Todo está tranquilo en la margen del Ebro, a pesar de las semanas de encarnecida batalla vividas desde que empezara la guerra. Tras las campañas de Brunete y Teruel, el comandante Rojo, leal a la causa del gobierno republicano, sabe de la importancia de defender la línea del Ebro, que salvaguarda las ciudades de Barcelona y Zaragoza, así como el norte peninsular. Para Vicente Rojo, además de una cuestión de convicción política, se ha convertido en una batalla personal, una guerra abierta contra el cabecilla del ejército sublevado, Francisco Franco. Rojo contra Franco, como Viriato contra Cepión. Tal como había calculado Vicente Rojo, la noche del 25 no hay luna en el cielo, lo que permitirá a sus hombres avanzar sin ser vistos. En una línea de algo más de 60 kilómetros, entre Zaragoza y Tarragona, el ejército republicano se dispone a cruzar el río para atacar por sorpresa la margen derecha, en la que se sitúan las tropas golpistas. El comandante Rojo sabe muy bien que, probablemente, esta será la última oportunidad de ganar la guerra de ahí que, a pesar de no ser un hombre de muchas palabras, quiera dirigirse a sus soldados, consciente de la importancia del estado de ánimo de estos tras tanto tiempo de guerra. Es medianoche. De vez en cuando, la calma se rompe con cruces de disparos y algunas detonaciones en campo abierto. El comandante sabe que se acerca la hora acordada, las 00:15. Se levanta y reúne a los hombres de su división. Tras unos segundos de silencio, se dirige a ellos con vehemencia. «¡Queridos compatriotas, estimados soldados leales a la causa democrática de la República! En vuestras manos está la libertad de tantos hombres y mujeres que no quieren vivir bajo el yugo de las armas. Por esa libertad han muerto ya nuestros hermanos, asesinados por el odio del totalitarismo. Por vuestras venas corre, como un torrente indomable, la sangre de aquel noble lusitano llamado Viriato. ¡Y podéis estar orgullosos de ello! Fue él quien defendió hasta la muerte estas tierras y a sus gentes de la invasión romana. Como entonces, también ahora la sublevación viene desde el sur e intenta someter a nuestro pueblo. Como entonces, resistiremos las embestidas de sus legiones, a pesar de los traidores, a pesar de quienes apoyan su causa asesina. ¡Porque tenemos a los dioses de nuestro lado! ¡Porque la verdad y la justicia no pueden existir sin la vía democrática! Como las huestes de Viriato, no solo resistiremos, sino que aniquilaremos a quien tanto dolor ha venido a causar en nuestra tierra. No estamos aquí tan solo para defendernos. ¡Hemos de golpear primero! Vosotros, que habéis visto también el rostro de la muerte, lo sabéis: no todos sobreviviremos. Pero ¿de qué sirve la vida si nos privan de la libertad? ¿Es eso vivir dignamente? Combatiremos, guiados por la fuerza y el honor del cabecilla lusitano. Es un orgullo para mí luchar a vuestro lado, como uno más. Mirad hacia delante recordando siempre lo que dejamos atrás, aquello por lo que luchamos. ¡Por fin es la hora! ¡Coged vuestras armas y no temáis por vuestra vida, pues ya sois inmortales! ¡Adelante, la Historia nos espera!» Los soldados, excitados por la arenga de su general, vuelven a sus posiciones y cogen sus armas. La noche del 25 de julio de 1938 podría haber ocurrido hace dos mil años. En el mismo entorno, tal vez en otros cauces. Como entonces, la sangre correrá, ardiente, por las orillas del río. El general Rojo lo intuye, presiente la eternidad del momento. Hace dos mil años Viriato, el amado cabecilla lusitano, decidió cercar al ejército romano de Serviliano, derrotándolo. Consciente de su inferioridad material, Viriato decidió atacar a las tropas romanas aprovechando la noche y por sorpresa. Como en esta noche, los soldados invasores no esperarían la llegada del ejército enemigo, que los cercaría por todos sus flancos. El general Rojo siente la sangre de Viriato inundando sus venas, la mirada eterna del caudillo ibero a través de sus propios ojos. Esta noche se repetirá la hazaña milenaria: la mano de los dioses guiando a sus hombres contra la opresión antidemocrática. Son las 00:15 del 25 de julio. Un aire milenario se levanta y remueve los cañaverales, a modo de presagio. El general Rojo, como hiciera Viriato en una noche también sin luna, da la señal que marca el inicio de la ofensiva. Un cuerno de carnero suena. Tres disparos al aire marcan el comienzo de la gran batalla. Nueve barcas cargadas de soldados se internan en el río y los tanques atraviesan los pontones. El ejército enemigo, exhausto, duerme; como las tropas romanas de Serviliano, ajenos a la emboscada. Una lengua sangrienta de hombres armados se extiende por el río, convirtiéndolo en una serpiente sigilosa de algo más de cincuenta kilómetros. El plan del Vicente Rojo pretende cercar al ejército enemigo, envolviéndolo en una tenaza de hombres que los deje sin salida y atacando por sorpresa frontalmente, emulando así la gesta de las huestes celtíberas contra los campamentos romanos. Rojo conoce bien la historia de Viriato, a quien admira. Sabe que un ataque de posiciones, en este momento, desgastaría tan solo las escasas fuerzas de sus hombres. En las guerras celtíberas Roma contaba con elefantes de Cartago y con jinetes númidas; ahora, el ejército enemigo cuenta con soldados venidos del norte de Marruecos y en poco tiempo esperan el apoyo de italianos y alemanes. Rojo lo sabe. El tiempo apremia. Apostar por emboscar al enemigo, convirtiendo el conflicto en una guerra de guerrillas es un movimiento que nadie espera. El viento arrastra sonidos milenarios. Comienzan a escucharse las primeras detonaciones. La calma, al fin, se rompe y el aire se convierte en un constante grito de horror, un alarido incesante. No hay marcha atrás. La historia se repite, como una condena. En el pecho, Vicente Rojo siente latir el corazón de Viriato. La mano que ahora sostiene su fusil hace dos mil años empuñó la espada de Viriato.
Comentarios de las Guerras (Guerra de las Galias - Guerra Civil - Guerra de la Alejandría - Guerra de África - Guerra de España): nueva edición integral