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Tal fue la paz que todas las razas prosperaron, incluso aquellas que vivían más apartadas del

Gran Castillo. Y tal fue la independencia que tomaron, que los períodos de tiempo en los que
distintas razas intercambiaban algún tipo de contacto se fue alargando cada vez más. Al
principio fueron semanas, luego meses, hasta que pasaron años.

Se sabe que el asilo genera desconfianza, a consecuencia miedo. Eso les pasó a las razas.

A consecuencia de la Gran Cuarentena los pueblos empezaron a olvidar aquello que pasó hacía
escasos 20 años, y aquellos rasgos que se intentaron cremar conjunto a los libros de los
innombrables resurgieron.

Empezó en la raza que poseía más atributos en común con aquellos que no debían ser
nombrados, los elfos. Aniquiló al pueblo desde el núcleo hasta las ramas. Empezó por los altos
cargos, mostrando rasgos como el egocentrismo, soberbia, rencor.

Poco después les siguieron los enanos, aun que su detone fue diferente a los elfos. Empezó en
los plebeyos y, como fichas de dominó, terminó por alcanzar también a los nobles.

Por distintas alianzas comerciales y diplomáticas, los elfos y enanos se visitaban


recurrentemente, alrededor de una vez cada dos años, con el fin de recordar los tratados que
algún día se hicieron para mantener la paz entre dos razas que se detestan por naturaleza.

El último año que se visitaron se desató la primera traición tras 20 años de paz ininterrumpida.
Los elfos masacraron a todos aquellos enanos que fueron a visitar sus aposentos con el fin ya
nombrado. Aquellos enanos que seguían en su fortaleza no se quedaron quietos tras oír la
noticia de la masacre; los hijos de reyes ascendieron a lo que antaño fueron los tronos de sus
parientes y mandaron a forjar el doble de habitantes en hachas y armaduras.

Poco tiempo pasó cuando el Rey Supremo de los Elfos avistó, desde la ventana que daba al
norte desde su sala de trono, el ejército de una sola raza más grande jamás reunido. Poco
tiempo pasó cuando, de un estruendo, un agitado elfo interrumpió en la sala para avisar del
ejército que se avecinaba desde el norte.

En ese día y los dos venideros, la flora que rodeaba el majestuoso reino de los elfos no
probaron otra cosa que no fuera la sangre de los caídos en combate. Las praderas se
convirtieron en una carnicería, y los ríos que la atravesaban se convirtieron en desagües para
lograr echar de las que alguna vez fueron verdes tierras los litros de sangre derramada.

Tal fue la masacre, que se dice que aún hoy en día un río sigue trasportando sangre al mar.

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