Está en la página 1de 2

Egoísmo territorial.

Una cartografía

Adriana Ventura
Yo tengo celos, tengo celos…

*
Hace unos meses leí en este medio la palabra “pandroso”, es una palabra que solía usar
mucho en mis días de preparatoria. La usaba con frecuencia para referirme a los
muchachos medio fachosos que me gustaban. Los que usaban pantalones anchos, que no
se fajaban las camisas a cuadros y se dejaban la barba y el cabello largo. No sé cuándo o
porqué dejé de usar esa palabra. Es que acá en Ciudad de México no es tan usual. Me
dolió notar la falta en mi lenguaje. Pienso en qué otras palabras se me perdieron al irme
de Chilpancingo.

*
Hace más de diez años que no vivo allá. Pasé casi toda mi vida en ese ciudad. Aunque
siempre me sentí ajena, ausente, extraviada. No pertenecía a alguno de los barrios
representativos. Nunca comía pozole los jueves, sino los domingos. Tampoco sabía que los
viernes eran de mariscos. Conocí la tradición más imponente de la ciudad hasta que
cumplí veinticuatro años; me refiero al fabuloso Pendón de Navidad y Año Nuevo. Mi
familia materna también llegó a Chilpancingo en calidad migrante. Una parte, es decir mi
abuela materna, venía de la montaña baja y la otra, mi abuelo materno, de la zona del río
Azul. Mi papá, por otro lado, llegó desde la Costa Chica. Así que mis tradiciones eran una
mezcolanza rarísima en donde convivían tres zonas del estado. Así pues los días de pozole
solían ser los sábados, o el domingo en la noche, como suele comerse en partes de Tixtla y
Chilapa. Se acompañaba con chalupitas, tacos dorados, chiles capones y más ingredientes.
En las fiestas maternas se preparaba mole rojo y tamales de frijol. En las temporadas de
lluvias, con los primeros elotes se cocinaba elopozole o pozole de camagua. Y los mariscos,
gracias a la exigencia de mi papá, se comían a la menor provocación, sin importar el día.
De igual forma el arroz con frijoles fritos y queso fresco.

*
Cuando mi marido habla con su familia, le regresa el tono costeño. Yo no sé si tengo algún
tono. Alguna vez un profesor, en la Ciudad de México, intentó elogiarme diciéndome que
no se me notaba el tono de provincia. Me puse muy triste, más que halago sentí un
agravio y por supuesto se lo dije.

*
Nunca me he sentido de ninguna parte. Cuando solía enfatizar que había nacido en la
Costa Chica de Guerrero me preguntaban por comidas o tradiciones más específicas que
desconocía. Empecé a omitir esa información. Luego me definí como chilpancingueña,
pero tampoco conocía nada de Chilpancingo, como lo apunté antes. Ahora que vivo en
Ciudad de México me gusta dejar claro que soy guerrerense, aunque algunos piensen que
es un folklorismo. Me gusta dejar claro que no soy de esta Ciudad porque de aquí siempre
se nos quiere expulsar. La Ciudad y su gente nos quiere en el margen, en el límite, donde
se remarque que no somos de aquí, que somos ajenos, que somos los otros, los de
provincia y sólo se nos admite cuando renunciamos, cuando adoptamos el tono del
español chilango, cuando aprendemos a movernos en el lenguaje a través del albur que
tanto enaltecen y que no suele usarse en todo el país. Insisto, sólo se nos admite cuando
renunciamos y nos adecuamos.
*
Por eso me dolió darme cuenta que renuncié a la palabra pandroso. Pienso en todas las
palabras que se fueron de mi jerga coloquial. Pienso en el tono perdido de mi voz. Sé que
la renuncia no fue consciente. Renunciar a veces es un esfuerzo de sobrevivencia. Si no
nos adecuamos, el mundo nos devora. A pesar de esto me recrimino aceptar la
homogenización en mi lengua.
*
A veces cocino caldo rojo de pollo y le pongo epazote y verduras. A esto, por aquí, le
llaman mole de olla. En la costa se llama caldo rojo. Lo cocino porque muchas veces me da
el extrañamiento y regresando a sus sabores intento acercarme a mis abuelas y a sus
dichos.
*
Conozco personas que dicen venir de Guerrero porque sus madres o abuelas nacieron allá.
Entonces me hablan de comidas o tradiciones o refranes que desconozco y me siento
menos guerrerense. No estoy tan lejos, me digo. Vuelvo más de dos o tres veces al año,
pienso. Convivo mucho con personas de Guerrero. Cómo es posible que haya olvidado
tanto.
*
También hay personas que se van a vivir a Guerrero, sobre todo a los lugares que
considero míos, entonces me dan muchos celos al saber que desayunan picaditas, pi-ca-di-
tas que son tortitas1 pellizcadas con salsa, crema y queso, sin frijol (esos son los sopes, que
no me gustan), o torrejas con atole blanco o toman su tecito de toronjil con cemita. Y yo
aquí aguantándome la envidia con enormes tamales masudos y evitando a toda costa que
mis hijos conozcan las tortas de tamal.
*
A esto le llamo celos territoriales: Sentir que me arrebatan los recuerdos y los sustituyen
por imaginarios que no coinciden con lo que yo retengo en mi memoria. Le llamo celos y
me da muina saber que otras personas se apropian de mis territorios y los exhiben como
suyos sin que esos espacios les hayan atravesado el cuerpo nunca. La envidia me acribilla
al verme orillada a cambiar o sustituir palabras para que se me entienda mejor. Tengo
celos porque ya no quiero homogenizarme para encajar y ser aceptada. Tmpoco quiero
que mis memorias sean colonizadas por los relatos de personas que no crecieron o
vivieron en mis lugares. No quiero olvidar y borrar más palabras, sabores, frases que me
vinculan al territorio en el que crecí.

1
Memelas o gorditas de masa.

También podría gustarte