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Rojo en la salina
***
—También Malinosky.
***
Con asombro, Yessy vio que la cucaracha roja salía de la laguna y por
el camino de sal, iba empinando hacia la barranca... Entonces, se aga-
chó rápidamente sobre el piso de la cabina.
—Malinosky...
—No.
—No sé.
¿Qué ocultaba esa chiquilla tan extraña? ¿Por qué se había alejado de
Yessy? Mecha pensó que la chica no hablaría cerca de la madre. Y por
eso dijo:
—Bueno.
—No.
—No.
***
A esa hora a Mecha le gustaba dar una vuelta por las casas apretadas
en torno al chalet patronal. Era su viejo feudo, ese casco de casas y
árboles surgido como oasis en el árido dominio de la sal.
—¿Qué dice usted de la huelga, don Fabián? —le atajó ella en segui-
da.
—Digo que se viene no más, patrona, ahora que la "madre" está rosa-
dita..., si es que usted no echa al polaco.
—El hombre vale... no digo que no... —carraspeó don Fabián con
terquedad de viejo—. Pero, ¿échelos patrona! A él y a la mujer.
—¡Gente de ajuera!
—¡Lo que pasa es que ustedes están picados —soltó Mecha—. ¡Uste-
des querían que pusiéramos a Alonso de administrador!
—¡Y es claro! —intervino nuevamente el tractorista—. ¡Alonso es
amigo de la gente de trabajo! ¡Fue diputado de Perón!
—¡Ya sé! ¡Alonso es una gran persona! —halagó ella que conocía los
bueyes con quienes araba—. Pero le gusta más hacer política que sa-
car sal. De todos modos, Alonso está aquí, asesorándolo a Malinosky.
¡Es el capataz!
¿Por qué no? —rió Mecha levantándose—. Los dos están de parte de
los trabajadores: uno comunacho y el otro peronacho. ¿Qué más quie-
ren? —Acabó el vino, palmeó a los más próximos y concluyó: — ¡A
ver si sacamos sal! ¡A ver, muchachos!
***
—Desapareció.
***
—Ahora, no hay más que esperar el alba para seguir buscando —dijo
Alonso.
—Claro. De día nos va a ser más fácil rastrear las huellas del Chevro-
let —reflexionó el comisario.
—¿Ve que el Chevrolet tiene sal adherida a las ruedas? —indicó Me-
cha al comisario—. Es sal de cosecha...
—¿Por qué? ¿Hay otra sal que no sea de cosecha? —preguntó el co-
misario con interés.
***
—Se lo llevó el cohete de los rusos, ése que yo vi volar sobre Choele
Choel, o…¡se lo tragó la sal!
***
Mecha necesitaba romper ese cerco obsesivo. Más de una vez pensó
confiar el sondeo de la laguna a la policía de Choele Choel; pero la
retuvo el temor de que ello pudiese significar una chance para el ase-
sino. "Sólo don Fabián y algunos salineros, se dijo, tienen un conoci-
miento exacto de los tembladerales." Sintió que como siempre debía
hacer frente a la situación por sí misma y contar sobre su gente. Su
marido se evadía en sus tallas coloniales, en sus pipas, en su artritis. Y
volvió a dolerle un indefinible vacío.