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Tabla de contenido

1976: TRES CRÓNICAS DEL SITIO DE CHAPINGO................................................................................................ 1


FIDEL CASTRO Y LA GENERACIÓN CENTENARIO ............................................................................................... 7
LOS ÚLTIMOS DIRECTORES DE LA ESCUELA NACIONAL DE AGRICULTURA: 1954-1979 ............................... 10
EL AHORCADO ......................................................................................................................................................... 14
EL COÑO ................................................................................................................................................................... 21
EL MUERTO .............................................................................................................................................................. 23
EL ZOPILOTE ............................................................................................................................................................ 26
SATURNINO CEDILLO .............................................................................................................................................. 30
TABASCO ‘68 ............................................................................................................................................................ 33
JUEVES DE CORPUS ............................................................................................................................................... 36

1976: TRES CRÓNICAS DEL SITIO DE CHAPINGO


La pluma es lengua del alma. Don Q.

La Escuela Nacional de Agricultura había sido


usurpada por aquilistas rabiosos apoyados por una
izquierda universitaria aguerrida, vestigio del ’68
tlatelolqueño. Los pocos líderes que participaron en la
sorpresiva toma nocturna del plantel eran honestos
académicos que luchaban, sí, pero habitualmente lo
hacían más con retórica y sin exponer el pellejo, ya que
no se atrevían a sacar una mano fuera de los límites del
campus para que no se la fueran a desmanicurar.

La derecha estaba furiosa y no iba a permitir que las huestes de Aquiles, a quienes habían
vencido políticamente en toda la línea, escamotearan su legítimo triunfo así tuvieran que
aceptar el supuesto reto izquierdista de bañar en sangre a la comunidad chapinguera. Ese
sería el precio del rescate: una guerra civil entre hermanos que por fortuna no se dio gracias a
Pepe Martínez quien, por si las dudas, tuvo la prudencia de esconder el vehículo donde
supuestamente estaban las armas con las que algunos acelerados del Consejo Directivo se
proponían reconquistar la institución. A cambio de que no llegaran a ese extremo el Consejo
acordó solicitar a Luis Echeverría que enviara al ejército para que le hiciera el trabajo sucio.

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ún-dos,ún-dos,ún-dos...
La claque usurpadora compuesta de estudiantes, profesores, invitados y acarreados, así
coreaba mordaz y exageradamente la marcha de la soldadesca invasora que, una endeble
reja de por medio, avanzaba como mortal ciempiés hacia ellos, cual si fuera a aplastarlos.
¡Marchá milico! ¡no perdás el paso; provocador, gritó uno de los invitados buscando
congraciarse con los golpistas legítimos: estudiantes y profesores.

Sólo que ese vocablo carecía de significado para los soldados y para los acarreados, traídos
desde nadie sabe cuántos dónde. El término milico sólo era conocido por unos cuantos
estudiantes y muchos académicos, pero ningún camarada lo utilizaba.

La usurpación fue concebida por el futuro líder de Candela Campirana, Aquiles Lamo Neda, y
ejecutado por sus revolucionarios, uno y otros renuentes a aceptar que habían perdido la lucha
política por detentar Chapingo, en la que resultaron vencidos más por sus excesos, torpeza y
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veleidades que por la ideología derechista y tecnocrática de los académicos y estudiantes que
los derrotaron.

Los aquilistas más acérrimos y obtusos habían tomado las instalaciones chapingueras en
nombre de la lucha por una enseñanza popular, solapando el hecho que, durante años,
mantuvimos a la ENA en el puño de seda de ese ideal, y sólo logramos oprimirla, casi
estrangularla, con la complicidad, complacencia o impotencia de los dos últimos directores de
Chapingo (Gilberto Palacios y Fidel Márquez), previos al director en turno: El Viejo Reyes
Bonilla.

Dos minutos antes el ejército había comenzado a llegar en numerosos camiones verde olivo
previamente apostados en Venta de Carpio al norte, Los Reyes al sur y otros puntos
estratégicos entre el D.F. y Chapingo, cerrando la pinza justo a la entrada del plantel. Fue un
operativo de, entre comillas, máxima inteligencia militar; doloroso pero necesario según
aquellos que, días antes, lo solicitaron al Presidente Echeverría, quien así estaba culminando
su último año de gobierno progresista y de apertura: rememorando su halconazo del diez de
junio de mil novecientos setenta y uno.

Bajo la inexplicable influencia de su asesor, Osorio, un fascista argentino que se hacía pasar
por refugiado ‘montonero’ de la izquierda peronista, la mayoría del Consejo Directivo
finalmente votó por pedir la intervención del ejército argumentando que era necesario, también
entre comillas, restablecer la autoridad e institucionalidad. Unos cuantos apestados nos
opusimos a esa violación de nuestra autonomía, más que nada porque sabíamos lo que
sucede cuando interaccionan la academia y la milicia.

El monstruoso ciempiés de verdes segmentos mortíferos, la soldadesca, se iba configurando


con los trozos abortados por el convoy militar. Al llegar frente a los golpistas apostados tras la
reja de la entrada principal, se dividía en dos sierpes que se desviaban reptando sobre los
durmientes del ferrocarril, hacia ambos lados de la verja y después tomaban el rumbo de
Boyeros para, paso a paso, sitiar la Escuela, rodeándola. Estaba integrado por tropas expertas
en reprimir movimientos populares o estudiantiles, ecos de la matanza del ’68, del Batallón
Olimpia; recordatorio de los halcones.

Los golpistas de Aquiles, que de inmediato se replegaron justo detrás de la reja, comenzaron
a tundir sus armas contra el asfalto, toc-toc, toc-toc, marcando burlonamente el paso de los
soldados que se bifurcaban a escasos veinte metros de ellos: ún-dos,ún-dos,. Estaban
dispuestos a defender heroicamente su conquista, aunque no pasaban de cien los armados
con un ridículo tubo ligero, que intentaban esgrimir cual bastoneras de banda musical gringa.
Algunos lo lograban luciendo el mismo dominio de las artes marciales que días antes
exhibieron, a lomo de su caballería, cuando cargaron los bridones, rienda y tubo en manos,
contra la reacción que intentó desalojarlos, y contra inocentes mirones. El resto, rebosante de
invitados y acarreados, iba ‘armado de güebos’, es decir estaban inermes y eran los menos
estridentes. En total difícilmente redondearían los trescientos prospectos de héroe o mártir.

Poco más de la mitad eran estudiantes, sí, pero entre los invitados había trabajadores,
administradores y uno que otro académico; abundaban los acarreados: ingenuos campesinos
y jornaleros que en su vida habían oído hablar de Chapingo. Pura carne de cañón, porque los
estrategas de la toma inicial, y de la resistencia que ese día comenzaba, huyeron del cerco
castrense:
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—Bola de culeros, de seguro algún espía les dio el pitazo para que huyeran. Les faltaron
ovarios para quedarse, igual que a Lamo Neda–, apuntó Sáenz, uno de los líderes de la recién
ganada victoria derechista, ergo, uno de los verdugos de Aquiles.

Entre los escasos académicos que participaron en el golpe y quedaron motu propio atrapados
en el sitio había un par de asilados políticos que se la jugó con su nueva comunidad: eran
gente de principios. Chapingo, fiel a sus ideales populares, había acogido a estos y otros
chilenos dándoles trabajo y refugio.

—Insignes hijos de Chile–, les llamaban los izquierdistas.


—Infames jijos del ídem–, los calificaban los derechistas.

Y entonces, a puro silbatazo de su comandante supremo, comenzaron a surgir los granaderos


militares que venían enquistados en los últimos camiones del convoy:
piii-pi: se oyó el toque de mando, y bajaron de los camiones verde-olivo,
piii-piii-pi: asumieron formación de combate,
piii-pi-pi: cargaron las granadas en los fusiles.

Ahí fue cuando los acompasados toc-toc se convirtieron en cacofónicos cling-clang, pues
muchos comunistas, aterrorizados, comenzaron a arrojar los tubos lejos de sí, ¡y cómo no, si
estaban a punto de ser reprimidos! Algunos, más bien pocos, abandonaron la trinchera
huyendo hacia el Edificio Principal.

Con valor que sólo brota del miedo controlado, y horror ante el inminente silbatazo de ¡fuego!,
afronté al comandante y le increpé:

—¡Espere General, qué van a hacer! ¿Atacar estudiantes y campesinos indefensos?


¡Chapingo no es Tlatelolco ni hoy es Jueves de Corpus!

—¡Usted quién es, identifíquese!

–Soy profesor consejero, mire. Si le disparan a estos muchachos van a tener que hacerlo con
todos los que estamos aquí afuera, no vamos a permitir que los lastimen.

—No se preocupe profesor; traigo órdenes precisas y le garantizo que nada violento
sucederá... a menos que sus muchachos ataquen a los míos.

—¿Atacarlos? ¡con qué!; sólo algún imbécil o provocador se atrevería a agredir a sus tropas.

—¡Y si eso sucede arraso con todo!, así es que, por si las dudas, desaloje... ¡Mayor!–, llamó a
un subalterno–: llévense de aquí a este profesor, trátenlo bien...
…y el Mayor:

—Sórdenes mi General–; luego, dirigiéndose a mí–: ¿Quién es usté!, ¡identifíquese!...


¡Teniente!: llévese a este civil a donde no interfiera...
…y el Teniente:

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—Sórdenes mi mayor–; y a mí– Ya oistes pendejo, muévete... ¡Sargento!: remita a este
baboso con los otros comunistas que tiene en custodia...
…y el Sargento:

–¡Muévete jijo de la chingada... ¡Cabo!: encierre a este puto con los demás...
…y el Cabo:

–Órale pinche civil, ya oistes, jálale. Nomás abres el hocico y te lo rompo de un culatazo.

Así fue, a los pocos pendejos que protestamos –no éramos ni diez, sin un solo aquilista
protestante-, nos confinaron en un cuarto del dormitorio de estudiantes de postgrado, fuera del
cerco, pero desde ahí podíamos ver lo que ocurría.

Estando encerrados, y al ver que la soldadesca armaba un tripié en la azotea del Sanborns
comenzamos a gritarles ¡cobardes!, ¡asesinos! Lo que supusimos sería el soporte de una
ametralladora de grueso calibre resultó el ensamble de una antena de radio... ¡por fortuna!

A casi todos los soltaron al crepúsculo no sin antes investigarlos. A mí no, me retuvieron el
resto de la noche interrogándome, ‘tratándome bien’ según había ordenado el General ese.
Desde entonces no he vuelto a dormir tranquilo, pues, así sea de vez en vez, no dejan de
mandarme ominosos recordatorios...

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—¡Alto ay!... ¡quién vive!–. Me gritaron a la espalda y, casi al mismo tiempo, sonó el des cerrojo
de un rifle automático –: clic, clac–. En ese soplo me oriné del susto, pero ni cuenta me di.
Después de interrumpir el viaje de estudios con mis alumnos de Parasitología (salíamos de La
Chontalpa rumbo a Villahermosa), regresé precipitadamente a la colonia de profesores donde
vivo. La noticia de que el ejército había tomado Chapingo nos heló y por eso nos regresamos,
en chinga.

Recordé lo sucedido en CU, Durango, Morelia, Villahermosa y Tlatelolco en el ’68, cuando Luis
Echeverría era Secretario de Gobernación del asesino Díaz Ordaz; las hazañas del Batallón
Olimpia al mando de José Hernández Toledo, alias El Naranjero, cuando, excepto en CU y
Villahermosa, cada vez que este sicario militar había entrado en contacto con los estudiantes,
había llovido sangre... hasta la de él, según reportó el Hospital Central Militar aquella noche
del dos de octubre en Tlatelolco. Lo que no dijeron fue que por error le habían disparado con
un fusil AR-12 los agentes de la Federal de Seguridad, desde un helicóptero. Tampoco había
olvidado el halconazo de Echeverría, ya Presidente.

El cerco militar de la ENA se había dado el día anterior y había que estar ahí para ver en qué
podíamos ayudar. Ignorante de los detalles de lo acontecido, me bajé del taxi en la parada, y
acababa de pasar junto a un soldadete que estaba sentado frente al Sanborns, cuando cortó
cartucho a tres metros de mi espalda, clic-clac, y me gritó el quién vive. De milagro no me
disparó el hijo de puta.

—¡Baja el arma, hijo de la chingada...– Le grité, más con el culo fruncido, tratando de controlar
mis esfínteres, que con la boca–; por qué me apuntas, cabrón!
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—Porque te pasastes sin decir la contraseña. ¡Quién eres! ¡Identifícate!... ¡no te muevas o
disparo!

—Tons cómo me identifico, ¡estúpido!

Para mi fortuna llegó un oficial:


—¡Guardia!, qué chingaos pasa aquí.

—Con la novedá mi capitán que este civ...–. El soldado, explicándose.

—Este pendejo que cortó cartucho a mis espal...–. Yo.

—Usté cállese, cabrón, le estoy hablando al centinela. ¿Qué pasó soldado?

Después de escuchar la versión del sardo y la mía, el Capitán Primero dio órdenes para que
me escoltaran hasta mi casa. Nada pendejo ¿verdad?... se estaba cerciorando. Por cierto, ese
capitán era el Palito Rosales, aquel instructor de la banda de guerra de cuando la ENA era
militarizada; mi ex comandante porque fui bandero durante seis años ¡y no me reconoció!

Después identifiqué a otros cuatro militares que, igual que Rosales, habían veraneado en
Chapingo; fueron los que aportaron los puntos finos del asedio para que se consumara la
violación de la ENA. A eso llamaban inteligencia militar los pinches verdes.

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Ni sabíamos pa dónde nos acarreaban, pero nos alvirtieron desde el principio: “ni crean que
van de paseo cabrones; van a enfrentarse a los estudiantes de la escuela más comunista de
México, que están siendo alborotados por la bola de comunistas que Echeverría trajo de Chile.
Ni qué decirles que son los más peligrosos, pero por ningún motivo van a disparar a menos
que su mero comandante de pelotón les dé la orden directa de hacer fuego”.

En mi batallón había compas que tenían hermanos, parientes o amigos en Chapingo, pero
luego luego los sacaron pa que no juéramos a confra... a confrater... como se diga pues.

A mí se me arrugó, pero nomás el primer día, cuando llegamos y nos amenazaban con sus
tubos; y es que nos habían dicho que ¡aguas!, que chance y los traiban repletos con dinamita.
Fueron como diez días de comer frío, de no bañarse, de no cambiarse de uniforme ni ropa
interior; y casi sin mota. Sí, acá entre nos, nos la ministraron como parte del bastimento, pero
esa vez nomás me alcanzó pa' cuatro días.

A la sesta o quinta noche 'taba yo que me llevaba la chingada de mugroso, de aburrido, de


frío, de malcomido y de ganas de un toque, cuando oyí que me llamaban del otro lado del
alambrado. Yostaba sobre la vía del tren, casi donde el alambrado da güelta pa los campos
perimentales que les dicen 'El horno'.

—Tacho, Tacho...–. Me llamó una voz despacita, despacita, como la de mi vieja cuandostá
cachonda.
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¡Jíjole que sustote! creí quera La Llorona; pero como me llamó más veces me di cuenta que
era un civil que estaba allí dentro.

—Qué queres jijo de la chingada; te voa meter un plomazo, ¡y quién te dijo mi nombre!–, le
brinqué.

—¿Conoces a Aquiles Bala Vergara?, soy su hermano; me dijo que te busque, queras el único
negro del batallón, que te trajera mota... te traigo tantita–, mermuró asina igual de despacito.

Aquilito es mi paisano, de Valle Nacional; es


riatoda madre; jue de los que sacaron del
operativo, y por eso me pidió que no juera a
ejecutarme a su temini, o sea, su carnal; que
si podía lo ayudara; quera fácil reconocerlo
porque es blanco hasta de los pelos.
Crioque se llama Albino.
¡Ay cabrón!; cuando se acercó me pegó un
pinche sustote, parecía fantasma; taba
blanco, blanco, ¡hasta de las cejas!

—¿Eres Albino Bala? Qué queres.

—Ayudarte, ay te va un bultito de mota, de


parte de Aquiles.

—Pérate güey, los centinelas de cada lado


mestán viendo y ay viene uno a preguntar si
no hay novedá; dentro de otro cuarto diora
viene el otro, luego me toca ir a mí; no debemos perdernos de vista mientras tamos de guardia.
Son nuestras órdenes. Semos una tropa especial.

—Ya lo sé, traje pa' los tres.

—¡A chingá! ¿pa' los tres?; a cambio de qué, cabrón...

Pa no hacerla más cachetona, lo que quería el güerito era que dejáramos salir a dos civiles
que dizque no tenían vela en el entierro. Hablaban rete raro; eran dos culeros que estaban
más nerviosos que ni el fantasma, pero con güebos nos esigieron desapartarnos del joyo en
lalambrado por donde salieron, dizque pa que no les juéramos a cortar las pelotas. Voooy, ni
que juéramos capadores.

Ya no nos faltó la mota hasta el día que los comunistas se rindieron, pos les habíamos cortado
lagua, la luz y la tragazón; cuando abrimos la reja, salieron uno por uno y entregaron la
Escuela. Aytaba el Albino ese, pos no quiso juyirse con aquellos culeros. Crioque después lo
espulsaron; crioque... porque cuando volvimos al regimiento ya habían dado de baja a los
compas que tenían conocidos en Chapingo, así es que Aquilito ya no pudo contarme nada, por
eso digo que crioque.

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FIDEL CASTRO Y LA GENERACIÓN CENTENARIO

Cuando la Escuela Nacional de Agricultura cumplió su primer centenario en mil novecientos


cincuenta y cuatro, el Presidente de México, Adolfo Ruiz Cortinez, fue a inaugurar los cursos
a Chapingo porque era tradición que el presidente en turno lo hiciera. Ese año egresó Jorge
Galindo Alonso, el científico chapinguero más conocido en el ámbito fitopatológico mundial por
su descubrimiento de la sexualidad del ‘tizón tardío de la papa’; su grupo intentó, sin éxito, ser
reconocido como la Generación del Centenario de la ENA.
El grupo que ingresó a Chapingo ese año y egresó en el sesenta también demandó, con la
lógica irrefutable de ser la generación número cien, el –¿fútil? – privilegio de portar esa
etiqueta. En realidad no era la número cien pues la ENA estuvo cerrada muchas veces debido
a turbulencias políticas de los siglo ixx y xx, pero al final se quedaron con el titulillo.
En aquellos años Chapingo era una escuela militarizada y su banda de guerra solía hacer
honores al Presidente en funciones: esporádicamente en el Día del Árbol que se celebraba en
Chapultepec, y de fijo el veintidós de febrero, durante la inauguración de cursos, que ese año
fue especial porque asistió un invitado honorífico: Haile Selasie, el León de Judea y Emperador
de Etiopía.
El mandatario abisinio nos visitó para agradecer la posición que México asumió ante el
gobierno gringo de Roosevelt y la Liga de las Naciones, cuando se declararon ‘no
intervencionistas’ frente a las sucias agresiones de los países nazi-fachistas. Sí, allá por los
años 35-36 Italia había invadido Etiopía, y la única voz de protesta que se escuchó fue la de
Lázaro Cárdenas, la de nuestro país, que así ponía sus barbas a remojar, siendo el vecino
débil de una nación poderosa.
Haile Selasie no llegó solo, le acompañó una pléyade de jóvenes que ingresaron al
Colegio Militar, la Médico Militar, Chapingo, y que, con el tiempo, llegarían a ocupar en su patria
los ministerio del café, de comercio y hasta el primer ministerio, que estuvo a cargo del hoy
occiso chapinguero Hailú Yemanú.
Pero también le acompañaba un ambiente oficial de oposición a las novatadas que se
practicaban en Chapingo; oficial porque fue por órdenes de Ruiz Cortinez que se instruyó a la
prensa nacional para que escribieran contra esas salvajes costumbres medievales que aún se
cultivaban en las escuelas militares y militarizadas oficiales o no.
En general, lo tolerable de las novatadas era andar pelón todo el año, servir de mano de
obra en el campo, o de mucama y limpiabotas en los dormitorios; lo salvaje y retardatario eran
los golpes obligados entre novatos o los que recibían durante las fiestas, a manos de los
veteranos que las organizaban. Pero lo que no tenía nombre era hacer correr, entre dos filas
de anónimos veteranos, a decenas de pelones también anónimos, para golpearlos con la
gruesa fajilla de cuero, con su hebilla, y hasta con palos o ramas. Ocasionalmente algún
veterano maniático ponía zancadilla a cualquier pelón para aporrearlo, más a mansalva, caído.
Sí, la pamba era el colmo de la cobardía anónima y colectiva.
La Generación Centenario, inicialmente integrada por más de doscientos estudiantes, hubiera
pasado desapercibida pues no produjo en lo académico, científico o deportivo, algo digno de
ser llamado excepcional; y, aunque estaba compuesta en su mayoría por jóvenes de origen
campesino y popular, no faltaban los riquillos y clasemedieros conservadores ni los mochos
rurales. Aún así, puede decirse que era una generación representativa de su tiempo:
“revolucionaria”; como las del Poli y la UNAM; sólo que algo más.
¿Por qué algo más?; porque la ENA es revolucionaria desde su extracción popular, su forma
de gobierno y su manera de elegirlo: ninguna otra universidad de México o del mundo elige,
por votación mayoritariamente estudiantil, a sus órganos de gobierno y a su rector. ¿Pero por
qué entre comillas?, porque ninguna universidad, como tal, ha hecho una revolución. Aún así,
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la Centenario destacó entre las generaciones politécnicas y universitarias de su época.
Veamos por qué.

Cuando esa generación terminaba la carrera en 1960, un año después del triunfo de Fidel
Castro, delegados de la revolución cubana recorrieron América Latina, de sur a norte, para
darla a conocer y, más que nada, para buscar y obtener solidaridad con su orientación
antimperialista. En ningún país la obtuvieron como aquí pues, exceptuando el Brasil de
Kubitschek, el Costa Rica de Echandi, y el México de López Mateos, el resto de América Latina
estaba condicionada para adorar lo gringo y capitalista. Y, de México, en ningún otro lugar los
recibieron como nosotros en Chapingo.
La Generación Centenario organizó una bienvenida que nunca sospecharon los cubanos;
incluso muchos de los próximos egresandos de
la Generación se ofrecieron a trabajar en el
hermano país. El entonces Secretario de
Agricultura, atento a los dictados gringos o
adelantándose a ellos, criticó a los “malos
estudiantes que glorificaban ideologías
extrañas a la idiosincrasia mexicana,
agraviando así a los héroes de su propia
revolución”. En respuesta a tan burda
acometida de un gobierno servil y agachón, el
fogoso grupo, por aclamación, solicitó a Fidel
Castro, vía Antonio Portuondo, su Embajador
en México, que apadrinara oficialmente a la
Generación Centenario.
Alarmado y furioso, el Secretario, Julián
Rodríguez Adame citó a los rebeldes para –
exigencia velada– pedirles que reconsideraran esa afrenta a lo mexicano; pero la Generación
se negó en forma casi unánime. Entonces, poco antes de la graduación, ordenó al Director de
la ENA que nos amenazara con la sombra del desempleo, en una época en que el principal
empleador de agrónomos era el gobierno federal. El Director en turno nos citó y dijo: “el señor
Secretario me ordenó informarles que, de persistir en su decisión, van a tener problemas de
empleo en el futuro próximo; yo se los transmito como subordinado que soy de él; sin embargo,
como individuo, como Enrique Espinosa Vicente, les digo que sólo cuando uno es joven puede
darse el lujo de hacer lo que le dicta la conciencia”.
Al final Fidel nos apadrinó, y en la ceremonia de graduación fue representado por Antonio
Portuondo, pero antes nos invitó a la conmemoración del veintiséis de julio, en mil novecientos
sesenta, en Cuba, y muchos de los que aceptamos ir tuvimos la oportunidad de votar los
decretos que Fidel proclamó en el campo de béisbol de La Habana: esas históricas decisiones
del seis de agosto del mismo año, mediante las cuales se expropiaban industrias azucareras
y petroleras, como respuesta al gobierno gringo que, en forma arbitraria y unilateral, había
decidido no comprar un gramo más del azúcar cubano, incumpliendo las normas
internacionales y agrediendo, con descaro y desprecio de la opinión pública mundial, al pueblo
antillano.
¿Fue fútil el privilegio de pertenecer a esa generación? Nadie sabe cuántos de esos jóvenes
revolucionarios de antaño aceptarían hoy que lo hecho ayer fue por convicción y no sólo un
error de juventud, pero serían pocos, en realidad muy pocos. Los únicos que sí permanecen
fieles a sus principios son los reaccionarios, pero eso siempre ha sido así, los derechistas rara
vez cambian su ideología juvenil, los izquierdistas rara vez la conservan.
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La franja generacional egresada en el 1960  5 años, produjo todo tipo de profesionistas:
buenos y malos, verticales y agachones, rateros y honestos. ¿Gente de principios?, pocos.
Entonces: ¿qué somero perfil caracterizaría a tal franja?; la afición por el alcohol, el ciego
nacionalismo, bailar al ritmo de son.
¿Y los de la franja siguiente, 1970 5? También produjo todo tipo de profesionistas: buenos y
malos, verticales y agachones, rateros y honestos; incluso mártires. ¿Gente de principios?,
pocos. Entonces: ¿qué dejó el '68'?; fumar de tochomorocho, vendepatrias, rocanrol...
Salinax, Zedillox, Fox.

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LOS ÚLTIMOS DIRECTORES DE LA ESCUELA NACIONAL DE AGRICULTURA:
1954-1979

En 1954 el Director de Chapingo era Humberto Ortega Cattaneo, El Oso; egresado de


Bosques. Fue un tipo atlético, posgraduado en los USA que, como todo director de la Escuela
Nacional de Agricultura en esos tiempos, fue nombrado por el Secretario de Agricultura a partir
de una terna propuesta por el H. Consejo Directivo de la ENA.

No obstante que este órgano de gobierno era autónomo y paritario con un profesor y un
estudiante por Departamento Académico, el Secretario de Agricultura hacía en Chapingo más
o menos lo que le daba en gana mediante el recurso de nombrar a un subordinado que
atendiera a los designios del PRI-gobierno y no a los de la enseñanza agrícola popular; más o
menos porque cuando el estudiantado se percataba de ello o era adecuadamente manipulado
desde fuera, reaccionaba desconociendo al director en turno, generalmente mediante la
huelga.

Ésto aconteció con Ortega Cattaneo en mil novecientos cincuenta y cinco cuando el Presidente
de la Sociedad de Alumnos, Arturo Fregoso, apoyado por los estudiantes y manipulado desde
afuera –los movimientos estudiantiles en México ha sido inicialmente exógenos a sus ins-
tituciones–, forzó al Secretario a aceptar la necesidad de otro nombramiento.

Así, El Policía Jesús Muñoz Vásquez, brillante egresado de Irrigación, fue designado Director
de la ENA gracias a Arturo Fregó-oso, agrónomo ejemplar que murió tan impoluto como vivió,
que nunca obró suciamente, y que fue fiel a sus convicciones. Por más que El Oso y sus
seguidores le atribuyeron aviesas intenciones, no pudieron menos que reconocer, con el
tiempo, que Arturo no era de su calaña. Pero la huelga de ese año no pudo lograr que la ENA
volviera a la trayectoria campesino-popular de la época cardenista; el gobierno de Adolfo Ruiz
Cortinez (1952-58) así lo había decidido.

Para El Policía la Dirección de la ENA era un puesto pasajero, algo por debajo de su me-
recimiento y brillantez. Cuando en el 55-57 ocupó la dirección de Chapingo impulsó la
avalancha tecnocrática y, siendo congruente con su ideología, la creación del Colegio de
Postgraduados (CP) dentro de un Plan Chapingo de orientación pre-neoliberal. Al terminar en
forma prematura su gestión –menos de tres años después lo desconoció el alumnado mediante
el recurso de la huelga–, lo nombraron Director inaugural del CP. Tal vez esa primera Dirección
sea culpable de la falta de identificación del Colegio con su alma mater, la ENA, que tan
generosamente y en el marco democrático del Consejo Directivo le dio al CP una libertad que
después utilizaría para intentar subyugarla. Al no lograrlo, el CP prefirió ser autónomo, léase
subordinado del Subsecretario de Agricultura, ni siquiera del Secretario.

Lo sustituyó Enrique Espinosa Vicente, El Pinto, quien siendo un hombre de principios no podía
ser político y así, por convicción, varias veces sirvió mejor a la causa de su Escuela que a del
Sistema; incluso apoyó a La Generación Centenario: un grupo de chapingueros que, a pesar
de las amenazas del gobierno federal, adoptó a Fidel Castro como su Padrino de Generación.
Sin embargo, por aversión a la política El Pinto no supo luchar contra la desaparición de la
preparatoria en Chapingo decretada por la Secretaría de Agricultura, lo que originó otra huelga
y su destitución. Por fortuna, ese movimiento tuvo la virtud de romper la dependencia total de
Chapingo. De ahí en adelante, aun cuando Agricultura los ratificó, la ENA eligió y nombró a
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sus dos siguientes directores.

Marcos Ramírez Genel, El Vale, fue reconocido por el entonces Secretario de Agricultura Julián
Rodríguez Adame, en sustitución de Espinosa Vicente. Pero llegó a culminar los designios del
PRI-gobierno y la Fundación Rockefeller para nuestra agricultura y su enseñanza,
consolidando el entreguista Plan Chapingo, mala copia al carbón, en lo agrícola, del modelo
de universidades gringas estatales que aquí quisieron imponer con carácter de ‘nacional’,
simplemente tomándonos como un Estado más de los USA. Con ese acto parapetó a los
agrónomos y estudiantes que querían retornar al proyecto popular nacionalista y, cuando
expulsando a una generación de alumnos tramposos mostró una verticalidad académica que
no enseñaron los cinco directores previos, el doctor Ramírez tuvo que pagar la factura de su
entreguismo: también fue depuesto por un movimiento ‘estudiantil’.

Tras la expulsión de Chapingo de El Vale, el alumnado proyectó con entusiasmo al pasante de


ingeniero agrónomo Gilberto Palacios de la Rosa quien, no siendo titulado no podía ser
Director. El obstáculo se salvó fácilmente improvisándole un examen profesional light. Ese
brillante investigador, ese verdadero maestro formador de hombres y profesionistas, ese
ciudadano calmado y ejemplar que llegó casi sin proponérselo a la Dirección de Chapingo, se
transformó entonces en un político clásico, que combatió y expulsó a quienes trataron de
sucederle en el poder usando los procedimientos más burdos para ello, manipulando
estudiantes ingenuos y profesores incondicionales o convencidos, espiando y grabando las
reuniones de académicos, estudiantes y trabajadores, enseñando un colmillo que nadie
imaginó en él, pues liberó a los estudiantes de las únicas normas conductuales –militaroides–
que había, a cambio de anarquismo y reducción del nivel académico. Así fue como se pudo
eternizar en la dirección hasta su muerte y el nacimiento de su mito, en mil novecientos setenta
y tres. Interinamente le sustituyó uno de sus más fieles súbditos (Arturo Salazar), quien trató
de ser electo a la Dirección pero fue fácilmente derrotado por otro futuro mito chapinguero.

Fidel Márquez Sánchez fue el siguiente Director; mítico porque desde estudiante se implantó
una aureola –por demás retórica– de revolucionario, hablando siempre en favor de las causas
populares. Ganó aplastantemente la elección gracias al apoyo del izquierdista de moda en
Chapingo, Aquiles Córdoba; pero este político clásico intentó cobrarse con monedas que Fidel
no estaba dispuesto a pagar, y poco más de un año después renunció denunciando a su
apoyador y verdugo. ¿Qué hizo Fidel por Chapingo?, podemos acreditarle haber exhibido a
Aquiles, ¿pero quién no lo conocía?, o la culminación del proceso que redactó la Ley que Crea
a la Universidad Autónoma Chapingo. Mas ésto comenzó por sugerencia u orden de Luis
Echeverría Álvarez en tiempos de Gilberto Palacios (1971), y no precisamente por movilización
aquilista de la comunidad. Sin embargo es innegable que el Dr. Márquez es un brillante y
reconocido fitomejorador.

La salida de Márquez originó acontecimientos violentos. La comunidad, hastiada de la


demagogia y errores de La Moneda Aquiles Córdoba Morán, y ya bajo la nueva hegemonía de
los Departamentos tecnócratas –Bosques, Fitotecnia, Industrias, Irrigación, Parasitología,
Suelos y Zootecnia– y sus profesores, decidió acabar con la jetatura política izquierdista de los
Departamentos de Preparatoria, Economía y Sociología, eligiendo a un buen hombre, el Ing.
11
Reyes Bonilla Beas, miembro de la Generación Centenario (54-60). Fue el primer director
electo por la comunidad sin intervención alguna del Secretario de Agricultura.

La administración de Reyes Bonilla, El Viejito, trabajó duro para sacar al buey de la barranca.
Chapingo, con las concesiones y demagogia de los muchos años de Palacios y el año de
Márquez, vio su prestigio severamente mermado y se le consideraba metido en un sumidero.
Reyes Bonilla enfrentó la peor crisis en la historia de la ENA: el cerco militar que sufrió
Chapingo en 1976, después de ser usurpado por los revolucionarios de Aquiles Córdoba. Fue
una prueba terrible que estuvo a punto de enfrentar con armas de fuego a ambos bandos.
Durante la gestión de Reyes Bonilla la ENA estuvo a punto de ser cerrada por decisión del
propio Consejo Directivo, manipulado por Osorio, un argentino que, se rumoraba a grito
abierto, obedecía consignas de Agricultura, Gobernación y la Embajada gringa; pero el cierre
no se dio gracias a la acción política de quien sucedería al Viejito en la dirección, el Ing. Rogelio
Posadas, El Po-po-sadas, convenientemente alertado por un profesor consejero: Felipe
Romero. Mil novecientos setenta y siete fue un año de lucha influenciada por los
revolucionarios chilenos importados; por fortuna nadie ganó, pero qué daño le hicieron a
Chapingo. El Ing. Reyes Bonilla renunció ese año porque su salud se deterioraba a diario; el
cargo era demasiado político para alguien tan candoroso como él y, así, llamó a elecciones.

La comunidad votó por Rogelio Posadas –pintoresco e inescrupuloso tartamudo que, siendo
estudiante, llegó a ganar un concurso de oratoria–, pero poco faltó para que los reaccionarios
de los departamentos tecnocráticos le ganaran la partida ofreciendo la candidatura del brillante
Jesús Takeda. Con Posadas continuó el rescate de la disciplina estudiantil, del nivel académico
y de la investigación universitaria; pero lo más sobresaliente de su gestión fue el advenimiento
de la Universidad, impulsado por el Secretario Académico, que fungía como Secretario del
Consejo Directivo1.

El Secretario del Consejo Directivo, Felipe Romero, convenció a los Consejeros para que
llevaran La Ley al nuevo Presidente del país y que éste opinara respecto a la constitucionalidad
de su 2º artículo transitorio; José López Portillo, lo turnó a la Secretaría de Gobernación y, en
poco tiempo, se eliminó el escollo, permitiendo la fundación de la UACH.

Sólo que en sucia jugada del Secretario de Agricultura, Francisco Merino Rábago, en
complicidad con el director del CP, Eduardo Casas, decidieron dar libertad al Colegio de formar
o no parte de la Universidad y éste prefirió abandonar a su progenitora.

1
Nota: Entre 1971 y '73, Chapingo, siendo esencialmente democrático, permitió que su apéndice, el Colegio de
Postgraduados, propusiera un ‘proyecto propio’ de Universidad. El proyecto universitario de los doctores del CP era
académico-tecnocrático, en consecuencia, siendo ellos los mejores técnicos –según ellos-, deberían quedarse con el gobierno
de la futura universidad, neutralizando la influencia democrática de la comunidad.
El proyecto de los revolucionarios de la ENA, por su parte, era académico-político y consecuentemente debería estar
bajo su férula. Al cabo de muchas discusiones acordaron un proyecto intermedio parecido a lo que ya era Chapingo: una
universidad académico-democrática de gobierno paritario entre estudiantes y profesores. Ese proyecto se le presentó a Luis
Echeverría y éste lo hizo Ley, pero a petición de no se sabe quién, y en lo oscurito, Echeverría incluyó un 2° artículo transitorio
anticonstitucional que daba al Colegio un poder electoral igual al de su alma mater mediante el voto ponderado a pesar de
que el CP sólo representaba al 10 ó 15% de la comunidad. Así, la Ley que Crea a la UACh, por inaceptable para el 90% de la
comunidad, fue letra muerta durante años, hasta que la revivió el Dr. Felipe Romero, y no Rogelio Posadas, como reza la
historia oficial de Chapingo.

12
Como Chapingo jamás se plegaba a los designios del PRI-gobierno, los políticos pensaron que
así, despojando a la UACh de la parte académicamente mejor preparada, iban a someterla o
eventualmente cerrarla; pero no contaron con la vitalidad de una institución que pronto
recuperó lo perdido y superó al hijo pródigo,
ya convertido en adversario (el CP).

La administración de Posadas brilló


especialmente en lo académico pues
impulsó el devenir de una dirección de
investigación, la transparencia en
exámenes y registros, la gestión y disciplina
estudiantil libres, la construcción de
dormitorios para las estudiantes, la de edi-
ficios departamentales nuevos para
Fitotecnia, Suelos y Parasitología
(originalmente pensados para la nueva
UACh), el sindicalismo académico libre,
todo ello impulsado por Romero.

Posadas fue electo después como el primer rector (1978); pero habiéndose rodeado de
agresores, de incapaces y de rapaces, encaminó a la UACh a la corrupción y el porrismo
institucionales; así, tuvo que entregar una Universidad débil a un rector más débil aún, que
hacía lo que Posadas le ordenaba. Pero, siendo ésta una mini reseña de Directores de la ENA,
y no de Rectores de la UACh, aquí la dejamos.

13
EL AHORCADO
¿Tacuerdas?, todas las schools en Mexicalpán de la Tunas, empezaban en enero y las clases
terminaban en noviembre del mismo año, con las vacaciones chonchas a fines del otoño y no
en el verano; o sea, al revés de las gabachas; ¡hasta en eso restriegábamos nuestro
nationalism en el hocico de estos cabrones gringos! Pero eso fue antes de venirnos de
braceros, hace cuánto, ¿fifty years?; ya desde ese endenantes las schools del norte de México
estaban enchufadas al American system ‘onde el scholar year comienza en un año y termina
el que sigue.
En Chapingo citaban en enero; luego el President inaguraba los cursos en febrero, y
terminaban any day de November cuando el último group presentaba el final test, y acababa
el trimestre, en octubre. Y el último sábado de ese mes... ¡cómo festejábamos el fin de cursos!
¿tacuerdas? pa los alumnos de séptimo año, que terminaban la carrera, era la fecha más
esperada: the end of la meta. Pa los novatos que habían entrado en enero y se les había
mantenido pelones, a güebo todo el time, era la liberation porque dejaban de ser esclavos –no
como nosotros, los braceros, que nunca dejamos de serlo. Ese very day era el último que los
alumnos de primero vivían como pichones de las novatadas y se les declaraba veterans
durante la letanía, la parte religioso–burlona del festejo de festejos: la Quema del Book.
Era en grande, ¿verdá?, con chingos de borrachos, más que nada entre los nuevos veterans
que así, getting drunk, daban vuelo a la hilacha de llegar al fin del año más ojete de su life.
Pero any way no faltaba uno que otro pleito –¿a poco no?–, y los buscaban algunos de esos
mismos borrachines, los ex pelones de primero que habían sido maltratados más fucking feo
y ansiaban partirle su alma a los desmadrados veterans que se los habían estado chingando
durante el year. Al menos lo intentaban; y es que a veces se acumulaba tanto odio que el Día
de la Quema los pelones se querían poner a mano, por lo menos lynching a uno de esos
fucking enfermos jijos de la...
Las pocas fights que hubo ese Saturday último de October 1956 no espoiliaron la pachanga,
estuvo de pelos, as always. Bueno, “como siempre” es un decir, pos esa fue, apenas, my tercer
Quema.

para mí fue la quinta, me falló el aforismo ese de: «no hay quinto malo»

During that mes lo normal era haber parido ya algunos chayo–tests, así es que pal Saturday
de La Quema quedaban muy pocos exámenes pendientes, y como during esos days de
maternidá ya no teníamos obligation de formar ni pasar lista, al terminar el dance en el comedor
–tocó El Güero Llamas, ¿remember?–, los chilangos nos fuimos al de–efe pensando que no
volveríamos before miércoles o jueves, según, a parir alguno de los últimos tests. En mi grupo
nomás nos faltaban three.

en el mío un solo examen, el del maestro Xolo

Esa tarde, empezando el dance, no sé quién me introdució con my flaquita, Yorch,

yo te la presenté cuando coincidimos en la puerta del comedor, era mi novia

la chava más a todas madres que desde entonces he conocido, ¡tovía es my wife!; ¿la
conoces? Right away nos echamos el ojo al empezar el dance, como quien dice a primera
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vista, what a sucker, ¿no?; así que cuando terminó el dance nos regresamos juntos a México,
apapachándonos con trabajos y a escondidas, pos aparte que teníamos que ir colgados del
tubo en el second class bus, debíamos ir esquivando las ojeadas de su mama, quien ocupó el
único available seat. De la terminal de los México–Tezcoco in San Lázaro, Otón y yo
acompañamos a las three women a su house en La Condesa… ah es que su sister, Gela,
también iba con ellas.
Aunque that Saturday llegué después de media night a mi cantón, el Sunday me levanté
temprano, me bañé, y cuando salía sin despedirme por menso y emocionado –“a dónde vas,
Sony, no te tardes que ya van a estar the chilaquiles”–, le platiqué a my mother que acababa
de conocer a la Flaca, que habíamos comenzado por buen camino y que su mama me había
invitado a desayunar with them.

yo había sido el huésped de honor en esos desayunos

Chance y no llego ni a comer, pero no te priocupes, le dije y me fui. Cuando llegué a con Yorch,
lo primero que hizo fue enseñarme dos newspaper del día. La noticia de primera plana taba
choncha, specially la de La Prensa, porque traiba a color photo de un bato asesinado: FUE
AHORCADO UN CADETE DE CHAPINGO, decía el letrerote;

jamás pensé en dar la nota roja

en la tira bajo la foto se alegaba que el student Epilegnio Romales había sido colgado de uno
de los pirules junto al río, con un mecate in the pescuello. Me agarró por sorpresa, igual que a
los demás chapingueros que durmimos Saturday night in chilangoland. En las hojas de adentro
se especuliaba con la possibility de que some ex pelones primero le dieron una vengativa
putiza, lo que esplicaría los hematomas (?) y equimosis (?) en la inrreconocible face de ese
guy, y que luego lo colgaron, aunque no se sabía quiénes ni cuántos se lo fuckearon.

ninguno; cuando salté al vacío me golpee contra un pirul de la otra orilla

Por cierto, Yorch me lo esplicó, pero ya no macuerdo qué chingaos quiere decir eso de
matomas y equim–sepa–la–chingada. Lo más mysterious era que el horcado estaba vestido
de gala, como pa desfilar o ir a un dance quinceañero. Misterioso because during The Quema
nadien andaba uniformed, y menos de gala; al bato que se hubiera aventado a hacerlo lo
habríamos chotiado in public y acusado de ser caquero, o sea militarist, uno de los piores
insultos chapingueros de la epoch.

nunca lo fui, quise irme uniformado para que ella recordara sus quince años

Desayunamos deprisa los cinco, con Otón, que era el fiancé de Gela, y había llegado before
que yo; luego nos fuimos a Chapingo, al velorio, y a hacer lo que tuviéramos que hacer, entre
otras cosas exigir a Silverio Pérez, el president de Tescoco, que aclarara lo del murder. Yorch
y Gela no tenían por qué ir, pero hubiera sido gacho mandar a la goma su apoyo, ¡menos el
de mi Flaquita! La mama no fue.

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El bus iba full with puro chapinguero que regresaban lo mismo que nosotros: encabronados y
a pedir que se aclarara el hórrido crime.

siempre detesté los tumultos, yo nada más quería lastimarla

Por lo que oyí a la ida, pocos trataron al horcado aunque bastantes lo conocieron, pero ninguna
de sus descriptions me dieron chance to remember la facha o alguna famous mamada del
difunto, identificarlo, pues. Por más que lo pintaban de colores, ni por aquí me pasaba ese
fucking superman.

así era yo, anónimo, aislado; también por eso opté por la puerta falsa

La reja de iron a la entrada de la Escuela Nacional de Agricultura, open a medias, ya tenía un


moñote negro de luto que ocultaba sus gariboliadas initials: ENA, mero al centro de la puertota,
in the top. Poco a poco íbamos llegando workers, teachers y internados, hasta formar un río,
bueno, más bien un fucking arroyito que terminaba en el principal building. Lo que pasa es que
éramos bien pocos los students y teachers que tovía no salíamos de vacations. El Misterio
Público de Tescoco ya había entregado su caláver a Chapingo, pero antes de subirlo al coach
pa mandarlo a su tierra en los Valles de San Luis Potosí, a con sus parents y carnales, taba
siendo velado en la Capilla de San Diego Rivera por escoltas de students que hacían las
guardias, unos vestían de gala igual que si estuvieran chambelaniando. Ya se había aclarado
todo; había sido un autosuicidio amoroso; hasta hallaron en el dry fondo del río la carta que
segurito se cayó del body de Epilegnio cuando se madreó contra un pirul tree de la otra orilla
después de dejarse ir colgado del cogote. Iba dirigida a…

se supone que olvidaste tu ignominia… Prieto

¡a chingá!, creo que never lo supe o me se olvidó. De tocos mocos ni vale la pena acordarse,
seguro que era igual de desconocida que el difuntito. El horcado iba en quinto de Parasitology,
pero eso fue todo lo que pude clachar. No había, ni en la capilla ni sobre su box de muerto,
una sola foto dél que lo mostrara en los class rooms, campos, laboratories, viajes de study or
sport teams. Y de las muchas imágenes que oyí by chance o hicieron durante el velorio, formé
in my head un su retrato hablado: medía uno seventy five, era skinny, corrioso y algo jorobado,
casi nada; su piel era como de vieja, lisita y bien blanca –sin pomadas, of course–; su cabello
algo chino como pintado en el cuero, peinado patrás sin raya ni copete, igual que un soldier;
las cejas very… en fin, detalles que me pintaron a un bato que I never had seen. Esto: “que
nunca había visto”, me enchilaba pos hasta entonces yo estaba sure de conocer o recognize
a cualquier cabrón chapinguero desde el first hasta el séptimo year, ¡no éramos más de six
cientos!... y a la mayoría de los empleados y workers, specially a las secretarias y a los waiters.

qué flaca memoria tienes; ¿quién va a creer tu cuento? mejor me callo…

Total, pasado el desmadre que ni siquiera duró esa complete week, a lo mejor porque
estábamos metidos en los tests y muchos colegas de quinto a séptimo ya se habían ido a
invernar a su house o a trabajar, que bastantes lo hacían during vacations, se acabó el pedo.
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Yo presenté mi último test antes del quince de November y right away entré a trabajar en un
shop mecánico de mi barrio; quería saber qué se siente ganarse la papa igual que se la ganaba
my Jefe. Así maté el resto del year y casi enero del next.
Tonces me pasó, por segunda vez, lo que se volvió mi syndrome por Chapingo; era like una
tristeza o solitude, aunque no sé quién chingaos me dijo que se llamaba syndrome porque te
hacía estrañar una cadena de detallitos pendejos: la cascarita o dominio de una media cáscara
de orange que vaivenía en el aigre sostenida con las patadas de una rueda de colegas; el
caminar la calzada principal empapada de dry hojas; las circasianas en eterno pleonasm o sea
chis–miando; la milk bronca, las balas bien cocidas; chatear después de la cena –o sea platicar,
echar la menta–; Perseo con la head de me–güeles, digo de Medusa, colgada de una mano, y
otras cosas que me hacían estrañar a my dear ENA, no: a mi querida Escuela Nacional de
Agricultura, porque nunca la encojo en estas memories. Y en menos que más time esa nostalgy
–¿así se dice?–, me hacía come back a mi alma desmater antes de lo ordenado por sus
regulations; hasta a los fucking perros estrañaba: specially al católico y al pachelli.
De principio my father pensó que me regresaba a Chapingo por sacarle a la job, pero cuando
le dije me cai que no, me creyó. El año anterior, el del horcado, terminé la high school, o sea,
the last year antes de comenzar la Especialidá y… ¿por qué te cuento esto?, sepa la chingada,
pero ese beginning de 1957 me retaché a Chapingo una tarde de fines de enero decided to
veraniar en la cuarta company. De veras que era como veraniar, me costaba poco trabajo
sacar muy buenas marks: puros nueves y dieces; hasta tiempo me quedaba pa aprender a
tocar la guitar.
Macuerdo que esa tarde iba entrando a la ENA con mi velicito de cuero y sin querer vi el moño
de luto al pasar la iron reja, taba bien, complete, namás que muy polvoroso; en el moment que
pasaba debajo dél recordando al horcado desconocido –my way de burlarme de mi ignorancia
de Epilegnio o de su decisión–, un chorro de aigre deshizo el nudo del moño, me aventó el
listonzote encima y, aunque no me lo creas, también me abrió la fucking petaca y tuve que
ponerme a corretear my stuff que el aigre regaba por todas parts. Hasta olvidé al fucking
difunto.

¿en verdad?, tu sabes que eso no es ciert… perdón…

Tovía no terminaba de limpiar my new room y acomodar algunas chivas, todas polvorientosas,
cuando oyí ruidos y caché que ya era hora de la cena, las seven o' clock; qué padre, tragaría
frijoles a pasto y dobletiaría milk. El café de Chapingo no me gustaba.
Esa night cenamos cerca de cien, casi diez mesas con tragaldabas, dia diez güeyes per table:
cuatro a cada lado en dos bancas laterales y uno a cada cabecera, sentados en un banquito.
La mayoría eran compitas que ni el fin de año iban a su ranch a ver a la family, y eso que
Chapingo pagaba los pasajes, round trip. Ellos decían que preferían quedarse en la School a
tener que llegar a sus poor casas a competir con sus carnales por la papa escasa de por sí, o
a hacer que sus parents se sintieran obligados a darles el catre o el petate; o a… escusas de
culeros, qué. Me cai que, in general, se avergüenzaban de la pobreza de su family, preferían
distanciarse, ya estaban acostumbrados a tragar bien todos los days y ni madres que iban a
dejar de hacerlo aunque fuera por un chico rato; creo que hasta les daba vergüenza ver lo
fucking jodidos que estuvieron antes de entrar a Chapingo; como si ya no lo estuvieran.
Me tocó en una table en que había nine tragonsales que estudiaron secundaria en La Huerta,
El Mexe, Roque y Champusco y ya iban entre quinto y séptimo de alguna Especialidá; todos
me eran más o menos conocidos aunque no eran my friends porque su verdadera amistá
nomás la repartían entre ellos. Since yo era el más jovenazo y conocían mi chilanguez –pos
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nomás óyeme hablar, güey–, during the cena, cuando me creyeron desaprevenido, me tiraron
una hidráulica desde el otro estremo de mi banca. ¿La hydraulic?, a poco ya no remember...
consistía en que, a una señal que no veía the victim, los tres ojetes sitting en su mismo lado
de la table doblaban la parte colgante del mantel ahulado, acanalándolo, y le mandaban un
chorro de agua, coffee or milk, directly a los güebos. Conmigo se la pelaron, porque por puro
reflejo me paré al mismo time que desdoblaba el mantel y la hydraulic cayó in the dick de mi
vecino, pero yo festejé su intento as buenos colegas chapingueros, porque sabía que su
antichilangonería era prestada, no de nación. Sí, había un odio aprendido y transmitted entre
paisanos, que muchos pueblanos tenían contra los chapingueros nativos del de–efe, un algo
así like: “y estos mother fuckers qué tienen qué hacer en una agriculture school, a poco se
siembra en las banquetas y calles pavimentadas del Distrito”. Lo chueco de su complex era
que no lo aplicaban parejo a los de otras capital cities como Guadalajara o Monterey, por
señalar sólo a los maricármenes y a los codomontanos. ¡Oh pues!, así les decíamos, ¿no?
Cuando salía del comedor room, esquivando uno que otro bolillazo que me mandaban los
enchilados upas con quienes me chingué mi primera supper del año, me trompecé con Joel,
El Mustio. ¿”Upa”?, ¡sepa!; más o menos quería decir salvaje, sylvester, inrational, bárbaro y
indio, todo al same time; se lo dedicábamos a los más atrasados tarolas de nuestro Chapindio.

—Quihubas Prieto, ¡cómo has crecido en popularidad!–, me chotió el Mustio ante los
bolillazos–, ¿por qué tan pronto de regreso, te corrieron de tu house?
—Quihúbole Joel, lo mismo digo.

Meses antes de la Quema Joel había comenzado a darme clases de guitar. During las
vacations yo había estado practicing, un chingo, así es que me cayó re a toda madre verlo,
porque eso quería decir que my classes resucitarían pronto, y así fue.

—Ai tengo dos vigüelas en mi cuarto, yu wanna try?, a la hora que gustes, estoy en el sesenta
y nueve de la primera; digo: si es que te acuerdas de algo–, me retó.
—Órale, pues, ¿qué te parece right now?, nomás visto mi corneta, acomodo lo que falta, wash
my mouth y te caigo.
—Órale, hasta me das tiempo de dar una vuelta a La Parada pa bajar la cena, ¿a las ocho?

Fucking Joel, taba igual de caliente que yo; cuando llegué a su room ya había afinado y puesto
a tono las vigüelas y pa pronto comenzó a medir my advances. Medio convencido de ellos,
propuso varios temas de los que cantaba con su trío y comenzamos con El Mundo, el bolero
aquel que cantaba de poca madre Pedro Infante, ¿tacuerdas? “por lejos que te vayas, un día
te alcanzaré… “. Como nos salió bien a la primera, nos picamos y le seguimos hasta cercas
de la mid night.

—Bueno, Joel, mañana le seguimos ¿O.K.?; oye–, macordé del horcado–: ¿tú conocistes a
Epilegnio Romales?
—No bien, lo que pasa es que era very huraño y no se llevaba con casi nadie; a poco tú no.
—No lo identifico, me dijeron que era… y le eché el retrato, según yo, de Epilegnio, recitando
los detalles que me había aprendido by heart.
—Entonces sí lo conocistes, así era, bueno, así lo recuerdo yo también–, me consoló.
—What a fucking muerte, verdá?–, le comenté–, ¿tú te suicidarías por una viej… ?
—Ni madres–, contestó sin dejarme terminar–, pero cada quién...–; luego me alburió–: te las
lavas bien antes de acostarte, ¿eh Blacky?, y ten mucho cuidado en el camino porque ya se
robaron los focos de los corridors, está todo muy oscuro y… fíjate en el clock, ya son las doce:..
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la hora de las almas en pena.
—En pene, güey, a mí los muertos me lo pelan–, le reviré, y salí de su room.

Bajé del tercer floor a oscuras y salí de la first company igual que un ciego, tantiando las
paredes con el eco de los tacones estoperoliados y las tintiliantes hebillas sueltas de mis militar
boots, las que usábamos diarina.
Al comenzar mi camino a la tercera company por el corridor que le da la vuelta al principal
patio, oyí clarito cómo se inició otra caminada, pero en la esquina opposite mine; cual si viniera
de la Quinta company; o como si hubiera salido de la puerta poniente del comedor room que
siempre estaba clausuriada menos los días de dance; pero, ¿at that time?
Según iba yo avanzando oyía los otros pasos que parecían retumbo de los míos, y al principio
creí que eso eran: my eco. Pero qué fucking eco tan raro, porque yo, algo culerón, me detenía
de vez en cuando pa sentirme safety y el eco no porque sonaba dos o tres pasos más y
entonces sí se apagaba. Luego volvía a taconiar, pero dos o tres pasos después de que yo
había recomenzado.
Como no se veía ni madres empecé a acalambrarme. Pinche Mustio, me sugestionastes,
pensé. Pa acabarla de fuckear no había ninguna luz, ni en las windows de los rooms, y
estrañamente esa night no había borrachos making desmadre. Me se empezaron a parar los
pelos de la nuca al compás de esos pasos que parecían adivinar los míos, my stops, my
continuations.
A medio camino entre la segunda y la tercera companies me dieron ganas de salirme del
corridor y seguir por los prados o de plano por el principal patio, a campo abierto, porque hasta
el aigre me se estaba atorando en el gañote, pero no lo hice porque supe que si me rajaba
nunca iba a perdonarme lo fucking miedoso.
Ya pa llegar a la esquina del corridor frente a la entrance de la tercera company, nuestros
pasos iban bien parejos y apechugué que tenía que toparme, a güebo, con el ese bato de las
pisadas, nomás tenía que aguantar five, four, tres, dos pasos… y de pronto que se prende, así
como por brujería, el mierda bulbito ese de cuarenta watts que estaba en esa corner porque
ayí lo pusieron, pero no debió estar si se lo hubieran robado; y junto with me, pero viniendo
from la puerta Poniente, entramos al cucurucho de luz, al mismo time, yo y otro cabrón que,
¡Puta!... medía como uno seventy five, era flaco, corrioso y algo jorobado, casi nada; su piel
era como de vieja, lisita y bien blanca –sin pomadas, of course–; su cabello algo chino como
pintado en el cue … ¡zaco, era el horcado!
Ya no supe ni cómo llegué a la next company, mi dormitory, ni cómo entré derechito al water
del primer floor y de milagro alcancé a descargar el chorrillo de shit que me se juntó en ese
ratito y estuvo a punto de reventarme el culo during el endless camino desde el maldecido
lugar en que me topé con ese mother fucker.
Sitting en medio de la pedorrera, volví a oyír su saludo, “good night, Prieto” –sí, me había
llamado por lo que él creiba ser my surname–, volví a sentir su entrada ¡silenciosa y ya sin
taconeo! a la tercer company, y volví a ver su imborrable face and cuerpo. Era igualito a mi…
su fucking retrato hablado; y ni así macordé de haberlo visto before, es más, the two or three
times que volví a ver a ese cabrón dizque fantasma, hubiera preferido evitarlo por miedo a otra
pedorrera –él me sonrió con sad face cada vez que nos cruzamos– pero no way to evitarlo
porque siempre me topé con él re depente, en el same place, y cuando volvía de ensayar con
el Mustio: at mid night o casi, y a la entrance de la tercera compañ… ¡a chingá!, ¡hasta orita
que te lo cuento me estoy dando color de todo eso!

19
Al final of that year me dieron
de baja en Chapingo, ¿te dije
why verdá?, pos porque
desde aquel fucking susto
comencé a enfermarme a
cada rato, a faltar a clases, y
andaba ido; total, me
reprobaban o namás pasaba
de panzazo. ¡Pero qué
bueno!, al menos así, fuera de
la ENA, me libré de ese falso
mother fucker horcado; luego
me casé con mi Flaca y nos
venimos a los states pa no
volver a verlo, ni by chance.

¿no? ¿y con quién echas la menta cada vez que te embriagas a solas?, óyeme bien,
Prieto, nunca voy a dejarlos, vayan donde vayan

20
EL COÑO
Republicano español y franco antifranquista, el ingeniero don José de Oteyza 2 llegó a México
como expatriado político, y a Chapingo como profesor para impartir Geometría euclidiana a los
estudiantes del primer año de preparatoria agrícola.

Sus clases eran verdadera cátedra de esa lógica nítida, ineludible, que nos conducía, a casi
todos, al entendimiento de los teoremas más sencillos o más escabrosos. Ni su voz, ronca de
sesenta y pico de años y cons-humo de cigarrillos Carmencitas, ni su acento
inconfundiblemente peninsular salpicado de ces y zetas, ni sus ecelentes y aciones, eran valla
infranqueable para poder seguirlo con paso cauto pero seguro por los vericuetos que traza el
punto móvil hasta convertirse en línea, ésta en área, y las áreas en volúmenes.

Más que maestro era guía; era nuestro Virgilio en ese geometrinfierno que, en los casos de
aquellos estudiantes que no podían o no querían seguirlo, significaba la salida de Chapingo o,
por lo menos, el susto de tener que pagar su materia en examen extraordinario, en una época,
la primera mitad de los años mil novecientos cincuenta, en la que por reglamento escolar sólo
se tenía derecho a dos de esos exámenes, y reprobar uno de ellos significaba,
irremisiblemente, ser dado de baja de la Escuela Nacional de Agricultura. Muchos
condiscípulos nuestros dejaron de serlo por reprobar el ‘extraordinario’ de geometría, y fueron
echados de la ENA sólo por una pinche materia... la gris, como honestamente se atrevió a
reconocerlo alguno de ellos.

Conducirnos por esos dantescos vericuetos era su objetivo, y en la intimidad estaba tan seguro
de los resultados que, al final del curso invitaba a sus dos entrañables paisanos y camaradas
republicanos a examinarnos. Uno de ellos era el maestro Santamaría, joven adonis que hacía
honor a su apodo: El Forro, aunque el mote sólo hacía referencia a su palmito, y no a su
brillantez y dominio de la Fisiología Vegetal. Más conocido, y tal vez más brillante, era el
genetista José Luis de la Loma, quien se singularizaba por su silueta poco menos que esférica,
de ahí su sobrenombre, La Piñata.

Sí, todos sabíamos que el examen final era el coco, porque debíamos presentarlo ante un
incuestionable jurado ibérico: El Coño, El Forro y La Piñata; sin embargo, ya muy avanzado el
curso alguien le preguntó, a todas luces con ganas de espolearlo, si para el examen final iba
a invitar como sinodal a La Piñata.

—¿La Piñata?, ¡la puñeta coño!, la puñeta esh lo que le vaish a hazer, cabronesh–, fue la
respuesta que obtuvo.

¿Se estaría vengando de aquella broma que meses antes, confabulados como grupo, le
jugamos para hacerle pasar un mal rato? ¡Claro que no!, El Coño amaba su trabajo y no se
desquitaba con los materiales del curso –nosotros. Al contrario, demostró que era tan probo
que nada, ni un estimable obsequio, iba a cambiar su método de evaluación, consistente en
un examen teórico de líneas rectas y superficies, otro igualmente teórico de resolver problemas
en el papel, y uno práctico que era oral, y consistía en demostrar a los sinodales el teorema
que el ciego azar asignaba a cada uno de nosotros, mediante el recurso de introducir la propia
mano en una urna y sacar un papelillo enrollado en el que había un número referido al teorema

2 José Andrés de Oteyza y Fernández-Valdemoro, economista y político mexicano, que durante


el gobierno de López Portillo fungió como titular de la Secretaría de Patrimonio y Fomento Industrial, y
posteriormente fungió como Embajador en Canadá, fue pariente de nuestro añorado Coño.
21
a demostrar.

Y, ¿cuál fue la bromita esa, de marras?

Sucede que con relativa frecuencia se agotaban las pilas de su viejo


aparato para la sordera y, cuando esto sucedía, El Coño sacaba de
su bolsillo el artilugio de control para, inútilmente, darle más y más
volumen, sacudirlo con violencia y exigirle un funcionamiento que, a
todas luces, ya no era capaz de dar. Eso se tornó tan habitual y
predecible que incluso le sucedía con baterías nuevas.

Posterior a una de esas melodramáticas crisis, y después de una


coperacha y cierta diligencia en el deefe, el grupo decidió que
durante la clase del siguiente lunes, y a una señal del Ratón Tapia,
todos íbamos a guardar silencio absoluto; a continuación Silverio iba
a levantar la mano ‘pidiendo la palabra’, e iba a comenzar a mover
la boca como si estuviera hablando, al mismo tiempo que
gesticularía cual si solicitara explicaciones de algo no comprendido; los demás estudiantes
también íbamos a simular atención y polémica, hablando sin emitir voz alguna y gesticulando,
a la sordina. Así lo hicimos.
La pantomima colectiva fue tan perfecta que hubo quienes fingieron reír, hablar, gritar y armar
algarabía. El Coño, estupefacto ante el hecho de que por primera vez no captaba el menor
susurro del escándalo armado por sus pupilos, terminó azotando contra el piso el aparatejo,
inservible a pesar de las pilas nuevas, frustrado y maldiciendo “el coño 'e la madre que parió
eshta puta oshtia”, ya que jamás le había fallado al extremo de oír absolutamente nada, de
quedar tapiado como Cristo ante ruegos de indigente. Fue entonces cuando rompimos el
desalmado silencio con una no menos cruel carcajada colectiva, que tuvo la magia de iluminar
la mirada del Maestro al entender la bribonada que le habíamos jugado. Y en ese momento
una comisión rodeó a nuestro querido Viejo, con el obsequio de un aparato nuevecito.

¿Graziash!, cabronesh, nos dijo sin rencor en la mirada, y continúo su ponencia cotidiana, sin
más.

22
EL MUERTO
Cuando apenas cursaba el cuarto año tuvo que abandonar Chapingo por problemas de salud
que, además de crónicos, eran graves. Sobreponiéndose a ellos reingresó después,
incorporándose a nuestro grupo, el de la Generación Centenario; pero no había trimestre en
que no tuviera que ir al hospital o a su casa para someterse a los cuidados intensivos que le
permitían medio recuperar una salud que, bajo el esfuerzo continuado de asistir a clases,
prácticas y exámenes, iba esfumándose día con día. Por eso, y por su aspecto poco menos
que cadavérico, a sus espaldas le decíamos El Muerto. Así compartió cuatro años con
nosotros, aunque siempre privándose de lo mejor, los viajes de estudio –ni siquiera pudo
acompañarnos a Cuba, en mil novecientos sesenta.
Pero durante ese año, nuestro último como estudiantes de la Escuela Nacional de Agricultura,
sucedió lo que muchos malagoreros presagiaban; yo lo supe a medio día de un jueves, poco
antes de la hora de comer. Estaba a punto de bajar para entrar al comedor, cuando entraron
a mi cuarto los otros cinco rodacacas –así nos apodaban a los estudiantes de Parasitología:
igual que a los escarabajos que hacen pelotas de estiércol y las ruedan antes de enterrarlas–
, impecablemente uniformados de caqui pero, en lugar de la corbata beige y las botas café,
habituales, portaban corbata y botines negros, señal de luto. Yilma Yemane, nuestro colega
etíope, tenía los ojos rasados de lágrimas.

—Prieto: ya sabes que murió el colega Mechesagua, ¿verdad? –, afirmo-preguntó Memo


Caldelas, serio y conmovido.

—¡No la chinguen!, ¿cuándo?

—¡Quién sabe!–, dijo Omar– su mamá habló por teléfono con el Director para informarle, pero
El Pinto no nos dijo cuándo–. Me pareció que el uso del descriptivo apodo de nuestro máxima
autoridad estaba fuera de lugar.

—Y El Pinto, alias ingeniero Espinosa Vicente, alias Director de la ENA, nos comisionó para
darlo a conocer a la comunidad, 'orita, que entremos al comedor–, continuó El Cuervo, Quijano,
pero ya en un tono claramente burlesco.

—Tú no necesitas ponerte de luto, Prieto–, completó El Copetes, mordaz como siempre,
aunque el momento, como nunca, debió ser tomado con solemnidad. Esto redondeó mi
desconcierto.

Como el Flaco Funes y yo habíamos sido banderos, y la formación previa a entrar al comedor
respondía a dos toques (Asamblea y Rancho), El Flaco notificó a la banda de guerra lo
sucedido. Enterado, uno de sus comandantes, no supe si Trino o Marín, dispuso que las cajas
fueran destempladas para iniciar la formación y hacer sentir a la comunidad que había una
noticia aciaga.
Ese día entramos al comedor como la misma muerte entró en Mechesagua, lenta y
silenciosamente, en contraste con los otros en que, en abriéndose las puertas, acelerábamos
la hambrienta algarabía para capturar los platones con arroz y las cacerolas con frijoles. Nadie
terminaba aún la, por esta única vez, parsimoniosa tarea de servirse, cuando la voz cotidiana
del anunciador corroboraba la nota luctuosa a través de los altoparlantes: “Su atención, por
favor, nos informan los compañeros del sétimo de Parasitología que esta mañana falleció el
compañero Mechesagua. Les ruego ponerse de pie para guardar un minuto de respetuoso
silencio, en su memoria… muchas gracias”; dijo al término del lapso luctuoso.
23
Aunque El Muerto era poco conocido por la comunidad, aquellos interminables sesenta
segundos fueron de dolor común, de punzante comprensión que, a pesar de nuestra juventud,
en cualquier momento podríamos convertirnos en eso: un minuto de silencio.
A mí me había dado mala espina que el Pinche Prieto, hubiera entrado a mi cuarto con los ojos
llorosos –Yilma, al fin africanoriental, es negro como metate; y como los rodacacas me
apodaban Prieto, yo me desquitaba con Yilma llamándole pinche prieto–. ¿Tenía por qué
llorar?, ¿claro que no!; no se llevaban bien, y ni siquiera se trataban con la frecuencia y
urbanidad deseables entre colegas; por tanto, nada había que justificara sus lágrimas; es más,
aunque serios, ninguno de mis camaradas rodacacas parecía íntimamente condolido con la
muerte de Mechesagua. Y más mala espina me dio la cara que pusieron cuando el antedicho
locutor, veinte minutos después del de silencio, prorrumpió: “a los alumnos de séptimo de
Parasitología... a los alumnos de séptimo de Parasitología: se les comunica que el ingeniero
Espinosa Vicente los espera a las tres de la tarde en el edificio principal, repito, a las tres de la
tarde en la Dirección”. Enrique Espinosa Vicente, el Pinto, era el Director de Chapingo, creo
que ya lo dije.
De seguro que El Pinto nos va a comisionar para asistir de gala al velorio y al entierro, pensé;
contrariado porque ese dichoso uniforme me hacía sentir incómodo, y confuso porque no
acababa de convencerme el duelo de mis colegas. Pero al ver la cara de pánico o por lo menos
de desconcierto que pusieron ante el citatorio, y las miradas de compenetración que
intercambiaron, concluí que olía a gas: “Ni madres; a estos cabrones no les preocupa la
muerte, el velorio, el entierro o el uniforme; ¿qué se traerán?”. También me asaltó el peor
absurdo imaginable: estos cabrones lo mataron, pero lo deseché con la misma velocidad de
su concepción.
Llegué puntual a la Dirección, pero era el único de los convocados que se hizo presente.

—Ponte cómodo mientras llegan tus colegas, Prieto–, me dijo la Güera mono negro, su
secretaria, quien asumía mi apodo como apellido– el ingeniero Espinosa quiere hablar con
todos ustedes, pero juntos.

Después de veinte minutos y varia llamadas recurrentes de su jefe, la Güera oxigenada


amonestó a los incumplidos, pero en ausencia.

—... ¿cómo es posible que sean tan desconsiderados y tengan esperando así al Ingeniero?,
ni siquiera ha podido salir a comer, el pobre–. Pero no llegaban; y como El Pinto había
dispuesto que nos recibiría en grupo, ahí me tenía esperando, en calidad de pendejo, sólo que
este pendejo sí había comido.

A las tres y media salió de su despacho, se veía molesto, pero cuando corroboró que de los
siete convocados sólo yo atendí a su cita, se encabronó, aunque con el encabronamiento típico
de quien ya ha llegado a una conclusión esclarecedora.
De muy mala manera me ordenó entrar a la Dirección, cosa rara porque jamás se le había
visto asumir actitudes autócratas.

—Esto sí que es el colmo, Romales–, casi me gritó–, ¿me quiere usted explicar cómo fue?;
¿cómo se les ocurrió tal estupidez? El Capitán Otón, me telefoneó que los estudiantes
marcharon al comedor con cajas que usted ordenó destemplar, y que en el comedor hubo un
minuto de silencio promovido por alguien de Parasitología; por eso me enteré. De inmediato
llamé a la familia para dar el pésame y preguntar cómo podíamos ayudar; ¿sabe quién me
contestó?, ¡Mechesagua!, ¡el supuesto muerto! Me explicó que tuvo que faltar toda la semana
24
porque su progenitora fue operada ¡de emergencia!, del
corazón, ¿Se imagina qué hubiera pasado si en otras
circunstancias contesta la Señora y le doy nuestra condolencia
por la muerte de su hijo?–, espetó, a ojos vistas conteniendo
la ira para no emitir un colérico exabrupto– ¿Sabe cuál es la
sanción que se ganó usted y sus compañeros por ésto?

Y continuó sermoneando casi media hora, tratando de


inducirme a que le revelara la identidad del humorista
macabro; en realidad, a que confirmara su propia conclusión y
asumiera yo la paternidad de tan negra guasa, pues me
sobraba y sigue sobrando la fama de cabrón. Incluso me
insinuó clemencia en caso de que confesara mi pecado.
Al salir de la Dirección ya tenía yo claro el por qué de las
lágrimas de Yilma: el Pinche Prieto lloraba para no cagarse de
la risa; el por qué del estupor de mis colegas cuando nos citó el Director: se les desarrugó el
chiquito de mero miedo a la sanción que nos pudieran aplicar, y el error que cometí al desechar,
por absurda, la idea de que estos cabrones lo mataron.

El Muerto se presentó el lunes siguiente, y a pesar que tuvimos que compartir clases y
laboratorios durante el resto de ese 1960, me distinguió no volviendo a dirigirme la palabra...
hasta hoy que han pasado como mil años y aún vive.
Vive y sigue convencido, cuarenta años después, que yo, el prieto cabrón, fue quien lo mató.
Fama semper vivat, güey...

25
EL ZOPILOTE
No bajaba de cabrones o de pendejos a sus alumnos, pero quienes bien lo conocieron testifican
que Chucho Alarcón, El Zopilote, los trataba así para demostrar su sentido igualitario cercano
a la camaradería, y no por desdén o menosprecio. Incluso, para demostrar a los incrédulos
cómo quería y protegía a sus chapinguitos cuando
fue director de la ENA, sus panegiristas evocaban
el amparo que dio a un estudiante acusado de
seducción. Eso sucedió durante los tiempos en que
El Señor Director en turno era: omnisciente, porque
sabía todo lo que pasaba en Chapingodesde El
Casco y sus campos experimentales hasta La
Siberia; omnipresente, porque aparecía
mágicamente en todas parteslas conflictivas para
resolver los problemas o las festivas para que los
inconvenientes no se dieran; y omnipotente, porque
podía resolver no sólo los problema laborales o
académicos, sino hasta los personales, como en el
caso ése, de supuesta desfloración.

—Señor Director, me apena decirle que mi hija está esperando un hijo de Jaimito Prestes, el
menor de los tres hermanos, el que está en sexto de Industrias. Ese joven la incitó a tener
relaciones contra su voluntad, hasta se vistió de cadete para seducirla y ahora no quiere
reconocer su falta. Vengo a suplicarle que lo obligue a cumplir con su deber de casarse con
ella.

—Señora, yo no puedo obligar a ninguno de mis muchachos a nada, ni sus mismos padres
podrían; por lo demás, usted sabe que ninguna señorita que esté decidida a seguir siéndolo
puede ser obligada o engañada a menos que coopere, a menos que ponga algo de su parte,
¿usted me entiende verdad?, si su hija no hubiera querido… sin su consentimiento...

—Señor Director, mi hija no es de esas, ella es una muchacha decente, recatada, católica e
ingenua que fue seducida, deslumbrada por un uniforme mal usado, para vergüenza de
Chapingo. Ella no pudo cooperar para eso.

—Señora mía; ¿de casualidad trae usted aguja e hilo?, o se los pido a mi secretaria; quiero
mostrar a usted cuál es la cooperación de que estoy hablando.

—Si Señor Director, traigo; ninguna mujer que se precie de...

—¡Muy bien!, mire; corte usted una hebra y por favor trate de ensartar la aguja que yo sostengo
entre los dedos. ¿Lista?... ensártela por favor.

Después de cuatro intentos fallidos, la quejosa no tuvo más remedio que protestar:

—Señor Director, si sigue usted quitando el ojo de la aguja cada vez que ya lo voy a ensartar,
nunca podré hacerlo; ¡no hay cooperación de su parte!

—Señora, de eso le estaba hablando. Aunque una señorita tenga todas las virtudes que tiene
su hija, lo que le sucedió a ella sólo puede acontecer cooperando, arrimando el hombro, o lo
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que sea.

Emilio López Zamora, Director de la ENA durante la época cardenista, nombrado directamente
por Lázaro Cárdenas, impulsó como nadie la enseñanza agrícola popular y socialista en pro
del campesinado, pues mucho sabía del agua, la tierra y los hombres de campo; pero cuando
Chucho Alarcón llegó al poder, en mil novecientos cuarenta y cinco, promovió una orientación
tecnocrática opuesta, orientada por lo gringo y, al terminar su gestión, siete años después, se
quedó en Chapingo para enseñar topografía.

Sucedió una tarde estival del cincuenta y seis. Uno de sus alumnos, aprovechando el
paréntesis de falsa afabilidad que el profesor mostraba de tarde en tarde durante su clase, le
preguntó en confianza:

—Oiga maestro; ¿y a usted cómo le decían?

—¿Qué insinúas cabrón?; me decían colega, señor director, maestro; según...

—No maestro, de apodo; ¿cómo le decían de apodo?

—Yo no tengo apodo, pendejos. Sépanlo bien.

Sí, era prieto, pero aparte las connotaciones gráficas o


alegóricas, el apodo que le endilgaron sonaba más a
deseo de zaherirlo y tal vez por eso sólo lo usaban los
trabajadores y alumnos que se sentían agraviados con
su paternalismo abusivo. Como ejemplo de ese
paternalismo inicuo, sus detractores citan el
procedimiento que recomendó a los alumnos después
que realizaron el primer trabajo de campo: el
levantamiento topográfico, con plancheta, del casco de
la hacienda chapinguera. En virtud de que ninguno de
ellos pudo lograr que el principio y el fin de su trazo
perimetral coincidieran en un solo punto del plano para
cerrar la poligonal representativa de la barda que en
aquel tiempo rodeaba el plantel, se lo dijeron con un dejo de temor de que algo no habían
hecho bien y por eso no cerraba.

–Maestro, el polígono no cierra; nadie lo pudo cerrar.

–Cómo que ‘no cierra’, pendejos; ¡ciérrenlo a güebo!

Cierta vez, durante la clase, se le armó una algarabía más allá de lo meramente circunstancial
debido a que, por enésima ocasión, se equivocó en el dictado de hojas y hojas de datos
topográficos, que finalmente resultaban erróneos. En esa ocasión hasta los alumnos más
sosegados y pasivos protestaron gritando, silbando o con simples carcajadas de auto
conmiseración porque sabían que iban a tener que rescribir todo, desde el principio, como ya
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antes había sucedido más de una vez.

—¿A quién no le pareció cabrones? –retó al grupo con toda su autoridad de profesor y ex
director–; a ver pendejos ¿a quién no le gustó?
Sólo una mano se levantó de entre el grupo de cuarenta valientes inconformes.

—¡Fuera de aquí, pelado!–, profirió Chucho, renegrido de cólera al ver que uno de sus pupilos,
además de gritón, tenía la osadía de enfrentarlo–, y no vuelves a entrar a mi clase, tienes
examen extraordinario.

En medio del silencio estudiantil, cómplice de esa atrabiliaria decisión, y torpeando con las
libretas que no podía reunir como si se negaran a salir de manera tan vergonzante, el culpable
dejó el aula y luego se abandonó, recargando el pecho sobre el filo del barandal de hierro,
justo frente a la puerta que acababa de lanzarlo. Rabioso y azorado, pero inexpresivo e inmóvil,
decidió permanecer ahí porque su próxima cátedra comenzaría en la misma aula.

Veinte minutos después Chucho terminó la clase; ineludiblemente tenía que pasar junto al
declarado rebelde, y no iba a dejar pasar la ocasión para acabar de aplastarlo. No la dejó.

—Y tú, pendejo: ¿por qué eres tan malcriado eh? ¿Qué naciste de la bragueta de un soldado?

—No fui el único que protestó, maestro.

—Pero fuiste el único que alzó la mano, ¿o no?

—Sí, pero todos o casi todos gritaron, maestro.

—Y qué; ¿tú tienes muchos güebos, cabrón?

—No maestro, nomás dos



¿Desconcertado?, ¿magnánimo?, ¿arrepentido?, no es posible saberlo, pero ante la viril
respuesta recibida, Chucho reculó:

—Pues te quiero ver en clase la próxima vez, a ver si es cierto cabrón, demuéstramelo
estudiando, no con esa calaña de chingaderas.

—Como usted diga, maestro.

El siguiente sábado el grupo andaba haciendo el levantamiento topográfico de esa parte de la


Barranca de Chimalhuacán conocida como ‘la olla’. Era día de franquicia, ya habían invertido
toda la mañana recorriéndola y Chucho no parecía dispuesto a marcharse temprano, como lo
hacía los días de práctica en que consideraba necesario participar. A eso de las cuatro, uno
de los chilangos que solían irse a su tierra desde el viernes, después de buscar con el
telescopio del tránsito alrededor de toda la olla y no ver al profesor, gritó, rencoroso:

—Ya vámonos colegas; ya se fue el pinche Zopilote.

28
—No, hijo de la chingada, todavía no me voy–, reviró Chucho a voz en cuello, pues estaba
precisamente detrás del chilango, sólo que involuntariamente oculto por unos matorrales–.
¡'Ora se chingan hasta la noche, pendejos!– gritó al resto, bravucón.

La verdad es que habíamos muchos macuaches más prietos que Chucho, pero sólo a él le
endilgaron ese mote. Yo, por ejemplo, soy más prieto que él, ¡todavía me apodan El Cuervo!,
pero si alguien me llama Zopilote, le suelto un: ‘zopilota tu chingada madre’.

29
SATURNINO CEDILLO
EL SINCERO
Chapingo debería estar agradecido con Saturnino Cedillo, pues el Consejo Directivo de la
Escuela Nacional de Agricultura, nuestra alma mater, único órgano de gobierno paritario en el
mundo académico, nació en julio de 1937 gracias a la huelga estudiantil
involuntariamente propiciada por este cacique potosino, y General de la
Revolución Mexicana, que, a la sazón, era Secretario de Agricultura.
Poco antes, cuando el Presidente Lázaro Cárdenas notificó a Cedillo que
sus aspiraciones a la Secretaría de Guerra no podrían ser colmadas,
pero que a cambio lo nombraría Secretario de Agricultura y Fomento, en
sustitución del tabasqueño camisa roja Tomás Garrido Canabal,
trascendió que Cedillo, exhibiendo su sinceridad rural, contestó: “Ta
güeno Lázaro, acepto porque sé muncho de Agricultura. Tú sabes que,
junto con mis hermanos, antes de ser orozquista jui tallador de iscle y
agricultor ¿no?; pero te alvierto que de jumento sí sé muy poco”.
Así fue como Cedillo empezó a ganarse la admiración de los estudiantes
de Chapingo, y ya no les preocupó estar mal comidos, mal vestidos y mal alojados; ni carecer
de laboratorios y aulas, al fin y al cabo que los planes de estudio y maestros no eran malos,
eran pésimos. Pero y qué; si la sinceridad era el atributo fundamental exigible a un secretario
de agricultura, tal vez con el tiempo alguno de ellos llegarían a ocupar tan apetitoso puesto.
Ahí estaba el ejemplo vivo de mi General Cedillo.

EL DISCIPLINADO
Además de cándido era desinteresado y estaba decidido a que sus más cercanos
colaboradores tuvieran un salario frugal, pero digno –aunque sus enemigos lo acusaban de
ser un centavero en busca de ingresos más jugosos. Así, el día que tomó posesión,
inmediatamente ordenó al Oficial Mayor llevarle la lista de mandos superiores, con los
respectivos salarios.

—Mi general–, media hora después volvió su subalterno–, aquí está la nómina; incluye un
Secretario, usted, dos subsecretarios y un oficial mayor.

—¿Esta es la lista que le pedí?

—Sí mi general, la nómina aprobada por el Congreso.

—Por fin, ¿es la lista? o la pendejada ésa que dice usté.

—Es lo mismo mi general; le dicen nómina porque está a nombre de mi general Cedillo.

El reducidísimo directorio leía:


CARGO: SUELDO MENSUAL:
Secretario $ 8,000.ºº
Oficial Mayor $ 4,000.ºº
Subsecretario de Agricultura $ 2,000.ºº
Subsecretario de Fomento $ 2,000.ºº
Total $16,000ºº

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Cuando terminó de leer, alarmado preguntó:

—Oiga, ¿y quién es ese Tótal que gana más que yo?, me lo impuso el pinche Trompas ¿verdá?

Al enterarse, los chapingueros encontraron más motivos para admirarlo y justipreciar el alto concepto de la disciplina de Cedillo, quien
mostró estar dispuesto a aceptar lo que dispusiera el Presidente, así fuera imponerle a un desconocido y pagarle un salario más alto. Fue
otra gran lección.

EL TÉCNICO
Aunque de origen rural, no puede decirse que Cedillo fuera, precisamente, un justiciero
agrarista, más bien comulgaba con los pocos derechistas que al
principio hubo en el gabinete de Lázaro Cárdenas. Pero también sabía
que el Trompas, quien ya había desterrado al Turco Elías Calles, no se
iba andar con miramientos, y que haría bien en fingir seguirle la corriente
en eso del reparto agrario en Yucatán y La Laguna, a menos que
estuviera dispuesto a sufrir las consecuencias de un acto desleal, o
peor, tener que levantarse en armas3. Así es que se dispuso a dar el
espectáculo de hacer las cosas bien, “¡qué bien!, ¡mejor!; mejor que los
catrines ingenieritos esos, que andan repartiendo lo que no es suyo”, lo
oyeron decir.

—Mi general, por disposición del Congreso y el Señor Presidente, es necesario acelerar el
reparto agrario en todo el país; ya tenemos listas cincuenta brigadas de topógrafos, pero la
Secretaría a su digno cargo aún no nos ministra los nuevos teodolitos que, supuestamente,
debimos haber recibido hace ya seis meses –le comunicó, respetuosamente, Marte R. Gómez.

—Mire ingenierito, allá usté y sus briagadas, sus topos y sus tiodolitos; mientras yo sea el
Secretario se van a hacer las cosas como Saturnino Cedillo: a lo grande; nada de tiodolitos;
tengo gente en Uropa y los Estados Unidos buscando los mejores aparatos, pero no van a ser
de ésos, de los chiquitos que usté está pidiendo; conmigo van a trabajar con tiodolotes. Así es
que se espera hasta que los encuéntremos.

¿Qué más podía pedir cualquier futuro agrónomo soñador? ¿Qué más querría un joven
idealista para ir a impulsar la reforma agraria, que un aparato moderno: ¡un teodolote!, y no
uno de esos anticuados y mínimos teodolitos?

3Finalmente, como ya lo habían denunciado Hernán Laborde y Valentín Campa, Saturnino Cedillo
desconoció el gobierno de Lázaro Cárdenas y, con dinero de la Standard Oil de Rockefeller, se alzó en
mayo de 1938 contra la expropiación petrolera, para ser muerto por Enríquez Guzmán en enero del año
siguiente, mientras huía. Una parte de su numerosa familia logró escapar y marchó a San Antonio, donde
cambiaron la C por Z y finalmente a Caléxico frontera con Mexicali, donde se dice que nació Ernesto Zedillo.
31
Ahí fue cuando, al enterarse el estudiantado de que además de sincero
y disciplinado, el General contaba con una sólida preparación técnica,
se alzó en huelga como un solo hombre para llevar a su ídolo hasta la
cumbre si fuera necesario, para hacer entender a Cárdenas que
estaban con este Preclaro Hijo de la Revolución Mexicana.
Pero el Presidente Cárdenas malinterpretó el movimiento y, creyendo
que los revoltosos aspiraban a un mejor entorno académico, resolvió
todas sus carencias, modernizó el plan de estudios, aprobó el Consejo
Paritario propuesto por profesores y estudiantes –Pos me hubieran
informado que querían parir... dicen que comentó Saturnino– y,
personalmente, les nombró al mejor director que jamás haya tenido
Chapingo hasta hoy: Emilio López Zamora. Sólo que, además, inexplicablemente y tal vez por
celos de su popularidad, cesó al Secretario de Agricultura y Jumento.
Sesenta años después, otro Cedillo, igual de sincero, disciplinado y técnico, pero con Zeta,
vengaría la afrenta sufrida por su antecesor y par en inteligencia, sólo que no se la cobró a
Cárdenas o su descendencia, sino a todo el país.

32
TABASCO ‘68

—Y usté, ingenierito, como que se está pasando de vivo o de pendejo ¿eh? Pórtese como
cuando juega como Dios manda y use la inteligencia pa seguir vivo, no namás pa jugar
dominó—, me espetó el doctor Espinosa, así, sin preámbulo ni motivo.

Lo que más incomodó fue que me agraviara ante los demás jugadores, quienes reaccionaron
casi tan asombrados como yo, y alternaban su mirada inquieta entre el galeno y mi persona,
asombrados ante un exabrupto que menguaba el trato que habitualmente daba a los
compañeros de juego, especialmente a mí, su pareja, al extremo de haberme invitado a jugar
de compañeros, meses atrás, en un hotel llamado Puente Nacional que nada tenía que ver
con el municipio veracruzano de igual nombre. Y es que iba a enfrentar al ex presidente Ruiz
Cortines, y quería llevar un acompañante de confianza. Yo lo era porque no apostaba un
centavo, así me tocara hacer el cuarto con él, el mejor de todos los habituales del club.

—Pus qué se trai Doc… ¿así nos llevamos?—, le dije mientras luchaba por contener las ganas
de mandarlo a la chingada con su juego y barrer las fichas de un manotazo.

Me puse lentamente de pie para retirame sin enfrentarlo, por respeto a su edad, cuando volvió
a hablar, pero ya en otro tono.

—No; sólo estoy intentando alertarle, no ofenderle. A ver dígame: ¿por qué llega con más de
una hora de retraso, y qué hacía usted frente a la Quinta Grijalva, en medio de esa bola de
revoltosos? No me vaya a salir con que por mera casualidad su camioneta quedó atrapada en
el tumulto de seudo-estudiantes que fueron a ofender al profesor Mora.

—Pues aunque no me crea… y quede claro


que no tengo por qué darle explicaciones…
sí: cada que vengo a la jugada corto camino
pasando frente a La Quinta, y hoy me
encontré con un bloqueo de estudiantes que
no estaban insultando al Profesor, aunque sí
estaban describiendo los crímenes de Díaz
Ordaz, su admirado presidente…estimado
doctorcito.

Todavía no coagulaba la sangre del 2 de


octubre cuando, para que escarmentaran
esos cabrones –los jóvenes que se
manifestaban frente a la Quinta, en protesta
por lo sucedido en Tlatelolco–, fueron espoleados hacia las oficinas del PRI donde
vandalizaron las instalaciones y luego los pastorearon hacia el malecón donde los ametrallaron
induciéndolos a tirarse al río. No tiraban a matarlos con balas, nada más a que se ahogaran.

—Mire ingeniero, no nos hagamos; es cierto que usted pasa por allí, pero lo hace cinco minutos
antes de que empecemos la jugada, no media hora. Yo lo sé porque cuando salgo de la Quinta
para venir a jugar, casi invariablemente lo veo pasar; usted no se ha dado cuenta que
normalmente llego pisándole los talones, ni sabe que soy el médico de Manuel Rafael Mora y
amigo de toda la vida. Hoy usted llegó a la quinta cuando empezaba el mitin y simplemente
33
pudo haber dado reversa para no meterse en él pero no lo hizo porque fue a ver qué sucedía;
a meterse donde no le importa, a arriesgarse a que le dieran un plomazo si el culero de Mora
hubiera tenido los güebos de ordenar el desalojo que le exigíamos sus colaboradores y amigos.
Por el contrario, Mora desarmó a la guardia y a nosotros nos hizo abandonar la Quinta. ¿Sabe
usted que les partimos la madre después de inducirlos hacia el PRI y el malecón para poder
acusarlos de vandalismo?; ¿sabe que los empujamos al río pa que se ahoguen y dejen de
estar chingando? ¿Sabe que a usté lo van a investigar pa ‘veriguar qué vela tiene en estos
entierritos?
Nada de eso sabía, pero lo que me
dijo el médico confirmó la opinión que
me formé del gobernador de Tabasco
el día anterior, cuando compartí la
mesa con él en la Quinta Grijalva: que
era un buen hombre; que el personaje
que había restablecido la libertad en
Tabasco, después del cacicazgo de
Carlos Madrazo Pintado no podía ser
un asesino, máxime si desarmó a su
escolta y amigos esa noche trágica en
la que desaparecieron más de treinta
jóvenes.
Yo tenía poco o nada que ver con el gobierno tabasqueño, pero mi amigo, el veterinario cubano
Octavio Caballero sí, y cuando fue invitado a la mesa del gobernador por un hijo de éste, le
dijo que no podía asistir sin la compañía de su socio (¡yo!), y el joven no vio inconveniente en
mi presencia. Octavio se había empeñado en demostrarme que el profesor Mora nada tenía
que ver con las represiones y asesinatos que estaban ocurriendo en Tabasco durante los
disturbios del ’68.
Nadie, en esos días ni después, supo de la matanza de Villahermosa porque, en palabras del
doctor Espinosa: la policía de Tabasco desterró a todas y cada una de las familias que
anduvieron en cárceles, hospitales y cruces verde y roja averiguando el paradero de sus hijos.
Ni permitieron que los periódicos publicaran los hallazgos de cadáveres que aparecieron
flotando, aunque mutilados por los tiburones, en las inmediaciones de Frontera, donde
desemboca el Río Grijalva.
Los estudiantes tabasqueños eran los más güebudos del país porque, siendo tan pocos y no
teniendo una descomunal UNAM donde refugiarse, debían enfrentar las consecuencias de sus
manifestaciones contra el PRI y contra el PRImate Gustavo Díaz Ordaz. Su defensa era
reunirse en el mayor número posible y en los lugares públicos más abiertos para que el pueblo
fuera testigo, en caso de ser agredidos. Así, acamparon en La Plaza de Armas pidiendo
cuantas al Profesor Mora, hasta que llegó el general Toledo a rendirlas en nombre del PRImate.
Esa noche, su Batallón Olimpia tomó posiciones resguardando la Planta Potabilizadora, La
Quinta Grijalva, La Central Eléctrica y todos los sitios que consideraba estratégicos. Cuando
tomó a la Potabilizadora, amablemente atendido por el ingeniero Malabriaga, su gerente y
socio del club, estábamos jugando, ya que era ‘miércoles de dominó’. Tan pronto entró Toledo
a la salita donde jugábamos, Espinosa y Malabriaga se pusieron de pie y lo saludaron
evidenciando que estaban al tanto de la toma. Toledo simplemente nos invitó a salir y nos
instruyó a que no comentáramos con nadie lo que vimos o atenernos a las consecuencias. Yo
me fui de inmediato a La Plaza intentando ser testigo presencial de lo que aconteciera. Allí
estaba Octavio Caballero quien, cuando escuchó de dónde venía yo y lo que estaba por
suceder, se acercó uno de los líderes estudiantiles y algo le susurró al oído; en seguido me
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invitó a sentarnos con la multitud y a no movernos de ahí, o irnos al fondo de La Plaza o de
plano correr. Elegí quedarnos en medio.
Llegó Toledo cuando uno de los estudiantes estaba dando la voz de alerta; venía acompañado
por un coronel que portaba una metralleta bajo el brazo; nadie más, y se dirigió a la multitud: “yo
soy José Hernández Toledo, general del Batallón Olimpia del ejército mexicano y traigo órdenes
expresas del Señor Presidente. Las voy a cumplir como lo he estado haciendo en el resto del
país, llámese Cerro del Mercado, Morelia, o como se llame. Tienen ustedes veinte minutos para
des-acampar y dejar completamente libre La Plaza que ya tengo rodeada, y ustedes van a salir
por aquí, por el frente, en la esquina izquierda del palacio”. Octavio me dijo que sí, que estábamos
rodeados y que más nos valía salir confundidos entre la multitud pues de nada nos iba a servir
haber comido en La Quinta. Así lo hicimos, pero solo unos pasos fuera me dijo que estaban
fotografiando a quienes salíamos.
Poco tiempo después Octavio desapareció y me hizo llegar constancia que estaba bien,
viviendo en España. Yo tuve que conseguir una chamba de profesor en la República
Dominicana porque, en su comunicación, me informó que éramos señalados parte de una
conjura comunista contra Tabasco. Esto no tuvo nombre…pero lo declarado por Días Ordaz:
“El profesor Mora y yo somos las personas más calumniadas de México ”, que hizo primera
plana en los periódicos abyectos de la época, no tuvo madre porque esos treinta y tantos
desaparecidos en Tabasco habrían equivalido a más de tres mil muertos en Tlatelolco.

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JUEVES DE CORPUS
(A Carlitos Sánchez y Tomás Arreola)

Ese sábado por la mañana llegué igual que todos los sábados y domingos que
solía ir a sudar al frontón Arriola: a las diez; pero iba con el rabo entre las patas
porque el domingo anterior, teniendo el compromiso de integrar el equipo para
jugar contra nuestros invitados de Ojo de Agua, falté a mi palabra.

—Cómo eres ojete Barbas, ¿por qué no viniste el domingo al torneo? Tuvimos qué
volver a formar las parejas; lo bueno es que yo salí ganando con el cambio–. Esto
último lo dijo Tomás en broma, sin embargo yo sabía que, en broma o en serio,
era la verdad, pues mi juego estaba muy por debajo del suyo.

Aunque el tono sonaba más a de lo que te perdiste, menso, que a reproche, el


reclamo de Tomás era justo. El sábado anterior habíamos acordado integrar
parejas balanceadas para hacer frente a los visitantes del siguiente día y, malo
que siempre fui, me tocó con el buenazo de Tomás.
Después del acuerdo colectivo, y tal vez porque satisfizo a todos, salieron a relucir
los pomos; total, agarramos la jarra y ni cuenta me di a qué hora llegué a casa,
aunque de seguro fue pasada la media noche o al amanecer del domingo de la
competición. Desperté después de las doce y todavía estaba bien credo, tanto,
que mejor decidí no ir a hacer el ridículo deportivo exhibiendo este añadido –estar
credo: medio crudo y medio pedo– a la mengua de mis, ya de por sí, escasas
facultades.

—Discúlpame por favor, me cai que esto no vuelve a suceder aunque tenga qué presentarme
crudo y pedo–; le dije; y a continuación, más por eludir el chubasco, que por interés legítimo
en el resultado deportivo, le pregunté–: Y cómo nos fue, quién se llevó los trofeos, ¿ganamos?

—¡Eso es lo de menos, Mano!; fíjate que pasó algo bien chingón, es más, increíble. Entre los
jugadores de Ojo de Agua venía un cuate muy atento, respetuoso, simpático y, más que nada,
curioso. Después de uniformarse, calentar un poco y reconocer la cancha se puso a ver los
carteles y retratos en el salón y la oficina, y a que no adivinas…
apenas echó un vistazo a una de las fotos grandes… ven… a
ésta –me la mostró–, y luego, luego que te señala: yo conozco
a ese señor, el moreno de la barba; crecimos en el Chorrito,
un barrio de Tacubaya; estudiamos juntos de primero a sexto
en El Pípila, la primaria que está casi frente a la entrada a Los
Pinos. Le decíamos el Memín, se llama… y que suelta tu
nombre completito, Mano; ¿tú crees? ¡Ni yo me sabía tu
segundo apellido!– Me dijo Tomás, jubiloso.

—Sí Chucha, cómo no–, le contesté, convencido en lo interior que fraguaba o estaba poniendo
en marcha alguna broma vengativa–. ¿Sabes cuándo terminé la primaria?–, le dije–, ¡hace
treinta y seis años!, y aunque supe a trasmano lo que pasó con algunos condiscípulos de mi
niñez, excepto una señora que reconocí en el extranjero hace quince, jamás volví a ver a uno
solo de ellos; ni u-no, Tomás. Así que, para que me reconociera cualquier persona que no me
vio durante ese tiempo, en el que sufrí los cambios físicos más definitivos, necesitaría yo haber
estado, desde aquel entonces, tan jodido como en esta foto reciente; o qué: ¡no me vas a decir
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que salí muy juvenil, cabrón!

—No mames, pinche Barbas, me cai que te reconoció. Cuando le dije que sí eras tú, que
vendrías a jugar el torneo ¡contra él!, y que llegarías en cualquier momento, se puso tan
contento y recordador que hasta se le rodaron las de San Pedro, según él “porque nunca le
había pasado algo igual en toda la vida”. Ahí están Rubén Huerta y Javi Terrazas de testigos,
pregúntales; es más, ¿quieres apostar algo, güey?– Dijo en reto amigable, adelantando,
fanfarrón, la quijada.

—No es para tanto, Tomasito; además, te consta que yo no apuesto ni a la segura. ¿Te
mencionó su nombre, dónde vive, a qué se dedica?

—¡Claro!, cómo crees que iba yo a dejar las cosas así, máxime que acabó el torneo y no te
apareciste ni para echar una porra, lo que siempre haces cuando no te toca jugar. Segurito
que le entró la cruda y se quedó a ver cómo se la zafa, le dije, y ya ves, lo acabas de confirmar–
, continuó; y para no darme tiempo a revirarle el albur, en seguida me ametralló con una lluvia
de datos–: se llama Carlos Sánchez, vive en Hacienda Ojo de Agua allá por Venta de Carpio,
chambea en la Comisión Federal de Electricidad, es cuate del diputado Guillermo Quitalana,
que también estuvo con ustedes esos seis años en la primaria y…

—A Guillermo sí lo recuerdo, pero no el otro nombre; a nadie conozco en Ojo de Agua, y sólo
tengo un amigo en la CFE, mas no es de la Primaria; se llama Ramón García, también juega
frontenis y es bueno para las bromas inteligentes, podría ser él–, reflexioné en voz alta, y en
seguida le pregunté–: ¿cómo es tu Carlos Sánchez, parece felino? Ramón sí, a madres, desde
chavo le decíamos el Gato.

—Te digo que de tu porte, Mano–; tuve qué aclararle que aún no me lo había descrito–, bueno
güey, a lo mejor un poco más chico, y delgado, casi flaco, de cara redonda con unas chapotas
en los cachetes cual si se los acabara de tallar con lija, ¡ah!…está canoso, va que vuela pa
calvo, y de gato no tiene nada, ¡ni a bigotes llega!

—No pos ‘ta cabrón–. Le comenté–. Entre mis cuates de la Primaria nomás uno estaba más
chaparro que yo, todos éramos más o menos raquíticos excepto el Güero Rivas, los únicos
que recuerdo de cara redonda se llaman o llamaban Josué y Lorenzo, ni uno solo era chapeado
y por supuesto que no había calvos o canosos.

—No mamenaces, pinche Barbas, eso ya lo sé. Pero nomás había un Carlos Sánchez, ¿no?

—Pos aunque no me creas no recuerdo ninguno, ni Carlos, ni Sánchez; aunque si tomamos


en cuenta que El Pípila era la primaria más grande de Tacubaya y tenía no menos de quince
o veinte grupos… a lo mejor estuvo en otros, no en los míos.

—Por los detalles que dio de ti, no Mano. Dijo que todos los maestros te pasaban al pizarrón,
que te encantaba el béisbol, que cantabas en el trío Los burros socarrones, que anduviste
enyesado porque cuando iban en quinto te zafaste el codo derecho, que te gustaba escribir
versitos para una chava que te traía de nalgas: Irma Sepalagaver; que trabajabas en la tienda
1–2–3 del barrio, que tu vecindad y la de él estaban a dos medias cuadras de distancia sobre
la misma calle... José Morales o algo así, ¡ah!, y que siempre fuiste el más pendejo del salón–
. Tomás no pudo evitar la sonrisita que, convenencieramente, interpreté un desmentido de su
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última frase.

—¡Zaco!, qué abundancia de pormenores; ya no tengo la menor duda de que el cuate ese me
conoce, pero sepa la chingada quién es–, le dije a Tomás mientras reflexionaba que, de
habérmelo propuesto, quizás no habría sido yo capaz de reavivar alguna de esas
reminiscencias tan precisas y tan personales enumeradas por Carlos Sánchez.

Ese fin de semana y los cinco días de la siguiente estuve enfrascado exhumando de mis
recuerdos, uno a uno, a los condiscípulos de sexto que pude recordar por ser los más cercanos
y vivos. Es un decir.
Según yo, habían estado almacenados o dormidos, mas pronto caí en cuenta que la mayoría
estaban extintos sin apelación; muertos igual que el Negro, Mauro Ochoa, ese extraordinario
futbolista que, defraudado por los estándares corruptos de los entrenadores, se dejó morir
alcoholizado antes de llegar a los treinta años y a la rendición de sus firmes principios: prefiero
no jugar que lambisconear; nomás meten a los recomendados, a los méndigos riquillos que
compran su alineación y a los putos lambegüebos, farfullaba llorando de rabia o malogro,
según me dijeron, cuando estaba más beodo que de costumbre.
Como Ángel, El Tacones, el estupendo chaparro-bailarín que cayó víctima del alcohol apenas
lo probó, pues temeroso de iniciarse en el trago porque presentía ese fin tan frecuente en su
familia, comenzó a beber hasta los veintiún años y murió cirroso, poco después.
O igual que el Panterita Trini Ruiz, el feroz púgil que estrenó al Ratón Matías en pelea estelar
de miércoles en La Coliseo, y fue despojado de una decisión clara para impulsar, con su
sacrificio, la carrera del futuro campeón mundial gallo y diputado suplente por el PRI. Ese fallo
injusto, que en automático lo llevó al montón de los púgiles caladores, los que ya nada más
sirven de escalón, lo destruyó al extremo de tirarse al vino. Dicen que en sus últimos días,
Trini, entre sarcasmo chimuelo, agonía alharaquienta, y delirium etilicum, se autolaceraba
vociferando que se andaba tirando a Albino, en dolorida alusión picaresca a su inseparable y
póstumo compañero de teporochas e indigencia: Albino, El Chico Martínez, quien le reviraba,
¿al vino?, pos cuál pinche compadre, si apenas nos alcanza pa pulque o teporocha.
El Chupón Fernando Muñoz con quien me di más de un entre cuando estábamos en primero;
El Chino Jorge Álvarez y Memo Villaseñor, integrantes de mi trío; El Joro Fermín Luna, casi
tan bueno pal fut como Mauro; Paco Calderón, el fullero que a diario nos timaba con su forma
tramposa de echar los volados en la pítima; Poli Olvera, el león rasurado que me rompió el
hocico; Pancho Arzate, mi cácher de confianza; la trenzuda Chemita Tenaz, a quien veintiún
años después de haber salido de sexto identifiqué por su belleza inextinguible e inalterable, en
mil novecientos setenta o setenta y uno, casada con un limpio y aguerrido líder obrero
dominicano, exponiendo la vida junto con su Viejo frente al régimen asesino de Joaquín
Balaguer, allá en Quisqueya, la dominicana patria de su marido a quien siguió, tanto por
luchadora consecuente con sus ideales, cuanto por madre o mujer… ¿Qué será de todos estos
colegas actores en el teatro eterno de la corta vida; y por qué no evoco a los otros treinta y
tantos?
Por supuesto que también reavivé a Irma Murno, mi primera y última callada ilusión. Cómo no,
si ella colmaba mis mañanas nomás con mirar su cara candorosa de ojos más grandes que
galaxias, boca trompudita encarnada y naricilla respingona de aletillas pulsantes; nomás con
aspirar, por cualquier pretexto, su aliento casi niño y casi mujer; nomás con acariciar –en
mente– sus piernas bruñidas por finísimos y tupidos bellos cobrizos; nomás calculando –febril–
el escape triunfal de sus fornidos muslos en ese su diario intento de desgarrar la cortísima
falda infantil que su madre se empeñaba en imponerle aunque Irma no sólo desbordaba esa
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vestimenta, sino también reventaba las blusitas blancas de cuello y puños bordados que debía
portar durante el año... ¡qué capulinsotes se le formaban mero en el pináculo de las chichitas
cuando tropezaba con mi ardiente mirada y me correspondía con otra, no menos lascivamente
precoz!
Pero, Carlos Sánchez; ni uno solo vino a mi memoria, y eso que me forcé a examinar, uno a
uno, los restantes cinco grupos, de primero a quinto, que me albergaron durante la Primaria
de mis hoy agonizantes o muertas añoranzas.

—Ven Barbas… te tengo una sorpresota–. Con esas palabras me recibió Tomás, a la puerta
del frontón, semanas después–. Ven Carlitos, aquí está el ojete condiscípulo que no te
recuerda, pero orita te va reconocer–; le dijo a un perfecto desconocido que, obvio, también
había estado cazando mi llegada, y a quien ya le había ido con el chisme, por supuesto–.
¡Dense un abrazo, chingá!; ¿cada cuándo se dan acontecimientos igual a éste en la vida de
uno, eh?

Sí, nos abrazamos, mas el incógnito condiscípulo, captando al instante mi suspicacia, asfixió
la súbita efusividad que estuvo a punto de desbordarle. Me sentí piojo, en especial cuando vi
sus ojos secos y atónitos al desenlazarnos; y es que tres segundos antes chispeaban,
húmedos de dicha.

—Soy Carlos Sánchez, ¿no te acuerdas?, el que…–. Estuvo a punto de auxiliarme con alguna
evocación, creo, sin embargo le interrumpí por honestidad y amor propio:

—No, no me digas nada, Carlos, por favor, permíteme que sea yo quien te recuerde así me
lleve el puto día.

No pude, ni ese día, ni esa semana, ni las siguientes. Y así transcurrieron no sé cuántos meses,
quizás no menos de tres. Todas las noches me iba a la cama con la decepción de no haberlo
recordado a pesar de mis esfuerzos diurnos, y juro que hasta en mis sueños lo buscaba en los
salones, pasillos, excusados y patios; en los juegos, competencias, festivales, concursos y
demás acontecimientos colectivos de nuestro pasado en El Pípila.
En las pláticas breves que sostuvimos durante subsecuentes fines de semana en el Frontón
Arreola, me relató que había mantenido amistad permanente, durante todos esos treinta y
tantos años, con el diputado Quitalana, un condiscípulo a quien sí recordé con facilidad, y que
a la sazón chambeaba de líder secundario de los trabajadores de la CFE –era canchanchán
de Rodríguez Alzaimer–; que recién se había jubilado de la Comisión, y que en ocasiones
ejercía el papel de chaperón o acompañante del legislador, no de escolta, y menos armado.
Incluso le platicó a Quitalana de nuestro increíble encuentro, y el diputado acudió al frontón,
donde un grupo de admiradores le organizó un banquete. Yo lo abracé porque me dio mucho
gusto el rencuentro, no obstante, presa de mis complejos, después del saludo me mantuve
lejecitos. No quise intimar porque creo que los políticos son la menos evolucionada de las
subespecies humanas, el eslabón podrido; temí que alguien llegara a suponer algún interés
entre Quitalana y yo, y como los intereses políticos suelen ser pútridos...
Toda la tarde y noche del banquete Carlos estuvo radiante y hasta se puso a cantar con el
incipiente Son Camaney; ya entrados en copas intentó ayudarme a recordar pero se lo impedí
con la mayor delicadeza de que soy capaz. Nos pusimos sentimentales aunque por causas
opuestas, e inclusive llegamos al extremo de llorar nuestra frustración cual niños, frente a todos
y sin disimulo.
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—A poco de veras no me recuerdas Memín... vieras qué bonito siento llamarte igual que
antes: Memín; ¿ni siquiera de la vez que nos fregam… ?

—Me cai que no, Carlos –le interrumpí–, pero que me parta un rayo de mierda si no lo logro
por mí mismo. ‘Pérame tantito, dame más tiempo.

Una tarde de mil novecientos cuarenta y ocho, cuando me dirigía a mi casa después de invertir
la mañana de sábado con Lorenzo, perfeccionando nuestro invento de siluetas cuyas sombras
animadas proyectábamos para que fueran vistas detrás de un telón-garra-de-sábana, al pasar
frente a la más humilde de las humildes vecindades de José Morán, me topé con un mozalbete
guapo, casi bonito, más niño que yo, alto, flaco correoso, blanco, de ojos redondos y
agrandados por las pestañotas y las intensas ojeras, que tenía los cachetes salpicados con
unas cuantas pecas; era el Carlangas. De inmediato me di cuenta que estaba yo soñando,
mas no era una alucinación nocturna; conciencié que provenía de una vivencia real … ¿ni
siquiera de la vez que nos fregam… ?

—¿Ya se te pasó el susto, culero?– me espetó Carlangas, al tiempo que me propinaba un


fraternal coco y guiñaba un ojo.

Chino y greñudo por falta de una peluqueada, casi siempre vestía un raído aunque limpio
overol, a veces falto de botones. Era el azote de más de cuatro, excepto el Poli Olvera, y de
una u otra forma traía azorados a casi todos sus conocidos, niños o adultos. Solía excluirse de
los juegos y tareas en común, y retobar sin miramientos a sus mayores; ni la directora del
plantel, la maestra Natalia, escapaba a su resentimiento que, hasta esa noche lo comprendí:
rencor social.
El día anterior lo había golpeado José Zendejas, un maestro michoacano, joven y salvaje a
quien, por votación, me tocó colocarle en el asiento un ensalivado letrero a lápiz tinta, para
plasmarle un puto Pepe en los fondillos del impecable pantalón nuevo, color beige.
Cursábamos el quinto grado. Cuando Pendejas, según le decíamos con rencorosa tirria, sintió
la humedad del papelillo, se palpó el culo, y al retraer la mano izquierda (su diestra) la vio tinta
en tinta. En ese instante se le deformó, enceró y paralizó la cara, se le erizaron los ralos pelos,
lacios y envaselinados de la nuca y se encaminó directo hasta el fondo del salón; enfurecido,
se acercó al Carlangas y le atizó un brutal porrazo en la cabeza, arrojándolo contra el piso al
grito perturbado de: ¡juera de aquí, dis-gra-cia-do es-cuin-le mu-gro-so!

—Me cai que no creí que Pendejas te fuera a madrear, Carlangas–, le expliqué a la salida–; si
lo hubiera sabido le digo que fui yo.

—Tu que le decías algo y yo que te partía la madre; ¿no quedamos en que nos lo íbamos a
chingar por ojete?– contestó con tranquila naturalidad, como si nada–; hasta me alegré cuando
vi venir el putazo porque ai fue donde supe que no te habían faltado güebos pa vengarnos a
todos–. Concluyó, dio media vuelta y se fue.

Desperté llorando de satisfacción. Al fin había hallado a Carlos. Ahora sí podía volver al
Frontón Arriola –de pura vergüenza dejé de ir casi un mes completo– y, con la cara en alto, al
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fin iluminada, pedir comprensión al Carlangas por mi involuntaria amnesia. Pinche mente
¿verdad?, cómo se protege suprimiendo los recuerdos que no, o cree que no le agradan. A lo
mejor por eso lo había sepultado en mi sub o inconsciente, mas cuando volvió a mi memoria
viva esa madrugada de un Jueves de Corpus, largo se me hizo el día y el viernes siguiente
para ir a abrazar, ahora sí con cariño, a Carlitos; así lo conocían en el frontón.
Las disculpas que enlisté para justificarme eran válidas en cuanto a que nadie, en absoluto, le
llamó jamás por su nombre o apellido; en nuestro mundo infantil, siempre fue el Carlangas.
Además él sí cambió, ¡y cuánto!; seguía siendo blanco, aunque ahora no tenía una sola peca
–¿se las estaría lijando?–; estaba coloradón de los cachetes, y un poco más chaparro que yo;
su escasa pelambre de cabellos delgados era lacia y gris; sus ojos, antes castaño claro y
brillantes, se veían opacos, cansados aunque sin ojeras y cercanos al verde. Sin embargo, el
cambio más espectacular ocurrió en su carácter; este Carlos Sánchez era apacible y tierno,
mas no tuve la menor duda, era él, nomás que ya sin rencores, satisfecho de su vida.
Esa mañana, mientras me ataba las agujetas, de pronto recordé el tinglado: le decíamos
Carlangas por su parecido con el personaje de una historieta donde un pícaro negro era la
estrella. Físicamente el Carlangas y Carlos Sánchez fueron dos gotas de agua, pero también
sus actitudes eran análogas. Con esa lógica, Carlangas tenía que ser un apodo por similitud
mimética, y no por fuerza relacionable con su verdadero nombre; en cuanto al apellido, no
tenía por qué tenerlo, como tampoco lo tenía el Carlangas que Yolanda Vargas Dulché4 creó
para comparsar a Memín Pinguín en el Chamaco Chico.
¿De cuántas cosas más, de Carlitos en especial y de mi entorno en general, nunca me
percaté? Hasta ahora me doy cuenta que he pasado gran parte de la vida ajeno a no sé cuántas
personas y acontecimientos cercanos, sumido en un letargo; y eso que ayer me consideraron
un niño vivaz y hoy me juzgan un viejo despierto.
Carlos Sánchez era hijo único de una buena mujer, ¡igual que el Carlangas!; mi madre la ponía
de ejemplo de esfuerzo, entrega y honradez a las demás lavanderas, las güebonas, las que
iban a la vecindad a buscar chamba rogando a dios no encontrarla. Gracias a que mi familia
estaba un poco menos jodida, mi madre ayudaba selectivamente a quien más lo necesitara
dando a lavar los overoles de mi Jefe. Sí, doña Licha se ganaba la vida lavando ropa, ¡como
la mamá del Carlangas!, y nunca aceptó la solicaridad de sus vecinas o conocidas –mientras
tenga manos pa ganarme las tortillas, no, Doña Coty, muchas gracias, nomás sígame pagando
lo justo y a tiempo.

¡Y por fin llegó el sábado de mi purificación!

—Quihúbole Tomasito, qué crees, ya me acordé de Carlos, ¿a qué hora llega?–. Iba yo feliz.

—Nooo, Mano; Carlitos ya se fue, a poco no supiste…

—¿Ya se fue?, no; ¡a dónde!

—Tsh… no mames pinche Barbas. Se peló; no te hagas…

—A dónde, pues; por qué se peló, qué hizo.

—¿No te llegó la invitación?, le hicimos su misa en la Iglesia del Carmen hoy en la mañana.

4 El primer personaje fue creado en 1943 por el dibujante Alberto Cabrera. En 1962, Sixto Valencia lo retomó.

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—¿Invitación?, no querrás decir esquela, Tomás. ¡Misa de qué, cabrón!; no juegues con mi
mente–; comencé a sollozar, adivinando lo peor.

—Perdóname, Mano, aunque no fuiste al entierro ni a misa, creí que ya lo sabías. Carlitos se
nos fue la madrugada de antier jueves… el corazón… lo enterramos ayer. Vente, Barbas–,
susurró Tomás enjugándose los ojos–, vamos a echarnos una a su salud.

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