Está en la página 1de 21

JOHN RAWLS

TEORÍA DE LA JUSTICIA

V. PORCIONES DISTRIBUTIVAS
43. LAS INSTITUCIONES BÁSICAS PARA UNA JUSTICIA DISTRIBUTIVA

El principal problema de la justicia distributiva es la elección de un sistema social. Los principios de


la justicia se aplican a la estructura básica y regulan cómo sus principales instituciones se combinan en un
esquema. (…) Haré una breve descripción de estas instituciones de apoyo tal y como deben existir en un Estado
democrático adecuadamente organizado que permita la propiedad privada del capital y de los recursos
naturales. (…).

En primer lugar, supongo que la estructura básica está regulada por una constitución justa que asegura
las libertades de una ciudadanía igual (como se describe en el capítulo anterior). La libertad de conciencia y la
libertad de pensamiento se dan por supuestas, y se mantiene el justo valor de la libertad política. El proceso
político se conduce, en tanto lo permitan las circunstancias, como un procedimiento justo para elegir entre
varios gobiernos y para promulgar una legislación justa. Creo, también, que hay una justa igualdad de
oportunidades (no sólo una igualdad formal). Esto significa que, además de mantener los tipos habituales de
capital social general, el gobierno intenta asegurar iguales oportunidades de enseñanza y cultura, a personas
similarmente capacitadas y motivadas, o bien subvencionando escuelas privadas o bien estableciendo un
sistema de escuelas públicas. También, aplica y subraya la igualdad de oportunidades en las actividades
económicas y en la libre elección de ocupación. Esto se logra supervisando la conducta de las empresas y las
asociaciones privadas e impidiendo el establecimiento de restricciones monopólicas y barreras a las posiciones
más codiciables. Finalmente, el gobierno garantiza un mínimo social, bien por asignaciones familiares y
subsidios especiales, por enfermedad y desempleo, o, más sistemáticamente, por medios tales como un
complemento graduado al ingreso, llamado el impuesto negativo sobre la renta.

Al establecer estas instituciones básicas, el gobierno puede considerarse dividido en cuatro ramas.
Cada rama consiste en varias agencias o actividades, encargadas de conservar ciertas condiciones sociales y
económicas. Estas divisiones no se sobreponen a la organización usual del gobierno, sino que deben
considerarse como funciones diversas. La rama de asignación, por ejemplo, ha de mantener el sistema de
precios factiblemente competitivo, y prevenir la formación de un irrazonable poder del mercado. Tal poder no
existe en tanto los mercados no puedan ser más competitivos de acuerdo con los requerimientos de eficacia,
de los hechos geográficos y las preferencias de los consumidores. La rama de asignación está también
encargada de identificar y corregir, mediante impuestos y subsidios adecuados, y cambios en la definición de
los derechos de propiedad, las desviaciones más obvias de la eficiencia, causadas por la incapacidad de los
precios para medir exactamente los costos y beneficios sociales. Con este fin, han de establecerse impuestos y
subsidios adecuados o ha de revisarse el alcance de la definición de los derechos de propiedad. La rama
estabilizadora, por otro lado, trata de lograr un razonable pleno empleo, en el sentido de que aquellos que
quieran trabajo lo encuentren y la libre elección de ocupación y el despliegue de finanzas se vean apoyadas
por una demanda fuerte y eficiente. Estas dos ramas, en conjunto, tratan de mantener la eficacia general de la
economía de mercado.

El mínimo social es responsabilidad de la rama de transferencia. Más adelante, consideraré a qué nivel
ha de ser fijado el mínimo, pero, por el momento, bastarán unas observaciones generales. Lo fundamental es
que el funcionamiento de esta rama tenga en cuenta las necesidades y les asigne un valor apropiado respecto a
otras demandas. Un sistema de precios competitivo no toma en consideración las necesidades, y, por tanto, no
puede ser el único mecanismo de distribución. Debe haber una división de trabajo entre las partes del sistema
social, en respuesta a los preceptos del sentido común de la justicia. Las diferentes instituciones se enfrentan
a diferentes demandas. Los mercados competitivos, adecuadamente regulados, aseguran la libre elección de
ocupación y conducen a un uso eficiente de los recursos y a una asignación de artículos para los consumidores.
Estos mercados atribuyen un valor a los preceptos convencionales relacionados con salarios y jornales,
mientras que la rama de transferencia garantiza un cierto nivel de bienestar y satisface las demandas y
necesidades. (…)
Hay, y con razón, una fuerte objeción a la determinación competitiva de la renta total, ya que ésta pasa
por alto las demandas de necesidad y de un apropiado nivel de vida. Desde el punto de vista de la etapa
legislativa es racional asegurarse a sí mismo y a los propios descendientes contra estas contingencias del
mercado. Desde luego, se supone que el principio de la diferencia lo exige. Pero una vez que se obtiene un
mínimo adecuado mediante transferencias, puede ser perfectamente justo que el resto de la renta total se
determine por el sistema de precios, suponiendo que sea moderadamente eficaz y libre de restricciones
monopólicas, y que se hayan eliminado las externalidades irracionales (…).

Finalmente, hay una rama de distribución. Su tarea es conservar una justicia aproximada de las
porciones distributivas mediante la tributación y los reajustes necesarios a los derechos de propiedad. Han de
distinguirse dos aspectos de esta rama. En primer lugar, fija ciertos impuestos a la donación y sucesión y
establece restricciones a los derechos de herencia. El propósito de estos impuestos y reglamentaciones no es
recabar ingresos (ceder recursos al gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, la distribución de riqueza
y prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad de la libertad política y de la justa
igualdad de oportunidades. Por ejemplo, el principio progresivo puede aplicarse tras la muerte del beneficiario.
Haciendo esto, se alentará una amplia dispersión de la propiedad, que parece ser una condición necesaria si ha
de mantenerse el justo valor de estas libertades. Recibir por herencia una riqueza desigual no es más injusto;
intrínsecamente, que recibir por herencia una inteligencia desigual. Cierto que el primer caso está más
fácilmente sujeto al control social; pero lo esencial es que en lo posible, las desigualdades basadas en
cualquiera de los dos aspectos satisfagan el principio de diferencia. Así, la herencia es permisible, siempre que
la desigualdad resultante vaya en ventaja de los menos afortunados y sea compatible con la libertad y la justa
igualdad de oportunidades. Como ya la hemos definido, la justa igualdad de oportunidades significa un
conjunto de instituciones que asegure la igualdad de oportunidades para la educación y la cultura de personas
similarmente capacitadas, y mantenga los trabajos y los empleos abiertos a todos, sobre la base de las
capacidades y de los esfuerzos razonablemente relacionados con las tareas y trabajos pertinentes. Son estas
instituciones las que se ponen en peligro cuando las desigualdades de riqueza rebasan un cierto límite. Por otro
lado, la libertad política tiende a perder su valor y el gobierno representativo se convierte en tal gobierno
únicamente en apariencia. Los impuestos y las legislaciones de la rama de distribución han de procurar que no
se traspase este límite. Naturalmente, el límite de este punto es asunto de decisión política, dirigida por la
teoría, el buen sentido y la simple conjetura, al menos dentro de una amplia perspectiva. Ante este tipo de
problemas, la teoría de la justicia no tiene nada específico qué decir. Su objetivo es formular los principios que
han de regular las instituciones básicas.
JOHN RAWLS, Teoría de la justicia, F.C.E., México, 1979.
ROBERT NOZICK
ANARQUÍA, ESTADO Y UTOPÍA

PREFACIO

Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ninguna persona o grupo puede hacerles sin violar los
derechos. Estos derechos son tan firmes y de tan largo alcance que surge la cuestión de qué pueden hacer el
Estado y sus funcionarios, si es que algo pueden. ¿Qué espacio dejan al Estado los derechos individuales? La
naturaleza del Estado, sus funciones legítimas y sus justificaciones, si las hay, constituyen el tema central de
este libro; una amplia y múltiple variedad de asuntos se entrelazan en el curso de nuestra investigación.

Mis conclusiones principales sobre el Estado son que un Estado mínimo, limitado a las estrechas
funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etcétera, se
justifica; que cualquier Estado más extenso violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer
ciertas cosas y, por tanto, no se justifica; que el Estado mínimo es inspirador, así como correcto. Dos
implicaciones notables son que el Estado no puede usar su aparato coactivo con el propósito de hacer que
algunos ciudadanos ayuden a otros o para prohibirle a la gente actividades para su propio bien o protección.
(…).

La Primera Parte justifica el Estado mínimo; la Segunda Parte sostiene que ningún Estado más extenso
puede justificarse. Yo procedo argumentando que una diversidad de razones, las cuales pretenden justificar un
Estado más extenso, no lo logran. Contra la afirmación de que tal Estado se justifica en tanto establece o trae
consigo la justicia distributiva entre sus ciudadanos, opongo una teoría de la justicia (la teoría retributiva) la
cual no requiere ningún Estado más extenso. Asimismo, uso la estructura de esta teoría para disecar y criticar
otras teorías de justicia distributiva, las cuales, efectivamente, consideran un Estado más extenso; concentro
en particular la atención en la reciente y vigorosa teoría de John Rawls. Otras razones que algunos podrían
pensar justifican un Estado más extenso son criticadas, incluyendo: igualdad, envidia, control de los
trabajadores, así como las teorías marxistas de la explotación. (…) La Segunda Parte termina con la descripción
hipotética de cómo podría surgir un Estado más extenso, relato cuyo propósito es hacer que este Estado no sea
absolutamente nada atractivo.

PRIMERA PARTE
TEORÍA DEL ESTADO DE NATURALEZA O CÓMO REGRESAR AL ESTADO SIN
PROPONÉRSELO REALMENTE

I ¿POR QUÉ UNA TEORÍA DEL ESTADO DE NATURALEZA?

Filosofía política
La cuestión fundamental de la filosofía política, la que precede a las preguntas sobre cómo se debe organizar
el Estado es, justamente, si debiera haber Estado. ¿Por qué no tener anarquía? Puesto que la teoría anarquista,
si es sostenible, socava todo el objeto de la filosofía política, resulta apropiado comenzar la filosofía política
con un examen de su principal alternativa teórica. Aquellos que consideran que el anarquismo no es una
doctrina poco atractiva, pensarán que es posible que la filosofía política termine también aquí. Otros,
impacientemente, esperarán lo que vendrá después. Sin embargo, como veremos, arquistas y anarquistas por
igual, aquellos que se separan cautelosamente del punto de partida, así como aquellos que sólo con renuencia
se dejan apartar (a fuerza de argumentos) de él, pueden estar de acuerdo en que comenzar el tema de la filosofía
política con la teoría del estado de naturaleza tiene un propósito explicativo.

SEGUNDA PARTE
¿MAS ALLÁ DEL ESTADO MÍNIMO?

PRIMERA SECCIÓN
La teoría retributiva
El objeto de la justicia de las pertenencias consiste de tres temas principales. El primero es la
adquisición original de pertenencias, la apropiación de cosas no poseídas. Esto incluye las cuestiones de cómo
cosas no tenidas pueden llegar a ser poseídas, el proceso, o los procesos por medio de los cuales cosas no
tenidas pueden llegar a ser tenidas, las cosas que pueden llegar a ser poseídas por estos procesos, el alcance de
lo que puede ser poseído por un proceso particular, etcétera. Nos referiremos a la complicada verdad sobre
este tema, la cual no formularemos aquí, como el principio de justicia en la adquisición. El segundo tema se
ocupa de la trasmisión de pertenencias de una persona a otra. ¿Por qué procesos puede una persona trasmitir
pertenencias a otra? ¿Cómo puede una persona adquirir una pertenencia de otra persona que la tiene? Aquí
aparecen descripciones generales de intercambio voluntario, obsequio y (por otro lado) fraude, así como
referencias a detalles convencionales particulares establecidos en una sociedad dada. A la complicada verdad
acerca de este tema (con poseedores de lugares para detalles convencionales) la llamaremos el principio de
justicia en la transferencia. (Supondremos que incluye, también, principios que determinan cómo puede una
persona deshacerse ella misma de una pertenencia, poniéndola en un estado de no tenencia.)

Si el mundo fuera completamente justo, las siguientes definiciones inductivas cubrirían


exhaustivamente la materia de justicia sobre pertenencias.

1) Una persona que adquiere una pertenencia, de conformidad con el principio de justicia en la
adquisición, tiene derecho a esa pertenencia.
2) Una persona que adquiere una pertenencia de conformidad con el principio de justicia en la
transferencia, de algún otro con derecho a la pertenencia, tiene derecho a la pertenencia.
3) Nadie tiene derecho a una pertenencia excepto por aplicaciones (repetidas)
de 1 y 2. (…).

No todas las situaciones reales son generadas de conformidad con los dos principios de justicia de
pertenencias: el principio de justicia en la adquisición y el principio de justicia en la transferencia. Algunas
personas roban a otros; los defraudan o los esclavizan, tomando sus productos e impidiéndoles vivir como
ellos desean, o bien excluyéndolos, por la fuerza, de participar en los intercambios. Ninguno de éstos son
modos permitidos de transición de una situación a otra. Y algunas personas adquieren pertenencias por medios
no sancionados por el principio de justicia en la adquisición. La existencia de injusticias pasadas (anteriores
violaciones a los dos primeros principios de pertenencias) da origen al tercer tema principal de la justicia de
pertenencias: la rectificación de injusticias en las pertenencias. Si la injusticia pasada ha conformado las
pertenencias presentes de varias formas, algunas identificables y algunas no ¿qué debe hacerse ahora, si puede
hacerse algo, para rectificar estas injusticias? ¿Qué obligaciones tienen los que cometieron la injusticia hacia
aquellos cuya posición es peor que la que hubiera sido si no se hubiera cometido la injusticia? ¿O de la que
habría sido si se hubiera pagado la compensación rápidamente? ¿Cómo cambiarían las cosas (en caso de
cambiar), si los beneficiarios y aquellos que empeoraron no son los participantes directos en el acto de
injusticia, sino, por ejemplo, sus descendientes? ¿Se comete una injusticia a alguien cuya pertenencia se basó
en una injusticia no rectificada? ¿Hasta dónde tiene uno que remontarse para limpiar el registro histórico de
injusticia? ¿Qué les es permitido hacer a las víctimas de injusticias con objeto de rectificar las injusticias que
se les hicieron, incluyendo las muchas injusticias cometidas por personas que actúan a través de su gobierno?
(…)

Los lineamientos generales de la teoría de justicia de pertenencias son que las pertenencias de una
persona son justas si tiene derecho a ellas por los principios de justicia en la adquisición y en la transferencia,
o por el principio de rectificación de injusticia (tal y como es especificado por los dos primeros principios). Si
todas las pertenencias de la persona son justas, entonces el conjunto total (la distribución total) de las
pertenencias es justo.

Principios históricos y principios de resultado final

Los lineamientos generales de la teoría retributiva, esclarecen la naturaleza y los derechos de otras
concepciones de justicia distributiva. La teoría retributiva de justicia distributiva es histórica; si una
distribución es justa o no, depende de cómo se produjo. En contraste, los principios de justicia distributiva de
porciones actuales sostienen que la justicia de una distribución está determinada por cómo son distribuidas las
cosas (quien tiene qué) juzgando de conformidad con algún(os) principio(s) estructural(es) de distribución
justa. (…) De acuerdo con un principio de justicia distributiva de porciones actuales, lo único que se necesita
tomar en cuenta, al juzgar la justicia de una distribución es: quién termina con qué; comparando dos
distribuciones cualesquiera, simplemente se necesita mirar la matriz que presenta las distribuciones. Ninguna
otra información necesita introducirse en un principio de justicia. Es consecuencia de tales principios de
justicia que cualquier par de distribuciones estructuralmente idénticas sean igualmente justas. (Dos
distribuciones son estructuralmente idénticas si presentan el mismo perfil, pero quizás tengan diferentes
personas ocupando los lugares particulares. Que yo tenga diez y tú cinco y que yo tenga cinco y tú diez, son
distribuciones estructuralmente idénticas.) La economía de bienestar social es la teoría de principios de justicia
distributiva de porciones actuales. Se concibe al sujeto como si operara en matrices que únicamente representan
información actual sobre la distribución.

En adelante, nos referiremos a tales principios ahistóricos de justicia distributiva (…) como principios
de resultado final o principios de estado final.

En contraste con los principios de justicia de resultado final, los principios históricos de justicia
sostienen que las circunstancias o acciones pasadas de las personas pueden producir derechos diferentes o
merecimientos diferentes sobre las cosas. Se puede cometer una injusticia pasando de una distribución a otra
estructuralmente idéntica, porque la segunda, la misma en perfil, puede violar los derechos o merecimientos
de las personas; puede no corresponder a la historia real.

La mayoría (…) piensa que procede para determinar la justicia de una situación considerar no sólo la
distribución que comprende, sino, también, cómo se produjo. Si algunos están en prisión por asesinato o
crímenes de guerra, no decimos que para determinar la justicia de la distribución en la sociedad debemos mirar
solamente lo que esta persona tiene, lo que esa persona tiene, y lo que aquella persona tiene, . . . actualmente.
Consideramos pertinente preguntar si alguno hizo algo de modo que mereció ser castigado, mereció tener una
parte menor. La mayoría estará de acuerdo en que es pertinente más información con respecto a los castigos y
penas.

Establecimiento de pautas

Los principios retributivos que hemos delineado que se aplican a la justicia de pertenencias son
principios históricos de justicia. Para entender mejor su naturaleza precisa, los distinguiremos de otra subclase
de principios históricos. Considérese, como ejemplo, el principio de distribución de acuerdo con el mérito
moral. Este principio requiere que todas las partes que se vayan a repartir varíen directamente según el mérito
moral; nadie debe tener una porción mayor que alguna otra cuyo mérito moral sea más grande. (Si el mérito
moral pudiera ser no sólo ordenado sino medido en una escala de intervalos o proporciones se podrían formular
principios más fuertes.) O bien, considérese el principio que resulta al sustituir "mérito moral" por "utilidad
para la sociedad" en el principio previo. O bien, en lugar de "distribuir de acuerdo con el mérito moral", o
"distribuir de acuerdo con la utilidad para la sociedad" podríamos considerar "distribuir de acuerdo con la suma
del peso del mérito moral, utilidad para la sociedad y necesidad", con peso igual para diferentes dimensiones.
Permítasenos llamar pautado a un principio de distribución si especifica que la distribución debe variar de
conformidad con alguna dimensión natural, con la suma de pesos de las dimensiones naturales de conformidad
con un orden lexicográfico de dimensiones naturales. (…)

Casi todos los principios sugeridos de justicia distributiva son pautados: a cada quién según su mérito
moral, o sus necesidades, o su producto marginal; o según lo intensamente que intenta, o según la suma de
pesos de lo anterior, etcétera. El principio de justicia que hemos bosquejado, el cual denominamos principio
retributivo, no es pautado. No hay ninguna dimensión natural o suma de pesos, ni ninguna combinación de un
número pequeño de dimensiones naturales que produzca las distribuciones generadas de conformidad con el
principio retributivo. (…)

Cómo la libertad afecta las pautas


No es claro cómo los que sostienen concepciones distintas de justicia distributiva pueden rechazar la
concepción retributiva de la justicia en las pertenencias. Porque supóngase que se realiza una distribución
favorecida por una de estas concepciones no retributivas. Permítasenos suponer que es su favorita y
permítasenos llamarla distribución D1; tal vez todos tienen una porción igual, tal vez las porciones varían de
acuerdo con alguna dimensión que usted atesora. Ahora bien, supongamos que Wilt Chamberlain se encuentra
en gran demanda por parte de los equipos de baloncesto, por ser una gran atracción de taquilla. (Supóngase
también que los contratos duran sólo por un año y que los jugadores son agentes libres.) Wilt Chamberlain
firma la siguiente clase de contrato con un equipo: en cada juego en que su equipo sea local, veinticinco
centavos del precio de cada boleto de entrada serán para él (ignoramos la cuestión de si está "saqueando" a los
propietarios, dejando que se cuiden solos). La temporada comienza, la gente alegremente asiste a los juegos
de su equipo; las personas compran sus boletos depositando, cada vez, veinticinco centavos del precio de
entrada en una caja especial que tiene el nombre de Chamberlain. Las personas están entusiasmadas viéndolo
jugar; para ellos vale el precio total de entrada. Supongamos que en una temporada, un millón de personas
asisten a los juegos del equipo local y que Wilt Chamberlain termina con 250 mil dólares, suma mucho mayor
que el ingreso promedio e incluso mayor que el de ningún otro. ¿Tiene derecho a este ingreso? ¿Es injusta esta
nueva distribución D2? Si es así, ¿por qué? No hay duda de si cada una de las personas tenía derecho al control
sobre los recursos que tenían en D1 puesto que ésa fue la distribución (su distribución favorita) que (para los
propósitos del argumento) dimos como aceptable. Cada una de estas personas decidió dar veinticinco centavos
de su dinero a Chamberlain. Pudieron haberlo gastado yendo al cine, en barras de caramelo o en ejemplares
del Dissent o de la Monthly Review. Pero todas ellas, al menos un millón de ellas, convinieron en dárselo a
Wilt Chamberlain a cambio de verlo jugar al baloncesto. Si D1 fue una distribución justa, la gente
voluntariamente pasó de ella a D2, trasmitiendo parte de las porciones que se le dieron según D1 (¿para qué si
no para hacer algo con ella?) ¿No es D2 también justa? Si las personas tenían derecho a: disponer de los
recursos a los que tenían derecho (según D1), ¿no incluía esto el estar facultado a dárselo, o intercambiarlo
con Wilt Chamberlain? ¿Puede alguien más quejarse por motivos de justicia? (..)

El argumento general ilustrado por el ejemplo de Wilt Chamberlain y el ejemplo del empresario en
una sociedad socialista es que ningún principio de estado final o principio de distribución pautada de justicia
puede ser realizado continuamente sin intervención continua en la vida de las personas. Cualquier pauta
favorecida sería transformada en una desfavorecida por el principio, al decidir las personas actuar de varias
maneras; por ejemplo, intercambio de bienes o servicios con otras personas, o dar cosas a otras personas, cosas
sobre las cuales quienes transfieren tienen derecho según la pauta de distribución preferida. Para mantener una
pauta se tiene, o bien que intervenir continuamente para impedir que la persona trasmita recursos como
quisiera, o bien intervenir continua (o periódicamente) para tomar recursos de algunas personas que otras, por
alguna razón, decidieron trasmitirles a ellas.
ROBERT NOZICK, Anarquía, Estado y Utopía [1974[, F.C.E., México, 1988.
MICHAEL WALZER
LAS ESFERAS DE LA JUSTICIA

TIRANÍA E IGUALDAD COMPLEJA

Sostengo que debemos concentrarnos en la reducción del predominio y no; -al menos no primordialmente- en
la destrucción o la restricción del monopolio. Debemos considerar qué podría significar estrechar la gama
dentro de la cual los bienes particulares son convertibles y reivindicar la autoridad de las esferas distributivas.
Pero esta línea de argumentación, si bien no desusada históricamente, nunca ha aflorado en la literatura
filosófica. Los filósofos han preferido criticar (o justificar) los monopolios que existen o surgen de la riqueza,
el poder y la educación. O bien, han criticado (o justificado) conversiones particulares -de riqueza en educación
o de cargos en, riqueza- y todo ello en nombre de algún sistema distributivo radicalmente simplificado. La
crítica del predominio sugerirá en vez de eso una manera de rediseñar y de vivir con la complejidad actual de
las distribuciones.

Imaginemos ahora una sociedad en la que diversos bienes sociales sean poseídos de manera monopolista como
de hecho lo son y siempre lo serán, evadiendo la continua intervención estatal-, pero en la que ningún bien
particular es generalmente convertible. Conforme avance en la exposición intentaré definir los límites precisos
de la convertibilidad, pero por ahora la descripción genérica habrá de ser suficiente. Se trata de una sociedad
complejamente igualitaria. Si bien habrá infinidad de pequeñas desigualdades, la desigualdad no será
multiplicada por medio del proceso de conversión ni se le añadirán bienes distintos, pues la autonomía de la
distribución tenderá a producir una variedad de monopolios locales, sustentados por grupos diferentes de
hombres y mujeres. No pretendo afirmar que la igualdad compleja deba ser más estable que la igualdad simple,
pero me inclino a pensar que abrirá una vía a formas más amplias y particularizadas del conflicto social. Y la
resistencia a la convertibilidad sería mantenida, en gran medida, por hombres y mujeres comunes dentro de
sus propias esferas de competencia y control, sin una acción estatal de gran envergadura.

Se trata, me parece, de un modelo atractivo, si bien no he explicado aún por qué lo es. El planteamiento de la
igualdad compleja parte de nuestra noción -me refiero a nuestra comprensión concreta, positiva y particular-
de los diversos bienes sociales; posteriormente versa sobre cómo nos relacionamos unos con otros por medio
de esos bienes. La igualdad simple es una condición distributiva simple, de modo que si yo tengo 14 sombreros
y otra persona tiene también 14, estamos en condición de igualdad. y tanto mejor si los sombreros son
predominantes, ya que entonces nuestra igualdad se ex- tenderá a través de todas las esferas de la vida social.
Desde la posición que asumo aquí, sin embargo, sólo tendremos el mismo número de sombreros, y es poco
probable que los sombreros sean predominantes por mucho tiempo. La igualdad es una compleja relación de
personas regulada por los bienes que hacemos, compartimos e intercambiamos entre nosotros; no es una
identidad de posesiones. Requiere entonces una diversidad de criterios distributivos que reflejen la diversidad
de los bienes sociales.

El planteamiento de la igualdad compleja ha sido bosquejado con maestría por Pascal en uno de sus Pensées:
La naturaleza de la tiranía es desear poder sobre todo el mundo y fuera de la propia esfera.
Hay diversas compañías -los fuertes, los hermosos, los inteligentes, los devotos-, pero cada hombre reina en
la suya propia y no fuera de ella. Sin embargo, en ocasiones se enfrentan; entonces el fuerte y el hermoso
luchan por la supremacía -torpemente, pues la supremacía es de ordenes distintos-. Unos a otros se tergiversan
y cometen el error de pretender el predominio universal. Nada puede ganarlo, ni siquiera la fuerza, pues ésta
es impotente en el reino de los sabios. [...)
Tiranía. Las proposiciones siguientes son, entonces, falsas y tiránicas: "Puesto que soy hermoso, he de exigir
respeto." "Soy fuerte, luego los hombres tienen que amarme. ...y... etc.

La tiranía es el deseo de obtener por algún medio aquello que sólo puede ser obtenido por otros medios. A
cualidades diversas se corresponden obligaciones diversas: el amor es la respuesta apropiada al encanto, el
temor a la fuerza, y la creencia al aprendizaje

Marx formuló un argumento similar en sus manuscritos juveniles, tal vez teniendo esa pensée en mente:
Supongamos que el hombre sea hombre y que la relación con el mundo sea humana. Entonces, sólo amor podrá
darse a cambio de amor, confianza a cambio de confianza, etc. Si alguno desea disfrutar del arte, tendrá que
ser una persona artísticamente cultivada; si alguno desea influir sobre otro, tendrá que ser alguien realmente
capaz de estimular y animar a otro. [...] Si alguien ama sin generar amor para sí mismo, es decir, si no es capaz
de ser amado por la sola manifestación de sí mismo como persona amante, entonces este amor es impotencia
e infortunio.

Estos argumentos no son fáciles; gran parte de mi libro es sencillamente una exposición de su significado. Con
todo, intentaré hacer aquí algo más sencillo y esquemático: una traducción de los argumentos a los términos
que he venido manejando.

El primer supuesto de Pascal y de Marx es que las cualidades personales y los bienes sociales tienen sus propias
esferas de operación, en las que producen sus efectos de manera libre, espontánea y legítima. Hay conversiones
simples y naturales que se siguen de los bienes particulares y son intuitivamente plausibles debido al
significado social de esos bienes. Se apela a nuestra noción usual, y al mismo tiempo en contra de nuestro
consentimiento común hacia esquemas ilegítimos de conversión. O bien, es una apelación de nuestro
consentimiento a nuestro resentimiento. Hay algo erróneo, sugiere Pascal, en la conversión de fuerza en
creencia. En términos políticos, Pascal dice que ningún gobernante podrá dirigir adecuadamente mis opiniones
sólo a causa del poder que detenta. Tampoco pretenderá influir en mis actos, añade Marx, a menos de que sea
persuasivo, útil, estimulante y demás. La fuerza de estos argumentos depende de una noción compartida del
conocimiento, la influencia y el poder. Los bienes sociales tienen significados sociales, y nosotros encontramos
acceso a la justicia distributiva a través de la interpretación de esos significados. Buscamos principios internos
para cada esfera distributiva.

El segundo supuesto es el de que la inobservancia de estos principios es la tiranía. Convertir un bien en otro
cuando no hay una conexión intrínseca entre ambos es invadir la esfera en la que otra facción de hombres y
mujeres gobierna con propiedad. El monopolio no es inapropiado dentro de las esferas. El control que ejercen
hombres y mujeres (Ios políticos) útiles y persuasivos sobre el poder político, por ejemplo, no tiene nada de
reprobable. Pero el empleo del poder político para ganar acceso a otros bienes es un uso tiránico. De este modo
se generaliza una vieja definición de la tiranía: de acuerdo con los autores medievales, el príncipe se convierte
en tirano cuando se apodera de la propiedad o invade la familia de sus súbditos. En la vida política -y también
más ampliamente- el predominio sobre los bienes trae consigo la dominación de los individuos.

El régimen de la igualdad compleja es lo opuesto a la tiranía. Establece tal conjunto de relaciones que la
dominación es imposible. En términos formales, la igualdad compleja significa que ningún ciudadano ubicado
en una esfera o en relación con un bien social determinado puede ser coartado por ubicarse en otra esfera, con
respecto a un bien distinto. De esta rnanera, el ciudadano X puede ser escogido por encima del ciudadano y
para un cargo político, y así los dos serán desiguales en la esfera política. Pero no lo serán de modo general
mientras el cargo de X no le confiera ventajas sobre y en cualquiera otra esfera -cuidado médico superior,
acceso a mejores escuelas para sus hijos, oportunidades empresariales y así por lo demás-. Siempre y cuando
el cargo no sea un bien dominante, los titulares del cargo estarán en relación de igualdad, o al menos podrán
estarlo, con respecto a los hombres y mujeres que gobiernan.

Pero, ¿qué sucedería si se eliminara el predominio, se estableciera la autonomía de las esferas y la misma gente
se mostrara exitosa en una esfera tras de otra, triunfara en cada actividad y acumulara bienes sin necesidad de
conversiones ilegítirnas? Ello ciertamente daría lugar a una sociedad desigual, pero también mostraría del
modo más contundente que una sociedad de iguales no es una posibilidad factible. Dudo que algún argumento
igualitario sobreviva ante tal evidencia. He aquí a un individuo elegido libremente por nosotros (sin relación
con sus vínculos familiares o su riqueza personal) como nuestro representante político. Pero también es un
empresario audaz e inventivo. De joven estudió ciencias, obtuvo calificaciones sorprendentemente altas en
cada asignatura e hizo importantes descubrimientos. En la guerra demostró una excepcional valentía y se hizo
merecedor a los más altos honores. Compasivo y admirado, es amado por cuantos lo conocen. ¿Existen
personas como éstas? Tal vez, pero yo tengo mis dudas. Es posible narrar esta suerte de historias, pero las
historias son ficciones: la posibilidad de convertir poder, dinero o talento académico en fama legendaria. En
todo caso, no hay tantas de estas personas como para constituir una clase gobernante que nos domine a los
demás. Ni pueden ser exitosos en cada esfera distributiva, ya que hay algunas esferas en las que la idea del
éxito no tiene cabida. Ni tampoco sus hijos, bajo condiciones de igualdad compleja, tienen posibilidades de
heredar su éxito. Con mucho, los políticos, empresarios, científicos, soldados y amantes más notables serán
personas distintas, y en la medida en que los bienes que posean acarreen la posesión de otros bienes, no tenemos
razón para temer sus logros.

La crítica del predominio y la dominación tiene como base un principio distributivo abierto. Ningún bien
social. X ha de ser distinto entre hombres y mujeres que posean algún otro bien y simplemente porque poseen
y sin tomar en cuenta el significado de X. Éste es un principio que ha sido probablemente reiterado, en alguna
u otra época, para cada y que haya sido predominante. Pero no ha sido enunciado con frecuencia en términos
generales. Pascal y Marx han insinuado la aplicación del principio contra toda posible "y", y yo he de intentar
desarrollar tal aplicación. No habré de preguntar, por consiguiente, por los miembros de las compañías de
Pascal -los fuertes o los débiles, los hermosos o los menos agraciados-, sino por los bienes que ellos comparten
y dividen. El propósito del principio es el de captar nuestra atención, mas no determina ni el compartimiento
ni la división. El principio nos dispone a estudiar el significado de los bienes sociales, a examinar las distintas
esferas distributivas desde dentro.

TRES PRINCIPIOS DISTRIBUTIVOS

No es de esperarse que la teoría que desarrollemos vaya a ser elegante. Ningún tratamiento del significado de
los bienes sociales ni de las fronteras de la esfera dentro de la cual operan legítimamente habrá de estar exento
de controversias. Tampoco existe un procedimiento definido para articular o corroborar los diversos
planteamientos. En el mejor de los casos, los argumentos serán muy generales, reflejarán el carácter diverso y
lleno de conflicto de la vida social que buscamos simultáneamente comprender y regular -pero no regular antes
de comprender-. Pondré, por tanto, aparte toda pretensión hecha con base en un criterio distributivo único,
pues ningún criterio tal puede corresponder a la diversidad de los bienes sociales. Tres criterios, no obstante,
parecen cumplir con los requisitos del principio abierto, ya menudo han sido tenidos por el comienzo y el fin
de la justicia distributiva, de modo que tendré que decir algo acerca de cada uno de ellos: intercambio libre,
merecimiento y necesidad; los tres poseen fuerza real, pero ninguno la tiene en toda la gama de las
distribuciones. Son parte de la historia, no el todo.

El intercambio libre

El intercambio libre es palmariamente abierto; no garantiza ningún resultado distributivo en particular. En


ningún momento de ningún proceso de intercambio razonablemente denominado "libre" será posible predecir
la división particular de los bienes sociales que habrá de ocurrir en algún momento ulterior. (Sin embargo, será
posible predecir la estructura general de la división.) Al menos en teoría, el intercambio libre crea un mercado
en que todos los bienes son convertibles en todos los otros bienes a través del medio neutral del dinero. No
hay bienes predominantes ni monopolios. De ahí que las divisiones sucesivas que se produzcan hayan de
reflejar de manera directa los significados sociales de los bienes divididos, pues cada transacción, operación
comercial, venta y adquisición habrá sido voluntariamente acordada por mujeres y hombres que conocen ese
significado por cuanto que éste ha sido establecido por ellos. Cada intercambio es una revelación de significado
social. Así, por definición, ninguna X caerá en manos de quienes posean una Y, simplemente porque poseen
y sin referencia a lo que X realmente significa para algún otro miembro de la sociedad. El mercado es realmente
plural en sus operaciones y en sus resultados, infinitamente sensitivo a los significados que los individuos
aparejan a los bienes. ¿Qué posibles restricciones pueden ser entonces impuestas sobre el intercambio libre en
nombre del pluralismo?

Con todo, la vida cotidiana en el mercado, la experiencia real del intercambio libre, es muy diferente a lo que
la teoría sugiere. El dinero, supuestamente un medio neutral, es en la práctica un bien dominante y se ve
monopolizado por individuos con un talento especial para la transacción y el comercio -la gran destreza en la
sociedad burguesa-. Entonces, otros individuos exigen la redistribución del dinero y el establecimiento del
régimen de la igualdad simple, empezando la búsqueda de algún medio para mantener el régimen. Pero incluso
si nos concentramos en el primer momento no problemático de la igualdad simple -intercambio libre sobre la
base de partes proporcionales iguales- todavía necesitaremos determinar qué cosas se pueden intercambiar por
cuáles otras, pues el intercambio libre deja las distribuciones íntegramente en las manos de los individuos, y
los significados sociales no están sujetos, o no siempre, a las decisiones interpretativas de hombres y mujeres
individuales. Consideremos un ejemplo sencillo: el caso del poder político. Podemos concebir el poder político
como un conjunto de bienes de valor diverso: votos, influencia, cargos y cosas semejantes, Cada uno de estos
bienes puede ser manejado en el mercado y acumulado por individuos dispuestos a sacrificar otros bienes.
Incluso si los sacrificios son reales, el resultado sin embargo es una forma de tiranía -una leve tiranía, dadas
las condiciones de la igualdad simple-. Puesto que estoy dispuesto a renunciar a mi sombrero, votaré dos veces;
y usted, que valora el voto menos de lo que valora mi sombrero, no votará en absoluto. Sospecho que el
resultado será tiránico incluso con respecto a nosotros dos, que hemos llegado a un acuerdo voluntario. Es
ciertamente tiránico con respecto a todos los otros ciudadanos que ahora tienen que someterse a mi desmedido
poder. No que los votos no puedan ser negociados; de acuerdo con cierta interpretación, de eso precisamente
trata la política democrática. Se ha sabido con certeza de políticos democráticos que han comprado votos, o
que han intentado comprarlos prometiendo inversiones públicas que beneficiarían a grupos particulares de
votantes. Pero esto es hecho en público, con fondos públicos y sujeto al apoyo público. La operación comercial
privada es estorbada en virtud de lo que la política, o la política democrática, es; o sea, en virtud de lo que
hemos hecho al constituir la comunidad política, y de lo que todavía pensamos acerca de ese hecho.

El intercambio libre no es un criterio general; no obstante, seremos capaces de especificar las fronteras dentro
de las cuales opera sólo por medio de un cuidadoso análisis de los bienes sociales particulares. Habiendo
desarrollado tal análisis, arribaremos en el mejor de los casos a un conjunto de fronteras con autoridad
filosófica, y no por fuerza al conjunto que debería tener autoridad política. El dinero se filtra a través de todas
las fronteras -tal es la forma primaria de la migración ilegal; dónde debería ser contenido es una cuestión tanto
de táctica como de principio-, No hacerlo en algún punto razonable tendrá consecuencias en toda la gama de
las distribuciones, pero la consideración de esto corresponde a otro capítulo.

El merecimiento

Al igual que el intercambio libre, el merecimiento parece ser abierto y diverso. Es posible imaginar una agencia
neutral única dispensando recompensas y castigos, infinitamente sensible a todas las formas del merecimiento
individual. Entonces el proceso distributivo sería efectivamente centralizado, pero los resultados serían
impredecibles y diversos. No habría bien dominante alguno. Ninguna X sería distribuida sin atender a su
significado social, pues es conceptualmente imposible afirmar que X es merecida sin atender a lo que X es.
Todas las distintas compañías de hombres y mujeres recibirían su recompensa adecuada. Sin embargo, no es
fácil determinar cómo funcionaría esto en la práctica. Tal vez tendría sentido decir, por ejemplo, que este
encantador individuo merece ser amado. No tiene sentido decir, sin embargo, que merece ser amado por esta
(o por cualquier otra) mujer en particular. Si él la ama mientras ella permanece indiferente a sus (reales)
encantos, ésa es su desventura. Dudo de que desearíamos que tal situación fuese corregida por alguna agencia
externa. El amor de hombres y mujeres en particular, de acuerdo con nuestra noción de él, sólo puede ser
distribuido por los mismos hombres y mujeres en particular, y rara vez se guían en estos asuntos por
consideraciones de merecimientos.

El caso de la influencia es exactamente el mismo. Supongamos que hay una mujer muy conocida por ser
estimulante y alentar a otros. Tal vez merezca ser un miembro influyente de nuestra comunidad. Pero no
merece que yo sea influido por ella o que yo siga su liderazgo. Ni querríamos que el convertirme en su seguidor,
por así decirlo, le fuera asignado por alguna agencia capaz de hacer esa clase de asignaciones. Ella podrá
esforzarse para estimularme y alentarme y hacer todas las cosas que por lo común se denominan estimulantes
o motivadoras. Pero si yo (aviesamente) me niego a ser estimulado y motivado por ella, no le niego nada que
ella merezca. El mismo argumento es válido por extensión con respecto a los políticos ya los ciudadanos
ordinarios. Los ciudadanos no pueden cambiar sus votos por sombreros: no pueden decidir individualmente
cruzar la frontera que separa la esfera política del mercado. Pero dentro de la esfera política toman decisiones
individuales; rara vez, de nuevo, se guían por consideraciones de merecimiento. No está claro que los cargos
puedan ser merecidos -ésta es otra cuestión que debo aplazar-, pero de ser así violaría nuestra noción de la
política democrática si fueran simplemente distribuidos por alguna agencia central entre individuos con
merecimientos.
Análogamente, por más que nosotros definamos las fronteras de la esfera en que el intercambio libre haya de
operar, el merecimiento no desempeñará papel alguno dentro de tales fronteras. Supongamos que yo soy hábil
para la transacción y el comercio, de modo que acumulo gran número de hermosos cuadros. Si suponemos,
como hacen los pintores, que los cuadros son apropiadamente manejados en el mercado, entonces no hay nada
de reprensible en mi posesión de los cuadros. Mi derecho es legítimo. Pero sería extravagante decir que
merezco tenerlos simplemente porque soy bueno para negociar y comercializar. El merecimiento parece
requerir un vínculo especialmente estrecho entre los bienes particulares y las personas particulares, mientras
que la justicia sólo en ocasiones requiere un vínculo tal. Aún así, podríamos insistir en que sólo la gente
artísticamente cultivada, aquella que merece poseer cuadros, debería poseerlos, en efecto, y no es difícil
imaginar un mecanismo distributivo. El Estado podría comprar todos los que se pusieran a la venta (pero los
artistas tendrían que tener una licencia, a fin de que no hubiera un número interminable de ellos), los evaluaría
y luego los distribuiría entre personas artísticamente cultivadas, adjudicando los mejores a las hipercultivadas.
El Estado realiza algo semejante, a veces, con respecto a cosas que la gente necesita -como con la atención
médica, por ejemplo-, pero no con respecto a cosas que la gente merece. Existen aquí dificultades prácticas,
sin embargo yo vislumbro una razón más profunda para esta distinción. El merecimiento no posee el carácter
urgente de la necesidad y no implica tener (poseer y consumir) de la misma manera. Por con- siguiente, estamos
dispuestos a aceptar la separación de los propietarios de cuadros y de personas artísticamente cultivadas, o
bien no estamos dispuestos a admitir el tipo de interferencia que, en el mercado, sería necesaria para acabar
con tal separación. Naturalmente, el suministro público siempre es posible junto al mercado, de modo que
podríamos alegar que las personas artísticamente cultivadas merecen no cuadros sino museos. Tal vez lo
merezcan, pero no merecen que el resto de nosotros contribuya con dinero o con fondos públicos para la
adquisición de obras de arte o la construcción de edificios. Tendrán que persuadimos de que vale la pena gastar
en obras de arte, tendrán que estimular y alentar nuestra propia cultura artística. Y si no lo logran, entonces su
amor al arte resultará ser "impotente y un infortunio".

Pero aunque estuviésemos en posibilidad de ordenar la distribución de amor, influencia, cargos, obras de arte
y demás a poderosos árbitros del merecimiento, ¿de qué manera podríamos seleccionarlos? ¿Cómo es posible
que alguien merezca una posición así? Sólo Dios, conocedor de los secretos que anidan en el corazón de los
hombres, podría efectuar las distribuciones necesarias. Si los seres humanos tuvieran que encargarse de dicha
tarea, el mecanismo distributivo sería acaparado en poco tiempo por alguna banda de aristócratas (como se
llamarían a sí mismos) con una concepción fija acerca de lo que es mejor y más meritorio, e insensibles hacia
las diversas preferencias de sus conciudadanos. Entonces el merecimiento dejaría de ser un criterio pluralista
y nos encontraríamos cara a cara con un nuevo conjunto (aunque de vieja especie) de tiranos. Verdad es que
elegimos a personas como árbitros del merecimiento (para fungir como jurados, por ejemplo, o para adjudicar
premios), y sería conveniente considerar después cuáles son las prerrogativas de un jurado; pero es importante
recalcar aquí que dichos árbitros operan dentro de una gama estrecha. El merecimiento es una exigencia seria,
aunque exige juicios difíciles, y sólo en condiciones muy especiales produce distribuciones específicas.

La necesidad
Finalmente, el criterio de la necesidad. "A cada quien de acuerdo con sus necesidades" generalmente pasa por
ser la mitad distributiva de la famosa máxima de Marx: hemos de distribuir la riqueza de la comunidad de
modo que las necesidades de sus miembros sean satisfechas. Una propuesta viable, pero radicalmente
incompleta. De hecho, la primera mitad de la máxima es también una propuesta distributiva, mas no se
corresponde con la regla de la segunda mitad. "Cada quien de acuerdo con su capacidad" sugiere que las plazas
de trabajo deberían ser distribuidas (o que mujeres y hombres deberán ser reclutados para el trabajo) sobre la
base de las cualidades individuales. Pero los individuos no necesitan en sentido evidente alguno las plazas de
trabajo para las cuales están calificados. Tal vez escaseen esas plazas y haya gran número de candidatos
calificados: ¿cuáles de entre ellos las necesitan con mayor urgencia? Si sus necesidades materiales ya han sido
satisfechas, tal vez no necesiten trabajar en absoluto. O si en algún sentido no material todos necesitan trabajar,
entonces esa necesidad no establecerá distinciones entre ellos -al menos no a primera vista-. Sería de cualquier
manera extraño pedirle a un comité de selección en busca de un director de hospital hacer su elección tomando
en cuenta más las necesidades de los candidatos que las necesidades de la institución y de los pacientes. Sin
embargo, el último conjunto de necesidades, aun no siendo objeto de desacuerdos políticos, no producirá ni
una sola decisión distributiva.
Pero la necesidad tampoco funcionará para muchos otros bienes. La máxima de Marx no es de utilidad para la
distribución de poder político, honor y fama, veleros, libros raros u objetos bellos de la clase que sea. Éstas no
son cosas que alguien, hablando estrictamente, necesite. Incluso si adoptamos una posición más amplia y
definimos el verbo necesitar como lo hacen los niños, esto es, como la forma más fuerte del verbo querer, ni
así obtendremos un criterio distributivo adecuado. La clase de cosas que he enunciado no puede ser igualmente
distribuida entre individuos con necesidades iguales porque algunas de ellas generalmente, y otras
necesariamente, son escasas, y otras no pueden ser poseídas a menos que otros individuos, por razones propias,
estén de acuerdo en quién ha de poseerlas.

La necesidad genera una esfera distributiva particular dentro de la cual ella misma es el principio distributivo
apropiado. En una sociedad pobre, una gran proporción de riqueza social sería llevada hasta esta esfera. Pero
dada la variedad de bienes que surgen de cualquier vida común, incluso cuando es vivida a un nivel material
muy bajo, otros criterios distributivos operarán siempre paralelamente a la necesidad, y siempre será necesario
preocuparse por las fronteras que demarcan unos criterios de otros. Dentro de su esfera, la necesidad
ciertamente satisface los requisitos de la regla general distributiva acerca de X y Y. Los bienes que se
distribuyen a personas necesitadas de ellos en proporción a su necesidad no son, desde luego, dominados por
ningún otro bien. Lo importante no es el poseer Y, sino el carecer de X. Sin embargo, creo que ahora podemos
apreciar que cualquier criterio, sea cual fuere su fuerza, cumple con la regla general dentro de su propia esfera
y en ninguna otra más. Éste es el efecto de la regla: bienes diversos a diversos grupos de hombres y mujeres,
de acuerdo con razones diversas. Hacer esto bien, o hacerlo medianamente bien, equivale sin embargo a
rastrear el mundo social íntegro.
MICHAEL WALZER, Las esferas de la justicia, FCE., México DF, 1993.
JUAN PABLO II
CENTESIMUS ANNUS

IV. LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES

30. En la Rerum novarum León XIII afirmaba enérgicamente y con varios argumentos el carácter natural del
derecho a la propiedad privada, en contra del socialismo de su tiempo 65. Este derecho, fundamental en toda
persona para su autonomía y su desarrollo, ha sido defendido siempre por la Iglesia hasta nuestros días.
Asimismo, la Iglesia enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su naturaleza
de derecho humano lleva inscrita la propia limitación.

A la vez que proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, el Pontífice afirmaba con igual claridad
que el «uso» de los bienes, confiado a la propia libertad, está subordinado al destino primigenio y común de
los bienes creados y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio. Escribía a este respecto:
«Así pues los afortunados quedan avisados...; los ricos deben temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya
que más pronto o más tarde habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»; y, citando
a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin
vacilación alguna: "a este respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como
comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de los hombres está la ley, el juicio de Cristo"»66.

Los sucesores de León XIII han repetido esta doble afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud de la
propiedad privada, así como los límites que pesan sobre ella 67. También el Concilio Vaticano II ha propuesto
de nuevo la doctrina tradicional con palabras que merecen ser citadas aquí textualmente: «El hombre, usando
estos bienes, no debe considerar las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas,
sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».
Y un poco más adelante: «La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada
cual una zona absolutamente necesaria de autonomía personal y familiar, y deben ser considerados como una
ampliación de la libertad humana... La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene también una índole
social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes»68. La misma doctrina social ha sido objeto
de consideración por mi parte, primeramente en el discurso a la III Conferencia del Episcopado
latinoamericano en Puebla y posteriormente en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis 69.

31. Releyendo estas enseñanzas sobre el derecho a la propiedad y el destino común de los bienes en relación
con nuestro tiempo, se puede plantear la cuestión acerca del origen de los bienes que sustentan la vida del
hombre, que satisfacen sus necesidades y son objeto de sus derechos.

El origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el hombre,
y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1, 28-29). Dios ha
dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni
privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su
misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el
sustento de la vida humana. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don
de Dios, es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra
dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha
conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual. Obviamente le incumbe también la
responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios, es más, debe cooperar
con ellos para dominar juntos toda la tierra.
A lo largo de la historia, en los comienzos de toda sociedad humana, encontramos siempre estos dos factores,
el trabajo y la tierra; en cambio, no siempre hay entre ellos la misma relación. En otros tiempos la natural
fecundidad de la tierra aparecía, y era de hecho, como el factor principal de riqueza, mientras que el trabajo
servía de ayuda y favorecía tal fecundidad. En nuestro tiempo es cada vez más importante el papel del trabajo
humano en cuanto factor productivo de las riquezas inmateriales y materiales; por otra parte, es evidente que
el trabajo de un hombre se conecta naturalmente con el de otros hombres. Hoy más que nunca, trabajar es
trabajar con otros y trabajar para otros: es hacer algo para alguien. El trabajo es tanto más fecundo y
productivo, cuanto el hombre se hace más capaz de conocer las potencialidades productivas de la tierra y ver
en profundidad las necesidades de los otros hombres, para quienes se trabaja.

32. Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no inferior a
la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de propiedad, mucho
más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las naciones industrializadas.

Se ha aludido al hecho de que el hombre trabaja con los otros hombres, tomando parte en un «trabajo social»
que abarca círculos progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace generalmente —aparte del
uso personal que de ella pueda hacer— para que otros puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado
el justo precio, establecido de común acuerdo mediante una libre negociación. Precisamente la capacidad de
conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el conjunto de los factores productivos más
apropiados para satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás,
muchos bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino que exigen la
colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo, procurar que
corresponda de manera positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo
esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante
el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu
emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo 70.

Dicho proceso, que pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por el
cristianismo, debe ser mirado con atención y positivamente. En efecto, el principal recurso del hombre es,
junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la
tierra y las múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo
disciplinado, en solidaria colaboración, el que permite la creación de comunidades de trabajo cada vez más
amplias y seguras para llevar a cabo la transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente humano.
En este proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la
prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la
resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común
de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna.

La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se
expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad
humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de
hacer uso responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad
moderna y las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra
y luego lo fueel capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día
el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de
manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y
satisfacer las necesidades de los demás.

33. Sin embargo, es necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los problemas relacionados con este
tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les
permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa
una posición realmente central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos, que les ayuden a
expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y de
intercomunicaciones que les permitiría ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Ellos, aunque no explotados
propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de
su alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías de subsistencia. Esos
hombres, impotentes para resistir a la competencia de mercancías producidas con métodos nuevos y que
satisfacen necesidades que anteriormente ellos solían afrontar con sus formas organizativas tradicionales,
ofuscados por el esplendor de una ostentosa opulencia, inalcanzable para ellos, coartados a su vez por la
necesidad, esos hombres forman verdaderas aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a
menudo se ven desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de violencia y sin posibilidad de
integración. No se les reconoce, de hecho, su dignidad y, en ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia
mediante formas coactivas de control demográfico, contrarias a la dignidad humana.

Otros muchos hombres, aun no estando marginados del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo
necesario es absolutamente prioritaria y donde están vigentes todavía las reglas del capitalismo primitivo, junto
con una despiadada situación que no tiene nada que envidiar a la de los momentos más oscuros de la primera
fase de industrialización. En otros casos sigue siendo la tierra el elemento principal del proceso económico,
con lo cual quienes la cultivan, al ser excluidos de su propiedad, se ven reducidos a condiciones de semi-
esclavitud 71. Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una
explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las
carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de
haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de
conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia.

Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones. Sería, sin
embargo, un error entender este mundo en sentido solamente geográfico. En algunas regiones y en sectores
sociales del mismo se han emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la valoración de los recursos
materiales, cuanto a la del «recurso humano».

En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del
mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de
manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio,
han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las
actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso
equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos
naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos 72.

Con todo, aspectos típicos del Tercer Mundo se dan también en los países desarrollados, donde la
transformación incesante de los modos de producción y de consumo devalúa ciertos conocimientos ya
adquiridos y profesionalidades consolidadas, exigiendo un esfuerzo continuo de recalificación y de puesta al
día. Los que no logran ir al compás de los tiempos pueden quedar fácilmente marginados, y junto con ellos, lo
son también los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en la vida social y, en general, las personas más
débiles y el llamado Cuarto Mundo. La situación de la mujer en estas condiciones no es nada fácil.

34. Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado es
el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo,
esto vale sólo para aquellas necesidades que son «solventables», con poder adquisitivo, y para aquellos
recursos que son «vendibles», esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas
necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir
que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por
ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en
el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos.
Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es
debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva
inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad.

En el contexto del Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos casos son todavía una meta por
alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum novarum, para evitar que el trabajo del hombre y el hombre
mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía: el salario suficiente para la vida de familia, los seguros
sociales para la vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo.

35. Se abre aquí un vasto y fecundo campo de acción y de lucha, en nombre de la justicia, para los sindicatos
y demás organizaciones de los trabajadores, que defienden sus derechos y tutelan su persona, desempeñando
al mismo tiempo una función esencial de carácter cultural, para hacerles participar de manera más plena y
digna en la vida de la nación y ayudarles en la vía del desarrollo.

En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método
que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a
la libre subjetividad del trabajo del hombre 73. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo
alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el
trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige
que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la
satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad.

La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando
una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las
correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son
el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean correctos y que
al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y
ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos
negativos para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad de la empresa
no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como
comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y
constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de
la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales
que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.

Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al capitalismo como
único modelo de organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que colocan a tantos
pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas que
permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos programados y responsables por parte
de toda la comunidad internacional. Es necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles
oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan aceptar estas oportunidades,
haciendo los esfuerzos y los sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y
económico, la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de los propios
trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes de sus responsabilidades 74.

Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía
no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el principio de
que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste vendría a
imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras.
No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es
necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o
extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
36. Conviene ahora dirigir la atención a los problemas específicos y a las amenazas, que surgen dentro de las
economías más avanzadas y en relación con sus peculiares características. En las precedentes fases de
desarrollo, el hombre ha vivido siempre condicionado bajo el peso de la necesidad. Las cosas necesarias eran
pocas, ya fijadas de alguna manera por las estructuras objetivas de su constitución corpórea, y la actividad
económica estaba orientada a satisfacerlas. Está claro, sin embargo, que hoy el problema no es sólo ofrecer
una cantidad de bienes suficientes, sino el de responder a un demanda de calidad: calidad de la mercancía que
se produce y se consume; calidad de los servicios que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general.

La demanda de una existencia cualitativamente más satisfactoria y más rica es algo en sí legítimo; sin embargo
hay que poner de relieve las nuevas responsabilidades y peligros anejos a esta fase histórica. En el mundo,
donde surgen y se delimitan nuevas necesidades, se da siempre una concepción más o menos adecuada del
hombre y de su verdadero bien. A través de las opciones de producción y de consumo se pone de manifiesto
una determinada cultura, como concepción global de la vida. De ahí nace el fenómeno del consumismo. Al
descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una
imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e
instintivas a las interiores y espirituales. Por el contrario, al dirigirse directamente a sus instintos, prescindiendo
en uno u otro modo de su realidad personal, consciente y libre, se pueden crear hábitos de consumo y estilos
de vida objetivamente ilícitos y con frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y espiritual. El sistema
económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir correctamente las nuevas y más elevadas
formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una
personalidad madura. Es, pues, necesaria y urgente una gran obra educativa y cultural, que comprenda la
educación de los consumidores para un uso responsable de su capacidad de elección, la formación de un
profundo sentido de responsabilidad en los productores y sobre todo en los profesionales de los medios de
comunicación social, además de la necesaria intervención de las autoridades públicas.

Un ejemplo llamativo de consumismo, contrario a la salud y a la dignidad del hombre y que ciertamente no es
fácil controlar, es el de la droga. Su difusión es índice de una grave disfunción del sistema social, que supone
una visión materialista y, en cierto sentido, destructiva de las necesidades humanas. De este modo la capacidad
innovadora de la economía libre termina por realizarse de manera unilateral e inadecuada. La droga, así como
la pornografía y otras formas de consumismo, al explotar la fragilidad de los débiles, pretenden llenar el vacío
espiritual que se ha venido a crear.

No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando
está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en
un goce que se propone como fin en sí mismo 75. Por esto, es necesario esforzarse por implantar estilos de
vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los
demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de
los ahorros y de las inversiones. A este respecto, no puedo limitarme a recordar el deber de la caridad, esto es,
el deber de ayudar con lo propio «superfluo» y, a veces, incluso con lo propio «necesario», para dar al pobre
lo indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar y no en otro,
en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural. Dadas ciertas condiciones
económicas y de estabilidad política absolutamente imprescindibles, la decisión de invertir, esto es, de ofrecer
a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, está asimismo determinada por una actitud de querer
ayudar y por la confianza en la Providencia, lo cual muestra las cualidades humanas de quien decide.

37. Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la
cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume
de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata
destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo.
El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio
trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por
parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad
como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede
desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios
en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien
tiranizada que gobernada por él 76.

Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por el deseo de poseer las
cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace
del asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que
las ha creado. A este respecto, la humanidad de hoy debe ser consciente de sus deberes y de su cometido para
con las generaciones futuras.

38. Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del
ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos
justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «habitat» naturales de las diversas especies
animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia
contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones
morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe
usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es
para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado.
Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un
urbanismo preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una «ecología social» del
trabajo.

El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la
sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está condicionado por la estructura social en que vive, por la
educación recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según la verdad.
Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente humano, pueden crear estructuras concretas de
pecado, impidiendo la plena realización de quienes son oprimidos de diversas maneras por las mismas.
Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de convivencia es un cometido que exige
valentía y paciencia 77.

39. La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre
recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por
consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el
matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en
el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a
afrontar su destino único e irrepetible. En cambio, sucede con frecuencia que el hombre se siente desanimado
a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia vida y
a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar.
De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con
otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas «cosas» que es posible
tener o no tener, según los propios gustos, y que se presentan como otras opciones.

Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde
la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está
expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada
cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida.

El ingenio del hombre parece orientarse, en este campo, a limitar, suprimir o anular las fuentes de la vida,
recurriendo incluso al aborto, tan extendido por desgracia en el mundo, más que a defender y abrir las
posibilidades a la vida misma. En la encíclica Sollicitudo rei socialis han sido denunciadas las campañas
sistemáticas contra la natalidad, que, sobre la base de una concepción deformada del problema demográfico y
en un clima de «absoluta falta de respeto por la libertad de decisión de las personas interesadas», las someten
frecuentemente a «intolerables presiones... para plegarlas a esta forma nueva de opresión» 78. Se trata de
políticas que con técnicas nuevas extienden su radio de acción hasta llegar, como en una «guerra química», a
envenenar la vida de millones de seres humanos indefensos.

Estas críticas van dirigidas no tanto contra un sistema económico, cuanto contra un sistema ético-cultural. En
efecto, la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada,
si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único
valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema
económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y
religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios 79.

Todo esto se puede resumir afirmando una vez más que la libertad económica es solamente un elemento de la
libertad humana. Cuando aquella se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como
un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde
su necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla 80.

40. Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y
el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado. Así
como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de defender los derechos fundamentales del
trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes
colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del cual es posible para cada uno conseguir
legítimamente sus fines individuales.

He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas
mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por
su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen
ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los
productos y, sobre todo, dan la prima- cía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato,
se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una «idolatría» del mercado, que
ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías.

41. El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la


alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada
e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de
producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad
y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así
que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia
histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación,
sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.

La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista
de la alienación son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia,
es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo,
cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a
experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se
organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el
trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre, según que aumente su participación en una
auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia
y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un fin.
Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión
entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo
y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación
de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la
propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo 81, y esta donación es posible
gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de la persona humana. El hombre no puede darse a un
proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede
darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede
acoger plenamente su donación 82. Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la
experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino
último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y
consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.

En la sociedad occidental se ha superado la explotación, al menos en las formas analizadas y descritas por
Marx. No se ha superado, en cambio, la alienación en las diversas formas de explotación, cuando los hombres
se instrumentalizan mutuamente y, para satisfacer cada vez más refinadamente sus necesidades particulares y
secundarias, se hacen sordos a las principales y auténticas, que deben regular incluso el modo de satisfacer
otras necesidades 83. El hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar
sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia a la verdad, no puede ser libre. La
obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera condición de la libertad, que le permite
ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos según una justa jerarquía de
valores, de manera que la posesión de las cosas sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede
venir de la manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social, cuando imponen con la fuerza
persuasiva de insistentes campañas, modas y corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un examen
crítico las premisas sobre las que se fundan.

42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el
sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de
reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del
Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el
papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía,
la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa»,
«economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema
en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga
al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo
centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación,


especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países
más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven
aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina
ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no
basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que
rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de
afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

43. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer
solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los
problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre
sí 84. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la
cual —como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica
que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los
esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de
participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección
de otros, puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio» 85, al ejercitar su inteligencia y
libertad.

El desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor
productividad y eficacia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados.
La empresa no puede considerarse única- mente como una «sociedad de capitales»; es, al mismo tiempo, una
«sociedad de personas», en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas
los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos
fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la
liberación y la promoción integral de la persona.

A la luz de las «cosas nuevas» de hoy ha sido considerada nuevamente la relación entre la propiedad individual
o privada y el destino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio de su inteligencia y
su libertad y, obrando así, asume como objeto e instrumento las cosas del mundo, a la vez que se apropia de
ellas. En este modo de actuar se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa y a la propiedad individual.
Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en favor suyo, sino también en favor de los demás y
con los demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los otros. El hombre trabaja para cubrir las
necesidades de su familia, de la comunidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la
humanidad 86. Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma empresa e igualmente en
el trabajo de los proveedores o en el consumo de los clientes, en una cadena de solidaridad que se extiende
progresivamente. La propiedad de los medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es
justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para
impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y
de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura
de la solidaridad en el mundo laboral 87. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un
abuso ante Dios y los hombres.

La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una
sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan
a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la
justa paz social 88. Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la
propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de
trabajo y crecimiento humano para todos.

También podría gustarte