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Relato corto

El olor a libro nuevo recorría cada rincón de la biblioteca, y el sonido del plástico romperse
terminaba de acompañar al chasquido que producía la madera de la chimenea al quemarse. En el
fondo, para los más avispados, también se escuchaba el crujir de la gastada madera de las sillas
con cada tímido movimiento que hacían los clientes al acomodarse.

Ella tras el mostrador, con su expresión adormecida, casi como muerta, con los párpados caídos,
como si ya no tuvieran fuerza para sostenerse, rompía la envoltura plástica que cubría las
relucientes tapas de los libros con parsimonia. Casi que podía escuchar las exclamaciones de
agradecimiento y alivio que suspiraban los libros cada vez que terminaba de romper una
envoltura, tocando con cariño las suaves tapas, brillantes, relucientes.

En un ambiente tan acogedor, armonioso y silencioso cualquier ruido parece una clara falta de
respeto intencionada, y eso pensó Ella al escuchar la oscura puerta de abeto ser abierta, dejando
entrar el bullicioso sonido de la ciudad. Con ella vino la compañía de varias voces, voces
estruendosas con una notable falta de educación. Las voces se paseaban por la anticuada y
delicada biblioteca como si nada, escurriéndose entre las páginas entreabiertas de los tímidos
libros, posándose en el claro techo con pinturas sordas, haciendo vibrar los relajados oídos de la
silenciosa muchedumbre que mantenía la mirada gacha.

Ella alzó la cabeza, curiosa por ver quiénes eran aquellos que podían romper de tan descarada y
dolorosa manera el imponente pero tímido silencio. No eran dignos de descripción, ni de ningún
tipo de atención, pero en tal ambiente acogedor, ya roto, era de lo que más iban a tener. Tal vez
eso buscaban, pues eso les faltaba.

Tal como entraron, caminaron, perdiéndose en algún rincón envejecido por la falta de atención,
de cariño. Tal para cual, pensó Ella, y no había pensamiento más acertado.

Para el pesar de los libros; el techo y sus sordas pinturas; los oídos ensimismados, ya no tanto
como antes, de la muchedumbre, las descaradas, maleducadas y casi violentas voces siguieron
paseándose por el lugar, como si tuvieran el mismo derecho que el silencio de pasearse a sus
anchas, cubriendo y acompañando todo y a todos.

Ella incluso llegó a temer de que algo pudiera vibrar tanto, de rabia, que llegaría a preferir dejar
de ser, dejar de ser por tal de no sentir cómo algo que no era, pero era, se escurría sin
remordimiento, vergüenza o delicadeza entre él y sobre él. Pues para eso que no vemos, no hay
cura, no hay cura que no sea tolerar, aguantar, ignorar; y nadie, jamás, preferiría eso, pues tal
desgaste no es ni será digno de devoción de nadie, nadie ni nada que prefiera su paz, su propia
armonía, sin arrebatar la del de al lado.

Pero las voces, como sombrero y pie, siguieron enturbiando la anticuada biblioteca. Pobre de
ella, pues pocas fuerzas tenía ya para mantenerse en pie y venían voces, faltas de amor y
atención, para terminar de debilitarla. Y sí ella caía, tan grande e imponente, qué quedaba de
aquellos, pequeños y frágiles, que se acobijaban bajo su rústico manto, buscando esa fuerza de
la cual ellos carecían.

En algún rincón de la anticuada biblioteca, de cuya presencia ni Ella era consciente de,
dormitaban, adoloridos, un conjunto de tapas y hojas. Adoloridos, débiles y ahora acariciados de
una manera que hacía tiempo, quién sabe cuánto, que nadie lo hacía. Adoloridos, marchitados,
esos libros lloraron, buscando clemencia, paz, en la anticuada biblioteca una vez más. Pobre de
ellos, pues ni la majestuosa y anticuada biblioteca tenía la fuerza, la tolerancia, para ignorar las
incómodas caricias de las voces. Si la anticuada biblioteca no podía más, si hasta ella quería
vibrar tanto, de rabia, los libros ya habrían empezado a hacerlo. Y sí fue así.

Empezaron los envejecidos y rústicos libros, silenciosos y empapados en pena. Esa pena, más
ruidosa que cualquier voz, fue gritada. La escucharon todos, incluso aquellas pinturas que se
autodenominaban sordas. Todos se lamentaron y lloraron, con pesar, bañando el delicado suelo
de la anticuada biblioteca en penuria. Tal pena les invadió, y tal rabia se acrecentó, que hasta a
Ella maldijeron.

En algún estante lleno de libros, posados en cómoda madera, se escuchó un grito. El grito fue
roto, nadie ni nada podría jamás describir la emoción de tal, pues sólo se comprendía cuando se
sentía, cuando uno mismo lo gritaba.

Y ese libro, cuyo género, curiosamente, era de autoayuda, ardió en rabia, imitando la ahora
escandalosa llama de la chimenea. Y uno por uno, cegados por la impotencia y la pena, gritaron,
acompañando al primero. Incluso la serena y anticuada biblioteca lloró, viéndolos preferir el no
ser antes que el tolerar.

La cabizbaja muchedumbre, hasta ahora callada, tranquila, se alteró. Dejaron sobre las serias
mesas, acostumbradas a tolerar, los sensibles libros, que también gritaron. La anticuada
biblioteca, al ver cómo aquella muchedumbre rompía aún más el preciado silencio que la había
acompañado desde, bueno, siempre, gritó. Las pinturas sordas se taparon los oídos ante tal
estruendo, y, buscando dejar de oír, se soltaron del claro techo.

Cayeron, desesperadas, al suelo, sin saber que ahí también invadía la pena. Algunas aplastaron a
la muchedumbre, otras fueron aplastadas por la muchedumbre. En cualquiera de los dos
fatídicos casos, las pinturas sordas fueron rotas y dejaron de ser, aliviadas. El techo, que ya
tampoco era ni estaba, dejó pasar, en un acto desesperado, los relucientes rayos del sol. Pero su
única función fue la de mostrar a la escandalosa ciudad las escandalosas llamas, producidas por
el lamento y la desesperación por el dejar de ser de los libros y la anticuada biblioteca.

De nada sirvió el lamento que sintió la ciudad, pues los que eran y dejaron de ser ya no
percibían nada. Incluso Ella dejó de ser, pero en vez de dejar de sentir, sintió, más que nunca.

Las voces también dejaron de ser, pero sus portadores seguían siendo, viviendo. Supongo que
los libros y la anticuada biblioteca hicieron lo que querían hacer, dejar de ser para no tolerar,
para mantener su paz.

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