzarte, eres un desecho, esto será una rutina, no te creas muchas
cosas, no le sacarás beneficio a una simple entrevista con alguien a quien sólo le interesa hablar
Decirme eso hubiera sido preferible a que se ausentara por dos horas y más, que fue lo que
hizo, sin retarme a una explicación, por huidiza o convencional que fuese. Cuando se iba miré
la mancha verde que eran sus ojos y no pude pensar en una extraviada en la biblioteca, o en una
gorda de Coppelia o en escritorzuelas de cuentos y novelas light. Pero Bárbara pertenecía a una
realidad imposible de aseverar, diminuta ante el aburrimiento de mis provocaciones y sin otra
aptitud que sustraerse a lo que en esa casa pudiera ser. Por su juventud no le asocio un parentesco
cercano con la Loynaz. Quizá estuviese empleada como asistente de la poetisa. Hay unos
cuadros que la asoman desnuda, cavernosa, la mujer todas las mujeres, una bandera de carne,
magnánimo sexo, senos con hambre, muslos que devoran a mis ojos, ellos a mis ojos, aclaro, no
al revés, ella es un bolso de pubis, una túnica de vulva, esa vagina abierta por la cremallera con
el falo de un dragón arrinconado ante San Jorge, o ante mí, el rostro que no se ve, o que no se
83
distingue: un hombre cualquiera. Es lo que me hacía falta, engañarme con apariciones, como si
grabadora, la fuente dormida, los arbustos atrabiliarios y comidos por la hierba de los canteros.
Adentro se escucha a Debussy. Conviene imaginar que se escapa el sonido y, con argéntea
Callas, que son los dilectos de Dulce María. Y prefiero un rock ácido, que es el pobre dilecto de
ninguno. Bárbara me trajo una taza de té, amargo para mi gusto, contrastaba con la transparencia
de sus ojos.
––Cuándo ––le hice saber después de agradecer el té. Pero mi voz la había obligado a una
ilustración de los hechos, al silencio, al percutir, interno e intenso, de una superstición dolorosa
y rápida. Cuándo. Podía haberla halagado, hacerle suponer que venía de una de las dríadas de
negocio y el negocio me cuesta doscientos verdes, y una tribulación por los trenes de Cuba,
condenado a muerte por unos policías que nunca iban a entender que yo me arriesgaba realmente
por amor al arte, o a la poesía, o en realidad, a lo que yo le podría sacar a ella, no mucho.
Bárbara habló:
que no ha venido para hurgar en obras o resonancias de escritura, pero lleva dos horas intentando
que ella defina cuáles fueron sus preferencias sexuales. Mañana dos portugueses, periodistas,
gacetilleros más bien, que husmearán en lo que ella no quiere, le pondrán más hierba a la casa,
84
más dolor a los perros, más soledad a todo. Pasado, una cita con académicos de cualquier lugar,
Yo necesitaba saber quién se guardaba mis (los que habían sido) doscientos dólares, si esta
Bárbara era una intermediaria en un negocio de circo: pasen para que vean a la mujer fantasma,
por sólo doscientos de la moneda del enemigo usted tendrá la única oportunidad de saborear
––Hoy ella está deliciosa pero compungida. Siempre temo por esos estados de la
ambigüedad: ni yo puedo saber quién ni qué la posee ––Bárbara habló como si aullara ante el
Ya no estaban uncidos los cuadros a ella, o sea, ya no había cuadros de cuerpos desnudos,
sino paredes vacías, lugares en blanco. Mi imaginación pudiera haber trastocado lo otro, mi
––Una semana ––dijo––. Me llamarás el día antes, en dos horas le buscarás opiniones que
no le compliquen su imagen, ¿me entiendes?, nada de revolverle los recuerdos ni buscarle filo a
rencillas de antes, ni juzgar a su padre, ni enredarla con grupos literarios, ni mencionar a sus
hermanos, ni a sus dos maridos, y si los mencionas es como una referencia remota, ni
chisporrotear sobre Lorca, Juan Ramón Jiménez, María Villar Buceta, Gabriela Mistral, lo que
hace todo el mundo, ni averiguar si le gustaban más las mujeres que los hombres.
85
––Son condiciones, y más que eso, son advertencias. Siempre que sea la verdad y usted lo
diga así, no me importa más, puede publicarlo en el Washington Post o en la luna, esa es su
ventaja.
O no. Pero debía aceptar. Y me acompañó hasta la puerta, y los perros ladraron otra vez, y
otra vez estuve en la calle y no pude despedirme porque sin darme cuenta ya habría desaparecido
al interior de la casa, y otra vez volví a ser el que yo había sido casi siempre: un hombre triste,
un hombre invisible.
En una semana podía urdir la trama de negocios fecundos, un viaje a mi pueblo, aunque los
viajes, en este país y en estos tiempos, sonasen como deliciosas metáforas, rancias elipsis, y
hábil será no colegir cómo pude, en un par de días, seiscientos kilómetros atrás, abrazar a mi
madre, decirle y qué a mi padre, un apretón de manos después, ¿ya acertaste el rumbo?, estoy
cansado, les dije, que era una forma de suprimirles mi calvario de peregrinaje. Mi madre intentó
––Dicen que es como una bruja, que en su casa viven un montón de muertos, cuídate niño,
Luego me dibujó una sacudida espléndida de los demonios: Dulce María era una especie
de hechicera malvada, con una raquítica idea del mundo que estaba fuera de su casa, una especie
atolladero total (la razón de ello está o debe estar sustentada en mi decisión de ser diferente, de
86
no pagar sus mismas culpas), mamá sería la portavoz de mis actos, vendrían, con pretextos
cínicos a conversar, para luego, tras un giro oportunista, preguntar y cómo le va.
––Tienes que agradecérselo a Teresiano ––papá buscó una botella y brindó por el rey––. Él
me la debe, ¿sabes?, el rey me debe una, y hay que cobrar los favores aunque sea al mismo rey
Mamá se apareció allí, estaba más arrugada que siempre, menos ceremonial, olvidada por
la trascendencia, demasiado común para la vida moderna, demasiado simple para una ciudad,
pero era mi madre, yo era su aborto, su único e intranscendental aborto. Así que la dejé actuar
para un público de privilegio: su hijo. Me aliñó a Arlene: está divorciada y pregunta por ti. Y
Esa era mi costumbre, para parecerme a mamá nada tan eficiente como una imitación a
Y además, me obligaba a desterrar a Arlene, una benéfica actitud para hombre nuevo en
¿Hermosa?, ¿de buena familia?, ¿cómo la conociste?, ¿no tiene escrúpulos con los artistas?
Como vivimos cerca del mar, voy hasta la ventana y lo miro. Que sea un pueblo de mar no
lo hace un pueblo agradable, alegre, ni siquiera, por esa razón es un pueblo poético. Hay otros
pueblos que sí, el mío no. Yo no creo que el mar haya sido un aliado de buenaventura para mi
87
aldea. Para lo único que sirve el mar es para ponernos tristes cada cierto tiempo, y para olerlo.
Cuando lo hueles respiras el aire que viene de todas las partes del mundo.
Lo huelo. Huelo a mamá. Me huelo a mí mismo. Tres fragancias en un mismo olor. Como
una peste.
Mamá:
Ya que insistes, te contaré cómo conocí a Dulce María Loynaz, cómo fue mi encuentro con
ella.
Ya te describí anteriormente la casa, los perros, el gran jardín, y ahora imagíname adentro.
No esperes nada espectacular, expulso palabras, frases, y todo busca un lugar, el lugar donde
he plantado mis insignificancias. Esta carta no está escrita para quien sepa que existe la
Cada paso allí me ponía a prueba, extranjero yo en aquella tierra de trascendencia, temía
no preguntar esto, no abundar mucho de esto otro. No daré, contigo, volteretas por lo indebido,
me entiendes o no me entiendes, estos son tiempos en los que las elecciones son cerradas, o una
cosa o la otra, bien fácil de resolver. La cuestión es que no podía descarrilarme hacia asuntos
como la vida personal de la Loynaz, opiniones políticas, criterios literarios que pudieran dolerle
a altas figuras. Siempre hay gente que se aprovecha de esto para vender, rebosan, devoran
intimidades y luego arman un escándalo, eso es frecuente en este mundo, y a mí, honestamente,
me parece repugnante. En mis condiciones y con mi carácter era insensato creer que yo tuviese
una forma de aprovechar un centímetro de esto, pero la asistente de la poetiza no podía saberlo.
88
Ya era el día, mi primer nuevo día de mi primera nueva vida. Pasaba ante los cuadros de
la pared, sus personajes, que reían en el paisaje de un pobre hombre de jeans astrosos, casi sin
afeitar, casi exaltado, con un rumor de entrevista adentro, las palabras preliminares y la
asistente que me recuerda lo que ya me ha aclarado varias veces. Olí profundamente, porque
el olor de una casa así es inevitable, te asalta, te acorrala. El olor a libros guardados (un
Fui hasta ella. Mirarla me puso triste, y si no exalté mi conmoción fue porque creo en la
dureza y mezquindad de los sentimientos. No en los míos, te aclaro, sino en los que uno puede
usar como máscara o como muro. Nunca fui tan sensible (o puede ser que sí lo sea, y lo que
diga intente esconder lo otro, tú, que me conoces mejor que nadie, negarás o admitirás en este
segundo. Ella era una magra abstracción (se me ocurría nombrar la palabra surrealista, una
pintura surrealista, tal vez Einner, un pintor chorreante y ambiguo, y el cuadro, estropeado por
mi recuerdo de él, muestra a una mujer muy delgada, un hilo de mujer, encorvada y frágil, la
cabeza reducida a un punto, un punto en el que terminaban todas las líneas, no sé por qué
siempre creí que esta pintura también estaba muy familiarizada con el Dadaísmo).
Su asistente había hecho, con austeridad, las presentaciones. Yo ante el monstre sacré. Yo,
el minúsculo, ante una mujer que era, se le consideraba así, el prototipo, o más bien, el
arquetipo, del maestro, o de la maestra, o mejor, del Maestro. La anciana estaba hundida en el
sillón, y bajo la bata blanca, bordada por los coágulos de flores incipientes, quedaba el cuerpo
esquelético de la gran mujer. Odiaba los mediodías. Fue lo primero que me dijo. Y yo puse a
andar mi mecanismo al asentir, siempre que excluyera a este. Ametrallé las palabras con un
89
entusiasmo compungido a las cartas del triunfo. Este, en el que hablo con la gloria. Creo que
Me habló de poesía, más bien, de maldiciones poéticas, sin tener causa en nuestro
mejor yo estaba más cercano a la primera opción, dado siempre a criticar a cualquiera que
estuviese en un bando diferente al mío, a cualquiera que tuviera un poco más de poder, o a los
que triunfaban miserablemente y sin mucho talento. Pero debía acatar con sumisión los
prendida desde el primer momento, podía, de ese modo, promover esa Loynaz cubierta por
demonios, como una araña a la embestida, privilegio que desplazaba a la recua de infantiles
entrevistas hechas a la autora de “Poemas sin nombre”, mostrando ahora la periferia de una
criatura en exorcismo puro, atravesada por la fascinación de dar testimonio a ascos escondidos,
una fiebre de fama al minuto, y nos conminó a recorrer puntos en común, él es poeta, anunció
su eco, corregida por perversiones que me sacudían y que me acercaban las desesperanzas.
Escondí la estulta edición de mi libro en el fondo de mi bolso antes que ella concibiese una
peregrinación por mis pobres poemas. ¿Yo era un kamikaze allí? Lo era, no es difícil admitirlo.
Está bien que ella lanzara un torbellino de odio contra poetas que flotaban en aguas pútridas,
pero no estaba bien que agrediera a un aprendiz como yo. Me dijo que odiaba la poesía
contemporánea, es espantosa, confesó con una mueca zumbona. Preferí el silencio a la mentira
90
calle, una calle incrustada en un lenguaje, palabras malolientes, exhalaba mi invalidez como
síntoma de lástima, era un mísero perdedor, un traficante bilioso, un mártir anónimo. Podía
soportar cosas peores, mi libro fue ignorado, ni siquiera tú lo leíste, mamá, un librito más, un
tomo aciago, era una almibarada poesía cerebral, sentenció un mezquino, y mi cabeza se había
Yo también la odio, le dije. Estoy dispuesto, no sólo a aseverarlo continuamente, sino a dar
mi prueba de fe arrojando mi propio libro a la hoguera de los excluidos. Valdría la pena arder
en la locura del arte, y para eso prepararía un atuendo heroico: me cubriría con un par de
cuadros de Max Ernst, uno de Jean Fouquet, todos los de Savoldo, uno de Reynolds, uno de
Robert Indiana, los poemas de Hart Crane y Pound, algo más, y goo bye.
No puedo odiar más cosas porque estoy demasiado distante de ellas. Así pasarán a la
eternidad, sin mi odio, y eso importará menos que recordarlas. La voz, entrecortada y, a ratos,
afligida, se iba envolviendo en la niebla de aquel salón, al que me iba a apostar como un
espectro donde fulguraban los gritos de iluminación y estruendo de la anciana. ¿Estaba ciega
mercenario con bandera, que es el peor tipo de mercenario. Estaba fingiendo ser un hombre de
paz, de poesía, pero por dentro aullaba un ente maligno que me pedía impúdicas batallas. Si
ella aprisionaba en su furia a Corneille, yo la emprendía contra Racine, que era una forma de
arremeter a alguien similar, de igual época, alimentados por corrientes literarias afines. Ella
odiaba a Moliére, yo a Marivaux. Ella reprendía a Byron, yo a Keats (aunque las tripas se me
retorcieran con el tamaño de mi falsedad). Dulce María le aguaba el camino a las “Baladas
91
francesas”, de Paul Fort, yo lo hacía con las “Baladas líricas”, de Coleridge y Wordsworth,
con las baladas sentimentalonas de Walter Scott, o con las “Baladas irlandesas”, de Thomas
batallón de hábil rencor, echando yo leña al fuego de Dulce María. La asistente estaba mareada
por tantas coincidencias de juicios, pero alerta por si yo me atrevía a sobrepasar escabrosos
lindes.
Léame algo de lo suyo, me sugirió, y presumí que había llegado el momento y la manera
en que yo pagaría mi desordenado sueldo de mercenario, sentí el ladrido de los perros, y una
No, preferí decirle, casi en secreto, como si acomodara la fragilidad del término a una
jarra que pudiera desbordarse. Apreté en el bolso al libro que, como yo, debía estar temblando.
––No traigo encima un poema, siempre soy precavido ––le dije, sin imaginar que ella
sonreiría.
––No le gusta que la contradigan ––se acercó a mi oído, un aspecto de apacibilidad, por
––Ha sonreído ––le dije. Y quizás eso era parte de mi indecencia: hacer que ella sonriera,
lograr que eso aconteciera en una mujer triste, en una poetiza tan lúgubre.
––¿Quién te crees, eh? Has lanzado a la tumba todo lo que huela a poesía, todos tienen
defectos para ti, a todos excluyes. Estoy impresionada por tu fanfarronería. Y resulta que eres
Las cosas comenzaban a ser más duras, lo supe mientras escuchaba a su asistente
descargándome su rabia: y por qué, yo sólo balbuceaba y caía en el mismo juego de la escritora.
92
––Quieres subir las escaleras demasiado rápido ––pero cuando me dijo eso no me pude
contener (Dulce María estaba atenta a todo, o tal vez su vista perspicaz sólo fuese un refugio al
––Vine a hablar, por más que quieras lo contrario. Pagué caro para ello, al menos para
mí es bastante difícil reunir tanto dinero, sin explicarte en qué condiciones me gané ese dinero,
y ahora resulta que quien se guarda eso, o una buena parte de eso, no admite que yo haga
sonreír a una mujer o que pueda tener criterios sobre lo único en que puedo tener criterios.
––Nunca se ha vociferado en esta casa, y tampoco soporto que menciones o quieras sugerir
Y ni siquiera me llevó hasta el portón de salida, me lo indicó con un gesto, los perros no se
asistente.
Hasta aquí, mamá, mi desafortunado encuentro con Dulce María Loynaz, todo se esfumó
fin mi desventura es para que confirmes lo que ya sabes hace mucho tiempo sobre mí.
Cuéntaselo a papá, a tus amistades, a todo el pueblo si te parece, me importa bien poco. Lo
mejor es que no me avergüenzo de ello, aunque podía ser lo peor. Por ahora no puedo definir
Llueve en La Habana, las calles están encharcadas, y hace un poco de frío. Esos
acontecimientos refuerzan mi tristeza, pero no quiero que te preocupes, ya buscaré una forma
de salir adelante.
93
A mi madre también le miento: no creo que pueda encontrar la forma de salir adelante. Me
intrigan las ilusiones, tal vez porque mis actos transcurren en ese punto en que todo se sueña, no
hay otro universo que el idílico: una ventana por la que se mira y sólo se ve una luz, o varias
luces. Y aunque soy un artista, no puedo sacar la cabeza y ya. Al menos no me reconocería como
––Energía, necesitas energía, pero primero tienes que bajarte de la alfombra ––tanteó mi
cólera, era Teresiano, daba una vuelta para ver cómo iba el negocio. Y le sorprendía el chasco,
porque el engranaje, según él, estaba magnífico––. Mucho dinero para tan pocas nueces. Qué se
puede hacer, o comenzar de nuevo, o esperar. Por lo pronto hay que levantarse, y levantarse con
ánimo.
Estaba hasta el tuétano de eso, los mismos discursos de papá. Sugirió las probabilidades de
otro empleo, La Habana era escurridiza, y comenzó a proponerme colocaciones para sobrevivir.
condenas diarias. No hay diálogo, estoy indefenso, he perdido. Por primera vez mi padre gana.
––No te lo había dicho para no herirte, y por aprecio, en poco tiempo me he dado cuenta de
que eres el retrato de tu padre, con menos agresividad, claro, pero con la misma nube en los ojos.
Así comenzó él, después se transformó. No puedes esperar que del cielo caiga otra cosa que no
sea lluvia, al menos en el cielo que yo conozco, que es el de La Habana, en otros cielos no sé.
esconderme en los fracasos. Orgullo de hierro. O de necio. Lo que yo necesitaba era protegerme
94
de mis sueños, ellos terminaban por dominarme siempre. Me acorralaban y más tarde me
obligaban a vivir asfixiado y distraído. O distraído y asfixiado. La culpa era de mis sueños. Por
A los pocos minutos él le daba una vuelta a los ejes. No tienes remedio, había dicho
Teresiano, según él, el mundo se dividía en los que tienen voluntad y en los que tienen dinero.
Pero yo era un caso excepcional, mis síntomas pertenecían a otro grupo: los que no tienen ni
dinero ni voluntad.
Yo estaba restringido por una genealogía: pertenecía a mis padres, o sea, mis defectos eran
hijos de ellos.
––No tienes arte para triunfar ––resumió Teresiano, y me dolió la parálisis de su honestidad.
Yo no era una catástrofe, siempre los había peor. Pululaban y echaban raíces, estaba a la
uno cada veinte o veinticinco años, y no uno constante y sonante ––y resumía el proceso como
––¿No estoy obligado, eso crees? A pesar de todo, eres auténtico. Aunque ser auténtico
suena como un fastidio en estos tiempos. Y te anuncio algo, vamos a tener que insistir con lo de
antes.
––¿Con lo de antes?
95
––Con la anciana, hombre. Tiene que haber una garantía, como cuando compras algo y te
lo aseguran por seis meses o un año, en esto tiene que pasar parecido, si pagaste doscientos
dólares por una entrevista que jamás hiciste, alguien debe reparar este asunto: o el dinero, o la
anciana. Quiero decir, o te devuelven el dinero, una parte, no sé, o vuelves a la casa.
que están por arriba, es decir, el mundo entero, y yo no iba a volver a un lugar donde me
expulsaron como a un parásito, se lo dije. Pensé en que estaba pagando las deudas con mi abuela,
––Sabes para qué sirve el orgullo, hijo de tu padre, para pelar naranjas, para tener el cutis
bello y asomarlo a un espejo. Los hombres con orgullo son barridos, y busca las cifras, quienes
se van delante no son los cazamoscas. Para vivir se necesita más ferocidad, pero si hay que
Me vi de regreso en casa. Arrojado a los leones del pueblo, merodeando tras Arlene.
Condenado a ser, eternamente, periodista de un periódico sin noticias, autor cordero, poeta de
Teresiano me ha dejado sólo con mis escrúpulos, hizo coordinaciones, ajustó garantías,
contrabandista en aguas poco profundas. Ahora soy quien toca el botón gris. Traigo conmigo el
espíritu de un expulsado, que es una manera de creer que ando en buena compañía y como un
hombre decidido a no dejarse vencer. Traigo antídotos contra Bárbara: sus ojos pueden ser una
nube sombreada por aguas biliosas, disloco esa imagen en un plano perdido: el de las pesadillas.
Sueño que comienzo a hundirme. Me hundo. Soy un escritor que se hunde. O un escritor que no
96
escribe. O al revés. Pronto estaré muerto. Comprobarlo es menos difícil que serlo. Eso dice mi
de su caballo. El caballo en un tropel interminable. Estoy frente a la Loynaz. Estamos solos, ella
habla, yo simulo escucharla, arropado por una premonición: no debía estar allí, no debía
ponerme de rodillas ante una vieja escuálida e insolente, no debí traspasar la puerta a un mundo
infinitamente distinto del mío. Esta casa no existe. Ella se atreve a decirlo mientras hojea las
páginas roídas de una Carteles. Calle Amistad, sin fotos incluidas, pero distanciada del futuro
por la ternura de la sobremesa. El padre bebe sin un gramo de juicio. Estará aplastado y todos lo
miran en el desorden de una publicidad que va más allá de postales y alucinados pósters. Los
niños miran a quienes van por Galiano a San Rafael y Neptuno. Enrique va hacia el caballo de
madera, un simple simulacro del nebuloso coronel Panchito Gómez, demasiado aterido a la
hemorragia de heroísmo, que yo sé, cabe en la comunidad de infantes. Flor sube y baja las
escaleras de los dos pisos: el juego consiste en probar que estará en el mismo lugar a la misma
vez. Cada vez se acerca más a su objetivo, cada vez es más generosa con la parafernalia de la
filosofía que no la lleva a entender los extremos. Carlos Manuel, glamoroso e inofensivo, asoma
su cara a un núbil espejo. Se ve compulsado a elegir entre los rostros, que en cada ocasión, mira
y descubre en su rostro. Quién soy, dice al cristal, con hálito ambiguo y una amabilidad dispuesta
a esfumarse en su sangre. Dulce María escucha música. En el piano estará la señorita Bermúdez.
Toca arias de Wagner, una apoteosis de El trovador, de Verdi, o las sonatas de un negrito del
inframundo que llaman Brindis de Salas. En la calle, afuera, hay siempre otra música: el bullicio
97
de los limpiabotas que corrompen el alma con esas rumbas fatuas y maléficas, venidas del África
El hombre que yo amo nunca viene, dirá la mujer en una descarga de dolor a los hijos. Cose
las piltrafas de telas, raras composiciones de tejidos que no significan sino objetos extraviados
en las líneas y el color. Ocurre, me dice ella, una insidiosa infidelidad. La niña se da cuenta que
el dedo apunta al vacío y, entonces, va a buscarlo. No es fácil. Tendrá que atravesar el boulevard
de tiendas que venden el pánico y el milenio en San Rafael, sortear a los vendedores de minucias
que la asaltan y, sin disyuntivas, la obligan a comprar. Ni siquiera sabe para qué sirve el dinero
o si el dinero puede servirle para algo. Ha visto lo que no debía ver. Su padre, a unos metros,
besa a una mujer. A una de aquellas muchachas que junto a sus hermanos identificaban por sus
atuendos exuberantes o por andar de horchatas en los autos que se perdían rumbo al malecón.
Mi padre es un importante hombre en este gobierno, un general, que es casi lo mismo, aunque
la historia arrecie y nos diga que él se justificará diciendo que no es lo que la niña se imagina
sino un ritornelo de la angustia que sólo ha podido naufragar de este modo. Nunca me creerán
mis hermanos. Fantaseas, repite cada uno, como si no vieran el derrumbe que es nuestra madre
Mi padre terminó con esa muchacha embarazada. Era casi una niña. Estoy dispuesta a
asumir una verdad que es tan racional como a lo que ella nos dejó reducidos. Ya bastante tuve
con verlo perderse. Lo extrañamos, pero dando cuenta que teníamos frente a él la ventaja del
futuro. Los fines de semana, cuando nos visitaba, prefería leernos décimas de Ramón Roa,
versos manipulados por una sociología patriotera. Mi padre estaba demasiado urbanizado con
su realidad que nunca nos asombró que se lanzara al mar en una balsa. Nos escribió al mes,
98
desde Nueva York, y para no angustiarnos, decía que nos imaginaba esperando algo de él. La
próxima carta guardaba cien dólares que mi madre rompió en varios pedazos. Por fin desistió de
seguir mandándonos dinero. Sus grados le sirvieron como patrimonio de guerra, mientras, la
señora Mercedes Muñoz Sañudo, mi madre, se encerró en los óbices de las telas que dibujaba,
sin aliento quizá, pero con una desgraciada obstinación por hallar una luz en la oscuridad de su
paisaje. A veces tocaba el piano. La oía confundir el sonido de alguna ópera en las teclas.
Habla de la tristeza pero sonríe. Por muchas razones mis preguntas no significarán sino el
vacío que soy, el silencio que sólo se sostiene sobre las palabras de ella.
Bárbara interrumpe para hablar de un homenaje que quieren hacerle en Pinar del Río. Para
eso sonaba el teléfono hace un rato. De la única manera es que traigan a Pinar del Río para acá.
Nos dice con seriedad fotográfica y acaricia a uno de los perros que olfatea bajo el sillón. Viste
con una agresividad divertida y preferible. Su vestido es negro; lo cruzan líneas grises, blancas,
a cuadros, interrumpidas por los óvalos de las flores que apuntalan, con la impertinencia de un
dibujo de Cézanne.
Esta casa es como una isla, le digo a Bárbara, y me invita a recorrerla, con gusto, y firmo la
nombres prometidos. Desde el Salón Francés hasta el Colonial, el comedor, la antesala, los
bustos enflaquecidos de Antonio Maceo y Félix Varela. Bárbara y yo frente a vitrinas y torres
de porcelana, ante las endechas de pájaros que sostienen el ramaje próvido de los árboles de
Minerva sobre los muros de mármol de Carrara, los vitrales, adornados con el detalle, casi
angelical, del David, de Brueghel, las esculturas: composiciones sensuales de una muchacha con
99
pértiga y palomas y una ninfa fantasmada en las provocaciones de la piedra ante el cuerpo.
Imagina, Bárbara, que soy yo, y debo llamar a la puerta cuando la lluvia se interpone entre
nosotros. Imagíname tocando el piano del Gran Salón o implorar de rodillas ante el retrato de
Juan Ramón Jiménez, para que nos salven los descubrimientos, y no existan los que nos ignoran,
quienes nos ocultan, los trajes de bendición o maldición, ni más bejucaleñas, o muchachas de
vainilla en Coppelia o muslos que se pierden. Imagíname como podría imaginarme en la fama
mi madre. Bárbara aparece en la isla que es esta casa y me dice, está abierta la ventana, pero su
voz me obliga a adivinar que no es a mí a quien espera sino a mi silencio que es hijo de este
grito débil.
––Yo lo voy a ayudar, voy a hacer algo por usted, lo que pueda, le expondré algunas vías,
pero esas vías se caminan con libros. No alimente muchos sus expectativas, es una ayuda y una
ayuda así funciona aparejada de detalles tan imprevisibles como el azar, la suerte, o su instinto.
––Le estoy hablando de una necesidad, de compartir un pacto, como el mío con la muerte,
sin que el nuestro, el suyo y el mío, tenga una cara tan trágica. Me ayuda a cumplir dos o tres
––¿Por qué yo? Lo único que ha percibido de mí no es tan radiante como para declinar una
competencia.
––No hay competencia. Te elegí, o te preferí, por intuición, por mandamientos extraños,
100
––Debo entender que apuesta por mí porque quiere sentirse distinta, una vez en la vida
hacer lo impropio, lo incoherente, lo ilógico. Y todas esas cosas soy yo, lo impropio, lo
incoherente, lo ilógico.
––Eres joven, y me reafirmas que tu terquedad, que tu disfraz de muchacho insumiso son
secreto. También, es verdad, y no quiero que eso funcione como reprimenda alguna, como efecto
de discordia entre ustedes, en estos tiempos me gusta llevarle la contraria a Bárbara, también
por eso.
Yo necesitaba saber cuál era la razón de más peso, aunque no era difícil de entender.
––Si sigues hurgando, necesitando explicaciones me sentiré obligada a dejar caer sobre ti
otra andanada: que no eres de esta ciudad, eres poeta, y que por último, no tengo a nadie más a
mano.
––Esos son los infortunios del idioma, y a veces traicionan, hijo, a veces. Yo quiero a
alguien que no me cree un obstáculo, que no dibuje las manzanas donde sólo hay pastizal.
Detesto el show.
La conminé a rebelarme su capricho. Antes de que proyectara su voz, en esos segundos que
mediarían entre el silencio y el soplo de sus palabras, me sentí invadido por premoniciones de
varios tipos: me veía ajusticiando a algún leguleyo que obró contra su persona o, incluso, contra
101
uno de sus familiares, un ricacho de época antigua, ampuloso de envidia, o a una de esas
ornamentadas figuras de la vida literaria en el país, que habría echado a las fieras infinitas el
nombre de ella.
––Iremos por parte ––me dijo––. Primero un carro, un chofer, si manejas, mejor ––Negué–
–. Entonces un chofer de confianza, si es posible un chofer mudo. Que no sepa quién soy y que
Mi mente enfermaba las imágenes, en ella aparecía yo, en un carro doblando una esquina a
más de ciento cincuenta kilómetros por hora, parqueaba frente a la escalinata y el jardín de una
casona de Miramar, bajaba el cristal, esperaba a que la víctima asomara su cabeza (en ese infinito
segundo aparecieron, en un coctel de imágenes, los disímiles rostros de escritores que conocía
y detestaba, rostros que jamás había visto, algunos sospechosamente reales, y otros más
cercanos) y entonces disparaba unas ráfagas con la ametralladora y ponía el auto en movimiento
––El mar ––balbuceó, su mirada fue directa, desprendía algo más, algo invisible, algo
inescuchable.
––¿El mar?
––Sí, el mar, el agua, los ríos, eso no fue una obsesión infantil, era un curso, un curso
Claro, pensé, y oí sus versos adentro: pero es mi río, mi país, mi sangre. Tenía que jugar su
juego, tenía que aplaudir todas sus extravagancias. Le había escrito un poema al Almendares, el
río más sucio de Cuba, y la gente recitaba aquellos versos y llegaba a creerse que en verdad el
102
––Me vas a llevar al mar, un mar en solitario, no es que quiera solemnidad, la solemnidad
es interior siempre, pero yo quiero tenerlo para mí sola por un día, o por unas horas. El mar ha
estado donde yo he estado, nací junto a él, crecí junto a sus olas y ahora no quiero irme para el
otro mundo, un mundo en el que tal vez no exista el mar, sin tenerlo. Como ves, más que un
––El mar ha pagado todas mis culpas, cada vez que yo tenía un infortunio, cada vez que me
destrozaba algo, allá iba yo a refugiarme en la arena, con el cobijo de esa brisa, yo sola como la
dueña de todo. A veces no iba tan lejos y me quedaba en los ríos. Dejaba esa angustia en los
poemas, y el disfraz era de playas y corrientes, peces. Era su lugar común, su incidencia
continua, en todos las mismas vacilaciones, los mismos temores, como en el poema de la niña
ciega que no sabe cómo es el mar. Ahora ella era una niña ciega, yo hacía un cálculo de
––Yo sé que no es un viaje muy original, que no hay nada misterioso detrás de ello. Si te
hablara de ir a un lugar apartado, o enmascararte esta aventura con algún papel, una carta, un
mapa, estarías prendido y festejando, pero temo decepcionarte, es puro capricho, capricho de
una vieja atolondrada que quizás no sea mucho más lo que le quede.
Era como una pirueta dramática. Yo debía hundirme en la representación de ese gran
poema vivencial que ella escribiría como parte de su última obra en vida. Después, si me lo
––Ahora es el que importa es este ––me dijo en el mismo momento en que entraba Bárbara.
103
Yo me encargué de contratar el auto para el viaje. Un viejo Chevrolet con su chofer
impaciente. Nadie puede enterarse, le advierto después de que el claxon resuene en largos
bramidos. Cuál es el misterio, me pregunta, no respondo, y luego abro la puerta para que Bárbara
Será una extranjera, dirá mientras prende el motor de su carro el hombre gordo, cargado de
anillos, que ahora canturrea una canción de moda, como los muslos de Bárbara en el espejo.
Aunque no lo creas eres tú el elegido, me digo con sorna y vanidad mientras puedo
mangles. Pero es Cojímar y eso quiere decir no hay nadie por allí a las nueve de la mañana.
Bajamos a la Loynaz. La silla plegable la acomoda a pocos metros del agua. No repara en
nosotros ni en el chofer que recoge caracoles empujados contra la orilla. Ha querido todo el aire
para ella, todo el sol. Nos escondemos porque habla con el mar. Todo el mar es el mar, no
importa la zona del cielo que divide. Oigo el cuchitril de sus palabras, murmullos, silencios
revestidos de gorjeos. El chofer podría estar riendo, pero lo amenazo con estropearle el viaje.
Bárbara me confiesa que desde hace meses este ha sido el sueño de ella, y que lo ha apresurado
por miedo a no cumplirlo. Me le acerco y le recito infructuoso el poema de Antonin Artaud, que
ella reconoce, recita y, más tarde, con lágrimas termina. Llévenme desnuda hacia el agua, quiero
que el agua me posea, que sea mío el mar y suyo mi cuerpo. Bárbara me mira como esperando
casi menos que tibia o las piedras que en la arena son un abrevadero de espinas la hacen abjurar.
104
El chofer se esconde en su auto y Bárbara y yo vamos desnudando a la enjuta mujer. Su carne,
indefensa, se esparce en el daguerrotipo de un mar convocado para que sueñe. Bárbara está junto
a ella y yo voy hacia el espejo del Chevrolet para preguntarme si todavía estoy a tiempo de
arrepentirme.
Sólo escucha a María Callas o a Debussy y habla de la Mistral como una mujer con fiebre
de sexo. Así le digo a Teresiano, que implora los detalles que irán paralizando su historia. No
quiero decirle más. No llamo a mi madre por teléfono. No voy a Coppelia. No escribo. Sé que
en La Habana llueve porque estoy triste. Estaba confundido y no quería compartir, por el
confesión de Bárbara me hizo volver a la realidad. Las dos me extrañaban. Entonces me convertí
en un visitante previsible, diario, protegido y enhiesto ante la cúpula de los Loynaz. Leí poemas
que Dulce María aplaudió a su modo, ajena a flagrantes criterios anteriores y estremecida por el
contemporánea. Transcribo sus palabras, quemado tal vez por el vehemente aullido de una
materia testamentaria, nada más. Las visitas de académicos, estudiosos, periodistas, a la casona
se fueron perdiendo en un tempo proscrito, nulo, inexistente. No había espacio para justificar
más palabras innecesarias. Ella no quería volver sobre lo dicho, y siempre tenía que hablar de lo
mismo, azuzar la existencia de una página de la Historia llamada Dulce María Loynaz, que la
gente reinventaba, después, a su manera. Por eso, fue postergando citas y sólo recibió a las
escasas personas que no podían difuminar ese mundo artificial que Bárbara y yo le estábamos
construyendo.
105
Uno de esos días en que ni la Callas o Debussy ni el recuerdo lentejoso e hilarante de
marqueses y damas de rancia alcurnia, o la presencia jubilosa de sus perros, Chilín, el primero,
podían hacerle olvidar que estaba frente a un mediodía cualquiera, nos hizo traspasar, a Bárbara
y a mí, ese rincón imaginario que era el mimbre de sus secretos. Quiero darte algo, me dice, y
sus manos desgarbadas aprietan los papeles amarillos que sostendrán, con temblor, el ramo de
Es mi versión de Últimos días de una casa, la escribí hace mucho, la arreglé cientos de
veces. Publicaron una copia, un anuncio de lo que sería esta. Aquí está. Siempre renuncié a
entregarla porque creí que algo debía pertenecerme en una totalidad a prueba de remilgos
literarios. Me ha llevado mucho tiempo entender que los poemas son como las personas: sólo
son útiles cuando se les recuerda. Tendió la mano y Bárbara me empujó a recoger los papeles.
Leí para mí, para Bárbara, para ella, para la Envidia, para la Fama, sabiendo que bastaba para
deslumbrado por el éxito, pero leí desde el primer verso como si lo hubiese escrito yo, y así mi
voz no fue como casi siempre: un discurso estéril, arcaico, y la Callas dejó de cantar para oírme,
y Debussy paró el piano en seco, y los personaje de los cuadros justificaron su inferioridad
mirándome con celos. Enrique apartó el caballo de madera en un rincón de la casa. Flor dejó de
corretear por los escalones y Carlos Manuel lanzó el espejo sobre la foto en que Lorca está más
106
silencio de una casa que no puede dormirse.
Con esos versos ya era suficiente, pero me quedé varado en los ojos de Bárbara, como un
actor ante las cortinas del escenario, esperando que se abrieran. Los últimos versos, después de
varias páginas, quedaron perteneciendo a las máscaras de aquel piso, a los óleos, a las escudillas
de los perros.
En ella existo,
Qué habría sido de mí si no hubieses tocado el timbre para entrar a esta casa que me pregunta
qué hubiera sido de ella. Qué hubiese sido de mí, Bárbara, si yo no hubiera apretado el botón
cercano. Qué hubiese sido de ti, Artaud, si yo no hubiese mencionado tu poema a Dulce María
frente al mar.
propio arbitrio. Yo estaba destinado para hacerla temblar. Lo que prueba, con creces, que soy
107
un hombre accidentado por la fe y las cofradías. Las dos se complementan y fulguran desde
lugares distintos. Bárbara se limitó a extraviarme. Primero un beso, y luego inducirme hacia el
pequeño y artesanal elevador para ascender al segundo piso, lugar en que estarían las
habitaciones, la capilla y una biblioteca donde se burló diciéndome que allí vivían Juan Ramón
Jiménez, Gabriela Mistral y Lorca. Era la primera vez que iba hacia la transmigración de Dulce
María, como un experimento de complicidades. Allí nos esperaban ellos. ¿Quiénes son ellos?
Me dije y te diría, como ocurre a veces, cuando uno debe sustraerse a lo que ve y no a lo que
imagina. Ellos fingen ser parte de las columnas aquietadas por el mármol de los vitrales. Enrique
y Carlos Manuel juegan con un perro que corre, pomposamente, de una pared a la otra. Flor lee
sobre la cama, a la misma vez, a Azorín y a Heine. Lo sé, porque el aire patibulario del alemán
y la plasticidad del español se convierten al oído en una gelatina lírica difícil de armonizar. La
señora Mercedes Muñoz Sañudo, sentenciada por el aburrimiento, toca un aria de Gianco
Gabrielli, y el general Loynaz del Castillo escribe, sobre una libreta de apuntes, lo que años
antes va a ser el Himno Invasor cubano. Gabriela Mistral, es probable, hace el amor en la
habitación contigua. Se deduce por los jadeos que traspasan las paredes y se apoderan de Lorca
y Juan Ramón Jiménez, que, naranjadas en mano, cada uno, no daban importancia a aquel suceso
tan común en la chilena, hablaban, más bien, de la carencia de poetas en la Cuba de Heredia y
Casal.
Uno no puede equivocarse cuando una mujer se quita las ropas frente a ti y dice haz el resto.
No importarían los testigos. Besé cada parte de Bárbara: palabras hechas de una metáfora
común, pero nunca tan justa y real que en esos minutos en que Artaud hubiese escrito, besé los
108
pechos de Bárbara. Abrí sus muslos y entré a su carne, sabiendo que en ese lugar estaba la señal
Me sentí un vencedor. Fuera de todos los extremos, la fama parecía una expansión de
sensibilidad y no la marca del triunfo contante y sonante. Pero yo tenía suficientes razones para
creer en el futuro: copias de las conversaciones con Dulce María, su idílico y verdadero Últimos
días de una casa, y los ojos de una Bárbara, demasiado frondosa para mis deseos.
Por otra parte, las noticias de mis andanzas por la casona del Vedado se filtraban por toda
La Habana. Teresiano sería el culpable de regar una pólvora que comenzaba a explotar,
ruidosamente, sin haber llegado a sus límites. Me imagino a Teresiano exagerando, hasta la
cualquier pretexto a la mente para engañarlas: mi madre me había necesitado con urgencia para
algún asunto imprescindible en la familia. Lo cierto es que ya no tenía dinero y la única forma
de lograrlo era cargando bultos de queso y carne en los trenes de Oriente. Me dolía no revelar
mi sinceridad ante ellas: colgar con los espíritus de François Villon y Li Po puede convertirse
convenció a los huéspedes del segundo piso para que compartieran un trago conmigo.
Champagne, dijo Lorca, y lo sentí acariciar mi mano con una extraña delicadeza. Gabriela
Mistral pidió el ron del país mientras me hacía una seña sospechosa que Bárbara replicó con
una amenaza desde sus ojos. Juan Ramón me deseó toda la suerte que puede caber en un poema,
que no era mucha, pero al menos serviría para escribir hasta el final. La familia Loynaz del
Castillo, distante y silenciosa, contaban los segundos para volver al otro piso. Brindamos. Dulce
109
María me besó brevemente la cara y Bárbara lo hizo en la frente, como si hiciese un pacto de
altiva posesión. Hubiera querido una foto del momento. Pero yo era muy joven para entender
Artaud no estaba loco y La Habana no es todo lo que ustedes piensan, les digo mientras
esperan mi confesión sobre Dulce María. Mis amigos anhelan unas primicias para intentar
sublimado por la derrota, y mis ideas se reconciliaban sobre los golpes que el azar podía darme.
Todavía me faltaban unas simples conexiones para lanzarme en grande. Después, lo sabrían
todos.
Cuando los policías me esposaron yo no lo sabía. Tendieron una trampa y, sin escapatoria,
caímos muchos en una redada. Yo no lo sabía aún. Me esposaron y, junto con carne y quesos,
te desaparecen el mundo. Yo no lo sabía aún, y si los policías hubiesen tomado las dádivas y mi
mercancía para sus propios negocios, entonces, yo lo hubiese sabido a tiempo. Pero me lanzaron
Uno de los oficiales lo anunció, sin ánimo de emocionar, una noticia en el aire, una
recitación de lutos diarios. Lo supe entonces. El ministro de Cultura había estado en el entierro
de la gran poetiza del país. Yo sabía que era un ardid de fatalidades unidas, reencontradas, al
asecho, y grité con todas mis fuerzas, para que mi grito se hundiera en el vacío de los calabozos
110
o en las risas de los policías que ni siquiera entendían el dolor de un hombre en el mundo que,
como había dicho alguien, ya era suficiente para ser el dolor de todos los demás.
Nadie escuchó mis súplicas. Lloré junto a ti, Bárbara, junto al fantasma de los niños que
corrían por la calle Amistad hasta Neptuno. Lloré por los libros, por los cuadros, por los perros,
por Lorca, Juan Ramón y la Mistral, y seguí llorando hasta que Teresiano pudo sacarme tres días
Cuando llegué a la casona y oprimí el timbre los perros no salieron. Había muchas personas
y alguien que me dijo ser del Ministerio de Cultura me preguntó si yo sabía que Dulce María
Loynaz estaba muerta. Pero yo no pude llegar a tiempo y ahora necesitaba a Bárbara. Ver a
Bárbara. Desahogarme con Bárbara. ¿Bárbara? Sí, la que estaba con ella, su asistente. Me
respondió que nadie acompañaba a la poetiza desde unos diez meses atrás, nadie cercano, solo
Bárbara, me grité adentro, y mi voz se confundió con los perros que salían de la casa.
Fui directo al Chevrolet, y el hombre gordo me dijo que conocía por las noticias la desgracia,
que contara con él. Ya es tarde, le dije. Pensé, poco después, que yo debía cumplir con mi
mismas aguas que habían poseído a Dulce María. El chofer me dejó solo en la orilla antes de
timidez. Antonin, le dije. Antonin Artaud. Pero él desconocía nombre tan raro, y fue a refugiarse
a su auto. Entonces, frente al mar, supe que la fama no existía o no importaba, y lancé al mar los
casetes con la voz de la poetisa y los papeles amarillentos e inéditos de Últimos días de una
111
No me importaban ahora las mujeres, los poemas y, mucho menos, la fama. Y me fui a
cualquier cantina a tomarme todo el ron del mundo. Estaba triste, es verdad, y aunque
112
CUATRO ESCRITORAS CUBANAS SE VAN AL PARAÍSO
Nicolasa Guillén, Virgilia Piñera, Regina Pedroso y Josefa Lezama Lima van al
paraíso por una semana, pero al llegar allí descubren que, en realidad, han ido a los
pies de un destartalado hotel para escritores donde deben imaginar que llegaron al
paraíso.
Tendrán que pagar una enormidad por alojarse allí y entre los huéspedes que les
acompañan están los infames escritores de tantos países que ellos siempre intuyeron
iría rápido en el paraíso, dijo Nicolasa, que era quien colgaba el cartel de yo mando
recibieron la invitación para una gala literaria donde debían zamparse las lecturas de
varios de los infames escritores que les acompañaban. Virgilia Piñera dijo que mejor
clamaba por un escape que debía zambullir dentro de su simulada oficialidad. Las
Plácidamente no. Mientras ocurría la lectura, Nicolasa soñó que en una de las calles
113
del paraíso se encontraba a un hombre que se dedicaba a comer libros de autores
cubanos. Tienen sabor horrible, le dijo el anciano que masticaba una novela recién
publicada. Los que peor saben son esos de Guillén, demasiado ríspidos, como si el
condimento más artificial fuese el propio nombre del autor. Cuando Nicolasa intentó
reprender al comedor de libros, asirle el cuello, despertó con sus manos en el cogote
Regina Pedroso soñó que se suicidaba seis veces. Sin éxito, o con éxito, según se
mire. Suicidios estrambóticos. Uno de ellos consistía en vivir como ciudadano normal
en su país. Una voz desde el interior del sueño le rumoraba que este episodio onírico
punición final de sus días. Después el alivio la atravesó por unos pocos segundos.
Josefa Lezama Lima sufría espantosas pesadillas, noche a noche. Recelaba de esos
límites casi incomprensibles entre sueño y realidad. Su ingenio le había hecho capaz
que no podía controlar era el asunto referido al salto. Al momento del salto. Momento
que podía durar medio minuto o unas horas. En ese momento ella no pertenecía a
ninguno de los sitios. Buscaba con su ingenio la manera de penetrar esas redes, pero
existía. Después entendió que era testigo y parte de una de las metáforas más
sugestivas con que la muerte acorralaba los sueños, y entendió que Freud, Borges, o
114
entender que Josefa no durmió ni estuvo despierta mientras acontecía la velada
Virgilia llegaba tarde y al ver a sus amigas dormidas decidió, después de sentarse
en una de las últimas sillas del teatro, echarse a los sueños como dócil dama
penetrando una dócil novela fantástica. No tuvo sueños relevantes. Soñó, más bien,
115
CASANDRA NO SABE VOLAR
besarme frente a un mar poco azul y poco apacible, incluso, el día antes
hicimos el amor por primera y única vez. Antes, el día antes de que nos
especie de película personal: Me suicidé un día de junio del año dos mil
once. Hubiera querido hacerlo antes, pero ese detalle es tan irrisorio como
116
habrá otras versiones, algunas no tan infernales, o tan infalibles. Te haré
La muchacha del pendiente azul sabe que aceptará como real aquello
paso literario entre los vivos. ¿Cómo hacerlo? Eliminando toda prueba
porque ella poseía unos pocos, sus familiares cercanos otros (los pidió
117
de radio en el que pedía trajeran su libro y a cambio pagaría el triple del
118
existencial, no el flirteo idílico con la amargura. Le dice a la SS, habla
influencias hacia los altos mandos, es la razón de que ocupe ese cargo.
Sus sesenta años van bien adecuados a una sonrisa de matón profesional.
Tendrá que pagar todo lo que esta asociación pagó por él, pero
duplicado.
indulgente con lacras que viven de ella. Vamos a espiar a la mujer, pero
119
El presidente no se acostumbraba al aire bravucón de la SS, las
Sabía, eso sí, que si la SS tomaba las armas era imposible detenerla.
atraparlos.
120
El mundo está lleno de gente obsesionada con hacer lo contrario a lo
que otros no hacen, o no pueden hacer. Y qué. Siempre fue, más o menos,
importa a usted que ocurra una cosa o la otra, y sea más conveniente
dejar que los demás elijan? Le impone la muchacha del pendiente azul y
la mujer que come mucho deplora que puedan verla como una torturada
por el destino. Después los invita a una lectura de poemas que hará en
La muchacha del pendiente azul me pregunta qué debe hacer para que
El muchacho parecido a Jim Morrison dice qué debo hacer para que
en penumbras.
121
La muchacha del pendiente azul prefiere cambiar las estrategias. Es
La muchacha del pendiente azul hace notar sus derechos sobre el libro.
le pertenece.
silencio repentino.
violeta, estrafalario atuendo, mucho más en aquel ambiente, tenía los ojos
saltones y la boca curvada. Esa cara le dio gracia, pero resignó, o más
122
El muchacho parecido a Jim Morrison se asombró de lo que el hombre
llegado.
vestido con frac violeta como si fuese una declaración de absurdos, una
de negocios.
este país todo se vuelve negocios, todo se vende, todo se compra, todo se
con frac violeta les entregaba con una frase altanera e intimidante: A
vestido con frac violeta dijera que ellos ayudaban a los suicidas a ejecutar
su deseo final.
resentimiento de su mirada.
con leve turbación, o duda, y el otro le respondió que por supuesto no era
123
él quien hacía los trabajos, tenía obreros, aunque la palabra obrero sonaba
qué no buscaba otros empleos, a lo que el hombre vestido con frac violeta
matar por la causa que fuera, mucho menos si se hacía por dinero, porque
hombre vestido con frac violeta sobre la ideología de unos obreros que
violeta cuando este la emprendía contra un grupo que era capaz de unir y
124
eran protegidos por una cúpula tan falaz como cualquier cúpula de poder.
frac violeta que especificara las opciones visibles e invisibles que este
cuenta que nosotros somos esas liebres, y le habló al hombre con una voz
125
El muchacho parecido a Jim Morrison se sorprende: ¿Un espía? ¿Un
espía de qué?
humillante.
cuidarte.
creado. Cambiar unas hojas por cuerpos. Me importará que sepas cuánto
126
El muchacho parecido a Jim Morrison no responde, o sí, pero desde
de los suicidas.
vida diaria.
no con ansias, sino como una carga a liberar de sus cuerpos. Así ocurre
127
siempre. En algún teatro del hotel celebran un seminario sobre
Asociación.
rugido de insolencia, pero intuye que nadie más podría apoyarlo como
lo hace la socióloga.
Dónde van, qué comen, cuáles gestos usan para cada ocasión, las
128
mismas. Hablaban los sospechosos pero no aparecían palabras que
con cierto desgano, con cierto nerviosismo, una conversación, pisos más
arriba.
dulzura a ras de guiño. Todas las relaciones son campos de batalla, dice.
O: Los campos de batalla preceden a los campos del amor. Una expresión
presidente. Usa sus mañas para tirársela, esa la prueba palpable del
sexo.
hacia mí.
presidente.
129
––Es una putilla como otra, y lista. Terminará aceptando, terminará
sensaciones transitan por una resbaladiza rampa, puede ser que desee y
dentro.
130
––Usted es el presidente y usted dicta las leyes de la Asociación,
tal cosa. Un nuevo paisaje. Imagino una vida devorada por otras
supervivencia.
131
cambio, el muchacho habla: Tiene que pasarnos juntos, a la misma vez y
de la misma forma.
antes.
de la otra. Que sea esta noche y en este balcón, luego, casi como un
hacia algún lugar, habla casi para sí, pero escucho una ligera voz, percibo
una de sus manos, la acaricio, un suave deslizar de mis dedos entre los
132
La SS y el presidente no escuchan la conversación que transcurre en
una broma. Miramos el mar y el mar revuelve las olas y empuja unas
es tan real) el libro de la mano de él y sale volando (jamás otro verbo fue
hombros, sugiere que todo estará bien. Eso quiero creer. Abandonamos
133
nuestras vidas. Por eso no esperamos la llegada del ascensor y
del balcón les deja frente a los dos suicidas que esperan. La SS y el
134
LA AMANTE DE LADY CHATTERLEY
había tratado de hacer tortilla conmigo para vengarse de Mellors. Dos ingleses, y yo,
Pero para qué sirve una puta en estos tiempos en que Julia, mi madre, y
hay gas, dice cualquiera de las voces fantasmas, y los veinte frijoles que yacen en
chícharos, ni aún por un Mercedes del año, I fuck `cause I like to feel the jerk deeply
in me. Cuando lo vi y rodó la silla para acercarse, supe que él cumpliría mis
Stewart que cantaba como los ángeles, los ángeles negros del blues. Mellors me
exhibe ante sus amigos, les dice en inglés, por este culo yo le haría la guerra a Bush,
la guerra a Clinton, la guerra a Obama. Los otros ríen y esperan que él siga con su
arrogancia británica descubriendo mis dones, pero él me rapta. Soy la rubia triple x
135
Comienza su excursión: mis exquisitas y pequeñas tetas: las que Dios me hizo para
que los hombres plantaran sus banderas de éxtasis allí. Él me ha despojado del
blúmer y su lengua me impulsa a los espasmos. Abre mis piernas, me palpa un sexo
pene amarillo, un pene futbolero inglés, grande y gordo, y me penetra, poco a poco,
deslizándose hacia el gol de leche que soy yo misma, para sentirme gritar como si
Salimos esa noche de la Cueva y nos refugiamos en los parques de la ciudad. Tenía
mucho alcohol arriba para poder recordar los lugares, pero si sé que me dijo, en un
inglesa para meterse en el delirium cubano. Yo apenas la entendía, pero era una
mujer espléndida, agradable, culta, y podía gastar su dinero tan fácil que pagaba
oscuridad de mi inconsciencia, ante tantas oscuridades, y sin imaginar que a los dos
Mis padres se encariñaron con ella. Y no era tan difícil, que conste. Ella les
que éramos después de vivir como vivíamos. Es que Dios nos hizo ovejas, y para
136
colmo, descarriadas. Encontré su cínica aprobación, y unos rostros escabrosos, mis
entendía ese patriotismo como una abstinencia de la realidad. O de lo que uno podía
entender como lo real. Constance compró comida las veces que la invitamos a cenar,
le dije la primera y única vez que se sentó junto a nosotros en la mesa sin aportar
Quería conocernos, dijo. Escribiría una novela sobre lo que veía acá, la
padecimientos e ilusiones. Porque éramos una raza única, pensaba. Revisaría a fondo
sus vivencias, las padecería si fuese preciso, ese era el púlpito de su riesgo mayor.
Ella escribía, inventaba un mundo, pero no podía estar distante de él. Siempre fue
soportaba las historias envueltas como se envuelve un pan con una minucia adentro.
Mellors nunca coincidió con Constance en la casa. Después supe que él jamás
sospechó de las visitas de ella a mi familia. Él ocupaba más el tiempo con sus
su sociedad de amigos que la propia privacidad con Constance. Por eso me buscó,
para simular su portentoso don de macho inglés ante los ojos de sus amigos. Por eso,
137
Constance tuvo más tiempo para vengarse y a su vez confrontar las vivencias para
un libro que en realidad estaba escribiendo. Tres meses nos dijo que estaría en Cuba,
su totalidad.
macabro televisor ruso, alimentado por rusas noticias. Nuestra comida era
indecorosa ante las listas de alimentos que la FAO endilgaba a los cuatro vientos
como la rutinaria comida de cualquier país de África, y eso que las cosas habían
cambio.
descubrírsela a nadie. Se lo dije de otro modo porque yo no podía ser desatenta con
su amabilidad y con su trabajo. Soy una puta, le confesé al final. Escribe eso. Todas
las putas son iguales, aquí o en tu país: solo las mueve lo que le echan adentro.
ser lo que yo era. No podía doblegarme, tenía que mantener mi voluntad a prueba de
balas y contra todos los vientos. Puta, le dije, una whore, manoseé su idioma, no
quiero ser dura contigo, pero yo soy así porque eso corre con la sangre. Y lo que
138
Yo pensé que mi declaración libertina podría hacerla huir, sin embargo, hizo
lo contrario: se unió más a nosotros. Una mujer pública (recordé una de las películas
que vimos en la Cueva) no es una puta. Las putas son las actrices del Fuck, me dijo
una noche en que yo esperaba a Mellors. Existen las mujeres que no pueden vivir
sin hombres, y las que los utilizan haciéndoles creer que es lo diferente. El chiste,
serpiente del escudo británico que asomaba con las máscaras de un infame y débil
sensación de imaginarlo en alianza con Constance. Esa noche hice el amor como lo
hacía cuando tenía quince años: con miedo, resentimiento y nerviosa transparencia.
Mellors fue mejor que las otras veces. Se estaba despidiendo demostrándome una
bendijeron como si fuese obra y bondad del Imperio contra un bloqueo peor que el
me sugiere precipitar las cosas. ¿Te gusta tanto? Mi insinúa que elogie la voz
acatarrada del blanco que canta como un negro del Neo – Geo. Prefiero verlo
desnudarse, le digo casi fuera de mi lenguaje, cuando el hombre rubio mira con sus
ojos verdes la foto pegada junto a las teclas. Canta como si se masturbara. Una lírica
escena. La voz del deshollinador que enhebra su voz desde el fondo de la vulva,
139
Constance apaga el disco y me pregunta qué es la Cueva y por qué me
Sexo libre. Lo que hicieron los franceses decadentistas, lo que hicieron los
beats, lo que han pretendido los desarraigados de todas las épocas, una lucha
Jean Genet. Después, que el azar disponga en brazos de quién caemos. Nunca me
atreví con mujeres. Me daba asco, creo. Las otras, sí. Mi libertad era, aún, una
menos el tamaño del sexo de los hombres y sí mucho más cómo reconozcan el
terreno contrario. Las batallas se ganan no por el tamaño de las armas, sino por
mañosas estrategias. A mí lo mismo, le iba a decir, cuando ella revisa mis libros
Kipling, poco más, Julian Barnes, Martin Amis, algunos irlandeses. Los libros
un poco hacia arriba hallaría Los sonetos mágicos, de Ludwig Tieck, La montaña
mágica, de Thomas Mann, o autores tan disímiles como Klopstock, Lutero, Heinne,
140
Hauptmann, o Heidegger. Luego nos bebimos dos cervezas mientras mirábamos las
Los ojos de Constance son azules, de un azul poco marino (y a saber cómo
podrá ser el mar en Inglaterra). Quizá nunca sepa mucho de ella. Vivía de una
pensión materna y de lo poco que le ofrendaban por sus libros. Su marido estaba
Después supe que sí, y que para ella era muy amargo tener que soportar una fidelidad
que él mismo presentía como oscura y que ella no soportaba más. Quise decirle que
estaba bastante lejos de Inglaterra y él no tenía porqué enterarse de lo que ella hiciera
ayuda.
Quiso saber más del grupo, porque aquella noche que me conoció, en algún
parque y no en la Cueva, fue allí por una referencia cercana y con un amigo que le
había hablado de nuestra laberinto al enfer. Solo somos unos indulgentes famélicos
de morbo, brindamos por Alice Cooper, por Jim Morrison, y hasta por John Lennon.
a la pornografía barata. Éramos dieciséis, o hasta veinte, según el día, casi siempre
parejas.
141
Quiero parecerme a ti, me dice en el español que aprendió en una supuesta
una ducha que aplaque el calor de este trópico brutal. ¿Quieres ir a la Cueva? Le
y sé que sus tetas son más pequeñas y erguidas que las mías. Se lo declaro con una
afuera van mis pechos. Me gustan, y los hombres caen por ellas, le digo con suntuosa
suavidad. Constance dice que les parecen atractivas, y en un impulso toca para
comprobarlo. Son perfectas, las más perfectas de la Cueva, era mi ticket de entrada
al Subterráneo del Sexo, como alguien llamó a la Misión que cumplíamos en noches,
Constance llegó temprano al otro día porque íbamos a la Cueva. En una bolsa
estaba el whisky para brindar con el grupo; en otra, algunas cosas para mis padres.
Había cambiado su galantería inglesa por un jeans con chaqueta y zapatillas Olía a
cantina del ´60, a bandas hippies, a rock and roll americano, a puta habanera.
Le pregunto por remordimientos, por dudas, por atriciones que luego serían
vivencias es como tener sexo con el aire. Me suena obscena y apuesto por sus
provocaciones futuras.
142
escasamente vuelan unos pajarracos enloquecidos sabe Dios por cuál tormento. Allí,
romper todas las reglas, alguien le explica a Constance, que escucha como alguno
más sanos) y de Egon Schiele, Gustav Klimt, John de Andrea, y otros; también
graffitis y fragmentos que idolatraban la posesión del alma a través del cuerpo, la
liberación espiritual como camino sagrado y el deseo de beber del vino iconoclasta
entrando allí, aún cuando aguardaran los panfletos de Sade, el Baudelaire cínico, y
decálogo del sexo se alzaba sobre un mural casi al fondo de unas rocas. El primero
de estos mandamientos toma al coito como el más puro y libre acto humano.
Constance lee mientras los muchachos se desvisten. No miré el rostro de ella, pero
me imagino que debía asumir con naturalidad la provocación de algo tan exótico o
primitivo para sus ojos. En Nueva Zelanda puede ocurrir algo parecido, en una de
esas tribus acaloradas por una tradición que no sabe cuándo comienza y, menos,
cuándo termina. Uno de los muchachos se plantó ante ella y comenzó a recitarle:
143
como piedras lunares y semidormidos bajo las tendidas pestañas. Pierre Louys lo
nerviosa.
ritmo e hiciese lo mismo. Desnudarse no era una cantinela mecánica, sino una
manera de comenzar a flotar en aquel viaje indefinido. Lo hizo rápido, mirando hacia
extraña. Los poemas de ritual eran una especie de tarea para la casa, como en los
porque, en esencia, no éramos poetas. También es cierto que los poemas, a veces, se
japoneses del siglo XII, quien condujo el sexo a través de la sensualidad del paisaje.
conexión entre las escuelas japonesas de pintura y de Suzuki Harunobu, el padre del
Era el preámbulo para el acto final. Constance, por su condición de estreno, tendría
144
el derecho a elegir su pareja. Pero ello no eligió, solo esperó a que yo decidiese por
ella.
(tal vez porque su apetito insaciable se trazaba sobre el símbolo numérico de las
once mil vergas), un caníbal inteligente y seductor. Cero turbiones de lodo con él,
pero entendimos que eso podía suceder a cualquiera que viniese por primera vez.
Quizás las emociones rebasaban su cautela doméstica. Me vestí junto a ella y los
otros me entendieron. Perdóname, quiso susurrarme Constance, podrá ser otro día;
ducha juntas, para no tener secretos ante el alcohol que invadía como una flota
Mellors. Quizá no debía hacerlo, pero eso no significaría mucho dentro de una
aureola tolerable de lujurias hiperrealistas. Constance tenía obsesión con mis pechos.
Por eso puso sus manos allí, sobre la lívida piel que terminaba en los pezones, y
confundió unas manos, casi frenéticas, con el agua que caía sobre ellos. Las frotó
por el alcohol, la dejé hacer sin detenerla de una vez. Le aparté una de sus manos
cuando intentó recorrerme los muslos con el jabón. Le dije me gustan los hombres,
lo repetí en inglés, pero ella estaba demasiado borracha como para entenderlo.
145
Durmió en mi cama para que pudiera reponerse. Yo me quedé en un sillón
sus ropas. Se vistió como pudo. Debía dolerle la cabeza y sentir náuseas. Rezaría
porque mis padres no supieran sobre aquello. Su ideología sexual prefería chícharos
Tu amor libre es una mierda, me dijo, tambaleándose, antes de salir del cuarto.
El amor libre es una acrobacia del cuerpo para esconder todo su asco al
mundo. (Brandon Thomas). El amor libre nunca existió. El amor libre es poder
acostarse con quien uno quiera y todos sabemos que eso es imposible. (Patricio
Gándara).
El amor libre lo decide Dios, y nosotros no tendremos otra libertad que hacer
Tuve que mentir a mis padres y decirle que Constance se había ido del país y
sin tiempo para la despedida. Volvieron los días de chícharos verdes y duros, el arroz
gustaban mucho los hombres. I only like dicks, right? Por eso te desaparecí de mi
que ya estaba aburrida y abrumada. Para ellos, el sexo era una búsqueda de un
146
absoluto. Absorbía eso como una rancia filosofía, snob escatología de inadaptados
Recibí una carta de Mellors. Aburrida y en un español tan mal escrito que me
pareció, a primera lectura, la grafía de un escolar suspenso del primer año. Solo fui
hecho de que su sexo colgara como el legajo de unos dólares trocados por vidrioso
carta era una limpieza de sus sentidos, una manera de preservar cercana a alguien
que estaría muy distante. Distante en todo. Porque, si acaso, podría parecerme yo,
dibujado sus energías fascinada por algo profundo. Creo que tengo resoluciones
instantáneas, una amarga indignación y todo el vacío que deja la ambigüedad del
novela, ¿era un orden esplendoroso y ficticio para llegar fanáticamente a cumplir sus
sueños sexuales? No lo creo, se había gastado mucho dinero, y para mí es más fácil
entender que en este país muchas mujeres harían tortilla por cuarenta dólares.
Tener que insinuarle al perro hoy no hay comida para él es horrible. Me hace
sentí idiota y sanguinaria. El animal presiente desde su palidez otra vez su plato
vacío. Si pudiera hablar me diría que Marx previó que todo se compartiera a partes
iguales.
20 frijoles
147
4 Comensales
Pero el perro lloriquea y arrastra su cadena biliosa sin que sepa que tal vez
por mi culpa él no tendrá una ración digna en su plato. El perro no sabrá que yo
vomito sobre la esfinge luminosa de ese gordezuelo de aldea, casi judío, casi
hegeliano, que vivió de los frijoles de Engels, todo mi dolor, toda mi hambre.
Mis padres comenzaron a vender todo lo que teníamos para así alimentar sus
borracheras. Lo peor es que después del alcohol venían las griterías, los vasos de un
lugar a otro, el perro escondiéndose, y yo, tan conectada a aquellas escenas que ni
pensar evadirla que cuando miré ya estábamos una frente a la otra. No me quedó
absurda, resentida, como una muñeca angustiada. Eso estaba bien para las películas
de Bette Davis o Katharine Hepburn. Perdón, dijo desde algún ángulo de su angustia.
Tuve que asumir con civilización y al contraataque. Recuerdo que diría Mellors. Un
“Mellors”, cargado con el aire dórico de los poetas dinastiados bajo Milton.
estaba en una silla de ruedas pero a ella quien le importaba era Mellors. Supo que él
había estado con una mujer de este país y quiso llegar hasta ella para vengarse.
148
Quería, tal vez, experimentar lo que su amante pudo sentir en otro cuerpo, ir a las
alzaba desde una Cueva. Dice que después todo le pareció una idea morbosa pero ya
asco es una sensación que puede disfrazarse con whisky, hielo y con un añejado
La bañera estaba casi llena, el agua tibia me vendría como un elogio de buena
fortuna. Le pregunté si podía usarla. Por supuesto, todo lo que está aquí es tuyo. Me
desnudé sin prisa y le pedí que hiciera lo mismo. Pude sumergirme con deseos de
los ojos y estuve tranquilo, vi que ella estaba frente a mí, desnuda. Se hundió igual
en la bañera y comenzó a palparme. Haz lo que quieras, le dije, y enfrenté mis pechos
a sus ojos. Titubeó, dudó un minuto largo y obsceno, para después acercar su boca
a mis labios, con desconfianza. Me besó e introdujo un pedazo de lengua inglesa que
delirio raro y silencioso. Lo que pude hacer fue abrazarla. Su lengua trazó un círculo
solitario entre la piel de mi abdomen y fue subiendo hasta apostarse en una de las
tetas que mordió suavemente, chupó y guardó completa en su boca. Le gustaban mis
149
precisión que no habían logrado todos los hombres que por ella pasaron. Sé que en
ese momento necesitaba lo que la lujuria me arrebataba. Pero ella puso un dedo
boca, a hundir su lengua de whisky por los lugares más oscuros de mi cuerpo. Sus
muslos se pegaron con los míos, hicieron frotar las vulvas en un compás ruidoso,
litúrgico, triunfante. Hazme tú, me dijo, y la fui recorriendo con mis manos,
Besé sus pezones para sentir el rubor en los míos. Mi lengua fue entre sus muslos y
mi dedo entre sus nalgas para llegar a un culo que penetró con saliva. Mi lengua se
atragantó en la sal de aquel hueco húmedo y cálido, mordiendo cada carne de ella,
cada sitio, cada chorro de ella que hervía entre mis labios. Me era imposible creer
que tendría un orgasmo con una mujer, sin embargo, nos arreglamos para que cada
una empujara un dedo a la otra, ella entre mis muslos, yo entre sus nalgas. Las
lenguas se hicieron una sola lengua, pecho contra pecho, hasta que un imprevisible
temblor me hizo convulsionar completa. Era como si una leche invisible corriera a
la misma vez por la vulva, el culo y la boca. Ella sintió algo igual, y quedó exhausta
y vacía.
Fue una suposición aborrecible, porque el asco era una excusa que ensayaba
frente al espejo de mi virginal intolerancia. Tienes el culo más hermoso que ojos
humanos han visto, le digo mientras ella me fricciona la espalda con sus manos y
hace un gesto para abandonar la cama. El culo más lindo y más rico del mundo, lo
150
apuesto, y me echo sobre ella, tanteando aquella porción inglesa que ahora
Lo dudo, atravieso todas sus humedades con una libertad imposible: la libertad del
miedo.
pero solo me sentí extraña. Constance y yo nos encontramos otras veces. Hacer el
Habían desaparecido los cuadros, las fotos, los libros, todo. La explosión, le dije a
lugar y quemó o raptó todo lo que podía quemar o raptar.. Como prueba de
desnudarnos. Pero no pasamos de ahí. Temía por ella, por cualquier escándalo que
Despedí a Constance cerca del aeropuerto. Había mucha gente: una marcha,
perdían en un hilillo desconocido hacia todas las lejanías. No tuve miedo ni asco,
solo la evidencia del instinto, y deseos, y besé a Constance en la boca, y nos miraban
como si nunca pudieran llegar a entender que dos mujeres se besaran mientras un
151
Me dejó quinientos dólares. No los quise, pero fue inútil negarme. Fui con
mis padres hasta una tienda. El televisor, los muebles, la bebida, la ropa que me
Y pedí chícharos.
152
LOS AGUJEROS NEGROS
Me llamo como el héroe, dijo con frialdad la muchacha. Ya no era un amor, frisaba
los treinta y sus ojos no tenían el exultante brillo de esos del hombre en el cuadro.
Pero era su padre, y los pintores siempre dibujan a los héroes con un soplo mágico,
En la escuela ya lo habían previsto, vendrá la hija del mártir, la hija del hombre
ya estoy aquí.
Sí, sí, claro, lo que ahora no tenemos las mismas posibilidades de alojamiento,
anteriormente era un hotel, ahora no sé, habrá que plantearlo para ver si entienden, es
una misma persona, uno lo sabe en la concordancia de miradas hacia la hija del héroe
y hacia el director que dice mire, un poquito de café, la otra agradece, aunque prefiero
agua, en el camino no pude beber. La secretaria ya escuchó, por tanto, sin que su jefe
lo ordene, ella debe ir hasta el comedor y llenar una jarra de agua fría.
153
Solo existe la imagen del guerrero, el polvo de una explosión, el olor a pólvora,
eso se filtra, como una foto en algún periódico, algo congelado y que no se escapa.
sobre los adoquines. Son ideas paralelas, cambios mentales, una forma de adornar la
muerte.
suspenden sobre el aire. Profesores sin distinguir, avejentados por el uso de tantas
noches en la escuela.
Hay que llamar por teléfono varias veces y atolondrarse con explicaciones. La
situación de los hospedajes parece compleja. Pero el director siempre encuentra una
solución porque usted puede quedarse en la escuela, no será como en un hotel, ni las
Los muchachos han descubierto que ha llegado la hija del héroe. Denle unos
La vista del hombre se pierde entre nubes de polvo. Quiénes estaban detrás,
quiénes delante. Extraviaba el sentido de las posiciones, no era fácil decidirse, hincó
una rodilla y trató de esperar unos segundos. Lo atraía el riesgo, no iba a escuchar más
154
los racimos de la 12, 7 mm, que pesaba toneladas en sus hombros. El polvo comenzó
a desaparecer, eso era bueno y era malo, podría ser el blanco fácil de alguna bala.
tradición de la guerra, el enemigo hace lo mismo, saben quién gana: quien llegue
primero.
Está exhausto, perdió la cantimplora, y la sangre necesita ese rasguño del agua.
Cuando aclaró todo vio el bulto de hombres al frente, ya estaba preparado para
disparar a cualquier parte, por eso no le fue difícil abrir fuego, sin darles tiempo a que
aquellos fusiles le dispararan, sonó una carga cerrada, la ráfaga que los partió a la
mitad.
––No ––la hija del héroe levantó el rostro––. Mi padre nunca fue explorador. Era
Shilka, es como un tanque, con cuatro cañones, mi padre operaba el radar. Después lo
dormido en dos guardias; iba de infante, lo peor que se puede hacer en la guerra. Otra
aprobación de los demás, se detuvo en la cara del director que dijo: algunos datos se
versionan, qué cosa, tanquista, zapador, piloto, lo que fuera, lo importante es que
estuvo allí.
155
Y más tarde vigiló que la muchacha no pudiera sentirse cansada, un viaje así agota,
ella estaba soñolienta, evasiva, y desperezaba su ánimo con esos ojos parecidos a los
del héroe.
profesores, aunque ella supuso que el otro quiso decirle en el dormitorio de profesoras,
resoplido de los cohetes en el aire, el tropel del helicóptero cercano. Aviones hechos
––Dicen que el coronel era un veterano de la Sierra, uno de esos viejos fabricados
con pólvora ––el director acaricia unos papeles, se admira de lo que ha dicho, limpia
sus espejuelos, el pañuelo huele a su casa, no le digan que el coronel no era un duro
de película.
––El capitán era un bandido, déjenme ver cómo arreglo esto, para que me
entiendan. Solo que es difícil delante de los acontecimientos. Un cadetito inflado por
la guerra ––la hija del héroe ha tragado saliva, empuja el aire, ya está animada, mira
hacia una ventana y ve entre las tablas unos bancos, y en los bancos la imagen brumosa
de unos alumnos que se besan. ¿Pudiera ser posible eso? Trata de insinuárselo al
director con la vista, pero el hombre está exceptuado a la imagen del coronel hablando
con el héroe.
156
El coronel mastica una hierba, escruta y se anima.
pequeños golpes en una rodilla. No tiene fantasía para juguetear con las palabras, el
mentón erguido, ¿intenta leer los ojos del coronel?, la garganta sedienta, siempre con
sed, hace unos minutos vio a la mitad de una tribu desfilar hacia la profundidad del
La muchacha ha pedido guardar el bolso con algunas cosas, incluso traigo conmigo
algo de mi padre, y el director abrió los ojos, expectante, hay brillo en ellos y se
balanceó para ayudarla, le llevo el bolso, hace un gesto al que ella asiente sin ninguna
otra explicación.
Los aviones se acercan, el ruido alevoso, las sombras gigantes sobre él, cuenta los
tierra arenosa, inmóvil, indefenso; escucha la voz del capitán, un alarido de histeria y
miedo que el eco de la tarde trasquila por la selva. Los aviones pasan de largo.
La hija del héroe no presta oído a lo que dicen esas profesoras, simplemente, revisa
Buscó una ducha tibia en aquél albergue y la encontró, pero solo en los primeros
157
––Un alumno escribió una obra de teatro ––dijo la de física, guiña un ojo, tiene los
dientes grandes, por eso las frases chasquean y se hunden en una boca que besa la
Una obra de teatro que ensayaron, aún sin estrenar, esperando por la hija del héroe
que comprobará cómo los principios patrióticos se cumplen en esta escuela, dichosa
Pero ella se mira en el espejo y ve la misma imagen dolorosa del padre, los ojos,
la nariz, sus cejas copiosas. Ahora se ha empolvado un poco, ligero roce de perfume,
alisar el cabello que quizás se ensució en el viaje. Mejor venga a comer temprano, le
¿Tiene hambre? Cuando uno está allí, en ese terraplén que se hunde con la
caravana, las minas antitanques combinadas con personales, a ras de tierra, a un leve
pisotón y salir por el aire, y no se puede pasar ante un río desbordado y sin puente, y
delante de unos tanques, donde es más peligroso y cada paso es una alarma del azar,
no se tiene hambre.
Pero come, el director ha insistido en que ella debe tener las mejores condiciones,
la comida en un plato y no en esas bandejas rústicas con las que desfilan alumnos y
Está junto al Consejo, mastican, resbalan el arroz con cierto nerviosismo ante la
158
El héroe ha probado la carne y la halla sin sal, algo debía faltarle, le increpa el
coronel, que profundiza: las proteínas nos llenan los huevos de sangre.
aliñar, fría, roja, que comen los puercos de Ámsterdam y los soldados nuestros y le
provecho y se va, sale al pasillo, una música se escapa de algún radio, el director ya
está aquí, después se incorpora el Consejo. En la dirección con unas cervezas que
conseguimos, sin embargo, ella no desea, ¿y al viejo le gustaba darse los tragos? A
papá le interesaba más el ron, aunque sin vicio, solo en alguna fiesta, en su
Todos esos oficiales son unos borrachos, anoche se bebieron el séptimo, que viene
a ser la parte que corresponde, por jerarquía y grado, a cada uno de nosotros por mes,
––Mañana estarán con nosotros los compañeros del municipio, será un homenaje
hermoso, tenemos una obra de teatro, de la que no le voy a adelantar nada, y otras
variedades.
159
La hija del héroe asintió con la cabeza, tenía la vista tristona, o era el sueño
encarnado en esos ojos sin el exultante brillo de los del hombre en el cuadro.
especialidades técnicas, era un trampolín para la Universidad o para los oficios que
Si no les molestaba iba a acostarse, era burbujeante el rostro cansado y las ganas
Por supuesto, el director abrió la boca y el golpeteo de los labios con la lengua no
siguiente.
ella pudo pensar que eran los síntomas de la mañana naciente. Pero todo estaba oscuro,
por las persianas se veía un fragmento del cielo estrellado, el silencio moderaba una
oscuridad en la que intentó hallar algo, una luz, una figura. Quizás no fuesen más que
Y, sin embargo, surgió, desde ese fingido silencio, una voz. Cerca de su cama, la
voz, o las voces del suspiro: una pareja flotando, absorbiendo una energía que la
bañaba a ella.
160
No tosió para que reconocieran su presencia cercana, no arrojó una frase de
mira con insistencia a ese lugar, no apoya la almohada en sus oídos, no trata de
dormirse otra vez, pero algo hace: se sienta en la cama, toma el pantalón, una blusa,
albergue, ya perdió el aire del sueño, tal el pecado de un insomnio sin cura, por eso,
pueblo, no tan distante de la escuela, recorre las calles vacías o semi-vacías, camina
un poco, se halla una cafetería, pide un café, porque ahora sí lo quisiera? Pero podría
ser peligroso, no conoce el pueblo, nadie la conoce a ella. Desiste, recorre pasillos,
borronea imágenes, disuelve recuerdos, a esta hora en que la mente está más limpia.
círculo dos perros, los ve desde una columna a diez o doce metros, el lugar parece la
Los perros, están atados entre ellos, y la misma cuerda que los aprisiona, después se
enrosca en un tronco de madera. Le rocían agua en los sexos, o gasolina tal vez, porque
161
Quiso interrumpirlos, después prefirió no llamar la atención. Huyó, unas escaleras
la llevaron a un tercer piso casi en penumbras, jugaban a los dados, algunos mostraban
un dinero que sobresalía de las manos, y vio una navaja y la amenaza rondando el aire,
esto sí que no, pensó, buscaría al director y lo alertaría. El director podría dormir en
revoloteando sobre ellos, vio a alguien atado donde primero estaban los perros, el
luego suplicaba el fin de la tortura, había lagrimones, en la distancia la hija del héroe
los pudo descubrir. Uno de aquellos muchachos prendió un fósforo. La hija del héroe
gritó algo, pero ellos no quisieron interrumpirse, no iban a deformar el rito por una
cuidar la escuela, pero dónde hallar a alguien responsable. Escapó, podía desmayarse,
internas.
Le aprietan los instintos, tiembla, entrevé su propio sollozo, débil; necesita encarar
los profesores, hay una puerta, por el filo que deja entrar la luz ve, o se imagina que
ve, solo escucha, un rumor, algún papel pegado en la pared dice que es la enfermería
162
profesoras hay otra vez silencio. Aprieta los ojos, no quiere estar despierta, no quiere
dormir.
Pero durmió. Unos minutos, unas horas quizás. Estaba sola allí, se asomó por la
ventana y halló un sol resbaladizo, brilloso, que ensombrecía las aulas y los muros de
entrada; imitación de una pantalla inmensa, un espejo que cruzaba las marcas del
Todo parecía normal. Su vista encontró una imagen gigante de su padre, y otra
más, y otra, y otra. Después supo que habían contratado a pintores profesionales del
pueblo para que difundieran en cualquier parte de la escuela la figura del héroe.
Alguien le dijo que las clases estaban suspendidas por el homenaje, a ensayar
dispuesto especialmente para usted por el director que se acerca con aspecto cansino,
cómo ha pasado la noche, se queda mirándolo, frunce la boca, pudiera taparse los
oídos, cuesta un esfuerzo no decirle lo que puede decirle, mira de reojo a la secretaria,
absorta en esa neblina de papeles, tiene un escalofrío, pero admite, bien, pasé la noche
El coronel le dio un reloj para que lo entregara a su hijo si algo le pasaba, era un
reloj soviético, con un rayón en la esfera, las agujas estaban raídas, el minutero había
perdido su brillo original, pero era el reloj de las buenas y malas. No hay balas para
163
Pero no solo de balas muere el hombre, habrá pensado el coronel, que morirá
El capitán le pone las cosas difíciles. Lo sacó del túnel y le hizo subir con la 12,7
en la tierra. Con una lupa, el capitán reconocería a las hormigas, marcadas levemente.
o cuatro horas.
2- Debía cortar un árbol con una cuchilla de afeitar, marca Sponk, comprada
en Inglaterra (en el papel que protege la hoja un cocodrilo es atravesado en dos por la
cuchilla) para que los soldados nuestros se afeitaran. No terminaba el castigo hasta
Mi padre cumplía todo sin protestar, era su forma de rebelarse ante el capitán. ¿Por
164
La muchacha arrimó una silla a la ventana casi sellada del teatro y pudo estar desde
lejos en ese ensayo. Podía oír el crujido de los supuestos actores deslizándose por un
envuelto en la cara de un coronel del ejército con expresión triste, declamaba con la
contracción de los labios, movía la cabeza porque él no iba a aprenderse esto antes de
la noche.
Son chispazos de aliento lo que percibe el coronel. Le habla el héroe, que aún es
un rostro vacío, el que la muchacha no ve. Después comienzan los rasgos: su padre
no es más que el alumno al que le echaban gasolina la noche anterior, ahora con bigote
obediencia de absurdos que podrían ser risibles. ¿Tendría risas para contrastar el
gritos y órdenes que las fuerzas no le dejaban cumplir. Entre arbustos y plantas era
inconfundible: una bola de carne, buey, cerdo, y otras bufonadas del capitán para que
sus soldaditos rieran cuando viesen al viejo derrengado, sus ojos perdidos, y esa
El coronel lo levantó, tendríamos que haber visto al héroe en esa juncia pantanosa,
la arena húmeda alrededor del hueco, hundido junto a una mina antitanque que los
zapadores no hallaron. El coronel temía que estallara todo aquello. Solo los tanques u
165
otra técnica de su tipo caerían en la trampa de una mina así. Una gota de sudor entró
en un ojo del coronel. Las condiciones no eran las mismas: seguramente fuese una
El héroe le dijo al coronel: yo ni siquiera traigo un reloj para que usted se lo entregue
a mi hija.
–– ¿Tú crees que si explota esa mina va a quedar algo de mi reloj? ––el coronel
frotó su voz, despliegue lento, casi un carraspeo, y vio una nube de insectos a su
alrededor, hincó una rodilla y después sus oídos trataron de encontrar la respiración a
aquel artefacto.
perdió la mochila sin darse cuenta, y en su mochila el agua, las pastillas concentradas,
una pesadilla sofocante, la lengua áspera, una fiebre veloz, tenía frío y calor, la saliva
se encharcaba sobre los labios y su cara había tomado un color casi gris. Cuando lo
166
encontraron: la boca abierta, esmirriada, los ojos secos, estaba frío, inmóvil, hinchado.
Muerto.
Hubo un silencio total, estaban conmovidos, muy dramático eso, dijo la secretaria
a la profesora de inglés.
Se fue hasta su antigua unidad, el capitán no estaría lejos de allí, una reunión
repasar y recordar esa arma querida. Prendió las revoluciones del motor, la llave del
señal de búsqueda, después la de preparar el fuego, más tarde la de estar lista para el
disparo. Los interruptores del operador jefe fueron abiertos, deslizó con una palanca
los cañones en ese sistema manual y terrestre que apenas se utilizaba; la boca de los
tubos en dirección al capitán que repasa solitario algún mapa bajo una casa de
campaña, su figura va a cruzarse con las cuadrículas de líneas en el visor, la luz roja
Ha sacado la cabeza afuera y llama al capitán, tiene que elevar la voz porque el bullicio
dotación, hay sorpresa en sus ojos, sabe que el cañón lo desafía, y camina hacia acá,
167
sin miedo, apura el paso, mis músculos extienden una tensión que arrastra los nervios.
oír las detonaciones de esas salvas en ofrenda al coronel. Los alumnos le preguntaban
bolso unas pastillas, su cabeza iba a estallar, se mordía el labio por el dolor, un
tomarían por asalto a la tropa. Fue dos días después de la muerte del capitán.
de rutina: ¿Usted sabe que el capitán deja tres hijos huérfanos? ¿Sabe cuántos años de
168
El juicio era una formalidad previsible: estaba armado como si fuese un reality
show. Antes de comenzarlo ya se conocía que la pena capital iba a ser ejecutada. Los
compañeros de su padre.
Después del juicio lo llevaron hasta un muro, una pared de ladrillos donde alguna
vez estuvo la escuela de aquel lugar casi despoblado. El médico dio un tiro de gracia
innecesario, pero antes, los cuatro fusiles afilaron un estruendo único, un manojo de
fuego letal.
––No, qué va. Son balas de verdad, ordinarias, trazadoras, incendiarias, porque una
páncreas.
––Eso era mejor, cuando uno va a morir no quiere ver a nadie, solo tiene segundos
Hay muchas formas de morir en una guerra: sepultado por las bombas o cohetes
la explosión de una mina, en la bala del francotirador, en la ráfaga del infante de esa
169
dos, en la asfixia tóxica, en el accidente imprevisto bajo una estera del tanque, cuando
cuando el héroe busca la posición enemiga, los árboles se columpian con el viento de
tiro, no duerme hace dos días, las gotas de agua lo despabilan mejor. Lo rompe el grito
de una mujer, piensa en su hija; piensa en el coronel, trae su reloj en un bolsillo. Sabe
que cayó en una trampa, está cercado, cambia la posición del fusil, a ráfagas, la
bultos, diez, doce, quince, y aprieta el dedo, hijos de putas, maricones racistas, y da
caen seis, siete, nueve, pero lo acribillan, cae ensangrentado, y la lluvia y la sangre se
manos y aplaude con delirio. Qué hermoso, casi declama, y mira el declive del alumno
en el suelo, la tabla que simula ser un fusil a su lado y una mancha de puré de tomate
tendrían que especificar demasiado ante los archivos históricos, y él solo era un
muerto más, y, en definitiva, un muerto sin importancia. Pero los combatientes caídos
en acciones combativas aparecían como héroes. Su nombre, junto a los otros, asomó
170
en alguna revista que resumía muchos años de lucha. Alguien habría leído la lista de
Tuvo tos la muchacha, las manos en su cara, el director llenaba un vaso de café y
–– Usted nunca lo quiso. O quizás sea tan egoísta que no entiende que su padre
así emergió hacia la puerta, alzó el hombro y volvió a mirar los ojos del hombre en el
cuadro, eran los suyos, lo sabía, pero sin ese brillo que los pintores inventaban.
––Las nuevas generaciones necesitan nuevos héroes, nuevos patrones con los
––Jaime Itabarra González es un ejemplo en mi meta diaria de ser cada día mejor
una escuela y a unos cuadros. El camino de regreso era difícil, pero la vida no iba a
ser menos que tales contingencias. Tanteó un bolsillo de su pantalón y supo que en el
171
ESCUCHA AL PÁJARO MOSCA
El primer día el mundo se iba a terminar. El primer día del mundo es hoy. Ese
primer día tiene tres fechas, tres años: mil novecientos ochenta, mil novecientos
ochenta y ocho, dos mil tres. En mil novecientos ochenta yo tenía doce años y mi
padre se iba del país por El Mariel. En mil novecientos ochenta y ocho yo derribaba
un avión enemigo en una selva africana. En el dos mil tres mi padre me había invitado
Lo que une todos esos años, que son, por lógica, un único día (el día en que se iba
mar. Domingo el día en que ese avión Mirage F-1 cruzaba una línea de fuego, el piloto
confiando en su destreza aérea, inseguro tal vez entre los órdenes posibles: volar hacia
Nunca dije, mucho menos en las barreras de un río llamado Cuito, que el avión casi
Durante el vuelo intenté revisar los apuntes para un libro que escribía con desmejorada
calma. Solo un escarceo de lectura: los tormentos se tomaban en serio diluirme en ese
a una simple y primera mirada? ¿Y él a mí? ¿Pudiera entender que nuestros universos
172
estuviesen separados por siglos de revanchas familiares y políticas? ¿Deduciría que
mi supuesto heroísmo de antaño no era más que una sombra de supervivencia entre
cartel alguien que adivinaba como mi padre (no era difícil, supongo), y otro hombre,
casi de mi edad, su amigo, tal vez, su ayudante, o las dos. Teresiano, presentado por
la lógica de una concurrencia con peores similitudes. En poco más de una hora me
Diseñó estrategias de viaje que agradecía sin fascinación, sin un peligroso ánimo de
viaje.
Me pareció raro que yo escuchara a mi padre hablarme de los paraísos que él había
construido para mí. Me parecía más raro aún reconocerme hijo de ese hombre.
Nueva York, y allí su familia. Dos hijas. Ni siquiera sabía sus nombres pero eran mis
hermanas.
Piensa en voz alta mi padre. Se parecen mucho para ser tan diferentes. Debía
en penumbras, luego quise saber sobre un bolso de tierra que me hizo traer de La
173
Habana, y si era parte de esos canjes que procuraba. Mi pregunta sonaba sórdida, la
tiene que ser exactamente un poeta. Lo de nacional es más bien una contraseña idílica.
Contraseña idílica para mi padre. Quién dijo que la bruma estaba en su mapa, me
advertía mi madre. No sirve para mucho más que para decir, a cualquier precio, o
de todas las advertencias. Peor asumir que yo no era todo aquello que otros
interpretaban en mi nombre, por mí. No un héroe real ni un hijo real. Los dos hechos
que hubiese querido. No puedo obligarte a que aprecies y te encante lo que podríamos
174
llamar “mi mundo”. Me atrevo a desafiarte con la convicción de que el pleito no es
entre nosotros y sí entre los mundos que nos gustan y están más allá de nosotros.
alquimia hacia deslealtades, oprimidas por esa guerra de mundos que ambos
librábamos.
Todos los poetas de tu país no valen, juntos, lo que vale ella. La voz de mi padre
para hacerle reconocer los aparentes derechos que tenía sobre mi mundo, para saber
si eso que llamaba mi país no era, por razones ontológicas supremas, también su país.
Celia.
Celia Cruz. Teresiano arribaba al mismo puerto de mi padre, después de él, pero a
un puerto seguro.
Intuí las marcas contagiosas de lo real. Mi padre ganaba dinero como empresario
de una disquera latina en los Estados Unidos y Celia Cruz debía ser la carta infalible
del negocio. Memoricé fugazmente los sones guarachosos, los boleros cantados por
ella.
de Teresiano. ¿Era otra contraseña idílica en el juego que mi padre jugaba como
pocos? ¿Esa sería la “contraseña idílica” que yo debía usar para que nuestros mundos
estuviesen en armonía?
175
Mientras tanto la salsa cae con insistencia. A mi padre le asusta la
hurga en los archivos de Teresiano: Héctor Lavoe con la Fania All Stars, Tito Puentes,
traspié, puede mantenerse aunque la bebida lo desborda. Teresiano le tiende una mano,
Héctor tuvo una vida como la de un poeta trágico. De los trágicos trágicos de
verdad. ¿Sabes cuál es el camino más corto? Ese que no te atreves a recorrer.
Yo estaba ahí pero navegaba por otros sitios, por otras fechas. En mil novecientos
ochenta, mi madre lloraba sin consuelo en una vieja casa de un viejo barrio de la vieja
Habana. En mil novecientos ochenta y ocho, yo disparaba hacia un casi inmóvil avión
enemigo.
Miami; detestaba que la ciudad fuese recortada por planos que parecían la ruda mezcla
Compartía mi primera noche lejos de casa, dos desconocidos beben junto a mí.
Mañana volaremos a Nueva York, conoceré a mis hermanas y de paso podría cumplir
regresaría a Cuba.
Luego vino el cansancio. Luego el sueño. Luego el día de mañana que era una
extensión del de hoy. Luego dos horas en avión que sirvieron para que mi padre
176
hablara de las zonas trascendentales de su vida en el exilio. Unos primeros años a la
deriva, de una ciudad a otra (Miami, Orlando, Texas, Los Ángeles, Carolina, y al final
Le creo o finjo creerle. Su camino llevaría a partes iguales los destinos infaustos
promesas de reencuentro, igual naufragaba con dos matrimonios, puros desastres. Más
tarde se repuso y encontró a una mujer que le cambió su vida. Me muestra las fotos
encontraré otro parentesco que no sea oprimido por las consecuencias que ya nos
fueron impuestas desde tiempos remotos. Su esposa, una nicaragüense que no parecía
serlo (apreciación que solo incumbía a mi persona). Una nicaragüense que me recibió,
Insistí (en todas las escalas posibles) que no me gustaba aumentar gastos y
obligaciones hacia mí, que mi regreso a Cuba no tardaría demasiado. Una de mis
hermanas tenía quince años, la otra algo más de doce. Puras neoyorquinas, enfatizaba
supersónicos. Su ilustración resultaba tan falsa como las imágenes de esos turbios
héroes de cómic.
177
Salíamos a sitios que resultaban oscurecidos por las ensoñaciones y el matiz
fabulador que tramitaba mi padre. Clubes de salsa con orquestas que tocaban más allá
en bicicleta por el Central Park, ir a una pista de skate y a otra de bowling, recorrer el
Museo Queens, apostarnos en los colorines de Time Square. Como una suerte de
Manhattan.
Groove, bebíamos cervezas casi heladas mientras comenzaba a tocar una banda de
house y merengue. Miró a mis ojos, una ligera sonrisa y la voz que parecía mi voz,
imitándola.
La poeta, dirás.
Asentí ligeramente.
buenos momentos. Está enferma. Un cáncer que avanza lento y toma territorios,
territorios ganados sin mucha resistencia. Lo que hiciste le hará reagrupar mucho más
sus fuerzas.
Después de sus palabras recordé esa tarde en Luyanó mientras cavaba y recogía la
cartel de boxeo en el Garden. No era mi fuerte el boxeo. No era mi fuerte disentir tan
178
estelar y mi padre esgrimía asuntos contrarios. Danny “El Chino” Regueiro era pura
pólvora, poca técnica, el ideal fajador mexicano; su oponente Everett Pryor, no estaba
muy lejos de esos atributos. Más dotado con la destreza boxística, pegaba como un
Teresiano prefería al gringo. A lo único que le tiene miedo un negro es a otro negro,
influye en casos así, y el mexicano luchó más por la victoria. Era mi padre. Teresiano
lo resumía de otra manera. Cada cual usa las estrategias que cree más lógicas. La
decisión fue unánime para Everett Pryor y mi padre armó una imponente rechifla
Luego pasamos por una discoteca llamada Columbus 72 y nos bebimos varias
copas. Allí me dijo que iríamos a ver a Celia en la mañana. Pedro, el esposo, lo había
llamado. Con superior ánimo y sabiendo que la tierra ya estaba casi en sus manos, las
Quizás la tierra resultaba un símbolo demarcado por razones mucho más siniestras.
puniciones que otros llamaban sagradas. Pero desconocía que no hay peor (o mejor,
179
a desconocer mi propio argumento de la pérdida como renuncia transparente a la
escena inicial, un único día que son tres días y que como siempre ocurre se convierten
en el día final.
Mis hermanas me llevaron a comprar ropas nuevas, aunque mi padre insistió para
burlaron de los dos y la nicaragüense que no parecía nicaragüense me dijo que estaba
chupete.
Creo que agradecí. Tomé el bolso con la tierra y aún así quise envolverlo, arroparlo
con un bolso más grande, y mi padre trajo una bandera de Cuba para que lo cubriera.
par de horas ya no lo tendría conmigo. Nos montamos en el auto. Me pidió que oliera
Nueva York, una ciudad con olores propios, fragancias únicas. Me puse un walkman
con audífonos y en mis oídos cayó la jubilosa voz de Celia cantando un son que
¿Te gusta?
Necesitas una cerveza, un trago que bombardee los nervios. Hay que tenerlos de
180
Le dije que estaría bien. Mis nervios estaban acostumbrados a blandir muchos
cantando con la Sonora Matancera, con Cheo Feliciano, con Oscar de León.
No es lo mismo tenerla frente a ti. Además, tiene cáncer, lo que supone una
situación más imprevisible, de las dos partes. Celia es muy sentimental y muy
religiosa. Todo te puede parecer ilógico o fuera de una lógica razonable. Lo que hace
más increíble y admirable su personalidad son esas contradicciones, ese pleito entre
en que entiende lo patriótico, lo que encarna Cuba en su vida. Tiene discos de Lecuona
Me puse otra vez los audífonos y Celia cantaba un montuno con Ismael Miranda.
A los pocos minutos llegamos a una casa que me recordaba el señorío de algunas
mansiones habaneras.
Tiene cáncer. Es difícil para ella, le murmuré a mi padre. Difícil hablar, difícil
recibir visitas. Los resultados estaban ahí, y los resultados no eran muy halagüeños.
Mi padre se detuvo, yo me detuve. Me pasó uno de sus brazos sobre mis hombros.
Ella quiere que esto suceda. Dejemos tranquilo al cáncer por un tiempo.
En la puerta nos esperaba Pedro Night, el esposo de Celia, también estaban allí su
representante y un hijo que ellos llamaban adoptivo. Mi padre prefirió que fuese el
presentado.
181
Me hicieron pasar al interior de una casa robusta y de pulcritud llevada a destalles
supremos. Butacas floreadas (no a mi gusto), unas cortinas mecidas por brisa tenue.
Hubiese deseado que alguno dijera las palabras mágicas. Cero visitas. Evitemos
este encuentro.
telúrica.
Mañana vendrá Willie Colón. ¿Sabes quién es Willie Colón? Mañana él y después
Yo era un cambio de ritmo. Sonreí con cinismo para aplaudir las palabras de Pedro.
Celia tenía mucho dinero, tenía el planeta música a sus pies, más allá de eso, cambiar
hay música. Bebí un par de whiskys sin hielo. Tomé una cerveza y luego otra más.
Me atreví a insinuarles a estos habitantes del planeta música que yo suponía que en
Cuba hubiese buenos músicos, sino mejores, que acá. Hablé de un gordezuelo que
orquesta. Les hablé de un bolerista que no cantaba boleros pero tenía toneladas de
filing en sus pulmones. Les descubrí a una escamosa mujer de escena que deshacía las
piedras con su canto. Luego más cervezas, más whisky, y Celia no aparecía.
182
Apareció. No como en las fotos o como en los rastreros vídeos. Estaba más delgada
Mi padre me empujó levemente hacia ella. No supe qué hacer. Un beso tímido en
la mejilla, un abrazo, la mano extendida, sonreír paralizado por ese instante que nos
donde naciste. Es un hecho real. Después conminó para que hurgara sobre su ciudad.
Celia evitó toda respuesta y debí acompañarla por un pasillo adornado por esbeltos
cuadros que intuí obras sagradas y originales de pintores como Kokosha, Robert
La Habana está cada día más despellejada. Un barrio lleno de miles de barrios.
Sentados en una amplia terraza. Aire a nuestro aire. Cómo sabía de La Habana.
el destierro.
183
Películas. Veo películas. ¿Estoy obligada a ver lo que esos artistas quieren que
vea? Es cierto. Ese es el riesgo del arte. Un tren a una velocidad a la que debes
Me nombró algunas de esas películas. No creo las historias que cuentan. Me dijo
casi en susurros. En la mayoría todo lo que se cuenta es lo que dice la mayoría. Viene
una pequeña pausa, pienso que debo hablar pero ella termina la idea. El precio del
Ese es el precio de todos los viajes. Me atreví a decirle y pensé en mis oscuras y
sempiternas travesías.
Aunque todos los viajes no terminan en el mismo lugar. Declinó la voz. La muerte
condiciona ese viaje mayor, que no es más largo. Soy muy católica y mi relación con
la muerte no es de oveja apacible, como cualquier oveja. En eso soy algo descarriada.
¿No crees que la muerte resuma una especie de vida alterna, vida que transcurre en
brillantes. Intenté desviarla a otro curso. El silencio. Me parecía el tema que mejor nos
unía. Hablé del silencio como forma o circunstancia ulterior a todo lo que existe sin
silencio.
184
Todos los héroes son héroes silenciosos, o así me gusta entenderlo, estuve a punto
Los héroes trágicos tampoco son muy humanos, improbable en tiempos como este.
Fíjate en esos destructores de monstruos que primero deben acabar con los
En fin, somos héroes trágicos. Sonrió, pidió que buscaran algún medicamento. Mi
Eres poeta. Qué más. Héroe. Héroe trágico. Suspiró unos segundos, sigilosa.
Ollita era su madre. Me secreteó Pedro. Luego le dijo a Celia que por hoy era
a aquellas fiestas a las que mi padre me llevaba como si yo fuese un Tarzán deprimido.
pretendía que estuviese unos meses más junto a su familia y yo necesitaba que la
185
perenne marea de beneficios sintiera un apoyo de mi parte, igual me era provechoso
Su dinero es mi dinero.
El dinero es la poesía de este siglo, duélanos o no, me dijo una vez. Yo contuve
Ahí estaban, columpiándose, enfrentándose, esas ideas, las de mi padre (el dinero)
y la mía (la poesía). El resultado era lógico: cada uno vivía bajo tales confluencias.
los discos coleccionados por mi padre, muchos de ellos con explícitas dedicatorias.
Rubén Blades, Gloria Stefan, Frankie Ruiz, Juan Luis Guerra, Charlie Aponte. Las
Casi todas las noches teníamos discusiones insoportables sobre música y muchas
que los mejores músicos cubanos estaban en el exilio, sobre todo en los Estados
Unidos. Ellos crecieron y crearon bañados por vigorosos aires de referencias, con un
provocador mercado y, más que todo, con la libertad de no ajustarse a patrón rítmico,
Entonces yo devolvía el ataque. ¿Por qué esos músicos cubanos en el exilio, tan
músicos en Cuba lograban crear? ¿Por qué, en considerables casos, raptaban, a cara
186
Las disputas amainaban cuando la nicaragüense que no parecía nicaragüense
alertaba sobre el matiz funesto de las mismas, que hallásemos puntos en los que, sin
estar totalmente de acuerdo, pudiéramos reconocer o alabar los ejemplos del otro.
algunos de estos músicos del exilio (el jazz, el jazz afrocubano, el mambo, la oleada
caribeña) rozaba atractivos singulares. Cachao era rey en esa lista. Y mi padre alababa
vecino bosque…
187
Está fuera de cualquier clima.
disculpas. Intenté conciliar mis deseos. ¿Tenía alguno? De acuerdo, me ocuparé de las
Qué sabes. Tengo casi dos vidas. Digo casi porque en ninguna de ellas, que son
casi una, puedo hacer lo que en la totalidad quiero hacer. En una de esas vidas casi
soy cantante, en otra casi una persona normal. Dios no me puso a escoger porque si lo
hace seguro se formaría un gran embrollo. Ahora viene lo que me gustaría que
supieras. En esa vida casi normal que tengo soy muy adicta a los libros.
La cultura es dañina para la salud. Si más lees más frágil eres. Hecho y deshecho,
las variantes oprobiosas de una ecuación que deforma las estampas del consumo.
Entoné el filo irónico de mi confidencia. No hablé sobre ello, preferí saber qué leía.
Estarás de acuerdo en que con una casi vida no se puede leer todo lo que se desea.
188
Yo creo que la poesía, y perdóname el atrevimiento, resulta un acto demasiado
individual.
No toda la poesía ni todos los poetas. Prosigue. Habrá que separarla de lo que es,
musiquillos que pululaban como la mala hierba. Frívola e individual, la poesía dejaba
El silencio. Fort Street era silencioso, como el más inferior de los poemas, le dije.
Qué podía ocurrir para que mencionara a la que yo entendía como “una poeta de
Mira alrededor de su silencio. Es algo que se puede ver, yo lo he visto, y qué hay
Estuvo callada y yo la imité. Más tarde su voz sufrió un ligero cambio, se hizo más
189
y a no sé cuántas mujeres. La enumeración es larga y desafortunada. Como las vidas
Volvió su silencio. Intenté adivinar qué le unía a esas mujeres. No tuvieron hijos.
No estar con tu madre cuando tu madre se muere. Que el país en el cual naciste se
cielo.
calmara.
Se levantó y fue por otras medicinas. Me preguntó si me apetecía beber algo. Antes
había bebido ni una pizca y la botella descansaba casi vacía en su auto. Negué
entonces, agradecí.
más simple que creer que esa es la tierra y que me servirá como sustento. Todo no
queda ahí. Cruce de delirios. ¿Qué tal si llevas un poco de tierra, un poco de esa tierra
190
que he pisado por muchos años, llevarla hasta la tumba de mi madre? Es un detalle
cursi, disculpa.
Hablaba distanciando las palabras, con miedo a que sonaran falsas, y para
remediarlo, o eso creía ella, o eso creía yo, fluían sus lágrimas otra vez.
No estar con mi madre cuando ella murió me trastornó. Me hizo más mujer, más
fuerte, pero nadie quiere ser más fuerte, o más mujer, o más hombre, experimentando
tragedias así. Por eso le dije a tu padre que debía mandarte a buscar.
No nació de ti. Yo vine porque ella te lo sugirió. Ningún sentimiento de padre. Solo
Me levanté y salí a la calle. Mis hermanas no estaban en casa e intenté que Nueva
Comencé a tener un destino más allá de mis impulsos. Cuando llevaba más de dos
Nueva York. ¿Que ese monstruo me siguiera tragando era buena o mala idea? Cada
191
paso hacia adelante significaba, lo entendí en ese momento, un paso en mi contra.
reclamadas hacia ningún horizonte. Estaba solo. No era héroe ni poeta. Cuándo
despiertes todo habrá terminado. Era la voz de Celia que me perseguía. Qué
Decidí no regresar. Pensé en el apacible Fort Lee y en una poeta cantante dispuesta
para mimos exagerados. Supe que no despertaba aún del más simple de los sueños, el
todos los monstruos, partes feas. Había hombres negros y hombres blancos que
No tenía miedo (estaba anestesiado por rencores que ninguno de ellos entendía),
una hora hasta que me atreví a detener un taxi y anunciarle la dirección de mi padre.
está perdida.
192
Me recibió su mujer. Celia fue llevada de premura al hospital. Pinta mal el asunto,
tanto.
Mis hermanas dormían. La mitad de Nueva York dormía. Me puse a ver un juego
de los Mets en el que Mike Piazza batea un Gran Slam y José Reyes, un debutante
dominicano, atrapa una línea que parece inatrapable. Los Mets pierden y extienden la
racha de derrotas. Me entretuve con una película viejísima de Cary Grant y Katharine
anclada en pleitos sin terminar, y dije que ya estaba decidido, para que la conversación
terminara lo más pronto posible. Me deseó que durmiera bien. Mañana en la tarde nos
últimas palabras.
por encima de sus hombros, empuja hacia arriba, unos segundos en el aire, y me
193
retiene. Susto, alegría: sensaciones intermitentes e interminables. Mi padre me espera
para abrazarme tras el primer día de escuela. Mi padre camina junto a mí cerca del
mar.
Dormí poco. Luego una ducha. Esperé noticias. Ninguna noticia. La menor de mis
poeta se está muriendo. Fue su saludo. Venía a llevarme a casa de Celia, mi padre nos
esperaba.
¿Ya ella (quise decir la poeta, pero un recelo tímido me lo impidió) no está en el
hospital?
Tu padre llamó preocupado por ti, buscó la mirada que yo eludí, sus palabras
Pude interrumpirlo, pero me gustaba el sonido de sus palabras, el sonido más que
lo que decían.
Teresiano preparó un almuerzo rápido y nos fuimos en un auto que había alquilado
194
Celia intentó levantarse cuando me vio. Pedro estaba con ella, también el
Los abracé, brindé una medrosa reverencia a las mujeres, besé en la frente a Celia.
Aún no estoy lista para irme. Sonrió Celia. Después la tos, el carraspeo de tos.
Cuando estuvo más serena quiso que nos quedáramos ella y yo. Unos minutos y se
lo devuelvo sano y salvo. Sonrió, una sonrisa más triste. Más herida.
Eso pensaba encontrar, pero quien estaba en las fotos era yo. Un bebé de cuatro
meses. Un niño vestido de escolar. Otra en la que estoy a pocos metros de un león en
aquellas que supuse mi padre desconocía: la adolescencia más gris de todas las
adolescencias. Una foto de guerra, yo encima de un tanque T-55. Y la que poso junto
a mi hijo.
Cómo mi padre pudo tenerlas. Fotos sepias la mayoría. Unas vidas sepias, cuando
más. Celia se estaba muriendo y dedicaba sus últimos destellos a mí. Privilegio
terrible. Si una poeta nacional fuera la verdadera Poeta Nacional. Celia se estaba
195
Tu padre sigue sufriendo y hasta que se muera seguirá en lo mismo. Él no es más
fuerte de lo que puede ser. Muchas explicaciones no son posibles porque el tiempo ya
Estoy mejor. Por unos minutos nada empeorará. Tu padre quiere que un día vivas
Eres igual a él. Me dijo. No podía esperar otra respuesta. No te obligará a un exilio
demasiado aburrido. Cree que los Mets volverán a ganar una Serie Mundial. Volvió a
sonreír. No sabes que fue al África cuando estabas en África. Intentó verte, aunque
sabía que luchaba contra un absurdo, o contra muchos; entonces no era lo que hoy es
ni tenía las relaciones que ahora tiene. No pudo moverse más allá de la capital. Un
Sus palabras son compartidas con pausas cada vez más extensas. Imaginé a mi
Pronuncié un sí tímido, pero a cambio yo quería que ella cantara unos de esos
196
Haré lo que pueda, con el permiso de mis pulmones y con el de Dios. Antes tendré
Un poema. Quise forcejear con ese asunto pero ella equilibró el precio del chantaje
heroico. Un poema, una canción. Recité algo breve y ella aplaudió con exaltación.
Voy a cantar para él. Dijo Celia, y le pidió comprensión a Pedro. Nada de
Escuché una voz que casi ya no era su voz. Escuché. Siento la nostalgia de
Tuve lástima por ella y lástima por mi padre que lloraba como un niño. Nos
despedimos con la ilusión de que La Habana nos uniera más allá de nosotros, en un
futuro que los dos sabíamos quimérico. A los cuatros días Celia estaba muerta.
No hablaré del luminoso sepelio. No me devorará, como a tantos, ese luto que
necesitaba una belleza envuelta en fulgores vanos. Perdoné a mi padre como pude y
dos semanas después un avión me devolvía a Cuba. Mis hermanas clamaron por
regresos que yo admitía (para mi interior) como imposibles. El padre abrazaba al hijo
Desde la altura, Miami se parecía a La Habana. Dos ciudades recortadas por una
197
Aterricé en La Habana una tarde muy ardorosa. Chequee mis documentos y todo
pidieron que los acompañara. Ni siquiera llevaba un kilo de más en mis maletas. Nada
que temer. Las explicaciones llegarían en su momento, dijo uno de los agentes.
Estaba en una oficina. Preguntaron los motivos del viaje. Pura rutina. Luego llegó
otro oficial, con más rango. Yo era un héroe de guerra, así que no tenía por qué simular
que nunca lo fui. Se lo dije. Cero maltrato. El oficial de más rango se colocó un guante
en una mano y extrajo de una bolsa más grande el bolso con la tierra que Celia me
Nadie trae tierra de Miami. De la manera lógica que uno cree que se puede traer
¿New Jersey? Existe una razón más enmascarada para que esa tierra no sea lo que
aparentemente es.
De qué habla.
De drogas.
Yo no quería que el nombre de Celia estuviera allí, entre esos hombres rústicos y
Celia Cruz es como si fuera la Poeta Nacional, debía serlo. Les dije. Revisen lo
198
El oficial de mayor rango buscó una silla y la puso frente a mí, a centímetros.
No me gustan los cuentos románticos. Aquí tenemos que oírlos diariamente, los
Un detalle muy sentimental. Una cantante que es poeta. Quizás el final no sea
Repulsión. Odio. Miré hacia todas partes pero no había mucho que mirar. Una
En mil novecientos ochenta y ocho yo tenía un lanzacohetes encima y más tarde una
medalla. En dos mil tres yo tenía un boleto de avión hacia Miami. Meses después las
sus fragmentos. No tenía la tierra que Celia me entregó como albacea divina. Quise
tenerla. La tomé en mis manos, o eso creí. Uno de los oficiales me empujó contra la
Después me liberaron y fui hasta mi madre y mi hijo, en las afueras del aeropuerto.
Después estuve unos días esperando a que me devolvieran la tierra. Después reclamé
esas reclamaciones eran inútiles. Después hablé con mi padre y no tuve valor para
199
relatarle mi promesa incumplida. Después mi hijo creció y mi madre se hizo más
anciana. Después publiqué algunos libros y viajé a otras ciudades. Después La Habana
tuvieron hijos y mi hijo tuvo un hijo. Después Celia fue venerada con estatuas en mi
país, su país. Después volví a ver a mi padre y fuimos a la tumba de Celia con toda la
murió mi madre y murió mi padre, casi a la misma vez. Después entendí de qué trataba
esta historia. Después me hice más viejo y casi me iba a morir. Después vino otro día
200
del autor
201
202
Carlos Esquivel es una de las voces imprescindible de la literatura cubana de
los últimos años, y una prueba de ello la consignan estos cuentos, ácidos,
jubilosa aureola creativa de su autor. Historias que dejan sin aliento, marcadas
que abre y cierra los puentes de la escritura social más enfurecida que ojos cubanos
notables.
Norge Sánchez
203
204