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24/11/22, 22:58 Algunas reflexiones sobre el jacobinismo como praxis – eXtramuros – La escritura ante el declive del debate público

Algunas reflexiones sobre el jacobinismo como praxis

ENSAYO
“La guerra es la salud del estado”, sostiene la genial frase de Randolph Bourne para referirse al
impulso centralista, intervencionista y liberticida que representa para los estados y gobiernos, la
tragedia de las guerras. Allí, todo avasallamiento a las libertades parece justificarse en nombre
del esfuerzo de guerra. Una frase que podría acuñarse, buscando una síntesis más amplia, es la
que relaciona a esta característica histórica no solo con las guerras, sino con las crisis: así, las
crisis son la oportunidad-coartada de los estados para vigorizar su salud, y, como hemos
señalado desde el principio de la crisis sanitaria y las acciones políticas relacionadas al Covid
19, estamos protagonizando un nuevo capítulo de esta tensión.

Por Diego Andrés Díaz 

L as crisis generales son el marco ideal para que los resortes del poder
político profundicen su capacidad discrecional de acción. No será con la
crisis sanitaria, la primera -ni la última- oportunidad donde los gobiernos
buscan centralizar y ampliar su poder usando de coartada una amenaza que
estimule el pánico y miedo general, sea esta real como las bombas y los
tanques, o parte de un bombardeo de otra naturaleza, como suele ser el
mediático. 

Aquí me resulta importante separar lo central -la defensa de las libertades


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Aquí me resulta importante separar lo central la defensa de las libertades
individuales- de los relatos de redención de las masas que vienen como
resaca del autoritarismo globalista, no como contestación. Un ejemplo: la
farsa del “pase verde” -una de tantas-, es un ataque a los derechos
individuales desde el poder político. No existe, por fuera de la acción
coercitiva del estado, algo similar en el campo de la interacción voluntaria
entre individuos, donde se respeta la propiedad privada. El centro del
problema sigue siendo los elementos legales que el estado utiliza para
obligarnos a hacer cosas que deberían estar fuera de su jurisdiccionalidad
porque representan derechos individuales. Es decir, este es un tema -otro
más- relacionado con aplacar la constante intención del poder político de
imponer su voluntad y aumentar su intervención, no de encontrar un líder
que conduzca al pueblo a cierto paraíso aséptico de todo mal. En este
sentido, el “pueblo” como actor político es pura vulgata revolucionaria, y la
cuestión sigue centrándose en que la libertad se sostiene en NO gobernarle la
vida de los demás, no en encontrar quien es el buen amo predestinado por su
acción mesiánica. En épocas de crisis, las manifestaciones de malestar
suelen ser radicalmente variadas y hasta contradictorias, y, detrás del
espíritu de los “puros y duros”, los virtuosos que nos gobernaran buscando
el verdadero “bien común” -otra entelequia liberticida- están los
Robespierre del momento, los jacobinos.

El espíritu jacobino instala en la política la insoportable hediondez del


mesianismo, de la superioridad moral de la causa, de la representatividad
absoluta de cuerpos sin existencia ontológica real (“pueblo”) y de la
“resistencia” como lucha eterna. A la larga, no hay sociedad o sistema
político que resista ese proceso creciente de Jacobinismo sin derretirse en la
inconsistencia, ya que toda acción no alineada al catecismo jacobino será
vista como un acto de ataque y destrucción, especialmente entre pares,
donde cualquier desvío de la línea mesiánica es simple y pura traición
inspirada en intereses ocultos e inconfesables. 

í ó í
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La fenomenología del jacobinismo como manifestación política no es


extraña al estudio de la Historia política occidental. No es mi intención
referirme pormenorizadamente a ella, sino a advertir como en medio de la
crisis actual aparecen nuevamente los viejos tics jacobinos, aggiornados a
partir de la elaboración de nuevos lenguajes, nuevas “vulgatas”.

La vulgata del jacobinismo instrumental es bastante rastreable porque


desarrolla una serie de lugares comunes muy claros, muy simples, muy
efectivos. Este supuesto radicalismo de ribetes mesiánicos suele basarse en
la repetición moralizante de dos o tres “verdades” absolutas, simples de
digerir, que adjudican el papel de buenos y malos en una película barata para
llevar calma y orden a los espíritus inseguros.

Los contornos de este lenguaje político son bastante conocidos: reivindican


ser la voz pura del pueblo, necesita de grandes traidores, tienen poderosos
enemigos invencibles e invisibles, para mantener este consenso todos
merecen ser vigilados, todos los individuos son potenciales culpables y
potenciales víctimas de la “justicia revolucionaria”, por eso la obsesión por
la pureza ideológica autoproclamada, arrasando con la confianza y la buena
voluntad frente al otro, al prójimo, incluidos sus propios miembros.
François Furet realiza una semblanza magistral de este espíritu: “La
revolución tiene necesidad de grandes traiciones. No importa que estas traiciones
existan o no existan en la realidad (…) la revolución las inventa al igual que otras
tantas condiciones de su desarrollo; la ideología jacobina y terrorista funciona
ampliamente como una instancia autónoma, independiente de las circunstancias
políticas y militares, espacio de una violencia tanto más difícil de definir cuanto
que la política se disfraza de moral y el principio de realidad desaparece. (…) es el
producto no de la realidad de las luchas sino de la ideología maniquea que separa
a los buenos y a los malos…”

Una de las características más típicas de todo movimiento jacobino es que


debe nacer necesariamente como una expresión futurista fuertemente
igualitarista En ese sentido como manifestación de la modernidad Las
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igualitarista. En ese sentido, como manifestación de la modernidad, Las
expresiones más jacobinas y radicales han basculado entre “biologizar” o
“culturalizar”, de forma radical y absoluta, la idea de igualitarismo que
tienen como fe y religión laica. Han pasado de sostener que el igualitarismo
es un fenómeno “cuasi genético” y natural, o un “determinismo histórico”
al cual estamos condenados a ir, a decir que su victoria es el resultado de la
cultura y el dominio absoluto de la idea de que somos “tabla rasa”, hoy de
moda. En su discurso de la militancia, solo hay dos caminos, dos miradas,
para describir la acción política pasada y futura: todas las causas y derechos
a conquistar no existen, resultado de un pasado ominoso de un sistema
perverso, todas las que efectivamente se pueden llegar a disfrutar, son fruto
de su lucha y, a pesar del sistema. 

Básicamente, la descripción atemporal y abstracta del “sistema” compuesto


de definiciones vagas, falsas, anacrónicas o maniqueas, provee de un
enemigo intangible al que destruir para lograr el cielo en la tierra, y es
además al que, a través de la lucha sin cuartel, se le extirparán derechos.

Augustin Cochin fue uno de los primeros y más interesantes historiadores


del fenómeno jacobino, tanto en su dimensión histórica como la conceptual.
La naturaleza jacobina de ciertas manifestaciones políticas no se asienta en
afiliarse necesariamente a un programa determinado, sino más bien a una
forma de interpretar la lucha por el poder, basado en el simbolismo de las
posiciones y el uso de la vulgata o relato para apropiarse de lo que
significaría la manifestación de la soberanía: la opinión pública. Cochin
rechaza de plano la tendencia sicologista a la hora de interpretar el
fenómeno jacobino -visible en H. Taine- y suma como características del
jacobinismo a la “virtud abstracta” y “arribismo práctico”, un factor clave:
su “espíritu”.

En general, la vulgata jacobina se manifiesta entre parámetros rígidos. La


lucha y su interpretación explicativa se representa en un lenguaje
atemporal, simple y excluyente, aunque los protagonistas de las luchas sean
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de carne y hueso -así como sus cuellos guillotinados-. En esta vulgata, la


inspiración que moviliza a los jacobinos -y sus enemigos- es abstracta y
universal pero sus acciones son concretas y terrenales. El pueblo que estaría
detrás de la voz de los Robespierre de turno es, al decir de Furet, “…un ente
abstracto, dotado no obstante de una voluntad subjetiva (…) que lucha para
vencer a enemigos no menos abstractos, dotados de intenciones nefastas y
capaces de actividades criminales…”

La dialéctica de las intenciones antagónicas se percibe como un combate entre


los buenos y los malos, invirtiéndose los términos según en qué lugar este la
manifestación de opinión pública,

que en definitiva es el trofeo político. Una de las características más


evidentes de esta tendencia es que la representación abstracta y mesiánica
de los móviles últimos de las diferentes posiciones antagónicas sobre un
tema -la pandemia es un excelente ejemplo- es que hace de los actores
intenten adjetivar sus actos desde el “pulpito de la posteridad”, y su
manifestación pública esta sobrecargada de ideologismos y
representaciones. Por ello, parece que hablaran de batallas finales de tono
apocalíptico donde la gracia jacobina solo se alcanza repitiendo el catecismo
obligatorio, sin fisuras.

Uno de los problemas emergentes frente a la actitud jacobina poco


perceptible es que representa un mecanismo de socialización donde el
debate se da necesariamente en ese espacio abstracto donde los diferentes
intereses reales y tangibles de una sociedad determinada quedan soslayados
por la lucha maniquea y celestial de lo que representan cada uno de los
bandos. Si algo es deseable y necesario en toda esta crisis del coronavirus, es
que se manifiesten con claridad y sin dramatismos los distintos e
incontables intereses concretos y terrenales que operan en la realidad. Es
decir, que los cuerpos –utilizamos un concepto del Antiguo Régimen para
explicar el punto- los actores con existencia real y móviles tangibles, las
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distintas comunidades de intereses puedan verse y plantearse con claridad,


sin velos, y no queden ocultos detrás de las representaciones de ideas
maniqueas del falso purismo mesiánico de la actitud jacobina. Al espíritu
jacobino, la manifestación clara de la multiplicidad de intereses en
competencia y juego en una circunstancia de crisis le incomoda de
sobremanera, porque agrede la simplificación discursiva que necesita para
representarse como la única y verdadera manifestación del “´pueblo”.

Detrás de este espíritu jacobino se encuentra la obsesión por construir una


opinión común entre sus miembros -el famoso “consenso”- y que será
expresado y defendido de forma radical y repetido como un mantra. Su
objetivo no es manifestar una representación de un conjunto de ideas frente a
otras, es un instrumento para elaborar la opinión unánime.

Suele suceder que cualquier manifestación de descontento popular por


alguna realidad va lentamente tensando la relación entre las incontables y
diferentes expresiones del mismo, y la necesidad obsesiva del jacobinismo
por sintetizar en sus manos ese consenso: Por ello, la obsesión jacobina no es
por el control político de estas manifestaciones -en última instancia, se
consideran una minoría vanguardista predestinada que dirige el
descontento- sino por controlar un lenguaje -la “vulgata”- de contornos
bien simples, monolíticos, excluyentes, sin matices, destinado a movilizar y
unificar bajo un liderazgo que se percibe a sí mismo como “puro” y
“radical”. 

Esta supuesta “radicalidad” que suelen blandir los jacobinos con orgullo no
está sostenida en presentar un programa político maximalista de reclamos,
acciones o reivindicaciones. No es en la propuesta o en las ideas misma
donde está la radicalidad, sino en la capacidad autoasignada de definir quien
tiene los pies dentro del plato y quien no, quien este con el pueblo e
interpreta los limites exactos de su lucha y quienes en su contra. En ese
sentido, el enemigo tampoco tiene matices, tiene si líderes en las sombras,
artífices necesarios e “idiotas útiles” “controlados” que son estos
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artífices necesarios e “idiotas útiles”, “controlados”, que son, estos
últimos, todos los que no repitan el catecismo. En la capacidad de repartir
esos roles de pureza ideológica radica el único y verdadero interés de
cualquier movimiento de inspiración jacobina, por su creencia de considerar
central el ostentar el monopolio de la “vulgata revolucionaria”.

Su obsesión por el control férreo del discurso “consensuado” que existe en


toda manifestación política de inspiración jacobina se basa en la idea de
disociar a los individuos de las cuestiones reales para lanzarlos a los brazos
de la lógica de los “fines”. La idea es bastante simple: si el “pueblo” tiene un
malestar político real y tangible -aunque lleno de matices, interpretaciones
diversas y móviles variados- como este no puede manifestarlo
sintéticamente, se necesita que alguien hable por él: en la lógica jacobina,
los canales tradicionales no lo harán nunca, especialmente, porque no
conocen ni manejan la “vulgata” revolucionaria, que es el catecismo de todo
grupo jacobino. 

Y si no te sabes el catecismo, estas con los pies fuera del plato. Los
Robespierre del momento están allí para señalártelo.

La contorsión ideológica del centralismo político

Una de las novedades más tragicómicas que nos ha regalado esta crisis
sanitaria global y el empuje de las ideas de centralismo político, es que ha
revivido viejos zombies ideológicos que, han encontrado en la denuncia al
modelo pandémico -el centralismo político- un verdadero refresh -o más
bien un salvavidas- para sus viejas ideas jacobinas, igualitaristas y
revolucionarias. El ingrediente trágico quizás radique en la posible
repercusión que están logrando en la difusión de su indignación con este
subproducto ahora acusado pero que nace de sus propias ideas, y que
intentan expulsarlas de su trinchera y adosárselas al conjunto de enemigos
reales o imaginarios que bailan descontroladamente en sus cabezas. 

Estos “Robespierre” pandémicos vociferantes, tienen como meta la


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increíble proeza de intentar vendernos que esta crisis global que impone un
programa diáfano de control social, centralismo político, igualitarismo,
corrección política progresista y estatismo burocrático en todos los niveles y
campos; es solo un nuevo plan del capitalismo neoliberal, el villano oficial de
estos muertos en vida.

Así, esta paradoja se manifiesta de tal forma que, los que hasta hace muy
poco defendían cualquier régimen que balbuceara algún anhelo mesiánico y
buenista de “gobernanza mundial” e igualitarismo a punta de pistola,
mediante su revolución, ahora reniegan de un modelo global –“mundial”-
porque  no se viste con chaquetas con estrellas rojas, AK 47 y prescinde de
apelaciones obreristas, pero que tiene el mismo sustrato centralista que todo
futurismo igualitarista -y distópico- suele esbozar para dominar apelando a
la superioridad moral. Parece que enfrentarse a las manifestaciones
institucionales del globalismo como son la OMS o al “sistema financiero
global” sublima su anterior reivindicación de revoluciones universales,
partidos únicos de intervención centralizada, de Cuba, de la la izquierda
norteamericana, la “revolución permanente” o la China maoísta. Es
especialmente conmovedor, observar cómo se desayunan que las categorías
divisivas intercambiables más fácilmente utilizables y recurrentes en el
debate político del globalismo son, por ejemplo, la raza, el género, pero
hacían profundo silencio cuando este rol lo desempeñaba la clase. 

El centralismo político -eso es mayormente, el globalismo- es un programa


extremadamente antiguo, claro y concreto, con pilares filosóficos nítidos,
que ha utilizado mil y una circunstancias y crisis (las guerras, su momento
preferido) para empujar sus postulados. Y los niveles de descaro y
desfachatez que ostentan los globalistas en el relato actual, lo han esgrimido
en otras épocas con igual o mayor profundidad, solo basta con leer y analizar
sus discursos y planes en otras épocas de su expansión. 

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