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SEÑOR
365 reflexiones para el año 2015
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Modo de empleo
Corresponsal:
Sr. Carlos Villamil
Olivier Van Noortstraat 18
8023WK Zwolle
Países Bajos
E-mail: agradaralsenor@hotmail.com
“ Si…perma
neciereis en mi palabra,
seréis verdaderamente mis dis
cípulos; y conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres.” Juan 8:31-32
“Jesús… dijo: Padre… Santifícalos
en tu verdad; tu palabra es
verdad.” Juan 17:1,17
Introducción
Importando
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Lista de las abreviaturas de las referencias bíblicas en español
AT = Antiguo Testamento NT = Nuevo Testamento
Gn. = Génesis Mt. = Mateo
Éx. = Éxodo Mc. = Marcos
Lv. = Levítico Lc. = Lucas
Nm. = Números Jn. = Juan
Dt. = Deuteronomio Hch. = Hechos de los Apóstoles
Jos. = Josué Ro. = Romanos
Jue. = Jueces 1 Co. = 1 Corintios
Rt. = Rut 2 Co. = 2 Corintios
1 S. = 1 Samuel Gá. = Gálatas
2 S. = 2 Samuel Ef. = Efesios
1 R. = 1 Reyes Fil. = Filipenses
2 R. = 2 Reyes Col. = Colosenses
1 Cr. = 1 Crónicas 1 Ts. = 1 Tesalonicenses
2 Cr. = 2 Crónicas 2 Ts. = 2 Tesalonicenses
Esd. = Esdras 1 Ti. = 1 Timoteo
Neh. = Nehemías 2 Ti. = 2 Timoteo
Est. = Ester Tit. = Tito
Job = Job Flm. = Filemón
Sal. = Salmos Heb. = Hebreos
Pr. = Proverbios Stg. = Santiago
Ec. = Eclesiastés 1 P. = 1 Pedro
Cnt. = Cantar de los Cantares 2 P. = 2 Pedro
Is. = Isaías 1 Jn. = 1 Juan
Jer. = Jeremías 2 Jn. = 2 Juan
Lm. = Lamentaciones 3 Jn. = 3 Juan
Ez. = Ezequiel Jud. = Judas
Dn. = Daniel Ap. = Apocalipsis
Os. = Oseas
Jl. = Joel
Am. = Amós
Abd. = Abdías
Jon. = Jonás
Mi. = Miqueas
Nah. = Nahum
Hab. = Habacuc
Sof. = Sofonías Todas las citas bíblicas son de la versión
Hag. = Hageo Reina-Valera 1960 a menos que se indique
Zac. = Zacarías lo contrario.
Mal. = Malaquías
Índice
ENERO FEBRERO
Hijo de Dios, Rey de Israel, Hijo del Hombre.............. 60 Jesús ante los jueces judíos................................................................91
La santidad de Cristo.............................................................................61 Jesús frente a los líderes de las naciones............................. 92
Ser santo............................................................................................................. 62 “Consumado es”......................................................................................... 93
¡Ver a Jesús solo!......................................................................................... 63 Jesús en el sepulcro.................................................................................. 94
Invitaciones apremiantes.................................................................. 64 El día de la resurrección..................................................................... 95
Hilos rotos........................................................................................................ 65 “Paz a vosotros”.......................................................................................... 96
David y Jonatán.......................................................................................... 66 Servidor perfecto....................................................................................... 97
El joven David: una figura de Cristo “Alimento sólido”...................................................................................... 98
rechazado por los suyos...................................................................... 67 Cuestiones de fondo (1)....................................................................... 99
La pascua judía y la cristiana........................................................ 68 Cuestiones de fondo (2)................................................................... 100
Cristo en primer lugar.......................................................................... 69 Servir aquí y ahora.................................................................................101
Proyectos divinos (1)............................................................................. 70 La liberación de Dios.......................................................................... 102
Proyectos divinos (2)............................................................................. 71 Lo mejor.......................................................................................................... 103
¡Lea el manual de instrucciones!............................................... 72 Puesto que Dios lo quiere.............................................................. 104
David, el que reúne.................................................................................. 73 El hombre que no quería que lo hicieran rey.............. 105
Dios se revela..................................................................................................74 El amor de Dios en nosotros....................................................... 106
El mar Rojo y el creyente................................................................... 75 El ángel de Jehová.................................................................................. 107
Celos carnales............................................................................................... 76 La obediencia más que el conocimiento......................... 108
Celos espirituales...................................................................................... 77 Getsemaní: los sufrimientos de Jesús
Buscar la voluntad de Dios.............................................................. 78 delante de su Padre............................................................................... 109
Un reino inconmovible....................................................................... 79 El arroyo en el camino.......................................................................110
La delicada conciencia de David................................................ 80 Unión de la cepa con los sarmientos...................................111
El canto de triunfo de los atalayas [centinelas]..............81 Unos enviados........................................................................................... 112
La travesía en el desierto y el creyente.................................. 82 Colaboradores anónimos................................................................113
La importancia de la obediencia................................................ 83 Culpabilidad................................................................................................114
¡Prioridad a la Biblia! (1).................................................................... 84 “Como cantor de amores, hermoso de voz…”...........115
¡Prioridad a la Biblia! (2).................................................................... 85 Un nombre sobre todo nombre.................................................116
No hallé a nadie….................................................................................... 86 ¡Las emociones no salvan!..............................................................117
Esdras: un ejemplo a seguir............................................................ 87 Un mal que sigue ‘vivito y coleando’...................................118
La flagelación de Jesucristo............................................................. 88 Filadelfia frente a la pretensión religiosa.........................119
La tierra de Canaán y el creyente.............................................. 89 Asombrado por la gracia................................................................ 120
Las fiestas religiosas................................................................................ 90
Índice
MAYO JUNIO
Aprovechemos la ocasión
Cada año tiene 12 meses, 52 semanas, 365 días y 8760 horas: ¡una riqueza de tiempo
concedida por Dios! ¿Cómo la utilizaremos para agradar al Señor? Pues aprovechan-
do cada ocasión.
“Aprovechar bien el tiempo [o la ocasión]” consiste en obrar como lo haríamos
en el mercado: no dejar pasar la ocasión de hacer un buen negocio, que quizá no se
vuelva a presentar otra vez. El supermercado de este mundo ofrece una inmensa can-
tidad de medios para gastar nuestro tiempo, o para «matarlo», según una expresión
popular que se emplea a veces. En él se encuentran medios para satisfacer todos los
gustos, ¡desde los más degradantes hasta los más culturales!
Pero, un ambiente malo, tal como el que vivimos en los últimos días, reina en este
gran mercado. Recorrámoslo manifestando pruebas de sabiduría, a fin de no dejar-
nos atraer y engañar por cualquier cosa.
Recordemos que el creyente tiene una misión que cumplir: la de ser un testigo
de Jesucristo, que anuncia la buena nueva de la salvación a los incrédulos. Así, pues,
debe aprovechar cada ocasión que se le ofrece para hablar de su Salvador y demostrar
el gozo que siente por el hecho de pertenecerle.
¿Qué es lo que nos hace discernir las ocasiones, esas buenas obras que Dios
preparó de antemano para que anduviésemos en ellas (Ef. 2:10)? Pues nuestro amor
por el Señor, que se traduce en amor al prójimo; sobre todo, pensando en la perdición
eterna que espera a los que rechazan a Cristo.
Aprovechar la ocasión consiste asimismo en emplear provechosamente nuestros
encuentros con hermanos y hermanas en Cristo, para conversar acerca de lo que
concierne a nuestra fe, para animarnos a vivir con el Señor y para orar juntos. ¿No
sucede a menudo que pasamos demasiado tiempo hablando de cosas inútiles, como
la lluvia o el buen tiempo?
También aprovechemos la ocasión en nuestro círculo familiar, no para inundar a
nuestros hijos con versículos bíblicos, sino para poner en su lugar cada circunstancia
según la corriente de los pensamientos de Dios.
Creyentes, crezcamos en el espíritu de gracia que fue manifestado por Cristo. No
permanezcamos pasivos, sino caminemos cuidadosamente. Abramos nuestros ojos
para discernir y aprovechar todas las ocasiones con el fin de servir a Cristo, tanto en
un mundo que es hostil a él, como en la familia de la fe.
Una epístola para los creyentes jóvenes, ¡y para los de edad avanzada!
Podemos admitir que los creyentes de Tesalónica habían llegado al conocimiento del
Señor Jesucristo poco tiempo antes de que Pablo les escribiera. El apóstol no había
tenido el tiempo suficiente para instruirlos cuando tuvo que despedirse de ellos, de-
jándolos expuestos a las persecuciones. Preocupado, les escribió acerca del inmenso
afecto que sentía por ellos y les recordó las pruebas del amor que le habían manifes-
tado. Así, pues, les reiteró las enseñanzas esenciales que deben ponerse en práctica,
sin lo cual no existe la vida cristiana.
La vida nueva recibida por esos recién convertidos se traducía en el gran fervor
que ellos manifestaban en todo su comportamiento:
La obra de su fe. La confianza que tenían en Dios su Padre y en el Señor Jesucristo
superaba los obstáculos que les interponía el mundo pagano o judío. ¡Oh, si todos
nosotros tuviéramos esta fe que conoce el poder de Dios y recurriéramos siempre a
él (1 Co. 2:5)!
El trabajo de su amor. ¡Los tesalonicenses no eran perezosos! El amor por los
demás los impulsaba a consagrarse; en esto eran imitadores del Señor, quien vino al
mundo para servir a los hombres antes de entregar su vida en rescate por ellos. En el
curso de la epístola, Pablo les escribe: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor
unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con
vosotros” (1 Ts. 3:12). Pidámosle al Señor que nos ayude a no concentrarnos en no-
sotros mismos y en nuestros intereses personales. ¡Que él nos llene de amor por los
demás, todos los días y en todas las circunstancias!
Su constancia en la esperanza. Estos creyentes, jóvenes en la fe, habían aprendido
de Pablo que el Señor iba a regresar pronto. Tal esperanza les permitía soportar con
paciencia las dificultades que debían enfrentar. El regreso del Señor está hoy más cer-
ca que nunca. Así, pues, tanto los jóvenes como los de edad avanzada, vivamos como
siervos consagrados a nuestro Señor. El pensamiento de verlo pronto nos estimula a
vivir como personas a quienes Dios llamó “a su reino y gloria” (1 Ts. 2:12).
La viuda de Naín
Esta mujer viuda que vivía en Naín había perdido lo más precioso que tenía en la
tierra: su marido, y ahora a su hijo único (Lc. 7:11-17). Para la vista humana, su caso
era desesperante. Ella se veía privada del sostén afectivo que le brindaban su esposo
y su hijo; su situación material había llegado a ser muy difícil. Podemos comprender,
en alguna medida, su angustia… El cortejo fúnebre se dirigía al cementerio y todo
iba a terminar allí.
¡No! Otro cortejo cruzó al primero. A la cabeza de éste iba el Hijo de Dios, el
Príncipe de la vida, aquel que vino para triunfar sobre la muerte misma. Jesús tuvo
compasión frente a la angustia de esa mujer, la misma misericordia que sintió al
ver todas las miserias que encontró en su camino. Él se acercó al féretro y lo tocó;
la procesión se detuvo. Con una sola palabra: “Joven, a ti te digo, levántate”, trans-
formó la prueba de esta mujer en un día luminoso: le dio a su hijo vivo. Jesús había
tomado ese trayecto del camino por amor a esa viuda, y por el mismo amor le volvió
a dar lo que la muerte le había arrebatado.
¿Hemos perdido a un ser querido? ¿Estamos afrontando una situación dolorosa?
Muchos amigos pueden darnos testimonio de su afecto, y esto nos hace bien. Sin
embargo, la multitud que rodeaba a esa mujer no podía hacer ninguna otra cosa,
sino demostrar su compasión. Sólo el Señor Jesús nos da lo que nadie puede darnos
plenamente: simpatía profunda y verdadera consolación. Por cierto, el ser tan amado
por el cual lloramos no nos será devuelto, como sucedió con aquella viuda. Sin em-
bargo, la misma voz que se hizo oír entonces, resonará pronto para hacer salir de sus
tumbas a todos los que durmieron en él (1 Ts. 4:14).
Aprender a mirar
Los viajeros que visitan Costa Rica, en América Central, y recorren sus famosas re-
servas naturales, se internan en un territorio tan denso como exuberante. Los bos-
ques de árboles gigantes, entrelazados en una inextricable maraña de lianas, abrigan
una fauna única en el mundo. Monos, iguanas, serpientes, guacamayas, tucanes, ma-
riposas multicolores, conciertos de aves, todo ello da la impresión de vivir en un pa-
raíso recién salido de las manos del Creador. Sin embargo, ¡aún es necesario explorar
y discernir esas maravillas! El guía le indicará con entusiasmo: «¡Allá arriba, en el
árbol de la izquierda, casi en la parte más alta de la copa! ¡Miren esos tucanes!»; sin
embargo, será en vano; los primeros días, usted se sentirá perdido entre esos millares
de árboles… Después de una semana, comenzará a distinguir aquello que le indican.
Después de quince días, usted mismo lo descubrirá, y luego de tres semanas, será
usted quien hará que los nuevos visitantes descubran esas cosas. ¿Cuál es la receta?
Permanecer tranquilos ¡y observar!
¿No es el mismo consejo que nos da el autor del Salmo 119, para descubrir las
maravillas de la Palabra de Dios? Hojear la más bella documentación sobre un país
jamás reemplazará lo que se contempla en una visita personal; y, sobre todo, usted
nunca podrá hablarles a otros como si fuera una experiencia que vivió personalmente.
Así son las obras de autores cristianos; ellos nos estimulan a «desplazarnos» para ir a
descubrir nosotros mismos las riquezas y la belleza de la Palabra.
Tomemos, por ejemplo, los evangelios. Al leerlos y compararlos, observando las
diferencias intencionales que se verifican entre un texto y otro, al analizar las razo-
nes por las que se dan esas aparentes divergencias, la personalidad del Señor toma un
inmenso relieve. Los textos de los evangelios no sólo son de gran interés y edificantes,
sino que, como lo dice el versículo citado, nos resultan “maravillosos”. Descubramos
a Jesús, ya sea en su dignidad como Hijo de Dios, ya como el humilde servidor de
los hombres que nunca se desanimó. Observémoslo acercándose a los desdichados,
con un corazón desbordante de ternura y distingamos su majestad como Mesías
delante de Pilato. Veámoslo amar a su pueblo, a pesar del odio con que éste lo trató.
Descubrámoslo manifestando su poder cuando resucitó a Lázaro. Asimismo, consi-
derémoslo cuando, cansado, se sentó al borde de un pozo y pidió de beber. Contem-
plémoslo en la gloria de la transfiguración en el monte santo, y luego sufriendo la
humillación de la cruz en el Gólgota.
Observar a Jesús nos acerca a él y nos conduce a amarlo más.
Flaqueza y adoración
Abram vivía en la tierra de Canaán, donde el hambre asedió en gran manera. En
lugar de consultar a Jehová y confiar en él, descendió a Egipto donde halló con qué
alimentarse. Ésa fue su primera flaqueza.
En ese país idólatra, tuvo miedo de que el Faraón lo matara con el fin de tomar a
su mujer. Entonces Abram hizo pasar a Sara por su hermana. Así, negó su relación
con ella y lo que eso implica. Esta segunda flaqueza fue una falta grave, pues expuso
a su esposa al adulterio.
Dios, para despertar la conciencia adormecida del patriarca, intervino por medio
del Faraón, quien lo echó de su país. Abram, pues, se volvió de Egipto, y fue a Bet-el
donde, mucho tiempo antes, había edificado un altar e invocado el nombre de Jehová.
Pero, ¿cómo podía ahora volver a Bet-el, la “casa de Dios”, para adorar? Fue pre-
ciso que, de parte de Abram, se produjera la confesión de la falta, y que, de parte de
Dios, obrara el perdón, pues “el que encubre sus pecados no prosperará; mas el que
los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. Una vez restaurada la comunión,
Abram regresó a lo que era “desde el principio”. Allí, en Bet-el, se halló de nuevo ante
Jehová, ante Aquel que no cambia, que es inmutable en justicia, pero también en
gracia. Volvió a hallar el altar que le permitió ofrecer un sacrificio, acercarse a Dios
y adorar.
Es posible que ciertos creyentes sientan alguna molestia que les impide acercarse
a Dios y adorarlo junto con otros el día del Señor, a causa de una falta, de una flaque-
za que guardan en su conciencia. ¿Qué pueden hacer? Primero, estamos invitados
a confesar la falta y a juzgar la raíz de ella. Luego, creamos que Dios “es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). Después,
podemos acercarnos con libertad. Vemos en la mesa el pan y el vino que recuerdan el
perfecto sacrificio que nuestro Señor Jesucristo hizo por cada uno de nosotros (Heb.
10:14, 19-22).
También es posible que le hayamos causado un daño a alguien. En este caso, re-
conciliémonos con la persona ofendida: reconozcamos delante de ella nuestra falta;
luego vayamos a adorar (Mt. 5:23-24).
¡Ten ánimo!
Todos necesitamos ser animados. Veamos entonces cómo el Señor interviene – más
allá de toda esperanza – cuando dice: “Ten ánimo”:
– Cuatro hombres le traen a Jesús un paralítico acostado en una cama. Antes de
sanarlo, Jesús empieza por decirle: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados”
(Mt. 9:2). La primera necesidad no es la curación del cuerpo mortal sino la del alma
inmortal. Por supuesto, el inválido deseaba caminar, pero la verdadera libertad y el
gozo vienen al aceptar el perdón de Dios.
– Una mujer, enferma y sin recursos, sufre desde hace doce años de una pérdida de
sangre, lo cual en Israel la hace impura. Ella sabe que Jesús puede sanarla. Por timi-
dez, que la vergüenza de su enfermedad aumenta, toca por detrás el borde del manto
de Jesús. El Señor se da la vuelta y le dice: “Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado” (Mt.
9:22), y es sanada al instante. Es imposible acercarse a Jesús en un acto de fe sin que
lo sepa y sin que fluya una bendición.
– Los discípulos, muy cansados, están en una barca, de noche y en plena tempes-
tad, sin Jesús. Divisan algo que nunca han visto antes y deducen que ¡es un fantasma!
Están aterrorizados. Jesús camina hacia ellos y les dice: “Tened ánimo; yo soy, ¡no
temáis!” (Mc. 6:47-52). Sube en su barca, y se calma el viento. Lo que tranquiliza
nuestras ansiedades y nos da ánimo, es la presencia de Jesús.
– Pablo despliega todos sus esfuerzos para evangelizar al pueblo judío a quien ama
tanto, pero las cosas salen mal. Todo parece estar en su contra. En Jerusalén, por
poco lo matan dos veces. La multitud lo ha golpeado. Más doloroso todavía, tiene sin
duda el sentimiento de haber fracasado con su pueblo y con sus dirigentes. Está solo,
herido y en la cárcel. Durante una de esas noches en las que los problemas parecen
más grandes, se le presenta el Señor y le dice: “Ten ánimo” (Hch. 23:11). Es como si le
dijera: «Todavía tengo trabajo para ti. Y cuido de ti.»
¡Más luz!
14 de agosto de 2003, 4 de la tarde. Un gigantesco apagón afecta el este de los Estados
Unidos y de Canadá: cincuenta millones de personas se ven privadas de la corriente
eléctrica. A esa hora, al salir de sus oficinas, numerosas personas quedaron atascadas
en los metros paralizados y también en los ascensores. Los aeropuertos fueron cerra-
dos. Se necesitaron más de tres días para que la situación se normalizara.
28 de septiembre de 2003, 3 de la mañana. Una violenta tempestad azota las mon-
tañas entre Suiza e Italia. Un árbol cae sobre una línea de alta tensión y, en algunos
minutos, casi toda Italia queda sumida en la oscuridad. ¡Cincuenta y siete millones
de personas andaban a tientas! Ese apagón produjo un final abrupto a la «Noche
blanca» organizada en Roma, donde tiendas, restaurantes, cines, museos, etc., ha-
bían programado mantener sus puertas abiertas durante toda la noche, para gozar
de una fiesta gigantesca.
Estas noticias ponen en evidencia la fragilidad de nuestro mundo moderno: ¡basta
con un incidente menor (un árbol derribado por una tormenta) para paralizar un
país entero! Sin electricidad no hay transportes, ni comunicaciones, tampoco cale-
facción para muchos… la vida se detiene.
El libro de Daniel presenta la sucesión de los imperios de los gentiles bajo la for-
ma de una estatua cuyos pies son en parte de hierro y en parte de barro; y el profeta
comenta: “El reino será en parte fuerte, y en parte frágil” (Dn. 2:42). Y es justamente
lo que comprobamos. El hombre se siente orgulloso de su tecnología; sin embargo,
siempre depende de las inclemencias del tiempo, mediante las cuales el Creador, sin
duda, quiere llamarlo a manifestar más humildad.
Los dos episodios mencionados nos sugieren algo más: vivimos en un siglo en
que se instalan luminarias por todas partes, hasta el punto de que, a veces se habla
de «polución luminosa». Sin embargo, cuanto más se ilumina, tanto más oscura es
la vida de los hombres delante de Dios. El profeta advierte: “Viene… la noche”, para
aquellos que prefieren las tinieblas (Is. 21:12; Jn. 3:19).
Creyentes, nosotros que somos “del día”, no nos dejemos deslumbrar por las luces
de este mundo, sino esperemos, siempre con mayor fervor, la mañana eterna, en la
cual nunca más necesitaremos de luz, ¡pues Cristo brillará sobre nosotros eterna-
mente (Ap. 21:23)!
Cristo vive en mí
El filósofo Atenágoras vivió en la última mitad del siglo II. Se había propuesto escri-
bir contra los cristianos y, con ese objetivo, se dedicó a leer los libros de éstos. Por
medio de esas lecturas, Dios le abrió los ojos y se convirtió en un cristiano. Entonces,
en lugar de atacar a los discípulos del Señor, los defendió y, en el año 177, redactó una
apología en favor de ellos y la presentó ante el emperador romano Marco Aurelio. En
ella decía:
«¿Por qué os sentiríais ofendidos simplemente por el nombre que invocamos.
Tan sólo el nombre no merece vuestro odio. Un crimen es digno de castigo. Si
nos convencéis de haber cometido un crimen grande o pequeño, castigadnos; sin
embargo, no únicamente por causa de llamarnos cristianos. Ningún cristiano es un
criminal, a menos que se comporte de manera contraria a lo que pretende ser».
«Entre nosotros hallaréis ignorantes, obreros, mujeres ancianas que quizá no po-
drían probar mediante razonamientos la verdad de nuestra doctrina; sin embargo,
por sus obras, todos ellos muestran el efecto bienhechor que tal doctrina produce
cuando uno se convence de que es la verdad. Ellos no hacen discursos, sino buenas
obras. Cuando se les hiere, no devuelven los golpes; no presentan querella judicial
contra aquellos que los despojan; dan a los que les piden y aman a sus prójimos como
a sí mismos».
Pasaron muchos siglos… Igual que los cristianos de los cuales hablaba Atenágo-
ras a Marco Aurelio, yo no soy un teólogo; sin embargo, con el socorro de la gracia de
Dios, puedo manifestar, tanto como aquéllos y a mi medida, los caracteres de Cristo
¿Por qué? Porque he creído en Jesucristo, quien vino a ser mi Salvador y mi Señor;
porque sé que él mora en mí por su Espíritu. Mi vida, pues, debe reflejar los carac-
teres de este huésped divino. Así viviré de acuerdo con el objetivo que Dios tenía
cuando creó al hombre a su imagen: compartir sus pensamientos con los hombres.
Alentémonos a estimar en el más alto grado tal presencia divina en nosotros; de-
jemos que el Espíritu Santo dirija nuestra vida y ésta será transformada para la gloria
de Dios.
La fe en un gran Dios
Cuando David corrió hacia el gigante, con su cayado y su honda, lo hizo confiando
en Jehová. Él lo conocía como el Dios vivo, el cual tenía la capacidad de hacer caer a
Goliat, quien se había atrevido a provocar al Dios de Israel.
Cuando Pedro le pidió al Señor que lo mandara a caminar sobre las aguas, sabía
que Jesús – Dios manifestado en carne – tenía el poder para anular las leyes de la
naturaleza, a favor de su discípulo en tal circunstancia.
Cuando el centurión le pidió a Jesús que, aún estando lejos, dijera una palabra para
sanar a su siervo, tuvo fe en su misericordia y autoridad soberana.
La fe no tiene poder en sí misma, sino que Dios es quien tiene el poder; y nuestra
fe descansa en el poder de Dios (1 Co. 2:5). Algunos confían en su fe; ¡ellos tienen fe
en su fe! Pero se nos indica que nuestra confianza (nuestra fe) debe ser depositada en
Dios.
En mi condición de creyente, conozco a Dios personalmente como el Dios justo,
paciente, sabio, omnisciente, omnipresente y omnipotente. Sé que se interesa en mí
porque me ama. Por eso acudo a él con confianza.
Para hacerme crecer en este conocimiento, el Espíritu Santo, el cual mora en mí,
utiliza la Biblia. Él me revela al Padre y a su Hijo Jesucristo, tal como Jesús lo anunció
a sus discípulos: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn.
16:14).
El hecho de conocer a Dios debe tener sus resultados prácticos (2 P. 1:5-8). Nuestra
fe se fortalece mediante la obediencia respecto a las cosas de la vida diaria, sean éstas
pequeñas o grandes, como también en el servicio para el Señor.
Cuando los discípulos pidieron: “Señor, auméntanos la fe”, quizá lo hicieron con
el propósito de llevar a cabo actos espectaculares de poder. Jesús no los reprendió por
esto, pero les relató la parábola del amo que se hace servir por su siervo cansado. Con
ello les demostró que Dios, ante todo, espera la obediencia de sus redimidos y que
éstos se mantengan siempre dispuestos para servir al gran Amo.
Mediante la lectura de la Biblia, la oración y también por la experiencia, crecemos
en el conocimiento de Dios, el Dios vivo y verdadero, en quien podemos confiar cada
día.
¿Cómo reaccionamos?
Los capítulos 19 y 20 del segundo libro de los Reyes nos enseñan que el rey Ezequías
recibió dos cartas; una ultrajante y otra engañosa.
La primera de esas dos cartas provenía de Senaquerib, rey de Asiria, un enemigo
implacable de Israel. Sus ejércitos ya habían invadido una parte del reino de Judá y
ahora estaban muy cerca de Jerusalén. Dicho rey intentaba aterrorizar a los habitan-
tes de Jerusalén y apremiarlos a rendirse. Su carta contenía blasfemias contra Dios.
“Y tomó Ezequías las cartas de mano de los embajadores; y después que las hubo
leído, subió a la casa de Jehová, y las extendió Ezequías delante de Jehová. Y oró
Ezequías delante de Jehová” (2 R. 19:14-15). ¡Sabia manera de obrar la de este piado-
so rey! En ese día de angustia y de castigo para él y su pueblo, puso su causa en las
manos de Dios. Se sentía suficientemente pequeño ante sus propios ojos, lo cual le
hizo comprender que quien había sido blasfemado no era él, sino el “Dios viviente”
(v. 16). Hizo un llamamiento a la omnipotencia de Dios (v. 15). Y Él respondió a su
fe: un ángel de Jehová aniquiló al ejército asirio y Senaquerib se fue y volvió a Nínive.
Cuando nos acosa una situación difícil, pongamos nuestra causa en las manos de
nuestro Dios mediante la oración. Él la defenderá mejor que nadie.
La segunda de esas cartas provenía del rey de Babilonia (2 R. 20:12), quien la envió
con un presente, pues había oído que Ezequías, convaleciente, se estaba reponiendo
de una enfermedad grave. No conocemos el contenido de dicha carta; sin embargo,
ciertamente, el rey babilonio, con términos aduladores, intentaba crear una alian-
za con Judá en contra de Asiria. Aunque esa carta llegó desde Babilonia, Ezequías
cayó en la trampa: escuchó a los mensajeros del rey y les mostró todos sus tesoros.
Entonces, el profeta Isaías tuvo que decirle, de parte de Dios: “Todo… será llevado
a Babilonia, sin quedar nada” (v. 17). ¿Por qué, pues, Ezequías no abrió esta carta
delante de Dios, como hizo con la primera? ¡Él le habría hecho descubrir la trampa
disimulada que le habían tendido!
En la adversidad, tanto como en la prosperidad, presentemos todo ante Dios…
incluso los hechos que parecen no revestir gravedad y que pensamos que no tendrán
consecuencias.
“Y cuando el rocío cesó de descender, he aquí sobre la faz del desierto una cosa me-
nuda, redonda, menuda como una escarcha sobre la tierra. Y viéndolo los hijos de
Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto? porque no sabían qué era.”
Éxodo 16:14-15
“Cuando entró él [Jesús] en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién
es éste?”
“Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre.”
Juan 6:35
«¿Man hou?»
Una mañana, poco después de su salida de Egipto, los israelitas vieron algo que pare-
cía arena blanca esparcida sobre la superficie del desierto. Entonces se dijeron unos a
otros: «¿Man hou?», es decir: ¿qué es esto? (Éx. 16:15). De esta exclamación que deno-
ta sorpresa proviene la palabra maná (en hebreo «man» significa «¿qué es?»).
¿Qué era, pues, ese maná, que sorprendía tanto a los israelitas? Era el “pan” que
Jehová les daba, el “trigo de los cielos” (Sal. 78:24), un alimento completo, tanto para
los adultos como para los niños; y, tan completo, ¡que sostuvo a Moisés durante cua-
renta años! Cuando Dios se llevó a este siervo a la edad de 120 años, su vigor estaba
intacto. En cuanto al pueblo, la exclamación inicial causada por la sorpresa, lue-
go dio lugar a la indiferencia, frente a lo «corriente» de este milagro que se repetía
cada mañana, y pronto llegó a sentir fastidio por aquello que calificaron de “pan tan
liviano” (Nm. 21:5).
El maná había sido dado del cielo para alimentar el cuerpo de los israelitas en el
desierto. Así, el Señor Jesús vino del cielo para dar vida y mantenerla. Él es el “verda-
dero pan del cielo… que da vida al mundo”, el “pan de vida” que alimenta a nuestra
alma en este mundo y nos hace crecer (Jn. 6:32-35).
Al igual que el maná, Jesús fue un tema de asombro para muchos. La gente decía
de Él: “¿Quién es éste?” Primero fue admirado por las multitudes; sin embargo, luego
llegó a ser un tema de temor y, pronto, de odio de parte de los jefes del pueblo. El “pan
de vida” terminó siendo un objeto de fastidio así como el maná.
Para nosotros, cristianos, ¿quién es Jesús? Leamos y meditemos los evangelios
para descubrir la belleza de su persona, ¡y la grandeza de su mensaje y de su obra!
Profesión de fe
Los judíos acusaron a Pablo diciendo que formaba parte de lo que, para ellos, era
una secta herética. Obligado a presentar su defensa, él explicó que se mantenía en la
misma línea de la revelación divina que sus adversarios conocían.
Pablo afirmó, en primer lugar, su apego a todas las Escrituras y su confianza en el
Dios de sus padres. Luego, precisó que creía en la resurrección de los cuerpos. La cer-
teza de la resurrección constituye la bienaventurada esperanza del creyente. ¿Acaso
podría existir otro porvenir más bello que el de entrar en la gloria eterna para estar
siempre con el Señor?
Tal esperanza abarca aún otro aspecto: Cristo nos manifestará a todos ante él a
fin de que tengamos una apreciación de cómo fue nuestro andar en la tierra. Pablo se
sentía estimulado ante la perspectiva de hallarse un día frente a Aquel que le confió
la misión de anunciar el evangelio y de exponer los planes de Dios.
Por ello velaba a fin de que su conciencia se mantuviera irreprensible delante del
Señor, para recibir una recompensa de su Amo. Asimismo, procuraba vivir de una
manera justa en medio de los hombres injustos, para que su conducta estuviera en
concordancia con sus palabras.
Así, pues, Pablo no intentaba justificar el cristianismo, “el Camino”, en el plano
teológico. No atacó a sus adversarios. Por el contrario, afirmó su fe en la Palabra de
Dios y su esperanza en Dios.
Hoy, si procurásemos justificar lo meritorio de nuestra posición eclesiástica me-
diante razonamientos, perderíamos nuestro tiempo. El Señor desea que demostre-
mos nuestro apego a su Persona y a su Palabra; y espera que sus redimidos vivan de
él, con él y para él. Éste es el modo en que los creyentes, juntos en un mismo lugar,
podrán dar testimonio de él, de manera creíble en un mundo hostil.
El cimiento de su trono
Literalmente, un trono, por lo general, está constituido por un pedestal de cierta
altura, en el cual descansa el asiento de un soberano.
El trono del rey Salomón era de marfil, cubierto de oro. Tenía seis gradas. Doce
leones estaban dispuestos en dos hileras sobre las seis gradas, y dos leones se encon-
traban junto a los brazos del asiento (véase 1 R. 10:18-20).
Así, ese cimiento monumental sostenía el asiento y aseguraba su estabilidad. El
sentido literal y el sentido simbólico de esta expresión, a menudo se encuentran li-
gados.
“Se sentó Salomón en el trono de David su padre, y su reino fue firme en gran
manera” (1 R. 2:12).
El comienzo del reino de Salomón es, en escala reducida, una representación del
reino de nuestro Señor Jesucristo. De modo general, es también una representación
de la autoridad soberana que Dios ejerce y ejercerá un día de manera visible en el
mundo. “El cimiento de su trono” representa el carácter moral de tal gobierno.
Cuando Salomón comenzó su reinado, demostró muy bien que el cimiento de su
trono estaba constituido por la justicia, el juicio y la misericordia (1 R. 2 y 3).
– La rebelión y la arrogancia de Adonías fueron castigadas.
– La prolongada impunidad de la traición y de la crueldad de Joab, recayó sobre
su propia cabeza.
– La desobediencia de Simei fue condenada.
– La mentira de la madre falsa quedó desenmascarada, y el niño vivo devuelto a la
verdadera madre.
“Todo Israel oyó aquel juicio que había dado el rey; y temieron al rey, porque vie-
ron que había en él sabiduría de Dios para juzgar” (1 R. 3:28). Seguramente, todo
esto es sólo una ilustración del modo en que Dios juzgará al mundo con justicia. “El
Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gn. 18:25).
Ante la complejidad de los eventos, frente a tantas injusticias, rebelión, opresión,
mentiras, hipocresía y ambición de ganancias, hallamos las declaraciones de la Pa-
labra de Dios que nos reconfortan: “Jehová permanecerá para siempre; ha dispuesto
su trono para juicio. El juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud.
Jehová será refugio del pobre, refugio para el tiempo de angustia” (Sal. 9:7-9).
Ester
La historia de Ester, una joven judía, demuestra de qué modo Dios, el Dueño de las
circunstancias, obra de manera invisible ante los ojos de los hombres, pero muy real
en nuestras vidas. Dios vela por el destino de sus hijos.
Para Ester, las condiciones de vida no eran fáciles. Era huérfana, estaba cautiva
y había sido deportada a un país extranjero. No obstante, gozaba del afecto de Mar-
doqueo, su tío, a quien obedecía como a un padre. Manifestemos a nuestros padres
el respeto y la obediencia que la Palabra nos ordena observar para con ellos, a fin de
agradar al Señor (Ef. 6:1-3).
Un encadenamiento inesperado de circunstancias llevaría a la joven hasta el trono;
sin embargo, ¡de qué manera! La docilidad y la disposición que manifestaba serían
muy útiles para los designios de Dios. Es una lección para todos nosotros, cualquiera
sea nuestra edad: estar a disposición del soberano Dios, quien nos ama.
La belleza y la conducta de Ester fueron apreciadas por el siervo del rey, y así ganó
el favor del propio rey Asuero. El testimonio que damos ante nuestros contemporá-
neos (Flp 2:15), ¿es tan claro como el de esa joven?
Cuando Asuero, impulsado por su primer ministro Amán (Est. 4:16), decidió ex-
terminar a los judíos, Mardoqueo le pidió a Ester que interviniera. Ella, confrontada
a esa situación excepcional, fue humilde y, consciente de su debilidad, hizo un lla-
mado para que sus compatriotas la ayudaran a encontrar un modo delicado para
acercarse al monarca. Tal como lo hizo Ester, también nosotros sepamos pedir ayuda
a nuestros hermanos y hermanas, conscientes de cuánta necesidad tenemos los unos
de los otros (Ef. 6:18-19; 1 Ts. 5:25).
Ester, con valentía, presentó su pedido al soberano y supo hacerlo con inteligencia
y tacto. Decir la verdad no siempre es fácil; sin embargo, lo que prosigue de la historia
confirma, de manera espléndida, que Dios honra la fe más allá de sus expectativas:
el adversario fue confundido y la sentencia se volvió en contra del malvado Amán.
El pueblo judío fue librado milagrosamente, porque Ester supo obrar con fe y deter-
minación en el momento oportuno. Ella, en su tiempo, sirvió a su propia generación
“según la voluntad de Dios [o: sirvió a los designios de Dios]” (Hch. 13:36).
¡Cuántas veces hemos visto que el Señor manifestó su gloria al intervenir en
situaciones que, aparentemente, no tenían salida! ¡Imitemos la fe, el coraje, el tacto y
la lucidez de Ester, para la gloria de Dios y el bien de nuestros hermanos y hermanas!
Juicio apresurado
Era un día de fiesta en Silo, el lugar donde se encontraba el arca del pacto, símbolo
de la presencia de Dios en medio de su pueblo Israel. Sin embargo, no todos los cora-
zones estaban en concordancia. Ana, la esposa de un hombre llamado Elcana, estaba
profundamente triste: era estéril. En su angustia, incapaz de estar en la comida de
la fiesta que seguía al sacrificio, fue al templo para orar largamente en silencio. El
sacerdote Elí la observó y, al ver el comportamiento de ella, dedujo que estaba ebria.
Pongámonos primeramente en el lugar de Ana. ¿Qué hubiéramos respondido,
frente a una acusación tan injusta? Quizá nos habríamos escudado en nuestra dig-
nidad ofendida y en nuestro derecho y hubiéramos respondido con el mismo tono.
O tal vez, por el contrario, nos habríamos alejado en silencio, airados interiormente
contra ese sacerdote que no comprendía nada. Ana nos enseña la actitud correcta:
respetuosa para con ese anciano que representaba la autoridad de Dios, expuso su
situación y, con calma, aclaró las cosas. Del mismo modo nosotros, si hemos sido
heridos por alguien, en particular por un hermano que tiene responsabilidades en la
iglesia, manifestemos el tacto y el valor que tuvo Ana para no rebelarnos y no agravar
más aún las cosas, sino para decir lo que sentimos y explicar nuestras motivaciones
(v. 16).
Ahora, pongámonos en el lugar de Elí. A veces, ¿no obramos igual que él y emi-
timos un juicio demasiado apresurado respecto a una situación? Algunos elementos
que saltan ante nuestra vista nos llevan rápidamente a sacar una conclusión errónea
que puede derivar, como en este caso, en una palabra hiriente, o quizás en pensa-
mientos malos. Por el contrario, el Señor nos advierte: “No juzguéis según las apa-
riencias, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Sin embargo, tal juicio justo, muy a
menudo surge a través de un diálogo, a fin de comprender mejor a nuestro hermano
o hermana. Sepamos no quedarnos bloqueados en nuestra primera impresión (¡aun-
que ésta sea muy buena!). Más bien, como Elí, quien terminó comprendiendo la si-
tuación, tengamos una palabra final de paz y de bendición (v. 17).
La santidad de Cristo
Jesucristo, el Hijo de Dios, quien vino a la tierra con un cuerpo semejante al nuestro,
era perfectamente santo, indemne de todo pecado. El pecado no moraba en él, al con-
trario de nosotros, hijos del linaje de Adán. En lo más profundo de su ser se hallaba
la ley de Dios y no el pecado.
Su santidad brillaba en su obediencia: su voluntad estaba en perfecta concordan-
cia con la de su Padre. Podía decir con toda verdad: “He descendido del cielo, no para
hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn. 6:38). También dijo: “Mi
comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Jn. 4:34), y
aún: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).
Él manifestó dicha santidad durante toda su vida en sus pensamientos, palabras,
hechos, siempre y en todas las circunstancias, colmados de amor, de compasión y de
gracia; sin embargo, también de verdad. Por eso, en él, el Padre halló todo su con-
tentamiento.
Sin embargo, Dios no lo escatimó y lo sacrificó por nosotros. Efectivamente, a
causa de su santidad perfecta, Jesucristo pudo presentarse para ser nuestro sustituto
en la cruz. Aunque no tenía que responder por ningún pecado, él sufrió el juicio
inexorable que merecían nuestros pecados.
En nuestra vida diaria, nos damos cuenta de que estamos muy lejos de manifes-
tar la perfecta santidad del Señor; y entonces, desesperados, podríamos decir como
Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habi-
tando en medio de pueblo que tiene labios inmundos…” (Is. 6:5). No obstante, recor-
demos que Dios nos ve en la perfección de la santidad de Cristo: “Porque con una
sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14).
¡Qué paz, qué agradecimiento y qué admiración sentimos cuando contemplamos
la absoluta santidad de nuestro Salvador!
Ser santo
En Cristo tenemos una santidad perfecta, puesto que él mismo es nuestra santidad
delante de Dios: “Por él estáis (o: de él sois) vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha
sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Co. 1:30).
Dicha santidad se nos otorgó el día que creímos, cuando pasamos de las tinieblas a
la luz. Nos fue dada por Dios, quien nos ve en Cristo y, por lo tanto, nos considera
perfectos en él.
¡Qué paz nos inunda cuando comprendemos que tal santidad es inmutable, como
lo es la paz de Cristo! Es una santidad eterna, fundada en su obra. Es perfecta, y sin
ella nos resultaría imposible tener la más mínima comunión con Dios, a causa del
pecado en nosotros. Y, ciertamente, el derecho de que podremos entrar en el cielo,
donde todo es “santísimo”, se lo debemos a la perfección de la santidad de Cristo.
¡Gloria a Dios!
En la vida cotidiana, nuestra santidad consiste en querer, hablar y hacer lo que a
Dios le agrada; es decir, vivir llenos de la luz y el amor de Dios.
¿Será ésa una misión imposible? Por supuesto que no! Dios sería cruel si nos pidie-
ra algo que no pudiéramos cumplir. Él nos dio todos los recursos para que vivamos
como fieles súbditos de su reino: la vida de Cristo, el Espíritu Santo, la intercesión de
Cristo, los cuidados del Padre…
Para conocer y utilizar plenamente tales recursos, ciertamente se requiere un
aprendizaje que se extenderá durante toda nuestra vida; sin embargo, el Padre nos
ama y él es quien nos forma y nos instruye.
¡Qué gozo sentimos y qué privilegio es vivir en el reino del amado Hijo del Padre!
Invitaciones apremiantes
En los dos evangelios citados, la parábola de la “gran cena” presenta algunas diferen-
cias. En ambos textos, el que invita desea que la sala del banquete se llene. De la mis-
ma manera, Dios desea que todos los hombres procedan al arrepentimiento y vengan
a la fe, para que se regocijen eternamente en su casa. Sin embargo, el rechazo de la
invitación por parte de los convidados es un hecho que ocasiona la desgracia de éstos.
En Mateo, el rey que le hizo una fiesta de bodas a su hijo disponía de muchos sier-
vos. Éstos tenían la misión de invitar a las personas para que entraran en la casa. No-
sotros también somos siervos de Dios. Cada uno de nosotros es llamado a invitar a
quienes encontramos en el camino a fin de que acepten el perdón que Dios les ofrece.
En Lucas, el hombre que hizo la gran cena envió a un solo siervo “su siervo”, a
quien le dijo que forzara (no que convidara) a las personas a entrar en el festín, el
festín de la gracia. En esto vemos una figura del Espíritu Santo.
De manera que, por una parte, la misión de los creyentes consiste en invitar a
los hombres a que acepten la gracia de Dios y en anunciar el perdón de los pecados
que se le concede a todo aquel que cree. Ésta es una misión importante, pues “¿cómo
oirán sin haber quién les predique?” (Ro. 10:14).
Por otra parte, el Espíritu Santo es quien convence interiormente a los que oyen
el evangelio y los constriñe a aceptarlo. Sólo él puede hacer tal obra en una persona.
“El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a
dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn. 3:8). Nacer del Espíritu
resalta la soberanía de Dios, el único que tiene la prerrogativa y el poder de dar la
vida eterna.
Nosotros, con el socorro de Dios, tenemos la responsabilidad de invitar a los hom-
bres a que reciban a Jesús el Salvador, y la de manifestar celo y constancia en esa
obra. Si observamos poco fruto en nuestro trabajo de evangelización no nos culpa-
bilicemos, pues sólo el Espíritu Santo puede constreñir a alguien para que acuda a
Jesucristo.
Hilos rotos
Mary Verghese, una doctora de nacionalidad india, había decidido consagrarse ente-
ramente a Dios mediante el ejercicio de la medicina. Luego de haber completado sus
estudios generales, proyectaba especializarse en ginecología. Siempre había rendido
sus exámenes de manera brillante. Repentinamente, en un accidente se le quebró la
columna vertebral y quedó parapléjica. Ése fue un choque sicológico considerable:
¿Por qué Dios le había conservado la vida? Ella habría preferido morir antes que verse
paralizada y dependiente.
Pero la parálisis sólo afectaba sus piernas. Sus brazos y sus manos estaban sanos.
Poco a poco se dio cuenta de que podría continuar con su profesión y ser útil a los
demás. Quienes la rodeaban comprobaron que sus pacientes, por lo general leprosos,
dejaban de quejarse al verla: estaban sorprendidos y conmovidos al observar que una
persona tan gravemente discapacitada tuviera el coraje de cuidarlos.
Un día, ella le confió a un colega: «Después de todo, empiezo a creer que lo que
me sucedió puede tener algún sentido. Al principio, los hilos parecían tan enredados,
tan rotos… Y ahora descubro que el Diseñador del bordado puede utilizar incluso
hilos cortados.»
A veces, Dios permite que pasemos por circunstancias terribles, en las cuales
verdaderamente tenemos la impresión de ser cortados. Sin embargo, recordemos la
lección que el apóstol Pablo aprendió en la prueba: él comprendió que su debilidad
podía ser utilizada por el Señor, e incluso que tal debilidad era, en las manos de Dios,
un instrumento de poder para Su gloria.
La Biblia nos brinda otro ejemplo mediante la historia de cuatro leprosos. Dios
los utilizó como mensajeros de la liberación inesperada de Samaria, que estaba sitia-
da por los ejércitos sirios (2 R. 7) ¿Quién hizo un reconocimiento del campamento
de los sirios? ¿Quién anunció la buena nueva a los centinelas? ¿Jinetes poderosos?
¿Hombres ricos e influyentes? No, sino cuatro parias leprosos, rechazados por la so-
ciedad ¡y que no tenían nada que perder!
¿Se siente usted tan miserable como esos parias? Mucho mejor así, ¡pues Dios pue-
de emplearlo! Así como Mary Verghese le había dedicado sus manos sanas al Señor,
usted también puede consagrarle su ser entero.
David y Jonatán
David, solo, sin ayuda humana, acababa de vencer a Goliat, quien había aterrorizado
al pueblo de Israel y a su rey. Jonatán, el hijo del rey Saúl, reconocía en David la fe que
él mismo había demostrado poseer al ir solo al encuentro de los filisteos, fe sostenida
por el amor a Jehová y a su pueblo (1 S. 14:1-15).
Así, entre David y Jonatán nació una amistad muy fuerte, completamente desin-
teresada y llena de confianza, que quedó demostrada cuando Jonatán le dio a David,
el humilde pastor, los distintivos de su función (vestimentas y armas). ¡Ya no había
más barrera social entre ellos!
Los celos de Saúl para con David, motivados por las victorias militares y la po-
pularidad que había obtenido éste no perturbaron aquella amistad. Al contrario, la
reforzaron y le dieron a Jonatán la ocasión de abogar con éxito a favor de la causa de
su amigo (1 S. 19:1-6). Sin embargo, muy pronto, la maldad de Saúl volvió a manifes-
tarse, a pesar de sus buenas intenciones, y Jonatán se vio obligado a defender a David
poniendo en riesgo su propia vida (1 S. 20:24-34).
Entonces, por última vez, mientras su padre perseguía a David cada día, Jonatán
fue a un bosque donde se escondió con sus hombres. Allí, de manera conmovedora,
le cedió a su amigo perseguido la realeza que habría heredado de su padre. Ellos re-
novaron su pacto de amistad delante de Jehová.
Lamentablemente, Jonatán no se asoció plenamente con aquel que – como bien lo
sabía – era el ungido de Dios para que reinara en Israel. Dejó a David escondido en
el bosque y se volvió a su casa (1 S. 23:16-18). Este hecho dio lugar a su muerte algún
tiempo después. Con David, él habría mantenido a salvo su vida y habría evitado los
sufrimientos por los que pasó el pueblo de Israel luego de la muerte de Saúl.
David, en ese período de su vida, es una figura de nuestro Señor Jesús, destinado
a reinar sobre Israel, pero aún rechazado por éste. Durante su ausencia, Jesús consi-
dera a sus redimidos como amigos suyos (Jn. 15:14-15), y espera que ellos no nieguen
tal muestra de amor y tal honor. A veces esto les hace sufrir el desprecio del mundo
e incluso, en ciertas ocasiones, una hostilidad declarada. Soportemos tal oprobio y
manifestemos nuestro amor por Aquel que no se avergüenza de llamarnos, más que
amigos, hermanos (Heb. 2:11).
Dios se revela
Sara, la esposa de Abraham, había maltratado a su sierva Agar y ésta huyó. Sin em-
bargo el Ángel de Jehová la encontró junto a una fuente de agua en el desierto, la
consoló y le ordenó que volviera a su ama. Agar, transformada por lo que vio y oyó,
llamó el nombre de Jehová, quien había hablado con ella: Atta-El-Roi: “Tú eres el
Dios que te revelas.”
Dios está cerca y le agrada revelarse. Lo hace:
– En la creación (Ro. 1:20; Sal. 19:1-6):
Ya sea que exploremos con un telescopio los confines del universo o que nos incli-
nemos a mirar con un microscopio lo que es infinitamente pequeño, o bien que nos
maravillemos frente a una flor o un insecto, al reflexionar en ello podemos discernir
“por medio de las cosas hechas” dos perfecciones de Dios: su poder eterno y su deidad.
– En su Palabra (Sal. 19:7-11):
Sólo la Palabra revela los pensamientos y los designios de Dios respecto al hombre.
Ella nos revela a Jesucristo y su obra perfecta. La Palabra de Dios es la verdad, porque
los pensamientos de Dios son verdad, un atributo fundamental de Dios. Inspirados
por el Espíritu Santo, algunos hombres hablaron de parte de Dios, quien los guió
incluso en lo concerniente a las palabras exactas que debían escribir.
– En Cristo (Heb. 1:1-2):
El Señor Jesucristo mismo es la revelación final de Dios dada a los hombres. Por él
y en él, Dios nos habla ahora directamente. Él es la plena revelación de lo que Dios es
y de lo que quiere comunicarnos. Al tomar forma de hombre hizo visible al Dios que
nadie pudo ver jamás. Como el apóstol Juan lo afirma: “A Dios nadie le vio jamás; el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18).
– Por su Espíritu (1 Co. 2:10-12):
Los apóstoles y los profetas fueron iluminados por el Espíritu Santo, porque el
Espíritu de Dios lo escudriña todo, incluso lo profundo de Dios. El Espíritu de Dios,
infinito en sabiduría, conoce todas “las cosas de Dios” y tiene la virtud de darlas a
conocer a otros.
Dios me creó; Dios se reveló; Dios me habló; Dios me salvó. ¡Bendito sea eterna-
mente!
Celos carnales
El celo es la solicitud que un hombre manifiesta al servicio de una causa o de una per-
sona. Por cierto, en sí misma, es una cualidad muy apreciable. Sin embargo, también
es necesario que el objetivo del celo sea digno y, para el creyente, que sea conforme a
la voluntad de Dios, la cual se requiere discernir (Ro. 12:2).
La crónica del reinado de Saúl nos dice que él hirió de muerte a los gabaonitas (2
S. 21:1) y se nos da a conocer el motivo de su actuar: “su celo por los hijos de Israel y
de Judá”. A primera vista, tal celo puede parecernos justificado: el rey deseaba eli-
minar a las personas cuya presencia en el pueblo encarnaba un constante recuerdo
de una falta evidente cometida por Josué (Jos. 9:4). Dios no juzgaba así ese hecho: su
Nombre había sellado un pacto entre Israel y Gabaón (Jos. 9:19) y, de allí en adelante,
nada podía romperlo; ningún celo podía justificar el perjurio. Saúl, tanto como Josué,
antes de obrar habría tenido que consultar a Jehová, lo cual es un principio siempre
actual para los creyentes.
El caso de Jehú, rey de Israel, autor de las palabras del segundo versículo citado,
no resulta más edificante; incluso si, en su boca, su “celo por Jehová” puede parecer
más espiritual que el celo de Saúl “por los hijos de Israel”. Ciertamente, podemos
decir que Jehú había sido ungido como rey para que ejecutara una sentencia de Dios
contra la casa de Acab (2 R. 9:1-9); sin embargo, en los dos capítulos que le concier-
nen, ¿qué leemos? Él no dejó de sobrepasar la voluntad de Dios con inaudita violen-
cia. Acompañó la ejecución de sus actos con astucias engañosas. Invitó a Jonadab
para que fuera testigo de su celo, con lo cual puso en evidencia su orgullo. Solícito
para juzgar a los demás, despreció la ley de Dios para sí mismo (2 R. 10:31).
Todavía hoy, a veces, algunos califican de “celo” por el Señor el hecho de emitir
juicios desmedidos y arbitrarios contra otros hombres (creyentes o no) aun cuando,
personalmente, son permisivos para consigo mismos. Tal celo, que no proviene de la
sumisión a la voluntad del Señor, discernida y comprendida, resulta nefasto porque
es carnal. Dios lo condena: lo demuestran los ejemplos que hemos visto en Saúl y
Jehú.
Mañana veremos otros ejemplos ¡que sí debemos seguir!
Celos espirituales
Si por un lado la Palabra nos habla del celo humano que manifestaron Saúl y Jehú,
por otro lado, también nos brinda algunos agradables ejemplos del celo espiritual
que fue desplegado en obras de reconstrucción. Veamos dos de ellos:
La reconstrucción del templo
El gobernador Zorobabel y el sumo sacerdote Jesúa respondieron a los llamados
de los profetas Hageo y Zacarías y comenzaron a edificar el templo. El ejemplo que
dieron fue seguido por el pueblo, lo cual provocó la oposición de los funcionarios
de Darío, rey de Persia. Esto, lógicamente, era de esperar: el enemigo no podía hacer
otra cosa que oponerse a la reconstrucción de la “casa de Dios” (Esd. 5:2). Sin embar-
go, es sorprendente ver que, cuando los súbditos persas informaron a su rey respecto
de esa obra, señalaron el celo de los judíos y, como fruto de éste, la prosperidad del
trabajo. Indudablemente, “los ojos de Dios estaban sobre los ancianos de los judíos”
(Esd. 5:5). ¿No es igual hoy? Se hace oír un llamado, el creyente responde a él, pone
sus manos a la obra con celo y el resultado es la prosperidad. Primeramente el celo,
luego la prosperidad – en ese orden –; es lo que Dios desea para su pueblo.
La reparación de los muros
En el capítulo 3 del libro de Nehemías se mencionan alrededor de cincuenta per-
sonas (o grupos de personas) que emprendieron la restauración de los muros y de
las puertas de Jerusalén. Dicho emprendimiento fue un fruto de la respuesta que
Nehemías había dado a los enemigos del pueblo, la cual reveló que tenía una fe osada
y que estaba plenamente convencido que dependía del “Dios de los cielos” (Neh. 2:20).
El sumo sacerdote y sus hermanos comenzaron la reconstrucción. De inmediato
los siguieron numerosos trabajadores de lugares, oficios y condiciones muy diversas,
cuya obra se encuentra cuidadosamente detallada. Sin embargo, de uno solo, de Ba-
ruc, leemos que restauró con un celo del que quedó constancia como de un hecho
característico de su actuar. Así, pues, Dios lo distinguió entre sus hermanos. Lo que
estimulaba al celo de Baruc era su fe activa y dependiente de Dios.
Hoy también necesitamos manifestar celo para responder con eficacia a nuestra
vocación cristiana:
– Aportar materiales para edificar la casa de Dios, representa anunciar a Cristo.
– Restaurar el muro para garantizar la seguridad del pueblo de Dios contra los
ataques del enemigo y las influencias del mundo, equivale a guardar la Palabra de
Dios, enseñarla y ponerla en práctica (Jn. 17:17).
Un reino inconmovible
Reinos quebrantados y destruidos
El profeta Daniel, cautivo en Babilonia, tuvo la visión profética de los cuatro grandes
imperios de los tiempos de los gentiles y de su destrucción: el Imperio babilónico, el
Imperio medo-persa, el Imperio griego y el Imperio romano (Dn. 2 a 7).
La historia profana nos indica que el poder del Imperio babilónico fue desbara-
tado, hacia 539 a.C., por el Imperio medo-persa. Este último perdió su supremacía
hacia 331 a.C., arrollado por las rápidas conquistas efectuadas por los griegos, bajo
Alejandro el Grande. El Imperio griego menguó su fuerza hacia 168 a.C., azotado por
los golpes de las formidables legiones romanas. El Imperio romano fue dividido en
dos en 395. El Imperio romano de Occidente, invadido desde muchos flancos por los
bárbaros, declinó rápidamente. El Imperio romano de Oriente subsistió hasta 1453.
Daniel indica que cuatro imperios se sucederían hasta que fuera establecido el
reino del Mesías. El Apocalipsis nos revela que el cuarto será reconstruido, después
de haber desaparecido durante el período actual de la Iglesia, y que será destruido
para siempre por Cristo (Ap. 17:8; 19:19-21).
“Un reino que no será jamás destruido”
Dichas profecías de Daniel ofrecen un notable contraste entre esos reinos que tu-
vieron sus años de gloria, pero que todos fueron destruidos, y otro descrito así: “Un
reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenu-
zará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Dn. 2:44).
En esa profecía reconocemos con facilidad el reino de nuestro Señor Jesucristo.
Daniel lo ve como “un hijo de hombre” que recibe dominio, gloria y reino, para que
todos los pueblos le sirvan. “Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su
reino uno (o: un reino eterno) que no será destruido” (Dn. 7:13-14). Otros pasajes nos
muestran claramente que nuestro Señor Jesús debe reinar en la tierra (1 Co. 15:25;
Ap. 20:4) y que los creyentes del período de la Iglesia estarán asociados a ese reino de
mil años (2 Ti. 2:12). Sin embargo, el “reino eterno” es el reino moral donde Cristo
reina y que sólo será perfectamente establecido en el estado eterno.
Aun cuando todo en nuestro mundo se vea quebrantado, el creyente mantiene su
confianza, pues ya forma parte de ese “reino inconmovible”. Que nuestra piedad y
nuestro amor por el Señor den la prueba de que ello es así.
La importancia de la obediencia
En todo grupo social las nociones de autoridad y obediencia constituyen la base de
su estabilidad. Desgraciadamente, en nuestras sociedades tales nociones son difícil-
mente aceptadas, y esto de manera creciente. Sin embargo, los comportamientos que
se desprenden de ellas son esenciales en la familia, en el colegio, en la aldea o en la
ciudad.
Obedecer significa someterse a una autoridad exterior a uno mismo. En el Anti-
guo Testamento y en el Nuevo Testamento esa palabra se encuentra asociada al verbo
“escuchar”, pues “obedecer” supone que se conoce el mensaje que debe ser respetado.
Allí radica el drama de la desobediencia en Edén, cuando nuestros padres rehusa-
ron escuchar la Palabra de Dios, hecho que tuvo como consecuencia la entrada de la
humanidad en el caos del pecado.
En el marco bíblico, desobedecer es obrar sin tener en cuenta la autoridad de Dios,
escoger caminos fuera de su proyecto. Tales elecciones manifiestan rápidamente su
carácter desastroso, como lo demuestra la historia de la humanidad.
La desobediencia engendra el pecado y, como consecuencia, la separación entre
Dios y el hombre, es decir, la muerte: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás” (Gn. 2:16-17).
Para restablecer las verdaderas relaciones con Dios, únicas garantes de la vida y
del equilibrio, fueron necesarias tanto la muerte del Hijo de Dios en la cruz como
su resurrección. La obediencia de Jesús a su Dios fue lo que triunfó sobre la desobe-
diencia del hombre. Acerca de Él leemos: “haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz” (Flp. 2:8). Tal obediencia está ligada a su condición de hombre y a sus
sufrimientos. La aprendió comportándose siempre como el Hijo sujeto a la voluntad
de su Padre. Asimismo, el autor de la epístola a los Hebreos nos dice: “Y aunque era
Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino
a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb. 5:8-9).
Así, pues, Jesús, por su obediencia a Dios, nos abrió el camino de la vida eterna, es
decir, a la presencia de Dios.
No hallé a nadie…
En la época en que Jesús estaba en este mundo, si un hombre hubiera llegado a Israel
con despliegue de poder y hubiera demostrado fuerza como de un gran conquistador,
habría hallado simpatizantes listos para seguirlo y salir a la guerra con él a fin de
echar a los romanos. Si hubiera llevado a cabo alguna acción brillante que adulara
el orgullo nacional del pueblo, numerosas personas lo habrían apoyado y sostenido.
Jesús no se presentó así. Él no vino a la tierra para reclutar partidarios; su objetivo
no era político. Tomó un lugar entre los humildes, entre los pequeños. Se presentó
“manso y humilde de corazón”, para buscar y salvar a los que estaban perdidos. Sin
embargo, dice: ¡“No hallé a nadie”! “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn.
1:11). Fue “desechado” (Is. 53:3), el verdadero solitario en medio de los hombres.
Los fariseos, quienes pretendían saberlo todo y despreciaban al pueblo, ya no eran
capaces de aprender. Los doctores de la Ley sólo enseñaban la tradición de los ancia-
nos y mantenían al pueblo sumido en la ignorancia de la Palabra de Dios. Sólo Jesús,
en la perfección de su humanidad, estaba atento a la voz del Padre. Su perfección
contrastaba evidentemente con su entorno, de manera que los jefes del pueblo, en
su maldad, por envidia, por odio y desprecio, se alinearon contra él. También en
esa situación, Jesús estuvo solo para soportar el sufrimiento hasta el fin. Incluso sus
discípulos lo abandonaron: “He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis
esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo.” Pero, inmediatamente, añade:
“Mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn. 16:32).
A la abnegación de nuestro Salvador y a su soledad, responde ahora la gloria con la
cual lo revistió el Padre y la familia que Dios le dio: “He aquí, yo y los hijos que Dios
me dio” (Heb. 2:13).
Jesús conoció la soledad para que nosotros jamás estuviéramos solos. Él nos ase-
gura su presencia continua (Mt. 28:20) y nos permite gozar del amor fraternal en
nuestras congregaciones.
La flagelación de Jesucristo
Los evangelios no describen con detalles la manera en que los romanos aplicaban,
mediante azotes, la tortura llamada flagelación. En esa época, tal suplicio se practica-
ba públicamente para que sirviera de ejemplo y aterrorizara a la población. Nuestro
Señor sabía que él lo sufriría, pues alude a ello en el versículo que citamos de Marcos.
Esto aumentaba la angustia que podía sentir al pensar en lo que le esperaba. A pesar
de ello fue con plena resolución a Jerusalén, donde iba a sufrir y morir.
Algunas indicaciones nos ayudarán a comprender la atrocidad que implicaba di-
cho suplicio, el cual Jesús, el Santo de Dios, el Creador de los mundos, consintió
en sufrir. Los romanos practicaban la flagelación por diversas razones; por ejem-
plo, para arrancar confesiones u obtener informaciones (Hch. 22:24). También po-
día constituir la pena capital, o ser aplicada como castigo preliminar a quienes eran
condenados a muerte.
Si sólo tuviéramos los evangelios de Marcos y de Lucas, podríamos deducir que
a Jesús le fue infligida la flagelación después de pronunciarse el veredicto que lo sen-
tenció a la crucifixión. Sin embargo, de acuerdo con el evangelio según Juan, Pilato
condenó a Jesús a sufrir solamente el suplicio de los azotes, calculando que los judíos
se contentarían con esa pena menos grave que la crucifixión reclamada por ellos.
La flagelación romana era una barbaridad. Primero, la víctima era despojada de
su ropa, luego era fuertemente atada a un poste o a un tonel tumbado y, encorvada de
ese modo, exponía su espalda y sus hombros a los golpes del torturador. Se empleaba
un azote hecho de tiras de cuero o un látigo compuesto de tiras en que se ataban
huesecillos o pedacitos de metal. Esos azotes abrían surcos en la piel y desollaban al
condenado. Producían heridas tan profundas que, a veces, del cuerpo se desprendían
pedazos de carne.
Además de la vergüenza de la desnudez, pensemos en el indescriptible dolor físico
y en la infamia de ser condenado al castigo reservado a los esclavos y a los criminales.
Por amor a nosotros, por mí, Jesús consintió en soportar tantos sufrimientos. ¡Dé-
mosle a él, pues, nuestro agradecimiento y nuestro amor!
“Consumado es”
“Era la hora tercera cuando le crucificaron” (Mc. 15:25), es decir más o menos las
nueve de la mañana, según nuestra manera actual de medir el tiempo. En la cruz,
desnudo, a la vista de todos, grandes y pequeños, religiosos o no, judíos o romanos,
ante la inmensa multitud reunida para la Pascua, nuestro Redentor sufrió el suplicio
sin decir palabra. Lo cubren de insultos, provocaciones, blasfemias sin que él respon-
da. Único rayo de luz: el ladrón que se vuelve a él con fe.
Llega el mediodía y las tinieblas invaden la escena. En esta oscuridad, la ira de
Dios contra el pecado cae sobre el único justo que haya vivido en la tierra. Jesús expía
los pecados de todos aquellos que han confiado en Dios y de todos los que mirarán
a él con fe.
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que
la Escritura se cumpliese: Tengo sed” (Jn. 19:28). Constata que su misión está total-
mente cumplida, bebe el vinagre y declara: “Consumado es”. Y en un acto de plena
soberanía, entrega su espíritu a Dios.
La palabra griega «tetelestai» traducida por “Consumado es” era la que se escribía,
en tiempos de Jesús, en una factura que se acababa de pagar. Por lo tanto, también
significa «pagado»: el importe de la factura, de la deuda, nunca más será requerido.
Pagada su deuda, todos los creyentes son librados de sus pecados y de su culpa-
bilidad. Pueden ser adoptados por Dios como hijos suyos y miembros del cuerpo de
Cristo.
También ha sido pagada la deuda de todos aquellos que en el Antiguo Testamento
habían creído en Dios antes de la cruz. Si pudieron, ya durante su vida, invocar al
Señor y beneficiarse de su favor, es porque de antemano Dios veía su deuda pagada
por el sacrificio de su Hijo.
“Consumado es”: la obediencia de Jesús, el Hombre conforme al corazón de Dios,
ha sido total, ya que fue hasta la muerte de la cruz. Así Dios ha sido plenamente glo-
rificado y todos sus planes pueden cumplirse.
Jesús en el sepulcro
En la época del Señor, seguramente no se hacía gran caso del cadáver de un crucifi-
cado. Sin embargo una profecía relativa a Jesús decía: “Con los ricos fue en su muerte”
(Is. 53:9). Dios va a servirse de dos hombres quienes, durante la vida de Jesús, habían
temido arriesgarse a mostrar sus convicciones. José de Arimatea era discípulo de
Jesús en secreto. Y era de noche cuando Nicodemo había venido a hacerle preguntas
a Jesús (Jn. 3:2). Era él quien tímidamente había tratado de defender a Jesús contra
los fariseos (Jn. 7:50).
Estos dos hombres se atreven a ocuparse del cuerpo de un condenado a la crucifi-
xión, a hacer gestiones ante el gobernador romano, y a correr el riesgo de ser recha-
zados por aquellos que detentan el poder.
Aún más notable, estos israelitas piadosos renuncian a participar en las ceremo-
nias de la Pascua, a las cuales los judíos conceden gran importancia (Jn. 18:28) por-
que se harán impuros tocando un cadáver (Nm. 19:13).
Gracias a ellos, no se usa ninguna fosa común para el cuerpo del Señor, sino un
sepulcro nuevo, el de un hombre rico, y un embalsamamiento cuidadoso y digno de
un gran personaje. ¡Unos lienzos funerarios y cien libras de perfume (unos treinta
kilos) representan una verdadera fortuna!
El Espíritu Santo los guió para elegir la composición de aquel perfume: la mirra,
una resina que fluye de incisiones hechas en un arbusto, evoca los sufrimientos de
Cristo, y el áloe habla de la amargura de la muerte que Jesús sufrió por nosotros.
Independientemente de la dignidad que le correspondía al cuerpo del Hijo de
Dios, era necesario que el lugar de la sepultura del Señor fuera claramente identifi-
cado para que su resurrección pudiera ser plenamente establecida por los discípulos.
Admiramos la manera en que Dios cuidó del cuerpo de su Amado, así como el
amor y el valor de los hombres a quienes había elegido para cumplir su voluntad.
El día de la resurrección
Después de la muerte del Señor el viernes y de su entierro en el sepulcro nuevo de
José de Arimatea, las mujeres que lo habían seguido durante su ministerio observan
el día de reposo. Aman con todo su corazón a su Señor, pero, al mismo tiempo, guar-
dan, como fieles judías, los mandamientos de la ley de Moisés.
Pasado el día de reposo (para nosotros, el sábado en la noche), se apresuran a
comprar especias aromáticas (Mc. 16:1). Quieren cumplir para con su muy amado
Maestro los ritos debidos a un difunto. Desean hacerlo con lealtad y amor para aquel
que las salvó y las amó tanto. A la mañana siguiente, cuando el sol se levanta, se pre-
cipitan al sepulcro. Sin embargo ya es demasiado tarde, ¡la tumba está vacía!
Resucitado por el poder, la justicia y el amor del Padre, el Señor ya había salido
victorioso. Y con la salida del sol, no sólo es un nuevo día, sino una nueva creación
en el hombre Cristo Jesús lo que empieza para sus redimidos (2 Co. 5:17).
El Señor se quedó en la tumba hasta que el día de reposo, el séptimo día, termina-
ra completamente, y aún más, hasta que comenzara el primer día de la semana. En el
plan de Dios, el séptimo día debía cerrar la vieja creación, y el primer día, introducir
una nueva. Por eso, Dios resucitó a Jesús de entre los muertos el primer día de la
semana para colocarlo a la cabeza de una nueva creación, “para que en todo tenga la
preeminencia” (Col. 1:18).
La resurrección del Señor el primer día de la semana marcó en forma especial este
día, que se ha vuelto su día, “el día domingo”, el día del Señor, un día de celebración
para todos sus redimidos.
En los países occidentales cristianizados, este día generalmente no es día labo-
rable. Es un privilegio para los hijos de Dios poder utilizarlo para reunirse, en par-
ticular para empezar juntos el servicio de adoración que pronto continuaremos de
manera perfecta en el cielo.
“Paz a vosotros”
Esa mañana, el primer día de la semana, Jesús resucitado sale de la tumba, habla
a María, a Pedro y a algunos otros, y luego, por la noche, se presenta en medio de
sus discípulos. Los ve desamparados, con temor a los hombres y angustiados por el
futuro. Su primera preocupación es entonces tranquilizarlos con este saludo: “Paz a
vosotros”, y mostrarles sus manos y su costado.
Con estas palabras y este gesto, les hace entender que la obra de la redención está
ya cumplida y que pueden beneficiarse de la paz hecha “mediante la sangre de su
cruz” (Col. 1:20). Todos sus pecados han sido expiados, y los discípulos gozan ahora
del favor de Dios.
¡Qué gozo para los discípulos! Gozo de ver nuevamente a su muy amado Maestro,
gozo de conocer a Cristo resucitado y vivo para siempre, gozo de comprender las
consecuencias de su obra. Este gozo también es nuestro ahora.
El Señor repite: “Paz a vosotros”, antes de confiarles una misión similar a la que su
Padre le había dado. Es un gran honor, pero también un formidable honor, porque
les había avisado de los sufrimientos que les esperaban en el cumplimiento de esta
misión.
El primer “Paz a vosotros” era en relación con la nueva vida, el segundo, con rela-
ción al servicio. Es como decirles: no se preocupen de saber cómo lo enfrentarán. ¿No
será también una palabra para el servicio que el Señor confía a cada uno de nosotros?
Una semana después, Jesús se aparece de nuevo en medio de los discípulos. Al
parecer, lo hace para ver a Tomás y para fortalecer su fe frágil. Es sólo después de
haberles saludado por tercera vez con las palabras: “Paz a vosotros” que Jesús invita
a Tomás a comprobar la realidad de sus heridas. Con esta invitación llena de amor,
Jesús busca fortalecer la fe de su discípulo. ¡Qué consuelo para nosotros que tantas
veces carecemos de confianza en Dios!
Servidor perfecto
Isaías presenta a menudo al siervo de Dios como enviado para hacer volver al pueblo
de Israel a Jehová, pero también para traer la salvación de Dios a todas las naciones.
Para llevar a cabo esta misión, el Creador del mundo viene bajo la forma de un hom-
bre llamado Jesús, cuya obediencia a Dios será absolutamente perfecta.
Para obedecer inteligentemente, el siervo debe primero escuchar cuidadosamente
a su amo con el fin de conocer su voluntad y cómo debe ser ejecutada. Pues bien,
Jesús, en toda su vida, sin dejar de ser Dios, escucha al que lo envió. Es así que lo
vemos en los evangelios rogar a su Padre, mucho antes del amanecer. La expresión
“mañana tras mañana” subraya la regularidad de estas comunicaciones y el hecho
que precedían la actividad diaria del Servidor.
La obediencia no lo lleva por un camino fácil. Las dificultades que debe afrontar,
las conoce en detalle antes de que ocurran: estas dificultades desanimarían a cual-
quier otro. Sin embargo, bendito sea, libremente y por amor, no elude su misión. La
oposición de los hombres crece cada día más, así como el sufrimiento consiguiente,
a medida que él se acerca a la cruz. Sin embargo, se hizo “obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz” (Flp. 2:8).
El Señor es el modelo para sus redimidos. Al igual que él, son siervos, durante
toda su vida, cada uno donde está colocado y donde el Maestro decide enviarlo. Él
abre sus oídos para mostrarles su misión y la forma de lograrla si, al menos, están
dispuestos a servirle fielmente.
¡Ojo! La obediencia puede causar mucho sufrimiento. Nada comparable a lo que
el Señor ha sufrido, pero, por desgracia, a veces basta con una pequeña burla para
que nos retraigamos. Pidámosle su ayuda para honrarlo con una obediencia que
tiene su fuente y su fuerza en el amor con que nos amó.
“Alimento sólido”
El Señor ha puesto énfasis en la necesidad de tener la actitud de un niño para entrar
en su reino, o sea creer que “Dios nuestro Salvador… quiere que todos los hombres
sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2:3-4). Sin embargo no se
trata de seguir siendo un niño toda la vida, porque un niño no es autosuficiente y no
sabe dirigirse a sí mismo.
Los creyentes hebreos se comportaban como niños irresponsables, y eran perezo-
sos para recibir instrucción. Necesitaban leche, es decir, un alimento espiritual dado
por otra persona. Necesitaban que alguien les tradujera la Palabra en instrucciones
precisas, asimilables de inmediato.
¡Qué contraste con los hombres maduros! Éstos son creyentes que han adquirido
la costumbre de tener una relación directa con el Señor. Han aprendido a no confiar
en sus propias costumbres o sus razonamientos, a ser humildes para recibir todo de
él y a orar en toda circunstancia para adquirir su sabiduría. Se alimentan realmente
de la Palabra de Dios, no sólo por la lectura de la Biblia, sino también por las respues-
tas que reciben en su relación con Dios.
No se dejan llevar por sus impulsos como lo hacen los niños, sino que se aplican
a discernir lo que está bien o mal. No es cuestión para ellos de referirse a un código
moral cristiano. Al contrario, no hay ninguna otra manera que manteniendo una
comunión regular con Dios, y teniendo la costumbre de acudir a él antes de dar
cualquier paso.
Insistamos en el hecho de que esta experiencia es la práctica diaria de una verda-
dera relación con Dios y no aquélla que uno cree poseer sólo por tener una larga vida
detrás de sí o por haber salido de muchas y diversas situaciones.
En el camino de la fe, cada situación es nueva. “Los que han alcanzado madurez”
no buscan referencias en situaciones similares vividas en el pasado. Por costumbre,
se dirigen a Dios para poder discernir entre el bien y el mal, y para actuar o reaccio-
nar en consecuencia.
La liberación de Dios
Todo el capítulo 27 del evangelio según Mateo dirige nuestra atención hacia nuestro
Salvador que “como cordero fue llevado al matadero” (Is. 53:7). Lo seguimos paso a
paso durante este trágico día, y es con emoción que nos damos cuenta, a la lectura
de las diversas etapas, de la perfección de su amor y de su obediencia. Es por eso que
cuando esos burlones arrogantes insultan a Jesús en la cruz, manifestando su cegue-
ra espiritual, estamos particularmente indignados de su audacia. Desafiando a Dios
mismo, dicen en tono de burla: “Sálvele, puesto que en él se complacía” (cf. Sal. 22:8).
¿Qué significaba para ellos esta otra palabra de la Escritura: “He aquí… mi esco-
gido en quien mi alma tiene contentamiento” (Is. 42:1)? ¿No habían escuchado que
la voz del Padre mismo desde el cielo lo había proclamado su “Hijo amado” (Mt.
3:17)? Dios no iba a tardar en demostrar ¡cuánto le importaba su Hijo amado! No lo
hará, ni librándolo de los clavos que lo tienen clavado en la cruz, ni oponiéndose a
la provocación de esos “ciegos, guías de ciegos” (Mt. 15:14), sino respondiendo a sus
oraciones. Jesús suplicó ser librado de la muerte por la resurrección, y “ fue oído a
causa de su temor reverente” (Heb. 5:7).
Por eso la liberación de Dios a favor de su Hijo es a la medida de su gloria, de su
poder, de su amor, de su justicia. Es a la medida de la perfección de la víctima, de su
amor, de su obediencia y de la plena satisfacción de Dios por el sacrificio ofrecido.
Es, pues, por el resplandor de la resurrección que Dios proclama la liberación de
su Hijo. “Cristo resucitó… por la gloria del Padre” (Ro. 6:4). Ésta es la respuesta al “si
le quiere”, este desafío lanzado por los burlones que cuestionaban el amor del Padre
por su Hijo. Semejante liberación tiene efecto eterno: “Estuve muerto: mas he aquí
que vivo por los siglos de los siglos” (Ap. 1:18).
Desde entonces es nuestra felicidad recordar, en nuestros momentos de adoración,
que él está vivo.
¡A ti sea la gloria, oh Resucitado!
Lo mejor
– La mejor cosa: tu Palabra
Un capitán puede quedarse toda la noche en la cubierta de su barco, pero si no
conoce la costa y si no tiene piloto, corre el peligro de naufragar sobre las rocas. No
es suficiente querer hacer las cosas bien. La ignorancia no reduce los riesgos, ¡los
aumenta!
El creyente ama la Biblia porque, muy sencillamente, es la Palabra de su Dios que
le muestra el camino: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes que
andar” (Sal. 32:8). “La suma de tu palabra es verdad, y eterno es todo juicio de tu
justicia” (Sal. 119:160).
– El mejor lugar: en mi corazón
El mundo guarda sus riquezas en cajas fuertes. El creyente guarda las suyas – la
Palabra de Dios – dentro de sí mismo, donde Satanás no se la puede quitar. “Mejor
me es la ley de tu boca que millares de oro y plata” (Sal. 119:72).
El creyente guarda la Palabra en su corazón como un tesoro que teme perder. La
lee, la medita, se impregna de ella, se alimenta de ella, la memoriza. Así la Palabra
queda siempre a su disposición para preservarlo del pecado.
– El mejor objetivo: para que yo no vuelva a pecar contra Ti
Ningún creyente quiere hacer el mal, ningún hijo de Dios tiene el propósito de
pecar. Sin embargo, todavía está sujeto a las tentaciones del mundo. ¿Qué es lo que
podrá protegerlo del pecado y de alejarse de Dios?
“Hijo mío, si recibieres mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti,
haciendo estar atento tu oído a la sabiduría… Entonces entenderás justicia, juicio y
equidad, y todo buen camino” (Pr. 2:1-2, 9).
Recibir la Palabra, es leerla y… ¡someterse a ella! Es orar para comprenderla y…
ponerla en práctica.
El ángel de Jehová
Todo ángel encargado de realizar una misión divina para con los hombres, puede
ser llamado “enviado” de Dios o de Jehová. Sin embargo la expresión “el ángel de
Jehová”, en el Antiguo Testamento, hace referencia a aquel que posteriormente sería
enviado por Dios el Padre: nuestro Señor Jesús. El ángel del Señor es entonces una
aparición del Hijo de Dios, antes de que llegara el momento en el cual Dios el Padre
hablaría directa y plenamente “por el Hijo” (Heb. 1:2). Así, el ángel del Señor que se
le aparece a Moisés en la zarza ardiente, se revela bajo el nombre “Yo soy”, que es la
expresión misma de la divinidad del Hijo de Dios (Jn. 8:58). Veamos otros momentos
en que se aparece.
La primera vez que el ángel del Señor se le aparece a alguien en la Biblia, es a Agar,
la sierva de Abraham (véase el versículo de hoy). La encuentra sola, cerca de una
fuente de agua, en un desierto. Le revela los secretos de su vida y le hace promesas
que ningún otro ángel hubiera podido hacerle. Al leer el relato de este encuentro con
Agar, nuestros pensamientos nos llevan al pozo de Sicar, donde con una gracia in-
mensa, la misma persona divina se encuentra con la mujer samaritana, poniendo al
descubierto su vida y revelándose como el Cristo, el Salvador del mundo (Jn. 4:25-26).
En otra ocasión, tres ángeles vienen a la tienda de Abraham. Uno de ellos no es
otro que el ángel del Señor, quien promete un hijo a Abraham y a Sara, aunque ya
son muy ancianos: de igual forma, cuando los dos ángeles van a buscar a Lot y a su
familia, declara: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” (Gn. 18:17). Es esta
misma persona que se encontrará, siglos más tarde, en la misma intimidad con sus
discípulos en el aposento alto y quien les dirá: “Os he llamado amigos, porque todas
las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Jn. 15:15).
El ángel del Señor se le aparece nuevamente a Abraham, gritándole desde el cielo
para detener su mano a punto de degollar a su hijo Isaac. Siglos después, este mismo
ángel del Señor, encarnado ya y llamado Jesús (Jehová es salvación), permanecerá
voluntariamente sobre el altar de la cruz para convertirse allí en el Cordero provisto
por Dios para quitar el pecado del mundo.
Se aparecerá también bajo la misma forma a Jacob, Moisés, Josué, Gedeón, a los
padres de Sansón, a David, y cada vez podemos descubrir en Él un nuevo rasgo del
carácter de Jesús. Es lógico, ya que ¡“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”
(Heb. 13:8)!
El arroyo en el camino
Cuando caminamos bajo el sol caliente, cansados por el esfuerzo y la sed, apreciamos
el hecho beneficioso de poder beber “del arroyo en el camino”.
El profeta Elías, quien era alimentado y quien bebía del torrente de Querit, en-
tretanto que todo Israel pasaba por la sequía (1 R. 17), ilustra el versículo de hoy. Es
lo mismo para David, cuando tres hombres valientes responden a su deseo de beber
agua del pozo de Belén (2 S. 23).
A veces pensamos que, en la tierra, el Señor no ha encontrado más que tristeza y
sequía moral. El versículo del Salmo 110 nos indica que Jesús, en diversas circunstan-
cias, ha sido sin duda refrescado por una atención o por un impulso de fe. Veamos
unos pocos ejemplos:
– La inteligencia, la persistencia y la sumisión de la fe de una mujer cananea muy
afligida llevan al Señor a decirle: “Oh mujer, grande es tu fe: hágase contigo como
quieres” (Mt. 15:28).
– Él admira, no tanto las cualidades morales del centurión romano, sino su gran
fe (Lc. 7:9).
– Él recalca el amor (muy superior a la obediencia a una ley) de la mujer pecadora
cuando ella lo encuentra y le rinde homenaje en la casa de Simón el fariseo (Lc 7:44).
– En el barco, duerme “sobre un cabezal” que una mano benévola colocó ahí para
él… (Mc. 4:38).
– A su pregunta: “¿Y vosotros, quién decís que soy?” oye la declaración admirable
de Pedro: “El Cristo de Dios” (Lc. 9:20).
– Él se “regocijó en el Espíritu” viendo cumplidos los pensamientos de amor de su
Padre hacia los humildes y lo alaba por haber escondido “estas cosas de los sabios y
entendidos” y haberlas “revelado a los niños” (Lc. 10:21).
– Le agrada la actitud de María, sentada a sus pies, para escucharlo. Ella había en-
tendido que tenía más necesidad de Jesús que Jesús de ella (Lc. 10:39). La víspera de
su muerte, aprecia grandemente su gesto de ungir sus pies con un perfume de gran
precio.
– Él disfruta ya del “ fruto de la aflicción de su alma” (Is. 53:11), cuando el ladrón
arrepentido se vuelve hacia él y confía en él (Lc. 23:42).
En estas ocasiones, ¡qué alegría, qué refresco para mi Salvador! Del mismo modo,
él se alegra al verme caminar en sus huellas, para su gloria, hoy y los días siguientes.
Unos enviados
El profeta Isaías está profundamente perturbado por la visión del Señor: “¡Ay de mí!
que soy muerto…” (v. 5). La palabra del ángel lo tranquiliza: “Es quitada tu culpa,
y limpio tu pecado” (v. 7). Una nueva sorpresa espera al profeta. Oye al Señor que
pregunta: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” Es cierto que Isaías acaba de
enterarse de que su pecado es quitado; sin embargo, ¿no le falta más experiencia? ¿No
debería primero dar prueba de sus capacidades? Pues, ¡ciertamente esto vendrá des-
pués! Isaías responde sin vacilar: “Heme aquí, envíame”, es decir: “Estoy listo, estoy
disponible”. Dios requiere una total dependencia, pero también espontaneidad que
no busca ninguna excusa para escapar de su responsabilidad.
El profeta dice: “Envíame” y no “Aquí voy” o “Yo iré”. Sólo el Señor pudo decir:
“He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Heb. 10:9). Como el Padre en-
vió a su Hijo al mundo, Jesús envía a los suyos para ser sus testigos en el mundo. Jesús
lo dice a su Padre en su oración, y lo dice a sus discípulos después de su resurrección:
“Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Jn. 20:21). No pensemos que estas
palabras se dirigen exclusivamente a los apóstoles, ya que en su oración, Jesús precisa
que sus ruegos no se refieren únicamente a ellos sino a todos aquellos que en el futuro
llegarían a creer. Cada uno de nosotros tiene entonces un servicio por cumplir.
Enviado por Dios, como Isaías: enviados por Jesús, como los apóstoles. ¿Quién
entonces envía a los servidores del Señor hoy en día? El Espíritu Santo, quien sopla
sus pensamientos en el hombre. Los solicita, comunicándoles sus pensamientos, que
son conforme a la Escritura. Aunque viene del Espíritu, este llamamiento también
puede ser transmitido por una tercera persona o una asamblea, pero siempre es el
Espíritu Santo quien envía y del cual debemos depender.
Que cada uno haga suya la exhortación de Pablo a Arquipo: “Mira que cumplas el
ministerio que recibiste en el Señor” (Col. 4:17).
Colaboradores anónimos
El ingeniero Bezaleel inventó “diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce, y
en artificio de piedras para engastarlas, y en artificio de madera…” (Éx. 31:4-5), y
con él, Aholiab, y muchos otros artesanos anónimos. Ninguna palabra de estos hom-
bres nos fue revelada, pero trabajaron con inteligencia y perseverancia.
¡Oh trabajadores anónimos! Sin ellos no habría habido ningún tabernáculo ni
arca del testimonio, ni propiciatorio… ¡todos objetos de arte de gran valor, trabajados
según el mandamiento de Dios!
Hoy ya no se trata de platería o de ebanistería, pero, no obstante, existen todavía
valientes trabajadores como:
– Las personas que visitan incansablemente, siempre dispuestas para consolar las
almas heridas.
– Los evangelistas que divulgan con afán el evangelio, y que recorren kilómetros
para ofrecer calendarios, evangelios, tratados…
– Los corresponsales en los centros bíblicos que durante días enteros corrigen las
respuestas de los cursos bíblicos, contestan las preguntas o explican porciones de la
Biblia.
– Los que escriben los folletos diarios de los calendarios o que redactan textos para
periódicos cristianos.
¿Y qué decir de los padres que con paciencia enseñan a sus hijos a orar y a leer la
Biblia?
Habría que mencionar también a los hombres y a las mujeres que cuidan a sus
padres ancianos, a los que recogen ropa, alimentos, medicamentos, y a los que los
transportan a miles de kilómetros.
¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Poco les importa ser conocidos de los hom-
bres: más les vale ser bien conocidos de Dios.
Que el Señor les bendiga y les recompense, estimados trabajadores, “colabora-
dores de Dios” (1 Co. 3:9). La promesa del Señor Jesús es para ustedes: “Tu Padre, que
ve en lo secreto, te recompensará en público” (Mt. 6:4).
Culpabilidad
La culpabilidad es lo que siente una persona que ha cometido una falta o que es
responsable de un acto reprensible. Por supuesto, los hechos o los actos deben ser
comprobados, de otra manera la persona es reconocida inocente.
La verdadera culpabilidad
¿Puede decir el hombre, con rectitud delante de Dios, que no tiene nada que re-
procharse? ¡Imposible! Adán y Eva, después de haber desobedecido, tuvieron miedo:
“Fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos” (Gn. 3:7).
Las palabras de la serpiente se cumplieron: “Serán abiertos vuestros ojos”, pero en
lugar de ser hechos semejantes a Dios, ellos experimentan su culpabilidad: tienen
miedo, se esconden, tratan de escapar y cubren su desnudez con delantales de hojas
de higuera. Sin embargo, ninguna excusa, ningún medio humano puede reparar la
ofensa contra Dios. El remedio sólo puede venir de Dios que cubre el pecado con la
piel de un animal sacrificado.
Hoy en día “No hay justo, ni aun uno… por cuanto todos pecaron” (Ro. 3:10, 23).
Para poder beneficiarse del perdón, el hombre tiene que arrepentirse. Jesús borra la
culpabilidad conscientemente aceptada. Esto también se aplica a un cristiano que ha
cometido un pecado (2 Co. 7:9-10: 1 Jn. 1:9).
La falsa culpabilidad
Hay una culpabilidad falsa, por ejemplo, cuando me comparo con la imagen que
me hice del cristiano ideal que quiero ser. A pesar de muchos esfuerzos, no puedo
alcanzar mi meta y me siento culpable. Esta decepción lleva a un sentimiento de
incapacidad, de falta. Lo que Dios me pide, no es tratar de ser lo que no soy, sino
simplemente vivir lo que soy con la fuerza que él me da.
La sensación de falsa culpabilidad también puede llevarme a compararme con los
demás. Corro entonces el riesgo de juzgar su servicio para valorarme a mí mismo.
Aprendamos a “no juzgar antes de tiempo” y esperar hasta que el Señor venga. Él solo
podrá revelar las verdaderas intenciones que motivan los corazones. “Entonces cada
uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:5).
Dios nos habla a través de nuestra conciencia, iluminada por la Palabra. Dejémos-
le actuar para mantener o encontrar nuevamente una feliz libertad con él.
Semejanzas y diferencias
Muchas imágenes del Antiguo Testamento están desarrolladas en el Nuevo Testa-
mento para mostrarnos diferentes aspectos de la persona y de la obra de Cristo. Éstas
son figuras o tipos, como en el caso de Moisés y como lo indica el versículo de hoy.
Ningún tipo es plenamente conforme a la realidad de Jesús. Sin embargo, po-
demos considerar con interés estos diversos tipos o modelos de Cristo prestando
atención a cómo se parecen o en qué se diferencian de Cristo. Varios personajes, y
también ceremonias, hacen resaltar algunas de las características particulares del
Señor. Sus diferencias con la realidad subrayan de manera notable la perfección de
nuestro Salvador.
Isaac: Carga la madera como Jesús carga su cruz. Abraham, por su parte, lleva el
fuego y el cuchillo al igual que el Padre que sacrificó a su propio Hijo. Sin embargo
Isaac no sabía dónde Abraham iba a encontrar el cordero para el holocausto mien-
tras que Jesús sabía perfectamente que Él mismo era el cordero.
José: Es amado por su padre como Jesús, el Hijo amado, lo es por el suyo. Sin
embargo José es amado más que sus hermanos mientras que Dios tiene la misma
medida de amor para todos. Jesús puede decir: “Los has amado a ellos como también
a mí me has amado” (Jn. 17:23).
David: Fue rechazado por el rey Saúl como Jesús lo ha sido por su pueblo, quien
dijo: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lc. 19:14). Sin embargo David,
en dos ocasiones, durante su rechazo, busca refugio con los filisteos. Jesús no tiene
miedo de las intenciones asesinas de Herodes y sigue sin desfallecer su camino hacia
Jerusalén (Lc. 13:31-33).
La sangre de los sacrificios del antiguo pacto era llevada al lugar santísimo, una
vez al año, en el día de las expiaciones. Jesús, en cambio, ha entrado en el cielo con la
eficacia de su propia sangre una vez por todas (Heb. 9:11-12).
Lo que antes era parcial ahora está completo en Cristo.
Lo que era provisional ahora es definitivo.
Aquellos que debían ofrecer muchas veces los mismos sacrificios, que nunca po-
dían quitar los pecados, ahora por Cristo, son hechos perfectos para siempre (Heb.
10:11-14).
El fajo de varillas
«Un labrador estaba entristecido al ver las peleas entre sus hijos y el poco caso que
le hacían a sus reprimendas. Pidió que le trajeran a su presencia un fajo de varillas y
les pidió que trataran de romperlo de un solo golpe. Hicieron uno tras otro grandes
esfuerzos para lograrlo; sin embargo sus esfuerzos fueron en vano. Después les dijo
que deshicieran el fajo y que tomaran las varillas, una por una, para romperlas,
lo cual hicieron sin ninguna dificultad. Entonces les explicó: Ya vieron, mis hijos,
que no pudieron romper estas varillas mientras estaban atadas juntas; de la misma
manera, no podrán ser vencidos por sus enemigos si permanecen siempre unidos,
viviendo en paz. Sin embargo, si los conflictos les desunen, si hay división entre
ustedes, no será difícil para sus enemigos causar su perdición».
Esta sabiduría popular, adaptada de una fábula muy antigua, permite ilustrar el
siguiente principio: para resistir a las seducciones del diablo, estar unidos como cre-
yentes es una necesidad.
A veces, Satanás toma la forma de una serpiente para seducir a alguien como lo
hizo con Eva; otras veces, como un lobo, ataca la oveja débil del rebaño; en otras,
“anda alrededor buscando a quien devorar”. Si los creyentes viven muy unidos en la
presencia de Dios, en la paz, la alegría y el amor los unos a los otros, plantan un fren-
te sólido contra los ataques de Satanás. El vínculo por excelencia que los mantiene
juntos es el amor (Col. 3:14): el amor por el Señor, y el amor por los hermanos y las
hermanas.
Pero hay otro motivo que debería impulsarnos a mantener la unidad entre cre-
yentes. El Señor oró a su Padre que los creyentes fueran “uno” en la perspectiva de
la salvación de los pecadores. Cuando se logra esta unidad, el mundo ve algo que no
conoce. Y es esta unidad la que atrae hacia Jesucristo (Jn. 17:20-21).
Convicción cristiana
Con el Señor muerto y sepultado, podríamos haber pensado que sus adversarios
se sentirían a gusto. No hay nada de eso. Se acuerdan que Jesús había dicho que
resucitaría; se apresuran a ir donde Pilato para pedirle una guardia especial para
vigilar la tumba. No creen en una resurrección, pero quieren impedir que los discí-
pulos hurten el cuerpo de Jesús. Este robo permitiría hacer creer que resucitó, y para
ellos, sería “el postrer error peor que el primero”, es decir el de haber dicho que era el
Mesías y el Hijo de Dios.
Toman todas las precauciones para que el cuerpo del Señor quede en la tumba.
¿Qué se inventan para obstaculizar a Jesús quien ha proclamado: “Yo soy la resur-
rección y la vida” (Jn. 11:25)? ¡Sellar una piedra contra la puerta del sepulcro y poner
una guardia delante de la tumba!
El domingo por la mañana, el Señor resucita. Un ángel hace rodar la piedra, a pe-
sar de su tamaño importante y de estar sellada. Los guardias, sobrecogidos de miedo,
“temblaron y se quedaron como muertos” (Mt. 28:4). ¡Las precauciones de los jefes
sólo han proporcionado una prueba adicional de la resurrección del Señor!
El triunfo de la resurrección, respaldado por el testimonio de las Escrituras y de
todos los testigos citados por el apóstol Pablo (1 Co. 15:5-7), es irrefutable; sin embar-
go, esta nueva derrota de Satanás no le impide seguir su obra de seducción.
Uno de sus métodos es negar la encarnación de nuestro Señor Jesucristo y su ve-
nida en un cuerpo de hombre, lo que es llamado “el misterio de la piedad” (1 Ti.
3:16; 2 Jn. 7). Esta aberración, pues, es tan mala como la primera. Se reconoce tal vez
que Jesús fue un gran profeta, un eminente filósofo o un excepcional fundador de
religión; sin embargo se niega su esencia divina y la absoluta necesidad de su muerte
en la cruz, único sacrificio capaz de hacer “perfectos para siempre a los santificados”
(Heb. 10:14).
Pero el cristiano permanece firme, plenamente convencido (2 Ti. 3:13-14); nuestra
fe no esta “fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co.
2:5).
Arrepentimiento y salvación
El pueblo de Israel se había apartado de Dios. Se había vuelto espiritualmente estéril.
Ya no florecía nada en su corazón. No producía ningún fruto para Dios quien había
dejado de hablar desde hacía 400 años por la voz de los profetas. He aquí que aparece
Juan el Bautista. Como lo había anunciado el profeta Isaías, era la “voz que clama en
el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro
Dios” (Is. 40:3).
Los prejuicios y los pecados cargaban al pueblo judío. Algunos esperaban a un
Mesías político que los libraría del yugo romano, pero no de sus pecados. Otros ale-
gaban orgullosamente su descendencia de Abraham como garantía contra la ira de
Dios. Para hacer volver al pueblo a Dios, sólo quedaba el camino del corazón. Era ese
mismo camino que Juan el Bautista iba a anunciar, el único por el que Dios todavía
podía alcanzar la conciencia de los hombres.
Dios deseaba hablar a su pueblo, consolarlo. Para eso, el pueblo debía preparar un
camino directo al Señor, tener una disposición del corazón que permitiera a Dios in-
tervenir. ¡Ya no hay falsas seguridades, desvíos ni excusas en este camino (Lc. 3:8)! El
ministerio de Juan el Bautista consistía en preparar a sus conciudadanos para recibir
a Jesús. No le incumbía enderezar él mismo las sendas torcidas, ni aplanar las mon-
tañas del orgullo. Los pecadores tenían que hacerlo por sí mismos, humildemente,
en sus corazones.
Todavía hoy, hay un solo camino hacia Jesús, aquel que pasa por el arrepentimien-
to. El arrepentimiento implica un cambio de voluntad, de corazón y de pensamien-
tos. No es sólo el remordimiento de haber pecado sino la resolución de no volver a
pecar. La tristeza de haber pecado no es arrepentimiento pero “la tristeza que es
según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse”
(2 Co. 7:10).
Arrepentimiento y avivamiento
En este mundo, ¡cuántos preparativos para la venida de una personalidad promi-
nente! Todos los medios de comunicación anuncian el evento y cada uno se prepara.
Se verifica el protocolo en los más mínimos detalles, se trabaja intensamente prepa-
rando los salones de recepción, barriendo el polvo, reparando las calles por las que
pasará el desfile de dignatarios…
Malaquías había profetizado en el nombre de Jehová de los ejércitos que un men-
sajero prepararía el camino del Señor: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes
que venga el día de Jehová, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres
hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera
la tierra con maldición” (Mal. 4:5-6).
Venido “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc. 1:17), Juan el Bautista se parece en
muchos aspectos a ese poderoso profeta de Israel. Elías fue, más que nada, un profeta
del juicio en una época en que la idolatría había penetrado todas las clases sociales
del país, desde los más pobres hasta el rey. En su afán por servir al Dios vivo, llevó al
pueblo a elegir entre los ídolos y Dios. Por un tiempo, el pueblo había vuelto a Jehová
(1 R. 18:39).
Como Elías, Juan el Bautista incitó al pueblo a restablecer el contacto con Dios
por medio del arrepentimiento. Predicador, precursor de Cristo, predicó el bautismo
del arrepentimiento para perdón de pecados. La gente de corazón sencillo creyó su
mensaje (Mt. 21:32), no así la gente religiosa (Lc. 7:29-30).
A la raíz de un verdadero avivamiento, siempre se encuentra el reconocimiento de
una mala condición espiritual, individual y colectiva: es eso preparar para el Señor
el camino hacia el corazón. Aún hoy, no hay regreso a Dios sin confesión de pecados,
no hay restablecimiento sin obediencia a su Palabra, no hay avivamiento sin arre-
pentimiento.
El verdadero arrepentimiento del pueblo de Dios empieza por el arrepentimiento
individual. Un cambio de vida manifiesta la prueba de un corazón cambiado. La ver-
dadera humillación es poder decir: He pecado, me comprometo a cambiar de actitud.
Entonces Dios puede perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad sobre la base de
la obra de Cristo cumplida en el Gólgota.
“Si confesamos nuestros pecados, él [Dios] es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9).
Seguridad
La seguridad es una de las necesidades más importantes de los hombres. Para ilustrar
la perfecta seguridad que tenemos en Dios, la Biblia usa varias imágenes, muy senci-
llas, sacadas de la vida diaria. Aquí están tres:
La gallina que junta sus polluelos debajo de las alas
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son en-
viados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos
debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23:37).
Jesús desea protegernos. Lo hace como nadie si venimos a él. ¿Quién mejor que él
conoce nuestra necesidad de cariño, de calor y de protección?
El pastor
“Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo llevará los corderos, y en su seno
los llevará; pastoreará suavemente a las recién paridas” (Is. 40:11).
“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Jn. 10:14).
Jesús, el buen pastor, cuida de sus ovejas, guía su rebaño, lo alimenta, lo defiende
de las bestias salvajes. Va a buscar la oveja descarriada, cura la que está enferma y
lleva en brazos la que está débil.
La madre que da de comer a su hijo
“En verdad que me he comportado y he acallado mi alma como un niño destetado
de su madre; como un niño destetado está mi alma” (Sal. 131:2).
Esta imagen es quizás la más bella de las tres ya que describe la seguridad, la total
confianza y la plena satisfacción de un niño que descansa en los brazos de su madre.
Ella lo mira con amor, atenta a sus menores necesidades. Estrechado contra su madre,
le basta su presencia.
Estas imágenes nos ayudan a comprender por qué podemos considerar sin miedo
el futuro con el Señor. Tenemos su protección, sus cuidados y su ternura. Colocados
en un mundo hostil, sin él estaríamos débiles, desarmados, sin medios y sin defensa.
Abandonémonos a la voluntad del Señor para hacerla, tal como él hallaba sus delicias
en la voluntad del Padre. En ello está nuestra seguridad.
David y Abigail
David está furioso porque Nabal, rico propietario, no quiso reconocer la protección
que sus hombres habían brindado a sus rebaños. Está dispuesto a vengarse masa-
crando a toda la casa de ese hombre “duro y de malas obras” (1 S. 25:3).
Guiada por Jehová, Abigail, la esposa de Nabal, sale al encuentro de David y de su
tropa; sabe encontrar las palabras justas para impedir que su jefe cometa un pecado
grave: el asesinato de inocentes. Nabal oye de la boca de su esposa lo que ella acaba
de hacer, y muere poco después, herido por Jehová.
Abigail ahora es viuda y David desea tomarla por mujer; ella muestra su fe cuando
acepta esta propuesta sin ninguna vacilación. Sin embargo, iba a pasar de ser la viuda
de un hombre rico a ser la esposa de un forajido despreciado y perseguido por el rey
oficial, Saúl. Lo hace porque conoce las promesas que Dios le hizo a David (v. 30).
En esto, Abigail es una imagen de la Iglesia (formada por todos los verdaderos
cristianos) que cree las promesas de Dios para con su Hijo Jesucristo y que sabe que
pronto aparecerá su Esposo celestial en una gloria incomparable de la que será partí-
cipe. Abigail pasará por muchas circunstancias trágicas antes de disfrutar del reposo
en Jerusalén, la ciudad real. De la misma manera, ¡cuántas veces han sido persegui-
dos los que constituyen la Iglesia de Cristo desde que el Señor ha sido rechazado aquí
en la tierra!
Finalmente, Abigail muestra su humildad cuando se declara dispuesta a tomar el
papel de sierva. Ésa debería ser también la posición de los creyentes: esclavos al ser-
vicio de su amo para anunciar el evangelio a todos los hombres hasta que él venga, y
para servir humildemente a sus hermanos y hermanas en la fe.
Hoy es el día para sufrir por un Cristo rechazado por los hombres, y para servirle
fielmente. Mañana nuestra porción será rodear a Cristo en la gloria, siendo partici-
pantes con él de su reino.
Vibraciones
Estábamos hablando con un amigo cristiano, especialista en instrumentos musicales,
sobre la naturaleza de la madera que se utiliza para la construcción de un violín, so-
bre las diferentes partes que lo componen, etc. Entonces me hizo esta pregunta: «¿Sa-
bes cuál es el mejor tratamiento contra los parásitos que atacan la madera?» Frente
a mi perplejidad, contestó: «Pues es usarlo, tocarlo, porque esos pequeños insectos
tienen horror a las vibraciones que producen todos los instrumentos musicales». Y
añadió: «Es lo mismo que cuando vibramos por el Señor; los ataques del diablo son
repelidos». Fue una gran lección en la que todavía medito.
David tuvo un papel de primer orden en el desarrollo de la música bajo la antigua
alianza, gracias a los talentos que Dios le había concedido. Por ejemplo, los instru-
mentos musicales reunidos en el salmo 150, David los había fabricado para alabar a
Jehová (2 Cr. 7:6).
Cada creyente puede ser comparado con un instrumento musical para alabar a
Dios. Podemos preguntarnos: «¿Vibro cada día por mi Señor? Y a la hora de la ado-
ración colectiva, ¿harán vibrar una cuerda sensible en mi ser interior, tanto el amor
de Dios dando a su Hijo, como el amor de Jesús quien se sacrifica por su Iglesia y que
resucita victorioso de la muerte?»
En las epístolas de Pablo, Pedro, Juan y Judas se encuentran dieciséis oraciones de
alabanza que son otras tantas «vibraciones» a la gloria de Dios y del Señor. Citaremos
la primera y la última: “al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén” (Ro. 1:25);
“Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y
sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos.
Amén” (Ap. 1:5-6).
Por cierto, Satanás ha atacado de diferentes maneras a los servidores del Señor,
pero no pudo hacerles perder su primer amor. Vibraron hasta el final por su Señor y
su Dios. ¡Que así sea para nosotros!
Rebelión y obstinación
Saúl es ahora rey sobre el pueblo de Israel. En esta posición, va a mostrar, por su
comportamiento, si su fe en Dios es verdadera o si es sólo una apariencia religiosa.
Asimismo todos los que se dicen cristianos son un día u otro sometidos a pruebas a
través de circunstancias que Dios permite.
Por la voz del profeta Samuel, Saúl había recibido la orden de Dios de destruir
completamente a Amalec, un pueblo totalmente opuesto a Jehová: ningún ser hu-
mano ni ningún animal debía sobrevivir (1 S. 15:3). En vez de obedecer, Saúl aparta
las mejores bestias capturadas a sus enemigos; se justifica ante Samuel, quien se lo
reprocha, diciendo que ese ganado está destinado a ser ofrecido en sacrificio a Jehová.
Tampoco ejecuta a Agag, rey de Amalec.
Dios considera esta doble desobediencia como un acto de rebelión contra él ya
que su autoridad ha sido pisoteada. Esta rebelión es tan condenable como el pecado
de adivinación, porque Saúl ha buscado y ha seguido una voluntad diferente de la de
Jehová.
En vez de reconocer su error e implorar el perdón de Dios, Saúl trata de justi-
ficarse: acusa al pueblo de haber apartado los mejores animales para ofrecerlos en
sacrificio. Esta desobediencia es idolatría puesto que se trata de sacrificios ofrecidos
sin tener una verdadera relación con Dios.
Todavía hoy, si no obedecemos al Señor, si, por ejemplo, no perdonamos con todo
nuestro corazón a los que nos hacen daño, si guardamos rencor a un hermano o una
hermana en Cristo, ¿de qué sirve entonar cánticos y pretender adorar a un Dios de
amor y de perdón? Es una forma de hipocresía ya que no hay “verdad en lo íntimo”
(Sal. 51:6).
Semejante determinación de Saúl por desobedecer está condenada. ¡Qué contras-
te con la firme determinación de los hombres de fe que rehusaron obstinadamente, a
veces hasta la muerte, negar su fe en Jesucristo!
Ser perdonado
Cuando pecamos, nuestra primera reacción es buscar todo tipo de excusas para ex-
plicar nuestro comportamiento: «No es tan malo… he sido influenciado por mi en-
torno… si Ud. supiera cómo me educaron… conozco a algunos que hicieron cosas
mucho peores… ¿es realmente mi culpa?» Me justifico a mí mismo comparándome
a otros. Sin embargo si me mido con la escala de la perfección de Dios, me doy
cuenta hasta qué punto soy pecador. Si minimizo mi pecado buscando explicaciones
fisiológicas, sicológicas o factores socioculturales, me niego a reconocerme culpable
delante de Dios. De hecho, quiero hacer creer que no he pecado. Sin embargo Dios
no puede hacer nada con un hombre justo ante sus propios ojos: ¡mientras me siga
justificando, no puedo ser perdonado!
Para caminar en comunión con Dios y los unos con los otros, debemos confesar
nuestros pecados: pecados de pensamiento como pecados de acción, los pecados se-
cretos como los pecados públicos. Debemos exponerlos a Dios, ir a la raíz del mal,
llamarlos por su nombre. No podemos pedir a Dios que nuestras faltas sean perdo-
nadas sin confesarlas y sin tomar la decisión de abandonarlas: “El que encubre sus
pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”
(Pr. 28:13).
Si confesamos nuestros pecados, tenemos la seguridad de que Dios es “fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Dios es “fiel” para
perdonar, porque prometió hacerlo y cumple con sus promesas. Dios es “justo” para
perdonar, porque su Hijo murió por nuestros pecados. Llevó nuestras faltas y nues-
tros pecados.
Si creemos que Dios nos ha perdonado, tenemos que aceptar todas las consecuen-
cias. Albergar un sentimiento de culpabilidad, cultivar una conciencia cargada, es
dudar del perdón de Dios. Ser perdonado por Dios lleva a aceptarse a sí mismo y a
perdonar a los demás. Es conocer el verdadero perdón, la liberación, la paz y el gozo
de una plena comunión recobrada con el Padre.
Nueva criatura
En la primera creación, Dios, por su palabra, hace aparecer la luz. Introduce, en seis
días, el orden y la vida en una tierra desolada y vacía. La prepara para el hombre, la
corona de la creación. Terminada su obra, Dios ve que todo lo que ha hecho es muy
bueno.
Una “nueva creación” ve la luz en el momento de la resurrección de Cristo, quien
es las primicias de ella. Esta nueva creación estará plenamente acabada cuando se
cumpla la profecía del capítulo 21 de Apocalipsis (primer versículo de hoy). Enton-
ces, todos los redimidos del Señor entrarán en ese nuevo universo con un cuerpo
glorioso, semejante al de su Señor resucitado (Flp. 3:21). Según la promesa del Señor,
todos los creyentes serán introducidos en ese lugar en el momento de su venida, o por
la resurrección de los que están muertos, o por la transformación del cuerpo de los
que están vivos. Los últimos en entrar serán los creyentes salvados durante el reino
terrestre de Cristo. No pasarán por la muerte, ya que sólo el pecador morirá durante
ese reino (Is. 65:18-25).
El segundo versículo de hoy nos habla también de una “nueva creación”, pero
presente y no futura. Los términos usados muestran que, cuando alguien recibe la
salvación por fe en la obra de Cristo, es inmediatamente introducido en ese nuevo
dominio: está “en Cristo”. La obra del Espíritu Santo en el creyente es realmente una
nueva creación aunque todavía sigue vinculado por su cuerpo a la primera creación.
Como en la primera creación, se prosigue una obra en el creyente después de la apa-
rición de la vida divina. La luz está allí, pero el orden perfecto todavía no. “Mas la
senda de los justos es como la luz de la aurora,
que va en aumento hasta que el día
es perfecto” (Pr. 4:18).
Por fe, el creyente sabe que pertenece a la nueva creación. Crece en el conocimien-
to de Jesucristo, a quien está unido para siempre. ¡Cuántos avances hay que lograr
hasta el día en que la fe será cambiada por la vista, para nuestra admiración eterna!
David se desanima…
David había sido librado en numerosas ocasiones por Jehová. Cuando apacentaba las
ovejas de su padre, cuando libraba batalla contra los enemigos de su pueblo o cuando
era víctima de la persecución de Saúl. En todas estas circunstancias, había podido
experimentar la presencia de Dios a su lado, contestando los llamados de su fe.
¡Y ahora se pone a razonar! Con tantas persecuciones, voy a acabar muerto, piensa
él. Olvida que hacer cosas locas a los ojos de los hombres es propio de la fe, como
atacar un león con sus propias manos, o combatir a un gigante fuertemente armado
con su honda de pastor. Olvida también que es el amado de Jehová: ha recibido la un-
ción del profeta Samuel y la promesa de ser rey sobre Israel. Dios, quien lo sabe todo
y lo puede todo, no puede mentirle ni abandonarlo en manos de su enemigo.
Se le olvida pues a David consultar a Jehová como lo había hecho tan fielmente
al principio de su huida (1 S. 23). Toma él mismo la decisión de salir del país de Judá
donde el profeta Gad le había dicho que se quedara. Y se refugia entre los filisteos (1
S. 22:5).
Las consecuencias de ese momento de debilidad pudieron haber sido fatales si la
misericordia de Dios no lo hubiera librado de la trampa en la que se había puesto a
sí mismo, hallando refugio entre los peores enemigos de su pueblo. Veremos cómo
el próximo sábado.
No lancemos un juicio contra David, quien estaba pasando por circunstancias
muy difíciles y que tenía a su cargo todo un grupo de hombres, mujeres y niños.
Aprovechemos más bien su caso para tomar lecciones de temor y confianza:
– temor en cuanto a nuestras propias capacidades para resolver nuestros proble-
mas por medio de nuestros razonamientos sin contar con Dios;
– confianza en la bondad y el poder de nuestro Dios.
Somos sus hijos, los amados y redimidos de su Hijo. Él nunca defraudará a quien
confía en él.
Yo sé…
Los tres versículos de hoy presentan tres afirmaciones que se escuchan, expresadas
de una u otra forma, de la boca de muchas personas. Sin embargo, las tres no son del
mismo tipo.
1. La mujer samaritana. Los samaritanos no eran de raza judía y practicaban una
religión mixta. Del Antiguo Testamento, sólo aceptaban el Pentateuco, el cual ha-
bían falsificado en varios lugares. Las informaciones de la samaritana se basan en la
tradición religiosa: “Nuestros padres adoraron en este monte…” (Jn. 4:20), y designa
el monte Gerizim. Sin embargo, con su afirmación – “Sé que ha de venir el Mesías,
llamado el Cristo” – ella demuestra una comprensión clara de uno de los propósitos
esenciales de la venida de Cristo. El Señor se pone a su nivel de conocimiento para
ayudarla a entender quién es él: “Yo soy, el que habla contigo” (v. 26). Y ella lo creyó.
2. Marta. Como ella, muchos creyentes se satisfacen de afirmaciones basadas en la
Palabra de Dios sin necesariamente entenderlas bien. Marta creía en la resurrección
general en el último día, como todo judío ortodoxo. Su fe en la doctrina tenía que dar
paso a la fe en la persona de Jesús. Como lo hizo con la samaritana, Jesús parte de
su nivel para llevarla a apegarse a él: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn. 11:26). Y
Marta lo creyó: “yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn. 11:27).
3. Pablo. La expresión “yo sé a quién he creído” del apóstol resulta de una revela-
ción de Jesús en el camino de Damasco y de una confianza total en aquel en quien
más adelante se apoyó, sin nunca ser decepcionado.
El Señor no reprocha nada a la samaritana, tampoco a Marta, sino que las ins-
truye con mucha bondad para llevarlas a una convicción verdaderamente sólida y
arraigada en su persona, tal como era la convicción de Pablo.
Fuertes y débiles
En este capítulo 14 y hasta el versículo 7 del capítulo 15 (sería útil releer este pasaje),
Pablo trata la cuestión, todavía de actualidad para los creyentes, de nuestra aprecia-
ción de la voluntad de Dios.
Entre los hijos de Dios se encuentran los “fuertes” que gozan de la libertad cristia-
na porque saben que, en Cristo, son perfectamente aceptados por Dios. No se sienten
obligados a observar ritos. La mancilla no está en las propias cosas materiales (v. 14)
sino que viene de dentro, de nuestros pensamientos, de nuestro estado de ánimo, de
nuestros motivos.
También hay los “débiles” que se obligan a observar ciertas restricciones o que
temen estar mancillados por cosas exteriores como los que, en el tiempo del apóstol,
temían la contaminación de la carne sacrificada a los ídolos (cf. 1 Co. 8).
Pablo declara que cada uno tiene derecho a comportarse como sea, siempre que
actúe por convicción personal delante del Señor y para el Señor (vv. 5 y 6).
Si estamos convencidos de que tal o cual manera de hacer las cosas es buena y
cierta, no nos obstinemos por ello en imponerla a todos. Si alguien actúa de forma
diferente a nosotros para honrar al Señor, v es sensible a ello ya que mira los motivos.
Puesto que el Señor lo recibe, con más motivo recibámoslo nosotros sin condición.
Si hay en él cosas que cambiar, es ante todo asunto de su Maestro (Ro. 14:4; Stg.
4:11). Nos queda prohibido presumir de superioridad para condenar a nuestro her-
mano.
La dificultad en esta área muy práctica es aplicar los principios definidos en la
Palabra a las circunstancias de nuestra época. El tema de la carne sacrificada a los
ídolos rara vez se plantea hoy en día, pero muchas otras cuestiones dividen a los hijos
de Dios o crean entre ellos lamentables muros de incomprensión.
He aquí algunas a riesgo de ofender a algunos que no entienden ni siquiera que
se pueda hablar de ello: ¿cuál es el límite de la conveniencia en la manera de cantar?,
¿qué se permite hacer el domingo?, ¿hasta qué punto deben los padres comprometer-
se para los estudios de sus hijos?, etc.
Hasta mañana
La gloria de Jesús
La palabra “gloria” aparece a menudo en la Palabra de Dios. Cuando está asociada a
una persona de la deidad, indica el resplandor de las perfecciones de Dios y la honra
que le es debida.
La gloria divina ha sido manifestada en Jesucristo; al leer Juan 17, descubrimos
siete aspectos de su gloria que se presentan cronológicamente a continuación:
1. “Aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (v. 5). Jesús ha estado
desde siempre vestido de gloria, porque es el Hijo eterno del Padre, creador de los
cielos y de la tierra.
2. “Yo te he glorificado en la tierra” (v. 4). Un día, nace de María, mujer judía
modesta, pero “concebido del Espíritu Santo.” En la tierra, ha sido el único que ha
complacido perfectamente a Dios. En todas sus acciones y sus palabras, mostró que
era dependiente de su Padre: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).
3. “He sido glorificado en ellos” (v. 10). Jesús llamó a unos hombres escogidos por
Dios para ser sus discípulos. Expresa su alegría de haberlos tenido como compañeros
y testigos de su gloria. De ahora en adelante, van a ser ellos quienes tendrán la misión
de poner de manifiesto la grandeza de su persona.
4. “Glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo” (v. 5). Dios
nunca le quitó la gloria a su Hijo, pero Jesús pide para sí mismo, como primer hombre
resucitado en entrar al cielo, que pueda recibir la gloria que tenía como Hijo de Dios
antes de su encarnación.
5. “Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti… para que dé
vida eterna a todos los que le diste” (vv. 1-2). El Señor Jesús glorifica a su Padre por
medio de su obra de salvación. Al glorificar a Jesús, su Padre indica que esta obra es
plenamente eficaz para dar la vida eterna.
6. “La gloria que me diste, yo les he dado” (v. 22). Ya reviste a los suyos de sus
perfecciones. Pronto seremos semejantes a él cuando ocupemos el lugar que nos ha
preparado en el cielo (1 Jn. 3:2).
7. “Para que vean mi gloria que me has dado” (v. 24). Aunque nosotros también
somos hijos de Dios, él es el Hijo primogénito. A esta posición corresponde una glo-
ria que le pertenece sólo a él, y que podemos contemplar (1 Jn. 3:2).
¡Cuántos motivos tenemos para adorar hoy!
Luces en la noche
Cuando un barco navega en el mar, el piloto necesita puntos de referencia para ase-
gurarse de llegar a buen puerto. Por ello, los marineros durante mucho tiempo se
han guiado por el sol, por puntos de referencia visuales en la costa y, durante la
noche, por las estrellas. Para acercarse a las costas, se construyeron unas referencias
visuales particulares: los faros. Son torres altas, muy visibles de día, y equipadas con
una luz potente que barre el horizonte de noche. Los marineros son guiados por esas
luces. Por supuesto, es imprescindible que las luces de estos faros sean mantenidas
en buenas condiciones para que sean útiles. Estos faros nos hacen pensar en el papel
particular que deben cumplir los cristianos: ser luces en las tinieblas de este mundo,
revelando el amor del Señor Jesús.
Así, Jesús nos sigue diciendo hoy: “Vosotros sois la luz del mundo… Ni se enciende
una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los
que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras buenas obras” (Mt. 5:14-16).
Más tarde el apóstol Pablo les dirá a los creyentes de Filipos (y es para nosotros
también): “Resplandecéis como luminares en el mundo” (Flp. 2:15). La letra de un
cántico nos lo recuerda:
Como un barco zozobrante
en las ondas de la mar,
nuestro mundo tambaleante
va muy pronto a naufragar.
Esparcid la luz de Cristo Alumbradles el sendero
en la densa oscuridad. de la eterna salvación,
Alumbrad a quien no ha visto y que acepten del Cordero
más que el mundo de maldad. la promesa de expiación.
Por cierto, ¿he pensado en cuidar mi linterna para que la luz que está en mí no
se obscurezca (ver Lc. 11:33-36)? Podría tratarse de alguna sombra de maledicencia,
o incluso de maldad, de fraude, de hipocresía o de envidia. Las sombras del orgullo,
del egoísmo y, más todavía, las de la justicia propia ¡son particularmente difíciles de
quitar!
¿Inútil? ¡Jamás!
Una enfermera escribe: «Una paciente sólo podía mover la mano. Una amiga la ha-
bía llevado al hospital de donde no volvería a salir. Se sentía completamente inútil,
estaba desanimada. Un día, su amiga vino a visitarla y le pidió su ayuda, porque no
conseguía levantarse en la mañana. Su despertador no le servía de nada ya que des-
pués de apagarlo se volvía a dormir. Le pidió entonces a la enferma tan severamente
discapacitada: ¿Me podrías llamar cada mañana? Y es lo que hizo, porque con su
única mano válida podía marcar el número. ¡Nunca más llegó tarde al trabajo su
amiga! ¡Qué alegría para esa discapacitada sentirse útil!»
La enfermera sigue escribiendo: «Cuido a una paciente discapacitada severa que
ya no puede moverse ni hablar. Sin embargo ella me levanta el ánimo. Cuando llego
a su lado, con mi cansancio, mi desaliento, mis ganas de quejarme por el sufrimiento
de tantos enfermos que acabo de cuidar, que estoy abrumada por mis pequeñas pre-
ocupaciones personales, no se pueden imaginar cuánto bien me hace su sonrisa; me
vuelve a dar energía.»
Y entonces concluye: «Cuántos ejemplos les podría dar, he vivido tanto al lado
de personas sufrientes… Nadie, ¡nadie está eximido de servir! Estoy íntimamente
convencida de que ¡podemos ser útiles al Maestro hasta nuestro último suspiro!»
Una mujer derramó sobre la cabeza de Jesús un perfume de nardo puro de gran
precio (Mc. 14:3). Jesús apreció su gesto del que nos acordamos todavía hoy: “Buena
obra me ha hecho.” “Ésta ha hecho lo que podía” (vv. 6, 8).
Hagamos todo lo que podamos para Jesús, sirviendo a los suyos, cualesquiera que
sean, aunque sólo sea con un “vaso de agua fría.”
Comprensión y apoyo
El dinero que los judíos echan en el arca de las ofrendas en la explanada del templo
sirve para el mantenimiento de los edificios sagrados. Sin embargo, de uno de estos
edificios, el Señor va a decir unos momentos más tarde: “No quedará piedra sobre
piedra, que no sea derribada” (Mc. 13:2). En otro evangelio, declara al mismo mo-
mento: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mt. 23:38).
¿Diríamos que esta viuda carece de discernimiento espiritual porque sacrifica
todo lo que posee en beneficio de un edificio condenado por el Señor mismo? ¡Claro
que no!, ya que Jesús llama precisamente la atención de sus discípulos sobre toda la
importancia que concede a esas pequeñas monedas ofrecidas por la viuda.
Este relato nos invita primero, por supuesto, a darle a Dios más de lo que nos
sobra para ayudar a los que son más desafortunados que nosotros. Nos muestra tam-
bién que el Señor aprecia particularmente todo lo que está hecho con la intención
de complacerle, incluso cuando puede parecer inoportuno. Él lee en los corazones,
discierne los motivos profundos de las acciones de cada redimido, y los pesa en su
perfecta balanza.
No critiquemos a tal cristiano o a tal otro porque tiene una forma de actuar in-
habitual para nosotros. Por ejemplo, podemos considerar que tiene un comporta-
miento mucho menos espiritual que el que pretendemos tener. Sin embargo, tal vez
el Señor tenga una apreciación de él totalmente diferente de la nuestra, a causa del
amor que inspira sus acciones.
Se puede dar el caso en algunos círculos cristianos, de que se desprecien unas
formas de evangelización que no acostumbran, o el trabajo social con marginados, o
una manera de celebrar el culto diferente de la suya. Señor, ¡presérvame de semejante
actitud y ayúdame a nunca creerme superior a otros creyentes!
Al contrario, ¡haz que yo ore con amor y sinceridad por todos los que conozco!
A ti y sólo a ti, Señor, corresponde juzgar los motivos profundos de cada uno, como
también lo haces conmigo.
“Hermanos santos”
Por medio de la carta de Pablo a los corintios, nos enteramos de sus problemas de
moralidad, de sus disputas, de sus divisiones, etc. Y sin embargo, el apóstol, inspira-
do por Dios, ¡los llama santos!
¿Hace bien Pablo en designarlos de esta forma? ¡Claro que sí! Desde el día de su
conversión, los corintios habían efectivamente dejado el reino del diablo (porque
habían sido paganos) y se habían convertido en ciudadanos del reino de Dios. Por lo
tanto se habían vuelto “santos”, apartados para Jesucristo.
Lo mismo sucede con nosotros: cuando nos convertimos, cambiamos de amo.
Antes hijos del diablo, somos ahora hijos de Dios. Antes arrastrados por nuestras
pasiones y nuestros malos deseos, nos dejamos ahora dirigir por la obediencia a Je-
sucristo.
Somos santos para vivir con él y para él, ya no para nosotros, ni tampoco para el
diablo. Así que ser santo no es una opción propuesta al cristiano, es una maravillosa
realidad que no depende ni de nuestra voluntad, ni de nuestro caminar, ni de nuestro
progreso, sino que sólo de la gracia de Dios. ¡Aleluya!
No sólo nos hemos vuelto “santos” individualmente sino también “hermanos
santos”, porque todos los creyentes son asociados a aquel que murió y resucitó por
ellos. Resucitado, él es el fundamento, el jefe de esta nueva creación a la que pertene-
cemos: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo
cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb. 2:11).
Cuando entendemos por la fe que somos “hermanos santos, participantes del lla-
mamiento celestial”, nuestro “hombre interior” se desarrolla y nuestra vida práctica
queda transformada. Bajo la acción del Espíritu Santo que habita en nosotros, nues-
tros pensamientos, nuestras palabras y nuestro comportamiento se van impregnan-
do de gracia, de verdad, de bondad, de paciencia…
Los calientapiés
Déjenme compartir con Uds. hoy un recuerdo de niñez. Vivía en un país de altas
montañas, donde los inviernos eran fríos y nevados. Es por eso que la guardiana de
la iglesia solía llegar al culto cargando dos o tres calientapiés: eran pequeñas cajas
de madera, forradas con metal, donde había colocado cuidadosamente unas brasas
sobre un lecho de cenizas. Se depositaban estos calientapiés en el suelo y las personas
de la comunidad que acababan de sentarse ponían sus pies encima y luego los hacían
circular entre ellas. Servían para calentar a todos los que, después de una larga cami-
nata por la nieve, lo podían necesitar.
El gesto de esta cristiana me llama la atención. ¿Traigo yo también algo de calor a
mis hermanos y hermanas cuando voy al culto o a diversos encuentros?
Estos impulsos de amor por mi Dios y por mi Señor serán seguramente percibi-
dos como un consuelo para los que se sienten cargados, cansados. Podrían incluso
calentar a los que se han alejado, cuyo amor se ha enfriado.
Pero esto sólo es posible si yo, como esa cristiana, he preparado en casa mis “ca-
lientapiés.” Lo primero entonces es “preparar la brasa” es decir que mi devoción
diaria debe desarrollarse por medio de una relación feliz y sostenida con mi Señor.
En Lucas 24, los dos discípulos escucharon, en el camino, las maravillosas ense-
ñanzas del Señor Jesús que “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”
(v. 27). Más tarde podrán decir: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras
nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” Pero no quieren guar-
dar este calor sólo para sí mismos. Se levantan en la misma hora y regresan a Jeru-
salén, encuentran a los discípulos reunidos y les cuentan cómo él se les había dado a
conocer (v. 35).
Estos dos discípulos trajeron sus «calientapiés». Resulta fácil quejarnos de la frial-
dad de nuestra comunidad de creyentes. Sin embargo ¿he traído yo un poco de «mi
calor»? Si cada uno lo hace, nuestra vida colectiva será transformada.
¡Tan diferentes!
«¡Cuán diferentes eran unos de los otros los doce discípulos! Se podría insistir en los
hábitos que se desarrollan en cada uno por el oficio que ejerce. Un pescador, acos-
tumbrado a echar su red en el lago, había adquirido una mentalidad diferente de la
del empleado de oficina (un recaudador de impuestos), confinado a una existencia
sedentaria. También se podría notar que un labrador, criado en una aldea judía, no
tenía las mismas preocupaciones que el discípulo criado en un ámbito urbano.
Pero se pueden distinguir oposiciones todavía más marcadas entre los apóstoles.
He aquí dos hermanos, Jacobo y Juan, a quienes el Maestro puso el nombre de “hijos
del trueno.” En un arrebato de fanatismo, habían querido que el fuego del cielo con-
sumiera un pueblo de oponentes. Sin embargo, se juntaban con Tomás, un hombre
escrupuloso, que necesitaba pruebas y cuyas dudas hacen que se le asimile, por tra-
dición, a un escéptico.
He aquí ahora dos adversarios políticos. Uno es Simón el “zelote”, es decir un na-
cionalista exaltado, un ardiente patriota que odiaba la dominación romana y soñaba
con expulsar al invasor. En el grupo elegido por Cristo, frecuentaba un condiscípulo
singular, el publicano Leví (o Mateo), un “colaborador” que no se ruborizaba por
haber aceptado un puesto de preceptor al servicio de César, y que ¡se enriquecía a
costa de sus hermanos!
Y por fin ¡el contraste entre Simón Pedro y Judas Iscariote! Por un lado, un hom-
bre generoso, impulsivo, pero también cambiante; por otro lado, un hombre solapa-
do, disimulado, que elaboraba planes malvados. También estaba Andrés el discreto y
Felipe el hombre práctico (Jn. 14:8).
Doce hombres – y ¡qué abanico de temperamentos, caracteres y mentalidades!»
(W. Monod).
Nosotros también somos tan diferentes los unos de los otros. Jesús nos acepta tal y
como somos. Sin embargo como a sus discípulos, él nos enseña, nos corrige, nos edu-
ca, nos consuela. Desea que caminemos juntos. A pesar de nuestras diferencias, estar
unidos siempre es posible, si él es constantemente el centro de atención de cada uno.
¡Él es mi galardón!
La primera mención de una palabra o de una expresión en la Biblia muchas veces
indica el sentido profundo que tendrá cuando sea usada posteriormente.
Cuando aparece por primera vez la palabra galardón, se trata de Abram. Abram
libra a su sobrino Lot y, con él, al rey de Sodoma. Éste le propone conservar todos los
bienes materiales que acaba de conseguir de los enemigos, y devolverle solamente a
las personas liberadas.
Sin embargo, “respondió Abram al rey de Sodoma: He alzado mi mano a Jehová
Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa
de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a
Abram.” (Gn. 14:22-23).
Inmediatamente después de haber rehusado la oferta del rey de Sodoma, Jehová
le declara que v mismo es su recompensa: “No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu
galardón sobremanera grande” (Gn. 15:1 RVA). El énfasis está puesto en “Yo soy.”
Esta declaración solemne es una revelación de Jehová que se presenta de esta manera
como la recompensa por excelencia para aquel que vive por fe.
Hoy, la recompensa de un cristiano, comparable a la de Abram, es la comunión
con Cristo. ¿Existe mayor galardón que el “gozo… cumplido” que fluye de esta co-
munión (1 Jn. 1:3-4)? Para conseguirla, pongamos nuestra confianza en Dios en toda
circunstancia.
Y cuando lleguemos al cielo, el galardón será oír al Señor decirnos: “Bien, buen
siervo y fiel; sobre poco has sido fiel…; entra en el gozo de tu señor” (Mt. 25:23).
Pablo no servía al Señor para conseguir un galardón. Más bien valoraba el que
tenía, y del cual se sabía digno, por ejemplo por su trabajo con los tesalonicenses
(1 Ts. 2:19). Sin embargo, lo que para él era mucho mejor era estar en el cielo con el
Señor (Flp. 1:23).
El metro patrón
En la época de la revolución francesa, una reivindicación volvía regularmente: se de-
seaba una armonización en el uso de unidades de medida, pues éstas variaban de una
región a otra en el reino de Francia. Es por eso que una disposición acerca del asunto
fue tomada por la asamblea general. Se decidió que «la longitud de un cuarto de un
meridiano terrestre sería la base del nuevo sistema de medidas». El metro se definió
como la diezmillonésima parte de este arco de meridiano. Con el fin de ser recono-
cido y adoptado por todos, una ley fue votada el 10 de diciembre del 1799 definiendo
así el metro. Sin embargo, el sistema métrico decimal no fue obligatorio en Francia
hasta 1840, y luego se impuso progresivamente en aproximadamente 130 países. Se
elaboró entonces un metro patrón, es decir una barra de platino iridiado, que sirvió
de referencia absoluta, conservada en el Museo de Pesas y Medidas en París.
Asimismo, la Biblia es para cada cristiano la norma, la base sobre la que descansa
la fe, y se constituye en la referencia para examinar todas las cosas. Es la única fuente
de informaciones seguras y ciertas para su vida espiritual.
La Biblia me da a conocer a un Dios poderoso que crea, pero también un Dios
relacional que se comunica con su criatura y le hace promesas. Primero fueron pro-
mesas individuales a los patriarcas, y luego promesas a un pueblo: Israel.
En el Nuevo Testamento, la Biblia me revela al Dios Salvador. Gracias a Jesucristo,
muerto y resucitado, puedo ser salvo. Es la gran noticia que Dios quiere anunciar a
todos los hombres.
Luego, la Biblia me propone reglas morales seguras, destinadas a mi equilibrio
personal, a mi vida en relación armoniosa con los demás. Cuando las respecto, ma-
nifiesto mi temor a Dios.
Finalmente, me da a conocer los pensamientos grandes de Dios para la gloria de
Jesucristo. Me abre una perspectiva que sobrepasa esta vida terrestre y me lleva hasta
las riberas de la eternidad.
Sí, la Biblia, la Palabra de Dios es la norma, el «metro patrón» del cristiano, es la
máxima autoridad, porque viene de Dios.
Restauración interior
David ha pecado gravemente al cometer el adulterio con Betsabé y al ordenar el ase-
sinato de Urías, su esposo. Natán, mandado por Jehová, señala en forma precisa este
pecado. David está destrozado. El relato del segundo libro de Samuel no nos hace
entrar en las luchas interiores de David. Sin embargo en el salmo 51, David abre su
alma, comparte su desamparo, suplica perdón y, también, que su falta sea borrada.
Va más lejos todavía, porque se da cuenta que ha perdido su sensibilidad hacia el pe-
cado. Implora entonces una renovación de su espíritu. De hecho necesitará:
– Un espíritu recto. Al querer ocultar su pecado ante los ojos de los hombres,
David careció de rectitud. Se da cuenta de que necesita que Dios mismo renueve su
espíritu para volver a encontrar esa rectitud que lo caracterizaba antes.
– El santo Espíritu de Dios. Recordemos la sensibilidad de David hacia Saúl, cómo
discernía perfectamente el comportamiento que debía adoptar en cada circunstan-
cia. Le había remordido la conciencia cuando había cortado un pedazo del manto
de Saúl. Sin embargo ahora, después de lo que hizo, ha perdido el santo Espíritu de
Dios. Sólo Dios se lo puede devolver, y David lo sabe. No cuenta consigo mismo, no
se engaña con buenas intenciones, sino que se apoya en Dios.
– Un espíritu noble. Un creyente en buen estado no se deja llevar. Cuando David
caminaba por el techo de su casa en vez de estar en combate con su ejército, carecía
de esa determinación que busca una sola cosa: vivir para aquel a quien servimos. Y
nosotros, ¿tenemos esa consagración interior para vivir libre y noblemente al servi-
cio del Señor Jesús? Tengamos un “espíritu noble” sometido al del Señor, para que
nuestra vida cristiana sea para la gloria de Dios.
La señal de Belén
Es una noche tranquila en el campo en los alrededores de Belén. Algunos pastores
vigilan sus rebaños. De repente, aparece un ángel y les anuncia una noticia conmo-
vedora y única: ¡Cristo – es decir el Mesías tan esperado por el pueblo judío – acaba
de nacer! Los pastores lo reconocerán por una “señal”. Esta palabra designa una cosa
inhabitual y que toma un sentido particular que el «testigo de la señal» es invitado a
descubrir. Busquemos el sentido profundo de las palabras del ángel.
– Un “niño”: la señal de Dios no es una manifestación de poder. Es una persona,
nacida un día determinado, en un lugar determinado. Dios se encarna y entra en la
creación según el modo natural del nacimiento de los hombres; no se presenta como
un conquistador sino como un recién nacido: Dios se hace accesible, cercano. Está es-
pecificado el lugar: “la ciudad de David”. Por medio de esta expresión, se recuerdan
todas las promesas que abundan en el Antiguo Testamento acerca de la descendencia
real de David.
– “Envuelto en pañales”: en aquella época, los recién nacidos estaban envueltos
en bandas de tela. Jesús se sometió voluntariamente a la condición humana desde su
nacimiento, en total dependencia de su mamá.
– “Acostado en un pesebre”: ¡qué lugar más curioso para un recién nacido! Para
nosotros, ¿podía haber mejor alusión a la misión de Cordero de Dios que iba a ser la
del niño milagroso? Al tomar esta posición humilde desde el primer día, el Hijo de
Dios se rebaja al nivel de esos pastores despreciados por sus conciudadanos.
– “Hallaréis”, afirma el ángel a los pastores. Sin embargo, tenía que haber un cierto
número de bebés en Belén en esa época; de hecho la mayoría de ellos serán asesina-
dos por la espada de Herodes algunos meses después. Sin embargo la garantía es
dada: aquel que busca a un Salvador mandado por Dios, lo encontrará. Los pastores
salieron en su busca; y efectivamente lo encontraron.
Todavía hoy, Jesús es anunciado: ¿quién querrá entender el alcance infinito de la
“señal” de Belén?
El carbón de leña
Un hombre procuraba encaminar su hogar, y velaba para mantener en éste la recti-
tud moral. Un día, su hija adolescente le pidió permiso para salir con otra joven que
no tenía buena reputación. Él procuró disuadirla para que no lo hiciera con semejan-
te compañía. La hija, muy enojada, le respondió: «¡Pero, papá!, ¿cómo eres capaz de
pensar que pueden influenciarme tan fácilmente?»
El padre no le respondió; sin embargo, fue hasta la chimenea a buscar un carbón
apagado y se lo ofreció a su hija mientras le decía: «¡apriétalo con tu mano!» La joven,
con cierta reticencia, lo tomó. ¡Qué horrible! ¡Sus lindos dedos se ensuciaron por
completo!
Por cierto, no podemos ni debemos aislarnos del mundo. Por ejemplo, es inevi-
table que los estudiantes mantengan relaciones amistosas y cordiales con sus com-
pañeros de clase. Sin embargo, debemos recordar esta advertencia de la Biblia: “Las
malas compañías corrompen las buenas costumbres.” Hallamos una clara evidencia
de esto en la actitud de Lot, quien llegó a morar hasta Sodoma, lo cual le acarreó las
tristes consecuencias que conocemos (Gn. 19).
Para mantener una amistad profunda es necesario elegir los amigos, pues es in-
evitable que ellos nos influencien ya sea para bien o para mal: “No os unáis en yugo
desigual con los incrédulos” (2 Co. 6:14). Pablo no quiere decir que no debamos tener
contacto con quienes nos codeamos diariamente; de otro modo, ¿cómo podríamos
dar testimonio de Jesús ante ellos? Sin embargo, el yugo nos habla figurativamente
de una estrecha dependencia. Es evidente, pues, que un incrédulo puede arrastrar a
un creyente fuera del camino de la fe (cf. Pr. 22:24-25).
Entonces, escojamos cuidadosamente nuestras amistades; busquemos amigos
que procuren nuestro bien y a los cuales podremos retribuirles de la misma manera.
Pidámosle a Dios que nos dé verdaderos amigos.
Si un amigo puede influenciarnos, ¡cuánto más lo hará una esposa o un marido,
quien participará durante numerosos años en nuestra vida más íntima! Por lo tanto,
a la hora de escoger el cónyuge, hagámoslo con cuidado y oración.
Por último, estemos atentos a la advertencia que nos da el versículo que encabeza
esta meditación, el cual se halla en el capítulo que trata acerca de la resurrección.
Efectivamente, después de la resurrección sobrevendrá el tribunal de Cristo y cada
uno dará cuenta de sus actos delante del Señor Jesús.
¡Él es grande!
Aunque procuremos hablar de Jesús y alabarlo de la mejor manera, jamás podremos
expresar plenamente su excelencia.
Jesús, el gran rey
“Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono
de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es
la ciudad del gran Rey” (Mt. 5:34-35).
Retengamos siempre el sentimiento de que somos súbditos de un reino del cual
el Señor es el “gran Rey”. Así, pues, nuestras palabras mantendrán todo su valor, sin
que nos sea necesario hacer intervenir un juramento.
Jesús, el gran profeta
“Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha
levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo” (Lc. 7:16).
Jesús era un gran profeta porque proclamaba el mensaje de Dios su Padre y hacía
milagros. El pueblo tenía mucha razón al considerarlo así; sin embargo, Jesús era
más que esto: era Dios quien, en su Hijo, visitaba al pueblo (véase Lc. 1:68, 78).
Jesús, el gran sumo sacerdote
“Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo
de Dios, retengamos nuestra profesión” (Heb. 4:14).
Bajo la Ley, jamás hubo sumo sacerdote alguno que recibiera el calificativo de
“gran”. Sin embargo, a pesar de su título, nosotros podemos acercarnos a Jesús, con
fe y confianza, a fin de obtener misericordia y gracia, con el socorro necesario en el
momento oportuno.
Jesús, el gran pastor de las ovejas
“El Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pas-
tor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra buena
para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de
él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Heb. 13:20-
21).
Cristo, como buen pastor, dio su vida por las ovejas (Jn. 10:11). Como gran pastor,
resucitó de entre los muertos, después de haber consumado la redención. Como Prín-
cipe (o: soberano) de los pastores, regresará para recompensar a los suyos (1 P. 5:4).
Sí, ¡Jesús es grande como rey, como profeta, como sacerdote y como pastor! Y, mi-
lagro de su gracia, ¡podemos acudir a él en todo tiempo y en cualquier circunstancia!
Su grandeza no atemoriza, sino que nos llena de admiración, de agradecimiento, de
amor y de adoración.
Actividad y oración
El evangelista Moody viajaba en un barco que se dirigía a Inglaterra. De repente sonó
una sirena. Había estallado un incendio a bordo. Sin dudarlo, todos los pasajeros
acudieron rápidamente para ayudar a los marineros que ya estaban luchando contra
el fuego.
Uno de los colaboradores de Moody le propuso ir al otro extremo del navío para
orar: «Pidámosle a Dios que intervenga, que facilite la tarea de la tripulación y que
salve la vida de todas estas personas.»
—¡No, jamás! – dijo Moody, indignado – ¡Éste no es momento para ello! ¡Tome-
mos los baldes y vayamos a prestar ayuda a los demás! ¡Eso no nos impedirá orar al
mismo tiempo!
Este relato llama nuestra atención. Se trata de una excelente lección de buen sen-
tido, que incluso el más espiritual de entre nosotros puede olvidar con facilidad. ¿No
es cierto que, a veces, padecemos de cierto desequilibrio entre la oración y la activi-
dad?
Si ponemos demasiado énfasis en la oración, es decir, en el hecho de que Dios in-
tervenga en lo que le pedimos, corremos el riesgo de olvidar nuestro deber de obrar.
Por ejemplo, si oramos por los incrédulos de nuestra ciudad o de nuestro barrio, ha-
cemos bien, pues sólo Dios puede hacer la obra de la salvación en los corazones. Sin
embargo, a veces olvidamos que dicha obra puede pasar por nuestros «sembrados».
¡No olvidemos que cada iglesia local es un “candelero”, una lámpara (Ap. 2:1), y cada
creyente un testigo!
Por el contrario, si insistimos demasiado sobre nuestra actividad o nuestros es-
fuerzos, corremos el riesgo de olvidarnos de pedir la indispensable intervención de
Dios. Pablo nos da un buen ejemplo. El libro de los Hechos nos describe el incesante
trabajo de este siervo. Recorrió centenares de kilómetros por mar y por tierra, hacía
tiendas durante la semana y predicaba los sábados… Pero, en sus epístolas, mencio-
na con mucha frecuencia sus oraciones por los creyentes, por las iglesias y por sus
compatriotas judíos.
Hudson Taylor, misionero en China durante más de cincuenta años, hombre ac-
tivo como pocos, exhortaba a los más jóvenes con estas palabras: «¡La mitad del tra-
bajo debe hacerse sobre vuestras rodillas!» Esto también significa que para que un
trabajo sea completo ¡se necesita la otra mitad, es decir, la actividad!
Velemos, pues, a fin de mantener un comportamiento equilibrado, obrando como
creyentes caracterizados por la oración y a la vez por la actividad.
Siempre gozosos
El gozo es un sentimiento que refleja una felicidad intensa. Es, particularmente, uno
de los caracteres distintivos de un hombre que vive en estrecha comunión con Dios.
Esto fue cierto para aquellos que vivieron antes de la venida de nuestro Señor Jesu-
cristo, como lo es hoy para los cristianos. En la Biblia, y aparte de Jesús, David fue
uno de los que más hablaron del gozo. Sin embargo, en el versículo citado hoy, lo
vemos rogando a Dios que le vuelva el gozo de su salvación, ¡un gozo que había per-
dido!
David, ¿habrá sido una excepción? ¿Puedo yo afirmar que mi gozo en el Señor
(Flp. 4:4), en particular el de ser salvo y de ser un hijo de Dios, jamás ha sufrido un
eclipse?
Lamentablemente, comprobamos que las ocasiones para que se produzca tal acci-
dente son numerosas:
– Una prueba dolorosa, agudas preocupaciones, reveses profesionales o quebran-
tamiento de la salud se cuentan entre tantos otros acontecimientos que pueden
apoderarse de mi mente, hasta el punto de generar dudas e impedirme gozar de las
bendiciones con que el Señor quiere colmarme mediante su presencia. Cuando las
pruebas me oprimen, puedo volver a gustar la paz y regocijarme en el Señor al expo-
nerlas ante Dios mediante la oración y en plena certidumbre de fe (Flp. 4:4-7).
– Una falta grave, mientras no esté confesarla, contrista al Espíritu Santo que mora
en mí; así, la comunión con el Señor queda alterada o, incluso, interrumpida y, como
consecuencia, no tengo más gozo. ¿Qué debo hacer entonces? Obrar como David: él
confesó que había pecado y oró a Dios para que le volviera el gozo de su salvación.
Para él era un acto de fe en la gracia de Dios, quien le mandó a decir por medio de
Natán: “También Jehová ha remitido tu pecado” (2 S. 12:13). El medio con que el cre-
yente cuenta para volver a sentir el gozo de la salvación, tal como lo sintió el día de
su conversión, es también un acto de fe. Cree en la fidelidad y en la justicia de Dios,
quien perdona los pecados al que los confiesa (1 Jn. 1:9); entonces, con la conciencia
liberada, siente, como si fuera algo nuevo, el gozo de la salvación.
El gozo de la salvación es, ante todo, saborear el amor de Dios. Él dio pruebas
de su amor mediante el don de su Hijo, muerto y resucitado. En él somos más que
vencedores (Ro. 8:31-39). ¡Con qué gozo el apóstol Pablo describió su experiencia!
¡Que ésa sea también nuestra parte, para que nada ni nadie nos quite nuestro gozo
(Jn. 16:22)!
El rey Asa
Al comienzo de su reinado, Asa demolió los ídolos que había en su país, el cual no
vería guerra durante diez años. Aprovechó ese tiempo de tranquilidad para fortificar
ciudades y así protegerse de posibles invasores. En esto hallamos una instrucción
para los jóvenes: consagremos nuestra vida al Señor y aprovechemos de los períodos
durante los cuales aún no somos asaltados por las preocupaciones de la vida activa,
para fortalecernos mediante la lectura, el estudio y la meditación de la Biblia.
Luego surgió una gran dificultad: sobrevino un ataque del ejército etíope, dos ve-
ces más numeroso que aquel del rey Asa y equipado con carros. Sin embargo, el rey
Asa no se dejó dominar por el pánico; contó con Jehová y se apoyó en él. Resultado:
una gran victoria y un enorme botín. Cuando se nos presenta un problema, no nos
apoyemos en nuestras fuerzas o en las de otro; miremos al Señor y confiemos en él.
Después de esa victoria, el profeta Azarías salió al encuentro de Asa a fin de alen-
tar al rey y al pueblo para que no flaquearan ni volvieran a los ídolos. Les dijo que
buscaran siempre a Jehová, quien los había liberado de manera magnífica. El versícu-
lo citado hoy nos muestra de qué modo Asa respondió al consejo del profeta. Cuando
Dios permite que en nuestra vida todo marche bien ¡no nos durmamos! Redoblemos
nuestro amor y celo para seguir y servir al Señor.
Esa bella conducta de Asa se mantuvo durante 35 años; luego surgió una nueva
prueba: el reino vecino hacía preparativos de guerra. Entonces el rey olvidó la libera-
ción experimentada 25 años antes; entró en pánico y recurrió al rey de Siria a quien
le propuso una alianza. Aparentemente el resultado de ello fue bueno; sin embargo,
como consecuencia, Dios mandó a decirle a Asa que de nuevo habría guerras contra
él.
Asa, en lugar de arrepentirse, echó en la cárcel al mensajero de Jehová y cuando,
tres años después, fue atacado por una enfermedad de los pies, depositó su confianza
en los médicos antes que en Dios.
Cualquiera que sea nuestra edad, permanezcamos interiormente muy humildes y
velemos confiando única y completamente en el Señor.
Justificación y perdón
La justificación
Los redimidos del Señor saben que todos sus pecados pasados, presentes y futuros
fueron expiados en la cruz, pues por la gracia creyeron en el Hijo de Dios. Los tales,
que en el pasado eran culpables y merecedores de la ira divina, han sido hechos jus-
tos. Son aceptados por Dios, quien ahora los ve en Jesucristo; tal como está escrito:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1a);
“estáis completos en él” (Col. 2:10), y “aceptos en el Amado” (Ef. 1:6).
Ningún hijo de Dios, quien está unido a Cristo crucificado, resucitado y glorifi-
cado, puede perder el perfecto favor de Dios, ni siquiera por un instante, pues tiene
acceso a ello por la voluntad y la gracia soberana de Dios. La parte que tiene en Cristo
es inalterable, porque proviene de Dios.
El perdón
Sin embargo, el creyente verdadero, a causa de un pecado cometido, puede perder
el gozo de su bienaventurada relación. Sin embargo, a pesar de ello, no vuelve a ser
otra vez un hijo del diablo, ni un impío, ni un perdido.
Es evidente que todos cometemos pecados, aun cuando sólo fuera con el pensa-
miento. Sí, mientras estemos en esta tierra, el pecado mora en nosotros y produce
faltas. Frente a esta realidad, se podría pensar o decir lo siguiente: «Puesto que, haga
lo que haga, ya estoy justificado de todos mis pecados, no tengo por qué preocupar-
me respecto a los pecados que cometa todavía». ¿Habría de pensar así? ¡Por cierto que
no! Cada pecado que cometo carga mi conciencia, interrumpe mi comunión con el
Padre y me hace perder el gozo.
¡Bendito sea Dios, que previó una solución para eso! El Espíritu Santo trabaja en
mí para hacerme comprender lo que me impide andar bien; entonces confieso ante
Dios mi falta y reconozco las causas profundas que me impulsaron a cometerla. El
Padre es fiel y justo para con su Hijo Jesucristo y así perdona cada uno de esos pe-
cados y me limpia de ellos. Entonces siento nuevamente la paz, el gozo y la libertad.
¡Gloria a Dios!
Siembra y cosecha
El Señor, durante su ministerio, cumplió a la perfección la profecía citada en el versí-
culo del encabezado. Sin tomar descanso, fue por todas partes anunciando “la Pala-
bra” (Mc. 4:33), “las buenas nuevas de paz” (Ef. 2:17), el “reino de Dios” (Lc. 8:1) y “el
evangelio” (Mt. 11:5). Brindó sus beneficios al hombre pecador, a pesar de la indife-
rencia, el rechazo, y la oposición de que fue objeto, pero también pese a un entusias-
mo del que no podía fiarse (Jn. 2:24). “No queréis venir a mí para que tengáis vida”;
ésta era la triste conclusión a la que pudo llegar respecto a los judíos que rechazaban
sus obras (Jn. 5:40). Por eso no es sorprendente ver a Jesús “cansado del camino” (Jn.
4:6), ¡cansancio que sólo era físico!
Sentado junto al pozo de Sicar, vio llegar a una mujer que venía a sacar agua (Jn.
4:1-7). Jesús, a pesar de su cansancio, no dejó pasar la oportunidad de dirigirle la
palabra. Poco a poco la condujo a que lo reconociera como profeta y luego como el
Cristo. Para el Señor Jesús, cumplir la obra de Dios (v. 34) era una misión imperativa
de la que nada podía desviarlo ni estorbarlo. ¡Así sembraba la Palabra de Dios!
En ese lugar, en el corazón de Samaria despreciada por los judíos, ¡qué gozo sin-
tió Jesús! Mediante el testimonio de esa mujer, muchos de aquella ciudad corrieron
hacia él y le rogaron que “se quedase con ellos”. Jesús consintió y se quedó dos días
en Sicar. ¿Cuál fue el resultado de ese alto en el camino? Muchos creyeron en él:
“Sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo” (v. 42). ¡Era el gozo
producido por la cosecha!
Si hay siembra, habrá cosecha; ¡si hay llanto, habrá también cánticos de gozo!
Esto es una profecía, una enseñanza y un estímulo que nos impulsa a trabajar para el
Señor, a orar a favor de los evangelistas, sabiendo que el trabajo que hacen ellos, así
como nuestro “trabajo en el Señor no es en vano” (1 Co. 15:58).
La importancia de escuchar
Los versículos citados hoy subrayan la importancia que reviste el hecho de escuchar.
Tal disposición está ligada al uso de la palabra con la que Dios ha dotado al hombre.
Dios habla, el hombre oye y obedece; el hombre ora, Dios oye la oración y la responde
de acuerdo con su sabiduría.
Dios mismo había instituido todos los sacrificios levíticos, que permitían que el
hombre pecador pudiera presentarse ante Jehová. Sin embargo, según la expresión
del profeta Samuel, el hecho de escuchar a Dios es más importante que un sacrificio.
Esta exhortación marcó hasta tal punto al pueblo de Israel, que hoy todo judío
piadoso comienza su oración cotidiana con las palabras: “Oye, Israel…” (Dt. 6:4).
Las palabras del Señor, referidas por Juan en el tercer versículo citado, demues-
tran la extrema importancia que reviste oír las palabras de Dios, pues ello condiciona
el porvenir eterno del hombre. Ésa es, pues, junto con la obediencia de la fe, la actitud
que debería tener la criatura frente a su Creador, porque así demuestra que depende
de él.
El hecho de no respetar este principio engendró la caída de Eva, quien dio rienda
suelta a su apreciación personal: “Vio la mujer que el árbol era bueno para comer,
y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría” (Gn.
3:6). Así, ella prefirió la proposición de Satanás y desoyó el mandato de Dios, a quien
desobedeció.
Abraham escuchó: “Y se fue Abram, como Jehová le dijo” (Gn. 12:4). En su camino
de fe con Dios, recibió este testimonio: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justi-
cia” (Gn. 15:6). En otras palabras, el oír la Palabra de Dios, recibida con fe, hace justo
al hombre.
Efectivamente, Jesús ofrece la salvación a los hombres, la cual se basa en el prin-
cipio de la fe. El apóstol Pablo lo presenta así, señalando el papel esencial que tiene la
Palabra de Dios en la transmisión y recepción del evangelio: “La fe es por el oír, y el
oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). Sin embargo, oír es insuficiente: es necesario
tener el deseo de comprender la verdad divina. Entonces se descubre que la Palabra
lleva el sello de la verdad y que ella misma establece su autenticidad.
Autorretrato
Si usted sabe dibujar, intente bosquejar de memoria su retrato. Comprobará que es
más difícil que dibujar a personas de su conocimiento, aunque no tenga éstas a la
vista.
Mi ojo derecho, ¿es más pequeño que el izquierdo? Mis orejas, ¿están a la misma
altura? ¿Mis cejas son simétricas? ¿Mi boca está alineada o se encuentra ligeramente
torcida? El lunar que tengo en la mejilla ¿está a la derecha o a la izquierda…? Todos
los días nos miramos en un espejo; ¡pero, verdaderamente, olvidamos nuestra apa-
riencia! ¿Por qué?; porque, muy a menudo, preferimos forjarnos una imagen que
corresponde a lo que nosotros quisiéramos, y rechazamos lo que el espejo revela
cuando nos dice: «Hoy estás sucio; ¡lávate!»
En cierta ocasión un rey quería tener un retrato suyo y le encomendó esa tarea a
un célebre artista. El pintor, teniendo en cuenta la personalidad del monarca, plas-
mó una imagen que no mostraba los defectos del gobernante. Desde entonces, el rey
miraba el cuadro – en vez de mirarse en el espejo – y decía: «¡Éste soy yo!» Semejante
autosatisfacción le impedía verse tal como era en realidad.
Santiago nos dice que contentarse con oír la Palabra sin ponerla en práctica es
semejante a un hombre que descubre su verdadero rostro en un espejo. Después de
haberse considerado, se va y olvida pronto lo que es y lo que ella le dice que debe ha-
cer. Oír la Palabra de Dios sin ponerla en práctica equivale a hacerse ilusiones acerca
de sí mismo; es engañarse a sí mismo deliberadamente.
Sin embargo, en el versículo citado al principio, Santiago presenta un segundo
personaje: el que escudriña la Palabra de Dios, la medita y aprende a ponerla en prác-
tica. Este sencillo principio de obediencia lo conduce a gozar de una gran bendición
en todas sus actividades: “Será bienaventurado en lo que hace.”
Consagrado a Cristo
Ningún israelita estaba obligado a hacer voto de nazareo. Si uno de ellos quería ser
nazareo hacía un voto, voluntariamente, por un determinado período de tiempo.
Durante dicho período, debía abstenerse de consumir del fruto de la vid, de cortarse
el cabello y de acercarse a un muerto. Era un tiempo de consagración a Jehová. En
la historia bíblica hallamos pocos ejemplos de personas que hayan respetado las tres
condiciones de tal voto. Vemos el caso de Sansón, quien fue nazareo por llamado de
Dios, antes de su nacimiento.
Al creyente, la consagración al Señor no se le propone como una elección, sino que
se le impone normalmente desde su conversión. Esto se comprende con facilidad:
el creyente no sólo recibió el perdón de sus pecados, sino que ha pasado de muerte
a vida; tiene vida eterna; es una “nueva criatura” (2 Co. 5:17). Está unido a Cristo
como miembro de su cuerpo, vino a ser un hijo de Dios y el Espíritu Santo mora en él.
El creyente no hace «un voto» para llegar a ser un «buen cristiano», sino que a causa
de que Dios ha hecho de él un cristiano, éste se separa de aquello que es contrario a
su llamamiento celestial y a su comunión con el Señor.
Para el creyente, pues, se trata de una consagración espiritual, ¡que demanda más
que la separación del mal! Él vive para Cristo, pues Cristo le confía el honor de repre-
sentarlo en este mundo y de cumplir su obra aquí abajo. Por lo tanto, el creyente pro-
cura discernir el pensamiento de Dios, sin dejarse influenciar por los razonamientos
de los hombres. Su consagración consiste en agradar al Señor, procurando hacerlo
en todas las circunstancias.
El ejemplo lo hallamos en Jesucristo, el verdadero nazareo, el perfecto siervo de
Dios. Su única voluntad era cumplir la misión que el Padre le había confiado. Lo que
motivaba su consagración era el amor a su Padre y a la humanidad.
¡Que nuestro corazón también esté lleno de amor hacia Aquel que dio su vida
por nosotros! Entonces, al mismo tiempo, sentiremos gran amor por nuestros
semejantes, lo cual redundará en una consagración personal más íntima y constante
para cumplir la obra que Dios nos confía, mientras esperamos el regreso del Señor.
El deseo de dominar
El siervo que oficiaba como mayordomo, de quien nos hablan estos versículos, había
recibido instrucciones de su amo a fin de que, durante la ausencia de éste, alimentara
a los demás siervos. Sin embargo, los motivos que hacían obrar al mayordomo no
eran ni la fidelidad a su señor, ni el amor por sus consiervos. Como el amo tardaba
en regresar, el temor del mayordomo se esfumó y comenzó a golpear a los criados y a
las criadas. Lastimaba a sus semejantes y, además, se embriagaba para satisfacer sus
propias pasiones.
El primer pecado cometido por el hombre permanece aún en él: el deseo de ser
como Dios, de dominar a los demás. Así, perverso por naturaleza, el hombre obra
malvada, injusta y contrariamente a lo que Dios hace. Dios, en su soberanía, mani-
fiesta su bondad a justos como a injustos, dándoles a unos y a otros, quienesquiera
que sean, tiempos fructíferos (cf. Mt. 5:45; Hch. 14:17). Además, para ser como Dios,
el hombre procura tener un lugar central; y, siendo malo, busca su propia satisfac-
ción, en lugar de obrar como el Señor quien, en el cielo, servirá a los siervos suyos que
hayan sido fieles en el cumplimento de la misión que él les confió. (Lc. 12:37).
¿A quiénes se aplica hoy esta parábola? En primer lugar a los creyentes a quienes
el Señor les confió algún don para la edificación de su cuerpo y que se aprovechan
de esto para imponer sus propios pensamientos. Al obrar así, ellos les privan a los
demás del buen alimento que deberían proporcionarles de parte de Dios.
Dicha parábola nos concierne también a cada uno de nosotros: podemos sentir-
nos tentados a dominar por diversos medios; por ejemplo, mediante las riquezas, el
nivel social o intelectual, etc. Podemos ser guardados de ello si revestimos los carac-
teres de humildad y dedicación a los demás, tal como lo hizo el Señor.
Así, tendremos una mirada benevolente, llena de gracia, de bondad y de amor
hacia cada uno de nuestros semejantes y, sobre todo, hacia nuestros hermanos y her-
manas en la fe, teniendo en cuenta que esperamos juntos el momento en que nuestro
Maestro y Señor vendrá y manifestará lo que cada uno haya hecho, sea bueno o sea
malo.
Llamado a la obediencia
La obediencia genera cada vez más polémicas y cuestionamientos en las diversas
civilizaciones humanas. No deja de ser indispensable para la coherencia de un grupo
social. Sin embargo, en contrapartida, supone un principio de autoridad, no menos
discutido en nuestros días. El apóstol Pablo nos brinda un ejemplo del equilibrio que
debe haber entre la obediencia y la autoridad.
Filemón era el amo de un esclavo fugitivo llamado Onésimo (que, por haber hui-
do, en esa época se exponía a la muerte). Pablo invita a Filemón a recibirlo “no ya
como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado” (Flm. 16), porque
entre esos dos creyentes mediaba el amor, carácter esencial del reino de Dios. Todo
estaba dicho: el principio de la obediencia se mantenía. La relación entre Filemón y
Onésimo, como amo y esclavo respectivamente, no variaba. Sin embargo, la mirada
del amo había cambiado: reconocía en su esclavo más que a un prójimo; veía en él a
un hermano en Cristo, lo cual transformaba todo. Así, Onésimo pudo regresar apaci-
blemente a la casa de su amo y obedecer voluntariamente a aquel de quien dependía.
El camino trazado por la obediencia fue desestimado desde el comienzo de la hu-
manidad: Dios había prohibido comer del fruto del árbol del conocimiento del bien
y del mal; sin embargo, nuestros primeros padres desobedecieron. Tal desobediencia
cerró el camino de acceso a Dios, y así ante el hombre se abrió un trayecto caracteri-
zado por el vagabundeo y la rebeldía.
Abraham se nos presenta como un ejemplo de la fe que obedece: cuando Dios se
lo pidió, dejó su tierra caracterizada por la idolatría y así fue el instrumento utiliza-
do para dar origen al pueblo terrenal de Dios. El autor de la epístola a los Hebreos
demuestra que la obediencia a la fe es el único comportamiento que da lugar a la
relación con Dios. Eso fue lo que Abraham manifestó en su vida.
Jesús también siguió ese camino, de manera perfecta: para salvar a su criatura
se despojó a sí mismo y tomó forma de hombre. Entonces aprendió la obediencia
mediante la experiencia: siempre se comportó como el Hijo sujeto a la voluntad de su
Padre. En Getsemaní aceptó lo que Dios escogió, lo cual implicaba su propio sacrifi-
cio: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22:42).
Lo que Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn. 14:15), es un
llamado a la obediencia, dirigido a los creyentes. Obediencia de naturaleza divina,
que asocia el amor con la sujeción voluntaria.
Discernir lo mejor
La aventura del diamante en África comenzó de manera muy simple en 1866. Eras-
mus Jacobs, un adolescente de 15 años, vivía con su familia en una granja a orillas del
río Orange, en los alrededores de Hoptown, una ciudad del Transvaal, en el actual
territorio de África del Sur.
Mientras buscaba un palo en la ribera del río, para destapar un conducto de des-
agüe, notó que entre los guijarros había una piedra más brillante que las otras, y era
tan hermosa que la llevó a la granja. Aproximadamente un mes después, un vecino,
coleccionista de minerales, observó la piedra. La madre del muchacho se la entregó.
Luego, el hombre se la mostró a un comerciante ambulante, quien se la envió en un
sobre al Dr. W.G. Atherstone, una de las pocas personas reconocidas en la región
como expertas en piedras preciosas. Este hombre la identificó como un diamante
amarillo de 21 quilates. Fue la primera vez que se descubrió un diamante en el con-
tinente africano. Luego, ese diamante fue vendido por 1500 libras a Sir Philip Wo-
dehouse y exhibido en la Exposición Universal de París, en 1867. Bastante tiempo
después el diamante (conocido luego con el nombre de Eureka: «¡He hallado!»), fue
tallado para lucir su forma actual.
Esta historia ilustra un aspecto de la oración de Pablo por los filipenses: le pedía a
Dios que ellos pudieran discernir las cosas excelentes, que aprobaran “lo mejor”. El
verbo que empleó significa «aprobar después de efectuar un examen atento». Fue lo
que hizo el especialista que autentificó el diamante que Erasmus había hallado. Para
nosotros, cristianos, ello consiste en distinguir y separar lo que es bueno de lo que es
malo, lo que es precioso de lo vil, lo que es noble de lo trivial, lo que es importante
de lo que no lo es.
Nuestra búsqueda debe ser atenta y nuestro examen profundo, pues el objetivo es
procurar lo más elevado y lo mejor; es decir, todas las cosas excelentes que al Señor
le agradan y que él aprueba. Éste es el secreto de una vida pura y llena de acciones
justas, sin tropiezos, hasta el día de Cristo. Es lo que todo creyente debe desear.
«Jehová es salvación»
El nombre “Jesús” significa «Jehová es salvación». Es el nombre que le pusieron cuando
nació, conforme a las instrucciones del ángel. Dicho nombre revela las funciones que
debía cumplir aquel que lo recibió: “Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a
su pueblo de sus pecados” (Mt. 1:21).
«Jehová es salvación», fue el nombre que tuvo como niño (Lc. 2:43).
«Jehová es salvación», fue el nombre con el que comenzó su ministerio en la tierra:
“Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la
tierra de alrededor” (Lc. 4:14).
«Jehová es salvación», fue el nombre de su causa escrita en el letrero que pusieron
sobre su cabeza en la cruz: “Éste es Jesús, el rey de los judíos” (Mt. 27:37).
«Jehová es salvación» es el nombre del Resucitado: “La noche de aquel mismo día…
vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros” (Jn. 20:19-20).
«Jehová es salvación» fue el nombre con que los ángeles lo mencionaron ante los
discípulos cuando fue alzado al cielo: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de voso-
tros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hch. 1:11).
«Jehová es salvación» fue el nombre con el cual se dio a conocer a Saulo de Tarso
en el camino a Damasco: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch. 9:5).
«Jehová es salvación» es el nombre de nuestro gran sumo sacerdote “que traspasó
los cielos, Jesús el Hijo de Dios” (Heb. 4:14).
«Jehová es salvación» es el nombre del Dominador universal, delante de quien
toda rodilla habrá de doblarse, ya sea con júbilo o por la fuerza: “Dios también le
exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el
nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y
debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de
Dios Padre” Flp. 2:9-11).
¡Sí, “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”,
sino el de Jesucristo de Nazaret (Hch. 4:10-12)! ¡Que Aquel que tiene tan glorioso
nombre: «Jehová es salvación» sea honrado y glorificado por su pueblo reunido hoy!
Deuda cancelada
El término «obligación» define una orden escrita o una exigencia que debe respetarse
imperativamente y que compromete a aquel que la firmó. Puede referirse incluso a
un acto de acusación que señala las transgresiones a un compromiso.
En el “acta de los decretos” podemos ver no sólo la ley de Moisés, los diez manda-
mientos, sino también la totalidad de las prescripciones, tan diversas, relacionadas
con los sacrificios, los alimentos y las vestimentas. Las sanciones mencionadas en la
Ley, que se le imponían a quien desobedecía, fueron sufridas por nuestro Señor Jesús
en la cruz. El acta que antes nos condenaba fue, pues, definitiva y completamente
anulada. La Ley no está muerta; sin embargo, nosotros hemos muerto con Cristo y
así quedamos libres de toda deuda.
¿Por qué Pablo insiste sobre este aspecto de la Ley? Porque, por la influencia de
creyentes de origen judío, los colosenses se veían tentados a establecer ordenanzas y,
con ello, a volver a someterse a una nueva forma de ley. En consecuencia, ellos cen-
traban su atención en las cosas terrenales.
El apóstol les dice que, como habían muerto con Cristo (v. 20) y habían resucitado
con él (3:1), tenían que dejar esas prácticas obsoletas y debían buscar las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.
Estas observaciones de Pablo son siempre actuales, pues nosotros corremos
constantemente el riesgo de establecer reglas: “No manejes, ni gustes, ni aun toques”
(2:21). Cuanto menos espiritual es nuestra vida, tanto mayor es el peligro que corre-
mos de aplicarnos reglamentos humanos que, a causa de la falta de discernimiento
espiritual, reemplazan el ejercicio de la fe que se manifiesta en la presencia del Señor.
Además, dichos «reglamentos humanos» pueden incitarnos a juzgar a nuestros
hermanos y hermanas en actitudes exteriores (ver la paja en el ojo ajeno), mientras
que en nosotros mismos subsisten malos sentimientos (una viga en nuestro ojo).
Exhortémonos unos a otros a comprender realmente que nuestra vida “está es-
condida con Cristo en Dios” (3:3).
Permanecer
Permanecer en Cristo describe una relación muy significativa. El creyente se aferra a
Jesús con todo su corazón; recibe su enseñanza, ama a los hermanos y a las hermanas
y lleva fruto. Para «permanecer» se necesita la fe; sin embargo, también la obediencia
y la perseverancia.
1. La fe. “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en
él, y él en Dios” (1 Jn. 4:15). Creer y confesar que Jesús es el Hijo de Dios constituye
la base de la fe, la cual está ligada a la comunión con Dios mismo.
2. La obediencia. “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”
(Jn. 15:10). Muchos intentan mantener su relación con Dios obedeciendo por obli-
gación a supuestas exigencias del Señor. Éstos no piensan en buscar una verdadera
relación de amor, sino en hacer cosas para Dios; por ejemplo, concurrir a los servi-
cios de la iglesia, dejar de fumar o de beber, no ir al cine, mantener una apariencia
exterior correcta o tratar de ser mejores. Sin embargo, la obediencia debe ser el fruto
de nuestro amor por el Señor.
3. La perseverancia. “Si vosotros permaneciereis en mi palabra [la doctrina del
evangelio], seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn. 8:31). La fidelidad caracteriza
a quienes permanecen en él. Ciertas personas que decían ser cristianas eran verda-
deros anticristos. Fueron desenmascarados y dejaron a los cristianos auténticos: “si
hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2:19; véase, en
contraste, el v. 24)
Permanecer significa quedarse en donde uno se encuentra. “Permaneced en mí”
es una exhortación que no estimula a adherirse a una doctrina, a una iglesia, a una
religión, sino a permanecer unido a Cristo, persona viviente y fuente de vida.
Al permanecer en Cristo tomamos mayor conciencia de los recursos espirituales
que él quiere comunicarnos. Si mantenemos un contacto permanente con él, apro-
vecharemos continuamente de su amor. La medida de dicho amor, tanto en calidad
como en intensidad, corresponde al amor de Dios por su Hijo: “Como el Padre me ha
amado, así también yo os he amado” (Jn. 15:9).
Beneficios de la adversidad
A veces, el evangelio progresa en circunstancias sorprendentes. He aquí tres ejemplos
(véase Flp. 1:6, 12-30):
— 1. El apóstol Pablo estaba preso en Roma, bajo Nerón. Estaban a punto de de-
cidir su suerte. Podía ser ejecutado o, por el contrario, liberado. Los hermanos en
Roma estaban conscientes de ello y oraron por él.
La cautividad de Pablo también era un hecho conocido en la guardia del palacio (v.
13). En Roma, dicha guardia del emperador y de su familia contaba con 800 hombres
de élite. Según la justicia romana, el preso estaba encadenado a un soldado, el cual
podía dar testimonio de los sufrimientos que Pablo soportaba por Cristo y hablar de
ello en su entorno. Pablo no era un hombre desesperado que esperaba el fin: su fe era
triunfante y aprovechaba todas las ocasiones para anunciar a Cristo. En la guardia,
ya nadie ignoraba que el apóstol estaba preso por el hecho de ser cristiano y no a
causa de delitos que hubiera cometido. Así, el evangelio penetró en un lugar donde
aún era desconocido. Dios, quien siempre vela por el bien, hizo manifiesto que Pablo
estaba preso únicamente por la causa de Cristo.
— 2. El encarcelamiento de Pablo sirvió para estimular a muchos hermanos a
anunciar el evangelio. Ellos corrían el riesgo de avergonzarse de él, como si fuera un
malhechor. Sin embargo, el poder de su testimonio les infundía ánimo.
A veces, la persecución transforma a los creyentes tímidos en testigos valientes.
La adversidad es un sufrimiento, pero no constituye un obstáculo para el avance del
evangelio.
— 3. Otros hermanos, tristemente, aprovechaban esa ocasión para anunciar el
evangelio con un espíritu de celo y rivalidad. Querían exhibir su propia reputación.
Incluso buscaban que el encarcelamiento de Pablo le trajera más aflicción. Sin em-
bargo, Pablo no se desanimó por las actitudes de esas personas malintencionadas:
de todas formas Cristo era anunciado, cualesquiera que fuesen las intenciones de
quienes lo hacían. ¡Más todavía, Pablo se gozaba en ello! Su gozo no se debilitó por el
comportamiento de esos hombres. Quienes procuraban hacerle daño sólo lograron
hacer brillar aún más su consagración a la causa de Cristo: “Para mí el vivir es Cristo”
(v. 21), añade el apóstol. Además, durante su encarcelamiento en Roma, escribió nu-
merosas epístolas.
Así, el arresto de Pablo y su encarcelamiento ¡contribuyeron en gran manera al
progreso del evangelio! Verdaderamente, Dios, para llevar a cabo sus proyectos, pue-
de utilizar incluso los obstáculos que los hombres se atreven a interponer. Entonces,
¡ánimo!
Sometido a prueba
Ezequías fue un rey piadoso, cuya fe brilló particularmente cuando el rey de Asiria
sitió a Jerusalén. En esa ocasión se presentó delante de Jehová, le mostró la carta que
había recibido de Senaquerib y dejó obrar a Dios (2 R. 19). Su confianza fue maravi-
llosamente recompensada con la derrota de sus enemigos.
Cuando Ezequías contrajo una enfermedad mortal, le rogó a Dios que lo sanara.
Su oración fue respondida, asegurándole que se le añadirían 15 años más de vida. Tal
sanidad estuvo acompañada por un milagro: la sombra proyectada en el cuadrante
del reloj de sol retrocedería diez grados (2 R. 20:8-11).
El rey de Babilonia escuchó hablar de esos acontecimientos, y envió una embajada
que llevó una carta y un presente para felicitar a Ezequías. Entonces leemos estas
solemnes palabras: “Dios lo dejó [se apartó de Ezequías], para probarle, para hacer
conocer todo lo que estaba en su corazón”.
¿Qué albergaba, pues, Ezequías en su corazón? La Biblia lo dice con precisión:
había sido beneficiado con un inmenso favor de parte de Jehová y estaba orgulloso
de lo que le había acontecido. Sin embargo, no manifestó un justo agradecimiento
a Dios por ese milagro. Su orgullo lo incitó a mostrar sus tesoros a los enemigos de
Israel. ¡Hubiera sido preferible que Ezequías desplegara también esa segunda carta
delante de Jehová! Así habría recibido las instrucciones necesarias para responderla.
Para el creyente, el orgullo espiritual es peligroso. Pablo sabía algo de ello: él, el
gran apóstol, ¡corría el peligro de enorgullecerse por el hecho de haber sido arre-
batado hasta el tercer cielo y haber oído palabras inefables! Para guardarlo de esa
tentación, Dios le envió una enfermedad, una discapacidad física, como él mismo
lo explica: “Me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me
abofetee” (2 Co. 12:7).
Jesús, en la oración que les enseñó a sus discípulos, les indicó que pidieran: “No
nos metas en tentación (o: No nos expongas a la tentación)”. Dios no tienta a nadie;
sin embargo, puede permitir que el estado espiritual de uno de sus hijos sea sometido
a prueba.
Mantengamos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos. Permanezca-
mos humildes y dependiendo de él en todas las circunstancias, incluso cuando todo
parece marchar muy bien.
No menospreciemos al Señor
Imaginemos a un niño arrancado de la miseria y adoptado en una familia que, con
amor, le brinda todo lo que él pudiera desear para su bien. Si tal niño, al llegar a la
edad adulta, olvidara a sus padres adoptivos y viviera de manera libertina o violenta,
menospreciaría vergonzosamente tanto a éstos como a sus enseñanzas.
En el Antiguo Testamento, un hombre experimentó la inmensa bondad de Dios,
su protección, su ayuda en los peligros y sus inmensas bendiciones; se trata de David.
Sin embargo, éste cometió un pecado extremadamente grave: un adulterio, al cual le
añadió el homicidio de un inocente, para ocultar su falta ante los ojos de los hombres.
Natán el profeta fue enviado por Dios para hablar a la conciencia de David. La severa
reprensión que le dirigió fue que, por ese acto, David había menospreciado a Dios y
a su Palabra. Cuanto mayor es la gracia que Dios le manifiesta a una persona, tanta
mayor gravedad revisten los pecados que ella comete contra Dios.
Cuando Joab mató a dos inocentes (a Abner y a Amasa), parece que Dios no le
dirigió las mismas reprensiones que a David. Efectivamente, este último gozaba de
la más grande de las bendiciones que un hombre podía desear; incluso más grande
que la que tenía como rey: una real intimidad con Dios. Los Salmos nos brindan un
panorama de ello.
Los creyentes son también personas muy privilegiadas. Tienen a su disposición
inmensas bendiciones. La más excelente es, ciertamente, tener en Cristo una rela-
ción libre y verdadera con Dios, mediante el Espíritu Santo que mora en ellos. Por
eso el Señor condena con mucha mayor firmeza el pecado de un creyente que el de
un incrédulo. Su disciplina tiene por objeto hacerle participar de su santidad (Heb.
12:6-10).
Esto es lo que, cada día, me alienta a pedirle al Señor que nos guarde de todo mal,
tanto a mí como a mis hermanos y hermanas.
El pueblo de Dios
Toda la historia del pueblo de Israel, tal como está relatada en el Antiguo Testamento,
confirma los tres puntos importantes de este versículo:
– “He creado este pueblo…” El pueblo de Israel no es un accidente de la historia ni
un producto de la ambición de un hombre. Es la consecuencia de la voluntad de Dios,
anunciada a Abraham centenares de años antes de que este pueblo existiera. Dios, y
sólo Dios eligió a ese hombre, cuidó de él para instruirlo y atenderlo. Hará lo mismo
con los patriarcas Isaac y Jacob. Dios, y sólo Dios, por su poder, sacó de Egipto una
masa de hombres y mujeres, esclavizada e impotente, para hacer de ella un pueblo
conducido por Moisés, a quien había preparado y formado para ello. A este pueblo,
Dios, y sólo Dios le dio un territorio conquistado bajo la dirección de Josué, o de
reyes como David.
– “para mí…” La voluntad de Dios, al formar este pueblo, es poder habitar en me-
dio de él, en medio de hombres y mujeres que lo conocen y aprecian su bondad. La
construcción del tabernáculo para la travesía del desierto, y luego la del templo en el
monte de Sion muestran el aspecto concreto de esta residencia de Dios en medio de
su pueblo.
– “mis alabanzas publicará”. Dios quería revelarse a un mundo que ha rechazado
a su Creador, negándose a darle la obediencia que le debe. Para eso, quería hacer del
pueblo de Israel “un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éx. 19:6), un pueblo que le
ofrece su adoración y que, por su existencia misma, publica a los otros habitantes de
la tierra la fidelidad del Dios que se ha encargado de él.
Un día vendrá cuando, en todo su territorio, y bajo la dirección de aquel que cla-
varon, este pueblo cumplirá con lo que Dios espera de él desde hace tanto tiempo.
Hoy, son los cristianos los que constituyen el pueblo de Dios en la tierra: un “sa-
cerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales” y un “real sacerdocio, nación
santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os
llamó…” (1 P. 2:5 y 9). Cumplamos entonces con amor nuestra doble misión.
Intención y acción
El Señor, mediante esta parábola, les reprocha a los jefes religiosos de Jerusalén el he-
cho de no haber tenido en cuenta la predicación que habían oído de Juan el Bautista.
Publicanos y rameras se habían arrepentido, así como el primer hijo, mientras que
dichos jefes no lo habían hecho.
En esta parábola hallamos una aplicación muy concreta para nosotros. No tene-
mos razones para suponer que el segundo hijo hubiera querido engañar a su padre
mediante una respuesta afirmativa. Todo el mundo sabe que numerosas intenciones
buenas y sinceras nunca llegan a concretarse. Como lo dice un refrán que utilizan los
hombres: «El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones», es decir,
que no basta con una decisión a obrar, sino que es preciso pasar a la acción.
¡Cuántas buenas intenciones hemos tenido, pero que han quedado detenidas en el
ámbito de la intención! No hablamos de los innumerables impulsos que nos mueven
a ir hacia todas las direcciones, sino de esas decisiones interiores, frutos del amor
divino, producidas por el Espíritu Santo y confirmadas mediante la oración: visitar
a un enfermo, prestar ayuda a un necesitado, escribirle a un misionero o acercarnos
a él para ayudarlo. Muy a menudo, si esa buena intención fracasó, se debe a que he-
mos esperado para cumplirla, porque hemos dejado que mil cosas acaparen nuestra
mente y devoren nuestro tiempo.
“En seguida”; esta palabra se repite sin cesar en el evangelio según Marcos, que
nos presenta al Señor como el perfecto siervo de Dios. Pablo, obraba como su maes-
tro: ¿Acababa de convertirse? “En seguida” predicaba a Jesús (Hch. 9:20). ¿Recibió
mediante una visión el llamado de un varón macedonio? “En seguida” procuró res-
ponder a ello (Hch. 16:10).
¿No es la reacción inmediata de aquel que ama a alguien hacer en seguida lo que
el ser amado desea? No nos forjemos buenas razones para postergar el cumplimiento
de lo que el Señor nos propone hacer. Esto nos permitirá estar listos para responder
en seguida al siguiente llamado de nuestro Salvador y Señor.
El reino de Dios
El Señor, después de su resurrección, se refirió al reino de Dios, tomándolo como
tema principal en sus conversaciones con los discípulos, hecho que demuestra la im-
portancia que reviste dicha enseñanza.
Efectivamente, entrar en el reino de Dios es una verdadera revolución: esto sig-
nifica que reconozco plenamente, en toda mi vida, la autoridad del Dios soberano.
Dejo de ser yo mismo el centro de mis pensamientos y de mis actividades y procuro
agradar a Dios en todo.
Para entrar en el reino de Dios, e incluso simplemente para verlo, es necesario
pasar por el nuevo nacimiento (Jn. 3:3-5). Esto se debe a que la Ley dada en la anti-
güedad por Jehová dio la prueba de que el hombre, en su condición de pecador, es
incapaz de cumplir los mandamientos de Dios.
Durante el período actual, Jesús es el rey, aquel a quien le fue dada toda autori-
dad. Él está en el cielo, mientras que nosotros, sus súbditos, nos encontramos aún
en la tierra con la misión de representarlo durante su ausencia. Por ello, no vivimos
intentando hacer lo que nos gusta, sino que seguimos el ejemplo que Jesús nos dejó y
tenemos como meta el mismo objetivo que Él.
La ley del reino de Dios es, pues, lo que Jesús manifestó cuando estuvo entre los
hombres: la ley del amor a Dios y a nuestro prójimo. La búsqueda de nuestro bienes-
tar personal ya no es algo prioritario: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino
justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Ro. 14:17).
El reino de Dios es algo que llevamos a la realidad en nuestra vida personal: im-
pregna todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y hechos. Infunde en nuestro
hogar un ambiente de comprensión, de servicio y de gozo. En la vida congregacional,
es decir, en la iglesia, se manifiesta mediante la sumisión al Señor y de unos a otros,
buscando cada uno el bien de los demás. Así, en este mundo, el creyente fiel, las fami-
lias cristianas y los cristianos unidos entre sí son los testigos de Jesús. Esto conducirá
a que el mundo pueda ver que “El reino de Dios está entre vosotros” (Lc. 17:21), tal
como el Señor lo dijo hablando de sí mismo.
Pescar
En Capernaum, los que cobraban el impuesto para el mantenimiento y el servicio
del templo, le preguntaron a Pedro si su Maestro obedecía esa ordenanza. Pedro, sin
dudarlo, respondió que sí. Contrariamente a aquéllos, ¡él no dudaba de que Jesús
fuese un buen judío!
En esa época, un rey exigía que sus súbditos pagaran impuestos para satisfacer
sus propias necesidades y las de sus parientes quiénes estaban eximidos de tal obliga-
ción. Ahora bien, puesto que el templo era la casa de Dios y que Jesús era el Hijo de
Dios, pagar el impuesto para el mantenimiento del templo ¡significaba pagar las ta-
sas que le correspondían a él mismo por derecho! Fue lo que Jesús le recordó a Pedro.
Sin embargo, para evitar que los recaudadores se escandalizaran, el Señor lo pagó.
Ahora bien, ¿dónde hallaría el dinero? Jesús envió a Pedro a que echara el anzuelo y
le pidió que abriese la boca del primer pez que sacara. Allí encontró un estatero, la
suma exacta para pagar lo que se le requería a él y a su discípulo.
El pescador profesional pesca con red, a fin de extraer una mayor cantidad de pe-
ces. Sin embargo, aquella mañana, Pedro y sus compañeros, que habían echado sus
redes toda la noche, regresaron con la barca vacía. Entonces, Jesús le indicó a Pedro
exactamente el lugar donde hallaría una gran cantidad de peces. Pedro obedeció y la
red se llenó tanto que se rompía. ¡Qué símbolo fue esto para ese futuro pescador de
hombres!
El Señor, para responder a cada situación, enseña el medio apropiado. El primer
caso nos habla de las necesidades o dificultades personales y de las soluciones que el
Señor puede indicarnos. El primer pez, atrapado por el anzuelo de Pedro, permitió
pagar el impuesto del templo a los recaudadores ¡que querían tenderle una trampa
al Señor!
En el segundo caso, Jesús ilustra el hecho de que sin él nuestros esfuerzos son
vanos. Sólo por Su palabra será fructífero el papel misionero que desempeña el cris-
tiano. Además, en este mundo de pecado, la red que junta los peces nos recuerda que
la Palabra es a la vez el medio de evangelización y el contenido del mensaje.
Pero, en todos los casos, los buenos resultados sólo pueden obtenerse si el Señor
está presente para obrar por su Espíritu.
La Biblia en un año AT Salmos 124, 125, 126, 127 NT 1 Corintios 7. 1-24 237
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miércoles 26 de agosto
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los
otros.” Juan 13:35
“Y les reconocían que habían estado con Jesús.” Hechos 4:13
238 La Biblia en un año AT Salmos 128, 129, 130, 131 NT 1 Corintios 7. 25-40
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jueves 27 de agosto
“Hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, que de la manera que apren-
disteis de nosotros cómo os conviene conduciros y agradar a Dios, así abundéis más
y más.” 1 Tesalonicenses 4:1
“Andad en amor…” Efesios 5:2
Con Jesús
Los doce discípulos acompañaron al Señor Jesús durante su ministerio y lo siguieron
hasta Getsemaní. Excepto Judas, estaban impregnados de su enseñanza y, más aún,
vieron su comportamiento. Para ellos fue un gran privilegio haber estado cerca del
Señor durante los tres años y medio de su ministerio. Sin embargo, ¿cuáles fueron
los resultados de ello?
Pedro, siempre impulsivo, pensaba que tendría suficiente valentía para seguir a
su Maestro hasta la muerte. Su amor por Jesús no era superficial; sin embargo, sus
propias fuerzas no le permitirían superar la prueba a la cual sería sometido.
Mientras que Pedro estaba sentado fuera en el patio del palacio donde Jesús era
juzgado, una criada se acercó y lo acusó, diciendo que era un discípulo de Jesús y, por
lo tanto, sospechoso. Pedro negó esto con energía. Luego, otra criada lo identificó
públicamente como uno de aquellos que estaban con Jesús de Nazaret. Pedro juró
que no lo conocía. Finalmente, otras personas se acercaron y afirmaron: “Verda-
deramente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre”
(Mt. 26:73). Pedro, con maldición y juramento, negó por tercera vez: “No conozco al
hombre” (v. 74). Es inútil querer ocultar o negar haber vivido cerca de Jesús. El mun-
do lo sabe, se acuerda… ¡y desconfía!
El hecho de haber estado con Jesús no es suficiente para dar testimonio de él. Más
tarde, por el poder del Espíritu Santo, el testimonio de Pedro y de Juan fue tal que los
jefes del pueblo se quedaron estupefactos. La osadía que manifestaban los sorpren-
día: ¿cómo esas personas sin letras y del vulgo podían tener semejante impacto sobre
las multitudes? Para ellos, la energía de los dos apóstoles provenía del hecho de que
habían estado con Jesús en el pasado; sin embargo, la verdadera razón era que éstos
ahora estaban llenos del Espíritu Santo.
Vivamos, pues, con Jesús, apreciando profundamente su gracia y su amor, y de-
jándonos llenar del Espíritu Santo constantemente. ¡He aquí el secreto de un testi-
monio poderoso!
La Biblia en un año AT Salmos 139, 140, 141 NT 1 Corintios 10. 1-13 241
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domingo 30 de agosto
“Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado
en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no
lo estimamos.” Isaías 53:3
El hombre de dolores
Jesús, Señor nuestro, Hijo eterno del Padre, ocupaba el lugar más excelso en la felici-
dad celestial. Sin embargo, por amor a su Padre y a nosotros, descendió al lugar más
humilde en la tierra. Llegó a ser el “varón de dolores” a causa de aquellos a quienes
venía a salvar. Éstos le infligieron sufrimientos bajo múltiples formas. Perfecto en
su humanidad, lo fue también en su sensibilidad. En particular, sentía intensamente
la oposición que le manifestaban, pues sabía que su fuente y su naturaleza eran dia-
bólicas.
– Sufrimiento de Aquel que no era aceptado por su propio pueblo: “A lo suyo vino,
y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:11).
– Sufrimiento al ver rechazado su amor: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos…
y no quisiste!” (Mt. 23:37).
– Sufrimiento a causa del desprecio que recibieron sus llamados llenos de gracia:
“No queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn. 5:40).
– Sufrimiento cuando su honra era ultrajada: “[Yo] honro a mi Padre; y vosotros
me deshonráis” (Jn. 8:49).
– Sufrimiento al comprobar la ceguera del pueblo, que no veía la gloria de Dios en
él: “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8:12; véase también Jn. 12:37-43). Sufrimiento bajo
los insultos de los fariseos que, a pesar de los milagros que él hacía, no lo reconocie-
ron como el Mesías. Lo acusaban, afirmando: “Este no echa fuera los demonios sino
por Beelzebú, príncipe de los demonios” (Mt. 12:24), o: “¿No decimos bien nosotros,
que tú eres samaritano, y que tienes demonio?” (Jn. 8:48).
– Sufrimiento ante la incomprensión de sus discípulos, como Felipe: “¿Tanto tiem-
po hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” (Jn. 14:9).
Asimismo, ¡cuántos sufrimientos oprimieron a Jesús a causa de la traición de Ju-
das, la negación de Pedro y el abandono de todos!
Finalmente, ¡qué sufrimientos soportó el día más largo de su ministerio, cuando
fue enjuiciado de manera inicua, vituperado por los gritos de odio del pueblo y las
provocaciones de los jefes religiosos, el día de su crucifixión! Sí, fue verdaderamente
el “varón de dolores”, quien sufrió “el castigo de nuestra [o: que nos da la] paz” (Is.
53:3, 5).
242 La Biblia en un año AT Salmos 142, 143, 144 NT 1 Corintios 10. 14-33
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lunes 31 de agosto
“Volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, confirmando los ánimos de los discí-
pulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario
que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios.”
Hechos 14:21-22
La Biblia en un año AT Salmos 145, 146, 147 NT 1 Corintios 11. 1-15 243
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martes 1 de septiembre
“Y [Adán y Eva] conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de
higuera, y se hicieron delantales.” Génesis 3:7
244 La Biblia en un año AT Salmos 148, 149, 150 NT 1 Corintios 11. 16-34
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miércoles 2 de septiembre
“Marta… tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies
de Jesús, oía su palabra.” Lucas 10:39
¡Dios no olvida!
En el tiempo de David, el reino de Israel se vio afligido por un largo período de ham-
bre. En esa tierra sucedía que las consecuencias de una sequía se hacían sentir al año
siguiente, puesto que resultaba en carencia de alimentos. Sin embargo, el hambre
prolongada durante tres años era un hecho que llamaba a la reflexión. David, pues,
le preguntó a Jehová: «¿Por qué permites Tú semejante prueba, que toca a todo tu
pueblo?»
David supo, de parte de Jehová, que ese juicio que se cernía sobre ellos era por la
maldad de Saúl, su predecesor a la cabeza del reino. Este rey había procurado eli-
minar de su reino a los gabaonitas, a pesar de que Josué les había prometido que la
vida de éstos estaría a salvo y que les daría refugio. La Biblia precisa que Saúl había
emprendido esa especie de «purificación étnica» en su celo por los hijos de Israel y de
Judá. Vemos, pues que obró así para cuidar su popularidad, y no por celo por Jehová.
Además, probablemente, también lo hizo por interés.
Saúl no recordó – si lo supo alguna vez – lo que prescribía la Ley: “Como a un
natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como
a ti mismo; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo Jehová vuestro Dios”
(Lv. 19:34).
Los israelitas no se acordaban más de las numerosas víctimas que había produ-
cido el odio de Saúl; sin embargo Jehová no olvidaba los crímenes cometidos por
su pueblo bajo el mando de su rey. Dios no cierra los ojos frente a los pecados de su
pueblo, y el tiempo no los borra.
Y nosotros también, si hemos cometido un pecado o una injusticia contra alguien,
recordemos que el tiempo no borra nada y que cuanto más pronto lo confesemos,
tanto más rápido recobraremos la verdadera comunión con Dios.
Se burlaron de Él
El Señor les había anunciado varias veces a sus discípulos que sería el blanco de la
burla de los hombres y que sería entregado “a los gentiles para que le escarnezcan”
(Mt. 20:19).
Burlarse de alguien que va a morir es una actitud innoble. Sin embargo, ese día los
jefes religiosos judíos y los que pasaban por el Gólgota no dudaban en escarnecerlo
con sus burlas.
Ellos comenzaron burlándose del hecho de que había dicho que era el Hijo de
Dios: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mt. 27:40). ¿No era capaz de li-
brarse de esa cruz en que había sido puesto? ¿Qué resistencia le habrían opuesto los
clavos? Los hombres que lo colgaron en el madero, un día deberán inclinarse delante
de él y reconocer que “Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp. 2:11).
Luego todos ironizaron respecto a sus hechos: “A otros salvó, a sí mismo no se
puede salvar” (Mt. 27:42). Ellos habían visto u oído hablar de los poderosos milagros
de salvación que Jesús había obrado. ¿Cómo habría podido ser el Salvador del mundo,
si hubiera utilizado tal poder, siempre a su disposición, para salvarse a sí mismo?
¿Era éste el Rey de Israel? – se mofaban –, ¡un rey incapaz de ejercer su poder! “Si
es Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mt. 27:42). Llegará
el día en que ellos deberán reconocer que él es el Rey de reyes.
Otra burla, combinada con un insulto, debió quebrantar el corazón de nuestro Se-
ñor: “Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere” (Mt. 27:43). Tal agravio ponía en duda
el amor de Dios por su Amado. Él había confiado en su Dios durante toda su vida
en la tierra; sabía que era y sería siempre el Hijo del amor del Padre, el Hijo único y
amado. Y si hubo un momento en que Dios mostró que tenía su complacencia en él
fue cuando Jesús manifestó que era obediente hasta la muerte de cruz.
Nos inclinamos en adoración ante Aquel que no respondió a las provocaciones de
los hombres, que aceptó ser escarnecido delante de todo su pueblo, y también ser el
tema de sus burlas (Lm. 3:14).
Cazadores de tesoros
La posibilidad de descubrir montones de monedas de oro, animó a ciertos aventu-
reros a explorar las costas marítimas con el objeto de hallar tesoros en los restos de
barcos hundidos. Algunos tuvieron éxito, como Mel Fisher, uno de los cazadores
de tesoros más conocidos. Este hombre, utilizando medios técnicos ultra modernos,
halló los restos de un navío español, cuyo nombre era Nuestra Señora de Atocha, el
cual había naufragado en 1622 frente a la costa de la Florida. En 1985, los buzos a
sus órdenes lograron extraer de la nave joyas y objetos de oro y de plata valorados en
casi 400 millones de dólares. Él decía: «Si usted ve el fondo del océano cubierto de
monedas de oro, jamás podrá olvidarlo.»
Pero, hay un tesoro que tiene un valor incomparable, que permanece siempre a
disposición de todos los hombres: se trata de la Biblia, la Palabra de Dios. Ella es un
tesoro inestimable en virtud de su perfección: “Por eso he amado tus mandamientos
más que el oro, y más que oro muy puro” (Sal. 119:127).
Para el que la lee con el profundo y sincero deseo de conocer a Dios y a su Hijo
Jesucristo, ella tiene más valor que todos los tesoros.
La Biblia es un tesoro porque explica el modo en que se halla el perdón de los
pecados, la paz con Dios y el verdadero sentido de la vida. Ella revela las riquezas de
la gracia de Dios y de su gloria (Ef. 1:7; Ro. 9:23), de su bondad y de su paciencia (Ro.
2:4), y las riquezas inescrutables de Cristo (Ef. 3:8).
La Biblia es también un tesoro porque contiene innumerables promesas, y los cre-
yentes de todas las épocas han podido apoyarse en ellas en todas las circunstancias.
Todo lo que ella contiene llena al alma de un gozo profundo, que no tiene punto
de comparación con todas las riquezas del mundo. Nuestros bienes materiales pue-
den ser robados, pero nadie puede robarle la Palabra de Dios a quienes la conocen y
la aman.
Un recipiente impropio
Los discípulos de Juan y los fariseos practicaban el ayuno ritual y se sorprendían de
que los discípulos de Jesús no lo hicieran. En el versículo citado hoy, vemos que el
Señor quería hacerles comprender que él había venido a establecer un orden de cosas
completamente nuevo. La Ley, que tenía como fundamento el compromiso del hom-
bre para cumplir la voluntad de Dios, no pudo ser un medio de salvación a causa de
la imposibilidad de que el hombre la respetara. Fue reemplazada por la gracia, que
tiene como fundamento el sacrificio perfecto que Jesús consumó en la cruz. Ahora,
Dios otorga su perdón y su gracia a todos los que, reconociéndose pecadores, depo-
sitan su fe y confianza en la persona y la obra del Señor Jesús. Este cambio radical
pone completamente de lado al hombre y sus pretensiones, para dar lugar a la gracia
incondicional de Dios, “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga
vida eterna” (Jn. 3:16).
Además, el Señor les señaló a sus discípulos que un verdadero arrepentimiento
y la humillación tienen más importancia que las manifestaciones exteriores de pie-
dad. Efectivamente, los cristianos siempre corren un riesgo: no el de volver a la Ley
para ser salvos, sino el de regular su andar en la tierra con un espíritu ceremonioso
o legalista. Vemos esto, por ejemplo, cuando seguimos ciegamente las tradiciones o
costumbres que pueden tener bases bíblicas, pero de las cuales quizá perdimos su
sentido profundo. Tales reglas no logran comprometer nuestro corazón y, peor aún,
¡podemos hallar en ellas algo en qué gloriarnos!
El apóstol Pablo les escribió a los colosenses: “¿Por qué… os sometéis a preceptos
tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos
y doctrinas de hombres)…? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabi-
duría en culto voluntario, en humildad… pero no tienen valor alguno contra los
apetitos de la carne” (Col. 2:20-23). ¡Resulta muy cómodo refugiarse detrás de cier-
tos reglamentos rigurosos o de consignas dadas por una autoridad humana a la que
se estima competente! Sin embargo, dicho conjunto de reglas no tiene ningún valor,
pues suprime todo ejercicio personal delante del Señor y pone de lado la acción del
Espíritu, quien es el único que puede guiarnos a toda la verdad (Jn. 16:13).
No, las enseñanzas de la gracia no pueden hallarse dentro del envoltorio rígido de
la Ley y, con mucha mayor razón, ¡en ninguna reglamentación humana!
Un reino de amor
¿Piensa usted, quizá, que el reino mencionado en este versículo nos habla del cielo
donde el Señor Jesús está sentado y donde reina la luz divina? ¡No, no se trata de eso,
en absoluto! El reino del Hijo existe en la tierra: se trata del dominio espiritual sobre
el cual él reina desde el cielo.
No busque sus fronteras, pues no tiene territorio físico: su rey está en el cielo y sus
súbditos, los hombres y las mujeres que le pertenecen, están en la tierra. El Rey ejerce
sobre ellos su autoridad llena de amor y de gracia, autoridad absoluta y dulce a la vez.
Sus súbditos le sirven con dichosa obediencia.
Para formar parte de tal reino es preciso haber sido librados del príncipe de este
mundo, quien esclaviza a los hombres y los mantiene en las tinieblas morales, lejos
de Dios. Para ser introducidos en él, es necesario “nacer de nuevo” (Jn. 3:3-8), me-
diante la luz que brinda el evangelio de la gracia de Dios. Dicha luz nos revela lo que
somos nosotros y lo que es Dios, quien es particularmente amor.
Efectivamente, el origen y el fundamento de este reino es el amor de Dios. Prime-
ro, el amor del Padre quien dio a su “amado Hijo”, para hacernos dignos de ser lla-
mados santos y de estar en su presencia. Además, el amor del Hijo, quien reina ahora.
Por amor a su Padre y a nosotros, dio su vida en rescate para librarnos de nuestros
pecados (es el sentido de la palabra redención).
Ahora, pues, los súbditos de Rey le sirven por amor y, a la vez, como siervos que
no se someten a otra voluntad sino a la de su Amo, y como amigos que conocen los
deseos secretos de Aquel a quien le deben todo.
Por eso el apóstol Pablo oraba para que los colosenses anduviesen “como es digno
del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra” (Col. 1:10).
El engañador engañado
Jacob trabajó siete años para poder casarse con Raquel, la hija de Labán, conforme
al contrato celebrado entre los dos hombres. El futuro suegro preparó un banquete.
Todos los vecinos fueron invitados para ser testigos del casamiento. Sin embargo, a
la mañana siguiente de la noche de bodas, Jacob no halló en su cama a Raquel, sino
a la hermana mayor de ésta, es decir, a Lea. Así engañó Labán a su yerno Jacob, ¡y le
exigió que trabajara otros siete años más para permitirle casarse con Raquel, la mujer
a quien éste amaba!
¿Por qué Dios permitió que Jacob fuera engañado de esa manera? Probablemente
para que comprendiera que tenía asuntos que debía arreglar. ¿Acaso no había enga-
ñado a su propio padre para obtener la bendición que le correspondía a su hermano
mayor? Y ahora, ¡Labán le había dado el primer lugar a la mayor, antes que a la
menor! Jacob debe haberse preguntado: «¿Es esto una coincidencia o una señal de
Dios?» Habían transcurrido al menos siete años desde el momento en que Jacob se
vio obligado a dejar a su padre y a su madre, luego de consumar su engaño. Quizás
había enterrado esto en el fondo de su memoria; sin embargo, Dios no olvida nada y
deseaba que Jacob lo supiera, para que juzgara su mala conducta del pasado.
Dios puede permitir tales «coincidencias» en nuestra vida. No para castigarnos,
sino para poner el dedo en los hechos y actitudes de nuestro pasado, que no fueron
para su gloria. Nos corresponde, pues, juzgar no sólo nuestras faltas, sino también
los móviles que las produjeron.
El Señor desea librarnos de lo que aún nos estorba. Así, pues, en su amor, trabaja
para ello con el fin de hacernos avanzar con él. No ocultemos nuestras propias faltas,
y estemos atentos a las lecciones que Dios nos da. Recordemos que él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, cuando se los confesamos.
La videncia
En este principio del siglo XXI, la videncia y la adivinación tienen mucho éxito, a
pesar de las numerosas estafas a las que dan lugar. La prueba es el gran número de
eventos dedicados a estos temas.
Un sociólogo nos proporciona algunas características de los que recurren a estas
prácticas: «Es una población que quiere poder estar tranquila respecto a tres temas
muy clásicos: la salud, el amor y el dinero. Recurrir a la videncia es, para sus partida-
rios, una religión muy cómoda, personalizada y poco exigente. Así pueden aquietar
sus preocupaciones y salirse con la suya. Es más o menos una religión a la carta.»
Según este sociólogo, los que practican una religión como el cristianismo no prac-
tican la videncia, porque se sienten seguros de su porvenir y de su representación del
mundo. Esperamos que las afirmaciones de este buscador correspondan a la realidad
y que ninguno de nuestros lectores cristianos transgreda la prohibición divina ab-
soluta enunciada en la Biblia. Por una parte, no podemos creer en ello, porque sólo
nuestro Dios conoce el futuro. Por otra parte, debemos abstenernos completamente
de todo contacto con ese ámbito, porque es animado por espíritus diabólicos peli-
grosos.
Además, no necesitamos tranquilizarnos con falsas ilusiones, porque tenemos las
certezas y las promesas de Dios en su Palabra:
– Acerca de la salud: sabemos que nuestra salud está en las manos de Dios y que
pronto vamos a ser revestidos de unos cuerpos nuevos, perfectos, que gozarán de una
salud eterna.
– Acerca del amor: sabemos que Dios nos ama con un amor que no cambia y cuya
medida es el amor del Padre a su Hijo (Jn. 17:23).
– Acerca del dinero: sabemos que Dios nos ha dado “las inescrutables riquezas
de Cristo” (Ef. 3:8); a diferencia de las posesiones materiales terrestres perecederas,
nosotros poseemos “lo verdadero”, lo que es eterno.
El cristianismo no procura complacer al hombre natural, porque primero hay que
reconocerse pecador. Sin embargo las respuestas que da son garantías para aquel que
las cree. Dios no engaña a nadie y nos ofrece un porvenir seguro: será el cielo, o el in-
fierno si rechazamos su salvación. No dejemos de hablar, a los que están angustiados,
de Aquel que puede dar plena seguridad acerca del futuro personal de cada hombre.
La gracia soberana
¿Por qué se acercó Dios a esa familia que servía a otros dioses (Jos. 24:2) y se dirigió
a Abraham, uno de sus miembros, con el propósito de bendecirlo sobreabundante-
mente? La única explicación es ésta: la bondad de Dios se manifestó al tener soberana
misericordia de alguien que merecía el juicio y no la bendición.
Esta aparición del Dios de la gloria (Hch. 7:2) impactará toda la vida de Abraham
que comprende su pequeñez frente a la majestad divina. A veces le faltará audacia
en su fe, pero no manifestará nunca esos sentimientos de justicia propia que podían
haber nacido, por ejemplo, de la conciencia de ser obediente a Dios. Apreciaba en su
justo valor la misericordia que se había tenido de él y que lo apoyaba durante su larga
peregrinación.
Como Abraham, que es llamado el “padre de todos los creyentes” (Ro. 4:11), el cre-
yente de hoy sabe que no merece en absoluto el favor de Dios bajo el que se encuentra
después de haber creído en Jesús. El perdón de sus pecados, la recepción de la vida
divina, la presencia del Espíritu Santo en él, todo esto proviene de la pura gracia de
Dios.
Sin embargo, somos propensos a pensar que manifestar fervor, o simplemente
interés, por las cosas de Dios, nos va a traer un reconocimiento particular de la mi-
sericordia de Dios, o va a hacer que nos beneficiemos de un favor especial. Deshagá-
monos inmediatamente de semejante razonamiento cada vez que surja en nuestros
pensamientos.
Cuando el mal o la dejadez progresan en nuestro entorno cristiano, tendemos
también a erigir mandamientos como diques. El resultado siempre es desastroso. Por
eso, en un contexto similar, Pablo exhorta a Timoteo, y a nosotros con él, a fortale-
cerse en la gracia que es en Cristo Jesús (2 Ti. 2:1).
Sólo el deleite de la gracia, a la que debemos absolutamente todo, puede llevarnos
a tomar conciencia del amor de Dios, a adorarle y a servirle en respuesta a este amor.
Amar la luz
Cualquiera se puede dar cuenta que la luz, físicamente hablando, lo ilumina todo,
y permite ver y observar todo lo que nos rodea. Sin embargo, en este versículo ella
tiene un sentido espiritual. Aquí, la luz es lo que da vida. Ilumina el alma de quien
la recibe. Juan nos la describe en contraposición a la humanidad que se ha vuelto
“tinieblas”. Espiritualmente, las tinieblas no son la ausencia de luz, sino todo lo que
se opone a la luz y que le resiste, es decir, el mundo de los hombres alejados de Dios.
El apóstol constata que los hombres de su época, judíos y no judíos, han preferido
sus extravíos legalistas o idólatras a la presencia de la luz. En esa época, tanto para los
griegos como para los romanos, abundaban los dioses inventados para acompañar
cada circunstancia de la vida. Dos mil años después, esa forma de idolatría no ha
desaparecido del todo.
Hoy en día el hombre utiliza la razón para explicar, comprender y animar el pro-
greso del que disfrutamos. Sin embargo, tropieza con el sentido de la vida: el hombre
piensa, se pregunta sobre su origen y su porvenir. Si sabe escuchar su consciencia, se
sorprende al descubrir en sí mismo motivaciones que, al igual que su vida interior,
son poco presentables en público. Todos tenemos nuestras preocupaciones, nuestras
culpabilidades y nuestras inquietudes interiores. Muchas veces sentimos un deseo
secreto de verdadera luz para iluminar nuestro ser interior, romper las cadenas y
disfrutar de libertad.
Puestas en el contexto de nuestro mundo contemporáneo, las palabras del apóstol
Juan todavía resuenan y nos invitan a abrirnos a esa luz que muchos hombres han
descubierto. Como cada ser humano, los cristianos pasan por circunstancias felices
e infelices. Sin embargo estando en la luz, las viven de forma diferente.
En realidad, ¿cuál es esa luz que presenta el evangelio desde hace 2000 años a to-
das las generaciones humanas, sin cansarse?
El apóstol Juan, quien habla de ella, vivió a su lado: es Jesús, viviendo en la tierra.
Juan sabe de qué está hablando. Vio a Jesús actuar y lo escuchó enseñar. Quiere que
sus semejantes lo conozcan también. Así que, inspirado por el Espíritu de Dios, es-
cribió un evangelio en donde da su testimonio. A nosotros nos toca ponernos bajo la
luz de Aquél que dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8:12).
La libertad cristiana
¡Qué lucha tan constante es la que sostiene Pablo por la libertad cristiana! Fue perse-
guido por los judíos, llenos de ira al ver lo que llamaban una secta judía liberarse de
la servidumbre de la Ley. Sin embargo también tuvo que luchar para que los cristia-
nos de origen judío, marcados por sus hábitos religiosos, no retorcieran el mensaje
de la gracia y de la fe cristiana.
La Ley había sido dada al pueblo de Israel para enseñarle a conocer a Dios, su
santidad, su justicia y su amor. Consistía en ordenanzas que prescribían lo que había
o no había que hacer para obtener el favor de Dios. Sin embargo su mandamiento
esencial, el fundamento de la Ley, era el amor: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Ahora bien, los judíos habían olvidado lo esencial, el fondo, y sólo habían guardado
la forma, las prohibiciones que se habían vuelto una verdadera esclavitud.
La libertad cristiana es, en particular, la liberación de esa esclavitud. Para el cre-
yente, la libertad consiste en practicar el amor, no como medio de ser justificado
ante los ojos de Dios, sino como una expresión de su nueva vida en Cristo. Lo lleva a
buscar la voluntad de Dios en toda circunstancia, y a amar a los demás.
Hoy en día, los cristianos no hablan de volver a la Ley de Moisés. Sin embargo, el
corazón del hombre sigue siendo igual, y muchos seres humanos están en peligro de
utilizar la Palabra para crearse leyes acerca de la forma de comportarse, de reunirse,
y la obligación de aceptar tal o cual interpretación de un versículo de la Biblia.
En nombre de esos mandamientos de hombres, pueden llegar inclusive a excluirse
los unos a los otros y dividirse, a veces de manera vergonzosa. ¡Qué desprecio de lo
esencial: el amor a Dios, al prójimo, y particularmente a los hijos de Dios!
No obstante, ¡la libertad cristiana no es una licencia para hacer cualquier cosa! El
apóstol Pablo se consideraba “esclavo de Jesucristo” (Ro. 1:1) o “esclavo de Dios” (Ti.
1:1). Ahora bien ¿puede un esclavo hacer lo que viene en gana? ¡Claro que no! Actúa
de manera que pueda satisfacer la voluntad de su dueño, sobre todo cuando éste lo
trata como a un amigo (Jn. 15:15).
¡Acordémonos entonces de que la libertad cristiana consiste en obedecer a Cristo
por amor a él, guardar su palabra y servir a sus redimidos (Ef. 5:2, 21; Jn. 14:23; Gá.
5:13-14)!
Escuchar a Dios
El Espíritu Santo reveló al apóstol Juan, en los últimos años del primer siglo de nues-
tra era, el estado en el cual se encontraban siete asambleas locales de Asia Menor.
Describe lo que Cristo aprueba y desaprueba en ellas. Añade una llamada al arre-
pentimiento para las que merecen una sanción y una llamada individual a escuchar
la voz del Espíritu (versículo citado). Cada texto está acompañado de una promesa,
también individual, para “el que venciere”.
Queda claro que la descripción del estado espiritual de esas iglesias y la aprecia-
ción que Cristo da de ellas siguen siendo de actualidad. De hecho, el conjunto de los
siete mensajes retrata la cristiandad en la tierra en cualquiera de las épocas de su
historia, y cada asamblea local de hoy puede sentirse interpelada por uno u otro de
esos mensajes. También se puede considerar que estos dos capítulos dan una visión
profética de la historia de la Iglesia y de su decadencia, desde el primer siglo hasta la
próxima venida del Señor para llevarse a los suyos.
¿De dónde proviene entonces la decadencia del testimonio cristiano? ¿Será porque
los cristianos han delegado a sólo unos cuantos de ellos la responsabilidad de ese tes-
timonio? ¿O que algunos se han apropiado de ese derecho? ¿O que en vez de escuchar
al Espíritu, han preferido escuchar a tal teólogo, tal exégeta, tal o cual predicador o,
a veces, incluso a sus propias interpretaciones? ¿O que se han dejado influenciar por
tal o cual práctica? (ver Ap. 2:14, 15; 2:20; 3:17).
Las razones de la decadencia son variadas, pero el remedio es el mismo que an-
tes: que cada uno escuche y medite lo que el Espíritu dice a cada iglesia, según las
circunstancias propias de cada una, así como lo que le dice a la Iglesia en general. Se
trata de una exhortación individual, dirigida a los que tienen oído para escuchar la
voz del Espíritu. El cristiano no podrá jamás hacer mejor uso de sus facultades audi-
tivas que cuando escucha la Palabra de Dios. Ha recibido al “Espíritu de Dios” para
conocer la sabiduría de Dios, y para sondear sus pensamientos profundos así como
los del Señor (1 Co. 2:6-16).
Ya que el Espíritu es la fuente de nuestra vida, dejémoslo dirigir nuestra conducta:
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gá. 5:25; ver también
Sal. 143:10).
¿Rencor o perdón?
El rencor es muy parecido al odio y está muy lejos de la gracia. Lleno de envidia, Caín
guarda rencor contra su hermano Abel. Ésto lo lleva al asesinato. Le ocurre lo mismo
a Saúl contra David, a quien quiere matar. Los sacerdotes y los fariseos tienen celos
de Cristo y lo hacen crucificar (Mt. 27:18).
La vida del cristiano tiene como fundamento la gracia de Dios. Sorprende enton-
ces cuando oímos que tal o cual creyente guarda rencor contra otra persona y, a veces,
incluso contra un hermano o una hermana en Cristo.
El Señor, en cambio, es admirable. Nunca ha sentido la menor envidia ni el me-
nor rencor. Por ejemplo, conoce perfectamente el estado del alma de Judas, pero ¡en
ningún momento le muestra la menor enemistad! Su último encuentro con él en esta
tierra es marcado por estas palabras: “Amigo, ¿a qué vienes?” (Mt. 26:50). Seamos
llenos del espíritu de Jesús nuestro Señor para juzgar todo principio de rencor y es-
temos llenos de su gracia.
¡Eso es posible! Miremos a Pablo Después de ser azotado, es encarcelado en Fili-
pos; sin embargo no le guarda ningún rencor a su carcelero. Cuando las puertas de la
prisión se abren por sí mismas, le dice: “No te hagas ningún mal, pues todos estamos
aquí” (Hch. 16:28).
Si me entero de que un hermano o una hermana guarda rencor contra mí, debo
actuar como el Señor se lo explicó a sus discípulos: ir a ver a ese hermano a solas;
luego, si no quiere escucharme, reunirme con una o dos personas y, si persiste, in-
formar a la asamblea (Mt. 18:15-17). Queda claro que debo realizar estos pasos con
un espíritu de humildad y de conciliación, sin ningún resentimiento. El perdón debe
ser completo aunque, como desgraciadamente puede suceder, la reconciliación no
ocurra inmediatamente.
¡Que el Señor nos ayude a no conservar dentro de nosotros ninguna raíz de
amargura que pueda producir frutos detestables!
El camino de Jesús
Juan el Bautista, mirando a Jesús que caminaba, dijo: “He aquí el Cordero de Dios”
(Jn. 1:36). Por fin había en la tierra un hombre que quería en todo aspecto caminar
según la mente de Dios, y más todavía, un hombre cuya voluntad era la de cumplir la
obra que su Padre le había encargado.
Tomó forma humana para caminar hasta la cruz y morir en ella. Juan ya había
podido discernir, dirigido por el Espíritu, que el enviado de Dios era el Cordero que
habría de quitar el pecado del mundo.
Su andar cumplía las exigencias de la santidad divina; tenía que morir para resol-
ver el terrible problema del pecado. Iba a Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas
y a los que se le envían. Todo se acabaría para él al tercer día (Lc. 13:32).
Tuvo que caminar “hoy y mañana y pasado mañana” sin permitirse el menor
descanso, yendo de pueblo en pueblo, de lugar en lugar, teniendo siempre delante la
cruz.
Nada lo podrá parar en su camino en este mundo: ni los ataques directos de Sa-
tanás, ni la oposición de todos los jefes religiosos, ni las dudas de sus discípulos que
no podían entender lo que motivaba su conducta. Nada lo apartará de su meta, ni
estorbará sus pasos.
Todas las perfecciones de su persona se discernían en cada una de sus actividades,
de sus palabras y en su enseñanza. Fue al suplicio con determinación, afirmando que
su alimento era hacer la voluntad del que lo había enviado.
Caminó sin titubear porque confiaba en Dios y cumplía su voluntad (ver Sal. 26:1).
Caminó en la luz, sin tropezar: “El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de
este mundo” (Jn. 11:9). No, nada pudo alejarlo de la meta que su Padre le había puesto.
Ahora el Hombre Cristo Jesús está en la gloria adquirida en la cruz. Por fin puede
sentarse “con [su] Padre en su trono” (Ap. 3:21) y gozar del descanso después de la
victoria.
Un israelita desesperado
Imaginemos la vida de un judío del Antiguo Testamento. Malquiel es un israelita que
teme a Jehová. Junto con todo el pueblo, dijo al pie del Sinaí: “Todo lo que Jehová ha
dicho, haremos” (Éx. 19:8). Y desde que Moisés regresó con la ley de Dios, se esfuerza
por obedecer escrupulosamente los diversos mandamientos que contiene.
Esta mañana, Malquiel se dirige hacia la tienda que está en el centro del campa-
mento, con una oveja en la mano. Anoche Malquiel salió por los alrededores para
recoger leña; entre la maleza, en el crepúsculo, agarró una serpiente muerta que con-
fundió con una rama torcida. Es un animal impuro y Malquiel sabe lo que debe
hacer: presentar un sacrificio por el delito, porque tocar una serpiente es pecado (Lv.
5:2), aunque sea un pecado involuntario. Malquiel no es rico, y le cuesta tener que
separarse de una oveja cuya leche le sirve a toda la familia, pero ¿cómo hacerlo de
otra manera? Está impuro, y mientras no entregue su sacrificio, quedará ritualmente
excluido de la comunidad.
Malquiel cumplió su sacrificio y, volviendo a su tienda, se cruza con su amigo Ela,
quien regresa con su rebaño de magníficas vacas, a las que acaba de llevar a beber.
Malquiel envidia el ganado de su amigo… hasta que se acuerda del décimo manda-
miento: “No codiciarás… su buey” (Éx. 20:17). Acaba de cometer otro pecado y ¡no
le queda más que tomar otra oveja para sacrificarla! Malquiel está desesperado: se da
cuenta que no podrá seguir así, que corre el riesgo de sacrificar muy pronto todo su
rebaño para tratar de pagar las faltas que comete tan a menudo. ¿Qué hacer? ¿Quiere
realmente Jehová que no le quede nada para vivir?
“Yo no conocí el pecado sino por la ley” (Ro. 7:7), dirá Pablo quince siglos después.
Las ordenanzas de Levítico son terribles: ¿qué hombre, incluso entre los más fieles,
podría afirmar que las cumple todas? Es la prueba de que ¡el hombre necesita una
justicia que no provenga de sus propios esfuerzos! ¡Por sí mismo, el hombre es inca-
paz de compensar ni tan siquiera sus pecados conscientes! La Ley sirve precisamente
para llevarlo a una desesperación similar a la de Malquiel. Es entonces que se da la
respuesta: “Pero estando ya presente Cristo” (Heb. 9:11), él ha cumplido todo, ha
pagado todo. De ahora en adelante, ya no hay desesperación, sino un inmenso reco-
nocimiento al que nos ha santificado de una vez por todas y por la eternidad.
La Biblia emparedada
Un día mi padre regresó del sur de Francia con un enorme paquete. Cuando lo abri-
mos, descubrimos un libro horrible, lleno de yeso y sucio. Le pregunté a mi padre:
«¿Qué es esto que nos traes?» Era una Biblia que había sido emparedada; unos pro-
testantes la habían escondido en la muralla de su casa. Ponían su vida en peligro si
eran descubiertos, pero preferían correr ese riesgo que abandonar la Palabra de Dios.
Tan valiosa les era.
A veces ocurre eso, en el sur de Francia, cuando demuelen una vieja casa. Se en-
cuentra una de esas Biblias: escapó del fuego de las persecuciones que conoció esa
región. Su dueño, ¿salió quizá del país sin poder regresar? o ¿lo mataron quizás? La
Biblia quedó escondida. La que mi padre encontró fue limpiada y desempolvada;
ahora tiene una bella apariencia.
Hoy, ¡el polvo es un enemigo más serio para la Biblia de lo que fue el fuego an-
tiguamente! ¿Hay polvo en su Biblia? Es bueno ver una Biblia «gastada», una Biblia
«desgastada», una Biblia que se abre por sí misma en mil lugares, una Biblia donde
hay rastros de lágrimas, una Biblia que ha sido la espada del Espíritu en la vida de
un hijo de Dios.
Pero hay algo más serio que el polvo, y es la desobediencia.
El Señor nos has dado su palabra, una palabra infalible, “la espada del Espíritu”
(Ef. 6:17), para nuestras vidas. Que produzca en nosotros amor por ella, que nos lleve
a estudiarla, a «digerirla», y que impregne nuestro ser, en todas las áreas de nuestra
vida.
Que podamos decir, como el salmista: “Quebrantada está mi alma de desear tus
juicios en todo tiempo” (Sal. 119:20).
Informarse y reflexionar
Mefi-boset se había presentado al rey David como “un perro muerto”, prosternándo-
se ante él, porque había sido objeto de una gracia maravillosa, de una “misericordia
de Dios” (2 S. 9:8, 3). En efecto, había temido seriamente ser ejecutado, según la cos-
tumbre de esa época de no dejar vivir a ningún descendiente de una realeza caída.
Sin embargo, había sido invitado a la mesa del rey como uno de sus hijos. Él, un cojo,
había recibido una gran bendición y un gran honor. Además, David le había devuelto
su herencia y había encargado a Siba, un servidor de Saúl, cultivar sus tierras.
Muchos años después, durante la rebelión de Absalón, David huyó de Jerusalén.
Cansado, con una tremenda angustia, es perseguido por su hijo y traicionado por
uno de sus consejeros. Mientras camina descalzo y llorando, David recibe de Siba
comida y montura. Éste le revela a David que Mefi-boset se ha quedado en Jerusalén,
con la esperanza, dice él, de recuperar el trono de Saúl. En su estado de agitación y
cansancio, David no toma tiempo para informarse y se deja engañar. Aunque Siba no
le pide nada en compensación por su lealtad hipócrita, el rey le concede prontamente
todos los bienes materiales de Mefi-boset.
Cuando finalmente Mefi-boset ve volver al rey a Jerusalén, no le pide a David
que reconsidere su decisión. La presencia del rey, en paz y en su casa, es todo lo que
desea (2 S. 19:24-30). David no se había dado cuenta cuánto lo quería Mefi-boset. ¿Se
arrepintió de su decisión rápida y bastante irreflexiva de darle a Siba todos los bienes
de Mefi-boset? Parece que a medias, ya que sugiere modificar su decisión anterior
pidiéndole a Mefi-boset que los comparta con Siba (v. 29).
Nos puede pasar que tomamos decisiones precipitadas como David. Si nos cuen-
tan las palabras o la actitud de un hermano o de una hermana, y no buscamos más
información, corremos el riesgo de juzgar injustamente. Si, por mal informados,
tenemos, equivocadamente, una actitud reprobadora, sepamos reconocer nuestro
error; es difícil, pero es el camino de la verdad, el que trae la paz.
Un Dios de relaciones
Desde las primeras páginas de la Biblia, Dios se presenta como un Dios de relaciones.
Él puso al hombre y a la mujer en el jardín de las delicias y se deleitaba en encontrarse
con ellos. Se nos dice poco sobre esos momentos, pero el texto inspirado insiste en
este anhelo de Dios por relacionarse con el hombre. Ya sabemos qué ocurrió con ello:
el hombre desobedeció y fue expulsado del jardín de las delicias, porque la presencia
de Dios exigía un estado de inocencia que aquél había perdido.
Sin embargo, Dios sigue teniendo interés en el hombre. Lo busca. La pregunta
“¿Dónde estás?” que le hace Dios a Adán, es la misma que le hace a cada uno de
nosotros hoy. Por supuesto tiene una dimensión moral: “¿En dónde estás?” en tu
interior, en tus pensamientos, tus motivaciones, tus sentimientos. La respuesta de
Adán: “Tuve miedo… me escondí” (Gn. 3:10) representa el comportamiento de mu-
chos hombres.
En el Antiguo Testamento, Dios le va a mostrar al hombre pecador las condicio-
nes bajo las cuales puede encontrarse con Él. Pone como fundamento el principio
de que una víctima debe ser ofrecida en sustitución, porque el castigo de Dios por el
pecado es la muerte.
Después de muchos siglos, Dios establece una nueva relación, más íntima. Viene
a visitar al hombre en la persona de Jesús, el Hijo de Dios.
En Jesús, Dios no sólo se encarna entre los hombres, sino que viene a nosotros
lleno de gracia y de verdad. Sin la gracia, la verdad lleva al hombre a la desesperación,
porque sabe que no puede soportar la verdad de su estado delante de él. Por eso Dios
ofrece su gracia para permitir al hombre acercarse a él, por medio del sacrificio de
su Hijo.
Podemos aprender de Jesús cómo acercarnos a las personas, con una actitud de
corazón “lleno de gracia y de verdad”. Su gracia brilla primero para comprender
y escuchar, antes de señalar el desorden moral. Es cierto que hay que manifestar
mucho amor para poder decir la verdad sin herir, y para curar y liberar. Es de esta
manera que en Jesús, Dios sigue acercándose a sus criaturas sobre el fundamento de
la gracia y la verdad.
¿Qué es adorar?
Querido amigo,
¿Se pregunta usted acerca de lo que es la adoración? Pues, ¿sabe qué? No hay nada
mejor que hacerse preguntas… y buscar las respuestas en la Palabra de Dios, la Biblia.
En el capítulo 4 del evangelio según Juan, una mujer samaritana le pregunta a
Jesús acerca de la persona a quien conviene adorar. Él le revela que es Dios, por su-
puesto, pero Dios el Padre. ¡Qué revelación! Dios, que es el origen de todo, el Creador,
el que nos hizo, quiere que sepamos que ¡tiene un corazón de padre, con todo lo que
eso representa en amor incondicional, autoridad y seguridad!
Y ¿quién está calificado para adorar al Padre? Exclusivamente sus hijos, es decir
los que han recibido a Cristo (Jn. 1:12; 1 Jn. 3:1-2): sus pecados han sido perdona-
dos, han sido declarados justos por Dios mismo (Ro. 5:1) y pueden decir con verdad
“Abba, Padre” (Ro. 8:15; Gá. 4:6).
A mi parecer, la adoración es ante todo una actitud interna del cristiano. Reco-
noce en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo al que domina sobre todas las
cosas, al Soberano, omnipotente, omnisciente, omnipresente y sabio; Aquel quien es
luz, verdad, amor.
Se entiende entonces que la adoración no depende de un lugar, y no consiste en el
cumplimiento de ritos. Es producida en el espíritu del creyente por el Espíritu Santo.
Es la respuesta a la revelación de Dios en sus diferentes características y particular-
mente en su amor en Jesucristo. Se compone de emoción inteligente, de admiración
y de consagración. Es “en espíritu y en verdad”.
Jesús no dice que el Padre busca la adoración, sino más bien adoradores; son las
personas lo que le interesa: su deseo es atraer hacia él al hombre que se ha alejado y
perdido en la desobediencia y el pecado (Is. 53:5-6); su deseo es darle la vida, la vida
eterna (Jn. 17:3); es llevarlo con él a su presencia, a su comunión (1 Co. 1:9); es hacerle
partícipe de su reposo y de su gozo.
Ojalá hayamos podido avanzar un poco juntos con estas reflexiones…
Mantenerse firme
Quince años antes de escribirle su última carta, Pablo había conocido a Timoteo en
la región de Listra. Durante años, el apóstol lo formó; luego le confió misiones im-
portantes, a pesar de su corta edad.
Cuando Pablo le escribe, Timoteo está probablemente todavía en Éfeso. El apóstol
lo dejó en esta gran ciudad con una misión: ordenar a algunas personas que no ense-
ñaran doctrinas ajenas a la fe, y que dejaran de prestar atención a cuentos irreales y
a genealogías interminables (1 Ti. 1:3-4). También le confió otras responsabilidades
relacionadas con la conducta y la disciplina en la asamblea en Éfeso. ¡Menuda res-
ponsabilidad!
Ningún otro colaborador de Pablo compartió el mismo compromiso con el Señor
como Timoteo. ¿Por qué exhorta Pablo a su hijo espiritual, desde lo profundo de su
cárcel, a la sobriedad, la perseverancia, y al pleno cumplimiento de su servicio? ¿No
había sido fiel Timoteo, alimentado por la Palabra de Dios? ¿No había sufrido por
Cristo con el apóstol durante sus viajes misioneros? ¿No compartía los mismos sen-
timientos que el apóstol?
Pablo sabía muy bien que los más fieles son el blanco preferido de Satanás. El ene-
migo de los cristianos no pierde su tiempo con los indecisos o los tibios; ¡ya les ganó
para su causa!
En Éfeso, Timoteo es sometido a presiones y a la oposición. Dentro de la asamblea,
las enseñanzas de falsos doctores amenazan a los creyentes, y la inmoralidad crece.
Afuera, la persecución se hace más intensa.
En las dificultades, la reacción humana es comprometer su fe. En contraste, Pablo
exhorta a Timoteo a continuar su servicio, a ser firme, sin hacer compromisos. ¿Po-
drá Timoteo resistir a los ataques, seguir su ministerio a pesar de las dificultades, y
satisfacer la expectativa del apóstol?
El autor de la epístola a los Hebreos termina con esta información: “Sabed que
está en libertad nuestro hermano Timoteo, con el cual, si viniere pronto, iré a veros”
(Heb. 13:23). Sí, Timoteo permaneció firme. Fue perseguido, lo echaron a la cárcel,
pero fue liberado, por la gracia de Dios. Es uno de esos héroes de la fe que pagaron
el precio de su fidelidad.
La corona de bondad
En el salmo 103, el creyente experimenta la bondad de Dios y empieza por animarse
a sí mismo a darle todo el reconocimiento a Jehová quien lo ha bendecido tan abun-
dantemente. Considera los aspectos de la gran salvación de la cual se benefició: se
sabe perdonado, curado, redimido, coronado, saciado y con sus fuerzas renovadas
(vv. 3-5). Todo esto viene de la bondad de Dios.
La infinidad de esta bondad es tan difícil de medir como la distancia que separa
los cielos de la tierra. Es una distancia comparable a la que Dios puso entre nosotros
y nuestros pecados (vv. 11-12).
Las generaciones se siguen – ¡qué fragilidad y qué brevedad en la vida del hombre!
– pero la bondad de Jehová es “desde la eternidad y hasta la eternidad” (vv. 13-18).
Dios se gloría en su bondad, e incluso la meta de su plan eterno es “mostrar en
los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:7). La bondad será como una corona para él, un orna-
mento lleno de belleza que todos los seres contemplarán con admiración, adorando
al que la lleva.
Bueno, pues Dios desea que sus hijos estén también adornados con los mismos
rasgos que él: es por eso que los corona “de favores y misericordias”. Cuando nos
damos cuenta, como David, de la bondad que Dios mostró para con nosotros, le ex-
presamos nuestro agradecimiento y nuestra alabanza. Las personas que nos rodean
perciben esos sentimientos sin que nos demos cuenta, porque el que lleva una corona
en su cabeza no puede verla él mismo.
En medio de un mundo de odio y de violencia, esta corona de bondad y de com-
pasiones constituye un testimonio convincente, porque “contentamiento es a los
hombres hacer misericordia”. ¿No era eso lo que atraía a la gente al Señor, cuando
recorría la tierra de Israel? ¿No es su bondad la que nos atrajo y la que nos hace rego-
cijar cada vez que fijamos los ojos en él?
Oraciones contestadas
Daniel y sus tres compañeros han sido deportados a Babilonia. Allí se forman
en la «universidad» más prestigiosa de la época. Por fidelidad al Dios de Israel, y
arriesgando su vida, se negaron a mancillarse con los manjares consagrados a los
ídolos. Dios honró su fe y les dio mucha sabiduría.
Más he aquí que una circunstancia les pone de nuevo en peligro. El rey ordena a
sus sabios que adivinen el sueño que acaba de hacer y que se lo interpreten. De esa
manera quiere comprobar que sus adivinos tienen verdaderos poderes.
Nadie puede cumplir con esta exigencia del rey. Se llena de ira y ¡ordena que se
maten a todos los sabios de Babilonia! Los cuatro israelitas serán ellos también eje-
cutados. ¿Qué habríamos hecho en su lugar?
Daniel no se enoja por la decisión injustificada del rey. Dios, cuyo poder y fideli-
dad conoce, puede liberarlo. Pide entonces un plazo para indicarle al rey lo que pide.
Se le concede el plazo: primera respuesta divina.
Daniel convoca a sus tres amigos y juntos los cuatro van a implorar a Dios que les
revele el sueño del rey. Ya conocen, no el poder de la oración, como se dice a veces,
sino el poder de Dios que oye y contesta la oración. Efectivamente, Dios revela a Da-
niel el contenido del sueño y su interpretación: segunda respuesta a la fe.
Daniel y sus amigos no se precipitan hacia el rey, sino que empiezan por exaltar
la soberanía absoluta de Dios y le agradecen por sus respuestas a la oración de ellos.
Queridos amigos, sepan que el Dios de Daniel les ama también y que es digno de
toda confianza. ¡Hónrenlo, pues, confiando en él en todas las circunstancias, peque-
ñas o grandes!
El gozo completo
El gozo completo es un gozo pleno, sin sombra. Está vinculado a la obediencia a los
mandamientos del Señor, lo cual nos hace permanecer en su amor. Toda obediencia
que no tiene el amor como motivo es penosa. Cuando el amor nos llena, obedecer no
es penoso, si pensamos en el amor del que nos ha dado todo, incluso su propia vida.
“De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os
lo dará… para que vuestro gozo sea cumplido” (Jn. 16:23-24).
Hemos sido acercados tanto al Padre, que le podemos presentar nuestras oracio-
nes y súplicas en el nombre de su Hijo Jesucristo. Su gozo es contestarnos, porque
nos ama como ama a su Hijo. Así que el gozo completo es también el fruto de una
relación de amor y de dependencia, expresada en la oración.
“Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me
diste, yo los guardé… Pero ahora voy a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan
mi gozo cumplido en sí mismos” (Jn. 17:12-13).
El Señor habla de sus amados a su Padre. Cuando estaba con ellos, era él quien los
guardaba y los protegía. Ahora que los deja, le pide a su Padre que los cuide (v. 11),
y desea que el gozo que él conoció al hacer la voluntad de su Padre sea ahora de los
creyentes también. Tendrán que poseerlo plena y completamente, porque van a ser
objetos del odio del mundo durante su misión en la tierra (vv. 14, 18).
“Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Es-
tas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Jn. 1:4).
Éramos pecadores y culpables. En su gracia, Dios nos vistió de las perfecciones de
su Hijo. Nos puso en una proximidad a él tan estrecha que tenemos comunión con el
Padre y con su Hijo Jesucristo. ¡Es el gozo completo!
Un gozo completo, pleno y entero: ¡qué maravilloso don del amor de Dios! ¡Qué
maravilloso fruto de la obra de Jesucristo!
Un silencio elocuente
Pilato, ante el cual Jesús ha comparecido, sabe que Herodes Antipas, tetrarca de Ga-
lilea, ha subido de Tiberíades a Jerusalén; se apresura para mandárselo ya que, siendo
galileo, Jesús pertenece a su jurisdicción.
Herodes Antipas, hijo digno de Herodes el Grande que había mandado matar
a los niños de Belén, es también un criminal. Mandó encarcelar a Juan el Bautista,
quien le había reprochado haberse casado con Herodías, la mujer de su hermano
Felipe la cual era, además, sobrina de los dos (Mt. 14:6-10). Sin embargo ¡Herodes
temía a Juan! Reconocía en él a un “varón justo y santo”; lo escuchaba e incluso sus
actos eran influenciados por él (Mc. 6:20). Su crimen entonces no resulta sino más
abominable.
Pues es ante este Herodes que Jesús comparece. Se arroga el derecho de cues-
tionarlo, deseoso de ver un milagro. Está también ansioso de comprobar que no
es, como se oye decir, Juan el Bautista resucitado. Jesús es exhibido delante de tal
hombre y de sus cortesanos. Sabe que Herodes recibió el testimonio de la luz, pero
que prefirió las tinieblas porque sus obras eran malas (Jn. 3:19-20). Ve también en él
“aquella zorra”, abusador y cruel (Lc. 13:32). La justicia y la santidad de Juan no han
producido en él ningún arrepentimiento; al contrario, su conciencia se ha endureci-
do. Es bajo el dominio de la sensualidad, para respetar una promesa irreflexiva, que
Herodes mandó cortar la cabeza de Juan, el más grande de los profetas. Es por eso
que Jesús permanece callado delante de él.
El silencio de Jesús, quien “como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció”
(Is. 53:7), no es el silencio de quien no es capaz de defenderse. Es el silencio, lleno de
dignidad, de quien se niega a defenderse y quejarse ante sus acusadores y jueces. Para
Jesús, sus actos hablan por sí solos. Herodes esperaba un milagro. Obtiene una señal
que no esperaba: el silencio de Jesús.
En este cara a cara solemne, es en realidad Herodes el que comparece ante Jesús,
cuya dignidad es la admiración del cristiano.
Sufrimientos y glorias
Todas las profecías del Antiguo Testamento acerca de Jesucristo pueden clasificarse
en dos categorías: los sufrimientos que iba a padecer y las glorias que seguirían. En
la medida en que podamos discernir los sufrimientos y las glorias de Cristo, enten-
deremos esos escritos proféticos.
Cuando el Señor les abre las Escrituras a los dos discípulos en el camino de Emaús,
les hace algo así como un resumen de la doctrina respecto a él en una pregunta:
“¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?
Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en
todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc. 24:26-27). ¡Cuánto hubiéramos querido
escuchar esa explicación de las Escrituras! Tenemos las mismas Escrituras (el Anti-
guo Testamento) que los discípulos, pero además tenemos el Nuevo Testamento, y
al Espíritu Santo para hacérnoslas entender. Por consiguiente, podemos descubrir,
nosotros también, en el conjunto de las Escrituras todo lo relacionado con Jesús.
Para Jesús, los sufrimientos precedieron a la gloria. En el reino de Satanás, el jefe
de este mundo, el orden es el inverso: primero el placer, quizás la gloria (siempre efí-
mera), y luego… la maldición eterna.
Y para nosotros cristianos, miembros del cuerpo de Cristo, ¿cuál es el orden de
las cosas? Para Él, los sufrimientos precedieron la gloria; no puede ser de otro modo
para nosotros, aunque en grados diferentes, porque “Palabra fiel es ésta:… Si sufri-
mos, también reinaremos con él”, dice el apóstol (2 Ti. 2:11-12).
Los sufrimientos de la vida presente no son meritorios, pero las enseñanzas que
podemos sacar de ellos producen en nosotros un fruto abundante para la vida veni-
dera y son, por supuesto, para la gloria de Dios: “esta leve tribulación momentánea
produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co. 4:17).
La «verdadera» muerte
Dios quiere la felicidad del hombre, a quien él ha creado. Por eso, desde el principio,
se encargó de indicarle, de manera clara, la posición que el ser humano tiene como
criatura, responsable y a la vez dependiente de su Creador. Le pidió que guardara
dicha posición mediante un gesto de obediencia y una relación llena de confianza. Él
quería evitar que cayera en el pecado del diablo, quien intentó dejar su posición de
criatura y se enalteció hasta querer ser como Dios.
La prohibición de tocar el árbol del conocimiento del bien y del mal fue estableci-
da junto con una sanción que sería aplicada en caso de desobediencia: “Ciertamente
morirás.” Sin embargo, ¿qué sentido le daría el hombre a la muerte? ¿Habría visto ya
animales muertos e inertes? Para él, ¿la idea de la muerte se limitaría a ese aspecto
físico?
Conocemos cómo sigue la historia: Satanás le sugirió a la mujer que en realidad
ellos no morirían. Ella fue tentada, vio, le resultó agradable a sus ojos, codició, tomó
del fruto del árbol, lo comió, luego le dio a su marido y… ¡no murieron! Sin embargo,
se dieron cuenta de que estaban desnudos.
Pero Dios no había mentido ni se había equivocado. Si la muerte física no les
sobrevino inmediatamente, la «verdadera» muerte, de la que Dios hablaba, se hizo
presente de allí en adelante. Adán y Eva no tardaron en darse cuenta de ello. Primero,
trataron de esconderse de la presencia de Dios, pues comprendieron que, ante él, su
condición de pecadores sería revelada. Luego, la pregunta formulada por Dios les
hizo comprender la distancia que ahora los separaba de él, quien había provisto para
la felicidad de ellos hasta ese momento. La pregunta: “¿Dónde estás tú?”, significa
también: ¿A qué distancia de Dios te encuentras tú ahora? Ésta era, propiamente, la
muerte que Dios les había anunciado: ahora el hombre estaba separado de él (Ef. 2:1).
Entonces, Dios manifestó su gracia y cubrió a Adán y a Eva con túnicas de pie-
les. Esto preanunciaba el sacrificio de Jesucristo quien habría de abolir la muerte, la
cual nos separa de Dios (léase 2 Ti. 1:10 y Ro. 8:38-39). Dios, por su gracia, tampoco
permitió que el hombre comiera del árbol de la vida y, como consecuencia, permane-
ciera eternamente pecador. Él concibió y puso en ejecución un plan magnífico: llevar
al hombre a su presencia mediante la muerte y la resurrección de su Hijo Jesucristo.
¿Nada bueno?
“¿Cómo puede Ud. decir que no hay nadie que haga lo bueno? ¿Qué pensar de todos
esos hombres y esas mujeres que se dedican a acciones humanitarias para salvar vi-
das?
– Pues yo tengo la sensación de hacer todo lo bueno que puedo. No dudo en echar-
les una mano a mis vecinos cuando lo necesitan, educo bien a mis hijos, ayudo a una
vecina de edad, que vive sola, cuando hace sus compras...
– Y bueno, de todas formas, Ud. se da cuenta que el apóstol Pablo se contradice.
En el capítulo precedente, acaba de decir que los que perseveran en las buenas obras
recibirán la gloria, la honra y la vida eterna (Ro. 2:7). ¿No se trata allí de personas que
practican la bondad?”
¡Es cierto que el versículo de hoy choca a la gente de nuestro siglo centrado en
el hombre! Esta afirmación sorprende e indigna. Sin embargo debemos aceptar las
afirmaciones radicales de la Palabra de Dios tanto como las que nos parecen más
aceptables. Oír “Dios es amor” es seguramente más agradable que leer “no hay nin-
gún justo”, pero las dos afirmaciones son igualmente ciertas.
Para entender, examinemos el contexto. Pablo pregunta cómo el hombre puede
ser justificado ante los ojos de Dios. Plantea el principio de la salvación solamente
por fe (Ro. 1:16-17) y examina la situación del hombre. El hombre pagano, el hombre
instruido o el judío, todos son reconocidos culpables y están bajo la misma conde-
nación. Hasta los actos más grandiosos o más meritorios a los ojos de los hombres
carecen de poder para hacer justo al hombre ante los ojos de Dios. El profeta Isaías
ya escribía: “todas nuestras justicias [son] como trapo de inmundicia” (Is. 64:6). De-
dicarse en cuerpo y alma a su prójimo le valdrá seguramente la estima merecida de
sus conciudadanos, pero no le acercará al cielo. El único medio de salvación dado por
Dios se encuentra en otra parte: es aceptar por sí mismo la obra de Jesús en la cruz
(Ro. 3:21-24).
Versículos como éstos son útiles para que no nos dejemos contaminar, incons-
ciente e insidiosamente, por las ideas generalmente difundidas sobre la bondad que
es posible encontrar en el hombre. No tengamos miedo de presentar el evangelio en
su carácter absoluto, en vez de dejar lugar para ilusiones engañadoras. Luego podre-
mos insistir en la coherencia que debe existir entre la fe y las obras.
Consuelo en el duelo
Algunos de nosotros, creyentes, seguramente hemos tenido esta experiencia:
Durante muchos años hemos ido a visitar a una persona de edad y a menudo la
hemos llamado por teléfono. Se trataba de una madre o un padre, una abuela o un
abuelo, un amigo o una amiga…
Y de repente un día todo paró bruscamente. La persona falleció. Es la ruptura;
una página que se da vuelta, el gran vacío. Si llamamos a su puerta, ya no contesta
nadie. Es el silencio de una casa vacía. Si marcamos su número de teléfono tan cono-
cido, tampoco hay respuesta. Es una experiencia desgarradora.
En esta situación, nos damos cuenta del aspecto efímero de nuestra vida terrestre
y de su fragilidad, como también del rápido paso del tiempo. Es totalmente normal
que, en estas circunstancias, se nos salgan las lágrimas. Los lazos de afecto se han
roto y necesitamos tiempo para hacer el duelo.
Sin embargo, no tenemos que seguir mirando siempre del lado de la casa vacía o
del cementerio. Tenemos que retomar el camino, el camino de la fe en un Dios más
poderoso que la muerte, el Dios de la resurrección. “Creemos en el que levantó de los
muertos a Jesús, Señor nuestro” (Ro. 4:24). Entonces nuestra fe se aviva, se hace más
fuerte que antes.
Aceptamos las casas calladas definitivamente, los teléfonos que ya no contestan y
las separaciones, en una palabra, la fragilidad de nuestra vida. No obstante, sabemos
que Dios nos ha preparado “una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”, “la
casa de mi Padre” dijo Jesús (Jn. 14:2). Pronto estaremos todos allí juntos con él.
Alentémonos pues los unos a los otros con esta esperanza (1 Ts. 4:13, 18) y mire-
mos con fe, resueltamente, hacia delante.
“Id a José”
A pesar de la fecundidad de las tierras, habitualmente fertilizadas por las crecidas del
Nilo, no ha habido cosecha en Egipto por varios años seguidos. Los vientos abrasa-
dores del desierto acabaron con la fertilidad del país: el hambre hace estragos. En su
desamparo, el pueblo hambriento clama su miseria al Faraón y reclama pan, alimen-
to básico irremplazable. Sin embargo, a pesar de la magnitud de la catástrofe, Faraón
no es tomado desprevenido: José, designado superintendente de los graneros reales
y Ministro del Estado, había anticipado los acontecimientos y dispone de recursos
suficientes para salvar la vida del pueblo. Sólo hay que ir a él y hacer lo que dice.
Esta escena anuncia a Jesús, “el pan de vida” que da la vida al mundo entero: el
que viene a él y cree en él tiene vida eterna (leer Jn. 6:33-40).
Este episodio de la vida de los egipcios puede aplicarse también a la vida de un
cristiano afectado por preocupaciones, penas, la enfermedad, la soledad, fracasos…
la lista de motivos de desánimo puede ser larga. Y como “el corazón conoce la amar-
gura de su alma” (Pr. 14:10), el cristiano puede sufrir también de la falta de compre-
sión o de compasión de sus hermanos y hermanas. ¿A quién ir? ¿Qué hacer?
Dejemos al Señor contestar: “Venid a mí todos los que estáis… cargados, y yo os
haré descansar” (Mt. 11:28). Primero, ir a él; es el primer paso. Luego, creerle cuan-
do se revela como el “pan de vida” (Jn. 6:35, 51). Sólo Jesús puede alimentar la vida
del cristiano, satisfacer las necesidades esenciales de su alma y volver a darle vigor y
crecimiento. «Nutrirse de Cristo» traduce realmente el recurso fundamental que el
Señor pone a nuestra disposición: escucharle hablar a las multitudes, a sus discípulos
o a los que lo reciben en su casa; verlo actuar con los pobres y con los inválidos; o
medir el beneficio infinito de la obra de la cruz. ¿No hay allí lo suficiente como para
satisfacer el alma más hambrienta?
Perdonar es fundamental
Observemos en primer lugar que el Señor no habla de nuestra propia responsabili-
dad en un asunto que nos enfrenta a un hermano. Conoce perfectamente nuestros
razonamientos y sabe muy bien que nunca queremos admitir que no tenemos la ra-
zón. Siempre es «el otro» (mi hermano) el que ha pecado «contra mí». Sin embargo,
el Señor va a desplazar mi atención del asunto que lo moviliza (el pecado de mi
hermano) y a fijarla en el objetivo más importante: el perdón.
Entonces, cuando tengo diferencias con mi hermano, el Señor me propone los
pasos siguientes: ve a verle, uno a uno, sólo él y tú. Es inútil, en principio, tener un
testigo.
Una vez a solas, debo reprenderle por su falta, de la que tal vez no tiene conscien-
cia, o de la que yo he exagerado. Sobre todo, si realmente quiero resolver el conflic-
to, es preciso que, por mi conducta, lleve a mi hermano al mismo deseo que debo
tener yo, y que es el del Señor: el perdón. Si consigo «convencer» a mi hermano que
debemos perdonarnos, es una victoria sobre Satanás que busca mantenernos en el
pecado. De hecho, Pedro, en su pregunta al Señor: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré
a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” (Mt. 18:21), no habla del número
de veces que fue a ver a su hermano sino del número de veces que lo perdonó.
Es un perdón mutuo: cada uno juzgó la cosa delante del Señor primero, luego
delante de su hermano. Sin embargo, el verdadero deseo de perdón en uno causará
seguramente en el otro el juicio de sí mismo y la reconciliación.
El Señor muestra que el perdón debe intervenir antes de toda relación con Dios:
antes de la adoración (Mt. 5:23-24) y antes de la oración (Mc. 11:25). Sin ello, la co-
munión con mi Padre celeste queda interrumpida (Mt. 6:14-15). Dios no acepta la
alabanza de un cristiano que no ha perdonado a su prójimo.
Acordémonos de cómo Dios nos ha perdonado todos nuestros pecados por medio
de la obra del Señor Jesús.
Él ha curado mi pie
Un misionero inglés, que era médico, había trabajado unos meses en un dispensario
en el Congo, y luego había tenido que regresar a su país. Desanimado, repetía: «¡No
he hecho nada, no he podido hacer nada!».
Un año después, un amigo que le sustituía visitaba pequeñas aldeas de la sabana.
Mientras anunciaba el evangelio y contaba las curaciones operadas por Jesús, un vie-
jo africano se levantó y dijo: «¡Oye! ¡Pues tu Jesús, yo lo conozco! ¡Ha curado mi pie!».
Ese hombre había reconocido el lazo de parentesco entre el médico y Cristo.
Esta historia nos anima. A veces nos pasa que, como ese misionero, estamos
desanimados y creemos que no hemos hecho nada para nuestro Maestro. Nosotros
también podríamos un día tener sorpresas… Una acción, un comportamiento, una
palabra, una actitud habrá animado, levantado, guiado, o incluso habrá sido deter-
minante para una persona con quien hemos tenido contacto. ¡Tal vez la habremos
visto tan sólo una vez! Habrá reconocido, sin saberlo nosotros, algo de Jesús en no-
sotros.
Esta historia nos interpela también. ¿Traducimos lo suficiente nuestro conoci-
miento del Señor, de su Palabra, en gestos de amor y en buenas obras que dan testi-
monio de él? “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vues-
tras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:16).
Produzcamos ese fruto del Espíritu que es “amor, gozo, paz, paciencia, benigni-
dad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5:22). Es decir los carácteres de
Jesús.
Amemos como él (1 Co. 13:4-7) y que la vida de Jesús se manifieste en nuestro
cuerpo (2 Co. 4:10). Para realizarlo, necesitamos el socorro divino.
“Señor, que sea como tú que amemos,
para que el mundo en los tuyos admire
tu vida y amor; ¡oh, Señor permite
que, por la fe, sin cesar te contemplemos!”
Fiel
“Porque había en él un espíritu superior” dado por Dios (v. 3), y porque permanecía
en comunicación con él por la oración (v. 10), Daniel supera a todos los grandes go-
bernadores del rey Darío.
El favor del que goza de parte de Darío – quien piensa establecerlo sobre todo su
reino – suscita la envidia de sus colegas. No pueden soportar la sabiduría y la integri-
dad de Daniel que ponen en evidencia sus propias insuficiencias.
En esto, Daniel es una imagen del Señor a quien los jefes religiosos de su época no
pueden tolerar a causa de su perfección. Ésta hace palidecer su supuesta piedad de la
misma manera que el sol, al levantarse, hace desaparecer las estrellas del cielo.
Para eliminar a Jesús, cuya superioridad era tan evidente y tan molesta, los repre-
sentantes de todas las corrientes religiosas se unen y se relevan para encontrar algún
motivo de acusación en sus palabras, en su enseñanza e incluso en las curaciones que
realiza. Sin embargo nunca le encuentran cometiendo falta alguna.
¿Por qué es condenado Daniel? Por su relación con su Dios. No se esconde para
orar tres veces al día, a pesar del decreto del rey que prohíbe orar a otro ser aparte
de él.
¿Por qué es condenado Jesús? Porque confiesa su relación con Dios. A la pregunta
del sumo sacerdote que preside el tribunal: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”
contesta sin la menor ambigüedad: “Yo soy” (Mc. 14:61-62).
Daniel, echado en el foso de leones, sale indemne y ve a sus enemigos desaparecer
en ella. Darío proclama la grandeza del Dios que ha salvado a su servidor Daniel,
quien le fue fiel.
En cuanto al Señor, tiene que sufrir la maldad de los hombres y los sufrimientos
de la crucifixión antes de ser puesto en la tumba. Sin embargo, Dios lo hace salir vic-
torioso y pronto pondrá a sus enemigos bajo sus pies (Heb. 1:13).
Rumores en el Seol
En el capítulo 28 de su libro, Job observa que los hombres buscan ávidamente las
riquezas terrestres (vv. 1-11). Sin embargo añade: ”¿Dónde se hallará la sabiduría?”
La sabiduría es personificada en Proverbios 8 y sabemos ahora por la epístola de
Pablo a los corintios que la sabiduría de Dios es Jesucristo, nuestra sabiduría (1 Co.
1:24, 30).
Job ya entiende que es preciosa: “No conoce su valor el hombre… No puede ser
apreciada con oro de Ofir, ni con ónice precioso, ni con zafiro… La sabiduría es
mejor que las piedras preciosas” (Job 28:13-18). Sin embargo Job no sabe dónde en-
contrarla: “¿Dónde se hallará la sabiduría?…. ¿De dónde, pues, vendrá?” (vv. 12, 20).
Entonces interroga al abismo y al mar. Sin embargo, “el abismo dice: No está en
mí; y el mar dijo: Ni conmigo” (v. 14).
¿Sería esta sabiduría tan preciosa imposible de encontrar?
Job sigue su encuesta y de repente encuentra su rastro. La destrucción y la muerte
contestan: “Su fama hemos oído con nuestros oídos” (v. 22). Alusión misteriosa y pro-
fética a esta terrible realidad: Jesús, la sabiduría de Dios, tenía que pasar por el Seol.
Por cierto, unos hombres piadosos depositaron su cuerpo inanimado en una tumba
nueva tallada en la roca. Jesús, el Hijo de Dios, yaciendo en la muerte, ¡qué espectá-
culo! Más de la muerte surgió la vida: la mañana de Pascua, ¡resucitó!
Si, por la voz profética de Job, la muerte había oído en sí misma el rumor de la sa-
biduría, otra voz profética, retomada por Pablo, le lanza ahora este desafío: “¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (Os. 13:14, citado en
1 Co. 15:55).
¡El Hijo de Dios es vencedor de la muerte que ya no puede retener a los creyentes!
Y así Pablo añade triunfalmente: “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria
por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:57).
Conocer a Dios
Puesto que somos criaturas limitadas, aunque creadas a su semejanza, a su imagen,
Dios ha usado diferentes calificativos para darse a conocer a nosotros, bajo sus di-
versos aspectos. La Biblia habla, por ejemplo, del Dios creador, del Dios salvador, del
Dios de Israel, de Dios como juez, etc.
Por ejemplo, es Dios mismo quien, en su Palabra, se revela en el Sinaí con el carác-
ter de un Dios terrible (Éx. 19:16-19). Sin embargo, es con “un silbo apacible y deli-
cado”, que se dirige a Elías en esa misma montaña (1 R. 19:12). Nunca acabaríamos
de enumerar las múltiples expresiones bajo las cuales Dios se presenta a lo largo de
toda la Biblia.
Somos demasiado pequeños para abarcar con una mirada el conjunto de los ca-
racteres de un Dios infinito que él se digna en poner a nuestro alcance, de la manera
y en la medida que él juzga oportunas. Así que tengamos cuidado de no privilegiar
uno de sus aspectos, y de forjarnos nosotros mismos cierta imagen de Dios que se
corresponde con las tendencias de nuestro propio espíritu.
No somos capaces de hacernos una verdadera representación global de lo que es
Dios, así que toda tentativa en ese sentido está destinada a fracasar. Contentémonos,
en lo más profundo de nosotros, con recibir lo que, por su gracia, se nos revela de él
en la Biblia. Admiremos que se haya puesto a nuestro alcance cuando nos habló “por
el Hijo” (Heb. 1:2), dándonos su Espíritu quien nos puede llevar al conocimiento de
lo que es él.
Si permanecemos escuchándolo humildemente, podemos progresar cada día en
este conocimiento maravilloso y descubrir cada vez más los caracteres del Dios con
el que tratamos. Aquí en la tierra, sólo podremos ver de forma sombría, como a
través de un vidrio opaco, pero pronto seremos introducidos por Jesús a la plena luz
del Dios bienaventurado, y entonces conoceremos a fondo como fuimos conocidos
(1 Co. 13:12).
Manejar en reserva
Todos los conductores saben lo que quiere decir «conducir en reserva». En el tablero,
el indicador del nivel de gasolina está en el mínimo. Atento a la circulación, le echo
un vistazo rápido al indicador. Y de repente se enciende la lucecita roja de «reserva».
Se me avisa que sólo puedo manejar unos 30 ó 40 km más. A partir de ahora, manejo
en reserva. Estoy en una situación muy particular, no puedo dejar que dure, sé que
corro el riesgo de quedarme parado sin gasolina. Tengo que llenar el tanque sin tar-
dar. Podemos hacer una aplicación a nuestra vida espiritual.
Manejar en reserva es por ejemplo no abrir nuestra Biblia sino de un domingo
para otro, o descuidar la oración, es decir los contactos directos con Dios. Si así es,
nuestra situación es peligrosa, y este mensaje podría ser la luz roja de parte de Dios.
Sin tardar, tenemos que rellenar con carburante, es decir, volver a tener con nuestro
Dios y con nuestro Señor una relación de afecto, de dependencia, de confianza y de
obediencia. No hay otra cosa que pueda darnos la energía necesaria para avanzar
por el camino de la fe. Pablo no quería que Timoteo creyera que podía «manejar en
reserva» por mucho tiempo sin rellenar su «tanque» de las “sanas palabras” divinas
que había oído de él (1 Ti. 6:3; 2 Ti. 1:13). Lo exhorta a ser constantemente nutrido
por ellas, a ejercitar la piedad, a aplicarse a la lectura pública de la Palabra, a no des-
cuidar el don de gracia que posee. Lo anima a tomarse a pecho estas cosas, a consa-
grarse plenamente a ellas, a tener cuidado de sí mismo y de la doctrina, y finalmente,
a perseverar (1 Ti. 4). No se trata de una obligación legal sino de una necesidad vital
de nuestra alma.
Este programa es también para nosotros. Si lo seguimos, no solamente avanzare-
mos con toda tranquilidad sino que tal vez podamos ayudar a los que se quedaron
‘sin gasolina al borde de la carretera’, según está escrito: “que alentéis a los de poco
ánimo, que sostengáis a los débiles” (1 Ts. 5:14).
Y ahora, «¡buen viaje con Jesús!»
La puerta de la eternidad
La perspectiva de la muerte, evocada al principio de nuestro versículo, se presenta
de manera inevitable a todo incrédulo, y con ella la idea de rendir cuentas por su
vida. Debería llevarlo a ponerse sin tardar en regla con Dios, ese Dios con quien cada
hombre ha contraído una deuda tan grande que no puede pagarla.
Para deshacerse de ella, lo sabemos, bastaría con creer que Jesucristo la ha pa-
gado por nosotros en la cruz, y obtener de él el comprobante completo y definitivo.
Cuando recibamos nuestra orden de comparecencia ante el tribunal de Dios, será
demasiado tarde para poner nuestra situación en orden: tendremos que ir forzosa-
mente, y comparecer ante el supremo Juez para rendir cuentas por nuestros pecados,
y escucharlo pronunciar una condena inapelable.
Para el creyente, la muerte no toma la forma de un alguacil portador de una si-
niestra noticia. Para él, es más bien una puerta que se abre para dejarlo entrar a la
proximidad de Jesús, por el que sintió amor durante toda su vida de redimido. Su
cuerpo, “el hombre exterior” (2 Co. 4:16), es depositado en la tierra, pero su alma, el
hombre “interior”, como la del ladrón arrepentido, es llevada al paraíso, a la presen-
cia de Jesús.
El cristiano que vive cerca del Señor no siente pavor de presentarse a la puerta del
cielo. Sin embargo, se mantiene humilde al pensar en la muerte, que sigue siendo un
paso difícil para la mayoría de los humanos. Sabe que necesita la presencia del buen
pastor, sus cuidados y su misericordia para atravesar con toda tranquilidad “el valle
de sombra de muerte” (Sal. 23:4).
Además, el creyente no espera la muerte sino a Jesús mismo, su Salvador que vie-
ne pronto para llevar a sus redimidos: los que durmieron en él y los que viven en la
tierra. Todos juntos iremos a su encuentro y, en un abrir y cerrar de ojos, habremos
llegado al cielo para estar con él para siempre.
Que vivamos realmente en esta espera, regocijándonos, es muy normal. Sin em-
bargo, pensemos también en el gozo del Señor.
El discernimiento de Elías
La primera cosa que nos llama la atención cuando leemos el versículo de hoy, es el dis-
cernimiento que el profeta Elías tiene del pensamiento de Dios. Este discernimiento
tiene como consecuencia la insistencia en su petición y la eficacia de su oración.
¡Qué dolor tenía que ser para Elías llamar el juicio mediante la sequía sobre el
pueblo de Dios, con todas las penas y los sufrimientos que conllevaba! Pero como
estaba en el consejo secreto de Jehová (Jer. 23:18), en comunión con él, discernía que
era la manera de hacer volver al pueblo a Jehová y de librarlo de su idolatría abomi-
nable.
Tres años y medio de agotadora sequía serán necesarios para que el pueblo esté
dispuesto a recibir la demostración de poder de Elías. Cuando, por la oración, hace
descender fuego del cielo, los israelitas reconocen: “¡Jehová es el Dios!” (1 R. 18:39)
y Elías ejecuta a los sacerdotes idólatras. Sólo entonces puede Elías orar para que
Dios mande lluvia: “postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas” (v. 42).
Implora la compasión y la misericordia de Dios en favor de la nación culpable pero
arrepentida. Mientras que su criado sube siete veces a la cumbre de la montaña para
observar el cielo, Elías persevera en su actitud de súplica ferviente. Entonces Dios
responde con una lluvia abundante.
¿Cómo había aprendido el profeta la manera correcta de actuar? Elías estaba en la
presencia de Jehová (1 R. 17:1).
Siempre es en la presencia de Jehová donde aprendemos las exigencias de la san-
tidad, los límites de su paciencia, así como la inmensidad de su amor, de su gracia y
de su misericordia. Es allí donde aprendemos también que él es fiel a sus promesas.
Es en el momento en el que asistimos al “concilio de Dios” (Job 15:8, RVC), cuando
recibimos la inteligencia espiritual para orar con seguridad, fervor y perseverancia,
de tal manera que podamos, dicho con reverencia, hacer actuar el brazo de Dios.
¡Examinemos la Palabra!
Los profetas se esforzaban mucho en comprender las profecías que trasmitían de
parte de Dios. Buscaban su significado, sobre todo cuando se trataba del Mesías que
tenía que sufrir y, luego, ser glorificado.
Los ángeles también “anhelan mirar” las maravillas de Dios para tratar de escu-
driñarlas. Se regocijaron cuando los mundos fueron sacados de la nada (Job 38:7).
Veían el poder, la sabiduría, la inteligencia del Dios Creador (Jer. 51:15). Ahora otra
maravilla les causa admiración, es el gran amor de Dios que salva a los culpables que
merecen el juicio eterno. En su amor, los adopta como hijos y los destina a su propio
reino y a su propia gloria (1 Ts. 2:12).
Nosotros cristianos, beneficiarios de esta maravillosa y gloriosa gracia, ¿miramos
de cerca lo que Dios ha preparado para nosotros?
Hemos sido lavados de todos nuestros pecados. Fuimos hechos perfectos por la
sola ofrenda de Cristo (Heb. 10:14). Estamos unidos a él en su amor para el tiempo
presente y por la eternidad. Somos hijos amados que pertenecen al reino del Hijo del
amor del Padre (Col. 1:13). Nuestra ciudadanía está en los cielos de donde esperamos
a Cristo como Salvador (Flp. 3:20). Esperamos la redención de nuestro cuerpo, que
será transformado para ser semejante al cuerpo de gloria de Jesús (v. 21). Reinaremos
con Cristo. Viviremos por la eternidad en los cielos nuevos y la tierra nueva, donde
mora la justicia (2 P. 3:13).
«Examinar» o contemplar, es responder al amor de Dios, es interesarnos intensa-
mente en todo lo que hizo él por nosotros, lo que hizo de nosotros y lo que preparó
para nosotros.
La verdadera adoración pasa por el conocimiento de Dios y del Señor Jesús, cono-
cimiento que hace aumentar nuestro amor. Conducidos por el Espíritu Santo, «exa-
minemos» las maravillas que Dios ha hecho a través de Jesucristo.
La seguridad de la salvación
La seguridad de la salvación no depende de mis obras, ni de mis prácticas, ni de mis
sentimientos, ni de mi educación, ni de mi inteligencia. Tampoco depende de mi
regocijo de la salvación, ni de mi alegría en Cristo, ni de mi comunión con los demás.
Mi certeza de ser salvo para el presente y la eternidad se basa en las afirmaciones
de la Palabra de Dios, que me dice lo que es él y lo que ha hecho por mí mediante
Jesucristo su Hijo. Cuando Jesús declara: “De cierto, de cierto os digo: El que cree en
mí, tiene vida eterna”, puedo confiar en lo que dice. Es el Señor el que está hablando,
puedo creerle. Su Palabra es la del Dios de la verdad.
Jesús declaró a sus discípulos: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me
siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de
mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar
de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:27-30). ¡Doble garantía de
seguridad! La mano del Padre, tanto como la del Hijo, me agarran firme y segura-
mente.
El Espíritu Santo da también el mismo testimonio: “El Espíritu mismo da testi-
monio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Ro. 8:16). Habiendo creído,
soy marcado con el sello del “Espíritu Santo de la promesa… Espíritu Santo de Dios…
para el día de la redención” (Ef. 1:13; 4:30). Así que Dios – Padre, Hijo y Espíritu
Santo – me asegura mi salvación.
Mis dudas no le cambian nada a la obra de Cristo cumplida en el Gólgota una vez
y para siempre: mi salvación descansa en Cristo y su obra.
Aquel en quien he puesto toda mi confianza no cambiará jamás: “Jesucristo es el
mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8).
La obra que cumplió no variará jamás: “He entendido que todo lo que Dios hace
será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (Ec. 3:14).
La palabra que pronunció es inmutable: “La hierba se seca, y la flor se cae; mas la
palabra del Señor permanece para siempre” (1 P. 1:24-25).
Esta seguridad múltiple me trae paz y me llena de alegría.
Dar lo mejor
Los hijos de Israel tenían que observar unas prescripciones muy estrictas cuando
ofrecían sacrificios a Jehová. Por ejemplo, los animales debían ser sin defecto alguno
y con buena salud. ¡Un sacrificio aceptable para Jehová les costaba caro a los israeli-
tas! Aquel que amaba verdaderamente a Jehová, estaba feliz de ofrecerle en sacrificio
el animal o los animales más bonitos de su manada.
En tiempos del profeta Malaquías, los judíos, de regreso de su cautividad en Ba-
bilonia, habían dejado enfriar su amor por Jehová; cada uno buscaba su interés per-
sonal y su comodidad en vez del servicio a Jehová, el cual se realizaba por obligación
y no por amor. Los animales que todavía ofrecían eran cojos o enfermos, ofrendas
abominables al Señor. En esta ocasión Dios recuerda su majestad: Él es un gran rey
y su nombre es temible (Mal. 1:14). Dios no se complacía para nada en los sacrificios
de ellos.
Porque nos amaba tanto, Dios dio lo más precioso que tenía: su Hijo unigénito
(Jn. 3:16). Nuestra respuesta a este amor tan grande es entonces ofrecerle aquello que
consideramos lo mejor. Pablo dirá a los corintios, acerca de la colecta que se hacía
para las necesidades de los santos de Jerusalén, que aquello que darían manifestaría
su sinceridad, y sería la prueba de su amor (2 Co. 8:8, 24). ¿No será también así para
nosotros?
Los cristianos de Macedonia, probablemente los de la ciudad de Filipos, “a sí mis-
mos se dieron primeramente al Señor” (2 Co. 8:5). Sus dones materiales estaban en
proporción con su amor por el Señor; ¡habían dado incluso más allá de sus posibili-
dades (vv. 3-5)!
Más que la cantidad de lo que damos, son las motivaciones profundas lo que Dios
aprecia. Las dos moneditas de la viuda tenían más valor para el Señor que las mone-
das de oro dadas de modo ostentoso por los ricos fariseos (ver Mc. 12:41-44). Ella las
había reservado de sus muy escasos recursos, sin obligación y por amor a Dios.
Consideremos pues la inmensidad del amor de Dios por nosotros y su majestad, y
ofreceremos al Señor, rebosantes de alegría, nuestro tiempo, nuestro dinero, nuestra
energía. De hecho, ¡todo lo que tenemos viene de Dios y pertenece a él!
La debilidad de Dios
“Lo débil de Dios”, ¡qué expresión más extraña! Porque al final, en la creación, todo
da testimonio de la grandeza y del poder incomparable de Dios. Escuchemos estas
palabras majestuosas: “Yo hice la tierra, el hombre y las bestias que están sobre la faz
de la tierra, con mi gran poder” (Jer. 27:5). De Génesis al Apocalipsis, es llamado el
Todopoderoso. Ese Dios, ¿podría ser débil? Ciertamente no en la estimación de los
hombres. Por eso se añade: “Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”.
Algunos ejemplos aclararán esta expresión:
– Dios tenía una obra maestra en su creación: el hombre y la mujer. Unos seres
felices en su dependencia. He aquí que, incitados por Satanás, desobedecen la orden
divina. Dios habría podido, como soberano del universo, cuyas órdenes no se dis-
cuten, hacer caer sobre Adán y Eva y la serpiente, un juicio inmediato y definitivo.
No lo hizo y en eso puede parecer débil. Sin embargo, esta aparente debilidad es la
manifestación de su gracia que no aplica inmediatamente el juicio sino que llama a
los culpables (Gn. 3:9), les promete un libertador (v. 15) y los viste de ropa de pieles (v.
21). Sí, ¡seguramente “lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”!
– Emanuel, Dios el Hijo, acostado en el pesebre de Belén. Gran misterio de Dios
hecho hombre. ¿No es un recién nacido la imagen misma de la debilidad?
– Más tarde, parecerá débil delante de Herodes y sus padres huirán con Él a Egipto.
– Su vida entre los hombres muestra la gracia incomprensible de un Dios que acep-
ta la debilidad asociada a nuestra humanidad, para revelar a un Dios que salva.
– ¡Y qué de aquella debilidad aceptada cuando Jesús comparece ante el tribunal de
los hombres, donde finalmente es condenado y luego crucificado! ¡Él, quien hubiera
podido pedir el auxilio de doce legiones de ángeles!
– Por último, ¿qué decir ante su cuerpo exánime puesto en la tumba de José? ¿No
es la muerte la debilidad más extrema que el príncipe de la vida haya aceptado?
Pero la resurrección de Jesús, en la mañana de Pascua, proclama rotundamente la
victoria de la cruz, y demuestra que “lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”.
¡Bendito sea Dios por su plan de misericordia!
¡Sean victoriosos!
El apóstol Juan considera a los jóvenes de manera muy positiva. Basta con leer cómo
se dirige a ellos para darse cuenta de ello: “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque
sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”
(1 Jn. 2:14). Queridos amigos, ¿se identifican ustedes con este versículo?
La clave de la victoria es por supuesto la fe, la fe en Jesucristo quien les ha dado
el derecho de ser hijos de Dios, la fe en la salvación eterna que les garantiza su obra,
pero también la fe en su identificación con él en su victoria sobre el mundo. Esta fe
victoriosa fluye de su amor por el Señor, el cual les lleva a conocerle mejor y a apo-
yarse cada vez más en él, para ganar las luchas cotidianas contra el mundo y contra
el que lo dirige.
¿De qué luchas se trata? ¿Cómo vencer al mundo? Tomemos ejemplos prácticos:
– cuando no se sienten frustrados ni amargados porque se les desprecia como cris-
tianos;
– cuando se niegan a asociarse en una injusticia contra alguien;
– cuando se interesan por los que el mundo desprecia: los pequeños, los pobres o
los desdichados;
– cuando no se asocian a los comentarios malsanos de sus compañeros, o que re-
prenden a los que los hacen;
– cuando no siguen a los que quieren llevarles donde el Señor no quisiera verles;
– cuando se esmeran en ser sumisos a las autoridades, aun cuando ello provoque
las burlas de los demás.
¡Ojo! No es para obedecer a cierto mandamiento específico que deberán actuar
de esa forma, sino porque aman a Aquel que murió por ustedes. Por ello quieren
parecérsele y desean agradarle en toda circunstancia.
Dios es fiel
Al final de su vida, Josué toma tiempo para repasar, con los israelitas, cómo Dios
cumplió su promesa de introducirles en el país de Canaán. Les había dado la misión
de conquistar un país hostil que contaba con ciudades fortificadas y ejércitos bien en-
trenados. Los israelitas tenían que seguir adelante con la promesa que Dios les hizo
de estar con ellos y de cuidar de ellos. Al repasar las experiencias vividas, no podían
sino constatar la fidelidad de Dios a sus promesas: habían conquistado una gran
parte del país, habían conseguido numerosas victorias y no les había faltado nada.
Si Ud. ha vivido ya algunos años con el Señor, y considera Sus caminos con res-
pecto a Ud., seguramente podrá decir: «¡Él es fiel!» En medio de las pruebas, se habrá
hecho preguntas, pero al final, ¡qué liberaciones y qué admiración por la bondad de
Dios! Mi abuelo decía: «Cada vez que he confiado en Dios, me he quedado gratamen-
te sorprendido y asombrado».
Dios se preocupa por nuestro bien espiritual. Cuida de todas las necesidades de
sus hijos y hace concordar todas las cosas para instruirles con la perspectiva de una
bendición eterna. Aquello puede implicar pruebas, incluso para los que se apegan
a él de todo corazón. Pensemos en Pablo que naufragó en tres ocasiones, y quien
fue encarcelado tantas veces y por tanto tiempo. Nunca escribió que Dios lo había
abandonado en esos momentos. Al contrario, fue él quien escribió: “a los que aman
a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Ro. 8:28).
El Señor nos ha hecho muchas promesas para la vida presente y para la futura.
Las cumple, y las cumplirá todas. En el cielo, al mirar atrás, constataremos que Dios
siempre habrá sido fiel. Así que, hoy, ¡confiemos plenamente en él en todo!
En los párrafos siguientes, algunos versículos bíblicos del Nuevo Testamento han
sido agrupados por temas:
Temas Referencias
Temas Referencias
Abandono por sus amigos 2 Timoteo 4:16, 17, Juan 15:14, 15
Necesidad de más confianza (véase también «Dudas») Juan 15:9-17,
Romanos 8:31-34, Filipenses 1:6,
1 Tesalonicenses 5:23, 24,
1 Juan 3:21-24
Necesidad de apoyo en la conducta Juan 16:13, Colosenses 1:9, 10,
Santiago 1:5, 6
Necesidas de paz Mateo 11:25-30, Juan 14:27,
Romanos 5:1-5, Filipenses 4:4-7
Consagración de su vida Mateo 16:24-26, Romanos 12:1, 2,
1 Corintios 6:19, 20,
2 Corintios 5:14, 15, Filipenses 1:21
Críticas Mateo 7:3-5, Mateo 18:21, 22,
1 Corintios 6:1-11, Colosenses 3:12-15
Peligros Marque 4:37-41, Hechos 23:11
Hebreos 13:6
Pobreza Filipenses 4:12, 13
Depresión o desánimo (véase también «Falta de ánimo»)
Lucas 12:32, Romanos 8:28-39,
2 Corintios 1:3, 4,9, 10, 1 Pedro 5:7
Luto Juan 11:25, 35, 1 Corintios 15:51-57,
2 Corintios 5:1-4, Filipenses 1:21,
1 Tesalonicenses 4:13-18
Dudas (véase también «Necesidad de más
confianza»)
Marcos 9:23, 24,
Juan 5:24 10:28, 29, Juan 20:24-29,
Hebreos 10:10-17
Fracaso Hebreos 4:14-16, Judas 24, 25
Distancia con Dios Mateo 8:25-27, Lucas 15:11-24,
Hebreos 12:13
Debilidad de la fe 2 Timoteo 2:1, Hebreos 11:32-34
Susto o miedo Mateo 10:26-31, Juan 16:33,
Romanos 8:35-39, Hebreos 13:6
Volver al Modo de empleo
Temas Referencias
Cansancio 1 Corintios 15:58, 2 Corintios 4:16-18,
Hebreos 12:3, Judas 24, 25
Enfermedad o sufrimientos Juan 11:3, 2 Corintios 4:16-18,
Santiago 5:11, 1 Pedro 1:6, 7
Apocalipsis 21:4
Falta de ánimo Hechos 4:13-31, Efesios 3:13,
Efesios 6:10-20, Hebreos 13:5, 6
Oración Filipenses 4:6, 7, 1 Juan 5:14, 15
Proyectos de casamiento Mateo 19:4-6, 1 Corintios 7:1-9,
2 Corintios 6:14, 15, Efesios 5:22-33
Rencor Mateo 5:23-25
Sentimiento de insuficiencia 2 Corintios 12:9, 10, Filipenses 4:12, 13
Sentimiento de pecado 1 Juan 1:7-10, 1 Juan 2:1, 2
Soledad Mateo 28: 20, Juan 14:18
Preocupación o ansiedad Mateo 6:25-34, Juan 14:1-4,
Filipenses 4:4-7, 1 Pedro 5:7
Tentación y pruebas 1 Corintios 10:12, 13,
Santiago 1:2, 3, 12-15, 1 Pedro 1:5-8
Tristeza 2 Corintios 1:3-11, 2 Corintios 7:10
Volver al Modo de empleo
3. Una guía en la vida
Temas Referencias
Amistad 1 Corintios 15:33, 2 Corintios 6:14-16, Santiago 4:4
Amor 1 Corintios 13, Gálatas 5:13 Hebreos 13:1, 1 Pedro 1:22, 1 Juan 4:7-21
Dinero Lucas 12:13-21, 1 Timoteo 6:6-10
Ira y autocontrol Gálatas 5:19-21, Efesios 4:26-32, Tito 3:1, 2,
Santiago 1:19-21, 2 Pedro 1:5-9
Corrupción moral Romanos 1:18-32, 1 Corintios 6:9, 10, 14-20
Infracciones Efesios 4:28, 1 Pedro 4:15, 16
Esposos Efesios 5:22-33, Colosenses 3:18, 19, Tito 2:4, 5,
Hebreos 13:4, 1 Pedro 3:1-7
Esperanza Hebreos 6:18-20, 1 Pedro 1:3-9, 1 Juan 3:1-3
Sinceridad, Lealtad Romanos 12:9, Efesios 4:25, Colosenses 3:9, 10
Odio Mateo 5:43-48, Juan 15:18-25, 1 Juan 4:20, 21
Humildad Romanos 12:3-8, 1 Pedro 5:5, 6
Muerte Lucas 16:19-31, Lucas 23:42, 43, Filipenses 1:23,
1 Tesalonicenses 4:13-18
Obediencia y servicio Juan 14:23, Juan 15:10, Romanos 12:1-8,
2 Corintios 2:9, Santiago 1:22-25, 1 Pedro 1:14
Padres — Hijos Marc 10:13-16, Efesios 6:1-4, 1 Timoteo 5:4
Paciencia Romanos 5:3, 4, Hebreos 10:36-37, Hebreos 12:1-3,
Santiago 1:2, 3, 5:7-11
Pensamientos Romanos 8:5-8, 12:3 Filipenses 4:7, 8, Colosenses 3:1-3
Piedad y fruto del Espíritu Gálatas 5:22, 23, Filipenses 4:8, 9,
Colosenses 3:12-15, Tito 2:11-14
Pureza 1 Tesalonicenses 4:3-5, 7, 1 Timoteo 4:12, 2 Timoteo 2:22,
Tito 1:15, 1 Pedro 2:12
Agradecimiento Lucas 17:11-19, 1 Tesalonicenses 5:16-18
Riquezas Mateo 6:19-21, 24, Marcos 10:17-31, 1 Timoteo 6:9, 10, 17
Trabajo Colosenses 3:22-24, 1 Tesalonicenses 4:11, 12, Santiago 4:13-15
Vanidad Lucas 18:9-14, Filipenses 3:3-8
Venganza Mateo 5:38-42, Romanos 12:17-21