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DON JUAN DE TASSIS, CONDE DE VILLAMEDIANA

Por los pasillos del alcázar camina Cristino Sigüenza, cochero de don Juan de Tassis y Peralta, difunto conde
de Villamediana. Pasea despacio, como intentando retener en su mente tanta abundancia: las grandes
puertas, los cristales de las ventanas, las enormes lámparas que le infunden una mezcla de admiración y
respeto, por miedo a que alguna se caiga a su paso. Cristino es un hombre rechoncho y de carácter afable,
con cierta elegancia minada tan solo por una dermatitis galopante que se extiende de forma caprichosa a
veces por las manos, otras por los mofletes y siempre por la espalda, especialmente en momentos de
estrés, como este.
Cristino es de naturaleza noble, pero también ambicioso, y con el tiempo ha aprendido que, de juntarse con
alguien, mejor siempre con el pez más gordo. Por eso está hoy aquí, en el alcázar, para relatar a su majestad
lo ocurrido ayer a la altura de la Plaza Mayor y reclamar su parte del trato. Todos saben en la villa que su
majestad nunca tragó las insolencias de don Juan, no así su mujer, doña Isabel, con quien al parecer don
Juan tenía buen trato, especialmente después del episodio de las llamas de Aranjuez.
A pesar del calor de finales de agosto, los pasillos del alcázar son frescos. Cristino sigue a dos de los
guardias, que lo conducen hasta el despacho de Felipe IV. Cristino querría no llegar nunca, prolongar el
momento, que le hace pensar cómo ha de ser vivir en un lugar como este, y no en la choza insalubre que
habita, cerca del río, en la parte que llaman de los Carabancheles.
Los guardias se paran y abren una gran puerta. Cristino tropieza, pero consigue reponerse y entra decidido a
la sala. El rey lo espera.
—Buenos días, su majestad. Supongo que ya le habrá llegado la noticia. Todo ha ido según lo acordado.
—Lo sé, Cristino. Todo el mundo habla del incidente en palacio ―dijo el rey, aparentando calma.
—Y su majestad la reina, ¿está muy afectada?
—¡Al carajo con la reina, Cristino! ¿Y por qué iba a estar afectada? Además, no te he hecho venir para
hablar de chismes, que yo sepa.
A Felipe, cuando se enojaba, se le enrojecían ligeramente los pómulos y la nariz, lo que le daba al monarca
un aire ebrio, como de niño atolondrado.
—Lo siento, majestad. Usted dirá… —musitó Cristino, interrumpido ansiosamente por Felipe.
—Quiero que me cuentes todo lo sucedido, con pelos y señales, punto por punto. Quiero saber cómo
fueron los últimos minutos de ese bastardo de tu amo.
—Claro, señor. Como sabe, aparqué el coche enfrente de San Felipe, como cada mañana, y allí esperé a que
saliera don Juan. Puntualmente, como suele, salió este en compañía de su amigo don Luis de Haro, con
quien había estado toda la mañana tratando algunos asuntos. Salían los dos hablando animosamente de un
asunto de faldas, por lo que pude escuchar.
—¿Y qué faldas eran esas? —preguntó el rey intrigado.
—No lo sé a ciencia cierta, que nunca puede saberse en qué apaño anda metido. Pero, por si le interesa a su
majestad, no eran reales. Las faldas, digo…
—¡Basta de impertinencias! Continúa, por favor.
—Como le iba diciendo, salieron los dos amigos, charlando y riendo animadamente, y se subieron al coche.
Le pregunté a don Juan que hacia dónde íbamos y, conforme había previsto, me dijo que hacia la plaza de
toros. Tiré entonces suavemente de las riendas y los caballos se pusieron en marcha. Pasábamos despacio
por la calle Mayor cuando don Luís me dijo que si no podíamos aligerar el paso. Yo le dije que había
demasiados chiquillos, y que el ajetreo de personas que venían del mercado no nos lo permitía hasta cruzar
la Puerta del Sol. Seguimos así la marcha y, al llegar a la Plaza de la Villa, apareció el matón con quien
teníamos apalabrado el trato. Paró entonces el coche y se acercó al lado en el que estaba sentado el conde.
Con una maniobra espléndida, abrió la puerta, sacó un puñal, saltó al interior y le introdujo el arma a mi
señor, atravesándole el pecho. Después de haber trinchado al conde, escapó por piernas.
—¿Y sangró mucho el maldito? —preguntó con curiosidad el rey.
—Mucho, señor, que parecía, más que un hombre, un pellejo de vino. Y gritaba como un marrano, por
cierto. He de decir que mi señor intentó defenderse con valentía y bajó del coche intentando alcanzar a su
asesino. Pero era tan honda la herida que no haría diez metros cuando cayó de bruces en medio de la calle.
—¿Y qué hizo don Luis de Haro? ¿Intentó defenderse o ayudar a su amigo?
—¡Qué va! Fue girarme y don Luís ya se había ido. Cuando apuñalaron a don Juan debía de ya estar su
amigo llagando al Manzanares. Nunca había visto a nadie correr con tanto ahínco.
—¿Y la gente?
—La calle era un inmenso griterío. No hay nadie que no conozca al conde en Madrid, así que todos gritaban
su nombre y animaban a buscar al asesino. ¡Al matón! ¡Al matón!, gritaban. Yo estuve allí hasta que llegaron
los guardias y se llevaron el cuerpo. El entierro será el sábado en el convento de San Agustín, en Valladolid.
Si no quiere que haya sospechas, tal vez sería bueno que su majestad acudiera.
Cristino se dio cuenta enseguida de lo arriesgado de su sugerencia, pero el rey, sumergido en el relato,
estaba ausente, con la boca abierta, imaginando los últimos momentos de vida del conde de Villamediana,
cuya muerte tanto había deseado. Cristino miró alrededor. Un hilillo de baba caía ligeramente de la boca del
monarca, mojando apenas su barba. Cristino, en un arranque de osadía, le pidió al rey lo que le había
prometido. El rey, pasmado, alargó su mano y señaló una bolsa que había sobre la mesa. Cristino la cogió y
abandonó la sala, haciendo un gesto de despedida.

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