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Lección 1

Prof. Dr. Javier Pagador López (revisado por el Prof. Dr. José Manuel Serrano Cañas)

Lección 1.......................................................................................................................... 1
I. EL CONCEPTO DE DERECHO MERCANTIL .................................................................................... 1
II. ESTUDIO HISTÓRICO DEL NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL DERECHO MERCANTIL ................. 4
III. LA RECTIFICACIÓN METODOLÓGICA EN LA CONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO DE DERECHO
MERCANTIL......................................................................................................................................... 16
IV. EL TEMA DE LA AUTONOMÍA DEL DERECHO MERCANTIL ........................................................ 23
V. LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA Y EL DERECHO MERCANTIL ...................................................... 26

I. EL CONCEPTO DE DERECHO MERCANTIL

Como tarea inicial que debe ser abordada por quienes se adentran por primera vez
en el estudio y conocimiento del Derecho mercantil nos encontramos, como no podría ser
de otra forma, con la cuestión relativa al concepto de Derecho mercantil. En efecto, nos
encontramos ante una rama especial de nuestro ordenamiento jurídico que nace como
consecuencia de unas determinadas circunstancias históricas que dieron lugar a un
“divorcio”, un desgajamiento del tronco común: el Derecho civil. El devenir histórico no
sólo puso de manifiesto esa separación de la parte del Derecho que se ocupa de las
relaciones inter-privatos de los comerciantes, sino que lo acentuó y terminó por
consolidarlo. Pero, precisamente por tratarse de una rama especial que se encuentra
anudada a la concreta (y, por ende, cambiante) situación histórica se hace necesario, más
que en cualquier otra rama del ordenamiento jurídico, detenerse en exponer cuáles son
los fundamentos que ordenan y dan sentido al Derecho mercantil.
En efecto, la preocupación por el concepto de Derecho mercantil reviste un
marcado carácter instrumental o funcional en cuanto que da orden y sistema a esta
concreta rama del derecho; pero, al mismo tiempo el concepto de Derecho cumple
también una función delimitadora, en la medida en que suministra criterios normativos
que permiten calificar a una determinada materia de mercantil y, por ello, serle de
aplicación las normas que integran este sector del ordenamiento jurídico. Por último, el
concepto de Derecho mercantil ha de cumplir, a nuestro entender, una función de
compromiso constitucional, esto es, el Derecho mercantil moderno debe estar en absoluta
consonancia con los valores e índices normativos constitucionalizados. La Constitución

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tiene mucho que decir: no tiene la única palabra, pero sí una palabra decisiva que no
puede ser silenciada ni obviada.
En este sentido, antes de nada, vamos a ubicar sistemáticamente el Derecho
mercantil dentro de nuestro ordenamiento jurídico. Así, el Derecho mercantil lo situamos
como un Derecho privado y especial, por contraposición al Derecho privado general o
común. Caracterización que en sus aspectos básicos merita hacer las siguientes
precisiones:
[1] El Derecho mercantil como Derecho privado. Por una parte, en torno a la
bipartición -ya clásica y nunca del todo esclarecida- del Derecho objetivo en público y
privado, existe una communis opinio que entiende que el Derecho mercantil se adscribe
a este último sector, toda vez que sus normas regulan fundamentalmente lo relativo a los
particulares y a las relaciones de éstos entre sí o a aquellas relaciones en las que, pese a
intervenir entes públicos, lo hacen con el carácter de particulares.
Con todo, es preciso prevenir contra una visión excesivamente simplista de la
realidad jurídica: la bipartición del Derecho objetivo en público y privado no sólo carece
de un criterio distintivo neto, sino que además se ve privada de reflejo expreso en el plano
de las normas positivas y en las realidades reguladas. Es ésta, en rigor, una distinción que
sirve a una finalidad fundamentalmente didáctica y que se ve permanentemente eclipsada
por la unidad sustancial del Derecho objetivo y por la creciente complejidad de la vida
social. De ahí que la afirmación del carácter privado del Derecho mercantil haya de ser
aceptada y entendida con las oportunas matizaciones y reservas.
[2] El Derecho mercantil como Derecho privado especial. Por otra parte, el
Derecho mercantil suele caracterizarse, además, como Derecho privado especial, por
contraposición al Derecho privado común o general, que es el Derecho civil. Estamos
ante un Derecho especial cuando acota su propia materia y autolimita la aplicación de sus
normas a ciertas instituciones y relaciones jurídicas. Si recordamos, el Derecho especial
no representa ninguna excepción o contradicción respecto del Derecho común o general
(a diferencia de los que ocurre en el caso del llamado Derecho excepcional), sino
simplemente una adecuación o adaptación de los principios del Derecho común o general
a los específicos requerimientos de una parcela de la realidad. Como bien decía el profesor
GARRIGUES, un Derecho especial es aquel que viene reclamado por peculiares
exigencias vitales, porque sólo una diversidad de exigencias vitales puede justificar una
diversidad de ordenamientos jurídicos.

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En la práctica, esto supone que coexisten en nuestra legislación un Código de
comercio y un Código civil, de forma que numerosas instituciones jurídico-privadas (por
ejemplo, la compraventa) van a ser objeto de una doble regulación (civil y mercantil).
Esto plantea una cuestión de límites entre el Derecho común o general y el Derecho
especial: surgido un acto jurídico-privado cualquiera debemos, en primer lugar, saber qué
régimen resulta aplicable (¿el del Código civil, o el del Código de comercio?).
En rigor, semejante problema puede ser resuelto mediante las normas que los
Códigos de comercio, en cuanto códigos especiales, incorporan con la finalidad de
delimitar la materia especialmente regulada. En nuestro caso, esa norma se contiene en el
artículo 2 del Código de comercio. Los actos no incluidos en el artículo 2 quedan fuera
de la materia mercantil y, por tanto, son regulados, en principio, por las normas civiles.
Sin embargo, de hecho, procediendo en tal modo tan sólo nos hemos limitado a resolver
un problema técnico-jurídico; esto es, un problema de aplicación de normas. Queda sin
resolver el fundamental problema de la determinación y concreción de la materia propia
del Derecho mercantil, en cuanto ordenamiento especial. O, dicho de otro modo, esto sólo
vale para obtener un concepto meramente formal del Derecho mercantil: es Derecho
mercantil el que regula los hechos sometidos al Código de comercio y a las normas
especiales mercantiles. Pero poco o nada avanzamos respecto a la esencia conceptual del
Derecho mercantil; esto es, cuáles son las especiales exigencias vitales que lo reclaman
un Derecho especial para la materia mercantil. Si planteamos esta cuestión, podremos
hallar, entre otras, cuatro respuestas diversas. A saber:
1ª) El Derecho mercantil existe para satisfacer las peculiares exigencias de una
profesión, la de comerciante;
2ª) El Derecho mercantil nace para regir un tipo de actividades humanas
requeridas de regulación especial: los denominados actos de comercio;
3ª) Cabe pensar, además, que la existencia del Derecho mercantil, en cuanto
ordenamiento especial, viene reclamada por unos organismos operativos en la estructura
de la economía moderna: las empresas;
4ª) Por último, es posible entender que el Derecho mercantil viene requerido por
la actividad económica y el mundo de los negocios (GARRIGUES) o, como se sostiene
más recientemente, por el mercado, configurándose como la parte del Derecho privado
reguladora de las relaciones jurídicas que tienen lugar en el mercado (MENÉNDEZ;
OLIVENCIA).

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He aquí, en líneas generales y sin entrar en detalles, las respuestas que hasta ahora
ha aportado la doctrina -y, en cierto modo, el propio Derecho positivo- en torno al
concepto de Derecho mercantil. Ninguna de ellas, sin embargo, puede considerarse del
todo acertada, como habrá ocasión de comprobar.

II. ESTUDIO HISTÓRICO DEL NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL


DERECHO MERCANTIL

Uno de los rasgos más característicos del Derecho mercantil es el de su relatividad.


Con ello se quiere expresar básicamente que el Derecho mercantil es una disciplina jurídica
en permanente proceso de transformación: lo que hoy es Derecho mercantil es posible que
no lo sea mañana y no tiene por qué haberlo sido ayer. Pero, además de su carácter relativo,
el Derecho mercantil es una categoría histórica que corresponde a un modo determinado
de construcción de la sociedad: el Derecho mercantil no es algo que es, sino que está siendo
continuamente (GIRÓN TENA). Ello quiere decir que el Derecho mercantil no puede
intentar conceptuarse al margen de las estructuras económicas, políticas y sociales de
cada momento histórico: el Derecho mercantil es lo que así establezca el legislador en cada
momento histórico, pero también -y esta idea es sumamente importante-, el Derecho
mercantil es o debe ser lo que analógica o teleológicamente se deduzca en cada momento
histórico. Por consiguiente, se hace preciso delimitar el concepto de Derecho mercantil en
función de las circunstancias imperantes en cada momento histórico.
El Derecho mercantil no surge por generación espontánea o por capricho del
legislador, sino que es fruto de un largo proceso histórico, que se concreta en cada momento
determinado como consecuencia de un conjunto de circunstancias contingentes y precisas
que en él confluyen, y que evoluciona modificando su carácter y contenido de acuerdo con
las exigencias impuestas por la alteración de tales circunstancias. De ahí que el estudio de la
noción de Derecho mercantil exija una constante atención a los factores históricos de índole
social, política y económica que hayan influido activamente en cada fase de su desarrollo.
El análisis de la evolución histórica del Derecho mercantil exige partir de un
relevante dato: sólo puede hablarse propiamente de la existencia del Derecho mercantil
en relación con aquellas sociedades donde ha estado en vigor un específico grupo de
normas cuya función exclusiva ha consistido en regular la actividad comercial
(GALGANO), no dondequiera que la actividad comercial haya estado regulada por un

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grupo de normas no diferenciado de las encargadas de regular otras actividades no
comerciales (BERCOVITZ).
Sabido esto, respecto del origen histórico del Derecho mercantil, tres son las
cuestiones que fundamentalmente se plantean y aquí interesan de un modo especial: el
cuándo, el dónde y, muy en particular, el porqué de su nacimiento. En rigor, la aparición
del Derecho mercantil como cuerpo orgánico y vertebrado de normas no se produce hasta
los siglos XII y XIII. El sentir unánime de la doctrina defiende así la inexistencia del
Derecho mercantil en Roma; circunstancia que, habida cuenta de la existencia de un
importante tráfico mercantil romano, puede causar extrañeza; de ahí la conveniencia de
que sea precisada. Veamos:

1. Roma: la inexistencia de un sistema de Derecho mercantil

En Roma no se llegó a sentir la necesidad de un Derecho mercantil para dar


satisfacción a los específicos requerimientos derivados de la actividad comercial por la
sencilla razón de que el sistema romano de Derecho civil ofrecía la flexibilidad necesaria
para satisfacer aquéllos. En efecto, el desdoblamiento en un ius civile y un ius honorarium
permitió acoger en este último, a través de la actividad legislativa del pretor, aquellas
exigencias que el Derecho tradicional civil, rígido y formalista, apenas podía satisfacer.
A la elasticidad del ius honorarium se unía, por otra parte, la universalidad del ius
gentium, de suerte que se vieron sobradamente colmadas las exigencias de un mercado
amplio y activo, como el que llegó a conocerse en la civilización romana, sin necesidad
de crear un corpus jurídico diferenciado. Así, cuando las normas del ius civile eran
insuficientes para regular los conflictos derivados de la actividad comercial, éste se veía
suplido por el ius honorarium ejercitado por el pretor, que poseía amplias facultades para
dar solución a los casos que se le presentaban mediante la creación de fórmulas jurídicas
adecuadas. Hay que tener en cuenta además otras dos circunstancias: de un lado, que los
mercaderes eran de ordinario sujetos nómadas que generalmente carecían de la
ciudadanía romana, por lo que no podían detentar derechos derivados del ius civile; de
otro, que el oficio de mercader gozaba de una pésima consideración social en la
civilización romana. Ambas circunstancias dan cuenta de la generalizada aplicación del
ius gentium al tráfico comercial.

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2. La Edad Media: el nacimiento del Derecho mercantil

Durante la Alta Edad Media tampoco puede hablarse de la existencia de un


verdadero Derecho mercantil como rama especial del ordenamiento. No deja de ser cierto
que en aquel entonces existe un cierto Derecho de los mercaderes que resuelven sus
litigios de acuerdo con sus propias normas, pero sin conformar una regulación completa
y sistémica de un sector de la actividad económica (que es lo que caracteriza cualquier
sistema jurídico especial). En realidad, las condiciones socioeconómicas imperantes
durante la Alta Edad Media no propiciaban el nacimiento del Derecho mercantil. Es la
época del feudalismo, en la que el comercio era una realidad residual: si no hay comercio
no podrán darse las exigencias propias y peculiares de esta actividad, por lo que no habrá
razón alguna para el nacimiento de Derechos especiales. Tuvieron que cambiar las
circunstancias sociales y económicas para que se sintiera la necesidad de un conjunto de
normas aplicables a una clase de personas: los comerciantes. Ello aconteció en Europa
occidental en la Baja Edad Media. En este período histórico -cuyo inicio coindice con la
crisis del feudalismo y la aparición de la denominada revolución comercial- el Derecho
mercantil hace por vez primera su aparición como sistema jurídico, esto es, como cuerpo
orgánico y vertebrado de normas.
En concreto, el nacimiento del Derecho mercantil como rama autónoma dentro del
Derecho privado común o general puede ubicarse en el siglo XII, fundamentalmente en las
ciudades del norte de Italia (Génova, Pisa, Florencia, Milán, Venecia), a las que
posteriormente se unirán otras ciudades del norte de Europa (las llamadas ciudades
“hanseáticas”: Brujas, Amberes, Hamburgo) y algunas de nuestro país (fundamentalmente,
Barcelona, Valencia y Bilbao). Nacimiento que se conecta con la desmembración del
Imperio romano y de sus instituciones jurídicas: tras algún tiempo de profunda crisis
económica y social, tiene lugar una clara reactivación del tráfico comercial que lógicamente
demandará una respuesta de orden jurídico. A mayor abundamiento, el nacimiento del
Derecho mercantil obedece a un doble orden de causas que, sistemáticamente, pueden
dividirse en dos grandes grupos: las de carácter o naturaleza socioeconómica, de un lado
[1] y las de carácter o naturaleza jurídica, de otro [2].
[1] Causas socioeconómicas:
(a) Primera: La superación, durante la Baja Edad Media, del sistema de economía
feudal y la aparición, por vez primera, de una formidable revitalización del comercio
merced al denominado renacimiento de las ciudades. La crisis del sistema feudal provoca

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una vuelta del campo/feudo a la ciudad las antiguas ciudades romanas. Entre los “desertores”
de los señoríos se hallaba, entre otros, los mercaderes ambulantes, que viajaban en caravanas
por razones de seguridad y se dedicaban a actividades de mediación y especulación. Nace
de este modo la civilización o cultura de las ciudades. De la mano de ésta se produce a partir
del siglo XI una intensa revitalización del comercio. Pero, sobre todo, en ese hábitat urbano
aparece por vez primera el burgués, caracterizado por una mentalidad radicalmente nueva,
en fuerte contraste con el hombre del medioevo. Todo ello propicia el nacimiento de un
intenso comercio interlocal, que se concentra en las ferias y lonjas, como consecuencia de
la consolidación de una cierta libertad de mercaderías. Es ésta, en suma, la que ha dado en
denominarse revolución comercial, precursora de la posterior revolución industrial.
(b) Segunda: La aparición de los gremios y cofradías de profesiones y oficios. Con
las ciudades surgidas en la Alta Edad Media, se formó un ámbito especializado de
producción manufacturera de mercancías. La producción de artículos agrarios quedó en el
campo al tiempo que la de mercancías manufacturadas pasaba a la ciudad. La producción de
artículos manufacturados continuaba realizándose en unidades de carácter familiar. Las
unidades de producción de artículos manufacturados estaban dirigidas por un cabeza de
familia e integradas por oficiales y aprendices. El cabeza de familia, maestro artesano, daba
cobijo y alimentación a estos oficiales y aprendices en su propia casa. Los diversos artesanos
estaban, a su vez, organizados en gremios o corporaciones. Entre ellos, ocupará un lugar
destacado el gremio de los comerciantes, dotado de unos estatutos propios de régimen
externo e interno en los que se establecen las normas que han de observar los comerciantes
en su actuación. Los gremios, en su carácter de asociaciones obligatorias, cumplían dos
funciones esenciales: de un lado, la reglamentación del trabajo hacia el interior; de otro, la
monopolización hacia el exterior. Los gremios funcionaban de este modo como auténticos
monopolios, tanto en relación con los mercados de suministros como con los de venta. Sin
embargo, carecían de carácter especulativo. No se producía para obtener un beneficio con el
que poder mantener un ciclo de producción estable. Su finalidad consistía esencialmente en
costear los gastos familiares y del taller.
[2] Causas de carácter o naturaleza jurídica.
Desde el prisma de la política jurídica, el Derecho mercantil nació porque el Derecho
común se hallaba a la sazón anquilosado; había devenido insuficiente para regular la realidad
cada vez más intensa del tráfico mercantil. Pero, junto a este anquilosamiento del Derecho
común, hay que aludir a su insuficiente flexibilidad. Cierto es que tanto los glosadores como
postglosadores habían intentado renovar el ius commune. No obstante, este esfuerzo no logró

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paliar las notorias insuficiencias del Derecho común para arrostrar la regulación jurídica del
floreciente y creciente tráfico comercial. De esta suerte, en la Baja Edad Media tuvieron que
ser los propios comerciantes quienes se encargaran de crear su propio Derecho, en un primer
momento de carácter no escrito, a fuerza de usos y costumbres, esto es, un Derecho
fundamentalmente consuetudinario. Junto a las normas del Derecho común y del Derecho
canónico, va a venir a sumarse así una tercera fuente normativa representada por el Derecho
particular de las ciudades y de las agrupaciones de comerciantes. Este nuevo ius presentaba
claras ventajas frente a los dos otros ordenamientos en lo que a la adaptación a las nuevas
circunstancias económicas y sociales se refiere.
Este nuevo Derecho empieza a tener una importancia considerable cuando en el
propio seno de las corporaciones surgen los denominados Tribunales Consulares, cuya
principal función terminó siendo la de juzgar litigios derivados del ejercicio de la actividad
comercial. Comienza a consolidarse así un corpus jurídico homogéneo que se presenta como
un Derecho especial frente al general o común constituido por el Derecho romano post-
justinianeo y el Derecho canónico. A partir de este momento puede ya hablarse de la
existencia de un Derecho mercantil que se manifiesta como un Derecho emanado
fundamentalmente de las corporaciones profesionales. Son, en efecto, los mercaderes los
que crean su propio Derecho y sus propias instituciones para satisfacer las exigencias que
planteaba su actividad profesional y que no encontraban soluciones adecuadas en el sistema
vigente.
El profesor MENÉNDEZ concreta resumidamente las características más relevantes
de este nuevo Derecho medieval en los siguientes datos. Se trataba de un Derecho
profesional (ius mercatorum), de origen consuetudinario (usus mercatorum), de producción
y aplicación autónoma, y dotado de una gran uniformidad internacional. De conformidad
con estas palabras y con las opiniones más difundidas en nuestra comunidad científica, cabe
cifrar los caracteres básicos con los que surge en la Edad Media este Derecho especial en
los siguientes:
a) En primer lugar, se trata de un Derecho de base eminentemente subjetiva, esto es,
de un ius mercatorum; y ello no sólo porque regula la actividad de los mercaderes, sino
también -y fundamentalmente- porque es un Derecho creado por los propios mercaderes,
que nace en un principio de la costumbre mercantil y posteriormente de los estatutos de las
corporaciones mercantiles y de la jurisprudencia de la curia de los comerciantes. Surge, por
consiguiente, como un Derecho corporativo o clasista. No obstante, la importancia de este
elemento subjetivo ha de ser relativizada: el Derecho mercantil es en su origen un Derecho

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propio de una clase, pero que sólo se aplica para regular las actividades comerciales de esa
clase. En otras palabras: es un Derecho de los mercaderes (ius mercatorum) pero que no
pretende regular todas las relaciones que surjan entre ellos, sino sólo las que se refieren al
ejercicio de las actividades mercantiles (ratione mercaturae).
b) Es, en segundo lugar, un Derecho privado y especial, desgajado del Derecho
común, que acota la materia regulada por razón de las personas -ius mercatorum- y de la
actividad -ratione mercaturae- a las que se aplica. La fuerza social que lo respalda (fuente
material) está constituida por las organizaciones profesionales de comerciantes. Los gremios
y corporaciones, que ejercen una decisiva influencia sobre la vida de las ciudades, son
quienes a través de sus órganos aplican e interpretan sus propias costumbres. Aparece así
una jurisdicción especial para el comercio a la que corresponderá resolver litigios y
conflictos entre mercaderes.
c) En tercer lugar, es un Derecho fundamentalmente consuetudinario, nacido de la
costumbre mercantil, aplicado por los propios comerciantes a través de sus tribunales
(compuestos por jueces y comerciantes). El Derecho mercantil nace, así, como emanación
espontánea de la autonomía de las corporaciones y gremios, manifestándose en los usos
practicados por sus miembros.
d) Finalmente, en cuarto lugar, es un Derecho que nace con carácter local, vinculado
a determinadas plazas o ciudades, aun cuando muestra desde sus orígenes una clara
tendencia a la internacionalidad y a la uniformidad. Esta tendencia a la universalidad del
Derecho mercantil, que pervive hasta nuestros días, responde a concretas exigencias de la
actividad comercial, como fenómeno global que plantea la conveniencia de evitar conflictos
de normas.

3. La Edad Moderna: la consolidación del Derecho mercantil y su posterior


desarrollo

El Derecho mercantil surgido en la Edad Media experimenta en su estructura


profundas modificaciones con el avance de la Edad Media y la llegada de la Edad Moderna,
en los siglos XVI, XVII y XVIII. Durante estos siglos, la actividad económica experimentó
un nuevo impulso, como consecuencia, fundamentalmente, del desarrollo de un comercio
de marcado carácter internacional, que será directa o indirectamente liderado por un nuevo
protagonista en los acontecimientos políticos y económicos de la época: el Estado.
La aparición de los Estados en la Edad Moderna va a significar un cambio
trascendental en la concepción del Derecho mercantil. La pujanza económica que hasta la

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fecha habían protagonizado las ciudades italianas va a ceder ante el nuevo ritmo marcado
por Estados como Inglaterra, Francia, Holanda y España. Este fenómeno, de pérdida de
importancia de las ciudades, va a propiciar además un lógico cambio en la organización
jurídica existente. Nos referimos, en particular, a la denominada nacionalización del
Derecho mercantil: El Derecho mercantil dejó de ser el Derecho de los comerciantes de las
ciudades para convertirse en el Derecho de los comerciantes de los diversos Estados. Pero,
sin duda alguna, la transformación más importante a que se vio sujeto el Derecho mercantil
no se limitó a esa ampliación de su ámbito de aplicación. Esta ampliación cuantitativa
acarreó una importante transformación cualitativa: El primitivo carácter del Derecho
mercantil como Derecho esencialmente consuetudinario emanado de los propios círculos
interesados va a perderse en buena medida. El Derecho mercantil pasa a ser un Derecho
legislado emanado de los poderes estatales: el Derecho mercantil deja de ser un Derecho
de clase para convertirse en un Derecho del Estado.
Ahora bien, pese a la nacionalización (legalización) del Derecho mercantil, su
contenido continuó siendo esencialmente el mismo. Se trataba ahora, igual que antes, de un
Derecho dirigido a satisfacer las necesidades de la actividad económica organizada
profesionalmente. El ejemplo más palpable de todo cuanto venimos diciendo viene
representado por la elaboración en Francia de una Ordenanza de Comercio Terrestre de
carácter globalizador: la Ordenanza del ministro de Hacienda de Luis XIV, COLBERT,
promulgada en 1673.
En nuestro país el camino hacia esta nueva concepción del Derecho mercantil viene
representado por la recopilación de las distintas normas vigentes en algunos centros de
contratación destacados en cuerpos sistemáticos sancionados por la autoridad real: las
denominadas Ordenanzas Consulares, como las de Burgos de 1538, las de Sevilla de 1556
o las Ordenanzas de Bilbao de 1737. Entre estos diversos cuerpos legales, merece llamar la
atención sobre las citadas Ordenanzas de Bilbao de 1737, sancionadas por Felipe V. El
prestigio de las Ordenanzas de Bilbao, debido probablemente a su perfección técnica,
provocó ciertamente la aplicación de sus normas casi a todo el comercio terrestre y marítimo
nacional. Es más, puede decirse que, en nuestro país hasta la elaboración del Código de
comercio de 1829, las Ordenanzas de Bilbao recibieron aplicación casi con carácter general.
Las notas que caracterizan al Derecho mercantil en la Edad Moderna pueden
sintetizarse, siguiendo al profesor OLIVENCIA, en las siguientes:
a) La primera fuente formal de producción del Derecho mercantil pasa a ser la ley.
La costumbre, sin perder su carácter de fuente que la ley le reconoce, queda en un segundo

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plano. Se pasa de un Derecho fundamentalmente consuetudinario, emanado del ámbito de
los propios comerciantes, a un Derecho legislado por un poder externo y superior a las
organizaciones profesionales.
b) La potestad de dictar leyes radica en el Estado, esto es, en el poder soberano; razón
por la cual el Derecho mercantil se convierte en un Derecho escrito y estatal.
c) El criterio de delimitación de la materia mercantil continúa siendo,
esencialmente, subjetivo. Ahora bien, se inicia un proceso de expansión de la aplicación del
Derecho mercantil a otros sujetos no comerciantes y a actividades económicas distintas del
comercio. El viejo ius mercatorum se va, por tanto, objetivizando y se extiende a actos
realizados por no comerciantes que utilizan ocasionalmente instituciones propias del
comercio.
d) La nota de la internacionalidad del Derecho mercantil cede ante un progresivo
nacionalismo, que afirma el poder del Estado en su ámbito territorial de soberanía.

4. El Derecho Mercantil revolucionario o liberal: La etapa de las codificaciones

4.1. Preliminar

En el año 1789 tiene lugar un acontecimiento histórico de radical importancia cual


es la Revolución Francesa que, sin duda alguna, se erige en uno de los hitos fundamentales
dentro de la historia del Derecho mercantil moderno. No en vano, los principios
revolucionarios triunfantes (libertad e igualdad) impactan con fuerza sobre el edificio del
viejo sistema de Derecho mercantil heredado de la Baja Edad Media y lo modifican
profundamente.
En efecto, de una parte, la libertad constituye un principio político-jurídico en pugna
con el sistema corporativo, que impedía a cualquier persona dedicarse al comercio, toda vez
que era preciso inscribirse de antemano en el libro del gremio de comerciantes; lo que
requería de no pocos requisitos y no resultaba accesible a cualquiera. La fuerza político-
jurídica que emana del principio de libertad conduce a la abolición del sistema gremial por
el ministro TURGOT, merced a la Loi Chapellier. A partir de ese momento, toda persona
será libre para ejercer cualquier actividad económica o comercial y hacer de ella su
profesión, sin necesidad de inscribirse en corporación ni gremio alguno. De otra parte, la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley pugna con un Derecho mercantil clasista,
articulado en torno al privilegio, reclamando la superación de la configuración clasista y
corporativa del Derecho mercantil.

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En realidad, con el triunfo de la revolución francesa era razonable esperar la caída
de un Derecho mercantil concebido como ordenamiento especial, montado sobre el
privilegio. Sin embargo, sucedió justamente lo contrario, porque el Derecho mercantil no
sólo no desapareció con la Revolución, sino que, antes bien, se consolidó y se afirmó
definitivamente. A partir de ese momento, en efecto, el Derecho mercantil se separa
plenamente del Derecho civil y consigue una plena autonomía político-legislativa. Sucedió,
en realidad, que el Derecho mercantil, haciendo gala de su formidable capacidad de
adaptación a la realidad social, persigue -aunque sin llegar a conseguirlo- estructurarse sobre
la base de un sistema jurídico distinto: trata de dejar de ser un ius mercatorum para pasar a
tratar de configurarse como un ordenamiento de base objetiva, sustentado sobre la materia
objetiva de las actividades y operaciones realizadas por los comerciantes (actos de
comercio). Desde este instante, la condición de comerciante se adquirirá como consecuencia
del ejercicio efectivo del comercio, y no por concesión real ni por la inscripción en la
matrícula de alguna corporación.
Es ésta también la época en la que los Códigos sustituyen a la mera recopilación de
disposiciones y a la dispersión normativa. La concepción racionalista del Derecho imperante
en la época promueve e impulsa, ciertamente, la integración de las normas en grandes
cuerpos legales, inspirados por principios rectores, sistematizados en su contenido y dotados
de cierta unidad orgánica.

4.2. La codificación mercantil española

4.2.1. El Código de comercio de 1829: sistema y crítica


Tras diversas tentativas codificadoras, en noviembre de 1927, don Pedro SÁINZ DE
ANDINO eleva al Rey Fernando VII su célebre exposición sobre la necesidad de un Código
de comercio, en la que se ofrece él mismo para su redacción. Fernando VII acepta la
sugerencia y nombra una Comisión de la que será secretario el propio SÁINZ DE ANDINO.
En un breve lapso de tiempo, la Comisión elabora dos Proyectos de Código: uno de ellos
fruto del trabajo de la propia Comisión, el otro resultado de la labor directa realizada por su
secretario, SÁINZ DE ANDINO. Presentados ambos Proyectos al Monarca, éste se decide
por el de SÁINZ DE ANDINO, que lo promulga como Código de comercio el 30 de mayo
de 1829.
Se trata de un Código de alta factura técnica y, aunque contaba con una fuerte
inspiración del Code francés, recogía bastante material procedente de nuestras Ordenanzas

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históricas. Huella de la influencia francesa la encontramos en la pretendida objetivación del
sistema, en virtud de la cual el Derecho mercantil dejaba de ser un Derecho de los
comerciantes para convertirse en un Derecho de los actos de comercio. A cualquier persona
se aplicará el Derecho civil o mercantil según realice actos civiles o mercantiles. Pese a todo,
sin embargo, no faltan a lo largo de su articulado reminiscencias de una concepción subjetiva
del Derecho mercantil. Este Código de comercio se basa, por tanto, en los conceptos de acto
de comercio y comerciante. Pero ocurre que ambos conceptos están mal conectados porque,
por una parte, se dice que es comerciante quien realiza actos de comercio y, sin embargo,
resulta que muchos de los actos de comercio recogidos en el Código reciben esta
consideración precisamente a consecuencia de la participación en ellos de uno o dos
comerciantes. Razón por la cual resulta imposible adscribir tajantemente este Código al
sistema objetivo o al subjetivo.

4.2.2. El Código de comercio de 1885: sistema y crítica


El Código de 1829 había dejado ciertos sectores del Derecho mercantil fuera de su
regulación. Así ocurría, por ejemplo, con el sector bancario y el bursátil. Ello explica la
aparición de una legislación complementaria que en poco tiempo comenzó a reclamar la
necesidad de revisar el Código a fin de unificar la materia mercantil. A estos efectos, ya en
1834 se nombró una primera Comisión encargada de preparar un nuevo texto legal. A esta
Comisión siguieron otras cuyos trabajos no llegaron a plasmarse en propuestas concretas.
Habrá que esperar al año 1875 para encontrarnos ante un primer Anteproyecto de Código de
comercio, que abrirá el paso al Proyecto de 1881 presentado a las Cortes en 1882. Tras
escasa discusión, el Proyecto se aprueba y se promulga por Ley de 22 de agosto de 1885,
entrando en vigor el 1 de enero de 1886.
El modelo utilizado por las diversas comisiones para el desempeño de su labor
consistió, en general, en el Código de comercio de 1829 y en la legislación mercantil especial
publicada con posterioridad a fin de colmar las lagunas de aquél. Por ello, el plan del Código
de comercio de 1885 coincide básicamente con el del Código de comercio de 1829.
En la Exposición de Motivos del Código de comercio el legislador critica con dureza
el sistema del Código de comercio 1829, al que acusa de haber traicionado los postulados
revolucionarios y de no haber logrado su pretensión fundamental y básica: la de conformar
un Derecho mercantil objetivo. Le acusa, en suma, de haberse convertido en un Derecho
mercantil de los comerciantes y, por lo tanto, privilegiado o clasista. Parece evidente, por
consiguiente, que el Código de comercio de 1885 trata de alinearse a los Códigos de cuño

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objetivo basados en el acto objetivo de comercio. Así, en la propia Exposición de Motivos
del Código de comercio 1885 se anuncia la nueva consideración del Derecho mercantil
(“bajo una faz completamente nueva”).
En realidad, no debemos confiar demasiado en este alarde revolucionario, pues del
articulado de ambos Códigos se pone de manifiesto, empero, que el criterio delimitador de
la mercantilidad presente en ellos es el mismo. De modo que ni el Código de comercio 1829
es tan subjetivo ni el Código de comercio 1885 tan objetivo.
El carácter objetivo de este último suele fundarse en lo dispuesto en su artículo 2.
Señala este precepto, en efecto, que los actos de comercio, sean o no comerciantes los que
los ejecuten, y estén o no especificados en este Código, se regirán por las disposiciones
contenidas en él; en su defecto, por los usos del comercio observados generalmente en cada
plaza; y a falta de ambas reglas, por las del Derecho común. Y añade en su apdo. 2º: (s)erán
reputados actos de comercio los comprendidos en este Código y cualesquiera otros de
naturaleza análoga.
Respecto al primero de los planos contemplados en el artículo 2 Código de comercio,
el de la materia regulada por el Derecho mercantil (que es el que aquí interesa), ésta viene
constituida -según el Código- por los ya conocidos como “actos de comercio”. Dos aspectos
conviene destacar al respecto:
(a) Por una parte, de forma literal el legislador afirma que el Código será aplicado a
los actos de comercio con independencia de que sean o no comerciantes quienes los
ejecuten. En esta expresión puede observarse la recepción y consagración legal de un
principio de carácter objetivo, el de la indiferencia del autor. Este importante dato normativo
conduce a la afirmación de que el Derecho mercantil está llamado a regular tanto los actos
de comercio realizados por comerciantes de forma profesional, esto es, de forma masiva (los
llamados actos de comercio orgánicos o profesionales), como los actos de comercio
esporádicos, ocasionales o aislados, realizados entre no comerciantes o entre comerciantes
y no comerciantes. Aparece así un Derecho mercantil bifronte (Garrigues).
Sin embargo, este principio antiprofesional y anticorporativo va a ser objeto de
flagrantes traiciones. Así ocurre cuando es la presencia y participación, sin más, de un
comerciante el dato normativo que cualifica un acto u operación como de comercio y
determina, por ende, su sometimiento a las normas del Derecho mercantil.
(b) Por otra parte, en el primer inciso del artículo 2.1 Código de comercio el
legislador añade que el Código resulta aplicable a los actos de comercio con independencia
de que estén o no especificados en este Código. Este inciso debe ser puesto en relación con

14
la llamada regla de la mercantilidad por analogía, contenida en el artículo 2.2 Código de
comercio, a la posteriormente tendremos ocasión de referirnos. El problema más importante
estriba en que el Código no lleva a cabo un concepto/definición de acto de comercio, ni los
enumera.
Pese a que no contamos con un concepto general (rectius, normativo) de acto
objetivo de comercio, no excusa al intérprete de inducir (o, cuando menos, intentarlo) un
concepto positivo de acto de comercio a partir de las disposiciones contenidas en el Código.
La observación de la totalidad del articulado del Código de comercio muestra que éste
contempla como actos de comercio dos categorías perfectamente diferenciables:
A) Actos de comercio sustancialmente mercantiles, esto es, actos de comercio que
lo son por razón de su propia naturaleza sustantiva: p. ej. la letra de cambio. Son éstos los
actos regulados exclusivamente por el Código de comercio.
B) Existe un grupo de actos de comercio por adherencias socioeconómicas de
diversos tipos, esto es, actos que pueden ser tanto civiles como mercantiles (vgr.
compraventa, préstamo, depósito, etc.). No nos encontramos ahora ante actos considerados
tradicionalmente como mercantiles, sino ante actos que, por tener una doble existencia legal
(civil y mercantil), plantean con mayor fuerza el problema de su calificación civil o mercantil
(¿por qué una compraventa es civil y no mercantil, o a la inversa?) y, por consiguiente,
parecen más aptos que los anteriores para dejar entrever la esencia última del acto mercantil,
en la que hemos de suponer inspirada la separación legal y, por ende, la esencia de la
mercantilidad.
En conclusión, hay que renunciar a un concepto unitario y general de acto objetivo
de comercio en nuestro Código de comercio. En él hay actos objetivos y actos subjetivos.
Hay actos objetivos que lo son de comercio por el sólo hecho de hallarse comprendidos en
el Código (conforme a su artículo 2); pero ninguno de ellos es apto para mostrar el arcano
de la esencia última de la mercantilidad, porque pueden ser utilizados con finalidad
mediadora o no, con carácter aislado o en masa, y con propósito de lucro o de liberalidad
(así, cfr. la norma contenida en el art. 314 Código de comercio). Otra clase de actos requieren
de la participación de un comerciante para ser considerados mercantiles, de modo que nada
dicen acerca de la esencia objetiva del acto de comercio.
El recurso a la analogía se muestra como una fórmula hábil, pero su aplicación
práctica no resulta fácil, a falta de un concepto general unitario de acto objetivo de comercio.
Si no se sabe con certeza qué sea un acto objetivo de comercio, la aplicación de la regla de
la analogía puede devenir caprichosa e infructuosa y no exenta de contradicciones

15
Tras lo dicho no puede sorprender que el Código 1885 haya sido objeto de fuerte
crítica. Su contenido refleja una combinación de criterios objetivos y subjetivos, lo que, en
verdad, no constituye ninguna novedad en la medida en que en la práctica no ha habido en
ningún Derecho ni en ninguna época un sistema puro objetivo o subjetivo, sino que, por el
contrario, todos los sistemas de calificación de actos mercantiles han sido siempre mixtos.

III. LA RECTIFICACIÓN METODOLÓGICA EN LA CONSTRUCCIÓN DEL


CONCEPTO DE DERECHO MERCANTIL

Con la Codificación se inicia la verdadera preocupación por el concepto de Derecho


mercantil. Concretamente, la doctrina hace un primer intento de construcción inductiva del
concepto de Derecho mercantil, alrededor de la noción de acto de comercio. Pero la
construcción del Derecho mercantil sobre la base del acto objetivo de comercio como hemos
visto resulta prácticamente infructuosa.
No puede sorprender así que un sector doctrinal más realista llegase a reconocer la
inviabilidad de construir un concepto unitario de acto de comercio en torno al que elaborar
el concepto de Derecho mercantil. Estos autores entienden que el legislador, al enumerar los
actos que considera de comercio, no ha atendido a un único criterio fundamental, sino a
diversas razones de índole histórica, de utilidad práctica o de simple oportunidad. Los
criterios empleados son así empíricos, a veces arbitrarios y hasta contradictorios; en todo
caso, heterogéneos.
Ante la imposibilidad de encontrar una noción unitaria de acto de comercio
compatible con las disposiciones legales vigentes, no hayan faltado posiciones claramente
pesismistas. En esta línea ha de situarse a NUSSBAUM, quien entiende que el Derecho
mercantil está afectado en su concepto esencial por un proceso de progresiva disolución.
Una vez rota la relación entre el Derecho mercantil y el comercio (entendido como categoría
económica) y producido el trasvase a otros sectores del tráfico patrimonial de las notas que
se consideran características del comercio, el Derecho que lo regula ha perdido las razones
de sus diferencias con el civil. Si a ello se añade que el acto de comercio era incapaz de servir
de base para estructurar un concepto de Derecho mercantil, es fácil comprender la aparición
de tesis marcadamente pesimistas.
Pese a todo, durante todo el S. XX se ensayaron diversos criterios auxiliares que
permitieran con cierta seguridad poder identificar los actos de comercio, para así poder
delimitar la materia mercantil. Veamos:

16
1. La doctrina de los actos realizados en masa (Heck)

En el año 1902 Philip HECK publicó un estudio en el que se preguntaba acerca del
porqué de la existencia de un Derecho privado mercantil diferenciado del Derecho civil
[Weshalb bestent ein von dem bürgerlichen Recht gesondertes Handelsprivatrecht, 92, ACP
1902, pp. 438 y ss.]. A los efectos de dar respuesta a tal cuestión, estimó HECK que debía
procederse con un método empírico de atenta observación de la realidad, intentando extraer
el rasgo esencial que, desde el punto de vista del ordenamiento jurídico, posee el ejercicio
de una actividad económica.
En este orden de ideas, HECK distinguió entre actos realizados en forma aislada y
actos realizados en masa. La actividad de un campesino y la de un comerciante -se
ejemplificaba- no se distinguen por su contenido, pues tanto el campesino como el
comerciante compran y venden; por el contrario, la diferencia estriba en la frecuencia con
que se realizan dichas actividades: mientras el campesino compra y vende ocasionalmente,
el comerciante vive de comprar y vender, de forma que hace de ello su profesión. A la vista
de tales consideraciones, afirmó el profesor de Tübingen que el rasgo esencial de la actividad
económica venía constituido por la presencia de esos actos realizados de un modo repetitivo
y constante. Y, justamente, esa actividad -se decía- es la que debería ser el objeto de atención
por parte del Derecho mercantil. El Derecho mercantil pasó a configurarse así, en la
concepción de HECK, como aquella parcela del ordenamiento jurídico privado destinada a
regular los actos realizados en masa.
La tesis de HECK se presenta así como una original superación de la teoría
puramente objetiva del Derecho mercantil. En efecto, al indicar que el objeto del Derecho
mercantil no viene constituido por el acto aislado de comercio, sino por actos de comercio
realizados en masa, este autor pone el acento en la actividad profesional realizada por el
comerciante, y no en el resultado de esa actividad, esto es, en el acto concreto de comercio.
Esta concepción acerca de la esencia conceptual del Derecho mercantil tuvo buena
acogida en la doctrina. En el Derecho extranjero autores tales como LOCHER o GORDON
la asumieron y desarrollaron con éxito, si bien desde puntos de vista muy distintos. En el
Derecho español la tesis mereció la adhesión de autores como GARRIGUES, BROSETA,
GIRÓN o LANGLE.
Con todo, es fácil apreciar en la doctrina de los actos en masa algunos puntos
susceptibles de crítica:

17
[1] En primer término, puede señalarse que en el Derecho mercantil existen
instituciones que no suponen necesariamente una realización repetitiva y constante.
[2] En segundo lugar, debe advertirse que la realización de actos en masa no es
exclusiva del Derecho mercantil.
Cabría así afirmar, en definitiva, que la teoría de los actos en masa, aun cuando captó
acertadamente la realidad económica en la que se desenvuelve la empresa, no incidió en
otros aspectos sumamente importantes para la comprensión del Derecho mercantil, como es
el aspecto organizativo de la empresa, que permite la realización no sólo de actos en masa
sino también de actos aislados (GARRIGUES).

2. La doctrina de la empresa

Según se ha visto, las tesis de HECK presentan la insuficiencia de no advertir que la


repetición masiva de actos implica el carácter profesional de la actividad a que pertenecen y
la existencia de una organización que permita su realización. Esta orientación se va a
manifestar de forma clara en la obra de WIELAND, cuya labor parte precisamente de una
crítica de las ideas de otros autores y, entre ellos, de las de HECK, al que acusa de atender
sólo a los aspectos externos del comercio y de los actos contemplados. Ello le llevará a
formular la bien conocida doctrina de la empresa, que bien puede considerarse el intento
más consistente de los últimos tiempos dirigido a ofrecer un concepto unitario y sistemático
del Derecho mercantil.
En su tratado sobre el Derecho mercantil [Handelsrecht, I-II, Munchen-Leipzig,
1921-1931], WIELAND pretendió, más que ofrecer un determinado concepto de la
disciplina, buscar un elemento aglutinante que fuese capaz de otorgar unidad al sistema. La
intención de WIELAND no estribaba así en hallar un concepto formal del Derecho
mercantil, sino más bien en buscar un concepto sustancial de esta parcela del Ordenamiento
jurídico, válido con independencia de los distintos factores positivos imperantes en cada
momento y lugar.
A fin de lograr dicho objetivo, lo primero que hizo fue abandonar uno de los axiomas
tradicionales en torno al que solía estructurarse el Derecho mercantil: el concepto de
comercio. Para WIELAND, el comercio, en cuanto fenómeno económico, se presenta como
un instrumento ineficaz para poder comprender el Derecho mercantil contemporáneo, de
contenido bastante más amplio que el que se puede vincular simple y llanamente con el
comercio. Se hacía preciso, por consiguiente, buscar un denominador común.

18
A partir de los estudios realizados por las doctrinas económicas, WIELAND ve en
la empresa ese elemento aglutinante del Derecho mercantil. La empresa se conceptúa como
un empleo de los factores económicos -capital y trabajo- para la obtención de una ganancia
incierta. Tales factores son combinados por el empresario en aras de la obtención de una
ganancia incierta (comúnmente denominado riesgo). En suma, allí donde existan estos
elementos nos encontraremos con el Derecho mercantil.
Las tesis de WIELAND tuvieron una amplia acogida en la doctrina alemana, que
pasó pronto a centrar su atención en el titular de la empresa, esto es, en el empresario como
protagonista del tráfico. Se propicia así la elaboración de una nueva base para el Derecho
mercantil, que se convertirá en el Derecho de las empresas, con sustitución de los conceptos
de comercio y de comerciante por los de empresa y empresario.
Pero, sin duda, el mérito de la defensa, desarrollo y difusión de la denominada teoría
de la empresa ha de imputarse destacadamente al insigne jurista italiano Lorenzo MOSSA.
En efecto, al poco de publicarse el Handelsrecht de WIELAND (en donde este autor
desarrollaba ampliamente su doctrina de la empresa) podía leerse en la Rivista di Diritto
Commerciale una elogiosa recensión de esta obra, firmada por Lorenzo MOSSA. Este hecho
hacía presagiar que las ideas de WIELAND iban a encontrar en Lorenzo MOSSA un
acérrimo defensor. Y así ocurrió, como lo demuestran sus estudios posteriores en los que
prestó una atención preferente a la doctrina de la empresa. En ellos MOSSA se inclina
decididamente por el llamado método de la observación de la realidad económica. Desde
esta óptica, advierte la naturaleza sustancialmente profesional que tiene el Derecho
mercantil. Éste ha sido siempre el Derecho de la economía organizada, de los núcleos y
organizaciones económicas; y como quiera que en el tiempo presente estas organizaciones
son las empresas, el Derecho mercantil es el Derecho de las empresas, entendidas como
entidades económicas que por su actividad se proyectan en el campo jurídico llegando a
plantear unas exigencias que obligan al Derecho mercantil a reconocerles una entidad propia
separada de la de su titular.
Así conceptuado, el Derecho mercantil debe abarcar toda la vida de las empresas:
su nacimiento, organización, protección, relaciones con terceros y extinción. No deben ser
objeto del Derecho mercantil, en cambio, los actos aislados de comercio, toda vez que no
son el resultado de una actividad profesional ejercitada en forma de empresa. Tan sólo habría
que excepcionar de lo anterior la regulación de los títulos de crédito que continuarían siendo
objeto del Derecho mercantil por exigencias de una tradición secular y por su difícil
encuadramiento en cualquier otra parcela del ordenamiento jurídico.

19
A modo de conclusión, cabría decir que, merced fundamentalmente a los esfuerzos
de WIELAND y MOSSA, el Derecho mercantil pasa de ser un Derecho del comercio a ser
un Derecho de la Empresa, sucediendo al comerciante el empresario.
La doctrina de la empresa ha tenido -y sigue teniendo- importantes repercusiones en
la doctrina española.
A modo de epílogo conclusivo, cabría señalar, pues, que la materia mercantil está
formada básicamente por dos grandes áreas: el empresario (sus clases y estatuto) y la
actividad externa de la empresa (sus elementos personales e instrumentales, las
obligaciones y los contratos mercantiles). Junto a este núcleo esencial pertenecen a la
materia mercantil actos aislados de comercio e instituciones que, nacidas en el seno del
tráfico mercantil y preferentemente utilizadas por los empresarios, se han generalizado a
otros ámbitos de la actividad económica. Con las excepciones y limitaciones indicadas, el
Derecho mercantil se nos presenta, en definitiva, como un Derecho ordenador de algunos
aspectos de la actividad empresarial relativos al estatuto del empresario (capacidad y
prohibiciones, contabilidad y Registro mercantil), ciertas peculiaridades en el régimen de los
colaboradores, la disciplina jurídica de la actividad empresarial en el mercado (competencia
y propiedad industrial), las sociedades mercantiles, los instrumentos jurídicos de la actividad
externa empresarial (títulos valores y contratos mercantiles) y la crisis económica del
empresario (quiebra y suspensión de pagos).

3. (Pen-)última tendencia: ¿hacia un derecho del mercado?

La exposición que acaba de realizarse quedaría incompleta a falta de una referencia


a ciertas corrientes novedosas que se dejan sentir desde hace algún tiempo, y con creciente
fuerza en las últimas décadas. La atenta observación de la realidad normativa y económica
pone de manifiesto que el Derecho mercantil tiende a dejar de ser el ordenamiento regulador
del estatuto jurídico especial de la actuación del empresario (mercantil) y de su actividad
externa a través de la empresa, para dar entrada en su seno a nuevos protagonistas
(empresarios mercantiles, como hasta ahora, pero también empresarios no mercantiles e
incluso profesionales stricto sensu, y, desde otro punto de vista, a la otra parte de las
relaciones que se entablan en el mercado, esto es, consumidores y usuarios). La atenta
observación de la realidad propone, en suma, un cambio en el criterio delimitador de la
disciplina: del Derecho mercantil como ordenamiento de la empresa -o, al menos, del titular

20
de ésta y de su actuación externa- se pasa al Derecho mercantil como ordenamiento del
mercado.
Conforme a este modo de ver las cosas, es el mercado, en cuanto lugar ideal de
encuentro de la oferta y la demanda, el criterio sistemático más adecuado para la completa
ordenación de la materia mercantil. Es más, tras la promulgación de nuestra vigente
Constitución de 1978, estas corrientes han encontrado un sólido apoyo en la disposición
contenida en el art. 38 de dicho cuerpo legal (el principio de libertad de empresa en el marco
de la economía de mercado). La construcción del sistema del Derecho mercantil alrededor
del eje del mercado permitiría, según esta tendencia doctrinal, incluir en su seno el estudio
de la actuación económica pública directa a través de instituciones jurídico-privadas así
como el Derecho de los consumidores y usuarios y, a la postre, otorgaría el puesto y lugar
que corresponde al Derecho de la competencia. En este contexto destaca, muy
particularmente, la protección o defensa de los consumidores y usuarios, lo que, a la postre,
implica que el empresario -tanto el privado como el público- deja de ser el único
protagonista, dándose entrada al Estado y a los consumidores en materias tan relevantes
como, por ejemplo, la responsabilidad del empresario, su actividad negocial, la publicidad
comercial o la competencia empresarial.
Se contemplan así la empresa y el mercado como los ejes del nuevo sistema, lo que
permite atender la ordenación de distintos y contrapuestos intereses que se presentan en el
mercado. De este modo, el empresario no es ya el protagonista absoluto y único, porque a
su lado aparecen otros protagonistas activos, entre los que destacan los consumidores,
quedando todos ellos regulados en el marco de este nuevo Derecho mercantil transformado
en el ordenamiento del mercado.
Con todo, el elemento central o de cohesión de este Derecho mercantil entendido
como ordenamiento del mercado se ubicaría en el Derecho de la competencia, cuya amplia
y plural problemática (Derecho de la propiedad industrial, de la deslealtad concurrencial y
de las prácticas contrarias a la libre competencia -o Derecho antitrust-) debería encuadrarse
en una concepción unitaria de todo el Derecho de la competencia. La misión del Derecho de
la competencia globalmente entendido residiría en controlar el poder del mercado frente a
las naturales aspiraciones del empresario a conquistar posiciones hegemónicas y
dominantes. En este sentido, el Derecho de la competencia permitiría superar como ningún
otro la tradicional división entre Derecho público y Derecho privado, constituyendo el lugar
de encuentro y comunión de los diversos valores, intereses y grupos de normas intervinientes
en el mercado. El Derecho mercantil deja así de ser un ordenamiento privado para

21
salvaguarda de los derechos subjetivos de los empresarios para pasar a primar la idea de
la protección institucional, inspirada en los principios rectores de la política económica y
social o, si se prefiere, de la necesidad de tutelar la institución misma del mercado y de la
competencia, desde la perspectiva de su función social (MENÉNDEZ).
Llegados a este punto, la cuestión que se plantea es si puede realmente aceptarse la
tesis que identifica el Derecho mercantil con el Derecho del mercado. En este sentido, no se
puede desconocer que la actividad empresarial, como actividad de organización de los
factores de la producción de cara al mercado, sigue siendo el elemento nuclear de la vida
económica. Lo que ocurre, más bien, es que tanto en la estructura u organización de la
titularidad de la empresa como en la actividad de ésta en el mercado se toman en cuenta
otros intereses, de tal forma que, junto a los privados del empresario, entrarán en juego otros,
tanto públicos (defensa del mercado mismo) como privados (protección de los
consumidores). A su vez, se ha objetado a esta concesión el hecho de que la alusión al
mercado lleva siempre consigo connotaciones iuspublicistas que deben mantenerse alejadas
de la noción de Derecho mercantil (sin perjuicio de reconocer el proceso de desprivatización
de nuestro Derecho privado). Es innegable, en efecto, que en el mercado confluyen normas
de variada naturaleza (administrativas, fiscales, laborales, etc.), algunas de las cuales
difícilmente pueden agruparse en torno al Derecho mercantil.
Sin embargo, a día de hoy no es dudoso reconocer la utilidad de la noción de mercado
como criterio auxiliar (no medular o básico) para la ordenación y sistematización del
Derecho mercantil del presente histórico. El mercado no es una categoría suficiente para
reemplazar enteramente a la empresa en la ordenación de la materia mercantil (que sigue
siendo el elemento nuclear del sistema jurídico-mercantil y no un simple operador más del
mercado), pero es un elemento básico para conceptuar a esta disciplina.
El resultado es que, aun cuando -con las matizaciones apuntadas- se centre el núcleo
conceptual del Derecho mercantil en la noción de empresa y empresario, se hace necesario
acudir a los conceptos de mercado y competencia para ayudar a ordenar y sistematizar los
contenidos de esta disciplina jurídica. En otras palabras: este segundo planteamiento, atento
a las exigencias de la Constitución económica pero apegado aún a la noción de empresa
como elemento central del sistema jurídico-mercantil, no deja de ver en la empresa/y o el
empresario el criterio sistematizador del Derecho mercantil del presente histórico, pero
sometido a significativas matizaciones. Y esto por cuanto que la noción de empresa no puede
ignorar su dimensión concurrencial en el mercado, toda vez que la competencia empresarial
determina, de un lado, la configuración dominical de la empresa (propiedad industrial) y,

22
de otro, orienta y condiciona la organización de su actividad económica con vistas a la
economicidad o productividad y su propia subsistencia en el mercado competitivo.

IV. EL TEMA DE LA AUTONOMÍA DEL DERECHO MERCANTIL

1. Introducción

La circunstancia ya conocida de que el Derecho Mercantil sea un Derecho privado


especial, desgajado del tronco del Derecho común, y provisto de autonomía (además, desde
luego, de científica y didáctica) legislativa a raíz del proceso codificador (y, por tanto, de la
dualidad de códigos de Derecho privado que, al menos en nuestro país, llega hasta nuestros
días) plantea el problema relativo a las relaciones entre este Derecho especial y el Derecho
civil o común. En esencia, se trata de una cuestión de límites que ordinariamente se resuelve
afirmando la autonomía del Derecho especial, o sea, el mercantil, que acota su propio ámbito
de aplicación y lo somete a principios especiales.
El asunto, sin embargo, no es tan sencillo. En este contexto, el vocablo autonomía
puede significar muchas cosas, aun en situaciones, como la del ordenamiento italiano, en
que la separación o dualidad legislativa ha desaparecido en su práctica totalidad (desde el
año 1942 existe un solo Codice civile en el que, en buena medida, se recogen las normas
existentes hasta ese momento en los Códigos civil y de comercio) e incluso en situaciones
como la del ordenamiento suizo, en el que desde hace tiempo el proceso de unificación
legislativa, aun cuando sólo en parte, se halla sumamente avanzado.

2. El problema de las relaciones entre Derecho civil y Derecho mercantil: A)


Historicidad, relatividad y sentido de la existencia de un Derecho mercantil
separado del civil. B) La comercialización del Derecho civil y la unificación del
Derecho privado.

Planteada así la cuestión, se hace necesario esclarecer el problema de las relaciones


entre Derecho civil y Derecho mercantil en nuestro ordenamiento jurídico.

A) Historicidad, relatividad y sentido de la existencia de un Derecho mercantil separado


del civil

23
En el análisis sucinto del proceso de surgimiento del Derecho mercantil en cuanto
sector del ordenamiento, se ha tenido ya ocasión de poner de manifiesto que esta rama del
ordenamiento jurídico constituye una categoría histórica. Ahora bien, cierto es que su origen
es fruto de la necesidad histórica; pero eso no significa que su existencia actual, y su
configuración como Derecho especial, exija unas especiales características. Piénsese, por
ejemplo lo que ocurre en los sistemas de common law, en los que la dualidad de
ordenamientos privados -civil y mercantil- o no ha llegado a conocerse o desapareció hace
siglos. Por tanto, ni ha existido siempre y en todos los lugares, ni donde existe ha de seguir
haciéndolo por fuerza, ni, sobre todo, presenta las mismas notas caracterizadoras.
En consecuencia, el problema de la autonomía del Derecho mercantil no puede
plantearse de modo abstracto, absoluto. Es más, la palabra autonomía no puede equivaler en
modo alguno a independencia. Es incuestionable que el Derecho mercantil, desgajado del
tronco del Derecho común o civil, sigue siendo tributario y dependiente de éste, de sus
categorías generales y de sus soluciones en aquellos casos en que el Derecho mercantil no
cuenta con soluciones para los problemas que se plantean (o sea, en caso de lagunas, en el
que se aplica supletoriamente el Derecho civil o común: art. 2 del Cco; aunque resulta, sin
más, del art. 4.3 Cc), o, simplemente, considera aceptables las soluciones del Derecho común
y, por tanto, considera innecesario promulgar normas especiales de carácter mercantil
(efectuando, por ello, un llamamiento integrador al Derecho civil o común: art. 50 del Cco).

B) La comercialización del Derecho civil y la unificación del Derecho privado

Al mismo tiempo, se puede apreciar un proceso histórico de ampliación de la materia


regulada y correlativo desplazamiento del Derecho civil o común. Se habla, en efecto, de
generalización del Derecho mercantil o comercialización del Derecho civil. Con esto se
quiere designar aquel fenómeno jurídico por cuya virtud las normas y principios propios del
Derecho especial (mercantil) se asientan y consolidan en ámbitos originariamente no
mercantiles (en el sentido de no acotados por la regulación especial), de modo que regulan
ámbitos sometidos anteriormente al Derecho civil y, de tal modo, desplazan a este último,
con lo que las normas originariamente especiales dejan de serlo y se convierten en generales.
La fase final de este proceso viene representada, razonablemente, por la unificación
del Derecho privado, en la medida en que desaparece la razón de ser de la especialidad (y, a
veces, incluso, la dualidad legislativa: ad exemplum, contratación a través de condiciones
generales, contrato de seguro, o, ahora, en nuestro Derecho, el sistema jurídico concursal).

24
Así ha sucedido ya en los ordenamientos suizo e italiano, y sucede de modo paulatino en el
ordenamiento español (por ejemplo, contratos de seguro, transporte, contratos de consumo,
medios de pago, condiciones generales y cláusulas abusivas, últimamente, como se sabe, Derecho
concursal, etc.)

¿Aun así autonomía?

La verdad es, sin embargo, que incluso en estos casos, dentro de los sistemas así
unificados (en mayor o menor medida) subsiste una materia mercantil que se rige por
normas particulares. Se plantea, por ello, el problema de si, aun perdida la autonomía
legislativa, puede admitirse que sigue existiendo una materia específica que permita
fundamentar la subsistencia del Derecho mercantil en cuanto Derecho especial dentro de
sistemas de Derecho patrimonial privado formalmente unificados.

Puntualizaciones preliminares:

Y a este respecto conviene realizar algunas puntualizaciones de carácter preliminar:

1º.- Conviene notar, en primer lugar, que el Derecho mercantil no regía tan sólo lo relativo
a las obligaciones y contratos, en los sistemas ahora unificados, sino que además incluía el
estatuto jurídico especial de una clase de personas (comerciantes, empresarios mercantiles,
...) y que, con más o menos matices, este último subsiste en los sistemas unificados;

2º.- y, en segundo lugar, que, incluso, hay cierto tipo de contratos que, por definición,
requieren la presencia de un contratante por así decir profesional (así, contratos de leasing
o arrendamiento financiero, contratos bancarios, de seguro, o incluso la propia utilización
de condiciones generales de la contratación, que constituye un fenómeno específicamente
empresarial), circunstancias, éstas, que, como se acaba de advertir, podrían conducir a la
conclusión de que dentro de los sistemas unificados subsiste una materia mercantil regida
por normas particulares.

Conclusión:

Ni siquiera estas consideraciones permiten fundar la autonomía del Derecho


mercantil frente al civil. En un sistema unitario no ha lugar para categorías o vocablos como
el de autonomía. Cabrá hablar, a lo sumo, de una parte del ordenamiento que, sin romper la
unidad, adapta o modula en determinadas materias los principios generales que informan al
sistema. De este modo alcanza justificación la autonomía docente o científica, pero más
como división de tareas o sistematización de la programación docente que como una
dicotomía del Derecho objetivo privado, que ya no existe en los sistemas unificados que
ahora nos ocupan.

¿Fundamento constitucional de la separación y autonomía del D Mercantil?

25
No obstante, en el caso español los apdos. 6º y 8º del art. 149.1 de la CE y su
relevancia en cuanto a la distribución de competencia legislativa entre el Estado y las
Comunidades Autónomas inducen a pensar que por el momento va a subsistir la dualidad
legislativa, y, por ende, la autonomía normativa del Derecho mercantil, por mucho que
evolucione y se transforme la materia regulada.

V. LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA Y EL DERECHO MERCANTIL

Pese al reconocimiento de la autonomía del Derecho mercantil, es obvio que éste


debe amoldarse al orden político, social, económico y jurídico establecido e instaurado por
nuestra Constitución. Al respecto, el texto constitucional proporciona dos elementos claves:
la constitucionalización de la legislación mercantil, al establecer que el Estado ostenta sobre
la misma una competencia exclusiva (artículo 149.1.6ª), y, muy en particular, el conjunto de
preceptos configuradores de lo que convencionalmente se ha dado en llamar la Constitución
económica. Conviene, por tanto, detenerse en exponer la forma en que la Constitución ha
afectado al concepto y esencia del Derecho mercantil.

1. La incidencia de la Constitución económica en el Ordenamiento mercantil.


Preliminar

En nuestros días, los fundamentos normativos que han de informar y orientar todo
intento de sistematización del Derecho mercantil vienen establecidos en la Constitución
española de 1978 y, más precisamente, en el sistema económico constitucional. Es ésta una
cuestión sobre la que reina pleno consenso doctrinal. Efectivamente, el respeto a los
postulados constitucionales condiciona la interpretación y el alcance de las normas jurídico-
mercantiles, e incluso puede originar zonas de fricción con esos preceptos jurídicos privados,
en cuyo caso la norma constitucional prevalecerá siempre sobre éstos (URÍA). Hoy, en suma
-en expresión de FONT GALÁN-, la troncalidad -el sistema jurídico- del Derecho
mercantil sólo puede buscarse y, acaso, entreverse, por elevación constitucional, en una
arboleda perdida, dispersa y plural, de normas legales destinadas al mercado y a sus
protagonistas, en las que, progresivamente, se han ido barriendo los tradicionales linderos
entre lo público y lo privado, y bajo cuya imperativa sombra reguladora se desarrolla el
proceso económico y el tráfico de intercambios propios del mercado: la Constitución
económica.
Sin perjuicio de lo que se dirá a continuación, puede señalarse aquí con SÁNCHEZ
CALERO que la incidencia de la Constitución económica en el Derecho mercantil se
manifiesta principalmente en los siguientes aspectos:
1º) En primer lugar, en el reconocimiento de la iniciativa privada de los empresarios
(artículo 38), que se conjuga con el derecho de propiedad (artículo 33.1).

26
2º) En segundo lugar, en la posibilidad de que junto a esa iniciativa de los particulares
surja, cuando la ley lo autorice, la iniciativa económica de la Administración pública, bien
en formas empresariales de Derecho privado (sociedad anónima, etc.) o de Entes
administrativos (cfr. artículo 128).
3º) En tercer lugar, en el dato de que el poder de gestión, que la iniciativa económica
comporta, ha de estar subordinado al interés general (artículo 128.1); por lo que habrán de
considerarse ilícitos, entre otros actos, los que impliquen prácticas restrictivas de la
competencia y abusos de posiciones dominantes en el mercado; sin olvidar la función social
que la iniciativa económica debe cumplir.
4º) En cuarto lugar, en el hecho de que el empresario ha de ver compartido su poder
de gestión mediante diversas formas de participación de los trabajadores en la empresa;
participación que será más activa en las empresas cooperativas.
5º) En quinto lugar, el deber de que la planificación de la actividad económica
fomente la iniciativa de los particulares para el crecimiento de los recursos del país,
tendiendo también a equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial (artículos 38 y
131).
6º) En sexto lugar, la exigencia, merced a la unidad de mercado, de que las leyes
mercantiles tengan carácter estatal (artículo 149.6), sin perjuicio de que en algunos aspectos
se confíe a las Comunidades autónomas facultades para su desarrollo y ejecución (...).
7º) Y finalmente, en séptimo lugar, el establecimiento de la protección del
consumidor o usuario como un principio general que, conforme al artículo 51, informa el
ordenamiento jurídico, respetando el marco del sistema económico diseñado en los artículos
38 y 128 de la Constitución y con sujeción a lo establecido en el artículo 139 (principio de
la igualdad de los españoles en los territorios del Estado y de la libertad de establecimiento
y circulación de personas y bienes).

2. Fundamentos y principios normativo-constitucionales del Derecho mercantil del


presente histórico

España -según dispone el artículo 1 Constitución- se constituye en un Estado social


y democrático de Derecho. Pues bien, para la consecución de la realización del Estado social
se ha constitucionalizado un sistema de principios económicos y sociales y se ha establecido
un denso programa de objetivos socioeconómicos e institucionales que ejercen una función
transformadora del Derecho mercantil preconstitucional y, muy en particular, del Codificado
(piénsese, v. gr., en materias tales como la protección de los consumidores y usuarios, la
cogestión, el cooperativismo etc.). Las normas económico-constitucionales en las que se
contienen los principios fundamentales que informan la ordenación de la Economía
constituyen, de este modo, un marco primario de obligada referencia, sobre el que se
sustenta la ordenación jurídico-mercantil de la actividad de empresa, por lo que jugarán una
función conformadora del global Derecho privado (y, por ende, del Derecho mercantil), que
habrá de configurarse en la línea de tales principios (GONDRA ROMERO). Tales principios

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o índices normativos pueden cifrarse en los siguientes: [1º] el principio del Estado social;
[2º] La cláusula marco de la economía de mercado; [3º] el principio de la coiniciativa
pública y privada en la actividad económica; [4º] el principio de la libertad de empresa y
su limitabilidad; [5º] el principio de la productividad empresarial; [6º] El principio de la
adecuación socioeconómica de la actividad empresarial; [7º] El principio de defensa de los
consumidores y usuarios; [8º] y, finalmente, el principio de unidad de mercado.

2.1. El principio del Estado Social

Como ha subrayado la doctrina, el valor normativo de la cláusula del Estado Social


reside en constituir un elemento motor de la reforma del Derecho mercantil que expresa, en
el plano de la política jurídica, las transformaciones del Derecho mercantil característico del
Estado liberal, esto es, del Derecho mercantil inhibido y neutral, de carácter
predominantemente dispositivo. El Estado Social compromete socialmente al Derecho
mercantil y le impele a experimentar una radical mutación interna, cuyo resultado es un
Derecho fundamentalmente imperativo, con aspiraciones a una función de ordenación del
devenir económico de la sociedad civil. La cláusula del Estado Social propugna, en suma,
una total reinterpretación del Derecho privado clásico, con vistas a su plena adecuación al
novedoso ideal social. El Derecho mercantil del Estado social debe, pues, perder su carácter
inhibicionista y dispositivo.
Mas, en el momento presente, no es menos perceptible un fenómeno de signo inverso
al que sumariamente acaba de describirse. En la medida en que las normas integrantes del
Derecho mercantil se correspondan más y mejor con la aludida corriente neoliberal, se
alejarán del principio del Estado social, por lo que deberá ponerse en cuestión su adecuación
al sistema económico constitucionalizado.

2.2. La cláusula-marco de la economía de mercado

La cláusula-marco de la economía de mercado que se contiene en el artículo 38 de


la Constitución propone un concreto -aunque flexible- sistema económico cuyo orden
jurídico ha de buscarse en la autointegración del texto constitucional, en las claves o señas
de identidad contenidas en la propia Constitución económica. A pesar de su flexibilidad, la
cláusula de la economía de mercado delimita, dentro de amplios márgenes, el marco
económico constitucional al que han de ajustarse los programas de los distintos gobiernos
constitucionales. De la cláusula de economía de mercado se extraen dos importantes claves
de nuestra Constitución económica que han de conformar el sistema jurídico del Derecho
mercantil:
[A] En primer lugar, en la cláusula-marco de la economía de mercado se contiene un
importante índice normativo e institucional que orienta y fundamenta la tendencia que
concibe el Derecho mercantil como Derecho del mercado. Se erige, así, el mercado en eje
de rotación del proceso económico, que tiene como polos, de un lado, los actos de empresa,

28
y de otro, los actos de consumo. De este modo, se abre un importante portillo a la irrupción
de consumidores y usuarios en el ámbito del Derecho mercantil (FONT GALÁN).
[B] En segundo lugar, en la cláusula marco de la economía de mercado se sustancia
el importante principio de la competencia económica, definidor de la esencialidad básica de
la economía de mercado. La competencia económica se presenta, de este modo, como el
núcleo conceptual de todo el sistema económico; pues, como se ha señalado con acierto, una
economía de mercado es una economía competitiva, en la medida en que no cabe hablar de
mercado sin competencia empresarial, ni de libertad de empresa sin libertad de competencia
(REICH, FONT GALÁN).

2.3. El principio de coiniciativa pública y privada en la actividad económica

La Constitución de 1978 ha consagrado, como uno de sus principios ordenadores del


sistema económico, la coiniciativa pública y privada en el ejercicio de la actividad
económica que se desarrolla en el mercado a través de las empresas: artículo 38 (libertad de
empresa) y artículo 128.2 (iniciativa económica pública). El Estado ha sido de este modo
investido legítimamente como empresario; cuestión sobre la que hay que efectuar alguna
precisión:
(a) Los índices normativos del sistema económico constitucional se aplican también,
por consiguiente, a las empresas públicas. Así las cosas, aun cuando la economicidad es una
nota que no parece formulada como principio constitucional con relación a las empresas
públicas, habrá de entenderse que, en la medida en que las empresas públicas entren en
competencia con las privadas, parece lógico exigir que su explotación se lleve a cabo de
acuerdo con criterios que, al menos tendencialmente, pretendan obtener un balance
equilibrado. Si las empresas públicas actuaran asumiendo sistemáticamente pérdidas se
estaría falseando la competencia y, posiblemente, atentando contra la misma libertad de
empresa. Otra cosa sucederá, obviamente, cuando la iniciativa pública responda al principio
de subsidiariedad, ya que en este supuesto la economicidad, como factor de igualdad entre
las empresas públicas y privadas en el mercado, carecería de sentido.
(b) Se discute, por otra parte, si la iniciativa pública debe fundarse en una
legitimación causal (principio de subsidiariedad) o, por el contrario, si el Estado puede
ejercerla sin necesidad de justificar el interés o necesidad social o general. A nuestro
entender, la última de las opciones apuntadas es la más acorde con el texto y el espíritu de
la Constitución: el Estado, al igual que los ciudadanos, es libre de acceder al mercado sin
que ello sea consecuencia, por tanto, del deber de subsidiariedad.

2.4. El principio de intangibilidad del contenido esencial de la libertad de empresa y de


la limitabilidad de su contenido ordinario

La libertad de empresa viene reconocida en el artículo 38 de la Constitución como


un Derecho autónomo de los ciudadanos y es, sin duda, un principio central del sistema
económico constitucionalizado. Ahora bien, el principio de la libertad de empresa ha de ser

29
interpretado dentro del marco de la economía de mercado y de acuerdo con el resto de
principios ordenadores que integran la Constitución económica.
Existe consenso entre buena parte de la doctrina en señalar que del artículo 38 deriva
para los ciudadanos un derecho subjetivo que vincula directamente a los poderes públicos y
que es invocable ante los Tribunales. La dificultad fundamental estriba en la determinación
del contenido esencial de la libertad de empresa que es, por decirlo de algún modo, el área
de intangibilidad pública en la economía (FONT GALÁN). La determinación del contenido
esencial de la libertad de empresa es de capital relevancia a efectos de establecer la
legitimación constitucional de los subsistemas correctores del sistema básico de la economía
de mercado [= planificación económica (artículo 131.1), reservas al sector público de
recursos o servicios esenciales de la comunidad y el monopolio, o bien la intervención
pública en las empresas (artículo 128.2)]; pues, obviamente, dichos subsistemas sólo pueden
tener aplicación y concreción práctica bajo el respeto del contenido esencial de la libertad
de empresa.
Superando las confusas formulaciones de nuestra jurisprudencia constitucional, es
ROJO quien, con indudable acierto, repara en que la delimitación del contenido esencial de
la libertad de empresa precisa de la descomposición de esa libertad en tres dimensiones
básicas, que se complementan recíprocamente. A saber:
[a] la libertad de acceso al mercado, esto es, libertad de creación de empresas, lo
que presupone el derecho de propiedad y el de libre elección de profesión, e, incluso, la
libertad contractual;
[b] la libertad de decisión empresarial (con proyección fundamentalmente interna,
referida a la organización empresarial) y libertad de competencia;
[c] y, finalmente, la libertad de cesación empresarial en el mercado.

2.5. El principio de productividad empresarial o eficiencia socioeconómica, tanto del


sistema económico institucional en su conjunto, como de la actividad (de competencia)
empresarial, en particular

Este principio aparece recogido en el artículo 38 de la Constitución y condensa


importantes índices o criterios de enjuiciamiento de las actividades o conductas
empresariales y de las políticas económicas de intervención en la materia, de suerte que tanto
unas como otras han de promover, por imperativo de este valor normativo constitucional, la
productividad o eficiencia socioeconómica de la actividad de las singulares empresas, tanto
públicas como privadas, y del propio funcionamiento del sistema económico en su conjunto.
Por consiguiente, de conformidad con el principio aquí comentado, las políticas económicas
de intervención deben promover la productividad de la actividad de competencia de las
empresas y, desde una perspectiva global, del funcionamiento del mercado competitivo.

2.6. El principio de adecuación socioeconómica de la actividad empresarial

30
Al igual que el precedente, este principio también aparece formulado en el artículo
38 de la Constitución. Exige que tanto la libertad de empresa como la libertad de
competencia se ejerciten de acuerdo con las exigencias de la economía general, esto es,
impone un compromiso a la actividad empresarial para con las necesidades objetivas de la
economía general y, en suma, con los objetivos socioeconómicos propuestos y con los
intereses tutelados por la Constitución económica. El principio de adecuación
socioeconómica de la actividad empresarial se traduce, a la postre, en una funcionalización
socioeconómica del ejercicio de la libertad de empresa y del desarrollo de la competencia
empresarial en el mercado (FONT GALÁN). Nos encontramos aquí, sin embargo, más que
ante un mandato constitucional determinante de una funcionalización socioeconómica
absoluta y vinculante de todas las posibles manifestaciones de la actividad empresarial, ante
una autorización constitucional para legitimar una política económica de intervención de la
actividad de competencia empresarial, enderezada a fijar las condiciones o modalidades de
la actividad de competencia y los intereses y objetivos socioeconómicos que, en razón de las
exigencias de la economía general, no pueden ser transgredidos o perjudicados en el
ejercicio de la actividad empresarial.

2.7. El principio de defensa de los consumidores y usuarios

La Constitución española proclama el principio de defensa de los consumidores y


usuarios en su artículo 51. El legislador constituyente se hace eco así de una extendida
demanda social que ha tenido amplia resonancia ya desde la década de los sesenta, y que, de
este modo, resulta elevada al rango de principio general del Derecho español. El mandato
que nuestra Constitución formula en el artículo 51 es hoy un principio general del Derecho
español y, como tal, no sólo se ha de plasmar en la promulgación de un nuevo Derecho, sino
que además ha de ser tenido en consideración por los Tribunales y los Poderes Públicos
(BERCOVITZ). El mandato constitucional que se formula en el artículo 51 fructificó en
1984 con la promulgación de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y
Usuarios (LGDCU), reformulado por mor del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de
noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias.
La relevancia que en la normativa mercantil va tomando el interés de los
consumidores y usuarios ha llevado incluso a querer sustituir el Derecho mercantil (que
tradicionalmente ha venido configurándose como el Derecho de los comerciantes o
empresarios) por el Derecho de los consumidores, en el que ocupe un lugar preminente la
protección de éstos. Pero, en verdad, más que una sustitución de un Derecho por otro, parece
que lo que se está produciendo es una transformación del Derecho mercantil en el sentido
de que por medio de normas imperativas se intenta proteger los intereses de los llamados
consumidores y usuarios (asegurados, clientes de la banca, viajeros, etc.) mediante un
nuevo régimen de los contratos (de seguros, bancarios, de transporte, etc.) (SANCHEZ
CALERO). En una dirección similar (aunque diferenciada por ser bastante menos
ambiciosa), se ha querido elevar el principio constitucional de defensa de los consumidores
y usuarios al rango de instrumento que estructura todo el Ordenamiento jurídico en general

31
y, en especial, el sistema jurídico mercantil. Desde esta óptica, el Derecho mercantil pasaría
de ser el Derecho de la empresa a ser el Derecho privado del tráfico económico, entendiendo
el tráfico económico como el conjunto de actividades que realizan la producción de bienes
o servicios para el mercado o en intercambio de los mismos o de títulos valores dentro de
él (BERCOVITZ).
Ahora bien, en nuestra opinión, se hace conveniente relativizar -sin negar su
trascendencia- el alcance de este principio: parece evidente que la protección de los
consumidores y usuarios se ha incorporado definitivamente como un principio rector del
sector del Ordenamiento regulador de las relaciones jurídico-privadas. Mas ello no debe
conducir a poner en cuestionamiento la autonomía del Derecho mercantil ni a alterar la base
subjetiva y profesional sobre la que se sienta su concepto.

2.8. El principio de unidad de mercado

Este principio es particularmente relevante en el marco de la problemática generada


por la difícil articulación entre la competencia legislativa estatal y la de las Comunidades
autónomas. Si bien no resulta afirmado formalmente en la Constitución; no obstante, se
infiere del conjunto de su articulado y ha sido proclamado inequívocamente por nuestra
jurisprudencia constitucional [vid. STC de 2 de febrero de 1984; STS de 9 de octubre de
1984; STC de 20 de febrero de 1986].

3. El sistema constitucional de distribución de competencias entre el Estado y las


Comunidades Autónomas y el concepto de Derecho mercantil

La relevancia de la incidencia que la Constitución provoca en el Derecho mercantil


no se agota en el fundamental tema de su necesaria adaptación al sistema de la Constitución
económica. Se manifiesta también en otras cuestiones. Entre ellas cabe destacar las
repercusiones sobre el reparto constitucional de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas; cuestión esta que, a su vez, incide en la concepción misma del
Derecho mercantil.
La atribución al Estado por parte del artículo 149.1.6 de la Ley fundamental de la
competencia exclusiva sobre la legislación mercantil exige, indudablemente, un esfuerzo
añadido a los cultivadores de este sector del Ordenamiento jurídico a fin de delimitar con
claridad el ámbito de lo mercantil. A estos efectos, debe partirse del principio la unidad de
mercado que, a su vez, requiere la unicidad del orden económico regulador del mercado. El
Derecho mercantil ha sido siempre esencialmente unitario; mientras que en el ámbito del
Derecho civil la existencia de tendencias foralistas se puede considerar una constante
histórica. Por esta uniformidad jurídico-mercantil en el ámbito estatal parece apostar, en
principio, la Constitución, que, sin embargo, no garantiza la unidad del Derecho civil en todo
el territorio nacional, al dejar abierta la posibilidad de regímenes civiles diversos en las
distintas Comunidades Autónomas.

32
En principio, del texto constitucional parece poder inferirse que la legislación
mercantil sigue siendo monopolio del Estado. Sin embargo, esa conclusión puede ser
precipitada: En determinadas hipótesis, la competencia legislativa del Estado es compartida
con el poder legislativo de las Comunidades Autónomas, de acuerdo con lo que de sus
Estatutos de Autonomía resulte. Así, se atribuye competencia exclusiva al Estado en materia
de ferrocarriles y transportes terrestres únicamente cuando transcurran dentro del territorio
de más de una Comunidad Autónoma (artículo 149.1.21); o se le atribuyen competencias
exclusivas sólo sobre las bases de ordenación del crédito, banca y seguros (artículo
149.1.11). Al mismo tiempo, el artículo 149 atribuye competencias exclusivas al Estado
sobre otras materias que también ostentan la consideración de mercantiles, como es el caso
de la legislación sobre propiedad industrial (artículo 149.1.9), la marina mercante, tránsito
y transporte aéreo (artículo 149.1.20).
Se plantea aquí, de nuevo, el problema de la delimitación del ámbito de lo mercantil:
¿a qué realidad alude el legislador constitucional cuando habla de la legislación mercantil?

3.1. Significado del término legislación

En lo que concierne al término legislación, lo primero que habría que determinar es


si se trata de un concepto formal (referido únicamente a las normas con fuerza o valor de
ley) o material (que comprende cualquier norma escrita emanada de los poderes públicos).
El Tribunal Constitucional se ha decantado contundentemente por la segunda de las opciones
apuntadas, precisando que la competencia exclusiva del Estado sobre una determinada
legislación abarca tanto la facultad excluyente de promulgar normas con fuerza de ley como
la de dictar reglamentos ejecutivos [STC de 5 de noviembre de 1981; STS de 4 de mayo, 14
de junio y 30 de junio de 1982]. De donde fácilmente se deduce que las Comunidades
Autónomas carecen de facultad normativa alguna en materia mercantil. Ni siquiera poseen
al respecto competencias de desarrollo reglamentario.

3.2. Significado del término mercantil

En cuanto a la interpretación del segundo término, mercantil, la doctrina ha


mantenido diferentes soluciones. De entre ellas, la más consistente, a nuestro juicio, es
aquella que se asienta en dos postulados básicos: de un lado, el que entiende que la referencia
a la legislación mercantil contenida en el artículo 149.1 de la Constitución debe entenderse
como remisión a una de las dos grandes ramas del Derecho privado; de otro, el que mantiene
que la determinación de lo mercantil habrá de hacerse tomando como punto de referencia
un concepto sustancial o esencial de Derecho mercantil centrado en torno a las ideas de
empresario y de actividad externa de la empresa.
El apoyo expreso del Tribunal Constitucional no ha dudado en indicar que sea cual
fuere el criterio que se adoptase (para trazar los límites entre la legislación mercantil y la
correspondiente a otras ramas del Derecho), aquélla (la mercantil) habrá de incluir en todo
caso la regulación de las relaciones jurídico-privadas de los empresarios mercantiles o

33
comerciantes en cuanto tales (...), en el ámbito propio de la actividad libre del empresario
mercantil (...) y los derechos y obligaciones a que el ejercicio de esa actividad puede dar
lugar” [STC de 1 de julio de 1986].
De ahí la afirmación de que, al atribuir competencia exclusiva al Estado sobre la
legislación mercantil, la Constitución se refiere, ante todo, al Derecho privado, no al público
de la materia mercantil. De este modo -se añade-, cuando la Constitución Española atribuye
al Estado sólo la regulación básica de materias como crédito, banca, seguros, por ej., no se
está refiriendo a la normativa privada de estos sectores (que le corresponde en exclusiva)
sino al Derecho público económico, de ordenación e intervención del Estado. Y del mismo
modo, cuando a las Comunidades Autónomas se les reconocen competencias en materias
como ferrocarriles o ferias, no se les está atribuyendo la normativa privada de estos temas
(los contratos de transporte, o los celebrados en feria), sino la regulación de Derecho
público (OLIVENCIA).
Por consiguiente, si se tiene en cuenta que la pretensión del artículo 149 Constitución
estriba en asegurar la unidad del mercado, habrá de concluirse que el Estado ostenta
competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
[1º] el estatuto del empresario (capacidad para el ejercicio del comercio;
prohibiciones; contabilidad y Registro mercantil);
[2º] las sociedades mercantiles, incluso en el caso en que la forma social sea
empleada por la administración pública;
[3º] el régimen jurídico de la competencia empresarial, que somete a control el
comportamiento de los empresarios en el ejercicio de su actividad;
[4º] el régimen jurídico de la publicidad comercial (tanto de los contratos
publicitarios como de los remedios de Derecho privado contra la publicidad ilícita);
[5º] los contratos mercantiles que, como soportes fundamentales del desarrollo de
la actividad de los empresarios en el mercado, precisan de una regulación uniforme;
[6º] los títulos valores, instrumentos que facilitan la circulación de la riqueza
mobiliaria, por lo que, aunque en algunas ocasiones puedan ser utilizados por sujetos que no
sean empresarios, forman una parcela imprescindible de la regulación del tráfico empresarial
privado, en cuyo ámbito fueron creados y a cuyas exigencias suele responder su régimen
jurídico;
[7º] el Derecho concursal mercantil;
[8º] y, por último, el Derecho de la navegación marítima y aérea.
Existen, por otra parte, una serie de materias cuya inclusión en el concepto de
legislación mercantil del artículo 149.1.6 de la Constitución podrían plantear serias dudas.
Cabe citar entre ellas a las cooperativas y mutuas de seguros. Las dudas vienen originadas
por cuanto que el artículo 124 del Código de Comercio establece que tales entidades se
considerarán mercantiles cuando se dedicaren a actos de comercio extraños a la mutualidad
o se convirtieren en sociedades a prima fija. Parece que, en aras de la pretendida unidad del
mercado nacional, deben ser incluidas en el concepto de legislación mercantil a efectos de
34
la atribución de competencia exclusiva al Estado en sus aspectos puramente jurídico-
privados. Esta postura tropieza, sin embargo, con un obstáculo por el momento insalvable:
no son pocas las Comunidades Autónomas que se han atribuido competencias exclusivas
sobre cooperativas; circunstancia que los legisladores autonómicos han aprovechado para
promulgar leyes de cooperativas en las que se contienen aspectos jurídico-privados. Incluso
el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 72/1983, de 29 de julio, excluye el Derecho
cooperativo de la calificación de mercantil. Con todo, entendemos que la tendencia a admitir
que las Comunidades Autónomas legislen en forma diferente al Estado en aspectos jurídico-
privados sobre cooperativas debe ser rechazada. Su aceptación pone en franca amenaza la
consecución de los objetivos marcados por el artículo 149.1.6 de la Constitución Española,
sobre todo si tenemos presente la importancia que están adquiriendo estas entidades en el
tráfico económico actual.

4. Repercusión en el proceso de unificación del Derecho privado del sistema


constitucional de distribución de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas en las materias civil y mercantil

La tradicional dualidad del Ordenamiento jurídico-privado español ha sido


expresamente acogida por la Constitución de 1978, al recoger de forma separada la
legislación civil y la mercantil en su artículo 149.1 (OLIVENCIA). Y si es bien cierto que
ambas materias quedan reservadas, en principio, a la competencia del Estado, no lo es menos
que entre ellas se consagran palpables diferencias (DÍAZ MORENO). En efecto, tal reserva
se fundamenta, de una parte, en títulos competenciales diversos. Así, mientras la atribución
de las facultades normativas sobre la legislación mercantil se regula en el ordinal sexto del
mencionado precepto, la relativa a la legislación civil se encuentra en el ordinal octavo. Pero
además -y por lo que resulta más trascendente- la competencia no se otorga con la misma
extensión en uno y otro caso: mientras el Estado ostenta la competencia exclusiva sobre toda
la legislación mercantil, en cambio, por lo que hace a la legislación civil, se contempla una
importante salvedad en la medida en que las Comunidades Autónomas asumen
competencias para conservar, modificar y desarrollar los Derechos civiles forales o
especiales; con lo que fácilmente cabe vislumbrar que la unidad legislativa en materia civil
tiene, en la práctica, pocos visos de llegar a verificarse.
A nuestro juicio, esta importante diferencia entre la materia civil y la mercantil ha de
tener una influencia decisiva sobre el problema de la unificación del Derecho privado en
nuestro país. Pronto se advierte, desde nuestro punto de vista, que la Constitución ha
bloqueado toda posibilidad de lograr una unificación sustancial entre el Derecho civil y el
Derecho mercantil. Impide, en otras palabras, la existencia de un Derecho unificado,
aplicable a todas las relaciones inter privatos con independencia de la pertenencia de los
protagonistas a uno u otro grupo profesional. La posibilidad de existencia de un único
Derecho privado para todo el tráfico económico ha desaparecido por obra de la Constitución
del horizonte del Ordenamiento español. La Constitución se ha interpuesto así,
probablemente, en el proceso de unificación del Derecho privado al que parecía llevar
irremediablemente la evolución social.

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El fundamento y la ratio de lo que se dice es bien sencillo. La unificación del
Derecho privado tiene como presupuesto la previa unificación del Derecho civil [salvo que
aceptemos la posibilidad de que existan en España diversos regímenes jurídico-privados
uniformes cada uno de ellos en una zona del territorio]. Ello era un obstáculo relativo en el
Ordenamiento preconstitucional, por cuanto la facultad de modificar el Derecho foral
entonces vigente era privativa del poder central. Lógicamente, sólo hacía falta la voluntad
de un legislador para que la falta de uniformidad del Derecho civil dejase de ser un problema
(si de hecho lo era) para la fusión del Derecho civil con el mercantil.
Ahora la cuestión es mucho más complicada. Ciertas Comunidades Autónomas
disfrutan de competencias en materia civil. Ello supone que en el seno del Derecho privado
habrá siempre que distinguir entre materias civiles y mercantiles, porque sobre las primeras
el Estado no es el único que puede legislar. La Constitución consagra en su artículo 149.1 la
existencia de dos ramas distintas del Derecho privado; y no lo hace por mera vocación
ordenadora o sistematizadora, sino porque tal distinción comporta consecuencias
importantísimas en el terreno de la atribución de competencias legislativas.
Esto no significa que neguemos la posibilidad de una unificación formal del Derecho
privado. Nada impide, desde luego, que el Derecho mercantil y el Derecho civil coexistan
en un Código único, siguiendo así los ejemplos suizo, italiano y holandés. Pero esta técnica
legislativa no supone, como es sabido, la desaparición del Derecho mercantil como Derecho
especial sino, solamente, la inexistencia de un Código o cuerpo legal específico que lo
contenga. La existencia de un cuerpo legal único (por ejemplo, una Ley única de
obligaciones y contratos) es perfectamente viable, aunque probablemente dificultaría en
cierta medida la tarea de distinguir las normas civiles de las mercantiles. Es posible incluso
que el sistema constitucional de distribución de competencias obligase a identificar en el
propio texto legal las normas de naturaleza civil y las de naturaleza mercantil (al objeto de
evitar dudas), del mismo modo en que es preciso en ciertas materias especificar qué normas
de la legislación estatal tienen carácter básico.
Ello no significaría eliminar toda conexión entre la legislación autonómica y los
Derechos forales vigentes. Tal vinculación se manifestaría (o debería manifestarse) en una
fidelidad a la línea evolutiva y principios propios del Derecho de cada territorio. La
modificación y el desarrollo suponen una evolución acorde con el espíritu, principios y
tradición histórica del Derecho foral. Mas ha de notarse que todo ello no excluiría ninguna
materia del ámbito de competencias autonómicas, excepción hecha de las atribuidas al
Estado en todo caso por el artículo 149.1.8 de la Constitución. Lo que significaría es que el
desarrollo de los Derechos civiles forales puede afectar a instituciones no reguladas ac-
tualmente en ellos, pero siempre manteniéndose fiel a los principios que los inspiraron.
Resta por analizar finalmente la relevancia de las competencias autonómicas con
respecto a la materia contractual. Se podría pensar, en efecto, que la atribución en todo caso
al Estado de la competencia exclusiva para legislar sobre las bases de las obligaciones
contractuales supone que el proceso de unificación entre el Derecho civil y el mercantil no
resultaría afectado. La idea es que las Comunidades Autónomas apenas tendrían competen-
cias normativas en el sector del Derecho privado en el que principalmente coexisten la

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legislación mercantil y la civil (materia de obligaciones y contratos), con lo que no existiría
un obstáculo real a la fusión de las dos grandes ramas del Ordenamiento jurídico-privado.
Sin embargo, esta opinión se basa, según creemos, en una apresurada inteligencia de
lo que significan las bases de las obligaciones contractuales. Debemos, por lo tanto,
detenernos un momento sobre este punto a fin de despejar posibles equívocos.
En primer término, y al objeto de centrar la cuestión, cabe recordar que la expresión
bases de las obligaciones contractuales proviene de la Constitución de 1931. La verdad es
que la fórmula era -y es- de muy difícil interpretación. Se ha apuntado que pudiera haberse
dictado pensando en cualquiera de estos dos temas: o bien en el Derecho mercantil -dada la
tendencia del momento a la unificación del derecho de obligaciones y contratos- o bien en
un posible proyecto de nuevo Código civil. También se ha dicho -seguramente con más
fundamento- que lo que se pretendía era reforzar el principio de unidad legislativa en
relación con el tráfico económico privado, para lo cual era imprescindible la regulación
unitaria de una parte importante del Derecho civil patrimonial (las bases de las obligaciones
contractuales) y que, además, se producía así el reconocimiento del valor general como
Derecho común del Derecho civil. De cualquier modo, la expresión constitucional no dio
lugar a consecuencias notables durante la época republicana, lo que dificulta la
determinación de su sentido exacto.
Acompañadas de tan escaso bagaje interpretativo pasan a nuestra vigente
Constitución las bases de las obligaciones contractuales. Y no es mucho lo que podemos
añadir para tratar de precisar su verdadero alcance normativo. Sabemos, desde luego, que
las Comunidades Autónomas con competencias sobre la legislación civil podrán dictar
normas en esta materia respetando los principios básicos sentados por el Estado sobre las
obligaciones contractuales. Podemos afirmar también que normas básicas son aquéllas
destinadas a garantizar en todo el Estado un común denominador normativo dirigido a
asegurar los intereses generales. A partir de tales bases cada Comunidad podrá introducir las
particularidades que estime convenientes. Es posible apuntar, asimismo, que el
establecimiento por parte del Estado de las bases de una materia no puede llegar a tal grado
de desarrollo que vacíe de contenido las competencias autonómicas (vid. sentencias TC de
28 de enero y 8 de febrero de 1982). Y cabe añadir, por último, que las bases de una
determinada materia pueden estar incluidas en la legislación preconstitucional, sin que sea
preciso esperar a que el Estado declare el carácter básico de todas o algunas normas para que
las Comunidades Autónomas puedan legislar en el marco de esos principios.
Se ha de observar, por lo demás, que las Comunidades Autónomas no ven reducidas
sus competencias a aclarar, precisar o especificar la legislación estatal (como los
reglamentos ejecutivos). Antes bien, pueden regular cuantos asuntos conciernan el interés
de la Comunidad, no desarrollando la legislación básica, sino con el único límite de
respetarla. Poco más se puede precisar sobre la noción de bases. Habrá, por tanto, que ir
resolviendo los problemas caso por caso, a medida que se vayan presentando. Es
enormemente difícil dar sentido a fórmulas generales tales como asegurar, en manera
unitaria y en condiciones de igualdad, los intereses generales o común denominador
normativo. Quizás podría llegarse a aventurar que, hoy por hoy, han de considerarse normas

37
básicas las contenidas en los Títulos I y II del Libro IV del Código Civil. Incluso podrían
calificarse así las disposiciones comunes a ciertas categorías de contratos o propias de cada
tipo contractual. Lo único cierto es que el ámbito de competencias autonómicas en materia
contractual (civil) abarca todo el campo no regido por normas básicas estatales que,
lógicamente, no puede considerarse reducido.
Este somero repaso a las competencias de las Comunidades Autónomas en materia
civil -que, necesariamente, deja atrás buen número de matices y obvia ciertas
cuestiones- debe bastar para calibrar adecuadamente la situación. Las facultades legislativas
autonómicas pueden abarcar un conjunto de materias suficiente para considerar imposible
la unificación entre el Derecho civil y el mercantil. Ni siquiera en el sector de las
obligaciones y contratos es posible la unidad, puesto que también en este ámbito las
Comunidades Autónomas tienen un amplio campo de actuación. En consecuencia, será
siempre necesario, al menos mientras no se produzca una reforma constitucional, distinguir
entre materia civil y materia mercantil, porque de esta calificación derivan importantes
consecuencias en cuanto a la potestad legislativa.

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