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XV Cuentos

para no dormir
XV Cuentos
para no dormir
Xomara Navarro Favela
Consejo Nacional para Comisión de Planeación del Programa de
la Cultura y las Artes Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico

Lic. Consuelo Sáizar M. en A. Cora Amalia Castilla Madrid


Presidenta Secretaria de Cultura de Quintana Roo

Dr. Fernando Serrano Migallón Lic. Felipe de Jesús Hernández Rubio


Secretario Cultural y Artístico Representante del Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes
Mtro. Antonio Crestani
Director General de Vinculación Representantes de las disciplinas artísticas
Cultural Profa. María Rosado Castro
Lic. Luis Arturo González Yáñez
Lic. Amalia Galván Trejo
Lic. Manuel Vega Lezama
Directora de Vinculación con
Prof. Manuel Reyes Morales
Estados y Municipios
Secretaria técnica
Lic. Lilian Villanueva Chan
Personal operativo
Lic. Edna López Negrete Miranda
Jefa del Departamento de Vinculación
con Fondos Estatales Sur
M. en C. Jennifer Salinas Rangel
Directora de Promoción y Difusión Cultural

Lic. José Millán Salazar


Primera edición: 2011 Responsable Operativo del pecda Quintana Roo
© Xomara Navarro Favela
d.r. © 2011, de la presente edición
Secretaría de Cultura del Gobierno
del Estado de Quintana Roo
Av. Héroes # 68
Col. Centro, 77000
Chetumal, Quintana Roo
Imagen de la portada
Yo soy agua
Técnica mixta (111 x 111 cm), de Marisol D’Estrabeau,
beneficiaria del Programa de Estímulo a la
Creación y al Desarrollo Artístico de Quintana Roo (2010)

ISBN 978-607-7707-00-4 (Colección)


ISBN (978-607- 7707-16-5-)
Diseño, formación y cuidado editorial: Ma.Eugenia Varela Carlos
Alfa/Zeta, Florencia 226, Col. Italia, Chetumal, Q. R. zet.alfa@gmail.com

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o proced-
imiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación,
sin la previa autorización por escrito del autor.
H ay algo más que fijar la trascendencia de la palabra escrita. La
belleza de la expresión verbal pretende horizontes de aven-
tura entre el escritor y su lector.
De esta manera, la navegación de orilla a orilla cumple su pro-
pósito verdadero, lo que suele ser el fin del arte literario: entre-
tejer los vasos comunicantes que dan sentido a esta propuesta
traducida en voz y talento creador.
La misión de la literatura se traduce en el objeto aún vivo y
preciado que es el libro, sobre todo en estos tiempos en que los
medios de comunicación tecnológicos se han convertido en una
necesidad en la sociedad humana. Y esta convicción de difundir la
producción literaria permea en todas las acciones de la promoción
de la cultura que, más que una política pública, es una visión clara de
integrar una identidad a partir de una de las manifestaciones huma-
nas más altas: el arte.
En esta travesía intelectual se suman todas las intenciones de
mostrar un rostro de un Estado que sigue creciendo con la partici-
pación de una ciudadanía generadora de creatividad y de un gran
nivel estético.
En consonancia con este fenómeno, y también para incentivarlo,
se creó el Concurso de Publicación de Libros Juan Domingo Argüelles,
que a su vez ha generado la colección Letras del Caribe Mexicano.
Bienvenido este programa editorial que sigue difundiendo las
voces de nuestros literatos, enriqueciendo –palmo a palmo– el
sendero de nuestras vidas.
Bienvenido el aire fresco que nos trae el lenguaje de la emo-
ción y de la reflexión como una presencia urgente e imprescindi-
ble para seguir creciendo dentro de nosotros mismos.
Bienvenido el ánimo solidario de un pueblo que sabe recono-
cer, en voces de sus creadores de arte, la fortaleza de su espíritu.

Roberto Borge Angulo


Gobernador Constitucional de Quintana Roo
E l libro es y seguirá siendo el territorio verbal donde habitan los
sueños en todas sus dimensiones, razón más que justificada
para que se mantenga entre todos los seres humanos que insisti-
mos en la dignidad de la vida.
El libro es y será siempre testimonio, memoria compartida,
donación de la experiencia humana.
Este espacio de letras compartidas da cabida, con certeza y
justicia plenas, a los escritores de nuestro Estado que han asumido
su destino literario como una verdadera y auténtica forma de vida
y que se traduce en la constante definición de lo que somos.
La memoria de los pueblos se forja en las acciones de sus ha-
bitantes, y qué mejor que sumar el quehacer de los intelectuales
en esta construcción colectiva y común.
Pensando precisamente en ellos fue creado, por el Gobierno
del Estado y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Con-
curso de Publicación de Libros Juan Domingo Argüelles, a través
del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico,
coordinado a su vez por la Secretaría de Cultura de Quintana Roo.
Esta labor de publicación contribuye a la difusión de nuestros
valores literarios, en respuesta a la producción literaria de alta
calidad que ha marcado su presencia en este programa editorial
quintanarroense.
Es muy grato para esta institución responder con hechos a los
intelectuales quintanarroenses que han depositado su confianza
en esta labor cultural, que sigue consolidándose.
Así también, en el mejor entendimiento de servir a la socie-
dad, la Secretaría de Cultura sostiene su compromiso de apoyo a
la comunidad artística para difundir y promover su obra en todos
los rincones del Estado y más allá de nuestras fronteras.

Cora Amalia Castilla Madrid


Secretaria de Cultura de Quintana Roo
A mis padres: Arnulfo y
Margarita, por permitirme
soñar sin cortarme las alas.

A mis hermanos: Abril,


Petuini y Pepo, por ser mis
compañeros, cómplices
y mejores amigos en este
mundo.

Pero sobre todo a la persona


que a diario me inspira a ser
mejor cada día: a mi hijo, mi
más grande tesoro.
Presentación

E
l amor, el desasosiego, la culpa, las cuentas por pagar,
el sexo, la copa con las amigas, una buena chorcha
o un hijo enfermo. ¿Qué tipo de situaciones impiden
dormir a la mujer?, ¿cuáles serán las causas principales por
las que la mujer deja de lado uno de sus pasatiempos favo-
ritos?: dormir, dormir para soñar, que no es lo mismo que
soñar despierta; o quizá dormir con los ojos abiertos o estar
despierta con los ojos cerrados.
Porque a veces es mejor dormirnos para alejarnos de
nuestra realidad y soñar para alejarnos de nuestra propia
existencia. Quizá soñar para huir de la persona que tenemos
al lado…
XV Cuentos para no dormir son relatos de la expe-
riencia de diversas mujeres en el mundo femenino actual,
es una muestra de los pensamientos que aturden y espantan
a Morfeo. Se preguntarán: ¿por qué quince?, ¿por qué ese
número en particular? Porque para la mujer mexicana el nú-
mero quince tiene un profundo significado social, poético y
romántico.
En la sociedad mexicana los quince años son la
bienvenida a un mundo adulto, que si bien es una ilusión
que te van insertando y fomentando por vil comportamiento
femenino, aprendido de generación en generación, es tam-
bién una entrada a la experimentación de sensaciones dife-
rentes, nuevos descubrimientos y el inicio de dolores que
punzan el alma.

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Xomara Navarro Favela

A través de mi carrera como comunicóloga y apren-


diz de escritora, me he sentido fuertemente atraída por los
estudios de género, principalmente en el área de literatura.
Me confieso admiradora de la mayoría de las obras literarias
escritas por mujeres contemporáneas, que sin pelos en la
lengua tocan cualquier tema que se les venga a la mente,
sin tapujos, imprimiéndole matices de humor negro, pues
así ha de sonar menos feo.
Es por ello que xv Cuentos para no dormir es toda una
galería del pensamiento de la nueva mujer sureña, mexicana,
latinoamericana; cuentos con temas del presente, algunos
son producto de narraciones orales que expresan el sentir y
las vivencias de mujeres de diferentes edades y rangos socia-
les, pero con algo en común: el alejamiento paulatino y la
pérdida de la fe en los cuentos que alguna vez escucharon
de niñas.

La autora

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Lágrimas

Quiero llorar, llorar y llorar hasta expulsar por mis


lagrimales todo el dolor acumulado en el pecho.

Dicen que después de una sonora carcajada llega


el llanto y que no hay mejor receta para un buen
sueño que el que llega después de varias horas de
húmedos desahogos.
Ilustración de página anterior:
Toda el agua
(Técnica mixta, 110 x 90 cm)
de Marisol D’Estrabeau
Reflexiones
de una noche de viernes
Para ti… gracias por coincidir

C
armen miraba la pantalla del monitor de su
computadora. Tenía dos años de haberla com-
prado pero apenas esa noche decidió sentarse a
escribir “en serio”. No sabía por dónde comenzar, hacía
tanto tiempo que había perdido la inspiración… Recor-
daba que en su niñez se soñaba escritora, le encantaba
escribir, incluso en alguna ocasión ganó un premiecito en
un concurso infantil de poesía.
Sentada, mientras veía fijamente la pantalla, escu-
chaba la canción que tocaba una y otra vez el minicom-
ponente de su sala: El amor suele ser tan ciego, como
cruel es el desamor, shalalá...
¿Realmente el amor es ciego? –se preguntó–.
¡Qué chingaos! ¡Ciega, yo! –se contestó rompiendo el
silencio de su comedor con una carcajada que por más
fuerte que sonara se escuchaba fingida–. ¿Fingir yo?,
¿ya para qué? –ya no tenía a quien fingirle, ya no esta-
ba él; entonces, ¿para qué?
Tomó el control remoto con su mano izquierda y
rebobinó la canción cuando iniciaban las notas del cé-
lebre nuevo himno nocturno, se levantó para dirigirse al

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Xomara Navarro Favela

refrigerador, tomó una cerveza y la abrió; dejó ir la vista


en la ventana que daba a la calle. Le volvieron a dar
ganas de cantar: que comience la cuenta atrás, shalalá.
Mientras una y otra vez repetía los estribillos de la can-
ción mil imágenes regresaron a su mente, y no es que
lo extrañara, era la pinche costumbre de llorar, de sen-
tirse triste, porque quizá así tenía que ser.
Todo sucedió hacía tanto tiempo que ya ni recorda-
ba en qué momento se enamoró; ni qué decir de cuándo
fue la primera vez que experimentó el revoloteo de las
mariposas en su estómago, que se supone debió sentir al
conocerlo, cuando todo para ella era color de rosa.
Ese hormigueo, que según las novelas del corazón
te recorre todo el cuerpo cuando estás “entusiasmada”,
ahora era provocado por otro… Entonces… entonces no
había explicación al porqué de esa lágrima que se asoma-
ba por el ojo derecho y corría por la mejilla y la comisura
de sus labios. Creo que ya estoy peda, ja, ja –fue la expli-
cación científica a esa húmeda debilidad–, cuando una
quiere embriagarse hasta con una cerveza basta, ja,
ja… Y dale con las carcajadas fingidas… No cabe duda,
Carmen, tu vida ha estado llena de carcajadas fingidas.
Ya estoy quedando loca, quizá siempre lo he estado
–reflexionó al mirar la imagen retadora que le devol-
vía el espejo sobre la pared del comedor–, quizá es
por la hora o que ya me va a bajar... sí, debe ser por eso
que ande tan sensiblera y cursi.
De pronto se descubrió pensando y preguntándo-
se: ¿qué será de él?, ¿se acordará de mí?, ¿estará triste o

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XV Cuentos para no dormir

estará con otra? Aunque, a decir verdad, ya no importa-


ba lo que hiciera o dónde estuviera: ya no era de ella,
ya no tenía nada que perder. Quizá ahí estaba la razón
de su desasosiego: empezaba a extrañar ese sentimien-
to, los deseos inmensos de estar de nuevo con él ya no
existían siquiera en el dedo chiquito del pie. ¿Y ahora?
¿Qué puta madre voy hacer con este vacío?
Esa noche se permitía insultar, decir sus peladeces,
porque nadie la escuchaba y eso la hacía sentirse un poco
más cerca de él, pero… ¿qué importaba, si ya no era de
él? Ahora empezaba a pensar en otro y sonreía.
¿Hace cuánto que no sonreía con los ojos? Apenas
unos días atrás parecía que tanto el corazón como la
cara estaban hechos pedazos; que a partir de la fractura
romántica la sincronía de su rostro se había perdido.
Cada vez que sonreía se sentía hueca, los ojos no le res-
pondían, no concordaban con la sonrisa de oreja a oreja;
los ojos tristes y apagados contrastaban con la felici-
dad que resplandecía en sus dientes, y cuando quería
inyectarles cierto brillo, parecía que los hilos invisibles
que unían los ojos con su boca no le respondían. La
maldita sombra melancólica en sus ojos aparecía de
nuevo en todas las fotografías.
No le respondían ni los ojos ni las cejas ni la boca,
ni los cuatrocientos músculos de la cara; el rostro, cada
vez más marchito, le preocupaba. ¿Habrán pasado cin-
cuenta años y no me di cuenta? ¡En qué momento enve-
jecí tanto! ¿Será que no me he dado cuenta del tiempo
transcurrido? –se decía preocupada.

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Xomara Navarro Favela

Pero… y entonces, ¿por qué cuando escuchaba


una canción de amor también cantaba? ¿Por qué sentía
que el vacío en su corazón poco a poco iba disminu-
yendo? ¿Por qué de pronto se sorprendía al darse cuen-
ta de que habían pasado días sin haberle dedicado un
solo pensamiento?
Porque era realmente digno de llamar la atención
que podía repetir su nombre y no sentir rabia, coraje,
excitación, tristeza, desilusión, decepción, esperanza,
ilusión... Caer en la cuenta de pronunciar esa conjun-
ción, otrora fatídica de letras, y no sentir absolutamente
nada; esa rabia que hacía unos meses parecía que la
devoraba por dentro iba disolviéndose lentamente, y
eso la inquietaba, no sabía qué era peor: si sentir el ma-
yor de los rencores o la más encabronada indiferencia.
De atormentarse con la depresión (hubo días en que se
obligaba a dormir más de catorce horas seguidas para
no llorar todo el día), ahora permanecía más de veinte
horas despierta sin asomo de angustia o resentimiento.
¡Ayyy, sí! que hueva llorar –se escuchó entre
sorprendida y suspendida en una especie de apatía–.
Ya no disfrutaba mentarle la madre, ahora insultaba y
decía maldiciones por pura costumbre. Quizá, sólo
quizá, no sólo se le partió la cara con la cachetada que
él le propinó y que terminó de rematar la esperanza
de que algún día cambiaría, aunque en el fondo de su
alma sabía que era esperar en vano; ahora le angustia-
ba haber perdido la sensibilidad de su cuerpo y de su
corazón.

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XV Cuentos para no dormir

Por cierto, ¿qué decía su corazón de todo esto?


Ni fu ni fa, ni frío ni calor. Era una sensación nueva,
algo extraña, no es que fuera mala, pero esa punzada
que la atravesaba desde su partida fue desapareciendo
con el tiempo. Hasta el dolor se desvaneció; ahora,
frente a esa soledad, que la atemorizaba por instantes
y la confrontaba ante el dilema de que era mejor sentir
algo que no sentir, por más que el cerebro intentara
martirizarla con los recuerdos, su corazón, su propio
corazón le respondía: “¡Ay, qué hueva, Carmen! Mejor
échate la novelita de las seis de la tarde”.
Y así, frente al monitor, Carmen no obró cual co-
pia de Neruda, porque de plano no pudo escribir ningu-
na “canción desesperada”. ¿Me habré vaciado? ¿Habrá
sido tanto el dolor que de plano el corazón se me hizo
chiquito y se evaporó en tantas lágrimas que solté tan
pendejamente? ¡Ay, qué cosas!
Ya casi eran las tres de la mañana y llevaba más de
veinte preguntas al hilo y ningún poema de amor,
desamor o lo que se le pareciera. ¿Me habré vuelto
insensible, fría, frígida, incapaz de amar?... —Nooooo,
¡¡incapaz de amarlo a él!!
La sobresaltó su declaración en voz alta, ese grito
desesperado que salió de su mente de poeta fracasa-
da, llena de pensamientos y reflexiones lamentaloides,
reflexiones que jamás se convertirían en un best seller
o tratado de la depresión posdesamor, pero que la des-
pertaban de esos sueños que la tuvieron aletargada por
tanto tiempo; ese tiempo que se había perdido a sí

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Xomara Navarro Favela

misma, hasta que la hizo despertar la partida de un


pseudopríncipe que en muchas ocasiones se comportó
como un asqueroso batracio.
Con todo y las fracturas se levantó, y dirigiéndose
al espejo se dio formalmente de alta, ya estaba mejor:
Mucho mejor –recalcó–. De pronto, el sonido de su
celular la hizo salir de sus disertaciones sentimenta-
loides, era el aviso de un mensaje, y sonrió. Sí, sonrió.
Aún no recuperaba del todo la sincronía de los ojos
con la cara, pero comenzaba a sentir el hormigueo de
unos hilos que empezaban a unir toda su faz, y al ob-
servar bien, con todo y las cervezas ingeridas, la nie-
bla que cubría sus corneas se disipaba. Fugazmente,
escuchaba latiditos de un corazón chiquito que soñaba
con ser grande, de un corazón decidido, que se negó
a abandonar ese cuerpo “Maltratado pero no vencido”,
ja, ja, ja. ¡Pinche Carmen!, cómo eres melodramática
¡Y dale con el sarcasmo!
Quiso, por mera curiosidad y por tratarse de un gran
descubrimiento, sumergirse en lo más recóndito de su in-
terior, y se vio renaciendo. Atónita, observó una leve chis-
pita en su dedo chiquito del pie izquierdo, esa diminuta
flamita de deseo la estaba salvando. Ya no lloraba, ya no
se lamentaba, y regresó y se enfrentó. No, el amor no es
ciego; una lo hace tarugamente ciego, y ahora quiero sen-
tir, pero sentir al autor de esa chispita que renace en mí.
Y era verdad, Carmen no podía concebir que con
tres mensajes de texto que otro le enviaba a través del
celular cada semana, se empezaba a llenar.

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XV Cuentos para no dormir

Carmen se reconocía de nuevo poco a poco, una


y otra vez leía las líneas vagas, dulzonas y zonzonas que
escriben los que se atraen, pero no se conocen del todo;
con esos pequeños intercambios de palabras y con esos
miniensayos, ella sobrevivía al desamor; con esos reta-
zos de coquetería empezaba a ilusionarse: ¡Qué pinche
conformista soy!, como si tuviera quince años, ¡por el
amor de Dios! Y se asombraba al descubrirse sonriendo
como una chiquilla ante esas mismas reprensiones que
sólo ella, a partir de ese momento, se permitía dar, ya no
le iba a permitir a nadie más gobernar en ella, ahora se
pertenecía, se pertenecía sintiendo punzaditas de deseo
al revivir la imagen de la sonrisa de otro en su mente.
Quizá estaba empezando algo, tal vez era presa
de la imaginación. No era que buscara refugio, otros
ya habían intentado atravesar esa coraza, tal vez con el
propósito de aprovecharse de su aparente “fragilidad”,
de su inestabilidad momentánea producto de la decep-
ción. Pero a ese otro le reconocía mérito propio. Lo co-
noció en el momento más inoportuno pero con acción
tan oportuna, que era fácil de recordar.
La primera vez que lo vio, ella iba de la mano
de su novio, pensándose todavía enamorada de él, por
quien se comió sus lágrimas a punta de golpes; en ese
momento ni siquiera imaginaba la catástrofe que se so-
brevendría, no obstante la tristeza, apenas perceptible,
que comenzaba a invadirla. El “otro”, sí, el autor de los
mensajes de texto, también iba con su pareja, como au-
tómata; ella reparó en él debido a la insistente mirada

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Xomara Navarro Favela

que le prodigaba sin importarle que ambos estuvieran


acompañados. ¡Qué cosas del destino!, jamás imaginó
que el tiempo los reuniría después, o que ese otro habría
de orquestar todo un ardid para lograrlo. En ese instante,
se sintió admirada más que ofendida, hacía tiempo que
el batracio ya no la miraba así, ya no la hacía sentir así.
¡Qué pérdida de tiempo! Tantas cosas pasó Car-
men, tantas cosas pasó el otro, y ahora resulta que se
encontraron, ahora sí se han presentado, quizá el mis-
mo tiempo ha querido unirlos sin conseguirlo todavía.
El otro la busca discretamente y, por razones aún des-
conocidas, ha decidido coincidir con ella en diferentes
momentos.
Carmen no sabe lo que se avecina, pero está con-
vencida de que por ahora le debe la gracia de su recién
hallada sonrisa. ¡No manches, Carmen!, ya son las cua-
tro, ya llegó el sábado, vete a dormir –se dijo.
Ese día, después de tantos meses, durmió por el
puritito gusto de hacerlo y no por querer encontrar al ya
tan perdido olvido.

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Mujer dragón

A
licia salió presurosa del trabajo, con ardor en
los pies por las ampollas que le dejaron las ca-
minatas vespertinas que hizo para ahorrarse
unos cuantos pesos la semana pasada. Se dirigió con
pasos cortos a la parada del camión, cada vez le dolía
más la parte baja de la espalda, resultado de más de
ocho horas de trabajo como auxiliar administrativa. Es-
taba harta, cansada de la prepotencia de su jefe, llena
de hastío por la monotonía de su propia existencia.
A los veinte minutos de esperar el urbano sin éxi-
to, optó por hacerle la parada a un taxi que pasaba por
ahí. Qué le hace, al fin que ya mañana es quincena –
pensó–. Al llegar a su casa ya estaban sus dos hijos con
cara de pocos amigos.
—Mamá, ¿esto es lo que hay de comer? ¡Qué
asco!, ya cambia el menú.
Toño, el hermano menor, secundó a Mirna:
—Sí, mamá. Ahora nos das para que compremos
un pollo asado, ¡ya me estoy muriendo de hambre­!
Alicia, más por no discutir que por preocupación
de que se pudieran morir de hambre sus cuervos, sacó
un billete de cincuenta pesos.
—¿Y para el refresco? –reclamó Mirna.

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Xomara Navarro Favela

Alicia se permitió no contestar, los ignoró como


otras veces ellos lo hacían. Se dirigió a su cuarto pen-
sando en su marido: no contento con haberse posesio-
nado de los viernes, Antonio empezaba a hacer suyos
también los jueves. ¡Le purgaba que entrada la madru-
gada llegara con aliento alcohólico y a pedirle de co-
mer! Después de veinte años de casada una no termina
de acostumbrarse a ciertas cosas –dijo para sí.
Poco a poco, mientras se quitaba el uniforme de
trabajo, reflexionó acerca de que con más de veintidós
años trabajando en las oficinas y veinte en la casa, nin-
gún miembro de su familia se lo había agradecido. No
podía recordar siquiera una frase de reconocimiento por
ser una madre trabajadora por partida doble. ¡Pero eso
sí!, desde que los niños tuvieron uso de razón de que
mamá también ganaba dinero, cada quince y treinta del
mes, acudían a ella con la clásica cantaleta: “Mamá,
necesito unos tenis; mamá, me gustó una blusa que vi
en el centro”; a su papá, ¿cómo le iban a pedir?, si como
ellos decían, era más que suficiente que les diera casa y
comida, sin enterarse de las ocasiones en que ella tuvo
que completar para el gasto por causa de una de las
tantas correrías del dueño y señor de la casa, de la que
religiosamente se desaparecía los viernes.
Ese día no cenó, se dio un baño con agua tibia, y,
enfundada en su pijama, optó por hacerse la dormida
para evitar la discusión del permiso nocturno de los fi-
nes de semana. Sus hijos se escurrieron cautelosamente
de la casa dejando una estela del perfume de “salir” que

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XV Cuentos para no dormir

ella siempre les compraba. Una lágrima rodó por su me-


jilla: No les ha nacido darme un beso de despedida, ni
eso he podido ganarme –pensó, al tiempo que un leve
dolor le atravesaba el pecho.
No supo en qué momento se quedó dormida, has-
ta que sintió un extraño calor en sus mejillas, por un
instante pensó que eran los primeros rayos del sol que
la despertaban. Pero le ardía todo el cuerpo, se esta-
ba quemando por dentro, decidió destaparse, pero aún
así continuó sintiendo el fuego cada vez más fuerte. Se
levantó para prender el aire acondicionado que com-
pró a base de sacrificios y gracias a Fonacot; al tocar el
interruptor, con asombro y espanto se percató de que
sus manos estaban cubiertas de escamas verdes y que
ahora tenía unas oscuras garras afiladas; se miró de pies
a cabeza y descubrió que su cuerpo también estaba cu-
bierto de escamas. Quiso gritar, pero una flama de color
rojoazulado salió de su boca, ¿en qué se había converti-
do?, ¿qué hizo para transformarse de esa manera? Quizá
tantos sentimientos guardados en su interior terminaron
por explotar.
Salió volando por la puerta trasera, admiró el cielo
azul-negro sin estrellas, disfrutó el paisaje, aspiró el per-
fume de la noche. Su única preocupación era rozar los
cables de alta tensión. Después de media hora de vagar
por la ciudad, se dirigió a su trabajo, primero por curio-
sidad, y después por coraje, echó fuego por la boca in-
cendiándolo inmediatamente; después de seis soplidos,
se dirigió a la casa de su jefe, donde disfrutó el placer
de incendiarle su tan preciada camioneta; cómo odiaba

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Xomara Navarro Favela

cuando le escuchaba presumir a los visitantes su vehículo


último modelo al que estúpidamente llamaba muñeca.
Después, extasiada con su poder, decidió buscar, una a
una, las tantas casas donde Antonio le puso el cuerno;
está de más decir que casi le amanece en tan ardua tarea,
por el recuerdo amargo de que Antonio, al cumplir los
sesenta, ya no la engañaba sólo con mujeres; recordó la
sonrisa burlona del treintón mal maquillado que le dijo:
“A todos los hombres de la edad de su marido les entra la
comezón. No se preocupe, señora, no se lo voy a quitar.”
Cansada, y con el calor en aumento, se dirigió a su
casa; estaba ya al rojo vivo cuando llegó. Entró y vio a
su marido, con sus ronquidos le decía cínicamente que
no la echaba de menos. Decidió quemarlo vivo, basta-
ron dos grandes bocanadas para quemar la habitación;
después fue a cada cuarto de la casa y los fue calcinando
en respuesta a las tantas horas de indiferencia vivida en-
tre esas paredes por tantas muestras de desamor. Ella, que
se desvivía por cada uno de los miembros de la casa, y
ellos, que lo tomaban como si fuera su obligación; ella,
que dejó su belleza y juventud entre los muros que cada
vez le eran más ajenos. Todo se achicharró, decidió es-
perar el regreso de sus hijos en la acera, junto a los
escombros, no preparaba ninguna explicación, ahora se-
ría ella quien la exigiría. Agotada, se durmió.
—¡Ándale, vieja! ¿No piensas ir a trabajar? ¡A le-
vantarse, huevona! –Alicia se sobresaltó.
Estaba vivo, ¡Antonio estaba vivo!, la casa estaba
intacta, todo había sido un sueño, pesadilla o un deseo

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XV Cuentos para no dormir

reprimido, no lo sabía a ciencia cierta, pero todo ocu-


rrió en su imaginación.
—No voy a ir porque renuncié ayer. –Se sorpren-
dió al escucharse con tanta determinación.
—Y ‘ora, ¿qué vamos a hacer? –preguntó Antonio.
—Ése es tu problema, ¿no que eres el hombre de
la casa? –Se quedó perpleja al escucharse, jamás se ha-
bía atrevido a reclamarle una sola de sus fechorías y ni
siquiera le confesó sobre el día que tuvo la charla que
tuvo con su “amiguito”.
—No cabe duda de que entre más vieja más loca
–dijo Antonio con los ojos desorbitados–. ¡Ya oyeron,
muchachos, a su mamá se le ocurrió renunciar! Así
que busquen trabajo si quieren seguir teniendo para
sus saliditas.
Malhumorados por la noticia, se fueron sin decir-
le adiós, y menos aún le dieron un beso de despedida,
ya empezaba a acostumbrarse.
Con su partida se sintió renovada, se sintió llena
de vida, sus mañanas volverían a ser de ella. Se dirigió
al cuarto de lavado y sólo tomó su ropa para lavar; con el
tiempo que le quedó de sobra, decidió arreglarse para
ir al cine y dar una vuelta a la plaza. Se bañó lentamen-
te, intentando apagar la sensación de fuego que aún le
recorría por el cuerpo. Vestida y maquillada, resolvió
hacer una maleta; arregló sólo algunas mudas de ropa,
al fin que con lo que le dieran de liquidación bastaba
y sobraba para hacerse de lo indispensable. Por la pri-
sa, estuvo a punto de olvidar sus apreciadas sandalias,

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pero cuál no sería su sorpresa cuando, al buscarlas de-
bajo de la cama, descubrió, impresionada, que el piso
estaba cubierto con una fina capa de ceniza…
Sin conocerte

M
artha recorría lenta y pausadamente el ca-
mino empedrado, sus zapatos de charol del
número cuatro desprendían un chillido por
el roce del tacón desgastado con el piso. Pinches zapa-
tos ruidosos –se quejaba–, parezco grillo anunciando
mi presencia por donde paso. ¡Me lleva! Todavía me
faltan cinco esquinas, ¡maldita miseria! Y no es que
Martha, con hache muda, fuera coda, sino que no traía
un centavo. Ni un pinche peso para el puto camión
–decía siempre que quedaba imposibilitada de tomar
el camión que la alejaría de su desgracia.
Cansada de tanto caminar, se sentó en la acera.
Una canción tristona salía de la bocina de un estéreo
desvencijado de un puestecito ambulante, así estaba
su corazón: desvencijado y dado en el catre. Todavía
recordaba los símbolos escritos en los resultados del
laboratorio, como si fueran una sentencia al patíbu-
lo: Positivo. Estaba embarazada de su verdugo, estaba
condenada al viacrucis de vivir junto al hombre que
cada vez le minaba más y más su belleza. “Ni modo,
gorda, ya valimos madres, nos vamos a tener que ca-
sar”, esas palabras retumbaron en su cerebro como si
estuviera escuchando en tercera o cuarta dimensión.

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Xomara Navarro Favela

¿En qué momento se dejó envolver por él? ¿En


qué momento, ella, tan lúcida, se dejó envolver por
las huecas palabras de ese hombre? Pero muy a su pe-
sar, desde su comportamiento femenino aprendido,
le agradecía que quisiera responderle, aunque estaba
convencida de que él no estaba haciéndole ningún fa-
vor, ambos se habían metido en ese “problema”. Quizá
él quería que se embarazara porque con una criatura
que los uniera ella jamás lo dejaría, por no soportar el
sentimiento de culpa de que su hijo creciera sin padre.
Pero conociéndolo, no estaba segura de lo que
era mejor para el inocente que venía en camino, si te-
ner un papá como él o no tenerlo, pues tan sólo para
comer ese día tuvo que empeñar la única cadena de
oro que le quedaba. Ahora tenía que alimentarse mejor
y hacerlo por los dos.
Sabía que cuando se enterara, su familia pondría
el grito en el cielo. En parte ella era la esperanza y sos-
tén de la familia, y tan pronto conocieron a su “enamo-
rado” le advirtieron que era un bueno para nada. Pero
aun así, ella se enredó con Manuel.
Al principio, como las trilladas historias de des-
encuentro, todo era felicidad. Si el susodicho le decía
“párate de pestañas” era casi seguro que lo hacía. Todo
en él le parecía perfecto, hasta que con el tiempo y con
el trato, que en realidad tendía al maltrato, se fue desen-
cantando. Cuando por fin se decidió a dejarlo, precisa-
mente ese día, llegó el retraso…, el retraso que más bien
era el presagio de un futuro incierto que le haría decidir

32
XV Cuentos para no dormir

de una vez por todas hacia donde llevar su vida. Hasta


ese momento ella era como un barquito que iba con la
corriente, sin dirección ni ambición. No sabía en qué
momento la indiferencia se había apoderado de ella,
quizá desde su niñez, marcada por el matrimonio sin
amor de sus padres, que, con todo, y a pesar del odio
mutuo, preferían seguir unidos sin saber si por costum-
bre o por joderse la vida.
No tenía aspiraciones, sólo vivía, sólo respira-
ba y existía. Ya estaba acostumbrada a la indiferencia
de los que la rodeaban, a nadie le importaba lo que
ella quisiera, pidiera o necesitara. Simplemente estaba
acostumbrada a servir y a quedar bien con el prójimo
contiguo, así fue con sus padres, con sus hermanos,
con sus amigos y con Manuel.
—Cabrona, ¿pues qué te pasa? –así la sacudió de
sus pensamientos–. Qué ¿aparte de embarazada, ya
quedaste más pendeja de lo que estabas? Ja, ja, ja.
Martha, queriéndolo congelar con la mirada, sólo
logró mover la cabeza de un lado a otro, y haciendo
una mueca le dijo, al tiempo que se incorporaba:
—Ya me tengo que ir. Tengo que volver a la mer-
cería, ahora más que nunca necesito el trabajo
—Así es, chatita, ya olvídate de tus sueños de se-
cretaria ejecutiva, ahorita no nos podemos dar el lujo
de arriesgarnos. Te busco al rato para que vayamos pen-
sando qué vamos a hacer. –Y mientras con sus manos
callosas le rodeaba la barbilla, dándole un beso en la
mejilla derecha, Manuel se alejó.

33
Xomara Navarro Favela

Pasaron cinco días sin que él la buscara, su ma-


dre ya empezaba a sospechar. Las madres lo intuyen
todo. Ya la empezaba a ver con “ojos raros”; ella sabía
de los síntomas: los pechos más llenos, la pancita de-
latora y la triste mirada de perro apaleado que suelen
tener las madres que son tomadas por sorpresa.
—Nomás que me vayas a salir con tu domingo siete,
ya sabes, Martha Lorena, que yo no voy a andar alcahue-
teándote tus zonceras, a ver cómo le haces –le decía su
madre, al principio con discreción pero con el pasar de
los días delante del que estuviera, sin vergüenza alguna.
Hasta sus hermanos empezaban a hacerle burla,
sólo Roberto, el mediano, le decía:
—Nada más dime si fue ese idiota para que vaya
a romperle su madre y traértelo a que te cumpla.
Pero lo que más tristeza le daba es que no estaba
muy segura –pensándolo bien, le aterraba la idea– de que
Manuel le “cumpliera”. Y así la trajo casi un mes, en el que
poco a poco él se iba acercando a la familia, la cual, resig-
nada y por el miedo a las murmuraciones de las vecinas,
empezaban a aceptarlo, incluso hasta la mamá reprendía
a Martha si no lo atendía cuando llegaba a visitarla.
Todos hacían los preparativos de la tan precipi-
tada boda. Iba a ser una comidita sencilla después de
la ida al registro civil. Sería sencilla, pero invitarían a
gran parte de la colonia para que no quedara duda de
que se casaba como “Dios manda”. En medio de los
preparativos, nadie reparó en que Martha cada día es-
taba más pálida y ojerosa.

34
XV Cuentos para no dormir

De vez en vez, se tocaba el vientre como si un in-


tenso dolor le aquejara, pero nadie parecía percatarse,
era invisible ante su propia boda; ni siquiera cuando
le probaron el vestido, que la abuela le compró en el
mercadito, alguien le preguntó si le gustaba, todos da-
ban por hecho el agradecimiento que ella debía sentir
por su comprensión.
Martha lloró las veintitrés noches que duraron
los preparativos de la precipitada boda. Cómo decir-
le a su madre que ya no quería a Manuel, la catalo-
garía de golfa. Cómo decirle a Manuel que lo único
que ahora tenían en común era el niño que estaba en
camino. Cómo decirle a su padre que ella tenía ganas
de estudiar una carrera técnica e irse a trabajar a otro
lado. Nadie la entendería, nadie la comprendería, es-
taba sola, y lo que ella tanto ansiaba eran sólo sueños
guajiros.
De vez en vez lloraba porque quería al bebé que
crecía en su vientre; en ocasiones le parecía escuchar
los latidos de su corazón, le dolía en el alma saber que
no iba a darle lo que ella en su niñez hubiera querido
que le dieran y que para colmo tampoco le daría un
buen padre que lo guiara y lo protegiera: Ay, mi amor,
estamos solitos, ahora sí que no sé qué va a hacer tu
madre –le decía al frijolito que crecía en su vientre.
En la noche número veinticuatro, casualmente,
cuando por fin, vencida por el cansancio pudo conci-
liar el sueño, la despertó un dolor más agudo que el de
costumbre. Se levantó, y al llegar al baño observó el

35
Xomara Navarro Favela

hilillo de sangre que le corría por las piernas, le costó


dos minutos darse cuenta de la situación. Como pudo se
asistió y fue donde su madre, ambas tomaron el taxi
en silencio hasta la clínica. Todo sucedió demasiado rá-
pido, le comunicaron que el feto ya estaba muerto y
debían practicarle un legrado.
Martha lloró desde el fondo de su corazón y se
odió por haberse lamentado en voz alta. Estoy segura
de que él me escuchó.
Al darse cuenta de que su presencia era incómoda
y estaba causando complicaciones al ser que a mane-
ra de penitencia cargaba con él todos los días, decidió
brindarle una “ayuda”, que a ella le supo amarga, sin
conocerla...

36
Calcetinera
Porque la realidad supera
la ficción

A
dolfo la conoció a los 29 años, en esa época
había sido abandonado a su suerte con cuatro
hijos que poco le importaron a la madre que
los parió. Él era pastor de su congregación, y por ese
motivo pasaba mucho tiempo fuera de casa. Ella, abu-
sando de sus prolongadas ausencias, le puso el “cuer-
no” dos veces. Argumentaba que era culpa de él, ya
que por cuidar las almas de los feligreses descuidó la
que tenía en casa. La primera vez, luchando con su
condición de hombre, la perdonó, o como se dice en
las Escrituras: “puso la otra mejilla”. Pero la gota que
terminó por colmar el vaso fue cuando cuatro meses
después, al llegar temprano a casa, la encontró en la
cama con otro. Después del escándalo y la corretiza,
incluida al “Sancho”, se enteró por una vecina de que
su mujer aprovechaba que los niños jugaban en casa
de unos amiguitos para recibir tan peculiares visitas.
En ese instante se convenció de que si esta vez pasaba
por alto semejante afrenta era porque, como decía su
madre, de plano sus vecinos le entregarían el diploma
de cornudo.
Aun así, después de varios meses, seguía sufriendo
por la separación. Se preguntaba qué sería de los niños

37
Xomara Navarro Favela

sin su madre, ¿no le dolían a ella? Cierto día, iba por


la calle absorto en sus pensamientos cuando un leve
quejido lo liberó de ellos. Al principio pensó que era un
gato, pero se percató de que el ruido provenía de una
casa desvencijada y decidió asomarse por una ventana.
Su asombro fue mayúsculo al distinguir a una niña de
unos seis años en un estado deplorable, la imagen era
tan desoladora que se conmovió. ¡Tenía que hacer algo!
Grande fue su asombro cuando al inclinarse para pre-
guntarle a la niña su nombre, ella le extendió los brazos.
Sin titubeos, resolvió dar parte a las autoridades.
A la policía poco parecía importarle la tragedia de
tan inocente criatura, fue invitado a poner su denuncia
en el ministerio público más cercano. Así lo hizo, pero
se encontró con la misma indiferencia que había aban-
donado a la niña a su suerte; tanto así, que directo y sin
rodeos el abogado en turno le dijo con aire de fastidio:
¿Por qué no se queda con la chamaca? Y Adolfo, que
sentía que lo ocurrido era obra del destino o que por
algo Dios la puso en su camino, decidió llevársela.
Está de más recordar su condición de padre solte-
ro de cuatro chicuelos, por lo que después de una reu-
nión familiar se decidió que la niña, de nombre Isela,
viviera con Toñita, la hermana mayor de Adolfo y ma-
triarca de la familia, y la registraran como hermana de
él. Aunque, a decir verdad, él ya la veía como a una
hija, y como tal la trataría.
Isela se volvió hija de todos y de nadie, todos la
veían como suya. Causaba risas la torpeza con la que

38
XV Cuentos para no dormir

se desenvolvía, parecía medio primitiva, como si jamás


hubiese tenido contacto humano.
Nunca supieron su origen ni nadie la reclamó.
Quizá por lo mismo llamaba la atención de todos los
integrantes de la familia. Era extraña en su comporta-
miento y en su indumentaria, sobre todo sus calcetas
largas de colores vistosos. ¡Ah!, ¡cómo le llamaban la
atención las medias y las calcetas! Su obsesión era tal
que cuando Juana, la tamalera, pasaba con sus medias
oscuras, la niña lloraba de miedo, y no tardaron los
niños de la casa, y poco a poco los adultos, en caer
en el juego de asustarla con la amenaza de: “¡Ándale,
Isela!, apúrate a vestirte para que te vayas a la escuela,
porque si no va a venir por ti la calcetinera.”
Cuando falleció Toñita, su madre postiza, se dis-
cutió de nuevo quién se quedaría con ella. Por fin re-
solvieron que acompañara a Rosalba, la hermana que
por azares del destino nunca pudo tener hijos, ¿quién
mejor que ella para acompañarla y guiarla? Adolfo, de
nuevo se sintió culpable por no tenerla a su lado, pero en
su condición de recién casado, y con un quinto hijo
en camino, le resultaba imposible mantener a una octa-
va integrante.
Isela, como los barquitos en la mar, tuvo que se-
guir la corriente e irse a vivir con la hermana Rosal-
ba a Campeche. Al principio se sentía incómoda y era
una odisea hacerla pronunciar dos palabras, pero con
el tiempo aprendió a querer a su “nueva mamá”. Fue
creciendo hasta convertirse en una jovencita atractiva,

39
Xomara Navarro Favela

aunque nunca perdió la fijación de juzgar a las perso-


nas por sus calcetas.
Quizá por repetir patrones, quizá porque así es la
vida, pero con todo y los cuidados y mimos de la tía
Rosalba, Isela perdió la cabeza y el sueño por un hom-
bre. Osvaldo, un incipiente estudiante de Derecho, que
además de hacerle perder la cabeza le fue extraviando
“otras cosas”. Producto de esos descarríos, a los siete
meses de noviazgo, y con lágrimas en los ojos, tuvo que
confesarle a su mamá postiza que estaba embarazada.
Esta vez no hubo consenso, Adolfo acudió adon-
de estaba ella, y, con actitud de padre benevolente, le
preguntó si era su deseo casarse con el mentado Osvaldo,
regresarse a Chetumal o de plano cambiar de aires e irse
con la tía Lupe a Monterrey. Isela, cansada del ir y venir,
como las hojas de los árboles, decidió echar raíces con
la ilusión de que por fin tendría una familia propia.
La boda fue sencilla pero emotiva, la mayoría de
los “hermanos-tíos-protectores” estuvieron presentes y
le desearon un sinfín de parabienes. Dios la bendijo con
dos hijos más pero no con un marido modelo. A los
siete años exactamente, por fin Isela decidió pedir ayu-
da y le llamó a Adolfo, quien después de tantos sacri-
ficios se había graduado de abogado. Esta vez, Adolfo,
con seis hijos y su esposa enferma, no pudo acudir en
su auxilio, pero asesoró por vía telefónica su divorcio.
Ella le comentó que la causa del desamor por Osvaldo
eran las constantes humillaciones y la violencia que su-
fría, las múltiples marcas en su cuerpo fueron pruebas

40
XV Cuentos para no dormir

contundentes para promover el divorcio y demandar la


pensión alimenticia para sus tres hijos. Ocho meses duró
el litigio. Osvaldo ya se había enamorado de otra mujer,
o quizá ya la conocía, pero con el correr del tiempo no
tuvo empacho en presumir a la nueva pareja.
Eran las tres de la tarde cuando Isela se enteró de
que Osvaldo se puso como loco al saber que le des-
contarían 68 % de su salario por concepto de pensión
alimenticia; además, el descuento era retroactivo. Para
su orgullo de hombre, y de pasante de abogado, era un
golpe fatal a su ego.
Una semana después, Isela recibió una llamada que
la sorprendió. Patricia, la nueva pareja de Osvaldo, la citó
en casa de la mamá de él para hablar acerca de la manu-
tención y de varios asuntos relacionados con los niños;
le dijo que Osvaldo estaría presente. Isela no titubeó ni
advirtió nada extraño en tan sospechosa invitación. Dejó
a los niños al cuidado de la tía Rosalba y fue a la cita.
Cuando llegó y saludó a Patricia sintió una puñalada en
su costado izquierdo al ver que ésta llevaba unas medias
negras que le hicieron recordar su infancia.
Isela jamás regresó por los niños. La tía Rosalba,
que después de tantos años de madre emergente desa-
rrolló un sexto sentido, supo que algo había pasado. Fue
a casa de la mamá de Osvaldo para preguntar por Isela.
La señora le respondió muy convincente que Isela sólo
estuvo una hora platicando con su hijo y su nuera, pues
cuando se reunieron para cenar le dijeron que hacía
veinte minutos que se había marchado.

41
Xomara Navarro Favela

Así pasaron cuarenta y cinco días con sus cua-


renta y cinco noches. La familia entera se preguntaba
por su paradero y nadie quería decir en voz alta lo que
temían: que la genética era canija y que ella, como su
madre biológica, simplemente abandonó a los niños a
su suerte.
Adolfo no sabía qué pensar, no podía creer que
Isela actuara de ese modo. Decidió llamar a Osvaldo
para que le contara lo sucedido durante los últimos
minutos que pasó con ella. Algo raro percibió en la
voz de Osvaldo, quien además insistía en que se trami-
tara lo antes posible el acta de defunción, pese a que
no existían indicios de su muerte y mucho menos un
cuerpo que presentar.
Adolfo resolvió esta vez acudir en ayuda de Isela.
A pesar de los reclamos de su mujer por dejarla sola
con los seis niños y con la amenaza de ser despedido
de su trabajo, hizo su maleta y se dirigió a Campeche.
Tenía que encontrar a Isela.
Para sorpresa de Osvaldo, Adolfo se presentó en
su trabajo, quería saber qué hizo el día exacto de la
desaparición de su desventurada hija putativa. Luego
levantó un acta de su desaparición ante el ministerio pú-
blico, pero esta vez no permitió que se actuara con in-
diferencia, no le importó gastarse sus ahorros en invitar
a desayunar a la oficina entera, pronto su presencia fue
cotidiana en la Mesa Tres. Él sabía que entre más gen-
te buscara pistas de ella más pronto darían con su para-
dero. Mientras tanto, pasaba noches enteras pensando

42
XV Cuentos para no dormir

en ella, por qué ahora le inquietaba fijarse en las extra-


ñas combinaciones de las calzas que usaba Osvaldo.
Cuando ya estaba a punto de darse por vencido,
una llamada lo dejó helado: un compañero de Osvaldo le
llamó para decirle que ya no podía seguir callando lo que
sabía acerca de Isela. Le contó que una noche, al calor
de las copas, Osvaldo reveló jactándose: “Le di kran por-
que la muy piruja me peleó la pensión. ¡Qué se creía la
vieja pendeja!”, confesó que no estaba preocupado y que
jamás aparecería. Al día siguiente Osvaldo intentó ne-
gar su confesión, alegando que esa plática había sido
producto de desvaríos etílicos y pensamientos oscuros
de su imaginación. Pero no lo convenció. Luego, al co-
nocer a Adolfo y ver la desesperación en sus ojos por
encontrar a su hija, reflexionó sobre el consejo de su es-
posa acerca de que al quedarse callado se convertía
en cómplice de Osvaldo y que por algo existía el dicho
que reza: “Los niños y los borrachos siempre dicen la
verdad.”
Después de ese testimonio, en las oficinas de la Pro-
curaduría de la ciudad de Campeche todo ocurrió muy
rápido. Se autorizó una orden de cateo para investigar
en la casa de la exsuegra de Isela, donde se encontraron
huellas de sangre en las paredes, y mediante pruebas de
laboratorio se identificó que eran de Isela. Osvaldo, vién-
dose perdido, confesó dónde estaba el cuerpo y cómo
ocurrieron los hechos:
En complicidad con su pareja –sí, la de las me-
dias negras– decidió esperar a que Isela acudiera a la

43
Xomara Navarro Favela

cita. Previo a su llegada tomaron varias “caguamas” y


fumaron dos piedras de crack para agarrar “ambiente”.
Luego de que llegó, Isela no desconfió cuando Patricia
le pidió que subieran a la terraza porque hacía mucho
calor y ahí podrían platicar más a gusto; entonces Isela
reparó en las medias oscuras que vestía Patricia, que
además estaban rotas, aun así la siguió.
Al pie de la escalera la esperaba Osvaldo con una
coa. Subieron, cruzaron la terraza, y de pronto propinó
a Isela un fuerte golpe; ella se defendió como pudo, con
la cabeza casi desprendida se le echó encima a Osval-
do, con uñas y dientes peleó como nunca en su vida.
Gracias a esa batalla los agentes pudieron localizar el
rastro de sangre y encontraron rasguños en varias par-
tes del cuerpo de Osvaldo, que por una extraña razón
no daban señales de cicatrizar.
La noticia corrió como pólvora en toda la ciu-
dad: “Homicida y amante sentenciados a prisión.” A
la mamá de Osvaldo la absolvieron porque argumentó
que desconocía del asesinato, pero Adolfo estaba con-
vencido de que si bien no participó, sí tuvo conoci-
miento de los hechos.
Esta vez la deliberación familiar fue para tratar el
entierro de Isela y el futuro de sus hijos. Ahora Adolfo
sí pudo cumplir con su deber de padre, encontrarla, y
acompañarla a su última morada. En una tragedia te
conocí, en una tragedia te despido –dijo con lágrimas
en los ojos. Nadie podía creer que el pastor-abogado
resolviera el caso, mas él sintió que no había hecho

44
XV Cuentos para no dormir

nada del otro mundo. Se sentía culpable de no haber


estado ahí para salvarla. La salvó una vez de las caren-
cias, pero no pudo adivinar sobre sus premoniciones,
y no estuvo con ella la última vez que le pidió ayuda.
Cansado y triste, abordó el camión de regresó a
Chetumal, y se sumió en un profundo sueño.

45
Duerme, ángel mío

M
arisol sintió en su mejilla el calor de los ra-
yos del sol que entraban por su ventana. Se
levantó de un salto y se dirigió al baño de su
recámara. Sonriendo, posó su mirada frente al espejo,
esperaba, como todas los días desde aquella fría maña-
na de febrero, el reflejo de la dulce carita que le daría
los buenos días.
—¡Enloqueció por completo! –exclamó su mari-
do cuando ella inició cierta mañana esa rutina. —Dé-
jalo ir… –le decía su madre. —¿Mamá, en verdad lo
ves? –le preguntaba Ximena, su primogénita de siete
años–. Pero ella, sólo ella, sabía que él siempre apare-
cería a las 7:00 am para darle ánimo, y superar así un
día más.
Todo empezó con el fatídico diagnóstico del doc-
tor Arizpe: —Señora Sánchez, temo que Pedrito tiene leu-
cemia.
A partir de ese momento el alma de Marisol se
desdobló, salió de su cuerpo, era como si permane-
ciera en otra dimensión. Si comía o no, ella o su fami-
lia, no le importaba. Día a día sentía que le arrancaban
cada una de las venas de su cuerpo y que sus músculos
se desgarraban desde la piel hasta llegar a su corazón.

47
Xomara Navarro Favela

Y llegó el día tan temido por todos, en especial


por ella. Pedrito no aguantó, cerró sus ojos y se quedó
inmóvil, inerte, como si de un soplo le hubieran suc-
cionado la vida.
El alma de Marisol, su sonrisa, su alegría de vivir,
sus ganas de sexo, se fueron como el alma de Pedrito.
Todo parecía una película vieja, pasada, ajena, ella ya
no se sentía. Juan Pedro, su marido, le decía: —Tienes
que ser fuerte por Ximena, ella también es tu hija. –Y
no es que fuera mala madre, pero su corazón ya no era
el mismo sin Pedrito, ese dolor fue tan profundo que la
dividió en millones de partículas, incapaces de volver
a juntarse.
El sólo mencionar el nombre de su hijo fallecido
desataba en ella mil reclamos: ¿Por qué a ella?, ¿por qué
a él? ¡Era tan pequeño! Y de golpe aparecían las dos mil
preguntas jamás contestadas, que acompañaban a ese do-
lor que jamás se iba, como si miles de alfileres le pincha-
ran el cuerpo.
Así transcurrieron tres meses de letargo y pesadilla.
Pasó Navidad y el Año Nuevo sin siquiera notarlo, mucho
menos saberlo. Llegó su cumpleaños, en el que precisa-
mente ella recibió el mejor regalo, el segundo mejor re-
galo: Pedrito, su Pedrito. Por eso era su favorito, para ella
siempre había sido su mejor regalo. Desde que nació
era tan delgado, tan débil, y a la vez tan encantador que
en cuanto lo tuvo en sus brazos no quiso soltarlo jamás.
Y así fue… No era que Ximena no fuera su hija o
que no la quisiera, pero ella era harina de otro costal.

48
XV Cuentos para no dormir

A diferencia de su hermano, Ximena nació fuerte, vigo-


rosa, independiente; jamás le había hecho saber que la
necesitara, al contrario, tenía un dejo de controladora
estricta y dulzura protectora casi maternal hacia su pro-
pia madre.
Por eso Marisol vivía en esa casa como si no vivie-
ra, como si jamás hubiese existido. Al fin que nunca fue
la reina de esa casa, sólo reinaba en la vida de Pedrito. Él
sí sabía hacerla sentir requerida, que la necesitaba. Sólo
con ella comía, sólo ella podía arrullarlo con sus cuen-
tos cursis donde él era el protagonista, el héroe, el que
siempre la salvaba, y así fue. Pedrito llegó para salvarla
del anonimato en el que habitaba en esa morada, sólo él
supo llamarla por su verdadera vocación: mamá, mien-
tras que a Ximena le costaron diez mil trescientos cuaren-
ta regaños para hacerla entender que no era Marisol, sino
mamá. Sólo él y nada más que él la hizo sentir valorada e
importante, ya que ahora era responsable de una vida, de
la sonrisa de su amado bebé, la de su rey, su querido hijo.
Las lágrimas inundaron sus ojos una y otra vez, su
llanto desgarrador se deslizaba por las ventanas y recorría
toda la colonia. Empezaba a hacerse costumbre a deter-
minada hora del día, en la calle del Girasol, escuchar a
todo volumen la canción tristona de ritmo norteño.
—Ya está tomando Marisol –decía un vecino, en
cuanto sonaban los acordes salidos de la voz de Ra-
món Ayala.
—¡Es tan burda!, me da sabe qué escucharla cantar
de ese modo –terciaba la vecina de al lado.

49
Xomara Navarro Favela

Te vas, ángel mío / ya vas a partir, / dejando mi


alma herida / y un corazón a sufrir. / Te vas y me dejas
/ un inmenso dolor, / recuerdo inolvidable / de aquel
halo de tu amor. / Pero ¡ay!, cuando vuelvas / no me
hallarás aquí, / irás a mi tumba / y ahí rezarás por mí.
/ Verás unas letras / escritas ahí… / con el nombre y la
fecha / y el día en que fallecí.
Al escuchar la letra de la canción norteña todas
las tardes, recordaba cómo eran sus días de infancia en la
inolvidable Rosita, Coahuila, el pueblo donde creció.
El pueblo fronterizo donde acumuló sus ansias de ser
madre, el lugar donde jugó a ser progenitora.
Marisol, con su copa en la mano, mirándose en
el espejo del comedor exclamaba: —¡Pinche muerte!
¿Por qué no me llevaste a mí?
En un arranque de desesperación y como una
manera muy suya de honrar a Pedrito, Marisol se arran-
có la matriz. Fue tal su dolor, su desesperación, que
ella decidió castigarse arrancándose la esperanza
que tenía de volver a ser madre, de seguir siendo mu-
jer. Sin la matriz nadie ocuparía el lugar de su hijo.
Jamás volvería a parir, jamás podría traer una nueva
vida, y así el lugar de su hijo permanecería intacto.
Mirando la foto de su hijo ausente, sollozando, le
decía: —M’hijo, tú sabes que morí contigo, que el día
que tu corazón dejó de latir, el alma se me salió y se
fue con la tuya.
Nadie se dio cuenta, pero a raíz de la muerte de
su benjamín, Marisol dejó de probar alimento. Medio

50
XV Cuentos para no dormir

masticaba, medio probaba alimento para despistar a


los demás, pero la realidad era que ella había perdido
el sentido del gusto, su apetito voraz y ganas de vivir
ya no existían, tampoco la necesidad del sueño, sólo
dormitaba levemente, y todas las noches se obligaba a
conciliar el sueño con la esperanza de soñar con él o
hacer menos larga la espera de la cita matutina que te-
nían ante el espejo. Todavía, para su sorpresa, ese día,
junto al reflejo de Pedrito, las gotitas de vapor queda-
mente le susurraban: —Mami, no me podía ir sin ti…
El 19 de febrero amaneció fría, congelada, iner-
te. Ximena hizo el lamentable descubrimiento. Entró de
puntitas al baño y la vio tirada en el piso con su bata
de flores. Lo que más le llamó la atención del cuadro tan
funesto fue el rostro de su madre. Marisol tenía dibujada
una sonrisa que iluminaba por completo su palidez de
difunta. Hacía tanto tiempo que Ximena no la veía son-
reír que se conmovió por completo y con pesar enten-
dió la situación, se veía tan angelical como una pintura
fresca, recién terminada.
Ella, en el piso del baño, después de días intermi-
nables viéndose al espejo, alegando que él, su Pedrito,
estaba ahí. Incluso un día le pegó a Ximena porque bo-
rró las gotitas de vapor que estaban en el espejo, el va-
por que para la lógica de la niña dejaba el agua caliente.
Ahora, Ximena, ante la tardanza de su madre, desobe-
deció la orden de jamás molestarla por las mañanas y
mucho menos entrar al baño sin el consentimiento de su
madre, quien ahora yacía en el piso del baño y junto a

51
Xomara Navarro Favela

ella el iPod que dejaba escuchar las notas de su canción


predilecta: Pero ¡ay!, cuando vuelvas / no me hallarás
aquí, / irás a mi tumba / y ahí rezarás por mí. / Verás
unas letras / escritas ahí... / con el nombre y la fecha / y
el día en que fallecí…
Y fue precisamente lo que sucedió, ¡por fin Ma-
risol iba a poder dormir!, había encontrado a su hijo.
Ella, sin que nadie se diera cuenta, dejó de comer y
a diario tomaba las pastillas para la presión que toma-
ba su esposo, con la leve esperanza de que su corazón
se debilitara, pero se fortalecía su anhelo, porque sabía
que conforme su salud se quebrantara, más cerca esta-
ría de su pequeño…
El médico dictaminó que murió por inanición y
por una extraña falla del corazón. Pedrito y Marisol se
encontraron y dejaron un inmenso dolor. Los vecinos, en
plan de reconciliación por tan inoportunas serenatas
vespertinas, fueron al sepelio, el consenso familiar re-
solvió que ella tenía que ser enterrada junto a su tan
extrañado hijo.
Pedro, finalmente, dedujo el deseo incomprendido
de su mujer. De inmediato, camino al camposanto,
mandó a buscar un grupo norteño en la primera cantina
que estaba en su paso. Al verlos llegar les aventó un bi-
llete de mil pesos y pidió con lágrimas en los ojos:
—Toquen Te vas, ángel mío, ¡y con muchas ga-
nas! ¡Que se escuche fuerte, fuerte!... hasta el cielo.

52
CULPA

Sentimiento insertado a manera de chip (aunque usted no lo crea,


dicha tecnología ya existía desde tiempos inmemoriales exclusi-
vamente para este uso), en la parte superior derecha del corazón,
a todas las mujeres desde el momento mismo de la concepción.

La mujer se culpa por la comida; se culpa por no dormir; se culpa


por dormir; se culpa por ser virgen; se culpa por tener sexo; se
culpa por la madre; se culpa por el padre; se culpa por el hijo;
se culpa por lo que se hace; se culpa por lo que no hace; se culpa
por lo que se dice; se culpa por lo que no se dice; se culpa hasta la
tercera, cuarta y quinta generación. Pero, sobre todo, se culpa por
sentir culpa y también, ¿por qué no?, por no sentirla.
Ilustración de página anterior:
Él es agua
(Técnica mixta, 111 x 111 cm)
de Marisol D’Estrabeau
¿Cuánto es?

A
nabel miró impaciente el elegante reloj de piel
que adornaba su muñeca izquierda, regalo de
Navidad de un novio que ahora sólo era un
recuerdo. Apenas va a cumplir un año y qué desgasta-
do se ve –pensó–, ¡pero es que no me lo quito nunca! Ni
que tuviera valor sentimental. Voy a comprar mínimo otro.
Así voy a poder intercalarlos y combinarlos. ¿Por qué no
se me ocurrió antes? ¡Caray!, pero con esta crisis que
dicen que viene, y que existe desde que tengo uso de ra-
zón, ni para cuando me vuelva a comprar uno de esta
marca, es que todo está tan caro –pensó, afligida, mientras
esperaba su turno en la fila de cajas del supermercado.
Mientras el sonido del lector de precios seguía con su
eco irritante, ella observaba detenidamente a la madre de
familia que le antecedía. A leguas se le notaba la fatiga.
Su rostro denotaba que en algún tiempo fue atractiva,
pero ahora, con el cutis apagado y los ojos reflejando
cansancio, no podía, a ciencia cierta, decir que exis-
tió tal belleza. Realmente la escena era desoladora: el
maquillaje chorreado, el cabello alborotado, la ropa
manchada y arrugada. ¡Qué barbaridad! –se dijo Ana-
bel– , todo el outfit es un desastre –sonrió para sí por
la denominación tan cursi que acababa de darle a la

55
Xomara Navarro Favela

vestimenta de la pobre señora que ni por equivocación


sospechaba que le estaban otorgando un espantoso
cinco en moda, como suelen hacerlo las revistas del
corazón que tanto le gustaba leer cuando descubrían a
una celebridad in fraganti.
Anabel, que aquí entre nos firmaba como Ana-
belle (porque según ella era más distinguido), deci-
dió continuar entreteniéndose con la inocente madre
compradora de súper, que no sabía qué hacer con el
pequeño de aproximadamente cinco años, que torpe-
mente agarraba los chocolates del anaquel que tenía
enfrente e, impacientemente, intentaba introducirlos en
el carrito al compás del grito chillón:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Me complas un huevito kindel?
La madre, una de dos, hacía como que no lo
escuchaba o de plano estaba perdida en un univer-
so paralelo porque seguía sacando artículos del carrito
sin prestarle atención. Quizá los gritos del niño en los
oídos de la madre eran apagados por el llanto de una
nena de alrededor de nueve meses, que se encontraba en
el asiento para bebés.
—Ya voy, beba, aguántame tantito.
La cajera pasaba los artículos deprisa, con la úni-
ca finalidad de que el concierto de chillidos se acabara
pronto.
—Señora, ¿encontró todo lo que buscaba?
—Ajá, sí –contestó la señora, por inercia.
—Son mil doscientos cuarenta y seis pesos con
treinta centavos, ¿va a redondear? –preguntó la cajera.

56
XV Cuentos para no dormir

—¿Cuánto? –respondió la madre al tiempo que


abría los ojos enmarcados con ojeras y expresión de sor-
presa.
—Señora, son mil doscientos cuarenta y seis pe-
sos con treinta centavos y le vuelvo a preguntar si quie-
re redondear.
—Pues… ya qué, redondéalo. ¡Todo está tan caro!,
¡qué huevito Kinder ni qué nada! Roberto, ¡deja eso!,
nos lo va a cobrar la señorita –al mismo tiempo que el
niño soltaba el llanto, la cajera, volteando a verlo con
la esperanza de que su mirada intimidatoria pudiera ca-
llarlo, le preguntaba a la madre:
—¿Va a pagar en efectivo o con tarjeta?
—Pues ni modo, con tarjeta –contestó resignada-
mente la pobre señora que al mismo tiempo sacaba la
tarjeta e intentaba consolar a los dos hijos que insistían
en su concierto.
La cajera, compasiva ante el cuadro desolador y
sintiéndose un poco culpable del trato nada solidario
que le dio a la incomprendida ama de casa, decidió
brindarle la segunda sonrisa del día:
—Su firma, por favor, señora.
—¿Me permite su pluma, señorita? ¡Es que de
plano, ya no hay dinero que alcance!
—¡Mamá! ¡Mamá! –insistía el niño.
—¡Ya te dije que no, Roberto, por favor, no em-
pieces! –y se alejó la pobre señora, fatigada, con paso
apresurado, como sabiendo de las miradas inquisidoras
que se posaban en ella por haber sido la causante del
embotellamiento en la caja once.

57
Xomara Navarro Favela

En ese preciso instante, Anabel, o Anabelle, agrade-


ció a todos y cada uno de aquellos hombres que la decep-
cionaron alguna vez en su vida. Por un instante se
compadeció de la madre extenuada que había tenido
enfrente y se preguntó: ¿Qué tuvo que pasar esa señora
para convertirse en una muñeca abatida?, y ¿qué ha-
bría sido de ella de no haberse convertido en muñeca
rota, en la muñeca Anabelle?
Si ahora era la muñeca Anabelle no era porque
siempre haya sido guapa, sino porque aprendió a sacar-
le el mejor partido a su físico. Tenía quince años cuando
se divorciaron sus padres y ella decidió vivir con su ma-
dre; entonces, económicamente, se llevó la peor parte,
así que tuvo que aprender la manera de conseguir dinero
para darse sus gustos. Bueno, más bien, uno que otro.
Necesitó poco tiempo para darse cuenta de que
las mujeres de clase media baja que quisieran obtener
dinero fácil tenían sólo dos caminos, al menos los únicos
que ella creía que existían: el primero, convertirse en
una madre abnegada y sepultar sus ilusiones, pero eso
sí, siempre y cuando el marido la tuviera con comodi-
dades y en una vida holgada; así, ¡bien valía el sacrificio
de “soportarlo todo”! O la segunda opción: la de jinete-
ra con culpa, porque eso sí, a las mexicanas no nos en-
señan a ser unas verdaderas putas. Hay prostitutas de di-
ferentes categorías: las que se paran en las esquinas que
todos ya conocemos, el estereotipo; las que se anuncian
en el periódico, escondiéndose bajo el argumento de
“masajista”; las que se disfrazan de damas de compañía;

58
XV Cuentos para no dormir

y las que sacan provecho de los “favores” que otorgan:


como Anabelle.
Curiosamente, todas, absolutamente todas, coin-
ciden en una cosa: a la hora de acostarse a descansar,
tardan en conciliar el sueño debido al complejo de cul-
pa que va implícito en su “profesión”. A unas les aflora
continuamente; a otras, después de visitar a sus padres;
también se encuentran las que, con un par de copitas
y canciones de nostalgia, irrumpen en llanto al darse
cuenta de que se han convertido en una puta hecha y
no tan derecha; y existen aquellas que con el simple
hecho de recordar el primer amor, se ven presas en el in-
somnio culposo, en conclusión: en México no hay una
puta sin culpa.
Mientras sacaba uno a uno los artículos de su ca-
rrito de compras, recordó la agradable sensación que
vivió al descubrir que con su juventud y atractivo era
más fácil obtener las cosas. El primero fue el profesor
de Matemáticas, un tipo recién entrado en los treinta,
desgarbado y tímido, que tenía bonitos labios. Sonrió
pícaramente, al recordar el nerviosismo del joven pro-
fesor cuando ella se le acercaba demasiado, rozando
sus pechos, a punto de salirse de su blusa escolar, en
los brazos del inocente profesor que no tenía para donde
correr, atrapado entre la silla y su escritorio. —¡Ayyyy,
profe! Se pasó, ¿por qué me reprobó? ¡Mi papá me va a
matar, no lo conoce! Después de tanta insistencia y con
tal de acabar con los lamentos eróticos de la niña y el
toqueteo intimidatorio, el profesor terminaba dándose

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Xomara Navarro Favela

por vencido y, más por nerviosismo que por servilismo,


concluía pasándola con seis; eso sí, no sin antes haberla
hecho jurar que para el próximo mes tendría que echar-
le ganas.
Un instante después, como si el baúl de los re-
cuerdos guardados en su cerebro se hubiera abierto, una
punzada en la parte baja de su estómago la hizo regresar
al día en que por primera vez le rompieron el corazón.
Fue Fernando. ¡Cómo olvidar la manera en que se desen-
volvía cuando estaba con él! Sus incómodas reacciones
de niña y la falta de malicia para disimular el vivo interés
que le despertaba. Con Fernando supo por primera vez
lo que era sentirse humillada y dolida porque él hacía
con ella lo que quería, incluso pasearle ante sus ojos a
cuanta mujer se le ocurriera. ¿Hace cuánto tiempo ya?
Me cae que estaba bien, pero bien pendeja –se dijo entre
burlándose y autocompadeciéndose.
Pero con todo y que estaba loca por Fernando
no fue con él “su primera vez”. El primero fue Luis,
quien pasó sin pena ni gloria. Realmente Anabel se ha-
bía entregado por curiosidad o por despecho de todo
lo ocurrido con Fernando. Así pasa en ocasiones, tanto
cuidarte para venir a perder con un baboso que ni al
caso. ¡Ay, Anabel, si fuiste taruga! –se recriminaba.
Como pasa en la mayoría de las veces, no fue
ni el primer amor ni mucho menos el primer amante
el que dejó realmente huella. El que la marcaría para
siempre se llamó Ignacio. Con Ignacio enloqueció, se
perdió por completo, se volvió loca de amor, de felici-

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XV Cuentos para no dormir

dad, con él sintió lo que era estar narcotizada de amor;


de no creer la dicha de querer tanto a una persona hasta
no saber realmente cuánto; el temor de que se le saliera
el corazón del pecho, de pensar siquiera en su nombre
y suspirar.
Y así fue, se volvió loca de amor, de pasión… y
también de dolor, de amargura, cuando se enteró de
que Ignacio jamás se casaría con ella por la simple y
sencilla razón de que Anabel era pobre. Él necesitaba
una esposa pudiente que le patrocinara sus proyectos,
que pudiera darle el estilo y el ritmo de vida que soña-
ba. Se volvió loca de desesperación e impotencia por
no tener un papá que le comprara el amor del hombre
que tanto amaba. Finalmente, Ignacio se casó. Y Ana-
bel se volvió loca; pero loca en serio, de cascos ligeros,
piruja, pues.
Mientras escuchaba el lector de precios, una pun-
zada empezó a subir desde la parte baja de su vientre
hasta llegar a la parte alta de su esófago; era tan fuer-
te que casi la hizo vomitar. Se mareó y sintió náuseas,
como las que experimentó cuando dio por primera vez
sus favores a un empresario rico que conoció por casua-
lidad en un evento automotriz donde trabajaba de ede-
cán. Recordó las náuseas que sintió cuando sus manos
regordetas y pequeñas la recorrieron; recordó el enorme
esfuerzo que tuvo que hacer para no vomitar los cana-
pés que comió ese día; y tuvo que fingir por primera
vez, fingir que lo disfrutaba; recordó también la forma
tan sutil en la que él le pagó al terminar:

61
Xomara Navarro Favela

—Toma, mi reina –le dijo–. Cómprate algo, te ha-


blo después.
A partir de ese momento, Anabel se sintió partida
en dos: por un lado estaba la mujer que ansiaba el lujo y
las comodidades; la mujer que siempre necesitaba más
a cambio de poco esfuerzo; la mujer que siempre estaba
en busca de lo que estuviera en boga a cualquier precio;
pero, sobre todo, la mujer que ya no quería enamorarse
de un pobretón y que despreciaba al rico, al que sólo
veía como proveedor. Era Anabelle la de la sonrisa fingi-
da llena de Botox, pero… y ¿Anabel, qué quería?
Esa Anabel tenía los sueños escondidos. El sueño
roto de casarse de blanco, tener hijos, ya de perdida
uno, aunque saliera como ese chamaco que a gritos pe-
día su huevito Kinder. Esa Anabel que quería el cuento
de hadas, convertir en realidad el juego que le gustaba de
niña: el de la casita. ¿Eso la haría feliz? A final de cuen-
tas, con esta inflación –se dijo– no hay dinero que al-
cance ni profesión que pueda mantener el ritmo de la
vida que quiero (suspiró).
¿Podría ser feliz con ese sueño? Podría vivir mal co-
mida, mal vestida, mal peinada y mal co… ¡Ay no! Ahí sí
que me moría, ja, ja, ja; es por ello que la mayoría de las
casadas tienen cara de frustración –se dijo convencida–,
y como no pueden desahogar sus verdaderos deseos con
sus maridos, pues no les queda más remedio que esme-
rarse en el cuidado de los hijos, vuelcan todo el amor
frustrado en sus hijos. De tener un hijo, ¿qué habría sido
de mí? Un leve brillo en sus ojos apareció de repente, no

62
XV Cuentos para no dormir

le disgustaba la idea, siempre y cuando hubiera sido el


fruto de un amor ciego, por el que no le hubiera importa-
do sacrificar su figura y su estatus recién adquirido, todo,
por la dicha plena de tener un hijo.
¿Cómo encontrar a ese alguien? Si los años no pa-
san en vano, lentamente los anticonceptivos iban secan-
do su vientre. Tantas cosas había pasado, tan dura se
había vuelto que ya ni su propia madre la reconocía,
por eso ya no la visitaba. ¿Para qué? –pensó–. Siempre
me sale con la misma cantaleta: “que si para cuándo me
caso, que de perdida le diera un nieto, sin importar de
donde viniera”. —Hijita aunque sea un hijo que se con-
vierta en tu compañero, no me quiero morir con la pena
de dejarte sola –le decía afligida su mamá, y ella, indife-
rente e irónica, le contestaba siempre: —¡Ay, mamá!, no
seas ridícula, hace mucho tiempo que me dejaste sola.
—¿Encontró todo lo que buscaba? –abruptamen-
te la cajera interrumpió el monólogo con cara de que
no repetiría la pregunta y con la expresión de que se le
habían acabado todas las sonrisas de ese día.
—¡No! –contestó decidida Anabel, creo que aún
no…
—¿Cómo, señorita? –le preguntó atónita la cajera
al no escuchar la típica respuesta.
—No me haga caso, estaba distraída, pensé en
voz alta. ¿Cuánto es?
—Setecientos ochenta y nueve pesos con treinta
centavos, señorita, ¿gusta participar en el redondeo?
—Sí, claro.
—¿Va a pagar en efectivo o con tarjeta? –pregun-

63
Xomara Navarro Favela

tó inquieta la cajera al ver el extraño comportamiento


de su atractiva clienta. Anabel, con cierto dejo de tris-
teza, le contestó:
—En efectivo, voy a pagar en efectivo. Pero me
habría gustado hacerlo con tarjeta.

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Diez kilos
de melancolía

M arta se quedó atónita, petrificada es la palabra, al


oír la frase cliché de Roberto.
—Te lo juro, Gorda, no eres tú… Soy yo el del pro-
blema.
—¡No me chingues, Roberto! Ni siquiera para
mandarme a la fregada puedes ser original; ni siquiera
para cortarme puedes decir algo que salga de ti y que
me haga entender lo que verdaderamente sientes por mí.
—Marta, no salgas con mamadas. ¡Ya, Gorda!, en
serio, dejémoslo así, ya mejor ni le rasquemos…
Y él lo dejó así. Se marchó como se van las per-
sonas que no tienen nada que extrañar, como cuando
te quitas una camisa que usas por usar o un objeto que
no te inspira nada y tiras por tirar.
Mientras tanto, Marta no sabía a dónde dirigirse;
sentía como si las lágrimas del mundo vinieran a ella
pero no pudieran juntarse y derramarse de una vez, pa-
recía que el corazón iba a saltársele del pecho. ¿Dónde
quedaban los sueños, las caricias, el tiempo que le dedi-
caba a diario? Si ella sólo vivía por él y para él, ya no
se sabía, ya no se sentía. ¿Y ahora? De qué sirvieron el

65
Xomara Navarro Favela

cambio de tinte de cabello que se hizo para gustarle


y las clases de Pilates. Y para colmo pagué seis me-
ses por adelantado. ¡Me lleva la…! Y ni qué decir de
la loción que le encargó para su cumpleaños. ¿Y mis
sueños rotos y mis ilusiones, y los retazos de mi amor
propio? –se preguntaba.
La nueva mujer autómata, que acababa literal-
mente de haber sido mandada a la chingada, se subió
al microbús. Y mientras se tapaba la nariz –a causa de
un insulso de quien dudaba conociera la palabra deso-
dorante y su significado–, para colmo de su “tragedia”,
y de terminar de ponerle “picolín” a la herida, el chofer
del micro, al más vil abuso de dictadura musical, puso
la canción del grupo norteño Intocable.
Recordó cuando tuvo que “dispararle” los boletos
del concierto con tal de que él la llevara. Cada palabra de
esa letra, la sentía más suya. ¿Y todo para qué? ¿Todo
para qué? ¡Puta madre! No pudo haber puesto otra mú-
sica –dijo para sí. Comenzó a imaginarse como la prota-
gonista del video de la canción; se torturaba recordando
uno a uno los momentos felices; aunque a decir verdad,
a manera de jugarreta cerebral, no podía acordarse de
ninguno. Quiso retocarse el maquillaje, más por nervios
y por ocuparse de otra cosa que por necesidad.
Se preocupó al ver las impresionantes ojeras que
traía, y se teletransportó a las primeras semanas de los
ocho meses con veintitrés días, catorce horas y veintiséis
minutos, que había durado con Roberto. De repente, se

66
XV Cuentos para no dormir

vio peleándose con la báscula por las absurdas burlas


de su “adorada pareja”:
—¡Mi Gorditaaa! ¡Ay, Gorda!, en buen plan, haz
algo con este rollito –decía Roberto mientras le acari-
ciaba donde se supone debería estar la cintura.
Y es verdad que no era una Thalía, pero jamás
se sintió tan gorda como cuando empezó a andar con
él. Entonces comenzó la danza de las calorías. Cada
noche, después de bañarse, observaba lenta y odiosa-
mente el artefacto para contar sus kilos, anticipando la
tortura que tenía que pasar. Todas las noches seguía el
mismo ritual de subir y pesarse:
—¡No manches, sesenta y seis kilos! Ése fue el
Carlos V que me invitó la Pity.
Desconsolada, bajaba de la báscula, se dirigía al
cuarto y observaba el techo como si transmitieran una
película desde lo alto. Se imaginaba cómo sería su no-
viazgo si tuviera el cuerpo de la Ninel Conde, ¡o mejor
aún!, de la Salma Hayek. Ahí sí que Roberto comería
de su mano. En fin… –suspiraba–, se vale soñar, ¿no?
Y repasaba uno a uno todos los alimentos que había
ingerido durante el día. ¿En qué había fallado? ¿Qué
había comido de más? Se propuso hacer más ejercicio,
quizá no estaba quemando las calorías suficientes.
Gracias a Robertito ella se había obsesionado con
el sobrepeso, pero no el de los demás, sino el propio.
Algo había que agradecerle, si es que eso era causa de
agradecimiento, a diario se medía la cintura, el busto,
las pompas, las piernas, las caderas y siempre, siempre

67
Xomara Navarro Favela

después de bañarse y sólo después de bañarse, ella te-


nía una batalla diaria con la báscula, con todo y que
cada vez bajara desconsolada porque ninguna caloría
de menos era suficiente para llegar al peso ideal, nin-
gún ejercicio era el idóneo, ninguna dieta la apropia-
da, ninguna le hacía efecto, para ella siempre era la
misma canción: “¡Ay, Gorda!, no te pongas eso, la neta
se te ve mal”. Y ella trataba de compensar la falta de
la diminuta cintura con accesibilidad y fidelidad, era
tan solícita que incluso se olvidó de lo que ella quería
para sí misma.
El colmo de los colmos llegó cuando se sorprendió
a sí misma recortando a las artistas con mejor cuerpo; en
ocasiones, hasta casi las cinco de la mañana y siempre
suspirando. Tenía la ilusión de que algún día se conver-
tiría en una mujer como ellas, como por arte de magia
y, claro está, con su esfuerzo. Así, Roberto ya no le diría
gorda ni la vería cual si viera una mascota. En cambio,
la recorrería con la mirada, como a aquellas mujeres
que pasaban al lado de él en minifalda; las odiaba por-
que él jamás la miraba así. Sólo de verlas parecía animal
en brama, y lo que más le dolía era cuando después de
observar a las estupiflacas, volteaba y le decía, con ojos
compasivos, mientras le daba un tosco abrazo: “Pero mi
Gorda es retejaladora y cariñosa”.
Ya no podía disfrutar de un helado, del pastel
de aniversario, de los tamalitos de cumpleaños de la
tía Chata, sin terminar con ese sentimiento de culpa.
¡Ya estaba que esa noche no dormiría de los puros

68
XV Cuentos para no dormir

remordimientos!, de que por culpa de esas grasas que


se acumularían empecinadamente en su interior, jamás
llegaría al cuerpo anhelado. ¡Jamás! Si tan sólo me sa-
cara el Melate para hacerme la liposucción, como la
Verónica Castro. ¡Si bien dicen que no hay mujer fea,
sino pobre!
Vivía literalmente deprisa, como las ruedas de ese
camión que la llevaban a su reflexión sin pretenderlo.
Así había pasado esos meses, como la gente que cami-
naba en la avenida principal, parecía que persiguieran
algo sin alcanzarlo. Su vida fue tornándose monótona
poco a poco: del estudio fotográfico donde trabajaba al
gimnasio; de ahí, prefería ahorrarse un pesero para ca-
minar y así quemar más calorías; luego, a pasear con su
“adorado” si bien le iba; y de ahí a su casa para llegar a
entretener la mente a fin de que no se le antojara comer
nada. El rumor de sus tripas se hizo común en ella y,
junto con él, el ansia de comer un bocado, que desem-
bocaba en la culpa si lo probaba. Todos esos sentimien-
tos llegaron a ser parte de su cotidianidad, como tam-
bién lo era contar cada noche las calorías consumidas.
Sus papás se preocupaban al verla cada día más
pálida y ojerosa, su jefe le preguntaba si no necesitaba
unos días de descanso, pero ella sólo tenía una meta en
mente: cincuenta y nueve kilos y contando. Pero todo es-
fuerzo resultaba inútil porque para Roberto seguía siendo
la Gorda, su Gorda; gorda para acá, gorda para allá.
—Amor, ya no me digas así, ya no me hables así
–le suplicaba Marta.

69
Xomara Navarro Favela

—¡Má’! ¿Y eso? ¿Ahora qué mosca te picó? –le


contestaba Roberto, indiferente.
—Ya no quiero que me digas así –respondía, espe-
rando que en algún momento él la comprendiera, pero
era inútil.
—¡No manches!, ¡pinches viejas! Me cae que les
das tantita confianza y ya te quieren mandar. Nomás
falta que me digas cómo vestirme y qué hacer. ¡Ahora
resulta que me vas a decir tú a mí cómo hablarte! ¿Sa-
bes qué? Ya no te voy a decir nada de cariño, cuando
te hable te diré simplemente Marta.
—No, amor, no es eso, es que me haces sentir
mal, no me gusta que me llames Gorda.
—¿Ah, sí? Pues a mí no me gusta que me llamen
amor, así que para ti soy Ro-ber-to, ¿eh?, aunque te
cueste más trabajo.
—¡Ay, Robi!, te pasas, no lo tomes así.
—Pues yo, en buen plan, te digo que a partir de
este preciso instante me digas ROBERTO.
Ya estaba que ese día Marta tampoco dormiría,
tendría insomnio por partida doble. Primero a conse-
cuencia del acostumbrado conteo de calorías y, en se-
gundo lugar, por pensar cómo contentar a Roberto. Y
así habían transcurrido ocho meses con veintitrés días,
catorce horas y veintiséis minutos; y, aunque quisiera, ya
no podía seguir contando porque a las diecisiete horas
con cincuenta minutos su noviazgo había terminado.
Marta, con un dejo de melancolía, vio la foto de
Roberto que aún conservaba en su cartera y luego se

70
XV Cuentos para no dormir

miró en el espejo retrovisor del camión: ¡Híjole, qué


jodida me veo!, casi no he dormido, y como dice la
canción: ¿Todo para qué?, cincuenta y seis kilos y con-
tando.
—¡Bajan en la esquina! –gritó al causante de sus
reflexiones.
Al llegar a su casa, Marta, por primera vez en mu-
cho tiempo, decidió prepararse una torta de esas que
sólo se pueden comer con papitas picantes y un refresco
de cola bien helado. ¡Le supieron a gloria! Y después de
veintitrés días, catorce horas y veintiséis minutos, por
fin, ese día, Marta recuperó el sueño y quizá unos kilos
de más...

71
Carretera

A
las doce horas con dos minutos, Elena abordó
el autobús que la llevaría a Villahermosa. Ahí
se encontraría con Ulises. Él había viajado en
compañía de algunos colegas del trabajo con los que
tomaría un curso.
Antes de su partida, Elena le rogó por más de una
semana que le permitiera alcanzarlo. Cuarenta y ocho
horas después de su arribo, ¡por fin!, su amado tormen-
to aceptó que se encontrara con él en Villahermosa.
No es que le preocupara que anduviera chaco-
teando con sus compañeros de trabajo, pero una perso-
na de ese grupo la hacía palidecer; ocurría al escuchar
el timbre del celular a horas inapropiadas y, peor aún,
cuando al llamar a la oficina de Ulises, la dichosa Me-
lita la atendía con un tono burlón: “Cómo no, señora,
ahorita se lo paso.”
Jamás se había atrevido a preguntarle a su cón-
yuge por qué no le gustaba que fuera a buscarlo a la
oficina y mucho menos que le llamara. Ni qué decir de
la extraña sensación que experimentaba al sentir la pre-
sencia de su colaboradora “cercana”: una leve alerta
que nunca había sentido. Por eso, cuando él le mencio-
nó que se quedaría en “Villa” por más de una semana,

73
Xomara Navarro Favela

no dudó en preguntarle si ella lo acompañaría, pero sí


dudó cuando Ulises, con fingida indiferencia, le contes-
tó desde el baño:
—Creeeeo que sí va, ¿por qué tanto interés, Ele-
na? ¡Cuidadito con que vayas a empezar con tus pin-
ches celitos!, ¿eh? Ya sabes que me cagan.
Las mujeres tenemos un sexto sentido que nos aler-
ta cuándo desconfiar. Ese sexto sentido la previno cuando
Ulises la engañó por primera vez. ¡Cómo lloró la primera
noche en que él no llegó a dormir! Él pretextó la urgencia
de terminar un reporte muy importante. Fue la primera de
muchas. Llenó tres frasquitos de lágrimas por el descon-
suelo de que sus llamadas fueran enviadas al buzón del
celular cada que él alargaba su regreso a casa.
Aunque, a decir verdad, no sabía que era más letal,
si sus prolongadas salidas o que llegara al amanecer con
aire altanero, retándola, convencido de que ella jamás le
reclamaría dónde había estado. ¿Cómo olvidar el día en
que, armándose de valor, lo siguió al salir de la oficina
y lo vio entrar a un motel? ¿Cómo olvidar que iba con
la mujer que él alguna vez criticó por la vestimenta tan
vulgar con la que se presentó en una fiesta de la com-
pañía? Mientras escuchaba la bienvenida del chofer-ca-
mionero que intentaba copiar el maternal tono castroso
de las azafatas, recordó en su boca el sabor amargo que
le quedó al confesarle que lo había seguido, jamás olvi-
daría su reacción:
—¡Lo que me faltaba! Que ahora te empieces
a comportar como esas viejas enfermas que andan

74
XV Cuentos para no dormir

haciéndole shows a sus maridos. Ni se te ocurra ha-


cerme un escandalito en la oficina, porque me cae
que ahora sí te dejo. ¡No te atrevas, Elena! ¡Mucho
cuidadito con que me estés jodiendo con tus celos!
Aquella noche, después de haber escuchado el
perdón más hueco de la historia y de sorprenderse a sí
misma pronunciando la promesa de no volver a seguir-
lo, Ulises le hizo el amor, o algo parecido, y después se
durmió. Por supuesto que ella no pudo ni terminar ni
conciliar el sueño. No sabía si aplaudirle a su amasio
la manera tan creativa de haberse zafado de tan bo-
chornoso asunto o llorar al saber que el respeto en la
relación se había perdido. Odiaba que la sintiera tan
segura, y recordó cuando un año antes, categórico, le
dijo que jamás formalizarían porque era “incasable”.
Recordó que con todo y las súplicas de su ma-
dre decidió irse con él. Pero una cosa era que hiciera
oídos sordos a los comentarios de sus amigas, y, otra,
fingir que no se daba cuenta de que coqueteaba en
su presencia cuando eran novios; o que ahora, que ya
vivían como marido y mujer, no respetara siquiera el
compromiso de vivir juntos.
Todo eso lo veía en la pantalla de la ventanilla
veintitrés. ¡Me lleva…! Hubiera pedido pasillo. Con
tan oscuros recuerdos empezaba a sentirse claustrofó-
bica. A punto de cerrarse la puerta del autobús, Elena
distinguió una cara conocida que abordaba precipita-
damente con la sonrisa tímida de los que por su tar-
danza causan la demora colectiva.

75
Xomara Navarro Favela

Le bastaron unos segundos para reconocer a Her-


nán. Él, al verla desde la tercera hilera, de inmediato,
y sin perder la sonrisa, se dirigió a ella para sentarse a
su lado.
—Hernán, ¿qué haces aquí? ¿También te tocó ir al
curso?
—¡Qué va! Debo llevar unos papeles quesque
importantes y que no podía mandar por paquetería. ¿Y
tú? ¡Ah!, me imagino que quedaste de encontrarte con
Ulises.
Elena pudo percibir el desencajamiento en el ros-
tro de Hernán, pero no comprendió la causa. De pron-
to recordó cuando ambos habían sido compañeros en
los dos primeros semestres de la universidad. Hernán
siempre fue un buen muchacho, aún lo era. Evocó con
nostalgia lo solícito que fue con ella, y reparó en que
lo seguía siendo en la oficina cuando iba a visitar a
Ulises. Por un instante comparó las miradas de bienve-
nida de cada uno, y con desilusión reconoció que, por
lo general, la de Hernán solía ser más cálida.
Los primeros cincuenta kilómetros de camino
platicaron de trivialidades, pero algo tenía el runrún
del camión, el pasar de las casas, árboles y demás pai-
saje rural, que al salir de Xpuhil se soltó a llorar como
una idiota, y le platicó lo infeliz que se sentía y lo mal-
querida que estaba. Hernán le enjugaba las lágrimas, le
acariciaba el cabello, las piernas, las mejillas y demás
partes de su cuerpo. Elena empezó a sentirse confundi-
da pero entusiasmada, hacía tanto que sus mejillas no

76
XV Cuentos para no dormir

se enrojecían de deseo, que el latir de su corazón se


volviera denso, que no supo cómo reaccionar.
—Ya dime la verdad, se acuesta con la Melita,
¿cierto?
Él sólo continuaba acariciándole el cabello, si-
guiendo con el estúpido código de lealtad masculina,
sin confirmarle nada. De pronto, mientras tomaban un
refresco en la cafetería de Escárcega, donde el opera-
dor les había dado veinte minutos de descanso, Her-
nán le dijo, con una voz que no reconocía y una mira-
da que jamás le había visto:
—Me gustabas mucho, Elena. ¡Todavía me gus-
tas! Estaba enamorado de ti y cuando te volví a ver y
supe que vivías con el imbécil de Ulises, ¡me dio mu-
cha rabia!, sobre todo al ver cómo te trata. Pero más
rabia me da por no haber tenido el valor de hablarte de
mis sentimientos. ¡No sabes la impotencia que siento
al verte sufrir por ese cabrón!
Elena no se inmutó, sólo alcanzó a decirle:
—Hace calor. ¿Y si me invitas una cerveza y ca-
minamos?
Y tomaron cerveza y caminaron. Caminaron y
tomaron cerveza, tomaron tanta que se les pasaron los
veinte minutos y cayeron en la cuenta de que el ca-
mión se había marchado una hora atrás.
—¿Y ahora? ¡Ulises me va a matar si no llego!
—¿Estás segura de que irá por ti a la terminal?
Elena sólo se alzó de hombros. Siguieron pasan-
do el tiempo y las cervezas. Hartos de caminar a las

77
Xomara Navarro Favela

tres de la mañana, convinieron en pagar un cuarto de


hotel para refrescarse y hacer tiempo hasta que pasara
el próximo camión a Villahermosa.
Ninguno de los dos se percató de quién empe-
zó, pero pronto se descubrieron enredados el uno
con la otra. Ninguno opuso resistencia. Luego de
más de setenta y nueve noches seguidas, esa noche
Elena tampoco durmió, pero esta vez por una razón
distinta. Hizo el amor desenfrenadamente tres veces
seguidas, y cuando se acercaba la hora de su próxima
salida, lentamente, con una sonrisa de complicidad, se
vistieron. Está de sobra decir que el camino a Villaher-
mosa lo transitaron dormidos y tomados de la mano. Al
arribar a la terminal se despidieron con un tierno beso,
sin decirse nada pero prometiéndose en silencio que
no sería la única vez.
Como bien predijo Hernán, Ulises no acudió a re-
cibirla. Poco le importó a Elena, como tampoco le preo-
cupó correr “a reportarse” con Ulises al llegar al hotel
ni mucho menos excusarse por su tardanza. Sólo por un
instante le inquietó la suerte de Hernán, pero sabía que
podía ingeniárselas solo, con sus más de quince llama-
das perdidas, por la demora de los papeles que debía
entregar.
—Pensé que ya no ibas a venir. –La despertó Uli-
ses al tiempo que le daba una nalgada.
—¿No que llegabas por la mañana muy temprano?
¡Ándale!, levántate para que vayamos a dar una vuelta.

78
XV Cuentos para no dormir

Elena se levantó de un salto, se bañó y se vistió


para comer; pasaron los tres días como autómatas. No
se topó con Hernán, lo que le causó tristeza, pero ya
buscarían la manera de “encontrarse” a su regreso.
Mientras iban pasando los paisajes y sentía el run-
rún del camión de regreso a Chetumal, Elena se estira-
ba y relamía como una gata, recordando el trayecto de
ida. Ulises estaba extrañado por la actitud de Elena, ella
siempre le decía que adoraba viajar en carretera porque
era ocasión idónea para platicar y “reencontrarse como
pareja”. Le inquietaba su mirada absorta en la ventana,
que sonriera a pesar de su indiferencia hacia él. Enfa-
dado, al tiempo que le propinaba un golpe en el brazo
izquierdo, la miró inquisidoramente y exclamó:
—¿Me quieres decir de qué chingados te ríes,
pendeja?

79
Poderosa Afrodita

S
agrario llegó a este mundo junto con el huracán
Gilberto. Como él, causó revuelo y trajo desola-
ción a la casa donde arribó. Vino sin que nadie
ansiara su presencia, la cual produjo contrariedad y pre-
ocupación a causa del aumento del número de habitan-
tes de esa vivienda, que con ella sumarían nueve.
Ya desde ahí se sabía que como el huracán que
azotó la península de Yucatán en agosto de 1988:
“Traería puras desgracias”, dijo textualmente su madre.
Y así fue, la desgracia cayó sobre ella el mismo día en
que nació.
El día en que su madre la expulsó, más por necesi-
dad que por ganas, un huracán llamado Gilberto azotó
las playas del Caribe mexicano. A su paso, dejó miseria
e incertidumbre. Fueron quince los minutos que perma-
neció Gilberto sobre su casa. Se llevó el techo de lámina
y con él todas las pertenencias de la familia. De todas
formas nadie celebraba el nacimiento de Sagrario.
—¿Y cómo le ponemos? –fue lo primero que dijo
su madre al tomarla entre sus brazos.
—Ponle Sagrario, como mi madrina, chance y se
conmueve y nos da unos centavos para irla pasando
–le contestó el cuasi marido que hacía un año había

81
Xomara Navarro Favela

aceptado a una madre soltera con seis hijos, la mayoría


de distinto papá.
La madrina Sagrario era la única persona pudiente
que conocían los papás de la bebé Sagrario, basaba su
pequeña fortuna en una cuartería, que servía para ejer-
cer el oficio más antiguo del mundo. En el patio había
una improvisada cantina, frecuentada sobre todo por al-
bañiles chiapanecos y tabasqueños, que trabajaban más
de trece horas diarias construyendo hoteles en Playa del
Carmen.
A la madrina Sagrario le cayó en gracia el nacimien-
to de una nueva tocaya y predijo casi como pitonisa: “¡Ésta
sí va a salir igual de lista que su madrina!” Porque antes de
que se lo pidieran los papás de la neonata, se autonombró
madrina de la recién nacida. Así era ella, le gustaba ser la
primera en pedir las cosas y no permitía que nadie le die-
ra sugerencias, por eso decidió ser la primera en hablar.
Nadie se atrevió a contradecirla, mucho menos después
de haber pasado el ciclón en su casa, donde les brindó
posada por cinco días en lo que reconstruían la suya, y
de dotarles de una despensita que desquitó la mamá de
Sagrario lavando las sábanas malolientes del “negocio”.
Porque eso sí, no habían pasado ni dos días y ya doña
Sagrario había levantado de nuevo el negocio, con pre-
cios considerablemente bajos, consciente de que eran
tiempos difíciles y mucha la necesidad.
Doña Sagrario llegó a la península hacía dieci-
siete años. Sus grandes ojos y sus torneadas piernas
daban fe de que en sus tiempos había sido una mujer

82
XV Cuentos para no dormir

guapa. Todavía llamaba la atención, incluso algunos


hombres pedían estar con ella, pero con una sonora
carcajada, y con su acento sinaloense, les contestaba:
—No, m’hijito, llegaste tarde. Ya me retiré del ne-
gocio. Antes era mamacita y ahora soy toda una madro-
ta, ja, ja, ja –y sus carcajadas se oían a dos esquinas.
A nadie le contó, ni siquiera a sus más allegados,
lo que la motivo a dejar su hogar y venirse a la tierra de
nadie, porque cuando ella llegó, los terrenos casi, casi,
los regalaban.
—Es más, casi te rogaban para que vivieras aquí.
Figúrense, ¡qué esperanzas de que esto se iba a llamar
municipio! –contaba cuando se sentaba en la entrada
de su negocio para platicar del inicio de su patrimo-
nio a todo aquel que le simpatizaba. Pero eso ya era
historia, ahora ella ya no era de Sinaloa, pertenecía al
municipio de Solidaridad.
Las polvorientas calles poco a poco se fueron lle-
nando de concreto y pronto se convirtieron en ríos de
asfalto con nombres tan rimbombantes como la Quinta
Avenida. Y la selva siguió siendo selva, pero ahora en
lugar de árboles estaba llena de edificios y de grandes
cadenas de hoteles.
Eran otros tiempos, pero las necesidades eran las
mismas. El negocio no prosperó, groso modo, porque
en el fondo doña Sagrario era corazón de pollo. Era de
todos sabido que cuando la jefa se tomaba sus copitas
de más, o andaba melancólica, mandaba traer un con-
junto musical, o lo que se le pareciera, para cantar puras

83
Xomara Navarro Favela

canciones al estilo Paquita la del Barrio y Rocío Durcal.


Hasta eso, no cantaba mal las rancheras: sendos lagri-
mones corrían sobre sus mejillas mientras cantaba; los
surcos en las comisuras de su boca reflejaban que era
una mujer que había sufrido, y todavía más, lo mucho
que había vivido; las heridas en su corazón sólo ella las
sabía.
Como Sagrario no tenía hijos, le fue muy fácil
adoptar el rol de madre de la pequeña Sagri, así le de-
cía de cariño, le decía como a ella le hubiera gusta-
do que le dijeran de niña. A la madre biológica ni le
importó, ya tenía suficiente trabajo con los otros seis
hijos y el marido, que, aunque ya la tenía harta con sus
constantes borracheras y escándalos, seguía con él por
el simple hecho de no saber estar sin un hombre.
—¡Valiente marido mi compadre!, no cabe duda
de que eres una tarada, Maribel. ¡Pinche compadre!, a
todo le tira cuando está pedo.
—¡Ay, comadre! No sea así, lo que pasa es que
cuando está con sus copas encima no sabe lo que hace
­–le contestaba Maribel en un tono tristón.
—¡Qué no se fija ni qué sus narices chatas! ¡Ca-
brón compadre, si hasta a mí me ha tirado los perros!
Sagrario no lo hacía por malora, en el fondo es-
timaba a su comadre. Pero le daba rabia ver cómo se
desvivía por atender más al “marido” que a sus propios
hijos; algo le recordaba esa situación y le entristecía ver
a la pequeña Sagrario clamar por un poco de atención
de la madre sin conseguirlo.

84
XV Cuentos para no dormir

El tiempo transcurrió. A pesar de la ignorancia de


la madrina, Sagri era una niña que se diferenciaba
de sus hermanos. Ella sí iba a la escuela, porque así lo
exigía la benefactora; era estudiosa y le encantaba leer,
sobre todo le gustaba que su madrina le regalara libros
relacionados con la mitología griega. Sagrario procu-
raba comprárselos en sus viajes a Cancún o a Mérida,
orgullosa de que a su ahijada le gustaran esos temas “fu-
fufurufos”.
Se esmeraba porque siempre anduviera bien
“prendidita” –como decía la madrina–, cada semana
la llevaba a los mercaditos a comprarle ropa y a de-
sayunar tacos de camarón. Ahí, muy seria, le pregun-
taba por sus calificaciones. Jamás faltaba a los festiva-
les escolares, la gente de la localidad se mofaba de ella
porque siempre lloraba cuando veía actuar a la ahijada,
como si estuviera en la entrega de los Óscar, y era la es-
pectadora que más fuerte echaba porras. Su entusiasmo
hacía sonrojar a Sagri, pero era incapaz de reclamarle,
en el fondo sabía que su madrina era la única que ver-
daderamente la quería.
Ella sabía muy bien a lo que se dedicaba su ma-
drina. A los doce años las niñas suelen ser muy crueles
y no faltó la “amiguita” que la pusiera al tanto de la pro-
fesión de su segunda madre. Ese día, Sagrario armó tal
alboroto a la salida de la escuela que tuvo que ser tran-
quilizada por la policía municipal porque quería liarse
a golpes con una “pinche chavalilla”. A Dios gracias no
hubo represalias para Sagri por parte del personal de la

85
Xomara Navarro Favela

escuela, y después de hablar muy seriamente con las par-


tes implicadas se dio por concluido tan penoso asunto.
Sagrario adoraba a la niña, la cuidaba con tal es-
mero como si un horrible presentimiento la atormentara.
A partir de que le comenzaron a crecer los pechos a su
ahijada y de que le llegara su primera regla, no veía con
buenos ojos las caricias y las miradas que el bueno
para nada del compadre le prodigaba a su hija, tan-
to así que en reuniones siempre repetía la misma can-
taleta en voz alta:
—¡El día que alguien toque a Sagri se lo lleva la
chingada!
Y desafortunadamente ese día llegó. Sucedió tan
rápido que todavía hay días en que se despierta pensan-
do en que todo fue una pesadilla y que jamás ocurrió,
pero con el transcurrir de los minutos las imágenes re-
gresan a su mente recordándole lo que sobrevino a la
llamada de auxilio de su querida ahijada.
Sagri jamás la visitaba en la cuartería que alquilaba,
le estaba prohibido, y el día que tuvo el atrevimiento de
presentarse, la manga de la blusa del uniforme esta-
ba hecha jirones, el jumper sucio y la mirada perdida.
Tímidamente preguntó por su madrina a Monchis, la
portera. Sagrario, al verla en el estado en que se encon-
traba no pudo reprenderla por la osadía de su visita.
Inmediatamente la llevó a su cuarto y, con lágrimas
en los ojos, escuchó el relato de la niña: una historia
que le era familiar y que sin embargo le dolía igual
o más que la primera vez que se enfrentó a una situación

86
XV Cuentos para no dormir

como ésa. Al escucharla relatar lo ocurrido recordó la


razón por la que, a la edad de 16 años, se vio obligada a
dejar su hogar, un lugar donde todas las noches tenía que
estar alerta; de ahí sobrevino la costumbre de jamás dor-
mir de noche, lo que se convertiría en insomnio crónico.
Un martes, “el bueno para nada del compadre”
llegó entre medio pedo y medio chemo a la casa; lla-
mó a Maribel, pero había salido a lavar ajeno con su
hija mayor; Ermilo, el que antecedía a Sagri, se hacía
guaje en la calle (los demás hacía tiempo que poco a
poco habían emigrado). Al ver que no había nadie que
lo molestara decidió sentarse a un costado de la entra-
da de la casa.
Jamás se sabría si se propuso esperar a Sagri o se
le ocurrió en el preciso momento en el que ella llega-
ba de la escuela. Apenas cruzó la puerta, Sagri sintió
un tirón de cabellos que la dejó casi idiotizada en el
otro lado de la pared. Se le bajó la sangre a los talones
cuando vio que su padre cerraba la puerta y la voltea-
ba a ver con una mirada que ya conocía y que tanto le
incomodaba. En ese momento supo que sus presenti-
mientos eran certeros: se acordó de la ocasión en que
al llegar de la escuela sorprendió a su padre en actitud
sospechosa con su hermana, y de las golpizas que le pro-
pinaba su madre a Verónica por “golfa” a pesar de que
no tenía novio, y de las lágrimas que ella derramaba cuan-
do Sangri, afligida, le preguntaba qué pasaba; y cuando
lloró aún más al despertar cierta mañana y darse cuenta
de que Verónica ya no estaba. Pero sobre todo recordó

87
Xomara Navarro Favela

a su madrina y los consejos que le daba cuando la veía


triste o preocupada: ¡que no se dejara de nada ni de na-
die! —Mira, hija –le decía–, te estoy dando la oportuni-
dad de que no seas como tu madre y tu hermana, aquí la
que no es cabrona se la lleva la chingada.
Y Sagri decidió entonces que si alguien la iba a
llevar a algún lado sería sólo y absolutamente con su
consentimiento; de reojo vio el machete y, sorprendida,
se vio dándole tres golpes certeros a su progenitor: en
nombre de su madre, de su hermana y de ella misma.
—¡Chingada madre! ¿Qué vamos a hacer? –decía
Sagrario contrariada–. Sabía lo que le hacía a tus her-
manas, pero tú. ¡Eres su hija! ¡Jamás pensé que estuvie-
ra tan enfermo el méndigo! –llorando, la niña le decía:
—Madrina, ¡perdóneme!, sólo vine a despedirme,
me voy a regresar a la casa, voy a esperar a que me lleve
la policía.
—Te va a llevar, ¡madres!
Inmediatamente organizó lo necesario para que Sa-
gri saliera rumbo a Ciudad Juárez. Ahí tenía una amiga
que cuidaría de ella como si fuera su hija. Acto seguido,
se dirigió a la casa de la comadre, lo que habló con ella
nadie lo supo; el cuerpo del compadre desapareció como
por arte de magia, no se levantaron cargos ni la policía
quiso investigar. Con el tiempo, la amistad con su coma-
dre ya no era tan estrecha, pero Sagrario le mandaba a
Maribel ropa para lavar y despensas. Ella jamás preguntó
por su hija, sabía de las influencias y el poder que tenía
Sagrario. Quizá la misma culpa no la dejó averiguar.

88
XV Cuentos para no dormir

Los años pasaron y la gente ya tampoco pregunta-


ba por Sagri, con el tiempo hasta Maribel olvidó que la
había parido. Nadie volvió a recordarla, hasta el día en
que murió Sagrario. Casi nadie le lloró. Solos, sus tres
empleados más allegados se dirigieron con el féretro al
panteón. Para sorpresa de curiosos y extraños, un taxi
se aproximó al lugar; descendieron dos mujeres, una de
mayor edad y una joven de aproximadamente veinti-
nueve años, atractiva y vestida de manera llamativa; a
leguas se podía adivinar la procedencia y profesión de
las mujeres, discretamente se subieron a la camioneta
con el ataúd y se dirigieron al cementerio.
No faltó que un vecino hiciera llegar a los oídos
de Maribel la presencia de aquellas mujeres. En ese mo-
mento sintió un leve tirón en el ombligo; apurada, fue a
verlas, pero ya se habían marchado. Estuvieron solamen-
te en el entierro y dieron instrucciones de que se vendie-
ra todo y se depositara el dinero en una cuenta de banco.
—Es que dicen que es una señora que tiene un
bar muy famoso en Juárez –le dijo unos de los manda-
deritos que utilizaban en la cantina.
De repente una angustia se apoderó del pecho
de Maribel:
—¿Y qué más dijo? –preguntó apesadumbrada.
—Sólo que enviáramos las cosas personales de
doña Sagrario a esta dirección –terció una empleada
y le mostró una tarjeta con letras rojas, al tiempo que
leía–: Bar Afrodita. La muchacha que parecía artista así
dijo que se llamaba.

89
Definitivamente…

C
ada día, exactamente a las nueve y quince de la
mañana, después de abrir mi botella de agua Bo-
nafont –o como se llame (dizque esa marca me
hace más ligera aunque en realidad es puro y vil espe-
jismo)–, abro los periódicos de mayor circulación en
el estado y me sumerjo en un mundo cada vez más
cercano, pero que quisiera fuera ajeno a mi entorno.
Antes me sorprendía leer: “Aparecen dos decapita-
dos en Ciudad Juárez”; ayer, me horroricé al enterarme de
que descubrieron doce decapitados en las afueras de la
ciudad de Mérida. A diario trato de no leer la cantidad
de violaciones a mujeres, hombres, niños y niñas, que
van sucediendo con más frecuencia, de un tiempo para
acá, en Quintana Roo. Me estoy volviendo cada vez más
paranoica y me he propuesto con bastante tristeza incul-
carle a mi hijo que no puede confiar en toda la gente. Mi
hijo nació en una época en la que ya no inculcamos el
tradicional respeto a los adultos: ¿cómo exigirle un valor
como ése, que en cualquier momento podría convertirse
en una poderosa arma para un delincuente?
Continuamente me conmueven historias de se-
cuestros, como la del caso del niño Martí. Les confieso,

91
Xomara Navarro Favela

aunque me tachen de cursi, que lloré con toda la since-


ridad de mi alma, mientras leía la narración del padre
acerca de cómo cada noche no se permitía dormir en su
cama porque no quería que al retornar su hijo lo encon-
trara acostado: su hijo merecía un mejor recibimiento
que hallar a su padre descansando. Con la esperanza de
su pronto regreso decidió que todas las noches perma-
necería en su oficina, con las puertas abiertas de par en
par, para que el benjamín de la familia se percatara al
“llegar”, de que siempre lo esperaron. Mas la espera fue
en vano, el cuerpo de su hijo fue hallado en la cajuela
de un coche abandonado. Pero estoy segura de que su
alma ya había retornado a su hogar.
En ocasiones me reprendo: “Ya no debo leer la
nota roja”.
Pero más que el impulso de saciar mi morbo, des-
cubro que esas historias van tiñendo de rojo con más
frecuencia los periódicos hasta apoderarse de ellos por
completo, y caigo en la cuenta de que de un tiempo
para acá la mayoría de los encabezados se refieren a
todos aquellos que han sido “levantados”, secuestra-
dos, y todo lo malo que termine en ado.
El lugar no importa, cada vez se van acercando
más a esta tierra en la que no pasaba nada, en la que
podías ir y venir en bicicleta a la edad de doce años
sin que nada te ocurriera. Mi instinto de madre empa-
nicada ya no deja a mi hijo ir a jugar con sus vecinitos;
y me da ternura cuando le doy “chance”, por quince
minutos y mientras lavo los trastes, de que permanezca

92
XV Cuentos para no dormir

en la acera de la casa viendo cómo juegan niños más


grandes con sus patinetas. Me inquieta aún más que a
él ya no le causa asombro que dormimos bajo tres lla-
ves en cada una de las puertas, rematando con el cuar-
to principal, que se ha transformado en una fortaleza,
no por lo grande, sino por la cantidad de cerraduras
que se le han ido agregando.
Nos vamos encerrando cada vez más, y el círculo
en el que nos movemos se va haciendo más diminuto,
no nos han dejado otra opción.
Hace unos días hubo una marcha de protesta con
motivo de la inseguridad imperante en nuestro país.
La marcha se llamó Iluminemos México. Miles de per-
sonas desfilaron por las principales calles de muchas
ciudades. Iban vestidos de blanco y con velas, todos,
a través de su silencio, gritaban al unísono que las au-
toridades hicieran algo por extinguir la violencia. Sin-
ceramente no sé hasta dónde repercuta esa marcha y
esperemos que arroje resultados positivos pronto, pero
la realidad es que el miedo y la desconfianza se van
apoderando cada vez más de nuestra mente.
Rezo cada día porque ninguno de mis seres queri-
dos ni yo, nos topemos con alguien como el famoso Ca-
níbal. Sí, el tan temido Gumaro de Dios, aquel hombre
que sacudió a Playa del Carmen, a todo Quintana Roo,
al darse a conocer la noticia de que fue sorprendido
yaciendo dormido al lado del cadáver descuartizado de
quien había sido su pareja sentimental. Se pasó todo
un fin de semana comiéndose en pedacitos a su pareja,

93
Xomara Navarro Favela

incluyendo el miembro viril. Y es entonces cuando te


preguntas: ¿Qué cosas tiene que pasar un ser humano pa-
ra convertirse en un Gumaro de Dios? Quizá le hizo falta
acercarse más a su tocayo, o quizá nadie los presentó.
El miedo no anda en burro, ahora está en cada
uno de nosotros. El miedo está en mí y en pensar en lo
incierto del futuro que le depara a mi hijo. Lo veo tan
pequeño, tan inocente, que sólo me queda darme a
la tarea de inculcarle las herramientas necesarias para
que ningún Gumaro de Dios o Juan de las Pestañas lo
sorprenda.
Y en estos momentos me pregunto: ¿cómo hacer
un cuento de esto? Quisiera pero no puedo, por más
que le pienso, por más que le busco. Me van a perdonar,
pero no hay manera de hacer un cuento con este tema,
me da miedo, y, definitivamente, desde que soy más
consciente de la existencia de los periódicos y sus no-
tas rojas, ya no duermo como antes. Las madrugadas
me atrapan de lunes a domingo con la misma pregunta:
¿cuándo cambiarán de color las noticias?
Ya tengo chicas ojerotas, ¡que para qué les cuento!

94
AMOR

Cuando el amor llega la nostalgia se va… Es más fácil extrañarla


que carecer del visitante; además, tampoco le vas a hacer la
grosería de no recibirlo, ¿verdad? Aunque nunca falta uno que
otro resbalón por el que hubieras preferido más de una vez
haberle cerrado la puerta de un trancazo, pero con todo y las
visitas erróneas, te gusta más vivir del y con el AMOR.
¿Qué no?
Ilustración de página anterior:
Sólida composición
(Técnica mixta, 100 x 80 cm)
de Marisol D’Estrabeau
Ni idea

¿ Por qué será que cuando conocemos a alguien


que sacude nuestro ser en un instante, hacién-
donos sentir las típicas mariposas en el estóma-
go, pasamos el día pensando en esa persona, y, en la
noche del primer encuentro, no podemos conciliar el
sueño? Es una reverenda estupidez perder el tiempo
pensando en alguien que aún no conocemos, ¡pero
sucede! Nos preguntamos: ¿qué estará haciendo aho-
ra?, ¿qué pensará de mí?, ¿me recordará?, ¿lo volveré
a ver?, ¿qué pasará con nosotros? Preguntas como és-
tas espantan no sólo a Morfeo, sino a todos los oniros.
Prendemos la tele, cambiamos de canal de ma-
nera automática, y concluimos que en la madrugada ni
en la televisión abierta ni en la de paga hay gran cosa
para ver salvo que queramos comprar el “producto ma-
ravilla” que nos devolverá diez años perdidos o nos
quitará quince kilos ganados. Resignadas, decidimos
apagarla.
Nos acostamos sólo para mirar el techo y son-
reír con esa cara de idiotas que únicamente las recién
enamoradas podemos tener, y así vamos perdiendo las
siguientes horas de nuestro “sueño reparador” para se-
guir inventando más preguntas sobre el nuevo personaje,

97
Xomara Navarro Favela

responsable absoluto de nuestro insomnio, que des-


embocará en unas ansias locas por comprar productos
“milagro”.
En esa cavilación, los primeros rayos del sol te
sorprenden con unos cercos alrededor de los ojos, que
dan miedo; pero eso sí, con la misma sonrisa idiota,
que va de oreja a oreja, al convencerte de que aprove-
charás el más leve pretexto para verlo de nuevo. Pien-
sas en las palabras que le dirás, en el interrogatorio
“sutil” al que lo someterás. Con suerte, y con el tiempo,
él corresponderá a tus sentimientos y pasarás en vela
las subsecuentes noches, pero esperemos que ahora la
razón sea diferente y con un poco más de “acción”.
Preferirás esas pláticas nocturnas pre o poscoito a tus
reglamentarias ocho horas de sueño, y es ahí donde
comienza el cuento de hadas.
Pero ¿por qué será que cuando el hechizo se rom-
pe tampoco podemos dormir? Casi siempre la noche
que sobreviene a una ruptura se vuelve crítica, dolo-
rosamente cruel, y por más lágrimas que se derramen,
no hay rastro de sueño, así sea de puritito cansancio.
Prendes la televisión, recorres uno a uno los canales,
llegando a la poderosa conclusión que ya conoces: en
las madrugadas no hay gran cosa para ver, salvo los
productos “milagro” que ofrecen de todo, menos la so-
lución que alivie un corazón roto. El intento de escu-
char música queda descartado, no vaya a ser que por
equivocación el iPod decida tocar –y digo, decida,
porque esta tecnología está cada vez más automatizada–

98
XV Cuentos para no dormir

una canción que te recuerde al protagonista de tu insom-


nio, y para qué quieren pretextos los lagrimales, hincha-
dos de tanto anegarse.
Te levantas de la cama y vas por un vaso de agua;
mínimo, para no correr el riesgo de morir de deshidra-
tación, sería una muerte demasiado absurda y poco
romántica. Te diriges a tu cuarto, haces como que lees
una revista, pero, por extraño, irónico y estúpido que
parezca, posas tu mirada fijamente en el techo y los pri-
meros rayos de sol empiezan a sorprenderte haciéndote
las mismas preguntas de ese primer capítulo del cuento:
¿qué estará haciendo ahora?, ¿qué pensara de mí?, ¿me
recordará?, ¿lo volveré a ver?, ¿qué será de nosotros?...

99
Submarinos rosas

L
a cita era en casa de Graciela a las diez treinta de
la noche. Las primeras en llegar fueron María José
y Lizbeth, siempre juntas, no en balde en aquella
época estudiantil eran mejor conocidas como las Twin-
kis. Poco después arribó Nicia, denotando un nerviosis-
mo mal disimiuado con una sonrisa, mientras se alisaba
el traje sastre de lino color beige; acudió a instancias
de su marido, a quien una hora antes había externado
su preocupación de que nadie se acordara de ella y de
que no les pareciera extraordinario el hecho de tener
un empleo mediano por haberse dedicado a su esposo
y a sus dos hijos. Así, una por una, congestionando la
entrada principal, las invitadas fueron haciéndose pre-
sentes en tan nostálgico ágape, ¿el motivo?: la cena de
reencuentro a la que Graciela, Chela, como le decían
todas de cariño, había convocado.
Pasadas las doce de la noche, con su característica
sonrisa, Chela las invitó a que pasaran a la mesa para ce-
nar. Tilín, tilín, golpeó con su tenedor la copa de vino es-
pumoso que cargaba en su mano izquierda, donde lucía
un solitario que hacía juego con su anillo de bodas, es-
cogido por ella meticulosamente para su matrimonio con
Roberto, hijo de una familia acaudalada y con abolengo.

101
Xomara Navarro Favela

—¡Buenas noches, chicas! Me encanta que este-


mos reunidas. Lamentablemente, Lorena no pudo ve-
nir, llamó para disculparse en la tarde; como saben,
vive en San Luis y se le complicó el viaje; eso sí, les
mandó muchos saludos a todas, ¿cómo ven si al rato le
hablamos? –Todas aceptaron entusiasmadas.
Empezaron la cena sonrientes, cada una iba po-
niendo a su compañera de junto al tanto de su vida, re-
sumiendo en pocos minutos los acontecimientos más
significativos desde su salida del colegio Alpes.
Al terminar la cena, Gabriela propuso un juego;
ella siempre había sido la audaz del grupo, la que po-
nía la sazón en las reuniones.
—¡Oigan! Está bien que ya seamos todas unas
‘ñooooras, pero hoy es un día especial, hay que hacer
a un lado la formalidad –dijo mientras se levantaba y
se dirigía al jardín, para que todas pudieran verla.
—Y… ¿qué propones? –le preguntó Chela un tan-
to molesta, ante la incomodidad de que se empezaba a
cambiar el programa de la recepción que tan rigurosa-
mente había planeado hacía quince días.
Gabriela, que no se dejaba intimidar por nadie,
como si no se hubiera percatado del tono altanero utili-
zado por la anfitriona, respondió:
—Para empezar... –dijo, y luego, dirigiéndose al
mesero, ordenó–: ¡Oiga, joven, tráigame cerveza, tequi-
la y jerez para todas! Estas señoras se tienen que sol-
tar un poco, ¡me les sirve un submarino bien cargado
a cada una! –un murmullo le siguió a dicha exclama-
ción–. ¡Ay, ya bájenle, no empiecen!

102
XV Cuentos para no dormir

Distribuidas las copas, algunas de las invitadas


decidieron entrar al relajo, mientras que otras, con cara
de pocos amigos, sólo le daban un trago “por compro-
miso” a la dichosa bebida de color rosa chillón. Nicia,
después de probarla, le confió a Begonia:
—Ojalá que no me haga mal, traigo mi colon re-
tentadísimo y tampoco estoy acostumbrada a beber; es
más, aquí entre nos, casi ni salgo, sinceramente ni sé por
qué vine, creo que nadie me hubiera echado de menos.
–Begonia, que no sabía cómo parar el lastimero monó-
logo de su compañera, le tocó familiarmente el hombro
y respondió:
—¡Ay, cómo crees, nena, claro que nos acorda-
mos de ti!
—Si es cierto que te acuerdas de mí, dime, ¿cómo
me llamo? –Begonia, tan política como siempre, le
contestó:
—Y tú, si me conocieras realmente, recordarías
que tengo una memoria pésima, siempre llegaba tarde
a las clases de la miss Argüello porque no recordaba en
qué edificio estaba, ¿te acuerdas? Ja, ja, ja. De tu cara
me acuerdo perfecto, pero la verdad es que no doy con
tu nombre.
—¡Claro que me acuerdo! Siempre fuiste muy
despistada, no te preocupes. Soy Nicia, estuvimos jun-
tas en varias clases en tercero y cuarto semestre.
El ambiente empezaba a tornarse familiar cuando
Gabriela pidió la segunda vuelta de submarinos.

103
Xomara Navarro Favela

—Por cierto, Mónica, cuéntanos qué ha sido de


tu vida, y por cada hijo que tengas te echas un Hidal-
go, ja, ja, ja.
Graciela no podía comprender el comportamien-
to de su excoterránea, simplemente andaba desatada,
¿quién se había creído para quitarle el control de la fies-
ta que ella misma se había esmerado en organizar? Es-
taba a punto de pedirle que se marchara “de la manera
más atenta”, cuando Lizbeth y María José intervinieron:
—¡Oigan, chicas! ¿Y si prendemos el karaoke?
¡Que Chela cante primero!
—¡Síííííí! ¡Que cante! ¡Que cante! Dijeron a
coro –y Graciela, como buena anfitriona, cantó.
—¡Otra!, ¡otra! –gritaron, más excitadas por la
tercera ronda de submarinos que por la canción de
Pandora que había interpretado sin gracia.
—¡Ayyy, no! Yo canto horrible –dijo ruborizada
Chela en un arranque de sinceridad–. Yo ya cumplí,
que canten las que lo propusieron. –Y María José y Liz-
beth cautivaron con su voz y con sus canciones, para
la tercera canción se convirtieron en el show improvi-
sado y pronto comenzaron a llover las peticiones para
el recién descubierto dueto.
—¡Chicas! cántense la de ¡Míralo, mírala! de la
Guzmán. ¡Ayyy! no, mejor la de Ya te olvide, de Rocío
Durcal.
Las canciones estaban tan bien interpretadas que
nadie se percató cuando sirvieron la cuarta y quinta
rondas de submarinos. Al principio, mientras los bebían

104
XV Cuentos para no dormir

hacían gestos de rechazo, ahora ya ni chistaban al to-


marlos. También “las artistas”, al verse aclamadas, poco
a poco “agarraron confianza” y pidieron lo propio para
afinarse más la garganta.
Así, entre risas y canciones, recuerdos y rumores
pasados, se fue haciendo tarde, las menos integradas de-
cidieron levantarse y despedirse con un hasta pronto e
intercambiar mails garabateados en servilletas de papel.
—Espero que se repita, muchachas –decían al
despedirse, aunque en sus adentros consideraban que
esa noche había sido una completa pérdida de tiempo.
Está de más decirles que para las tres menos
cuarto, sólo quedaban María José, Lizbeth, Gabriela,
obvio está que la anfitriona y, por alguna extraña ra-
zón, Nicia.
El clima de camaradería se fue acentuando al ca-
lor de las bebidas, y Chela, tratando de limar aspere-
zas, se dirigió a Gabriela:
—¡Oye!, pues no están tan mal tus submarinos
¿ehhh?, ya les empecé a agarrar sabor. –Gabriela, como
queriendo dar por sentado que habían fumado la pipa
de la paz, le preguntó:
—Chelita, ¿de casualidad tienes grenetina? Te
voy a preparar una bebida que aprendí en Las Vegas,
¡que no sabes!, ¡te juro que te va a encantar!
—Por cierto, ¿no le ibas a hablar a Lorena? –inte-
rrumpió Lizbeth.
—Ayyy, si sólo lo dije para no hacerla quedar mal
entre ustedes, cuando la llamé para invitarla me dijo que

105
Xomara Navarro Favela

su marido tenía una ponencia en San Antonio y que era su


costumbre acompañarlo. Aquí entre nos, la verdad no
tenía muchas ganas de que viniera, es una presumida
–dijo Chela con tono despectivo envalentonada con los
submarinos–. Ella cree que vive en el mundo perfecto, y
para oír las anécdotas de su maravillosa vida… ¡Ay, no!,
qué flojera, preferí no insistir, le dije que en caso de que
se pospusiera la reunión le avisaba, así que ni le vayan
a decir, ¿ehh?, porque me enojo con todas ustedes –les
dijo mirándolas con cierta complicidad al mismo tiempo
que les guiñaba el ojo derecho y soltaba una carcajada que
cada vez se asemejaba más a un sonido ludibrio bastan-
te molesto.
—¡Me cae que eres una fregona!, mira que los
Beatles hicieron famoso el submarino amarillo, pero tú
te volaste la barda con los “submarinos rosas”, pinche
Gabi, están de poca madre, ja, ja, ja –dijo María José–,
tanto que si los sigo tomando no voy a poder manejar.
Chela, que siempre se había distinguido por ser una
excelente anfitriona, intervino:
—Por eso ni se preocupen, lindas. A ustedes sí
se los puedo contar: me estoy divorciando, y con mis
hijos estudiando en Monterrey, estoy más sola que un
pez Betta. Así que, con toda confianza, las que gusten
quedarse, para eso está el cuarto de huéspedes, no se
diga más.
Gabriela, ante la confesión de su excompañera
y rival de la prepa, le dijo al tiempo que la abrazaba:
—No sabía, jamás lo hubiera esperado de ti.

106
XV Cuentos para no dormir

—Pues sí, ya ves –le contestó Chela disimulando


su tristeza–, una pone y Dios dispone. Me casé con
Roberto, ¿se acuerdan de él? De veinte años de matri-
monio diez fueron maravillosos; del resto, preferible
no acordarse. Finalmente acabó por decirme que ya
estaba harto de vivir una mentira y se largó a vivir con
una güililla que es dos años mayor que Dianita, mi
hija. ¡Ah! Pero eso sí, me quedé con la casa, el carro
y la mitad del negocio, era lo mínimo que podía pa-
garme el muy cabrón después de que le di los mejores
años de mi vida. Así que ni se preocupen. ¡Créanme!,
¡me siento mejor que nunca! –sentenciaba al mismo
tiempo que deslizaba de arriba abajo su mano derecha
sobre su cuerpo en actitud seductora, presumiendo el
traje carísimo que traía esa noche; la mayoría alcanzó
a notar que los ojos de Graciela luchaban para no de-
jar asomar dos lágrimas, pero se hicieron las disimula-
das a fin de no empañar el momento.
Gabriela, una vez más rompiendo el incómodo
silencio, se dirigió a Lizabeth:
—¡Ándale, Lizi!, cántate una de Lupita Pineda,
bueno, mejor una de Paquita La del Barrio, ja, ja, ja.
¡Pinches hombres!, nada quieren en esta vida ¡Están
peor que los gatos de Angora! Yo me divorcié a los tres
años de casada, desde el primer año descubrí que no
podía tener hijos, quizá yo solita me sugestioné, en el
fondo ni quería, me daba miedo. No sé ni por qué me
casé, no estaba enamorada; y él, como sí “quería reali-
zarse como hombre”, me dejó. Ahora somos los mejores

107
Xomara Navarro Favela

amigos del mundo. Y lo que es la vida, con todo y que


ya tiene tres hijos, no deja de cuernear a su mujer con
cuanta vieja se le pone enfrente. A mí me lo cuenta
todo, ja, ja, ja, ¡cómo me divierto con las pendejadas
que le pasan! Aunque a decir verdad en el fondo las
disfruto (sonrió pícaramente) porque me consuela sa-
ber que mi vientre seco me salvó de ese hijo de la
chingada, ja, ja, ja.
—Gabriela, ¡eres tan ordinaria! ¡Qué horror! No
aprendes de Nicia que siempre fue bien portada. Por
cierto, gacha, no has hablado en toda la noche, cuén-
tanos algo.
—Sí, Chelita, yo… apenas –y Nicia alcanzó a
balbucear algo cuando Gabriela exclamó:
—Ya sabes que sólo el amarillismo vende. Dudo
mucho que Nicia tenga alguna tragedia que contarnos,
y si lo cuenta nos dormimos. Sorry, Nici, pero no te veo
muchas ganas de platicar, mejor... –alzando la voz, dijo–:
que nos digan María José y Lizbeth como es que han
mantenido su amistad desde la prepa, eso sí es digno de
admirarse, son las únicas amigas que conozco que no
han terminado rompiéndose la madre.
—¡Ay, qué burda eres, verdad de Dios! –arreme-
tió Chela mostrándose fastidiada de los improperios de
su excondiscípula.
María José, que siempre había sido la voz cantan-
te de ese dúo dinámico, le contestó:
—La verdad es que sí estamos orgullosas de nues-
tra relación, incluso seguimos juntas en la universidad,

108
XV Cuentos para no dormir

¿verdad, Lizi?; claro, en distintas carreras. Ella estudió


Diseño y yo Ingeniería en Redes. Casi al terminar la
carrera decidimos armar un negocio juntas, y la verdad
es que nos ha ido muy bien, de hecho por eso estamos
tan felices hoy, y aprovechamos el reencuentro con us-
tedes para celebrar que acabamos de comprar por fin
¡nuestra casa!
Nicia, quien por fin pudo intervenir, extrañada
les preguntó:
—¿Están casadas?
—¡No! –contestaron las dos a coro.
—O sea –insistió Chela–: ¿se divorciaron?, o ja-
más se han casado, quedaron mal económicamente y
es por eso que van a compartir casa.
Sonriendo con timidez, al tiempo que se miraban
a los ojos, contestaron:
—No, para nada, no nos interesa una relación de
esas…
Y a partir de esa respuesta las presentes se dieron
cuenta de ciertos detalles que antes habían sido casi
imperceptibles al inicio de la tertulia: el escaso maqui-
llaje en María José, la armonía al entonar las cancio-
nes, los toqueteos furtivos a lo largo de toda la noche.
Y como si alguien les hubiera prendido el cpu de la
computadora personal llegaron a la misma conclusión:
María José y Lizbeth eran pareja; ambas, algo nerviosas
pero aliviadas por la involuntaria confesión, decidie-
ron tomarse otro submarino rosa, por el puro gusto de
“salir del clóset” ante un público no tan conocedor.

109
Xomara Navarro Favela

Chela, volviendo a la actitud altanera, se dirigió


a María José:
—Yo que tú ya no me tomaba otra, es peligroso,
sobre todo si tienes que manejar. Mira que ya pasan de
las cuatro de la mañana. –Comprendiendo la indirecta
muy directa, Lizbeth contestó:
—No te preocupes, Graciela, Marijó y yo nos re-
tiramos.
Se levantaron un poco desconcertadas y con pa-
sos torpes se dirigieron a la puerta. Nicia fue la úni-
ca que se levantó para despedirse de ellas, incluso las
acompañó a la salida, y de manera consoladora, mien-
tras las abrazaba despidiéndose, sentenció:
—Ya me las olía desde el segundo semestre, nun-
ca les dije nada porque no quería que me lo tomaran
a mal, hacen bonita pareja y, ¡felicidades por la casa!
Apunten mi teléfono para reunirnos otro día.
Un tanto sorprendidas de la reacción de la tímida
del salón exclamaron:
—No sabes qué gusto nos dio volver a verte. ¡Te
ves muy feliz! –le gritó María José al mismo tiempo que
agitaba las llaves del coche que traía en la mano en se-
ñal de despedida, y Nicia, que por primera vez alzaba
la voz en esa fiesta, contestó sonriente:
—¡Y lo soy, chicas, tranquilamente feliz!
Cuando Nicia regresó por su bolsa, se encontró
con una Chela confundida e inquisidora.
—Lo que hay que ver, amigas, estuve sentada
toda la noche con dos tortillas y ahí voy de pendeja a

110
XV Cuentos para no dormir

invitarlas a dormir en mi casa. ¡Antes no me violaron!


¡Qué horror!
En ese momento, Nicia se dio cuenta de que ya
no tenía nada que hacer ahí y optó por marcharse sin
despedirse. Su ausencia, al igual que su presencia,
pasó casi inadvertida; las demás estaban más ocupadas
en la discusión de quién había sido más infeliz en su
matrimonio, como si la infelicidad fuera competencia.
Continuó la degustación de los submarinos rosas, los
grandes triunfadores de la velada.
Al llegar a su casa, se dirigió a su recámara. Se
desvistió y desmaquilló en silencio para no despertar
a su marido, lentamente se acostó. En ese momento,
Jorge, adormilado, le preguntó más por atención que
por interés:
—¿Ya llegaste, gorda?, ¿ cómo te fue?
Ella, con una sonrisa a flor de labios, le susurró
al oído:
—Por primera vez en la historia estoy feliz de no
haber tenido nada interesante que contar. –Le dio el
beso de las buenas noches y agregó–: ¡Ah!, pero eso sí,
Gabriela preparó unas bebidas exóticas que dizque se
llamaban submarinos rosas, de lo más divertidos.
Esa noche Nicia no durmió, se mantuvo contem-
plando y abrazando al dormido Jorge, agradecida y fe-
liz de su “aburrida existencia”.

111
Chelito

C
onsuelo Raquel Ofelia llegó a este mundo con los
primeros indicios de la conclusión de la Primera
Guerra Mundial. Fue la mayor de once hermanos
de una familia de clase media alta, que se destacaba en
la colonia Santa María la Ribera por ser siempre la pri-
mera: la primera en tener televisión, la primera en tener
refrigerador, la primera en realizar los viajes al “gaba-
cho” para adquirir las últimas novedades y los tradicio-
nales regalos de Navidad. Primicias que eran de los
principales orgullos de Consuelo Raquel Ofelia, mejor
conocida como Chelito.
Su padre, de nombre Manuel, doctor y periodis-
ta, escribía artículos médicos y crónicas deportivas.
Era conocido por sus escritos en la naciente sociedad
pudiente de la colonia y sus alrededores. Margarita,
su madre, era una ama de casa que tenía que dividir su
tiempo y dedicación entre doce hijos que fueron llegan-
do de manera consecutiva, y sorpresiva, para llevarse
poco a poco la juventud de su alma y corazón. Pero
a pesar de todo el desgaste por llevar en su vientre doce
hijos, y después de lidiar con cada uno de ellos, Mar-
garita resultó ser más fuerte que Manuel. Cumplidos
los treinta de Chelito, su padre pasó a mejor vida, pero

113
Xomara Navarro Favela

no por una mejora económica, sino porque falleció de


diabetes.
Simultáneamente a la muerte de su padre, a Che-
lito le llegó la alegría de su segunda hija, producto de
su gran amor por Rafael, a quien conoció en su primer
empleo como secretaria. Él era hijo de padres españoles
y era once años mayor que ella. Trabajaba en el área de
contabilidad en una empresa de renombre donde con el
paso del tiempo fue ganándose el afecto de los dueños
y, con ello, una vida más cómoda para la familia.
Chelito era rubia, guapa, le gustaba llamar la aten-
ción. Jamás salía de su casa sin estar arreglada. Fanática
de Liverpool y de El Palacio de Hierro, no se perdía nin-
guna venta nocturna, por ello el mote de la cazaofertas.
Era una mujer enigmática, atractiva y misteriosa.
Cuatro hijos trajo a este mundo Chelito, a quie-
nes crió en la calle Concepción Méndez número 98 de
la colonia Narvarte. Le encantaba llevárselos de vaca-
ciones a Acapulco. Era pachanguera, alegre y jugadora;
toda una tahúr, organizaba jugadas de poker en su casa,
donde habilitó un salón para esas largas noches de “casi-
no”; como decía su abuela: “Para eso nació con gracia.”
Los asuntos domésticos los dejaba para las chicas del ser-
vicio, no tenía tiempo para cosas tan “ordinarias”.
Los ochenta y dos años que vivió Chelito en esta
tierra (a veces me pregunto si era de este planeta) los
vivió y disfrutó muy bien, pero dejó varias incógnitas
y secretos.

114
XV Cuentos para no dormir

Nueve años después de su partida aún no se acla-


ra la concepción de su primera hija, que nació cuando
Chelito tenía diecinueve años. Las circunstancias fue-
ron bastante extrañas, pues la fecha de la partida de su
nacimiento es un año después del parto, en un pueblo
del Estado de México, lejano a la delegación donde
vivió, y que no coincide con el enlace del querido Ra-
fael, el cual ocurrió seis años más tarde. Hasta el día
de hoy es un misterio tan extraño proceder. Los que la
conocieron no han tratado de investigar ni buscar pis-
tas, ¿para qué? Eran parte del mundo lúdico de Chelito.
Viajó casi por todo el mundo y era así… excéntrica,
glamorosa, llamativa… por eso Nueva York era su ciu-
dad favorita, ya que la sentía igual a ella, llena de luz
y contrastes.
Pero aun cuando era una mujer cosmopolita, par-
te de las incongruencias de su personalidad se debían
a que tenía su lado tradicionalista, pues con todo y que
en ocasiones “brincó” más de una vez los cánones
que marcaba la sociedad, Chelito, como la mayoría de
los mexicanos, era una fiel y ferviente guadalupana,
para ella, serlo, era esencial.
A partir de los sesenta y siete años, a la muerte
de su Rafael, su único esposo, Chelito, que en el fondo
siempre conservó el alma de niña (le daba miedo dormir
sola), optó por escoger como su room-mate a la mismísi-
ma Virgen de Guadalupe. Despertaba todas las maña-
nas abrazada a la imagen de plomo de la Virgen del

115
Xomara Navarro Favela

Tepeyac. Para el nieto consentido que la visitaba cada


mañana, se convirtió en una rutina, y en un juego,
hacerle la pregunta obligada al verla en la cocina: ¿Ya
se levantó la Virgen, Chelito? O bien, al asomarse al
cuarto y ver entre las sabanas a la Virgen recostada, le
decía: ¡Ya levanta a esa virgen, Chelito!, mira que ya
son pasadas las diez de la mañana. Levántala, no seas
así. Pobre virgen. ¡Ay! ¿¡Sí, verdad!?, contestaba, y con
prontitud la acicalaba y colocaba en su tocador.
¡Ah!, cómo le gustaba todas las tardes escuchar
algún tango o bolero y tomarse su copita de Amaretto
di saronno, cual diva de los cincuenta, mientras se acu-
rrucaba en el sillón de piel fina, con la copa en la mano
izquierda, levantando el dedo meñique, como manda-
ba el Manual de Carreño, aunque no hubiera nadie que
se percatase de ello. Miraba al cielo sin ver un punto en
especial. Como si en el techo pasaran una película inte-
resante, se quedaba absorta horas y horas pensando en
sus amores, quizá, o pensando y recordando sólo Dios
y ella sabían qué.
A pesar de sus años tenía el alma joven, en oca-
siones parecía hija de sus hijas, hermana-cómplice de
su hijo y novia de su nieto. ¡Cómo se esmeraba en su
arreglo personal!, cuando sabía que el nieto favorito
pasaría por ella para llevarla de paseo, salía coordina-
da de pies a cabeza, dejando una estela de perfume
francés por todo el camino.
Pero con todo y las cremas carísimas que se ponía
y su jovial corazón, el cuerpo de Chelito se fue deterio-

116
XV Cuentos para no dormir

rando, y cada vez se hacía más íntima, más amiga de la


Virgen, era la única que sabía todas las experiencias y
aventuras de Chelito, quien noche a noche escuchaba
sus confidencias convertidas en monólogos.
En ocasiones las pláticas se extendían hasta altas
horas de la madrugada y se tornaban en reflexiones en
las cuales muchas veces Chelito se atormentaba con las
preguntas culposas de toda madre mexicana: ¿Habré
sido una buena hija, hermana, madre y mujer?
La imagen de la Virgen no le contestaba, sólo la
miraba con esos ojos de compasión que a los creyentes
tranquiliza. Ella se sentía una hija cercana y por ello,
quizá, el compartir el lecho todas las noches con su
madre redentora la hacía sentir, por instantes, libre de
culpas y acompañada en sus cada vez más frecuentes
noches de insomnio debido a sus múltiples dolores y
achaques.
Sólo tres noches durmió sin ella: cuando fue inter-
nada en el hospital, víctima de una úlcera que derivaría
en neumonía, la cual, por ironías de la vida, contrajo en
el nosocomio, alejada del resguardo y del manto pro-
tector de su madre celestial; una traqueotomía empe-
zó a marchitar el cutis de porcelana que en otro tiempo
era de sus máximos orgullos. ¡Cómo le dolía no poder
arreglarse, no poder vestirse como a ella le gustaba!
Definitivamente, la bata de hospital estaba bastante
vulgar y demodé.
Chelito quería irse, quería descansar, llevaba ya
tantas cosas sobre los hombros que empezaba a sentirse

117
Xomara Navarro Favela

jorobada, débil, su amiga-madre-cómplice entendió e


interpretó su necesidad.
A las doce del mediodía de un doce de diciem-
bre, fecha en la que se conmemora el día en que la Vir-
gen bajó a la Tierra y llamó a Juan Diego en el cerro del
Tepeyac, Chelito decidió subir al cielo y presentarse a
la Virgen… Cerrando los ojos, exhaló, y con un suspiro
emprendió su viaje lejos de este mundo terrenal, tan
enigmático como sus secretos.

118
Traumático 77

L
o conoció de una manera absurda y atípica. Fue
uno de esos encuentros raros e insólitos que no
tienen explicación. Nadie creería el cómo y el
porqué se decidió a conocerlo, dada su desconfianza
a las salas de chat. Quizá fue por llenar el vacío que
sentía en ese momento o simplemente por matar las
horas de ocio.
En un día como cualquier otro, al salir de la es-
cuela, Elba no tenía ganas de visitar a nadie: estaba de-
primida, por quincuagésima vez se había peleado con
Manuel. Pensó en varias opciones: recorrer el mismo ca-
mino que la llevaría a casa para mal comer y luego
sentarse, con su depresión, a esperar que le llamara su
“príncipe adorado”; comer en casa de un familiar, pero
no tenía ganas de fingir que nada le pasaba y poner la
estúpida sonrisa que muestran las personas que caminan
con tristezas discretas; ¿y las amigas?, no, no tenía caso
inquietarlas si estaban ocupadas, pero menos aún quería
escucharlas hablar como disco rayado, siempre con la
misma canción: sus constantes peleas con Manuel.
No es que fuera imprescindible estar acompaña-
da, pero la soledad, cuando no se llama, en ocasiones
se convierte en mala consejera. Y eso fue lo que le pasó

119
Xomara Navarro Favela

a Elba: se le olvidó el gusto de vivir sola; dejó de sentir


el placer de llegar a su casa y no escuchar los pleitos de
sus padres o los reproches constantes de su madre: que
si nadie la ayudaba con el quehacer de la casa, que si la
iban a matar un día de estos de un coraje, y un millón
de etcéteras. Estaba a miles de kilómetros de ella ¡por
fin!, no en vano había decidido estudiar en otro estado,
muy lejos de casa.
Sin embargo, con el pasar de los meses, al convi-
vir con la personalidad posesiva de Manuel se le había
borrado de la memoria el porqué había elegido ese lu-
gar, el sentirse independiente, y se creyó el ya “chotea-
do” cuento, pero aún en boga, de que ya no podía vivir
sin él, y con esa tragicomedia llegaron el insomnio y
las noches en vela, que entre disgustos y reconciliacio-
nes se tornaban más frecuentes y desgastantes.
Ésa fue la razón por la que esa tarde no fue a su
casa a esperar la llamada telefónica que traería como
consecuencia la tregua número doscientos cincuenta y
seis que anunciaba el fatídico fin. Como en la cartelera
del cine no había gran cosa que ver, decidió entrar
a un cibercafé simplemente a tontear.
La atención que él le profesaba en el chat le ayu-
daba a ser más desenvuelta y desenfadada. Por las no-
ches, al hacer el recuento de sus charlas, no alcanzaba
a explicarse qué fue exactamente lo que le atrajo de su
plática, quizá fue el interés que Traumático 77 ponía
en sus respuestas lo que la hizo decidirse a contarle sus
gustos y sus datos verdaderos. Pudo haber sido el estilo

120
XV Cuentos para no dormir

acomedido del cibernauta o su franqueza para opinar


de la relación que llevaba con Manuel, lo cierto es que
Elba resolvió no mentir ni ocultarle sus generales. Y así
se inició un encuentro que duraría ¡más de diez años!
A partir de ahí surgió una amistad sui géneris,
pero muy estrecha. Poco a poco, los desvelos por su
tormentosa relación fallida iban disolviéndose con los
días de chat en los que sus monólogos ante el monitor
se hacían más largos y de temas extensos, cada vez
era más franca al platicar cómo le estaba yendo. Em-
pezaba a contarle del abismo que nacía entre ella y
Manuel, hasta que llegó el día en el que, al calor de la
plática, intercambiaron teléfonos. Intentaron verse en
diversas ocasiones; en unas por miedo y en otras por
falta de tiempo, no se concretó el encuentro.
Una tarde de septiembre Elba decidió citarlo en
el parque que estaba frente a su casa. Desde la ventana
lo observó y, al percatarse de que tenía finta de “gente
decente”, resolvió que se diera la presentación en vivo
y a todo color. Se vieron, se saludaron, sonrieron tími-
damente mirándose a los ojos, extrañados de la falta de
compañía tecnológica, tontamente platicaron por un
momento y se despidieron.
A partir de ese día las charlas fueron más profun-
das y, por alguna extraña razón, Elba le confiaba aspec-
tos de su relación con Manuel que ya no compartía con
sus amistades. Traumático 77, que en realidad se llama-
ba David, se convirtió en una especie de confesor, y
para los escasos diecinueve años que tenía, tres menos

121
Xomara Navarro Favela

que ella, resultó ser todo un sensei en las artes ama-


torias; le atraía que él, sin empacho, le contara de sus
aventuras y encuentros eróticos, en los que mostraba
cierta precocidad para su edad, o quizá le envidiaba la
intrepidez con que tomaba la vida: siempre caminando
y fumando por las noches, bebiendo en la cantina que
se le presentara a su paso, acompañado de su cuader-
no de poemas por si la musa se presentaba. Era placen-
tero que ese joven escritor se interesara en todo lo que
le pasaba a ella.
Hubo un segundo encuentro, tenía que haberlo:
compartieron un huarache, refresco de cola y cigarros
mentolados. Manuel jamás lo supo, y, por esas cosas
del destino, Elba regresó a su ciudad. Fue el fin de la
maltrecha relación, mas no de tan peculiar amistad, cual-
quiera hubiera apostado que las charlas cibernéticas se
enfriarían por completo, pero la tecnología una vez
más les demostró que era su cómplice y protectora. No
fue impedimento el no verse las caras a diario, lo visual
era para ellos algo secundario; es más, podría decirse
que el éxito de esa relación dependía precisamente de
eso, de la ausencia de ojos inquisidores que inhibieran
la confesión, el jamás experimentar una mirada de des-
aprobación al momento de decir un disparate o, lo que
es peor, de contar un pecado inconfesable.
Se encontraban por las noches, cada dos días, cada
dos meses o hasta cada dos años, jamás existió el espacio
temporal entre ellos; podía pasar un año sin contacto por
la red y platicar como si hubieran chateado el día anterior,
sin reclamos ni rencores.

122
XV Cuentos para no dormir

David conoce sus más recónditos secretos, los no


admitidos ante ninguna otra persona. Ambos superaron
diversas etapas que compartieron on line, como el des-
pertar amoroso y sexual de cada uno. Se sentían unidos
por la complicidad de tener una “biblia” en cuestiones
de relación social; compartían los secretos de su género;
para ellos era una amistad auténtica, sin atracción físi-
ca o aspiraciones amorosas: una amistad separada por
una distancia y un monitor, pero tan transparente como
la pantalla a la que dirigían sus letras cargadas de confe-
siones y en la que se permitieron ver el mundo a través
del otro.
Elba, por la mirada masculina de David, fue des-
cubriendo sus defectos y virtudes en el arte del amor,
ni qué decir de los secretos masculinos de conquista
que David, un poco más precoz y desenvuelto, le con-
fió a través del tiempo.
Juntos mojaron las teclas de sus respectivas com-
putadoras cuando lloraron la primera vez que los “cha-
maquearon” en el arte del amor, y es por ello que él
estuvo ahí para opinar sobre las decisiones equivoca-
das en los asuntos novieriles de Elba; no podía conocer
a los novios en persona, pero se convirtió en ritual el
que ella le proporcionara las características exactas de
cada uno de los individuos que le atraían o la inquie-
taban, todo esto para que el veredicto de su consejero
fuera lo más atinado posible.
La internet significa para esta pareja tecnológi-
ca una especie de confesionario afectuoso, tal parece

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Xomara Navarro Favela

que, al escribir, el sonido de las teclas produce algún


hechizo porque ambos sueltan hasta el más recóndito
pensamiento al entrar la madrugada y ponerse en con-
tacto con tan adictivo aparato. Resulta más eficaz que
cualquier tortura china o tehuacanazo judicial.
Se fue Manuel, se fue la Gorda en la vida de Da-
vid, nuevos nombres fueron apareciendo y desfilando
frente a la pantalla y ellos continuaron manteniéndose
en contacto. David le dedicó un poema y conoció al
hijo de Elba cuando regresó a la ciudad de vacaciones.
Planearon el encuentro un día después del Día de los
Inocentes. Platicaron alrededor de tres horas en esa no-
che de invierno, salieron por un café y, aunque hacía
más de cinco años que no se veían, se miraron como
la primera vez, reconociéndose en los ojos y con la
sonrisa pícara de saber que estaban con alguien que
se sabía su cómplice y compañero por tanto tiempo…

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Y todo por el Tesoro
Al amor más grande que tengo: Juan Alfredo

H
asta entrados los veinte dormía de corrido. Y,
para ser sincera, hasta muy entrada la maña-
na… bueno, está bien, ya entrado el medio-
día. La pereza era tal que mis padres temían que me
salieran pies en las costillas de tanto estar acostada; o
lo que es peor, que al amanecer de cierto día se topa-
ran con la sorpresa de que había sufrido alguna rara
metamorfosis como el personaje del libro de Kafka.
Mi pareja muy pronto se dio por vencido al tratar
de compartir el pan y la sal conmigo en las mañanas, des-
pués de los corajes que hizo cuando, en varias ocasio-
nes, me llamó para avisarme que regresaría por mí para
que fuéramos a desayunar temprano, y yo, con voz som-
nolienta y determinante, le contestaba: ¡que me dejara
dormir! Resolvió que no estábamos destinados para de-
sayunos madrugadores.
En ese tiempo no había complicaciones, las ho-
ras y los minutos eran míos: iba al gimnasio, al spa, al
trabajo, a la disco, al café, siempre con la manicura, la
pedicura y el cabello relucientes, pero debo confesar-
les una cosa: con todo y esas fabulosas amenidades,
hacía todo en automático.

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Xomara Navarro Favela

Poco a poco todo mi ser empezaba a tornarse in-


quieto y fuera de lugar, un vacío comenzaba a apode-
rarse de mí sin saber la causa. Todo me hacía reír, pero
nada a carcajadas, me parecía todo tan simplón, no ha-
bía nada interesante que llamara mi atención. Llegué
a pensar que quizá una rara enfermedad me aquejaba
porque no era posible tanta apatía.
Después de varios achaques inusuales, decidí ir
al doctor. Luego de revisarme, y para estar seguro del
diagnóstico, me mandó a que me hicieran un ultraso-
nido. ¿Quién iba a decirme que ahí confirmaría que
sí existe el amor a primera vista? ¿Cómo adivinar
que frente a mis ojos estaba la cura de mi enfermedad?
Ese día fue la primera vez que te vi, me sentí rara,
¿cómo era posible que un chicharito latiera tan fuerte?
Me sentí importante, llevaba un preciado tesoro en mi
vientre, y cual parodia de doña Florinda, pero sincera,
cada que acariciaba mi estómago te llamaba así: “Te-
soro, mi tesoro.”
Con el pasar del tiempo, y después de tantas pe-
ripecias, mi cuerpo parecía más un globo aerostático
que el de un ser humano, y entonces dejé de dormir,
no había colchón o almohada en la que pudiera aco-
modarme. Medio lloraba de impotencia y medio llora-
ba remilgosa, pero me consolaba diciendo que cuando
nacieras, ¡por fin!, dormiría bien. Ya falta poco –me
decía–, ningún sacrificio es grande para mi bebé…
Qué lejos estaba de la realidad, ¿quién diría que mis
noches jamás volverían a ser de ocho horas?

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XV Cuentos para no dormir

Con todo, las complicaciones que tuve y las casi


cincuenta inyecciones que tuvieron que recetarme
–que siempre saco a colación cuando te regaño–, y
que aguanté estoicamente para que llegaras con bien
a este mundo, me hicieron darme cuenta de que es
una falacia vil la dichosa frase que nuestras madres
nos dicen: “Se olvida todo el dolor al ver a tu bebé.”
Mis glúteos llenos de moretones imposibilitaron la am-
nesia, pero cuando vi tu carita sonrosada y esos ojos
tan preciosos que hasta la fecha me vuelven loca, supe
que todo había valido la pena.
Ese día, ¡ooobvio!, como tú dices, no dormí de
la emoción. Pensé que ese insomnio repentino y ese
instinto que me hacía estar alerta para cuidar tu sueño
eran pasajeros: “Debe ser algo común en mamás prime-
rizas, con el tiempo volveré a dormir de corridito”,
me dije ilusamente.
Han pasado cinco años desde ese día y hasta la
noche de hoy no he podido dormir mis ocho horas, que
ahora ya me suenan a mito. Te confieso que despierto
dos o tres veces en la noche y me dirijo a tu cuarto para
supervisar si estás respirando bien; te doy un beso y te
digo en la oreja quedito, muy quedito para no despertar-
te, lo mucho que te amo.
De vez en cuando te enojas porque las vecinitas, a
causa mía, te siguen llamando Tesoro. Pero yo estoy segu-
ra de que en el fondo te agrada, aunque no lo reconozcas.
No sé por cuánto tiempo durará nuestro ritual de
todas las noches de hacerte pasar por bebé, te acurrucas

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Xomara Navarro Favela

en mi pecho y me pides que te cante una canción o te


diga todos los apodos melosos que te he inventado. Tú
juras que serás como Peter Pan y nunca crecerás, y, si
lo haces, has hecho la promesa de que el ritual durará
hasta los doce años. Yo rezo porque nunca se acabe.
Rezo porque nunca se terminen nuestros minu-
tos de declaración de amor: porque siempre manten-
gamos esa complicidad que nos hace decirnos todo
con una mirada; el llorar al verte cantar en un recital;
asustarnos y después reírnos de tu cabeza de alcancía
en tu primer descalabrada; compartir la sorpresa del
día en que se te cayó tu primer diente y lo dejaste junto
a tu buró –obra de arte hecha de leche– al ratón de los
dientes; el placer que siento cuando me pides conse-
jo para tus dilemas y “tragedias” escolares; escucharte
contar tus primeros chistes, tus primeras lecturas, reír-
nos y cantar por todo y por nada.
Creo que es oportuno confesarte que en momentos
como éste ya no sé quién le dio vida a quién. Eres un
mago que, a tu llegada, con tu varita mágica me hiciste
ver la vida de colores. Confieso que a veces siento que
tienes poderes especiales, ya que con tu sola presencia
magnificas los detalles más sencillos. Además, estoy con-
vencida de que ya no puedo vivir sin ti, de que eres el
único hombre que hace que mi voluntad se doblegue y
se derritan mis enojos con una sola de tus sonrisas incom-
pletas.
Cada noche, mientras te observo dormido, susu-
rro en tu oído que eres lo mejor que me ha pasado y

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XV Cuentos para no dormir

que le pido al tiempo que pase despacito, muuuy des-


pacito, para permitirme disfrutarte ¡como Dios mande!
En el fondo, permanece la esperanza de que conforme
vayas creciendo, e incluso llegue el día en que te cierre
la barba, te hagas a la idea de que por mucha madurez
que tengas, y rebases mi estatura, que de por sí ya falta
poco, siempre serás MI TESORO.

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Índice
LÁGRIMAS
Reflexiones de una noche de viernes 17
Mujer dragón 25
Sin conocerte 31
Calcetinera 37
Duerme, ángel mío 47
CULPA
¿Cuánto es? 55
Diez kilos de melancolía 65
Carretera 73
Poderosa Afrodita 81
Definitivamente... 91
AMOR
Ni idea 97
Submarinos rosas 101
Chelito 113
Traumático 77 119
Y todo por el Tesoro 125

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