Está en la página 1de 6

Douglas Wright

La historia del chico que


veía todo aumentado

Antes, Juan veía todo aumentado. Si tenía por delante una


lata de
gaseosa, él la veía como la gaseosa de un enorme cartel
publicitario, de esos
que están en la parte más alta de los edificios de
departamentos. Por suerte,
la gaseosa aumentada era de la misma marca que la que
Juan tenía frente a
si. De otro modo, su problema hubiera sido muchísimo
más grave.
Cuando miraba su pelota, él veía un inmenso planeta
multicolor —la
pelota de Juan era de las que se llevan a la playa, roja,
verde y amarilla que,
cuando giraba parecía que lo iba a hipnotizar.
Lo mismo ocurría con sus juguetes preferidos: el
avioncito de plástico
parecía salido de una película de aventuras —vista en la
pantalla del cine,
por supuesto—; el remolcador de lata era tan grande
como los del puerto; y
el tren eléctrico, igual de largo que la cuadra de su casa.
¡Y la lupa! Para Juan, la lupa era un gigantesco telescopio
interestelar.
Su pañuelo era una sábana; y la sábana de su cama, una
estepa
nevada con trineos y todo. Cuando desplegaba la toalla
del baño se encon-
Douglas Wright - La historia del chico que veía todo
aumentado
traba frente a la carpa de un circo, con elefantes y
payasos, tigres y domadores,
trapecistas y saltimbanquis...
Las plantas de las macetas que había en el patio eran la
selva de
Tarzán. (Tarzán no estaba, pero Juan había visto
movimientos sospechosos
entre las sombras del follaje.)
Cada zapatilla —con suela inflable y luces traseras como
las que
tienen las bicicletas— era una nave interestelar llena de
antenas y ventanitas,
de ésas que en las películas se ven siempre enfocadas
desde abajo pasando
en cámara lenta. Parecía salida de una película con las
palabras «Guerra» y
«Galaxia» en el título.
Su lapicera preferida, la de punta transparente y cuatro
tanques de
tintas de colores, era un cohete a Saturno. Seguramente
los llamativos colores
de su lapicera-cohete servirían para retocar cualquier
imperfección en los
anillos de ese planeta.
Una vez encontró una vaquita de San Antonio sobre la
verja del jardín
y pensó que tenía por delante un elefante rojo a lunares.
¡Fue impresionante!
Para Juan, la pantalla del televisor era igual a la del cine
más
grande del barrio.
El día que sus padres lo llevaron al zoológico y se
encontró frente a
la jirafa, casi se desmaya. Fue entonces que ellos
empezaron a sospechar que
Juan veía las cosas de un modo diferente.
Su hermanita Rosa, dos años más chica que él, un día,
jugando,
encontró la solución: lo hizo mirar por el otro extremo de
un largavista.
Poco después, su padre le adaptó un par de anteojos
viejos que Juan usaba
con las patillas hacia adelante.
Finalmente, un viejo sabio —y un poco loco--, que tenía
su laboratorio
en la cima de una colina, le fabricó unos anteojos
especiales. No fue
fácil. Había que calcular exactamente el grado de
“desaumentación”—así la
llamaba él. La midieron usando la pelota multicolor, que
Juan debía mirar
fijamente mientras se iba probando los diferentes
cristales.
Con los primeros cristales su visión de la pelota pasó de
planeta a
satélite, también multicolor. Luego, de satélite a cúpula
gigante de estadio
-3-
Douglas Wright - La historia del chico que veía todo
aumentado
internacional de patinaje sobre hielo. Cuando Juan vio la
pelota como una
bolita de vidrio, de ésas que tienen adornos de color rojo,
verde y amarillo
en su interior, el profesor Guffer (que así se llamaba el
sabio loco —y un
poco viejo) supo que se habían pasado.
Entonces fue aumentando poco a poco la graduación de
los cristales,
y la percepción de Juan pasó de bolita de vidrio a bola de
billar; de bola de
billar a bocha de helado de frutilla, menta y crema; hasta
que, por fin, Juan
vio su pelota multicolor exactamente como una pelota
multicolor.
Ahora, con los anteojos especiales “desaumentadores”,
Juan puede ir
al zoológico y mirar a la jirafa o al elefante sin casi
desmayarse. Y cuando en
la escuela escribe una composición con el tema “La
vaca”, no describe una
“inmensa montaña marrón y blanca que emite un sonido
grave que parece
surgir de las profundidades de la tierra”.
Tampoco se prepara para lanzar golpes de karate —o
cualquier otro
arte marcial— si alguien le dice que hay mosquitos; o
abre los brazos de par
en par, mirando al cielo, cada vez que un chico le grita
«ahí va la pelota».
¡Hasta la verruga —con un pelo en medio— en la punta
de la nariz
de la tía Jacinta, no le causa tanta impresión cada vez que
ella le da un beso!
Y también puede tomar un baño de inmersión sin tener
que colocarse
un salvavidas, o ir al cine del barrio a ver una película.
Esto se parece
bastante a mirar la tele sin los anteojos especiales. Las
diferencias son que el
sonido es más fuerte, la sala está llena de personas
desconocidas, y el baño
queda mucho más lejos. Además, en el cine sólo dan
películas; no se pueden
ver series, dibujitos animados, o partidos de fútbol.
Sin embargo, alguna aburrida tarde de domingo, en
especial si llueve y
no puede salir a jugar a la vereda, Juan se lleva sus
juguetes preferidos a la cama.
El avioncito de plástico, de los que pueden «aterrizar» en
el agua, con cuatro alas
y un par de patines como botes alargados. El remolcador
de lata, panzón, con
una cabina pequeña y viejas gomas de auto colgadas
alrededor de la borda. Y el
tren eléctrico del Lejano Oeste, con la chimenea en forma
de embudo, un farol
dorado y una gran parrilla al frente. Entonces, Juan se
recuesta en la cama, apoya
la cabeza en la almohada, y se quita los anteojos
especiales.

También podría gustarte