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QUIENES ERAN LOS SAPALLAS

En tiempos muy remotos, nuestro país estaba habitado por las sapallas. Sapallas quería
decir en el lenguaje antiguo "los únicos señores". Y esto era exacto, porque este pueblo
hacía remontar la posesión de su territorio hasta los tiempos de la tradición. Se aseguraba
que el dios Viracocha, es decir el Supremo Creador del mundo según los aymarás, al
tiempo que distribuía a cada pueblo una región determinada para establecerse, destinó para
los sapallas la región más próspera y rica.

Los sapallas estaban orgullosos de su suelo. Parecía una región predestinada a una gran
raza, así como la Tierra Prometida para el pueblo de Israel. Sus majestuosos montes
nevados, su pampa inmensa y solemne, su cielo diáfano y purísimo, su lago legendario, sus
aves, sus flores, todo, en fin hacía del suelo de los sapallas un país nada común en el
mundo.

Los sapallas vivieron en sus tierras felices y contentos. La tierra retribuía con prodigalidad
el esfuerzo de los agricultores; el Sol les enviaba desde lo alto la dorada bendición de sus
rayos para madurar los granos, y la Luna con su luz suave plateaba las noches serenas y
presidía el cortejo de estrellas; el lago ofrecía a los pescadores abundantes y sabrosos
pececillos; hasta los ríos les traían desde su misterioso y lejano origen brillantes arenas de
oro puro, que las depositaban como un regio presente sobre la linfa de sus orillas. En una
palabra, la tierra de los sapallas era una tierra bendita, y, por lo mismo, los hombres que la
habitaban fueron buenos, honrados y trabajadores.

Tan buenos eran los sapallas que consideraban a los demás pueblos igualmente
bondadosos. Perdieron toda sospecha contra los extranjeros. Tan confiados estaban en las
buenas intenciones de sus vecinos que, hasta se olvidaron de manejar armas. Suprimieron
los ejércitos por considerarlos ya inútiles en su tranquilo y apacible vivir. Habían olvidado lo
que eran las guerras y sus temibles consecuencias.

Así pasaron varios siglos. Generaciones tras generaciones se sucedieron los sapallas
gozando inalterablemente de la posesión de esa tierra generosa, en la cual, desde el
mandato de Viracocha, eran los "únicos señores".

LA INVASIÓN DE LOS TERRIBLES KARIS

Pero, un día trágico, ocurrió lo inesperado, lo imposible, aquello que estaba fuera de las
pasiones de los sapallas.

Hacia el norte vivía un pueblo que, lo mismo que los sapallas, poseía sus tierras desde
largos siglos. Pero esas tierras estaban dominadas por un inmenso monte, que como un
centinela dominaba los valles y las llanuras. Era un monte que infundía terror, con sus
faldas peladas y su hostil cresta que parecía una constante amenaza. Además, según
contaban los más ancianos, cuando en la tierra peleaban aun los dioses buenos y malos por
el dominio de la tierra, el dios Viracocha había logrado vencer al genio del mal y para dejarlo
aprisionado en lugar "seguro lo echó en un profundo abismo y sobre él colocó inmensa mole
de esa montaña. Todo esto, que era muy sabido por los habitantes del norte, les hacía
considerar esa montaña como encantada y maldita.

Cierto día, los habitantes del norte despertaron azorados por un extraño ruido que parecía
salir del interior de la tierra. Formidables truenos vibraban aterradores en el seno del suelo.
Las gentes asustadas miraban al cielo y a la tierra, sin saber qué hacer, presintiendo algún
mal terrible, pero sin saber a quién acudir para conjurarlo.

Cayó el día, y la noche cubrió la tierra, mientras los pobladores seguían en su terrible
angustia. De pronto, la noche lúgubre se alumbró fantásticamente con una luz roja y
cegadora. Los mortales vieron entonces que de la cima de aquel diabólico monte brotaba
hacia el suelo un enorme chorro de fuego líquido, que, después de elevarse como una
columna altísima, se desdoblaba sobre sí misma, ramificándose como un fantástico árbol o
abriéndose como un descomunal paraguas, caía sobre la tierra produciendo humo espeso y
asfixiante.

Al principio no fue más que asombro el de las gentes que presenciaron tal espectáculo; pero
cuando el fuego llegó hasta ellos como una infernal inundación y comenzó a destruir
campos, viviendas, animales y hombres, entonces, los sobrevivientes huyeron locos de
terror, lanzando ayes y alaridos de angustia.

Toda la comarca se convirtió en un momento en un formidable mar de fuego y ceniza.

Como te habrás dado cuenta, querido lectorcito, esta dolorosa tradición, según la geografía
puede ser interpretada de la siguiente manera:

Aquel terrible monte no era otro que el volcán Misti tan célebre por sus constantes
erupciones y la catástrofe que he referido es una de las muchas actividades funestas del
mismo. El fuego interno que según algunas teorías existe en el centro de la tierra, logra de
cuando en cuando su salida a la superficie por esos conductos que son los volcanes. Este
fuego interno sale al exterior produciendo un sonido formidable y después de elevarse por lo
alto cae a la tierra destruyendo cuanto está a su alcance. Muchas y ricas ciudades han
desaparecido en tales catástrofes. Pregunta a tu profesor de Historia y te contará cómo en
tiempos antiguos desaparecieron las ciudades romanas Herculano y Pompeya. La misma
ciudad de Arequipa que al presente se encuentra al pié del Místi, esté constantemente
amenazada por las furias del volcán.

Ahora volvamos a nuestro relato.

Viéndose sin hogar y sin patria, los sobrevivientes resolvieron buscar otro hogar y otra patria
aunque fuera en son de conquista y con perjuicio de otros pueblos.

Como tales intenciones no tardaron en fijar sus miradas en las fértiles y apacibles tierras de
los sapallas que se extendían hacia el sur como una presa fácil.

Conociendo el carácter tranquilo y pacífico de los sapallas, los sobrevivientes se lanzaron


sobre el pueblo vecino como un impetuoso torrente. A la señal de sus pututos de guerra
cayeron sobre las indefensas campiñas y aldeas y en poco tiempo consiguieron cantar
sobre los desventurados sapallas su fiero himno de conquista y de victoria.

Por su parte, los sapallas, sin armas, sin jefes, sin espíritu guerrero, se quedaron
anonadados por la terrible sorpresa, no supieron ni pudieron defenderse y desde el primer
momento no tuvieron más remedio que aceptar la dominación de los invasores. Estos
tomaron el nombre de "karis" que quería decir "Varones fuertes" ya que efectivamente
habían demostrado ser más fuertes y valerosos que los sapallas.

La situación de los sapallas se hizo verdaderamente miserable. Como sucede siempre, el


pueblo conquistador proclamó el derecho de su fuerza y con este derecho impuso a sus
desgraciados conquistados la más cruel esclavitud.

Los karis arrebataron a los sapallas todo cuanto en su vida pacífica y laboriosa se habían
proporcionado: sus lindas y cómodas casitas, sus numerosos rebaños de llamas, sus fértiles
campos, sus templos y sus jardines.

Además, los vencedores resolvieron no trabajar en los campos y obligaron a sus esclavos
sapallas a que los mantuvieran con el producto de sus cosechas, mientras ellos se
dedicaban a sus diversiones y al descanso.

Año tras año, los desgraciados sapallas después de arar, sembrar y regar constantemente
sus inmensos campos, cuando llegaba el día de la cosecha, miraban con estupor y llenos
de indignación como llegaban los karis y recogían con sus propias manos los abundantes
frutos que tanto trabajo y fatiga les había costado.

Los karis, después de colmar sus depósitos y graneros, recién permitían a sus esclavos
entrar a los campos a recoger los desperdicios de la cosecha.

CHOQUE, EL PEQUEÑO HÉROE

Muchos años hacía que los sapallas soportaban esta infame dominación. Parecía que su
servidumbre ya no tenía remedio. Todos estaban resignados a seguir soportando su
miserable destino, por lo menos hasta que su dios los salvara milagrosamente.

Por ese tiempo vivía entre la raza de los sapallas un niño llamado Choque. Tenía apenas
quince años y era el último descendiente de los jefes sapallas.

Cuando los karis quisieron obligarle a servirles lo mismo que los demás sapallas, Choque a
pesar de su corta edad se resistió con admirable entereza desempeñar para sus
dominadores aun los menores mandatos. Hacía su vida por su cuenta y como le parecía.
En fin, era el único ser relativamente altivo y libre entre todos los sapallas.

Los orgullosos karis, sabiendo que Choque era de noble origen, querían humillarlo más que
a los demás y le ordenaban cumplir los más bajos oficios. Pero, el valeroso niño,
demostrando la entereza de carácter, como correspondía a su noble sangre, jamás quiso
cumplir las órdenes de los karis.

Esta conducta enfurecía a los crueles invasores que varias veces lo sometieron a los más
duros castigos. Su débil cuerpecito soportó estoicamente centenares de azotes sin que sus
verdugos lograran doblegar su entereza.

Los pacientes sapallas, los antiguos subditos de su padre, que presenciaban aterrorizados
los terribles tormentos que sobre el hijo de su Curaca hacían llover sus despóticos señores,
lamentaban en silencio la heroica terquedad del niño, pero no sentían contra los verdugos el
menor asomo de rebeldía.

Un día que Choque habla recibido como de costumbre una abundante tanda de palos y que
por consiguiente estaba ensangrentado y desfalleciente en su miserable lecho, entró a verlo
una comisión de sus antiguos subditos.

El más anciano de los sapallas delegados le habló así:

Pequeño, querido y desgraciado jefe nuestro, venimos a manifestarte en nombre de toda


nuestra desdichada raza, que ya no tenemos valor para presenciar el diario espectáculo de
tus crueles martirios.
El niño que se retorcía de dolor, al oír esas palabras se incorporó haciendo un esfuerzo
sobre humano y les contestó de esta manera:

Os agradezco por la pena que demostráis por la suerte del hijo de vuestro infortunado jefe.
Pero, decidme, ¿qué puedo yo hacer para evitar los suplicios a que me someten estos
malditos, opresores?
Es bien sencillo, respondió el anciano. - Debes cumplir las órdenes de nuestros amos,
como lo hacemos nosotros.
Eso ¡jamás! - respondió con indignación el niño. - Si vosotros estáis contentos con
vuestro destino de esclavos, yo no debo, no puedo aceptar igual suerte.
Nuestros dioses nos han abandonado – replicó con amargura el anciano— y no nos queda
sino aceptar la fatalidad de nuestra suerte. Si nuestros dominadores nos han perdonado la
vida, gocemos siquiera de ella. Que, de todas maneras es mejor vivir de cualquier modo,
antes que perecer.
Entonces Choque, exaltado por el bajo concepto que sus compañeros tenían del honor y de
la vida, les habló así:
Eso que pensáis es infame e indigno, de los hombres de una raza ilustre como la nuestra.
Los dioses sólo abandonan a los que tienen alma de esclavos y nosotros no la tenemos. Y
por último, si me dais la triste nueva de que estáis contentos con vuestra indigna suerte,
sabed que yo, yo solo, mantendré en mi corazón el fuego de nuestra antigua
independencia. Por lo tanto, os anuncio solemnemente que seguiré como hasta ahora,
desafiando impávido la ira de nuestros opresores, hasta morir en mi empeño o lograr que
con el espectáculo diario de mis tormentos suba la sangre a vuestras caras y la indignación
a vuestros espíritus. Si esto último ocurre por dicha nuestra, en lugar de encorvaros
dócilmente sobre la tierra para servir al amo, os lanzaréis sobre él aunque sea para dañarlo
con las herramientas de labranza. Ese día los dioses volverán a cobijarnos y nos haremos
dignos de reconquistar la libertad.
Desgraciadamente, las sublimes palabras del abnegado Choque no llegaron al corazón de
sus subditos. La humillación y el servilismo de tantos años les había hecho incapaces de
apreciar su propia dignidad.

Fracasados en su delegación, los ancianos sapallas se fueron, silenciosos y


decepcionados, a sus trabajos a seguir su papel de bestias domésticas de sus vencedores.
Todos ellos creían que el pequeño hijo de su jefe estaba loco.

LOS DIOSES SOLO ABANDONAN A LOS PUEBLOS QUE PIERDEN LA ESPERANZA EN


SU PORVENIR

Como muy bien había dicho el pequeño Choque a sus subditos: los dioses y el destino sólo
abandonan a los hombres y a los pueblos incapaces de rebelarse contra los reveses de su
suerte.

Los dioses de los sapallas llegaron a saber la abnegada y nobilísima actitud del pequeño
curaca. Vieron por ello que el fuego de la libertad aún no se había apagado completamente
en la raza sapalla; que en el delicado pecho de un niño todavía se conservaba como en un
precioso santuario una chispa del venerado amor a la patria vencida; que en medio de ese
pueblo al que la desventura había tornado en mansos corderos, existía un espíritu altivo y
capaz de salvar la dignidad de toda la raza degradada. En consecuencia, resolvieron
ayudar a los sapallas para que lograran su independencia.

Pachacamaj, el Dios de los dioses, resolvió bajar a la tierra en forma de un bellísimo cóndor
blanco. Desde la altura de las nubes, cirniéndose majestuosamente comenzó a avizorar
el sitio en que estaba Choque. Al fin lo divisó trepado entre las breñas de una cumbre
donde el niño acostumbraba asilarse para no frecuentar el trato de sus opresores. El
cóndor, rápido como un rayo se dejó caer verticalmente, deteniéndose sobre una roca,
junto a la cual estaba el pequeño tocando su flauta de carrizo.

Choque, azorado por la presencia del raro animal, echó mano de la honda que siempre
llevaba arrollada en la cintura, disponiéndose a lanzarle un proyectil. Pero el cóndor, al ver
la actitud hostil del niño, le habló de esta manera:

Hijo mío, deja en paz tu honda y escúchame. Choque, entre asombrado y lleno de
curiosidad se acercó al cóndor.
¿Quién eres que así me hablas como un ser humano? — le dijo.
Hijo mío, los dioses han resuelto proteger a ti y a tu raza contra la crueldad de vuestros
opresores. Por encargo del cielo vengo a decirte que no desfallezcas en tu santo afán de
levantar el espíritu de tu pueblo. Tus heroísmos han movido favorablemente a los dioses.
En cuanto tengan un grupo de los tuyos que esté dispuesto a la lucha, la protección divina
se dejará sentir en favor de vosotros.
Hermosísimo y buen cóndor, mensajero de los dioses, - contestó con profunda gratitud el
niño – hace ya tiempo que he ofrecido mi sangre y mi vida por la libertad de mi pueblo.
Ordena lo que debo hacer. Que por mi parte estoy dispuesto a todo. Lo único que me
apena es que la gran raza sapalla olvide su dignidad y se resigne a vivir en la ignominia.
Ellos mismos han venido a pedirme que yo también me someta y esclavice a los infames
opresores.
Es cierto cuanto dices - añadió el cóndor-. Pero no debes desalentar en tu noble empresa.
Por lo que a mí toca estoy resuelto a todo: pero desconfío de todos mis compañeros.
Sigue con entereza.
Seguiré pero mi obra terminará estérilmente con mi último sacrificio, pues tantos
tormentos como sufro creo que no tardarán en agotarme.
Esa ayuda que vienes a ofrecerme yo quisiera más bien que se la emplee en mover el
corazón de mis compañeros. Es en ellos que se debe dejar sentir la voluntad de los dioses.
En todo se ha pensado - contestó con voz alentadora el cóndor blanco-. Y ahora, sube a la
cumbre más alta de aquel monte. Allí encontrarás un montón inmenso de una semilla hasta
ahora desconocida para los hombres. Cuando llegue la noche, reúne secretamente a los
tuyos y ordénales que, recogiendo esa semilla, cuando, llegue el tiempo de la siembra, la
echen en los surcos en lugar de la quínua, oca, kañahua y otros productos que hasta ahora
cultivan. Cuando venga la cosecha y vean sus resultados, entonces comprenderán los
sapallas que cuentan con la ayuda de los dioses.
Tales cosas le dijo el ave, y, después de hacer prometer al pequeño jefe que todo se haría
como indicara, extendió sus enormes alas blancas y levantó su majestuoso vuelo hasta
perderse entre las nubes.

LA PROMESA DEL CÓNDOR BLANCO

Llegada la época de la siembra, los sapallas, aunque con mucha desconfianza a los deseos
de su jefe, en lugar de sembrar como hasta entonces las semillas conocidas, echaron en los
surcos de la tierra labrada las misteriosas semillas que habían encontrado en la cumbre de
la montaña.

Durante todo el tiempo del brote y desarrollo de la planta nueva, los sapallas estaban
inquietos. Algunas veces hasta casi se arrepentían de haber accedido a los deseos de
Choque. Pero, éste, lleno de fe, no cesaba de contestar:

Esperad, esperad. Cuando llegue la cosecha conoceréis que los dioses no nos han
abandonado.
Al fin, pasaron algunos meses, y las lindas plantas verdes, alineadas en el borde de los
surcos como filas de soldaditos, comenzaron a adornarse con vistosas florecitas blancas y
lilas. Casi al mismo tiempo, en la extremidad de algunas ramitas brotaron frutos verdes en
forma de bolitas.

Un día, el gran cóndor blanco, aparecióse a Choque y le dijo:

Cuando llegue la cosecha, deja que los karis cosechen todo cuanto quieran. No te
inquietes. Ordena a los tuyos que esperen tanquilamente a que las nuevas plantas se
marchiten completamente.
Está bien. Cumpliré tu orden, - manifestó - el niño y se fue lleno de esperanza a comunicar
la orden a los sapallas.

LA NOBLE ENTEREZA DE UN NIÑO Y EL PRODIGIO DE UNA PLANTA

Llegado el mes de las cosechas, los karis comenzaron la recolección de los nuevos frutos.
Y fue tal su ambición que no dejaron ni una sola para sus esclavos.

Los sapallas resignados, aunque sin mucha confianza en los resultados de la promesa de
su pequeño jefe, después de presenciar desde cierta distancia la ávida cosecha, se
retiraron a sus casas con las manos vacías.

Al fin, cuando las últimas hojas de las plantas se hubieron agotado, el ave blanca ordenó a
Choque:

Lleva a tus sapallas a los campos cultiva-dos y, aprovechando de las noches de luna, diles
que ocultamente escarben entre la tierra de los surcos.
La orden del cóndor fue fielmente cumplida.

Los sapallas vieron con gran sorpresa que las raíces de las plantas que habían sembrado
terminaban en unos raros tubérculos. Los partieron y vieron que bajo la capa oscura y
terrosa había una pulpa blanquísima. Cocieron algunas en el fuego y comprobaron que era
un alimento exquisito cual nunca habían conocido.

Era tan abundante la nueva cosecha que tuvieron que emplear treinta noches en
transportarla, guardándola cuidadosamente en ocultas cuevas de las montañas.

Fue entonces que recién los sapallas comenzaron a pensar en su triste condición, en la
ayuda de los dioses y en la posibilidad de reconquistar su perdida independencia.

El pequeño jefe, lleno de entusiasmo al notar el cambio que se operaba en el espíritu de sus
compañeros, les habló cálidamente del ideal de libertad y aceptado por ellos éste, les
ordenó que fueran preparando secretamente sus hondas y sus flechas para el día del
levantamiento. Como los sapallas ya habían olvidado el uso de las armas guerreras, fue
preciso hacer sigilosamente los manejos y los ejercicios de adiestramiento para el combate.

LA FE PUEDE SER LA FORTALEZA DE LOS DEBILES

Mientras tanto, los Karis, que tan avaramente habían guardado los frutos verdes de la última
cosecha, cuando comenzaron a servirse de ellos como alimento, empezaron también a
sufrir terribles transtornos en su organismo. Era que las verdes bolitas que ellos tomaron
como excelente alimento no sólo no eran alimenticias sino hasta en cierta manera
venenosas.
La situación de los dominadores se hizo cada vez más crítica. Cada día morían centenares
de Karis. Los restantes, o enfermaban gravemente o caían en una completa postración y
debilidad.

Muy tarde ya se dieron cuenta de que los nuevos frutos eran la causa de su desastre.
Entonces, encolerizados contra los esclavos, quisieron castigarlos cruelmente. Mas el
mismo día Choque, desde lo alto de una cumbre, tocó su cuerno de guerra dando la señal
del levantamiento.

Los sapallas, fuertes y decididos, salieron a luchar contra sus opresores. Los karis,
sorprendídos por el repentino denuedo de los sapallas, no atinaron a atacar, ni siquiera a
defenderse. Y cuando quisieron tomar las armas, estaban tan débiles que no tenían fuerzas
para el combate.

Entretanto, Choque, a la cabeza de los suyos, cayó con ímpetu nunca visto sobre los karis y
los derrotó completamente.

Los invasores sobrevivientes a la derrota, no tuvieron más remedio que abandonar esa
tierra en la que tanto tiempo habían dominado y regresaron a sus antiguas tierras
dominadas por el volcán.

La raza sapalla, ya libre, organizó su pueblo. Aclamó como a sus caudillos y salvador a su
pequeño príncipe y le obsequió una corona de oro y esmeraldas como símbolo de su
autoridad. Y desde entonces la planta preferida fue la que habían sembrado por indicación
de Choque. Se la cultivaba con cariño y se la consideraba como un don de los dioses
tutelares.

Los sapallas, bajo el gobierno de Choque vivieron felices y su pueblo fue uno de los más
poderosos de su tiempo.

Aquí termina la leyenda. Como habrás podido notar, inteligente amiguito, la abnegación de
un ser pequeño y débil pero valeroso pudo reavivar el muerto sentimiento de dignidad de
todo un pueblo vencido y miserable.

También te habrás dado cuenta de que misteriosa semilla de que se trata en esta leyenda
no fue otra que la papa, que tiene su remoto origen en nuestro país. Este precioso alimento
se difundió a los demás países del continente. A raíz de la conquista.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

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