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DIEZ CUENTOS QUE

ESTREMECIERON A CUBA

CARLOS ESQUIVEL

1
Dios sabe
que nada es adecuado nada es
todo lo que hay.
Robert Creeley

Las cosas originales de las que has sido desterrado para la eternidad, exiliado
a las estepas de la oscuridad por las cuales yerras aullándole a una luna
muerta, vagando de blancura en blancura, buscando hasta el mismo borde de
la tundra algo perdido hace ya mucho tiempo, tanto que hasta has olvidado
qué fue lo que perdiste o cuándo o por qué.
Amos Oz

siéntete libre

como mi padre

decía siempre

la cárcel no fue hecha

para perros

fue hecha para

hombres.

Lucille Clifton

2
CÓMO MATAR DE UNA VEZ Y PARA SIEMPRE LA LITERATURA

CUBANA

1- Llego a La Habana y después del cachondeo sinuoso en el aeropuerto

me voy a un hotelucho en la zona del Vedado. Tiro mis cosas, me doy un baño, no

derrocho tiempo, hago señas a un taxi en una avenida cercana al hotel, mi rumbo

es la parte antigua de la ciudad, entre más antigua más ciudad. Es poco probable

que encuentre respuestas, o respuestas aceptables. Un irritante calor me acompaña

como murmullo obsesivo. Sudo. No tengo hambre. Ciudades como estas no azotan

mi apetito. Entro, por fin, a una librería.

2- Conocí a Xaxia, o Sashia, pero como declinación a Rembrandt la

llamaré Sakia, en la tarde. Ella me llevará a Manuel Romero: nombre insípido en

mi insípida lengua. Sakia me asegura que el infinito problema de la literatura en su

país es que te pone a dormir de una sola ojeada.

3- Una mala vendedora, una honesta ciudadana. Abre la boca para

insinuarme que lo que deberíamos hacer todos (y desde esa perspectiva supongo

engloba a sus “todos”, no a los “míos”) es no abrir uno de esos libros. Y ni pienses

en la crítica que empuja a libelos tan infernales. Estoy al borde de hendirme en ella.

Traduzco su asfixia. La relación de la crítica con la narrativa de este país necesita

que ambas pertenezcan a una concertada raza de validez artística, o se amparen en

una espeluznante cirugía, los avíos de cura, la herida aún por sangrar. En un mismo

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peso de revanchas. Como dos boxeadores epinicios. Pero ellas, las dos, están, muy

por debajo una (respecto) de la otra (sin que parezca una paradoja, que enunciar,

desentrañar, los móviles de esta relación se convierte en un ciclónico acontecer).

4- Me habla de Manuel Romero. Hombre vivo, escritor muerto. En los

demás casos resulta al revés: la selva literaria multiplica a escritores vivos pero a

hombres muertos. Sakia dice que Manuel escribió un cuentecillo demencial,

bravucón, una historia jamás publicada y que habla de comedores de cebollas, un

país de comedores de cebollas. Es Cuba, sabes, sin las cebollas. Sakia también cree

que bordea las grandes influencias del patrimonio oral armenio, los cuentos

populares de Armenia son mejores y más exquisitos que la mayoría de sus

homólogos chinos o africanos, me aseguró. Pero este cuento, desaparecido de su

gaveta familiar, de una albacea literaria destinada a proteger reliquias viento en

popa, navegó por aguas intoxicadas por el veneno de la patria de Gorki, lo que

dejaron aguas soviéticas en aguas tropicales.

5- Localizar a Manuel Romero no fue tan fácil, digamos igual que

tampoco fue tarea de los dioses. Sakia tiene su teléfono, su dirección, luego un

acoso, y muchos fingimientos lo traerían de vuelta.

6- Manuel Romero trabaja en un restaurante chino. Lava platos, ayuda en

la cocina o en el almacén.

7- Pagan bien, nos dijo. Diez o quince dólares al día, pero hay que trabajar

como un chino, hasta quince horas, uno cree que resistirá, pero esto no lo aguanta

nadie.

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8- Y voy directo: ¿Y la literatura? Eso ya no importa. Nunca importó.

9- No lo creo, le dije. Usted tiene un cuento fabuloso. Soy español, y esas

cosas pueden importar allá, se pueden pagar bien allá. Es mejor que lavar platos

con inmundicias chinas.

10- Yo no necesito que nadie me rescate, dice.

11- Miro a Sakia. Me miro.

12- Yo creo que ustedes vivieron en una época maligna, gracias a Dios fue

efímera, circunstancial, todo se subyugó a una niebla, y esa niebla se fue, ya no hay

niebla.

13- Me escuchó en silencio, poco después miró a mis ojos y habló. Siempre

me ha gustado saltar por encima de cualquier obstáculo. Nada anormal si piensas

que todo el mundo, más o menos, intenta lo mismo; sin embargo, uno sucumbe a

ciertas ignorancias, a ciertos delirios. Yo no salté cuando debía. Me quedé allí. Allí

sigo.

14- Me interesaban sus confesiones, un grado declaratorio que rompiese la

naturaleza de lo trivial y le asentara (nos asentara) a episodios de riesgo, de

controversia obsesiva con su tiempo literario, con su verdad cívica.

15- Sakia habló: Si lo publicamos, qué quisiera que dijéramos de usted.

16- Que se vayan al diablo la literatura y todos los escritores.

17- Dio un portazo y caímos en la calle.

18- Borges advierte que el escritor está sometido a demonios desterrados

por otros escritores. Y eso me sonaba contundente después de una situación como

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esta. Sakia me dejará leer el cuento. Está bien. No es que vaya a caerse el mundo

porque haga una cosa o la otra. Me iré al hotel, leeré esa historia, llamaré a Sakia

para invitarla a cenar y luego veremos.

19- Leo: EL PAN Y LOS CUERVOS

El rey dijo hay que comer cebollas, solo cebollas (somos los más grandes

cultivadores de cebollas en el mundo), debemos ahorrar para el invierno.

Comimos cebollas, los platos llenos de cebollas, mesas cubiertas hasta el tope

con cebollas. Hubo ahorro de alimentos y por tanto suficientes pertrechos para la

muy difícil época invernal que caía sobre nuestra región. Después el reino

encontró una estabilidad y dejamos de comer cebollas. Pero hubo otros

problemas, la ruptura de contratos con hilanderas y fábricas textiles, debido a

pagos defectuosos o fuera de fecha. Y el rey nos ordenó despojarnos de ropas y

andar completamente desnudos hasta que llegase el invierno. De ese modo

ahorraríamos vestimentas y el reino podría hallar, en el paso de los días, la

restitución de acuerdos comerciales para hacerse de nuevos tejidos y ajuares.

Cuando llegó el frío nos pusimos las ropas, se habían amontonado en nuestros

armarios trajes, sayas y vestidos, y ahora volverían a la actividad diaria. Al

principio fue terrible acostumbrarse a prescindir de ellas, estaba la temperatura

que podía ser variable, pero, además, el nudismo para vergüenza de todos.

El reino logró un acuerdo arancelario, movió las leyes de aduanas y capitales

restringidos y pudo, de esa forma, hacerse de cantidad significativa de envoltorios

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con ropas manufacturadas y camisas, faldas y pantalones, reciclados en un reino

muy distante, todo a cambio de nuestras cebollas.

Todo fue bien hasta que un día el rey nos reunió en una de las plazas históricas

del reino, y dijo que nos pediría algo muy difícil, confiaba en nuestro

entendimiento y en la manera de saber que, de esa forma, se salvarían para las

posteriores generaciones la historia del reino y sus principales figuras.

––El pueblo debe morir ––exclamó––. No hay comida ni ropas para mucha

gente. Ya no hay comercio con otros reinos. Es un tiempo terrible y nos urge.

Sabrán comprenderme.

¿Y murió el pueblo?

¿O se rebeló ante el monarca, porque, qué sería un rey sin un pueblo que lo

defendiese de otros reinos?

No. Ninguna de las dos. Llegamos a acuerdos importantes, trascendentales,

yo diría, para la hermosa historia de este reino y sus epopeyas. El pueblo andaría

completamente desnudo, sin importarnos el invierno o la pudibundez en riesgo:

uno se acostumbra, nos acostumbramos.

Y comeríamos cebollas, porque, eso sí, somos los más grandes cultivadores de

cebollas en el mundo.

La Habana, septiembre de 1974

20- Soy yo. Es mi voz en el teléfono, quizás suena suplicante, la voz de un

cuervo sin catadura maldita, pero un cuervo.

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21- Tengo poco tiempo, el escaso para acordarme de aquello que debo

hacer. Y de lo que no debo. Dice. O quiero que diga. Su voz es insustancial o lejana,

una cosa más que la otra, las dos en similar eco.

22- Usted trabaja como chino en un restaurante chino, pero es un escritor.

La vida se acaba, y por diez o quince dólares se la acaban más rápido.

23- Muchos escritores en este país quisieran lavar platos y ganar lo que yo

gano.

24- Qué lírico para este país. Esa es la idea. Filtrar la perfección del caos.

25- Después me replica: No logrará nada conmigo, vaya con las demás

hienas, hay otros como yo, quizás caigan.

26- Seguía teniendo un pacto con las puertas líricas. Un hijo inmóvil, un

escritor esclavizado en restaurante chino de La Habana.

27- Por supuesto que lo abandoné, no por mucho tiempo. Debía utilizar

métodos que fuesen menos pasionales, el hombre andaba mercantilizado, entonces

por ahí entraría yo, un imaginario y suculento contrato para publicar sus cuentos

en una editorial española con cierta envergadura internacional, claro, y embadurnar

mi oferta con una pizca de humor, para que su grosera obstinación se derrumbara

hacia todos los flancos.

28- Dejé que pasaran algunos días. Me llevé a Sakia al hotel. Nos hundimos

en una senda estrecha y negra. Huí de pasadizos literarios, la ciudad estaba

infectada, como ninguna otra que yo conociera, de banalidad y vulgaridad: eso

mismo anclaba en películas del país y en las novelas, colgaba de la vida diaria

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como las estatuas de mi suposición. Algunos resistían, supuse, aunque el panorama

se pintaba espinoso.

29- Y entraba yo de nuevo en ataque, con refinada maña, le mostraba a

Manuel Romero un modelo de contrato con suficientes copias y una exégesis a la

literatura subterránea, publicada en esa época oscura de la historia literaria cubana.

Para crearme la atmósfera necesaria lo ideal era vestirme como me vestí y, para

colmo, aventurarme a una cena en el restaurante chino.

30- Me parece un error darle demasiada importancia a algo que no lo

merece. Tome un consejo: deje mi vida en paz. Y lo reafirmaba con la fiereza

solemne de su orgullo.

31- Yo lo invitaba a que dejara su renuencia, hice un chiste (en realidad era

el chiste de otro escritor) sobre un pollo asado con otras carnes en su interior que

volaba de asombro al saber a qué precio lo vendían en el restaurante, le cité a

Graham Greene con aquello de que no entendía cómo hay gente que puede seguir

viviendo sin escribir.

32- Yo no vivo bien, antes vivía peor.

33- Los tiempos cambian, le dije, las mentalidades absorben

transformaciones, sobre todo, positivas, se abren espacios, se crean rupturas.

34- Alguien, su jefe tal vez, lo requirió porque no cumplía bien con su

trabajo. Eres lento, te cansas fácil y para colmo hablas con cualquiera que llega,

cuando aquí debes trabajar.

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35- ¿Vio? Le dije. El espermatozoide de un capitalista en su estado natural.

Necesita esclavos, usted lo engorda.

36- Tengo familia y no puedo estar en otra parte. No existe un cuento vivo

con mi nombre, los deseché, llegó un momento en que no me interesaron, y como

no me interesaron jamás me preocupé por ellos. Ese es el resultado de mi obra. No

tengo obra.

37- Voy a insistir, sabe. Ese es mi deporte favorito. Mi forma de lucha

consiste en no transigir.

38- El jefe volvió a requerirlo, ahora en un estallido de ira. Una penalidad,

le aseguró: hoy no cobras, y si mañana sigues en lo mismo, te vas completo.

39- ¿Sabe lo que dijo Mac Lurhan del capitalista engreído? Que el poder es

lo que lo hace vulnerable. ¿Y sabe lo que pensaba Marx... ?

40- Déjeme tranquilo, no vuelva más.

41- Le advertí que sería persistente, es el precio que le impongo a mis

riesgos.

42- Ahí mismo golpeó. Contundente, en mi mandíbula. Era un anciano casi

y me lanzó del puñetazo hacia otra mesa. Me levanté aturdido. Algunos se

interpusieron. Hubo un alboroto pero oía transparentes las palabras del jefe cuando

expulsaba del trabajo a Manuel Romero.

43- Esa misma noche lo llamé por teléfono y concerté el duelo. A muerte,

imprimí dureza a los términos, aunque en el fondo también me inflaba el miedo,

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un pedazo de miedo, flotante desde tiempos en que era un simple chiquillo en una

simple aldea de Valencia.

44- Creyó que yo estaba loco, colgó un par de veces, pero al final tuvo que

acertar como probable la contienda que nos esperaba. ¿Armas? Las que

consiguiéramos. ¿El lugar? Una playa abandonada en las afueras de La Habana.

Sakia me la había sugerido cuando le rebelé cómo iban los planes. Ella ni se

interpuso.

45- La literatura cubana no es cosa del destino, dijo resignada.

46- Pensé en cambiar el cauce de mi obsesión. Era una guerra para

demostrar que los dos cabalgábamos juntos o una guerra en la que uno señalaba

hacia arriba, el otro hereda la sepultura. Pensé que de cualquier manera ya él estaba

muerto y sepultado. Yo estaba ganando sin apenas disparar una bala.

47- Llamé a Sakia y se lo dije. Se acabó la literatura cubana.

48- Ella rió de buena gana y después me dijo que tenía ganas de acostarse

conmigo.

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EL NEGRO Y EL ROJO

El extranjero puso su bolso a mi lado y luego pidió permiso para sentarse.

Sacó con aridez, y casi anunciándome, un periódico en italiano. También el boletín

para cuando llegara la ferromoza. El tren comenzaba a atravesar la ciudad.

El cubano que está junto a mi asiento intenta leer el periódico; un periódico

atrasado, pero, acaso, para ellos más importante y actual que sus periódicos. ¿La

crisis, cualquier crisis? ¿La intolerable “inmodernidad” de este país? Debo enfrentar

esas diferencias, confrontarlas pero no enfrentarla ante los ojos. El vagón tiene mal

olor, y los vendedores, bulliciosos y de un aspecto que rebasaría explicaciones

ornamentales, invaden la poca soledad que necesito. No compro nada de lo que

venden, intento decirles, y mi réplica va de un tono a otro.

El extranjero compra algún dulce y luego lo lanza bajo su asiento. De esa

forma ahuyenta a los vendedores. En el periódico que lee hay algo sobre la Liga

Italiana de Fútbol: el Parma va camino al descenso, La Roma ajusta las naves y el

Milán o la Juve pelean encarnizadamente por el Scudetto, Pirlo y Di Natale aparecen

en unas fotos guerreando en los campos de juego. El periódico tiene un mes de

atraso, pero muchas de las noticias son más frescas que las de cualquiera de los

periódicos nuestros. El tren es lento pero llegará a tiempo a La Habana.

El cubano mira constantemente su reloj. El tren es lento pero sé que llegará

a tiempo a La Habana. Tiene catorce horas para eso, si no, pierdo el avión. Martha

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es todo lo que complementará este viaje. Dos viajes, en realidad, el físico, lo que

traslada o guía el cuerpo, y el otro, uno más trascendental: el viaje hacia el futuro.

El extranjero saca de su bolso una foto. Una putilla cualquiera, la redundancia

es previsible. Él debe tener unos treinta años más que ella. Trato de leer la

dedicatoria que él revisa con nostalgia, puedo adivinar. Está en italiano, ni más ni

menos, hasta estas putillas se van a la universidad o pagan cursos de idiomas para

“adelantar camino”. ¿La necesidad hace aprender? Filosofía de isla sitiada. No

apagan las luces y casi es preferible obligarse a la lectura para que entre el sueño.

El cubano busca en una bolsa de nailon y extrae un libro de ella. Lee con

histérica obsesión. Hart Crane. Poemas escogidos. Un poeta norteamericano. No

me atrae lo suficiente la poesía, y si así fuera, hurgara entre los míos, entre los de mi

país.

El extranjero está siguiendo mi lectura. Quizá le interese la poesía. Hart

Crane es un desconocido para los europeos, incluso, también para nosotros. Claro,

que a partir de mañana cambiará todo. La culpa, en primer lugar, vendrá a la gloria

de Teresiano, que ha descubierto la tumba del poeta en un viejo y roído panteón

familiar de Gerona. En segundo lugar, la culpa vendrá a mi gloria, porque yo lo daré

a conocer al mundo. Hart Crane dejará de ser una alucinación o una cantiga

extraviada para su generación extraviada. Ni Lowell, Wallace Stevens, Cumming o

Ezra Pound, tuvieron el impulso flameante e idílico de Hart.

El cubano trata de empujar su libro a mis ojos. ¿Quiere que perciba que lee

o lo que lee, o solo intenta vender? Con algo siempre quieren comprarte.

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El extranjero cierra los ojos y se obliga a dormir. Lo sé porque aprieta los

párpados con aturdimiento, como si contara ovejas interminables. Pero al parecer

corren convulsivamente y desaparecen en su paisaje. Una muchacha se detiene al

descubrirlo. Viste como todas las de su tipo. Un pequeño bolso pende de su espalda.

I Like English men, dice, desparramadamente, a mi oreja.

El cubano le dice a la muchacha que no tiene ninguna relación conmigo, pero

que, a pesar de eso, y para aclararle, yo le huelo a italiano y no a canadiense o algo

parecido. Desconocen que aprendí el español en un curso de vídeos seriados.

El extranjero me habla (a mí, aunque la muchacha estuviese a mi lado). Es

francés, se llama Henry Beyle, pero vive en Italia desde el sesenta y dos. Nuestro

idioma lo conoce hace cinco años.

El cubano obliga a la muchacha a irse. No lo hace con la voz pero lo insinúa

con los gestos y con un chasquido de las manos. Le doy gracias por librarme de ella.

El cubano me pregunta si voy hasta La Habana.

El extranjero responde que va a Gerona. Lo espera una muchacha que llevará

cuatro días después a Sicilia, donde vive y trabaja.

El cubano me ha dicho que vive en el oriente de Cuba, que va, igual que yo,

hasta Gerona, pero para encontrarse con un poeta norteamericano que vivió en la

Isla de Pinos. Será un acontecimiento, me relata y exalta sus emociones.

El extranjero pertenece al Partido Comunista Italiano, filiación que le ha

llevado varias enemistades. Ha huido de todo: grupos ecologistas, manifiestos anti-

xenofobia, programas para la ambientación rural y el cambio, sindicatos feministas,

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movimientos para la preservación y el cuidado de los animales, y otros, asegura, casi

en el justo momento de apagar la luz.

El cubano no pertenece a ningún partido. ¿Existe el partido de la poesía? Me

pregunta. Me quedo anonadado y él continúa, si existe el partido de la poesía

entonces ese es mi partido político. Me consuela saber que es sincero o que lo

procura. Entonces apagan la luz.

El cubano y el extranjero duermen. El tren ha sufrido una avería importante.

Odio las reuniones del idioma. Dije, el tren ha sufrido, como si el sufrimiento no

fuese una particularidad animal y se extendiese ahora a la atrofia del objeto. El tren

estará seis horas roto. A cada rato enciendo la linterna y recorro el vagón para

cerciorarme que los pasajeros duermen, piensan, se abrazan. Me detengo ante los

dos, y es el cubano quien me pregunta qué pasa. Le explico. El otro empuja el cuerpo

hacia un lateral del sillón y creo que maldice, en secreto, pero lo hace en algún

idioma extraño para mí. El cubano me dice que perderá el vuelo de un avión para

Gerona. Tiene que ver la tumba de un poeta famoso, pues nadie sabe que está

enterrado allí. El extranjero solloza antes de explicarme que perderá ese mismo

avión y el encuentro con una muchacha que lo espera, también en Gerona, para

después irse juntos a Italia. Ambos están consternados. Seis horas, les digo,

condicionándolo todo a un pobre efecto psicológico. El mundo no se va a acabar

por seis horas.

El extranjero conoció a Martha en La Habana. De eso hace ocho meses, y

ahora ha venido por segunda vez con la idea de llevársela. No importa lo que diga

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su familia, ni siquiera lo que piense Martha. Le importa él, y si el dinero compra eso,

pues el dinero hace el cambio. Ella es hermosa, su pelo se ensortija y cae sobre los

hombros y el cuerpo.

El cubano es poeta. Ha escrito un libro donde no esconde sus influencias,

mojadas, dice, por el terciopelo y la sangre de los poetas norteamericanos. Los

Modernistas. Sé que hace énfasis en eso, aunque a mi solo me importe creer, con

lástima, que la poesía sigue siendo insustancial y fastidiosa.

El extranjero sigue alabando a Martha. Habría dado todo el dinero del mundo

por ella. Apenas llegue a Italia se escapa con otro, o con otra. Las estadísticas son

despectivas y fieles. Voy al baño, cuando las ganas de orinar se hacen insoportables,

y entro, equivocadamente, en el de mujeres.

El cubano ha ido al baño. El tren sigue abandonado en la oscuridad de esta

noche todavía trunca.

El extranjero no imaginará que me encontraré a la muchacha que antes

trataba de ligar con él. Su pantomima es siniestra, finge masturbarse, finge o lo hace

con una rutinaria artificialidad. Se sorprende, nada más, y continúa. Esto y lo otro,

si me ayudas con él, está diciéndome cuando asevera la mi llegada. Puedo entender

que es ella quien está en el lugar equivocado, que el baño de mujeres es, en realidad,

el baño de hombres. Atrapa una de mis manos y la acerca a su vulva. Ni esto ni lo

otro, le estoy diciendo.

El cubano ha dicho que odia a las putas.

El extranjero me pregunta si lo que yo digo tiene que ver con su Martha.

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El cubano me dice que no, y me cuenta lo que le ha ocurrido en el baño.

El extranjero respira aliviado, sin saber, sin que imagine, que también lo digo

por su Martha.

El cubano me asegura que perderemos el avión. Seis horas es mucho tiempo,

y le imprime a sus palabras una resignación fúnebre. El tren ya está en marcha. Tiene

que haber otra vía para llegar a Gerona, lo digo como si reclamara su propia filosofía.

El extranjero no queda conforme cuando le juro que este es mi primer viaje

hacia allá. Sé que hay un mar, un pequeño golfo, y unos cuantos kilómetros de

distancia, pero no sé más.

El cubano lo ha resuelto como lo resuelven casi siempre los cubanos. Me ha

distinguido los que pueden hacer las cosas y los que no. Los que tienen dólares y los

que no tienen.

El extranjero se molesta porque le digo que con dólares puede ir a Roma o a

Marte, y eso es preferible a meterse en una islita llena de toronjas y mujeres como

mi Martha.

El cubano se levanta, con vehemencia, cuando lo interrumpo para comentarle

que la islita podría estar llena de poetas maricas.

El extranjero y el cubano discuten. Casi a gritos. El vagón, antes silencioso,

ha sido cubierto por un fierro de discordia, por una caligrafía vulgar. Enciendo la

linterna y me acerco a ellos. El extranjero y el cubano callan cuando les alumbro

los rostros; pero no es más que un desorden de amigos, o no, y empiezo a entender

lo terrible que podrían estar uno frente al otro. Los cambio de asientos. El

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extranjero queda donde mismo y el cubano lo traslado para donde está la muchacha

con el pequeño bolso en la espalda, y ella va hacia donde estaba él. El extranjero

me dice que prefiere al cubano aquí y no a la muchacha. Entonces le digo al cubano

que vaya otra vez para donde está el extranjero. La muchacha, roída por la

frustración, humillada por las estruendosa risa de algún que otro pasajero,

comienza a descargar cuanta palabra obscena encuentra a su alcance. Vuelve a su

asiento. Los tres van a dormirse hasta que amanezca. La Habana los espera.

El cubano es quien me ha dado la mala suerte. Haber perdido el avión no es

lo único. Ni siquiera sé cómo llegar a Gerona. Creo que los cubanos están echando

a perder este país. Gentes como el poeta y la muchacha del tren. Es una lástima. Si

voy hacia el teléfono público que está en la parte lateral, allá va el cubano. Si voy

hacia donde está el parqueo de taxis, allá va él.

El extranjero va donde quiera que voy yo. Sabe que está perdido, y su única

manera de encontrar la orilla salvadora soy yo. Pero creo que me da mala suerte, de

otro modo no hubiese perdido el avión. Tampoco yo sé llegar a Gerona. He intentado

llamar a Teresiano, pero ha sido inútil. Alguien dice que lo práctico, y lógico, es ir

hacia Batabanó.

El cubano ha preguntado cómo se llega a Batabanó. Lo he oído porque casi

grita. Intenté comunicarme con Martha pero fue imposible. A esta hora debe estar

esperando el avión. Si yo no hubiera ido a Oriente, en esa idea estúpida de conocer

Santiago de Cuba, o si ella me hubiese acompañado y no quedara preparando todo

para el viaje, ahora estuviésemos juntos. Batabanó. Pero cómo se llega hasta allá.

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El extranjero se monta en un camión porque me ve montar. Si yo me montara

en una nave espacial o en un dinosaurio él lo haría detrás de mí. Estábamos

conectados secretamente, le gustará convenir a Teresiano cuando se lo narre.

El cubano vuelve a extraer del bolso su libro. Los poemas de Hart Crane.

Cuando llegue a Italia revisaré en las bibliotecas ese nombre. Militante del partido

de la poesía, pero quizás también lo fuese del partido comunista. Es una apuesta casi

segura, casi todos los intelectuales de la primera mitad del siglo lo fueron, incluso,

en los Estados Unidos. Quizás era todo lo contrario: un cazador de brujas, un germen

maccarthista. Todos son acertijos, vueltos a una baraja indefensa y ambigua. Tal vez

en la tumba descubierta solo existen los restos de un hombre que jamás tuvo un libro

entre sus manos. Las lápidas son engañosas, y la fama y el descubrimiento siempre

son patrimonio de aventureros y elegidos.

El extranjero abre su gran bolso y enseña ––me enseña–– la foto de su

muchacha. No hay que guarnecer la realidad para admitir que Martha podría ser

diferente. La habrá conocido en cualquier cine, o tienda, o presentada por una amiga

mutua que los acumulará de elogios, séquitos uno del otro, concedidos para una

unión apocalíptica. Habría que surcar en la infinitud de las soluciones, manipular los

polos. La historia así pudiese ser demasiado aberrante y superflua. Pero esta, pudiera

ser, una historia antigua, y trillada, un cuento sin peor dramaturgia que la de unos

personajes mareados por esa misma dramaturgia. Somos seres inferiores,

pertenecemos al cuerpo del otro, como diría, sin ánimo poético, Teresiano, vulva a

vulva, entre las cadenas de Marat con Carlotta.

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El cubano desciende del camión y pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo

llegar a Gerona. Lo sigo por un terraplén polvoriento e interminable. Nos observan

gentes descalzas, perros pulguientos, basura, carteles. La callejuela termina en una

pequeña estación llena de mujeres con niños, hombres cargados de bultos, bicicletas.

El extranjero pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo llegar a Gerona. Hay

que apuntarse a una lista. El carné de identidad, un número de espera o de

identificación. O sea, me llamo 236. El extranjero ocupa un número menos. Nos

sentamos en el único lugar disponible.

El cubano ha conocido que las lanchas, también las llaman motodeslizadores

o cometas, viajan dos veces al día. Si tienen suerte, mañana, en el primer viaje, se

van. Nos dice, o le dice una mujer gorda, al parecer empleada en este lugar.

El extranjero quiere llamar a su novia, pero un mujer muy gorda, empleada

en este tugurio, llamado Terminal de embarcadero, le informa que,

lamentablemente, y debido a reparaciones de urgencias a las líneas de telefonías (un

ciclón se acerca, nos revela, como objetándonos con placer las primicias) los

teléfonos están fuera de servicio.

El cubano pregunta a la mujer gorda si no hay otra opción que pasar la noche

aquí, atrapado en el velamen (la palabra, ni ella ni yo la entendimos) de mosquitos

y moscas. La mujer gorda le habla de un hotel bastante cercano y con todas las

comodidades necesarias.

El extranjero viene detrás de mí. No somos los únicos hacia el hotel. Treinta

o treinta y cinco personas nos siguen.

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El extranjero y el cubano son los primeros en llegar. Ambos parecen

extenuados, ¿enfermos tal vez?, pero me resulta demasiado simpática la naturalidad

con que pasan sin mirarme y, más tarde, lanzan sus bolsos a un butacón solitario.

Ellos son míos, me pertenecen. Yo los vi primero, le hago saber mi privilegio a los

otros. Me permitiré las prerrogativas, pero ellos no me escuchan y saludan con

ánimo ligero a la carpetera. Habitación, 27 pesos, 27 dólares para usted. La

camarera recita como lo hacen en uno de los programas infantiles de la televisión:

voz confusa, algodonada: no hay agua. Ella tose como si se trabara en su teatro;

ahora vienen los cables eléctricos y las sábanas sucias y las culpas a un

administrador que existe pero nunca está. Yo conozco una mujer que le cobra

menos. Es mi turno, me adelanto y no niego que también vi mis buenas películas, mi

cara de muñeca de Oz, Shirley Temple, para agraciar a un auditorio de dos

personas que terminarán por instalarse en este cuarto completamente esperándolos,

limpio, ventilado. Yo soy más simple y más digna: veinte pesos a ti y 10 dólares a

usted. La comida en el pseudohotel, temprano, se acaba pronto. El extranjero y el

cubano no se hablan. A mi me pareció que venían juntos, y yo me fío de mis

apreciaciones. Por eso me le acerqué al cubano sabiendo que después vendría el

otro. Sí, ustedes se van mañana, hay que tener esperanzas. La esperanza es lo último

que se pierde, le dije, y el cubano, no, los dólares es lo último que se pierde. El

extranjero lo mira y empieza a devorar su furia para sentarse lejos del otro. Si,

porque con dólares ya me hubiese marchado hace rato. Los llevo al pseudohotel

donde pagarán una comida que no existe. Arroz, dice la mesera, se acabó lo demás,

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aunque por la salsa cobramos la mitad del precio que tenía la carne. Ella trae dos

salsas y aquellas raciones de arroz que pagarán, olerán y no comerán. El extranjero

y el cubano entran al bar, casi al aire libre, y piden una misma cantidad de ron que

beberán en una misma y única mesa. No hay música y el cubano reclama que cambie

esa emisora que solo divulga noticias. El barman, musculoso y con cara de idiota,

los mira agresivo, pero sigue con su paño reluciendo el brillo de las botellas que

sopla y empaña antes. Yo soy la mediadora, y le sugiero al hombre que sus clientes

quieren música. Música, me asegura, aquí no se pone música. Las emisoras están

podridas de música americana, la peor que existe sobre el planeta, esa es la bomba

nuclear de este siglo, la verdadera bomba, mata más que la que lanzaron desde el

Enola Gay. Yo soy comunista, exclama el extranjero, y no tiene porqué disgustarme

la música de los americanos. No se puede vivir en la burbuja en la que está, ahí si

se genera otra bomba, una más homicida, usted la produce y usted mismo la lanza.

El cubano está en silencio. El barman musculoso y con cara de idiota dice que se

van de allí o van a probar otro tipo de bombas. Yo no tengo miedo, dice el cubano.

Yo no tengo miedo, dice el extranjero. Va a llover, nos quedaremos sin luz, les digo

a ellos porque advierto el peligro inminente. Nos vamos. Me imagino que la noche

vendría a toda velocidad sobrevolando el pueblo. Lo demás me lo imagino también.

Al caer las primeras gotas, ellos quedarán dormidos.

El cubano preguntó si hoy entrará el cometa. Se mantienen los viajes, además,

hay un barco que zarpa mañana y donde cabe casi la mitad de Gerona, le responden.

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Abre el libro de poemas y declama secretamente, en inglés, creo. Hay que comer

cualquier cosa que vendan, ni siquiera reconozco los nombres: el estómago se hace

de piedra cuando lo obligan las circunstancias.

El extranjero devora todo lo que compra, que es ya casi todo lo que venden.

Por ratos evita el bullicio y escapa a un rincón para estar solo con su foto. Creo que

los sentimientos se enlazan y mezclan dentro de mí. Siento repugnancia y lástima

por él. Ha hecho amistad con un deportista y con una muchacha que trae un oso de

juguete.

El cubano habla con un anciano que afirma ser un fantasma. El hombre lleva

ropa militar, un grado de sargento, eso dice, y se jacta de haber peleado en no sé qué

guerra contra los italianos. El cubano se aprovecha de la bebida que guarda en un

frasco el anciano. He conocido a una jovencita que me pregunta si en Italia hay osos.

Solo en casos de emergencia, le digo. También he conocido a un deportista que habla

del fútbol de mi país. Yo le voy al Inter, reconoce, por pensar con racionalidad,

porque solo sabe que es un Club de primera, con dos o tres argentinos o brasileños

en las puntas, una buena defensa, y un portero seguro.

El extranjero habla de fútbol. Llega el primer viaje de Gerona, y la lista de

números que estaba en doscientos avanza veintidós más.

El cubano dice hay que esperar, solo nos queda esperar. Lo veo cuando

empuja el alcohol a su boca y el anciano repite hay que esperar. Lee poemas que el

otro aplaude sin saber qué significan. El anciano trabaja en cárceles, eso dice, a pesar

de su edad, y sin mayores ganancias que un sueldo y la mujer del prójimo preso. De

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eso habla, cuando el alcohol le pertenece, endeble ya, reducido a oír los poemas que

solo serán un murmullo de palabras inconexas, raras.

El extranjero me escucha leer poemas de Hart Crane. Leo al anciano, o a él,

o a mí, o al fantasma de Hart Crane. Todos somos fantasmas, dice el anciano. El

alcohol lo lleva a eso. Yo soy mi propio fantasma o el fantasma de mí mismo, lo

apoyo. La muchacha con el oso de juguete y el deportista suplican al extranjero que

les hable de osos o fútbol.

El cubano se sorprende porque yo hablo de ella. Martha es mi fútbol, mi

animal, mi partido político, y lo grito contra él para que sepa que tengo todo el dinero

del mundo pero voy a demostrarme que las cosas funcionan de este modo.

El extranjero accidenta su obsesión con Martha al gritar y después envolverse

en lágrimas. La muchacha saca un walkman de su cartera y le dice escucha música

por favor. El deportista hace lo mismo con una pelota de fútbol guardada en su

mochila. Pateemos esto, le pide. El extranjero sale al exterior de la Terminal. Estoy

seguro que mira las calles atravesadas por estrechos canales que le recordarán,

oscuramente, a Venecia. Pero a él no le importa Venecia y entonces vuelve junto a

nosotros y trata de decir que compra una lancha, y observa que le oímos pero no lo

entendemos. Se apaga su voz para rozar el estremecimiento. Compro una lancha, lo

repite también en francés e italiano. Alguien aparece. Sí, yo sé donde hay una lancha.

Diez mil y es tuya, pero tienes que llegar a Miami. A Miami, dice la muchacha con

el oso de juguete, y seis o siete que se acercan. A Miami, tiene que llegar a Miami,

dice el anciano borracho, y celebra junto a su fantasma el alcohol de las

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procedencias. El extranjero dice, hay tres problemas. Uno: yo voy a Gerona no a

Miami. Dos: necesitamos combustible y quien conduzca la lancha. Tres: no tengo el

dinero en efectivo, tendría que ir a un banco. Al momento aparecen dos conductores

profesionales, con experiencia y sin miedo. Te dejamos en Gerona y después

seguimos.

El cubano me hace una seña para que lo acompañe. Quince metros después

comienza a explicarme que es peligroso. Yo no lo intentaría, es mucho riesgo. No

solo a perder el dinero sino también perder la vida ¿Y Martha? Le pregunto. Habrá

otro modo, siempre se puede comprar a sobreprecios un boleto. Eso si es que no

accedemos a la próxima lancha. Acaso debo creer en él y no en su fastuosa

frustración poética. La tumba del poeta desconocido lo espera, un amigo que lanzará

al mundo, si él no llega a tiempo, la novedad de Hart Crane enterrado en Cuba. Este

es su viaje, esta es su tabla de salvación.

El extranjero me dice que está bien, voy a ver qué pasa más adelante.

Entramos a la estación y él les explica a quienes nos esperan que ha cambiado de

idea, que más tarde podría ser. Ahora o nunca, lo presionan. El anciano me observa

como diciéndome, no beberás más de mi alcohol, traidor.

El cubano investiga cómo comprar los pasajes a sobreprecio. Sin embargo,

su plan comienza a desmoronarse. Nadie sabe, nadie quiere, nadie se atreve.

Tampoco mis dólares pueden. La lluvia no ha cesado desde por la mañana. Son las

dos y unos minutos, a las tres será el otro viaje. Ni los dólares pueden, Martha, eso

trataría de decirte esta vez; y de qué sirve lo que puede pensar si no sustituye la

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realidad, y la realidad es este lugar perdido en el universo, esa lluvia que cae, violenta

y gélida, esas personas que apuestan como un manicomio toda la locura a un único

viaje, como si este fuera el único viaje que les queda.

El extranjero sale de la realidad y entra en el agua. Lo miro caminar por las

calles desiertas y volver frente a nosotros. Los dólares no le han servido para

encontrar un boleto salvador. Él y yo estamos excluidos.

El cubano va hacia la explicación que dará la empleada. Desde la ventanilla,

tenue y cómplice, la mujer gorda informa de la llegada del último viaje de hoy y la

suspensión de toda salida durante dos días por, rotura del barco, falta de combustible,

la situación climatológica adversa, que hace casi imposible el trayecto entre los dos

lugares.

El extranjero se acerca diciendo, es absurdo, y comienza a escoger un

parecido con las circunstancias que él destierra de la peor complicidad. En cambio,

yo mantengo un silencio sepulcral: sin iniciativas, sin otra interpretación que

esconderme en mi fantasma.

El cubano se interpone entre el grandulón que viene con los boletos para la

lista de espera y la oficina donde se anunciarán los nombres de quienes viajarán. Por

la entonación de la voz sé que suplica. El otro abre los brazos como queriendo decir

y yo qué puedo hacer.

El extranjero no sabe que estoy comprando los pasajes a doscientos pesos

cada uno. No creo en la suerte de las listas, prefiero apostar con seguridad al viaje y

no pender de una voz que recitará, incestuosa, los números de espera. Pero el jefe de

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Tráfico, con sus boletos de reserva, dice que nadie lo soborna. El extranjero nos

enseña un paquete de dólares. Es tuyo también, le insinúo al hombre, pero está sordo

o definitivamente puro. Yo no creo en la pureza absoluta, sin saber, sin que imagine

que la pureza es una exageración de la mierda que tenemos dentro. Mierda, le digo

al tipo, lo que tienes es mierda adentro.

El cubano avanza en son de ataque ante el grandulón, que lo evade para entrar

al cuartucho desde donde anunciarán los números para el viaje. Muchos se agrupan

alrededor de la ventanilla. La empleada comienza a recitar, afónica, sin motivación,

los nombres de los elegidos.

El extranjero escucha cuando la mujer gorda anuncia, treinta fallos, y me

dice, nos vamos. Comprendo su alegría, como comprendo mis ganas de imaginar

que su mundo sin Martha, definitivamente, podría ser el mundo con todos los

fantasmas.

El cubano me dice, nos vamos. La mujer pide los casos con problemas

sociales, y una aureola, casi una multitud, logra la mayoría de los boletos.

El extranjero entrega su identificación, paga y recibe el boleto para llegar a

Martha. Este es el último, dice la mujer, aquí se termina. Treinta, ni uno más. El

extranjero me mira con lástima y sorpresa y, después, reclama a la empleada que

falta otro. No, dice la gorda, cualquier duda analícenla con el jefe de Tráfico. El

extranjero se dirige a él.

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El cubano va hacia el grandulón y lo amenaza diciéndole que es periodista.

Lo publicará todo. También tu intento de soborno: doscientos pesos, en letras rojas,

replica con burla el hombre fuerte.

El extranjero intenta detenerlo. Creo en tu dignidad y tu pureza, pero te falta

el amor al prójimo, le dice, olfateando el peligro de provocación, al tenerlo a pocos

centímetros, para que el jefe de Tráfico vocee, ellos también son el prójimo, y señala

a los que miran como el extranjero rompe en varios pedazos el cartón de viaje, y

empuja al hombre, que desechará toda prudencia para asestar un golpe, un

contundente golpe, mientras el extranjero rodará por el fango de una calle donde los

hombres descalzos, los perros pulguientos, los carteles y la basura acumulada

correrán para testificar.

El cubano se abalanzó contra el grandulón. Tendría que discernir al levantar

su brazo y propinar un golpe por la espalda al otro. Yo sangraba, Martha, pertenecía

al fango, al ojo de los mirones; pero no lo golpeó por la espalda, sino que esperó a

que volviera el rostro, y el puñetazo provocó un chirrido hueco que hizo escupir

sangre al grandulón. Más tarde este contraatacó con toda la torpeza de su enorme

cuerpo.

El extranjero y el cubano yacen en el suelo. El jefe de Tráfico tuvo que

soportar los golpes que más tarde vengó con furia. Una muchacha con un oso de

juguete, un deportista y un anciano borracho llegan en auxilio. Yo también, esa es

la filosofía. Dos hombres sangrando. A nadie le importa que llueva para salir junto

a ellos y solidarizarse. Es cuestión de los de abajo, me dice alguien, confundido y

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desengañándose de la conciencia. El anciano tiene una pistola en la mano y apunta

al Jefe de Tráfico. Tú eres mi fantasma, mi estúpido fantasma. Lo que hace falta es

que dispares, le dice el otro, confiado en que su miedo interior no lo inunde. Eso y

ese no valen la pena, le grito al anciano. ¿Tú vales la pena? Me dice, en el tanteo

extraviado de aparentar un pacto seductor. Sí, y consigo un sumidero terrible,

entendiendo que no solo obligan las urgencias y que este momento puede

aprovecharlo el otro para escapar. El extranjero y el cubano miran cómo el jefe de

Tráfico se pierde hacia la niebla, y al anciano que guarda su pistola y bebe un trago

vencedor.

El extranjero me dice, vamos con ella, cuando la mujer que ha aparecido sabe

de un lugar donde saldrá un ómnibus para La Habana. Está lloviendo, le digo a los

dos, y ella habla como si mordiera las palabras, transparentemente cursi,

diciéndome: no, no llueve, cuando tenemos cosas más importantes las otras quedan

relegadas.

El cubano asintió ante lo que dijo la mujer. Fui por nuestro equipaje y la

seguimos. El ómnibus salió a los diez minutos de que llegáramos. La mujer bajó

antes que nosotros.

El extranjero me jura que no mirará atrás. Martha. Digo el nombre sin

desbordar la propia palabra, lo que anuncia y contiene. Martha, repite él, y oigo su

silencio un minuto antes de confiarme que no sabe. Tal vez la llamo desde Italia,

murmura.

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El cubano dijo, ya entramos a La Habana y en la próxima parada me quedo.

Toma, le oí, y su mano buscó el libro que entregó a la mía. Hart Crane, ojalá no te

recuerde las otras cosas, exclamó antes de abrazarme. Los cubanos siempre quieren

comprarme con algo, pude decirle en medio del abrazo.

El extranjero agita su mano por la ventanilla. El ómnibus se va alejando de

mí, haciéndose pequeñito en el horizonte. Me acerqué a un grupo de personas que

desfilaban apuradas para hacerle la pregunta que todos y nadie sabía, cómo puedo

llegar a Oriente, pero a ninguno le importa responderme, y me subo en un camión

que va a cualquier parte. En el bolso, el sitio donde estaba el fantasma de Hart Crane

está vacío, y afuera, por fin, ya está dejando de llover.

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LA CARNE, LOS SENTIMIENTOS Y EL ENEMIGO

Si no te hubieras llamado Laura. En fin, si hubiera podido, si de mí

dependiera la construcción de tu vida, no sería lo que ahora eres, si mi pincel pudiera

construir un mundo de personajes y tú entre ellos, entonces, no serías lo que ahora

eres, si es que existieras, si pudiera hacerte dormir y luego despertar y cuando

despiertes no estés donde estás, no seas lo que ya eres, si no estuvieras en mi historia,

en la esquina de los ganadores. En fin, si hubiera podido, pero no pude, no puedo.

Qué en alma estés, si acaso, y escupo como un resanado de los milagros

secretos.

Laura, que en alma estés, empleada en esa estulta Galería de Arte a la que he

ido perversamente, y mi perversidad se asoma y compara a las rudas exposiciones

de fósiles (pos-históricos), ligamientos de hierros o simples láminas con turbios y

desmejorados clásicos, a los que empujan a llamar así. Mi mal menor ha de ser la

condolencia ante el desperdicio del Arte. Muchas gracias, le dije, pero odio el

iceberg de los maestros holandeses: solo puristas bañados por una unción enfermiza

y trágica.

Le mentí. Le mentiría. Le miento.

Laura, que es quien persigue con reencarnaciones, así me dice, hija de un trozo

(no un trazo) de Giorgione, odia decirme adiós y volver a la reserva de esculturas

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provincianas, que duran, permanecen y nadie ve: solo quienes las crean o las

destruyen.

Laura me dijo la segunda vez que era familia lejana de Annabella Scacchi, la

actriz secreta de Visconti en sus iniciaciones por las barras del Teatro, y, aunque

simulara adosarse a la lascivia holandesa, sus cumbres estaban en los tintes de la

vieja Roma, en “Rigolettos”, canciones napolitanas, en la Venecia con olor a

vírgenes sobre las aguas llenas de mierda de pintores.

Como un hombre sin vanidades, supe, que en el fuego mío y en el tuyo Laura,

habría más que una orla de pinturas, desaliñadas, rústicas acaso.

Podría encubrir mis pertenencias. Uno vive como fornica, me habrá escrito

Teresiano, en la nota final de su Historia desmejorada de la filosofía.

Esta noche, que es aquella noche, el grito de sombríos cae sobre el espíritu

como golpe campal. Comprendes Laura, no pensaré en la forma licenciosa de este

pueblo sino en llegar a él luego de varios años convertido en un burdo intelectual,

con horas de ciudad bajo mi manto, con un patriótico destino de reconciliación.

Tú, Laura, el pueblo y Tú

Veinte callejones pavimentados, dos o tres edificios, cine, galería de arte,

hotel, hospital: abundantes pretextos para tener un nombre: PUEBLO DE LAS

RAZONES PURAS Y LA REBELDÍA.

Te juro, Laura, que esas desproporciones de ciudades y pueblos no se soportan

por simples categorías productivas, ni siquiera por el impulso mayor o menor de sus

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habitantes. El hierro, el cemento, las tablas (como el óleo, la tela, el pincel) son

puntos de una metafísica corrosiva e infiel.

Graduado en Filología con 5 en todas las asignaturas, mi amistad con el gran

Teresiano, unas cuantas hojas autobiográficas sobre mi suerte con Susana, el límite

a conservar como un duelista mi fe ante el enemigo, todos los enemigos. Las noches

encadenadas por colores impacientes, el diluvio, o si prefieres y prefiero, Laura, la

integridad y la independencia. A eso había renunciado, dispuesto a creer que

existirías, que existirían esos personajes para justificar una nueva vida. Si algo tiene

sentido es que acepto las derrotas. Me consta sobre toneladas de alcohol a las que

echo mi silencio absoluto, mi dignidad o mi apariencia. Ya tú sabes, es difícil volver,

siempre es demasiado distante el punto que dejamos atrás. Tus padres te esperan, te

extrañan, pero no pueden imaginar que vuelvas. Allí yo, el beso de mamá, el abrazo

de papá, el ladrido revoltoso de los perros, los vecinos augurando la tempestuosa

suerte, la caída, y la locura, instalándose como una descarga eléctrica en el cuerpo

de este pueblo, a solas, solo.

Para qué sirve un filólogo, pregunta mi padre a su compañera mientras yo

reviso revistas y revistas en el estante de libros.

Para qué sirve un filólogo, dicen en el Ministerio del Trabajo, absortos y

embrutecidos por la pena de no entender mi necesidad de sustento.

Para qué sirve un filólogo, comentará el Director de Cultura en su reunión

diaria.

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Para qué sirven la necesidad y el sustento, le pregunto yo a Teresiano, hacia lo

lejos, en la plenitud de una carta de absurdos o cuadros supersticiosos (imitaciones

soeces) de Rembrandt, o amigos que se instalarán rescatados por evocaciones, por

viajes manchados de un gris color.

Los amigos existen desde la infancia, ocupan un pasado sin culpas, o con unas

culpas despreciadas por el pasado. Ya lo dirá mi padre, el gordo que besa a mamá y

después huye a la primera cantina, para escupir su negra cultura en un ron sin alma,

como las horas imperiales, me advierte en la oferta políglota (política) que inunda

todos los rincones de la casa y entra hasta en los perros que cambiarán sus nombres

ingleses (bautizados por mí) por miedo a las deducciones de algunos, para llamarse

como el acontecimiento del país hace 20 años (al que mi padre fue invitado): Primer

Congreso, y como el líder comunista de los bolcheviques: Lenin.

Los perros apenas reconocen la humildad de sus comidas. Están torcidos desde

pequeños, me dice este gordo, en las noches difíciles de los primeros días. Recuerdo

el cuadro de André Derain: la línea lenta del azul sobre los fondos de luz; las

variaciones en los rostros, endurecidos y dramáticos, como un paisaje desterrado por

el pintor: una declaración de venganza y furia.

El rostro de mi padre, pintado con irritación o pintado con miedo.

Y es que mi vida se asoma como un crudo paraje que las lamentaciones le dan

color y forma. Susana y Laura habrían sido pintadas en los extremos: leves

insinuaciones que amenazan la quietud del centro. Acaso lo más terrible es que yo

solo sea un pintor poco agresivo, sin pretensiones, y que el arte viva en mí sin

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proveerme de una energía salvadora. Si uno pudiera enfrentarse al talento como se

enfrenta al enemigo, si me hundiera en las hojas autobiográficas, el nombre de mi

padre me perseguiría proyectándose con espasmos y penitencia. De esa manera, el

arte, este pueblo oscureciéndose, y tú, Laura, serían solo una línea, un acto

comprimido a la experiencia del pincel avanzando por la tela.

Ama al prójimo tanto como a ti mismo, me dice, sin sospechar que yo amo a

Laura más que a mí mismo. Pero ella me traicionará algún día, dispuesta a ser feliz

renunciará al roce de mi intrascendencia. El engaño, Nicolai, no es este lápiz

tembloroso con el que me permito abominar los hechos, sino otra forma del

entendimiento.

Están lejanos los tiempos del heavy, los jubilosos rasgueos de Chris Stein con

su guitarra, las cuerdas duras, tensadas a los maullidos ondulantes. Nicolai fue muy

exigente con lo suyo, por eso, Jaco Pastorius, desde su ujier de bajo-doctrina, estuvo

por encima de Steve Harris y Geddy Lee. Hijo de marxistas empedernidos, vibrando

sobre ficciones ambientadas en un supuesto equilibrio del alma, Nicolai renunció a

todo lo que se permitía renunciar: al rock, a la ideología de sus padres, y el cambio

se impulsó en un seminario evangelista.

¿Has oído a Stryper, la banda de rock cristiano? Le pregunto para rehacer los

antiguos atajos.

No me sorprenden los hombres que desfilan ante mi padre: los viejos inflados

por el despilfarro y el magnetismo de las especulaciones. Yo sé que no los soportas,

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Nicolai, que, en el juicio de Dios, ellos intentan manipular las jerarquías. Los

redimidos ascienden por la derecha, los condenados por la izquierda.

Jimmi es rubio y musculoso, aire tranquilo a pesar de que sus primeras (y más

serias) adicciones musicales se balanceaban entre el Glam metal y el hard rock. Hijo

de emigrantes, quedó al cuidado de una tía, luego, con la llegada de la juventud, se

interesó por la vida militar, y en esencia la de policía, así que ahora aparece una

imagen de Jimmi como un diligente oficial, a la caza de folículos de delincuencia,

incluso la política, me enfatiza, ajusta su gorra con aire de Bogart chandleriano,

entiende que nada ya está en el lugar donde un día estuvieron.

Los dos amigos. Acaso, mi desmañada creatividad se revierta en la percepción

con que me asomo al ruido, cruel y árido, de los pinceles ajenos. Los dos amigos: el

negro que supura una división entre cuchillo y cuervo, la fruición obsesiva de una

línea que reconoce la desnudez porque la suplanta.

Los amigos: Floris Van Dijck. (no confundir, Teresiano, con Van Dyck).

Nicolai y Jimmi. El sacrificio y la resignación por ellos, que apuestan, como

experimento en desgracia, la consumación de mi lealtad. Comprendo que, en el

arbitrio de mi sufragio, elegir rompe discernimientos y se arropa bajo muros

levantados sobre el aire.

Primer Congreso y Lenin enfurecen cuando Jimmi traspasa el portón y se

acerca a nuestra casa. Esos perros están contaminados, la culpa, dice, pregunta con

socarrona seguridad, ¿de quién es la culpa? Del pastorcillo valiente, responde

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cuando Lenin hunde sus dientes en una de sus botas y Primer Congreso, en son de

ataque, lo observa hostil y desafiante.

Propaganda enemiga, resume con énfasis en cada visita, sin saber, sin que

sepamos cuál es y dónde está el enemigo. ¿Existe el enemigo, o el enemigo es una

simple y terrible razón para darnos cuenta que tenemos miedo, odio y rencor dentro

de nosotros?

Tampoco lo sé, Teresiano. Por más que obligue el pincel a descubrirlo, el

enemigo se guarece en la quietud intangible de la tela. Los enemigos viven

disfrazados de nosotros porque nada se parece más a ellos que nosotros mismos.

Quizás en el ruido de mi padre en el patio, en quien lo escucha perseguir enemigos

del país, en sus ganas de no perdonarme ser lo que puedo ser, también, supongo, un

enemigo invisible me combate.

Dios está en la plenitud ignorante, podrá balbucear Nicolai y, sin embargo, yo

sueño con un abismo que prepara otras escaleras.

Nicolai juega con los perros mientras mi padre no soporta su apariencia

ambigua y distraída.

Hay que tener cuidado de él. Ha dicho a sus camaradas, y a mí me ha confiado

que tampoco soporta a Jimmi. Cómo voy a creer en un policía rubio, con nombre

americano y que le guste el rock.

Mi padre estaba en la parte alta ––o baja–– del cuadro, Jimmi y Nicolai en los

extremos, y yo, desde el centro, no podía, ni sabía, elegir.

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A estas horas el mundo no existe, o el mundo es nosotros en el mundo, una

fugaz foto que restaura todos los tiempos, todos los lugares. Me habla Laura

desnuda, y grita, traspasada por los espectros torrenciales y el contacto de su sangre

con mi locura. A esta hora, el olor de los lienzos flota como flotan sus muslos y su

vulva, entre alucinación sin peor destino que la realidad parecida a un sueño. Es el

cuadro de la Virgen dolorosa. Thomas de Keyser pinta como aprendiz, unas

manchas, un crimen, el viaje por líneas inquietas. Desde la mañana de Ámsterdam,

los canales coloridos de 1622, respirarán los demiurgos de Laura

Sé que no amas como yo la poesía, Teresiano, poco importa una razón o la otra,

pero le dije que el muro de los holandeses es como el muro de su sexo entre mis

piernas, que las digresiones graves del pincel eran el rostro de nuestros cuerpos sobre

la incesante prolongación de la alfombra. Ella recitaba, como una burda pornstar,

sus teatrales orgasmos. La imagino invadida por la coincidencia del desnudo y el ojo

ritual de mis labios reclamando un sitio habitable, tierno. En alguna ocasión, su

fantasma penderá de la tímida luna de Van de Neer, y en otra, Gustav Klimt reunirá

todas las edades en ella.

Lo peor: Laura desaparece después de cada cita en la galería, como si su

supervivencia se insinuase allí, bajo el tórrido pulimento de las piedras y la orografía

de los cuadros.

Lo mejo: Laura empieza a ser vulnerable, como los anémicos catálogos de

pintores europeos que borran, con estupidez o desolación, el trazo uniforme de un

arte único holandés.

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Dios pintó el paraíso y en él a Adán y a Eva. Pintó los árboles, los perros, las

iglesias. Dios pintó a mi pueblo, y cubrió de borrachos, putas, rústicos negociantes,

gente de paso, y vio que era bueno, y el pueblo se llamó PUEBLO DE LAS

RAZONES PURAS Y LA REBELDÍA. Entonces, Dios (a ráfagas, con furiosa

timidez) me pintó y yo más tarde pinté a Laura, a Jimmi, a Nicolai, incluso, a mis

padres. Pero Dios me pintó sin trabajo, graduado de algo que a nadie le importaba,

aunque dijo no es bueno que el hombre esté sin trabajo.

Así, Teresiano, galopando sin éxito por oficinas, propiedades de organismos,

aturdido, sin haber logrado conmover, siquiera, a un único funcionario, dejé el

asunto en los pinceles de Dios, sin más indicio que reconocer mi torpe ingenio como

pintor. Mi padre intentaba elegir por mí las pocas propuestas que me habían

brindado. No había nada de arte. En efecto, ni siquiera podía elegir entre la apoteosis

o la vida en blanco, y me encontré como un perro, o peor. Cuando intentaba pintar

me sentía más confundido.

Soñé una noche que Dios me había pintado sepulturero. Para qué ese trabajo,

le enfrenté. Para que los entierres a todos, respondió desde cualquier nube. Di un

salto en la cama y me lancé, súbitamente, al agua del baño. Ardía, y una carga de

vómito, como estruendo, me alumbró el trueno de la mente.

¿Sepulturero?

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Qué sabía yo de cementerios. Tenía la amistad de Braña, un poco de lecturas

tenebrosas de Poe y Walter Wimperis, las historias sobre el Cementerio Greyfriars,

en Escocia, poco más.

La amistad de Braña, Laura, la Filología, el sustento.

No sabrás Teresiano, que según Poe, los hombres que sepultaban los cadáveres

iban perdiendo, poco a poco, el apego a la vida. Ya lo sabía con previsión, por eso

oí el grito de Laura como el grito empujándome a la trampa.

Mi padre ha dado su consentimiento, libre de entenderlo como una derrota a su

nombre. Los perros están frente al televisor, y escuchan al gordo a mi lado insinuar

la poca ductilidad de ellos hacia sus amigos, la voluntad agresiva, infiel. Primer

Congreso lo observa con indiferencia; Lenin salta para acomodarse en mis rodillas.

Braña. Lo recuerdo en el preuniversitario, escribía cartas de amor, cartas que

no parecían cartas. Siempre lejos del contexto, extraviado. Y la pose que mejor le

pegaba, o la elegida, era de escritor.

Para qué sirve un escritor.

Pero él nunca me contestó, quizá porque no tuviese sentido contestarme,

porque dejaba al futuro su respuesta o, tal vez, ya sabía que hay preguntas sin

respuestas.

Ahora era el administrador del cementerio. ¿Y la Literatura? Escondido en mi

espejo, y sin saber, comienza a ser el muchacho de hace más de diez años para

responderme aquella pregunta.

40
Fue la pregunta que le hice a mis padres, a mis amigos, a los propios libros, a

los árboles que me encontraba, a mis ropas, a los animales. Fue la pregunta que me

hice constantemente. La pregunta sin sentido, sin importancia, sin respuesta.

Porque esta noche, aquella, alguna, cuando iba a Susana, el caos, y yo no sé,

Teresiano, si el visillo alumbrándome a Laura como un objeto condenado a la

levitación perenne, habría de envolverme la escena de mi madre fornicada por otro

hombre: la rara y enfermiza expiación hacia el tácito delito, y no solo juego, y no

solo la marca impía, y el gozo de mi madre.

Y Susana, ya sabes, trivial, como zozobra de alguna línea hacia el espíritu. La

habrían aceptado con distinciones en la mejor revista de modas. La vi rodar, crear

un sádico ballet pubiano: un hervor de fiebres que invertían la inflamación del sexo,

su sexo. Su olor vive en mi lengua, en mis manos, lo intuyo cuando recorro la piel

de Laura. Ya lo sabes, Teresiano. Odio discernir el episodio que inventaste. Laura o

Susana. El espíritu o la belleza. El sexo y el sexo.

Cuando recuerdo la primera vez que me desnudé ante ella, me acerco a una

declaración de simples fragilidades. Creo que llueve y hace frío. Creo que soy

invisible y la aplasto. Su cuerpo se abre al desafío de mi fantasía. Sé que el fuego de

su pubis entra en mis manos. Creo que la penetro. Sin excitarla, con una infiel

virilidad.

Desde la oscuridad descubro a mi madre. El hombre que la posee escucha,

como yo, su grito confundiéndose con el de Susana.

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Mi padre, en alguna reunión, defenderá el hecho marxista que todo nos

pertenezca, que todo sea de todos.

Vas a descubrir los muertos, me dijo Braña, a los cinco minutos de estar

empleado. Es un buen lugar para pintar, me expliqué. Solitario, plástico e inspirador.

Aunque no lo creas, Teresiano, Blake, Dante y Esenin escribieron sus buenos

poemas en cementerios. Albert Bartholomé, Antonio Veneziano, Buffalmacco, Hans

von Bartels, Giuseppe Abbati, Gustave Moreau, y el mismísimo Edvard Munch

vinieron a un lugar como este para su vir dolorum.

Tienes todo el tiempo del mundo para eso: en este pueblo la gente ni se muere.

Braña expulsa los términos con demorada irritación. La bebida se ha convertido en

lo más importante para él. Camina con dificultad entre las tumbas.

La realidad, le dije, pero ya no hablaba con Braña sino con el perro, y Primer

Congreso no comprendió o mi rítmica presencia solo era una idea de lo que él podía

fingir como lástima. La realidad, pero él mordió lo que discernía entre una forma y

otra y el vómito por los amigos. Mi padre habría de faltar a la rivalidad y cayó en las

palabras que rodaban hacia infiernos internos. Así, en el ruido de los que sirven de

modelo a este proceso inapresable, salí al aire de este cuadro maligno. El

excremento, me dijo el animal, cuando el círculo de oscuridad, las desavenencias y

el fuego de las lámparas se perdían en el ciclo de mi asco.

42
El excremento, me repetí ante Braña, el orden deplorable de no servir para lo

que sirves.

A Braña no le importa que yo pinte todo el día, que lo intente, porque en la

desesperación de enfrentar la tela contra el óleo, el pincel solo me obliga a manchas

opacas, humedades convertidas en color.

Lenin me acompaña al cementerio. Creo que disfruta las exhumaciones y

sepulturas. Lo presiento por su forma de aullido, un simulacro quizás. Para Braña

era insoportable aceptarlo, que el perro sostuviese ese raro trance no iba con su

impavidez. Primer Congreso prefería quedar atrapado en el portón de la casa y ladrar

cada pocos minutos.

Veía a Laura tres o cuatro veces a la semana. Yo no podía inventar más tiempo

que el necesario, y entre el sexo, los intentos de paisajes nada rupestres (un

pleinairismo de sepulcros), mi padre y su alcohol y sus obsesiones políticas, mi

madre y el hombre que fornica con ella, los perros y los amigos, PUEBLO DE LAS

RAZONES PURAS Y LA REBELDÍA, me iba sepultando con los mismos

instrumentos que yo sepultaba a los otros

Las últimas noticias eran moldeadas con delación por un azar, fastuoso y

drástico. Mi madre había escapado de la casa. De nada valió que mi padre la

persiguiera y amenazara con una cacería de brujas por alta traición. Ella tampoco

entendió mis súplicas de hijo pródigo. Estaba hecha fango, me dijo, sin contener las

lágrimas. Sin embargo, eso no era lo único. Lenin había cambiado repentinamente.

Nicolai, Jimmi, y hasta Laura, fueron víctimas de su violencia. Su relación con

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Primer Congreso había empeorado. También la de Jimmi con Nicolai, lo cual puede

ser suficiente para entender que mis recursos fallaban.

El pueblo no existe, Laura, aunque me jures que lo pintó Henry de Fauconnnier,

en una tarde de 1910, cuando los peñascos abrían una entrada sinuosa a la faz de

esta caverna. Aquí, cuando recorremos la memoria de una Galería para italianos y

holandeses. Odio el hierro que emana de El guerrero, de Zadkine, y odio, con

lástima, el lenguaje síndico en las láminas de Brueghel, el viejo. El odio, Laura. El

odio y tú.

El problema está en reconocer que mi relación con las figuras pintadas es la

relación del hombre ante su reverso. Mis amigos y mis padres odian la pintura;

incluso, cuando le presenté a Laura, todos me la definieron como una gordezuela

con ínfulas de artista. Tendría sentido suponerlos (dibujados una y otra vez) con la

aridez del aldeano: rudos, amigables, cazadores de elogios, mientras mis padres,

Lenin y Primer Congreso callan y Laura no es sino un seno al que le voy dando

forma de mujer. Los demás, apuestan sus palabras contra el cuerpo del cuadro, mi

cuerpo.

Jimmi: El enemigo se esconde en Dios, no siendo lo mismo, Dios se esconde

en el enemigo.

Nicolai: Ama al prójimo tanto como a ti mismo, dirían las Escrituras, pero muy

claro: tanto como a ti mismo, no más que a ti mismo.

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Braña: Los muertos adornan el infierno.

Así, Teresiano, entre Laura y Susana, entre Jimmi y Nicolai, entre Lenin y

Primer Congreso, entre mi padre y mi madre, entre la Filología y el sustento, entre

la pintura y la frustración, sin saber, sin que sepamos cuál oreja arrancarme para la

puta, la izquierda o la derecha, si tirar a cara o cruz, a la suerte o a la desgracia.

Laura me propuso una exposición. Ella no sabía o no se daba cuenta que yo no

solo era un pintor frustrado sino un pintor sin cuadros. Necesitaba hundirme contra

mi propia fatiga y emerger desde los escombros. Como temía a la tela descargué el

pincel sobre las superficies de las tumbas. Al principio fue como un juego, un

impulso, como un golpe de locura o rabia, después sentí la coherencia, la intensidad,

el ardor. No sé cuándo pinté el primero ni cuándo el último. Algo sabía. Era mi mano

la que pintaba pero no era yo. Terminé ardiendo. Había sido poseído por alguien,

por algo que no podía defnir. Al poco rato, la claridad me hizo descubrir el dibujo

en las seis tumbas. En todas era similar. El hijo abrazando al padre. Detrás, la madre

y los hermanos. La misteriosa luz envolvía la fijación de los colores: el rojo en el

manto del anciano, el amarillo pálido en la túnica del joven. Había pintado mi propio

cuadro. El regreso del hijo pródigo a casa, el recibimiento de padres y hermanos, es

decir, mis amigos Jimmi y Nicolai. Había pintado mi propio cuadro, aunque borroso,

en la esquina de cada tumba se insinuaba un año: 1666, y una firma nerviosa y

arrogante: Rembrandt.

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Rembrandt había creado a sus personajes con orgullo. Yo estaba allí, mi

individualidad se explicaba en algunos de los rostros que tomaban vida desde el

cuadro. Creo que Rembrandt me hubiese preferido como el padre. Teresiano me

atribuiría las formas farisaicas y amargas del hermano mayor. Pero yo estaba en

todos a la vez. La mano de Rembrandt me hacía reencarnar y refugiarme en un pincel

que solo irracionalmente creaba.

Si Dios no existe todo está permitido, me dice Dostoievski cuando aguzo mi

oído a los bloques que lo separan de nosotros.

Estará permitido creer en Laura.

Estará permitido creer en mis padres.

Estará permitido creer en los amigos, en el pueblo que respira, pestilente y

solitario, desde las sombras del óleo.

Todo empeoraba. Fui al cine con Laura. Una de Jarmusch, con un poco de rabia

y muchos bebedores de café y fumadores. Laura y yo, solos en aquel lugar inhóspito.

Hay otro hombre, me dice desde la mancha de oscuridad que se extiende más allá

de nosotros y entra en mí. Dicho sin miedo, sin titubeos, palabra a palabra. Hay otro

hombre.

Jimmy encontró las excusas para hallar culpable a Nicolai. No quiso

escucharme, lo busqué en la estación de policía, en su casa, pero solo pude hallarlo

en una cantina. Allí estaba mi padre, que olía a él mismo y canturreaba lo que

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primero Jimmi hacía con la voz, una lejana traducción de un viejo tema de Queen,

Stone Cold Crazy. Me brindaron el ron que vacié en sus rostros, después me fui a

llorar por ti, Laura.

Mis dibujos sobre las criptas, mi mano empujada por la mano de Rembrandt y

llamando los ecos del hijo redimido ante su familia, todo desaparecía.

Braña me llevó fuera del cementerio. Este no es tu lugar, me insinuó, molesto

por distinguir entre un amigo, el oficio y el corrosivo emblema de pureza que

escondía en sus ojos. Pinta en lo cuadros. Las tumbas son para los muertos.

Entonces te perseguí, Laura, pensando en el discurso que ensayé alguna vez

ante Susana, con iguales treguas, con los mismos vacíos. Nos queda el cuerpo, los

cuerpos, pero huiste a esconderte en el otro, o en ti, en el último y más oscuro lugar

del cuadro que yo, aún, seguía pintando.

Un vómito negro, una parte del destino envuelta en un fragmento de vacilación

y un pedazo de carne lanzada para derrumbar a un hombre. Habían envenenado a

Lenin.

Primer Congreso ladraba descubierto por el dolor de reconocer la muerte ajena.

Claro que lloré, Teresiano, qué es el hombre ante la muerte de los demás. Yo

iba a comenzar a llorar a mis muertos, yo vivía en un mundo llamado muerte, yo era

un muerto más.

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Hubiera preferido que tu desnudez fuese invisible, Laura. Pinté entonces el

vacío y el vacío tuvo tu nombre y tu desnudez. Mi mano comenzó a golpear con

violencia ese vacío, y supe allí al hombre de Laura y al asesino del perro, en un

mismo punto, que la mano, impulsada por Dios o por Rembrandt, me estaba

ayudando a descubrir.

Pulvis eris et pulvis revertis, recé al hundir a Lenin en las hordas pedregosas

de mi patio. Jimmi y mi padre miraban desde lejos.

No tuve más sortilegios que los borrosos, y te golpeé, Laura, metida en mí,

conjurada en mis golpes, hasta sentir chorrear tu sangre (mi sangre) bajo la escarcha

de las máscaras holandesas, y Braña empujó sus puños contra mi rostro, Laura, tu

rostro, y caí, y nuestros cuerpos se alejaron por primera y última vez.

Lo demás lo inventaste, Teresiano. Ya me era imposible terminar esta historia.

Eché ropas y libros en una maleta y le dije adiós a este pueblo, y a ti, y Primer

Congreso me persiguió por los extremos del cuadro hasta alcanzarme.

Vienen unas frases escritas (más bien dibujadas) en la parte trasera del cuadro.

La construcción de una vida es la construcción de una idea de esa vida. Los colores

se convierten en la energía invisible.

El pintor sabe que hay algo peor que dibujar la realidad: dibujar los sueños. Él

vive en la noche y cuando puede la destierra.

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Un diminuto rayo de luz cae sobre el cuadro, balancea las líneas de sombras,

busca otro fragmento de luz para intentar convertirse en lo que no es, un nombre

(Laura, quizás); después se pierde, el cuadro vuelve a ser lo que un día fue. O no

fue.

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EL NIDO DE LA ARAÑA

El tren se detuvo cuando íbamos a pasar. Miré a mis hermanos y me dije no hay

mucho tiempo. Casi siempre que un tren se detiene frente a la Terminal transcurren

dos o tres minutos antes de que prosiga. Lo sentimos frenar y extenderse con sus

coches rodeando la única avenida del pueblo. Nos quedaba esperar. Miré a mamá:

respiración dificultosa, cuerpo tranquilo. Está dormida, en una fase de inmovilidad

que cubre el cuerpo y no lo despierta.

Javier no habló pero sentí su inquietud. Mariela tomó una mano de mamá y la

apretó un poco. El hombre del carro maldecía al armatoste de hierro detenido.

Comenzó a sonar con estridencia el claxon. Mamá cambió un poco el ritmo de la

respiración, se exaltó por segundos y volvió a tranquilizarse.

El hombre del carro dice que no podemos ir por otro lado: el tren bloquea las cuatro

calles que nos comunican con la otra parte del pueblo, debemos esperar. Serán escasos

minutos, hasta que los pasajeros suban, son trámites normales y más rápidos que la

misma espera.

Pero se inquieta, el claxon ensordece.

Mamá suda, buena señal, supongo. La fiebre desaparece, no hay frío, y el cuerpo

toma el calor del ambiente. Mariela tiene los ojos llorosos y niega preocupaciones que

no puede ahuyentar.

––Es mi culpa.

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Quiebra una frase, con el olor de un túnel cifrado hacia dentro y termina por

resignarse. Ahorra sollozos y Javier y yo ahorramos palabras. El chofer vocifera,

aliado a otros conductores agrupados en la calle.

Quiero encender un cigarro, aunque es fácil verificar el momento como brumoso.

Ningún detalle puede condenarlo a peor gravedad. Miro las llaves que cuelgan del oso

ruso de los muñequitos, y compruebo que aún puedo ser jovial con aquello que me

rodea: las llaves se atan a un alambre grueso, despintado, a compartimentos de relojes,

medidores de presión, velocidad, temperatura, combustible, que duplican al hombre

dueño de ellos, los cuida o modifica: una pizarra sin novedad, con ojos mágicos

apagados, rayones, unos minúsculos aros colocados en el soporte del volante y un

marco donde estuvo el espejo interior pero ahora lleva la foto de una niña.

Mamá ha dicho agua, la voz atraviesa su respiración asmática, la retuerce, le raspa

la garganta y sale afuera, buscándonos.

Mariela le dice ya casi llegamos al hospital, no se preocupe. Sabemos muy difícil

que oiga, pero mi hermana habla, tal vez, para tranquilizarnos a nosotros. El chofer

simula abrir la puerta, sin ruido, como pantomima que se pierde en la transacción

teatral, sin darse cuenta de que no sobrepasa el intento, aunque solo baja el cristal de

la ventanilla, saca su cabeza y da un aullido previsible. Después de las oscuridades,

abaratadas por su grito, vino lo otro, aceleradamente, como si penetrara a un presente

interminable: terminen de apartarse de una vez, traigo a una mujer que se está

muriendo.

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La confirmación es contundente, paraliza, aturde, duele, altera, pero no nos

sorprende. El chofer ensaya un giro sobre el volante, un tirón a la izquierda, despegue

en seco, el accionar de una palanca que aumentará la velocidad, esa incrédula

velocidad que existe a pesar de leyes físicas, diatribas dialécticas, filosofías pulsadas

con el rostro de Newton a la espalda.

Javier sale del carro y se acerca al tren, habla con alguien, mira hacia todas partes

y regresa. No saben por qué la tardanza. Pasaron diez minutos y más de diez carros se

extienden en caravana. El chofer abre la puerta, maldice otra vez. Luego baja y se

mueve con fastidiosa ansiedad alrededor del carro.

Mi hermano le interrumpe su recorrido en círculos, y lo invita a encontrar algo o

alguien responsable.

–– ¿Crees que se muera?–– Mariela susurra con gestos ambiguos––. ¿Tú crees que

se muera?–– Repite, porque sospecha que respondo a oscuras, sin el resplandor de

consuelo que ansía.

Mamá ha movido la mano que tiene aprisionada y se ha vuelto unos centímetros

hacia mí.

Con eso respondo: misteriosamente escucha. Trato de hacerle una señal a Mariela.

Ella mira a mamá, con lasitud policial, intenta componer un universo vivo detrás de

ese rostro seco, sin iluminaciones. La noche cae. Los peatones se aglomeran delante

de nosotros y algunos se atreven a saltar las vigas que unen los coches. Es peligroso,

uno de ellos puede quedar bajo esas toneladas de hierro con un simple mal paso y el

arranque sorpresivo del tren.

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Pero el tren no arranca. Mariela tiene sus ojos más llorosos, como si viviese con

todo un planeta de smog.

––Es mi culpa–– vuelve a decir.

Pudiera corregirla, aliviar su pretensión de culpabilidad. Pero no lo deseo, o no me

importa desearlo. No sorprenden sus palabras, sino el hecho de estar pendiente a eso

que podría venir más tarde. Cierro el cristal en el lado del chofer. Prefiero calor,

ahogarnos poco a poco y no escuchar los chirridos de los camiones.

––Mamá necesita aire ––dice Mariela sin mirarme.

Necesita despertar, irse, mamá precisa saber que un embotellamiento se prolonga

y unos pasajeros convulsos se asoman por las ventanillas del tren. Mamá necesita

saber que está viva y en emergencia médica, con más calor, algo más delgada.

Necesita saber que anochece y estamos tendidos a uno y otro lado de este pueblo,

separados por un tren que llegará algún día a La Habana.

––Mamá necesita aire ––repite Mariela, y ahora sí me mira, sorbe un poco el viento

oloroso a angustia y a petróleo, a desesperanza y neumáticos calcinados. Vuelve a

tomar la mano de mamá.

Bajo el cristal y pienso en su verdadera culpa. O en la mía. Ella se acerca, al

culparse busca protegerse, como el condenado que juega a ser libre sabiendo que

jamás podrá serlo. Su culpa se adelanta con celeridad ante nosotros, la provoca y

desaparece sin que mamá lo conozca.

Creo que miro hacia delante: algunas personas suben y bajan por las escalerillas

de los coches.

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–– Ayer me dijo que tenía miedo.

–– ¿Miedo?–– le dije––. Pobre mamá, siempre el miedo estuvo de visita en su casa.

–– No miedo a la muerte ni a la enfermedad. Miedo a nosotros.

–– Puedo convencerme de lo contrario, tú sabes.

–– Miedo a que no pudiésemos con nosotros mismos. La entiendo.

–– Mamá ha sido fuerte.

–– Mamá era fuerte.

Otra vez la mano separada, respiración que emerge entre tímidos declives. Estoy

incómodo delante de ella. Salgo. Alguien me conoce, trata de brindarme alcohol para

aliviar la espera. Mamá se está muriendo, digo, y lo ahuyento.

Mamá se está muriendo, le suelto a Javier cuando, junto al chofer, regresa.

––Ya lo sé ––me dice––. Hay una madeja de explicaciones, pero ninguna

confiable.

––Yo no tengo combustible para ir a otro pueblo ––murmura el chofer con un

escepticismo que Javier comparte.

––Una ciudad está a más de cincuenta kilómetros, la otra a unos ochenta. Mamá

no aguanta eso.

––Tampoco hacemos nada al buscar otro carro ––les digo.

Mariela se acerca. Fuma en silencio, como si empuñara cuadros de ideas que

transfiguran sobre el centro de figuras minúsculas.

–– Mamá se está muriendo ––nos anuncia.

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Voy hacia el carro, y la poca luz que aún queda del día me deja ver a una mujer

acurrucada en el asiento trasero, un rostro blanco, como el de los muertos. Mamá está

flotando, puedo decirme. El viaje a la muerte es cinematográfico: como la cámara en

un residuo simbólico, una imagen que poco a poco se aleja, empequeñece, se vuelve

partícula, humo. Viaje solitario, me imagino. Recuerdo las películas de Buñuel, o

incluso, una de Bergman (Fresas Salvajes), en la que un hombre une sueño y muerte

sobre un mismo paralelo. Pero este viaje es lánguido, mamá todavía respira, e imagino

cómo aprieta labios y dientes, cómo nos escucha desde senderos infinitos.

–– Un trago–– me dice Javier––. Ayuda a los nervios.

La botella frente a mis ojos. Mi gesto lo niega. Camino hacia el tren, subo un coche.

Unos niños bajan las escaleras.

–– ¿La ferromoza? ––pregunto a quienes ocupan los primeros asientos.

––En el setenta y dos, al final ––responden.

––¿Ferromoza?

Doy una señal de saludo que consiste en mover la cabeza hacia arriba. No responde

a eso e insisto. En cualquier caso, una mujer alta, vestida con azul escuálido, y el sello

de un tren en la solapa, debe ser la ferromoza.

––Mi madre se está muriendo ––le suplico, y descubro que no accidento términos,

ellos me consumen, me poseen.

––En qué asiento ––inclina su cuerpo, me observa con frialdad.

––No está aquí.

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––¿De otro coche? Las reglas son únicas: cada ferromoza es responsable de lo que

suceda en su coche.

––La tenemos abajo. El tren no nos deja llevarla al otro lado.

––¿Al hospital?

––Solo si atravesáramos por una de estas calles. Si pudiese dirigirme a alguien de

cargo superior. Es una situación de urgencia. Quizás puedan aislar algún coche y así

pasaríamos nosotros.

––Para separarlos hace falta una locomotora y solo se encuentran en las estaciones

centrales.

––¿En las estaciones centrales? Necesito a uno de tus superiores.

––El intendente lo encuentras en el coche uno.

––¿Usted cree que la rotura se prolongue mucho?

–– I don’tknow. Pero si hay problemas con tuberías o cables, serán horas.

Vuelvo donde mamá. El chofer habla con unas personas alrededor. Adentro, Javier

y Mariela conversan, forzados a obedecer el azar, tal vez prendidos a un instinto, cruel

como la situación.

Mamá tosió cuando llegué y eso dio ánimos.

––¿Y qué? ––dijo mi hermano.

––Problema con tuberías, hace falta una locomotora para arrastrar los coches.

––¿Dijeron eso?

––Eso supongo yo, pero es imposible. No hay ninguna cerca.

––¿Vas a beber ahora?

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––No.

––Los nervios, eso ayuda.

Mariela solloza.

––Si ella no lo hubiese sabido.

Lo pronuncia en tono más alto, sopesa todo el viento culpable que respira junto a

nosotros. Nada es falso. Reviso la secuencia: auténtica: nada tan próximo a la realidad,

a su espíritu de razonamiento, que Mariela inflada por el examen de su tragedia.

Saborea el miedo, algo que lo parece. Se irrita, intenta prender otro cigarro. El fuego

es ínfimo, inservible.

Solo he visto en esos segundos de luz un rostro inolvidable, quien camina penado

por los delirios de la fantasía. Si fuera como antes, ese tren no hubiese estado ahí,

quisiera decirle.

El chofer se asoma por una de las ventanas delanteras y nos impregna de un

altruismo inaccesible.

––¿Dormidos? ––le escuchamos mientras mueve algún interruptor y provoca una

luz amarillenta y chirriante.

La iluminación nos hace temblar, estamos ojerosos y urgiendo algo más que

sorpresas. Javier pretende esconder la botella, y Mariela borra lágrimas que corren por

su cara. Miro a mamá. Su expresión resulta reconciliadora. Duerme, y cuando duerme

puede ser hermosa. Recuerdo otra vez la película de Bergman, ese anciano que revisa,

entre arrepentimientos y sueños, revelaciones y caminos que van y huyen de la muerte.

Son los caminos de mamá, quizás los mismos sueños.

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Para consolarme sostengo su otra mano, compruebo el pulso, busco su pecho y

adivino extrasístoles, arritmias tangibles.

––Mira ––me dice Mariela.

Y veo: mamá se está poniendo negra, se hincha, hiede, aún así, se mantiene viva.

––Necesitamos un suero, pasarle vitaminas a la sangre–– dice Javier mirando al

chofer.

––Hoy sábado, a esta hora, imposible. Y un imposible bien extenso. Los

consultorios deben estar vacíos y los médicos borrachos.

El chofer busca alivio con lo que dice, y Javier asiente.

––Hoy sábado nadie está en su sitio ––dice el hombre.

––Comenzando por el tren ––le apoyo sin presentir que la conversación tiene un

orden artificial.

El chofer aprueba y después responde cuando lo llaman. Abandona el carro y

vuelve al momento con un grupo de personas.

––Gente para ayudar ––dice––. Una comisión. Les dije que traía una mujer

muriéndose, y ya están aquí, listos para ayudarnos.

––¿Cómo van a hacerlo? ––se atreve Mariela.

Uno de los del grupo se adelanta y describe soluciones posibles, soluciones

imaginarias. Pasar a mamá, entre varios, de un lado al otro, ante las vigas que dividen

los coches. Ya todas las puertas del tren estaban cerradas herméticamente. Los

pasajeros se quejaron de supuestos ladrones y todo quedó sellado, dijo alguien.

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Los tres negamos. El chofer admitió que habría riesgos, pero hasta qué hora

esperaríamos por milagros.

Mariela encogió sus hombros. Es muy inseguro. Además, como se encuentra

mamá, es muy difícil llevarla.

Decidimos salir del carro. El grupo crecía. Estaba aturdido porque todos hablaban

a la misma vez y sin fijar posibilidades lógicas. Javier creyó que la idea más

interesante sería llamar por teléfono al hospital, explicarles, y pedir apoyo médico

urgente. Mariela estuvo de acuerdo y con eso se establecía un por ciento de mayoría

que yo no iba a bloquear.

Estuve de acuerdo, y los cuatro más jóvenes fueron a buscar teléfonos públicos.

Unos pocos permanecieron cerca, a la espera de que en el otro lado apareciese esa

posible ayuda.

Casi a la hora llegaron dos enfermeras. Apenas se distinguían sus rostros, solo

bultos blancos. No se atrevían a arriesgarse, mejor pasaran a mamá para el lado en

que estaban ellas, las dos tenían hijos, y una se iría pronto a un país del África.

––Mamá se está muriendo ––les gritó Mariela, y lo repitió con desesperación.

Javier y el chofer las insultaron, alguno enjuició la falta de generosidad que

alojaban.

No solo insultos recibieron, también piedras. Después se abalanzaron hacia la

noche del otro lado.

––Mal ––dije.

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––¿Eso piensas, señor bondad? ¿Debíamos condecorarlas por tanta filantropía

demostrada?

––Quizá hubiésemos llegado a un acuerdo. Convencerlas de prestarnos sus

utensilios.

––Secuestrarlas no hubiese sido una idea estúpida ––dice alguien que desconozco.

Los hombres comparten el alcohol y una idéntica porción de bruma. La

familiaridad de la gente es aberrante, subo la vista y sigo comprobándolo.

Detrás de lo que preciso hay otros problemas, otros motivos y desgracias. Mariela

sigue bordeando su posible culpa. Luce una divinidad trágica exquisita.

Tomo un par de piedras y las comienzo a sonar hasta que el sonido se pierde dentro

del bullicio.

––Si mamá no lo hubiese sabido ––comencé la frase sin conseguir más que

ahuyentarla de mí. Intenté abrazarla, porque para acceder a ella solo se me ocurría

eso––. Pero qué importa. Mamá siempre lo supo todo ––por fin abracé a Mariela, evité

sollozar, evité prolongar el abrazo.

––Nadie es culpable ––me dijo, resignada a creerlo. Apreté su cara contra la mía.

Sus lágrimas eran heladas.

––¿Crees que muera? ––me habló cerca del oído, la escena luctuosa descrita como

un plan de escape.

No respondí. El dibujo de mamá en mi mente: las contracciones del caos, el

vómito, los dolores que no se alivian y secuestran células, el plasma, sangre, piel,

membranas, y se enmascaran tan cerca de ella, en sus ropas, en sus sueños.

60
Observo el vestido de mamá. Estrenado para un paseo al cine, o a una fiesta donde

mamá tose, tos húmeda, influenza común y no este sendero hacia el fin, el vestido

espléndido o solemne. Ahora, en el desafío a la enfermedad, solo una tela grotesca,

frívola. Cuando muera, esa ropa se pudrirá con ella, desaparecerá con ella.

Javier y el chofer entran al carro, después lo hacemos Mariela y yo. Mamá ronronea

un poco, ruido áspero, como el de una película de ciencia ficción.

––Estos son los minutos finales ––dice el chofer.

––La temperatura, hay más fresco ––tantea después un alivio que no existe. El

estómago de mamá se contrajo, su cuello endureció, y de la boca escapaba un aire

roñoso.

––Córrela al medio ––me pide Javier.

Con una mano se puede, mamá está frágil, reseca, la enfermedad la convierte en

una mancha. El chofer se estira hacia el fondo de su asiento. Carraspea para reconocer

la filtración de una atmósfera llena de contaminaciones diversas. Ahora se inclina

hacia el volante, dormita un poco, las manos cruzadas sobre la cara, entrando al sueño.

Dispusimos de él cuando mamá empeoró de momento, un ataque repentino, el

desmayo, la falta de latidos, saber que se iba, que dejaba sin nombre a los pulmones,

sin corazón. Era el auto de paso por allí, el chofer que contaminamos con nuestras

desgracias, pagarle, o esperar su bautismo de amor al prójimo. Mamá agravó las

fiebres de los primeros días, una palidez arrebatada al desánimo, a la falta de apetito,

esa portezuela abierta a lo peor.

61
Mamá se deformaba. No podíamos desprenderla de la cama. Probaba, a veces, tres

o cuatro vasos de agua con azúcar, sopas que desechaba.

El chofer hunde un dedo en el claxon cuando despierta. El chirrido punza en mamá,

mueve la nariz buscando más aire.

––Anoche apenas dormí veinte minutos, llevo un mes así. Me duermo de pie.

Compadecerlo sonaba irreal, o falso. Sus aullidos eran inoportunos.

––Apagaré la luz un rato, Debemos preservar la batería.

Silencio. Al momento estamos a oscuras, perdidos, más acorralados, a expensas de

una luz que cae opaca, sin brillo, desde la luna.

El chofer sale del auto, lanza la puerta, después habla: mejor muerto a ser

prisionero de la miserable realidad.

Me pareció una frase no adecuada para él, pero de qué servía. Mariela supuso que

en la caravana podría haber algún médico.

––No creo en más casualidades ––le replicó el Javier desconocido.

––Son cerca de cincuenta carros, debe haber hasta más enfermos.

––Muy probable, pero no creo en casualidades como esas. Con el tren ahí, ya basta.

––Por qué no lo intentamos, Javier–– le digo, y también llamo al chofer para saber

qué puede ocurrírsele.

––La gente debe estar dormida, hay que integrarlos ––dice.

––Ella necesita un hospital, no un médico sin recursos y sin nada que auxiliarla –

–Javier gira el cerrojo de su puerta, abre, pero no se levanta.

62
––Estamos donde estamos ––le digo––, no en un hospital. Mamá se está muriendo

y lo mismo da un médico sin graduarse que toda la Cruz Roja Internacional.

Mamá pide agua otra vez. Sonido tenue, se sabe. La ignoramos. Aprendí poco de

los primeros auxilios. El agua es dañina en cualquier circunstancia de la gravedad,

siempre insistían.

Toco a mamá, la fiebre le suspende la piel, más abigarrada ante mis dedos, como

un caldo, como ciénaga en el cuerpo. Rasco su cabeza, con vaguedad.

El mundo lo divide un tren. Pensamiento soez, pensamiento exclusivo, del áspero

exterior: mi interior. Hablo en alta voz, preciso distenderlos, agravarlos.

El chofer esgrime su corrección silenciosa. Quizás, hacia un fondo menos gris, ese

absurdo le distrae.

––Ser más inteligente no te hace superior a nosotros. ¿Te convirtió en un mejor

hijo? Parece que eso no estuvo entre tus primeras obsesiones.

Mariela le pide a Javier conciliación. Nuestros problemas quedan en casa, o en la

casa que llevamos a cuestas.

El chofer finge no escuchar, se aleja un poco, detiene el paso y al momento sigue.

––¿Quién habla, tú, la botella, tus nervios?

Mamá mueve la cabeza y le acaricio. Mariela ha vuelto a llorar.

––La culpa es mía y tengo asco de ayudarla y de no poder ayudarla.

Las luces en los coches del tren se apagan.

––Perdimos tiempo, perdimos deseos, nos resignamos muy fácil–– dice Javier y

da un portazo.

63
––De todos modos... ––digo.

––¿De todos modos qué?

––Nada, Javier, tú ganas. Y ganas porque tienes la razón. La inteligencia no me ha

hecho bueno.

Agua, escuchamos a una mamá pequeñita, la criatura o el eco de lo que fue mamá.

––Vamos a tener que dársela, aunque sea malo. Me destruye ver cómo sufre.

––Es tu problema ––le dice Javier a Mariela––. El agua va a acelerar su fatiga, le

va a desprender el corazón.

Me atrevo a encender la luz para mirarla, necesitamos cubrirla. Javier trata de

envolverle el pecho con su camisa. Quisiera imitarlo. Catarro eterno, la mejor herencia

que tuve de mi padre. La temperatura pasa de fresca a invernal. Mariela acomoda de

otro modo la camisa, ahora cubre mejor, la aprieta y mamá tose, abre su boca, contrae

el aire que flota hacia nosotros y otra vez pide agua.

Está más negra, más hinchada, el olor desaparece, o tal vez ya nos habituamos a él

que no lo percibimos. La caravana se mantiene casi intacta, solo algunos carros

decidieron atravesar una pendiente cubierta por un río distante kilómetros más allá, a

unos quince, calcula alguien. La mayoría no se atreve: está muy oscuro, y vadear el

sitio es menos que imposible.

A Javier no le importa que la botella sea su única señal de supervivencia. Bebe con

sed, tal vez con furia. Nos ve indefensos, unos fantasmas cercanos.

El chofer llega y no se incomoda por la luz encendida, quizás no recuerda que la

apagó. Mira a mamá y pregunta si todavía está viva. No contestamos, el nudo se

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sobrepone en la garganta, vuelve el lloriqueo de Mariela. Javier mira fijo hacia un

lugar de la oscuridad. Mamá jadea, pasa del hielo a la flama, se enfría y cae. El chofer

encontró otra cuadrilla, ayuda, gente con alma y sin interés. Javier esconde la botella.

––El cuerpo está manchado ––dijo el primer hombre––. Veo un agravio familiar,

y a una persona maldiciendo ante una cruz.

––Basta ––dice Javier.

––El peso que tiene es de un muerto grande.

––Basta ––repite Javier, Mariela se incomoda.

––Lo que pueden hacer es ir al cementerio y desenterrar...

––Basta ––exclama el Javier airado, y da un puñetazo al borde de la puerta, que

retumba en todo el auto.

––Váyase, por favor ––le pide Mariela al hombre.

Miré a mis hermanos, quise encontrar una zona de complicidades.

––Esa mujer está deshidratada ––dijo el otro hombre––. Soy, o mejor, fui, sanitario

en el Servicio Militar, y ya he perdido confianza y costumbres. No puedo hacer

mucho: una opinión clínica fugaz, lo digo para que no se demoren más. Esa mujer se

está muriendo.

––Ya lo sabemos ––dijo un chofer más decepcionado que nosotros.

Mamá volvió a pedir agua.

––Voy a buscarla ––dijo Mariela, y se levantó de un impulso.

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––Yo voy a ver qué hago por ustedes, voy a cruzar al otro lado, alguien tiene que

estar allá, necesito también echarme un poco de agua en la cara y comer algo. Tengo

el estómago vacío desde ayer.

Veo al chofer abrazar a Javier, y después mirarnos a mamá y a mí. Suerte, dice

mientras se aleja.

Le pido un trago a Javier.

––¿Vas a beber?

No respondo al principio, luego le digo que necesito fuerzas.

––¿Fuerzas, para qué?

Saboreo la bebida. Siento el calor invadiéndome.

––Para resistir, o para sacarme lo que no quiere irse.

––Con el alcohol no basta.

––Cuando vuelva Mariela vamos hasta el tren, si hay que apartarlo lo apartamos.

––Las cosas están donde tienen que estar. No hay que ser demasiado inteligente

para comprobarlo.

La realidad está para adentro, iba a decirle, pero tuve miedo de no creerme yo

mismo, seguir viendo a Javier cada tarde junto a mamá, entender que la realidad nos

convierte en difícil lo más fácil.

Mariela trae el agua. Levanto a mamá hasta poner su cabeza sobre mis rodillas, le

inclino el cuello, y cuando Mariela frota el vaso alrededor de la boca, yo empujo con

delicadeza, para que reconozca el líquido y lo beba.

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––Mamá, el agua ––le dice Mariela a su oído, pero mantiene su boca cerrada, los

dientes cerrados, el cuello rígido.

––Mójasela nada más, un pañuelo húmedo en los labios.

Javier mismo lo hace. Moja el pañuelo que le doy, se incorpora sobre el espaldar

de su asiento y humedece la boca de mamá.

Ha sonado la bocina de algún automóvil, la medianoche sigue silenciosa.

––Tú también hueles a alcohol ––me revela Mariela. Prefiero no escucharla,

prefiero saber que mamá agradece ese hálito del agua, el líquido que transita como

extranjero el sopor de su sangre, esas venas vacías.

––Mamá está negra ––digo.

Javier no desea oírme y abandona el carro, tamborilea con los nudillos en el techo,

se detiene. Es difícil que mamá beba el agua. Acomodo la camisa de Javier sobre ella

y aparto unos mechones del pelo junto a la nariz.

––Hay frío ––dice Mariela, busca con la mirada a Javier.

––Con el alcohol no se siente mucho.

Javier escucha, y no habla, tirita, prefiere ser héroe, inundarse los pulmones por

mamá.

––Vamos ––se atreve.

–– ¿”Vamos”? ––se sorprende Mariela.

––A apartar el tren ––le digo––. Quédate con mamá.

A Javier le advierto que sin la camisa no tiene buen aspecto, no confiarían en

nosotros.

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––¿Quieres dejar a mamá con frío?

Quiero decirle que mamá no vive temperaturas exteriores, mundo implosivo,

contrastes tan terribles como lo que nos rodea.

Las puertas estaban cerradas. Debíamos movernos hasta los primeros coches.

Quienes dirigían o administraban el tren tendrían respuestas, o soluciones.

––¿Dónde la velamos?

––Todavía no se ha muerto.

––Se va a morir.

––¿Dónde tú crees? Mi casa es diminuta.

––La mía también.

––En la funeraria entonces, nosotros pagamos y nos quitamos de arriba el servicio.

––Hasta la muerte hay que pagarla.

––Con Mariela no podemos contar.

––Acuérdate de llamar a Héctor a La Habana, y Mariela que llame a los de

Guantánamo.

––Mamá no ha muerto aún.

––Mamá se está muriendo, se va a morir Javier, por mucho que nosotros deseamos

lo contrario, debemos aceptarlo.

––Prefiero que hables de eso cuando muera. Prefiero que cambies para lo que no

puedes ser.

––Con tu alcohol quizás.

––Estás matándola. Llevas varias horas matándola.

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––Imposible. Tú la habías matado antes.

Se detuvo y comenzó a golpear con furia una de las puertas. Imagino que a quien

golpeaba era a mí, aunque mamá se interpone, siempre cerca de los dos. La culpa es

de la bebida, dice. Los vecinos se aglomeran, algunos saben que mamá no va a llorar,

intenta separarnos, Javier sigue golpeando al tren, golpeándome. Varios pasajeros

abren las ventanillas, dos policías lo aprisionan y empujan contra una pared.

Mamá se está muriendo, les digo, y ellos, tal vez, preguntan si mamá es esa mujer

que nos intenta apartar y apenas vemos. Les explico y nunca entienden. Javier huele

a ron, no trae camisa, está sucio, violento, sin carné de identidad, porque todo fue tan

rápido y a mamá hubo que montarla urgente en el carro. Creo que se comunican con

la jefatura: vengan a buscar un alborotador, un borracho infame, a un Javier que llora

y espera por mí, sin decir nada, con frío, con espasmos de fatalidad.

Lo llevan al otro lado. Mamá se está muriendo, les grito a los agentes que supuran

sus miedos al rencor. No entienden. Me responden que si no me tranquilizo cargan

también conmigo. Son muchos. El más fuerte salta con acrobacia las vigas y ya está

en este lado. Todo es un simulacro que los otros aplauden. Se detiene cuando me ve

huir, internarme en la vieja terminal, perderme de su vista.

Me senté desfallecido en uno de los bancos. Mamá empezó a culparme.

Reconócelo, me impulsó. Aunque no, aunque miré fijamente hacia la araña que corría

sobre los hilos donde flotaban insectos, trenes, y una mamá culpable por creer a mis

hermanos atrapados en esa telaraña absurda. Por primera vez tuve sed o repulsión,

ganas de conformarme, ganas de reconocerme. Por primera vez fui hasta el lavabo y

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salpiqué el agua en mi rostro, y miré al espejo donde había un hombre doloroso y con

ganas de fingir lo contrario. Le dije al espejo mamá se está muriendo, ¿oíste?

El espejo insistió para que me quedara, pero salí porque escuché a Javier voceando

mi nombre. Me soltaron, dijo. Intentaba que los gestos no deformaran sus palabras.

Uno de ellos me conocía, me mandó para la casa a dormir, no le dije mamá se estaba

muriendo, porque, no me iban a creer.

––Hay que encontrar al intendente ––le dije al Javier extraviado en sí mismo.

––Al intendente, sí.

––O al conductor de la locomotora, a quienes pueden moverla.

––Sí, al intendente.

El primer coche, para algo de consuelo, estaba alumbrado, y algunos pasajeros,

desde sus ventanas, se preocuparon cuando dijimos que mamá estaba muriendo. El

intendente, suplicamos, y después apareció un hombre grueso que al abrir la puerta

nos ofrecía su apoyo, bajo cualquier circunstancia.

––Concretamente, qué necesitan, cómo podemos ayudarlos.

––Apartar el tren, empujarlo, dejar libre la calle ––dije.

––¿No hay otra posibilidad?

––Esa es la única–– se adelantó Javier.

––No way, no way––canturrea el hombre––. Al partirse una manguera de aire, los

coches frenan y no los mueve ni el mismo Superman. Quizás una locomotora pueda

dividir alguno, para eso hace faltan líneas de acceso y una máquina de la estación

central.

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––Eso lo sabemos. Si lo hubieran hecho desde que el tren está parado aquí.

––Por qué no la pasan entre los coches, de una puerta a la otra.

––Mamá está muy débil ––dice Javier––. Se está poniendo negra.

––Hablen con el maquinista, con el ayudante, ellos dominan la mecánica, los que

dicen cuándo vamos a salir.

Javier y yo nos miramos. Tenemos los ojos abiertos, aunque vacíos.

––Si me necesitan saben dónde hallarme. Suerte.

––Vamos para la locomotora ––me dice Javier y, luego, se atreve a asomarse por

una ventana para ver el carro con mamá dentro.

Nada. No hay nada, no ve nada. Aunque mire y vislumbre las cosas, no las ve.

Llegamos a la locomotora y tuvimos que explicar varias veces lo de mamá para

que nos dejaran hablar con uno de los mecánicos.

El hombre daba manotazos sobre las piezas y fumaba un largo tabaco. Creo que

estaba dentro del plan seguir siendo sensibleros aunque el hombre tuviese los

demonios fumando con él.

––El problema es que las máquinas son muy viejas ––nos dijo mientras medía unos

cables y sin escuchar que mamá estaba muriendo––. Cualquier explosión interna

quema los motores, cualquier cable partido, a veces se atascan los filtros y ya, se

pudrió la bicicleta, es una frase muy mía. Todo eso corta el paso del combustible. Esto

es morralla. Toneladas de morralla.

––Mamá se está muriendo.

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––Aquí todos nos estamos muriendo, y no lo sabemos, o fingimos que no. Y de

muertos, con este tengo para matar mi dolor.

––Su pretexto es ser mecánico, no sabe lo que dice.

––No soy médico, quizás haya alguno en el tren, búsquenlo. ¿Dónde está la vieja?

––Abajo, en el embotellamiento, no podemos pasarla al otro lado. Necesitamos

saber si el arreglo demora.

––Puede que se muera y nazca otra vez. Tal vez ocurra lo contario, solo ella sabe.

––¿Cuál es el problema?

––Los hierros.

––¿”Los hierros”?

––Sí, o es un problema eléctrico o mecánico. La falla parece estar en la bomba de

inyección, se desborda el petróleo. Hay otros detalles.

Javier da vuelta sobre sí, un círculo que no cesa y se apiña en la vuelta silenciosa

a mamá, en el susurro que nos evitamos. El mecánico redondea el tabaco en su boca,

martilla la base de algún tubo, le frota grasa, intenta empujarlo por un hueco que

rasguea pero no avanza.

Hemos visto a Mariela abrir la portezuela del compartimento de máquinas.

Esperamos que nos diga mamá ya no existe, ha dejado de respirar, primero una

sacudida, un temblor agresivo, unas ganas de buscar aire más allá de la nariz y la boca,

después un suspiro, una contracción quejosa, se babeó algo, tuvo otra convulsión y

quedó mirando el techo. Ella le cerró los ojos, supo que no podía llorar, sino

buscarnos, avisarle a la gente.

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Pero no. Mariela dice mamá se está muriendo y ustedes no regresan, casi todos los

carros se han retirado, la gente tiene hambre y sueño.

El mecánico acaba de encontrar el tubo ideal, lo festeja. En otra parte parece que

también aciertan.

––Ya lo hicimos todo ––dice Javier––. Ya estamos libres.

No comprendí, o quizás solo debía contener la lengua entre mis labios, exonerarme

de acorralamientos más cercano a mi propia libertad. El camino era largo, como una

línea sin visibilidad, atraída desde otro extremo. Y absurdo, como la araña y su tela,

como el insecto suspendido en unas trampas de carne.

Sentimos un estremecimiento, el silbatazo, un chirrido hueco, y la fluctuación del

hierro contra el hierro. Cuando, por fin, comenzó a rodar el tren, no nos movimos un

paso, no miramos afuera. Ya venía la madrugada.

Ya el tren comenzaba a ganar velocidad.

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DORMIR CON DULCE MARÍA

Cuando llegué a La Habana yo buscaba aliarme a colinas de reconocimientos. Lo ignoraba

entonces: la fama es una señal de los demonios, en esos momentos me era difícil saberlo, llegaba

para perderme, entraba en la ciudad y me desvanecía entre libros, alcohol, los viajes a sitios

estériles, la imagen de remembranza de mi pueblo: un parque bramado por noches de ocio y

sonambulismo. La fama era dar un golpe y después ascender con distinción al territorio tomado

por los que llegaron primero.

Llegaba a La Habana en avión, y qué era desde el aire, o cómo veía desde las alturas una

ciudad que debía abrirme los brazos. No mucho. Una ciudad inerme, casi muerta, deshabitada

aún por aquellos que invisiblemente pertenecían a ella. Veía a La Habana manchada por

irritaciones grises y azules, cuadrículas desvanecidas por espacios de humo y polvo.

Dejaba atrás un pueblo de náuseas, una aldea de mar y cien noches con Arlene, unos

recuerdos dudosos que desaparecían o se agrandaban según la suerte que tuviera con ellos. En

La Habana estaba Teresiano, hombre de negocios y al que iría con un papel de mi padre, ayuda

al muchacho, Teresiano era el rey, me dijo papá, cuando la corrección de mis fracasos no me

impulsaba a otra cosa. ¿Cuál era mi giro? Me preguntó. Sentí que las tripas se abrían, la luna era

como un planeta demasiado contiguo, los edificios estaban semiapagados, porque miré todo eso,

porque casi no respondo, porque el viento que llegaba del mar era menos frío que mi voz. Había

publicado un libro de poemas con no mucho éxito. La prensa crítica, la poca que pudo hacerlo,

74
dijo que yo era un aparecido impetuoso, pero que al final mi nombre vagaría como uno de tantos

en esa autocrática fila de los inútiles.

––No vengas a creerte que La Habana es París, o cualquiera de las grandes ciudades del

mundo. Acá los códigos de supervivencia son otros, aquí hay que saber dividir carne y espinazo,

derecha de izquierda, lo justo y lo adecuado –––Teresiano tenía relaciones, peligrosas

relaciones, y saboreaba las palabras que yo no entendía. Ya comenzaba a acostumbrarme a la

quebradura fría de sus frases ––¿Quieres ser un pedazo de carne triturada y anónima o uno de

los que se arriman a la cumbre?

Me había graduado de Periodismo, pero en verdad nunca me importó ejercerlo, unos leves

devaneos en un periódico tan insignificante como lo que allí se publicaba. Mi interés era

acomodar una verdad (ni siquiera el sentido estricto de la verdad absoluta, o la posible verdad

absoluta, que a lo mejor sólo posee Dios) en un lector sin prejuicios de ningún tipo, no darle

cuerpo a cualquier rumor de la verdad con una excusa fatal: debía escribir los que mis jefes

querían que escribiera. Lo que yo no puedo es mentir con relumbrante mecánica como si fuese

una víbora que se arrastra dentro de una jaula llena de pollos vivos. Si te arrastras hasta donde

los otros quieran, y siempre bajo ciertas leyes y reglas, podrás saborear uno de esos pollos, y

quizás uno de los más gordos. Yo aprendí a mentir de otra manera, no iba regodear con

morbosidad esa escalera detrás de lo verdadero: una escalera sin extensión, y a la que, bien

dicho por Bonaparte alguna vez (¿o por Celan?), debía quemar para saber que ya no había

regreso.

Qué sería La Habana para mí si no una cacería a geishas apostadas como espías en los

talleres literarios, un bojeo por las calaveras de mañosos escritores nacionales, vestidos con

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pringoso patriotismo y emergiendo, siempre a flote, como boyas eternas. La Habana era el

lugar donde los escritores se creían poderosos y los poderosos, a la misma vez, se creían

entonces escritores.

La Habana me invitaba a los excesos. Estaba condenado a usarla, era una aldea más, otra

aldea en mi camino. Soy de resoluciones firmes, es probable que ni siguiera pueda declarar lo

contrario. La Habana era una aldea mayor, que conste, y yo llegaba de un pueblo sin

cosmología, desierto y empalagoso, inventado por mí mismo en algunas fotos que algún día

buscaré y mostraré como trofeos de caza. Era mayo, y siempre que es mayo estoy triste, a

veces llueve, ni puedo asociar esas coincidencias, son un término de igualdad que no busco,

me gusta entrar a la llovizna, perderme en ella, es una pobre imagen, se acerca y no la rebato.

Teresiano sacudió mi buhardilla de Lawton, ofertas sobran, dijo, esta Habana le pasa la

cuenta a los que se quedan dormidos. Enumeró suntuosas ofertas y no me cautivaron. Parece

que yo y La Habana no nos llevaremos bien, le aseguré a Teresiano, quizás porque ya sabía que

nunca me iba a llevar bien con ningún lugar. Allá lejos, mi madre me creería un hombre de éxito

sólo porque alquilaba un cuartucho en La Ciudad, porque alquilaba unos sueños, jamás

cumplidos, víctima yo de un delirio materno que sumergía mi suerte a un fango seco y oscuro,

como mi vida. Mi madre siempre en el relleno de mis elecciones, equivocándose por mí, en el

periodismo, en las novias ideales, hasta en los libros que debía leer, nunca soporté, gracias a

ella, al cine cubano de cualquier época, es el mismo, me decía, ni a pintores sin luz, como definía

a algunos expresionistas.

Ya no era mayo y yo vivía de lo que mis padres me mandaban, no mucho, tumbado en una

cama, tambaleándome entre el estrépito de calles que no me llevaban a sitio alguno, que no me

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hacían encontrar; enfermo, decrépito, anulado, casi virgen de todo, mortalmente cobarde para

arriesgarme a los entresijos que Teresiano situaba en mi mano, no ya como supervida, sino como

socorro, adherido a las ganas de escoger el primer tren a la vista y regresar a mi aldea menor, a

los brazos de mi madre, a la izquierda o a la derecha de mi padre, a Arlene, puta fragante ella.

Pero resistiría. ¿Cómo? Buscando adaptación, me iría a visitar los recovecos literarios, cafés

desaliñados, tertulias de excéntricos maromeros de las palabras, recitales de dinosaurios poéticos

que ni sus huesos servirían para un buen caldo de una literatura patria que cocinaba a Heredia y

a Gastón Baquero, a Eliseo Diego y a Virgilio Piñera, mejunje del que, con frecuencia, me

hartaba en mi cuartucho de aldea con olor a arbotantes destierros. Sin ansias de amilanarme,

intenté, primero, pasar inadvertido, luego cambié estrategias: yo era uno de esos bufones oidores

que aplaudían con éxtasis tamañas arrogancias de lectores del reino del aburrimiento, o era el

que invadía esos lugares con novelitas o poemarios sin usar por ellos y que una Arlene

prostibularia arrancó de manos extranjeras para mí. Y qué iba a hacer, si ni siquiera alguien me

firmaba uno de sus libros, y ni el peor de la manada, ni el último en llegar conocía mi nombre

de aldeano simple, de principiante adelantado, y mis conquistas amorosas se resumían, con

facilidad, en una extraviada en la biblioteca de Luyanó o una gordita que en Coppelia me había

pasado el chocolate de su boca hacia mi boca.

––Estoy dándole vueltas a una historia, una historia que seduce si te imaginas dentro de

ella, como un personaje que inventaron para ti ––me dice con una comprensible lascivia

Teresiano––. Hay que ponerse a elegir porque si eso resulta hay que pagar bastante, y puede ser

que no sea lo ventajoso que esperes.

––Necesito que seas menos ambiguo. Historia, personajes, pagos.

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––Sin apuros, muchacho. Aquí jamás habrá cosas claras, tendrás que darle, si puedes,

resplandor y brillo. Y un periodista sin trabajo como tú no debería ser excesivamente exquisito.

Caminaba yo de un lugar a otro de ese Lawton arrastrado hacia el este, entraba a las cantinas

a improvisar mi sufrimiento interior: erigía un monumento a mi endémica suerte y en cada

cantina me bebía todo el ron del mundo, me amistaba con los peores borrachos de La Habana,

masoquistas leninistas, ampulosos guerrilleros del subterfugio, quienes vendían un patriotismo

hilarante y una fobia a Dios: caníbales de país, como mi padre.

Idee cargar bultos con queso y carne prohibida de mi aldea a esta aldea, con riesgos

incluidos, y me acordé de Babel, Isaac Babel, autor del extraordinario relato “La sal”, traficante

por toda Odesa, no capturado jamás en el hecho, no prisionero, aunque fusilado después por

menudencias de otra índole. Muchos lo hacían, sorteaban los anillos policiales y entraban

triunfales a La Habana con la carga de cosas prohibidas por el gobierno. A muchos atrapaban

también.

Por terrible que fuera, yo tenía una vida, tenía unas encrucijadas que discernir, tenía un

cuerpo (los pedazos flotantes de un cuerpo, unidos, reintegrados en unas volutas de carne y

huesos), tenía augurios, leves esperanzas: aún estaba condenado a vivir.

Teresiano me dijo Dulce María.

Era el nombre de mi madre. Y el nombre de cientos de mujeres en La Habana.

––Pero esos nombres, o mejor, esas mujeres (y exceptúa a tu madre), a ti no te importan,

hablo de la Loynaz.

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––¿La Loynaz? ––le exclamé confuso, suspendiendo al aire mi perplejidad ante lo que

Teresiano decía. Entraba ligeramente en razón. Recordé a mi abuela, la broma convertida en

falacia, la estafa convertida en noticia boom entre los estudiantes de la Universidad. El tiempo

me devolvía el golpe bajo. Teresiano había encontrado la manera de que yo llegara a Dulce

María Loynaz, pero de qué y para qué me serviría. Esas ideas me perturbaron en unos segundos,

me aceleraron la sangre. Ella era una especie de muñeca prohibida, un juguete muy complicado.

Apenas podía hablar, y yo la admiraba, que conste, pero no siempre lo que se admira puede

ayudarnos.

––No me negarás que ella es de lo más privilegiado de La Habana, de lo que aún no se

contaminó con la basura de estos tiempos. Es lo más productivo que se puede hallar para un

periodista incipiente. No hay que ser carroñero para querer buscarla. Tienes una entrevista, un

encuentro con ella. La envidia va a flotar a tu alrededor, lo comprobarás. Arréglate, mejora tu

aspecto, que parezcas un pulcro y obediente universitario, un niño burgués, y si no quieres

aparentar lo que no eres, búscate al menos ropa adecuada, rasúrate, báñate con colonias. Yo le

debo favores a tu padre, y hay que pagarlos poco a poco.

––¿Y si no acepto, y si esa anciana me importa tanto como un juego de hockey en la luna?

––¿Un juego de hockey en la luna? Sabes algo, detesto a los estúpidos, pero aborrezco

mucho más a los que ni siquiera pueden llegar a serlo.

––¿Para qué quiero una entrevista, dónde la voy a publicar?

––Publícala en la luna, no sé, en Japón, no la publiques si no quieres, o si no puedes, como

crees que sucederá. Los pesimistas son peores que los estúpidos, porque estos por lo menos

intentan hacer algo.

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––Me molesta oírte insistir e insistir sobre la estupidez.

––Prefiero que te defiendas, que no seas inofensivo, quiero que saques tus garras, las afiles

y ataques, como estoy de tu lado te hablo así. No has saboreado aún la crueldad de un mundo

que no perdona a los inocentes y mucho menos a quienes no atacan a los inocentes.

––Es un mundo podrido tu mundo.

––¿Mi mundo? Qué jodido estás. Ya estaba aquí cuando yo llegué. Ya estaba cuando tú

llegaste. Y seguirás más allá de nosotros. Nosotros pasamos, el mundo se queda.

––Una filosofía venenosa y trágica, pero no dudo que real. La misma de mi padre. Puedes

ahorrarla para el futuro, la conozco línea a línea.

––Debías haberla asimilado, es la filosofía de los vencedores. Bien te hace falta.

––¿De los vencedores? Dirás de los que creen que pueden vencer porque suponen que hacen

lo correcto. ¿Sabes lo que es lo correcto para ustedes, y lo sé por mi padre? Lo correcto es ese

punto en que ustedes perciben superioridad, que están, o suponen que están, unos grados encima

de los otros.

––Es duro que lo admitas, pero esa filosofía es la de todos e incluso la tuya. No has dicho

nada original. Tampoco me importa tu manera de vencer, es tu manera de vencer. Ahora, si vas

a intentar con la mía debes intentarlo. Te aclaro que si te decides por la entrevista hay que pagar.

Es un negocio, todo en esta ciudad es negocio, todo se vende, todo se compra, y si crees que

podrás hablar con Dulce María Loynaz gratis estás soñando, hay que pagar. ¿Sabes cuánto? Un

dineral, un dineral para ti, para otros es saliva, pero para ti es bastante dinero. Doscientos dólares.

Escoges: o te adaptas a una vida en tiempos difíciles o te retiras como un anacoreta para algún

pueblo perdido.

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No me imaginaba un acceso a la casona donde vivía la reina de las poetisas, y eso era mucho

mejor, y peor, que una provocación a algo que no podía estar sino en la sorpresa y el pánico.

Doscientos dólares y es tuya, bromeó Teresiano, y ahí mismo equilibré aventuras al esconderme

en los trenes, como un Babel de estos tiempos, y los policías persiguiéndome como igual

hicieron los guardias cosacos con el colega ruso.

Voy a hablar con Dulce María, le escribí a mi madre, a mis amigos del pueblo, a las ex

novias (para que todas lo rumoraran ante Arlene), a los antiguos colegas, hundidos en un

periodicucho semanal, turbio, y al que si exprimían sus hojas sacaban azúcar o caña. Voy a

hablar con la mujer más famosa de Cuba. Me costaría unas cuantas libras prohibidas, y una

cantidad de horas en sus libros. Quise unir los polos, enmascararlos a uno y otro lado del

laberinto de mi historia. Tracé una estrategia, pero a la larga seguía siendo el mismo hombre sin

estrategias, vencido por el miedo a entrar en combate. Yo no ejercía el Periodismo y una

entrevista me vagaría doblemente anónimo. Pero era Dulce María Loynaz, la egregia dama, la

amiga y confidente de tantas y renombradas figuras literarias del idioma, la hija del general

Loynaz del Castillo, y una palabra de ella confabularía en el triunfo de cualquiera. Esperé la

señal de Teresiano. Tenía que llamar por teléfono y concertar la cita. En poco más de una semana

había vuelto a leer todo lo publicado por la Loynaz: desde los escuálidos poemas de amor hasta

su pastoso Jardín, y un libro de viajes, y unas memorias, y artículos.

En esos días, el resonar de la lluvia me hizo acordarme que afuera de mi cuartucho estaba

La Habana, una ciudad que podía inclinarse ante mí y obedecerme. Ya escapaba mayo y mi

tristeza se disipaba como el charco que va resumiéndose en algún sitio bajo el sol. Y ahí estaba

yo, peldaño a peldaño, calle a calle del Vedado, en busca de la mansión perdida, de extravíos

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que intentaba comprender, con un cosquilleo adentro, mortalmente solo, sin saber cómo hablar,

qué preguntar, si al final pudieran servirme estos desmanes, estos dólares de aventura y

desventura, conmigo traía una rusa grabadora (de los tiempos de Babel, creo), mi único e infeliz

libro publicado, un tono de temblor obsceno (la frase es exacta, porque retrata mi cólera

morbosa, mi sentido de ver una infección de deshonra en cada una de mis acciones, herencia

paterna, tal vez, o un trozo de mi madre, el átomo de cordura para un gen creativo que no paraliza

ideales y los mezcla con pasión fría), unos ojos imaginarios que pueden moverse hacia un

espacio de aturdimiento.

Ahí dos ángulos de mi imagen. Soy yo quien hunde un dedo en el botón gris, el que se

atemoriza ante la retahíla de perros que se abalanzan sobre el portón de entrada, locos por

indagar, quién eres tú que revoloteas apesadumbrado como un perro más, quién eres tú peregrino

sin gozo, hinchado por la locura, vándalo de ningún lugar, mártir de roedores literarios, a los

que no les vas a convenir jamás, último en la escala, ampuloso borracho de excrementos, quién

eres tú criminal deplorable. Quietos, silabeó el yo que pudo hacerlo. Al minuto se acercó

Bárbara. Así me dijo llamarse, ¿y usted? Bárbara era una expulsión del jardín de la Loynaz,

mujer deliciosa para mis ojos, lejana para este emigrado de todos los sitios, tal vez la reconocía

en los labios de Arlene, labios de cráter, una boca ultra sensual.

––Soy el que debe hablar con ella ––dije ella con timidez, lo dije y miré sus ojos: ellos se

columpiaba un valle de impasibilidad.

––Son muchos ––me significó mientras acariciaba a uno de los perros que aún gruñía.

Siempre me llevé bien con estos animales, mi fidelidad a ellos es alucinante, mi historia es la

historia de algunos perros y todo lo que ellos significaron para mi historia, pero estos eran los

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perros de Dulce María Loynaz, sangre de burgueses ellos, costeados con premios en España,

bañados con los mejores jabones de Warlt-Mart, pulcramente olorosos a La Habana limpia, con

dieta superior a la de cualquier persona.

Creí que los contactos eran fuertes y que la falsedad del preámbulo fuese una rutina fugaz.

Bárbara abrió cuando menos yo lo esperaba, y la seguí por el pasillo hasta un sillón del portal.

––Espere hasta que le avise, vamos a concertar un programa, un orden ––me impuso, como

en una recitación del más perfecto desánimo, empujaba las palabras como una de las chicas

resplandecientes de Scola: yo lo traducía, más o menos, con lo siguiente: algo así como estoy

descortezada, no voy a ensalzarte, eres un desecho, esto será una rutina, no te creas muchas

cosas, no le sacarás beneficio a una simple entrevista con alguien a quien sólo le interesa hablar

ya con sus fantasmas.

Decirme eso hubiera sido preferible a que se ausentara por dos horas y más, que fue lo que

hizo, sin retarme a una explicación, por huidiza o convencional que fuese. Cuando se iba miré

la mancha verde que eran sus ojos y no pude pensar en una extraviada en la biblioteca, o en una

gorda de Coppelia o en escritorzuelas de cuentos y novelas light. Pero Bárbara pertenecía a una

realidad imposible de aseverar, diminuta ante el aburrimiento de mis provocaciones y sin otra

aptitud que sustraerse a lo que en esa casa pudiera ser. Por su juventud no le asocio un parentesco

cercano con la Loynaz. Quizá estuviese empleada como asistente de la poetisa. Hay unos

cuadros que la asoman desnuda, cavernosa, la mujer todas las mujeres, una bandera de carne,

magnánimo sexo, senos con hambre, muslos que devoran a mis ojos, ellos a mis ojos, aclaro, no

al revés, ella es un bolso de pubis, una túnica de vulva, esa vagina abierta por la cremallera con

el falo de un dragón arrinconado ante San Jorge, o ante mí, el rostro que no se ve, o que no se

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distingue: un hombre cualquiera. Es lo que me hacía falta, engañarme con apariciones, como si

hundiéndome aquí llegaba a un pacto con la alienación de todos los poetas.

Dos horas balanceándome, revisando notas y supuestas preguntas, las baterías de la

grabadora, la fuente dormida, los arbustos atrabiliarios y comidos por la hierba de los canteros.

Adentro se escucha a Debussy. Conviene imaginar que se escapa el sonido y, con argéntea

movilidad, se divierte sobre el aire. También yo prefiero a Debussy, a Lecuona, a Lizt, a la

Callas, que son los dilectos de Dulce María. Y prefiero un rock ácido, que es el pobre dilecto de

ninguno. Bárbara me trajo una taza de té, amargo para mi gusto, contrastaba con la transparencia

de sus ojos.

––Cuándo ––le hice saber después de agradecer el té. Pero mi voz la había obligado a una

ilustración de los hechos, al silencio, al percutir, interno e intenso, de una superstición dolorosa

y rápida. Cuándo. Podía haberla halagado, hacerle suponer que venía de una de las dríadas de

Caperlja, de un cuadro de Brueghel el joven: mujer sembrando arroz. O decirle yo estoy en el

negocio y el negocio me cuesta doscientos verdes, y una tribulación por los trenes de Cuba,

condenado a muerte por unos policías que nunca iban a entender que yo me arriesgaba realmente

por amor al arte, o a la poesía, o en realidad, a lo que yo le podría sacar a ella, no mucho.

Bárbara habló:

––Hoy una norteamericana, especialista en estudios hispánicos de la Universidad de Yale,

que no ha venido para hurgar en obras o resonancias de escritura, pero lleva dos horas intentando

que ella defina cuáles fueron sus preferencias sexuales. Mañana dos portugueses, periodistas,

gacetilleros más bien, que husmearán en lo que ella no quiere, le pondrán más hierba a la casa,

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más dolor a los perros, más soledad a todo. Pasado, una cita con académicos de cualquier lugar,

y así sucesivamente. Todos los días es el mismo globo.

Yo necesitaba saber quién se guardaba mis (los que habían sido) doscientos dólares, si esta

Bárbara era una intermediaria en un negocio de circo: pasen para que vean a la mujer fantasma,

por sólo doscientos de la moneda del enemigo usted tendrá la única oportunidad de saborear

una velada con la novia de Tut-Ank-Amen. No lo creo. No quiero creerlo.

––Hoy ella está deliciosa pero compungida. Siempre temo por esos estados de la

ambigüedad: ni yo puedo saber quién ni qué la posee ––Bárbara habló como si aullara ante el

vacío, que era yo mismo.

Ya no estaban uncidos los cuadros a ella, o sea, ya no había cuadros de cuerpos desnudos,

sino paredes vacías, lugares en blanco. Mi imaginación pudiera haber trastocado lo otro, mi

obsesión por darle suficiente sustancia a mis ojos.

––Una semana ––dijo––. Me llamarás el día antes, en dos horas le buscarás opiniones que

no le compliquen su imagen, ¿me entiendes?, nada de revolverle los recuerdos ni buscarle filo a

rencillas de antes, ni juzgar a su padre, ni enredarla con grupos literarios, ni mencionar a sus

hermanos, ni a sus dos maridos, y si los mencionas es como una referencia remota, ni

chisporrotear sobre Lorca, Juan Ramón Jiménez, María Villar Buceta, Gabriela Mistral, lo que

hace todo el mundo, ni averiguar si le gustaban más las mujeres que los hombres.

Ella me estaba dirigiendo el show, sería su entrevista, no la mía. Se lo dije, le imprimí

dureza a mis labios, las cejas fruncidas levemente.

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––Son condiciones, y más que eso, son advertencias. Siempre que sea la verdad y usted lo

diga así, no me importa más, puede publicarlo en el Washington Post o en la luna, esa es su

ventaja.

O no. Pero debía aceptar. Y me acompañó hasta la puerta, y los perros ladraron otra vez, y

otra vez estuve en la calle y no pude despedirme porque sin darme cuenta ya habría desaparecido

al interior de la casa, y otra vez volví a ser el que yo había sido casi siempre: un hombre triste,

un hombre invisible.

En una semana podía urdir la trama de negocios fecundos, un viaje a mi pueblo, aunque los

viajes, en este país y en estos tiempos, sonasen como deliciosas metáforas, rancias elipsis, y

hábil será no colegir cómo pude, en un par de días, seiscientos kilómetros atrás, abrazar a mi

madre, decirle y qué a mi padre, un apretón de manos después, ¿ya acertaste el rumbo?, estoy

cansado, les dije, que era una forma de suprimirles mi calvario de peregrinaje. Mi madre intentó

saber si ya resultaba lo de la escritora, si la había visto y qué me parecía.

––Dicen que es como una bruja, que en su casa viven un montón de muertos, cuídate niño,

tú estás desprendido de la suerte.

Luego me dibujó una sacudida espléndida de los demonios: Dulce María era una especie

de hechicera malvada, con una raquítica idea del mundo que estaba fuera de su casa, una especie

de anciana caníbal, de una tribu contraria a todos.

––Por favor, mamá, quién te cuenta eso, te llenan la cabeza de alimañas.

Pensé en que el pueblo, un panal de envidiosos acecharía mis pasos, presenciarían mi

atolladero total (la razón de ello está o debe estar sustentada en mi decisión de ser diferente, de

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no pagar sus mismas culpas), mamá sería la portavoz de mis actos, vendrían, con pretextos

cínicos a conversar, para luego, tras un giro oportunista, preguntar y cómo le va.

––Tienes que agradecérselo a Teresiano ––papá buscó una botella y brindó por el rey––. Él

me la debe, ¿sabes?, el rey me debe una, y hay que cobrar los favores aunque sea al mismo rey

de La Habana ––saboreó el alcohol, una arqueada de repulsión y quiso que yo lo acompañara.

––Estoy cansado ––justifiqué, y me fui a mi cuarto.

Mamá se apareció allí, estaba más arrugada que siempre, menos ceremonial, olvidada por

la trascendencia, demasiado común para la vida moderna, demasiado simple para una ciudad,

pero era mi madre, yo era su aborto, su único e intranscendental aborto. Así que la dejé actuar

para un público de privilegio: su hijo. Me aliñó a Arlene: está divorciada y pregunta por ti. Y

qué podía decirle, revolver irritaciones, modelar trampas de un destino.

––Mamá, tengo novia en La Habana.

Esa era mi costumbre, para parecerme a mamá nada tan eficiente como una imitación a

similar escala. Transformar la realidad, cuentos de hadas sumergidos cerca de la orilla.

––Se llama Bárbara.

Y además, me obligaba a desterrar a Arlene, una benéfica actitud para hombre nuevo en

ciudad nueva. Mamá se puso en marcha:

¿Hermosa?, ¿de buena familia?, ¿cómo la conociste?, ¿no tiene escrúpulos con los artistas?

Escrúpulos con los artistas, bonita frase.

Como vivimos cerca del mar, voy hasta la ventana y lo miro. Que sea un pueblo de mar no

lo hace un pueblo agradable, alegre, ni siquiera, por esa razón es un pueblo poético. Hay otros

pueblos que sí, el mío no. Yo no creo que el mar haya sido un aliado de buenaventura para mi

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aldea. Para lo único que sirve el mar es para ponernos tristes cada cierto tiempo, y para olerlo.

Cuando lo hueles respiras el aire que viene de todas las partes del mundo.

Lo huelo. Huelo a mamá. Me huelo a mí mismo. Tres fragancias en un mismo olor. Como

una peste.

Mamá:

Ya que insistes, te contaré cómo conocí a Dulce María Loynaz, cómo fue mi encuentro con

ella.

Ya te describí anteriormente la casa, los perros, el gran jardín, y ahora imagíname adentro.

No esperes nada espectacular, expulso palabras, frases, y todo busca un lugar, el lugar donde

he plantado mis insignificancias. Esta carta no está escrita para quien sepa que existe la

palabra “insaciable”. Esa palabra no existe en mi vocabulario, te preveo antes.

Cada paso allí me ponía a prueba, extranjero yo en aquella tierra de trascendencia, temía

no comportarme adecuadamente después de la sarta de privaciones a las que estaría obligado:

no preguntar esto, no abundar mucho de esto otro. No daré, contigo, volteretas por lo indebido,

me entiendes o no me entiendes, estos son tiempos en los que las elecciones son cerradas, o una

cosa o la otra, bien fácil de resolver. La cuestión es que no podía descarrilarme hacia asuntos

como la vida personal de la Loynaz, opiniones políticas, criterios literarios que pudieran dolerle

a altas figuras. Siempre hay gente que se aprovecha de esto para vender, rebosan, devoran

intimidades y luego arman un escándalo, eso es frecuente en este mundo, y a mí, honestamente,

me parece repugnante. En mis condiciones y con mi carácter era insensato creer que yo tuviese

una forma de aprovechar un centímetro de esto, pero la asistente de la poetiza no podía saberlo.

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Ya era el día, mi primer nuevo día de mi primera nueva vida. Pasaba ante los cuadros de

la pared, sus personajes, que reían en el paisaje de un pobre hombre de jeans astrosos, casi sin

afeitar, casi exaltado, con un rumor de entrevista adentro, las palabras preliminares y la

asistente que me recuerda lo que ya me ha aclarado varias veces. Olí profundamente, porque

el olor de una casa así es inevitable, te asalta, te acorrala. El olor a libros guardados (un

síntoma de antigüedad distinguida), y la fragancia de las colonias, una mezcla hechizante

invadiendo cada palmo de aire.

Fui hasta ella. Mirarla me puso triste, y si no exalté mi conmoción fue porque creo en la

dureza y mezquindad de los sentimientos. No en los míos, te aclaro, sino en los que uno puede

usar como máscara o como muro. Nunca fui tan sensible (o puede ser que sí lo sea, y lo que

diga intente esconder lo otro, tú, que me conoces mejor que nadie, negarás o admitirás en este

segundo. Ella era una magra abstracción (se me ocurría nombrar la palabra surrealista, una

pintura surrealista, tal vez Einner, un pintor chorreante y ambiguo, y el cuadro, estropeado por

mi recuerdo de él, muestra a una mujer muy delgada, un hilo de mujer, encorvada y frágil, la

cabeza reducida a un punto, un punto en el que terminaban todas las líneas, no sé por qué

siempre creí que esta pintura también estaba muy familiarizada con el Dadaísmo).

Su asistente había hecho, con austeridad, las presentaciones. Yo ante el monstre sacré. Yo,

el minúsculo, ante una mujer que era, se le consideraba así, el prototipo, o más bien, el

arquetipo, del maestro, o de la maestra, o mejor, del Maestro. La anciana estaba hundida en el

sillón, y bajo la bata blanca, bordada por los coágulos de flores incipientes, quedaba el cuerpo

esquelético de la gran mujer. Odiaba los mediodías. Fue lo primero que me dijo. Y yo puse a

andar mi mecanismo al asentir, siempre que excluyera a este. Ametrallé las palabras con un

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entusiasmo compungido a las cartas del triunfo. Este, en el que hablo con la gloria. Creo que

todos dicen lo mismo en estas situaciones. La seducción, mamá.

Me habló de poesía, más bien, de maldiciones poéticas, sin tener causa en nuestro

encuentro atacó autores y libros, como esperando mi reacción de apoyo o de reprobación. A lo

mejor yo estaba más cercano a la primera opción, dado siempre a criticar a cualquiera que

estuviese en un bando diferente al mío, a cualquiera que tuviera un poco más de poder, o a los

que triunfaban miserablemente y sin mucho talento. Pero debía acatar con sumisión los

murmullos de la asistente. Le molestaba más, yo podía exprimir ese jugo, mi grabadora

prendida desde el primer momento, podía, de ese modo, promover esa Loynaz cubierta por

demonios, como una araña a la embestida, privilegio que desplazaba a la recua de infantiles

entrevistas hechas a la autora de “Poemas sin nombre”, mostrando ahora la periferia de una

criatura en exorcismo puro, atravesada por la fascinación de dar testimonio a ascos escondidos,

a dolores por decir.

Su asistente cambió el curso a lo que ya era, bajo la sublimación de mi periodismo roñoso,

una fiebre de fama al minuto, y nos conminó a recorrer puntos en común, él es poeta, anunció

su eco, corregida por perversiones que me sacudían y que me acercaban las desesperanzas.

Escondí la estulta edición de mi libro en el fondo de mi bolso antes que ella concibiese una

peregrinación por mis pobres poemas. ¿Yo era un kamikaze allí? Lo era, no es difícil admitirlo.

Está bien que ella lanzara un torbellino de odio contra poetas que flotaban en aguas pútridas,

pero no estaba bien que agrediera a un aprendiz como yo. Me dijo que odiaba la poesía

contemporánea, es espantosa, confesó con una mueca zumbona. Preferí el silencio a la mentira

de la conciencia, a la máscara de la aventura irreverente. Resbalaba indefenso por una fangosa

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calle, una calle incrustada en un lenguaje, palabras malolientes, exhalaba mi invalidez como

síntoma de lástima, era un mísero perdedor, un traficante bilioso, un mártir anónimo. Podía

soportar cosas peores, mi libro fue ignorado, ni siquiera tú lo leíste, mamá, un librito más, un

tomo aciago, era una almibarada poesía cerebral, sentenció un mezquino, y mi cabeza se había

inflado como una alcantarilla que rebosaba en desperdicios de espíritu.

Yo también la odio, le dije. Estoy dispuesto, no sólo a aseverarlo continuamente, sino a dar

mi prueba de fe arrojando mi propio libro a la hoguera de los excluidos. Valdría la pena arder

en la locura del arte, y para eso prepararía un atuendo heroico: me cubriría con un par de

cuadros de Max Ernst, uno de Jean Fouquet, todos los de Savoldo, uno de Reynolds, uno de

Robert Indiana, los poemas de Hart Crane y Pound, algo más, y goo bye.

No puedo odiar más cosas porque estoy demasiado distante de ellas. Así pasarán a la

eternidad, sin mi odio, y eso importará menos que recordarlas. La voz, entrecortada y, a ratos,

afligida, se iba envolviendo en la niebla de aquel salón, al que me iba a apostar como un

espectro donde fulguraban los gritos de iluminación y estruendo de la anciana. ¿Estaba ciega

ya? Los ciegos para mí poseían un tipo de belleza especial.

¿Quieres franqueza, mamá? Pues seré franco: me sentía como un mercenario. Un

mercenario con bandera, que es el peor tipo de mercenario. Estaba fingiendo ser un hombre de

paz, de poesía, pero por dentro aullaba un ente maligno que me pedía impúdicas batallas. Si

ella aprisionaba en su furia a Corneille, yo la emprendía contra Racine, que era una forma de

arremeter a alguien similar, de igual época, alimentados por corrientes literarias afines. Ella

odiaba a Moliére, yo a Marivaux. Ella reprendía a Byron, yo a Keats (aunque las tripas se me

retorcieran con el tamaño de mi falsedad). Dulce María le aguaba el camino a las “Baladas

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francesas”, de Paul Fort, yo lo hacía con las “Baladas líricas”, de Coleridge y Wordsworth,

con las baladas sentimentalonas de Walter Scott, o con las “Baladas irlandesas”, de Thomas

Moore, todas reductos campesinos, sollozos de aburrida simplicidad. Así formábamos un

batallón de hábil rencor, echando yo leña al fuego de Dulce María. La asistente estaba mareada

por tantas coincidencias de juicios, pero alerta por si yo me atrevía a sobrepasar escabrosos

lindes.

Léame algo de lo suyo, me sugirió, y presumí que había llegado el momento y la manera

en que yo pagaría mi desordenado sueldo de mercenario, sentí el ladrido de los perros, y una

señal de la asistente me pedía que obedeciera.

No, preferí decirle, casi en secreto, como si acomodara la fragilidad del término a una

jarra que pudiera desbordarse. Apreté en el bolso al libro que, como yo, debía estar temblando.

––No traigo encima un poema, siempre soy precavido ––le dije, sin imaginar que ella

sonreiría.

––No le gusta que la contradigan ––se acercó a mi oído, un aspecto de apacibilidad, por

dentro (y perdona lo vulgar y común de la frase) un volcán: era la asistente.

––Ha sonreído ––le dije. Y quizás eso era parte de mi indecencia: hacer que ella sonriera,

lograr que eso aconteciera en una mujer triste, en una poetiza tan lúgubre.

––¿Quién te crees, eh? Has lanzado a la tumba todo lo que huela a poesía, todos tienen

defectos para ti, a todos excluyes. Estoy impresionada por tu fanfarronería. Y resulta que eres

el elegido porque has hecho que ella sonría.

Las cosas comenzaban a ser más duras, lo supe mientras escuchaba a su asistente

descargándome su rabia: y por qué, yo sólo balbuceaba y caía en el mismo juego de la escritora.

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––Quieres subir las escaleras demasiado rápido ––pero cuando me dijo eso no me pude

contener (Dulce María estaba atenta a todo, o tal vez su vista perspicaz sólo fuese un refugio al

atolladero que le rodeaba).

––Vine a hablar, por más que quieras lo contrario. Pagué caro para ello, al menos para

mí es bastante difícil reunir tanto dinero, sin explicarte en qué condiciones me gané ese dinero,

y ahora resulta que quien se guarda eso, o una buena parte de eso, no admite que yo haga

sonreír a una mujer o que pueda tener criterios sobre lo único en que puedo tener criterios.

––Nunca se ha vociferado en esta casa, y tampoco soporto que menciones o quieras sugerir

que estás aquí porque pagaste para ello. Se terminó la entrevista.

Y ni siquiera me llevó hasta el portón de salida, me lo indicó con un gesto, los perros no se

aparecieron allí, y Dulce María agachó su cabeza, como si obedeciera a la patraña de su

asistente.

Hasta aquí, mamá, mi desafortunado encuentro con Dulce María Loynaz, todo se esfumó

en un par de horas, mi suerte, mi apetito de trascendencia, todo. Y si te describo con escrupuloso

fin mi desventura es para que confirmes lo que ya sabes hace mucho tiempo sobre mí.

Cuéntaselo a papá, a tus amistades, a todo el pueblo si te parece, me importa bien poco. Lo

mejor es que no me avergüenzo de ello, aunque podía ser lo peor. Por ahora no puedo definir

qué haré con mi vida, si es que puedo hacer algo.

Llueve en La Habana, las calles están encharcadas, y hace un poco de frío. Esos

acontecimientos refuerzan mi tristeza, pero no quiero que te preocupes, ya buscaré una forma

de salir adelante.

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A mi madre también le miento: no creo que pueda encontrar la forma de salir adelante. Me

intrigan las ilusiones, tal vez porque mis actos transcurren en ese punto en que todo se sueña, no

hay otro universo que el idílico: una ventana por la que se mira y sólo se ve una luz, o varias

luces. Y aunque soy un artista, no puedo sacar la cabeza y ya. Al menos no me reconocería como

lo que finjo ser.

––Energía, necesitas energía, pero primero tienes que bajarte de la alfombra ––tanteó mi

cólera, era Teresiano, daba una vuelta para ver cómo iba el negocio. Y le sorprendía el chasco,

porque el engranaje, según él, estaba magnífico––. Mucho dinero para tan pocas nueces. Qué se

puede hacer, o comenzar de nuevo, o esperar. Por lo pronto hay que levantarse, y levantarse con

ánimo.

Estaba hasta el tuétano de eso, los mismos discursos de papá. Sugirió las probabilidades de

otro empleo, La Habana era escurridiza, y comenzó a proponerme colocaciones para sobrevivir.

No repliqué, yo dejaba que él abriera la boca y saltaran decenas de empleos, máscaras de

condenas diarias. No hay diálogo, estoy indefenso, he perdido. Por primera vez mi padre gana.

Ahora representaré cualquier obra y lo haré en nombre suyo.

––No te lo había dicho para no herirte, y por aprecio, en poco tiempo me he dado cuenta de

que eres el retrato de tu padre, con menos agresividad, claro, pero con la misma nube en los ojos.

Así comenzó él, después se transformó. No puedes esperar que del cielo caiga otra cosa que no

sea lluvia, al menos en el cielo que yo conozco, que es el de La Habana, en otros cielos no sé.

Teresiano quería desinfectarme, y para celebrar mi comienzo de mi otra nueva vida me

invitaba a celebrar. Solvencia, me dije. Porque debía sorprenderme mi capacidad para

esconderme en los fracasos. Orgullo de hierro. O de necio. Lo que yo necesitaba era protegerme

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de mis sueños, ellos terminaban por dominarme siempre. Me acorralaban y más tarde me

obligaban a vivir asfixiado y distraído. O distraído y asfixiado. La culpa era de mis sueños. Por

lo menos sabía a quién culpar.

A los pocos minutos él le daba una vuelta a los ejes. No tienes remedio, había dicho

Teresiano, según él, el mundo se dividía en los que tienen voluntad y en los que tienen dinero.

Pero yo era un caso excepcional, mis síntomas pertenecían a otro grupo: los que no tienen ni

dinero ni voluntad.

Ni dinero ni voluntad. La verdad es que hasta yo mismo empezaba a entenderlo así.

––Vives inadecuado para todo lo que te busco.

Yo estaba restringido por una genealogía: pertenecía a mis padres, o sea, mis defectos eran

hijos de ellos.

––No tienes arte para triunfar ––resumió Teresiano, y me dolió la parálisis de su honestidad.

Yo no era una catástrofe, siempre los había peor. Pululaban y echaban raíces, estaba a la

vista pública. Se llamaban el prójimo.

––Claro ––observó Teresiano––, pero a mí debía tocarme uno en un grado infinitesimal,

uno cada veinte o veinticinco años, y no uno constante y sonante ––y resumía el proceso como

una asignación por su benevolencia.

––No estás obligado ––le salí al paso.

––¿No estoy obligado, eso crees? A pesar de todo, eres auténtico. Aunque ser auténtico

suena como un fastidio en estos tiempos. Y te anuncio algo, vamos a tener que insistir con lo de

antes.

––¿Con lo de antes?

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––Con la anciana, hombre. Tiene que haber una garantía, como cuando compras algo y te

lo aseguran por seis meses o un año, en esto tiene que pasar parecido, si pagaste doscientos

dólares por una entrevista que jamás hiciste, alguien debe reparar este asunto: o el dinero, o la

anciana. Quiero decir, o te devuelven el dinero, una parte, no sé, o vuelves a la casa.

Tengo un orgullo desmembrado, un glacial adentro, es mi contralto, mi emergencia ante los

que están por arriba, es decir, el mundo entero, y yo no iba a volver a un lugar donde me

expulsaron como a un parásito, se lo dije. Pensé en que estaba pagando las deudas con mi abuela,

por la supuesta entrevista.

––Sabes para qué sirve el orgullo, hijo de tu padre, para pelar naranjas, para tener el cutis

bello y asomarlo a un espejo. Los hombres con orgullo son barridos, y busca las cifras, quienes

se van delante no son los cazamoscas. Para vivir se necesita más ferocidad, pero si hay que

inclinarse, porque eso es parte de la sociabilidad, uno se inclina.

Me vi de regreso en casa. Arrojado a los leones del pueblo, merodeando tras Arlene.

Condenado a ser, eternamente, periodista de un periódico sin noticias, autor cordero, poeta de

naderías. Condenado a sacrificarme por mi madre, pulcinella querida, a ser espectador de su

vaudeville de cotilleos y murmuraciones. Condenado a mi padre.

Teresiano me ha dejado sólo con mis escrúpulos, hizo coordinaciones, ajustó garantías,

contrabandista en aguas poco profundas. Ahora soy quien toca el botón gris. Traigo conmigo el

espíritu de un expulsado, que es una manera de creer que ando en buena compañía y como un

hombre decidido a no dejarse vencer. Traigo antídotos contra Bárbara: sus ojos pueden ser una

nube sombreada por aguas biliosas, disloco esa imagen en un plano perdido: el de las pesadillas.

Sueño que comienzo a hundirme. Me hundo. Soy un escritor que se hunde. O un escritor que no

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escribe. O al revés. Pronto estaré muerto. Comprobarlo es menos difícil que serlo. Eso dice mi

instinto. La vida real es la que comienza cuando se está terminando.

Soy un jinete en un bosque nocturno, como el cuadro de Kandinsky. Un jinete a expensas

de su caballo. El caballo en un tropel interminable. Estoy frente a la Loynaz. Estamos solos, ella

habla, yo simulo escucharla, arropado por una premonición: no debía estar allí, no debía

ponerme de rodillas ante una vieja escuálida e insolente, no debí traspasar la puerta a un mundo

infinitamente distinto del mío. Esta casa no existe. Ella se atreve a decirlo mientras hojea las

páginas roídas de una Carteles. Calle Amistad, sin fotos incluidas, pero distanciada del futuro

por la ternura de la sobremesa. El padre bebe sin un gramo de juicio. Estará aplastado y todos lo

miran en el desorden de una publicidad que va más allá de postales y alucinados pósters. Los

niños miran a quienes van por Galiano a San Rafael y Neptuno. Enrique va hacia el caballo de

madera, un simple simulacro del nebuloso coronel Panchito Gómez, demasiado aterido a la

hemorragia de heroísmo, que yo sé, cabe en la comunidad de infantes. Flor sube y baja las

escaleras de los dos pisos: el juego consiste en probar que estará en el mismo lugar a la misma

vez. Cada vez se acerca más a su objetivo, cada vez es más generosa con la parafernalia de la

filosofía que no la lleva a entender los extremos. Carlos Manuel, glamoroso e inofensivo, asoma

su cara a un núbil espejo. Se ve compulsado a elegir entre los rostros, que en cada ocasión, mira

y descubre en su rostro. Quién soy, dice al cristal, con hálito ambiguo y una amabilidad dispuesta

a esfumarse en su sangre. Dulce María escucha música. En el piano estará la señorita Bermúdez.

Toca arias de Wagner, una apoteosis de El trovador, de Verdi, o las sonatas de un negrito del

inframundo que llaman Brindis de Salas. En la calle, afuera, hay siempre otra música: el bullicio

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de los limpiabotas que corrompen el alma con esas rumbas fatuas y maléficas, venidas del África

o de sabe Dios dónde.

El hombre que yo amo nunca viene, dirá la mujer en una descarga de dolor a los hijos. Cose

las piltrafas de telas, raras composiciones de tejidos que no significan sino objetos extraviados

en las líneas y el color. Ocurre, me dice ella, una insidiosa infidelidad. La niña se da cuenta que

el dedo apunta al vacío y, entonces, va a buscarlo. No es fácil. Tendrá que atravesar el boulevard

de tiendas que venden el pánico y el milenio en San Rafael, sortear a los vendedores de minucias

que la asaltan y, sin disyuntivas, la obligan a comprar. Ni siquiera sabe para qué sirve el dinero

o si el dinero puede servirle para algo. Ha visto lo que no debía ver. Su padre, a unos metros,

besa a una mujer. A una de aquellas muchachas que junto a sus hermanos identificaban por sus

atuendos exuberantes o por andar de horchatas en los autos que se perdían rumbo al malecón.

Mi padre es un importante hombre en este gobierno, un general, que es casi lo mismo, aunque

la historia arrecie y nos diga que él se justificará diciendo que no es lo que la niña se imagina

sino un ritornelo de la angustia que sólo ha podido naufragar de este modo. Nunca me creerán

mis hermanos. Fantaseas, repite cada uno, como si no vieran el derrumbe que es nuestra madre

ante el hilo y el lienzo.

Mi padre terminó con esa muchacha embarazada. Era casi una niña. Estoy dispuesta a

asumir una verdad que es tan racional como a lo que ella nos dejó reducidos. Ya bastante tuve

con verlo perderse. Lo extrañamos, pero dando cuenta que teníamos frente a él la ventaja del

futuro. Los fines de semana, cuando nos visitaba, prefería leernos décimas de Ramón Roa,

versos manipulados por una sociología patriotera. Mi padre estaba demasiado urbanizado con

su realidad que nunca nos asombró que se lanzara al mar en una balsa. Nos escribió al mes,

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desde Nueva York, y para no angustiarnos, decía que nos imaginaba esperando algo de él. La

próxima carta guardaba cien dólares que mi madre rompió en varios pedazos. Por fin desistió de

seguir mandándonos dinero. Sus grados le sirvieron como patrimonio de guerra, mientras, la

señora Mercedes Muñoz Sañudo, mi madre, se encerró en los óbices de las telas que dibujaba,

sin aliento quizá, pero con una desgraciada obstinación por hallar una luz en la oscuridad de su

paisaje. A veces tocaba el piano. La oía confundir el sonido de alguna ópera en las teclas.

Habla de la tristeza pero sonríe. Por muchas razones mis preguntas no significarán sino el

vacío que soy, el silencio que sólo se sostiene sobre las palabras de ella.

Bárbara interrumpe para hablar de un homenaje que quieren hacerle en Pinar del Río. Para

eso sonaba el teléfono hace un rato. De la única manera es que traigan a Pinar del Río para acá.

Nos dice con seriedad fotográfica y acaricia a uno de los perros que olfatea bajo el sillón. Viste

con una agresividad divertida y preferible. Su vestido es negro; lo cruzan líneas grises, blancas,

a cuadros, interrumpidas por los óvalos de las flores que apuntalan, con la impertinencia de un

dibujo de Cézanne.

Esta casa es como una isla, le digo a Bárbara, y me invita a recorrerla, con gusto, y firmo la

curiosidad de arrastrarme de un lugar a otro, en el drama confuso y predilecto de Artaud. Dulce

María escucha a María Callas. Bárbara y yo atravesamos un imaginario siglo de objetos y

nombres prometidos. Desde el Salón Francés hasta el Colonial, el comedor, la antesala, los

bustos enflaquecidos de Antonio Maceo y Félix Varela. Bárbara y yo frente a vitrinas y torres

de porcelana, ante las endechas de pájaros que sostienen el ramaje próvido de los árboles de

Minerva sobre los muros de mármol de Carrara, los vitrales, adornados con el detalle, casi

angelical, del David, de Brueghel, las esculturas: composiciones sensuales de una muchacha con

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pértiga y palomas y una ninfa fantasmada en las provocaciones de la piedra ante el cuerpo.

Imagina, Bárbara, que soy yo, y debo llamar a la puerta cuando la lluvia se interpone entre

nosotros. Imagíname tocando el piano del Gran Salón o implorar de rodillas ante el retrato de

Juan Ramón Jiménez, para que nos salven los descubrimientos, y no existan los que nos ignoran,

quienes nos ocultan, los trajes de bendición o maldición, ni más bejucaleñas, o muchachas de

vainilla en Coppelia o muslos que se pierden. Imagíname como podría imaginarme en la fama

mi madre. Bárbara aparece en la isla que es esta casa y me dice, está abierta la ventana, pero su

voz me obliga a adivinar que no es a mí a quien espera sino a mi silencio que es hijo de este

grito débil.

La Loynaz me cita a sus palabras.

––Yo lo voy a ayudar, voy a hacer algo por usted, lo que pueda, le expondré algunas vías,

pero esas vías se caminan con libros. No alimente muchos sus expectativas, es una ayuda y una

ayuda así funciona aparejada de detalles tan imprevisibles como el azar, la suerte, o su instinto.

––¿Me está proponiendo un negocio?

––Le estoy hablando de una necesidad, de compartir un pacto, como el mío con la muerte,

sin que el nuestro, el suyo y el mío, tenga una cara tan trágica. Me ayuda a cumplir dos o tres

caprichos y yo le pongo un poco de aire, de mi aire, a su vuelo.

––¿Por qué yo? Lo único que ha percibido de mí no es tan radiante como para declinar una

competencia.

––No hay competencia. Te elegí, o te preferí, por intuición, por mandamientos extraños,

porque si yo me pongo a reconsiderar elecciones me sentiría repugnante conmigo misma, sólo

porque no me he rebelado contra una lista interminable de decisiones lógicas.

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––Debo entender que apuesta por mí porque quiere sentirse distinta, una vez en la vida

hacer lo impropio, lo incoherente, lo ilógico. Y todas esas cosas soy yo, lo impropio, lo

incoherente, lo ilógico.

––Eres joven, y me reafirmas que tu terquedad, que tu disfraz de muchacho insumiso son

hijos de una falta de malicia, de un entusiasmo, yo me atrevería a llamar, fisiológico, por lo

secreto. También, es verdad, y no quiero que eso funcione como reprimenda alguna, como efecto

de discordia entre ustedes, en estos tiempos me gusta llevarle la contraria a Bárbara, también

por eso.

No sé si desconocía la presencia cercana de Bárbara, no sé si hablaba desde irónicas treguas.

Yo necesitaba saber cuál era la razón de más peso, aunque no era difícil de entender.

––Si sigues hurgando, necesitando explicaciones me sentiré obligada a dejar caer sobre ti

otra andanada: que no eres de esta ciudad, eres poeta, y que por último, no tengo a nadie más a

mano.

––Para ser honesta no debía ser tan elocuente.

––Esos son los infortunios del idioma, y a veces traicionan, hijo, a veces. Yo quiero a

alguien que no me cree un obstáculo, que no dibuje las manzanas donde sólo hay pastizal.

Detesto el show.

––Yo podría ser una dificultad, quiero decir, si no acepto.

––No serías una dificultad, serías algo sin existir.

La conminé a rebelarme su capricho. Antes de que proyectara su voz, en esos segundos que

mediarían entre el silencio y el soplo de sus palabras, me sentí invadido por premoniciones de

varios tipos: me veía ajusticiando a algún leguleyo que obró contra su persona o, incluso, contra

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uno de sus familiares, un ricacho de época antigua, ampuloso de envidia, o a una de esas

ornamentadas figuras de la vida literaria en el país, que habría echado a las fieras infinitas el

nombre de ella.

––Iremos por parte ––me dijo––. Primero un carro, un chofer, si manejas, mejor ––Negué–

–. Entonces un chofer de confianza, si es posible un chofer mudo. Que no sepa quién soy y que

mucho menos le importe saberlo.

Mi mente enfermaba las imágenes, en ella aparecía yo, en un carro doblando una esquina a

más de ciento cincuenta kilómetros por hora, parqueaba frente a la escalinata y el jardín de una

casona de Miramar, bajaba el cristal, esperaba a que la víctima asomara su cabeza (en ese infinito

segundo aparecieron, en un coctel de imágenes, los disímiles rostros de escritores que conocía

y detestaba, rostros que jamás había visto, algunos sospechosamente reales, y otros más

cercanos) y entonces disparaba unas ráfagas con la ametralladora y ponía el auto en movimiento

––El mar ––balbuceó, su mirada fue directa, desprendía algo más, algo invisible, algo

inescuchable.

––¿El mar?

––Sí, el mar, el agua, los ríos, eso no fue una obsesión infantil, era un curso, un curso

incumplido, un destino. Lo que yo te pido es el mar.

Claro, pensé, y oí sus versos adentro: pero es mi río, mi país, mi sangre. Tenía que jugar su

juego, tenía que aplaudir todas sus extravagancias. Le había escrito un poema al Almendares, el

río más sucio de Cuba, y la gente recitaba aquellos versos y llegaba a creerse que en verdad el

Almendares era un hermano distinguido del Sena o el Danubio.

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––Me vas a llevar al mar, un mar en solitario, no es que quiera solemnidad, la solemnidad

es interior siempre, pero yo quiero tenerlo para mí sola por un día, o por unas horas. El mar ha

estado donde yo he estado, nací junto a él, crecí junto a sus olas y ahora no quiero irme para el

otro mundo, un mundo en el que tal vez no exista el mar, sin tenerlo. Como ves, más que un

capricho o un delirio, es una fuga de ingenuidad.

¿Probaba a recordarle su “Cuando vayamos al mar”? Cuando vayamos al mar/ yo te diré

mi secreto... preferí escucharla.

––El mar ha pagado todas mis culpas, cada vez que yo tenía un infortunio, cada vez que me

destrozaba algo, allá iba yo a refugiarme en la arena, con el cobijo de esa brisa, yo sola como la

dueña de todo. A veces no iba tan lejos y me quedaba en los ríos. Dejaba esa angustia en los

poemas, y el disfraz era de playas y corrientes, peces. Era su lugar común, su incidencia

continua, en todos las mismas vacilaciones, los mismos temores, como en el poema de la niña

ciega que no sabe cómo es el mar. Ahora ella era una niña ciega, yo hacía un cálculo de

probabilidades, un desprendimiento de alienaciones.

––Yo sé que no es un viaje muy original, que no hay nada misterioso detrás de ello. Si te

hablara de ir a un lugar apartado, o enmascararte esta aventura con algún papel, una carta, un

mapa, estarías prendido y festejando, pero temo decepcionarte, es puro capricho, capricho de

una vieja atolondrada que quizás no sea mucho más lo que le quede.

Era como una pirueta dramática. Yo debía hundirme en la representación de ese gran

poema vivencial que ella escribiría como parte de su última obra en vida. Después, si me lo

ganaba, vendrían otros.

––Ahora es el que importa es este ––me dijo en el mismo momento en que entraba Bárbara.

103
Yo me encargué de contratar el auto para el viaje. Un viejo Chevrolet con su chofer

impaciente. Nadie puede enterarse, le advierto después de que el claxon resuene en largos

bramidos. Cuál es el misterio, me pregunta, no respondo, y luego abro la puerta para que Bárbara

me de el lujo de sus ojos verdes y la poetisa pueda ofrendarse en el asiento trasero.

Será una extranjera, dirá mientras prende el motor de su carro el hombre gordo, cargado de

anillos, que ahora canturrea una canción de moda, como los muslos de Bárbara en el espejo.

Aunque no lo creas eres tú el elegido, me digo con sorna y vanidad mientras puedo

preguntarme qué hago yo aquí en esta historia que no me pertenece.

Nos detenemos en una pequeña ensenada, a punto de perderse en la voracidad de los

mangles. Pero es Cojímar y eso quiere decir no hay nadie por allí a las nueve de la mañana.

Bajamos a la Loynaz. La silla plegable la acomoda a pocos metros del agua. No repara en

nosotros ni en el chofer que recoge caracoles empujados contra la orilla. Ha querido todo el aire

para ella, todo el sol. Nos escondemos porque habla con el mar. Todo el mar es el mar, no

importa la zona del cielo que divide. Oigo el cuchitril de sus palabras, murmullos, silencios

revestidos de gorjeos. El chofer podría estar riendo, pero lo amenazo con estropearle el viaje.

Bárbara me confiesa que desde hace meses este ha sido el sueño de ella, y que lo ha apresurado

por miedo a no cumplirlo. Me le acerco y le recito infructuoso el poema de Antonin Artaud, que

ella reconoce, recita y, más tarde, con lágrimas termina. Llévenme desnuda hacia el agua, quiero

que el agua me posea, que sea mío el mar y suyo mi cuerpo. Bárbara me mira como esperando

mi aprobación o mi réplica. Pobre mujer, me dice, queriéndose congraciar, el chofer. Ni el agua

casi menos que tibia o las piedras que en la arena son un abrevadero de espinas la hacen abjurar.

104
El chofer se esconde en su auto y Bárbara y yo vamos desnudando a la enjuta mujer. Su carne,

indefensa, se esparce en el daguerrotipo de un mar convocado para que sueñe. Bárbara está junto

a ella y yo voy hacia el espejo del Chevrolet para preguntarme si todavía estoy a tiempo de

arrepentirme.

Sólo escucha a María Callas o a Debussy y habla de la Mistral como una mujer con fiebre

de sexo. Así le digo a Teresiano, que implora los detalles que irán paralizando su historia. No

quiero decirle más. No llamo a mi madre por teléfono. No voy a Coppelia. No escribo. Sé que

en La Habana llueve porque estoy triste. Estaba confundido y no quería compartir, por el

momento, mi ambigüedad con las mujeres de 19 y E. Una semana después, la socorrida

confesión de Bárbara me hizo volver a la realidad. Las dos me extrañaban. Entonces me convertí

en un visitante previsible, diario, protegido y enhiesto ante la cúpula de los Loynaz. Leí poemas

que Dulce María aplaudió a su modo, ajena a flagrantes criterios anteriores y estremecida por el

rasgueo de la contención y la independencia de mis versos con la hoguera poética

contemporánea. Transcribo sus palabras, quemado tal vez por el vehemente aullido de una

materia testamentaria, nada más. Las visitas de académicos, estudiosos, periodistas, a la casona

se fueron perdiendo en un tempo proscrito, nulo, inexistente. No había espacio para justificar

más palabras innecesarias. Ella no quería volver sobre lo dicho, y siempre tenía que hablar de lo

mismo, azuzar la existencia de una página de la Historia llamada Dulce María Loynaz, que la

gente reinventaba, después, a su manera. Por eso, fue postergando citas y sólo recibió a las

escasas personas que no podían difuminar ese mundo artificial que Bárbara y yo le estábamos

construyendo.

105
Uno de esos días en que ni la Callas o Debussy ni el recuerdo lentejoso e hilarante de

marqueses y damas de rancia alcurnia, o la presencia jubilosa de sus perros, Chilín, el primero,

podían hacerle olvidar que estaba frente a un mediodía cualquiera, nos hizo traspasar, a Bárbara

y a mí, ese rincón imaginario que era el mimbre de sus secretos. Quiero darte algo, me dice, y

sus manos desgarbadas aprietan los papeles amarillos que sostendrán, con temblor, el ramo de

versos nítidos, la letra minúscula desapareciendo la grafía intocable.

Es mi versión de Últimos días de una casa, la escribí hace mucho, la arreglé cientos de

veces. Publicaron una copia, un anuncio de lo que sería esta. Aquí está. Siempre renuncié a

entregarla porque creí que algo debía pertenecerme en una totalidad a prueba de remilgos

literarios. Me ha llevado mucho tiempo entender que los poemas son como las personas: sólo

son útiles cuando se les recuerda. Tendió la mano y Bárbara me empujó a recoger los papeles.

Leí para mí, para Bárbara, para ella, para la Envidia, para la Fama, sabiendo que bastaba para

renunciar a la ignominia y a anonimatos. No me cegaba la pasión ni la fatiga de estar

deslumbrado por el éxito, pero leí desde el primer verso como si lo hubiese escrito yo, y así mi

voz no fue como casi siempre: un discurso estéril, arcaico, y la Callas dejó de cantar para oírme,

y Debussy paró el piano en seco, y los personaje de los cuadros justificaron su inferioridad

mirándome con celos. Enrique apartó el caballo de madera en un rincón de la casa. Flor dejó de

corretear por los escalones y Carlos Manuel lanzó el espejo sobre la foto en que Lorca está más

luminoso y amanerado que nunca. Leí:

No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días

este extraño silencio,

silencio de una casa que no puede despertarme,

106
silencio de una casa que no puede dormirse.

Con esos versos ya era suficiente, pero me quedé varado en los ojos de Bárbara, como un

actor ante las cortinas del escenario, esperando que se abrieran. Los últimos versos, después de

varias páginas, quedaron perteneciendo a las máscaras de aquel piso, a los óleos, a las escudillas

de los perros.

Soy esta casa. Soy quienes la habitan,

y si no valgo la ternura de venderla

a otra casa es porque nada valgo.

En ella existo,

como un pan dejado a la turba y al aire;

y una casa que va a morir

sólo es un roce indefinido ante el piano

que atrapará su silencio para salvarla.

Qué habría sido de mí si no hubieses tocado el timbre para entrar a esta casa que me pregunta

qué hubiera sido de ella. Qué hubiese sido de mí, Bárbara, si yo no hubiera apretado el botón

gris, si los perros me hubiesen ahuyentado, o si la lluvia me obligaría a escapar a un portal

cercano. Qué hubiese sido de ti, Artaud, si yo no hubiese mencionado tu poema a Dulce María

frente al mar.

Ya estaba enamorado de Bárbara. La literalidad del asunto me descarta el ejercicio de mi

propio arbitrio. Yo estaba destinado para hacerla temblar. Lo que prueba, con creces, que soy

107
un hombre accidentado por la fe y las cofradías. Las dos se complementan y fulguran desde

lugares distintos. Bárbara se limitó a extraviarme. Primero un beso, y luego inducirme hacia el

pequeño y artesanal elevador para ascender al segundo piso, lugar en que estarían las

habitaciones, la capilla y una biblioteca donde se burló diciéndome que allí vivían Juan Ramón

Jiménez, Gabriela Mistral y Lorca. Era la primera vez que iba hacia la transmigración de Dulce

María, como un experimento de complicidades. Allí nos esperaban ellos. ¿Quiénes son ellos?

Me dije y te diría, como ocurre a veces, cuando uno debe sustraerse a lo que ve y no a lo que

imagina. Ellos fingen ser parte de las columnas aquietadas por el mármol de los vitrales. Enrique

y Carlos Manuel juegan con un perro que corre, pomposamente, de una pared a la otra. Flor lee

sobre la cama, a la misma vez, a Azorín y a Heine. Lo sé, porque el aire patibulario del alemán

y la plasticidad del español se convierten al oído en una gelatina lírica difícil de armonizar. La

señora Mercedes Muñoz Sañudo, sentenciada por el aburrimiento, toca un aria de Gianco

Gabrielli, y el general Loynaz del Castillo escribe, sobre una libreta de apuntes, lo que años

antes va a ser el Himno Invasor cubano. Gabriela Mistral, es probable, hace el amor en la

habitación contigua. Se deduce por los jadeos que traspasan las paredes y se apoderan de Lorca

y Juan Ramón Jiménez, que, naranjadas en mano, cada uno, no daban importancia a aquel suceso

tan común en la chilena, hablaban, más bien, de la carencia de poetas en la Cuba de Heredia y

Casal.

Uno no puede equivocarse cuando una mujer se quita las ropas frente a ti y dice haz el resto.

No importarían los testigos. Besé cada parte de Bárbara: palabras hechas de una metáfora

común, pero nunca tan justa y real que en esos minutos en que Artaud hubiese escrito, besé los

108
pechos de Bárbara. Abrí sus muslos y entré a su carne, sabiendo que en ese lugar estaba la señal

que lanzaban hacia mi cuerpo.

Me sentí un vencedor. Fuera de todos los extremos, la fama parecía una expansión de

sensibilidad y no la marca del triunfo contante y sonante. Pero yo tenía suficientes razones para

creer en el futuro: copias de las conversaciones con Dulce María, su idílico y verdadero Últimos

días de una casa, y los ojos de una Bárbara, demasiado frondosa para mis deseos.

Por otra parte, las noticias de mis andanzas por la casona del Vedado se filtraban por toda

La Habana. Teresiano sería el culpable de regar una pólvora que comenzaba a explotar,

ruidosamente, sin haber llegado a sus límites. Me imagino a Teresiano exagerando, hasta la

aberración, una leyenda que el había impulsado desde el inicio.

Te extrañaremos, me dijeron juntas. Traté de hacer menos embarazosa la despedida y pedí

cualquier pretexto a la mente para engañarlas: mi madre me había necesitado con urgencia para

algún asunto imprescindible en la familia. Lo cierto es que ya no tenía dinero y la única forma

de lograrlo era cargando bultos de queso y carne en los trenes de Oriente. Me dolía no revelar

mi sinceridad ante ellas: colgar con los espíritus de François Villon y Li Po puede convertirse

en riesgo romántica, y yo no me atrevía a perder el terreno ganado. Bárbara se las arregló y

convenció a los huéspedes del segundo piso para que compartieran un trago conmigo.

Champagne, dijo Lorca, y lo sentí acariciar mi mano con una extraña delicadeza. Gabriela

Mistral pidió el ron del país mientras me hacía una seña sospechosa que Bárbara replicó con

una amenaza desde sus ojos. Juan Ramón me deseó toda la suerte que puede caber en un poema,

que no era mucha, pero al menos serviría para escribir hasta el final. La familia Loynaz del

Castillo, distante y silenciosa, contaban los segundos para volver al otro piso. Brindamos. Dulce

109
María me besó brevemente la cara y Bárbara lo hizo en la frente, como si hiciese un pacto de

altiva posesión. Hubiera querido una foto del momento. Pero yo era muy joven para entender

que la realidad, cuando pertenece a uno solamente, no existe.

Artaud no estaba loco y La Habana no es todo lo que ustedes piensan, les digo mientras

esperan mi confesión sobre Dulce María. Mis amigos anhelan unas primicias para intentar

publicarlas en su periodicucho. La verdad es que no he visto a esa mujer, les confieso.

Decepcionados, desaparecen de mi historia. Mi familia podrá entenderlo. Yo siempre fui

sublimado por la derrota, y mis ideas se reconciliaban sobre los golpes que el azar podía darme.

Todavía me faltaban unas simples conexiones para lanzarme en grande. Después, lo sabrían

todos.

Cuando los policías me esposaron yo no lo sabía. Tendieron una trampa y, sin escapatoria,

caímos muchos en una redada. Yo no lo sabía aún. Me esposaron y, junto con carne y quesos,

fui a parar a una estación policial de la Habana Vieja.

Yo no había escuchado la radio ni visto la televisión o periódicos y catorce horas en un tren

te desaparecen el mundo. Yo no lo sabía aún, y si los policías hubiesen tomado las dádivas y mi

mercancía para sus propios negocios, entonces, yo lo hubiese sabido a tiempo. Pero me lanzaron

a un cuartucho oscuro y sin ventilación junto a los otros.

Uno de los oficiales lo anunció, sin ánimo de emocionar, una noticia en el aire, una

recitación de lutos diarios. Lo supe entonces. El ministro de Cultura había estado en el entierro

de la gran poetiza del país. Yo sabía que era un ardid de fatalidades unidas, reencontradas, al

asecho, y grité con todas mis fuerzas, para que mi grito se hundiera en el vacío de los calabozos

110
o en las risas de los policías que ni siquiera entendían el dolor de un hombre en el mundo que,

como había dicho alguien, ya era suficiente para ser el dolor de todos los demás.

Nadie escuchó mis súplicas. Lloré junto a ti, Bárbara, junto al fantasma de los niños que

corrían por la calle Amistad hasta Neptuno. Lloré por los libros, por los cuadros, por los perros,

por Lorca, Juan Ramón y la Mistral, y seguí llorando hasta que Teresiano pudo sacarme tres días

después y con una simple multa.

Cuando llegué a la casona y oprimí el timbre los perros no salieron. Había muchas personas

y alguien que me dijo ser del Ministerio de Cultura me preguntó si yo sabía que Dulce María

Loynaz estaba muerta. Pero yo no pude llegar a tiempo y ahora necesitaba a Bárbara. Ver a

Bárbara. Desahogarme con Bárbara. ¿Bárbara? Sí, la que estaba con ella, su asistente. Me

respondió que nadie acompañaba a la poetiza desde unos diez meses atrás, nadie cercano, solo

visitas esporádicas, algún médico, visitas estatales o de cortesía.

Bárbara, me grité adentro, y mi voz se confundió con los perros que salían de la casa.

Fui directo al Chevrolet, y el hombre gordo me dijo que conocía por las noticias la desgracia,

que contara con él. Ya es tarde, le dije. Pensé, poco después, que yo debía cumplir con mi

conciencia, y después de ir a mi apartamento nos fuimos a Cojímar. La misma ensenada, las

mismas aguas que habían poseído a Dulce María. El chofer me dejó solo en la orilla antes de

preguntarme cómo yo me llamaba, para evitar o consolar dudas, me aseguró en un tintineo de

timidez. Antonin, le dije. Antonin Artaud. Pero él desconocía nombre tan raro, y fue a refugiarse

a su auto. Entonces, frente al mar, supe que la fama no existía o no importaba, y lancé al mar los

casetes con la voz de la poetisa y los papeles amarillentos e inéditos de Últimos días de una

casa, y los vi hundirse como se hundía sin salvación mi futuro.

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No me importaban ahora las mujeres, los poemas y, mucho menos, la fama. Y me fui a

cualquier cantina a tomarme todo el ron del mundo. Estaba triste, es verdad, y aunque

comenzaba el mes de mayo en La Habana no llovía.

112
CUATRO ESCRITORAS CUBANAS SE VAN AL PARAÍSO

Nicolasa Guillén, Virgilia Piñera, Regina Pedroso y Josefa Lezama Lima van al

paraíso por una semana, pero al llegar allí descubren que, en realidad, han ido a los

pies de un destartalado hotel para escritores donde deben imaginar que llegaron al

paraíso.

Tendrán que pagar una enormidad por alojarse allí y entre los huéspedes que les

acompañan están los infames escritores de tantos países que ellos siempre intuyeron

como infamias de las letras. Se miraban asombradas, no renunciarían, una semana se

iría rápido en el paraíso, dijo Nicolasa, que era quien colgaba el cartel de yo mando

aquí, hay que hacer aquello que yo estime prudente.

Nicolasa Guillén, Virgilia Piñera, Regina Pedroso y Josefa Lezama Lima se

alojaron en destartaladas habitaciones y por la noche, después de una irrisoria cena,

recibieron la invitación para una gala literaria donde debían zamparse las lecturas de

varios de los infames escritores que les acompañaban. Virgilia Piñera dijo que mejor

bebería alguna copa en un bar cercano. Nicolasa no pudo impedírselo, también

clamaba por un escape que debía zambullir dentro de su simulada oficialidad. Las

otras pretendían demostrarle su fidelidad en toda circunstancia, y quedaron allí.

Y durmieron plácidamente mientras sus colegas leían poemas somníferos.

Plácidamente no. Mientras ocurría la lectura, Nicolasa soñó que en una de las calles

113
del paraíso se encontraba a un hombre que se dedicaba a comer libros de autores

cubanos. Tienen sabor horrible, le dijo el anciano que masticaba una novela recién

publicada. Los que peor saben son esos de Guillén, demasiado ríspidos, como si el

condimento más artificial fuese el propio nombre del autor. Cuando Nicolasa intentó

reprender al comedor de libros, asirle el cuello, despertó con sus manos en el cogote

de un poeta de Costa Rica.

Regina Pedroso soñó que se suicidaba seis veces. Sin éxito, o con éxito, según se

mire. Suicidios estrambóticos. Uno de ellos consistía en vivir como ciudadano normal

en su país. Una voz desde el interior del sueño le rumoraba que este episodio onírico

resultaba muy agotador, ningún castigo se antojaba tan drástico. Despertó

sobresaltada, creyendo que estaba en su casa, viviendo y muriendo el suicidio como

punición final de sus días. Después el alivio la atravesó por unos pocos segundos.

Josefa Lezama Lima sufría espantosas pesadillas, noche a noche. Recelaba de esos

límites casi incomprensibles entre sueño y realidad. Su ingenio le había hecho capaz

de crear puntos intermedios. Saltaba de un lugar a otro con impenitente autonomía. Lo

que no podía controlar era el asunto referido al salto. Al momento del salto. Momento

que podía durar medio minuto o unas horas. En ese momento ella no pertenecía a

ninguno de los sitios. Buscaba con su ingenio la manera de penetrar esas redes, pero

le resultaba imposible. En el salto ella no era ella, no pertenecía a lugar alguno, no

existía. Después entendió que era testigo y parte de una de las metáforas más

sugestivas con que la muerte acorralaba los sueños, y entendió que Freud, Borges, o

cualquier otro, envidiarían torrencialmente esas sensaciones. Entonces sería preciso

114
entender que Josefa no durmió ni estuvo despierta mientras acontecía la velada

literaria. Estaba en el lugar llamado salto.

Virgilia llegaba tarde y al ver a sus amigas dormidas decidió, después de sentarse

en una de las últimas sillas del teatro, echarse a los sueños como dócil dama

penetrando una dócil novela fantástica. No tuvo sueños relevantes. Soñó, más bien,

con flores. Flores espectrales y dormidas.

Cuatro escritoras cubanas se fueron al paraíso, pero el paraíso era demasiado

parecido a lo que ellas no creían que fuera el paraíso.

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CASANDRA NO SABE VOLAR

La muchacha del pendiente azul está a centímetros del balcón en el

piso dieciocho, de un majestuoso hotel capitalino, y me habla: Construí

una horrible versión de mí misma. Todo ocurrió en severa lentitud, parte

a parte, corrigiendo posibles errores.

El muchacho parecido a Jim Morrison cree que al vivir duplicamos

esa vida, es inevitable, y da miedo, pero si temes padecerás cosas peores.

Ahora se preocupa porque a quien esperamos aún no aparece. Antes pudo

besarme frente a un mar poco azul y poco apacible, incluso, el día antes

hicimos el amor por primera y única vez. Antes, el día antes de que nos

desnudáramos en esta habitación, la número trescientos veintiséis,

pudimos conocernos en persona.

La muchacha del pendiente azul pertenecía a la Asociación de Poetas

Suicidas y conminó a que yo buscase matrícula junto a ella. Por cartas

describíamos mutuamente sobre escarceos literarios, felicidades

perdidas, intentos de suicidios que se frustraban.

El muchacho parecido a Jim Morrison me describe el esbozo a una

especie de película personal: Me suicidé un día de junio del año dos mil

once. Hubiera querido hacerlo antes, pero ese detalle es tan irrisorio como

ambiguo: no morí, o no morí de primera intención. Prefiero saber que

116
habrá otras versiones, algunas no tan infernales, o tan infalibles. Te haré

un chiste, el de un suicida que deja plantada a su novia suicida porque,

en fin, decide suicidarse en ese momento. Mejor no hago el chiste, o

quizás ese sea el chiste.

La muchacha del pendiente azul sabe que aceptará como real aquello

que la involucre desde el dolor. ¿Qué significa quedarse vivos cuando el

punto verdadero está en que no sabes cómo hacerlo?

El muchacho parecido a Jim Morrison dice que si finges que puedes

soportar cualquier tragedia, las tragedias se reirán de ti. Lo creo a medias.

Es posible que tal fingimiento descubra la verdadera tragedia.

La muchacha del pendiente azul publicó un libro, un único libro, seis

años pasaron de esa publicación, y dos años después su impulso de

suicidarse necesitaba complementos imprescindibles: debía borrar su

paso literario entre los vivos. ¿Cómo hacerlo? Eliminando toda prueba

testifical: su libro. Pero el libro corría disperso y veloz por ciudades y

pueblos del país. Quinientos ejemplares que perseguir. Quinientos no,

porque ella poseía unos pocos, sus familiares cercanos otros (los pidió

alegando fuertes motivos sentimentales). Comenzó su búsqueda entre

librerías y bibliotecas, y así pudo recuperar (aunque el verbo era difuso y

contradictorio porque no podía recuperar lo que no fue suyo) otra

cantidad importante del tomito de poemas. Pero faltaban muchos más y

tomó una iniciativa algo escandalosa. Puso un anuncio en varias emisoras

117
de radio en el que pedía trajeran su libro y a cambio pagaría el triple del

precio inicial. Después de cuatro años logró atrapar cuatrocientos

noventa y nueve libros. El último que le faltaba lo tenía yo.

––Hay que perseguir a los falsos suicidas como otros persiguieron a

falsos apóstoles, a falsos profetas y a falsos patriotas. Todo lo que es

falso huele a azufre, y ese olorcillo se transpira en todas partes.

La SS hace el gesto de olfatear con exageración. Extrae unos papeles

y selecciona uno que posee varias tachaduras.

Por qué habrá falsos suicidas, piensa el presidente de la Asociación,

y se responde con un jadeante escarceo de imágenes: la corona

romántica que persigue a algunos famosos suicidas (poetas, músicos,

pintores, músicos y hasta caudillos) funciona como sustancia de

conquista, y sumémosle el beneficio económico que significa pertenecer

a un grupo que además de la aceptable remuneración económica

también brinda con prontitud servicios muy beneficiosos, y gratuitos,

para sus asociados: lugares de recreo en playas apetecibles del país,

visitas a congresos nacionales y a uno internacional. El presidente idea

una lista de falsos suicidas. La mujer que come mucho encabezaba el

desfile de sospechosos. Comer era el resultado de una provocada marea

de lujurias, de suntuosos destinos elegíacos, no un acto de reprobación

118
existencial, no el flirteo idílico con la amargura. Le dice a la SS, habla

con penosa lentitud. Esta es su candidata.

El presidente de la Asociación Nacional de Poetas Suicidas es alguien

a quien no se le contabiliza intento alguno de suicidio, y por razones

como esas, y otras, pocos en la organización le respetan o quieren. Tiene

influencias hacia los altos mandos, es la razón de que ocupe ese cargo.

Sus sesenta años van bien adecuados a una sonrisa de matón profesional.

Y en tal detalle corren muchas singularidades de su oficio: desde que

yace en el poder la cifra de muertos por sus propias manos ha disminuido

en grados extremos. ¿Eso es bueno o malo para la Asociación?

Depende, dice la socióloga de los suicidas, a la que a escondidas

llaman la SS. Es rechoncha y vivaracha, y en su curriculum constan dos

intentos casi mortales.

––Vamos a observar a mi candidata ––el presidente toma la

iniciativa––. Al falso que logremos desenmascarar no se le ocurrirán

más travesuras así. Vendrá el bochorno y vendrá un castigo divino.

Tendrá que pagar todo lo que esta asociación pagó por él, pero

duplicado.

––Es muy inocente tu castigo divino ––la SS sonríe––. La cárcel debe

estar abierta para los facinerosos. Nuestra sociedad aún es muy

indulgente con lacras que viven de ella. Vamos a espiar a la mujer, pero

yo tengo mis sospechosos.

119
El presidente no se acostumbraba al aire bravucón de la SS, las

continuas divergencias, su postura de mandamás, cuando él era quien

estaba al frente de esa nave desmadejada por turbulencias diversas.

Sabía, eso sí, que si la SS tomaba las armas era imposible detenerla.

Ahora ella proclamaba como sospechosos a la muchacha del

pendiente azul y al muchacho parecido a Jim Morrison.

––Teatro en estado puro, es un montaje pesimista el que exhiben.

Tenemos que aumentar la vigilancia, doblegarla, triplicarla, pero

atraparlos.

––Discreción, socióloga, dile a tu tropa que no arriesgaremos nuestro

prestigio para que los resultados se esfumen.

Dispusieron de agentes en varias dependencias del hotel, la piscina,

ascensores; la mujer que limpiaba habitaciones informaría de

anormalidades. En el restaurante y en los bares también se encontraban

rudimentarios espías, actuando como simples empleados, como turistas

snobs, o como aficionados al arte de la poesía

La mujer que come mucho conversa con la muchacha del pendiente

azul y el muchacho parecido a Jim Morrison. Su voz es suave y produce

un explícito contraste con la robustez de su cuerpo.

120
El mundo está lleno de gente obsesionada con hacer lo contrario a lo

que otros no hacen, o no pueden hacer. Y qué. Siempre fue, más o menos,

así. Siempre hubo quienes se atragantaban con todo lo que hallaron a la

vista y quienes se hicieron invisibles por no probar ni una mínima parte

de la migaja de cada cual.

La muchacha del pendiente azul y el muchacho parecido a Jim

Morrison disfrutan el espectáculo de una mujer que intercala frases y

bocados con un orden de prioridades inconfundible.

Defiéndase, le reclama el muchacho parecido a Jim Morrison. La

mujer que come mucho no sabe defenderse, o no quiere. ¿Será que no le

importa a usted que ocurra una cosa o la otra, y sea más conveniente

dejar que los demás elijan? Le impone la muchacha del pendiente azul y

la mujer que come mucho deplora que puedan verla como una torturada

por el destino. Después los invita a una lectura de poemas que hará en

un teatro del hotel.

La muchacha del pendiente azul me pregunta qué debe hacer para que

el libro sea suyo de una vez.

El muchacho parecido a Jim Morrison dice qué debo hacer para que

no me pidas el libro, y sonríe, y bebe una cerveza. Estamos en un bar casi

en penumbras.

121
La muchacha del pendiente azul prefiere cambiar las estrategias. Es

un libro detestable, incoherente, rústico, dice.

El muchacho parecido a Jim Morrison no cede.

La muchacha del pendiente azul hace notar sus derechos sobre el libro.

Lo escribió. Luego me pide disimular que le signifique tanto como para

que la tortura se convierta en dos torturas.

El muchacho parecido a Jim Morrison prefiere que borre la palabra

tortura de nuestra escena. No podemos parecernos a la SS ni a los que

son como ella.

La muchacha del pendiente azul dice que se juzga a sí misma en el

momento más terrible de sí misma: reclamando como mendigo algo que

le pertenece.

El muchacho parecido a Jim Morrison regresa a poses lascivas. ¿Y si

lo impresionaba? Una pizca de seducción nunca estaría mal, aun para el

más escabroso de los destinos. Pasaba de mirarlo, la expresión lúgubre

se transformaba en un brillo, impúdico para el gusto de él, luego el

silencio repentino.

La muchacha del pendiente azul atendió al hombre vestido con frac

violeta, estrafalario atuendo, mucho más en aquel ambiente, tenía los ojos

saltones y la boca curvada. Esa cara le dio gracia, pero resignó, o más

bien, opuso, un semblante serio, o ceremonial.

122
El muchacho parecido a Jim Morrison se asombró de lo que el hombre

vestido con frac violeta preguntaba, que si pertenecíamos al Grupo. A

cuál grupo, le recriminó. Al de los suicidas, fue la respuesta del recién

llegado.

La muchacha del pendiente azul le preguntó por qué lo sabía.

El muchacho parecido a Jim Morrison repitió la respuesta del hombre

vestido con frac violeta como si fuese una declaración de absurdos, una

vuelta a territorios donde la razón jugara cartas más ceremoniales: años

de negocios.

La muchacha del pendiente azul también dijo la palabra negocios. En

este país todo se vuelve negocios, todo se vende, todo se compra, todo se

negocia, y después recibió las tarjetas de contacto que el hombre vestido

con frac violeta les entregaba con una frase altanera e intimidante: A

todas horas estamos listos.

El muchacho parecido a Jim Morrison se asombró que el hombre

vestido con frac violeta dijera que ellos ayudaban a los suicidas a ejecutar

su deseo final.

La muchacha del pendiente azul buscó en mi mirada el mismo

resentimiento de su mirada.

El muchacho parecido a Jim Morrison le preguntó al extraño si era él

quién ejecutaba el trabajo, y cuando dijo la palabra trabajo me observó

con leve turbación, o duda, y el otro le respondió que por supuesto no era

123
él quien hacía los trabajos, tenía obreros, aunque la palabra obrero sonaba

rara allí, y para esos obreros escaseaba el trabajo.

La muchacha del pendiente azul le dijo que si escaseaba el trabajo por

qué no buscaba otros empleos, a lo que el hombre vestido con frac violeta

le insertó una arenga demasiado ríspida, y presuntuosa: Ahorramos

sufrimiento e indecisiones a los suicidas. Cuando uno de ustedes no

puede, uno de los míos lo hace. ¿Me entienden? Es sencillo.

El muchacho parecido a Jim Morrison le dijo que no era tan sencillo

matar por la causa que fuera, mucho menos si se hacía por dinero, porque

eso era, en cualquiera de las disyunciones, un crimen.

La muchacha del pendiente azul creyó necesario acentuar su

revelación, se dio cuenta que podían escucharla y moderó el gesto que

iba a suceder a su ataque: La bondad del verdugo nunca es gratuita.

El muchacho parecido a Jim Morrison no estuvo de acuerdo con el

hombre vestido con frac violeta sobre la ideología de unos obreros que

mataban a los suicidas porque a estos les escaseaba el valor en el

momento de escapar. Eso dijo: escapar. Es ilícito, y no hable de ustedes

como gente de paz y de su trabajo como trabajo corriente.

La muchacha del pendiente azul le replicó al hombre vestido con frac

violeta cuando este la emprendía contra un grupo que era capaz de unir y

proteger a los suicidas, aunque a él (y ella lo dudó, yo también, y aquello

se convertía en gran incertidumbre coral) no le quedaba claro si realmente

124
eran protegidos por una cúpula tan falaz como cualquier cúpula de poder.

Ella habló de la discernible confrontación ética que poseían esos obreros

carniceros y después quiso saber con cuáles opciones podían encontrarse

los suicidas prestos al momento final.

El muchacho parecido a Jim Morrison le dijo al hombre vestido con

frac violeta que especificara las opciones visibles e invisibles que este

anunciaba, y el otro explicó que las primeras concurren cuando el cliente

ve al obrero hacer su trabajo. Las invisibles son lo contrario. Nunca

sabrán cuándo el obrero vendrá. El muchacho parecido a Jim Morrison

silabeó la palabra cacería y me miró compungido.

La muchacha del pendiente azul sostuvo una mirada triste o que

imagino triste, entonces repitió la palabra cacería y esbozó la imagen de

una liebre que anhela ser cazada.

El muchacho parecido a Jim Morrison me dijo casi en secreto, te das

cuenta que nosotros somos esas liebres, y le habló al hombre con una voz

que no parecía la que hablaba a mí: Quizás lo necesitemos más adelante.

La muchacha del pendiente azul reprime al extraño el aire

recriminatorio de la frase “los que son como ustedes”, cundo este

agradecería divulgara sus servicios.

El muchacho parecido a Jim Morrison le dice adiós al hombre vestido

con frac violeta cuando se aleja.

La muchacha del pendiente azul dice que podría ser un espía.

125
El muchacho parecido a Jim Morrison se sorprende: ¿Un espía? ¿Un

espía de qué?

La muchacha del pendiente azul me susurra que persiguen a los falsos,

y cuando encuentran uno ocurre la inquisición. Debías verlo, o mejor,

ojalá nunca lo veas. He sido testigo de tales acosos y la experiencia es

humillante.

El muchacho parecido a Jim Morrison cree que estar en el grupo es

arriesgarse a estar peor.

La muchacha del pendiente azul abjura de su primera apreciación: este

tipejo no le sonaba a espía. Los espías están embarrados de cinismo, esa

mancha se puede esconder pero no quitar. No tiene el gen, como, por

ejemplo ––señala al barman, pendiente, aunque lo simulara, de nuestras

acciones––, ése, observa sus gestos torpes. No es barman. Jamás ha

servido una copa, ni de agua. Aprendí a reconocerlos. Tienes que

cuidarte.

El muchacho parecido a Jim Morrison quiere saber de qué va a

cuidarse. Es un suicida hecho y derecho. Él sonríe, yo sonrío. Me gustaría

hacerte el amor, dice después.

La muchacha del pendiente azul esboza la bella aritmética que yo he

creado. Cambiar unas hojas por cuerpos. Me importará que sepas cuánto

ganas y cuánto pierdes en todo este asunto, pregunta.

126
El muchacho parecido a Jim Morrison no responde, o sí, pero desde

una interpretación evasiva y cruenta a la misma vez: Me pareces la Judas

de los suicidas.

La muchacha del pendiente azul vuelve a reír. La Judas de los suicidas

le resulta un axioma muy despistado.

El muchacho parecido a Jim Morrison no sabe que yo no deseaba

acostarme con él. La palabra deseo es muy estrepitosa para lo que en

realidad siento. El deseo viaja a una velocidad superior a la luz, es un

cálculo neuronal, no físico, pero las circunstancias llegan arropadas por

otros deseos, mucho más arraigados en mí: la muerte.

Encontraron a la mujer que come mucho con una bala metida en su

cabeza, aunque para no pecar de exactitud, lo cierto es que la bala había

atravesado y desparramado su cabeza. La pistola en el suelo. El hecho

no procuraba mejores pistas. El ardid era tan siniestro como

incuestionable. Pudo ejecutar el sumo destino de su pecado: comer hasta

explotar. Pero bajo esos designios la muerte no significaba un gesto de

desobediencia, sino la culminación tortuosa de todos los declives de su

vida diaria.

––Descartamos a tu sospechosa ––dijo la SS al presidente.

Beben coñac en una pomposa habitación, antes han hecho el amor,

no con ansias, sino como una carga a liberar de sus cuerpos. Así ocurre

127
siempre. En algún teatro del hotel celebran un seminario sobre

Literatura y Caos, estultos conferenciantes bombardeaban a los

asustados espectadores. Poesía y suicidio, los puntos de comunión y

ruptura. El presidente y la SS tenían cosas más importantes que resolver.

––La mayoría de los invitados llevan años siendo fieles. Y de esos

fieles vivimos, querida, si se nos terminan los suicidas se nos acaba la

Asociación.

––La falsedad es tenebrosa. Un falso suicida es más tenebroso que un

asesino. Estos, tienen, creo yo, cierta elegancia, cierta sutileza.

––Declaración tenebrosa la tuya. Pero tengo que reconocer que fallé

respecto a mi sospecha. Tú fuiste más infalible.

––¿Y cuándo me equivoqué? ––vocifera ella, y el grito asusta al

presidente. Imagina que puede responderle, incluso sobrepasar ese

rugido de insolencia, pero intuye que nadie más podría apoyarlo como

lo hace la socióloga.

El grupo de espías que la SS ha colocado en distintas partes del hotel

envía informes detallados de todo lo que concierne a los sospechosos.

Dónde van, qué comen, cuáles gestos usan para cada ocasión, las

palabras o frases que pueden absorber. Todo es importante pero no

logran resultados contundentes. Entonces disponen de estrategias más

avanzadas: colocar micrófonos en las habitaciones y teléfonos de las

128
mismas. Hablaban los sospechosos pero no aparecían palabras que

pudieran inculparlos. Ya llegarán, le dijo la SS al presidente. Escuchan

con cierto desgano, con cierto nerviosismo, una conversación, pisos más

arriba.

La muchacha del pendiente azul dice que su vida sexual ha sido un

desastre. Todas sus relaciones terminan siendo campos de batalla.

El muchacho parecido a Jim Morrison prefiere señales como esa: la

dulzura a ras de guiño. Todas las relaciones son campos de batalla, dice.

O: Los campos de batalla preceden a los campos del amor. Una expresión

algo melosa, supongo, aunque no deja de ser sincera.

Para la SS representaba el deterioro del orgullo, se lo comenta al

presidente. Usa sus mañas para tirársela, esa la prueba palpable del

delito. Se revuelcan, se atrapan en la cama. El suicidio no liga con el

sexo.

El presidente piensa que a pesar de los escenarios en que se

encuentran, la SS es una mujer muy sagaz.

La muchacha del pendiente azul permanece en silencio. Un silencio

estratégico, podría ser.

El muchacho parecido a Jim Morrison extiende una de sus manos

hacia mí.

––Ahora está tratando de besarla, pero ella no quiere ––comenta el

presidente.

129
––Es una putilla como otra, y lista. Terminará aceptando, terminará

gustándole, y nosotros terminaremos de atraparlos ––la SS está eufórica.

La muchacha del pendiente azul aparta su boca de mi boca. Sus

sensaciones transitan por una resbaladiza rampa, puede ser que desee y

no desee, extremos lógicos en personas como nosotros. Mi boca persiste

y en un desliz de ambigüedad, ella cede. Al ceder encuentra su lengua

humedecida, acalorada, por el roce de mi lengua.

El muchacho parecido a Jim Morrison me hace perder el control y

cuando vuelvo a encontrarlo, cuando supongo que está aquí, anclado

aquí, un flujo de contorciones corporales se agita en mí, cuando me creo

segura de lo que puede ocurrir, ya me he desnudado, ya el muchacho está

dentro.

––La prueba delictiva se transforma en acusación ––dice con

exaltado ánimo la SS.

El presidente envidia por unos segundos la posibilidad de estar

metido en la muchacha del pendiente azul, después escribe en su libreta

de notas: Los sospechosos se convierten en culpables.

––Ahora solo tenemos que encontrar el momento exacto, dos o tres

referencias que aumenten el bulto y las certidumbres, insignificantes si

se quiere, solo para amontonar elementos, y estarán tras las rejas.

Porque vamos a cambiar esas leyes flojas y caducas.

––Necesitamos consultar este asunto.

130
––Usted es el presidente y usted dicta las leyes de la Asociación,

además, tiene mi apoyo. Le habremos hecho un gran favor a la sociedad.

El muchacho parecido a Jim Morrison no conoce las revueltas

sensaciones que ocurren en mi interior. Siento lástima por él y sentir eso

me aterroriza. Inventemos un paisaje, quiero decirle. Lo pronuncio para

mí misma provocándome a entender que verdaderamente anhelo ocurra

tal cosa. Un nuevo paisaje. Imagino una vida devorada por otras

reincidencias. ¿Será posible vida así o solo es el sueño a que me

condenaría sin esperar reprobación o arrepentimiento? ¿Y si al muchacho

parecido a Jim Morrison no le apetece ese nuevo paisaje?

La muchacha del pendiente azul me habla de compartir un paisaje,

nuevo, viejo, donde buscásemos también unas raras y peligrosas ideas de

supervivencia.

El muchacho parecido a Jim Morrison supone que ya no puede buscar

un mundo hecho a la manera de nosotros.

La muchacha del pendiente azul cree que el mundo ya está lleno de

cosas inservibles, después de hablar calla por unos segundos, después

dice que llamará al hombre vestido con frac violeta.

El muchacho parecido a Jim Morrison no me replica y sospecho que

sus planes habrán cambiado. Pero cuando intento recriminarle el aparente

131
cambio, el muchacho habla: Tiene que pasarnos juntos, a la misma vez y

de la misma forma.

La muchacha del pendiente azul dice que tampoco soportaría llegar

antes.

El muchacho parecido a Jim Morrison me pregunta cuál variante

escoger, la visible o la invisible.

La muchacha del pendiente azul no le da privilegios a una por encima

de la otra. Que sea esta noche y en este balcón, luego, casi como un

susurro, me pregunta, ¿te parecerá doloroso?

El muchacho parecido a Jim Morrison no me mira, no me habla, mira

hacia algún lugar, habla casi para sí, pero escucho una ligera voz, percibo

su duda: ¿Cuándo uno cae ya cae muerto?

La muchacha del pendiente azul está a centímetros del balcón en el

piso dieciocho de un hotel con vistas al mar. Yo estoy a su lado, tomo

una de sus manos, la acaricio, un suave deslizar de mis dedos entre los

dedos de ella, antes le entregué el último de sus libros. Luego lo recobro

para respirar su piel en zozobra. Antes dejamos abierta la habitación y la

puerta de entrada al balcón para que el obrero tuviera el camino libre.

Antes hablamos de nuevos y utópicos paisajes. Antes nos besamos. Antes

yo había entrado en su cuerpo, o ella en el mío. Mucho antes no nos

conocíamos, pero imaginábamos que íbamos a encontrarnos.

132
La SS y el presidente no escuchan la conversación que transcurre en

el balcón del piso dieciocho de la habitación trescientos veintiséis

porque allí no se les ocurrió poner micrófonos. Tampoco la llamada de

los muchachos al obrero porque esta la hicieron desde una cabina

telefónica fuera del hotel.

El muchacho parecido a Jim Morrison sostiene en su mano el libro

que yo buscaba. El obrero tarda. No debí pagar por adelantado, intenta

una broma. Miramos el mar y el mar revuelve las olas y empuja unas

rachas de viento que llegan hasta el balcón y arrebatan (jamás un verbo

es tan real) el libro de la mano de él y sale volando (jamás otro verbo fue

tan real) y cae en el balcón del piso dieciséis.

La muchacha del pendiente azul me mira extrañada, distendida, dice

que irá por su libro.

El muchacho parecido a Jim Morrison intenta detenerme con la

resolución de que nada es importante ya.

La muchacha del pendiente azul me responde que no es verdad, ese

libro cierra su viaje.

El muchacho parecido a Jim Morrison me atrae, besa ligeramente mi

boca, dice que irá conmigo.

La muchacha del pendiente azul,con una simple inclinación de los

hombros, sugiere que todo estará bien. Eso quiero creer. Abandonamos

la habitación. Esperar era el más infeliz de los hechos que bañaban

133
nuestras vidas. Por eso no esperamos la llegada del ascensor y

descendimos por las escaleras.

El presidente y la SS abandonan el ascensor casi en el mismo instante

que la muchacha del pendiente azul y el muchacho parecido a Jim

Morrison comienzan a bajar las escaleras, casi en el mismo instante que

un sudoroso hombre sube por esas mismas escaleras hacia el piso

dieciocho. No soporta ascensores, pero ha llegado tarde. Saluda y no

sabe porqué a los muchachos que encuentra a su paso. El hombre

sudoroso entra a la habitación trescientos veintiséis. Está abierta, como

acordaron. La tardanza no alteró la parte extrema del plan. La puerta

del balcón les deja frente a los dos suicidas que esperan. La SS y el

presidente están en el balcón, se yerguen y buscan más allá a los

culpables desaparecidos. Después miran al mar.

La muchacha del pendiente azul y el muchacho parecido a Jim

Morrison regresan con el libro y se encuentran otra vez al hombre

sudoroso. Él baja y ellos suben. El hombre sudoroso sonríe porque hoy

tenía un trabajo que hacer y lo ha hecho, y sonríe porque ve en los

muchachos la contraparte a un mundo viejo que ya está por terminarse.

Tendría que elogiarlos, piensa, pero calla.

134
LA AMANTE DE LADY CHATTERLEY

Mellors se había acostado conmigo para huir de Constance y Constance

había tratado de hacer tortilla conmigo para vengarse de Mellors. Dos ingleses, y yo,

una pobre y deshonrada puta del país.

La desnudez es lo que abre el camino al boudoir, lo recuerdo estampado en

lo que fue la Cueva, Reino Subterráneo, Agartha de las periferias.

Pero para qué sirve una puta en estos tiempos en que Julia, mi madre, y

Marcos, mi padre, sobreviven borrachos, diluidos en algún extraño maleficio. No

hay gas, dice cualquiera de las voces fantasmas, y los veinte frijoles que yacen en

algún roído cartucho no alcanzarían ni para el perro.

En Mellors no hay proporcionalidad respecto a los frijoles. No tiemplo por

chícharos, ni aún por un Mercedes del año, I fuck `cause I like to feel the jerk deeply

in me. Cuando lo vi y rodó la silla para acercarse, supe que él cumpliría mis

exigencias. ¿Bebida? ¿Música? Farfullo el inglés, le dije para insinuarle al Rod

Stewart que cantaba como los ángeles, los ángeles negros del blues. Mellors me

exhibe ante sus amigos, les dice en inglés, por este culo yo le haría la guerra a Bush,

la guerra a Clinton, la guerra a Obama. Los otros ríen y esperan que él siga con su

arrogancia británica descubriendo mis dones, pero él me rapta. Soy la rubia triple x

del momento, su Jenna Jameson en el Caribe. Siento su carne, rebelde y hambrienta.

135
Comienza su excursión: mis exquisitas y pequeñas tetas: las que Dios me hizo para

que los hombres plantaran sus banderas de éxtasis allí. Él me ha despojado del

blúmer y su lengua me impulsa a los espasmos. Abre mis piernas, me palpa un sexo

más mojado que el Támesis, y, satisfecho, me presenta a John Thomas, que es un

pene amarillo, un pene futbolero inglés, grande y gordo, y me penetra, poco a poco,

deslizándose hacia el gol de leche que soy yo misma, para sentirme gritar como si

fuese su guardameta falible, su nido de goles. Hacerlo como en una película

imborrable. Pero no soporta mis embestidas, mi arrastre de puta insaciable.

A Constance la conocí después. Con precisión no podría decir dónde.

Salimos esa noche de la Cueva y nos refugiamos en los parques de la ciudad. Tenía

mucho alcohol arriba para poder recordar los lugares, pero si sé que me dijo, en un

español ríspido y sociable, que era escritora y necesitaba escapar de la sordidez

inglesa para meterse en el delirium cubano. Yo apenas la entendía, pero era una

mujer espléndida, agradable, culta, y podía gastar su dinero tan fácil que pagaba

toneladas de bebidas a los del grupo. No sé quien la trajo a nosotros, ni siquiera

cómo llegó a hablar conmigo. El resumen es fácil: le di mi dirección ante la

oscuridad de mi inconsciencia, ante tantas oscuridades, y sin imaginar que a los dos

días tocaba ya en la puerta de mi casa.

Mis padres se encariñaron con ella. Y no era tan difícil, que conste. Ella les

complacía sus maratones alcohólicos a cambio de meterse en aquel mundo, bastante

exótico para una mujer europea. No se imaginaba cómo podíamos fundirnos en lo

que éramos después de vivir como vivíamos. Es que Dios nos hizo ovejas, y para

136
colmo, descarriadas. Encontré su cínica aprobación, y unos rostros escabrosos, mis

padres, incapaces de soportar mis bombardeos constantes. Pero hasta el perro

entendía ese patriotismo como una abstinencia de la realidad. O de lo que uno podía

entender como lo real. Constance compró comida las veces que la invitamos a cenar,

sorprendida, quizás, por el reducidísimo menú de nuestra cocina. Esto es chícharo,

le dije la primera y única vez que se sentó junto a nosotros en la mesa sin aportar

algo. El chícharo lo cosechan en el infierno y lo exportan para acá, le comenté

mientras ella intentaba demostrar su agradecimiento al comer aquellos granos

verdes, imposibles de ablandar.

Quería conocernos, dijo. Escribiría una novela sobre lo que veía acá, la

curiosidad era un pretexto para arrimar su nariz y oler el testimonio de cientos de

padecimientos e ilusiones. Porque éramos una raza única, pensaba. Revisaría a fondo

sus vivencias, las padecería si fuese preciso, ese era el púlpito de su riesgo mayor.

Ella escribía, inventaba un mundo, pero no podía estar distante de él. Siempre fue

su norma y, evidentemente, su aptitud literaria se había formado en eso. No

soportaba las historias envueltas como se envuelve un pan con una minucia adentro.

Mellors nunca coincidió con Constance en la casa. Después supe que él jamás

sospechó de las visitas de ella a mi familia. Él ocupaba más el tiempo con sus

camaradas de juerga: caza submarina, caza en islotes cercanos a la costa, campos de

golf, cacería en hoteles de la ciudad. A él le importaba más la rancia obligación con

su sociedad de amigos que la propia privacidad con Constance. Por eso me buscó,

para simular su portentoso don de macho inglés ante los ojos de sus amigos. Por eso,

137
Constance tuvo más tiempo para vengarse y a su vez confrontar las vivencias para

un libro que en realidad estaba escribiendo. Tres meses nos dijo que estaría en Cuba,

luego, si fuese necesario, vendría nuevamente, si el proyecto no hubiese cuajado en

su totalidad.

Pero qué escribiría de nosotros, incluso, de cualquier familia. El alcohol se

convirtió en nuestra pértiga de salto, en la escalera hacia sitios donde no llegase el

aullido de la realidad. Vivimos tan destartalados que apenas si tenemos un viejo y

macabro televisor ruso, alimentado por rusas noticias. Nuestra comida era

indecorosa ante las listas de alimentos que la FAO endilgaba a los cuatro vientos

como la rutinaria comida de cualquier país de África, y eso que las cosas habían

mejorado un poco desde que Mellors me manoseaba a cambio de unas monedas de

cambio.

Los problemas comenzaron cuando Constance me preguntó sobre mí. Es que

mi vida es un lodazal, pero es tan mía, me pertenece, que no tengo porqué

descubrírsela a nadie. Se lo dije de otro modo porque yo no podía ser desatenta con

su amabilidad y con su trabajo. Soy una puta, le confesé al final. Escribe eso. Todas

las putas son iguales, aquí o en tu país: solo las mueve lo que le echan adentro.

Después vinieron sus consejos para redimirme. La situación no podía obligarme a

ser lo que yo era. No podía doblegarme, tenía que mantener mi voluntad a prueba de

balas y contra todos los vientos. Puta, le dije, una whore, manoseé su idioma, no

quiero ser dura contigo, pero yo soy así porque eso corre con la sangre. Y lo que

corre con la sangre es de ella, de la sangre.

138
Yo pensé que mi declaración libertina podría hacerla huir, sin embargo, hizo

lo contrario: se unió más a nosotros. Una mujer pública (recordé una de las películas

que vimos en la Cueva) no es una puta. Las putas son las actrices del Fuck, me dijo

una noche en que yo esperaba a Mellors. Existen las mujeres que no pueden vivir

sin hombres, y las que los utilizan haciéndoles creer que es lo diferente. El chiste,

si lo era, sonaba a inglés, a una aburrida ribera de Bristol. Luego vi en su cara la

serpiente del escudo británico que asomaba con las máscaras de un infame y débil

caracolillo. Me excusé y salí a esperar a Mellors, sacudida, no sé porqué, con la

sensación de imaginarlo en alianza con Constance. Esa noche hice el amor como lo

hacía cuando tenía quince años: con miedo, resentimiento y nerviosa transparencia.

Mellors fue mejor que las otras veces. Se estaba despidiendo demostrándome una

aclimatación febril a mi cuerpo. Me dejó trescientos dólares que mis padres

bendijeron como si fuese obra y bondad del Imperio contra un bloqueo peor que el

sufrido por cualquier ciudad rusa en la Segunda Guerra Mundial.

La voz bronca de Rod Stewart traspasa esa penumbra que es Constance, y

me sugiere precipitar las cosas. ¿Te gusta tanto? Mi insinúa que elogie la voz

acatarrada del blanco que canta como un negro del Neo – Geo. Prefiero verlo

desnudarse, le digo casi fuera de mi lenguaje, cuando el hombre rubio mira con sus

ojos verdes la foto pegada junto a las teclas. Canta como si se masturbara. Una lírica

echada de leche, le digo aunque no me comprenda. Conozco minuciosamente la

escena. La voz del deshollinador que enhebra su voz desde el fondo de la vulva,

como el chillido de la boa constrictora.

139
Constance apaga el disco y me pregunta qué es la Cueva y por qué me

distancio de ese grupo.

Sexo libre. Lo que hicieron los franceses decadentistas, lo que hicieron los

beats, lo que han pretendido los desarraigados de todas las épocas, una lucha

anticlerical, anti-política, un banquete sulfúreo. Nos leemos los poemas de

Baudelaire, del Aretino, de Gómez Jattin, o fragmentos de Miller, Bataille, Sade,

Jean Genet. Después, que el azar disponga en brazos de quién caemos. Nunca me

atreví con mujeres. Me daba asco, creo. Las otras, sí. Mi libertad era, aún, una

libertad llena de prejuicios y de incertidumbres.

A mí también me gusta Steward, me dice Constance, aunque me importe

menos el tamaño del sexo de los hombres y sí mucho más cómo reconozcan el

terreno contrario. Las batallas se ganan no por el tamaño de las armas, sino por

mañosas estrategias. A mí lo mismo, le iba a decir, cuando ella revisa mis libros

amontonados sobre unas cajas de madera. No mucho de tu patria, le advierto. Blake,

Kipling, poco más, Julian Barnes, Martin Amis, algunos irlandeses. Los libros

amontonados con desorden en un estante descomunal. Le resultará estrambótico a la

vista que muchos de esos libros perteneciesen a autores alemanes, si inclinaba la

vista hacia un sitio se encontraría Elixir del diablo, de Hoffman, o la Poesía de

Wieland, o el teatro de Hans Folk o un tomo de fábulas de Ulrich Boner; si miraba

un poco hacia arriba hallaría Los sonetos mágicos, de Ludwig Tieck, La montaña

mágica, de Thomas Mann, o autores tan disímiles como Klopstock, Lutero, Heinne,

140
Hauptmann, o Heidegger. Luego nos bebimos dos cervezas mientras mirábamos las

fotos de cuando yo debí ser una niña esmirriada y feliz.

Los ojos de Constance son azules, de un azul poco marino (y a saber cómo

podrá ser el mar en Inglaterra). Quizá nunca sepa mucho de ella. Vivía de una

pensión materna y de lo poco que le ofrendaban por sus libros. Su marido estaba

postrado en una silla de ruedas después de un accidente automovilístico que lo

privaría de varias funciones vitales. Eso confesó en un arranque de supuesta

honestidad. No sé si el acto sexual estaba incluido entre sus funciones vitales.

Después supe que sí, y que para ella era muy amargo tener que soportar una fidelidad

que él mismo presentía como oscura y que ella no soportaba más. Quise decirle que

estaba bastante lejos de Inglaterra y él no tenía porqué enterarse de lo que ella hiciera

acá. Pero no se lo dije, ella misma me lo sugirió o me lo pidió como un grito de

ayuda.

Quiso saber más del grupo, porque aquella noche que me conoció, en algún

parque y no en la Cueva, fue allí por una referencia cercana y con un amigo que le

había hablado de nuestra laberinto al enfer. Solo somos unos indulgentes famélicos

de morbo, brindamos por Alice Cooper, por Jim Morrison, y hasta por John Lennon.

La desnudez es nuestro estado de gracia. El alcohol en las venas es una fórmula, no

la única, y no hablo de drogas, siempre renunciamos a ello, al igual que renunciamos

a la pornografía barata. Éramos dieciséis, o hasta veinte, según el día, casi siempre

en equilibrio de género. Nos sorteábamos o el azar de alguna cábala ordenaba las

parejas.

141
Quiero parecerme a ti, me dice en el español que aprendió en una supuesta

universidad: salivoso, lento, y que a mi oído suena melifluo y burlón. Ha probado

una ducha que aplaque el calor de este trópico brutal. ¿Quieres ir a la Cueva? Le

pregunto, porque exhibe su desnudez sin un grano de cordura. Estará en mi cuarto,

y sé que sus tetas son más pequeñas y erguidas que las mías. Se lo declaro con una

tímida sonrisa, y sin objeción alguna me pide comprobarlo. Desabotono mi blusa y

afuera van mis pechos. Me gustan, y los hombres caen por ellas, le digo con suntuosa

suavidad. Constance dice que les parecen atractivas, y en un impulso toca para

comprobarlo. Son perfectas, las más perfectas de la Cueva, era mi ticket de entrada

al Subterráneo del Sexo, como alguien llamó a la Misión que cumplíamos en noches,

ahora lejanas para mí.

Constance llegó temprano al otro día porque íbamos a la Cueva. En una bolsa

estaba el whisky para brindar con el grupo; en otra, algunas cosas para mis padres.

Había cambiado su galantería inglesa por un jeans con chaqueta y zapatillas Olía a

cantina del ´60, a bandas hippies, a rock and roll americano, a puta habanera.

Le pregunto por remordimientos, por dudas, por atriciones que luego serían

tardías. Le hablo antes de que desaparezca mi derecho a aconsejarla. Un libro sin

vivencias es como tener sexo con el aire. Me suena obscena y apuesto por sus

provocaciones futuras.

¿Hay cerros en La Habana, en lo que rodea a La Habana? Cerros y rocas

levantadas como símbolo inequívoco de pubertad, vacío territorio donde

142
escasamente vuelan unos pajarracos enloquecidos sabe Dios por cuál tormento. Allí,

camuflada por un paisaje apacible, estaba la Cueva.

No es difícil convencerlos, todos admirarán y admitirán a Constance, y más

si trae whisky, si es inglesa y sensual, o sensual e inglesa. La cofradía permite

romper todas las reglas, alguien le explica a Constance, que escucha como alguno

pregona los estandartes éticos del grupo.

Llevé a Constance al interior de la Cueva. En las paredes colgaban las fotos

de Ginsberg y Kerouac, reproducciones (pésimas la mayoría) de Tiziano y Dalí (los

más sanos) y de Egon Schiele, Gustav Klimt, John de Andrea, y otros; también

graffitis y fragmentos que idolatraban la posesión del alma a través del cuerpo, la

liberación espiritual como camino sagrado y el deseo de beber del vino iconoclasta

a cualquier precio. No llamaríamos biblioteca a unos libros ordenados según fuesen

entrando allí, aún cuando aguardaran los panfletos de Sade, el Baudelaire cínico, y

Freud, y John Cleland y hasta el guión de “Garganta Profunda”. Un anónimo

decálogo del sexo se alzaba sobre un mural casi al fondo de unas rocas. El primero

de estos mandamientos toma al coito como el más puro y libre acto humano.

Constance lee mientras los muchachos se desvisten. No miré el rostro de ella, pero

me imagino que debía asumir con naturalidad la provocación de algo tan exótico o

primitivo para sus ojos. En Nueva Zelanda puede ocurrir algo parecido, en una de

esas tribus acaloradas por una tradición que no sabe cuándo comienza y, menos,

cuándo termina. Uno de los muchachos se plantó ante ella y comenzó a recitarle:

Tenía ojos extraordinarios, azules, pero a la vez oscuros y fúlgidos, cambiantes

143
como piedras lunares y semidormidos bajo las tendidas pestañas. Pierre Louys lo

escribió para usted, usted es su Afrodita, y la nuestra, le dijo a una Constante

nerviosa.

Nos desnudábamos. Miré a Constance para que no perdiera el sentido del

ritmo e hiciese lo mismo. Desnudarse no era una cantinela mecánica, sino una

manera de comenzar a flotar en aquel viaje indefinido. Lo hizo rápido, mirando hacia

algún lugar extraviado de su Inglaterra, reprimida por un titubeo. Se acercó y me

sugirió que le perdonara lo que la pudiese convertir en una visitante desagradable y

extraña. Los poemas de ritual eran una especie de tarea para la casa, como en los

tiempos de niños. Teníamos que escribirlos y leerlos al comienzo. A veces era un

erotismo frívolo o descarnado, y lo que menos importaba era la formalidad literaria,

porque, en esencia, no éramos poetas. También es cierto que los poemas, a veces, se

convertían en una especie de torture porn, y no precisamente por lo que describían.

Después de los poemas se habló de Hiroghi, el maestro de los costumbristas

japoneses del siglo XII, quien condujo el sexo a través de la sensualidad del paisaje.

El fellatio, la posesión de los amantes en posturas cubiertas por una escandalosa

estética visual, yacen orgánicamente en la “geografía” del artista. Se habló de la

conexión entre las escuelas japonesas de pintura y de Suzuki Harunobu, el padre del

nishiki-e, verdadero patriarca y precursor de la pintura norteamericana de los

chiqueros y de los clubes ponzoñosos.

Bebimos y escuchamos a Leonard Cohen, desnudo en un parque de New York.

Era el preámbulo para el acto final. Constance, por su condición de estreno, tendría

144
el derecho a elegir su pareja. Pero ello no eligió, solo esperó a que yo decidiese por

ella.

Escogí, con breves remilgos, a Bruno, que significaría nuestro Apollinaire

(tal vez porque su apetito insaciable se trazaba sobre el símbolo numérico de las

once mil vergas), un caníbal inteligente y seductor. Cero turbiones de lodo con él,

solo palabras frescas y dulces, y claro: once mil pingas.

Lo siento, me dijo Constance, y comenzó a vestirse. La miramos extrañados,

pero entendimos que eso podía suceder a cualquiera que viniese por primera vez.

Quizás las emociones rebasaban su cautela doméstica. Me vestí junto a ella y los

otros me entendieron. Perdóname, quiso susurrarme Constance, podrá ser otro día;

pero yo la calmé, sin brusquedad.

Bebimos casi una botella de whisky en el portal de mi casa. Nos fuimos a la

ducha juntas, para no tener secretos ante el alcohol que invadía como una flota

invencible toda la cabeza. Le hablé de mis relaciones más importantes. También de

Mellors. Quizá no debía hacerlo, pero eso no significaría mucho dentro de una

aureola tolerable de lujurias hiperrealistas. Constance tenía obsesión con mis pechos.

Por eso puso sus manos allí, sobre la lívida piel que terminaba en los pezones, y

confundió unas manos, casi frenéticas, con el agua que caía sobre ellos. Las frotó

con la candidez y la ternura de un niño asustado. Me alarmé, pero, tomada y rendida

por el alcohol, la dejé hacer sin detenerla de una vez. Le aparté una de sus manos

cuando intentó recorrerme los muslos con el jabón. Le dije me gustan los hombres,

lo repetí en inglés, pero ella estaba demasiado borracha como para entenderlo.

145
Durmió en mi cama para que pudiera reponerse. Yo me quedé en un sillón

hasta que la luz del día se impactó contra mi rostro.

No puedes venir más, le dije como saludo a una Constance amargada y

temblorosa. Esta casa no es un hotel de tortilleras, alcé la voz mientras le lanzaba

sus ropas. Se vistió como pudo. Debía dolerle la cabeza y sentir náuseas. Rezaría

porque mis padres no supieran sobre aquello. Su ideología sexual prefería chícharos

con honor a jamón con inmoralidad.

Tu amor libre es una mierda, me dijo, tambaleándose, antes de salir del cuarto.

El amor libre es una acrobacia del cuerpo para esconder todo su asco al

mundo. (Brandon Thomas). El amor libre nunca existió. El amor libre es poder

acostarse con quien uno quiera y todos sabemos que eso es imposible. (Patricio

Gándara).

El amor libre lo decide Dios, y nosotros no tendremos otra libertad que hacer

lo que Él diga. (Mariah Romey Jr.).

Tuve que mentir a mis padres y decirle que Constance se había ido del país y

sin tiempo para la despedida. Volvieron los días de chícharos verdes y duros, el arroz

pastoso, las toneladas de carne en los noticieros, la falta de combustible, pero yo no

podía reducirme a lo que me asqueaba por un simple cambio de vida. A mí me

gustaban mucho los hombres. I only like dicks, right? Por eso te desaparecí de mi

conciencia, Constante, y contigo desaparecieron, otra vez, la Cueva y un grupo del

que ya estaba aburrida y abrumada. Para ellos, el sexo era una búsqueda de un

146
absoluto. Absorbía eso como una rancia filosofía, snob escatología de inadaptados

sin nada mejor que hacer.

Recibí una carta de Mellors. Aburrida y en un español tan mal escrito que me

pareció, a primera lectura, la grafía de un escolar suspenso del primer año. Solo fui

su pieza de caza, su animal de trópico, su puta erudita. Ni siquiera me importaba el

hecho de que su sexo colgara como el legajo de unos dólares trocados por vidrioso

placer. Cuando se fue, nunca me quedó la esperanza de capturarlo de nuevo. Esa

carta era una limpieza de sus sentidos, una manera de preservar cercana a alguien

que estaría muy distante. Distante en todo. Porque, si acaso, podría parecerme yo,

desde la superficie, a Constance. No a él, que era mi contrario. Constance había

dibujado sus energías fascinada por algo profundo. Creo que tengo resoluciones

instantáneas, una amarga indignación y todo el vacío que deja la ambigüedad del

deseo, un deseo carcomido por kilómetros de inadaptaciones y de vacíos. Y su

novela, ¿era un orden esplendoroso y ficticio para llegar fanáticamente a cumplir sus

sueños sexuales? No lo creo, se había gastado mucho dinero, y para mí es más fácil

entender que en este país muchas mujeres harían tortilla por cuarenta dólares.

Tener que insinuarle al perro hoy no hay comida para él es horrible. Me hace

sentí idiota y sanguinaria. El animal presiente desde su palidez otra vez su plato

vacío. Si pudiera hablar me diría que Marx previó que todo se compartiera a partes

iguales.

20 frijoles

––––––––––– = 5 frijoles X Comensal.

147
4 Comensales

Pero el perro lloriquea y arrastra su cadena biliosa sin que sepa que tal vez

por mi culpa él no tendrá una ración digna en su plato. El perro no sabrá que yo

vomito sobre la esfinge luminosa de ese gordezuelo de aldea, casi judío, casi

hegeliano, que vivió de los frijoles de Engels, todo mi dolor, toda mi hambre.

Mis padres comenzaron a vender todo lo que teníamos para así alimentar sus

borracheras. Lo peor es que después del alcohol venían las griterías, los vasos de un

lugar a otro, el perro escondiéndose, y yo, tan conectada a aquellas escenas que ni

siquiera podía sufrirlas.

Me encontré a Constance varios días después. Me llevó demasiado tiempo

pensar evadirla que cuando miré ya estábamos una frente a la otra. No me quedó

más remedio que demostrarle un interés que no merecía, sentirme brutalmente

absurda, resentida, como una muñeca angustiada. Eso estaba bien para las películas

de Bette Davis o Katharine Hepburn. Perdón, dijo desde algún ángulo de su angustia.

Tuve que asumir con civilización y al contraataque. Recuerdo que diría Mellors. Un

“Mellors”, cargado con el aire dórico de los poetas dinastiados bajo Milton.

¿Mellors? Lo dije horriblemente gutural, confundida, y sin entender por qué

mencionaba un nombre que no tenía que mencionar.

Quise golpearla cuando me confió que Mellors era su amante. Su marido

estaba en una silla de ruedas pero a ella quien le importaba era Mellors. Supo que él

había estado con una mujer de este país y quiso llegar hasta ella para vengarse.

148
Quería, tal vez, experimentar lo que su amante pudo sentir en otro cuerpo, ir a las

raíces de su infidelidad. Era su creencia, su culto, me dijo, como la nuestra, que se

alzaba desde una Cueva. Dice que después todo le pareció una idea morbosa pero ya

estaba metida hasta los extremos.

No sé si al final tuve más asco de ella, de Mellors, o de mí misma. Pero el

asco es una sensación que puede disfrazarse con whisky, hielo y con un añejado

cantante de blues y rock and roll.

Me invitó a su habitación en un hotel bastante céntrico. Pregunté por el baño.

La bañera estaba casi llena, el agua tibia me vendría como un elogio de buena

fortuna. Le pregunté si podía usarla. Por supuesto, todo lo que está aquí es tuyo. Me

desnudé sin prisa y le pedí que hiciera lo mismo. Pude sumergirme con deseos de

chapotear como un niño, por mi mente, en esos segundos, pasaron torbellinos de

imágenes, choques de imágenes. Cuando sucumbí ante la realidad inmediata, abrí

los ojos y estuve tranquilo, vi que ella estaba frente a mí, desnuda. Se hundió igual

en la bañera y comenzó a palparme. Haz lo que quieras, le dije, y enfrenté mis pechos

a sus ojos. Titubeó, dudó un minuto largo y obsceno, para después acercar su boca

a mis labios, con desconfianza. Me besó e introdujo un pedazo de lengua inglesa que

me supo a whisky y a Virginia Woolf. Luego buscó mi garganta para flamear un

delirio raro y silencioso. Lo que pude hacer fue abrazarla. Su lengua trazó un círculo

solitario entre la piel de mi abdomen y fue subiendo hasta apostarse en una de las

tetas que mordió suavemente, chupó y guardó completa en su boca. Le gustaban mis

tetas, ahora eran suyas, y las devoró, despacio y dulcemente, en un ejercicio de

149
precisión que no habían logrado todos los hombres que por ella pasaron. Sé que en

ese momento necesitaba lo que la lujuria me arrebataba. Pero ella puso un dedo

dentro de mi vulva y lo agitó, sin delicadeza, exactamente como debía hacerlo.

Necesitábamos la cama y hacia ella fuimos, en una estampida. Volvió a besarme la

boca, a hundir su lengua de whisky por los lugares más oscuros de mi cuerpo. Sus

muslos se pegaron con los míos, hicieron frotar las vulvas en un compás ruidoso,

litúrgico, triunfante. Hazme tú, me dijo, y la fui recorriendo con mis manos,

descubriendo una piel desconocida, un acto desconocido, un placer desconocido.

Besé sus pezones para sentir el rubor en los míos. Mi lengua fue entre sus muslos y

mi dedo entre sus nalgas para llegar a un culo que penetró con saliva. Mi lengua se

atragantó en la sal de aquel hueco húmedo y cálido, mordiendo cada carne de ella,

cada sitio, cada chorro de ella que hervía entre mis labios. Me era imposible creer

que tendría un orgasmo con una mujer, sin embargo, nos arreglamos para que cada

una empujara un dedo a la otra, ella entre mis muslos, yo entre sus nalgas. Las

lenguas se hicieron una sola lengua, pecho contra pecho, hasta que un imprevisible

temblor me hizo convulsionar completa. Era como si una leche invisible corriera a

la misma vez por la vulva, el culo y la boca. Ella sintió algo igual, y quedó exhausta

y vacía.

Fue una suposición aborrecible, porque el asco era una excusa que ensayaba

frente al espejo de mi virginal intolerancia. Tienes el culo más hermoso que ojos

humanos han visto, le digo mientras ella me fricciona la espalda con sus manos y

hace un gesto para abandonar la cama. El culo más lindo y más rico del mundo, lo

150
apuesto, y me echo sobre ella, tanteando aquella porción inglesa que ahora

pertenecía a Cuba, esa isla rescatada por España.

¿Presiente que miento? Puede ser, pero lo agradece o lo simula. ¿Miento?

Lo dudo, atravieso todas sus humedades con una libertad imposible: la libertad del

miedo.

Creí que me sentiría horrorizada y sin moral para defenderme de mí misma,

pero solo me sentí extraña. Constance y yo nos encontramos otras veces. Hacer el

amor se convirtió en la sobremesa. Le escribimos cartas anónimas a Mellors, nos

burlábamos de sus orgasmos precoces y de su falta de virilidad.

Fuimos varias noches a la Cueva, pero no encontramos a una sola persona.

Habían desaparecido los cuadros, las fotos, los libros, todo. La explosión, le dije a

Constance. Había llegado la explosión. Después supimos que la policía ocupó el

lugar y quemó o raptó todo lo que podía quemar o raptar.. Como prueba de

resistencia ante eso que decían los informes, Constance y yo intentamos

desnudarnos. Pero no pasamos de ahí. Temía por ella, por cualquier escándalo que

la enturbiara y pudiese manchar sus últimos días en el país.

Despedí a Constance cerca del aeropuerto. Había mucha gente: una marcha,

un bullicio de carteles, niños y banderas. Ellos avanzaban a un lado de nosotros y se

perdían en un hilillo desconocido hacia todas las lejanías. No tuve miedo ni asco,

solo la evidencia del instinto, y deseos, y besé a Constance en la boca, y nos miraban

como si nunca pudieran llegar a entender que dos mujeres se besaran mientras un

país levantaba consignas.

151
Me dejó quinientos dólares. No los quise, pero fue inútil negarme. Fui con

mis padres hasta una tienda. El televisor, los muebles, la bebida, la ropa que me

acomodara. Lo lamento, les dije.

Y pedí chícharos.

152
LOS AGUJEROS NEGROS

Me llamo como el héroe, dijo con frialdad la muchacha. Ya no era un amor, frisaba

los treinta y sus ojos no tenían el exultante brillo de esos del hombre en el cuadro.

Pero era su padre, y los pintores siempre dibujan a los héroes con un soplo mágico,

como si, a través de ellos, quisieran encontrar otras expresiones.

La muchacha se presentó, vengo de La Habana, porque le hablaron del homenaje.

En la escuela ya lo habían previsto, vendrá la hija del mártir, la hija del hombre

como se llama la escuela.

Cómo fue el impacto de su muerte. El director tiene la voz adormilada. Nosotros

esperábamos que usted llegara el miércoles.

A la hija del héroe no le hallaron pasaje antes, en la terminal no entendieron, pero

ya estoy aquí.

Sí, sí, claro, lo que ahora no tenemos las mismas posibilidades de alojamiento,

anteriormente era un hotel, ahora no sé, habrá que plantearlo para ver si entienden, es

la hija de un héroe, la escuela se siente orgullosa de eso.

La secretaria precede a la mujer recostada a su máquina de escribir, puede que sean

una misma persona, uno lo sabe en la concordancia de miradas hacia la hija del héroe

y hacia el director que dice mire, un poquito de café, la otra agradece, aunque prefiero

agua, en el camino no pude beber. La secretaria ya escuchó, por tanto, sin que su jefe

lo ordene, ella debe ir hasta el comedor y llenar una jarra de agua fría.

153
Solo existe la imagen del guerrero, el polvo de una explosión, el olor a pólvora,

eso se filtra, como una foto en algún periódico, algo congelado y que no se escapa.

Puedo ver al hombre disparando a unas palomas en un parque, la mancha de sangre

sobre los adoquines. Son ideas paralelas, cambios mentales, una forma de adornar la

muerte.

Y como quiera es muerte, la única credencial.

El director comenzó a presentar su Consejo: el clero, la corte, figuras que se

suspenden sobre el aire. Profesores sin distinguir, avejentados por el uso de tantas

noches en la escuela.

Hay que llamar por teléfono varias veces y atolondrarse con explicaciones. La

situación de los hospedajes parece compleja. Pero el director siempre encuentra una

solución porque usted puede quedarse en la escuela, no será como en un hotel, ni las

mismas condiciones, pero fíjese, compartiríamos similares honores.

Qué remedio, piensa la muchacha, aunque no va a decirlo, sí, no importa, no puedo

estar más de dos días, y percibe un murmullo detrás de la puerta.

Los muchachos han descubierto que ha llegado la hija del héroe. Denle unos

minutos al director para que emerja ante ellos y explique.

La vista del hombre se pierde entre nubes de polvo. Quiénes estaban detrás,

quiénes delante. Extraviaba el sentido de las posiciones, no era fácil decidirse, hincó

una rodilla y trató de esperar unos segundos. Lo atraía el riesgo, no iba a escuchar más

al capitán advertirle si no encuentra al enemigo pues invéntelo. Inventarlo, disparar

154
los racimos de la 12, 7 mm, que pesaba toneladas en sus hombros. El polvo comenzó

a desaparecer, eso era bueno y era malo, podría ser el blanco fácil de alguna bala.

El coronel dice la idea es que los exploradores deben ir siempre delante, es la

tradición de la guerra, el enemigo hace lo mismo, saben quién gana: quien llegue

primero.

Está exhausto, perdió la cantimplora, y la sangre necesita ese rasguño del agua.

Cuando aclaró todo vio el bulto de hombres al frente, ya estaba preparado para

disparar a cualquier parte, por eso no le fue difícil abrir fuego, sin darles tiempo a que

aquellos fusiles le dispararan, sonó una carga cerrada, la ráfaga que los partió a la

mitad.

––No ––la hija del héroe levantó el rostro––. Mi padre nunca fue explorador. Era

antiaéreo. Estaba como reservista en una batería, después lo trasladaron. En una

Shilka, es como un tanque, con cuatro cañones, mi padre operaba el radar. Después lo

mandaron a un pelotón de tanques, o a una compañía, como castigo por haberse

dormido en dos guardias; iba de infante, lo peor que se puede hacer en la guerra. Otra

cosa: su jefe no era coronel, ni antes ni luego, un simple capitán.

––Siempre entendimos que su padre era explorador ––el sindical buscó la

aprobación de los demás, se detuvo en la cara del director que dijo: algunos datos se

versionan, qué cosa, tanquista, zapador, piloto, lo que fuera, lo importante es que

estuvo allí.

155
Y más tarde vigiló que la muchacha no pudiera sentirse cansada, un viaje así agota,

ella estaba soñolienta, evasiva, y desperezaba su ánimo con esos ojos parecidos a los

del héroe.

Al director se le va a cortar la voz cuando diga dormirá en el albergue de

profesores, aunque ella supuso que el otro quiso decirle en el dormitorio de profesoras,

por eso consintió.

Una empalizada rodea el campamento, una curva de trincheras encaladas con

pequeñas torres de piedras y arbustos: lianas salvajes. Se hunde en la tierra, oye el

resoplido de los cohetes en el aire, el tropel del helicóptero cercano. Aviones hechos

en Francia se acercarán y bombardearán esta selva.

Se tumba de espaldas y mira al cielo.

––Dicen que el coronel era un veterano de la Sierra, uno de esos viejos fabricados

con pólvora ––el director acaricia unos papeles, se admira de lo que ha dicho, limpia

sus espejuelos, el pañuelo huele a su casa, no le digan que el coronel no era un duro

de película.

––El capitán era un bandido, déjenme ver cómo arreglo esto, para que me

entiendan. Solo que es difícil delante de los acontecimientos. Un cadetito inflado por

la guerra ––la hija del héroe ha tragado saliva, empuja el aire, ya está animada, mira

hacia una ventana y ve entre las tablas unos bancos, y en los bancos la imagen brumosa

de unos alumnos que se besan. ¿Pudiera ser posible eso? Trata de insinuárselo al

director con la vista, pero el hombre está exceptuado a la imagen del coronel hablando

con el héroe.

156
El coronel mastica una hierba, escruta y se anima.

––¿Nunca ha pensado en la muerte?

El otro suda, traza un círculo con la punta de la bayoneta en el fango y se da unos

pequeños golpes en una rodilla. No tiene fantasía para juguetear con las palabras, el

mentón erguido, ¿intenta leer los ojos del coronel?, la garganta sedienta, siempre con

sed, hace unos minutos vio a la mitad de una tribu desfilar hacia la profundidad del

bosque, se guarecerían de los Mirages, de los G 5, de las expiaciones kwachas.

––No. No tengo tiempo para pensar en eso.

La muchacha ha pedido guardar el bolso con algunas cosas, incluso traigo conmigo

algo de mi padre, y el director abrió los ojos, expectante, hay brillo en ellos y se

balanceó para ayudarla, le llevo el bolso, hace un gesto al que ella asiente sin ninguna

otra explicación.

Los aviones se acercan, el ruido alevoso, las sombras gigantes sobre él, cuenta los

segundos, el tiempo se detiene, huele un humo mortal, la resina del combustible,

quinientas libras de bombas le caben a un aparato de esos. Está incrustado sobre la

tierra arenosa, inmóvil, indefenso; escucha la voz del capitán, un alarido de histeria y

miedo que el eco de la tarde trasquila por la selva. Los aviones pasan de largo.

La hija del héroe no presta oído a lo que dicen esas profesoras, simplemente, revisa

adentro. El diario del padre, no lo ha mencionado aún.

Buscó una ducha tibia en aquél albergue y la encontró, pero solo en los primeros

chorros, después el agua fría invadió ferozmente su cuerpo.

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––Un alumno escribió una obra de teatro ––dijo la de física, guiña un ojo, tiene los

dientes grandes, por eso las frases chasquean y se hunden en una boca que besa la

boca del director más tarde, en la noche.

Una obra de teatro que ensayaron, aún sin estrenar, esperando por la hija del héroe

que comprobará cómo los principios patrióticos se cumplen en esta escuela, dichosa

de tener un nombre como el que tiene.

Pero ella se mira en el espejo y ve la misma imagen dolorosa del padre, los ojos,

la nariz, sus cejas copiosas. Ahora se ha empolvado un poco, ligero roce de perfume,

alisar el cabello que quizás se ensució en el viaje. Mejor venga a comer temprano, le

sugiere la de geografía, a veces la comida no alcanza.

¿Tiene hambre? Cuando uno está allí, en ese terraplén que se hunde con la

caravana, las minas antitanques combinadas con personales, a ras de tierra, a un leve

pisotón y salir por el aire, y no se puede pasar ante un río desbordado y sin puente, y

el capitán le descarga porque le ordenó ir en la misma dirección del barreminas,

delante de unos tanques, donde es más peligroso y cada paso es una alarma del azar,

no se tiene hambre.

No tengo hambre, dice la muchacha, le da lo mismo esperar a mañana para comer.

Pero come, el director ha insistido en que ella debe tener las mejores condiciones,

la comida en un plato y no en esas bandejas rústicas con las que desfilan alumnos y

profesores esta noche.

Está junto al Consejo, mastican, resbalan el arroz con cierto nerviosismo ante la

hija del héroe que se resigna ante lo insípido.

158
El héroe ha probado la carne y la halla sin sal, algo debía faltarle, le increpa el

coronel, que profundiza: las proteínas nos llenan los huevos de sangre.

El capitán lo ve cuando aparta de su cantimplora la pasta reseca, ahumada, sin

aliñar, fría, roja, que comen los puercos de Ámsterdam y los soldados nuestros y le

ordena, recoja el bardelán del suelo y cómaselo.

La muchacha no se lo ha comido todo, pero se levanta, dice permiso, buen

provecho y se va, sale al pasillo, una música se escapa de algún radio, el director ya

está aquí, después se incorpora el Consejo. En la dirección con unas cervezas que

conseguimos, sin embargo, ella no desea, ¿y al viejo le gustaba darse los tragos? A

papá le interesaba más el ron, aunque sin vicio, solo en alguna fiesta, en su

cumpleaños, en días así.

Todos esos oficiales son unos borrachos, anoche se bebieron el séptimo, que viene

a ser la parte que corresponde, por jerarquía y grado, a cada uno de nosotros por mes,

y cantaron hasta la madrugada, no había disposición combativa con ellos en tales

condiciones, pero al capitán se le ocurrió formar la tropa y dispararnos una clase de

Armas de Exterminio en Masa. A la voz de gases, teníamos que engancharnos la careta

en menos de cinco segundos.

El coronel lo llamó y le brindó de su botella, a ustedes lo que le dan es una criquita,

no da ni para acelerar los nervios.

––Mañana estarán con nosotros los compañeros del municipio, será un homenaje

hermoso, tenemos una obra de teatro, de la que no le voy a adelantar nada, y otras

variedades.

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La hija del héroe asintió con la cabeza, tenía la vista tristona, o era el sueño

encarnado en esos ojos sin el exultante brillo de los del hombre en el cuadro.

––¿Habrá problemas con mi pasaje de regreso?

––Ninguno ––aseguró el director, y desbordó una sonrisa que iluminó a todo el

Consejo. Uno de ellos le informó a la muchacha que una biografía de su padre

circulaba entre los alumnos. El sindical le refirió algunas características de esta

escuela, se graduaban al año un promedio de tantos alumnos, en seis o siete

especialidades técnicas, era un trampolín para la Universidad o para los oficios que

los muchachos asumirían con buena preparación.

Si no les molestaba iba a acostarse, era burbujeante el rostro cansado y las ganas

de tener un mejor aspecto mañana.

Por supuesto, el director abrió la boca y el golpeteo de los labios con la lengua no

quedó en la inmovilidad, más bien en un croquis de posibles actividades para el día

siguiente.

La hija del héroe se durmió al momento y, cuando un alarido extraño la despertó,

ella pudo pensar que eran los síntomas de la mañana naciente. Pero todo estaba oscuro,

por las persianas se veía un fragmento del cielo estrellado, el silencio moderaba una

oscuridad en la que intentó hallar algo, una luz, una figura. Quizás no fuesen más que

turbias sensaciones, la falta de costumbre, pensó.

Y, sin embargo, surgió, desde ese fingido silencio, una voz. Cerca de su cama, la

voz, o las voces del suspiro: una pareja flotando, absorbiendo una energía que la

bañaba a ella.

160
No tosió para que reconocieran su presencia cercana, no arrojó una frase de

escándalo y más si pudiera comprobar que la profesora de inglés apretujaba a una de

las alumnas casi suspensas del curso.

No la vemos murmurar, no mueve los labios siquiera, no desparrama la mente, no

mira con insistencia a ese lugar, no apoya la almohada en sus oídos, no trata de

dormirse otra vez, pero algo hace: se sienta en la cama, toma el pantalón, una blusa,

doblados sobre la taquilla, y se viste. La vemos levantarse y con sigilo abandonar el

albergue, ya perdió el aire del sueño, tal el pecado de un insomnio sin cura, por eso,

la rigidez de su paso, se irá a un banco, a esperar la madrugada, ¿y si se llega hasta el

pueblo, no tan distante de la escuela, recorre las calles vacías o semi-vacías, camina

un poco, se halla una cafetería, pide un café, porque ahora sí lo quisiera? Pero podría

ser peligroso, no conoce el pueblo, nadie la conoce a ella. Desiste, recorre pasillos,

borronea imágenes, disuelve recuerdos, a esta hora en que la mente está más limpia.

Escucha ecos de sonidos, un borboteo de voces agrandándose, risas, algunos gritos,

y cree que es el poder inconsciente de su imaginación. Lo primero que descubre

resulta un bulto de muchachos amontonados alrededor de un círculo, dentro del

círculo dos perros, los ve desde una columna a diez o doce metros, el lugar parece la

entrada a algún departamento, Subdirección docente, respondía un cartel a su duda.

Los perros, están atados entre ellos, y la misma cuerda que los aprisiona, después se

enrosca en un tronco de madera. Le rocían agua en los sexos, o gasolina tal vez, porque

los animales saltan, aúllan, se retuercen prendidos por el dolor y la desesperación.

161
Quiso interrumpirlos, después prefirió no llamar la atención. Huyó, unas escaleras

la llevaron a un tercer piso casi en penumbras, jugaban a los dados, algunos mostraban

un dinero que sobresalía de las manos, y vio una navaja y la amenaza rondando el aire,

esto sí que no, pensó, buscaría al director y lo alertaría. El director podría dormir en

su casa, supuso. Ahora todo era un bullicio interminable, transpiraba intranquilidad,

las paredes retumbaban, se encontró con colchones en el piso y a los muchachos

revoloteando sobre ellos, vio a alguien atado donde primero estaban los perros, el

mismo círculo, y la misma operación, al prisionero desnudo le echaban la gasolina,

luego suplicaba el fin de la tortura, había lagrimones, en la distancia la hija del héroe

los pudo descubrir. Uno de aquellos muchachos prendió un fósforo. La hija del héroe

gritó algo, pero ellos no quisieron interrumpirse, no iban a deformar el rito por una

voz que no reconocían. Iba a aleccionar a la guardia, a los profesores encargados de

cuidar la escuela, pero dónde hallar a alguien responsable. Escapó, podía desmayarse,

estaba el alma hervida por la impresión, o no expiar demasiado esas descargas

internas.

Le aprietan los instintos, tiembla, entrevé su propio sollozo, débil; necesita encarar

los profesores, hay una puerta, por el filo que deja entrar la luz ve, o se imagina que

ve, solo escucha, un rumor, algún papel pegado en la pared dice que es la enfermería

y no el dormitorio de los profesores. No se expone a la claridad para interrumpir otra

orgía. No se ruboriza, reconoce su impotencia, está desvaída, cierra los ojos, se

arrastra por un pasillo y comienza a correr, cae en la cama. En el albergue de las

162
profesoras hay otra vez silencio. Aprieta los ojos, no quiere estar despierta, no quiere

dormir.

Pero durmió. Unos minutos, unas horas quizás. Estaba sola allí, se asomó por la

ventana y halló un sol resbaladizo, brilloso, que ensombrecía las aulas y los muros de

entrada; imitación de una pantalla inmensa, un espejo que cruzaba las marcas del

invierno. Pero no quiso que su mente enramara otras ideas.

Todo parecía normal. Su vista encontró una imagen gigante de su padre, y otra

más, y otra, y otra. Después supo que habían contratado a pintores profesionales del

pueblo para que difundieran en cualquier parte de la escuela la figura del héroe.

Alguien le dijo que las clases estaban suspendidas por el homenaje, a ensayar

actividades, a limpiar, agua, escobas, y un aguacero de alumnos invade pasillos,

albergues, comedor, y en la dirección, donde la secretaria le aguarda con un desayuno

dispuesto especialmente para usted por el director que se acerca con aspecto cansino,

cómo ha pasado la noche, se queda mirándolo, frunce la boca, pudiera taparse los

oídos, cuesta un esfuerzo no decirle lo que puede decirle, mira de reojo a la secretaria,

absorta en esa neblina de papeles, tiene un escalofrío, pero admite, bien, pasé la noche

bien. El hombre sonríe, ordena, y ya se reúne el Consejo.

El coronel le dio un reloj para que lo entregara a su hijo si algo le pasaba, era un

reloj soviético, con un rayón en la esfera, las agujas estaban raídas, el minutero había

perdido su brillo original, pero era el reloj de las buenas y malas. No hay balas para

nosotros, le dijo el héroe.

163
Pero no solo de balas muere el hombre, habrá pensado el coronel, que morirá

absurdamente, sin que el héroe pueda creerlo.

El capitán le pone las cosas difíciles. Lo sacó del túnel y le hizo subir con la 12,7

mm encima de un camión abandonado en el medio de una gran llanura. Era un blanco

perfecto para el enemigo.

–– ¿Por qué no se rebeló?

––¿De qué manera? Un capitán es un capitán.

Le puso tareas fastidiosamente crueles:

1- El capitán encerraba unas hormigas sobre un cerco trazado con su bayoneta

en la tierra. Con una lupa, el capitán reconocería a las hormigas, marcadas levemente.

El padre de la muchacha debía asegurarse de que esas hormigas no escaparan en tres

o cuatro horas.

2- Debía cortar un árbol con una cuchilla de afeitar, marca Sponk, comprada

en Inglaterra (en el papel que protege la hoja un cocodrilo es atravesado en dos por la

cuchilla) para que los soldados nuestros se afeitaran. No terminaba el castigo hasta

que el árbol no cayera.

3- Contar los granos de arroz existentes en un saco.

Mi padre cumplía todo sin protestar, era su forma de rebelarse ante el capitán. ¿Por

qué pasaba eso, qué le hizo a él?

Le molesta que yo sea lento, me lo ha dicho, si no te agilizas se te acaba la guerra.

Soy un viejo delante de sus soldaditos.

164
La muchacha arrimó una silla a la ventana casi sellada del teatro y pudo estar desde

lejos en ese ensayo. Podía oír el crujido de los supuestos actores deslizándose por un

desorden de acontecimientos, que ella entró en el rubor, veía al director de la escuela

envuelto en la cara de un coronel del ejército con expresión triste, declamaba con la

contracción de los labios, movía la cabeza porque él no iba a aprenderse esto antes de

la noche.

Son chispazos de aliento lo que percibe el coronel. Le habla el héroe, que aún es

un rostro vacío, el que la muchacha no ve. Después comienzan los rasgos: su padre

no es más que el alumno al que le echaban gasolina la noche anterior, ahora con bigote

postizo y un pelo coloreado de blanco en las puntas. No suavizaban esos golpes la

obediencia de absurdos que podrían ser risibles. ¿Tendría risas para contrastar el

recuerdo de su padre frente a la embriaguez de esas escenas?

El capitán hierve de furia, no va a aplacarse, es como un trueno cuando lo ve caer

exhausto con esa ametralladorcita.

––Pesa mucho ––quiso desfogar el padre de la muchacha, el otro lo arreaba con

gritos y órdenes que las fuerzas no le dejaban cumplir. Entre arbustos y plantas era

inconfundible: una bola de carne, buey, cerdo, y otras bufonadas del capitán para que

sus soldaditos rieran cuando viesen al viejo derrengado, sus ojos perdidos, y esa

mueca horrible que lo comprimía ante los demás.

El coronel lo levantó, tendríamos que haber visto al héroe en esa juncia pantanosa,

la arena húmeda alrededor del hueco, hundido junto a una mina antitanque que los

zapadores no hallaron. El coronel temía que estallara todo aquello. Solo los tanques u

165
otra técnica de su tipo caerían en la trampa de una mina así. Una gota de sudor entró

en un ojo del coronel. Las condiciones no eran las mismas: seguramente fuese una

vetusta mina, y ya los filamentos explosivos no se adherían con la misma sensibilidad.

El héroe le dijo al coronel: yo ni siquiera traigo un reloj para que usted se lo entregue

a mi hija.

–– ¿Tú crees que si explota esa mina va a quedar algo de mi reloj? ––el coronel

frotó su voz, despliegue lento, casi un carraspeo, y vio una nube de insectos a su

alrededor, hincó una rodilla y después sus oídos trataron de encontrar la respiración a

aquel artefacto.

Un rayo de sol cruza pasmosamente la suavidad de aquella tarde, el coronel le da

una mano y con un impulso lo saca fuera del hueco.

Los alumnos aplaudieron, quedaba excelente, felicitaciones le da el sindical, es

usted un actor de futuro.

El coronel murió de forma absurda. Se metió demasiado en el interior de la selva,

se extravió en un bosque de inmomdeiros, la exploración había quedado atrás, él se

adelantaba a una latitud profunda para olfatear al enemigo, lo venció el cansancio,

perdió la mochila sin darse cuenta, y en su mochila el agua, las pastillas concentradas,

y el antídoto para neutralizar el veneno si lo picaba alguna serpiente. Pero fue un

lagarto quien lo dejó en temblores, la carne putrefacta, mareos, náuseas, el fulgor de

una pesadilla sofocante, la lengua áspera, una fiebre veloz, tenía frío y calor, la saliva

se encharcaba sobre los labios y su cara había tomado un color casi gris. Cuando lo

166
encontraron: la boca abierta, esmirriada, los ojos secos, estaba frío, inmóvil, hinchado.

Muerto.

Hubo un silencio total, estaban conmovidos, muy dramático eso, dijo la secretaria

a la profesora de inglés.

Se fue hasta su antigua unidad, el capitán no estaría lejos de allí, una reunión

preparatoria de las próximas maniobras lo acercaba a planos y mapas desplegados

frente a instalaciones antiaéreas.

Tenían confianza en el padre de la muchacha los antiaéreos porque él quería

repasar y recordar esa arma querida. Prendió las revoluciones del motor, la llave del

combustible aseguró fluidez a los mecanismos eléctricos de la dotación. Abrió la

escotilla de los operadores y se sumergió en ella. Preparó el proyectil, uno solo, 23

mm, el radar y la antena buscando un objetivo no aéreo. En la pantalla amarilla,

cientos de puntos brillantes, movió el barrido, seleccionó. La computadora recibió la

señal de búsqueda, después la de preparar el fuego, más tarde la de estar lista para el

disparo. Los interruptores del operador jefe fueron abiertos, deslizó con una palanca

los cañones en ese sistema manual y terrestre que apenas se utilizaba; la boca de los

tubos en dirección al capitán que repasa solitario algún mapa bajo una casa de

campaña, su figura va a cruzarse con las cuadrículas de líneas en el visor, la luz roja

amenazando, blandiendo la palabra “enemigo” en la bombilla del elector de señales.

Ha sacado la cabeza afuera y llama al capitán, tiene que elevar la voz porque el bullicio

de esa preparación táctica inunda la atmósfera. El capitán lo ha visto, ha mirado a la

dotación, hay sorpresa en sus ojos, sabe que el cañón lo desafía, y camina hacia acá,

167
sin miedo, apura el paso, mis músculos extienden una tensión que arrastra los nervios.

Mi mano está sobre el interruptor.

––¿Y quién asegura eso, quién le da fidelidad?

––Un amigo de él, me entregó su diario y un reloj. Mi padre sí tenía reloj.

Un torrente de humo envolvía el paisaje, un olor a carne quemada, el cuerpo

desecho del capitán manchaba la hierba y el padre de la muchacha tuvo un desmayo.

La muchacha no quiso nada de comer. Se paseaba de una parte a la otra y llegó a

oír las detonaciones de esas salvas en ofrenda al coronel. Los alumnos le preguntaban

cualquier cosa sobre su padre. Tenía derecho a no responder, a transitar imposibilitada

por la emoción o responsabilidad de ser hija de alguien tan importante. Buscó en su

bolso unas pastillas, su cabeza iba a estallar, se mordía el labio por el dolor, un

repugnante bullicio penetraba, el golpeteo de ametralladoras en sus sienes.

Las voces apagadas de las profesoras la acurrucan al colchón, esconde la cabeza

bajo la sábana, duerme, a pesar del dolor. Más tarde despierta.

A su padre lo fusilaron porque debían promover el escarmiento. Las indisciplinas,

el desorden interno, el no respeto a cadenas de mando y los actos de violencia así no

tomarían por asalto a la tropa. Fue dos días después de la muerte del capitán.

Inventaron un juicio público, un tribunal de honor en tiempo de guerra, tres oficiales

aplicarían una sentencia a partir de la gravedad de los hechos y de lo que pudiera

desprenderse en la vista oral. Él no tenía defensor, solo respondería algunas preguntas

de rutina: ¿Usted sabe que el capitán deja tres hijos huérfanos? ¿Sabe cuántos años de

servicio distinguido de un oficial ha tronchado?

168
El juicio era una formalidad previsible: estaba armado como si fuese un reality

show. Antes de comenzarlo ya se conocía que la pena capital iba a ser ejecutada. Los

políticos se habían encargado de trasmitir la información para que las tropas

estuviesen prevenidas. Cuatro soldados de la misma unidad dispararían, cuatro

compañeros de su padre.

Después del juicio lo llevaron hasta un muro, una pared de ladrillos donde alguna

vez estuvo la escuela de aquel lugar casi despoblado. El médico dio un tiro de gracia

innecesario, pero antes, los cuatro fusiles afilaron un estruendo único, un manojo de

fuego letal.

––Dos balas reales, las otras son salvas.

––No, qué va. Son balas de verdad, ordinarias, trazadoras, incendiarias, porque una

le reventó el pectoral, otra la clavícula, la tercera le perforó el esternón, y la última el

páncreas.

Se cagó en los pantalones, quién no lo haría en ese momento. Lo empujaron hasta

que traspiés continuos obligaron a aquellos hombres a arrastrarlo junto al muro.

Después lo ataron a unos hierros y le vendaron los ojos.

––Eso era mejor, cuando uno va a morir no quiere ver a nadie, solo tiene segundos

para repasar algunos recuerdos.

Hay muchas formas de morir en una guerra: sepultado por las bombas o cohetes

de los Mirages o Impalas, en el impacto de los proyectiles de la artillería terrestre, en

la explosión de una mina, en la bala del francotirador, en la ráfaga del infante de esa

Cuarta División namibio-surafricana, cuerpo a cuerpo en la bayoneta que te abre en

169
dos, en la asfixia tóxica, en el accidente imprevisto bajo una estera del tanque, cuando

te envenenan el tomate, las naranjas o el agua, cuando cruzas un río desbordado. O

cuando el héroe busca la posición enemiga, los árboles se columpian con el viento de

la tormenta, la lluvia remonta el polvo y la claridad se pierde. El héroe siempre está

preparado para disparar, rastrilla para comprobarlo, el seguro de su AKM en tiro a

tiro, no duerme hace dos días, las gotas de agua lo despabilan mejor. Lo rompe el grito

de una mujer, piensa en su hija; piensa en el coronel, trae su reloj en un bolsillo. Sabe

que cayó en una trampa, está cercado, cambia la posición del fusil, a ráfagas, la

recamara se abre al refugio de la pólvora, está de rodillas, un árbol lo encubre, ve los

bultos, diez, doce, quince, y aprieta el dedo, hijos de putas, maricones racistas, y da

un brinco, un travelling a su arma querida, apoyada al pecho, vuelta en redondo, y

caen seis, siete, nueve, pero lo acribillan, cae ensangrentado, y la lluvia y la sangre se

confunden en un solo chorro sobre la tierra.

La secretaria está hundida en la emoción y abraza al sindical. La de inglés frota las

manos y aplaude con delirio. Qué hermoso, casi declama, y mira el declive del alumno

en el suelo, la tabla que simula ser un fusil a su lado y una mancha de puré de tomate

impregnada sobre la camisa de camuflaje que le han prestado.

En las estadísticas lo dieron como fallecido en acción combativa; de la otra manera

tendrían que especificar demasiado ante los archivos históricos, y él solo era un

muerto más, y, en definitiva, un muerto sin importancia. Pero los combatientes caídos

en acciones combativas aparecían como héroes. Su nombre, junto a los otros, asomó

170
en alguna revista que resumía muchos años de lucha. Alguien habría leído la lista de

caídos, y a esta escuela, recién construida, le faltaba un nombre, un nombre musical.

––Jaime Itabarra González.

Tuvo tos la muchacha, las manos en su cara, el director llenaba un vaso de café y

bebía. La muchacha rastreó en su bolso y no halló los sedantes, el director dio un

gruñido, aunque estaba en el delirio con su Consejo, escudriñó a la muchacha que

miraba el cuadro de su padre, y esperó a que levantara la vista hacia él.

–– Usted nunca lo quiso. O quizás sea tan egoísta que no entiende que su padre

pertenece también a los otros.

La muchacha se levantó, no atenuaban sus huesos la falta de energía, flotaba, aún

así emergió hacia la puerta, alzó el hombro y volvió a mirar los ojos del hombre en el

cuadro, eran los suyos, lo sabía, pero sin ese brillo que los pintores inventaban.

––Las nuevas generaciones necesitan nuevos héroes, nuevos patrones con los

cuales identificarse ––era la cavernosa voz del director.

––Jaime Itabarra González es un ejemplo en mi meta diaria de ser cada día mejor

––la voz de un alumno.

La muchacha no preguntó por boletos, no se despidió, no quiso voltear la cabeza a

una escuela y a unos cuadros. El camino de regreso era difícil, pero la vida no iba a

ser menos que tales contingencias. Tanteó un bolsillo de su pantalón y supo que en el

reloj de su padre estaba anocheciendo.

171
ESCUCHA AL PÁJARO MOSCA

El primer día el mundo se iba a terminar. El primer día del mundo es hoy. Ese

primer día tiene tres fechas, tres años: mil novecientos ochenta, mil novecientos

ochenta y ocho, dos mil tres. En mil novecientos ochenta yo tenía doce años y mi

padre se iba del país por El Mariel. En mil novecientos ochenta y ocho yo derribaba

un avión enemigo en una selva africana. En el dos mil tres mi padre me había invitado

a que nos reencontrásemos en los Estados Unidos.

Lo que une todos esos años, que son, por lógica, un único día (el día en que se iba

a terminar el mundo), es el desglose tortuoso de una familia y recuerdos degradados a

la sombra de otros recuerdos.

Es domingo cuando voy hacia Miami. Un domingo mi padre se despedía rumbo al

mar. Domingo el día en que ese avión Mirage F-1 cruzaba una línea de fuego, el piloto

confiando en su destreza aérea, inseguro tal vez entre los órdenes posibles: volar hacia

escenarios de un bombardeo indiviso o el regreso a la parásita vida de acuartelamiento.

Nunca dije, mucho menos en las barreras de un río llamado Cuito, que el avión casi

se estacionó encima de mi lanzacohetes. Un solo disparo. Una medalla.

El domingo veintiséis de enero de dos mil tres llegaba al aeropuerto de Miami.

Durante el vuelo intenté revisar los apuntes para un libro que escribía con desmejorada

calma. Solo un escarceo de lectura: los tormentos se tomaban en serio diluirme en ese

bosque de interrogantes fastuosas. ¿Cómo me recibiría mi padre? ¿Podría reconocerlo

a una simple y primera mirada? ¿Y él a mí? ¿Pudiera entender que nuestros universos

172
estuviesen separados por siglos de revanchas familiares y políticas? ¿Deduciría que

mi supuesto heroísmo de antaño no era más que una sombra de supervivencia entre

selvas de soledad y resentimiento?

Mi nombre estaba en un cartel desprovisto de peores o mejores señas. Junto al

cartel alguien que adivinaba como mi padre (no era difícil, supongo), y otro hombre,

casi de mi edad, su amigo, tal vez, su ayudante, o las dos. Teresiano, presentado por

mi padre en la prolongación de su abrazo.

Mi padre se parecía tanto mí, o yo a él, y no me resultaba suficiente para comenzar

la lógica de una concurrencia con peores similitudes. En poco más de una hora me

enumeró veinte años de sacrificios, resignaciones y otras (y exageradas) volutas

sentimentales, mezcladas con tragos de whisky y el asentimiento de su compinche.

Diseñó estrategias de viaje que agradecía sin fascinación, sin un peligroso ánimo de

viaje.

Me pareció raro que yo escuchara a mi padre hablarme de los paraísos que él había

construido para mí. Me parecía más raro aún reconocerme hijo de ese hombre.

Estábamos en la casa de Teresiano en Coral Gables. La de mi padre anclaba en

Nueva York, y allí su familia. Dos hijas. Ni siquiera sabía sus nombres pero eran mis

hermanas.

Si pudiera intercambiar algo de Miami con La Habana haría numerosos cambios.

Piensa en voz alta mi padre. Se parecen mucho para ser tan diferentes. Debía

preguntarle si yo y mi madre estábamos entre esos cambios, pero escruté mi monólogo

en penumbras, luego quise saber sobre un bolso de tierra que me hizo traer de La

173
Habana, y si era parte de esos canjes que procuraba. Mi pregunta sonaba sórdida, la

cínica marea de tribulaciones tendiendo un manto invisible sobre nosotros.

Es para una amiga, una necesidad trágicamente simbólica. La conocerás.

Conocería el Imperio de Neón que como mañoso pintor él dibujaba.

La Poeta Nacional, dijo con eufórica somnolencia el Teresiano.

Yo me creía poeta y aún no publicaba mi primer libro. Un poco de timidez, algo

de orgullo y la compartida angustia de olfatear distinciones que no merecía. Gimotee

en mi interior a la caza de poetas del exilio. No muchas mujeres.

Poeta Nacional, de dónde. Me atreví a preguntar.

Aquí las cosas tienen parecidos nombres y no significan lo mismo. Un poeta no

tiene que ser exactamente un poeta. Lo de nacional es más bien una contraseña idílica.

Contraseña idílica para mi padre. Quién dijo que la bruma estaba en su mapa, me

advertía mi madre. No sirve para mucho más que para decir, a cualquier precio, o

consecuencia, lo que piensa.

No supe si eso sería un cumplido, una exagerada deyección de culpas o la madre

de todas las advertencias. Peor asumir que yo no era todo aquello que otros

interpretaban en mi nombre, por mí. No un héroe real ni un hijo real. Los dos hechos

se columpiaban sobre una aritmética que deslindaba destinos ulteriores.

Te gusta la literatura y el rock y Carlos Marx y toda su patrulla, no me importa. No

quiero cambiar lo que te importa. Ese es tu mundo, yo no estoy en él de la manera en

que hubiese querido. No puedo obligarte a que aprecies y te encante lo que podríamos

174
llamar “mi mundo”. Me atrevo a desafiarte con la convicción de que el pleito no es

entre nosotros y sí entre los mundos que nos gustan y están más allá de nosotros.

Su soliloquio. Y ahí estaba mi nube de silencio, la recíproca subversión a una

alquimia hacia deslealtades, oprimidas por esa guerra de mundos que ambos

librábamos.

Todos los poetas de tu país no valen, juntos, lo que vale ella. La voz de mi padre

sonaba estruendosa, acalorada. Debí extender la nube de silencio, debí interrumpirlo

para hacerle reconocer los aparentes derechos que tenía sobre mi mundo, para saber

si eso que llamaba mi país no era, por razones ontológicas supremas, también su país.

Estaba borracho y pronunció el nombre, un eco de nombre envuelto en la contorsión

tibia del alcohol.

Celia.

Celia Cruz. Teresiano arribaba al mismo puerto de mi padre, después de él, pero a

un puerto seguro.

Intuí las marcas contagiosas de lo real. Mi padre ganaba dinero como empresario

de una disquera latina en los Estados Unidos y Celia Cruz debía ser la carta infalible

del negocio. Memoricé fugazmente los sones guarachosos, los boleros cantados por

ella.

La vida era proporcional a la velocidad del dinero. Suntuosa filosofía newtoniana

de Teresiano. ¿Era otra contraseña idílica en el juego que mi padre jugaba como

pocos? ¿Esa sería la “contraseña idílica” que yo debía usar para que nuestros mundos

estuviesen en armonía?

175
Mientras tanto la salsa cae con insistencia. A mi padre le asusta la

contemporaneidad de los ritmos, ruidos, manchas de música. Nada como lo clásico, y

hurga en los archivos de Teresiano: Héctor Lavoe con la Fania All Stars, Tito Puentes,

Johnny Pacheco, Eddie Palmieri, Rubén Blades.

Héctor es el poeta nacional de Puerto Rico. Mi padre se levanta, da un ligero

traspié, puede mantenerse aunque la bebida lo desborda. Teresiano le tiende una mano,

mi padre vuelve a sentarse. Habla.

Héctor tuvo una vida como la de un poeta trágico. De los trágicos trágicos de

verdad. ¿Sabes cuál es el camino más corto? Ese que no te atreves a recorrer.

Yo estaba ahí pero navegaba por otros sitios, por otras fechas. En mil novecientos

ochenta, mi madre lloraba sin consuelo en una vieja casa de un viejo barrio de la vieja

Habana. En mil novecientos ochenta y ocho, yo disparaba hacia un casi inmóvil avión

enemigo.

Me aturdía la música y las risas de mi padre y su amigo. Me aturdía el calor de

Miami; detestaba que la ciudad fuese recortada por planos que parecían la ruda mezcla

de imágenes entre fauvistas y de pop art.

Compartía mi primera noche lejos de casa, dos desconocidos beben junto a mí.

Mañana volaremos a Nueva York, conoceré a mis hermanas y de paso podría cumplir

el encargo de la “Poeta Nacional” de mi padre y de Teresiano. En unas pocas semanas

regresaría a Cuba.

Luego vino el cansancio. Luego el sueño. Luego el día de mañana que era una

extensión del de hoy. Luego dos horas en avión que sirvieron para que mi padre

176
hablara de las zonas trascendentales de su vida en el exilio. Unos primeros años a la

deriva, de una ciudad a otra (Miami, Orlando, Texas, Los Ángeles, Carolina, y al final

Nueva York), trabajos de variadas magnitudes, y se volvía elíptico cuando esos

trabajos atravesaban franjas muy conflictivas. A la música (a la armazón que la rodea)

llegó como (a través) de una carrera de relevos, y obstáculos también, diligencias

menores hasta apostarse como crack de la Industria, no un magnate, me aclara, y

después ofrece un aburrido inventario de jerarquización en tal ejercicio.

Le creo o finjo creerle. Su camino llevaría a partes iguales los destinos infaustos

de sus relaciones. No solo el abandono de su familia en La Habana con ineficaces

promesas de reencuentro, igual naufragaba con dos matrimonios, puros desastres. Más

tarde se repuso y encontró a una mujer que le cambió su vida. Me muestra las fotos

de mis hermanas. No percibo parentesco razonable conmigo, tal vez porque no

encontraré otro parentesco que no sea oprimido por las consecuencias que ya nos

fueron impuestas desde tiempos remotos. Su esposa, una nicaragüense que no parecía

serlo (apreciación que solo incumbía a mi persona). Una nicaragüense que me recibió,

digno es de admitir, con apreciable euforia.

Insistí (en todas las escalas posibles) que no me gustaba aumentar gastos y

obligaciones hacia mí, que mi regreso a Cuba no tardaría demasiado. Una de mis

hermanas tenía quince años, la otra algo más de doce. Puras neoyorquinas, enfatizaba

un risueño padre. Después bromeó con la historia de un héroe cazador de aviones

supersónicos. Su ilustración resultaba tan falsa como las imágenes de esos turbios

héroes de cómic.

177
Salíamos a sitios que resultaban oscurecidos por las ensoñaciones y el matiz

fabulador que tramitaba mi padre. Clubes de salsa con orquestas que tocaban más allá

de la medianoche. Mis hermanas preferían mostrarme otros suvenires turísticos: viajes

en bicicleta por el Central Park, ir a una pista de skate y a otra de bowling, recorrer el

Museo Queens, apostarnos en los colorines de Time Square. Como una suerte de

complot, después yo hojeaba libros en algunas de las librerías independientes de

Manhattan.

Cuándo visitaríamos a la cantante, le pregunté a mi padre. Estábamos en Salsa

Groove, bebíamos cervezas casi heladas mientras comenzaba a tocar una banda de

house y merengue. Miró a mis ojos, una ligera sonrisa y la voz que parecía mi voz,

imitándola.

La poeta, dirás.

Asentí ligeramente.

No está en un buen momento. Tendré que resignarme a esperar solo pedacitos de

buenos momentos. Está enferma. Un cáncer que avanza lento y toma territorios,

territorios ganados sin mucha resistencia. Lo que hiciste le hará reagrupar mucho más

sus fuerzas.

Después de sus palabras recordé esa tarde en Luyanó mientras cavaba y recogía la

tierra, los transeúntes curiosos, el rumor extendiéndose sobre múltiples rumores.

El viernes vino Teresiano para acompañar a mi padre, y a ti (me sorprendió), a un

cartel de boxeo en el Garden. No era mi fuerte el boxeo. No era mi fuerte disentir tan

rápido de mi padre. Teresiano dilucidaba tácticas de los boxeadores para la pelea

178
estelar y mi padre esgrimía asuntos contrarios. Danny “El Chino” Regueiro era pura

pólvora, poca técnica, el ideal fajador mexicano; su oponente Everett Pryor, no estaba

muy lejos de esos atributos. Más dotado con la destreza boxística, pegaba como un

supermediano, cuando la división era de ciento treinta libras.

Teresiano prefería al gringo. A lo único que le tiene miedo un negro es a otro negro,

pero más grande.

Un broma. Y mi padre bombardeaba con la suya. A lo único que le tiene miedo un

mexicano es a otro mexicano, pero armado.

La pelea fue una pantomima. O dos. El mexicano persiguiendo al gringo negro, y

este pegándole en unos mañosos contragolpes. Golpes parejos, pero la iniciativa

influye en casos así, y el mexicano luchó más por la victoria. Era mi padre. Teresiano

lo resumía de otra manera. Cada cual usa las estrategias que cree más lógicas. La

decisión fue unánime para Everett Pryor y mi padre armó una imponente rechifla

desde donde estábamos.

Luego pasamos por una discoteca llamada Columbus 72 y nos bebimos varias

copas. Allí me dijo que iríamos a ver a Celia en la mañana. Pedro, el esposo, lo había

llamado. Con superior ánimo y sabiendo que la tierra ya estaba casi en sus manos, las

puertas se abrían a todo aire.

Quizás la tierra resultaba un símbolo demarcado por razones mucho más siniestras.

Pensé en ritos diabólicos (yo conductor, eje, de esa ceremonia), el enjambre de

puniciones que otros llamaban sagradas. Pero desconocía que no hay peor (o mejor,

incluso) símbolo que el de la pérdida irrenunciable. No lo sabía, ahora sí, y me obligo

179
a desconocer mi propio argumento de la pérdida como renuncia transparente a la

escena inicial, un único día que son tres días y que como siempre ocurre se convierten

en el día final.

Mis hermanas me llevaron a comprar ropas nuevas, aunque mi padre insistió para

que me colgara un traje suyo. Me quedaba chirriante, se lo dije, mis hermanas se

burlaron de los dos y la nicaragüense que no parecía nicaragüense me dijo que estaba

chupete.

Creo que agradecí. Tomé el bolso con la tierra y aún así quise envolverlo, arroparlo

con un bolso más grande, y mi padre trajo una bandera de Cuba para que lo cubriera.

Me pareció un gesto kitsch, guiño oprobioso y sensiblero, y no se lo dije porque en un

par de horas ya no lo tendría conmigo. Nos montamos en el auto. Me pidió que oliera

Nueva York, una ciudad con olores propios, fragancias únicas. Me puse un walkman

con audífonos y en mis oídos cayó la jubilosa voz de Celia cantando un son que

hablaba de supervivencias y añoranzas.

Mi padre escuchó cómo yo chasqueaba con la melodía.

¿Te gusta?

La he escuchado por otros.

Es diferente. Con ella todo es diferente.

Entiendo que además de su instinto como empresario musical (con garras

florecidas), él sentía un afecto gigante por Celia.

Necesitas una cerveza, un trago que bombardee los nervios. Hay que tenerlos de

nuestro lado a cualquier precio.

180
Le dije que estaría bien. Mis nervios estaban acostumbrados a blandir muchos

límites. La he visto cientos de veces. Shows, carnavales salseros, los Grammys,

cantando con la Sonora Matancera, con Cheo Feliciano, con Oscar de León.

No es lo mismo tenerla frente a ti. Además, tiene cáncer, lo que supone una

situación más imprevisible, de las dos partes. Celia es muy sentimental y muy

religiosa. Todo te puede parecer ilógico o fuera de una lógica razonable. Lo que hace

más increíble y admirable su personalidad son esas contradicciones, ese pleito entre

lógicas. Ella es hogareña y patriota hasta extremos irracionales. Bueno, de la manera

en que entiende lo patriótico, lo que encarna Cuba en su vida. Tiene discos de Lecuona

y de Cervantes y muchos que te ruborizarán al descubrirlos. Y libros, Martí, Heredia

(tenemos una foto en las mismísimas cataratas del poema).

Me puse otra vez los audífonos y Celia cantaba un montuno con Ismael Miranda.

A los pocos minutos llegamos a una casa que me recordaba el señorío de algunas

mansiones habaneras.

Tiene cáncer. Es difícil para ella, le murmuré a mi padre. Difícil hablar, difícil

recibir visitas. Los resultados estaban ahí, y los resultados no eran muy halagüeños.

Mi padre se detuvo, yo me detuve. Me pasó uno de sus brazos sobre mis hombros.

Ella quiere que esto suceda. Dejemos tranquilo al cáncer por un tiempo.

En la puerta nos esperaba Pedro Night, el esposo de Celia, también estaban allí su

representante y un hijo que ellos llamaban adoptivo. Mi padre prefirió que fuese el

presentado.

El poeta, dijo Pedro, y me abrazó como si me conociera desde tiempos infinitos.

181
Me hicieron pasar al interior de una casa robusta y de pulcritud llevada a destalles

supremos. Butacas floreadas (no a mi gusto), unas cortinas mecidas por brisa tenue.

Hubiese deseado que alguno dijera las palabras mágicas. Cero visitas. Evitemos

este encuentro.

No hubo palabras así, solo el parpadeo de olores y la tonalidad cálida de Pedro

confesando que Celia anhelaba mi llegada.

La tierra, pensé. Un poco de tierra en el bolso. Una simple y descarnada alegoría

telúrica.

Mañana vendrá Willie Colón. ¿Sabes quién es Willie Colón? Mañana él y después

un manager de la Sony y un sonero de Filipinas. Está abarrotada de esa sinfonía. Ella

necesita un cambio de ritmo.

Yo era un cambio de ritmo. Sonreí con cinismo para aplaudir las palabras de Pedro.

Celia tenía mucho dinero, tenía el planeta música a sus pies, más allá de eso, cambiar

de ritmo no estaba mal.

Nos sentamos en un cómodo y silencioso lugar de la casa. En el planeta música no

hay música. Bebí un par de whiskys sin hielo. Tomé una cerveza y luego otra más.

Me atreví a insinuarles a estos habitantes del planeta música que yo suponía que en

Cuba hubiese buenos músicos, sino mejores, que acá. Hablé de un gordezuelo que

tocaba una flauta mágica y de los trepidantes e iconoclastas coros de su iconoclasta

orquesta. Les hablé de un bolerista que no cantaba boleros pero tenía toneladas de

filing en sus pulmones. Les descubrí a una escamosa mujer de escena que deshacía las

piedras con su canto. Luego más cervezas, más whisky, y Celia no aparecía.

182
Apareció. No como en las fotos o como en los rastreros vídeos. Estaba más delgada

y sonriente. No habló, seguía sonriendo.

Mi padre me empujó levemente hacia ella. No supe qué hacer. Un beso tímido en

la mejilla, un abrazo, la mano extendida, sonreír paralizado por ese instante que nos

igualaba en distinciones. Ninguno era un héroe para el otro, aunque convivíamos en

un mundo deformado por heroísmos diferentes.

Le ofrecí el bolso. Una acción singular al estilo de ya terminó mi encomienda, ya

puedo irme. No me fui. Esperé la frase hueca de mi padre. Él no habló. La nube de

silencio otra vez sobre nosotros. Celia abrazó la tierra.

Vamos, cuéntame. ¿Es de Luyanó?

Mi padre le aseguró que jamás la engañaría. Excavó a pocos metros de la casa

donde naciste. Es un hecho real. Después conminó para que hurgara sobre su ciudad.

Celia evitó toda respuesta y debí acompañarla por un pasillo adornado por esbeltos

cuadros que intuí obras sagradas y originales de pintores como Kokosha, Robert

Indiana y Ana Mendieta.

La Habana está cada día más despellejada. Un barrio lleno de miles de barrios.

Celia caminaba con bamboleante ritmo.

Sentados en una amplia terraza. Aire a nuestro aire. Cómo sabía de La Habana.

Los testimonios de sus visitantes se exageran si vienen de emigrados adoloridos por

el destierro.

183
Películas. Veo películas. ¿Estoy obligada a ver lo que esos artistas quieren que

vea? Es cierto. Ese es el riesgo del arte. Un tren a una velocidad a la que debes

adaptarte. Eso o bajarte en la próxima parada.

Me nombró algunas de esas películas. No creo las historias que cuentan. Me dijo

casi en susurros. En la mayoría todo lo que se cuenta es lo que dice la mayoría. Viene

una pequeña pausa, pienso que debo hablar pero ella termina la idea. El precio del

boleto de viaje es soportar.

Ese es el precio de todos los viajes. Me atreví a decirle y pensé en mis oscuras y

sempiternas travesías.

Aunque todos los viajes no terminan en el mismo lugar. Declinó la voz. La muerte

condiciona ese viaje mayor, que no es más largo. Soy muy católica y mi relación con

la muerte no es de oveja apacible, como cualquier oveja. En eso soy algo descarriada.

¿No crees que la muerte resuma una especie de vida alterna, vida que transcurre en

silencio o en aparente silencio?

Me pareció un comentario sincero pero yo no tenía explicaciones, ni réplicas

brillantes. Intenté desviarla a otro curso. El silencio. Me parecía el tema que mejor nos

unía. Hablé del silencio como forma o circunstancia ulterior a todo lo que existe sin

silencio.

Es improbable que algo respecto a mí se represente desde el silencio.

Una especie de truco de feria convertía a Celia en otra mujer.

Tú eres un héroe demasiado silencioso.

184
Todos los héroes son héroes silenciosos, o así me gusta entenderlo, estuve a punto

de decirle, mi timidez buscó otras señas. Aquí soy un héroe trágico.

Los héroes trágicos tampoco son muy humanos, improbable en tiempos como este.

Solo en el cine, en los libros.

La tragedia es el modo no el fin, pensé.

Fíjate en esos destructores de monstruos que primero deben acabar con los

monstruos de adentro para después luchar contra los de afuera.

Solo tenemos monstruos adentro. Entré en su territorio, queriendo impresionarla

desde mi manera de percibir el mundo moderno.

En fin, somos héroes trágicos. Sonrió, pidió que buscaran algún medicamento. Mi

padre, Pedro y el representante se unieron a nosotros. Luego apareció una enfermera

y le dio unas cápsulas largas. Tomó aliento y continuó.

Eres poeta. Qué más. Héroe. Héroe trágico. Suspiró unos segundos, sigilosa.

Gracias por la tierra, ya Ollita puede dormir tranquila.

Ollita era su madre. Me secreteó Pedro. Luego le dijo a Celia que por hoy era

suficiente. Tienes que descansar.

Una despedida y ya la puesta en escena pasaba a otra dimensión. Después volvimos

a aquellas fiestas a las que mi padre me llevaba como si yo fuese un Tarzán deprimido.

Volví a visitar librerías independientes con mis hermanas, y mi padre y Teresiano me

empujaron a una pelea de Óscar de La Hoya contra un revoltoso argentino.

Me estaba cansando de la diversión, quiero un trabajo, le pedí a mi padre. Él

pretendía que estuviese unos meses más junto a su familia y yo necesitaba que la

185
perenne marea de beneficios sintiera un apoyo de mi parte, igual me era provechoso

acumular un poco de dinero para mi regreso. Vino el previsible monólogo de mi padre.

Su dinero es mi dinero.

El dinero es la poesía de este siglo, duélanos o no, me dijo una vez. Yo contuve

mis esperanzas de enfrentarlo, sopesadas ya, nulas. Si cambiaba el orden de la oración

me encontraba con una atolondrada elegía: la poesía es el dinero de este siglo.

Ahí estaban, columpiándose, enfrentándose, esas ideas, las de mi padre (el dinero)

y la mía (la poesía). El resultado era lógico: cada uno vivía bajo tales confluencias.

Atrapados en los suntuosos laberintos, escuché música, la que me gustaba y la de

los discos coleccionados por mi padre, muchos de ellos con explícitas dedicatorias.

Rubén Blades, Gloria Stefan, Frankie Ruiz, Juan Luis Guerra, Charlie Aponte. Las

líneas procuraban nombres idolatrados por él. Sus poetas.

Casi todas las noches teníamos discusiones insoportables sobre música y muchas

de esas discusiones personalizaban nuestros bien marcados itinerarios. Mi padre creía

que los mejores músicos cubanos estaban en el exilio, sobre todo en los Estados

Unidos. Ellos crecieron y crearon bañados por vigorosos aires de referencias, con un

provocador mercado y, más que todo, con la libertad de no ajustarse a patrón rítmico,

cultural o político alguno.

Entonces yo devolvía el ataque. ¿Por qué esos músicos cubanos en el exilio, tan

llenitos de influencias a su alrededor, vivían al tanto de todo lo que los humildes

músicos en Cuba lograban crear? ¿Por qué, en considerables casos, raptaban, a cara

descubierta, muchas de esas creaciones?

186
Las disputas amainaban cuando la nicaragüense que no parecía nicaragüense

alertaba sobre el matiz funesto de las mismas, que hallásemos puntos en los que, sin

estar totalmente de acuerdo, pudiéramos reconocer o alabar los ejemplos del otro.

Yo rezongaba un poco y después admitía que la madeja de ritmos armados por

algunos de estos músicos del exilio (el jazz, el jazz afrocubano, el mambo, la oleada

caribeña) rozaba atractivos singulares. Cachao era rey en esa lista. Y mi padre alababa

la suntuosa organicidad de algunos conjuntos o grupos muy antiguos asentados en

Cuba que, a pesar de las múltiples avalanchas de sonidos contemporáneos, no

abandonaban la consecución de un estilo auténtico y fresco. Mencionaba septetos

sublimes, orquestas gloriosas, tríos envueltos en una atmósfera de cantina cincuenta o

sesenta años atrás.

Leo un poema de Dylan Thomas. Celia y yo, en un salón, rodeado de medallas y

trofeos. Un poema de Dylan Thomas que resume un viaje de muerte.

Era mi año treinta rumbo al cielo/ desperté en mi escuchar desde la bahía y el

vecino bosque…

Me dijo que le gustaba. Me gusta tu poema. Traté de corregirla. No es mío, es de

un poeta galés, Dylan Thomas. ¿Lo conoces?

Su respuesta fue un titubeo, un gesto de negación.

¿A Bob Dylan lo conoces?

Claro. Coincidimos en algunos lugares. Su música es de buen ambiente.

¿De buen ambiente?

187
Está fuera de cualquier clima.

Bob se puso Dylan por Dylan. ¿Entiendes?

Celia no entendía y yo estaba jugando un juego tonto y poco afectivo. Le pedí

disculpas. Intenté conciliar mis deseos. ¿Tenía alguno? De acuerdo, me ocuparé de las

circunstancias. Tenía aire libre, tiempo y dinero de mi padre. Me convertía en elegido

sin que me importara serlo. Yo y la Poeta Nacional.

Mi padre me había dejado cerca de la casa y aseguró venir a recogerme en unas

dos horas. Celia necesitaba conversación.

¿Y los tuyos, tus poemas? Inquirió.

Ni muchos ni muy buenos. Mejor evitarlos, seguro no te gustarán.

Qué sabes. Tengo casi dos vidas. Digo casi porque en ninguna de ellas, que son

casi una, puedo hacer lo que en la totalidad quiero hacer. En una de esas vidas casi

soy cantante, en otra casi una persona normal. Dios no me puso a escoger porque si lo

hace seguro se formaría un gran embrollo. Ahora viene lo que me gustaría que

supieras. En esa vida casi normal que tengo soy muy adicta a los libros.

La cultura es dañina para la salud. Si más lees más frágil eres. Hecho y deshecho,

las variantes oprobiosas de una ecuación que deforma las estampas del consumo.

Entoné el filo irónico de mi confidencia. No hablé sobre ello, preferí saber qué leía.

Estarás de acuerdo en que con una casi vida no se puede leer todo lo que se desea.

Soy muy curiosa, no casi curiosa. Las biografías, diarios personales.

No mucha poesía. Le dije.

188
Yo creo que la poesía, y perdóname el atrevimiento, resulta un acto demasiado

individual.

De frívola individualidad. Añado. La observo con insistente imprudencia.

No toda la poesía ni todos los poetas. Prosigue. Habrá que separarla de lo que es,

aislarla, convertirla en otra cosa.

El planteamiento era intrigante, un chillido. Preferí que hablara de los cientos de

musiquillos que pululaban como la mala hierba. Frívola e individual, la poesía dejaba

fuera devaneos superfluos. No todos entraban. La poesía ripostaba con silencios.

El silencio. Fort Street era silencioso, como el más inferior de los poemas, le dije.

Ese era el hilo que nos unía, desde el primer encuentro.

Dulce María Loynaz. Pronunció en gorjeo metálico.

Qué podía ocurrir para que mencionara a la que yo entendía como “una poeta de

verdad”. Quise saberlo.

Mira alrededor de su silencio. Es algo que se puede ver, yo lo he visto, y qué hay

allí. ¿Más silencio? Más silencio es inadmisible. El silencio no reproduce otros

silencios. No frivolidad ni murmullo individual. ¿Puedes entenderme ahora?

Asentí para no parecer indiferente.

¿Le gusta la poesía de la Loynaz?

Me gusta su silencio, su silencio en forma de poesía.

Estuvo callada y yo la imité. Más tarde su voz sufrió un ligero cambio, se hizo más

melosa. Hubiese querido conocerla. A Isadora Duncan también y a Gabriela Mistral,

189
y a no sé cuántas mujeres. La enumeración es larga y desafortunada. Como las vidas

que ellas tuvieron.

Volvió su silencio. Intenté adivinar qué le unía a esas mujeres. No tuvieron hijos.

Ella sumaba otras razones.

No estar con tu madre cuando tu madre se muere. Que el país en el cual naciste se

te cierre como se cierra una puerta extraña.

Armaba yo la más despiadada de las respuestas. Conocerás a esas mujeres en el

cielo.

¿Y los hijos, y la madre muerta, y el país cerrado para ella?

Tuve la preocupación de mantenerme callado.

Celia comenzó a llorar y yo no supe si calmarla o esperar a que ella misma se

calmara.

Se levantó y fue por otras medicinas. Me preguntó si me apetecía beber algo. Antes

de llegar a su casa, le pedí a mi padre comprar una botella de whisky. Mi padre no

había bebido ni una pizca y la botella descansaba casi vacía en su auto. Negué

entonces, agradecí.

¿Y la tierra? Le pregunté a su regreso por el destino de aquella masa de minerales

oscuros arrancados de suelo habanero.

Yo me estoy muriendo. La tierra donde nací me acompañará en mi tumba. Nada

más simple que creer que esa es la tierra y que me servirá como sustento. Todo no

queda ahí. Cruce de delirios. ¿Qué tal si llevas un poco de tierra, un poco de esa tierra

190
que he pisado por muchos años, llevarla hasta la tumba de mi madre? Es un detalle

cursi, disculpa.

Hablaba distanciando las palabras, con miedo a que sonaran falsas, y para

remediarlo, o eso creía ella, o eso creía yo, fluían sus lágrimas otra vez.

Tembló su voz. Temblaron sus manos. Me sedujo el dolor transformado en dolor

ajeno. No respondí aún.

No estar con mi madre cuando ella murió me trastornó. Me hizo más mujer, más

fuerte, pero nadie quiere ser más fuerte, o más mujer, o más hombre, experimentando

tragedias así. Por eso le dije a tu padre que debía mandarte a buscar.

Me asombró su confesión, la atmósfera deprimida por el sufrimiento personal. Me

asombró apartarla de ese sufrimiento y recolocarla en una historia llena de fechas

vacías, de familias vacías.

Se lo recriminé a mi padre, con toda la dureza que pude.

No nació de ti. Yo vine porque ella te lo sugirió. Ningún sentimiento de padre. Solo

cumplir el mandato divino de tu diosa divina.

No se defendió, no pudo, o no quiso, o se estaba defendiendo de la manera más

increíble y cruel, dejándome todas las líneas de ataque.

Me levanté y salí a la calle. Mis hermanas no estaban en casa e intenté que Nueva

York me tragara como lo haría un monstruo apocalíptico.

Comencé a tener un destino más allá de mis impulsos. Cuando llevaba más de dos

horas caminando me di cuenta que no conocía a ese monstruo apocalíptico llamado

Nueva York. ¿Que ese monstruo me siguiera tragando era buena o mala idea? Cada

191
paso hacia adelante significaba, lo entendí en ese momento, un paso en mi contra.

Estaba huyendo de mi padre. Estaba huyendo de mi pasado. Todas las huidas

reclamadas hacia ningún horizonte. Estaba solo. No era héroe ni poeta. Cuándo

despiertes todo habrá terminado. Era la voz de Celia que me perseguía. Qué

significaba todo, qué significaba despertar.

Mi padre vivía en Greenwich Village, la dirección no era difícil de memorizar. Un

taxi me llevaría a donde yo quisiera. No había taxis a Cuba, sin embargo.

Decidí no regresar. Pensé en el apacible Fort Lee y en una poeta cantante dispuesta

para mimos exagerados. Supe que no despertaba aún del más simple de los sueños, el

de la realidad. Llegar hasta la casa de mi padre reconocería mi derrota.

Me senté en un parque rodeado de mugrientos edificios. El monstruo tenía, como

todos los monstruos, partes feas. Había hombres negros y hombres blancos que

vociferaban cerca de mí. Al principio no les interesé. Después se inquietaron. Me

llamaron puto mexicano.

No tenía miedo (estaba anestesiado por rencores que ninguno de ellos entendía),

pero me levanté y caminé en dirección contraria. No me persiguieron. Caminé casi

una hora hasta que me atreví a detener un taxi y anunciarle la dirección de mi padre.

Regresar a él como un derrotado, aunque la derrota, lo tomaba como aliento, no

simplificaba nuestra relación. El laberinto es más subterráneo que nunca. La batalla

está perdida.

192
Me recibió su mujer. Celia fue llevada de premura al hospital. Pinta mal el asunto,

me dijo. No se interesó por mi ausencia ni demostró que a mi padre le importara otro

tanto.

Mis hermanas dormían. La mitad de Nueva York dormía. Me puse a ver un juego

de los Mets en el que Mike Piazza batea un Gran Slam y José Reyes, un debutante

dominicano, atrapa una línea que parece inatrapable. Los Mets pierden y extienden la

racha de derrotas. Me entretuve con una película viejísima de Cary Grant y Katharine

Hepburn, sobre un paleontólogo que trata de ensamblar el esqueleto de un

brontosaurus al que le falta un hueso. Mi padre llamó unos minutos después de

medianoche. Celia había mejorado ligeramente. Le pidió a su esposa que me pusiera

al teléfono. Escuché un mar de justificaciones y volví a sentirme vencedor, pero un

vencedor horrible. Él era un derrotado honesto y yo igualaba el match. Me preguntó

si ya había decidido sobre la propuesta de ella. No recordé propuesta alguna, mi mente

anclada en pleitos sin terminar, y dije que ya estaba decidido, para que la conversación

terminara lo más pronto posible. Me deseó que durmiera bien. Mañana en la tarde nos

encontraríamos en la casa de Celia. Nuestra poeta se está muriendo. Fueron sus

últimas palabras.

El “nuestra” me importó tanto o más como el hecho terrible de reconocer que se

estaba muriendo. Nuestra poeta. ¿Qué más compartíamos él y yo? No mucho.

Inevitables imágenes de infancia. Recuerdos que parecen remotas ficciones. No

lograba dormirme. Reuní todo lo que mi memoria encontraba. Mi padre me levanta

por encima de sus hombros, empuja hacia arriba, unos segundos en el aire, y me

193
retiene. Susto, alegría: sensaciones intermitentes e interminables. Mi padre me espera

para abrazarme tras el primer día de escuela. Mi padre camina junto a mí cerca del

mar.

Dormí poco. Luego una ducha. Esperé noticias. Ninguna noticia. La menor de mis

hermanas estuvo un rato de la mañana conmigo. Casi al mediodía llegó Teresiano. La

poeta se está muriendo. Fue su saludo. Venía a llevarme a casa de Celia, mi padre nos

esperaba.

¿Ya ella (quise decir la poeta, pero un recelo tímido me lo impidió) no está en el

hospital?

Tu padre llamó preocupado por ti, buscó la mirada que yo eludí, sus palabras

tuvieron un declive. Celia quiere a tu padre como un hijo, y en esa relación tú

complementas lo más sagrado.

No hablé. Prosiguió. No sabes a cuánto renunció, una renuncia a la fuerza.

Prácticamente no tuvo madre y creció como hombre lejos de ti.

Pude interrumpirlo, pero me gustaba el sonido de sus palabras, el sonido más que

lo que decían.

Teresiano preparó un almuerzo rápido y nos fuimos en un auto que había alquilado

en alguna agencia cercana al aeropuerto.

Mi padre me abrazó lloroso. No muchas palabras. Le dio unas instrucciones a

Teresiano y me pidió que lo acompañara. Tuve miedo. Un miedo que desconocía, un

miedo embarrado de lástima. Deduje que el verdadero y crucial momento de mi vida

estaba por venir.

194
Celia intentó levantarse cuando me vio. Pedro estaba con ella, también el

representante, su hijo adoptivo y dos enfermeras.

Los abracé, brindé una medrosa reverencia a las mujeres, besé en la frente a Celia.

Aún no estoy lista para irme. Sonrió Celia. Después la tos, el carraspeo de tos.

Pedro le pidió que encontrara calma.

Cuando estuvo más serena quiso que nos quedáramos ella y yo. Unos minutos y se

lo devuelvo sano y salvo. Sonrió, una sonrisa más triste. Más herida.

Ya solos, Celia extrajo entre las sábanas un álbum de fotos y me lo entregó.

Imágenes de triunfos, conciertos enjundiosos, giras, viajes a lugares exóticos, a fiestas

privadas, cenas con magnates y políticos encumbrados.

Eso pensaba encontrar, pero quien estaba en las fotos era yo. Un bebé de cuatro

meses. Un niño vestido de escolar. Otra en la que estoy a pocos metros de un león en

un zoológico de La Habana. La foto cuando termino mi escuela primaria. Incluso

aquellas que supuse mi padre desconocía: la adolescencia más gris de todas las

adolescencias. Una foto de guerra, yo encima de un tanque T-55. Y la que poso junto

a mi hijo.

Cómo mi padre pudo tenerlas. Fotos sepias la mayoría. Unas vidas sepias, cuando

más. Celia se estaba muriendo y dedicaba sus últimos destellos a mí. Privilegio

terrible. Si una poeta nacional fuera la verdadera Poeta Nacional. Celia se estaba

muriendo y yo sopesaba tales disyuntivas.

195
Tu padre sigue sufriendo y hasta que se muera seguirá en lo mismo. Él no es más

fuerte de lo que puede ser. Muchas explicaciones no son posibles porque el tiempo ya

las hizo imposibles. El tiempo cura pero también mata.

Volvió a carraspear. Iba a buscar a mi padre y ella me lo impidió.

Estoy mejor. Por unos minutos nada empeorará. Tu padre quiere que un día vivas

acá, que un día tengas su negocio.

No me interesa vivir acá y mucho menos me interesa su negocio. Disculpe si va en

dirección opuesta a sus deseos.

Eres igual a él. Me dijo. No podía esperar otra respuesta. No te obligará a un exilio

demasiado aburrido. Cree que los Mets volverán a ganar una Serie Mundial. Volvió a

sonreír. No sabes que fue al África cuando estabas en África. Intentó verte, aunque

sabía que luchaba contra un absurdo, o contra muchos; entonces no era lo que hoy es

ni tenía las relaciones que ahora tiene. No pudo moverse más allá de la capital. Un

país en guerra y en las guerras no hay lógicas. No le digas que te lo conté.

Sus palabras son compartidas con pausas cada vez más extensas. Imaginé a mi

padre en aquellos turbios días de Angola. Lo veo en un purulento hotel de Luanda

inventándose razones para reencontrarse con su hijo.

¿Llevarás la tierra a la tumba de mi madre?

Celia procuraba mi respuesta.

Pronuncié un sí tímido, pero a cambio yo quería que ella cantara unos de esos

boleros que se enredaban como lúgubre planta. Un intercambio de rarezas simbólicas.

Un pedido como los de cualquier persona normal, aunque yo no la fuera.

196
Haré lo que pueda, con el permiso de mis pulmones y con el de Dios. Antes tendré

que escuchar uno de tus poemas.

Un poema. Quise forcejear con ese asunto pero ella equilibró el precio del chantaje

heroico. Un poema, una canción. Recité algo breve y ella aplaudió con exaltación.

Vinieron todos los que esperaban del otro lado de la puerta.

Voy a cantar para él. Dijo Celia, y le pidió comprensión a Pedro. Nada de

molestias, querido, me repondré para un concierto especial para ti.

Escuché una voz que casi ya no era su voz. Escuché. Siento la nostalgia de

palmeras, de un danzón silbándome en la brisa, nostalgia de un mar azul y verde con

calidez de manos que acarician…

Tuve lástima por ella y lástima por mi padre que lloraba como un niño. Nos

despedimos con la ilusión de que La Habana nos uniera más allá de nosotros, en un

futuro que los dos sabíamos quimérico. A los cuatros días Celia estaba muerta.

No hablaré del luminoso sepelio. No me devorará, como a tantos, ese luto que

necesitaba una belleza envuelta en fulgores vanos. Perdoné a mi padre como pude y

dos semanas después un avión me devolvía a Cuba. Mis hermanas clamaron por

regresos que yo admitía (para mi interior) como imposibles. El padre abrazaba al hijo

pródigo y ambos intentaban recomponer un mundo dibujado desde tiempos vacíos.

Desde la altura, Miami se parecía a La Habana. Dos ciudades recortadas por una

misma niebla irascible. Dos ciudades hundidas en un naufragio de banalidades y

rencores entre ellas.

197
Aterricé en La Habana una tarde muy ardorosa. Chequee mis documentos y todo

estuvo en orden. Cuando iba a recoger mi equipaje, dos agentes de seguridad me

pidieron que los acompañara. Ni siquiera llevaba un kilo de más en mis maletas. Nada

que temer. Las explicaciones llegarían en su momento, dijo uno de los agentes.

Estaba en una oficina. Preguntaron los motivos del viaje. Pura rutina. Luego llegó

otro oficial, con más rango. Yo era un héroe de guerra, así que no tenía por qué simular

que nunca lo fui. Se lo dije. Cero maltrato. El oficial de más rango se colocó un guante

en una mano y extrajo de una bolsa más grande el bolso con la tierra que Celia me

había entregado pocos días antes de morir.

¿Qué es? Quiso saber con resuelta bravuconería.

Tierra. Mi respuesta pretendía ser impasible, demostrarlo.

Nadie trae tierra de Miami. De la manera lógica que uno cree que se puede traer

algo como eso.

Yo sí, tampoco viene de Miami. Es de New Jersey.

¿New Jersey? Existe una razón más enmascarada para que esa tierra no sea lo que

aparentemente es.

De qué habla.

De drogas.

Yo no quería que el nombre de Celia estuviera allí, entre esos hombres rústicos y

serios y, aunque dudé por largos segundos, sucumbí a las alternativas.

Celia Cruz es como si fuera la Poeta Nacional, debía serlo. Les dije. Revisen lo

que deseen. Esa tierra es para llevarla a la tumba de su madre.

198
El oficial de mayor rango buscó una silla y la puso frente a mí, a centímetros.

Después de sentarse, habló.

No me gustan los cuentos románticos. Aquí tenemos que oírlos diariamente, los

finales son siempre previsibles.

La tierra me la entregó antes de morirse.

Un detalle muy sentimental. Una cantante que es poeta. Quizás el final no sea

previsible, pero no voy a escucharlo.

Repulsión. Odio. Miré hacia todas partes pero no había mucho que mirar. Una

oficina, unos carteles, oficiales intentando convertir en criminal a un héroe.

Es una promesa y las promesas se cumplen. Llevaré la tierra al cementerio. Pueden

ir conmigo o pueden comprobar que la tierra estará allí.

En mil novecientos ochenta yo tenía un padre y a las pocas horas ya no lo tenía.

En mil novecientos ochenta y ocho yo tenía un lanzacohetes encima y más tarde una

medalla. En dos mil tres yo tenía un boleto de avión hacia Miami. Meses después las

cuentas eran diferentes: ya no era un héroe, había recuperado a mi padre, o a uno de

sus fragmentos. No tenía la tierra que Celia me entregó como albacea divina. Quise

tenerla. La tomé en mis manos, o eso creí. Uno de los oficiales me empujó contra la

pared y el de más rango se llevó el bolso con la tierra.

Después me liberaron y fui hasta mi madre y mi hijo, en las afueras del aeropuerto.

Después estuve unos días esperando a que me devolvieran la tierra. Después reclamé

en distintos lugares: en el propio aeropuerto, en la aduana. Después me convencí que

esas reclamaciones eran inútiles. Después hablé con mi padre y no tuve valor para

199
relatarle mi promesa incumplida. Después mi hijo creció y mi madre se hizo más

anciana. Después publiqué algunos libros y viajé a otras ciudades. Después La Habana

y Miami comenzaron a parecerse demasiado, para mi dolor. Después mis hermanas

tuvieron hijos y mi hijo tuvo un hijo. Después Celia fue venerada con estatuas en mi

país, su país. Después volví a ver a mi padre y fuimos a la tumba de Celia con toda la

familia y cantamos varias de sus canciones que ya comenzaban a olvidarse. Después

murió mi madre y murió mi padre, casi a la misma vez. Después entendí de qué trataba

esta historia. Después me hice más viejo y casi me iba a morir. Después vino otro día

y otro, y al próximo se terminó el mundo. Después Dios se quedó dormido.

200
del autor

CARLOS ESQUIVEL GUERRA (Elia, Cuba, 1968). Poeta,


narrador y ensayista. Ha obtenido múltiples premios
nacionales e internacionales. Su novela La tumba del erizo
resultó finalista en el premio Herralde 2014, que convoca la
Editorial Anagrama. Ha publicado, entre otros, los libros
Perros Ladrándole a Dios (premio a la Mejor Opera Prima
del año en Cuba), Tren de Oriente (México, 2001), Los
animales del cuerpo (2001), El boulevard de los Capuchinos
(2003), La Segunda Isla (2004), Bala de Cañón (2006),
Matando a los pieles rojas (2008), Los hijos del kamikaze
(2008), Un lobo, una colina (2010 y 2018, España),
Cuarteaduras (2013), Hablando mal de los otros (2014),
Once (2014), Diario de Caín (España, 2016) y La autopista
cero (2016), La historia del lobo contada otra vez (2018),
Cómo acabar de una vez y para siempre con la literatura
cubana (2018).

201
202
Carlos Esquivel es una de las voces imprescindible de la literatura cubana de

los últimos años, y una prueba de ello la consignan estos cuentos, ácidos,

violentos, desgarradores, de una pulcritud literaria envidiable, matizados por la

jubilosa aureola creativa de su autor. Historias que dejan sin aliento, marcadas

hacia un destino de contundencia única, de altísima fiebre literaria. Una colección

que abre y cierra los puentes de la escritura social más enfurecida que ojos cubanos

leyeron, prueba ineludible de la capacidad fabuladora de Esquivel, sus trances

montañosos, su estilo tan suyo, de honestidad ejemplar, de singularidades creativas

notables.

Un libro estremecedor. En Cuba y donde se lea.

Norge Sánchez

203
204

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