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Calle
El Faquir
Ramiro A. Calle
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El Faquir Ramiro A. Calle
AGRADECI MI ENTOS
"Más acert ada o desacert adam ent e, t odos som os funám bulos,
equilibrist as y faquires en est e asom broso fenóm eno llam ado
VI DA.”
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La radio est aba puest a a t odo volum en. Tras una especie de grasient o
m ost rador había una m uj er m uy obesa, m oflet uda y con una t renza que
le llegaba hast a sus abult adas nalgas. Al lado del m ostrador, un hom bre
sem idesnudo se revolvía en el suelo t rat ando de dorm ir. Donde las
paredes no est aban desconchadas, quedaban rest os de pint ura
am arillent a. At ufaba a orina, sándalo, com ida y especias. El lugar
est aba débilm ent e ilum inado por una luz verdosa y eso lo hacía aún
m ás sórdido. La m uj er sonrió. "Debo de est ar loco", m e dij e.
Pensé si no sería m ej or volverm e lo ant es posible a la zona
residencial de Delhi. Pero la m uj er se dirigió a m í.
—Tenem os habit ación libre.
Me pregunt é por qué t enía que som et erm e a un suplicio así. Me
espant aba un lugar com o aquél.
—Sí, quiero una habit ación —dij e, a pesar de t odo.
Ella m e sonrió, agradecida, y aquella suave sonrisa dulcificó sus
facciones. Posé m i m irada en sus expresivos oj os.
—¿Cuánt as noches, señor? —pregunt ó de m anera m ecánica.
Algunos días —respondí con im precisión.
—Puede quedarse el t iem po que desee —dij o ella—. ¿Habit ación
norm al o de luj o?
—De luj o —m e precipit é a indicar.
Cogió un m anoseado cuaderno, am arillent o por el uso y lleno de
m anchas. Cada vez que pasaba una hoj a se chupaba los dedos. Todo
result aba de una lent it ud desesperant e. La m uj er se había puest o m uy
seria y pensat iva, com o si t uviera que t om ar una grave decisión. De
repent e alguien ent ró en el hot el. Era el t axist a de nuevo. Se m e acercó
y em pezó con sus ofert as. Mient ras la m uj er seguía revisando el
cuaderno, el hom bre que yacía en el suelo se levant ó de repent e, se
aproxim ó a m í com o si fuera a abrazarm e y se puso a observarm e con
inusit ado descaro. Yo le devolví la m irada. Tenía el rost ro picado por la
viruela. ¿Sería un pordiosero? Peor no podía ir vest ido. Pues no;
enseguida m e di cuent a de que era el propiet ario del est ablecim ient o.
Tenía los dient es y las encías enroj ecidos por el bet el que est aba
m ascando y el sudor le em papaba la frent e. Sin que el t axist a dej ara su
perorat a, el propiet ario del hot el t am bién com enzó a hablarm e,
haciéndom e pregunt as absurdas:
—¿Cuánt o le ha cost ado est a cam isa? ¿Son de piel de vaca sus
zapat os? ¿No ha t raído m áquina de hacer fot os?
Yo em pezaba a t om arle el pulso a la I ndia y a percibir el rit m o y el
sent ido del t iem po que im peraba en ella. Era m ediodía. Llevaba horas
queriendo inscribirm e en un hot el y descansar apaciblem ent e, pero
había perdido el día en absurdos t raslados y t rám it es. Me sent ía t an
enoj ado que apenas pude cont rolar la rabia cuando la m uj er m e dij o:
—Siént ese, sir. Est oy buscándole una buena habit ación.
—Cualquiera vale —repuse con brusquedad.
El t axist a m e t enía cogido por un brazo y el dueño del hot el por el
ot ro, casi zarandeándom e m ient ras los dos hablaban sin parar.
—Hay una habit ación m uy buena —dij o la m uj er con t ono apát ico.
Suspiré aliviado.
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la list a y la com enzaba de nuevo. Est aba claro que él no pensaba ceder.
Me levant é de m ala gana, lo arrast ré hast a la puert a y lo eché de allí sin
m iram ient os.
Me acurruqué en el j ergón y no pude dorm ir bien en t oda la noche.
El ruido no cesaba ni dent ro ni fuera del hot el. Agradecí los prim eros
rayos del sol que penet raban por el vent anuco. Ayudado de la silla,
m iré a t ravés de él. El espect áculo era pura m agia. Los aún débiles
rayos solares dorado- anaranj ados bañaban la descom unal cúpula de la
Gran Mezquit a. Durant e unos m inutos quedé fascinado. Después de
t om ar un t é con las peores t ost adas que j am ás haya probado, m e
sum ergí ent re la m uchedum bre de las callej uelas de la Viej a Delhi. Vi
infinidad de t iendas de t ej idos, plat erías y j oyerías, t enderet es con
repuest os de lo m ás variado, casuchas m edio derruidas. Toda clase de
escenas y t oda suert e de int ensos olores se sucedían a m i paso. Me
descubrí a m í m ism o paseando de acá para allá en un enj am bre de
callej uelas replet as de vehículos, personas y anim ales; t odas ellas
regadas por sust ancias fecales que daban fe de la ausencia de desagües
adecuados. En m i deam bular llegué a Chandni Chowk, la avenida
principal, donde el gent ío, a esas horas de la m añana, era ya
im presionant e. Me crucé con un grupo de eunucos, vest idos de m uj er,
que cant aban y danzaban para conseguir unas m onedas. Uno de ellos,
al ver que yo le m iraba, m e sacó lascivam ent e la lengua y est alló en
una risa descarada. Est uve a punto de arrollar a un curandero que,
sent ado en el suelo, vendía t oda clase de raíces, cuernos de anim ales,
ungüent os y pócim as. Era un hom bre m ayor, con rasgos m ongoloides y
oj illos m uy vivos. Aunque había m ucha act ividad, no se percibía
agit ación. Pero lo que m ás m e im presionó fue el ver a hom bres
escuálidos cargando pesos enorm es, com o si de m ulas se t rat ase, el
espinazo com bado, la m irada ausente, la saliva escurriéndose por la
barbilla debido al sobreesfuerzo.
Tom é consciencia de hast a qué punt o en Occident e nos habíam os
fabricado necesidades fict icias, perdiéndonos con necio t esón en t oda
clase de banalidades. Est e sent im ient o fue com o una bofet ada que m e
conm ovió hast a lo m ás profundo.
Est ábam os llenos de apegos bobos y deseos m ezquinos. Me sent í
ridículo y avergonzado. Tant as sensaciones, y t an int ensas, m e
abrum aron hast a el punt o de im pedirm e digerir un espect áculo que
parecía m ás un sueño que la m onót ona y gris realidad a la cual había
est ado acost um brado hast a ese m om ent o.
Al llegar al final de la avenida m e encont ré con un t em plo hindú.
Cuando penet ré en él, vi que t an sólo est aba ilum inado por las
lam parillas de aceit e que lucían en la oscuridad. El arom a del incienso
era penet rant e. Había varias im ágenes del pant eón hindú; pero la m ás
venerada se encont raba en el sanct a- sanct órum , una pequeña cám ara
a la cual sólo los sacerdot es t enían acceso, y que para los hindúes es la
represent ación del út ero o m at riz cósm ica.
Había t ant a gent e allí reunida que m e pregunt é si no est allarían los
m uros del t em plo. Todos, hom bres y m uj eres, llenos de avidez
religiosa, se dirigían apret uj adam ente hacia el sanct a- sanct órum en un
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—Claro —prosiguió— que hay un ant iguo adagio que dice: "Just o
ant es del am anecer es el m om ent o m ás oscuro de la noche". Sírvanos
eso de consuelo.
Fij é la vist a en la vent ana y vislum bré un ret azo de cielo, ent re las
casuchas, velado por una especie de neblina de polvo. El calor se
int ensificaba por m om ent os. El señor Rao se veía obligado a pasarse,
una y ot ra vez, el pañuelo por la frent e para enj ugarse el sudor.
—Cuando Buda iba a m orir —m usit ó— declaró: "Tú eres t u propio
refugio; ¿qué ot ro refugio puede haber?". Ahora, dos m il quinient os
años después, t endría que decir lo m ism o, pero con redoblado énfasis.
No hay refugio fuera de uno m ism o. La avaricia m ás desm edida y la
m alevolencia t iñen el corazón de m uchas personas.
—¿Por qué el m undo no cam bia a pesar de las buenas int enciones
que m uchas personas t ienen al respect o? —pregunt é.
—Porque la m ent e no cam bia —respondió, cat egórico.
Apuré una segunda t aza de café.
—En el pensam ient o est á la t ram pa —afirm ó el señor Rao—. El
pensam ient o engendra una codicia que no t iene fin. Para sat isfacer esa
codicia est á dispuest o a hacer cuant o sea necesario: t rafica con arm as,
adult era m edicinas, organiza guerras y m asacres... ¡Dios m ío, lo que
hem os hecho con nuest ro herm oso planet a, y lo que harem os t odavía!
Cuando acabam os de t om ar el café, una luz dorada penet raba por
la vent ana. El at ardecer envolvía la Viej a Delhi.
—Le invit o a dar un paseo —dij o el señor Rao, solícit o—. Am o la
Viej a Delhi. La descubro y redescubro una y ot ra vez. Es inm em orial
t est igo de guerras, conquist as y reconquist as, int rigas y odios,
grandeza y esplendor. Nos hallam os en una ciudad viva, ardient e,
bulliciosa y colm ada de dolor. Es com o la cenicient a con respect o a
Nueva Delhi, pero desborda vit alidad.
Nos perdim os por un laberint o de callej uelas y callej ones.
iLos olores de la Viej a Delhi! Jazm ín, sándalo, pachulí, est iércol,
orines, sudor, nardos... El anochecer era com o un oscuro m ant o
abrasador. La respiración se hacía lent a y pesada.
—El aire es irrespirable —m e lam ent é.
—Est am os en la época de m ayor calor. El t erm óm et ro alcanza m ás
de cuarent a y cinco grados a la som bra.
Un gat o salt ó ent re m is piernas y dio un brinco. El señor Rao se
echó a reír con espont aneidad, de buena gana. Un vendedor de flores
nos siguió durant e un buen rat o ofreciéndonos guirnaldas. Había
m ont ones de basura abandonados.
A lo lej os sonaron unas cam panas. Las vacas dorm it aban.
Había m endigos e indigent es de t odas las edades. Los m ás ancianos
result aban herm osos, con la m irada sugerent e y el cuerpo de una
ext rem a delgadez. Por doquier se veían curanderos callej eros,
vendedores de frut os secos, lim piadores de oídos y sacam uelas. Las
prim eras est rellas aparecieron en el firm am ent o y a lo lej os se divisaba
la perfect a cúpula de Jam a Masj id. Dado el int enso calor de la noche,
m uchas personas salían a dorm ir a las azot eas y ot ras lo hacían en
cat res en plena calle.
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señor Rao se sent ó con una est oica inm ovilidad y ent ró en m edit ación.
Olía a sándalo y a j azm ín.
—Nada a que apegarse —m usit ó el señor Rao de repent e—. Nada a
que agarrarse. Nada en que det enerse. Nada en que hallar seguridad.
Sus palabras, j ust o en ese m om ent o, m e parecieron una flecha
direct a a m i corazón.
—La energía del universo fluye y fluye —añadió en un susurro.
Un anciano m ut ilado penet ró en el sant uario y se arroj ó a los pies
de la im agen sagrada. Trém ulo, t endió los brazos hacia ella. El fervor
m ás int enso se reflej aba en su feo rost ro; m ient ras, un niño de pocos
m eses no dej aba de llorar y una anciana encorvada no cesaba de
gim ot ear aunque, por recat o, se esforzaba en sofocar sus sollozos. La
pobre m uj er parecía en la ant esala de la m uert e, pero en sus oj os había
un dest ello de bendit a resignación.
—La energía fluye y fluye, sin lím ites, sin orillas... —repet ía el señor
Rao, abst raído, com o si hubiera caído en un t rance m íst ico.
¡Qué solo, desam parado y t rist e m e sent í en aquellos m om ent os!
Sin poder im pedirlo, las lágrim as com enzaron a brot ar. Em pezó a
llover, y la brisa se hizo m ás fresca y reconfort ant e. Un hom bre j oven,
arropado con un lienzo blanco, el cuerpo m uy delgado, barba negra y
oj os febriles, ent ró en el sant uario. Con un sent im ient o que sobrecogía
com enzó a cant ar. Su voz era com o la de un páj aro t rinando al
am anecer.
—Es un baul —m e dij o el señor Rao—. Los bauls son t rovadores de
Dios, nóm adas que van de acá para allá, y siem pre est án cant ando el
nom bre de Dios.
Una soberbia energía se desprendía de aquel hom bre que se
ext asiaba cant ando al Divino.
—Est á expresando t odo su anhelo de fundirse con Dios —m e explicó
el señor Rao—. Quiere ser uno con el corazón del Divino y poder robarle
su m ist erio suprem o. Cant a: "En lo infinit o y en lo infinit esim al, Señor,
soy uno cont igo. ¡Oh, rey de reyes, padre de padres! En t u océano sin
lím it es, vida y m uert e nada son. No hay encuent ro ni desencuent ro;
sólo t u am or. Sin Ti el m undo es un abism o de t enebrosa oscuridad.
Am ado m ío, sólo hallo consuelo en t u m ansión sin m uros ni soport es.
Ábrem e la puert a de t u sublim idad y disipa de m i alm a la angust ia de
est ar separado de Ti. Al cant art e a Ti, Am ado m ío, a m í m e cant o,
porque yo no t engo exist encia fuera de Ti".
La lluvia había arreciado cuando abandonam os el t em plo.
Me sent ía im presionado por la borrachera de am or divino del baul.
Con nost algia, dolorosa pero fecunda, sent í que t am bién yo era un baul
buscando en el insondable m ist erio de la exist encia. El pesado cam inar
del señor Rao hizo que m e acordara de m i padre. Nunca se sobrepone
uno a la m uert e de los seres queridos. En aquel m om ent o había
m uchas dudas e incert idum bres hirviendo en m i corazón, por ello no
pude m enos que agradecer las palabras del señor Rao.
—Nos despert am os de un sueño para sum ergirnos en ot ro, pero al
final siem pre hallam os el despert ar. Si alim ent am os el sent im ient o de
que t odo es sagrado, el Am ado nos hará llegar la respuest a.
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Tom am os un t axi, que nos dej ó en la Viej a Delhi. I lum inándose con
un farolillo, un leproso sin apenas m andíbula t endió la m ano
pidiéndonos una rupia. En la sem ioscuridad dest acaba la Gran
Mezquit a. Un borracho m alt rat aba a su m uj er en una de las azot eas, sin
que los despavoridos grit os de la esposa lo det uvieran. En plena calle,
t res niños se apoyaban en el regazo de su m adre. A la luz de un
farolillo, dos m uchachos j ugaban a las cart as. Un culí dorm it aba en su
rickshazu. "Desde luego —pensé—, la vida no es un j ardín ilum inado...,
pero es la vida” .
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hallaría una at m ósfera adecuada para cam inar hacia m i propia esencia,
si alguna vez t endría ent re m is m anos el t rat ado del que nadie había
oído hablar...
Com o un anim al herido de m uert e que apenas puede arrast rarse,
así avanzaba el t ren, ganando alt it ud en su em peño por alcanzar Sim la.
El día ant erior había enviado un t elegram a al coronel Mundy para
anunciarle m i llegada. ¿Tendría not icias de Federico? ¿Podría aquel
m ilit ar, que t ant o t iem po llevaba en la I ndia, ponerm e en cont act o con
algún m ent or fiable? Las pregunt as inquiet aban m i ánim o.
Cuando llegam os a la est ación de Sim la, uno a uno, los m uchachos
m e est recharon la m ano, casi com o si de un rit o ineludible se t rat ara.
Un coche m e esperaba en la est ación. El conduct or, un sikh de elegant e
presencia que m e saludó con aire m arcial, cogió m i m alet a con su
fornida m ano y m e pidió que lo acom pañara.
—El coronel le est á esperando —dij o, escuet o.
Desde la part e t rasera del coche cont em plé la espalda,
llam at ivam ent e ancha, del conduct or, así com o su t urbant e, de un azul
int enso.
Baj é el crist al de la vent anilla. El día est aba neblinoso, pero la brisa
result aba reconfort ant e y perfum ada.
—Anoche diluvió —m e inform ó el conduct or—. ¿Es su prim era visit a
a la I ndia?
—Sí —respondí—. Y espero que no sea la últ im a.
Obviam ent e, la nuest ra era una conversación t rivial. Me deleit aba
cont em plando los pinos him alayos.
—Me gust aría conocer la zona en que vivió Kipling —dij e.
Yo m ism o se la enseñaré encant ado —repuso el conduct or.
Recordé que en m i niñez había leído con ent usiasm o las obras de
Kipling, así com o las de Tagore.
El aut om óvil ascendió por una est recha carret era bordeada de
enorm es árboles. Éram os unos int rusos en la espesura del bosque. A lo
lej os, en un paraj e idílico, divisé una m ansión de estilo colonial, con
am plios vent anales y rodeada de un frondoso j ardín. Un hom bre con
bast ón paseaba por el porche. Vestía una sahariana. Sin duda se
t rat aba del coronel. Por lo que en seguida pude ver, era un hom bre de
edad avanzada, debilit ado por los años.
El coche se det uvo a unos m et ros de la casa. El hom bre vino hacia
m í.
—Es un placer que nos visit e —dij o cuando se halló j unt o al
vehículo—. ¿Qué t al el viaj e, m i buen am igo? ¿Cóm o le han recibido en
est e país?
Esbozaba una sonrisa franca y cordial. Era un hom bre delgado, y en
su j uvent ud debía de haber sido bast ant e apuest o.
Tenía el rost ro anguloso, la m andíbula poderosa y las cej as hirsut as
y encanecidas.
—Me cuest a ordenar las ideas —respondí sonrient e—. Uno va de
im pact o en im pact o. Desde luego, creo que no hubiera podido escoger
un país m ás sorprendent e. Es una especie de operación quirúrgica de la
m ent e...., y sin anest esia.
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¿Eso era t odo? Asom broso. Allí est aba yo, envuelt o en una t oalla y
con polvo hast a las cej as, en com pañía de un fornido sikh,
ent erándom e del punt o donde había vivido el aut or de Kim .
—Gracias, m uchas gracias —dij e.
—Siem pre a su disposición, sir —repuso cort és el sikh, y abandonó
la habit ación.
En la I ndia t am bién había aprendido que t odo, hast a lo m ás sencillo
en apariencia, puede lucir con brillo propio, y que incluso lo m ás
urgent e para un occident al puede suscit ar una sonrisa. En una ocasión,
el señor Rao m e dij o con gran sentido del hum or: "Si ust ed dispusiera
de cien vidas, t am poco t endría prisa en resolver t odos los problem as
durant e ést a".
Pensaba en ello cuando, por fin, el agua de Sim la em pezó a
deslizarse por m i cuerpo, t an zarandeado por los t renes de la I ndia.
Nos reunim os en el salón. Era una confort able pieza, con las
paredes y el t echo de m adera, una buena bibliot eca, cóm odos sillones
de piel, lam parillas para la lect ura...
—Tom aré un t é —dij o el coronel, que m e esperaba en el salón—. ¿Y
ust ed, Hernán?
—Un t é m e parece bien, coronel —repuse—, m uchas gracias.
—El t é nos lo envían de Darj eeling. Es el m ás arom át ico y sabroso
del m undo.
En las paredes colgaban acuarelas del Him alaya; algunas de ellas
represent aban m onast erios t ibet anos.
Est ábam os los dos solos, casi frent e a frent e, en el silencioso salón.
Mi m irada recorrió la bibliot eca.
—Est á a su disposición —dij o el coronel, dándose cuent a de ello—.
Hay obras en varios idiom as. —Me m iró escrut ador, pero irradiando
hospit alidad—. Algunas de ellas —añadió— son m uy ant iguas e
int eresant es. Mi abuelo com enzó a crear est a bibliot eca.
—Pasaré buenas horas consult ando los libros —dij e—, y espero no
desordenárselos.
Se hizo un prolongado silencio. Uno de los criados ent ró en el salón
con el t é y unas past as caseras, que t enían un aspect o m uy apet ecible.
—Seguro que ha leído ust ed m ás de cuant o pueda decirse —
com ent é.
El coronel t om ó m is palabras com o un cum plido y una sonrisa de
com placencia asom ó a sus labios.
—¿Ha oído com ent ar algo sobre un t rat ado denom inado El hom bre
feliz en la cueva del corazón? —pregunt é.
Se quedó pensat ivo, esforzándose por recordar.
—¿El hom bre feliz en la cueva del corazón? Pues… —vaciló— no, no
lo conozco, y t am poco he t enido not icias sobre el m ism o. Sin duda
sabrá que m uchas enseñanzas hindúes y del yoga insist en en que el
corazón es la m orada del Señor.
—¿No le habló Federico de ese t rat ado?
El coronel cerró los oj os, com o para concent rarse m ej or.
—Sí, sí —dij o de pront o, expresivam ent e—, ahora recuerdo que
Federico m e com ent ó algo sobre un ant iquísim o t rat ado, de yoga
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esperanzado.
—Son com o aguj as en un paj ar —repuso él—. Los verdaderam ent e
realizados no se exhiben en un escaparat e ni t ienen afán de not oriedad;
es m ás, ni siquiera desean ser reconocidos. ¿Me ent iende? —Asent í—.
Pero uno de est os días, si quiere, le acom pañaré a hablar con un gran
sabio que vive en Alm ora. I rem os en coche. En verdad m erece la pena.
—Esperaré ese m om ent o con im paciencia. He venido a est e país
para eso precisam ent e, no con la idea de em belesarm e con el Taj
Mahal, pasear a lom os de elefant e en Jaipur o vivir una avent ura
exót ica o una t rivial experiencia seudoespirit ual. Aprovecharé t odas las
oport unidades que se m e present en.
Ent onces, ignoro por qué razón, m e sent í lleno de decisión e incluso
de euforia.
—Voy a explicarle algo —dij o el coronel con sequedad no
disim ulada, com o si quisiera refrenar m i exalt ación—. Se arrepent irá
m uchas veces de haber dej ado su ant erior form a de vida. ¿Por qué?
Porque sus ant iguos hábit os y condicionam ient os lo asalt arán y querrán
esclavizarle. Su m ent e ant erior echará de m enos la com odidad, la
aparent e seguridad y la exist encia m uelle y disipada. Pero no
desfallezca.
Est aba t rat ando de seguir el razonam ient o del coronel, cuando unas
pisadas denot aron la presencia de alguien m ás en la est ancia. Mi
anfit rión ladeó la cabeza y se levant ó. Yo hice lo m ism o. Una j oven
había ent rado en el salón.
—Aquí t iene a m i niet a I sabel —dij o el coronel.
La j oven se acercó al anciano y le dio un beso. Después m e t endió
la m ano, con gest o cort és.
—¡Hola! —dij o—. ¡Bienvenido! Nos alegra t enerle en casa.
—Gracias —repuse est rechándole la m ano—. Me alegro m ucho de
conocerla. Espero no ser una m olest ia para ust edes.
Nos sent am os. Me llam ó la at ención el int enso olor a ám bar que
exhalaba la j oven. Se hizo un silencio que m e result ó incóm odo. No
debía de t ener m ás de veint icuat ro años. No parecía inglesa, debido a
su redondo rost ro, con unas bonit as m ej illas, negros oj os expresivos y
una m andíbula firm e. Yo la hubiera t om ado por una m uj er de los
Balcanes o quizá del cent ro de Europa, pero nunca por inglesa. Se sint ió
observada y m e dirigió una m irada indefinida. Sus negros oj os
cont rast aban con la palidez de sus m ej illas.
—Ha llegado ust ed a la I ndia en una época de gran calor —dij o el
coronel, reanudando la conversación.
I sabel vest ía un punj abi ( pant alón est recho y blusa holgada) y
llevaba el cabello recogido en una t renza. Mient ras su abuelo hablaba,
yo la m iraba con disim ulo porque m e producía una ext raña im presión.
En ella había una inquiet ant e m ezcla de sensualidad, aut ocont rol,
j ovialidad y cont enida fem inidad.
—El m ej or t iem po del año para visit ar la I ndia —explicaba m i
anfit rión— es, sin duda, el m es de oct ubre. La época ant erior a las
lluvias result a dem asiado calurosa.
A m i pesar, la m iré con m ayor insist encia. Una sonrisa m uy leve
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descalifica?
—¿Cóm o dice?
—Me ha oído perfect am ent e; pero creo que es incapaz de dar una
respuest a sincera, en el supuest o de que la sepa.
—Tengo ent endido que las m uj eres indias son m ás...
—¿Prudent es? —m e int errum pió de nuevo—, ¿recat adas,
sum isas…?
El prolongado aullido de un perro llegó hast a nosot ros. Guardé
silencio. No m e apet ecía hablar.
—No hace m ás que dar rodeos y sigue sin responder a m i pregunt a.
¿Acaso el hecho de que sea j oven m e descalifica para com prender las
sit uaciones de la vida? —insist ió.
Me levant é del sillón de m im bre en que est aba sent ado y com encé a
pasear por el porche.
—Háblem e de Federico —le pedí, cam biando de conversación.
Ella se levant ó a su vez y se acercó a m í. Mis sent im ient os eran
m uy cont radict orios con respect o a una m uj er a la que había conocido
hacía apenas unas horas. De buena gana hubiera abandonado en aquel
m ism o inst ant e la m ansión del coronel.
—¿No m e cree lo bast ant e m adura para m ant ener una conversación
int eresant e conm igo?
—No he dicho nada de eso —repliqué con una acrit ud que no t rat é
de disim ular.
—Pero lo piensa, seguro —se quej ó—. Me ve com o a una niña, y
est á m uy equivocado. El problem a radica en que no com prende nada
de lo que sucede.
La m iré y ent onces m e pareció m uy m adura. Ella, irrit ada,
prosiguió:
—Le gust aría ponerm e una et iquet a, cualquier et iquet a, y com o no
lo consigue se m uest ra casi ant ipát ico conm igo en una especie de
aut odefensa que, en verdad, no com prendo.
Dio m edia vuelt a, dispuest a a m archarse. Su acariciadora m irada de
m om ent os ant es había desaparecido.
—No se vaya así, por favor. Hace que m e sient a incóm odo. Al fin y
al cabo, ust ed es m i anfit riona.
Se volvió hacia m í. Sus oj os parecían m ás grandes, m ás profundos
y expresivos si cabe.
Est ábam os m uy cerca. Aquella j oven m e t enía desconcert ado. Me
parecía infant il y adult a a un t iem po; candorosa e int répida, inocent e y
apasionada, insegura y osada. Su olor a ám bar conseguía
em briagarm e. Nos m iram os, sin recat o, art ificio ni t im idez, durant e un
lapso prolongado. Am bos guardam os silencio. En su m irada creí ver
alegría, sufrim ient o, soledad, esperanza, pasión, m iedo, vit alidad,
recelo... Ent onces com prendí que su vida no debía de haber sido nada
fácil, y que t am poco lo sería convivir con un anciano.
Dio m edia vuelt a y se dirigió hacia el int erior de la casa. La seguí en
silencio. Cruzam os el vest íbulo y subí t ras ella por la escalera.
—Tal vez no sea una buena anfit riona después de t odo —dij o, una
vez m e hubo deseado las buenas noches.
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dioses.
Con m at em át ica precisión, el coronel ext endía la m erm elada sobre
sus t ost adas. Los rayos del sol bañaban el rost ro de I sabel. Com o no se
había puest o nada de m aquillaj e, su piel relucía fresca y t ersa. Me sent é
a la m esa y m e serví una t aza de café. A diferencia del día ant erior, la
j oven no se había vest ido con prendas indias; llevaba ropa occident al,
de t ipo deport ivo.
El cabello recogido ensanchaba su rost ro y lo hacía m ás personal.
La observé. I sabel m e inspiraba un ext raño sent im ient o: al t iem po de
parecerm e m uy cercana, t am bién la not aba fría y dist ant e.
—El abuelo sugiere que lo lleve a pasear por Sim la —dij o I sabel con
ciert a displicencia—. Si a ust ed le apet ece, por supuest o.
Y si le apet ece a ust ed —repuse—. No es necesario que est én
pendient es de m í.
Ella esbozó una leve sonrisa. ¿Acaso había esperado que no le
pidiera que m e enseñara la ciudad y sus alrededores? ¿Me consideraría
un est orbo?
—Si se lo propone, I sabel será una excelent e guía —int ervino el
coronel con voz grave.
—Est oy seguro de que será la guía ideal para m í —dij e, no con
ánim o de halagarla sino con un m arcado t ono de ironía.
Me m iró algo despect ivam ent e. Era de esas m uj eres que cuant o
m ás las observa uno, m ás at ract ivos descubre en ellas.
Exhalaba inocencia y sensualidad.
De repent e, I sabel m e m iró a los oj os.
—Hernán, ¿cree ust ed que la vida es una farsa?
La pregunt a m e cogió por sorpresa.
—Pues... —vacilé, sint iéndom e com o un est úpido.
—¿Acaso ha venido a la I ndia a descubrirlo? —m e pregunt ó ella con
fingida ingenuidad.
—Eso no es m uy cort és, I sabel —dij o el coronel, t ras lim piarse la
boca con la servillet a.
—Sería un t ópico decir que he venido a est e país en busca de m í
m ism o, ¿no cree? —repuse—. Pero la I ndia siem pre m e ha at raído.
Creo que nunca llega uno a com prenderla del t odo. Quizá ahí resida
part e de su at ract ivo.
Se puso seria.
—Si ust ed quiere, puede aprender m ucho de la I ndia —dij o ella con
ciert o t ono de severidad—. Sólo si lo desea de verdad.
Había recobrado el aire de m uj er m ayor. No sé por qué. Me di
cuent a, aunque ignoro la razón, de hast a qué punt o podía ser
obst inada.
—No int ent o persuadirle de nada —añadió sin perder aquella
expresión de seriedad—, pero la I ndia puede ofrecerle m ucho, con la
condición de que t am bién ust ed est é dispuest o a dar m ucho.
—Ésa es m i int ención —repuse de m anera m ecánica, com o si ella
m e est uviera poniendo en un at olladero del que yo debía salir.
Una de las criadas ent ró a ret irar el servicio.
—I sabel es una verdadera india —reconoció el coronel— en m uchos
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sent idos; en ot ros, sin em bargo... —se int errum pió. Él m ism o no sabía
cóm o definir a su niet a.
Yo est aba m irando al anciano y, de repent e, advert í que I sabel m e
observaba con det enim ient o. Ladeé la cabeza y nuest ras m iradas se
encont raron. Sus oj os t enían una vivacidad ext raordinaria.
—Mi niet a I sabel —dij o el coronel— pert enece a una organización
no gubernam ent al que apoya a los adivasis. Ella am a con verdadera
pasión las raíces de est e país.
—¿Los adivasis? —pregunt é.
—Son los aborígenes —m e explicó el coronel—; los habit ant es
aut óct onos de la I ndia.
—No creo que eso int erese a nuest ro invit ado, abuelo —recrim inó
I sabel.
—Por supuest o que m e int eresa —la cont radij e, y encarándom e a la
j oven con t ono enérgico aunque am able, añadí—: ¿Por qué se em peña
ust ed en det erm inar qué m e int eresa y qué no?
Sus m ej illas se encendieron. Yo acababa de revolucionar sus
aut odefensas. Cuando iba a responderm e no se lo perm it í.
—No sólo quiero descubrir si la vida es una farsa o no. Tengo
adem ás un int erés real por t odo lo que se refiere a est e país, se lo
aseguro.
—Se t rat a de un gran país —dij o el coronel—; sin duda
desm esurado en t odo, incluso en su geografía y su nat uraleza. En
general, la I ndia es m uy poco conocida. La gent e ni siquiera sabe que
los indios fueron los prim eros en concebir la noción del cero y del
infinit o; los prim eros en operar de cálculos en la vesícula y de cat arat as,
los invent ores de...
—La gent e viene a la I ndia —le int errum pió I sabel— para pasar
unos días y llenarse de exot ism o. ¿Sabía ust ed que en est e país de
novecient os m illones de personas, m ás de t reint a m illones son adivasis?
—Desconozco casi t odo de la I ndia —reconocí ant es de que I sabel
ut ilizara ot ros argum ent os cont ra m í—; lo desconozco t odo en realidad.
La expresión de su rost ro se suavizó.
—La gent e viene a la I ndia —prosiguió ella—, y cuando vuelven a su
país, ¿qué cuent an de ést e? Explican que las vacas est án suelt as por las
calles, que se desprecia a las viudas o incluso se las sacrifica en la
hoguera, que hay innum erables pordioseros y que algunos de nuest ros
m onum ent os son dignos de ser t enidos en cuent a ¡Y eso es t odo! Ésa
es la m anera de ver y sent ir est e país.
El coronel, que se había levant ado de su silla y se había colocado de
espaldas a los cort inaj es azules del salón, m iraba a su niet a con
at ención.
—Mi abuelo se sient e incóm odo cuando m e expreso así. Él es m ás
condescendient e que yo.
—Bueno, bueno, I sabel, no acapares la conversación. Hernán y yo
t enem os que hablar de m uchas cosas y...
—Los ingleses m alt rat aron a los aborígenes —prosiguió ella, com o si
no le hubiera oído— y, en el m ej or de los casos, los ignoraron. Miles de
años ant es, los invasores arios los calificaron despect ivam ent e de
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—Pero m uy ilust rat ivo —añadió él sonrient e—. Esa capacidad sólo la
t ienen aquellos que han expandido su consciencia y han fundido su ego
en la Fuent e.
—¿La Fuent e? —pregunt é ent re desorient ado y escépt ico.
—Es un sim ple t érm ino —dij o el coronel sin dudarlo un m om ent o—.
El pensam ient o proyect ado hacia afuera es el ego —m e explicó—, pero
cuando se vuelve hacia dent ro se funde en su Fuent e.
El coronel se m ost raba locuaz y m uy int eresado con nuest ra
conversación. Yo le escuchaba con gran int erés. Sin duda aquel m ilit ar
ret irado, después de t ant os años en la I ndia, est aba m uy fam iliarizado
con la espirit ualidad hindú. Así pues, le anim é a seguir hablando.
—Me int eresan m ucho sus punt os de vist a, coronel —dij e con
sinceridad.
Él se sint ió m uy com placido por m i com ent ario.
—A propósit o del t rat ado por el que ust ed t iene t ant o int erés, debo
inform arle que m uchos sant os y yoguis en la I ndia hacen referencia al
corazón espirit ual, un cent ro de energía que est á a la derecha del
corazón. Es un foco de energía, aseguran, que conect a con el corazón
del universo. Mi hij a Mary t enía predilección por recit ar el m ant ra
experim ent ando su vibración en el corazón espirit ual. Hast a los últ im os
m om ent os de su vida, Mary est uvo recit ando el m ant ra.
Una de las criadas ent ró en el salón a pregunt ar al coronel qué
disponía para el alm uerzo. En el idiom a de la m uj er, m i anfit rión le dio
las inst rucciones oport unas. Después, la sirvient a se m archó.
—En m i adolescencia —expliqué—, yo soñaba con la I ndia. Leí
varias biografías de Gandhi y los escrit os de Hesse sobre est e país...
Tam bién las vidas de Ram akrishna, Vivekananda y Ram ana Maharshi.
Si algo m e at raía de m anera irresist ible de la I ndia era su corrient e
espirit ual, su...
—Est e país j am ás volverá a ser lo que era —m e int errum pió el
coronel, casi con brusquedad—. Mire, Hernán, aquí, com o en t odas
part es del m undo, la gent e sólo anhela riquezas m at eriales. La codicia
es t an desorbit ada en Asia com o en cualquier ot ro país de Europa o de
Am érica. Me duele confesarlo, m as la I ndia vive de t alent os pasados. El
legado espirit ual de la I ndia es incom parable, de acuerdo, pero la I ndia
act ual se desert iza.
Hizo una pausa. Est aba m uy serio.
—Se desert iza —repit ió, acent uando las palabras.
El coronel se levant ó y descorrió las cort inas. Los rayos del sol
penet raron generosam ent e por los am plios vent anales y fueron a
est rellarse cont ra su circunspect o rost ro. El día no podía ser m ás claro,
m áxim e cuando la noche ant erior había llovido. Se disponía a seguir
hablando, cuando I sabel ent ró en la bibliot eca.
—¿Nos vam os, Hernán? —m e pregunt ó sin m ás preám bulos.
—Cuando ust ed quiera —dij e levant ándom e de la silla.
Nos despedim os del coronel y salim os de la casa.
—La ciudad est á a poco m ás de un kilóm et ro de aquí —m e inform ó
I sabel—. ¿Le agrada pasear?
—Me gust a m ucho —respondí, siguiendo su t rivial conversación.
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Había una ligera brisa, siem pre perfum ada. I sabel andaba con paso
m ás bien rápido. Avanzábam os por un cam ino que serpent eaba ent re la
veget ación, en la ladera de una m ont aña, con el valle a nuest ros pies.
El paisaj e se perdía en el horizont e. A nuest ro alrededor t odo eran
cerros y colinas; pero en la distancia, se vislum braban picos
descom unales recort ándose cont ra el cielo, de un azul int enso. Pasam os
un riachuelo y nos sum ergim os en un bosque. Cuando salim os de ést e
nos encont ram os con un m irador y nos det uvim os en él, silenciosos,
unos m inut os. Desde allí cont em plé valles, gargant as, desfiladeros y, a
lo lej os, m ont añas que superaban los cinco m il m et ros de alt ura.
Algunos de sus picos se perdían ent re las nubes.
Un m endigo, con un bot e en la m ano, se nos acercó y nos pidió
unas m onedas; siguió insist iendo en su pet ición hast a que I sabel le
habló en su idiom a y ent onces el pordiosero desist ió. Reanudam os
nuest ro cam ino y nos cruzam os con varias m uj eres t ibet anas, vest idas
con gruesas chaquet as de lana. La m ás anciana daba vuelt as con una
de sus m anos al m olinillo de oraciones ent onando lo que m e pareció era
una plegaria.
Vim os m uchos m anzanos. Hom bres y m uj eres cult ivaban los
cam pos. De repent e I sabel m e sorprendió pregunt ándom e:
—¿Tam bién sient e ust ed a veces un inm enso vacío?
Aunque lo había pregunt ado con una gran nat uralidad, sus palabras
m e cogieron por sorpresa.
—¿I nquiet ud? —balbucí.
—No sólo inquiet ud —repuso ella—. Un inm enso vacío.
Habíam os llegado a las afueras de Sim la. Se det uvo de súbit o y se
volvió hacia m í. Su m irada parecía ausent e, pero la expresión de su
rost ro era seria, casi cerrada. Me sent í com o si est uviera ant e una
severa m aest ra que m e exigiera una cont est ación. Pensé que la suya
no era una act it ud agradable, ni siquiera educada.
—Si ust ed es un buscador —insist ió ella—, t iene que sent ir ese
inm enso vacío.
¿Quería desconcert arm e? ¿Se em peñaba en desafiar m i grado de
seguridad o acaso en probarlo? La m iré con fij eza insolent e, pero no
apart ó la m irada. A la luz de un día t an claro, sus oj os parecían m ás
profundos e insondables que nunca.
—Sí, t iene razón. Es m ucho m ás que inquiet ud —reconocí—. Se
t rat a de un inm enso vacío, y a m enudo desolador, que casi m e paraliza
—confesé, superando m i pudor—. Es ( no sé si dram at izo) una rara
pesadum bre la que sient o en m i int erior.
Las nubes habían baj ado y velaban casi por com plet o las m ont añas
lej anas.
—Un inm enso vacío —repet í.
Ella había apart ado la m irada. Escuché un rum or de pasos: unos
m ilit ares pasaron por nuest ro lado y nos observaron con descaro. Se
hizo un gran silencio, quebrado sólo por el m urm ullo de las hoj as
agit adas por la brisa. En ese m om ent o, I sabel m e result ó
irresist iblem ent e at ract iva. No m e acost um braba a su expresión, m ezcla
de candidez y volupt uosidad ardient e.
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propiedades m ágicas.
Se m ost raba com o una adolescent e j ubilosa hablando de las
m ist eriosas cualidades del ám bar. Era dulce y refinada. Una anciana se
acercó a nosot ros y m e ofreció un herm oso collar de flores diciéndom e
que se lo pusiera a I sabel. Le di algunas rupias y se alej ó, agradecida.
—¡Vam os, no dude! —exclam ó I sabel risueña—. No pienso m orderle
si m e pone las flores.
Coloqué alrededor de su cuello el oloroso y fresco collar. Sonrió con
delicadeza. En ese m om ent o era la represent ación de la m ás pura
inocencia y la sencillez. Me m iró en silencio.
—I sabel —dij e—, m e gust aría pregunt arle algo: ¿por qué dice que
cree en el dest ino y, sin em bargo, se esfuerza en m odificar lo que a uno
no le gust a?
Me m iró con ext rañeza.
—No veo la m enor cont radicción en ello —repuso con seguridad—.
Cada uno t iene m arcado su propio dest ino, lo cual no im plica que no
int ent em os m ej orarlo. —Hizo una pausa y com ent ó—: Est oy segura de
que ust ed ha t enido una j uvent ud at orm ent ada.
Esbocé una sonrisa burlona.
—Se ha em peñado en hurgar en m i int erior. ¡Eso no es m uy
brit ánico que digam os!
—Soy india, Hernán, no lo olvide —repuso ella con coquet ería, y
una t enue sonrisa apareció en sus labios—. A pesar de eso, puede
cont arm e sus desvelos.
—¿Quiere oír m is desvent uras j uveniles? —pregunt é, irónico.
Nos pusim os a cam inar. El aire provocaba la caída de las hoj as.
—Algunas m uj eres t ienen necesidad de m ost rarse m at ernales con
los hom bres que casi le doblan la edad —insinué.
—No es m i caso —dij o ella en t ono decidido.
Nos encam inam os hacia un t em plo que se encont raba en las
afueras de la ciudad. Est aba suspendido al lado del valle y rodeado de
una innum erable cant idad de m onos.
—Es el t em plo de la Diosa —dij o I sabel—. Mire qué herm oso paraj e.
¿No sient e ust ed com o la energía divina lo inunda t odo?
—¿De verdad lo cree así? —inquirí.
Su rost ro, lum inoso y lleno de vida, parecía casi t ransparent e.
—Pensé que era m ás pragm át ica.
—Lo soy cuando debo serlo —repuso con frialdad—; pero t am bién
cuando es necesario sent ir, sient o. Y ahora sient o la energía divina que
im pregna est os cam pos, el valle, las m ont añas, los arbust os...
—Es ust ed una m íst ica —la int errum pí, un poco j ocosam ent e.
—Tal vez lo sea —replicó ella con t ono grave y cort ant e—. Lo ciert o
es que percibo la Unidad en t odo lo que veo, huelo, t oco, oigo y sient o.
¡Y no se haga el incrédulo! Hay m ucho m ás de cuant o vem os y, por
supuest o, m ucho m ás de cuant o pensam os. Los aborígenes m e han
hecho sent ir que t odo es bendit o. ¿Le suena eso a m ist icism o de
pacot illa quizá?
—Nada de eso —m e apresuré a decir—. Si a veces experim ent am os
el inm enso vacío al que ant es hacíam os referencia es porque se nos
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de los Upanishads.
—Ya sabe que para Schopenhauer —com ent ó luego—, y según él
m ism o declaraba, est os t ext os eran el consuelo de su vida y de su
m uert e.
El denso cant ar de las chicharras result aba casi ensordecedor.
El coronel se había t om ado con m ucho int erés buscar pist as sobre el
t rat ado que m e int eresaba. Con ese pret ext o había releído m uchos
t ext os sobre la espirit ualidad del corazón, pero en ninguno de ellos
encont ró referencias al t rat ado t it ulado El hom bre feliz en la cueva del
corazón.
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Los días t ranscurrían de m odo apacible. Com o las prim eras lluvias
habían caído ya, la nat uraleza se m ost raba en t odo su esplendor. A
m enudo paseaba por los bosques de la localidad aprendiendo así a
disfrut ar no sólo de la nat uraleza sino t am bién de m i propia
int erioridad.
Había t enido ocasión de conocer m ej or a I sabel. I ba descubriendo
en ella una personalidad com plej a e im pulsiva, m uy fuert e, casi irrit ant e
a veces, aunque sabía cont enerse. Era una m uj er llena de inquiet udes,
pero t enía un sent ido m enos dram át ico que yo de la exist encia y una
asom brosa capacidad para pasar de una int im idant e seriedad a una
j ovialidad casi im púdica y cont agiosa. Cuant o m ás la observaba m ás
m at ices y rasgos reveladores descubría en ella, pero que m e confundían
y t urbaban a la vez. Se expresaba con t al franqueza y desnudez que en
ocasiones result aba hirient e; asim ism o, t enía m om ent os de
incom parable t ernura. Pasaba por los m ás dist int os y ext rem ados
est ados de ánim o. Desde luego no era ni m ucho m enos una m uj er
com ún, y cada día que t ranscurría m e daba m ás cuent a de ello. Pasaba
part e de su t iem po leyendo, escribiendo cart as, invest igando la
sit uación de los aborígenes en distint as áreas del país y preparando
inform es. A m enudo, incluso a pesar de am bos, nos sum ergíam os en
discusiones que ponían a flor de piel nuest ros m uy dist int os pareceres.
Com unicarnos a t ravés de las palabras no era nada fácil. I sabel se
lam ent aba de que yo quisiera filt rarlo t odo a t ravés de una lógica
excesiva; yo m e quej aba de que ella quisiera reducirlo a la esfera de lo
aním ico. Sus cam bios de caráct er m e desconcert aban, aquella rara
facilidad que t enía para pasar en pocos m inut os de la acrit ud a la
t ernura, de una exasperant e act it ud im posit iva a ot ra apacible y
sum isa.
Una t arde, I sabel y yo est ábam os t om ando el t é en el porche. Me
m iraba con gravedad, y pensé que en sus profundos oj os parecían
resum irse t odas las edades del m undo. Era algo que en ella llam aba la
at ención: ¿cóm o podía ser t an infantil y t an adult a a la vez? Cuando
uno m enos lo esperaba hacía las pregunt as m ás int em pest ivas.
—¿Por qué no t e has casado?
—¿En algún m om ent o he dicho que no est oy casado? —Me eché a
reír.
—Por favor, cont ést am e. Siem pre evades hablar de t i.
—Eso es porque no quiero desilusionart e —dij e brom eando.
Su encogim ient o de hom bros fue despect ivo.
—De acuerdo, cont est aré a t u pregunt a —añadí—. El m at rim onio no
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—Nadie t enía por qué adoct rinarlos —prot est ó, elevando el volum en
de voz y haciendo que los ot ros client es se volvieran a m irarnos—. ¿Por
qué los hom bres se em peñan en im poner sus est úpidas creencias a los
dem ás?
Guardó silencio un inst ant e int ent ando cont rolarse y añadió:
—Es com o los j uicios que los adm inist radores y funcionarios
brit ánicos se perm it ían celebrar cont ra los sant als, por ej em plo, una
apacible t ribu que ellos present aban com o ladrones, e incluso asesinos.
—Siem pre se deform a la realidad —dij e.
—No m e vengas con frases hechas —prot est ó ella—. ¿Es que no t e
int eresa nadie que no seas t ú m ism o?
—Por supuest o que m e int eresa la gent e; pero por favor, cálm at e.
No t e exalt es de esa m anera.
I sabel esbozó una sonrisa cargada de desesperación y t rist eza. Un
m at rim onio de indios nos m iraba con asom bro m ient ras cuchicheaban
ent re ellos. El dependient e est aba azorado.
—Tiene ust ed unos libros est upendos —le dij e—. Son verdaderas
j oyas.
El vendedor se sint ió com placido y em pezó a enseñarm e m apas
ant iguos.
—Por favor —int errum pí sus explicaciones—, ¿ha oído algo sobre un
t rat ado t it ulado El hom bre feliz en la cueva del corazón?
Dudó unos inst ant es. Murm uró ent re dient es el t ít ulo del libro
int ent ando recordar algo.
—No, lo sient o —respondió—. Nunca hem os t enido esa obra.
—¿Est á seguro?
—Lo recordaría. No la hem os t enido.
Salim os a la calle. Había com enzado a lloviznar. De repent e, un
hom bre m uy obeso y m al t raj eado m e abordó. Era un quirom ant e y
est aba em peñado en ver la palm a de m i m ano.
—Sólo son cien rupias, señor; sólo cien rupias.
—No, gracias, no —repuse.
Pero el hom bre insist ía, andando a m i lado.
—No creo en est as cosas —dij e, dirigiéndom e a I sabel.
Avivam os el paso, pero el hom bre nos seguía sin cesar de
ofrecernos sus servicios.
—Sólo son cincuent a rupias, señor. Le leeré las dos m anos.
Cincuent a rupias.
Supuse que la única form a de desem barazarnos del hom bre sería
dej arle que m e leyera la palm a de la m ano, y así se lo dij e a I sabel.
Veint icinco rupias —m edió la j oven.
—Veint icinco rupias —acept ó el hom bre.
—Lo hubiera hecho lo m ism o por cinco —m e dij o ella, m uy divert ida
con la sit uación—. Ahora m e ent eraré de si verdaderam ent e no sirves
para hom bre casado. Y se echó a reír.
El quirom ant e cogió una de m is m anos ent re las suyas.
—Morirá a los ochent a años de edad, de un infart o. Ha nacido
innum erables veces en la I ndia. Le espera m ucho sufrim ient o, pero
conseguirá lo que desea.
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Con m inuciosidad rast reó las líneas de m i m ano. Veint icinco rupias
eran veint icinco rupias.
—Su vida correrá varios peligros. Una m uj er le robará el corazón.
En una exist encia ant erior ust ed hizo m at ar a m uchos hindúes y ahora
t endrá que com pensar aquella grave falt a. Hay m uchas personas dent ro
de ust ed, y no será feliz hast a que una de ellas venza.
Hizo una pausa m uy breve para añadir después:
—No se t om e m is palabras a la ligera. Créam e. Su vida corre
peligro.
Luego se em peñó en leer las m anos de I sabel, pero ést a se lo quit ó
de encim a con gran habilidad.
—Una m uj er t e robará el corazón, ¿eh? —dij o ent re risas I sabel—.
Bueno, corram os, em pieza a diluviar.
El día ant erior a nuest ra part ida hacia Alm ora, los criados
prepararon con sum a at ención las cest as de com ida que llevaríam os
para el viaj e. Durant e horas, el chófer revisó m inuciosam ent e el viej o
j eep del coronel que iba a t rasladarnos.
—Sir —m e dij o cuando pasé por su lado—, si alguna vez necesit a
que le arregle el reloj porque se ha parado, lo haré con gran placer.
Su proposición m e pareció curiosa y divert ida. Pero ant es de que
pudiera darle las gracias, añadió:
—Si se le est ropea la m áquina de afeit ar, t am bién puedo
arreglársela.
Mient ras hablaba, seguía revisando el m ot or.
—Muy bien, m uy bien —dij e.
—¿Tiene ust ed hornillo? —m e pregunt ó inesperadam ent e.
—¿Hornillo? —inquirí, ext rañado.
—Un hornillo donde preparar el t é, el café...
—¡Ah, ent iendo! No, no t engo hornillo.
—Tam bién hubiera podido arreglárselo —dij o com o si lam ent ara
que no t uviera un hornillo, y com o si no disponer de uno fuera algo
inexplicable.
—Gracias de t odos m odos —repuse, y le dej é enfrascado en la
revisión del m ot or del j eep.
Después de la cena m e reuní con el coronel en el salón bibliot eca. El
anciano t enía ent re las m anos el Rij Tneda.
—Sin duda sabe que, según dicen, ést e es el libro m ás ant iguo del
m undo.
—¿Y lo es? —pregunt é.
—Sí..., seguram ent e.
Nos habían preparado una sabrosa infusión de diferent es hierbas.
—Mi abuela ya t om aba la m ism a infusión —dij o el coronel—. Es
m uy digest iva y adem ás, aunque no lo crea, ayuda a dorm ir.
Me t endió el libro y com encé a hoj earlo.
—Mañana nos levant arem os t em prano —añadió el anciano—. Oj alá
las lluvias no hayan cort ado la carret era. Los desprendim ient os son
frecuent es durant e la est ación de los m onzones.
Leí diversos párrafos un poco de pasada. El coronel dij o:
—Los vedas fueron escrit os por los grandes rishis, los sabios m ás
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ant iguos de la I ndia. En est e país siem pre, con m ayor o m enor fort una,
eso desde luego, ha fluido una espirit ualidad vivient e. Siem pre ha
persist ido y se ha perpet uado el espírit u de la búsqueda.
—Siem pre he pensado, coronel, y no sé si ust ed est ará de acuerdo
conm igo, que si buscam os es porque necesariam ent e algo debe de
haber.
—¡No lo dude, am igo! —exclam ó el anciano—. Al buscar, ant es que
nada nos buscam os a nosot ros m ism os; pero adem ás, según los
hindúes, si buscam os es porque ya hem os encont rado ant es.
—Los hindúes siem pre t ienen sutiles salidas —dij e en t ono j ocoso—
. Se m anej an m uy bien con las paradoj as.
—Así es —afirm ó convencido el coronel—. Son m et afísicos por
nat uraleza. Y sin em bargo, t odos sus m ét odos son ext raordinariam ent e
práct icos.
Dej é el libro sobre la m esa y luego t om é un sorbo de la infusión.
—Federico decía que de t ant o buscar correm os el riesgo de no
encont rar.
—O de incluso no saber qué est am os buscando —repuso con buen
hum or el coronel—. Los hindúes son am biguos, pero int encionadam ent e
am biguos, para así abrir vías de reflexión, ¿m e ent iende?
—Creo que sí —afirm é—. De hecho result an sorprendent es, aunque
t am bién m uy significat ivas, sus declaraciones de que som os un sueño
( o un pensam ient o) en la m ent e de Dios; nos est am os soñando a
nosot ros m ism os o som os la Mente Única que sueña nuest ras propias
exist encias o som os un j uguet e en m anos del Divino.
El coronel esbozó una sonrisa que t enía algo de t raviesa.
Yo siem pre he est ado m ucho m ás cerca del budism o que del
hinduism o —aseveró el coronel—. Pero fíj ese, Hernán, en algo que no
dej a de ser m uy significat ivo en el hinduism o: hay seis sist em as
espirit uales, y cada uno de ellos afirm a algo diferent e. Uno, por
ej em plo, declara que t odo es Dios; ot ro, que no hay Dios; ot ro, que
t odo son át om os y no hay ningún principio fij o superior...
—¿Adónde quieren llegar?
—A ninguna part e —declaró el coronel—. Porque es el buscador
quien t iene que llegar a algo.
—Com prendo.
—Cuando uno pregunt a cuál de los seis sist em as t iene razón o nos
dice la verdad, responden que t odos. Son seis punt os o enfoques
diferent es. Com plem ent arios incluso, pero m uy diferent es.
En ese m om ent o, I sabel ent ró en el salón y se sent ó con nosot ros.
Por prim era vez desde que yo la conocía se había puest o sari. Llevaba
el cabello recogido en un m oño y sus oj os parecían m ás grandes. Com o
único adorno se había pint ado un punto roj o en el ent recej o. Est aba
m uy herm osa.
—Cont inuad hablando —dij o—. No quiero int errum piros.
—Los hindúes —prosiguió el coronel—, con sus m et afísicos j uegos
de palabras, llegan a afirm ar que Dios se est á buscando a Sí m ism o a
t ravés de nosot ros.
—Es una herm osa m et áfora —int ervino I sabel.
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t ant as m urallas. Así t am bién su sem illa de ilum inación irá creciendo y
m adurando.
—Sri, ¿est á esa energía en t odos? —int ervino I sabel.
—Por supuest o que sí, querida, ¿podría ser de ot ro m odo? —
respondió Sri con t ernura—. Est á en t odas las criat uras, com o el olor en
las flores, com o en la nat uraleza del fuego est á el arder, com o una
est ación sigue a ot ra o com o las cigarras em it en su cant o. Esa energía
es la que hace posibles el pensam iento, la respiración y la palabra, pero
no puede ser pensada ni hay palabra capaz de expresarla. Vivim os de
espaldas a ella, cercenándola, t an ignorant es de su exist encia com o la
perla lo est á de la concha que la cobij a, cuando sabem os que la perla
no sería posible sin la ost ra.
Preparó ot ra lim onada. Reinaba una gran quiet ud en la pequeña
est ancia. Yo t rat aba de capt ar la esencia de la enseñanza que Sri se
veía obligado a t rasladarnos en palabras sencillas.
—Cuidado con las palabras, suelen t raicionarnos —nos avisó, com o
si hubiera leído m is pensam ient os—. Tenem os que percibir el signo m ás
allá del signo.
"Quiero que ent iendan algo im port ant e. La Shakt i, la energía
prim ordial, es com o una bailarina que im pone un rit m o m uy especial
donde las dualidades, los opuest os, t erm inan siem pre por arm onizarse
y com plem ent arse. Lo m ás esencial para la vida es conect ar con el
rit m o de esa energía y aprender a fluir con el m ism o. Quien se
est ablece en ese rit m o puede experim ent arlo t odo desde el equilibrio,
com prende que t odos los fenóm enos se com plem ent an y va m ás allá de
la vida y de la m uert e.
“ Para experim ent arla y verla en t odas part es fuera de nosot ros hay
que sent irla ant es dent ro de uno. Al verla dent ro, la vem os fuera; al
cont em plarla fuera la cont em plam os dent ro. Ent onces dej a de haber
dent ro y fuera y caen t odas las barreras.”
Guardó silencio. Nos observó uno a uno. A lo lej os se oyó el sonido
envolvent e y sut il que em it en las caracolas con que los lam as t ibet anos
llam an al cult o.
—Cuando en m edit ación nos det enem os —prosiguió Sri—, nos
rem ansam os, volvem os la m ent e hacia el int erior, hacia su fuent e, y
viaj am os m ás allá del ego, com enzam os a conect ar con esa vibración
sut il y a danzar a su rit m o. Si siem pre est uviésem os inst alados en esa
pulsación, t oda la vida sería una danza, com o lo es para Shakt i, la
Diosa. En lugar de ext raviarnos, confundirnos y at orm ent arnos con las
apariencias, est aríam os siem pre en la energía que configura esas
apariencias. Es decir, y para que m e ent iendan, est aríam os en la
prim era causa y no en la segunda. Se pondría t érm ino a la esclavit ud.
Sri cerró los oj os. Se hizo un silencio t ot al que absorbía la m ent e.
Cuando I sabel y el coronel t am bién cerraron los oj os los im it é. No sé
con exact it ud cuánt o t iem po t ranscurrió; pero, de súbit o, las palabras
brot aron de nuevo de los labios del sabio.
—La nat uraleza est á en const ant e renovación, pero la m em oria nos
m ant iene anclados; es nuest ro cem enterio part icular. No t iene obj et o
seguir hurgando en el pasado, com o el buit re escarba en la carroña. Lo
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que hicim os fue acorde con nuest ro nivel de com prensión en ese
m om ent o. ¿De qué sirven las lam entaciones y los sent im ient os de
culpa?
¿Hablaba de m í? De repent e, las lágrim as afloraron a m is oj os y
com enzaron a deslizarse por m is m ej illas, pero no m e sent í
avergonzado por ello.
De nuevo Sri guardó silencio. Era un silencio conm ovedor,
profundo, casi abism al. En ese inst ant e m e sent í t an insignificant e, t an
débil, t an desvalido, que acerqué m i m ano a la de I sabel y la puse
sobre la suya.
—Hay que conocer al conocedor —m usit ó Sri.
Un olor a sándalo em anaba del cuerpo del sabio. De repent e puso
su m ano, anciana pero poderosa, sobre m i hom bro.
—¿Quiere saber por qué t om é el sobrenom bre de Sri? —m e
pregunt ó.
Asent í con la cabeza.
—Sri es lo m ás secret o de lo m ás secret o y a la vez lo m ás
revelador. Es la luz que palpit a en lo m ás ínt im o del corazón.
Es el corazón del corazón; el núcleo del núcleo, la sim ient e de la
sim ient e. Es el secret o de la Diosa que ella ocult a en su propio corazón
y que hay que arrebat arle espirit ualm ent e. Es la energía de espont ánea
belleza, el arom a de lo Et erno.
—¡Qué herm oso! —exclam ó I sabel.
—El secret o est á en el corazón de t oda m uj er —prosiguió Sri—. Por
eso la m uj er es m ás sensible e inquiet a en el t erreno espirit ual y, a la
vez, por paradój ico que parezca, m ás sabia en los asunt os cot idianos.
Al hacer referencia al corazón, aproveché la ocasión para pregunt ar
a Sri sobre el t rat ado El hom bre feliz en la cueva del corazón.
—He oído, claro que sí, referencias a ese t rat ado, pero ni siquiera sé
si exist e —respondió—. Tal vez sólo sea un grupo de enseñanzas m uy
ant iguas que nunca se pusieron por escrit o. El hom bre feliz que yace en
el corazón es lo que se conoce por "persona" int erna. Algunos m aest ros
hablan de la persona azul, que incluso puede verse durant e el éxt asis
del yoga y que se present a en los oj os int ernos y danza ant e nosot ros
con t odo su radiant e esplendor. El ser hum ano se conviert e sólo en real
cuando se est ablece en su aut ént ica e int em poral nat uraleza y ent onces
el hom bre es feliz, porque ninguna otra cosa puede report ar ese t ipo de
felicidad sin t acha.
—Pero ¿se puede ser feliz? —pregunt é, incrédulo.
—De lo que se t rat a es de ent rar en cont act o con lo que hem os sido
y som os, pero que hem os perdido de vist a. Lo que fuim os hace diez o
veint e m il años y lo que serem os después de m iles de años, t ras la
m uert e del cuerpo y de la m ente. Casi t odos los seres viven
obsesionados por m et as, sin darse cuent a de que la única m et a que
m erece la pena alcanzar es descubrir lo que siem pre fuim os, som os y
no dej arem os de ser. Por est a razón, la conquist a de obj et ivos, por
m uchos que sum em os, no sat isface a aquel que t iene la int uición,
aunque sea solapada o t ibia, de su Origen.
"Pero la m ayoría de los seres hum anos son com o m áquinas, t ít eres
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est aría aquí) la añoranza y el anhelo de com plet arse. Pero ha vivido
m uchos años inst alado en una psicología m uy est ruct urada, apunt alada
por m oldes y códigos m uy poderosos.
—Seguram ent e así es —convine.
—Creo que ust ed no necesit a un m aest ro que sólo le proporcione
palabras o silencios —dij o con asom brosa cert idum bre.
Yo lo observaba con at ención. Me enj ugué el sudor de la frent e y
t om é el rest o de lim onada que quedaba en m i t aza.
—Ust ed es un hom bre cult o —prosiguió Sri—, preparado; ha leído,
ha invest igado, est á buscando... Pero int uyo que ha llegado a t al punt o
de sat uración que no necesit a pequeños cam bios, sino un cam bio t ot al.
Precisa que alguien le dé la vuelt a del revés, com o si de un calcet ín se
t rat ara.
Se echó a reír abiert am ent e. Tam bién lo hicieron el coronel e I sabel
al cont em plar la expresión circunspect a de m i rost ro.
—Yo no soy la persona adecuada para ust ed —reconoció—. Soy
dem asiado apacible y bondadoso..., y dem asiado viej o. —Volvió a reír—
. Ust ed necesit a un herm ano espirit ual que no le haga concesiones y lo
zarandee cuando lo necesit e.
Pero ahora no se m e ocurre a quién recurrir, ni t am poco le conozco
a ust ed lo suficient e com o para em it ir un j uicio. Le propongo que se
quede unas sem anas conm igo. Trabaj arem os j unt os, así podré
conocerle y t al vez, sólo t al vez, le recom iende alguna persona que lo
ayude en la senda hacia su paz int erior.
—Nada deseo m ás —dij e con sinceridad.
—Por fort una —añadió—, he conocido a m uchos m aest ros a lo largo
de m is peregrinaciones por t oda la I ndia. Algún m ent or se m e ocurrirá,
al m enos eso espero; aunque un día descubrirá que lo único que
necesit a es confiar en su m aest ro int erior, la energía prim ordial que se
m anifiest a en ust ed con el sent im ient o desnudo de "soy," pero que se
encuent ra m ás allá de ese sent im iento aún individualist a y egocént rico.
No sé si era porque est aba m uy at ent o o por el calor que hacía,
pero t enía la cabeza a punt o de est allar. Ent onces decidí que pasaría un
t iem po con Sri.
Una vez nos hubim os despedido, I sabel m e propuso dar un paseo
por Alm ora. El coche nos dej ó en la ciudad y part ió sólo con el coronel.
A lo lej os se divisaban, espléndidos, com o im pert urbables t est igos
m udos, los picos him alayos.
—Te echaré de m enos —dij o I sabel.
Com enzam os a pasear por una calle m uy larga, llena de bazares, en
línea con las elevadas cum bres del Him alaya. Con j ovialidad, I sabel
exam inaba y revolvía la m ercancía de uno y ot ro puest o. Yo no podía
apart ar la m irada de ella. Me regaló un collar de rudraska, la sim ient e
sagrada. Ella m ism a m e lo colgó al cuello y luego m e besó en la m ej illa.
—Oj alá encuent res lo que buscas —m usit ó, com o si no quisiera
quebrar la apacible at m ósfera de la t arde—. Oj alá.
Nuest ras m iradas se encont raron.
—Hernán... —dij o, sin dej ar de m irarm e.
Pronunció m i nom bre con una t ernura que hast a ent onces no había
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sospechado en ella.
Tam bién en su corazón m oraba Sri, el secret o de la Diosa, y una
part e de m í se negaba a separarm e de ella.
—¿Cuándo os iréis? —pregunt é.
—Dent ro de uno o dos días —respondió I sabel.
Nos quedam os pensat ivos. Era com o si los dos t om áram os en esos
m om ent os consciencia de la inut ilidad de las palabras.
Pasam os horas recorriendo Alm ora y sus alrededores.
—Muchos yoguis han venido a m edit ar por est as t ierras —dij o
I sabel—. ¿Conoces algo de Vivekananda?
—Fue uno de los prim eros aut ores indios que leí —repuse.
—Él est uvo t am bién m edit ando en Alm ora. Vivekananda decía que
hay que llevar t rabaj o a la I ndia y espirit ualidad a Occident e. Tam bién
com ent aba que no pueden darse m ant ras a quienes pasan ham bre.
—¿No t ienes int erés en conocer Occident e? —pregunt é.
—Realm ent e, no —dij o I sabel—. ¿Para qué? Aquí t engo m i vida y m i
t rabaj o. Y luego añadió—: Cuando el abuelo m uera quizá venda la casa
y m e m arche un t iem po a vivir ent re los adivasis. Yo no busco, com o
haces t ú, un sent ido m et afísico a la exist encia. Cada m om ent o que vivo
es m i sent ido.
Nos sent am os sobre unas rocas. El sol iba declinando.
—Tú y yo no querem os at arnos a nada —dij e de repent e—. Ni
siquiera quieres at ar a t us aborígenes. Aunque a veces nos fallan las
fuerzas a am bos. Ent onces dudam os, vacilam os... Pero t oda at adura
nos result a int olerable.
Guardó silencio. El sol se ocult aba t ras las m ont añas. En los valles
reinaba un silencio perfect o.
Y a pesar de eso, t am bién nosot ros necesit am os cariño —agregué—
; quizá m ás que ot ra persona cualquiera.
Cogió m i rost ro ent re sus m anos y m e m iró desde m uy cerca, a los
oj os. La abracé im pulsivam ent e, la at raj e hacia m í y sent í sus senos
cont ra m i pecho.
—Eres una m uj er m uy deseable, y lo sabes —susurré sobre sus
labios.
Nos besam os con verdadera pasión.
Dos días después, I sabel y el coronel subían al j eep para part ir
hacia Sim la. Me acerqué a la vent anilla del vehículo y no pude despegar
los labios. Pensé que la vida era un cúm ulo de separaciones hast a que
llegara la separación final.
Sent ía una enorm e t rist eza. I sabel lo not ó y dej ó unos inst ant es su
m ano ent re las m ías.
—Gracias por t odo, señor —m e despedí del coronel.
Había alquilado una habit ación en un hot el de la ciudad. A pesar de
ser un hot elucho m iserable, m i cuart o t enía espléndidas vist as a los
picos del Him alaya. Me t om é una cerveza en el sórdido salón del hot el,
con la t elevisión a t odo volum en y un penet rant e olor a orina. Com o m e
sent ía deprim ido, pasé part e del día en m i habit ación. Para que no m e
m olest aran, puse un cart el en la puert a: No m olest en, por favor. No
necesit o t oallas, ni cerveza, ni DDT, ni papel higiénico. Sólo necesit o
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U nos días después abandoné aquel hot el y alquilé una habit ación en
una casa próxim a a la de Sri. La dueña, una t ibet ana casada con un
indio, t enía buen caráct er, no era ent rom et ida, y sólo hablaba cuando lo
consideraba necesario. Para m i t rabaj o int erior yo necesit aba ser
m olest ado lo m enos posible.
Aquella solícit a m uj er m e at endió siem pre con esm ero y yo, para
corresponderle, aunque a m i pesar, m e t om aba las t ost adas que m e
preparaba con una rancia y nada apetecible m ant eca de yak. Cuando se
ent eró de m is inquiet udes espirit uales, m e regaló una lám ina de Tara
Verde y m e dij o: "Ella le prot egerá” .
Con el alba m e acercaba t odos los días a visit ar a Sri. Cam biábam os
im presiones, invest igábam os espirit ualm ent e y m edit ábam os j unt os.
Poco a poco m e fui dando cuent a de la perspicacia espirit ual del am able
anciano, así com o de su profunda hum ildad y de la inm ensa paz de su
espírit u.
—¿Por qué t ant a insat isfacción, t ant a angust ia? —le pregunt é un
día.
—La m ent e ordinaria no quiere paz. El pensam ient o, inm erso en su
voracidad, se niega a det enerse. Sólo aquello que est á det rás de la
m ent e procura un sent im ient o de quiet ud.
Cuando el buscador recobra un vislum bre de ot ra dim ensión m ás
am plia, anhela la paz. Muy pocas personas aspiran a la conquist a de la
paz int erior. La m ayoría est á absorta en sus afanes y preocupaciones y
nunca explora ot ra m ent e que no sea la superficial.
—¿Qué reside det rás de la m ent e?
El anciano se echó a reír.
—Es una buena pregunt a —dij o—. Det rás del pensam ient o, en su
fuent e u origen, est á la pura sensación de ser. Y no m e refiero a yo soy
est o y aquello, sino a la pura consciencia de ser.
—¿Y det rás de la pura consciencia de ser? —inquirí.
Rió de buena gana, com o si ya esperase esa pregunt a.
—¿Le gust an los cuent os? Voy a cont arle uno. Un discípulo pregunt ó
a su m aest ro: "¿Quién sost iene el m undo?” . El m aest ro le respondió:
"Ocho elefant es blancos". Ent onces, el discípulo le pregunt ó: "¿Y quién
sost iene a los ocho elefant es blancos?". Y el m aest ro, t ranquilam ent e,
le dij o: "Ot ros ocho elefant es blancos".
Esbocé una sonrisa. Mi pensam ient o, asfixiant em ent e lógico y
calculador, siem pre quería convert irlo t odo en concept os y palabras.
—De acuerdo, Sri, pero ¿qué est á det rás, o m ás allá, de la
consciencia de ser?
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invadirlo t odo.
Nos det uvim os en un puest o a t om ar un j ugo de caña de azúcar.
Las nubes m onzónicas com enzaban a encapot ar el cielo.
—La m edit ación ayuda a ser m ás lúcido —prosiguió el m aest ro—, y
a disipar así las nubes y la confusión. Aquel que adquiere un vislum bre
de la consciencia ilum inada y percibe la energía inagot able del vacío
prim ordial, consigue una cert idum bre t ot al. Com o declaraba uno de los
m aest ros que conocí: "Podrán m at ar m i cuerpo, pero no m i et ernidad".
—Eso es herm oso —com ent é—, pero las circunst ancias nos
condicionan.
—¡Alt o! —exclam ó—. Muchas veces las circunst ancias escapan a
nuest ro cont rol, eso es ciert o, pero t am bién nos es dado aprender a
cont rolar nuest ra reacción ant es las circunst ancias.
—No ent iendo.
—No quieres ent ender. —Su t ono fue m ás direct o y fam iliar,
t ut eándom e incluso—. En nuest ra est úpida arrogancia creem os que
t endríam os que poder cont rolarlo t odo. Pero la vida es im predecible,
ilógica, hast a increíble. Hay un cuent o que habla de una pulga que
cabalga a los lom os de un elefant e. La pulga piensa "a la derecha", y da
la casualidad de que el elefant e gira a la derecha; ent onces, la
egocént rica pulga cree que cont rola al elefant e. El elefant e es la vida,
t al vez seam os conscient es de sus m ovim ient os, m as no los
cont rolam os. Pero en nosot ros est á, con el ent renam ient o adecuado,
poder separarnos int eriorm ent e de aquello que engendra conflict o y
dolor, y sent irnos com o apart ados o m ás allá de t odo, com o la persona
que est á en la cim a de una m ont aña y observa en el valle una
cont ienda que no le concierne.
—Pero nos vem os obligados a act uar —prot est é.
—De nuevo t e invaden t us m odelos, t us códigos, t us esquem as...
Act uem os sin act uar. La acción no es agit ación. Hagam os sin hacer.
Cuando lonram os inst alarnos en el espacio de t e. No t engo t iem po para
perder en esas est upideces. Ni t ú t am poco.
Yo est aba sorprendido. Sri siem pre había sido gent il y apacible, y
ahora se com port aba de m odo brusco y seco.
—No m e im port a lo que est és pensando en est e m om ent o —dij o el
anciano—. Durant e años t e has ganado el "respet o” de los dem ás, sus
halagos, su adm iración. En t u t rabaj o recibías aprobación,
consideración, elogios... ¡Qué hom bre t an im port ant e, t an
im prescindible! ¿Por qué no t e dedicast e a hacer algo m ás út il, com o
barrer calles, por ej em plo? Sacabas fuerzas del halago, en lugar de
inspirart e en t u ser int erno.
iVaya negocio el t uyo! Así est ás. Seguro que t odo em pezó porque
querías conseguir que t u padre t uviera una buena opinión de t i. ¿Y a
qué t e conduj o t odo eso? A la insat isfacción y al desconsuelo. Te dio
una vida m ísera, un aparat o de t elevisión en cada est ancia de t u casa,
seguram ent e varias neveras que ni t iem po t enías de llenar... Est abas
en una prisión ext erna y en un cam po de concent ración int erno.
Cam bias de país, t e vienes al fin del m undo, soport as a un viej o com o
yo y quieres seguir pensando, reaccionando y sint iendo lo m ism o.
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El aut obús nos conducía en un cont inuo zigzag por est rechas
carret eras que at ravesaban paraj es de exuberant e veget ación y
pasaban al borde de afilados precipicios. Se divisaban m aravillosos
valles y ríos abriéndose paso ent re la m aleza. El aut obús, levant ando
una nube de polvo, llevaba el doble de pasaj eros que su capacidad
perm it ía, apiñados los unos cont ra los ot ros; gent es de las m ont añas,
con el rost ro cuart eado por el sol y el vient o; niños incansables, vit ales
y alborot adores, que j uguet eaban ent re las piernas de los pasaj eros;
ancianos de m irada ausent e, cuyos frágiles cuerpos daban bandazos de
un lado para ot ro con el t raquet eo del vehículo.
—Te has acost um brado a t enerlo t odo calculado, lógicam ent e
calculado —m e dij o Sri—. Lo m ism o m e sucedía a m í, no t e creas. Lo
t enía t odo definido y program ado y m e había enredado en t ant as
act ividades que incluso m e falt aba el t iem po necesario para gast ar el
dinero que ganaba.
—Suele ocurrir —repuse con desánim o—. A m í m e ocurría lo
m ism o. Yo cada día ganaba m ás dinero y cada día t enía m enos t iem po
para disfrut arlo.
Y cuando uno lo program a t odo, lo calcula t odo —añadió Sri,
soport ando est oicam ent e la j aula de gallos que nuest ro com pañero de
asient o había puest o sobre nuest ras rodillas—, la vida se coagula
perdiendo así su frescura y su encanto. Uno presiona, est ira, se em peña
en cont rolar..., pero sin saber solt ar, ni fluir, ni hallar el punt o de m enor
resist encia. Ent onces uno se quem a, agot a sus m ás preciosas energías
y se em pant ana en el conflict o. En sum a, no es la vida. Yo com et í el
m ism o error que t ú. Tant eaba con est o, m iraba aquello y, al final, m e
quedé at rapado en m i propia t ela de araña. Se dej a uno dom inar por
una inút il y grot esca act ividad.
Asent í con la cabeza... Luego m i m irada se perdió en el inm enso
horizont e.
—De t ant o enredarse en esas sórdidas act ividades —dij e—, uno se
sale de su propio cent ro y se t orna m onót ono, repet it ivo y seco.
—Así es —convino Sri—. De t al m odo nos involucram os en la
act ividad, que la m ent e se abot arga y la percepción se em bot a. Se
pierde el elem ent o sorpresa, la savia de la vida. Se hace la rut ina, el
t edio. Para superar ese sent im ient o de aridez, recurrim os a m ás
act ividad y a conseguir m ás riqueza m at erial, y ent onces se genera m ás
rut ina, m ás t edio. El rat ón, neciam ent e, se ha int roducido en el
laberint o de la pesadum bre.
—Com o un rat ón m e sent ía —adm it í.
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hast a que llegam os a Gangot ri. Cuando ent ram os en el lugar com probé
que apenas era un poblado, form ado por una sola calle que desem boca
en el t em plo de la Diosa Ganga, j unt o al río. Ést e salt aba con t ant a
fuerza que su est ruendo m olest aba a los oídos.
—Nos aloj arem os en el ashram de Cient o Diez Años.
Miré est upefact o a Sri.
—Es un buen am igo —aclaró—, un yogui que ha cum plido cient o
diez años y a quien llam am os siem pre por su edad. Pasarem os unos
días en su ashram y le pregunt arem os por t u t rat ado. Él, debido a su
avanzada edad, ha conocido a m iles de hom bres sant os.
El ashram est aba en las afueras de la ciudad, al ot ro lado del río...
Era una pequeña ext ensión de t erreno seco con una m odest ísim a casa
en el cent ro. Un j oven de cabeza rapada y enfundado en un kurt a
blanco salió a recibirnos. Tras saludar a Sri, nos precedió al int erior de
la casa, que disponía de varias piezas sin m uebles. Sobre un j ergón,
m edio recost ado, vim os a un hom bre de vient re prom inent e, cabeza
abult ada, sin un solo cabello, rost ro apergam inado y sonrisa infant il.
Sri se le acercó y le t ocó los pies, haciéndole una sent ida
reverencia. Luego m e lo present ó. Era Cient o Diez Años. Y result aba
curioso que se le viera t an anciano y, sin em bargo, t uviera la expresión
risueña, despreocupada y divert ida de un niño. Sin decir palabra, m ovió
la cabeza para saludarm e y colocó hacia arriba la palm a de su m ano
izquierda, en espera de que yo pusiera la m ía sobre ella. Así lo hice y
Cient o Diez Años, cariñosam ent e, sost uvo m i m ano durant e un t iem po,
con la m irada de sus expresivos oj os fij a en los m íos. No t enía un solo
dient e y cuando j unt aba los labios, su rost ro se arrugaba com o si fuera
de gom a. El j oven que le asist ía le dio un vaso de leche. Cient o Diez
Años parecía un niño anciano o un anciano niño. Lo ciert o es que
exhalaba una at m ósfera de alegría infant il.
Al anochecer, la est ancia del yogui se abarrot ó de visit ant es. Todos
los días recibía a gran cant idad de personas que querían escuchar sus
palabras, incluidos m uchos erm it años que habían abandonado por un
t iem po su ret iro para peregrinar a Gangot ri.
Tras un silencio inspirador, el yogui em pezó a hablar y dij o algo que
m e conm ovió profundam ent e.
—Quien bebe en la fuent e del ser se conviert e en Dios, pero quien
bebe en la fuent e del vacío est á m ás allá de Dios. Dios es t odavía una
lim it ación.
Seguía llegando gent e. La noche había caído por com plet o. Nos
alum braban un par de vacilant es candiles. Olía a perfum e de rosas.
Recalcando sus palabras el anciano cont inuó:
—Yo he m at ado la m uert e. He ganado la bat alla a Dios. Yo soy nada
en la Nada.
No se m ost ró fat uo hablando así. Tras pronunciar aquellas palabras
esbozó una sonrisa. Él im pregnaba la est ancia con su inocencia y su
sim pat ía. Poco t iem po después descubrí que sólo t om aba un caldo y un
vaso de leche al día, dorm ía dos horas y gozaba de una envidiable
salud.
—¿Qué espera ust ed? —le pregunt ó un devot o—. ¿Qué sient e?
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kilóm et ros, el desplazam ient o se hizo largo debido a las dificult ades de
la carret era. I nm ut able, el conduct or sikh sort eaba desprendim ient os,
rocas y lagunas.
San Jauli es un sim pát ico pueblo en la inm ensidad de las m ont añas
que circundan Sim la. Est uvim os depart iendo largo rat o con el lam a, en
cuyo rost ro dest acaban una barbit a punt iaguda y unos oj os
profundam ent e expresivos. Nos habló del poder del m andala com o foco
de energía y de la vía secret a de los m ant ras para conect ar con
realidades de orden superior.
Después de haber t om ado t é con una densa capa de m ant eca de
yak, se despidió de nosot ros obsequiándonos con unos rosarios que
ellos llam an necalas.
Aunque los dos días en com pañía del coronel y su niet a
t ranscurrieron com o un suspiro, ni un solo inst ant e dej é de t ener viva
consciencia de la presencia de I sabel, de sus gest os, m iradas y
palabras. El día de la despedida est aba esperándom e en el porche. El
cielo era com o un espej o azul. El hum o de la chim enea flot aba en el
aire.
—¿No quieres quedart e, Hernán? —m e pregunt ó.
—Todos m is sent idos lo anhelan, I sabel —respondí—. Nada en
verdad im pide que perm anezca aquí, disfrut ando de vuest ra com pañía,
e incluso m edit ando apaciblem ent e; pero he venido a la I ndia a seguir
un cam ino espirit ual que m e ayude a com prender y a recobrar la paz
int erior.
—¿Volverás alguna vez?
—Nunca abandonaría la I ndia sin vert e y despedirm e de vosot ros.
Necesit aba adquirir varios art ículos para m i aseo personal, así que
fuim os j unt os hast a el bazar. Com parado con ot ros bazares, el de Sim la
era lim pio y ordenado, con sus puest os de verduras, gorros, chales de
lana y especias dist ribuidos en varias callej uelas en la falda de la colina.
Después de las com pras fuim os paseando hast a uno de los cerros y
nos sent am os ent re los árboles. Del m odo m ás inesperado, I sabel m e
pregunt ó, con m irada seria.
—¿Por qué hay t ant a insat isfacción en t i?
Y t ú, ¿no sient es t am bién una gran insat isfacción? —repuse algo
m olest o. —Ella guardó silencio—. Sient es t ant a insat isfacción com o yo
—añadí—; t ant a com o cualquier persona que t enga inquiet udes y no
alborot e com o una gallina at olondrada.
—Sí —dij o, esbozando una sonrisa—, pero yo gast o esa
insat isfacción. La ut ilizo a cada m om ent o. Tú la conservas; no t e
desprendes de ella. Necesit as salir fuera de t i m ism o.
—¿Ah, sí? —exclam é, irónico.
—Ahora t e aut odefiendes —aseveró ella—. Cuando uno t rat a de
hablar de t i, siem pre t e colocas t ras un m uro.
—¿A qué viene t odo est o? —pregunt é de m al hum or—. Te queda
m ucho por saber y com prender.
—Sí, claro...
—Tú t am bién sufres —la int errum pí—. No t e hagas la m uj er recia
conm igo porque...
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Me echó los brazos al cuello y cubrió m is labios con los suyos. Luego
se apart ó con brusquedad y dij o:
—Te resist es a la verdadera vida, dándole la espalda. No acept as lo
que no hayas planeado prim ero; nada que no t uvieras previam ent e
calculado.
—No es así —prot est é.
—Por supuest o que lo es —insist ió ella—. Necesit as elaborarlo t odo
con la m ent e.
La cogí ent re m is brazos y la besé. Supe ent onces hast a qué punt o
podríam os am arnos, pero lo difícil que result aría conciliar nuest ros
caract eres e inquiet udes.
Nos levant am os y reanudam os nuest ro paseo en silencio,
pensat ivos. Am bos nos dábam os cuent a de que había m uchas cosas
que nos acercaban y ot ras m uchas que nos dist anciaban.
Yo cam inaba cabizbaj o.
—¿Por qué t ienes esa necesidad de encont rar a alguien que t e
enseñe y t e guíe? —pregunt ó, pasados unos segundos.
—¿Me lo reprochas? —dij e, controlando m i ánim o. Y agregué—:
Tam bién t ú t e has inspirado en las enseñanzas de Sri.
—Me ha inspirado, por supuest o, pero siem pre sigo los dict ados que
surgen de m í m ism a.
—Lo que ha surgido de m í m ism o en los últ im os años no ha sido
ot ra cosa que confusión y m alest ar. Por eso creo que debo com enzar m i
búsqueda en Benarés. ¿No es la ciudad m ás sagrada de la I ndia? Allí
conoceré a m uchos sadhus y hom bres sant os, recabaré inform ación y
veré qué sale de t odo ello.
Al despedirnos, m e regaló un chal anaranj ado, com o el que llevan
los renunciant es. Lo t om é com o un m odo de desearm e suert e en m i
difícil búsqueda. Est aba m uy at ract iva baj o el inclem ent e sol de la
m añana. El coronel m e est rechó la m ano e I sabel, sin decir nada, m e
dio un abrazo espont áneo.
Subí al aut om óvil y m e recost é en el asient o t rasero.
—Hoy t enem os un buen día, sir —dij o el conduct or.
Nos pusim os en m archa. Pensé que debería em plear t oda m i
energía en hallar a Suresh, donde quiera que est uviese.
Pero ¿querría acept arm e aquel singular m aest ro que no ej ercía
com o t al?, ¿podría siquiera encont rarle?
Cuando llegam os a Chandigarh, el conduct or m e acom pañó hast a la
puert a de la est ación. Me sum ergí en el t orrent e hum ano, j unt o a las
vías. El t ren iba a part ir en pocos m inut os.
En Nasik se celebraba un gran festival religioso y unos sadhus de
Benarés m e habían dicho que seguram ent e allí encont raría a Suresh.
En las inm ediaciones de Nasik podían verse nut ridos grupos de
peregrinos y devot os que habían acudido hast a allí para asist ir al
fest ival j unt o a las aguas del río Godavari. Com o iban a reunirse varios
m illones de personas, la policía había dispuest o un asom broso
disposit ivo de vigilancia y seguridad. Había gran núm ero de
cam pam ent os de sadhus y peregrinos. Todos los est ablecim ient os
est aban a rebosar, pero al fin encont ré un cuart ucho en la casa de un
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ext ranj ero loco o se encogían de hom bros. Pregunt é a unos policías,
pero no pude arrancarles ni una palabra. Cuando seguí insist iendo,
algunos m e dij eron que no sabían el nom bre del funám bulo. ¿Cóm o era
posible que nadie m e diera referencias? Me sent í t an im pot ent e com o
un sapo al que se le viene encim a la pat a de un elefant e.
—Por favor, ¿podrían decirm e si se llam a Suresh? —seguí
pregunt ando.
De repent e, una m ano m e agarró del hom bro. Al volverm e m e
encont ré con el rost ro sonrient e y agit anado de un j oven sem idesnudo,
herm osos oj os m uy vivaces y sonrisa expresiva, un poco burlona.
—Sí, es Suresh —dij o—. Ése es Suresh.
Sent í una alegría irreprim ible. Hubiera est rechado a aquel hom bre
cont ra m í y lo hubiera besado. Pero, desconfiado, pregunt é:
—¿Cóm o lo sabe?
—¿Que cóm o lo sé? —Est alló en una carcaj ada sin fin—. Som os
com pet idores —reconoció—. Pero el m uy pícaro est a vez m e ha t om ado
la delant era y se est á llevando t odo el dinero. ¡Será rufián!
—¿Est á seguro de que es él? —insist í.
—Le conozco desde hace varios años —respondió el j oven sin dej ar
de sonreír, y seguram ent e sorprendido por m i int erés hacia el
funám bulo.
—¿Qué es ust ed? —pregunt é—. ¿Por qué lo conoce desde hace
t ant o t iem po?
Volvió a reír a carcaj adas.
—Acróbat a, equilibrist a, t rapecist a, funám bulo, faquir... —dij o
divert ido—. Soy t odo eso y m ás, igual que Suresh. Muchas veces
hem os desayunado j unt os con clavos y crist ales —brom eó.
De nuevo alcé la m irada hacia el hom bre que se paseaba por el
alam bre. Tenía a la concurrencia en un puño, absort a y enfebrecida con
su act uación. De vez en cuando, y con m ucha habilidad, fingía que casi
se caía, enardeciendo al público aún m ás. La gent e silbaba, grit aba,
enm udecía, aplaudía y daba vít ores. Cuando Suresh dio por t erm inado
su núm ero y saludó fanfarrón desde el alam bre, un niñit o fue pasando
ent re el público con una caj a en la m ano para recibir la recom pensa.
La gent e le echó m uchas m onedas. Supuse que había conseguido
una m agra recaudación.
—No va a dej ar nada para m í —se lam ent ó el j oven agit anado, que
seguía a m i lado y que exhalaba una gran sim pat ía.
Cuando vi que Suresh descendía por uno de los m ást iles, m e abrí
paso a codazos ent re la m uchedum bre. Podía perm it írm elo t odo m enos
perderlo. Me sent ía nervioso y desconcert ado. Si no podía darle
alcance, t al vez lo perdería para siem pre. Llegué hast a Suresh y m e
coloqué frent e a él, cerrándole el paso.
—Necesit o hablar con ust ed —dij e—. Es sum am ent e im port ant e.
Me m iró sin ext rañeza, con nat uralidad.
—¿Tan im port ant e es? Ahora hablarem os.
La gent e se arrem olinaba j unt o a él y m uchos querían t ocarlo,
palm earle la espalda, pregunt arle cosas o, sim plem ent e, verle de cerca.
Por m i part e aproveché la ocasión para observarle con m ás
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det enim ient o. Tenía el cabello negro y ensort ij ado; en su oscuro rost ro
dest acaban los oj os, de un color am barino y m irada profunda y
penet rant e. Aunque de pecho abult ado y fuert e y cuerpo fibroso y
m usculado, se le veía m uy delgado. Una sem isonrisa persist ía en sus
labios y la expresión de sus oj os era viva y sim pát ica. Desprendía una
sensación de cont ent o y serenidad.
—Venga conm igo —m e indicó con am abilidad no fingida.
Me result ó difícil seguirle ent re el enorm e gent ío. At ravesam os
algunas callej uelas at est adas de vendedores, sadhus y peregrinos y nos
dirigim os hacia las afueras de la ciudad, donde había un gran
cam pam ent o con t iendas. Suresh se det uvo ant e una de ellas y, con un
cordial gest o de la m ano, m e indicó que pasara yo prim ero. En ese
m om ent o com prendí que era una persona de exquisit os m odales, lo
que cont rast aba no poco con su profesión de faquir. El niño que había
recogido la recaudación y nos había seguido a cort a dist ancia se det uvo
en la ent rada de la t ienda. Suresh cogió la caj a con la recaudación y le
dio un buen puñado de m onedas al pequeño; ést e, m uy cont ent o, se
alej ó corriendo.
Nos sent am os en el suelo, sobre una raída alfom bra. Sin m ediar
palabra, el hom bre preparó t é para am bos y con abiert a fam iliaridad se
sent ó a m i lado, m e dio un cariñoso cachet e en un m uslo y clavó su
m irada en m is oj os. Los suyos disponían de un lenguaj e propio e
inexpresable, pero en ellos había algo inquiet ant e y m ucho de paz
inefable.
—Est a t arde, al anochecer, act uaré ot ra vez. Pero he pedido que
suban el alam bre m ucho m ás. A la gent e le gust a el riesgo aj eno y
adm iran a quienes hacen lo que ellos no se deciden a hacer. Bien, ust ed
t enía algo m uy im port ant e que decirm e, ¿no es así?
No sé si hubo un t ono de ironía en su voz, pero t odo lo que est aba
sucediendo m e parecía absurdo e irreal. Yo, un occident al cult o,
sofist icado y t ecnificado, m e encont raba en una sórdida t ienda de
cam paña, sent ado en el suelo frent e a un faquir sem idesnudo,
dispuest o a solicit arle —y si fuera necesario a suplicarle— que fuera m i
m ent or... Casi no podía creerlo, y m enos pensar que eso m e est aba
sucediendo a m í, una m ent e lógica y calculadora. Tenía t ant as dudas
que m e sent ía incapaz de despegar los labios para hablar, pero m e
arm é de valor.
—He pasado algunas sem anas con Sri —dij e—, en Alm ora. Tam bién
he conocido a Cient o Diez Años. Am bos han convenido que ust ed podría
ser el m aest ro idóneo para m í.
Casi no había t erm inado de expresarm e cuando una sonora
carcaj ada resonó en la t ienda. Su reacción fue t an inesperada que m e
quedé est upefact o. Él no paraba de reír sin recat o alguno, y lo hacía de
t al form a que, evident em ent e m olest o, m e levant é para m archarm e.
—Vuelva a sent arse —dij o en lo que fue casi una orden—. Y no sea
t an neciam ent e suscept ible. Ahora, dígam e: ¿por qué iba yo a ser su
m aest ro? Y m e urgió—: Dém e una razón de peso. ¡Una razón de peso!
Me paralicé cuando nuest ras m iradas se encont raron. La suya
parecía ent rar hast a lo m ás ínt im o y profundo de m í.
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expect ant e cam inó de frent e y de espaldas sobre el alam bre, con los
pies desnudos, ut ilizando diest ram ent e los brazos una y ot ra vez para
m ant ener el equilibrio. Con asom brosa facilidad giraba sobre el alam bre
o levant aba un pie y provocaba m ovim ient os de aparent e inest abilidad
para despert ar el t em or y aum ent ar la t ensión en el público. Y a decir
verdad, lo conseguía. En cada m om ent o de su act uación sabía cóm o
proceder para enardecer m ás a los espect adores. Fue aclam ado con
int ensidad cuando acabó su exhibición. La gent e del cam po est aba
com o hechizada, sin poder dar crédit o a lo que veía.
Cuando descendió, Suresh se dej ó abrazar y felicit ar por t odos, de
buen t alant e, encant ado ent re su público, sin ningún signo de
arrogancia. De repent e se dirigió a m í.
Acom páñam e —dij o.
Le seguí. Mi m ent e era un t orbellino de confusión. Me había
convert ido en el acom pañant e de un funám bulo de feria, yendo de acá
para allá. Anduvim os por unas sucias callej uelas hast a llegar delant e de
una casucha sem iderruida. Ent ram os.
En una sórdida y húm eda habit ación nos encont ram os con una
m uj er y cuat ro niños de cort a edad. Ella parecía enferm a y en su rost ro
había una palidez cadavérica. Aunque los pequeños iban pobrem ent e
vest idos, se les veía m uy cont ent os. La m uj er, haciendo un gran
esfuerzo y com o si no pudiera ni arrast rar los pies, puso ant e nosot ros
sendos vasos de agua y unos dulces con m oscas. Los niños em pezaron
a colgarse de Suresh, j ugando con él m uy alegres. Not é que le t enían
gran afect o. De súbit o, Suresh cogió part e del dinero recaudado y se lo
dio a la m uj er. Ést a em pezó a gem ir em ocionada, em peñándose en
besar las m anos del faquir, pero él no se lo perm it ió, y siguió dej ándose
zarandear por los niños. Me hizo una señal.
—Vám onos —dij o.
Una vaca nos cerraba el paso. Las aguas fecales discurrían por la
callej uela. Olía a excrem ent os. El cielo est aba m uy cubiert o y la
hum edad era com o una nube asfixiant e. Nos cruzam os con un anciano
que, al vernos, t endió una m ano t rém ula y susurró algunas palabras
inint eligibles. Suresh le llenó la m ano de m onedas. Le observé con
curiosidad.
—Hay que saber solt ar —m e dij o sin m irarm e.
¿Se refería al dinero que había dado a la m uj er?, m e pregunt é. Pero
guardé silencio.
—Saber solt ar. Si no levant as los pies del alam bre que pisas, si no
t e suelt as, ¿cóm o seguirás avanzando por él? La vida consist e en t om ar
y solt ar, coger y afloj ar. Tenem os que aprender a est renar cada
inst ant e. Ni siquiera a la senda del m edio hay que aferrarse. ¡Cuánt o
m enos a los ext rem os! Llegará un día en que t endrem os que solt ar
incluso el cuerpo.
Espont áneam ent e nuest ro t rat o se había hecho m ás ínt im o y
fam iliar. De repent e fue com o si nos conociéram os desde hacía m ucho
t iem po. Ésa fue m i sensación.
—¿No t e hace daño el alam bre al pisarlo descalzo? —pregunt é.
—Ya no —respondió—. Al principio result aba doloroso, pero hay que
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t erm inaron convirt iéndose en seudofaquires. Hoy la gent e los t rat a con
desprecio. Los hay que, por t radición, conocen algunos m ét odos fiables
y los ponen en práct ica, incluso a m enudo sin saber por qué funcionan.
Sin em bargo, el verdadero faquir se curt ía con t odo t ipo de pruebas
difíciles.
—¿Qué queda de aquellos faquires? —pregunt é.
—No vayas t an de prisa —repuso—. Cuando uno no cont rola su
im paciencia, el alam bre lo arroj a al vacío. Tom a buena not a de ello.
Todo fluye paso a paso.
La lluvia golpeaba cont ra la lona de la t ienda. El olor de la t ierra
m oj ada suponía un alivio, pues el calor era int enso.
—El ant iguo faquir —prosiguió Suresh— se plant eaba t oda clase de
dificult ades para poner a prueba su t alant e im pasible. El m aest ro
t am bién se m ost raba m uy severo con el aprendiz. Era necesario que
ést e se fort aleciera y que aprendiese a absorber la fuerza del Universo.
Por ot ra part e, aprendía a dist anciarse de su cuerpo; así, aunque
sint iera dolor, no dem ost raba su sufrim ient o. El dolor no era ot ra cosa
que dolor. Con la fuerza de la m ent e, podía aislarse de su envolt ura
carnal y, m ás aún, ret irar la energía de algún m iem bro o part e de su
cuerpo para insensibilizarlo. Sin em bargo, un faquir no es un ascet a,
penit ent e ni nada de eso. Ment alm ent e, con m ét odos que inducían el
t rance, podía sum ergirse en el éter y t om ar de él nueva energía,
int repidez y una sensación de unidad con el cosm os.
—Pero ¿por qué se fueron ext inguiendo los verdaderos faquires? —
pregunt é int rigado.
—Ya t e lo he dicho, lo que pasa es que no prest as at ención. Dej a de
parlot ear m ent alm ent e cont igo m ism o y escucha. Espirit ualm ent e,
nuest ro país —dij o con énfasis— era el m ás rico del m undo. Pero t odo
se ha degradado en la I ndia. Tam bién aquí, o incluso aquí m ás que en
ot ros países, est am os t ocados por el signo de Kali- yuga. La ciencia y
art e del faquir fueron eclipsándose hast a casi ext inguirse. Los m aest ros
no dej aban ot ros m aest ros; los aprendices no t enían con quien
aprender; las escuelas fueron desapareciendo. Había faquires porque
aprendían el oficio del padre, de otro faquir o eran aut odidact as. Los
faquires de ant año eran com o una orden iniciát ica, m uy seria, m uy
disciplinada. Est á en el signo de Kali- yuga que t odo degenere.
Su rost ro se ensom breció ligeram ent e y un dest ello de t rist eza pasó
por su viva m irada. No obst ant e, siguió hablando.
—Las ant iguas escuelas enseñaban un buen núm ero de m ét odos
para disociarse del cuerpo y de la m ent e y sum ergir el ser en el Ser.
Pero se corrían grandes riesgos. La vida del faquir era m uy peligrosa,
m as el verdadero faquir había desarrollado la sant a indiferencia, t ant o
con respect o a la vida com o a la m uert e. Algunos enloquecían y ot ros
se suicidaban. No era una senda para t odos. El verdadero faquir
siem pre est aba poniéndose a prueba; se em peñaba en ir m ás allá de
sus lím it es y sobrepasar su condición hum ana. Algunos hallaban la
m uert e en el int ent o.
"Al irse ext inguiendo los grandes m aest ros y desaparecer las
escuelas, los faquires no sabían dónde hallar refugio, ni ayuda. Tenían
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que sobrevivir. Ent onces em pezaron a prost it uirse. Los aut ént icos
confiaban siem pre en el Alm a Suprem a y asum ían el dest ino que les
deparase. Sabían que no hay garant ía de seguridad para nada y que la
propia vida pende de un frágil hilo. El ser hum ano es un reflej o de la
Consciencia Pura. Cuando uno disuelve su ego en la Consciencia, vivir o
m orir carece de im port ancia. Conocí a un faquir que en pocos inst ant es
podía elim inar de su cuerpo el veneno de la víbora. Pero en una ocasión
le m ordió una y no pudo poner en m archa el m ecanism o para librarse
del veneno com o en ot ras ocasiones. Supo que había fracasado en su
int ent o y que m oriría en unos segundos. Me abrazó y con gran sosiego
susurró: "Aham Brahm asm i". ¿Sabes lo que significa?”
—Yo soy Dios.
—En efect o. Murió sin darle im port ancia. El faquir t rat a siem pre de
conquist ar la felicidad m ediant e el esfuerzo; la suya es la vía de la
volunt ad indom able. No pert enece a cast a ni est rat o social alguno, es
libre com o un riachuelo, desprendido, esquivo. El dolor no puede
m at arle porque es él quien m at a el dolor.
—¿Pert eneces a una escuela m uy ant igua?
—Tienes suert e —dij o, dándom e una cariñosa palm ada en la
frent e—, porque est a noche m e apetece hablar y, com o sé que eres un
pregunt ón, si hoy no m e sacas inform ación volverás m ás t arde a
int errogarm e.
Se echó a reír y yo le im it é. Est ábam os a gust o.
—Desde hace m uchos siglos se ha perpet uado la escuela de los
rasayani. Som os una m ezcla de faquires, yoguis, alquim ist as y siddhas,
es decir, sabios. Yo aprendí de m i padre sus principios y t écnicas. —
Hizo una pausa y cerró los párpados un m om ent o—. Ya hem os charlado
dem asiado —dij o sin abrir los oj os—. Est arem os unos días en Nasik.
Hablaba com o si hubiera acept ado ser m i m aest ro. Me sent í feliz;
sin em bargo, m i dicha duró poco.
—No t engo ni idea de si debo ocuparm e de t i o no.
—Pero... —balbucí.
—Déj at e de peros. Es t arde. Tengo que em plearm e a fondo est os
días.
Suresh se quedó absort o, m edit ando. No dij e nada m ás.
Con pies ligeros, aunque apenado, salí de la t ienda. Dorm í com o
buenam ent e pude en el cuart ucho que había alquilado.
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ent onces, m ediant e la m ás com plet a cesación m ent al, ent ram os en el
t erreno revelador e ignot o de lo I nefable.
—¿Cóm o se consigue esa inm ersión en lo I nefable?
Ya em piezas a im pacient art e. Te sucede eso que vosot ros llam áis
deform ación profesional. Est abas acost um brado a apret ar una t ecla y
t odos los dat os t e eran proporcionados. Ten paciencia. Ahora no est ás
haciendo operaciones m ercant iles.
Me m iró con t al sorna que m e sentí avergonzado, y herido en lo
m ás hondo de m i am or propio.
—La m ent e es com o un océano —prosiguió—. Los pensam ient os
represent an las olas en la superficie del océano. Las olas son algo
m ecánico y m uy pert urbador. Sin em bargo, a uno le es dado aprender
a refrenarlas y convert ir la superficie del agua en un lago de plácida
quiet ud. Ahora bien, dom inar las olas y suspender los pensam ient os no
result a t area fácil. Las sim ient es del deseo, que est án en el fondo del
océano, provocan las olas en la superficie. Así pues, el faquir sabe que
necesit a ir al fondo de sí m ism o para erradicar esas sim ient es que nos
roban libert ad y dicha.
—¿Cuánt o t iem po llevan ahí esas sim ient es? —pregunt é.
—Millones de años —respondió—. Y com o siem pre est am os
reaccionando a ellas, cada vez cream os m ás y m ás. Así nunca
hallarem os la paz int erior. En cam bio, el faquir se pone a la t area y
quem a sus sim ient es, elim ina el apego, cont iene los pensam ient os y
halla el glorioso pasadizo hacia el vacío prim ordial y liberador.
—¿Cóm o? —inquirí con un sent im ient o de urgencia.
—Sin prisas —repuso, enfat izando sus palabras—. Sin prisas.
De vuelt a a la ciudad, y sin que yo nada le pregunt ara, dij o:
—Los faquires rasayani nos hem os ido pasando el conocim ient o de
boca a oído desde la m ás rem ot a ant igüedad. Nada hay escrit o, que yo
sepa. Sin em bargo, vengo t om ando not as desde hace unos años, para
que el conocim ient o no se pierda. Mi padre m e lo pidió. Pero soy un m al
escrit or.
Se echó a reír. Sus oj os, siem pre brillant es, profundos y expresivos,
alcanzaban cuando reía un esplendor especial. Reía a m enudo, m as su
risa nunca era est rident e, aunque sí cont agiosa.
—Todo lo que sé —añadió— m e lo enseñó m i padre. Y a él m i
abuelo. Nunca buscam os discípulos. Si el dest ino nos proporciona uno,
sólo hay dos cosas que podam os hacer.
—¿Cuáles?
—O lo acept am os o lo rechazam os. —Se echó a reír de nuevo y
agregó—: Sigo dudando qué hacer cont igo. Ya verem os... —dej ó en
suspenso la frase y luego prosiguió—: En apariencia som os m eros
faquires. Así pret endem os que nos vean los dem ás. Y nos ganam os la
vida com o podem os. En realidad form am os part e de un círculo de
sabiduría inm em orial y som os incansables buscadores de lo
I ncondicionado. Creem os en t odo y no creem os en nada. Est am os sin
est ar y hacem os sin hacer.
—No t erm ino de ent endert e —m e lam ent é.
—Ni falt a que hace, de m om ent o —replicó—. No quiero para nada
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El Faquir Ramiro A. Calle
t u t orpe ent endim ient o int elect ual, sino un conocim ient o m ucho m ás
profundo.
Guardó silencio. No volvió a hablar hast a que llegam os a la ciudad
al anochecer.
—Al dest ruir las ocult as sim ient es del deseo —dij o ent onces— y
dom inar los pensam ient os, podem os ret irar la energía del cuerpo y
hacerlo insensible. Adem ás, el faquir nunca se cree los pensam ient os de
la m ent e. No se los cree —insist ió—. Son sim ples reacciones a las
sim ient es del deseo, a los gérm enes volit ivos del pasado. El faquir
aprende a m irar sin reaccionar, y cuando quiere se sust rae a t oda
act ividad y ent ra en su ser.
—¿Es necesaria la m edit ación? —inquirí.
—¡Qué pregunt a t an est úpida! —replicó—. Apenas t enía seis años
cuando m i padre, que era sobre t odo un gran yogui, m e proporcionó el
ej ercicio que se basa en la visión del disco solar de fuego que cont iene
la m edia luna en su int erior. Mediant e ese m ét odo, que form a part e de
nuest ra escuela, se consigue disolver la m ent e en la luz del ét er.
Ent onces t oda act ividad m ent al cesa e incluso la act ividad física se
reduce al m ínim o. En ese est ado, podrían m at art e sin que lo sint ieras.
Me m iró con at ención. Cada vez que lo hacía, parecía penet rar
hast a el núcleo de m i ser.
—Desde que m i am ado padre m e enseñó ese m ét odo —prosiguió—
, ni un solo día he dej ado de pract icarlo. Debes saber que la m ent e es
ant erior al cuerpo. Hay cient íficos que dicen lo cont rario, incluso aquí en
la I ndia, pero no les creas. La m ente es la que crea el cuerpo, y no al
cont rario. Cuando el esperm at ozoide y el óvulo se unen, se requiere
una consciencia de renacim ient o para que haya concepción. La Ment e
Única lo im pregna t odo, incluso una brizna de hierba. El yoga es la
unión con la Ment e Única...
Est ábam os en la t ienda, y cuando nos preparábam os para
t endernos en la alfom bra, dij o:
—Mañana seguiré hablándot e de la m ent e. Ahora vam os a dorm ir.
Y apagó el candil.
—¿Cuál es la prueba m ás difícil a que se som et e un faquir? —
pregunt é en la oscuridad.
—Ser ent errado vivo —dij o.
Quise pregunt arle si él llevaba a cabo aquella prueba, pero preferí
no im port unarle. Cada vez m e t enía m ás desorient ado. No parecía un
personaj e real, y sin em bargo allí est aba, a m i lado; oía su lent a
respiración y sent ía el arom a de sándalo que im pregnaba su cuerpo.
Est aba a punt o de dorm irm e, cuando dij o:
—Hem os de at ender con t oda m inuciosidad nuest ro cuerpo
m agnét ico. Es fácil lim piar y arm onizar el cuerpo; no lo es t ant o
ordenar y purificar la m ent e, y result a m uy difícil ordenar las energías
en el cuerpo m agnét ico. La Tierra t am bién t iene su cuerpo m agnét ico.
Nosot ros recibim os sus im presiones y ella recibe las nuest ras.
I m agínat e qué t rist e at m ósfera m agnét ica est am os creando los seres
hum anos con nuest ros odios, desm edidas am biciones y m alevolencia.
—A veces m e sient o un ser m iserable —m e lam ent é.
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El Faquir Ramiro A. Calle
—La m iseria est á en la m ent e hum ana. Pero hay algo que aprendí
m uy pront o cuando em pecé a andar por el alam bre. No podem os
perdernos en lam ent aciones, ni suposiciones, ni por qué, ni para qué.
Todo eso uno no puede perm it írselo en el alam bre. E igual que soy en
el alam bre soy en la vida.
“ A cada inst ant e hago las cosas lo m ej or que puedo y no m e
preocupo de cóm o result arán. Trat o de act uar con lucidez, at ención y
dest reza. Y no pienso en los result ados. Bast ant e t engo con est ar en la
acción conscient e. Nuest ros sabios lo llam an obrar por am or a la obra.
De eso no t enéis ni idea la m ayoría de los occident ales. No obst ant e, t e
diré que es m ás difícil t ransit ar por la vida que andar sobre kilóm et ros
de alam bre.”
Guardó silencio. Escuché su respiración. Era un hom bre ext raño y
enigm át ico, que desbordaba m i com prensión pero exhalaba una
reconfort ant e seguridad. En ese m om ent o m e sent ía t ranquilo.
—Es m ej or m orir que llevar una vida sin equilibrio —dij o, quebrando
el silencio—. Sin equilibrio no puede haber ni claridad m ent al ni
com port am ient o benevolent e. Sin equilibrio nos precipit am os en el
abism o de la codicia y el odio.
I ba a com ent ar algo pero él se m e ant icipó.
—La vida sin arm onía se conviert e en un basurero.
—Necesit o que m e dé inst rucción espirit ual —dij e de pront o.
Casi at ropellando m is palabras, replicó:
—Tú lo has querido. Te enseñaré. Voy a enseñart e a cam inar por el
alam bre.
Me quedé est upefact o. ¿Cam inar por el alam bre? ¡Est aba loco! No lo
había abandonado t odo y viaj ado m iles de kilóm et ros para aprender a
cam inar por el alam bre. ¿Era una de sus brom as? ¿Me est aba poniendo
a prueba? Toda m i vida m e habían espant ado las alt uras. No era capaz
ni de subirm e a los peldaños alt os de una escalera de m ano. ¿Dónde
m e est aba m et iendo? Aquello era una insensat ez. Quise prot est ar, pero
guardé silencio. El t error m e invadió. En esos inst ant es cuánt o eché de
m enos m i cóm oda casa, m i aburrida vida laboral y la acart onada
seguridad de m i rut ina cot idiana.
Colm ado de inquiet ud, el sueño m e venció. Al am anecer, alguien
em pezó a zarandearm e sin consideración. Era Suresh.
—Medit a conm igo —m e ordenó.
—Sí, sí —dij e m edio dorm ido.
Nos sent am os en m edit ación el uno j unt o al ot ro. El calor a esas
horas de la m añana ya result aba asfixiant e. "Oj alá llueva", pensé. En el
ext erior sonaba el ruido de los cacharros pert enecient es a los sadhus de
las t iendas de alrededor. Una nube de perfum e de sándalo invadió el
aire.
—La nat uraleza nos ha creado desde lo m ás sut il a lo m ás burdo —
dij o Suresh—, de arriba abaj o. No sabes el cam ino t an largo que hem os
hecho, descendiendo hast a lo m ás t osco. Medit am os para ret ornar,
para viaj ar de la base a la cim a. Dej a ahora que el sonido oM reverbere
y vibre en t u int erior. —Hizo una pausa y agregó—: Sient e la vibración
de oM en t u int erior.
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y holgadam ent e?
—Si quieres seguir achicharrándot e en t u despacho, vuelve a él. Si
deseas cont inuar en t u lent a y exasperant e agonía, regresa y déj am e
en paz. Ya m e has hecho perder m ucho t iem po y la vida es dem asiado
cort a para andarse con ñoñas vacilaciones.
Enroj ecí hast a la raíz del cabello, no sé si de vergüenza o de rabia.
—Me t em o —añadió sarcást ico— que eres de esos que llegan al
t ram polín y, en lugar de salt ar, siem pre se vuelven at rás.
A la ira siguió un sent im ient o de desconsuelo. Debía de est ar loco
para desear quedarm e con aquel indócil faquir sem idesnudo, que
parecía no preocuparse por nada. Apelé a la ayuda de la m ano invisible
a que él hacía referencia, pero no obt uve respuest a.
Suresh se levant ó de repent e, pagó la cena y salió del local.
Sin decir palabra com encé a cam inar hacia el lado opuest o, en
dirección a la est ación de Nasik, para desde allí t om ar el t ren a Bom bay
y luego un avión hacia Europa. El desconsuelo se t ornó indignación, casi
ira incont enible. "Maldit o faquir sem idesnudo y arrogant e," pensé.
Aceleré el paso, pero de pront o...
¿Cóm o habían t ranscurrido los últ im os años de m i vida? Mi
exist encia había sido una fea, casi horrenda, caricat ura. Eché a correr
det rás de Suresh, abriéndom e paso a codazos ent re la densa m ult it ud.
Jadeant e, le alcancé.
—Te gust arán las m ont añas del sur. En el viaj e com erem os
m angos.
Un escalofrío m e recorrió el cuerpo. Una gat a en celo, m aullando
com o si la vida le fuera en ello, pasó ent re m is piernas. Las callej uelas
est aban m uy sucias debido a los desperdicios de m iles de peregrinos y
devot os. Una rat a se ent ret enía j ugando con una t acit a de loza m edio
rot a. Algunos perros dialogaban a ladridos a lo lej os. La plat eada luz de
la luna apenas era visible ent re las nubes del m onzón.
—¿De verdad soy com o un pat o m areado? —pregunt é.
—I ncluso un pat o m areado, si se lo propone, es capaz de aprender
a pasar por el alam bre —repuso.
Cam inábam os hom bro con hom bro, alm a con alm a, esperanza con
esperanza. Muy a lo lej os, com o saliendo de las ent rañas de la t ierra, se
oyeron cánt icos religiosos: Sát a Ram , Sát a Ram .
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CAPI TULO DI EZ
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¡Vive! Fúndet e con lo que nos rodea: el páj aro, la brisa, el olor de las
flores, el m urm ullo del arroyo... Vivim os de espaldas a la realidad
suprem a sin darnos cuent a de que nosot ros som os la realidad suprem a.
Suresh pidió al anciano que se det uviera a la ent rada de un
est recho cam init o que se perdía en la frondosa veget ación, rodeado de
un circo de m ont añas silent es y m aj est uosas. Com o despedida dio un
puñado de m onedas al cochero, al cual le falt ó poco para arrodillarse a
los pies de Suresh y besárselos, t al era su desbordant e agradecim ient o.
Nos pusim os a cam inar por la senda hacia un bosque espeso y que
parecía insondable. Las nubes flotaban esponj osas por encim a de
nuest ras cabezas.
—Seguram ent e lloverá al anochecer —predij o Suresh.
Yo oía com o cruj ían las hoj as secas baj o sus pies. La nat uraleza se
m ost raba en t odo su candoroso esplendor. Suresh se sent ía vit al,
anim ado y divert ido.
—No obst ant e, est a franj a que es la vida, aunque est recha, t iene su
encant o —observó.
Me encogí de hom bros, pero no repliqué.
—Todavía nos quedan un par de kilóm et ros por recorrer. Sient e la
t ierra baj o t us pies —añadió—, aspira el arom a de los arbust os, déj at e
penet rar por la generosa brisa y m ira hacia el horizont e. Expándet e.
Cam inaba ágil y erguido, con su habit ual prest ancia, igual que un
m ozalbet e lleno de vida y j ovialidad. Yo, com o él hubiera dicho, parecía
un pat o m areado: arrast raba los pies, y a cada paso que daba sent ía
m ás la fat iga del viaj e.
—La m ont aña —dij o— t iene su lenguaj e; nos produce est ados de
consciencia y de ánim o especiales y nos perm it e conect ar con lo
im percept ible. La m ont aña hace que sint am os m ás plenam ent e la
art eria de vit alidad que t odo lo anim a. La m ent e se abre, el corazón se
llena de t ernura y el cuerpo se t orna resist ent e. Experim ent a el
m ovim ient o de t us pies, m ant én el cuerpo erguido, com o si quisieras
t ocar el cielo con la cabeza. No cam ines com o una foca ext enuada.
A lo lej os, ent re la m aleza, divisam os un grupo de cabañas de
m adera. Nos dirigim os hacia ellas. Gran núm ero de niños acudieron a la
carrera hacia nosot ros y se colgaron de las piernas de Suresh. Parecían
conocerle m uy bien. Una risa de j úbilo surgió de la gargant a del faquir.
Abrazó a los pequeños, los alzó en brazos, j ugó con ellos y soport ó sus
t ravesuras. Est ábam os en el poblado de una t ribu. Los niños iban
desnudos, y los adult os, casi. Un hom bre de edad avanzada y noble
aspect o salió a recibirnos, casi cerem oniosam ent e.
—Es com o el alcalde de la aldea —m e inform ó Suresh.
El alcalde y él se saludaron con gran afect o.
Vivirem os en una de esas casit as.
¿Una casa? Era peor que la erm it a de Sri, incluso peor que un
cham izo. Me sent í enoj ado. ¿Qué necesidad t enía yo de soport ar t odo
aquello? ¿No podíam os habernos quedado en un agradable hot el de la
ciudad? Em pezaba a sent irm e realm ent e hart o, pero cont uve m i ira.
La casit a est aba vacía, con una piel de búfalo en el suelo de la única
habit ación por t odo m obiliario. Había una especie de horno hecho en la
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m ism a t ierra. Olía a excrem ent os, pero era un olor sano, a cam po;
adem ás, hacía un agradable frescor.
"Bueno —pensé—, no va a ser t an t errible."
El alcalde ent ró en la casit a y los t res nos sent am os sobre la piel de
búfalo. Enseguida una m uj er m uy priet a de carnes, de pequeña
est at ura pero prom inent es caderas, con la piel m uy oscura y la nariz
achat ada, nos t raj o un cánt aro con leche de búfala y unas t azas de
loza. Bebim os casi con im pudicia; t eníam os ham bre, sed y fat iga. El
anciano parecía querer a Suresh de m anera ent rañable; le m iraba con
el m ism o cariño que a un hij o y no dej aba de acariciar alguna part e de
su t orso, sus m anos o su cuello.
Me pregunt é si habría alguien que no quisiera al faquir.
Un rat o m ás t arde, el anciano nos dej ó.
—Hoy t ienes que descansar profundam ent e —m e dij o Suresh—.
Dent ro de un rat o saldrem os a buscar un buen sit io para colocar el
alam bre. Mañana com enzarás a pract icar.
—Pero Suresh —dij e con fingida afabilidad—, ¿es realm ent e
necesario que pract ique con el alam bre?
—Tu ego se sirve de t oda clase de resist encias. ¿Sabes qué quiere
en realidad? —Bebió ot ro sorbo de leche—. Recuperar su carnaza;
volver a enredarse con ocupaciones inút iles, t rivialidades, proyect os y
m et as. Y t ú le sigues el j uego. Voy a decírt elo por últ im a vez.
Se puso m uy serio, aunque m e dio la im presión de que su seriedad
era sim ulada.
—Si adquieres un com prom iso de búsqueda, es para que lo
respet es. Si dej as la vida en ello, será porque no podía suceder de ot ra
form a. Siem pre será m ej or que m orir de un infart o en una cena de
negocios o en los brazos de una de las insust anciales m uj eres con
quienes fornicabas.
—¿Por qué las llam as insust anciales? —m e quej é, herido en m i
am or propio.
—Porque t ú eras m ás insust ancial que ellas, m ucho m ás. Has sido
siem pre un sim ple bisut ero. No sé si cam biarás y alguna vez llegarás a
ser al m enos un m ediocre j oyero, pero em piezo a dudarlo.
Se int errum pió para dej ar el cánt aro de leche en una esquina de la
cabaña.
—Todavía puedes irt e y olvidart e de t u avent ura india —dij o
después—. Regresa a t u casa. Pero si sigues conm igo, supera las
resist encias de t u ego. Necesit as t oda t u energía para m udar la rancia
piel de t u psiquis, desm ont ar t us códigos y superar t us
condicionam ient os. Y si eres incapaz de cam biar, casi sería m ej or que
t e m urieras. Es penoso vivir sin vivir. Para t ener una consciencia sim ilar
a la de una lechuga, m ej or m orirse y renacer com o lechuga, ¿no crees?
Yo iba a prot est ar, m as int ervino ant es de que pudiera hacerlo.
Tuve la sensación de que m is oj os se est aban inyect ando en sangre a
causa de la ira que m e dom inaba.
—Por el m om ent o no t e perm it as m ás dudas. Dudar es m agnífico,
pero hacerlo com pulsivam ent e lleva al desast re. No t e m ut iles a t i
m ism o. Canaliza t u ansiedad... y, adem ás, esa m aldit a ira que t e
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fracaso. La clave est á en int ent arlo una y ot ra vez, t oda t u vida si fuera
necesario. Cada int ent o const it uye un logro aquí y ahora. No
desfallezcas.
Aquél fue el prim er día en que em pecé a ent renarm e para
volat inero. Tuve m ás consciencia que nunca de que, com o Suresh
decía, era igual que un pat o m areado. Me parecía grot esco lo que
est aba int ent ando. Cada vez que el alam bre m e arroj aba al suelo, la
rabia asalt aba m i m ent e y no m e result aba fácil superarla.
Desfallecim ient o, desánim o, ira, im pot encia..., los m ism os sent im ient os
que la vida nos provoca cada vez que no conseguim os lo que
querem os.
Hast a bien ent rado el at ardecer est uve bat allando con el alam bre.
Luego volví a la aldea. Mis sent idos est aban m ás vivos, aunque m i
cuerpo se derrum baba de cansancio. Era una gloria cont em plar los
eucalipt os, los cedros, los rododendros escarlat a y las m ont añas, con
t oda clase de sugerent es y m ágicas t onalidades.
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perfect am ent e sobre el alam bre. Ent iende que el alam bre y t ú t enéis
que cooperar. Él j uega una función para t i y t ú una para él. Tienes que
desasirt e incluso de la idea de que est ás pasando por él.
—Me falt an las fuerzas —m e quej é.
—¡No es verdad! Te falt a valor para enfrent art e al vacío y, com o un
necio, quieres asirt e a t i m ism o. Tú no eres nada. El día que lo
com prendas, serás la infinit ud que siem pre has sido. Quiero que
despliegues vigor, pero no com pulsión. Te fat igas en exceso porque
eres una persona com pulsiva. Aprende a t ensar y a solt ar. Eso es yoga.
La respiración será t u cent ro, el ej e.
Guardó silencio y em pezó a pasear por la hierba de un lado para
ot ro. Yo no sabía cóm o int erpret ar aquello. Quizá pensaba que no había
oport unidad para m í. Pero ent onces m e ordenó:
—Ot ra vez al alam bre.
Subí de nuevo. Tom é consciencia de m i cuerpo, suj et é m is caderas
para que no se descolocaran y sent í la respiración com o una gran ola.
Quise ser nat ural y al punt o m e caí. Di con el rost ro cont ra el suelo y
em pecé a sangrar por la nariz.
—¿Lo ves? —m e pregunt ó—. ¿Qué ha sucedido?
—He querido ser nat ural —respondí.
—Has querido. La idea, la int ención, en lugar de serlo. ¡Prueba ot ra
vez!
Lo int ent é de nuevo.
—Fuerza sin forzar —m e recom endó—. I nt ención sin int ent ar.
Seguí andando con la m ent e m ás at ent a y silent e.
—Así va m ej or —m e anim ó por prim era vez desde hacía sem anas—
. Mucho m ej or.
Anduve hast a el final del alam bre; pero en cuant o pensé que había
llegado el m om ent o de girar, em pecé a desequilibrarm e. Trat é de sent ir
m i respiración. En m i m ent e se hizo un gran silencio y experim ent é la
espaciosidad del ser. Sin darm e cuent a, fue com o si danzara sobre el
alam bre. Por prim era vez hacía algo por m í, pero sólo duró un inst ant e.
Esa sensación se perdió de golpe y caí.
—¡Lo he sent ido, lo he sent ido! —exclam é, alborozado.
—Ahora viene el problem a —suspiró Suresh con resignación—. Te
em peñarás en sent irlo ot ra vez y lo alej arás. Crearás resist encias y
art ificios hast a que lo frust res. Com ienzas ot ra bat alla, la que t endrás
que llevar a cabo cont ra t us deseos de repet ir la experiencia lograda.
Aquella noche, desalent ado, le pregunt é cuándo acabaría el
ent renam ient o. Me m iró con gest o despect ivo desde det rás del candil.
Había una m ezcla de olores indefinible: queroseno, eucalipt o, sándalo,
que a m enudo ut ilizaba Suresh...
Acaba de com enzar —repuso contundent em ent e a m i pregunt a—. A
ver si com prendes que el equilibrio es un m edio, nunca un fin. Es un
adiest ram ient o para que puedas recuperar a nivel vivencial el equilibrio
perdido. Las frut as no m aduran ant es por m ucho que nos em peñem os
en ello. Todo a su t iem po, en su m om ent o. Tu ent renam ient o acabará
cuando seas capaz de superar al m aest ro.
Se m esó el cabello con las m anos im pregnadas de aceit e de
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sándalo.
—Tus pies son t orpes porque t u vida ha sido t orpe. Ahora t us
experiencias ant eriores t e pasan la fact ura. Siem pre se paga, ant es o
después; nadie escapa a esa deuda. Has est ado t oda t u vida yendo
hacia m et as, y no has sido conscient e de que ya est abas en la Met a;
m ás aún, de que eras la Met a. Pero t u yo cree que est á al m argen de
aquello que lo hace posible.
Un día, a finales de oct ubre, cuando la espléndida luz del sol bañaba
los bosques, m e dij o:
—Est a m añana dej arás el ent renam ient o. No debem os sat urar t u
m ent e. Aprovecharem os el descanso para explorar j unt os los bosques.
Así pues, hoy andarem os sobre la t ierra.
Me sent í aliviado. Necesit aba, aunque sólo fuera un día, no pensar
en el alam bre, que se había convert ido en una obsesión para m í.
Nunca olvidaré aquel lum inoso día en com pañía de Suresh. Él
est aba de un hum or ext raordinario. Después de una larga cam inat a,
nos sent am os sobre la reconfort ant e hierba.
—¡Tenem os t ant o que aprender de las sabidurías de la nat uraleza!
—exclam ó Suresh.
—¿Las sabidurías de la nat uraleza? —pregunt é ext rañado.
—Si observases con la m ent e desnuda, la nat uraleza se convert iría
en t u gran m aest ro. Todas las paut as se encuent ran en ella. La
nat uraleza puede inspirar nuest ra verdadera act it ud en la vida.
Con voz apacible, com o si no quisiera pert urbar la arm onía del
lugar, m e explicó algunas claves sobre las que yo t endría que
reflexionar.
—Fíj at e en el riachuelo. Sabe encont rar en el t erreno el punt o de
m enor resist encia para seguir fluyendo. O la nieve, con const ancia, y a
pesar de su porosidad, sigue insist iendo hast a quebrar la ram a del
árbol. O la m ont aña, que no se m ueve y halla su fuerza en esa ausencia
de acción, sabiendo esperar con infinit a paciencia. O las est rellas, que
por m ucho que los chacales aúllen, no se inm ut an en el cielo. Siem pre
m e ha asom brado la sabiduría de los silenciosos cam pos en m edit ación,
en paz, en recogim ient o profundo. En la nat uraleza hallam os el sent ido
de t odas las sabidurías: at ención, ecuanim idad, cont ent o, sosiego,
fluidez, const ancia, paciencia...
Est uvim os cam inando hast a el at ardecer. El sol, com o un disco de
oro, fue desapareciendo t ras las m ont añas, que adquirían las
t onalidades m ás diversas. El silencio era t ot al.
—En la conj unción del día y de la noche brot a una vibración de
quiet ud especial que los yoguis aprovechan para abism arse en la
m edit ación —señaló Suresh.
Volvim os a la aldea. Era un insignificant e grupit o de cabañas
form ando círculo. Cenam os un caldo de raíces con arroz y verduras.
El día de descanso había rem ozado m i m ent e y aliviado m i espírit u.
Por la m añana m e levant é con una vit alidad que no sent ía desde hacía
t iem po. Salí de la cabaña y com encé a hacer ej ercicio. Mi cuerpo est aba
descansado y m i m ent e confort ada. Suresh apareció enseguida.
Desayunam os frut a y yo m e fui al bosque. El ent renam ient o iba a
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proseguir.
Soy incapaz de expresar con palabras la conm oción que sent í
cuando vi que Suresh había elevado el alam bre un m et ro del suelo.
Sólo m irar la alt ura m e producía espant o. Est uve t ent ado de volver a la
aldea y decirle que abandonaba aquella locura para siem pre. Pero m e
quedé paralizado, at ónit o y at errado casi durant e una hora. La
vacilación no m e perm it ía m overm e. Siem pre había t enido m iedo a las
alt uras, pero en aquel m om ent o el sent im ient o era de t error. Varias
veces int ent é gat ear por el t ronco del árbol hast a el alam bre, pero no
podía superar la angust ia. De repente, una voz at ronadora sonó a m i
espalda.
—¡Maldit a sea! —grit ó Suresh—. Pasa o no pases, pero dej a de
dudar. Si t e caes, t e levant as. ¡Cuánt os alam bres desaprovecham os en
la vida por t em or a caernos! Busca el equilibrio concént rat e y avanza.
No hay am ort iguadores, t am poco salvavidas y no pienso t ender una
red. O lo int ent as ahora o lo dej as para siem pre y regresas a t u m undo.
Me erguí. Tom é consciencia de la respiración y em pecé a cam inar
sobre el alam bre sin m irar hacia abaj o, con la vist a al frent e.
—No pienses —dij o Suresh—, no analices. Vive cada inst ant e. El
vacío cam ina por t i.
Seguí pract icando y com encé a sent irm e m ás suelt o y m ás libre,
com o si alguien anduviera por m í. Pero de repent e, t raidora, la idea
acudió a m i m ent e: "¿Y si m e caigo?". Y com encé a inclinarm e hacia
uno y ot ro lado, t rat ando con desesperación de corregir m i post ura,
pero m oviendo los brazos con t orpeza y sin que m i cuerpo m e
obedeciera por com plet o. Finalm ent e perdí el equilibrio y m e precipit é al
suelo, aunque t uve t iem po de agarrarm e al alam bre y am ort iguar la
caída. Mis m anos se llenaron de heridas, t enía los huesos doloridos,
pero no m e había fract urado ninguno.
Suresh acudió prest o a m i lado. Me observó con det enim ient o y
descubrí m ucha t ernura en su m irada. Me ayudó a levant arm e del suelo
y m e vendó las m anos, que no dej aban de sangrar, con un t rozo de t ela
fuert e. Luego m e pasó un brazo por los hom bros y dij o frat ernalm ent e:
—No t e preocupes. No ha pasado nada. Te curarem os esas heridas.
Una de las ancianas de la t ribu fue poniendo en m is m anos, con
prim oroso cuidado, una pom ada am arillent a m uy refrescant e. Todavía
m e duraba el sust o. Yo, que j am ás había sido capaz de subir a ninguna
at racción de feria, y t enía m iedo a volar en avión, a asom arm e a una
t erraza o a m ont ar en t eleférico, acababa de experim ent ar unas horas
ant es la sensación de caer en el vacío.
Est aba perdido en m is pensam ient os y vacilaciones cuando, para m i
descont ent o, oí que Suresh m e decía:
—En cuant o hayas descansado un rat o volverem os al
ent renam ient o.
No podía creerlo. Me pareció el hom bre m ás cruel del m undo. Había
podido m at arm e o quedar m alherido, y sin em bargo, m e inst aba a
volver al alam bre.
—Si ahora no lo int ent as de nuevo —aseguró él—, nunca lo
conseguirás, porque el m iedo irá ganando t erreno dent ro de t i. Tienes
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abandonas el ent renam ient o. Est a es t u sit uación. Tú verás qué haces.
No hay duda de que puedes abandonar, pero ¿acaso puede
abandonarse la vida? A m enudo, la vida es com o un t igre sobre el cual
es necesario aprender a cabalgar. Si t e arroj a de sus lom os, t e devora.
¡Venga, sube!
Con t error no disim ulado coloqué la plant a del pie sobre el alam bre.
—No m ires hacia abaj o —oí que m e recom endaba Suresh—. Mira al
frent e. Que act úen t us pies, t us células..., pero no t u razón.
Muy lent am ent e em pecé a andar por el alam bre. Un paso, dos,
t res... Y de repent e pensé en el vacío que se abría a m is pies y m e
incliné dem asiado hacia un lado. Quise corregir la inclinación hacia el
ot ro lado, pero lo hice con t ant a brusquedad que perdí el equilibrio y
m e precipit é. Mi cuerpo caía hacia el suelo cuando sent í un fuert e t irón
en la cint ura y quedé suspendido en el vacío, balanceándom e de un
lado para ot ro, en el colm o de la angust ia y enm udecido por el espant o.
—Te ayudaré —dij o Suresh—. Ya has vist o lo que es la m ent e.
Llevas sem anas andando por el alam bre y ahora un fact or del
pensam ient o t e im pide hacerlo porque has creído que había m ayor
peligro. La m ent e, en ocasiones, se conviert e en un m onst ruo.
Lo int ent é varias veces y siem pre acabé colgado en el vacío.
Tenía una am arga sensación de fracaso. Ent onces Suresh t repó por
el árbol y com enzó a ent renarse en el alam bre. Era dúct il com o una
gacela, de m ovim ient os perfect os. En t odo inst ant e parecía flot ar, com o
si su cuerpo no pesase. De repent e, desde el cent ro del alam bre, dij o:
—Ven hacia m í.
—¡No! —prot est é—. No pienso hacerlo.
—No t e pido que pienses o no en hacerlo, t e digo que lo hagas.
¡Ven ahora m ism o!
Vacilant e, com encé a andar por el alam bre. Me cercioré de que el
cable prot ect or est aba bien suj et o a m i cint urón. Tem í que si yo caía lo
arrast raría conm igo y podría m at arse o herirse de gravedad. De pront o
m e había encont rado con una responsabilidad ext ra.
—No t e preocupes por m í y ocúpat e de t i. Acércat e... Poco a poco...
Evit a los m ovim ient os bruscos. Deslízat e con t ant a suavidad com o una
hoj a se m ece en la brisa.
Llegué hast a él. Ent onces se colocó de espaldas a m í.
—Vacíat e de t odo —dij o— y dej a que t u m ent e se conect e con el
universo. Mi energía operará ayudando a t u envolt ura carnal. Pero
vacíat e de t odo y sigue m is m ovim ient os com o si fueras m i som bra.
Nos dim os la vuelt a sobre el alam bre y yo quedé det rás de él.
—Recuerda: eres m i som bra. Sigue m is m ovim ient os.
Me ausent é de t odo. Fundí m i m ent e con el Ser y el Ser con el vacío
prim ordial. Y de repent e fue com o si su energía de ilum inación m e
t om ara y funcionara a t ravés de m i cuerpo. El m iedo cesó. Él era yo y
yo era él. Un m ism o ser con dos corazones. Durant e m ás de una hora
hicim os t oda clase de evoluciones, giros y piruet as sobre el alam bre. De
repent e, y ant e m i sorpresa, Suresh dio un im presionant e salt o en el
aire, hizo un t irabuzón con el cuerpo en el espacio y cayó sobre el
alam bre con las rodillas flexionadas, pero con t ant a suavidad com o si se
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dist raerá con sus grit os, algo t e va a ent ret ener..., y es ent onces
cuando el peligro se hace real; el vacío no sólo no t e inspira sino que t e
absorbe, y ent onces est ás perdido. Una caída desde gran alt ura es casi
siem pre m ort al o, en el peor de los casos, t e rom pes el espinazo. Hay
que est ar at ent o. La rut ina adorm ece y at rofia. La rut ina es m ort al para
un funám bulo.
Nos det uvim os en un sucio y pequeño puest o donde t om am os algo
para cenar.
—Com o ya t e he dicho varias veces —com ent ó Suresh— es
im port ant e cuidar el cuerpo. Él es la energía densa. En el principio es el
vacío prim ordial; del vacío brot a la energía de la Conciencia Pura; de la
Conciencia, la energía de la Shakt i, y de la energía de la Shakt i, que es
el poder dinám ico, t odo lo que vem os, incluido el cuerpo. La biología es
la fuerza m ás ciega y t rat a de cont rolarnos, pero el yogui aprende a
invert irla para luego dom inarla. Cuando voy andando a gran alt ura por
el alam bre, si no conect o con una energía m ás ligera, rápida e
int eligent e, el cuerpo pesa com o el cem ent o y ent onces es fácil t ener un
accident e. Pero si la m ent e conect a con la energía ilum inada, el cuerpo
se hace ligero com o una gaviot a. Ent onces result a fácil m anej arse con
él.
"Cuant o m ás arriba t rabaj a el funám bulo, m ás ext raña es la
sensación que lo invade. Es t odo y nada. Est á a m erced de la energía
universal. Si m ueve t orpem ent e un pie o ladea una cadera o
sim plem ent e se m area, cae al abism o.
“ Confío en que m añana no haga vient o, porque ést e es el peor
enem igo del funám bulo. Peor que la lluvia, que el granizo, que el calor
m ás sofocant e. El vient o es el m ism o diablo que acude a poner a
prueba su equilibrio. Si se opone al vient o, lo lanza al vacío. Cuando
llega el vient o es igual que cuando en la vida sobrevienen las t ragedias
y las vicisit udes. ¿Qué hacer? Recurrir a la ecuanim idad, al equilibrio y
m ant ener la cordura. Ent onces esas cualidades son m ás necesarias que
nunca. Uno t iene que saber ut ilizar sus recursos int ernos.”
Después de cenar nos dirigim os a la hospedería. Suresh era m uy
popular ent re los sadhus y erem it as. Durant e horas, hast a bien ent rada
la noche, est uvim os charlando con unos y ot ros.
Todos pedían a Suresh que les cont ase algunas anécdot as. Él los
divert ía de veras. Yo pregunt é sobre el t rat ado, pero no obt uve
respuest as que m e aclarasen nada. Al acost arm e m e arropé con una
m ant a t ant o com o pude, porque t em ía m ás las sádicas picaduras de las
chinches que las no m enos sádicas de los m osquit os de la I ndia.
Aunque el bullicio cont inuaba en la calle y la m úsica no cesaba en los
alt avoces, logré conciliar el sueño.
Todo est aba preparado para que Suresh llevara a cabo su
espect áculo. I ba a t rabaj ar con el alam bre a gran alt ura y sirviéndose
de la barra. Suresh se había dado un int enso m asaj e por t odo el cuerpo
y había hecho algunos ej ercicios de piernas y brazos. Se le veía en
form a: resist ent e, flexible, y con una m ent e lúcida y percept iva.
Salim os a las bulliciosas calles de Puri. Yo le seguía a cort a dist ancia
port ando la barra. Suresh brom eaba y se dirigía a m í com o su aprendiz.
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Est aba de m uy buen hum or. Desprendía una sorprendent e vit alidad y
su risa reconfort aba a quienes la oían. I ba vest ido con un t aparrabos
blanco y sobre los hom bros llevaba un chal de color naranj a.
Est aba realm ent e at ract ivo. Se había puest o m uñequeras de cuero
y aceit e de sándalo en el cabello, dej ando al descubiert o una frent e
am plia y noble.
El lugar dest inado para el espect áculo est aba t an at est ado de gent e
que no era fácil abrirse paso ent re la m uchedum bre.
—Cuando el ruido es t an infernal —m e com ent ó Suresh—, hay que
poner especial energía para no perder el hilo de la consciencia. Est e
t rabaj o result a m ás fácil en el circo, donde el público t e respet a y
guarda un silencio sepulcral. Pero t rabaj ar cuando la gent e no dej a de
chism orrear es difícil, porque cuest a m ant ener la at ención.
Los espect adores recibieron al faquir con aplausos, silbidos y grit os.
Suresh saludó y se despoj ó de la túnica. Su t ost ado cuerpo brillaba baj o
los int ensos focos. Con habilidad insuperable subió hast a una
plat aform a suspendida de la part e m ás alt a de uno de los post es. Yo
sent ía el corazón encogido. No dej aba de pensar qué sería de m í si
Suresh sufría un accident e m ort al. Desde la plat aform a saludó al
público agit ando el brazo derecho. El gent ío lo aclam ó y vit oreó
ent usiasm ado. Para com placerles, Suresh hizo varios núm eros de
fuerza y equilibrio en la plat aform a. Hubo aplausos y exclam aciones.
"Así nadie podría concent rarse", pensé. Desde luego era m uy difícil
lograr el vacío m ent al en t ales condiciones. La dist ancia que cubría el
alam bre era enorm e. La barra que descansaba en el suelo, fue izada
por m edio de una cuerda a la que est aba at ada, y Suresh la elevó hast a
la plat aform a. Cogió la barra con firm eza con am bas m anos, la puso
paralela al suelo y com enzó a andar por el alam bre. Est aba a gran
alt ura. Yo pedía con t odas m is fuerzas que no se levant ara vient o.
Suresh, después de llegar al ot ro ext rem o del alam bre, desanduvo el
cam ino recorriéndolo de espaldas. La ovación est alló com o un t rueno.
La gent e est aba fascinada. Supuse que el espect áculo había finalizado,
pero m e equivoqué.
Suresh cam inó de frent e hast a el cent ro del cable, se dio la vuelt a y
recorrió el rest o de alam bre de espaldas. Repit ió varias veces esa
operación. Yo cada vez m e sent ía m ás inquiet o y t enía ganas de grit ar a
pleno pulm ón: "¡Baj a ya! ". Pero él seguía con sus paseos por el
alam bre. Varias veces perdió el equilibrio. Se hizo un gran silencio.
Pensé que Suresh sim ulaba aquellas vacilaciones para sobrecoger a los
espect adores. Desde luego, era un gran art ist a. A cada m om ent o sabía
cóm o renovar la capacidad de asom bro del público. Él siem pre decía:
"La vida sin asom bro es nada; fast idiosa rut ina".
De pront o com enzó a t am balearse de t al m odo sobre el alam bre
que yo no sabía si le ocurría de verdad o est aba fingiendo. De repent e
dio un t raspiés, puso sobre el alam bre el pie que t enía en el aire, pero
se vio obligado a levant ar el ot ro.
Se t am baleaba pero no recuperaba la vert icalidad. Em pecé a
preocuparm e de veras.
De repent e la barra salió despedida y cayó al suelo. Suresh flexionó
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buscar...
—Mañana part irem os para Madurai —dij o Suresh—. Y después
irem os a Delhi, donde act uaré unos días en el circo. El circo es lo m ás
herm oso que hay en el circo de la vida.
—¿Y luego? —pregunt é por pregunt ar algo.
—¿Acaso viviré luego? —Se echó a reír—. Ya verem os. Hay m uchas
cosas por hacer, si es que hacem os algo. El dest ino nos dará pist as y
nosot ros est arem os alert a a cada m om ent o para dilucidarlo, ¿t e parece
bien?
Ent onces fui yo quien se echó a reír.
—Más adelant e visit aré al ex m aharaj á —dij o—. Le prom et í
som et erm e a una prueba que él espera con ansiedad. —Sin que m e lo
esperara, añadió—: Hernán, t odavía eres un aprendiz de aprendiz.
—Te gust a j ugar conm igo —prot est é dolido.
—Confiesa que est abas at errado pensando qué sería de t i si yo
m oría.
—Tienes razón —reconocí—. Perdona, pero...
—Nada de disculpas. Es nat ural. Cualquiera hubiera sent ido lo
m ism o.
—Pero ¿sim ulast e t odo aquello? —pregunt é.
—Dej é que la Diosa j ugara un poco —respondió, divert ido—.
Tam bién es bueno que la gent e se diviert a, ¿no crees? La diversión
alivia. Es buena.
Ni siquiera em pezaba a clarear el día cuando Suresh m e despert ó.
—¿Qué ocurre, qué pasa? —pregunt é sobrecogido.
—¡Vam os, arriba, no perdam os m ás t iem po!
Me levant é de un salt o y m e vestí apresuradam ent e. Pero ¿qué
ocurría? Suresh m e sirvió una t aza de t é m uy azucarado e hirviendo.
Un perro aulló a lo lej os.
Un anciano peregrino roncaba y un pordiosero dorm ía desnudo
j unt o al bot e descascarillado con que solicit aba lim osna. Suresh se lo
llenó de m onedas. Pensé en la agradable sorpresa que t endría el
m endigo cuando despert ara.
—Nos bañarem os en el m ar —dij o Suresh.
Salim os de la hospedería para ir a la playa y nos perdim os por las
callej uelas. A nuest ro paso algunas personas sem idorm idas y
desperezándose nos observaban. Andábam os deprisa.
—¿Por qué vam os a Madurai?
—Quiero visit ar a un m aest ro.
—¿Tuyo?
—Así podría decirse —respondió, lacónico, y se sum ergió en el
silencio.
Olía a cloaca y a brisa m arina. El día iba a ser lum inoso. No hacía
calor y los perros husm eaban ent re los desperdicios. De repent e t uve
consciencia de qué gran cam bio había experim ent ado m i exist encia y
cóm o habían ido m odificándose m uchas act it udes de m i m ent e.
¡Cuánt as im presiones m e había report ado la I ndia y cuánt as huellas
est aba dej ando en m í! Tuve la sensación de que m i vida pasada era un
sueño que se desvanecía y algo en m í experim ent ó nost algia, t rist eza e
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m ent e conect ada con lo inm enso. Bailábam os sin parar, los cuerpos
em papados en sudor, el yo ausent e. Exhaust os, nos dej am os caer en la
arena, con la respiración agit ada.
El cuerpo se ablandó com o una soga m oj ada. A lo lej os sonaban las
risas de los niños.
Est uvim os así hast a el at ardecer. Yo m e encont raba fat igado y
dichoso.
—La vida sólo t iene significado —dij o Suresh— cuando hacem os de
ella una avent ura int erior. De ot ro m odo se vuelve oprim ent e, absurda
y m uy fast idiosa.
"¡Cuánt a razón t iene! ", pensé.
Em prendim os el cam ino de vuelt a a la hospedería. Em pezaba a
anochecer y el t ren salía a las pocas horas. Un anciano se había
quedado dorm ido sobre una est era de coco.
—¿Ves a ese hom bre? —dij o con t ernura—. Ahora duerm e, est á en
el ser. No hay deseo, no hay m iedo; es feliz.
Suresh era recio y t ierno a la vez, aut ocont rolado y dulce.
Com pram os m azorcas asadas y las com im os con apet it o en plena
calle. Pasó una m uj er delgada erguida com o una palm era dat ilera con
un cánt aro sobre la cabeza. Una biciclet a surgió de pront o en una
esquina, y casi nos llevó por delant e. Una niña de m irada dulce est aba
haciendo sus necesidades en un vaso en cuclillas. Cuando llegam os a la
hospedería, nos despedim os de los sadhus y part im os para la est ación.
Suresh m e invit ó a un j ugo de caña de azúcar.
En la est ación de Puri encont ram os un verdadero caos; era la danza
de la vida. Shiva se m iraba en t odos aquellos rost ros. Const ruía para
dest ruir. Dest ruía para const ruir.
Los días se habían t ornado m uy lum inosos. El cielo se present aba
claro y despej ado. Desde m i llegada a la I ndia m e daba cuent a de que
sufría y gozaba con m ucha m ás int ensidad. En esa época del año, t ras
el largo m onzón la nat uraleza t odo su esplendor. Me gust aba deleit arm e
con los cam pos de arroz, los de m aíz y las palm eras de t odos los
t am años.
En el descom unal t em plo de Madurai com probé de nuevo la avidez
religiosa y el frenesí sagrado del hindú, quien a pesar de t odo, t iene
gran capacidad para m ezclar lo m ás sant o con lo m ás profano, lo m ás
sublim e con lo m ás cot idiano. Una vez m ás m e di cuent a de que no hay
m ayor disfrut e que sent irse relaj ado y en paz, con el cuerpo y la m ent e
sin generar t ensión. Las puert as del t em plo est aban abigarradas y el
núm ero de m endigos, m uchos de ellos m ut ilados falsos, sadhus e
indigent es era especialm ent e grande. Suresh y yo ent ram os en el
t em plo y recorrim os sus enorm es corredores y fuim os a un sant uario
donde se levant aba un lingam , órgano reproduct or de Shiva. Suresh
hizo una ofrenda al lingam y m e dij o:
—No soy religioso, pero al ofrendar rindo m i ego y hago un act o de
hum ildad. No hay cualidad com o la verdadera hum ildad.
—Nam ast é —dij o.
Logram os salir del t em plo. Suresh m e conduj o por un enj am bre de
callej uelas, sucias y m alolient es, donde a m enudo las vacas nos
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cort aban el paso. Unos niños sem idesnudos j ugaban divert idos ent re las
aguas fét idas. Una anciana cuyas encías no conservaban ni un solo
dient e y est aba m edio ciega, vendía leche. Un grupit o de hom bres
ociosos conversaban acaloradam ent e, unos sent ados en el suelo los
ot ros en banquet as.
Nos det uvim os delant e de una casa con la puert a de m adera.
Suresh llam ó con los nudillos y nos abrió una m uj er m uy obesa, con
una gargant illa de oro al cuello y m uchas pulseras en la m uñeca.
Esbozó una afect uosa sonrisa m ostrando unos dient es llam at ivam ent e
blancos. La m uj er y Suresh se saludaron a la m anera india, j unt ando
las palm as de las m anos a la alt ura del pecho; después nos conduj o a
un pat io con gran cant idad de t iest os y donde olía a las m il m aravillas.
Nos sent am os en el suelo, sobre una est erilla. El t rino de los páj aros
no cesaba. La m uj er se alej ó, cam inando con dificult ad a causa de su
ext rem a obesidad. Volvió al cabo de unos m inut os t rayéndonos t é con
especias y unas past as m uy picant es. La m uj er se fue de nuevo,
dej ándonos a Suresh y a m í solos en el pat io. Era un lugar m uy
agradable, cuyo grat o silencio cont rast aba con el bullicio que reinaba
en la ent rada del t em plo.
Pasaron los m inut os. Suresh y yo perm anecim os callados, com o si
no quisiéram os profanar aquel silencio. El olor a j azm ines siem pre ha
abst raído m i m ent e. Me sent ía a gust o. Pero de súbit o, Suresh se
levant ó de un salt o. Casi sin darm e cuent a le im it é y m e puse a su lado.
Una m uj er de unos t reint a cinco años había ent rado en el pat io y se
acercaba a nosot ros, colocando las m anos j unt as a la alt ura del pecho.
De m ovim ient os im pecables, gráciles y casi cerem oniosos,
cam inaba con gran elegancia pero sin afect ación. Vest ía un sari verde
claro, llevaba los largos cabellos negros peinados en una t renza
llam at ivam ent e larga. No pude por m enos que fij arm e en sus
espléndidos oj os, t iernam ent e expresivos. Aquella no era, desde luego,
una m uj er corrient e. Hast a el hom bre m ás im pasible se quedaría
prendado de ella. Una leve sonrisa se perfilaba en sus labios, de un
dibuj o perfect o.
El rost ro de Suresh se ilum inó de pront o. Parecía subyugado por el
encant o de aquella m uj er nada com ún. Un halo de encant o y m ist erio la
rodeaba; su sola presencia envolvía y em belesaba. En m i vida había
encont rado una expresión t an t ierna e int ensa com o la de ella. Parecía
t an perfect a que uno hubiera creído que, a cada m om ent o, Dios se
m iraba en aquella herm osa m uj er. Suresh y yo guardábam os silencio.
La escena parecía irreal por lo que t enía de caut ivadora. Los páj aros
seguían t rinando y el arom a del j azm ín era un bálsam o para m i m ent e.
Después de unos inst ant es, ella se dirigió a Suresh en algún idiom a
de la I ndia. I nt ercam biaron unas palabras y luego Suresh m e la
present ó. Se llam aba Rukm ini. Com enzó a hablarm e en m i idiom a y m e
pregunt ó, solícit a, qué im presiones t enía yo de la I ndia. Apenas dij e
algunas palabras. Los t res nos sent am os sobre la est erilla. Suresh no
dej aba de cont em plar ext asiado a Rukm ini, que parecía una princesa.
De ella em anaba un int enso olor a rosas. Se hizo un silencio ínt im o y
confort ant e. No había t ensión, sino una paz infinit a.
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¿Quién era aquella m uj er? ¿De qué la conocía Suresh? Se creó una
at m ósfera de sim ple m agia. La sonrisa dibuj ada en los labios de la
m uj er se hizo m ás definida. En su m irada había fuerza y t ernura por
igual. Yo m e m ant enía expect ant e, pero m e sent ía feliz; era com o si
una nube de quiet ud nos envolviera a los t res. Los m inut os se sucedían
plácidam ent e. Pero el t iem po parecía haberse det enido: t al era la paz
que reinaba en aquel pat io en esos m om ent os.
Pero de repent e, y ant e m i contenida sorpresa, Suresh se inclinó
ant e los pies de Rukm ini y posó sus labios en ellos. ¿Por qué besaba los
pies de aquella sugest iva m uj er? Yo no com prendía qué ocurría. La
m uj er int roduj o sus largos y expresivos dedos ent re el ensort ij ado
cabello de Suresh. Pero las sorpresas no habían acabado. Lo m ás
asom broso est aba por venir.
Por las m ej illas de Rukm ini com enzaron a deslizarse lágrim as
silenciosas que hacían su rost ro m ás bello, si eso hubiera sido posible.
Yo sent í que sobraba, pero no m e m oví. Fueron m om ent os que nunca
olvidaré. Jam ás el silencio fue m ás elocuent e. ¿Am aba Suresh a aquella
m uj er? Yo no est aba confundido, pero sí t urbado. ¿Am aba ella a
Suresh, el m ás célebre faquir de la I ndia? Tal vez, m e dij e, son fam ilia o
am igos. Pero Suresh ni siquiera parpadeaba cont em plando a Rukm ini.
La respiración de am bos se hizo m ás acelerada. El cielo era com o un
m ant o t urquesa. Las lágrim as seguían deslizándose por las nacaradas
m ej illas de Rukm ini. Era com o si un halo de int ensa energía fluyera de
ella a Suresh y de Suresh a ella, t an int enso que t am bién a m í m e
envolvía.
—Mi bien am ada —susurró Suresh t endiendo su vigorosa m ano
para, con el dorso, secar las lágrim as de Rukm ini—. Mi bien am ada —
repit ió.
Aunque viva m il años, nunca olvidaré la m irada que apareció en los
oj os de aquella m uj er. Ya no hablaban, sus oj os lo hacían por ellos. En
aquel recolet o pat io había t ernura, com plicidad, energía, inefabilidad...
La m uj er apoyaba la ot ra m ano en el suelo. Suresh fue adelant ando
una de sus m anos hast a que sus dedos rozaron los de Rukm ini. Se
m iraron con t ant a int ensidad que el espacio que los separaba pareció
absorberse en el vacío. Mom ent os después, Suresh se levant ó del suelo
y yo le im it é. Con m ovim ient os arm oniosos, la m uj er hizo lo m ism o.
Ent onces Suresh se inclinó hast a t ocar con su frent e los pies de la
m uj er.
—A t us pies de lot o dej o m i ser —susurró.
La m uj er puso por un inst ant e sus dos m anos sobre la nuca de
Suresh. Cuando ést e se hubo levant ado, las m iradas de am bos se
fundieron durant e unos inst ant es de plenit ud, aunque yo no salía de m i
asom bro; aquella sit uación, adem ás de no result arm e em barazosa,
llenaba m i espírit u de cont ent o.
La m uj er nada dij o. Suresh y yo, t am poco. Los t res nos despedim os
a la m anera india. Suresh y yo giram os sobre nuest ros t alones,
dej am os a la m uj er en el pat io y salim os a la calle.
Echam os a andar en silencio. Yo no m e at revía a pregunt arle nada.
Pero recordé a I sabel y m e sent í profundam ent e at ribulado dándom e
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cuent a de m i soledad.
Ent onces ocurrió algo que j am ás m e había sucedido: un sent im ient o
de infinit a com pasión hacia t odos los seres del m undo m e invadió y
t om é hirient e consciencia de que habían derram ado m ás lágrim as que
cuant as los vast os océanos pudieran cont ener. Y com prendí hast a qué
punt o el ser hum ano había creado un sufrim ient o innecesario en la
Tierra: at orm ent ándose unos a ot ros, desat ando guerras insensat as
que em papaban de sangre la Tierra ent era, m alt rat ando sólo por placer
a los anim ales, esquilm ando cam pos y m ares, const ruyendo prisiones y
cam pos de concent ración... ¡Tant a belleza por un lado y t ant o horror
por ot ro! El corazón se m e encogió de t al m odo que apenas podía
respirar. Miré a Suresh, com o pidiéndole ayuda y com prensión, o al
m enos su alient o de buscador de lo Et erno, pero él seguía con la m ent e
en ot ro universo, aj eno a cuant o le rodeaba. Me di cuent a de qué densa
y abrum adora puede ser la soledad. Casi con desesperación invoqué a
la Mano I nvisible pidiéndole apoyo y am ist ad.
Al cabo de un rat o llegam os de nuevo a los alrededores del t em plo.
Por fin Suresh pareció volver en sí.
Vam os a visit ar al m aest ro de quien t e hablé —dij o.
I m aginé a un venerable anciano, de barba blanca, im presionant e
m irada y aspect o inspirador. Pero m e esperaba ot ra sorpresa. Nos
det uvim os delant e de un puest o at endido por un hom bre baj it o, obeso
y m oflet udo, de apariencia corrient e y casi insignificant e.
—Rahu, el m aest ro —dij o Suresh.
El hom bre salió de det rás del puest o y se fundió con Suresh en un
prolongado abrazo. Vendía perfum es y en el t enderet e había frascos
con t odas las clases im aginables. Mient ras él abrazaba a Suresh,
cont em plé los dist int os t ipos de perfum es: sándalo, ám bar, j azm ín,
rosa, lot o, opio... El hom bre m e t endió su pequeña m ano y yo se la
est reché con vigor.
—Venid est a noche a casa —dij o, con una sonrisa.
Cuando se dio cuent a de m i curiosidad por los perfum es, abrió un
frasquit o y m e roció con sándalo la m uñeca.
—Os espero sin falt a. ¡Qué feliz m e has hecho viniendo, Suresh!
Jam ás hubiera pensado que aquel insignificant e hom bre era un
m aest ro, y m ucho m enos uno de los m aest ros de Suresh. Pero guardé
un prudent e silencio. El olor a sándalo subía hast a m i nariz. Anduvim os
hast a el bazar, donde Suresh adquirió los art ículos que necesit aba.
Pasam os la t arde dando vuelt as por la ciudad.
—Te llevarás una sorpresa con Rahu —dij o Suresh.
Ya m e la había llevado, y m ás grande de lo que Suresh pudiera
pensar, pero volví a ser discret o y no com ent é nada.
Al anochecer fuim os a casa de Rahu. El m ism o nos abrió la puert a
con una cálida sonrisa; era evident e que est aba m uy cont ent o por
haber vist o de nuevo a Suresh. Rahu vest ía un kurt a de un blanco
inm aculado. Hast a parecía m enos grueso.
Apenas nos hubim os sent ado en la sala, la esposa de Rahu ent ró
llevando una bandej a con t é y m uchas clases de past as y dulces. Los
dos hom bres cam biaron im presiones, pues hacía t iem po que no se
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veían. Se enredaron en una conversación t rivial y cot idiana, sin int erés
alguno para m í. Pero de repente, con pasm osa nat uralidad, el
perfum ist a se dirigió a m í:
—La m anifest ación m últ iple de la Conciencia siem pre nos asom bra
si nuest ra m ent e est á alert a. Todo es igual pero a la vez t odo es
diferent e. En la pant alla sin lím it es de la Conciencia, las películas se
suceden, se ent rem ezclan, se confunden... La vida de nosot ros cuat ro,
por ej em plo, es soñada por la Conciencia. En realidad, los cuat ro som os
uno, aunque en apariencia seam os cuat ro personas dist int as.
Miré a m i alrededor. La habit ación est aba am ueblada con sencillez,
pobrem ent e incluso.
—Cuando form aba part e del cuerpo de espionaj e de la I ndia —dij o
el perfum ist a—, conocí a un sabio t aoíst a que decía: "Venim os y nos
vam os pero nadie hay que venga y se vaya".
Lo m iré con aire int errogant e, pero el ot ro cont inuó hablando.
—He aquí que lo I ncondicionado, por su nat uraleza, se m anifest ó.
Proyect a sus reflej os por doquier. Su energía t om a cuerpo y m ent e y
conform a lo que denom inam os seres hum anos o anim ales. En el
m om ent o en que la energía t om a un cuerpo y una m ent e, la
consciencia brot a al inst ant e... Surge la consciencia de ser, la cual nos
perm it e saber que exist im os...
Pero en esa consciencia se dist orsionan las ideas, el yo soy est o y
aquello, y ahí em pieza la esclavitud, la codicia y el odio. Nos
ident ificam os con el cuerpo, la m ent e, el nom bre, la im agen, los
proyect os... Perdem os de vist a nuest ra aut ént ica ident idad.
—¿La consciencia es nuest ra verdadera ident idad?
—No, en absolut o. La consciencia es t an ilusoria com o t odo lo
dem ás, pero...
—Pero ¿qué?
—Pero si desarrollam os la conciencia, y en especial la consciencia
de ser, hallarem os un canal hacia lo I ncondicionado. Así pues, la
consciencia de ser, aunque igualm ent e ilusoria, es la llave para abrir la
puert a. Pero en últ im o lugar no hay ni puert a ni llave ni consciencia...
—¿Ent onces? —pregunt é.
—Hay lo que nunca dej ó de exist ir.
—¿Y qué es?
—Lo que es.
Suresh m e sirvió m ás t é. Yo est aba desconcert ado. Rahu añadió:
—¿Cree ust ed que es el cuerpo, la m ent e, sus códigos y m odelos,
sus condicionam ient os...? Todo eso es m at erial superpuest o; son
ropaj es. Siga viviendo en los ropaj es y j am ás recobrará su ident idad.
—¿Quién soy yo? —pregunt é com pulsivam ent e.
—Esa es una buena pregunt a —dij o con ecuanim idad—, pero dese
cuent a de que siem pre aparece el yo, yo, yo. ¿Es ust ed el que se
at orm ent a por cóm o van los negocios? ¿Es ust ed el que se angust ia
porque la m uj er que desea no le sat isface? ¿Es ust ed el que sufre de
art rit is o padece de insom nio?
Guardé silencio. Él prosiguió:
—Por fin, en ciert o m om ent o, la ola se pregunt a: ¿quién soy yo? —
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derecho en el alam bre y apret é; est aba perfect am ent e t ensado. Suresh
siem pre ponía especial at ención en revisar el grado de t ensión del
alam bre, para que fuera el idóneo. A cont inuación puse el pie izquierdo
delant e y m e recordé: "Calm a y lucidez en la acción". Anduve por el
alam bre m ás seguro, las caderas cont roladas, el t ronco erguido, la
respiración regular.
Llegué hast a el final del alam bre, di la vuelt a con plena consciencia
e inicié el regreso, la barra cont rolada en las m anos, la m irada al frent e,
t odos los sent idos puest os en la acción. Pero de repent e, uno de los
t rabaj adores del circo grit ó algo a unos com pañeros; ent onces perdí la
at ención y m e desequilibré.
Quise recuperar el equilibrio, pero la barra se m e escapó de ent re
las m anos y m e precipit é al vacío, yendo a caer en la red, donde
em pecé a rebot ar. El t error m e invadía hast a lo m ás ínt im o.
Suresh corrió hacia m í.
—No t e ha fallado la habilidad ni t e ha abandonado la precisión; has
dej ado de prest ar at ención. Te encontrabas, ¡m aldit a sea! , en t u ego.
No est abas m edit at ivo, sino fragm ent ado; no m orabas en la unidad.
I nt ént alo de nuevo. Si est o t e hubiese ocurrido sin red ahora est arías
m uert o. No quiero t écnica, ni art ificio, ni est úpida habilidad. Sólo quiero
que conect es t u espacio int erior con t u espacio ext erior, y que t e
sient as uno en lo I nm enso.
Mi corazón lat ía con fuerza. Me falt aba la respiración.
Com o pude, hice acopio de valor y ascendí hast a la plat aform a. Lo
int ent é de nuevo. Sent í que cam inaba por el alam bre con m ás solt ura.
Pero de súbit o, un pensam ient o int ruso pasó por m i m ent e: "¿Y si no
hubiese habido red?". En ese inst ant e vacilé, perdí el equilibrio —por
m ucho que lo int ent é no logré recuperarlo— y m e t am baleé de un lado
a ot ro. La barra cayó de m is m anos y m e desarboló. Ni brazos ni
piernas m e respondían; t rat é de corregir hacia el lado opuest o al que
m e inclinaba m oviendo los brazos com o una t orpe m arionet a; levant é
un pie del alam bre, en un int ent o de com pensar el peso. Yo quería
pensar con rapidez..., pero no se t rat aba de pensar..., y caí de nuevo
sobre la red.
—¿Dónde est á t u at ención? —escuché que grit aba Suresh—. Te lo
he dicho m uchas veces: "Alert a serena” . Y en lugar de ayudarm e a
baj ar de la red, se dirigió hacia los ayudant es de pist a y vociferó—:
¡Fuera la m aldit a red! ¡Fuera! ¡No quiero verla nunca m ás!
Yo no podía creerlo. Aquélla era la m ayor locura de Suresh. Me
había equivocado al t om arlo com o m i guía espirit ual. Era un dem ent e.
¿Acaso pret endía que anduviera por el alam bre sin la ayuda de la red?
Me m at aría. Seguro que m e m at aría.
—¡Bast a ya de am ort iguadores y salvavidas! —grit ó Suresh.
Aquello era ridículo. Me decía a m í m ism o lo absurdo que result aría
que apareciese una breve not icia en los periódicos de m i país
inform ando: Sin que nadie se explique la razón, un occident al de edad
m ediana se ha est rellado cont ra la pist a de un sórdido circo en la I ndia.
Pero no conseguía poner en orden m is ideas.
—¡No lo int ent aré! —grit é, sin at reverm e siquiera a m irar hacia la
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plat aform a.
—Lo has hecho m il veces —dij o Suresh—. Has recorrido kilóm et ros
de alam bre sin problem a alguno. Nada ha cam biado except o t u act it ud.
Ahora piensas en t érm inos de vida y m uert e. Al pensar que el alam bre
est á a m ayor alt ura, t u m ent e se condiciona y t u corazón se encoge;
pero el alam bre es el alam bre y t u habilidad es t u habilidad. Tú no eres
cuerpo ni m ent e; eres espacio vacío, y el espacio vacío no puede ir a
ninguna part e y, por lo t ant o, no puede caerse. Vam os, sube de nuevo
a la plat aform a.
Le obedecí en un est ado de sem iinconsciencia, debido al t error que
sent ía. Sólo cuando m e encont ré sobre la plat aform a t om é conciencia
de ello. Cont uve la respiración t ant o com o m e fue posible para
serenarm e. Luego com encé a andar por el alam bre. Mi cuerpo parecía
pesar m enos, y sin em bargo, lo sent ía sólido y fuert e sobre el alam bre.
Hice el recorrido varias veces en uno y ot ro sent ido, la barra
perfect am ent e equilibrada en m is m anos. Mi m iedo dio paso a un
indefinido sent im ient o de gozo.
Cuando descendí aún no podía creer que yo hubiese sido capaz de
andar por el alam bre a esa enorm e alt ura. El sudor corría por m i cuerpo
y t enía la gargant a seca com o el cáñam o.
Suresh m e abrazó com placido. Mis oj os se llenaron de lágrim as.
Sent ía j unt o a m í el fibroso cuerpo de Suresh, t ransm it iéndom e su
afect o. De repent e, pero sin sent im ient o de culpa, fui conscient e de
cuánt o daño había hecho a los dem ás —y a m í m ism o— a lo largo de
los últ im os años.
Aquella noche, Suresh y yo est uvim os m edit ando j unt os.
Por la vent ana abiert a nos ent raba la brisa de la m edianoche.
—Hernán, si m uero, que incineren m i cadáver a orillas del Jam una.
—Lo había dicho con pét rea frialdad, com o si el asunt o no fuera con él.
Luego, ant e m i silencio, prosiguió.
—Absort o en el vacío prim ordial, no hay un yo que sient a m iedo, el
ego es el que se at erra. Pero ¿a quién no le asalt a el m iedo alguna vez?
Sólo un ser plenam ent e realizado, al haberse fundido con el vacío
prim ordial carece de ego y no t em e nada. Él ha elim inado t odo
condicionam ient o int erno y se ha fundido con lo I ncondicionado. Las
dem ás personas siem pre t ienen m iedo. Por int répido que sea un ser
hum ano, siem pre t iene algún t ipo de t em or. Pero el m iedo es una
energía poderosa que podem os ut ilizar com o herram ient a en nuest ro
t rabaj o de hacernos hum ildes. Cuando alguien t e diga que no t em e a
nada ni a nadie, no le creas...
El cielo de Delhi era com o una m aravillosa cúpula azul. Los cuervos
se recort aban cont ra el horizont e volando en círculo. En la ent rada del
circo se había form ado una larga cola; iba a t ener lugar la prim era
función de la t em porada.
Personas de t odas las edades y condición se arrem olinaban ant e la
t aquilla. Las ent radas se agot aron en poco t iem po.
Suresh salió a la pist a. Vest ía un sencillo pant alón holgado y un
kurt a, am bos de color roj o; se había puest o las m uñequeras de cuero.
—¡Suresh, el faquir m ás célebre del m undo! ¡El m ej or volat inero de
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decían que era una art im aña; ot ros que era m agia y había quienes
aseguraban que se t rat aba de un t ruco publicit ario para seguir llenando
el circo de público.
En días sucesivos, Suresh incorporó a su espect áculo el de la cuerda
floj a.
A veces, la vida es aparent em ente fij a, com o el alam bre —m e había
com ent ado—; pero ot ras se nos m uest ra vacilant e y huidiza, com o la
cuerda floj a.
Suresh hizo que t am bién yo m e ent renara en la cuerda floj a. Al
principio fue un verdadero desast re, com o si em pezara de nuevo.
Aunque haber desarrollado el sent ido del equilibrio m e servía de algo, la
t écnica del t rabaj o en la cuerda floj a era m uy dist int a. El alam bre t e da
un punt o de apoyo fij o; en la cuerda floj a, el punt o de apoyo es
m ovible, y uno t iene que arm onizar el m ovim ient o con la cuerda.
—En la vida —m e dij o Suresh—, no siem pre es posible aplicar las
m ism as act it udes. Hay que m odificarlas según las circunst ancias y
aprender a ser y a act uar a m edida que la sit uación lo requiera,
¿verdad? Tú no puedes aplicar la m ism a t écnica al alam bre y a la
cuerda floj a. La at ención, la aut ovigilancia y la cont ención del
pensam ient o rigen igual, pero el enfoque y el m ét odo cam bian. El
alam bre t e ofrece una senda fij a; en la cuerda floj a, t ú debes m arcar la
senda a cada m om ent o. Lo m ism o ocurre con la vida, la rut ina y lo
cot idiano son com o el alam bre. Pero hay sit uaciones de em ergencia,
vicisit udes y cont rat iem pos inesperados, igual que sucede con la
cuerda. Aunque en am bos casos no hay que preocuparse por los
result ados, sólo cent rarse en la acción diest ra y falt a de egoísm o.
—Háblam e m ás de ello —rogué.
—Poco m ás hay que decir, aunque t ú necesit as m uchas palabras
para decir algo u oír algo. El art e de vivir es el art e del dom inio del
alam bre y de la cuerda floj a. Si yo t e he enseñado a andar por el
alam bre y ahora est ás ej ercit ándot e en la cuerda floj a, t odo ello es un
m edio para que desarrolles una perfect a act it ud para la vida. Yo he
escogido para t i est os m ét odos, pero quizá ot ro m aest ro hubiera
elegido ot ro diferent e.
"Uno de los m aest ros que conocí ent renó a su discípulo enseñándole
a m overse en la j ungla m ediant e las lianas; ot ro abandonó a su
discípulo en el desiert o; ot ro, lo puso a fregar cacharros durant e años, y
ot ro lo ent renaba espirit ualm ent e haciendo que se arroj ara por un
acant ilado. En cam bio, hay m aest ros que sólo exigen de sus discípulos
que hagan un t rabaj o m ent al. Depende del m aest ro, y del discípulo. El
m aest ro debe hacerse un poco al discípulo y ést e al m aest ro. En
nuest ra escuela consideram os que el m aest ro enseña al discípulo y a la
vez aprende de él.”
A m enudo, al ent renarm e, m e caía de la cuerda. Suresh m e decía
ent onces:
—Los problem as los crea la vida y ella m ism a los resuelve; pero lo
esencial es m ant ener la act it ud equilibrada.
Cuando m i m ent e se afanaba en buscar respuest as lógicas y m e
at orm ent aba con inút iles indagaciones filosóficas, com o si él supiera de
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Prim ero m e int roduzco en un at aúd de plom o y luego ést e es ent errado
en la fosa, conm igo dent ro, por supuest o.
Mi perplej idad se t ornó angust ia.
—No t e alarm es —m e t ranquilizó—. Lo que deba ocurrir, ocurrirá.
Nadie es dueño de su vida. Adem ás, ya lo he hecho ot ras veces; es la
verdadera prueba para com probar que cuerpo y m ent e nos obedecen.
—¿Qué es lo m ás difícil de dom inar? —pregunt é.
—El t error —respondió cont undent e—. El gran t error que t e invade
cuando t e quedas a solas cont igo m ism o, en inm ensa soledad. Ent onces
sólo cuent as con t u energía prim ordial. El cuerpo y la m ent e quieren
revelarse, escapar. Todos los inst int os de supervivencia se ponen al
descubiert o. Hay que t ener la consciencia m uy fría.
Me quedé pensat ivo.
—Se hace un silencio doloroso y frío, sin belleza ni frescura —
prosiguió—. La oscuridad es t ot al. Y no hay m archa at rás. Si algo falla
en lo m ás m ínim o, est ás perdido. Toda la part ida se j uega en segundos.
Si uno no sabe o no le es posible cont rolar con precisión absolut a sus
funciones corporales, la m uert e es inevit able.
Ant es de part ir de Delhi, Suresh m e pidió un favor: que llevara una
bolsa con dinero al am a de Rukm ini.
—A ella nunca debe falt arle nada, nunca.
Horas ant es de part ir para Mathura llevé el dinero al am a de
Rukm ini.
En el viaj e hacia Mat hura, Suresh iba pensat ivo. Sólo despegó los
labios para decir:
—Si los seres hum anos reconociéram os lo débiles que som os,
j am ás nos dañaríam os los unos a los ot ros.
En esos m eses, yo había t enido ocasión de com probar hast a qué
punt o Suresh era respet uoso con t oda form a de vida y el gran am or
que dem ost raba t am bién por los anim ales, incluso por los m ás
insignificant es.
Cuando llegam os a la ciudad de Krishna, le dij e:
—Si no t e im port a, m e quedaré un par de días y luego iré a Sim la a
visit ar a I sabel y a su abuelo.
—Perfect o —repuso Suresh—. Cuando acabes t u visit a nos
reunirem os en Aj m er.
Com o percibí que no t enía ganas de hablar, respet é su silencio. A
t ravés de la vent anilla del aut obús aprecié la gran belleza de las flores,
unas blancas y ot ras am arillas, de los m agnolios. Observé la vida,
sencilla y difícil a la vez, de los cam pesinos. La m irada se perdía en el
horizont e puest o que viaj ábam os por la planicie de la I ndia.
La siguient e noche a nuest ra llegada t endría lugar la prim era
act uación de Suresh. Quería t rabaj ar con el alam bre a gran alt ura, al
m ás puro est ilo del funam bulism o. Al cont rario que a m í, le encant aba
la alt ura; se sent ía libre y cont ent o. Así pues, pidió a los organizadores
que no se lim it aran en el t em a de la alt ura. En una explanada
debidam ent e acordonada se habían dispuest o dos m ást iles m uy alt os y
se había t endido el alam bre ent re am bos. Al at ardecer el calor era
int enso y el cielo am enazaba t orm ent a. El espect áculo prom et ía ser
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m uy vist oso ya que se efect uaría de noche, con focos y ant orchas,
después de los fuegos art ificiales.
El cielo se fue encapot ando, adquiriendo una t onalidad grisácea.
—Si llueve, ¿se suspenderá el espect áculo? —pregunt é.
Suresh repuso con aplom o:
—Para un funám bulo que t rabaj a descalzo com o yo —respondió—,
la lluvia no supone un gran inconvenient e. Me pondré una past a en la
plant a de los pies para que ést os agarren m ej or. Ya sabes que el
verdadero diablo es el vient o.
En aquellos m om ent os com enzaba a levant arse vient o.
—Hace vient o —advert í—. Y m e t em o que arreciará.
—Habrá que burlarlo —replicó Suresh im pávido.
Sin em bargo, a m edida que avanzaba el at ardecer, se iba haciendo
m ás fuert e.
—Suspende el espect áculo, por favor —rogué a Suresh.
—No —repuso él con firm eza—. Si logro est ar m ás fluido, el vient o
pasará a t ravés de m í com o si yo fuese un colador.
Esbozó una sonrisa, pero yo no podía disim ular m is fundados
t em ores. "Est e hom bre es increíble —pensé—. Nunca sabré si es que ha
perdido la razón” . Suresh ingirió varias t azas de t é. La infusión
ent onaba su percepción.
Al anochecer part im os hacia la explanada. El gent ío era enorm e,
porque, por añadidura, Krishna era una de las deidades m ás veneradas
de la I ndia. La m ezcla de olores result aba indescript ible.
—El vient o no am aina —dij e.
—Los hechos son incont rovertibles —aseveró Suresh—. La
nat uraleza quiere poner a prueba m i habilidad. Ya sabes lo que t e he
dicho m uchas veces: "No podem os cont rolar en t odo m om ent o las
circunst ancias ext ernas, pero sí m odificar nuest ra act it ud ant e ellas".
—Suspende el espect áculo —le rogué por segunda vez, com o si no
le hubiera oído.
—¿Por qué siem pre crees que las cosas, t odas ellas, pueden
hacerse y deshacerse a volunt ad? A veces sólo est á en nuest ra m ano
hacer una cosa: est ar conscient es. Apréndelo de una vez. La vida nos
desafía a m enudo. Exist e el m iedo, pero uno puede dom inarlo.
Suresh se sent ó debaj o de un árbol y m edit ó durant e unos m inut os.
—Subirás conm igo a la plat aform a —m e dij o al cabo de un rat o—.
Si el vient o es m uy fuert e, prescindiré de la barra; si es floj o, m e la
pasarás. Con vient o hay que t rabaj ar con los brazos. Ent onces la
sit uación es com plej a: uno t iene que adopt ar una t écnica que no es ni
la de andar por el alam bre ni la de est ar en la cuerda floj a, sino una
m ezcla de am bas.
Com o el vient o arreciaba, m e dio m iedo incluso subir a la
plat aform a. Suresh debió de not arlo.
—Nos aferram os a t odo —dij o—. Tenem os dem asiado desarrollado
el sent im ient o de posesión. No nos dam os cuent a de que t odo, t odo es
inest able.
Ascendim os a la plat aform a. El vient o era t an fuert e que incluso yo
t enía dificult ades para perm anecer erguido en la plat aform a, porque la
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barra se m e iba para t odos lados. Suresh se agachó y con una m ano
com probó si la t irant ez del alam bre era la adecuada.
—No est á bast ant e t enso. Cuando hace vient o, el alam bre t iene que
est ar t ensado al m áxim o. De ot ro m odo, uno ha de vérselas con el
vient o y con el alam bre.
Sus observaciones int ensificaron m is t em ores. Suresh prorrum pió
en carcaj adas. Su sent ido del hum or en aquellos m om ent os m e pareció
de pésim o gust o.
—¿Querem os a los dem ás por ellos m ism os o por lo que significan
para nosot ros? —m e pregunt ó de im proviso.
No cont est é. El vient o azot aba nuest ros cuerpos.
—Allá t ú —dij e con acrit ud al cabo de un inst ant e—. Cada uno pone
t érm ino a su vida com o quiere.
—Déj at e de pam plinas ahora —prot est ó—. Cuando surgen los
inconvenient es, ¿qué podem os hacer? Pues no cont raernos, sino
absorber y vaciarnos. Si pudiera vaciarm e por com plet o, el aire pasaría
a t ravés de m í sin m overm e ni un cent ím et ro del sit io.
La fuerza del vient o se int ensificaba.
—Te deseo m ucha suert e —dij e t em eroso.
—Los deseos de nada sirven —m e corrigió—. Lo que sirve es la
acción diest ra y conscient e. Te has pasado la vida deseando, yo
act uando con dest reza.
Subió al alam bre. En lugar de andar com o era habit ual, poniendo un
pie delant e del ot ro, am bos sobre el acero, sólo apoyaba uno en el
alam bre, y m ant enía la ot ra pierna est irada, para así m ant ener el
equilibrio y frenar el ím pet u del vient o.
Había prescindido de la barra. Era com o un lirio flexionándose con
prodigiosa habilidad. Ot ro funám bulo no hubiera perm anecido sobre el
alam bre ni un segundo; el vient o se había vuelt o casi huracanado. ¡Qué
dom inio físico y psíquico el de aquel hom bre! Casi dej ándose m ecer,
com o una hoj a, llegó al ot ro ext rem o del alam bre, giró y volvió al punt o
de part ida. La gent e lo aclam ó enardecida, pues se daba cuent a del
riesgo que est aba corriendo.
—Baj em os —rogué inquiet o cuando volvió a la plat aform a—.
Baj em os ahora m ism o.
—Voy a int ent arlo de nuevo —dij o para m i pesar—. Nos est am os
divirt iendo, ¿no?
A m enudo m e sacaba de quicio, y esa vez había vuelt o a
conseguirlo.
—Cuando cam inas por la cuerda floj a de la vida, t am bién soplan
vient os que parecen huracanes, ¿no es así, aprendiz? La vida no es
m ansa siem pre.
Y con la m ism a t écnica que había ut ilizado m om ent os ant es para
pasar por el alam bre, repit ió el ej ercicio. Fue avanzando con no pocas
dificult ades, pero al llegar al final, en lugar de girar, com enzó a cam inar
hacia at rás. Yo no daba crédit o a m is oj os. ¿Qué pret endía el m uy loco?
Era inconcebible, m as allí est aba: a ciegas, luchando cont ra el vient o,
t enía que t ant ear una y ot ra vez con el pie para localizar el alam bre; sin
em bargo, el vient o arreció, y no lo encont raba. "Est á
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Las m ont añas y los valles est aban espléndidos en aquella época del
año. Horas ant es de m i part ida abracé a I sabel baj o un enorm e
m agnolio. Cuando m e disponía a hablar, m e puso un dedo sobre los
labios para que no se despegaran. No fue una despedida am arga.
Durant e aquellos días habíam os com part ido cuerpo y espírit u, palabras
y silencios, penum bras y alegrías.
Tras despedirm e del coronel con un prolongado abrazo, m e disponía
a subir al coche, cuando I sabel, sabiendo lo m ucho que m e gust aba el
perfum e de j azm ín, dej ó algunas flores en m is m anos y posó su
am orosa m irada en m í. Sobraban las palabras.
—Podem os irnos —dij e a Kuldip, recost ándom e en el asient o
t rasero.
No m iré hacia at rás. Mi vist a est aba clavada en el roj o t urbant e de
Kuldip. Me abst raj e en el arom a del j azm ín.
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La noche fue cayendo con lent it ud. Una ligera brisa m it igaba el
sofocant e calor del desiert o. Poco a poco la brisa fue convirt iéndose en
un vient o huracanado. El ex m aharaj á acudió a saludarnos ant es de la
cena. Era un hom bre alt o y espigado, de edad m ediana, sonrisa fingida
y bast ant e arrogant e, aunque t enía unos exquisit os m odales. Se
int eresó por si éram os bien at endidos, nos est rechó luego la m ano y
nos deseó un feliz descanso.
—Ahora, a lo que im port a —dij o Suresh, nada m ás salir el ex
m aharaj á de la est ancia.
¿A qué se refería?
—Tú m e ayudarás —aseveró—. Te necesit o. Cuando uno se som et e
al ent erram ient o en vida, part e del éxit o depende del aprendiz.
Me sobresalt é. ¿Qué sabía yo de aquello? ¿Acaso quería poner la
responsabilidad de su vida en m is m anos? No, eso j am ás lo acept aría.
—Me ayudarás —dij o m irándom e con oj os de fuego—. Te enseñaré
cóm o debes proceder y con qué diligencia cuando m e desent ierren. Mi
vida depende de dos personas: t ú y yo. No lo olvides.
Se había puest o m uy serio y sus palabras est aban despert ando en
m í una insuperable preocupación. No m e encont raba preparado para
hacer lo que m e pedía. Me disponía a prot est ar con t oda energía
cuando se m e adelant ó.
—No hay proeza m ayor para un faquir —dij o— que la del
ent erram ient o en vida. Pero su vida depende de un hilo. Se puede dar
el caso de que el faquir no falle, pero sí su aprendiz. Es una prueba de
enorm e riesgo para la cual se precisa un aprendiz eficient e y sagaz. De
hecho, la vida del faquir queda en m anos de su aprendiz.
—No m erezco esa confianza —argüí.
—¡Pues gánat ela! —m e ordenó con sequedad—. Yo t e inst ruiré
hast a el m ás m ínim o det alle. Y t am bién t endrás t u part e de
responsabilidad si m e ocurre algo. Y cuando digo si m e ocurre algo, no
significa que haya un t érm ino m edio. Si la prueba no t iene éxit o, m i
m uert e es segura. No m e im port a t ant o por m í, sino porque quiero
obt ener las cien m il rupias que he pedido al ex m aharaj á pues hay
m ucha gent e que las necesit a, y ya las t engo dest inadas. Puedo
fallarm e a m í m ism o, pero no a quienes confían en m í y precisan m i
ayuda.
Mi est upefacción era t al, que ni siquiera supe qué argum ent ar para
ser liberado de t an com prom et ida t area.
—Escucha. En los próxim os días m e prepararé física y
espirit ualm ent e. Hace años que no m e som et o a est a prueba. Tam bién
t ú aprenderás m ucho con m i ent renam ient o. En t u j uvent ud pract icast e
el yoga; ahora t endrás ocasión de recordar sus enseñanzas.
Me sent ía desconsolado m ient ras m iraba la llam at iva vest im ent a de
los criados del ex m aharaj á, aunque sin fij arm e en ella.
—¡En el fondo eres un sensiblero! —m e solt ó de repent e Suresh—.
Déj at e de t ont erías. Mañana m ism o com enzaré. Me espera un
ent renam ient o de cont rol sobre el cuerpo y sobre la m ent e m uy
riguroso. Necesit o arm onizar t odos m is reloj es int ernos. Si uno de ellos
falla, puede suponer la m uert e. El yogui debe aprender a cont rolar y
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del escasísim o que hay dent ro del at aúd. Pero quizá lo m ás esencial sea
el est ado de la m ent e.
—¿Qué est ado debes obt ener?
—No bast a con el sam adhi inferior. No es suficient e. Puede darse el
caso de que, inesperadam ent e, salgas de él; ent onces t odos los reloj es
se dispararán y t e asfixiarás. Se requiere un sam adhi m uy int enso.
—¿Un sam adhi m uy int enso?
—El sam adhi es un est ado de éxt asis m uy profundo que t e perm it e
ret irart e del cuerpo y de la m ent e y conect art e con lo Absolut o. Toda
act ividad cesa en la m ent e. No hay ni un solo pensam ient o.
Tem poralm ent e, t e has desprendido del cuerpo y de la m ent e.
—¿Y si no logras volver a t u est ado de consciencia ordinario?
—¡Ah! —exclam ó com o si nada, pasándose la m ano por el cabello—
. Ent onces se acaban los problem as. Te has desem barazado del cuerpo-
m ent e com o el culí abandona un día su rickshazu.
Aquellos prim eros días de enero, Suresh m e enseñó con gran
m inuciosidad los m ét odos a los cuales yo t endría que recurrir para
ayudarle a salir del t rance, una vez le hubiéram os desent errado. Lo
prim ordial era desent errarle j ust o en el m om ent o previam ent e fij ado. Si
se hacía aunque sólo fuese unos segundos después, la m uert e le
sobrevendría inevit ablem ent e, ya que el faquir había program ado
m at em át icam ent e sus reloj es int ernos.
Nada m ás desent errar a Suresh, yo debería darle un vigoroso
m asaj e en la part e superior de la cabeza, presionar luego sus globos
oculares y zarandearle violent am ent e, a la vez que recit aba a su oído
un m ant ra convenido, y cont inuar haciendo lo m ism o hast a que el
faquir em pezara a dar señales de vida.
Tam bién era sum am ent e im port ant e t irarle de la lengua hast a que
asom ara fuera de la boca pues, de no hacerlo así, podría ahogarse.
—Ten en cuent a —m e explicó Suresh— que yo, al ent errarm e,
t engo que llevar la punt a de la lengua hacia la gargant a y clausurar con
ella los orificios nasales por dentro. Es una t écnica para ej ercer un
exhaust ivo dom inio sobre el cerebro y las energías y provocar el
sam adhi m ás int enso.
Para dem ost rarm e hast a qué punt o dom inaba la lengua, Suresh la
sacó y, con la punt a, se t ocó el ent recej o.
Al aut ogenerarm e el sam adhi, debo cerrar m is fosas nasales y
com prim ir t ot alm ent e el ano para clausurarlo durant e siet e días...
Teniendo cerradas las fosas nasales y el ano, alm aceno las energías
ascendent es y descendent es en el plexo solar y así cuent o con una
reserva energét ica m uy im port ant e para sobrevivir. Es posible que el
abdom en se hinche com o un globo, por eso he solicit ado un at aúd alt o.
Observando a Suresh con ansiedad, yo t rat aba de asim ilar t odas
sus inst rucciones com o si la vida m e fuera en ello.
Dos días ant es de que diera com ienzo la fiest a de cum pleaños del
ex m aharaj á, Suresh m e pidió que hiciéram os un ensayo durant e el
cual él perm anecería dos horas en est ado de t rance profundo. Cuando
nos hubim os reunido en su habit ación, Suresh echó las cort inas,
dej ando la est ancia en penum bra. Después se sent ó en el suelo, sobre
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ensayo. No sé por qué, pero esa noche, baj o el cálido cielo del desiert o,
experim ent é una pasión m uy profunda hacia I sabel, anhelando que
est uviera conm igo en aquellos m om ent os. Suresh t enía la m irada
perdida en el firm am ent o cuaj ado de est rellas y m e pregunt é si est aría
pensando en Rukm ini. De cualquier m odo, la noche era m uy herm osa y
a m i lado est aba m i am igo del alm a, m i guía y m i herm ano de
búsqueda. Lancé una rápida m irada de soslayo a Suresh, para que no
se diera cuent a.
—No m e espíes.
Reím os j unt os. Era la franca risa de dos am igos baj o el est rellado
cielo del desiert o.
Dos días después, cuando m e despert é, corrí a la habit ación de
Suresh, y lo encont ré sum ido en m edit ación profunda. Me sent é a su
lado. La noche ant erior, Suresh había ingerido sim ient es de diversas
plant as y una bien m edida dosis de m ercurio con azufre... Había
ayunado las últ im as cuarent a y ocho horas y ensayado las t écnicas
secret as del t rance. Est aba m uy t ranquilo, aunque no exent o de alguna
preocupación.
Minut os ant es de aparecer en público se unt ó el cuerpo con un
ungüent o parduzco que olía m uy fuert e. Se vist ió con el t aparrabos y
una t única naranj a y luego cogió una sábana blanca lim pia que t enía
preparada.
—Me envolverás en est a sábana.
Nos dirigim os a paso lent o hacia los j ardines del ex m aharaj á. Había
un gran núm ero de personas. La fiest a de cum pleaños duraría siet e días
y siet e noches. Si Suresh superaba la prueba, le serían ent regadas en el
act o las cien m il rupias que le habían prom et ido.
—Mi vida est á en t us m anos —m e dij o Suresh, erguido com o un
post e. Nunca lo había vist o t an serio y concent rado.
Todo est aba a punt o para el espect áculo. Los rayos del sol
reverberaban en la herm osa t única color naranj a del faquir. El aspect o
grave y digno de Suresh era im presionant e. Su figura se recort aba
cont ra el claro azul del cielo del desiert o. Saludó con cort esía pero sin
efusión al ex m aharaj á.
Los asist ent es habían form ado un círculo y perm anecían
expect ant es. Suresh ext endió la sábana sobre la hierba, j unt o a una
fosa profunda que había sido cavada allí. Con lent it ud, se t aponó con
cera los oídos y las fosas nasales. Se despoj ó de la t única y se quedó
vest ido con el langot i. Luego se sentó sobre la sábana, acercó sus labios
a m i oído y m e recit ó el m ant ra que pasados siet e días yo debería
repet irle al oído. Sólo el aprendiz puede conocer el m ant ra del m aest ro
y debe cust odiarlo y conservarlo en secret o com o si le fuera la vida en
ello. Así pues, a nadie podré darle a conocer el m ant ra que Suresh
recit ó a m i oído.
—Cuando observes que ent ro en la prim era fase y m e pongo m uy
fláccido —m e dij o—, envuélvem e en la sábana. Después, cuando hayas
com probado que m i cuerpo est á m uy rígido, m e int roducís en el at aúd.
A nuest ro lado, vigilant es, se hallaban los guardias del ex m aharaj á.
Suresh se acost ó boca arriba sobre la sábana, deglut ió la lengua y
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Con las prim eras som bras de la noche paseam os por los
perfum ados j ardines.
—Lo has hecho bien, aprendiz —m e felicit ó Suresh.
—¿Crees que dej aré alguna vez de ser aprendiz? —pregunt é m edio
en brom a.
—No lo creo —respondió, pasando su brazo sobre m is hom bros,
com o solía hacer. Guardó un inst ant e de silencio y añadió—: Pero t e
est ás convirt iendo en un buen aprendiz.
Perm anecíam os inm óviles a la puest a del sol, com o si no
quisiéram os pert urbar la t ranquilidad del at ardecer. Nos hallábam os
apaciblem ent e sent ados en la playa de Ram eshwaran; se t rat aba de
una m inúscula isla del sur de la I ndia, en el golfo de Mannar, a la cual
habíam os llegado hacía unas sem anas. Yo m e había puest o un
som brero de paj a para prot egerm e de los rayos del sol. Corrían los días
de m arzo y eran exquisit am ent e lum inosos.
—El secret o est á en poder sobrepasar la condición hum ana de la
m ent e —dij o Suresh.
Mi m irada se perdía en el océano azulado. No dij e nada.
—Unm ani es la no m ent e, un t ipo de m ent e reveladora. En la no
m ent e brot a sat chzdananda, el ser- consciencia- dicha. Ése t am bién es
un est ado; un est ado de bienavent uranza, sí, pero un est ado que hay
que sobrepasar.
Los pescadores, casi t odos de pequeña est at ura y m uy oscuros de
piel, regresaban a sus casas. Las gaviot as se posaban en la playa.
—¿Y después de sobrepasar ese est ado? —pregunt é.
—Pregunt as, pregunt as, pregunt as —replicó abrupt am ent e Suresh,
com o em ergiendo de su let argo.
Se levant ó de la arena y com enzó a int erpret ar con gest os, y de
m anera m uy expresiva, a un hom bre at orm ent ado por las pregunt as.
Se llevaba las m anos a la cabeza, m esándose los cabellos, com o si en
su m ent e hubiera t ant os pensam ientos que apenas pudiera sost enerla
ent re los dedos.
Me quedé at ónit o al verle. Luego m e eché a reír. Tam bién yo m e
levant é del suelo y t om am os la dirección del bazar. Pero nos perdim os
por un laberint o de callej uelas, que a esa hora de la t arde est aban m uy
anim adas. Luego acudim os al t em plo de Ram anat ha Swam i y, cuando
est ábam os en uno de sus recolet os sant uarios, Suresh dij o:
—Manaña nos vam os a Kanya Kum ari, el cabo de la Virgen.
Est arem os allí unos días y después...
—¿Después?
—Ha llegado el m om ent o de la separación —anunció con est udiada
frialdad.
—¿Cóm o?
—Necesit o pasar un t iem po de ret iro —respondió Suresh—. Y solo,
querido aprendiz. Y añadió burlón—: Y solo significa eso m ism o: solo.
Me di cuent a que de nada m e serviría prot est ar. Así pues, m e lim it é
a guardar silencio y a cont em plar el rit ual del brahm im , pasando el
fuego sagrado ent re los devot os.
Pero aunque Suresh había perm anecido m uy silencioso t oda la
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t arde, aquella noche se m ost ró locuaz. Sent ados fuera del t em plo, m e
dij o de repent e:
—Est am os en la vida para ayudarnos los unos a los ot ros, y no
exist e ot ra cosa que el am or.
Ent onces un m endigo se acercó a pedirnos una lim osna. Suresh,
com o era habit ual en él, le llenó las m anos de rupias.
—La acción t iene que ser lúcida, precisa y falt a de egoísm o.
Apréndelo bien para cuando un día regreses a t u país. No hay que
anhelar los result ados, porque los result ados est án en la acción m ism a.
Pero yo quería saber m ás de sus im presiones cuando est aba
ent errado vivo.
—¿Qué sucede en t i o cóm o t e sient es cuando t e encuent ras baj o
t ierra?
—El prana es la fuerza vit al que a t odos nos anim a. Fluye por las
venas y est á en t odas part es: sangre, células, át om os, sent im ient os,
pensam ient os... Cuando m e provoco el t rance, condenso el prana en el
corazón y reduzco a su m ínim a vibración la pulsación de vida alent ada
por él. Pero quiero que sepas...
Dej ó unos inst ant es la frase inconclusa al ser int errum pido por ot ros
m endigos, sabedores de la generosidad de Suresh; luego añadió:
—Pero quiero que sepas que, para m í, t odo es un m edio. La Madre
act úa por nosot ros y en nosot ros. Ella nos t rae y ella se nos lleva.
—A veces hablas com o un hom bre religioso —com ent é.
—El verdadero hom bre religioso no es aquel que sigue una senda ya
m arcada, t am poco es un sim ple cat acaldos, ¿m e ent iendes? Es aquel
que t rat a de percibir la unidad en t odo. En ese sent ido t ienes razón al
decir que soy un hom bre religioso. Pero no t engo creencias; sólo m e
guío por experiencias. Debes saber que en el am argor de la hiel m ora la
Shakt i; en el dulzor de la m iel, la Shakt i.
Llegaron ot ros pordioseros y nos rodearon. Suresh siguió hablando
m ient ras ellos lo m iraban at ent os, casi em belesados:
—En el silencio int erior se m anifiest a lo m ás puro, se escucha la
vibración inaudible. Tienes que int entar, una y ot ra vez, ret om ar el hilo
de t u sensación de ser y acceder a lo que es ant erior a esa sensación,
para oír lo inaudible y at rapar lo inat rapable. Tú no eres diferent e del
m undo. Eres el agua de los ríos, la lava del volcán, la sal de las
lágrim as, el est ert or en el m oribundo, el frío en la nieve y la t ibieza en
la caricia, t odo eso eres. Pero nuest ros t orpes aut om at ism os
psicológicos no nos perm it en conect ar con la energía plena del silencio.
"El yogui, créem e, t iene que aprender a subyugar a la Diosa y dej ar
de ser un j uguet e en sus m anos. Ent onces él sueña en lugar de ser
soñado. Ent ra en el vacío sin lím it es, descubre el m ist erio de la creación
y se da cuent a de que es creador, lo creado y lo que est á m ucho m ás
allá de am bos. Se t raslada al punt o de equilibrio de donde em erge y
adonde ret orna t oda la energía universal. Es el bindu. Cuando est oy en
sam adhi profundo, soy el bindu.”
En las últ im as sem anas había em pezado a t ener la viva experiencia
de que el universo se incorporaba a m í y yo m e incorporaba al universo.
Por prim era vez percibí que algunos cam bios not ables se est aban
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produciendo en m í.
—Cuando era niño —dij o Suresh—, un día sin darm e cuent a pisé un
renacuaj o y lo aplast é. Me pasé t oda la noche rogando a Dios que le
devolviera la vida. Ese día com prendí, profundam ent e conm ovido, que
t odo es sagrado y que ni siquiera t enem os derecho a dañar el pét alo de
una flor. Pero el llam ado hom bre civilizado ha m ut ilado la Tierra y ha
abiert o un abism o de sufrim ient o innecesario.
Jam ás había vist o t an serio a Suresh com o en aquella ocasión.
—Se ha derram ado t ant a sangre —agregó— que podrían llenarse
con ella t odos los ríos de la Tierra... Lo único que dist ingue a una
persona es la bondad. Nada m ás —dij o, t erm inant e—. Mi abuelo m e
enseñó que hay que ofrendar el ego a la Diosa para que ést a lo devore,
lo t rit ure, lo liquide. Lo único que adm iro en un ser hum ano, lo único, es
la bondad.
Se iban sum ando m ás m endigos a los que ya había, form ando un
círculo cada vez m ás nut rido a nuest ro alrededor. La noche había caído.
A lo lej os se escuchaban los m ant ras que los devot os ent onaban en el
recint o del t em plo. Ent onces Suresh m e dij o algo que nunca olvidaré:
—Cuando vuelvas a t u país, sigue con t us responsabilidades
norm ales si así decides hacerlo; es t u elección. Pero si has com prendido
la ciencia y el art e del alam bre, ya nada será igual aunque t e parezca
que es lo m ism o. En t u consciencia y en t u act it ud se calibra la
diferencia. Habrá sufrim ient o, pero ést e nos alert a en el viaj e siem pre
que no se t orne aut ocom pasión. Com o el ciervo alm izclero derram a su
perfum e, t ú debes esparcir afect o dondequiera que est és o vayas.
Nunca t ransij as con t u libert ad. No t e det engas en la búsqueda y no t e
dediques a holgazanear. Sé m anso y firm e com o el búfalo. Perm anece
siem pre alert a porque, de ot ro m odo, t us ant iguos hábit os volverán y
t erm inarán por ganart e la bat alla.
"En el peligroso m undo que habéis const ruido, vivir se hace m ás
difícil que andar por el alam bre m ás delgado. Si puedes, relaciónat e con
personas am ables; si no t e es posible, haz lo que Buda dij o: cam ina en
solit ario com o el elefant e. Est á cerca, m uy cerca, el día en que t ú y yo
debam os separarnos, pero lo harem os sin apego, sin dolor. Con est os
inst rum ent os vit ales que son el cuerpo y la m ent e, yo m e voy por un
lado y t ú por ot ro, pero t u ser y m i ser cont inuarán ligados. Por t ant o,
Hernán, en realidad no hay separación.”
Dicho est o, Suresh pidió com ida para nosot ros dos y para t odos los
m endigos que nos rodeaban. Fue una noche divert ida, porque luego el
gran faquir recurrió a su m aravillosa form a de hacer m im o y
represent ó, de m anera m uy divert ida y asum iendo diferent es
personaj es, el rapt o de Sit a por el rey de los dem onios, Ravana.
Baj o un prim averal cielo azul, los días discurrían j unt o al océano en
el Cabo de la Virgen, en el ext rem o sur de la I ndia.
Para m í había días de consuelo y días de desalient o, días de
cert idum bre y días de agit ación. Pero a veces t enía inst ant es de gran
inspiración m íst ica y m e sent ía renovado; ot ras, en cam bio, el m iedo y
el desfallecim ient o se apoderaban de m í sin que pudiera evit arlo.
Suresh se había ganado las sim pat ías de las gent es del Cabo de la
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m e recorrió t odo el cuerpo, y est uve t ent ado de baj arm e del t ren en
m archa, correr hast a Suresh y rogarle que m e perm it iera quedarm e.
Pero él siem pre m e había dicho: "Nada a qué aferrarse. Nada que
poder det ener". Cerré los oj os. Me esperaba un largo viaj e hast a el
ext rem o opuest o de la I ndia.
El prolongado desplazam ient o puso a prueba m i paciencia. Tuve
que cam biar varias veces de t ren y soport ar los rigores de la época
prem onzónica. A veces la t em perat ura ascendía a m ás de cuarent a y
cinco grados. Me alim ent é de los com ist raj os que proporcionaban los
vendedores de com ida am bulant es. Cont em plé t oda clase de paisaj es y
de aldeas.
Por fin llegué a Chandigarh, al nort e de Delhi, y desde allí cogí un
aut obús a Sim la. No había avisado de m i llegada y, aunque había
t elefoneado a I sabel en dos ocasiones, había perdido el cont act o en los
dos últ im os m eses. En el aut ocar dest acaban dos acaudalados j ainas,
que parecían m uy solem nes, inm aculadam ent e vest idos a la t radicional
m anera india. Había varios sikhs y un grupo de cam pesinos que
hablaban anim adam ent e.
A m i lado iba sent ado un hom bre de negocios que t rabaj aba en
Delhi e iba a pasar unos días de descanso en Sim la. No dej aba de
hablarm e de aburridas operaciones financieras, de cóm o había subido
inj ust ificadam ent e el precio de los hot eles de Delhi y de ot ros t ediosos
t em as. Él int ent aba averiguar cosas sobre m í, pero com o yo no est aba
de hum or para t rivialidades, m e lim it é a im it ar el am biguo gest o de
cabeza de los indios. Que int erpret ara m is m ovim ient os de cabeza
com o si asint iera o negara era algo que m e t raía sin cuidado. Me
im presionó la belleza de una t ibet ana que t am bién viaj aba en el
aut obús y, aunque ent rada en años, poseía una sonrisa m uy sim pát ica.
Tam bién viaj aba con nosot ros una anciana escuálida que no dej aba de
m urm urar para sí. Cerca de ella, varios escolares m uy alegres
ent onaban canciones en hindi.
Cuando el aut obús alcanzó las prim eras m ont añas sent í un gran
alivio pues la t em perat ura era m ás benigna y el aire m ás puro.
Herm osos paraj es se abrían ant e m is oj os.
Para ir desde la est ación a la m ansión del coronel Mundy t om é una
t art ana, cuyo conduct or, un hom brecillo enclenque pero de nat ural
gracioso, se había em peñado en que fuera a su casa a conocer a su
m uj er. No había m anera de convencerle.
I nsist ía en su idea com o si le fuera la vida en ello. Tam bién quería
present arm e a sus suegros, cuñados y vecinos. Lo que había em pezado
por hacerm e gracia t erm inó por exasperarm e. En varias ocasiones m e
baj é de la t art ana, pero el hom bre m e suplicaba que volviera a subir,
m ost rándom e su m ej or sonrisa, y lograba convencerm e. Cuánt as veces
subí y baj é de la t art ana no sabría decirlo, pero fueron num erosas, pues
el hom brecillo t uvo la desfachat ez de llevarm e hast a la puert a de su
casa. Me cont uve para no grit arle, parecía una persona deliciosa, pero
aquel anhelo de dem ost rarm e su hospit alidad m e producía indignación.
Luego puso t odo su em peño en que probara sus cigarrillos bidis y de
que le invit ara a una cerveza.
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Por últ im o, no t uve m ás rem edio que levant arle la voz. Ant e m i
asom bro, m e respondió con una afable sonrisa y se puso en m archa
hacia la m ansión del coronel. Cuando llegam os, el hom bre dej ó la
t art ana y se puso a andar a m i lado en dirección a la puert a de la casa.
—Sir, sir —dij o—, m e quedaré con ust ed para cuando quiera ut ilizar
m is servicios.
No podía creerlo. Pret endía ent rar en la casa conm igo y supongo
que residir en ella para est ar a m i servicio.
—Gracias, gracias —respondí—. Si le necesit o, prom et o buscarle en
el Mall.
No se quedó nada convencido; casi se puso a llorar, haciendo
pucheros com o si fuera un niño contrariado. Llam é a la puert a. Cuando
se abrió, m e encont ré con los escrutadores oj os y las negras barbas de
Kuldip.
—¡Qué alegría, señor! —exclam ó verdaderam ent e encant ado.
Nos est recham os la m ano. Era un hom bre que llevaba en el rost ro
el sello de la inquebrant able lealt ad.
—El coronel ha padecido una neum onía —m e inform ó de
inm ediat o—, pero ya se ha recuperado. —Luego añadió con
desparpaj o—: Tiene ust ed m uy buen aspect o, señor. Le t raeré una
lim onada, ¿le parece? El calor apriet a.
En ese m om ent o vi al coronel baj ando por las escaleras. Se le
not aba bast ant e desm ej orado.
Su paso era lent o y había perdido algo de su aguerrido port e. Al
verm e dem ost ró una gran alegría. No sólo m e t endió la m ano, com o en
ot ros reencuent ros, sino que luego m e abrazó con efusividad.
—Kuldip m e ha dicho que ha est ado ust ed enferm o, coronel. No
sabe cuánt o lo lam ent o.
—A m i edad es lo m enos que se puede esperar —sonrió—. Tengo
una excelent e not icia para ust ed.
Le m iré int errogant e, en silencio.
—He recibido una post al de su am igo.
—¿De m i am igo? —Sus palabras m e cogieron por sorpresa—. ¿A
quién se refiere?
—¿A quién va a ser? A Federico. Sólo ha escrit o cuat ro líneas, pero
sabem os que est á aquí, en la I ndia, y que se encuent ra bien.
Me dio un vuelco el corazón. O sea que Federico seguía en la I ndia…
—Voy a t raerle la post al.
Salió un m om ent o, pero regresó enseguida con una post al en la
m ano, que m e ent regó. Ni siquiera m e fij é en qué dibuj o o fot ografía
m ost raba, porque le di la vuelt a para leerla de inm ediat o.
Querido coronel: Nunca les olvido, ni a ust ed ni a I sabel. Mi
invest igación espirit ual sigue en curso. Sepan que est oy bien, aunque
ha habido sorpresas. Volverán a saber de m í. Con cariño, Federico.
Me quedé at ónit o.
—La post al ha sido enviada desde Spit i —m e inform ó el coronel.
—¿Spit i?
—Sí, un valle próxim o al Tibet .
Kuldip m e sirvió la lim onada, y el coronel y yo pasam os al salón
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bibliot eca.
—Pero hay m ás not icias, Hernán —m e dij o cuando nos hubim os
sent ado.
Perm anecí expect ant e.
—Según un sufí de Hyderabad, el t rat ado que ust ed busca exist e.
—No puedo creerlo —repuse de m anera aut om át ica—. ¿Cóm o lo
sabe?
—Tuve que ir a Delhi para pasar unos días en el hospit al.
Cuando m e recuperé, un buen am igo m ío hindú llam ado Jai, que
siem pre ha est ado m uy int eresado en las dist int as t radiciones
espirit uales, m e llevó a conocer a un sufí m uy peculiar. De repent e salió
el t em a de la oración del corazón, t am bién pract icada por los ort odoxos
crist ianos, y ent onces le pregunt é por el t rat ado. Fue cuando m e señaló
que un am igo suyo, que vive en Hyderabad, le había hablado de ese
t rat ado refiriéndose a él com o un t exto real y escrit o, y no sólo com o un
cuerpo de enseñanzas t ransm it idas de boca a oído y de m aest ro a
discípulo. I nt ent é ponerm e en cont act o con el sufí de Hyderabad, pero
se había ido a pasar una t em porada con su fam ilia en Srinagar.
Guardé silencio. ¿Qué hacer?
—No se preocupe —dij o el coronel al observar m i incert idum bre—,
porque ant es o después el sufí dej ará Cachem ira y volverá a
Hyderabad. —Tras una breve pausa pregunt ó—: ¿Se quedará m ucho
t iem po con nosot ros, Hernán?
—Ésa era m i prim era int ención —respondí—, pero creo que ahora
m e encuent ro en la t esit ura adecuada para seguir viaj ando por la I ndia
y descubriéndom e a m í m ism o. Debo seguir evolucionando. —
Cam biando de t em a, añadí—: Por ciert o, ¿cóm o est á I sabel?
Se encuent ra perfect am ent e. Vendrá enseguida. Ha ido a la ciudad
a echar al correo unas cart as urgent es. Ha t rabaj ado int ensam ent e
est as últ im as sem anas. En est e país t odavía hay m ucho que hacer en
favor de los adivasis y sus derechos. Algunas t ribus est án al borde de la
ext inción. ¿Ha oído hablar de los t odas?
—Sí, los conozco.
—Cuando llegaron los prim eros arios, ellos com enzaron ya a t ener
serias dificult ades. ¿Sabe cuánt os son ahora?
Negué con la cabeza.
—Pues poco m ás de dos m il. Hay t ribus de las que sólo queda un
m illar.
—El problem a de los aborígenes es preocupant e en t odo el m undo
—com ent é—. Para el hom bre no hay peor depredador que el hom bre, y
lo m ism o cabe decir de las dem ás criat uras.
En ese m om ent o se oyó la puert a de la calle e I sabel ent ró en el
salón al cabo de unos inst ant es. Est aba herm osísim a. Llevaba una blusa
bordada que resalt aba sus senos. Nunca la había vist o t an llena de
vit alidad, con aquellos oj os brillant es y elocuent es. Rebosaba plenit ud.
—¡Hernán! —exclam ó, corriendo a abrazarm e—. ¡Qué buen aspect o
t ienes! Muy delgado, aún m ás que la últ im a vez, pero est ás m uy bien
—Volvió a abrazarm e—. ¿Te quedarás un t iem po con nosot ros?
—Sólo dos noches. Voy a seguir buscando.
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—¿No podríam os así com plem ent arnos m ej or? —pregunt é, aunque
no creía en ello.
—No som os personaj es de una farsa. Los dos sabem os que cada
uno debe com plet arse y com plem ent arse a sí m ism o, ¿no es ciert o?
Puse la m ano, encallecida por los ej ercicios con la barra ut ilizada
para el funam bulism o, en su m ej illa, t ersa y t ibia. El sol se había
ocult ado t ras las m ont añas. El follaj e había t om ado un color
azafranado. Nos besam os con verdadera pasión.
—Tú est ás buscándot e a t i m ism o —prosiguió I sabel—, m ient ras
que yo busco a los dem ás, Hernán. Pero sé que por dist int as sendas
nos aproxim am os a lo m ism o. Tú, al buscart e a t i m ism o, hallas a los
ot ros; yo, al ir en busca de los ot ros, m e encuent ro a m í m ism a.
—Eres una m uj er de caráct er —dij e, lleno de adm iración por su
fort aleza espirit ual—. ¿Som os, pues, incom pat ibles...? —pregunt é
sonriendo—. Creo que t al vez algún día est arem os en disposición de
em prender cada uno el asalt o del ot ro.
Se echó a reír. En el cálido silencio del anochecer him alayo nos
m iram os durant e largo rat o. Las palabras nunca hubieran podido decir
lo que expresaban nuest ras m iradas y nuest ros silencios.
—Tal vez algún día... —susurré—. Escucha, Suresh decía que
est am os en el cam ino para ayudarnos; no hay ot ra cosa que el am or.
Nos sent am os debaj o de un árbol y nos abrazam os con pasión.
Nuest ros cuerpos se fundieron sobre la hierba. La noche nos acogía con
su inefable silencio. Mient ras m is labios recorrían los m aravillosos
pechos de I sabel, a m i m ent e acudieron innum erables escenas y
vivencias de aquellos m eses pasados en una t ierra que m e era t an
aj ena y t an próxim a a la vez.
El t é arom át ico, las past as de j engibre, I sabel, Suresh el Faquir, el
coronel, las gent es apret uj ándonos en los vagones de t ren, los
m endigos, los sadhus desgreñados, los perros husm eant es, los gat os
callej eros, Cient o Diez Años, las palm eras dat ileras, los cafet ales del
sur, Kuldip el sikh, los erm it años errant es, los cuervos rebuscando en
los m ont ones de basura, los cánt icos al Divino, el bullicio de las
callej uelas de Delhi, Sri y el secreto de la Diosa, el inconm ensurable
silencio del Him alaya, los pordioseros m ut ilados, los ancianos
esperando la m uert e a orillas del Ganges, los rododendros en flor, las
rat as, los buit res, los niños alborozados, los desvalidos, el m aravilloso
cielo est rellado de los t rópicos... ¡La vida, en una palabra!
Com o Suresh decía: "Tienes que t om arla t oda ella” .
¿Quiénes som os? ¿Adónde vam os?
Porque hay pregunt as, exist en respuest as. Mient ras t engam os
inquiet udes, los sent idos y los significados est arán vivos.
La gran t ragedia es la consciencia dorm ida. Suresh m e había dado
un grano de m ost aza de su sabiduría. La vida es com o el alam bre del
funám bulo. No hay red. Todos som os funám bulos. El m ej or, el único
realm ent e im prescindible, es aquel que alum bra la bondad en su
corazón.
—¿En qué piensas, I sabel?
—En t i, en los adivasis, en est a noche clara...
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