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Del socialismo utópico

al socialismo científico
Engels, Friedrich
Del socialismo utópico al socialismo científico. - 1a ed. -
Buenos Aires : Luxemburg, 2012.
188 p. ; 21x14 cm. - (Batalla de ideas / Atilio Alberto Boron)

ISBN 978-987-1709-16-8

1. Socialismo. 2. Política. I. Título.


CDD 320.532
Colección Batalla de Ideas

Del socialismo utópico


al socialismo científico
Friedrich Engels

Escrito de enero de 1880 a la primera mitad de marzo del mismo año.

Publicado en La Revue Socialiste, Nº 3-4-5 del 20 de marzo, 20 de abril y 5 de mayo


de 1880, respectivamente; y como folleto en francés: “Socialisme utopique et
socialisme scientifique”, París, 1880.

Se publica de acuerdo con el texto de la edición alemana de 1891.


Traducido del alemán.

Buenos Aires, Argentina


Colección Batalla de Ideas
Director: Atilio A. Boron

Del socialismo utópico al socialismo científico


Friedrich Engels
Estudio Introductorio. Pérdida y recuperación de la utopía
Fernando Lizárraga

© 2012 Ediciones Luxemburg


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1ª Edición, Ciudad de Buenos Aires, abril de 2012

Edición: Ivana Brighenti/Mariana Enghel


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ISBN 978-987-1709-16-8

Gabriel Badaraco
Ivana Brighenti
Paola Gallo Peláez
Marcelo F. Rodriguez

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Impreso en Argentina
Sumario

Estudio Introductorio
Pérdida y recuperación de la utopía
Fernando Lizárraga 9

Del socialismo utópico al socialismo científico

Prólogo a la edición inglesa de 1892 97

I 129

II 145

III 155

Índice analítico y onomástico


[del texto de Engels] 179
Estudio Introductorio
Pérdida y recuperación
de la utopía
Fernando Lizárraga*

La historia es el único bote


que tenemos para navegar
por el río del tiempo, pero
en los grandes rápidos y
en los ventosos remolinos
ningún bote es seguro.

Un pescador del mar interior


Ursula K. Le Guin

En una de las primeras ediciones norteamericanas de Socialism:


Utopian and Scientific, publicada en Chicago por Charles H. Kerr & Co.,
en 1907, el editor no dudaba en calificar a esta obra como “uno de
los libros más notables del siglo xix” (Kerr, 1907: iii)[1]. A su juicio, el
socialismo de Marx y Engels ya había alcanzado una posición de li-
derazgo en Europa, donde se lo reconocía como “la esperanza de los
trabajadores y el terror de los poderosos” (Kerr, 1907: iii). Rebosante
de optimismo, vaticinaba una rápida difusión de la nueva teoría en

* El autor agradece profundamente a Atilio Boron, Ariel Petruccelli, Alexia Massholder


y Laura Mardones por sus críticas y sugerencias a los borradores de este trabajo.

[1] Las citas tomadas de textos originales en idioma inglés fueron traducidas por el
autor de este Estudio Introductorio.

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Pérdida y recuperación de la utopía

Estados Unidos, país en el cual veía un escenario propicio “para la


organización de los trabajadores manuales e intelectuales en un
partido destinado a construir un nuevo y mejor orden social a partir
de las ruinas del capitalismo” (Kerr, 1907: iii). En la edición de 1908,
Kerr celebraba que el folleto engelsiano circulara “más rápido que
nunca” y que las cifras de ventas superasen los pronósticos más
auspiciosos: entre 1883 y 1892, unos 20 mil ejemplares fueron im-
presos en Alemania, mientras que en Estados Unidos se vendieron
cerca de 30 mil en apenas ocho años. “Las muchas ediciones exigi-
das por la creciente demanda han gastado las planchas, y ahora lo
estamos reimprimiendo de un modo más atractivo”, se entusias-
maba Kerr (1908: 7). El imprentero de Chicago, convencido de que
Engels era “el escritor socialista más importante después de Marx”,
se animaba a afirmar que esta obra ya no necesitaba un prefacio,
puesto que “junto con el Manifiesto Comunista es uno de los libros
indispensables para quien desee comprender el movimiento socia-
lista moderno” (Kerr, 1908: 7). Un siglo después de las vehementes
efusiones de Kerr, Ediciones Luxemburg entiende que la obra del
alter ego de Karl Marx reclama el estudio preliminar que aquí pre-
sentamos, sin otra pretensión que la de aportar algunos elementos
para la discusión del claro y contundente texto engelsiano.
Tal como explica Engels en el “Prólogo a la edición inglesa de
1892” –que se incluye en este volumen–, Del socialismo utópico al so-
cialismo científico (en adelante, susc) fue concebido como un folleto
de divulgación a pedido de Paul Lafargue, líder socialista francés y
yerno de Karl Marx. La primera edición francesa se publicó en 1880
y sin demora se tradujo a una decena de idiomas. Como es sabido,
las traducciones suelen ser fuente de muchos y pedurables equívo-
cos. Por eso, la primera advertencia que debemos realizar se refiere
al título de la obra. La traducción de Lafargue se tituló Socialisme
utopique et socialisme scientifique, mientras que las primeras versio-
nes inglesas utilizaron una estructura similar: Socialism: utopian and
scientific. Es probable que aquí se haya originado la extendida visión
–muy habitual entre lectores de solapas– que atribuye a Engels un
profundo desdén hacia el socialismo utópico y una exaltación casi
fanática del socialismo científico. Sin embargo, cuando se analiza el
título en alemán, las cosas cobran otro cariz. Engels eligió decir Die

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Fernando Lizárraga

Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft, que debe
traducirse como El desarrollo (o la evolución, o el despliegue) del socialis-
mo desde la utopía hasta la ciencia (el título de la presente edición, Del
socialimo utópico al socialismo científico, conserva el sentido del origi-
nal en alemán)[2]. La clave del problema –que retomaremos en las
siguienes páginas– reside en que la palabra Wissenschaft se traduce
normalmente como ciencia, pero la voz germana designa un modo de
conocimiento mucho más amplio y que posee menos resonancias
positivistas que las voces inglesa, española o francesa (Jameson,
2005: 48). Por lo tanto, es preciso establecer sin dilación que el so-
cialismo científico no es lo contrario del socialismo utópico, sino
(acaso) su consecuencia necesaria; no marca una ruptura absoluta,
sino una superación de los primeros escarceos de los utópicos.
El presente volumen comienza con un extenso prólogo a la edi-
ción inglesa, escrito por Engels en 1892. No se trata de una actuali-
zación ni de un resumen de la obra principal; se trata, en cambio,
de un texto pensado para brindar algunas claves sobre el contexto
de producción de la obra, su breve historia y su relevancia para
los lectores ingleses. Por un lado, Engels muestra cómo el mate-
rialismo histórico tiene raíces en el pensamiento y en las luchas
políticas británicas y, por otro, realiza una precisa descripción de la
dinámica de las clases en Inglaterra, cuestión que venía analizando
con singular maestría desde su arribo a ese país a principios de la
década de 1840. El texto principal, Del socialismo utópico al socialismo
científico, está a su vez dividido en tres partes, ingeniosamente con-
cebidas para presentar de manera didáctica, pero no simplista, los
elementos centrales de la concepción materialista de la historia.
Esas partes son versiones adaptadas de otras tantas tomadas del
Anti-Dühring, obra que Engels había publicado por entregas entre
1877 y 1878, y a la que el propio Marx contribuyó con la redacción
del capítulo sobre economía política[3].

[2] En Estados Unidos, la primera edición fue publicada por el periódico The People,
en 1892. La traducción se hizo directamente del alemán y por ello se adoptó el título
correcto: The development of socialism from utopia to science.

[3] El Anti-Dühring se publicó originalmente en tres series de artículos en Vorwärts,


periódico del Partido Socialdemócrata Alemán (spd). La primera edición de estos

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Pérdida y recuperación de la utopía

La importancia del Anti-Dühring en la formación de las primeras


generaciones de pensadores y militantes marxistas ha sido abun-
dantemente documentada. Muchos de los más destacados líderes
socialistas de finales del siglo xix se internaron en las páginas de
El Capital luego de haber transitado la réplica engelsiana al enreve-
sado Herr Eugen Dühring, cuyo nombre perdura sólo porque tuvo
la buena fortuna de que Engels, tras muchas vacilaciones, acce-
diera a “hincar el diente en esa manzana amarga” (Engels citado
en Stedman Jones, 1977: 82). El Anti-Dühring fue el libro “por medio
del cual, en efecto, el movimiento socialista internacional se fa-
miliarizó con el pensamiento de Marx en cuestiones distintas de
la economía política” (Hobsbawm citado en Thomas, 1991: 38). No
obstante, si bien representaba el primer intento de sistematización
del materialismo histórico, no era una obra para todo público. La
síntesis magistral recién llegaría con la respuesta a la afortunada
iniciativa de Lafargue.
La estructura de susc muestra nítidamente que este folleto fue
concebido para la difusión, el esclarecimiento y la agitación. La Parte I
está compuesta por un fragmento de la Introducción (Generalidades)
y por casi la totalidad del Capítulo I (Esbozo Histórico) de la Sección
Tercera (Socialismo) del Anti-Dühring. El método expositivo de Engels
apunta a establecer, sin muchos preámbulos, las características del
“socialismo moderno”, para remontarse luego a los precedentes
utópicos, cuyos principales exponentes fueron el conde de Saint-
Simon, Charles Fourier y Robert Owen. En la Parte II, donde retoma
fragmentos de la Introducción del Anti-Dühring, Engels hace un rá-
pido repaso de la historia del pensamiento científico y se concentra
en la distinción entre el método metafísico y el método dialéctico.
En la Parte III, que corresponde al Capítulo II (Esbozo Teórico) de
la ya mencionada Sección Tercera del Anti-Dühring, Engels presenta
un vibrante relato del surgimiento y el desarrollo del capitalismo,
examina sus contradicciones estructurales y explica cómo la revo-
lución proletaria abrirá el camino hacia el comunismo, el “reino de
la libertad”. Se trata, pues, de una estrategia argumentativa sutil

textos en formato de libro, con el título La subversión de la ciencia por el señor Dühring, se
publicó en 1878. Marx escribió el Capítulo X de la Segunda sección.

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Fernando Lizárraga

y elegante, que muestra acabadamente la habilidad de Engels para


tornar accesibles los fundamentos del materialismo histórico, sin
mutilarlos ni vulgarizarlos. Engels va al grano, con un lenguaje sen-
cillo y trazos firmes, fiel a su desprecio por las oscuridades de la
filosofía alemana (de las cuales él mismo fue culpable, según con-
fiesa en sus comentarios a la obra de Fourier) y a su admiración por
la claridad de la prosa de autores ingleses y franceses.
El Engels de 1880 mantenía intactos el virtuosismo narrativo y
la agudeza analítica de sus obras juveniles. Como señala Gareth
Stedman Jones, Engels se destacó por su “apertura a nuevas impre-
siones, el persistente radicalismo de su temperamento, una asom-
brosa rapidez de percepción y comprensión, una audaz intuición y
una curiosidad omnívora por su entorno” (Stedman Jones, 1977: 90).
Aunque aquejado por cierta “pereza en cuestiones teóricas” (Engels
citado en Guevara, 2006: 34), sus destrezas en el oficio de la admi-
nistración industrial y mercantil se traducían en un trabajo inte-
lectual disciplinado y meticuloso. Además, y de la mano de Mary
Burns –su compañera en la vida y “Perséfone en el inframundo”
(Connelly, 2009)–, la “curiosidad omnívora” lo empujaba a recorrer
los barrios obreros de Manchester –donde eran visibles los estragos
del “trabajo repugnante” por el que Fourier condenó a la civilización
industrial–, a frecuentar las reuniones de los owenistas y colabo-
rar en sus periódicos, a entablar amistad con miembros de círculos
científicos, y a leer casi todo cuanto caía en sus manos. Engels fue,
“seguramente, uno de los más dotados periodistas del siglo xix y
uno de los mejores historiadores, [y] fue esta inusual combinación
de atributos la que le permitió hacer su particular contribución a la
formación del materialismo histórico” (Stedman Jones, 1977: 91)[4].
La elaboración de susc inauguró una de las décadas más prolífi-
cas en la vida de Engels. El movimiento obrero internacional venía
de sufrir la derrota de la Comuna de París, en 1871, y la subsecuente

[4] En sus notas biográficas sobre Marx y Engels, el Che Guevara apunta: “Engels su-
peraba a Marx en la velocidad con que captaba el punto central de la cuestión y en la
facilidad para llegar a él, con una prosa llana, sin vericuetos. Pero nos da la impre-
sión de que no le gustaba estrujar su pensamiento a fondo, abusando de su facilidad
‘periodística’ para el enfoque y tratando el tema, si no a la ligera, con mucha menos
profundidad que Marx” (Guevara, 2006: 33).

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Pérdida y recuperación de la utopía

disolución de la Primera Internacional, en 1876. Diversas tendencias


teóricas y políticas pugnaban por el liderazgo en las organizaciones
obreras y el materialismo histórico estaba lejos de ser la corrien-
te hegemónica. Hacia 1880, estando Marx ya muy enfermo, Engels
asumió la ardua tarea de sistematizar los escritos dispersos y la co-
losal labor de editar los volúmenes II y III de El Capital. En esos años
se transformó en el principal referente teórico del materialismo
histórico, aunque su influencia sobre las decisiones prácticas de los
partidos socialistas era inversamente proporcional a su prestigio.
La adulteración de su “Introducción” a La lucha de clases en Francia
por parte de la conducción del Partido Socialdemocráta Alemán
(spd) es más que elocuente en este sentido[5]. Con todo, además de
preparar nuevos prefacios a diversas ediciones de las principales
obras del materialismo histórico, Engels avanzó en la escritura de
Dialéctica de la naturaleza (editada por Ryazanov en 1925), publicó
El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), editó el
Voumen II de El Capital (1885) y escribió Ludwig Feuerbach y el fin de
la filosofía clásica alemana (1886). Como observa Eric Hobsbawm, con
esta impresionante producción Engels buscaba “llenar lagunas”, ac-
tualizar y ampliar los alcances de la concepción materialista de la
historia (Hobsbawm citado en Thomas, 1991: 39).
Por supuesto, la divulgación también fue una labor incesante y
crucial para Engels. La disputa con las demás teorías instaladas en
el movimiento obrero era una tarea impostergable. Engels pensaba
que sólo los obreros alemanes habían mantenido una fuerte adhe-
sión al pensamiento teórico. En cambio, consideraba que los france-
ses estaban sumidos en “el desconcierto y la confusión sembrados
por el proudhonismo”, que los ingleses descollaban por su escaso in-
terés en la teoría, y que los españoles e italianos seguían fascinados
con la “caricaturesca” teoría anarquista de Bakunin (Engels, 1973e:
178). Por consiguiente, a Engels no lo movía un mero afán didáctico,
sino la necesidad de producir una resuelta intervención política en

[5] Un minucioso análisis de la versión original de la “Introducción” engelsiana a La


lucha de clases en Francia puede hallarse en Boron (2000b: 51-71). Ver también el estudio
preliminar de Alejandra Ciriza a El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,
publicado por Ediciones Luxemburg (Engels, 2007).

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Fernando Lizárraga

favor de la concepción comunista del mundo que él y Marx venían


elaborando desde la década de 1840. Así, la publicación de susc no
pudo ser más oportuna: en poco tiempo se convirtió en “la más
popular introducción al marxismo después del Manifiesto”, y no sólo
fue leída con fruición “en los partidos socialdemócratas del mundo
germano-parlante, sino que allanó el camino para la comprensión
del marxismo en áreas de tradicional resistencia a las posiciones
de Marx y Engels, especialmente Francia” (Stedman Jones, 1977: 82).
Por diversas y no siempre confesables razones, suele acusarse a
Engels de haber sido un mero “simplificador” del materialismo histó-
rico. Nada más lejos de la verdad. Engels fue un auténtico y brillante
divulgador, pero nunca vulgarizó la teoría de la que él mismo era au-
tor. También es infundada la pretensión de reducir la obra de Engels
a la necesaria y eficaz diseminación de la nueva concepción del so-
cialismo, puesto que sus escritos tienen valor por sí mismos, tanto
por su temprana originalidad como por su audaz incursión en nuevos
campos del conocimiento. La imagen de un teórico y revolucionario a
quien apenas le cabría el rol de “segunda voz” o de “socio menor” de
Marx –imagen surgida, en cierta forma, de la propia pluma de Engels–
oculta su crucial contribución a la formulación de la teoría marxista.
Tal contribución comienza, precisamente, con sus observaciones so-
bre la gran industria y la lucha de clases en Inglaterra, donde se radicó
por primera vez en 1842. Engels llegó a ser, sin duda, un experto en
asuntos ingleses, y por ello no es casual que haya escrito un prólo-
go especial para la edición británica de susc. Sin embargo, antes de
examinar ese prólogo, ensayaremos una breve semblanza de nuestro
autor y algunas consideraciones sobre su obra temprana[6].

Entre Barmen y Manchester

El Engels sobre el cual se han descargado las más acerbas diatribas,


el que ha sido demonizado por su fascinación con el positivismo y

[6] Nos detendremos solamente en aquellos aspectos de la biografía de Engels que son
relevantes para la lectura de susc. Un excelente esbozo biográfico puede hallarse en el
ya mencionado estudio preliminar de Alejandra Ciriza (ver Engles, 2007).

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Pérdida y recuperación de la utopía

por su exploración de campos para los cuales el materialismo his-


tórico no había sido específicamente diseñado, es el Engels tardío,
aquel que se echó sobre los hombros las tareas de polemizar con
grandes y pequeños adversarios, editar los manuscritos de Marx,
difundir el materialismo histórico y responder consultas de toda
clase, desde las teóricas hasta las estratégicas. Sin embargo, hay
otro Engels (que es uno y el mismo) sobre el cual suelen hacerse
menos referencias y que no suscita tantas controversias: el pre-
coz analista del capitalismo inglés, el perpicaz observador de las
condiciones de vida de los obreros británicos, el introductor de la
economía política en la génesis del marxismo.
Engels nació en 1820, en Barmen, la “Manchester alemana”, ciu-
dad de la región de Wuppertal, donde la ética calvinista, la simpatía
hacia la dominación prusiana y el recelo hacia los aires liberales traí-
dos por la invasión napoleónica se fundían en una atmósfera conser-
vadora y nacionalista. Su padre era propietario de una importante
planta textil, Ermen & Engels, con filial en el corazón industrial de
Inglaterra[7]. El ambiente cultural de Engels era muy distinto al de la
Renania natal de Marx, donde las ideas liberales y de la Ilustración
alemana (Aufklärung) gozaban de una amplia aceptación entre las
clases letradas. En ese clima dominado por una férrea alianza entre
industriales y predicadores, Engels no tardó en mostrar sus primeros
síntomas de rebeldía, especialmente contra los severos mandatos re-
ligiosos. Tras una efímera fascinación por las ideas antirrománticas
de la Joven Alemania de Heinrich Heine, abrazó un republicanismo
radical y francófilo que lo acercó, en términos ideológicos, al tras-
fondo cultural de su futuro amigo. No obstante, el giro decisivo ocu-
rriría al conocer las obras de Hegel. El encuentro con los escritos del
“último de los filósofos” y autor de la “más colosal creación del pen-
samiento del siglo xix” se asemejó a una hierofanía, a un “soplo de
fresco aire de mar [que baja] desde el más puro de los cielos” (Engels
citado en Stedman Jones, 1977: 88). Radicado en Berlín, Engels fre-
cuentó los cenáculos de los jóvenes hegelianos y admiró, sobre todo,
el núcleo “secretamente ateo” de la obra de Hegel. Luego se sintió

[7] Seguimos, a grandes rasgos, los datos e interpretaciones presentados por Gareth
Stedman Jones (1977) en su estudio sobre la obra temprana de Engels.

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Fernando Lizárraga

atraído por el pensamiento de Ludwig Feuerbach, no tanto por su fa-


mosa “inversión” del sistema de Hegel, como por su conversión de la
teología en antropología (Stedman Jones, 1977: 89)[8]. Asimismo, no
fue menos decisiva la influencia del comunismo filosófico de Moses
Hess, a quien Engels conoció en el círculo de “Los libres” y con quien
compartió tareas editoriales en la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung).
Con todo, mientras permaneció en Alemania, Engels no fue sino uno
más entre los muchos herederos de Hegel que pululaban en los cir-
cuitos ilustrados. Las cosas cambiarían drásticamente a partir de su
primer viaje a Inglaterra, donde se haría cargo de la administración
de Ermen & Engels, en Manchester.
Instalado desde 1842 en el epicentro de la revolución industrial,
Engels comenzó a combinar su rumiar teórico típicamente alemán
con sus observaciones empíricas sobre las condiciones de vida de
la clase obrera británica. Años más tarde, evocaría aquella primera
experiencia en las islas como el momento en que percibió que los
“hechos económicos” son “una fuerza histórica decisiva” sobre la
cual se erigen los antagonismos de clase en las sociedades que han
desarrollado la gran industria (Stedman Jones, 1977: 91). Allí tam-
bién comprendió que las luchas entre partidos no eran meras pujas
de ideas, sino que estaban condicionadas por los “hechos económi-
cos”. Con sus lecturas y escritos críticos sobre la obra de Thomas
Carlyle, de quien rescataba la poderosa imagen de una nación prós-
pera cuyas mayorías estaban sumidas en la pobreza más atroz
–esto es, el contraste entre la miseria y la “pletórica abundancia”–,
inició su alejamiento de la filosofía especulativa –que nunca sería
definitivo pese a sus fervorosos esfuerzos– y el tránsito hacia la
economía política. A estos estudios añadió el examen de las obras
de Pierre Proudhon, Charles Fourier y Robert Owen[9].
En 1844, Engels publicó en los Anales franco-alemanes (Deutsch-
Französische Jahrbücher) un artículo titulado “Esbozo de una crítica
a la economía política”. Este fue un auténtico punto de inflexión,

[8] Ver también Stedman Jones (1973).

[9] Según Robert Owen, las tres cuartas partes de la población británica, doce millones
de personas, vivían en la pobreza a principios del siglo xx (Owen, 1813: 5).

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Pérdida y recuperación de la utopía

puesto que al trascender la crítica de corte proudhoniano a la pro-


piedad privada, Engels se convirtió en el primer representante “de
la izquierda filosófica alemana en volcar la discusión hacia la eco-
nomía política y en resaltar las conexiones entre la propiedad pri-
vada, la economía política y las condiciones sociales modernas en
la transición hacia el comunismo” (Stedman Jones, 1977: 92). Este
esbozo selló su sociedad intelectual con Marx, quien se sirvió de
las ideas engelsianas en sus Manuscritos parisinos de 1844, y años
más tarde, en el célebre Prólogo de 1859, no trepidaría en afirmar:
“Desde la publicación de su genial bosquejo sobre la crítica de las
categorías económicas, [Engels] había llegado por distinto cami-
no […] al mismo resultado que yo”. Por eso, una vez afincados en
Bruselas –añadía Marx– “acordamos elaborar en común la contra-
posición de nuestro punto de vista con el punto de vista ideológico
de la filosofía alemana; en realidad, liquidar cuentas con nuestra
conciencia filosófica anterior” (Marx, 1973a: 385).
El “distinto camino” por el cual Engels había llegado a las mis-
mas conclusiones que Marx era el de la economía política y la ob-
servación empírica. Por aquellos años, Marx aún estaba sumergido
en el campo de la especulación netamente filosófica. En rigor, “el
conocimiento práctico del capitalismo por parte de Marx era nulo”,
y como “había estado tan enredado en su querella dialéctica con
los filósofos alemanes […] la situación de Inglaterra –el primer país
industrializado, el lugar de nacimiento del proletariado– se le había
escapado” (Wheen, 2000: 75). Engels, por su parte, situado en medio
de las industrias textiles de Lancashire, gozaba de una perspecti-
va privilegiada que le permitía palpar, además, algunas notables
paradojas de la situación inglesa; entre ellas, la tensión entre una
mentalidad radicalmente piadosa y un desembozado espíritu prác-
tico. Los ingleses, según Engels, no necesitaban afirmar grandes
principios y se contentaban con perseguir intereses muy concretos.
Por eso sostenía que sólo en Inglaterra “las masas [habían] actua-
do como masas, en función de sus intereses como individuos; sólo
[allí] los principios se [habían] convertido en intereses antes de que
fueran capaces de influir en la historia” (Engels citado en Stedman
Jones, 1977: 94). Muy distinta era su ponderación del abstracto co-
munismo de sus compatriotas:

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Fernando Lizárraga

Los alemanes son una nación filosófica y no abandonarán ni podrán


abandonar el comunismo, tan pronto como sea fundado sobre la
base de principios correctos: principalmente si es derivado como
una conclusión inevitable de su propia filosofía (Engels, 1843).

Engels, en suma, había llegado a valorar al comunismo que ger-


minaba en la práctica inglesa tanto como al comunismo de raíz
filosófica de los alemanes.
Durante sus primeros años en Inglaterra, Engels contempló
con simpatía al socialismo principista de los seguidores de Owen
y mantuvo su adhesión al socialismo filosófico alemán. Es por eso
que recelaba de las modestas reivindicaciones del cartismo, un mo-
vimiento social que aspiraba a ampliar los derechos políticos de los
obreros pero sin exigir la abolición del Estado. El núcleo filosófico
del comunismo engelsiano todavía era evidente en su escrito de
1844, “La situación de Inglaterra: el siglo xviii”, en el cual denuncia-
ba que el egoísmo se había apoderado de las fuerzas industriales
que “por derecho le corresponden a la humanidad” y que el comer-
cio se había convertido “en el nexo de la humanidad” (Engels citado
en Stedman Jones, 1977: 96)[10]. Esta es una observación de enorme
importancia, puesto que al afirmar que las fuerzas industriales co-
rrespondían “por derecho” a toda “la humanidad”, Engels no estaba
apelando a una noción positiva del derecho sino a una perspectiva
ética y transhistórica. En otras palabras, no juzgaba al capitalismo
según la normatividad del propio sistema, sino desde los principios
y los valores del comunismo futuro.
Al igual que Marx, Engels se sentía movido por esa profunda in-
dignación que es el “pathos esencial” de la crítica (Marx, 1977: 65). Así,
cuanto más ahondaba en el estudio y la observación de los cambios
suscitados por la gran industria, mayor centralidad asumía la lucha
de clases en sus indagaciones. Al examinar la constitución política
del Estado británico, advirtió que esta no era acorde con la estructura
de clases de la sociedad inglesa y que el poder real estaba en manos

[10] En la idea de que el comercio es el único vínculo de la humanidad se encuentran


en estado germinal expresiones que luego se plasmarán en varias obras de Marx y de
Engels, particularmente, en el Manifiesto y El Capital.

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Pérdida y recuperación de la utopía

de la aristocracia del dinero. “Lo que gobierna es la propiedad”, afir-


maba Engels (citado en Stedman Jones, 1977: 97). Esta constatación
hizo que adoptara una mirada más favorable al cartismo, al cual co-
menzó a valorar como lo que en realidad era: una lucha social contra
las clases propietarias, que no perseguía sólo la democracia política
al estilo de los revolucionarios franceses. Tras comprobar que estaba
en presencia de un conflicto estructural entre ricos y pobres, Engels
llegó a la conclusión de que Inglaterra se dirigía hacia una “democra-
cia social” (Engels, 1844). A partir de esas consideraciones, refinó su
concepción sobre el Estado y pudo entonces afirmar que “lo político
tenía que ser explicado en términos de las relaciones económicas y
su desarrollo, y no viceversa” (Engels citado en Stedman Jones, 1977:
97). En aquellos años, mientras Marx seguía concentrado casi exclu-
sivamente en el estudio de la relación Estado-sociedad civil, Engels
avanzaba un paso más en dirección al materialismo histórico, al de-
finir al Estado como un instrumento de la burguesía contra la clase
trabajadora. Por otra parte, mientras Marx se concentraba en la rela-
ción producto-productor en sus estudios sobre la alienación, Engels
privilegiaba el análisis de la relación entre medios de producción y
productores, que constituiría un aporte decisivo a la teoría que am-
bos habrían de alumbrar unos años más tarde.
El interés de Engels en la relación entre la industria moderna
y la lucha de clases cristalizó en el texto cumbre del período ju-
venil, La situación de la clase obrera en Inglaterra, obra que escribió
en 1845, al regresar por un breve lapso a su ciudad natal. Además
de denunciar las infernales condiciones de vida de los proletarios
británicos, Engels planteó el carácter esencialmene contradictorio
de la industria moderna que, por un lado, convertía a la burguesía
en clase dominate y, por otro, generaba las condiciones para la li-
beración del proletariado. Se apartaba así de las plañideras voces
del socialismo inglés que sólo contemplaba la degradación moral
de los trabajadores y no apreciaba el costado progresista de la gran
industria. En este sentido, Engels enfatizó: “Las grandes ciudades
han transformado la enfermedad del cuerpo social, que aparece en
forma crónica en el campo, en un problema agudo, y de este modo
ponen de manifiesto su naturaleza real y los medios para curarlo”
(Engels citado en Stedman Jones, 1977: 100).

20
Fernando Lizárraga

Dejando atrás la postura que atribuía a la codicia el origen de la


competencia, Engels también logró comprender que la competencia
era constituiva de la gramática capitalista. Los burgueses compe-
tían entre sí, y también lo hacían los trabajadores. Este fenómeno
lo condujo a uno de sus hallazgos más trascendentes: la existencia
del ejército industrial de reserva, “el arma más filosa de la burguesía
contra el proletariado” (Engels citado en Stedman Jones, 1977: 100).
A la luz de esta renovada visión sobre la competencia, Engels reforzó
su cambio de perspectiva sobre la lucha de los cartistas, a quienes
pasó a calificar como “demócratas sociales” en contraste con los “de-
mócratas políticos”. Estos sólo buscaban mitigar algunas falencias
del sistema, mientras que aquellos atacaban cuestiones de fondo al
poner en entredicho nada menos que la sacrosanta competencia.
En definitiva, Engels juzgó que el cartismo “fue de naturaleza esen-
cialmente social, un movimiento de clase” cuya confluencia con el
socialismo sería capaz de generar una alternativa superadora.
Por lo visto, antes de empezar a colaborar con Marx, Engels ya
contaba con abundante materia prima de su propia cosecha para ela-
borar la nueva concepción del socialismo, la cual, si bien fue obra del
genio teórico de Marx, resultaría inexplicable sin el talento de Engels.
Además puede afirmarse con toda justicia que el materialismo histó-
rico tal como ha llegado hasta nosotros y como fue conocido por los
primeros marxistas se originó en la sistematización, la divulgación
y la ampliación que –con más o menos fortuna– realizó Engels en
los últimos veinte años de su vida. Como señala Stedman Jones, el
marxismo no fue adoptado por el socialismo en la década de 1840 ni
en la de 1860, sino a partir de los años ochenta del siglo xix, gracias al
empeño teórico, didáctico y político de Engels: “La difusión mundial
del marxismo bajo la forma de un socialismo sistemático y científico
no comenzó ni con el Manifiesto Comunista, ni con El Capital, sino con
la publicación del Anti-Dühring” (Stedman Jones, 1977: 88).
Aunque no sea este el lugar para esbozar un balance del legado
engelsiano, conviene, por lo menos, señalar que la imagen de un
viejo Engels que claudica en su impulso revolucionario, la de una
vulgarizador positivista e incluso la de un avieso corruptor de las
teorías marxianas no resiste el menor análisis. Engels no puede ser
responsabilizado por los fracasos reformistas de la II Internacional

21
Pérdida y recuperación de la utopía

ni por los desatinos de la III Internacional en su fase estalinista.


Engels no avaló el abandono de la vía revolucionaria por parte de la
II Internacional, ni fue autor del colosal zafarrancho conocido como
materialismo dialéctico, dogma oficial de la Unión Soviética bajo
Stalin. Por cierto, en su esfuerzo por explicitar los fundamentos fi-
losóficos del materialismo histórico y llenar lagunas en la teoría,
dejó el campo abierto para posteriores simplificaciones y extravíos.
Su esbozo de una gran cosmología de la cual podría derivarse el
caso especial de la historia humana dio pábulo a versiones determi-
nistas y cientificistas. Sin embargo, la suerte de su legado no debe
buscarse tanto en el interior de sus experimentos intelectuales,
sino más bien en los desarrollos teóricos e históricos del movimien-
to socialista internacional. Como señala Néstor Kohan, aunque es
cierto que ni Lenin ni Trotsky escaparon de la tentación de identifi-
car leyes universales de las cuales podrían inferirse leyes de igual
tipo para la historia, fue Stalin quien hizo del materialismo dialéc-
tico un sistema cerrado, circular y vulgar[11]. Así, con el correr de
los años, desde el mundo capitalista se vio a Marx y a Engels como
autores intelectuales del totalitarismo soviético. Los soviéticos no
tuvieron ningún empacho en consagrar la coidentidad de Marx y
Engels, mientras que muchos marxistas, horrorizados por los crí-
menes del estalinismo, prefirieron salvar a Marx y cargar todas las
culpas sobre Engels (Stedman Jones, 1977: 81).
Con todo, aquello que pocos estarían dispuestos a negar es la
importancia superlativa de los aportes teóricos y prácticos que
Engels realizó a la génesis y la difusión del marxismo. En palabras
de Stedman Jones:

Al comparar los textos relevantes, queda claro que un conjunto de


proposiciones marxistas básicas y perdurables emergen primero en
los escritos tempranos de Engels y no de Marx: el cambio de enfo-
que de la competencia a la producción; la novedad revolucionaria
de la industria moderna, marcada por sus crisis de sobreproduc-
ción y su constante reproducción de un ejército laboral de reserva; el

[11] Para una notable explicación del origen y el desarrollo del materialismo dialécti-
co, ver Kohan (2003b).

22
Fernando Lizárraga

embrión, al menos, del argumento de que la burguesía produce sus


propios sepultureros y de que el comunismo representa, no un prin-
cipio filosófico, sino “el movimiento real que anula y supera el estado
de cosas actual”; la descripción histórica de la formación del prole-
tariado como clase; la diferenciación entre el “socialismo proletario”
y el radicalismo de los pequeños patronos o de la clase media; y la
caracterización del Estado como un instrumento de opresión en las
manos de la clase propietaria dominante (Stedman Jones, 1977: 102).

En este mismo sentido, Lenin señaló que Engels fue “el primero en
decir que el proletariado no sólo es la clase sufriente, [sino] que,
de hecho, la desgraciada condición económica del proletariado es
aquello que lo empuja irresistiblemente hacia adelante y lo impele
a luchar por su emancipación final” (Lenin, 1991: 18). En tiempos del
líder bolchevique estas ideas ya eran un lugar común, pero Engels
fue un pionero al insistir en el potencial de autoemancipación del
proletariado en el marco del capitalismo de la gran industria.
No faltará quien diga que Engels se limitó a recoger ideas que ya
circulaban entre los movimientos y las organizaciones proletarias in-
glesas de su tiempo. No obstante, lejos de ser un cuestionamiento,
esto logra resaltar el ingenio de Engels para organizar esas ideas en
un esbozo que daría origen a una teoría más articulada a partir del
trabajo cooperativo con Marx. En definitiva, “aquello que distinguía
a Engels de muchos de sus contemporáneos era un profundo descon-
tento con su propio origen y su ocupación”, y “esto lo dispuso no sólo a
aprender acerca de, sino también de los trabajadores”, entablando con-
tactos personales y considerándose parte del movimiento (Stedman
Jones, 1977: 104; énfasis propio). En tiempos en que buena parte del
marxismo se ha transformado en un discurso hiperespecializado,
fuertemente academicista, casi inaccesible y alejado de las luchas
reales de la clase trabajadora, la actitud de Engels constituye un bien-
venido recordatorio sobre la necesaria unidad entre teoría y práctica.

Vindicación del materialismo

El breve repaso de la obra temprana de Engels que hemos ofrecido


en la primera parte de esta introducción brinda algunos elementos

23
Pérdida y recuperación de la utopía

para apreciar el Prólogo a la edición inglesa de susc, escrito en 1892.


Allí, Engels expone las raíces inglesas del materialismo moderno y
muestra, a grandes rasgos, el desarrollo de la lucha de clases en la
cuna del capitalismo industrial. Sin temor a sembrar escándalo en-
tre las piadosas conciencias de los británicos, acomete la escritura
con una categórica afirmación: “La patria primitiva de todo el ma-
terialismo moderno, a partir del siglo xvii, es Inglaterra” (pág. 101
de la presente edición). Allí están Francis Bacon y Duns Scoto; está
Hobbes con su materialismo ascético e intelectual, afirmando que
el pensamiento es indisociable de la materia pensante; y está John
Locke con su empirismo empapado de teología. Sin embargo, el ma-
terialismo es anatema para la burguesía, que rápidamente se quita
de encima esta molesta doctrina y se aferra a la “beatería y estu-
pidez religiosas”[12]. Mientras tanto, el pensamiento materialista
cala hondo entre las clases subalternas, migra hacia el terreno fértil
del continente y, tras un fecundo periplo por Francia y Alemania,
regresa metamorfoseado a su “patria primitiva”. Junto con otras
costumbres “civilizadas”, como el uso de aceite en las ensaladas, el
materialismo retorna bajo la forma de un vergonzante agnosticis-
mo que, según Engels, no es sino un modo de traducir la ignorancia
al griego (pp. 104-105).
Aquello que subleva a Engels es la paradójica posición de los
agnósticos burgueses quienes, al mismo tiempo, afirman la exis-
tencia de leyes universales y se niegan a aceptar que estas puedan
ser demostradas o refutadas. La misma clase social que se valió del
materialismo y de la ciencia para luchar contra los dogmas feudales
traiciona sus orígenes y se refugia en un cómodo y culposo escep-
ticismo. Contra esto, Engels afirma enfáticamente que la moderna
concepción del cosmos “no deja el menor lugar ni para un creador
ni para un regente del universo” (pág. 106)[13], y, tras las huellas de

[12] Michael Löwy (2006) sostiene que Engels le prestó mucha más atención que Marx
a las cuestiones religiosas, quizás a causa de su propia formación pietista.

[13] En el Anti-Dühring, Engels rechaza una interpretación de la segunda ley de la ter-


modinámica según la cual el universo llegaría a su fin por el agotamiento de la ener-
gía calórica. Esta no era una discusión meramente científica. Quienes afirmaban la
finitud del cosmos pensaban que con tal hipótesis también probaban un momento
inicial y, por lo tanto, la existencia de Dios. Engels repudiaba la extensión teológica de

24
Fernando Lizárraga

Hegel, rechaza la tesis kantiana de que la cosa en sí es incognosci-


ble. A juicio de Engels, tampoco es válida la cruda tesis empirista
de que sólo pueden conocerse las impresiones de las cosas sobre los
sentidos. Según su entender, el conocimiento emerge de la práctica.
“Los hombres, antes de argumentar, habían actuado […] y la acción
humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavila-
ciones humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating
[Al pastel se lo prueba comiéndolo]”, escribe Engels, apelando a un
refrán inglés. Y añade que, si al utilizar la cosa “conseguimos el fin
perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que
nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al
emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos lími-
tes, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades
coinciden con la realidad existente fuera de nosotros” (pág. 106;
énfasis propio).
La vindicación de la práctica como herramienta de conocimiento
y la quizás excesivamente simple noción de correspondencia entre
el conocimiento y las cosas son, pese a todo, un soplo de aire fresco
en tiempos saturados de sensibilidad posmoderna, en los cuales la
realidad ha sido reducida al discurso y se proclama un abismo insu-
perable entre las cosas y sus representaciones. Aquello que Engels
repudia, en definitiva, es la idea de que exista una incompatibilidad
radical entre el mundo exterior y las percepciones de los sentidos,
científicamente controladas y correctamente razonadas. Engels tie-
ne la prudencia de señalar que el conocimiento está cincunscripto
a los límites de la práctica y que no cualquier percepción puede ser
validada. También aduce, siguiendo a Hegel, que una vez conocidas
las propiedades de las cosas, las cosas mismas ya son conocidas,
puesto que no hay esencias metafísicas ocultas.
Los argumentos precedentes desbrozan el camino para la pre-
sentación del materialismo histórico, la nueva concepción que,
como bien sabe Engels, habrá de espantar a las sensibles almas de
la clase media inglesa. Así, define al materialismo histórico como
“esa concepción de los derroteros de la historia universal que ve

las leyes de la termodinámica, las cuales presuponen una materia y un movimiento


increados e indestructibles. Ver Bellamy Foster y Burkett (2008).

25
Pérdida y recuperación de la utopía

la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los aconte-


cimientos históricos importantes en el desarrollo económico de
la sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de
cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas cla-
ses y en las luchas de estas clases entre sí” (pág. 109).
No hay aquí ningún atisbo de determinismo económico ni tec-
nológico; tampoco una apelación a un voluntarismo capaz de torcer
por sí solo el curso de los acontecimientos. Los elementos que con-
forman la “fuerza propulsora” de la historia son diversos e iguales
en importancia. No obstante, Engels quiere poner el acento en la
lucha de clases y, por ende, se detiene a examinar las característi-
cas de las revoluciones burguesas europeas a partir del siglo xvi. En
su recorrido por las revoluciones modernas, subraya que la lucha
de la naciente burguesía contra el feudalismo debió ser, necesaria-
mente, un enfrentamiento con la Iglesia, tanto en el plano temporal
–puesto que la Iglesia romana era “el mayor de todos los señores
feudales”–, como en el plano ideológico –ya que el clero, como de-
positario de la verdad revelada, tenía que ser derrotado para que
la ciencia pudiera abrirse paso como herramienta del predominio
burgués–[14].
A juicio de Engels, la burguesía libró tres batallas decisivas
contra el feudalismo: la Reforma Protestante en el siglo xvi, la
Revolución Gloriosa en la Inglaterra de finales del siglo xvii y la
gran Revolución Francesa en las postrimerías del siglo xviii. De la
Reforma Protestante, Engels rescata la expansión del calvinismo,
que alentó el espíritu emprendedor de la burguesía con su doctrina
de la predestinación y, aunque bajo una forma mistificada, sentó
las bases de la noción del funcionamiento ciego de las leyes del
mercado. Asimismo, observa en este proceso un fenómeno que se
repite con harta frecuencia: el campesinado revolucionario, en su
alianza con las clases urbanas, acaba derrotado, pero sus reivindi-
caciones impulsan a la burguesía mucho más allá de sus módicas
metas iniciales. En lo que respecta a la Revolución Gloriosa, Engels
muestra cómo, tras una turbulenta secuencia de guerras civiles,

[14] Un lúcido estudio sobre el rol revolucionario de la ciencia en la temprana moder-


nidad pude hallarse en Löwy (2003).

26
Fernando Lizárraga

regicidios y conspiraciones, la burguesía se alza con el triunfo, pero


debe arrojarse a los brazos de la aristocracia para asegurar su do-
minio ante el embate de los estratos subalternos emergentes. Por
supuesto, tampoco deja de notar que la distinción entre burguesía
y aristocracia es muy difusa, puesto que la tradicional aristocracia
de la tierra se ha aburguesado, al tiempo que la burguesía no ha
renunciado a sus ínfulas aristocráticas.
En la vorágine del ascenso burgués en Gran Bretaña, añade
Engels, el materialismo aristocrático de Hobbes es arrojado por la
borda, porque conspira contra un instrumento clave para la do-
mesticación de las clases oprimidas: la religión. Sin embargo, como
vimos, el materialismo encuentra puertos seguros en el continen-
te, donde nutre a los enciclopedistas y a los jacobinos de la gran
Revolución Francesa, la única que, a decir de Engels, no necesitó
echarse encima ropajes religiosos, llevó su lucha hasta el final y des-
truyó completamente a la aristocracia. Ahora bien, la Revolución
Francesa pone en alerta a las clases dominantes de Inglaterra por-
que, al haber acabado con la nobleza, sienta un terrible precedente
para el statu quo británico, caracterizado por el pacto entre la bur-
guesía y la aristocracia terrateniente. Sin embargo, esta tregua en-
tre las clases dominantes es efímera: mientras Alemania fragua su
revolución filosófica y Francia, su revolución política, los muy prác-
ticos burgueses de Inglaterra hacen su revolución industrial. Así,
cuando han acumulado suficiente poder, dan por terminado el pacto
de la Revolución Gloriosa, imponen una reforma electoral a su favor
y logran la abolición de las leyes cerealistas (corn laws) que hasta
entonces favorecían a los dueños de la tierra y afectaban los intere-
ses de los industriales. De este modo, la burguesía derrota comple-
tamente a la aristocracia, pero no puede saborear las mieles de su
triunfo porque de inmediato debe enfrentar al proletariado, el nuevo
sujeto social que se ha gestado en el seno de la sociedad industrial.
Engels narra vívidamente cómo se altera la dinámica de la lu-
cha de clases con la irrupción de los trabajadores. En sucesivas ba-
tallas, los obreros conquistan derechos de asociación y forman el
cartismo, ala radical del movimiento por la reforma electoral, que
colisiona con la burguesía en el marco de las luchas contra las leyes
cerealistas. En este Prólogo de 1892, Engels reafirma su posición de

27
Pérdida y recuperación de la utopía

que el cartismo constituyó “el primer partido obrero” de su tiempo,


una postura que, como vimos, adoptó tras un prolongado proceso
de reflexión y observación. A pesar de que las oleadas revolucio-
narias son derrotadas, especialmente la de 1848, Engels entiende
que el proletariado ya no es furgón de cola de la burguesía y consi-
dera que esa clase está en condiciones de hacer valer sus propias
reivindicaciones. La reacción triunfa, es cierto, pero al precio de
reconocer que tiene ante sí a un enemigo formidable que no puede
ser sojuzgado sólo por la fuerza.
La burguesía, entonces, recurre a dos herramientas para disci-
plinar a los obreros: la religión y el sufragio universal. Los burgue-
ses británicos, explica Engels, alientan la difusión de las corrientes
religiosas que proponen un retorno al cristianismo primitivo y, en
particular, del Ejército de Salvación. Sin embargo, a contramano de
lo que supondría una visión ingenua del fenómeno religioso, Engels
no apela al trillado eslogan del “opio de los pueblos”. Muy por el con-
trario, además de denunciar los efectos de apaciguamiento que efec-
tivamente tienen las creencias y las prácticas religiosas, también
subraya el costado disruptivo de la prédica que reinvindica a la igle-
sia primitiva. Engels tiene muy presente el contenido igualitario de
las herejías de la modernidad temprana y sabe que el milenarismo
religioso, componente clave de las guerras campesinas alemanas del
siglo xvi, posee un gran potencial para encender las luchas emanci-
patorias. Por eso, el recurso a la religión termina siendo una “ayuda
peligrosa” para la propia burguesía. En la Introducción de 1895 a La
lucha de clases en Francia, Engels llega a comparar al socialismo mo-
derno con el cristianismo primitivo. Los primeros cristianos, escribe
Engels, constituían “un peligroso partido de la subversión [que] mi-
naba la religión y todos los fundamentos del Estado; negaba de plano
que la voluntad del emperador fuese la suprema ley; era un partido
sin patria, internacional, que se extendía por todo el territorio del
Imperio […]. El emperador Diocleciano no podía seguir contemplan-
do cómo se minaba el orden, la obediencia y la disciplina dentro de
su ejército […]. Dictó una ley contra los socialistas, digo, contra los cristia-
nos. Fueron prohibidos los mítines de los revoltosos, clausurados e
incluso derruidos sus locales, prohibidos los distintivos cristianos
–las cruces–, como en Sajonia los pañuelos rojos” (Engels, 1973c: 180).

28
Fernando Lizárraga

A la luz de las crecientes insurrecciones obreras, y teniendo en


cuenta la milenaria fuerza del feudalismo, Engels deriva una ten-
dencia general para su época:

Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda
detentar en ningún país de Europa el poder político –al menos, duran-
te largo tiempo–, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo
la aristocracia feudal durante la Edad Media (pág. 120; énfasis propio).

Las razones de estas debilidades burguesas son, en principio, dos:


por un lado, la herencia feudal con sus múltiples pactos y compro-
misos; por otro, la fuerza de la rebelión proletaria. Para Engels, sólo
en países que no conocieron el feudalismo, como Estados Unidos, la
burguesía ha echado raíces sólidas, aunque aventura que también
allí “llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la bur-
guesía: los obreros” (pág. 121).
En cuanto al sufragio universal, la otra herramienta de domina-
ción, Engels hace hincapié en la endeblez política de la burguesía
y su perdurable “sentimiento de inferioridad” ante los viejos aris-
tócratas. Sin embargo, no cae en el ingenuo error de subestimar a
los burgueses, que bien saben cuidar sus intereses y sus negocios.
Aunque vacilan respecto de cuál es la mejor respuesta a la insur-
gencia obrera, terminan aceptando la extensión del sufragio. La
ampliación del derecho al voto es a la vez una conquista y un ardid
que Engels analiza con agudeza:

¡No hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema par-


lamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración [a]
“nuestra vieja nobleza”, la masa de los obreros miraba en aquel tiem-
po con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba “la clase
mejor”, la burguesía (pág. 123)[15].

Hacia finales del siglo xix, entonces, los obreros ingleses se en-
cuentran férreamente disciplinados por la astuta combinación

[15] Cabe remarcar que estas palabras fueron expresadas apenas tres años antes
de redactar la “Introducción” a La lucha de clases en Francia, la cual, mutilada por
la conducción del spd, muestra a un Engels rendido ante los embrujos de la vía
parlamentaria.

29
Pérdida y recuperación de la utopía

de resurgimiento religioso y sufragio extendido. De todos modos,


Engels anticipa que el recurso a las tradiciones es una estrategia de
corto aliento para poner freno a la marea proletaria, porque las con-
cepciones ideológicas (jurídicas, religiosas, filosóficas), en cuanto
“brotes más próximos o más remotos de las condiciones económi-
cas imperantes en una sociedad dada”, no pueden perdurar cuan-
do cambian tales condiciones; en suma, no hay dogma que pueda
“apuntalar una sociedad que se derrumba” (pág. 125). No obstante,
el derrumbe de lo existente y el surgimiento de una nueva socie-
dad no ocurrirán por azar; le corresponde al socialismo científico
explicar los mecanismos que tienden a ese desenlace y a la clase
trabajadora, concretar el acto revolucionario.

El socialismo moderno

En el Prólogo de 1892, como vimos, Engels define a la concepción


materialista de la historia como aquella que ve la “causa final”
y la “fuerza propulsora” de los procesos históricos en el desa-
rrollo económico, los cambios en el modo de producción, la di-
visión de la sociedad en clases y la lucha de clases. Doce años
antes, al escribir la Parte I de susc, caracterizaría al socialismo
moderno en dos planos: en función del “contenido” y en función
de la “forma teórica”. En cuanto al contenido, Engels afirma que
“el socialismo moderno es […] fruto del reflejo en la inteligencia, por
un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moder-
na sociedad […] y, por otro lado, de la anarquía que reina en la
producción”. Con respecto a la forma teórica, indica que el socia-
lismo moderno constituye “una continuación, más desarrollada y
más consecuente, de los principios proclamados por los grandes
ilustradores franceses del siglo xviii”. Y añade que, como ocurre
con toda nueva teoría, aunque se haya originado en “los hechos
materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas
existentes” (pág. 129; énfasis propios).
La definición del contenido es sumamente polémica. Se tra-
ta de la denominada “teoría del reflejo”, que llevada a sus extre-
mos puede desmoronarse hasta convertirse en un reduccionismo

30
Fernando Lizárraga

determinista, letal para el propio marxismo[16]. Sin embargo,


cuando observamos la definición de la “forma teórica”, vemos que
la cuestión adquiere otro matiz. El contenido está dado por las
“raíces en hechos materiales económicos” y la forma propiamen-
te dicha es la continuación y el perfeccionamiento de las ideas
preexistentes; no es una creación ex nihilo, ni la genial ocurrencia
de algún reformador solitario que premedita una sociedad perfec-
ta desde su gabinete.
Engels no tiene empacho en reconocer que el socialismo es here-
dero de la Ilustración. Tampoco oculta su admiración por el hecho
de que la razón haya sido instituida como supremo tribunal ante el
cual lo existente habría de justificarse, so pena de ser condenado a
la inexistencia o a la irrealidad. Para los revolucionarios franceses,
recuerda Engels, el pasado era el mundo de lo irracional, el presente
era lo único que podía ser justificado por la razón, y el futuro se cons-
truiría en función de ideales eternos tales como la verdad, la justicia,
la igualdad, la libertad. Sin embargo, la razón ilustrada tenía una
nítida limitación de clase, algo que Marx ya había observado aguda-
mente en Sobre la cuestión judía (1843). Todo aquello que se enunciaba
como universal y eterno no era otra cosa que el “reino idealizado de
la burguesía”, y en la práctica los grandes ideales quedaron reducidos
a grotescas caricaturas tan pronto como se tradujeron en normas
que convalidaban las instituciones del mundo burgués.
A tono con una proposición habitual en el pensamiento de los
fundadores del marxismo, Engels explica que “los grandes pensado-
res del siglo xviii, como todos sus predecesores, no podían romper
las fronteras que su propia época les trazaba” (pág. 131). He aquí
una formulación que de algún modo es consecuencia de la teoría
del reflejo y anticipa uno de los incesantes problemas de la utopía: si
el pensamiento está inextricablemente unido al presente, cualquier
imagen del futuro sólo puede construirse con los elementos dispo-
nibles aquí y ahora. En última instancia, sería impensable y has-
ta irrepresentable una alteridad radical. Sin embargo, Engels sabe
perfectamente que en la historia sobran ejemplos que demuestran

[16] Para un análisis crítico de la “teoría del reflejo”, ver Kohan (2003b).

31
Pérdida y recuperación de la utopía

precisamente lo contrario. Por ende, cuando habla de que no se


pueden romper las fronteras de una época, se refiere no tanto a la
imposiblidad de pensar más allá de un momento dado, sino a la im-
posibilidad de llevar estos ideales a la práctica. El proyecto milena-
rista de Münzer, por ejemplo, no podía sino coagular como proyecto
de la burguesía, única clase que en aquel momento era capaz de
ejercer la posición dominante tras la derrota de la nobleza feudal.
Ahora bien, si la burguesía pudo presentarse y verse a sí misma
como clase universal es porque se erigió como expresión de todas
las clases productivas y explotadas en contra de la clase ociosa y
explotadora. Por eso, Engels subraya que en su ascenso la burguesía
gestó su propia antítesis: los movimientos precursores del proleta-
riado moderno, tales como el campesinado anabaptista de Münzer,
los levellers de la revolución inglesa y los Iguales de Babeuf durante
la Revolución Francesa. Estos movimientos elaboraron sus “corres-
pondientes” expresiones teóricas, algunas de las cuales, bajo la for-
ma de utopía –en cuanto “régimen ideal de la sociedad”–, fueron
inequívocamente comunistas, ya que no sólo propugnaban la igual-
dad política sino que la extendían a todas las esferas de la existen-
cia. La abolición de las clases sociales era su meta. Sin embargo,
este comunismo temprano era marcadamente “ascético” y prohibía
“todos los goces de la vida”. Engels considera que el ascetismo del
comunismo temprano obedecía a las precarias condiciones mate-
riales del momento; esto es, a la ausencia de una abundancia su-
ficiente para hacer posible un comunismo menos riguroso. En lo
que respecta a su propia época, en cambio, Engels entiende que el
comunismo ya no debe concebirse en estos términos, toda vez que
las fuerzas productivas modernas brindan la posibilidad de un ma-
yor disfrute de la vida en sus múltiples dimensiones.
La nota dominante en las utopías tempranas era su profun-
do igualitarismo. La “igualdad real” que reclamaba Babeuf en su
“Manifiesto de los Iguales” (1797) era del mismo cuño que la exigida
por uno de los líderes de los levellers, Thomas Rainsborough, quien
en los Debates de Putney (1647) sostenía que “el más pobre de los
pobres que vive en Inglaterra tiene una vida que vivir tanto como
el más rico de los ricos” (citado en Callinicos, 2000: 20). Sin embar-
go, no puede decirse lo mismo de los grandes socialistas utópicos

32
Fernando Lizárraga

–Saint-Simon, Fourier y Owen–, ya que sus imaginadas sociedades


armónicas no son necesariamente igualitarias, al menos no en un
sentido denso como el que postularon los primeros utopistas de
los siglos xvi al xviii. Engels advierte con toda claridad que, dado
el carácter apenas incipiente de las luchas obreras, estos utopis-
tas modernos no podían expresar ni mucho menos representar
los intereses de la clase trabajadora. Por otra parte, Saint-Simon
pertenecía a la nobleza de Francia, Fourier era un pequeñoburgués
dedicado al comercio que vivía de rentas y Owen era un próspero
industrial devenido en filántropo. Los tres observaban a la sociedad
desde “afuera” y elaboraban grandiosos planes para que el género
humano alcanzara la felicidad. Engels no rechaza sus buenas in-
tenciones y elogia sus denuncias contra la injusticia y la irraciona-
lidad del capitalismo, pero lamenta, con corrosiva ironía, que tales
genios no hubiesen aparecido antes, para ahorrale a la humanidad
varios siglos de tormentos.
El cáustico comentario de Engels no sólo busca impugnar la me-
galomanía de algunos de los utopistas, sino también, y sobre todo,
señalar el error en que estos incurrían al creer que sus ideas eran con-
tingentes respecto de sus circunstancias concretas. Tales circuns-
tancias no eran otras que las de una sociedad burguesa en la cual
los altos ideales ilustrados habían cristalizado en brutales farsas. El
contrato social rousseauniano se desvaneció con el Terror jacobino,
la igualdad universal trocó sólo en igualdad en el mercado, la libertad
se redujo a la posesión de la propiedad privada. Recuperando una
noción que había tomado de Carlyle, y que plasmara casi con las mis-
mas palabras en el Manifiesto, Engels afirma que “el pago al contado”
se había convertido en “el único eslabón que enlazaba a la sociedad”
(pág. 134). La sociedad burguesa, según Engels, es un auténtico valle
de lágrimas, donde la criminalidad no cesa, donde el comercio es
pura estafa, donde la competencia hace trizas a la fraternidad, donde
el dinero es tirano, donde el matrimonio es apenas un patético simu-
lacro. Y es en este mundo degradado donde se alzan las voces que,
a principios del siglo xix, denuncian el fracaso de las promesas de la
Ilustración: allí están las Cartas ginebrinas (1802) de Saint-Simon; la
primera obra de Fourier, Teoría de los cuatro movimientos (1808), y Una
nueva visión de la sociedad (1813), de Robert Owen.

33
Pérdida y recuperación de la utopía

Los utopistas

El contexto de producción de las obras utópicas no es sólo el mundo


feroz de la sociedad burguesa; es también un momento de tran-
sición en el cual el capitalismo aún no ha alcanzado su máximo
despliegue. A principios del siglo xix, la gran industria constituía
un fenómeno típicamente inglés y, en menor medida, francés, y el
antagonismo entre la burguesía y el proletariado estaba apenas en
ciernes. En suma, el escenario se caracterizaba por un escaso desa-
rrollo de las fuerzas productivas y una baja intensidad del conflicto
de clases. En palabras de Engels: “Si bien, hacia 1800, los conflictos
que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desa-
rrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los
medios que habían de conducir a su solución” (pág. 135). El prole-
tariado todavía no se distinguía claramente de la enorme masa de
desposeídos y carecía de organización y de políticas propias. El bál-
samo para sus miserias llegaría, entonces, desde afuera; desde los
filántropos y los reformadores que pululaban en el mundo burgués.
En estas circunstancias se desarrollan, entonces, las doctrinas
de los primeros socialistas, o “fundadores del socialismo”, como
los llama Engels. Puesto que la solución no está aún al alcance de
la mano para el movimiento real de la historia, dice Engels, se pre-
tende “sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales”
(pág. 135). Los utopistas sólo ven un mundo irracional, plagado de
males, y pretenden remediarlos con ingeniosos dispositivos y con
experimentos sociales, sin advertir que cuanto más detallados son
estos planes, más alto es el riesgo de que los mismos puedan “de-
generar en puras fantasías” (pág. 135). Por lo tanto, según Engels,
los sistemas de los reformadores “están condenados a moverse en
el reino de la utopía”, no porque sean irracionales o completamen-
te desquiciados, sino porque están fuera de tiempo; son anticipa-
ciones a la vez geniales, inevitables e impracticables. No obstante,
nada de esto autoriza a negarles una importancia superlativa en
el nacimiento del socialismo. Por eso Engels se ocupa de enfatizar:

Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en es-


tas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner de relieve,

34
Fernando Lizárraga

sobre el fondo de ese “cúmulo de dislates”, la superioridad de su


razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los
geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por
todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son
incapaces de ver (pág. 136).

Engels observa que los utopistas elaboran infalibles panaceas por-


que sólo pueden registrar los grandes estragos del sistema capita-
lista, pero no pueden ver todavía ni el potencial emancipador que
se gesta en la clase trabajadora, ni los medios de liberación que pro-
porcionan las nuevas fuerzas productivas. No obstante esto, Engels
no niega, ni negará jamás, las brillantes críticas de los utopistas; el
socialismo científico es heredero del socialismo utópico, su desa-
rrollo necesario, y no su negación.
Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), es
el primero de los grandes socialistas utópicos que Engels estudia.
Testigo directo de la Revolución Francesa, identificaba como anta-
gonismo principal aquel que se daba entre las clases productivas
y las clases ociosas. A su entender, una nueva sociedad no podría
ser dirigida ni por la nobleza parásita e improductiva, ni por las
masas de descamisados que le habían dado carácter plebeyo a la
gran revolución. Para el ilustrado conde, cuyo secretario privado
no fue otro que Augusto Comte –fundador del positivismo–, la no-
bleza había perdido su capacidad hegemónica, mientras que las
masas habían sido responsables del Terror revolucionario. Así, la
sociedad ideal que imagina implica una combinación de burgue-
ses y obreros que cooperan sobre la base de “la ciencia y la indus-
tria unidas por un nuevo lazo religioso, un ‘nuevo cristianismo’”
(pp. 136-137). Enemigo acérrimo de todas las herejías, entre las que
incluye a la Reforma luterana y la Iglesia romana, Saint-Simon se
propone erigir una nueva sociedad a partir de la recuperación de
los principios del cristianismo primitivo.
En su obra Nuevo cristianismo (1825), Saint-Simon busca hacer
realidad un único principio que considera universal: “Los hom-
bres deben tratarse como hermanos unos a otros”. Trasladado a un
nuevo orden social, este principio “dirigirá todas las instituciones,
de cualquier naturaleza que fueran, hacia el acrecentamiento del

35
Pérdida y recuperación de la utopía

bienestar de la clase más pobre” (Saint-Simon, 2004: 32). Se trata


de una sociedad no igualitaria, donde el gobierno y la conducción
de los asuntos productivos recaen en manos de los sabios, los ban-
queros, los industriales y los comerciantes, quienes no pierden sus
ventajas económicas y simbólicas. Aunque en las Cartas ginebrinas
(1976) dice con cierto desdén que la igualdad es un reclamo propio
de las clases bajas, el interés de Saint-Simon en mejorar la situación
de los más postergados se asemeja a las concepciones prioritaristas
de las actuales teorías sobre la justicia social[17]. Engels se entu-
siasma con una máxima saintsimoniana que está en línea con un
principio que el socialismo científico adoptó sin reservas. En las
Cartas ginebrinas, recuerda Engels, el noble francés dictamina que
“todos los hombres deben trabajar” (pág. 137). Se trata de una pres-
cripción que se remonta al primer cristianismo. Pablo de Tarso, en
su segunda carta a la comunidad de Tesalónica, sostenía: “el que
no quiera trabajar, que no coma”. Esta idea se hace presente en el
principio socialista según el cual cada persona debe contribuir a la
creación de riqueza común según sus capacidades, una condición
excluyente que rige tanto para la distribución socialista (propor-
cional al trabajo realizado) como para la distribución comunista
(según las necesidades)[18].
Por otra parte, Engels considera que Saint-Simon merece ser en-
comiado por haber comprendido que la Revolución Francesa no fue
sólo una colisión entre la nobleza y la burguesía, sino también una
lucha de los desposeídos, observación que hacia 1802 “era un des-
cubrimiento verdaderamente genial”. También, por haber observa-
do la primacía de los hechos económicos y la eventual absorción de
la política por parte de la economía, anticipando la noción de que,
eventualmente, cesaría el gobierno de los hombres y sólo quedaría
la administración de las cosas. Finalmente, por haber detectado la

[17] El igualitarismo liberal, gestado en torno a la obra de John Rawls, es una de las
expresiones más sofisticadas del prioritarismo en la escena filosófica contemporánea.

[18] Marx expone los principios de la distribución comunista en la “Crítica del


Programa de Gotha”, de 1875 (Marx 1973c). La condición según la cual se debe exigir
que trabajen a todos aquellos que estén en condiciones de hacerlo ha sido denomina-
da por Stuart White como condición de contribución laboral (White, 1996).

36
Fernando Lizárraga

necesidad de una alianza entre los países industrializados para lo-


grar una paz duradera.
Los elogios de Engels a Saint-Simon son mesurados. En cambio,
no disimula su enorme simpatía y admiración por el más original
de los tres socialistas utópicos: Charles Fourier, un pensador mal-
dito –heredero de las tradiciones de la sátira moral y de la historia
social iniciadas por Molière y Balzac (Jameson, 2005: 240)–, cuyos
escritos rezuman la despiadada prosa volteriana, la sensualidad li-
bertina de Sade y la mente calculadora del comerciante. Por cierto,
aunque fue un reformista radical, Fourier no fue un revoluciona-
rio, y si bien sufrió de cerca el terror jacobino, no se convirtió en
un reaccionario y mucho menos en un monárquico (Jameson, 2005:
241). Fourier es, sin duda, un autor para almas apasionadas; no en
vano el Che fue un ávido lector de las obras del creador de El falans-
terio (Kohan, 2003a: 203).
A las críticas más o menos habituales contra la “miseria mate-
rial y moral del mundo burgués” (pág. 138), Fourier añade varias
novedades, entre las cuales se destaca su opinión de que “el grado
de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la
emancipación general” (pág. 139). Además, lleva el impulso refor-
mador hasta sus límites, porque su propuesta no se agota en un
mero diseño técnico, sino que supone un cambio revolucionario
que barre con el “Estado civilizado” y lo supera mediante la instau-
ración del “Estado societario”, donde, en contraste con el ascetismo
y la frialdad del mundo saint-simoniano, hay lugar para todos los
“goces de la vida”.
Engels también destaca el método dialéctico que Fourier utiliza
para describir las contradicciones de la sociedad capitalista. Fourier
denuncia que en el mundo civilizado se da una situación absurda
e intolerable: la pobreza brota de la abundancia. No obstante, al
mismo tiempo es consciente de que “la civilización crea los resortes
necesarios para encaminarse a la asociación [el Estado societario];
crea la gran industria, las ciencias puras y las bellas artes” (Fourier,
2008: 36). En otras palabras, los elementos del futuro Estado societa-
rio están presentes –pero reprimidos– en la civilización industrial.
Por ello, “el realismo libidinal de Fourier radica en la construcción
de la sociedad sobre lo que ya contiene (tal como el argumento de

37
Pérdida y recuperación de la utopía

Marx apuntaba a mostrar el surgimiento de relaciones colectivas o


proto-socialistas dentro del capital mismo)” (Jameson, 2005: 252).
El proyecto de Fourier presenta otras aristas novedosas: desafía
los cánones del género utópico en la medida en que no postula un
sistema cerrado y eterno, sino que anticipa ciclos de ascenso y de-
cadencia; aunque no prevé un sistema igualitario, supone un orden
de cosas en el cual la humanidad encontrará en el trabajo su modo
de realización natural y el ocio será visto como una anomalía; in-
troduce la noción de “trabajo atractivo” como lo opuesto del “tra-
bajo repugnante”, idea que calará hondo en la tradición socialista
y, en particular, en el ideario guevariano; y atribuye una importan-
cia decisiva al deseo, en torno del cual se formulan el “principio
de atracción” y las “series pasionales”, mecanismos que, por sus
cualidades inherentes, serán las bases de la nueva sociedad in-
dustrial. Asimismo, a juicio de Jameson, el “inclasificable” Fourier
hace inestimables aportes a la historia literaria, a la política de la
formación y el manejo de grupos, y a “la aparentemente inevitable
cuestión del deseo que constituye el aura peculiar de esta utopía”
(Jameson, 2005: 237).
Los escritos de Fourier conforman una vasta cosmología que
tiene su correlato en la instauración de una sociedad armónica, en
la cual el libre juego de las pasiones alcanza su plenitud. El lugar
principalísimo del deseo en esta construcción utópica puede llevar
a la conclusión de que no se trata de una obra esencialmente po-
lítica, pero arribar a tal inferencia, según Jameson, sería un craso
error (Jameson, 2005: 241). Es que, como pocos, Fourier propone un
modo original de combinar las pasiones para promover la forma-
ción de grupos, un problema que sigue siendo central para la teoría
social (Jameson, 2005: 242). En este sentido, Fourier asegura que las
“series pasionales”, convenientemente articuladas en comunidades
llamadas falanges o falansterios, dan la clave para el nuevo Estado
societario[19]. Sin embargo, no se trata de regular las pasiones, sino
de darles vía libre para expresarse.

[19] En términos prácticos, Fourier había calculado que bastaba con que alguien dis-
pusiera como mínimo de unos 100 mil francos para crear el primer falansterio y así,
en poco tiempo, cambiar completamente la faz del mundo (Fourier, 2008: 40).

38
Fernando Lizárraga

Así, Fourier no duda en promover la disensión y la intriga (pasión


cabalística) porque “desprovincializan” la vida cotidiana y el ordena-
miento social (Jameson, 2005: 248); también alienta la denominada
“pasión compuesta”, que implica elevar al rango de actividad com-
pleja las más simples actividades cotidianas (la glotonería se con-
vierte en gastrosofía); por último, apuesta a la “pasión mariposa”, la
cual supone que “los seres humanos no pueden realizar productiva y
placenteramente una misma actividad por más de dos horas”, y por
ende exige mecanismos sociales mucho más complejos que los del
capitalismo. La metáfora de Marx y Engels presente en La ideología ale-
mana, en la cual vislumbran una sociedad donde se puede alternar la
caza con la crítica, entre la mañana y la noche, “es inmediatamente
fourierista en espíritu e inspiración” (Jameson, 2005: 249).
Desde su profundo desprecio hacia la moral, Fourier descarga
durísimas críticas sobre Robert Owen, a quien tilda de “charlatán”
y “oscurantista” por impulsar la creación de un “régimen monásti-
co de comunidad de bienes” y una rígida educación basada en las
buenas costumbres (Fourier, 2008: 30). Sin embargo, a pesar de las
lapidarias opiniones de Fourier, Engels valora positivamente mu-
chos de los elementos del proyecto owenista. Sucede que, a diferen-
cia de sus pares franceses, el galés Owen es testigo y protagonista
no ya de una turbulenta revolución política, sino de un proceso de
transformación radical “más tranquilo, pero no por ello menos po-
deroso”: la Revolución Industrial (pág. 139). Al situar a Owen en su
tiempo histórico, Engels insiste –como lo hiciera en el Manifiesto– en
el carácter disruptivo de la gran industria, en su capacidad para
conmover los cimientos de todo lo viejo y enmohecido, y reitera
uno de sus efectos característicos: la simplificación de los antago-
nismos de clase. En ese ambiente de efervescencia e inestabilidad,
emerge la figura de Owen, “un hombre cuyo candor casi infantil
rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hom-
bres como pocos” (pág. 140).
Fundador del cooperativismo, Owen no sólo postula principios
sociales ideales, sino que –a diferencia de sus colegas franceses– los
pone en práctica con bastante éxito. Su experiencia más notoria es
la instalación de una colonia obrera en la fábrica de New Lanark,
Escocia, que funcionó entre 1800 y 1829. Engels destaca los logros

39
Pérdida y recuperación de la utopía

de esta empresa, en la cual dos millares de personas viven y tra-


bajan en armonía. El “secreto” de semejante proeza reside en las
condiciones de trabajo dignas y en el cuidado que Owen pone en
la educación y el bienestar de los niños y las niñas. En tiempos de
crisis, el filántropo evita que los costos caigan sobre las espaldas
de los trabajadores, quienes siguen perteneciendo a la firma y co-
brando puntualmente sus salarios. El experimento, además, resul-
ta eficaz en términos de ganancias, pero, según relata Engels, esto
no deja conforme a Owen. La eficiencia del sistema no le oculta el
hecho de que los obreros son sus esclavos y que esta condición les
impide el pleno desarrollo como personas. Por eso, Owen abandona
la filantropía y se transforma en un comunista práctico, al com-
prender que es irracional que las fabulosas fuerzas productivas de
la industria no estén al servicio del bienestar de los trabajadores.
En palabras de Engels:

Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí sólo


habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la es-
clavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una
reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente como
propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo (pág. 142).

En contraste con el elitismo saint-simoniano y la armonía pasional


de Fourier, el proyecto de Owen opera sobre bases más concretas y
prácticas, en relación directa con la industria moderna. A pesar de
ser extemporáneos, sus planes suscitan la admiración de Engels,
quien no vacila en aseverar que “una vez aceptado el método owe-
niano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni
aun el técnico experto contra los pormenores de su organización”
(pág. 142). Este es, como el de todos los utopistas, un plan perfecto
para un momento imperfecto. Los insistentes experimentos owe-
nianos tienen, a la postre, consecuencias amargas. El filántropo ce-
lebrado en toda Europa pasa a ser visto como un hereje por haber
abrazado el comunismo y sostener ideas contrarias a la propiedad
privada, la religión y el matrimonio burgués.
Aunque sus iniciativas en Escocia y en Estados Unidos naufragan,
buena parte de los más importantes avances para la clase trabaja-
dora británica se deben a los esfuerzos de Owen y sus seguidores:

40
Fernando Lizárraga

limitación del trabajo de mujeres y niños, unificación de las orga-


nizaciones sindicales, fundación de cooperativas de producción y
consumo, etc. Engels resalta, entre otras cosas, la creación de los
“bazares obreros”, donde se intercambian bienes de consumo y la
moneda es reemplazada por bonos que expresan en valor el tiempo
de trabajo realizado. Es probable que Marx y Engels hayan tenido
en mente esta experiencia al esbozar el modo de distribución en la
primera fase del comunismo, en que la contribución individual es
remurerada con “certificados” que representan el tiempo de trabajo
individual. En este sentido, si bien Engels señala que esos bazares
debían fracasar inexorablemente, también asevera que marcaban
un camino hacia “una transformación mucho más radical de la so-
ciedad” (pág. 143)[20].
Así las cosas, “las ideas geniales” y “los geniales gérmenes de
ideas” de los tres grandes socialistas utópicos no sólo estaban con-
denados de antemano, sino que tampoco llegarían a ser perfeccio-
nados por sus sucesores. Engels observa que hacia finales del siglo
xix las ideas utópicas todavía eran tremendamente influyentes en-
tre los socialistas. Sin embargo, los grandes utopistas ya no estaban
presentes y sus discípulos, de mucha menor estatura intelectual,
habían convertido al socialismo utópico en “una especie de socialis-
mo ecléctico y mediocre […]; una mezcolanza extraordinariamente
abigarrada y llena de matices” que había perdido los “contornos
perfilados y agudos” del pensamiento de los precursores (pág. 144).
Con todo, el punto crucial es que tanto las obras de los fundadores
como las derivaciones más vulgares de los seguidores adolecían de
un defecto en común: sus verdades absolutas estaban dislocadas
respecto del devenir histórico.
Por lo anterior, y porque es falsa, según Engels, la creencia de
que basta con descubrir la verdad para que la realidad se acomode
a ella, “para convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante
todo, situarlo en el terreno de la realidad” (pág. 144; énfasis propio). En
otras palabras, dado que el socialismo temprano no se conectaba

[20] En otros escritos, Engels y Marx criticaron con aspereza el aspecto meramente
utópico de los bonos de trabajo propuestos por economistas como Rodbertus y John
Gray (ver Engels, 1884).

41
Pérdida y recuperación de la utopía

plenamente con el desarrollo histórico, no podía ser sino utópi-


co. Situar al socialismo en la realidad era la condición de posibili-
dad para que trascendiera la utopía y se transformara en ciencia.
Esta es una tesis fuerte en el pensamiento engelsiano: la ciencia
(Wissenschaft) es tal por su correspondencia con el tiempo histórico;
el socialismo es científico en tanto en cuanto es autoconsciente de
su posición en la historia; es eso, ni más, ni menos.

La ciencia en (y de) la historia

La concepción engelsiana de la ciencia, apenas esbozada en susc y


desarrollada con mayor detalle en Anti-Dühring y en Dialéctica de la
naturaleza, ha sido motivo de arduas disputas. Sin embargo, al mar-
gen de las justas críticas que pueden formularse, vale decir que en
susc aparecen con meridiana claridad elementos fundamentales e
irreemplazables del materialismo histórico: una visión de totali-
dad, la concepción de la realidad como algo complejo, contradicto-
rio y provisorio, y la relación entre teoría y práctica (Boron, 2001). El
propósito de Engels en la Parte II de este folleto se limita a exponer,
con trazos muy gruesos, la diferencia entre el materialismo histó-
rico y el idealismo, y a fundamentar por qué el nuevo socialismo
reclama para sí la categoría de ciencia.
En una argumentación que va desde el pensamiento de los anti-
guos griegos hasta el momento de la ciencia positiva, Engels toma a
Hegel como máximo exponente de la filosofía alemana y como pun-
to culminante de la tradición que principia en la filosofía francesa
del siglo xviii. El mayor mérito de Hegel, a juicio de Engels, es el de
haber recuperado a la dialéctica “como forma suprema del pensa-
miento” (pág. 145). Claro está que el catedrático de Berlín no inventó
la dialéctica, que ya había sido practicada, de diversos modos, por
Aristóteles, Descartes, Spinoza y hasta cierto punto por Rousseau;
pero fue Hegel quien la rescató y la llevó a un nivel de sofisticación
insuperable. Sin embargo, la dialéctica hegeliana no era el método
predominante, ya que, con orígenes en la misma tradición ilustra-
da, la “manera metafísica de pensar” asomaba como un rival de
enorme predicamento entre filósofos y científicos. La cientificidad

42
Fernando Lizárraga

de socialismo se jugaba, precisamente, en la batalla entre estos dos


“métodos de pensamiento”[21].
Siempre con ánimo pedagógico, Engels ofrece un repaso de la
odisea del pensamiento occidental. Remontándose a los filósofos
presocráticos, los elogia por haber adoptado una mirada totalizante
en la cual aquello que importa es el fluir de las cosas y no las cosas
mismas. No obstante, este logro es también un límite, puesto que
si bien el movimiento es crucial, no puede aprehenderse completa-
mente sin un acabado conocimiento de las cosas mismas. La de los
antiguos griegos, aduce Engels, era una totalidad dinámica pero in-
diferenciada a causa de la poca información de que disponían sobre
las cosas, sus causas y sus efectos. Esta limitación recién va a ser
superada en los albores de la ciencia moderna. En ese punto, la si-
tuación da una vuelta de campana: la nueva ciencia de la naturaleza
logra analizar cada una de las cosas, pero las separa de los proce-
sos; las cosas pasan a ser vistas de manera estática y los elementos
son “sustraídos a la concatenación del gran todo” (pág. 146). Se pierde
así la mirada dinámica que caracterizaba al pensamiento clásico;
el método de las ciencias de la naturaleza se filtra en la filosofía, y
la dialéctica sucumbe ante el “método metafísico de pensamiento”.
Para Engels, el método metafísico supone que las cosas son en-
tidades aisladas y permanentes; es incapaz de concebir que algo
exista y no exista al mismo tiempo, que algo sea lo que es y al mis-
mo tiempo sea algo distinto; lo positivo y lo negativo se excluyen;
la causa y el efecto forman una antítesis estática. Este modo de
ver la realidad, desde luego, tiene sus ventajas porque, por un lado,
se adecua al sentido común y, por otro, permite examinar a fondo
ciertos objetos. Sin embargo, estas ganancias se obtienen al precio
de perder de vista definitivamente la “concatenación” de los objetos
concretos. Entonces, fijado en la existencia de tales objetos, el modo
metafísico “no para mientes en su génesis ni en su caducidad; con-
centrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado

[21] En la presente edición de susc, se utiliza la expresión “métodos discursivos”.


En la traducción inglesa, este concepto aparece como “modos de pensamiento”.
Consideramos que ni la traducción al inglés ni la traducción al español expresan co-
rrectamente el concepto engelsiano Denkmethoden, el cual debe traducirse directa-
mente como “métodos de pensamiento”.

43
Pérdida y recuperación de la utopía

por los árboles, no alcanza a ver el bosque” (pág. 147). En suma,


este método anula la visión de totalidad, que es la única capaz de
eliminar los espacios de incerteza que persistirán inexorablemente
mientras se mire al mundo de manera metafísica.
Por el contrario, mientras el modo metafísico hace que lo positi-
vo y lo negativo se excluyan en forma absoluta, el método dialéctico
permite ver que “los dos polos de una antítesis, el positivo y el nega-
tivo, son tan inseparables como antitéticos el uno respecto del otro
y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y
vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen
como tales en su aplicación al caso concreto, pero que, examinan-
do el caso concreto en su concatenación con la imagen total del
Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal
de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian
constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, ad-
quiere luego o allí carácter de causa y viceversa” (pág. 148).
No hace falta demasiada sagacidad para advertir que Engels
postula, contra una mirada atomista y estática del mundo, una vi-
sión que pone el acento sobre los procesos de génesis, desarrollo y
caducidad; una visión según la cual todo lo existente eventualmen-
te se transforma y perece. La dialéctica así entendida es un modo
de pensar que corresponde al modo de ser de la naturaleza, pero
fundamentalmente es un método que adopta la perspectiva de la
totalidad. Sin embargo, Engels no hace de la dialéctica un ejercicio
puramente especulativo, sino que se basa en los datos empíricos de
la ciencia “normal” de su tiempo. Por eso, sostiene que los halazgos
de las ciencias modernas demuestran que “la naturaleza se mueve,
en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles
metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo
constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia”
(pág. 148; énfasis propio). El autor utiliza la expresión “última ins-
tancia” para remarcar que el modo dialéctico no es el único modo de
acceder al conocimiento, puesto que resulta perfectamente posible
recurrir al punto de vista metafísico para analizar, por ejemplo, las
cosas particulares y los espacios discretos.
Engels pretende enfatizar que desde el punto de vista dialéctico
todo tiene una historia: el conocimiento tiene su propia historia, las

44
Fernando Lizárraga

sociedades tienen historia y también tiene historia el conocimiento


sobre las sociedades. El revolucionario de Barmen está al tanto de
las últimas novedades en el campo de las ciencias naturales; la teo-
ría de Darwin y los más recientes hallazgos sobre el origen y expan-
sión del universo le permiten reafirmar, con base empírica, aquello
que el método hegeliano conoce desde la especulación: el carácter
provisorio e histórico de todo lo existente. Los nuevos datos, enton-
ces, no concuerdan con la concepción metafísica. Por eso, Engels
apela al método dialéctico para obtener una “concepción exacta”
del desarrollo del universo, de la historia y del pensamiento mismo;
esto es, “la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de
los hombres” (pág. 149). Otra vez, y con cierta exagerada simplici-
dad, aparce la “teoría del reflejo”, que aquí no cumple otra función
que la de atacar al idealismo absoluto de Hegel, que concebía a todo
lo real como producto del despliegue de la Idea en la historia.
A estas alturas, Engels no necesita explicar que todo lo que res-
cata de Hegel es el método y no el sistema idealista, con el cual ya
había ajustado cuentas, junto con Marx, a mediados de la década de
1840. Para Engels, el principal aporte del gran filósofo alemán fue el
de haber concebido al mundo natural, histórico y del pensamiento
como “un proceso”, en el cual lo que importan son las conexiones
de movimiento y de desarrollo. Aplicado a la historia, entonces, el
método dialéctico hace que el devenir de la humanidad no aparezca
como “un caos árido de violencias absurdas, igualmente condena-
bles todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura […],
sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que
al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y
a través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes
internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse
obra del ciego azar” (pág. 149).
En el período isabelino, William Shakespeare había dicho, por
boca de Macbeth, que la vida era apenas “una historia contada por
un idiota, llena de ruido y de furia, que nada significa”. Con Hegel, en
cambio, la historia se vuelve inteligible, como un proceso de desplie-
gue o desarrollo, sometido a ciertas leyes internas que lo orientan y
no dejan mucho lugar para el azar. No obstante, para Hegel las ideas
no eran proyecciones de las cosas en la mente, sino que las “cosas y

45
Pérdida y recuperación de la utopía

su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realiza-


das de la ‘Idea’, que ya existía, no se sabe cómo, antes de que existie-
se el mundo” (pág. 150). Así, en el pensamiento hegeliano, el método
y el sistema se tiran de los pelos: mientras el método pone énfasis
en el movimiento y el desarrollo permanentes, el sistema culmina
en una quieta verdad absoluta. En consecuencia, dice Engels, “un
sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de
la naturaleza y de la historia es incompatible con las leyes funda-
mentales del pensamiento [el método] dialéctico” (pág. 150).
El rechazo al sistema idealista hegeliano tiene como corolario ne-
cesario la afirmación del materialismo histórico, de la concepción
que busca situar al socialismo “en el terreno de la realidad”, del hom-
bre concreto, de la vida material y sus múltiples determinaciones.
El nuevo materialismo, a diferencia de aquel del siglo xviii –el cual
ignoraba el devenir histórico–, mira a la historia como desarrollo de
la humanidad y pretende discernir sus leyes. De este modo, puede
despojarse de los vahos metafísicos y convertirse en ciencia. Por lo
tanto, aduce Engels, “el materialismo moderno es sustancialmente
dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima
de las demás ciencias” (pág. 151). En otras palabras, ya no se precisa
una disciplina especulativa que analice las “concatenaciones univer-
sales” al margen de los hallazgos empíricos de cada ciencia. Es el
fin de la filosofía como sistema que todo lo abarca; la filosofía sólo
debe ocuparse de “la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica for-
mal y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva [positive
Wissenschaft] de la naturaleza y de la historia” (pág. 151; énfasis propio).
Estamos ante algunas de las afirmaciones más polémicas de
Engels, las cuales dan pie para pensar que el autor ha abrazado un
crudo positivismo y ha echado al sumidero varios siglos de reflexión
filosófica. Sin embargo, si se recuerda que su embate está dirigido
contra el idealismo, los fragmentos citados en el párrafo anterior
pueden entenderse como una impugnación de los sistemas espe-
culativos que, desconociendo los avances de las ciencias modernas,
pretenden explicar todo a partir de puras abstracciones. Es el fin de
la filosofía clásica, pero no el fin de la filosofía. De este modo, Engels
demarca estrictos ámbitos de incumbencia para la filosofía, la cual
deberá ocuparse solamente del modo de pensar lógico y dialéctico.

46
Fernando Lizárraga

Se trata de un recorte que hoy por hoy resulta indefendible, puesto


que deja de lado áreas tales como la política, la ética, la estética y
la axiología, entre muchas otras. En lo que respecta a la idea de que
“todo lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y
de la historia”, es legítimo pensar que Engels está trazando un pa-
ralelo exacto entre ciencia natural e historia. Sin embargo, también
es posible realizar una lectura más generosa e interpretar que sólo
está diciendo que tanto la naturaleza como las sociedades tienen
historia, que dicha historia está repleta de mutaciones, estallidos,
convulsiones, avances y callejones sin salida, y que, en definitiva,
la historia tiene algún sentido[22].
En este afán de encontrarle un sentido a la historia y superar la
noción hegeliana de que todo es obra de la Idea, Engels pone bajo la
lupa la colisión de intereses materiales y la lucha de clases. A las cien-
cias naturales les había llevado mucho tiempo acumular la informa-
ción que confirmara la permanente transformación del cosmos; en
cambio, quienes estudiaban las sociedades disponían de abundantes
datos para constatar que la lucha de clases había sido una constan-
te histórica. Así, evocando las palabras del Manifiesto y del Prólogo
marxiano de 1859, señala que “con excepción del estado primitivo,
toda la historia anterior [ha] sido la historia de las luchas de clases”, y
que dichas clases son producto de las “relaciones económicas” de cada
período. De allí se sigue que “la estructura económica de la sociedad
en cada época de la historia constituye […] la base real cuyas propie-
dades explican en última instancia toda la superestructura integrada por
las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religio-
sa, filosófica, etc., de cada período histórico” (pág. 152).
Tras fijar de este modo las principales coordenadas de la teo-
ría que había elaborado con Marx, Engels se aboca a delinear las
diferencias específicas entre el socialismo utópico y el socialismo
científico. Así, y considerando el desarrollo de su nueva concepción
materialista de la historia, Engels afirma:

[22] En La ideología alemana, Marx y Engels (1973) llegaron a afirmar: “Conocemos una
sola ciencia, la ciencia de la historia”. Quizá por falta de tiempo no alcanzaron a de-
sarrollar esta tesis y la tacharon en el manuscrito que luego entregaron “a la crítica
roedora de los ratones”.

47
Pérdida y recuperación de la utopía

El socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o


cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre
dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su mi-
sión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de socie-
dad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente
tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios
para la solución de este en la situación económica así creada. […] Mas de lo
que se trataba era, por una parte, de exponer ese modo capitalista
de producción en sus conexiones históricas y como necesario para
una determinada época de la historia, demostrando con ello también la
necesidad de su caída, y, por otra parte, de poner al desnudo su carácter in-
terno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento
de la plusvalía (pp. 152-153; énfasis propio).

Según Engels, entonces, el socialismo utópico es aquel que se ve


a sí mismo como “producto casual” de un genio reformador cuya
meta es elaborar un sistema social perfecto o casi perfecto. El so-
cialismo de Marx y Engels, en cambio, emerge como producto “ne-
cesario” de la lucha entre burgueses y proletarios, y su misión es
investigar el proceso histórico, el conflicto de clases y los medios
para solucionar dicho conflicto (los cuales están ya inscriptos en
el propio sistema capitalista). El nuevo socialismo debe explicar
el capitalismo como fenómeno histórico, revelar sus secretos y
demostrar “la necesidad de su caída”. Aunque tengan un regusto
a tesis de inevitabilidad, las expresiones de Engels sobre la nece-
sidad histórica del capitalismo y su caída merecen interpretarse
desde el punto de vista general de la dialéctica histórica y sin per-
der de vista que fueron formuladas en el contexto de la escritura
de un folleto militante en el que las certezas eran más importan-
tes que las sutilezas teóricas. Crucial es también el señalamiento
de que el socialismo moderno debe desnudar el carácter oculto
del sistema, y esto es precisamente lo que hace Marx al identificar
el mecanismo de extracción de la plusvalía, núcleo del sistema
capitalista. Dice Engels:

Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la


historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, me-
diante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo

48
Fernando Lizárraga

se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos
sus detalles y concatenaciones (pág. 153; énfasis propio).

No cabe duda de que el hallazgo del mecanismo de la extracción de


plusvalía es uno de los principales logros teóricos de Marx. Se trata
de la revelación de un secreto; es el pensamiento que horada la su-
perficie de las apariencias y llega a la “sede secreta” de la esfera de
la producción, donde pude verse cómo produce el capital y cómo el
capital es producido. Allí caen las máscaras y queda al descubierto
el núcleo del sistema. Este acto de ir más allá de las apariencias
legitima la afirmación de que el socialismo ha devenido en ciencia.

Ingenieros y parteras

En El falansterio, Charles Fourier afirma:

En toda ciencia el reino de lo falso precede al reino de lo verdadero;


antes de la química experimental se ha visto a los alquimistas ocu-
par la escena; […] antes del nacimiento de la economía societaria
hemos visto dominar durante un siglo la economía anti-societaria
(Fourier, 2008: 63-64).

Parafraseando a su admirado predecesor, Engels podría haber di-


cho: “antes del socialismo científico se ha visto a los utópicos ocu-
par la escena”. Sin embargo, habría sido más cauteloso a la hora de
calificar como falso todo lo que antecedía a su propio pensamiento;
Engels nunca pretendió anular in toto los aportes utópicos, sino su-
perarlos mediante lo que él denominó socialismo científico.
En la concepción engelsiana del socialismo palpita una densa
elaboración filosófica, de cuño hegeliano, que el teórico canadien-
se G.A. Cohen (2000) ha denominado “motivo obstétrico”. Como
vimos, la palabra alemana Wissenschaft se traduce habitualmente
como ciencia, si bien tiene una acepción mucho más amplia. No
obstante, aun si se acepta que la voz alemana puede traducirse sin
pérdidas como science o ciencia, el problema no hace sino comenzar.
El punto es que Engels no piensa simplemente que el socialismo
ha llegado a ser científico, sino que considera que se ha convertido

49
Pérdida y recuperación de la utopía

en ciencia (Cohen, 2000: 44). Lenin también adhería a esta visión:


en su obituario de Engels señala que Marx y Engels “enseñaron a
la clase trabajadora a conocerse a sí misma y a ser consciente de
sí misma, y reemplazaron los sueños por la ciencia” (Lenin, 1991: 16;
énfasis propio).
La ciencia a la que aluden Engels y Lenin va más allá de lo que
actualmente se entiende por “ciencia normal” (Sacristán, 1978). La
Wissenschaft –concepto hegeliano de ciencia– “engloba el conoci-
miento de las esencias” y viene asociado a otro concepto crucial,
el concepto de desarrollo o despliegue (Entwicklung). Entonces, “el
criterio de esta metodología hegeliana es considerar científica sólo
la explicación por [medio de] la ley interna del desarrollo del objeto,
entendida como algo que no se puede captar desde fuera” (Sacristán,
1978). En otras palabras: la dialéctica de Hegel es una cosmovisión
según la cual todo lo existente (desde los organismos vivientes has-
ta las sociedades) desarrolla su naturaleza interna y la expresa en
formas externas; y cuando el desarrollo se ha completado, la entidad
en cuestión muere, dando origen a otra forma, y así sucesivamente.
“La idea dialéctica es la idea de autodestrucción por medio de la au-
torrealización, o de autorrealización en una autodestrucción que ge-
nera una nueva creación” (Cohen, 2000: 45). En términos bellamente
trágicos, tanto Engels como Marx resumieron esta idea con una fra-
se de Mefistófeles: “todo lo que existe merece perecer”[23]. Los so-
cialistas utópicos carecían de esta visión dialéctica. Aquejados de
una ceguera históricamente condicionada, no podían percibir que
sus ideas correspondían a una etapa del desarrollo en la cual el so-
cialismo sólo podía adoptar la forma de utopía, y pensaban que po-
dían dirigir al proceso histórico cuando, en realidad, ellos mismos
eran dirigidos por la historia (Cohen, 2000: 51). Así, por ser ajenos a
la perspectiva dialéctica, les estaba vedado ofrecer “una explicación
[…] que mostrara cómo el capitalismo se transformaría a sí mismo y
generaría al socialismo como su propio y correspondiente sucesor”

[23] En su obra sobre Feuerbach, Engels utiliza la frase del Fausto de Goethe –“todo lo
que existe merece precer”– al analizar las implicancias de la tesis hegeliana de que
“todo lo real es racional” (Engels, 2000). Por su parte, Marx la incluye en las páginas
iniciales de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, al examinar el efímero apogeo del
sufragio universal (Marx, 1995: 15).

50
Fernando Lizárraga

(Cohen, 2000: 47). Puede decirse, entonces, que los socialistas utópi-
cos se comportaban como ingenieros que, haciendo caso omiso de
la historia, trazaban sobre un papel en blanco, y desde afuera, los
planos detallados de sus sociedades perfectas[24].
En tiempos de los utópicos –los albores del siglo xix– el todavía
incipiente desarrollo del capitalismo hacía imposible concebir su
superación como un movimiento inmanente, como el resultado del
despliegue del propio orden social, y sólo permitía vislumbrar su
transformación a través de las ideas gestadas en las mentes bien
intencionadas de reformadores y filántropos[25]. Sin embargo, en
tiempos de Marx y Engels, cuando el capitalismo parecía estar
próximo a su plenitud, ya asomaba como factible una confluencia
entre el desarrollo histórico y la conciencia del movimiento obrero
sobre su posición en el despliegue de la historia. La clase trabajado-
ra organizada podía consumar la tarea que los utópicos sólo habían
podido soñar. En consecuencia, el socialismo utópico, que alguna
vez había sido progresista por sus denuncias contra las calamida-
des del sistema, perdía sentido y se tornaba reaccionario, ya que las
circunstancias que condicionaron su emergencia habían mutado
dramáticamente (Cohen, 2000: 3)[26].
Marx y Engels advirtieron tempranamente que la solución al
problema histórico del capitalismo había de hallarse en el siste-
ma mismo y no “en ideas o principios que hayan sido inventados o
descubiertos por tal o cual reformador del mundo” (Marx y Engels,

[24] Saint-Simon decía: “Cada régimen social es una aplicación de un sistema filosó-
fico y, en consecuencia, es imposible instituir un nuevo régimen sin haber estable-
cido previamente el nuevo sistema filosófico correspondiente” (citado en Durkheim,
1962: 131).

[25] En Miseria de la filosofía (s/f), Marx señala, en referencia a los teóricos de su época:
“Mientras buscan ciencia y meramente hacen sistemas, mientras están al comienzo
de la lucha, no ven en la pobreza otra cosa que pobreza, sin ver en ella el costado re-
volucionario, subversivo, que derrumbará a la vieja sociedad. Desde este momento,
la ciencia, que es el producto del movimiento histórico, se ha asociado conscientemente con
él, ha cesado de ser doctrinaria y se ha vuelto revolucionaria” (Marx citado en Cohen, 2000:
53; énfasis propio).

[26] En su carta de 1877 a Friedrich Sorge, Marx afirma: “Es natural que el utopismo,
que antes de la era del socialismo materialista crítico ocultaba a este último dentro
de sí mismo in nuce, llegando ahora post festum, sólo pueda ser estúpido –estúpido,
insípido y fundamentalmente reaccionario–” (citado en Cohen, 2000: 53).

51
Pérdida y recuperación de la utopía

1998: 57). Desde la perspectiva dialéctica, entendían que la práctica


política no era un trabajo de ingenieros, sino que se asemejaba a la
labor de una partera, que ayuda a extraer la forma que crece en las
entrañas del sistema. Esto es, precisamente, lo que Cohen denomi-
na “motivo obstétrico”, el cual puede formularse a partir de la si-
guiente proposición: “La solución es la consumación del pleno desarrollo
del problema” (Cohen, 2000: 54)[27]. Engels, en un magnífico pasaje
de susc, expresa cabalmente esta visión:

Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones


sociales vigentes son irracionales e injustas […] esto no es más que
un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de
cambio se han producido calladamente transformaciones con las
que ya no concuerda el orden social, cortado por el patrón de con-
diciones económicas anteriores. [Con ello queda que] en las nuevas
relaciones de producción han de contenerse ya –más o menos desarrollados–
los medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos
medios no han de sacarse de la cabeza de nadie [no han de ser inven-
tados por deducción a partir de principios fundamentales], sino que
es la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales
de la producción, tal y como los ofrece la realidad (pág. 155; énfasis
propio, excepto en los términos sacarse y descubrirlos)[28].

Vale remarcar aquí, en primer lugar, que Engels evalúa como sín-
toma del ocaso de un modo de producción el hecho de que las
personas tomen conciencia de la irracionalidad y la injusticia de
las instituciones sociales. Esta es una observación de enorme im-
portancia, puesto que introduce una valoración moral del capi-
talismo desde principios implícitos que no son precisamente los
que legitiman las prácticas y las instituciones del sistema. En se-
gundo lugar, expresa con suma claridad el “motivo obstétrico” al

[27] Marx recurre a un vocabulario obstétrico en la “Crítica del Programa de Gotha”


al referirse al nacimiento del socialismo desde el “seno” del capitalismo, y al señalar
que la nueva sociedad llevará inscriptas las “marcas de nacimiento” de la sociedad
anterior.

[28] Entre corchetes añadimos una frase que se incluye en la traducción al inglés. Ver
Engels (1908: 95).

52
Fernando Lizárraga

puntualizar que los medios para poner fin a los males del capita-
lismo ya deben estar contenidos, aunque sea embrionariamente,
en el propio modo de producción. En su plenitud –en la plenitud de
sus contradicciones–, el sistema merece perecer. En este sentido,
Terry Eagleton subraya que, según el marxismo, la solución no ha
de “ser lanzada en paracaídas sobre el presente desde un espacio
exterior metafísico” y por ello, además, la cientificidad del socialis-
mo equivale también a lo que se conoce como “crítica inmanente”
(Eagleton, 2000: 34). El socialismo científico, en suma, surge cuan-
do la solución está al alcance de la mano en términos históricos, y
por ende “la solución deseada vendrá del desarrollo del problema
mismo: la revolución proletaria que proporciona la solución es la
consecuencia del problema, de las contradicciones del propio capi-
talismo” (Cohen, 2000: 63).
El párrafo final de susc corrobora, una vez más, la presencia del
“motivo obstétrico” y especifica la concepción de ciencia que Engels
utiliza en este escrito en particular[29].

La realización de este acto [la revolución] que redimirá al mundo es


la misión histórica del proletariado moderno. Y el socialismo científico,
expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las
condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto,
infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer esta revolución,
a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la na-
turaleza de su propia acción (pág. 177; énfasis propio).

Engels define ahora al socialismo científico ya no como “reflejo”,


sino como “expresión teórica” del proletariado y como un “llamado”
a conocer las condiciones en las cuales se inscribe y es posible la
revolución; el socialismo científico es la conciencia que se ha ar-
ticulado con el movimiento real. Así, es el “acto” revolucionario,
gestado en la dinámica del capitalismo, el que finalmente resuelve
el problema de la situación histórica. Para usar dos metáforas clá-
sicas del marxismo, puede decirse que el proletariado es al mismo
tiempo sepulturero del capitalismo y partero del socialismo en un

[29] Para una discusión de la concepción filosófico-científica de Engels, ver Kohan


(2003b) y Sacristán (1964).

53
Pérdida y recuperación de la utopía

mismo y único acto consciente: la revolución. De este modo, “el so-


cialismo moderno, el socialismo de Marx y Engels, es […] un reflejo
que sabe de sí mismo que es un reflejo” (Cohen, 2000: 70), mientras
que el socialismo utópico también es reflejo, pero no sabe esto de
sí mismo. En otras palabras, “el socialismo científico es el socialismo
elevado a conciencia de sí mismo” (Cohen, 2000: 73).
De algún modo, este mismo argumento está expresado en los
Manuscritos de 1844, donde Marx afirma que el comunismo es “el
enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución” (Marx,
1999: 143). Entonces, cuando Engels habla de socialismo científico,
se refiere a un saber que se reconoce en correspondencia con su
tiempo histórico y que es consciente de su propio desarrollo en la
historia. Cuando se conoce a sí mismo como respuesta al enigma
de la historia, y dicho conocimiento es el conocimiento de su pro-
pia historia, el socialismo deviene en ciencia. Conviene insistir: la
cientificidad que postula Engels es una cuestión de corresponden-
cia entre la teoría y el momento histórico; no tiene pretensiones
de verdad absoluta formulada en términos de leyes inflexibles y
eternas[30].
Con todo, quizá no deba preocuparnos tanto la cientificidad de
la concepción engelsiana, como las implicancias ulteriores del mo-
tivo obstétrico. Tomado al pie de la letra posee un enorme potencial
explicativo y predictivo, pero lo alcanza al precio de tornar irrele-
vante cualquier consideración normativa, estratégica y práctica. En
otras palabras, si el socialismo habrá de llegar tarde o temprano, es
ocioso detenerse a considerar siquiera sus principios, sus valores y
su deseabilidad. Así, por caso, en La ideología alemana Marx y Engels
afirman que “el comunismo no es un estado que debe implantarse,
un ideal al que deba sujetarse la realidad, [sino el] movimiento real
que anula y supera el estado de cosas actual” (Marx y Engels, 1973:
30-31), y en La guerra civil en Francia, Marx asevera sin ambages:

[30] Sobre este punto, Engels subraya que en Hegel “la verdad que trataba de conocer
la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas [sino que] residía en el
proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde
las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin
llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en
que ya no pueda seguir avanzando” (Engels, 2000).

54
Fernando Lizárraga

La clase obrera no esperaba milagros de la Comuna. Los obreros no


tienen preparada ninguna utopía para implantarla par décret du peu-
ple. […] Ellos no tienen ideales que realizar, sino simplemente dejar libres
los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa
agonizante lleva en sí misma (Marx, 1973b: 148; énfasis propio).

Si no hay ideales que realizar, si la tarea obstétrica implica alum-


brar una nueva sociedad cuya forma viene dada desde el seno de
la vieja sociedad, la praxis política puede verse reducida a esperar a
que todo se despliegue finalmente tal como debe ser. Según Cohen,
cuando Marx y Engels se refieren al “movimiento real” no están
pensando en el movimiento proletario, sino en el movimiento de
la historia misma, lo cual da cabida a interpretaciones puramente
evolucionistas que soslayan la praxis revolucionaria (Cohen, 2000:
68 y ss.). Asimismo, existe el riesgo de que el motivo obstétrico
opaque definitivamente el horizonte utópico del socialismo y que,
a la postre, el intento de pensar la buena sociedad quede indefi-
nidamente postergado. De algún modo, Engels opinaba que el so-
cialismo utópico era imposible e innecesario: imposible, porque no
se puede imponer una solución desde afuera; innecesario, porque
cada problema genera su propia solución. Sin embargo, el motivo
obstétrico es sólo una parte (polémica) de la teoría. Como veremos,
la práctica revolucionaria, enclavada en las contradicciones del sis-
tema capitalista, es un tópico que Engels no elude y sobre el cual
insiste en los tramos finales de susc.

El capitalismo y sus contradicciones

Como se recordará, en la Parte I Engels define al materialismo his-


tórico como la concepción que ve en el desarrollo económico, en las
transformaciones de la producción, en la división social en clases y
en la lucha de clases la “causa final y la fuerza propulsora” de la his-
toria universal. Tras examinar los precedentes utópicos y la cienti-
ficidad del nuevo socialismo, en la Parte III Engels vuelve a definir
la concepción materialista de la historia como aquella según la cual
la producción y el intercambio son “la base de todo orden social”.

55
Pérdida y recuperación de la utopía

Por lo tanto, en todas las sociedades la distribución de los productos


y la división en clases o estamentos “es determinada por [depende
de] lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo
de cambiar sus productos” (pág. 155; énfasis propio)[31]. De allí se
sigue que las “últimas causas” de las transformaciones sociales y
políticas “no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la
idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia,
sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y
de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía
de la época de que se trata” (pág. 155).
Una vez más, llama la atención que Engels dictamine la impo-
tencia de la filosofía para dar cuenta de la realidad. En rigor, esta
expresión va dirigida a la filosofía meramente especulativa que
hace caso omiso de las transformaciones concretas que operan en
el campo económico, y no al pensamiento filosófico en su totalidad.
El rechazo de los ideales de justicia y verdad no es una impugnación
de estos ideales en sí mismos, sino de su forma mistificada; esto
es, se los refuta en tanto ideales eternos e inmutables, concebidos
independientemente de las condiciones materiales de las cuales
son expresión. Si bien puede argumentarse que esta es una simpli-
ficación que no discrimina entre una sociología de la moral y una
teoría moral, también es cierto que no puede esperarse mucho más
de un folleto de divulgación o de una “introducción al socialismo
científico”, tal como el propio Marx describiera a susc en el prólogo
a la edición francesa de 1880 (Marx, 1880).
Así, a diferencia de la Parte II, donde expone los contrastes en-
tre el método dialéctico y el pensamiento metafísico, en la Parte III
Engels se explaya sobre las principales características del materia-
lismo histórico. Al igual que en el Manifiesto, elogia las “maravillas
burguesas”, entre las cuales se destacan las nuevas libertades ga-
nadas tras la derrota del orden feudal y el extraordinario desarrollo
de las fuerzas productivas logrado por medio de la gran industria.
Además, sobre la base de las formulaciones teóricas más genéricas
expresadas en las dos primeras partes, Engels introduce aquí otras

[31] Entre corchetes introdujimos la expresión “depende de”, tal como figura en la
edición inglesa.

56
Fernando Lizárraga

categorías clave, tales como las fuerzas productivas y las relaciones


sociales de producción, al tiempo que resalta que el conflicto en-
tre estos elementos “existe en la realidad, objetivamente, fuera de
nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de
los mismos hombres que lo han provocado” (pág. 156). Dicho esto,
emprende un vibrante relato del itinerario histórico que conduce a
la formación de la gran industria y a la concentración de los medios
de producción, con el propósito de mostrar y explicar las contradic-
ciones estructurales del modo de producción capitalista.
La primera gran contradicción que Engels remarca es aquella
que se da entre las formas de producción y las formas de apro-
piación que prevalecen en el capitalismo industrial. Al respec-
to, subraya que, mediante un colosal proceso de concentración,
la burguesía convierte los medios particulares de producción en
“medios sociales”, los cuales son manejados por una “colectividad
de hombres”. Sin embargo, así como la producción se socializa, la
apropiación se mantiene en manos privadas: los capitalistas se
apoderan del “trabajo ajeno”. Además, a diferencia del sistema
económico medieval, en el cual la producción individual no tenía
plan alguno, en el capitalismo desarrollado se introduce la “di-
visión planificada del trabajo” en cada fábrica, de tal modo que
la producción adquiere un carácter completamente social. Engels
aprecia rápidamente el carácter “revolucionario” de este fenóme-
no, tanto en términos de productividad como por sus efectos en la
socialización. Este lado progresista, a su vez, tiene su contracara
en el mecanismo de apropiación. En este sentido, Engels enfatiza
que “el modo de producción se ve sujeto a esta forma de apro-
piación [particular], a pesar de que destruye el supuesto sobre el
que descansa [la producción social]. En esta contradicción, que
imprime al nuevo modo de producción su carácter capitalista, se
encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales”. En conse-
cuencia, queda al descubierto “la incompatibilidad entre la producción
social y la apropiación capitalista” (pág. 159).
De la contradicción entre la producción social y el modo de apro-
piación capitalista, Engels deriva otra tesis fundamental sobre el
derrotero de la lucha de clases. Disuelto el orden feudal y con la
masificación del trabajo asalariado, las contradicciones de clase se

57
Pérdida y recuperación de la utopía

simplifican y exacerban; el divorcio entre capitalistas y trabajado-


res es completo. Por consiguiente, “la contradicción entre la producción
social y la apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo entre el
proletariado y la burguesía” (pág. 160), y este antagonismo se agudiza
cuanto más patente se torna otro rasgo de toda sociedad producto-
ra de mercancías: la anarquía en la producción.
Engels puntualiza, entonces, que en el capitalismo se produce
un complejo juego entre la anarquía, las leyes del intercambio, la
planificación en las fábricas y la competencia desenfrenada. Así, “la
anarquía impera en la producción social”, pero como toda forma de
producción tiene sus propias leyes específicas, estas operan pese
a la anarquía, en la anarquía y por medio de la anarquía. Estas le-
yes, añade Engels, “se imponen, pues, sin los productores y aun en
contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma
de producción. El producto impera sobre el productor” (pág. 161;
énfasis propio). Ahora bien, la anarquía en la producción capitalis-
ta tiene su reverso en “la creciente organización de la producción
con carácter social, dentro de cada establecimiento de producción”
(pág. 162). A su vez, a la rígida organización y planificación en las
unidades productivas le corresponde la implacable competencia
que devora a los más pequeños, y genera los impulsos coloniales
y las luchas entre Estados. La competencia capitalista, dice Engels,
“es la lucha darwinista por la existencia individual, trasplantada,
con redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad”. De este modo,
“las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el
punto culminante del desarrollo humano” (pág. 162)[32]. Todo esto
pone de manifiesto, en definitiva, “el antagonismo entre la organización
de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el
seno de toda la sociedad” (pág. 163; énfasis en el original).
El fabuloso poder productivo de la industria, por una parte, y
la irracionalidad del orden social capitalista, por otra, producen

[32] La noción de la lucha natural trasplantada al orden social es una metáfora eficaz.
En “Dialéctica de la naturaleza”, Engels ironiza: “Darwin no sabía qué amarga sátira
escribía sobre la humanidad, y en especial sobre sus compatriotas, cuando mostró
que la libre competencia, la lucha por la existencia que los economistas celebran
como la máxima conquista histórica, es el estado normal del reino animal (Engels,
1973b: 38; énfasis en el original).

58
Fernando Lizárraga

un círculo vicioso que se traduce en un pavoroso fenómeno que


Fourier ya había descripto con precisión: “la pobreza nace, en civili-
zación, de la abundancia misma” (Fourier, 2008: 75). Engels también
observa este círculo vicioso –o una irrefrenable espiral descenden-
te– que, al igual que el universo, gira y gira hasta colapsar sobre su
centro. La anarquía en la producción, con su derroche de medios y
de fuerza de trabajo, hace que crezcan las masas proletarias y, por
medio de la competencia, impulsa un arrollador incremento de las
fuerzas productivas. En este vórtice de producción y destrucción,
y como consecuencia del creciente maquinismo, emerge ese gran
ejército industrial de reserva que Engels ya había observado y ana-
lizado en La situación del la clase obrera en Inglaterra; un ejército cuya
sola existencia condiciona los niveles de empleo y de las remunera-
ciones. La máquina, dice Engels, es “el arma más poderosa del capi-
tal contra la clase obrera” (pág. 164); significa exceso de trabajo para
unos, una interminable espera para otros, y una condena al hambre
y a las condiciones de vida más degradadas para todos los obreros.
Todo esto, en palabras de Marx, “origina que a la acumulación del
capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumu-
lación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo con-
trario, en el polo de la clase que produce su propio producto como
capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo,
de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de degradación
moral” (Marx, El Capital, Tomo I, cap. XXIII, citado en pág. 164).
Esta es la tesis de la progresiva pauperización del proletaria-
do. Aunque verdadera en tiempos de Engels y de Marx, no se ha
verificado como una constante histórica en los países centrales,
especialmente en los años dorados de la segunda posguerra. Sin
embargo, como el propio Marx había dicho, no se trata de ver en la
pobreza sólo pobreza, sino las condiciones que la hacen posible: el
problema que aquí se denuncia en un léxico de pauperización es,
en el fondo, el problema de la desigualdad. De todos modos, Engels
no se hace ilusiones sobre una más justa distribución de la riqueza
en el capitalismo, pues esto sería como esperar que las leyes de la
física actuaran caprichosamente. En otras palabras, la desigualdad
estructural, que reside en la contradicción entre producción social
y apropiación privada, que a su vez da origen a la explotación y

59
Pérdida y recuperación de la utopía

todas sus secuelas, no puede ser suprimida sin la abolición del ca-
pitalismo como sistema.
Del mismo modo, Engels pone en evidencia que las crisis no son
contingencias o efectos no deseados de la dinámica capitalista; son,
en cambio, connaturales al sistema. La producción crece a un ritmo
mayor que el de los mercados, los cuales en cierto punto no pueden
absorber todos los bienes disponibles: de allí, entonces, las reitera-
das crisis de sobreproducción. Mientras los economistas vulgares
siguen creyendo que las crisis son anomalías de un sistema que
tiende al equilibrio, Engels no vacila en señalar que estas son in-
herentes al sistema; que se repiten periódicamente y con creciente
virulencia. Así, el pensador de Barmen detecta una primera gran
crisis en 1825, su recurrencia en intervalos de más o menos diez
años, y sus efectos devastadores sobre los países centrales y de la
periferia. La descripción engelsiana de las crisis capitalistas parece
escrita ayer mismo:

El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de mer-


cancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados,
sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el crédito
desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de me-
dios de vida precisamente por haberlos producido en exceso, las
bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estanca-
miento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos
se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas
de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran
salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.
Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se con-
vierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en ca-
rrera desenfrenada, en un steeple-chase [carrera de obstáculos] de la
industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar
finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un
crac. Y así, una y otra vez (pp. 165-166).

En tiempos de crisis, la contradicción entre la forma de producción


social y la forma de apropiación alcanza su paroxismo. De aquí,
Engels extrae otra tesis central del socialismo científico: cuando “el
conflicto económico alcanza su punto de apogeo, el modo de producción

60
Fernando Lizárraga

se rebela contra el modo de cambio” (pág. 166). Sucede que la riqueza no


puede ponerse en movimiento a menos que se convierta en capital;
los valores de uso no sirven a menos que puedan ser convertidos en
valores de cambio; la máquina no se mueve a menos que sirva como
medio para explotar el trabajo ajeno. El sistema capitalista alcanza
su límite porque no puede seguir gobernando sus fuerzas producti-
vas, y se hace imperioso un cambio radical “que se las redima [a las
fuerzas productivas] de su condición de capital, […] que se reconozca de
hecho su carácter de fuerzas productivas sociales” (pág. 167).
En estos escenarios, la burguesía intenta escapar de la encerro-
na por medio de la creación de sociedades anónimas y trusts. Cada
nueva crisis trae consigo un renovado impulso en la concentración
y la socialización de la producción; cada nueva crisis acalla el man-
tra de la libre competencia; la planificación emerge como respuesta
al descalabro, proliferan los monopolios, y así “la producción sin
plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada
y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir”
(pág. 168). Los capitalistas se vuelven meros accionistas, la riqueza
es acaparada por cada vez menos personas, y llega un punto en
que, según Engels, ninguna sociedad puede tolerar ser explotada
tan descaradamente por una ínfima y parásita minoría.
En este proceso de concentración monopólica, pasa a ocupar el
centro de la escena un actor que hasta ahora había permanecido
semioculto en el texto de susc: el Estado. En tanto “representante
oficial de la sociedad capitalista”, el Estado asume el control de al-
gunas empresas, como los correos, los telégrafos y los ferrocarriles.
Según Engels, la creación de sociedades anónimas, trusts y empre-
sas estatales indica que la burguesía como clase ya no puede dirigir
o gobernar el proceso productivo. La burguesía ya no es “indispen-
sable”; las capas gerenciales y los funcionarios estatales hacen el
trabajo de los burgueses, quienes se entregan al ocio o a jugar en la
bolsa. Engels sostiene que el capitalismo, en su desenfrenada carre-
ra hacia la autodestrucción, no sólo vuelve superfluos a los obreros,
sino también a los propios capitalistas. Con todo, puntualiza con
cautela que no toda concentración ni toda estatización es progre-
sista; y tampoco cae en la ingenuidad de pensar que los trusts o las
empresas estatales convierten al capital en algo distinto. En este

61
Pérdida y recuperación de la utopía

sentido, la definición del Estado que brinda Engels amplía aquella


que acuñara con Marx en el Manifiesto:

El Estado moderno no es tampoco más que una organización creada


por la sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores
generales del modo capitalista de producción contra los atentados,
tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado
moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencial-
mente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colec-
tivo ideal (pág. 169).

A diferencia de las miradas más reduccionistas que ven en el Estado


una mera máquina de represión, Engels entiende cabalmente la fun-
ción económica del Estado burgués, que introduce una efímera ga-
rantía de reproducción del sistema, un mínimo de racionalidad en
medio de la anarquía, y actúa en defensa de los intereses de la clase
capitalista como un todo. El Estado es esa corona que la burguesía
está dispuesta a perder con tal de conservar la bolsa, según la memo-
rable frase de Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. En esta
línea de argumentación, Engels asevera que cuanto más funciones
productivas asuma el Estado, tanto más cerca de su cúspide estará
el sistema capitalista, y por consiguiente no quedará otro desenlace
que el derrumbe. “La propiedad del Estado sobre las fuerzas produc-
tivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio
formal, el resorte para llegar a la solución”, dice Engels[33]. El Estado,
entonces, como principalísimo actor económico, no puede ser puesto
de lado al momento de pensar la praxis y la estrategia revolucionarias.
Por eso mismo, Engels está lejos de abrazar las estrategias pura-
mente reformistas que pueden derivarse del motivo obstétrico. La
solución a los problemas del capitalismo y al capitalismo como pro-
blema, si bien existe en forma embrionaria en el sistema mismo, no
puede alcanzarse sin una intervención revolucionaria que haga coin-
cidir, finalmente, el carácter social de la producción con el carácter
social de la apropiación. Y el camino, dice Engels, es uno solo:

[33] Ocho años después, Edward Bellamy, el gran utopista norteamericano, imagi-
naría en la creación de un único monopolio estatal el medio para la instauración del
socialismo en los Estados Unidos del año 2000.

62
Fernando Lizárraga

Que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas


productivas, que ya no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo
así, el carácter social de los medios de producción y de los produc-
tos […] será puesto en vigor con plena conciencia por los productores y se
convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos
periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma
(pág. 170; énfasis propio).

En línea con el Marx de los Manuscritos, Engels describe al comunis-


mo como un acto consciente y no como el resultado mecánico de
un proceso histórico ciego. El comunismo es la solución al problema
histórico y tiene conciencia de ser dicha solución. Tal como apunta-
mos anteriormente, Engels no pretende equiparar las leyes natura-
les con las leyes que gobiernan el devenir histórico, sino establecer
una analogía, si se quiere, metafórica. Su confianza en la praxis está
fuera de toda duda, como se observa en el siguiente fragmento:

Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y


contamos con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la natu-
raleza: de un modo ciego, violento, destructor. Pero, una vez conocidas,
tan pronto como se ha sabido comprender su acción, su tendencia y
sus efectos, en nuestras manos está el supeditarlas cada vez más de lleno
a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas los fines propuestos
(pág. 170; énfasis propio).

Engels no reemplaza, como se ha sugerido, la Idea por la Materia,


olvidando la acción colectiva de los sujetos históricos. Al contrario,
hay aquí una afirmación elocuente de que las fuerzas que actúan en
la sociedad aparecen como caprichosos demiurgos sólo cuando no
se las conoce; pero una vez que son conocidas, se las puede dirigir y
someter conscientemente. Así, “esas fuerzas, puestas en manos de
los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos,
en sumisas servidoras” (pág. 170). Ahora bien, la pregunta surge
casi naturalmente: ¿qué perfil habrá de adoptar este mundo de los
productores asociados donde las fuerzas de la sociedad serán diri-
gidas conscientemente? La sola formulación de este interrogante
nos coloca de regreso en los umbrales de la utopía.

63
Pérdida y recuperación de la utopía

El eterno retorno de la utopía

Tanto Marx como Engels fueron reticentes a elaborar recetas porme-


norizadas para la sociedad poscapitalista. Sin embargo, bosquejaron
algunos criterios normativos e imágenes muy generales sobre el perfil
de la buena sociedad a la cual aspiraban. Ya mencionamos la muy
transitada metáfora de La ideología alemana, en la cual, tras los pasos
de la “pasión mariposa” de Fourier, vislumbraban una sociedad des-
alienada donde es posible cazar por la mañana, pescar en las tardes y
teorizar en el crepúsculo (Marx y Engels, 1973: 29). En el Manifiesto, an-
ticipan “una asociación en la cual el libre desarrollo de cada cual será
la condición para el libre desarrollo de todos” (Marx y Engels, 1998:
67). En susc, Engels prevé una “reglamentación colectiva y organizada de la
producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada individuo” (pág.
170). Aparecen aquí, a grandes rasgos, dos elementos clave del diseño
socialista: por un lado, la planificación o “reglamentación colectiva”
de la producción y, por otro, el criterio que determina qué se produce
y cómo se distribuye dicho producto: las necesidades sociales e indi-
viduales. Engels reafirma de esta manera el principio distributivo co-
munista que Marx, inspirado en un eslogan de Louis Blanc, imaginara
escrito en las pancartas de la nueva sociedad: “de cada quien según su
capacidad, a cada quien según su necesidad” (Marx, 1973c: 425).
Además de estos principios generales, en los párrafos finales de
susc, Engels hace hincapié en uno de los rasgos que definen a la so-
ciedad futura: la desaparición del Estado. Sin embargo, desde luego,
la extinción de esta maquinaria de opresión supone la consumación
del acto revolucionario, el cual no está determinado fatalmente por
las leyes del sistema. Al contrario, es una cuestión de supervivencia,
porque “el modo capitalista de producción, al convertir más y más en
proletarios a la inmensa mayoría de los individuos […] crea la fuerza
que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución” (pág. 171;
énfasis propio). Así, el cambio inexorable implicado por el motivo
obstétrico entra en tensión con una mirada que pone el acento en la
agencia revolucionaria de los trabajadores. Una vez concretada la re-
volución, continúa Engels, el proletariado “toma en sus manos el poder
del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad
del Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como

64
Fernando Lizárraga

proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de cla-


ses, y con ello mismo, el Estado como tal” (pág. 171).
En el texto de susc no aparece referencia alguna a aquello que
Marx denominó “dictadura del proletariado”, pero esta omisión no
autoriza a suponer que Engels está haciendo concesiones a las teo-
rías que postulan la abolición del Estado de la noche a la mañana.
Engels sabe muy bien que es imposible cambiar el mundo sin tomar
el poder. El Estado, recalca Engels, siempre ha sido un instrumento al
servicio de las clases dominantes, y en el caso del Estado moderno se
trata de un organismo que aparece como “representante oficial”, mas
no como “representante efectivo” de la sociedad. Por eso recién puede
hablarse del Estado como “representante de toda la sociedad” cuan-
do los obreros toman el poder y socializan los medios de producción.
Y este primer acto como efectivo representante de la sociedad es
al mismo tiempo “su último acto independiente como Estado” (pág.
172). De allí en más, las funciones estatales van diluyéndose hasta
que, por fin, el Estado se extingue. Según lo anticipara Saint-Simon,
el gobierno sobre las personas es reemplazado progresivamente por
la administración de las cosas. Ahora bien, esto no implica que en el
socialismo no habrá algún tipo de organización, de gobierno, de ins-
titucionalización. Lo único que desaparece es el Estado como herra-
mienta de opresión de clase, pero no puede pensarse en una armonía
universal, ni en una paz perpetua, ya que siempre habrá preferencias
diferentes entre los individuos y entre los grupos.
De todos modos, Engels deposita grandes expectativas en la
abundancia que traerá aparejada el pleno desarrollo de las fuerzas
productivas en el comunismo. La escasez que determinó la exis-
tencia de sociedades de clases será superada y, en consecuencia,
desaparecerán los antagonismos estructurales de la sociedad capi-
talista. Cuando la irracionalidad capitalista sea apenas un lejano re-
cuerdo, la abundancia, “además de satisfacer plenamente y cada día
con mayor holgura [las] necesidades materiales [de todos los miem-
bros de la sociedad], les garantiza[rá] el libre y completo desarrollo
y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales” (pág. 174)[34]. El

[34] Engels confiaba en que el comunismo sería una sociedad de plena abundancia.
Semejante optimismo resultaba razonable en su tiempo, cuando los efectos letales

65
Pérdida y recuperación de la utopía

comunismo resulta, pues, en una organización “armónica, propor-


cional y consciente”, que supera las condiciones de existencia ani-
males y permite el florecimiento de la auténtica condición humana.
“Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la
libertad” (pág. 175). ¿Un salto al reino de la utopía?

La imaginación utópica

Aunque Marx y Engels consideraron que el materialismo históri-


co señalaba la superación del socialismo utópico, la producción de
textos utópicos en la tradición socialista no se detuvo. En 1888, el
norteamericano Edward Bellamy publicó su novela El año 2000; el
británico William Morris no tardó en responderle con Noticias de
ninguna parte [News from nowhere] en 1890, y H.G. Wells le contestó a
Morris con Una utopía moderna, publicada en 1905. La novela futuris-
ta de Bellamy se convirtió rápidamente en un auténtico best seller.
John Dewey, junto con otros intelectuales, llegó a afirmar que, de
todos los libros publicados en Estados Unidos desde 1885, este era
el segundo más influyente después de El Capital. Hacia 1962, el Che
Guevara recomendaba a sus amigos y colaboradores la lectura de El
año 2000 (Kohan, 2003a: 201-203). Noticias de ninguna parte también
alcanzó gran notoriedad, pese a que el mismísimo Engels dudaba
de las credenciales revolucionarias de Morris y lo consideraba un
“socialista sentimental”.
El hecho de que la escritura y la lectura de utopías se mantu-
vieran pese a los fundados reparos de Marx y de Engels pone de
manifiesto una cuestión central: sin importar cuán inmensamen-
te valiosa y oportuna fue la contribución de los creadores del ma-
terialismo histórico para rescatar al socialismo del mundo de los
ensueños, la dimensión utópica no puede ser extirpada de cuajo,
toda vez que, a decir de Norman Geras, el socialismo siempre ha
sido utópico (Geras, 2000: 42). Quizás, la persistencia del impulso
utópico pueda explicarse no sólo por su estrecha relación con el

del capitalismo sobre los recursos plantearios eran casi desconocidos. En nuestros
días, la premisa de la abundancia ilimitada debe ser descartada.

66
Fernando Lizárraga

pensamiento socialista, sino también porque es parte de una tradi-


ción más antigua y de un género literario específico. Como señala
Krishan Kumar, la utopía es un género (o subgénero) literario por
derecho propio; más aún, es un género típicamente occidental, que
abreva en la noción griega del lugar ideal y en la noción judeocris-
tiana de un futuro ideal, y que adopta su forma canónica con el li-
bro de Tomás Moro, escrito en los albores de los tiempos modernos
(Kumar, 2003: 66-67).
Según Kumar, las producciones utópicas que describen disposi-
tivos institucionales detallados y la vida cotidiana de mundos ima-
ginarios pueden denominarse “utopías concretas”, mientras que
los mundos ideales concebidos desde la filosofía y la teoría políti-
cas constituyen “utopías abstractas” (Kumar, 2003: 63). La ventaja
de las “utopías concretas”, que explica el éxito de novelas como las
de Bellamy y Morris, es que permiten visualizar los mundos imagi-
narios y valorar su deseabilidad con más precisión que los diseños
puramente teóricos. Así, por ejemplo, habrá quienes acepten gus-
tosos la igualdad del socialismo industrialista de Bellamy, mientras
que otros retrocederán espantados ante la rígida disciplina de ese
ordenamiento fabril; habrá quienes envidien la dudosa suerte de
los alfas en el mundo feliz de Huxley, mientras que otros encontrarán
repugnante la condena eterna al placer de la soma y las películas
de sensorama. Es más fácil ponerse en los zapatos de los dichosos
habitantes del falansterio fourierista que en el muy desigual lugar
de los obreros en la elitista sociedad saint-simoniana. Si las “uto-
pías concretas”, a diferencia de los textos más teóricos, han tenido
un impacto extraordinario, se debe precisamente al hecho de que
contienen elementos motivacionales que las más áridas especula-
ciones filosóficas no llegan a ofrecer (Kumar, 2003: 70).
Aunque puedan ser vistas como meros caprichos de la imagina-
ción, las utopías no son fantasías desbocadas, puesto que siempre
mantienen alguna conexión con lo real y lo racional. Un síntoma de
tal conexión aparece claramente en el título de la obra de Morris,
donde Nowhere puede leerse a la vez como “ninguna parte” (no-where)
y también como “aquí-ahora” (now-here). Es decir, la utopía puede es-
tar, por definición, en ninguna parte y al mismo tiempo en el aquí y
ahora (Kumar, 2003: 64). Sin embargo, nada indica que la utopía sea

67
Pérdida y recuperación de la utopía

sinónimo de lo imposible. Por lo menos desde Moro en adelante, se-


gún Kumar, la utopía occidental ha exhibido una cierta “sobriedad”
y algún apego a la realidad existente; ha tomado distancia de las
más desaforadas fantasías populares en un esfuerzo por “permane-
cer dentro del dominio de lo posible, de acuerdo con los materiales
humanos y sociales disponibles” (Kumar, 2003). Esta “posibilidad” de
la utopía se potenció con las revoluciones científicas de los siglos xvii
y xviii, cuando el espacio utópico dejó de situarse –como en Moro–
en un enclave geográfico exótico y coetáneo, y pasó a instalarse de-
cididamente en un tiempo y un espacio futuros. Así, la Revolución
Francesa y la Revolución Industrial echaron los cimientos para que
la utopía fuese concebida como una “posibilidad inminente” (Kumar,
2003: 67). Por eso, aquellos pensadores a quienes Marx y Engels cla-
sificaron dentro del “socialismo y el comunismo crítico-utópicos” no
se pensaban a sí mismos como utopistas, sino como científicos so-
ciales, como descubridores de los mecanismos que permitirían esta-
blecer sociedades justas y racionales (Kumar, 2003).
De este modo, el género utópico propiamente dicho comenzó
a diluirse y fue reemplazado por planes de reformas basados en
las nacientes ciencias sociales. Dichos planes presentaron el ca-
mino hacia la utopía como “una empresa estrictamente racional y
científica”, y entre los diseños más destacados estuvieron las diver-
sas versiones de socialismo (Kumar, 2003: 68). En otras palabras,
ni Saint-Simon, ni Fourier ni Owen concibieron sus planes como
dispositivos ficcionales; muy por el contrario, todos estaban con-
vencidos de la cientificidad y factibilidad de sus propuestas. Con
todo, tanto los utopistas concretos (ficcionales) como los abstractos
(teórico-filosóficos) compartían un impulso común: el de imaginar
otros mundos (posibles) y de ese modo denunciar las calamidades
de su tiempo.
Afortunadamente, si bien Marx afirmó que él no escribía “rece-
tas para las cocinas del futuro”, el abuso del criterio de autoridad ha
empezado a ceder, y existe hoy un conjunto de destacados pensado-
res socialistas que creen en la necesidad de elaborar tales recetas,
aunque sea en borrador. G.A. Cohen, por caso, sostiene que el fra-
caso del socialismo real demuestra que es preciso gestar diseños no
sólo “para saber qué hacer con el poder”, sino también para atraer

68
Fernando Lizárraga

a las personas que, a causa de la ausencia de alternativas desea-


bles, están “razonablemente” atadas a los males que conocen. En tal
sentido, afirma: “A menos que escribamos recetas para futuras co-
cinas, no hay razón para pensar que conseguiremos la comida que
nos guste”, y “si no nos gusta el calor de la cocina en la que estamos,
será mejor que nosotros (aquellos que seguimos siendo socialistas)
escribamos recetas para futuras cocinas” (Cohen, 2000: 77). No hay
que esperar, pues, a que la marea de la historia nos arroje en playas
felices, sino construir el socialismo con un diseño en mente.
En vista del fracaso de las primeras experiencias históricas de-
sarrolladas en nombre del marxismo y frente al aparentemente
inconmovible dominio del capital, la necesidad de imaginar otros
mundos es una tarea insoslayable. La discusión de modelos alter-
nativos, según Alex Callinicos, “nos conduce aun más allá de Marx:
desde la teoría normativa a las especulaciones utópicas. Pero tal
sendero es absolutamente inevitable en la actualidad: sin impor-
tar cuán inteligible haya sido la negativa de Marx [y de Engels] a
considerar alternativas detalladas al capitalismo en el contexto del
socialismo del siglo xix, esta postura ya no puede ser defendida hoy
día” (Callinicos, 2006: 277).
Se trata, en suma, de recurrir a la “imaginación utópica”; esto es,
a “nuestra capacidad de anticipar, al menos en borrador, una forma
eficiente y democrática de coordinación económica de no-mercado”
(Callinicos, 2000: 133).
Ahora bien, ¿es posible imaginar esos mundos alternativos sin
que el pensamiento se derrumbe en la pura fantasía o en diseños
dislocados del movimiento real? ¿Hasta dónde puede extenderse
la imaginación utópica? Terry Eagleton (2000) y Fredric Jameson
(2005) han puesto de relieve el carácter paradójico de la noción de
utopía: puesto que sólo podemos hablar del futuro en el lenguaje
del presente y sólo podemos armar modelos futuros con elementos
del aquí y ahora, las imágenes de una alteridad radical dejarían de
ser tales en el mismo momento en que lográsemos pronunciarlas.
En consecuencia, “la única otredad real sería aquella que no pode-
mos articular en absoluto” (Eagleton, 2000: 31). De este modo, las
utopías nos recuerdan con crudeza cuán fuertemente ligados esta-
mos a nuestro presente, y por ello, aunque no suela decirse muy a

69
Pérdida y recuperación de la utopía

menudo, las utopías no son patrimonio exclusivo de los pensadores


críticos y progresistas, sino que bien pueden ser formuladas en tér-
minos conservadores que promueven “una obsesión parroquial con
el presente” (Eagleton, 2000: 33).
Eagleton insiste en que Marx no rechazaba la idea de una so-
ciedad completamente transformada, sino que, como vimos a pro-
pósito del motivo obstétrico, le resultaba absurdo concebir que tal
sociedad pudiera venir desde un afuera metafísico. Según Eagleton,
si de repente algo “inconcebiblemente diferente” ocupara el lugar
de todo lo que conocemos, no seríamos capaces de ver siquiera la
diferencia, porque hasta el lenguaje habría sido transmutado. Por
eso subraya que “si la noción de utopía ha de tener alguna fuer-
za, sólo puede hacerlo como un modo de interrogar el presente;
un modo que destrabe la lógica dominante y discierna el contorno
borroso de una alternativa ya implícita” en este presente (Eagleton,
2000: 34). Por eso, añade, “el auténtico pensamiento utópico se ocu-
pa de aquello que está cifrado dentro de la lógica de un sistema [y]
que, extrapolado en cierta dirección, tiene el poder de deshacerlo”
(Eagleton, 2000). La utopía, en definitiva, está en el sistema pero no
le pertenece; no es un futuro exterior, sino que ya está inscripta en
el presente desde el cual se la vislumbra.
Por otra parte, la postulación de un porvenir más o menos vero-
símil puede acarrear serios problemas para el presente. Esta posibi-
lidad no escapó, por cierto, a la mirada de Marx y de Engels, quienes
percibieron claramente el riesgo de que el futuro se convirtiera en
un fetiche y cancelara las fuerzas que de otro modo habrían podido
actuar libremente. En otras palabras, un futuro prescripto hasta en
sus detalles más nimios puede erigir insuperables vallas al “mo-
vimiento real”. Dado que el discurso sobre el futuro es totalmente
manipulable, no faltará (ni ha faltado) quien diga que el futuro ya
está aquí, que será idéntico al pasado, o que será tan horrendo que
lo mejor que podemos hacer es dejar las cosas tal como están[35].

[35] Una estremecedora visión de un futuro que es idéntico al pasado aparece en el


magnífico poema de Jorge L. Borges, “Para una versión del I Ching”. Escribe Borges: “El
porvenir es tan irrevocable / como el rígido ayer. […] Quien se aleja / de su casa ya ha
vuelto. Nuestra vida / es la senda futura y recorrida”.

70
Fernando Lizárraga

Por eso, “si el marxismo ha tenido poco para decir sobre la utopía,
es también porque su tarea es menos imaginar un nuevo orden so-
cial que destrabar las contradicciones que bloquean su emergencia
histórica” (Eagleton, 2000: 35).
Sin embargo, y suponiendo por un momento que sea posible
imaginar e incluso construir un mundo ideal, persiste la pregunta
sobre la deseabilidad de ese mundo otro. Para Eagleton, en muchas
de las utopías literarias previas a la de Morris se dibujaron mundos
donde “sólo un dedicado masoquista querría habitar” (Eagleton,
2000: 33), similares a los de aquellas utopías medievales que Engels
deploraba por su ascetismo y su crudo igualitarismo. La negativa a
pensar en una armonía espontánea y en una convivencia sin roce
alguno es, precisamente, lo que hace al marxismo anti-utópico. “Si
el marxismo es anti-utópico […] lo es también porque –a excepción
de sus más salvajes, [sus] más ‘cósmicos’ vuelos de fantasía– no se
permite ser obnubilado por el sueño de una sociedad de la cual to-
dos los conflictos se han desvanecido” (Eagleton, 2000: 36). A juicio
de Eagleton, la persistencia de variados conflictos es una perspec-
tiva alentadora, puesto que una vez superados los problemas del
capitalismo, emergerán los conflictos más auténticos, que residen
en lo más profundo de la condición humana. La tragedia, por ejem-
plo, es un elemento que perdurará en cualquier modelo societario.
En este mismo sentido, mientras Europa se desangraba en la lu-
cha contra el nazismo y el fascismo, George Orwell se preguntó si el
socialismo tenía algo que ver con la felicidad. En un artículo publi-
cado en 1943, bajo el título “¿Pueden ser felices los socialistas?”, el
autor de Rebelión en la granja considera que el infierno siempre ha sido
descripto con más éxito que el paraíso. A su entender, la meta del
socialismo no es la felicidad, sino la fraternidad humana. El socialis-
mo, alega Orwell, se propone acabar con las miserias del capitalismo
pero no aspira a construir mundos asépticos y aburridos. “Casi todos
los creadores de utopías –dice– se han parecido a ese hombre que
tiene dolor de muelas y, por lo tanto, piensa que la felicidad consiste
en no tener dolor de muelas” (Orwell, 2008: 209). En consecuencia:

El objetivo real del socialismo es la fraternidad humana […] Los


hombres entregan sus vidas en atroces luchas políticas, o se matan

71
Pérdida y recuperación de la utopía

en guerras civiles, o son torturados en las prisiones de la Gestapo,


no para establecer un Paraíso con calefacción central, aire acondi-
cionado y alumbrado público, sino porque quieren un mundo en el
cual los seres humanos se amen unos a otros en vez de estafarse
y asesinarse unos a otros. Y quieren este mundo como un primer
paso. A dónde irán a partir de allí es incierto, y el intento de antici-
parlo en detalle sólo produce confusión […] Sería más sensato decir
que hay ciertas líneas sobre las cuales la humanidad debe moverse;
la gran estrategia está mapeada, pero la profecía detallada no es asunto
nuestro. Quien intenta imaginar la perfección simplemente revela su
propio vacío (Orwell, 2008: 208-209; énfasis propio).

Resulta evidente, entonces, que imaginar un mundo otro, comple-


tamente distinto al presente, no es una empresa sencilla. De allí
que la imaginación utópica, como señala Callinicos, supone conce-
bir “al menos en borrador” el perfil de la buena sociedad. Por cierto
que “la profecía detallada” no es asunto del socialismo, pero tampo-
co es atinado abandonar el intento de pensar, con cierta precisión,
los principios, los valores y las instituciones de ese mundo mejor
que hoy se postula como posible y necesario.

La utopía aquí y ahora

Desde principios de la década de 1990, ha crecido el interés en la re-


lación entre el marxismo y la utopía. De algún modo, puede decirse
que ha habido una franca recuperación de la dimensión utópica del
marxismo, en respuesta al estrepitoso fracaso de la tesis de inevi-
tabilidad del comunismo, al derrumbe de la distopía soviética y a la
crisis de la más portentosa antiutopía: el eslogan “no hay alternati-
va”, proclamado por los hechiceros del capitalismo neoliberal. Es que
tanto el socialismo real como el capitalismo en su fase neoliberal, al
autoproclamarse como la realización del futuro prometido, procura-
ron clausurar cualquier resquicio para la imaginación utópica. Sin
embargo, desde las jornadas de Seattle en 1999, con el nacimiento
del movimiento antiglobalización, anticapitalista o altermundista,
el retorno de la utopía quedó plasmado en la consigna “Otro mundo

72
Fernando Lizárraga

es posible”. Un mundo otro nos remite directamente a la dimensión


utópica; lo posible reclama que la alternativa no surja de delirios
trasnochados ni esté desprendida del movimiento real. Esta consig-
na plantea interesantes desafíos al marxismo, al conectar lo utópico
(aquello que no está en ningún lugar) con lo realizable y lo deseable.
Así, durante el apogeo del clima epocal impuesto por el neo-
liberalismo y en vísperas de una de las más devastadoras crisis
capitalistas, vuelve a hablarse (contra toda ortodoxia asfixiante,
de izquierda y de derecha) de la necesidad de generar un “marxi-
mo utópico” (Löwy, 2000), de resolver los problemas de diseño que
aquejan al socialismo (Cohen, 2001), de abordar el espinoso tópi-
co de la agencia revolucionaria (Panitch y Gindin, 2000), de buscar
alternativas posibles, deseables y realizables (Sánchez Vázquez,
2006), de dar nuevos bríos a la alicaída filosofía política (Boron,
2001), de delinear utopías mínimas pero al mismo tiempo revolu-
cionarias (Geras, 2000), de imaginar alternativas radicales de no
mercado (Callinicos, 2000; 2003). Ante la persistente cantinela que
proclama que el futuro ha llegado para quedarse, se alza la reivindi-
cación de la utopía como una apuesta a pensar a futuro, sin miedos
ni autocensuras, tal como lo hiciera el Che al postular un Hombre
Nuevo para el siglo xxi.
En coincidencia con el cambio de milenio, Michael Löwy echó a
rodar una idea que tiene toda la frescura de una santa herejía, por-
que abreva en lo mejor de la tradición socialista y da la espalda a los
consagrados catecismos seudomarxistas: “el socialismo científico
necesita, una vez más, volverse utópico buscando inspiración en el
Principio de Esperanza [de Ernst Bloch], que reside en las luchas, sue-
ños y aspiraciones de millones de oprimidos y explotados” (Löwy,
2000: 127). Sabedor de que los herejes suelen escandalizar a los
dogmáticos mucho más que los ateos, añade que en la actualidad
se necesita una “utopía marxista –un concepto herético, pero ¿cómo
podría el marxismo desarrollarse sin herejías?–” (Löwy, 2000). En
rigor, como filosofía de la praxis, el marxismo rompe con todos los
esquematismos y las vulgatas infalibles; la praxis, entendida en
términos de la onceava tesis sobre Feuerbach, emerge como cate-
goría revolucionaria por excelencia. Esto no implica, desde luego,
que haya que echarse en brazos del escepticismo posmoderno o

73
Pérdida y recuperación de la utopía

pensar que el marxismo todo lo puede (Boron, 2001: 23). En este


sentido, si bien Löwy reconoce que la teoría marxista en su dimen-
sión explicativa sigue tan vigente como antes, considera que es
preciso actualizarla tomando en cuenta las prácticas de diversos
movimientos sociales y el aporte de las formas “más avanzadas y
productivas” del pensamiento no marxista. Sólo así podrá mante-
nerse el imperativo marxiano de realizar una “crítica implacable de
todo lo existente”. Dice Löwy:

La pretensión de que el marxismo detenta un monopolio exclusi-


vo de la ciencia, condenando a todas las otras corrientes de pen-
samiento e investigación, no tiene nada que ver con el concepto de
Marx sobre la articulación conflictiva de su teoría con la producción
científica contemporánea (Löwy, 2000: 126).

“El restablecimiento de su dimensión utópica” está entre las ta-


reas más apremiantes que, según Löwy, debe acometer el marxis-
mo de nuestros días. Esto incluye una profunda reconsideración
de los aspectos normativos de la tradición socialista, puesto que,
como ha señalado Callinicos, el marxismo adolece de un serio “dé-
ficit ético”; esto es, una insuficiente especificación de los valores y
principios que habrán de sustentar a las instituciones de la buena
sociedad (Callinicos, 2006: 273). Löwy también observa flaquezas
en la dimensión normativa del materialismo histórico, en cuanto
capacidad de concebir un futuro radicalmente diferente y mejor, y
considera que ya no son válidas las razones que en su tiempo tuvie-
ron Marx y Engels para rechazar la tarea de bosquejar alternativas.
Además de estos replanteos en la relación del marxismo con
la teoría en general, Löwy postula dos elementos sin los cuales no
puede concebirse la utopía marxista: la imaginación y la esperanza.
Nuevamente, no se trata de concebir un mundo nuevo con todos sus
detalles, sino de crear un espacio utópico que “presente del modo
más concreto posible un enclave imaginario liberado aún inexis-
tente” en el cual ya no sean posibles los estragos del capitalismo.
Tampoco se trata de echar por la borda el pensamiento estratégico
ni de renegar de la potencialidad explicativa del marxismo, sino
de combinar estos elementos y dar “rienda suelta a la libre imagi-
nación creativa, a los devaneos, a la esperanza activa y al espíritu

74
Fernando Lizárraga

visionario rojo” (Löwy, 2000: 127). La imaginación y la esperanza,


desde luego, necesitan operar sin perder de vista los acuciantes
problemas contemporáneos. Por ello, la utopía marxista, apunta
Löwy, debe tener presente la atroz crisis ecológica generada por el
capitalismo y, en consecuencia, fomentar una nueva concepción de
los usos de la producción y la tecnología; debe redefinir la noción
de trabajo en línea con la noción de trabajo atractivo (la dimen-
sión “artística” del trabajo, preconizada por Fourier y reclamada
por Marx en los Grundrisse); debe instaurar una equitativa y libre
distribución de bienes y servicios, lograr relaciones de género igua-
litarias, y una organización democrática que sustituya al Estado.
Se necesita, en resumidas cuentas, redefinir la noción de progreso
instaurada por la modernidad occidental y concebir al socialismo,
en términos benjaminianos, como una “interrupción mesiánica” en
el desenfrenado camino hacia el abismo.
También a comienzos del presente siglo se publicó un volumen
fundamental de la prestigiosa revista canadiense Socialist Register,
dedicado por completo a analizar la situación del pensamiento utópi-
co. En un notable artículo, Leo Panitch y Sam Gindin ofrecen sólidos
argumentos para “trascender el pesimismo” y “reavivar la imagina-
ción socialista”, en un escenario en el cual la imaginación utópica
está tan debilitada que los proyectos de los utopistas premarxistas
lucen más audaces que cualquier alternativa contemporánea. Estos
autores, al igual que Löwy, apelan al impulso utópico descripto por
Ernst Bloch; esto es, el impulso que anima los actos y pensamientos
cotidianos, informa esos momentos donde anidan la ensoñación y
el deseo de felicidad, y se traduce en arte, ética y creencias. Piensan
que la ausencia de este impulso conduce implacablemente a la de-
sesperación y la parálisis, mientras que su presencia abre “ventanas
utópicas” desde las cuales puede vislumbrarse uno de los principios
constitutivos de la tradición utópica: Omnia sint communia, “que todo
sea tenido en común” (Panitch y Gindin, 2000: 2).
La comunidad de bienes, que en términos de Marx y Engels equi-
vale a la propiedad social de los medios de producción (y que en
Moro se expresa simbólicamente en la abolición del dinero), es tan
constitutiva del horizonte utópico como la abolición del Estado. A
juicio de Panitch y Gindin, no hay razones para abandonar estos

75
Pérdida y recuperación de la utopía

postulados fundamentales de la tradición utópica, crítica y eman-


cipatoria, toda vez que incluso en las versiones más “frías” del
marxismo siempre ha habido un resto “cálido” asociado con las
condiciones subjetivas. Así, Bloch señalaba:

Fermentando en el proceso real [está] el sueño concreto hacia el


porvenir: los elementos de anticipación son un componente de la
realidad misma. Por lo tanto, la voluntad hacia la utopía es entera-
mente compatible con la tendencia basada en lo objetivo; de hecho
es confirmada y se encuentra cómoda dentro de ella (Bloch citado en
Panitch y Gindin, 2000: 3).

El implacable análisis concreto de la situación concreta no está, por


lo tanto, desprendido de los sueños y las aspiraciones anticipatorias
de un futuro mejor. Por ello, en medio del desencanto posmoderno
y el lastre de la experiencia soviética, que anuló sangrientamente
todo deseo utópico en nombre de la ciencia y la tecnología, el im-
pulso utópico no debiera ser reprimido en nombre de la objetividad.
Este renovado impulso, según nuestros autores, también debe
abordar un punto largamente soslayado en la tradición utópica: el
problema de los sujetos de la emancipación. Sin concesiones a lo po-
líticamente correcto, Panitch y Gindin llaman la atención sobre la
enorme brecha existente entre la misión histórica de la clase tra-
bajadora y las capacidades efectivas del proletariado para llevar a
cabo su tarea. De algún modo, sostienen, ha habido en la tradición
marxista una subestimación de la capacidad del proletariado como
agente y una sobrestimación de las fuerzas productivas como motor
del cambio. Por ello, advierten que no alcanza con que el marxismo
avance en términos de clarificación teórica si al mismo tiempo no
se aborda el problema de las capacidades de la clase trabajadora. En
tal sentido, recuerdan que la “meta utópica” del socialismo apunta
a la autorrealización de los seres humanos, y que, a diferencia de la
tradición liberal, el socialismo no propende a la liberación del indivi-
duo respecto de lo social sino a la liberación a través de lo social[36].

[36] Se trata de un tema magníficamente tratado por Marx en Sobre la cuestión judía
(2004). La idea también se menciona en los principios que Robert Owen formula para
la nueva sociedad que aspiraba a fundar (Owen, 1813).

76
Fernando Lizárraga

La autorrealización de los individuos en sociedad y a través de


ella es imposible en el capitalismo. Por eso, viene a cuento recupe-
rar también la noción de “utopía concreta” postulada por Bloch. Tal
utopía pone el acento en la “posibilidad como capacidad”, incorpora
las “contradicciones objetivas” que abren el camino hacia el socia-
lismo y reconoce la centralidad del “elemento subjetivo de la agen-
cia” como capacidad de hacer algo otro y de convertirnos en otros
(Panitch y Gindin, 2000: 6). La capacidad de imaginar y construir
mundos y subjetividades alternativas remite al tema del “movi-
miento real” del que hablan Marx y Engels en La ideología alemana. A
diferencia de Cohen, quien –en clave hegeliana– interpreta al “mo-
vimiento real” como el movimiento de la historia misma, Panitch y
Gindin piensan que el movimiento real es el de los trabajadores. Y
este movimiento real sobrevivirá o perecerá según las posibilida-
des y capacidades que desarrolle, de algún modo concreto, dentro
del acaecer cotidiano del capitalismo (Panitch y Gindin, 2000). El
desafío no consiste solamente en imaginar otros mundos y diseñar
alternativas viables y deseables, sino también en crear bocetos de
socialismo ya dentro del capitalismo y no luego de sus funerales.
Al igual que Eagleton, nuestros autores son conscientes de los
problemas que entraña la elaboración de diseños a futuro, puesto
que los planes muy pormenorizados pueden sofocar el ímpetu crea-
tivo de los sujetos. Pese a ello, consideran indispensable revitalizar
la imaginación socialista por medio del ejercicio de nuevas formas
de praxis socialista. Ir más allá del capitalismo implica, entonces,
“transformar las capacidades existentes y desarrollar otras nue-
vas, transformando las instituciones actuales e inventando otras
históricamente únicas” (Panitch y Gindin, 2000: 14). La creación de
nuevas capacidades de los trabajadores debe hacerse “a pesar” del
capitalismo y a despecho de su lógica interna. He aquí el movimien-
to utópico: hacer algo otro y transformarse en otros, crear una nue-
va institucionalidad (justa, igualitaria) y un ethos social congruente
con dichas instituciones. En este sentido, y a tono con la noción de
“utopía concreta”, Panitch y Gindin insisten en que no basta con
pensar en qué hacer luego de tomar el poder; es imprescindible
también pensar en qué hacer antes de lograrlo:

77
Pérdida y recuperación de la utopía

Sin una cultura socialista ya existente –la cual necesariamente in-


cluye, entre otras cosas, socialistas ya comprometidos, una visión
socialista y la construcción de capacidades cotidianas que hemos
enfatizado– no quedaría nada a lo cual los militantes puedan afe-
rrarse en momentos de crisis y lucha, y por lo tanto ninguna razón
para esperar que estos militantes, mediante la “praxis”, súbitamen-
te adopten una sostenida y coherente perspectiva revolucionaria.
Estamos entonces de regreso en la cuestión de la fuente de la cultura
socialista (Panitch y Gindin, 2000: 21).

Una tal cultura debe involucrar transformaciones en los partidos


y en los movimientos sociales, en el modo en que estos se gobier-
nan y administran; en suma, en el modo en que desarrollan sus
propias capacidades dentro del capitalismo. En consecuencia, di-
cen nuestros autores, se precisa una “nueva capa conceptual” en el
marxismo, que atienda precisamente al desarrollo de estas capaci-
dades para “mantener la meta utópica claramente visible” (Panitch
y Gindin, 2000: 22). Dicha meta será una quimera a menos que se
reivindique una y otra vez la noción fundacional de la utopía: el ya
mentado principio Omnia sint communia. Por eso mismo, Engels en-
fatizaba que la sociedad no tenía más alternativa que tomar, sin ro-
deos ni dilaciones, las fuerzas productivas que ya no podían seguir
funcionando bajo el imperio de la burguesía. Sin la abolición de la
propiedad privada de los medios de producción no hay socialismo;
es imposible encender la imaginación socialista si se oculta o se
soslaya un principio tan básico.

La totalidad y la revolución

Al idear sus mundos perfectos, los socialistas utópicos hicieron una


crítica de la sociedad capitalista desde una perspectiva totalizante.
Este es un punto en común que exhiben el socialismo utópico pre-
marxista y el materialismo histórico, puesto que, como señalara
Georg Lukács, el marxismo se caracteriza, básicamente, por su vi-
sión de la totalidad (Boron, 2001: 30-31). Como se recordará, Engels
insistía en la necesidad de hallar la concatenación de todos los

78
Fernando Lizárraga

procesos, para que la historia no apareciera como un “un caos ári-


do de violencias absurdas” o como simple obra del azar. Reafirmar
la totalidad y la complejidad en tiempos posmodernos, cuando los
teóricos del pensamiento débil han instaurado el culto a lo frag-
mentario y renegado no sólo de la posibilidad de representar la rea-
lidad sino de la realidad misma, es un gesto resueltamente crítico
y antisistémico.
En las últimás décadas, cualquier afirmación de la totalidad fue
puesta bajo sospecha o directamente despreciada como síntoma
de un pasado olvidable; la totalidad fue considerada, aviesamente,
como sinónimo de totalitarismo y de homogeneidad. Como recuer-
da Jameson (2005), durante la Guerra Fría la utopía fue vinculada,
sin más rodeos, con el experimento criminal del estalinismo; más
adelante, el sesgo posmoderno de la nueva izquierda condenó a la
utopía por su supuesta negación de la sacrosanta “diferencia”. Sin
embargo, por más que se lo desee, la utopía no puede prescindir de
la totalidad puesto que “la forma utópica es en sí misma una media-
ción representacional sobre la diferencia radical, sobre la otredad
radical, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta
tal punto que no se puede imaginar ningún cambio fundamental en
nuestra existencia social que no haya venido precedido por visio-
nes utópicas” (Jameson, 2005: xii).
Así como Engels entendía que el socialismo debió ser utópico
antes de tornarse científico, Jameson enfatiza el carácter anticipa-
torio y crítico de la utopía-como-totalidad. El lugar de la utopía es
inexorablemente anticipatorio; está imperiosamente fuera de qui-
cio al no ajustarse a los tiempos; ocupa enclaves que preceden a
los cambios sociales efectivos. Sin esta visión del futuro, la crítica
resulta impotente cuando no sencillamente imposible.
Es probable que, como apuntara Eagleton, la más genuina alteri-
dad no pueda ser articulada porque en ese mismo acto perdería su
condición de algo otro. La vieja tesis empirista de que no hay nada
en la mente que no esté antes en los sentidos parece asediar las
pretensiones utópicas de formular lo radicalmente distinto. Sin em-
bargo, este límite puede ser leído de otro modo y quizás aquí resida
buena parte del renovado interés en lo utópico. Según Jameson, a
causa de estas limitaciones estructurales, la utopía tiene el mérito

79
Pérdida y recuperación de la utopía

de señalar aquello “que no puede ser dicho” (Jameson, 2005: xiii).


Así, la forma utópica cobra mayor interés que el contenido especí-
fico del relato utópico. En otras palabras: más allá de las respuestas
específicas que han ofrecido las diversas utopías, hoy por hoy con-
viene preguntarse en qué medida son útiles los diseños que, ajus-
tándose al canon utópico, postulan una suerte de fin de la historia
desde su propia e inherente clausura; en qué medida pueden ser
políticas las obras (y los programas) que pretenden superar (o di-
solver) las diferencias políticas (o la política misma); cómo pueden
seguir siendo materialistas los diseños que dan por satisfechas las
necesidades del cuerpo; qué impulso puede obtenerse de imágenes
de eterna armonía (Jameson, 2005: xiv).
Resulta desconcertante e incómodo que las repuestas a estos
interrrogantes deban permanecer en la esfera de lo indecidible, tal
como concluye Jameson. Son preguntas que no se ajustan fácilmen-
te a los momentos de efervescencia revolucionaria –de allí el recha-
zo de Engels a las elucubraciones de los utópicos y, en particular, de
los sectarios sucesores de los fundadores del socialismo utópico–,
pero son inevitables en tiempos de repliegue, cuando el poderío del
sistema capitalista, más allá de sus crisis, parece inexpugnable y
cuando la imaginación utópica recién comienza a reanimarse. Por
lo tanto, no es ocioso avanzar en la discusión teórica sobre aquello
que la utopía podría significar en nuestros días.
Como vimos, el deseo utópico, según la interpretación de Bloch,
es un “impulso detectable en la vida cotidiana”, que orienta a la cul-
tura hacia el futuro, desde una suerte de “conciencia anticipatoria”;
es algo que emerge “en una variedad de expresiones y prácticas
encubiertas” (Jameson, 2005: 1-3). El programa utópico, en cambio,
cuya forma arquetípica está en el diseño que Moro cincela con pri-
morosa obsesión en el Libro II de Utopía, es un proyecto sistémico
que bien puede darse en forma textual o traducirse en prácticas
concretas. Según Jameson, el “programa propiamente utópico o su
realización involucra un compromiso con la clausura (y por lo tan-
to con la totalidad)”, y en muchos casos supone, al mismo tiempo,
una “secesión radical” (Jameson, 2005: 4). La totalidad de la utopía,
en suma, combina “clausura y sistema, en nombre de la autono-
mía y la autosuficiencia, lo cual es en última instancia la fuente de

80
Fernando Lizárraga

esa otredad o diferencia […] radical” (Jameson, 2005: 5). Como dis-
positivo de crítica e interpretación, el programa utópico es afín al
socialismo, pero sólo en tanto perspectiva totalizante; aquello que
el marxismo no puede aceptar, dado su compromiso con el cambio
constante y la provisoriedad de todo lo existente, es una totalidad
que agota el tiempo, un sistema definitivo en el que la historia es
arrojada por la ventana.
El cierre que propone el texto utópico se explica (y aprecia) en
buena medida si se tienen en cuenta las condiciones de producción
de los autores más representativos del género. Jameson asevera
que las utopías son “subproductos de la modernidad occidental”
(Jameson, 2005: 11), y por ende también los utopistas son expo-
nentes del torbellino de los tiempos modernos. Como se recordará,
Cohen compara a los utopistas con los ingenieros; en un sentido
análogo, Jameson entiende que en los utopistas hay una portento-
sa carga libidinal, como aquella que se observa en los inventores
modernos: “los utopistas, ya sean políticos, textuales o hermenéu-
ticos, siempre han sido maniáticos y excéntricos: una deforma-
ción suficientemente explicada por las sociedades decadentes en
las cuales debieron desarrollar su vocación” (Jameson, 2005: 10).
Fourier, por ejemplo, se jactaba de haber sido el primero en descu-
brir la ley de atracción y las series pasionales, el secreto más re-
cóndito de la economía societaria. Saint-Simon se presentaba como
el creador de una nueva religión, esperaba que al despertarlo su
mayordomo le dijera: “Levántese señor conde; tiene grandes cosas
que hacer”, y decía haber recibido en sueños un mensaje de su an-
cestro, Carlomagno, asegurándole que como filósofo sería tan gran-
de como aquel lo había sido como estadista y guerrero (Durkheim,
1962: 122). Sin embargo, estos rasgos de excentricidad y megalo-
manía no deben ocultar el hecho de que los utopistas siempre se
mueven desde una “indignación salvaje” ante la irracionalidad y
las injusticias de su tiempo, una indignación que, como vimos, es
el pathos de toda crítica radical.
En los utopistas, junto a un profundo goce en la tarea inventiva,
se advierte un sentido de “misión o llamado”, el cual supone ha-
ber identificado un problema y haber hallado la solución correcta
(Jameson, 2005: 10-11). En cierto sentido, la vocación diagnóstica

81
Pérdida y recuperación de la utopía

del socialismo científico no puede negar su parentesco con las in-


tervenciones diagnósticas de los utópicos; tampoco, en un sentido
general, puede negarse la afinidad entre las soluciones “descubier-
tas” por los utópicos y la noción de que el comunismo “es el enigma
resuelto de la historia”.

La vocación utópica puede ser identificada por su certeza, y por su


persistente y obsesiva búsqueda de una solución simple y única
a todos nuestros males. Y esta debe ser una solución tan obvia y
autoevidente que cualquier persona razonable la comprenderá: tal
como el inventor está seguro de que su mejor trampa para ratones
concitará la convicción universal (Jameson, 2005: 11).

Así como Isaac Newton y Adam Smith reclamaban haber descu-


bierto una única respuesta a todos los problemas de la física y de la
economía política, respectivamente, del mismo modo los utopistas
creían ser dueños de las claves para resolver todos los problemas
sociales. Más allá del carácter extemporáneo y hasta delirante de
algunas de sus propuestas, lo cierto es que el rasgo obsesivo de los
utopistas, y del pensamiento utópico en general, funciona como “un
aparato de registro de una realidad social determinada” (Jameson,
2005: 13). Maniáticos, excéntricos y obsesivos, están seguros de ha-
ber dado con la raíz de todos los males y con las correspondientes
respuestas, únicas y simples: Moro, con la abolición de la propiedad
privada y el dinero; Fourier, con la atracción y las series pasionales;
Saint-Simon, con la administración de las cosas; Owen, con las co-
lonias industriales; Bellamy, con el ejército industrial.
En tiempos en que a muchos les cuesta llamar a las cosas por
su nombre y se buscan infinitos eufemismos para no decir directa-
mente que el problema es el capitalismo, es importante revalorizar
a la utopía como “aparato de registro” y abundar en la noción de
“raíz de todos los males”, que era (y es) tan obvia para los utopistas
y para todos quienes adoptan la mirada de la totalidad. Para Marx y
Engels, las soluciones utópicas no eran ridículas; eran simplemen-
te impracticables por su disociación con el tiempo histórico; esto
es, porque no identificaban a los mecanismos ni a los sujetos que
habrían de producir la superación del capitalismo. No obstante, la
utopía en tanto anticipación, tanto ayer como hoy, puede y debe ser

82
Fernando Lizárraga

dicha porque es posible identificar y simplificar el diagnóstico hasta


el punto de señalar un mal específico: la raíz de todos los males. De
aquí se sigue que “el remedio utópico, en primera instancia, debe
ser fundamentalmente negativo, y erigirse como un llamado a re-
mover y extirpar esta específica raíz de todos los males de la cual
derivan todos los demás” (Jameson, 2005: 12). Así, en una primera
aproximación, las utopías pueden ser leídas como propuestas po-
sitivas de sociedades perfectas, pero, en verdad, la mejor lectura
es aquella que ve en dichas descripciones una denuncia de los ma-
les del presente[37]. El establecimiento de normas positivas, según
Jameson, es más bien el oficio de la teoría liberal “desde Locke hasta
Rawls”, lo cual es muy diferente de las “intervenciones diagnósti-
cas” de los utópicos y de los grandes revolucionarios, que buscan
eliminar las raíces de todas las miserias antes que fijar las coorde-
nadas exactas del mundo feliz.
De lo anterior pueden extraerse dos modos de pensar y leer la
utopía. Cuando el acento se pone en la “raíz de todos los males”,
estamos en presencia del modo “causal”; cuando se nos presenta
la “descripción de la organización utópica y de su vida cotidiana”,
estamos ante el modo “institucional” (Jameson, 2004: 40). El pri-
mer modo nos impulsa a imaginar un mundo sin dinero o sin apro-
piación privada de los medios de producción; el segundo nos pone
frente a una “alteridad antropológica” que puede resultar muy ex-
traña a nuestra experiencia, pero que desde esa misma condición
anónima y abstracta marca una dimensión profundamente igua-
litaria. El modo “causal” remite al cumplimiento de un deseo; el
modo “institucional” supone una “construcción” (Jameson, 2004:
41). En ambos casos, el placer está presente; el placer del deseo sa-
tisfecho y el placer de la construcción. Al examinar los textos de
Fourier, Engels, efectivamente, advierte las dos lecturas que propo-
ne Jameson. En tal sentido, señala que los teóricos alemanes “hasta
ahora han hallado digno de su atención, aparte de los principios

[37] En la obra de Moro, el Libro I corresponde explícitamente al presente histórico


del autor y sus interlocutores. El Libro II, en el que se describe la isla feliz, muestra en
clave de sátira una “inversión literal” del reino de Enrique VIII. Por lo tanto, la cons-
trucción utópica es casi un comentario “punto por punto” de los asuntos ingleses de
aquel tiempo (Jameson, 2005: 33).

83
Pérdida y recuperación de la utopía

más generales, sólo lo peor y más teórico: los planes esquemáticos


de la sociedad futura, los sistemas sociales. El mejor aspecto, la crítica
de la sociedad existente, la base real, la principal tarea de cualquier
investigación sobre las cuestiones sociales, la han dejado tranqui-
lamente de lado” (Engels, 1846).
Como se ve, la teoría contemporánea no ha hecho sino confirmar
la aguda lectura engelsiana de los textos utópicos. Ahora bien, per-
siste la pregunta de por qué mentes tan brillantes asumen el ímpro-
bo trabajo de fraguar modelos condenados al fracaso o la futilidad.
Hemos señalado que los socialistas utópicos actuaron desde una
especie de ceguera –históricamente condicionada– respecto de las
posibilidades reales de concretar sus planes de reforma. Tal cegue-
ra, según propone Jameson, tiene una explicación circunstancial y
otra que atañe al género utópico mismo. Los utopistas elaboran el
producto de su imaginación y su fantasía a partir de un “enclave
utópico”; esto es, un “enclave imaginario dentro del espacio social
real” (Jameson, 2005: 15). Ese enclave es más visible en momentos
de transición que en el fragor de los grandes cambios históricos, y
desde ese lugar el utopista opera haciendo caso omiso de los posi-
bles cambios sociales inmediatos. Por eso mismo, esta ceguera “es
su fortaleza en tanto en cuanto permite a su imaginación sobre-
pasar el momento de la revolución y postular una sociedad ‘post-
revolucionaria’ radicalmente diferente” (Jameson, 2005: 16).
Jameson considera que, en general, la utopía surge con más
fuerza en momentos de “suspensión de lo político”, en los cuales las
instituciones parecen ser simultáneamente “inmutables e infinita-
mente modificables”; momentos de gran turbulencia social pero
carentes de dirección revolucionaria, cuando “la realidad parece
maleable, pero no así el sistema” (Jameson, 2004: 46). O, para tomar
la imagen propuesta por Eagleton, en momentos en que el sistema
es muy fuerte pero a la vez profundamente inestable, cuando no
aparecen en el horizonte agentes capaces de alterar el statu quo pero
al mismo tiempo existe la infinita posibilidad de pensar cambios o
variaciones institucionales (Eagleton, 2006: 470). Por el contrario,
en tiempos de ascenso revolucionario, cuando la clase dominante
vacila y parece haber perdido su capacidad de dirigir, los reclamos
se tornan mucho más concretos y los devaneos utópicos ceden. Si

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Fernando Lizárraga

esto es así, se comprende también por qué Marx y Engels fueron


más recelosos de la utopía como construcción y en cambio exalta-
ron constantemente su filo crítico.
Por otra parte, cabe preguntarse: ¿qué función revolucionaria
puede cumplir la utopía toda vez que por definición supone una
clausura, un cierre, una suerte de fin de lo político y de la historia?
En más de un sentido, los programas utópicos pretenden dejar atrás
la “mala historia” y establecer una buena vida cotidiana que habrá
de durar para siempre (Jameson, 2005: 36). De allí que, pese a estar
fuertemente enraizados en su presente, los textos utópicos tengan
un fuerte aire ahistórico y apunten en una dirección que parece
abolir lo político. Jameson observa aquí una estimulante paradoja:
las utopías que, de hecho, suprimen lo político son capaces de des-
pertar las más fervorosas pasiones políticas (Jameson, 2005). Esto
es así puesto que con su mirada “absoluta y totalizante” el mecanis-
mo de representación de la utopía termina siendo “uno y el mismo
con el concepto de cambio revolucionario y sistémico” (Jameson,
2005: 39). En tanto sistemas cerrados, las utopías están inmuni-
zadas contra el cambio de sistema (Jameson, 2004: 44), y esto es,
precisamente, lo que adviertieron con alarma Marx y Engels, pues-
to que para ellos la noción de sistema y de clausura no podía sino
ser contraria a los más profundos presupuestos del materialismo
histórico. Sin embargo, tiene razón Jameson cuando asocia el con-
cepto de lo utópico con el de revolución, en virtud de la visión de la
totalidad y de la alteridad radical que poseen en común.

La cuestión estratégica

Muy a menudo se condena a los utopistas “por no tener ninguna


concepción de agencia o estrategia política” y se impugna a la uto-
pía como “un idealismo profunda y estructuralmente adverso a lo
político como tal” (Jameson, 2005: xi). Para usar términos de Adolfo
Sánchez Vázquez, podría decirse que, en sus formas más extrava-
gantes, la utopía deviene en una “moral sin política” que sólo con-
templa el aspecto ideológico-valorativo, pero desprecia el aspecto
práctico-instrumental de lo político (Sánchez Vázquez, 2003: 277).

85
Pérdida y recuperación de la utopía

Por consiguiente, de nada servirán los buenos principios universa-


les para rescatar a la humanidad de sus padecimientos si al mismo
tiempo no se realiza un análisis a fondo de la situación concreta y
se adopta una estrategia política adecuada para conseguir los fines
deseados. Siempre atentos a las cuestiones estratégicas, los funda-
dores del materialismo histórico no dejaron de observar el carácter
anacrónico de las anticipaciones utópicas y sus correspondientes
problemas prácticos.
El célebre caso de Thomas Münzer es paradigmático. En el elec-
trizante relato engelsiano sobre las guerras campesinas alemanas
del siglo xvi, el predicador Tomás Münzer aparece como la contra-
cara radical del moderado Martín Lutero. Ligado a varias corrientes
milenaristas, Münzer predica una sociedad comunista igualitaria,
un cielo en la tierra. Sin embargo, dice Engels, “la anticipación del
comunismo por la fantasía [se convirtió], en la realidad, en una an-
ticipación de las modernas condiciones burguesas” (Engels, 1973d:
193). En Münzer se manifiesta la encerrona trágica de muchos líde-
res que emergen “antes de tiempo”, cuando las condiciones histó-
ricas no están “maduras” para la realización de los programas de
transformación, ni existe un pleno desarrollo de la clase que ha de
llevarlos a cabo. Para este tipo de líder se trata de un “dilema inso-
luble: lo que realmente puede hacer está en contradicción con toda
su actuación anterior, con sus principios y con los intereses inme-
diatos de su partido; lo que debe hacer no es realizable […]. Quienes
ocupan esta posición ambigua están irremediablemente perdidos”
(Engels, 1973d: 236-237).
El dilema de Münzer tiene directa relación con la crítica que
Engels descarga sobre los socialistas utópicos y sus partidarios.
Engels no niega la posibilidad de concebir mundos alternativos; el
problema es básicamente práctico o, mejor dicho, de la praxis eman-
cipatoria en el marco de ciertos condicionamientos históricos. Lo
que está en juego es la posibilidad histórica de que una clase asuma
el poder, y en tiempos de Münzer era la burguesía y no el campe-
sinado quien podía cumplir el rol revolucionario. En la época de
los socialistas utópicos, el proletariado aún estaba en una situación
embrionaria y, por esta razón, no podía erigirse como clase diri-
gente. En términos generales, puede decirse que buena parte de

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Fernando Lizárraga

las utopías expresan “la visión ‘caleidoscópica’ de una clase ‘sin un


proyecto de nación’, es decir, sin un análisis articulado de la situa-
ción […] y sin los lineamientos de una estrategia política” (Jameson,
2005: 29). La utopía satírica de Moro o las más sobrias utopías de
Owen, Saint-Simon y Fourier también carecían –¿podía ser de otro
modo?– de una visión estratégica ajustada a las condiciones de su
tiempo.
A pesar de todos estos problemas, el poder movilizador de la
utopía es difícil de ignorar. Este aspecto, de gran valor estratégico,
no escapó, desde luego, a uno de los mayores cerebros de la revo-
lución socialista: Lenin. En un escrito de 1912 (publicado recién en
1924), y en medio del fragoroso debate sobre el populismo ruso,
Lenin realiza indispensables consideraciones sobre el rol de la uto-
pía en la lucha política. Para el líder bolchevique, “en política, la uto-
pía es un deseo que nunca puede hacerse realidad [porque] no está
basado en fuerzas sociales y no está sostenido por el crecimiento
y desarrollo de fuerzas políticas de clase” (Lenin, 1924). Tras las
huellas de Marx y de Engels, deplora las visiones que tienen origen
solamente en la cabeza de los pensadores y no brotan del seno de
la historia misma. Para Lenin, las utopías surgen en circunstanias
signadas por las escasas libertades políticas, la baja intensidad de
la lucha de clases, el pobre nivel educativo de las masas.
Así, en la Rusia de principios del siglo xx, observa la presencia
de dos utopías: la utopía liberal y la utopía populista (narodnik). En
su opinión, tanto los liberales como los populistas carecen de in-
dependencia política y, de un modo u otro, amarran sus destinos a
otras clases sociales. Por ello, afirma que “la utopía, o ensoñación
diurna, es el producto de esta falta de independencia, de esta debi-
lidad”. “La ensoñación diurna es la carga de los débiles”, añade con
crudeza (Lenin, 1924). De todas maneras, ambas utopías están ahí,
operando empecinadamente en la historia real, y Lenin no puede
sino aplicar su propia recomendación de siempre hacer un análi-
sis concreto de la situación concreta. La utopía liberal cree posi-
ble ampliar las libertades y mejorar las condiciones de las clases
oprimidas por medios pacíficos, sin enfrentar a la aristocracia en
una lucha abierta. La utopía populista, gestada por un puñado de
intelectuales y con gran predicamento entre las masas campesinas,

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Pérdida y recuperación de la utopía

sostiene que mediante una justa distribución de la tierra es posible


doblegar el dominio del capital. Por su disposición a la lucha y por
el apoyo de los campesinos, Lenin mira con simpatía estratégica a
la utopía populista. En este sentido, señala:

La utopía liberal corrompe la conciencia democrática de las masas.


La utopía narodnik que corrompe la conciencia socialista, es un acom-
pañamiento, un síntoma y, en parte, incluso una expresión de su
alzamiento democrático (Lenin, 1924).

En lo inmediato, el reclamo populista de un más justo reparto de la


tierra juega a favor de la burguesía en su pugna con la aristocracia,
pero a largo plazo fija un horizonte emancipatorio más definido. Por
eso, y esto resulta crucial, Lenin rescata una sabia recomendación
de Engels: “lo que en términos formales puede ser económicamen-
te incorrecto, puede de todos modos ser correcto desde el punto
de vista de la historia mundial” (Lenin, 1924). Es decir, aunque en
su momento la política populista es errónea, a largo plazo resulta
históricamente apropiada. Según Lenin, lo mismo había ocurrido
con el socialismo utópico: los argumentos de los utópicos sobre la
“injusticia” de la extracción de plusvalía eran técnicamente falaces,
y los teóricos burgueses estaban en lo cierto al afirmar que no había
allí ninguna injusticia porque “la plusvalía resulta de las leyes de
intercambio muy ‘naturalmente’ y muy ‘justamente’” (Lenin, 1924).
Sin embargo, añade:

El socialismo utópico estaba en lo cierto desde el punto de vista de la


historia mundial, porque era un síntoma, una expresión, una anti-
cipación de la clase que, nacida del capitalismo, en este momento,
a principios del siglo xx, se ha convertido en una fuerza masiva que
puede poner fin al capitalismo y está avanzando irresistiblemente
hacia esa meta (Lenin, 1924).

La utopía populista, entonces, merece ser tomada muy en serio en


términos estratégicos porque puede conducir a algunas victorias
que, aunque parciales, serán eventualmente muy bien valoradas.
“Los marxistas deben separar cuidadosamente el sano y valioso
núcleo de sincera y resuelta democracia militante de las masas
campesinas del cascarón de las utopías populistas”, afirma Lenin a

88
Fernando Lizárraga

modo de corolario (Lenin, 1924). El líder bolchevique aprecia el va-


lor del impulso utópico (en cuanto factor movilizador y crítico) y le
resta importancia al “cascarón”: el programa utópico propiamente
dicho que, a su entender, es irrealizable por definición.
En nuestros días, la posición de Lenin en cuanto revalorización
del impulso utópico merece ser tenida muy en cuenta. Al mismo
tiempo, es preciso dotar a este impulso de contenidos mínimos que
prefiguren una sociedad deseable y posible. Mientras prolifera el
culto a lo fragmentario y lo incomunicable, a las meras superficies
sin esencias, a los significantes vacíos y a un escepticismo radical,
la utopía reclama ser vista como una forma, un gesto y hasta un
programa perfectamente contestatario, puesto que sus “propios
excesos y su compromiso con lo absoluto y con lo absolutamente
irrealizable e imposible, paradójicamente, muy a menudo ha tenido
un impacto concreto sobre […] la praxis política misma” (Jameson,
2005: 211). La imaginación utópica, entonces, puede (y debe) operar
en términos de disrupción, puesto que “la forma utópica en sí mis-
ma es la respuesta a la convicción ideológica universal de que no
hay alternativa posible, de que no hay alternativa al sistema. Pero lo
afirma forzándonos a pensar en la ruptura misma, y no ofreciendo
una imagen más tradicional de cómo serán las cosas luego de la
ruptura” (Jameson, 2005: 232).
Engels y Marx acometieron oportunamente la tarea de situar al
socialismo “en el terreno de la realidad”; formularon una teoría in-
dispensable para la crítica y la transformación social; recorrieron
el trabajoso camino desde la utopía hasta la ciencia. Su legado vale
tanto por las respuestas que hallaron cuanto por los interrogantes
que dejaron para las generaciones futuras. Hoy, ante un panorama
en el cual no se distinguen con claridad los actores que efectuarán
la esperada ruptura revolucionaria, la imaginación utópica vuelve
a reclamar su lugar, “nos obliga precisamente a concentrarnos en
la ruptura misma” y nos exige “una meditación sobre lo imposible,
sobre lo irrealizable por derecho propio” (Jameson, 2005). Un pro-
grama radical que busque construir una sociedad alternativa, des-
de sus principios y valores hasta sus modos institucionales, deberá
explorar sin temor ni descanso el horizonte de la utopía.

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Pérdida y recuperación de la utopía

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