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Enrique Salgado

Narcotráfico y cultura en México. La normalización de la violencia en el siglo XXI

(Comentario sobre libro Mexican Drugs)

La violencia en México ha sido un ingrediente constante de la vida diaria desde que la

capital del imperio azteca se llamaba Tenochtitlán y cada día se sacrificaban guerreros

enemigos capturados en batalla en ofrenda a Huitzilopochtli, quien necesitaba el

combustible de la sangre para que el Sol se elevase de nuevo a la mañana siguiente. El

corazón era arrancado del cuerpo aún agonizante de aquellos elegidos y con ello se

garantizaba el orden cósmico. Dicha escena horrorizó a los soldados españoles que

conocieron la ciudad en 1519. Soldados que en los años siguientes protagonizarían una

guerra tan abismalmente desigual que acabó por desembocar en trescientos años de

ocupación y la desaparición casi absoluta de los pueblos autóctonos del territorio hoy

conocido como México. Quinientos años y un laberinto lleno de vericuetos, baches y

callejones sin salida después, México vuelve a encontrarse en guerra. Una guerra que no

enfrenta hombres barbados a caballo contra guerreros mexicas armados de flechas y

lanzas; pero que es igual o más sangrienta que aquella, y que también, amenaza (si no es

que ya lo ha hecho) por modificar por completo el paisaje cultural mexicano. Ésta

última es una de las ideas principales del ensayo publicado por Carlos Ramírez, y sobre

la que anotaré un par de cuestiones relevantes a diez años de distancia, buscando

mostrar que efectivamente, como apuntaba el autor, México ha “sucumbido” a la

narcocultura y a partir de ello, la violencia se ha normalizado a niveles espeluznantes.

A lo largo de su libro, Ramírez ofrece una serie de ejemplos a partir de los cuales trata

de explicar el fenómeno de la narcocultura, un neologismo que ha empezado a


utilizarse a fuerza de no encontrar una mejor manera de describir lo que ocurre en

México desde finales del siglo XX, y sobre todo durante las primeras décadas del XXI.

Ramírez encuentra entre otras cosas, que el fenómeno del narcotráfico y su expansión, a

un ritmo inusitado, trasciende la cuestión económica que durante mucho tiempo fue la

base de la explicación más simplista: la pobreza y la miseria generan un escenario

crítico que conlleva a que el narcotráfico sea una alternativa natural, tanto por el

consumo como para quienes se enrolan en las filas de los cárteles; y estos, al ser un

negocio tan redituable, son intocables. Por un lado, es verdad, sobre todo la última

parte, a la que es obligatorio agregarle el ingrediente de la corrupción y la impunidad,

pan de cada día para el ciudadano mexicano. Pero la riqueza del ensayo de Carlos

Ramírez se encuentra en la manera que él busca diferentes lentes para observar el

fenómeno que ha marcado el ritmo y el compás de la vida en gran parte del país (y en

otros de América Latina) durante los últimos años: desde la complejísima relación con

(y papel que juega) Estados Unidos, pasando por la herencia revolucionaria y su fracaso

institucional, así como por la forma en que se ha limitado la libertad de expresión por un

mero asunto de supervivencia para quienes ejercen la profesión de comunicadores, el

libro aborda distintos ángulos y busca darle forma a un monstruo amorfo que habita en

cada hogar mexicano y cuyo eco resuena en cada esquina manchada de sangre y cada

pared con orificios de bala sin arreglar. Pero el elemento cultural es quizás el que más

llama la atención a Ramírez, y debo confesar, a mi también. Hay un dato, más de morbo

que histórico, que vale la pena mencionar. El ensayo, que hace el ‘corte de caja’ en

2010, a cuatro años de empezada la “guerra contra el narco”, habla de alrededor de

30mil muertos (homicidios relacionados con el narcotráfico). Hoy día, once años

después de esta publicación, la cifra se calcula ya en 300mil, diez veces más víctimas

directamente relacionadas con el narcotráfico. Y aquí es donde se vuelve todavía más


complejo el asunto. Un observador ajeno, que no conociese nada sobre el panorama, la

historia y la idiosincrasia del mexicano, probablemente apostaría que la narcocultura ha

desaparecido; que los narcocorridos han sido vetados y que nadie se atrevería a filmar

series o películas sobre el fenómeno, tomando en cuenta la cantidad absurda de

violencia que este provoca. Nada más alejado de la realidad. Desde la publicación de

Mexican Drugs la narcocultura sólo ha crecido, y con ello, la normalización de la

violencia en México. Ahora observamos impávidos si aparecen tres hombres colgados

del puente peatonal más cercano, ese que tomamos para cruzar la avenida que nos lleva

al trabajo, como probablemente observaban nuestros ancestros cuando encima de la

pirámide del Sol le abrían el tórax a un guerrero tlaxcalteca para ofrecerlo a la deidad en

turno. Pongo un par de ejemplos para darle pragmatismo a la idea abstracta. Los

narcocorridos, esas composiciones musicales violentas desde el primer acorde, sólo han

crecido en popularidad. Los hay de todos colores, desde los ‘corridos alterados’ de

Gerardo Ortiz y el llamado ‘Movimiento Alterado’, cuyas letras hablan de las “proezas”

sanguinarias de distintos sicarios, hasta aquellos que recuerdan a los corridos

revolucionarios, como los de Tercer Elemento, que busca hacer apología de los

primeros capos y narrar sus hazañas (Caro Quintero, El Señor de los Cielos, etc). Hoy

día, no puedes salir a la calle en ninguna ciudad del norte de México y no escuchar en

algún bar, residencia, o desde un automóvil, los estribillos de sangre y disparos de

cuerno. Por otro lado, tenemos al gigante del mundo del streaming, Netflix, cuyo éxito

con la serie de ‘Narcos’ narrando la involucración de la DEA contra los cárteles

colombianos durante los 80 y 90 lo llevó a realizar una versión mexicana, que tiene una

diferencia sutil pero monumental de su par colombiana. Mientras en la original, los

personajes de los capos son mostrados como lo que realmente son, y los personajes de la

DEA aparecen como “los buenos”; en la versión mexicana los capos originales
(Gallardo Félix, Caro Quintero y Amado Carrillo) aparecen como hombres

carismáticos, con quien uno puede relacionarse, que tiene miedos, aspiraciones y errores

muy humanos; con quienes incluso por momentos es posible empatizar. La pregunta

obligada es ¿por qué? ¿Por qué uno de los periodos más violentos de la historia de

México se ha utilizado como base para toda una nueva rama de la cultura nacional?

¿Por qué esta ‘cultura’ es tan popular y redituable? ¿Cuál es la explicación histórica, si

hay alguna, de este fenómeno?

Como breve conclusión, creo que el éxito de la narcocultura tiene que ver con lo que

Ramírez llama ‘riqueza trascendental’. Muchos mexicanos, sumidos hasta el cuello en

la pobreza y sin aspiración alguna de salir, encuentran una especie de escape, de

remedio paliativo en la enfermedad misma. La violencia que azota a la sociedad

mexicana y que en buena medida está relacionada con la corrupción y los altos niveles

de pobreza, ofrece también un canal por donde algunos pueden observar otra versión de

sus vidas. Durante los minutos que suena la tuba y el acordeón, y algún norteño con

botas y sombrero canta “fue entrenado pa’ matar, levantar, torturar, con estilo y con

clase…” el mundo se detiene un momento, y no importa que por la cadena nacional en

la televisión estén anunciando que encontraron una nueva fosa común utilizada por el

cártel de los Zetas. El escape, la imaginación, la fantasía del poder y la ‘riqueza

trascendental’ están ahí presentes en el imaginario popular. No hay horror, como no

había cuando los escalones del Templo Mayor de Tenochtitlán se pintaban de rojo en

una cascada interminable, que continúa corriendo hoy, quinientos años después.

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