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“TERMINAL, SARAJEVO”
PRÓLOGO

EL individuo con el que me encontré en el bar del hotel


de la Villa Olímpica, junto a la principal de las arterias de la
reconstruida ciudad de Sarajevo; me dio en dos horas informa-
ción errónea de lo que podían justificar las seis gin-lemon, que
su cuerpo soportaba. Era un hombre grueso, casi rozando la
obesidad, de piel sonrosada, como los europeos de los países
nórdicos, iba ataviado con un traje azul marino y una camisa
color crema cuyos botones amenazaban con estallar de un mo-
mento a otro, y una corbata de un intenso color rojo, que lla-
maba poderosamente la atención; sin lugar a dudas era un
agente comercial venido de algún país de la Unión Europea,
probablemente de Alemania; que al igual que otros se afanaban
por hacer negocios a costa de la reconstrucción de la devastada
Bosnia-Herzegovina, después de los más tres años de guerra
étnica entre servios y bosnios.
A modo de presentación me dijo que estaba buscando
un lugar decente para establecer una delegación de su empresa
en los Balcanes. Ya había inspeccionado diversos lugares de la
desintegrada Yugoslavia, como la república de Eslovenia,
Croacia, Macedonia, e incluso había estado en Belgrado, y ha-
bía llegado a inspeccionar un lugar tan dispar con los anterio-
res, como lo es la ciudad de Atenas. Ahora estaba aquí en Sara-
jevo, una ciudad que como el Ave Fénix, volvía a renacer de
sus cenizas.
- No me mal interprete usted –dijo, mientras engullía los ca-
cahuetes salados que había sobre la barra del bar- ¡Claro que
me gusta esta gente! Pero esta ciudad esta hecha un asco. Aquí
ni siquiera se puede tomar un bistec de ternera como Dios
manda. Falta casi todo lo que un buen gourmet puede desear.
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Yo como de costumbre iba a entablar conversación en


los bares con la gente que menos me interesaba, para mi trabajo
de reportero gráfico.
-¿Ha estado usted en la ciudad de Medjugorje? - le pregunté.
- No.- Contestó, metiéndose un par de cacahuetes en la boca-.
Allí no hay más que visionarios que ven como una Maddonna
de escayola llora lágrimas de sangre, y frailes eso sí varias de-
cenas de frailes. Además la guerra ha dejado esa ciudad con-
vertida en un montón de ruinas. Material para corresponsales
de guerra y O.N.G’s, y eso sí, también hay sitio para los quie-
ran curiosear en las cosas de la religión-.
- Le dije que al día siguiente pensaba hacer una excursión al
Santuario de Santa María de la Paz en Medjugorje.
- No hay nada en Medjuogorje. Si descorcha usted una botella,
pensaran que de nuevo ha estallado la guerra. Aunque he de
reconocer que es un lugar muy pintoresco, con todas esas apa-
riciones de la virgen, pero no saben aprovecharlo.
–El hombre agitó en el aire su dedo índice grande y sonrosado,
al igual que el resto de su piel.- Medjugorje tiene enormes y
diversas posibilidades, si se les sabe sacar partido. Es el lugar
tranquilo y cercano a la montaña, que cientos de ajetreados
ejecutivos europeos andan buscando; es el sitio ideal para des-
cansar sin preocupaciones, practicar deportes de invierno. Pero
le hace falta cambiar por completo de imagen y perder definiti-
vamente el miedo a los serbios. Aunque también podría ser
convertido en un nuevo supermercado de la religión como Ro-
ma o Lourdes.
Siguió durante largo rato hablando, de nada interesante
en un tono muy monótono, que me resultaba enormemente
aburrido, hasta que finalmente miro su reloj.
- ¡Caray!... Es que he prometido a mi mujer... – Se bajó de la
banqueta, tensando aún más la botonadura de su camisa. - Bien
amigo le deseo que se divierta en su excursión a Medjugorje.
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¿Va usted a coger el primer autobús con peregrinos para el


Monasterio?
- Sí.- Contesté muy escuetamente.

EL DÍA siguiente amaneció radiante; claro como un


espejo, cálido como una promesa de amor, luminoso como el
paraíso, era el perfecto día primaveral. A las siete y media de la
mañana, parecía que todos los habitantes de Sarajevo, iban a
coger el autobús, que regularmente lleva a los peregrinos hasta
el Santuario de la Maddona de la Paz. Entre los que solían ha-
ber gran número de turistas, pues las apariciones de la Virgen
en el monasterio franciscano de Medjugorje, eran más conoci-
das fuera de la antigua Yugoslavia, que en la misma Bosnia, o
que en la católica Croacia.
Pero aquella mañana todos eran bosnios, católicos en su
mayoría, aunque entre la multitud también se podía distinguir
algunos musulmanes y algún que otro judío, que daban una
nota de variedad, a la masa de gente toda ella vestida de negro.
Había muchos sacerdotes y monjas, un número consi-
derable de ancianos y mutilados de la guerra, algunos de ellos
en sillas de ruedas; y niños que llevaban ramilletes de flores.
Algunas de las mujeres, las más ancianas lucían en sus cabezas
velos negros arqueados; en desuso ya en los países de Europa
Occidental, que aquí mostraban la más profunda idiosincrasia
de los Balcanes. Todo lo que estaba viendo tenía un matiz
incomprensible para mí. Preparé mi cámara e hice algunas ins-
tantáneas.
El autobús, inició su marcha desde la margen izquierda
del río Bosna, donde tenía establecida su salida a las seis y me-
dia de la mañana. Y giró tomando la avenida, que antaño re-
cibió el nombre del Mariscal Tito, y anteriormente estuvo dedi-
cada al Rey Pedro de Yugoslavia; hoy dedicada a perpetuar la
memoria de los héroes de la Guerra Balcánica, así atravesó
toda ciudad hasta llegar a campo abierto; a medida que aumen-
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taban las vibraciones conforme íbamos adquiriendo más velo-


cidad; a pesar de que los pasajeros, que esa mañana viajaban
superaban con creces la capacidad del autobús.
Los pasajeros bosnios, ya instalados en sus asientos, o
en el espacio que buenamente habían podido conseguir, toma-
ban en este momento el desayuno con fruición. Unas botellas
que parecían contener café frío pasaban de mano en mano; bo-
cadillos con una especie de salami típico de la región, desapa-
recían a un ritmo regular. Por un momento esta singular pere-
grinación se transformó en un alegre picnic dominical.
Del fondo del autobús llegó un alboroto de risas y de
vivas, al tiempo que se empujaban unos a otros, bajo la atenta
mirada de un viejo enorme que acompañaba a otro, que en el
centro del pasillo sujetaba con sus manos a una vieja y destar-
talada silla de ruedas; en la que iba entronizado un enano tulli-
do que, agarrado a los posabrazos se balanceaba de un lado
para otro, a cada bache del camino.
En un alto del camino, la multitud de pasajeros rodeo a
esta peculiar pareja. Todos parecían conocerlos y se aglomera-
ban a su alrededor. Los que no podían acercarse agitaban las
manos y gritaban, al otro lado del camino, las monjas emitían
un breve murmullo, como si estuvieran rezando y sonreían; una
anciana muy gruesa ataviada con un velo negro abrazó al enano
de la silla de ruedas hasta dejarle casi sin respiración, mientras
que al mismo tiempo dos gruesas lágrimas recorrían sus meji-
llas en dirección hacia su barba.
El hombre viejo, como un centinela detrás de la silla de
ruedas, parecía una roca inamovible, con la cabeza y los hom-
bros sobresaliendo por encima de la multitud que los rodeaba.
Una especie de levita negra le cubría desde los hombros hasta
las pantorrillas; y esta prenda, de apariencia tan vieja como el
hombre, situaba a ambos bastantes décadas atrás en lo que a
moda se refiere. Pero era el diminuto enano el que ocupaba el
centro de la escena, que plasmé con mi cámara de reportero.
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El enano, de tez morena, nariz ganchuda, y cara diminu-


ta presentaba unos surcos profundamente marcados. Una manta
andrajosa cubría sus rodillas o mejor dicho la rodilla, puesto
que aquel cuerpo miserable a los ojos de la humanidad, estaba
mutilado e incompleto. Por un movimiento casual descubrí que
tenía la pierna izquierda amputada por la mitad del muslo,
probablemente a causa de la explosión de alguna mina durante
la guerra. Al levantar la cabeza, una mueca puso de manifiesto
que aquellas desagradables marcas eran también el origen de
un dolor agudo y permanente; así que tanto el cuerpo como la
cara eran, desde hacía mucho tiempo una verdadera ruina.
Pasados aproximadamente tres cuartos de hora el auto-
bús prosiguió, con sus peculiares pasajeros, su camino hacia
Medjugorje; atravesando verdes prados enmarcados por una
hilera de montañas con las cumbres nevadas al fondo, un paisa-
je cuya inusitada belleza hacía inimaginable, que cinco años
antes hubieran sido testigos de la guerra étnica más sangrienta
que jamás haya tenido lugar en el suelo de la vieja Europa. Pe-
ro como la naturaleza tiene un inusitado poder curativo, estos
campos herzegovinos hacia tiempo que habían recuperado su
esplendor, quedando solamente algunas granjas derruidas como
testigos mudos de las penurias del pasado reciente.
A los pocos kilómetros comenzó a oírse en la lejanía
una campana, sin lugar a dudas era la campana del convento
franciscano, que llamaba a los frailes a la oración; y si se oía la
campana de Santa María de la Paz, era señal de que estábamos
a las puertas de Medjugorje.
Al llegar a Medjugorje, me fui directamente a un hotel
situado en una de las esquinas de la Plaza de la Revolución, la
cual a pesar de los años transcurridos desde la caída del comu-
nismo aún no había cambiado de nombre; con la intención de
tomar el auténtico desayuno inglés, que prometía el cartel con
el logotipo de coca-cola situado a la entrada. El joven y vivara-
cho camarero, que no debía de tener más de veinte años y más
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que bosnio parecía italiano, me confirmó la oferta escrita en la


pizarra junto a la puerta principal.
- Hay zumos de fruta variados –comenzó a decir-. Después
tiene avena con leche o copos de maíz, pescado, huevos a ele-
gir, con tocino, jamón, tomate a la parrilla o salchichas a la
parrilla.- Hizo una pausa para recobrar el aliento-. Tostadas o
panecillos. Miel, mermelada de naranja o de otras clases. Té o
café.
- Tráigame sólo un café con tostadas- Para mí el desayuno no
es una comida con la que intente alimentarme para todo el día.
Me lo trajo y luego se quedó a charlar. Estuvimos ha-
blando de mi proyecto de hacer un reportaje fotográfico sobre
las peculiaridades y las costumbres de Bosnia-Herzegovina que
borrara de la retina de los europeos las imágenes de la pasada
contienda bélica. Lo que al parecer le llenó de entusiasmo.
- ¡Un reportaje fotográfico! Eso es genial. ¿Por eso está usted
aquí? ¿Por lo de las apariciones de la virgen? ¿OH ha venido
por al funeral del Padre?
- No. ¿De quien ha dicho que era el funeral?
- Del Padre. El sacerdote que ha muerto es el Padre Francisco.
Un sacerdote español de la congregación Hermanos Misioneros
de la Caridad, de la Madre Teresa de Calcuta. ¿Nunca ha oído
hablar de él?
- No, nunca. Hábleme de él.
- Ejercía de sacerdote en Sarajevo durante la guerra. Tenía su
iglesia en una de las estaciones de metro en desuso que condu-
cen al estadio olímpico. Cuidaba de las gentes que allí acudían
a refugiarse de la persecución de los servios. ¡Y allí fue donde
yo le conocí!- los ojos del camarero se iluminaron de pronto-.
Mi madre dice que era el hombre más bueno del mundo. Y eso
que nosotros éramos musulmanes hasta que conocimos a Dum
Yop.
- Pero ¿por qué lo entierran aquí? –Pregunté con inusitada cu-
riosidad.
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- Después de la guerra vivía aquí, en el monasterio. Dicen que


lo mandaron aquí. El caso es que se murió ayer. Por eso todo el
mundo ha venido a Medjugorje hoy, para el funeral. ¡Figúrese
como le querían! –El camarero se enderezó-. Yo estaré allí
aunque pierda el empleo.
Volví a usar la guía turística cuando estuve a las puertas
del hotel, comencé a andar por la calle; había una colección de
edificios, en los que aún y a pesar de los años transcurridos,
eran visibles las heridas de la guerra, en ellos proliferaban mul-
titud de comercios de souvenires de la Virgen de la Paz, a mer-
ced de las apariciones de la Madre de Dios que allí tienen lu-
gar.
Era evidente que en aquel día había más gente de la
acostumbrada por las calles la pequeña aldea de Medjugorje,
más gente de la que sus calles podían albergar. Al llegar al cen-
tro quede prácticamente bloqueado por una masa de bosnios de
toda condición, entre los que había no pocos musulmanes. Me
abrí paso entre todos ellos hasta lograr un puesto en primera
fila.
En ese momento, la escena que veían mis ojos era mu-
cho más interesante, de lo que anteriormente pudiera haber
imaginado. Hasta donde la vista me podía abarcar, se veía una
multitud que crecía por momentos en torno al Monasterio fran-
ciscano de Santa María de la Paz.
- Perdóneme- me pregunto una señora, con un indisimulable
acento francés y aire de turista, sin duda atraída al lugar por la
historia de las apariciones marianas -. Pero ¿qué es todo este
jaleo?
- Es el entierro del padre Francisco, un cura de aquí. –Conteste
yo.
El grupo al que me había unido, inició su marcha hacia
el monasterio al oír el tañido de las campanas. Fui tras de ellos
dándoles alcance en el primer recodo del camino.
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- ¿Es que habrá cortejo fúnebre desde el monasterio? – Pregun-


té a uno del grupo.
- Sí. Hasta la Iglesia del pueblo. Allí es donde va todo el mun-
do –respondió.
- ¿Puede ir quien quiera? – Volví a preguntar.
-¡Naturalmente!- Me miró y preguntó -: ¿Quiere venir con no-
sotros?
- No quisiera dar la impresión de ver esto como un espectáculo
para turistas.
- Creo que usted comprenderá que hoy es un día especial para
nosotros, los que conocimos al padre Francisco. Venga conmi-
go.

La pequeña iglesia de Medjugorje de estilo neogótico


enclavada en lo alto de una colina, desde la cual se dominaba la
vista todo el pueblo. Había sido construida después de la II
Guerra Mundial por el gobierno socialista del Mariscal Tito; en
un intento de atraerse las simpatías de la Iglesia Católica, y de
hecho su dictadura fue de todos los regímenes comunistas de
Europa Oriental, el más permisivo con las actividades de la
Iglesia católica. Y también por deseo expreso del Mariscal Tito
fue consagrada por el Arzobispo de Sarajevo Mons. Seselj, a
San Cirilo que fue el evangelizador de los pueblos eslavos.
La enorme explanada que se abría a modo de plaza ante
la puerta principal de la Iglesia, se había quedado pequeña para
la ingente masa de gente que al igual que en todo el recorrido
del cortejo fúnebre también aquí se acumulaba. Volvían a verse
los severos trajes negros, la ropa de luto, los cuerpos apeloto-
nados unos contra otros, los murmullos de los rezos ascendien-
do y descendiendo con regularidad, y la atmósfera de estar es-
perando algo muy importante.
Cuando levante la vista hacia la maltrecha calle que
hacía las veces de avenida que asciende por la colina hasta la
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Iglesia y con la vista al otro lado del monasterio franciscano,


un largo suspiro emanó de mí, al ver lo que con impaciencia
estaba aguardando: movimiento, el reflejo lejano de una cruz
dorada producido por el sol y la negra hilera de la muchedum-
bre que hacia su entrada en la calle principal en dirección hacia
nosotros. La procesión fúnebre había comenzado.
Me volví en busca del hombre que me había invitado a
seguirle, ante lo que veían mis ojos, sin encontrarle entre la
gente que se allí se agolpaba. Sin embargo reconocí sorprendi-
do al enano de la silla de ruedas y al grotesco gigantón que le
servía de escolta situados justo a mi lado.
Al verme, el viejo guardián adoptó una expresión de
frialdad; sin lugar a dudas provocada por la cámara de reporte-
ro que pendía de mi cuello y que a pesar de lo inusitado de la
experiencia aún no había disparado por no perder detalle de lo
que mis ojos veían en esos momentos. La mirada del gigantón
parecía insinuar: este hombrecillo de la silla de ruedas es mío.
Déjelo en paz. Manténgase apartado.
Pero al parecer el hombrecillo no compartía la opinión
de su escolta; me dio una bienvenida mucho más cordial de lo
que hubiera imaginado. Aunque el tono y la gravedad de su voz
se correspondían con su aspecto –era áspera, agria y desagra-
dable-, hablaba un inglés casi perfecto, resultándome de gran
utilidad para las preguntas que le hice.
- ¿No ha oído hablar del padre Francisco, nuestro salvador du-
rante la guerra? No me refiero –añadió enseguida el hombreci-
llo- a “nuestro Salvador. Dios”. - Se santiguó rápidamente.- Lo
llamamos así porque nos ayudó cuando le necesitamos.
- Alguien me comentado lo importante que era para ustedes.
Su feo y deforme rostro se iluminó con infantil alegría
ante mis palabras.
-¡Qué gran hombre era! Aunque algunos piensen que estaba
loco, o que se volvió loco después de la guerra. ¿Quién puede
saber con certeza lo que pasó? –Dijo con su desagradable voz
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al mismo tiempo que frotó el muñón de carne de su pierna iz-


quierda con su mano derecha, diciendo-. Todo lo que puedo
decir es que estaba en su sano juicio cuando le necesitamos.- El
gigantón se inclinó solícito sobre el hombrecillo, pero este lo
aparto a un lado con un gesto de su mano, para proseguir nues-
tra conversación.
- Pero ¿qué fue lo que hizo? –Pregunte con la inusitada curio-
sidad con la que estaba siguiendo los acontecimientos. Después
de una larga pausa el hombrecillo respondió:
- Nos dio el valor, para salir hacia delante.- Luego con una mi-
rada a la larga cuesta que ascendía hasta Iglesia, esquivo mis
preguntas dirigidas a indagar en las actividades del padre Fran-
cisco.
El viejo gigantón empujaba la vieja y destartalada silla
de ruedas, rompiendo por fin el hielo de una forma inesperada,
se inclinó hacia mí y me dedicó una larga y confusa parrafada
en bosnio. Mi expresión perpleja debió de denotar ni ignoran-
cia sobre esa lengua eslava, porque el enano, con gesto autori-
tario, hizo callar al viejo y luego me explicó:
Le estaba diciendo que este fue el día en que empezó
todo. Era el día de San Bernabé, el once de junio de 1992. Ese
día los serbios de Bosnia en su afán por eliminar todo aquello
que fuera ajeno a lo serbio, en lo cual se incluía a la Iglesia
Católica; incendiaron la Parroquia del padre Francisco.
- El hombrecillo observó mi expresión confusa y continuó con
la historia:
- El Padre Francisco, acababa de finalizar la construcción de su
Iglesia. Iba a ser la Parroquia de San Bernabé, en las afueras de
Sarajevo, donde antes de la guerra había comenzado a formarse
un nuevo barrio. El, era muy devoto de San Bernabé, porque
fue amigo y discípulo de San Pablo. Cuándo su amada Iglesia
iba a ser bendecida, entonces... ¡bum! –El hombrecillo golpeó
con el puño su rodilla sana-. Al amanecer los serbios la llena-
ron de dinamita y le prendieron fuego y la iglesia desapareció
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no quedando ni las ruinas. –Dijo algo, que no alcance a oír en


bosnio al gigantón que lo acompañaba y prosiguió-: Este hom-
bre estaba allí aquel día. Dice que en sólo en un minuto no
quedó nada, ni siquiera un montón de escombros de la Iglesia y
de las casas que había junto a ella. De modo que el Padre Fran-
cisco construyó otra Iglesia, pero esta vez el túnel subterráneo
de una estación de metro que antaño condujo al complejo
olímpico, y hacia años estaba abandonado; y allí predicaba y
celebraba como si de una parroquia normal se tratase.- El hom-
brecillo calló por un momento, y su mirada parecía vuelta hacia
su propio interior-. He dicho predicar, pero esa no es la palabra
correcta. Era como una de esas películas que enseñan algo.
Hice la pregunta que más me interesaba.
- Pero ¿quién es usted para saber tanto sobre él?
- Yo fui su sacristán.
El hombrecillo comenzó de nuevo a frotarse el muñón
de su rodilla mutilada. Tal vez, el dolor psicológico que sintiera
al recordar el pasado se había transformado en un dolor físico
localizado en su muslo. Señalo hacia el cortejo fúnebre.
- Mire. ¡Pronto estarán aquí!
Era cierto. Tras doblar el único recodo del camino apa-
reció la dorada silueta de la cruz procesional de la que en su
base pendía un conopeo negro, portada por un robusto y joven
fraile ataviado con el hábito marrón de los franciscanos y un
roquete blanco. Tras él venía un compacto grupo de curas re-
vestidos de blanco y morado, como la ocasión lo requería; ya
que esta es la escolta que se le tributa a un sacerdote fallecido;
tras de ellos el coche fúnebre, adornados con alegres flores de
multitud de colores. A continuación, el gentío que ascendía, no
sin dificultad por la enorme cuesta. Se oía el creciente rumor de
las plegarias dirigidas por el duelo y contestadas aquí y allá por
la muchedumbre.
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El hombrecillo miró hacia el lugar de donde provenía el


murmullo. Había gotas de sudor en su frente, y aunque le cos-
taba hablar quería decirme algo más.
- El padre Francisco vivió aquí, en el monasterio, durante los
tres últimos años. Algunos dicen que lo mandaron aquí, como
castigo. A saber por qué. Otros opinan que él eligió venir vo-
luntariamente. Parece ser que nunca explicó sus razones. Era
un secreto entre él y Dios, en el que tal vez también entrase el
arzobispo. Aunque lo cierto es que nosotros nunca podremos
olvida le. Hay quien cree que volverá a Sarajevo cuando le
necesitemos. El mismo solía decir eso de otros, que habían
muerto hacía tiempo; eso fue lo que él nos enseñó.
La cruz oscilante hizo su entrada en la explanada delan-
tera de Iglesia; sostenida por el joven fraile franciscano, cuyo
cordón de cáñamo se balanceaba al unísono. Una potente voz,
perteneciente a otro franciscano que encabezaba el cortejo po-
pular, dirigía las plegarias. Con evidentes síntomas de emoción
y nerviosismo, el hombrecillo terminó diciendo:
- Lo siento. No puedo hablar más.
Detrás de la cruz y de los sacerdotes apareció el coche fúnebre.
Cuando estuvo a la altura de la silla de ruedas, y en el preciso
momento que el sol proyectaba su sombra sobre el único pie
del hombrecillo, este dejó escapar de su boca un grito casi agó-
nico, que heló la sangre a los que más cerca nos encontrába-
mos:
- ¡Padre, no puedo andar! ¡Pero te sigo siempre!
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Capítulo 1º: “El primer y último día festivo del Padre


Francisco”.

EL PADRE Francisco odiaba sus botas. Eran incómo-


das y feas, con las punteras abultadas levantándose como dos
puños cerrados dispuestos a golpear.
Una vez, hacía ya algunos años, cuando era seminarista en la
ciudad eterna, en Roma, se había permitido el lujo de comprar-
se un par de elegantes zapatos italianos; lo que le valió una
reprimenda de su superior en el seminario.
- ¿Zapatos nuevos, Santa Madre de Dios?- tronó autoritaria-
mente la voz del superior, haciendo que cualquier otro defecto
de su persona pareciese una chiquillada, ante la idea de cam-
biar de zapatos-. ¿Zapatos de maestro de baile? ¿Zapatos boni-
tos?
El joven Francisco renunció aquel día a su vanidad pecamino-
sa. En señal de sumisión, desde aquel momento compraba
aproximadamente cada tres años, un par de aquellas botas tie-
sas y horribles, aunque después de diez años se habían vuelto
difíciles de encontrar.
El padre Francisco odiaba a más no poder sus botas, a
las que seguía soportando en virtud de la santa obediencia que
le inculcaron en el seminario. Y las odiaba especialmente aque-
lla mañana tras subir trabajosamente los 483 empinados esca-
lones que separan el muelle del Appel del punto más alto de la
ciudad de Sarajevo, donde se alzaba majestuosa la casa de las
Misioneras de la Caridad, donde cada mañana tenía la costum-
bre de celebrar misa a las siete de la mañana. Eran casi las seis
y media de la mañana, y ya había un gran movimiento por toda
ciudad. Del otro lado del puerto sobre el río Bosna, los autobu-
ses vomitaban riadas de obreros a las fábricas, así como los
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pequeños ferris que surcan las aguas del Bosna, dejaban su


carga de trabajadores sobre el muelle del Appel.
Mientras tanto el padre Francisco subía trabajosamente
con los pies ya entumecidos y doloridos por la rigidez de sus
botas; todo alrededor de él parecía normal en la ciudad a aque-
lla hora de la mañana. Los trabajadores menos madrugadores
bajaban apresuradamente hacia el muelle, de donde partían los
autobuses y los ferris que los llevarían a sus respectivos traba-
jos.
Después de haber subido una tercera parte de los 483
escalones que separaban el muelle del Appel de la casa de las
Misioneras de la Caridad, el padre Francisco se detuvo para
descansar, mirar hacia atrás y disfrutar de la vista de la ciudad,
tan diferente vista desde lo alto de una colina, con su latir ur-
bano bajo el que se encierran un incontable sin fin de historias
particulares que encierran tras de sí la complejidad de nuestro
mundo. Amaba a Dios, a los hombres y a la historia. Dios
siempre ocupaba el primer lugar. Y muchas a veces, cuando el
padre Francisco se paraba en silencio en alguna calle de Sara-
jevo, la historia ocupaba el lugar de los hombres.
Con devoción y con orgullo, el padre Francisco sentía el
poderoso influjo de la ciudad a la que había consagrado su vi-
da. Era lo que respiraba en cada una de sus calles y callejuelas,
en la conversación con el que se cruzaba en su camino. Sin
lugar a dudas, el padre Francisco había nacido para desempeñar
su ministerio en esta ciudad cosmopolita, entre sus gentes ya
fueran cristianos ortodoxos o católicos, judíos o musulmanes,
serbio o bosnios, albaneses o croatas; para el padre Francisco
ante todo eran hijos de Dios y estaban en el mismo barco que
él.
Al pronto los doloridos pies del padre Francisco le des-
pertaron de su sueño angelical, recordándole que las Misione-
ras de la Caridad le esperaban aquella mañana como de cos-
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tumbre para celebrar la Misa e iniciar de este modo su queha-


cer diario.
En su vuelta a la realidad al Padre Francisco, le pareció
observar un matiz de preocupación en el rostro de los sarajevo-
litanos. A la actividad y bullicio habitual se había sumado un
aire de inseguridad, perceptible en el modo con el que las gen-
tes leían los periódicos, volviendo las hojas con inusitada an-
siedad y los pasaban de mano en mano.
Aquella inquietud era debida a la creciente hostilidad de
los serbios residentes en Bosnia-Herzegovina contra el resto de
la población mayoritariamente musulmana, ya que sobre la
memoria colectiva sobre volaba la guerra que se libraba en la
vecina Croacia entre serbios residentes en ella y croatas mayo-
ritariamente católicos. Guerra en la que era cuestión de tiempo
el que se viera implicada Bosnia.
Los periódicos de aquel día, abrían sus portadas con la
noticia de los enfrentamientos entre musulmanes y serbios, que
ya habían tenido lugar en algunas regiones rurales del país; así
como la intención de los líderes del movimiento panserbio de
autoproclamar una República Serbia de Bosnia. Las incendia-
rias palabras del líder de los serbobosnios, transmitidas clan-
destinamente por la radio la noche anterior con toda su grandi-
locuencia megalómana resultaban pertinazmente ridículas:
“¡Serbios de Yugoslavia... escuchad! ¡La hora marcada por
el destino para la Gran Serbia se anuncia en el cielo de
nuestra amada madre patria...! ¡Se ha iniciado ya en Bosnia
la guerra por la liberación del pueblo serbio...!”
Bien diferente había sonado a los oídos de los bos-
nios la voz del alcalde de Sarajevo Danilo Ilich, pidiendo
calma a la población a la vez que les aseguraba que todo
iría bien. Su mensaje fue breve. Podrían sobrevenir mo-
mentos difíciles, pero con la ayuda de Dios se mantendría
incólume la fortaleza bosniaca, aquella que en el pasado
hizo que ni turcos, ni austriacos tuvieran nunca totalmente
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controlada la región a pesar de estar incluida en sus bastos


imperios. “Por ello pido a todos... que busquen humilde-
mente la ayuda de Dios, cualesquiera que sean, y luego,
confiando en Él, cumplan valerosamente con su deber.”
Los sarajevolitanos, sabían que su alcalde era un
cristiano católico piadoso. Y ahora se dirigía a su pueblo
como un héroe piadoso dispuesto a la resistencia. Era un
hombre de esos que mueren con las botas puestas.
Después de aquello los habitantes de la ciudad de
Sarajevo y sus arrabales, hicieron exactamente lo que les
pedía. Al caer la noche comenzó el toque de queda y las
milicias de voluntarios comenzaron a patrullar la ciudad
velando por la seguridad de los bosnios-herzegovinos, fue-
re cual fuere su raza o religión; al tiempo que en los hoga-
res las mujeres bajaron las cortinas y se redujeron las luces
al mínimo. Mientras la policía bosnia permanecía en alerta.
Varios miles de personas esa noche se concentraron
en las diferentes Iglesias y Mezquitas de la ciudad, con la
esperanza de que los recintos sacros serían respetados en
caso de que los serbios residentes en Bosnia decidieran
emprenderla con los bosnios ya fueran judíos, musulmanes
o católicos. El resto de la gente cerró sus ventanas, atrancó
las puertas y se quedó aguardando acontecimientos. El
enemigo podía estar más cerca de lo que se podía imaginar.
Parecía evidente que en aquel momento podía em-
pezar a caer bombas lanzadas por las milicias paramilitares
que el ejército de la ex-Yugoslavia, había armado hasta los
dientes en los meses previos a la crisis nacionalista. Sin
embargo, nada había sucedido a lo largo del día, ni durante
la noche, ni siquiera al amanecer con los primeros movi-
mientos de hombres y mujeres dirigiéndose a sus trabajos.
Tampoco lo estaba pasando ahora, y ya hacía casi veinti-
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cuatro horas que el parlamento bosnio había decretado el


estado de guerra. ¿Qué podía significar aquel tenso silen-
cio? La pregunta se reflejaba en cada rostro. A veces, al
pasar el padre Francisco, le preguntaban. Era un sacerdote,
él provenía de otra forma de pensar, había estudiado; sin
lugar a dudas los sarajevolitanos más humildes pensaban
que él tenía que saber lo que podía pasar.
El padre Francisco suspiró, mientras trepaba por el
último tramo de la larga escalinata que conducía hacia el
hogar de las Misioneras de la Caridad. Aquel día de co-
mienzos ese verano hacía un calor algo inusual en la ciu-
dad de Sarajevo, que se caracteriza por que sus termóme-
tros llegan en invierno a marcar más de una decena de gra-
dos por debajo del cero. Pero este día hacía un calor sofo-
cante, como si el fuego de la guerra que se avecinaba deja-
rá ya escapar todo su arrasador calor; y los cuarenta años
que ya cumplía, así como la dureza de una vida privada de
cualquier tipo de comodidad, habían dejado su mella en la
fortaleza del padre Francisco. Le hubiese gustado ser más
alto y más delgado. Pero Dios le había dado una comple-
xión gruesa y baja, fuerte como la de un campesino, pero
de torpes y lentos movimientos.
- ¿Qué he hecho yo para tener por hijo un jornalero?- Solía
preguntarse su madre con frecuencia, la augusta dama per-
tenecía a la alta sociedad sevillana, lo que no le restaba una
cariñosa preocupación que sentía por su hijo, como todas
las madres.
El padre Francisco podía, en sus íntimos pensa-
mientos resumir la respuesta a aquella pregunta: soy un
sacerdote pequeño, sencillo y torpe, que tiene fe, y nada
más que fe, en lugar de clase y porte. Y siempre seré así.
La noble familia de los marqueses de Sandoval a la que
18

pertenecía, había engendrado su último obispo, el cual lle-


gó a ser cardenal en el pontificado de Gregorio XVI, de lo
cual hacía ya más de ciento cincuenta años.

MIENTRÁS construían su pequeña iglesia, el padre


Francisco, estaba viviendo con las Misioneras de la Cari-
dad, a cuya rama masculina pertenecía. Aunque en esta
ocasión no había pasado la noche en su hogar, sino en el
Hospital Central de Sarajevo, junto a la cabecera de un
mendigo moribundo, abandonado por todos. Después de
haberle ayudado a bien morir, se dirigía con el paso todo lo
apresurado que la enorme escalinata permitía a celebrar su
primera misa del día con las Misioneras de la Madre Tere-
sa de Calcuta. Cuando era niño, en la ciudad de Cádiz,
donde el padre Francisco pasó gran parte de su infancia al
ser su padre el gobernador militar de esa ciudad; la llama-
ban la misa de los pescadores, porque los que a ella acu-
dían estaban de rodillas a las cuatro y media y pescando a
las cinco. Tras haber roto su ayuno matutino con café y pan
duro, recorrió la distancia que separa la casa de las Misio-
neras de la Caridad del lugar donde se estaba levantando su
parroquia. El padre Francisco iba allí todas las mañanas; e
incluso a veces se ponía a trabajar con los albañiles, car-
gando piedras sobre sus anchos hombres o midiendo con
sus pasos el largo de una pared. Pero aquella mañana, llena
de amenazas, el lugar estaba desierto; ni siquiera Ilich, el
fiel capataz de la obra, había ido aquel día a trabajar.
El padre Francisco contempló los gruesos muros,
los arcos del techo y la pequeña cúpula, que cerraba el cru-
cero de su iglesia, ya casi terminada; el lugar donde se al-
zaría el altar, donde él mismo, no dentro de mucho tiempo
19

celebraría el misterio de la muerte y resurrección de Nues-


tro Señor. Tal vez en aquella misma fecha el año próximo,
en la festividad del Santo... Rezó, como era habitual en él,
cada vez que visitaba las obras de su futura iglesia, una
plegaria a San Bernabé, el santo solitario y abandonado en
el que siempre había centrado su devoción; para que bendi-
jese desde el cielo las labores de construcción.
Dos horas más tarde, estaba en mitad de los subur-
bios de la ciudad de Sarajevo. Con guerra o sin ella, iba a
visitar y llevar el sacramento de la comunión a algunos
enfermos e impedidos, con los que había tenido algún en-
cuentro en su azarosa vida; tal y como lo había hecho una
vez al mes desde su llegada a esta ciudad, y después desa-
yunaría con su gran amigo el obispo auxiliar, monseñor
Potiorek.
De pronto observó que algo le obstruía el camino, y
como una sombra gigantesca le tapaba el sol. Una voz
brusca y titubeante le saludó.
- ¡Buenos días! ¡Feliz fiesta!- Era el hombre al que el padre
Francisco había estado esperando en su Iglesia: su gigan-
tesco futuro sacristán, Stoian Protich.
Aunque ya no se asustaba del aspecto de Stoian, al
padre Francisco su figura nunca le pasaba desapercibida.
Ni él mismo, con sus botas de más de un centímetro de
suela, pasaba de uno ochenta. Stoian Protich debía fácil-
mente medir más dos metros.
Este era un gigante de una personalidad muy sim-
ple, de corta inteligencia y escasa imaginación. Si se le
encomendaba una tarea muy concreta, era capaz de reali-
zarla a la perfección; pero si no se le explicaba bien, a me-
nudo podía quedarse atascado a la mitad de la tarea.
- ¿Dónde has estado, Stoian?- preguntó el padre Francisco.
20

El gigantón de Stoian Protich, se concentró en la


pregunta que el sacerdote le dirigía, y por fin contesto lenta
pero ininterrumpidamente:
- Tuve que ir a Jablanica a ver a mi madre. Volví esta ma-
ñana en el autobús.- Bajó la vista hacia la figura del padre
Francisco y con una voz humilde, tras la que se escondía
un débil intento por agradar a su interlocutor, Stoian Pro-
tich, le dijo-: Sabía que iba a encontrarle a usted aquí.
- ¿Cómo está tu madre, Stoian?
Pero mientras le hacía la pregunta, el padre Francis-
co ya sabía la respuesta. La anciana señora Protich, no es-
taría bien. Para empezar no le gustaba la mujer que Stoian
había escogido por esposa. El que su hijo, se hubiera casa-
do con una mujer perteneciente a una familia musulmana,
era considerado por ella, una católica tradicionalista, como
una mancha en el honor de su familia.
Para empeorar las relaciones entre Stoian y su ma-
dre, este había decidido vivir y trabajar en Sarajevo. Según
la costumbre, un hijo que vive lejos de la casa paterna debe
visitar a sus progenitores, junto con su mujer, al menos dos
o tres veces al mes; pero la esposa de Stoian siempre se
quedaba en Sarajevo con su propia madre.
El pobre de Stoian, atrapado en tal ratonera desde
hacía treinta años, había llegado a temer la llegada de cada
sábado y cada domingo. Todo lo que hacía se juzgaba
siempre mal, tanto para su mujer como para su madre. Y
para colmo de sus males su mujer era infecunda. Stoian
contestó:
- Mi madre no está bien, Padre. A veces ni siquiera puede
coger agua del grifo. Quiere que vuelva a casa con ella.
El padre Francisco se encontró formulando la res-
puesta convencional, tal como lo había hecho ya más de un
21

cientos de veces: el deber de Stoian era primero para con


su mujer, y después para con su madre. Estaba a punto de
añadir que en el primer día de la guerra había problemas
más importantes cuando el mismo Stoian tocó el tema.
- Mi madre está también preocupada por si estalla una gue-
rra entre serbios y bosnios. No lo comprende. – El rostro
impasible del gigantón mostraba duda y confusión-. Yo
tampoco lo comprendo, padre Francisco. ¿Qué va a pasar?
- No lo sabemos. Se ha declarado el estado de guerra y los
enfrentamientos comenzarán pronto. Debemos de estar
preparados, y debemos rezar mucho por la libertad de
nuestro pueblo.- En su corazón de sacerdote, el padre Fran-
cisco se conmovió ante la mirada angustiada de Stoian;
pues a pesar de no haber nacido en Bosnia, en muy poco
tiempo había llegado a pensar y sentir como los bosnios a
los que había consagrado su vida y su ministerio. –Habrá
trabajo que hacer. Cuando llegue el momento te diré exac-
tamente –con verdadera esperanza repitió la última pala-
bra- exactamente cómo hay que hacerlo.
- Gracias. –El simple ceño de Stoian se despejó.
- Vuelve a la iglesia –mandó el padre Francisco- y ayuda a
los albañiles. Yo iré, más tarde cuando termine con la visi-
ta a los enfermos.
- Sí, padre.
El gigante se despidió con un movimiento de su
enorme mano y los dos hombres se separaron. Stoian bajó
la cuesta balanceándose torpemente, y el padre Francisco
prosiguió su camino.
Poco tiempo después estaba en el corazón de los
suburbios de Sarajevo, donde ningún turista se atrevía a
poner el pie, desde que el desmoronamiento de los sistemas
comunistas en la Europa del Este, había convertido al his-
22

tórico barrio de Vidovdan en un territorio donde reinaba la


ley de las mafias. Pero a pesar de este poco atrayente pano-
rama turístico, el padre Francisco se movía a sus anchas
por las estrechas callejuelas, entrando y saliendo de tal o
cual casa; sin que nadie se interpusiera en su camino; lo
cierto era que el cleryman que siempre llevaba en esta zona
la ciudad le servía de salvoconducto. En el fondo todos los
que le conocían sabían sobradamente que el padre Francis-
co estaba allí para ayudarles, serviles y nunca para traicio-
narlos.
Cuando el padre Francisco se dirigía a realizar su
última visita se oyeron una serie de explosiones seguidas
las sirenas de los bomberos, a la vez que hacia el cielo
azul, que aquel día cubría la ciudad, comenzaron a ascen-
der varias columnas de espeso humo negro; lo que sin duda
anunciaba que el terrorismo serbio había comenzado a ac-
tuar en diversos puntos de la ciudad.
Nunca ya sería capaz de olvidar aquel momento ni
la terrible congoja que en su ánimo produjo el sonido de la
primera de las explosiones, pues sabía muy bien que aque-
lla explosión significaba él inició de las hostilidades entre
los bosnio-herzegovinos y los servios, como había ocurrido
un par de años antes en la vecina Croacia. Aunque en los
meses sucesivos iba a escuchar miles de esas explosiones,
que prometían o garantizaban la destrucción total de aque-
llo que no fuera proservio, fue aquella primera la que él
recordaría para el resto de su vida. Casi inmediatamente un
nuevo ruido y más terrible aún llenó el ya enrarecido aire
de Sarajevo: una serie de detonaciones que anunciaban la
explosión de no se sabe bien cuantas nuevas bombas.
Las gentes comenzaron a correr por las calles mien-
tras el padre Francisco se quedó inmóvil en medio del as-
23

falto sin saber muy bien qué hacer. Tenían instrucciones


del alcalde de la ciudad Danilo Ilich, de buscar refugio a la
menor señal de peligro; pero un sacerdote extranjero, que
había ido a entregar su vida por aquellas gentes, ¿no debe-
ría permanecer vigilante? Miró hacia el cielo en busca de
una respuesta, que podía ocultarse bajo aquel azul inocen-
te. Entonces vio las enormes columnas de humo negro que
se alzaban al cielo abriéndose paso entre los edificios más
altos de Sarajevo.
Los belicosos servios, con los que había estado
conviviendo en pacífica armonía hasta pocas semanas an-
tes, se habían convertido ahora en el peor enemigo de los
pacíficos campesinos bosnios.
Hasta la última de las piedras retumbó bajo los pies
del padre Francisco con la onda expansiva de la primera de
las explosiones, y siguieron saltando con la sacudida de
cada nueva explosión. Bandadas de pájaros atemorizados
remontaban su vuelo desde los diversos jardines alejándose
hacia campo abierto. Los perros de la ciudad ladraban al
unísono presas del miedo, mientras las gentes corrían des-
pavoridas de un lado para otro, sin saber muy bien lo que
estaba sucediendo en esos momentos.
El padre Francisco miraba hacia abajo a todo lo
largo de la toda la calle Principal, hasta su desembocadura
en la avenida del Mariscal Tito. Entre gritos de pánico, las
gentes se precipitaban fuera de sus casas y luego volvían a
entrar velozmente en ellas para agazaparse y esconderse
debajo de cualquier cosa que pudiera ofrecerles refugio.
El padre Francisco, comenzó de nuevo a caminar
por la calle Principal en dirección a la artería principal que
atravesaba toda la ciudad de Sarajevo, y en cuya zona co-
mercial debían de haberse producido las explosiones más
24

importantes. A medida que avanzaba, comenzó a encon-


trarse con un verdadero mar de gente. De aquella multitud
aterrorizada se escapaba un lamento que él hubiese desea-
do no llegar a escuchar jamás, ni siquiera en el purgatorio;
aunque cuando escogió venir a Bosnia-Herzegovina como
misionero, sabía ya de sobra que la deteriorada situación
política acaecida después de la muerte del Mariscal Tito,
situación en gran medida producida por el nacionalismo y
las ansias expansionistas de los servios en choque frontal
con el nacionalismo croata y sus ansias de independencia
fuera de Yugoslavia; podía degenerar en una guerra sin
cuartel, si los ánimos no amainaban por una y otra parte.
Algunos llevaban consigo lo primero que habían
atinado a coger en medio del pánico: cosas útiles, como
ropa de abrigo o algo para comer, así como cosas absurdas
relojes, cuadros, lámparas de mesa. Todos se dirigían hacia
los túneles del metro. En desuso que unía la ciudad de Sa-
rajevo con la Villa Olímpica. Aquel día aún ignoraban to-
dos que allí pasarían como los primeros cristianos en la
Roma del emperador Nerón, escondidos los próximos tres
años. Es más aún el padre Francisco ignoraba que aquella
sería su primera y única iglesia.
La primera oleada de terrorismo parecía haber ce-
sado, y el cielo volvía a recuperar su color azul limpio e
inocente. Luchando contra la frenética embestida de los
que huían en busca de un refugio más seguro en el campo,
el padre Francisco se abrió camino hasta un lugar donde
había tenido lugar una de las explosiones.
El Hotel Hilton, el más prestigioso de toda la ciu-
dad, aparecía semiderruido a la vista de quienes transitaban
aceleradamente por la avenida. Las gentes daban vueltas
alrededor de las ruinas sorteando toda suerte de cascotes
25

que se hallaban esparcido por la calzada, que como perros


enloquecidos daban aullidos, llorando o mudos presas del
miedo. Un anciano yacía atravesado por una puerta, con
una pierna destrozada; se estaba muriendo a causa de la
hemorragia.
¿Para esto fue crucificado Cristo? El padre Francis-
co se dejo caer de rodillas junto a tan dantesca figura. Justo
en el momento antes de doblar las manos para contener, de
algún modo, el grueso flujo de sangre, miró al cielo. ¿Aca-
so no debía encontrarse allí, además del terror de la muerte
y la destrucción, la misericordia y la ayuda?
Sí que la había. El padre en su mirar al cielo vio el
reflejo del sol, el cielo que momentos antes había sido os-
curecido por el humo de las bombas incendiarias. El padre
Francisco presionaba la pierna del viejo después de haber
improvisado un torniquete con una cuchara y un trozo de
tela rasgada de una cortina.
En torno a ellos deambulan otros hombres, que le-
vantaban nubes de polvo al pisar los escombros de lo que
fue el Hotel Hilton de Sarajevo. Algunas mujeres lloraban,
otras daban consejos a gritos. Una ambulancia que había
subido parte de la calle quedó bloqueada ante una pila de
cascotes.
Cuando volvieron a sonar las sirenas, la gente em-
pezó a gritar. Tendremos que hacerlo mejor, pensó el padre
Francisco al tiempo que llegaba por fin uno de los médicos
que viajaba en la ambulancia, y se dispuso ha atender al
herido, que tan tanta caridad había socorrido Dum Yop.
El sacerdote se levantó con la cabeza mareada y las
manos y su traje negro manchados de sangre y polvo. El
sonido de las sirenas se había extinguido, y ahora, como
una amarga ironía del destino su sonido fue sustituido por
26

el del Avemaría de Lourdes que sonaba en esos momentos


en el carillón de la catedral.
Cuando las agujas del reloj marcaban algo más de
las ocho de la mañana. Algunos de los que estaban en la
calle que arrodillaron al oír las campanas. Se sintió com-
placido como esperaba que Dios lo estuviera, aunque el
móvil de aquellas plegarias fuese el miedo.
Monseñor Liuba Potiorek estaba sentado muy de-
recho, como una flor de largo tallo, en una silla tan tiesa
como su espalda, vestido con su traje talar como corres-
ponde a un hombre de su condición episcopal. A pesar de
toda la magnificencia de su revestimiento episcopal, bajo
los ropajes se escondía un hombre bonachón cuya vocación
había sido ser un cura de pueblo en su Austria natal, pero
los avatares de la vida y sus grandes cualidades para la
diplomacia, lo habían convertido en el obispo auxiliar de la
Diócesis de Sarajevo. Aquella mañana mons. Potiorek en
una sala del palacio arzobispal de altos techos y silenciosa
penumbra, a pesar de los grandes ventanales cubiertos por
pesados cortinajes de terciopelo rojo, que se abrían en sus
gruesas paredes cubiertas de tapices con motivos bíblicos;
todo esto no era más que el marco adecuado para su augus-
to ocupante.
El rostro de mons. Potiorek a pesar de dureza de sus fac-
ciones marcadas por las vicisitudes pasadas en sus setenta
y tres años de vida; se mostraba aquella mañana de lleno de
inquietud, ya no tanto por la inminencia de la guerra sino
por la tardanza del padre Francisco. Aunque él era un
hombre que decía que aún en privado los rostros deben
comportarse como las personas: con buenos modos, segu-
ridad y control absoluto.
27

PERO AQUEL día mons. Liuba Potiorek no podía


disimular sus pensamientos. Su amigo y más fiel consejero,
se retrasaba ya más de hora y media. Desde hacía ya más
de veinte años el café, en el arzobispado, se servía pun-
tualmente a las siete y cuarto de la mañana, y era muy ex-
traño que padre Francisco hiciese esperar tanto a mons.
Potiorek sin excusar su tardanza. Especial aquella mañana
en que las gruesas paredes del palacio arzobispal habían
sido removidas por la cercanía de las explosiones.
En la mente de mons. Potiorek surgía constante-
mente la idea de que le podía haber ocurrido algo durante
la oleada de explosiones. Aquella mañana monseñor sentía
que la Iglesia y sus hombres en Bosnia-Herzegovina eran
vulnerables; lo que para mons. Potiorek significaba algo
nuevo y tal vez muy desagradable.
Al cabo de un rato sonó un timbre en él que el bo-
nachón de mons. Potiorek, reconoció inmediatamente el
sonido del llamador de la puerta lateral del palacio, la cual
daba acceso al patio interior y por la cual entraban las per-
sonas cercanas a los habitantes de tan suntuosa residencia.
Este era el timbre que durante gran parte de la mañana ha-
bía estado deseando oír.
Con un ímpetu poco común en él, se levantó y se
acercó a hacía una ventana que daba hacía el patio interior.
El portero cruzó rápidamente el patio cubriendo en un par
de zancadas el espacio que separa la entrada principal de la
lateral, y abrió la puerta metálica con demasiado ímpetu, de
modo que resultó un ruido innecesariamente fuerte.
La negra figura del padre Francisco contrastó con
los colores verdes y amarillos de las plantas y flores del
patio, que eran resaltados más de lo habitual por el reflejo
28

de la luz del sol. Cuando Dum Yop entró por fin en la sala
donde espera mons. Potiorek, este esperaba plácidamente
sentado en el mismo sillón en el que antes le asaltaban in-
tranquilos pensamientos.
- Buenos días, monseñor. – Al mismo tiempo que besaba el
anillo de mons. Potiorek-. Siento haberme retrasado. Ni
siquiera tuve oportunidad de mandarle recado monseñor.
- ¿Qué le retuvo, padre Francisco?
El sacerdote, más complacido que sorprendido,
exclamó:
- Monseñor tuvo usted que oír las explosiones. Yo estaba
terriblemente preocupado, tenía miedo de que también aquí
hubieran colocado alguna bomba.
- Las explosiones- repitió monseñor, como podría hacer
hecho algún comentario sobre el calor-. ¿Quiere decir que
le resultó difícil llegar a tiempo por culpa de las explosio-
nes? ¿No podía haber cogido un taxi o haber enviado un
recado?- Mons. Potiorek miró el gran reloj de pie que había
apoyado contra la pared-. Son casi las ocho y media... ¡El
café se habrá enfriado!
El padre Francisco perdonó la aparente frialdad de
mons. Potiorek. El septuagenario obispo solamente quería
aparentar que aquel era un día como otro cualquiera; pues
en su mente aún afloraban con gran nitidez las imágenes de
la II Guerra Mundial que él vivió de niño. Al padre Fran-
cisco no le cabía duda de que su superior había estado
preocupado por él toda la mañana. El cura sonrió y, miran-
do los vivaces ojos de mons. Potiorek, dijo:
- Lamento de veras haberle hecho esperar.
- Tiene traje nuevo –observo el obispo-. Me imagino que
no habrá pensado también en otro par de botas.
- El traje era lo único que necesitaba.
29

Los interrumpió la llegada del café. Un sirviente


sostenía en alto una bandeja plateada, con una cafetera de
loza con delicadas curvas. Un segundo sirviente, que venía
tras el primero, llevaba otra bandeja con las tazas también
de loza, a juego con la cafetera. Los dos criados dejaron
ambas bandejas sobre una mesa y salieron de la estancia
tras sus pasos. Acto seguido mons. Potiorek sirvió el café.
El padre Francisco probó un sorbo del café que
mons. Potiorek, le había servido, que no estaba en absoluto
estropeado, sino recién hecho como de costumbre con gra-
nos de café de Colombia molidos en el momento en que
sonaba el timbre de la puerta.
- Debería de estar en el piso de abajo, monseñor, es mucho
más seguro –le aconsejo del Dum Yop-. Es mucho más
seguro.- Alguien podría arrojar una bomba por una de estas
ventanas.
- Sería original –respondió el obispo- Sería el primer obis-
po que tiene sus habitaciones en la cancillería del arzobis-
pado. No se preocupe usted, nadie se atreverá a atentar
contra la Iglesia a la que nosotros representamos.- Dijo
mons. Potiorek, en un tono de voz que sonaba mucho más
cordial y afable.
- Monseñor, el peligro existe realmente, también para no-
sotros. Nuestra Iglesia también puede ser objeto de las iras
de los servios. Nosotros para ellos somos una Iglesia ex-
tranjera, que representa al poder de la Europa Occidental
que durante siglos ha querido subyugarles; incluso usted
monseñor, es austriaco y eso puede ser algo que ellos no
perdonen.
El obispo auxiliar de Sarajevo, observaba la cara
del sacerdote con el mismo interés que escuchaba sus pala-
bras.
30

- ¿Ha habido muchos daños, padre Francisco?


- Me temo que sí monseñor. Ya hay varios muertos.
El obispo suspiró, a la vez que alzaba la vista hacia
el techo de la sala.
- Está bien. Voy a ver donde puedo instalarme. Creo que en
los próximos meses le seré más útil a la Iglesia vivo. Su-
pongo que los hermanos sacerdotes ortodoxos de Bosnia,
estarán satisfechos.
Aunque los posicionamientos nacionalista de la
Iglesia Ortodoxa de Bosnia-Herzegovina a favor de Servia,
del patriarca de su Iglesia autocéfala dependen. Había en-
turbiado desde hacia más de un año, el clima de diálogo
entre las tres religiones mayoritarias de la antigua república
yugoslava. El padre Francisco y mons. Potiorek habían
aceptado y convivido siempre las inclinaciones en favor de
los servios por parte de los popes ortodoxos. Pero esa ma-
ñana, al hacer la observación, las palabras del obispo sona-
ban con cierto tono de amargura.
- Ya sé que usted los justifica a veces, padre Francisco,
pero esas ideas de servir al que le ofrece el pan, son real-
mente intolerables. ¡Milosevic dice que los ortodoxos y
todos los cristianos de Bosnia son una rama del Patriarcado
Ortodoxo de Servia! ¡Que deberíamos unirnos a ellos, an-
tes de que sea demasiado tarde!
- Pero, monseñor yo cuando los defiendo, me refiero a los
lazos culturales que hay entre ellos. No a las manipulacio-
nes de la política religiosa del señor Milosovic.
- Me refiero a que ellos ya han tomado partido en esta gue-
rra –el obispo hablaba con férrea determinación-. Y lo han
tomado a favor de la gente que quiere borrar Bosnia-
Herzegovina del mapa, e intenta convencer a la gente de
que la unión con Servia y Montenegro es lo mejor para
31

todos.- Se hizo un breve momento de silencio entre el


obispo y el padre Francisco, después del cual continuó ha-
blando mons. Potiorek.- Los bosnios ya sean cristianos o
musulmanes tiene un odio visceral contra todo lo que tenga
que ver con servia.
- En cualquier caso, monseñor no creo que perseveren en
su actitud.- Interpuso el padre Francisco.
- Perseveran, se lo aseguro que perseveraran, aunque los
servios pierdan esta absurda guerra.
-¡Ah, monseñor! –Comenzó a decir el padre Francisco,
dolorido al ver la irritación de mons. Potiorek, y del sin
sentido que se avecinaba. Pero en aquel preciso momento
comenzó una nueva oleada de explosiones por toda la ciu-
dad.
Aislados en el enorme edificio del palacio arzobis-
pal, no podían precisar el lugar de las explosiones, pero la
onda expansiva repercutía allí mismo; en el movimiento de
la agitada araña, que pendía del techo, en la escayola que
caía del techo sobre la alfombra, y en el ruido espantoso de
las explosiones. El obispo lo aguantó todo completamente
inmóvil, mientras que el padre Francisco rezaba. Cuando
cesó el ruido, Dum Yop se santiguó, y se alegró de que
mons. Potiorek hiciera lo mismo. Por un momento se en-
contraron los dos sonriendo el uno frente al otro, como los
niños cuando se aleja una tormenta.
Ya no hablaron más de las diferencias entre católi-
cos y ortodoxos en esta guerra, sino de otros temas: las
obras de su parroquia de San Bernabé, en las afueras de la
ciudad y que a tanta gente venida a la ciudad desde el cam-
po iba a beneficiar; de la capilla de la Misioneras de la Ca-
ridad, donativo de un empresario de la ciudad, dedicado a
Dios y a la memoria de su difunta mujer e hijo.
32

En ese momento el secretario de mons. Potiorek,


abrió la puerta.
- Es el concejal Scholti. Pide disculpas por haber llegado
un poco temprano. Lo he hecho pasar a la biblioteca.
Dígale que suba.- Ordenó el obispo.
El padre Francisco se levantó.
- Bien, debo despedirme. Tengo algunas cosas que hacer
antes de la hora de la comida.
- OH, quédese un poco más. Seguramente que Scholti trae
noticias de lo que ha sucedido hay fuera. ¿Por qué lo evita
siempre?
El padre Francisco sonrió.
- Yo no lo evito. Pero es está siempre tan ocupado, y yo...
estoy siempre tan ocupado.
El padre Francisco antes de marcharse pidió la ben-
dición formal de mons. Potiorek. Él lo bendijo. Pero el
padre Francisco añadió antes de marcharse:
- Y por favor, piense lo de ir pasar una temporada en el
piso de abajo es mucho más seguro.- Dijo el sacerdote en
un tono de voz dulce como si se estuviera dirigiendo a su
padre.
- Se lo prometo, residiré en el piso de abajo mientras dure
esta situación.
El padre Francisco se encaminó hacia las escaleras
escoltado por un miembro del servicio del palacio, como
correspondía a alguien que no era miembro de la curia. Y
con paso muy lento, por el mero placer de saborear el arte
y la majestuosidad de aquel vetusto edificio, se encamino
hacia la puerta, que era lo suficientemente ancha como
para dejar pasar una carroza, como no lo había sido la tole-
rancia de los anteriores habitantes de este majestuoso edifi-
cio, que anteriormente a la I Guerra Mundial fue residencia
33

del gobernador austriaco, y posteriormente residencia del


representante personal del rey Alejandro de Yugoslavia;
edificio que en un acto de generosidad y buena voluntad, el
régimen comunista del mariscal Josip Broz, más conocido
como el Mariscal Tito, había legado a la Iglesia Católica.
El padre Francisco, estaba ya junto a la puerta del
patio, cuando uno de los sirvientes que habitualmente le
atendía, se acercó para saludarlo.
- He oído las explosiones, Dum Yop.- El criado estaba pá-
lido y preocupado-. ¿Cree que estamos en lugar seguro?
- Tan seguro como cualquier otro. Pero he pedido a mons.
Potiorek que se traslade al piso bajo... tal vez a la zona de
los archivos. Lleva allí sillas y una mesa. Incluso una ca-
ma. Hazlo lo más confortable posible para vivir.- El padre
Francisco tocó el hombro del viejo lacayo-. Debemos de
cuidar de él.
- ¡Con mi propia vida! -contestó el viejo y solícito criado,
dando a la frase convencional un tono de realismo y ver-
dad.
Atravesaron juntos el patio. Cuando hubieron lle-
gado junto a la puerta una figura corpulenta surgió de la
pequeña capilla. Con un sentimiento de contrariedad poco
cristiano, el padre Francisco vio que se trataba de Bruno
Scholti.
Reconocía en ella al concejal Scholti; que había
conseguido ser en la vida todo lo que Dum Yop siempre
había detestado; sin sentirse menoscabado por su imponen-
te figura y a pesar de haber sido en tiempos pasados com-
pañeros de Seminario en Roma. Era obvio que los dos no
habían de andar por la misma calle. Mientras el padre
Francisco era un cura de pequeña y tosca figura, Scholti era
34

alto, elegante y una gran seguridad en sí mismo se des-


prendía de su voz y de su porte.
- ¡Francisco! –El concejal Scholti le hizo un saludo princi-
pesco, que tanto detestaba Dum Yop- ¡Cuánto me alegro
de verte! ¿Cómo van las cosas? ¡Estoy muy preocupado
por lo que pueda suceder!
- Por San Bernabé, las cosas marchan sobre lo previsto –
respondió el padre Francisco y acto seguido interpuso- Te
agradezco que hayas venido en un día como éste a ven a
mons. Potiorek, está muy preocupado.
Bruno Scholti alzó los ojos y las manos hacia el cielo.
- ¡El peor día de nuestra vida! ¡Tres oleadas de explosiones
hasta el momento y aún no son las nueve de la mañana! –
Por supuesto, Scholti estaba al tanto de todas las noticias
que corrían por la ciudad y todavía más-. El terrorismo
servio había sido más dañino en la zona del muelle del Ap-
pel y en el distrito financiero de Sarajevo. Si esto continúa,
van ha imponer el toque de queda. ¿Vas a ir a almorzar con
las Misioneras de la Caridad?
- Sí.
- Espero que se encuentren bien.
- ¿A qué te refieres con eso de bien? –El padre Francisco
había percibido algo especial en el tono de su interlocutor.
Scholti dejó traslucir la más comprensiva de sus
sonrisas.
- Francisco, ambos sabemos que en esos últimos meses las
Misioneras de la Caridad se han hecho notar por su cre-
ciente ayuda a las comunidades judía y musulmana. La
policía ya ha detenido a varias personas que disponían a
lanzar bombas incendiarias contra su albergue. En estos
tiempos que corren nunca se es lo bastante prudente.
35

El padre Francisco estaba a punto de asentir con la


cabeza, y de ese modo dar por terminada la conversación,
que le estaba incomodando; cuando de pronto pensó: Este
embaucador, este farsante, lo tengo atravesado en la gar-
ganta. Se sorprendió de su propio tono intencionado al pre-
guntar:
- Y tú, ¿estarás bien? – Scholti le miró con asombro.
- ¡Mi querido Dum Yop! ¿Qué es lo que quieres decir?
- Te lo diré. Te he oído muchas veces estar de acuerdo con
los servios. Una vez dijiste –trató de recordar literalmente
la frase-: “Le perdonaría cualquier cosa a los servios, tan
sólo por la conciencia de pueblo que han mostrado a tra-
vés de los siglos”. - Vio como la cara de Scholti por mo-
mento destello algo que bien podía ser odio, pero persistió-
. ¿Aún admiras a los servios, después de esta mañana?
Pero Dum Yop –dijo el concejal Scholti recobrando
fácilmente su buen humor-, ¡no es digno de ti ser tan injus-
to! Has tomado aisladamente unas pocas palabras que dijo
por casualidad. Pero solamente estaba hablando de historia.
–Miró su reloj, y añadió-: Bueno, como sabes me esperan.
Adiós, Francisco. Trata de no preocuparte demasiado. Y
por favor saluda a las hermanas de mi parte.

DESDE LA principal arteria de entrada de Sarajevo


hasta la ciudad de Mostar, a lo largo de la cadena montaño-
sa de Bjelasnica, había una distancia de más de cien kiló-
metros, y era una camino con frecuentes subidas y bajadas,
un camino que ofrecía lugares propicios para que las mili-
cias servias se lanzasen a la emboscada contra los que por
allí transitan. El padre Francisco pensó que conducir por
aquel lugar inseguro era en cierto modo oportuno, como un
descenso a la humildad después del orgullo mostrado du-
36

rante su conversación con Scholti, y dejar la comida con


las Misioneras de la Caridad para el día siguiente.
Dum Yop, no caminaba sólo. El éxodo de gentes de
la ciudad que huían hacia el campo en busca de lugares
más seguros, después de la oleada de atentados terroristas
que habían sacudido a Sarajevo esa mañana, se encontraba
en su máximo apogeo. Bajo un sol ardiente, ahogados por
el polvo que ellos mismos levantaban, escoltados por nubes
de moscas, los refugiados bajaban las cuestas dando tum-
bos, cargados con las pocas pertenencias que en su arreba-
tada huída habían tomado consigo. Lloraban. Imploraban a
sus diferentes Dioses, no con humildad y amor, sino con
rabia, odio y resentimiento hacia él hasta hace poco vecino
y amigo servio. Al padre Francisco le pareció ver incluso
miradas de sospecha y desconfianza dirigidas a él, como si
su ropa clerical y su condición de extranjero lo convirtiera
en un agente de los servios.
Se fijó en una mujer desarrapada que caminaba
junto al coche que le habían prestado las Misioneras de la
Caridad, iba acompañada por cinco niños igualmente hara-
pientos y chillones. La mujer empujaba un cochecito de
niño en el que se apilaban mantas viejas, hogazas de pan,
latas de aceite y ropa interior mugrienta. Por debajo un
delgado colchón asomaba el sexto hijo, con ojos enormes y
asustados y la cara del mismo color que el pan. De pronto,
uno de los niños tropezó delante del cochecito, que volcó,
desparramando por el suelo su variada carga. La gente se-
guía pasando al lado, apática e indiferente.
El padre Francisco, detuvo la marcha del automóvil
que conducía y se presto a ayudar a la mujer a enderezar el
cochecito. Luego preguntó:
- ¿Está sola? ¿Dónde está su marido?
37

La mujer señaló hacia abajo y respondió:


- Con el resto de los niños.
- ¿Cuántos niños tiene?
- Dieciséis. –Miró el alzacuello del padre Francisco y luego
añadió en un tono terriblemente áspero-: ¡Gracias a Dios y
a la virgen María!
Eran simplemente las palabras que se empleaban entre los
católicos de Bosnia-Herzegovina para anunciar casi todos
los nacimientos: Deo Gratias et Mariae. Pero a causa del
tono de la mujer, aquello fue lo más chocante que había
oído Dum Yop en aquel día lleno de sorpresas.
Sintió casi un alivio cuando en la lejanía se oyeron
de nuevo cuatro nuevas explosiones, en cuatro puntos
equidistantes en la ciudad.
El padre Francisco estaba pensando que debería
hacer cuando pasó un hombre en bicicleta y con un casco
en la cabeza gritando:
- ¡Apartaros de la calle! ¡Poneros a cubierto! –Acto segui-
do comenzaron a caer sobre la columna de gentes que
abandonaban la ciudad proyectiles que procedentes de las
montañas eran disparados por la artillería de las milicias
proservias.
La puerta más próxima era la entrada de una taber-
na de carretera. Dentro estaba ya casi lleno de hombres
medio borrachos y mujeres recostadas contra las paredes.
Hacia falta tener un estómago muy fuerte para soportar el
olor a humo, sudor y vino barato.
Aquel ambiente de degradación avergonzó profun-
damente a Dum Yop... pero entonces recordó que esa ma-
ñana había sido bombardeada por la artillería servia la ve-
cina ciudad de Jablanica. Y aquellas gentes estaban reco-
brando su valor del único modo que sabían hacerlo.
38

Se sentó cerca de la entrada y pidió un café. Se oían


pocas conversaciones; la mayoría de los clientes se limita-
ban a beber con los ojos fijos en la pared de enfrente. Sin
embargo, un hombre que estaba próximo a la barra repetía
una y otra vez con voz fuerte y plañidera:
- ¿Quién pidió esta guerra? ¡Me gustaría saber qué tiene
que ver con nosotros! –Luego, tras una retahíla de jura-
mentos añadió-: ¿Para qué combatir a los servios? ¡Yo
opino que hemos de seguir unidos a ellos! Así tendremos
más fuerza.
Un borracho gordo que estaba cerca del padre Fran-
cisco gritó:
-¡Por qué no te callas! De todos modos, no podemos hacer
nada.
Aquella frase, “De todos modos, no podemos hacer
nada” era una huella típica que había dejado primero la
dominación Otomana, posteriormente la Austro-hungara, la
invasión alemana e italiana durante la II Guerra Mundial y
por último los más de cuarenta años de dictadura del Ma-
riscal Tito, entre las clases populares de Bosnia-
Herzegovina. El padre Francisco conocía bien al pueblo al
que había venido a servir. Eran gente reservada, tercos co-
mo mulas, brutalmente obstinados; pero muy valientes ante
las adversidades, que por lo general preferían adoptar una
postura de erizo, envolviéndose en una capa protectora a la
primera amenaza de peligro. Cientos de veces en la historia
de los Balcanes los bosnios encogieron la cabeza, encaja-
ron los golpes amoldándose a la situación. Sólo unas pocas
veces recurrieron a la fuerza en defensa propia. Y entonces
demostraron ser fuertes y muy valerosos; y esta sería una
de esas ocasiones.
39

Un vendedor ambulante, que apareció en la puerta


gritando, interrumpió sus pensamientos.
- ¡Eh! ¡Venid a ver esto! ¡Allá arriba hay un combate!
Un combate... El padre Francisco recordó las cróni-
cas que había leído sobre los combates de la II Guerra
Mundial y la Guerra Civil Española. Salió fuera, aún sa-
biendo que hacía un disparate y violaba las más elementa-
les normas de seguridad establecida. Pero la tentación de
ver un combate era mayor que el interés por su integridad
física.
Durante unos breves momentos la fuerte luz del sol,
después de la espesa penumbra de la taberna, hacía difícil
la visibilidad. Luego logró discernir al menos parte del
espectáculo, pues la batalla se estaba librando a varios ki-
lómetros de distancia. Y lo único que realmente podía ver-
se eran las columnas de humo provocadas por las explosio-
nes de las bombas y granadas.
El vendedor ambulante bailaba auténticamente
mientras gritaba:
- ¡Los bosnios ganaran la batalla! ¿No oís como suenan sus
balas?
Pero lo único que era realmente evidente para el
padre Francisco era que algunos jóvenes valientes estaban
ahora entrando en la eternidad. Rezó por ellos mientras un
montón de gente a su alrededor reía y daba vivas por la
matanza, con la creencia y la fe puesta en la victoria de las
milicias bosnias. Entonces, bastante cerca de ellos, sonó
una terrible explosión al tiempo que un obús caía en picado
desde el cielo. Tras el estallido, la marabunta humana vol-
vió a entrar precipitadamente en la taberna.
El borracho gordo que estaba al lado del padre
Francisco volvió a su monótona monserga con el mismo
40

tema de antes, la inutilidad de una guerra como aquella. El


cura estaba sentado en silencio con las manos dobladas.
Sabía que debería rezar, pero en su cabeza se estaba fra-
guando algo muy diferente. No sabía qué era: tal vez una
chispa de inconformismo, un destello de rebelión... sólo
eso.
Cuando se percibió que la escaramuza entre las
milicias bosnias y las pro-serbias había finalizado, el padre
Francisco salió de la taberna con una sensación de alivio y
comenzó a andar hacia el automóvil que conducía.
Ante lo peligroso que se tornaba su propósito de
viajar a Mostar, al igual que viajar por el interior de Bos-
nia-Herzegovina, hizo un giro de ciento ochenta grados en
su camino, y emprendió la ruta de regreso a Sarajevo. A su
vuelta a Sarajevo se dirigió a casa de unos amigos: el em-
presario francés de ascendencia inglesa, Luis Debricat y su
esposa italiana Giovanna.

LOUIS DEDRICAT y Giovanna, junto con sus dos


hijos, un perro y cuatro criadas, vivían en una de las villas
más antiguas y señoriales de las afueras de Sarajevo.
La mansión de tres pisos, con su pórtico de colum-
nas, daba la impresión de ser como en realidad era: sólida,
elegante, sofisticada y cara. Exactamente el tipo de casa
que tiempos atrás había soñado el joven economista Luis
Debricat. Y que con la ayuda del dinero de la aristocrática
familia de su esposa, que había logrado obtener antes de lo
previsto. Al padre Francisco la casa de los Debricat siem-
pre le producía el mismo efecto. Aunque era bonita y esta-
ba decorada con buen gusto, y en ella todo funcionaba a la
41

perfección, le resultaba fría y distante, como si estuviera en


un mundo al que él no pertenecía.
La más joven de las criadas, rompió a llorar al
abrirle la puerta.
- ¡OH Dum Yop! ¡Qué cosas más horribles están sucedien-
do! ¿Qué es lo que va a pasar?
- Debes ser valiente. Esta casa es fuerte. Aquí estáis todos
seguros.
- ¡Pero mi familia! Dicen que están habiendo matanzas de
musulmanes. Y mi familia vive en una granja en el campo.
- Ya lo sé. –El padre Francisco la tocó en el hombro-. Pero
no te preocupes a ellos no les pasará nada. ¡Te diré lo que
voy a hacer! Esta tarde me acercaré hasta tu casa. Y me
aseguraré que todos están bien, y luego te enviaré un men-
saje.
- Gracias, Dum Yop. – Una amplia sonrisa reemplazó a las
lágrimas de la muchacha.
Se oyó un estruendo de pasos bajando por la escale-
ra. Por fin, como un terremoto, en un remolino de brazos y
piernas, hizo su aparición de costumbre el niño de ojos
claros que era el ahijado del padre Francisco, Hugo Debri-
cat.
Tenía trece años, era alto para su edad, y rubio por
la ascendencia inglesa de su padre; en ese momento jadea-
ba, terriblemente excitado.
- ¡Dum Yop! ¿Me has traído algo?
El padre Francisco, pensó que había olvidado uno
de sus deberes como padrino de aquel muchacho, e intentó
desviar la conversación por otros derroteros.
- Buenos días, Hugo. Es muy peligroso bajar la escalera
como tú lo has hecho.
42

Hugo controló su inusitada curiosidad durante al


menos cinco segundos. Luego volvió a preguntar:
-¿Qué me has traído?
- Pero ¿cómo es que estás aquí y no en el colegio? –
Preguntó el padre Francisco.
- No he ido hoy, por si acaso sucedía algo.- Contestó Hugo
Debricat.
- Pues has hecho una tontería. ¿Qué puede suceder aquí en
el campo? Aquí en esta ciudad estáis todos seguros, esto ya
os lo habrá dicho tu padre.
En ese preciso momento apareció la madre del mu-
chacho, Giovanna Debricat en lo alto de la escalera, y ex-
clamó.
- ¡Dum Yop! ¡Gracias a Dios que estás aquí!
El alivio fue mutuo. Aquella mujer, a la que quería
como a una hermana, era después de Dios y de su madre lo
más importante en su vida. Su amistad había comenzado
cuando el padre Francisco no era nada más que un joven
seminarista estudiante de filosofía en la ciudad de Roma.
El cariño que sentía por ella perduró después de su matri-
monio, que contrajo a los veintidós años haciendo frente a
la oposición de su familia.
El padre Francisco recordaba con gran nitidez el
comentario de la madre de Giovanna cuando se mencionó
por primera vez el nombre de pretendiente de su hija.
“¿Luis Debricat? ¿Un economista? ¡Nunca he oído ese
nombre!”. A aquello siguió una fuerte discusión que derivó
en un noviazgo de cuatro años. Luego la boda en la majes-
tuosa basílica de Santa María la Mayor de Roma, y el ma-
trimonio que se había convertido... en lo que hoy era.
Con el correr de los años los dos habían venido a
coincidir en Bosnia-Herzegovina, él por causa de su sacer-
43

docio, ella a causa de los negocios de su marido. ¿Estaría


Giovanna arrepentida de su tenaz empeño? ¿Sería feliz con
un hombre como aquel? Si ya no estaba enamorada de él,
si se había equivocado, no lo demostraba. Bajando la esca-
lera para recibir a su visitante, se la veía aún esbelta, serena
y hermosa a pesar de sus cuarenta años.
- Buenos días, Dum Yop.- Sonriendo la besó en la mejilla-.
¿Vienes de Sarajevo?
- Sí. Por allí las cosas no están muy bien que digamos, esta
mañana han explotado más de cuarenta bombas, causando
varios muertos.
- ¡Hay Dios mío! –Giovanna se volvió hacia su hijo-. Hu-
go, quiero hablar un momento con Dum Yop. Ve a jugar al
patio.
Pasaron a una sala, donde no podían oírlos, y allí Giovan-
na, como solía hacer siempre, cambió rápidamente de acti-
tud, adoptando un papel de hermana; y el sacerdote, en
hombre, hermano y confidente comprensivo, a la vez.
- Quería hablarte de Gigi – comenzó diciendo Giovanna.
El padre Francisco nunca podía identificar a Luis Debricat
con Gigi; Gigi era el diminutivo de Luigi, y Luigi era Luis
en italiano.
- Ha encajado muy mal el golpe que supone para sus nego-
cios esta guerra. No quiere bajar a comer.
El padre Francisco asintió con la cabeza.
- Lo comprendo. Pero hace mal, Giovanna. No debe ocul-
tarse. ¿Quieres que suba a verle?
- Será mejor que lo hagas después del almuerzo. –
Giovanna suspiró-. Sabía que lo comprenderías. Ahora
vamos a tomar un vermut.
En el patio cubierto donde jugaba Hugo, esperaban
las bebidas. También estaba allí María Debricat, orgullo y
44

tesoro de aquella casa, esperando soñadora los goces del


amor y de la vida que sin duda alcanzaría muy pronto, sino
fuera por aquella absurda guerra.
Con diecisiete años, María Debricat prometía ser
una gran belleza. Era morena, como su madre, y espigada.
Tenía unos ojos grandes y grises, una boca preciosa y una
figura, como un capullo apunto de florecer, que era motivo
de una tímida presunción por su parte.
¿En qué pensaban realmente las muchachas?, Se
preguntaba a veces el padre Francisco cuando miraba a la
hija de sus amigos, a la que trataba como a su propia sobri-
na. ¿En que estaría pensando María cuando salieron al pa-
tio y la interrumpieron? Esperaba el amor, como todas las
jovencitas de su edad. Hoy había peligro, había una guerra.
¿Estaría tal vez soñando con un caballero de brillante ar-
madura que iría a rescatarla, cabalgando o tal vez volando?
El padre Francisco sonrió al saludar y bendecir a
María.
- Buenos días, María.- dijo el padre Francisco a la vez que
la joven y bella María se le dirigía a besarle en la mandíbu-
la. Y mirando de reojo a Hugo añadió con voz muy suave-:
deberíais estar en el sótano con los criados, es mucho más
seguro.
- Dum Yop –dijo Giovanna-, eso lo has inventado tú.
- De acuerdo, pero lo he inventado por poderosísimas ra-
zones. –El padre Francisco bebió un sorbo de su aperitivo-.
No son sólo las bombas de los terroristas servios. Están
también los obuses de las milicias y cuando los cañones
empiezan a hacer fuero puede suceder cualquier cosa.
María preguntó:
- Dum Yop, ¿cuánto durará esto?
- Nadie lo sabe. La última guerra duró más de cinco años.
45

- ¡Cinco años! ¡Tendré veintidós entonces!


- Yo tendré dieciocho –dijo Hugo-. Espero que dure un par
de años más para poder luchar yo también.
En ese preciso instante cuando Giovanna se propo-
nía responder a su hijo, una de las criadas anunció que el
almuerzo estaba listo. Giovanna se levantó y dijo:
- Vuestro padre no va a bajar hoy. Las preocupaciones le
han producido jaqueca. Podemos entrar.
La comida, como de costumbre en aquella casa, fue
excelente. Para empezar, se sirvió un gazpacho helado,
como cada vez que el padre Francisco compartía la mesa
de los Debricat; después se sirvió cazuela de pollo a la
americana, que era el plato favorito de los vástagos de la
casa, y de postre, una acertada combinación de frutas de la
tierra. Sin embargo no fue una comida cómoda. Se notaba
todo el tiempo la presencia de quien faltaba. En los silen-
cios, en las bromas familiares, en la silla vacía. En un día
tan especial, en que todas las familias de Bosnia-
Herzegovina debían de estar unidas, aquel hueco era como
el de una herida.
Después del almuerzo y tan pronto como pudo, el
padre Francisco subió. Nadie contestó cuando llamó a la
puerta; la abrió y entró en la habitación, que, con las per-
sianas echadas, estaba casi a oscuras. No obstante, pudo
distinguir en la oscuridad una figura encogida, acurrucada
en el fondo de un sillón. Una voz dijo:
- De modo que has venido a ver a este condenado.
El tono gutural y gruñón habitual en Luis Debricat tenía
ahora un matiz irónico; él tenía razón, y el resto del mundo
estaba equivocado. Además estaba lo bastante borracho
como para creérselo. A sus pies había dos botellas de
46

whisky, de las cuales una aún conservaba la mitad de su


contenido.
El padre Francisco dijo suavemente:
- Nadie te ha condenado, Luis. Naturalmente, estoy preo-
cupado. Como lo está Giovanna. Pero no debes esconderte
así, eso no soluciona nada.
- ¡No me estoy escondiendo! –La voz se convirtió en un
gruñido-. En el primer día de esta estúpida guerra, prefiero
no ver a nadie. Eso es todo.
- Pero la gente te necesita, eres necesario para tu familia.
Aún eres joven y puedes comenzar de nuevo, tal vez en
Italia.- El padre Francisco avanzó hasta quedar delante del
sillón.
Visto de cerca; Luis Debricat daba pena. Durante
los últimos años había engordado, y no era más que una
caricatura del joven y atractivo economista de veinte años
atrás. Sudaba copiosamente, y le temblaban las manos. Su
camisa desabrochada dejaba ver su pecho cubierto de vello
húmedo. Parecía una cabra peleona y desaliñada.
- No has hecho nada mal, Luis. ¿No es cierto?
Luis Debricat parpadeó, y luego sus ojos brillaron.
-¡No, no echo nada! Pero eso no les importa a los servios,
¿no es así? Ya ha habido arrestos, tanto por un bando como
por el otro. ¡Y todo por culpa de esta estúpida guerra! ¿Qué
tienen que ver los bosnios contra los serbios? Acaso no son
todos eslavos. ¡Pero los políticos de uno y otro lado orde-
nan que odiemos a nuestros vecinos hasta reventar!
- Luis, no querrás una Bosnia-Herzegovina gobernada por
Milosevic o Karazic, ¿verdad?
- Preferiría... -Debricat tomo un copioso trago de whisky-.
No sé lo que preferiría; no podrían seguir los yugoslavos
47

unidos en una misma nación. El desear esto no creo que sé


un delito.
- No creo que hayas pensado bien lo que dices.
- Claro que lo he pensado bien –respondió violentamente
Luis- durante años he trabajado por levantar y hacer com-
petitiva la economía de Yugoslavia; y todo mi trabajo se ha
ido al traste por culpa de esta estúpida guerra. No, no voy a
cambiar de idea ahora sólo porque los croatas, eslovenos y
los bosnios hayan decidido por su cuenta tener cada uno su
propio país. –Dijo esto con lágrimas en los ojos-. ¿Sabes lo
que va a pasar? –dijo entre sollozos-. Las milicias servias o
las bosnias vendrán a buscarme, me meterán en la cárcel.
No me van a permitir ejercer mi profesión. ¡E incluso es
probable que se queden con mis negocios!
El padre Francisco, debatiéndose entre la piedad y
su deber como persona, no estaba seguro de poder ayudar
en aquella ocasión a su amigo, aún haciendo gala de su
mayor compasión. A pesar de su aparente bravuconería,
Luis Debricat estaba en una situación terrible. Esta, tal vez
fuera la primera prueba seria de su vida, que le había sor-
prendido indefenso. Aquel hombre de mundo, seguro de sí
mismo, se había convertido en un animal herido.
Llamaron a la puerta, y se oyó la voz de Giovanna:
- ¿Gigi? ¿Dum Yop? No quiero interrumpir, pero Stoian
está aquí. Ha debido de pasar algo terrible. Ha estado llo-
rando.
Todo el mundo está llorando hoy, pensó el padre
Francisco al tiempo que cerraba tras de sí la puerta de la
habitación de Luis Debricat. El enorme gigantón que era
Stoian Protich comenzó a llorar cuando se quedó a solas
con el padre Francisco.
48

- Cálmate, tranquilo aquí no te va a pasar nada –repetía una


y otra vez el padre Francisco-. Debes dejar de llorar y con-
tarme qué ha pasado.
Stoian Protich hizo un esfuerzo inmenso para do-
minarse y dijo:
- La iglesia, han incendiado la iglesia. ¡OH, Dios, por qué
tendré yo que decirle esto!
Aquello, fue desde luego, el impacto más fuerte en
la vida del padre Francisco. Sus grandes ambiciones, y sus
humildes esperanzas, se habían centrado desde hacía tiem-
po en la construcción de la que había de ser la parroquia de
San Bernabé. Esa iglesia tenía que haber sido la compensa-
ción de todo a lo que había renunciado en su vida: la espo-
sa y los hijos que nunca tendría; la renuncia a la carrera
que sin lugar a dudas le hubiera llevado al episcopado, y
del que se consideraba inmerecedero; la ilusión de un gran
ministerio entre las gentes más sencillas. ¿Podía ser posible
que ya no hubiese iglesia ni la habría nunca?
- La iglesia ha desaparecido, no queda nada Dum Yop-
volvió a decir Stoian-. No queda nada, se han llevado hasta
las piedras. Lo he visto yo mismo todo, la llenaron de latas
de gasolina y le prendieron fuego, después de saquear y
robar todo lo que podía serles útil. Cuatro años de trabajo...
La gente tiene mucho miedo, Dum Yop. Le necesitan. Les
dije que usted iría. He venido corriendo todo el camino
para avisarle.
Pero, el padre Francisco, profundamente afectado,
quería estar primero a solas.
- Debes volver. Haz todo lo que puedas. Di a la gente que
iré tan pronto como pueda. Esta misma tarde.
El padre Francisco aturdido condujo a su corpulen-
to sacristán hacia la puerta de entrada. Para mala suerte,
49

una tercera persona entro en el vestíbulo en ese momento.


Era la más joven de las criadas.
En cuanto la vio, Stoian se detuvo como paralizado.
Con voz amedrentada dijo:
- Debo hablar otra vez con usted, Dum Yop.
La muchacha sonrió al sacristán y desapareció.
Stoian se llevó la mano a la frente.
- Se trata del padre de esa muchacha, ha muerto esta maña-
na al explotar una bomba en el mercado de ganado. Dicen
que es el primer muerto de esta guerra.
El padre Francisco nunca supo realmente cómo se
las arregló para soportar aquella tarde y la noche que le
sucedió; si hubiese sabido de antemano lo que iba a pasar
tal vez no hubiese podido superarlo.
En medio de su propio dolor por la destrucción ma-
terial de su iglesia, Dum Yop pasó más de una hora conso-
lando a la criada, que estaba destrozada por el dolor causa-
do por la muerte de su padre. Durante todo el tiempo que
estuvo hablando con la muchacha hicieron explosión otra
nueva serie de bombas, que no tenían otro fin que el ate-
morizar a la población de la capital y obligarles a abando-
narla presas del miedo. Cuando hubo seguridad suficiente
el padre Francisco, acompañó a la muchacha en el vehículo
que le habían prestado las Misioneras de la Caridad, hasta
su casa. Las persianas estaban ya cerradas y en el picaporte
de la puerta principal había colocado un crespón negro en
señal de luto.
Tan pronto como pudo, el padre Francisco prosi-
guió su camino, y fue entonces, mientras andaba con difi-
cultad por las calles del centro de la ciudad, cuando le sor-
prendió otra oleada de detonaciones de bombas. Esta vez
dada la proximidad de las explosiones a la zona por el que
50

transitaba se refugió en un viejo almacén casi derruido.


Cinco bombas hicieron explosión en las proximidades del
muelle del Appel; pero el mayor número de ellas hizo ex-
plosión en la villa olímpica, que era precisamente donde se
dirigía el padre Francisco; las bombas iban dirigidas contra
su gente.
Por fin el silencio se volvió a imponer sobre las
explosiones y las sirenas de los coches de bomberos; pero
lejos de aminorar el temor de las gentes no disminuyó. Tras
el calor de los incendios provocados por las explosiones y
el polvo levantado por las mismas venían la sangre y el
clamor de los que habían perdido alguno de los suyos; y el
padre Francisco no tuvo que andar mucho para encontrar-
las. Un poco más adelante, en la misma calle, se había de-
rrumbado un edificio; hombres y mujeres heridos yacían
desparramados como muñecos viejos y ensangrentados; se
oían llantos, lamentos y sollozos por todas partes.
Exhausto y como un autómata, el padre Francisco
vendó heridas, cortó hemorragias y enjugó lágrimas. Tres
veces mojó sus dedos en el pequeño frasco en el que lleva-
ba los santos óleos y esparció delicadamente el bálsamo de
la extremaunción sobre los ojos, los oídos, las fosas nasa-
les, la boca, las manos y los pies de un ser humano destro-
zado.
Al crecer las sombras en el anochecer de aquel pri-
mer día de guerra declarada, padre Francisco sintió la inso-
portable necesidad de regresar al otro lado del río Bosna.
Durante todo el día su propia grey debió de haber estado
sufriendo un castigo espantoso. Y él ni siquiera había visto
su iglesia crucificada...
Danilo Dimitrievich, el viejo barquero que cruzaba
al padre Francisco y a otros pasajeros a la margen izquier-
51

da del Bosna al haber sido dinamitado el puente del Appel,


había tenido ya suficiente de aquella estúpida guerra nada
más que con su primer día. Sentado a los remos de su bar-
ca, refunfuñaba y remaba a la vez.
- Hoy he sacado cuatro cadáveres de las aguas de este río.
¡En este mismo bote! Antes me pagaban cinco dinares por
cada cadáver que traía, pero ahora dice la policía que no
me van a dar nada, porque estamos en guerra y es mi deber
como ciudadano.
El viejo descansó sobre los remos y miró a los pasa-
jeros con sus ojos acatarrados y llenos de menosprecio.
- Deberían pagarme más por estar en guerra, en vez de me-
nos. Deberían pagarme el doble por cruzar con mi barca.
¡Me pueden matar! -La mirada de Dimitrievich se detuvo
al ver el alzacuellos del padre Francisco-. ¿Usted qué cree?
¿Es justo que yo esté sacando cadáveres por nada?
El padre Francisco hubiera preferido ignorar la pre-
gunta, el viejo Danilo Dimitrievich era un reconocido re-
zogón, pero no pudo hacerlo.
- Es deber cristiano él ayudarnos los unos a los otros –
respondió-. Esta no es una situación normal. Deberías
cumplir con tu deber y no pensar en el dinero. El dinero no
devolverá la vida a los muertos.
Pero el humor de Dimitrievich no atendía a razones.
- Eso está muy bien para un cura. Usted no tiene que ga-
narse el pan como yo. He recogido cuatro cadáveres...
Se oyó un murmullo entre los pasajeros, y una voz
gritó:
- ¡Ocúpate de remar y habla menos! ¿Crees que eres el
único que ha tenido hoy un mal día?
- Un momento. –Comenzó a decir Dimitrievich.
Una mujer vieja le interrumpió.
52

- ¿Qué son cuatro cadáveres? –Gruñó-. Yo he visto cuaren-


ta cadáveres tan sólo en la Avenida de Tito. He visto...
De pronto todos hablaban a la vez. Todos tenían sus pro-
pias experiencias de aquel terrible día de guerra.
- Una bomba explotó en el hospital donde mi hermana es-
taba dando a luz...
- Una bomba hizo agujero tan grande en la calle, que el
autobús cayó dentro de él.
- Una gallina a la que le acababan de volar la cabeza de
pronto puso un huevo...
- Yo estaba allí cuando vino volando por los aires un perro
muerto... No me alcanzó por cuestión de centímetros.
El padre Francisco intentaba leer su breviario, pero
las voces, con su carga de miedo, desesperación y mucho
egoísmo, se interponían entre él y las palabras santas.
Aquella gente era como la de la taberna... ¿había sido diez
horas antes, o tal vez fueran seis?, Tan falta de espirituali-
dad, tan sórdida y tan poco digna del momento.
Entonces detrás de él oyó una voz nueva que refle-
jaba una actitud distinta.
- ¡Quieren matarnos! ¡Quieren quitarnos nuestra tierra, la
que fue de nuestros padres! ¡Debemos defendernos! ¡Pe-
rros muertos! ¡Yo les daría perros muertos para desayunar!
Por fin allí había un hombre... El padre Francisco se
volvió y por primera vez desde que montó en la barca, ad-
virtió la presencia de un enano joven, no tendría más de
dieciocho años, sentado en un banco debajo de la proa, con
las piernas atrofiadas balanceándose en el aire. Era un jo-
ven de buen talante, cara cetrina y nariz aguileña, lo que
denotaba una ascendencia árabe. Sonreía a todo lo que le
rodeaba a sus asombrados vecinos del bote, al padre Fran-
cisco, cuya mirada había captado, a Dimitrievich, que en-
53

corvado sobre los remos mientras barca se deslizaba por las


mansas aguas del Bosna, ajena a los desastres que se iban
viendo en ambas orillas: edificios desaparecidos, grúas
derribadas y barcazas destrozadas.
- Mirada a vuestro alrededor. ¡Esto es la guerra! Es algo
que hay que ganar, y no llorar ni huir de ella.- Interpelo de
nuevo la figura deforme enano.
El padre Francisco se sintió irremisiblemente atraí-
do por aquel joven deforme, del que brotaba tanta fe y tan-
ta fuerza. Por fin desembarcaron unos kilómetros río abajo,
y Dum Yop comenzó a andar los últimos pasos de aquel
día, hacía el lugar en el que había estado la iglesia de San
Bernabé, que ya no existía. De repente notó como si al-
guien lo siguiera, al darse la vuelta descubrió que el animo-
so enano le había alcanzado. Como tenía que dar dos pasos
por cada uno del cura, el enano avanzaba en forma irregu-
lar. Corría y saltaba con sus diminutas piernas, sonriendo y
charlando al mismo tiempo. La energía de este joven, al
final de aquel día, fue el mejor tónico que pudo haber teni-
do el padre Francisco.
- Me gustó lo que dijiste en el bote –dijo al enano.
- Gracias, Dum Yop.
- ¿Sabes mi nombre? –Preguntó sorprendido el padre Fran-
cisco.
- He oído mucho su nombre en el albergue de las Misione-
ras de la Caridad. Yo me llamo Nerón, padre. Nerón Cas-
sar. En realidad es la abreviatura de Nazareno: un nombre
italiano pequeño, para un hombre pequeño.
El padre Francisco sonrió al pensar en el enorme
contraste entre el santo nombre del Nazareno y el de Ne-
rón, el cruel emperador romano distinguido por su persecu-
ción de los cristianos y por el incendio de Roma.
54

- ¿Dónde vives, Nerón?


- En las proximidades del albergue que las Misioneras de la
Caridad tienen en lo alto de la ciudad. Soy el carpintero
que les hace las chapuzas. No soy el mejor del mundo, pero
por lo menos sí el mejor del barrio. Soy fuerte porque he
hecho mucho ejercicio físico.
El padre Francisco advirtió que el pequeño cuerpo
era robusto y macizo. Se le marcaban los músculos de los
hombros y los brazos.
- Cualquier tonto que mida un metro ochenta puede conse-
guir un trabajo –siguió diciendo Nerón-, pero con un me-
tro trece, ¡eso sí es un problema! ¿Qué necesita un enano
para ser un buen carpintero? ¡Sólo una escalera más larga!
–Nerón lanzó una carcajada-. También me gustaría tener
una muchacha, pero eso es un poco más difícil. ¿Puede
usted conseguirme una muchacha, Dum Yop?
El padre Francisco volvió a sonreír.
- Tienes que encontrarla tú, Nerón. Estoy seguro de que
puedes. Después yo iré a la boda.
Durante unos segundos la pequeña cara con su gran
nariz ganchuda se ensombreció.
- Pero yo quiero una... yo quiero una muchacha corriente.
¿Comprende usted, padre?
- Entonces encontrarás una muchacha corriente. Nerón. Del
mismo modo que tú solo has encontrado una profesión y
has triunfado en ella.
Habían llegado a un cruce en el centro de la Villa
Olímpica, donde se desarrollaría una escena ya familiar en
aquel fatídico día: edificios en ruinas, gente desesperada y
demás consecuencias de la violencia con la que actuaban
los terroristas proservios. Pero había policías por todas
55

partes, dos ambulancias en funciones y una atmósfera de


control.
- Voy a la izquierda, Dum Yop.
- Entonces adiós, Nerón. Me alegro de que nos hayamos
conocido. Cuídate.
Nerón tomó su camino y comenzó a brincar calle
arriba, como si tuviese prisa por enfrentarse con su próxi-
mo problema. Vaya una seguridad en sí mismo, pensó el
padre Francisco. Era evidente que todo podía ser subsana-
do con la ayuda de Dios y el espíritu voluntarioso del hom-
bre.
Casi inmediatamente hizo explosión una nueva
oleada de bombas. Esta era la que hacía la número nueve y
aún no era media noche; tal vez esa fueran las últimas
bombas que explotaban hoy.
Apenas había tenido tiempo el padre Francisco de
dominar la angustiosa sensación de miedo cuando una
bomba hizo explosión en una esquina próxima, a unos cien
metros de distancia. Derribado por la onda expansiva de
tan tremenda explosión, el cura fue rodando hasta dar con
la cabeza contra el afilado borde del umbral de una puerta.
Al volver en sí del sock producido por la explosión,
el padre Francisco sintió un terrible dolor de cabeza, el
contacto con unas manos suaves en su cara y la fría caricia
del agua. Poco a poco se fue dando cuenta de que alguien
le pasaba una esponja por la frente. Se incorporó y trató de
sonreír con dificultad.
- Gracias – Musitó con voz áspera, de no saber muy bien lo
que le había pasado. Estaba seguro de que se trataba de una
abuela: tenía el aspecto y el toque característicos. Se llevó
la mano a un punto doloroso de la cabeza-. ¿Es seria la
herida?
56

La vieja mujer casi le dio un manotazo.


- ¡No lo toque! –Después se dominó-. Perdóneme usted,
padre. Pero la herida todavía está abierta. Espere a que
encuentre un trapo limpio.
Cuando regresó, le ató una tosca venda alrededor de
la cabeza. El padre Francisco apretó la mano de la anciana
y se puso en pie, vacilante.
- Muchas gracias por atenderme.
La anciana chasqueó la lengua.
- Si no podemos ayudarnos los unos a los otros, ¿adónde va
a llegar este mundo? Si mi madre, que en paz descanse,
viviera, ¡menudas cosas les diría a los croatas!
- Pero si son los servios los que nos atacan.
- Son todos iguales. Cuando yo era niña, padre, todavía se
decía: “Si no eres buena vendrá el demonio y te llevará”.
- ¿Cuántos años tiene usted?
- ¡Eso no importa!
Todavía mareado, el padre Francisco respondió al
mal humor de la anciana:
- ¿Está usted segura de que no eran los austriacos?
- ¡Vaya ya! –Exclamó irritada la anciana.
El cura se despidió de la mujer y reanudó su ca-
mino. La cabeza le daba vueltas un poco y las piernas can-
sadas no le sostenían bien. Pero a los pocos minutos se
encontró andando en dirección al más terrible sonido que
había oído jamás: era como un aullido, que le recordó al
del ganado cuando se asusta. Al llegar al siguiente cruce el
sonido aumentó de volumen, y apareció ante su vista un
espeso río de gente que se conducía ciegamente movida
por el terror, sin ninguna vergüenza ni control. Era algo
horripilante.
57

Oyó a un hombre, que iba dando tumbos por la ca-


lle, chillar de pronto:
- ¡He dejado enterrados a mi mujer ya mis hijos! ¡Enterra-
dos, os digo!
El padre Francisco no pudo sino pensar, en medio
de sentimientos de piedad y de náusea: Pero ¿por qué no te
quedaste allí y trataste de desenterrarlos? Después le arras-
traron al medio de la masa de gente, entre la que reconoció
a algunos de sus feligreses y le llevaron con ellos, sin que
pudiera hacer nada por impedirlo.
No podía ser. Por terribles que hubiesen sido los
horrores que habían visto y oído aquel día, no debían ren-
dirse de forma tan abyecta. Con un súbito impulso, el padre
Francisco luchó hasta librarse de la muchedumbre, se me-
tió en el umbral de una puerta y dejó pasar el remolino.
Mientras observaba lo que iba pasando, vio algo
reconfortante: a Stoian Protich, su gigantesco sacristán,
arrastrado como un corcho por la corriente. Dum Yop le
llamó a gritos, y Stoian se las compuso para abrirse paso
hasta la puerta.
El pequeño sacerdote y su enorme sacristán se
abrazaron como dos hermanos perdidos durante mucho
tiempo.
- ¡OH, Dum Yop! ¡Creí que nunca iba a encontrarle! ¡Pen-
sé que habría muerto! ¿Dónde ha estado usted todo el día?
- No pude pasar, Stoian. Como todos los demás.
- ¡Su cabeza!
- No es nada –le aseguró el padre Francisco-. Me caí contra
el umbral de una puerta y me corté. Pero dime, ¿adónde va
toda esa gente?
- A cualquier parte. Huyen de las bombas y del cerco que
las milicias servias están poniendo a la ciudad. Algunos
58

van al campo antes de que se cierre el cerco sobre Saraje-


vo, y los más van a los túneles.
- ¿Túneles? ¿Qué túneles, Stoian?
Los ojos de Stoian se dilataron.
Que antaño sirvieron para que circulara el metro y
el ferrocarril; y que ahora llevaban más de diez años en
abandonados.
Después de todo el esfuerzo y penurias del camino
había poco que ver en el emplazamiento en donde hasta
hacia unas horas se emplazaban las obras de la futura igle-
sia de San Bernabé: montones de piedras desparramadas,
esquinas de pared cortadas, los restos de la destrozada cú-
pula. Pero el espectáculo no era tan desgarrador como ha-
bía temido el padre Francisco. Aquello no era ya una igle-
sia; era una pila informe de escombros que no servía para
nada. El padre Francisco se dio cuenta de Stoian estaba
diciendo:
- Es muy triste, Dum Yop.
Entonces se hizo fuerte. No debía caer él también
en el pecado que venía observando en sus feligreses y ve-
cinos a lo largo de todo el día: el pecado de la rendición.
Asintió con la cabeza y dijo:
- Sí, es muy triste, Stoian. Mañana tendremos que pensar
en despejar esto.
-¿Empezamos a construir otra vez, Dum Yop?
- ¡Desde luego! Tan pronto como encontremos hombres
disponibles. Eso puede llevar algunos días.- El pensamien-
to del padre Francisco se fue por la tangente-. Dime, ¿co-
noces a un muchacho llamado Nerón Cassar?
- ¿El carpintero enano? –La voz de Stoian adquirió un tono
de burla-. Dicen que un ratón asustó a su madre.
59

- ¡Stoian! Eso es una crueldad. ¿Te gustaría que alguien


dijera que un elefante asustó a la tuya?
- ¡Me gustaría que lo intentaran!
- Bueno, entonces... –Pero el padre Francisco nunca podía
discutir con Stoian; sólo podía quererlo, enseñarle y acep-
tar su inocencia. Continuó hablando-. Conocí a Nerón en el
bote viniendo hacia aquí. Me gustó lo que dijo de esta gue-
rra. ¡Tenía mucho ánimo! Estaba pensando que cuando
volvamos a empezar a trabajar sería bueno tenerle para que
nos ayudase.
Humildemente, Stoian dijo:
- Yo también tengo mucho ánimo, Dum Yop.
- Ya lo sé. De otro modo no seríamos amigos.
- Y también puedo demostrarlo. Cuando vi todo esto me
dije: Pero Dum Yop ya no tiene iglesia. Por lo tanto, no
tiene altar. ¿Cómo va predicar? ¿Cómo va a bendecir a la
gente? De modo que fui a casa y le traje un pequeño “altar
portátil”.
- Pero Stoian... –comenzó a decir el padre Francisco, pro-
fundamente conmovido por la acción de su sacristán.
- Lo escondí en una saca, bajo una pila de piedras –dijo
Stoian, y se alejó unos pasos-, por si alguien lo robaba –
añadió volviendo la cabeza-. No se imagina las historias de
saqueo que me han contado hoy. Ah, aquí está.
- Stoian, has hecho algo muy bueno. Muy bueno, y muy
bien pensado. –El padre Francisco cogió el pequeño trozo
oblongo de mármol, en el que un cuadro negro marcaba el
lugar en el que antaño fue depositada la reliquia-. ¡Ahora
podemos ir a cualquier parte!
- ¿A los túneles?
- Sobre todo a los túneles.
60

Aunque desde las reformas introducidas en la litur-


gia por el Concilio Vaticano II, para que se pudiera cele-
brar la eucaristía y los sacramentos no era elemento im-
prescindible el ara del altar, el padre Francisco cargo con la
que su fiel sacristán le había proporcionado, pues al fin al
cabo pensaba instalar su parroquia en los antiguos túneles
del metro y toda iglesia que se precie de serlo tiene su ara
en el altar.
En el camino de regreso a lo largo de la carretera
desierta la cruel luz de la luna sólo descubría polvo y de-
solación. El padre Francisco se había olvidado de cuánto
odiaba sus botas; su querido altar le pesaba en los brazos.
Estaba exhausto, desde la cabeza dolorida a los pies llenos
de ampollas. Pero iba a consolar a las gentes que segura-
mente habrían sufrido más que él. Al menos les pediría que
fuesen valientes.
Al aproximarse a la entrada accidental a los túneles
que había dejado el edificio al derrumbarse; vieron las
grandes paredes de hormigón que contenían la tierra a uno
y otro lado del pasillo el cual cerraban en un arco de medio
punto. La galería estaba alumbrada aquí y allá por vacilan-
tes teas que alguien se encargó de colocar para facilitar el
acceso.
- Conozco el mejor camino para entrar –dijo Stoian, y co-
menzó a abrir un sendero sobre una montaña de escom-
bros.
Desde el interior llega el destello de una luz amari-
llenta. Una voz de mujer exclamó profundamente asom-
brada: “¡Dum Yop!”, Y su nombre se repitió en un mur-
mullo fantasmal y siseante a lo largo de toda la pared de
piedra. Percibió olores de cocina, olores humanos más des-
agradables y olores reconfortantes de hogueras de leña.
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Lloró un niño y fue como si la enorme oquedad, que duran-


te más de cuarenta años solamente había sido morada de
roedores y refugio de ladrones, hubiese milagrosamente
dado a luz una nueva vida y una esperanza. Con su iglesia
a cuesta, el padre Francisco entró en su nueva parroquia
dispuesto a celebrar la eucaristía con sus nuevos y antiguos
feligreses.
El padre Francisco había concluido los ritos iniciales de la
misa, así como la liturgia de la palabra; y era entonces
cuando habitualmente pronunciaba la homilía. El refugio
estaba repleto de gente que pasaba por todos los estados
emocionales; cuando el padre Francisco comenzó a hablar,
haciendo una profunda mella en su auditorio, tanto es así
que meses después la gente aún recordaban lo que había
dicho aquel día y se maravillaban de ello.
- Hemos vivido un día terrible, lleno de sangre, de muerte y
llanto. Hemos terminado este día escondiéndonos en las
entrañas de la tierra, como abandonados por Dios, como si
no fuésemos nadie.
>>Mañana no debemos escondernos. No estamos
abandonados y si somos alguien. Tenemos miles de ante-
pasados de los enorgullecernos. El valor y el riesgo están
en nuestra sangre y en nuestros huesos. Hemos sido con-
quistados muchas veces a lo largo y ancho de la historia.
Pero nunca ha sido para siempre. Siempre hemos sobrevi-
vido y vencido.
>>Tenemos una historia brillante y gloriosa. De-
bemos saber, y recordar, lo que representa esa historia.
Debemos volver a ser dignos de ella, y revivirla.
62

Capítulo 2º: “El día más terrible de Dum Yop”

-NO SE moleste usted, más Dum Yop –dijo Nerón Cassar,


que estaba barriendo un montón de porquería hacia la sali-
da más próxima-. Pronto terminaremos de limpiar aquí.
¿No es así, Stoian?
Stoian Protich enderezó su enorme espalda. Su ta-
rea consistía en llevar cubos de agua, colgados de un so-
porte de madera atravesado sobre los hombros, hasta la
cisterna subterránea que estaba dentro de las catacumbas.
- Supongo que sí –respondió con poco entusiasmo-. Pero
me gustaría que hubiera más gente que nos ayudara a lim-
piar esto. ¡Después de todo, también es su casa!
Nerón levantó la vista y le sonrió.
- Tienen otras cosas en que pensar. Como las bombas o la
comida.
Las bombas y la comida, penso el padre Francisco
mientras se sacudía el polvo de su traje negro. La vida se
había reducido a aquellos dos elementos en los cuatro me-
ses escasos que llevaban de guerra. El primero era pavoro-
so; el segundo sólo podía ir empeorando con el paso de los
días. Pero nunca podría comprender por qué un hombre
como el pequeño Nerón era capaz de superar esas cosas
con alegría, mientras que otro, como Stoian, iba hundién-
dose en una lánguida apatía.
Desde aquella lejana primera noche, el mismo pa-
dre Francisco había trabajado sin descanso para sacar pro-
vecho de su sórdido refugio: había organizado la comida,
el agua y el alojamiento; mediado y zanjado disputas; apa-
gando temores; afeando pecados flagrantes; y proclamando
63

siempre, contra toda evidencia, que la vigilante y amorosa


misericordia de Dios todavía les protegía.
La población de las catacumbas iba creciendo por
días y ya eran más de setecientas almas las que cada noche
dormían allí. El lugar se había hecho famoso por su seguri-
dad y por la mano justa y firme que lo controlaba: el padre
Francisco, tan querido por todos, incluso por los que no
eran católicos. Aún se habla de aquella primera noche y de
la aportación de Dum Yop.
Mientras se movía entre la gente, el padre Francisco
siempre pensaba en los primeros cristianos, que persegui-
dos y aterrorizados se congregaban en las catacumbas de la
ciudad eterna: Roma. Estos cristianos de año 1992 también
estaban edificando una hermandad, una comunión que
fortalecía a los débiles y a los que se sentían solos y aban-
donados.
El diminuto Nerón Cassar llegó a las catacumbas en
la primera semana, y enseguida se hizo cargo de las tareas
más urgentes: un primitivo desagüe de cloacas. Después de
eso montó un sistema de radio para que todos pudiesen
escuchar los boletines informativos y un micrófono para
que las plegarias y las palabras del padre Francisco pudie-
sen llegar a todos.
A veces el pequeño Nerón preguntaba:
- ¿Cuándo va usted a hablarnos otra vez, Dum Yop?
Y cuando Dum Yop respondía que hablaba todos
los días, Nerón replicaba:
- No, quiero decir hablar de verdad, como el primer día.
¡Dicen que sus palabras hicieron cambiar aquella noche!
¿No cree usted que la gente lo necesita otra vez?
El padre Francisco todavía no comprendía bien qué
era lo que lo había poseído en aquel momento. Había ha-
64

blado de cosas que apenas conocía. Lo había hecho inspi-


rado o forzado por el peso de aquel día terrible. Pero nunca
había vuelto a hablar. La dirección del gran refugio le tenía
ocupado.
Para los que se habían refugiado allí la situación se
iba normalizando a medida que aprendían a hacer frente a
los problemas. Pero también se habían producido casos de
mal comportamiento, como el concejal Scholti se había
apresurado a señalar. El político decía que había oído ru-
mores de que “pasaban cosas”, y en el arzobispado ponían
de manifiesto su preocupación. ¿Se trataba de borracheras?
¿O tal vez de disturbios? ¿O acaso ocurrían cosas peores,
como, actos sexuales practicados en público?
El padre Francisco se preguntaba a veces cómo
debía graduarse la escala de estos pecados. ¿Cuál era más
grabe, la ebriedad o la fornicación? ¿Quién era peor, el
borracho empedernido o el muchacho que iniciaba con
torpeza sus primeras experiencias sexuales? Ambas faltas
debían medirse con relación a la inmensa crueldad del
hombre para con el propio hombre, crueldad que se estaba
manifestando con toda su fuerza en aquel lugar. El sólo
podía responder a Scholti que estaba haciendo cuanto esta-
ba a su alcance. Los horrores de la guerra provocaban dis-
tintas evasiones en cada persona.
Tal vez había llegado el momento de volver a evo-
car el pasado épico del pueblo bosnio, como le había suge-
rido el pequeño Nerón. A consecuencia del sitio a la ciudad
y los bombardeos indiscriminados sobre objetivos civiles,
los últimos meses habían sido terribles; la preocupación
por la comida, por la separación de los seres queridos, por
la derrota, se habían convertido en una pavorosa obsesión.
En esta su única iglesia, el padre Francisco debía luchar
65

cada día un poco más para devolver a su grey el ánimo y la


esperanza.
En aquel momento Nerón decía:
- ¿No debería irse ya, Dum Yop? Sé que hoy es el día en
que visita a monseñor Potiorek. Yo recogeré las botellas
vacías de anoche. –No eran todas de vino, pero tampoco
todas de leche-. Algunas valen un dinar cada una; pondre-
mos ese dinero en el fondo. ¡Un día seremos ricos!
El padre Francisco sabía que Nerón cumpliría fiel-
mente su tarea, del mismo modo que lo hacia todo.
- Muy bien, Nerón. Te lo dejo a ti. Josef Pilsudski nos
prometió darnos un buen montón de leña. Mas vale que se
lo recuerdes.
Stoian Protich, que había estado escuchando, bajo
de sus hombros el gran soporte de madera que transportaba
y dijo:
- ¿Puedo acompañarle un rato, Dum Yop? Tengo algo im-
portante que preguntarle.
Ese “algo importante” resultó ser el eterno proble-
ma de Stoian. Su pobre y anciana madre le necesitaba en su
casa. Su enérgica mujer se las arreglaba sola en Sarajevo.
¿No sería razonable que se fuese con su madre?
El padre Francisco tuvo que hacer un esfuerzo para
dominar su impaciencia. El mundo entero amenazaba con
caérseles encima, y allí seguía Stoian con sus habituales
problemas domésticos.
- Stoian, te he dicho más de cien veces que tu mujer debe
ser lo primero para ti.
- Pero mi madre me manda cartas. Está vieja y enferma.
Dice que todos comentan en el pueblo que es una vergüen-
za él tenerla abandonada. –Stoian hizo un gesto de deses-
peración extendiendo sus enormes manos-. Y también dice
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que para qué nos hace falta aquí un sacristán si no tenemos


una iglesia.
- ¡Claro que tenemos una iglesia! Esta bendecida por Dios,
y cumple una misión importante. Tú eres su sacristán. Te
necesito, Stoian. Tú lo sabes.
Por primera vez, Stoian dejó escapar sus sentimien-
tos de rebelión.
- Nerón puede hacer mi trabajo, Dum Yop. ¿No es eso lo
que dicen? Ahora todo es: Nerón esto, Nerón aquello. A
veces pienso que él es el sacristán, y yo sólo un par de ma-
nos más.
- ¡Stoian, lo que dices es ridículo! Nerón es sólo un ayu-
dante. Es muy bueno, muy útil. Pero es en ti en quien yo
confío.
- Entonces, ¿por qué le encargó que recogiera las botellas
vacías? –Había una gran amargura en la voz de Stoian-.
¿Es que acaso soy demasiado tonto como para poder contar
el dinero? ¿O tal vez se desconfía de mí?
El padre Francisco se detuvo y miró fijamente a
Stoian. Le habló con mucho tacto.
- Stoian, de verdad debes dejar de pensar esas cosas. Nerón
sé esta ocupando de las botellas porque fue el primero que
habló del asunto. Ahora vuelve a las catacumbas y com-
prueba si el tanque de agua está lleno. Luego busca a algu-
nas mujeres y barre la basura fuera de las galerías.
- ¿Está usted enfadado conmigo, Dum Yop?
- Sí, estoy un poco enfadado. Pero ya pasará. Yo te quiero,
Stoian, y Dios también. Nunca olvides eso.
Stoian estaba otra vez muy sumiso.
- Gracias, Dum Yop. Trataré de recordarlo. Por favor, pre-
sente usted mis respetos a monseñor Potiorek. Y también
67

al barco del muelle, cuando pase usted por allí. ¡Dios lo


guarde!
El barco al que se refería Stoian estaba atracado en
el muelle del Appel. Tras varios meses de asedio a la ciu-
dad y a causa de los bombardeos de la artillería servia el
barco que antaño surcaba las aguas del río Bosna como
patrullero de la policía federal, ahora había quedado redu-
cido a un montón de chatarra, tanto por fuera como por
dentro. El padre Francisco paso cerca de la nave cuando
cruzo el río a bordo de la barcaza del viejo Dimitrievich, y
se maravilló de que el maltrecho cascaron aún se mantuvie-
ra a flote.
El viejo Dimitrievich, inclinado sobre los remos,
hizo al padre Francisco un resumen de la situación:
- No comprendo a qué esperan los servios para lanzarse
sobre nosotros. Mire ese barco de ahí con un bombardeo
más terminará en el fondo del río.
El padre Francisco sabía mejor que la mayoría de
sus conciudadanos que eso era tan cierto, como que ellos
respiraban. Había montado en él en los primeros días del
asedio para ir al otro extremo de la ciudad ha aprovisionar-
se de harina, y por lo tanto había visto en el lamentable
estado en que se encontraba después de sobrevivir a la on-
da expansiva de las bombas que explotaron en el muelle
del Appel.
Algunos contaban que también había sobrevivido a
una minibatalla naval río abajo, ya en las afueras de la ciu-
dad. Aunque ahora meses más tarde, cautelosamente nadie
se atrevía a afirma lo que realmente había sucedido. Los
viandantes sólo sabían lo que veían con sus propios ojos
Primero, poco después del amanecer de aquel día,
habían llegado silenciosamente varías lanchas de la policía,
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abarrotadas de carga, que nadie sabía muy bien lo que era.


El ruido de las explosiones lejanas revelaba lo que debie-
ron soportar los intrépidos pilotos para poder llegar al mue-
lle con su carga.
Al cabo de un rato sobrevino un momento de calma
y luego se reanudaron los ruidos del combate, mucho más
fuertes y mucho más próximo a la ciudad, lo cual signifi-
caba que el cerco sobre Sarajevo se iba estrechando, al ser
burlado el cerco sobre la ciudad. Desde los edificios más
altos de la ciudad se podía observar el emplazamiento de
las baterías servias y como estás lanzaban su mortífera car-
ga sobre los ya ruinosos edificios de la capital bosnia.
El padre Francisco se sorprendió de que aquellas
moles de metal destrozadas y llenas de agujeros causados
por balas se mantuvieran aún a flote. Incluso alguna de
ellas llego al muelle envuelta en llamas, y las grandes bo-
canadas de humo llenaban toda la explanada, comenzó una
lenta procesión que iba bajando a tierra los fardos que
transportaban las lanchas.
El padre Francisco esperó a que terminara aquel
desfile y luego se abrió paso entre los que allí estaban para
subir a bordo de una de las lanchas de la policía. ¿Quién
entre los bosnios osaría detener en tales circunstancias a un
sacerdote? Por lo pronto ninguno de los que allí se encon-
tró; en los que adivinaba en su rostro un terrible agota-
miento.
Al salir fuera de la ciudad y una vez traspasado el
cerco que mantenían las milicias servias sobre la ciudad de
Sarajevo, una vez en campo abierto, el padre Francisco se
encontró con una imagen dantesca, al verse solo entre lar-
gas filas de muertos: había cadáveres cubiertos de una es-
pecie de grasa, otros quemados, otros destrozados, muchos
69

de ellos sin heridas aparentes. Podría haber cincuenta, qui-


zás sesenta o tal vez cien. Dum Yop se arrodilló junto a
cada uno, y rezó.
Oyó un ruido en la lejanía era un vehículo todo te-
rreno que se acercaba con su una desagradable carga, venía
a depositar más cadáveres en aquel improvisado mortuorio;
tras el todoterreno venían un par de palas excavadoras con
la intención de cubrir de tierra todos aquellos cadáveres.
Después de depositar su carga, los enfermeros que viajaban
en el todo todoterreno, al ver al padre Francisco uno de
ellos dijo:
- Padre, ¿podría usted acompañarnos al hospital? Uno de
los heridos está pidiendo un sacerdote.
La mayoría de los heridos con los que se encontró
Dum Yop en un improvisado hospital de campaña pertene-
ciente a la milicia bosnia, lo eran por armas químicas que
habían causado numerosas quemaduras en sus jóvenes
cuerpos. Su sufrimiento se percibía hasta en el aire. Sólo
verlos bajo las desnudas lámparas de las luces de emergen-
cia era suficiente para advertir su dolor aún sin escuchar
sus gemidos: estaban desollados vivos con aquellos venda-
jes enrollados que los hacían parecer momias viviente en
vez de seres humanos, y con los ojos iluminados por el
brillo de una esperanza inútil.
El “muchacho” que pedía un sacerdote resultó ser
un moribundo que tendría unos treinta años. Habla con
mucha dificultad, con los labios de color rojo vivo llenos
de ampollas, que contrastaban con la palidez verdosa de su
rostro.
- ¡Gracias a Dios, padre! Ayúdeme.
El padre Francisco le cogió la mano.
- ¿Qué es lo que quieres, hijo mío?
70

- Confesar. Estoy arrepentido de lo que he hecho.


- ¿Qué es lo que has hecho?
- Un poco de todo.
Vencido por el dolor y el miedo comenzó entre ja-
deos y susurros la confesión de sus faltas.
Cuando hubo terminado, el padre Francisco lo ab-
solvió y tan suavemente como pudo untó con el santo óleo
aquel rostro destrozado.
- Entonces ¿estoy preparado, padre?
- Sí, hijo mío. – Dum Yop volvió a coger la mano sudorosa
y dijo.- Pero no vas a morir.
Cuando los hechos desmintieron sus palabras, tal
como él sabía que ocurriría, y un enfermero hubo tapado la
cara del difunto con una sábana, el padre Francisco se que-
dó rezando. Pero enseguida reaccionó ante la situación de
urgencia y necesidad. ¡Había tanto que hacer, además de
rezar...! Ofreció vasos de agua; dio consuelo y alivio al
igual que lo hacia a diario en las catacumbas; limpio fren-
tes cubiertas de sudor. Aflojo los vendajes que apretaban
demasiado las heridas en carne viva.
Después de todo aquello, advirtió un revuelo en el
otro extremo de la enorme sala. Se trataba de un visitante
de importancia: era el capitán de los milicianos de Bosnia-
Herzegovina. El padre Francisco pensó que se parecía algo
a su padre, aunque sin barba. Pero la postura de la cabeza y
el aire de serena autoridad eran los mismos.
El capitán recorría la amplía sala que antaño sirvió
de escuela y ahora era un improvisado hospital de guerra;
dedicando una palabra o un gesto cariñoso a todos los heri-
dos que allí yacían. Finalmente se detuvo junto al padre
Francisco.
71

- Buenas noches, padre –dijo con una gran sonrisa-. Gra-


cias por ayudarnos.
Dum Yop devolvió la sonrisa.
- De nada. Me alegro de estar aquí.
El hombre al que el padre Francisco estaba aten-
diendo trató de arrancarse del brazo un tubo de transfusión
de sangre. El capitán dijo severamente:
- ¡Hantsch!
El soldado abrió los ojos, asombrado.
- ¿Señor?
- No te pondrás bien a menos que hagas exactamente lo
que te indican los médicos. Deja tranquilo ese tubo, y túm-
bate.
- Sí, señor.
El soldado herido obedeció al punto.
El capitán se quedó un rato observando. Luego se
llevó la mano a la cara, surcada por arrugas, y se frotó los
ojos.
- Debe de estar muy cansado –dijo el padre Francisco.
- Tengo hambre –declaró inesperadamente el capitán-. Nos
van a mandar un poco de sopa caliente, pero un falta, Dios
los bendiga, pero están tardando mucho. –Y añadió-: Creo
que todos nuestros cocineros han sido capturados.
Al padre Francisco le parecieron aquellas palabras
las más tristes que había oído en siete meses de guerra.
Al final de aquella noche, Dum Yop pensó que ya
había visto bastante carnicería para el resto de su vida. Pero
al menos ahora estaba en condiciones de comprender por lo
que habían tenido que pasar los improvisados soldados de
la milicia bosnia, en su tarea de llevar víveres y armas a
una ciudad sitiada.
72

MUCHAS veces, mientras cruzaba lentamente las


aguas del Bosna, en la barcaza del viejo Dimitrievich, el
padre Francisco se volvía anhelante para mirar lo que la
urbe de Sarajevo había sido, y que iba quedando atrás. Sen-
tía que se había creado un lazo ente él y aquella ciudad,
que valerosa resistía el envite del enemigo día tras día.
Cuando desembarco en el muelle del Appel, como
era habitual, pensó que la resistencia de los sarajevolitanos,
se estaba pareciendo mucho a la legendaria resistencia de
la ciudad de Numancia frente a las legiones romanas. Tras
los ataques diurnos o nocturnos, muy pocas veces se había
librado de desgracias. Muchas calles estaban intransitables
por los cascotes y los edificios derruidos u otras simple-
mente porque estaban en el punto de mira de los lanzagra-
nadas servios; había manzanas enteras en las que sólo que-
daban edificios sin techo abierto al cielo. Mientras subía
con dificultad la calle de escalones que llevaba al arzobis-
pado, veía y percibía la desolación; y la veía también en los
rostros de la gente con la que se iba cruzando en su ca-
mino.
Cómo podría inculcarles su propio sentimiento que
poco a poco se había ido convirtiendo en orgullo: el orgu-
llo de que Sarajevo hubiese sido elegida por el destino para
recibir ese castigo; porque Bosnia-Herzegovina, un pedazo
de tierra al que antes nadie prestaba atención en Europa,
había llegado a ser tan importante que había que impedir a
cualquier precio el avance de los servios.
Más aún: Bosnia-Herzegovina se estaba defendien-
do. Los bosnios habían sabido responder con valentía a
aquellas primeras bombas de los servios; es más los saraje-
volitanos estaban soportando estoicamente uno de los sitios
más terribles de la historia moderna de Europa. Cuando
73

uno recordaba a sus propios muertos resultaba, aún para un


sacerdote, no aceptar como respuesta satisfactoria la enco-
nada defensa que los bosnios hacían de su tierra; especial
mente ahora que los servios controlaban un veinte por cien-
to de la superficie total del suelo bosnio.
Servia y su aliada Montenegro, en la gloria de su
feroz supremacía militar con la ayuda de las milicias pro-
servias de Bosnia-Herzegovina, se estaban haciendo con el
control del país. Ahora estaba en juego la suerte de la capi-
tal de esta república balcánica, y Sarajevo debía resistir,
porque estaba en la ruta obligada de los servios en busca de
una salida natural al mar. Pero ya se había probado con
creces que el precio de la resistencia era demasiado eleva-
do.
Los bombardeos eran cada vez más intensos y vio-
lentos. Los había diurnos, nocturnos, producidos de forma
masiva o con un solo cañón que disparaba sobre la cola de
las mujeres que esperaban recibir su ración pan. Todas las
bombas que utilizaban ahora eran de un alto poder explosi-
vo; habían empezado con bombas incendiarias, pero no
había mucho ya que quemar en la ciudad de Sarajevo.
Afortunadamente, los refugios que ya existían, esos
túneles, que recorrían el subsuelo de la ciudad convirtién-
dola en un panal, eran impenetrables. Los que morían eran
aquellos que, por desidia o bravuconería, se quedaban fue-
ra de los refugios.

EL ILUSTRíSIMO y reverendísimo mons. Liuba


Potiorek no había permitido ningún cambio en su residen-
cia, ni en sus hábitos. Si los meses de guerra habían sido
una dura prueba él no lo reconocía. Si las bombas que
74

caían cerca le habían ocasionado molestias, ya lo había


olvidado. Un palacio que había resistido a dos guerras
mundiales bien podía resistir en envite de los obuses ser-
vios.
Con sus setenta y dos años, mons. Potiorek proba-
blemente se sentía más viejo de lo que realmente era, pero
tampoco lo reconocería nunca. Las manos plegadas, la es-
palda erguida, el negro y rojo de su sotana, los pies cruza-
dos sobre el escabel tapizado, todo estaba como siempre
había estado a las siete y cuarto de la mañana que monse-
ñor tomaba puntualmente el café con el padre Francisco.
Una vez que se hubieron retirado los lacayos, mons.
Potiorek dijo:
- Me temo que Ilich (el lacayo) está envejeciendo, Dum
Yop. ¿Te has dado cuenta como cerró la puerta? ¡Creo que
hasta tropezó!
- Todos envejecemos, monseñor.
El padre Francisco sorbió el café, al tiempo que
deseaba en su interior que en la vida pudiera haber siempre
la seguridad y la tranquilidad de aquel momento.
- Tonterías. –Pronunció la palabra sin alzar la voz, pero
conservando todavía su tono autoritario-. Tú no estás enve-
jeciendo. ¿Acaso quieres sugerir que yo sí?
El padre Francisco sonrió.
- Nunca me atrevería. –Miró en torno a aquel salón de te-
cho alto y saboreó la profunda paz que encerraba antes de
seguir hablando-. Me refería a qué una guerra es motivo de
sobra para perturbar a cualquiera.
- Entonces todos tenemos el deber de no dejarnos pertur-
bar. Si la Iglesia pierde la serenidad en quien podrá confiar
el pueblo.
75

La absoluta seguridad con que mons. Potiorek afir-


mó aquello entristeció al padre Francisco. La vida real no
podía medirse con arreglo a tal escala de inhibición. ¿Sería
monseñor insensible al olor de conejo frito o a las crudas
libertades de las catacumbas? El contraste era tan extraor-
dinario que se limitó a decir:
- Tiene suerte de poder permanecer tan... al margen. Ojalá
yo pudiera ser igual.
Como si adivinara el pensamiento de Dum Yop,
mons. Potiorek respondió:
- Dum Yop, yo no soy tonto. Y tampoco estoy al margen
como usted cree. Sé lo que está pasando. Y si nosotros per-
demos la calma, eso influirá en el ánimo del pueblo, por
eso hemos de simular que todo sigue funcionando como
antes; pero sin abandonar a los nuestros. ¿O acaso hemos
de ser presa de la histeria colectiva cada vez que explota
una bomba?
- No. Desde luego que no.
- Bien, entonces... Dime, ¿cómo van las cosas por tus “ca-
tacumbas”
- Aunque allí la vida es difícil, poco a poco vamos comen-
zando a funcionar como una comunidad bien organizada.
Solo espero que todo siga funcionando al menos como has-
ta hora en los próximos meses.
- ¡Naturalmente que las cosas seguirán funcionándole bien!
–Monseñor se ocupó por un momento del café, la crema y
el azúcar, y luego añadió-: Esta muy pálido. ¿Duermes lo
suficiente? ¿Comes bien? Ese lugar debe ser terrible para
un ser humano.
- No es un sitio terrible. Esos túneles y esa gente son la
bendición de mi vida. –Aquellas extrañas palabras surgie-
ron inopinadamente. Pero habían comenzado desde hacía
76

días a ser verdad-. Desde luego que hay mucho trabajo, y


muchos desórdenes en los que mediar. Pero dormimos bas-
tante bien, y comemos... comemos bien.
El obispo se puso en guardia.
-¿Qué quieres decir con eso de desórdenes? ¿Qué clase de
desórdenes?
El padre Francisco hizo un gesto con las manos.
- Ya sabe usted, lo que pasa cuando hay mucha gente
amontonada durante todo el día. Algunos no pueden dormir
y entonces necesitan hablar, y hasta cantar. Otros quieren
comer. De modo que siempre hay algún jaleo, incluso en
medio de la noche.
- ¿Y hay quienes quieren beber? ¿O hacer el amor?
- Sí, claro que sí.
Viniendo del obispo, aquel comentario era sorpren-
dente. Monseñor Potiorek siguió hablando.
- ¡Padre, no se impresione tanto! Recuerde que yo también
vivo en este mundo a pesar de mi comportamiento. Cuando
dijo “desordenes”, me imaginé que se referías a...Esa clase
de comportamiento. Además ya sabes que ha habido co-
mentarios sobre eso. También han hablado de usted.
- ¿Quiénes? –Preguntó inútilmente.
El padre Francisco sabía bien quien era el promotor
de aquellas habladurías, y sabía también que monseñor
Potiorek a pesar de la confianza mutua que se tenían, no
contestaría a aquella pregunta.
- ¿Cómo me voy a acordar? Todos los días recibo a más de
treinta personas diferentes.
Dum Yop pensó que era el momento de ser sincero.
- Monseñor, la gente se comporta en las catacumbas igual
que en su propia casa. Muchas veces es su casa. Pero siem-
pre está presente el terrible miedo que tienen a esta guerra.
77

De modo que ellos... –El padre Francisco no sabía como


expresar lo que quería decir y consideraba muy importante
él hacerlo bien-. De modo que ellos se aferran a la vida
entes de que la muerte se lo impida. Los buenos son los
mejores, y lo malos son los peores. Los borrachos beben
más. Los enamorados están más enamorados. Los que
odian, aborrecen. –Estaba casi defendiéndose ante su obis-
po-. Pero lo que hay en sus almas, bueno o malo, fue plan-
tado allí por Dios, y crece por Su voluntad y Su misericor-
dia. Yo no dejo de rezar para que absolutamente todas las
cosas, incluso la maldad de la guerra, se conviertan en co-
sas buenas. Pero ¿es que acaso voy a decir <<no bebas>>,
cuando beber da valor a un hombre? ¿Tengo derecho a
decir <<no ames>>, cuando tal vez no puedan volver ena-
morarse? Monseñor, déjeme que le asegure que no he visto
nada en las catacumbas que Dios no pueda perdonar.
Se hizo un silencio en el majestuoso despacho de
mons. Potiorek. El padre Francisco se pasó la mano por la
cara, y al retirársela de la frente la notó húmeda y temblo-
rosa. Entonces oyó la voz del obispo.
- Creo que estoy empezando a comprender... ¿Hay algo
que en lo que yo pueda ayudar? Algo material. ¿Necesita
dinero para el refugio, padre Francisco?
Él era un cura práctico, así que respondió:
- Bueno, siempre necesitamos dinero. Quisiera comprar
más camas. Y tela para poner cortinas entre las camas. Y
una reserva de aceite. Y cepillos para fregar.
- Muy bien. Pondré a su disposición algo de los fondos que
arzobispado tiene para obras de caridad.
Era un regalo espléndido.
- No sabe lo que esto va a suponer para nosotros. Se lo
agradeceremos eternamente monseñor.
78

FUE UN joven lacayo, quien esta vez le acompañó


hasta la puerta, en lugar del criado que habitualmente solía
hacerlo; a este el padre Francisco lo encontró cambiado.
Andaba como un soldado, con la espalda erguida y el paso
firme, balanceando los brazos y haciendo soñar los talones
cuando giraba. El joven lacayo hacia la guerra por su cuen-
ta.
El lacayo pidió excusas al padre Francisco en nom-
bre de su compañero, argumentando que se mareaba y te-
nía que descansar un rato. Ya habían cruzado el patio,
cuando el criado aminoró su paso militar.
- Hay algo que quisiera decirle Dum Yop.
- ¿De qué se trata?
El criado se puso en posición de firme junto a la
puerta.
- Quiero alistarme en la milicia.
Bien, ¿y por qué no? Pensó el padre Francisco,
prescindiendo por una vez de sus sentimientos antimilita-
ristas.
- Bien, ¿por qué no? Me parece una buena idea.
- ¿De verdad, Dum Yop? –En aquel momento le brillaban
los ojos-. Yo temía que... quiero decir que... ¿cómo puedo
dejar a mons. Potiorek, ahora?
- Naturalmente aquí te echarán de menos, pero todavía
quedan otros tres lacayos. Si quieres hablaré con mons.
Potiorek del asunto.
- Muchas gracias, Dum Yop.
El padre Francisco salió por la puerta a las calles de
la devastada ciudad de Sarajevo. Estaba contento porque
desde hacía tres semanas consecutivas, su obligada visita
había sido un rato muy agradable y tranquilo con una per-
sona querida para él, y además se había escapado sin en-
79

contrarse que aquel infatigable político, cortesano y chis-


moso, el concejal Scholti.
Pero no se había escapado. Scholti avanzaba calle
arriba hacia el arzobispado en medio de un alarde de signi-
ficación y demagogia política, contestando a los saludos de
los comerciantes, deteniéndose brevemente para hablar con
alguien, inclinándose para acariciar la cabeza de un niño, y
hasta sonreír a los perros.
Ante aquel desfile propio de un rey, el padre Fran-
cisco sintió deseos de doblar por una calle lateral o escon-
derse en un portal. Pero Scholti lo distinguió claramente
desde una distancia de unos veinte metros y exclamó:
- ¡Francisco! ¡Que alegría! ¡Estaba deseando que nuestros
caminos se cruzaran hoy!
El concejal Scholti parecía haber aumentado de
estatura con la guerra. Además de haber engordado (cosa
difícil de lograr en aquellos días de privaciones), había
adoptado un aire que parecía decir: ¡Yo, Scholti, el valien-
te soldado de Cristo, estoy aquí a vuestro lado!
- ¿Y cómo has encontrado a monseñor Potiorek? –Preguntó
Scholti, al tiempo que estrechaba cortésmente la mano del
padre Francisco-. El otro día estaba preocupado por un
pequeño problema, y yo pude aconsejarlo de acuerdo con
mi experiencia. Parecía otra persona.
- Qué amable, de tu parte. –El padre Francisco aparentó
creerle-. Estoy seguro de que tienes muchas cosas que ha-
cer.
- ¡Mi querido Dum Yop, no tiene idea! Es una comisión
tras otra. Esta mañana tengo que llevar un mensaje muy
confidencial a Su Excelencia el presidente, y después de
eso asistir a un almuerzo de trabajo en el ayuntamiento
para disponer los lugares en que deben sentarse los asisten-
80

tes a la recepción al cuerpo diplomático. ¡Vaya un protoco-


lo! No tienes idea.
- Me temo que no –dijo el padre Francisco.
- ¡Querido Dum Yop! ¡Es que eres tan directo para decir
las cosas! –Scholti había quedado cortado unos segundos-.
Supongo que vas a casa de los Debricat.
- Después, sí. A almorzar con ellos como siempre. Pero
antes tengo que hacer tres o cuatro cosas.
- ¿Ah sí? –El concejal Scholti podía parecer muy condes-
cendiente cuando quería-. ¿Y de qué se trata?
- Tengo que comprar velas. Y unas doscientas camas. Y
muchos litros de desinfectante para nuestros servicios sani-
tarios. Y luego espero encontrar a alguien que me venda
barata una tela para hacer cortinas. ¿Conoces tú a alguien?
- Mi querido Dum Yop, yo ni siquiera conozco a los que
vende tela cara para cortinas... Iba a decirte que no he visto
a Luis Debricat desde hace tiempo. Está muy silencioso
últimamente ¿no es así? Sin duda es la postura más inteli-
gente. Cómo todos sabemos, hubo un momento en el que
su futuro estaba por así decirlo, ¿en la balanza? –Scholti
movió suavemente las manos hacia arriba y hacia abajo
como si estuviese pensando algo-. La manera con que
mons. Potiorek utilizó su influencia fue realmente magnífi-
ca.
El padre Francisco estaba asqueado por aquella
deformada versión de la realidad.
- La influencia de mons. Potiorek no hubiera servido de
nada si las autoridades hubiesen considerado que Luis era
un peligro.
- ¡Pero Dum Yop! Yo no me refería en absoluto a una in-
fluencia injusta; quise decir que un hombre que es un don
nadie podría haber sido considerado peligroso.
81

- Debo irme –dijo el padre Francisco-. Si no, llegaré tarde


para almorzar con Luis Debricat.
El concejal Scholti recurrió al más convincente de
sus suspiros.
- Y yo que me esforcé tanto en hablarte con tacto... Olvi-
demos el asunto, ¿de acuerdo? ¿Dijiste que ibas a comprar
doscientas camas? Eso debe significar que tus “catacum-
bas” están llenas a reventar.
- A menudo tenemos allí hasta seiscientas personas.
- ¿De veras? Entonces por eso será tan difícil supervisarlas.
- No es nada difícil. –El padre Francisco había ofrecido a
Dios la prueba de soportar a monseñor Scholti y todo lo
que pudiera decirle con el respeto debido a un representan-
te de la autoridad elegido por el pueblo-. No es un proble-
ma de supervisión. Todos los que estamos allí tenemos una
cosa en común. El miedo. De modo, que trato de hacer que
tengamos otras cosas que compartir: La ayuda de Dios. La
esperanza de Dios.
Aquellas palabras sonaron demasiado dramáticas.
Revelaban una fe demasiado desnuda para la sensibilidad
del concejal Scholti. Y así lo hizo patente con su mirada de
paciencia. Luego dijo.
- Bueno, al fin y al cabo si tú estás contento y feliz... Quizá
debería hacerte una visita alguna vez. Me gustaría ver có-
mo resulta eso en la práctica.
El padre Francisco contestó:
- Desde luego. Me alegraría mucho. Pero lo encontrarás
muy tosco y humilde.
- Mi querido Dum Yop, no tienes que decirme nada sobre
la humildad. –Aquella hipocresía ya era demasiado; sin
embargo todavía quedaba algo peor. Los labios de Scholti
se abrieron dibujando una sonrisa de complicidad. Tengo
82

especial interés en estar allí cuanto representes tu próxima


función.
Ya era suficiente. La indignación que crecía por
momentos, dominó al padre Francisco.
- Scholti, de verdad, creo que estoy empezando a odiarte.
Dio media vuelta y se alejó.
¡Soy un idiota!, Pensaba lleno de rabia el padre
Francisco cuando reanudó su camino hacia el centro de la
ciudad. Se sentía mortificado por haberse dejado provocar
hasta el punto de no cumplir el propósito que se había tra-
zado. Dios me dé fuerzas, rogaba, y humildad, y un alma
libre de orgullo y mezquindad. Dios me dé la simple ale-
gría de encontrar desinfectante para los cubos de los retre-
tes.

- NO ES cuestión de creer lo que transmiten por radio –dijo


Luis Debricat, sentado en la cabecera de la mesa a la hora
del almuerzo. Su voz y su rostro reflejaban amargura-. Me
imagino que el informe diario de la situación tendrá alguna
utilidad para ciertas personas, pero francamente yo prefería
que me diese simplemente a conocer los hechos, y haría mi
propia composición de lugar.
Había algo positivo en aquellas palabras a pesar del
resentimiento que dejaban traslucir. El padre Francisco
sabía, a través a Giovanna, que la mayor parte del tiempo
Luis Debricat permanecía hundido en la apatía, de la que
sólo salía ocasionalmente para decir algo despectivo. Si
ellos se han metido en la guerra, que se las arreglen, solía
decir con cierta frecuencia. El se limitaba a observar, a ver
cómo sus profecías derrotistas se convertían en realidad.
Incluso entonces, sentado allí, gordo, hinchado, vestido con
83

un suéter gris lleno de manchas de aceite, parecía procla-


mar: Yo tengo razón. Vosotros sois los que estáis equivo-
cados. Yo triunfaré. Ya lo veréis.
Lo que Scholti había dicho de Luis Debricat era en
gran medida cierto, y aquello preocupaba al padre Francis-
co. Sin las influencias de mons. Potiorek, su amigo habría
acabado vegetando en la cárcel. A cambio, las autoridades
le habían exigido permanecer callado. Observarían minu-
ciosamente su conducta, y si en algún momento... Luis
Debricat tenía suerte. Pero siendo como era, no estaba dis-
puesto a aceptarla con elegancia. Tenía que adoptar un aire
de insolencia y de menosprecio.
Ante su actitud, la familia reaccionaba con descon-
cierto a veces. Otras, lo ignoraba por completo. Y eso fue
lo que hicieron en esta ocasión mientras concluía su diatri-
ba convencional sobre la propaganda de guerra.
Su esposa le decía lago a la criada. La expresión de
María delataba un ensimismamiento absoluto en sus cosas.
Hugo, que acababa de cumplir los catorce años, también
estaba en las nubes. Sólo el padre Francisco sintió la obli-
gación de contribuir a la conversación.
- No creo que sea criticable el que la radio intente mantener
nuestro ánimo –dijo el cura-. Y en cuanto a hacerse cada
uno su composición de lugar... bien, todavía estamos en un
país libre.
- ¿Es esto un país libre? –Dijo Luis Debricat-. ¿Puedes salir
de noche? No, hay toque de queda. ¿Puedes comprar lo que
quieras? No, tenemos este ridículo racionamiento. ¿Qué
sucede si sales con el coche al campo, suponiendo que
puedas conseguir gasolina? Hay alambre de espino por
todos lados; horribles refugios de cemento a la vuelta de
cada esquina; tanques ocultos y minas por todos lados. Si
84

eso es un país libre, entonces prefiero... -Hizo una pausa, y


todos sabían que iba a decir, <<La Nueva Yugoslavia>>.
Pero en lugar de eso murmuró-: Entonces prefiero cual-
quier cosa. No podría ser peor.
Tal vez aquel día hubiese sido igual de sombrío,
aún sin la presencia de Luis Debricat. Justo antes del al-
muerzo, una transmisión urgente de radio había impartido
instrucciones tajantes a todos los civiles para que se pusie-
ran a cubierto porque iban inmediatamente después de oír
las alarmas de la ciudad, pues iban a usarse unas “tácticas
especiales” para romper el cerco servio sobre la capital de
los bosnios-herzegovinos.
No se había dado ninguna explicación más. ¿Qué
quería decir aquello? ¿Tácticas especiales de quién? ¿De
los servios? ¿O tal vez de la propia milicia bosnia?
- ¿Será que viene la O.T.A.N en nuestro auxilio? –
Pregunto Hugo- Son fantásticos. ¿Sabéis que sus aviones
pueden bombardear toda Servia sin ser detectados por los
radares? –El muchacho suspiró-. Espero que cuando nos
liberen, los pilotos anden por la calle para pedirles autógra-
fos y hablar con ellos.
Su padre se atragantó con el vino.
- ¡Y yo espero que no se te ocurra hacer tal cosa! –Dijo
tajantemente-. Si vamos a tener centenares de esos héroes
en Sarajevo, confío en que se comportarán mejor que los
milicianos que están de permiso.
El padre Francisco se quedó mirando el vaso de
vino que tenía delante de él.
- No se debe culpar a todos los milicianos por lo que hacen
unos pocos –dijo- Es difícil para nosotros darnos cuenta de
lo que debieron haber pasado sólo unas horas antes. Creo
que no te he contado que estuve en un hospital de campa-
85

ña. –El padre Francisco advirtió que María, sentada frente


a él, de pronto comenzó a escucharle con gran atención-.
Nunca he visto nada semejante, hombres tan destrozados
que era imposible imaginarse a un ser humano bajo los
vendajes. Eso es lo que hay que recordar al ver los solda-
dos cuando pasean por la calle. Vienen a la ciudad para
olvidar.
Dándose cuenta de que María le estaba mirando
fijamente, como si de él saliera la verdad divina, el padre
Francisco cambió de tema con mucho cuidado.
- No entiendo como los servios no han tomado al asalto la
ciudad todavía. Sarajevo es una ruina, sus habitantes tienen
miedo. Un solo bombardeo y podrían campar a sus anchas
por donde quisieran. ¡Y sin embargo nos han dejado tran-
quilos desde hace una semana! No tiene ningún sentido.
- ¿Y qué es lo que tiene sentido? –Intervino Luis-. La gue-
rra no es más que un fraude a nivel internacional.
- Espero que el asalto no se produzca –prosiguió diciendo
el cura, sin hacer caso a Luis-. Con el hospital de campaña
me pasa una cosa curiosa. He estado sólo unas pocas horas,
y ya pienso en él como si fuera parte de mi trabajo.

EL HOSPITAL, también lo era de María, desde la


mañana siguiente a su instalación. Porque esa mañana ella
había conocido a un joven que se recuperaba de sus heridas
en él. Probablemente Dum Yop le llamaría su “caballero
de la brillante armadura”, y eso era ya verdad. Ese día
María estaba en la cola del pan, y cuando hubo terminado,
cruzó la calle para echar una ojeada a un vestido que col-
gaba en un escaparate con las lunas agrietadas por las
bombas. Entonces vio algo fantástico y a la vez terrible.
86

Nunca se lo habría podido imaginar. En medio de todo


aquel destrozo que había tras los cristales del clausurado
comercio, descubrió entre los escombros a un soldado he-
rido, y le pareció el joven más guapo que había visto en sus
diecisiete años de vida.
Era alto, rubio y delgado con los ojos azules. En
realidad, su brillante armadura no era más que un arrugado
uniforme de las fuerzas paramilitares de Bosnia-
Herzegovina, manchado de sangre a causa de la herida
producida por la metralla de un obús en el costado de aquel
joven. Estaba contemplando la escena pensando en que
estaría muerto, al igual que otros transeúntes que se detu-
vieron donde estaba María. Cuando el joven abrió los ojos
y miró a María a la vez que musitó algo que no se enten-
dió.
La muchacha lo dejó de mirar durante un tiempo
razonable. Luego, sin darse prisa, se apartó del lugar y del
barullo que se formó con la llegada de una ambulancia
militar. Un momento después ella estaba en la ambulancia
junto al joven, tras responder generosamente a la petición
de ayuda del camillero que viajaba solo en el vehículo.
María temblaba.
Una vez en el hospital de campaña donde se haci-
naban los heridos en camas, en el interior de lo que antes
había sido la imprenta de un periódico.
- ¡Es fantástico! –Dijo el joven.
- Sí... ¿verdad?...¿Pero el qué...? –María se sentía tan sin
aliento como si acabase de subir corriendo una cuesta em-
pinada de cien metros-.
El joven reflexionó.
- Dije fantástico en el sentido de que me hayas encontrado
y me cuides ahora. Anoche fue espantoso, el bombardeo
87

más impresionante que jamás he visto. Verá usted, en mi


puesto...
- ¿Es usted soldado? -Interrumpió María.
- En él ejercito federal era piloto, y en la milicia de Bosnia
estoy al mando de una columna de operaciones especiales.
–Señaló la insignia que lucía en la manga de su uniforme
colgado en la cabecera de su cama-. Significa que soy el
que está al mando de la columna. –Vio que la muchacha
estaba mirando su uniforme, y añadió-: Lamento que este
sucio. No es mío.
- ¿No?
- Perdí todo mi equipo en un bombardeo de la artillería
enemiga.
- Pero ¿qué pasó? –Preguntó de nuevo María, con ojos de
curiosidad-.
- Íbamos ha salir en misión de exploración, justo antes de
que se viniera el cielo sobre nuestra base de operaciones. –
La mucha parecía desconcertada, y él se disculpó-: Lo
siento. Quise decir justo antes de que nos bombardearan.
Creo que fui el último en salir. Yo esta a mitad de camino
en la trinchera que hace las veces de entrada, cuando cayó
una bomba justo detrás de mí. Una gran nube de polvo lo
inundó todo. Vaya una mala educación... –El joven sonrió-.
El caso es que jugué un poco a los dados con la muerte, y
luego salí en dirección a la ciudad, sin reparar en mis heri-
das.
En esa mañana llena de sol, era casi imposible darse
cuenta de todo lo que le había pasado a aquel joven una
pocas horas antes, ni comprender cómo podía estar ahora
bromeando con María, ni mirándola con tanta admiración y
al mismo tiempo con tanta picardía, cuando un par de horas
antes parecía estar muerto.
88

- Pero ¿qué es lo que está haciendo usted en Sarajevo? –


Preguntó María.
- Hablar con la muchacha más hermosa que he visto jamás.
Ella hizo un gesto de desaprobación. No lo quería
así: tonto y coqueto. María quería al joven de verdad cuyo
nombre ni siquiera conocía.
- Quise decir ¿por qué está usted aquí?
- Tenía que ir a Jablanica –lo pronunció muy mal, pero esta
vez estaba hablando con más seriedad- para establecer una
vía de suministro de víveres para Sarajevo. Y me detuve
con mi columna para ver una persona en el hospital.
-¿Era algún amigo el del hospital?
- Mi mejor amigo. Uno de los oficiales más importantes de
la milicia.
- ¿Está bien?
- No. Ha muerto. –Lo dijo en el mismo tono, como si la
muerte no fuera más que algo que ocurre todos los días-.
Probablemente fuera lo mejor. Estaba hecho una ruina.
Como ese que está ahí. Sabe usted, hay toda un barco llena
de... –el joven se contuvo-. Bueno el caso es que el enemi-
go nos ha dado una buena tunda. –María parecía seguir
aquella extraña y casi incomprensible jerga-. Lo que más
me molesta es que ametrallen a los nuestros por la espalda.
- ¿De verdad hacen eso?
- Muy frecuentemente. –Bromeaba de nuevo-. Tuvimos
que inventar una acción de defensa realmente astuta.
- La llamamos “Operación Liuba”. Nos disfrazamos de
arbustos y nos movemos sin lógica alguna –el joven hizo
un absurdo movimiento dibujando un círculo con el brazo,
a la vez que un gesto de dolor- Así los servios no saben a
donde disparar y si los has visto o no.
89

Era una cosa tan ridícula que la muchacha no tuvo


más remedio que reírse.
- Eso está mejor –dijo rápidamente el joven, cuyo rostro
reflejaba de nuevo aquella alarmante admiración por María
Debricat-. Está muy guapa cuando sonríe. Bueno, usted es
muy guapa de todas maneras.
Todavía seguía siendo muy pronto, y ella se lo hizo
notar cambiando de tema.
- ¿Cree que volverán a bombardear la ciudad?
- Es muy probable. Esta vez sería terrible. –El joven miró
hacia una ventana por la que entraba la luz del sol-. Mu-
chos edificios se vendrían al suelo con solo la onda expan-
siva de una bomba. –Se volvió otra vez hacia María y vio
el semblante preocupado de la muchacha-. Ah, olvidémo-
nos de la guerra. Chiquitina, no te preocupes. Cuando salga
de aquí te llevaré a tomar una copa.
La palabra chiquitina debía querer decir algo espe-
cial e íntimo, y al oírla el corazón de María dio un salto tan
grande que apenas si pudo responder. Dijo que no con la
cabeza.
- Es muy tarde. Debo irme a casa.
- Me llamo Iovach Tsiganovich.
- Yo soy María Debricat.
- María Debricat. –Lo pronunció perfectamente, y fue una
delicia escucharlo de labios de aquel joven.

- ¡MARÍA! Querida. –Era la voz de su madre-. ¡Dum Yop


te está hablando!
- ¡OH! –María volvió a la realidad. Durante los últimos
cinco minutos no había oído una sola palabra. No pudo
evitar el sonrojarse. Pero aguantó la mirada inquisitiva de
90

su madre, la mirada divertida de Dum Yop y el regocijo de


Hugo. Su padre era el único que no le prestaba atención-.
Lo siento, Dum Yop –dijo al fin-. Estaba pensando otra
cosa.
- Y yo conozco tu secreto –dijo Hugo, asumiendo el papel
de un siniestro inspector de policía-. Es inútil que lo nie-
gues. Te hemos estado espiando.
María lo miró con preocupación. Hugo podía haber-
la visto escribiendo en su diario, o tal vez lo hubiese leído.
Decidió afrontar la situación con coraje.
- ¡A ver! Dinos, Sherlock Holmes. ¿Qué es lo que sabes?
- Te daré una clave. Las iniciales son N.C.
- ¡Pero claro! –N.C. era, obviamente Nicolas Chabrinovich,
uno de sus pretendientes sin importancia. El alivio María
fue enorme-. ¡Qué estúpida soy! ¡El adorable Nicolás Cha-
brinovich! ¡Sueño con él noche y día!
El padre Francisco captó la mirada de complicidad
de María y sonrió. Algo debía haber. Podía advertirlo en
los ojos de la muchacha, que reflejaban una mezcla de ali-
vio y misterio. ¿Podría ser amor?
- Estaba tratando de preguntarte si en tus salidas por la ciu-
dad has visto alguno de esos sacos americanos de leche en
polvo.
Agradecida por el cambio de tema, María sacudió
negativamente la cabeza.
- No, parecen haber desaparecido por arte de magia. Yo
quería comprar un poco para el pastel de Navidad de las
monjas. Pero Dum Yop, ¿para qué quieres tú leche en pol-
vo?
El cura sonrió.
- Si hubieses probado alguna vez mi tortilla de hierbas para
cincuenta personas (huevo, leche en polvo, hojas de trébol
91

y la parte de arriba de los nabos, guisado todo en la tapa de


un cubo de basura) no me lo preguntarías.
Giovanna se estremeció.
- Dum Yop, tú no comes eso, ¿verdad?
- Naturalmente que lo como. Bueno, cuando tengo mucha
hambre. Pero desde luego me sirvo el último, y a veces no
queda nada.
Con un tono muy desagradable, Luis Debricat dijo:
- Creo que volverás a encontrar leche en polvo en el mer-
cado en cuanto se obtenga un buen beneficio por su venta.
–Se puso en pie, manteniéndose bastante firme-. También
creo que si bien este almuerzo ha sido delicioso, ya se ha
prolongado lo suficiente.
Giovanna se despidió del padre Francisco en el re-
cibidor de su casa.
- ¿Puedo ayudar en algo? –Pregunto el padre Francisco.
- No. En realidad, ya me he acostumbrado. Pero dime una
cosa, Dum Yop, ¿tú crees que María está enamorada de
alguien?
- Eso espero.
- Yo también. Aquí hace falta eso.
Eran palabras tristes para una mujer tan hermosa,
esposa y madre. El cura tocó suavemente el brazo de Gio-
vanna.
- No digas eso, Giovanna. Aquí hay amor. Los años pasa-
dos han estado llenos de amor. Lo mejor ha de volver.
Y con esas palabras de consuelo se separaron.

ERA POCO más de las tres de la tarde, cuando el


padre Francisco sacó su breviario y, mientras caminaba en
dirección al muelle del Appel, en el río Bosna; comenzó a
leer el oficio del día. La disciplina ese gran don de la fe
92

Iglesia, le fortaleció tal como había sucedido mil veces a lo


largo años de ministerio sacerdotal. Pero a pesar de estar
cumpliendo con un deber al que estaba acostumbrado y que
le resultaba agradable, seguía sintiéndose inquieto. De
pronto pensó que debía ir otra vez a echar una ojeada por el
hospital de campaña para ver como estaban por allí las
cosas.
Esta vez la suerte también acudió en ayuda de Dum
Yop. Un pequeño autobús, que se dirigía a las afueras de la
ciudad, estaba apunto de zarpar desde una de las esquinas
de la plaza de la Revolución. El padre Francisco conocía al
chofer del autobús, un tipo tiempo atrás regordete llamado
Kili.
- ¡Eh, Dum Yop! –Le saludo Kili-. ¿Viene con nosotros?
- Iba a ir andando –dijo el padre Francisco.
- ¿Andando? ¡Andar es para las mulas! Ya conoce usted
nuestro lema: ¡Podemos chocar, pero salvamos los pies!
- Hubo un coro de risas. De pie junto al volante del auto-
bús, Kili extendió cortésmente su brazo-. Bienvenido a
bordo, Dum Yop. Siempre me siento seguro con un cura.
Todos los que estaban en el autobús sonreían. El
padre Francisco no pudo menos que sumarse al alegre espí-
ritu del momento y dijo:
- ¿Pero se sentirá el cura seguro contigo?
Y así iniciaron la marcha, de muy buen humor. El
padre Francisco iba sentado en el fondo del autobús estru-
jado entre un hombre que llevaba un gran manojo de za-
nahorias y una mujer gorda con niño llorón en los brazos.
Estaba maravillado de la capacidad de adaptación de aque-
llas gentes. Ya había muerto mucha gente cuando viajaba
en autobús al ser alcanzados estos por el fuego enemigo. Y
sin lugar a dudas morirían más personas del mismo modo.
93

Sin embargo un poco de humor bastaba para amortiguar el


miedo.
En el momento de bajar del autobús volvieron a
sonar las sirenas de alarma, y cuando los pasajeros de Kili
corrían a ponerse a salvo, oyeron el terrible ruido de los
obuses que caían sobre Sarajevo.
En Sarajevo, y especialmente en el barrio de la Vi-
lla Olímpica, la gente se había acostumbrado ya a estos
sonidos aterradores; pero lo que oyeron y vieron aquel día
nunca se lo hubieran podido imaginar. Más tarde fue des-
crito como una cortina de fuego, una ráfaga mortífera de
granadas lanzadas contra los puntos estratégicos de la ciu-
dad.
El enemigo había vuelto y esta vez estaba dispuesto
a reducir a escombros los pocos edificios que aún se man-
tenían a duras penas en pie. El padre Francisco, al poner su
pie sobre el asfalto, paso por su primer momento de verda-
dero terror. Con todo sintió la necesidad de subir a la parte
más alta de Sarajevo para poder observar desde allí el esta-
do de la ciudad. Se abrió paso como buenamente pudo ha-
cia el lugar donde tiempo atrás se alzo el albergue de las
Misioneras de la Caridad y que hacía unos meses había
sido destruido en un bombardeo.
En aquel momento en que la vista del padre Fran-
cisco se posó sobre las humeantes ruinas de lo que antaño
había sido una prospera ciudad; temblaba sin poder contro-
larse. Para poder ver tenía que secarse constantemente el
sudor que le caía sobre los ojos. Ahora las lágrimas se
mezclaban con su sudor.
Dum Yop temblando de miedo, vio como las bom-
bas caían en picado sobre Sarajevo describiendo un semi-
círculo desde el lugar donde eran disparadas hasta el lugar
94

donde hacían impacto; y pulverizaban rápidamente manza-


nas enteras. Las estadísticas anunciarían luego novecientas
casas destruidas y más de quinientas personas muertas o
gravemente heridas.
Mientras las ondas de los impactos retumbaban por
toda la ciudad. El puerto del Appel sobre el río Bosna, se
convirtió en una inmensa caldera de humo, llamas y erup-
ciones de agua. El padre Francisco vio como más allá del
Puente de la Liberación caían bombas sobre la catedral y
algunos edificios emblemáticos de Sarajevo, así como so-
bre el suelo que había sobre las “catacumbas”, donde se
encontraba su propia grey.

EL PADRE Francisco tardó mucho tiempo en vol-


ver al subsuelo de la ciudad. Intento primero llegar al arzo-
bispado, pero como otras tantas veces antes una ola mise-
rable de refugiados que deambulaban de un lado para otro
le cortó el paso.
Fue para él un gran alivio que le recogieran en una
ambulancia militar, conducida por unos jóvenes decididos
que le dijeron:
“Suba usted, padre” y “¡Agárrese fuerte!”. Cuan-
do les preguntó adónde iban, el que estaba al volante res-
pondió: “A Ilizda. Ha habido un incidente”.
En Ilizda. El “incidente” –esa palabra extraña e
insuficiente sacada del manual de precauciones contra ata-
ques- había dejado una terrible secuela de destrucción y
muerte. El padre Francisco y el equipo de la ambulancia se
unieron a los que trabajaban con sus manos desnudas en el
rescate de los que habían quedado sepultados bajo los edi-
ficios en ruinas, de vez en cuando los equipos de rescate
95

hacían sonar un silbato para pedir silencio a fin de poder


escuchar algún posible signo de vida debajo de los escom-
bros. La mayoría de los que sacaban estaban muertos o
agonizaban, y el frasquito con los santos óleos que llevaba
Dum Yop quedó vacío en una hora. El padre Francisco
estaba asistiendo a otro moribundo cuando oyó su nombre.
- ¡Dum Yop! ¡Dum Yop! ¡Tome un trago de whisky!
Se volvió y allí estaba el pequeño Nerón Cassar.
Nerón se las había arreglado para equiparse con lo
que se parecía a un diminuto uniforme, de color verde oli-
va, y un casco de hojalata que se había hecho moldeando
una cacerola a golpes de martillo. En la parte alta de una
bota llevaba envainado un cuchillo, y en la otra, un baston-
cillo de mando. El equipo se completaba con una botella de
whisky y una taza de lata.
- ¡Nerón! –El padre Francisco sintió tanta alegría al ver
aquella extraña aparición que emergía dando saltos de la
oscuridad del anochecer que hasta tuvo ganas de reír-.
¿Qué diablos estás haciendo aquí?
- Buscándole a usted, Dum Yop. Es mejor que vayamos a
los túneles. Nuestra gente le necesita. Están medio enlo-
quecidos. Ha llegado el momento de volverles a hablar.
¡Enséñeles a soportar el dolor antes de que mueran de mie-
do!

EL AGUDO y salvaje gemido que salía del interior


del metro asustaba casi tanto como el ruido de las bombas.
Era una amalgama de gritos y llantos, ladridos de perros,
lloriqueos de niños, mujeres que suplicaban la –ayuda del
cielo, hombres que reclamaban silencio a gritos. En medio
del clamor, el padre Francisco también oyó rezar.
96

El cura hizo su aparición con andar resuelto para


causar la mejor impresión posible. Fue acogido con un
súbito silencio. El padre Francisco bendijo a todos levan-
tando la mano e hizo la señal de la cruz. Se arrodilló ante el
altar, sobre el que destacaban dos magníficos candelabros
de oro y el resplandeciente mantel blanco, ambos regalados
tiempo atrás por una devota feligresa. Luego fue hasta el
atril que Nerón Cassar había hecho con sus propias manos
y miro a su gente.
Aquello podría haber sido una escena actualizada
del infierno. Bajo el techo abovedado y cubierto de humo,
los hombres y mujeres, niños y perros, todos se apretujaban
juntos, dando lugar a una escena que parecía la última eta-
pa de la miseria y la desesperación. Algunos se habían
subido a las camas para verle. Otros estaban disputando, o
bebiendo, o cantando. Y había quienes temerosos se aso-
maban para espiar por las angostas fisuras de las rocas que
bordeaban el recinto principal.
Cayó una bomba en las cercanías y volvió a cundir
el pánico entre los que allí estaban. El padre Francisco vio
al pequeño Nerón que apretaba a un niño angustiado contra
su pecho, y recordó las palabras del enano: “Ha llegado el
momento de volverles a hablar”. Era cierto. Había que
hacerlo aquella noche. Pero ¿de qué debería hablarles? Los
hombres y los hechos de la historia de antes de la llegada
del Bendito Salvador eran demasiado lejanos para las ac-
tuales circunstancias. Debía referirse a alguien que hubiera
visto a Cristo y que pudiese transmitir humildemente su
mensaje de paz. Alguien que hubiese conocido el miedo a
la muerte, y sin embargo hubiese vencido a la muerte. Al-
guien que hubiese sobrevivido, a la miseria y a la furia de
los cielos.
97

El padre Francisco se inclino sobre el atril y co-


menzó ha hablar con toda la fuerza de su voz logrando que
se apagaran todos los murmullos. Entonces su voz resonó
clara a través de las bóvedas.
- ¡Hijos míos! Dios os bendiga. Dios os ame y os proteja.
Que la Madre de Dios os libre del mal... Alabemos ahora a
los hombres ilustres.

EL PADRE Francisco comenzó repitiendo una re-


tahíla de textos que no parecían muy prometedores. Pensa-
ron que iba a ser una homilía como otras tantas a las que
estaban acostumbrados; y en una noche como aquella no
querían sermones. A pesar de todo empezó así:
- Hubo una vez un hombre que, sabiendo que estábamos
tristes, demasiado desconcertados y temerosos, nos dijo:
Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente, en-
tonces veremos cara a cara...
>>También dijo: Nada traemos a este mundo, y es
seguro que nada nos llevaremos.
>>También dijo: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
¿Dónde está muerte tu victoria?
>> También dijo... nos dijo a nosotros, esta noche:
Os voy a declarar un misterio: no todos moriremos, pero
todos seremos transformados >>
Al oír esto hubo un poco de agitación entre los que
escuchaban, porque las palabras parecían haber sido dirigi-
das directamente a ellos, que no morían.
El padre Francisco siguió diciendo:
- El hombre del que hablo también pronunció unas palabras
que hoy han hecho eco en nosotros por una razón muy di-
98

ferente: Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperan-


za y la caridad: pero la más excelsa de todas es la caridad.
Ya estaban seguros de lo que venía tras aquellas
palabras, cuando el padre Francisco comenzó de nuevo a
decir:
- Él, el hombre del que hablo, fue los hombres más ilustre
de cuantos han puesto sus pies en Europa, aunque para
llegar hubo de hacer un largo y penoso viaje en barco.
Ahora sabían que estaban seguros, y se prepararon
rápidamente para disfrutar de sus palabras.
- San Pablo era un hombre más bien pequeño, como yo, y
esta mareado. Pues el mar estaba embravecido, tan embra-
vecido que hizo naufragar el barco en el que viajaba Pablo
de Tarso; arrojando el mar a nuestro ilustre personaje a las
costas griegas, a una bahía que aún hoy se llama de San
Pablo...

LLEGÓ A TIERRA lleno de magulladuras, medio


ahogado, temblando a causa de unas terribles fiebres, des-
pués del más pavoroso de los viajes a lo largo de una vida
que ya le había sometido a muchas pruebas semejantes.
Agradeció a Jesús, su querido amigo y maestro muerto, él
haber escapado con vida aunque sabía que la muerte le
aguardaba al cabo de unos pocos meses o tal vez semanas.
No moriría en el mar, sino a manos de un verdugo que le
esperaba en Roma.
En su juventud, Pablo había sido un judío del parti-
do fanático de los fariseos, y un intolerante que se había
destacado persiguiendo a los que aceptaban a Cristo como
Mesías y haciendo caer sobre ellos la venganza. En su co-
razón había odio suficiente como para llevarlo a promover
99

una acusación de blasfemia en contra de Esteban, y luego


asistir a la lapidación de aquel primer mártir cristiano.
Pero aquello sucedió antes de que un resplandor del
cielo, como lo llamó San Lucas, envolviera a Pablo en el
camino de Damasco (donde él había preparado una verda-
dera cacería de cristianos); fue un resplandor que le dejó
ciego tres días. Al mismo tiempo una voz le preguntó:
¿Por qué me persigues?
Hubo quienes dijeron que la fantástica historia de
Pablo era sólo una treta para poder ganarse la confianza y
después los secretos de más víctimas cristianas. Otros dije-
ron que había sido alcanzado por un rayo divino, como
castigo por sus pecados, o simplemente que había tenido
un ataque. Fuese lo que fuere, transformó a aquel pequeño
monstruo de las tinieblas en un apóstol de la luz, en el más
poderoso misionero que había visto el mundo hasta el mo-
mento, en un incansable viajero para Cristo.
Cruzo todo el litoral Mediterráneo, desde Corinto a
Atenas, desde Antioquía a Palestina. Predicó el evangelio,
y luchó por las almas de los hombres; muchos le amaron, y
muchos más le maltrataron; le escupieron, le azotaron y le
metieron en la cárcel.
Pablo no estaba físicamente bien preparado para
aquellas tremendas pruebas. Era pequeño y feo, casi calvo,
y sus piernas torcidas le hacían andar torpemente. Sufría lo
que él mismo llamaba una espina o un aguijón en la carne
(¿era acaso alguna enfermedad periódica como la epilep-
sia?, O ¿la malaria?, ¿O migraña?) Que le atormentaba
siempre. Sin embargo, a pesar de sus impedimentos físicos,
congeniaba con la gente; había viajado más que muchos de
sus contemporáneos, y había aprendido a hablar con cuan-
tas personas conocía.
100

Ecce homo... este era el hombre: pequeño, feo, tor-


pe, pero se decía de él que a veces tenía rostro de ángel.
¿Este hombre? Sí, este hombre, este hombre mágico, que
comenzaba ahora a convertir tanto a judíos como a genti-
les. Junto con el éxito alcanzó también el odio de sus
enemigos.
Los judíos no podían perdonarle dos cosas: que
fuese un renegado y que estuviese predicando la llegada
del Mesías no a los elegidos, sino a cualquier perro gentil o
pagano sin principios que le escuchara. Después de varios
años de predicar a los judíos, rechazado y hostigado por
ellos, Pablo llegó ala conclusión de que el cristianismo sólo
podría extenderse por todo el mundo rompiendo sus lazos
con el judaísmo. Para los judíos devotos esa idea era un
insulto total, y respondieron en consecuencia.
Seguían la pista a Pablo adondequiera que este via-
jase; le espiaban, y enviaban informes secretos sobre su
proyectado itinerario, de tal modo que siempre le estaba
aguardando una chusma hostil, o un motín, o una feroz
inquisición. Muchas veces debió preguntarse por qué había
dejado Tarso, donde había nacido con todos los privilegios
de la ciudadanía romana y donde estaba establecido con un
buen negocio: fabricaba tiendas de lona en verano, y velas
para navegar en invierno.
Su fe en Cristo y las conversiones que lograba le
sostenían pero llegó el momento en que los judíos tramaron
su caída.
En Jerusalén, en una de las apariciones públicas de
Pablo organizaron un gran disturbio. El comandante ro-
mano, Claudio Lisias, eligió la manera más sencilla de so-
lucionar el problema, que era arrestar a Pablo como cau-
sante del desorden. Lo amenazó con azotarlo si no se iba
101

de allí. Pablo invocó su ciudadanía romana, lo que quería


decir que ese tratamiento era ilegal. Pero Claudio Lisias se
había enterado de que un grupo de más de cuarenta judíos
estaba esperando a Pablo y que se habían conjurado, obli-
gándose bajo solemne juramento a no comer ni beber hasta
matarle. De modo que Lisias dio a Pablo una escolta fuer-
temente armada que le condujo entre la multitud enfurecida
hasta dejarle bajo la custodia de Antonio Félix procurador
de Cesarea, situada sobre la costa, cien kilómetros más al
norte.
Antonio Félix tuvo a Pablo en prisión durante los
dos años siguientes, y oficialmente <<posponía su veredic-
to>>, aunque la sospecha común era que estaba esperando
que alguien lo sobornara para que pusiera a Pablo en liber-
tad.
Tiempo después, Félix fue reemplazado como pro-
curador por Porcio Festo, un hombre probo y honesto.
Volvió a examinar las razones del reo y de sus acusadores,
y decidió que, después de todo, Pablo era un perturbador y
que debía ser enviado otra vez a Jerusalén –entonces muy
agitada- para ser juzgado. Como ciudadano romano, Pablo
tenía el derecho de apelar ante el emperador contra cual-
quier corte provincial. Pablo apeló, y así fue enviado a
Roma en el primer barco disponible.
En aquellos últimos días en Cesarea ocurrió algo
curioso. El rey judío, Herodes Agripa, manifestó su deseo
de conocer a Pablo: quería verle y escucharle. Este era el
último sucesor de la cruel dinastía herodiana, y bisnieto de
aquel Herodes que había ordenado matar a todos los varo-
nes menores de dos años que se encontraban en Belén a fin
de poder atrapar al infante Jesús en su red asesina. Agripa
102

era de hecho entonces él <<Rey de los judíos>>, cuya di-


nastía había acusado a Jesús de suplantar.
Se encontraron, y Pablo dio comienzo a un apasio-
nado alegato, no para librarse de la muerte, sino a favor de
Jesucristo. Hablo con sinceridad y con una elocuencia
aplastante. Herodes Agripa lo escuchó hasta el final, y al
terminar Pablo, le dijo: “Por poco me persuades a hacer-
me cristiano”. Luego dijo a Festo: “Se podría haber dado
la libertad a este hombre si no hubiera apelado al César”.
Pero Pablo había apelado al César, y al César debía
ir. Viejo y cansado, zarandeado por el destino y por sus
enemigos, sostenido sólo por su fe, debía embarcar hacia
Roma, donde iba a ser juzgado con peligro de que le con-
denaran a muerte; y en efecto, perdería allí la vida a manos
de un tirano demente llamado Nerón.
A pesar de que la historia era trágica, al llegar a este punto
hubo algunas risas contenidas, y miradas de reojo al pe-
queño Nerón Cassar, que como un centinela estaba junto al
atril del padre Francisco. ¡Así que Nerón había heredado su
nombre de un tirano loco!
Pablo realizó la mayor parte de su viaje en un barco
alejandrino nuevo que era el mayor y mejor de la época.
Transportaba cereales, y se dirigía directamente a Roma.
Lo mandaba un tal Julio, centurión de la cohorte del César,
cuya palabra era ley. El día de la partida había a bordo del
barco cien marineros, cien soldados y sesenta y seis prisio-
neros.
Ya estaba muy avanzado el invierno y se sabía, por
tradición y experiencia que entonces el Mediterráneo era
muy peligroso. Cualquier capitán que no estuviese obliga-
do a zarpar dejaba su barco al abrigo del puerto.
103

Pero un barco romano cargado de grano tenía que


cumplir con un horario. Debía llevar la ración de cereal
para tener contentos a los plebeyos necesitados entre los
que se distribuía gratuitamente; si no llegaba, provocaban
disturbios. Julio zarpó de acuerdo con las órdenes recibi-
das, metiéndose inmediatamente en un terrible peligro.
Un viento desfavorable lo arrastró hacia el norte.
Luego fueron empujados hacia el sur. Finalmente los azotó
el furioso euroclydon, ese <<viento griego>> del nordeste
contra el que ningún barco podía avanzar un solo centíme-
tro. No podían hacer otras cosas que dejarse ir a la deriva,
hacia peligros desconocidos. Entonces comenzó una pesa-
dilla que se prolongó dos semanas. Redujeron las velas a
sólo una pieza, y aligeraron el buque arrojando por la borda
la mayor parte de los aparejos y la mitad de la carga.
Cuando la castigada estructura de la nave comenzó a aflo-
jarse, sujetaron los soportes con sogas, atándolas luego al
cabrestante. Constantemente achicaban las vías de agua
con todas sus fuerzas. Debilitados por el hambre y el frío,
todos los que iban a bordo se resignaron a una muerte mi-
serable.
Todos, excepto Pablo. Afrontó la situación con va-
lor, con amor y, sobre todo, con fe. Les dijo a los demás
que el barco no se hundiría. No iban a ahogarse. Pronto
estarían a salvo y en tierra firme. Se lo había dicho el Se-
ñor. Aquel hombrecillo, con sus dolores de cabeza y sus
fiebres, se movía entre los otros como un gigante. En ese
momento, y para siempre a partir de entonces, Pablo fue un
gigante.
Nadie –ni siquiera el experto capitán del barco-
sabía dónde estaban. Durante dos semanas no vieron ni una
vez el sol o las estrellas. Una noche, cuando sintieron por
104

la proa el terrible sonido de las olas rompiendo, echaron la


sonda. Veinte brazas. Luego quince brazas. El fondo del
mar debía terminar pronto, sustituyéndose por bancos de
arena y rocas, contra las que el buque se partiría en mil
pedazos. Echaron a popa cuatro áncoras y rezaron para que
se hiciera de día. Al amanecer vieron que habían sido prác-
ticamente arrojados sobre una pequeña isla. Ya no había
esperanzas de salvar el barco; tenían que encallarlo y con-
fiar en que la suerte, o los dioses, o el dios de Pablo los
llevaran sanos a tierra firme. Izaron una vela pequeña de
proa, cortaron los cables de las cuatro áncoras y dirigieron
la nave directamente a la playa. La proa chocó contra un
banco de arena, partiéndose con el impacto, y todo el barco
se estremeció. Los maderos dañados se rajaron y se rom-
pieron, y la nave comenzó a deshacerse.
En momentos como aquel el ejército solía actuar
siempre de la misma forma. Al deshacerse el buque, los
prisioneros podían escapar, y según el reglamento, había
que matar a los que huían. Los soldados desenvainaron sus
espadas.
Pero Julio, el centurión, sacó su propia espada y se
interpuso en el camino de los soldados, gritando:
<<¡No!>> Lucas diría más tarde que había hecho aquello
para salvar la vida de Pablo, que el centurión había comen-
zado a valorar. <<¡Nada de matar!>>, les ordenó. <<Que
todos se tiren por la borda y nade para salvar la vida.>>
Marineros, soldados y prisioneros abandonaron el
barco en ruinas. Luchando con las tremendas olas, aga-
rrándose a maderos sueltos, consiguieron poco a poco lle-
gar a tierra firme; maltrecho, sangrando, casi moribundos,
¡pero vivos! Se salvaron todos, tal como Pablo les había
anunciado.
105

La tierra estaba desierta y silenciosa. Al abrigo de


unos acantilados, disfrutaron de una paz maravillosa. Lue-
go, cuando Pablo se incorporó al terminar sus plegarias, los
habitantes de aquel lugar salieron tímidamente a recibir a
los náufragos.
En su relato, Lucas les llamó “bárbaros”, con lo que
quería decir que no eran griegos ni romanos. Pero Bárbaros
o no dieron una amable bienvenida a los temblorosos na-
vegantes, y con las muchas maderas sueltas que se amon-
tonaban en la playa encendieron una fogata.
En el momento en que Pablo agregaba una brazada
de leña al fuego, saltó una víbora y se agarró a su mano.
Los bárbaros quedaron horrorizados. Sin duda, este hombre
es un homicida, dijeron; y Pablo entendió aquel murmullo
supersticioso, porque él hablaba el arameo, lengua hermana
del arábigo que ellos empleaban.
Pablo se sacudió la víbora y esta cayó al fuego. Los
habitantes del lugar, al ver que no se hinchaba ni moría,
cambiaron de parecer y, según las palabras de Lucas, dije-
ron que era un Dios.
Pablo que no tenía tiempo para este tipo de venera-
ción, pero si la víbora era realmente venenosa, nunca más
se vio otra igual en aquella isla. ¿Qué hombre se atrevería a
decir adónde fue a parar todo aquel pernicioso aguijón?
Al hacer una pausa tras una la explosión de carcaja-
das que siguió a esas palabras suyas, el padre Francisco
pensó que los chistes viejos eran los mejores. Decía la tra-
dición que el veneno de los colmillos de la serpiente habían
reaparecido, sin mucha demora, en las lenguas de las muje-
res.
Julio, el centurión, presentó formalmente su uni-
forme a Publio, el gobernador romano de aquel territorio.
106

Sus soldados quedarían acuartelados durante el invierno


con la guarnición de la isla. Los marineros se habían ya
acomodado en distintos alojamientos alrededor del puerto.
Los prisioneros estaban encerrados en barracones, con una
seguridad razonable; pero había un prisionero, Pablo de
Tarso...
- Es algo más que un prisionero, señor –dijo Julio a Publio-
Es una persona muy persuasiva. Dicen que tuvo al rey He-
rodes sentado con la boca abierta... Creo que te gustaría
hablar con él.
El gobernador quedó desconcertado.
- ¿Con ese perturbador? ¡Ya hemos oído más que suficien-
te de él!
- Ha sido de una gran ayuda para mí en las dos últimas
semanas. Es posible que estemos aquí dos o tres meses.
Creo que el cuartel general estará agradecido si le dispen-
sas una vigilancia especial. Es posible que diga algo de lo
que valga la pena informar.
- Ah... Inteligencia, ¿eh? ¿Política?
- Está bien. Que venga a verme.
La vida en la isla era cómoda y agradable, pero se
encontraba un poco al margen de los acontecimientos.

PUBLIO fue unos de los que –como Porcio Festo,


como el centurión Julio, y como miles de conversos-, des-
pués de un periodo instintivo de recelo, terminaron por
creer a Pablo. Publio admiraba a los hombres valerosos y
sabía apreciarlos. Además estaba profundamente agradeci-
do por lo que Pablo había hecho por su venerado padre,
quien había estado muy próximo a la muerte, con fiebres y
una hemorragia incontenible. Pablo no tuvo más que poner
107

sus manos sobre el anciano y rezar, para que el enfermo


mejorase. Publio interpretó aquello como un milagro.
- Si hay algo que pueda hacer por ti, dímelo.
- Quisiera predicar. A todas las almas que estén dispuestas
a escuchar. Esclavos. Hombres libres. Patricios. Cartagine-
ses. Griegos.
- Bueno, veamos –comenzó a decir cautamente Publio,
pero luego cambió de opinión. Estaba seguro de que un
hombre como Pablo no le engañaría nunca-. ¿Por qué no?
Siempre es agradable oír ideas nuevas. ¿Qué es lo que
quieres decirles?
- Déjame que primero te lo diga a ti...
Pablo pasó tres meses en la isla predicando la pala-
bra de Dios, y su ministerio prosperó maravillosamente.
Tal vez fuese aquella la última alegría de su vida. El mo-
mento más feliz de todos fue cuando recibió a Publio como
cristiano, bautizándole en su propio palacio, que ahora se
había convertido en iglesia.
Cuando Pablo dijo: “Quiero que seas el primer
obispo de esta isla”, y Publio respondió: “Si es que soy
digno ante los ojos del Señor Jesucristo”, aquello fue tan
asombroso, y sin embargo tan inevitable, como cualquier
otro milagro.

LLEGO LA primavera, y Julio reunió a sus prisio-


neros. Estaba listo para zarpar otro buque cargado de
grano, que había invernado en aquel lugar.
Los nuevos amigos cristianos de Pablo lo cargaron
de provisiones para el viaje y fueron a despedirse de él.
Fue un adiós muy triste porque todos creían que Pablo iba
camino de su muerte.
108

La Iglesia de San Pablo Náufrago, en aquel lugar,


después con los siglos guardaría dos reliquias de tan prodi-
go apóstol: un trozo del hueso de su brazo metido en un
osario hueco y un trozo de la piedra sobre la que fue deca-
pitado, traída expresamente de Roma. También quedó su
fe, que siglos después de que él hubiese muerto por ella.
Pablo había sido el primero que habló de Jesucristo en mu-
chos lugares, y su propio valor, flexibilidad y capacidad
para resistir las penurias terrenales habían dado a la isla el
ejemplo más valioso.
Porque aunque muy pocos podían ser santos en la
tierra, todos podían ser hombres.
Apenas si se habían dado cuanta de que afuera las
explosiones se sucedían ininterrumpidamente causando que
cerca de allí hubiese gente enterrada viva, que pedía soco-
rro lastimosamente. Sin que los trabajaban en el rescate no
pudieran llegar hasta ellos.
Al enterarse de esto las gentes de Dum Yop, más de
cincuenta hombres se pusieron en pie y salieron al unísono.
Aquellos valientes voluntarios, encabezados por el padre
Francisco, salieron a la temible oscuridad, y continuaron
así en la senda de la fe.
109

Capítulo 3º:“El día de esperanza del Padre Francisco”

EL PADRE Francisco amaba el pequeño habitáculo


que ocupaba en el subsuelo de la ciudad. Medía tres metros
por menos de dos. El cura hacía su cama encima de un ta-
blón que antes había servido para colocar publicidad. Todo
el vestuario del padre Francisco colgaba de los clavos, y
una lata de conservas vacía le servía de jofaina. Eso era
todo. Pero la pequeña habitación estaba santificada por que
una pequeña apertura en la pared que antaño había servido
de registro eléctrico, justo debajo del crucifijo. Allí había
colocado el padre Francisco algo muy querido para él: una
caja de caoba que contenía reliquias, recuerdos preciosos
de una peregrinación. Durante todo su ministerio sacerdo-
tal nunca había dormido lejos de ellos.
Ese día, el padre Francisco se despertó más tem-
prano de lo usual en él, antes de que sonara la primera
campanilla llamando a misa. El nuevo día solamente podía
ser igual que él anterior, y como todos los anteriores desde
que comenzó la guerra. Era realmente asombroso pensar
que habían vivido durante casi dos años en los túneles del
metro, sometidos a tres o cuatro bombardeos diarios. Aho-
ra eran ya hombres mejores, mujeres mejores, y hasta niños
mejores.
Sus gentes, sus sarajevolitanos, se habían sobre-
puesto a unos golpes especialmente dolorosos: cuando más
de la mitad de la ciudad había sido reducida a escombros
por las bombas servias; cuando un obús impacto sobre un
punto de avituallamiento y murieron más de cien personas;
cuando sé prohibido que tocaran las campanas de las igle-
sias, etc...
110

Las gentes de esta desgraciada ciudad se habían


sobrepuesto a esas cosas y a otras muchas más. Aunque a
regañadientes, se habían acostumbrado al sistema de racio-
namiento. El azúcar, el café, las cerillas y el jabón estaban
estrictamente racionados; a menudo no podía conseguirse
mantequilla, queso, leche, chocolate y pastas; las verduras
y la fruta eran escasas y terriblemente caras. Los contra-
bandistas cobraban los huevos a dos dólares americanos,
sin posibilidad de ninguna rebaja.
Todo aquello era parte de la guerra y había que so-
portarlo. Una y otra vez se explicaba que los convoyes con
alimentos no podían pasar a causa del cerco que sobre Sa-
rajevo, mantenían las milicias proservias; pero cualquiera
que anduviese por el castigado muelle del Appel no necesi-
taba esa explicación. Había muy pocas lanchas rápidas
ancladas, y las barcazas que conseguían pasar el bloqueo
eran bombardeadas y hundidas antes de descargar.
Sarajevo, estaba en una situación muy expuesta. Al
norte el avance de las fuerzas proservias era imparable; al
sur estas habían consolidado sus posiciones. La ayuda más
cercana con la que podían contar eran las fuerzas de la
O.T.A.N acuarteladas en Italia. La situación en el interior
de la ciudad era desesperada. La pregunta era. ¿Cuánto
tiempo podía durar aquello? ¿Y como iba la guerra?
No había respuestas: sólo rumores y la certeza de
que ahora había diez mil milicianos dispuestos para el asal-
to final a Sarajevo. Se hablaba de tanques que corrían hacia
esta ciudad, de matanzas aquí y allá, y de daños terrible por
toda parte .

CERCA DEL padre Francisco sonó la campana de


estaño anunciando a todos, dentro de su pequeño mundo,
111

que era la hora de despertarse, vestirse y prepararse para la


primera misa, a las seis de la mañana. El cura pensó que
era Stoian Protich el que la hacia sonar, como de costum-
bre, pero aquella mañana Stoian lo hacia de una forma un
tanto extraña.
Mientras se vestía, Dum Yop sintió que le dolían
los dedos de los pies y pensó: Ya es hora de comprar un
nuevo para de botas; pero ¿cómo podré conseguir las botas
que necesito, ahora que ha muerto Viznelos, el viejo zapa-
tero macedonio?
Después de una noche más en los túneles, el padre
Francisco se mezcló con el tropel de gente que despertaba.
Lo primero que desgraciadamente caracterizaba a los túne-
les era su olor peculiar. Con el color de mes de julio se
había convertido en una mezcla malsana de sudor, cuerpos
sucios, queroseno, gatos, perros, olores de cocina, sedi-
mentos de cerveza y vino, y el inevitablemente olor a heces
humanas. Nada podía hacerse para remediarlo. No se po-
dían airear las catacumbas sin que, al mismo tiempo, se
debilitase el refugio que proporcionaban.
Bostezando y rascándose las gentes se asomaban
desde detrás de las cortinas de ropa lavada para ver lo que
el nuevo día prometía. Hasta la ropa tendida era causa de
gritos e insultos.
- ¿Quién ha cogido nuestros paños de cocina? –Gritó al-
guien.
Y el padre Francisco abrigaba la esperanza de que
sólo fuera un caso de extravío momentáneo. Unos pocos
días ante se había producido un robo: un par de pantalones
que habían cambiado de dueño durante la noche aparecie-
ron luego en las piernas del culpable. Por poco se organiza
un inmenso caos.
112

El padre Francisco había aplicado su propia justicia.


Recordaba que su padre decía que el peor delito que se
podía cometer a bordo de un buque era robar a un compa-
ñero, porque como los tripulantes estaban hacinados y
compartían sus exiguos bienes, era esencial que se mantu-
viera la mutua confianza. Lo mismo sucedía aquí, en esta
inmensa “arca” que era su único salvavidas. La sentencia
de Dum Yop había sido la expulsión de las catacumbas, sin
más argumentos ni demoras.
El cura se acercó ahora al altar para decir sus ora-
ciones privadas antes de comenzar la misa. Entonces tuvo
una sorpresa. No lo recibió Stoian Protich, sino el pequeño
Nerón; y este tenía en su mano la campana que había esta-
do tocando: la campana del sacristán.
- Bonjou, Dum Yop –saludó Nerón. Bajo la mirada hacia la
campana y agregó-: Siento haber hecho un ruido tan feo.
- Pero ¿qué ha sucedido, Nerón? ¿Dónde esta Stoian?
Nerón volvió a esquivar la mirada de Dum Yop.
- No se encuentra bien, Dum Yop. De modo que me he
hecho cargo de su trabajo. - ¿Qué le pasa?
- Es sólo un dolor de cabeza.
El padre Francisco tuvo que conformarse con esa
respuesta. Gradualmente fue quedando absorto en el placer
de celebrar la misa diaria. Como era habitual en él, se con-
vertía en una purga para su espíritu y en una breve visión
de la gloria.
Tan pronto como hubo terminado la misa y cuando
el padre Francisco estaba ya en su minúscula habitación,
Nerón Cassar se escurrió dentro.
- ¿Dum Yop?
- ¿Sí? ¿Qué ocurre?
113

- Le he dicho una mentira, Dum Yop. No quería darle un


disgusto. –A Nerón le temblaba la voz-. Stoian no está en-
fermo. Se ha ido. Me dejó una carta. –El enano estaba tan
avergonzado que parecía arrastrándose por el suelo-. Era
una carta tonta. La rompí. Pero luego estuve despierto toda
la noche pensando en eso.
- ¿Qué decía esa carta?
- Sólo que Stoian había tenido que volver a su casa, a Ja-
blanica. Que tenía que estar con su madre. Que tenía mie-
do. Que había conocido a un hombre que le había dicho
que lo que usted está haciendo está prohibido.
- ¿Prohibido? ¿Quién es ese hombre? –pregunto el padre
Francisco un tanto alterado.
- Creí que usted lo sabría. –Y entonces, viendo la preocu-
pación en el rostro de Dum Yop, Nerón exclamó-: ¡No
importa, Dum Yop! ¡Déjele que sé vaya! ¡Yo puedo ha-
cerme cargo de todo!
Sin ningún aviso previo, los cañones enemigos co-
menzaron a lanzar su mortífera carga sobre sus cabezas, y
la traición de Stoian Protich se diluyó en el ruido de las
explosiones. El padre Francisco dijo:
- Hablaremos más tarde, Nerón. Algo pasa.
Y salió corriendo para ver de qué se trataba.

ERA MUY difícil saber exactamente lo que estaba


ocurriendo. El fuego de los cañones se prolongó durante
aproximadamente una hora, y luego cesó bruscamente
igual que había comenzado. Dejando en el cielo paso a una
multitud de aviones, algo que hasta el momento no se había
visto en esta guerra; nadie sabía lo que estaban haciendo.
El padre Francisco que estaba en lo alto de un pequeño
114

montículo, junto a la principal de la principal de las bocas


del metro de Sarajevo, esperando al contrabando de ali-
mentos, cuando llegó, Danilo Dimitrievich, el viejo bar-
queo que surcaba con su barquichuela las caudalosas aguas
del Bosna.
- Lo he visto todo –exclamó-. Acababa de zarpar del Ap-
pel. ¡No se puede imaginar lo que vi! Eran cientos de avio-
nes pequeños y grandes, que surcaban nuestro cielo. Y los
cañones servios les disparaban, pero ellos no respondieron
a la provocación, y siguieron rumbo al norte, a donde está
Servia. ¡Me cogió en medio de todo! ¡Se podía anda por
encima de las balas que caían al suelo! –A Danilo se le
erizaron las barbas.
Era asombrosa, la historia que contaba el viejo Da-
nilo, la cual era muy próxima a la realidad. La tentativa de
la artillería servia, apostada en las colinas circundantes de
la ciudad de Sarajevo; por detener a los aviones que sobre-
volaban el suelo bosnio había sido brutal. Pero sin embargo
estaba condenada al fracaso desde el principio. Disparaban
los cañones sin ton ni son, no sabían que aviones tenían
que derribar, así que disparaban a cualquiera de ellos; pero
los aviones de la Alianza Atlántica eran mucho más velo-
ces que los cañones servios. El nombre clave de esta ope-
ración era “Substance” y abarcaba inicialmente, el bom-
bardeo selectivo de diversos objetivos militares en Servia,
Montenegro y algunos más en suelo bosnio.
La aviación de la O.T.A.N. atacó y destruyo diver-
sos enclaves de la artillería servia en torno a la ciudad de
Sarajevo; no sin perder algún que otro avión; con lo que en
los días siguientes se redujo la presión del cerco servio
sobre la capital bosníaca.
115

En la semana siguiente llegaron por medio de las


aguas del río Bosna, diversos convoyes transportando más
dos mil kilos de carne congelada y unas cantidades simila-
res de aceite, azúcar, café y otros artículos de primera ne-
cesidad; así como diez mil toneladas de municiones para
los enconados defensores sarajevolitanos. Toda aquella
extraña carga sumaba más de setenta mil toneladas.
Tal vez en este momento de la guerra hubo friccio-
nes entre las milicias servias de Bosnia y los representantes
de la nueva República Federal de Yugoslavia, formada por
Servia y Montenegro; los sitiadores de la capital de los
bosnios habían dejado, no sin la ayuda de la Alianza Atlán-
tica que un cargamento de víveres de vital importancia para
la supervivencia, burlara el bloqueo por ellos impuesto;
mientras que en Belgrado, la capital servia empezaban a
escasear los artículos de primera necesidad, por el bloqueo
comercial, impuesto por los aliados a Servia y Montenegro.
En un intento de destacar y a la vez rectificar ese fallo, las
fuerzas servias decidieron dar un golpe audaz. Se trataba
nada menos que de atacar y destruir las bases de habitua-
llamiento de los bosnios.

EL PADRE Francisco aquella mañana iba con re-


traso a visitar a mons. Liuba Potiorek, y andaba muy aprisa
cuesta arriba desde los escalones de la antigua aduana,
donde el viejo Danilo le había desembarcado.
La gloriosa derrota que los servios habían sufrido al
intentar destruir sus bases de aprovisionamiento, había sido
un tónico para la moral de los sarajevolitanos. La maravi-
llosa alegría y buen humor que flotaban en el aire eran la
primera manifestación de verdadero orgullo y esperanza
116

que el padre Francisco podía recordar desde el comienzo


de la guerra. El mismo se sentía feliz a medida que inter-
cambiaba saludos con la gente que se iba encontrando por
la calle. Un comerciante salió a la puerta de su destartalado
local y puso un gran pastel de frutas en las manos de Dum
Yop.
- ¡Ele usted esto a los huérfanos! –Gritó-. ¡Para celebrarlo!
Sólo había una cosa que ese ía entristecía al pa-
dre: la deserción de Stoian. Aunque sabía que ocurriría, fue
un duro golpe que tardaría en superar, sobre todo por la
forma cobarde en que se produjo.
El padre Francisco entró el arzobispado, como tenía
costumbre por la puesta llamada “Poterna”. Después de
aguardar un largo rato, le abrió la puerta el viejo lacayo de
costumbre, pues el otro con el beneplácito de mons. Potio-
rek, se había a listado en la milicia; y otro lacayo también
había dejado el servicio. En el palacio arzobispal hubo
también de hacerse restricciones en todos los aspectos; se
cerraron dos alas enteras del palacio y varias oficinas, in-
cluso hubieron de racionarse hasta en las cintas de las má-
quinas de escribir.
- ¡Dum Yop! –La voz del lacayo, sonó como un ronquido-.
Sabía que tenía que ser usted.
El padre Francisco le puso la mano encima del
hombro.
- No deberías abrir tú la puerta. Podría hacerlo el ama de
llaves.
- ¿Cómo? ¿Una mujer abriendo la puerta?
El lacayo estaba horrorizado... ¿O tal vez sólo lo
simulaba? Era difícil apreciar la percepción y el sentido del
humor que hay en los muy viejos; porque ¡cuántas veces la
117

mente sobrevivía al cuerpo! El cura lo había comprobado


en cientos de lechos de muerte.
Siempre recordaba la primera vez que había asistido
a un moribundo; con manos temblorosas y la torpeza pro-
pia del novicio, había untado los labios de una mujer cuya
vida se escapaba. Él sabía que la anciana tenía más de cien
años; el cura tenía exactamente setenta y cinco menos.
La cara grisácea parecía tan tranquila y el consumi-
do cuerpo tan relajado y en paz que el padre Francisco cre-
yó que ya estaba muerta. Entonces, los labios untados de
óleo se abrieron, sonriendo, y al inclinar él la cabeza oyó
como le decía:
- Lo has hecho muy bien... para ser tan joven...
Y después de esa valiente y bonita despedida, mu-
rió.
Al cruzar lentamente el patio central, el lacayo tro-
pezó en una de las losetas, y el padre Francisco le sostuvo
con la mano.
- Ya has andado bastante por hoy. Ahora vuelve a tu cuarto
y descansa.
El criado protestó débilmente, pero obedeció. El
padre Francisco subió a las habitaciones de mons. Potiorek.
Al abrir la puerta, lo primero que oyó fue la voz de
un hombre, que no era precisamente mons. Potiorek. Su
tono sonoro era inconfundible para Dum Yop: se le había
adelantado la persona que menos hubiera deseado ver allí.
El concejal Scholti se inclinaba sobre el obispo con benig-
na solicitud. Al padre Francisco le molestó sobremanera
aquella intimidad.
- ¡Cuánto has tardado, Francisco! –Se quejó mons. Liuba
Potiorek, en cuanto le hubo besado el anillo-. El concejal
Scholti vino temprano.
118

- Ya lo veo... Lo siento mucho. Había mucho movimiento


en la calle, y he tardado más de lo habitual. –Saludó con la
cabeza al otro hombre-. Buenos días Bruno. Espero que
estés bien.
Scholti le devolvió el saludo con otra inclinación de
cabeza, fría y casi obligada.
Entonces intervino mons. Potiorek, diciendo:
- El café todavía está caliente, aunque tiene un sabor horri-
ble. En estos tiempos que corren el servicio no sabe hacer
nada.
Aquellas palabras distaban tanto de la manera habi-
tual de hablar de mons. Liuba Potiorek, que el cura miró
más atentamente. Durante los últimos meses el obispo ha-
bía perdido bastante energía; estaba muy pálido y tenía el
rostro ligeramente tenso.
Por fin había que afrontar el triste hecho de que el
tiempo y las tensiones de la guerra se estaban cobrando su
precio.
- Estoy seguro de que el café estará excelente, como de
costumbre. Debe animarse, monseñor. Tenemos tanto que
agradecer a Dios.
- Es fácil decir eso –sentenció Scholti con tono reprobato-
rio-. Pero monseñor Potiorek ha recibido muy malas noti-
cias en una carta que llegó de Roma. Son noticias del Bel-
grado, por vía de un diplomático neutral que está allí.
El padre Francisco prestó toda su atención a mons.
Potiorek.
- ¿Se trata de la Iglesia Ortodoxa?
- Si, de los ortodoxos –respondió mons. Potiorek con tono
tajante. Estaba realmente muy agitado, lo cual suponía algo
inhabitual en él-. ¡Nuestros queridos hermanos se han dis-
tinguido en alto grado!
119

- Dígame, por favor. ¿Qué es lo que han hecho?


- ¡Nada más que colaborar! ¡Tan sólo colaborar con nues-
tros enemigos! ¡Se han reunido con las principales autori-
dades servias y con los principales responsables de esta
absurda guerra, para tratar de la eliminación de la Iglesia
Católica en la futura República Servia de Bosnia!
El padre Francisco tenía fundadas esperanzas en la
colaboración con la Iglesia Ortodoxa Yugoslava; pues pen-
sabas que aún después de once siglos de separación hay
más cosas que unen a los católicos y a los ortodoxos, que
motivos para estar separados. Por un momento paso una
idea de indulgencia para con los ortodoxos.
Monseñor Potiorek no albergaba sentimientos tan
indulgentes como los del padre Francisco.
- ¡Esto es el fin de nuestras conversaciones! ¡No volvere-
mos ha acudir a sus llamadas de socorro!
Tampoco el concejal Scholti se sentía precisamente
indulgente ese día.
- Puedo asegurarle monseñor, que en tales circunstancias
todo el mundo lo comprendería.
El padre Francisco solamente pudo ya añadir:
- Legalmente, no tenemos fundamentos para ello. Nuestras
informaciones proceden del contraespionaje; si rompemos
todo contacto con la jerarquía ortodoxa dejaremos a algu-
nos agentes occidentales en una situación algo comprome-
tida.
A mons. Potiorek le parecía que Dum Yop no se
estaba tomando el asunto con la seriedad que requería.
- Dum Yop, ¿no tiene orgullo? –Preguntó.
- Procuro no tenerlo. Es pecado.
Scholti intervino inflexible:
120

- Monseñor se refiere al orgullo ancestral que obliga a


mantener el honor de nuestra Santa Iglesia. No hay nada
malo en eso. ¡Si lo hay, y mucho, en hacer lo contrario!
El padre Francisco ya había soportado bastante
tiempo las groserías de mons. Scholti.
- Eso suena como una herejía muy interesante.
El concejal Scholti lo miró hostilmente, no sin mo-
tivo. Sin lugar a dudas, la observación había sido insolente.
La había provocado una extraña ligereza del espíritu. En
aquel día feliz, y por primera vez en muchos meses, el pa-
dre Francisco se sentía totalmente despreocupado.
- Desde luego que es triste que nuestros hermanos los or-
todoxos nos vuelvan otra vez la espalda –dijo el padre
Francisco-. Pero imagino que, bajo la presión de las autori-
dades servias, la situación tiene que ser realmente muy
difícil.
- ¿Qué crees que deberíamos hacer?
- Creo que deberíamos comprenderles, y compadecernos
de ellos. Han tenido que luchar mucho durante largos años
para sobrevivir durante la guerra fría. ¿Os habéis enterado
de las incursiones de la O.T.A.N?
El concejal Scholti lo sabía todo.
- Desde luego, eso era el comienzo de la invasión de Servia
–afirmó-. Y me han dicho que el enemigo ha quedado to-
talmente aplastado. Es probable que hayan capturado a
miles de prisioneros. –Dijo Scholti con un aire de superio-
ridad.
El padre Francisco lo dejó hablar. Lo que él quería
era que se cambiara de tema. Ni siquiera le importó cuando
Scholti al final, sin duda con el propósito de llevarse a
Dum Yop con él, se levantó y dijo:
- Estoy seguro de que mons. Potiorek está cansado.
121

Dum Yop se despidió, contento porque ahora mons.


Potiorek parecía estar más sosegado.
- No quise hablar de ello delante de mons. Potiorek –dijo
Scholti, cambiando totalmente de actitud, en cuanto hubie-
ron salido del arzobispado-. Pero tu comentario sobre la
herejía es totalmente imperdonable.
- Fue una broma Bruno.
- No lo fue para mí. Pareces olvidar que soy un represen-
tante del pueblo.
- Y yo de Dios. –Aquello no tenía remedio; ese día el padre
Francisco no podía tomar nada en serio-. No, no, retiro lo
que acabo de decir. Puede llegar al oído de su eminencia el
arzobispo...
- ¡Dum Yop! –Comenzó a decir Scholti, indignado.
- Y también al oído de mi sacristán.
Por una vez, el concejal Scholti se quedó cortado.
- ¿Qué quieres decir con eso?
- Has estado hablado con Stoian, ¿no es cierto?
- Nos encontramos por casualidad en la calle. Eso es todo.
- ¿Le dijiste que lo que yo estaba haciendo estaba mal?
- ¡Él me lo dijo a mí! –Scholti se lanzó de pronto a un vio-
lento discurso, que demostraba que el pobre y simple
Stoian había sido arrastrado a cometer todo tipo de indis-
creciones. Hubo juicios sobre la actitud tolerante de Dum
Yop para con el comportamiento sexual dentro de las insta-
laciones del metro; de su tolerancia para que se celebraran
orgías; de sus ridículas funciones en lugar de homilías ade-
cuadas.
El padre Francisco había llamado a San Pablo “un
viejo feo con las piernas torcidas”. Se había burlado de un
Apóstol. Había puesto en entredicho algunos milagros cer-
122

tificados por la Iglesia...; de lo que Scholti se servía a su


conveniencia.
- Es obvio que no puedo salvarte de la corrupción, Dum
Yop –terminó diciendo el concejal, con tono condenatorio-,
¡pero al menos puedo rescatar a un inocente como Stoian
Protich antes de que sea contaminado!
Aquello era tan ridículo que el padre Francisco se
limitó a decir:
- Adiós, Bruno. Yo te perdono, y que Dios te bendiga.
Minutos después, el cura se encontraba otra vez en
la entrada de las catacumbas, donde le esperaba una sor-
presa. La primera persona a la que reconoció, en medio de
una multitud de agentes alegres que charlaban comentando
las recientes incursiones de la O.T.A.N., fue María Debri-
cat.
La muchacha estaba con dos jóvenes altos uno ru-
bio y pelirrojo el otro, vestidos de uniforme, junto con los
que reía. Cuando María miraba al joven de pelo rubio, su
cara irradiaba felicidad. Mientras se acercaba al grupo, el
padre Francisco se dio cuenta que nunca había visto a así a
María; nunca había tenido aquel brillo en sus ojos, ni una
manifestación tan clara de vida y de amor. La joven senci-
llamente estaba transformada en otra.
POR TERCERA vez Hugo había preguntado:
- ¿A qué estamos esperando aquí? No hay nada que ver.
María no se decidía a definirse, pero el caso es que
tenía que quedarse allí, y Hugo con ella.
Finalmente, la muchacha dijo:
- ¿Eres capaz de guardar un secreto?
- No es una tontería. Es terriblemente importante.
- Para mí es terriblemente importante comer chocolate an-
tes de que me muera de hambre.
123

- Quédate conmigo otro cuarto de hora, y te daré... te da-


ré...
- ¿Me darás qué? ¿Y por qué miras para todos lados como
si fueras una vieja loca?
De pronto, María dijo:
- ¡No te daré absolutamente nada! –Levantó la mano y sa-
ludó a alguien.
Era Iovach, guapísimo con su uniforme. El cual al
ver a la muchacha sonrió, se acerco rápidamente a ellos y
saludó militarmente. María sintió una extraña sensación en
el estómago, y sólo fue capaz de dibujar una sonrisa tonta y
feliz. Hugo, terriblemente impresionado, devolvió el saludo
militar.
- Siento muchísimo llegar tarde –dijo Iovach- Pero tengo
una excusa bastante aceptable.
- No tiene importancia –contesto María-. Ah... este es mi
hermano, Hugo.
Iovach le tendió la mano.
- Me llamo Iovach Tsiganovich.
Mientras le estrechaba la mano, los ávidos ojos de
Hugo captaban todos los detalles del uniforme: los dos
galones dorados con la pequeña A en un círculo, la gorra
de pico, las brillantes botas negras de media caña.
- ¿Qué quisiste decir con lo de una excusa bastante acepta-
ble? –Preguntó María.
El joven se volvió hacia ella con un evidente placer.
- Bueno, da la casualidad que hoy estuvimos ayudando a
los aviones de la O.T.A.N. en su ataque.
- ¡Iovach!
- Es tan cierto como que estoy delante de ti. Un hombre me
despertó y me dijo: “Vístase, Iovach, y métase en ese tan-
que”. De modo que eso fue lo que hice.
124

- ¿Ha dicho usted en un tanque? –Preguntó Hugo sin alien-


to.
- Sí. Ahora estás en posesión de un secreto militar que sólo
conoce el enemigo. –Con un susurro y continuando con el
tono de broma, Iovach agregó-: ¡No salgas de país!
Ahora las preguntas de Hugo brotaron como un
torrente incontenible. Después de diez minutos de pregun-
tas, María dijo:
- Hugo, ¿no quieres ir a comprar chocolate?
- ¿Ahora? –Hugo se volvió hacia Iovach-. ¿Es cierto que...?
- Hugo –dijo Iovach con tono autoritario-. Quiero decirte
algo al oído.
Lo hizo hábilmente, sin que nadie le oyera y casi
sin que nadie le viera. Cuando Iovach volvió, venía solo.
- ¿Le has dado dinero? –Preguntó María-. ¿Cuánto?
- Medio dinar.
- ¡Medio dinar! Con seis centavos hubiera bastado. Pero
¿qué le has dicho?
Iovach estaba muy cerca de María, cogiéndola del
brazo.
- Sólo que quería asfixiarte a besos.
- ¡No será verdad!
María estaba realmente escandalizada, mientras
Iovach reía.
- ¡Te pones tan bonita cuando te asustas! –Le había cogido
la mano-. ¿Te asfixias fácilmente? –preguntó en serio
- Aún no lo sé.
- Me encanta oír eso.
Parecía increíble que estuviesen, por fin los dos
solos. Era sólo la tercera vez en nueve terribles meses. La
primera no podía contarse; fue sólo el emocionante co-
mienzo, que nunca podrían olvidar.
125

Iovach la había llamado por teléfono temprano a la


mañana siguiente, tal como habían planeado, y poniendo
como excusa una salida de compras y una cita con una
amiga María se las había arreglado para encontrarse con él
y tomar un café, ahora que la presión del cerco sobre Sara-
jevo había disminuido. Pero el encuentro no había sido tan
bueno como ellos esperaban.
Iovach estaba todavía muy preocupado por sus
compañeros de filas; pues desde su ingreso en el hospital
no sabía nada de ellos, se encontraba mentalmente ausente
en aquel momento. Parecía como si ni siquiera supiese por
qué estaba allí hablando con ella. Se separaron los dos de-
sesperados, aunque ninguno de ellos dijo nada.
Iovach partió sin aviso previo para el frente, y sin
decir adiós; eran las exigencias de aquella guerra fratricida.
María sabía ahora que él estaba participando en una crítica
misión de incursión en el interior de Servía. Siguió una
penosa separación que duró más de dos meses. Él le escri-
bió algunas notas, jocosas y ambiguas, pero ella nunca sa-
bía dónde estaba él. Iovach volvió repentinamente a Sara-
jevo, igual que se había marchado; aunque sólo por un bre-
ve espacio de tiempo. Los nervios de Iovach estaban en el
límite de tensión, y además había bebido mucho. Intentó
besarla casi inmediatamente, y ella reaccionó como una
tonta.
Todo había resultado desastroso, y María lloró días
y noches enteras, después de aquello. Se interpuso otra
larga separación de casi cinco meses. Aunque Iovach le
había escrito diciéndole: “No hay nadie como tú en todo el
mundo”, María estaba segura de que el joven había estado
todo el tiempo con chicas fáciles y horribles.
126

María también tenía la seguridad de que Iovach


moriría antes de que ella pudiera explicarle que había cam-
biado de idea. Aunque era imposible explicar en qué había
cambiado de idea.
Entonces sucedió algo fantástico: la noche anterior
Iovach había llamado por teléfono. ¡Estaba en Sarajevo!
¡Con base en la ciudad! ¿Podrían encontrarse a la mañana
siguiente en el sitio de costumbre? María pasó la noche sin
apenas dormir, en un éxtasis de alegría porque él estaba allí
y haciendo planes sobre lo que le diría y haría exactamente
esta vez y dando gracia a Dios porque Iovach estaba vivo.

AHORA, EN aquella radiante mañana Iovach esta-


ba maravillosamente vivo, y por fin junto a ella.
- ¿Por qué has traído a tu hermano contigo? –Preguntó- No
es que me importe.
- Mi madre me dijo que no anduviese sola por la ciudad.
- Eso va a dificultar las cosas. –Iovach respiró profunda-
mente.
En ese preciso momento una voz intrusa rompió la
magia de su reencuentro.
- ¿Conque así es como descansan nuestros bravos milicia-
nos? Creo que voy a cambiar de uniforme con alguien.
Se volvieron y vieron a un militar alto y guapo que
les sonreía. Su elegante uniforme se adornaba con los ga-
lones dorados que eran la insignia de un ayudante de cam-
po, en este caso correspondían al del asistente del coman-
dante en jefe de los milicianos de Bosnia-Herzegovina.
- Ian –dijo Iovach Tsiganovich, sin mucho entusiasmo.
127

- ¡Hola, Iovach! Me han dicho que te has distinguido esta


mañana. –El joven tenía los ojos fijos en María-. Pero no
tanto como ahora. ¿Quién es esta chica tan encantadora?
Iovach presentó a María al capitán Ian Tankosich.
Lo hizo de tan mala gana que la muchacha estuvo a punto
de reírse, aunque también a ella le había molestado la inte-
rrupción.
Tankosich siguió hablando, al tiempo que Iovach se
fue poniendo de peor humor. Finalmente, interrumpió a su
amigo.
- ¿Qué estás haciendo aquí, Ian? ¿Es hoy el día libre del
ejército?
- He estado recorriendo los emplazamientos de la artillería
con mi jefe.
- ¿Quién es tu jefe? –Preguntó María.
- El valiente, general Lichnovky. Quería dar la enhorabue-
na a los artilleros. Y debo agregar que se lo merecían. Pero
¿ha dicho Iovach que tu apellido es Debricat? ¿Algún pa-
rentesco con Luis Debricat? Tú sabes, ese... –Tankosich se
contuvo, y no expresó lo que iba decir.
- Es mi padre.
- Ah. –Tankosich se puso en guardia.
- Vaya, vaya. No extraña que Iovach esté tan alborotado.
Personalmente, me quedaría en cualquier momento con
esos ojazos grises que tienes.
María se volvió, turbada. Nunca se había visto en-
vuelta en una conversación así. Oyó que Iovach musitaba:
- ¡Basta Ian!
- Perdone a este tosco soldado –dijo Ian a María.
Con su uniforme impecable y sus vistosos adornos
tenía un aspecto tan tosco como el de un príncipe, y los tres
128

se echaron a reír. Entonces Ian, mirando por encima del


hombro de María dijo:
- No mires ahora, pero parece que ese gracioso escarabajito
negro te conoce.
María se volvió, y sintió que el corazón le daba un
vuelco.
- Es mi tío, Dum Yop. –Aunque los Debricat y Dum Yop,
no eran parientes, los vástagos de esta familia al hablar del
padre Francisco se referían a él como su tío.
- Vaya, creo que he metido la pata, lo siento. –Dijo Iovach-
.
Lo presentó a todos con aplomo, aunque el momen-
to no era precisamente cómodo. Dum Yop parecía tener
mucha curiosidad. Luego Tankosich se despidió, y queda-
ron solos los tres.
- ¿Estas aquí sola, María? –Pregunto el padre Francisco.
- No, no. –Contestó la muchacha con demasiada rapidez-
Hugo está conmigo. Acaba de irse a comprar algo de cho-
colate.
Dum Yop sintió la necesidad de seguir insistiendo.
- De modo que os habéis conocido...
- Nos conocíamos de antes –dijo valientemente María-. De
hecho, ya nos habíamos visto dos o tres veces. Iovach está
ahora destinado en Sarajevo.
Iovach... A pesar de sus sospechas, Dum Yop se sentía
instintivamente atraído por aquel joven cuya sonrisa tenía
un atractivo alarmante.
- ¿De modo que está usted en la milicia? –Preguntó.
- Sí. En el cuerpo de operaciones especiales. Al principio
tuve como misión asegurar el aprovisionamiento de Sara-
jevo, hasta que fui herido. Allí en el hospital, fue donde
conocía a María.
129

- OH... –Ahora todo se iba aclarando-. Yo estuve allí des-


pués de la batalla de la llanura de Jablanica.
- Si, ya lo sabía, señor.
¿Cómo lo sabía? Ya lo averiguaría más tarde. El
joven parecía honesto y sincero; no lo consideró peligroso,
salvo en la medida en que todos los jóvenes impulsivos lo
son.
Para alivio de la angustia de María, Iovach y Dum
Yop parecían llevarse bien. Hablaron asombrosamente de
la guerra y todas sus consecuencias. Entonces sin motivo
aparente, el tema derivó hacia las botas.
- Si quiere usted unas nuevas, señor, yo puedo arreglar eso
con la milicia. Allí se usan el tipo de botas que le gustan a
usted. ¿Cuál es su media?
El padre Francisco no lo sabía. El y Iovach entrela-
zaron los brazos y midieron sus pies poniéndolos juntos, y
decidieron que el número nueve vendría bien. En ese mo-
mento apareció Hugo y dijo:
- ¡Dum Yop! ¿Estas bailando?
- No, Hugo. –El padre Francisco se enderezó-. Pero veo
que tú has estado comiendo. –Un cerco marrón de chocola-
te alrededor de la boca le delataba-. Sabes que luego no
podrás almorzar.
- Si que podré. Sólo he comido dos chocolatinas y un poco
de helado.
El padre Francisco suspiró:
- No sé dónde consigues tú el dinero. –Esta observación
pareció divertir mucho a todos, y el cura se sintió contagia-
do por la felicidad juvenil y, en consecuencia, privilegiado.
Miro su reloj y dijo-: Ya es hora de que nos pongamos en
camino. Hugo, si nos consigues un taxi iremos a lo grande.
130

Una vez que Hugo se hubo alejado, el Padre Fran-


cisco dijo.
- Siento acortar este encuentro, pero hoy es el día en que
almorzamos juntos.
- Sí, ya lo sé. –Contestó Iovach.
Aquel joven parecía saber muchas cosas. El padre
Francisco miró alternativamente a Iovach y María, y al
percibir el fluido de fascinación que iba de uno a otro dijo:
- Voy a ver si Hugo está buscando el coche que quiero. –
Señaló a una torreta que servía de ventilación para el metro
y añadió: Nos encontraremos allí. Por ejemplo ¿dentro de
dos minutos?
Volvieron a reunirse cinco minutos después, así que
el retraso fue razonable. Los dos jóvenes caminaban juntos
a lo largo del camino que conducía a la torreta; guardando
cierta distancia. El padre Francisco tendió mano a Iovach.
- Adiós, y buena suerte.
- Adiós, señor. Espero que volvamos a encontrarnos.
- No me sorprendería en absoluto.
- Adiós, Hugo.
Iovach saludó militarmente a todos, le dedicó a Ma-
ría una sonrisa vaga y partió.
Hugo iba delante con el chofer. Aprovechando el
gran ruido que hacía el motor, el padre Francisco preguntó:
- Y bien. ¿Quieres explicarme todo esto?
- Dum Yop, guapo –María empleaba su tono más suplican-
te-; por favor, no te enfades conmigo.
- ¿Por qué debería enfadarme, María? ¿Es algo malo?
Era una gloria ver la mirada de perplejidad de la
muchacha.
- ¡No, no! ¿Cómo podría serlo?
131

- Engañar es pecado. ¿Le has hablado a tu madre de este


encuentro? –Pregunto Dum Yop.
- Bueno, no... No quería preocuparla. No se trata de que...
Tú no le dirás nada, ¿verdad? Todavía no.
- ¿Cuántas veces le has visto?
- Sólo tres. Tres veces en nueve meses y diez días.
- Cuéntame más. ¿Cómo empezó todo?
María se lo contó, rodeada de un halo de pureza. Al
terminar, dijo con ansiedad:
- Pero quiero que esto sea un secreto. Dum Yop, por favor,
confía en mí.
- Yo confío en ti si tú confías en ti. ¿Quieres a Iovach?
- No lo sé. No lo sabemos. Aún no. Pero parece que sí. No
es malo ¿verdad?
¿Es malo? María Debricat le había permitido aso-
marse a un territorio desconocido, vedado a un sacerdote
por sus propios votos. Si el matrimonio era un gran miste-
rio, como la Iglesia prescribía, entonces el amor, en sí
mismo, era el enigma final. Y ahí estaba la pequeña María,
embarcada ya en un mar proceloso... ¿Qué era lo que él
podía decir a una muchacha tan joven y hermosa, que tem-
blaba de emoción, cuando ni el mismo lo sabía?
El padre Francisco oyó que María le preguntaba:
- ¿Te ha gustado Iovach? Tú le has gustado muchísimo.
Los hermosos ojos de la muchacha imploraban.
- Es muy alto.
- Un metro ochenta y cinco. Pero ¿qué más?
- Me gusta su uniforme.
- ¡Ah, Dum Yop!
El padre Francisco apretó la mano de la muchacha y
dijo:
132

- Me pareció un chico estupendo. Incluso suficientemente


bueno para ti.
Los ojos de María reflejaban tanta felicidad que el
padre Francisco tuvo que volverse para ocultar la suya.

HACIA TIEMPO que el almuerzo en casa de los


Debricat no resultaba tan agradable. Para comenzar, cuan-
do Giovanna recibió a Dum Yop en el vestíbulo anunció:
- Gigi no podrá estar con nosotros. Tuvo que ir a una
reunión al ayuntamiento.
Sintiendo una indigna satisfacción, el padre Fran-
cisco dijo que lo lamentaba mucho. Después de eso, se
sentó para disfrutar de aquel momento con Giovanna y sus
hijos.
Ante la ausencia del jefe de la familia, Giovanna se
mostraba tranquila y satisfecha. María estaba atontada de
felicidad.
- Mama –dijo Hugo entre bocado y bocado-. Esta mañana
estuvimos con un miliciano. Esta en operaciones especia-
les.
- Qué suerte mi vida.
- Era un tipo sensacional. Me explicó todo de cómo fun-
cionan los tanques. Y le va a dar un par de botas a Dum
Yop.
- ¿Botas?
- Estábamos hablando –intervino el padre Francisco- y en
cuanto mencioné las botas dijo que podía conseguirme
unas nuevas en la milicia. No sé si se acordará.
- Estoy segura de que se acordará –dijo María.
- Yo estoy seguro de que se acordará de ti –murmuró Hu-
go.
133

Giovanna miró alternativamente a los tres.


- ¿Estoy obligada a comprender todo esto?
- Desde luego que no –le aseguró el padre Francisco.
Estaban disfrutando del café en el patio cuando
apareció la doncella.
- Perdóneme usted, Dum Yop. Hay un hombre en motoci-
cleta que quiere verle. Viste de uniforme.
Salieron todos precipitadamente al vestíbulo, y se
encontraron con un correo del alto mando de la milicia de
Bosnia. El soldado sonriendo, entregó al padre Francisco
un paquete envuelto en papel marrón. Hizo el saludo mili-
tar y anunció:
- ¡Señor! Un par de botas militares. Se las envía el señor
Tsiganovich. –Y se marcho.
Una vez desenvueltas y expuestas en la mesa del
patio, las bostas reunían todas las condiciones requeridas:
negras brillantes, abultadas en la parte de la punta del pie y
con las suelas ya amoldadas. El padre Francisco se las pro-
bó, dio unos pasos y declaró que eran perfectas.
Giovanna percibió que en un aire de misterio en la
escena.
- Bien... Debéis haberle hecho muy buena impresión a ese
militar.
- Ah, creo que sí. –El padre Francisco se volvió a sentar,
pero sin quitarse las botas-. Que día más feliz. Voy a ir a
dar paseo.
Ya había decidido cual era exactamente el rumbo
que iba a tomar.

LA ÚNICA LÍNEA de ferrocarril que quedaba sana


en la capital bosnia, era la que hacía el recorrido entre la
134

ciudad medieval de Mostar y Sarajevo. Había sido inaugu-


rada por el archiduque Francisco Fernando, dos horas antes
de su asesinato en Sarajevo, el 28 de junio de 1914. Aun-
que a causa de la guerra ahora estaba en desuso.
El padre Francisco tenía precisamente mucho cari-
ño a esta línea de ferrocarril. Hoy deseaba volver a hacer a
pie un viaje, el más emocionante de su vida.
Un taxista llevó al padre Francisco desde la casa de
los Debricat hasta las proximidades de la Villa Olímpica,
pero su verdadero placer comenzó cuando, de nuevo a pie,
encontró los raíles que estaba buscando, paralelos a una
carretera comarcal, y comenzó su viaje cuesta arriba en
dirección a Mostar. Era un día maravilloso; el arco azul del
cielo constituía un marco perfecto para una ciudad como
Mostar, emplazada en lo alto de una colina, desde la que
podía divisarse un amplio y esplendoroso valle. Era un
panorama que le había fascinado durante aquel mágico
viaje en tren; ahora resultaba delicioso descubrir que su
viaje de hoy y el que por primera vez realizó hacía años a
aquel mismo lugar estaban íntimamente entrelazados; y le
traía evocadores recuerdos de su infancia en Andalucía.
Y comenzó a evocar su infancia. Él amaba y admi-
raba mucho a su padre, y ahora, después de treinta años, se
daba cuenta de lo maravilloso que había sido tenerlo como
padre. El comandante Pedro Verdaguer y Guimerá, de la
Legión Española, con su figura magnífica, su barba entre
dorada y rojiza y su uniforme verde, como aguardaba a que
su madre plegara su parasol, y luego la ayudaba a subir en
el automóvil familiar, como si fuera una reina. ¡Era tan
frecuente que su padre estuviese de servicio en el Sahara
Español mientras su familia permanecía en Sevilla! Hasta
que por fin, lo destinaron a la península.
135

Pero el padre Francisco consideró que no todas las


familias lo tenían. Los hijos de Giovanna nunca contarían
en sus vidas con una persona así. Tenían en cambio a Luis
Debricat, y el contraste era realmente chocante. María pa-
recía ahora dentro del esquema del viaje de Dum Yop. Jo-
ven y vulnerable, de alguna manera había que ayudarla
para que consiguiera la felicidad que había perdido. Al
padre Francisco le había gustado enseguida el pretendiente
de María. Tenía que contárselo con detalle a Giovanna.
Y así siguió andando, hasta encontrarse en la cima
de una colina en la que se asentaba la ciudad de Mostar.
Sus pensamientos volvieron al pasado, a la triste época en
que España también se debatió en luchas políticas y reli-
giosas. Aún ahora, el padre Francisco recordaba cuando en
clase de Historia de la Iglesia tuvo que leer una carta pasto-
ral en la que se prohibía a los fieles que votaran por uno de
los partidos, bajo pena de cometer grave pecado, y daba
instrucciones a los sacerdotes de que no administraran los
sacramentos a quienes trabajasen para ese partido. El es-
cándalo que siguió resultó especialmente penoso para un
sacerdote cuyo único amor era la paz de Dios.
El padre Francisco había abrazado su sacerdocio
con tanto fervor y tanta esperanza... Había tomado los há-
bitos, contra los deseos de su familia, porque...
Siempre había tratado de ser sincero en este punto.
Se había hecho sacerdote, y no militar como su padre o
juez como quería su madre, por razones que tenían sus raí-
ces en la vergüenza y en la angustia. Cuando tenía dieciséis
años había hecho la trémula y terrible promesa de ordenar-
se si cierta muchacha no quedaba embarazada. Sería casto
para siempre sí tan sólo...
136

Dios los había protegido, y de ese modo había enro-


lado a Francisco en su ministerio. Cuando la muchacha,
liberada ya de su terrible peso, se caso con otro, él ya había
cumplido con su promesa.
Dum Yop no pudo revelar la verdad a su asombrada
familia; sólo se lo dijo a su confesor.
Eran muchas las sendas que llevan hacia Dios. La
de él había sido el pecado, y la redención, y una fiel dedi-
cación que siempre mantuvo.
El padre Francisco atravesaba ahora la puerta prin-
cipal de la terminal de ferrocarriles de Mostar. Refugiándo-
se del sol abrasador en las frescas cavernas de las angostas
calles, penetró más profundamente en la paz y en la delec-
tación del pasado. En aquellos espléndidos palacios y casas
señoriales, de añejas piedras, los rincones recoletos, el si-
lencio lo llenaba ahora todo, y la soledad era total. No se
encontró con nadie, salvo con una anciana. –A la que el
padre Francisco, le respondió con una sonrisa, al pasar jun-
to a ella.
Pasó junto a lo que había sido el monasterio orto-
doxo de San Benedicto, que tenía más de setecientos años
y detrás de cuyos impenetrables muros habían vivido unas
monjas de una orden tan estricta que jamás se permitía a
ninguna de ellas salir al exterior. El siguiente lugar digno
de mención fue el antiguo palacio de los gobernadores tur-
cos y más tarde de los austriacos. Luego visitó la catedral
construida durante la incorporación de Bosnia-Herzegovina
al Imperio Austro-húngaro, en el mismo sitio donde hubo
emplazado un templo romano, y en el cual contaba la le-
yenda que había predicado San Pablo, para luego conver-
tirse sucesivamente en iglesia, mezquita y ahora nueva-
137

mente en iglesia y nada menos que en una catedral. En la


guerra o en la paz, aquí no debería de haber disturbios.
Pero no siempre era así. Pocos minutos después el
padre Francisco estaba frente a un edificio semiderruido,
en la parte nueva de Mostar; desde el cual al comienzo de
esta contienda había sido arrojado el cadáver de un oficial
servio. El cual se desplomó hacia el centro de la calle entre
los vivas de la multitud que esperaba ver su ejecución, co-
mo señal de que no se quedarían impasibles ante la masa-
cre que los servios estaban cometiendo con su gente. El
padre Francisco pensó que algún día, ellos también ten-
drían su hora de gloria.
Mientras regresaba lentamente hacia la entrada
principal de la ciudad, el recuerdo de las catacumbas le
trajo a la memoria a Stoian Protich y su deserción. Después
de todo, tal vez hubiese sido para mejor. El pequeño Nerón
podía hacer la tarea de Stoian igual que este, tal vez mejor.
Stoian se sentiría avergonzado, pero eso no duraría mucho
tiempo. El padre Francisco sonrió, suspiró y caminó hacia
los llanos de Attard, donde, sorprendentemente, florecían
las rosas. Si en el devastado suelo de Bosnia podían flore-
cer las rosas, también podrían hacerlo la caridad y la espe-
ranza, y la aceptación de todo lo que era terrible y extraño.

APENAS HABÍA el Padre Francisco había andado


unos pocos metros, con los pies ya doloridos por el cuero
nuevo de sus botas, cuando un granjero que llevaba su es-
cuálida cosecha le hizo subir al remolque de su vehículo.
El granjero era un hombre muy alegre que estaba agradeci-
do por los muchos favores recibidos. Aunque sus sacas
iban medio vacías; su mujer había dado a luz su primer hijo
con toda la felicidad que las circunstancias podían deparar;
138

la guerra sin duda alguna acabaría pronto, y entonces Bos-


nia-Herzegovina volvería a ser libre. Todo estaba ya plani-
ficado. “Planificado por Dios” añadió piadosamente,
echando una mirada de reojo a la negra indumentaria de
Dum Yop.
El granjero dejó al padre Francisco, después de una
calurosa despedida, al principio de la avenida de árboles
enormes que conducía a una fábrica derruida. En ese mo-
mento, un automóvil pasó junto a Dum Yop y dobló para
entrar. El cura pudo ver rápidamente una bandera de la
República de Bosnia-Herzegovina y, sentado en el asiento
de atrás, a un hombre fornido. Entonces se detuvo el coche
y el joven militar retrocedió hacia el padre Francisco. Al
caminar, sus cordones dorados se balanceaban de un lado a
otro. Era el oficial Ian Tankosich, el ayudante de campo
que había parecido sentirse incómodo cuando se conocie-
ron aquella misma mañana.
Ian saludó militarmente y dijo:
- Señor, Su excelencia se sentirá muy complacido si quisie-
ra usted tomar una taza de café con él.
El padre Francisco subió al coche que prosiguió su
marcha hacia el cuartel general de la milicia, edificio que
conocía bien Dum Yop, pues antes de la guerra había sido
escuela de enfermería.
De grandes proporciones y situado en el centro del
campus universitario de la Universidad Abierta de Bosnia-
Herzegovina, equidistante de Sarajevo y de Mostar, aun a
pesar de lo maltrecho que había quedado por la guerra,
seguía levantándose sobre el resto de los edificios colin-
dantes, como cuando se construyó como símbolo orgulloso
de la arquitectura socialista yugoslava.
139

En todo el general Lexa Lichnovky parecía grisá-


ceo. Un mechón de pelo gris coronaba su cara de profundas
arrugas, en la que un enorme agotamiento había comenza-
do a dejar su huella. Pero con su invitado era la cortesía
personificada; una cortesía con tonalidades de rectitud reli-
giosa.
- Tal vez sepa usted que pertenezco a los Hermanos de San
Bernardo. –Luego explicó el general Lichnovky las reglas
de su comunidad. Rezando todos los “ornamentos ostento-
sos”, las bebidas alcohólicas, el fumar, el bailar, cualquier
clase de jerarquía -esto puede parecerle raro- concluyó el
general Lichnovky.
El padre Francisco, mientras saboreaba su segunda
taza de café, dijo que siempre resultaba interesante escu-
char un punto de vista diferente.
- Me alegro de que piense así. –La cara grisácea de Lich-
novky estuvo a punto de iluminarse-. Quiere decir que es-
tamos del mismo lado. –Semejante suposición pasó inad-
vertida-. Significa que, con la ayuda de Dios, la verdad de
nuestra causa...
El padre Francisco escuchaba y asentía con la cabe-
za.
- Esta mañana nos lucimos, con ayuda, pero nos lucimos –
dijo el general Lichnovky, y una vez más su rostro ajado y
cansado se iluminó de placer y orgullo-. Los nuestros no
estaban desprevenidos. Me imagino que esto volverá a pa-
sar una y otra vez, hasta que cuando Dios crea que ha lle-
gado el momento...
Siguió una retahíla de hechos y cifras. Cuando era
necesario, el coronel usaba un mapa mural como referen-
cia.
140

El padre Francisco escuchaba, profundamente im-


presionado. El coronel se fue fatigando cada vez más. Ha-
bía llegado el momento de despedir a su invitado, y el
mismo general Lichnovky despachó enseguida el asunto.
- Ian, ¿quiere hacer el favor de pedir un coche? No pode-
mos permitir que el padre Francisco se agote andando...
Adiós, padre. Fue un placer hablar con usted. Por favor,
salude en mi nombre a monseñor Potiorek.
Afuera, al pie de la escalera que daba acceso al edi-
ficio, el oficial Ian acompaño a Dum Yop hasta el coche
oficial. Después, el padre Francisco regresó con toda co-
modidad al subsuelo de Sarajevo.

A LAS SIETE de la tarde de aquel caluroso día de


finales del mes de julio, las catacumbas estaban en plena
animación. El bullicio se extendía por todas las galerías
hasta el exterior, donde parecía tener lugar un enorme y
alegre picnic, como si no pasara nada. En cuanto llegó el
automóvil, una muchedumbre que reía y gritaba rodeó al
padre Francisco. Era obvio que el vino había esto circulan-
do libremente, pero también había algo más: Esperanza.
Esa esperanza tan añorada y tan largamente postergada por
el sufrimiento, pero que ahora renacía porque aquella ma-
ñana el enemigo había sido derrotado. En –el interior de las
catacumbas se oía música procedente de pequeños aparatos
de radio; los clanes familiares charlaban y reían; todos
compartían la comida y la bebida con los que tenían más
cerca; las parejas bailaban solas o en grupos.
Nerón, también muy animado, salió trotando de un
pasadizo oscuro llevando sobre la espalda una bolsa de
basura. Al ver al padre Francisco se echó a reír.
141

- Debería ganar un centavo por cada carga. ¡Ese Stoian!


¡Hasta su propio cuarto estaba como una pocilga!
- Stoian tenía muchas cosas en que pensar, Nerón –dijo el
padre Francisco.
- Entonces ¿por qué no se puso a pensar en ellas en lugar
de salir huyendo como los servios? Se ha enterado de la
batalla de esta mañana, ¿no es cierto, Dum Yop?
- Sí, claro.
Entonces Nerón lanzó su propia noticia, como una
explosión:
- ¡Dum Yop, creo que he encontrado una muchacha! –El
rostro del enano estaba radiante.
- ¡Eso es estupendo! ¿Quién es?
- OH, simplemente una muchacha. Pero dice que se casará
conmigo. El único problema es que ella vive en Jablanica.
- Eso no tiene ninguna importancia, Nerón, siempre que
sea una buena chica.
- Estoy seguro de que lo es. No es muy guapa.
- Eso tampoco importa. ¿Cuántos años tiene?
- Tal vez veinticinco.
- ¿Has hablado con su familia?
- Todavía no.
Durante unos segundos el rostro del enano se tornó
sombrío.
- No me estiman mucho. ¿Puedo traerla para presentársela
a usted Dum Yop?
- En cuanto quieras.
- ¡Fantástico! ¿Recuerda usted lo que le dije una vez...
cuando hablaba yo de encontrar una muchacha...?
- Recuerdo todo lo que dijiste, Nerón.
- Pues bien, ¡mide más de uno cincuenta! –Con ese detalle
fundamental para su triunfo, Nerón ya había hablado bas-
142

tante, y cambio con rapidez de tema-. Todo está listo para


la misa, Dum Yop. ¿Hablará usted esta noche?
- Sí.
- ¿Nos contará una historia triste?
- No, esta vez no.
143

Capítulo 4º:“El día de Navidad de Dum Yop”

MARÍA DEBRICAT despertó en una cama desco-


nocida y por un momento se asustó. Sé de despertó lla-
mando a “Iovach” en voz alta, del mismo modo que se
había dormido pronunciando su nombre. Lo que había so-
ñado, era maravilloso desde un punto de vista sensual, pero
ahora le parecía vergonzoso.
¡Vaya unos pensamientos para la más santa de to-
das las mañanas! Al ver el techo y las paredes, María re-
cordó por qué estaba en una cama desconocida. Había pa-
sado la noche en casa de su abuela, con la que había ido a
pasar la Nochebuena.
María se cubrió con el edredón hasta la cabeza y
comenzó a soñar despierta con Iovach. Se estaba volviendo
muy pícaro. Habían progresado mucho desde el tímido
principio de sus relaciones. Ahora era como una tempestad
en la sangre. Muy a menudo Iovach debía partir en misio-
nes que estropeaban sus planes de repente. Cuando regre-
saba, se arrojaban uno en brazos del otro con tal ansiedad
que era muy difícil respetar las normas.
María recordaba la primera vez que se habían con-
fesado su amor. Volvían andando a casa después de haber-
se portado muy bien durante toda la tarde. Estaba oscuro.
Iovach la arrastró hacia unas sombras bajo unos árboles, en
cuya sombra le dijo cosas que ella estaba al mismo tiempo
deseando y temiendo oír. Ella era la muchacha más bonita
que él había visto jamás. Tenía una cara angelical, una bo-
ca hermosa... La besó. Iovach la rodeó con sus brazos con
tanta suavidad y ternura que ella no pudo protestar. Le dijo
144

que tenía unas piernas preciosas y se apretó contra ellas tan


decidido que María se separó, escandalizada y asustada.
Aún se ruborizaba al máximo al recordarlo, aunque
desde aquella noche la escena se repitió a menudo. Ante la
ansiedad de Iovach, María notaba como su propio cuerpo
respondía. Ella quería, deseaba que él lo tuviese todo, y
darle todo... cualquiera fuese el significado de ese “todo”.
Pero siempre terminaba rechazándolo. ¿Qué otras cosas
podía hacer?
Finalmente, María contó su problema a la única
persona en quien podía confiar: Dum Yop. Él la compren-
dió y le dio ánimos, pero no soluciones. Insistió en que
había que respetar ciertas normas. Si ella se estaba enamo-
rando de Iovach, y viceversa, y todo se arreglaba adecua-
damente, entonces tal vez podrían casarse. El amor físico
sólo les estaba permitido y santificado después del matri-
monio.
- Pero, Dum Yop –se lamentó María-. ¿Cómo te das cuenta
de eso?
Ante su asombro, él respondió que no lo sabía.
De modo que era algo que María tendría que resol-
ver por sí sola, igual que todas las demás tentaciones ínti-
mas. Iovach era atrevido porque era un hombre y no podía
remediarlo. Ella debía ser buena porque era una muchacha,
el templo mismo de la pureza. Pero todo el tiempo sus pen-
samientos estaban centrados en él. La noche anterior había
estado en una misión rutinaria, solo en medio de la oscuri-
dad; al regresar la llamaría por teléfono tan pronto como
pudiera. Era un amor de guerra, incierto y acosado por to-
dos los peligros. De matrimonio ni siquiera hablaban toda-
vía. Y hasta ese momento la familia había evitado cautelo-
samente comprometerse. Sin embargo, hoy Iovach venía a
145

almorzar. Su adorable madre dijo que era lo menos que


podían hacer por un combatiente en Navidad.
Eran más las siete de la mañana y tras golpear la
puerta, apareció una de las doncellas, con chocolate calien-
te y un alegre: “Felices Pascuas”.
La doncella parecía la estampa viva de una Navidad
feliz: bonita y desbordante de vitalidad. María sabía por
qué. Su novio, tenía permiso por las fiestas navideñas.
- Buenos días. ¡Feliz Navidad!
María tomó el primer sorbo de chocolate caliente
mientras la criada descorría las cortinas.
- Espero una llamada telefónica a las ocho y media. ¿Quie-
res estar al tanto si yo no la oigo?
- Sí, señorita. ¿Va a hablar usted desde el salón?
- Sí, mejor desde allí. ¿Se ha despertado mi abuela ya?
- OH, sí, señorita. Esta levantada desde la seis.
- ¡Cielos! Debo ir ayudarla.

LA ABUELA de María, se había levanto al amane-


cer. Como no quería despertar a nadie tan temprano, se
vistió ella sola, luchando denodadamente con su vestido
negro.
La abuela, aunque no se lo dijo a nadie, temía este
día de Navidad. Una comida para veintiséis personas, y en
los tiempos que corren, le había supuesto tres meses de
preparación.
Abrió para la ocasión el ala de su casa que perma-
necía cerrada a causa de los bombardeos, pues en ella se
hallaban el comedor y el salón en el que tradicionalmente
se habían congregado la mañana de Navidad en torno al
árbol cuajado de regalos para todos.
146

Para limpiar todo aquello hubieran hecho falta va-


rías manos; pero la augusta señora Sofía Debricat, solo
contaba con la ayuda de su fiel doncella. Pero a pesar de
las privaciones impuestas por la guerra, no estaba dispuesta
a privarse en ningún sentido de su comida de Navidad. Así,
su nieta la encontró a las ocho menos cuarto de la mañana
supervisando la mesa medio poner y moviendo pesadas
sillas.
- ¡Abuela! –Exclamó María-. No deberías estar haciendo
eso, a tu edad.
La abuela se volvió hacia ella, luego sonrió de
pronto y se sentó en la cabecera de la mesa vacía.
- Eres un encanto. Feliz Navidad, María. Ven y dame un
beso.
Cuando María rozó la arrugada mejilla, advirtió que
su abuela estaba temblando. Se sentó a su lado, y por un
momento la anciana y la joven permanecieron en silencio
en el extremo de la larga superficie de la mesa.
- ¿Has tomado tu café? –Preguntó María.
- En la mañana de Navidad quisiera tomar algo diferente.
En ese aparador del rincón hay una botella de coñac y co-
pas. Por favor, tráeme una.
Las copas eran pequeñas joyas, para su abuela, pues
habían sido uno de sus regalos de boda. María llenó uno y
se la llevó a su abuela.
Entre sorbo y sorbo, su abuela le preguntó:
- ¿Cuántos años tienes, María?
- Dieciocho, abuela.
- Yo tengo setenta y cinco. Cuando tenía tu edad acababa
de conocer a tu abuelo. A mi padre no le gustaba para mí.
Así que no me casé con él hasta los veintitrés años.
- ¡Tuvisteis que esperar cinco años!
147

- Cinco años. Pero estábamos muy seguros de lo que que-


ríamos, de modo que realmente no importó. –Sofía Debri-
cat bebió otro sorbo de coñac-. Y ahora, cuéntame algo de
ese joven que viene a almorzar.
María obedeció. Al principio le daba vergüenza,
pero una vez que hubo comenzado a hablar terminó siendo
fácil. La muchacha contó exactamente todo lo que había
pasado. La barrera de los años se esfumó, y María sintió
confianza y un gran alivio. La abuela escuchaba, con su
rostro tranquilo y controlado, como de costumbre. Algunas
veces sentía como si parte de la historia le resultase cono-
cida.
Al terminar de hablar María, el silencio cayó como
una airosa cortina. Finalmente Sofía Debricat dijo:
- Dum Yop, dice que Iovach es muy guapo.
- ¡Ah, sí! Pero él no... explota eso, como hacen muchos
hombres. Aunque él sabe...
- ¿Qué es lo que sabe?
- Que puede hacerme perder el sentido.
- ¡María, que expresión! –Pero en aquella mañana de Na-
vidad fuera de lo común podía permitirse aquello; su abue-
la incluso sonreía ligeramente-. María, lo que me has con-
tado me hace pensar que te va a proponer matrimonio...
¿Te ha hecho un regalo de Navidad?
La muchacha sonrió.
- Sí. Me lo envió anoche con un mensajero, pero acabo de
abrirlo. Era un frasco de mermelada de fresa. Sé que parece
tonto. ¡Pero no se puede conseguir mermelada de fresa!
- Los regalos tontos son los mejores... Tu abuelo me dio
una vez un manojo de zanahorias sujeto con una cinta azul.
- ¿Le querías mucho, abuela?
148

Se produjo un cambio en su abuela, uno de esos


cambios rápidos propios de la vejez. Era conmovedor ver
cómo sus sentimientos se reflejaban en su rostro.
- Yo le adoré desde el momento en que nos conocimos, y él
sentía lo mismo por mí. Era un hombre guapo... Yo era
muy bella. ¿Por qué no iba a decirlo? Como te he contado,
tuvimos que esperar cinco años para poder casarnos. Ahora
supongo que, como toda la gente joven, tú te casarías ma-
ñana.
Cuando María se dio cuenta de lo que estaba di-
ciendo su abuela se le paralizó el corazón.
- ¡Abuela! ¿Quieres decir que tú no tienes inconveniente?
Con voz extrañamente débil, Sofía Debricat res-
pondió:
- ¿De verdad crees que yo me opondría a que te casases
con un militar?
Entonces su frágil rostro pareció encogerse, y se
echó a llorar.
María estuvo también al borde de las lágrimas.
¡Nunca se había imaginado que su abuela pudiese ser así!
Se levantó musitando unas palabras de disculpa y se dedicó
a arreglar los vasos en el aparador del rincón.
Cuando oyó detrás de ella que su abuela se sonaba
suavemente la nariz, se volvió suavemente y se aproximó
otra vez a la mesa.
Fue como si no hubiese pasado nada.
- Bien, debemos ser sensatos –dijo su abuela-. El matrimo-
nio es un asunto de familia... nadie puede cambiar eso.
Pero el amor entre dos personas... solamente. –El énfasis
extraordinario que puso en la última palabra tenía extraños
matices de complicidad-. Esta mañana podré echar una
149

ojeada a tu galán y si todo lo que me dices es cierto... nos


enfrentaremos con cualquier problema que pueda surgir.
María escuchaba perpleja. ¿Era aquella realmente la
Sofía Debricat, que ella había conocido de niña como su
abuela? Pensó que jamás comprendería lo que impulsó a su
abuela para hablar de esa manera. Sin embargo ella estaba
segura de que aquel momento fue hermoso.

EN LAS galerías frías y llenas de corrientes aire


que eran los túneles del metro, el padre Francisco celebró
la misa del Día de Navidad, a las ocho de la mañana y se
dispuso a realizar sus tareas matutinas. Era la tercera Navi-
dad de la guerra era una Navidad en estado de sitio, y esa
situación que ya se prolongaba dos años, con sus consi-
guiente penurias, condicionaba la vida de toda su grey.
No había adornos navideños, ni luces de colores...
¿Quién tenía dinero para esas cosas? Los regalos eran para
tiempos mejores. ¿Una comida especial? Tal vez algunos
privilegiados podrían comerse un pollo a repartir entre do-
ce o trece personas, pero lo más probable era que la comida
especial fuera la sopa de Dum Yop: la sopa de la viuda, la
sopa de los pobres que el cura había prometido servir esa
noche. ¿Vino? ¡Tendrían suerte los que consiguieran una
taza de agua limpia en aquellas malolientes galerías!
El padre Francisco hizo su recorrido habitual. Las
gentes lo llamaban “la ronda”, pero de un modo más afec-
tuoso que de costumbre. Primero dio su aprobación al buen
trabajo de unos muchachos que estaban reparando una es-
calera rota. Luego regaño a unos niños que estorbaban la
recogida de basura. Después zanjó una disputa entre dos
mujeres que se peleaban por un huevo.
150

- Si me dais a mí ese huevo para la sopa de esta noche –les


dijo con suavidad-, las dos tendréis parte de él.
Y así se arregló el asunto.
Luego el padre Francisco oyó un grito que provenía
de una de las galerías altas de una abandonada estación de
metro. Hacía veinticuatro horas que una muchacha estaba
con dolores de parto. Yacía en una cama sucia y desarre-
glada. A su alrededor había varias viejas agachadas y niños
que miraban fijamente, a los que de vez en cuando echaban
de allí; estaba también el aturdido marido, una monja tran-
quila y eficiente que era hermana de la parturienta, y ahora
también estaba Dum Yop, quien se deslizó en la escena
como otro niño asustado y que en su interior deseaba que
alguien le echara otra vez fuera.
Al acercarse el cura se hizo el silencio. Se arrodilló,
dijo una plegaria y cogió la mano de la muchacha.
- ¿Me oyes? –Le preguntó.
Los ojos nublados se abrieron, y luego se volvieron
a cerrar. Hasta la luz titilante de la lámpara de aceite resul-
taba demasiado intensa para la mujer.
- ¿Ya viene, Dum Yop?
- Aún no. Pero sólo falta un poco.
- Debe ser grande.
- Grande y fuerte. Un niño del que podrás estar orgullosa...
Todavía hay tiempo de ir al hospital.
- ¡Eso nunca! –La mujer sonreía-. Quiero tenerlo aquí.
¡Aquí fue donde empezó todo!
El padre Francisco se quedó allí veinte minutos,
mientras la desesperada lucha cesaba gradualmente y vol-
vía la calma. Todavía no había llegado el momento. Cuan-
do el cura dejó a la mujer, iba pensando que el niño tenía
151

razón en su resistencia: era un mal momento para nacer en


Bosnia.
A lo largo de aquellos dos largos años la guerra se
había ido recrudeciendo. Se habían sucedido varios “altos
el fuego” en los bombardeos y en los cercos a diversas ciu-
dades, entre ellas Sarajevo, mientras la Alianza Atlántica y
la Unión Europea se decantaban por el lado bosnio y croa-
ta; Rusia, la heredera de lo que había sido la Unión Sovié-
tica, se inclinaba hacia el lado servio de la balanza. Así
entre tiras y aflojas, había habido diversos periodos de
calma en la devastada Bosnia-Herzegovina. Pero todo co-
menzó de nuevo el dos de diciembre, y durante ese mes se
registraron más de cien bombardeos diferentes. En el mes
de octubre dos importantes convoyes habían sido introdu-
cidos en la ciudad. Ahora, a causa de la feroz reacción
enemiga ante ese éxito momentáneo, temían enviar más.
La cuota de racionamiento se iba reduciendo paulatinamen-
te cada día más, y lo mismo ocurría con la moral de la grey
del padre Francisco.
Mientras tanto, en los campos de batalla se comba-
tía violentamente. Para los habitantes de Sarajevo, el cam-
po de batalla no era más que una sucesión de nombres en el
mapa, de etiquetas que tan pronto decían “nuestro” como
“enemigo”, según el día. En este panorama una cosa era
cierta: el valor moral que tenía para todos la ciudad de Sa-
rajevo, y por ello estaba siendo castigada sin piedad por el
enemigo.
Se castigaba a Sarajevo porque era la capital de
Bosnia-Herzegovina, y aunque no era una plaza estratégi-
camente situada tenía una importancia moral vital para
ambos bandos, y por que sus defensores mantenían una
enconada defensa de la capital, que ya duraba más de trein-
152

ta meses. Se la castigaba porque simplemente estaba allí, lo


mismo que podía haber sido Mostar.
La ayuda que Norteamérica y Europa Occidental,
habían comenzado a prestar a Bosnia-Herzegovina, había
servido de rayo de esperanza justo antes de Navidad. Aun-
que ese rayo de esperanza era muy lejano para ellos.
Hasta el pequeño Nerón, de ordinario alegre y enér-
gico, tenía un aspecto deprimido cuando el padre Francisco
lo encontró cerca de la entrada principal al metro de Sara-
jevo. Nerón había salido temprano para recorrer los pocos
comercios que aún funcionaban en Sarajevo, en busca de
algo que pudiera ponerse en la famosa sopa de Dum Yop.
- Deje eso de mi cuenta, Dum Yop –dijo el enano.
Pero calculando a medio litro por cabeza, los habi-
tantes de las catacumbas, que eran unos seiscientos cin-
cuenta, consumirían trescientos veinticinco litros de sopa;
y Nerón regresó con las manos vacías, a excepción de una
triste brazada de lechugas. Al advertir la expresión del pa-
dre Francisco, Nerón se apresuró a tranquilizarlo.
- Todo va bien; mi primo está reuniendo las cosas en su
garaje y las traerá en su furgoneta. Tengo algo de queso, y
muchos huesos de conejo para hacer un poco de jugo. Pero
sólo treinta huevos. ¡Le aseguro que por poco me arruino
comprando huevos!
- Treinta huevos –repitió el padre Francisco perplejo.
Treinta huevos para más de seiscientas personas no sonaba
mucho a Navidad.
- Podemos hacer que parezcan más, Dum Yop. Los voy a
hervir, y luego los cortaré en rodajas para que floten arriba
del todo.
- Me imagino que tendremos que arreglarnos con eso. –
Nerón estaba tan triste que el padre Francisco le animó
153

enseguida-: No es culpa tuya, Nerón. Lo has hecho muy


bien. ¿Has conseguido algo más?
- Lechugas, como puede ver. Un gran manojo de hierbas,
mucho pan y –ahora iba a decir algo importante- un saco
entero de judías secas. Era barato, y le va dar cuerpo a la
sopa.
- Seguro de que nos las vamos a componer para hacer una
buena sopa –dijo el padre Francisco-. Que lástima que tu
novia no pueda estar aquí esta noche.
Nerón se encogió de hombros.
- ¿Cree usted que alguna vez vamos a poder arreglar esa
boda Dum Yop? ¡Está llevando tanto tiempo!
Era una pregunta difícil de contestar. El padre Fran-
cisco había conocido a Nina Isvolsky, la novia elegida de
Nerón. Tenía veinticinco años. Era una muchacha campe-
sina, corpulenta y de mirada inexpresiva. Mucho más alta
que Nerón, resultaba patética la forma en que el enano dis-
frutaba con ello. Si Nina estaba enamorada realmente de él,
nunca lo había demostrado con una sola mirada, un solo
gesto o una sola palabra.
- Sé que tiene un buen corazón –aseguró el padre Francisco
al novio.
Y el cura esperaba que, a pesar de las apariencias,
aquello fuera cierto. Sí era obvio que de los padres de Nina
no se podía decir ni siquiera lo del buen corazón. Eran to-
zudos y egoístas.
Según ellos, no podían prescindir de Nina. De sus
siete hijos era la última que quedaba en casa, y su padre no
tenía a nadie más que le ayudara en las tareas del campo,
con las cabras, las ovejas, los conejos y las gallinas. Ade-
más decían que su hija era feliz como estaba; pensaban que
Nerón Cassar no era suficiente; y por último no tenían di-
154

nero para la dote. A regañadientes admitían que si el señor


Isvolsky pudiera conseguir un trabajador permanente para
la granja, y si se prescindiese de la dote, entonces podría
haber alguna posibilidad de boda. Podrían haber añadido:
si Nerón Cassar creciese cincuenta centímetros y resultará
ser millonario. Era un callejón sin salida, el pobrecillo Ne-
rón la víctima.
El padre Francisco dijo:
- No debes perder las esperanzas, Nerón. Estas complica-
ciones se presentan a menudo. El matrimonio es un asunto
muy serio.
- Ya lo sé, Dum Yop. –Nerón estaba apunto de echarse a
llorar-. Yo lo tomo en serio. Nina lo toma en serio... o al
menos podría tomarlo, si le diesen la oportunidad. Pero
¿acaso ellos lo toman en serio? ¡No! Estoy harto de tanto
hablar y discutir. Y me temo que Nina va a perder el inte-
rés por mí, si esto se prolonga mucho tiempo. No parece
estar muy, muy... –Nerón se acercó más al padre Francisco
y bajó el tono de voz-. Dum Yop, ¿qué puedo hacer para
interesarla más?
- ¿Qué quieres decir con eso de interesarla más?
- En el amor. En los besos, si quiere usted. Cuando intento
besarla me pone siempre alguna excusa. Pero ¿qué hay de
malo en besar? Siento tener que preguntárselo, Dum Yop –
Nerón se acercó más aún, volviendo a bajar la voz-, pero es
que todo el mundo dice que usted sabe tanto sobre... sobre
todo. ¿Qué puedo hacer para que Nina realmente quiera
casarse conmigo?
El padre Francisco se encontró en un mar de dudas.
El sexo no era de su incumbencia. Debería contestar: “No
me preguntes eso; yo soy sacerdote”. Y sin embargo, para-
dójicamente, por ser sacerdote la gente les hacía este tipo
155

pe preguntas terriblemente íntimas. Se limitó a despedir a


Nerón con estas palabras:
- El amor nacerá entre vosotros dos. No necesita de ningún
truco. Ten fe.
Era una respuesta cobarde. En el fondo de su cora-
zón, el padre Francisco sabía que acababa de empezar el
día más entrañable del año cristiano con el más anticris-
tiano de los actos: eludiendo un problema que debía afron-
tar.

AUNQUE NO era como en los viejos tiempos, las


fiestas de Navidad en casa de los Debricat comenzaría ale-
gre y muy emotiva. Celebración, a la que como en años
anteriores no podía faltar el padre Francisco; pues los De-
bricat habían sido su familia desde su llegada a Sarajevo.
El padre Francisco, vestido con su mejor traje negro
y luciendo sus elegantes botas, llegó algo retrasado al al-
muerzo, encontrándose con una distinguida concurrencia
ya reunida. Encabezaban el grupo el general Lichnovky, y
su ayudante de campo, el oficial Ian Tankosich, como re-
presentación del poder temporal, su ilustrísima el mons.
Liuba Potiorek y a su lado el concejal Scholti encarnaban
el poder espiritual y el poder político.
Había también un reducido grupo de parientes más
o menos cercanos a los Debricat, que no habían abandona-
do la ciudad, ni Bosnia a pesar de la guerra. Entre ellos
estaba el favorito de los vástagos de Luis y Giovanna De-
bricat, el primo Nicolai, un bribón de carácter jovial que
antes de la guerra regentaba un garaje para ganarse la vida.
Estaba siempre dispuesto a hacer los honores al turrón y, lo
156

mejor de todo, aspiraba rapé, echo que pregonaba con so-


noros estornudos.
El resto de invitados lo componían algunos miem-
bros del reducido cuerpo diplomático y algunos observado-
res internacionales que aún permanecían en Sarajevo; y por
supuesto Iovach Tsiganovich. Este, terriblemente cansado
después de una misión rutinaria que le había llevado toda
la noche y un poco aturdido entre tanta plana mayor, no se
separó ni un momento del lado de María.
Cuando llegó el padre Francisco estaban todos
reunidos alrededor de un pequeño y escueto portal de Be-
lén, que presidía las fiestas navideñas de los Debricat. Las
imágenes del belén, que eran de arcilla roja, parecían tener
vida propia: la Virgen, inclinándose sobre el pesebre; el
San José, algo más retirado, el Niño Jesús, en posición de
esta pataleando; y los tres reyes resplandecientes... Todos
representaban su papel, que se repetía año tras año.
Después de admirar el nacimiento se trasladaron al
árbol de Navidad, bajo el que todos habían depositado sus
regalos. El padre Francisco saludó a todos uno por uno,
hasta detenerse con Giovanna Debricat.
- Has llegado tarde, Dum Yop –dijo Giovanna al tiempo
que la besaba en la mejilla-. ¿Qué te ha pasado?
- Estuve haciendo sopa. Feliz Navidad Giovanna.
- Espero que no hayas trabajado demasiado para que pue-
das disfrutar de la fiesta –dijo Giovanna.
- No te preocupes, Giovanna, siempre cuento con ayuda
extra –contestó rápidamente-. Aunque desde luego ha ha-
bido mucho que hacer, todo ha salido a la perfección.
En ese preciso momento Sofía Debricat, se acercó
al lugar donde estaban charlando, y dijo:
157

- Disculpa Giovanna, pero tengo que robarte por un mo-


mento a Dum Yop.
- Quisiera, que me diera usted, su impresión sobre ese jo-
ven de María... Es extraordinariamente guapo ¿verdad?
- ¡Pero, Sofía! –Exclamó el padre Francisco-. No creo que
sea el día indicado, ni el momento oportuno para hablar de
ello. Sigue atendiendo a tus invitados, que yo voy a diri-
girme hacia lo inevitable.
El padre Francisco cogió una copa de la mesa, don-
de habían sido depositadas las bebidas, y se encamino ha-
cia donde estaba el concejal Scholti. Inevitablemente tenía
que encontrarse con él. No se habían visto desde hacía más
de un mes, después de aquella noche en la que el vicario
hizo una memorable visita a las catacumbas. Fue a llegar
en uno de los peores momentos. Había cuatro fiestas de
cumpleaños que, al celebrarse juntas derivaron en una
juerga ruidosa y ordinaria.
El concejal Scholti comenzó su visita con buen hu-
mor no exento de altivez, pero su sonrisa se fue apagando
hasta desvanecerse por completo cuando se distinguieron
sombras de jóvenes que se abrazaban; cuando delante del
altar alguien perseguía un pollo para arrinconarlo después;
y, especialmente, cuando el padre Francisco se levantó
para hacer un anuncio sobre la misa de la mañana siguiente
y lo ovacionaron como su fuera un artista famoso.
No obstante, aquella mañana de Navidad, Scholti
saludó con aplomo al padre Francisco.
- ¡Dum Yop! ¡Por fin estás aquí!
- Buenos días, Bruno. Feliz Navidad.
- ¿Qué? Ah sí, desde luego. Y qué placer ver esta casa lle-
na de gente. Estarás de acuerdo con eso.
158

El padre Francisco bebió un sorbo de su copa, mi-


rando a su interlocutor por encima del borde de la copa.
- ¿Y por qué no habría de estarlo?
Scholti sonrió.
- Bueno, la última vez que nos vimos fue en circunstancias
bien diferentes. Pensé que tal vez tus gustos habían cam-
biado.
- Con esa gente está mi sitio, si es eso lo que quieres decir.
- Pero ¿cómo es posible? Admito que allí hay mucho por
hacer. A juzgar por el comportamiento que he visto. Se te
está permitiendo que manejes... ese circo, pero ¿no crees
que es algo anormal?
- ¡Vamos, Bruno! –A pesar de los propósitos que se había
hecho para la Navidad, el padre Francisco se iba irritando
por momentos-. El metro no es ningún circo. Es sólo un
gran refugio contra los bombardeos indiscriminados, en
donde trato de atender a la gente y celebrar misa dos veces
al día. ¿Por qué no habría de permitirse eso? A propósito –
le miró fijamente-. ¿Por qué has hablado de permitir? ¿Qué
es lo que te propones, Bruno?
- ¿Proponerme yo? –Los grandes ojos castaños de Scholti
se abrieron desmesuradamente-. Nada, salvo ayudarte en
todo lo que pueda dentro de mis limitadas posibilidades...
¿Quieres que te acompañe ha ver al obispo?
- No. Cuando el obispo también es un invitado.
El padre Francisco estaba furioso con Scholti, y
además muerto de miedo, miedo de que un hombre como
él, que aunque no tenía mucha autoridad sabía cómo usar
su influencia y podía destruir un sueño inocente. Giró so-
bre sus talones y se dirigió al otro lado del salón. ¿Sería por
eso por lo que el obispo quería hablarle?
159

- ¡Mi querido Dum Yop! ¡Cuánto me alegro de verte! Tie-


nes un aspecto muy bueno. Por algo que dijo Scholti creí
que estarías agotado. –Dijo mons. Liuba Potiorek.
El padre Francisco estuvo tentado de contestar mu-
chas cosas, pero se contuvo.
- Me gustaría descansar –reconoció-. Creo que todos lo
necesitamos. Pero eso no quiere decir que tengamos que
hacerlo.
- Bien dicho. –Mons. Potiorek sonrió-. La guerra es la
prueba más terrible para el hombre. Yo crecí en medio de
otra guerra y sentí la llamada de Dios en esa misma guerra.
Recuerdas cuando te conocí. –Dijo mons. Potiorek, cam-
biando radicalmente de tema.
- Sí, monseñor. ¿Por qué? –Preguntó el padre Francisco,
sin obtener respuesta.
- Estabas aún en el seminario, en Roma, volvías de pasar
las vacaciones con tu familia en España. ¿En que año fue?
- En mil novecientos setenta y siete. –El padre Francisco se
sentía ya mucho mejor con esta conversación-. Yo tenía
veintidós años.
- Y yo cuarenta y tantos... –El anciano estaba pensativo,
recordando el pasado con placer-. Y aquel joven seminaris-
ta se ha convirtió en un cura de parroquia.
- Y aún lo es.
- ¿Te arrepientes, hijo mío?
- ¡Eso nunca!
El anciano asintió con un movimiento de cabeza.
- Hay una cosa que quiero decirte, y el día de Navidad es
un buen momento. El arzobispo ha dado permiso para tu
parroquia en las galerías del metro. A juzgar por los infor-
mes que ha recibido, esa comunidad ha crecido de un modo
inesperado. Haz algo por mí, Dum Yop. Examina tu con-
160

ciencia y averigua sí té ha hecho crecer a ti antes que a la


Iglesia y a la fe.
- Sí, ilustrísima. Si sé que he cometido equivocaciones...
- Entonces confiamos en que sabrás verlas. –Mons. Potio-
rek, cuya aguda mirada no se había apartado del rostro del
padre Francisco, parecía satisfecho-. Te he hablado –
prosiguió- en el día de Navidad, porque quería hacer resal-
tar la diferencia entre una conversación con un amigo y
una entrevista en el palacio. ¿Comprendes?
- Sí, ilustrísima. Gracias.
La mirada de mons. Potiorek captó algo que le hizo
gracia.
- Hay un jovencito que esta pasando una feliz Navidad.
Señaló con la cabeza a Hugo, que estaba totalmente
fascinado con uno de sus regalos. Era una maqueta a gran
escala de un F-18 de la Alianza Atlántica, cuya envergadu-
ra medía más de noventa centímetros y a los que no les
faltaba ni el más mínimo detalle. Como maqueta era una
obra de arte, y su metal pulido y sus insignias recién pinta-
das brillaban con todo esplendor. Ningún otro regalo podía
competir con aquel.
- Eres un encanto –dijo María a Iovach-. ¿Cómo lograste
encontrar una cosa así?
- Dos de nuestros armeros necesitaron casi un mes para
fabricarlo. La guerra quedó totalmente paralizada, por el
alto el fuego... ¿No te diste cuenta? –Iovach ni siquiera
estaba mirando a María, pero dijo-: Hoy estás distinta. Más
guapa. Guapísima. Pero con más vida. ¿Tienes más vida?
- Vamos... Tú pareces muy cansado.
- Estuve toda la noche jugando a los dados- Esa expresión
quería decir jugando a los dados con la muerte en la jerga
de la milicia-. Pero ya te lo dije por teléfono... Gracias por
161

la preciosa bufanda. No sé por qué hizo tanta gracia a tu


abuela. Dijo: “No sabía que María tejiese. No hay duda de
que los milagros existen”.
- ¿Cómo te ha ido con ella?
- Nos entendimos de maravilla. Al final de la conversación
me dedicó una sonrisa a la antigua y me dijo: “No permitas
que te prive de la compañía de mi nieta”.
Luego, con el experto disimulo de los jóvenes. Io-
vach y María quedaron inmersos en su mundo propio,
mientras alrededor de ellos las conversaciones subían y
bajaban de tono a un ritmo continuado.
Uno de los invitados, moviendo mucho los brazos
describía cómo los aviones de la O.T.A.N. habían desbara-
tado totalmente las defensas servias. El oficial Ian Tanko-
sich coqueteaba con una de las parientes de los Debricat
invitada al almuerzo navideño. La hora del aperitivo se
prolongaba más de lo normal, peor no importaba: estaban
pasando un rato agradable.
Luis Debricat era el elemento perturbador. Tenía un
aspecto horrible. Al entrar en el salón tropezó, y parecía
evidente que el vaso de vino dulce que le ofrecieron no era
su primer trago en aquel día. Primero contempló el belén, y
luego se sentó en un gran sillón. Era la única persona que
no esta de pie. La fiel y encantadora Giovanna se quedó a
su lado, aunque había allí muchas personas con las que le
apetecía chalar. Representaba el papel público de esposa
abnegada, y el privado de enfermera y acompañante de un
hombre enfermo.
Paso el tiempo. Volvieron a circular las bandejas
con las bebidas, los invitados miraban sus relojes y la puer-
ta doble que debía ser abierta de un momento a otra para
llamarlos a la mesa.
162

La comida no estuvo lista en quince minutos, como


había prometido Sofía Debricat. Tampoco en veinticinco,
ni en treinta y cinco; aquello se prolongaba misteriosamen-
te, hasta que por fin, a las dos menos diez, las puertas se
abrieron de par en par, y la doncella anunció que el al-
muerzo estaba servido.
- Gracias. –Dijo Sofía Debricat, volviéndose hacia mons.
Potiorek para decirle-: ¿Pasamos, ilustrísima?
Apoyada en el brazo de mons. Liuba Potiorek, Sofía De-
bricat encabezó el grupo, erguida y orgullosa, y ocupó su
sitio en la cabecera de la mesa, con el obispo a su izquier-
da. No podía suponer que pronto iban a ocurrir cosas terri-
bles.
Un fuerte ruido a loza rota señaló la llegada de la
salsa holandesa. Todos los ojos se volvieron en la dirección
del sonido mientras la muchacha que había sido responsa-
ble del desastre susurraba:
- ¡Jesús, María y José!
El momento pasó, y otra doncella trajo otras salse-
ras, pero la salsa se había cuajado sin remedio alguno.
Aquello marcó la pauta de lo que iba a seguir.
Hubo un largo intervalo de tiempo. Trajeron algo
de vino, pero lo retiraron ante una señal de Sofía Debricat:
era un vino tinto, inadmisible con las verduras que estaban
degustando, que ahora los invitados dejaban educadamente
a un lado, con la sopa y con el pescado que vendría des-
pués. La sopa resultó tremendamente agria, y cuando fi-
nalmente llegó el plato de pescado no hubo suficiente para
todos.
El enorme pavo comprado en el mercado negro,
aunque muy bien trinchado, estaba tan echo que apenas se
podía distinguir la carne blanca de la oscura.
163

Sofía Debricat, sentada entre el general y el obispo,


ya no era capaz de mantener su aparente compostura. Esta-
ba apunto de echarse a llorar de rabia e impotencia. Sus
vecinos de mesa, compadecidos, hablaban cada uno con la
persona que tenían al otro lado.
Por fin volvió a abrirse la puerta de la cocina, y
apareció la criada con un flamante pastel de Navidad. Su
entrada coincidió con un gran estornudo del primo Nicolai,
que pareció apagar las llamas de coñac que rodeaban el
postre, aunque en realidad la culpa fue de la corriente de
aire que se formó al abrirse la puerta. Aquel extinguidor de
fuego instantáneo fue demasiado para el resto de los concu-
rrentes, y todos se echaron a reír sin remedio.
La excelencia del pastel, tan lleno de figuritas que
era imposible que no tocara al menos una con cada por-
ción, consiguió restablecer un poco la calma. Para enton-
ces, Sofía Debricat abrigaba la esperanza de que el almuer-
zo terminaría sin violencias.
Pero la anfitriona estaba condenada a sufrir otra
situación embarazosa. Luis Debricat, su hijo, no había de-
jado de beber durante toda la comida. Tomó todo lo que le
pusieron delante, y a veces incluso llegó a chasquear los
dedos para pedir más vino. Se hundía cada vez más en su
asiento, y estaba totalmente borracho.
Entonces su rostro se tornó de pronto pálido y sudo-
roso. Debricat se incorporó con dificultad y, dando varios
traspiés, se precipitó hacia la puerta. El tremendo golpe que
dio al cerrarla no pudo con el basto ruido de sus arcadas.
El padre Francisco, que estaba pasando el momento
más doloroso de su vida, oyó que alguien hablaba a su la-
do. Se volvió rápidamente y vio a la criada.
164

- ¡Dum Yop! ¿Puede usted venir por favor? ¡Es el piso de


abajo!
El padre Francisco se levantó inmediatamente.
- ¿Hay algún enfermo?
El doctor lleva una hora con él. –Los ojos de la muchacha
se llenaron de lágrimas-. Ahora es el turno de usted.

A SALVO y en paz, muy lejos del horrible y com-


plicado mundo de los adultos, Iovach Tsiganovich y María
Debricat estaban de pie sobre un pliegue de las colinas que
coronaban las primeras estribaciones de la cadena monta-
ñosa de Bjeslasnica. Como para curar las heridas del día, y
a pesar del frío reinante, habían elegido la vista más sober-
bia de toda Bosnia-Herzegovina: un impresionante que
ahora se presentaba cubierto de nieve.
Después de la terrible reunión navideña, los dos
jóvenes estaban en la entrada de la casa de Sofía Debricat,
cuando Iovach al ver la expresión atormentada de María, le
dijo:
- Ven a dar una vuelta en coche. Me lo ha dejado Ian para
todo el día.
Mientras recorrían el accidentado camino que iba
hacia el oeste, María repetía una y otra vez:
- ¡Qué comida tan horrible! Me siento tan avergonzada...
Me da tanta pena la abuela...
Iovach se concentraba en la carretera, llena de sur-
cos y obstáculos.
- Olvidémonos de todo eso.
- ¿Cómo voy a olvidarme de mi padre? ¡Fue espantoso!
- ¡Si hubieras conocido al mío! –La voz de Iovach esta
llena de amargura-. Todos tenemos padre, María. El mío
también era un borracho. Nos abandonó hace años, y mi
165

madre me crió sin más medios que su trabajo de limpiado-


ra. No le hemos visto durante años, pero yo sé dónde está.
- ¿Dónde? –Preguntó María.
- En la cárcel. En Zenica. Es un preso político, y está ence-
rrado allí desde 1.989. –Se volvió un instante para mirar a
la muchacha.
- Lo siento Iovach.
El joven dejó caer su mano sobre la de María.
- Cuando vivía el Mariscal Tito, si eras fascista, o un trai-
dor en potencia, te metían preso sin juicio previo. Mi padre
tenía un alto cargo en la Unión Fascista Eslava.
- ¡Pero eso es terrible!
- Bueno, al principio no sería más que un alegre club de
bebedores. –Iovach se rió-. Cuando me presenté como as-
pirante a oficial y les dije lo de mi padre, el funcionario
respondió: “Tendrá usted que ser el doble de brillante, eso
es todo. Así son las cosas”. –El joven dejó escapar un sus-
piro como dando por terminado el asunto-. Y bien, sea co-
mo sea así es mi padre, de modo que más nos vale cerrar el
álbum familiar y ocuparnos sólo de nosotros.
- Gracias por habérmelo contado. –María sentía que ahora
lo quería más.
- Nosotros somos nosotros –dijo Iovach con absoluta certe-
za-. Ellos son ellos. Nunca olvides eso. –Se aferró al volan-
te, que trepitaba al empezar a subir la siguiente cuesta. Mi-
ró la hermosa vista a su alrededor.
Ahora estaba en paz; en una paz completa y llena
de amor. Iovach detuvo el coche, y después de un abrazo
apasionado se bajaron y echaron a andar, un poco aparta-
dos el uno del otro, contemplando el cielo. El zumbido de
un avión que pasó sobre ellos y se perdió en dirección sud-
este. Los dos se miraron.
166

- No pasa nada –la tranquilizó Iovach-. Es de los nuestros,


de la O.T.A.N.
María echó la cabeza a un lado apoyándola en el
hombro de Iovach, a la vez que le cogía la mano. El joven
la miró y dijo:
- ¿Te casarás conmigo?
- ¿Qué? –El corazón de la muchacha había dado un salto.
Él la besó tiernamente.
- María, pareces sorprendida, y eso no es muy halagador.
Si, desde luego que iba a tratar de hacerte el amor, pero
esta idea me parece mejor. Es una idea mejor, ¿no es cier-
to? ¿Te casarás conmigo?
- Bueno –contestó la muchacha solamente, recobrando él
domino de sí misma.
- Muchas gracias. –Iovach escudriño el rostro de María, y
vio que ahora tenía una expresión pícara y burlona-. ¡Ma-
ría! ¿Eso que significa sí o no?
- Sí. –Contestó escuetamente María Debricat.
- ¡Bueno, gracias a Dios! ¡Y por favor no lo hagas otra vez!
Felices, se abrazaron tiernamente. Enseguida empe-
zaron a hacer mil planes, y luego volvieron a besarse. El
cielo oscureció. Cuando Iovach dijo: “Está haciendo mu-
cho frío”, ella sólo contestó: “Acércate más”.

AL CAER la noche, mientras caminaba fatigosa-


mente hacia una boca de metro, el padre Francisco tuvo
tiempo para pensar y sufrir. Un hombre había muerto en el
piso de abajo del de Sofía Debricat, muerte que en otros
tiempos podría haber sido evitada. El cura cerró los ojos
del hombre con el penoso sentimiento de que su propia
vida no volvería a ser nunca la misma. Aquel hombre era
167

otro sacerdote, que trabajaba al otro lado de la ciudad, al


que aunque apenas si lo conocía Dum Yop, sintió su muer-
te como la de un hermano.
Una pregunta le asaltaba aquella tarde ¿qué lugar
ocupaban aquellas cosas en la escala de los verdaderos
desastres? Sus pies, polvorientos y cansados le llevaban
ahora a pasar frente a una herida más reciente y más san-
grienta. En el borde del muelle del Appel una grana hizo
impacto en una vieja caseta de barqueros, que milagrosa-
mente aún se mantuvo en pie. La masa inflamable ardía
rápidamente, rodeada por un círculo de hombres tristes y
cubiertos de humo que habían perdido su medio de vida.
Otro pequeño círculo de gentes, con las cabezas inclinadas,
formaban un marco a los cadáveres depositados en el mue-
lle.
Como había ya un cura joven arrodillado junto a los
muertos, el padre Francisco siguió de largo, rezando una
plegaria, y comenzó a subir la siguiente elevación de la
carretera más desanimado que nunca. ¿Podía ser realmente
aquello Navidad, el nacimiento del Salvador del mundo?
¿Podía acaso Dios dar con tanta generosidad, para quitar
luego con tanta crueldad?
Cuando tuvo ante su vista la borrosa entrada del
metro, el padre Francisco advirtió que, por primera vez,
temía el volver allí. Se había prometido que esa noche ha-
blaría otra vez, pero ¿de qué? Y además, ¿era sensato ha-
cerlo? El obispo le había hecho una advertencia amable
pero clara: no debía salirse de los límites de su misión, que
era la de cuidar de las almas; no debía exaltar su propio
papel; no debía jugar a ser Dios ni su profeta.
¿De qué hablaría en una noche de Navidad como
aquella?
168

Tan pronto como entró en las galerías del metro, le


saludó el llanto de un recién nacido. Quedó sorprendido un
momento, y luego recordó. Debía ser el niño que estaba
apunto de nacer cuando se marcho. Nerón le confirmó la
noticia.
- ¡Es un varón, Dum Yop! Regordete como un rollo de
mantequilla, y van a llamarle Francis, en su honor.
Un hombre había muerto, un niño había nacido.
Parecía como si, después de todo, el día estuviera salvado.
- Es una noticia maravillosa, Nerón. –Se percibía un sabro-
so olor a comida-. ¿Cómo va la sopa?
- Bien. Fui hasta el muelle y conseguí otras dos docenas de
huevos y más queso. No había allí nadie más que un viejo
barquero. Que cuando oyó la alarma avisando de los bom-
bardeos. Dijo que era peligroso y se marchó. –Nerón hizo
un gesto de menosprecio-. ¡Peligroso! Así no ganaremos
nunca esta maldita guerra.
- La gente está cansada, Nerón. Esto se prolonga mucho.
- Si todos pensamos así, no se acabará nunca. Esta tarde
hubo aquí unos tipos que miraban la sopa y decían: “De
qué nos vale. La comemos hoy, pero ¿qué comeremos ma-
ñana?” Y a propósito no se ofrecieron a ayudar.
El padre Francisco sabía que, del modo que fuera,
esa noche tenía que hablar de esperanza: de esperanza, y
más allá de la esperanza, de cómo cada uno debía valerse
por sí mismo. Por terrible o deprimente que fuese la evi-
dencia, había una verdad segura. Ningún estado de sitio
podía durar siempre.
Estaba decidido a recordar a su grey que gracias a
la heroica resistencia de sus antepasados, hacia un par de
generaciones, otro estado de sitio terminó tan repentina-
169

mente que los hombres y mujeres de Sarajevo se encontra-


ron riendo antes de que hubiesen cesado de llorar.
170

Capítulo 5º: “El peor día del padre Francisco”

AQUELLA MAÑANA, lleno de pesadumbre, el


padre Francisco fue a visitar a su amigo Luis Debricat a la
prisión de Visoko, donde estaba encerrado desde la noche
anterior. Finalmente, Luis Debricat había llegado demasia-
do lejos, en el afán por salvar su fortuna.
Junto con algunos de sus amigos, Luis había for-
mado un club de caballeros, cuyo objetivo secreto era co-
merciar con Servia, sometida a un embargo internacional,
en el mercado negro. Teóricamente la idea del club podía
considerarse como positiva en los tiempos que corrían,
pues podía contribuir a elevar la moral de la población.
Pero al hacer una inspección de rutina en un auto-
móvil estacionado en las inmediaciones del club, la policía
encontró diversas mercancías que habían sido robadas la
noche anterior de los almacenes del muelle. Los miembros
del club negaron rotundamente que tuvieran algo que ver
con el alijo encontrado por la policía, alegando que era una
trampa preparada por la misma policía para comprometer-
les. No se les dio crédito y se les advirtió que el club debía
cesar en sus actividades. Cuando todavía no se había echa-
do tierra sobre el asunto ocurrió algo que las autoridades
no podían dejar pasar por alto.
Alguien vio como un piloto del ejército federal yu-
goslavo que, tras saltar en paracaídas de su avión en lla-
mas, aterrizó en una zona del extrarradio de la ciudad; pero
cuando la policía llegó al lugar no encontró más que un
paracaídas escondido en las ruinas de lo que fue una esta-
ción de servicio y un rastro que llevaba hasta las huellas de
un camión. Habían ayudado a escapar al piloto enemigo. El
171

lugar donde se encontró escondido el paracaídas era pro-


piedad de unos los miembros del club; una noticia inserta
un periódico de Belgrado que no se sabe cómo llegó a Sa-
rajevo cita a “nuestros miles de verdaderos amigos en Sa-
rajevo, que tiene su cuartel en cierto club de caballeros”.
Cuando se hizo el pertinente registro de la sede del
club, allí no se encontró nada. Pero el propio Luis, al ser
interrogado, cometió un desliz revelador. Cuando se le
pregunto acerca de los posibles motivos que podrían tener
los implicados, respondió con un jocoso chiste.
- ¡Me imagino que lo hicieron por el whisky!
El comisario de policía, de rostro ceñudo, exclamó:
- ¿Qué whisky?
El paracaídas escondido en gasolinera envolvía una
botella de whisky, que el piloto servio había cogido en el
momento antes de saltar. Cuando encontraron la botella,
estaba vacía. Nada de esto se hizo público, pero ante la
evidencia, Luis Debricat y los otros miembros del club
fueron arrestados e internados.
Cuando el padre Francisco entró en la prisión gra-
cias a un privilegio especial, dada su condición de sacerdo-
te; Luis Debricat estaba dormido encima del soporte de
cemento que le servía de cama, cubierto con una tosca y
raída manta gris. Aquel ser abandonado sólo inspiraba
compasión. El cura tocó el hombro de su amigo.
Luis abrió los ojos, y la gastada manta se cayó, de-
jando al descubierto una camiseta manchada de sudor. El
prisionero se incorporó y dijo en voz baja e indiferente:
- Buenos días, señor capellán.
- ¿Cómo te encuentras, Luis?
- Peor que ayer y mejor que mañana.
172

No parecía estar arrepentido. Hacía mucho que,


mentalmente, Luis había traicionado a su país de adopción.
Ahora por fin lo había hecho en la práctica.
- Siento mucho lo que ha pasado. ¿Necesitas algo?
- No. –Respondió muy escuetamente.
Luis Debricat, que con la vista fija en los pies, mos-
traba una actitud más resignada que desesperada.
- Procura no preocuparte. –Dijo Dum Yop.
- ¿Por qué habría de preocuparme? Son ellos los que tienen
que preocuparse hasta que decidan qué hacer conmigo. –
Luis alzó la mirada por primera vez, y sosteniendo con los
ojos una expresión amable, lo que era sorprendente-. He
sido consecuente con mis ideas. –De pronto se puso la
manta alrededor de los hombros, y volvió a echarse-. Lo
siento, Dum Yop. No quiero hablar más.
- Entiendo. Me iré. Que Dios te bendiga.
El Dum Yop salió de la celda. Que extraño, pensó.
Hoy le aprecio más que nunca.

EL PADRE Francisco pasó el resto de la mañana


comprando –aunque sería más apropiado decir escarbando
en la basura- las cosas más necesarias para la vida en las
catacumbas: leche en polvo, aceite, patatas. La escasez de
comida se había convertido en una tragedia que superaba
incluso a los bombardeos.
Durante los últimos días había corrido por la ciudad
la noticia sobre el relevo de Danilo Ilich al frente de la
alcaldía de Sarajevo, por Eric Chotek. El alcalde Ilich ha-
bía agotado sus fuerzas y su salud, en la enconada defensa
de la ciudad de Sarajevo; y ahora que comenzaba a tornar-
se pesimista sobre el resultado final del sito a su ciudad,
173

había decidido retirarse y dejar paso a un hombre joven y


con renovadas fuerzas y ganas de luchar.
Eric Chotek tenía un considerable arranque de per-
sonalidad, y también había hecho carrera militar en el anti-
guo ejército federal de Yugoslavia. Llevó a la desmoraliza-
da ciudad de Sarajevo una condecoración, por valerosa
resistencia frente a los ataques enemigos.
Pero cuando hizo su primera visita por los barrios
de la ciudad, en alguna esquina Eric Chotek se encontró
con una ingente cantidad de transeúntes que, en silencio se
frotaban el vientre con un movimiento circular. Le estaban
trasmitiendo un mensaje: No tenemos que comer. Sarajevo
estaba, realmente condenado a morir de hambre y Bosnia-
Herzegovina sería derrotada en pocas semanas más. Inclu-
so se hablaba ya oficialmente de cierta fecha límite, pasada
la cual la ciudad no podría sobrevivir sin recibir alimentos
y armas del exterior.
¿Qué era lo que había en los comercios? No mucho.
Casi no había azúcar, aceite, jabón, ni harina, mientras que
la leche o las legumbres no se sabían lo que eran en Sara-
jevo. Ya no quedaba mantequilla ni mermelada, y desde
hacía meses no había patatas. Todo obrero esperaba contar
con tres hogazas de pan al día, a las que se quitaba la miga
y se rellenaba con ajo y pasta de tomate; ahora sólo tenía
derecho a media hogaza, y con el agravante de que en ese
pan se percibía fácilmente la harina mezclada con otros
productos ajenos al pan.
En el resto del país la situación no era más halagüe-
ña, no había carbón para alimentar las centrales eléctricas,
de modo que la electricidad quedó cortada. La gente recu-
rrió al queroseno, y llegó el momento en que también este
se acabó. Después fueron la madera y las velas, hasta que
174

tampoco hubo más; finalmente quedaba la comida fría y el


recurso de irse a la cama al ponerse el sol.
La gente hacía cola para todo, y la mayoría de las
veces volvían a sus casas desmoralizados, después de per-
der medio día para nada. Las raciones –de lo que fuera-
para la Villa Olímpica se transportaban desde Sarajevo a
través de las aguas del río Bosna, y a menudo, en el viaje
de regreso, las barcazas llevaban cadáveres para que los
enterraran en fosas comunes en el cementerio de la ciudad.
Aquella fecha límite, que se iba acercando inexorablemen-
te, llegaría por fin cuando se acabase el pan. O los muertos.
El padre Francisco recorría por centésima vez, los
pocos comercios que aún permanecían abiertos en Saraje-
vo, y ya no se sentía persona. Llevaba una lista de com-
pras. Pero la respuesta de los comerciantes era siempre la
misma: no. Persistía en su desesperada búsqueda porque
aquel era un día importante: la boda del pequeño Nerón iba
a celebrarse por la tarde. Estaba empeñado encontrar algo
bueno para la fiesta. Tenían ya el pastel, para el que habían
ahorrado y sufrido privaciones, y el vino: Un magnifico
tonel de 600 litros enviado por el nuevo alcalde de la ciu-
dad, para los habitantes de las catacumbas.
- ¡Por favor, a ver si consigue usted algo especial para no-
sotros! –Le rogó Nerón al amanecer-. ¡No podemos tomar
la sopa de la viuda el día de la boda!
De modo que el padre Francisco seguía insistiendo,
mientras sentía un cobarde deseo de retardar su próximo
compromiso: el ya tradicional almuerzo en casa de los De-
bricat.
En su camino hacia la parte más baja de la ciudad,
el padre Francisco se encontró Ilich Tisza, un joven gordo
y grasiento de mirada aguda que era hijo del viejo Danilo,
175

el barquero. Ilich tenía una tienda de todo, de todo lo que


se compraba y se vendía en el mercado negro. Estaba a la
puerta, sonriendo a todos los que pasaban.
¡Dum Yop! –Le saludó como si fuese un amigo de la fa-
milia, porque su tía, la hermana del viejo Danilo, vivía en
las catacumbas desde el principio-. ¡Qué alegría me da
verle! ¿Cómo está mi tía?
- Bastante bien. ¿Qué tienes hoy para mí?
Ilich extendió las manos en un gesto de desespera-
ción. Los tiempos eran difíciles. La comida escaseaba. Pero
su actitud indicaba una posibilidad de negociar.
- ¿Tienes algo especial? –Insistió el cura-. Mi sacristán se
casa esta tarde. Seguro que te lo ha dicho tu tía. Es Nerón
Cassar.
- Ah, sí. Me gustaría poder hacer algo por él, pero...
El padre Francisco se volvió como para irse, y lue-
go preguntó:
- ¿Todavía tienes vino de Eslovenia, Ilich?
- Un poco, pero no me queda nada para vender.
- No quiero comprar vino. Tenemos mucho. Pero es posi-
ble que mañana, o pasado, tenga un barril vacío. Es nuevo,
muy grande. Para seiscientos litros. Y tiene grabado un
escudo. ¿Te servirá?
- Me imagino que podría quedarme con él para evitarle la
molestia –dijo Ilich después de pensarlo un momento.
- Puedes hacer algo más que eso.
- Tal vez, tal vez. –Ilich se dirigió a la puerta de la tienda-.
Entre usted, Dum Yop. Se me acaba de ocurrir algo. –
Dentro encima del mostrador, había algo escondido bajo un
lienzo. Ilich lo señaló-. ¿Qué le parece una estupenda pieza
de ternera?
La ternera era un lujo inalcanzable en aquellos días.
176

- Sería una maravilla –dijo el padre Francisco.


- Es una maravilla.
Ilich quitó el lienzo. La pieza tenía por lo menos
setenta centímetros de largo; estaba cubierta de gelatina
dorada y adornada con perejil. Debajo se veían bastantes
trozos grandes de carne verdadera.
- Es exactamente lo que queremos –dijo el padre Francisco.
Lo examinó con más atención, y agregó-: Pero ¿qué es lo
que tiene? En tiempos como estos no se puede conseguir
ternera.
- La mejor cabra de todos los Balcanes. Tan buena como la
ternera. Tan buena como el cordero.
- ¿Y entonces qué es la carne oscura? –Señalo el padre
Francisco-. ¿Será tal vez caballo, Ilich?
El otro se encogió de hombros.
- Tal vez. Sólo para darle color. Estos son tiempos harto
difíciles. Pero así en conjunto...
- Ah, estoy de acuerdo. El padre Francisco se quedó mi-
rando mientras Ilich volvía a colocar el lienzo, con tanto
cuidado como si estuviese cubriendo el rostro de un ser
querido muerto-. Bien, muchas gracias. Con esto haremos
una magnífica fiesta de bodas. Dios te lo pagará, Ilich.
Pero Dios no estaba aún dispuesto a compensar a
ninguno de los dos.
- Me alegró de que le sirva, Dum Yop. –Ilich se frotó las
manos-. ¿Qué le parecen diez mil dinares?
El padre Francisco se quedó atónito. Pensaba que
sería un intercambió entre la ternera y el barril. ¿Diez mil
dinares? Era un preció desorbitado.
- ¿Y qué hay del barril? Vale mucho dinero.
- ¿Ah, sí? –Ilich abrió mucho los ojos-. Yo creía que usted
quería simplemente deshacerse de él.
177

Entonces comenzó el verdadero regateo.


Los bosnios cristianos no regatean como los bos-
nios musulmanes. Establecen un precio que sirve como
base para la batalla, y si aceptan modificarlo, darán sólo un
paso hacia atrás... y no cederán nunca si se les trata con
rudeza. El padre Francisco sabía que si contraoferta era
baja el asunto quedaría en nada. Entonces dijo:
- Tres mil dinares... es mi última palabra.
¿Volvería Ilich la cabeza? Si lo hacía, todo habría
terminado. Pero no sucedió así.
- Para usted, por la boda, siete mil dinares –dijo al fin Ilich.
Se dieron la mano-. Lo enviaré a las catacumbas. Y gracias
por el barril- Cuando se despedían, Ilich agregó-: Hará
usted que a mi tía le toque un buen pedazo, ¿no es cierto?
- Te lo prometo.
¡Ternera! Aquella sería la boda del año.

EN LA casa de los Debricat había un policía. Si


aquello era violento para el invitado, ¡cómo lo estaría pa-
sando la familia! El padre Francisco saludó al policía incli-
nando la cabeza y tocó el timbre.
La doncella que abrió la puerta, había llorado, y
parecía estar a punto de volver a hacerlo. Cuando se quedó
a solas con el cura en el vestíbulo, sus bonitos ojos se tor-
naron implorantes.
- ¡OH, Dum Yop! ¿Es cierto que van ha ahorcar al señor?
- ¡Por supuesto que no! ¿De dónde has sacado esa idea?
- En el mercado dijeron que era un traidor.
Era un asunto delicado, pero antes de que el padre
Francisco tuviera tiempo de explicar más, Giovanna Debri-
cat entró en el vestíbulo.
178

- Creí oír tu voz, Dum Yop –dándole un beso de bienveni-


da. Pero tan pronto como se hubo retirado la doncella, su
rostro se alteró, mientras preguntaba inmediatamente-:
¿Has visto a Gigi?
- Si, fui esta mañana temprano. Pasó bien la noche, y está
bastante cómodo.
Giovanna parecía próxima a perder el control.
- ¿Dices que ha pasado bien la noche? ¿Y cree que noso-
tros hemos dormido bien? ¡Es repugnante!
El padre Francisco cogió el brazo de Giovanna.
- Tienes que ser valiente, Gio. Lo que está echo, hecho
está. Luis se arriesgó. Sabía muy bien lo que estaba ha-
ciendo, y le cogieron. Eso es todo.
- ¿Lo dejaran en la cárcel?
- Sí. En el mejor de los casos, hasta que acabe la guerra. En
el peor, pueden condenarlo a quince años.
- Bien, eso está muy bien. –Cuando el padre Francisco la
miró, triste y sorprendido, Giovanna explotó, sin poder
controlarse-: ¡Nos estaba haciendo imposible la vida! Tú
debes saberlo. ¡Me alegro de que le hayan cogido! Nos ha
deshonrado a todos. Peor aún, lo destruyó todo hace mucho
tiempo.
- Pero es tu marido.
- Ya no. No me mires así. Diga la Iglesia lo que diga, nun-
ca volveré a vivir con él.
El padre Francisco no pudo contestar. ¿Qué podía
aportar en un momento así un sacerdote, ajeno a esos pro-
blemas? Esa mañana, en aquella casa, él sólo podía hacer
el papel de amigo.
- Giovanna, ¿dónde están los chicos? ¿Qué están haciendo?
179

- Supongo que llorando. –Pero Giovanna esta ya más cal-


mada-. No sé dónde están. Hoy estamos todos separados.
Pero, gracias a Dios, Iovach viene a almorzar.

LA MUCHACHA para quien la venida de Iovach a


almorzar era lo más importante en el mundo estaba sentada
en su dormitorio. Se fue a la cama con los ojos enrojecidos
y destrozada. No lloró por su padre, sino sólo por su ma-
dre. Ver a su padre cruzar el vestíbulo hasta la puerta, con
un policía de paisano a cada lado, no era precisamente muy
conmovedor. Pero tener a su madre aferrada a ella cuando
se cerró la puerta, sentir el cuerpo de un ser amado sacudi-
do por los sollozos... aquello era un crimen que no podría
olvidar nunca. Al despertarse aquella mañana, Ma-
ría necesitó recordar las palabras de Iovach: “Nosotros
somos nosotros. Ellos son ellos. Nunca olvides eso”. Lo
que entonces le pareció egoísta, pero ahora era lo único en
que podía que creer.
Iovach y ella representaban la nueva alianza y ofre-
cían a su madre todo el apoyo que necesitara. Gracias a
Dios que Iovach, el baluarte de su nueva vida, volvería
pronto de su peligroso mundo.

PARA HUGO la venida de Iovach a almorzar era


una vergüenza enorme estaba tumbado en el tejado, jugan-
do con la maqueta que Iovach le había regalado por Navi-
dad, que seguía siendo su posesión más apreciada. Hugo
volvió del colegio corriendo, con lágrimas en la cara y
lleno de rabia y temor al mismo tiempo.
180

Las clases de ese día habían sido para él un tormen-


to. Todos susurraban a sus espaldas, reían o le miraban de
reojo. Uno de sus compañeros había llegado incluso a salir
detrás de él, haciendo el saludo fascista. Ahora Hugo se
había instalado en el tejado, porque si se producía un ata-
que y caía una bomba sobre la casa él quería ser el primero
en morir.
Levantando la cabeza por encima de la barandilla
de la terraza, Hugo vio subir a Dum Yop por la escalera. El
cura venía para consolarlos. Diría que todo era para mejor,
o que no debían juzgar a su padre. Pero Iovach era mili-
ciano, y no opinaría en absoluto igual. Pensaría que todo
aquello era asqueroso. Tal vez no volvería jamás.
Hugo oyó a su madre que le llamaba desde abajo.
Con la maqueta de su avión de combate en los brazos, se
acercó hasta escalera y gritó.
- ¡Voy!

EN EL patio esperaron a Iovach mucho tiempo,


tomando el aperitivo y sin apenas hablar. La conversación
se hizo tan embarazosa que el padre Francisco se dio cuen-
ta de que tenía que hablar, especialmente a los vástagos
Debricat, de lo que estaba ocupando el primer lugar en la
mente de todos.
- Antes de que llegue Iovach quiero decir algo sobre vues-
tro padre. –No podía evitar la sensación de estar pronun-
ciando una homilía. Tal vez así era la mejor manera: la
familia se convertía en la comunidad, y su tarea se hacía
pastoral y menos embarazosa para todos-. Habrá muchas
habladurías, muchos chismes; pero cuando todo se tranqui-
lice seguiréis viviendo como antes. La gente no pensará
181

que sois diferentes. Solo seréis tres (tres Debricat) en lugar


de cuatro. Eso no quiere decir necesariamente, que debéis
olvidar a vuestro padre. Pero debéis recordarlo en privado,
y rezar por él en privado. Si tenéis cuidado en ese sentido,
entonces todos los demás también serán prudentes, y las
cosas volverán a la normalidad.
El padre Francisco sabía muy bien que estaba sim-
plificando exageradamente el problema. Las cosas nunca
volverían a ser muy normales para los Debricat; socialmen-
te, tal vez sí, con el paso del tiempo; pero en lo concernien-
te a la reputación familiar, nunca.
Hugo fue el primero en hablar.
- Pero Dum Yop... lo arrestaron.
- Si, lo arrestaron.
- Y lo declararán culpable. –Respondió Hugo.
Desde las profundidades del sillón en el que estaba
sentada María dijo con mucha delicadeza:
- Hugo, tan malo es para ti como para todos nosotros.
- ¡No! Tú no tienes que ir al colegio todos los días.
Las palabras valientes estaban muy bien para los
adultos, que tenían que sufrir las consecuencias. El padre
Francisco preguntó:
- ¿Quieres dejar de ir al colegio por unos días?
- ¡No quiero volver nunca más!
- Bien, veremos qué es lo que se puede hacer. –El padre
Francisco se inclinó hacia donde estaba Hugo Debricat-.
Puedo hablar con la directora del colegio y decirle que se-
ría mejor que no asistieras al colegio durante una tempora-
da. ¿Te gustaría eso?
Hugo asintió con la cabeza, al borde de echarse a
llorar.
182

- ¡Entonces todo está arreglado! –Dijo el padre Francisco


con un falso entusiasmo que esperaba le fuese perdonado.
Giovanna, que estaba sentada junto a Dum Yop,
cogió la mano del cura.
- Gracias, Dum Yop. Piensas en todo. –Luego miró su reloj
de pulsera-. ¡Dios mío, ya son más de la una y media! Lo
siento por Iovach pero realmente deberíamos entrar a al-
morzar.
- No tengo hambre –dijo María. La muchacha sintió de
pronto un profundo malestar y miedo. Si Iovach no hubiera
podido venir hubiese enviado un mensaje. De modo que no
había venido a almorzar por otra razón; la razón que ahora
y en cualquier otro momento podría oprimir la garganta de
María y estrujarle el corazón hasta dejarlo seco.
Acababan de terminar la sopa cuando Hugo inclinó
la cabeza a un lado y dijo:
- Creo que he oído la puerta de entrada.
Se oían ruidos de pasos, luego de voces, y en parti-
cular una voz de hombre.
- Es mejor tarde que nunca –dijo el padre Francisco.
María se puso de pie, esbelta y hermosa.
- Creo que no es Iovach –dijo a la vez que salía del come-
dor.
El hombre que estaba en el vestíbulo era el oficial
Ian Tankosich.
- Hola, Ian –saludó María con incertidumbre.
- María, tengo un mensaje para ti.
Se le paralizó el corazón.
- ¿Se trata de Iovach?
- Sí, de Iovach. –Al ver la expresión atormentada de la mu-
chacha, Ian agregó rápidamente-: No, no es la noticia peor.
183

Ha desaparecido estando de servicio. Anoche en una incur-


sión en campo enemigo.
María se llevó la mano a la boca, preguntando:
- ¿Nadie vio...?
- No. Estaba oscuro completamente, y había un follón tre-
mendo. –Ian la tocó en el hombro-. No te preocupes, gua-
pa. Parece ser que buscó algún refugio, y es posible que se
encuentre perfectamente bien.
- OH, Dios mío.
Ian miró hacia otro lado, tan triste como ella.
- Me han llamado por teléfono, y les dije que te lo comuni-
caría.
María asintió con la cabeza; no podía pronunciar
palabra.
- Bueno, eso es todo lo que sabemos hasta el momento. No
te olvides que esto sucede constantemente en la guerra, y
que luego los muchachos aparecen sanos y salvos.
María recobró el habla.
- ¿Dónde fue?
- No se sabe cuál fue lugar que se le vio por última vez,
pero estaba de servicio en las montañas cercanas a Zenica.
Te repito que hay muchas posibilidades. María, ¿puedo
hacer algo por ti en este momento?
- No creo. No, gracias, Ian.
- Entonces me voy. Pero tan pronto como se sepa algo te lo
comunicaré inmediatamente.

SI EL ASUNTO de Luis Debricat y sus consecuen-


cias en su familia era ya suficiente; pero ahora se tenían
que afrontar otra terrible incertidumbre: la vida o muerte de
Iovach Tsiganovich.
184

El padre Francisco comenzó a descender a pie por


la amplia avenida que atravesaba la residencia deportiva de
la Villa Olímpica, flanqueada por edificios semiderruidos a
uno y otro lado de la calle. Allí estaba la razón de haber
obtenido la ciudad su condecoración. Lo que Sarajevo y
sus habitantes habían sufridos durante los dos últimos años
superaba los límites de lo imaginable.
La terrible prueba que soportaban los sarajevolita-
nos cada día era idea del mariscal de campo Sasonov, un
ex alto mando del ejército de la extinta U.R.S.S., que ahora
trabajaba como mercenario para los servios. Él era quien
había decidido que la ciudad era ahora una molestia dema-
siado grande como para que se le permitiese sobrevivir.
Primero había que reducirla a escombros, y después to-
marla por la fuerza.
Igual que lo habían hecho con otras ciudades en
Croacia, el enemigo había elegido un punto para golpearla
incesantemente hasta que Sarajevo quedase reducida a pol-
vo y cascotes. Pero el blanco escogido por los servios no
era un lugar concreto; si no un círculo de poco más de tres
kilómetros de diámetro, en cuyo centro estaban las aguas
del muelle del Appel. Nunca había menos de cuatro bom-
bardeos diarios, que podían durar de media hasta dos horas
cada uno. En el mes de marzo, uno de los peores meses de
aquel año, Sarajevo estuvo bajo el fuego enemigo durante
un total de 472 horas: veinte días de un total de treinta y
uno.
Caían cientos, miles de toneladas de bombas de
artillería. En el mes de abril, un promedio de 265 cañones
de artillería ligera bombardearon Sarajevo todos los días,
desde sus posiciones en las montañas, dejando caer 7.730
toneladas de bombas. Las bombas eran de todas las formas
185

y tamaños, abundando los obuses. Había enormes minas de


tierra por todos los caminos que conducían hacia la capital
bosnia, e incluso estas estaban también enterradas en los
campos de cultivo; también eran lanzadas contra Sarajevo
bombas incendiarias; bombas de acción retardada; bombas
silbantes; bombas corrientes causantes de muertes corrien-
tes, rápidas e inútiles. A veces caían hileras de bombas
encadenadas unas con otras, que rebotaban y chocaban
entre sí como perros retozones. A veces eran bombas espe-
ciales, que quedaban silenciosas en el suelo y con inocente
aspecto, hasta que alguien las tocaba. Entonces, mataban al
curioso.
Mientras el pueblo se escondía, sangraba y sufría,
los profesionales hacían lo que podían para desviar los gol-
pes. Sin embargo llegó el momento en que las defensas de
la ciudad, rebasadas sin piedad, tuvieron que soportar los
ataques con tanta impotencia como cualquier madre refu-
giada en un sótano con su niño. Los cañones se habían
quedado sin munición.
No obstante, resultaba conmovedor ver cómo los
sarajevolitanos aún confiaban en sus defensores y los ad-
miraban. A cualquier hombre de uniforme que llevase un
par de insignias de la milicia de Bosnia-Herzegovina le
seguían nubes de chiquillos saludando militarmente, a la
vez que otros les tiraban de los botones, con la esperanza
de conseguir un recuerdo del que pudieran sentirse orgullo-
sos.
También había otros héroes a los que nadie abru-
maba... salvo el enemigo. Eran los hombres de manteni-
miento, cuya tarea consistía en mantener operativos los
cañones que defendían a la ciudad de Sarajevo. Los bom-
bardeos indiscriminados podían destruir en pocos minutos
186

el trabajo de todo un día. En una ocasión, ningún cañón


pudo disparar durante once días consecutivos. Los hom-
bres, exhaustos, sólo podían echar escombros y arena en
los cráteres que dejaban las bombas, y luego salir corriendo
a refugiarse cuando el enemigo regresaba para volver a
estropearlo todo.
Mientras tanto, otras innumerables garras de hierro
desgarraban el corazón de Sarajevo. El padre Francisco,
muy cansado, cruzaba con dificultad la Villa Olímpica en-
tre los destrozos de aquel castigo desenfrenado.
La población de la ciudad había quedado reducida a
menos de la mitad; de los habitantes que quedaban, la ma-
yoría vivía en refugios o, al quedarse sin nada, vagaban de
un lado a otro. Había calles enteras cerradas, ahogadas bajo
montañas de escombros que caían de los edificios. Los
pasos interceptados obligaban al padre Francisco a dar
vueltas y más vueltas; a veces se encontraba en una esqui-
na que no podía reconocer, perdido en su propia ciudad.
Siguió andando colina abajo hasta que llegó al nivel del
puerto y consiguió plaza en una barcaza de abastecimientos
que regresaba al muelle del Appel. Por centésima o tal vez
milésima vez comenzó a cruzar el muelle.

COMO DE costumbre, Nerón fue el primero en


recibirle cuando entró a las catacumbas. Pero esta vez Ne-
rón era el novio, vestido con una elegancia que resultaba
patética. Llevaba un diminuto traje de etiqueta, un frac, una
pajarita blanca, chaleco blanco, chaqueta y pantalón ne-
gros, relucientes escarpines de charol y chistera.
La extraña figura avanzó hasta él dando saltos en la
oscuridad.
187

- ¡Dum Yop! ¡Dum Yop! ¡Gracias a Dios que ha llegado


usted!
- Me temo que llego tarde –respondió el padre Francisco en
un tono de voz reprobatorio.
Era evidente que Nerón ya había bebido más de una
o dos copas; hablaba con voz chillona y trabándosele la
lengua, y su rostro negruzco estaba cubierto de sudor.
Pero había cosas peores que lamentar. El padre
Francisco, mirando detrás de su sacristán a las profundida-
des de la estación del metro, no pudo menos que preguntar:
- ¡Pero Nerón! ¿Qué ocurre aquí?
Bajo la vacilante luz amarilla de la caverna no se
veía más que desorden y un vergonzoso descontrol. Las
gentes cantaban ruidosamente, se tambaleaban, peleaban,
discutían o se abrazaban. Era la borrachera más escandalo-
sa que había presenciado Dum Yop.
Nerón se encogió de hombros.
- Ya sé que esto se está poniendo un poco grosero, Dum
Yop. Pero ¿qué puedo hacer yo? Abrieron el barril de vino
hace más o menos una hora.
- Pero el vino era para la fiesta que habrá después. ¿Por qué
lo has permitido?
- No pude detenerlos. Incluso yo bebí un vaso. Sólo para
calmar los nervios.
Era mejor dejar las cosas como estaban hasta que se
restableciera el control.
- Nerón, ¿han traído la ternera?
- ¡Sí! –Al enano le brillaron los ojos-. Es fantástica, Dum
Yop.
- Espero que nadie haya empezado a comerla.
188

- ¡Tendrían que pasar sobre mi cadáver! La escondí en su


cuarto. ¡Qué día, qué día! ¡Pensar que al fin todo se había
convertido en realidad!
Pero para convertirse en realidad tuvo que superar
antes un terrible forcejeo, porque los padres de Nina
Isvolsky se opusieron hasta el último momento. Alegando
todavía la mayor de las pobrezas, se negaron rotundamente
a dar dote a su hija. Ni siquiera dieron su consentimiento
cuando Sofía Debricat, a través del padre Francisco, ofre-
ció una bonita suma de dinero para zanjar el problema.
Todas las demás dificultades seguían en pie: no se podía
prescindir de Nina en la granja, y, además, ¿cómo podía su
hija entregarse a ese... ese pequeño payaso?
Entonces, ante el asombro de todos, la propia mu-
chacha intervino en el asunto. Tal vez, por fin, se decidió a
aceptar el hecho de que no era ni guapa ni joven. Tendría
que conformarse con Nerón Cassar. Ante la resuelta deter-
minación de hija, el señor Isvolsky y su esposa dieron su
permiso, pero aclarando que no tolerarían una boda tan
ridícula en su propio pueblo. Si su párroco estaba de acuer-
do, y el padre Francisco se ocupaba de todo, y en el arzo-
bispado autorizaban una boda en el metro, adelante. Pero la
familia no asistiría a la ceremonia, fuese donde fuese.

EL ALBOROTO y los desórdenes fueron cediendo


lentamente ante la presencia del padre Francisco. El cura se
dio cuenta de que, como siempre, para restablecer la calma
y el orden bastaba con que él recorriese el lugar, charlando,
abriendo las ollas de comida y llamando la atención a al-
gún muchacho travieso.
Al regresar de su lento y largo circuito, Nerón se
colgó de su brazo, muy excitado.
189

- ¡Dum Yop! ¿Ha visto usted al monseñor allí sentado? ¡Es


toda una boda de sociedad!
El padre Francisco sólo necesitó un momento para
descubrir a sus visitantes. En una pequeña galería alta esta-
ba sentado el vicario general del arzobispado entre dos
sacerdotes más jóvenes, que eran ayudantes suyos y, el
concejal Scholti. Los tres le observaban con atención.
En contra de sus sentimientos –porque la visita no
tenía explicación- el padre Francisco agitó la mano y son-
rió. El concejal Scholti contestó inclinando la cabeza del
modo menos perceptible que pudo, y luego se puso a mirar
hacia un rincón donde los fieles seguían alborotando.
El padre Francisco fue de la sorpresa a la rebeldía,
pasando por la indignación. Pero aquella era una ocasión
especial. No iba a permitir que aquel tribunal sentado en la
galería la estropease.
Se tambaleó un poco, perdiendo el equilibrio, y
advirtió que estaba terriblemente cansado. Nerón, que le
había estado observando con preocupación, preguntó:
- ¿Se encuentra bien, Dum Yop? Esta muy pálido. ¿Quiere
un vaso de vino antes de que empecemos?
- Sí. Creo que me vendría bien.
La novia llegó tarde. Pero por fin hizo su entrada
con pesado andar campesino: era una voluminosa figura
que avanzaba como una tienda de campaña de satén blan-
co, coronada por un tupido velo de gasa también blanca.
La orquesta de acordeones rompió a tocar; las gen-
tes estiraban el cuello al máximo; algunas incluso aplaudie-
ron al paso de Nina. Nerón, hasta entonces tranquilo, co-
menzó a temblar.
Cuando iba a empezar la misa de esponsales, el
padre Francisco se dio cuenta, con angustia, de que con el
190

jaleo de las últimas semanas, y aunque pareciera increíble,


se había olvidado de obtener el permiso del arzobispado
para celebrar una boda en su improvisada parroquia.

UNA HORA después, la fiesta estaba en su apogeo.


El tonel de vino gorgoteaba sin cesar y se estaba distribu-
yendo la comida, a la que todos habían contribuido con
algo, aunque sólo fuese con una cucharada de pasta de to-
mate. El ruido volvía a ser atronador.
Nerón, la novia, el padre Francisco y una docena de
parientes del novio estaban sentados en la mesa central.
Al quitarse el velo, la cara de Nina Isvolsky se mos-
tró sombría e inexpresiva. Esto provocaba comentarios en
voz alta: “Se debió dejar el velo puesto”. “No importa, él
le puede tapar la cara con la almohada”. Nina seguramen-
te lo oía todo, pero no cambió en absoluto su cara ni su
actitud.
El padre Francisco pensó que la muchacha sabía
que era fea. Estaba acostumbrada a ello. Se daba cuenta de
que su matrimonio era una especie de chiste. También lo
aceptaba. Bienaventurados los mansos... o bienaventurados
los humildes con valor.
La ternera fue recibida con vivas clamorosos; era la
pieza comestible más elegante que jamás se había visto en
las catacumbas. La gente se congregó a su alrededor mien-
tras la cortaban ceremoniosamente: una loncha para la no-
via, una loncha para el novio, una loncha para el padre
Francisco, trozos más pequeños para el resto de los invita-
dos, y una porción grande para la tía de Ilich Tisza. Así
desapareció la ternera, y los invitados volvieron al tonel de
vino.
191

Incluso ese monstruo se iba quedando vacío a me-


dida que derramada su legado de alegría y relajo. Las bro-
mas que en otra ocasión sólo se hubiesen dicho al oído
circulaban ahora a toda voz.
- ¡Eh tú, Nerón! –Gritó un hombre borracho y tambaleante-
. ¿Tienes lista tu escalera?
Hasta el padre Francisco se unió a la carcajada ge-
neral.
El padre Francisco notaba que había bebido dema-
siado; el vino, fuerte, sutil y delicioso, le había hecho olvi-
darse de la templanza. El mal humor y la rebeldía habían
desaparecido. Aún le preocupaba el pensar en la boda cele-
brada sin permiso fuera de la parroquia de la novia, pero
aquello podría arreglarse sin muchos problemas.
Estaba seguro de que le iban a censurar. Eso le hizo
volver a alzar la vista hacia las galerías. Scholti y sus ami-
gos estaban sentados en la misma posición, algo más reti-
rados pero vigilantes. El padre Francisco pensó que eran
los esqueletos de la fiesta. Obedeciendo a un impulso, llenó
de vino una botella y subió al encuentro de los visitantes.
La acogida fue glacial. El concejal Scholti casi lo
ignoró, mientras que los curas jóvenes le miraban fijamente
como si fuese él el intruso en vez de ellos. Pero el padre
Francisco hizo todo lo que pudo.
- ¡Bruno! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido a nuestra
boda! Pero ¿por qué no me avisaste? Hubieras podido sen-
tarte con nosotros en la mesa presidencial.
- Estamos perfectamente cómodos aquí.
La voz de Scholti sonaba acogedora como un cac-
tus.
- Bueno, aquí he traído vino para que bebáis por la feliz
pareja.
192

Dum Yop le ofreció la botella.


- No, gracias. Te lo dejaré para ti.
- Pero yo ya he bebido mi parte.
- Eso es evidente. Y debo decir que lo mismo les ocurre a
todos los que están aquí.
Ir hasta allí había sido una equivocación, pero el
padre Francisco no lo lamentaba. Solamente dijo:
- Qué pena –y se volvió para irse,
Oyó la voz de Scholti detrás de él.
- Realmente es una pena. –Y añadió-: Todo esto ha sido
lamentable.
Cuando volvió a la parte de abajo, el padre Francis-
co encontró un camión que estaba esperando para llevarse
a la pareja de novios a la casa de un primo. Los acompañó
hasta la puerta y, bajo el cielo estrellado, los bendijo y se
despidió de ellos.
Cuando Nina estaba ya arriba, Nerón se detuvo, con
la cara ceñuda.
- Esas bromas... Todos se reían de mí.
El padre Francisco se inclinó y uso el brazo alrede-
dor de los hombros del enano.
- Olvídate de eso. Olvídate de todo menos de Nina. Sé feliz
esta noche y todo el resto de tu vida. –Buscaba más pala-
bras de consuelo-. Hay una cosa mas que quiero decirte,
Nerón. Trata a Nina con delicadeza. Recuerda que eres
muy fuerte.
Dum Yop sintió una gran alegría al advertir la súbi-
ta expresión de confianza reflejada en el rostro de Nerón.
Cuando el padre Francisco volvió a la mesa presi-
dencial, ya estaba desierta. Al ponerse de cara a la pared
principal del recinto, una voz exclamó:
-¡Cuéntenos una historia, Dum Yop!
193

Un extraño impulso le obligó a volver a levantar la


mirada hacia la galería superior; allí se encontró con los
ojos censores del concejal Scholti y sus acompañantes; al
quedar las miradas fijas la una en la otra, Scholti comenzó
a sacudir la cabeza de un lado para otro.
Muy bien. Él contaría al mundo lo que ha-
bían hecho los auténticos sacerdotes en una época tan llena
de angustias como la actual. Cogió el último vaso de vino y
lo vació con gesto desafiante. Luego comenzó a hablar.
194

Capítulo 6º: “En el limbo”

LA AURORA se filtraba como un ladrón dentro de


la celda que le habían prestado. Se oyó el sonido apagado
de la única campana, que estaba al otro lado del patio. Eran
las cuatro y media. El ruido de pies calzados con sandalias
que se escuchaba afuera advirtió al padre Francisco que los
hermanos se estaban reuniendo para la misa matutina. Se le
había excusado de oír misa y de todo lo demás. Dum Yop
era un huésped de los franciscanos, y el mundo (incluyen-
do el mundo del monasterio) le dejaba hacer su propia vida
sin inmiscuirse.
En el arzobispado, como siempre, se habían mos-
trado amables pero inflexibles con su decisión:
- Ya te he hablado antes de esto, Dum Yop. Prescindiendo
ya de la boda sin permiso y del mal comportamiento de la
noche en cuestión, está el papel que desempeñaste. Te ad-
vertí que esto no debía magnificarte personalmente. Un
sacerdote no debe recoger aplausos cuando habla con su
propia grey. No debe convertirse en un héroe popular. Pero
sobre todo no debe enorgullecerse de la guerra, de las acti-
vidades militares de otros sacerdotes, por valientes que
sean. Nuestra religión es la del Príncipe de la Paz... –La
cara de mons. Potiorek estaba más seria que nunca-. La
última vez que nos vimos te dije: “Examina tu concien-
cia”. No creo que lo hayas hecho.
El padre Francisco no contestó nada. Todo era per-
fectamente cierto.
- He llegado a la conclusión –dijo el amable y austero an-
ciano- de que estás cansado, bajo un exceso de tensión.
Has tomado una responsabilidad grande, y ha crecido hasta
desbordarte.
195

El padre Francisco debía dejar el metro por un


tiempo y retirarse a un lugar tranquilo. Recibiría una noti-
ficación cuando pudiera regresar.
Estaba de acuerdo con lo ordenado por sus superio-
res, y besó el anillo episcopal de mons. Potiorek con ver-
dadera humildad, aunque al borde de las lágrimas. Era muy
mal momento para dejar a su gente. ¿Fue tal vez el orgullo
(o era simplemente la realidad) lo que le hizo pensar que
cómo podrían sobrevivir sin él? Lo más difícil de aceptar
era que él sabía, en el fondo de su alma, que el obispo tenía
razón. Efectivamente estaba cansado y bajo un exceso de
tensión. La guerra se había convertido en un monstruoso
yugo personal que llevaba sobre los hombros y que ni si-
quiera la fe podía amortiguar.
El padre Francisco se vistió y esperó a escuchar el
golpe en la puerta de su celda; se produjo a las seis, puntual
como el sol. Era el hermano Nicolás, un fraile cuyo senci-
llo corazón hubiera hecho avergonzar a cualquier sacerdote
rebelde. Le dio los buenos días con una sonrisa y le trajo
café, pan hecho en el mismo convento y una pequeña por-
ción de mermelada. Mientras el padre Francisco comía, el
hermano Nicolás limpió la celda, retiró la palangana y trajo
una jarra de agua fresca.
- ¿Ha dormido usted bien, Dum Yop?
- Muy bien, muchas gracias.
- ¡Estupendo! Cuando usted llegó aquí, y al principio dor-
mía tanto tiempo, me dije: He aquí un hombre que está
realmente cansado. Pero en cuanto pasen unos pocos días o
semanas más, usted volverá a estar bien. –Mientras habla-
ba, el hermano Nicolás miraba algo que había sobre el es-
tante que estaba en la cabecera de la cama, exactamente
debajo del crucifijo-. Dum Yop, ¿puedo pedirle un favor?
196

- ¿Quiere usted ver las reliquias, Nicolás?


Los ojos del fraile se iluminaron.
- ¿De verdad no le importa?
- ¿Quiere hacer el favor de bajarlas de allí?
Con toda reverencia, Nicolás bajo del estante la
vieja y estropeada caja de madera que contenía el tesoro
más preciado de Dum Yop y, depositando el sobre el catre.
Con un susurro de devoción, el padre Francisco levantó la
tapa. Las reliquias estaban bajo una cubierta de vidrio para
impedir que se tocasen, pero el padre Francisco podía seña-
lar cada una de ellas y explicarla al hermano, Nicolás, mos-
trando a estos tesoros que un sencillo fraile apenas si podía
imaginar.
Había un pequeño fragmento de tela rotulado ex
velo S. Veronicae de Judaea: el velo mismo de la Veróni-
ca, con el que había secado el sudor del rostro de Cristo en
el camino al Calvario. Había una de madera negra grisácea,
ex vero ligno: de la cruz verdadera. Había trozos pequeñí-
simos de huesos: los restos de santos. Había otra astilla de
madera, con el título más asombroso del mundo, Cunis
Dom. Nost. Jesu Christi: la cuna de nuestro Señor Jesucris-
to.
Mientras el hermano Nicolás continuaba extasiado
examinando aquellos tesoros, el padre Francisco se echó
hacia atrás, y sintió que la tierra giraba debajo de él, como
una roca sacudida por una onda terrible. De pronto, bajo un
alud de dudas y vergüenza, se dio cuenta de que él no creía
una sola palabra de lo que había dicho y mostrado.
Un gran escepticismo invadió al padre Francisco,
como si fuera una marea salida de las cloacas. ¿Un velo
que había secado el sudor de Cristo? ¿Quién podía creerse
eso? ¿Un trozo de la verdadera cruz? Seguramente habría
197

tantos como maderos en el Monte de los Olivos. ¿Una pie-


za de la cuna de Cristo? ¿Acaso el establo de Belén fue
protegido por una orden de conservación dictada en el año
I de la era cristiana por la Oficina Judía de Obras Públicas?
Aquellas cosas no podían ser sino falsas.
El padre Francisco sintió que su frente se cubría de
sudor. El hermano Nicolás, alzando la vista de los objetos
de su veneración, demostró inmediatamente su preocupa-
ción.
- ¿Dum Yop? ¿Esta usted bien?
- Me siento un poco débil, Nicolás. Creo que es el calor.
¿Quiere usted preguntarle al prior si puedo verle?
Cuando el padre Francisco vio a la máxima autori-
dad del monasterio, le dijo que querría interrumpir su retiro
por unos días. No podía precisarle cuántos.
La solicitud presentaba un verdadero dilema para el
prior. El padre Francisco no era sólo un hombre famoso –
ligado al metro sus refugidados-, sino también un huésped.
Por otra parte, el prior era quien dirigía el convento, y en el
arzobispado habían dado a entender que el retiro del padre
Francisco era una cuestión disciplinaria. El prior dijo:
- Tendré que conseguir permiso del arzobispado.
- Eso llevaría demasiado tiempo –interrumpió el padre
Francisco. Temía, sinceramente, que a menos que saliese
de su celda y anduviese en total libertad, se vería envene-
nado por sus propios malos pensamientos-. Hermano, ten-
go que irme. Hoy mismo.
- Muy bien. Veré si puedo telefonear al vicario general.
Mientras se hacía esa gestión, el padre Francisco
recogió su pequeña reserva de dinero, unos calcetines de
más, una navaja de afeitar y su breviario, pasó junto a un
portero que dormitaba y se encaminó colina abajo en direc-
198

ción hacia la ciudad de Medjugorje... y hacia la bendita


libertad.

EL PADRE Francisco había olvidado la sencillez y


la paz que en aquel lugar reinaban, y que los numerosos
refugiados llegados de otros lugares no habían conseguido
alterar. Medjugorje seguía siendo un lugar completamente
íntimo, y dichoso era el hombre que podía encontrar la
llave que abría, quitar el cerrojo y desaparecer en su inte-
rior.
Medjugorje se convirtió en el refugio del padre
Francisco, su paraíso recién hallado. Recorrió andando
toda la ciudad, en lo que empleó casi todo un día. A medi-
da que un día sucedía a otro, él se negaba a pensar, conten-
tándose con sentir; y tanto su cansancio como su concien-
cia de culpabilidad se fueron desvaneciendo.
Llegó un día en que tuvo que comprar pan, entró en
la calle principal en busca de una panadería. Dicha calle
estaba tranquila y las casas cerradas para protegerse de
eventuales explosiones de bombas; en una de las aceras de
la calle había unas cuantas mujeres que esperaban en la
cola de la carnicería.
Todo parecían estar de mal humor. Comenzaba ya a
hacer calor, estaban en guerra y la comida era pobre y muy
escasa. Sólo una vez alguien sonrió; fue una mujer que
aparto su vista de la cola de la carnicería y le saludó. Ten-
dría aproximadamente unos treinta años, vestía con el color
negro pardusco que imponían la tradición y la pobreza,
pero era aún vivaz y bonita. Junto a ella, frente a la puerta
del establecimiento, estaba sentado un niño; y en un coche-
cito junto a la mujer había un bebé. Era evidente que estaba
199

ocupada, pero no lo suficiente como para no saludar a Dum


Yop.
El padre Francisco compró el pan que buscaba y un
poco de queso, en una panadería que estaba al lado de la
iglesia, donde también llenó su botella de agua. Luego,
cuando regresaba por el camino, oyó el ruido de una má-
quina trilladora que trabajaba en un campo cercano. Había
unos pocos hombres y varios muchachos jóvenes que le-
vantaban las gavillas. Un hombre de gran tamaño levantaba
una gavilla hasta lo alto de la máquina con un solo impulso
sin tener que usar una escalera. Era Stoian Protich.
Stoian y el padre Francisco se vieron al momento.
El cura se detuvo, sonriendo, mientras el gigantón dejaba
escapar un gran grito y corría hacia él, arrodillándose y
besándole la mano.
- ¡Dum Yop! ¡Buenos días! Bendígame usted, por amor de
Dios.
- Stoian, ¡qué buen aspecto tienes! Medjugorje debe sentar-
te bien.
De pronto, Stoian se sintió turbado.
- ¿Ha venido usted a buscarme?
- No, te he encontrado de casualidad.
- ¿Ha venido entonces para la fiesta?
- No. ¿Es en San Lorenzo?
- ¡Claro! Esta tarde, a las cinco. ¡Venga usted por favor! Se
lo diré a mi madre, y después podrá usted comer con noso-
tros. ¿Vendrá?
- Desde luego.
La fiesta fue pequeña pobre y triste. No hubo fue-
gos artificiales, ni replique de campanas, ni una banda que
tocase en la plaza, apenas si un poco de bebida, y nada para
picar ni grandes emparedados de tomate para comer al final
200

de un largo y feliz día. Pasearon en procesión por el pueblo


la imagen de San Lorenzo, y la llevaron a la iglesia. Eso
fue todo.
Una vez más, el único rostro sonriente y generoso
pareció ser el de la mujer de negro que estaba en la cola de
la carnicería y había saludado esa mañana al padre Francis-
co. El hijo de la mujer, de brillantes ojos, había tendido
virilmente su mano cuando el San Lorenzo precisó que
alguien le ayudase un poco a subir los escalones de la igle-
sia.
Cuando volvían andando de la fiesta, el padre Fran-
cisco pregunto a Stoian quien era aquella mujer. El gigante
no se mostró en absoluto gentil.
- Ah, esa. María algo... no me acuerdo del apellido. Hay
mala sangre allí, Dum Yop. Debe haberla. Pero recibió un
poco de dinero de un tío. Tiene dos hijos.
- ¿Y donde está su marido?
- ¿Qué marido? ¡Tendría usted que oír a mi madre cuando
habla de ella!
El padre Francisco tuvo que oír mucho de la madre
de Stoian durante la velada. Casi tan pronto como entró en
su miserable casa, la mujer se desató en acusaciones; no
respetaba nada ni a nadie. Cuando Stoian mencionó a Ma-
ría, su madre saltó como una arpía, y pareció que la gran
meretriz de Babilonia hubiese entrado en el cuarto.
Pero sobre todo, la señora Protrich tenía profundas
sospechas sobre el motivo que había llevado al padre Fran-
cisco a su casa. Si quería llevarse de allí a Stoian –sabía
que aquello era muy fuerte para decírselo a un sacerdote-,
le caería encima una maldición por haberle robado a su
único hijo.
201

El padre Francisco aseguró a la mujer que estaba


encantado de volver a ver a Stoian, pero que no se le nece-
sitaba en el metro. El pequeño Nerón Cassar estaba cum-
pliendo una excelente tarea.
- ¡Con toda seguridad que no lo hace mejor que Stoian! –
Dijo amenazadora la señora Protich. Se levantó entonces
de su silla con mucha dificultad y fue hacia la cocina-. Me
imagino que será mejor que les traiga algo de comer.
Ese algo de comer fue malísimo y servido de mal
grado. A pesar de lo mucho que quería a Stoian, el padre
Francisco sintió que la mujer y su casa eran intolerables.
Había pensado pasar allí la noche, pero cambió de opinión
y se despidió, diciendo que volvería al monasterio.

EL PADRE Francisco se despertó entumecido y


con frío. Había vagado cuesta abajo desde la iglesia de San
Lorenzo, muy deprimido, hasta encontrar un hueco donde
pasar la noche.
Salió el sol y con él el viento, que de pronto aumen-
tó hasta alcanzar una fuerza inaguantable. Eran los restos
del siroco, un viento caliente que sopla desde África como
si saliera directamente del infierno. El padre Francisco se
puso de pie y anduvo a tientas hasta una especie de refugio;
el viento tiraba de su ropa mientras trepaba con dificultad
hasta la entrada de una oquedad. Era una cueva y se metió
dentro para curarse una herida que tenía en la mano.
Aquella sensación de ahogo que sintiera en el mo-
nasterio, y otra vez en casa sé Stoian, se volvió a manifes-
tar con toda su fuerza: Ahora por fin, en medio de una ru-
giente y cálida tormenta de aire y arena, el padre Francisco
se veía obligado a pensar. Se aferró aterrorizado a la pared
202

de la cueva, ya que sus terribles dudas de fe volvían a


inundar su pensamiento. Parecía que cada momento que
pasaba se iba haciendo menos apto para poder seguir sien-
do sacerdote.
Tenía dudas sobre las cosas sagradas. De pronto
pensó, sin motivo ninguno, en la Última Cena. ¿Había sido
en realidad un acontecimiento tan pomposo y solemne, con
vino que se transformaría en sangre durante los dos mil
años siguientes y pan que se convertiría en la carne del
Salvador? O fue tal vez sólo un hombre maravilloso que
sabía que iba a morir y se despedía de sus amigos, levan-
tando su copa al final de una velada alegre y diciéndoles:
“No lo olvidéis... una vez que me haya ido, bebed a mi
memoria”. Cristo amaba la vida. Vino a enseñar amor y
esperanza viva, no el culto ceremonial de la muerte.
El padre Francisco no podía detener la marea de
sentimientos impíos. Después se imaginó a Jesús en las
bodas de Caná de Galilea pasando un buen rato. Cuando se
acabó el vino, hizo sonar sus dedos sagrados para pedir
más, y hubo más. ¡Vaya un invitado!
Las bodas significaban espléndidas noches de amor,
concepciones, madres amamantando a sus hijos. ¡OH Dios!
-rezaba con fervor-. Aparta de mí el pensamiento de la In-
maculada Concepción. Si pierdo eso, lo habré perdido to-
do...
La tormenta de arena sopló con mucha fuerza du-
rante la mayor parte de ese día, y el padre Francisco siguió
agazapado en su refugio. En los momentos de lucidez sen-
tía que había malgastado su vida. Ni siquiera un buen sa-
cerdote era gran cosa: tan sólo un pasajero en un mundo
cambiante. Ahora se había convertido además en un sacer-
203

dote rebelde y blasfemo. Estaba perdido en el limbo para


siempre.
Hacia la caída de la tarde el viento amainó. Al pasar
la tormenta, el padre Francisco recuperó un poco de paz, y
sus pensamientos la calma momentánea. El padre Francis-
co no podía decir qué era lo que lo había poseído. Pero era
un hecho. Se dejó caer de rodillas. La plegaria no llegaba,
y agotado se entregó a un sueño reparador.
Dum Yop no podía sospechar que aún le esperaba
algo peor.

EL MUCHACHO llegó cuando salía el sol, silban-


do mientras cruzaba las rocas que conducían a la entrada
de la oquedad.
- ¿Dum Yop? ¿Esta usted ahí?
El padre Francisco devolvió la sonrisa al hijo de
María.
- Pero ¿cómo sabes mi nombre?
- Me lo dijo Stoian Protich. Es amigo mío.
- ¿Cómo te llamas?
- Ilich.
- ¿Cómo sabías que estaba aquí, Ilich?
- Anoche anduve por aquí, y le vi. Se lo conté a mi madre,
y ella le ha enviado un poco de comida.
- ¡Que amable es tú madre! Estaba sintiendo un poco de
hambre.
El padre Francisco abrió la saca y encontró una
botella de vino, una hogaza de pan y un queso. La vista de
todo aquello le dio un hambre voraz. Partió un trozo de pan
y se lo metió de golpe en la boca.
Ilich miró por detrás de Dum Yop hacia la entrada
de la caverna.
204

- Me gustaría vivir en una cueva. Mi madre dice que si


tiene hambre otra vez venga a comer con nosotros. O si
quiere usted quedarse en casa, puede hacerlo.
Bebiendo un largo trabo de vino el padre Francisco
prosiguió su comida, y el muchacho comenzó a dar mues-
tras de inquietud.
- Bueno, Dum Yop, me marcho a cazar pájaros.
Se echó al hombro un macuto y salió corriendo de
la cueva.
Al padre Francisco le pareció que el pan crujiente y
el queso blando eran deliciosos; el vino fuerte de color
amarillo oscuro y áspero, una bendición. Bebió la mitad de
la botella y se sentó muy tranquilo en la boca de la cueva.
Luego, sintiéndose más fuerte y feliz de lo que había sido
en muchos días, decidió que había llegado el momento de
volver a andar. Guardó el resto de la comida y comenzó a
subir de nuevo la colina.
Pasó el resto del día en el valle, al oeste de Medju-
gorje; era un día plácido, lleno de sol. En aquel paraíso, la
caída del hombre –al menos la caída de este hombre- co-
menzó cuando el padre Francisco vio un campesino que
llevaba un carnero semental a sus tareas diarias. Ambos
avanzaban al son la música: Una campana atada al cuello
del animal.
El sacerdote debió haberse puesto inmediatamente
en guardia, pero no fue así. El vino que había bebido, la
sensualidad bucólica del encuentro con el carnero y la paz
amodorrante del día le relajaron, hasta que se quedó dor-
mido a la sombra de un muro. Cuando se despertó vio al
carnero de vuelta, tras haber cumplido con sus muchas
funciones. Andaba con paso incierto y la cabeza baja. El
padre Francisco sintió envidia.
205

Los terribles pensamientos que lo acometieron des-


pués le arrastraron derecho al infierno. Tuvo la tentación
de pensar en cosas viles y sucias no sólo blasfemas sino
groseramente sexuales. Estaba a punto de ponerse el sol.
Dum Yop se levantó y, sin vacilar, cruzó el pueblo hacia la
casa de María.

EN LA pequeña choza que estaba en la carretera de


camino a Medjugorje, el padre Francisco encontró una
acogida que fue como un bálsamo. María estaba secando al
bebé, al que acababa de bañar, enseguida lo acostó, volvió
con su huésped y, sonriendo, le ofreció un vaso de vino. De
cerca era una mujer guapa con una gran figura. Mantenía
su buen aspecto hasta un límite muy poco común en la
Bosnia rural.
El padre Francisco pensó que no podía hacer caso
omiso de las circunstancias que rodeaban a aquella mujer.
- Es un niño muy guapo –le dijo-. Háblame de su padre.
- No hay mucho que contar. –Pero María no parecía resen-
tida ni molesta-. Le mataron. Nos íbamos a casar.
- ¿Y el de Ilich?
- Yo tenía diecisiete años. No sabíamos nada.
Eso fue todo. Se suponía que el padre Francisco
debía entenderlo a pesar de su condición de sacerdote, y así
lo hizo. María lo estaba tratando como a un hombre.
No mucho después, el niño entró alborotadamente
en la casa, cargado con su equipo para cazar pájaros, pero
sin traer ni una sola ave. Tenía noticias para Dum Yop.
- He visto a Stoian cuando venía a casa. Acababa de encon-
trarse con un hombre de Sarajevo. Dicen que por fin viene
un gran convoy, pero ha habido muchos bombardeos. Dice
206

que han herido a un amigo de usted. Stoian lo llamó el pe-


queño Nerón. Le alcanzó una bomba hace más o menos
una semana y su mujer murió.
Era un día tan especial que podía dar el tratamiento
debido a tan terrible noticia. Aunque dijo: “Qué cosa más
horrible”, del mismo modo que podría haber estado ha-
blando del hundimiento de un puente en Australia.
Después María trajo a la mesa un suculento pastel,
y comieron en un cálido ambiente familiar. Se hizo de no-
che, una lámpara de aceite brilló en la oscura habitación,
más vino que llenó una y otra vez el vaso del padre Fran-
cisco; la atmósfera, hasta entonces doméstica, comenzó a
adquirir tintes eróticos. Ilich se fue a acostar a regañadien-
tes. Entonces los ojos brillantes de ambos se encontraron;
¿era un hombre o un sacerdote? ¡Era un hombre! En aquel
momento su virilidad se estaba manifestando con toda cer-
teza.
Al final, no fue más que un momento de terrible
confusión. María se levantó, indolente, derritiéndose, en
una actitud inequívoca. El deseo del padre Francisco estaba
ya fuera de control. También se puso de pie, y la mujer
estaba tan cerca que sus cuerpos se rozaron. Con ese sim-
ple contacto que encendió una ardiente llama todo terminó.
Acongojado y bajo una oleada de vergüenza, el padre
Francisco salió corriendo de la casa.
207

Capítulo 7º: “La alborada del padre Francisco”.

A MEDIANOCHE, el padre Francisco, temblando


y abatido, estaba sentado en un rincón de un pequeño bar,
tomando café y esperando un coche que le llevase de vuel-
ta a Sarajevo.
En el corazón del cura, todavía palpitante, repercu-
tía el eco brutal que llegaba del exterior: el continuo tronar
de los cañones y las bombas, y los enormes resplandores
que iluminaban la noche. El padre Francisco sentía un ab-
soluto desprecio por sí mismo. Aunque no había cometido
el peor de los pecados, el rompimiento de su sagrado voto,
la intención había estado presente, y eso acarreaba un terri-
ble sentimiento de culpa.
Era el día de la Asunción de la Santísima Virgen al
cielo. ¡Espantosa ironía del destino, terrible blasfemia! El
padre Francisco había pasado cuarenta días vagando por
ahí; sólo volviendo a casa podría reanudar el camino recto.
Debía volver a junto a su rebaño, y al pobre Nerón, herido
y desolado. Las penas de Nerón tenían que ser parte del
castigo del padre Francisco, el primer plazo de una deuda
que aparecía ante sus ojos grandes como una montaña.
La red de pesca que hacía las veces de puerta del
bar se hizo a un lado y entro el hombre al que estaba espe-
rando. El padre Francisco sólo sabía que se llamaba Io-
trievich, y que era la persona que fueron a buscar cuando
pidió un coche para ir a Sarajevo. Estaba prohibido circular
de noche, y el guía de Dum Yop, Iotrievich, tenía aspecto
de contrabandista. Fue hasta el rincón donde se encontraba
el padre Francisco y se sentó. El dueño del bar sirvió un
208

vaso de vino tinto a Iotrievich, el cual se bebió la mitad de


un trago antes de hablar. Entonces se inclinó sobre la mesa.
- Diez minutos más. –Tenía una voz extremadamente áspe-
ra y desagradable-. Entonces saldremos. Dicen que hoy ha
llegado a Sarajevo un gran convoy. –Iotrievich tomó otro
trago de vino antes de proseguir la conversación-. Vamos a
entrar por el río Bosna y le dejaré en las cercanías del mue-
lle del Appel. Tardaremos en llegar. No podemos ir por la
vía más directa ni circular a gran velocidad. Nos vemos
dentro de diez minutos. Vaya usted hasta el final de la ca-
lle, allí verá aparcado un todoterreno. –Iotrievich se puso
de pie-. Viene alguien más con nosotros.
El padre Francisco esperó a que pasaran los diez
minutos, pagó su café y salió del bar, en dirección hacia el
final de la calle. Fuera, cerca del lugar indicado por Io-
trievich, avanzó con cuidado hasta que sus ojos se acos-
tumbraron a la oscuridad y vio el todoterreno. Iotrievich
estaba sentado al volante con el motor en marcha. Había
otra figura aguardando la llegada del padre Francisco: un
hombre alto, que se volvió cuando se hicieron más próxi-
mos los pasos de Dum Yop.
- ¡Dum Yop! –exclamó del desconocido.
Era Iovach Tsiganovich.
Por unos instantes, el padre Francisco se sintió casi
levantado en el aire. Temblando de emoción dijo:
- ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Luego se apartaron para mirarse el uno al otro.
Había luz suficiente como para ver que Iovach Tsi-
ganovich era una ruina andante. Estaba delgadísimo, des-
aliñado, muy quemado por el sol y vestido con sucios ha-
rapos. Pero su voz era firme y su cuerpo exhausto estaba
aún lleno de vida, lo cual era sorprendente.
209

- Estuve en Croacia. –Las palabras de Iovach salían a bor-


botones-. Un país precioso, y lo digo de verdad. Y también
un lugar maravilloso que cuesta dejar. He venido por mar y
luego hemos remontado el Danubio hasta aquí. Ahora es-
tamos en la segunda etapa de nuestra operación. Pero ¿qué
está usted haciendo en el todoterreno de Iotrievich? –
Iovach no esperó la respuesta-. ¿Cómo está María, Dum
Yop? Desde el diez de mayo no he pensado más que en
ella... y en un buen bistec de solomillo con cebolla frita.
Son noventa y seis días. ¿Cuándo la vio por última vez?
- Llevo mucho tiempo fuera de Sarajevo, Iovach, pero la
última vez que la vi -¿qué era lo que les gustaba oír a los
enamorados?- estaba hermosa como siempre, y deseando
volver a verte.
Iovach suspiró.
- Después de todo esto tenemos que casarnos.
- Creo que es una buena idea.
Un silbido imperativo se escucho en la oscuridad, y
luego la voz de Iotrievich, que los llamaba:
- ¡Vamos!
Los tres subieron al todoterreno. Una vez estuvie-
ron a una distancia prudencial de la ciudad, pudieron acele-
rar la marcha y encender las luces del todoterreno sin peli-
gro, ya estaban en ruta y podían hablar libremente camu-
flados en la parte trasera del vehículo.
- Tuve suerte –dijo Iovach-. Hubo una gran explosión y
nuestro avión cayo en picado; yo me encontré colgando del
extremo de un paracaídas.
Iovach cayó cerca de la confluencia de las fronteras
de Bosnia-Herzegovina, Servia y Croacia, en una región
dominada por las rebeldes milicias servias de Croacia. Allí
se ocultó en un aprisco de las montañas hasta que se puso
210

el sol. Primero llegaron algunos soldados del ejército fede-


ral de la Nueva Yugoslavia, pero no le vieron. Después
unos niños que buscaban algo para comer en un bosque
cercano, le descubrieron y salieron corriendo. Luego apa-
recieron muchos más soldados, pero para entonces Iovach
había salido ya de su escondite, refugiándose en el granero
de una granja cercana a las montañas. La siguiente en lle-
gar fue una niñita de grandes ojos azules, que se llevó los
dedos a los labios y desapareció andando muy tranquila.
Finalmente apareció un hombre en bicicleta, que con mu-
cho cuidado se apoyó en el granero y exclamó: “Hola bos-
nio”. Después de eso, la cosa resultó sencilla.
- Partisanos. –explicó Iovach-. Guerrilleros servios que
luchan contra el gobierno de Belgrado. Me escondieron y
me dieron de comer, y me pasaron de mano en mano como
a un ratón doméstico, pero siempre en dirección sur y cada
vez más cerca de la costa de Dalmacia, hasta que finalmen-
te llegué a la playa. Entonces me dieron un par de aletas
acuáticas y me empujaron dentro de una barca de pesca.
Iotrievich llevaba una buena marcha y ahora esta-
ban en la carretera que conduce de Mostar a Sarajevo. Más
adelante se desarrollaba la violencia: el fogonazo y el cru-
jido de las granadas y el estallido de las bombas, el ladrido
de los cañones navales.
- Otra vez lo mismo –dijo Iovach-. Estaba tan tranquilo en
Croacia, a pesar de que cada hombre nuevo que encontraba
podía ser mi verdugo. Y siempre pensando en María. Era
lo único que me daba fuerzas para seguir. ¡Yo tenía que
volver! A ella, y a terminar el trabajo. Imaginando que... a
Bosnia. Todo está perfectamente ligado.
El padre Francisco se alegraba de que su rostro no
fuese visible porque estaba llorando. La sencilla fe y la
211

firme resolución de Iovach (las cosas que él mismo había


perdido o estropeado) fueron demasiado para sus emocio-
nes. Tuvo que dejar la cabeza apoyada entre las manos y
respirar profundamente antes de poder recuperar el control
de sí mismo.
Iovach se inclinó hacia él.
- ¿Dum Yop? ¿Está usted bien?
Hizo un esfuerzo para responder lentamente.
- Sí, sí... Sentí un pequeño mareo, eso es todo. Termina tu
relato, por favor. ¿Qué pasó después de que subiste a bordo
de la barca?
- Bueno, simulamos un rato que pescábamos mientras du-
rante todo ese tiempo bordeamos la costa hacia el sur, y
luego arrancamos el motor y salimos a toda velocidad. Al
desembarcar tuvimos que detenernos y esperar a que Io-
trievich nos encontrase. Yo me sentía muy importante,
hasta que me di cuenta de que aquello no se hacía sólo por
mí. ¡Esos tipos estaban contrabandeando queso! Me subie-
ron en el todoterreno con el queso.
- ¡Eso es! –Exclamó Dum Yop-. Queso. Yo lo olía pero no
podía saber dónde estaba.
- Por mí, puede usted tirarlo todo por el camino. He estado
durmiendo una semana sobre el queso. Iotrievich tiene en
Mostar escondido el depósito más importante; luego lo
lleva a Sarajevo en pequeñas dosis, como esta noche. Así
se consigue mejor precio. Yo debí haber llamado por telé-
fono a mis superiores desde Mostar, pero he prometido a
Iotrievich no hacerlo. Oficialmente llegué directamente a
Sarajevo. Recuerde usted eso, por favor.
Cuando llegó el momento de despedirse, en un pa-
raje desierto del camino, el padre Francisco se puso a con-
212

tar el dinero para pagar el precio convenido por su pasaje.


Pero Iovach lo interrumpió.
- Esto corre de mi cargo. Tengo una cuenta de gastos. –
Sacó un fajo de billetes y dijo:- Iotrievich, te has portado
maravillosamente bien. Me gustaría que esto fueran mil
dinares en lugar de doscientos.
Iotrievich se echó a reír al tiempo que sujetaba el
volante entre sus manos.
- Gracias, Iovach. Vuelve cuando quieras.
Después los dos hombres echaron a andar por la
zona más oscura de la orilla del río Bosna, y comenzaron a
subir la escalinata que conducía al lugar donde antes de la
guerra se levantaba el Hogar de la Misioneras de la Cari-
dad.

CUANDO se apearon del todoterreno eran más de


las tres de la madrugada. Ahora eran más de las cuatro. En
una hora habían recorrido trabajosamente más de tres fati-
gantes kilómetros. Aunque habían previsto que alguien les
detendría en el camino, no sucedió tal cosa.
Cuando subían el último repecho hacia el final de la
escalinata, en la cima de la colina, Iovach dijo:
- ¿Qué ha pasado esta noche con la vigilancia? Me imagino
que estarán ocupados con eso. –El joven señaló al resplan-
dor de la batalla visible bajo el horizonte meridional-. Pero
tiene que haber alguna manera de que te arresten. Empezó
a gritar-: ¿Es que no me ha visto nadie? ¡Vengo de Croa-
cia! ¡De la zona dominada por los servios! ¡Podrían mata-
ros a todos en vuestras camas!
Eso hizo recordar al padre Francisco, que se debatía
entre la risa y las lágrimas del agotamiento, que Iovach no
213

sabía del desgraciado asunto de Luis Debricat. Le contó la


historia.
- Pobre señora Debricat –dijo Iovach-. Y también pobres
chicos. Espero que Hugo no lo haya tomado muy a la tre-
menda. Pero ¿no es horrible? Unos servios me ayudaron a
escapar arriesgando sus vidas, y yo los estoy muy agrade-
cido. Mi futuro suegro hace exactamente lo mismo, da
ayuda y alivio al enemigo, y ahora se ha convertido en una
especie de mofeta.
Al llegar a la cima de la colina se detuvieron. Por
fin asomó una cabeza, y un miliciano con acento más her-
zegovino que bosnio dijo:
- ¡Alto! ¿Quién está ahí? Identifíquense.
Iovach tenía ganas de juerga y respondió:
- Somos milicianos de Bosnia, del cuerpo 27.
- ¿Eh? ¡Qué demonios! Nosotros somos el cuerpo 27 de la
Milicia de Bosnia.
- Vamos, vamos... esos son secretos de estado. Llévame a
tu jefe.
El padre Francisco pensó que era el momento de
intervenir.
- Está bien. Yo soy un cura, y este es un teniente del cuerpo
de operaciones especiales de la Milicia de Bosnia. Acabo
de llegar de Mostar y el teniente viene de Croacia.
Se oyó una voz autoritaria:
- ¿Qué pasa por ahí?
- Sabe Dios, señor –respondió a gritos el centinela-. Son un
par de locos de Croacia.
- ¿Croacia? –Se oyó un grito de alarma militar-. ¡Cambiad
la guardia! ¡Vigílelos, cabo! ¿Dónde está mi casco?
Sus preocupaciones habían terminado.
214

UN SOL color rojo sangre estaba saliendo cuando


llevaban al padre Francisco y a Iovach Tsiganovich en un
camión militar, como a dos señorones importantes, hacia el
cuartel general de la Milicia de Bosnia. Se despidieron en
la puerta del cuartel; Iovach se dispuso a seguir viaje hasta
el aeropuerto, donde tenía su base el cuerpo de operaciones
especiales.
- ¿Quieres que llame por teléfono a María? –Pregunto el
padre Francisco.
- No, gracias. Lo haré yo mismo. –Luego, todavía junto al
camión militar, Iovach cambió de idea-. Pensándolo mejor,
no quiero que mi adorada niña se muera de la impresión.
¿Quiere llamarla usted por mí, Dum Yop?
- Sí, desde luego. ¿Qué le digo?
- Sólo que estoy vivo, y que la quiero, y que nos encontra-
remos exactamente a las diez. En la puerta de la catedral...
allí donde se dan cita los enamorados. –Iovach extendió la
mano-. Adiós, padre mío. Si quiere usted acompañar a Ma-
ría, no nos importará lo más mínimo.
El padre Francisco tenía una idea mucho mejor que
la de llamar por teléfono a María: iré directamente a casa
de los Debricat y comunicar personalmente la alegre noti-
cia. Pero cuando llegó a la casa eran poco más las seis de la
mañana, demasiado temprano como para despertar a la
gente a pesar del mensaje que traía. Mientras titubeaba oyó
encima de él una voz baja y áspera que le asustó.
- ¡Alto! ¿Quién anda ahí?
Miró hacia arriba, y vio a Hugo que se asomaba por
encima del borde de la barandilla del tejado.
- ¡Dum Yop! ¡Has vuelto! –Se oyó el ruido de los pasos,
una puerta se abrió de par en par, y Hugo, en pijama, le dio
la bienvenida-. Dum Yop, ¿por qué cojeas?
215

- He caminado mucho tiempo. –El padre Francisco hizo


una pausa y agregó-: Con Iovach
- ¿Cómo? –Era un grito de alegría-. ¿Ha vuelto Iovach?
El cura, muy emocionado, asintió con la cabeza. Hugo da-
ba saltos de excitación.
- ¿Se lo digo a María?
- Aún no. Quiero hablar primero con tu madre.
- Está en misa. –El muchacho miró entonces detrás del
padre Francisco a los escalones de la entrada-. No, aquí
está ya ¡Madre! ¡Iovach ha regresado!
El rostro de Giovanna Debricat, hasta ese momento
sombrío y preocupado, se transformó instantáneamente en
radiante felicidad. Dijo:
- ¡No! ¡No es posible! –y subió las escaleras casi corrien-
do-. ¡OH, Dum Yop! ¡Si supieras cuanto he rezado!
- Pues tus plegarias han tenido respuesta.
El cura abrazó a Giovanna Debricat; ya no sentía
fatiga. Que alegría traer una noticia maravillosa.
Hugo preguntó:
- Pero ¿Iovach, está bien?
- Está... –comenzó a decir el padre Francisco, y de pronto
interrumpió.
En lo alto de la escalera apareció María, vestida con
una bata. Recién levantada, estaba hermosísima y joven,
todavía fuera del mundo real. Al ver al cura exclamó:
- ¡Dum Yop! –Y se llevó la mano a la boca-. ¿Es que hay
noticias?
El padre Francisco abrió los brazos.
- Baja, María. Tengo que decirte algo maravilloso.

APENAS SI había visibilidad en la ciudad de Sara-


jevo. Poco después del amanecer, comenzaron a salir a las
216

calles multitud de gentes para dar la bienvenida a un con-


voy militar de la O.T.A.N., que venía en auxilio de los sa-
rajevolitanos; corrían rumores de que vendríanômás tropas
internacionales. ¡Por fin un convoy: grandes camiones,
cargados a tope, después de espantosos meses de hambre!
Por algo la muchedumbre daba gritos dô victoria.
El padre Francisco, que llevaba a María de la mano,
se preguntaba si su búsqueda tendría éxito. ¡Vaya un sitio
para tratar de encontrar a un hombre! Pero los ojos de Ma-
ría, escrutando entre las gentes, reflejaban confianza.
- Debo volver a advertirte, María –dijo Dum Yop-, que
Iovach lo ha pasado muy mal. Está muy delgado, agotado...
- ¡No! –Dijo de pronto la muchacha-. Está perfectamente.
- ¿Cómo...?
- ¡Porqué esta allí!
María echó a correr hacia delante. Iovach se acer-
caba deprisa, y por cierto que no se parecía en nada al ha-
rapiento desecho con el que el padre Francisco había pasa-
do la noche. Ahora era sencillamente un oficial de la Mili-
cia de Bosnia, alto y delgado, muy tostado por el sol, vesti-
do de forma impecable, en cuyo rostro se reflejaba todo el
orgullo y la urgencia de ser amado.
El padre Francisco tardó bastante rato en unirse a
los dos jóvenes. Y fue Iovach, por ser más alto, el primero
que advirtió que se aproximaba.
- ¡Dum Yop! –Dijo el joven- Padre mío, ¿cómo están esos
pies?
- Muy mal. Pero el corazón los compensa.
- Eso vale para los dos. –Iovach volvió a besar a María, y
luego trató de concentrarse-. He llegado veinte minutos
tarde, lo siento. ¡Pero el matasanos quería mandarme al
hospital!
217

- Iovach, estás muy delgado –le recordó María.


- Lo mismo me dijo ese hombre. Tuvimos una fea discu-
sión. –Volvió a besar a María. Grandes vivas partieron de
pronto de la multitud-. ¡Que amables! ¿Están aclamándo-
nos a nosotros?
- No –dijo el padre Francisco-. Mirad allí.
Señaló hacia la gran Avenida del Mariscal Tito, y
vieron lo que era motivo de regocijo: un convoy militar
que avanzaba a lo largo de toda la artería principal de la
ciudad de Sarajevo, al paso del cual la gente se asomaba ha
ver los soldados pasar e incluso los más atrevidos se atre-
vían a solicitar alimentos a estos soldados norteamericanos.
Los tremendos gritos de entusiasmo, que ahora vol-
vieron a oírse al tiempo que el convoy aminoraba su mar-
cha, aclamaban el milagro que tanto tiempo habían espera-
do. En la historia del sitio a la ciudad ningún convoy fue
tan deseado como este, ni tampoco fue tan popular cuando
por fin consiguió llegar a su destino.

A PESAR de que los contrabandistas traían modes-


tas cantidades de víveres, la fecha límite para Sarajevo –
aquella ciudad debía ser servia- se aproximaba inexora-
blemente. Desde el comienzo del nuevo año los pequeños
convoyes fueron duramente atacados y castigados por el
enemigo: sólo siete vehículos de entre más de un centenar
consiguieron entrar en la ciudad.
Era inconcebible que se pudiera dejar morir lenta-
mente de hambre a la ciudad; ahora por su valor moral era
más importante que nunca. La posición estratégica en un
importante nudo de comunicaciones, estaba en su peor
momento. A fines del mes de junio, las tropas servias ha-
218

bían arrasado varios pueblos de mayoría musulmana, y los


milicianos bosnios se habían tenido que retirar varias dece-
nas de kilómetros hacia el interior de la Herzegovina.
Una vez más, Sarajevo era un enclave esencial para
las desmoralizadas tropas bosnias; si la ciudad cayera –por
falta de abastecimientos o por falta de espíritu de los sara-
jevolitanos- se perdería el principal enclave moral por el
que luchaban los hijos de Bosnia-Herzegovina. Pero cuan-
do llegó el mes de agosto, los habitantes de Sarajevo no
tenían que comer. Se estaban haciendo los preparativos
para permitir la entrada de un convoy con ayuda interna-
cional y la llegada de ese convoy a la capital bosnia tenía
preferencia absoluta sobre las demás operaciones defensi-
vas.
Podría haberse pensado que un convoy compuesto
por catorce camiones más otros tantos vehículos todote-
rreno, con una escolta de diez carros blindados, tendría
posibilidades de llegara al interior de la ciudad. Pero en
sólo tres días la operación “Introducir”, que era el nombre
clave asignado a este proyecto colosal, se vio envuelta en
todo tipo de problemas. Tal vez era demasiado grande co-
mo para pasar desapercibida. El convoy fue acosado por la
artillería y los francotiradores, y solo cinco de sus catorce
camiones consiguieron entrar en la ciudad de Sarajevo.
Además de alimentos y armas para la defensa de la
ciudad ante un inminente asalto de las milicias proservias,
lo más importante que traía el convoy era mil kilos de hari-
na y otros tantos de arroz y leche en polvo.
Los diez carros blindados que escoltaban el convoy
semihumanitario, fueron destruidos por los morteros ser-
vios. Pero cuando la noche hubo caído los intrépidos con-
ductores volvieron a los volantes e intentando hacer el me-
219

nor ruido posible, y ocultando el run-run con el sonido de


los bombardeos nocturnos, y con tan solo la mitad de los
camiones con las luces encendidas, comenzó el convoy una
azarosa travesía nocturna, cruzando enormes extensiones
de terreno sembradas de minas.

LOS QUE miraban desde lo alto de las colinas de


Sarajevo no sabían nada de las peripecias que habían teni-
do que pasar las fuerzas de la O.T.A.N. para poder introdu-
cir la carga de sus camiones dentro de la capital bosnia. Se
limitaban ha ver como los camiones eran descargados, y
eso era suficiente para llenarlos de gozo. ¡Con la ayuda de
Dios, al día siguiente iban a poder comer! Los vivas no
cesaban. Iovach Tsiganovich bajó la vista para mirar a su
hermosa chica y exclamó:
- ¡María! ¡Estás llorando! Igual que yo.
-¡Es tan maravilloso! –La muchacha se aferró a él como si
tratara de salvar su vida-. No sabía que aún me quedaban
lágrimas. Lo siento, Iovach.
- Gástalas todas ahora. Ya no las vas a necesitar más.
- ¡Mi vida!
Para el padre Francisco había llegado el momento
de partir. Bendijo a los dos jóvenes, se despidió y vio cómo
se alejaban cogidos de la mano. Ahora debía ir al encuentro
de su grey, buscar a Nerón y darle consuelo, saludar a su
gente y tal vez hablarles. Seguramente por última vez, por-
que mañana tendría que ir a ver a mons. Liuba Potiorek,
confesar su desobediencia y aceptar las consecuencias,
aunque eso significara que le prohibiese ejercer su sacer-
docio.
220

El ruido repentino de una explosión hizo interrum-


pir los vivas que se gritaban alrededor del padre Francisco,
ya que todos los que estaban en las colinas comenzaron a
buscar la procedencia. No podía ser un ataque, pues en el
cielo no se oía el ya tan familiar silbido de las bombas al
descender cortando el aire. Entonces un hombre exclamó:
“¡Mirad allí!”, Y señaló hacia un lugar determinado. A
poco menos de un kilómetro se veía una nube de humo y
polvo. Debía ser muy cerca del arzobispado. El padre
Francisco, olvidándose del dolor en sus pies, comenzó a
andar, y luego a correr, en dirección a la nube.

LA PUERTA llamada “Poterna” colgaba de un


solo gozne. Jadeando, el padre Francisco entró en el arzo-
bispado.
Algo debía haber conmovido todo el vetusto edifi-
cio: una fuerza tan horrible que ni siquiera los viejos y
gruesos muros del edifico habían podido soportarla. En un
extremo del patio centra, las gruesas puertas principales
estaban en el suelo hechas pedazos. Por todas partes había
ventanas rotas, con las cortinas colgando como banderas de
rendición. Parte del pórtico principal se había venido abajo.
El padre Francisco todavía no había asimilado ni la
mitad de aquel desastre horroroso cuando vio a un inspec-
tor de policía conocido.
- ¿Qué paso? –Le preguntó-. No fue ningún ataque, ¿ver-
dad?
El policía movió negativamente la cabeza.
- Dicen que fue una bomba de acción retardada. Unos
hombres estaban cavando allí, calle arriba, y deben haberla
tocado. Me temo que haya muerto mucha gente. Pero
221

aquí... –hizo un gesto señalando la ruinas de la mansión-


debe haberse producido la explosión principal. Lo siento,
Dum Yop. Era un edificio tan hermoso...
¿Pero dónde, en medio de aquel palacio en ruinas,
estaba el mejor amigo del padre Francisco? Temblando
preguntó por mons. Potiorek.
- Allí. –El policía señaló la sala de espera de las visitas, y
luego miro hacia un lado-. El doctor esta con él.
Dos jóvenes seminaristas asustados que estaban
frente a la puerta se volvieron al ver acercarse al padre
Francisco.
- Gracias a Dios que ha venido usted, Dum Yop –dijo uno
de ellos.
- ¿Cómo está el obispo, Josef?
- ¡OH, Dum Yop!
En el momento en que el padre Francisco iba a en-
trar al recinto, el rostro del doctor apareció ente su nublada
vista. Tenía una expresión grave, pero cuando vio al cura
se torno compasivo. El médico tocó a Dum Yop en el
hombro, pues sabía lo que mons. Potiorek significaba para
el padre Francisco.
- ¡Dum Yop! Es obra de Dios que estés aquí.
- ¿Qué ha pasado? –El toque de la mano sobre su hombro
tenía muy mal presagio; el mismo había hecho ese gesto
mil veces, y siempre como preludio de una tragedia-. ¿Có-
mo esta?
Las miradas del médico y del cura quedaron fijas la
una en la otra.
- A su edad... la explosión fue una impresión terrible. Le
cayeron encima muchos cascotes del techo. Tiene una he-
morragia interna. –Volvió a tocarle el hombro-. No creo
que yo pueda hacer nada, Dum Yop.
222

Otra vez lo alcanzaba la marea del castigo. Primero


Nerón, luego su mejor amigo y la única persona que podía
ayudarle a resolver su situación. ¿Por qué tiene que pagarlo
otra gente? Así es como Dios nos viste para entrar en el
cielo, pensó el padre Francisco. Pero ¿con la carne destro-
zada de los demás?
Se abrió paso hacia la cama, entre los escombros y
los trozos de madera que habían caído del techo.
Monseñor Liuba Potiorek yacía bajo una mortaja de
blanca escayola. El padre Francisco sacó la pequeña cris-
mera que contenía el santo óleo. Habló con voz tan fuerte
como pudo.
- Por medio de esta santa unción y de Su bendita miseri-
cordia, que el Señor te perdone todos los pecados que pue-
das haber cometido con los ojos –untó con aceite el cuerpo
del moribundo-, los ojos, la nariz, la boca, las manos, los
pies. Amén.
Cuando volvió la mirada otra vez hacia la almoha-
da, el padre Francisco vio que los ojos del obispo estaban
abiertos y fijos en él. Se abrieron los labios del mons. Po-
tiorek, y Dum Yop se inclinó rápidamente para poder oír
sus palabras.
- Francisco... –era apenas un susurro-. Lo hiciste muy
bien... para ser tan joven...
El padre Francisco se había olvidado de contar a
monseñor aquella vieja historia. Mientras él todavía recor-
daba, monseñor sonrió y, como complacido con esa última
sorpresa cerró los ojos, y se fue de la habitación y de la
vida.
Transcurridos unos segundos, Dum Yop dio gracias
a Dios por un alma en paz. Luego se arrodillo y lloró
amargamente, como si fuera su propio padre el que había
223

muerto. Recordaría ese día hasta él de su propia muerte.


Pero tenía que creer aquello que él había asegurado a mu-
chísimos otros en ese mismo momento de angustia: puesto
que existían las armas eternas, ningún dolor era insoporta-
ble. Si es que uno creía...

PARECÍA QUE todo estaba sucediendo por última


vez. Hasta el cruce del muelle del Appel le producía un
sentimiento de despedida. No era muy probable que el pa-
dre Francisco volviese a recorrer aquel camino, como via-
jero particular, en meses o en años.
Cuanto más se acercaba a una boca del metro, más
revivía el espíritu del padre Francisco. En la entrada aún
podía encontrarse una fe viva. El recibimiento que le brin-
daron fue suficiente como para dar calor al corazón del
cualquier hombre. Las gentes se amontonaban a su alrede-
dor para estrecharle la mano y demostrarle su cariño. Había
estado ausente demasiado tiempo. Nunca más debía aban-
donarlos.
El padre Francisco fue de grupo en grupo, estre-
chando manos, bendiciendo y haciendo preguntas: ¿Cómo
estaba Nerón? ¿Dónde estaba Nerón?
- Está en la misma celda de usted, Dum Yop –respondió
una anciana-. Como si fuera el mismísimo papa.
- Pero, ¿cómo está?
- OH, lleno de vida. ¡No hay quien le haga estar quieto!
¿Sabe que ha perdido una pierna?
El padre Francisco sintió un escalofrío.
- No, no lo sabía. Sólo me dijeron que había resultado heri-
do. Debo ir a verlo.
224

- Pronto, pronto. Pero antes... venga usted a ver las nuevas


cocinas, Dum Yop. ¿Sabe quién nos las dio? ¡El mismísi-
mo arzobispo!
El padre Francisco se sintió conmovido ante la ge-
nerosidad del arzobispo, pero no se sorprendió en absoluto.
El anciano tenía un corazón tan grande como la misma fe.
También tenía un exacto sentido de quien debía ser casti-
gado y quien no.
Incluso la reunión con Nerón resulto alegre. Él ena-
no yacía sobre su lecho de piedra, con una manta sobre la
parte inferior del cuerpo. El dolor se le reflejaba en la cara;
los ojos, especialmente, delataban su angustia. Pero en
cuanto vio a Dum Yop se transformaron.
- ¡Dum Yop! ¡Ha vuelto usted! –Hizo un movimiento co-
mo para levantarse, y entonces recordó- Ah, esta estúpida
pierna. Pero debo irme de aquí. Es sí habitación.
- No debes ni pensar en moverte. Ahora, por favor, cuén-
tame que ha sucedido. Ya sabes lo que lo siento.
- Más lo siento yo. –Pero aquello era una broma, no una
queja-. ¡Fue todo tan estúpido! Saqué a Nina una noche.
Quería... bueno, lucirla. Éramos tan felices, Dum Yop, que
usted no podría creerlo. Fuimos a un bar de la plaza Lenin.
Podría creerlo. Podría haber sido cualquier otro bar de Sa-
rajevo, pero tuvo que ser ese. Y entonces –Nerón describió
un gran arco con su pequeño brazo- cayó la bomba. Cuan-
do desperté estaba en el hospital, y sentía algo raro en la
pierna, sólo que no tenía pierna, y me dijeron que ella ha-
bía muerto.
Al revivir todo otra vez, la cara de Nerón estaba
rígida de dolor; pero lo que conmovió al padre Francisco
fue la grandeza de espíritu de aquel pequeño ser. Aunque
eran las heridas más dolorosas que podía recibir un hombre
225

joven, Nerón parecía capaz de asimilarlas. Mirando a la


manta que estaba sólo a medio llenar con valor:
- Bueno, no importa... era una pierna muy pequeña.
Ahogado casi por la emoción, el padre Francisco
dijo:
- Me estás dando una maravillosa lección, Nerón.
Nerón abrió mucho los ojos.
- ¿Yo dándole una lección a usted? ¡Ahora va a ser verdad
que los burros vuelan! Lo que digo es que tuve suerte que
no fueron las dos piernas. Entonces sí que, de verdad, esta-
ría caminando muy cerca del suelo. –Su tono cambió rápi-
damente-. Pero Nina... ¡qué injusticia! –Nerón volvió la
cabeza a un lado, sobre la almohada, y susurró-: Todo es-
taba sólo empezando. Estábamos casi seguros de que iba a
tener un niño.
En su deseo desesperado de consolar al otro, Dum
Yop hizo todo lo que pudo.
- Nerón, me es muy difícil encontrar algo que decirte. Es la
cosa más horrible del mundo. Pero trata de recordar que
Nina está ahora con Dios.
- ¡Yo la necesito más que Dios! –Era una amarga protesta
surgida de lo más hondo de un corazón resentido-. Lo sien-
to, Dum Yop. Déme usted un poco de tiempo.
Luego todo quedó en silencio en la pequeña habita-
ción que ocupaba Nerón Cassar, afuera las voces de las
catacumbas subían y bajaban de tono a medida que la gente
se iba reuniendo para pasar la noche. Los olores de la co-
mida que se estaba guisando invadían el aire; los niños
llamaban a gritos a sus padres.
De pronto Nerón, abatido, preguntó:
- ¿Cuándo se enteró usted?
226

- No lo supe hasta ayer, en Mostar. Me dieron un recado de


Stoian.
- ¡Stoian! ¿El hombre montaña?
- Ah, sí. Manda muchísimos recuerdos. Creo que echa de
menos esto.
Nerón se mostraba cauteloso.
- Bueno, tuvo su oportunidad, ¿no es cierto? Espero que no
creerá usted que lo necesitamos otra vez aquí, Dum Yop.
En un par de semanas yo estaré saltando como una pulga.
Una pulga con muletas... ¡Imagínese! La gente vendrá des-
de muy lejos... –De pronto Nerón junto las manos y dio
una palmada-. ¡Me olvidaba! ¡Sólo pensaba en mis pro-
blemas! ¿Es cierto que cayó una bomba en el arzobispado?
¿Esta bien el obispo Potiorek?
- Está descansando en paz.
- Me alegro. ¿Y no es maravilloso lo del convoy? Así po-
dremos resistir lo que quede. Yo sabía que iba a ocurrir. Y
usted también. Usted siempre nos enseñó a confiar en Dios,
y a tener esperanza. –Nerón se recostó sobre la almohada.
Su pequeña cara, de rasgos acentuados, estaba gris por el
cansancio-. ¡Ah, le he echado tanto de menos, Dum Yop!
Han pasado meses... ¿Nos hablará usted esta noche?
El padre Francisco no se sentía realmente con áni-
mo de hacerlo, pero en ese momento de sufrimiento priva-
do y pública alegría había tenido el privilegio de reunirse
con su gente. ¿Qué otra cosa podía hacer sino hablarles una
vez más de paz y de fortaleza, de vida y de esperanza?
227

LA PAX

EL PADRE Francisco siempre tenía recursos para


sorprenderlos.
- Cuando yo era una joven de aproximadamente veintidós
años –comenzó a decir- entre en el puerto de Cartagena
sobre el puente de un barco de guerra. No: yo no pertenecía
a la marina de mi país, aunque es cierto que me hubiera
gustado. ¡Quería ser capitán! Pero estaba ya consagrado a
Dios: era un joven seminarista que sería sacerdote a los tres
años. Tal vez fue aquel el único momento, en casi veinti-
cinco años, que deseé ser otra.
El padre Francisco esperó a que cesaran los comen-
tarios. La idea de Dum Yop deseando ser un oficial de la
marina les debió haber parecido muy extraña. Tenía la es-
peranza de poder explicarles, de algún modo, cómo había
sido aquello.
- Sucedió en el año 1975 –siguió diciendo el padre Fran-
cisco-. Y yo regresaba a España desde Roma; mi tío era el
capitán de aquel barco. Yo era un pasajero en una fragata,
y el propósito de mi viaje era bien triste: Volvía para asistir
a los funerales de mi padre y mi hermano, muertos en acci-
dente de tráfico. Pero el triste viaje de 1975 se convirtió en
un viaje glorioso. Cuando entramos en la dársena era un
día grande, como lo son los días de buenas noticias, como
lo es hoy, en que al fin podemos entrever el final de la gue-
rra y la posibilidad de la paz. En 1975 mi país estuvo a
punto de lanzarse a una guerra colonial contra Marruecos
por la posesión del Sahara Occidental, una guerra que sin
duda antes de iniciarse estaba perdida.
El padre Francisco miró a su gente que se apretaba
en el recinto, y luego alzó la vista a una de las galerías altas
228

donde estaba sentado Nerón, escuchando con el mentón


apoyado en una mano.
- Durante el viaje, que había comenzado en Nápoles, donde
el buque había hecho una escala técnica. Hice amistad con
dos hombres. Uno era un guardiamarina que volvía a Es-
paña para embarcarse en su nuevo buque. El otro era un
miembro de la tripulación de la fragata, jefe de cocina. Uno
tenía dieciocho años, y el otro alrededor de cincuenta. Pero
tenían algo en común: no eran felices porque no les gusta-
ba el presente y temían el futuro.
El guardiamarina, que era guapo y vivaz, tenía un
uniforme precioso, con relucientes botones, ante lo que
Dum Yop se sintió lleno de envidia en cuanto lo vio. Pero
después de haber pasado un día juntos comprendió que el
joven estaba muy preocupado, pues su nuevo barco tenía
su base en Villa Cisneros, en el Sahara Español.
- ¿No estás deseando ir a un barco nuevo? –Le preguntó
Dum Yop. Estaban los dos sentados en la cubierta poste-
rior, bajo el cálido sol de la tarde en la cubierta posterior,
bajo el cálido sol de la tarde, viendo pasar velozmente las
aguas de color verde cremoso.
- En un barco pequeño, como esta fragata, donde sólo hay
seis o siete oficiales, llegas incluso a conocer al capitán –
respondió el guardia marina-. Pero en un acorazado el capi-
tán es algo así como una gran nube negra que está a mil
millas de distancia de ti. Y ahí voy yo. He estado antes en
un acorazado, y era horrible. Me imagino que este será
peor. Si eres una verruga en un gran buque...
- ¿Una que?
- Nos llaman verrugas. Bonito, ¿verdad? Vivimos y come-
mos en el departamento de oficiales jóvenes, que es una
especie de zoológico de acero, y el guardián del zoológico
229

es el teniente jefe del departamento. Puede convertir tu


vida en un infierno. El último que tuve era un maestro en
ese arte.
Dum Yop aguardaba.
- Para empezar, te arrestan por todo lo que haces... o no
haces. Te dan hasta seis días de calabozo. Y eso no es
broma. Te pegan porque te olvidas de las cosas, o porque
tienes aspecto de insubordinado, o incluso por llevar la
gorra inclinada hacia el lado que no corresponde. El capi-
tán, si alguna vez se da cuenta de que existes, sabe que es
probablemente estás haciendo las cosas lo mejor que pue-
des. Es sólo el jefe del departamento quien anda buscando
tu sangre. Y si no puede pescarte infringiendo normas con-
sigue tu sangre de alguna otra manera.
- ¿De qué manera?
- Ah, si que es todo tan infantil... Mucho de eso es cuestión
de tradición. Dicen que así se forma los buenos oficiales de
marina. ¡Qué tontería! El teniente jefe de departamento
tiene poder absoluto. Puede comenzar cualquier juego es-
túpido que se le ocurra, y tú tienes que jugar. Hay un juego
al que llaman torpedos. Cogen al guardiamarina más joven
y lo balancean en el aire hacia delante y hacia atrás para
que tome velocidad, y entonces lo lanzan deslizándose a lo
largo de la mesa de comer. Si aterriza sobre el pecho, con
los brazos bien recogidos detrás de la espalda, entonces es
un buen chico. Si trata de amortiguar la caída, es un cobar-
de... Gracias a Dios que aquí, en una fragata, no hay nada
de esas tonterías. La diferencia está en tener un buen capi-
tán. Como el comandante Álvarez de Toledo, al que serví
en este mismo barco. O el viejo almirante Narváez.
- ¿Quién dices?
230

- El almirante Narváez, el primero con el que serví. ¿Lo


conociste?
Dum Yop estaba casi temblando.
- Era mi padre.
- ¿Qué?
Todo lo que Francisco oyó durante el resto de la
tarde fue lo buena persona que era su padre, cómo manda-
ba el buque mejor preparado de toda la armada española; y
además como trataba con amabilidad a los guardiamari-
nas... Aquel era el querido padre por cuya alma junto a la
de su hermano Dum Yop y su madre iban a despedir ma-
ñana.
Algunos estaban llorando; mientras Nerón Cassar
sollozaba. El padre Francisco no tenía la intención de hacer
llorar a nadie; sólo quería presentarles un cuadro, y hacerlo
ver desde diferentes ángulos, de modo que lo recordasen, y
también a él mismo, cuando él ya no estuviera allí para
volver a mostrarlo.
El barco en el que viajaba el joven Dum Yop prosi-
guió avanzando suavemente por las mansas aguas del Me-
diterráneo, mientras Francisco trataba de dormir inútilmen-
te. Una hora antes de la medianoche se levantó y salió a la
cubierta del barco. Sobre él se extendía un noble arco de
estrellas, y a ambos lados se veían masas de tierra. Mien-
tras miraba a su alrededor, una voz dijo:
- Buenas noches, señor.
Era José Zamora, el jefe de cocina, que le atendía
con toda solicitud. Lo más notable en José era su aire de
pesimismo permanente.
- No podía dormir. José. –Dum Yop señalo dos promonto-
rios de tierra que se distinguían en el horizonte-. ¿Dónde
estamos?
231

- Estamos pasando frente a las Islas Baleares. Pronto esta-


remos en casa.
- ¿Cuánto tiempo llevas en la marina? –Preguntó.
- Demasiado.
- ¿Por qué dices eso?
- Bien, soy español, igual que usted. Y soy camarero. Jefe
de cocina, pero cocinero al fin y al cabo de todo. Llevo
treinta y seis años sirviendo a los oficiales.
- Pero ¿no te gusta este barco?
- Sí. Me gusta mucho. Me tratan como a un ser humano.
Tal vez sea porque no me deben dinero. Pero estoy aquí
sólo temporalmente; luego tengo que volver a mi propio
buque. Es un destructor, el “Dédalo”. Allí también soy el
jefe de cocina.
Dum Yop se preguntaba qué quería decir José Za-
mora con eso de que “no le debían dinero”.
- Jefe de cocina es el mejor trabajo que hay en la armada, si
sabe uno cómo sacarle provecho –explico José-. Para em-
pezar, significa que uno saca un poco de dinero extra de
aquí y de allá. Si uno quiere un contrato para proveer fruta
fresca y verdura, primero tiene que verme a mí. Así es co-
mo recibe uno un poco de dinero, y todo el mundo lo sabe.
¿Quiénes lo saben mejor que nadie? ¡Los oficiales jóvenes!
Nunca tienen un duro en el bolsillo después del quince del
mes. Así es que me piden prestado.
Dum Yop esperaba en silencio.
- Usted ya sabe lo que piensa la gente de los prestamistas.
Me tratan como a basura. Un minuto te están insultando
porque te llevas un poco de carne, y al día siguiente se me-
ten silenciosamente en la despensa y te dicen: “José, déja-
me trescientas pesetas hasta fin de mes. Al interés acos-
tumbrado”. El oficial de torpedos me debe seis mil pesetas.
232

Dum Yop, cuya vida financiera era muy limitada,


se quedó sorprendido.
- Eso es mucho dinero.
- Ah. Me lo devolverá. Poco a poco. Pero ¿acaso agradece
mi ayuda? ¡No, de ningún modo! Me trata siempre como si
fuera basura.
Dum Yop recordó algo.
- No es sólo a ti. Tratan aún peor a los guardiamarinas, ¿no
es cierto?
- ¿Así que se ha enterado usted de eso? Pobres chicos.
Cuando me siento deprimido pienso: Bueno, no estoy tan
mal como un guardiamarina.
Dum Yop sentía un gran aprecio por José Zamora.
Cuando se separaron, José dijo:
- Usted va a ser sacerdote. Quien sabe si algún día no será
obispo. ¡Pero yo nunca seré oficial! Ni tampoco mi hijo.
Ahora es cocinero. Si tiene suerte, será jefe de cocina en
dentro de veinte años.

CON LA brumosa luz del sol de la mañana, llega-


ron a la entrada de la bahía de Cartagena. Dum Yop, que
estaba ensimismado en aquella incomparable visión de su
tierra natal, sintió que le tocaban el codo. Era el jefe de
cocina.
- El capitán le saluda, señor, y le invita a usted a subir al
puente de mando.
Dum Yop sabía lo suficiente sobre la marina como
para darse cuenta de que la invitación era en efecto una
gentileza. Se quitó cuidadosamente el polvo, cepilló su
pelo y lustró sus botas antes de subir.
233

Desde lo alto de la escalera fue recibido por el capi-


tán Andrés Debernardo.
- ¡Suba joven! Pensé que le gustaría ver cómo entramos en
el puerto. –Era un hombre alto y de pelo castaño, con ros-
tro alegre y mirada muy aguda. Cuando Dum Yop le agra-
deció la invitación dijo-: No hay de qué. Uno ya está abu-
rrido al final. Tengo entendido que es usted hijo del almi-
rante Narváez.
- ¡Gran persona su padre! Fuimos compañeros de buque en
una ocasión, y fue muy bueno conmigo. Siento que haya
muerto. Ahora... ¿sabe usted dónde estamos?
Dum Yop lo sabía con toda exactitud. Pasaban len-
tamente frente al faro de Navidad; junto a él se extendían
en una enorme explanada los astilleros y un poco más allá
el arsenal militar y la base de submarinos. Estaba casi en
casa. Ya se veía la extensión del puerto, y al mismo tiempo
la visión más increíble que Dum Yop había contemplado
jamás. Una flotilla dispuesta a partir para el Sahara Occi-
dental.
Había tantos barcos que casi se podía ir andando
hasta tierra: cinco fragatas, varias corbetas, y otras naves
de apoyo, en total había veinte barcos.
Mientras miraba aquello, Dum Yop no sabía si can-
tar de orgullo o llorar por no ser marino, como lo había
sido su padre.
Había allí un mensaje, claro y fuerte, y él participa-
ba del mismo porque había hecho su viaje uno de aquellos
barcos: una declaración de que mantener la paz era un acto
virtuoso; que de la crueldad y la degradación, de la muerte
y el sufrimiento, la resistencia y el valor, podría surgir una
poderosa paz.
El capitán Debernardo ordenó:
234

- ¡Paren las máquinas! –Y luego, a su segundo de abordo-:


Vamos a esperar un par de minutos. Número uno. Hoy es
domingo, y estarán terminando la misa.
A través del agua, procedente del acorazado más
próximo llegó el sonido de los hombres cantando a coro.
Dum Yop pudo reconocer el himno final que comenzaba:
“Padre Eterno, omnipotente”.
Cuantas veces lo había cantado su padre, al tiempo
que se afeitaba, se bañaba o paseaba por el jardín. Cuando
llegaba a las palabras: “Óyenos cuando te pedimos por
aquellos que peligran en el mar”, solía darle toda la fuerza
de un hombre que, sin ser músico, podía entonar una can-
ción como el mejor. Una tarde añadió a esos versos:
“Aquellos que peligran en el mar también deberían asegu-
rarse de que las torretas de sus cañones están listas para
disparar”.
Su madre le respondió con una larga y seria mirada,
no le dijo que lo que él había agregado no era cierto. Todo
lo que murmuró fue: “Eso no es muy bonito para que lo
oigan los chicos”.
El himno se apago, y el barco en el que viajaba
Dum Yop comenzó a abrirse paso por entre la flota allí
anclada, en busca de un lugar donde atracar. A medida que
pasaban ante los barcos, sonaban las sirenas y los hombres
se cuadraban; se intercambiaban los saludos en un intrin-
cado esquema de cortesía. El mensaje volvía a ser claro y
una vez más: el destructor se reunía con un conjunto de
marinos cuyos buques, componentes de una flota, no nece-
sitaban volver a luchar. Ahora, bajo la protección de este
escudo inexpugnable, ni siquiera un ratón agitaba las aguas
de la Dársena.
235

La lancha de desembarco que estaba de servicio


vino a recoger a los pasajeros. Cuando se deslizaba suave-
mente al costado del buque, el guardiamarina amigo de
Dum Yop dijo:
- No esta mal. Aunque a mí me hubiese gustado tardar un
poco más.
Pero a medida que se acercaban velozmente a tierra
firme, pasando junto a los otros buques que estaban más
cerca de los muelles, el guardia marina se entusiasmó. Re-
petía los nombres de cada unos de los navíos con que se
encontraban en el camino, como si fuesen sus primos pre-
dilectos o tal vez sus hijos predilectos. Decía una y otra
vez:
- Es tan maravilloso estar aquí. ¿Has visto mi barco? Es el
"Dédalo". ¡El buque insignia! ¿Cuándo podré subir a bor-
do?
Incluso el tercer pasajero, el jefe de cocina José
Zamora, sonreía al tiempo que miraba hacia atrás.
- Esto compensa de muchas cosas, ¿no es cierto?
Desembarcaron en los escalones de la Aduana. Otra
vez pisaban la tierra de España. Dum Yop no hacia más
que pensar en su padre, ese día debió haber estado allí.
Pero mañana rezarían, y le recordarían, y darían gracias a
Dios por la vida que le había brindado. Que mejor podría
uno desear que aquello, acompañado de la cariñosa despe-
dida de un poeta:
“El descanso después del trabajo, el puerto tras la
tempestad,
La paz después de la guerra, la muerte tras la vida,
Todo eso nos hace felices.”
El padre Francisco al final de su alocución, pálido a
causa de la fatiga, quedó en silencio; y ese silencio no fue
236

interrumpido por largo tiempo. Les había mostrado su pro-


pio cuadro, y con eso había llenado sus corazones hasta
hacerlos desbordar. ¡Paz! ¡La paz llegaría! Como había
sucedido otras tantas veces a lo largo de la historia. Des-
pués de todas las pruebas infernales a que se habían visto
sometidos, habría un paraíso en la tierra. ¿Qué más podía
pedir un hombre? ¿Milagros?
Esa noche no podía saber que, sólo un año y un mes
más tarde, le tocaría al pequeño Nerón Cassar anunciar lo
que fue, en realidad una especie de milagro. Tremenda-
mente excitado, como todo el mundo Nerón diría a los que
le escuchaban: “¿Os acordáis de la última historia que nos
contó Dum Yop? ¿Aquella de cuando él era mucho más
joven? ¡Todo se ha convertido en realidad!”. Nerón daba
golpes de triunfo sobre un periódico, donde se decía que el
final de la guerra había llegado para Bosnia-Herzegovina
237

EPÍLOGO: “Memorias de un día de excursión”

El coche fúnebre desapareció de la vista, y el corte-


jo que acompañaba el féretro se fue también lentamente
por el polvoriento camino, dejándonos en un rincón a los
tres el enano, el gigante y el privilegiado intruso.
Lloraron. Lloramos; no podía permanecer indife-
rente nadie que hubiese presenciado el entierro de alguien
sobre quien se centrase tanto amor y tanta solicitud. Tal
vez junto con las lágrimas nos habíamos despojado tam-
bién de otras cosas: yo, de mi fría actitud de inhibición, y
el enano, del agudo dolor. Por última vez se limpió los ojos
con toda naturalidad, igual que lo hizo el gigante guardián
que estaba detrás de él. Luego dijo:
- Ha sido un funeral muy bonito.
Como noté que estaba ya tranquilo, traté de obtener
de él la mayor información posible.
- ¿Volvió a reconstruir su iglesia del padre Francisco?
El enano sacudió negativamente la cabeza.
- No. Se marcho de Sarajevo antes de que eso fuera posi-
ble. Vino Medjugorje antes de que terminará la guerra, y
nunca más volvimos a verle.
- Pero ¿no se mantuvo en contacto con ustedes?
Volvió a sacudir negativamente la cabeza.
- Muchas veces tratamos de comunicarnos con él, pero la
respuesta era siempre la misma. Estaba en una parte cerra-
da del monasterio y no podía verle nadie. Se dijo que
cuando murió el jardinero, Dum Yop se hizo cargo de sus
tareas. Siempre fue muy fuerte, como un campesino.
Aquello parecía un desprecio de talento y un triste
final. Después pregunte:
238

- ¿Y que fue de los Debricat?


- A Luis de Debricat le mataron poco después del final de
guerra. O tal vez le obligaron a suicidarse... se contaron
muchas historias extrañas... Giovanna, murió el año pasa-
do. Y María Debricat se caso al terminar la guerra con un
miliciano, marchándose a vivir a Alemania.
Entonces recordé algo más.
- Esta mañana, una persona que conocí me dijo que el pa-
dre Francisco había vivido en una cueva, aquí en Medju-
gorje.
- No creo que eso sea cierto.
El enano volvió la cabeza y dijo algo al gigante que
tenía detrás de él. Hablaron entre ellos por un largo rato.
Luego el enano se volvió otra vez hacia mí.
- Este viejo se encontró una vez con Dum Yop, cuando el
vino a Medjugorje por primera vez. Dice que habló mucho
de lo que hizo entonces Dum Yop aquí. Incluso de dijeron
cosas malas. Es posible que se haya refugiado una noche
en una cueva. Pero nadie lo sabe con seguridad, y ahora ha
quedado todo en el olvido.
- ¿No le ha sorprendido a usted que viniera tanta gente al
entierro? –Le pregunté-. Ha pasado mucho tiempo...
El enano se animó de pronto.
- ¡Hubiésemos venido aunque hubieran sido cien años!
Puedo decirle que nunca hemos dejado de hablar de Dum
Yop, y de pensar en él y de agradecer a Dios porque lo
tuvimos. Después de la guerra fundamos un club en Sara-
jevo. Lo llamamos el Club Dum Yop. Hasta tenemos nues-
tro propio equipo de fútbol. Yo lo dirijo. Y todos los años
hay una gran misa de réquiem en la catedral en memoria
de las víctimas de la guerra. A la que asistimos en realidad
por Dum Yop. Se celebra el día en que Dum Yop profetizó
239

el fin de la guerra, y todo sucedió como él dijo. ¡Fue como


un milagro! Nadie
puede olvidar nunca a un hombre así.
A propósito de milagros, me acordé de otra cosa.
- ¿Recuerda que usted dijo que el padre Francisco podría
volver si lo necesitaran?
- ¿Cree usted que él podría volver? -Bajo sus tupidas cejas
negras, los ojos del enano me miraron intensamente.
- Bueno... no.
- ¡Ah! ¡Esa es una respuesta sincera! Son las mejores.
- Pero ¿por qué habrían ustedes de necesitarle otra vez?
El enano tardó más en responder a esta pregunta.
Yo tenía la sensación de que, si bien no me había converti-
do todavía en una molestia, su cortesía no habría de durar
indefinidamente. Por fin contestó:
- Los problemas nunca se terminan, ¿no es así? Dum Yop
nos enseñó que Bosnia-Herzegovina siempre había tenido
problemas. ¿Por qué habrían de desaparecer? Bosnia siem-
pre se interpone en el camino de alguien, y por eso quieren
quitarnos de en medio. Hemos tratado de decir no una y
otra vez. Ahora queremos decir no para siempre.
- ¿De modo que no quieren ustedes que venga nadie de
fuera?
- Nosotros queremos que vengan turistas. –El enano sonrió:
él tenía el control absoluto de la conversación, y los dos lo
sabíamos. Debió haber visto un destello de preocupación
en mi mirada porque siguió hablando rápidamente-. Bos-
nia-Herzegovina ha sido el país de todo el mundo durante
varios cientos de años. Ahora es nuestra, y debemos pro-
barlo. Debemos ser fuertes por nosotros mismos. –El enano
suspiró-. Es posible que eso nos empobrezca. Somos po-
bres. Pero no para siempre.
240

Bajo la brillante luz del sol se veía a una pandilla de


chiquillos que volvían camino arriba, de regreso de la so-
lemne procesión. Cuando vieron al enano se congregaron a
su alrededor, y una pequeña que iba descalza le entregó un
maltratado ramo de flores silvestres, rosadas y amarillas.
Mientras el amable gigante se inclinaba, el enano
dio las gracias muy formalmente a la chiquilla, añadiendo
algo que la hizo chillar de gusto. Pero sus últimas palabras
fueron para mí:
- Lo ve usted: ya ha empezado. Nadie es pobre hoy.

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