Está en la página 1de 189

El Faquir Ramiro A.

Calle

El Faquir

Ramiro A. Calle

Ediciones Mart ínez Roca, S. A.

2
El Faquir Ramiro A. Calle

AGRADECI MI ENTOS

Todo m i reconocim ient o al señor M. P. Mascarenhas ( direct or general de


Air I ndia) por su gran eficacia profesional y su valiosa colaboración.
Toda m i grat it ud a m i buen am igo José María Calvín, por sus
inspiradores com ent arios y su alient o. Mi agradecim ient o para m is
alum nos en el Cent ro de Yoga Shadak. Adem ás hago ext enso m i
agradecim ient o a m i encant adora am iga Shilpa Sachwani, del Grupo de
Hot eles AJ.

Funám bulo: El que pasa por la cuerda o por el alam bre.


Equilibrist a: El que t rat a de m ant ener el equilibrio para no
precipit arse.
Faquir: El que se som et e a la proeza de superar el dolor.

"Más acert ada o desacert adam ent e, t odos som os funám bulos,
equilibrist as y faquires en est e asom broso fenóm eno llam ado
VI DA.”

"Al am anecer, una palom a penet ró, revolot eando, en un


pequeño y recolet o t em plo de la I ndia. La im agen de una rosa
que, com o ofrenda, se hallaba sit uada en el cent ro del sant uario
se reflej aba en los espej os que cubrían t odas las paredes del
t em plo. La palom a, t om ando aquellos reflej os por la rosa m ism a,
voló hacia ellos y chocó, una y ot ra vez, cont ra las brillant es
paredes con t al ím pet u que, al final, su frágil cuerpo se quebró y
encont ró la m uert e. Sólo ent onces la palom a, aún calient e, halló
a la aut ént ica rosa al desplom arse sobre ella” .

Los m aest ros de la I ndia dicen: "No seas com o la palom a,


persiguiendo reflej os que acabarán provocándot e la m uert e. Ve
direct am ent e hacia la rosa del conocim ient o” .

3
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO UNO

Llegué a Delhi cuando em pezaba a am anecer. El calor result aba


sofocant e. Pront o com enzaría la est ación de las lluvias y la at m ósfera
est aba t an cargada de hum edad que dificult aba la respiración. Una
bandada de desgreñados y sudorosos t axist as m e ofreció sus servicios
con una insist encia que m e exasperaba. Cada uno m e prom et ía el
m ej or servicio ofreciéndose a llevarm e a hot eles y t iendas de t odas las
cat egorías o a conducirm e hast a ciudades com o Agra y Jaipur. Me dej é
arrast rar a uno de los coches y di al t axist a la dirección de un pequeño
hot el que m e habían recom endado en la Viej a Delhi. No est aba en m i
ánim o recorrer los circuit os y aloj am ient os de siem pre; de esa form a
em pezaría a superar los apegos y hábit os de m i m ent e.
Durant e el t rayect o, m iraba at ónit o por la vent anilla del renqueant e
aut om óvil el espect áculo de vida que se ofrecía a m is oj os a cada
m om ent o. A esas t em pranas horas de la m añana el gent ío era enorm e.
Baj o un sol que em pezaba a abrasar, las colas en las paradas de los
aut obuses parecían no t ener fin; las ent radas de los cines est aban
at est adas; la calzada era un conglom erado de t axis parecidos a
escarabaj os, biciclet as, m ot orickshaws, indolent es viandant es, perros y
vacas. El j aleo result aba ensordecedor: t im bres, bocinas, grit os...
Aquello era un hervidero de seres hum anos; unos andando
apresuradam ent e, los cuerpos em papados en sudor; ot ros, ociosos,
com o si el t iem po no cont ara para ellos; los había que form aban corro,
charlando plácidam ent e ent re sí. Las calles rebosaban de vida y yo
m iraba t odo aquello com o si de una película se t rat ara. Me asalt aban
recuerdos, dudas y vacilaciones de t odo t ipo a borbot ones. Me debat ía
en m is cont radicciones y m e pregunt aba si la decisión que había
t om ado de viaj ar hast a aquel país no sería descabellada y no est aría
haciendo ot ra cosa que escapar a m is responsabilidades y huir de m í
m ism o.
Una vez que m is anhelos espirit uales de la adolescencia y la
j uvent ud palidecieron, yo, com o t antos ot ros, m e dediqué durant e años
a ej ercer una profesión bien rem unerada que m e perm it ía vest ir los
m ej ores t raj es, deleit ar suculent os m anj ares y gozar de la com pañía de
at ract ivas m uj eres. Pero supongo que t am bién com o t ant os ot ros había
sido incapaz de no caer en un est ado de m onot onía, frust ración e
incluso hast ío. Sin em bargo, poco a poco, casi de m anera
im percept ible, com encé a ser conscient e del horror en que había
convert ido m i vida. Me había falt ado la int repidez espirit ual de Federico,
m i ent rañable am igo de j uvent ud, un alem án a quien nunca falt aba el
ent usiasm o, que había viaj ado hast a la I ndia y se había hospedado

4
El Faquir Ramiro A. Calle

durant e m eses en la m ansión de un coronel brit ánico que vivía en el


nort e del país. Durant e un t iem po m i am igo m e escribió haciéndom e
part ícipe de sus inquiet udes y pesquisas espirit uales. Me com ent ó
varias veces lo im port ant e que sería hallar un t rat ado m uy ant iguo
t it ulado El hom bre feliz en la cueva del corazón. Pero ni Federico ni el
coronel habían encont rado pist as fiables del m ism o. En sus últ im as
cart as m e explicaba que había t rabado conocim ient o con un m aest ro de
esa ant igua t radición y que se disponía a dej ar la casa del coronel para
seguirlo a diferent es lugares de la I ndia.
Perdido en m is pensam ient os, salía de ellos de golpe a cada violent o
frenazo del conduct or, cuando por delant e de su coche se int erponía
una persona o un vehículo. Era lo que en Occident e llam am os "hora
punt a" y uno t enía ocasión de com probar, perplej o, lo denso de su
población cuando veía pasar aquella m asa com pact a de seres hum anos
de t odas las edades. Fam ilias ent eras viaj aban en una m ot o, com o si
efect uaran un espect acular núm ero de circo; había biciclet as que
chocaban cont ra ot ras biciclet as; los cuerpos se apiñaban y t opaban
unos con ot ros; los aut obuses eran com o cegados rinoceront es,
dispuest os a arrasar cuant o se les pusiera por delant e... Había t oda
clase de vendedores callej eros, chiringuit os de com ida, m endigos e
indigent es. Pero a pesar de aquel abigarram ient o y el desordenado e
infernal t ráfico, no aprecié en absolut o la agresividad de los conduct ores
de Occident e; cada uno iba a lo suyo, m ient ras sort eaba con habilidad
los obst áculos, com o si de un concurso t elevisivo se t rat ara.
Al cabo de casi una hora llegam os a una plaza con innum erables
com ercios. El conduct or, orgulloso y solícit o, anunció:
—Connaught Place.
Nos hallábam os en el cent ro de Nueva Delhi. Tom am os por una de
las calles que daban a la plaza y enfilam os hacia la Viej a Delhi. Cada
vez el gent ío se hacía m ás denso y el t ráfico m ás dificult oso. El
conduct or chillaba a unos y ot ros; riendo, sacaba la cabeza por la
vent anilla m ient ras conducía de lado; quit aba las m anos del volant e y
frenaba y aceleraba con brusquedad; vociferaba y m urm uraba para sí;
est aba a punt o de arrollar a viandantes y ciclist as; discut ía con ot ros
conduct ores y t odo ello sin dej ar ni por un m om ent o de t ocar la bocina.
—Old Delhi —dij o, cuando pasam os baj o un arco ant iguo.
Ent onces com enzó a ofrecerm e hachís, prost it ut as, t ravest idos o
cam bio de m oneda vent aj oso.
Los saris de las m uj eres eran com o espléndidas m anchas de color
ent re la espesa m uchedum bre. Los m ás diversos olores —fét idos,
dulzones y agridulces— nos envolvían.
Algunas biciclet as t iraban de un carrit o en el cual un buen núm ero
de niños uniform ados eran llevados al colegio. Las vacas, en m ayor
cant idad cada vez, hicieron su aparición. I m pert urbables, yacían en
m edio de la calzada, obligando a los conduct ores a sort earlas. El calor
se hacía m ás int enso, abrum ador. El t axist a no dej aba de m ascullar
palabras que m e result aban inint eligibles. Me t endió un cigarrillo indio
que yo rechacé, y siguió ofreciéndom e hachís y m uj eres. A m enudo se
volvía por com plet o hacia m í, pero seguía conduciendo.

5
El Faquir Ramiro A. Calle

De repent e com enzó a t ararear una pegadiza canción. Result aba un


hom bre pint oresco: am able, j ovial, carnes enj ut as, t orso sem idesnudo
y em papado de sudor. Olía que apest aba, pero aquello se le podía
perdonar aunque sólo fuera por su sim pat ía.
Llegam os a un punt o de la ciudad donde la conducción se hacía
im posible. A lo lej os divisé la Gran Mezquit a de la Viej a Delhi,
im ponent e, com o un silencioso t est igo de la vida bullendo en t odo su
desorden. "¡Qué m undo! ", pensé, observando, casi incapaz de creerlo,
aquel espect áculo vivient e e irrepet ible.
Ent ram os en un am plio bulevar salpicado de t iendas y t enderet es.
En el paseo cent ral había gran núm ero de vacas, perros y desocupados,
aj enos por com plet o a t ant o caos y est ruendo.
—Chandni Chozuk —m e inform ó el t axist a.
Aunque era la art eria principal de la Viej a Delhi, daba la im presión
de que sus edificios fueran a derrum barse en el m om ent o m ás
inesperado. Algunos t enían grandes cart elones descoloridos y los m enos
lucían herm osas cont ravent anas de m adera. La riada hum ana ocupaba
t odo el espacio, y los m ás ancianos, las m iradas ausent es, eran
arrast rados por ella com o una hoj a a m erced del vient o.
El t axist a det uvo el coche donde pudo, baj ó, m e abrió la port ezuela
y m e hizo un gest o para que lo siguiera. Me fundí con la gent e.
Sort eando a unos y ot ros, anduve t ras el hom brecillo, que se volvía de
cuando en cuando para com probar que no m e había perdido. Sonreía,
m ovía la cabeza con un balanceo indefinido y agit aba las m anos al aire.
Tenía su gracia. Y así cont inuam os por unas infest as callej uelas,
est rechas y t ort uosas.
Tam bién yo est aba em papado de sudor. La m ezcla de olores m e
at urdía. La difícil lucha por la supervivencia se evidenciaba a cada paso.
Por fin, el hom bre se det uvo delant e de un pequeño y desvencij ado
edificio.
—Su hot el, sir —dij o.
Le pagué el precio convenido al que añadí unas cuant as rupias, pero
m e exigió m ás propina. Cuando se la di, m e pidió ot ro t ant o. Meneaba
la cabeza, m ient ras esbozaba una ingenua sonrisa com o un niño
t ravieso. Le ent regué ot ro puñado de rupias. Me lo agradeció
efusivam ent e y luego se perdió ent re el gent ío. Pero cuando m e hallaba
a punt o de ent rar en el m iserable hot elucho, volvió corriendo y
com enzó a ofrecerm e sus servicios para visit ar la ciudad, ir de com pras,
buscar m uj eres y ot ras m uchas proposiciones m ás. No podía quit árm elo
de encim a y de nada servían m is negat ivas.
—¡No! —grit é irrit ado.
Sonrió, im pert urbable, com o si aquello hubiera sido un halago para
él.
—¡No, no, no! —vociferé de nuevo.
Ent onces se encogió de hom bros, dio m edia vuelt a y se fue.
Me avergoncé de m i reacción y com prendí que aquel hom brecillo
m e había dado una lección de paciencia.
¿Puedo llam ar vest ibulo de un hot el a la est ancia en que m e
encont raba? Era el lugar m ás sórdido que j am ás pueda uno im aginar.

6
El Faquir Ramiro A. Calle

La radio est aba puest a a t odo volum en. Tras una especie de grasient o
m ost rador había una m uj er m uy obesa, m oflet uda y con una t renza que
le llegaba hast a sus abult adas nalgas. Al lado del m ostrador, un hom bre
sem idesnudo se revolvía en el suelo t rat ando de dorm ir. Donde las
paredes no est aban desconchadas, quedaban rest os de pint ura
am arillent a. At ufaba a orina, sándalo, com ida y especias. El lugar
est aba débilm ent e ilum inado por una luz verdosa y eso lo hacía aún
m ás sórdido. La m uj er sonrió. "Debo de est ar loco", m e dij e.
Pensé si no sería m ej or volverm e lo ant es posible a la zona
residencial de Delhi. Pero la m uj er se dirigió a m í.
—Tenem os habit ación libre.
Me pregunt é por qué t enía que som et erm e a un suplicio así. Me
espant aba un lugar com o aquél.
—Sí, quiero una habit ación —dij e, a pesar de t odo.
Ella m e sonrió, agradecida, y aquella suave sonrisa dulcificó sus
facciones. Posé m i m irada en sus expresivos oj os.
—¿Cuánt as noches, señor? —pregunt ó de m anera m ecánica.
Algunos días —respondí con im precisión.
—Puede quedarse el t iem po que desee —dij o ella—. ¿Habit ación
norm al o de luj o?
—De luj o —m e precipit é a indicar.
Cogió un m anoseado cuaderno, am arillent o por el uso y lleno de
m anchas. Cada vez que pasaba una hoj a se chupaba los dedos. Todo
result aba de una lent it ud desesperant e. La m uj er se había puest o m uy
seria y pensat iva, com o si t uviera que t om ar una grave decisión. De
repent e alguien ent ró en el hot el. Era el t axist a de nuevo. Se m e acercó
y em pezó con sus ofert as. Mient ras la m uj er seguía revisando el
cuaderno, el hom bre que yacía en el suelo se levant ó de repent e, se
aproxim ó a m í com o si fuera a abrazarm e y se puso a observarm e con
inusit ado descaro. Yo le devolví la m irada. Tenía el rost ro picado por la
viruela. ¿Sería un pordiosero? Peor no podía ir vest ido. Pues no;
enseguida m e di cuent a de que era el propiet ario del est ablecim ient o.
Tenía los dient es y las encías enroj ecidos por el bet el que est aba
m ascando y el sudor le em papaba la frent e. Sin que el t axist a dej ara su
perorat a, el propiet ario del hot el t am bién com enzó a hablarm e,
haciéndom e pregunt as absurdas:
—¿Cuánt o le ha cost ado est a cam isa? ¿Son de piel de vaca sus
zapat os? ¿No ha t raído m áquina de hacer fot os?
Yo em pezaba a t om arle el pulso a la I ndia y a percibir el rit m o y el
sent ido del t iem po que im peraba en ella. Era m ediodía. Llevaba horas
queriendo inscribirm e en un hot el y descansar apaciblem ent e, pero
había perdido el día en absurdos t raslados y t rám it es. Me sent ía t an
enoj ado que apenas pude cont rolar la rabia cuando la m uj er m e dij o:
—Siént ese, sir. Est oy buscándole una buena habit ación.
—Cualquiera vale —repuse con brusquedad.
El t axist a m e t enía cogido por un brazo y el dueño del hot el por el
ot ro, casi zarandeándom e m ient ras los dos hablaban sin parar.
—Hay una habit ación m uy buena —dij o la m uj er con t ono apát ico.
Suspiré aliviado.

7
El Faquir Ramiro A. Calle

—Es la m ás cara —agregó ella—, pero t am bién es la m ej or. Una


habit ación preciosa.
Hast a m í llegaba el est ruendo de la calle. A lo lej os sonaba m úsica
en un alt avoz, confundiéndose con los t im bres de las biciclet as. Por
fort una, el propiet ario del hot el m e dej ó en paz para sent arse de nuevo
en el suelo y ponerse a com er un plat o de lent ej as. El caldo se escurría
ent re los dedos, ya que com ía con la m ano. De pront o, unos niños
desarrapados irrum pieron en el vest íbulo y com enzaron a j ugar y a
esconderse ent re m is piernas.
—Pasaport e —solicit ó la m uj er.
Deduj e que ella y el hom bre eran m at rim onio y los niños, sus hij os.
Los m uchachit os seguían enredando, el t axist a cont inuaba hablándom e,
inasequible al desalient o, m ient ras la m uj er, con lent it ud inexpresiva,
t om aba los dat os de m i pasaport e.
—¡Qué fot o t an bonit a! —exclam ó, pasando su m irada de la
fot ografía a m í y ot ra vez al pasaport e.
De repent e, el hom bre y la m uj er se m iraron y com enzaron a reírse
sin pudor alguno. A los dos parecía hacerles m ucha gracia algo con
respect o a m í, y si yo no hubiese est ado t an cansado quizá la sit uación
m e habría parecido m ás que divert ida. Pero m e sent ía realm ent e
irrit ado, creí que nunca acabaríam os. El olor a com ida se m e hacía
insufrible. Pensé que t enía fiebre.
—Si quiere agua calient e —especificó ella—, cada cubo son dos
rupias.
—No es necesario —dij e con sequedad.
—¿Quiere t om ar algo?
—Un t é, por favor.
—¡Am il, un t é para el señor! —ordenó con t ono desabrido a su
m arido.
El hom bre a su vez grit ó:
—Un t é, un t é para el señor.
El t axist a cont inuaba con su perorat a, aunque hacía rat o que no le
prest aba at ención, y eso que no cesaba de darm e golpecit os en el
brazo; la m uj er m e hacía pregunt as inút iles sobre el pasaport e, com o si
fuese el prim ero que hubiera vist o, y el propiet ario, bost ezando una y
ot ra vez, seguía int eresándose por el precio de m i ropa, m i reloj o m is
zapat os. Ent onces, un anciano salió por una puert a que había det rás del
m ost rador. Le t em blaban las m anos de t al m odo que el t é se
desparram aba con cada paso que daba, a pesar de que suj et aba el
vaso —que era de m et al— con el dedo pulgar, que llevaba m et ido
dent ro del m ism o. Tendió el brazo, seco com o una est aca, y m e ofreció
el t é esbozando una sonrisa de conej o t em eroso.
Cuando le cogí el vaso, él se dedicó a observarm e det enidam ent e.
Si algo no había en aquel lugar, era prisa. Allí est aba el anciano, inm óvil
com o una est at ua, m irándom e de arriba abaj o. ¿Acaso esperaba
propina? De repent e, se quedó prendado de m i reloj de pulsera. Est aba
encant ado.
—Le acom pañaré a su habit ación —m e dij o el propiet ario.
Por fort una los t rám it es habían acabado. El t axist a se quedó en el

8
El Faquir Ramiro A. Calle

vest íbulo, refunfuñando, pero no había t ono de irrit ación o agresividad


en su voz. Era com o si t odo aquello form ara part e del j uego. Seguí al
propiet ario por unas em pinadas escaleras de m adera, cuyo cruj ido
sonaba com o el aullido de un anim al herido de m uert e. Subim os dos
pisos. Nos cruzam os con algunos huéspedes en cam iset a, que
m ascullaban algunas palabras de saludo o de bienvenida al verm e
pasar. Llegam os a un corredor lúgubre, casi en penum bra, al final del
cual se encont raba m i habit ación de m áxim o luj o. Un espant o. ¡Dios
m ío! ¿Y ésa era la m ej or habit ación del est ablecim ient o? ¿Se t rat aba de
una brom a de pésim o gust o? Allí no había cam a, sólo un j ergón de
m ala m uert e. En la part e del fondo, un lavabo que quizá en su día fue
de porcelana; en el cent ro de la habit ación, una silla de pat as
desiguales, y en el t echo una bom billa colgada de un largo alam bre.
—Tiene lavabo —m e indicó el hom bre con ciert o t ono de orgullosa
sat isfacción.
—¿Y la ducha?
—Al ot ro lado del corredor. Venga a verla.
Se em peñó en que visit ara el cuart o de aseo. Lo que había allí era
cualquier cosa m enos una ducha, t al com o yo las conocía. Se t rat aba de
un grifo colgado de la pared.
Cuando regresam os a m i cuart o, el propiet ario del hot el se int roduj o
en él con t oda nat uralidad y se sent ó en la única silla que había. Dej é la
m alet a sobre el j ergón. Nos m iram os durant e un rat o. Mient ras m e
pregunt aba si t enía int ención de que darm e allí m ucho t iem po, de
repent e, de t an cansado com o m e encont raba, sent í una gran
desolación.
—¿Ot ro t é, señor? —pregunt ó el propiet ario.
Me fij é m ás det enidam ent e en él. No dej aba de bost ezar y, desde
luego, su aspect o era penoso.
—Voy a descansar un rat o —dij e, pero él ni se inm ut ó.
—Dorm iré un par de horas —insist í.
—Duerm a, duerm a —repuso solícit o, y siguió sent ado en la silla.
El calor era agobiant e. Est aba claro que el dueño del hot el no t enía
la m enor int ención de dej arm e solo.
—Cierre bien la puert a al salir —pedí con seriedad—, por favor.
Con una gran desgana, se incorporó, se balanceó varias veces sobre
los t alones, com o si dudara, y, finalm ent e, abandonó el cuart ucho. Me
arroj é sobre el j ergón. Quería dorm ir unas horas y recuperar m i est ado
de ánim o. Me sent ía dem asiado abat ido.
Oía el incesant e ruido de la calle. Para darm e ánim os, y puest o que
no lograba conciliar el sueño, m e replant eé la sit uación. Había viaj ado
hast a la I ndia en un int ent o de cam biar enfoques, reencont rar un
sent ido a la vida y recuperar m i ident idad. Pensé que sería m ás difícil
de lo que yo había supuest o pero t enía que darm e una oport unidad.
Me había adorm ilado un poco cuando el anciano que m e había
servido el t é abrió la puert a de m i habit ación para pregunt arm e qué
quería cenar. Se quedó m uy confundido cuando le cont est é que nada
en absolut o. Pero el buen hom bre no se desm oralizó y com enzó a
enum erar, com o quien recit a una let anía, t oda clase de plat os. Acababa

9
El Faquir Ramiro A. Calle

la list a y la com enzaba de nuevo. Est aba claro que él no pensaba ceder.
Me levant é de m ala gana, lo arrast ré hast a la puert a y lo eché de allí sin
m iram ient os.
Me acurruqué en el j ergón y no pude dorm ir bien en t oda la noche.
El ruido no cesaba ni dent ro ni fuera del hot el. Agradecí los prim eros
rayos del sol que penet raban por el vent anuco. Ayudado de la silla,
m iré a t ravés de él. El espect áculo era pura m agia. Los aún débiles
rayos solares dorado- anaranj ados bañaban la descom unal cúpula de la
Gran Mezquit a. Durant e unos m inutos quedé fascinado. Después de
t om ar un t é con las peores t ost adas que j am ás haya probado, m e
sum ergí ent re la m uchedum bre de las callej uelas de la Viej a Delhi. Vi
infinidad de t iendas de t ej idos, plat erías y j oyerías, t enderet es con
repuest os de lo m ás variado, casuchas m edio derruidas. Toda clase de
escenas y t oda suert e de int ensos olores se sucedían a m i paso. Me
descubrí a m í m ism o paseando de acá para allá en un enj am bre de
callej uelas replet as de vehículos, personas y anim ales; t odas ellas
regadas por sust ancias fecales que daban fe de la ausencia de desagües
adecuados. En m i deam bular llegué a Chandni Chowk, la avenida
principal, donde el gent ío, a esas horas de la m añana, era ya
im presionant e. Me crucé con un grupo de eunucos, vest idos de m uj er,
que cant aban y danzaban para conseguir unas m onedas. Uno de ellos,
al ver que yo le m iraba, m e sacó lascivam ent e la lengua y est alló en
una risa descarada. Est uve a punto de arrollar a un curandero que,
sent ado en el suelo, vendía t oda clase de raíces, cuernos de anim ales,
ungüent os y pócim as. Era un hom bre m ayor, con rasgos m ongoloides y
oj illos m uy vivos. Aunque había m ucha act ividad, no se percibía
agit ación. Pero lo que m ás m e im presionó fue el ver a hom bres
escuálidos cargando pesos enorm es, com o si de m ulas se t rat ase, el
espinazo com bado, la m irada ausente, la saliva escurriéndose por la
barbilla debido al sobreesfuerzo.
Tom é consciencia de hast a qué punt o en Occident e nos habíam os
fabricado necesidades fict icias, perdiéndonos con necio t esón en t oda
clase de banalidades. Est e sent im ient o fue com o una bofet ada que m e
conm ovió hast a lo m ás profundo.
Est ábam os llenos de apegos bobos y deseos m ezquinos. Me sent í
ridículo y avergonzado. Tant as sensaciones, y t an int ensas, m e
abrum aron hast a el punt o de im pedirm e digerir un espect áculo que
parecía m ás un sueño que la m onót ona y gris realidad a la cual había
est ado acost um brado hast a ese m om ent o.
Al llegar al final de la avenida m e encont ré con un t em plo hindú.
Cuando penet ré en él, vi que t an sólo est aba ilum inado por las
lam parillas de aceit e que lucían en la oscuridad. El arom a del incienso
era penet rant e. Había varias im ágenes del pant eón hindú; pero la m ás
venerada se encont raba en el sanct a- sanct órum , una pequeña cám ara
a la cual sólo los sacerdot es t enían acceso, y que para los hindúes es la
represent ación del út ero o m at riz cósm ica.
Había t ant a gent e allí reunida que m e pregunt é si no est allarían los
m uros del t em plo. Todos, hom bres y m uj eres, llenos de avidez
religiosa, se dirigían apret uj adam ente hacia el sanct a- sanct órum en un

10
El Faquir Ramiro A. Calle

frenesí sagrado. Un sacerdot e iba colocando un punt o de pint ura en el


ent recej o de los devot os, com o para abrir su oj o espirit ual y
desencadenar su visión m íst ica. Una ingent e cant idad de flores era
ofrendada al Divino.
Ausent e y despreocupado, un sadhu, con el cuerpo ceñido por la
t única anaranj ada —sím bolo de renuncia a lo m undano—, perm anecía
im pasible a la ent rada del sant uario. Su serenidad e inm ovilidad
cont rast aban con el afán y el t rasiego de los devot os que, a codazos,
int ent aban aproxim arse al sacerdot e. La int ensa y profunda m irada de
fuego del sadhu se clavó en la m ía y así nos m ant uvim os un rat o, sin
apart ar la vist a uno del ot ro. Era el encuent ro de dos m undos
com plet am ent e dist int os. Durant e años, yo había sido agit ación,
im paciencia, urgencia y confusión; él aparent aba ser t ranquilidad,
paciencia, ausencia del sent ido del t iem po y claridad. Una leve sonrisa
apareció en sus labios y no supe cóm o int erpret arla. Aquel hom bre
nada poseía, yo t enía acum ulado m ucho m ás de lo que sería capaz de
gast ar; aquel hom bre cont aba sólo consigo m ism o, yo había apunt alado
m i vida con t oda clase de seguros pólizas y j ubilaciones; aquel hom bre
no iba a part e alguna porque ya est aba donde quería est ar, yo m e
había pasado la vida yendo con la m ent e a t odas part es sin est ar en
ninguna. Su leve sonrisa m e pareció insult ant e o burlona, y no porque
ésa fuera su int ención, sino porque yo, a t ravés de ella, m e veía a m í
m ism o com o una caricat ura.
Durant e el rest o de la j ornada vagué por la ciudad. Dej ándom e
llevar por la riada de gent e que inundaba las calles de la Viej a Delhi,
visit é algunos t em plos de dist int as religiones. Agot ado, esa noche caí en
un profundo sueño reparador, a pesar del est ruendo. Al día siguient e, al
despunt ar el día, acudí al t em plo sikh a escuchar los cant os sagrados.
Después visit é algunas librerías para pregunt ar por el t rat ado El hom bre
feliz en la cueva del corazón. Pero ningún librero supo darm e not icias
del m ism o; ni siquiera habían oído hablar de él. Uno de ellos, sin
em bargo, m uy am ablem ent e m e anot ó la dirección de un pandit
sugiriéndom e que fuera a visit arlo y le pregunt ara por el libro. Com o yo
no t enía ot ra cosa que hacer, la idea m e pareció excelent e. El librero
m e explicó que un pandit es un erudit o.
Visit é al pandit en una asociación de sadhus que había en Nueva
Delhi. El hom bre, que m e recibió con ent rañable espont aneidad, llevaba
largos cabellos y t upida barba; era de const it ución fuert e, oj os
profundos y adem anes elegant es. Nos sent am os sobre una est erilla en
una soleada habit ación. El pandit est aba im pregnado de sándalo y de
su cuerpo em anaba un arom a m uy agradable. Gest iculaba con lent it ud
y exhalaba una at m ósfera de cordialidad, sin ningún t ipo de art ificios. A
pesar de ser un desconocido para m í, m e sent ía a gust o a su lado.
—Nada he oído a propósit o de ese t rat ado —m e dij o—, pero en
nuest ra t radición siem pre se ha hecho referencia a la cueva del
corazón. El corazón es la sede del ser. Muchos yoguis se concent ran en
su corazón y se refugian en él, desarrollando así la experiencia del Yo
Soy. El corazón es com o una cueva silent e y m uy ínt im a donde uno
conect a con la presencia de ser y va desplazándose paulat inam ent e de

11
El Faquir Ramiro A. Calle

la m ent e ordinaria a la m ent e m íst ica.


De repent e varió de t em a.
—La I ndia ha cam biado m ucho —dij o—. Ya no es lo que era. Nunca
volverá a serlo. —Se int errum pió por un m om ent o y luego pregunt ó—:
¿Cuánt o t iem po perm anecerá en Delhi?
—Un par de días. Un am igo m e espera en Sim la.
Se pasó la m ano por los cabellos, pensat ivo.
—Pasarem os por su hot el a recoger sus cosas. Se aloj ará en m i
casa. —Se incorporó y yo le seguí sin decir palabra, sorprendido.
—La I ndia est á perdiendo su carácter —m e dij o m ient ras íbam os en
un t axi cam ino del hot el—. Se encuent ra en una peligrosa t ierra de
nadie, y nuest ros dirigent es han llegado a im pensables grados de
corrupción. —Su rost ro se ensom breció—. Bueno, ¿en qué hot el se
aloj a?
—Yo no lo llam aría hot el —repuse con t ono j ocoso.
Él se echó a reír.
—En un hot el m iserable, cerca de Jam a Masj id.
—Tam bién yo vivo por esa zona —dij o—, pero espero que m i casa
le result e m ás confort able. La Viej a Delhi es el corazón que sigue
palpit ando, que t odavía vibra, vive, sufre, goza, se afana y se rem ansa.
—Sí —convine con él—, la vida desborda por doquier.
Con gran disgust o de los dueños del hot el recogí m is pert enencias
en com pañía del señor Rao, que así se apellidaba el pandit , y fuim os a
su casa, a unas cuant as m anzanas de allí, t am bién cerca de la Gran
Mezquit a. Aunque el doct o y hospit alario hom bre no vivía en un palacio
precisam ent e, al m enos disponía de un m inúsculo piso, lim pio y
agradable. Me sent í agradecido. A lo lej os, com o si del quej ido de las
nubes doloridas se t rat ara, sonó la llam ada del m uecín a la oración.
Siem pre había un gran ruido de fondo, m ezcla de los sonidos m ás
variados.
—Desde que enviudé, vivo solo —explicó el señor Rao.
Apenas había m uebles en el piso; en cam bio, la cant idad de libros
era sorprendent e. Aunque m e resistí y m e sent í avergonzado por ello,
se em peñó en que yo durm iera en su cam a y él lo haría en el sofá del
pequeño salón.
—No se hable m ás —concluyó con firm eza.
Me preparó una t aza de café.
—Es de Bangalore —dij o—; un café de excelent e calidad. Espero
que le gust e.
—Es ust ed m uy am able —com ent é.
—Todos deberíam os serlo en una época com o ést a. Nosot ros, los
hindúes, la llam am os Kali- yuga. En ella se desat a la m ás consist ent e
corrupción, y por t odas part es afloran la deslealt ad, la avidez, el odio y
las disput as. Los ideales, los valores genuinos y el afán de
perfeccionam ient o se pierden. Es una época de absolut a decadencia
durant e la cual el verdadero buscador encont rará t oda clase de
dificult ades y t rabas. Est a era de negrura lleva siglos anunciada, pero
ahora est am os llegando a su m om ent o m ás oscuro y caót ico.
Reflexionó unos inst ant es, en silencio.

12
El Faquir Ramiro A. Calle

—Claro —prosiguió— que hay un ant iguo adagio que dice: "Just o
ant es del am anecer es el m om ent o m ás oscuro de la noche". Sírvanos
eso de consuelo.
Fij é la vist a en la vent ana y vislum bré un ret azo de cielo, ent re las
casuchas, velado por una especie de neblina de polvo. El calor se
int ensificaba por m om ent os. El señor Rao se veía obligado a pasarse,
una y ot ra vez, el pañuelo por la frent e para enj ugarse el sudor.
—Cuando Buda iba a m orir —m usit ó— declaró: "Tú eres t u propio
refugio; ¿qué ot ro refugio puede haber?". Ahora, dos m il quinient os
años después, t endría que decir lo m ism o, pero con redoblado énfasis.
No hay refugio fuera de uno m ism o. La avaricia m ás desm edida y la
m alevolencia t iñen el corazón de m uchas personas.
—¿Por qué el m undo no cam bia a pesar de las buenas int enciones
que m uchas personas t ienen al respect o? —pregunt é.
—Porque la m ent e no cam bia —respondió, cat egórico.
Apuré una segunda t aza de café.
—En el pensam ient o est á la t ram pa —afirm ó el señor Rao—. El
pensam ient o engendra una codicia que no t iene fin. Para sat isfacer esa
codicia est á dispuest o a hacer cuant o sea necesario: t rafica con arm as,
adult era m edicinas, organiza guerras y m asacres... ¡Dios m ío, lo que
hem os hecho con nuest ro herm oso planet a, y lo que harem os t odavía!
Cuando acabam os de t om ar el café, una luz dorada penet raba por
la vent ana. El at ardecer envolvía la Viej a Delhi.
—Le invit o a dar un paseo —dij o el señor Rao, solícit o—. Am o la
Viej a Delhi. La descubro y redescubro una y ot ra vez. Es inm em orial
t est igo de guerras, conquist as y reconquist as, int rigas y odios,
grandeza y esplendor. Nos hallam os en una ciudad viva, ardient e,
bulliciosa y colm ada de dolor. Es com o la cenicient a con respect o a
Nueva Delhi, pero desborda vit alidad.
Nos perdim os por un laberint o de callej uelas y callej ones.
iLos olores de la Viej a Delhi! Jazm ín, sándalo, pachulí, est iércol,
orines, sudor, nardos... El anochecer era com o un oscuro m ant o
abrasador. La respiración se hacía lent a y pesada.
—El aire es irrespirable —m e lam ent é.
—Est am os en la época de m ayor calor. El t erm óm et ro alcanza m ás
de cuarent a y cinco grados a la som bra.
Un gat o salt ó ent re m is piernas y dio un brinco. El señor Rao se
echó a reír con espont aneidad, de buena gana. Un vendedor de flores
nos siguió durant e un buen rat o ofreciéndonos guirnaldas. Había
m ont ones de basura abandonados.
A lo lej os sonaron unas cam panas. Las vacas dorm it aban.
Había m endigos e indigent es de t odas las edades. Los m ás ancianos
result aban herm osos, con la m irada sugerent e y el cuerpo de una
ext rem a delgadez. Por doquier se veían curanderos callej eros,
vendedores de frut os secos, lim piadores de oídos y sacam uelas. Las
prim eras est rellas aparecieron en el firm am ent o y a lo lej os se divisaba
la perfect a cúpula de Jam a Masj id. Dado el int enso calor de la noche,
m uchas personas salían a dorm ir a las azot eas y ot ras lo hacían en
cat res en plena calle.

13
El Faquir Ramiro A. Calle

Escuché el feo graznido de una cornej a. La voz de Rao m e sacó de


m is reflexiones.
—Mañana por la t arde podríam os ir al Tem plo de Laksm i Narayan, a
escuchar m úsica religiosa, ¿le parece bien?
—Me encant ará —respondí casi sin pensar.
Me sent ía t rist e. Experim ent aba la ciudad com o algo aj eno a m í,
com o si form ara part e del decorado de aquellas películas de avent uras
que nos deleit aban de niños. Pero con la diferencia de que el cúm ulo de
sensaciones que t enía en ese m om ent o m e result aba casi asfixiant e.
—Est a hora es m uy especial en est a zona de la ciudad —dij o el
señor Rao, orgulloso—. Observe, observe.
Serpent eábam os por callej uelas que se ent recruzaban. Había
hom bres preparando chapat is; algunos hacían m ant eca clarificada que
vert ían en t acit as de loza; ot ros t ransport aban t inaj as de leche...
Todavía los zapat eros rem endones callej eros seguían arreglando los
zapat os de los t ranseúnt es y algunas pordioseras de avanzada edad
m ost raban la palm a de su m ano t em blorosa solicit ando unas paisas.
—¡Cuánt o dolor hay en el m undo! —dij o el señor Rao, hablando
para sí.
—Cuest a creer que t odo sea un sueño del Divino, com o dicen
ust edes. Más bien parece una pesadilla at roz —respondí.
—¡Hum ! —exclam ó él.
Nos cruzam os con una m uj er bellísim a. Sus oj os eran com o
luciérnagas en la oscuridad de la noche, y lucía llam at ivos pendient es
de oro. Tenía una boca perfect a. No pude por m enos que seguirla con la
m irada.
—Dirige un burdel —com ent ó Rao—. Una m uj er m uy bella,
¿verdad? Hace unos años la apuñalaron y est uvo a punt o de m orir.
—¿Quién lo hizo?
—Su am ant e, en un at aque de celos.
—¿Y qué fue de él?
—Murió consum ido en prisión.
Cenam os en un pequeño rest aurant e. El señor Rao eligió por m í
algunos plat os, dem asiado condim ent ados, picant es y especiados para
m i paladar, pero que t om é por cort esía.
—Si la m ent e no cam bia, el m undo nunca lo hará —dij o de
repent e—. Hay un ant iguo libro que explica m ás de cien m ét odos y
claves para m odificar las est ruct uras de la m ent e. El secret o, am igo
m ío, est á en la no m ent e. Cuando los pensam ient os se inhiben, surge la
experiencia del ser y nos sent im os part e de t odo lo creado.
¿Y la m iseria desgarradora que reinaba en la Viej a Delhi? ¿Y los
focos de guerra que salpicaban t odo el planet a? ¿Y la explot ación de la
gran m ayoría por una m inoría sin alm a?
—Est á m uy pensat ivo —añadió—. ¿Se encuent ra bien? Es lógico,
echa de m enos su país, su gent e, sus cost um bres...
—Cuando la soledad se agarra a m i corazón —añadió el señor Rao
con un t ono de am orosa hum anidad—, ¿sabe ust ed qué hago?
Negué con la cabeza. Había vislum brado una som bra de t rist eza en
sus cansados oj os.

14
El Faquir Ramiro A. Calle

—Cuando m e ocurre eso, y m e sucede m uy a m enudo desde que m i


m uj er m urió, m i m ent e se queda absort a en la recit ación del vocablo
sagrado Om . Dej o que t oda m i m ente se diluya en el Om com o el
azúcar se funde con el agua. Libre de pensam ient o, m ás allá de lo t uyo
y de lo m ío, m e sé en unidad con m i m uj er y con t odas las criat uras de
la Tierra.
—Es herm oso —dij e.
—Om es el sonido cósm ico, la prim era pulsación o vibración de lo
inm anifest ado al m anifest arse. La recit ación de Om es com o un oj o de
buey abiert o al infinit o.
Cuando abandonam os el rest aurant e había oscurecido por
com plet o. Olía a queroseno, frit anga y agua est ancada. La t em perat ura
era ahora m ás suave.
—Si pudiésem os escuchar el inaudible sonido del universo —agregó
el señor Rao en voz baj a, com o si no quisiera m olest ar a la ciudad
dorm ida—, oiríam os Om , com o una vibración cont inuada hast a lo
infinit o, sin com ienzo ni final. Sólo cesa cuando el universo se disuelve
y t odo lo creado se sum erge en lo I nconscient e, com o si una araña
absorbiese la t ela que ella m ism a ha t ej ido. ¿Me ent iende?
Una palom a yacía revent ada en el suelo. De repent e, un hoj alat ero
com enzó a dar golpes que resonaron por t odo el ent ram ado de las
t ort uosas callej uelas que recorríam os.
—Es una verdadera lást im a que el m undo vaya com o va y se est é
perdiendo t oda alegría, t oda celebración de vida —se lam ent ó.
Pasam os j unt o a un anciano que se debat ía en sonoros est ert ores,
que yo supuse eran de agonía.
—¿Qué anhela ust ed en realidad? —m e pregunt ó de repent e, sin
am bages.
Algo que parece est ar m uy pasado de m oda —respondí—. Supongo
que es la paz int erior. Quizá un sent im ient o que m e haga sent ir m ás
com plet o, m enos divorciado de m í m ism o y de los dem ás.
—Le com prendo.
Muchas t iendas habían cerrado ya. Una ráfaga de olor a nardos
llegó hast a m í y pensé en m i m adre, que siem pre ut ilizaba ese
perfum e.
—Hallar reposo en m i int erior, eso es lo que quiero —confesé—. A
veces, m e invade una t errible sensación de soledad y casi m e paraliza;
com o si las at roces fauces del universo fueran a engullirm e.
—El encant o y el desencant o de la vida —dij o él arrast rando las
palabras—. El encuent ro y el desencuent ro. Un día, de golpe,
brut alm ent e, nos dam os cuent a de que som os viej os, inservibles, y que
la vida ha pasado com o una oscura noche sin esperanza. ¡Qué no
daríam os por com enzar de nuevo y vivir de un m odo diferent e, o por lo
m enos enfocar nuest ra exist encia de una m anera dist int a! Pero ya es
t arde. No hem os sabido vivir, t am poco sabrem os envej ecer y m ucho
m enos m orir.
—Ust ed es un gran erudit o —dij e, adm irado—. Seguro que ha leído
cuant o se pueda leer y ha invest igado en filosofías y m et afísicas cuant o
sea posible invest igar. Perm ít am e hacerle una pregunt a m uy direct a:

15
El Faquir Ramiro A. Calle

¿Ha hallado respuest as?


Se hizo un silencio. Tal vez no debería haber pregunt ado de ese
m odo a una persona que parecía t an cort és y recat ada.
Pero al fin m e respondió:
—He hallado m ás y m ás int errogant es. La enj undia de la exist encia,
su sust rat um , no podem os percibirlo con el saber im preso ni la
erudición, ni con m et afísica alguna, por sagaz que se sea.
Llegam os a la casa. Varias personas dorm ían en un pat io que había
en la plant a baj a, no sé si por necesidad o por prot egerse del calor.
Subim os por las escaleras de m adera.
—Necesit am os com prender est e j uego que se repit e sin cesar, claro
que sí —añadió.
Supuse que se refería a la exist encia.
Se había hecho t arde. Su expresión denot aba cansancio.
—A veces —prosiguió—, cuando m e despiert o de m adrugada, sient o
la m uert e próxim a y m e espant a. Me avergüenza decirlo pero m e
espant a. Oj alá Shiva m e conceda un t iem po t odavía. Aunque ahora sé,
después de m uchos años de m edit ación y est udio, que no hay
respuest as lógicas, debo em pezar a buscar respuest as por ot ro lado.
Mient ras m e acom pañaba a la habit ación, dij o:
—Lo m ás sagrado escapa a las palabras. Tenem os que poner t oda
nuest ra pasión en hallar el t esoro de la lucidez y de la benevolencia.
Dorm í de un t irón hast a el am anecer. Con los prim eros rayos del sol
vi los m ilanos volando gozosos por el aire. Escuché lej ano el sim pát ico
m ugido de una vaca.
De repent e m e di cuent a de que nunca, desde hacía años, había
capt ado t ant as sensaciones, t al vez porque t odo m i afán se dirigía hacia
lo m ás burdo, lo m ás im procedent e, lo m ás insust ancial, por m ucho que
la sociedad en que m e desenvolvía lo sobrevalorase.
El señor Rao se había pasado la vida reflexionando. Era un hom bre
de excepcional cult ura y, sobre t odo, de grandes conocim ient os
espirit uales. Había sido profesor en varias universidades, aunque ya
est aba j ubilado. Por eso m e sorprendió al decirm e:
—El verdadero int elect ual es aquel que com prende que el int elect o
debe sacrificarse para llegar m ás lej os. El m ism o int elect o ent iende que
necesit a suicidarse para hallar ot ro m odo m ás elevado de conocim ient o.
Hast a que el saber ordinario no cesa y nos vaciam os de él, no podem os
aspirar al saber int uit ivo y liberador.
Me m iró con sus elocuent es y profundos oj os.
—Mi problem a —agregó— es que est oy dem asiado cargado de
conocim ient os. El t rast ero de m i m ent e rebosa de inservibles
cachivaches. —Se echó a reír y añadió—: Supongo que si ust ed ha
t om ado la decisión de ret irarse de la vida ordinaria que llevaba es
porque ha llegado a su punt o de sat uración.
—En efect o —repuse.
—Todos t enem os un grave problem a, ya sea en Europa, en la I ndia
o en cualquier part e del m undo. Bueno —sonrió, para luego añadir—:
t enem os dos: uno es nuest ra propia m ent e ofuscada; el ot ro, los
gobiernos y las inst it uciones.

16
El Faquir Ramiro A. Calle

—Son poder, y el poder siem pre supone corrupción. Aquellos que


det ent an el poder son quienes avivan el odio y la división, porque así
abonan su ganancia. Es t rist e la sit uación del ser hum ano. Se habla
m ucho de calidad de vida, pero nadie se ocupa de la calidad de
consciencia.
Con su envidiable gent ileza, el señor Rao m e propuso
acom pañarm e a visit ar a algunas personas que despert arían m i int erés
y así, de paso, les pregunt aríam os acerca del t rat ado.
Cogim os un t axi y nos t rasladam os a varios kilóm et ros de Delhi,
cerca de Qut ub Minar.
—¡Cuánt o am o est a ciudad! —dij o durant e el t rayect o—. Ya sabe
ust ed que al m enos hay siet e Delhis. Una hist oria larga, conflict iva y a
m enudo cruel, pero est á llena de vida y energía.
Oligarcas y reyes la codiciaron. Era m ás ansiada que la m uj er m ás
fascinant e.
—¿Siet e ciudades? —pregunt é int eresado.
Y t al vez m ás. Algunos dicen que nueve, o incluso diez. A lo largo
de los años ha sido invadida, expoliada, dest ruida y reconst ruida
num erosas veces. ¡Mi am ada Delhi! Es el corazón de la I ndia. Ust ed y
yo nos hallam os ahora sit uados ent re el valle del I ndo y el valle del
Ganges, en el escenario de conquist as, int rigas y feroces cont iendas. La
ciudad m ás deseada de la t ierra, ¡figúrese! Al m enos siet e veces se
convirt ió en capit al del reino. —Lanzó un em ocionado suspiro y, con
desat ado ent usiasm o, añadió—: Pero yo am o sobre t odo la Viej a Delhi:
¡La fascinant e Shahj ahanabad!
El cielo se había encapot ado. Un finísim o polvillo se filt raba por la
nariz.
Visit arem os al yogui Am rit a —m e explicó Rao—. Vive en una
m odest ísim a casit a y desde hace años se dedica a la m edit ación, la
alquim ia y la invest igación de las pot encias que desencadenan los
m ant ras.
La casit a se hallaba en un descam pado. Desde luego era m ás que
m odest a, casi una cabaña. Dej am os el t axi y cam inam os por el cam po.
Algunas cabras t riscaban por allí m ient ras ot ras dorm it aban en el suelo.
A lo lej os vi una bandada de buit res, con su largo cuello com o una
t ubería ret orcida.
—La alquim ia india —dij o el señor Rao— t rabaj a de adent ro hacia
fuera. O sea, si el alquim ist a no t ransm ut a prim ero su int erioridad, no
obt endrá éxit o alguno en t ransm ut aciones ext ernas. Ant es que nada
debe fabricar el oro espirit ual, que es la Sabiduría. Los ant iguos
alquim ist as indios llegaron a poseer una excepcional pureza int erior. Un
alquim ist a codicioso no es un verdadero alquim ist a. El t rabaj o com ienza
con la consciencia. Hay que t ransform ar la consciencia de baj a calidad
en consciencia adam ant ina.
Mi m irada se cruzó con la de una anciana que se acercaba en
dirección opuest a. Sus oj os est aban m archit os, pero eran herm osos y
sugerent es.
—Las m uj eres form an part e de lo m ej or de nuest ro país —dij o
Rao—. Siem pre han sido el gran pot encial de la I ndia. Ni las hem os

17
El Faquir Ramiro A. Calle

apreciado ni las hem os valorado lo suficient e, com o el j oyero ignorant e


que no es capaz de dist inguir un brillant e de un vulgar crist al.
Penet ram os en la casit a y encontram os al yogui Am rit a sent ado en
una post ura de m edit ación, charlando con algunos devot os.
—El Am rit a —m e susurró al oído el señor Rao— es el néct ar, el
som a. El am rit a es una sust ancia vit al que t enem os en la concavidad
cent ral del cerebro y que en algunos est ados de éxt asis se derram a,
purificando física y espirit ualm ent e al yogui. Cuando se derram a dej a
un sabor m uy dulce en la gargant a. Los yoguis alquim ist as lo
consideran un valioso elixir para superar enferm edades.
El señor Rao, m uy respet uoso, se acercó al yogui y t ocó sus pies en
señal de veneración. Ést e era un hom bre m ayor, de abult ado vient re,
rost ro redondo de luna llena y pequeña est at ura. De oj illos vivos y
expresivos, nada había en él que llam ara la at ención, ni su apariencia
era agradable.
—Mi am igo Hernán viene de Europa —m e present ó Rao al yogui
Am rit a—. Ha reencont rado el sent im ient o m íst ico de la vida y desea
pasar una larga t em porada en nuest ro país.
El yogui m ovió la cabeza con un gest o de aprobación, que evidenció
su com placencia por m i resolución.
El señor Rao se m e acercó m ucho y m e susurró, con un hilo de voz:
—Puede hacerle las pregunt as que quiera.
Aquello m e cogió por sorpresa. Ninguna pregunt a acudía a m i
m ent e. Se hizo un gran silencio, quebrado de vez en cuando por el
graznido de los cuervos.
—La vida es una ilusión, una farsa —dij o el yogui, rem arcando
pausadam ent e las palabras—. Sufrim os porque nos ident ificam os, y
ent onces nos convert im os en personaj es hipnot izados de la farsa,
dej ando así de ser los t est igos im pert urbados de la m ism a. —Se volvió
hacia m í—. Dej a de ident ificart e y dej arás de sufrir. Tú form as part e del
espect áculo, pero puedes aprender a ser t am bién el espect ador sereno,
inconm oviblem ent e sereno, del espect áculo, ¿de acuerdo?
Asent í con la cabeza.
—No digas que sí por inercia —m e reprendió.
Me sent í ridículo, y sin saber qué responder. El señor Rao sonrió,
percibiendo m i azoram ient o.
—El verdadero alquim ist a —agregó el yogui— no es aquel que se
conviert e en un m iserable avaro hacedor de oro. ¡Vaya t iem po perdido!
Es aquel que conquist a la m uert e. Escúcham e bien: el que conquist a la
m uert e.
Un j oven devot o, pulcram ent e vest ido con un inm aculado kurt a
crem a, int ervino:
—El yogui Am rit a com enzó a t rabaj ar con m ercurio cuando era m uy
j oven. Hay un gran poder en el m ercurio si se sabe ut ilizar con precisión
m at em át ica porque, de no ser así, puede result ar m ort al. El m ercurio
proporciona gran vigor al cuerpo y pot encia las sust ancias de la sangre.
El j oven devot o m e enseñó un frasquit o.
—Mire, est o es m ercurio solidificado por el m aest ro. ¿Sabe cóm o lo
ha conseguido?

18
El Faquir Ramiro A. Calle

—Nunca lo había vist o; lo ignoro —dij e dubit at ivo.


La verdad era que j am ás m e había preocupado por saber si el
m ercurio se podía solidificar o no.
—Lo ha conseguido —explicó el j oven, orgulloso de su m ent or—
m ediant e la recit ación de m antras. Las vibraciones del m ant ra
adecuado han solidificado el m ercurio.
El j oven sost enía el frasquit o com o la reliquia m ás preciada. Yo no
sabía qué obj et o t enía solidificar el m ercurio, pero m e abst uve de hacer
cualquier com ent ario.
—Los ant iguos alquim ist as —m e cont ó ot ro devot o de m ás edad—
dom inaban las "cinco respiraciones" para cont rolar las cinco energías en
el cuerpo. Eran conocedores de los veint icinco sonidos m íst icos, incluido
el que t iene lugar cuando la m uert e se aproxim a, y que va apagándose
a m edida que uno va m uriendo; podían m orir a volunt ad y dom inaban
la ciencia de ent rar en un cuerpo aj eno; podían expandirse com o el
universo o hacerse m inúsculos com o una sim ient e de baniano; sabían
del poder de los m inerales y de las plant as, y conocían t odos los
secret os y las funciones de su propio cuerpo.
—¿Los sonidos m íst icos? —pregunt é sin saber a qué se refería.
—Sí, son los sonidos que las energías espirit uales em it en en
nosot ros. Hay sonidos com o el de una cam pana, el t rino de un páj aro,
el silbido de una flaut a o el alet eo de una bandada de páj aros. El yogui
m edit a en esos sonidos y accede así a superiores e int uit ivos est ados de
consciencia.
—Los alquim ist as indios —dij o el yogui Am rit a con un delicado t ono
de voz, nada afect ado— no buscaban el oro para enriquecerse.
Adem ás, por aquel ent onces había m ucho en la I ndia, y les bast aba con
ext raerlo de la t ierra. El oro lo t rat aban con plant as, ot ros m inerales y
sangre de anim ales, y ut ilizaban esa preciosa com posición t erapéut ica
para sanar m ales, incurables en apariencia.
—¿Se sigue ut ilizando esa t erapia hoy en día? —pregunt é.
Algunos yoguis lo hacen, y algunos sanadores t ibet anos t am bién.
Exist e una t erapia que consist e en ingerir oro m olido, e incluso hay una
operación m ediant e la cual se int roduce oro en la cabeza y se purifica el
cerebro.
El silencio que siguió no result ó denso, sino apacible. Después el
yogui Am rit a prosiguió.
—Los ant iguos yoguis alquim ist as se afanaban en conseguir que, al
m orir el cuerpo, la energía em ergiera por la abert ura en la cim a de la
cabeza ( y no escapara por los ot ros orificios del cuerpo) para así hallar
la inst ant ánea y definit iva liberación. Pero m uchos yoguis alquim ist as
no lograban t al poder; ent onces, la energía no salía por los orificios
com unes del cuerpo, pero t am poco lo hacía por la abert ura de la
cabeza, en cuyo caso sus discípulos les quebraban el cráneo para
liberarla. Había yoguis alquim ist as que lograban la incorrupción de su
propio cuerpo y ot ros que, t ras m orir, se disolvían en ét er y no quedaba
ni rast ro de su envolt ura carnal.
—¿Por qué han ido desapareciendo m uchas de esas práct icas que
m e m enciona? ¿Es que no quedan m aest ros que las enseñen?

19
El Faquir Ramiro A. Calle

El j oven devot o, im pulsivam ent e, se precipit ó a responderm e.


—Los ingleses. Ellos, peores aún que los árabes, aniquilaron
m aest ros, m onj es errant es, lugares sagrados... No lo hicieron con la
im púdica violencia de los árabes, sino de form a m ás sut il. Arrem et ieron
cont ra nuest ras creencias, se m ofaron de ellas y las ridiculizaron.
Con un apacible gest o de la m ano, el yogui pidió al j oven que se
t ranquilizase. Luego se dirigió a m í.
—¿Qué le falt a? —m e pregunt ó—. Percibo un inm enso vacío en
ust ed que le produce angust ia y desolación.
—Paz, sent ido, consuelo.
—En el cent ro del cerebro, por det rás de los oj os, t enem os una
concavidad en la cual, créam e, hay un reflej o de los innum erables
rost ros del Ser I nfinit o. Medit e fij ando la m ent e en esa zona y dej e que
el m ant ra Om reverbere en la m ism a. Si ust ed persevera, y el Ser
I nfinit o lo quiere, un día not ará que por su gargant a se desliza el m ás
em belesant e, dulce y m aravilloso de los néct ares: el Am rit a. No viva
cont raído. Medit e para ser libre. El día que sient a al Ser I nfinit o
palpit ando en cada poro de su cuerpo, en cada célula, en cada got a de
sangre, en cada respiración..., ese día ust ed se sent irá t ranquilo
dondequiera que est é; se lo aseguro. Ya sea en una oficina, un bazar,
un palacio o una choza.
"Para efect uar est a práct ica se dirige la m ent e al ent recej o, hacia lo
m ás hondo de la cabeza, y allí se repit e el m ant ra Om . Paulat inam ent e,
uno va concent rándose en el m ant ra y se funde con t oda la Creación.
Hay yoguis que cuando ent ran en éxt asis sient en que el néct ar, de un
dulzor insuperable, em papa su gargant a y su paladar.”
Tuve una rara im presión de desconciert o. ¡La paz est aba t an lej ana!
Ent onces el señor Rao, ant icipándose a m í, se dirigió al yogui.
Yogui Am rit a, ¿ha oído algo acerca de un t rat ado t it ulado El hom bre
feliz en la cueva del corazón?
El yogui ent ornó los párpados, com o para reflexionar. Reinaba un
silencio perfect o. El yogui despegó los labios para decir:
—¡Hay t ant os t rat ados! No conozco ninguno con ese t ít ulo, pero es
posible que t enga ot ras denom inaciones. Los ochent a y cuat ro siddhas
dej aron una ingent e cant idad de enseñanzas de las cuales m uchas se
pusieron por escrit o, pero t am bién es ciert o que m uchos m anuscrit os y
t rat ados se perdieron o fueron dest ruidos u ocult ados para su
prot ección.
Nos despedim os del yogui y de los devot os. Al at ardecer, nos
dirigim os al t em plo de Laksm i Narayan para escuchar m úsica sagrada.
De repent e m e asalt aron t ant os m iedos que fui incapaz de apreciar la
gran belleza del at ardecer. Una ligera brisa secaba el sudor del rost ro.
Dej am os los zapat os a la ent rada del t em plo y dim os un paseo por sus
diferent es salas y sant uarios. Había gran núm ero de personas, ent re
ellas m uchos niños, algunos con los oj os pint ados de negro, inquiet os y
divert idos, aj enos a la sant idad del recint o.
En una de las salas, un sacerdote t ocaba el arm onio y ent onaba
cánt icos sagrados. Nos sent am os en una est erilla, cerca de él. Me sent ía
desconcert ado y t rist e, y t odo m i pasado se agolpaba en m i m ent e. El

20
El Faquir Ramiro A. Calle

señor Rao se sent ó con una est oica inm ovilidad y ent ró en m edit ación.
Olía a sándalo y a j azm ín.
—Nada a que apegarse —m usit ó el señor Rao de repent e—. Nada a
que agarrarse. Nada en que det enerse. Nada en que hallar seguridad.
Sus palabras, j ust o en ese m om ent o, m e parecieron una flecha
direct a a m i corazón.
—La energía del universo fluye y fluye —añadió en un susurro.
Un anciano m ut ilado penet ró en el sant uario y se arroj ó a los pies
de la im agen sagrada. Trém ulo, t endió los brazos hacia ella. El fervor
m ás int enso se reflej aba en su feo rost ro; m ient ras, un niño de pocos
m eses no dej aba de llorar y una anciana encorvada no cesaba de
gim ot ear aunque, por recat o, se esforzaba en sofocar sus sollozos. La
pobre m uj er parecía en la ant esala de la m uert e, pero en sus oj os había
un dest ello de bendit a resignación.
—La energía fluye y fluye, sin lím ites, sin orillas... —repet ía el señor
Rao, abst raído, com o si hubiera caído en un t rance m íst ico.
¡Qué solo, desam parado y t rist e m e sent í en aquellos m om ent os!
Sin poder im pedirlo, las lágrim as com enzaron a brot ar. Em pezó a
llover, y la brisa se hizo m ás fresca y reconfort ant e. Un hom bre j oven,
arropado con un lienzo blanco, el cuerpo m uy delgado, barba negra y
oj os febriles, ent ró en el sant uario. Con un sent im ient o que sobrecogía
com enzó a cant ar. Su voz era com o la de un páj aro t rinando al
am anecer.
—Es un baul —m e dij o el señor Rao—. Los bauls son t rovadores de
Dios, nóm adas que van de acá para allá, y siem pre est án cant ando el
nom bre de Dios.
Una soberbia energía se desprendía de aquel hom bre que se
ext asiaba cant ando al Divino.
—Est á expresando t odo su anhelo de fundirse con Dios —m e explicó
el señor Rao—. Quiere ser uno con el corazón del Divino y poder robarle
su m ist erio suprem o. Cant a: "En lo infinit o y en lo infinit esim al, Señor,
soy uno cont igo. ¡Oh, rey de reyes, padre de padres! En t u océano sin
lím it es, vida y m uert e nada son. No hay encuent ro ni desencuent ro;
sólo t u am or. Sin Ti el m undo es un abism o de t enebrosa oscuridad.
Am ado m ío, sólo hallo consuelo en t u m ansión sin m uros ni soport es.
Ábrem e la puert a de t u sublim idad y disipa de m i alm a la angust ia de
est ar separado de Ti. Al cant art e a Ti, Am ado m ío, a m í m e cant o,
porque yo no t engo exist encia fuera de Ti".
La lluvia había arreciado cuando abandonam os el t em plo.
Me sent ía im presionado por la borrachera de am or divino del baul.
Con nost algia, dolorosa pero fecunda, sent í que t am bién yo era un baul
buscando en el insondable m ist erio de la exist encia. El pesado cam inar
del señor Rao hizo que m e acordara de m i padre. Nunca se sobrepone
uno a la m uert e de los seres queridos. En aquel m om ent o había
m uchas dudas e incert idum bres hirviendo en m i corazón, por ello no
pude m enos que agradecer las palabras del señor Rao.
—Nos despert am os de un sueño para sum ergirnos en ot ro, pero al
final siem pre hallam os el despert ar. Si alim ent am os el sent im ient o de
que t odo es sagrado, el Am ado nos hará llegar la respuest a.

21
El Faquir Ramiro A. Calle

Tom am os un t axi, que nos dej ó en la Viej a Delhi. I lum inándose con
un farolillo, un leproso sin apenas m andíbula t endió la m ano
pidiéndonos una rupia. En la sem ioscuridad dest acaba la Gran
Mezquit a. Un borracho m alt rat aba a su m uj er en una de las azot eas, sin
que los despavoridos grit os de la esposa lo det uvieran. En plena calle,
t res niños se apoyaban en el regazo de su m adre. A la luz de un
farolillo, dos m uchachos j ugaban a las cart as. Un culí dorm it aba en su
rickshazu. "Desde luego —pensé—, la vida no es un j ardín ilum inado...,
pero es la vida” .

22
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO DOS

El t ren hacia Sim la part ía al am anecer de la est ación de Nueva Delhi.


El señor Rao m e acom pañó hast a el andén; era un hom bre m ás
afect uoso de cuant o pueda decirse.
—Aquí t iene, La Reina del Him alaya —dij o frent e al convoy.
La m áquina est aba en m archa y los viaj eros se lanzaban a los
vagones pues en unos m inut os el convoy part iría para Kalka, pueblo
( m e explicó el señor Rao) en que yo debería t ransbordar y t om ar un
m init rén hast a Sim la.
—No t engo palabras para expresarle m i grat it ud —dij e,
em ocionado.
—Sólo he hecho lo que debía —repuso Rao, escuet o, quit ando
im port ancia al asunt o.
La est ación est aba a rebosar. Recordé que Federico m e había
escrit o en una ocasión: "Hernán, am igo m ío, si no has vist o una
est ación en la I ndia, no has vist o nada". Había un gran núm ero de
fam ilias repart idas por el suelo, apiñadas, con sus escasas
pert enencias, colchones y cacharros de cocina incluidos. Algunas de
aquellas fam ilias pasarían varios días allí en espera de su t ren. Tam bién
vi un considerable núm ero de m ozos desaliñados, con una chaquet illa
roj a que los dist inguía, precipit ándose hacia el viaj ero para cogerle el
equipaj e y ganarse unas rupias. Algunos m endigos exhibían sus
deform aciones o m ut ilaciones. Los alt avoces no dej aban de sonar. En la
sem ipenum bra, la est ación t enía un aspect o fant asm agórico. Con
exasperant e insist encia, uno de los m ozos quería ayudarm e con m i
m alet a, a pesar de que yo m e oponía a ello.
Había bast ant es vendedores de refrescos, t é y com idas con m uchas
especies. El espect áculo era insólit o. Los hom bres m ayores, sobre t odo
los que procedían de los pueblos, vestían a la t radicional usanza india,
con un lienzo blanco m et ido ent re las piernas. Las m uj eres lucían sus
saris m ult icolores, llam at ivos, com o m anchas en la lúgubre
sem ipenum bra de la est ación. La ciudad com enzaba a despert ar; la
I ndia em pezaba un día m ás la denodada lucha por la supervivencia.
Espont áneam ent e m e abracé al señor Rao. Hacía años que no m e
encont raba con alguien t an hum ano, hospit alario y sencillo. Tuve un
dest ello de enorm e cariño hacia aquel casi desconocido con quien el
dest ino m e había cruzado.
—No dej e de llam arm e cuando pase por Delhi —dij o con
afabilidad—. I nt ercam biarem os not icias acerca de lo que cada uno haya
descubiert o sobre el t rat ado.
—Lo haré sin falt a. Le echaré de m enos.

23
El Faquir Ramiro A. Calle

Él se puso la m ano derecha sobre el pecho.


—Est arem os en cont act o, de corazón a corazón —aseguró.
Subí a m i vagón. Com o pude, m e abrí paso ent re la m ult it ud que lo
abarrot aba. El silbat o del t ren se im puso al m urm ullo sordo que reinaba
en la est ación. El señor Rao m ovió la cabeza, despidiéndom e. La
locom ot ora se puso en m archa. El día em pezaba a clarear y yo t enía
ocasión de ver cóm o las gent es de Delhi se desperezaban. A las afueras
de la ciudad, el espect áculo de sordidez, m iseria y hacinam ient o
result aba sobrecogedor. Alborozados, m uchos niñit os saludaban al
convoy a su paso. Los niños de la I ndia celebran la vida con una
j ovialidad cont agiosa. Fundí m i m ente con el m onót ono rugido del t ren
y m e dej é m ecer por su nada delicado balanceo. Poco después, el
anciano que t enía a m i lado dorm it aba con la cabeza plácidam ent e
apoyada en m i hom bro. Parecía un páj aro indefenso, t al era su
delgadez, la inocencia de su aj ado rost ro y la sosegada sonrisa de sus
labios. Aquel hom bre parecía feliz y t al vez no t enía m ás que lo que
llevaba puest o y la fiam brera que sostenía en las m anos; bast aba ver la
expresión de su rost ro para darse cuent a de que disfrut aba de esa paz
int erior que yo t ant o anhelaba. A pesar de que poseía riqueza m at erial,
m i caudal espirit ual era m uy pobre. Con t oda nat uralidad, dos niños se
sent aron sobre m is rodillas, y gran cant idad de bult os desordenados
apenas m e perm it ían m over las piernas. Frent e a m í, un hom bre de
edad m ediana, con una envej ecida cart era, m e m iraba desde det rás de
sus gruesas gafas. Esbozó una sonrisa, abrió la cart era y se puso a
oj ear papeles. Los niños se lim piaban las pringadas m anos en m i
cam isa y t om aron cada una de m is rodillas com o un fort ín desde el cual
present arse bat alla. Olí el arom a de las com idas excesivam ent e
especiadas.
Dej é vagar m is pensam ient os, de nuevo conscient e de lo absurda e
insust ancial que había sido m i vida en los últ im os años. La
incert idum bre m e asalt ó, pero la cont em plación de la dulce expresión
en el rost ro del anciano fue com o un bálsam o que aplacó m i m ent e.
En Kalka, t al com o m e indicó el señor Rao, dej é La Reina del
Him alaya para t om ar un t ren que parecía de j uguet e. El m inúsculo
vagón casi lo llenaban un grupo de est udiant es j uguet ones y
parlanchines, que iban de excursión a las m ont añas. Me ext asié
observando el frondoso follaj e que at ravesaba el t ren. El olor era
delicioso y cada vez la veget ación se hacía m ás exuberant e. El t ren
burlaba precipicios y acant ilados m ient ras los est udiant es se lo pasaban
en grande. La velocidad m edia del convoy era de unos veint e
kilóm et ros por hora. Pese a ser forast ero, aquellos m uchachos m e
t rat aban con gran fam iliaridad. Me gust ó la ausencia de art ificio que
había en ellos, su alegría y sus m odales. En esos m om ent os, m i espírit u
se sent ía lozano y dist endido. Pero la verdad es que no t enía ni idea de
qué m e depararía el dest ino ( o el azar) en un país t an dist int o del m ío y
donde había descubiert o ya hast a qué punt o fluct uaban m is est ados de
ánim o, pasando de la euforia al abat im ient o en cuest ión de segundos.
Me hacía pregunt as t ales com o si encont raría un guía que m e orient ara
o m e conect ase con una escuela de aut oconocim ient o genuina, si

24
El Faquir Ramiro A. Calle

hallaría una at m ósfera adecuada para cam inar hacia m i propia esencia,
si alguna vez t endría ent re m is m anos el t rat ado del que nadie había
oído hablar...
Com o un anim al herido de m uert e que apenas puede arrast rarse,
así avanzaba el t ren, ganando alt it ud en su em peño por alcanzar Sim la.
El día ant erior había enviado un t elegram a al coronel Mundy para
anunciarle m i llegada. ¿Tendría not icias de Federico? ¿Podría aquel
m ilit ar, que t ant o t iem po llevaba en la I ndia, ponerm e en cont act o con
algún m ent or fiable? Las pregunt as inquiet aban m i ánim o.
Cuando llegam os a la est ación de Sim la, uno a uno, los m uchachos
m e est recharon la m ano, casi com o si de un rit o ineludible se t rat ara.
Un coche m e esperaba en la est ación. El conduct or, un sikh de elegant e
presencia que m e saludó con aire m arcial, cogió m i m alet a con su
fornida m ano y m e pidió que lo acom pañara.
—El coronel le est á esperando —dij o, escuet o.
Desde la part e t rasera del coche cont em plé la espalda,
llam at ivam ent e ancha, del conduct or, así com o su t urbant e, de un azul
int enso.
Baj é el crist al de la vent anilla. El día est aba neblinoso, pero la brisa
result aba reconfort ant e y perfum ada.
—Anoche diluvió —m e inform ó el conduct or—. ¿Es su prim era visit a
a la I ndia?
—Sí —respondí—. Y espero que no sea la últ im a.
Obviam ent e, la nuest ra era una conversación t rivial. Me deleit aba
cont em plando los pinos him alayos.
—Me gust aría conocer la zona en que vivió Kipling —dij e.
Yo m ism o se la enseñaré encant ado —repuso el conduct or.
Recordé que en m i niñez había leído con ent usiasm o las obras de
Kipling, así com o las de Tagore.
El aut om óvil ascendió por una est recha carret era bordeada de
enorm es árboles. Éram os unos int rusos en la espesura del bosque. A lo
lej os, en un paraj e idílico, divisé una m ansión de estilo colonial, con
am plios vent anales y rodeada de un frondoso j ardín. Un hom bre con
bast ón paseaba por el porche. Vestía una sahariana. Sin duda se
t rat aba del coronel. Por lo que en seguida pude ver, era un hom bre de
edad avanzada, debilit ado por los años.
El coche se det uvo a unos m et ros de la casa. El hom bre vino hacia
m í.
—Es un placer que nos visit e —dij o cuando se halló j unt o al
vehículo—. ¿Qué t al el viaj e, m i buen am igo? ¿Cóm o le han recibido en
est e país?
Esbozaba una sonrisa franca y cordial. Era un hom bre delgado, y en
su j uvent ud debía de haber sido bast ant e apuest o.
Tenía el rost ro anguloso, la m andíbula poderosa y las cej as hirsut as
y encanecidas.
—Me cuest a ordenar las ideas —respondí sonrient e—. Uno va de
im pact o en im pact o. Desde luego, creo que no hubiera podido escoger
un país m ás sorprendent e. Es una especie de operación quirúrgica de la
m ent e...., y sin anest esia.

25
El Faquir Ramiro A. Calle

El coronel se echó a reír ant e m i com ent ario.


Unos criados se acercaron y m e cogieron el equipaj e.
—Por favor, sígam e —dij o el coronel con am abilidad—. Le
acom pañaré a su habit ación. Así podrá asearse y descansar. Luego
t om arem os un t é en el salón y le present aré a m i niet a I sabel. Siént ase
com o en su casa.
—Muchas gracias por su hospit alidad. Espero no pert urbarles
dem asiado.
—En absolut o —aseveró el coronel.
Se t rat aba de una espléndida m ansión de dos plant as sit uada en
m edio de una exuberant e veget ación. Mi habit ación, que se hallaba en
la de arriba, era un acogedor cuart o con chim enea y una galería m uy
lum inosa, decorado con plant as y m uebles coloniales. Había un
escrit orio donde podría t om ar m is not as.
A lo lej os se veían los picos him alayos. Reinaba en la est ancia un
silencio perfect o y una at m ósfera de paz. Un cont radict orio sent im ient o
de infinit ud y de m iedo m e asalt ó. Est uve perdido en m is pensam ient os
hast a que alguien llam ó a la puert a.
Abrí. Una m uj er sonrient e, m uy obesa y m oflet uda, est aba ant e m í.
—Perdónem e si le m olest o, sir. Perm ít am e que le ponga t oallas
lim pias.
Sonrió de t al m odo que sus oj os quedaron casi ocult os por las
abult adas m ej illas. Llevaba una especie de chaquet a de lana m ult icolor
con bordados. Su voz era cant arina y dulce.
Me disponía a ducharm e, cuando alguien llam ó a la puert a de
nuevo. Se t rat aba de un hom bre de edad indefinida, y aspect o
acobardado, que dej ó un ram o de espléndidas y perfum adas flores
silvest res en la galería.
—Perdón, perdón... —balbució.
Un sent im ient o de indescript ible vit alidad m e em bargó, y aprecié la
belleza y el sim bolism o de aquellas flores com o ant es j am ás lo hubiera
hecho.
Cuando ent raba en la ducha por segunda vez, llam aron de nuevo a
la puert a. Envuelt o en una t oalla, abrí y m e encont ré con las frondosas
barbas y los oj os de noche profunda del sikh.
—¿Puedo robarle un par de m inut os, sir? —pregunt ó.
—Por supuest o —respondí.
En los pocos días que llevaba en la I ndia había aprendido varias
cosas curiosas: allí no exist ía un sent ido de la int im idad, ni una
percepción lineal del t iem po; t am poco im peraba la lógica, o a lo sum o
la lógica paradój ica de lo irracional; el orden est ribaba precisam ent e en
el desorden, y no recurrían a art ificio alguno al abordar a los dem ás con
t oda suert e de pregunt as. Había com prendido asim ism o que Gandhi
sólo podía haber sido indio, con una m ilenaria cult ura de infinit a
paciencia e incom parable resist encia pasiva a sus espaldas. Ent re los
hom brecillos que había vist o en las callej uelas, y que exhibían la
equívoca resist encia del lirio flexible, había m uchos Gandhi.
El sikh ext endió un plano ant e m í. Era de Sim la.
—En est e punt o —dij o, señalando en el plano— vivía Kipling.

26
El Faquir Ramiro A. Calle

¿Eso era t odo? Asom broso. Allí est aba yo, envuelt o en una t oalla y
con polvo hast a las cej as, en com pañía de un fornido sikh,
ent erándom e del punt o donde había vivido el aut or de Kim .
—Gracias, m uchas gracias —dij e.
—Siem pre a su disposición, sir —repuso cort és el sikh, y abandonó
la habit ación.
En la I ndia t am bién había aprendido que t odo, hast a lo m ás sencillo
en apariencia, puede lucir con brillo propio, y que incluso lo m ás
urgent e para un occident al puede suscit ar una sonrisa. En una ocasión,
el señor Rao m e dij o con gran sentido del hum or: "Si ust ed dispusiera
de cien vidas, t am poco t endría prisa en resolver t odos los problem as
durant e ést a".
Pensaba en ello cuando, por fin, el agua de Sim la em pezó a
deslizarse por m i cuerpo, t an zarandeado por los t renes de la I ndia.
Nos reunim os en el salón. Era una confort able pieza, con las
paredes y el t echo de m adera, una buena bibliot eca, cóm odos sillones
de piel, lam parillas para la lect ura...
—Tom aré un t é —dij o el coronel, que m e esperaba en el salón—. ¿Y
ust ed, Hernán?
—Un t é m e parece bien, coronel —repuse—, m uchas gracias.
—El t é nos lo envían de Darj eeling. Es el m ás arom át ico y sabroso
del m undo.
En las paredes colgaban acuarelas del Him alaya; algunas de ellas
represent aban m onast erios t ibet anos.
Est ábam os los dos solos, casi frent e a frent e, en el silencioso salón.
Mi m irada recorrió la bibliot eca.
—Est á a su disposición —dij o el coronel, dándose cuent a de ello—.
Hay obras en varios idiom as. —Me m iró escrut ador, pero irradiando
hospit alidad—. Algunas de ellas —añadió— son m uy ant iguas e
int eresant es. Mi abuelo com enzó a crear est a bibliot eca.
—Pasaré buenas horas consult ando los libros —dij e—, y espero no
desordenárselos.
Se hizo un prolongado silencio. Uno de los criados ent ró en el salón
con el t é y unas past as caseras, que t enían un aspect o m uy apet ecible.
—Seguro que ha leído ust ed m ás de cuant o pueda decirse —
com ent é.
El coronel t om ó m is palabras com o un cum plido y una sonrisa de
com placencia asom ó a sus labios.
—¿Ha oído com ent ar algo sobre un t rat ado denom inado El hom bre
feliz en la cueva del corazón? —pregunt é.
Se quedó pensat ivo, esforzándose por recordar.
—¿El hom bre feliz en la cueva del corazón? Pues… —vaciló— no, no
lo conozco, y t am poco he t enido not icias sobre el m ism o. Sin duda
sabrá que m uchas enseñanzas hindúes y del yoga insist en en que el
corazón es la m orada del Señor.
—¿No le habló Federico de ese t rat ado?
El coronel cerró los oj os, com o para concent rarse m ej or.
—Sí, sí —dij o de pront o, expresivam ent e—, ahora recuerdo que
Federico m e com ent ó algo sobre un ant iquísim o t rat ado, de yoga

27
El Faquir Ramiro A. Calle

arcaico, que m ost raba las claves para conquist ar la no m ent e y


conect arse con la presencia del Ser en el corazón, que es lo único capaz
de hacer feliz al hom bre.
Hizo una pausa y yo saboreé la exquisit a infusión.
—Est e t é despej a las fosas nasales y la m ent e —com ent ó divert ido
el coronel—. Es t é de hoj a ent era. Siem pre he det est ado el de picadura,
de pésim a calidad y peor sabor.
Tom é una de las past as caseras, con ligero sabor aj engibre.
—¿Y qué sabe ust ed de Federico? —pregunt é.
Un t oque de t rist eza o de nost algia, no sabría cóm o definirlo,
apareció en los cansados oj os del coronel.
—¡Ah, Federico! —exclam ó en t ono m elancólico—. A m enudo m e
pregunt o qué será de él. Un gran m uchacho, un verdadero buscador de
lo Et erno. Tal com o había llegado, un día se m archó. Le adorábam os,
t ant o m i niet a com o yo. Era un alm a noble. ¿Dónde est ará? Part ió en
busca de un m aest ro que según le habían dicho vivía en una cueva del
Kailash Kinnaur, en el valle de Baspa. Es un lugar m aravilloso. Yo
m ism o lo visit é hace años. Quizá pueda ust ed hacerlo en alguna
ocasión. Merece la pena. Tiene su propia fuerza t elúrica. Recibí un par
de cart as de su am igo Federico, pero en ellas no m e decía que hubiese
hallado lo que anhelaba. No he vuelt o a t ener not icias suyas.
—Al parecer, la vida es una búsqueda cont inua —dij e con
pesadum bre.
—Pero eso represent a su gran alicient e —repuso el coronel,
ofreciéndom e ot ra past a.
Luego se incorporó, fue hacia las est ant erías, cogió un libro
encuadernado en piel y m e lo ent regó.
—Es una obra anónim a, pero habla sobre la sabiduría del corazón.
Dónde m ora el Ser nadie puede decirlo, porque el Ser lo im pregna t odo,
pero los m íst icos siem pre han hecho referencia a un corazón espirit ual
que es el refugio del Ser en el individuo.
Yo le escuchaba con sum a at ención, y eso le anim ó a seguir
hablando.
Y la pot encia o energía del Ser danza en los cent ros psíquicos del
individuo, en sus ruedas de poder. Los hindúes los llam an chakras.
Sent í el peculiar sabor del t é en la boca. Me di cuent a de que desde
m i llegada a la I ndia m is sent idos est aban cada vez m ás agudizados. El
coronel cam bió de t em a y se puso a hablar de sí m ism o.
—Llevo m uchos años, m uchísim os, en est e país. Est oy casado con
la I ndia. Siem pre ha despert ado en m í un sent im ient o cósm ico y
m et afísico; t am bién lo han hecho las espléndidas m ont añas que nos
rodean, y que m añana podrá cont em plar. Mi t ío abuelo fue un not able
orient alist a y uno de los prim eros occident ales en viaj ar por el Tibet .
Al com probar que le escuchaba con fervorosa at ención, prosiguió:
—Se dice que llegó a ser uno de los t ut ores del decim ot ercer Dalai
Lam a, aunque no t engo la cert eza de ello. ¡Qué época aquella! Se
hacían peligrosos y largos t rayect os a lom os de m ulas y ponys,
¡I m agínese! Hoy t odo se ha vuelt o t an fácil, t an sencillo..., al m enos en
apariencia.

28
El Faquir Ramiro A. Calle

La noche había caído sobre Sim la. A lo lej os sonaba el ladrido de un


perro. El coronel había encendido las lám paras de lect ura y el salón
est aba sum ido en una lánguida sem ipenum bra. Un sent im ient o de
angust ia, m uy int enso pero indefinido, m e em bargó.
—Necesit o ayuda —dij e sin el m enor pudor.
Com o si fuese él quien sint iera la vergüenza que yo no había
experim ent ado, guardó silencio.
—¿Qué ser hum ano no necesit a ayuda? —pregunt ó al cabo de un
inst ant e. Su expresión adquirió la belleza de la t ernura y la com pasión
hum anas—. El ser hum ano es t an frágil, t an desvalido... —com ent ó con
serenidad—. Todos nos enfrent am os a una pavorosa soledad hast a que
percibim os int uit ivam ent e lo que som os en realidad.
—¿Lo que som os en realidad? —repet í ent re dubit at ivo e incrédulo.
—En efect o —aseveró él—. Pero debe de est ar dem asiado cansado
para que nos ext raviem os en acrobacias m et afísicas, ¿no es así?
—En absolut o —respondí con sinceridad—. Ant e t odo, no sabe
cuánt o le agradezco su hospit alidad.
Se sirvió una copa de brandy.
—Joven —se había puest o m uy serio—, quiero decirle algo con t oda
franqueza. Cuando una persona se da cuent a de veras de que su form a
de vida ant erior ya no vale y que la búsqueda com ienza, em prende un
t ort uoso cam ino que no t iene m archa at rás. En ocasiones, la angust ia
result a t rem enda y se pregunt a, una y ot ra vez, si no debería
abandonar t oda búsqueda. Pero créam e... —Guardó unos inst ant es de
silencio—. ¡No hay m archa at rás! Nunca pida a un ciego que ha gozado
de un inst ant e de visión que olvide lo cont em plado. ¡I m posible! Sin
em bargo, el viaj e de una orilla a ot ra, m ient ras nos encont ram os a
m edio cam ino, es una t ierra de nadie que causa espant o.
Se levant ó y com enzó a pasear por la est ancia. A pesar de su
avanzada edad, su aspect o era saludable. Com o perdido en hondas
reflexiones, com enzó a hablar, aunque m ás para sí m ism o que
dirigiéndose a m í.
—El gran problem a consist e en ser capaces de dar un vuelco, un
verdadero vuelco, a la m ent e. No caem os en la cuent a de que est a
m ism a m ent e, que por un lado busca, es la que nos im pide progresar
en la búsqueda. Es el acert ij o dent ro del acert ij o.
—Pero sin duda habrá encont rado a m uchos hom bres sant os y
espirit ualm ent e not ables durant e su est ancia en est e país.
—Algunos —afirm ó lacónico—. El verdadero hom bre sant o habla
poco pero ofrece m ucho.
Pensando que t al vez no habría ent endido bien lo que quería decir,
especificó:
—Al elevar su um bral de consciencia, el verdadero hom bre sant o
cont ribuye a la evolución espirit ual de la hum anidad. Aunque parece
que nada hace, es el que en verdad hace y da. Al igual que el pabilo de
la vela em it e luz, el hom bre sant o irradia un aura de bendit a quiet ud.
Nada hay t an consolador en una hum anidad fragm ent ada, donde t odos
som os art ífices y víct im as de la violencia y el desorden.
—¿Podría conocer a alguno de esos hom bres? —pregunt é

29
El Faquir Ramiro A. Calle

esperanzado.
—Son com o aguj as en un paj ar —repuso él—. Los verdaderam ent e
realizados no se exhiben en un escaparat e ni t ienen afán de not oriedad;
es m ás, ni siquiera desean ser reconocidos. ¿Me ent iende? —Asent í—.
Pero uno de est os días, si quiere, le acom pañaré a hablar con un gran
sabio que vive en Alm ora. I rem os en coche. En verdad m erece la pena.
—Esperaré ese m om ent o con im paciencia. He venido a est e país
para eso precisam ent e, no con la idea de em belesarm e con el Taj
Mahal, pasear a lom os de elefant e en Jaipur o vivir una avent ura
exót ica o una t rivial experiencia seudoespirit ual. Aprovecharé t odas las
oport unidades que se m e present en.
Ent onces, ignoro por qué razón, m e sent í lleno de decisión e incluso
de euforia.
—Voy a explicarle algo —dij o el coronel con sequedad no
disim ulada, com o si quisiera refrenar m i exalt ación—. Se arrepent irá
m uchas veces de haber dej ado su ant erior form a de vida. ¿Por qué?
Porque sus ant iguos hábit os y condicionam ient os lo asalt arán y querrán
esclavizarle. Su m ent e ant erior echará de m enos la com odidad, la
aparent e seguridad y la exist encia m uelle y disipada. Pero no
desfallezca.
Est aba t rat ando de seguir el razonam ient o del coronel, cuando unas
pisadas denot aron la presencia de alguien m ás en la est ancia. Mi
anfit rión ladeó la cabeza y se levant ó. Yo hice lo m ism o. Una j oven
había ent rado en el salón.
—Aquí t iene a m i niet a I sabel —dij o el coronel.
La j oven se acercó al anciano y le dio un beso. Después m e t endió
la m ano, con gest o cort és.
—¡Hola! —dij o—. ¡Bienvenido! Nos alegra t enerle en casa.
—Gracias —repuse est rechándole la m ano—. Me alegro m ucho de
conocerla. Espero no ser una m olest ia para ust edes.
Nos sent am os. Me llam ó la at ención el int enso olor a ám bar que
exhalaba la j oven. Se hizo un silencio que m e result ó incóm odo. No
debía de t ener m ás de veint icuat ro años. No parecía inglesa, debido a
su redondo rost ro, con unas bonit as m ej illas, negros oj os expresivos y
una m andíbula firm e. Yo la hubiera t om ado por una m uj er de los
Balcanes o quizá del cent ro de Europa, pero nunca por inglesa. Se sint ió
observada y m e dirigió una m irada indefinida. Sus negros oj os
cont rast aban con la palidez de sus m ej illas.
—Ha llegado ust ed a la I ndia en una época de gran calor —dij o el
coronel, reanudando la conversación.
I sabel vest ía un punj abi ( pant alón est recho y blusa holgada) y
llevaba el cabello recogido en una t renza. Mient ras su abuelo hablaba,
yo la m iraba con disim ulo porque m e producía una ext raña im presión.
En ella había una inquiet ant e m ezcla de sensualidad, aut ocont rol,
j ovialidad y cont enida fem inidad.
—El m ej or t iem po del año para visit ar la I ndia —explicaba m i
anfit rión— es, sin duda, el m es de oct ubre. La época ant erior a las
lluvias result a dem asiado calurosa.
A m i pesar, la m iré con m ayor insist encia. Una sonrisa m uy leve

30
El Faquir Ramiro A. Calle

persist ía en sus labios, pero fui incapaz de int erpret arla.


De pront o se levant ó, fue hacia uno de los vent anales y lo abrió. No
era especialm ent e herm osa, pero sí esbelt a y graciosa en sus
m ovim ient os. No había pronunciado una palabra m ás desde que m e
saludó. Sin em bargo, el coronel seguía hablando. La j oven despert aba
m i int erés y, hast a ciert o punt o, m e int rigaba. Aunque yo t rat aba de
seguir la conversación, m i at ención est aba puest a en I sabel.
—Deberíam os cenar —dij o ella ent onces.
No fue una sugerencia, sino casi una orden. Pensé que se t rat aba
de una m uj er cont radict oria. Por un lado result aba m uy fem enina, casi
t ím ida, y por ot ro parecía bast ant e enérgica. En los pocos m inut os que
había t enido ocasión de cont em plarla, com prendí que era una j oven
m uy rica en m at ices. Se sabía observada y no le desagradaba, pero
sim ulaba no darse cuent a de ello.
—Tienen ust edes una casa m aravillosa —com ent é m ient ras
pasábam os al com edor.
—Se ha quedado ant icuada —repuso I sabel con desenvolt ura—.
Tendríam os que hacer algunos cam bios.
—Mi niet a est á em peñada en m odernizar la casa —dij o el coronel en
t ono resignado m ient ras se sent aba a la m esa—. Pero a m í m e gust a
com o est á.
A aquella hora t ardía, una expresión de cansancio se reflej aba en el
rost ro del anciano. Parecía de salud frágil, pero su t em peram ent o hacía
que se esforzara en m ant ener la prest ancia.
Abuelo —dij o I sabel una vez nos hubim os sent ado—, sabes que las
t uberías est án hechas un desast re, las chim eneas no t iran y t enem os
got eras en el desván.
La expresión de la m uchacha cam biaba con gran rapidez. En un
m om ent o pasaba de la seriedad a la sonrisa, de la dulzura a la
crispación, incluso a una irrit ación cont enida.
Cuant o m ás la observaba, m ás int ensam ent e m e at raía algo en ella,
aunque no sabía qué. Quizá fuera aquella sorprendent e com binación de
fem enina t ernura y de caráct er indóm it o.
—No debem os im port unar a nuest ro huésped con problem as
dom ést icos —dij o diplom át icam ent e el coronel; luego añadió—: Est as
casas t ienen m ás de cien años. No podem os esperar que se encuent ren
en el m ism o est ado de conservación después de t ant o t iem po.
—No se preocupe, coronel —respondí, m ás por seguir la
conversación que por int erés—. Los problem as dom ést icos form an part e
de nuest ra exist encia. He vivido solo m uchos años y sé lo m olest os que
result an, por insignificant es que parezcan.
I sabel sofocó la risa. Yo no com prendí qué le había hecho t ant a
gracia. Su abuelo la m iró con expresión desaprobadora, pero en
silencio. Me sent í ligeram ent e t urbado. Así com o la presencia del
coronel m e producía una sensación de fam iliaridad y sosiego, la
com pañía de la j oven m e inquiet aba. De vez en cuando la m iraba a
hurt adillas, aunque siem pre t enía la im presión de que se daba cuent a.
Sus expresiones result aban de lo m ás fem eninas, pícaras en ocasiones,
y aun divert idas.

31
El Faquir Ramiro A. Calle

Por un lado parecía una m uj er adult a, y por ot ro una niña m im ada,


incluso caprichosa.
—Tengo un ham bre at roz —dij o sin la m enor afect ación.
Cuando m iré sus oj os, los vi brillar a la luz de las velas que
alum braban el com edor. No apart é la m irada y not é que se sent ía
insegura, pero lo disim uló con un com ent ario.
—El abuelo est aba deseando que viniera. A ver si ust ed consigue
que ordene la bibliot eca.
—Cot ej arem os t ext os —dij o el coronel, anim ado—. I sabel se quej a
de que ningún libro est á donde debería, pero ella m ism a se los lleva a
su habit ación y cuando los repone los dej a en el prim er lugar que le
viene a m ano.
—Ya m e est ás regañando —prot est ó I sabel, m edio en brom a.
—Es una lect ora em pedernida —prosiguió el anciano—. Ha
heredado de m í el am or a la lect ura.
La m esa est aba prim orosam ent e puest a. Varias criadas fueron
sirviendo los alim ent os. La conversación t ranscurría con desenvolt ura, si
bien en un t ono de gran t rivialidad. Pero de repent e dio un vuelco
inesperado cuando I sabel, m uy seria, dij o:
—El abuelo y yo vivim os solos desde hace m ucho t iem po. Casi
nunca t enem os huéspedes. Sin em bargo, esperam os que t odo lo
encuent re de su agrado.
Me disponía a hacer algún com ent ario de cort esía, cuando la j oven
añadió:
—Mi m adre m urió cuando yo t enía cinco años.
Su inesperada confesión m e cogió por sorpresa. Sabía que cualquier
cosa que dij ese result aría ridícula, así que guardé silencio.
—Mi hij a Mary m urió de m alaria —int ervino el coronel—. En aquellos
t iem pos esa enferm edad acababa con la vida de m uchas personas. Era
un m al t errible. Ent onces vivíam os en el sur de la I ndia, cerca de
Kodaikanal. En unos días, la enferm edad se la llevó de est e m undo.
El t ono de su voz m e im presionó. La t em blorosa luz de las velas
esm alt aba el rost ro de I sabel. Su expresión era grave pero sosegada.
Present í que no se t rat aba de una m uj er corrient e.
Cuando m e est aba pregunt ando qué habría sido del padre de
I sabel, ést a dij o:
—La m uert e brot a com o un relám pago en cualquier m om ent o. —Y
añadió, com o si hablara consigo m ism a—: Papá m urió en el act o al
caerse de un caballo.
Se quedó pensat iva unos inst ant es; parecía que ni su abuelo ni yo
est uviéram os allí. En ese m om ent o era una adolescent e desvalida. Sólo
duró unos segundos, en seguida recobró el aut odom inio.
—La m uert e se em peña en t om arnos al asalt o —dij o con firm eza—,
pero ya que est am os vivos, debem os em peñarnos en burlarla.
Baj o aquella cálida luz, sus negros cabellos brillaban com o el
azabache. Parecía inquiet a y apacible a la vez. El cansancio, sin
em bargo, se reflej aba en el rost ro del anciano. Me ent ret uve
deleit ándom e con la t art a de m anzana.
—Est am os en la t ierra de las m anzanas —com ent ó I sabel en t ono

32
El Faquir Ramiro A. Calle

alegre, com o si hubiera adivinado m is pensam ient os—, ¿lo sabía?


Sin responder, esbocé una est úpida sonrisa.
—En Him achal Pradesh las m anzanas son únicas.
Me sorprendía la facilidad con que aquella j oven pasaba de un
est ado de pesadum bre a ot ro de desenfado y cont ent o.
—Pero no se preocupe —añadió—, no pensam os darle t art a de
m anzana t odos los días.
La luz am arillent a m arcaba aún m ás las arrugas del rost ro del
anciano. "Una singular parej a", pensé.
—Cuando el padre de I sabel m urió —dij o de repent e el coronel,
recuperando la ant erior conversación ant e m i ext rañeza—, m e plant eé
m uy seriam ent e volver a I nglat erra...
—Eso era absurdo, abuelo —lo int errum pió I sabel resuelt am ent e.
—Todavía m e quedaba algo de fam ilia allí —agregó él com o si no la
hubiera oído—, pero al final sent í que no podía separarm e de est e país
que t ant as cosas m e ha dado y t ant as m e ha quit ado.
Un dest ello de nost algia relam pagueó en los apagados oj os del
anciano. De repent e pensé en m is padres, ya fallecidos. La prolongada
y angust iosa agonía de m i m adre, vom it ando día a día su propio hígado
hast a m orir. Recordé la prim era niña a la que quise, y que m urió por
causas desconocidas a la edad de doce años.
—Los seres hum anos sufren —m usit é para m í.
—¿Cóm o dice? —pregunt ó I sabel.
Me m iré en sus negros y volupt uosos oj os. La sonrisa desapareció
de sus labios. Tuve la cert eza de que había capt ado m i am argura. Sin
parpadear, m ant enía su m irada clavada en la m ía.
—Que los seres hum anos sufren es uno de los hechos
incont rovert ibles a que Buda hacía referencia.
El coronel, que est aba acabando su t art a con sum a lent it ud, levant ó
la vist a. Pero nada dij o. Casi con descaro, I sabel seguía con los oj os
suspendidos en los m íos; m e sent í com o hechizado.
—Nadie puede evit ar el sufrim ient o —sent enció m i anfit rión,
arrast rando las palabras.
—Nadie ha dado respuest as válidas al sufrim ient o —repliqué—.
Nadie.
—¿Y de qué servirían las respuest as si sigue habiendo sufrim ient o?
—pregunt ó I sabel con insospechada ligereza.
Su com ent ario m e sum ió en un ext raño est upor.
—La vida es la respuest a —dij o I sabel ant es de que yo lograra salir
de m i asom bro—. Se vive, se goza y se sufre: ésa es la respuest a.
—No t odo result a t an sencillo —prot est é, cont eniendo un repent ino
sent im ient o de rabia.
—He leído t odos los libros del abuelo —observó ella, com o si no m e
hubiera oído—. Filosofan y filosofan pero no llegan a part e alguna. No
necesit o las respuest as que ellos se em peñan en hallar.
—¿No? —pregunt é com o un necio, confuso por la rot unda seguridad
con que se expresaba aquella j oven, que cada vez m e parecía m ás
insolent e.
—Pues no —replicó ella cort ant e—. Por supuest o que no. Todos los

33
El Faquir Ramiro A. Calle

días t engo respuest as.


—Corro por los cam pos, huelo las flores, m e em papo de lluvia y m e
abraso con el sol, doy de com er a las vacas y cont em plo el anochecer
m irando las m ont añas... ¿Le parecen pocas respuest as?
"Eres una niña m im ada, caprichosa, cont radict oria y quim érica",
pensé, pero no lo dij e.
—Cada uno t rat a de hallar respuest as a su m odo —com ent é en
cam bio.
Me m iró com o si no m e t om ara en serio, cuando poco ant es parecía
haberse ident ificado plenam ent e con m i dolor.
—Mi respuest a, m i única respuest a —dij e—, se halla en la paz
int erior.
Me m iró con t al expresión de incredulidad que a punt o est uvo de
sacarm e de quicio.
—Hernán —dij o el coronel, ignorando int encionadam ent e las
discrepancias que se ponían de m anifiest o ent re I sabel y yo—, le
aseguro que m uchos hom bres han encont rado la paz int erior. Esa paz
sólo es posible hallarla cuando t odo rast ro de avidez y de odio ha
desaparecido. No sé, créam e, si exist e ese t rat ado que ust ed querría
t ener ent re las m anos y exam inar, pero hay seres que han hallado la
com plet a felicidad en est a vida.
Abuelo —le int errum pió I sabel—, ahora t u felicidad consist e en
acost art e y descansar.
En ese m om ent o sus palabras m e parecieron inoport unas y
t riviales.
—Mi niet a —com ent ó m i anfit rión, resignado— es com o una
im placable am a de llaves.
—No son horas de filosofar —replicó la j oven con un encogim ient o
de hom bros.
El coronel se levant ó. Me fij é en su ext rem a delgadez, aunque
conservaba un port e digno. En un gesto espont áneo, I sabel se le acercó
y le abrazó con indecible t ernura.
—Abuelo, abuelo —susurró.
Con ciert a cerem oniosidad, el anciano m e est rechó la m ano.
—Señor —dij e—, le est oy m uy agradecido. Me encant a haberle
conocido.
—Espero no defraudarle —repuso con cordialidad—. Bien, ahora voy
a ret irarm e.
I sabel salió con él, y regresó en seguida. Est aba de pie frent e a m í,
alt iva pero serena. Desde que la conocía, m e daba la sensación de que
en ocasiones se asust aba, pero t enía una gran capacidad para
sobreponerse y m ost rarse desenvuelt a.
Sin em bargo, fingía una seguridad que no era t al.
—Est ará ust ed cansado —dij o.
Me levant é de la silla, m e plant é frent e a ella y pude ver com o su
pecho palpit aba. Fij é la m irada en sus oj os. A la luz de las velas
result aban m ist eriosos y parecían no t ener fondo. Seguí m irándola, en
silencio, y not é que se encogía. Num erosos m at ices de expresión
desfilaron en segundos por su rost ro: inquiet ud, curiosidad,

34
El Faquir Ramiro A. Calle

desconfianza, diversión, t em or, ansiedad... Tenía los labios


ent reabiert os y parpadeaba con una lent it ud que m e llam ó la at ención.
Y ust ed, ¿est á cansada? —pregunt é.
Se la veía inquiet a, pero esforzándose por aparent ar t ranquilidad.
—¿Cansada yo?
No pudo evit ar m orderse el labio inferior en un gest o inst int ivo. En
esos inst ant es m e pareció una m uj er sum am ent e at ract iva, una
perfect a com binación de encant o carnal, t im idez disim ulada, j oven
arrogancia y prodigiosa sensibilidad.
—Ust ed t am bién sufre —dij e en t ono seco, sin dej ar de m irarla.
Apart ó su m irada de la m ía. A pesar de est ar encolerizada, esbozó
una cálida sonrisa.
—Nadie debe avergonzarse de reconocer su sufrim ient o —insist í.
Se quedó desconcert ada, inm óvil, pensat iva. De súbit o reaccionó.
—Ha llegado a est a casa hace t an sólo unas horas. Es un
desconocido para nosot ros. ¿Qué derecho le asist e para hablarm e de
ese m odo?
Est aba t ensa. Su expresión reflej ó t oda la rabia cont enida que
sent ía. Era evident e que la est aba im port unando.
—Ust ed se hace t ant as pregunt as com o yo —aseguré—. Y al igual
que yo, anhela unas respuest as que no encuent ra.
La indignación la hizo palidecer. Me m iró con una rabia que le
result aba difícil dom inar. Sus negros y profundos oj os echaban fuego.
Not é que quería dar m edia vuelt a y ret irarse del com edor, pero eso
habría supuest o una rendición por su part e, algo que su orgullo no le
perm it ía.
—Si no anduviese en busca de respuest as —m e avent uré a decir—,
no habría leído t odos los libros de la bibliot eca. Am bos las buscam os.
Hay diferencias ent re los dos, por supuest o; ust ed es inst int iva, yo
est úpidam ent e racional. Ust ed vive la exist encia con int ensidad, yo no
logro vivir m ás allá de m is ideas.
Había sido sincero y ella pareció apreciar m i franqueza, porque su
expresión se dulcificó. Pero era difícil averiguar qué pasaba por su
m ent e.
—Me considera una sent im ent al —dij o con frialdad—. Por supuest o
que busco respuest as. Mis ant epasados t am bién lo hicieron, y m uchos
de ellos m urieron a causa de esa búsqueda. Sin em bargo, m is lect uras
y est udios m e dem uest ran que hay personas que a m edida que buscan
van perdiendo el gust o por la vida, o quizá sólo ven su lado am argo.
No le cont est é. I sabel había recuperado su aire de seguridad y la
expresión de su rost ro era m agnífica. Tenía ant e m í a una m uj er bella y
deseable, y ella sabía que lo era. El color había vuelt o a sus m ej illas.
—Desde que ha llegado —prosiguió—, he vist o en ust ed la
expresión de un hom bre at orm ent ado por algo. Me da la sensación de
que piensa m ucho pero le cuest a dem asiado sent ir. Soport a la vida,
m as no vive.
—¿Cóm o es posible que crea conocerm e t an bien en unas horas? —
repuse, fingiendo indiferencia—. ¿Juega a ser m i psicot erapeut a?
Ella se echó a reír.

35
El Faquir Ramiro A. Calle

—Unos piensan m ient ras ot ros viven. Ust ed y m i abuelo deben de


t ener m uchos punt os en com ún.
—¿He de t om ar sus palabras com o un halago o com o una ofensa?
Cogió una bandej a con bom bones y m e la ofreció.
—¿Ahora t rat a de endulzarm e? —pregunt é, brom eando.
—Acom páñem e al porche —dij o—. Est arem os m ás cóm odos, allí la
t em perat ura result a m ás agradable.
La seguí. Su largo cabello t renzado le caía por la espalda.
I gnoraba el porqué, pero aquella m uj er ej ercía un raro efect o sobre
m í. Su presencia m e result aba acariciadora y pert urbadora a la vez.
Adem ás, conseguía que m e sint iera inseguro; en ningún m om ent o
sabía cuál sería su form a de reaccionar. Sólo había com prendido que
con ella no iba a result arm e fácil la com unicación.
En el porche, el aire est aba im pregnado del olor de las flores. El
silencio era perfect o. Yo escuchaba la respiración de I sabel.
—Dígam e su nom bre —pidió de repent e.
—Hernán, Hernán... —vacilé est úpidam ent e—. Creí habérselo dicho
ya.
—Sabía cuál era, pero no porque ust ed m e lo hubiera dicho.
A lo lej os se oyó el ulular de un búho. No sé por qué, not é com o m i
ánim o se ensom brecía. Me sent ía desconcert ado y ext raño en aquel
rem ot o lugar de la Tierra, t an lej os de m is act ividades cot idianas. El
cielo est aba encapot ado y no se veían las est rellas. Me dij e que la vida
era un gran m ist erio, dem asiado abrum ador, un j uego frenét ico de
luces y som bras. La t rist eza y la soledad m e em bargaron. I sabel, que
percibió m i pesadum bre, m e m iró fij am ent e y en sus oj os vi una
prodigiosa t ernura, que cont rast aba con la frialdad que asom aba a ellos
poco ant es.
—¿Cree que en la I ndia encont rará lo que busca? —pregunt ó, y
luego agregó—: ¿Y por qué en la I ndia precisam ent e?
I sabel m e desconcert ó de nuevo.
—Necesit aba venir a est e país —argüí—. Y no m e pregunt e la razón.
¿Azar..., dest ino? ¿Una decisión acert ada..., equivocada? No lo sé.
¿Cree en el dest ino?
—Sí —aseguró—, de algún m odo creo en el dest ino.
—Y am a est e país, ¿verdad?
—¿Acaso podría no am arlo? No olvide que soy india... Bueno,
digam os que angloindia, pero sobre t odo india.
—Es difícil ver con claridad las sit uaciones de la vida —com ent é, sin
que el t em a t uviera relación con sus ant eriores palabras.
Yo las vivo —dij o, y de nuevo hubo un cam bio en ella,
pareciéndom e una m uj er de insufrible arrogancia.
—Result a ust ed desconcert ant e —aseveré sin ningún t ipo de
com edim ient o—. A veces da la sensación de que pret ende
com prenderlo t odo, y...
Y soy dem asiado j oven para que sea así, ¿verdad? —m e
int errum pió.
Yo no he dicho eso; adem ás, ignoro qué edad t iene.
—Cum pliré veint icinco años dent ro de unos días. ¿Acaso eso m e

36
El Faquir Ramiro A. Calle

descalifica?
—¿Cóm o dice?
—Me ha oído perfect am ent e; pero creo que es incapaz de dar una
respuest a sincera, en el supuest o de que la sepa.
—Tengo ent endido que las m uj eres indias son m ás...
—¿Prudent es? —m e int errum pió de nuevo—, ¿recat adas,
sum isas…?
El prolongado aullido de un perro llegó hast a nosot ros. Guardé
silencio. No m e apet ecía hablar.
—No hace m ás que dar rodeos y sigue sin responder a m i pregunt a.
¿Acaso el hecho de que sea j oven m e descalifica para com prender las
sit uaciones de la vida? —insist ió.
Me levant é del sillón de m im bre en que est aba sent ado y com encé a
pasear por el porche.
—Háblem e de Federico —le pedí, cam biando de conversación.
Ella se levant ó a su vez y se acercó a m í. Mis sent im ient os eran
m uy cont radict orios con respect o a una m uj er a la que había conocido
hacía apenas unas horas. De buena gana hubiera abandonado en aquel
m ism o inst ant e la m ansión del coronel.
—¿No m e cree lo bast ant e m adura para m ant ener una conversación
int eresant e conm igo?
—No he dicho nada de eso —repliqué con una acrit ud que no t rat é
de disim ular.
—Pero lo piensa, seguro —se quej ó—. Me ve com o a una niña, y
est á m uy equivocado. El problem a radica en que no com prende nada
de lo que sucede.
La m iré y ent onces m e pareció m uy m adura. Ella, irrit ada,
prosiguió:
—Le gust aría ponerm e una et iquet a, cualquier et iquet a, y com o no
lo consigue se m uest ra casi ant ipát ico conm igo en una especie de
aut odefensa que, en verdad, no com prendo.
Dio m edia vuelt a, dispuest a a m archarse. Su acariciadora m irada de
m om ent os ant es había desaparecido.
—No se vaya así, por favor. Hace que m e sient a incóm odo. Al fin y
al cabo, ust ed es m i anfit riona.
Se volvió hacia m í. Sus oj os parecían m ás grandes, m ás profundos
y expresivos si cabe.
Est ábam os m uy cerca. Aquella j oven m e t enía desconcert ado. Me
parecía infant il y adult a a un t iem po; candorosa e int répida, inocent e y
apasionada, insegura y osada. Su olor a ám bar conseguía
em briagarm e. Nos m iram os, sin recat o, art ificio ni t im idez, durant e un
lapso prolongado. Am bos guardam os silencio. En su m irada creí ver
alegría, sufrim ient o, soledad, esperanza, pasión, m iedo, vit alidad,
recelo... Ent onces com prendí que su vida no debía de haber sido nada
fácil, y que t am poco lo sería convivir con un anciano.
Dio m edia vuelt a y se dirigió hacia el int erior de la casa. La seguí en
silencio. Cruzam os el vest íbulo y subí t ras ella por la escalera.
—Tal vez no sea una buena anfit riona después de t odo —dij o, una
vez m e hubo deseado las buenas noches.

37
El Faquir Ramiro A. Calle

—Quizá yo sea un pésim o huésped —repuse.


—Ahora —añadió, al t iem po que se alej aba—, se pregunt ará si soy
frívola, t rascendent e, voluble, insust ancial...
—Tal vez —respondí con una sonrisa.
—Mañana le acom pañaré a visit ar los alrededores —dij o com o si
acabáram os de conocernos y hubiéram os m ant enido una charla t rivial.
Me sent ía ext enuado. Aquella j oven m e enfurecía y m e divert ía a la
vez. De pront o com enzó a llover.

38
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO TRES

A quella noche apenas logré conciliar el sueño. Am aneció un día


apacible y con el cielo despej ado. Me levant é y abrí la vent ana. Los
prim eros rayos del sol bañaban m ont añas y valles.
Olía a leña quem ada, un olor habit ual en las m ont añas de la I ndia.
A lo lej os se divisaba la ciudad, ext endiéndose ent re dos cerros. Había
casas edificadas en las faldas de las m ont añas y ot ras en las cim as. A
pesar de haber dorm ido poco m e sent ía lúcido y con gran vit alidad. Vi
pasar a una j oven de m ej illas sonrosadas y, m ás allá, a la ent rada del
j ardín, reconocí al chófer del coronel, en m angas de cam isa, lavando
con esm ero el aut om óvil. Por delant e de m i vent ana cruzó el j ardinero,
un hom bre encorvado, m uy viej o, que m ovió la cabeza en señal de
saludo al verm e. La neblina m at ut ina, de un t ono azulado, se agarraba
a los cam pos com o si se negara a separarse de ellos.
Cuando m e hube aseado m e dirigí a la bibliot eca y em pecé a
consult ar libros. Había dist int as versiones de los vedas y los
Upanishads. En cuant o se percat ó de m i presencia, una de las criadas
m e sirvió una t aza de t é. Cogí un libro de poem as de Kabir y com encé a
leerlos a m edia voz. Desde m i j uvent ud, Kabir m e había t ocado el
corazón con sus poem as m íst icos, anhelant es de am or divino. Era un
personaj e singular. Tej edor y m íst ico, cuando se dirigía a sus discípulos
para exhort arles les decía: "Miradm e a m í. Soy un esclavo de m i
int ensidad en la práct ica". Los hindúes llam an sadhana a la práct ica
espirit ual. El sadhana form a part e de la vida de un buscador. Es el
ent renam ient o espirit ual, y com prende la ét ica genuina, la m edit ación y
el enfoque correct o. La m edit ación es el cult ivo m et ódico de la m ent e
para liberarla de la ofuscación, la avidez y el odio. Se det iene el cuerpo
para calm ar la m ent e.
Absort o en la lect ura, el t iem po t ranscurrió sin darm e cuent a, hast a
que la criada ent ró en la bibliot eca para anunciarm e que el coronel m e
esperaba en el com edor.
Al verm e, el anciano se levant ó de su silla para est recharm e la
m ano. Se not aba que había descansado bien, y daba m uest ras de un
hum or excelent e. I sabel est aba ya sent ada a la m esa.
Se había recogido el cabello en una cola de caballo y parecía m ás
j oven aún.
—¡Hola, Hernán! —m e saludó con fam iliaridad.
—Buenos días, I sabel —le contest é, para luego añadir una
t rivialidad—: Hace un día m agnífico.
—Sí, hace un gran día —int ervino m i anfit rión, eufórico—. Sin duda,
luego apret ará el calor, pero ahora la t em perat ura es un regalo de los

39
El Faquir Ramiro A. Calle

dioses.
Con m at em át ica precisión, el coronel ext endía la m erm elada sobre
sus t ost adas. Los rayos del sol bañaban el rost ro de I sabel. Com o no se
había puest o nada de m aquillaj e, su piel relucía fresca y t ersa. Me sent é
a la m esa y m e serví una t aza de café. A diferencia del día ant erior, la
j oven no se había vest ido con prendas indias; llevaba ropa occident al,
de t ipo deport ivo.
El cabello recogido ensanchaba su rost ro y lo hacía m ás personal.
La observé. I sabel m e inspiraba un ext raño sent im ient o: al t iem po de
parecerm e m uy cercana, t am bién la not aba fría y dist ant e.
—El abuelo sugiere que lo lleve a pasear por Sim la —dij o I sabel con
ciert a displicencia—. Si a ust ed le apet ece, por supuest o.
Y si le apet ece a ust ed —repuse—. No es necesario que est én
pendient es de m í.
Ella esbozó una leve sonrisa. ¿Acaso había esperado que no le
pidiera que m e enseñara la ciudad y sus alrededores? ¿Me consideraría
un est orbo?
—Si se lo propone, I sabel será una excelent e guía —int ervino el
coronel con voz grave.
—Est oy seguro de que será la guía ideal para m í —dij e, no con
ánim o de halagarla sino con un m arcado t ono de ironía.
Me m iró algo despect ivam ent e. Era de esas m uj eres que cuant o
m ás las observa uno, m ás at ract ivos descubre en ellas.
Exhalaba inocencia y sensualidad.
De repent e, I sabel m e m iró a los oj os.
—Hernán, ¿cree ust ed que la vida es una farsa?
La pregunt a m e cogió por sorpresa.
—Pues... —vacilé, sint iéndom e com o un est úpido.
—¿Acaso ha venido a la I ndia a descubrirlo? —m e pregunt ó ella con
fingida ingenuidad.
—Eso no es m uy cort és, I sabel —dij o el coronel, t ras lim piarse la
boca con la servillet a.
—Sería un t ópico decir que he venido a est e país en busca de m í
m ism o, ¿no cree? —repuse—. Pero la I ndia siem pre m e ha at raído.
Creo que nunca llega uno a com prenderla del t odo. Quizá ahí resida
part e de su at ract ivo.
Se puso seria.
—Si ust ed quiere, puede aprender m ucho de la I ndia —dij o ella con
ciert o t ono de severidad—. Sólo si lo desea de verdad.
Había recobrado el aire de m uj er m ayor. No sé por qué. Me di
cuent a, aunque ignoro la razón, de hast a qué punt o podía ser
obst inada.
—No int ent o persuadirle de nada —añadió sin perder aquella
expresión de seriedad—, pero la I ndia puede ofrecerle m ucho, con la
condición de que t am bién ust ed est é dispuest o a dar m ucho.
—Ésa es m i int ención —repuse de m anera m ecánica, com o si ella
m e est uviera poniendo en un at olladero del que yo debía salir.
Una de las criadas ent ró a ret irar el servicio.
—I sabel es una verdadera india —reconoció el coronel— en m uchos

40
El Faquir Ramiro A. Calle

sent idos; en ot ros, sin em bargo... —se int errum pió. Él m ism o no sabía
cóm o definir a su niet a.
Yo est aba m irando al anciano y, de repent e, advert í que I sabel m e
observaba con det enim ient o. Ladeé la cabeza y nuest ras m iradas se
encont raron. Sus oj os t enían una vivacidad ext raordinaria.
—Mi niet a I sabel —dij o el coronel— pert enece a una organización
no gubernam ent al que apoya a los adivasis. Ella am a con verdadera
pasión las raíces de est e país.
—¿Los adivasis? —pregunt é.
—Son los aborígenes —m e explicó el coronel—; los habit ant es
aut óct onos de la I ndia.
—No creo que eso int erese a nuest ro invit ado, abuelo —recrim inó
I sabel.
—Por supuest o que m e int eresa —la cont radij e, y encarándom e a la
j oven con t ono enérgico aunque am able, añadí—: ¿Por qué se em peña
ust ed en det erm inar qué m e int eresa y qué no?
Sus m ej illas se encendieron. Yo acababa de revolucionar sus
aut odefensas. Cuando iba a responderm e no se lo perm it í.
—No sólo quiero descubrir si la vida es una farsa o no. Tengo
adem ás un int erés real por t odo lo que se refiere a est e país, se lo
aseguro.
—Se t rat a de un gran país —dij o el coronel—; sin duda
desm esurado en t odo, incluso en su geografía y su nat uraleza. En
general, la I ndia es m uy poco conocida. La gent e ni siquiera sabe que
los indios fueron los prim eros en concebir la noción del cero y del
infinit o; los prim eros en operar de cálculos en la vesícula y de cat arat as,
los invent ores de...
—La gent e viene a la I ndia —le int errum pió I sabel— para pasar
unos días y llenarse de exot ism o. ¿Sabía ust ed que en est e país de
novecient os m illones de personas, m ás de t reint a m illones son adivasis?
—Desconozco casi t odo de la I ndia —reconocí ant es de que I sabel
ut ilizara ot ros argum ent os cont ra m í—; lo desconozco t odo en realidad.
La expresión de su rost ro se suavizó.
—La gent e viene a la I ndia —prosiguió ella—, y cuando vuelven a su
país, ¿qué cuent an de ést e? Explican que las vacas est án suelt as por las
calles, que se desprecia a las viudas o incluso se las sacrifica en la
hoguera, que hay innum erables pordioseros y que algunos de nuest ros
m onum ent os son dignos de ser t enidos en cuent a ¡Y eso es t odo! Ésa
es la m anera de ver y sent ir est e país.
El coronel, que se había levant ado de su silla y se había colocado de
espaldas a los cort inaj es azules del salón, m iraba a su niet a con
at ención.
—Mi abuelo se sient e incóm odo cuando m e expreso así. Él es m ás
condescendient e que yo.
—Bueno, bueno, I sabel, no acapares la conversación. Hernán y yo
t enem os que hablar de m uchas cosas y...
—Los ingleses m alt rat aron a los aborígenes —prosiguió ella, com o si
no le hubiera oído— y, en el m ej or de los casos, los ignoraron. Miles de
años ant es, los invasores arios los calificaron despect ivam ent e de

41
El Faquir Ramiro A. Calle

"negrit os achat ados". En la act ualidad siguen siendo unos grandes


desconocidos, incluso para la m ayoría de los habit ant es de est e país. No
son respet ados, no se les reconocen sus grandes valores y no se les
apoya cuando defienden sus t radiciones y creencias.
La j oven se expresaba con ardient e fervor y una conm ovedora
firm eza. Poco ant es se había m ost rado superficial y ahora m anifest aba
unas ideas profundas, apasionadas y viscerales. Tenía enroj ecidas las
m ej illas y su m irada era m ás int ensa y profunda.
—Les hem os hecho prom esas que no hem os cum plido —aseguró
con ardient e convicción—. No hem os puest o rem edio alguno para
ayudarles con sus problem as y desvelos; les hem os crist ianizado o
hinduizado sin respet ar sus cult os ancest rales. . .
En la j oven, la serenidad se había t ornado de repent e desasosiego.
Se m ost raba casi enfurecida, y un brillo de enérgica pasión brillaba en
sus profundos oj os. Pero en un inst ant e consiguió un sorprendent e
dom inio de sí m ism a.
—Hernán —dij o, dirigiéndose a m í con voz suave y act it ud solícit a—
, voy a prepararm e. Unos m inut os y en seguida nos irem os, ¿le parece
bien?
El coronel y yo pasam os al salón bibliot eca.
—Hernán —dij o el anciano apenas nos hubim os sent ado—, ust ed
debe conocer a Sri. Es necesario —enfat izó— que le conozca. Es un
hom bre m ayor y un verdadero sabio, créam e.
Yo seguía con at ención las palabras del coronel. De hecho, est aba
im pacient e por cont act ar lo ant es posible con alguna persona que
pudiera im part irm e algún t ipo de inst rucción espirit ual.
—Me gust aría m uchísim o conocerle, y lo ant es posible —repuse,
evidenciando m i im paciencia.
Vive en Alm ora —especificó el coronel—, una localidad en el est ado
de Ut t ar Pradesh. Es un lugar m uy herm oso.
Grandes yoguis han vivido y m edit ado en Alm ora.
Yo iba a hacerle alguna pregunt a acerca de cóm o llegar a Alm ora,
cuando el coronel añadió:
—I sabel y yo le acom pañarem os. Sent im os gran cariño y respet o
por Sri.
—¿No será dem asiada m olest ia para ust edes?
El coronel negó con la cabeza.
—En absolut o. Una vez al año por lo m enos nos desplazam os a
Alm ora para visit arle. No es sólo por lo que Sri sabe y puede decirnos;
es t am bién lo que su presencia m ism a t ransm it e. —Hizo una pausa y
después agregó—: En la I ndia, Hernán, se asegura que un hom bre
espirit ualm ent e evolucionado puede proporcionar darshán. ¿Sabe a qué
m e refiero?
—¿Dar su energía, su gracia?
—Así es, así es —dij o el coronel con sat isfacción—. Sri exhala paz y
benevolencia. No sé cóm o explicárselo, pero es com o si su energía de
evolución diera un "t oque” a la energía de evolución de los ot ros.
—¿Com o una vela encendida puede prender ot ra vela apagada? Ya
sé que no es un buen ej em plo.

42
El Faquir Ramiro A. Calle

—Pero m uy ilust rat ivo —añadió él sonrient e—. Esa capacidad sólo la
t ienen aquellos que han expandido su consciencia y han fundido su ego
en la Fuent e.
—¿La Fuent e? —pregunt é ent re desorient ado y escépt ico.
—Es un sim ple t érm ino —dij o el coronel sin dudarlo un m om ent o—.
El pensam ient o proyect ado hacia afuera es el ego —m e explicó—, pero
cuando se vuelve hacia dent ro se funde en su Fuent e.
El coronel se m ost raba locuaz y m uy int eresado con nuest ra
conversación. Yo le escuchaba con gran int erés. Sin duda aquel m ilit ar
ret irado, después de t ant os años en la I ndia, est aba m uy fam iliarizado
con la espirit ualidad hindú. Así pues, le anim é a seguir hablando.
—Me int eresan m ucho sus punt os de vist a, coronel —dij e con
sinceridad.
Él se sint ió m uy com placido por m i com ent ario.
—A propósit o del t rat ado por el que ust ed t iene t ant o int erés, debo
inform arle que m uchos sant os y yoguis en la I ndia hacen referencia al
corazón espirit ual, un cent ro de energía que est á a la derecha del
corazón. Es un foco de energía, aseguran, que conect a con el corazón
del universo. Mi hij a Mary t enía predilección por recit ar el m ant ra
experim ent ando su vibración en el corazón espirit ual. Hast a los últ im os
m om ent os de su vida, Mary est uvo recit ando el m ant ra.
Una de las criadas ent ró en el salón a pregunt ar al coronel qué
disponía para el alm uerzo. En el idiom a de la m uj er, m i anfit rión le dio
las inst rucciones oport unas. Después, la sirvient a se m archó.
—En m i adolescencia —expliqué—, yo soñaba con la I ndia. Leí
varias biografías de Gandhi y los escrit os de Hesse sobre est e país...
Tam bién las vidas de Ram akrishna, Vivekananda y Ram ana Maharshi.
Si algo m e at raía de m anera irresist ible de la I ndia era su corrient e
espirit ual, su...
—Est e país j am ás volverá a ser lo que era —m e int errum pió el
coronel, casi con brusquedad—. Mire, Hernán, aquí, com o en t odas
part es del m undo, la gent e sólo anhela riquezas m at eriales. La codicia
es t an desorbit ada en Asia com o en cualquier ot ro país de Europa o de
Am érica. Me duele confesarlo, m as la I ndia vive de t alent os pasados. El
legado espirit ual de la I ndia es incom parable, de acuerdo, pero la I ndia
act ual se desert iza.
Hizo una pausa. Est aba m uy serio.
—Se desert iza —repit ió, acent uando las palabras.
El coronel se levant ó y descorrió las cort inas. Los rayos del sol
penet raron generosam ent e por los am plios vent anales y fueron a
est rellarse cont ra su circunspect o rost ro. El día no podía ser m ás claro,
m áxim e cuando la noche ant erior había llovido. Se disponía a seguir
hablando, cuando I sabel ent ró en la bibliot eca.
—¿Nos vam os, Hernán? —m e pregunt ó sin m ás preám bulos.
—Cuando ust ed quiera —dij e levant ándom e de la silla.
Nos despedim os del coronel y salim os de la casa.
—La ciudad est á a poco m ás de un kilóm et ro de aquí —m e inform ó
I sabel—. ¿Le agrada pasear?
—Me gust a m ucho —respondí, siguiendo su t rivial conversación.

43
El Faquir Ramiro A. Calle

Había una ligera brisa, siem pre perfum ada. I sabel andaba con paso
m ás bien rápido. Avanzábam os por un cam ino que serpent eaba ent re la
veget ación, en la ladera de una m ont aña, con el valle a nuest ros pies.
El paisaj e se perdía en el horizont e. A nuest ro alrededor t odo eran
cerros y colinas; pero en la distancia, se vislum braban picos
descom unales recort ándose cont ra el cielo, de un azul int enso. Pasam os
un riachuelo y nos sum ergim os en un bosque. Cuando salim os de ést e
nos encont ram os con un m irador y nos det uvim os en él, silenciosos,
unos m inut os. Desde allí cont em plé valles, gargant as, desfiladeros y, a
lo lej os, m ont añas que superaban los cinco m il m et ros de alt ura.
Algunos de sus picos se perdían ent re las nubes.
Un m endigo, con un bot e en la m ano, se nos acercó y nos pidió
unas m onedas; siguió insist iendo en su pet ición hast a que I sabel le
habló en su idiom a y ent onces el pordiosero desist ió. Reanudam os
nuest ro cam ino y nos cruzam os con varias m uj eres t ibet anas, vest idas
con gruesas chaquet as de lana. La m ás anciana daba vuelt as con una
de sus m anos al m olinillo de oraciones ent onando lo que m e pareció era
una plegaria.
Vim os m uchos m anzanos. Hom bres y m uj eres cult ivaban los
cam pos. De repent e I sabel m e sorprendió pregunt ándom e:
—¿Tam bién sient e ust ed a veces un inm enso vacío?
Aunque lo había pregunt ado con una gran nat uralidad, sus palabras
m e cogieron por sorpresa.
—¿I nquiet ud? —balbucí.
—No sólo inquiet ud —repuso ella—. Un inm enso vacío.
Habíam os llegado a las afueras de Sim la. Se det uvo de súbit o y se
volvió hacia m í. Su m irada parecía ausent e, pero la expresión de su
rost ro era seria, casi cerrada. Me sent í com o si est uviera ant e una
severa m aest ra que m e exigiera una cont est ación. Pensé que la suya
no era una act it ud agradable, ni siquiera educada.
—Si ust ed es un buscador —insist ió ella—, t iene que sent ir ese
inm enso vacío.
¿Quería desconcert arm e? ¿Se em peñaba en desafiar m i grado de
seguridad o acaso en probarlo? La m iré con fij eza insolent e, pero no
apart ó la m irada. A la luz de un día t an claro, sus oj os parecían m ás
profundos e insondables que nunca.
—Sí, t iene razón. Es m ucho m ás que inquiet ud —reconocí—. Se
t rat a de un inm enso vacío, y a m enudo desolador, que casi m e paraliza
—confesé, superando m i pudor—. Es ( no sé si dram at izo) una rara
pesadum bre la que sient o en m i int erior.
Las nubes habían baj ado y velaban casi por com plet o las m ont añas
lej anas.
—Un inm enso vacío —repet í.
Ella había apart ado la m irada. Escuché un rum or de pasos: unos
m ilit ares pasaron por nuest ro lado y nos observaron con descaro. Se
hizo un gran silencio, quebrado sólo por el m urm ullo de las hoj as
agit adas por la brisa. En ese m om ent o, I sabel m e result ó
irresist iblem ent e at ract iva. No m e acost um braba a su expresión, m ezcla
de candidez y volupt uosidad ardient e.

44
El Faquir Ramiro A. Calle

—Ust ed no puede seguir engañándose m ás a sí m ism o —dij o—. Sin


duda ha llegado el m om ent o en que t iene que reaccionar o se ahogará
en su inm enso vacío.
Y ust ed, ¿sient e o ha sent ido ese vacío inm enso, t an desconsolador,
t an oprim ent e?
—Angust ias, incert idum bres, zozobras... ¿Qué persona sensible o
con inquiet udes no las experim ent a?
—Pero m ucha gent e parece no t ener inquiet udes y...
—Yo no m e lam ent o —m e int errum pió, com o si yo est uviera
lam ent ándom e a m enudo—. Act úo —dij o después, con esa arrogancia
que m e result aba insoport able en aquella j oven—. Si algo no m e gust a
m e esfuerzo por m odificarlo, aunque eso m e cuest e sacrificios y
cont rariedades.
—¿Hay m uchas cosas que no le gust an? —pregunt é, casi sin ser
conscient e de ello.
Me m iró com o si recelara de m í.
—Muchas, no; m uchísim as. Quizá ust ed, com o un necio, piensa que
m i vida ha discurrido siem pre por un cam ino de rosas. Pues le aseguro
que se equivoca.
—Yo no he dicho nada sem ej ant e —prot est é; pero com o m e pareció
que no m e prest aba dem asiada at ención, añadí—: Hago t odo lo que
est á en m i m ano para m odificar aquello que no m e gust a.
Era una m uj er int eligent e, sin duda alguna. Perspicaz e ingenua a la
vez, lo cual le proporcionaba aquel encant o t an especial. Pero, t rat é de
explicarm e a m í m ism o, su aire de superioridad hacía que en ocasiones
la det est ara.
—No m e venga con cuent os; t am bién ust ed sufre —le dij e, en lugar
de: "Ust ed cree saberlo t odo a su j oven edad", que era lo que quería
decirle.
Se quedó desconcert ada. Movió los oj os en varias direcciones,
evit ando que su m irada se encont rara con la m ía.
—Todos los buscadores t enem os fiebre —proseguí casi colérico—.
La fiebre de la duda, de la inquiet ud, de los int errogant es sin respuest a.
Ust ed es una buscadora. De ot ro m odo, ahora est aría en Delhi, luciendo
saris a la últ im a m oda, o viviría en Londres o quizá t rabaj aría com o
relaciones públicas en un hot el de luj o de Madrás.
Ella guardaba silencio.
—Ust ed m e hace m ucha gracia —añadí—. Aunque apenas la
conozco, sé que se at rinchera t ras un t alant e de inocencia y prepot encia
a la vez.
La rabia relam pagueó en sus oj os y los m úsculos de su rost ro se
crisparon. I ba a despegar los labios, pero m e ant icipé:
—Ust ed sim ula seguridad y hace esfuerzos increíbles para aparent ar
un sosiego del que carece. Desde el prim er m om ent o he sent ido que
est á llena de t urbulencias int ernas, al igual que yo.
Un t int e de m elancolía apareció en sus oj os, pero, com o si
recobrara su perdida aut oconsciencia, replicó casi con grosería:
—¡Qué se ha creído! ¡Ust ed no es nadie para hablarm e de ese
m odo!

45
El Faquir Ramiro A. Calle

—¡No m e venga con argucias! —m e avent uré a decir—. Ha hecho


referencia al inm enso vacío. ¿Sabe por qué? Porque ust ed y yo
sent im os ese inm enso y sobrecogedor vacío. Sin duda, ust ed es una
persona m ucho m ás alegre y vit al que yo; pero el vacío est á ahí, en los
dos, y en m illones de seres que lo experim ent an com o nosot ros. No
quiera confundirm e. Am bos anhelam os un pasadizo de claridad en la
brum a. Ust ed a su m anera y yo a la m ía som os com pañeros de viaj e;
en dist int os t renes, pero com pañeros de viaj e.
Vaciló por un inst ant e. Llevábam os un buen rat o parados. Su
sensual figura se recort aba cont ra el despej ado cielo.
—Tiene razón, en t renes m uy dist int os —dij o, y se m ordió el labio
inferior. Luego agregó—: Mi t ren es el del sent im ient o, el suyo el del
pensam ient o. —Se int errum pió para, t ras una pausa, añadir—: Yo
sient o; ust ed piensa. Yo vivo; ust ed reflexiona.
Había un t ono despect ivo en su com ent ario. Reanudam os nuest ro
cam ino y nos dirigim os hacia el cent ro de la ciudad.
Había gent e asom ada a las vent anas, t odo t ipo de viandant es,
m uchos sikhs con su inseparable t urbant e, ancianos, ociosos, puest os
callej eros at endidos por indolent es vendedores, t ibet anos vendiendo
chales...
—Ust ed t am bién piensa —dij e de pront o, cuando ella parecía haber
dado por finalizado aquel t em a—. No es sólo la niet a m odosit a que
prepara m erm eladas para su abuelo.
Ella se echó a reír, sin poder evit arlo. Nos cruzam os con varias
m uchachas m ont añesas que, divert idas, volvían la cabeza una y ot ra
vez para m irarnos y susurrar algunos com ent arios sobre los dos... Nos
det uvim os de nuevo a la som bra de unos árboles. Cerca de nosot ros,
unos j óvenes est udiant es consult aban sus libros y t rat aban de im poner
sus opiniones los unos a los ot ros. De repent e, I sabel se m e encaró.
—Ust ed int ent a superar ese vacío de cualquier form a; pero siem pre
lo hace pensando en sí m ism o; yo, sin em bargo, m e esfuerzo en
superarlo, pero siem pre pensando en los dem ás.
Me sent í indignado ant e su t ono de hirient e soberbia. Ya m e había
j uzgado y culpabilizado dem asiado durant e años para encim a t ener que
soport ar los ligeros j uicios de aquella arrogant e j oven.
—¿Acaso se cree m ej or que yo porque pert enece a esa organización
no gubernam ent al? —pregunt é ent re irrit ado y sarcást ico—. ¿Es ust ed
una reform ist a? —Mi t ono fue int encionadam ent e m ordaz.
Ella apret ó las m andíbulas con t al rabia que fue incapaz de
disim ular. En ese inst ant e m e pareció m ás at ract iva que nunca, con el
rost ro casi desencaj ado por la furia y la m irada sat urada de desprecio.
—¡Su falt a de sensibilidad result a int olerable! —exclam ó casi a
grit os, y en ese m om ent o pareció m ucho m ayor de lo que era—. Ust ed
y yo nada t enem os en com ún; y j am ás lo t endrem os si cont inúa
dom inado por ese ego soberbio y egoíst a que sólo le perm it e pensar en
sí m ism o. Me hace perder la paciencia y las buenas m aneras que
definen a la anfit riona que debo ser.
Est uve t ent ado de disculparm e, pero no lo hice.
—¿Quiere ust ed que la gent e com a en la palm a de su m ano? —

46
El Faquir Ramiro A. Calle

pregunt é con est udiada insolencia.


Sent í que de buena gana m e hubiera abofet eado. Sin em bargo, hizo
un esfuerzo casi sobrehum ano y esbozó una sonrisa indefinida. Sonaron
las cam panadas del reloj de la iglesia.
La indignación hacía m ás int eresante la expresión de su rost ro. De
repent e cam bió y pareció abat ida, com o si nuest ras diferencias de
pareceres debilit aran su energía y su firm eza. Pero se recuperó de
inm ediat o.
—Yo no necesit o ir a part e alguna a buscar m i paz int erior —replicó,
hirient e.
Jugaba a hacerm e daño. Sus palabras m e conm ovieron y sent í que
el ánim o m e flaqueaba. Unos policías pasaron j unt o a nosot ros; iban
cogidos de la m ano, com o es habit ual ent re los hom bres en la I ndia,
algo que no ocurre ent re hom bres y m uj eres. Un niño se deslizó por
una pendient e con un pat inet e hecho en casa. Las nubes seguían
baj ando y llegaban a los valles, envolviéndolos com o si quisieran
ocult arlos.
—Lloverá —com ent ó I sabel en t ono sosegado e int rascendent e;
luego, con picardía, añadió—: ¿Se ha enfadado conm igo?
Sus negros y profundos oj os sonrieron. Los m úsculos de su rost ro
se habían relaj ado.
—¿Me perm it e que le invit e a un zum o de m anzana? —inquirió, sin
darm e t iem po a responder su ant erior pregunt a.
Tuve la rara sensación, o la int uición, de que aquella m uj er y yo
habíam os em prendido una represent ación de encuent ros y
separaciones, de afect os y recelos. Despert aba en m í inciert as
sensaciones de am or y sensualidad, pero t am bién crispación y m al
hum or.
Llegam os al cent ro de la ciudad. Muchas casas eran de est ilo
colonial brit ánico. Ent ram os en una especie de t aberna, nos sent am os y
nos m iram os en silencio. I sabel pidió dos zum os de m anzana con m iel.
—¿Qué edad t iene ust ed? —m e pregunt ó de repent e.
—Treint a y nueve años —respondí; después saboreé el j ugo de
m anzana.
Pasaron dos sadhus con aspect o sum am ent e desgreñado, uno de
ellos llevaba el rost ro pint arraj eado com o un clown.
—Los sadhus llam an t oda m i at ención —com ent é—. Es un
fenóm eno insólit o. Creo que sólo se da en est e país.
—La gent e los respet a y a la vez los t em e —dij o I sabel—. Algunos
t ienen verdaderas inquiet udes espirit uales; casi t odos son indigent es, e
incluso pueden ser m aleant es.
Después de t om ar el zum o salim os de la t aberna y seguim os
paseando. Abandonam os la ciudad y en las afueras nos sent am os en la
hierba. Olía a flores silvest res. Tam bién el arom a que exhalaba I sabel
era m ás int enso.
—Me gust a su perfum e —dij e, sin int ención aduladora.
—Ám bar —especificó ella—. De algún m odo, el ám bar t iene un
caráct er sagrado, com o la vida. Es balsám ico. Algunas personas
aseguran que previene cont ra las enferm edades y que t iene

47
El Faquir Ramiro A. Calle

propiedades m ágicas.
Se m ost raba com o una adolescent e j ubilosa hablando de las
m ist eriosas cualidades del ám bar. Era dulce y refinada. Una anciana se
acercó a nosot ros y m e ofreció un herm oso collar de flores diciéndom e
que se lo pusiera a I sabel. Le di algunas rupias y se alej ó, agradecida.
—¡Vam os, no dude! —exclam ó I sabel risueña—. No pienso m orderle
si m e pone las flores.
Coloqué alrededor de su cuello el oloroso y fresco collar. Sonrió con
delicadeza. En ese m om ent o era la represent ación de la m ás pura
inocencia y la sencillez. Me m iró en silencio.
—I sabel —dij e—, m e gust aría pregunt arle algo: ¿por qué dice que
cree en el dest ino y, sin em bargo, se esfuerza en m odificar lo que a uno
no le gust a?
Me m iró con ext rañeza.
—No veo la m enor cont radicción en ello —repuso con seguridad—.
Cada uno t iene m arcado su propio dest ino, lo cual no im plica que no
int ent em os m ej orarlo. —Hizo una pausa y com ent ó—: Est oy segura de
que ust ed ha t enido una j uvent ud at orm ent ada.
Esbocé una sonrisa burlona.
—Se ha em peñado en hurgar en m i int erior. ¡Eso no es m uy
brit ánico que digam os!
—Soy india, Hernán, no lo olvide —repuso ella con coquet ería, y
una t enue sonrisa apareció en sus labios—. A pesar de eso, puede
cont arm e sus desvelos.
—¿Quiere oír m is desvent uras j uveniles? —pregunt é, irónico.
Nos pusim os a cam inar. El aire provocaba la caída de las hoj as.
—Algunas m uj eres t ienen necesidad de m ost rarse m at ernales con
los hom bres que casi le doblan la edad —insinué.
—No es m i caso —dij o ella en t ono decidido.
Nos encam inam os hacia un t em plo que se encont raba en las
afueras de la ciudad. Est aba suspendido al lado del valle y rodeado de
una innum erable cant idad de m onos.
—Es el t em plo de la Diosa —dij o I sabel—. Mire qué herm oso paraj e.
¿No sient e ust ed com o la energía divina lo inunda t odo?
—¿De verdad lo cree así? —inquirí.
Su rost ro, lum inoso y lleno de vida, parecía casi t ransparent e.
—Pensé que era m ás pragm át ica.
—Lo soy cuando debo serlo —repuso con frialdad—; pero t am bién
cuando es necesario sent ir, sient o. Y ahora sient o la energía divina que
im pregna est os cam pos, el valle, las m ont añas, los arbust os...
—Es ust ed una m íst ica —la int errum pí, un poco j ocosam ent e.
—Tal vez lo sea —replicó ella con t ono grave y cort ant e—. Lo ciert o
es que percibo la Unidad en t odo lo que veo, huelo, t oco, oigo y sient o.
¡Y no se haga el incrédulo! Hay m ucho m ás de cuant o vem os y, por
supuest o, m ucho m ás de cuant o pensam os. Los aborígenes m e han
hecho sent ir que t odo es bendit o. ¿Le suena eso a m ist icism o de
pacot illa quizá?
—Nada de eso —m e apresuré a decir—. Si a veces experim ent am os
el inm enso vacío al que ant es hacíam os referencia es porque se nos

48
El Faquir Ramiro A. Calle

escapa esa Unidad.


—Ya le he dicho que ust ed piensa m ient ras que yo sient o y vivo...
¡Abusa del int elect o! —m e solt ó de repent e. Tenía la m irada perdida en
la brum a violácea que ocult aba las m ont añas.
—Sus afirm aciones son descaradam ent e audaces —repliqué—, por
decirlo con ciert a cort esía.
—No hace falt a que se m uest re cort és conm igo. No se t om e esa
absurda m olest ia. —Aunque pareció regañarm e, enfadada, había una
volupt uosa dulzura en su expresión—. Sea nat ural —dij o, casi com o una
orden.
Visit am os el int erior del m inúsculo t em plo donde m oraba la im agen
de la Diosa, y luego nos sent am os en la baranda que daba a un
profundo e inm enso valle.
—¿Qué le parece Sri? —pregunt é.
—Una persona m aravillosa —respondió ella sin pensarlo—. Le
aseguro que es un alm a grande.
Un anciano sadhu, con el t rident e de Shiva en la m ano, ent ró en el
t em plo. Arrast raba los pies desnudos y parecía est ar casi ciego.
—Ust ed ha sufrido, ¿verdad? —dij e a I sabel de sopet ón.
—Es t arde. El abuelo nos est ará esperando. Volvam os.
—Aunque int ent a disim ular su sufrim ient o —aseveré—, no lo
consigue. Tal vez engañe a ot ras personas, pero no a m í.
Me m iró desafiant e, pero la not é nerviosa. Cuando se veía obligada
a cont ener la indignación, aparecía excepcionalm ent e bella y sus
m ej illas se sonroj aban al punt o.
—Por supuest o que he sufrido —respondió, ansiosa.
En aquel m om ent o parecía est ar dom inada por la m elancolía. Se
sobrepuso y com enzó, con gest os t raviesos, a im it ar a los m onos. Su
cuerpo era ondulant e, fuert e y flexible a la vez.
—Diviért ase —m e dij o—. No se t om e t an en serio.
Volvim os dando un rodeo, pero a paso rápido. La lluvia de la noche
ant erior había proporcionado gran verdor al follaj e.
—Le ruego que no se lo t om e com o una frivolidad —dij e, para
prevenir su reacción—, pero m e gust aría que un día m e hablara de los
aborígenes.
No cont est ó. A lo lej os divisam os el j ardín de la m ansión y, en el
m ism o, al fornido conduct or haciendo ej ercicios gim nást icos. El coronel
salió a recibirnos.
—¿Lo ha pasado bien? —m e pregunt ó.
—Magníficam ent e.
Abuelo, hem os pasado t odo el t iem po discut iendo —int ervino
I sabel, divert ida—. Y eso que Hernán se em peña en ser cort és conm igo.
Se echó a reír con descaro ant e la severa expresión del coronel
quien, al parecer, no t erm inaba de acost um brarse a lo que t al vez
consideraba salidas de t ono de su indóm it a niet a.
Al anochecer, el coronel m e hizo saber que en unos días part iríam os
para Alm ora y que ya había enviado aviso de nuest ra visit a a Sri. Me
sent í m uy com placido, pues quería com enzar de verdad a t rabaj ar
espirit ualm ent e conm igo m ism o. El coronel m e leyó algunos versículos

49
El Faquir Ramiro A. Calle

de los Upanishads.
—Ya sabe que para Schopenhauer —com ent ó luego—, y según él
m ism o declaraba, est os t ext os eran el consuelo de su vida y de su
m uert e.
El denso cant ar de las chicharras result aba casi ensordecedor.
El coronel se había t om ado con m ucho int erés buscar pist as sobre el
t rat ado que m e int eresaba. Con ese pret ext o había releído m uchos
t ext os sobre la espirit ualidad del corazón, pero en ninguno de ellos
encont ró referencias al t rat ado t it ulado El hom bre feliz en la cueva del
corazón.

50
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO CUATRO

Los días t ranscurrían de m odo apacible. Com o las prim eras lluvias
habían caído ya, la nat uraleza se m ost raba en t odo su esplendor. A
m enudo paseaba por los bosques de la localidad aprendiendo así a
disfrut ar no sólo de la nat uraleza sino t am bién de m i propia
int erioridad.
Había t enido ocasión de conocer m ej or a I sabel. I ba descubriendo
en ella una personalidad com plej a e im pulsiva, m uy fuert e, casi irrit ant e
a veces, aunque sabía cont enerse. Era una m uj er llena de inquiet udes,
pero t enía un sent ido m enos dram át ico que yo de la exist encia y una
asom brosa capacidad para pasar de una int im idant e seriedad a una
j ovialidad casi im púdica y cont agiosa. Cuant o m ás la observaba m ás
m at ices y rasgos reveladores descubría en ella, pero que m e confundían
y t urbaban a la vez. Se expresaba con t al franqueza y desnudez que en
ocasiones result aba hirient e; asim ism o, t enía m om ent os de
incom parable t ernura. Pasaba por los m ás dist int os y ext rem ados
est ados de ánim o. Desde luego no era ni m ucho m enos una m uj er
com ún, y cada día que t ranscurría m e daba m ás cuent a de ello. Pasaba
part e de su t iem po leyendo, escribiendo cart as, invest igando la
sit uación de los aborígenes en distint as áreas del país y preparando
inform es. A m enudo, incluso a pesar de am bos, nos sum ergíam os en
discusiones que ponían a flor de piel nuest ros m uy dist int os pareceres.
Com unicarnos a t ravés de las palabras no era nada fácil. I sabel se
lam ent aba de que yo quisiera filt rarlo t odo a t ravés de una lógica
excesiva; yo m e quej aba de que ella quisiera reducirlo a la esfera de lo
aním ico. Sus cam bios de caráct er m e desconcert aban, aquella rara
facilidad que t enía para pasar en pocos m inut os de la acrit ud a la
t ernura, de una exasperant e act it ud im posit iva a ot ra apacible y
sum isa.
Una t arde, I sabel y yo est ábam os t om ando el t é en el porche. Me
m iraba con gravedad, y pensé que en sus profundos oj os parecían
resum irse t odas las edades del m undo. Era algo que en ella llam aba la
at ención: ¿cóm o podía ser t an infantil y t an adult a a la vez? Cuando
uno m enos lo esperaba hacía las pregunt as m ás int em pest ivas.
—¿Por qué no t e has casado?
—¿En algún m om ent o he dicho que no est oy casado? —Me eché a
reír.
—Por favor, cont ést am e. Siem pre evades hablar de t i.
—Eso es porque no quiero desilusionart e —dij e brom eando.
Su encogim ient o de hom bros fue despect ivo.
—De acuerdo, cont est aré a t u pregunt a —añadí—. El m at rim onio no

51
El Faquir Ramiro A. Calle

ent ra ni ha ent rado nunca en m is planes.


Me m iró con escept icism o.
—No creo que lleves t u soledad t an bien com o int ent as aparent ar.
¿0 m e equivoco?
—¿Te gust a im it ar a Ana Freud? —pregunt é a m i vez con t ono
irónico.
—¿Te das cuent a? En cuant o se t oca algún t em a que t e concierne,
t e evades.
No cont est é.
—Eres m uy int rovert ido —m e reprochó—. Te falt a nat uralidad
cuando se habla de t i.
Sonreí, int ent ando no sent irm e presionado por sus palabras.
—¿Lo ves? ¿Lo ves? —dij o im pulsiva, com o una niña t raviesa que
quisiera salirse con la suya—. Te refugias en el silencio, rodeándot e de
una coraza que t e conviert e en inaccesible para quienes se int eresan
por t i.
—No quiero m et er la cabeza en la boca del león —repuse.
—¡Ah! —exclam ó ella—. ¿Te refieres a m í? ¿Tan peligroso es para t i
abrirt e un poco y dej ar que est os sent im ient os, posit ivos o negat ivos,
afloren a la superficie, liberándot e así de ansias y frust raciones?
Nos m iram os. La sent í com o una m uj er sum am ent e deseable. Ella
pareció percibirlo y apart ó la m irada. Not é que, a pesar de sus palabras,
se sent ía insegura. De súbit o cogí una de sus m anos y la acerqué a m is
labios. No hubo reacción alguna por su part e. Seguía sin m irarm e, pero
present í que su corazón se aceleraba. Con m ucha lent it ud fui
aproxim ando m i rost ro al suyo y apoyé m i m ej illa cont ra su sien, t ibia y
palpit ant e. Perm anecim os así unos segundos. Ent onces m e pregunt é si
había recorrido diez m il kilóm et ros para dej arm e llevar ahora por la
at racción hacia aquella j oven llena de cont radicciones.
—Est a m añana he baj ado hast a el fondo del valle —dij e con
nat uralidad—. Ant es he pasado por el t em plo de Hanum an.
La expresión de sus oj os era indefinida.
—¡Me apet ece com er past eles! —solt ó de pront o—. Vayam os a la
ciudad. Hay allí un lugar donde los hacen exquisit os.
Se levant ó del sillón de m im bre y m e hizo un gest o para que la
siguiera. Obedecí su sugerencia y com enzam os a cam inar a buen paso.
De súbit o se det uvo, y m e m iró com o si quisiera at ravesarm e.
—¿Por qué lo has hecho? —inquirió con seriedad.
Era la pregunt a que m enos m e hubiera esperado en aquellos
m om ent os, y m e desconcert ó. Ant es de que yo fuera capaz de perfilar
una respuest a, declaró:
—Di: "Porque m e apet ecía". Dej a que t us sent im ient os afloren;
concédet e la libert ad de ser t ú m ism o, sin at aduras de ningún t ipo.
No respondí. Ent onces ella, t ras aguardar unos inst ant es reanudó el
cam ino. El cielo se había encapot ado. Cuando llegam os a la past elería
sólo est aba la dependient a. I sabel m e hizo probar un past el de lim ón.
—Son m is preferidos —dij o, con gest o alegre. De nuevo había
pasado de la m adurez adult a a la ingenuidad infant il en unos inst ant es.
El sol había desaparecido t apado por las nubes. El olor de las

52
El Faquir Ramiro A. Calle

m azorcas asadas llegó hast a m í. I sabel com enzó a t ararear algo.


—Es una canción de los m ont es de Kum aon —dij o—. Me gust an
m ucho las canciones m ont añesas.
Siguió cant urreando.
—Voy a llevart e a un lugar que t e parecerá fant ást ico.
Recorrim os diferent es calles hast a salir a la art eria principal. I sabel
m e hizo ent rar en una angost a librería. Había t ant os libros allí que
apenas podía uno m overse.
—Cuando los ingleses abandonaron la I ndia —m e inform ó— m uchos
de ellos vendieron sus bibliot ecas. Algunas eran ext raordinarias. Y casi
t odas esas obras se encuent ran aquí.
Con denodada avidez m e puse a revisar libros y encont ré
verdaderas j oyas. Algunas eran prim eras ediciones m uy raras.
Había obras de m uchos de los grandes orient alist as de Occident e
que, a la caza de hom bres sant os, habían viaj ado a m enudo por el
nort e de la I ndia, visit ando t em plos y m onast erios, ent revist ándose con
m aest ros y guías de las diversas religiones.
Ent usiasm ada, I sabel m e m ost raba libros y m ás libros; m e hacía
com ent arios sobre algunos de ellos y se exalt aba cuando se refería a los
grandes viaj eros que, int répidam ent e, habían recorrido las t ierras del
nort e de la I ndia.
—Una de m is ant epasadas —dij o— fue abadesa de un m onast erio
de Sikkim . Hubo gent e, se dice, que la vio levit ar. —Se echó a reír—.
No m e la im agino, con lo gruesa que era, levit ando.
Tenía ent re m is m anos una de las prim eras ediciones de Tucci sobre
t oda el área del Must ang.
—Uno de m is t at arabuelos —agregó I sabel—, o quizá fue uno de
m is bisabuelos, no est oy segura... Bien, el caso es que cuando se dirigía
hacia el lago de Manorosovar, se despeñó con su m ula y m urió.
—Por t us venas corre sangre de grandes exploradores —com ent é
m edio en brom a, pero sin dej ar de hoj ear la obra de Tucci.
—Aunque la gran m ayoría de la gent e lo ignora —dij o ella—,
quienes dem ost raron valor y coraj e fueron los prim eros j esuit as que
viaj aron a Orient e. No adm iro en absolut o su labor evangelizadora ( m ás
bien t odo lo cont rario) , pero sí sus incursiones en zonas apenas
visit adas por occident ales. Fueron los verdaderos pioneros.
—¿Por qué det est as su labor evangelizadora? —inquirí
m ecánicam ent e.
Sent í que se est rem ecía, indignada. Levant é la m irada del libro y vi
su expresión cont rariada.
—¿Cóm o eres capaz de pregunt arm e esa est upidez?
Sin responderle, seguí rebuscando ent re los libros.
—¿Qué derecho t enían para im poner sus creencias a los
aborígenes? ¿Por qué un Dios es m ás verdadero que ot ro? ¿Por qué es
m ej or adorar un t rozo de arcilla o de m adera esculpido que una roca o
un árbol?
Su irrit ación aum ent aba por m om ent os, e int ent é calm arla.
—Tam bién los hindúes los han adoct rinado, ¿no? —añadí.
Mi com ent ario t erm inó de exasperarla.

53
El Faquir Ramiro A. Calle

—Nadie t enía por qué adoct rinarlos —prot est ó, elevando el volum en
de voz y haciendo que los ot ros client es se volvieran a m irarnos—. ¿Por
qué los hom bres se em peñan en im poner sus est úpidas creencias a los
dem ás?
Guardó silencio un inst ant e int ent ando cont rolarse y añadió:
—Es com o los j uicios que los adm inist radores y funcionarios
brit ánicos se perm it ían celebrar cont ra los sant als, por ej em plo, una
apacible t ribu que ellos present aban com o ladrones, e incluso asesinos.
—Siem pre se deform a la realidad —dij e.
—No m e vengas con frases hechas —prot est ó ella—. ¿Es que no t e
int eresa nadie que no seas t ú m ism o?
—Por supuest o que m e int eresa la gent e; pero por favor, cálm at e.
No t e exalt es de esa m anera.
I sabel esbozó una sonrisa cargada de desesperación y t rist eza. Un
m at rim onio de indios nos m iraba con asom bro m ient ras cuchicheaban
ent re ellos. El dependient e est aba azorado.
—Tiene ust ed unos libros est upendos —le dij e—. Son verdaderas
j oyas.
El vendedor se sint ió com placido y em pezó a enseñarm e m apas
ant iguos.
—Por favor —int errum pí sus explicaciones—, ¿ha oído algo sobre un
t rat ado t it ulado El hom bre feliz en la cueva del corazón?
Dudó unos inst ant es. Murm uró ent re dient es el t ít ulo del libro
int ent ando recordar algo.
—No, lo sient o —respondió—. Nunca hem os t enido esa obra.
—¿Est á seguro?
—Lo recordaría. No la hem os t enido.
Salim os a la calle. Había com enzado a lloviznar. De repent e, un
hom bre m uy obeso y m al t raj eado m e abordó. Era un quirom ant e y
est aba em peñado en ver la palm a de m i m ano.
—Sólo son cien rupias, señor; sólo cien rupias.
—No, gracias, no —repuse.
Pero el hom bre insist ía, andando a m i lado.
—No creo en est as cosas —dij e, dirigiéndom e a I sabel.
Avivam os el paso, pero el hom bre nos seguía sin cesar de
ofrecernos sus servicios.
—Sólo son cincuent a rupias, señor. Le leeré las dos m anos.
Cincuent a rupias.
Supuse que la única form a de desem barazarnos del hom bre sería
dej arle que m e leyera la palm a de la m ano, y así se lo dij e a I sabel.
Veint icinco rupias —m edió la j oven.
—Veint icinco rupias —acept ó el hom bre.
—Lo hubiera hecho lo m ism o por cinco —m e dij o ella, m uy divert ida
con la sit uación—. Ahora m e ent eraré de si verdaderam ent e no sirves
para hom bre casado. Y se echó a reír.
El quirom ant e cogió una de m is m anos ent re las suyas.
—Morirá a los ochent a años de edad, de un infart o. Ha nacido
innum erables veces en la I ndia. Le espera m ucho sufrim ient o, pero
conseguirá lo que desea.

54
El Faquir Ramiro A. Calle

Con m inuciosidad rast reó las líneas de m i m ano. Veint icinco rupias
eran veint icinco rupias.
—Su vida correrá varios peligros. Una m uj er le robará el corazón.
En una exist encia ant erior ust ed hizo m at ar a m uchos hindúes y ahora
t endrá que com pensar aquella grave falt a. Hay m uchas personas dent ro
de ust ed, y no será feliz hast a que una de ellas venza.
Hizo una pausa m uy breve para añadir después:
—No se t om e m is palabras a la ligera. Créam e. Su vida corre
peligro.
Luego se em peñó en leer las m anos de I sabel, pero ést a se lo quit ó
de encim a con gran habilidad.
—Una m uj er t e robará el corazón, ¿eh? —dij o ent re risas I sabel—.
Bueno, corram os, em pieza a diluviar.
El día ant erior a nuest ra part ida hacia Alm ora, los criados
prepararon con sum a at ención las cest as de com ida que llevaríam os
para el viaj e. Durant e horas, el chófer revisó m inuciosam ent e el viej o
j eep del coronel que iba a t rasladarnos.
—Sir —m e dij o cuando pasé por su lado—, si alguna vez necesit a
que le arregle el reloj porque se ha parado, lo haré con gran placer.
Su proposición m e pareció curiosa y divert ida. Pero ant es de que
pudiera darle las gracias, añadió:
—Si se le est ropea la m áquina de afeit ar, t am bién puedo
arreglársela.
Mient ras hablaba, seguía revisando el m ot or.
—Muy bien, m uy bien —dij e.
—¿Tiene ust ed hornillo? —m e pregunt ó inesperadam ent e.
—¿Hornillo? —inquirí, ext rañado.
—Un hornillo donde preparar el t é, el café...
—¡Ah, ent iendo! No, no t engo hornillo.
—Tam bién hubiera podido arreglárselo —dij o com o si lam ent ara
que no t uviera un hornillo, y com o si no disponer de uno fuera algo
inexplicable.
—Gracias de t odos m odos —repuse, y le dej é enfrascado en la
revisión del m ot or del j eep.
Después de la cena m e reuní con el coronel en el salón bibliot eca. El
anciano t enía ent re las m anos el Rij Tneda.
—Sin duda sabe que, según dicen, ést e es el libro m ás ant iguo del
m undo.
—¿Y lo es? —pregunt é.
—Sí..., seguram ent e.
Nos habían preparado una sabrosa infusión de diferent es hierbas.
—Mi abuela ya t om aba la m ism a infusión —dij o el coronel—. Es
m uy digest iva y adem ás, aunque no lo crea, ayuda a dorm ir.
Me t endió el libro y com encé a hoj earlo.
—Mañana nos levant arem os t em prano —añadió el anciano—. Oj alá
las lluvias no hayan cort ado la carret era. Los desprendim ient os son
frecuent es durant e la est ación de los m onzones.
Leí diversos párrafos un poco de pasada. El coronel dij o:
—Los vedas fueron escrit os por los grandes rishis, los sabios m ás

55
El Faquir Ramiro A. Calle

ant iguos de la I ndia. En est e país siem pre, con m ayor o m enor fort una,
eso desde luego, ha fluido una espirit ualidad vivient e. Siem pre ha
persist ido y se ha perpet uado el espírit u de la búsqueda.
—Siem pre he pensado, coronel, y no sé si ust ed est ará de acuerdo
conm igo, que si buscam os es porque necesariam ent e algo debe de
haber.
—¡No lo dude, am igo! —exclam ó el anciano—. Al buscar, ant es que
nada nos buscam os a nosot ros m ism os; pero adem ás, según los
hindúes, si buscam os es porque ya hem os encont rado ant es.
—Los hindúes siem pre t ienen sutiles salidas —dij e en t ono j ocoso—
. Se m anej an m uy bien con las paradoj as.
—Así es —afirm ó convencido el coronel—. Son m et afísicos por
nat uraleza. Y sin em bargo, t odos sus m ét odos son ext raordinariam ent e
práct icos.
Dej é el libro sobre la m esa y luego t om é un sorbo de la infusión.
—Federico decía que de t ant o buscar correm os el riesgo de no
encont rar.
—O de incluso no saber qué est am os buscando —repuso con buen
hum or el coronel—. Los hindúes son am biguos, pero int encionadam ent e
am biguos, para así abrir vías de reflexión, ¿m e ent iende?
—Creo que sí —afirm é—. De hecho result an sorprendent es, aunque
t am bién m uy significat ivas, sus declaraciones de que som os un sueño
( o un pensam ient o) en la m ent e de Dios; nos est am os soñando a
nosot ros m ism os o som os la Mente Única que sueña nuest ras propias
exist encias o som os un j uguet e en m anos del Divino.
El coronel esbozó una sonrisa que t enía algo de t raviesa.
Yo siem pre he est ado m ucho m ás cerca del budism o que del
hinduism o —aseveró el coronel—. Pero fíj ese, Hernán, en algo que no
dej a de ser m uy significat ivo en el hinduism o: hay seis sist em as
espirit uales, y cada uno de ellos afirm a algo diferent e. Uno, por
ej em plo, declara que t odo es Dios; ot ro, que no hay Dios; ot ro, que
t odo son át om os y no hay ningún principio fij o superior...
—¿Adónde quieren llegar?
—A ninguna part e —declaró el coronel—. Porque es el buscador
quien t iene que llegar a algo.
—Com prendo.
—Cuando uno pregunt a cuál de los seis sist em as t iene razón o nos
dice la verdad, responden que t odos. Son seis punt os o enfoques
diferent es. Com plem ent arios incluso, pero m uy diferent es.
En ese m om ent o, I sabel ent ró en el salón y se sent ó con nosot ros.
Por prim era vez desde que yo la conocía se había puest o sari. Llevaba
el cabello recogido en un m oño y sus oj os parecían m ás grandes. Com o
único adorno se había pint ado un punto roj o en el ent recej o. Est aba
m uy herm osa.
—Cont inuad hablando —dij o—. No quiero int errum piros.
—Los hindúes —prosiguió el coronel—, con sus m et afísicos j uegos
de palabras, llegan a afirm ar que Dios se est á buscando a Sí m ism o a
t ravés de nosot ros.
—Es una herm osa m et áfora —int ervino I sabel.

56
El Faquir Ramiro A. Calle

Yo había descubiert o que la j oven, aunque m uy pragm át ica, t enía


profundos sent im ient os m íst icos. Pero al ser una m uj er m uy
independient e, sus convicciones m íst icas no se aj ust aban a ningún
m odelo conocido.
—Toda m et afísica es inút il si no va refrendada con la práct ica —dij o
con buen j uicio el coronel.
Cogí un t rocit o de azúcar crist alizado, m e lo llevé a la boca y lo
saboreé con deleit e.
—Toda filosofía sin m ét odo, sin praxis —agregó el coronel—, es un
desiert o; aunque a t odos nos gust a filosofar.
Asent í con la cabeza. I sabel m e ofreció una past a de pasas.
De repent e el coronel se levant ó de su silla.
—Bien, ha llegado el m om ent o de irse a la cam a. —Cuando ya
est aba saliendo por la puert a se volvió hacia nosot ros—. Nos verem os a
las siet e en punt o. ¿Me has oído, I sabel? A las siet e en punt o.
I sabel hizo un m ohín indefinido. Cuando el coronel se hubo
m archado, el silencio nos rodeó. Al cabo de un m om ent o, I sabel m e
m iró.
—Ahora que no llueve, salgam os al j ardín.
La seguí en silencio. Cam inaba det rás de ella cuando pregunt ó:
—Hernán, ¿crees que la vida t iene un sent ido?
—El día que decidí venir a est e país, lo hice porque lo único que yo
percibía de un m odo abrum ador y aplast ant e era el sinsent ido de la
vida.
Salim os al j ardín. No hacía frío. De repent e m e di cuent a de que la
presencia de I sabel m e inquiet aba. Su at ract ivo era irresist ible. Desde
det rás de las nubes, la luna clareaba el firm am ent o.
—Hay cuest iones que la lógica no puede invest igar —dij o I sabel—.
La vida m ism a no parece lógica.
Eso t am bién form aba part e del carácter de la j oven: unas veces era
fríam ent e lógica y ot ras t an sólo em ocional e int uit iva.
Cam inábam os sobre la hierba húm eda. Observé a I sabel de
soslayo. Mi m irada recorrió su perfect o y volupt uoso t alle, sus gruesos y
sensuales labios.
—Est arem os algún t iem po sin vernos —com ent é cuando nos
det uvim os baj o un gran m agnolio, en uno de los rincones del j ardín.
Nos hallábam os frent e a frent e. La noche era oscura y la luz de las
farolas apenas alum braba aquella zona. Aunque nos encont rábam os
m uy cerca no podíam os vernos los oj os. Perm anecíam os en silencio.
I sabel no olía com o era habit ual en ella, a ám bar, sino a lavanda. Con
m ovim ient os casi im percept ibles m e fui acercando. Mi nariz y la suya
casi se t ocaban y un m ilím et ro separaba nuest ros cuerpos.
—Hay que m adrugar —dij e en ese m om ent o, com o un est úpido.
Ella nada repuso. Yo no veía la expresión de su rost ro. La t enía t an
cerca que su alient o rozaba m i barbilla.
—Me da la sensación de que el coronel es m uy punt ual —susurré.
—Muy punt ual —repit ió ella.
—No debem os hacerle esperar.
—No debem os hacerle esperar —sonó su eco.

57
El Faquir Ramiro A. Calle

Aproxim é m ás m i rost ro al suyo y su pecho se apret ó cont ra el m ío.


Sent í com o lat ía su corazón. Así perm anecim os unos inst ant es hast a
que m e ret iré ligeram ent e.
—Hay que m adrugar —dij e de nuevo.
Sin pronunciar una palabra, I sabel m e rodeó el cuello con los brazos
y pegó sus labios a los m íos, con suavidad y ansiedad a un t iem po. Nos
besam os con pasión. Rodeé con fuerza su cint ura con m is brazos y la
at raj e hacia m í t ant o com o pude.
Por prim era vez en m ucho t iem po, en m i m ent e no había ni un solo
pensam ient o. Únicam ent e pasión. Nos abrazam os y besam os durant e
unos m inut os. Luego, I sabel se apart ó.
—Tenga o no un sent ido, la exist encia necesit a ser vivida. Los
hindúes decim os —se incluyó ent re ellos— que lo im port ant e es la
acción correct a. Es el dharm a. La acción correct a y carent e de egoísm o.
Cada uno puede dar a la vida su propio sent ido.
Me ext rañó escuchar esas palabras de sus labios.
Ent ram os en la casa, subim os j unt os por las escaleras en silencio y
cada uno se ret iró a su habit ación. Me dorm í sin que en m i m ent e
dej ara de repet irse un versículo de Buda: "Pocos seres hum anos cruzan
a la ot ra orilla. La m ayoría se lim it a a subir y baj ar por la m ism a orilla".
Con m ilit ar punt ualidad, el coronel y yo est ábam os desayunando a
las siet e de la m añana, m ient ras el chófer se em peñaba en sacar brillo
a la viej a carrocería del j eep. Era un día m uy lum inoso, lo cual indicaba
que no llovería y no t endríam os problem as en el viaj e.
—Con el m onzón uno no puede fiarse —dij o el coronel, com o si
hubiese leído m i m ent e—. Ahora hace un día claro, pero en unos
m inut os se cubre el cielo y com ienza a diluviar.
I sabel se hacía esperar. Acabam os el desayuno y salí al j ardín. Los
criados t erm inaban los últ im os preparat ivos.
Me acerqué al m irador y fui contem plando uno por uno los picos
him alayos. No había ni una sola nube. El coronel se m e acercó.
—Por fort una, nunca m e acost um braré a t ant a herm osura —
m urm uró.
—Todo ser hum ano debería cont em plar est as m ont añas —dij e—.
Ayer hablábam os del sent ido de la vida. Cuando uno m ira esos picos,
t odo se llena de sent ido.
Aproveché esos m om ent os para pregunt ar al coronel por Sri, el
sabio de Alm ora.
—Durant e m uchos años fue m édico del ej ércit o —m e explicó—.
Est aba casado y t enía hij os. Cuando ést os se hicieron adult os y ya no lo
necesit aron, decidió abandonar la vida m undana. Renunció a su puest o
en la m ilicia y dej ó hogar y posición social para dedicarse por ent ero a
la vida espirit ual y prepararse para la últ im a et apa de su exist encia.
Me m iró para com probar que seguía sus palabras.
—Com o ust ed seguram ent e sabe, Hernán, el hinduism o divide la
vida de un ser hum ano en cuat ro et apas: la prim era es la adolescencia
y la j uvent ud, dedicada al est udio y la preparación para la vida de
hogar; la segunda, la vida de hogar y t rabaj o; la t ercera, la preparación
para la renuncia definit iva, y por últ im o, la renuncia propiam ent e dicha.

58
El Faquir Ramiro A. Calle

Ni que decir t iene que la m ayoría de las personas se queda en la


segunda et apa. Pero Sri sí llevó a cabo la et apa de renuncia o sannyas.
Después de abandonar la vida de hogar, peregrinó por t oda la I ndia,
conoció a m uchos m aest ros y se som et ió a ej ercicios espirit uales.
Finalm ent e observó un prolongado ret iro de dos años con el m aest ro
que él consideraba idóneo para su evolución.
—Es un hom bre m ayor, ¿no?
El coronel asint ió con la cabeza.
—Tiene m ás de ochent a años. Pero le sorprenderá la lucidez y el
considerable grado de evolución de ese hom bre, se lo aseguro.
En ese m om ent o llegó I sabel y nos saludó con ent usiasm o.
—Saldrem os con ret raso —dij o el coronel, dirigiéndose hacia el
j eep.
—¿Qué prisa t enem os, abuelo? —replicó I sabel—. Aunque he de
reconocer que t am bién yo est oy deseando visit ar de nuevo a Sri. Hay
infinidad de cosas que m e gust an de él, pero una en especial: j am ás
int ent a im ponert e creencia alguna, y las respet a t odas. Es m ás,
asegura que las creencias son velos que nos im piden capt ar los
fenóm enos com o son.
El coronel se sent ó j unt o al conduct or e I sabel y yo nos
acom odam os det rás. Todos de buen hum or em prendim os el viaj e. El
sikh conducía m uy erguido, casi com o si est uviera rindiendo servicio
m ilit ar. At ravesam os bosques, valles y desfiladeros. A veces debíam os
det enernos porque est aban asfalt ando la carret era. Las m uj eres
llevaban a cabo el penoso t rabaj o con el cuerpo cubiert o de brea.
—Muchas de ellas son adivasis —m e explicó I sabel—. Dej an sus
aldeas y se dedican a t rabaj os m uy duros. Ganan una verdadera
m iseria.
Los hij os pequeños de las m uj eres est aban sent ados al borde de la
carret era. Niñas de cort a edad cargaban rocas o espuert as llenas de
asfalt o o de piedras.
—Viven por debaj o del nivel de la m iseria —dij o I sabel. En sus
palabras no había t rist eza, sino rabia cont enida—. Ya m e dirás qué
pueden com er con lo que ganan. Apenas un puñado de arroz, lent ej as,
chapat is...
A m edio cam ino em pezó a lloviznar y luego se puso a llover
copiosam ent e. Result aba difícil ver a t ravés del parabrisas.
Pero el chófer est aba m uy t ranquilo, conocía m uy bien las rut as
m ont añesas. El coronel est aba t raspuest o y yo m e dediqué a m irar a
I sabel en silencio durant e el viaj e a t ravés de las m ont añas. Dej am os el
est ado de Him achal Pradesh y después de pasar un puest o donde
t uvim os que pagar las t asas, penet ram os en el de Ut t ar Pradesh.
Seguim os viaj ando a t ravés de valles, colinas, m ont añas, gargant as
y bosques, a m enudo por carret eras pésim am ent e asfalt adas y, por
supuest o, sin ningún t ipo de señalización.
Pero el conduct or era m uy hábil y disfrut aba con su ocupación. El
viaj e fue largo y agot ador. La veget ación se había hecho m enos densa.
Llegam os a las afueras de Alm ora y nos aloj am os en una m odest a casa
que un oficial indio, am igo del coronel, acost um braba prest arle. Sólo

59
El Faquir Ramiro A. Calle

cenam os una sopa de t om at e y algunas piezas de frut a; el cansancio


nos había quit ado el apet it o.
—Mañana visit arem os a Sri —dij o el coronel con un t ono de voz que
reflej aba su agot am ient o—. Voy a dorm ir com o un niño —añadió
bost ezando—. Ni siquiera echaré de m enos m i cam a.
Me encont raba dolorido y t enía un t irón en el cuello. I sabel m e dio
un m asaj e t an fuert e que casi m e result ó doloroso.
—Has llevado una vida dem asiado cóm oda —com ent ó, riéndose
luego de m is aspavient os.
—Tienes unos dedos m uy firm es —repuse—. Eres una m uj er m uy
fuert e —añadí con ciert o t ono de ironía.
—Ahora est ás en m is m anos. Ten cuidado con t us palabras —dij o
divert ida—. Est e m asaj e es ayurvédico, aunque con algunas
aport aciones personales. Es una pena que no t engam os crem a con
clavo y m ent a, porque así result aría m ucho m ás eficaz.
—¿Cuánt os días os quedaréis?
—Un par, supongo —dij o I sabel con parquedad.
—¿Y yo deberé perm anecer algún t iem po con Sri? —pregunt é,
confundido.
—Él t e lo hará saber.
Se hizo el silencio ent re los dos. La noche había ent rado de lleno.
Se sent ía la hum edad propia de las noches m onzónicas.
—¿Te quedarás en Sim la? —inquirí.
—Viaj aré a Delhi para asist ir a una reunión de t rabaj o —respondió
I sabel—. Luego volveré a Sim la. Aprovechando la est ación de las lluvias
prepararé un det allado inform e sobre las condiciones de vida y las
cost um bres de diferent es t ribus en el est ado de Orissa. Llevo a cabo
una invest igación acerca de una de las t ribus m ás ant iguas: los bondas.
Se niegan a incorporarse a la t radición hindú. Y hacen bien. Los
aborígenes deben defender su m odo de vida, sus cost um bres y
creencias. No t enem os ningún derecho a uniform arlos.
Est uvim os hablando durant e casi una hora. Nuest ra conversación
derivó finalm ent e a m i búsqueda en la I ndia. Ella, con sagacidad, la
había decant ado hacia ese t em a.
—Sé que suena a am biguo, indefinido e incluso casi infant il
asegurar que busco la paz int erior —argum ent é—, pero es que
realm ent e no hallo ot ra form a m ás clara de decirlo. Siem pre m e ha
quem ado la insat isfacción.
Hice una pausa int encionadam ent e larga, clavando m i m irada en
sus oj os.
—Com o a t i —afirm é de repent e.
—¿Qué sabes t ú? —replicó ella, desabrida.
—Lo m ism o que t ú: que la vida adquiere t int es de una insoport able
insat isfacción, y que ni a t i ni a m í nos sirve ni ilusiona lo que a la
m ayoría de las personas.
La at raj e hacia m í y la besé en el cuello. Bruscam ent e se ret iró.
—Los dos hacem os un viaj e —dij o—. Pero es probable que vayam os
por vías dist int as y ést as nunca logren encont rarse.
—¿Te defiendes de m í? ¿Tienes m iedo de t us sent im ient os t ú que

60
El Faquir Ramiro A. Calle

t ant o m e censuras el que yo no sea capaz de sent ir?


Se acercó a m í y m e besó frenét ica, casi con rabia, en los labios.
—Ahora quiero dorm ir —declaró.
—Si est á en el dest ino, las vías t erm inarán uniéndose, aunque sean
paralelas.
—Confío en la m isericordia de Dios para que no sea así —dij o en
t ono j ocoso.
—Te gust a hacer frases. En algunos sent idos eres m ás criat ura
pensant e que yo. No sé qué necesit as dem ost rarm e. Te t ienes por
espont ánea, pero t e pones t oda clase de frenos.
Me m iró casi con desprecio y se ret iró a su cuart o. Est uve t ent ado
de llam ar a su puert a pero no lo hice, aunque el deseo de sus abrazos
m e devoraba.
Sri vivía a varios kilóm et ros de Alm ora, en un lugar conocido com o
Kasar Devi. Tenía su casa en la cim a de una colina, en un paraj e
solit ario en la inm ensidad him alaya. El sikh nos acercó con el j eep t ant o
com o fue posible a la erm it a de Sri. Luego em prendim os el rest o del
cam ino a pie. El cielo est aba despej ado y el aire era m uy puro. El
coronel andaba a buen rit m o.
Por fin llegam os a una m inúscula casa de piedra, con un vent anuco
y una puert a de m adera. Ést a se encont raba cerrada y el coronel llam ó
con los nudillos. El m ism o Sri abrió la puert a de la erm it a. El coronel e
I sabel le saludaron efusivam ent e pero con respet o. Sri esbozó una
cariñosa y pat ernal sonrisa, aunque no dij o una sola palabra. Puso una
de sus m anos sobre la cabeza de I sabel y, durant e unos inst ant es, la
m iró sin parpadear, com o si quisiera leer en las int im idades de su alm a.
Sri vest ía una t única anaranj ada. A pesar de la avanzada edad, sus
oj os conservaban el brillo de una persona j oven y sus m ovim ient os eran
t ranquilos y elegant es.
—Ést e es el buen am igo de quien le he hablado en m i cart a —dij o el
coronel, refiriéndose a m í.
Sri m e saludó prim ero al est ilo indio, j unt ando sus m anos de
abult adas venas a la alt ura del pecho, y luego cogió m is m anos ent re
las suyas y las m ant uvo así durant e un t iem po, m ient ras clavaba la
m irada de sus sabios y profundos oj os en los m íos. Sent í com o si m i
m ent e se det uviera de súbit o y t odos m is recuerdos, proyect os e
incert idum bres se parasen.
El erem it a hizo un gest o con la m ano para que ent ráram os en la
pieza. En los m uros de la m ism a había algunos grabados hindúes y
pint uras con diagram as espirit uales cargados de sim bolism o iniciát ico.
Todo era de una llam at iva sencillez. Un est recho j ergón, dos pequeñas
alfom bras t ibet anas en el suelo, un hornillo, una t inaj a de barro, unas
sandalias y poco m ás.
Nadie hubiera deducido al ver aquello que ese hom bre había sido un
im port ant e oficial m édico del ej ércit o.
—Nos sent im os m uy felices de est ar aquí —dij o I sabel en voz m uy
baj a, com o si no quisiera pert urbar la at m ósfera de paz y silencio que
reinaba en el int erior de la erm it a.
Sri preparó, sin prisa y con m et iculosidad, una lim onada, que nos

61
El Faquir Ramiro A. Calle

ofreció en t azas de loza. Degust am os en silencio la refrescant e bebida.


No era un silencio que result ara pesado, sino t odo lo cont rario,
reconfort aba. Todavía el erem it a no había pronunciado ni una sola
palabra, pero t odo era nat ural e ínt im o. Una at m ósfera de paz nos
im pregnaba. De repent e sus labios se ent reabrieron.
—¿Qué t al est á su salud? —pregunt ó al coronel.
—Magnífica; desde luego no puedo quej arm e. A veces la art rit is casi
m e paraliza, pero el corazón bom bea a las m il m aravillas.
Sri y el coronel se echaron a reír. Por un rat o hablaron de aspect os
cot idianos, pero de pront o, y de m odo inesperado, Sri se volvió hacia
m í.
—La energía fluye sin cesar —m e dij o—, com o un océano sin orillas
configurando infinit as olas, que son seres que sient en. Est a energía nos
anim a y es una. Nos t om a y nos dej a, aunque en realidad som os ella y
sólo en apariencia puede t om arnos y dej arnos. Debem os perm it ir que
esa energía fluya librem ent e por nosot ros y, m ás aún, aprender a
reorient arla y no fragm ent arla. Ut iliza nuest ros dos inst rum ent os
vit ales: el cuerpo y la m ent e. Quien sabe apoyarse en esa energía se
expande en lugar de cont raerse; y en vez de enquist arse, vive cada
m om ent o con int ensidad.
Hizo una pausa y luego agregó, sin dej ar de dirigirse a m í:
Ábrase. —Fue com o una orden, com o si le brot ara su capacidad de
m ando m ilit ar—. Ábrase. Despliéguese, querido am igo. No se cont raiga,
no se enquist e, no se ext ravíe en una enrarecida at m ósfera int erna de
t em or.
Me sent í inseguro y nervioso, sin saber qué replicar; t am bién,
quizá, herido en m i orgullo. Esa sensación era m ás int ensa porque
I sabel est aba present e. Sri siguió hablando con lent it ud; era com o si no
quisiera que yo perdiera ni una sola de sus inst rucciones.
—Evit e poner diques a la energía prim ordial que nos anim a.
Nosot ros la llam am os Shakt i, y ella es t odo lo exist ent e.
Hace y deshace. Const ruye y destruye para luego const ruir de
nuevo. Aprenda a fluir con ella. La Shakt i conform a t odos los
fenóm enos. Pues bien, ábrase a la vida en sus infinit as configuraciones
espont áneas. Relaciónese con ust ed m ism o desde el silencio que
capt am os ent re los pensam ient os y desde ahí fluya hacia el ext erior,
con la m ism a espont aneidad con que la luna se reflej a por las noches
en las apacibles aguas de un lago. Trate de percibir el int ervalo de paz y
silencio ent re los pensam ient os y apóyese en ese vacío sin m ácula para
abrirse a la t ot alidad que lo inunda t odo, incluido ust ed m ism o.
Bebió un poco de la lim onada que había preparado y m e m iró, por
si yo quería hacer algún com ent ario, de un m odo que m e result ó t an
cort és y afect uoso que disipó m i sent im ient o de orgullo herido.
—Todos som os reflej os de la Shakt i, fot ogram as innum erables
proyect ándose en una única pantalla. Tenem os que aprender a
canalizar, orient ar y ennoblecer la energía, a no ut ilizarla
perversam ent e ni crear conflict os inútiles con ella. Sient a esa energía,
est ablézcase con firm eza en ella y ut ilícela com o punt o de apoyo para
vivir, expandirse y com unicarse con t odas las criat uras. No se ponga

62
El Faquir Ramiro A. Calle

t ant as m urallas. Así t am bién su sem illa de ilum inación irá creciendo y
m adurando.
—Sri, ¿est á esa energía en t odos? —int ervino I sabel.
—Por supuest o que sí, querida, ¿podría ser de ot ro m odo? —
respondió Sri con t ernura—. Est á en t odas las criat uras, com o el olor en
las flores, com o en la nat uraleza del fuego est á el arder, com o una
est ación sigue a ot ra o com o las cigarras em it en su cant o. Esa energía
es la que hace posibles el pensam iento, la respiración y la palabra, pero
no puede ser pensada ni hay palabra capaz de expresarla. Vivim os de
espaldas a ella, cercenándola, t an ignorant es de su exist encia com o la
perla lo est á de la concha que la cobij a, cuando sabem os que la perla
no sería posible sin la ost ra.
Preparó ot ra lim onada. Reinaba una gran quiet ud en la pequeña
est ancia. Yo t rat aba de capt ar la esencia de la enseñanza que Sri se
veía obligado a t rasladarnos en palabras sencillas.
—Cuidado con las palabras, suelen t raicionarnos —nos avisó, com o
si hubiera leído m is pensam ient os—. Tenem os que percibir el signo m ás
allá del signo.
"Quiero que ent iendan algo im port ant e. La Shakt i, la energía
prim ordial, es com o una bailarina que im pone un rit m o m uy especial
donde las dualidades, los opuest os, t erm inan siem pre por arm onizarse
y com plem ent arse. Lo m ás esencial para la vida es conect ar con el
rit m o de esa energía y aprender a fluir con el m ism o. Quien se
est ablece en ese rit m o puede experim ent arlo t odo desde el equilibrio,
com prende que t odos los fenóm enos se com plem ent an y va m ás allá de
la vida y de la m uert e.
“ Para experim ent arla y verla en t odas part es fuera de nosot ros hay
que sent irla ant es dent ro de uno. Al verla dent ro, la vem os fuera; al
cont em plarla fuera la cont em plam os dent ro. Ent onces dej a de haber
dent ro y fuera y caen t odas las barreras.”
Guardó silencio. Nos observó uno a uno. A lo lej os se oyó el sonido
envolvent e y sut il que em it en las caracolas con que los lam as t ibet anos
llam an al cult o.
—Cuando en m edit ación nos det enem os —prosiguió Sri—, nos
rem ansam os, volvem os la m ent e hacia el int erior, hacia su fuent e, y
viaj am os m ás allá del ego, com enzam os a conect ar con esa vibración
sut il y a danzar a su rit m o. Si siem pre est uviésem os inst alados en esa
pulsación, t oda la vida sería una danza, com o lo es para Shakt i, la
Diosa. En lugar de ext raviarnos, confundirnos y at orm ent arnos con las
apariencias, est aríam os siem pre en la energía que configura esas
apariencias. Es decir, y para que m e ent iendan, est aríam os en la
prim era causa y no en la segunda. Se pondría t érm ino a la esclavit ud.
Sri cerró los oj os. Se hizo un silencio t ot al que absorbía la m ent e.
Cuando I sabel y el coronel t am bién cerraron los oj os los im it é. No sé
con exact it ud cuánt o t iem po t ranscurrió; pero, de súbit o, las palabras
brot aron de nuevo de los labios del sabio.
—La nat uraleza est á en const ant e renovación, pero la m em oria nos
m ant iene anclados; es nuest ro cem enterio part icular. No t iene obj et o
seguir hurgando en el pasado, com o el buit re escarba en la carroña. Lo

63
El Faquir Ramiro A. Calle

que hicim os fue acorde con nuest ro nivel de com prensión en ese
m om ent o. ¿De qué sirven las lam entaciones y los sent im ient os de
culpa?
¿Hablaba de m í? De repent e, las lágrim as afloraron a m is oj os y
com enzaron a deslizarse por m is m ej illas, pero no m e sent í
avergonzado por ello.
De nuevo Sri guardó silencio. Era un silencio conm ovedor,
profundo, casi abism al. En ese inst ant e m e sent í t an insignificant e, t an
débil, t an desvalido, que acerqué m i m ano a la de I sabel y la puse
sobre la suya.
—Hay que conocer al conocedor —m usit ó Sri.
Un olor a sándalo em anaba del cuerpo del sabio. De repent e puso
su m ano, anciana pero poderosa, sobre m i hom bro.
—¿Quiere saber por qué t om é el sobrenom bre de Sri? —m e
pregunt ó.
Asent í con la cabeza.
—Sri es lo m ás secret o de lo m ás secret o y a la vez lo m ás
revelador. Es la luz que palpit a en lo m ás ínt im o del corazón.
Es el corazón del corazón; el núcleo del núcleo, la sim ient e de la
sim ient e. Es el secret o de la Diosa que ella ocult a en su propio corazón
y que hay que arrebat arle espirit ualm ent e. Es la energía de espont ánea
belleza, el arom a de lo Et erno.
—¡Qué herm oso! —exclam ó I sabel.
—El secret o est á en el corazón de t oda m uj er —prosiguió Sri—. Por
eso la m uj er es m ás sensible e inquiet a en el t erreno espirit ual y, a la
vez, por paradój ico que parezca, m ás sabia en los asunt os cot idianos.
Al hacer referencia al corazón, aproveché la ocasión para pregunt ar
a Sri sobre el t rat ado El hom bre feliz en la cueva del corazón.
—He oído, claro que sí, referencias a ese t rat ado, pero ni siquiera sé
si exist e —respondió—. Tal vez sólo sea un grupo de enseñanzas m uy
ant iguas que nunca se pusieron por escrit o. El hom bre feliz que yace en
el corazón es lo que se conoce por "persona" int erna. Algunos m aest ros
hablan de la persona azul, que incluso puede verse durant e el éxt asis
del yoga y que se present a en los oj os int ernos y danza ant e nosot ros
con t odo su radiant e esplendor. El ser hum ano se conviert e sólo en real
cuando se est ablece en su aut ént ica e int em poral nat uraleza y ent onces
el hom bre es feliz, porque ninguna otra cosa puede report ar ese t ipo de
felicidad sin t acha.
—Pero ¿se puede ser feliz? —pregunt é, incrédulo.
—De lo que se t rat a es de ent rar en cont act o con lo que hem os sido
y som os, pero que hem os perdido de vist a. Lo que fuim os hace diez o
veint e m il años y lo que serem os después de m iles de años, t ras la
m uert e del cuerpo y de la m ente. Casi t odos los seres viven
obsesionados por m et as, sin darse cuent a de que la única m et a que
m erece la pena alcanzar es descubrir lo que siem pre fuim os, som os y
no dej arem os de ser. Por est a razón, la conquist a de obj et ivos, por
m uchos que sum em os, no sat isface a aquel que t iene la int uición,
aunque sea solapada o t ibia, de su Origen.
"Pero la m ayoría de los seres hum anos son com o m áquinas, t ít eres

64
El Faquir Ramiro A. Calle

com pulsivos sin verdadera consciencia, exiliados de su propio ser,


náufragos espirit uales.”
Por prim era vez en t odo el t iem po que llevábam os con él, una
som bra de m elancolía apareció en los profundos oj os del sabio. Pero
siguió hablando:
—En la fuent e del pensam ient o hay un espacio de m áxim a quiet ud.
Cuando uno conect a con ese espacio, est á preparado para llevar a cabo
la acción diest ra, conscient e y desint eresada. Pero cuando se est á
dest errado de ese espacio, uno se conviert e en víct im a de sus pulsiones
prim arias y ciegas, ávidas, espant osam ent e ávidas, y dest ruct ivas.
El coronel, que est aba sum am ent e at ent o para no perderse ni una
palabra del sabio, int ervino.
—¿Por qué nos hem os disociado de la unidad cósm ica?
Sri m ovió varias veces la cabeza denot ando una honda
preocupación.
—Hem os perdido nuest ro espacio de equilibrio y arm onía. Hem os
cerrado, una por una, las vent anas a la energía que t odo lo anim a. El
pensam ient o, cada vez m ás sofist icado y falaz, ha ido apart ándonos de
la vibración cósm ica, de la energía del ser. Nuest ros inst rum ent os
vit ales se han vuelt o t orpes, lerdos, casi insensibles. El pensam ient o ha
usurpado el papel del sent im ient o. Nos hem os t raicionado a nosot ros
m ism os.
Hizo una pausa. Su m irada est aba fij a en los oj os del coronel, que
m iraba m uy at ent am ent e al erm it año m ient ras yo paseaba m i vist a por
aquellas t res personas cuya exist encia j am ás hubiera sospechado unas
sem anas ant es. Hacía calor y got as de sudor cubrían la frent e de los
cuat ro. A pesar de su avanzada edad, Sri m ant enía una post ura
im pecable, siem pre erguido.
—Hem os convert ido la m ansión de la felicidad —prosiguió el
anciano m aest ro— en el erial de la incert idum bre y el odio. Som os
com o peregrinos perdidos por la Vía Láct ea. ¿Adónde vam os? La
m ayoría de las personas, en su ceguera o est upor, ni siquiera se lo
pregunt an.
Hubo un silencio. Ninguno de nosot ros se avent uró a responder.
Después, el coronel habló a Sri de m í y de m is inquiet udes y le
pregunt ó si querría ser m i m ent or espirit ual o que, de no ser así, m e
recom endara uno.
—I nt uyo que est e am igo no es a m í a quien necesit a —aseguró Sri
sin vacilar—. Yo sólo podría acom pañarle durant e un t ram o de su larga
búsqueda, pero eso result aría insuficient e para él.
Enarcó una de sus canosas cej as y m e m iró. Sus palabras m e
hicieron desfallecer y m e encogieron el corazón. ¿Est aría yo capacit ado
para proseguir aquella larguísim a búsqueda?
—Ahora no se m e ocurre quién podría ayudarle —dij o—, pero
t rat aré de averiguarlo si perm anece unos días conm igo. Tengan por
ciert o, queridos am igos, que no quiero parecerles descort és, y que por
eso voy a explicarles por qué no puedo asum ir el papel de m ent or.
Ent onces, se dirigió a m í.
—No cabe duda de que ust ed ha sent ido ( porque de no ser así, no

65
El Faquir Ramiro A. Calle

est aría aquí) la añoranza y el anhelo de com plet arse. Pero ha vivido
m uchos años inst alado en una psicología m uy est ruct urada, apunt alada
por m oldes y códigos m uy poderosos.
—Seguram ent e así es —convine.
—Creo que ust ed no necesit a un m aest ro que sólo le proporcione
palabras o silencios —dij o con asom brosa cert idum bre.
Yo lo observaba con at ención. Me enj ugué el sudor de la frent e y
t om é el rest o de lim onada que quedaba en m i t aza.
—Ust ed es un hom bre cult o —prosiguió Sri—, preparado; ha leído,
ha invest igado, est á buscando... Pero int uyo que ha llegado a t al punt o
de sat uración que no necesit a pequeños cam bios, sino un cam bio t ot al.
Precisa que alguien le dé la vuelt a del revés, com o si de un calcet ín se
t rat ara.
Se echó a reír abiert am ent e. Tam bién lo hicieron el coronel e I sabel
al cont em plar la expresión circunspect a de m i rost ro.
—Yo no soy la persona adecuada para ust ed —reconoció—. Soy
dem asiado apacible y bondadoso..., y dem asiado viej o. —Volvió a reír—
. Ust ed necesit a un herm ano espirit ual que no le haga concesiones y lo
zarandee cuando lo necesit e.
Pero ahora no se m e ocurre a quién recurrir, ni t am poco le conozco
a ust ed lo suficient e com o para em it ir un j uicio. Le propongo que se
quede unas sem anas conm igo. Trabaj arem os j unt os, así podré
conocerle y t al vez, sólo t al vez, le recom iende alguna persona que lo
ayude en la senda hacia su paz int erior.
—Nada deseo m ás —dij e con sinceridad.
—Por fort una —añadió—, he conocido a m uchos m aest ros a lo largo
de m is peregrinaciones por t oda la I ndia. Algún m ent or se m e ocurrirá,
al m enos eso espero; aunque un día descubrirá que lo único que
necesit a es confiar en su m aest ro int erior, la energía prim ordial que se
m anifiest a en ust ed con el sent im ient o desnudo de "soy," pero que se
encuent ra m ás allá de ese sent im iento aún individualist a y egocént rico.
No sé si era porque est aba m uy at ent o o por el calor que hacía,
pero t enía la cabeza a punt o de est allar. Ent onces decidí que pasaría un
t iem po con Sri.
Una vez nos hubim os despedido, I sabel m e propuso dar un paseo
por Alm ora. El coche nos dej ó en la ciudad y part ió sólo con el coronel.
A lo lej os se divisaban, espléndidos, com o im pert urbables t est igos
m udos, los picos him alayos.
—Te echaré de m enos —dij o I sabel.
Com enzam os a pasear por una calle m uy larga, llena de bazares, en
línea con las elevadas cum bres del Him alaya. Con j ovialidad, I sabel
exam inaba y revolvía la m ercancía de uno y ot ro puest o. Yo no podía
apart ar la m irada de ella. Me regaló un collar de rudraska, la sim ient e
sagrada. Ella m ism a m e lo colgó al cuello y luego m e besó en la m ej illa.
—Oj alá encuent res lo que buscas —m usit ó, com o si no quisiera
quebrar la apacible at m ósfera de la t arde—. Oj alá.
Nuest ras m iradas se encont raron.
—Hernán... —dij o, sin dej ar de m irarm e.
Pronunció m i nom bre con una t ernura que hast a ent onces no había

66
El Faquir Ramiro A. Calle

sospechado en ella.
Tam bién en su corazón m oraba Sri, el secret o de la Diosa, y una
part e de m í se negaba a separarm e de ella.
—¿Cuándo os iréis? —pregunt é.
—Dent ro de uno o dos días —respondió I sabel.
Nos quedam os pensat ivos. Era com o si los dos t om áram os en esos
m om ent os consciencia de la inut ilidad de las palabras.
Pasam os horas recorriendo Alm ora y sus alrededores.
—Muchos yoguis han venido a m edit ar por est as t ierras —dij o
I sabel—. ¿Conoces algo de Vivekananda?
—Fue uno de los prim eros aut ores indios que leí —repuse.
—Él est uvo t am bién m edit ando en Alm ora. Vivekananda decía que
hay que llevar t rabaj o a la I ndia y espirit ualidad a Occident e. Tam bién
com ent aba que no pueden darse m ant ras a quienes pasan ham bre.
—¿No t ienes int erés en conocer Occident e? —pregunt é.
—Realm ent e, no —dij o I sabel—. ¿Para qué? Aquí t engo m i vida y m i
t rabaj o. Y luego añadió—: Cuando el abuelo m uera quizá venda la casa
y m e m arche un t iem po a vivir ent re los adivasis. Yo no busco, com o
haces t ú, un sent ido m et afísico a la exist encia. Cada m om ent o que vivo
es m i sent ido.
Nos sent am os sobre unas rocas. El sol iba declinando.
—Tú y yo no querem os at arnos a nada —dij e de repent e—. Ni
siquiera quieres at ar a t us aborígenes. Aunque a veces nos fallan las
fuerzas a am bos. Ent onces dudam os, vacilam os... Pero t oda at adura
nos result a int olerable.
Guardó silencio. El sol se ocult aba t ras las m ont añas. En los valles
reinaba un silencio perfect o.
Y a pesar de eso, t am bién nosot ros necesit am os cariño —agregué—
; quizá m ás que ot ra persona cualquiera.
Cogió m i rost ro ent re sus m anos y m e m iró desde m uy cerca, a los
oj os. La abracé im pulsivam ent e, la at raj e hacia m í y sent í sus senos
cont ra m i pecho.
—Eres una m uj er m uy deseable, y lo sabes —susurré sobre sus
labios.
Nos besam os con verdadera pasión.
Dos días después, I sabel y el coronel subían al j eep para part ir
hacia Sim la. Me acerqué a la vent anilla del vehículo y no pude despegar
los labios. Pensé que la vida era un cúm ulo de separaciones hast a que
llegara la separación final.
Sent ía una enorm e t rist eza. I sabel lo not ó y dej ó unos inst ant es su
m ano ent re las m ías.
—Gracias por t odo, señor —m e despedí del coronel.
Había alquilado una habit ación en un hot el de la ciudad. A pesar de
ser un hot elucho m iserable, m i cuart o t enía espléndidas vist as a los
picos del Him alaya. Me t om é una cerveza en el sórdido salón del hot el,
con la t elevisión a t odo volum en y un penet rant e olor a orina. Com o m e
sent ía deprim ido, pasé part e del día en m i habit ación. Para que no m e
m olest aran, puse un cart el en la puert a: No m olest en, por favor. No
necesit o t oallas, ni cerveza, ni DDT, ni papel higiénico. Sólo necesit o

67
El Faquir Ramiro A. Calle

que no m e m olest en.


Pero ya era de noche cuando alguien llam ó a la puert a.
"¿Será posible?", m e pregunt é. Abrí. Un hom bre de avanzada edad,
con un frasco am arillent o en las m anos, m e dij o:
—¿Masaj e? Sólo son diez rupias. ¿Masaj e balsám ico?
—No —rechacé.
Le obsequié con cinco rupias. Luego salí al pasillo y añadí en el
cart el: No necesit o m asaj e. No m olest en, por favor.

68
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO CI NCO

U nos días después abandoné aquel hot el y alquilé una habit ación en
una casa próxim a a la de Sri. La dueña, una t ibet ana casada con un
indio, t enía buen caráct er, no era ent rom et ida, y sólo hablaba cuando lo
consideraba necesario. Para m i t rabaj o int erior yo necesit aba ser
m olest ado lo m enos posible.
Aquella solícit a m uj er m e at endió siem pre con esm ero y yo, para
corresponderle, aunque a m i pesar, m e t om aba las t ost adas que m e
preparaba con una rancia y nada apetecible m ant eca de yak. Cuando se
ent eró de m is inquiet udes espirit uales, m e regaló una lám ina de Tara
Verde y m e dij o: "Ella le prot egerá” .
Con el alba m e acercaba t odos los días a visit ar a Sri. Cam biábam os
im presiones, invest igábam os espirit ualm ent e y m edit ábam os j unt os.
Poco a poco m e fui dando cuent a de la perspicacia espirit ual del am able
anciano, así com o de su profunda hum ildad y de la inm ensa paz de su
espírit u.
—¿Por qué t ant a insat isfacción, t ant a angust ia? —le pregunt é un
día.
—La m ent e ordinaria no quiere paz. El pensam ient o, inm erso en su
voracidad, se niega a det enerse. Sólo aquello que est á det rás de la
m ent e procura un sent im ient o de quiet ud.
Cuando el buscador recobra un vislum bre de ot ra dim ensión m ás
am plia, anhela la paz. Muy pocas personas aspiran a la conquist a de la
paz int erior. La m ayoría est á absorta en sus afanes y preocupaciones y
nunca explora ot ra m ent e que no sea la superficial.
—¿Qué reside det rás de la m ent e?
El anciano se echó a reír.
—Es una buena pregunt a —dij o—. Det rás del pensam ient o, en su
fuent e u origen, est á la pura sensación de ser. Y no m e refiero a yo soy
est o y aquello, sino a la pura consciencia de ser.
—¿Y det rás de la pura consciencia de ser? —inquirí.
Rió de buena gana, com o si ya esperase esa pregunt a.
—¿Le gust an los cuent os? Voy a cont arle uno. Un discípulo pregunt ó
a su m aest ro: "¿Quién sost iene el m undo?” . El m aest ro le respondió:
"Ocho elefant es blancos". Ent onces, el discípulo le pregunt ó: "¿Y quién
sost iene a los ocho elefant es blancos?". Y el m aest ro, t ranquilam ent e,
le dij o: "Ot ros ocho elefant es blancos".
Esbocé una sonrisa. Mi pensam ient o, asfixiant em ent e lógico y
calculador, siem pre quería convert irlo t odo en concept os y palabras.
—De acuerdo, Sri, pero ¿qué est á det rás, o m ás allá, de la
consciencia de ser?

69
El Faquir Ramiro A. Calle

—Su pensam ient o reflexivo no se da por vencido con facilidad —dij o


Sri, y añadió—: Unos dirán que el Todo; ot ros, que la Nada.
—¿Y ust ed, qué m e dice? ¿Cuál es su vivencia, su experiencia?
Por sus oj os cruzó un relám pago de inefabilidad. Dej é m i m irada
clavada en su ancha y noble frent e, surcada de herm osas arrugas.
—El vacío revelador —cont est ó—, pleno, et erno, que nunca se
agot a, que t odo lo abarca; el espacio de infinit ud, con su propia
energía, que es orden, arm onía, m ás allá de nuest ros est rechos y
burdos concept os de ser o no ser. Es la infinit ud que siem pre hem os
sido, que siem pre serem os... En esa infinit ud, hace m illones de años,
surgió la consciencia de ser, y luego una consciencia pensant e que se
m ant iene unos inst ant es, que para nosot ros son set ent a u ochent a
años, y después se desvanece. La consciencia pensant e desaparece t ras
la m uert e y la consciencia de ser se int egra en la infinit ud que siem pre
hem os sido, que siem pre serem os. En el océano, las olas surgen y se
desvanecen. Sólo el océano es.
Me observó unos inst ant es, com o para com probar que yo seguía su
razonam ient o.
—La m edit ación —cont inuó— es el oj o de buey que se abre a esa
infinit ud, ese vacío del que t odo em erge y al que t odo ret orna. La
m edit ación, al fundir la m ent e en su fuent e, nos perm it e t ocar ese vacío
y hallar reposo, confort am ient o y energía. Si logram os un hilo de
conexión con ese vacío, siem pre nos sent irem os renovados y nada
podrá herirnos. ¿Acaso los dardos lanzados cont ra el firm am ent o logran
herirlo? Conect ados con ese vacío, que nunca se agot a, la energía fluye
arm ónicam ent e por nosot ros. Cada vez que perm anecem os unos
inst ant es en el vacío prim ordial, recuperam os la lucidez, la ecuanim idad
y la paz profunda.
Sri y yo solíam os pasear por los alrededores de Alm ora. El anciano
poseía una gran vit alidad y a veces su paso era t an rápido que incluso
m e cost aba seguirlo. Durant e uno de esos paseos m e hallaba perdido
en m is pensam ient os cuando, de repent e, com enzó a hablar. Su voz
parecía provenir de las m ism as ent rañas de las m ont añas que nos
rodeaban.
—El ot ro día m e refería a la infinit ud det rás de la consciencia de ser.
Cuando ust ed experim ent e esa infinit ud, desdram at izará el dram a.
—No le ent iendo —dij e.
—Casi t odos los seres hum anos, y sobre t odo en países com o el
suyo, viven enredados siem pre en sus reacciones ant e el placer y el
dolor, el éxit o y el fracaso. Así ofuscados, const ruyen un m undo
m iserable y est úpido, sin sust ancia. Som os un dest ello en la infinit ud
que de repent e ha adquirido un cuerpo y una consciencia, pero ést os
son prest ados y en seguida los perderem os. La gent e se debat e en una
dim ensión de m iedos, apegos m ezquinos y falaces aut odefensas. La
gran m ayoría de los seres hum anos viven desconect ados del vacío
lum inoso y revelador. Apart ados de sí m ism o y de los ot ros seres. Una
m ent e que podría engendrar cont ent o, produce desdicha y m ult iplica
sufrim ient os. Los pensam ient os perniciosos van generando un fluj o de
odio, envidia, celos y m alevolencia. Y esa at m ósfera am enaza con

70
El Faquir Ramiro A. Calle

invadirlo t odo.
Nos det uvim os en un puest o a t om ar un j ugo de caña de azúcar.
Las nubes m onzónicas com enzaban a encapot ar el cielo.
—La m edit ación ayuda a ser m ás lúcido —prosiguió el m aest ro—, y
a disipar así las nubes y la confusión. Aquel que adquiere un vislum bre
de la consciencia ilum inada y percibe la energía inagot able del vacío
prim ordial, consigue una cert idum bre t ot al. Com o declaraba uno de los
m aest ros que conocí: "Podrán m at ar m i cuerpo, pero no m i et ernidad".
—Eso es herm oso —com ent é—, pero las circunst ancias nos
condicionan.
—¡Alt o! —exclam ó—. Muchas veces las circunst ancias escapan a
nuest ro cont rol, eso es ciert o, pero t am bién nos es dado aprender a
cont rolar nuest ra reacción ant es las circunst ancias.
—No ent iendo.
—No quieres ent ender. —Su t ono fue m ás direct o y fam iliar,
t ut eándom e incluso—. En nuest ra est úpida arrogancia creem os que
t endríam os que poder cont rolarlo t odo. Pero la vida es im predecible,
ilógica, hast a increíble. Hay un cuent o que habla de una pulga que
cabalga a los lom os de un elefant e. La pulga piensa "a la derecha", y da
la casualidad de que el elefant e gira a la derecha; ent onces, la
egocént rica pulga cree que cont rola al elefant e. El elefant e es la vida,
t al vez seam os conscient es de sus m ovim ient os, m as no los
cont rolam os. Pero en nosot ros est á, con el ent renam ient o adecuado,
poder separarnos int eriorm ent e de aquello que engendra conflict o y
dolor, y sent irnos com o apart ados o m ás allá de t odo, com o la persona
que est á en la cim a de una m ont aña y observa en el valle una
cont ienda que no le concierne.
—Pero nos vem os obligados a act uar —prot est é.
—De nuevo t e invaden t us m odelos, t us códigos, t us esquem as...
Act uem os sin act uar. La acción no es agit ación. Hagam os sin hacer.
Cuando lonram os inst alarnos en el espacio de t e. No t engo t iem po para
perder en esas est upideces. Ni t ú t am poco.
Yo est aba sorprendido. Sri siem pre había sido gent il y apacible, y
ahora se com port aba de m odo brusco y seco.
—No m e im port a lo que est és pensando en est e m om ent o —dij o el
anciano—. Durant e años t e has ganado el "respet o” de los dem ás, sus
halagos, su adm iración. En t u t rabaj o recibías aprobación,
consideración, elogios... ¡Qué hom bre t an im port ant e, t an
im prescindible! ¿Por qué no t e dedicast e a hacer algo m ás út il, com o
barrer calles, por ej em plo? Sacabas fuerzas del halago, en lugar de
inspirart e en t u ser int erno.
iVaya negocio el t uyo! Así est ás. Seguro que t odo em pezó porque
querías conseguir que t u padre t uviera una buena opinión de t i. ¿Y a
qué t e conduj o t odo eso? A la insat isfacción y al desconsuelo. Te dio
una vida m ísera, un aparat o de t elevisión en cada est ancia de t u casa,
seguram ent e varias neveras que ni t iem po t enías de llenar... Est abas
en una prisión ext erna y en un cam po de concent ración int erno.
Cam bias de país, t e vienes al fin del m undo, soport as a un viej o com o
yo y quieres seguir pensando, reaccionando y sint iendo lo m ism o.

71
El Faquir Ramiro A. Calle

Apenas podía reprim ir m i rabia. No soport aba que m e hablara de


aquella m anera. "iViej o est úpido! ," m e hubiera gust ado grit arle. Apenas
podía reprim ir m i sent im ient o de cólera.
—Est alla si quieres —dij o—. ¿Deseas golpear a un anciano? —Se
echó a reír para luego añadir—: No olvides que t e t engo en est udio, en
cuarent ena. No voy a ser el m ent or de t u búsqueda. Bast ant e t engo
con est ar en m i senda. —Hizo un gest o int encionadam ent e despect ivo
con la m ano—. Pero debo descubrir si hay alguien en est e descom unal
país que pueda hacer algo por t i. Si no lo consigo, es m ej or que t e
vuelvas a casa, a t u desordenada cárcel y sigas acum ulando... lo que
hayas acum ulado hast a ahora.
En silencio regresam os a la erm it a. Me sent ía apesadum brado. Sri
preparó un sabroso t é con clavo arom át ico. Y ent onces, con t ernura
pat ernal, m e pregunt ó:
—¿Est ás disgust ado?
—¿Ahora va a com port arse com o m i abuelo? —no pude evit ar
responderle.
Mi com ent ario le hizo reír de buena gana.
—Bueno —dij o cuando su risa se hubo calm ado—, no t odo est á
perdido. Tóm at e una t aza de t é y escúcham e con m ucha at ención. Has
perdido t u propia t ransparencia. Debes abrir una vía hacia t u ser. Pero
para ello necesit as afinar t us inst rum ent os vit ales: cuerpo y m ent e.
Para ello t ienes que ayunar en t res niveles: el físico, no ingiriendo
alim ent os; el verbal, no pronunciando palabra; el m ent al, evit ando ese
charlot eo que t e im pide sum ergirt e en el vacío prim ordial.
"Vas a som et ert e a ese t riple ayuno durant e una sem ana. A diario
vendrás a m edit ar conm igo un par de horas, pero no m ediará palabra
alguna ent re nosot ros durant e esos siet e días. Ya t e avisé de que t ú no
necesit as concept os, sino experiencias. Debes profundizar en la
experiencia de la m edit ación.”
—¿Qué t écnica he de seguir? —pregunt é.
—Sum érget e en t i y cuando aparezca una sensación, una em oción o
un pensam ient o, m íralo com o un proceso insust ancial que em erge de t u
vacío int erior, pasa y se diluye. At est igua, no reacciones, no acum ules,
no t om es, no rechaces. Cuando t e sient as cansado o t e vengan est ados
de am argura m uy m arcados, sient e t u respiración; observa cóm o ent ra
el aire, cóm o sale, pero perm anece erguido en t u vacío prim ordial.
“ Dej a de ser Hernán. ¡Qué pesadez! Dej a de ident ificart e con t u
cuerpo. ¡Qué lim it ación t an innecesaria! Y sobre t odo, dej a de creer en
t us pensam ient os, opiniones, afanes, m et as y proyect os. No t e
involucres para nada con t u m ent e. Mira t us procesos, sin que ést os t e
afect en, surgiendo del vacío y disolviéndose en el vacío.”
Durant e siet e días m i único alim ent o fue t é con t ónicos que el sabio
m e había preparado m inuciosam ent e. Me dedicaba a m edit ar varias
horas al día, dos de ellas en com pañía de Sri. Cont em plaba cuant o
m at erial em ergía del t rasfondo de m i consciencia, pero evit aba
im plicarm e o reaccionar. Esa sem ana m is labios perm anecieron
sellados. Refrenar los pensam ient os m e result aba m uy difícil, pero m e
em peñaba en verlos com o si no m e pert enecieran.

72
El Faquir Ramiro A. Calle

Aunque en el t ranscurso de m i experiencia con Sri t uve m om ent os


de duda, desencant o y desfallecim ient o, t am bién hubo dest ellos de
com prensión, cont ent o y sosiego. Cuando m edit aba en com pañía de
Sri, experim ent aba, aunque fugazm ent e, la presencia del vacío
prim ordial que t odo lo abarca.
Ot ras veces la som bra de la nostalgia o el int enso recuerdo de
I sabel anidaban en m i corazón. Pero t am bién em pecé a ver los deseos
com o si no m e pert enecieran. Eso m e hacía sent ir m ás libre e
independient e, m ás cent rado en la fuent e de m is pensam ient os y sin
dej arm e arrebat ar por ellos.
Siet e días después de com enzado el ent renam ient o m e sent í m ás
ligero, lim pio y fluido. Ent onces Sri m e pidió que lo acom pañara en una
peregrinación que quería realizar a Gangot ri, en los alt os del Ganges. Él
hubiera deseado hacerla a pie, pero com o eso habría requerido m ucho
t iem po, opt ó porque fuéram os en aut obús. ¡Menos m al! Respiré
aliviado, a pesar de que ya sabía el infierno que suponía viaj ar en los
at est ados y dest art alados aut obuses de la I ndia, y por penosas
carret eras donde t odos parecían t ener el propósit o de chocar de frent e
los unos cont ra los ot ros. Sri m e había dicho que de ser necesario yo
debería ser sus m ulet as. Si sus fuerzas físicas lo abandonaban, yo lo
auxiliaría.
—¿Por qué em prende ust ed una peregrinación? —le pregunt é la
noche ant erior a nuest ra part ida—. ¿No es una sim pleza?
Siguió preparando sus escasas pertenencias para el viaj e com o si
no m e hubiese oído. Pero de inm ediat o m e arrepent í de m i indiscreción
y guardé silencio, observando la llam a vacilant e del candil. Pasaron
unos m inut os. Para m í el silencio se t ornó abrum ador. Me había
com port ado, sin duda, de una m anera grosera e irreflexiva.
—Hay una diferencia ent re t ú y yo —dij o de pront o, con voz m uy
suave—. Sólo una, pero abism al. Tú y yo som os lo m ism o, pero yo sé lo
que som os y t ú no t ienes la m enor idea.
Me sent í avergonzado. Sri cont inuó.
—Vienes aquí desde un m undo de bárbaros, y t ienes la osadía de
cuest ionar m is decisiones. Por supuest o que si un bárbaro hace una
peregrinación de est e t ipo, com et e una sim pleza, porque un bárbaro se
m ueve siem pre en el escenario acum ulat ivo de la m ent e, que busca
beneficios y logros; es decir, en la m ent e calculadora... ¿Qué
conseguiré con est a peregrinación? ?Cuánt o t ardaré en llegar? ¿Me
report ará algo si llego? ¿Merecerá la pena? ¿No será una superst ición?
Pero si una persona dej a de lado esa m ent e voraz, la acción se
conviert e en un herm oso cant o, una gloria, sin ninguna finalidad
concret a. Es el j uego del Divino. Peregrino con esa act it ud. La m et a es
cada paso que se avanza y no alcanzar el punt o proyect ado. Me da
igual m orir en el cam ino porque peregrino hacia m i propio corazón. Si
m uero, los únicos que m ueren son est e cuerpo y est a m ent e. El cuerpo
sería devorado por los buit res y la m ent e se fundiría con la energía.
Pero cada m om ent o de la peregrinación será un inst ant e para el olvido
del ego y el recuerdo del ser. El cuerpo se m overá, experim ent ará
dolor, sudará, est ará sucio y cansado, pero yo perm aneceré en calm a e

73
El Faquir Ramiro A. Calle

im pert urbable. No habrá ningún afán por llegar, porque la llegada se


realiza a cada m om ent o. Uno de t us j efes alquilaría para est a
peregrinación un helicópt ero y en m uy poco t iem po est aría at errizando
en Gangot ri. Rezaría m ecánicam ent e una oración a Dios, consult aría su
apret ada agenda, calcularía los gast os de la peregrinación y t om aría el
helicópt ero para regresar a la oficina y enfrascarse con rapidez en su
m ascarada.
Cuando hubo acabado de preparar sus cosas se sirvió ot ra t aza de
t é.
—Mi cuerpo y m i m ent e peregrinan. Pero ¿cóm o va a peregrinar m i
espacio de quiet ud? El vacío prim ordial ni va ni viene, ¿lo ent iendes?
Se acercó a m í, cogió m is m anos ent re las suyas y m e m iró a los
oj os con una int ensidad que yo j am ás había vist o.
—Dím elo con sinceridad: ¿qué era para t i lo im port ant e durant e
esos años en que est abas m ás em bot ado que la m ás est úpida de
nuest ras vacas en la I ndia?
No m e sent í en absolut o ofendido. Reflexioné. ¿Qué era lo
im port ant e? La m ent e se m e quedó vacía. No llegaban las respuest as.
¿Qué era lo im port ant e?
—¡Cont ést am e! —m e exhort ó—. Cuando no debes hablar, hablas
com o un papagayo, y callas cuando t e pregunt o. ¿Has enm udecido? —
Se echó a reír.
—Pues..., supongo que t ener un piso m ás luj oso, m ayor
responsabilidad profesional, ser reconocido socialm ent e, m ás m edios,
m ás m uj eres at ract ivas...
—iPeor que la vaca m ás t ont a! —m e int errum pió—. Al m enos ella
no se preocupa ni se obsesiona. Com e, fornica, pero no se preocupa.
Bueno, ¿y qué había det rás de t odos esos deseos?
Reflexioné. ¿Qué había? El silencio era com plet o.
—Desolación —respondí de m anera espont ánea.
Esbozó una sonrisa pat ernal.
—El problem a no est á en desear m ej ores condiciones de vida; eso
m e parece m uy bien. El problem a reside en que cuando se ha
alcanzado ese nivel, en lugar de int ent ar cubrir ot ros ( el psicológico, el
espirit ual, el de relación con los dem ás) y sat isfacerlos, la persona se
det iene en ese nivel m at erial y no aspira a ot ros. Al revés, se em peña
en seguir acum ulando m ás y m ás; eso no t iene lím it es.
La noche se fue consum iendo despacio, y nos hallam os al filo del
am anecer.
—Échat e aquí y descansa un par de horas —m e dij o Sri con cariño.
Dej ó un inst ant e su m ano sobre la m ía y m e sent í confort ado, pero
em ocionalm ent e desfallecido. Con su gran int uición, él capt ó m i est ado
de ánim o.
—Cuando la sim ient e de la ilum inación em pieza a desplegarse, uno
se sient e t an frágil com o un niño. Pero la Shakt i nos cuida. Es la Madre
y sabe cóm o hacerlo. Ant es de que t e desplom es en el vacío del sueño,
donde el ser cont inúa despiert o, quiero que adopt es la resolución de
pensar en est a peregrinación com o un viaj e hacia t i m ism o. Vas a
enfrent art e con un país que desconoces, con gent es que t e son aj enas y

74
El Faquir Ramiro A. Calle

con un m aest ro refunfuñón que se m ofa de t i con innum erables dudas.


Siént et e com o un t urist a que goza y no se ident ifica con nada. Todos
som os m eros t urist as en est a exist encia, y nada podrem os llevarnos
con nosot ros.
—Sri, ¿quién se convert irá en m i guía? —pregunt é.
—Eso llegará a su t iem po. Soy un vehículo que t e indicará el
vehículo que luego debes t om ar. No t e im pacient es. Te encuent ras
conm igo y ya est ás pensando en ot ro. Seguro que est abas con una
m uj er y t e ponías a pensar en la siguient e, o t e subían el sueldo y ya
est abas pensando cuándo t e lo subirían de nuevo.
Me acurruqué en el suelo sobre una est erilla. No sé cóm o se
sent irían las vacas de la I ndia en esa posición, pero yo m e encont raba
m uy incóm odo. Sri sopló la llam a del candil y nos quedam os en
com plet a oscuridad. En un hilo de voz pregunt é:
—Maest ro, ¿es una sim a oscura el vacío?
—El vacío es lo m ás inm enso —cont est ó el anciano—, lum inoso,
pleno y sin lím it es. No hay odio, ni apego, ni t iem po, ni espacio en él, ni
nada const it uido, ni nada que pueda decaer. Est á m ás allá del ser y del
no- ser, de Dios o de la Nada. Es innom brable, inaudible, inaprensible
por el pensam ient o..., pero es com o un regalo para nosot ros. Ahora
duérm et e.
—Maest ro —pregunt é—, ¿ust ed sufre?
Desde la oscuridad de la est ancia, su voz surgió com o el rum or de
un t orrent e:
—En m í, querido m ío, no hay un yo que pueda sufrir. Sufrirá el
cuerpo, se apenará la m ent e, pero yo no soy est e cuerpo ni soy est a
m ent e. Cuando est aba ident ificado con est os disfraces había m ucho
sufrim ient o en m í, y ansiedad y m iedo, m ucho m iedo. Pero cuando
hallé m i ser, a t ravés del ser y de su m ano invisible exploré el vacío
prim ordial y dej é de t ener m em oria e im aginación ( en el sent ido
habit ual) , ent onces cesó t oda t ribulación. Dolor en est e cuerpo, sí. El
reum a es im placable; pero le duele a él, no a m í. Y ahora duerm e. Te
haces y m e haces m uchas pregunt as desde t u lim it ación que es el ego;
cuando la t rasciendas no t endrás necesidad de t ant as respuest as.
Pero yo t odavía recordaba e im aginaba. Tam bién soñaba.
A los prim eros dest ellos del alba, sent í en m i cuerpo las cálidas
m anos de I sabel; ent onces dej é m i cabeza sobre sus t iernos y firm es
pechos.

75
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO SEI S

El aut obús nos conducía en un cont inuo zigzag por est rechas
carret eras que at ravesaban paraj es de exuberant e veget ación y
pasaban al borde de afilados precipicios. Se divisaban m aravillosos
valles y ríos abriéndose paso ent re la m aleza. El aut obús, levant ando
una nube de polvo, llevaba el doble de pasaj eros que su capacidad
perm it ía, apiñados los unos cont ra los ot ros; gent es de las m ont añas,
con el rost ro cuart eado por el sol y el vient o; niños incansables, vit ales
y alborot adores, que j uguet eaban ent re las piernas de los pasaj eros;
ancianos de m irada ausent e, cuyos frágiles cuerpos daban bandazos de
un lado para ot ro con el t raquet eo del vehículo.
—Te has acost um brado a t enerlo t odo calculado, lógicam ent e
calculado —m e dij o Sri—. Lo m ism o m e sucedía a m í, no t e creas. Lo
t enía t odo definido y program ado y m e había enredado en t ant as
act ividades que incluso m e falt aba el t iem po necesario para gast ar el
dinero que ganaba.
—Suele ocurrir —repuse con desánim o—. A m í m e ocurría lo
m ism o. Yo cada día ganaba m ás dinero y cada día t enía m enos t iem po
para disfrut arlo.
Y cuando uno lo program a t odo, lo calcula t odo —añadió Sri,
soport ando est oicam ent e la j aula de gallos que nuest ro com pañero de
asient o había puest o sobre nuest ras rodillas—, la vida se coagula
perdiendo así su frescura y su encanto. Uno presiona, est ira, se em peña
en cont rolar..., pero sin saber solt ar, ni fluir, ni hallar el punt o de m enor
resist encia. Ent onces uno se quem a, agot a sus m ás preciosas energías
y se em pant ana en el conflict o. En sum a, no es la vida. Yo com et í el
m ism o error que t ú. Tant eaba con est o, m iraba aquello y, al final, m e
quedé at rapado en m i propia t ela de araña. Se dej a uno dom inar por
una inút il y grot esca act ividad.
Asent í con la cabeza... Luego m i m irada se perdió en el inm enso
horizont e.
—De t ant o enredarse en esas sórdidas act ividades —dij e—, uno se
sale de su propio cent ro y se t orna m onót ono, repet it ivo y seco.
—Así es —convino Sri—. De t al m odo nos involucram os en la
act ividad, que la m ent e se abot arga y la percepción se em bot a. Se
pierde el elem ent o sorpresa, la savia de la vida. Se hace la rut ina, el
t edio. Para superar ese sent im ient o de aridez, recurrim os a m ás
act ividad y a conseguir m ás riqueza m at erial, y ent onces se genera m ás
rut ina, m ás t edio. El rat ón, neciam ent e, se ha int roducido en el
laberint o de la pesadum bre.
—Com o un rat ón m e sent ía —adm it í.

76
El Faquir Ramiro A. Calle

Un niñit o de rost ro redondo y oj os achinados, cubiert a la cabeza con


un gorro de lana m ult icolor, se subió alegrem ent e a las piernas del
anciano.
—Mira est e niño —dij o Sri—. Juega, se diviert e, se deleit a, ríe, se
alboroza, vibra..., en una palabra: vive. Tú no has hecho ot ra cosa que
sim ular la vida; has sido un cadáver vivient e.
El sol había t repado hast a el cent ro del cielo. Seguía lloviendo y
hacía un calor opresivo. Cerré los oj os y m e quedé t raspuest o, aunque
era im posible m ant ener la m ism a postura porque el chófer conducía con
m ucha brusquedad. De repent e, un frenazo m e sobresalt ó.
—Maest ro, m e espant a el vacío —afirm é sin abrir los oj os, casi en
un im pulso.
Solt ó una gran carcaj ada. Los pasaj eros habían com enzado a com er
y una m ezcla de olores diversos inundaba el int erior del aut obús.
—Eso t e ocurre porque t e at erra la ausencia del yo —dij o Sri—. No
soport as la idea de perder la individualidad. Y sin em bargo, no t e das
cuent a de que el vacío prim ordial es una fuent e de revelación y
vit alidad. Si uno se conect a con ese vacío prim ordial, la acción se
vuelve m edit ación; la act ividad ya no es alienant e, sino diest ra e
int egradora. Pero vosot ros, los occident ales, t enéis una idea m uy
diferent e del vacío. Os referís a él com o desolación, falt a de sent ido,
penum bra... ¡Qué absurdo! En el vacío no exist e un yo para sent ir; así
pues, no hay ningún t ipo de am argura.
—Nosot ros nos referim os al vacío exist encial —aclaré.
—Com o t enéis t ant as ideas y t ant o aburrim ient o, en lugar de vivir
os perdéis en abst racciones y os llenáis de angust ia inút il. El vacío es la
pureza y desde la pureza se ve con claridad y se act úa con dest reza.
Pero uno se agarra a t odo cuando est á lleno de condicionam ient os; se
aferra t ant o a lo ext erno com o a lo int erno y ent onces sient e t error ant e
el vacío. Siem pre has ut ilizado redes, salvavidas y am ort iguadores. Lo
present í desde el m om ent o en que t e vi. Por eso requieres una
enseñanza viva y práct ica. He pensado m ucho en qué hacer cont igo. Te
recom endaría un m aest ro vedant ín, pero cont inuarías deleit ándot e con
t us acrobacias int elect uales; t e aconsej aría un largo ret iro espirit ual en
una erm it a, pero t us hábit os y t us ideas seguirían int oxicándot e. No, t ú
no necesit as enclaust rart e en una erm it a ni un m aest ro sant urrón ni
aislart e en una cueva. Tú caso es m uy diferent e.
Hizo una pausa y m e m iró para añadir:
—Por una part e eres un buscador... —Dej ó la frase inconclusa. Me
sent í halagado. Luego añadió—: Por ot ra part e eres un necio. Ya t e he
dicho que no sé si t ienes rem edio. ¡Est ás t an obsesionado por t u
angust ia! No logras ver m ás allá. Me pregunt o si incluso m e ves a m í.
Lo peor de t odo es que no t ienes ni sent ido del hum or. Vives com o el
t rágico personaj e de una t ragedia aburrida.
Rió abiert am ent e. Tam bién yo m e eché a reír de buena gana.
—Ríe, ríe —dij o—. Rebaj a t us barreras, fluye, renueva t u densa
energía. No m e gust a la gent e solem ne, que no ríe, que siem pre est á
apesadum brada.
El aut obús se det uvo en un m ísero chiringuit o de la carret era y los

77
El Faquir Ramiro A. Calle

viaj eros aprovecharon para t om ar t é y seguir parlot eando con


anim ación. Mucha gent e volcaba el t é en el plat it o y lo bebía de ést e, en
lugar de t om arlo de la t aza, sin duda, pensé, para enfriarlo. Pero lo que
m ás m e llam aba la at ención era el m odo en que fum aban los hom bres,
con el cigarrillo dent ro del puño cerrado y aspirando el hum o sin t ocar
el pit illo con los labios. Algunas m uj eres lucían llam at ivos chales
bordados. Un grupo de ancianos se sent ó al borde de la carret era;
t odos perm anecían en silencio y con una expresión infant il en el rost ro.
Un hom bre obeso, que viaj aba con su acom odada fam ilia, se acercó
a nosot ros y, m uy am able, nos ofreció unas gallet as con sabor a piña.
Su esposa, at aviada con un bonit o sari verde, se em peñó en
obsequiarnos con una bot ella de zum o de m ango. El cielo había t om ado
una t onalidad cobriza y hacía un vient o bast ant e fuert e.
—Ést e es un gran país con buena gent e —dij o Sri con palabras
t eñidas de ciert a m elancolía—. Pero est am os t an em ponzoñados com o
cualquier ot ro. Los polít icos nos arroj an su m iseria a espuert as.
Dim os un paseo por los alrededores. De súbit o, poniendo su
anciana m ano sobre m i hom bro, clavó su m irada en m í.
—Así que t e espant a el vacío. Es com o si la nube dij era que le
espant a el cielo en que flot a. Mira las nubes. Det ent e un día a
observarlas, con la m ent e vacía de t odo pensam ient o. Las nubes van y
vienen, danzan con bella arm onía sobre un fondo vacío líquido. Sin el
vacío, t odo sería de una fealdad com pact a. El vacío es revelador. Trat a
de capt ar el vacío o un int ervalo ent re t us pensam ient os; percibe el
fugaz punt o de vacío ent re la inhalación y la exhalación.
Guardó silencio. A lo lej os se escuchaba el rum or de un salt o de
agua. El vient o bat ía las ram as de los árboles. Olía a past o.
Sri abrió los brazos. El vient o rem ovía sus blancos cabellos. Había
un brillo especial en sus oj os de sabia ancianidad. Era com o si quisiera
fundirse con el firm am ent o.
—¿Has pract icado yoga? —m e pregunt ó después.
Varios años cuando era m ás j oven.
—Est irabas y solt abas, t ensabas y afloj abas: ahí est á el secret o.
Luego perdist e el elixir. Te volvist e com o una est aca, de t an rígido.
Tam bién en el aspect o m ent al. ¿Por qué t e has m alt rat ado t ant o?
Su pregunt a m e desconcert ó. Com enzó a lloviznar y el arom a del
follaj e era int enso. Los cam pesinos se resguardaban baj o los árboles.
Los cam pos t om aban un verdor que acariciaba el alm a. Un sent im ient o
de plenit ud m e llenaba.
—Te convert ist e en un obedient e ciego, un ser abyect o —dij o Sri—.
Menos m al que t u m ent e ilum inada se quej ó com o cruj e la m adera
viej a y decidist e poner t érm ino a t odo aquello. Pero debo decirt e que no
fallaba t u t rabaj o, sino t u act it ud. Es ciert o que no result a nada fácil
com prender est o, y m ucho m enos en las grandes ciudades
( occident ales o indias) , porque la gent e se vuelve at roz, despiadada, sin
t iem po para saborear el espacio de claridad y com pasión m ás allá del
pensam ient o. Una ciudad es com o un gran dorm it orio donde t odos
roncan y algunos hieren a los ot ros desde su som nolencia insuperable.
Del m ism o m odo que a t i t e espant a el vacío, a m í m e espant an las

78
El Faquir Ramiro A. Calle

ciudades. Las em ociones aut om át icas y perversas se adueñan de la


gent e. Es la cont ienda desenfrenada de los egos cont ra los egos.
—Hay m iedo; las personas t ienen m iedo.
—Todos los seres lo t ienen —enfat izó—. Es nat ural. Así son las leyes
biológicas. La biología se em peña ciegam ent e en sobrevivir. Pero los
egos han originado una enorm e m asa de m iedo cruel e innecesario. Y la
m ayoría, para am ort iguar ese m iedo, se avent ura por la senda de la
riqueza m at erial y desprecia la espirit ualidad. Uno apunt ala su ego con
t ít ulos, privilegios, exceso de m edios... ¡Hem os hecho un m undo t an
peligroso, t an host il, t an carent e de am or!
Regresam os al aut obús. La lluvia había arreciado. Me parecía una
t em eridad viaj ar por aquellas t ort uosas carret eras en t ales condiciones
y con un vehículo cuyos m ot or y frenos seguram ent e nunca habían sido
revisados. Pero Sri est aba m uy t ranquilo, com o el rest o de los
pasaj eros. De hecho, la m ayoría de ellos se durm ió, incluido Sri. La
lluvia golpeaba cont ra el t echo del aut obús. Me pregunt é por qué el
conduct or no ut ilizaba el lim piaparabrisas. La respuest a era m uy
sencilla: no funcionaba. A veces nos acercábam os t ant o al precipicio
que parecía un m ilagro que el aut obús no se despeñara. Un radiocaset e
sonaba a t odo volum en.
La capacidad del indio para conciliar el sueño es asom brosa. Nada le
pert urba cuando se dispone a dorm ir. Puede hacerlo en el m ás duro de
los pavim ent os, en una cornisa, en una carret a de bueyes o en el
at est ado pasillo de un vagón de t ren.
La lluvia había am ainado cuando dej am os Hardwar a un lado de la
carret era y seguim os en dirección a Rishiheks, en las est ribaciones
him alayas... At ardecía cuando el aut obús se det uvo en el cent ro de
aquella sant a y concurrida localidad. Baj am os del vehículo y nos
dirigim os hacia las afueras de la ciudad. Nos cruzam os con
innum erables sadhus de t odas las edades, cult os y sect as, así com o con
gran núm ero de renunciant es arropados con la t única anaranj ada.
At ravesam os un puent e que se t endía sobre el Ganges, cuyas aguas, a
esa hora del anochecer, parecían una serpient e plat eada. Los cánt icos
sagrados eran com o una ola suave penet rando por m is oídos.
Yo seguía a Sri, cuyas piernas cam inaban con firm eza y agilidad. Un
t rozo de luna fue asom ando t ím idam ent e en el firm am ent o. Se
escuchaba el rum or de las aguas del río m ás sagrado del m undo. En
sus orillas, algunos devot os se ent regaban a una profunda m edit ación.
Olía a veget ación, sándalo y excrem ent os. I m pregnando la
at m ósfera, el m ant ra om Nash se oía a lo lej os. Llegam os a la puert a de
una casit a rodeada de un recolet o j ardín.
Aspiré con fuerza el aire de la noche. Mis pensam ient os acariciaron
el caut ivador rost ro de I sabel. Sri llam ó a la puert a y en seguida la
abrió un hom bre j oven, con una im pecable t única anaranj ada,
herm osos y largos cabellos negros, oj os de m irada profunda y una leve
y bella sonrisa en los labios. Era el rost ro de un sannyasin, aquel que ha
renunciado al m undo para seguir las huellas de lo Sublim e e
I ncondicionado. En cuant o el j oven renunciant e vio a Sri, se post ró con
respet o a sus pies. Sri lo cogió de los brazos, hizo que se incorporara y

79
El Faquir Ramiro A. Calle

j unt ó su rost ro lleno de arrugas al del j oven sannyasin.


—¿Cuánt o m e alegra vert e! —exclam ó Sri, afect uoso—. ¿Qué t al t u
m ent e, m i m uy querido?
El j oven sannyasin est aba visiblem ent e em ocionado. Se post ró de
nuevo a los pies de Sri y ést e volvió a incorporarlo.
—Sant ananda m e anunció que vendrías —dij o el j oven—. Ya sé que
vas de peregrinación a Gangot ri. En unos días yo lo haré a Kedarnat h.
—Mi corazón no soport aría la subida a Kedarnat h —repuso el
anciano con un suspiro—. Me conform o con Gangot ri.
—El año pasado est uve allí —explicó el j oven—. Peregriné hast a el
nacim ient o del Ganges. Luego hice m edit ación durant e veint idós días y
m e som et í a ej ercicios de pranayam a y a la recit ación de m ant ras.
El j oven nos había preparado una abundant e cena. Sri em pezó a
sent ir el cansancio del largo viaj e. Después de la cena se ret iró a dorm ir
y nuest ro anfit rión y yo salim os a dar un paseo.
Las nubes cubrían de nuevo el cielo. Había una gran hum edad en el
aire.
—Me llam o Sat yananda —dij o el sannyasin con voz cadenciosa.
—Yo, Hernán —repuse.
Nos acercam os a una zona donde se levant aban varios t em plos,
at est ados de sadhus, peregrinos y m endigos. Olía a curry y a m asala.
—Me duelen t odos los huesos —com ent é.
Sat yananda sonrió. Sus cabellos se habían encrespado con la
hum edad. Tenía un aspect o críst ico y parecía un personaj e salido de
una novela. De m andíbula consist ent e y póm ulos expresivos, hablaba
despacio, com o si t em iera rasgar el m ant o de la noche, a pesar del
vocerío de los devot os. La vida se expresaba con anim ación.
—Me gust aría ir hast a el río —dij e.
Cam inam os por una senda polvorient a que nos conduj o a la orilla.
Sólo se escuchaba el envolvent e discurrir de la corrient e. Nos sent am os
en una roca al lado del río. El j oven exhalaba t ernura. Un dest ello de
soledad invadió m i corazón.
—¡Qué experiencia t an ext raña es la vida! —exclam é.
Y curiosa —com ent ó con nat uralidad el casi desconocido—.
Debem os llegar a la esencia m ism a de la creación para robarle su
m ist erio y su secret o. Ésa es la gran proeza, y no im port a si m orim os,
enferm am os o enloquecem os en el int ent o.
—¿Por qué a veces result a t odo t an difícil? —pregunt é en t ono
confidencial y am ist oso, com o si aquel hom bre y yo nos conociéram os
hacía años.
—Mut ilam os lo m ej or de nosot ros m ism os. No sabem os degust ar la
enj undia de la exist encia... —Se int errum pió, quedándose pensat ivo, yo
diría que un poco t rist e.
—Me pregunt o si cuando llegue el m om ent o sabré m orir —dij o
com o si hablara consigo m ism o. Y su com ent ario m e ext rañó, dada su
j uvent ud. Luego añadió—: Me gust aría m orir con plena lucidez y así
viaj ar hacia la libert ad. ¿Sabré hacerlo?
No m e pregunt aba a m í, sino a sí m ism o. Y yo, en aquel m om ent o,
t am bién t uve el fervient e anhelo de m orir con lucidez y, m ás aún,

80
El Faquir Ramiro A. Calle

hacerlo a volunt ad, de una m anera conscient e, cuando llegara el


m om ent o, com o había escuchado que algunos yoguis eran capaces de
hacer... Mi m irada se posó en las oscuras aguas del río. El sannyasin se
había sent ado m uy erguido, con recia disciplina, m irando el horizont e.
La expresión de su rost ro result aba im presionant e, casi sobrecogedora.
—¡El nirvana! —susurró.
—¿Cóm o?
—El nirvana. Lo sublim e, lo inefable sin ret orno, lo inm enso, cuando
t oda pasión, m iedo y odio cesan.
—Sat yananda, he leído que un yogui puede decidir cuándo quiere
m orir y, conscient em ent e, ret irarse del cuerpo, ¿es posible algo así?
—Desde luego —respondió el j oven—. Pero sólo algunos yoguis,
m uy pocos en realidad, obt ienen ese gran poder sobre la m ent e y el
cuerpo. Los cient o ocho sabios ent re los sabios han desarrollado ese
poder y lo han ido t ransm it iendo a ot ros sabios desde la noche de los
t iem pos.
"Los kundalini- yoguis, los que siguen la senda de la t ransform ación
últ im a de la energía, operan de t al m odo sobre su fuerza vit al que
pueden ret irarla de los órganos vit ales y provocarles la m uert e. Los
hat ha- yoguis, los que observan la vía del cont rol sobre t odas las
funciones del cuerpo, dom inan de t al m odo su cerebro que son capaces
de colapsar la energía del m ism o y producirse la m uert e.
"Est as t écnicas de aut odom inio pocos yoguis las ensayan. El yogui,
em pero, int ent a proyect ar t oda su energía hacia la cabeza y sacarla por
la puert a de Brahm a cuando le sobreviene la m uert e... De ese m odo, la
energía se sum erge direct am ent e en el Alm a Cósm ica.”
—¿Qué le sucede a una persona ordinaria cuando m uere?
—Le cont est aré con unas pregunt as, Hernán. ¿Qué ocurre con el
reflej o del sol en el agua cuando ést a se seca? ¿Va a algún sit io ese
reflej o? ¿Alguna vez fue independient e del sol? ¿Acaso t enía exist encia
propia? ¿Y qué ocurre con los elem ent os vit ales?
"El cuerpo..., ust ed ya sabe: el polvo vuelve al polvo. La energía se
funde con la energía. El ego se disuelve com o una got a de rocío con los
prim eros rayos del sol. Lo que siem pre fue no dej a de ser.”
Un perro vagabundo se acercó hast a nosot ros, nos olfat eó y se
t endió a nuest ros pies. El aire bat ía las ram as de los árboles
produciendo un ruido sibilant e. El j oven m e m iró en silencio.
Ent onces, en aquella sem ioscuridad, un sent im ient o de m iedo a la
ext inción brot ó en m i corazón.
—¿Por qué a la m ayoría de los seres hum anos les asust a la m uert e?
—pregunt é.
—Porque no han m edit ado lo suficient e y no han experim ent ado el
espacio de quiet ud sin som bra de lim it ación que nos anim a. Con el
aferram ient o hay dolor y angust ia. Pero aquel que sabe dej ar su cuerpo
com o quien abandona unos zapat os inservibles, ¿cóm o puede t ener
m iedo?
Un relám pago reflej ó su resplandor en las aguas del río.
Sent í cuán larga se abría la senda hacia la libert ad anhelada. Mis
infinit as dudas eran com o nubes que em pañaban m i corazón.

81
El Faquir Ramiro A. Calle

—¿Tendrán m iedo las flores cuando m ueren? —pregunt é.


La angust ia alet eó en m i m ent e, y Sat yananda pareció capt arlo.
—La Creación nos sit úa en un escenario de alegría y de dolor.
Som os indecisos y t im orat os cam inant es que van hacia la plenit ud, pero
dent ro de nosot ros hay una ant orcha inext inguible que podem os
ut ilizar. No desfallezca. Mire a est e perro —puso su vigorosa m ano
sobre la cabeza del anim al—. Morirá un día, t al vez de m adrugada, en
un apacible silencio. Com o vino se irá.
"Hay yoguis que t odas las noches hacen un ej ercicio para ent rar en
el sueño com o si se sum ergieran en la m uert e. Así, cada am anecer
est renan la vida. La m em oria es nuest ra cárcel: recordam os lo que
creem os ser y no lo que nunca hem os dej ado de ser. La m úsica del ser
im pregna el universo, pero la ilusión nos im pide escucharla. —Luego,
con un t ono de voz que m e conm ovió, añadió—: Desde el am anecer
hast a el anochecer no hago ot ra cosa que buscar el m anant ial del ser.
Mi gargant a est á seca, m i corazón llora lágrim as de soledad y m is
ilusiones se deshoj an com o una flor m archit a cuando no encuent ro la
puert a que puede llevarm e hacia el m anant ial del ser.”
La noche se hacía m ás profunda y un páj aro noct urno com enzó a
cant ar. El perro se revolvió sobre sí m ism o y em it ió un suspiro. Las
aguas del río sonaban com o un cánt aro de arcilla rot o. Un anciano pasó
cerca de nosot ros y se puso a orinar en las aguas sagradas. La voz del
sannyasin m e hizo salir de m i ensim ism am ient o.
—¿Quiere que nos bañem os en el río? —m e pregunt ó.
Todo es sagrado en las aguas del Ganges, incluso la orina del
anciano. Acept é su sugerencia de buen grado. Me quit é las sandalias y
m e desem baracé del kurt a. El sannyasin se despoj ó de la t única y se
quedó en langot i, una especie de t aparrabos.
Mis calzoncillos, de cort e europeo, cont rast aban con su langot i de
t ela fuert e.
Nos sum ergim os en el río. Reím os en el inm enso silencio de la
noche. El aire se había llevado las nubes y el cielo est aba cuaj ado de
est rellas.
—Sient a el agua —m e inst ó Sat yananda—. El agua que fluye y se
renueva, siem pre en libert ad...
Pensé con am argura en los años perdidos. Pero supe, alegre, que la
búsqueda, aunque difícil, es et ernam ent e pura...
—Est a agua viene de las m ont añas. Sri y ust ed peregrinarán hast a
su fuent e. Cuando m e baño en est e río sient o el alm a de la hum anidad
en t odos m is poros. Si m i espírit u est á fat igado, m e sum erj o en est as
aguas y, al saberm e uno con el alm a de la hum anidad, la alegría vuelve
a m i corazón.
Reiniciam os el paseo. Las luciérnagas j ugaban al escondit e con
nosot ros a nuest ro paso. La brisa se había hecho m uy leve, casi
im percept ible. Regresam os hacia el kut ir, la erm it a que habit aba el
sannyasin. Sent í el follaj e acariciando m i cuerpo húm edo. Me puse a
cant urrear una salm odia hindú, quizás aprendida en los días de m i
j uvent ud.

82
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO SI ETE

Esa noche disfrut é de un sueño bendito y reparador. Al despert arm e vi


que Sri y el j oven m edit aban.
—Sri, lo he pensado m ucho —dij e, cuando am bos acabaron su
m edit ación—. Quiero que ust ed sea m i m aest ro. Sient o que he
cam biado desde que le he conocido.
—No —replicó él, com o si esperase m is palabras desde hacía
t iem po—. Yo sé que t ú y yo nos echarem os de m enos, pero en el
encuent ro est á la separación. No es a m í a quien necesit as. Mi senda no
es t u senda, aunque am bas conduzcan a lo m ism o. Precisas un m aest ro
que ponga ant e t i obst áculos que t e aproxim en a t u m ent e sin m ent e.
En algún lugar de la I ndia hay un m ent or para t i. Tendrás que buscarlo,
m erecerlo y ganárt elo. Te aseguro que no t e espera un cam ino de
rosas. Para unos es m ás fácil; para ot ros, m ás difícil.
Desayunam os m angos. El arom a del m ango es dulce y
em briagador, com o las caricias de la m uj er m ás t ierna. Pero no había
lunar para la nost algia. Abracé a Sat yananda al despedirnos. El m e
regaló una bolsa de suculent os m angos para el cam ino. Luego se post ró
a los pies del anciano y los t ocó con sus vigorosas m anos; unas m anos
j óvenes que acariciaron los fat igados y llagados pies del anciano.
—Quizá no vuelva a encont rart e en est a exist encia, pero t e est aré
esperando en la m ansión sin m uros del vacío prim ordial.
Así se expresó Sri. Llovía t orrencialm ent e y el golpet eo del agua
apagaba el sonido de los m ant ras. Cuando nos dirigíam os al aut obús,
m i m ent e se fundió con el ruido de m is propios pasos sobre los charcos
de agua. Ent ram os a em pellones en el vehículo. Tras num erosos
int ent os, rugiendo com o un chacal herido, el m ot or del viej o aut obús se
puso en funcionam ient o. Me confort aba sent ir a Sri a m i lado, hom bro
con hom bro, espírit u con espírit u. El conduct or del aut obús encendió
una varit a de sándalo y dirigió algunas plegarias a Ganesha, el dios de
la fort una. Una anciana de cabellos m uy largos se afanaba en hacerse
una t renza m ient ras una j ovencit a de sonrisa feliz m e observaba con
curiosidad. Un peregrino de cabellos rapados se acercó a Sri, besó sus
m anos y le colocó un collar de j azm ines frescos alrededor del cuello.
Aspiré el arom a de los j azm ines y m e negué a reflexionar.
Debido a las m alas condiciones de la rut a t uvim os que dej ar el
aut obús unos kilóm et ros ant es de llegar a Gangot ri. Durant e horas
habíam os ido rem ont ando el curso del río Ganges, que recogía
num erosos afluent es en su t rayect o, desde las m ont añas hast a la
planicie. Al haberse producido num erosos desprendim ient os, el vehículo
t uvo que cubrir el desplazam ient o de Rishikesh a Gangot ri en t res días,

83
El Faquir Ramiro A. Calle

en lugar de los dos que hacían falt a.


Ent onces pensé que deberíam os pregunt ar en Gangot ri sobre el
t ext o que yo buscaba.
—Le agradecería m ucho que indagara acerca del t rat ado —dij e.
—Lo harem os —repuso com placient e—. Si hay alguna pist a, la
obt endrem os. A Gangot ri acuden m uchos erm it años, yoguis, sadhus y
renunciant es. Pregunt aré por el t rat ado.
Durant e el viaj e Sri m e había dado inst rucciones sugerent es. Del
vacío em erge la nube de energía que t odo lo com penet ra, el océano de
la vibración. Del vacío brot ó una prim era pulsación ( la vibración sin
sonido) que se propagó form ando los infinit os universos. Hem os ido de
lo m ás sut il a lo m ás burdo y nos hem os quedado at rapados en lo
denso: los fenóm enos, el cuerpo y las act ividades psicom ent ales. Pero
aquellos que rast ream os el sent ido de la vida y anhelam os la paz
int erior debem os volver, es decir, em prender el cam ino a la inversa.
Eso es yoga. Poner los m edios para la unión con el vacío del que t odo
em erge. Cuando aprendas a t ocar ese vacío, y aprenderás si t ienes
const ancia, él será siem pre t u soport e y t u con suelo, t u m anant ial de
poder y de energía vit al. Y aun llevando a cabo las act ividades de la
vida diaria, podrás perm anecer conect ado con ese vacío.
Cuando hicim os un alt o en Deoprayag y visit am os el sant uario en la
confluencia de los ríos sagrados, pregunt é a Sri:
—Maest ro, ¿fue difícil su búsqueda?
Yo era com o la m ayoría de los hum anos: enredado en afanes y
proyect os, huyendo y evadiéndom e con falacias, sum ergiéndom e en lo
m ás burdo, narcot izándom e con placebos y alej ándom e cada vez m ás
de m i propia ident idad. Con el t iem po, m ás ofuscado y afincado en el
ego, est aba m ás apart ado de m i espacio de quiet ud e infinit ud. Las
redes fam iliares, profesionales y sociales no m e dej aban t iem po para la
búsqueda int erna. Aunque ej ercía de m édico, no había verdadera
com pasión en m i corazón, y m e había vuelt o profesional y
hum anam ent e dist ant e, frío y calculador. Era un ciego en el j uego de la
Shakt i. Te aseguro, am iguit o, que yo est aba m ás dorm ido que t ú ahora.
Al m enos t ú fuist e un buscador en t u prim era j uvent ud; yo, ni eso. Lo
peor de t i es que t e dej ast e at rapar dem asiado por lo cot idiano y t e
ext raviast e; pero en t i persist ía un eco de infinit ud que, reclam ándot e,
no dej ó que se apagara su voz.
Nos hallábam os apaciblem ent e sent ados donde los dos ríos
sagrados funden sus aguas.
—La hum ildad es la flor m ás espléndida —dij o el anciano—. Cuando
m edit es, ve hacia el origen del origen de t i m ism o. Ve abandonando t us
envolt uras ( física, m ent al y em ocional) y ent rando en el punt o cent ral
de t i m ism o, que ya no eres t ú m ism o. Es el viaj e de lo burdo a lo sut il;
la vía del ret orno. Cuando cont act es con la energía del infinit o, podrás
servirt e luego de ella en la vida cot idiana y aprenderás a est ar sin est ar
y a ser de t odos y de nadie en dem asía. Tú no eres t u cuerpo, ni t u
m ent e, ni t us em ociones; t am poco eres la sensación de ser, ni el
t iem po ni el espacio.
Cam inam os penosam ent e baj o la lluvia, chapot eando en el barro,

84
El Faquir Ramiro A. Calle

hast a que llegam os a Gangot ri. Cuando ent ram os en el lugar com probé
que apenas era un poblado, form ado por una sola calle que desem boca
en el t em plo de la Diosa Ganga, j unt o al río. Ést e salt aba con t ant a
fuerza que su est ruendo m olest aba a los oídos.
—Nos aloj arem os en el ashram de Cient o Diez Años.
Miré est upefact o a Sri.
—Es un buen am igo —aclaró—, un yogui que ha cum plido cient o
diez años y a quien llam am os siem pre por su edad. Pasarem os unos
días en su ashram y le pregunt arem os por t u t rat ado. Él, debido a su
avanzada edad, ha conocido a m iles de hom bres sant os.
El ashram est aba en las afueras de la ciudad, al ot ro lado del río...
Era una pequeña ext ensión de t erreno seco con una m odest ísim a casa
en el cent ro. Un j oven de cabeza rapada y enfundado en un kurt a
blanco salió a recibirnos. Tras saludar a Sri, nos precedió al int erior de
la casa, que disponía de varias piezas sin m uebles. Sobre un j ergón,
m edio recost ado, vim os a un hom bre de vient re prom inent e, cabeza
abult ada, sin un solo cabello, rost ro apergam inado y sonrisa infant il.
Sri se le acercó y le t ocó los pies, haciéndole una sent ida
reverencia. Luego m e lo present ó. Era Cient o Diez Años. Y result aba
curioso que se le viera t an anciano y, sin em bargo, t uviera la expresión
risueña, despreocupada y divert ida de un niño. Sin decir palabra, m ovió
la cabeza para saludarm e y colocó hacia arriba la palm a de su m ano
izquierda, en espera de que yo pusiera la m ía sobre ella. Así lo hice y
Cient o Diez Años, cariñosam ent e, sost uvo m i m ano durant e un t iem po,
con la m irada de sus expresivos oj os fij a en los m íos. No t enía un solo
dient e y cuando j unt aba los labios, su rost ro se arrugaba com o si fuera
de gom a. El j oven que le asist ía le dio un vaso de leche. Cient o Diez
Años parecía un niño anciano o un anciano niño. Lo ciert o es que
exhalaba una at m ósfera de alegría infant il.
Al anochecer, la est ancia del yogui se abarrot ó de visit ant es. Todos
los días recibía a gran cant idad de personas que querían escuchar sus
palabras, incluidos m uchos erm it años que habían abandonado por un
t iem po su ret iro para peregrinar a Gangot ri.
Tras un silencio inspirador, el yogui em pezó a hablar y dij o algo que
m e conm ovió profundam ent e.
—Quien bebe en la fuent e del ser se conviert e en Dios, pero quien
bebe en la fuent e del vacío est á m ás allá de Dios. Dios es t odavía una
lim it ación.
Seguía llegando gent e. La noche había caído por com plet o. Nos
alum braban un par de vacilant es candiles. Olía a perfum e de rosas.
Recalcando sus palabras el anciano cont inuó:
—Yo he m at ado la m uert e. He ganado la bat alla a Dios. Yo soy nada
en la Nada.
No se m ost ró fat uo hablando así. Tras pronunciar aquellas palabras
esbozó una sonrisa. Él im pregnaba la est ancia con su inocencia y su
sim pat ía. Poco t iem po después descubrí que sólo t om aba un caldo y un
vaso de leche al día, dorm ía dos horas y gozaba de una envidiable
salud.
—¿Qué espera ust ed? —le pregunt ó un devot o—. ¿Qué sient e?

85
El Faquir Ramiro A. Calle

El anciano se echó a reír.


—¿Qué espero? Tengo dem asiados años para esperar algo. Pero el
cuerpo es resist ent e com o un cam ello y se niega a ext inguirse. Yo no
exist o, así pues t am poco soy est e cuerpo ni el que os habla. La m ent e y
la lengua se asocian para hablaros. ¿Esperar, sent ir? Sient o que soy
vosot ros, t odos los universos, la eternidad t oda, el vacío inm aculado.
¿Esperar? ¿Y qué espera la et ernidad? Un día apareció est e cuerpo y
est a m ent e, y un día se ext inguirán. Todo ello no va conm igo.
—¿Qué ocurre al m orir? —le pregunt ó ot ro devot o.
—Me podrías pregunt ar qué ocurre al nacer —repuso el yogui— o
qué sucede cuando os dorm ís. Al m orir, la m at eria ret orna a la m at eria,
la energía a la energía y el espacio que nunca dej ó de ser, perm anece.
Es com o si m e pregunt arais qué ocurre con la bola de sal que
arroj am os al océano y se disuelve.
Cuando los devot os abandonaron el ashram , Sri y yo perm anecim os
con el anciano, que se m ost raba lleno de energía. No m e dio t iem po a
pregunt arle nada, porque él aseveró, dirigiéndose a m í:
—Tienes el hábit o de sum ar problem as a los problem as, y por ello
t e at as m ás que t e desat as. Deseas la libert ad pero le t ienes pánico. Es
t u paradoj a. Quieres salir de la j aula m ediant e el pensam ient o y no t e
das cuent a de que el pensam ient o es t u j aula... Te veo com o el buey
at ado a un post e que da vuelt as y vuelt as alrededor del m ism o com o si
así fuera a desat arse.
—¿Cóm o rom peré la cuerda? —le pregunt é ent onces.
—No pareces dem asiado t ont o. Sient e cualquier cosa que hagas, sin
preocupart e de si lo que t e viene es posit ivo o negat ivo, agradable o
desagradable. Descubre al sent idor y ent onces est arás m ás allá del
m ism o..., y la cuerda se habrá rot o.
—Est á buscando —int ervino Sri, refiriéndose a m í.
—Pero busca com o si huyera —dij o el yogui—. De ese m odo alej a
aquello que est á buscando. Claro que eso est á en su nat uraleza, y t al
vez ése sea su dest ino. —Me m iró, com o si quisiera descubrir los
pensam ient os que cruzaban por m i m ent e, y añadió—: ¿Conoces la
analogía de los herm anos gem elos?
Y sin esperar m i respuest a, prosiguió:
—Eran dos herm anos gem elos. Uno nunca paraba, obsesionado por
sus obj et ivos, siem pre enredado con t odo lo ext erior, de acá para allá,
agit ado y ávido. Su herm ano gem elo lo seguía a cort a dist ancia. Le veía
hacer, pero j am ás se ident ificaba con él. Era su inafect ado t est igo. Un
herm ano hacía y el ot ro lo m iraba, im pert urbable.
Cam bió de post ura. Su volum inoso vient re le dificult aba los
m ovim ient os.
—Has venido a nuest ro país a reconciliart e con el herm ano gem elo
im pert urbable —prosiguió—. Durante años has vivido el herm ano
gem elo act ivo y am bicioso y t e has olvidado del ot ro. Lo curioso es que
el herm ano gem elo en que has est ado t e ha llevado sólo a la confusión
y a la pesadum bre m ient ras que has t enido en el exilio al herm ano
gem elo que t e hubiera conducido a la gloria del ser. El día que
recuperes al herm ano gem elo im pert urbable podrás volver a t u país y

86
El Faquir Ramiro A. Calle

em prender cualquier act ividad. Un herm ano act uará, pero el ot ro


observará sin pert urbarse j am ás.
Se puso serio, com o si su caráct er hubiera cam biado.
—Vienes hast a est a t ierra —prosiguió casi con desprecio— y gast as
en el viaj e m ás dinero del que la m ayoría de los indios t endrá en t oda
su vida o en m uchas de sus vidas. Pero no sé si podrás m irar m ás allá
de t us cej as. Ni siquiera sé si m erece la pena est ar hablando. —Su
brusco cam bio de t ono m e sorprendió—. A lo m ej or no eres m ás que un
incorregible m equet refe y est am os perdiendo el t iem po cont igo.
Miré a Sri. No podía creerm e aquel cam bio de act it ud t an abrupt o.
—¿No serás t ú el adinerado y arrogant e occident al que viene hast a
aquí a vivir su avent ura, com o otros van a t rabaj ar unos días, por
diversión, en las leproserías, orfanat os o asilos de nuest ra t ierra?
La ira se apoderó de m í. En ese m ism o inst ant e m e hubiera ido de
la casa del anciano, quien ahora m e parecía cruel.
—Te irrit as com o un niño cont rariado. Pero ¿quién se enfada y
quién m e odia?
Me sent í m uy avergonzado. Com o para disculparm e dij e:
—Busco un t rat ado sobre el hom bre feliz en el corazón. ¿Puede
ayudarm e? Ese t rat ado cont iene las claves para encont rar la m ent e
suprem a.
—¿Es que necesit as verlo t odo por escrit o? ¿Acaso sólo quieres
engullir concept os, palabras, argum ent os?
Seguía dirigiéndose a m í en t ono seco, com o si quisiera hacerm e
salt ar y poner al descubiert o m i agresividad.
—No m e engañas —dij o de pront o—. Llevas m uchos años j ugando a
ser agradable y seduct or. Pero para em baucar, no porque t engas
corazón.
Había pasado de t rat arm e con fam iliaridad a hacerlo con frío y
áspero dist anciam ient o.
—¿Y quién es ust ed para hablarm e así? —pregunt é m olest o.
Miré a Sri, que m e hizo un gest o para que m e apaciguase.
—Est ás pregunt ando a un espacio, a un vacío, a una et ernidad —
replicó el anciano—. ¿Es que m e t om as por est e cuerpo, aj ado y reseco
com o un lagart o m uert o? ¿Me t om as por la lengua que se m ueve o por
la m ent e que t e habla? Si supieras quién soy yo, sabrías quién eres t ú,
y si supiera quién eres t ú, sabrías quién soy yo. —Se pasó la m ano por
la cabeza—. Siént at e aquí, a m i lado.
Me sent é en su j ergón, j unt o a él, y m e m iró con at ención.
—El m undo est á lleno de t rat ados que nada revelan, que son let ra
m uert a —prosiguió—. El t rat ado m ás fiable es el lenguaj e del corazón.
No busques fuera, sino en su int erior. Muchos occident ales vienen a la
I ndia en busca de yoguis y erm it años. Acuden aquí y nos m iran com o si
fuéram os est úpidos e inservibles santurrones. Luego regresan a su país
sin haber aprendido nada. I ncluso se perm it en j uzgarnos y dicen a sus
am ist ades: "Su vida es sólo contem plat iva, no aport an nada a la
sociedad". El ser m ás herm osam ent e inofensivo es aquel que est á en
m edit ación y, en la m edida que eleva su um bral de consciencia, est á
haciendo una gran cont ribución a la hum anidad.

87
El Faquir Ramiro A. Calle

Posó su m ano sobre m i hom bro. Su m irada se t ornó am ist osa de


nuevo.
—Si quieres aplicar t us crit erios a lo I nefable, vuelve a t u país. No
seas neciam ent e osado y regresa a t u ciudad, t u t rabaj o, t us
preocupaciones y ocupaciones diarias. Pero yo sé que ése no es t u caso.
Tú buscas. —Cogió m is m anos ent re las suyas. Sent í el calor de quien
am a sin egoísm o—. Tienes que ir hacia la fuent e, deleit art e en el néct ar
que nut re y encont rar la causa de t u causa. Has reencont rado el
dharm a. No lo dej es nunca. Es el consuelo del consuelo y la alegría de
la alegría.
Ahora eres com o un niño débil. Necesit as despoj art e de m uchas
cosas. ¡Qué proceso t an doloroso! Te darás cuent a con horror de t us
innum erables fallos. Pero no t e desalient es, las claves no est án en
t rat ado alguno, sino en t i; el cam ino part e de t u m ent e y de t u corazón.
Cuando acabó la disert ación Sri y yo est ábam os m uy cansados. Nos
inst alam os en una m inúscula est ancia, sobre una m ant a.
Aquella noche m e sent ía m ás confundido de cuant o pueda
expresarse. A la m añana siguient e, Sri m e dij o que iba a cam biar
im presiones con Cient o Diez Años sobre el m ent or que m e convendría.
Por la t arde acudim os al t em plo y al anochecer hablam os durant e
m ucho t iem po. Él había depart ido ya con el anciano sobre m í.
—Hernán —m e dij o Sri—, ahora est oy seguro. Nunca hubiese
querido confundirm e. Cient o Diez Años coincide con m i apreciación. Tú
requieres una enseñanza vit al, práct ica, sin abst racciones, que derribe
t u andam iaj e m ent al y lo reorganice con arm onía. Cada buscador,
según su personalidad, e incluso sus karm as y condiciones previas,
t iene que hacerlo de un m odo u ot ro. Si opt a por un sist em a de t rabaj o
equivocado, puede ser fat al. El riesgo exist e siem pre, por supuest o.
Pero creo t ener una idea de qué t e conviene en verdad, si es que
confías en est e t orpe viej o.
Lo m iré con cariño y agradecim ient o.
—Aunque la vida supone una lección const ant e —aseveró el
anciano—, sólo es un suspiro fugaz en la inm ensidad; la m ism a
inm ensidad de hace cien m il o doscient os m il años. Al nacer, la
inm ensidad se lim it a a sí m ism a por el t iem po que dura un parpadeo.
Est a exist encia hum ana no es m ás que una franj a est rechísim a ent re
m iles o m illones de franj as.
—Pero la vida —repliqué— ¿t iene sent ido o es un sinsent ido, un
accident e?
—La vida es lo que es. Los porqué y los para qué son aj enos a ella,
pero form an part e del pensam ient o. Ést e no logra ir m ás allá del
pensador y por ello no vislum bra lo que est á m ás allá de él. Te has
absorbido t ant o en los int errogant es y las ideas que t e has
desconect ado de la frescura de la vida y del aprendizaj e que t iene lugar
en cada m om ent o. Si la vida t iene un sent ido o no, ahora es lo de
m enos. Tendrá el que t ú quieras procurarle. Ha llegado el m om ent o de
cam biar..., si es que t e at reves.
"¿Sabes por qué surgieron las verdaderas escuelas de
aut ot ransform ación? Para crear un foco de energía que ayudara a

88
El Faquir Ramiro A. Calle

despert ar a quienes form aban part e de ellas. Est a es t u oport unidad, t u


celebración. Pero debes ut ilizar la energía conscient e desde t u espacio
de quiet ud inm óvil, desde t u cent ro, y no desde la confusión de la
m ent e hum ana. Vive, despliégat e, sient e la inm ensidad que t e ha
t om ado.”
Sri t rat aba de expresarse con m ucha precisión, sin prisa, para que
yo capt ara perfect am ent e sus palabras y lo que ellas sugerían.
—El ent um ecim ient o psíquico —dij o— es peor que la art rosis. Nos
hace perezosos y negligent es. Tú, com o eres int eligent e y t ienes lo que
los occident ales llam áis cult ura, t e aut oengañas de un m odo que result a
m ás sofist icado y peligroso.
—¿Me est á analizando? —pregunt é risueño.
Sri se echó a reír.
—Se llam a Suresh —m e inform ó al fin—. Se le conoce por Suresh el
Faquir, y t endrás que buscarlo. Él será t u guía.
—¡Un faquir! —exclam é, despect ivo.
—No t e expreses así —m e corrigió Sri—. Un faquir sem idesnudo de
m i país vale m ás que el president e de cualquier em presa del t uyo. No
t e m uest res t an necio; que yo sepa, Suresh no sólo es el m ej or y m ás
celebrado faquir de la I ndia, sino el único que est á conect ado con una
ant iquísim a escuela iniciát ica de faquirism o. Y adem ás, es un excelent e
m ent or..., si quiere acept arse, por supuest o. Su profesión, de cara a los
dem ás, es la de faquir errant e, pero posee enorm es conocim ient os y
t iene part iculares m odos de enseñar.
—¿Es un m aest ro ilum inado? —pregunt é ansioso.
Ya andan por m edio t u im aginación y t us exigencias. Sólo un
ilum inado reconoce a un ilum inado. Así pues, ilum ínat e y lo sabrás.
Hast a nuest ros oídos llegaba el rum or de las aguas del Ganges. Yo
t enía la sensación de hallarm e en el rincón m ás alej ado del m undo.
Est ábam os a casi t res m il quinientos m et ros de alt it ud, con gran
hum edad en el am bient e.
—No necesit as alguien que t e adoct rine con abst racciones
m et afísicas —prosiguió Sri—, sino que t e ponga al desnudo cont ra t i
m ism o. Quizá t e hart es en seguida y vuelvas a t u país. Si decides
seguir siendo un t opo m ezquino y egoíst a, regresa a t u casa. Pero si
t om as la firm e resolución de viaj ar hacia el vacío, persevera en t u
búsqueda. No desaproveches est a oport unidad.
—No lo haré —afirm é—, porque he venido para eso; y t am bién para
eso lo he dej ado t odo.
Hizo un gest o casi despreciat ivo con la m ano.
—Déj at e de t ont erías. Aún no has dej ado nada. Tendrás que
olvidart e de t u ego, de t u am bición, t us act it udes y opiniones. Eso es
abandonar, y no sólo haber dej ado una exist encia de m iseria.
No cont est é. Seguía sus palabras con at ención, evit ando resist irm e
a ellas con conj et uras.
—Volvam os al t em a: Suresh el Faquir. Deberás buscarlo. Lo
encont rarás allí donde haya grandes acont ecim ient os religiosos. Yo
conocía m ucho a su padre; era un gran m aest ro. Tiene alrededor de
cuarent a años. No hay sadhu que no le conozca.

89
El Faquir Ramiro A. Calle

—¿Cóm o le localizaré? —m e lam ent é.


—Pregunt a, indaga y lo encont rarás. Para t odos es un faquir. Pocos
saben que perpet úa las enseñanzas de una de las escuelas iniciát icas
m ás ant iguas. Es buscado por la gent e sencilla, así com o por hom bres
de gran fort una, y t am bién por ex m aharaj ás.
—Pero ¿querrá acept arm e com o discípulo?
—Si est á en t u dest ino, querrá. En su m om ent o lo sabrás. Háblale
de m í y de Cient o Diez Años. Suresh sólo ha t enido m edia docena de
discípulos. Hace años que no acept a a ninguno y nadie lo acom paña. Su
últ im o discípulo, un ruso, se desnucó al caerse del alam bre. El dest ino
es siem pre t an insondable com o inexorable. —Hizo una pausa y
agregó—: Pero a Suresh no le gust an las m edias t int as. Te dará m ucho,
pero t am bién t e exigirá m ucho.
Sus palabras m e est rem ecieron. Not ó en qué dudas m e debat ía.
—¿Qué t ienes que perder? —m e pregunt ó—. ¿O es que añoras t u
vida ant erior?
—¿Tendré la fort una de hallarle?
—Depende de t u anhelo de libert ad int erior.
—¿Qué fue de sus ot ros discípulos?
—Uno de ellos se est ableció en una ashram del sur de la I ndia y
eligió el cam ino de las reglas; ot ro se hizo sadhu errant e; el rest o no
pudo soport ar el adiest ram ient o y t odos abandonaron la búsqueda. La
enseñanza de la escuela que perpet úa Suresh es ardua y exigent e.
Tam bién para él fue m uy difícil el ent renam ient o que le im ponía su
padre.
—¿Era faquir com o él?
—En efect o, pero nunca ej erció públicam ent e. El herm ano pequeño
de Suresh m urió m uy j oven, al envenenarse con m ercurio.
—¿Con m ercurio?
—Sí. Los yoguis y faquires lo ut ilizan con m edida y sabiduría, pero
él t om ó una dosis excesiva. No hay nadie, Hernán, y t ú lo sabes, a
quien no alcance el sufrim ient o. Pero... hay una salida. Sólo puedo
exhort art e a que la halles.

Aunque Sri se negaba a asum ir el papel de m aest ro para m í, yo lo


consideraba com o t al y siem pre lo t endría com o a m i prim er m ent or.
Cuando el inevit able m om ent o de la part ida llegó, un int enso
sent im ient o de soledad y desam paro llenó m i corazón.
Habíam os regresado a Alm ora. Era la est ación de las lluvias y a
m enudo llovía t orrencialm ent e; las nubes parecían agarrarse a los picos
de las m ont añas. En su erm it a, el día en que iba a producirse nuest ra
despedida, m e dij o:
—Conect ado con el vacío, que es la fuent e que t e alim ent a,
cont em plarás los t em ores, las contradicciones, la soledad y el m iedo
com o sim ples evoluciones de la nat uraleza. Desde ese vacío observa sin
dej art e arrebat ar por lo observado; vive plenam ent e sin dej art e
concernir por lo vivido, con la m ent e renovada y el ánim o inocent e.
Salió a despedirm e a la puert a de la erm it a. El vient o him alayo
azot aba nuest ros cuerpos. Me incliné ant e Sri y, a la m anera clásica en

90
El Faquir Ramiro A. Calle

la I ndia, t oqué sus pies en señal de agradecida reverencia. No pude


reprim ir los sollozos. Me ayudó a incorporarm e y m e t om ó ent re sus
ancianos brazos. Una sosegada sonrisa se dibuj aba en sus labios. La
sonrisa del que sabe y acept a. El vient o silbaba ent re el follaj e. Posó su
t ransparent e m irada en la m ía.
—Tú y yo som os olas flot ando en un océano sin lím it es. Nos
desharem os com o ellas y volverem os al océano del que nunca hem os
salido. ¿Hay m ayor unión, m ayor proxim idad? El océano se cont iene a
sí m ism o.
—¿Volveré a verle? —pregunt é em ocionado.
—Me queda m uy poco t iem po —respondió con sorprendent e
cert eza—. El personaj e que yo he represent ado est á list o para salir del
escenario. Morir o vivir m e es indiferent e. Si ot ro erm it año ocupa est e
lugar, que sea para su bien. En los últ im os años he t rat ado de vivir feliz
ent re los infelices y de am ar ent re los que odian. Tal vez no haya
obt enido grandes logros espirit uales, pero en m ucho t iem po no he
dañado a ser vivo alguno. Me he hecho am igo de la nat uraleza en la
que he m orado. Cada día celebro la vida, pero la solt aré con la m ism a
facilidad con que la hoj a se desprende apacible del árbol.
Nos fundim os en un prolongado abrazo. Sent í su cuerpo frágil y
ent rañable. Aunque part í com o había llegado, m is pasos dej aban at rás
a un hom bre bueno.

91
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO OCHO

A nt es de em prender la búsqueda de Suresh el Faquir, decidí viaj ar


hast a Sim la para est ar unos días con el coronel y su niet a. Cogí un
aut obús. La lluvia se había hecho m ás int ensa y la conducción result aba
difícil. El olor de la veget ación era balsám ico y est im ulant e a la vez.
Tras un día de viaj e, llegué a Sim la. Anduve un par de kilóm et ros
baj o la lluvia hast a divisar la m ansión colonial. Calado hast a los huesos
llam é a la puert a. Fue I sabel quien abrió y, al verm e, se abrazó a m í
con alegría y nat uralidad.
—¡Qué sorpresa! —exclam ó—. ¡Me alegra t ant o que hayas venido!
Cogidos de la m ano pasam os al salón. El coronel m e dio ot ro
caluroso abrazo. En ese m om ent o los sent í com o si fueran m i fam ilia.
Nos sent am os y un criado t raj o el t é. Luego Kuldip, el conduct or sikh,
ent ró a saludarm e. Me sent ía m uy a gust o.
Muy locuaz, les hablé de la peregrinación a Gangot ri, de Cient o Diez
Años, de Sri y de m i evolución espirit ual. Luego m e ext endí sobre la
búsqueda que debía llevar a cabo para encont rar a Suresh.
—No t e preocupes, Hernán —dij o I sabel—. En la I ndia, los sadhus
conocen a ot ros sadhus, erm it años, peregrinos y faquires. Pregunt a y t e
responderán. No t e result ará t an difícil encont rarle com o piensas.
¿Cuánt o t iem po pasarás con nosot ros ant es de em prender t u
búsqueda?
—Un par de días —dij e. Luego, dirigiéndom e al coronel, añadí—: Si
no es abusar de su hospit alidad.
—Ust ed puede est ar en est a casa t ant o t iem po com o quiera —
repuso el coronel—. I sabel y yo t eníam os pensado hacer una excursión
a San Jauli m añana, para visit ar a un lam a am igo. ¿Querrá
acom pañarnos?
—Me gust aría m uchísim o —respondí—. Toda est a zona de la I ndia
es ext raordinaria.
Com o había que m adrugar, después de la cena nos ret iram os en
seguida a nuest ras habit aciones. El coronel m e est rechó efusivam ent e
la m ano e I sabel rozó m i m ej illa con sus labios. Saberla en una
habit ación próxim a m e creó un inquiet ant e anhelo; apenas pude
conciliar el sueño. Ant es del alba m e levant é y pract iqué la m edit ación.
El olor de los j azm ines colocados en una m esit a de la habit ación llegaba
hast a m í, y la lluvia cont ra las hoj as de los árboles producía un rum or
t ranquilizant e. Tal com o Sri m e había enseñado, m e ret iré de t odas m is
envolt uras para adent rarm e en m i sensación de ser y así penet rar en el
vacío prim ordial.
Aunque la dist ancia ent re Sim la y San Jauli era de apenas unos

92
El Faquir Ramiro A. Calle

kilóm et ros, el desplazam ient o se hizo largo debido a las dificult ades de
la carret era. I nm ut able, el conduct or sikh sort eaba desprendim ient os,
rocas y lagunas.
San Jauli es un sim pát ico pueblo en la inm ensidad de las m ont añas
que circundan Sim la. Est uvim os depart iendo largo rat o con el lam a, en
cuyo rost ro dest acaban una barbit a punt iaguda y unos oj os
profundam ent e expresivos. Nos habló del poder del m andala com o foco
de energía y de la vía secret a de los m ant ras para conect ar con
realidades de orden superior.
Después de haber t om ado t é con una densa capa de m ant eca de
yak, se despidió de nosot ros obsequiándonos con unos rosarios que
ellos llam an necalas.
Aunque los dos días en com pañía del coronel y su niet a
t ranscurrieron com o un suspiro, ni un solo inst ant e dej é de t ener viva
consciencia de la presencia de I sabel, de sus gest os, m iradas y
palabras. El día de la despedida est aba esperándom e en el porche. El
cielo era com o un espej o azul. El hum o de la chim enea flot aba en el
aire.
—¿No quieres quedart e, Hernán? —m e pregunt ó.
—Todos m is sent idos lo anhelan, I sabel —respondí—. Nada en
verdad im pide que perm anezca aquí, disfrut ando de vuest ra com pañía,
e incluso m edit ando apaciblem ent e; pero he venido a la I ndia a seguir
un cam ino espirit ual que m e ayude a com prender y a recobrar la paz
int erior.
—¿Volverás alguna vez?
—Nunca abandonaría la I ndia sin vert e y despedirm e de vosot ros.
Necesit aba adquirir varios art ículos para m i aseo personal, así que
fuim os j unt os hast a el bazar. Com parado con ot ros bazares, el de Sim la
era lim pio y ordenado, con sus puest os de verduras, gorros, chales de
lana y especias dist ribuidos en varias callej uelas en la falda de la colina.
Después de las com pras fuim os paseando hast a uno de los cerros y
nos sent am os ent re los árboles. Del m odo m ás inesperado, I sabel m e
pregunt ó, con m irada seria.
—¿Por qué hay t ant a insat isfacción en t i?
Y t ú, ¿no sient es t am bién una gran insat isfacción? —repuse algo
m olest o. —Ella guardó silencio—. Sient es t ant a insat isfacción com o yo
—añadí—; t ant a com o cualquier persona que t enga inquiet udes y no
alborot e com o una gallina at olondrada.
—Sí —dij o, esbozando una sonrisa—, pero yo gast o esa
insat isfacción. La ut ilizo a cada m om ent o. Tú la conservas; no t e
desprendes de ella. Necesit as salir fuera de t i m ism o.
—¿Ah, sí? —exclam é, irónico.
—Ahora t e aut odefiendes —aseveró ella—. Cuando uno t rat a de
hablar de t i, siem pre t e colocas t ras un m uro.
—¿A qué viene t odo est o? —pregunt é de m al hum or—. Te queda
m ucho por saber y com prender.
—Sí, claro...
—Tú t am bién sufres —la int errum pí—. No t e hagas la m uj er recia
conm igo porque...

93
El Faquir Ramiro A. Calle

Me echó los brazos al cuello y cubrió m is labios con los suyos. Luego
se apart ó con brusquedad y dij o:
—Te resist es a la verdadera vida, dándole la espalda. No acept as lo
que no hayas planeado prim ero; nada que no t uvieras previam ent e
calculado.
—No es así —prot est é.
—Por supuest o que lo es —insist ió ella—. Necesit as elaborarlo t odo
con la m ent e.
La cogí ent re m is brazos y la besé. Supe ent onces hast a qué punt o
podríam os am arnos, pero lo difícil que result aría conciliar nuest ros
caract eres e inquiet udes.
Nos levant am os y reanudam os nuest ro paseo en silencio,
pensat ivos. Am bos nos dábam os cuent a de que había m uchas cosas
que nos acercaban y ot ras m uchas que nos dist anciaban.
Yo cam inaba cabizbaj o.
—¿Por qué t ienes esa necesidad de encont rar a alguien que t e
enseñe y t e guíe? —pregunt ó, pasados unos segundos.
—¿Me lo reprochas? —dij e, controlando m i ánim o. Y agregué—:
Tam bién t ú t e has inspirado en las enseñanzas de Sri.
—Me ha inspirado, por supuest o, pero siem pre sigo los dict ados que
surgen de m í m ism a.
—Lo que ha surgido de m í m ism o en los últ im os años no ha sido
ot ra cosa que confusión y m alest ar. Por eso creo que debo com enzar m i
búsqueda en Benarés. ¿No es la ciudad m ás sagrada de la I ndia? Allí
conoceré a m uchos sadhus y hom bres sant os, recabaré inform ación y
veré qué sale de t odo ello.
Al despedirnos, m e regaló un chal anaranj ado, com o el que llevan
los renunciant es. Lo t om é com o un m odo de desearm e suert e en m i
difícil búsqueda. Est aba m uy at ract iva baj o el inclem ent e sol de la
m añana. El coronel m e est rechó la m ano e I sabel, sin decir nada, m e
dio un abrazo espont áneo.
Subí al aut om óvil y m e recost é en el asient o t rasero.
—Hoy t enem os un buen día, sir —dij o el conduct or.
Nos pusim os en m archa. Pensé que debería em plear t oda m i
energía en hallar a Suresh, donde quiera que est uviese.
Pero ¿querría acept arm e aquel singular m aest ro que no ej ercía
com o t al?, ¿podría siquiera encont rarle?
Cuando llegam os a Chandigarh, el conduct or m e acom pañó hast a la
puert a de la est ación. Me sum ergí en el t orrent e hum ano, j unt o a las
vías. El t ren iba a part ir en pocos m inut os.
En Nasik se celebraba un gran festival religioso y unos sadhus de
Benarés m e habían dicho que seguram ent e allí encont raría a Suresh.
En las inm ediaciones de Nasik podían verse nut ridos grupos de
peregrinos y devot os que habían acudido hast a allí para asist ir al
fest ival j unt o a las aguas del río Godavari. Com o iban a reunirse varios
m illones de personas, la policía había dispuest o un asom broso
disposit ivo de vigilancia y seguridad. Había gran núm ero de
cam pam ent os de sadhus y peregrinos. Todos los est ablecim ient os
est aban a rebosar, pero al fin encont ré un cuart ucho en la casa de un

94
El Faquir Ramiro A. Calle

t endero, en la part e m ás congest ionada y bulliciosa de la ciudad.


Apenas m e aseé un poco, sin t om arm e un m inut o de descanso, salí
precipit adam ent e hacia los cam pam ent os de los sadhus. Una com pact a
m uchedum bre inundaba t odas las áreas colindant es del río.
"Nasik es, en ciert o m odo —pensé—, una réplica de Benarés en est e
est ado de la I ndia." Fam ilias ent eras habían peregrinado hast a la ciudad
para asist ir al fest ival.
De m is labios salió una sola palabra: Suresh. A sannyasins, sadhus,
erem it as y peregrinos les preguntaba por Suresh. Est aba ansioso y
expect ant e. Quizá ésa fuera m i única oport unidad de hallar a aquel
ext raño personaj e. Durant e horas anduve pregunt ando sin obt ener
result ado alguno. Así t ranscurrió el día, de acá para allá, sum ergido en
el gran hervidero hum ano. Dorm í unas horas y, ant es del alba, m e
levant é y acudí a las proxim idades del río. Mis pesquisas prosiguieron.
Cuando pregunt aba si conocían a Suresh, el Faquir, m uchos decían "sí".
Pero pront o com prendí, con desaliento, que el "sí” de un indio puede
t raducirse por "no", "t al vez", "quizá", "ni sí ni no" o, verdaderam ent e,
"sí".
A m edia m añana, agot ado, m e sent é j unt o al río. Gent es de t odas
las edades iban y venían. A unos m et ros había un sadhu, con una pat a
de palo, fum ando ávidam ent e, sin dej ar de m irarm e con sus oj os
salt ones. Me aproxim é a él y ant es de darle t iem po de decir algo,
im pulsivam ent e puse un puñado de rupias en su m ano.
—Suresh —le urgí—. Condúcem e hast a Suresh. Suresh el Faquir.
El hom bre m e hizo un gest o para que lo siguiera. Coj eando, fue
abriéndom e paso ent re la m uchedum bre, m ient ras pregunt aba a
sadhus, vendedores y desocupados. Pasado un rat o, pareció t om ar una
dirección concret a en lugar de m erodear de aquí para allá haciendo
pregunt as. A lo lej os divisam os una gran explanada y m ucha gent e. El
sadhu m e hizo un gest o con la m ano para que m e dirigiera hacia allí,
dem ost rándom e su int ención de no acom pañarm e. Con el paso
acelerado, sin siquiera despedirm e del sadhu por la ansiedad que m e
em bargaba, m e dirigí hacia la explanada. Me abrí paso ent re la m ult it ud
y al m irar hacia arriba, igual que hacía la gent e allí reunida, vi a un
hom bre que andaba por un alam bre am arrado de uno a ot ro post e a
gran alt ura.
—Por favor, ¿es Suresh? —pregunt é sobresalt ado, com o si el
corazón fuera a salírsem e del pecho.
Nadie m e cont est ó. Todos est aban absort os, com o hipnot izados,
pendient es del funám bulo. La gente lo m iraba con ent usiasm o no
disim ulado y gran nerviosism o. Había espect adores de t odas las
edades.
El funám bulo, con una larga barra en las m anos, iba y venía por el
alam bre. Desde la dist ancia no pude apreciar los rasgos de su rost ro,
pero vi que iba vest ido sólo con un langot i. Tenía un cuerpo delgado,
aunque m usculado y fibroso, casi perfect o.
—Por favor, por favor —supliqué—..., ¿cóm o se llam a el
funám bulo?, ¿cuál es su nom bre?, ¿se llam a Suresh?
La gent e o no m e prest aba at ención o pensaban que yo era un

95
El Faquir Ramiro A. Calle

ext ranj ero loco o se encogían de hom bros. Pregunt é a unos policías,
pero no pude arrancarles ni una palabra. Cuando seguí insist iendo,
algunos m e dij eron que no sabían el nom bre del funám bulo. ¿Cóm o era
posible que nadie m e diera referencias? Me sent í t an im pot ent e com o
un sapo al que se le viene encim a la pat a de un elefant e.
—Por favor, ¿podrían decirm e si se llam a Suresh? —seguí
pregunt ando.
De repent e, una m ano m e agarró del hom bro. Al volverm e m e
encont ré con el rost ro sonrient e y agit anado de un j oven sem idesnudo,
herm osos oj os m uy vivaces y sonrisa expresiva, un poco burlona.
—Sí, es Suresh —dij o—. Ése es Suresh.
Sent í una alegría irreprim ible. Hubiera est rechado a aquel hom bre
cont ra m í y lo hubiera besado. Pero, desconfiado, pregunt é:
—¿Cóm o lo sabe?
—¿Que cóm o lo sé? —Est alló en una carcaj ada sin fin—. Som os
com pet idores —reconoció—. Pero el m uy pícaro est a vez m e ha t om ado
la delant era y se est á llevando t odo el dinero. ¡Será rufián!
—¿Est á seguro de que es él? —insist í.
—Le conozco desde hace varios años —respondió el j oven sin dej ar
de sonreír, y seguram ent e sorprendido por m i int erés hacia el
funám bulo.
—¿Qué es ust ed? —pregunt é—. ¿Por qué lo conoce desde hace
t ant o t iem po?
Volvió a reír a carcaj adas.
—Acróbat a, equilibrist a, t rapecist a, funám bulo, faquir... —dij o
divert ido—. Soy t odo eso y m ás, igual que Suresh. Muchas veces
hem os desayunado j unt os con clavos y crist ales —brom eó.
De nuevo alcé la m irada hacia el hom bre que se paseaba por el
alam bre. Tenía a la concurrencia en un puño, absort a y enfebrecida con
su act uación. De vez en cuando, y con m ucha habilidad, fingía que casi
se caía, enardeciendo al público aún m ás. La gent e silbaba, grit aba,
enm udecía, aplaudía y daba vít ores. Cuando Suresh dio por t erm inado
su núm ero y saludó fanfarrón desde el alam bre, un niñit o fue pasando
ent re el público con una caj a en la m ano para recibir la recom pensa.
La gent e le echó m uchas m onedas. Supuse que había conseguido
una m agra recaudación.
—No va a dej ar nada para m í —se lam ent ó el j oven agit anado, que
seguía a m i lado y que exhalaba una gran sim pat ía.
Cuando vi que Suresh descendía por uno de los m ást iles, m e abrí
paso a codazos ent re la m uchedum bre. Podía perm it írm elo t odo m enos
perderlo. Me sent ía nervioso y desconcert ado. Si no podía darle
alcance, t al vez lo perdería para siem pre. Llegué hast a Suresh y m e
coloqué frent e a él, cerrándole el paso.
—Necesit o hablar con ust ed —dij e—. Es sum am ent e im port ant e.
Me m iró sin ext rañeza, con nat uralidad.
—¿Tan im port ant e es? Ahora hablarem os.
La gent e se arrem olinaba j unt o a él y m uchos querían t ocarlo,
palm earle la espalda, pregunt arle cosas o, sim plem ent e, verle de cerca.
Por m i part e aproveché la ocasión para observarle con m ás

96
El Faquir Ramiro A. Calle

det enim ient o. Tenía el cabello negro y ensort ij ado; en su oscuro rost ro
dest acaban los oj os, de un color am barino y m irada profunda y
penet rant e. Aunque de pecho abult ado y fuert e y cuerpo fibroso y
m usculado, se le veía m uy delgado. Una sem isonrisa persist ía en sus
labios y la expresión de sus oj os era viva y sim pát ica. Desprendía una
sensación de cont ent o y serenidad.
—Venga conm igo —m e indicó con am abilidad no fingida.
Me result ó difícil seguirle ent re el enorm e gent ío. At ravesam os
algunas callej uelas at est adas de vendedores, sadhus y peregrinos y nos
dirigim os hacia las afueras de la ciudad, donde había un gran
cam pam ent o con t iendas. Suresh se det uvo ant e una de ellas y, con un
cordial gest o de la m ano, m e indicó que pasara yo prim ero. En ese
m om ent o com prendí que era una persona de exquisit os m odales, lo
que cont rast aba no poco con su profesión de faquir. El niño que había
recogido la recaudación y nos había seguido a cort a dist ancia se det uvo
en la ent rada de la t ienda. Suresh cogió la caj a con la recaudación y le
dio un buen puñado de m onedas al pequeño; ést e, m uy cont ent o, se
alej ó corriendo.
Nos sent am os en el suelo, sobre una raída alfom bra. Sin m ediar
palabra, el hom bre preparó t é para am bos y con abiert a fam iliaridad se
sent ó a m i lado, m e dio un cariñoso cachet e en un m uslo y clavó su
m irada en m is oj os. Los suyos disponían de un lenguaj e propio e
inexpresable, pero en ellos había algo inquiet ant e y m ucho de paz
inefable.
—Est a t arde, al anochecer, act uaré ot ra vez. Pero he pedido que
suban el alam bre m ucho m ás. A la gent e le gust a el riesgo aj eno y
adm iran a quienes hacen lo que ellos no se deciden a hacer. Bien, ust ed
t enía algo m uy im port ant e que decirm e, ¿no es así?
No sé si hubo un t ono de ironía en su voz, pero t odo lo que est aba
sucediendo m e parecía absurdo e irreal. Yo, un occident al cult o,
sofist icado y t ecnificado, m e encont raba en una sórdida t ienda de
cam paña, sent ado en el suelo frent e a un faquir sem idesnudo,
dispuest o a solicit arle —y si fuera necesario a suplicarle— que fuera m i
m ent or... Casi no podía creerlo, y m enos pensar que eso m e est aba
sucediendo a m í, una m ent e lógica y calculadora. Tenía t ant as dudas
que m e sent ía incapaz de despegar los labios para hablar, pero m e
arm é de valor.
—He pasado algunas sem anas con Sri —dij e—, en Alm ora. Tam bién
he conocido a Cient o Diez Años. Am bos han convenido que ust ed podría
ser el m aest ro idóneo para m í.
Casi no había t erm inado de expresarm e cuando una sonora
carcaj ada resonó en la t ienda. Su reacción fue t an inesperada que m e
quedé est upefact o. Él no paraba de reír sin recat o alguno, y lo hacía de
t al form a que, evident em ent e m olest o, m e levant é para m archarm e.
—Vuelva a sent arse —dij o en lo que fue casi una orden—. Y no sea
t an neciam ent e suscept ible. Ahora, dígam e: ¿por qué iba yo a ser su
m aest ro? Y m e urgió—: Dém e una razón de peso. ¡Una razón de peso!
Me paralicé cuando nuest ras m iradas se encont raron. La suya
parecía ent rar hast a lo m ás ínt im o y profundo de m í.

97
El Faquir Ramiro A. Calle

Com o yo no respondía, insist ió con ciert a sequedad:


—¿Por qué debo yo cargar con el fardo de su búsqueda? ¿Acaso no
se t rat a de su búsqueda? —No hubo brusquedad en sus palabras, y la
sem isonrisa persist ía en sus labios—. Yo voy a m i libre albedrío. Soy un
sim ple faquir que se gana la vida com o puede. Nadie depende de m í y
yo dependo sólo de las lim osnas de m is espect adores. Siem pre m e
sirvo de la ayuda de un niño para hacer la recaudación, luego le doy un
puñado de m onedas y vuelvo a est ar solo. El m undo es m i t ierra; el
cielo, m i t echo y el suelo, m i cam a. Soy libre com o el vient o. Tengo
t odo cuant o quiero, porque lo m ás herm oso del m undo es grat uit o.
—Déj em e al m enos que yo pase la caj a ent re los espect adores —
dij e vacilant e—. No le im port unaré.
Guardó silencio. De una caj a cogió un puñado de una past a blanca y
se frot ó con ella las m anos, el cuello, el t orso y las piernas.
—O sea, que viene ust ed hast a aquí, se plant a delant e de m í y m e
dice que Sri y Cient o Diez Años han convenido que yo sería un m ent or
idóneo para ust ed. Muy bien, m uy bien —dij o ent re burlón y
afect uoso—... Pero ust ed cont inúa ahí, com o si est uviera m udo, sin
darm e una sola razón de peso para que m e conviert a en su m aest ro.
Sigue sin decirm e qué espera exact am ent e de m í. Yo no puedo
liberarm e por ust ed. No soy de esos guías espirit uales que se j act an
diciendo que ellos t om an sobre sí el peso del discípulo. Cuando decido
t ener un discípulo ( digám oslo así en t érm inos convencionales) lo hago
para que en la m edida que yo le ayude, él t am bién m e ayude.
Se le veía una persona cult a y refinada, lo que cont rast aba con su
oficio de feriant e.
—Mi vida es un infierno —solt é de golpe pero sin dram at izar, casi
com o si m e refiriera a ot ra persona.
—La vida de la m ayoría de los seres hum anos es un infierno —
replicó—. El infierno com ienza en la m ent e; es un est ado de
consciencia. Y unas personas arroj an su infierno personal cont ra las
ot ras. Pero ¿qué espera en realidad de m í? Dígam elo sin am bages. Si
yo le t om o com o discípulo, desde luego no voy a ponerle las cosas
fáciles. No creo en esos m aest ros que derrochan consuelo hacia sus
discípulos. Para m í, t odo eso son pat rañas.
—Enséñem e a procurarm e paz a m í m ism o —dij e—. Muést rem e la
vía hacia la arm onía; la senda hacia m i espacio de quiet ud. Sólo volveré
a m i país si logro esa paz int erna que t ant o necesit o.
Se dio a sí m ism o una friega por t odo el cuerpo e hizo algunos
ej ercicios de est iram ient o y elast icidad.
—Est a noche hablarem os con m ás calm a —dij o—. Ahora necesit o
descansar. Le explicaré cóm o funcionam os nosot ros.
Deduj e que al decir "nosot ros" se refería a los de su linaj e espirit ual,
a la escuela de la cual form aba part e.
Durant e horas deam bulé por la ciudad. Paseé ent re los cam pos de
sadhus, asist í a los t em plos, t om é algunos alim ent os y m e sent é a
m edit ar j unt o al río. Las dudas m e invadían, la soledad, la
incert idum bre y la preocupación m e acosaban.
A la hora convenida regresé a la t ienda de Suresh. Cuando ent ré lo

98
El Faquir Ramiro A. Calle

hallé t endido en el suelo, en un est ado de profunda relaj ación. Al cabo


de unos m inut os respiró varias veces a pleno pulm ón, sonoram ent e.
Hizo unos cuant os m ovim ient os bruscos con la cabeza, sacudió los
brazos, giró los oj os en sus cuencas y se levant ó de un salt o, con
sorprendent e agilidad, y sin ayuda de las m anos. Luego m e m iró
sonrient e.
—¿Ha est ado curioseando por ahí? —pregunt ó.
—Así es.
Sacó leche de una t inaj a y la bebió con fruición.
—¿Quiere probarla? —inquirió con am abilidad.
—Ahora no.
—Es leche de búfala. Me cae bien al est óm ago. ¿Vio el espect áculo
est a m añana?
Asent í con la cabeza. Él guardó silencio y abrió una lat a de donde
sacó una especie de cera oscura con la que se em badurnó el t orso y
que despedía olor a eucalipt o. Luego se frot ó las plant as de los pies, y
pude apreciar que las t enía duras com o el espart o. Me fij é m ás en su
cuerpo, t an fibroso que en él hubiera sido posible est udiar t odos los
m úsculos y t endones.
—Se est á celebrando un m ela, un fest ival religioso m uy im port ant e
—m e explicó m ient ras hacía algunos ej ercicios de calent am ient o—. Est a
m añana t rabaj é con barra, com o ust ed habrá vist o, pero ahora no m e
serviré de ella. Y eso que a m ayor alt ura la barra sirve de m ás ayuda.
—¿Cuál es la diferencia? —pregunté—. Confieso que no sé nada de
equilibrios sobre el alam bre.
—Sin la barra, t odo el equilibrio debe hacerse con la ayuda de los
brazos. Con la barra, en cam bio, uno se sient e m ás seguro y la m ism a
barra proporciona m ayor equilibrio cuant o m ás larga y pesada es. La
gent e piensa lo cont rario y cree, erróneam ent e, que la barra com plica
las cosas. Y si uno t odavía quiere sent irse m ás seguro, debe poner
sendas pesas en los ext rem os de la barra.
Hizo una pausa y m ient ras se cam biaba de t aparrabos, añadió:
—Si ust ed va a perm anecer un t iem po conm igo, necesit ará
aprender m uchas cosas sobre el funam bulism o.
Me quedé at ónit o. ¿Para qué necesit aba yo aprender m uchas cosas
sobre eso? Aquello m e pareció absurdo.
—La vida es un alam bre —dij o, com o si hubiera int uido m is dudas—
que t iene una ext ensión de sesent a o set ent a años, o lo que fuere. Hay
que ser un diest ro funám bulo en el alam bre de la vida. Ést e nos ofrece
una fict icia sensación de seguridad y llegam os a creer que no t iene fin.
Cuando el alam bre t erm ina, la vida acaba. Ent onces nos precipit am os
en el Gran Vacío.
—No lo había vist o nunca de ese m odo —reconocí sorprendido.
—Un t raspiés —dij o—, y uno se precipit a en el abism o. Espero no
darlo hoy, precisam ent e. —Se echó a reír divert ido, com o si t uviera una
enorm e confianza en sí m ism o o la vida no le im port ara dem asiado.
—¿Ha t enido m uchos accident es? —pregunt é.
—No m e queda un hueso sano —respondió con nat uralidad, pero fui
incapaz de percibir si lo decía en brom a o en serio.

99
El Faquir Ramiro A. Calle

Se presionó las sienes durant e unos inst ant es.


—La vida es im previsible —dij o después—. Est á llena de accident es
que hay que saber afront ar. —Hizo algunas flexiones y com ent ó—: El
alam bre de la vida es el que nos perm it e desarrollar la acción diest ra.
La acción diest ra va reorganizando la m ent e, del m ism o m odo que una
m ent e arm oniosa desencadena acciones lúcidas. Hay m aest ros que
insist en en cult ivar la m ent e para llegar a la acción diest ra, y ot ros
insist en en la acción diest ra para cult ivar la m ent e clara m ediant e la
m ism a. De hecho, no hay diferencia.
Se ciñó a los riñones una correa m uy ancha. Aunque no dej aba de
hablarm e, procedía en t odo m om ent o con gran cuidado y precisión. Sus
m ovim ient os eran lent os pero no pesados. Se le not aba siem pre m uy
aut oconscient e.
—La vida es un alam bre, sí —afirm ó t aj ant e—. Si eres aprensivo, t e
caes; si t e m uest ras dem asiado desprevenido y osado, t am bién. Si
dist raes la at ención, t odo est á perdido. Si el m iedo t e gana y t e
paraliza, la vida pierde su brillo y el ánim o se m archit a. Del m ism o
m odo que un buen funám bulo cam ina sobre el alam bre con sum a
at ención y t rat a a cada m om ent o de conservar el equilibrio, así hay que
pasar por la vida.
Me m iró esperando algún com ent ario por m i part e.
—Nos vam os —dij o de repent e ant e m i silencio.
El niño nos esperaba en la puert a. Suresh le hizo una caricia y le
dij o:
Vam os a conseguir que nos llenen la caj a de m onedas, am iguit o.
Haz bien t u oficio que yo haré bien el m ío.
Había un olor húm edo, sofocant e y opresivo. Cam inam os hast a la
explanada donde el alam bre había sido colocado a una sobrecogedora
alt ura, ent re dos elevadísim os m ást iles.
Los organizadores eran dos hom brecillos insignificant es, m al
vest idos a la occident al, de edad indefinida. Consult aron algo a Suresh.
Se veía claram ent e que no lo t rataban com o a un sim ple faquir, sino
que le respet aban. Era de suponer que a cam bio de la organización les
daría un buen pellizco de lo recaudado.
Suresh se acercó a m í.
—Si decido que t e quedes conm igo —m e susurró al oído—, t e
enseñaré a cult ivar la act it ud que uno necesit a m ant ener cuando anda
sobre el alam bre, para luego t rasladar esa act it ud a la vida cot idiana.
Todo lo que sé lo he aprendido en el alam bre. Pero —añadió
sonriendo— es m ás fácil cam inar por el alam bre de acero que andar por
el invisible alam bre de la vida.
Su espont ánea confidencia m e sorprendió bast ant e. La gent e había
com enzado a im pacient arse. Est aba deseosa de ver act uar ot ra vez al
faquir m ás célebre de la I ndia. Muchas personas em pezaron a silbar,
dar palm as y vociferar. Los labios de Suresh m urm uraron algunas
palabras. Deduj e que sería una plegaria o un m ant ra. Luego, con
agilidad increíble —t enía la vit alidad y m ovilidad de un chiquillo de
quince años—, t repó por uno de los m ást iles hast a alcanzar una
m inúscula plat aform a a un ext rem o del alam bre. Ant e un público

100
El Faquir Ramiro A. Calle

expect ant e cam inó de frent e y de espaldas sobre el alam bre, con los
pies desnudos, ut ilizando diest ram ent e los brazos una y ot ra vez para
m ant ener el equilibrio. Con asom brosa facilidad giraba sobre el alam bre
o levant aba un pie y provocaba m ovim ient os de aparent e inest abilidad
para despert ar el t em or y aum ent ar la t ensión en el público. Y a decir
verdad, lo conseguía. En cada m om ent o de su act uación sabía cóm o
proceder para enardecer m ás a los espect adores. Fue aclam ado con
int ensidad cuando acabó su exhibición. La gent e del cam po est aba
com o hechizada, sin poder dar crédit o a lo que veía.
Cuando descendió, Suresh se dej ó abrazar y felicit ar por t odos, de
buen t alant e, encant ado ent re su público, sin ningún signo de
arrogancia. De repent e se dirigió a m í.
Acom páñam e —dij o.
Le seguí. Mi m ent e era un t orbellino de confusión. Me había
convert ido en el acom pañant e de un funám bulo de feria, yendo de acá
para allá. Anduvim os por unas sucias callej uelas hast a llegar delant e de
una casucha sem iderruida. Ent ram os.
En una sórdida y húm eda habit ación nos encont ram os con una
m uj er y cuat ro niños de cort a edad. Ella parecía enferm a y en su rost ro
había una palidez cadavérica. Aunque los pequeños iban pobrem ent e
vest idos, se les veía m uy cont ent os. La m uj er, haciendo un gran
esfuerzo y com o si no pudiera ni arrast rar los pies, puso ant e nosot ros
sendos vasos de agua y unos dulces con m oscas. Los niños em pezaron
a colgarse de Suresh, j ugando con él m uy alegres. Not é que le t enían
gran afect o. De súbit o, Suresh cogió part e del dinero recaudado y se lo
dio a la m uj er. Ést a em pezó a gem ir em ocionada, em peñándose en
besar las m anos del faquir, pero él no se lo perm it ió, y siguió dej ándose
zarandear por los niños. Me hizo una señal.
—Vám onos —dij o.
Una vaca nos cerraba el paso. Las aguas fecales discurrían por la
callej uela. Olía a excrem ent os. El cielo est aba m uy cubiert o y la
hum edad era com o una nube asfixiant e. Nos cruzam os con un anciano
que, al vernos, t endió una m ano t rém ula y susurró algunas palabras
inint eligibles. Suresh le llenó la m ano de m onedas. Le observé con
curiosidad.
—Hay que saber solt ar —m e dij o sin m irarm e.
¿Se refería al dinero que había dado a la m uj er?, m e pregunt é. Pero
guardé silencio.
—Saber solt ar. Si no levant as los pies del alam bre que pisas, si no
t e suelt as, ¿cóm o seguirás avanzando por él? La vida consist e en t om ar
y solt ar, coger y afloj ar. Tenem os que aprender a est renar cada
inst ant e. Ni siquiera a la senda del m edio hay que aferrarse. ¡Cuánt o
m enos a los ext rem os! Llegará un día en que t endrem os que solt ar
incluso el cuerpo.
Espont áneam ent e nuest ro t rat o se había hecho m ás ínt im o y
fam iliar. De repent e fue com o si nos conociéram os desde hacía m ucho
t iem po. Ésa fue m i sensación.
—¿No t e hace daño el alam bre al pisarlo descalzo? —pregunt é.
—Ya no —respondió—. Al principio result aba doloroso, pero hay que

101
El Faquir Ramiro A. Calle

aprender a superar lo que engendra sufrim ient o y m ant enerse por


encim a o apart e del m ism o.
—¿Por encim a o apart e? —pregunt é ext rañado.
—Así es. Uno sient e que le duele, pero hay que hacer abst racción,
salir de uno m ism o.
—¿Qué pensam ient os pasan por t u m ent e cuando est ás act uando?
Me m iró de una m anera que int erpret é com o despect iva, y m e sent í
m uy incóm odo y ridículo.
—Si piensas, t e dest ripas —dij o con cont undencia, recalcando las
palabras—. Me lim it o a act uar sin reacciones de ningún t ipo. Act úo por
am or a la act uación, com o t enem os que hacer en la vida: act uar por
am or a la obra, vivir sin reacciones inút iles. Ej ecut o la acción
diest ram ent e, libre de t odo pensam ient o que int erfiera, sin ligarm e a
nada, sin pasado y sin fut uro. Confío en el alam bre, que en ese
m om ent o es la vida. En cualquier inst ant e puede rom perse, lo sé, o
m overse, t am bién lo sé, pero si eso ocurre, ya procederé en la urgencia
de la sit uación.
“ La m ayoría de la gent e se pasa la vida reaccionando y eso result a
feo y est éril. Exigen seguridad excesiva; no saben acept ar la
inseguridad y t em en el desafío de la vida. Así se anquilosan, se
pet rifican, y si el alam bre que es la vida se m ueve en ese m om ent o, se
precipit an irrem isiblem ent e en el abism o, porque est aban est ablecidos
en una precaria y falsa seguridad.”
Me conduj o por diversas callej uelas y desem bocam os en un t em plo,
en cuyo pat io había sent ados gran cant idad de sannyasins, envuelt os
en la t única naranj a.
—Tengo que ver a un am igo —dij o.
Un anciano, con part e del rost ro com ido por la lepra, oraba en un
rincón del sant uario, en la sem ipenum bra. Suresh lo abrazó, y besó el
carcom ido rost ro. Luego le ent regó un buen puñado de m onedas y el
hom bre em pezó a m usit ar palabras de agradecim ient o. Cuando
salim os, m e dij o Suresh:
—Morirá pront o. El alam bre de su vida se est á acabando.
Nos param os en un pequeño restaurant e y nos sent am os sobre
unos caj ones que, a m odo de sillas, había en su lúgubre int erior. Olía
francam ent e m al.
—La m ayoría de los seres hum anos pasan por el alam bre —dij o
Suresh— con la consciencia dorm ida o sem idorm ida, m ecánicam ent e.
No t om an el alam bre, sino que ést e los t om a a ellos. No son
funám bulos, sino sonám bulos.
Le escuchaba con at ención, a fin de no perderm e ni un solo
com ent ario de aquel hom bre t an singular.
—¿Qué quieres cenar? —pregunt ó.
—Arroz. Nada m ás.
Encargó arroz, chapat is y diversas verduras.
—Cuando ando por el alam bre perm anezco arraigado en m í m ism o.
No pienso, no reflexiono, sólo act úo. Pero no lo hago desde m i ego
t em eroso, sino desde m i energía cósm ica.
—No lo ent iendo.

102
El Faquir Ramiro A. Calle

La sem isonrisa que siem pre esbozaba se hizo m ás pronunciada.


—No es algo para ent ender —dij o—, sino para sent ir.
Saboreó la com ida con gran deleit e, disfrut ando de ella.
—He conocido a ot ro funám bulo —com ent é—. Él m e indicó que
ust ed era Suresh.
—¡El pícaro de Salim ! —exclam ó, y luego se echó a reír a
carcaj adas—. Hem os pasado buenos m om ent os j unt os. Tiene un t ruco
excelent e para sim ular la levit ación. Es un buen t ipo. Nos llevam os
bien. Yo soy hindú de nacim ient o y él m usulm án, pero som os com o
herm anos.
Se chupó los dedos de la m ano derecha, con la que com ía.
Me m iró int ensam ent e, com o si quisiera penet rar hast a el núcleo de
m i ser. Nunca había vist o una m irada com o la suya.
—O sea, que t u vida es un infierno, ¿no?
En ese m om ent o su com ent ario m e desconcert ó por lo inesperado.
—Un infierno —acept é lacónico.
—Hay que aprender a bailar con la ola, ¿lo sabías? Es necesario
deslizarse en arm onía con los procesos. No podem os frenar la vida ni
m ut ilarla; sería com o si alguien sabot eara m i alam bre, cort ándolo. Es
at roz cort ar el alam bre de la vida de ot ros, verdaderam ent e at roz.
Tam bién lo es no aprovechar el propio alam bre.
—Me cont aron que uno de sus discípulos se m at ó —com ent é.
—No los llam es discípulos —m e corrigió casi con acrit ud—. Yo no
t engo discípulos. No enseño, no guío, no dirij o. Eso queda para los
gurus. Yo com part o experiencias con m is com pañeros espirit uales.
Pedro, por negligencia suya, no pudo acabar de pasar el alam bre de su
vida.
—¿Qué sucedió?
—Algún espect ador lo vit oreó. Él m iró donde no debía y la vida le
echó de su t erreno. Cuando quiso agarrarse al alam bre, su cuerpo no le
obedeció, se ladeó y el alam bre le seccionó la yugular. Fue una m uert e
inst ant ánea. Tam bién yo he com et ido negligencias que podrían
haberm e cost ado la vida. La negligencia nos em bot a, sea pasando
sobre el alam bre de acero, sea cam inando por el alam bre de la vida. La
negligencia conduce a la m uert e..., al m enos a la m uert e espirit ual, que
es la peor de t odas.
—¿Qué ent iendes por negligencia? —pregunt é.
—Falt a de at ención —respondió con convicción.
Le m iré en silencio, esperando que se ext endiera un poco m ás a
propósit o de m i pregunt a.
—Buda cont aba una hist oria a sus discípulos. Nadie ha llegado a
desarrollar t ant o la at ención com o Buda. Yo diría que, con t oda
probabilidad, es el hom bre m ás atent o con quien ha cont ado la
hum anidad. Pues bien, él refería la siguient e hist oria a sus discípulos:
Un preso debía ser t rasladado de la prisión en que se encont raba a ot ra.
Para ir de un lugar al ot ro t enía que pasar por un pueblo. Sobre la
cabeza le pusieron una olla llena hast a el borde de aceit e, y le seguía
un guardián con una espada. Si derram aba una sola got a de aceit e, el
guardián le cort aría la cabeza. Y he aquí que, cuando el preso

103
El Faquir Ramiro A. Calle

at ravesaba el pueblo, ent raron en ést e gran núm ero de bellísim as y


j óvenes bailarinas. La pregunt a es: ¿perdería el preso la concent ración,
ladearía la cabeza para m irar a las m uj eres, derram ando así el aceit e,
con lo cual perdería en el act o la vida?
Hizo una pausa. La gent e hablaba anim adam ent e en el local. Tal
vez el indio es el único pueblo en est e planet a m ás escandaloso que el
lat ino.
—Bast a de cháchara —dij o Suresh.
Salim os del rest aurant e. A pesar de que era noche cerrada, había
m ucha gent e por la calle y nos fundim os con la m uchedum bre. El calor
era m uy int enso y los cuerpos est aban sudorosos. A lo lej os oí el
est allido de unos fuegos art ificiales. Un perro aullaba despavorido. Olía
a aceit e refrit o. Cam inam os sin prisa hast a la t ienda. Cuando llegam os,
Suresh encendió un candil. Luego clavó sus expresivos oj os en los m íos
y sent í una especie de incont rolable escalofrío. El dest ino quería que yo
est uviera allí, sent ado j unt o a un faquir, en una de las ciudades m ás
sant as de la I ndia y con una m ent e cuyas est ruct uras a m enudo
am enazaban derret irse com o la cera de una vela. De pront o dij o:
—Me pareces una buena persona. Pero m e pregunt o si no harás
t odo est o por divert ir a t u aburrido ego o por evadirt e.
—No t e culpo —dij e con hum ildad—. Yo no dej o de hacerm e
pregunt as sobre m í m ism o. Creo que cada vez est oy m ás desorient ado.
—Pues lo que debes pregunt art e es quién es el que se hace
pregunt as. El buen cazador no dispara cont ra la som bra del t igre, sino
cont ra ést e. I nt errógat e m ás por el que pregunt a. Ningún hom bre
int eligent e t rat aría de lavar con sangre m anchas de sangre, pero m e
t em o que t ú lo harías.
No dij e nada. Fij é la m irada en la luz del candil. Se había hecho un
silencio reconfort ant e.
—Te hablaré sobre los faquires de la ant igüedad —añadió—. Eran
resist ent es com o rinoceront es, percept ivos com o leopardos y sagaces
com o águilas. Por ello, algunos fueron incluso ut ilizados com o espías,
dest inados a m isiones secret as m uy especiales o habilit ados para
recuperar secret os celosam ent e guardados. Dest acaban por su severo
aut ocont rol, su ent ereza a prueba de t odo, su habilidad y su capacidad
para arrost rar im pávidos los peores peligros. Los verdaderos faquires
ut ilizaban t écnicas de yoga, disponían de su propia m et afísica y siem pre
exhibían un adm irable t alant e im pert urbable.
“ En las escuelas de faquires, ést os se som et ían a una especie de
noviciado y se preparaban m uy exhaust ivam ent e. Era una senda difícil
y que exigía un riguroso dom inio sobre la m ent e y el cuerpo. Muchos
desist ían, ot ros eran rechazados, otros incluso enferm aban o m orían.”
Hizo una pausa y espabiló el candil. Hablaba pausadam ent e, con
plena consciencia de lo que decía. No t ardé en descubrir que, a
diferencia de la m ayoría de los seres hum anos, ej ercía una especial
vigilancia sobre sus palabras y act os.
—Pero inexorable y paulat inam ent e, el faquirism o se fue
degradando —prosiguió—. Ant es el faquir era digno, orgulloso, prest o,
leal, y en los dist int os reinos se le valoraba por su arroj o, su fidelidad,

104
El Faquir Ramiro A. Calle

su aut odom inio y la pureza de su conduct a. Seguían un adiest ram ient o


físico y m ent al de gran alcance, y podían llegar a ingerir veneno y
expulsarlo a los pocos m inut os por el ano sin el m enor peligro para su
vida; a cort arse una art eria e int errum pir de inm ediat o la circulación de
la sangre; a som et erse a prolongados ayunos; a hacerse sum am ent e
resist ent es al frío elevando la t em perat ura de su cuerpo; a correr en
est ado de t rance largas dist ancias sin fat igarse; a soport ar
est oicam ent e t ort uras sin que se les pudiera arrancar una sola palabra;
a t enderse, im pasibles, sobre espinos.
“ Eran los grandes m aest ros de la m ent e y del cuerpo. Algunos
t ransm it ían t al aplom o que con su sola presencia am ansaban a las m ás
fieras alim añas. Tam bién conocían los m ist erios, leyes y aplicaciones de
la bot ánica ocult a. Sabían qué dosis de m ercurio necesit aban t om ar
para revit alizarse. Algunos nunca se casaban ni form aban una fam ilia.
“ El faquir est aba conect ado con lo I nvisible y ut ilizaba la energía de
lo I nefable. No sent ía apego alguno por su cuerpo, aunque sabía
arm onizar t odas sus energías y regular sus funciones orgánicas. Era
iniciado en la ciencia secret a del adiest ram ient o psicosom át ico. El
cont rol sobre el cuerpo le conducía al dom inio sobre la m ent e. Su
volunt ad era inquebrant able y su t esón insuperable. Del absolut o
ext raía las pot encias necesarias para poder const it uirse en el verdadero
dueño de sí m ism o.
"Sus proezas físicas requerían una m ent alización especial. Eran
frugales con la com ida, dorm ían lo j ust o y t ransform aban su energía
sem inal. Por lo dem ás, siem pre t enían a su alcance la gran reserva de
energía cósm ica. Tam bién se adiest raban sensorialm ent e, a fin de
m ej orar el oído, la vist a, el olfat o y el t act o, incluso el gust o, para ser
capaces de det ect ar con el paladar sust ancias m uy diversas. Gracias a
ello algunos ident ificaron alim ent os envenenados, salvando así la vida.”
Hubo unos m om ent os de silencio. Yo escuchaba sus palabras con
at ención e int erés crecient es. Aquel hom bre era un enigm a para m í. Y
m e inquiet aba el hecho de que nunca se borrara la sem isonrisa de sus
labios.
—El m aest ro enseñaba innum erables ej ercicios y m ét odos al
aprendiz. Se dice que había faquires que aum ent aban o dism inuían su
peso a volunt ad o incluso m odificaban su m orfología; ot ros leían el
pensam ient o o int ercam biaban con ot ro faquir la consciencia
t em poralm ent e; los había que podían m orir a volunt ad y reabsorber la
m at eria del cuerpo, sin que a los pocos m inut os quedara rast ro del
m ism o, o bien ent rar en la m ent e de un m oribundo para auxiliarle...
Suresh se int errum pió al captar la expresión de asom bro e
incredulidad de m i rost ro.
—Lo que t ú creas o no creas no cam bia los hechos —dij o t aj ant e,
para añadir—: El hecho es que el faquir era una figura not able. Pero las
buenas escuelas de faquires se fueron perdiendo, y ést os se quedaron
solos y aislados. Nadie enseñaba las verdaderas t écnicas. Se
desconect aron poco a poco del conocim ient o original. No obst ant e,
t enían que sobrevivir. Ent onces com enzaron a recurrir a t rucos y
art im añas m uy diversos, degradándose de t al form a que casi t odos

105
El Faquir Ramiro A. Calle

t erm inaron convirt iéndose en seudofaquires. Hoy la gent e los t rat a con
desprecio. Los hay que, por t radición, conocen algunos m ét odos fiables
y los ponen en práct ica, incluso a m enudo sin saber por qué funcionan.
Sin em bargo, el verdadero faquir se curt ía con t odo t ipo de pruebas
difíciles.
—¿Qué queda de aquellos faquires? —pregunt é.
—No vayas t an de prisa —repuso—. Cuando uno no cont rola su
im paciencia, el alam bre lo arroj a al vacío. Tom a buena not a de ello.
Todo fluye paso a paso.
La lluvia golpeaba cont ra la lona de la t ienda. El olor de la t ierra
m oj ada suponía un alivio, pues el calor era int enso.
—El ant iguo faquir —prosiguió Suresh— se plant eaba t oda clase de
dificult ades para poner a prueba su t alant e im pasible. El m aest ro
t am bién se m ost raba m uy severo con el aprendiz. Era necesario que
ést e se fort aleciera y que aprendiese a absorber la fuerza del Universo.
Por ot ra part e, aprendía a dist anciarse de su cuerpo; así, aunque
sint iera dolor, no dem ost raba su sufrim ient o. El dolor no era ot ra cosa
que dolor. Con la fuerza de la m ent e, podía aislarse de su envolt ura
carnal y, m ás aún, ret irar la energía de algún m iem bro o part e de su
cuerpo para insensibilizarlo. Sin em bargo, un faquir no es un ascet a,
penit ent e ni nada de eso. Ment alm ent e, con m ét odos que inducían el
t rance, podía sum ergirse en el éter y t om ar de él nueva energía,
int repidez y una sensación de unidad con el cosm os.
—Pero ¿por qué se fueron ext inguiendo los verdaderos faquires? —
pregunt é int rigado.
—Ya t e lo he dicho, lo que pasa es que no prest as at ención. Dej a de
parlot ear m ent alm ent e cont igo m ism o y escucha. Espirit ualm ent e,
nuest ro país —dij o con énfasis— era el m ás rico del m undo. Pero t odo
se ha degradado en la I ndia. Tam bién aquí, o incluso aquí m ás que en
ot ros países, est am os t ocados por el signo de Kali- yuga. La ciencia y
art e del faquir fueron eclipsándose hast a casi ext inguirse. Los m aest ros
no dej aban ot ros m aest ros; los aprendices no t enían con quien
aprender; las escuelas fueron desapareciendo. Había faquires porque
aprendían el oficio del padre, de otro faquir o eran aut odidact as. Los
faquires de ant año eran com o una orden iniciát ica, m uy seria, m uy
disciplinada. Est á en el signo de Kali- yuga que t odo degenere.
Su rost ro se ensom breció ligeram ent e y un dest ello de t rist eza pasó
por su viva m irada. No obst ant e, siguió hablando.
—Las ant iguas escuelas enseñaban un buen núm ero de m ét odos
para disociarse del cuerpo y de la m ent e y sum ergir el ser en el Ser.
Pero se corrían grandes riesgos. La vida del faquir era m uy peligrosa,
m as el verdadero faquir había desarrollado la sant a indiferencia, t ant o
con respect o a la vida com o a la m uert e. Algunos enloquecían y ot ros
se suicidaban. No era una senda para t odos. El verdadero faquir
siem pre est aba poniéndose a prueba; se em peñaba en ir m ás allá de
sus lím it es y sobrepasar su condición hum ana. Algunos hallaban la
m uert e en el int ent o.
"Al irse ext inguiendo los grandes m aest ros y desaparecer las
escuelas, los faquires no sabían dónde hallar refugio, ni ayuda. Tenían

106
El Faquir Ramiro A. Calle

que sobrevivir. Ent onces em pezaron a prost it uirse. Los aut ént icos
confiaban siem pre en el Alm a Suprem a y asum ían el dest ino que les
deparase. Sabían que no hay garant ía de seguridad para nada y que la
propia vida pende de un frágil hilo. El ser hum ano es un reflej o de la
Consciencia Pura. Cuando uno disuelve su ego en la Consciencia, vivir o
m orir carece de im port ancia. Conocí a un faquir que en pocos inst ant es
podía elim inar de su cuerpo el veneno de la víbora. Pero en una ocasión
le m ordió una y no pudo poner en m archa el m ecanism o para librarse
del veneno com o en ot ras ocasiones. Supo que había fracasado en su
int ent o y que m oriría en unos segundos. Me abrazó y con gran sosiego
susurró: "Aham Brahm asm i". ¿Sabes lo que significa?”
—Yo soy Dios.
—En efect o. Murió sin darle im port ancia. El faquir t rat a siem pre de
conquist ar la felicidad m ediant e el esfuerzo; la suya es la vía de la
volunt ad indom able. No pert enece a cast a ni est rat o social alguno, es
libre com o un riachuelo, desprendido, esquivo. El dolor no puede
m at arle porque es él quien m at a el dolor.
—¿Pert eneces a una escuela m uy ant igua?
—Tienes suert e —dij o, dándom e una cariñosa palm ada en la
frent e—, porque est a noche m e apetece hablar y, com o sé que eres un
pregunt ón, si hoy no m e sacas inform ación volverás m ás t arde a
int errogarm e.
Se echó a reír y yo le im it é. Est ábam os a gust o.
—Desde hace m uchos siglos se ha perpet uado la escuela de los
rasayani. Som os una m ezcla de faquires, yoguis, alquim ist as y siddhas,
es decir, sabios. Yo aprendí de m i padre sus principios y t écnicas. —
Hizo una pausa y cerró los párpados un m om ent o—. Ya hem os charlado
dem asiado —dij o sin abrir los oj os—. Est arem os unos días en Nasik.
Hablaba com o si hubiera acept ado ser m i m aest ro. Me sent í feliz;
sin em bargo, m i dicha duró poco.
—No t engo ni idea de si debo ocuparm e de t i o no.
—Pero... —balbucí.
—Déj at e de peros. Es t arde. Tengo que em plearm e a fondo est os
días.
Suresh se quedó absort o, m edit ando. No dij e nada m ás.
Con pies ligeros, aunque apenado, salí de la t ienda. Dorm í com o
buenam ent e pude en el cuart ucho que había alquilado.

107
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO NUEVE

D evot os de t oda la I ndia iban llegando a Nasik. Había un horm igueo


cont inuo en los aledaños del río sagrado. La ciudad era una aut ént ica
fiest a religiosa y los vendedores callej eros salían hast a de debaj o de las
piedras. De vez en cuando caía una lluvia t orrencial, pero después el
cielo clareaba y ent re las nubes asom aba un asom broso y lim pio cielo
azul.
Suresh act uaba cada día con precisión y capacidad renovadas para
despert ar el m ayor ent usiasm o ent re los espect adores. Siem pre daba
un t oque diferent e a su núm ero, y sabía poner en vilo a aquellos que,
at ónit os y casi sin dar crédit o a sus oj os, le cont em plaban.
—Todos los seres hum anos buscam os la felicidad —m e explicó
Suresh—. El faquir la conquist a golpe a golpe, se la gana a pulso,
porque sabe que la felicidad sólo es un est ado int erior de bendit a
quiet ud. Te puedo decir que el verdadero faquir se la arrebat a a Dios.
Nosot ros lo expresam os diciendo que le quit am os la fuerza a la Diosa.
Aunque dom ina sus pasiones, el faquir sabe disfrut ar; aunque se
aut ocont rola, sabe fluir; aunque siem pre est á en la consciencia, sabe
conect arse con el I nconscient e. En el ext rem o del esfuerzo descubre el
esfuerzo sin esfuerzo y a t ravés de la int ención llega a lo falt o de
int ención. Y nunca lo olvides: no hay posible dom inio del cuerpo sin
cont rol de los t orbellinos m ent ales. El faquir aprende a cont ener el
pensam ient o.
—¿Por qué es t an necesaria esa cont ención? —pregunt é.
—Porque el pensam ient o es el m ayor em baucador que hay. Es la
Diosa, danzando en la m ent e, que m ult iplica sin cesar un j uego de luces
y som bras. O se conquist a a la Diosa en la m ent e, refrenando el
pensam ient o, o ella t e som et e a esclavit ud. No hay ot ra form a. Por eso,
el aut ént ico faquir aprende a desencadenar est ados m uy especiales de
la m ent e.
Esa noche no habló m ás. Sin em bargo, dos días después, cuando
hicim os una excursión a Trim bakeswar, en las fuent es del Godavari, y
est uvim os m edit ando en el t em plo de Shiva, Suresh m e dij o:
—Te hablé el ot ro día de que el verdadero faquir aprende a
cont rolar a la perfección su m at eria m ent al. ¿Sabes por qué? Porque
ést a t om a las form as m ás diversas y m uchas de ellas nos condicionan,
nos som et en a servidum bre y frenan nuest ra m archa hacia lo I nefable.
Pero hay est ados de la m ent e m uy especiales y libres de pensam ient os.
Nosot ros los llam am os sam adhi. Cuando accedem os al sam adhi, el ego
se duerm e, el pensam ient o se det iene y brot a la int uición. Hem os
logrado que la Diosa no nos seduzca con sus danzas febriles, y

108
El Faquir Ramiro A. Calle

ent onces, m ediant e la m ás com plet a cesación m ent al, ent ram os en el
t erreno revelador e ignot o de lo I nefable.
—¿Cóm o se consigue esa inm ersión en lo I nefable?
Ya em piezas a im pacient art e. Te sucede eso que vosot ros llam áis
deform ación profesional. Est abas acost um brado a apret ar una t ecla y
t odos los dat os t e eran proporcionados. Ten paciencia. Ahora no est ás
haciendo operaciones m ercant iles.
Me m iró con t al sorna que m e sentí avergonzado, y herido en lo
m ás hondo de m i am or propio.
—La m ent e es com o un océano —prosiguió—. Los pensam ient os
represent an las olas en la superficie del océano. Las olas son algo
m ecánico y m uy pert urbador. Sin em bargo, a uno le es dado aprender
a refrenarlas y convert ir la superficie del agua en un lago de plácida
quiet ud. Ahora bien, dom inar las olas y suspender los pensam ient os no
result a t area fácil. Las sim ient es del deseo, que est án en el fondo del
océano, provocan las olas en la superficie. Así pues, el faquir sabe que
necesit a ir al fondo de sí m ism o para erradicar esas sim ient es que nos
roban libert ad y dicha.
—¿Cuánt o t iem po llevan ahí esas sim ient es? —pregunt é.
—Millones de años —respondió—. Y com o siem pre est am os
reaccionando a ellas, cada vez cream os m ás y m ás. Así nunca
hallarem os la paz int erior. En cam bio, el faquir se pone a la t area y
quem a sus sim ient es, elim ina el apego, cont iene los pensam ient os y
halla el glorioso pasadizo hacia el vacío prim ordial y liberador.
—¿Cóm o? —inquirí con un sent im ient o de urgencia.
—Sin prisas —repuso, enfat izando sus palabras—. Sin prisas.
De vuelt a a la ciudad, y sin que yo nada le pregunt ara, dij o:
—Los faquires rasayani nos hem os ido pasando el conocim ient o de
boca a oído desde la m ás rem ot a ant igüedad. Nada hay escrit o, que yo
sepa. Sin em bargo, vengo t om ando not as desde hace unos años, para
que el conocim ient o no se pierda. Mi padre m e lo pidió. Pero soy un m al
escrit or.
Se echó a reír. Sus oj os, siem pre brillant es, profundos y expresivos,
alcanzaban cuando reía un esplendor especial. Reía a m enudo, m as su
risa nunca era est rident e, aunque sí cont agiosa.
—Todo lo que sé —añadió— m e lo enseñó m i padre. Y a él m i
abuelo. Nunca buscam os discípulos. Si el dest ino nos proporciona uno,
sólo hay dos cosas que podam os hacer.
—¿Cuáles?
—O lo acept am os o lo rechazam os. —Se echó a reír de nuevo y
agregó—: Sigo dudando qué hacer cont igo. Ya verem os... —dej ó en
suspenso la frase y luego prosiguió—: En apariencia som os m eros
faquires. Así pret endem os que nos vean los dem ás. Y nos ganam os la
vida com o podem os. En realidad form am os part e de un círculo de
sabiduría inm em orial y som os incansables buscadores de lo
I ncondicionado. Creem os en t odo y no creem os en nada. Est am os sin
est ar y hacem os sin hacer.
—No t erm ino de ent endert e —m e lam ent é.
—Ni falt a que hace, de m om ent o —replicó—. No quiero para nada

109
El Faquir Ramiro A. Calle

t u t orpe ent endim ient o int elect ual, sino un conocim ient o m ucho m ás
profundo.
Guardó silencio. No volvió a hablar hast a que llegam os a la ciudad
al anochecer.
—Al dest ruir las ocult as sim ient es del deseo —dij o ent onces— y
dom inar los pensam ient os, podem os ret irar la energía del cuerpo y
hacerlo insensible. Adem ás, el faquir nunca se cree los pensam ient os de
la m ent e. No se los cree —insist ió—. Son sim ples reacciones a las
sim ient es del deseo, a los gérm enes volit ivos del pasado. El faquir
aprende a m irar sin reaccionar, y cuando quiere se sust rae a t oda
act ividad y ent ra en su ser.
—¿Es necesaria la m edit ación? —inquirí.
—¡Qué pregunt a t an est úpida! —replicó—. Apenas t enía seis años
cuando m i padre, que era sobre t odo un gran yogui, m e proporcionó el
ej ercicio que se basa en la visión del disco solar de fuego que cont iene
la m edia luna en su int erior. Mediant e ese m ét odo, que form a part e de
nuest ra escuela, se consigue disolver la m ent e en la luz del ét er.
Ent onces t oda act ividad m ent al cesa e incluso la act ividad física se
reduce al m ínim o. En ese est ado, podrían m at art e sin que lo sint ieras.
Me m iró con at ención. Cada vez que lo hacía, parecía penet rar
hast a el núcleo de m i ser.
—Desde que m i am ado padre m e enseñó ese m ét odo —prosiguió—
, ni un solo día he dej ado de pract icarlo. Debes saber que la m ent e es
ant erior al cuerpo. Hay cient íficos que dicen lo cont rario, incluso aquí en
la I ndia, pero no les creas. La m ente es la que crea el cuerpo, y no al
cont rario. Cuando el esperm at ozoide y el óvulo se unen, se requiere
una consciencia de renacim ient o para que haya concepción. La Ment e
Única lo im pregna t odo, incluso una brizna de hierba. El yoga es la
unión con la Ment e Única...
Est ábam os en la t ienda, y cuando nos preparábam os para
t endernos en la alfom bra, dij o:
—Mañana seguiré hablándot e de la m ent e. Ahora vam os a dorm ir.
Y apagó el candil.
—¿Cuál es la prueba m ás difícil a que se som et e un faquir? —
pregunt é en la oscuridad.
—Ser ent errado vivo —dij o.
Quise pregunt arle si él llevaba a cabo aquella prueba, pero preferí
no im port unarle. Cada vez m e t enía m ás desorient ado. No parecía un
personaj e real, y sin em bargo allí est aba, a m i lado; oía su lent a
respiración y sent ía el arom a de sándalo que im pregnaba su cuerpo.
Est aba a punt o de dorm irm e, cuando dij o:
—Hem os de at ender con t oda m inuciosidad nuest ro cuerpo
m agnét ico. Es fácil lim piar y arm onizar el cuerpo; no lo es t ant o
ordenar y purificar la m ent e, y result a m uy difícil ordenar las energías
en el cuerpo m agnét ico. La Tierra t am bién t iene su cuerpo m agnét ico.
Nosot ros recibim os sus im presiones y ella recibe las nuest ras.
I m agínat e qué t rist e at m ósfera m agnét ica est am os creando los seres
hum anos con nuest ros odios, desm edidas am biciones y m alevolencia.
—A veces m e sient o un ser m iserable —m e lam ent é.

110
El Faquir Ramiro A. Calle

—La m iseria est á en la m ent e hum ana. Pero hay algo que aprendí
m uy pront o cuando em pecé a andar por el alam bre. No podem os
perdernos en lam ent aciones, ni suposiciones, ni por qué, ni para qué.
Todo eso uno no puede perm it írselo en el alam bre. E igual que soy en
el alam bre soy en la vida.
“ A cada inst ant e hago las cosas lo m ej or que puedo y no m e
preocupo de cóm o result arán. Trat o de act uar con lucidez, at ención y
dest reza. Y no pienso en los result ados. Bast ant e t engo con est ar en la
acción conscient e. Nuest ros sabios lo llam an obrar por am or a la obra.
De eso no t enéis ni idea la m ayoría de los occident ales. No obst ant e, t e
diré que es m ás difícil t ransit ar por la vida que andar sobre kilóm et ros
de alam bre.”
Guardó silencio. Escuché su respiración. Era un hom bre ext raño y
enigm át ico, que desbordaba m i com prensión pero exhalaba una
reconfort ant e seguridad. En ese m om ent o m e sent ía t ranquilo.
—Es m ej or m orir que llevar una vida sin equilibrio —dij o, quebrando
el silencio—. Sin equilibrio no puede haber ni claridad m ent al ni
com port am ient o benevolent e. Sin equilibrio nos precipit am os en el
abism o de la codicia y el odio.
I ba a com ent ar algo pero él se m e ant icipó.
—La vida sin arm onía se conviert e en un basurero.
—Necesit o que m e dé inst rucción espirit ual —dij e de pront o.
Casi at ropellando m is palabras, replicó:
—Tú lo has querido. Te enseñaré. Voy a enseñart e a cam inar por el
alam bre.
Me quedé est upefact o. ¿Cam inar por el alam bre? ¡Est aba loco! No lo
había abandonado t odo y viaj ado m iles de kilóm et ros para aprender a
cam inar por el alam bre. ¿Era una de sus brom as? ¿Me est aba poniendo
a prueba? Toda m i vida m e habían espant ado las alt uras. No era capaz
ni de subirm e a los peldaños alt os de una escalera de m ano. ¿Dónde
m e est aba m et iendo? Aquello era una insensat ez. Quise prot est ar, pero
guardé silencio. El t error m e invadió. En esos inst ant es cuánt o eché de
m enos m i cóm oda casa, m i aburrida vida laboral y la acart onada
seguridad de m i rut ina cot idiana.
Colm ado de inquiet ud, el sueño m e venció. Al am anecer, alguien
em pezó a zarandearm e sin consideración. Era Suresh.
—Medit a conm igo —m e ordenó.
—Sí, sí —dij e m edio dorm ido.
Nos sent am os en m edit ación el uno j unt o al ot ro. El calor a esas
horas de la m añana ya result aba asfixiant e. "Oj alá llueva", pensé. En el
ext erior sonaba el ruido de los cacharros pert enecient es a los sadhus de
las t iendas de alrededor. Una nube de perfum e de sándalo invadió el
aire.
—La nat uraleza nos ha creado desde lo m ás sut il a lo m ás burdo —
dij o Suresh—, de arriba abaj o. No sabes el cam ino t an largo que hem os
hecho, descendiendo hast a lo m ás t osco. Medit am os para ret ornar,
para viaj ar de la base a la cim a. Dej a ahora que el sonido oM reverbere
y vibre en t u int erior. —Hizo una pausa y agregó—: Sient e la vibración
de oM en t u int erior.

111
El Faquir Ramiro A. Calle

Así lo hice por un rat o, hast a que m e dij o:


—Ahora, al aspirar, repit e m ent alm ent e: "Yo soy" y al expulsar el
aire repit e "Él," yo soy ÉL.
Est uve pract icando durant e no sé cuánt o t iem po, absort o en la
fuent e de m is pensam ient os, ignorando m i cuerpo y sus sensaciones,
abriéndom e a lo I nm enso. Pero bruscam ent e Suresh m e sacó de m i
ensim ism am ient o.
—No t e pongas t an sant urrón —m e dij o ent re risas—. ¡Aséat e y
vám onos!
Así t ranscurrían apaciblem ent e los días. Por fort una, Suresh no
volvió a hablar de enseñarm e a pasar por el alam bre, y yo m e cuidaba
de no com ent arle nada sobre ello. Oj alá sólo fuera una de sus brom as.
Casi a diario, Suresh represent aba algún núm ero de equilibrism o
sobre el alam bre. Unas veces se servía de la barra y ot ras sólo de los
brazos. Tenía gran capacidad para conect ar con los espect adores y
ganarse su ent usiasm o y sim pat ía. La recaudación siem pre result aba
elevada, pero no pasaba un día sin que Suresh m e hiciera acom pañarle
a visit ar a fam ilias m uy hum ildes para darles dinero. Y cada vez que lo
hacía, luego com ent aba:
—Solt ar, solt ar, solt ar.
Yo no podía por m enos que sent irm e avergonzado, pues durant e
años m e había dedicado a hacer t odo lo cont rario: acum ular dinero y
aferrarm e a las cosas.
Trat am os con t odo t ipo de sadhus, erm it años y peregrinos.
Y llegó el día m ás sagrado del festival, cuando cient os de m iles de
personas hicieron sus abluciones en las aguas del Godavari.
Tam bién Suresh y yo nos sum ergim os en ellas. Tuve ocasión de
pregunt ar a m enudo por el t rat ado El hom bre feliz en la cueva del
corazón, pero aunque algunos habían oído algo sobre él, nadie m e
proporcionaba pist as fiables que seguir.
—Mañana part irem os de m adrugada —m e dij o Suresh—. Vam os a
Oot y, a las m ont añas. Pasarem os unas sem anas en el bosque.
Em pezarás a ej ercit art e.
—¿Ej ercit arm e?
—A andar sobre el alam bre.
—¿A andar sobre el alam bre?
—Pero ¿est ás borracho o qué? —dij o irónico—. No t ienes por qué
est ar asust ado, ya t e he dicho que es m ucho m ás difícil andar por la
vida que por el alam bre.
Me negaba a acept ar que m i ent renam ient o espirit ual consist iera
sólo en eso.
—Ahora eres un aprendiz —aseveró—. Y de lo único que un
aprendiz necesit a preocuparse es de aprender.
Est aba at ónit o e indignado. De repent e, él diseñaba m i vida.
Confiaba en que al m enos m e enseñara t am bién m ét odos de
aut orrealización para conquist ar la quiet ud int erior a que aspiraba.
—Sólo si logras el equilibrio dent ro de t i podrás luego m ant enerlo
en el m undo desequilibrado en que t e ha t ocado vivir —dij o.
No obst ant e, en aquel m om ent o t odo m e parecía inciert o y

112
El Faquir Ramiro A. Calle

am biguo, em pezando por el m ism o Suresh. Era un hom bre indefinible,


que at ent aba cont ra m is parám et ros m ent ales; en ocasiones se
m ost raba cálido y frat ernal, m ient ras que en ot ras parecía frío y
desapasionado. Nunca sabía qué escondía t ras la sem pit erna
sem isonrisa que se dibuj aba en sus labios, ni t ras sus profundos oj os,
que daban la sensación de explorar dent ro de uno y a la vez m irar lo
que est á m ás allá del t iem po y del espacio. Cuando est aba en su
com pañía, era com o si m e encont rara siem pre sobre arenas m ovedizas.
Ni siquiera sabía si se t rat aba de un cínico y un farsant e o si, por el
cont rario, era la persona con el corazón m ás com pasivo que j am ás
hubiese llegado a sospechar que conocería.
Fuim os a cenar a un abigarrado rest aurant illo de la ciudad. Por
fort una, se había levant ado una apacible brisa, que era una caricia para
el cuerpo sudoroso y cansado.
Durant e los días del fest ival, Suresh había conseguido una gran
cant idad de dinero, aunque casi t odo lo había repart ido ent re personas
necesit adas.
Suresh pidió para am bos un t ali de verduras, que est aba
horrorosam ent e picant e. Cuando nos hubieron servido, m e puso la
m ano en el hom bro.
—Escucha, Hernán, cuando m i padre m e t om ó espirit ualm ent e a su
cargo, m e dij o: "Hay un universo invisible que es t u refugio y t u fuerza,
y una m ano invisible que t e guía y t e orient a. Recuérdalo cuando
desfallezcas, y nunca t e dej es abat ir en exceso. Un faquir j am ás debe
deprim irse. Ent rist ecerse sí, incluso sent ir las dent elladas de la
angust ia, pero deprim irse nunca... No t e pido que confíes en m í sólo
porque soy t u padre, sino porque t e t ransm it o las enseñanzas que se
rem ont an a la noche de los t iem pos” .
Hizo una pausa y saboreó la com ida.
—Así m e habló m i padre. Él m e dio el regalo del dharm a. Es m i
deber ent regarlo a ot ros. Tú vienes avalado por Sri y Cient o Diez Años y
t e t ransm it iré conocim ient os, pero la verdad es que yo nada t e doy; la
enseñanza se da a sí m ism a a t ravés de m í. No soy un m aest ro, sino un
hilo t ransm isor del dharm a, ¿de acuerdo?
—Sí —respondí t orpem ent e, aunque no ent endía por com plet o a
qué se refería.
—Me había dicho a m í m ism o que no t endría m ás aprendices. No sé
por qué voy a hacer una excepción, no lo sé.
Sent í una gran pena, t al vez provocada por sus palabras.
—Al abrirt e vent anales hacia lo I nm enso, t am bién m e los abro a m í
m ism o —prosiguió—. Al ayudart e a subir un escalón, yo asciendo ot ro.
Cooperem os ent re nosot ros. Cada uno es su propio m aest ro y su propio
discípulo y a la vez uno es m aest ro y discípulo del ot ro. Tú t am bién eres
m i m ent or, no lo olvides. Cuando la luna se reflej a en las aguas, ést as
se m iran en la luna, ¿m e ent iendes?
—Te ent iendo, Suresh.
—Pero he de confesart e que no m e gust a repet ir dem asiado las
cosas. Así pues, prest a siem pre at ención. El que pasa por el alam bre
t iene que est ar pendient e de lo que hace. Te quiero at ent o en el

113
El Faquir Ramiro A. Calle

alam bre y fuera de él.


—¿Es realm ent e necesario que m e ent rene en andar sobre el
alam bre? —pregunt é, invadido por la ansiedad y el desconsuelo.
—Lo es —respondió sin dej ar lugar a dudas—. Nada m ás conocert e
m e di cuent a de que eres com o un pat o m areado. No hay gracia en t u
post ura ni en t u cam inar. Quizá hayas engat usado a algunas
j ovenzuelas, pero eres un pat o m areado.
—¿Un pat o m areado?
—O borracho, com o quieras. Mírat e ahora m ism o. Est ás encorvado.
Tu espina dorsal carece de arm onía, t us m ovim ient os no t ienen belleza,
t e falt a equilibrio, cont rol y solt ura. No m e ext raña que t e espant e la
idea de cam inar por el alam bre. Un pat o m areado no podría dar ni un
paso por él.
—¿Y no bast aría con que m edit ásem os? —pregunt é en un últ im o
int ent o, casi desesperado, de que desist iera de su propósit o.
—Una gallina perm anece t odo el rat o sent ada sobre su t rasero y no
consigue la ilum inación. Podría pasart e lo m ism o. Sent ado com o una
gallina clueca, pero no m edit ando, sino engañándot e a t i m ism o y a m í.
Habrás de com binar la m edit ación con la acción diest ra. Una t e llevará a
la ot ra y viceversa. Eres capaz de est ar sent ado t odo el día con t al de
no int ent ar andar sobre el alam bre. —Hizo una pausa y añadió, casi
com o una orden—. Cuida t u cuerpo, ent rena t u cuerpo, som et e t u
cuerpo. El cuerpo es el t em plo del Divino.
—Físicam ent e soy un desast re. De niño m e hacía el enferm o para
no asist ir a las clases de gim nasia; durant e el servicio m ilit ar t am bién
m e las arreglé para no realizar act ividad física alguna.
—Si es así com o dem uest ras t u int erés en hallar la paz int erior, por
m í puedes m archart e a t u t ierra —dij o en t ono seco; incluso la
sem isonrisa había desaparecido de sus labios—. O busca a ot ra persona
que pueda ayudart e. No olvides que yo no he acudido a t i, sino que t ú
has venido a m í.
Por prim era vez desde que nos conocíam os m e hablaba de m anera
brusca y casi descort és.
—Ahora no em pieces a lam ent art e int eriorm ent e —prosiguió—, a
gem ir com o una plañidera. No t enem os t iem po para considerar si soy
cort és o descort és.
Calló un m om ent o y pedim os un t é con leche.
—Te at erra el vacío —dij o Suresh; su t ono de voz fue m ás
afect uoso—. Y t e at erra porque siem pre has ut ilizado salvavidas. Com o
sin cesar has exigido seguridad ( ¡com o si la hubiera! ) , t e angust ia la
inest abilidad. Pero es m ej or precipitarse en el abism o que cont inuar
buscando una seguridad fict icia, con la m ent e em bot ada y el ánim o
desent onado.
Su voz era m ás com prensiva y m e sent í reconfort ado, pero eso
apenas duró unos segundos, porque enseguida dij o con acrit ud:
—Dent ro de una hora sale un t ren para Bom bay. Cógelo y desde allí
t om a un avión para Europa. Ni t ú ni yo t enem os t iem po que perder.
Su ofert a no dej aba de ser t ent adora. ¿Por qué em prender una
bat alla cont ra m í m ism o cuando, si regresaba a m i país, viviría cóm oda

114
El Faquir Ramiro A. Calle

y holgadam ent e?
—Si quieres seguir achicharrándot e en t u despacho, vuelve a él. Si
deseas cont inuar en t u lent a y exasperant e agonía, regresa y déj am e
en paz. Ya m e has hecho perder m ucho t iem po y la vida es dem asiado
cort a para andarse con ñoñas vacilaciones.
Enroj ecí hast a la raíz del cabello, no sé si de vergüenza o de rabia.
—Me t em o —añadió sarcást ico— que eres de esos que llegan al
t ram polín y, en lugar de salt ar, siem pre se vuelven at rás.
A la ira siguió un sent im ient o de desconsuelo. Debía de est ar loco
para desear quedarm e con aquel indócil faquir sem idesnudo, que
parecía no preocuparse por nada. Apelé a la ayuda de la m ano invisible
a que él hacía referencia, pero no obt uve respuest a.
Suresh se levant ó de repent e, pagó la cena y salió del local.
Sin decir palabra com encé a cam inar hacia el lado opuest o, en
dirección a la est ación de Nasik, para desde allí t om ar el t ren a Bom bay
y luego un avión hacia Europa. El desconsuelo se t ornó indignación, casi
ira incont enible. "Maldit o faquir sem idesnudo y arrogant e," pensé.
Aceleré el paso, pero de pront o...
¿Cóm o habían t ranscurrido los últ im os años de m i vida? Mi
exist encia había sido una fea, casi horrenda, caricat ura. Eché a correr
det rás de Suresh, abriéndom e paso a codazos ent re la densa m ult it ud.
Jadeant e, le alcancé.
—Te gust arán las m ont añas del sur. En el viaj e com erem os
m angos.
Un escalofrío m e recorrió el cuerpo. Una gat a en celo, m aullando
com o si la vida le fuera en ello, pasó ent re m is piernas. Las callej uelas
est aban m uy sucias debido a los desperdicios de m iles de peregrinos y
devot os. Una rat a se ent ret enía j ugando con una t acit a de loza m edio
rot a. Algunos perros dialogaban a ladridos a lo lej os. La plat eada luz de
la luna apenas era visible ent re las nubes del m onzón.
—¿De verdad soy com o un pat o m areado? —pregunt é.
—I ncluso un pat o m areado, si se lo propone, es capaz de aprender
a pasar por el alam bre —repuso.
Cam inábam os hom bro con hom bro, alm a con alm a, esperanza con
esperanza. Muy a lo lej os, com o saliendo de las ent rañas de la t ierra, se
oyeron cánt icos religiosos: Sát a Ram , Sát a Ram .

115
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO DI EZ

H icim os el viaj e en dos días, cam biando varias veces de t ren y


cogiendo luego un aut obús. Corrían los lluviosos días de agost o. Cubrir
dist ancias en la I ndia result a exasperant em ent e lent o, pero a m í m e
servía com o ent renam ient o para fom entar la paciencia, que no era m i
fuert e. El aut obús, com o siem pre lleno a rebosar, nos conduj o a t ravés
de las serpent eant es carret eras de las Mont añas Azules hast a una
sim pát ica localidad llam ada Oot ancam und, m ás fam iliarm ent e Oot y.
Tras haber pasado varios días en la abigarrada Nasik a una t em perat ura
siem pre sofocant e, uno agradecía de veras la brisa con olor a eucalipt o
de Oot y y su refrescant e follaj e.
El aut obús nos dej ó en el cent ro de la ciudad, donde había gran
cant idad de t iendas y puest os callej eros.
—Nos aloj arem os en el bosque —dij o Suresh—, en casa de una
fam ilia m uy am iga. Yo descansaré y t ú pract icarás. Te pido el m áxim o
de dedicación y, sobre t odo, de const ancia.
Nos encam inam os hacia las afueras de Oot y.
—Hay ot ros m undos —siguió hablándom e Suresh—, ot ros m undos a
los que no es fácil acceder porque se rigen por leyes t ot alm ent e
diferent es de las del nuest ro.
Susurraba las palabras com o si hablara sólo para sí. Andábam os a
buen paso baj o un cielo de un azul int enso.
—Sin em bargo, esos ot ros m undos —añadió— t ienen rendij as para
colarse en ellos. Claro que eso es im posible a t ravés de una m at eria t an
densa com o la del pensam ient o, porque esos m undos son sut iles ent re
lo m ás sut il. Nos encont ram os en una franj a m uy est recha que
denom inam os vida, pero del m ism o m odo que un solo color no
com pone t odo el arco iris, est a franj a es sólo una porción infinit esim al
de lo que exist e.
Cerca de nosot ros pasó una t art ana. Suresh hizo que se det uviera y
pidió al anciano que la conducía que nos llevara.
Cuando hubim os subido se puso a charlar con el viej o. Lo que m ás
m e sorprendía de aquel hom bre singular era la capacidad que t enía
para relacionarse con t odo el m undo con sorprendent e fam iliaridad.
—Respira, respira —m e exhort ó—. Llénat e del aire balsám ico de
Oot y. Sient e la energía penet rando no sólo por t us fosas nasales sino
por t odos los poros de t u cuerpo, com o si fueran haces de luz que t e
invaden y part en de t i. Sient e la vida, apodérat e de la m ent e del
universo.
—¿Que m e apodere de la m ent e del universo?
—Eso es. No pienses, no analices, no int erpret es. ¡Sient e! ¡Respira!

116
El Faquir Ramiro A. Calle

¡Vive! Fúndet e con lo que nos rodea: el páj aro, la brisa, el olor de las
flores, el m urm ullo del arroyo... Vivim os de espaldas a la realidad
suprem a sin darnos cuent a de que nosot ros som os la realidad suprem a.
Suresh pidió al anciano que se det uviera a la ent rada de un
est recho cam init o que se perdía en la frondosa veget ación, rodeado de
un circo de m ont añas silent es y m aj est uosas. Com o despedida dio un
puñado de m onedas al cochero, al cual le falt ó poco para arrodillarse a
los pies de Suresh y besárselos, t al era su desbordant e agradecim ient o.
Nos pusim os a cam inar por la senda hacia un bosque espeso y que
parecía insondable. Las nubes flotaban esponj osas por encim a de
nuest ras cabezas.
—Seguram ent e lloverá al anochecer —predij o Suresh.
Yo oía com o cruj ían las hoj as secas baj o sus pies. La nat uraleza se
m ost raba en t odo su candoroso esplendor. Suresh se sent ía vit al,
anim ado y divert ido.
—No obst ant e, est a franj a que es la vida, aunque est recha, t iene su
encant o —observó.
Me encogí de hom bros, pero no repliqué.
—Todavía nos quedan un par de kilóm et ros por recorrer. Sient e la
t ierra baj o t us pies —añadió—, aspira el arom a de los arbust os, déj at e
penet rar por la generosa brisa y m ira hacia el horizont e. Expándet e.
Cam inaba ágil y erguido, con su habit ual prest ancia, igual que un
m ozalbet e lleno de vida y j ovialidad. Yo, com o él hubiera dicho, parecía
un pat o m areado: arrast raba los pies, y a cada paso que daba sent ía
m ás la fat iga del viaj e.
—La m ont aña —dij o— t iene su lenguaj e; nos produce est ados de
consciencia y de ánim o especiales y nos perm it e conect ar con lo
im percept ible. La m ont aña hace que sint am os m ás plenam ent e la
art eria de vit alidad que t odo lo anim a. La m ent e se abre, el corazón se
llena de t ernura y el cuerpo se t orna resist ent e. Experim ent a el
m ovim ient o de t us pies, m ant én el cuerpo erguido, com o si quisieras
t ocar el cielo con la cabeza. No cam ines com o una foca ext enuada.
A lo lej os, ent re la m aleza, divisam os un grupo de cabañas de
m adera. Nos dirigim os hacia ellas. Gran núm ero de niños acudieron a la
carrera hacia nosot ros y se colgaron de las piernas de Suresh. Parecían
conocerle m uy bien. Una risa de j úbilo surgió de la gargant a del faquir.
Abrazó a los pequeños, los alzó en brazos, j ugó con ellos y soport ó sus
t ravesuras. Est ábam os en el poblado de una t ribu. Los niños iban
desnudos, y los adult os, casi. Un hom bre de edad avanzada y noble
aspect o salió a recibirnos, casi cerem oniosam ent e.
—Es com o el alcalde de la aldea —m e inform ó Suresh.
El alcalde y él se saludaron con gran afect o.
Vivirem os en una de esas casit as.
¿Una casa? Era peor que la erm it a de Sri, incluso peor que un
cham izo. Me sent í enoj ado. ¿Qué necesidad t enía yo de soport ar t odo
aquello? ¿No podíam os habernos quedado en un agradable hot el de la
ciudad? Em pezaba a sent irm e realm ent e hart o, pero cont uve m i ira.
La casit a est aba vacía, con una piel de búfalo en el suelo de la única
habit ación por t odo m obiliario. Había una especie de horno hecho en la

117
El Faquir Ramiro A. Calle

m ism a t ierra. Olía a excrem ent os, pero era un olor sano, a cam po;
adem ás, hacía un agradable frescor.
"Bueno —pensé—, no va a ser t an t errible."
El alcalde ent ró en la casit a y los t res nos sent am os sobre la piel de
búfalo. Enseguida una m uj er m uy priet a de carnes, de pequeña
est at ura pero prom inent es caderas, con la piel m uy oscura y la nariz
achat ada, nos t raj o un cánt aro con leche de búfala y unas t azas de
loza. Bebim os casi con im pudicia; t eníam os ham bre, sed y fat iga. El
anciano parecía querer a Suresh de m anera ent rañable; le m iraba con
el m ism o cariño que a un hij o y no dej aba de acariciar alguna part e de
su t orso, sus m anos o su cuello.
Me pregunt é si habría alguien que no quisiera al faquir.
Un rat o m ás t arde, el anciano nos dej ó.
—Hoy t ienes que descansar profundam ent e —m e dij o Suresh—.
Dent ro de un rat o saldrem os a buscar un buen sit io para colocar el
alam bre. Mañana com enzarás a pract icar.
—Pero Suresh —dij e con fingida afabilidad—, ¿es realm ent e
necesario que pract ique con el alam bre?
—Tu ego se sirve de t oda clase de resist encias. ¿Sabes qué quiere
en realidad? —Bebió ot ro sorbo de leche—. Recuperar su carnaza;
volver a enredarse con ocupaciones inút iles, t rivialidades, proyect os y
m et as. Y t ú le sigues el j uego. Voy a decírt elo por últ im a vez.
Se puso m uy serio, aunque m e dio la im presión de que su seriedad
era sim ulada.
—Si adquieres un com prom iso de búsqueda, es para que lo
respet es. Si dej as la vida en ello, será porque no podía suceder de ot ra
form a. Siem pre será m ej or que m orir de un infart o en una cena de
negocios o en los brazos de una de las insust anciales m uj eres con
quienes fornicabas.
—¿Por qué las llam as insust anciales? —m e quej é, herido en m i
am or propio.
—Porque t ú eras m ás insust ancial que ellas, m ucho m ás. Has sido
siem pre un sim ple bisut ero. No sé si cam biarás y alguna vez llegarás a
ser al m enos un m ediocre j oyero, pero em piezo a dudarlo.
Se int errum pió para dej ar el cánt aro de leche en una esquina de la
cabaña.
—Todavía puedes irt e y olvidart e de t u avent ura india —dij o
después—. Regresa a t u casa. Pero si sigues conm igo, supera las
resist encias de t u ego. Necesit as t oda t u energía para m udar la rancia
piel de t u psiquis, desm ont ar t us códigos y superar t us
condicionam ient os. Y si eres incapaz de cam biar, casi sería m ej or que
t e m urieras. Es penoso vivir sin vivir. Para t ener una consciencia sim ilar
a la de una lechuga, m ej or m orirse y renacer com o lechuga, ¿no crees?
Yo iba a prot est ar, m as int ervino ant es de que pudiera hacerlo.
Tuve la sensación de que m is oj os se est aban inyect ando en sangre a
causa de la ira que m e dom inaba.
—Por el m om ent o no t e perm it as m ás dudas. Dudar es m agnífico,
pero hacerlo com pulsivam ent e lleva al desast re. No t e m ut iles a t i
m ism o. Canaliza t u ansiedad... y, adem ás, esa m aldit a ira que t e

118
El Faquir Ramiro A. Calle

acom et e a cada m om ent o.


Me sent í profundam ent e avergonzado.
Hacía un at ardecer casi m ágico. Las nubes habían t om ado un color
dorado que cont rast aba con el verdor del follaj e. Los páj aros t rinaban y
algunos volaban en círculo por el cielo. Había gran variedad de flores,
m uchas de las cuales desconocía.
Nunca m e habían int eresado las flores, pero una especial
sensibilidad com enzaba a brot ar en m í al verlas. Tam bién había
em pezado a escuchar el t rino de los páj aros y a sent ir la balsám ica
brisa en m i carne. Algo despert aba en m í.
Suresh había cogido el alam bre. Nos alej am os de la aldea y
com enzam os a buscar el lugar apropiado para t enderlo. Llegam os j unt o
a un riachuelo y Suresh se roció la cara con la fresca agua de la
m ont aña.
—¡Dios es generoso! —dij o con la incont enida vit alidad de un
colegial. De pront o exclam ó—: ¡Será aquí!
Tendió el alam bre ent re dos descom unales árboles a unos t reint a
cent ím et ros del suelo.
—Mañana, con los prim eros rayos del sol, com enzarás a pract icar. Y
déj at e de dudas y excusas, ¿de acuerdo?
Aunque de m ala gana, asent í con la cabeza.
Para probar la adecuada t ensión del alam bre, Suresh se subió a él.
Luego se irguió com o un post e, aspiró el aire con fuerza y, con
elegancia sublim e, com enzó a recorrerlo, pero con t ant a suavidad que
parecía flot ar en el aire. Mant enía el equilibrio sirviéndose de los brazos,
com o una herm osa águila a punt o de rem ont ar el vuelo. I ba descalzo, y
su habilidad era sorprendent e.
—Tú ut ilizarás calzado con suela de cuero —dij o—. Tus pies,
acost um brados a delicadas alfom bras, no soport arían el cont act o con el
alam bre. —Hubo un punt o de sarcasm o en sus palabras.
Cuando iba a pregunt arle cuánt o t iem po t ardaría en dar algún paso
por el alam bre, se m e adelant ó.
—Recorrerás kilóm et ros de alam bre. ¡Kilóm et ros! —enfat izó—. Es t u
aprendizaj e. El ent renam ient o es un m edio, una vía. Es la acción
at ent a, lúcida y diest ra para cult ivar arm oniosam ent e la at ención y
esclarecer la m ent e. Pero despreocúpat e de los result ados. ¿Me
escuchas? Olvídat e por com plet o de los result ados. Si est ás pendient e
de ellos, no est arás en la acción y t e perderás el m ilagro de la energía
de lo inm ediat o. No hay m et a. La m et a es el inst ant e m ism o. Sé que
ést a es la vía que t e conviene. Poco a poco, aunque ahora no lo
com prendas, irás dándot e cuent a de que el alam bre t iene su propio
lenguaj e. Aprenderás a escucharlo y a descifrarlo.
Baj ó del alam bre, se acercó a m í y m e m iró a los oj os.
—Debes apasionart e desapasionadam ent e por el alam bre. Ést e será
t u com pañero en los próxim os m eses, y se convert irá en t u enem igo o
en t u aliado. Necesit as aprender a relacionart e con su esencia. Est ás
t rat ando con un ser vivo. Nunca lo olvides.
—¿Un ser vivo?
—Su energía es t u energía, y viceversa. Por supuest o, el alam bre

119
El Faquir Ramiro A. Calle

no t iene t u organización psicosom át ica, pero com part ís la m ism a


energía. Respét alo. Nunca exclam es: "¡Bah, un alam bre! ". Di
respet uosam ent e: "El alam bre".
—¿Hablas en serio? —pregunt é at ónit o—. ¿No t e burlas de m í?
—El alam bre t e hablará. No con palabras, sino con su propio
lenguaj e, una frecuencia de expresión con la que debes aprender a
conect ar. No le vayas con concept os e ideas, porque ent onces t e
arroj ará de él.
"Te has pasado la exist encia pensando m ás que viviendo. Ahora
t ienes que vivir m ás que pensar. Si no t e ext ravías en la m araña de t u
m ent e, irás descifrando el m ist erioso lenguaj e del alam bre. Te result ará
difícil. Para un niño es fácil porque él no se pierde en concept os ni
vacilaciones. El niño andará o no andará por el alam bre, pero eso será
t odo. A t i, en cam bio t e asalt arán t em ores, dudas, pensam ient os...
Todo eso dificult ará m ucho t u t rabaj o y t u aprendizaj e.”
Aquella noche m e sent ía t an nervioso com o el est udiant e que t iene
que pasar un exam en al día siguient e. ¡Cuánt o m ás fácil hubiera sido
para m í aloj arm e en un cent ro de m edit ación en un ashram y
som et erm e a su disciplina, sin avent urarm e a equilibrism os insensat os,
guiado por un faquir que ni siquiera sabía si est aba en sus cabales! Pero
allí est aba, en una rem ot a área boscosa del sur de la I ndia, con la
m ent e at urdida por los conocim ient os y t eniendo que soport ar las
brom as de Suresh.
—Si t e rom pes una pierna, t e la ent ablillam os y en paz —dij o ést e—
. He puest o el alam bre t an baj o que ni un bebé sent iría m iedo al andar
por él.
—No m e im port a si int ent as avergonzarm e —repuse—. Nunca he
querido ser un héroe. Debo de est ar loco de rem at e para pasar por t odo
est o.
La noche era oscura com o boca de lobo, y los árboles parecían
fant asm as silenciosos. El vient o soplaba a ras de suelo y em it ía un
sonido sibilant e al bat ir la hierba. En la espesura de la selva, t enía la
im presión de que el m inúsculo poblado en que nos hallábam os era
com o una célula insignificant e en la inm ensidad del universo.
Hay m om ent os en la vida de t odo ser hum ano en que uno t iene la
sensación de que t odo es irreal, em pezando por la propia exist encia.
Ese sent im ient o m e invadía aquella ext raña noche, ent re personas con
quienes no t enía m edio posible de com unicarm e y que por t ant o m e
result aban m uy aj enas aunque, a la vez, ínt im am ent e cercanas. La voz
de Suresh, en aquellos inst ant es de insuperable soledad cósm ica,
result ó de gran alivio para m í.
—Te parecen aj enos porque vuest ro lenguaj e, incluso el de los
gest os, es dist int o. Sin em bargo, ellos est án m ucho m ás próxim os a t i
de lo que lo hayan est ado nunca t us colaboradores en la oficina, t us
vecinos o incluso t us am igos o fam iliares.
Lo m iré ext rañado. ¿Qué quería decir?
—Est as gent es —añadió— t e respet an. No m ás que a un árbol, un
río o un búfalo, pero t e respet an com o a sí m ism os..., y eso ya es
bast ant e. Para ellos, t ú eres sagrado. Saben que form as part e de la

120
El Faquir Ramiro A. Calle

t ierra y t odo lo que form a part e de la t ierra es sagrado. Jam ás t e harían


daño. Más aún, sient en t u presencia.
Quizá parezca que t e ignoran, m as en t odo m om ent o son
conscient es de t u presencia. Supongo que no podrías afirm ar lo m ism o
de t us conocidos, com pañeros de t rabaj o o de esos que llam as am igos.
Hizo una pausa. El silencio era t an com plet o que casi result aba
abrum ador.
—Hast a un t errón de arena es sagrado para est as gent es —añadió—
. Son el alm a y las raíces de la I ndia. Lo m alo no es que vosot ros, los
occident ales, no los com prendáis o los ignoréis, sino que la gent e de su
propio país t am bién los ignore, o en el peor de los casos, los desprecie
y los t enga por incivilizados. Sin em bargo, habrás observado que en su
poblado hay m ás pulcrit ud y orden que en la m ayor part e de los lugares
de la I ndia. Por fort una no han perdido el sent ido cósm ico de la vida. La
suya es la religión de lo cósm ico, lo ignot o y lo infinit o.
Suresh se había puest o m uy serio. Su m irada perm anecía fij a en el
candil. Me di cuent a de hast a qué punt o apreciaba y valoraba a aquellas
sencillas y pacíficas gent es.
—No viven desde el pensam ient o, sino desde la em oción —agregó—
. Jam ás dañarían una flor ni arroj arían basura a un río, ni t om arían las
arm as para m at ar por placer o por afán de dom inio. No t ienen, com o
nosot ros, un ego t an individualizado y arrogant e. Son part e del Todo y
el Todo form a part e de ellos.
Aquella noche dorm í profundam ent e. Los prim eros rayos del sol
penet raron por la puert a de la cabaña y m e despert aron. Al salir fuera,
percibí con alegría el paraj e m aravilloso en que nos encont rábam os.
Tras ingerir un frugal desayuno, com enzam os a cam inar ent re la espesa
selva. Llegam os hast a el lugar donde el día ant erior Suresh había
colocado el alam bre.
Am bos guardábam os silencio, com o si no quisiéram os herir con
palabras la m agia de la nat uraleza. Una vez cerca del alam bre, Suresh
m e hizo una seña para que nos sent áram os en el suelo.
—Cierra los oj os —m e dij o—. Pont e erguido y est abiliza la post ura.
Respira pausadam ent e.
Est ábam os m uy cerca el uno del ot ro.
—Apodérat e de la m ent e del universo —susurró—. Perm anece m uy
at ent o, pero sereno. Nada persigas, nada ret engas. Est at e vigilant e y
sosegado. Afina t us sent idos, expande t u consciencia, no perm it as que
los pensam ient os t e arrebat en.
Una nube de bienavent uranza invadió m i m ent e. No sé cuánt o
t iem po perm anecim os así. Abandoné el est ado de m edit ación cuando
Suresh dio unos golpecit os en m i m ano con la suya.
—¡A t rabaj ar! —exclam ó.
Se levant ó con sorprendent e agilidad, dio un salt o espect acular y se
subió al alam bre.
—Ahora observa —dij o—, pero observa sin pensar. Sim plem ent e
observa. Yo dej o la m ent e fuera, m e la quit o de encim a. Los yoguis
dicen: "Sólo un necio carga con la m alet a cuando va en t ren y no la
dej a en el suelo” . Así que dej o la m alet a. Observa.

121
El Faquir Ramiro A. Calle

En prim er lugar anduvo por el alam bre hacia el ot ro ext rem o m uy


despacio, com o a cám ara lent a; luego procedió a la inversa. Al llegar al
final del alam bre, giraba con precisa lent it ud, com o si la vida le fuera en
ello. Mant enía los brazos en cruz, pero dist endidos. Después, cuando
est uvo en el cent ro del alam bre, se det uvo. Cada vez que se inclinaba
ligeram ent e hacia un lado, corregía lo necesario hacia el ot ro para
m ant ener un im pecable equilibrio. Había fluidez, arm onía y belleza en
sus m ovim ient os. Se baj ó del alam bre y m e dij o:
—Hernán, en lo m ás sim ple aflora la vida. Cuando est ás sobre el
alam bre, la vida se halla en los pies, pero t am bién en los brazos, que
son com o alas que hay que saber utilizar. Con los brazos corriges, con
los pies t e afianzas. Eres rept il y ave a la vez. Si not as que t e vas
dem asiado hacia un lado, corrige m uy ligeram ent e hacia el ot ro. Todas
las aves del m undo vuelan con t us brazos; t odos los rept iles de la Tierra
cam inan con t us pies. Del m ism o m odo procede la persona sabia en
est a vida. Nunca se inclina dem asiado hacia uno u ot ro lado. Los
ext rem os son t ram pas que t e conducen al abism o. La exalt ación y el
abat im ient o son las sim as peligrosas de la m ent e. No hay lenguaj e
superior a la arm onía.
De repent e dio ot ro gran salt o y se subió de nuevo al alam bre. A
part ir de ese m om ent o, el espect áculo que m e brindó fue increíble.
Daba salt os y giros sorprendent es en el aire para volver a caer sobre
sus pies, ora en uno, ora en ot ro. Sus brazos eran com o las sugerent es
ram as de un sauce llorón. Realizaba significat ivas evoluciones,
adopt ando poses corporales sim ilares a las de la danza hindú, com o si
flot ara en el aire, en t ant o que la expresión de su rost ro no denot aba el
m enor esfuerzo, era apacible com o un lago.
Baj ó del alam bre y de nuevo vino hacia m í. Yo apenas podía creer
lo que había vist o. No m e ext rañaba que le considerasen el gran
m aest ro del alam bre y el m ás afam ado faquir de la I ndia. El cont rol
sobre los m ovim ient os de su cuerpo era increíble. Y si había obt enido
aquel dom inio fant ást ico era porque, sin duda, había conquist ado su
m ent e. Tan em ocionado m e sent í que le hubiera abrazado, pero m e
cont uve. No era m om ent o de efusiones.
—El alam bre, am igo m ío —dij o—, m e perm it e acceder a la
dim ensión de lo incognoscible. Algún día lo ent enderás.
—Me dio una palm ada en el hom bro y añadió—: Y ahora, ¡adelant e!
Su orden m e paralizó. Tenía la gargant a seca y m e em bargaron
sent im ient os de espant o, t em or al ridículo, m iedo a m i propio m iedo...
—Pero dam e alguna inst rucción... —im ploré com o un niño
pusilánim e.
—Ya est ás solicit ando palabras, concept os, ideas... ¿Quieres que
ponga una red debaj o? —Se echó a reír a m andíbula bat ient e—. Bien —
condescendió—, t e diré algo, porque siem pre necesit as alguna palabra
o concept o para que t e proporcione esa fict icia coherencia. ¡Qué le
vam os a hacer! Escúcham e. Hay t res clases de equilibrism o en la
alt ura: el alam bre a m edia alt ura, el funam bulism o y la cuerda floj a.
El olor del eucalipt o dilat aba las fosas nasales y las refrescaba. Con
su follaj e, de un int enso verdor en esa época m onzónica del año, la

122
El Faquir Ramiro A. Calle

visión de las m ont añas sosegaba la m ent e.


Me concent ré en las palabras de Suresh.
—Cada t ipo de equilibrism o requiere su propia t écnica, y quiero que
aprendas los t res. ¿Por qué? Ant es de que m e lo pregunt es, t e lo diré.
Cada uno de ellos t e proporcionará su t oque part icular e irá cam biando
t us m odelos de conduct a m ent al. ¿Sabes qué m ant iene a un ser
hum ano anclado siem pre en la m ism a conduct a y com et iendo idént icos
errores? Los viej os m odelos de com port am ient o m ent al. Se m odifican y
t odo cam bia en uno.
"El alam bre a m edia alt ura se pasa sin la ayuda de la barra. Para
m ant ener el equilibrio se requiere un hábil j uego de los brazos. En las
alas en que se conviert en ést os est á el secret o. Las caderas deben
afirm arse bien. Si pierden la horizont alidad, t e desequilibras. En el
funam bulism o se lleva una barra en las m anos, la cual procura solidez y
equilibrio al volat inero. La cuerda floj a es ot ra cosa. Result a de
excepcional dificult ad; las leyes cam bian y el cuerpo t iene que ser com o
un lirio o com o un j unco m uy flexible. Hay que bailar sobre el alam bre,
ir y venir por él, fluir. Sólo cuando t e hayas ej ercit ado lo suficient e en el
alam bre, podrás int ent arlo con la cuerda floj a. Pero la cuerda floj a
t am bién es la vida. La vida es t anto el alam bre t enso com o la cuerda
floj a: la aparent e seguridad y la inest abilidad. Lo que el faquir aprende
con am bos es una act it ud de vivir.”
Me m iró escrut ador. ¿Acaso esperaba algún com ent ario por m i
part e? Dej é la m irada perdida en el horizont e. A veces sent ía el m ist erio
de la exist encia con t al int ensidad que m i corazón se llenaba de
pesadum bre.
—Lo im port ant e cuando est ás sobre el alam bre es que t e percibas a
t i m ism o, y t ienes que superar esa sensación de ser para dej ar de ser y
que "algo" diferent e de lo que siem pre has experim ent ado act úe por t i.
—No logro ent endert e.
—¡Da igual! Dej ém onos de cháchara. ¡Venga, al alam bre! Y vigila
t us caderas. Mant enlas firm es, no t e m ezas com o una barca a la deriva.
Me puse el calzado que Suresh m e había proporcionado y m e
acerqué al alam bre t ím idam ent e, sintiéndolo com o algo ext raño y casi
perverso. Puse un pie en él y levant é el ot ro para hacer lo m ism o. No lo
conseguí; di un t raspiés y caí de bruces.
Me levant é irrit ado.
—¿Es que no puedes darm e alguna explicación m ás? —pregunt é.
—No —dij o Suresh, lacónico—. De m om ent o no. Dej aré que
pract iques una sem ana a t u aire en el alam bre. Así podréis conoceros
bien; os t rat aréis y os com prenderéis. A diario, nada m ás am anecer,
has de venir aquí y ent renart e durant e horas y horas. Si t e caes, lo
int ent as de nuevo. Procederás así una sem ana ent era. Sin excusas que
valgan. No harem os ot ra cosa hast a que t e fam iliarices con el alam bre.
Debes int ent arlo una y ot ra vez, con paciencia, sin desfallecer, ni
com padecert e de t i m ism o, ni recrim inart e si fallas; t am poco debes
j ust ificart e, ni nada de esas pam plinas a las que est ás t an habit uado.
I nt ént alo sin descanso. Est a fase del ent renam ient o es difícil, pero t iene
gran im port ancia. Desecha los pensam ient os de vict oria derrot a, éxit o o

123
El Faquir Ramiro A. Calle

fracaso. La clave est á en int ent arlo una y ot ra vez, t oda t u vida si fuera
necesario. Cada int ent o const it uye un logro aquí y ahora. No
desfallezcas.
Aquél fue el prim er día en que em pecé a ent renarm e para
volat inero. Tuve m ás consciencia que nunca de que, com o Suresh
decía, era igual que un pat o m areado. Me parecía grot esco lo que
est aba int ent ando. Cada vez que el alam bre m e arroj aba al suelo, la
rabia asalt aba m i m ent e y no m e result aba fácil superarla.
Desfallecim ient o, desánim o, ira, im pot encia..., los m ism os sent im ient os
que la vida nos provoca cada vez que no conseguim os lo que
querem os.
Hast a bien ent rado el at ardecer est uve bat allando con el alam bre.
Luego volví a la aldea. Mis sent idos est aban m ás vivos, aunque m i
cuerpo se derrum baba de cansancio. Era una gloria cont em plar los
eucalipt os, los cedros, los rododendros escarlat a y las m ont añas, con
t oda clase de sugerent es y m ágicas t onalidades.

124
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO ONCE

A quella fue la sem ana m ás larga de m i vida. Durant e m uchas horas al


día int ent é andar sobre el alam bre. Los prim eros t res días apenas logré
dar un solo paso; lo int ent aba una y ot ra vez sin result ado. Los t obillos
se m e habían hinchado y m e dolían las piernas. Est aba desm oralizado.
Ponía un pie sobre el alam bre y en cuant o t rat aba de apoyar el ot ro, m e
caía. Descubrí hast a qué punt o m e faltaba el sent ido del equilibrio y qué
poca coordinación había ent re m i cuerpo y m i m ent e.
Muchas veces est uve t ent ado de abandonar t an ridícula em presa.
Pero después de varios días sucedió lo que nunca pensé que ocurriría:
m e m ant uve unos inst ant es, y con los dos pies, sobre el alam bre. No
había conquist ado la cim a del Everest , por supuest o, pero aquella
sensación m e result ó t an reconfort ant e que sería difícil de explicar.
Se cum plía el últ im o día de la sem ana cuando Suresh acudió a
verm e pract icar. A duras penas había conseguido andar unos segundos
por el alam bre.
—¡Suélt at e! —m e ordenó nada m ás verm e—. Est ás cont raído,
acart onado. No t e encorves com o un anciano. Erguido, brazos suelt os,
caderas suj et as. Afloj a..., corrige.
Hice int ención de baj arm e del alam bre, pero él m e lo im pidió.
—¿Qué haces? Sigue pract icando. Si t e sient es desfallecer saca
fuerzas del universo. No t e resient as ni t e resist as, no reacciones ni
m ent al ni físicam ent e ¡Suelt a, suelt a, suelt a! No pienses. I gnóram e.
Nada t ienes que dem ost rarm e ni dem ost rart e. No busques m i
aprobación, ¡y m ucho m enos la t uya! ¡Fluye, suélt at e!
Seguí int ent ándolo t orpem ent e.
—¡No t e j uzgues! —grit ó de pront o—. Seguro que est ás m et iendo el
pensam ient o, t u t orpe m ent e, en t u ent renam ient o.
Efect ivam ent e, yo m e est aba j uzgando. Me baj é del alam bre de
m uy m al hum or. Había hecho de aquello una necia cuest ión de am or
propio. ¿Acaso era yo m enos int eligent e que aquel est rict o faquir?
—Mañana descansarás —dij o—. Est ás agot ado.
—Est oy enferm o —corregí, y así m e sent ía en realidad.
—Ent onces m añana descansarás, t e repones y pasado m añana
sigues con t u ent renam ient o, pero en m i presencia. Veo que no t e
ent iendes con el alam bre.
Lo m iré sin poder disim ular m i rabia.
—No t e ent iendes con el alam bre —repit ió—. No lo respet as t ant o
com o debes; no t e esfuerzas por conocer su lenguaj e.
Pero ¿qué era aquello? Me hablaba del alam bre com o si se refiriera
a un respet able anciano.

125
El Faquir Ramiro A. Calle

—Quieres im ponert e en lugar de dej art e llevar —añadió—. ¿Te


crees m ás list o que t us células? Déj alas hacer a ellas, no t e int erfieras.
Son m ucho m ás int eligent es que t us est úpidas ideas...
Ent onces m e vine abaj o.
—Aunque el alam bre est á m uy cerca del suelo, a veces sient o
aut ént ico t error —acabé reconociendo.
—Cuando sient as t error, suelt a. No añadas t error al t error, rigidez a
la rigidez. Déj at e ir, abandónat e plácidam ent e. Nada t ienes que perder
ni que ganar.
—Me desespero —prot est é.
—Te digo que nada t ienes que perder ni que ganar. La
desesperación es un luj o que no debes perm it irt e. No hay lugar al que
llegar; no exist e una m et a. Cada m om ent o cuent a, t iene su peso
específico. Vigila t u cuerpo y haz sin hacer, esfuérzat e sin com pulsión,
com o si descansaras.
El día siguient e fue una verdadera bendición, y m e dio ocasión de
t rat ar con la pacífica gent e de la t ribu. Com o t enía el cuerpo dolorido y
los m úsculos cont raídos, m e dieron saludables m asaj es con m ant eca.
Tam bién hicieron que t om ara una infusión de hierbas t onificant es, en la
cual predom inaba el sabor del coriandro. El curandero m achacó raíces
de cam elio, las m ezcló con leche de búfala y m e las dio a beber.
Tras el apacible descanso, com enzó la ardua em presa de seguir
ent renando. Fueron días de disciplina y esfuerzo. Lo m ás difícil era
m ant ener la m ent e alert a para im pedir que se filt raran pensam ient os,
recuerdos y ensoñaciones. Asim ism o era difícil conseguir la
arm onización ent re el cuerpo y la m ent e y que de la at ención m ent al
derivara una perfect a coordinación de los m ovim ient os corporales.
Una noche, en sueños, com encé a grit ar de t al m odo que Suresh
encendió el candil. Había t enido una t errible pesadilla en la cual caía en
un abism o negro sin fin.
—Tu m ent e viej a se niega a desprenderse —lo int erpret ó Suresh—.
Se aferra a t odos los condicionam ient os pasados y a su precaria
coherencia. En t u int erior t iene lugar una gran cont ienda, una bat alla
feroz ent re t us diferent es yoes.
Me sent í un poco m ás calm ado. Pero en aquellos m om ent os, m i
incursión en la I ndia m e parecía un desat ino. La duda em ergió desde el
fondo de m i alm a.
—Si cedes ahora est ás perdido —dij o el faquir—. Ya nunca lograrás
salir de t u cárcel int erna. Pon en m archa t us energías de libert ad
int erior. En t oda persona hay un poder purificador que llam am os agni.
Es com o oro fundido, energét icam ent e hablando, que derrit e cualquier
im pureza. Agni est á dent ro de t i y resum e en sí m ism o el poder de las
ent rañas de la Tierra. Recobra su presencia. No cedas. Y ahora,
t ranquilízat e. Dej a que el sueño t e abrace. Duerm e. El sueño es una
m edit ación nat ural.
—Me sient o t an t orpe, t an inút il —m e lam ent é.
—Todos los seres hum anos som os vulnerables y nos sent im os
desorient ados. Duerm e apaciblem ent e. Nada hay ahora que debas
t em er.

126
El Faquir Ramiro A. Calle

Las sem anas fueron t ranscurriendo en aquel paisaj e de cedros y


eucalipt os. Y llegaron los m aravillosos días claros y las caut ivadoras
noches de oct ubre. En aquellos días t uve ocasión de cont em plar la
bravura de los búfalos salvaj es; asist í a rit os funerarios y obt uve
conocim ient os de la bot ánica ocult a de la t ribu; j ugué con los niños y
aprendí a degust ar el queso rancio y la m ant eca que ut ilizábam os para
alim ent arnos y curarnos.
El olor que desprendían las flores se había vuelt o t an int enso com o
el verdor de los cam pos de t é.
En m edio del bosque, de árboles cent enarios, t odos los días
proseguim os con el t rabaj o sobre el alam bre. Suresh m e había
som et ido a un adiest ram ient o im placable. Tam bién a él le servía de
ent renam ient o porque, com o m e había explicado, era necesario
pract icar cont inuam ent e para m ant enerse afinado.
Pront o descubrí que el equilibrio era un m edio, y que la acción
conscient e y diest ra m e ayudaba a cult ivar la at ención. Ej ercit ándom e
en el alam bre at endía a m i espírit u y aprendía a funcionar en la vida
cot idiana.
No obst ant e, pese a m is grandes esfuerzos, sólo había logrado
m ant enerm e en el alam bre y cam inar por él; m is giros eran t orpes, m is
m ovim ient os em bot ados y parecía t ener los brazos de m adera. No m e
era posible cam inar hacia at rás, y a m enudo daba un t raspiés y m e
caía. Sólo podía m ant enerm e en equilibrio unos m inut os. Me falt aba
habilidad para corregir m i post ura. Cuando not aba que m e inclinaba
hacia un lado, quería cont rarrest arlo echándom e hacia el ot ro y perdía
el equilibrio.
—No hay fluidez, no hay gracia, no hay apert ura —prot est aba
Suresh—. Dej a que la energía act úe por t i. Te lo repit o: no es cuest ión
de lógica, de cálculo ni de razonam ient o. Elim ina los art ificios de la
m ent e y las est rat agem as del ego. Tú y el alam bre sois uno; la m ism a
energía os anim a. Perm it e que él t e guíe y orient e t us pies. Y no
desfallezcas, los ret rocesos son sólo aparent es.
Se encaram ó al alam bre.
—Quiero que ent iendas una cosa. No sólo se t rat a de una cuest ión
de t écnica. Obsérvam e. Si sólo fuera eso, yo pasaría así por el alam bre.
—Anduvo por él sin elegancia, contraído—. Pero cuando perm it o que
haya equilibrio ent re m is energías y m e sum erj o en la espaciosidad del
ser, la belleza y la arm onía de m is m ovim ient os brot an. La agilidad
fluye por m is venas.
Y com enzó a m overse sobre el alam bre: anduvo, salt ó, dio vuelt as
sobre sí m ism o..., t odo ello com o si no hubiera el m enor esfuerzo ni
t ensión por su part e. Luego baj ó del alam bre.
—Siént at e y escúcham e. Tú eres un aprendiz. Hay que ser
const ant e en el aprendizaj e y no dej arse influir por el pensam ient o de si
se hace bien o m al. Vive la sensación y no t e pierdas en la idea. Espera
lo que ocurre a cada m om ent o. Act úa renunciando a cualquier logro.
—Pero m e asalt an las ideas, las com paraciones —quise rebat irle.
—Las barreras est án en t u m ent e, no en t u cuerpo. Los concept os
t e bloquean. Si fueses un adolescent e ya sabrías m overt e

127
El Faquir Ramiro A. Calle

perfect am ent e sobre el alam bre. Ent iende que el alam bre y t ú t enéis
que cooperar. Él j uega una función para t i y t ú una para él. Tienes que
desasirt e incluso de la idea de que est ás pasando por él.
—Me falt an las fuerzas —m e quej é.
—¡No es verdad! Te falt a valor para enfrent art e al vacío y, com o un
necio, quieres asirt e a t i m ism o. Tú no eres nada. El día que lo
com prendas, serás la infinit ud que siem pre has sido. Quiero que
despliegues vigor, pero no com pulsión. Te fat igas en exceso porque
eres una persona com pulsiva. Aprende a t ensar y a solt ar. Eso es yoga.
La respiración será t u cent ro, el ej e.
Guardó silencio y em pezó a pasear por la hierba de un lado para
ot ro. Yo no sabía cóm o int erpret ar aquello. Quizá pensaba que no había
oport unidad para m í. Pero ent onces m e ordenó:
—Ot ra vez al alam bre.
Subí de nuevo. Tom é consciencia de m i cuerpo, suj et é m is caderas
para que no se descolocaran y sent í la respiración com o una gran ola.
Quise ser nat ural y al punt o m e caí. Di con el rost ro cont ra el suelo y
em pecé a sangrar por la nariz.
—¿Lo ves? —m e pregunt ó—. ¿Qué ha sucedido?
—He querido ser nat ural —respondí.
—Has querido. La idea, la int ención, en lugar de serlo. ¡Prueba ot ra
vez!
Lo int ent é de nuevo.
—Fuerza sin forzar —m e recom endó—. I nt ención sin int ent ar.
Seguí andando con la m ent e m ás at ent a y silent e.
—Así va m ej or —m e anim ó por prim era vez desde hacía sem anas—
. Mucho m ej or.
Anduve hast a el final del alam bre; pero en cuant o pensé que había
llegado el m om ent o de girar, em pecé a desequilibrarm e. Trat é de sent ir
m i respiración. En m i m ent e se hizo un gran silencio y experim ent é la
espaciosidad del ser. Sin darm e cuent a, fue com o si danzara sobre el
alam bre. Por prim era vez hacía algo por m í, pero sólo duró un inst ant e.
Esa sensación se perdió de golpe y caí.
—¡Lo he sent ido, lo he sent ido! —exclam é, alborozado.
—Ahora viene el problem a —suspiró Suresh con resignación—. Te
em peñarás en sent irlo ot ra vez y lo alej arás. Crearás resist encias y
art ificios hast a que lo frust res. Com ienzas ot ra bat alla, la que t endrás
que llevar a cabo cont ra t us deseos de repet ir la experiencia lograda.
Aquella noche, desalent ado, le pregunt é cuándo acabaría el
ent renam ient o. Me m iró con gest o despect ivo desde det rás del candil.
Había una m ezcla de olores indefinible: queroseno, eucalipt o, sándalo,
que a m enudo ut ilizaba Suresh...
Acaba de com enzar —repuso contundent em ent e a m i pregunt a—. A
ver si com prendes que el equilibrio es un m edio, nunca un fin. Es un
adiest ram ient o para que puedas recuperar a nivel vivencial el equilibrio
perdido. Las frut as no m aduran ant es por m ucho que nos em peñem os
en ello. Todo a su t iem po, en su m om ent o. Tu ent renam ient o acabará
cuando seas capaz de superar al m aest ro.
Se m esó el cabello con las m anos im pregnadas de aceit e de

128
El Faquir Ramiro A. Calle

sándalo.
—Tus pies son t orpes porque t u vida ha sido t orpe. Ahora t us
experiencias ant eriores t e pasan la fact ura. Siem pre se paga, ant es o
después; nadie escapa a esa deuda. Has est ado t oda t u vida yendo
hacia m et as, y no has sido conscient e de que ya est abas en la Met a;
m ás aún, de que eras la Met a. Pero t u yo cree que est á al m argen de
aquello que lo hace posible.
Un día, a finales de oct ubre, cuando la espléndida luz del sol bañaba
los bosques, m e dij o:
—Est a m añana dej arás el ent renam ient o. No debem os sat urar t u
m ent e. Aprovecharem os el descanso para explorar j unt os los bosques.
Así pues, hoy andarem os sobre la t ierra.
Me sent í aliviado. Necesit aba, aunque sólo fuera un día, no pensar
en el alam bre, que se había convert ido en una obsesión para m í.
Nunca olvidaré aquel lum inoso día en com pañía de Suresh. Él
est aba de un hum or ext raordinario. Después de una larga cam inat a,
nos sent am os sobre la reconfort ant e hierba.
—¡Tenem os t ant o que aprender de las sabidurías de la nat uraleza!
—exclam ó Suresh.
—¿Las sabidurías de la nat uraleza? —pregunt é ext rañado.
—Si observases con la m ent e desnuda, la nat uraleza se convert iría
en t u gran m aest ro. Todas las paut as se encuent ran en ella. La
nat uraleza puede inspirar nuest ra verdadera act it ud en la vida.
Con voz apacible, com o si no quisiera pert urbar la arm onía del
lugar, m e explicó algunas claves sobre las que yo t endría que
reflexionar.
—Fíj at e en el riachuelo. Sabe encont rar en el t erreno el punt o de
m enor resist encia para seguir fluyendo. O la nieve, con const ancia, y a
pesar de su porosidad, sigue insist iendo hast a quebrar la ram a del
árbol. O la m ont aña, que no se m ueve y halla su fuerza en esa ausencia
de acción, sabiendo esperar con infinit a paciencia. O las est rellas, que
por m ucho que los chacales aúllen, no se inm ut an en el cielo. Siem pre
m e ha asom brado la sabiduría de los silenciosos cam pos en m edit ación,
en paz, en recogim ient o profundo. En la nat uraleza hallam os el sent ido
de t odas las sabidurías: at ención, ecuanim idad, cont ent o, sosiego,
fluidez, const ancia, paciencia...
Est uvim os cam inando hast a el at ardecer. El sol, com o un disco de
oro, fue desapareciendo t ras las m ont añas, que adquirían las
t onalidades m ás diversas. El silencio era t ot al.
—En la conj unción del día y de la noche brot a una vibración de
quiet ud especial que los yoguis aprovechan para abism arse en la
m edit ación —señaló Suresh.
Volvim os a la aldea. Era un insignificant e grupit o de cabañas
form ando círculo. Cenam os un caldo de raíces con arroz y verduras.
El día de descanso había rem ozado m i m ent e y aliviado m i espírit u.
Por la m añana m e levant é con una vit alidad que no sent ía desde hacía
t iem po. Salí de la cabaña y com encé a hacer ej ercicio. Mi cuerpo est aba
descansado y m i m ent e confort ada. Suresh apareció enseguida.
Desayunam os frut a y yo m e fui al bosque. El ent renam ient o iba a

129
El Faquir Ramiro A. Calle

proseguir.
Soy incapaz de expresar con palabras la conm oción que sent í
cuando vi que Suresh había elevado el alam bre un m et ro del suelo.
Sólo m irar la alt ura m e producía espant o. Est uve t ent ado de volver a la
aldea y decirle que abandonaba aquella locura para siem pre. Pero m e
quedé paralizado, at ónit o y at errado casi durant e una hora. La
vacilación no m e perm it ía m overm e. Siem pre había t enido m iedo a las
alt uras, pero en aquel m om ent o el sent im ient o era de t error. Varias
veces int ent é gat ear por el t ronco del árbol hast a el alam bre, pero no
podía superar la angust ia. De repente, una voz at ronadora sonó a m i
espalda.
—¡Maldit a sea! —grit ó Suresh—. Pasa o no pases, pero dej a de
dudar. Si t e caes, t e levant as. ¡Cuánt os alam bres desaprovecham os en
la vida por t em or a caernos! Busca el equilibrio concént rat e y avanza.
No hay am ort iguadores, t am poco salvavidas y no pienso t ender una
red. O lo int ent as ahora o lo dej as para siem pre y regresas a t u m undo.
Me erguí. Tom é consciencia de la respiración y em pecé a cam inar
sobre el alam bre sin m irar hacia abaj o, con la vist a al frent e.
—No pienses —dij o Suresh—, no analices. Vive cada inst ant e. El
vacío cam ina por t i.
Seguí pract icando y com encé a sent irm e m ás suelt o y m ás libre,
com o si alguien anduviera por m í. Pero de repent e, t raidora, la idea
acudió a m i m ent e: "¿Y si m e caigo?". Y com encé a inclinarm e hacia
uno y ot ro lado, t rat ando con desesperación de corregir m i post ura,
pero m oviendo los brazos con t orpeza y sin que m i cuerpo m e
obedeciera por com plet o. Finalm ent e perdí el equilibrio y m e precipit é al
suelo, aunque t uve t iem po de agarrarm e al alam bre y am ort iguar la
caída. Mis m anos se llenaron de heridas, t enía los huesos doloridos,
pero no m e había fract urado ninguno.
Suresh acudió prest o a m i lado. Me observó con det enim ient o y
descubrí m ucha t ernura en su m irada. Me ayudó a levant arm e del suelo
y m e vendó las m anos, que no dej aban de sangrar, con un t rozo de t ela
fuert e. Luego m e pasó un brazo por los hom bros y dij o frat ernalm ent e:
—No t e preocupes. No ha pasado nada. Te curarem os esas heridas.
Una de las ancianas de la t ribu fue poniendo en m is m anos, con
prim oroso cuidado, una pom ada am arillent a m uy refrescant e. Todavía
m e duraba el sust o. Yo, que j am ás había sido capaz de subir a ninguna
at racción de feria, y t enía m iedo a volar en avión, a asom arm e a una
t erraza o a m ont ar en t eleférico, acababa de experim ent ar unas horas
ant es la sensación de caer en el vacío.
Est aba perdido en m is pensam ient os y vacilaciones cuando, para m i
descont ent o, oí que Suresh m e decía:
—En cuant o hayas descansado un rat o volverem os al
ent renam ient o.
No podía creerlo. Me pareció el hom bre m ás cruel del m undo. Había
podido m at arm e o quedar m alherido, y sin em bargo, m e inst aba a
volver al alam bre.
—Si ahora no lo int ent as de nuevo —aseguró él—, nunca lo
conseguirás, porque el m iedo irá ganando t erreno dent ro de t i. Tienes

130
El Faquir Ramiro A. Calle

que at aj arlo, y el único m odo de conseguirlo es que t e subas al alam bre


lo ant es posible.
Aunque m e dolía t odo el cuerpo, las m anos m e escocían y parecía
que m e iba a est allar la cabeza, nos dirigim os hast a donde est aba el
perverso alam bre, que para m í era com o si t uviera vida y se em peñara
en m alt rat arm e. Trepé por el árbol, m e sit ué sobre el alam bre y
em pecé a cam inar por él. Si en esa ocasión m e caía, m is m anos no
podrían salvarm e y caería en seco cont ra el suelo. Pero m i
desesperación era t al que ni siquiera eso m e im port aba. Me hallaba en
m anos de un loco en un país de locura. Me sent ía el ser m ás est úpido
sobre la faz de la t ierra. Así que m e t raía sin cuidado si vivía o m oría. Lo
único que t em ía era quedarm e paralít ico, y encim a en aquel m iserable
poblado de gent es ignorant es. Est aba t an furioso que hubiera golpeado
a Suresh con t oda la rabia que t enía acum ulada en m i int erior.
—Ahora nadie puede ayudart e —dij o él—. Cuent as con t u at ención,
t u ecuanim idad y t u percepción del espacio.
Cam iné de uno a ot ro lado del alam bre y llegué a ausent arm e del
dolor t an int enso que sent ía en las m anos. Com o m e daba lo m ism o
caer que seguir, de repent e m e di cuent a de que est aba andando con
t oda facilidad por el alam bre. I ba de un lado al ot ro, casi flot ando, del
m odo m ás nat ural. Yo no andaba; Ello lo hacía. ¡Qué sensación de
alivio, de ligereza, de plenit ud! Era com o si hubiera perdido peso y
fuera m ás ligero y esponj oso, m ás dúctil y fluido. Había accedido a ot ra
dim ensión de percepción y consciencia.
Cuando baj é del alam bre, Suresh m e felicit ó y m e invit ó a dar un
paseo. Enseguida m e dij o:
—Las aves, al volar, lo hacen de m odo espont áneo. Si pensasen en
sus alas o dudasen de ellas, se precipit arían cont ra el suelo y
revent arían.
Asent í con la cabeza, sin decir ni una palabra. No podía creerm e
que hubiera andado por el alam bre con t ant a facilidad.
—El infinit o lo sat ura t odo —com ent ó Suresh—. Tenem os que
abrirnos a él; y para eso hay que aprender a desconect arse de t odo e
inst alarse en el punt o de equilibrio int erior. Cuando equilibras t u cuerpo
y t u m ent e m ediant e el alam bre, est ás recuperando el punt o de
equilibrio int erior, est ableciéndot e así en la prim era causa, que t e
perm it e el acceso a lo I nvisible e I naudible que t odo lo anim a. Podrás
t rasladar a la vida cot idiana el equilibrio, la precisión y la arm onía
conseguidos m ediant e el ent renam ient o en el alam bre y cont agiar esa
act it ud a los dem ás, m ant eniéndola incluso en la acción. Crearás una
at m ósfera de equilibrio a t u alrededor y ot ros t am bién se beneficiarán
de ella en un m undo desequilibrado y host il. Aprenderás a enfrent art e
con equilibrio y ecuanim idad a las sit uaciones m ás difíciles y t ensas. La
ecuanim idad es la firm eza de m ent e y el ánim o est able ant e lo
agradable y lo desagradable. Es la cualidad m ás im port ant e y segura.
—Vivim os en un m undo de locura —argum ent é.
—La locura est á en la m ent e de cada uno. Ocúpat e de la t uya y
libérala de m alevolencia, codicia y odio. Es la m ej or cont ribución a t i
m ism o y a la hum anidad. En la nat uraleza est á el equilibrio. Ése es su

131
El Faquir Ramiro A. Calle

m ist erio, su encant o, su enigm a. El ser hum ano lo ha perdido y su vida


es farragosa y est éril. A veces, el equilibrio se quiebra en la nat uraleza,
pero la m ism a nat uraleza lo recupera. El ser hum ano, en cam bio, es un
desequilibrado. Y no sólo eso, sino que adem ás se em peña en dañar y
desequilibrar la nat uraleza.
Hizo una pausa y luego m e señaló una acacia.
—Mira la prest ancia de est a acacia. ¿Espera algo?, ¿quiere lograr
algo? En absolut o. Pero los hom bres est án t an em bebidos en sus afanes
que han perdido cualquier conexión con la fuerza vit al suprem a que
t odo lo anim a y se han desprendido de la m ano invisible. Porque nos
hem os at ado a lo m ás superfluo, desligándonos del Ser. El t rabaj o de
un buscador consist e en desligarse de lo superfluo para t rat ar de at arse
con el Ser. Es desasirse para ser.
De repent e se puso frent e a m í y esbozó una am plia y herm osa
sonrisa.
—Quiero que pract iques int ensam ent e —dij o, poniéndom e las
m anos en los hom bros—. Róbam e m i saber. Mi ingenio sobre el
alam bre, m i precisión y m i dest reza.
—No t e ent iendo.
Yo no est aré cont igo siem pre. Eso es obvio. Nada hay peor que el
aburrim ient o y la languidez. Más vale m orir degollado por el alam bre
que asfixiado por el t edio y la m uda y corrosiva desesperación.
Me abracé a él. Sent í su fuerza vit al. Lo supe m i am igo, m i
herm ano, m i m aest ro.
—Todo es sagrado —fueron las prim eras palabras de Suresh
m ient ras una fresca m añana de noviem bre nos aseábam os j unt o al
riachuelo próxim o a la aldea—. Todo es sagrado —insist ió—. El alam bre
t am bién lo es. Tienes que em pezar a conect art e con él en una
dim ensión m ás sut il y saber que est á cooperando cont igo para que
recobres t u espacio de arm onía y vivas equilibradam ent e, sin desorden
int erior, aunque reine el caos en el ext erior. Siént et e agradecido hacia
el alam bre.
Nos sum ergim os en el agua del riachuelo. Los páj aros t rinaban con
alegría. Las m ont añas m ost raban una t onalidad azulada.
—Hoy será nuest ro últ im o día aquí —dij o m ient ras got as de agua
perlaban su t ost ado rost ro—. Mañana part irem os para Puri y días
después irem os a Delhi. Tengo que participar en el Gran Circo de Delhi.
Hoy t e espera una sorpresa.
¿Una sorpresa? Tem ía las sorpresas que m e preparaba Suresh. Al
ver m i rost ro preocupado prorrum pió en carcaj adas.
Cam inam os hast a el lugar donde venía ej ercit ándom e desde hacía
sem anas. Me t em ía que la sorpresa no sería de m i agrado, y no m e
equivoqué. Suresh había colocado el alam bre a t al alt ura que m e
est rem ecí al verlo. Menos m al que dij o:
—Hoy andarás por el alam bre prot egido por ot ro alam bre que
llevarás enganchado a un cint urón de cuero suj et o a t u cint ura. No t e
preocupes si t e caes, porque quedarás suspendido del alam bre
prot ect or. Salvo...
—¿Salvo... qué? —pregunt é con evident e ansiedad.

132
El Faquir Ramiro A. Calle

—Salvo que no t e suj et e y...


Est alló en una carcaj ada que hizo levant ar el vuelo a los t ím idos
paj arillos del alrededor.
—Pues a m í no m e da risa —repliqué m olest o—. No t iene gracia.
—La t iene o no la t iene, según se m ire —aseveró—. Pero no t e
acost um bres al alam bre prot ect or, ya que est aríam os en lo m ism o de
ant es: am ort iguadores, salvavidas... Adem ás, t am poco quiero
quedarm e sin aprendiz. Sólo ut ilizarem os el alam bre prot ect or cuando
sea im prescindible, ¿m e has oído?
Asent í de m ala gana.
—Lo considero im prescindible m ient ras el vacío t e at erre.
—Se int errum pió y luego m e pregunt ó—: ¿Y sabes por qué t em es
t ant o al vacío?
Negué con la cabeza. En aquel m om ent o no m e apet ecía pensar.
Me sent ía de pésim o hum or.
—Porque no eres capaz de vaciart e de t odo para que la Ment e Única
act úe por t i, viva en t i y sient a en t i. Te crees el ej e del universo. No
acept as el hecho de ser nada. ¡Es una verdadera pena lo que haces
cont igo!
—¡Est oy hart o de t us m onsergas! —repliqué, y agregué desabrido—
: ¡Est oy hart o del alam bre, del bosque, del vacío y de la Ment e Única!
—¡Ahora m e vienes con ésas! Déj at e de subt erfugios y súbet e al
alam bre.
—Pero si m e caigo puede ser peligroso, aunque est é suj et o al
alam bre prot ect or —prot est é.
—Por supuest o que sí. Y aunque ut ilizases cien alam bres
prot ect ores, t am bién podría haber algún peligro. Eso es lo peor de t i:
quieres absolut a seguridad cuando t odo es t an inseguro. ¡Eres
exasperant e! Mient ras dorm im os por la noche, la inseguridad es t ot al y
est am os m ás desvalidos que nunca. ¿Dej as por eso de dorm ir? ¡Sube al
alam bre!
Trepé por el árbol. Había adquirido m ucha dest reza en t repar por
los t roncos de los árboles, casi t anta com o los hom bres que subían a las
palm eras a coger cocos. Est aba a una veint ena de m et ros del suelo. Me
había am arrado fuert em ent e el alam bre prot ect or a un ancho cint urón
de cuero apret ándom e los riñones. Me sent ía incapaz de colocar un pie
sobre el alam bre debido al nerviosism o, que no lograba dom inar. El
t error m e at enazaba. "No puedo —m e dij e—. Me m at aré." Me quedé
paralizado, com o m e ocurría en la escuela cuando algún com pañero m e
insult aba y m e am enazaba.
—¿De verdad m e obligas a hacer est o? —grit é.
Era víct im a de la vacilación, la angust ia y el desconsuelo.
Suresh no respondió.
—Te lo ruego —supliqué—, pon el alam bre a m enos alt ura.
—¡Serás insensat o! —exclam ó—. Nadie puede ordenar que
pongam os la vida de est a form a o de la ot ra. La vida es com o es. O la
vivim os o nos vive o nos m at a. Hay que encararse a la vida y aprender
a m anej ar sabiam ent e las sit uaciones. En est e inst ant e, t u vida es el
alam bre, y t ienes sólo dos opciones: cam inas por el alam bre o

133
El Faquir Ramiro A. Calle

abandonas el ent renam ient o. Est a es t u sit uación. Tú verás qué haces.
No hay duda de que puedes abandonar, pero ¿acaso puede
abandonarse la vida? A m enudo, la vida es com o un t igre sobre el cual
es necesario aprender a cabalgar. Si t e arroj a de sus lom os, t e devora.
¡Venga, sube!
Con t error no disim ulado coloqué la plant a del pie sobre el alam bre.
—No m ires hacia abaj o —oí que m e recom endaba Suresh—. Mira al
frent e. Que act úen t us pies, t us células..., pero no t u razón.
Muy lent am ent e em pecé a andar por el alam bre. Un paso, dos,
t res... Y de repent e pensé en el vacío que se abría a m is pies y m e
incliné dem asiado hacia un lado. Quise corregir la inclinación hacia el
ot ro lado, pero lo hice con t ant a brusquedad que perdí el equilibrio y
m e precipit é. Mi cuerpo caía hacia el suelo cuando sent í un fuert e t irón
en la cint ura y quedé suspendido en el vacío, balanceándom e de un
lado para ot ro, en el colm o de la angust ia y enm udecido por el espant o.
—Te ayudaré —dij o Suresh—. Ya has vist o lo que es la m ent e.
Llevas sem anas andando por el alam bre y ahora un fact or del
pensam ient o t e im pide hacerlo porque has creído que había m ayor
peligro. La m ent e, en ocasiones, se conviert e en un m onst ruo.
Lo int ent é varias veces y siem pre acabé colgado en el vacío.
Tenía una am arga sensación de fracaso. Ent onces Suresh t repó por
el árbol y com enzó a ent renarse en el alam bre. Era dúct il com o una
gacela, de m ovim ient os perfect os. En t odo inst ant e parecía flot ar, com o
si su cuerpo no pesase. De repent e, desde el cent ro del alam bre, dij o:
—Ven hacia m í.
—¡No! —prot est é—. No pienso hacerlo.
—No t e pido que pienses o no en hacerlo, t e digo que lo hagas.
¡Ven ahora m ism o!
Vacilant e, com encé a andar por el alam bre. Me cercioré de que el
cable prot ect or est aba bien suj et o a m i cint urón. Tem í que si yo caía lo
arrast raría conm igo y podría m at arse o herirse de gravedad. De pront o
m e había encont rado con una responsabilidad ext ra.
—No t e preocupes por m í y ocúpat e de t i. Acércat e... Poco a poco...
Evit a los m ovim ient os bruscos. Deslízat e con t ant a suavidad com o una
hoj a se m ece en la brisa.
Llegué hast a él. Ent onces se colocó de espaldas a m í.
—Vacíat e de t odo —dij o— y dej a que t u m ent e se conect e con el
universo. Mi energía operará ayudando a t u envolt ura carnal. Pero
vacíat e de t odo y sigue m is m ovim ient os com o si fueras m i som bra.
Nos dim os la vuelt a sobre el alam bre y yo quedé det rás de él.
—Recuerda: eres m i som bra. Sigue m is m ovim ient os.
Me ausent é de t odo. Fundí m i m ent e con el Ser y el Ser con el vacío
prim ordial. Y de repent e fue com o si su energía de ilum inación m e
t om ara y funcionara a t ravés de m i cuerpo. El m iedo cesó. Él era yo y
yo era él. Un m ism o ser con dos corazones. Durant e m ás de una hora
hicim os t oda clase de evoluciones, giros y piruet as sobre el alam bre. De
repent e, y ant e m i sorpresa, Suresh dio un im presionant e salt o en el
aire, hizo un t irabuzón con el cuerpo en el espacio y cayó sobre el
alam bre con las rodillas flexionadas, pero con t ant a suavidad com o si se

134
El Faquir Ramiro A. Calle

hubiera posado una delicada m ariposa; de ot ro m odo, su im pulso m e


habría lanzado al suelo. Com prendí el fascinant e cont rol que aquel
hom bre ej ercía sobre su cuerpo y su m ent e.
Aunque no era j oven, t enía t ant a flexibilidad y resist encia com o una
caña de bam bú. Descendim os y nos sent am os a descansar sobre la
olorosa hierba.
—Cuido m i cuerpo porque m ient ras deba llevarlo conm igo, t engo
que evit ar que sea un obst áculo. ¿Has oído hablar de los grandes
yoguis... com o Goraknat h o Mat yendranat h?
—Algo he leído sobre ellos.
—Eran yoguis alquim ist as —dij o—. Conocían los hum ores y
elem ent os de sus cuerpos a la perfección y sabían m anej arlos con
precisión. Am bos vivieron m ás de cient o veint e años. No sólo eran
capaces de influir sobre las células, sino de operar sobre las part ículas
subat óm icas. Pero ant es o después el cuerpo envej ece, enferm a y
m uere. Todo lo const it uido t iende a descom ponerse. Cuida t u cuerpo
pero no t e apegues a él. Los yoguis alquim ist as t enían t al cont rol sobre
su cuerpo que podían m orir a volunt ad, es decir, ret irarse de sus
envolt uras carnales cuando lo creían necesario.
—Daría m i vida por dom inar el yoga de elegir cuándo m orir —dij e
con t al énfasis que Suresh m e m iró con ext rañeza.
—Sólo los m ás grandes yoguis pueden hacerlo.
Esa noche nos reunim os con t odos los m iem bros de la t ribu. Habían
preparado una cena especial y corría el alcohol. Para no desairarles,
Suresh bebió una buena cant idad de un licor hecho con raíces de
dist int os árboles. Yo sólo m e m oj é los labios, pero aun así lo not é
dem asiado fuert e y am argo. Una m uj er m e dio un m asaj e con m ant eca
de búfalo en los pies y las m anos; era gent e m uy am able. Hubo
algunas oraciones a las deidades de la nat uraleza y cant os para solicit ar
al dios de los dioses que nos prot egiera. Suresh est uvo especialm ent e
divert ido; brom eaba con las m uj eres y los niños, daba salt os
acrobát icos y andaba sobre las m anos, haciendo las delicias de t odos.
Despert aba una franca sim pat ía. Luego vi com o ent regaba una gran
sum a de dinero al j efe de la t ribu. Por donde quiera que fuera, Suresh
siem pre ayudaba a los dem ás. A veces m e irrit aba con él porque a
m enudo m e ponía ent re la espada y la pared, pero había llegado a
quererlo con t oda m i alm a. Si hubiese una docena de funám bulos com o
Suresh, el m undo sería dist int o.

135
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO DOCE

El viaj e hast a Puri no se m e hizo largo ni pesado, quizá porque ya m e


había acost um brado al sent ido del t iem po sin sent ido de la I ndia o
porque Suresh m e habló de m uchas cosas o porque siem pre se
encont raba algo sorprendent e que ver en las est aciones del ferrocarril.
Pero al principio, Puri no m e resultó una ciudad sim pát ica; era ruidosa y
est aba sat urada de peregrinos y devot os. Nos hallábam os en el est ado
de Orina y poco a poco, iba conociendo m ás de cerca un país que, com o
Federico m e había escrit o, era inabordable. Aunque olía a frit anga,
hast a la ciudad llegaba la agradable brisa del océano.
Para hospedarnos, Suresh había elegido una dharm sala, casa
dest inada al aloj am ient o de peregrinos y sadhus, hacia la cual dirigim os
nuest ros pasos en el t ibio at ardecer, baj o un cielo t eñido de las m ás
diversas t onalidades carm esí. La hospedería est aba en la calle principal
de Puri, cerca del gran t em plo. Había gran cant idad de puest os
callej eros y vendedores de t oda clase de m ercancías. Pasam os frent e a
un m inúsculo sant uario en el que est aban dedicando danzas a la Shakt i.
Los hom bres se habían disfrazado de m uj eres para est ar m ás próxim os
a la energía fem enina.
—¡Oh la Shakt i! —exclam ó Suresh com o em belesado. Vela y
desvela. Nadie puede com prenderla, sólo es posible am arla. ¡Oh la
Shakt i! Se m ira en los m ut ilados rost ros de los leprosos y en los
bellísim os rost ros de las j ovencit as; palpit a en el m iserable culí y en el
fat uo m aharaj á. ¡Oh la Shakt i!
Nos cruzam os con m uchas personas que conocían a Suresh y lo
saludaban con gran cordialidad. Ést e t enía previst o llevar a cabo un
núm ero de funam bulism o en la plaza principal de Puri; se exhibiría en el
alam bre ent re dos alt ísim os m ást iles.
—Quiero hacer algo especial, m uy especial —m e había com ent ado—
. Pero no va a ser nada com parado con lo que verás en el circo.
—¿No t em es los accident es?
—Siem pre puede ocurrir algo, por supuest o. La gent e habla, grit a,
ríe... Así result a difícil concent rarse y no es fácil efect uar la acción
diest ra. Lo peor es el exceso de confianza. Confiar, sí, pero no
dem asiado ni a lo t ont o. Cuando uno cree que el núm ero es fácil,
sobrevienen los accident es. Muchos funám bulos los t ienen. Si t e
vuelves negligent e, los pensam ient os brot an y, al perder la at ención, el
accident e t iene cabida.
Cuando uno est á act uando en el alam bre a gran alt ura, la
im aginación j uega m alas pasadas; si el pensam ient o no se cont iene,
em pieza uno a t ener ideas raras: est ás dem asiado alt o, la gent e t e

136
El Faquir Ramiro A. Calle

dist raerá con sus grit os, algo t e va a ent ret ener..., y es ent onces
cuando el peligro se hace real; el vacío no sólo no t e inspira sino que t e
absorbe, y ent onces est ás perdido. Una caída desde gran alt ura es casi
siem pre m ort al o, en el peor de los casos, t e rom pes el espinazo. Hay
que est ar at ent o. La rut ina adorm ece y at rofia. La rut ina es m ort al para
un funám bulo.
Nos det uvim os en un sucio y pequeño puest o donde t om am os algo
para cenar.
—Com o ya t e he dicho varias veces —com ent ó Suresh— es
im port ant e cuidar el cuerpo. Él es la energía densa. En el principio es el
vacío prim ordial; del vacío brot a la energía de la Conciencia Pura; de la
Conciencia, la energía de la Shakt i, y de la energía de la Shakt i, que es
el poder dinám ico, t odo lo que vem os, incluido el cuerpo. La biología es
la fuerza m ás ciega y t rat a de cont rolarnos, pero el yogui aprende a
invert irla para luego dom inarla. Cuando voy andando a gran alt ura por
el alam bre, si no conect o con una energía m ás ligera, rápida e
int eligent e, el cuerpo pesa com o el cem ent o y ent onces es fácil t ener un
accident e. Pero si la m ent e conect a con la energía ilum inada, el cuerpo
se hace ligero com o una gaviot a. Ent onces result a fácil m anej arse con
él.
"Cuant o m ás arriba t rabaj a el funám bulo, m ás ext raña es la
sensación que lo invade. Es t odo y nada. Est á a m erced de la energía
universal. Si m ueve t orpem ent e un pie o ladea una cadera o
sim plem ent e se m area, cae al abism o.
“ Confío en que m añana no haga vient o, porque ést e es el peor
enem igo del funám bulo. Peor que la lluvia, que el granizo, que el calor
m ás sofocant e. El vient o es el m ism o diablo que acude a poner a
prueba su equilibrio. Si se opone al vient o, lo lanza al vacío. Cuando
llega el vient o es igual que cuando en la vida sobrevienen las t ragedias
y las vicisit udes. ¿Qué hacer? Recurrir a la ecuanim idad, al equilibrio y
m ant ener la cordura. Ent onces esas cualidades son m ás necesarias que
nunca. Uno t iene que saber ut ilizar sus recursos int ernos.”
Después de cenar nos dirigim os a la hospedería. Suresh era m uy
popular ent re los sadhus y erem it as. Durant e horas, hast a bien ent rada
la noche, est uvim os charlando con unos y ot ros.
Todos pedían a Suresh que les cont ase algunas anécdot as. Él los
divert ía de veras. Yo pregunt é sobre el t rat ado, pero no obt uve
respuest as que m e aclarasen nada. Al acost arm e m e arropé con una
m ant a t ant o com o pude, porque t em ía m ás las sádicas picaduras de las
chinches que las no m enos sádicas de los m osquit os de la I ndia.
Aunque el bullicio cont inuaba en la calle y la m úsica no cesaba en los
alt avoces, logré conciliar el sueño.
Todo est aba preparado para que Suresh llevara a cabo su
espect áculo. I ba a t rabaj ar con el alam bre a gran alt ura y sirviéndose
de la barra. Suresh se había dado un int enso m asaj e por t odo el cuerpo
y había hecho algunos ej ercicios de piernas y brazos. Se le veía en
form a: resist ent e, flexible, y con una m ent e lúcida y percept iva.
Salim os a las bulliciosas calles de Puri. Yo le seguía a cort a dist ancia
port ando la barra. Suresh brom eaba y se dirigía a m í com o su aprendiz.

137
El Faquir Ramiro A. Calle

Est aba de m uy buen hum or. Desprendía una sorprendent e vit alidad y
su risa reconfort aba a quienes la oían. I ba vest ido con un t aparrabos
blanco y sobre los hom bros llevaba un chal de color naranj a.
Est aba realm ent e at ract ivo. Se había puest o m uñequeras de cuero
y aceit e de sándalo en el cabello, dej ando al descubiert o una frent e
am plia y noble.
El lugar dest inado para el espect áculo est aba t an at est ado de gent e
que no era fácil abrirse paso ent re la m uchedum bre.
—Cuando el ruido es t an infernal —m e com ent ó Suresh—, hay que
poner especial energía para no perder el hilo de la consciencia. Est e
t rabaj o result a m ás fácil en el circo, donde el público t e respet a y
guarda un silencio sepulcral. Pero t rabaj ar cuando la gent e no dej a de
chism orrear es difícil, porque cuest a m ant ener la at ención.
Los espect adores recibieron al faquir con aplausos, silbidos y grit os.
Suresh saludó y se despoj ó de la túnica. Su t ost ado cuerpo brillaba baj o
los int ensos focos. Con habilidad insuperable subió hast a una
plat aform a suspendida de la part e m ás alt a de uno de los post es. Yo
sent ía el corazón encogido. No dej aba de pensar qué sería de m í si
Suresh sufría un accident e m ort al. Desde la plat aform a saludó al
público agit ando el brazo derecho. El gent ío lo aclam ó y vit oreó
ent usiasm ado. Para com placerles, Suresh hizo varios núm eros de
fuerza y equilibrio en la plat aform a. Hubo aplausos y exclam aciones.
"Así nadie podría concent rarse", pensé. Desde luego era m uy difícil
lograr el vacío m ent al en t ales condiciones. La dist ancia que cubría el
alam bre era enorm e. La barra que descansaba en el suelo, fue izada
por m edio de una cuerda a la que est aba at ada, y Suresh la elevó hast a
la plat aform a. Cogió la barra con firm eza con am bas m anos, la puso
paralela al suelo y com enzó a andar por el alam bre. Est aba a gran
alt ura. Yo pedía con t odas m is fuerzas que no se levant ara vient o.
Suresh, después de llegar al ot ro ext rem o del alam bre, desanduvo el
cam ino recorriéndolo de espaldas. La ovación est alló com o un t rueno.
La gent e est aba fascinada. Supuse que el espect áculo había finalizado,
pero m e equivoqué.
Suresh cam inó de frent e hast a el cent ro del cable, se dio la vuelt a y
recorrió el rest o de alam bre de espaldas. Repit ió varias veces esa
operación. Yo cada vez m e sent ía m ás inquiet o y t enía ganas de grit ar a
pleno pulm ón: "¡Baj a ya! ". Pero él seguía con sus paseos por el
alam bre. Varias veces perdió el equilibrio. Se hizo un gran silencio.
Pensé que Suresh sim ulaba aquellas vacilaciones para sobrecoger a los
espect adores. Desde luego, era un gran art ist a. A cada m om ent o sabía
cóm o renovar la capacidad de asom bro del público. Él siem pre decía:
"La vida sin asom bro es nada; fast idiosa rut ina".
De pront o com enzó a t am balearse de t al m odo sobre el alam bre
que yo no sabía si le ocurría de verdad o est aba fingiendo. De repent e
dio un t raspiés, puso sobre el alam bre el pie que t enía en el aire, pero
se vio obligado a levant ar el ot ro.
Se t am baleaba pero no recuperaba la vert icalidad. Em pecé a
preocuparm e de veras.
De repent e la barra salió despedida y cayó al suelo. Suresh flexionó

138
El Faquir Ramiro A. Calle

las piernas, en un desesperado int ent o por no caerse.


"No est á sim ulando", pensé. Los sadhus se m iraron ent re sí
preocupados e im pot ent es. Suresh, en un int ent o desesperado, apoyó
una de las rodillas en el alam bre m ient ras m ovía los brazos com o una
m arionet a t rat ando de recobrar el equilibrio. Y sucedió lo que t odos
t em íam os: Suresh perdió el equilibrio y su cuerpo dej ó de t ener
cont act o con el alam bre, pero le dio t iem po de reaccionar y consiguió
quedar colgado por las corvas, cabeza abaj o. Tras un grit o de espant o
que presagiaba lo peor, la gent e volvió a guardar un silencio absolut o.
Suresh est aba colgado com o un m urciélago. ¿Qué podía hacer? Me
lancé hacia el post e para t repar por él y ver qué ayuda podía prest arle.
Pero Suresh, com o un expert o gim nast a, flexionó el t ronco hacia arriba,
se cogió del alam bre con las m anos y se encaram ó al m ism o,
sit uándose de pie sobre él com o si nada hubiera ocurrido. Después se
irguió en el cent ro y abrió los brazos en cruz para conservar el
equilibrio. El público com enzó a aplaudir enloquecido.
Sent í un cariño inm enso hacia él. Cuando descendió m e acerqué
para abrazarle.
—¡Gracias a Dios que t e has salvado!
—Dios nada ha t enido que ver con est o —m e respondió,
guiñándom e un oj o—. No he corrido el m enor peligro. A veces, en est a
vida hay que fingir un poco. Form a part e del espect áculo. Lo peor que
puede ocurrir es que la gent e se aburra.
Volvim os a la hospedería de sadhus y peregrinos. Suresh cogió la
caj a con la recaudación y fue repart iendo m onedas ent re los sadhus y
los devot os pobres, dej ando una m ínim a part e para nosot ros.
Ya sabes —m e dij o—: solt ar. Solt ar el m iedo, el odio, la envidia, la
codicia, la ira, la arrogancia..., y las rupias. Solt ar.
No sabía qué pensar de aquel hom bre. Lo consideraba un verdadero
equilibrist a de la vida, así com o de sus act it udes y est ados de ánim o.
I ncluso m e pregunt aba si su cerebro era com o t odos los dem ás porque
yo t enía la cert eza de que aquel hom bre sabía m ucho m ás de lo que
aparent aba.
Siem pre había un lado ignot o en él, una cám ara ocult a en el int erior
de su espírit u. Lo que m ás m e llam aba la at ención no era su capacidad
férrea para cont rolar el pensam ient o, las palabras y los act os, sino que
siem pre era nat ural y fluido, libre de art ificios y arrogancia. Yo present ía
que una part e de él est aba m uy dist ant e de est e m undo. En m i
adolescencia había leído que algunos yoguis llegan a t al grado de
evolución que "est án en el m undo sin est ar en él" pues su consciencia
se ha fundido con la Fuent e.
—Suresh, ¿por qué busca la gente? —le pregunt é esa noche—. Me
refiero a aquellas personas que son buscadoras.
—En la base de t odo est á el sufrim ient o —dij o—. El ser vivient e
sufre. El sufrim ient o es inherent e a la vida, pero el ser hum ano sufre
m ás porque, con su m ent e t orpe, añade sufrim ient o al sufrim ient o. La
m ent e ofuscada m ult iplica la desdicha innecesaria.
Mi m ent e se fundió con los cánt icos sagrados de los sadhus.
Eran com o una caricia para m i espírit u at ribulado. Buscar, buscar,

139
El Faquir Ramiro A. Calle

buscar...
—Mañana part irem os para Madurai —dij o Suresh—. Y después
irem os a Delhi, donde act uaré unos días en el circo. El circo es lo m ás
herm oso que hay en el circo de la vida.
—¿Y luego? —pregunt é por pregunt ar algo.
—¿Acaso viviré luego? —Se echó a reír—. Ya verem os. Hay m uchas
cosas por hacer, si es que hacem os algo. El dest ino nos dará pist as y
nosot ros est arem os alert a a cada m om ent o para dilucidarlo, ¿t e parece
bien?
Ent onces fui yo quien se echó a reír.
—Más adelant e visit aré al ex m aharaj á —dij o—. Le prom et í
som et erm e a una prueba que él espera con ansiedad. —Sin que m e lo
esperara, añadió—: Hernán, t odavía eres un aprendiz de aprendiz.
—Te gust a j ugar conm igo —prot est é dolido.
—Confiesa que est abas at errado pensando qué sería de t i si yo
m oría.
—Tienes razón —reconocí—. Perdona, pero...
—Nada de disculpas. Es nat ural. Cualquiera hubiera sent ido lo
m ism o.
—Pero ¿sim ulast e t odo aquello? —pregunt é.
—Dej é que la Diosa j ugara un poco —respondió, divert ido—.
Tam bién es bueno que la gent e se diviert a, ¿no crees? La diversión
alivia. Es buena.
Ni siquiera em pezaba a clarear el día cuando Suresh m e despert ó.
—¿Qué ocurre, qué pasa? —pregunt é sobrecogido.
—¡Vam os, arriba, no perdam os m ás t iem po!
Me levant é de un salt o y m e vestí apresuradam ent e. Pero ¿qué
ocurría? Suresh m e sirvió una t aza de t é m uy azucarado e hirviendo.
Un perro aulló a lo lej os.
Un anciano peregrino roncaba y un pordiosero dorm ía desnudo
j unt o al bot e descascarillado con que solicit aba lim osna. Suresh se lo
llenó de m onedas. Pensé en la agradable sorpresa que t endría el
m endigo cuando despert ara.
—Nos bañarem os en el m ar —dij o Suresh.
Salim os de la hospedería para ir a la playa y nos perdim os por las
callej uelas. A nuest ro paso algunas personas sem idorm idas y
desperezándose nos observaban. Andábam os deprisa.
—¿Por qué vam os a Madurai?
—Quiero visit ar a un m aest ro.
—¿Tuyo?
—Así podría decirse —respondió, lacónico, y se sum ergió en el
silencio.
Olía a cloaca y a brisa m arina. El día iba a ser lum inoso. No hacía
calor y los perros husm eaban ent re los desperdicios. De repent e t uve
consciencia de qué gran cam bio había experim ent ado m i exist encia y
cóm o habían ido m odificándose m uchas act it udes de m i m ent e.
¡Cuánt as im presiones m e había report ado la I ndia y cuánt as huellas
est aba dej ando en m í! Tuve la sensación de que m i vida pasada era un
sueño que se desvanecía y algo en m í experim ent ó nost algia, t rist eza e

140
El Faquir Ramiro A. Calle

incert idum bre.


Divisé la playa de Puri a lo lej os. Algunos cuervos, con su t edioso
graznido, revolot eaban por el lím pido azul del cielo. El horizont e est aba
despej ado y el m ar t an en calm a que parecía un inm enso lago.
—¿Por qué hay t an pocos buscadores? —pregunt é con nat uralidad.
Suresh no m e respondió. Seguim os andando hacia la playa. La
serenidad del m ar era cont agiosa.
—Conviert es t u m ent e en un gran int errogant e —dij o al cabo de un
rat o—. Te has pregunt ado qué m ueve al buscador.
—Sí —repuse—. El rom ant icism o espirit ual, el afán de hallar
respuest as, el ansia de encont rar una realidad subyacent e...
—¡La angust ia! —m e int errum pió secam ent e—. La angust ia.
—¿La angust ia?
—El buscador es una clase de persona m uy especial —aseveró—.
Ot ras personas carecen de la sensibilidad necesaria para angust iarse o
se engañan con t ant os subt erfugios que disfrazan su angust ia. Pero
nada sat isface al buscador. Prim ero invest iga en el ext erior, m as no
halla sat isfacción en placeres, logros y m et as ext ernas; incluso a veces
es m ucho peor, porque se da cuent a de que aun habiendo conseguido
logros y riquezas, sigue sint iéndose incom plet o e infeliz. —Guardó
silencio. Se había puest o serio.
Cuando llegam os a la t ibia arena, unos niños de piel m uy oscura se
bañaban con gran deleit e. El sol iba ascendiendo y el calor se hacía m ás
int enso. A lo lej os se veía una barcaza. Unos desarrapados dorm it aban
en la playa.
—¿Nos bañam os? —pregunt é, sacando a Suresh de su
ensim ism am ient o.
—¡Adelant e! —exclam ó anim ado, y echó a correr hacia el agua.
Lo seguí y nos zam bullim os alborozados. Est uvim os disfrut ando del
m ar hast a el m ediodía. Salim os del agua y nos refugiam os baj o las
palm eras. El calor se había t ornado sofocant e.
De repent e, Suresh com enzó a exclam ar:
—¡Shiva! ¡Oh Shiva! —Sus oj os se habían vuelt o m uy expresivos—.
¡Shiva, oh Shiva! —cont inuó clam ando, com o ausent e de t odo.
Y con gran elegancia de m ovim ient os, m ient ras cant urreaba "¿quién
puede com prender los designios divinos?," com enzó a bailar. Era una
danza lent a, de suaves m ovim ient os, m edida y precisa, m uy fluida.
Suresh adopt ó la post ura del Shiva danzant e, el creador del m undo. Se
det uvo unos inst ant es, sin siquiera parpadear, en equilibrio perfect o
sobre una pierna.
Luego com enzó a girar sobre sí m ism o, haciendo m udras, gest os
iniciát icos realizados con las m anos.
Los cuervos revolot eaban ent re los árboles. El cuerpo de Suresh era
com o una escult ura que se m oviera con insuperable gracia.
—¡Baila, baila!
Le im it é, int ent ando reproducir sus m ovim ient os.
—Déj at e llevar, no t e resist as.
Yo sent ía la arena, fina y t ibia, baj o las plant as de los pies. Mi
cuerpo se abandonaba a t oda suert e de giros lent os y volupt uosos, la

141
El Faquir Ramiro A. Calle

m ent e conect ada con lo inm enso. Bailábam os sin parar, los cuerpos
em papados en sudor, el yo ausent e. Exhaust os, nos dej am os caer en la
arena, con la respiración agit ada.
El cuerpo se ablandó com o una soga m oj ada. A lo lej os sonaban las
risas de los niños.
Est uvim os así hast a el at ardecer. Yo m e encont raba fat igado y
dichoso.
—La vida sólo t iene significado —dij o Suresh— cuando hacem os de
ella una avent ura int erior. De ot ro m odo se vuelve oprim ent e, absurda
y m uy fast idiosa.
"¡Cuánt a razón t iene! ", pensé.
Em prendim os el cam ino de vuelt a a la hospedería. Em pezaba a
anochecer y el t ren salía a las pocas horas. Un anciano se había
quedado dorm ido sobre una est era de coco.
—¿Ves a ese hom bre? —dij o con t ernura—. Ahora duerm e, est á en
el ser. No hay deseo, no hay m iedo; es feliz.
Suresh era recio y t ierno a la vez, aut ocont rolado y dulce.
Com pram os m azorcas asadas y las com im os con apet it o en plena
calle. Pasó una m uj er delgada erguida com o una palm era dat ilera con
un cánt aro sobre la cabeza. Una biciclet a surgió de pront o en una
esquina, y casi nos llevó por delant e. Una niña de m irada dulce est aba
haciendo sus necesidades en un vaso en cuclillas. Cuando llegam os a la
hospedería, nos despedim os de los sadhus y part im os para la est ación.
Suresh m e invit ó a un j ugo de caña de azúcar.
En la est ación de Puri encont ram os un verdadero caos; era la danza
de la vida. Shiva se m iraba en t odos aquellos rost ros. Const ruía para
dest ruir. Dest ruía para const ruir.
Los días se habían t ornado m uy lum inosos. El cielo se present aba
claro y despej ado. Desde m i llegada a la I ndia m e daba cuent a de que
sufría y gozaba con m ucha m ás int ensidad. En esa época del año, t ras
el largo m onzón la nat uraleza t odo su esplendor. Me gust aba deleit arm e
con los cam pos de arroz, los de m aíz y las palm eras de t odos los
t am años.
En el descom unal t em plo de Madurai com probé de nuevo la avidez
religiosa y el frenesí sagrado del hindú, quien a pesar de t odo, t iene
gran capacidad para m ezclar lo m ás sant o con lo m ás profano, lo m ás
sublim e con lo m ás cot idiano. Una vez m ás m e di cuent a de que no hay
m ayor disfrut e que sent irse relaj ado y en paz, con el cuerpo y la m ent e
sin generar t ensión. Las puert as del t em plo est aban abigarradas y el
núm ero de m endigos, m uchos de ellos m ut ilados falsos, sadhus e
indigent es era especialm ent e grande. Suresh y yo ent ram os en el
t em plo y recorrim os sus enorm es corredores y fuim os a un sant uario
donde se levant aba un lingam , órgano reproduct or de Shiva. Suresh
hizo una ofrenda al lingam y m e dij o:
—No soy religioso, pero al ofrendar rindo m i ego y hago un act o de
hum ildad. No hay cualidad com o la verdadera hum ildad.
—Nam ast é —dij o.
Logram os salir del t em plo. Suresh m e conduj o por un enj am bre de
callej uelas, sucias y m alolient es, donde a m enudo las vacas nos

142
El Faquir Ramiro A. Calle

cort aban el paso. Unos niños sem idesnudos j ugaban divert idos ent re las
aguas fét idas. Una anciana cuyas encías no conservaban ni un solo
dient e y est aba m edio ciega, vendía leche. Un grupit o de hom bres
ociosos conversaban acaloradam ent e, unos sent ados en el suelo los
ot ros en banquet as.
Nos det uvim os delant e de una casa con la puert a de m adera.
Suresh llam ó con los nudillos y nos abrió una m uj er m uy obesa, con
una gargant illa de oro al cuello y m uchas pulseras en la m uñeca.
Esbozó una afect uosa sonrisa m ostrando unos dient es llam at ivam ent e
blancos. La m uj er y Suresh se saludaron a la m anera india, j unt ando
las palm as de las m anos a la alt ura del pecho; después nos conduj o a
un pat io con gran cant idad de t iest os y donde olía a las m il m aravillas.
Nos sent am os en el suelo, sobre una est erilla. El t rino de los páj aros
no cesaba. La m uj er se alej ó, cam inando con dificult ad a causa de su
ext rem a obesidad. Volvió al cabo de unos m inut os t rayéndonos t é con
especias y unas past as m uy picant es. La m uj er se fue de nuevo,
dej ándonos a Suresh y a m í solos en el pat io. Era un lugar m uy
agradable, cuyo grat o silencio cont rast aba con el bullicio que reinaba
en la ent rada del t em plo.
Pasaron los m inut os. Suresh y yo perm anecim os callados, com o si
no quisiéram os profanar aquel silencio. El olor a j azm ines siem pre ha
abst raído m i m ent e. Me sent ía a gust o. Pero de súbit o, Suresh se
levant ó de un salt o. Casi sin darm e cuent a le im it é y m e puse a su lado.
Una m uj er de unos t reint a cinco años había ent rado en el pat io y se
acercaba a nosot ros, colocando las m anos j unt as a la alt ura del pecho.
De m ovim ient os im pecables, gráciles y casi cerem oniosos,
cam inaba con gran elegancia pero sin afect ación. Vest ía un sari verde
claro, llevaba los largos cabellos negros peinados en una t renza
llam at ivam ent e larga. No pude por m enos que fij arm e en sus
espléndidos oj os, t iernam ent e expresivos. Aquella no era, desde luego,
una m uj er corrient e. Hast a el hom bre m ás im pasible se quedaría
prendado de ella. Una leve sonrisa se perfilaba en sus labios, de un
dibuj o perfect o.
El rost ro de Suresh se ilum inó de pront o. Parecía subyugado por el
encant o de aquella m uj er nada com ún. Un halo de encant o y m ist erio la
rodeaba; su sola presencia envolvía y em belesaba. En m i vida había
encont rado una expresión t an t ierna e int ensa com o la de ella. Parecía
t an perfect a que uno hubiera creído que, a cada m om ent o, Dios se
m iraba en aquella herm osa m uj er. Suresh y yo guardábam os silencio.
La escena parecía irreal por lo que t enía de caut ivadora. Los páj aros
seguían t rinando y el arom a del j azm ín era un bálsam o para m i m ent e.
Después de unos inst ant es, ella se dirigió a Suresh en algún idiom a
de la I ndia. I nt ercam biaron unas palabras y luego Suresh m e la
present ó. Se llam aba Rukm ini. Com enzó a hablarm e en m i idiom a y m e
pregunt ó, solícit a, qué im presiones t enía yo de la I ndia. Apenas dij e
algunas palabras. Los t res nos sent am os sobre la est erilla. Suresh no
dej aba de cont em plar ext asiado a Rukm ini, que parecía una princesa.
De ella em anaba un int enso olor a rosas. Se hizo un silencio ínt im o y
confort ant e. No había t ensión, sino una paz infinit a.

143
El Faquir Ramiro A. Calle

¿Quién era aquella m uj er? ¿De qué la conocía Suresh? Se creó una
at m ósfera de sim ple m agia. La sonrisa dibuj ada en los labios de la
m uj er se hizo m ás definida. En su m irada había fuerza y t ernura por
igual. Yo m e m ant enía expect ant e, pero m e sent ía feliz; era com o si
una nube de quiet ud nos envolviera a los t res. Los m inut os se sucedían
plácidam ent e. Pero el t iem po parecía haberse det enido: t al era la paz
que reinaba en aquel pat io en esos m om ent os.
Pero de repent e, y ant e m i contenida sorpresa, Suresh se inclinó
ant e los pies de Rukm ini y posó sus labios en ellos. ¿Por qué besaba los
pies de aquella sugest iva m uj er? Yo no com prendía qué ocurría. La
m uj er int roduj o sus largos y expresivos dedos ent re el ensort ij ado
cabello de Suresh. Pero las sorpresas no habían acabado. Lo m ás
asom broso est aba por venir.
Por las m ej illas de Rukm ini com enzaron a deslizarse lágrim as
silenciosas que hacían su rost ro m ás bello, si eso hubiera sido posible.
Yo sent í que sobraba, pero no m e m oví. Fueron m om ent os que nunca
olvidaré. Jam ás el silencio fue m ás elocuent e. ¿Am aba Suresh a aquella
m uj er? Yo no est aba confundido, pero sí t urbado. ¿Am aba ella a
Suresh, el m ás célebre faquir de la I ndia? Tal vez, m e dij e, son fam ilia o
am igos. Pero Suresh ni siquiera parpadeaba cont em plando a Rukm ini.
La respiración de am bos se hizo m ás acelerada. El cielo era com o un
m ant o t urquesa. Las lágrim as seguían deslizándose por las nacaradas
m ej illas de Rukm ini. Era com o si un halo de int ensa energía fluyera de
ella a Suresh y de Suresh a ella, t an int enso que t am bién a m í m e
envolvía.
—Mi bien am ada —susurró Suresh t endiendo su vigorosa m ano
para, con el dorso, secar las lágrim as de Rukm ini—. Mi bien am ada —
repit ió.
Aunque viva m il años, nunca olvidaré la m irada que apareció en los
oj os de aquella m uj er. Ya no hablaban, sus oj os lo hacían por ellos. En
aquel recolet o pat io había t ernura, com plicidad, energía, inefabilidad...
La m uj er apoyaba la ot ra m ano en el suelo. Suresh fue adelant ando
una de sus m anos hast a que sus dedos rozaron los de Rukm ini. Se
m iraron con t ant a int ensidad que el espacio que los separaba pareció
absorberse en el vacío. Mom ent os después, Suresh se levant ó del suelo
y yo le im it é. Con m ovim ient os arm oniosos, la m uj er hizo lo m ism o.
Ent onces Suresh se inclinó hast a t ocar con su frent e los pies de la
m uj er.
—A t us pies de lot o dej o m i ser —susurró.
La m uj er puso por un inst ant e sus dos m anos sobre la nuca de
Suresh. Cuando ést e se hubo levant ado, las m iradas de am bos se
fundieron durant e unos inst ant es de plenit ud, aunque yo no salía de m i
asom bro; aquella sit uación, adem ás de no result arm e em barazosa,
llenaba m i espírit u de cont ent o.
La m uj er nada dij o. Suresh y yo, t am poco. Los t res nos despedim os
a la m anera india. Suresh y yo giram os sobre nuest ros t alones,
dej am os a la m uj er en el pat io y salim os a la calle.
Echam os a andar en silencio. Yo no m e at revía a pregunt arle nada.
Pero recordé a I sabel y m e sent í profundam ent e at ribulado dándom e

144
El Faquir Ramiro A. Calle

cuent a de m i soledad.
Ent onces ocurrió algo que j am ás m e había sucedido: un sent im ient o
de infinit a com pasión hacia t odos los seres del m undo m e invadió y
t om é hirient e consciencia de que habían derram ado m ás lágrim as que
cuant as los vast os océanos pudieran cont ener. Y com prendí hast a qué
punt o el ser hum ano había creado un sufrim ient o innecesario en la
Tierra: at orm ent ándose unos a ot ros, desat ando guerras insensat as
que em papaban de sangre la Tierra ent era, m alt rat ando sólo por placer
a los anim ales, esquilm ando cam pos y m ares, const ruyendo prisiones y
cam pos de concent ración... ¡Tant a belleza por un lado y t ant o horror
por ot ro! El corazón se m e encogió de t al m odo que apenas podía
respirar. Miré a Suresh, com o pidiéndole ayuda y com prensión, o al
m enos su alient o de buscador de lo Et erno, pero él seguía con la m ent e
en ot ro universo, aj eno a cuant o le rodeaba. Me di cuent a de qué densa
y abrum adora puede ser la soledad. Casi con desesperación invoqué a
la Mano I nvisible pidiéndole apoyo y am ist ad.
Al cabo de un rat o llegam os de nuevo a los alrededores del t em plo.
Por fin Suresh pareció volver en sí.
Vam os a visit ar al m aest ro de quien t e hablé —dij o.
I m aginé a un venerable anciano, de barba blanca, im presionant e
m irada y aspect o inspirador. Pero m e esperaba ot ra sorpresa. Nos
det uvim os delant e de un puest o at endido por un hom bre baj it o, obeso
y m oflet udo, de apariencia corrient e y casi insignificant e.
—Rahu, el m aest ro —dij o Suresh.
El hom bre salió de det rás del puest o y se fundió con Suresh en un
prolongado abrazo. Vendía perfum es y en el t enderet e había frascos
con t odas las clases im aginables. Mient ras él abrazaba a Suresh,
cont em plé los dist int os t ipos de perfum es: sándalo, ám bar, j azm ín,
rosa, lot o, opio... El hom bre m e t endió su pequeña m ano y yo se la
est reché con vigor.
—Venid est a noche a casa —dij o, con una sonrisa.
Cuando se dio cuent a de m i curiosidad por los perfum es, abrió un
frasquit o y m e roció con sándalo la m uñeca.
—Os espero sin falt a. ¡Qué feliz m e has hecho viniendo, Suresh!
Jam ás hubiera pensado que aquel insignificant e hom bre era un
m aest ro, y m ucho m enos uno de los m aest ros de Suresh. Pero guardé
un prudent e silencio. El olor a sándalo subía hast a m i nariz. Anduvim os
hast a el bazar, donde Suresh adquirió los art ículos que necesit aba.
Pasam os la t arde dando vuelt as por la ciudad.
—Te llevarás una sorpresa con Rahu —dij o Suresh.
Ya m e la había llevado, y m ás grande de lo que Suresh pudiera
pensar, pero volví a ser discret o y no com ent é nada.
Al anochecer fuim os a casa de Rahu. El m ism o nos abrió la puert a
con una cálida sonrisa; era evident e que est aba m uy cont ent o por
haber vist o de nuevo a Suresh. Rahu vest ía un kurt a de un blanco
inm aculado. Hast a parecía m enos grueso.
Apenas nos hubim os sent ado en la sala, la esposa de Rahu ent ró
llevando una bandej a con t é y m uchas clases de past as y dulces. Los
dos hom bres cam biaron im presiones, pues hacía t iem po que no se

145
El Faquir Ramiro A. Calle

veían. Se enredaron en una conversación t rivial y cot idiana, sin int erés
alguno para m í. Pero de repente, con pasm osa nat uralidad, el
perfum ist a se dirigió a m í:
—La m anifest ación m últ iple de la Conciencia siem pre nos asom bra
si nuest ra m ent e est á alert a. Todo es igual pero a la vez t odo es
diferent e. En la pant alla sin lím it es de la Conciencia, las películas se
suceden, se ent rem ezclan, se confunden... La vida de nosot ros cuat ro,
por ej em plo, es soñada por la Conciencia. En realidad, los cuat ro som os
uno, aunque en apariencia seam os cuat ro personas dist int as.
Miré a m i alrededor. La habit ación est aba am ueblada con sencillez,
pobrem ent e incluso.
—Cuando form aba part e del cuerpo de espionaj e de la I ndia —dij o
el perfum ist a—, conocí a un sabio t aoíst a que decía: "Venim os y nos
vam os pero nadie hay que venga y se vaya".
Lo m iré con aire int errogant e, pero el ot ro cont inuó hablando.
—He aquí que lo I ncondicionado, por su nat uraleza, se m anifest ó.
Proyect a sus reflej os por doquier. Su energía t om a cuerpo y m ent e y
conform a lo que denom inam os seres hum anos o anim ales. En el
m om ent o en que la energía t om a un cuerpo y una m ent e, la
consciencia brot a al inst ant e... Surge la consciencia de ser, la cual nos
perm it e saber que exist im os...
Pero en esa consciencia se dist orsionan las ideas, el yo soy est o y
aquello, y ahí em pieza la esclavitud, la codicia y el odio. Nos
ident ificam os con el cuerpo, la m ent e, el nom bre, la im agen, los
proyect os... Perdem os de vist a nuest ra aut ént ica ident idad.
—¿La consciencia es nuest ra verdadera ident idad?
—No, en absolut o. La consciencia es t an ilusoria com o t odo lo
dem ás, pero...
—Pero ¿qué?
—Pero si desarrollam os la conciencia, y en especial la consciencia
de ser, hallarem os un canal hacia lo I ncondicionado. Así pues, la
consciencia de ser, aunque igualm ent e ilusoria, es la llave para abrir la
puert a. Pero en últ im o lugar no hay ni puert a ni llave ni consciencia...
—¿Ent onces? —pregunt é.
—Hay lo que nunca dej ó de exist ir.
—¿Y qué es?
—Lo que es.
Suresh m e sirvió m ás t é. Yo est aba desconcert ado. Rahu añadió:
—¿Cree ust ed que es el cuerpo, la m ent e, sus códigos y m odelos,
sus condicionam ient os...? Todo eso es m at erial superpuest o; son
ropaj es. Siga viviendo en los ropaj es y j am ás recobrará su ident idad.
—¿Quién soy yo? —pregunt é com pulsivam ent e.
—Esa es una buena pregunt a —dij o con ecuanim idad—, pero dese
cuent a de que siem pre aparece el yo, yo, yo. ¿Es ust ed el que se
at orm ent a por cóm o van los negocios? ¿Es ust ed el que se angust ia
porque la m uj er que desea no le sat isface? ¿Es ust ed el que sufre de
art rit is o padece de insom nio?
Guardé silencio. Él prosiguió:
—Por fin, en ciert o m om ent o, la ola se pregunt a: ¿quién soy yo? —

146
El Faquir Ramiro A. Calle

Esbozó una sonrisa—. Algún día descubrirá que la ola no es m ás que un


inst ant e m uy fugaz, pero que el océano es siem pre. La ola surge y se
desvanece, no t iene exist encia propia. Si ust ed se aplica a la búsqueda,
prim ero sent irá la presencia del ser y luego capt ará la energía del vacío.
Ust ed nunca ha nacido; nunca m orirá; es la energía que const it uye
m illones y t rillones de criat uras. Pero est á t an ident ificado con sus
ropaj es que ha perdido su ident idad. Ust ed se ha desquiciado.
Me puse m uy serio.
—¿A qué ha venido a est e país que se ha vuelt o t an violent o y
codicioso com o el suyo, e igual de inhum ano y ciego?
—A buscar m i ident idad.
—¡Ah! —exclam ó con abiert a ironía—. Así pues, result a que su
ident idad est á en la I ndia.
Me sent í confundido.
—Su propia ident idad es aquello que precede a la consciencia de
ser. I nvest igue en esa dim ensión. Sum érj ase en ella y cuando t enga un
vislum bre de la m ism a, sent irá que ni siquiera hay nadie para
experim ent ar esa dim ensión. ¿Y por qué es así? Pues porque ust ed es
la dim ensión.
De repent e, una m ueca de dolor apareció en el rost ro del
perfum ist a.
—Las varices duelen m ucho —se quej ó.
Con am or, Suresh se dispuso a dar m asaj e en las piernas del
m aest ro. Rahu se sint ió aliviado en cuant o Suresh com enzó a
m asaj earle.
—En t ant o haya cuerpo y m ent e, habrá dolor y placer —dij o el
perfum ist a—. Y hay un pequeño y est úpido yo que se arroga cualidades
de las que carece. Exist en innum erables got as de rocío —prosiguió el
perfum ist a—, y el sol se reflej a en t odas ellas, pero sólo hay un sol. Las
got as de rocío se desvanecen, pero ¿qué queda?
—El sol —respondí con ingenuidad.
—Tal vez ni siquiera hay un sol com o t al —repuso él, echándose a
reír.
Pero lo m ás sorprendent e fue que a cont inuación m e pregunt ó algo
que m e hizo com prender que había sido inform ado acerca del t rabaj o
que yo est aba haciendo con Suresh.
—¿Van m ej orando sus relaciones con el alam bre?
—No soy el m ej or funám bulo del m undo —sonreí—. Pero ha habido
cam bios not ables en m i personalidad y en m i act it ud desde que
pract ico.
—Todos som os chispas de Consciencia en la Gran Consciencia. Lo
I ncondicionado lanza un cort o alam bre en su insondable inm ensidad y
eso es una exist encia. Debem os aprender a cam inar por el alam bre de
la vida con m ent e lúcida, benevolencia y ecuanim idad. Cuando m e
dedicaba al espionaj e, y debo decir que era el m ej or espía de la época,
un día m e di cuent a de repent e de que lo único que debía espiar era en
m i origen.
Pasam os el rest o de la velada hablando de la ciencia secret a y
m íst ica de los perfum es. Más t arde, Suresh se despidió de su m aest ro

147
El Faquir Ramiro A. Calle

con un abrazo. Luego, el anciano m e abrazó a m í y m e regaló un


frasquit o de sándalo.
Ya que hay que pasar por el alam bre —m e dij o a m odo de
despedida—, hágalo con cordura y con pasión.
—Gracias —susurré—, oj alá lo consiga.
Todavía conservo el frasquit o de perfum e de sándalo.
Cuando lo huelo, m i m ent e evoca aquella ext raña noche, a la
fascinant e m uj er llam ada Rukm ini... ¡Y t ant as cosas m ás!

148
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO TRECE

Llegam os a Delhi. Había t ranscurrido m edio año desde que at errizara


en la capit al de la I ndia. Me pregunt é hast a qué punt o se habían
producido cam bios sust anciales en m í. En la est ación el grit erío
result aba ensordecedor. De repent e m e int rigó que Suresh t uviera que
t rabaj ar en un circo si yo le había vist o dar el dinero a m anos llenas, lo
cual m e hacía suponer que ésa no era la razón.
—¿Trabaj arás en el circo por dinero? —pregunt é.
Se echó a reír y pregunt ó a su vez:
—¿Tant o t e preocupa m i econom ía? Veo que en t u m ent e sigue
predom inando la inclinación a calcular e invert ir. Pues no, am igo, no lo
hago por dinero. —Me m iró, com o si quisiera sopesar m i reacción, y
añadió—: Es por diversión; t am bién para est ar con ot ras personas;
pero adem ás porque no debo dej ar de pulirm e con la acción diest ra. Y
t e aseguro que cuando uno se j uega la vida, la acción se t orna m uy
diest ra.
Volvió a reír.
—Pero ¿por qué t ienes ese afán de arriesgar t u vida? —pregunt é
con un t ono de reproche.
—Tú si que has arriesgado la t uya por dinero. Y t am bién t u salud
m ent al. Y t e parecía est upendo, ¿verdad? Yo act úo por diversión. Si el
dinero m e viene, ¡m agnífico! , así lo repart o a m i ant oj o. Pero nada
t engo cont ra el dinero —especificó—, siem pre que se suelt e com o se
t om a y que se gast e con desprendim ient o. De ot ro m odo, es el peor
veneno.
Esperó algún com ent ario por m i part e, pero no lo hice.
Tom am os un aut obús hast a el cent ro de la ciudad y luego un
m ot orickshazu hast a la Viej a Delhi.
—El dinero m e ha venido —dij o Suresh—. Hay gent e t an est úpida
que se cree int eligent e porque acum ula m ucho. Son unos pobres
necios. El dinero t e viene o no t e viene. ¿Qué t iene que ver con la
int eligencia? La gent e m ás vulgar, m enos sensit iva y t orpe hace
fort unas inm ensas. Conozco a m uchos ricos con esas caract eríst icas.
Guardé silencio. Cont em plaba a lo lej os el Fuert e Roj o, frent e a la
siem pre anim ada Chandni Chowk, la avenida principal de la Viej a Delhi,
com o si por ella no hubiera pasado el t iem po desde la época de los
em peradores m ogoles.
—¿Cuánt o pesas? —m e pregunt ó.
—Unos set ent a kilos —respondí, bast ant e sorprendido.
—He recibido m ás kilos en oro o j oyas de lo que t ú pesas —dij o
despreocupadam ent e y casi con desprecio.

149
El Faquir Ramiro A. Calle

Yo no sabía si hablaba en serio o en brom a. No podía decir si era


una de sus j ocosas bravuconadas para quebrar m i m ent e lógica.
—Me han ofrecido, o regalado, los m ej ores caballos, palacios, ropas
bordadas en oro... Pero nunca he perm it ido que nadie m anipulara m i
vida. A veces exhibo m is proezas ant e caprichosos m uy acaudalados,
pero eso es t odo. Les hubiese gust ado que t uviera un accident e o
incluso que m uriese, porque eso les habría divert ido; pero hast a ahora
no lo han conseguido. Sus vidas son t an vacías que t engo que
divert irles con m is proezas.
“ Ciert a vez un príncipe m e dio cien m il rupias por perm anecer
colgado de un árbol durant e varios días, con el cuerpo suspendido por
innum erables anzuelos. Lo hice porque con aquel dinero habilit é una
escuela. Dent ro de unas sem anas est aré en el palacio del ex m aharaj á
y m e dej aré ent errar vivo para sacarle unos cient os de m iles de rupias.
No las quiero para nada, pero puest o que no t iene el alm a t an noble
com o para donarlas a los necesit ados, yo las donaré por él.”
—¿Si t e hago unas pregunt as no t e reirás de m í? —dij e con recelo.
—Pregunt a —repuso, divert ido.
—¿Podría aprender las t écnicas para dej ar conscient em ent e m i
cuerpo? ¿Es posible m orir con plena lucidez? ¿Es verdad que hay yoguis
que t ras la m uert e reabsorben su cuerpo y no quedan rest os del
m ism o?
Se echó a reír a carcaj adas. Sus reacciones eran inesperadas. Ya
casi nada m e ext rañaba de Suresh, pero j am ás t erm inaría de
com prenderle.
—¿De verdad quieres que t e cont est e?
—Por supuest o.
—Pues lo haré, pero no em pieces a repregunt ar com o si fueras un
loro. Todo lo aprenderás a su debido t iem po..., si t ienes que
aprenderlo. Así que a t us t res pregunt as t e respondo "sí".
—Y...
—¡Bast a! —m e int errum pió—. Ahora, lo im port ant e es que sepas
que no sólo vam os hacia las cosas, sino que las cosas vienen hacia
nosot ros. Hay que saber observar y est ar preparado. Es com o si uno
espera que un honorable huésped vaya a present arse en casa en
cualquier m om ent o. Habrá que t enerlo t odo siem pre dispuest o y
ordenado. ¿Cóm o debem os esperar?
—¿Cóm o?
—Sin apego y m orando en la calm a. Desde la quiet ud, gozam os y
sufrim os, pero sin inm ut arnos. Es int eresant e ver venir los
acont ecim ient os y saber cóm o proceder, o cóm o dej ar de proceder.
Debem os adiest rarnos en la sabiduría del espej o: reflej a con fidelidad
pero no conserva, no persigue, no aprueba ni desaprueba, no acum ula,
siem pre est á vacío y despej ado.
—El espej o despej ado —se echó a reír. Luego añadió—: Pero a
diferencia, nosot ros som os esponj as; absorbem os, acarream os
reaccionam os y nos t ort uram os psicológicam ent e.
El m ot orzckshazu nos deposit ó en Chandni Chowk. Cam inam os
hast a la callej uela de los plat eros, no lej os de la Gran Mezquit a. Por una

150
El Faquir Ramiro A. Calle

escalera en est ado precario y de peldaños est rechos subim os hast a el


últ im o piso de la casa ant igua en que íbam os a aloj arnos. El piso
pert enecía a un am igo de Suresh que t enía una plat ería en la m ism a
calle. Era un individuo m uy locuaz, de sonrisa franca, nariz aguileña,
dient es ennegrecidos y oj os salt ones, y est aba m anco. No era m uy
agraciado, pero t enía un gran sent ido del hum or.
Nos det uvim os en el piso del am igo de Suresh el t iem po j ust o para
asearnos un poco. Luego nos dirigim os a buen paso hacia la carpa del
circo, en una explanada m ás allá del Fuert e Roj o. Era una carpa enorm e
y se hallaba rodeada por un gran núm ero de desvencij ados carrom at os.
Me sent ía de un hum or espléndido, j ovial, despreocupado y alegre, por
haber vuelt o a Delhi después de t antos m eses, hast a que Suresh dij o,
com o si nada:
—Durant e el día, aprovechando que no hay función, com enzarás a
ent renart e a gran alt ura. Harás verdadero funam bulism o, y t e dej arás
de j uegos ñoños.
Se m e cort ó la respiración.
—Sabes que no soport o las alt uras —repliqué con rabia.
—Hay que enfrent arse al vacío. Lo que has hecho a unos m et ros de
alt ura podrás hacerlo a cualquier alt ura. Serías capaz de pasar de uno a
ot ro edificio. Ocurre igual que en la vida: si consigues la act it ud
adecuada, la vida puede m ant enerse en lo agradable y lo desagradable,
la salud y la enferm edad, el encuent ro y la separación.
Al at ardecer del día siguient e, dos días ant es de la inauguración del
circo, ent ram os baj o la carpa. Cuando com probé a qué alt ura est aba el
alam bre, casi rozando la cúpula de la carpa, m e quedé horrorizado. No
podía dar crédit o a m is oj os.
Pero ent onces vi que unos m et ros por debaj o del alam bre había
ot ro. Miré const ernado a Suresh; no m e dio t iem po de pregunt arle nada
porque m e dij o:
—Preparo un núm ero m uy especial. Quiero que la gent e disfrut e,
que no t ire su dinero y que nunca se sient a defraudada.
—¿De qué se t rat a?
—Ya lo verás. Me he propuest o que sea una sorpresa para t i
t am bién.
A m í siem pre m e sorprendes —repuse resignado.
Se cam bió de ropa y subió al alam bre que se encont raba m ás arriba
para ensayar. Lo recorrió varias veces en am bas direcciones, ayudado
por la barra. Est aba en plena form a. Cuando acabó el ensayo y
descendió, el dueño del circo acudió a saludarle y lo felicit ó
efusivam ent e.
—¡Eres m i hom bre! —exclam ó orgulloso. Y añadió—: Te quiero,
Suresh. —Después le dio un fuert e abrazo. Parecían conocerse m ucho.
—¿Harás el núm ero de la cuerda floj a? —le pregunt ó el hom bre,
aguardando expect ant e una respuest a. La prom inencia de su vient re
result aba grot esca.
—Lo haré —afirm ó Suresh—. Pero en est a ocasión el salario será
m ayor, ¿de acuerdo?
—Siem pre t e he pagado lo que m e has pedido —dij o el propiet ario—

151
El Faquir Ramiro A. Calle

. Te he anunciado por t oda la ciudad. Nadie es capaz de m ej orar t us


núm eros. He logrado que en la Viej a Delhi hast a las rat as sepan que
act úas.
Suresh m e present ó al j efe del circo.
—Es m i aprendiz —dij o, brom eando con afect o—. Es un buen
aprendiz, aunque un poco vago.
Sonreí. El hom bre m e t endió su sudorosa y viscosa m ano y yo se la
est reché.
Aquella noche cenam os en el carrom at o del propiet ario.
Él y Suresh hablaron largo y t endido de asunt os relacionados con el
circo. Tam bién com ent aron el accident e m ort al sufrido por un
funám bulo. En la cena el dueño del circo había bebido hast a
em borracharse. Ent re Suresh y yo logram os acost arle, a pesar de que
parecía pesar una t onelada. Luego volvim os a la calle de los plat eros.
Sent í a la Viej a Delhi com o una am iga dolient e pero leal.
Al día siguient e, al levant arnos, oím os a lo lej os la voz del m uecín
llam ando a oración. El sol lucía esplendoroso. Los lum inosos días de
Delhi acarician el alm a m ás insensible y son inolvidables. Tom am os un
frugal desayuno y luego salim os en dirección al circo.
—A pract icar —m e dij o.
Le m iré im plorant e.
—Pondrem os la red. Pero t en en cuent a que si t e acost um bras a
ella, est ás perdido. Sólo la t enderem os hoy. Nunca m ás. Ahora, y no
m e discut as, sube y dem uést ram e que puedes enfrent art e al vacío. No
t e pido que no est és at errado; t e est oy pidiendo que lo desafíes.
Se m e hizo un nudo en la gargant a. Miré hacia arriba. El alam bre
est aba a dem asiada alt ura.
—Pero t am poco sé caer bien en una red —dij e—. Nunca he caído
sobre una red.
Est alló en carcaj adas. En ese m om ent o, su descarada risa m e
ofendía. Mient ras yo m e m oría de t error, él se reía, divert ido.
—En los últ im os años, y no m e seas cínico, no has hecho ot ra cosa
que vivir con red. Así pues, no m e vengas con cuent os.
Ent re avergonzado e indignado, guardé silencio. Me subieron con
una polea m anual y m e deposit aron en una plat aform a j unt o al cable
m ás elevado. Est aba at errado.
—El vacío t e procura la m uert e o la vida —grit ó Suresh—. Depende
de t i. Si lo t em es, t e engulle; si t e relacionas con él, t e renueva.
A lo largo de varios m eses había andado por el alam bre y había
conseguido un dom inio not able del m ism o. "Nada t ienes que t em er",
m e dij e para consolarm e. Pero est aba paralizado en la plat aform a, sin
siquiera at reverm e a avanzar un pie.
A pesar de que t endieron la red debaj o del alam bre, yo no podía
superar m i angust ia.
—De m odo que incluso con la red puest a, dudas —dij o Suresh
desde abaj o—. En cam bio has sido capaz de vivir durant e años en una
lent a y exasperant e pesadilla. Ha llegado el m om ent o de que pongas al
descubiert o lo que hay en t u int erior.
Sin m irar hacia abaj o cogí la barra con am bas m anos. Puse el pie

152
El Faquir Ramiro A. Calle

derecho en el alam bre y apret é; est aba perfect am ent e t ensado. Suresh
siem pre ponía especial at ención en revisar el grado de t ensión del
alam bre, para que fuera el idóneo. A cont inuación puse el pie izquierdo
delant e y m e recordé: "Calm a y lucidez en la acción". Anduve por el
alam bre m ás seguro, las caderas cont roladas, el t ronco erguido, la
respiración regular.
Llegué hast a el final del alam bre, di la vuelt a con plena consciencia
e inicié el regreso, la barra cont rolada en las m anos, la m irada al frent e,
t odos los sent idos puest os en la acción. Pero de repent e, uno de los
t rabaj adores del circo grit ó algo a unos com pañeros; ent onces perdí la
at ención y m e desequilibré.
Quise recuperar el equilibrio, pero la barra se m e escapó de ent re
las m anos y m e precipit é al vacío, yendo a caer en la red, donde
em pecé a rebot ar. El t error m e invadía hast a lo m ás ínt im o.
Suresh corrió hacia m í.
—No t e ha fallado la habilidad ni t e ha abandonado la precisión; has
dej ado de prest ar at ención. Te encontrabas, ¡m aldit a sea! , en t u ego.
No est abas m edit at ivo, sino fragm ent ado; no m orabas en la unidad.
I nt ént alo de nuevo. Si est o t e hubiese ocurrido sin red ahora est arías
m uert o. No quiero t écnica, ni art ificio, ni est úpida habilidad. Sólo quiero
que conect es t u espacio int erior con t u espacio ext erior, y que t e
sient as uno en lo I nm enso.
Mi corazón lat ía con fuerza. Me falt aba la respiración.
Com o pude, hice acopio de valor y ascendí hast a la plat aform a. Lo
int ent é de nuevo. Sent í que cam inaba por el alam bre con m ás solt ura.
Pero de súbit o, un pensam ient o int ruso pasó por m i m ent e: "¿Y si no
hubiese habido red?". En ese inst ant e vacilé, perdí el equilibrio —por
m ucho que lo int ent é no logré recuperarlo— y m e t am baleé de un lado
a ot ro. La barra cayó de m is m anos y m e desarboló. Ni brazos ni
piernas m e respondían; t rat é de corregir hacia el lado opuest o al que
m e inclinaba m oviendo los brazos com o una t orpe m arionet a; levant é
un pie del alam bre, en un int ent o de com pensar el peso. Yo quería
pensar con rapidez..., pero no se t rat aba de pensar..., y caí de nuevo
sobre la red.
—¿Dónde est á t u at ención? —escuché que grit aba Suresh—. Te lo
he dicho m uchas veces: "Alert a serena” . Y en lugar de ayudarm e a
baj ar de la red, se dirigió hacia los ayudant es de pist a y vociferó—:
¡Fuera la m aldit a red! ¡Fuera! ¡No quiero verla nunca m ás!
Yo no podía creerlo. Aquélla era la m ayor locura de Suresh. Me
había equivocado al t om arlo com o m i guía espirit ual. Era un dem ent e.
¿Acaso pret endía que anduviera por el alam bre sin la ayuda de la red?
Me m at aría. Seguro que m e m at aría.
—¡Bast a ya de am ort iguadores y salvavidas! —grit ó Suresh.
Aquello era ridículo. Me decía a m í m ism o lo absurdo que result aría
que apareciese una breve not icia en los periódicos de m i país
inform ando: Sin que nadie se explique la razón, un occident al de edad
m ediana se ha est rellado cont ra la pist a de un sórdido circo en la I ndia.
Pero no conseguía poner en orden m is ideas.
—¡No lo int ent aré! —grit é, sin at reverm e siquiera a m irar hacia la

153
El Faquir Ramiro A. Calle

plat aform a.
—Lo has hecho m il veces —dij o Suresh—. Has recorrido kilóm et ros
de alam bre sin problem a alguno. Nada ha cam biado except o t u act it ud.
Ahora piensas en t érm inos de vida y m uert e. Al pensar que el alam bre
est á a m ayor alt ura, t u m ent e se condiciona y t u corazón se encoge;
pero el alam bre es el alam bre y t u habilidad es t u habilidad. Tú no eres
cuerpo ni m ent e; eres espacio vacío, y el espacio vacío no puede ir a
ninguna part e y, por lo t ant o, no puede caerse. Vam os, sube de nuevo
a la plat aform a.
Le obedecí en un est ado de sem iinconsciencia, debido al t error que
sent ía. Sólo cuando m e encont ré sobre la plat aform a t om é conciencia
de ello. Cont uve la respiración t ant o com o m e fue posible para
serenarm e. Luego com encé a andar por el alam bre. Mi cuerpo parecía
pesar m enos, y sin em bargo, lo sent ía sólido y fuert e sobre el alam bre.
Hice el recorrido varias veces en uno y ot ro sent ido, la barra
perfect am ent e equilibrada en m is m anos. Mi m iedo dio paso a un
indefinido sent im ient o de gozo.
Cuando descendí aún no podía creer que yo hubiese sido capaz de
andar por el alam bre a esa enorm e alt ura. El sudor corría por m i cuerpo
y t enía la gargant a seca com o el cáñam o.
Suresh m e abrazó com placido. Mis oj os se llenaron de lágrim as.
Sent ía j unt o a m í el fibroso cuerpo de Suresh, t ransm it iéndom e su
afect o. De repent e, pero sin sent im ient o de culpa, fui conscient e de
cuánt o daño había hecho a los dem ás —y a m í m ism o— a lo largo de
los últ im os años.
Aquella noche, Suresh y yo est uvim os m edit ando j unt os.
Por la vent ana abiert a nos ent raba la brisa de la m edianoche.
—Hernán, si m uero, que incineren m i cadáver a orillas del Jam una.
—Lo había dicho con pét rea frialdad, com o si el asunt o no fuera con él.
Luego, ant e m i silencio, prosiguió.
—Absort o en el vacío prim ordial, no hay un yo que sient a m iedo, el
ego es el que se at erra. Pero ¿a quién no le asalt a el m iedo alguna vez?
Sólo un ser plenam ent e realizado, al haberse fundido con el vacío
prim ordial carece de ego y no t em e nada. Él ha elim inado t odo
condicionam ient o int erno y se ha fundido con lo I ncondicionado. Las
dem ás personas siem pre t ienen m iedo. Por int répido que sea un ser
hum ano, siem pre t iene algún t ipo de t em or. Pero el m iedo es una
energía poderosa que podem os ut ilizar com o herram ient a en nuest ro
t rabaj o de hacernos hum ildes. Cuando alguien t e diga que no t em e a
nada ni a nadie, no le creas...
El cielo de Delhi era com o una m aravillosa cúpula azul. Los cuervos
se recort aban cont ra el horizont e volando en círculo. En la ent rada del
circo se había form ado una larga cola; iba a t ener lugar la prim era
función de la t em porada.
Personas de t odas las edades y condición se arrem olinaban ant e la
t aquilla. Las ent radas se agot aron en poco t iem po.
Suresh salió a la pist a. Vest ía un sencillo pant alón holgado y un
kurt a, am bos de color roj o; se había puest o las m uñequeras de cuero.
—¡Suresh, el faquir m ás célebre del m undo! ¡El m ej or volat inero de

154
El Faquir Ramiro A. Calle

la I ndia! —anunció el present ador.


Suresh fue alzado hast a la plat aform a. Enseguida, sin preám bulos
innecesarios, com enzó a andar sobre el alam bre.
Lo recorrió de frent e y de espaldas varias veces, a diferent e
velocidad, con el fin de m ant ener viva la at ención del espect ador. Lo
hizo con insuperable elegancia. A la luz de los focos se m ovía com o un
soberbio páj aro. El público perm anecía absort o. Suresh les t enía com o
hipnot izados. De repent e, el direct or de pist a dij o:
—Suresh, el m ej or faquir del m undo, el funám bulo m ás
ext raordinario, hará hoy un núm ero especial para nosot ros.
Querido público, van a ver, por una sola vez en su vida, el núm ero
de funam bulism o m ás sobrecogedor y excepcional que j am ás hayan
podido im aginar. Perm anezcan m uy at ent os.
Mient ras el present ador hablaba, Suresh, com o aj eno a sus
palabras, seguía paseando por el alam bre. Cuando el direct or de pist a
hubo acabado de hablar, él se colocó en la plat aform a y prescindió de la
barra. Pensé: "Va a repet ir el núm ero pero sin la ayuda de la barra” . Y
en efect o, Suresh com enzó a andar por el alam bre. En verdad era com o
un apacible paseo. Luego hizo algunos espect aculares equilibrios sobre
el alam bre. De m om ent o eso era t odo.
Yo est aba t ranquilo porque sabía que él podía prescindir de la barra
y ut ilizar los brazos com o las alas de un águila. De repent e se
desequilibró. Fue a poner un pie sobre el alam bre, calculó m al y sólo
encont ró el aire, desest abilizándose al inst ant e. No había red. Si caía,
su m uert e era segura. Suresh t rat ó de corregir, pero se hallaba en una
posición m uy difícil y dio ot ro t raspiés. De pront o, com o si de un flash
se t rat ara, observé, at errado, que sus pies est aban separados del
alam bre. La gent e com enzó a chillar.
Yo pensé: "No hay rem edio. Se revent ará” . En un desesperado e
inút il int ent o, el direct or de pist a grit ó:
—j La red! iLa red!
Pero Suresh est aba con t odo el cuerpo fuera del alam bre.
¿Por qué no alargaba los brazos y se agarraba al alam bre con las
m anos?
Todo parecía perdido, pero Suresh se dej ó caer hacia el alam bre
inferior y, con enorm es dificult ades, logró caer sobre él y recuperar el
equilibrio. ¡Aquél era el núm ero que había sido anunciado! Nadie lo
hubiera im aginado pues parecía im posible que se pudiera realizar. Un
enorm e sent im ient o de adm iración brot ó en m í. En su rost ro había una
sim pát ica sonrisa que dej aba al descubiert o sus llam at ivos dient es
blancos, que cont rast aban con el t ostado color de su piel. Se le not aba
m uy cont ent o. Cuando est uvo en la pist a lo abracé, em ocionado.
—¿Cóm o lo has conseguido? —le pregunt é al oído.
—Ni yo lo sé —respondió alegre—. El vacío se pone a nuest ro favor
o en cont ra, eso es t odo; pero guárdam e el secret o.
Nunca hubiera supuest o que alguien fuera capaz de poseer un
cont rol t an perfect o de cuerpo y m ent e.
Al día siguient e, la not icia apareció en num erosos periódicos de
Delhi. En la Viej a Delhi, la gente no hablaba de ot ra cosa. Algunos

155
El Faquir Ramiro A. Calle

decían que era una art im aña; ot ros que era m agia y había quienes
aseguraban que se t rat aba de un t ruco publicit ario para seguir llenando
el circo de público.
En días sucesivos, Suresh incorporó a su espect áculo el de la cuerda
floj a.
A veces, la vida es aparent em ente fij a, com o el alam bre —m e había
com ent ado—; pero ot ras se nos m uest ra vacilant e y huidiza, com o la
cuerda floj a.
Suresh hizo que t am bién yo m e ent renara en la cuerda floj a. Al
principio fue un verdadero desast re, com o si em pezara de nuevo.
Aunque haber desarrollado el sent ido del equilibrio m e servía de algo, la
t écnica del t rabaj o en la cuerda floj a era m uy dist int a. El alam bre t e da
un punt o de apoyo fij o; en la cuerda floj a, el punt o de apoyo es
m ovible, y uno t iene que arm onizar el m ovim ient o con la cuerda.
—En la vida —m e dij o Suresh—, no siem pre es posible aplicar las
m ism as act it udes. Hay que m odificarlas según las circunst ancias y
aprender a ser y a act uar a m edida que la sit uación lo requiera,
¿verdad? Tú no puedes aplicar la m ism a t écnica al alam bre y a la
cuerda floj a. La at ención, la aut ovigilancia y la cont ención del
pensam ient o rigen igual, pero el enfoque y el m ét odo cam bian. El
alam bre t e ofrece una senda fij a; en la cuerda floj a, t ú debes m arcar la
senda a cada m om ent o. Lo m ism o ocurre con la vida, la rut ina y lo
cot idiano son com o el alam bre. Pero hay sit uaciones de em ergencia,
vicisit udes y cont rat iem pos inesperados, igual que sucede con la
cuerda. Aunque en am bos casos no hay que preocuparse por los
result ados, sólo cent rarse en la acción diest ra y falt a de egoísm o.
—Háblam e m ás de ello —rogué.
—Poco m ás hay que decir, aunque t ú necesit as m uchas palabras
para decir algo u oír algo. El art e de vivir es el art e del dom inio del
alam bre y de la cuerda floj a. Si yo t e he enseñado a andar por el
alam bre y ahora est ás ej ercit ándot e en la cuerda floj a, t odo ello es un
m edio para que desarrolles una perfect a act it ud para la vida. Yo he
escogido para t i est os m ét odos, pero quizá ot ro m aest ro hubiera
elegido ot ro diferent e.
"Uno de los m aest ros que conocí ent renó a su discípulo enseñándole
a m overse en la j ungla m ediant e las lianas; ot ro abandonó a su
discípulo en el desiert o; ot ro, lo puso a fregar cacharros durant e años, y
ot ro lo ent renaba espirit ualm ent e haciendo que se arroj ara por un
acant ilado. En cam bio, hay m aest ros que sólo exigen de sus discípulos
que hagan un t rabaj o m ent al. Depende del m aest ro, y del discípulo. El
m aest ro debe hacerse un poco al discípulo y ést e al m aest ro. En
nuest ra escuela consideram os que el m aest ro enseña al discípulo y a la
vez aprende de él.”
A m enudo, al ent renarm e, m e caía de la cuerda. Suresh m e decía
ent onces:
—Los problem as los crea la vida y ella m ism a los resuelve; pero lo
esencial es m ant ener la act it ud equilibrada.
Cuando m i m ent e se afanaba en buscar respuest as lógicas y m e
at orm ent aba con inút iles indagaciones filosóficas, com o si él supiera de

156
El Faquir Ramiro A. Calle

m is cuit as, m e decía:


—La vida es com o un sueño dent ro de ot ro sueño; asim ism o, la
m ent e que sueña est á dent ro de ot ra m ent e que la sueña.
Y se reía de buena gana ant e m i est upefacción y m i incorregible
hábit o de querer ent enderlo t odo de una m anera racional. Me daba a
ent ender así que lo racional ocupa un papel im port ant e en la vida del
ser hum ano, pero que por el oj o de buey de lo puram ent e racional no
podía penet rar en el insondable m ist erio de la vida.
Cada día que pasaba aquel hom bre m e sorprendía m ás. Él m ism o,
siem pre cont ent o, t rat aba de llevar la felicidad a los dem ás. Ant e el
sufrim ient o, decía:
—Si sabem os inst rum ent alizarlo, nos ayuda a est ar aut oconscient es
y nos sirve de punt o de apoyo para em erger de lo fenom énico. No se
t rat a de que m ut ilem os las em ociones, sino de que las reorient em os de
una m anera arm ónica.
Cuando yo desfallecía, siem pre encont raba el m odo de alent arm e.
Así fue surgiendo ent re nosot ros un poderoso vínculo.
Una noche fui lo bast ant e indiscret o com o para pregunt arle:
—¿Quién era aquella m uj er? Jam ás he vist o alguien así.
Hubo un largo silencio. Después, Suresh dij o:
—Cuando conocí a Rukm ini era una niña de cort a edad y yo un
m uchacho. Sus padres, m uy pobres, la habían ent regado al t em plo y
allí recibió una educación que nadie hubiera podido ni soñar. No t e
ocult o que m e prendé de ella desde el prim er m om ent o en que la vi.
Suresh se int errum pió por un inst ant e y ent ornó los oj os,
em belesado.
—Un día fue llevada a ot ro t em plo y durant e años nada supe de
ella. Pero había perm anecido en m í la abism al m irada de sus oj os. Yo
fui som et ido al ent renam ient o de un faquir yogui y, poco a poco,
com encé a ganar ciert a celebridad en el ext erior. Cuando conseguí el
suficient e dinero, com pré la libert ad de Rukm ini.
—Pero t e separast e de ella.
—Sí, m e separé de ella. No había est ado años adiest rándom e con el
obj et o de desligar m i espírit u para luego generar vínculos de nuevo, por
dulces que ést os result aran. Sient o a Rukm ini profundam ent e, créem e,
en t odo m i ser. Pero he despert ado dent ro de m í a m i Dios y a m i
Diosa, a m i Shiva y a m i Shakri, y ahora no necesit o m uj er en lo
ext erno.
—Me cuest a com prendert e.
—No digo que m i cam ino deba ser el de ot ros —añadió— en
absolut o. Cada ser hum ano elige su propia vía. Pero yo sólo busco el
hij o del espírit u, y no est á ya en m i dest ino ni en m i volunt ad crear
lazos que m e at en.
—Pero ¿la am as?
—La am o. He aprendido a am arla en la renuncia y desde la
renuncia. Pero m ás am o el vacío prim ordial. ¿Acaso no am aba Buda
desesperadam ent e a su m aravillosa m uj er? Pero am aba m ás lo
I ncondicionado, y lo abandonó t odo para hallar la vía. No quiero decir
que eso deba ser así para t odo el m undo, pero siem pre m e he

157
El Faquir Ramiro A. Calle

pregunt ado si es posible apagar un fuego añadiendo m adera al m ism o.


Cuando dej ó de hablar se le veía t urbado, com o si sus recuerdos
aún fueran un fardo pesado para él. La luna ilum inaba la ciudad y era
com o un disco de plat ino flot ando en el cielo de Delhi. El gran faquir de
la I ndia lograba andar por los alam bres m ás elevados, pero t odavía era
sensible al t oque perfum ado del am or ent re hom bre y m uj er. En su
rost ro se reflej aban los rayos de la luna. Había en su herm osa m irada
un punt o de nost algia cont enida. Me m iró y cogió m is m anos ent re las
suyas.
—La serena belleza de Rukm ini fue com o un licor que em briagaba
m is sent idos. Hay apegos t an sut iles que result an m uy difíciles de
superar.
¡Qué m irada la suya, t an cargada de sent ido!
—En el corazón de t oda criat ura —prosiguió Suresh— palpit a el
universo. En el corazón del universo palpit a el Ser Suprem o. En el
corazón del Ser Suprem o lo hace el vacío prim ordial. Cada dest ello de
paz que conseguim os saborear es un paso de gigant e hacia lo
I ncondicionado. No hay m ayor significado para est a vida que seguir en
la búsqueda. Com o aquel viej o adagio que dice: "Unos cam inando,
ot ros corriendo ot ros arrast rándose..., pero t odos nos encont rarem os
en la Met a” .
Suresh am aba a Rukm ini y yo am aba a I sabel. Más allá de t odo,
nos unía nuest ro am or a la búsqueda.
Él era el faquir m ás reclam ado de la I ndia. No sólo se ganaba la
adm iración de sus espect adores, sino su afect o, porque t enía un gran
poder de em pat ía y exhalaba un cont ent o cont agioso. Era de una
prodigiosa generosidad. De hecho, Suresh apenas t enía necesidades,
aunque t am poco era aust ero y gast aba alegrem ent e su dinero, sin
privarse de aquello que le apet ecía. Yo había aprendido m uchas cosas
con él, ent re ellas que se puede ser m uy int enso y, a la vez, lo que
denom inaba desapasionadam ent e apasionado.
Habíam os pasado días int eresant es y placent eros en la Viej a Delhi.
El propiet ario del circo adm iraba y quería a Suresh, adem ás de que su
espect áculo le result aba m uy rent able. Le avisaron para que asist iera a
un fest ival en Mat hura, la ciudad donde naciera el dios Krishna.
—I rem os a Mat hura —dij o Suresh—, allí act uaré unos días. Luego
quiero descansar ant es de ir al palacio del ex m aharaj á.
Suresh est aba em peñado en llevar a cabo el núm ero del
ent erram ient o en vida y yo no lograba convencerle de que desist iera.
Cuando t om aba una decisión la m ant enía. Le gust aba ret arse a sí
m ism o y com probar hast a qué punt o le auxiliaban sus recursos
int ernos.
—Es la gran proeza de t odo faquir —m e explicó—. Me refiero a la
prueba sin t rucos, pues hay falsos faquires que se han ent errado para
luego salir al ext erior a t ravés de un t únel, y días después, cuando iban
a ser desent errados, han vuelt o a la fosa. Pero yo efect úo el doble
ent erram ient o.
—¿El doble ent erram ient o? —pregunt é ext rañado.
—Sí. Y se echó a reír al ver la perplej idad reflej ada en m i rost ro—.

158
El Faquir Ramiro A. Calle

Prim ero m e int roduzco en un at aúd de plom o y luego ést e es ent errado
en la fosa, conm igo dent ro, por supuest o.
Mi perplej idad se t ornó angust ia.
—No t e alarm es —m e t ranquilizó—. Lo que deba ocurrir, ocurrirá.
Nadie es dueño de su vida. Adem ás, ya lo he hecho ot ras veces; es la
verdadera prueba para com probar que cuerpo y m ent e nos obedecen.
—¿Qué es lo m ás difícil de dom inar? —pregunt é.
—El t error —respondió cont undent e—. El gran t error que t e invade
cuando t e quedas a solas cont igo m ism o, en inm ensa soledad. Ent onces
sólo cuent as con t u energía prim ordial. El cuerpo y la m ent e quieren
revelarse, escapar. Todos los inst int os de supervivencia se ponen al
descubiert o. Hay que t ener la consciencia m uy fría.
Me quedé pensat ivo.
—Se hace un silencio doloroso y frío, sin belleza ni frescura —
prosiguió—. La oscuridad es t ot al. Y no hay m archa at rás. Si algo falla
en lo m ás m ínim o, est ás perdido. Toda la part ida se j uega en segundos.
Si uno no sabe o no le es posible cont rolar con precisión absolut a sus
funciones corporales, la m uert e es inevit able.
Ant es de part ir de Delhi, Suresh m e pidió un favor: que llevara una
bolsa con dinero al am a de Rukm ini.
—A ella nunca debe falt arle nada, nunca.
Horas ant es de part ir para Mathura llevé el dinero al am a de
Rukm ini.
En el viaj e hacia Mat hura, Suresh iba pensat ivo. Sólo despegó los
labios para decir:
—Si los seres hum anos reconociéram os lo débiles que som os,
j am ás nos dañaríam os los unos a los ot ros.
En esos m eses, yo había t enido ocasión de com probar hast a qué
punt o Suresh era respet uoso con t oda form a de vida y el gran am or
que dem ost raba t am bién por los anim ales, incluso por los m ás
insignificant es.
Cuando llegam os a la ciudad de Krishna, le dij e:
—Si no t e im port a, m e quedaré un par de días y luego iré a Sim la a
visit ar a I sabel y a su abuelo.
—Perfect o —repuso Suresh—. Cuando acabes t u visit a nos
reunirem os en Aj m er.
Com o percibí que no t enía ganas de hablar, respet é su silencio. A
t ravés de la vent anilla del aut obús aprecié la gran belleza de las flores,
unas blancas y ot ras am arillas, de los m agnolios. Observé la vida,
sencilla y difícil a la vez, de los cam pesinos. La m irada se perdía en el
horizont e puest o que viaj ábam os por la planicie de la I ndia.
La siguient e noche a nuest ra llegada t endría lugar la prim era
act uación de Suresh. Quería t rabaj ar con el alam bre a gran alt ura, al
m ás puro est ilo del funam bulism o. Al cont rario que a m í, le encant aba
la alt ura; se sent ía libre y cont ent o. Así pues, pidió a los organizadores
que no se lim it aran en el t em a de la alt ura. En una explanada
debidam ent e acordonada se habían dispuest o dos m ást iles m uy alt os y
se había t endido el alam bre ent re am bos. Al at ardecer el calor era
int enso y el cielo am enazaba t orm ent a. El espect áculo prom et ía ser

159
El Faquir Ramiro A. Calle

m uy vist oso ya que se efect uaría de noche, con focos y ant orchas,
después de los fuegos art ificiales.
El cielo se fue encapot ando, adquiriendo una t onalidad grisácea.
—Si llueve, ¿se suspenderá el espect áculo? —pregunt é.
Suresh repuso con aplom o:
—Para un funám bulo que t rabaj a descalzo com o yo —respondió—,
la lluvia no supone un gran inconvenient e. Me pondré una past a en la
plant a de los pies para que ést os agarren m ej or. Ya sabes que el
verdadero diablo es el vient o.
En aquellos m om ent os com enzaba a levant arse vient o.
—Hace vient o —advert í—. Y m e t em o que arreciará.
—Habrá que burlarlo —replicó Suresh im pávido.
Sin em bargo, a m edida que avanzaba el at ardecer, se iba haciendo
m ás fuert e.
—Suspende el espect áculo, por favor —rogué a Suresh.
—No —repuso él con firm eza—. Si logro est ar m ás fluido, el vient o
pasará a t ravés de m í com o si yo fuese un colador.
Esbozó una sonrisa, pero yo no podía disim ular m is fundados
t em ores. "Est e hom bre es increíble —pensé—. Nunca sabré si es que ha
perdido la razón” . Suresh ingirió varias t azas de t é. La infusión
ent onaba su percepción.
Al anochecer part im os hacia la explanada. El gent ío era enorm e,
porque, por añadidura, Krishna era una de las deidades m ás veneradas
de la I ndia. La m ezcla de olores result aba indescript ible.
—El vient o no am aina —dij e.
—Los hechos son incont rovertibles —aseveró Suresh—. La
nat uraleza quiere poner a prueba m i habilidad. Ya sabes lo que t e he
dicho m uchas veces: "No podem os cont rolar en t odo m om ent o las
circunst ancias ext ernas, pero sí m odificar nuest ra act it ud ant e ellas".
—Suspende el espect áculo —le rogué por segunda vez, com o si no
le hubiera oído.
—¿Por qué siem pre crees que las cosas, t odas ellas, pueden
hacerse y deshacerse a volunt ad? A veces sólo est á en nuest ra m ano
hacer una cosa: est ar conscient es. Apréndelo de una vez. La vida nos
desafía a m enudo. Exist e el m iedo, pero uno puede dom inarlo.
Suresh se sent ó debaj o de un árbol y m edit ó durant e unos m inut os.
—Subirás conm igo a la plat aform a —m e dij o al cabo de un rat o—.
Si el vient o es m uy fuert e, prescindiré de la barra; si es floj o, m e la
pasarás. Con vient o hay que t rabaj ar con los brazos. Ent onces la
sit uación es com plej a: uno t iene que adopt ar una t écnica que no es ni
la de andar por el alam bre ni la de est ar en la cuerda floj a, sino una
m ezcla de am bas.
Com o el vient o arreciaba, m e dio m iedo incluso subir a la
plat aform a. Suresh debió de not arlo.
—Nos aferram os a t odo —dij o—. Tenem os dem asiado desarrollado
el sent im ient o de posesión. No nos dam os cuent a de que t odo, t odo es
inest able.
Ascendim os a la plat aform a. El vient o era t an fuert e que incluso yo
t enía dificult ades para perm anecer erguido en la plat aform a, porque la

160
El Faquir Ramiro A. Calle

barra se m e iba para t odos lados. Suresh se agachó y con una m ano
com probó si la t irant ez del alam bre era la adecuada.
—No est á bast ant e t enso. Cuando hace vient o, el alam bre t iene que
est ar t ensado al m áxim o. De ot ro m odo, uno ha de vérselas con el
vient o y con el alam bre.
Sus observaciones int ensificaron m is t em ores. Suresh prorrum pió
en carcaj adas. Su sent ido del hum or en aquellos m om ent os m e pareció
de pésim o gust o.
—¿Querem os a los dem ás por ellos m ism os o por lo que significan
para nosot ros? —m e pregunt ó de im proviso.
No cont est é. El vient o azot aba nuest ros cuerpos.
—Allá t ú —dij e con acrit ud al cabo de un inst ant e—. Cada uno pone
t érm ino a su vida com o quiere.
—Déj at e de pam plinas ahora —prot est ó—. Cuando surgen los
inconvenient es, ¿qué podem os hacer? Pues no cont raernos, sino
absorber y vaciarnos. Si pudiera vaciarm e por com plet o, el aire pasaría
a t ravés de m í sin m overm e ni un cent ím et ro del sit io.
La fuerza del vient o se int ensificaba.
—Te deseo m ucha suert e —dij e t em eroso.
—Los deseos de nada sirven —m e corrigió—. Lo que sirve es la
acción diest ra y conscient e. Te has pasado la vida deseando, yo
act uando con dest reza.
Subió al alam bre. En lugar de andar com o era habit ual, poniendo un
pie delant e del ot ro, am bos sobre el acero, sólo apoyaba uno en el
alam bre, y m ant enía la ot ra pierna est irada, para así m ant ener el
equilibrio y frenar el ím pet u del vient o.
Había prescindido de la barra. Era com o un lirio flexionándose con
prodigiosa habilidad. Ot ro funám bulo no hubiera perm anecido sobre el
alam bre ni un segundo; el vient o se había vuelt o casi huracanado. ¡Qué
dom inio físico y psíquico el de aquel hom bre! Casi dej ándose m ecer,
com o una hoj a, llegó al ot ro ext rem o del alam bre, giró y volvió al punt o
de part ida. La gent e lo aclam ó enardecida, pues se daba cuent a del
riesgo que est aba corriendo.
—Baj em os —rogué inquiet o cuando volvió a la plat aform a—.
Baj em os ahora m ism o.
—Voy a int ent arlo de nuevo —dij o para m i pesar—. Nos est am os
divirt iendo, ¿no?
A m enudo m e sacaba de quicio, y esa vez había vuelt o a
conseguirlo.
—Cuando cam inas por la cuerda floj a de la vida, t am bién soplan
vient os que parecen huracanes, ¿no es así, aprendiz? La vida no es
m ansa siem pre.
Y con la m ism a t écnica que había ut ilizado m om ent os ant es para
pasar por el alam bre, repit ió el ej ercicio. Fue avanzando con no pocas
dificult ades, pero al llegar al final, en lugar de girar, com enzó a cam inar
hacia at rás. Yo no daba crédit o a m is oj os. ¿Qué pret endía el m uy loco?
Era inconcebible, m as allí est aba: a ciegas, luchando cont ra el vient o,
t enía que t ant ear una y ot ra vez con el pie para localizar el alam bre; sin
em bargo, el vient o arreció, y no lo encont raba. "Est á

161
El Faquir Ramiro A. Calle

irrem ediablem ent e perdido" pensé. Se m e cort ó la respiración.


Sent í la m ism a angust ia que si fuera a precipit arm e en el suelo.
—¡Ve hacia delant e! —grit é despavorido—. ¡No sigas hacia at rás!
¡Hacia delant e, hacia delant e!
Suresh luchaba desesperadam ent e cont ra el vient o. Com enzó a
llover con fuerza. El agua le golpeaba el rost ro y supuse que no le
dej aría ver el alam bre aunque cam inase hacia delant e. Era com o un
m uñeco a m erced del vient o y de la lluvia.
Movía los brazos com o aspas de m olino. De pront o, el pie que t enía
apoyado resbaló y Suresh cayó, pero con una m ano t uvo t iem po de
agarrarse al alam bre.
—iResist e! ¡Resist e! —aullé, desesperado.
Suj et o sólo con una m ano, luchaba denodadam ent e cont ra el
vient o. Fueron unos m om ent os de espant osa angust ia.
Trat aba de agarrarse con la ot ra m ano, m as no lo conseguía.
Ent onces m e puse sobre el alam bre e int ent é acercarle la barra para
que se cogiera a ella, pero el vient o m e la arrebat ó de las m anos y salió
disparada. Hizo un esfuerzo sobrehum ano para at rapar el cable con la
ot ra m ano y en el m om ent o en que iba a conseguirlo, la m ano que
aferraba el cable le falló, se solt ó y cayó por el vacío, hast a el suelo,
que se encont raba cubiert o de charcos. Me deslicé por el m ást il y corrí
hacia él, presa de pánico, con los oj os llenos de lágrim as, ent re los
grit os despavoridos de la gent e.
Suresh est aba encogido sobre sí m ism o, com o un fet o. ¿Est aba
m uert o? De súbit o, com o si em ergiera de un sueño m uy profundo,
ent reabrió los oj os. Yacía en un gran charco de agua. Yo seguía
llorando.
—Ya ha pasado t odo —dij o m uy quedo.
Respiró profundam ent e, se incorporó con lent it ud y se levant ó,
dej ándose abrazar por m í. La gent e com enzó a aplaudir enloquecida. El
organizador t am bién le abrazó, y le ent regó una bonit a sum a de dinero.
—No cobro si no hago bien m i t rabaj o —lo rechazó Suresh.
Tant o el organizador com o yo nos quedam os est upefact os.
—Dáselo a los m endigos —añadió.
Nos alej am os de allí, cam inando despacio. Suresh pasó un brazo
sobre m is hom bros y m e est rechó cont ra él.
—Lo hem os pasado m al en est a ocasión, aprendiz.
Todavía no m e había repuest o del sust o.
—Nada hay t an alent ador, y alert ador, com o el fracaso.
Gracias a él nos volvem os hum ildes y t om am os consciencia de
nuest ra condición hum ana.
El vient o seguía soplando con fuerza y t raía t oda clase de olores.
Había dej ado de llover. Nos dirigim os hacia el pequeño hot el en que nos
aloj ábam os. Una larga calle m al asfalt ada, en la que desem bocaban
pest ilent es desagües. Unas vacas dorm it aban en el suelo.
—Me parece un verdadero m ilagro que hayas salvado la vida.
—Cont aba con dos aliados —dij o—. Dos aliados m e han salvado la
vida.
—¿Cuáles?

162
El Faquir Ramiro A. Calle

—Uno de ellos fuera de m í y el ot ro en m i int erior.


—No t e ent iendo.
—El charco de agua am ort iguó un poco la caída. Ha sido m i aliado
ext erior.
—¿Y t u aliado int erior?
—Mi capacidad para hacerm e poroso, absorber el golpe com o un
felino, no resist irm e y conseguir relaj arm e.
—Aun así m e parece increíble —dij e—. Y he oído que hay yoguis
que pueden cam biar..., ¿cóm o diría yo...?, el peso m olecular de su
cuerpo y...
—Si no hubiese sido lo bast ant e poroso —m e int errum pió—, m e
habría quebrado com o el crist al. Tom a not a de ello. Pero t en en cuent a
que no m e refiero a una porosidad física, sino psicológica.
Alegrem ent e em pezó a ent onar una canción al dios Krishna, e
incluso elevó los brazos y acom pañó la canción con algunos pasos de
danza.
—Eso sí, m e duele hast a el últ im o hueso —reconoció.
Ya en el hot el, di un profundo m asaj e a Suresh con un aceit e
anest ésico que él m ism o preparaba a base de plant as y resinas.
—Quiero que sepas, Hernán —m e dij o m ient ras le frot aba los
doloridos m iem bros—, que en la nat uraleza ilum inada de la m ent e hay
respuest as sin palabras.

163
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO CATORCE

Al día siguient e, t ras convenir con Suresh dónde y cuándo nos


veríam os en Aj m er, part í para Sim la. Com enzaba a vislum brar la
exist encia de ot ra dim ensión m ás allá del angost o m arco delim it ado por
el placer y el dolor. Aunque con m ucha lent it ud, en m i alm a se est aba
abriendo una rendij a hacia ot ra realidad. Hast a ent onces, m i
pensam ient o lógico había sido un hábil t axiderm ist a disecando la vida;
pero em pezaba a darm e cuent a, por prim era vez, de la profunda
relación exist ent e ent re la vida y la m uert e, y cóm o una y ot ra, aun
form ando part e del m ism o proceso, se em peñan en burlarse
recíprocam ent e. Precisam ent e porque la m uert e nos acecha a cada
m om ent o, si así lo sent im os con lucidez, la vida gana en int ensidad.
Hacía m ucho t iem po que no t enía esa sensación de sent irm e vivo. No
era ni m ucho m enos un sent im ient o de felicidad norm al, sino una
act it ud m ás allá del placer y el dolor.
El t ren a Sim la iba at est ado de gent e. Viaj ando en él m e di cuent a
de algo: hast a que encont ré a Suresh nadie m e había enseñado que la
vida es una t ot alidad. Ésos eran m is pensam ient os m ient ras m e dirigía
hacia las m ont añas. El corazón m e salt aba en el pecho pensando en
I sabel. Durant e su ausencia, la había sent ido ( y present ido) com o m i
com pañera inefable. Me decía a m í m ism o que en la larga y t orm ent osa
m archa hacia la aut orrealización, los buscadores necesit an m ucho
cariño.
Mi vist a se perdía en los herm osos cam pos de la I ndia. Los niños
que m iraban ent usiasm ados el paso del t ren m ovían las m anos,
saludándonos. Sent í un desbordant e cariño por los sencillos cam pesinos
de un país t an m alt rat ado a lo largo de su hist oria. Y m i m ent e se vio
asalt ada por un pasaj e que hacía m uchos, m uchísim os años había leído
sobre la vida de Buda.
En una ocasión, Ananda, su prim o y asist ent e, le dij o: "¿No es
verdad, señor, que t res cuart as part es de nuest ra vida debem os
dedicarlas a la am ist ad?". Pero Buda le corrigió: "No, Ananda, t res
cuart as part es de nuest ra vida no, la vida ent era” .
Apret uj ado por uno y ot ro lado, con el sudor cayéndom e por los
párpados y el pensam ient o puest o en I sabel, m e adorm ecí.
Hacía una t arde clara y fría cuando descendí del pequeño t ren
crem allera que recorre el t rayect o de Kalka a Sim la. Olía a clavo,
est iércol y carbón. Había t elegrafiado a I sabel, y desde la vent anilla del
t ren la vi ent re la m ult it ud. El corazón m e dio un vuelco. ¡Cuánt o la
quería! Est aba im pacient e por t enerla ent re m is brazos. Nada m ás
det enerse el t ren, cogí m is pert enencias y, cont rolando con dificult ad la

164
El Faquir Ramiro A. Calle

alt eración que su presencia m e producía, corrí hacia ella.


Nos m iram os un inst ant e. Movió significat ivam ent e la cabeza y
esbozó una dulce sonrisa. La rodeé con m is brazos y la at raj e hacia m í.
Sent í su t ibia m ej illa en la m ía, sus senos cont ra m i pecho. La apart é un
m om ent o y m iré su rost ro. Tenía los oj os cerrados. Su cut is era fresco y
de una belleza incom parable. Un desconocido sent im ient o de pasión,
t ernura, incert idum bre, esperanza y m iedo se apoderó de m í. Ella rodeó
m i cuello con sus brazos y m e besó apasionadam ent e.
—Kuldip nos est á esperando —dij o con desgana.
Salim os de la est ación. Kuldip vino hacia m í con su m ej or sonrisa,
m e est rechó form alm ent e la m ano y cogió m i equipaj e. Lucía un
llam at ivo t urbant e am arillo que realzaba sus profundos oj os negros y su
t upida barba.
—¡Dios m ío! —exclam ó I sabel—, est ás t an t ost ado que pareces un
indio. Y m ient ras ent rábam os en el coche añadió con espont aneidad—:
¡Pero est ás guapísim o!
Nos pusim os en m archa, y yo m iraba por la vent anilla los
m anzanos, el reconfort ant e follaj e, las descom unales m ont añas
perfilándose sobre el fondo t urquesa del cielo de Sim la.
—¡Qué alegría t enert e ot ra vez ent re nosot ros! —exclam ó I sabel.
Acaricié su m ano, con el m ism o cuidado con que se roza una
orquídea o las t rém ulas alas de una m ariposa. Sent í am or y un curioso
rem ordim ient o a la vez, com o si una part e de m í se resist iera a ceder a
esa volupt uosidad sin lím it es que em anaba de I sabel. A lo lej os divisé la
sugerent e m ansión colonial del coronel Mundy. La t arde era m uy
lum inosa y la veget ación exhibía un verdor im pact ant e. El abuelo de
I sabel nos esperaba a la ent ra da de la casa.
Nada m ás descender del aut om óvil fui hacia él y le t endí la m ano.
Me la est rechó unos inst ant es y luego m e at raj o hacia sí y m e abrazó.
—Ent ra, ent ra —dij o I sabel, anim ada—. Debes de est ar m uy
cansado.
Allí est aba de nuevo, pensé al ent rar en la casa, t odavía prisionero
de zozobras, recuerdos y cont radicciones. Miré dent ro de m í, queriendo
evaluar el alborozo que I sabel m e despert aba, pero la cansada voz del
coronel m e sacó de m is pensam ient os.
—Y bien, Hernán, ¿ha habido cam bios sust anciales?
Reflexioné unos segundos. I sabel y su abuelo perm anecieron
m udos. I sabel se había sent ado j unto a m í y su abuelo perm anecía de
pie, cerca de la vent ana.
—Sinceram ent e, creo que los ha habido —dij e—. Pero no son
suficient es, desde luego.
—No debe censurarse por ello —replicó—. Los cam bios int ernos
sobrevienen con lent it ud. —Me dedicó una sonrisa.
Le em bargaba la sat isfacción de t enerm e de nuevo allí.
—Siem pre querríam os conseguir cam bios m ás rápidos e int ensos en
uno m ism o.
—Así es —convino el coronel que com enzó a pasear por la
est ancia—, pero los acont ecim ient os, incluso los int ernos siguen su
inalt erable curso.

165
El Faquir Ramiro A. Calle

—De t odos m odos, a m enudo pienso si no debería esforzarm e


m ucho m ás —añadí.
—Ciert am ent e, hay que hacer el esfuerzo preciso —dij o con decisión
m ient ras se servía una copa de brandy.
—Abuelo, no bebas —le reprendió I sabel—. Ya sabes que el
m édico...
—Pues sí, Hernán —prosiguió el coronel, no queriendo escuchar las
adm oniciones de su niet a—, es necesario aplicar el esfuerzo j ust o.
¿Conoce el pasaj e de Buda que se refiere a eso precisam ent e?
—¿Cuál de ellos, señor?
—El abuelo nos lo va a cont ar —dij o I sabel, en t ono de cariñoso
enfado ant e la rebeldía del coronel en la cuest ión del brandy.
Una bella m ariposa se coló en la est ancia, y al m om ent o ent ró una
criada con el t é de la t arde. El coronel se sent ó.
—Uno de los m ás ent usiast as discípulos de Buda era Sona, que
ant es de ent rar en la Orden había sido el m ej or int érpret e de laúd del
reino. Pero Sona no lograba que su m ent e evolucionara con la rapidez
que anhelaba, y ent onces com enzó a som et erse a m ort ificaciones,
com o andar descalzo por un t erreno pedregoso. Tant o em peño ponía en
ello que dej aba rast ros de sangre en las piedras. Un día, Buda vio
aquella sangre y, queriendo saber qué ocurría, llam ó a Sona.
El coronel hizo una breve pausa para hum edecerse los labios con el
brandy.
—Cuando le t uvo delant e, le pregunt ó: "Sona, si t ensas en exceso
las cuerdas del laúd, ¿suenan bien?". Sona repuso: "En absolut o, señor,
suenan m al y corren el riesgo de quebrarse” .
"Y dim e, si las dej as dem asiado suelt as, ¿suenan bien?" "Tam poco,
señor, y adem ás pueden enredarse” . "Y dim e, si no las t ensas ni en
exceso ni dem asiado poco, ¿suenan bien?" "En efect o, señor, así debe
ser para que suenen a la perfección” . Ent onces Buda concluyó: "Del
m ism o m odo, Sona, para que t u m ent e evolucione no debes hacer
esfuerzos excesivos ni t am poco escat im arlos".
La cena result ó espléndida. La luz de las velas bañaba con m at ices
dorados la blanca t ez de I sabel. La act it ud siem pre hospit alaria del
coronel y de su niet a m e colm aba de placer.
—Señor, ¿ha t enido not icias de m i am igo Federico en t odo est e
t iem po? —quise saber.
—No, lam ent ablem ent e no. ¡Qué gran m uchacho! Un verdadero
buscador, un alm a noble, sin duda. Y ust ed, ¿ha obt enido inform ación
sobre el t rat ado de que m e habló?
—Algunos han oído hablar de él. Otros opinan que no exist e, que se
t rat a de una enseñanza m uy ant igua que nunca ha sido puest a por
escrit o. Ya conoce el caráct er indio. En algunos asunt os no es m uy
preciso —sonreí—. En ot ros t am poco —agregué, divert ido pero sin
sarcasm o.
—No t e m et as con nosot ros —prot est ó I sabel, echándose luego a
reír—. Som os im precisam ent e im precisos o, com o a veces dice el
abuelo cuando se desespera, am biguam ent e am biguos.
Reí ant e la ocurrencia. Después saboreé con verdadero deleit e la

166
El Faquir Ramiro A. Calle

t art a de m anzana, que era exquisita. El coronel había com enzado a


bost ezar. Se le not aba visiblem ent e cansado.
—Verdaderam ent e, hay cosas agradables en est a vida —com ent é
cuando m e hube acabado el t rozo de t art a.
El coronel esbozó una com edida sonrisa.
—A m í la t art a de m anzana m e reconcilia con la vida —exclam ó
I sabel—; m e alegra el corazón, y la alegría es la m ej or m edicina del
m undo —concluyó, m ient ras sin recat o cogía m i m ano y la est rechaba
ent re las suyas.
—Suresh, m i m aest ro —dij e—, es la alegría m ism a. Se t rat a de un
personaj e increíble —añadí con orgullo—. No consigo com prenderle del
t odo, pero irradia cont ent o y vit alidad a cada m om ent o. Vive cada
m inut o de su exist encia com o si fuera el prim ero y el últ im o.
"Y vive en arm onía —agregué—, sin afect ación, fluyendo
equilibradam ent e. Y es curioso porque, a la vez que vive con
int ensidad, parece no involucrarse en nada. Aun en la m ayor inquiet ud
sabe perm anecer sereno. Si le insult an, no se inm ut a; si le halagan, le
dej a indiferent e.”
El coronel m ant enía con dificult ad los oj os abiert os.
—Abuelo, t e caes de sueño —dij o I sabel—. Hernán disculpará que
t e vayas a la cam a. Mañana podréis hablar a vuest ras anchas.
—Tienes razón, hij a m ía —reconoció él—. El sueño m e vence.
Est rechó m i m ano y nos dej ó solos.
No fue un m om ent o fácil. Nunca m e sent ía com plet am ent e seguro
con ella, porque no t erm inaba de ent enderla. Despert aba en m í una
m ezcla de t ernura y sensualidad, de confianza y desconciert o. I sabel se
levant ó de la silla y se colocó a m i lado. Puso una m ano en m i nuca y
m e m iró fij am ent e a los oj os.
—Ha habido m om ent os m uy difíciles... —dij e, sint iéndom e un
est úpido.
Pero en realidad sobraban las palabras. Nuest ros sent im ient os y
sensaciones en esos inst ant es eran m uy fuert es.
Me disponía a pregunt arle por sus act ividades..., m as com prendí
que no debía rom per aquel bello silencio. Fue hacia las vent anas y las
abrió de par en par. La fresca brisa inundó la sala.
—Nos verem os m añana en el desayuno —dij o al cabo de unos
inst ant es. Luego salió del salón y subió lent am ent e la escalera.
En m i int erior la confusión y la incert idum bre se m ezclaban,
inquiet ándom e. Me quedé un rat o allí abaj o. Después, int ent ando no
hacer ruido, subí con sigilo la escalera; m e dirigía a m i cuart o, cuando
una duda m e asalt ó. Volví sobre m is pasos y m e det uve ant e la
habit ación de I sabel. El corazón m e lat ía con fuerza. El t em or y la
indecisión m e em bargaban. Con las yem as de los dedos rocé el
picaport e, con suavidad, com o si deseara no ser oído por ella. Esperé
ansioso. I sabel abrió la puert a y m e m iró con im presionant e seriedad.
Vacilé. La habit ación est aba en penum bra. Ent ré y la abracé ext asiado.
Luego em pecé a acariciar su espléndido cuerpo. Quise decir algo, pero
ella no m e dej ó. Nos am am os int ensam ent e hast a el am anecer.
Los días siguient es perm anecim os m ucho t iem po j unt os.

167
El Faquir Ramiro A. Calle

Las m ont añas y los valles est aban espléndidos en aquella época del
año. Horas ant es de m i part ida abracé a I sabel baj o un enorm e
m agnolio. Cuando m e disponía a hablar, m e puso un dedo sobre los
labios para que no se despegaran. No fue una despedida am arga.
Durant e aquellos días habíam os com part ido cuerpo y espírit u, palabras
y silencios, penum bras y alegrías.
Tras despedirm e del coronel con un prolongado abrazo, m e disponía
a subir al coche, cuando I sabel, sabiendo lo m ucho que m e gust aba el
perfum e de j azm ín, dej ó algunas flores en m is m anos y posó su
am orosa m irada en m í. Sobraban las palabras.
—Podem os irnos —dij e a Kuldip, recost ándom e en el asient o
t rasero.
No m iré hacia at rás. Mi vist a est aba clavada en el roj o t urbant e de
Kuldip. Me abst raj e en el arom a del j azm ín.

168
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO QUI NCE

En Aj m er m e reuní con Suresh. Com o si presint iera m i at ribulado


est ado de ánim o, cuando m e vio m e dio un abrazo ent rañable.
—¡Bueno, holgazán! —exclam ó—. Uno no puede dorm irse en la
búsqueda.
¿Me reprendía cariñosam ent e?
—De nada sirve espolear a un caballo m uert o —dij o—; hay que
m ant enerse vivo, y bien vivo.
Nos aloj am os en una luj osa m ansión anexa a la del ex m aharaj á, en
m edio de un soberbio j ardín con un enorm e est anque de m árm ol y
balancines. Varios criados, llam at ivam ent e uniform ados y con t urbant e
roj o, se hallaban a nuest ro servicio. Suresh est aba acost um brado a
aquellos fast os porque la gent e m uy rica recurría a aquel faquir
sem idesnudo para que con sus proezas, renovara la capacidad de
asom bro de sus rut inarias y oxidadas vidas. Ya m e había dado cuent a,
hacía m ucho t iem po, de que Suresh t enía la capacidad de m overse con
solt ura en t odos los am bient es, com o si ninguno de ellos dej ara de serle
fam iliar y supiera adapt arse a t odas las condiciones.
Seguram ent e form aba part e de su enseñanza, porque insist ía en
que una persona debe desarrollar t odas las facet as de su personalidad
y, por supuest o, no ident ificarse con ninguna de ellas.
Se vist ió con un herm oso kurt a de seda para la ocasión y result aba
sin duda un hom bre m uy apuest o... Las m uj eres lo m iraban siem pre
con insist encia, pues había m uchas cosas en él que at raían la at ención
fem enina. Él se sabía deseado, pero no daba im port ancia al asunt o. En
una ocasión en que yo, m uy indiscret o, le pregunt é por su energía
sexual, t ras lanzar una ruidosa carcaj ada m e dij o:
—He despert ado dent ro de m í a la m uj er, a la Shakt i. Mi m uj er y m i
hom bre int ernos hacen el am or y yo no m e preocupo de esas cosas.
—¿Qué pasa ent onces con la energía sexual? —pregunt é, queriendo
profundizar en aquel t em a.
—¿Con la t uya o con la m ía? —dij o burlón.
—Con la t uya —respondí vacilant e, y añadí: Con la m ía t odavía
t engo problem as.
—La sexualidad —m e explicó— puede t om ar dos direcciones: hacia
fuera o hacia dent ro. Si uno dispone de las claves para ello la
sexualidad se int erioriza, y derivam os al cerebro lo que los yoguis
denom inan la "luz del sem en", que nos sirve para est im ular la int uición
m íst ica.
No sé por qué aquella conversación acudió a m i m em oria m ient ras
m e aseaba en la fast uosa habit ación que habían dispuest o para m í.

169
El Faquir Ramiro A. Calle

Pero el descanso no duró m ucho, pues Suresh no est aba dispuest o a


darm e t regua. Llam ó a la puert a y a t ravés de ella exclam ó:
—¡Vam os, aprendiz, ya has holgazaneado bast ant e!
Abrí la puert a y lo encont ré con el rollo de alam bre en la m ano.
—Mient ras hay vida, hay alam bre —exclam ó—. La hist oria cont inúa,
aprendiz.
Era dem asiado. Acababa de llegar a la m ansión del ex m aharaj á y
ya quería que m e pusiera a ent renar.
Buscam os un em plazam ient o al aire libre. El sol era com o un disco
de fuego que lanzaba sus im placables rayos sobre nosot ros. Me despoj é
de las ropas y m e puse un langot i, al que por fin m e había
acost um brado. Durant e dos horas est uve pract icando ant e la at ent a
m irada de Suresh. Lo hice m ucho m ej or de cuant o yo m ism o hubiera
pensado. Había adquirido solt ura y seguridad.
—¡Vaya, vaya! —exclam ó Suresh con sat isfacción—. El aprendiz va
m ej orando. Ven, sent ém onos debaj o de aquel frondoso árbol, sobre la
hierba m ullida.
Una vez inst alados, siguió hablando.
—La m ent e clara conduce a la acción diest ra, y viceversa.
Am bas son vías com plem ent arias, com o t e he dicho ot ras veces. Tú
has pract icado las dos. Con la m edit ación has clarificado la m ent e, y
cam inando sobre el alam bre has acom et ido la acción diest ra. Pero para
progresar en la senda hacia lo I ncondicionado, t odo buscador debe
ej ercit ar un t riple ent renam ient o: m oral, m ent al y de visión penet rant e.
Yo seguía sus palabras con at ención, y al com probarlo, se anim ó a
proseguir.
—El m oral no es ot ro que ayudar a la felicidad de t odas las criat uras
y evit arles sufrim ient o. Huelga decir que nada t iene que ver con la
est úpida m oral de los sist em as sociales est ablecidos.
A su m anera, desde la no violencia y la com pasión, Suresh era un
gran revolucionario. Desconfiaba de t odo sist em a inst it uido y a m enudo
declaraba: "Lo que hay que reform ar es la m ent e del reform ador".
—El ent renam ient o m ent al consist e en la m edit ación habit ual y el
int ent o de evit ar em ociones y pensam ient os perniciosos, así com o
fom ent ar y cult ivar em ociones y pensam ient os bellos. El de visión
penet rant e consist e en t rat ar de percibir los hechos com o son, no com o
querem os que sean. Es la sabiduría, que consist e en percibir desde la
pureza ínt egra de la m ent e, es decir, desde la m ent e libre de
condicionam ient os y viej os m oldes.
Guardó silencio. Acarició la hierba con el m ism o am or que hubiera
pasado la m ano por el lom o de un perro m uy querido.
Luego m e m iró a los oj os.
—Te veo preocupado.
—Lo est oy —repuse, y en pocas palabras le cont é las dudas e
inquiet udes que m e producía m i relación con I sabel.
—Hernán —dij o poniendo una m ano sobre m i hom bro—, cuando
vas a com prar... m anzanas, por ej em plo, puedes buscar ent re t odas
ellas y elegir las que m ás t e gust an, dej ando el rest o, ¿no es así?
—Efect ivam ent e —respondí, sin com prender qué quería decirm e

170
El Faquir Ramiro A. Calle

con sus palabras.


—Pero no ocurre lo m ism o con la vida. Ést a no es un puest o de
frut as donde puedes elegir. Nos em peñam os en fragm ent arla, pero la
vida es una t ot alidad, som et ida al j uego de los cont rarios. Placer, dolor;
dulce, am argo; inquiet ud, sosiego; encuent ro, separación; halago,
insult o... No podem os t om ar una part e de la vida y dej ar la ot ra,
porque no es una naranj a que dividam os en dos part es para coger sólo
una de ellas diciendo: "Est a m it ad, que m e gust a m ás, es para m í y
dej o la ot ra, que m e desagrada".
Calló por un inst ant e, esperando que yo hiciera algún com ent ario;
pero ant e m i silencio, prosiguió:
—Hay que vivir la exist encia en su t ot alidad, y a m enudo sólo
cont am os con un verdadero aliado: la ecuanim idad. Los hechos son
incont rovert ibles, y t ú lo sabes m uy bien. Si no podem os cam biarlos,
únicam ent e nos queda cam biar nuest ra act it ud y est ablecernos en la
ecuanim idad o en la firm eza de ánim o.
Después m e aseé y m e vest í. Nos sirvieron el t é en un salón de un
luj o apabullant e.
—Debe de ser m ás que m illonario el ex m aharaj á —com ent é.
—Lo es. ¿Conoces el cuent o del m onarca y el erm it año?
—No, creo que nunca m e lo has cont ado —respondí con una
sonrisa—, y m e t em o que no podré evit ar que lo hagas.
—Me conoces bien, bribón —dij o divert ido, con la t aza del
hum eant e t é en la m ano. Y se dispuso a relat ar el cuent o, paladeando
ant es un sorbo de t é—. Los m aest ros de nuest ra escuela espirit ual
recurren a m enudo a las hist orias espirit uales. Son divert idas... y
enriquecedoras.
Dej ó la t aza en la bandej a de plat a y con voz m elodiosa em pezó a
narrar el cuent o.
—He aquí, am igo Hernán, que en el nort e del país exist ía un
próspero reino cuyo m onarca era de edad m uy avanzada. Un día hizo
llam ar a un yogui que m oraba en el bosque y le dij o: "Hom bre piadoso,
t u rey desea que coj as est a caña de bam bú y recorras t odo el reino con
ella. Viaj arás sin descanso de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y
de aldea en aldea. Cuando encuent res a la persona que consideres la
m ás t ont a, le ent regarás est a caña".
"El yogui viaj ó sin descanso por t odos los cam inos de la I ndia.
Recorrió m uchos lugares y conoció m uchas clases de personas, pero no
halló ningún ser hum ano al que pudiera considerar el m ás t ont o.
Después de varios m eses de viaj e volvió al palacio y se present ó ant e el
m onarca, que había enferm ado de gravedad. El rey, según le
inform aron los m édicos, m oriría en cualquier m om ent o. Cuando el
yogui se acercó a la cabecera del m onarca, escuchó que ést e decía:
"¡Qué desafort unado soy, qué desafort unado! Toda m i vida he ido
acum ulando grandes riquezas, ¿qué haré ahora para llevarlas conm igo?
¡No quiero dej arlas, no quiero! " Ent onces el yogui ent regó la caña de
bam bú al rey m oribundo.
Me eché a reír. Suresh cont aba las hist orias m agist ralm ent e, con
diferent es t onos de voz según lo requiriera el relat o.

171
El Faquir Ramiro A. Calle

La noche fue cayendo con lent it ud. Una ligera brisa m it igaba el
sofocant e calor del desiert o. Poco a poco la brisa fue convirt iéndose en
un vient o huracanado. El ex m aharaj á acudió a saludarnos ant es de la
cena. Era un hom bre alt o y espigado, de edad m ediana, sonrisa fingida
y bast ant e arrogant e, aunque t enía unos exquisit os m odales. Se
int eresó por si éram os bien at endidos, nos est rechó luego la m ano y
nos deseó un feliz descanso.
—Ahora, a lo que im port a —dij o Suresh, nada m ás salir el ex
m aharaj á de la est ancia.
¿A qué se refería?
—Tú m e ayudarás —aseveró—. Te necesit o. Cuando uno se som et e
al ent erram ient o en vida, part e del éxit o depende del aprendiz.
Me sobresalt é. ¿Qué sabía yo de aquello? ¿Acaso quería poner la
responsabilidad de su vida en m is m anos? No, eso j am ás lo acept aría.
—Me ayudarás —dij o m irándom e con oj os de fuego—. Te enseñaré
cóm o debes proceder y con qué diligencia cuando m e desent ierren. Mi
vida depende de dos personas: t ú y yo. No lo olvides.
Se había puest o m uy serio y sus palabras est aban despert ando en
m í una insuperable preocupación. No m e encont raba preparado para
hacer lo que m e pedía. Me disponía a prot est ar con t oda energía
cuando se m e adelant ó.
—No hay proeza m ayor para un faquir —dij o— que la del
ent erram ient o en vida. Pero su vida depende de un hilo. Se puede dar
el caso de que el faquir no falle, pero sí su aprendiz. Es una prueba de
enorm e riesgo para la cual se precisa un aprendiz eficient e y sagaz. De
hecho, la vida del faquir queda en m anos de su aprendiz.
—No m erezco esa confianza —argüí.
—¡Pues gánat ela! —m e ordenó con sequedad—. Yo t e inst ruiré
hast a el m ás m ínim o det alle. Y t am bién t endrás t u part e de
responsabilidad si m e ocurre algo. Y cuando digo si m e ocurre algo, no
significa que haya un t érm ino m edio. Si la prueba no t iene éxit o, m i
m uert e es segura. No m e im port a t ant o por m í, sino porque quiero
obt ener las cien m il rupias que he pedido al ex m aharaj á pues hay
m ucha gent e que las necesit a, y ya las t engo dest inadas. Puedo
fallarm e a m í m ism o, pero no a quienes confían en m í y precisan m i
ayuda.
Mi est upefacción era t al, que ni siquiera supe qué argum ent ar para
ser liberado de t an com prom et ida t area.
—Escucha. En los próxim os días m e prepararé física y
espirit ualm ent e. Hace años que no m e som et o a est a prueba. Tam bién
t ú aprenderás m ucho con m i ent renam ient o. En t u j uvent ud pract icast e
el yoga; ahora t endrás ocasión de recordar sus enseñanzas.
Me sent ía desconsolado m ient ras m iraba la llam at iva vest im ent a de
los criados del ex m aharaj á, aunque sin fij arm e en ella.
—¡En el fondo eres un sensiblero! —m e solt ó de repent e Suresh—.
Déj at e de t ont erías. Mañana m ism o com enzaré. Me espera un
ent renam ient o de cont rol sobre el cuerpo y sobre la m ent e m uy
riguroso. Necesit o arm onizar t odos m is reloj es int ernos. Si uno de ellos
falla, puede suponer la m uert e. El yogui debe aprender a cont rolar y

172
El Faquir Ramiro A. Calle

reorient ar t res energías: la m ent al, la respirat oria y la sexual. Cada


órgano t iene su propia m odalidad energét ica. Para el ent erram ient o en
vida es necesario que t odas las energías est én com pensadas, reguladas
y equilibradas.
Mi est ado era de gran agit ación y él com enzó a reírse.
—Me result as m uy gracioso —com ent ó cuando logró cont rolarse.
Apart é la vist a de él, com o reprochándole su proceder.
—Sí, t e ent renarás conm igo —insist ió—. Te hace m ucha falt a.
I ncluso se t e ve m ás obeso.
Fui incapaz de disim ular m i desalient o y m i rabia. A m enudo, aquel
hom bre m e parecía un verdadero loco, y yo ot ro loco por seguirle com o
un est úpido.
—Puedes pensar lo que quieras —dij o con su clásica m edia
sonrisa—. Lo que t ú pienses en est os m om ent os m e es indiferent e. No
puedo perder ni un ápice de m i energía dej ándom e influir por t us
est ados de ánim o.
Sabía que Suresh t enía una int uición especial, pero eso no m e
arredró.
—No sé si hay algo de cordura en t i —dij e.
Se echó a reír, m irándom e desafiant e.
—Si un hom bre pierde la cabeza —repuso—, pueden sucederle dos
cosas. ¿Sabes cuáles?
—No est oy para acert ij os —repliqué con m arcada acrit ud.
—Se conviert e en un loco o en Dios.
Durant e días, Suresh siguió un ent renam ient o m uy severo. Hast a
donde m e era posible, yo t rat aba de im it arle y seguirle.
Así volví a ej ercit arm e en t écnicas que yo había ut ilizado hacía
m uchos años. Reduj im os considerablem ent e la cant idad de alim ent o y
las horas de sueño. Pract icábam os num erosas t écnicas de cont rol
neurom uscular y de m edit ación. Suresh t om aba dosis, m uy bien
m edidas, de m ercurio y de oro m olido.
Se som et ía a m ét odos de ralentización de t odas las funciones
corporales y eso le llevaba a un est ado parecido al de la m uert e. En
esos casos, yo no podía escuchar los lat idos de su corazón, ni sent ir su
respiración ni su pulso. Prim ero su cuerpo adquiría una gran flaccidez,
para luego ponerse rígido com o una est aca.
Falt aban pocos días para el cum pleaños del ex m aharaj á; ent onces
daría com ienzo una fiest a que duraría una sem ana. Durant e ese
t iem po, Suresh est aría ent errado baj o t ierra.
—La clave del éxit o descansa sobre varios punt os —m e explicó el
faquir—: el prim ero será reducir al m ínim o m is funciones fisiológicas,
para así dist ribuir durant e esos siet e días el aire que exist e en el at aúd,
porque, de ot ro m odo, m oriría asfixiado; t am bién debo regular a la
perfección la energía de los dist int os órganos vit ales, porque si alguna
de ellas se ret ira, el órgano correspondient e se necrosará y no habrá
posibilidad de recuperarlo; debo ralent izar las const ant es vit ales y
llevarlas j ust o hast a la línea divisoria ent re la vida y la m uert e. Y esa
línea es m uy delicada: si t e pasas, m ueres; si no t e acercas lo
suficient e, t e asfixias, porque t ienes necesidad de consum ir m ás aire

173
El Faquir Ramiro A. Calle

del escasísim o que hay dent ro del at aúd. Pero quizá lo m ás esencial sea
el est ado de la m ent e.
—¿Qué est ado debes obt ener?
—No bast a con el sam adhi inferior. No es suficient e. Puede darse el
caso de que, inesperadam ent e, salgas de él; ent onces t odos los reloj es
se dispararán y t e asfixiarás. Se requiere un sam adhi m uy int enso.
—¿Un sam adhi m uy int enso?
—El sam adhi es un est ado de éxt asis m uy profundo que t e perm it e
ret irart e del cuerpo y de la m ent e y conect art e con lo Absolut o. Toda
act ividad cesa en la m ent e. No hay ni un solo pensam ient o.
Tem poralm ent e, t e has desprendido del cuerpo y de la m ent e.
—¿Y si no logras volver a t u est ado de consciencia ordinario?
—¡Ah! —exclam ó com o si nada, pasándose la m ano por el cabello—
. Ent onces se acaban los problem as. Te has desem barazado del cuerpo-
m ent e com o el culí abandona un día su rickshazu.
Aquellos prim eros días de enero, Suresh m e enseñó con gran
m inuciosidad los m ét odos a los cuales yo t endría que recurrir para
ayudarle a salir del t rance, una vez le hubiéram os desent errado. Lo
prim ordial era desent errarle j ust o en el m om ent o previam ent e fij ado. Si
se hacía aunque sólo fuese unos segundos después, la m uert e le
sobrevendría inevit ablem ent e, ya que el faquir había program ado
m at em át icam ent e sus reloj es int ernos.
Nada m ás desent errar a Suresh, yo debería darle un vigoroso
m asaj e en la part e superior de la cabeza, presionar luego sus globos
oculares y zarandearle violent am ent e, a la vez que recit aba a su oído
un m ant ra convenido, y cont inuar haciendo lo m ism o hast a que el
faquir em pezara a dar señales de vida.
Tam bién era sum am ent e im port ant e t irarle de la lengua hast a que
asom ara fuera de la boca pues, de no hacerlo así, podría ahogarse.
—Ten en cuent a —m e explicó Suresh— que yo, al ent errarm e,
t engo que llevar la punt a de la lengua hacia la gargant a y clausurar con
ella los orificios nasales por dentro. Es una t écnica para ej ercer un
exhaust ivo dom inio sobre el cerebro y las energías y provocar el
sam adhi m ás int enso.
Para dem ost rarm e hast a qué punt o dom inaba la lengua, Suresh la
sacó y, con la punt a, se t ocó el ent recej o.
Al aut ogenerarm e el sam adhi, debo cerrar m is fosas nasales y
com prim ir t ot alm ent e el ano para clausurarlo durant e siet e días...
Teniendo cerradas las fosas nasales y el ano, alm aceno las energías
ascendent es y descendent es en el plexo solar y así cuent o con una
reserva energét ica m uy im port ant e para sobrevivir. Es posible que el
abdom en se hinche com o un globo, por eso he solicit ado un at aúd alt o.
Observando a Suresh con ansiedad, yo t rat aba de asim ilar t odas
sus inst rucciones com o si la vida m e fuera en ello.
Dos días ant es de que diera com ienzo la fiest a de cum pleaños del
ex m aharaj á, Suresh m e pidió que hiciéram os un ensayo durant e el
cual él perm anecería dos horas en est ado de t rance profundo. Cuando
nos hubim os reunido en su habit ación, Suresh echó las cort inas,
dej ando la est ancia en penum bra. Después se sent ó en el suelo, sobre

174
El Faquir Ramiro A. Calle

la alfom bra; sacó la lengua y se la unt ó con m ant eca clarificada.


—No hables. Sólo prést am e m ucha at ención. No t e pierdas ni el
m ás m ínim o det alle.
Después de ponerse la m ant eca perm aneció durant e unos m inut os
en m edit ación. Yo m edit é a su lado.
—Ahora voy a hacer lo siguiente —dij o cuando hubo acabado de
m edit ar—: Prim ero m e t aponaré con cera los orificios de la nariz y los
oídos. Nada m ás em pezar a sacarm e del t rance dent ro de dos horas,
ret irarás esos t apones; luego, com o ya t e expliqué, m e friccionarás la
part e superior de la cabeza, m e zarandearás y m e darás un m asaj e
cardíaco, insuflándom e t u alient o y recit ando el m ant ra en m i oído.
Todo ello debes ir alt ernándolo. Si no reaccionase, golpea con t odas t us
fuerzas el cent ro de m i pecho con el puño y sigue zarandeándom e...
—Trat aré de hacerlo lo m ej or que pueda ——dij e at em orizado.
—Ahora sincronicem os nuest ros reloj es. Dos horas. ¡Ni un m inut o
m ás!
Com enzó a inspirar y espirar m uy deprisa y, en unos m inut os, t odo
su cuerpo se cubrió de sudor. Luego, con sorprendent e calm a y
precisión, se m et ió las bolit as de cera en los oídos y en los orificios de la
nariz. Se acost ó sobre la alfom bra y se sum ió en una relaj ación m uy
profunda. Not é que deglut ía y supuse que se había llevado la punt a de
la lengua hacia la gargant a. No había cerrado los párpados y t enía los
oj os vuelt os hacia el ent recej o. La respiración em pezó a enlent ecerse y
ent onces cerró los párpados. Su cuerpo se puso cada vez m ás fláccido;
pero unos m inut os después, a m edida que su vient re se hinchaba
llam at ivam ent e com o una gran calabaza, t odos sus m iem bros
adquirieron una sorprendent e rigidez. Le t om é el pulso, m as m e result ó
im posible percibirlo; puse m i oído sobre su pecho, pero no oí los lat idos
de su corazón. No había la m enor señal de vida y su rost ro se había
t ornado blanco com o la t iza. A t odos los efect os era com o si est uviera
m uert o.
Me sent é a su lado. Mi m irada se quedó prendida en su rost ro, de
una palidez cadavérica. ¡Qué difícil se m e hacía cont rolar la ansiedad!
Los m inut os t ranscurrían con exasperante lent it ud; consult aba el reloj a
m enudo. Por fin pasó el t iem po fij ado. Con ext rem a m inuciosidad llevé
a cabo t odas las inst rucciones que Suresh m e había dado. Muy
lent am ent e, y con m i ayuda, fue recobrando su est ado de consciencia
norm al y recuperándose. Se desperezó, hizo algunos ej ercicios y t om ó
varios vasos de leche... Luego, com o si le cost ara m ucho hablar, dij o
con un hilo de voz:
—He est ado en la front era ent re el ser y el vacío prim ordial. Ha sido
com o andar por el alam bre t endido ent re la vida y la m uert e, que es el
m ás fino y el m ás arriesgado.
—¡Enhorabuena! —exclam é lleno de ent usiasm o m ient ras lo
abrazaba con gran cariño.
—No t e precipit es —dij o—. Lo de hoy ha sido un sencillo j uego de
niños en com paración con la prueba que nos espera.
Escuché el desgañit ado cant o del pavo real en celo. Mi corazón se
sent ía inundado de alegría, porque no había fallado a Suresh en su

175
El Faquir Ramiro A. Calle

ensayo. No sé por qué, pero esa noche, baj o el cálido cielo del desiert o,
experim ent é una pasión m uy profunda hacia I sabel, anhelando que
est uviera conm igo en aquellos m om ent os. Suresh t enía la m irada
perdida en el firm am ent o cuaj ado de est rellas y m e pregunt é si est aría
pensando en Rukm ini. De cualquier m odo, la noche era m uy herm osa y
a m i lado est aba m i am igo del alm a, m i guía y m i herm ano de
búsqueda. Lancé una rápida m irada de soslayo a Suresh, para que no
se diera cuent a.
—No m e espíes.
Reím os j unt os. Era la franca risa de dos am igos baj o el est rellado
cielo del desiert o.
Dos días después, cuando m e despert é, corrí a la habit ación de
Suresh, y lo encont ré sum ido en m edit ación profunda. Me sent é a su
lado. La noche ant erior, Suresh había ingerido sim ient es de diversas
plant as y una bien m edida dosis de m ercurio con azufre... Había
ayunado las últ im as cuarent a y ocho horas y ensayado las t écnicas
secret as del t rance. Est aba m uy t ranquilo, aunque no exent o de alguna
preocupación.
Minut os ant es de aparecer en público se unt ó el cuerpo con un
ungüent o parduzco que olía m uy fuert e. Se vist ió con el t aparrabos y
una t única naranj a y luego cogió una sábana blanca lim pia que t enía
preparada.
—Me envolverás en est a sábana.
Nos dirigim os a paso lent o hacia los j ardines del ex m aharaj á. Había
un gran núm ero de personas. La fiest a de cum pleaños duraría siet e días
y siet e noches. Si Suresh superaba la prueba, le serían ent regadas en el
act o las cien m il rupias que le habían prom et ido.
—Mi vida est á en t us m anos —m e dij o Suresh, erguido com o un
post e. Nunca lo había vist o t an serio y concent rado.
Todo est aba a punt o para el espect áculo. Los rayos del sol
reverberaban en la herm osa t única color naranj a del faquir. El aspect o
grave y digno de Suresh era im presionant e. Su figura se recort aba
cont ra el claro azul del cielo del desiert o. Saludó con cort esía pero sin
efusión al ex m aharaj á.
Los asist ent es habían form ado un círculo y perm anecían
expect ant es. Suresh ext endió la sábana sobre la hierba, j unt o a una
fosa profunda que había sido cavada allí. Con lent it ud, se t aponó con
cera los oídos y las fosas nasales. Se despoj ó de la t única y se quedó
vest ido con el langot i. Luego se sentó sobre la sábana, acercó sus labios
a m i oído y m e recit ó el m ant ra que pasados siet e días yo debería
repet irle al oído. Sólo el aprendiz puede conocer el m ant ra del m aest ro
y debe cust odiarlo y conservarlo en secret o com o si le fuera la vida en
ello. Así pues, a nadie podré darle a conocer el m ant ra que Suresh
recit ó a m i oído.
—Cuando observes que ent ro en la prim era fase y m e pongo m uy
fláccido —m e dij o—, envuélvem e en la sábana. Después, cuando hayas
com probado que m i cuerpo est á m uy rígido, m e int roducís en el at aúd.
A nuest ro lado, vigilant es, se hallaban los guardias del ex m aharaj á.
Suresh se acost ó boca arriba sobre la sábana, deglut ió la lengua y

176
El Faquir Ramiro A. Calle

dirigió los oj os hacia el ent recej o. Su cuerpo t em bló varias veces de un


m odo m uy violent o, com o si recibiera descargas eléct ricas; luego cerró
los párpados y, en apariencia, su respiración desapareció. Ent onces se
quedó fláccido com o un bebé cuando duerm e profundam ent e. Con la
ayuda de los guardianes lo envolví m inuciosam ent e en la sábana. Se
sellaron varias part es del lienzo, sobre t odo las uniones, para prevenir
cualquier posibilidad de fraude. Al cabo de unos inst ant es de espera
com probé que Suresh est aba rígido com o una barra de hierro. Su
est óm ago se había dilat ado llam at ivam ent e. I nt roduj im os su cuerpo en
un am plio at aúd de acero, que luego cerram os con t res candados cuyas
llaves fueron ent regadas al ex m aharaj á. Ést e, al recibirlas, las guardó
celosam ent e ent re sus ropaj es. A continuación m et ieron el at aúd en la
fosa y la cubrieron con t ierra.
El t erreno alrededor de la fosa fue acordonado, y ocho guardianes
quedaron allí apost ados, día y noche. El sol lucía en el cent ro del cielo.
La fast uosa fiest a del ex m aharaj á dio com ienzo m ient ras la vida y la
m uert e ent ablaban su feroz cont ienda a t ravés del cuerpo y la m ent e
del m ás célebre faquir que la I ndia conociera.

177
El Faquir Ramiro A. Calle

CAPI TULO DI ECI SÉI S

F ueron días de una angust ia indecible. El t iem po parecía no


t ranscurrir. A pesar de eso, t odos los días hacía m is ej ercicios en el
alam bre y luego m edit aba varias horas cerca de la fosa en que Suresh
se encont raba. Las noches vent osas siguieron a los días de calor
sofocant e. Mi alm a se vio asalt ada por t oda suert e de em ociones,
sent im ient os, dudas y cont radicciones. En ocasiones m e result aba
im posible creer cuant o m e est aba sucediendo desde m i llegada a la
I ndia. Ot ras veces, la nost algia de m i país y las personas queridas
dej adas at rás m ordía m i corazón com o si de un lobo ham brient o se
t rat ara. I nquiet udes de t odo t ipo brot aron en m i int erior, y apenas
despegué los labios en aquellos días durant e los cuales las m ás
at ract ivas m uj eres y los m ás dist inguidos caballeros pasaron por la
residencia del ex m aharaj á. La m úsica no cesaba ni de noche ni de día.
Cam ellos, elefant es y ost ent osos aut om óviles iban y venían,
cont rast ando con los m iserables vehículos propios de la I ndia. Hubo
fuegos art ificiales, fiest as dent ro de la m ansión y en el j ardín, danzas y
espect áculos de acróbat as, cont orsionist as y luchadores.
Aquellos días ent endí cuán difícil es saber esperar y m ant ener la
m ent e clara. Por fin llegó el am anecer del sépt im o día.
Yo apenas había logrado dorm ir esa noche, t ales eran m i
im paciencia y m i incert idum bre. A las once de la m añana t odo fue
dispuest o para desent errar a Suresh. Acudió gent e de t odos los pueblos
de alrededor, ya que el ex m aharaj á les había perm it ido la ent rada en
su j ardín. La expect ación era enorm e. Se hizo un silencio perfect o,
quebrado sólo por el peculiar graznido de los cuervos. Vi el t em or
reflej ado en los oj os de m uchas personas, m ient ras que en ot ras sólo
había un dest ello de diversión o de frivolidad. "¡Dios quiera que viva! ",
pensé con verdadero fervor. Mi corazón lat ía desbocado. Mi m irada se
cruzó con la del ex m aharaj á y, com o si se diera cuent a de m i angust ia
casi pat ét ica, creí descubrir un dest ello de burla en sus oj os.
Sacaron t oda la t ierra que llenaba la fosa. Con bast ant es
dificult ades, los guardianes ext raj eron el at aúd y com probaron que los
candados seguían perfect am ent e cerrados. El ex m aharaj á les
proporcionó las llaves y abrieron los t res candados. Con lent it ud,
abrim os la t apa del at aúd, sacam os el cuerpo, ext raordinariam ent e
rígido y con el est óm ago abult ado, de Suresh y lo colocam os sobre la
hierba. El m ism o ex m aharaj á com probó personalm ent e que los sellos
est aban im pecables. Rápidam ent e puse el cuerpo de Suresh al
descubiert o. Tenía el rost ro indeciblem ent e pálido, las m andíbulas
encaj adas, los póm ulos acart onados... Sin pérdida de t iem po com encé

178
El Faquir Ramiro A. Calle

a friccionarle la part e alt a de la cabeza m ient ras le recit aba el m ant ra al


oído. Le liberé de los t apones de la nariz y los oídos y com encé a
zarandearle con fuerza; en seguida, t ras sacarle la lengua ent re los
dient es, j unt é m i boca a la suya y com encé a insuflarle aire. Pero
Suresh no reaccionaba. ¿Est aba m uert o? Su cuerpo cont inuaba con la
m ism a rigidez y el color no volvía a su rost ro. Lo zarandeé una y ot ra
vez, violent am ent e, recit é cien veces el m ant ra a su oído y le insuflé
nueva cant idad de aire, e incluso le levant é los párpados, pero sus oj os
est aban en blanco. No había ni la m ás m ínim a señal de vida. Los
m inut os t ranscurrían veloces com o el m ás brioso de los corceles. La
agit ación y el m iedo casi m e paralizaban. ¿Qué podía hacer? At errado,
m e pregunt é si había fallado en algo. Ent onces recordé algo y com encé
a golpear violent am ent e con el puño en el cent ro del pecho de Suresh.
—¡Suresh, Suresh, Suresh! —grit é.
No hubo reacción alguna. Pedí a dos de los guardianes que lo
zarandearan en t ant o yo le daba golpes en el t órax, le insuflaba aire, le
recit aba el m ant ra y grit aba su nom bre a los cuat ro vient os. De
repent e, su cuerpo com enzó a t em blar violent am ent e; un t em blor que
duró un par de m inut os; luego se t ornó fláccido. Y ent onces los oj os de
Suresh se abrieron lent am ent e. El ex m aharaj á m iraba at ónit o cóm o el
faquir volvía a la vida. Poco a poco, Suresh com enzó a m over los dedos
de las m anos y a hacer inspiraciones m uy profundas.
—Apriét am e los oj os —m usit ó.
Con los dedos pulgares presioné sus oj os.
Hast a ent onces un gran silencio había reinado en el j ardín; pero a
part ir de ese m om ent o, cuando la gent e com probó que Suresh est aba
vivo, em pezaron a oírse t oda clase de com ent arios, cuchicheos,
clam ores y felicit aciones. Algunas dam as se desm ayaron y t uvieron que
ser ret iradas del lugar. El ex m aharaj á, con los oj os desorbit ados, casi
no creía lo que est aba viendo. Suresh, con un gran esfuerzo, sin que los
m iem bros le respondieran apenas, se levant ó del suelo. Yo lo abracé
com o j am ás había abrazado a nadie.
—A ver si ahora voy a m orir ahogado ent re t us brazos —brom eó
Suresh, ya recuperado.
Le ayudé a llegar hast a su cám ara y, una vez allí, se dio un buen
baño de agua t ibia. Luego bebió m ucha leche, pero no com ió nada
sólido en varios días.
—Creí que t e perdía —m e condolí.
Ya ha pasado t odo, aunque no creo que m e haya ganado las
sim pat ías del ex m aharaj á —respondió divert ido.
Al anochecer, nuest ro anfit rión hizo que acudiéram os a una de sus
habit aciones. Con gran cort esía felicitó a Suresh y a cont inuación le hizo
ent rega de la sum a prom et ida.
—Dent ro de un año t endrán lugar m is esponsales —dij o el ex
m aharaj á—. Si ent onces perm aneces ent errado durant e diez días,
duplicaré est a sum a.
Suresh le est rechó la m ano y se lim it ó a decir, con desenfado:
—Mucha agua ha de baj ar por el Ganges a lo largo de un año.
—Pero no lo olvides —insist ió el ex m aharaj á.

179
El Faquir Ramiro A. Calle

Con las prim eras som bras de la noche paseam os por los
perfum ados j ardines.
—Lo has hecho bien, aprendiz —m e felicit ó Suresh.
—¿Crees que dej aré alguna vez de ser aprendiz? —pregunt é m edio
en brom a.
—No lo creo —respondió, pasando su brazo sobre m is hom bros,
com o solía hacer. Guardó un inst ant e de silencio y añadió—: Pero t e
est ás convirt iendo en un buen aprendiz.
Perm anecíam os inm óviles a la puest a del sol, com o si no
quisiéram os pert urbar la t ranquilidad del at ardecer. Nos hallábam os
apaciblem ent e sent ados en la playa de Ram eshwaran; se t rat aba de
una m inúscula isla del sur de la I ndia, en el golfo de Mannar, a la cual
habíam os llegado hacía unas sem anas. Yo m e había puest o un
som brero de paj a para prot egerm e de los rayos del sol. Corrían los días
de m arzo y eran exquisit am ent e lum inosos.
—El secret o est á en poder sobrepasar la condición hum ana de la
m ent e —dij o Suresh.
Mi m irada se perdía en el océano azulado. No dij e nada.
—Unm ani es la no m ent e, un t ipo de m ent e reveladora. En la no
m ent e brot a sat chzdananda, el ser- consciencia- dicha. Ése t am bién es
un est ado; un est ado de bienavent uranza, sí, pero un est ado que hay
que sobrepasar.
Los pescadores, casi t odos de pequeña est at ura y m uy oscuros de
piel, regresaban a sus casas. Las gaviot as se posaban en la playa.
—¿Y después de sobrepasar ese est ado? —pregunt é.
—Pregunt as, pregunt as, pregunt as —replicó abrupt am ent e Suresh,
com o em ergiendo de su let argo.
Se levant ó de la arena y com enzó a int erpret ar con gest os, y de
m anera m uy expresiva, a un hom bre at orm ent ado por las pregunt as.
Se llevaba las m anos a la cabeza, m esándose los cabellos, com o si en
su m ent e hubiera t ant os pensam ientos que apenas pudiera sost enerla
ent re los dedos.
Me quedé at ónit o al verle. Luego m e eché a reír. Tam bién yo m e
levant é del suelo y t om am os la dirección del bazar. Pero nos perdim os
por un laberint o de callej uelas, que a esa hora de la t arde est aban m uy
anim adas. Luego acudim os al t em plo de Ram anat ha Swam i y, cuando
est ábam os en uno de sus recolet os sant uarios, Suresh dij o:
—Manaña nos vam os a Kanya Kum ari, el cabo de la Virgen.
Est arem os allí unos días y después...
—¿Después?
—Ha llegado el m om ent o de la separación —anunció con est udiada
frialdad.
—¿Cóm o?
—Necesit o pasar un t iem po de ret iro —respondió Suresh—. Y solo,
querido aprendiz. Y añadió burlón—: Y solo significa eso m ism o: solo.
Me di cuent a que de nada m e serviría prot est ar. Así pues, m e lim it é
a guardar silencio y a cont em plar el rit ual del brahm im , pasando el
fuego sagrado ent re los devot os.
Pero aunque Suresh había perm anecido m uy silencioso t oda la

180
El Faquir Ramiro A. Calle

t arde, aquella noche se m ost ró locuaz. Sent ados fuera del t em plo, m e
dij o de repent e:
—Est am os en la vida para ayudarnos los unos a los ot ros, y no
exist e ot ra cosa que el am or.
Ent onces un m endigo se acercó a pedirnos una lim osna. Suresh,
com o era habit ual en él, le llenó las m anos de rupias.
—La acción t iene que ser lúcida, precisa y falt a de egoísm o.
Apréndelo bien para cuando un día regreses a t u país. No hay que
anhelar los result ados, porque los result ados est án en la acción m ism a.
Pero yo quería saber m ás de sus im presiones cuando est aba
ent errado vivo.
—¿Qué sucede en t i o cóm o t e sient es cuando t e encuent ras baj o
t ierra?
—El prana es la fuerza vit al que a t odos nos anim a. Fluye por las
venas y est á en t odas part es: sangre, células, át om os, sent im ient os,
pensam ient os... Cuando m e provoco el t rance, condenso el prana en el
corazón y reduzco a su m ínim a vibración la pulsación de vida alent ada
por él. Pero quiero que sepas...
Dej ó unos inst ant es la frase inconclusa al ser int errum pido por ot ros
m endigos, sabedores de la generosidad de Suresh; luego añadió:
—Pero quiero que sepas que, para m í, t odo es un m edio. La Madre
act úa por nosot ros y en nosot ros. Ella nos t rae y ella se nos lleva.
—A veces hablas com o un hom bre religioso —com ent é.
—El verdadero hom bre religioso no es aquel que sigue una senda ya
m arcada, t am poco es un sim ple cat acaldos, ¿m e ent iendes? Es aquel
que t rat a de percibir la unidad en t odo. En ese sent ido t ienes razón al
decir que soy un hom bre religioso. Pero no t engo creencias; sólo m e
guío por experiencias. Debes saber que en el am argor de la hiel m ora la
Shakt i; en el dulzor de la m iel, la Shakt i.
Llegaron ot ros pordioseros y nos rodearon. Suresh siguió hablando
m ient ras ellos lo m iraban at ent os, casi em belesados:
—En el silencio int erior se m anifiest a lo m ás puro, se escucha la
vibración inaudible. Tienes que int entar, una y ot ra vez, ret om ar el hilo
de t u sensación de ser y acceder a lo que es ant erior a esa sensación,
para oír lo inaudible y at rapar lo inat rapable. Tú no eres diferent e del
m undo. Eres el agua de los ríos, la lava del volcán, la sal de las
lágrim as, el est ert or en el m oribundo, el frío en la nieve y la t ibieza en
la caricia, t odo eso eres. Pero nuest ros t orpes aut om at ism os
psicológicos no nos perm it en conect ar con la energía plena del silencio.
"El yogui, créem e, t iene que aprender a subyugar a la Diosa y dej ar
de ser un j uguet e en sus m anos. Ent onces él sueña en lugar de ser
soñado. Ent ra en el vacío sin lím it es, descubre el m ist erio de la creación
y se da cuent a de que es creador, lo creado y lo que est á m ucho m ás
allá de am bos. Se t raslada al punt o de equilibrio de donde em erge y
adonde ret orna t oda la energía universal. Es el bindu. Cuando est oy en
sam adhi profundo, soy el bindu.”
En las últ im as sem anas había em pezado a t ener la viva experiencia
de que el universo se incorporaba a m í y yo m e incorporaba al universo.
Por prim era vez percibí que algunos cam bios not ables se est aban

181
El Faquir Ramiro A. Calle

produciendo en m í.
—Cuando era niño —dij o Suresh—, un día sin darm e cuent a pisé un
renacuaj o y lo aplast é. Me pasé t oda la noche rogando a Dios que le
devolviera la vida. Ese día com prendí, profundam ent e conm ovido, que
t odo es sagrado y que ni siquiera t enem os derecho a dañar el pét alo de
una flor. Pero el llam ado hom bre civilizado ha m ut ilado la Tierra y ha
abiert o un abism o de sufrim ient o innecesario.
Jam ás había vist o t an serio a Suresh com o en aquella ocasión.
—Se ha derram ado t ant a sangre —agregó— que podrían llenarse
con ella t odos los ríos de la Tierra... Lo único que dist ingue a una
persona es la bondad. Nada m ás —dij o, t erm inant e—. Mi abuelo m e
enseñó que hay que ofrendar el ego a la Diosa para que ést a lo devore,
lo t rit ure, lo liquide. Lo único que adm iro en un ser hum ano, lo único, es
la bondad.
Se iban sum ando m ás m endigos a los que ya había, form ando un
círculo cada vez m ás nut rido a nuest ro alrededor. La noche había caído.
A lo lej os se escuchaban los m ant ras que los devot os ent onaban en el
recint o del t em plo. Ent onces Suresh m e dij o algo que nunca olvidaré:
—Cuando vuelvas a t u país, sigue con t us responsabilidades
norm ales si así decides hacerlo; es t u elección. Pero si has com prendido
la ciencia y el art e del alam bre, ya nada será igual aunque t e parezca
que es lo m ism o. En t u consciencia y en t u act it ud se calibra la
diferencia. Habrá sufrim ient o, pero ést e nos alert a en el viaj e siem pre
que no se t orne aut ocom pasión. Com o el ciervo alm izclero derram a su
perfum e, t ú debes esparcir afect o dondequiera que est és o vayas.
Nunca t ransij as con t u libert ad. No t e det engas en la búsqueda y no t e
dediques a holgazanear. Sé m anso y firm e com o el búfalo. Perm anece
siem pre alert a porque, de ot ro m odo, t us ant iguos hábit os volverán y
t erm inarán por ganart e la bat alla.
"En el peligroso m undo que habéis const ruido, vivir se hace m ás
difícil que andar por el alam bre m ás delgado. Si puedes, relaciónat e con
personas am ables; si no t e es posible, haz lo que Buda dij o: cam ina en
solit ario com o el elefant e. Est á cerca, m uy cerca, el día en que t ú y yo
debam os separarnos, pero lo harem os sin apego, sin dolor. Con est os
inst rum ent os vit ales que son el cuerpo y la m ent e, yo m e voy por un
lado y t ú por ot ro, pero t u ser y m i ser cont inuarán ligados. Por t ant o,
Hernán, en realidad no hay separación.”
Dicho est o, Suresh pidió com ida para nosot ros dos y para t odos los
m endigos que nos rodeaban. Fue una noche divert ida, porque luego el
gran faquir recurrió a su m aravillosa form a de hacer m im o y
represent ó, de m anera m uy divert ida y asum iendo diferent es
personaj es, el rapt o de Sit a por el rey de los dem onios, Ravana.
Baj o un prim averal cielo azul, los días discurrían j unt o al océano en
el Cabo de la Virgen, en el ext rem o sur de la I ndia.
Para m í había días de consuelo y días de desalient o, días de
cert idum bre y días de agit ación. Pero a veces t enía inst ant es de gran
inspiración m íst ica y m e sent ía renovado; ot ras, en cam bio, el m iedo y
el desfallecim ient o se apoderaban de m í sin que pudiera evit arlo.
Suresh se había ganado las sim pat ías de las gent es del Cabo de la

182
El Faquir Ramiro A. Calle

Virgen. Seguía som et iéndom e a una rigurosa disciplina espirit ual,


aunque t am bién m e daba unas horas para el ocio. A m enudo
depart íam os con peregrinos que llegaban de m uy lej os, con erem it as
que habían dej ado t em poralm ente su ret iro, con sadhus y con
m aest ros. Yo seguí pregunt ando por el t rat ado t it ulado El hom bre feliz
de la cueva del corazón. Nadie m e daba referencias exact as. Tam bién
pregunt é a m ucha gent e por un alem án de edad m ediana llam ado
Federico, pero no parecían conocerle. ¿Habría m uert o?, ¿habría vuelt o a
su país?
Los prim eros días de m ayo fueron de un calor sofocant e. Los niños
se bañaban durant e horas en las lim pias aguas de Kanya Kum ari y sus
oscuros cuerpos relucían llam at ivam ent e al sol.
—Llegó el m om ent o —dij o Suresh de súbit o, cogiéndom e por
sorpresa.
Yo no necesit aba ninguna ot ra explicación.
—¿Adónde irás? —pregunt é.
—Buscaré un lugar apart ado. Tam bién yo necesit o seguir
ent renándom e en andar por el alam bre..., por el alam bre int erior.
—¿Volverem os a vernos? Todavía t ienes m uchas cosas que
enseñarm e. Te necesit o.
—Te necesit as a t i —m e corrigió esbozando una am ist osa sonrisa.
—Pero ¡hay t odavía t ant o que indagar y que aprender!
Las lágrim as asom aron a m is oj os. Nada podía consolarm e en esos
inst ant es. Me m iró con sus profundos oj os, sin parpadear.
—Si est á en nuest ro dest ino, nos encont rarem os de nuevo —dij o.
Habíam os conseguido una gran int im idad espirit ual y hum ana. Lo
quería com o a m i herm ano y su sim pat ía m e era t an necesaria y vit al
com o el aire que respiraba.
A la m añana siguient e Suresh m e acom pañó a la est ación. Falt aban
diez m inut os para la salida del t ren. Las palabras no son necesarias
cuando hablan los corazones.
—Nunca forcem os excesivam ent e el curso de los acont ecim ient os —
com ent ó Suresh. Luego añadió—: No debería decírt elo, pero lo haré.
Lo m iré expect ant e. Mi adm iración y m i cariño por él eran
inm ensos.
—Cuando t e conocí, no hubiera dado una rupia por t us posibilidades
espirit uales, pero ahora...
—¿Cuánt o darías ahora? —sonreí.
—Tal vez pudiera llegar a un billet e de cinco rupias.
Se echó a reír m ient ras m e abrazaba con fuerza. Sent í su curt ido
rost ro j unt o al m ío, y su fibroso cuerpo est uvo t an cerca de m í durant e
unos inst ant es que su pausada respiración rozó m i cara.
—Nunca olvidaré lo que has hecho por m í —dij e, agradecido.
—Tam poco est e faquir olvidará lo que t ú has hecho por él.
No hubo m ás palabras. Miré por últ im a vez sus profundos oj os, t an
herm osos y siem pre elocuent es, y subí al vagón. Por m i m ent e pasaron
innum erables acont ecim ient os y escenas vividas con aquel hom bre,
ext raño y prodigioso. El silbat o del t ren m e sobresalt ó, t rayéndom e al
m om ent o present e. Cuando el t ren com enzó a m overse, un escalofrío

183
El Faquir Ramiro A. Calle

m e recorrió t odo el cuerpo, y est uve t ent ado de baj arm e del t ren en
m archa, correr hast a Suresh y rogarle que m e perm it iera quedarm e.
Pero él siem pre m e había dicho: "Nada a qué aferrarse. Nada que
poder det ener". Cerré los oj os. Me esperaba un largo viaj e hast a el
ext rem o opuest o de la I ndia.
El prolongado desplazam ient o puso a prueba m i paciencia. Tuve
que cam biar varias veces de t ren y soport ar los rigores de la época
prem onzónica. A veces la t em perat ura ascendía a m ás de cuarent a y
cinco grados. Me alim ent é de los com ist raj os que proporcionaban los
vendedores de com ida am bulant es. Cont em plé t oda clase de paisaj es y
de aldeas.
Por fin llegué a Chandigarh, al nort e de Delhi, y desde allí cogí un
aut obús a Sim la. No había avisado de m i llegada y, aunque había
t elefoneado a I sabel en dos ocasiones, había perdido el cont act o en los
dos últ im os m eses. En el aut ocar dest acaban dos acaudalados j ainas,
que parecían m uy solem nes, inm aculadam ent e vest idos a la t radicional
m anera india. Había varios sikhs y un grupo de cam pesinos que
hablaban anim adam ent e.
A m i lado iba sent ado un hom bre de negocios que t rabaj aba en
Delhi e iba a pasar unos días de descanso en Sim la. No dej aba de
hablarm e de aburridas operaciones financieras, de cóm o había subido
inj ust ificadam ent e el precio de los hot eles de Delhi y de ot ros t ediosos
t em as. Él int ent aba averiguar cosas sobre m í, pero com o yo no est aba
de hum or para t rivialidades, m e lim it é a im it ar el am biguo gest o de
cabeza de los indios. Que int erpret ara m is m ovim ient os de cabeza
com o si asint iera o negara era algo que m e t raía sin cuidado. Me
im presionó la belleza de una t ibet ana que t am bién viaj aba en el
aut obús y, aunque ent rada en años, poseía una sonrisa m uy sim pát ica.
Tam bién viaj aba con nosot ros una anciana escuálida que no dej aba de
m urm urar para sí. Cerca de ella, varios escolares m uy alegres
ent onaban canciones en hindi.
Cuando el aut obús alcanzó las prim eras m ont añas sent í un gran
alivio pues la t em perat ura era m ás benigna y el aire m ás puro.
Herm osos paraj es se abrían ant e m is oj os.
Para ir desde la est ación a la m ansión del coronel Mundy t om é una
t art ana, cuyo conduct or, un hom brecillo enclenque pero de nat ural
gracioso, se había em peñado en que fuera a su casa a conocer a su
m uj er. No había m anera de convencerle.
I nsist ía en su idea com o si le fuera la vida en ello. Tam bién quería
present arm e a sus suegros, cuñados y vecinos. Lo que había em pezado
por hacerm e gracia t erm inó por exasperarm e. En varias ocasiones m e
baj é de la t art ana, pero el hom bre m e suplicaba que volviera a subir,
m ost rándom e su m ej or sonrisa, y lograba convencerm e. Cuánt as veces
subí y baj é de la t art ana no sabría decirlo, pero fueron num erosas, pues
el hom brecillo t uvo la desfachat ez de llevarm e hast a la puert a de su
casa. Me cont uve para no grit arle, parecía una persona deliciosa, pero
aquel anhelo de dem ost rarm e su hospit alidad m e producía indignación.
Luego puso t odo su em peño en que probara sus cigarrillos bidis y de
que le invit ara a una cerveza.

184
El Faquir Ramiro A. Calle

Por últ im o, no t uve m ás rem edio que levant arle la voz. Ant e m i
asom bro, m e respondió con una afable sonrisa y se puso en m archa
hacia la m ansión del coronel. Cuando llegam os, el hom bre dej ó la
t art ana y se puso a andar a m i lado en dirección a la puert a de la casa.
—Sir, sir —dij o—, m e quedaré con ust ed para cuando quiera ut ilizar
m is servicios.
No podía creerlo. Pret endía ent rar en la casa conm igo y supongo
que residir en ella para est ar a m i servicio.
—Gracias, gracias —respondí—. Si le necesit o, prom et o buscarle en
el Mall.
No se quedó nada convencido; casi se puso a llorar, haciendo
pucheros com o si fuera un niño contrariado. Llam é a la puert a. Cuando
se abrió, m e encont ré con los escrutadores oj os y las negras barbas de
Kuldip.
—¡Qué alegría, señor! —exclam ó verdaderam ent e encant ado.
Nos est recham os la m ano. Era un hom bre que llevaba en el rost ro
el sello de la inquebrant able lealt ad.
—El coronel ha padecido una neum onía —m e inform ó de
inm ediat o—, pero ya se ha recuperado. —Luego añadió con
desparpaj o—: Tiene ust ed m uy buen aspect o, señor. Le t raeré una
lim onada, ¿le parece? El calor apriet a.
En ese m om ent o vi al coronel baj ando por las escaleras. Se le
not aba bast ant e desm ej orado.
Su paso era lent o y había perdido algo de su aguerrido port e. Al
verm e dem ost ró una gran alegría. No sólo m e t endió la m ano, com o en
ot ros reencuent ros, sino que luego m e abrazó con efusividad.
—Kuldip m e ha dicho que ha est ado ust ed enferm o, coronel. No
sabe cuánt o lo lam ent o.
—A m i edad es lo m enos que se puede esperar —sonrió—. Tengo
una excelent e not icia para ust ed.
Le m iré int errogant e, en silencio.
—He recibido una post al de su am igo.
—¿De m i am igo? —Sus palabras m e cogieron por sorpresa—. ¿A
quién se refiere?
—¿A quién va a ser? A Federico. Sólo ha escrit o cuat ro líneas, pero
sabem os que est á aquí, en la I ndia, y que se encuent ra bien.
Me dio un vuelco el corazón. O sea que Federico seguía en la I ndia…
—Voy a t raerle la post al.
Salió un m om ent o, pero regresó enseguida con una post al en la
m ano, que m e ent regó. Ni siquiera m e fij é en qué dibuj o o fot ografía
m ost raba, porque le di la vuelt a para leerla de inm ediat o.
Querido coronel: Nunca les olvido, ni a ust ed ni a I sabel. Mi
invest igación espirit ual sigue en curso. Sepan que est oy bien, aunque
ha habido sorpresas. Volverán a saber de m í. Con cariño, Federico.
Me quedé at ónit o.
—La post al ha sido enviada desde Spit i —m e inform ó el coronel.
—¿Spit i?
—Sí, un valle próxim o al Tibet .
Kuldip m e sirvió la lim onada, y el coronel y yo pasam os al salón

185
El Faquir Ramiro A. Calle

bibliot eca.
—Pero hay m ás not icias, Hernán —m e dij o cuando nos hubim os
sent ado.
Perm anecí expect ant e.
—Según un sufí de Hyderabad, el t rat ado que ust ed busca exist e.
—No puedo creerlo —repuse de m anera aut om át ica—. ¿Cóm o lo
sabe?
—Tuve que ir a Delhi para pasar unos días en el hospit al.
Cuando m e recuperé, un buen am igo m ío hindú llam ado Jai, que
siem pre ha est ado m uy int eresado en las dist int as t radiciones
espirit uales, m e llevó a conocer a un sufí m uy peculiar. De repent e salió
el t em a de la oración del corazón, t am bién pract icada por los ort odoxos
crist ianos, y ent onces le pregunt é por el t rat ado. Fue cuando m e señaló
que un am igo suyo, que vive en Hyderabad, le había hablado de ese
t rat ado refiriéndose a él com o un t exto real y escrit o, y no sólo com o un
cuerpo de enseñanzas t ransm it idas de boca a oído y de m aest ro a
discípulo. I nt ent é ponerm e en cont act o con el sufí de Hyderabad, pero
se había ido a pasar una t em porada con su fam ilia en Srinagar.
Guardé silencio. ¿Qué hacer?
—No se preocupe —dij o el coronel al observar m i incert idum bre—,
porque ant es o después el sufí dej ará Cachem ira y volverá a
Hyderabad. —Tras una breve pausa pregunt ó—: ¿Se quedará m ucho
t iem po con nosot ros, Hernán?
—Ésa era m i prim era int ención —respondí—, pero creo que ahora
m e encuent ro en la t esit ura adecuada para seguir viaj ando por la I ndia
y descubriéndom e a m í m ism o. Debo seguir evolucionando. —
Cam biando de t em a, añadí—: Por ciert o, ¿cóm o est á I sabel?
Se encuent ra perfect am ent e. Vendrá enseguida. Ha ido a la ciudad
a echar al correo unas cart as urgent es. Ha t rabaj ado int ensam ent e
est as últ im as sem anas. En est e país t odavía hay m ucho que hacer en
favor de los adivasis y sus derechos. Algunas t ribus est án al borde de la
ext inción. ¿Ha oído hablar de los t odas?
—Sí, los conozco.
—Cuando llegaron los prim eros arios, ellos com enzaron ya a t ener
serias dificult ades. ¿Sabe cuánt os son ahora?
Negué con la cabeza.
—Pues poco m ás de dos m il. Hay t ribus de las que sólo queda un
m illar.
—El problem a de los aborígenes es preocupant e en t odo el m undo
—com ent é—. Para el hom bre no hay peor depredador que el hom bre, y
lo m ism o cabe decir de las dem ás criat uras.
En ese m om ent o se oyó la puert a de la calle e I sabel ent ró en el
salón al cabo de unos inst ant es. Est aba herm osísim a. Llevaba una blusa
bordada que resalt aba sus senos. Nunca la había vist o t an llena de
vit alidad, con aquellos oj os brillant es y elocuent es. Rebosaba plenit ud.
—¡Hernán! —exclam ó, corriendo a abrazarm e—. ¡Qué buen aspect o
t ienes! Muy delgado, aún m ás que la últ im a vez, pero est ás m uy bien
—Volvió a abrazarm e—. ¿Te quedarás un t iem po con nosot ros?
—Sólo dos noches. Voy a seguir buscando.

186
El Faquir Ramiro A. Calle

Pareció un poco cont rariada, m as no hizo el m enor com ent ario al


respect o.
—Hoy t endrem os una cena dist int a en t u honor. Diré a Vim ala, la
cocinera, que prepare plat os m uy especiales para est a noche. —Cogió
m is m anos ent re las suyas—. Luego darem os un paseo, hace una t arde
fant ást ica.
—Si no le im port a, Hernán —dij o el coronel—, yo m e quedaré
leyendo aquí y reposando un poco. Aún no m e he recuperado del t odo.
Después de que I sabel hablara con la cocinera, salim os a pasear por
los bosques de los alrededores. Al cabo de un rat o nos det uvim os a ver
las m ont añas, que habían t om ado una t onalidad azulada. I sabel
descansó la cabeza en m i hom bro y m e cogió la m ano.
—¡Qué m ist erio t an profundo es la vida! —exclam ó.
No supe precisar si había un dej o de alegría o de t rist eza en sus
palabras.
—Un m ist erio que a veces resulta abrum ador —dij e—. Pero ahí
t ienes, I sabel, t us m aravillosas m ontañas. Aunque por t us venas corra
sangre europea, ést e es t u país y ésas son t us gent es; para m í, en
cam bio, no result a t an fácil. A veces añoro m i país y a m is am igos, y
sigo considerándom e un ext raño en est as t ierras.
"Ahora, sin Suresh, m e sient o com o un pez fuera del agua. Por eso
no quiero perm anecer m ás t iem po con t u abuelo y cont igo, porque
ent onces no t endría fuerzas para irm e. No creas, a m enudo m e
pregunt o si t ant o esfuerzo es necesario, si no sería m ej or seguir
dorm ido ent re suaves sábanas lim pias. Pero cuando uno ha t enido una
vislum bre, no hay vuelt a at rás.”
—No hay vuelt a at rás —repit ió I sabel con los oj os llenos de
lágrim as. Cogió m i rost ro ent re sus m anos, m e m iró unos inst ant es y
luego puso sus labios sobre los m íos.
Perm anecim os abrazados unos m om ent os y después seguim os
paseando.
—Ent onces, ¿no volverás aún a t u país? ¿Hast a cuándo t e quedarás
aquí?
—No lo sé, I sabel. Mi am igo Federico decía a m enudo: "Est a
búsqueda que no cesa” .
A veces m e acuerdo de él. Era siem pre t an educado, t an correct o,
t an... especial. ¿Sabes que ha enviado una post al?
—Me lo ha dicho t u abuelo. Ahora m e gust aría cont ar con su
com pañía; viaj ar con Federico por la I ndia, com o hicim os por Europa,
sería form idable.
—¿Por qué no t e quedas? —m e pregunt ó I sabel de repent e.
Más que una pregunt a, era una invit ación.
—¿Por qué no t e vienes conm igo? —repliqué—. Podríam os viaj ar
j unt os, y j unt os seguir buscando.
Una leve sonrisa llena de t rist eza asom ó a sus labios.
—Tienes ot ros planes, supongo —dij e com o a la ligera, int ent ando
que en m is palabras no se reflej ara el desencant o.
Viaj am os al m ism o lugar, pero lo hacem os en t renes diferent es —
repuso ella.

187
El Faquir Ramiro A. Calle

—¿No podríam os así com plem ent arnos m ej or? —pregunt é, aunque
no creía en ello.
—No som os personaj es de una farsa. Los dos sabem os que cada
uno debe com plet arse y com plem ent arse a sí m ism o, ¿no es ciert o?
Puse la m ano, encallecida por los ej ercicios con la barra ut ilizada
para el funam bulism o, en su m ej illa, t ersa y t ibia. El sol se había
ocult ado t ras las m ont añas. El follaj e había t om ado un color
azafranado. Nos besam os con verdadera pasión.
—Tú est ás buscándot e a t i m ism o —prosiguió I sabel—, m ient ras
que yo busco a los dem ás, Hernán. Pero sé que por dist int as sendas
nos aproxim am os a lo m ism o. Tú, al buscart e a t i m ism o, hallas a los
ot ros; yo, al ir en busca de los ot ros, m e encuent ro a m í m ism a.
—Eres una m uj er de caráct er —dij e, lleno de adm iración por su
fort aleza espirit ual—. ¿Som os, pues, incom pat ibles...? —pregunt é
sonriendo—. Creo que t al vez algún día est arem os en disposición de
em prender cada uno el asalt o del ot ro.
Se echó a reír. En el cálido silencio del anochecer him alayo nos
m iram os durant e largo rat o. Las palabras nunca hubieran podido decir
lo que expresaban nuest ras m iradas y nuest ros silencios.
—Tal vez algún día... —susurré—. Escucha, Suresh decía que
est am os en el cam ino para ayudarnos; no hay ot ra cosa que el am or.
Nos sent am os debaj o de un árbol y nos abrazam os con pasión.
Nuest ros cuerpos se fundieron sobre la hierba. La noche nos acogía con
su inefable silencio. Mient ras m is labios recorrían los m aravillosos
pechos de I sabel, a m i m ent e acudieron innum erables escenas y
vivencias de aquellos m eses pasados en una t ierra que m e era t an
aj ena y t an próxim a a la vez.
El t é arom át ico, las past as de j engibre, I sabel, Suresh el Faquir, el
coronel, las gent es apret uj ándonos en los vagones de t ren, los
m endigos, los sadhus desgreñados, los perros husm eant es, los gat os
callej eros, Cient o Diez Años, las palm eras dat ileras, los cafet ales del
sur, Kuldip el sikh, los erm it años errant es, los cuervos rebuscando en
los m ont ones de basura, los cánt icos al Divino, el bullicio de las
callej uelas de Delhi, Sri y el secreto de la Diosa, el inconm ensurable
silencio del Him alaya, los pordioseros m ut ilados, los ancianos
esperando la m uert e a orillas del Ganges, los rododendros en flor, las
rat as, los buit res, los niños alborozados, los desvalidos, el m aravilloso
cielo est rellado de los t rópicos... ¡La vida, en una palabra!
Com o Suresh decía: "Tienes que t om arla t oda ella” .
¿Quiénes som os? ¿Adónde vam os?
Porque hay pregunt as, exist en respuest as. Mient ras t engam os
inquiet udes, los sent idos y los significados est arán vivos.
La gran t ragedia es la consciencia dorm ida. Suresh m e había dado
un grano de m ost aza de su sabiduría. La vida es com o el alam bre del
funám bulo. No hay red. Todos som os funám bulos. El m ej or, el único
realm ent e im prescindible, es aquel que alum bra la bondad en su
corazón.
—¿En qué piensas, I sabel?
—En t i, en los adivasis, en est a noche clara...

188
El Faquir Ramiro A. Calle

Yo apenas había puest o un pie en el alam bre de m i nueva vida,


pero era un pie firm e, y confiaba en recorrer con crecient e consciencia
t oda la ext ensión de aquel cable, cuyo ext rem o se difum inaba,
im preciso, en la noche est rellada de la I ndia...

189

También podría gustarte