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Guy Le Gaufey

Anatomia

de la

Tercera Persona
Portada: MAGRITTH. La obra m aestra, 1955, colección particular.
Guy Le Gaufey

Anatomia
de la
Tercera Persona
Traducción de Silvia Pasternac

école lacanienne de psychanalyse


(ÿtle
Consejo Editorial

Josafat Cuevas
Patricia Garrido
Gloria Leff
Marcelo Pasternac (director)
Lucía Rangel

école lacanienne de psychanalyse

Versión en español de la obra titulada Anatomìe de la troisième personne de G uy Le


Gaufey. La edición en francés fue publicada p o r E P E L (É ditions et publications
de la école lacanienne), 29 rue M adame, 75006 Paris. 1998.

Este libro, publicado en el marco del programa de participación en


las publicaciones, ha recibido el apoyo del Ministère des Affaires
Etrangères de Francia y de la embajada de Francia en M éxico

E dición al cuidado de M arcelo Pasternac

Copyright p o r Editorial Psicoanalítica de la Letra, A.C.


Bahía de Chachalacas 28
Col. Verónica A nzures
C.P. 11300
M éxico, D.F.

R eservados todos los derechos. N i todo el libro ni parte de él pueden ser re produ­
cidos archivados o transm itidos en form a alguna m ediante algún sistem a electró­
nico, m ecánico o cualquier otro sin perm iso escrito del editor.

M iem bro de la C ám ara N acional de la Industria E ditorial

ISB N 968-6982-08-6
Prim era edición en español: 2000
Im preso en M éxico
Printed in Mexico
/

Indice

In tro d u c c ió n ............................................................ 9
Capítulo I L a d u p licid ad del a n a lis ta .................................... 19
1. La falsa sorpresa freudiana................................. 21
1.1. “Meine Person” .......................................... 25
1.2. “Mi Capitán” ............................................... 26
1.3. La martingala infalible de la asociación
lib r e ............................................................... 28
1.4. Una regla m etodológica............................ 32
2. El desarrollo de la transferencia........................ 34
2.1. La contratransferencia............................... 37
2.2. Maurice Bouvet y su cu ra-tip o ................. 39
2.3. Sobre algunas varian tes............................. 43
2.4. La “ambigüedad irreductible” de la
transferencia................................................ 49
3. Los dos tiempos del sujeto supuesto sa b e r. . . . 54
3.1. Descartes v í . H e g e l..................................... 57
3.2. Últimos destellos de la intersubjetividad . 64
3.3. Analista y sujeto supuesto saber: ¿el mismo
o n o ? ............................................................. 66
3.4. Lectura del “algoritmo” de la transferencia. 69
4. ¿Dónde está el problem a?................................... 73
4.1. La neutralidad............................................. 73
4.2. Últimas precisiones freudianas................. 75
Capítulo II L a d u plicidad del s o b e r a n o ................................... 79
1. U na ficción jurídica curiosa: los dos cuerpos
del r e y .................................................................... 81
1.1. A liud est distinctio, aliud sep a ratio........ 87
1.2. La caída del segundo c u e rp o .................... 91
1.3. La imposible separación............................ 96
2. La noción de “persona ficticia” en H o bbes. . . . 101
2.1. Pequeña historia léxica de la
“representación” ......................................... 101
2.2. Elementos de filosofía p rim aria............... 105
2.3. “Es una persona...” ..................................... 110
2.4. El co n tra to ................................................... 116
3. De la triplicidad de la tercera p erso n a ............... 122
3.1. Las aporías de la “autorización” .............. 126
3.2. La escisión íntima cuyo efecto es el “autor” . 130
Capítulo III L a p erten en cia a sí m is m o ................................... 135
1. Un acontecimiento discursivo: el m agnetism o.. 135
1.1. Las amalgamas del im á n ........................... 136
1.2. M agnetismo y gravitación: ¿el mismo
com bate?...................................................... 140
2. M esmer el in cierto............................................... 145
2.1. La tesis y su p la g io ..................................... 146
2.2. La invención del magnetismo an im al. . . . 150
3. La oleada m esm erista.......................................... 155
3.1. La ciencia y sus lo cu ras............................. 155
3.2. Reveses y éxitos parisienses..................... 158
3.3. Nicolas Bergasse: Mesmerismo y agitación
revolucionaria.............................................. 167
4. La desigual d iv isió n ............................................. 172
4.1. Bajo el pavimento-, el flu id o ..................... 173
4.2.El nuevo Jano: individuo/ciudadano........ 174
4.3. El Terror como solución al c liv a je ........ 179
Capítulo IV Retorno a la transferencia................................... 185
1. Los tortuosos caminos de la h ip n o sis............... 185
1.1. Las metamorfosis del flu id o ..................... 189
1.2. El hipnotizador fagocitado........................ 192
2. Una pareja m o triz ................................................ 195
2.1. Freud y el “Eigenmachtigkeit” ................. 195
2.2. En los límites de la h ip n o sis..................... 198
2.3. ¿Quién transfiere q u é ? ............................... 202
3. La exclusión freudiana del te rc e ro .................... 205
3.1. El caso R e ik ................................................ 207
3.2. ¿C harlatán?.................................................. 209
4. El suspenso de la fin alid ad ................................. 213
4.1. La representación meta como tercero .... 215
4.2. Lo “ilimitado” de la transferencia............ 217
4.3. Rigores de la equivocación...................... 220
5. El sujeto representado......................................... 223
5.1. ¿Pero entonces quién es “alguien” ? ........ 226
5.2. “ ...aquél por quien el significante vira al
signo” ............................................................ 231
C on clu sión................................................................ 237
Indice a lfab ético..................................................... 247
Introducción

Pero, ¿qué hay en él que me es tan rebelde, tan lejano? ¿Por qué, en
el momento de hablarme, la sombra de esta tercera persona (que él
dejaría tras de s í al hacerlo) vendrá a desacreditar lo que él podría
decir al respecto ? ¡Y es que él es un misterio para mí! P or más que yo
tienda las trampas más ingeniosas para llevarlo a revelar finalm ente
lo que, llegado el caso, lo vuelve tercero, apenas abre la boca, inexo­
rablemente se evapora lo esencial de lo que, quizás, él me iba a revelar
sobre él, sobre esa proximidad con respecto a ello, que yo no conozco.
No bien. No como él. ¡ Y quiera el cielo que yo sólo me entere a través
de las historias! Cuando me dan ganas de darle voz libre en m í a esa
tercera persona -la cual me toca más seguido de lo que quisiera, como
a cualquiera-, una ligera mordedura en el labio inferior me lo recuer­
da: esta vez tampoco será. Cuando se trata de él, se excava una reser­
va. N i tú ni yo la venceremos. ¿ Y entonces, si ni siquiera nosotros,
quien más? ¿Ellos? Más vale no contar con eso. Como cualquiera de
nosotros, cada uno de ellos sólo tendrá una preocupación: decir “yo ”,
arrojarse sobre esa primera persona po r medio de la cual la palabra
se abre un camino, y dejar en un eterno stand by a la que, p o r defini­
ción, sólo será invitada a los ágapes de la palabra p o r preterición.
El... ¡nunca será uno de los nuestros! Si se empeña en serlo, si viene
con nosotros a Sevilla... ¡pierde su silla! Regresa de allí -h alla un
mastín.
En este siglo que se acaba, ese perro se llamó muchas veces “incons­
ciente” . Al menos, con ese nombre, Freud despejó las tierras vírgenes
donde su lch era presionado para advenir: “W oes war, soil Ich werden".
En el corazón del sujeto hablante, se abría una nueva zona, al mismo
tiempo neutra (en el sentido gramatical del término: ninguna primera
persona la habita), y sin embargo siempre en condiciones de invadir y
obstaculizar las avenidas subjetivas que Descartes había trazado para
su ego, bien prendido a la existencia, ciertamente, pero al precio de
encontrarse abandonado sobre su propio pensamiento. Una vez que
despegó de tan minuciosa y constante coincidencia con ese pensamien-
12 A n a to m ía de la tercera persona

to, el Ich freudiano podía soportar que se cavara de otro modo el espa­
cio de la tercera persona. Con él, el neutro y el no neutro, con los que
los gramáticos se las habían arreglado hasta entonces para calibrar a
esa persona, aguantaban que un tercer término se introdujera en su mi­
tad: a esas representaciones reprimidas que no puedo considerar como
mías en tales o cuales ocasiones, ya no me estará permitido considerar­
las solamente ajenas. Lo que en mí paga tributo a lo que él recuerda
entonces vagamente haber sido, genera un trastorno específico. Toda
una zona intermedia de la personación se encontró abierta de este modo,
con suficiente vivacidad como para adoptar a veces aspecto de sismo.
Sin embargo, si inscribíamos este acontecimiento dentro de un contex­
to epistémico mucho más amplio, se podía adivinar una relación insos­
pechada: que al proponer de ese modo su hipótesis del incqnsciente, el
psicoan álisis se inscribió en la lenta y sorda evolución de una
personación del sujeto que se encontraba en las rupturas y meandros de
la constitución de los Estados modernos. Si la intimidad aparentemente
más tabicada, la de la transferencia que está enjuego en la cura, revela­
ba en el mejor de los casos la complejización del juego concerniente a
la tercera persona, se volvía turbador seguir paralelamente cómo -p ri­
mero con Hobbes, su Leviatán, y su muy poderoso concepto de “perso­
na ficticia”- la introducción de la representación en política había veni­
do a echar abajo la estructura de esa misma tercera persona. Con otras
premisas y otras conclusiones, ciertamente, pero instalando allí tam­
bién entre “persona” y “no persona” esas “cosas personificadas” (como
las llamó desde el comienzo Hobbes), que tenían la siguiente especifi­
cidad: eran sujetos del derecho, pero en ningún caso podían decir “yo”,
si no era por interposición de algún otro, debidamente designado para
tal efecto. Entre el “él” de “él me ama...” y el “él” [tácito en español] de
“llueve” , toda una población de “actores” se alzaba así en busca de ese
nuevo concepto de representación, al llamado de un “él me autoriza...” .
¡Nada de eso es muy nuevo!, se dirá quizás. ¿No era esa la condición
del curador, que el derecho romano ya destinaba a los menores jurídi­
cos? ¿No era eso también lo propio de esa invención medieval: la
teo ría de los dos cu erpos del rey? D os cu erpos h eterogéneos
indisociablemente mezclados se requerían para sostener una concep­
ción jurídica de la realeza que no se confundiera con una propiedad
individual. El rey no era un señor propietario de los bienes de la Coro­
na, como lo era de sus propios bienes señoriales: ¿entonces qué relacio­
nes jurídicas mantenía en calidad de rey con la Corona, una e indivisi­
ble? Gracias a E. Kantorowicz, podemos saber que las respuestas no se
contentaban con ser de orden religioso, sino que ya daban testimonio
de un tráfico sutil con la tercera persona: detrás del rey vivo, que puede
In troducción 13

enfermarse, volverse loco, que morirá un día, otro cuerpo con propie­
dades miríficas se perfilaba. Así, el rey fue concebido como doble: a su
cuerpo vivo y mortal se le adjuntaba, se le adosaba un cuerpo indefini­
damente perenne, que todavía no se confundía con lo que hoy se llama
Estado. Nos acercaremos a esa invención jurídica, que debía derrum­
barse a comienzos del siglo XVII. Cuando, más tarde, otro tipo de rey
se eclipsó, y más aún cuando lo hizo bajo la cuchilla de la guillotina,
una inversión iniciada hacía mucho tiempo se completó: mientras que
el cuerpo de ese rey resultaba estar finalmente, en su vivisección mis­
ma, reducido solamente a la unidad fúnebre del cadáver, aquél que fue
durante tanto tiempo su sujeto de una sola pieza se mostraba, curiosa­
mente, duplicado a su vez.
El signo de esta duplicidad nueva, a la vez discreto y atronador, se lee
ya en el título de la declaración de los Derechos del hombre Y del ciu­
dadano. Incluso si hoy, por costumbre, y también por algunas otras
razones más profundas, nos remitimos al apelativo de los “Derechos
del hombre”, conviene no olvidar que en el momento de asentar su
novísima legitimidad, en ese fin de agosto de 1789, después de su tabla
rasa de la noche del 4 de agosto, los Constituyentes no pudieron evitar
ese doblete: los Derechos sólo del hombre hubieran sido una aberra­
ción política, los Derechos sólo del ciudadano habrían anticipado la
constitución que se trataba de realizar. La citada declaración no podía
entonces hacerse más que en esa mitad completamente nueva que dis­
tinguía y conectaba al “hombre” con el “ciudadano” . Es imposible
confundirlos, es imposible separarlos: el ciudadano pertenecía, de en­
trada, plenamente a su nuevo soberano -e l pueblo, o la nación-, era una
parcela inalienable de su “voluntad general”, mientras que el “hombre”
parecía no estar ahí más que con el fin de evitar una sujeción aún más
implacable que la que había vinculado al antiguo súbdito a su rey de
derecho divino. Ese “hombre” se volvía entonces un nombre para de­
signar lo que no pasa por la representación política capaz de articular a
partir de ese momento al ciudadano con su representante, que debía
poner en práctica la voluntad general. Y así, en ese escenario complejo
-q u e iremos visitando en algunos de sus arcanos-, se alzó una cuestión
de siempre, pero tomada a partir de entonces dentro de coordenadas
completamente nuevas: la de la pertenencia a s í mismo. Se acabaron
las cazas de brujas, la predominancia de lo religioso y de lo demoniaco,
y se vieron muy reducidos los auxilios inmemoriales de la sapiencia; se
alzaba, en cambio, la vocecita del magnetismo, a partir del momento en
que se trataba de saber a quién, a qué le correspondía lo que, en el hom­
bre revolucionario “regenerado” , presa de su nueva soberanía, no era
reductible únicamente al ciudadano.
14 A n a to m ía de la tercera p erso n a

El evocador nombre de M esmer todavía engaña, del mismo modo que


Mesmer engañó maravillosamente a su mundo en el París anterior a la
Revolución. Previamente, durante los siglos XVII y XVIII, el poder de
los imanes ya se había apropiado, efectivamente, de las mentes para
convencer de que un fluido magnético universal regenteaba a la mate­
ria, a imagen de la invisible gravitación newtoniana. A ese fluido gene­
ral ya sólidamente instalado, M esmer le agregó en 1776 una invención
de su cosecha, ese “Magnetismo animal”, que debía alcanzar su clímax
en París de 1778 a 1788, hasta que al menos el anuncio de la cercana
convocatoria de los Estados Generales lo relegara a la sombra. Hijo de
las Luces, impregnado por completo de cientificidad, ese magnetismo
animal perm itía fácilmente adivinar una panoplia de fuerzas oscuras
que en su totalidad, individuales y sociales por igual, se oponían a la
perfecta y natural igualdad del fluido. Fuerzas inquietantes, más bien
laicas, pero de entrada muy políticas, cosa que olvidamos con demasia­
da frecuencia, pero que trató de hacer comprender el portavoz y porta­
plumas parisiense de Mesmer, Nicolas Bergasse. Tan seguidor de
Rousseau como de Mesmer, él presentaba el fluido magnético como la
base física de una teoría correcta del cuerpo político:

Si por casualidad el magnetismo animal existiera... -escribía ya en 1786


en uno de sus libelos- qué revolución, yo le pregunto, señor, no nos cabría
esperar1?

Elegido en la Asamblea Constituyente, se desempeñó en ella muy acti­


vamente, como luego lo hizo Brissot, futuro jefe de los Girondinos, en
la Asamblea Legislativa. Los dos se conocieron primero alrededor de
una cubeta, como otros partidarios del fluido de M esmer (La Fayette,
d ’Eprémesnil, Carra) que se encuentran aquí y allá en el seno del perso­
nal revolucionario, mezcladas todas las tendencias.
En los tiempos en que el ciudadano hacía de este modo su entrada
triunfal en la política bajo la égida de una nueva soberanía - y resultaba
con ello irreductiblemente doble, clivado por la representación instala­
da en el centro del sistema que lo hacía nacer-, el mesmerismo se eclip­
saba casi tan discretamente como el propio Mesmer, que no murió has­
ta 1815, y se contentó con una existencia de rentista itinerante a partir
de 1786, sin pensar más en practicar su arte. Pero el germen ya estaba
sembrado: de Puységur a J. P. F. Deleuze, del abate Faria (que ya nega­

1. Citado en el libro de Robert Damton, La fin des Lumières. Le Mesmérisme et


la Révolution [El fin de las Luces. El mesmerismo y la Revolución], París, О.
Jacob, 1995, pág. 132.
In troducción 15

ba las premisas magnéticas de M esmer con su “sueño lúcido”) a la


desaparición de la palabra “magnetismo” por la de “hipnosis” aportada
por el inglés Braid (1843), de “la atención” de Liebeault a la “libido”
freudiana, pasando por Charcot y sus experimentos, toda una serie de
prácticas, íntimamente vinculadas entre ellas por la noción de “fluido”,
serpenteaba a lo largo del siglo XIX. Lejos de las turbulencias del
juego político, unas veces en nombre de la ciencia, otras veces en nom­
bre de la medicina, se revelaba con ellas lo que, en el hombre, tenía el
poder de determinarlo sin que él supiera nada al respecto. Parecía
necesario entonces sondear lo que, en ese hombre considerado como
siempre en su falsa eternidad, escapaba de la representación que él se
daba de sí mismo (confundida muy a menudo con su “conciencia”), sin
que se pensara mucho en el hecho de que esta duplicidad subjetiva
pudiera ser también una consecuencia de su nueva naturaleza política.
El inconsciente freudiano -m iem bro de esa estirpe a pesar de todos los
“cortes epistemológicos” con los que a veces se lo quisiera proteger-
llevaba a su culminación la intimidad de ese clivaje: ¿quién se habría
internado en la búsqueda de huellas de un “ciudadano” en el ser víctima
de las represiones y de las fantasías vinculadas con su vida sexual? Por
ese lado, el camino estaba cerrado y, en conjunto, así se quedó.
Inversamente, y de manera muy extraña, un síntoma raro no cesó de
esmaltar la vida de los grupos analíticos a lo largo de todo el siglo XX:
cuando tuvieron a bien no reducir sus ambiciones a la tarea terapéutica,
los analistas permanecieron la mayoría de las veces apartados de un
reconocimiento estatal directo. Al contrario de casi todas las demás
profesiones, les bastaron para reagruparse unas leyes asociativas sin
ninguna especificidad. Ya en 1926, cuando Freud se ve obligado a
intervenir, a causa del asunto Reik, para escribir su artículo “¿Pueden
los legos ejercer el análisis?”, la relación del analista con el poder de
Estado es la de una estricta exterioridad. El Estado no es juzgado apto
para reconocer - y garantizar, como lo hace en el caso de todos los
títulos que produce- al analista calificado. Sólo sus pares son conside­
rados en posición de hacerlo, según Freud, al menos, quien lo espera de
los primeros “institutos” que existen entonces. No faltarían los inten­
tos, sobre todo a través de la Universidad en estos últimos veinte o
treinta años, de paliar ese peligroso hiato que, dejando en la lejanía a la
garantía estatal, mantenía viva la amenaza de charlatanería. Ahora bien,
la resistencia de los analistas sobre este punto es tanto más notable
cuanto que proviene de grupos a los que separan muchas cosas por lo
demás. ¿Por qué están de acuerdo sin tener que consultarse siquiera en
cuanto se trata de su relación con el poder de Estado? Aquí se presenta
la tesis central de esta obra.
16 A na to m ía de la tercera p ersona

A causa de la transferencia. Freud fue el primero en marcarla con una


ambigüedad imposible de eliminar: en unas ocasiones la describe como
la sorpresa de las sorpresas, lo que no nos esperábamos, que lo compli­
ca todo, y en otras, como la cosa más trivial del mundo, que se encuen­
tra por todos lados en la mayoría de las relaciones humanas, el coadyu­
vante sin el cual - y esto es una precisión crucial- el análisis mismo no
sería posible. ¿De qué se trata con este ser bifido? Aparentemente, si
seguimos más o menos de cerca la falsa sorpresa de Freud, se trata de
un movimiento afectivo más bien positivo del paciente (de la paciente)
hacia el analista. Todo es de lo más trivial si nos reducimos a esto, en
efecto. Menos trivial es la respuesta en acto del analista: ni responde a
ella, ni deja de responder, y tampoco se contenta con guardar silencio al
respecto. La cosa se complica. ¿Entonces qué hace? Al menos acepta
volverse el soporte de ese ser de ficción que la palabra y los comporta­
mientos del paciente tejen con regularidad. No actúa de tal modo por
simple benevolencia, sino porque espera de ello material para su inter­
vención interpretativa. Así, podríamos creer que su actitud está justifi­
cada sobre una base técnica: la transferencia es soportada en tanto que
condición del acto. Sin embargo, esto equivaldría a silenciar demasia­
do rápidamente lo que, una vez más en este caso, ocurre con respecto a
la tercera persona.
Así que hay dos... ¿pero dos qué? Los designaremos por el momento a
partir de la capacidad que los especifica en su encuentro: dos seres
hablantes, que se las ingenian al principio para no ser más que dos. “La
situación analítica no soporta terceros” , escribe Freud con todas las
letras, en la introducción de su obra “¿Pueden los legos ejercer el aná­
lisis?” , para explicarle a su “interlocutor imparcial” (como lo llama, y
alto funcionario del Estado, por lo demás), por qué no lo puede poner
en la postura de espectador de una cura. Nada de grabadora, ni de
espejo sin azogue, ninguno de esos trucos experimentales con los cua­
les se convoca a un tercero para disponer de un entendimiento de la
experiencia que aseguraría su posible reproducción. En el instante en
que es lanzada la regla fundamental, provoca, por el contrario, una
clausura casi monacal, que los analistas, interesados por la laicidad,
prefieren en general llamar el “marco” analítico. Ahora bien, en ese
marco, el lugar del tercero es dejado en blanco para quedar resérvado
solamente al libre juego de la transferencia.
Intentaremos seguir el nivel de consistencia que Freud, Lacan y unos
cuantos más han entramado alrededor de lo que no me atrevo a llamar
aquí “tercero” , en la medida en que equivaldría a forzar demasiado, una
vez más, su individuación, a distinguirlo demasiado de cada uno de los
dos seres hablantes que se lo intercambian, siendo que no se confunde
intro d u cció n 17

estrictam ente con ninguno, e incluso su abatimiento sobre el analista


que se vuelve su soporte cumple la regla. Maurice Bouvet, por su par­
te, hubiera querido hacer de él un ser distinto, imposible de confundir
con el analista. Muy por el contrario, gracias a su nominación de “su­
jeto supuesto saber” , Lacan habrá logrado tomar nota de una especie de
dehiscencia del analista, de un inicio de partición que no cesa de no
realizarse, allí donde Freud se había contentado con los acentos de la
falsa sorpresa para sostener una doble verdad: no, no soy yo, es la neu­
rosis, aunque... sí, con todo, también soy yo.
En esta exfoliación deliberadamente asumida por parte de uno de los
dos participantes -q u e despeja así una formación nueva sin conferirle
nunca esa independencia, esa circunscripción que la constituiría como
un ser propio-, propongo leer un rudimento del clivaje íntimo que divi­
de al sujeto político a partir de su determinación en la lógica de la
representación (en teoría desde Hobbes, en los hechos desde el periodo
revolucionario). Ya se ha insistido mucho, y con razón, sobre el hecho de
que el psicoanálisis no habría podido ver la luz más que por un cierto
apoyo tomado sobre el discurso de la ciencia galileana; pero este aspecto
de las cosas, capaz de justificar y de sostener en su interior numerosas
hipótesis, sigue siendo masivamente inoperante en cuanto a una com­
prensión cualquiera de la transferencia. Además, medir a esta última
prioritariamente por el rasero del amor/odio y de las pasiones en general,
como se acostumbra, implica prepararse para no entender nada sobre su
valor “gramatical”, sobre esa manera que tiene de preparar el escenario
de la tercera persona. Inversamente, ubicar ese esbozo de tercera perso­
na producida por la transferencia en la misma dirección de la fractura
abierta por la “persona ficticia” de Hobbes, permite ver cómo esa trans­
ferencia utiliza la cuestión del tercero y, a cambio, la aclara.
A riesgo de adoptar aires de aprendiz de brujo, los analistas no titubean
demasiado, en general, en permitir que se desarrolle esa formación “no
de artificio, sino de veta”,2 como lo precisaba bellamente Lacan, sin
saber de antemano adonde eso los llevará, a ellos y a sus pacientes.
Ahora bien, para mantener al respecto la estatura de un signo de inte­
rrogación, para conservar en ello la dimensión de una ignorancia acti­
va, es casi increíble el arreglo en el que a veces es necesario lanzarse.
Absolutamente todo se apresura para venir a amueblar ese vacuum crea­
do con tanta dificultad; todavía hoy las inquietudes por la ética se en-

2. J. Lacan, Proposition du 9 octobre 1967 sur le psychanalyste de l ’école.


Annuaire de l’EFP, 1977, pág. 10. [Hay edición en español: Proposición del 9
de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela y otros textos, Buenos
Aires, Manantial, 1991, pág. 13.]
18 A n a to m ía de la tercera persona

cuentran allí en primera fila, acompañadas por diversas preocupacio­


nes que apuntan a la terapéutica, al cuidado, al conocimiento, incluso al
deseo, o aún a la liberación del sujeto.
Sea cual fuere el objetivo que en cada caso se fijen, en el momento de
esgrimirlo, los estorba mucho, salvo si se abaten, ahora y siempre, so­
bre la única dimensión terapéutica de su acto .3 Pues en el momento de
fijar ese objetivo de una vez y para siempre, y de hacer de él, así, un ser
aparte, una tercera persona en forma, bien individualizada, sentimos
claramente al leerlos que predican a favor de su parroquia, en busca de
una identidad profesional cuya nebulosidad soportan tanto peor cuanto
que el personaje del analista se encuentra ya en los cuatro rincones de
la cultura. ¿Y no es capaz de explicar claramente lo que hace durante
las sesiones? ¡Qué escándalo!
Presento aquí la hipótesis de que la ausencia de una misión social esta­
blecida del analista viene directamente de la naturaleza de la transfe­
rencia, y que en el mismo momento en que el analista volviera públicas
sus metas y su función, les mostraría a todos y a cada uno que se en­
cuentra en un impasse sobre... la transferencia. Basta con olvidarlo,
olvidar esa curiosa exfoliación de una tercera persona a partir de una
situación de interlocución, para hallarse en un mundo más o menos
ordenado, donde cada uno -y o , tú, él- responde, desde su lugar, a sus
nombres y a sus cualidades. Un gato, a partir de ese momento, ya no es
más que un gato, y la “realidad” (clínica, traumática, pulsional, políti­
ca, etc.) vuelve a tomar la delantera sobre ese lenguaje que la transfe­
rencia-ella y sólo ella- permitía apreciaren su justo valor... subjeti vante.
Esta extraña situación convierte al analista en una especie de competi­
dor directo del Estado. Reconozco la indecencia que hay en considerar
en un mismo plano competitivo a dos formaciones tan heterogéneas;
pero me permito sin embargo hacerlo, en razón de su trato común con
la tercera persona. Tanto uno como el otro fabrican deliberadamente
tercera persona; uno, hasta perderse de vista; el otro, a hurtadillas. Uno,
en su gloria y su poder, dentro de la magnificencia del Derecho; el otro,
a pesar suyo, en la penumbra cerrada de su consultorio. Con una cosa

3. Quien quiera convencerse de ello podrá remitirse a la reciente obra de J. Sandler


y A. U. Dreher, Que veulent les psychanalystes? (Le problème des buts de la
thérapie psychanalytique) [¿Qué quieren los psicoanalistas'!1 (El problema
de las metas de la terapia psicoanalítica)], París, PUF, 1998. El título habría
podido parecer excelente. Desgraciadamente, el subtítulo da a entender que la
pregunta sólo es planteada por los psicoanalistas, quienes se ocupan de res­
ponderla. Esta positividad meritoria atraería las flechas disparadas por
Kierkegaard sobre lo que él llamó en su momento “la falsa seriedad”.
Introducción 19

que articula sus diferencias: ni el uno ni el otro puede dirigirse a un


tercero para hacerle legalizar lo que ambos hacen cuando permiten así
que escape una tercera persona. Ése es el verdadero escándalo, y la
fuente de su profunda ignorancia recíproca.
Lacan hizo de ello una máxima digna de adornar una fachada: “El analista
no se autoriza más que por él mismo.” ¡Cuántas tonterías no habremos
escuchado al respecto a manera de comentarios! En primer lugar, por
parte de los que no habrán visto en ella más que una autosuficiencia
fuera de lugar desde todos los puntos de vista (¡y en efecto, la frase
tenía muy distintas ambiciones!). Ellos mismos, con frecuencia, no
encontraron palabras lo bastante duras para señalar el costado de tal
máxim a que alentaba a la charlatanería: “ ¡Entonces cualquiera puede
volverse psicoanalista!” Los alumnos más preocupados por la respeta­
bilidad se apropiaron, por su parte, de ciertas palabras que Lacan había,
una vez, pegado a la máxima, agregando entonces que el analista no se
autorizaba más que por él mismo “y por algunos otros” . ¡Ah, esos
“algunos otros” ! Cuán bienvenidos fueron por todos aquéllos y aqué­
llas a quienes la formula espantaba por su aparente solipsismo. ¿Esos
“otros” no eran acaso psicoanalistas? ¿Acaso Lacan no sobreentendía
de ese modo que un analista debía ser autorizado -ciertam ente no por
el E stado- sino por sus colegas y otros camaradas? Entonces, ¡uf!,
regresamos al punto de partida, el que Freud había planteado con sus
Institutos. Pues bien, no.
“El analista no se autoriza más que por él mismo” excluye solamente
que un tercero en debida forma -bien individuado- se intercale entre el
analista y el analizante: ni el Estado, ni las sociedades de análisis, es­
cuelas y otros institutos, ni tampoco esas formas sutiles del tercero que
son los objetivos compartidos, puestos en común. Es cierto que el “él
mismo” de esta fórmula no es nada fácil de captar, pues no es el reflejo
de un “yo m ism o ” ;4 no im plica la m ism idad, ni quién sabe qué
reflexividad apropiativa, sino, por el contrario, una pura exclusividad.
Es “él”, y ningún otro, con que el analista “se autoriza” , lo cual está
reforzado, por lo demás, por el “no... más que” de la fórmula, que es
una restricción, y no una negación. Lejos de subrayar alguna inflación
de identidad, ese “él mismo”, ese pronombre duplicado (que sigue por
su parte a un verbo reflexivo) presenta así, en la trivialidad de su anáfo­

4. El diccionario Petit Robert, si nos remitirnos sólo a él, distingue de entrada


entre un empleo no reflexivo de la expresión “él mismo” (“él mismo no sabe
nada”), y un empleo reflexivo (“La buena opinión que tiene de él mismo”). A
pesar de las apariencias gramaticales, el “él mismo” de la fórmula no es re­
flexivo.
20 A n a to m ía de la tercera p erso n a

ra y la indefinida neutralidad de su referencia, la más valiosa de las


indicaciones en cuanto a la localización del problema: la divergencia
aquí presentificada entre “analista” y “él mismo”: eso es la transferen­
cia, en aquello a lo que apunta, al menos.
Atacar frontalmente a ese Jano hubiera sido una apuesta. M ás valía
apostar que una buena parte del misterio de esta divergencia reposaba
sobre la noción de “autorización” que une aquí a los dos términos y los
distingue: alrededor de ella, una vez aplanada la “irreductible ambigüe­
dad” de la transferencia, recorreremos algunos de los accidentes, meta-
físicos y políticos a la vez, que manufacturaron la noción de “persona”
ordenada por esta autorización, las dos íntimamente vinculadas al con­
cepto de representación. Con un acento muy especial sobre ese asunto
sinuoso que, desde Mesmer hasta Freud y Lacan, pasando por muchos
otros, habrá corrido, lejos de los avatares de la ciudadanía, bajo la cu­
bierta de una extraña “relación” , ya que ése fue el término invariable
que, desde Mesmer, les sirvió a todos y a cada uno para designar el
vínculo entre el magnetizador y el magnetizado, el hipnotizador y el
hipnotizado.
Manteniendo de este modo desunidos, y sin embargo entretejidos aquí
y allá esos hilos disímbolos, admitiremos progresivamente que la “no
relación” del analista y del poder de Estado no tiene nada de un olvido
reparable en este último, o de una actitud de filibustero de altura en el
primero. Que su ignorancia recíproca se debe a dos políticas diame­
tralmente opuestas sobre un mismo eje: allí donde el Estado confunde,
no sin razón y pertinencia, a la tercera persona con una finalidad in­
cuestionable en la cual se resuelve como en su punto de fuga perspectivo
(el bien común), el análisis, con sólo abrir el escenario transferencial,
remite a sus actores a las condiciones de producción de esta tercera
persona. Lejos de tomarla de entrada por lo que pretende ser: un dato
separado, revela llegado el caso su naturaleza artificiosa, su indefinido
despliegue. Y así, en ese punto estratégico de la finalidad por la cual
esta tercera persona posiblemente se individua, el analista y el poder de
Estado se dan la espalda. M ejor es saber cómo y por qué.
Capítulo I

La duplicidad del analista

Las concepciones de la transferencia elaboradas en el campo del psi­


coanálisis implican una dualidad, incluso una duplicidad de la persona
que ocupa ese lugar, llamado por momentos “del analista” , y por mo­
mentos “del médico” . Se trata de una duplicidad constitutiva en la me­
dida en que el que resulta ser el blanco de este conjunto complejo de
sentimientos, de representaciones y de afectos diversos y variados
recubiertos por la palabra “transferencia”, se presenta a él mismo como
no confundiéndose con ese blanco; a lo mucho, hace lo necesario para
autorizar, para facilitar su surgimiento, pero sería un completo error de
entrada si él se identificara con esa formación que proviene exclusiva­
mente, a primera vista, del paciente.
Antes de servir para describir lo importante de la relación analista-
paciente, la palabra Übertragung (transferencia) sólo es utilizada por
Freud para designar de qué manera una representación toma otra a su
cargo, en la mayoría de los casos de manera indebida por lo que se
refiere a la racionalidad aparente del vínculo forjado de ese modo, en la
medida en que el funcionamiento inconsciente domina y regula la ope­
ración. En el año de 1895, lapalabra Übertragung se encuentra así muy
cercana, y casi se confunde con la expresión falsche Verknüpfung, un
“falso anudamiento” .1 El ejemplo que Freud extrae en ese momento de
su lectura de la prensa francesa para ilustrar la cosa no necesita comen­
tario: unos campesinos franceses asisten por primera vez a una reunión
de la cámara de Diputados el día en que una máquina infernal, colocada
por los anarquistas, explota ruidosamente, justo al final de un discurso.
Como la bomba no provocó daños détectables, nuestros hombres con­
cluyeron sin ambages del hecho que así se anuncia protocolariamente
el final de cada discurso en este hemiciclo, tan prestigioso para ellos.

I . Ver la aparición del término al final de los Estudios sobre la histeria, Obras
Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo II, pág. 306.
22 A n a to m ía de la tercera persona

AI hacer esto, efectúan (según Freud) un “falso enlace ” 2característico,


por pura contigüidad.
Del mismo modo (¡o casi!), el sueño según la Traumdeutung realiza
unas transferencias, Übertragungen (se observará de inmediato el plu­
ral). Cuando la censura, por la razón que sea, impide el paso a una
representación reprimida, ésta -q u e por sí misma presiona irreversible­
mente hacia su “devenir conciente”- se consigue un representante, en
este caso otra representación, consciente esta vez, que, por algún rasgo,
valdrá por la que no puede tener acceso a la conciencia. Es el destino de
los restos diurnos, de esas representaciones cualesquiera encontradas
principalm ente en la actividad psíquica de la víspera, que servirán para
expresar todo lo que no puede hacerlo directamente, a causa del funcio­
namiento encriptado del sueño. En esos primeros tiempos de las elabo­
raciones freudianas, la noción de Übertragung sigue siendo, por lo tan­
to, bastante cercana a la de Entstellung (deform ación) y a la de
Verschiebung (desplazamiento). La transferencia es la figura por la
cual una representación es al mismo tiempo desplazada y deformada,
pero éstos no son más que tanteos conceptuales, pues muy pronto ya no
se tratará de una misma representación que migra y se transforma, sino
del establecimiento de un vínculo entre dos representaciones, vínculo
que vuelve a la representación preconsciente o consciente la represen­
tante, en el sentido político del término, de la que permanece prohibi­
da, inhibida, reprimida: inconsciente.
De manera que cuando Freud se ve obligado a tomar nota de los víncu­
los afectivos impetuosos que encuentra en sus pacientes (de ambos
sexos), como está decidido a no atribuirle sus éxitos únicamente a su
persona, tiene al alcance de la mano, preparado, el aparato mínimo
para describir lo que ocurre: el “médico”, el “analista”, debe entender­
se en esa situación como, digamos, un “gran” resto diurno (o más bien
un potencial de restos diurnos). Ofrece por él mismo, por sus rasgos,
sus maneras, su postura, su voz y las mil particularidades de su presen­
cia con respecto a su paciente, lo que va a permitir que las representa­
ciones reprimidas de este último se expresen, y cada una se enganchará
transferencialmente a tal o cual rasgo del médico. L a transferencia (tal
como se entiende hoy, en tanto que elemento clave de la relación analista/
analizante) nació de este cruce entre, por un lado, un sistema de repre-

2. También podremos leer sobre ese tema en la larguísima nota de las páginas 88­
90 de los Estudios sobre la histeria, op. cit., donde Freud detalla ampliamente
un caso de “falsa asociación” en Emmy von N..„ así como las definiciones
que da de la “mésalliance” [‘‘alianza inconveniente”] (en francés en su texto),
pág. 307 de la misma obra.
La d u p lic id a d d e l a nalista 23

sentaciones donde una le delega a otra el poder de representarla y, por


el otro, un movimiento afectivo que primero se declaró bajo la forma
del amor. Para percibir correctamente la pertinencia de esta correla­
ción, antes que nada nos preguntaremos por qué Fréud escogió con
tanta frecuencia presentarla bajo la tonalidad de la sorpresa.

I. 1. La falsa sorpresa freudiana

Aunque de modo más o menos marcado dependiendo de la dirección


de sus diferentes escritos sobre el tema, esta dimensión de surgimiento
inopinado de la transferencia se desarrolla en general bajo la pluma de
Freud del modo siguiente: durante su explicación de los síntomas, don­
de se descubre sucesivamente la representación patógena, la represión
y las resistencias, y todas las numerosas elaboraciones que acompañan
el empleo de esos términos, de repente surge aquél que no nos esperá­
bamos. Todo iba, de verdad, bastante bien, y paf: una nueva dificultad
aparece, todavía más abrupta que las anteriores, incluso si pronto nos
enteramos de que va a revelarse como un valioso auxiliar, indispensa­
ble, a decir verdad.
Es, de modo ejemplar, el caso en uno de los principales textos de Freud
sobre el tema, su vigesimoséptima conferencia, titulada: La transferen­
cia. El número de la conferencia ya dice bastante: dado que sólo (!) son
veintiocho, es por lo tanto la penúltima, y la transferencia adquiere en
ella, de entrada, un aire de lechuza de Minerva. Durante los dos prime­
ros tercios de la conferencia, nuevamente, no dice ni una palabra sobre
el tema anunciado. El termino mismo está escondido, y no será objeto
de ninguna aclaración en las veintiséis conferencias anteriores. Prim e­
ro se ofrece al descubrimiento el funcionamiento de la “terapia analíti­
ca”, cóm o se trata en ella de “volver conciente lo inconsciente”, si esa
terapia merece ser llamada “causal” o no, el problema llamado clásica­
mente “de la doble inscripción” , las dificultades debidas a las resisten­
cias que se oponen de diversas maneras a los objetivos terapéuticos, el
problem a de la sugestión, cuando de repente Freud exclama, en una
frase nominal hecha a propósito para abrir el apetito: “Y ahora, los
hechos” [Und nun die Tatsache].
¿Qué “hechos”? M isterio. Nuevamente, Freud, que no escatima sus
efectos, previene que a pesar de innegables éxitos, su terapia sufre fra­
casos imprevisibles con ciertas categorías de pacientes:

Esos pacientes, paranoicos, melancólicos, aquejados de demencia pre-


24 A n a to m ía de la tercera persona

coz, permanecen en conjunto impasibles e inmunes contra la terapia


psicoanalítica. ¿Por qué será así? Nos encontramos aquí ante un esta­
do de hecho [Tatsaclie] que no comprendemos3 [...].

Sólo en ese momento aparece un “segundo hecho para el cual


no estábamos de ninguna manera preparados ” .4 A saber que, después
de cierto tiempo, conviene observar que los enfermos, aquéllos a quie­
nes Freud acaba precisamente de llamar “nuestros histéricos y nuestros
obsesivos”, se comportan “hacia nosotros [gegen uns] -e sc rib e - de
una manera muy particular.” Tendremos que esperar todavía alrededor
de cuatro páginas para poder leer la palabra misma:

Llamamos transferencia a este nuevo hecho que tan a regañadientes ad­


mitimos. Creemos que se trata de una transferencia de sentimientos sobre
la persona del médico, pues no nos parece que la situación de la cura avale
el nacimiento de estos últimos.5

El ejemplo genérico que Freud toma entonces para darse a entender es


típico de un repliegue realizado desde el comienzo, y del que será difí­
cil deshacerse luego: “Si se trata de una muchacha o de un hombre
bastante joven entonces sí -p ro sig u e- se podría considerar “nor­
mal” el enamoramiento que parece tener lugar de ella hacia él. Pero -
escribe unos renglones más abajo - si:

[...] esos vínculos tiernos reaparecen siempre, incluso en las condiciones


más desfavorables, con desproporciones francamente grotescas, igualmente
en la mujer ya anciana y hacia el hombre con barba encanecida, aun allí
donde a nuestro juicio no puede tener lugar ninguna atracción, entonces
tenemos que abandonar la idea de un azar perturbador y reconocer que se
trata de un fenómeno relacionado con la naturaleza misma del estar enfer­
mo en lo más íntimo que tiene [dem Wesen des Krankseins selbst im
Innersten].6

3. S. Freud, “Le transfert”, 27a conferencia, in La Transa, n° 8/9, París, marzo de


1986, pág. 50. [Otra traducción al español: S. Freud, “La transferencia”, 27a
conferencia, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XVI,
pág. 398. Hemos optado por traducir directamente del francés cuando algún
argumento se juega con el texto tal como había sido traducido a ese idioma, y
tomamos la traducción existente en Amorrortu ed. en los demás casos. N. de
T.]
4. S. Freud, “La transferencia”, 27a conferencia, op. cit., pág. 399, “eine zweite
Tatsache [...] aufdie wir in keiner Weise vorbereitet waren”, el subrayado es
mío.
5. Ibid., pág. 402.
6. S. Freud, “Le transfert”, 27a conferencia, in La Transa, op. cit., pág. 58. [En
español: “La transferencia”, 27a conferencia, op. cit., pág. 401-402]
L a dup licid a d d e l an a lista 25

Por más inverosímiles que se vuelvan esos vínculos tiernos, y a pesar


del privilegio otorgado a las relaciones heterosexuales gracias a las
cuales conviene de entrada el vocabulario del amor ,7 Freud, con todo,
no evita el asunto por mucho tiempo:

¿Qué ocurre con los pacientes masculinos? Tendríamos derecho a esperar


que en este caso nos sustraeríamos de los enfadosos efectos de la diferen­
cia de sexos y la atracción sexual. Pero no; nuestra respuesta es que no
ocurre nada muy diverso que en el caso de las mujeres. El mismo vínculo
con el médico, la misma sobreestimación de sus cualidades, el mismo
abandono al interés de él y los mismos celos hacia todo cuanto lo rodea en
la vida.

Apenas se ha emplazado esta omnipresencia del amor en el “hecho” de


la transferencia, nos enteramos, en el mismo párrafo, de la existencia
de una forma de transferencia “hostil, o negativa”. Pero cualquier lec­
tor paciente de Freud sabe que la ambivalencia de los sentimientos es
una especie de piedra de toque de su doctrina, y la existencia -tam bién
“fáctica”, supongám oslo- de esa negatividad de sentimientos no pue­
de, bajo su pluma, más que reforzar ese cuadro en el cual transferencia
y am or se confunden. De ahí su decepción de científico cuando se im ­
pone semejante realidad, semejante “hecho” , en una cura con aparien­
cias hasta ese momento casi quirúrgicas:

[...] semejante confesión nos toma por sorpresa; se diría que echa por
tierra nuestros cálculos. ¿Puede ser que hayamos omitido en nuestro plan­
teo los pasos más importantes? .

Y de hecho, a medida que nos adentramos en la experiencia, menos pode­


mos negarnos a esta enmienda vergonzosa para nuestro rigor científico.8

7. Más caricaturesca aún se presenta la introducción al fam oso texto


“Observations sur Г amour de transfert” [“Puntualizaciones sobre el amor de
transferencia”]; “Entre todas las situaciones que se presentan, sólo citaré una,
particularmente bien circunscrita, tanto a causa de su frecuencia y de su im­
portancia real como por el interés teórico que ofrece. Me refiero al caso en que
una paciente (weibliche Patientin), ya sea por medio de transparentes alusio­
nes, ya sea abiertamente, da a entender que, al igual que cualquier simple
mujer mortal (sterbliches Weib), se ha enamorado de su médico-analista
(analysierenden Artz)”, en La technique psychanalytique, París, PUF, 1970,
pág. 116, Trad, al francés de A. Berman revisada. [Otra traducción en español:
“Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, en Trabajos sobre técnica
psicoanalítica, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo
Xll, pág. 163.]
8. “Aber ein solches Gestandnis iiberrascht uns: es wirf't unsere Berechnungen
über den Haufen. Kônnte es sein, dab wirden wichtigsten Posten aus unserem
Ansatz weggelassen haben? Vnd wirklich, je weiter wir in der Erfahrung
26 A n a to m ía de la tercera p ersona

El tono empleado aquí no deja de evocar una amarga decepción que puede
verse en cierta forma de galanteo: alguien, que andaba como especialista
impasible de las cuestiones del amor, se encuentra muy a su pesar enredado
justamente en esos sentimientos que tenía planeado ahorrarse.
Sería fácil multiplicar aquí las citas en las cuales Freud ubica en la
categoría de la sorpresa la aparición de la transferencia. “Fenómeno
inesperado” (en esa 27a conferencia), “untoward event” escribe en in­
glés cuando comenta la transferencia de Anna O. sobre Breuer ,9 “una
complicación inesperada surge ” ,10 confiesa en el momento de presen­
tar el desarrollo de una cura a un “interlocutor imparcial” : con la trans­
ferencia, podríamos creer que surge el perfecto arruina-curas, aquél
que no nos esperábamos.
Y sin embargo, para nuestra sorpresa esta vez, estaría igualmente per­
mitido reunir otras citas que muestren exactamente lo contrario: seme­
jante transferencia no podía no sobrevenir.

[...] un análisis sin transferencia -escribe Freud en la Selbstdarstellung-


es una imposibilidad. No se crea que la engendra el análisis y únicamente
se presenta en él, pues éste sólo la revela y aísla. La transferencia es un
fenómeno humano universal, decide sobre el éxito de cada intervención
médica y aun gobierna en general los vínculos de una persona con su
ambiente humano..

¿Ah, sí? ¿Así de trivial es la cosa? Igualmente, en la introducción de su


artículo “Sobre la dinámica de la transferencia”, escrito y publicado en
1912, Freud no titubea al escribir:

Deseo agregar aquí algunas observaciones que permitirán que se com­


prenda que la transferencia se produce inevitablemente [notwendig] en
una cura psicoanalítica [,..]12

kommen, desto weniger kiinnen wir dieser fü r unsere Wissenchaftlichkeit


beschamenden Korrektur widerstreben.”, S. Freud, “La transferencia”, 27°
conferencia, op. cit., pág. 401.
9. S. Freud, Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, Obras
Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1986, tomo XIV, pág. 11.
10. S. Freud, La question de l'analyse profane [La cuestión del análisis profa­
no ], París, Gallimard, 1985, pág. 97. [Otra traducción al español: ¿Pueden los
legos ejercer el análisis?, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed.,
1988, tomo XX.]
U .S . Freud, Presentación autobiográfica, Obras Completas, Buenos Aires,
Amorrortu ed., 1988, tomo XX, pág. 40.
12. S. Freud, La technique psychanalytique, op cit., pág. 50. [Otra traducción al
español: Sobre la dinámica de la transferencia, Obras Completas, Buenos
Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XII, pág. 97.]
L a d u p lic id a d d e l an a lista 27

Pero entonces, si se reconoce que dicho factor forma parte hasta ese
punto del orden de las cosas, ¿por qué diablos conservar las tonalida­
des de la sorpresa, por qué mezclarlas con tanta constancia (ése es el
caso hasta el final de la obra) con las de la implacable lógica? ¿Nos
estaremos enfrentando, con esta curiosa postura enunciativa de Freud,
a la pareja Cándido-Pangloss, donde uno grita como un descosido frente
a la miseria y la injusticia del mundo para que el otro le despliegue cada
vez con m ayor fuerza las perfectas disposiciones de la A rm onía
preestablecida y sus imperiosas necesidades?

1. 1.1 “Meine Person”

Cuando, por ejemplo, al final de la primera parte del famoso capítulo


VII de La interpretación de los sueños, Freud se ocupa en justificar la
regla fundamental llamada de asociación libre, observa que equivale al
levantam iento de lo que él llam a una representación-m eta, una
Zielvorstellung. El discurso conciente habitual, en efecto, tiende co­
múnmente hacia una representación, animada por cierto “querer-decir”
que, en el mejor de los casos, ordena la secuencia de las frases. Eso es
exactamente lo que Freud les pide a sus pacientes que no hagan, para
privilegiar, por el contrario, la Einfall, la idea lateral e imprevista que
busca atravesarse en el discurso orientado por una meta. Anota, sin
embargo, dos excepciones regulares:

Cuando le pido a un paciente que no reflexione y me diga todo lo que se


le pase por la cabeza [alies Nachdenken fahrenzulassen], planteo en prin­
cipio [ j o halte ich dìe Voraussetzung fest] que no puede dejar que se
vayan [nicht fahrenlassen kahn] las representaciones-meta del tratamien­
to, y considero que debo encontrar una relación entre las cosas en aparien­
cia más inocentes y más fortuitas que podrá decirme sobre su estado. Hay
otra representación-meta que el paciente no sospecha: ist die meiner
Person.n

La antigua traducción francesa de Meyerson es, respecto a esto, fría­


mente (y falsamente) objetiva, contentándose con: “es la persona de su
médico” . Strachey, también muy incómodo, pero más audaz a pesar de

13. S. Freud, L'inteprétation des rêves, París, P.U.F., pág. 452, traducción revisa­
da. Texto alemán: Die Traumdeutung, Studienausgabe, vol. 11, Frankfurt,
Fischer Verlag, 1972, págs. 508-509. [Otra traducción al español: La interpre­
tación de los sueños (segunda parte), Obras Completas, Buenos Aires,
Amorrortu ed., 1988, tomo V, pág. 525.]
28 A n a to m ía de la tercera p ersona

todo, escoge permanecer familiar: one relating to myself . 14 Pronto ve­


remos que no hay prácticamente razón para confundir “la persona del
médico”, “die meiner P erson” y “m yself’.
Esta doble discreción de Freud con respecto al funcionamiento de la
regla fundamental, que por otro lado se supone que no tiene falla, dice
mucho sobre su concepción de la transferencia, al menos en esa época
(pero a lo largo de múltiples reediciones, él no juzgó necesario realizar
el menor retoque al respecto). Por un lado, se reserva el derecho de
recordarle al paciente -y con seguridad aún más a la paciente- que está
allí para un tratamiento, que no conviene que pierda de vista esa repre­
sentación-meta (cuando todas las demás deben por el contrario ser
mantenidas a raya); y, por otro lado, sabe (pero entonces, una vez más,
¿por qué los tonos de sorpresa?), sabe, digo, que ese rnjsmo paciente,
esa misma paciente no dejan de mantener, aunque más no sea sin saber­
lo, pensamientos hacia su persona. Veamos esto con más detalle, si­
guiendo la dirección del método freudiano, que pasa por el caso .15

1.1.2. “Mi capitán”

Por suerte, se han editado las notas cotidianas tomadas por Freud en su
análisis de quien más tarde habría de llamarse “El hombre de las ratas” .
Así que llega el jueves 3 de octubre de 1907, día de la segunda sesión.
Con ocasión de la primera, el día anterior, Freud le comunicó a su pa­
ciente las “dos condiciones principales” del tratamiento: la consigna de
asociación libre, y el hecho de no tomar ninguna decisión importante
mientras duren las sesiones, lo que Freud llama en ese momento (¡en
nuestros días lo tenemos un poco olvidado!) la regla “de abstinencia”.
Ese jueves, acostado en el diván, el que no se llama todavía el hombre
de las ratas se lanza al relato de su encuentro fortuito, con ocasión de
recientes maniobras militares, con un capitán checo de quien precisa de
inmediato que “evidentemente amaba lo cruel” .16 Mientras comían ju n ­
tos, ese capitán se había lanzado a su vez en el relato “de un castigo

14. S. Freud, The interpretation o f Dreams, trad. James Strachey, Penguin Books,
1982, pág. 679. '
15. Sobre este punto, cfr. Jean Allouch, “De la méthode freudienne”, in Freud, et
puis Lacan, París, EPEL, 1993, muy especialmente las páginas 46-56. [En
español: Freud, y después Lacan, Buenos Aires, EDELP, 1994, págs. 45-58]
16. S. Freud, Л propósito de un caso de neurosis obsesiva (el “Hombre de las
Ratas"), Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XIV,
pág. 133.
L a d uplicidad d e l an a lista 29

particularmente terrible, empleado en Oriente” . Ahora sigamos a Freud


al pie de la letra:

Aquí se interrumpe, se pone de pie y me ruega dispensarlo de la pintura de


los detalles. Le aseguro que yo mismo no tengo inclinación alguna por la
crueldad, por cierto que no me gusta martirizarlo, pero que naturalmente
no puedo regalarle nada sobre lo cual yo no posea poder de disposición.

¿Sobre qué dice Freud no tener poder? Sobre el hecho de que lo que se
presentó en la mente de su paciente efectivamente se le presentó. Ahora
bien, se acordó justo el día anterior que cualquier cosa que llegara se
diría ipso facto. Freud marca entonces aquí su retiro de la cortesía y de
la benevolencia que buscarían que se le ahorre al otro cualquier displacer,
juzgándolo conjuntamente “inútil” , y se atiene firmemente a su regla.
Pero, ¿de qué nos enteramos cinco páginas más adelante, siempre en el
relato de esta misma sesión del 3 de octubre? A Freud la cosa le parece
lo bastante importante como para subrayarla él mismo:

En un momento dado, cuando le hago notar que yo mismo no soy cruel,


reacciona llamándome “mi Capitán".'1

En su redacción definitiva del caso, Freud es todavía más explícito:

[...] al final de esta segunda sesión, [el paciente] se comportó como ato­
londrado y confundido. Me dio repetidas veces el trato de “ [mi] Capitán”,
probablemente porque al comienzo de la sesión le había señalado que yo
no era cruel como el capitán N., ni tenía el propósito de martirizarlo inne­
cesariam ente [unnotigerw eise] , 18

Esto no dice nada sobre tormentos eventualmente “útiles” cuya exis­


tencia Freud protegería, o pone muy poca atención, por el contrario, a
la “utilidad” de la crueldad del capitán N..., la misma que ocasiona en el
hombre de las ratas esas violentas sensaciones que Freud describe como
“el horror de un goce ignorado por él mismo”. Como sea, lo esencial
de lo que busco ubicar aquí sobre la transferencia está dado en este
sainete: por una parte, Freud no se toma de ningún modo por el capitán
cruel (y no duda en decírselo a su paciente), quien le contesta de inme-

17. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une analyse [El hombre de las ratas.
Diario de un análisis], Paris, PUF, 1974, pág. 41. [Las ediciones en español
(Amorrortu ed., Tomo X, y Ed. Nueva Visión, Los casos de Sigmund Freud,
tomo 3) no tienen sesiones anteriores al día 10 de octubre.]
18. Id., A propósito de un caso de neurosis obsesiva, op. cit., pág. 135, versión
revisada.
30 A n a to m ía de la tercera persona

diato, y no sin pertinencia, que precisamente él sí lo toma por ese capi­


tán. Y si Freud inscribe de entrada en sus notas esa reacción de su
paciente y la subraya, para luego, en su exposición pública, darle tan
poco misterio, es en efecto porque percibe que esta réplica repetitiva
del hom bre de las ratas es su última palabra.
Esta serie de intercambios introduce mucho mejor a la cuestión de la
transferencia que la historia de la primera paciente que se echó un día al
cuello de Freud declarándole su ardor. La primera respuesta de Freud,
ante la demanda de su paciente de pasar discretamente por alto todas sus
bajezas, se apega a la regla que se había promulgado el día anterior:

Superar sus resistencias -prosigue dirigiéndose siempre a su paciente jus­


to después de haberle dicho que no podía dispensarlo- es una orden [Gebot]
de la cura a la que no podemos sustraernos.I!*

¿Qué diablo impulsa a Freud a emplear aquí la palabra “Gebot”, que


ciertamente no pertenece solamente al lenguaje militar, pero con todo
se encuentra en él? Pues si bien queda excluido también perentoriamente
sustraerse a tal Gebot, bastará con imaginarla como fuente de displacer
para hablar de... ¡suplicio! La respuesta, tranquilamente inexorable, de
Freud (“Lo que se le ocurrió es lo que se le ocurrió, yo no puedo hacer
nada al respecto”) ubica la llegada de los pensamientos a la mente en el
nivel de la llegada de las ratas al ano. Pensemos solamente aquí en el
suplicio de las ratas con este pequeño agregado: las ratas podrían elegir
entre precipitarse dentro el ano del supliciado o huir (o quedarse en el
tarro). De ser sádica, la historia se vuelve escatològica, vagamente in­
decente; le otorga la mayor importancia a la psicología ratil y deja a
nuestro hombre de las ratas exilado de este “goce ignorado por él” . No.
La historia no funciona, no merece su calificativo de sádica (y no tiene
interés para el paciente de Freud) más que si las ratas no tienen opción.
Ningún cuestionamiento deberá realizarse al respecto, so pena de des­
bandada inmediata. Pero el método de asociación libre debe también
ser imposible de frenar, o si no, no es nada.

1.1.3. La martingala infalible de la asociación


libre

No deseo recorrer enteramente ese tópico de la historia del psicoanáli­


sis: ¿cómo llegó Freud a emplazar este método llamado de la “asocia­

19. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une analyse, op. cit., pág. 43.
L a dup licid a d d el a nalista 31

ción libre” , que le permitió abandonar la hipnosis. Sin embargo, debe­


mos regresar a ello para, al iluminarlo de cierta manera, mostrar su
punto de enganche con el desencadenamiento de la transferencia.
Esta sólo se impone en efecto al término de una serie de fracasos suce­
sivos, relacionados todos con la concepción traumática que Freud se
construye entonces con respecto de la etiología de la neurosis. La cosa
comienza con el descubrimiento penoso de los límites bastante estre­
chos de la hipnosis, pero en un movimiento característico del propio
Freud: en un primer momento, se contenta con pensar que no es un
buen hipnotizador, y que otros operan mejor que él. Como siempre, un
caso vendrá a probarle lo fundamentado de las prevenciones que man­
tiene respecto a eso: una de sus pacientes recae regularmente al cabo de
algún tiempo tras cada uno de sus tratamientos hipnóticos, y Freud se
dice que no logra hacerle alcanzar el grado máximo de hipnosis que su
caso requiere, el de sonambulismo con amnesia. Pero Bernheim, por su
parte, gran maestro de la hipnosis, ¡Bernheim seguramente lo lograría!
Y durante el verano de 1889, Freud y su paciente con un nombre tan
prometedor,20 lo bastante acomodada como para hacer el viaje, se van
camino a Nancy. ¡Qué va! El gran Bernheim tropieza también:

Pues bien; Bernheim intentó con ella varias veces [lograr que alcanzara el
nivel de sonambulismo con amnesia], pero no obtuvo más. Me confesó
llanamente que él alcanzaba los grandes éxitos terapéuticos mediante la
sugestión sólo en su práctica hospitalaria, no con sus pacientes priva­
dos.21

A sí que el problema no está completamente del lado de los talentos del


hipnotizador. Por entonces, pasa por el consultorio de Freud cierto nú­
mero de pacientes histéricas a quienes aplica con mayor o menos suerte
algunas sesiones de hipnosis, cuando llega fraulein Elisabeth:

En el caso de la señorita Elisabeth -escribe-, desde el comienzo me pare­


ció verosímil que fuera conciente de las razones de su padecer; que, por lo
tanto, tuviera sólo un secreto, y no un cuerpo extraño en la conciencia.
[...] Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la salvedad de

20. Su verdadero nombre era Anna von Lieben. ¡No es un invento! Inmediata­
mente después del fracaso de Bernheim, Freud la envió también a París a ver
a Charcot. No sabemos si el gran hombre tuvo más éxito que los otros dos...
Cfr. Jacqueline Carroy, Hypnose, suggestion et psychologie [Hipnosis, su­
gestión y psicología], París, PUF, 1991, pág. 187.
21. S. Freud, Presentación autobiográfica, op. cit., pág. 17.
32 A n a to m ía de la tercera persona

servirme de ella más tarde si en el curso de la confesión hubieran de surgir


unas tramas para cuya aclaración no alcanzara su recuerdo.22

Vemos aquí, entonces, a la hipnosis reducida (como la coca en su mo­


mento23 ) al papel de coadyuvante. Ahora bien, con Elisabeth, que es
tan seria, la cosa se resiste firmemente:

“Vea usted -le dice ella [cada vez que él se ve llevado a recurrir a la
hipnosis]- no estoy dormida, no me pueden hipnotizar”,.14

Freud recurre entonces a un procedimiento especial, muy controverti­


do entre los hipnotizadores: toca a su paciente. En la postura delicada
en que ella lo coloca con sus rechazos reiterados, saca su último as y
pone las manos en su frente, siguiendo la técnica que había utilizado
con Miss Lucy:

Así, cuando llegaba al punto en que a la pregunta: “¿Desde cuándo tiene


usted este síntoma?” o “¿A qué se debe eso?”, recibía por respuesta: “Real­
mente no lo sé”, procedía de la siguiente manera: Ponía la mano sobre la
frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía: “Aho­
ra, bajo la presión de mi mano se le ocurrirá. En el instante en que cese la
presión, usted verá ante sí algo, o algo se le pasará por la mente como
súbita ocurrencia, y debe capturarlo. Es lo que buscamos. -Pues bien;
¿qué ha visto o qué se le ha ocurrido?” 25

Pero Elisabeth persevera en su indocilidad, ella que al inicio parecía


poder prescindir de toda hipnosis. Y Freud, quien continúa no conside­
rándose un terapeuta irresistible, se dice que decididamente hay días
buenos y días malos.26 Sin embargo, observó que los fracasos ocurrían
sobre todo cuando Elisabeth estaba de buen humor, mientras que la
imposición de las manos funcionaba siempre cuando estaba de mal
humor. Y además, su buen humor vira al malhumor cuando se muestra

22. Id., Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 154.


23. Sobre este largo y apasionante episodio de Freud y de la coca, referirse al
capítulo de Jean Allouch: “Freud coquera”, Letra por letra, B.uenos Aires,
Edelp, 1993, págs. 25-40.
24. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 160.
25. Ibid., pág. 127. Un pequeño detalle al pasar: cuando la presión cesa es cuando
se espera que se presente la idea. La sucesión se impone de entrada a la
contemporaneidad. Sobre esta práctica del “toque en la frente”, presente en
Liebeault, Bernheim y Noizet (su inventor), ver R. Roussillon, Du baquet de
Mesmer au “baquet" de Freud [de la cubeta de Mesmer a la "cubeta" de
Freud], Paris, PUF, 1992, pág. 103.
26. “Las primeras ocasiones en que apareció esta contumacia acepté interrumpir el
trabajo so pretexto de que el día no era propicio; otra vez sería.”, Ibid., pág. 167.
La dup licid a d d el a nalista 33

refractaria. Freud se encuentra entonces ante una especie de ecuación:


buen humor + rechazo = malhumor. Concluye de ello lo siguiente, que
tiene un gran peso en nuestra balanza:

Me resolví entonces a suponer que el método nunca fracasaba, y que bajo


la presión de mi mano Elisabeth tenía siempre una ocurrencia en la mente
o una imagen ante los ojos, pero 110 todas las veces estaba dispuesta a
comunicármela, sino que intentaba volver a sofocar lo conjurado [...] Pro­
cedí entonces como si estuviera enteramente convencido de la confiabiHdad
de mi técnica. Ya no lo dejé pasar cuando ella aseveraba 110 ocurrírsele
nada. Le aseguraba que por fuerza algo se le había ocurrido; acaso ella 110
le había prestado suficiente atención.27

Se efectúa un salto esencial, y de inmediato Freud lo extiende mucho


más allá de la particularidad del caso:

[...] o bien ella había creído que su ocurrencia no era la pertinente. Y le


decía que esto último no era cosa de su competencia; estaba obligada a
mantener total objetividad y a decir lo que se le pasara por la cabeza,
viniera o no al caso. Por último, que yo sabía con certeza que algo se le
había ocurrido; ella me lo mantenía en secreto, pero nunca se libraría de
sus dolores mientras mantuviera algo en secreto. Mediante ese esforzar
conseguí que realmente ninguna presión resultase ya infructuosa. Me vi
precisado a suponer que había discernido de manera correcta el estado
de la cuestión, y a raíz de este análisis cobré de hecho una confianza
absoluta en mi técnica}*

Esto es muy apropiado para escandalizar a quienquiera que se conten­


tara con ver en ello una inducción errónea, acompañada por una intimi­
dación feroz (“[...] nunca se libraría de sus dolores mientras mantuviera
algo en secreto”), ese “pasaje en el límite” es, sin embargo, una pieza
decisiva del método freudiano .29 ¿Por qué un juicio tan arriesgado, e
incluso tan abiertam ente falso, si sólo se trataba de entenderlo
factualmente?
Es la única salida que Freud encuentra para poner término a la pulseada
que lo vincula con su paciente, al menos en la medida en que él sabe
que este último, fatalmente, se opondrá en algún momento a su terapeu-

21. Ibid., pág. 168.


28. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 168. Los subrayados son
míos.
29. Que volvemos a encontrar sin demasiadas dificultades en la otra afirmación
teórica del mismo periodo: todo sueño es una realización de deseo. Tomado
factualmente, este enunciado parece difícilmente aceptable. Si no olvidamos
su incipit metodológico, en cambio, suena de un modo un poco distinto: si
queremos interpretarlo, entonces sí, todo sueño es una realización de deseo.
34 A na to m ía de la tercera persona

ta por razones tocantes al objeto mismo del procedimiento: la repre­


sión. La resistencia del paciente no puede no ser planteada, correlato
inevitable de la definición de la representación inconsciente como re­
presentación reprimida que, al mismo tiempo, aspira por sí misma a
volverse conciente (es su indispensable costado “rata”), pero ve nueva­
mente rechazado ese destino por la instancia misma que la relegó fuera
de lo conciente, y continúa sin quitarle los ojos de encima.

I. 1. 4 Una regla metodológica

El hallazgo de Freud equivale entonces a abandonar al paciente en


tanto que interlocutor, manteniéndolo al mismo tiempo como hablan­
te. Como Freud le dice claramente a Elisabeth: en lo referente a saber si
lo que ella va a decir tiene o no interés, “esto no era cosa de su compe­
tencia” . Esa brutal descalificación del juicio en aquél o aquélla de quien
se espera la “confesión” es ante todo metodológica en la medida en que
imparte a cada uno el papel que deberá desempeñar en la distribución
de la palabra. Pero, a fin de cuentas, ¿qué es una “regla metodológica”?
Cuando un estudiante se lanza en la resolución de un problema de física
relativo a un sistema determinado, se encuentra en la obligación de
empezar su demostración con estas palabras: “Considero al sistema x
(luego viene una descripción somera del sistema y de sus componen­
tes) como aislado físicamente.” Sin embargo, todo el mundo sabe, em­
pezando por el alumno y su profesor, que ningún sistema está nunca
verdaderamente aislado “físicamente”, aunque más no sea en razón de
la omnipresente gravedad y por el hecho de que necesita “reposar”, de
alguna manera, sobre otra cosa. Y sin embargo, cada vez que se quieren
estudiar las fuerzas en juego dentro de un sistema dado (una construc­
ción metálica, un sistema biela-manivela, etc.), conviene circunscribir­
lo “aislándolo” así, no físicamente, sino metodológicamente. Y no se
trata aquí de una pura flatus vocis pues, a lo largo de la solución del
problema, será necesario, consecuentemente, impedirse traspasar la
circunscripción primera que constituirá entonces ley por el simple he­
cho de haber sido enunciada como tal. La “regla fundamental” del psi­
coanálisis viene en este lugar.
Mientras Freud se toma el pulso (y por lo tanto se busca coadyuvantes)
para saber si va a ganar en la lucha contra las fuerzas de la represión o
no, se encuentra en la postura en que estaba durante su experimenta­
ción sobre la cocaína, cuando medía con el dinamómetro su “forma”
del día, primero sin coca, luego con coca. Esto lo llevó a darse cuenta
L a dup licid a d d e l a nalista 35

de que la coca le permitía volver a alcanzar su forma máxima precisa­


mente cuando no se encontraba en el máximo, pero que, por el contra­
rio, la misma dosis sólo tenía poco efecto cuando ocurría que estaba
naturalmente “en su mejor forma” . El asunto se reduce ahora a un com­
bate entre él (y sus diversos medios técnicos) y su paciente, quien no
puede ser planteado aparte de su patología, como es el caso con bastan­
te frecuencia en medicina. Ahora bien, si el inconsciente es efectiva­
mente lo que Freud imagina entonces al respecto, queda excluido apos­
tarlo todo a la cooperación del paciente. Está claro que es importante,
que sin ella no se hará nada, pero contentarse con ella sería fatal. Por
eso conviene plantear metodológicamente el enunciado de acuerdo con
el cual la palabra del paciente ya no le pertenece. Esto no puede ser
del orden del más o del menos; unas veces le pertenecería, otras veces
no le pertenecería. No. A partir de esto, en el marco de cada una de las
sesiones por venir, el paciente dejará de sopesar en la báscula de lo
verosímil y de la conveniencia lo que se presenta por sí mismo. Esa es
la regla. Que se siga con mayor o menor aplicación no cambiará en
nada su naturaleza de regla.
En el lugar mismo de esa exclusión, al mismo tiempo metodológica y
soberana (soberana por ser metodológica), la transferencia va a surgir
en su doble polaridad, que Freud no deja de atestiguar: primero sorpre­
sa, puesto que si la regla hacía caso omiso del paciente como inter­
locutor, ya no tendría que intervenir en el campo operatorio delimitado
de este modo más de lo que debería hacerlo el paciente bajo el escalpe­
lo del cirujano. Pero también la ausencia de sorpresa, pues este relega-
miento del paciente en el papel de proferir una palabra sin juicio reitera
a su manera la represión, e implica una poderosa reacción. Vista desde
ese ángulo, la regla se presenta en efecto en la misma dirección de la
hipnosis, pues establece (y no demanda, ni exige, ni obliga) que la ac­
tividad de juicio crítico del paciente perderá toda posición “meta”, y
será reducida de entrada al nivel de pensamientos tan cualesquiera como
cualquier otro. Los hipnotizadores no tenían otro objetivo, aunque con
una diferencia, sin embargo; ellos querían hacer callar a esa instancia
crítica, reducirla al silencio en el tiempo mismo de la hipnosis ,30 mien­
tras que F reud le da la p alab ra, co n ten tán d o se con esta b lec er
reglamentariamente que ya no tiene poder sobre el curso mismo de la
palabra, pues está destinada a hundirse en ese flujo.

30. E incluso más allá, como lo piensan todavía hoy los que se espantan de los
poderes de la hipnosis sólo para alojar mejor allí las dulces angustias vincula­
das a la más extrema pasividad...
36 A na to m ía de ia tercera persona

En general, no se pone la atención suficiente a la naturaleza del pacto


que se establece con el enunciado de esta regla, vivida con frecuencia
en nuestros días corno una obligación vacía de sentido (¿quién podría
decir verdaderamente sin reservas lo que le viene a la mente?). Sin
comentar más ese punto por el momento, me contentaré con anotar la
existencia de ese momento curioso, aparentemente paradójico, en que
se le exige expresamente al juicio del paciente que acepte, con toda
conciencia, por lo tanto, una regla que destituye a ese mismo juicio de
sus funciones más propias. ¿Se trata acaso de una nueva forma de ser­
vidumbre voluntaria?
Me apartaré aquí del estricto comentario freudiano en la medida en que
Freud, obstinadamente, sostuvo que la transferencia era ante todo una
producción de la neurosis. Tal fue el caso, por ejerrçplo, en su texto
decisivo Recordar, repetir y reelaborar (1914), donde daba una nueva
definición, técnicamente precisa, de la transferencia: lo que el paciente
no consigue recordar a través del método de la asociación libre -y que,
sin embargo, fiel al impulso del “devenir consciente”, no cesa de aspi­
rar a la expresión- se pone en acto en el marco de la relación de trans­
ferencia entre analista y paciente. El Agieren, que el inglés acting out
traduce lo bastante bien como para que el español y el francés lo hayan
adoptado, aportaba su piedra a la idea freudiana dominante de acuerdo
con la cual la causa de la transferencia debe buscarse en primer lugar
del lado del paciente: lo que él no puede decir (o dar a entender), lo
m uestra ,31 nos gustaría decir a la Wittgenstein. Hasta el punto que la
causa primera de la transferencia parecía deber referirse, una vez más,
a la “naturaleza misma del ser-enfermo en lo más íntimo que tiene” .
Ahora bien, sobre este punto, las opiniones de los freudianos posterio­
res cambiaron suficientemente como para que al menos se tome nota de
ellas.

I. 2. El desarrollo de la transferencia

Durante la vida de Freud, nada muy estridente se escribiría a propósito


de la transferencia; o más exactamente, de la causalidad de la transfe­
rencia, pero las experiencias de unos y otros habrían de modificar, poco

3 1. A cualquier precio que pudiera costarle, a veces. Este valor de la transferencia


fue retomado en Más allá del principio de placer, como uno de los tres enig­
mas que conducirían al concepto freudiano de “repetición” en su vínculo con
el instinto de muerte.
La dup licid a d d e l an a lista 37

después de su desaparición, un lienzo que, durante mucho tiempo, prác­


ticamente no conoció más que su pincel.
En primer lugar, en razón de un hecho muy simple; pero tontamente
insistente: con lo que muy pronto fue llamado la “segunda regla funda­
mental” - la obligación para todo analista de haber emprendido y lleva­
do a buen puerto un análisis en tanto que paciente-, los analistas de la
“segunda generación” tuvieron que escoger los candidatos que adm i­
tían a estos “análisis didácticos” . En los diferentes institutos que se
crearon entonces en el seno de la I.P.A., siempre siguiendo más o me­
nos el modelo del primer instituto de Berlín, estos didactas se preocu­
paron por apartar de entrada a las personalidades demasiado patológi­
cas, tanto del lado de la neurosis como -y aun m ás- del de la psicosis.
Ahora bien, al tomar en análisis a unos individuos que no presentaban
en su comportamiento nada que pudiera considerarse como “neurosis
clínicas”, se toparon con la sorpresa (¡ellos también!) de ver que se
establecían transferencias que no tenían nada que envidiarle, tanto en
su intensidad como en su “capricho” [“fa n ta isie”], a las de los pacien­
tes más trastornados. El argumento de Freud según el cual había que
referir en primer lugar la irrupción de la transferencia a la “naturaleza
misma del estar enfermo en lo más íntimo que tiene”, no se sostenía ya.
La prim era en atreverse a decirlo en voz alta fue Ida Macalpine, en un
artículo bastante esbozado, pero que habría de hacer época, publicado
en 1950 bajo el título: “The Development of Transference ” .32
Su argumentación es simple: la transferencia es desencadenada por la
situación de la cura. El (ya) famoso “marco analítico” se impone como
una version más moderna de la Freud’s che Psychoanalyfische Methode,
de acuerdo con el título mismo del artículo de Freud de 1904, y
M acalpine construye su artículo sobre el esquema, trivial después de
esto entre los partidarios del “marco”, de acuerdo con el cual la frustra­
ción impuesta por el analista produce la regresión, que a su vez desen­
cadena la transferencia, que vuelve por su parte posible el tratamiento.
Primero, ella se toma el cuidado de establecer claramente la ambigüe­
dad de Freud en cuanto a la causalidad de la transferencia ;33 por un

32. Ida Macalpine, “The Development of Transference”, Psychoanalytic Quarterly,


1950, n° 19, págs. 501-539. Este texto sólo fue traducido al francés muy
tardíamente, y publicado en la Revue française de psychanalyse, XXXVI,
1972, 3, págs. 443-474. Por otro lado, desde 1939, Michael Balint había
atraído la atención de la comunidad freudiana sobre esos problemas a través
de sus artículos “On Transference and Counter-Transference” (1939) y “On
the Psychoanalytic Training System” (1947).
33. No es lo menos curioso en este largo texto de Macalpine el hecho de verla
38 A n a to m ía de la tercera p ersona

lado, pone en fila sin esfuerzo las citas donde él da a saber, por ejem­
plo, que “ese carácter particular de Ja transferencia no debe, en conse­
cuencia, atribuírsele al tratamiento, sino que debe imputársele a la neu­
rosis misma del paciente”,34 pero apunta que él sugiere también, llega­
do el caso, que “el analista debe reconocer que el paciente que se ena­
mora es llevado a ello por la situación analítica Ida Macalpine,
por su parte, se erige claramente en la abogada de la segunda posibili­
dad, sobre la cual dice que “Freud no la desarrolló ni la precisó” .
Nos daremos de entrada una idea del tono general del artículo si entra­
mos en conocimiento de los quince puntos que M acalpine termina por
ordenar unos tras otros para dar cuenta de las causas de la transferen­
cia, contentándose con numerarlas para dar una vaga impresión de or­
den:

I) la supresión del mundo objetal; 2) la constancia del entorno; 3) la


rutina inamovible de la ceremonia analítica; 4) la no respuesta del analista
en tanto que repetición de situaciones infantiles; 5) la intemporalidad del
inconsciente; 6) las interpretaciones en un nivel infantil, que favorecen
un comportamiento infantil; 7) el papel del yo reducido a un estado inter­
medio entre el dormir y el sueño (por la regla fundamental); 8) la disminu­
ción de la responsabilidad social (una vez más a causa de la regla); 9) el
elemento mágico de la relación médico-enfermo; 10) la asociación libre,
al liberar las fantasías inconscientes del control conciente; 11) la autori­
dad del analista; 12) la entera simpatía de otro, seguida por la desilusión
y por lo tanto, una vez más, de regresiones; 13) la ilusión de una completa
libertad; 14) una frustración de toda satisfacción que provoca, también en
este caso, la regresión infantil; 15) el analizado se separa cada vez más del
principio de realidad y cae bajo el dominio del principio de placer.

Sus conclusiones, como se sospecha, son más bien francas:

Ya no se puede sostener, porello, que las reacciones del analizado durante


el análisis sobrevengan espontáneamente. Su comportamiento es una res­
puesta a la situación infantil estricta a la que está sometido.35

seguir fielmente, sin pestañear, la “sorpresa” de Freud ante la transferencia:


“Freud, quien tuvo que abrirse un camino paso a paso para crear una técnica
nueva, fue tomado completamente en descampado cuando se encontró por
primera vez con la transferencia, en su nueva técnica.” O también; “Cuando,
para su estupefacción, Freud se encontró con la transferencia en su nueva
técnica [...]” Ida Macalpine, “Le dévéloppement du transfert”, op. cit., págs.
460 y 470.
34. Cita también a Ferenczi y a Rado, que van uniformemente en la misma direc­
ción.
35. Ida Macalpine, op. cit., pág. 464.
La dup licid a d d e l a nalista 39

De ahí su definición de la transferencia: “Una capacidad de adaptarse


til hacer una regresión ” .36 ¿Adaptarse a qué? A la situación de la cura,
al ahora famoso “marco” . Lo más notable, en esta reversión realizada
por Macalpine, le corresponde al lugar que ella le otorga ahora a la
“contratransferencia”.

1. 2. 1. La contratransferencia

La palabra no era nueva. El propio Freud la había empleado bastante


pronto 37 para designar las reacciones del analista. Sin embargo, no le
puso mucha atención, y nada permite imaginar en él una especie de
dialéctica entre la transferencia del paciente y la contratransferencia
del analista. Ahora bien, es precisamente esta veta la que habría de
tomar unos visos de desencadenamiento en los años cincuenta. Esto no
significa que el artículo de M acalpine haya servido ahí de disparador;
más bien fue testigo en un lento movimiento de vuelco. Theodor Reik,
entre otros, ya se daba a conocer desde hacía algún tiempo a través de
sus múltiples publicaciones como alguien que no titubeaba en poner en
juego sus propias reacciones inconscientes durante la sesión, reaccio­
nes que él convertía en el trampolín de sus interpretaciones .38 Dentro
de una veta claramente idéntica, numerosos analistas conocidos en )os
años cincuenta (Donald Winnicott, Margaret Little, Annie Reich, etc.)
buscaron poner de relieve la noción de contratransferencia, y la hicie­
ron pasar de un casi oprobio a un reconocimiento pleno y completo.
El oprobio provenía por supuesto de lo dicho por Freud: si la transfe­
rencia es, en lo esencial, una producción del analizado, conviene no dar
más consistencia a un movimiento ya de suyo bastante incòmodo, res­
pondiéndole con la misma fuerza y en el mismo tono. En esta concep­
ción, se le sup lica al an alista que ponga un freno a cu alquier
contratransferencia eventual, y se espera que su análisis “didáctico” lo
habrá capacitado para ello. A esto, los partidarios de la contratrans­
ferencia responden, con la sensación de tener a su favor una mayor
preocupación por la frescura y la veracidad: oigan, es evidente que el

36.Ibid., pág. 469.


37. Especialmente en su famosa carta a Ferenczi del 6 de octubre de 1910: “[...]
Además, no soy ese superhombre Ya que hemos construido, ni he superado
tampoco la contratransferencia S. Freud-S. Ferenczi, Correspondance,
(1910-1914), París, Calmann-Lévy, 1992, pág. 231.
38. Su obra más famosa desde ese punto de vista sigue siendo: “Listening with the
Third Ear", pero la mayoría de sus demás publicaciones va en el mismo sen­
tido.
40 A n a to m ía de la tercera persona

analista está agitado por sentimientos diversos y variados durante toda


la cura, e incluso es deseable que así sea, en vista del material con el
que se enfrenta y al que se expone. Así que dejemos de practicar la
política del avestruz y otorguémosles a estos sentimientos, a estas emo­
ciones, toda la atención que merecen, al igual que a esas manifestacio­
nes del inconsciente (sueños, lapsus, actos fallidos) que no dejan de
aparecer del lado del analista en su relación con su paciente.
Para dar una imagen un poco exacta de esta reacción que agitó al mun­
dillo psicoanalítico en los años cincuenta y sesenta, sería conveniente
entrar en mil matices, pues cada autor sostenía una concepción singu­
lar, cuando no acababa variando a su vez con el paso del tiempo. La
valorización de la contratransferencia fue realizada sin embargo por
aquellas y aquellos que se sentían o se ponían por su cuenta a sí mismos
un poco al margen de la ortodoxia de la I.P.A., alineada de manera
bastan te q u isq u illo sa sob re el F reud o ficial que re p u d iab a la
contratransferencia. Con algunas importantes sorpresas: Melanie Klein,
por ejemplo, ignoró casi totalmente ese concepto en el conjunto de su
obra. Casi no se lo ve surgir, salvo en sus últimos trabajos sobre Envi­
dia y gratitud, mientras que numerosos kleinianos se contaron entre los
más ansiosos en otorgarle importancia: Bion, por supuesto, pero tam­
bién Money-Kyrle, y aún más el argentino Racker, quien describía a la
contratransferencia como “la Cenicienta de la investigación analítica”,
y llegó hasta él punto de inventar la “neurosis de contratransferencia39 ”.
Para los que apoyaban la “relación de objeto” -B alin t, Fairbairn,
Winnicott, luego Gunthrip y otros m ás-, la contratransferencia cae por
su propio peso, es uno de los constituyentes básicos de la relación ana­
lítica, y no puede no entrar en las interpretaciones llamadas más gene­
ralmente “de transferencia” , claves de la neurosis del mismo nombre, y
por lo tanto del análisis.
No pretendo criticar aquí ni ensalzar esta concepción de una transfe­
rencia en espejo, sino simplemente indicar en qué fue, entre otras co­
sas, una réplica a la indecisión en la que Freud había sabido mantener­
se con respecto a la causa de la transferencia. En todo caso, nunca se
espera que el analista sea activamente, por sí mismo, seductor o sádico;
en pocas palabras, directa y personalmente activo en la eclosión de la
transferencia. El movimiento que había llevado a considerar a la trans-

39. Sobre esta valoración de la contratransferencia entre los kleinianos, сjr. Gerard
Bléandonu, L'école de Melanie Klein [La escuela de Melanie Klein], Paris,
Paidos/Le Centurion^ 1985, págs. 64-70. Sobre las concepciones bastante
extremistas de Racker: “The Meanings and Uses of Countertransference”,
Psychoanalytic Quarterly, n° 26, 1957, págs. 303-357.
La d u p lic id a d d el an a lista 41

ferencia como un dato de la naturaleza humana en su conjunto además


de una producción únicamente de la gran histeria, ese movimiento de­
bía, finalmente, resultar ser decisivo al incluir al analista en el grupo de
aquéllas y aquéllos llamados a transferir.
La noción de contratransferencia implica entonces que el analista no
puede no estar tocado por la transferencia de su paciente, por una parte,
y que reacciona a ella según las mismas vías también inconscientes, por
otra parte. Eso constituye dos puntos muy diferentes. Si aproximada­
mente todos concuerdan sobre el primero (c/r. el extracto de la carta de
Freud a Ferenczi citada supra), difieren sobre el segundo, por un lado,
con los partidarios de la neutralidad analítica, quienes no ven cómo
sacar partido de la contratransferencia, y los partidarios de la implica­
ción. Las curas de pacientes psicóticos habrían de dar, por otro lado,
nacimiento a verdaderas “nuevas técnicas” psicoanalíticas que dedica­
ban la mayor parte de su esfuerzo a esa implicación contratransferencial.
La toma en cuenta de la contratransferencia como elemento dinámico
en la cura reposa sobre la idea de que el analista no ganará nada colo­
cando por un lado la manera en que su persona se encuentra puesta en
escena en la transferencia del paciente, y por el otro... ¿a él mismo?
¿Cómo nombrar este elemento que habla, que sueña, que es afectado,
que se embolsa el dinero y goza de él; en pocas palabras, que conserva
aparentemente cierta autonomía con relación al juego en el cual el pa­
ciente tiende a encerrarlo? ¡Es muy difícil encontrar un nombre apro­
piado para eso! El “analista” no es conveniente, pues es también el
nombre de aquél a quien el paciente pone en escena. ¿“El médico”,
como frecuentemente se arriesga a llamarlo Freud? Eso prácticamente
no mejorará la situación, y generará muy rápidamente incómodas am­
bigüedades. ¿El “ser humano” oculto tras el analista? ¡Cuánta metafí­
sica! Más vale, para apreciar lo que está en juego, darse vuelta hacia
una polém ica susceptible de entregar, a través de los textos que con­
fronta, la postura enunciativa a la que apunta este tipo de cuestión.

1.2.2. Maurice Bouvet y su cura-tipo

Maurice Bouvet no formó parte de esos perturbadores institucionales


que, en una veta abierta en su momento por el ardiente Ferenczi, agita­
ban la bandera de la contratransferencia en la I.P.A. de la postguerra.
M édico de los hospitales psiquiátricos, jefe de clínica, se lanza en el
psicoanálisis durante una época en que todavía era algo excepcional en
Francia, y helo aquí miembro titular de la Société Psychanalytique de
42 A n a to m ía de la tercera p ersona

París en 1948. Miembro de la comisión de enseñanza desde 1949, lue­


go de la dirección de esta misma institución; se encuentra forzosamente
en el centro de las trifulcas que, en 1953, habrían de ver la separación
entre la SPP (a la que perteneció hasta su muerte en 1960, cuando sólo
tenía cuarenta y nueve años) y la Société Française de Psychanalyse,
donde se encontraba Jacques Lacan.40 En 1954, publica en la prestigio­
sa Enciclopédie médico-chirurgicale [Enciclopedia médico-quirúrgi­
ca ] un artículo [40] titulado “La cura-tipo”,41 donde se aboca con toda
su fuerza al siguiente problema: ¿qué hacer de esa divergencia entre el
analista tal como está presentificado en el decir del paciente y esa otra
cosa que por el instante se llama aquí el analista como “él mismo” ? La
suerte en este caso es que a Jacques Lacan también se le encargó escri­
bir, un año más tarde, durante las Pascuas de 1955, un artículo que
habría de resultar crítico con respecto al de Bouvet, titulado “Variantes
de la cura-tipo”, también publicado en la misma Enciclopédie médico-
chirurgicale.42 Esta polémica viene como anillo al dedo para descifrar
unas apuestas que la abundancia de la literatura analítica sobre ese tema
de la transferencia es más tendiente a ahogar.43
El artículo de Bouvet es muy largo (cerca de una centena de páginas), y
queda excluido recordar aquí en detalle los muy numerosos a priori a
través de los cuales delinea una concepción del análisis que le otorga la
mayor importancia al yo (lo que justificará, en la crítica de Lacan, la
amalgama con cierto psicoanálisis estadounidense de la misma época).
Sólo retomaré unos cuantos párrafos, referentes a la transferencia, bas­
tante numerosos, por lo demás. Primero, unas palabras sobre el tono
general, que alimentó sin duda el malhumor de Lacan en su artículo,
donde no cita ni una sola vez el nombre de Bouvet. La simplicidad del
tono, el recordatorio de una parte de la literatura analítica, el recorte

40. Para más detalles, ver el capítulo que Elisabeth Roudinesco le consagró a
Maurice Bouvet: “Maurice Bouvet ou le néo-freudisme à la française”
[“Maurice Bouvet o el neofreudismo a la francesa”], Histoire de la psychanalyse
en France 2 [Historia del psicoanálisis en Francia 2], Paris, Le Seuil, 1986,
págs. 280-287.
4 1 .M aurice Bouvet, “La cure-type” , Enciclopédie m édico-chirurgicale,
“Psychiatrie”, 1954, 37812 A10-A40. Retomado en: Dr. Maurice Bouvet,
Oeuvres psychanalytiques 2 [Obras psicoanaliticas 2], “Résistances,
Transfert” [“Resistencias, Transferencia”], Paris, Payot, 1976, págs. 9-96.
42. Jacques Lacan, “Variantes de la cure-type”, Enciclopédie médico-chirurgicale,
“Psychiatrie”, tomo III, 2-1955, fascículo 37812 CIO. Retomado en: “Varian­
tes de la cura-tipo”, Escritos 1, México, Siglo XXI, 1984, págs. 311-348.
43. A partir de su tercera página, Bouvet cita a Sacha Nacht, quien habría dicho:
“¿La literatura de la transferencia? ¡Pero si es toda la literatura analítica!” M.
Bouvet, “La cure-type”, op. cit., pág. 11.
L a d uplicidad d el a nalista 43

pedagógico, todo participa para darle al trabajo de Bouvet el estilo de


un manual para uso de los estudiantes. El capítulo II, por ejemplo, se
titula “Desarrollo de un análisis”, y presenta los subtítulos sucesivos
siguientes: “Fase inicial del tratamiento. Las primeras entrevistas”, “Dar
un diagnóstico fírme”, “Calcular las posibilidades de éxito de una cura
analítica” , “El análisis en curso”, “La evolución del yo durante el aná­
lisis”, “La transferencia”, “La interpretación”, “Terminación del análi­
sis” , y finalmente, last but not least, “El destete” . Es ésta, por lo menos,
una transmisión en regla de un saber doctamente establecido, de un
saber que habría ganado desde hacía mucho tiempo sus galones univer­
sitarios, y que por ello es apto para alinearse sin dificultades con el
estilo general de las p u blicaciones de la E nciclo pédie m édico-
chirurgicale, tan médica como su nombre lo indicaba sin ambages. Desde
el comienzo, se resalta cierta concepción del análisis:

El analista es un espejo, ciertamente,44 y toma todas las precauciones


necesarias para no reflejarle al sujeto más que la imagen que éste proyecta
sobre él, es decir, las imago parentales en el sentido amplio del término,
que lleva dentro de él mismo y cuyo conjunto constituye el superyo, que
durante el análisis y en la transferencia tenderá a exteriorizar sobre el
operador, encargándole de ese modo que sea una personificación de las
fuerzas represoras.45

Introducida por un verbo con aspecto muy simple (“éste proyecta”) el


concepto de proyección ocupa de inmediato el banquillo de los acusa­
dos, con su curiosa promoción de cierto “operador” (otro nombre para
designar lo que por el momento se presenta solamente como un “él
mismo”). Sin embargo, es necesario remitirse a más de treinta páginas
más adelante para ver de cerca el significado que Bouvet le da a ese
concepto:

Algunas de estas defensas [del Yo], y las más primitivas, tales como la
proyección, acarrean ipso facto una deformación de la manera en que es
posible que el sujeto aprehenda la realidad exterior, pues quien dice pro­
yección dice sustitución de la realidad a secas por la realidad subjetiva,
e imputación de aquélla46 [...]

44. Ese “ciertamente” es por sí solo un buen indicio de la posición enunciativa


adoptada por Bouvet, quien presentará como evidencias simples unas cons­
trucciones que se desprenden de cierta vulgata francesa, ya parcialmente freudo-
lacaníana. Ese “analista-espejo” no es otra cosa, incluso si puede justificarse
con algunas (pocas) citas de Freud.
45. M. Bouvet, Oeuvres psychanalytiques 2, op. cit., pág. 15.
46. Ibid., pág. 43. Los subrayados son míos. Pero Bouvet está muy lejos de
44 A n a to m ía de la tercera p ersona

¡Curiosa, muy curiosa “realidad a secas” ! El realista más impenitente


dudaría en convocarla de este modo, y sólo los partidarios del “sentido
común” la invocan así sin vergüenza. ¿Será ese el caso de Bouvet?
Respuesta inmediata:

Así, el Yo parece definitivamente incapaz de salir de ese círculo vicioso:


débil por estar privado de suficientes aportes de energía instintual, 110
puede tener del mundo más que una imagen que mantiene el arcaísmo de
su estructura, por el hecho mismo de las distorsiones que le hace sufrir a
la realidad, en función de los procedimientos de defensa que le son acce­
sibles, pero aquí precisamente está la salvación; es que en la vida actual,
presente, se encuentran en acción todos los elementos del conflicto que es
responsable de la detención del proceso normal de la evolución. Como
sobrevive disimulado pero activo, partiendo de aquí y ahora, y apoyándo­
nos sobre la realidad actual, nos será posible, sin que intervenga ningún
artificialismo, captar en esta forma viva el conflicto inicial, de tal modo
que pueda ser superado de una manera muy distinta que en la convención
de un conocimiento intelectual.47

¡Así que la realidad “a secas” era la realidad “actual” ! La dicotomía


introducida con esta acepción del concepto de “proyección” impresio­
na entonces por su simplicidad: por una parte, fuerzas arcaicas que
vienen de otro lugar; por la otra, una realidad “actual” hacia la cual con­
vendrá llevar progresivamente a aquél o aquélla a quien cegaban hasta
ese momento sus fuerzas instintuales inconscientes. La definición que
sigue de la transferencia misma se queda claramente dentro de esta línea:

[...] La transferencia, es decir la transformación del significado de una si­


tuación objetivamente caracterizada, en función de la realidad psíquica48 [...]

Nuevamente “realidad psíquica” y “realidad actual” (o en este caso


“objetivamente caracterizada”), resultan encontrarse en exclusión recí­
proca, o al menos lo suficientemente recíproca como para que el analista
tenga un acceso directo a cada una, sea testigo de la divergencia entre
lo que el paciente dice de él y lo que él es, hace, dice en el marco de la
“situación analítica”, también confundida con la situación “actual ” .49

permitir suponer que utiliza una versión personal suya del concepto de pro­
yección. En la página 54, podemos leer: “[Las formas clásicas de resistencia]
son diez; sólo doy la lista como recordatorio, pues su estudio detallado no
agregaría nada a lo esencial de mi demostración y su definición debe haber
sido dada en otro sitio [...].” En la lista de las diez, encontramos, por supuesto,
a la proyección.
47. M. Bouvet, Oeuvres psychanalytiques 2, op. cit., pág. 44.
4 8 .Ibid., pág. 53.
49. “[...] la situación actual, o, dicho de otro modo, la situación analítica [...]”
Ibid., pág. 54.
L a du p licid a d del a nalista 45

Desembocamos aquí, un poco caricaturescamente, en un desdoblamiento


que aísla una de otra a las dos entidades que la transferencia parece
tener que plantear irresistiblemente, y tal como se ubicaron ejemplar­
mente con el sainete del hombre de las ratas, eri el que Freud hacía
saber que él no era el capitán cruel (es conveniente no precipitarse a ver
en eso una denegación), por medio de lo cual el paciente lo consideraba
precisamente como tal, y se lo hacía saber.

I. 2. 3. Sobre algunas variantes

¿Cómo organiza Lacan su réplica, frente a este discurso filosóficamen­


te ingenuo, pero que tiende también a hacer de esa ingenuidad el indi­
cio de una buena ley fundamental en el analista? ¿Cómo se las arregla
para recusar esta dicotomía que ubica al analista en la postura de orde­
nar, por un lado, lo que ocurre con la realidad de su persona, y por el
otro lo que pertenece a las proyecciones patológicas de su paciente, sin
por ello hacer caso omiso de la bifidez propia de la transferencia, sino
inscribiéndose simplemente p or encima de esta división?
Ante los “dilemas en los que se enreda el médico”, el eje de Lacan no es
otro que el de la intersubjetividad: “Esa plataforma [de las “Variantes
de la cura-tipo”] es estrecha -escribe-: consiste toda ella en que una
práctica que se funda sobre la intersubjetividad no puede escapar a sus
leyes cuando, queriendo ser reconocida, invoca sus efectos ” .50 Así
puntúa el fin de cada uno de sus capítulos con una pregunta que volverá
a centrar cada vez más el asunto de la transferencia sobre la persona del
analista. En una frase que ha sido retomada con mucha frecuencia por
sus comentadores, Lacan lanza primero como conclusión de su intro­
ducción la definición siguiente:

[...] un psicoanálisis, tipo o no, es la cura que se espera de un psicoanalis­


ta.51

Un palmo de narices “irónico” (según lo que dice su propio autor) a


toda la paciencia pedagógica de un Bouvet: he aquí la primera inver­
sión importante; lejos de que el psicoanalista se defina como cierto tipo
de “operador” en el marco general de lo que debe ser un “psicoanálisis”,
es él -pero, ¿qué de é l? - el que va a servir como piedra de toque en el
posicionamiento de la singularidad que constituye una cura analítica:

50. J. Lacan, Escritos ¡, op. cit., pág. 317.


51. Ibid.
46 A n a to m ía de la tercera p ersona

[...] será por las solicitaciones ejercidas sobre el hombre real por la ambi­
güedad de esta vía como intentaremos medir, con el efecto que él experi­
menta, la noción que toma de ella. [...] si sigue siendo permanente en esa
práctica particular la cuestión del límite que ha de asignarse a sus varian­
tes, es que no se ve el término donde cesa la ambigüedad.52

En esta misma veta, unas páginas más adelante, Lacan no titubea en


criticar del modo más áspero 53 a uno de los personajes más visibles
dentro de la I.P.A. de esa época: Anna Freud, y su libro El Yo y los
mecanismos de defensa. ¿Por qué un ataque tan frontal por parte de
Lacan? Porque el Yo es concebido por Anna Freud como siendo el
sujeto propiamente dicho, el que resiste en la transferencia y en la cura,
y a quien es importante hacer comprender que él resiste. En esas condi­
ciones, la cura ya sólo puede concebirse como un enfrentamiento entre
dos Yo, de los cuales uno se supone que está más o menos gravemente
alterado en su percepción y en su comprensión de la realidad, mientras
que el otro mantendría con ella relaciones más distendidas y mejor
adaptadas. Si el Yo merece formar de este modo el centro del cuadro,
Lacan concluye su capítulo con una pregunta provocadora: “Para asu­
mir ser la medida de la verdad de todos y cada uno de los sujetos que se
confían a su asistencia, ¿qué debe pues ser el Yo del analista ?” 54 Y
entonces se dirige hacia Ferenczi y la lista de las “consignas” que se le
dan al analista en su artículo titulado “La elasticidad psicoanalítica” :

[...] - reducción de la ecuación personal - lugar segundo del saber - im­


perio que sepa no insistir - bondad sin complacencia - desconfianza de
los altares de beneficencia - única resistencia que atacar: la de la indife­
rencia ( Unglauben) o del demasiado poco para mí (Ablehnung) - aliento
a las expresiones malevolentes - modestia verdadera sobre el propio saber
- en todas estas consignas -concluye Lacan-, ¿no es el Yo el que se borra
para dar lugar al punto-sujeto de la interpretación55?

Ésta es una oportunidad para él de recordar sus estudios anteriores so­


bre “La agresividad en psicoanálisis” y “El estadio del espejo” , y de
resaltar la distinción promovida por él entre el Yo (instancia imagina­
ria, producto del espejo y de la especularidad, principio de desconoci­
miento narcisista), y el sujeto (determinado solamente por'la cadena
significante, y las formaciones del inconsciente que se desprenden de

52.Ibid., pág. 317-318.


53. En 1949, con ocasión de la redacción y la publicación del Estadio del espejo,
tomaba todavía muchas precauciones respecto a ella.
54. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 326.
55.Ibid., pág. 328. Los subrayados son míos.
L a du p licid a d d el a nalista 47

ella). “Así, el Yo -e sc rib e - no es una vez más sino la mitad del sujeto;
y aún así es la que él pierde al encontrarla.” De ahí la punta de su
crítica, que parece concentrarse en el párrafo siguiente:

Con sólo acomodar, en efecto, su punto de mira sobre el objeto cuya ima­
gen es el Yo del sujeto, digamos sobre los rasgos de su carácter, [el analista]
se situará, no menos ingenuamente que lo hace el sujeto mismo, bajo el
efecto de los prestigios de su propio Yo. Y el efecto aquí no se mide tanto
en los espejismos que producen como en la distancia que determinan de
su relación con el objeto.
Pues basta con que sea fija para que el sujeto sepa encontrarlo en ella.
Consecuentemente, entrará en el juego de una connivencia más radical en
la que el modelado del sujeto por el Yo del analista no será sino la coartada
de su narcisismo.56

Bouvet y Lacan concuerdan en un punto nodal en cuanto a la transfe­


rencia, detectado desde nuestro primer abordaje del texto freudiano:
entre el analista y la persona del analista tal como la revela la transfe­
rencia a través de los decires y los comportamientos del paciente, sub­
siste un hiato tanto más irreductible cuanto que no se refiere a la mayor
o menor semejanza de esos dos elementos, sino a una diferencia de
naturaleza. La pequeña escena de la segunda sesión del hombre de las
ratas resulta ahora paradigmática porque puede ayudar a situar los di­
versos elementos que están enjuego en el posicionamiento de una trans­
ferencia: en ese momento, entonces, está el capitán checo (es un ele­
mento discursivo que se supone que posee un referente, y por lo tanto
una realidad considerada -con o sin razó n - como histórica), está Freud
(que, a pesar de mi comentario sobre la regla fundamental, no es ese
capitán cruel), y finalmente -e s la cosa transferencial propiamente di­
cha-, está, por el sólo hecho de la réplica del hombre de las ratas, lo que
llamaremos a partir de ahora “el Capitán Freud”, ese ser mitad pescado
y mitad carne; mitad capitán y mitad Freud.
La argumentación de Bouvet, por su parte, le da enteramente la razón a
Freud cuando éste último se interna en el escenario de la cura que acaba
justamente de construir para decirle a su paciente que no. Bouvet, muy
razonablemente a primera vista, pretende devolverle al pescado lo que
es del pescado, y a la carne lo que es de la carne. No, Freud no es un
capitán cruel; es lo propio de la neurosis del hombre de las ratas ver en
Sigmund Freud una reedición del capitán checo. Aunque Bouvet sugie­
re algo que no se encuentra en el texto de Freud: impulsado por la
preocupación de demostrar a su paciente que proyecta sobre una reali­

se. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 334.


48 A n a to m ía de la tercera persona

dad dada (la de la cura) unos elementos que vienen de otro lugar, desa­
rrolla una concepción tal de la transferencia que su operación equivaldrá,
de una u otra manera, a convencer al paciente que de este modo tomaba
el camino equivocado, que confundía una realidad (psíquica) con otra
realidad (objetiva, racional, actual, “a secas”, etc.)- Para hacer esto,
habrá sido necesario que el analista tenga en su posesión una percep­
ción inmediata y directa de esta “realidad a secas” que sería la de la
cura “fuera de la transferencia”, habría que decir. El “Capitán Freud”
ya no es más que un ser mixto que es por principio siempre posible
disociar, una mezcla de realidad pasada con realidad presente: el capi­
tán (checo) por un lado, Freud (Sigmund) por el otro.57 El vínculo os­
curo que se entramaba entre el suplicio de las ratas y el suplicio de los
pensamientos dándole cuerpo al “Capitán Freud” se desconoce aquí, y
ese “capitán Freud” está condenado a dar muestras de t^nta menos con­
sistencia, a estar tanto más apoyado sobre un puro fenómeno de repeti­
ción, cuanto que entonces hay que darle un lugar a esa voz del analista
que, en el centro mismo de la relación transferencial, vendrá a efectuar
la división entre el capitán y Freud, entre la “persona del analista en la
transferencia” y el analista como... ¿“él mismo”?
Al resaltar el término de intersubjetividad, Lacan prosigue sus avan­
ces, que le hacen distinguir entonces sin descanso “sujeto” y “Yo” . Al
hacer esto, ubica a los dos participantes de la relación analítica sobre el
único y mismo eje de la palabra, y recusa cualquier invocación a una
supuesta “realidad” que habría de dom inar la relación de palabra
instaurada por la cura y su regla fundamental. No es que se trate de
contradecir a Bouvet punto por punto: la aparición del amor de transfe­
rencia “que nada, salvo su producción artificial -escribe Lacan-, dis­
tingue del amor-pasión”,j8 descubre toda una porción de repetición en
la cual el complejo de Edipo, por sólo hablar de él, tiene el papel prin­
cipal. La maniobra interpretativa de Bouvet no es absurda desde todos

57. “[...] el sujeto, bajo la influencia de la interpretación de sus relaciones arcaicas


e irracionales, evoluciona insensiblemente hacia relaciones cada vez- más ra­
cionales con aquél que lo ha curado: racionales, lo cual no quiere decir faltas
de afecto, sino simplemente de verdad objetivas, es decir, admitiendo una
posición afectiva construida a la vez con una aceptación de ciertos vínculos de
gratitud lejana, al mismo tiempo que un desinterés básico; en el fondo, la
relación transferencial se ha transformado progresivamente en esos vínculos
afectivos de buena convivencia, quizás un poco más, que no comprometen ni
atan, pero que dan testimonio de cierta simpatía; “este hombre me hizo un
bien, pero le pagué”, ésta podría ser la manera de formular la terminación
ideal de esa aventura.”, M. Bouvet, Résistances, Transfert, op. cit., pág. 191.
58. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 333. Los subrayados son míos.
L a d u p lic id a d d e l a nalista 49

los puntos de vista a los ojos de Lacan; muy por el contrario; pero del
mismo modo que la única diferencia entre un cilindro y un cono, desde
el punto de vista estrictamente topologico, reside en la existencia o no
de un único punfo cúspide, también la posición teórica de Lacan se
opone violentamente a la de Bouvet en la exacta medida en que niega al
analista cualquier posibilidad de realizar una división capaz de zanjar,
en el centro mismo de la cosa transferencial, entre lo que pertenece a la
pura repetición de un pasado patológicamente activo, y lo que corres­
ponde a la pura actualidad de un presente objetivo y racional. En ese
punto de Arquímedes que Bouvet se daba a sí mismo del modo más
natural del mundo, Lacan sólo lee la ausencia calculable por todos la-
dos. De tal modo que subsiste, a sus ojos, un punto perfectamente enig­
mático con respecto al “Capitán Freud” en la medida en que no le es
dado al analista comparar el “Capitán transferencial” en que se ha con­
vertido y un “él mismo” cualquiera. Ese “él mismo” , entendido aquí
como pura reflexividad especular,59 ya sólo es considerado como un
principio de desconocimiento, no puede ser convocado como aliado
seguro en la operación de la transferencia. Entonces, por más lejos que
se pueda llevar la interpretación de la transferencia en el sentido de una
repetición patógena de acontecimientos infantiles, esta interpretación
nunca podrá pretender haber disociado a la transferencia en sus ele­
mentos constituyentes, que hacen de ella ese ser bifido, pasado/presen­
te, inconsciente/consciente, activo/pasivo, agente de la resistencia/mo­
tor de la cura, etc. En su preocupación central por darle nuevamente
espacio al sujeto, Lacan vuelve a colocar como tema de actualidad a
nuestro “Capitán Freud”, él, que concluyó todo su voluminoso y deci­
sivo seminario sobre la transferencia dirigiéndose a los psicoanalistas
que lo escuchaban con esta frase:

A propósito de quienquiera, pueden hacer la experiencia de saber hasta


dónde se atreverán ustedes a llegar interrogando a un ser, a riesgo de
desaparecer ustedes mismos allí.60

Nada de consistencia particular del psicoanalista por “él mismo” a quien,


en tanto que yo, se le suplica más bien que se haga el muerto, como lo

59. Otros comentarios podrían empujar ese “él mismo” hacia sentidos muy dife­
rentes, como, por ejemplo, podemos entenderlo en la frase, mucho más tardía
en la enseñanza de Lacan: “El analista no se autoriza más que por él mismo”.
Pero en la época de la disputa con Bouvet, reina todavía para Lacan ¡a dimen­
sión de la intersubjetividad.
60. J. Lacan, Le transfert...[La transferencia...], sesión del 21 de junio de 1961.
50 A n a to m ía de la tercera persona

indicaba ya la metáfora de Lacan a propósito de la partida de Bridge


psicoanalítica .61
Es fácil encontrar el eje de esta réplica a Bouvet, de 1955, a lo largo de
ese seminario de 1960-1961, Le transfert dans sa disparité subjective,
sa prétendue situation, ses excursions techniques [La transferencia en
su disparidad subjetiva, su pretendida situación, sus excursiones téc­
nicas]. Sin entrar más en detalle dentro del largo estudio textual que
Lacan hace en ese momento del Banquete de Platón, iré directamente
al blanco mostrando lo esencial de su análisis del personaje de Sócrates.
Alcibíades, embriagado como es debido en un banquete como ése, donde
es conveniente honrar a Baco, pues por él la verdad se abre un camino;
Alcibíades, decíamos, no solamente confiesa su amor por Sócrates, sino
que aspira a que él mismo, Sócrates, produzca una confesión pública
del amor que él le profesa. Y Sócrates no niega -s e moría por el bello
y fogoso A lcibíades-, pero elude repetidamente cualquier declaración
de ese orden. Alcibíades vuelve entonces a la carga: bajo sus aparien­
cias de sátiro, Sócrates oculta la maravilla de las maravillas, unos
agalmata que no tienen igual.
Esta sola palabra, agalma, lanza a Lacan a todo un asunto, central en
nuestra apreciación de la transferencia. Quizás es el tesoro, lajoya, que
se encerrará en una caja para sustraerla a miradas demasiado envidio­
sas, pero también es cierto brillo del objeto susceptible, en el mundo
griego, de atraer y de apaciguar la mirada de los dioses. A los ojos de
Alcibíades, Sócrates es el sitio secreto de los agalmata que explican la
intrepidez de su deseo por ese hombre viejo con aspecto ingrato. Y la
réplica de Sócrates, él, que desde el comienzo se presentó como no
sabiendo nada fuera de las cosas del amor, vuelve a señalarle a
Alcibíades, en la persona del joven Agatón, a quien encierra los agalmata
que en verdad Alcibíades desea tan ardientemente. Ese es el sentido
muy evidente del elogio de Agatón en el cual se lanza a manera de
respuesta a Alcibíades. Pero en ese movimiento de designación del
objeto del deseo, Lacan reconoce entonces el acto interpretativo del
analista mismo, tomando en cuenta la transferencia: el deseado no es
tanto Sócrates y sus supuestos agalmata, sino Agatón, el imbécil feliz,
el encantador joven al que Alcibíades perseguía sin saberlo. Sócrates,
maestro de las cosas del amor, avanza como aquél que sabe eso y se lo
dice al interesado. ¿Entonces podría ser que Alcibíades, por más de­
seoso que esté del bello Agatón, aprecie todavía más ese saber que lo

61. Metáfora desarrollada en la sesión del 8 de marzo de 1961 de ese mismo


seminario de La transferencia...
L a du p licid a d d e l a nalista 51

señala como aquello tras lo cual él corría “sin saberlo” ? ¿El saber
sobre el deseo sería acaso todavía más valioso que el objeto al que
apunta ese mismo deseo? Platón pone todo en escena para no ocultar
nada, pero tiene la prudencia, la eficacia, de no decirlo.

1. 2, 4. La “ambigüedad irreductible ” de la
transferencia

Lacan, por su parte, mantiene su comentario dentro de cierta ambigüe­


dad, machacando con que Sócrates está en este asunto en posición de
analista, lo cual implica una concepción del amor de transferencia don­
de el objeto, una vez más, no corresponde con lo que dice el erastés, el
deseante. Este objeto está efectivamente en otro lugar, y la maniobra de
lu transferencia equivaldría para el analista a volver obvia esta localiza­
ción enmascarada durante mucho tiempo, desplazando de ese modo la
mira del movimiento afectivo, cualquiera fuera su tonalidad. De tal
modo que le ocurre a Lacan que lance frases como: “La presencia del
pasado, tal es la realidad de la transferencia” 62, con la que se podría
creer que lo vemos abundar en el sentido de un Bouvet. Pero la correc­
ción no tarda en llegar. En la misma sesión, pocos minutos más tarde, al
comentar una parte de la enorme literatura analítica sobre el tema, lo
escuchamos decir:

La cuestión permaneció dentro del orden del día, la cuestión de la ambi­


güedad que permanece, que en el estado actual no puede ser reducida por
nada. Esto quiere decir que la transferencia, por más interpretada que
esté, conserva en ella misma una especie de límite irreductible; esto quie­
re decir que en las condiciones centrales, normales del análisis, en las
neurosis, será interpretada sobre la base y con el instrumento de la trans­
ferencia misma, que sólo podrá hacerse con un acento [de diferencia]: es
desde la posición que le da la transferencia desde donde el analista anali­
za, interpreta e interviene sobre la transferencia misma.63

Atento a la circulación de la palabra y a las obligaciones que ésta des­


peja, Lacan no considera en ningún momento desdeñable, sin embargo
este pecadillo, apegado entre todos a este orden que todavía sigue lla­
mando “la intersubjetividad” : el que habla se encuentra situado en su
discurso por lo que dice, y por los numerosos detalles de su enuncia­
ción, pero también por el lugar que le otorga el que lo escucha. Cuando

62. J. Lacan, Le transfert..., sesión del Г de marzo de 1961.


63. Ibid., la misma sesión del Io de marzo de 1961.
52 A n a to m ía de la tercera persona

me dirijo a alguien, no puedo decidir solo el lugar a partir del cual


quiero ser escuchado: ¡cuántas escenas de pareja se envenenan por no
poder tomar en cuenta este dato trágicamente simple! En uno de los
extremos de este desconocimiento, reina la psicosis pasional por exce­
lencia, la erotomania, que casi se define por ignorar este dato: el (la)
erotómano(a) pretende efectivamente decidir solo(a) el lugar enunciativo
a partir del cual su mensaje debe ser percibido. Pero imaginemos, apa­
rentemente a la inversa, a un analista ocupado en intentar convencer a
su paciente, con un tono todo lo calmado y mesurado que se quiera, de
que su impulso transferencial no tiene nada que ver con la situación
presente, viene directamente de la infancia lejana y/o de los bajos fon­
dos de la neurosis, y nos encontraremos ante un caso ejemplar no muy
alejado de la erotomania, que también sabe, llegado el caso, hablar con
un hilito de vaz... U na especie de erotomania negativa, como se habla
a veces de alucinación del mismo nombre.
En este desbordamiento, a primera vista muy inocente, por el cual el
interlocutor se coloca obstinadam ente por encim a del proceso de
interlocución, una violencia potencialmente terrible asoma la nariz. El
movimiento tiene cierta sutileza, pues prácticamente tampoco puedo
contentarme en todos los puntos con la postura enunciativa que el otro
me otorga, y sostener por consiguiente la verdad de unas palabras como
enteramente relativa a la enunciación que las ha producido. Durante el
mismo intercambio, si es algo más quejuguetón, querré subvertir, más
o menos, tal o cual elemento de las convenciones implícitas de partida
de nuestra discusión, querré, con total legitimidad discursiva, llevar al
otro a enfocar las cosas desde un ángulo cercano al mío. Pero si, apo­
yándome sobre esta realidad que hasta el momento yo solamente invo­
caba, tiendo cada vez más a extraerme de la situación de palabra para
conminar a la citada realidad a mantenerse sólo de mi lado; entonces,
genero esa violencia que no había pasado desapercibida para la sagaci­
dad de Jean Paulhan. El ofrecía un esbozo de ello en el pequeño diálo­
go siguiente, atrozmente cotidiano:
A - Desconfía de tal. Es mentiroso.
В - ¿Ah? ¿Te imaginas que miente?
A .- N o me lo imagino. A sí es.
В - Bueno, lo supones.
A - No lo supongo para nada. Es un hecho.
В - Sí, es una idea que tienes tú, es lo que yo quería decir
A - ¡Que no! ¡No es una idea! Es mentiroso.
El tercero presente en este intercambio no es aquí “aquél de quien se
habla” , sino efectivamente la realidad del rasgo mentiroso de ese otro,
L a du p licid a d d el an a lista 53

realidad que, transformada unívocamente en realidad discursiva, esta­


ría entonces encargada de constituir la ley entre los dos interlocutores,
dándole la victoria sin discusión a quien en el juego de las réplicas la
habrá sostenido de manera decisiva. Aquí ya es necesario diferenciar
dos tipos de intercambios de lenguaje.
En uno de ellos (al que calificaremos como “científico” para apresurar
el asunto), dos interlocutores inauguran una serie de réplicas sobre la
base tácita de que se comparte una misma axiomática. Tanto uno como
el otro suscriben, sin siquiera tener que declararlo demasiado, a una
misma batería de enunciados fundamentales, ni verdaderos ni falsos,
en función de los cuales será posible demostrar la verdad subsecuente
de tal o cual enunciado derivado, considerado a partir de eso como un
teorema. Esta situación es más clara en matemáticas que en cualquier
otro lado: si me suscribo a los axiomas geométricos de Euclides, puedo
considerar convencer de la veracidad de cierto número de enunciados a
cualquier interlocutor que adopte esas mismas bases. No podrá jugar
conmigo, ni yo con él, el jueguitoque mostraba Jean Paulhan. En algún
momento, una realidad designada por un elemento de discurso vendrá
a indicar sin discusión donde está lo verdadero. En cambio, si discuto
con alguien que sólo se suscribe a los axiomas de la geometría de
Riemann, cuando yo me sigo ateniendo a la de Euclides, ni siquiera
estaremos de acuerdo sobre el valor de la suma de los ángulos de un
triángulo, y si cada uno considera que sus propios enunciados son más
verdaderos que los del otro, será necesario pronto desenvainar los cu­
chillos o darse la espalda.
Esta situación no es la del régimen habitual de la palabra, para no ha­
blar en lo inmediato del de la cura. Si hablo una lengua natural con
alguien que la comparte, más o menos, conmigo, no puedo partir en
ningún momento de la idea de que comparte también conmigo los enun­
ciados en función de los cuales otros enunciados derivados de los pri­
meros podrán ser considerados como verdaderos. Por el contrario, para
desembocar en semejantes enunciados con respecto a los cuales com­
partiríamos la convicción de que son verdaderos, será necesario, a
costa de un largo trabajo poblado de concesiones diversas, de exclusio­
nes explícitas, etc., remontarnos parcialmente hacia unos “paquetes”
de enunciados considerados conjuntamente como aceptables. Si quiere
ser racional, nuestro acuerdo estará a partir de eso siempre sometido al
riesgo de toparnos con un enunciado que, desde antes de todos los que
y a se han producido, vendría como manzana de la discordia. La prime­
ra consecuencia de este estado de las cosas, de esta incertidumbre esen­
cial sobre el acuerdo, se refiere al estatuto de la “realidad” : nada puede
venir a asegurarme que tal o cual fragmento (perceptivo) de esta “rea-
54 A na to m ia de la tercera persona

lidad” puede entrar a título de argumento discursivo simple e inmedia­


to, pues será interpretado siempre por el que lo utiliza de una manera de
la que no puedo, en el momento mismo en que la acepto, comprobar
que la comparto.
Este problema se encuentra de manera muy simple en las diversas teo­
rías de la información: un canal informativo cualquiera (una báscula,
un voltímetro) no puede dar una información sobre cierto “estado de
las cosas” (un peso, una intensidad), y al mismo tiempo ofrecer la infor­
mación com plem entaria a partir de la cual la información dada es
confiable. Si quiero verificar la fiabilidad de mi báscula o de mi voltí­
metro, me tomaré el tiempo de contrastarlos con la medida patrón, de
ponerlos en contacto con un peso, con una intensidad que ya conozco
de manera muy precisa, y podré entonces verificar que esos instrumen­
tos dan una respuesta confiable. Después realizaré mediciones, nunca
las dos cosas al mismo tiempo. Los músicos, por su parte, no afinan sus
instrumentos en el momento preciso en que lo tocan.
En el juego de la palabra, por el contrario, en ningún momento puedo
contrastar con la medida, correctamente, a mi interlocutor,64 darle mi
“la”, y no existe ningún “la” en la lengua como tal sobre el cual afinarse.

64. Esto sólo es pertinente con respecto a lo que podríamos llamar, con Lacan, el
“saber referencial” (un saber que pretende decir algo sobre el orden local de
cierta realidad exterior a él), opuesto a un “saber textual” que, por su parte, no
se refiere más que a la disposición de las letras en la organización simbólica de
los mensajes (cfr. la Proposición del 9 de octubre, donde esta oposición es
axial). El rébus de transferencia no es, así, el lugar de ninguna flotación, de
ninguna tolerancia en el nivel de la significación. No “mide” nada, de tal
modo que con él, como con el síntoma o con el lapsus, ya no se trata de
información, sino de cifrado. Lacan extrajo de esto una concepción de la ver­
dad -la verdad “habla yo"- que ya no tiene nada que ver con la antigua proble­
mática de la adecuatio. Por ella, la verdad se hace presente, sin que tengamos
que preocuparnos demasiado de lo que ella dice entonces (más bien “tonte­
rías”, hace notar Lacan). Mantener la existencia de ese otro campo de la ver­
dad puede resultar crucial para una práctica como el psicoanálisis -pero no
solamente para ella: los teoremas de incompletud de Godei sólo se alcanzaron
una vez que se despejó (lo hizo David Hilbert, alrededor de 1925) el nivel
estrictamente 'iterai de ciertas escrituras matemáticas, allí donde ya ninguna
verdad referencial estaba en juego, sólo el rigor de una disposición de letras
(Cfr. G. Le Gaufey, L ’incomplétude du symbolique [La incompletud del sim­
bólico], París, EPEL, 1991, págs. 79-119). El problema consiste en que saber
referencial y saber textual no convergen para formar ningún tipo de “saber
general” . Entonces, la verdad sufre un trastorno de identidad, justificado por
su reputación de ser huidiza. Esta distinción se vuelve a encontrar en la opo­
sición interna al concepto de representación: la representación mimètica es
referencial y cede su lugar a una aproximación, la representación política, que
es, por su parte, textual, y por más irónico que uno se ponga sobre esto, en
L a dup licid a d d e l a nalista 55

Me aproximaré, con más o menos fineza, tacto y sensibilidad a lo que


valen los mensajes que él me envía; le tenderé incluso algunas trampas
para calibrar mejor su régimen enunciativo, pero de todos modos me
será necesario aceptar una limitación interna de mi decodificación: nunca
podré asegurarme de que él sabe exactamente lo que yo sé.65 Ahora
bien, la interpretación de un mensaje depende siempre del depósito de
información presente en la recepción. Un ejemplo trivial: se dice de un
objeto que se encuentra en uno de los cuatro cajones presentes. Un
individuo X ya ha abierto los cajones 1 y 2, y sabe que están vacíos.
Otro individuo Y todavía no ha abierto ningún cajón. Estando los dos
presentes, ahora el cajón 3 es abierto: no hay nada. Ante un mismo
hecho, los individuos X y Y no pueden concluir idénticamente. La dife­
rencia de saber presente antes de la experiencia decide el valor que se
deduce de ella.66 Este dato es esencial para cualquier entendimiento de
la transferencia.
Las observaciones de Lacan, tanto en su texto de respuesta a Bouvet
como en las citas que acabamos de ver de su seminario sobre La trans­
ferencia..., y muchas otras consideraciones suyas,67 todo confluye para
designarlo como perfectamente advertido de ese giro típico de la rela­
ción del lenguaje que incluye lo que él mismo llama sin ambages una
“ambigüedad irreductible” . Y en vista de que su concepción de la trans­
ferencia equivale a ordenar a esta última en el único eje de la palabra,
deberíamos concluir de ello que estaba más que enterado de la existen­
cia de un “Capitán Freud”. Ahora bien, en el movimiento mismo que lo
habría de llevar a desplazar, volviendo a nombrarla, la problemática
freudiana de la transferencia, en ese viraje de su enseñanza del comien­
zo de los años sesenta, tropezará de manera ejemplar, nuevamente, como
los demás, sobre esa espina, esa bifidez de la transferencia.

tanto que ciudadano, uno no está “más o menos” representado por su diputa­
do. Uno lo está, punto y se acabó.
65. Suponiendo que efectivamente lo logre en un momento t, todavía tendría que
verificar que sabe que yo lo sé, a falta de lo cual una diferencia decisiva segui­
ría estando enjuego, hipotecándolo todo.
66. De una manera mucho más compleja, por integrar una dinámica ausente en mi
ejemplo, Lacan trató ese problema en su texto “El tiempo lógico y el aserto de
certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, Escritos I, op. cit., págs. 187-
ЮЗ A partir de eso seremos sensibles al hecho de que la diferencia entre las
conclusiones de X y Y en nuestro ejemplo proviene en gran parte de la aplica­
ción del principio lógico llamado del “tercero excluido”, evidente en todo
conjunto finito (es el caso de nuestros cuatro cajones), mucho menos en el
caso de los conjuntos infinitos.
56 A n a to m ía de la tercera persona

I. 3. Los dos tiempos del sujeto supuesto saber

Los hechos son relativamente simples. El término de “sujeto supuesto


saber” surge por primera vez en boca de Lacan el 22 de noviembre de
1961, con ocasión de la segunda sesión del seminario La identifica­
ción, y es de entrada el objeto de una proscripción sin apelación.

[...] hay para nosotros una entidad insostenible. Quiero decir que no po­
demos contentamos de ninguna manera con recurrir a ella, pues es tan
solo una de las formas de lo que yo les denunciaba al final de mi discurso
de la última vez con el nombre de sujeto supuesto saber [...]. Debemos
aprender a prescindir de ese sujeto supuesto saber en todo momento. No
podemos recurrir a él en ningún momento, eso queda excluido [...]

Esta proscripción es muy eficaz para Lacan, en primer lugar porque no


volveremos a encontrar ni una sola vez ese término en el resto de ese
seminario, solamente una vez en el seminario posterior, La angustia, ya
nunca en la sesión sin continuación de los Nombres del Padre, y final­
mente tendremos que esperar a las sesiones finales del seminario si­
guiente, Losfundam entos del psicoanálisis para verlo reaparecer, pero
triunfalmente esta vez, pues servirá, de manera casi inmediatamente
omnipresente, para designar la apuesta misma de la transferencia, y
esto continuará hasta el fin de esa enseñanza en 1980. ¿Por qué esta
aparente salida en falso? No es fácil responder a esa pregunta si quere­
mos despejar lo que se juega textual y doctrinalmente en ese movi­
miento en dos tiempos bien diferenciados. Lo cual supone un retorno
lento y minucioso hacia las condiciones enunciativas que estaban en
juego cada vez.
El seminario anterior a estas primerísimas sesiones de La identifica­
ción no es otro que La transferencia... durante el cual Lacan identifica
al analista con Sócrates, en el momento en que este último le “interpre­
ta” a Alcibíades lo que ocurre con el objeto de su deseo: no él, Sócrates,
y sus invisibles agalmata, sino Agatón, el bello joven. Ni el analista ni
Sócrates son amados “por ellos mismos”. Y, sin embargo, son amados,
eso es innegable. Problema.68

67. Por ejemplo esto, que él lanzaba a su auditorio con ocasión de la sesión del 13
de noviembre de 1957, durante su seminario sobre La relación de objeto'. “Si
se trata en efecto, a propósito de las funciones creativas que ejerce el significante
sobre el significado, de hablar de una manera válida, a saber, no simplemente
hablar de la palabra, sino hablar en el hilo de la palabra, si se puede decir

68. Pascal, discretamente en segundo plano: “[...] Así que uno nunca ama a nadie,
sino solamente a unas cualidades. ¡Ya no hay que burlarse entonces de aqué-
L a dup licid a d d e l an a lista 57

¿Entonces para qué un seminario sobre la identificación? Desde su


introducción, Lacan muestra su insatisfacción por haber dejado la cues­
tión de la transferencia en una especie de impasse:

No sin intención evoco esta referencia [al Protee [Proteo] de Claudel] a


propósito de esta manera como, el año pasado, mi discurso sobre la trans­
ferencia se terminaba en esa imagen de la identificación. Por más que me
esforcé [/"ai eu beau faire], sólo podía hacer algo bello [faire du beau]
para marcar la bañera en donde la transferencia encuentra su límite y su
pivote.69

Tal como lo anuncia ese día, va a dejar las avenidas de lo “bello” por las
del saber, armado -e s en ese momento difícil saber bien por q u é- con
esa ubicación clásicamente central del sujeto que es el cogito cartesia­
no. Aquí es donde hay que frenar y seguir de muy cerca los giros y
requiebros de su argumentación.
De entrada, el “Yo pienso” cartesiano es puesto en relación con el “Yo
miento” de la paradoja de Epiménides el cretense cuando enunciaba:
“Todos los cretenses son mentirosos”, y eso es suficiente para salir del
comentario clásico de las Meditaciones, en el cual Lacan anunció que
no se internaría. ¿Entonces cuál es la “verdad” del Yo pienso compara­
da, dice, con el “torniquete” del Yo m iento? Tres posibilidades se le
presentan:

1. O bien esto querrá decir: yo pienso que pienso, lo cual equivale ц no


hablar absolutamehte de otra cosa que del yo pienso de opinión o de ima­
ginación, el yo pienso como se dice cuando se dice: “yo pienso que ella
me ama” [...]
2. O bien quiere decir: Yo soy un ser pensante, lo cual equivale, por su­
puesto, a trastornar de antemano todo el proceso de lo que apunta justa­
mente a extraer del Yo pienso un estatuto sin prejuicios ni tampoco infa­
tuación a mi existencia.™

Hasta ahora, no podemos más que sorprendernos por estas objeciones,


que en su momento estuvieron dirigidas a Descartes (a demanda suya),
y por las cuales escribió sus Respuestas a las objeciones, que un lector
un poco serio de las Meditaciones no puede no haber leído. A sí que no
se trata de entablar un diálogo con Descartes, y vale la pena anotar eso,

líos que se hacen honrar por cargos y oficios ! Pues no se ama a nadie más que
por sus cualidades prestadas.” Pensées, Lafuma 688: “Qu’est-ce que le moi?”
[“¿Qué es el yo?]. [Hay edición en español: Pascal, Pensamientos, Madrid,
Cátedra.]
69. J. Lacan, L'identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961.
70. Ibidem.
58 A n a to m ía de la tercera persona

pues no se tratará, tanto en esta sesión de seminario como en las si­


guientes, más que de volver a realizar subjetivamente la experiencia
del cogito -com o el propio Descartes invita a hacerlo en su prefacio-
mucho más que de debatir con la tradición escrita que se desprendió de
él, empezando por los comentarios y precisiones del autor. Es cuando
Lacan enuncia una tercera posibilidad de entender el “Yo pienso”, que
va a llevar directamente al sujeto supuesto saber:

Una vez que se señaló esto, resulta que nos encontramos con algo impor­
tante, resulta que nos encontramos con ese nivel, ese tercer término que
hemos destacado a propósito del yo miento, a saber, que se pueda decir:
“yo sé que pienso”, y eso merece por completo atrapar su atención, En
efecto, se trata aquí del soporte de todo lo que cierta fenomenología ha
desarrollado en lo concerniente al sujeto. Y traigo aquí una fórmula que
es aquélla que habremos de retomar las próximas veces; es la siguiente:
aquello con lo que nos enfrentamos, y cómo nos es dado, puesto que
somos psicoanalistas, es decir si se subvierte radicalmente, si se vuelve
imposible ese prejuicio, el más radical... que es el verdadero soporte de
todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el límite
más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del cual
comienza la posibilidad del inconsciente... es que nunca ha habido, den­
tro del linaje filosófico que se desarrolló a partir de las investigaciones
cartesianas llamadas del cogito, que nunca ha habido m is que un solo
sujeto que yo designaré, para terminar, de la siguiente forma: el sujeto
supuesto saber.71

Primera mención de ese sujeto supuesto saber, un sujeto que enuncia­


ría entonces, bajo su “yo pienso” , un “yo sé que pienso” . ¿Es acaso
Descartes, por su parte, tan directamente afirmativo? Nos es permitido
dudarlo cuando sabemos que no identificó en ningún lugar pensam ien­
to y conciencia,12 aunque sea necesario tomar también en cuenta el
hecho de que, para él, no puede haber pensamiento sin conocimiento
inmediato de que hay pensamiento.73 Lacan tiene entonces una justi­
ficación para deslizar aquí bajo los pies de Descartes esta presencia

71 .Ibid.
72. Descartes prácticamente no utiliza el término de “conciencia” en francés. So­
bre ese punto de historia de la filosofía, podemos remitimos ahora a la intro­
ducción de Etienne Balibar al texto de Locke, Identité et difference [Identi­
dad y diferencia], Paris, Le Seuil, col. “Point Essais”, 1998. Allí vuelve a
trazar con precisión los primeros pasos de las palabras “conciencia” y “sí
mismo” , que fueron primero inventos de Pierre Coste, traductor en 1700 del
Essai sur Ventendement humain [Ensayo sobre el entendimiento humano],
para verter la “consciousness” y el “se lf’ de Locke. El “Glosario” al final del
volumen vale la pena, por no hablar del texto de Locke, por fin publicado en
edición bilingüe...
73. “No puede haber ningún pensamiento sobre el cual, en el mismo momento en
L a d u p lic id a d d e l a nalista 59

suya del pensamiento, incluso si sería un exceso identificarla pura y


simplemente con la conciencia tal como han podido entenderla los
cartesianos después de M alebranche y Locke.

I. 3. 1. D escartes vs. Hegel

Otra turbación puede también atrapar al lector de estas líneas del semi­
n ario del 15 de n o v ie m b re de 1961: ¿a qué le llam a L acan
"fenomenología”? Aparentemente, ni se le ocurre remitirse más que a
la Fenomenología del espíritu, o dicho de otro modo, a Hegel:

Tienen ustedes que atender aquí a esa fórmula de la repercusión especial


que, de algún modo, trae con ella su ironía, su cuestionamiento, y noten
que si la remiten a la fenomenología, y especialmente a la fenomenología
hegeliana, la función de ese sujeto supuesto saber adquiere su valor por
ser apreciado en cuanto a la función sincrónica que se despliega en estas
palabras: su presencia siempre ahí, desde el comienzo de la interrogación
fenomenològica, en cierto punto, cierto nudo de la estructura, nos permi­
tirá desprendemos del despliegue diacrònico que se supone que habría de
llevarnos al saber absoluto.74

¿Debemos escuchar en esta condena algo que iría dirigido también a


Husserl, Sartre o M erleau-Ponty? ¿O es mejor no leer en ella más que
un ataque dirigido a ese tema hegeliano central en la Fenomenología:
el del saber absoluto? Inmediatamente después de estas líneas que
acabamos de leer, Lacan prosigue:

Ese mismo saber absoluto, como veremos, a la luz de esta cuestión, ad­
quiere un valor singularmente refutable, pero solamente en lo siguiente,
hoy: detengámonos en plantear esta moción de censura de atribuir ese
supuesto saber, como saber supuesto, a quienquiera, pero sobre todo cui­
démonos de suponerle, subjicere, sujeto alguno al saber. El saber es
intersubjetivo, lo cual no quiere decir que es el saber de todos, sino que es
el saber del Otro, con mayúscula. Y ya hemos planteado que es esencial
mantener al Otro como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar donde nos
esforzamos, desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto.

que está en nosotros, no tengamos un conocimiento actual”, “Réponses aux


quatrièmes objections (de M. Amauld)”, R. Descartes, Oeuvres Philosophiques,
op. cit., vol. 2., pág. 691.
74. J. Lacan, L ’identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961. Cito
largamente para que se sienta el tono en el que Lacan dice las cosas y también
porla tenaz ausencia de cualquier edición pública de este seminario decisivo.
60 A n a to m ía de la tercera p ersona

La sesión del 15 de noviembre se cierra con esto, con esta “moción de


censura” hacia lo que Lacan habrá presentado desde el comienzo como
una conjunción del saber y del pensamiento, o lo que es lo mismo: el
inverso perfecto del inconsciente freudiano que se define por ser una
red de pensamientos sin pensador, sin ninguna conciencia reflexiva. A
partir de esto, el planteamiento parece bastante unívoco, si no es que
simple: puesto que, en su aproximación de la identificación, Lacan pre­
tende aventurarse hacia nada menos que una nueva definición del suje­
to en su relación con el significante (para llevar la cosa inmediatamente
después hasta su relación con el saber), le interesa de paso disipar el
equívoco que reduciría al nuevo sujeto al rango del sujeto hegeliano,
que también es establecido en su relación con el saber, agente histórico
del propio despliegue de su esencia hasta alcanzar ese saber absoluto
por medio del cual se completaría su trayectoria. Hay que proscribir a
ese sujeto supuesto saber, subraya Lacan, para dejarle un sitio claro,
despejarle el espacio necesario al nuevo sujeto que pronto encontrará
por primera vez su definición, al final de la sesión del 6 de diciembre,
apoyándose de manera muy singular sobre un cogito deshegelianizado.
Toda una serie de oposiciones se emplaza entonces: el Otro sigue sien­
do concebido como el “tesoro de los significantes”, pero queda exclui­
do que sea sujeto (el sujeto, por el contrario, determinado como lo está
a partir de esto por el significante situado en el lugar del Otro, el sujeto
está en otra parte). Esos dos no se mezclan y, si le creemos a Lacan,
toda la experiencia analítica está ahí para persuadir de que al mismo
tiempo se implican (no hay sujeto sin Otro y recíprocamente), y se
excluyen (el Otro no es sujeto; el sujeto no es Otro); en pocas palabras:
que lo más importante es diferenciarlos bien, justam ente porque están
estrechamente vinculados. La puesta fuera de la jugada del sujeto su­
puesto saber se inscribe en la necesidad de evitar la confusión al res­
pecto: porque está determinado ante todo p o r el significante, el nuevo
sujeto no se inscribe como tal en el lugar del significante: A. Si, al
contrario, existiera un sujeto en el lugar del Otro, entonces sería nece­
sario llamarlo “sujeto supuesto saber” . Como no es ése el caso, la retó­
rica que actúa en el decir de Lacan es la del “un sujeto expulsa al otro” :
aquél que fue el “prejuicio [...] más radical [...] verdadero soporte de
todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el límite
más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del
cual comienza la posibilidad del inconsciente”, aquél debe ser deste­
rrado con estruendo para dejarle su lugar al nuevo, a ese muy poco ser
que tendrá que contentarse con ser representado por un significante
para otro. Exit el sujeto supuesto saber, remitido sin remilgos a sus
cuarteles filosóficos, para que haga muy pronto su entrada ese sujeto
L a d uplicidad d e l an a lista 61

“representado por un significante para otro significante”, invención


propia de Lacan que él está interesado en enganchar al tiempo más
frágil del cogito, un poco antes del fin de la segunda M editación, cuan­
do ego es garantizado de su existencia, pero nada más, pues la duda
hiperbólica ha barrido con todo el resto.
Sea ahora el otro borde de la fractura que se ha producido de este modo,
más de dos años y medio después, apenas un poco antes del momento
en que ese sujeto supuesto saber iba a efectuar su impresionante come
back (3 de junio de 1964). El conjunto del seminario de ese año debe
tratar cuatro conceptos juzgados fundamentales para el psicoanálisis,
respectivamente: la repetición, el objeto a, la transferencia y la pulsión.
Estos dos últimos temas se mezclan de modo bastante vigoroso en toda
la segunda parte del seminario, pero las cosas se precisan en lo relativo
a nuestra cuestión desde la sesión del 27 de mayo de 1964.
Desde el comienzo, no se trata más que de distinguir al máximo al
sujeto y al Otro,75 como con ocasión de las primeras sesiones de La
identificación, con una precisión completamente nueva ese día: “Lle­
go ahora a las dos operaciones que pretendo articular hoy en la relación
del sujeto con el Otro.” Entonces surge lo que se ha convenido en
llamar el “punzón” [poinçon: punzón, cuño, troquel], que Lacan, de
hecho, introdujo en realidad desde la construcción de su grafo, en sus
dos seminarios anteriores Lasform aciones del inconsciente y El deseo
y su interpretación, grafo retomado a su vez en múltiples ocasiones,
hasta el texto de los Escritos: “Subversión del sujeto y dialéctica del
deseo en el inconsciente freudiano”, y más allá. El punzón, por lo tanto,
no es una novedad de ese día, pero, por un movimiento enunciativo
muy presente a lo largo de sus veintiocho años de seminarios, Lacan
retoma aquí un elemento que ya ha lanzado para volver más complejo
su alcance operacional, tejiendo su red conceptual de una manera a la
vez más estrecha y más abierta al equívoco.
Primero recuerda que ese punzón es efectivamente el que creó en su
escritura de la fantasía (S 0 a) y en su escritura de la pulsión (siempre en
el grafo: S 0 D). Dibuja en el pizarrón cierto recorte del citado punzón,
y prosigue:
Separación
Alienación

75. “Primero [i.e. durante la sesión anterior] acentué la repartición que yo consti­
tuyo oponiendo, con relación a la entrada del inconsciente, a los dos campos
del sujeto y del Otro [...] La relación del sujeto con el Otro se engendra por
entero en un proceso de hiancia [...]”, Sesión del 27 de mayo de 1964.
62 A n a to m ía de la tercera p erso n a

Atengámonos a ese pequeño rombo. Es un borde, un borde que funciona.


Basta con suministrarle una dirección vectorial, aquí en el sentido inverso
a las agujas del reloj [...] La pequeña V de la mitad inferior del rombo,
digamos aquí que es el vel constituido de la primera operación en la que
pretendo suspenderlos durante un instante [...] Se trata del vel de la pri­
mera operación esencial en que se funda el sujeto. [...] no se trata de nada
menos que de esta operación que podemos llamar la alienación.

Entonces Lacan se mostrará muy elocuente en lo concerniente a esta


alienación, distinguiendo entre el vel exhaustivo - “voy aquí o aquí, si
voy aquí, no voy acá, hay que escoger”- , el vel de indiferencia - “voy
para un lado o para el otro, nos da igual, es equivalente”- y finalmente
el que retendrá toda su atención: el vel no exclusivo, allí donde la “elec­
ción no consiste más que en saber si queremos quedarnos con una de
las partes, y la otra desaparecería en todos los casos7, con el ejemplo
princeps muy conocido: “la bolsa o la vida”. Siguiendo ese modelo,
Lacan busca resaltar la disyunción entre el ser y el sentido, donde el
sujeto se encontraría del lado del ser, y el sentido del lado del Otro. Si
escojo el ser (y el sujeto), ambos desaparecen, no tengo nada. Si, en
cambio, escojo el sentido:

El sentido sólo subsiste mermado de esa parte de no-sentido que es, ha­
blando con propiedad, lo que constituye, en la realización del sujeto, el
inconsciente. En otros términos, se encuentra dentro de la naturaleza de
ese sentido, tal como viene a emerger en el campo del Otro, estar eclipsa­
do en una gran parte de su campo por la desaparición del ser, inducida por
la función misma del significante.

No deseo comentar aquí estas líneas; solamente quiero precisar que el


hecho de ubicar así en un mismo lado al sujeto y al ser, y en otro lado al
Otro y al sentido, en vista de que el propio Lacan sólo utiliza en escasas
ocasiones para sí mismo esas categorías hiper filosóficas del ser y del
sentido, es suficiente para señalar a Descartes y su cogito, en una sesión
donde su nombre no es pronunciado ni una vez. Pero ocurre que en el
momento de hablar más sobre la otra vertiente del punzón, se le viene la
hora encima y, aparte de la introducción del concepto de separación -
que hace pareja con el de alienación constituyendo la otra mitad del
“punzón”- , Lacan se contenta con lanzar unas cuantas indicaciones,
remitiendo a la sesión siguiente una explicitación en regla de “esta ope­
ración segunda, que es tan esencial definir como la primera, pues allí es
donde veremos asomar el campo de la transferencia” .
La dificultad está en el Otro, en la medida en que ha quedado fuera de
cuestión considerarlo como sujeto. Cualquier cosa menos eso. Ahora
bien, este Otro a-subjetivo de entrada adquirirá el valor del 0(o)tro
L a d u p lic id a d d e l an a lista 63

participante, en un equívoco tan fundamental como fundador en la en­


señanza de Lacan:

Una falta es, por el sujeto, encontrada en el Otro, en la intimación misma


que el Otro le hace por su discurso. En los intervalos del discurso del Otro
surge, en la experiencia del niño, aquello que es radicalmente localizable
en él: él me dice eso, ¿pero qué quiere de mí?

A través de una sutileza clínica que fue observada con toda justicia,
Lacan de entrada responde a esta pregunta abismal con un rasgo que
llama la atención a la vez por su justeza psicológica y por su fuerza
estructural, tomando en cuenta el empleo que él le da al sacarlo a cola­
ción en ese momento:

El primer objeto que [el niño] le propone a ese deseo parental cuyo objeto
es desconocido, es su propia pérdida: -¿Puede él perderme ? La fantasía
de su muerte, de su desaparición,'es el primer objeto que el sujeto tiene
para poner en juego en esta dialéctica, y lo pone en efecto, lo sabemos por
mil hechos, aunque más no fuera por la anorexia mental. Sabemos tam­
bién que la fantasía de su muerte es esgrimida comúnmente por el niño en
sus relaciones de amor con sus padres. Una falta recubre a la otra [...] Una
falta engendrada en un tiempo precedente es lo que sirve para responder a
la falta suscitada por el tiempo siguiente.

De ahí la importancia, en todo este contexto, del término de aphanisis,


que Lacan retoma de Ernest Jones, para darle un uso diferente, e inclu­
so opuesto, pues se trata aquí de desaparición, de.fading, no del deseo,
sino del sujeto. Sin embargo, sería erróneo dejar de lado aquí una pre­
gunta que se le dirigió a Lacan al final de esa sesión. En primer lugar,
porque cualquiera que tenga la experiencia de un seminario puede sa­
ber que ese tipo de pregunta está en parte perfectamente al costado de
la bacinica, pero en parte (es difícil comprender bien por qué y cómo
cada vez) da de lleno en el blanco. Recordaremos ante todo que a lo
largo de esta sesión Lacan no ha pronunciado ni una sola vez el nombre
de Hegel, cuando Jacques-Allain M iller le pregunta:

Con todo, ¿no quiere usted acaso mostrar que la alienación de un sujeto
que ha recibido la definición por haber nacido adentro, constituido por y
ordenado en un campo que es exterior a él, se distingue radicalmente de la
alienación de una conciencia de sí? En resumen, ¿no hay que compren­
der: Lacan contra Hegel?

Lacan se precipita a darle la razón, contra André Green, quien le habría


dicho justo antes: “ [...]Usted es el hijo de Hegel.” Nunca lo sabremos
realmente, pero pienso que hay que ver, en esta advertencia de una
64 A n a to m ía de la tercera p erso n a

cercanía excesiva a Hegel, el movimiento que mostrará su régimen ple­


no en la sesión siguiente, aunque más no fuera por un pequeño indicio:
Lacan vuelve a recordar la pregunta en estos términos:

Para responder a la pregunta que se me planteó la última vez sobre mi


adhesión a la dialéctica hegeliana [...] me comprometo, si me provocan, a
mostrar que la experiencia efectiva que se inauguró con miras a un saber
absoluto no nos lleva nunca a nada que pudiera, de ningún modo, ilustrar
la visión hegeliana de síntesis sucesivas, a nada que permita incluso que
aparezca la promesa del momento que Hegel vincula oscuramente con ese
estadio, y que alguien ilustró con gracia con el título del Domingo de la
vida -cuando ya ninguna abertura quedaría abierta en el corazón del suje­
to. Es necesario que yo indique de dónde proviene el engaño hegeliano.

Y vuelve a empezar un estudio sobre... el cogito cartesiano, esta vez


para encontrar en él aquello de lo que habría que saber prescindir re­
sueltamente, ese ya citado “engaño hegeliano” . Tras haber vuelto a poner
en la escena y en la montura a un Descartes clásico, presionado para
establecer una certidumbre capaz de servir de piedra angular a todo el
edificio científico que él ambiciona con su mathesis universalis, D es­
cartes, prosigue Lacan, se vio conducido a “realizar una separación
muy particular” ; cierto Descartes va entonces a echarle una mano a
Lacan, quien había prometido la vez anterior echar luz sobre el concep­
to nuevo de separación. De hecho, prácticamente todos los protagonis­
tas están ahora presentes: Descartes, Hegel, el saber, el sujeto, el Otro,
y esta separación que sigue esperando encontrar su régimen.
En pocas líneas, dos puntos de viraje serán sucesivamente y casi apre­
suradamente franqueados: primero Lacan identifica a la certidumbre a
la que apunta y que obtiene Descartes con “la instauración de algo
separado” . ¿Qué es lo que apela aquí a este calificativo? “Separado”
no es una palabra de Descartes. Lacan presenta entonces una especie de
“error” del propio Descartes, vinculado con ese “yo sé que pienso”
percibido a medias con ocasión de la primera mención del sujeto su­
puesto saber:

Cuando Descartes inaugura el concepto de una certidumbre que cabría


por entero en el Yo pienso de la cogitación [...], podríamos decir que su
error consiste en creer que se trata aquí de un saber. Decir que sabe algo
sobre esa certidumbre. No hacer del Yo pienso un simple punto de desva­
necimiento.

¿Verdaderamente cometió Descartes ese “error”? Sí y no, como hemos


podido verlo anteriormente. En efecto, hay una necesaria presencia ante
sí del pensamiento (“no podemos querer una cosa que no percibimos
La d u p lic id a d d el an a lista 65

por el mismo medio por el cual la queremos”), pero eso no se constitu­


ye verdaderamente como un “saber” sobre algo, y especialmente no
sobre la certidumbre producida por el cogito. Ésta toca en efecto con­
juntam ente al pensamiento y al ser, y por lo tanto permanece ajena a ese
saber reflexivo que el pensamiento -y sólo é l- trae aparejado, y sólo
para sí. Se ve entonces que Lacan continúa aquí leyendo algo como el
corazón de la tesis hegeliana en el culmen activo del cogito cartesiano,
por medio de lo cual va a buscar limpiar a este ego cartesiano de su
sobrecarga hegeliana, separando lo más radicalmente que le es posible
el “Yo soy” (del lado del sujeto, del lado de la certidumbre) y el “yo
pienso” (del lado del saber, del lado del Otro76 ). Y aquí ocupa su lugar
un segundo viraje, tan decisivo en el comentario del término de separa­
ción como en la reintroducción, el sorprendente retorno, del sujeto su­
puesto saber:

Pero ocurre que él [Descartes] hizo otra cosa [distinta de hacer del yo
pienso un simple punto de desvanecimiento], que concierne al campo,
que él no nombra, donde están errando todos estos saberes, de los que dijo
que convenía ponerlos en una suspensión radical. Pone el campo de estos
saberes en el nivel de ese más vasto sujeto, el sujeto supuesto saber, Dios.
Ustedes saben que Descartes no pudo hacer otra cosa más que volver a
introducir su presencia. ¡Pero de qué manera tan singular!

El Dios creador de las verdades eternas, que cabe en unas cuantas lí­
neas diseminadas en tres cartas aM ersenne fechadas el 15 de abril, el 6
y el 27 de mayo de 1630, es presentado aquí como lo más separado del
sujeto que puede hacerse, sin dejar de estar, por supuesto, en la relación
más fundamental con él y el saber que puede fabricar. A Lacan, quien
busca desde la última vez dar cuerpo a la noción de separación, este
extraño Dios cartesiano le viene como anillo al dedo para responder a
su apelación ya antigua de sujeto supuesto saber.
Ese Dios habría creado las verdades eternas -entendam os ante todo:
las m atem áticas- como creó el mundo. “A su imagen” , sí, pero mante­
niendo también una diferencia esencial entre El y ese mundo. Contra­
riamente a cierto deslizamiento ontològico,77 que habría pretendido que

76. Lacan le dará continuidad a esta oposición, hasta convertirla en la trama del
cuadrángulo que muestra con ocasión del seminario La lógica de la fantasía,
que ordena repetición, acting-out, pasaje al acto y transferencia a partir de la
oposición negativada: “O no pienso o no soy”.
77. Notablemente apuntado y comentado por Jean-Luc Marion en su libro Sur la
théorie blanche de Descartes [Sobre la teoría blanca de Descartes], París,
PUF, 1988, en su “Livre I: L’analogie perdue, de Suarez à Galilée” [“Libro I:
La analogía perdida, de Suárez a Galileo”].
66 A na to m ía de la tercera persona

el saber riguroso y definitivo de las matemáticas fuera compartido con


Dios mismo. Descartes reafirma una infranqueable trascendencia del
Dios, ya no desde el único punto de vista de la Gracia, sino también
desde el punto de vista del saber: del hecho de que un triángulo tiene
tres lados no nos está permitido concluir que lo mismo ocurre para
Dios. Dios creó los triángulos así, como creó los hombres, sin que sea
posible deducir de ello cualquier cosa en cuanto a su saber. Por más
lejos que se lleve la elaboración del saber de ego, por más garantizado
que esté, no aumentará un ápice el conocimiento que podemos tener de
Dios. Este tiene su saber-su entendim iento-y ego tiene el suyo, y entre
los dos, Descartes no puede concebir más “relación” que la que hay a
sus ojos entre lo finito y lo infinito. Lo cual equivale a decir: ninguna.78
He aquí efectivamente la más estricta separación que pueda concebirse
en el orden del saber.
La construcción de Descartes permite así que planee la idea de un saber
absoluto, no en el sentido hegeliano, sino en el sentido de un saber que
sería el de un sujeto absolutamente fuera del alcance para ego. El
reencuentro con Descartes y la súbita promoción del sujeto supuesto
saber se inscriben así para Lacan dentro de uno de sus virajes esencia­
les: el abandono puro y simple del tema, decisivo durante mucho tiem­
po en él, de la intersubjetividad.

1.3.2. Ultimos destellos de la intersubjetividad

Hemos visto anteriormente el apoyo que este tema le ofrecía a Lacan,


por ejemplo en su diatriba contra Bouvet. Con ocasión de la sesión del
13 de mayo de 1959, durante su seminario El deseo y su interpretación,
todavía se podía escuchar que dijera:

No hay -es un principio que tenernos que mantener como principio de


siempre- sujeto más que para un sujeto.

Y en la sesión siguiente, el 20 de mayo:

78. Descartes se suscribe plenamente a la regla clásica: Finiti ad infinitum nulla


est proportio. Ver también su crítica más que severa contra Galileo en otra
calta a Mersenne, del 11 de octubre de 1638: “Falla en todo lo que él [Galileo]
dice sobre el infinito, por el hecho de que, a pesar de que admite que el espíritu
humano, siendo finito, no es capaz de comprenderlo, no deja de discurrir
sobre él como si lo comprendiera.”
La d u p lic id a d d el an a lista 67

No puede haber otro sujeto más que un sujeto para un sujeto, y, por otro
lado, el sujeto primero no puede instituirse como tal más que como sujeto
que habla, más que como sujeto de la palabra; así que es en tanto el otro
mismo está marcado por las necesidades del lenguaje, en tanto el otro se
instaura no como otro real, sino como otro, como lugar de la articulación
de la palabra, que se hace la primera posición posible de un sujeto como
tal, de un sujeto que puede captarse como sujeto, que se capta como suje­
to en el otro, en tanto que el olio piensa en él como sujeto.

Mientras el orden de la palabra - “plena” o “vacía” , de acuerdo con las


palabras que Lacan tomaba entonces prestadas de H eidegger- domina­
ba la escena analítica a los ojos de Lacan, existía la necesidad, en efec­
to, de que un sujeto fuera el único apto para responder a otro sujeto. En
tanto lugar de la palabra, el Otro era sujeto. A partir del momento en
que la estructura del lenguaje tom aba la delantera a los cam inos
heideggerianos de la palabra, el Otro “como tal” debía vaciarse de toda
cualidad de sujeto, hasta el punto que desde el primer uso proscriptivo
del sujeto supuesto saber, éste último sirve casi como definición para
esta naturaleza subjetiva ambigua del Otro: sujeto, no deja de serlo,
pues gracias a él “yo” habla; pero, al mismo tiempo, no lo es, salvo si
nos hundimos en el “engaño hegeliano”. La suposición viene a decir
sobre él exactamente lo que es. Ante ese “ser” que se impone como la
dimensión misma del sujeto, este Otro, a partir de esto, ni es, ni no es:
todo su “ser” se reduce a la suposición que lo funda, y nada más. La
intersubjetividad no tiene entonces ya por qué ser tan fundamental, a
partir del momento en que ya no hay que ordenar dos sujetos reales
(como el proceso normal de la palabra incitaría a hacerlo), sino un
sujeto real y un sujeto supuesto. Y si ya no es fundamental, entonces ya
no es nada. Una vez claramente ventilado este “engaño hegeliano”,
Lacan, al parecer, ya no encontrará palabras lo bastante duras para con­
denar ese término de intersubjetividad.
Si tuviéramos que detenernos aquí, podríamos pensar que Lacan no
hace más que desplegar más ampliamente lo que había adelantado casi
tres años antes. Sabemos que le hizo muy poco caso siempre a la res­
puesta de Descartes a la segunda79 pregunta de ego, garantizado de su
existencia por el cogito, pero incomodado igualmente por esta misma
existencia: “Pero yo, ¿quién soy? [...] Entonces no soy, precisamente
hablante, más que una cosa que piensa [...]” Y hace surgir entonces la
oposición res cogitans/res extensa, de la que podemos leer la crítica

79. La primera era más ansiógena todavía que la segunda: “Yo soy, yo existo: eso
es seguro, ¿pero por cuánto tiempo?” Meditations, París, Garnier-Flammarion,
1967, vol. 2, pág 418.
68 A n a to m ía de la tercera persona

bastante feroz hecha por Lacan en sus repercusiones psiquiátricas, del


lado de Henri Ey, por ejemplo.80 A Lacan sólo le importa ese momento
de desvanecimiento, de aphanisis de ego, que él lee a pesar de las mon­
tañas de comentarios filosóficos casi mandados a hacer para enmasca­
rarlo. Una vez extirpado el “engaño hegeliano” gracias a la apelación
de sujeto supuesto saber, la certidumbre cartesiana sobre la existencia
de ego viene a apoyar la idea de esta separación que Lacan busca en­
tonces instaurar entre un sujeto presa de una certidumbre sin saber por
un lado, y un Otro, lugar indefinido del saber despojado de toda certi­
dumbre subjetiva, por otro lado. Aunque esta oposición, por más clara
que sea, parece con todo excesiva. Demasiado didáctica para ser hon­
rada, de algún modo.

I. 3. 3. Analista y sujeto supuesto saber: ¿ el


mismo o no ?

La sorpresa - la de los asistentes del seminario ese día, quizás; la nuestra,


en todo caso- no es causada por esa lectura original de las Meditaciones,
que retoma y despliega más delicadamente los datos de la proscripción
de 1961, sino por la frasecita que sigue, lanzada en la misma dirección
de las citas anteriores sobre el Dios creador de las verdades eternas:

Puede parecerles que los llevo lejos del campo de nuestra experiencia, y
sin embargo -lo hago recordar aquí a la vez para disculparme y para man­
tener su atención en el nivel de nuestra experiencia- el sujeto supuesto
saber, en el análisis, es el analista.111

Si tenemos a bien recuperar con respecto a esto cierta ingenuidad (m al­


tratada por años pasados tragándonos ciegamente esa equivalencia), la
frase parece bastante asombrosa. Lacan se apresura, por otro lado, a
agregar, como para amansar a su auditorio:

Tendremos que discutir la próxima vez, a propósito de la función de la


transferencia, cómo es que no tenemos, nosotros, ninguna necesidad de la
idea de un ser perfecto e infinito -¿a quién se le ocurriría atribuirle esas
dimensiones a su analista?- para que se introduzca la función del sujeto
supuesto saber.

80. Al releer “La causalidad psíquica”, por supuesto, pero también si nos detene­
mos en las páginas 514-515 de los Escritos, en las cuales Lacan denunciaba
las concepciones de alucinación derivadas de esa concepción cartesiana de las
cosas del “espíritu”.
81. Siempre en la sesión del 3 de junio de 1964.
L a dup licid a d d el an a lista 69

A partir de la sesión siguiente, tras algunas precisiones rápidas y estric­


tamente introductorias al tema de la transferencia (la contratransferencia
no es más que una manera de “eludir aquello de lo que se trata”, la
transferen cia “fue descubierta antes de F reu d ” , “perfectam ente
articulada” por Platón -v e r el caso Sócrates/Alcibíades-, etc), Lacan
suelta la aserción siguiente, bastante grave a su manera, también:

A partir de que hay en algún lado el sujeto supuesto saber -que les abrevié
hoy en lo alto del pizarrón como S.s.S - hay transferencia.

Nuevamente, la eventualidad de un saber absoluto debe hacerse a un


lado: “Es muy seguro, del conocimiento de todos, que ningún psicoa­
nalista puede pretender representar, ni siquiera de la manera más estre­
cha, un saber absoluto.” ¡Uf! Entonces, ¿qué relación existe, para
terminar, entre ese Dios cartesiano creador de las verdades eternas ex­
purgado de todo “engaño hegeliano”, y el analista? ¿Qué es lo que
ahora autoriza este acercamiento, esta relación que podríamos conside­
rar casi de implicación?82
Nada del orden del saber, pero una nada que proviene del deseo. Lo que
ese Dios sabe, Descartes plantea que él (ego) no lo sabrá nunca; en
cambio, el sentido de lo que ese ego sabrá (que un triángulo tiene tres
lados, que dos más dos son cuatro) sólo será tal porque Dios lo habrá
querido así. Esa voluntad divina es planteada por ego al mismo tiempo
que se desinteresa de ello para obrar a partir de entonces sólo dentro de
las avenidas de un saber egóico que habrá sabido ubicar antes que nada
su verdad última fuera de su propio alcance, en ese Dios absolutamente
separado. Eso es lo que Lacan recupera poniéndolo en la cuenta del
deseo, de ese deseo desconocido (¿inconsciente?) que habrá presidido
ese montaje de saber que es el síntoma, por el cual el analizante viene al
análisis.
Por razones que atañen mucho más a la neurosis que a la cultura circun­
dante (¡aunque también!), quien produce un comportamiento dado con­
sidera que significa algo, sin entender nada de él, salvo que hay allí
algo que entender. “¿Pero qué quiere decir que yo haga sin cesar lo
mismo?” El “¿Qué quiere decir?” inscribe dos cosas al mismo tiempo:
por un lado, puesto que eso “quiere decir” , es que hay significación en
juego, que corresponde potencialmente aú n a mathesis, aun saber; pero
por el otro, al mismo tiempo, es supuesto que ese saber viene de un

82. “La transferencia es impensable si no tomamos su punto de partida en el suje­


to supuesto saber.” Sesión del 17 de junio de 1964.
70 A n a to m ía de la tercera p erso n a

sujeto tan separado como puede serlo el Dios cartesiano, que no se


confunde con el saber de sus criaturas. El “voluntarismo divino” postu­
lado por Descartes (y muy controvertido entre los cartesianos) parece
efectivamente haber sido uno de los asideros (en el sentido alpinista del
término) por los cuales Lacan pudo operar ese sorprendente acerca­
miento del Dios creador de las verdades eternas y del analista en la
cura; su invención del sujeto supuesto saber constituiría la bisagra en­
tre los dos. Podemos convencernos de esto leyendo, en la sesión del 24
de junio de 1964, una apología vibrante sobre el deseo del analista,
“deseo de obtener la diferencia absoluta f...]” .
El beneficio del nuevo apelativo de sujeto supuesto saber es inmediato:
en el lugar de la “transferencia”, fenómeno, hecho de experiencia que
se imponía fenomenològicamente (bajo la forma princeps del amor),
viene una función (el S. s. S.), algo mucho más abstracto a partir de lo
cual se vuelve posible generar los hechos observables, aumentando
notablemente de esta manera su inteligibilidad. A sí ocurre con el amor
de transferencia, que puede dejar de ocupar el prim er plano de la esce­
na con tanta naturalidad, puesto que adquiere de entrada el rango de
efecto.83 Al mismo tiempo, también, vendrán con mucha mayor clari­
dad algunas precisiones (importantes con relación a lo que puede verse
en el debate con Bouvet):

[...] la transferencia no es, por su naturaleza, la sombra de algo que hubie­


ra sido vivido antes. [...] No es repetición de lo que pasó más que por ser
de la misma forma. No es ectopia. No es sombra de los antiguos engaños del
amor. Es aislamiento en lo actual de su funcionamiento puro de engaño.

Más tarde, Lacan jugará con cierta fortuna vinculada con la apelación,
y declinará a este sujeto tanto del lado del saber -hay un saber (por
ejemplo en el síntoma), y a ese saber le es supuesto un sujeto que detenta
su significación-, como del lado del sujeto -h ay un sujeto (el analista)
del que es supuesto que oculta un saber (en relación con la significa­
ción desconocida)-. E sapalabra de tres términos: sujeto/supuesto/sa­
ber se lee como bustrófedon.
A pesar del enorme número de citas que sería posible reunir con res­
pecto a la evolución de ese concepto a lo largo de esos dieciséis años de

83. “[...] el sujeto es supuesto saber de solamente ser sujeto de deseo. ¿Pero qué
pasa? Pasa lo que se llama en su aparición el más común efecto de transferen­
cia. Ese efecto es el amor.” Siempre el 17 de junio de 1964. “Sólo ahí puede
surgir la significación de un amor sin límite, porque está fuera de los límites
de la ley dice el 24 de junio de 1964, como conclusión última del semi­
nario de ese año.
La dup licid a d d e l an a lista 71

vida activa que conoció en la enseñanza de Jacques Lacan, estudiaré


ahora una sola etapa, aquella en la que Lacan produjo, con la ayuda de
algunos de los términos de su “álgebra” , una escritura del sujeto su­
puesto saber, que luego acostumbrado a llamar el “algoritmo de la trans­
ferencia”. Esta escritura aparece en un texto de 1967 conocido con el
título de: “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista
de la escuela” .

I. 3. 4. Lectura del “algoritmo ” de la


transferencia

Encontramos allí el cifrado siguiente, que Lacan prácticamente no


retomó luego, paro que insertó en su decisiva Proposición sobre el
psicoanalista de la escuela:
S — --------------------------> Sci
J Í S ' . S 2,
La letra “S”, mayúscula, designa como frecuentemente en Lacan a un
significante, la pequeña “q” colocada como exponente sobre la segun­
da S debe leerse como “cualquiera” . “S‘>” : “un significante cualquiera” .
“s '\ a su vez, debe leerse en su equívoco, habitual también en Lacan,
para designar a veces al significado, y a veces al sujeto (cierto estado,
al menos, del sujeto). De tal modo que si se desdeñan por un momento
los paréntesis visibles en el denominador, podríamos creer que estamos
leyendo la definición del sujeto tal como apareció la primera vez el 6 de
diciembre de 1961 : el significante (en este caso: S) representa al sujeto
(aquí: s) para otro significante (S4, el significante llamado aquí, por
razones sobre las que regresaremos, “cualquiera”).
He aquí ahora la descripción que Lacan da de lo que se muestra a la
lectura bajo la barra:

Bajo la barra, pero reducida al palmo suponedor del primer significante:


la .? representa al sujeto que resulta al implicar en el paréntesis al saber,
supuesto presente, de los significantes en el inconsciente, significación
que ocupa el lugar del referente todavía latente en esa relación tercera
que lo adjunta a la pareja significante-significado.*4

84. El subrayado es mío.


72 A n a to m ía de la tercera p ersona

La poco usuai palabra “palmo”85 viene a cuestionar a la “S” , llamada


también “significante de la transferencia” . Nada en el texto que antece­
de viene a fijar la significación de semejante expresión, y por el instan­
te es necesario contentarse con cierta indeterminación de algunos tér­
minos. Por otro lado, el solo hecho de plantear esa “S” abre la posibili­
dad de la barra y de su denominador con, al mismo tiempo, un sujeto y
un saber que le es “adyacente”. Como la buena filosofía, la lectura es
ante todo hija de la penuria: en lo concerniente a las relaciones, tan
valiosas, entre el sujeto y el saber en la escritura del sujeto supuesto
saber, no está permitido echarse al buche, por el momento, más que
esta pobre palabra, “adyacente” , “situado en la inmediación o proximi­
dad de otra cosa”, ésos son los sinónimos que aporta el Diccionario de
la Real Academia. El sujeto se encuentra entonces flanqueado por un
saber que, por su parte, está estrictamente compuesto por significantes,
en un número indefinido, y encerrados entre paréntesis.
Como ocurre con frecuencia con Lacan (del mismo modo que, curiosa­
mente, cuando nos enfrentamos a un texto escrito en un idioma extran­
jero), la cuestión de la comprensión es primero gramatical, en razón de
los vínculos que se deslizan sobre este terreno: ¿la palabra “significa­
ción” debe entenderse aquí como en aposición con la palabra “saber”
que la antecede? ¿No sería más bien la palabra “significantes” la que se
trata de retomar? ¿O quizás es la “s” la que conviene, mejor ubicada
desde el punto de vista musical, puesto que viene justo después de los
dos puntos, y abre la serie de las aposiciones? Es notable, al menos en
lo referente al estilo de Jacques Lacan, partidario de cierto rigor simbó­
lico, que sea necesario con mucha frecuencia pasar por el sentido para
despejar los equívocos de la gramática. En general, es más bien al con­
trario: la gramática sirve para despejar los equívocos del sentido.
De hecho, solamente la lectura de una primera escritura de este texto -
anterior por unos cuantos m eses- permite despejar más o menos el
equívoco. En el tiempo en que Lacan comenzaba a acercarse a la escri­
tura misma de su algoritmo, y apartaba una vez más de su camino la
posibilidad de una intersubjetividad cualquiera, escribía:

Dos sujetos no están impuestos por la suposición de un sujeto, sino sola­


mente un significante que representa para otro cualquiera la suposición
de un saber como adyacente a un significado, o sea un saber tomado en su
significación.86

85. “Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la
mano extendida y abierta”, Diccionario de la Real Academia, pág. 1509.
86. J. Lacan, Proposition..., Primera versión, Analytica, vol. 8, abril de 1978. [En
L a duplicidad del a nalista 73

De este modo, es necesario leer en la formula del texto definitivo, tan


parca que se vuelve opaca, que ese saber de los “significantes en el
inconsciente” adquiere un valor de significación en tanto (en la medida
en que) un significado-sujeto le es “adyacente” . Por lo que se inscribe
en efecto lo esencial de lo que quiere significar la expresión sujeto
supuesto saber: que a la pregunta dirigida sobre un comportamiento
cualquiera - “¿y que quiere decir eso?”- se le suponga que hay uno que
detenta la significación de ese saber. En ese puro movimiento de supo­
sición, dicha significación se constituye “en reserva”, adquiriendo el
rango de “referente aún latente” . Y ese texto primero, mucho más claro
sobre numerosos puntos, prosigue:

El analista no tiene otro recurso más que colocarse en el nivel de la s de la


pura significación del saber [...]

Ese “saber tomado en su significación” , que habrá sido necesario ir a


pescar en una versión anterior, revela lo esencial: si un saber, siempre
concebido como concatenación de significantes, permanece inserto en
un sujeto (“s”, vuelto posible a su vez por la puesta en movimiento de
una cadena significante manifiesta S —» Sq), habrá transferencia. Y la
estrategia del analista equivaldrá a “colocarse” en ese nivel... Por medio
de lo cual regresa la pregunta del inicio, con la que ya nos topamos con la
traducción del “die meiner P e r s o n ¿qué relación cabe concebir entre el
analista que continuaremos calificando aquí como “él mismo” y el analista
tal como es fabricado por la transferencia, en este caso la “s” minúscula
que produce un “saber tomado en su significación”? Las líneas inmedia­
tamente consecutivas a la cita atacan ese problema de frente:

Vemos que si el psicoanálisis consiste en el mantenimiento de una situa­


ción convenida entre dos participantes, que se plantean en ella como el
psicoanalizante y el psicoanalista, tal situación no podría desarrollarse
más que al precio del constituyente temario que es el significante intro­
ducido en el discurso que se instaura allí, el que se llama el sujeto supues­
to saber, formación, a su vez, no de artificio sino de veta, como despren­
dida del psicoanalizante.
Tenemos que ver lo que califica al psicoanalista para responder a esta
situación de la que vemos que no envuelve a su persona. No solamente el
sujeto supuesto saber no es real en efecto, sino que además no es necesa­
rio en absoluto que el sujeto activo en la coyuntura, el psicoanalizante
(único que habla primero) se lo imponga [...]

español: “Proposición...”, Ornicar?, № 1, págs. 11-40, Barcelona, Ed. Petrel,


1981.]
74 A n a to m ía de la tercera persona

Lo que nos importa aquí es el psicoanalista, en su relación con el saber


del sujeto supuesto, no segunda sino directa. Está claro que del saber
supuesto él no sabe nada. El S4 del primer renglón no tiene nada que hacer
con las S en cadena del segundo, y no puede toparse con ellas más que por
encuentro 87.

Contrariamente a las afirmaciones por las cuales Lacan inicialmente


había introducido sus palabras en 1964 (“[...] el sujeto supuesto saber,
en el análisis, es el analista”), se ve empujado ahora a distinguir entre
ese sujeto supuesto sab er-q u e preside la eclosión de una transferencia
a partir de esta “adyacencia” de un saber (las S 1, S2, Sn) y de un sujeto
(la “s” minúscula en itálicas), ambos igualmente supuestos, lo que está
señalado sin ambigüedades por su posición en el denominador en la
escritura del algoritm o- y lo que, en estas líneas, se llama “el analista” .
La simple identificación del verbo ser ya no conviene para entablar el
vínculo entre esos dos. El sujeto supuesto saber es aquí claramente
señalado como “constituyente ternario”, hasta el punto en que puede
plantearse claramente, para terminar, la cuestión de la “relación” que
ese “psicoanalista” mantiene con el saber de ese sujeto supuesto, rela­
ción “no segunda, sino directa”.
Ultima precisión que debemos recordar: mientras que la palabra “per­
sona” no es en Lacan de un empleo frecuente, muy por el contrario, y
no llega nunca al concepto (excepto en su tesis de 1932, que se desplie­
ga en otro contexto), la vemos desempeñar aquí un papel de primera
importancia: la situación transferencial del analista “no envuelve a su
persona” . En suma, éste último lleva una vida independiente de la del
sujeto supuesto saber. Por otra parte, tenemos la prueba de ello: en
general al analizante le toma cierto tiempo antes de “imponérselo”,
antes de imponerle ese encargo. Ya no queda posibilidad de duda: no
solamente hay en efecto tres protagonistas, sino que ahora cada uno
porta un nombre que le pertenece: el analizante, el analista y el sujeto
supuesto saber. Claro está que, los dos últimos presentan un alto grado
de intrincamiento. Distinguir hasta ese punto -nom inalm ente- a la per­
sona del analista del personaje encarnado por él en el análisis: ¿acaso
eso no equivaldría, una vez más, a darle cuerpo peligrosamente a unas
concepciones a la Bouvet? ¿Hemos avanzado verdaderamente en el
posicionamiento de la cuestión desde el firme titubeo de Freud?

87. Todas las itálicas son mías.


L a du p licid a d d el a nalista 75

1.4. ¿Dónde está el problema?

No hay necesidad alguna de haber pasado años sobre un diván o con la


nariz pegada a obras eruditas para comprender la situación descrita
aquí: un individuo, el “psicoanalista”, se presta a un juego particular,
que existe en todas partes y que se encuentra en el cimiento de la mayo­
ría de las relaciones humanas. ¿Quién no ha tenido que enfrentar en
efecto el sentimiento de ser tomado, en tal o cual situación, por un
personaje al que uno se siente ajeno? Cuando alguien se ve confronta­
do a una parte de su reputación, aunque reconociera en ella alguna
verdad, podemos apostar que el sentimiento predominante será el de la
extrafleza. Se excava una divergencia entre el personaje público produ­
cido en tal o cual situación y la percepción que cada uno tiene de sí
mismo.
Así que no es privativo del psicoanalista en funciones en una transfe­
rencia el hecho de conocer semejante jaloneo (solamente eventual, pues
hay que saber también no desdeñar, por lo mismo, un acuerdo de entra­
da igualmente sospechoso entre esta imagen transferencial y ese maldi­
to “él mismo” que no logramos ahorrarnos). La singularidad de su po­
sición se debe por completo al hecho de que, lejos de soportar el fenó­
meno como todo el mundo, el analista tiene que estar advertido de su
producción hasta el punto de que, lejos de oponerse a la “imposición”
que de este modo le inflige su paciente, o de aceptarla plenamente, se
esfuerza en mantenerse al respecto en una neutralidad tan grande como
pueda hacerlo.

1.4.1. La neutralidad

Esa palabra, “neutralidad”, hizo fluir mucha tinta freudiana. Todavía


recientemente, el director actual del Psychoanalytic Quarterly publi­
caba en esa revista un artículo titulado “The perils of Neutrality”,88 en
el cual se bate contra ese concepto:

El concepto de neutralidad analítica se ha convertido en un fardo porque


nos alienta a perpetuar ciertas ilusiones estrechas sobre el papel del analista
en el proceso analítico.89

88. Owen Renik, “The perils ofNeutrality” , Psychoanalytic Quarterly, LXV, 1996,
págs. 495-517.
89. Ibid., pág. 496.
76 A n a to m ía de la tercera p ersona

A través de algunas frases llenas de sentido común, Renik muestra sin


dificultad que apenas ha hecho o dicho algo, el analista se ha separado
de su “neutralidad” . Concluye: “ ¡Dicho de otro modo, la única manera
en que el analista podría ser neutro sería no hacer nada!” ¿Cómo en­
tiende esa palabra compleja para llegar a un juicio tan categórico sobre
ella, cuando tantos freudianos no pudieron ver claro? No lo remite, a lo
largo de todo su artículo, más que a un sola cosa, muy específica del
psicoanálisis estadounidense de hoy: los conflictos del paciente. A pe­
nas interviene el analista en el seno de estos conflictos para plantear
preguntas, subrayar callejones sin salida, interrogar convicciones, etc.,
no puede no tomar partido, aunque sea poco (y podemos saber que ese
“poco” es lo que se escucha quizás mejor en la situación de la cura). En
ese sentido, Renik tiene razón, sin discusión. Por otra parte, no lo ve­
mos ni una sola vez darle consistencia al personaje que él encarna en su
relato del caso. Por más juiciosas que puedan parecer algunas de sus
intervenciones -especialm ente cuando se opone directamente a ciertas
convicciones que la paciente sostenía respecto a sus padres- nunca lo
sorprendemos atento a lo que en Lacan se llama esa “imposición”90
transferencial. En un momento de la cura, por ejemplo, Renik conside­
ra que la relación de su paciente con su novio merece ser interrogada
claramente, en vista del poco caso que ese novio parece hacerle.

La interrogué en ese sentido -escribe-, Diane [es el nombre de su pacien­


te] se sintió criticada y traicionada por mí. ¿Por qué tomaba yo partido por
su novio? ¿Era yo sexista? ¿Estaba sobreidentificado con él? Le dije que
no creía, aunque no dejaba de ser posible, evidentemente, que de una
manera o de otra, no esté yo consciente de ello; pero lo que me llamaba la
atención como algo importante, le dije, era que ella se sintiera tan ataca­
da, cuando mi intención era claramente -aun siendo de modo tan torpe
(misguided)- la de ayudarla a ver si podía solucionar ese problema y
encontrar placer sexual en una relación que, por otro lado, ella tenía en
mucho aprecio.91

Los acentos finales de esta intervención de Renik no son muy diferen­


tes de los que se perciben en Freud cuando él también le hacía saber al
hombre de las ratas que no era cruel. El analista está aquí en postura de
defender con fuerza su buena fe ante la imposición transferencial de la
paciente que, está claro, no lo ve de esa manera. Concebimos que, en
tales condiciones, un analista como ese se preocupe de manera predo­

90. J. Lacan, Proposition sur le psychanalyste,.., op. cit., pág. 11. [“Proposición...”,
op. cit., pág. 17.]
91. Owen Renik, “The perils of Neutrality”, op. cit., pág. 504.
L a dup licid a d d el a nalista 77

minante por los conflictos, pues él es una de las fuentes patentes de


ellos: ¿quién tendrá razón, si las cosas se ponen espesas, la paciente
que se siente traicionada o el que le dice de inmediato que, poniendo a
un, lado la reacción inconsciente, nunca tuvo esa intención? Una vez
que, admitámoslo, ella se hubiera convencido de ello y que, admitá­
moslo también, hubiera extraído un beneficio de ese cambio de pers­
pectiva (¿por qué no?), ¿cómo no tendería ella asintoticamente hacia
ese yo apacible, atento, bien intencionado, adaptado a las realidades,
en suma: provisto de la mayoría de las virtudes que son precisamente
las que le faltan oficialmente a la paciente desde el comienzo de la
cura?92 La identificación con el yo del analista, que se pregonó durante
mucho tiempo como conclusión lógica del análisis, está aquí gestándose,
sobre esta sim ple in terv en ció n que po d ría, con todo derecho,
adjudicársele a un tal Sigmund Freud...

I. 4. 2. Últimas precisiones freudianas

Ahora bien, éste también había sabido realzar otro aspecto de las cosas,
susceptible de mantener una ambigüedad que aquí falta. Al final de su
texto “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, comienza enu­
merando las razones en nombre de las cuales es conveniente oponerse
a la autenticidad de ese amor. Se resumen más o menos en esta frase
muy directa:

Como segundo argumento contra la autenticidad de este amor viene la


afirmación de que éste no aporta ni un sólo rasgo novedoso proveniente
de la situación presente, que generalmente está compuesto no solamente
por repeticiones e imitaciones de cosas más antiguas, sino también por
reacciones infantiles.93

92. Breve presentación del caso: “Diane, cardióloga de unos treinta años, entró en
análisis para encontrar ayuda con respecto a su depresión crónica. Aunque
acabó su internado y su especialización, estaba conciente de una falta de con­
fianza en ella que la frenaba. Se negaba las oportunidades para avanzar por­
que tenía miedo de no estar a la altura. En particular, evitaba las situaciones en
las cuales habría tenido que colaborar estrechamente. Era muy pesimista en lo
referente a llevarse bien con sus colegas. A veces se salía de sus casillas; o, con
mayor frecuencia, se retiraba de mala gana cuando estaba enojada. Diane
consideraba que en general no era una persona amable, y se preocupaba de
que nadie deseara hacer amistad con ella.” Ibid., págs 500-501.
93. S. Freud, “Bemerkungen iiber die Übertragunsliebe”, Studienausgabe, vol.
XI, Frankfurt, Fisher Verlag, 1975, pág. 227.
78 A na to m ía de la tercera persona

¿Representan acaso estos argumentos efectivamente la verdad?, pre­


gunta en el párrafo siguiente. ¿Con ellos hemos “dicho la verdad a la
paciente” , o “recurrimos a ellos para nuestras necesidades [in unserer
N o tla g e ] p a ra d isim u la r [zu V erhehlungen] y d e fo rm a r [und
Entstellungen]?” Es difícil ser más claro. La sombra del relato freudia­
no de una supuesta huida de Breuer ante la confesión de embarazo de
Anna O. recorre todavía esas páginas, para desembocar directamente
en la siguiente pregunta:

Dicho de otro modo: el enamoramiento que se vuelve manifiesto en la


cura analítica, ¿debe ser considerado efectivamente como no real?94

Mit anderen Worten: 1st die in der analytischen Kur manifest werdende
Verliebtheit wirklich keine reale z.u nennen?

La respuesta, por más contradictoria que sea con los “argumentos” an­
teriormente desplegados, no se hace esperar. La siguiente frase:

Pienso que hemos dicho la verdad a la paciente, pero no toda [...]

Ich meine, wir haben der Patientin die Wahrheit gesagt, aber doch nicht
die ganze [...]

¿Qué quedaba por decirle? Simplemente que ese am ordetranferencia,


producido por la situación de la cura y lleno de reminiscencias de todos
los tipos... no era fundamentalmente diferente de cualquier otro amor.
Todos son más o menos como ése. “Resumamos”, concluye Freud tras
haber mencionado estos novísimos argumentos:

No tenemos el derecho de negarle al amor puesto a la luz en el tratamiento


analítico el carácter de un amor “auténtico”.1-15

Man hat kein Anrecht, der in der analytischen Behandlung z.utage


tretenden Verliebtheit den Charakter einer “echten" Liebe abz.ustreit.en.

94. Notaremos al pasar el contrasentido de la traducción PUF (La technique


psychanalytique, PUF, 1970, pág. 126), que muestra aquí: “Autrement dit,
l’amour qui devient manifeste dans le transfert ne mérite-t-il pas d’être considéré
comme un amour véritable?” [“Dicho de otro modo, el amor que se vuelve
manifiesto en la transferencia acaso no merece ser considerado como un amor
verdadero?”]. Una botella vacía a medias bien vale, ciertamente, una botella
medio llena en lo que concierne al referente, pero no para la enunciación.
95. Todas estas citas, muy cercanas, provienen de las páginas 227-228, al final del
artículo “Bemerkungen über die Übertragunsliebe”, op. cit.
L a dup licid a d d el a nalista 79

En el fondo, frente a cuestiones tan abruptas, pero ante las que sabe no
negarse, Freud termina por conceder lo contrario de lo que constituye
su argumentación habitual a propósito de la transferencia, según la cual
la singularidad de ese amor depende de que “es provocado por la situa­
ción analítica”.96
Detendré aquí el juego de las citas que, en Freud al menos, da testimo­
nio ampliamente de una bipolaridad irreductible. Y cuando esta tensión
se derru m b a en la ex isten cia de dos térm inos dem asiado bien
individualizados -claram ente en Bouvet, en la práctica en R enik- tene­
mos la sensación de un estrechamiento tal de la cosa analítica a una
terapia adaptativa, que lo esencial del método que todavía lleva el nom­
bre de psicoanálisis parece haberse perdido, aunque permanecen cer­
canos los conceptos y la técnica utilizados. La ambigüedad del amor de
transferencia depende por completo en Freud de la “persona” del analista:
¿es él quien es amado, hic etn u n c, o no es más que el actor de una obra
escrita por otros, en otro sitio y en otro tiempo? También encontramos
nuevamente con Lacan, en otro escenario conceptual, una dualidad
irreductible: una vez que, gracias a Sócrates, el amor soportaba ser
referido a un saber (elemento decisivo a partir de que se trata de un
saber inconsciente), el sujeto supuesto saber podía venir a expresar la
función enjuego en lo que continuamos llamando “transferencia”. Ahora
bien, sobre las relaciones del señor-analista y de ese apasionante sujeto
supuesto saber, Lacan no ofrecía para meditar más que un verbo harto
magro: “El analista no tiene otro recurso más que el de colocarse en el
nivel de la s de la pura significación del saber [...]”
Es este el punto de partida de la investigación que ahora se va abrir:
puesto que esta manera de no tomar al otro por lo que no es (¡eso sería
fácil!), sino de tomarlo por alguien de quien no se puede saber si es
efectivamente la persona a la que se apunta cuando uno se dedica a
ponerlo en ese lugar, puesto que esta manera es, según la confesión
general de los autores, tan trivial, tan poco específica del análisis, el
cual sólo la llevaría a su exageración; entonces ampliemos el cuadro.
Abandonemos el terreno singular de la cura instaurado por Freud, y
busquemos otros sitios, otros tiempos durante los cuales una dualidad
irreductible se emplazó en el lugar de un individuo atrapado en una
carga particular. Y esto, sin temer remontarnos a tiempos lejanos pues,
si bien es cierto que hay aquí un dato constante de las relaciones entre
humanos, podemos apostar a largo plazo por esta historia, que experi­
menta rupturas y trastornos (dos de importancia van a venir a lo largo

96. S. Freud, “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, op. cit., pág. 171.
80 A n a to m ía de la tercera p erso n a

del estudio), pero que da testimonio también de poderosas inercias, que


justifican la metáfora de Freud a propósito del aparato psíquico que se
asemejaría en ciertos aspectos a la ciudad de Roma, que amontona en
una actualidad heteróclita y viva unos monumentos de épocas muy dis­
pares...
Capítulo II

La duplicidad del
soberano

El primer elemento importante que se presenta no es otro que la obra de


Ernst Kantorowicz titulada Los dos cuerpos del rey. Cuando se publi­
có, en 1989, la primera traducción francesa,1 el libro editado en inglés
en 1957 ya se había vuelto un verdadero monumento, ya había abierto
vías de investigaciones nuevas e innovadoras en el campo histórico,
inspirando a su alrededor un estilo en la investigación que quiero su­
brayar antes que nada.
El recorrido de su autor había sido largo y complejo: judío alemán
nacido en Poznan en 1895, combatiente activo en la Primera Guerra
Mundial, de la que regresa claramente nacionalista, con pocas inclina­
ciones, debido a su medio, hacia los estudios universitarios, Kantorowicz
se introduce, en los años de la postguerra, en el círculo muy cerrado del
poeta Stefan George, en Heidelberg, y sigue al mismo tiempo estudios
bastante eclécticos, específicamente de economía política.2 Hacia me­
diados de los años veinte, se lanza, sin que hoy se sepa a ciencia cierta
por qué, a una obra de gran amplitud: un relato histórico detallado so­
bre una de las mayores figuras míticas del Imperio Cristiano, Federico
II (1194-1250). Un objetivo sem ejante -u n retrato pasablem ente
nietzcheano de un casi superhom bre- no tiene nada de anodino en un
país como la Alemania de esa época, viniendo de un antiguo soldado
que no oculta sus simpatías por un Reich poderoso y nacionalista. Cuando
el libro se publica en 1927, tiene un éxito inmediato: diez mil ejempla­
res se venderán en unos cuantos años, lo cual es considerable si tom a­

1. Ernst Kantorowicz, Les deux corps du roi, París, Gallimard, Jean Philippe
Genet y Nicole Genet. [En español: Los dos cuerpos del Rey, Madrid, Alianza
Ed., 1985.]
2. La mayoría de estos datos biográficos fueron extraídos de la excelente obra de
Alain Boureau, Histoires d'un historien. Kantorowicz [Historias de un histo­
riador. Kantorowicz], París, Gallimard, col. “L’un et l’autre”, 1990.
82 A n a to m ía de la tercera p ersona

mos en cuenta el hecho de que su autor era completamente desconoci­


do y no ocupaba en ese momento ningún cargo universitario prestigio­
so.
Esperó dos años la reacción del establishment universitario alemán,
que había de resultar feroz y colaborar, sin buscarlo, para afinar su
estilo. Un historiador de la universidad de Berlín, famoso en esa época,
Albert Brackman, produjo, con ocasión de una conferencia pública con
un título muy elocuente (“El emperador Federico II a través de una
mirada mítica”3), una crítica violenta en la cual denunciaba la construc­
ción de un Federico II más cercano a un mito apropiado para galvanizar
a las multitudes que a una realidad histórica cualquiera. Siguiendo un
estilo de debate que prácticamente no se ha abandonado hoy, Brackman
pretendía ser el paladín y el defensor de la erudición histórica, minucio­
sa, honesta, ajena a cualquier acento lírico, el Kleinarbeit, como lo
llamaba él, y se esforzaba consecuentemente en ubicar la construcción
de Kantorowicz como una especie de propaganda indigna del paciente
trabajo del historiador. La réplica de Kantorowicz no fue menos apa­
sionada, y la tituló, muy juiciosamente: Mythenschau, “M irada sobre el
mito” . Su argumentación allí es a la vez simple y decisiva: claro, existe
el trabajo erudito y, para no estar en desventaja en ese terreno,
Kantorowicz publicó dos años más tarde un volumen completo de no­
tas y de anexos que probaban, puesto que era necesario, que no tenía
porqué recibir lecciones de nadie en ese terreno.4 Todavía hoy prácti­
camente no es posible decir o leer una palabra sobre Kantorowicz sin
evocar su “enorme y poderosa erudición”.5 Tendremos oportunidad de
darnos cuenta de esto en lo que vendrá a continuación. Más allá de esta
competencia muy universitaria, la respuesta de Kantorowicz es impor­
tante para m í sobre todo por su segundo rasgo. Por supuesto, le conce­
de de entrada a Brackman, existen hechos tales que los documentos y
las fuentes permiten volverlas a componer, frágiles y parcelarias, pero
es necesario colocar también en la categoría de los hechos históricos,
de los hechos dignos de atraer la atención y el trabajo del historiador, a
los mitos mismos. Es innegable que Federico II fue uno de ellos, inclu-

3. Esta conferencia, inmediatamente publicada en Historische Zeitschrift, tuvo


una importante resonancia.
4. A. Boureau anota: “A partir de esa época, Kantorowicz se juró nunca publicar
nada sin notas infrapaginales. En Estados Unidos, protestó violentamente cuan­
do la Academia de los Medievalistas Estadounidenses decidió, por razones de
economía, publicar la gran revista Speculum con notas ubicadas al final de los
artículos”, op. cit., pág. 119.
5. Ibid., pág. 44.
L a d u p lic id a d del. so b era n o 83

so en vida (no ha habido, a fili de cuentas, tantos “Anticristos”, y él fue


uno de primera magnitud para sus contemporáneos al final de su vida),
y lo fue más aún en los siglos que siguieron. Alinear los hechos, reducir
sistemáticamente lo que fue su gesta sorprendènte sólo a las interpreta­
ciones permitidas por los documentos, equivaldría a dejar escapar la
realidad histórica misma que nos proponemos describir.
A pesar de las convicciones nacionalistas de su obra, Kantorowicz fue
destituido de las funciones universitarias que su trabajo sobre Federico
[I, a despecho de todas estas críticas, le habían valido: en función de la
ley del 7 de abril de 1933, impuesta por Hitler poco tiempo después de
su acceso al poder, los judíos fueron excluidos de las funciones públi­
cas, y Kantorowicz perdió el cargo de profesor honorario en la Univer­
sidad Goethe de Francfort. Su rechazo de cualquier dimisión le valió un
boicot escandaloso de estudiantes nazis; tomó una licencia. De regreso,
en 1934, se le pidió, como a cualquier universitario del Reich, que
prestara juramento “al jefe del Imperio y del pueblo alemán, Adolfo
Hitler” . Se negó, pero encontró un subterfugio haciéndose nombrar
“profesor emérito”, cosa que lo dispensaba del juramento. Así pudo
permanecer cuatro años más en una Alemania que era cualquier cosa
menos hospitalaria. No fue sino hasta noviembre de 1938, en un mo­
mento en que la persecución de los judíos adoptaba un giro dramático,
cuando se decidió a emigrar hacia Estados Unidos. Después de una
cátedra en la Universidad de Berkeley -d e la que se alejó en los co­
mienzos de los años cincuenta por no haber firmado, una vez más, un
juram ento, esta vez relativo a la ola del m acarthism o- prosiguió y ter­
minó su carrera de gran scholar en la Universidad, prestigiosa entre
todas, de Princeton. Allí fue donde escribió Los dos cuerpos del rey.

II.l. Una ficción jurídica curiosa: los dos


cuerpos del rey

Queda más o menos excluido resumir el copioso libro de Kantorowicz,


porque toca dimensiones diversas con la ayuda de una erudición efec­
tivamente impresionante. Sin embargo, la fuerza de su obra se debe en
gran parte a que, a través de la multitud de hechos, de textos y de inter­
pretaciones que atraviesa, consigue desarrollar una argumentación que
parece posible presentar casi linealmente. Intentaré entonces esbozar
una especie de esquema, de sinopsis del argumento complejo que, des­
de el siglo XIV en que adquirió consistencia hasta el comienzo del
siglo XVII en que se derrumbó repentinamente, sostiene la convicción
siguiente: el rey posee dos cuerpos al mismo tiempo: uno, que puede
84 A n a to m ía de la tercera persona

enfermarse, enloquecer, y que necesariamente morirá; otro que, por el


contrario, no podrá caer enfermo ni volverse loco, y al cual tampoco la
muerte podrá afectar. El famoso grito: “El rey ha muerto, viva el rey”,
que conservamos en la memoria de esos tiempos pasados, enmascara
demasiado el armazón jurídico. Apenas puede ayudar a plantear el pro-
blema: ¿cómo se llegó a pensar y a sostaner, todo lo racionalmente que
era posible entonces, la coexistencia y el vínculo de esos dos cuerpos
que, a primera vista, derivan de un absurdo inmediato?
El problema nació en el universo feudal, donde las relaciones de vasa­
llaje tejían vínculos muy personales entre señores de rangos harto dife­
rentes. Cada señor era propietario de sus tierras y de los bienes que se
encontraban en ellas, y su transmisión jurídica no presentaba dificulta­
des particulares a los juristas, salvo las que se encuentran muy trivial­
mente en ese tipo de asuntos delicados. Ocurría algo muy diferente con
respecto a ese señor singular que, además de ser señor de sus tierras
como los demás señores, era también el soberano. Los demás señores,
a pesar de ser a veces más ricos y más poderosos que él, le debían cierto
número de obligaciones, previstas de manera general en los vínculos de
vasallaje (apoyarlo en sus empresas guerreras, realizadas a título de
soberano, ayudarlo a darle dote a su hija, pagar su rescate en caso de ser
atrapado por el enemigo, y algunas otras más), pero lo que quedaba
poco claro, al menos en los primeros tiempos de los Carolingios, por
ejemplo, era la naturaleza jurídica del vínculo que, evidentemente, existía
entre el rey y el reino (o la Corona). Ese rey, por supuesto, no podía ser
considerado como el propietario de los feudos y demás bienes de los
otros señores. El, el soberano, no era propietario más que de los bienes
que detentaba en tanto que Señor; en tanto que soberano, en cambio, no
era nada evidente que fuera propietario de la Corona. A pesar de una
tendencia, muy natural al menos entre los primeros Carolingios, de
considerar el conjunto del reino como una propiedad familiar, quedaba
bastante claro, al menos para los juristas, y también para los demás
señores, que los derechos del rey sobre el conjunto de la Corona pedían
ser definidos fuera de aquéllos, jurídicamente muy bien establecidos a
partir del derecho romano, tocantes a la propiedad.
Dentro de ese marco general muy ambiguo, los juristas ingleses se en­
frentaron, desde los siglos XII y XIII, con juicios repetitivos donde se
encontraban completamente desarmados. En efecto, llegaba a ocurrir
que un señor le cediera a su soberano, por voluntad propia o por pre­
sión política y guerrera, algún bien del que era propietario. El soberano
moría, un día u otro, y sobre la marcha, el nuevo soberano hacía saber
que tenía intenciones de conservar en el seno de la Corona que hereda­
ba el bien cedido en otro tiempo por el citado señor al soberano ante-
L a du p licid a d d el soberano 85

rior. Pero un día, el señor en cuestión (o con mucha frecuencia su here­


dero) ya no lo veía de ese modo, y llevaba ante los jueces la cuestión de
saber si ese bien, dado a la persona del soberano anterior, en el marco
una vez más muy personalizado de las relaciones de vasallaje, formaba
o no parte de lo que había heredado el nuevo soberano. Muchas veces
ese señor argumentaba que ese bien debía ahora serle devuelto, pues
aquél a quien se lo había confiado con anterioridad había muerto. Así
se vio cómo se multiplicaban unos juicios que no conseguían hallar una
ratio jurídica, incomodando a los juristas ingleses, quienes se metieron
entre ceja y ceja ponerle remedio a esta carencia. Para hacer esto, de­
bían responder a dos interrogantes: ¿cuál era la naturaleza jurídica de la
Corona (o del reino), y qué vínculo jurídico existía entre el rey y esa
Corona?
Los juristas ingleses se dirigieron en parte, más allá de los recursos
propios de su arte y de su rica tradición textual, hacia el discurso domi­
nante de la época, la teología (por lo cual, dicho sea de paso, el subtítu­
lo del libro de Kantorowicz no es otro que “Ensayo sobre la teología
política en la Edad M edia”). El problema era en efecto sensiblemente
idéntico en lo concerniente a los obispados; cada obispo era plenamen­
te responsable de su obispado, al que estaba encargado de proteger y de
conservar al menos en el estado en que le había sido confiado, pero
cuando moría y un nuevo obispo era nombrado por Roma, el recién
llegado no era más “propietario” de lo que lo había sido el anterior. Y
esto se hacía siguiendo el modelo general de la Iglesia, que tampoco
estaba destinada a desaparecer antes del día del juicio final. Resultaba
entonces en principio inalienable, y había visto pasar ella también des­
de Pedro una incesante sucesión de papas, entre los cuales ninguno
podía considerarse como propietario, sin importar cuál pudiera ser, por
otro lado, la sed de poder de algunos. Que “la Iglesia no muera nunca”
era en este punto un argumento irrefutable, que se desplazaba hacia la
Corona.6 Aunque no se concibió muy claramente la naturaleza jurídica
de esa Corona, quedaba claro que era inalienable como la Iglesia.

6. Todo un palmo de saberes se abre aquí, que nosotros no haremos más que
entreabrir: la inalienabilidad de los bienes de la Iglesia y de los bienes fiscales,
que iban a la par para los juristas medievales. “La Iglesia y el fisco se encuen­
tran en un pie de igualdad [escribían ellos] pues no puede haber prescripción
ni contra el Imperio ni contra la Iglesia.” Kantorowicz prosigue: “En todo
caso, a partir del siglo XIII, generalmente se aceptaba que el fisco representa­
ba en el interior del reino o del imperio una especie de esfera de continuidad y
de eternidad suprapersonal que dependía tan poco de la vida de un soberano
individual como la propiedad de la Iglesia dependía de la vida de un obispo o
de un papa individual.” Así, se hablaba sin que se viera malicia alguna en ello
del “santísimo fisco”, o el jurista Balde podía escribir, sin temor a los rigores
86 A na to m ía de la tercera p erso n a

Sin titubear entonces al desplazar el m arco de su investigación,


Kantorowicz hace notar que durante el siglo XIII se había introducido
una nueva dimensión del tiempo, que volvía menos insensata esta idea
según la cual pueden existir cosas y seres “que no mueren” , y que no
por ello son eternos, pues ese atributo sólo le pertenece a Dios.
Hasta ese momento, la única concepción del tiempo aceptada en Occi­
dente era la que había desarrollado San Agustín; junto a la eternidad,
que sólo es de Dios, no existía más que el tempus, un tiempo que poseía
un comienzo (la caída) y un fin (el juicio final). Junto a una dimensión
puntual -la eternidad-, un segmento de recta claramente orientado: el
tempus. Pero la introducción de los textos de Aristóteles en el Occiden­
te cristiano, por la vía árabe, debía cambiar la jugada en la medida en
que, en el orden de las razones, no es posible concebir ni un comienzo
ni un fin absolutos. La condena parisina que habría de golpear en 1277
a las tesis aristotélicas se refería, entre otras cosas, a esas consecuen­
cias enojosas, que daban un revés nada menos que al Génesis. Alguien
como Santo Tomás supo, sin embargo, no hacer caso de ello y trivializar
una dimensión del tiempo, el aevum, tal que, si bien poseía un comien­
zo, no presentaba ningún final. Los debates para saber si faltaba princi­
palmente el comienzo o el final se amontonaron, pero este aevum se
presentaba con la forma de una duración indefinida, que podría imagi­
narse bajo la forma de una semi-recta orientada. La fuerza de esta di­
mensión consistió en encontrarse de inmediato muy poblada: santo
Tomás hizo notar, en efecto, que los ángeles no podían ser considera­
dos como eternos, puesto que Dios los había creado, pero que tampoco
podían ser considerados como ubicados en el tempus, pues igualmente
el juicio final no pondría fin a su existencia. Habitaban entonces el
aevum, que se encontró de entrada por ello consistente, pero también
había otros seres que, habiendo sido creados, no debían fenecer cuando
los individuos que los componían murieran: la Iglesia, la Corona y... las
corporaciones. Los ángeles tuvieron, así, rápidamente mucha compa­
ñía, al menos en el seno del aevum.
A partir de los emperadores romanos Dioclesiano y Maximiliano, la
Respublica dependía, además, del régimen jurídico de los menores, o
dicho de otro modo, podía implorar “la reintegración de su posición

de la Inquisición: “El fisco es omnipresente, y en eso, por consiguiente, el


fisco se asemeja a Dios.”, op. cit., pág. 136, así corno las págs. 128-144. Para
más detalles sobre ese vínculo, extraño hoy, entre “fiscus" y “Christus”, pode­
rnos también remitimos al artículo de E. Kantorowicz, “Christus-fiscus”, in
Mourir pour la patrie [Morir por la patria], Paris, PUF, 1984, trad, de Anton
Schütz, págs. 59-74.
La dup licid a d del soberano 87

jurídica anterior (restitutio ad integrum1 )” . Por Io tanto, era previsible


que, en sus dificultades, los juristas ingleses realizaran el mismo razo­
namiento sobre la Corona, puesto que los glosadores explicaban co­
múnmente que, desde ese punto de vista, la comunidad política y la
Iglesia se encontraban en el mismo plano. Ya el jurista romano Labeo
hacía notar que también pertenecían al mismo régimen de menor “los
locos, los niños y las ciudades” .

El tertium comparationis de este cocktail extraño a primera vista -prosi­


gue Kantorowicz-, es que los tres eran incapaces de administrar sus asun­
tos, si no era por intermediación de un curador que debía ser una persona
natural, adulta y sana de espíritu.11

No hay menor sin tutor. En nuestros días, la cosa es todavía bastante


clara como para que sea innecesario insistir. Solamente notaremos al
pasar que los menores pueden serlo a títulos diferentes: el niño y el
loco, en la falta de razón que los define entonces, no pueden ser consi­
derados verdaderos sujetos de derecho, puesto que ese sujeto por defi­
nición debe ser capaz de efectuar actos que comprometan su responsa­
bilidad. En ese mismo costal se hallan también conjuntos sin cabeza,
aglomeraciones de individuos y de bienes diversos, como, entre otros,
el caso de las ciudades que, durante toda la Edad Media, encontraron
por este medio la manera de adquirir su independencia con relación al
señor local, y pasaron así a la condición de “ciudades francas”. Como
la Corona real, la pluralidad movediza que las constituía, cambiante
con el tiempo, no cuestionaba nuevamente su identidad, pero jurídica­
mente su condición de menor sólo tenía razón de ser por el hecho de
que un individuo, colocado en la posición de tutor, estuviera en. condi­
ciones de actuar y de atestiguar por ellas ante la justicia. Así que estaba
disponible un modelo jurídico relativamente simple: una pluralidad de
bienes y de individuos (la Corona era ante todo eso) podía ser conside­
rada como menor, a condición expresa de que se le adjuntara un tutor.
Reducido, por las necesidades de nuestra exposición, a un esquema
(que nunca existió como tal en esos tiempos), el problema se presenta a
partir de ese momento del siguiente modo: la Corona 1) no muere ja ­
más; 2) tiene la naturaleza de una corporación; 3) es por lo tanto un

7. E. Kantorowicz, Les deux corps..., op. cit., pág. 269. Ver nota 203. Es turba­
dor ver aparecer aquí la expresión utilizada por el cuerpo médico para descri­
bir una curación sin secuelas en el nivel del tejido: restitutio ad integrum. El
médico, ¿curador de la salud de su paciente?
8. Ibid., pág. 270.
88 A n a to m ía de la tercera persona

menor; 4) de la cual el rey es tutor (de ahí una preocupación obligatoria


por mantener a la Corona al menos en el estado en que la recibía, con
obligación de restitutio ad integrum). En estas condiciones, ya sólo
queda regular una dificultad lateral, pero extremadamente insistente:
mientras que la Corona perdura indefinidamente en el aevum, los reyes
mueren en el tempus. ¿Cómo pasar de un tutor a otro, si en el momento
del pasaje, cuando un rey moría y su sucesor, fuera quien fuese, todavía
no había ocupado su lugar, no existía entonces estrictamente ningún
poder que se mantuviera y que tuviese la capacidad de garantizar, o
simplemente de plantear, ese vínculo jurídico? Los juristas sólo ejer­
cían entonces su arte en nombre del rey; no se encontraban en nada por
encima de él, puesto que no promulgaban sus juicios más que en su
nombre, en el nombre de una justicia que seguía siendo una de sus
prerrogativas esenciales.9
En este lugar se sitúa la invención, y fue inglesa. Como lo señaló sin
ambages el jurista inglés Blackstone, “de acuerdo con el genio propio de
la nación inglesa”, un nuevo tipo de corporación se creó, de la que los
romanos no tuvieron ni la más mínima idea: la corporación unitaria.
Una corporación unitaria (sole corporation) es una corporación que
nunca tiene más que un miembro a la vez. Mientras que las corporacio­
nes, por definición, reagrupan siempre a una pluralidad bajo el tipo de
la unidad (jurídica), la corporación unitaria, por su parte, muy bien
puede ver pasar, a lo largo de un tiempo tan indefinido como el de sus
hermanas plurales, a tantos individuos como se quiera, nunca tendrá
más que uno en cada m om ento.10

9. La espada para proteger, la balanza para juzgar -remitámonos simplemente a


la imaginería de San Luis, a quien se le atribuye, por otra parte, la invención
del “lecho de Justicia”, expresión que pronto volveremos a encontrar en un
puesto eminente.
10. Tenemos tanta dificultad para comprender esta corporación unitaria como ante
la clase o el conjunto del mismo nombre; mientras que la noción de un “con­
junto” que agrupa a una pluralidad bajo el tipo de la unidad nos es natural y
forma parte de nuestro depósito de experiencias comunes, esta misma facili­
dad se da vuelta para dejamos boquiabiertos cuando se trata de admitir la
existencia de una clase que sólo tendría un elemento. Nos dan ganas de pre­
guntar: ¿para qué? ¿Qué diferencia hay entre un elemento y la clase compues­
ta por ese solo elemento? Y sin embargo, ya desde sus primeras páginas, los
libros de lógica introducen sin más explicación esta diferencia esencial poara
la prosecución de sus proposiciones: existe una diferencia irreductible entre
“pertenecer” (el elemento “pertenece” a su clase) e “incluir” (esta clase y sólo
ella puede estar “incluida” en otras clases). La clase unitaria es la que encierra
consigo el misterio de la “pertenencia”.
L a du p licid a d d el soberano 89

Así, cada rey, tutor de una Corona ya considerada, a su vez, como una
corporación, pertenecerá también a una corporación que, a diferencia
de la de la Corona, nunca tendrá más que un miembro, y estas dos
corporaciones, finalmente homogéneas jurídicamente, se desplegarán
en el seno del mismo aevum : ninguna de las dos tendrá un fin previsible
y que pueda darse por descontado.
¿Como vendrá cada rey de una misma Corona a formar parte de la
corporación unitaria? Es ésta una pregunta política que no interesa di­
rectamente al jurista: sucesión normal en línea directa, uso de la fuerza,
maniobras de palacio, jurídicam ente es poco importante. Lo único que
cuenta a partir de este momento es que, una vez en el trono, el que se
encuentre sobre él será miembro de esa corporación en donde habrán
estado asentados antes que él todos los tutores sucesivos de ese mismo
menor: la Corona.
Así es que... el rey tiene, a partir de entonces, dos cuerpos: el cuerpo
que él pasea como todo el mundo, y que es muy difícil desconocer que
puede enfermarse, volverse loco y morir (sobre todo para un jurista,
puesto que cada uno de esos estados trae consecuencias en la condición
de sujeto del derecho de aquél a quien afecta), y el cuerpo de esta “cor­
poración unitaria”, de la que es el único miembro en el momento pre­
sente y que, como el cuerpo de cualquier corporación, unitaria o no, no
puede enfermarse, ni volverse loco, ni morir, puesto que no es el de una
persona “natural”, sino el de una persona “corporativa” (hoy la llama­
ríamos “moral”).
Admitamos ahora el hecho de que el rey haya tenido dos cuerpos. Tene­
mos pruebas de que eso era, para todos aquéllos que vivieron en el
Occidente cristiano de los siglos XIV, XV y XVI, una evidencia co­
mún, quizás oscura, pero incuestionable con toda seguridad, en la om-
nipresencia de ese tema en la mayoría de las grandes tragedias de
Shakespeare. La pregunta que sigue pendiente, sin embargo, es, por
supuesto: ¿qué relaciones mantenían esos dos cuerpos? Sospechamos
ya que, sobre ese capítulo, no será de mucha utilidad ir a investigar sus
confidencias.

II. 1.1. Aliud est distinctio, aliud separatio

Kantorowicz nos da al respecto un verdadero “caso” clínico. Ciertos


Barones ingleses produjeron en 1308 una “Declaración” en la cual bus­
caban justificar jurídicam ente el acto político que les interesaba en ese
momento: apartar del rey Eduardo II a sus favoritos, cuya presencia iba
90 A n a to m ía de la tercera persona

directamente en contra de sus propios intereses y, según pensaban, como


casi siempre se piensa en esos casos, contra los de la Corona. Así que
proclamaron:

El homenaje y el juramento de fidelidad se le deben más a la Corona que


a la persona del rey, y vinculan más con la Corona que con la persona. Y
esto es claro por el hecho de que, antes de que el Estado de la Corona fuera
transmitido hereditariamente, ninguna fidelidad le es debida a la persona.
Por consiguiente, si ocurre que el rey no esté guiado por la razón con
respecto al Estado de la Corona, sus adictos, por su juramento prestado a
la Corona, están obligados justamente a traer de regreso al rey a la razón
y reconstituir el estado de la Corona. Si no, violarían su juram ento.11

Razonamiento sutil, aunque profundamente erróneo: los Barones argu­


mentan aquí una especie de relación directa entre ellos y la Corona,
relación de la que la persona del rey no sería más que el agente momen­
táneo. Para ello, no titubean en plantear a la Corona -u n a m enor- como
existente independientemente de su tutor -e l rey-, y hasta aquí casi
sentimos la tentación de seguirlos, pero luego consideran que, por ha­
ber prestado juramento, han establecido un vínculo directo entre ellos y
la Corona, provocando un cortocircuito de este modo con el tutor con
el que necesariamente trataron, pues no vemos cómo se le podría ju rí­
dicamente prestar juramento de fidelidad a un menor.12 Como lo hace
notar quirúrgicamente Kantorowicz:

Por así decirlo, habían separado a la Corona infante de su tutor adulto,


cuando de hecho tenían la intención de desunir a un individuo de su fun­
ción de tutor.13

Ciertamente, se puede concebir a la Corona sin el rey, pero resulta en­


tonces incompleta y jurídicamente incapaz. Retomando mucho más tarde
este asunto de los Barones, Francis Bacon (1561-1626) produjo res­
pecto a ellos un juicio que puede resonar mucho más allá de su contexto
inmediato:

Pues una cosa es distinguir entre dos cosas, y otra cosa es volverlas sepa­
rables.14

11. E. Kantorowicz, Les deux corps..., op. cit., pág. 263.


12. La fidelidad es una relación recíproca: quien la recibe está obligado también a
cierto número de deberes. Ahora bien, ningún menor puede comprometerse
por sí mismo. Así que sólo un tutor puede recibir un juramento de fidelidad.
13.Ibid., pág. 274. 1
14.Ibid., pág. 263.
L a d uplicidad d e l soberano 91

En la elegancia y la concision latinas: Aliud est distinctio, aliud separatio.


¿Entonces, dónde se situaba el error de los Barones, puesto que tenían
razón al distinguir entre la Corona y el rey? Ciertamente no eran revo­
lucionarios hasta el punto de querer prescindir por completo del rey.15 Por
el contrario, querían claramente hacer que ese rey regresara, a ese indi­
viduo político, a otra relación con la Corona. Así que se equivocaban
de articulación: poniendo como pretexto una (imposible) relación di­
recta entre ellos y esa Corona, disociaban el cuerpo de la corporación
unitaria real (el rey en su Dignidad), del cuerpo de esa otra corporación
que era la Corona. Cuando en realidad buscaban apuntar hacia otro
lugar: a ese vínculo existente entonces entre un individuo (un tal Eduar­
do, persona natural, sujeto del derecho, adulto, vivo y sano de espíritu,
muy inclinado en favor de sus favoritos) y la corporación unitaria en­
carnada por ese mismo Eduardo con el nombre de “Eduardo II”. Pero
los Barones estaban tan desarmados como cualquiera para separar lo
que les estaba permitido distinguir, también como a cualquiera: el indi­
viduo y la Dignitas, el hombre y el cargo, el cuerpo humano y el cuerpo
corporativo unitario. La invención jurídica que había conducido a plan­
tear los dos cuerpos del rey permanecía en efecto más que muda sobre
la relación que se suponía que debían mantener. Y por otro lado, ¿qué
hubiera podido decir? No era ése su registro.
Sin embargo, realmente los propios juristas necesitaban decir algo al
respecto, y recurrieron para hacerlo a la teología y al derecho canónico
para interpretar el hecho de que un rey tuviera dos cuerpos mientras
que no era, por supuesto, más que una sola “persona” . La metáfora
usual según la cual el rey era la cabeza del cuerpo formado por la Co­
rona, fuertemente sustituida por la expresión de corpus mysticum ,16
había de complicar bastante las cosas en la medida en que el problema
central seguía siendo la relación entre cada uno de los dos cuerpos del
rey, y no la relación -jurídicam ente regulada-entre la corporación uni­
taria del rey y el cuerpo corporativo de la Corona.
Con ocasión de un juicio a propósito del DUCADO DE LANCASTER,

15. Pues volveremos a encontrar este tipo de argumentación durante la Revolu­


ción Francesa, cuando se tratará de dejar de lado a Luis XVI, cuando este
último ya no será visto por la nueva legitimidad revolucionaria más que como
un obstáculo superfluo entre la “Nación” y sus “representantes”. Con los Ba­
rones ingleses, nos quedamos por el contrario en una época que lo ignoraba
todo sobre la noción política de “representación”.
16. La expresión de “corpus mysticum” sirvió durante mucho tiempo para desig­
nar el cuerpo de Cristo en la hostia. Pero tras unos movimientos semánticos
complejos, acabó cargándose de valor y designando al cuerpo eclesiástico.
Kantorowicz consagra todo su quinto capítulo a esta cuestión.
92 A n a to m ia de la tercera p ersona

los juristas presentes sostuvieron que el cuerpo natural del rey no esta­
ba “ni dividido en sí mismo, ni se distinguía de su oficio o de la Digni­
dad real”, sino que era

un Cuerpo natural y un Cuerpo político juntos indivisibles; y [que] esos


dos cueipos están encarnados en una sola Persona, y forman un solo Cuer­
po y no varios, es decir, el cuerpo corporativo en el cuerpo natural, et e
contra el Cuerpo natural en el Cuerpo corporativo.17

Francis Bacon también iría en el mismo sentido, muchos años más tar­
de:

En el rey no hay solamente un Cuerpo natural, o solamente un Cuerpo


político, sino un cuerpo natural y un cuerpo político juntos; corpus
corporatum in corpore naturali, et corpus naturale in torpore corporato.18

Kantorowicz no titubea en calificar a esta tesis, en su lenguaje sin em­


bargo muy mesurado a lo largo de toda su obra, de “ultra-fantasioso” .
La teología no ayuda, en efecto, a concebir lo que sea sobre esta extra­
ña “incorporación” del rey con él mismo, de estos dos cuerpo que es
importante sin cesar distinguir sin que se los pueda separar jamás.
Así desembocamos en una dualidad igualmente irreductible que aqué­
lla, aparentemente diferente por completo, entrevista con Freud y la
transferencia: el rey tiene dos cuerpos, pero esos dos cuerpos no entran
en ninguna unidad superior que, subsumiéndolos, englobándolos, per­
mitiría pensar a cada uno como una mitad de un todo que los superaría.
Están uno en el otro y el otro en uno; dicho de otro modo, su unión es
un completo misterio, puesto que no existe ninguna tercera instancia
que autorice esta unión, la acepte como válida, o por el contrario pueda
decretarla como inaceptable. Ningún poder, en efecto, se encontraba
emplazado para legitimar el vínculo entre esos dos cuerpos en la medi­
da en que, como lo veremos pronto, ese- vínculo mezclaba indisolu­
blemente un aspecto político y un aspecto jurídico. A la Iglesia, a través
de ciertos papas, al menos, le hubiera encantado desempeñar ese papel
en los diferentes reinos nacidos del dislocamiento del Imperio, pero,
por razones políticas evidentes, a pesar del peso que podían encarnar la
Consagración y la Unción en esos reinos de obediencia cristiana, seme­
jante pretensión era inaceptable.

17. Palabras del jurista inglés Plowden, citado por Kantorowicz, Les deux corps...,
op. cit., pág. 316.
18 .Ibid.
La dup licid a d d el soberano 93

La cuadratura del círculo se cerraba efectivamente así: la Corona es


una menor inalienable, que nunca muere, y el rey, por el cuerpo que
obtiene de la corporación unitaria creada de nuevo, es efectivamente su
tutor, un tutor inalterable, diremos, puesto que ni la enfermedad, ni la
locura, ni la muerte podrán afectar su carácter de sujeto del derecho.19
Ninguna instancia se encontraba en posición, entonces, de controlar los
vínculos del individuo con el cuerpo unitario poblado por ese único
individuo y así, todavía más grave que este dato jurídico esencial, era la
racionalidad del conjunto mismo de la construcción lo que se volvía
vulnerable a unos golpes decisivos que habrían de llegar, echándola
por tierra en mucho menos tiempo que el que había sido necesario para
erigirla.

11.1.2. La caída del segundo cuerpo

El momento de la caída de esta teoría es fácil de apuntar, al menos en


suelo francés. Las realidades políticas del siglo XVII inglés no dan de
la detención de esta convicción un esbozo tan claro como en Francia,
donde se expresaba, por otro lado, mucho más en función de la etiqueta
y del protocolo que según cánones jurídicos.
Vale la pena anotar un rasgo que se encontraba igualmente en Inglate­
rra, pero que daba muestras en Francia de un brillo particular: las efigies.
Cuando moría un rey,20 cuando la sucesión no planteaba ningún proble­
ma dinástico importante, no era concebible que el nuevo rey entrara en
funciones en la hora siguiente al anuncio oficial del deceso de su prede­
cesor. Y en esos tiempo, como hoy, no se podían concebir unos siempre
muy peligrosos vacíos de poder.

19. Una de las consecuencias más détectables de la introducción de este segundo


cuerpo del rey fue la aparición y el mantenimiento a lo largo de toda la dura­
ción de la pertinencia histórica de esta teoría, de la metáfora del Rey Fénix.
Llegaba muy naturalmente para describir ese renacimiento sin engendramien­
to de la Dignidad real a través de la sucesión de los reyes mortales, puesto que,
reavivando por sí mismo el fuego que debía llevárselo como individuo, el
Fénix resurgía también de sus propias cenizas, de tal modo que en él se con­
fundían de manera muy exacta el individuo y la especie, propiedad de la que
no olvidaremos que también fue, durante un tiempo bastante próximo del
aevum, la de Adán.
20. Sobre esta cuestión de las exequias reales, referirse al libro apasionante del
historiador estadounidense Ralph E. Giesey, Le roi ne meurt jamais [El rey
nunca muere], París, Flammarion, 1987. Alumno de Kantorowicz, Giesey
publicó su trabajo en 1957, casi al mismo tiempo que Los dos cuerpos del'rey.
94 A n a to m ía de la tercera persona

A partir del siglo XIV, y en razón directa con la teoría de los dos cuer­
pos del rey, se procedió entonces del siguiente modo: en el momento de
la muerte del soberano, se ejecutaba lo más rápidamente posible una
efigie de tamaño natural, en general de una gran calidad plástica y artís­
tica, a la que se vestía “como majestad”, a quien se le rendían los hono­
res reservados al rey en vida, a quien se le llevaba ceremoniosamente
comida. En resumen: por más muerto que estuviera físicamente en su
cuerpo natural, el rey, en su cuerpo corporativo, no había interrumpido
en lo más mínimo su existencia. En cierto momento, cuando los delica­
dos preparativos de la ceremonia del entierro estaban bastante avanza­
dos, podía comenzar finalmente el duelo, el encuentro, hasta ese mo­
mento impensable, entre la efigie y el cadáver tenía lugar durante el
cortejo fúnebre en el seno del cual primero se encontraba la efigie, que
esgrimía todas las galas vestimentarias de la realeza, luego, más lejos,
el ataúd con el cadáver. Llegada a Saint Denis, la efigie todavía estaba
en primer plano, y el ataúd sólo aparecía en segundo plano. Ceremo­
niosamente, se despojaba entonces a la efigie de todos sus atributos
reales, que eran recibidos por caballeros con las manos enguantadas.
Una vez que el ataúd había descendido en el mausoleo, todos los heral­
dos de los diferentes grupos de armas venían a depositar sus estandar­
tes sobre la balaustrada. Luego un personaje importante venía a depo­
sitar la espada de Francia con la punta hacia abajo sobre el ataúd. To­
dos los mayordomos de la casa particular del rey echaban entonces sus
bastones de mando en el mausoleo,21 y casi la totalidad de los símbolos
que habían adornado la efigie desde semanas antes era conducida al
ataúd. Sólo en ese momento, el heraldo de la ceremonia era llamado a
lanzar el grito (tres veces): “El rey ha muerto”, para proferir inmediata­
mente después “Viva el rey” , seguido del nombre de aquél que iba a
reinar, pero que no tendría verdaderamente las riendas del poder más
que al término de una ceremonia que todavía quedaba por realizarse, la
de su consagración.
Así es que los franceses habían desarrollado, en el nivel de la etiqueta
un gran número de consecuencias extraídas de la teoría de los dos cuer­
pos del rey. Quizás por esa razón también la caída de esa misma teoría

21. Salvo uno: el “Mayordomo de la Casa del Rey”, que todavía tenía que dirigir
la importante comida del funeral. Una vez terminada esa comida, iba a ofrecer
su “bastón” al futuro rey (conocido por todos), de tal modo que ya ningún
oficial detentaba entonces la insignia de un poder que sólo había obtenido del
rey difunto. Correspondía al nuevo rey renovar los cargos adjudicando nueva­
mente los bastones con ocasión de su consagración por venir, si tal era su
elección.
L a du p licid a d d el so b era n o 95

tuvo lugar en ese país en una fecha que es posible fijar de manera muy
precisa, incluso si los contemporáneos no estuvieron igualmente adver­
tidos de que una teoría secular acababa casi de desvanecerse en un solo
día.
El 14 de mayo de 1610, en la calle de la Feronnerie, François Ravaillac
asesina a Enrique IV. La emoción es considerable (recordemos el ase­
sinato de John Kennedy). Al día siguiente, el 15 de mayo, la mujer del
rey, M aría de Medicis, lleva al mayor de los cuatro hijos que “el buen
rey” le había concebido -u n varón, el joven Luis, que sólo tiene ocho
años- ante el parlamento de París, en una sesión extraordinaria llamada
“sesión del lecho de Justicia”. Por primera vez en la historia de Francia,
ese Parlamento “reconoce” al joven Luis como su rey, y le otorga por
eso la Regencia a M aría de Medicis, en razón de la edad del citado
Luis. Para comprender el carácter inaudito - y retorcido- de la opera­
ción, es necesario detenerse un poco en lo que debía ser un “Lecho de
Justicia”.
El Parlamento en esa época no era nada de lo que se presenta hoy con
ese nombre: reunía a los más altos oficiales de la justicia real, todos
nombrados por el rey, que tenían entre otras tareas registrar los edictos
reales. Desde hacia ya mucho tiempo, ese parlamento había adquirido
un “derecho de amonestación”. Podía así, muy humildemente, señalar­
le al rey que determinado edicto Suyo no concordaba con tal otro de sus
predecesores, o suyo propio, o era contrario a los intereses del reino.
En estas condiciones, el rey podía modificar su escrito si él y sus con­
sejeros lo juzgaban oportuno u ordenar la realización de un “Lecho de
Justicia” . En ese caso, debía presidir en su calidad en la sala prevista
para tal efecto en el Parlamento y, en presencia de todos los miembros
de ese parlamento, enunciaba con voz alta e inteligible el mantenimien­
to (o la modificación) de la decisión que había merecido “amonesta­
ción” . A sí se podía creer que se evitaban conflictos sin fin entre la
autoridad real, que detentaba de la firmeza propia del ejecutivo, y un
Parlamento preocupado, por su parte, por una consistencia legislativa.
El “Lecho de Justicia” sólo tenía efecto por el hecho de que reunía, en
cuerpo, el conjunto del Parlamento y el rey por el cual ese Parlamento
obtenía su poder.
Podemos calibrar mejor el forzamiento intentado, y logrado, por María
de Medicis al día siguiente del asesinato de su esposo:22 una decisión

22. Al igual que el de Kennedy, este regicidio no pudo ser bien elucidado. Ravaillac
siem pre afirm ó que había actuado solo, y aunque lo torturaron y lo
descuartizaron, no dijo más. Cosa que no impidió que se pensara que la reina,
96 A n a to m ía de la tercera persona

del “Lecho de Justicia” no habría tenido la fuerza de una ley más que en
la reunión del parlamento y del rey en ejercicio. Pero el joven Luis (que
todavía no era XIII) puede ser todo lo hijo mayor del “buen rey”, no es
por ello el rey. Heredero presunto, todo lo más. Por lo tanto, su presen­
cia, el 15 de mayo de 1610, en ese salón del parlamento no transforma
a esa sesión extraordinaria en una sesión del “Lecho de Justicia” ; y en
ese caso, el parlamento, solo, no detenta ninguna legitimidad para, en­
tre otras cosas, “reconocer” a rey alguno. Era más bien él quien, en
función de la teoría de los dos cuerpos del rey que seguía en vigor
oficialmente ese día, habría necesitado ser “reconocido” , puesto que
aquél de quien le venían sus poderes ya no estaba.
Sin embargo, la urgencia política predominó sobre la sutileza jurídica.
A pesar de la falta de lógica innegable, todos los Borbones por venir
seguirán ese mismo camino: Luis XIV, Luis XV, Luis XVI irán todos a
hacerse “reconocer” de ese modo por un parlamento que se coloca así,
a partir de ese instante, en posición tercera entre dos reyes, incluso si
por el momento no se trata de considerar que esté, de alguna manera,
“por encima” de ellos.23 Una de las raíces del Estado moderno está
emplazada aquí, en este acto político violento de M aría de Medicis:
una instancia perdura, contra cualquier legitimidad, para a partir de ese
momento, “reconocer” la legitimidad de aquél que es, apenas ocupa su
lugar, la fuente de toda legitimidad.
La prueba de una ruptura sin discusión con relación a la teoría de los
dos cuerpos del rey, además de ese pase de prestidigitación impensable
en los siglos anteriores, entra por entero en la detención no menos bru­
tal de la práctica de las efigies. Se fabricó, como de costumbre, es decir,
con toda urgencia, una efigie de Enrique IV (la única, al parecer, que se

o al menos el entorno de la reina, quizás le había dirigido el brazo... Como sea,


en ese mes de mayo de 1610, justo antes del asesinato, se realizaban los pre­
parativos para la coronación de la reina, lo cual marcaba la confianza que
Enrique IV le podía tener. La situación política era, por lo tanto, límpida, cosa
que facilitó mucho todas esas libertades tomadas con respecto a la etiqueta,
tan decisiva en la Francia de aquella época.
23. Para una visión más exacta de la realidad de los “Lechos de Justicia”, y más
aún de lo que pasó en 1610, se puede leer la obra de Sarah Hanley, Le lit de
Justice des Rois de France [El Lecho de Justicia de los reyes de Francia],
Paris, Aubier, 1991. Ella muestra cómo se efectuó el paso de una concepción
jurídica de la realeza (de los dos cuerpos) a una concepción dinástica (la
sangre de los Borbones), gracias a las complacencias de un Parlamento que
pensaba ante todo en sus propios intereses: la transmisión hereditaria de los
cargos. Como cabía esperar, Luis XIII luchó toda su vida contra el Parlamento
que así lo había reconocido. El solo realizó más Lechos de Justicia que todos
sus antecesores y sucesores juntos...
Lei dup licid a d del so b era n o 97

conservó); y los rituales fueron por última vez los mismos, pues queda­
ba claro que, si el nuevo rey ya estaba en su sitio plenamente con esa
ceremonia del “Lecho de Justicia”, entonces para nada se necesitaba
toda esa etiqueta compleja y refinada cuya principal función era asegu­
rar un pasaje entre dos puntos de legitimidad, o, dicho de otro modo, en
ausencia de una legitimidad. Desde ese momento en adelante, el parla­
mento desempeñará ese papel de una instancia que conserva suficiente
poder para dar testimonio de la nueva fuente del poder. Así es que ni
siquiera se pensó en realizar esas efigies cuando murió Luis XIII, ni
tampoco cuando murieron Luis XIV o Luis XV. La desaparición de esa
preocupación durante todo el siglo XVII habla bastante claramente de
que la teoría de los dos cuerpos del rey se había acabado.
Un párrafo preciso de la traducción al francés del libro de Kantorowicz
va a ponernos ahora sobre la pista del discreto defecto que habría de ser
fatal para esta teoría tan extraña como ingeniosa, pues no hay que creer
que un solo acontecimiento político bastó para echarla por tierra. En el
momento de llevar a su lector a la cuestión de las relaciones entre el
cuerpo natural y el cuerpo corporativo del rey, el texto de la traducción
francesa da:

Il avait été assez difficile d’établir une distinction entre l’homme et sa


Dignité, et de séparer l’un de l’autre. Il ne fut pas moins difficile de les
réunir de nouveau, et d’introduire des théories qui rendaient plausible le
fait “qu’une personne en représente deux, l’une, personne réelle, l’autre
personne fictive 3‘;7” ou qu’un roi ait “deux corps” bien qu’il n’ait qu’une
seule “personne”.

[Había sido bastante difícil establecer una distinción entre el hombre y su


Dignidad, y separar a uno de la otra. No fue menos difícil reunirlos de
nuevo e introducir teorías que volvieran plausible el hecho de “que una
persona representara á dos, una, persona real, la otra, persona ficticia3<J7”,
o que un rey tuviera “dos cuerpos”, a pesar de no tener más que una sola
“persona”.]

La historia léxica de la palabra “representación” y del verbo “represen­


tar” contradice el empleo de semejante noción en este lugar. Por suerte,
una vez más, la erudición de Kantorowicz revela ser valiosa, pues, al
citar, no olvida dar sus fuentes: ¡la nota 397 revela entonces que sería el
jurista Balde quien habría empleado ese verbo! Aquí la sorpresa le
cede su lugar a la duda: ¿un jurista del siglo XV manipularía de ese
modo una noción a la cual, según veremos pronto, sólo el siglo XVII
supo darle ese sentido muy particular del “representante” político? Eso
no es posible, y por otro lado, el texto latino de Balde, en la misma nota
397, lo dice con suficiente claridad:
98 A n a to m ía de la tercera persona

Nota hic quod una persona sustinet vietati duanim, imam vere, alteram
f id e , et quandoque utramque personam vere propter concursum
offici onim.24

K antorow iczseñala también que existen otros párrafos similares, pero


en su texto (inglés), se toma el cuidado, por otro lado, de no crearle
problemas suplementarios al lector sobre las relaciones entre los dos
cuerpos, y al traducir ese pequeño texto de Balde (Kantorowicz traduce
casi siempre sus citas), escribe mucho más literalmente:

[...] one person sustains in the place o f two, one a real, and the other a
fictitious person25 [...]

Es cierto que el francés no ofrece nada tan cercano, y “soutenir” [soste­


ner] habría hecho muy mal papel en este escenario. ¡Pero de ahí a impo­
ner ese verbo - “représenter” [representar]- tan trivial que ya ni siquie­
ra lo notamos, siendo que efectúa cada vez un trabajo tan considerable!
Digámoslo sin ambages: si la teoría de los dos cuerpos del rey había
contado con los medios para sostener que el cuerpo natural del rey
“representaba” a su cuerpo corporativo, de seguro hubiera permaneci­
do en pie al menos una gran parte del siglo XVII. En cambio, el hecho
de no disponer de ningún modo de esa noción fue la razón de que se
enredara hasta ese punto en la temible cuestión de las relaciones entre
esos dos cuerpos. Para “que una persona represente a dos”, hubiera
sido necesario que otros acontecimientos, otras teorías se crearan.

11.1.3. La imposible separación

Antes de abandonar este escenario intalado por Kantorowicz, debemos


insistir sobre ese repliegue característico de esta teoría que dota al rey
de dos cuerpos enteramente diferentes, que imperativamente debemos
distinguir, y que sin embargo resultan ser inseparables. La cosa es más
clara que en cualquier otro lado en el punto culminante del Ricardo II
de Shakespeare (que Kantorowicz comenta, pero en un sentido diferen­
te de lo que sigue), y que remitiré a ese momento de vuelco en el cual
estalla la inseparabilidad de los dos cuerpos.

24. E. Kantorowicz, Les deux corps du mi, op. cit., nota 397, pág. 544.
2 5 .E. Kantorowicz, The King’s Two Bodies, Princeton University Press, 1957,
págs. 437-438.
La d u p lic id a d d el so b era n o 99

Ricardo II, rey legítimo (aunque no deja de cargar con cierta huella de
bastardía), manejó su reino de tal modo que perdió todos sus apoyos:
clero, nobleza, pueblo, bienes diversos, ejércitos, todo se le resbala
entre los dedos al regreso de una guerra desastrosa en Irlanda. Por el
otro lado, su primo Bolingbroke regresa del exilio al que Ricardo lo
había condenado previamente, y éste tiene todas las fuerzas de su lado.
Políticamente, la situación es límpida. Llega la escena de la confronta­
ción, pues Bolingbroke ambiciona algo más que fomentar un vulgar
golpe de Estado. Quiere la corona siguiendo la manera correcta. Así
que se planta frente a su regio primo y le plantea una pregunta que, en
vista de que tiene en sus manos todos los poderes reales, resuena como
el preludio del acto crucial:

Are you contented to resign the crown?

¿Está usted decidido a abdicar?

Ante lo cual Ricardo le da de inmediato una contestación a la altura de


los talentos idiomáticos que Shakespeare le confiere,26 solamente re­
cordemos, para leerla, que “sí” se decía muy comúnmente “Ay” en el
inglés de aquella época:

Ay no, no ay, fo r 1 must nothing be.


Therefore no no, fo r / resign to Thee

Sí, no: no tengo “sí”, yo que debo no ser nada.


Sin “no” tampoco puesto que abdico entre tus manos 27...

El “sí” (Ay) que Bolingbroke busca, y el “Yo” (/) que podría proferirlo,
se vuelven equivalentes repentinamente a causa de la homofonía y en la
evidencia según la cual ambos deben “no ser nada” . Pues si “Yo” es el
rey, ¿en nombre de qué desfachatez Bolingbroke se atreve a plantear
una pregunta tan impía? Y si, por el contrario “Yo” no es, ya, el rey,
¿qué es lo que ese mismo Bolingbroke viene a demandar, y a quién?28
La segunda parte de la respuesta viene a subrayar que no se trata para
Ricardo de permanecer en la indecisión respecto a esto. En lo referente
a saber qué hacer, él lo sabe. Eso no le permite, sin embargo, responder

26. Ricardo hace casi tantos juegos de palabras como Hamlet...


27. W. Shakespeare, Complete Works, New York, Gramercy Books, 1975, pág.
415.
28. Recordamos aquí el adagio de De Gaulle: “El poder no se toma, se recoge” .
100 A na to m ía de la tercera persona

lisa y llanamente a la pregunta de Bolingbroke con un “si” simple y


directo. El “sí” es inarticulable por aquél mismo que es el único en
poderlo proferir, y justam ente porque la pregunta decisiva le es plan­
teada, también, por quien debe hacerlo. Supongamos en efecto que la
misma pregunta (“Are you contented to resign the crown?”) hubiera
sido lanzada por un confidente o un confesor cualquiera: entonces sí,
Ricardo habría podido, en su simple cuerpo natural, expresar sus “esta­
dos del alma” hasta saciarse en esta peligrosa situación. Por el hecho
mismo de que la pregunta viene de Bolingbroke y apunta en él al víncu­
lo entre los dos cuerpos, un “sí” claro y limpio sellaría el acto de la
dimisión, tendría valor de transmisión. Pero Ricardo no se niega a se­
mejante acto, lo vemos bien con ese “Therefore no ‘no ’ ”, pero efectúa
la mostración de su imposibilidad enunciativa. Porque Ricardo tiene
dos cuerpos, que la pregunta de Bolingbroke hace algo más que distin­
guir, pues apunta directamente a separarlos, lo cual Ricardo no puede
hacer por su propia autoridad. No le es dada la posibilidad de despojar­
se, por un acto de su voluntad propia y “natural”, de ese segundo cuer­
po que no tiene nada de un oropel del que uno se desharía llegado el
momento. Si lo abandonara, en la medida en que está indisolublemente
vinculado a él, en ese instante ya no sería nada. En todo caso, no sería
el individuo x que habría ocupado, durante un tiempo y, un cargo real,
y se dedicaría a partir de ese momento a sus ocupaciones de jubilado.
El espacio de después de la función real es para Ricardo un inmediato
no m an s land, y la obra vuelve patente esto al no hacer coincidir la
imposible abdicación y la muerte. Ricardo no es un César que abando­
naría con una sola puñalada el cargo supremo y la vida; está obligado a
un episodio de sobrevivencia (teatral) que ya no tiene gran cosa de
humana, pues es cierto que la sola pregunta de Bolingbroke (al igual
que el poder real de este último) lo ha privado del único “Yo” que haya
conocido y practicado, el “Yo” real, el “yo” que operaba en la exacta
unión de los dos cuerpos.
A partir de ese trastabilleo fatal, de ese “si” que no puede articularse
pues no se consigue imaginar quién, qué “yo” repentino separado de
qué otro “yo”, lo proferiría, su degradación será extremadamente rápi­
da. Cuando se lo interpela como “My lord”, para que finalmente acabe
leyendo la larga lista de sus malas acciones, a través de la cual admitiría
ser al menos indigno de su cargo, responde:

No soy tu señor [No lord of thine], hombre insolente y altanero [insulting


man], ni el señor de nadie; yo no tengo nombre ni título, no, ni aun aquel
que me dieron en las fuentes bautismales, sino que ha sido usurpado. ¡Ay,
L a du p licid a d d el so b era n o 10 1

día de aflicción! Que hayan transcurrido tantos inviernos y 110 saber aho­
ra con qué nombre llamarme 30 !

Así que después del “Yo” que debía “no ser nada”, es ¿1 nombre mismo
el que se escabulle. Y el cuerpo a su vez viene inmediatamente al ban­
quillo de los acusados:

¡Oh!, ¡Que no fuera un irrisorio rey de nieve, expuesto como estoy al sol
de Bolingbroke, para fundirme en gotas de agua!

Es cuando pide... un espejo, como único capaz de ofrecerle la verdade­


ra lista de sus malas acciones. Allí también la atención de Shakespeare
muestra no tener fallas: aun antes de exigir ese espejo a Bolingbroke,
Ricardo comienza diciendo: “I f my word be sterling yet in England..."
(“Si mi palabra todavía vale en Inglaterra...”). Y en efecto, ése es exac­
tamente el problema: a quien considera que ya no cuenta con el goce
apacible y permanente de ese “Yo” que todos usan desvergonzadamente,
le está permitido preguntarse si “su palabra todavía vale” . Finalmente,
Bolingbroke manda a traer el espejo, y Ricardo puede entonces preci­
pitar él mismo su naufragio:

¿No son más profundas mis arrugas? [...] ¡Oh, espejo adulador! Me enga­
ñas, semejante a mis favoritos en la prosperidad [...] Este fue aquel rostro
que arrostró tantas locuras, y que al final ha sido arrostrado [out-faced]
por Bolingbroke? Una gloria frágil brilla sobre este rostro, tan frágil como
la gloria del espejo (rompiendo el espejo contra el suelo), ¡Helo ahí, roto
en cien pedazos.30

Esta vez, es la imagen especular la que estalla: No más “Yo”, no más


nombre, no más rostro; solamente un cuerpo de más, que no cesa de no
fundirse bajo el “sol” de Bolingbroke, eso es todo lo que le queda a
Ricardo por haber sabido reconocer su imposibilidad de decir sim­
plemente “sí” a la pregunta de Bolingbroke, que apuntaba a separar su
cuerpo natural de su cuerpo corporativo unitario.
Ya sólo le resta una última demanda que hacerle a Bolingbroke, y se
refiere en efecto al cuerpo natural, ese cuerpo que a partir de ese mo­
mento está de más: “Then, give me leave to go” (“Entonces, permitidme
que me vaya”). Tras lo cual Shakespeare lo hace lanzar casi su último
juego de palabras tras hacer que Bolingbroke le conteste: “Go, some o f

29. W. Shakespeare, Obras Completas, traducción de Luis Astrana Marín, Ma­


drid, Ed. Agilar, tomo 1, pág. 433.
30. Ibid., pág. 434.
102 A n a to m ía de la tercera persona

you, convey him to the Tower ” Intraducibie “convey”, pues significa al


mismo tiempo transportar, conducir, escoltar (“Transfiéranlo a la To­
rre”), pero también, en el lenguaje jurídico, ceder un bien, transmitirlo32.
Tras lo cual Ricardo aprovecha la ocasión:

Oh, good! Convey 'í Conveyers are you all


That rise thus nimbly by a true king's fall -12

¡Ah, bien dicho! ¿Transferir? Tránsfugas sois todos vosotros


Que os alzáis tan prestamente por la caída de un rey.

Ricardo puede abandonar el escenario. Regresará a él justam ente el


tiempo necesario para desempotrar el otro vínculo sagrado, el del ma­
trimonio que lo une con su mujer. Luego, tras un último monólogo, será
matado en una especie de riña por uno de los fieles de Bolingbroke,
Exton, quien concluye: “Voy a llevar el rey muerto al rey vivo” .33
Esta duplicidad inextricable de los dos cuerpos que sólo la muerte po­
día romper, esta dualidad irreductible no ofrecía por sí misma ningún
espacio para elaborar las relaciones entre uno y otro. La larga duración
de la teoría de los dos cuerpos del rey podía admitir que el rey no fuera
una persona como las otras, que su cuerpo tuviera, de todas formas,
propiedades diferentes de las de los demás cuerpos.34 En cambio, en la
constitución cada vez más regular del Estado moderno que se operó a
través del lento y progresivo dislocamiento del orden feudal, semejante
dualidad no podía permanecer por mucho tiempo hasta ese punto sin
resolverse, y una iniciativa política brutal como la de M aría de Medicis
tampoco tenía la capacidad de vencer de una sola vez a una construc­
ción tan sabia y ramificada. Para que se pudiera pensar lo que articula­
ba a estos “dos cuerpos” (y que no será otra cosa que el concepto mis­
mo de representación), era necesario que esta teoría se hundiera por
completo, que nuevas hipótesis pudieran tomar el relevo sobre la natu­
raleza de esa persona real, del Soberano, y para eso ninguna refacción,
ninguna com postura de unos cuantos pedazos deficientes eran capaces

3 1. Un Conveyancer es un notario especializado en la redacción de transmisiones


de propiedad, de donde viene, por un irresistible deslizamiento del sentido, la
significación de: ladrón hábil, falsificador.
32. W. Shakespeare, op. cit., pág. 417.
33. Ibid., pág. 444.
34. Referirse aquí al gran clásico que se ha vuelto el libro de Marc Bloch, Les rois
thaumaturges [Los reyes taumaturgos], Paris, Gallimard, 1983.
La dup licid a d del soberano 103

de salvar aú n a teoría que, en ese momento, había consumido su tiempo


de vida. Todo debía retomarse, de principio a fin, y fue el trabajo de
pionero de Thomas Hobbes, con su majestuoso “Leviatán”; él iba a
abrir el campo de lo que después de él se habría de llámar la “ciencia
política” .

II. 2. La noción de “persona ficticia ” en


Hobbes

Antes de lanzarnos a úna lectura atenta de algunos de los sesenta y dos


capítulos que componen esta obra tan voluminosa, daremos lugar a
algunas consideraciones sobre la introducción del concepto de “repre­
sentación” en el escenario cultural de los siglos XV y XVI, con la ayu­
da del trabajo de Hanna Fenichel Pitkin, The concept o f Representa­
tion, 35 especialmente de un apéndice que ella consagra, al final del
volumen, al uso mismo de la palabra.

II. 2. 1. Pequeña historia léxica de la


“representación ”

Incluso si el concepto de representación parece a primera vista estar


presente cada vez que hay sistema de signos -y por lo tanto práctica­
mente en todos los lugares donde está lo hum ano- es necesario partir
en primer lugar de una comprobación lexicológica: en el latín36 clási­
co, la noción de representación (que se articulaba tanto alrededor del
sustantivo “repraesentatio” como del verbo “repraesento”) no cubría,
en modo alguno, el campo semántico que se volvió el suyo en francés.
Efectivamente se trataba de reproducir, de “ volver presente”, de “colo­
car ante los ojos”, ya fuera por la palabra o por la imagen, con la idea -
como consecuencia inm ediata- de “volver efectivo” , manifestar “en el
momento”, idea que por sí misma conducía al sentido muy particular de
“payer comptant” [“pagar al contado”]. Una “repraesentatio” era ante
todo pagar “cash”, como dicen los ingleses, o “en efectivo”, como se
dice en español: producir en la escena actual aquello de lo que se trata­

35. Hanna Fenichel Pitkin, The concept o f Representation, University of California


Press, 1967.
36. El término griego más cercano, “metamorfosis”, es, a pesar de su riqueza,
todavía más diferente de la noción moderna de “representación”.
104 A n a to m ía de la tercera persona

ba.37 Se concebía de la misma manera que el nimbo, ese círculo dibuja­


do por encima de la cabeza de los emperadores en sus retratos oficiales,
“representaba” la totalidad cerrada del imperio, pasando de la cosa
significada al rasgo que ofrecía, en la actualidad de su trazo, el signo
que permitía referirse a ello. Así, podía haber representación de algo
concreto o abstracto, sin que ese término hubiera adquirido sin embar­
go, en las teorías lingüísticas o filosóficas, la influencia que se le cono­
ce hoy en día.
La cuestión toca un aspecto mucho más estrecho del campo semántico
actual del término “representación” : ¿Cuándo y cómo adquirió cuerpo
la idea según la cual una persona podría representar a otra y, como tal,
actuar en su lugar y en su nombre? Si le creemos a H. F. Pitkin, la
situación es clara en sus líneas generales, y más incierta,en sus detalles.
Podemos considerar que una idea como ésta no se instaló en el pensa­
miento occidental hasta el siglo XVII. Lo cual no quiere decir que no
haya habido buen número de precursores de ella: así, Littré señala que
al final del siglo XIII se podía decir que un bailío “representaba” a la
persona de su señor. Del mismo modo, en el lenguaje jurídico medieval
alrededor de las corporaciones se puede a veces (pocas veces) encon­
trar el verbo “representar” para designar el papel del individuo (en ge­
neral un jurista) que efectúa actos en nombre de la corporación. Esas
menciones son rarezas, sin que se sepa claramente si hay que ver en
ellas una despreocupación lexicográfica de la época o un mal estado de
las fuentes.
Según el Oxford English Dictionary, la primera verdadera aparición
del verbo “representar” para designar claramente el hecho de que al­
guien actuara en nombre de otro, data de 1595. Sin embargo, la pala­
bra, en esa época, ya había experimentado desde hacía algún tiempo,
más allá de la esfera jurídica propiamente dicha, una extensión semán­
tica tan nueva como considerable.
El arte de la perspectiva, bien establecido desde el siglo XV, utilizaba
tranquilamente el término de “representación” incluyendo en él esa “se­
mejanza” nueva y sorprendente entre la visión natural y el cuadro, que
valía por sí sola mucho más que pesados tratados de teoría del conoci­
miento para ofrecer al pensamiento una especie de vínculo directo en­
tre la percepción y el signo que se refiere a ella. Sin que se trate de ir

37. Es el sentido que se conservó en la expresión jurídica “representación de in­


fante”, que define los derechos de cada uno de los padres de gozar de la pre­
sencia de sus hijos en caso de separación de la pareja parental. Así, podernos
hablar a veces de “delito de no representación de infante”
L a du p licid a d d el soberano 105

aquí más allá de la simple alusión, la divergencia sutil y secular entre


“imagen natural” e “imagen artificial” se había reducido hasta no ser
casi nada, con esa nueva palabra de “representación” que los pintores
utilizaban para hablar de su arte de la perspectiva, en el viraje del
Quattrocento. Durante todo el tiempo que duró la discusión bizantina
sobre el icono, por ejemplo, nunca se utilizó un verbo como “represen­
tar” ; se hablaba exclusivamente del derecho de “hacer imagen” (o no),
y por más cercanas que puedan parecer estas expresiones hoy en día,
sus telones de fondo teológico y epistemológico diferían entonces gran­
demente. La “representación” perspectiva incluía por sí misma y de
entrada una “naturalidad” de su trazo que la imagen no exigía con la
misma fuerza, mucho menos estando inmersa en preocupaciones de
veracidad mimètica inmediata. Para decirlo de manera trivial (pero es
ésta una trivialización que aquí tiene importancia), una “representa­
ción” debe... representar, dicho de otro modo, presentar cierto tipo de
adecuación con lo que se ha convertido en su referente. La “imagen”,
por su parte, no se topa de entrada con semejante exigencia; puede
plegarse a ella o no.
Un poco más tardíamente, en la corriente del siglo XVI, esa misma
palabra de “representación” comienza a tener valor comúnmente para
el teatro, que sale de cierta noche medieval en que la Iglesia lo había
confinado hasta ese momento. Con esta nueva dimensión semántica, la
representación adquiere un aspecto dinámico que no poseía forzosa­
mente con anterioridad. Y todo esto, permaneciendo en lo natural de la
lengua, la cotidianeidad de los empleos de una palabra que termina por
alcanzar, a través de su misma trivialización, una especie de evidencia
que ya no vale la pena cuestionar.
Igualmente, en los debates religiosos del siglo XVI, el término “repre­
sentación” y el verbo “representar” desempeñarán a veces un papel en
la cuestión, ardiente si las hay, de la transubstanciación: ¿el pan y el
vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, o se contentan con representar­
los? En las discusiones semióticas de todo tipo que agitan al Renaci­
miento, en la lenta deriva que hará que se pase de la “firma de las
cosas” al signo, tal como Port-Royal habría de establecer su lógica, el
verbo “representar” efectúa un verdadero trabajo de soldado de infan­
tería, hasta el punto de resultar indispensable antes incluso de que nos
ocupáramos de definirlo propiamente.
Sin embargo, fueron los filósofos quienes, a partir de la primera mitad
del siglo XVII, lo convirtieron en la palabra clave del nuevo saber que
se instaló con ellos. Tuve oportunidad de mostrar, alineando simple­
mente algunas citas, hasta qué punto ya está presente en el joven Des-
106 A n a to m ía de la tercera p ersona

cartes de las Reglas para la dirección del Espíritu, al mismo tiempo


como un concepto filosófico importante y como un verbo de empleo
simple y regular.38 De hecho - y por ello mismo escapa de una investi­
gación m inuciosa- ese concepto se encuentra en el centro del trastorno
que, en unas cuantas décadas, hundirá al saber medieval en una noche
que durará hasta el fin de nuestro siglo, para abrir el camino al mundo
llamado “clásico” de Descartes, pero también de Voltaire, Malebranche
y Rousseau. En este escenario complejo en que las valencias de esa
palabra se multiplican, la idea de que una persona podría, bajo determi­
nadas condiciones, “representar” a otra, avanzará primero bastante tí­
midamente en el plano político.
H. F. Pitkin señala que alrededor de los años veinte ( 1620), esta disper­
sión del empleo de la palabra en el arte pictórico, la religión, el teatro y
la comprensión general del signo, había ampliado su sentido hasta “re­
ferir a cualquier presencia sustituida” (to refer to any substituted
presence), incluyendo a veces a personas que representaban a otras
personas. A partir de ahí, las apariciones lexicográficas comienzan a
ser más frecuentes: en 1628, en una obra de Sir Thomas Smith,39 en­
contramos la expresión “the State representative”. En 1641, los miem­
bros de la Cámara de los Comunes se describen a sí mismos como “the
Representative Body o f the Whole Kingdom”. El paso delicado consis­
te en franquear la distancia que separa “standing fo r ” (reemplazar, es­
tar en lugar de, representar) de “acting for’' (actuar en nombre de, en
tanto que representante de). De manera instructiva, cuando esta última
noción tiende a abrirse paso, asistimos a cierta danza de nombres muy
cercanos semánticamente unos de otros: mientras que el parlamento
inglés en su totalidad continúa siendo llamado “representative” , cada
uno de sus miembros comienza a ser llamado ya sea “representer”, o
“representor”, o incluso “représentant”, y finalm ente, a veces,
“representee”. Sólo a mediados de ese siglo el empleo terminará por
regularse en “representative”', también, en 1651, se publica el Leviatán,
en el cual Hobbes construye y despliega una lógica que aclara las in­
venciones terminológicas de esa época, que sin embargo la habían an­
tecedido.

38. Confrontar la serie de citas de las páginas 177-180 en G. le Gaufey, Le lasso


spéculaire, París, EPEL, 1997. [Hay edición en español: El lazo especular,
Buenos Aires, EDELP, 1998.]
39. Sir Thomas Smith, De República Anglorum, citado por H. F. Pitkin, op. cit.,
pág. 248. Este autor parece haber utilizado corrientemente, desde el comienzo
del siglo XVII, la noción de “representación” y las palabras derivadas.
La d u p lic id a d d e l soberano 107

II. 2. 2. Elementos de filosofía prim aria

Para comprender cuáles fueron las audacias que hizo suyas en esta obra,
es conveniente detenernos primero en algunos principios de su filoso­
fía primera, opuesta al aristotelismo, pero diferente también de la vulgata
cartesiana.
De entrada, su noción de representación no difiere (la buscamos en
vano en el universo escolástico), sino que se impone de manera extre­
madamente original para dar cuenta de lo que debemos llamar efectiva­
mente el “fenómeno”, es decir, la cosa percibida. Porque Hobbes no se
contenta con el esquema clásico según el cual la cosa percibida im pri­
me su marca en nuestra sensibilidad, por medio de lo cual esa percep­
ción sensible sería el lugar de una verdadera revelación de la cosa a
través de su “impronta” . Eso no constituye para él más que el primer
tiempo de un proceso más complejo, puesto que, una vez dada la “im­
presión” de la cosa, el espíritu responderá a lo que es ante todo una
presión, y en este esfuerzo contrario a la citada presión va a surgir la
representación del objeto, que lleva aquí el nombre especial de “fanta­
sía” [“phantasme”]: ,

La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto, que actúa sobre el


órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el
gusto o en el tacto, o mediatamente, como en la vista, el oído y el olfato:
dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y membranas del cuer­
po, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa allí una resis­
tencia, reacción o esfuerzo del corazón, para libertarse: esfuerzo que, dirigi­
do hacia el exterior, parece ser algo externo. Esta apariencia o fantasía es
lo que los hombres llaman sensación [...] Y aunque a cierta distancia lo real,
el objeto visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo
cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía.40

Como lo comenta Yves-Charles Zarka en su valioso libro La décision


métaphysique de Hobbes [La decisión metafísica de Hobbes], “la no­
ción de representación instituye entonces una heterogeneidad radical
entre la sensibilidad y la cosa. Lejos de revelar a la cosa tal como es en
sí misma, la representación es una fantasía puramente subjetiva a la que
no le corresponde nada fuera del espíritu. [...] La representación no es
el lugar de un encuentro, sino el de una separación donde la cosa se
retira” .41 Por las representaciones no se conoce entonces al mundo,
sino solamente lo que fueron nuestras reacciones primarias ante ese

40. T. Hobbes, Leviatán, México, Fondo de Cultura Económica, págs. 6-7.


41. Yves-Charles Zarka, La décision métaphysique de Hobbes, Paris, Vrin, 1987,
pág. 33.
108 A n a to m ía de la tercera p ersona

mundo. Diferencia radical con Descartes, y concebimos que, por más


que fueran contemporáneos, tuvieran grandes dificultades para com­
prenderse y apreciarse. Pues desde un punto de partida tan claro y fun­
damental, las consecuencias son innumerables. Hobbes no tiene nada
que hacer con una duda hiperbólica que cortaría la relación entre la
representación y la cosa que ésta representa: ese vínculo está cortado
para él desde el inicio. L a cosa se ha retirado, y no ha dejado su impron­
ta, sino la reacción duradera de nuestra sensibilidad a una impronta que
ya no es actual. Y con la suma de estas “reacciones”, de estas “fanta­
sías”, en el lento proceso del conocimiento y de la ciencia, puede inferirse
lo que es ese mundo que ha provocado tales o cuales reacciones en los
espíritus y en los cuerpos.
Para establecer este dato elemental, Hobbes construye цпа hipótesis no
menos hiperbólica que la duda cartesiana, aunque diferente tanto en su
principio como en sus efectos. No se trata en absoluto aquí de dudar,
sino por el contrario de afirmar que mis representaciones seguirían siendo
mis representaciones, aunque el mundo desapareciera completamente
de golpe. Es la hipótesis de la Annihilatio Mundi, que le permite a
Hobbes explicitar la separación de la representación y del objeto que
no habrá sido más que una de las fuentes de esta representación, pues la
otra sería la reacción de mi sensibilidad que mantiene, incluso en la
ausencia completa del mundo (annihilatio mundi), la forma de la fanta­
sía constituida con ocasión de una percepción que se supone primaria.
Que el mundo exista o no, no cambiará entonces nada ya de la represen­
tación que tengo de él. He aquí el sorprendente credo que da cuerpo al
concepto muy particular de representación en Hobbes.
Este punto de partida desarrolla consecuencias casi inmediatas con re­
lación al sujeto. Por supuesto, para sentir, percibir y reaccionar a las
“presiones” que los objetos imprimen en nuestra sensibilidad, Hobbes
necesita un sujeto, pero este último no necesita para nada, por su parte,
garantizar su existencia/мега de toda representación. No hay en Hobbes
una reflexividad primera de un “ego” que fundaría, en un tiempo se­
gundo, la representación de lo que sea que viniera entonces a “presen­
tarse” . Como lo escribe claramente Y.-C. Zarka: “Por lo tanto, hay una
subjetividad de la representación sin sujeto subjetivo fundador” .42 Eso

42. Yves-Charles Zarka, La décision métaphysique de Hobbes, op. cit., pág. 44.
Ver también, sobre este punto, las “Objeciones” de Hobbes (en la serie, son las
terceras), y la respuesta de Descartes. Allí, Hobbes sostiene, y eso escandaliza
mucho a Descartes, que el sujeto puede muy bien ser algo corporal. “Puede”
serlo, es decir que nada sabemos al respecto. La piedra angular de la construc­
ción de Hobbes es la representación, no el sujeto.
La du p licid a d del so b era n o 109

tendrá un gran peso cuando se trate de poner en pie el concepto central


de “persona”.
Sin embargo, no solamente se encuentra el sujeto descentrado de este
modo con relación a nuestras costumbres cartesianas. El lenguaje lo
está igualmente. Pieza secundaria en Descartes, ocupa un sitio eminen­
te para Hobbes, pues a la lengua, y al discurso que ésta permite, les
corresponde fundar la inferencia que permitirá pasar de la representa­
ción a la cosa. No es que la lengua una a esa fantasía con ese objeto,
se p a ra d o s p o r la re p re s e n ta c ió n , sin o q u e p e rm ite a p u n ta r
hipotéticamente al segundo a partir del primero, con el riesgo perma­
nente del error, y pasando por consensos. De ahí el nominalismo de
Hobbes, que se impone a partir de lo que Yves-Charles Zarka llama sin
titubear “una metafísica de la separación”.

Nada hay universal en el mundo -escribe Hobbes- más que los nombres,
porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.43

En vista de que el saber por construir (por medio del lenguaje) ya no


partirá del ser, sino de una representación considerablemente empobre­
cida en el plano ontològico (denominada “fantasía”), es conveniente
precisar si el discurso permitirá recorrer nuevamente al menos una par­
te de ese terreno ontològico considerado como perdido en el inicio. A
falta de ofrecerse en la representación, ¿será el ser susceptible de decir­
se siguiendo las vías discursivas? Es ésta una pregunta decisiva, puesto
que los individuos, considerados como amurallados, cada uno, en sus
representaciones respectivas, están tan aislados unos de otros como del
mundo y, una vez más, sólo el lenguaje, la comunidad lingüística, les
permitirá, al precio de un esfuerzo seguro, confrontar sus representa­
ciones, sus fantasías, y llegar (quizás) a ciertos acuerdos. Lo político
está presente de entrada como estricta necesidad: el lenguaje, lejos de
reducirse a la materialización del pensamiento, constituye el espacio de
intersubjetividad necesario para la elaboración de la ciencia. Esta es
una perspectiva muy diferente de la de un ego que reinaría solitario en
la cima de la mathesis universalis...
D el mism o modo que H obbes había recurrido a la ficción de la
Annihilatio Mundi para afirmar la separación de la representación y de
la cosa, construyó una hipótesis heurística, la ficción de una suspensión
de todo Estado, de toda comunidad política para otorgarse los medios
de fundar a esta última en y por un trabajo discursivo:

43. T. Hobbes, Leviatún, op. cit., cap. IV, pág. 24.


110 A n a to m ía de la tercera persona

Así, en la búsqueda del derecho de la ciudad y de los deberes de los ciuda­


danos, aunque no haya que disolver a la ciudad, sin embargo hay que
considerarla corno disuelta, es decir, comprender correctamente lo que es
la naturaleza humana, lo que la vuelve apta o inapta para construir una
ciudad, y cómo los hombres que quieren unirse deben juntarse.44

Y con esto, Hobbes se lanza entonces en la definición de un “estado


natural” que vale la pena ir a visitar por ser el demasiado famoso: “El
hombre es un lobo para el hombre”, al que se reduce con tanta rapidez
su trabajo, relegándolo a un pesimismo a ultranza opuesto a lo que más
tarde fueron las hipótesis contrarias de Jean-Jacques Rousseau sobre el
mismo tema; ese dicho latino no es más que el árbol hecho a la medida
para ocultar al bosque.
La coherencia general de las palabras de Hobbes se ofrece a la lectura
desde el primer trazo que él presenta de esta naturaleza, en la misma
dirección de las primeras disposiciones establecidas por el concepto de
representación:

El objeto, cualquiera que sea, del apetito o del deseo de un hombre, es lo


que por su parte éste llama bueno; y llama malo al objeto de su odio o de
su aversión; sin valor o despreciable, al objeto de su desdén. En efecto,
estas palabras, bueno, malo y digno de desdén se escuchan siempre con
relación a la persona que las emplea; porque no existe tal cosa, simple y
absolutamente; ni hay ninguna regla común de lo bueno y de lo malo que
pudiera ser tomada de la naturaleza de los objetos mismos.45

Ya no es, entonces, como en Aristóteles, el valor intrínseco de la cosa lo


que suscita el deseo, sino, por el contrario, la dinámica interna del de­
seo la que proyecta sobre los objetos unos valores subjetivos y relati­
vos a las representaciones de cada uno. La naturaleza ya no es en nada
el fundamento de una regla moral universal. Porque los individuos es­
tán tan separados unos de otros como cada uno lo está del mundo, la
fundación de lo político se vuelve pensable, y por lo tanto necesaria.
La única regla que Hobbes reconoce como válida para todos y cada
uno, en el inicio, es que todo ser “tiende a perseverar en su ser”. Esto es
inquebrantable. La primera consecuencia de esto es que todo ser se
encuentra obligado a darse futuro, o dicho de otro modo, a hacer uso de
su poder. Hobbes lo define así:

4 4 .T. Hobbes, De cive, citado por Yves-Charles Zarka, op. cit., pág. 68.
4 5 .T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 48. [En español: Leviatán, op. cit., pág.
42]
L a du p licid a d del soberano 111

El poder de un hombre consiste en sus medios presentes para obtener


algún bien aparente futuro. Puede ser original o instrumental.46

De donde se desprende, irresistible, el conflicto:

Y por el hecho de que el poder de un hombre resiste y traba los efectos del
poder de otro, el poder simplemente no es otra cosa que el exceso de poder
de uno sobre el del otro. Porque poderes iguales que se oponen se destru­
yen recíprocamente, y esta oposición se llama conflicto.47

Así es que hay, según Hobbes, una perfecta y constante desigualdad


entre los hombres, ya sea original (dada en el inicio a cada uno) o
instrumental (según lo que cada uno habrá sabido hacer suyo a lo largo
de su existencia). Lo importante, lo decisivo, a decir verdad, que olvi­
damos si nos remitimos solamente a “El hombre es un lobo para el
hombre”, es la inversión dialéctica producida aquí por Hobbes, capaz
de cam biar la faz del problema. Sin este nuevo juego, en efecto, la
sociedad política nunca sería más que cierto estado de los poderes de
cada uno (lo que ella es, en parte, en Pascal, por ejemplo), equilibrán­
dose más o menos en un conflicto permanente y generalizado, de acuer­
do con la sabia graduación de una jerarquía social donde se escalonaría
la única realidad eficiente: los poderes variados de unos y de otros.
Hobbes introduce en ese escenario el pequeño grano de arena siguiente:

El [hombre] más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya
sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otros que se
hallen en el mismo peligro que él se encuentra.4*

Con esto, la topología del conjunto experimenta un cierre diferente. Ya


no nos encontramos a lo largo de una escala que iría linealmente del
más débil al más fuerte, sino que estamos atrapados en una circularidad
fundamental: aquél que se encuentra en lo más bajo de la escala de los
poderes puede vencer a quien está en lo más alto. Los hombres son, por
lo tanto, al mismo tiempo, fundamentalmente desiguales en poder, y no
menos fundamentalmente iguales en la fragilidad de su poder. Las
constantes desigualdades de poderes no ponen trabas a la universalidad
en que cualquier hombre se debate frente a la muerte, al cese de su
poder y de la perduración de su ser.

46.Ibid., cap. X, pág. 31. [En español: Ibid., pág. 69.]


47. T. Hobbes, Element o f Law, citado por Y.-С Zarca, op. cit., pág. 298.
4 8 .T. Hobbes, Leviatán, op. cit., pág. 100].
112 A n a to m ía d e la tercera persona

II. 2. 3. “Es una persona... ”

Podemos ahora llegar a la definición de la persona por la cual se inicia


el famoso capítulo XVI del Leviathan, “De las personas, de los autores,
y de los seres personificados”, que ofrecemos aquí al mismo tiempo en
español y en inglés:

Es una persona aquella cuyas palabras y acciones son consideradas ya


sea como pertenecientes a el, o bien como representando a las palabras
o acciones de otro, o de alguna otra realidad a la cual se los atribuyen
por una atribución verdadera o ficticia.*9

A person, is he, whose words or actions are considered, either as his


own, or as representeting the words or actions o f an other man, or o f any
other thing to whom, they are attributed, wether Truly or by Fiction,sn

Primer punto: la persona no es de ningún modo descrita de una manera


“esencialista” . Ninguna intimidad, ninguna interioridad se encuentra
actuando aquí.51 Muy por el contrario, tan solo el verbo pasivo “ser
considerado” basta para hacer de ello un fenómeno. Una persona es
ante todo aquella cuyas palabras y acciones son “consideradas”, o di-

49. T. Hobbes, Leviathan, trad. Tricaud, op. cit., pág. 161. [En español: Leviatán,
op. cit., pág. 132.] Las itálicas son del propio Hobbes. El único problema
aparente de la traducción francesa [que aquí respetamos] se refiere al relativo
“a la cual” que, en razón de su femenino, parece referirse solamente al antece­
dente inmediato, esa “alguna otra realidad”, mientras que en inglés “to whom”
no es tan exclusivo y se refiere tanto a “alguna otra realidad” como al “otro”
(hombre). A ambos, de manera indiferente, podemos atribuirles “palabras o
acciones” de aquél que adquiere aquí el rango de “PERSONA” . ¿Por qué
Tricaud no se inclinó por el simple “a quien se los atribuye [...]”, que hubiera
conservado la doble referencia del inglés? [En español se traduce “o de alguna
otra cosa”. El problema al que alude se conserva de todos modos en español.
N. de T.]
50. T. Hobbes, Leviathan, Cambridge University Press, 1996, pág. 111. Los eru­
ditos continúan discutiendo para saber cuál, entre la versión latina y la versión
inglesa, fue escrita primero por Hobbes. Aunque la versión latina haya sido
publicada diecisiete años más tarde que la inglesa (editada en 1651), muchos
argumentos van en el sentido de una escritura primera en latín. Tal es la opi­
nión de François Tricaud, el traductor francés.
51. Locke tomará aquí la posición exactamente opuesta a la de Hobbes al hacer de
la “persona” un ser completamente interior, definido por la identidad consigo
misma aportada por la conciencia: “[...] un ser pensante e inteligente, dotado
de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como sí mismo.”
J. Locke, Identité et différence, op. cit., págs. 148-149. Esta otra opción debía
tener mucha influencia sobre la concepción común de la persona, y aun en
nuestros días, cuando existe una tendencia a englobarlo en un cartesianismo
sincrético y blandengue.
L a d u p lic id a d del so b e ra n o 113

cho de otro modo no sólo son expresadas, manifestadas, sino también


vistas, escuchadas, recibidas... por algún otro. Necesariamente. Alguien
(que no es la persona de la que habla la definición), alguien está presen­
te, y no solamente a manera de público, pues de él depende la opera­
ción fundadora de esta persona, a saber, que él (ese alguien), deberá
optar por “considerar”, en efecto, que estas palabras o estas acciones
deben ser remitidas, ya sea directamente y sin rodeos a aquél que las
haya proferido y sostenido, o a otro (o a alguna otra realidad). De esta
elección dependerá el calificativo del que será dotada de inmediato la
persona en cuestión: en el primer caso, si las palabras o las acciones de
aquél que viene a expresarse son “las suyas” (inglés) o “le pertenecen”
(español, francés), uno (aquel que las considera) hablará de persona
natural. Si no, si esas mismas palabras o acciones están ahí en tanto que
“representan” las de otro (o las de alguna otra realidad), entonces ha­
blaremos indiferentemente de persona ficticia (o artificial) (feigned or
artificiali person), ya sea que la atribución haya sido hecha “truly”
(verdaderamente: de un autor hacia un actor), o “by fictio n ” (de mane­
ra ficticia), de acuerdo con un recorrido que detallaremos más adelante
y al término del cual el gobierno civil autoriza a una persona natural a
ser el actor de “alguna otra realidad” que, por sí misma, no podía auto­
rizar a nadie.
El prim er comentario del propio Hobbes, una vez dada esta definición
neta, se refiere al topos relativo a la palabra latina de persona, la más­
cara por la cual los actores (palabra que adquirirá muy pronto gran
importancia) hacían “sonar” sus voces.52 “Persona es entonces equiva­
lente a actor”, escribe Hobbes. Mucho más perturbadora es la frase que
sigue:

Personificar, es desempeñar el papel, o garantizar la representación de


sí mismo o de otro.

To Personate, is to Act, or Represent himselfe, or an other.53

52. Una de las etimologías de la palabra toma de aquí su fuente: per sonare, para
hacer sonar la voz. Pero no podemos olvidar que también es el nombre de
Ulises para engañar al cíclope, sentido que se conservó en el francés, cuando
éste lo tomó como uno de sus forclusivos, en su sistema complicado de la
negación: "Il n’y a personne” [“No hay nadie’’], "Je n’y voit goutte” [“No veo
nada”], “Je ne mange mie" [“No como ni miga”], etc.
53. Leviathan, francés, pág. 162 [español, 132], inglés, pág. 112. Conservé el
juego de las itálicas presente en los dos textos, invertido en inglés. El verbo
“To Personate” es, por supuesto, una cruz para el traductor francés, quien
busca justificarse en su nota 1 de la página 161 : en efecto, él no puede encon­
trar en la lengua francesa un verbo único que conjunte tan fuertemente la idea
114 A n a to m ía de la tercera persona

Es difícil no tener la sensación de un forzamiento ante esta precedencia


otorgada a la representación, que va tan en sentido contrario de nuestro
sentimiento primero, según el cual una persona es ante todo una espe­
cie de autoadecuación a sí mismo. Aquí, un vago perfume de cogito;
tanto más insidioso habitualmente cuanto que es discreto, taha repenti­
namente en razón de este exceso de significación que Hobbes obliga a
portar al verbo to Personate. Como lo nota Tricaud, quien no puede
hacer menos:

A pesar de lo que Hobbes parece decir, la idea de “representarse a sí


mismo”, de “actuar su propio personaje” no pertenece manifiestamente al
sentido primero de to Personate, del mismo modo que la idea de “desem­
peñar el papel de otro”.54

Esta inversión de perspectiva, aunque la lengua inglesa la objete al


pasar, subraya el acento que Hobbes pretende imprimirle a su noción
de persona: es efectivamente la persona ficticia la que sirve para com­
prender a la persona natural, y no al contrario. Explicitando entonces
el sentido sólido y seguro de “to Personate”, a saber, el de “desempe­
ñar un papel”, Hobbes prosigue:

De quien desempeña el papel de otro, se dice que asume su personalidad,


o que actúa en su nombre.

And he that acteth, is said to beare his Person, or act in his name.

Cabe lamentar aquí que el traductor haya creído oportuno, aunque lo


señale en una nota, sacrificar una literalidad que prácticamente no hu­
biera estorbado con respecto a un texto tan fundamental, para transfor­
mar ese “to beare the Person o f' (que pronto encontraremos en cada
recodo del texto concern ien te al soberano) en un “a ssu m er la
personnalité de” [“asumir la personalidad de”], de una resonancia muy
incómoda en francés. La persona inventada por Hobbes no tiene nada
que hacer con la noción de “personnalité” [“personalidad”], palabra
cuyo sentido jurídico es harto débil en francés, comparado con un sen­
tido psicológico totalmente opuesto al de Hobbes.

de persona y la de representación. Se resigna a “personifier" [personificar],


que prolifera, sin embargo en direcciones muy ajenas a las de Hobbes. No
tenemos nada mejor para proponer. Un neologismo no tendría lugar aquí, pues
no se trata de inventar una jerga en este asunto.
54. T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés pág. 162, nota 5.
La du p licid a d d el so b era n o 115

Lo que al inicio podía parecer un forzamiento lingüístico, encontrará


inmediatamente su velocidad de crucero con los nuevos apelativos de
autor y de actor. Hobbes encadena:

Las palabras y acciones de ciertas personas artificiales son reconocidas


por suyas por aquél a quienes ellas representan. La persona es entonces el
actor; quien reconoce como suyas las palabras y las acciones es el autor,
y en este caso el actor actúa en virtud de la autoridad que ha recibido.
Porque aquél que, en materia de bienes de todo tipo, es llamado propieta­
rio, es llamado, en materia de acciones, el autor.

O f Persons Artificiali, some have their words and actions Owned by those
whom they represent. And then the Person is the Actor; and he that owneth
his word and actions, is the author; in which case the Actor acteth by
Authority. For that which in speaking o f goods and possessions is called
an Owner, speaking «/'actions is called an Author55 .

La persona natural, la que era “considerada” como propietaria de sus


palabras y de sus acciones, que cuando hablaba o actuaba se ofrecía a
ser considerada como “representándose a ella misma”, “desempeñan­
do su propio papel”, etc., ya ha sido dejada de lado. Aquí ya no se trata
más que de “ciertas personas artificiales”, otro indicio de que lo esen­
cial de la noción de persona se articula a los ojos de Hobbes alrededor
del artificio y no de la naturaleza.
Es la prim era frase la que constituye una dificultad: hay que entender
de entrada que “aquél a quien ellas [las palabras y las acciones proferi­
das y sostenidas, susceptibles de ser “consideradas”] representan” no
es aquél que las habría proferido y sostenido. El primero es el autor, el
que es considerado por el derecho como “propietario”, de algún modo,
de las citadas palabras y acciones, mientras que el segundo, que no es
más que el agente activo, tiene derecho a su nombre de actor. El víncu­
lo que conecta a estos dos se apoya entonces sobre esa palabra de “au­
toridad” (Authority) que obliga al traductor a una larga nota, muy bien­
venida. En efecto, corremos el riesgo de imaginar bajo esa palabra un
cierto poder que el antes llamado autor detentaría, por él mismo y para
él mismo, sobre sus actos o sus acciones. Pero eso sólo es cierto porque
un actor distinto del autor mismo entra en la batalla. En el momento
en que el que se volverá el autor se separa de su poder sobre sus actos
y sus acciones confiándoselas a otro, es cuando detenta esa autoridad.
El repliegue, que ya se ha encontrado con ocasión del emplazamiento

55.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 163 [español, págs. 132-133] e
inglés pág. 112.
116 Anatom ici de la tercera persona

de la “fantasía”, es decisivo: al igual que la representación, la autori­


dad no es el objeto mismo, sino lo que sólo aparece porque nos deslía^-
cemos de él.

La Authority -escribe Tricaud- nunca es un atributo del “autor”, sino un


poder delegado al representante. Ese sentido es bastante frecuente en in­
glés. Se sitúa en algún lugar entre “autoridad” y “autorización”, entendi­
das según el uso francés. Se trata propiamente de una “autoridad salida de
un poder”, como se lee en las traducciones del Evangelio: “¿Por qué auto­
ridad haces estas cosas?”.56

Una vez establecido este vínculo, el sujeto del derecho es desplazado


de manera significativa:

Se infiere de esto que cuando el actor concluye un convenio en virtud de


la autoridad recibida, vincula así al autor del mismo modo que si éste lo
hubiera concluido él mismo, y lo somete, igualmente, a todas las conse­
cuencias de él.

Esta delegación de un autor hacia un actor parece lo suficientemente


clara como para que ya no sea necesario insistir sobre ello. Ahora viene
el momento de considerar, siguiendo el título mismo de ese capítulo,
que ya ha presentado a las “Personas” y a los “Autores”, lo que Hobbes
llama los “seres personificados” (things Personated57 ), y sin quienes -
¿sin los q u e?- yo no hubiera iniciado este recorrido textual.

Hay pocas cosas que no puedan ser representadas de una manera ficticia.
Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente, pueden ser
personificadas por un Rector, un director, un controlador. Pero las cosas
inanimadas no pueden ser autores, y por consiguiente, no pueden dar
autoridad a sus actores; los actores pueden, sin embargo, recibir autoridad
para garantizar su mantenimiento de quienes son sus propietarios o go­
bernadores. Estas cosas no pueden entonces ser personificadas antes de
que exista alguna forma de gobierno civil. Igualmente, los niños, los débi­
les de espíritu y los locos, que no tienen el uso de la razón, pueden ser
personificados por tutores o curadores, pero no pueden ser, durante ese
tiempo, los autores de ninguna de las acciones realizadas por éstos, ni,
después de haber recuperado el uso de la razón, más allá de lo que habrán,
en esas acciones, juzgado razonable. Pero durante el periodo de irrespon­
sabilidad, el que tiene derecho de dirigirlos puede dar autoridad al tutor.
Sin embargo, esto no puede tener lugar más que en un Estado civil, pues

56.Ibid., pág. 163, nota 12.


57. Una vez más aquí, ¿por qué diablos “seres” en lugar de “cosas”? Si Hobbes
hubiera querido decir “seres”, habría, con toda verosimilitud escrito “beings”,
como se lo permitía el inglés de la época sin problemas. El latín, por su parte,
se contenta con: De Personibus & Autlioribus.
L a d u p lic id a d d el soberano 117

antes del advenimiento de dicha situación, no existe imperio sobre las


personas.58

Esas cosas inanimadas -so b re las que se presiente de entrada, aunque


confusamente, que tienen que ver con el cuerpo de la corporación uni­
taria en la teoría medieval de la realeza-, estas cosas, a causa de su falta
de razón o de la pluralidad que las compone, no pueden desligarse de
sus palabras o de sus acciones, y por lo tanto no pueden transferir nin­
guna autoridad a “actor” alguno. Ahora bien, necesitan imperativamente
ser representadas para que sus derechos jurídicos puedan ser salva­
guardados. En esos dos casos estalla, podríamos decir, la necesidad de
un “gobierno civil”, una de cuyas funciones al menos está clara: susti­
tuir a esas “cosas” para hacer lo que ellas no pueden hacer: delegar su
autoridad, otorgarse un actor, un representante autorizado que podrá
actuar en su nombre. El capítulo siguiente (XVII), que tratará “De cau­
sas, de la generación y de la definición de la República”, puede adelan­
tarse; le corresponderá responder a este aparente callejón sin salida.
Ese capítulo XVI, de una riqueza sorprendente, todavía no está term i­
nado. Anticipándose en parte sobre lo que sigue, Hobbes se aferra fir­
memente al problema lancinante entre todos del pasaje de una multitud
al uno, y pretende solucionarlo de inmediato con su noción nueva de
persona:

Una multitud de hombres se convierte en una persona [are made One


Person] cuando está representada por un hombre o una persona, de tal
modo que ésta pueda actuar con el consentimiento de cada uno de los que
integran esta multitud en particular.

El capítulo que sigue dirá cómo puede efectuarse ese consentimiento,


cuando surge una frase que es necesario hacer destacar:

Pues es la unidad de aquél que representa, no la unidad del representado,


lo que vuelve a la persona una.

For it is the Unity o f the Representer, not the Unity o f the Represented,
that maketh the Person One.

No es el autor el que constituye la unidad, es el actor. Si un mismo


autor confía su autoridad a cierto número de actores diferentes (dándo­
le a cada uno un poder singular, como le está permitido hacerlo), eso
dará lugar a otras tantas personas ficticias. En cambio, si tantos autores

58.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 164. [español, pág. 134]
118 A n a to m ía de la tercera persona

corno se quiera autorizan aun solo y mismo actor, eso únicamente dará
lugar a una sola persona ficticia.
La lógica de la construcción es importante. Hobbes está perfectamente
advertido de la circularidad de los razonamientos que alojan subrepti­
ciamente la unidad en tal o cual lugar, para ir luego a descubrirla a
gritos. Así, las nociones de “pueblo”, de “nación” (cuando al menos
son adelantadas como primarias, fundamentales, etc.) se otorgan la li­
cencia de presuponer una unidad (histórica, geográfica, lingüística, cul­
tural) para luego reduplicarla, de algún modo, sobre la persona del so­
berano que ya no sería más que su reflejo. Hobbes no quiere que uno
sea el reflejo de él mismo59 -conoce demasiado bien los conflictos que
eso arrastra en la vida civil, cuando cualquier facción se jacta de ser el
verdadero reflejo del verdadero uno. Le hace falta que el uno surja de
lo múltiple que, a su vez, con seguridad, está dado, de tal manera que
una vez que surgió, ese uno pueda recaer sobre la multitud calificándo­
la como un conjunto homogéneo, una REPÚBLICA,M)

11.2.4. El contrato

Así, Hobbes llega a “la única manera de erigir semejante poder co­
mún” .

Eso -prosigue- va más lejos que el consenso, o la concordia: se trata de


una unidad real de todos en una sola y misma persona, unidad realizada
por una convención de cada uno con cada uno, acordada de tal modo que
es como si cada uno le dijera a cada uno: Yo autorizo a ese hombre o a esa
asamblea, y le entrego mi derecho de gobernarme a m í mismo, con la
condición de que tú le entregues tu derecho y que autorices todas sus
acciones de Ia misma manera. Hecho esto, la multitud unida de este modo
en una sola persona es llamada una república, en latín, civitas.

59. Como cierto Jacques Lacan, cuyo estadio del espejo plantea, desde sus prime­
ros esbozos, que es efectivamente el representante (la imagen) el que hace la
unidad, y no el representado (el cuerpo ante el espejo). A falta de poder cons­
truir la más mínima filiación al respecto, nos permitiremos pensar que el nú­
mero de las respuestas a la cuestión del uno no es indefinido, y que existen así
muy curiosas “familias” de pensamiento...
60. Que debe entenderse aquí jurídicamente: la cosa pública, y no constitucional­
mente. En este punto de su demostración, Hobbes no hace distinción entre las
tres formas de gobierno que conoce: real, aristocrática o democrática. Que el
SOBERANO sea una sola persona natural o una asamblea no le importa, en la
medida en que ya enunció las condiciones para que, en el caso de una asam­
blea, ésta pueda, en todas las circunstancias, producir una voluntad una.
L a du p licid a d d el so b era n o 119

This is more than Consent, or Concord; it is a reali Unilie o f them all, in


one and the same Person, made by Covenant o f every man with every
man, in such a manner, as if every man should say to every man, I authorise
and give up my right of Governing my selfe, to this Man, or to this Assembly
of men, on this condition, that you give up thy Right to him, and authorise
all his actions in like manner. This done, the Multitude so united in one
Person is called a common-wealth, in latin civitas.61

Vemos de entrada hasta qué punto ese contrato se encuentra en la de­


pendencia directa de la noción de persona establecida en el capítulo
anterior. La diferencia reside en que ese contrato ya no pasa de un autor
a un actor, sino de un autor a otro, para designar cada vez al mismo
actor.
El proceso es estrictamente distributivo, y en eso consiste una gran
parte de su originalidad. Los autores nunca se reúnen para designar
“juntos” a un mismo representante, o soberano. Eso equivaldría otra
vez a darse la unidad para luego volver a encontrarla. Contratan, por el
contrario, dos por dos, cada hombre con cada hombre -sin que nunca
cada uno tenga que hacerlo con todos, un vecino basta para esto-,62 y
cada vez se ha emplazado sólo una persona ficticia, cuya unicidad se
mantiene al final del proceso. Esta unicidad del soberano está efectiva­
mente construida así alrededor de la noción de persona ficticia, y lo
esencial estaría jugado, si algunas consecuencias decisivas -a l menos
con relación a nuestro discurso sobre la duplicidad general de la noción
de persona- no quedaran todavía por extraerse.
Como cada autor abandonó, por voluntad propia, su derecho de gober­
narse a sí mismo (en provecho del soberano), se desprende de esto que
en ningún momento posterior podrá cambiar su decisión. Si no, sería
necesario considerar que nunca delegó más que una parte - e incluso no
la más decisiva, puesto que la que habría quedado en él podría decidir
de ese modo el destino de la que previamente dio. Esto está impedido
por el hecho mismo de la autorización: en tanto que no es más que un
acto, no se divide. Los falsos sentidos son numerosos respecto a esto.

61.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 177 [español, pág. 141] e inglés
pág. 120.
62. La topología del contrato es instructiva: la propagación tiene lugar en red
simple, por lo que basta que cada punto (denominado “Autor" a partir de que
está ligado) esté conectado al menos una vez con otro en el tiempo en que
estos dos se conectan a un mismo tercero “autorizándolo”-, y quien hubiera
rechazado todas las conexiones que se le propusieron, o quien no hubiera sido
alcanzado por ninguna, no pertenece a la República, al Common-Wealth.
LQQD.
120 A n a to m ía de la tercera persona

La autorización en el sentido de Hobbes es efectivamente una transfe­


rencia de derecho, pero que debe ser entendida más como una transfe­
rencia de información que como una transferencia de objeto. Si yo cedo
jurídicam ente mis derechos sobre un objeto, pierdo ipso facto la pro­
piedad y el goce de él. Si transmito una información que hasta ese mo­
mento me pertenecía, sigo poseyéndola, solamente perdí la “exclusivi­
dad” sobre ella, lo cual es muy distinto. Cuando el autor “entrega su
derecho de gobernarse a él mismo” conjuntamente con su vecino, lo
conserva (salvo que ya no puede utilizarlo para objetar lo más mínimo
con respecto al actor que lo representa a partir de ese momento; dicho
de otro modo, en el caso del pacto, el soberano). Puede continuar utili­
zándolo para cualquier otra cosa, salvo eso. Queda, para concluir esta
presentación del soberano tal como es producido en el Leviatán, acer­
carnos a lo que con tanta frecuencia se le ha reprochado a Hobbes bajo
el término de “absolutismo” .
Esta cuestión es importante aquí porque apunta a una especie de “reci­
procidad” de la relación de “autorización” . Esta iba del autor hacia el
actor, del sujeto hacia el soberano-, “absolutismo” designa entonces la
relación inversa de ese soberano hacia su(s) sujeto(s) o súbditos. Como
la autorización resulta ser imparticionable, su recíproca debía serlo igual­
mente. El poder del soberano con respecto a su súbdito no se dividirá
entonces, no conocerá más límites que los que la autorización podría
haber planteado en cuanto a ella. En efecto, no podía concebirse bajo la
forma moderna del mandato parcial en la medida en que, en caso de
falta (previsible) aun mandato como ése, ninguna instancia podía deci­
dir en favor o en contra de cualquiera de los quejosos.63 De ahí el carác­
ter necesariamente ilimitado de la autorización fundadora del repre­
sentante soberano. ¿Cómo, entonces, garantizar lo recíproco, y conce­
bir un poder sin límites del soberano, que sin embargo no sea infinito
(porque Hobbes, repitámoslo, nunca se convierte en el chantre del ca­
pricho de esos mismos soberanos)? Nos apoyaremos, al pasar, en esta
pequeña consideración topològica elemental, a la que nadie podía re­
currir en el saber matemático de la época del Leviatán: una esfera es

63. “[...] si uno o varios de ellos [los diferentes "autores" del contrato social]
alegan una infracción a la convención aceptada por el soberano con ocasión
de su institución, y uno o varios otros, entre los súbditos, o el soberano solo,
alegan que semejante infracción no ha tenido lugar, no existe en este caso
ningún juez que pueda decidir en la disputa [...]”, T. Hobbes, Leviathan, op.
cit., pág. 181. Esta ausencia radical de instancia tercera debe relacionarse,
guardando todas las diferencias, con la teoría de los dos cuerpos del rey que,
también y a su manera, intentaba paliar esa misma carencia.
L a du p licid a d d el so b era n o 121

una superficie sobre la cual no se encuentran límites. Sin importar el


sentido en el que se la recorra, en ningún momento encontraremos un
borde, cosa que sería el caso sobre una figura plana, о una esfera agu­
jereada, о un cubo. Y sin embargo, semejante superficie sin límites no
es por eso infinita: puede poseer un diámetro dado, y por lo tanto una
superficie determinada y calculable, pero no por ello tendrá límites.
Para entender claramente las relaciones complejas del soberano hacia
sus súbditos, es necesario regresar sin cesar a la noción de persona
ficticia, pues todo el misterio del “absolutismo” de Hobbes se encuen­
tra incluido allí. Puesto que el soberano sólo es tal en tanto que es el
actor de quien cada uno de sus súbditos es el autor, se desprende de esto
que cada una de sus “palabras o acciones” es efectivamente la propie­
dad de cada uno de sus súbditos, que no puede en ningún caso elevarse
contra su propia voluntad. El poderío del soberano es entonces, en el
principio mismo, igual al de cada uno sobre sí mismo, aunque llevado
a la potencia de ese “todos” que resulta del pacto (sin preexistir nunca
a él). Pero, se objetará, ¿acaso ese soberano no puede abusar de la
situación, como la historia no cesa de mostrarlo, en todas las latitudes y
en todas las épocas? ¿Hobbes fingiría jugar a los ingenuos con la única
finalidad de hacer que su sistema se sostenga? ¿Acaso los súbditos no
tienen ningún derecho a la rebelión? ¿No hay, más allá del soberano,
algo -D ios, la Justicia, la Naturaleza Humana, ciertos “Derechos del
Hombre”- a lo que cada sujeto/súbdito podría referirse en caso de ex­
ceso y de iniquidades del soberano, y en nombre de lo cual se volvería
justo destituirlo? Que eso sea posible no arrastra a Hobbes a presentar­
lo como ju sto :

Y aunque algunos hayan alegado para cubrir su desobediencia al sobera­


no una nueva convención, no concertada con los hombres, sino con Dios,
es igualmente injusto (unjust): no hay, en efecto, convención alguna acor­
dada con Dios, si no es por la mediación de alguien que representa a la
persona de Dios; y nadie se encuentra en ese caso, de no ser el lugarte­
niente de Dios, que ejerce bajo él la soberanía. Pero este alegato de una
convención acordada con Dios es una mentira tan manifiesta, incluso
ante la conciencia de aquéllos que recurren a ella, que es el resultado de
una disposición no solamente injusta, sino también despreciable y degra­
dante.64

Nada se encuentra entonces “por encima” de la autorización que habría


anudado a cada autor con un actor. No se trata de invocar a alguna
instancia tercera - y esto es suficiente para indicar que nos hallamos

6 4 .T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 180-181. [En español, pág. 143.]
122 A n a to m ía de la tercera persona

aquí en una argumentación donde el Estado moderno no está conside­


rado como un dato que regularía las relaciones entre gobernantes y
gobernados por el sesgo de una “Constitución” cualquiera. Nada viene,
entonces, en ese tiempo ficticio y fundador, a limitar el poderío del
soberano en la medida en que su poder no es más que el reverso de una
autorización que, en vista de que es entonces el único tercero entre
actor y autor, no se puede dar vuelta hacia cualquier otro tercero, y ya
no puede por ello ser concebida más que como sin restricción de nin­
gún tipo, necesariamente indivisible e imparticionable.65
El sujeto salido del contrato planteado por Hobbes va, por su parte, a
salir de él gravemente escindido, mucho más que su soberano, quien,
encargado de garantizar la unidad de la persona ficticia, ya no está en
absoluto clivado como lo habían estado sus antecesores en los tiempos
de la teoría de los dos cuerpos:66 lo que, en él, es propiamente el autor
(que pronto llamaremos también “ciudadano”) está sometido sin nin­
gún límite al poder del representante que él se ofreció en la persona del
soberano. Esto es así, literalmente, sin discusión, pero solo toca al au­
tor, Si supusiéramos que ese autor no es exactamente congruente con la
persona natural, que en ella hubiera un sector que escapara al autor del
pacto representativo, ¿qué estatuto le tendríamos que dar a “eso”? Esta
pregunta ofrece a Hobbes la posibilidad de despejar lo que él llama “la
verdadera libertad de los súbditos”.
Esta depende de una fractura que, hasta entonces, no estaba tan viva:
por un lado, en la esfera que llamaremos “pública”, el ciudadano (el
“súbdito”, el “autor”) está sometido sin límite al poder del soberano,
pero en la esfera que llamaremos “natural” se mantiene una parte del
derecho juzgado por Hobbes inalienado e inalienable:

. Es manifiesto que cada súbdito goza de la libertad con respecto a todas las
cosas tales que el derecho que tenernos sobre ellas no puede ser transferi­
do por una convención. He mostrado al respecto, en el capítulo XIV, que
las convenciones por las cuales nos comprometemos a no defender nues­
tro propio cuerpo son nulas.61

65. Éstas eran las propiedades esenciales que Lacan supo ubicar con el ideal del
yo y la noción de “asentimiento” que lo funda. Çfr. G. Le Gaufey, Le lasso
spéculaire, París, E.P.E.L., 1997, cap. 1.4.3, págs. 92-106. [Hay edición en
español: El lazo especular, Buenos Aires, EDELP, 1998.]
66. Razón por la cual se abandonó progresivamente la metáfora del Rey Fénix por
la del Rey Sol, muy diferente.
67. T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 230.
L a du p licid a d del soberano 123

Así, a los ojos de Hobbes, el hombre natural continúa existiendo más


allá y más acá del contrato, y conserva un poder propio para todo lo que
concierne a la preservación de su propia naturaleza, su capacidad para
“perdurar en él mismo” (en razón de la cual él acordó, además, la con­
vención que establecía al soberano). La dificultad nueva, que nueva­
mente se desprende de la noción de persona ficticia, se refiere a la
imposibilidad de pensar un terreno en el que se encontrarían, se con­
frontarían ese “súbdito” surgido del contrato y el “hombre natural” que
habría permitido ese mismo contrato. Los dos coexisten en el mismo
ser humano (no nos atrevemos aquí a decir “la misma persona”), sin
que ninguna dialéctica se pueda establecer entre ellos. Por más chocan­
te que eso parezca hoy, su necesaria coexistencia los deja ajenos desde
todos los puntos el uno del otro, y esta separación sin apelación deter­
mina, a cambio, la esfera de acción del soberano. El poder de este últi­
mo permanece sin límite sobre su súbdito, ciertamente, pero no la reco­
noce más que a él en la medida en que, en tanto que actor, nunca tendrá
que vérselas más que con el autor que lo autorizó.
Es difícil evitar aquí el falso sentido y el anacronismo, acostumbrados
como estamos a pensar esa posibilidad post-revolucionaria de una ob­
jeción al poder soberano (estatal) realizada a partir de los derechos del
hombre, cuando no es, hoy, en nombre de una ética supuestamente
planetaria, y por lo tanto común.68 Evitaremos al menos el anacronismo
planteando como un hecho la exterioridad del Estado y del hombre
natural, como lo indica muy explícitamente Lucien Jaume en su obra
sobre Hobbes:

El hombre natural no es una entidad que el Estado se encuentre ante él,


y que constituiría su límite y su obstáculo; está más bien “en otro lado”, es
como su inverso silencioso69 [...]

No será fácil calibrar ese “en otro lado” , que se desprende de la crea­
ción de la personaficticia. La idea según la cual la institución del poder

68. Ver al respecto la obra de Alain Badiou, L ’éthique [La ética], que muestra los
estragos que resultan de querer establecer un “mal absoluto” a partir del cual
se podría instalar una serie de grados hacia un "bien”, a partir de esto tan
indudable como el mal del que proviene. Este nuevo conformismo ético, de un
temible maniqueísmo, viene acompañado con una promoción sin precedentes
del papel de los jueces en las sociedades modernas, y ya no entiende nada de
Hobbes, sin hacer de él un turiferario de la tiranía.
69. Lucien Jaume, Hobbes et l ’Etat représentatif moderne [Hobbes y el Estado
representativo moderno], París, PUF, 1986, pág. 144. Efectúo un corte en esta
cita dejando aquí de lado el calitativo de “antitético” (“[...] su inverso silencioso
y ciertamente antitético”) que, buscando forzar el rasgo, roza el contrasentido.
124 A n a to m ía de la tercera p ersona

soberano, del Estado, constituye al hombre natural como desecho de la


operación, como aquello sobre lo cual ese poder no solamente no ten­
drá dominio, sino que especialmente no estará en posición de conocer
ni de reconocer -h e aquí un verdadero eje de investigación que regre­
sará más tarde durante este estudio. Queda por apreciar la parte más
visible de la construcción de Hobbes, que cabe completa en este peque­
ño agregado incluido en la definición inicial d éla persona: “ [...] de otro
hombre, o de alguna otra realidad a la cual se los atribuye [...]” Esta
invención jurídica, esta inclusión en la definición misma de la persona
entrevista con la teoría de los dos cuerpos del rey bajo el apelativo de
“corporación” , merece que detallemos lo que se juega ahí.

II.3. De la triplicidad de la tercera persona

Desde el punto de vista gramatical, la tercera persona es clásicamente


considerada como doble, al menos en la mayoría de las “lenguas de
cultura” -conviene ser prudente, ante los miles de lenguas diferentes en
este planeta. En efecto, distinguimos la tercera persona que posee una
entera “personación”,70 la que podrá, llegado el momento, decir “yo”,
como en la expresión: “El me dijo que él vendría”, y aquélla que se
llama “neutra” [tácita]: “llovió mucho en estos últimos tiempos” , grado
cero de la misma “personación”. En un artículo, que se ha vuelto céle­
bre con toda justicia, “La nature des pronoms” [“La naturaleza de los
pronombres”], E. Benveniste ubicaba de un lado la pareja Yo/tú, cuya
personación no pudo en ningún momento ser puesta en duda, y la terce­
ra persona a propósito de la cual escribe:

La “tercera persona” representa de hecho al miembro no marcado de la


correlación de persona.

70. Pasando de la ciencia política de la mitad del siglo XVII a la lingüística con­
temporánea, ciertos problemas terminológicos permanecen idénticos: cómo
llamar en francés al movimiento que hace pasar de la “no persona” a la “per­
sona”. ¿”Personnifier" [“personificar”]? ¿”Personnaliser” [“personalizar”]?
Nada conviene realmente para traducir el inglés “to Personate”. Nos inclinare­
mos aquí por el neologismo nominal “personnaison" [“personación”], debido
a Damourette y Pichón, que instauran en su párrafo 859 (Des mots à la pensée
[De las palabras al pensamiento], Paris, Ed. d’Artrey, tomo III, pág. 153) el
concepto de personación locutorio para designar la capacidad de una persona
cualquiera de decir “yo” o “tú”, signos indudables de su capacidad de “perso­
na” lingüística. El “delocutorio”, inversamente al “locutorio”, designa en ellos
“el plano donde los acontecimientos son relatados racionalmente [...] La per­
sona esencial del delocutorio es entonces la que no es esencialmente una per­
sona, sino una cosa.” (Ibid.)
L a du p licid a d d el soberano 125

Esta tercera persona no es entonces la “no persona”, corno se escribe a


veces un poco demasiado rápidamente, sino efectivamente el “miem­
bro no marcado de la correlación de persona”, expresión que apunta a
decir que, cuando nos enfrentamos a un segmento de enunciado donde
esa persona se encuentra, no podemos saber de antemano si se trata de
una persona que podrá decir “yo” o no. En cada caso, será necesario
asegurarse si existe o no un procedimiento retórico que permitiría pasar
a la primera persona71 (o a la segunda, que son equivalentes en lo que
se refiere a la personación).
Ese vínculo incierto entre tercera y primera persona tiene de entrada
acentos que dejan al lector en la misma dirección que el Leviatán. Cuando
leemos, en el artículo de Benveniste, líneas como ésta: “Si cada locutor,
para expresar el sentimiento que tiene de su subjetividad irreductible,
dispusiera de un “indicativo” distinto (en el sentido en que cada esta­
ción radioemisora posee su “indicativo” propio), habría prácticamente
tantas lenguas como individuos y la comunicación se tornaría estricta­
mente imposible”,72 es difícil deshacerse de la idea de acuerdo con la
cual “yo” sería una especie de actor común que, una vez “autorizado”,
una vez puesto en movimiento por un ser hablante,73 fundaría a cambio
la comunidad lingüística en el seno de la cual se efectúan los intercam­
bios. Y aunque ésa no sea prácticamente la preocupación de Hobbes,
parece importante despejar las consecuencias casi gramaticales que su
invención de la persona ficticia provoca en el terreno de la personación.
Desde el capítulo XVI, en el cual se presentaba esta noción nueva, la
necesidad de un gobierno civil se ubicaba, en razón de esta “otra reali­
dad” que necesita de un actor, y sin embargo no tiene los medios para
conseguirse uno, para “autorizar” a uno porque, al ser infante, menor, o
loca, no puede emitir palabras que tendrían valor jurídico de actos (no
puede comprometer su responsabilidad). Esta carencia se encontrará
paliada si y sólo si un gobierno civil ha sido fundado previamente (por
lo tanto, tendría que haber tenido lugar un pacto a la Hobbes), y ese
gobierno se preocupa por emplazar, por su propia autoridad, a un tutor
que a partir de entonces desempeñará para esa “otra realidad” el papel
de actor, formando así con ella una sola persona ficticia. Una vez que

71. Como por ejemplo la prosopopeya, que permite decir: “Yo, la verdad, yo hablo
I-]” '
72. E. Benveniste, “La naturaleza de los pronombres”, in Problemas de Lingüís­
tica general, traducción de Juan Almela, México, Siglo XXI, 1971, pág. 175
73. Ese “yo” es en el niño una adquisición relativamente tardía, y sólo llega mu­
cho tiempo después de “mí” [“moi”], que no tiene el mismo estatus en la
personación.
126 A n a to m ía de la tercera p erso n a

ha sido autorizado el soberano, él mismo se encuentra entonces en po­


sición de autorizar a tal actor particular para representai- a esta “otra
realidad” que no pudo producir por sí misma un vínculo de autoriza­
ción, el cual se establece ahora, ya no “truly”, sino “by Fiction”. Así, he
aquí introducidos en la categoría de personas a unos seres, o más bien
a unas “cosas” (lo hemos visto: un puente, un hospital, una corpora­
ción, etc.) que nunca podrán decir “Yo” por sí mismas, y sin embargo
no deben ser remitidas al neutro [tácito] de “llueve". La invención
jurídica viene a cavar a la gramática, a la que sabemos bastánte decisi­
va para la ontologia.
No es fácil considerar que ciertas “personas” sólo existen porque un
soberano tuvo a bien hacer de tal modo que así fuera. Eso lastima de
lleno a un cierto “humanocentrismo” que rechaza la idea de “personas”
que no podrían ser personas por ellas mismas, sólo con los medios con
que cuentan, como cada uno piensa tan precipitadamente respecto a sí
mismo. Hobbes, por su construcción, introduce en todo un movimiento
que nos importa seguir en detalle, por lo que propondré aquí bajo la
forma de relato cómo se puede desembocar en esta noción de persona
que intercala entre el “él” de “él me dijo” y el “él” (tácito) de “nieva”,
ese “él” que sólo es tal porque un gobierno civil lo ha dotado de un
“yo”, de un actor autorizado a hablar y actuar en su nombre.
En el comienzo está el pacto, que se teje entre personas naturales. El
“artificialismo” de Hobbes, como se lo suele llamar, no puede no partir
de ese punto, bien ambiguo sin embargo en la medida en que, en el
estado de naturaleza supuesto anterior a todo establecimiento de un
gobierno civil, no hay semejantes personas “naturales” . Hay... llamémose
le a eso “individuos”, “seres”, pero por más cercanos que uno los haga
a cierta “naturaleza”, cada uno está todavía lejos de merecer el apelati­
vo de “persona” . Quiere perdurar en su ser y satisfacer y, por lo tanto,
engrandecer su poderío. Entre estos individuos, entre los que cada uno
constituye una amenaza constante para cada otro, el pacto se establece
por triangulación mono-centrada: una vez conectados todos los puntos
susceptibles de serlo, la persona ficticia formada, como siempre, por
dos personas que, sólo p o r ese hecho, se vuelven personas náturales
(el soberano y cada súbdito), esta persona ficticia se ha desplegado, y
siguiendo el axioma inicial que dicta que la unidad de la persona de­
penda del representante, y no del representado, esta persona ficticia es
tal porque no pone enjuego más que a un solo representante. SobrevieL
ne entonces, en un tiempo segundo, una autorización de un tipo espe­
cial puesto que, lejos de ir de un autor hacia un actor según una atribu­
ción verdadera (truly), va a partir al contrario, de quien es el actor en
jefe, el soberano, quien atribuye “por ficción” (by Fiction) un actor a
La dup licid a d d el soberano 127

una “realidad” que, por ella misma, de ningún modo podía pretender al
rango de autor, y por ello no tenía ningún derecho de autorizar a quien­
quiera. Al término de este proceso, las personas naturales que habían
adquirido su propiedad de “personas” autorizando conjuntamente al
soberano (formando con él una sola persona ficticia, la del Estado, del
Leviatán), se ven flanqueadas por un nuevo tipo de personas ficticias
que son tan “personas” como ellas, aunque no pueden mostrar la misma
acta de nacimiento civil.
Pues no hay en Hobbes ningún privilegio que otorgar a las personas
naturales; son, al igual que las personas ficticias, una consecuencia del
proceso de representación que funda la noción de persona, ya sea ésta
natural o ficticia. Más aún: esta noción de representación se apoya de
manera más segura en el caso de la persona ficticia (cuando el autor y el
actor son dos individuos diferentes), que cuando H obbes llega,
brutalizando a la lengua inglesa, a considerar a la persona natural como
un autor “que se representa” a él mismo,' que es para él mismo su propio
actor. La representación de lo mismo por lo mismo verdaderamente
tiene algo oscuro, de donde se desprende que la p er sona ficticia aclara
a la persona natural mucho más que a la inversa. En el marco general
de las personas ficticias, es necesario ahora hacer, además, la separa­
ción entre las personas ficticias por atribución “verdadera”, y las perso­
nas ficticias por atribución “ficcional”. Ahora bien, en razón de la mis­
ma lógica, una vez más son éstas últimas las que aportan el máximo de
luz: el papel del soberano, evidente en la atribución ficticia, ya estaba
claramente presente en la persona ficticia por atribución “verdadera”, e
incluso en el surgimiento de la persona natural con ocasión de la
efectuación del contrato de inicio.
Quien “considera” las palabras y las acciones de unos y otros no es en
efecto menos indispensable para la persona natural que para la persona
ficticia obtenida por atribución ficcional, única que entrega, para ter­
minar, los resortes del asunto. En todos los diferentes casos de perso­
nas, el Estado soberano, el Leviatán, ya está ahí, único capaz de dar
testimonio de las cualidades respectivas que los distinguen.
Una vez que se ha acordado el pacto, una vez que se ha establecido la
persona ficticia de la que el soberano constituye uno de los polos, la
unidad de ese representante recae sobre cada uno de los autores para
convertirlo en persona natural, alguien que, cuando sus palabras y sus
acciones sean consideradas -¡p o r el soberano!- como “pertenecientes
o él”, tendrá derecho a ese calificativo de persona. El pacto social hace
de un tipo cualquiera una persona natural en la medida en que se devela
con esto ese “alguien” que hemos visto tras bambalinas de la definición
128 A n a to m ía de la tercera p erso n a

inicial de la persona. “Aquél” que considera las palabras y las acciones


para saber si conviene referirlas a quien las pronuncia o a algún otro
podía perfectamente ser cualquiera, pero un «cualquiera» en el cual
ahora es necesario escuchar al soberano, pues en este Leviatán, a partir
de ahora, cualquier persona natural se reconoce, representada como
está por ese representante general: el soberano producido por el pacto.

11.3.1. Las aportas de la “autorización”

La dificultad central, para una clara comprensión de la construcción de


Hobbes, estriba en la polisemia de ese concepto de persona, observado
por todos los comentadores. Por definición, una persona reúne, en
Hobbes, tres términos: dos individuos (aunque sean dos réplicas del
“mismo” en el caso -q u e es muy extraño- de la persona natural) y una
relación: la autorización. Al mismo tiempo, por un deslizamiento muy
habitual en la lengua en el que el propio Hobbes no deja de caer aquí y
allá, será llamada “persona” (natural o ficticia) por momentos el actor
solo, por momentos el autor solo, y a veces también la realidad “auto­
rizada” . Vemos que una vez más se ha visto aplicada aquí la fórmula
que mucho más tarde Goethe le entregaba a Eckermann: lo que era un
problema lancinante (dos cuerpos jurídicamente conectados sin que se
sepa bien cómo) fue transformado en postulado. Un postulado en el
cual el concepto de representación interviene de manera decisiva para
modificar, volver más compleja la condición de una tercera persona
que hasta ahora estaba mejor regulada en el plano teológico o gramati­
cal que en el plano político.
La persona ficticia obtenida por “ficción” ensamblando una cosa (a
thing) que aspira a la condición de sujeto del derecho, con un ser capaz
de decir “yo”,74 y por ello mismo capaz de sostener contratos durade­
ros, por un lado, y de un representante, por el otro, esa persona ficticia
instala en el nivel gramatical de la personación, menos una entidad
nueva que una metonimia sin precedentes.
Imaginemos: si el soberano tiene por definición poder de reducir al
orden a la persona de las “cosas” (Things) así “personificadas”
(personnified) dotándolas de un tutor, de hacer lo necesario para que
una persona natural (adulta, sana de cuerpo y de mente, etc.) pueda
actuar en nombre de la cosa en cuestión, entonces se tiende un nuevo

7 4 .0 a quien se le puede decir “tú” , a quien uno puede vincularse por un pacto.
L a du p licid a d ciel so b era n o 129

puente entre primera y tercera persona. La retórica ya no será la única


en hacer hablar a las montañas, a los conceptos o a los aparecidos (sin
embargo, se continuará recordando que fracasaba en hacer decir “yo”
al “él” de “llueve”). Ahora, a partir de esto, será necesario admitir en la
categoría de la persona a unos seres de un nuevo género, a propósito de
los cuales nos cegaríamos si pensáramos que no son más que “ficciones
jurídicas”. Pues con estas “personas” extrañas se vuelve aceptable que,
en el funcionamiento del sujeto, en el vals regular entrego, tú y él que
otorga a todo ser hablante la capacidad de ocupar indistintamente cual­
quiera de estos tres sitios, ocurra un gran encontronazo: algunos seres
requieren una acción particular del Estado para alcanzar el rango de
p e rso n a s. P e ro a p en as ha sid o p la n te a d o ese p u n to , a ctú a
retroactivamente de inmediato sobre todas las personas: las personas
ficticias por atribución verdadera, al igual que las personas naturales,
sólo son tales porque se ha fundado un Estado. Sorprendente conclu­
sión, que sin embargo va en la misma dirección de los presupuestos de
Hobbes, que permite retomar un instante todo el asunto desde el solo
punto de vista de las personas gramaticales, sin otorgarle ya demasiado
crédito a la creencia (que comparten tranquilamente Damourette y
Pichón) de acuerdo con la cual primero hubo un “yo” y un “tú” (el
plano locutorio, el grito puro y su respuesta), luego la lenta aparición
de un “él”, de una escena de la representación donde vendría tanto el
interlocutor ausente como el vasto mundo, hasta los confines de la gra­
mática con su “llueve”.
Sean entonces las personas gramaticales tales como Hobbes mismo las
presenta:

Yo autorizo a ese hombre о и esa asamblea, y le entrego mi derecho de


gobernarme a m í mismo, con la condición de que tú le entregues tu dere­
cho y que autorices todas sus acciones de la misma manera.

El pacto es acordado aquí entre un “yo”, una primera persona, y un


“tú” , una segunda persona, en beneficio de una misma tercera persona,
“ese hombre o esa asamblea” . Ese yo que autoriza a un él, y ese tú que
hace lo mismo, concurren ambos en la misma persona ficticia del Le-
viatán. Puesto que él es, por definición, una persona natural (adulta,
sana de cuerpo y de espíritu), un actor en el sentido de Hobbes, le será
propio a causa de eso decir “yo” en todos lados, entendiéndose que
entonces ese “yo” ya no remitirá a su sola individualidad idiosincrásica,
sino que vendrá en lugar de cada uno de los yo que, en el momento de
la autorización, habían hecho un contrato juntos sobre la base del yo/tú
que acabamos de ver. Cuando ese soberano tome una decisión o pro-
130 A n a to m ía de la tercera persona

mulgue una ley, será rigurosamente como si cada uno dijera con un
mismo movimiento de labios: “Yo...”
Cuando ese yo soberano venga, una vez fundado, a atribuir de manera
ficticia a “otra realidad” (que hasta ahora se mostraba incapaz de ello)
la capacidad de estar vinculada con un yo (un actor), será necesario
entonces no perder de vista que ese yo soberano no trabaja, según
Hobbes, por su cuenta, sino por cuenta del yo que, en tanto que autor de
la relación primitiva de autorización, continúa hablando a través de los
actos y las palabras de ese yo soberano. C a d a lo presente en el contrato
tal como acabamos de releerlo es efectivamente, por lo tanto, por inter­
medio del soberano común a todos los autores, él mismo autor de una
nueva población de personas -la s personas ficticias por ficción- equi-
valentes a partir de ahora jurídicam ente a un autor, salvo que no habrán
podido alcanzar ese rango más que por el hecho de la preexistencia de
la persona ficticia del soberano.
Así, el yo autor aparentemente “de partida”, el que, si creemos a la
ficción del contrato a la Hobbes, fue al encuentro de su vecino para
sellar con él el acuerdo inicial, aquél a quien quisiéramos creer más
cercano a un “yo” pleno y entero de dónde provendría todo lo que
siguió, ese “yo” es, él, una perfecta ficción. Apenas entrevisto, ya ha
desaparecido. Porque no estuvo allí más que el tiempo de iniciar un
pacto que, acordado una línea más lejos, lo transformó subrepticiamen^
te en algo que no está muy alejado de la “cosa autorizada”. Una vez que
el representante común ha sido emplazado, aquél que es necesario se­
guir llamando el yo autor está marcado con una alteridad interna, un
repliegue que ya no lo abandonará, ese repliegue que lo vincula con el
yo soberano con el cual forma una persona ficticia. Que esta atribución
sea aquí “verdadera” no le da, como hemos visto, ningún beneficio,
salvo uno lógico (era necesario que esa persona ficticia estuviera em­
plazada para autorizar la “otra realidad”). Ese yo sujeto tiene entonces,
a partir de esto, la consistencia de esta “otra realidad” : para convertirse
en una persona, tragó doblemente el concepto de representación. Pri­
mero, aceptando que ese concepto viniera a dividirlo, entre el autor que
es a partir de eso, y el actor que es igualmente cuando sus palabras y sus
acciones “le pertenecen”, y entonces él “garantiza la representación de
él mismo” . Además, en tanto que autor, se ve ahora colocado en pie de
igualdad con esa “otra realidad” que al inicio suponíamos incapaz de
articular lo que sea, y que es a partir de esto, también, un autor entero.
Ese doble splitting, que le da su lugar y su función al nuevo concepto de
representación en tanto que toca al actuar, va a introducir una inversión
casi total con relación al tiempo de los dos cuerpos del rey.
La d u p lic id a d d el soberano 131

En esos tiempos, un fulano tutor de una Corona era pensado natural­


mente como teniendo dos cuerpos, sin importar cuál fuera el misterio
de sus relaciones recíprocas. Sus súbditos, por su parte, no sufrían se­
mejante desgarramiento. En el largo monólogo de Enrique V antes de
la batalla de Azincourt,75 el esclavo tiene la ventaja sobre el rey “salvo
el ceremonial”, por el hecho de que ese esclavo no tiene más que un
cuerpo, y por ese hecho, tiene acceso al sueño tranquilo y reparador, el
que Enrique - a cargo del desastre militar que aparentemente se anuncia
con su cortejo de viudas, heridos y huérfanos- no consigue encontrar.
Ninguna camaradería puede venir a ayudarlo en su noche en vela: está
encerrado en su clase unitaria, único miembro activo de un cuerpo so­
bre el cual todos se apoyan uniformemente, y en el cual no le es dado
encontrar el reposo nocturno al que, como simple mortal, aspira tam­
bién. El cuerpo real se muestra ahí como prisión íntima, carga irremisi­
ble, alteridad interna -aunque toda ella sea puro b oato- que sólo la
muerte sabrá disolver.
Inversamente, no imaginamos a Luis XIV torturándose de ese modo.
Ningún dramaturgo habrá emocionado a su público poniendo en esce­
na sus desgarramientos interiores, en el supuesto caso de que los haya
tenido. Ya no es el rey el que está clivado, la metáfora del rey Sol lo
dice con bastante claridad, por lo demás. En cambio, su súbdito, aquel
que, una vez degollada la cabeza de Luis XVI, se llamará “ciudadano”,
se ha vuelto, a su vez, irreductiblemente doble. Lo trágico ha cambiado
de lado.
Sin querer cargar demasiado a Hobbes al respecto, -e se movimiento de
vuelco es, como se puede imaginar, infinitamente más complejo, y toca

75. “¡Que eso recaiga sobre el rey! Nuestras existencias, nuestras almas, nuestras
deudas, nuestras desconsoladas viudas, nuestros hijos, nuestros pecados, ¡que
el rey sea responsable de todo eso! Es preciso que Nos respondamos de todo.
¡Oh, dura condición, hermana gemela de la grandeza! [...] sueño soberbio, que
juegas tan sutilmente con el reposo de los reyes, soy un rey que te conoce bien
y sé que ni el crisma de la unción, ni el cetro, ni el globo, ni la espada, ni la
maza, ni la corona imperial, el traje de tisú, de oro y de perlas, ni la cortesanía
atiborrada de títulos que preceden al rey, ni el trono sobre que se sienta; ni las
corrientes de esplendor que bañan las altas orillas de este mundo; yo sé, digo,
tres veces pomposo ceremonial, que nada de todo eso, depositado en el lecho
de un rey, puede hacerle dormir como el miserable esclavo que, con el cuerpo
lleno y el alma vacía, va a tomar su reposo, satisfecho del pan ganado por su
miseria, [...] y así sigue todo el curso del año, con trabajo provechoso hasta la
tumba. Salvo el ceremonial, ese tal mísero, que consagra sus jornadas al traba­
jo y pasa sus noches dormido, tiene de cierto la ventaja y la superioridad sobre
un rey [...]” ; W. Shakespeare, La vida del rey Enrique V, traducción de Luis
Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1989, págs. 608-609.
132 A n a to m ía de la tercera persona

aquí y allá dimensiones muy otras 76 - su definición de la unidad de la


persona ficticia tiene con todo mucho peso en la balanza: el represen­
tante es el que hace a partir de eso la unidad (axioma fundamental en el
sistema de la representación emplazado por Hobbes). A sí que ya no
conviene lanzar preguntas demasiado agudas sobre la duplicidad. Uno
es, uno sigue siendo. La solidez del edificio del poder depende de ello.
Ciertamente, este uno no está solo -sin lo cual presentaría las aporías
habituales sobre la unicidad del uno. Este UNO está, al contrario y por
definición, conectado con una multitud, la de los autores que lo autori­
zaron conjuntamente, y cada uno de estos autores se encuentra, por
ello, revestido a su vez con una unicidad inédita antes del pacto: se ha
convertido en una persona natural (por medio de lo cual la “multitud”
de partida se ha vuelto susceptible de ser contada), pero al precio de un
desgarramiento interno, inédito hasta ese momento.

II.3.2. La escisión íntima cuyo efecto es el


“au tor”

Ninguna persona hobbiana es simple, por lo que más vale inclinarse


sobre los términos de autor y de actor. Dicho bajo esta forma, cada uno
parece tan simple y tan uno como el otro; sin embargo, no es así. El
autor, lejos de heredar el privilegio que ese término en general implica
(autonomía, libre arbitrio, poder de decisión, etc.), el autor práctica­
mente no vale más, a fin de cuentas, que la “otra realidad” , rastreada
aquí desde el inicio. Porque es esa parte del individuo que ha aceptado
hacerse representar, el autor es el resultado de una escisión íntima en la
que quedará para siempre excluido asignarle su parte. En efecto, no
hay ninguna entidad aceptable a título del “individuo”, por ejemplo,
que permitiera sostener una especie de ecuación en la que diríamos:
individuo - autor = X, o aun; autor + X = individuo. Sólo el hecho de
ser representado por un actor ha dado acceso al individuo al rango de
autor, formando así con él una persona ficticia, de donde se desprende
que este autor forma con él mismo una persona natural.
Ahora bien, eso es lo que va a ocurrir también con la “otra realidad” :
estará igualmente dotada de un actor y, por ello, tendrá también el ran-

76. Religiosas, entre otras. El lentísimo movimiento que, siguiendo las diferentes
etapas de la constitución de los Estados modernos, ha desunido los vínculos
tan estrechos en otros tiempos entre poder civil y autoridad religiosa, tiene
toda su importancia. Releer sobre esto a M. Gauchet, Le désenchantement du
monde [El desencanto del mundo], París, Gallimard.
La d u p lic id a d del .soberano 133

go de autor en el seno de una persona ficticia. Los privilegios que hu­


biéramos podido creer provenir del “yo” que autoriza, resultan ser nu­
los. A causa del conjunto del montaje, “yo” no es más que la parte que
ha entrado en la máquina representativa para sostener la convergencia
sobre el “yo” soberano. El propio Hobbes, como hemos visto, conside­
raba la posibilidad de que esa parte no se agregara al “autor” para for­
mar con él no se sabe qué “todo” del individuo, y por lo tanto ese resto,
escapando decisivamente de ese “yo” tal como fue lanzado en y por el
contrato, ya no tendrá voz en el capítulo de la representación, ni para
objetarla ni para participar en ella. Su mutismo representativo, su in­
adecuación fundamental con relación al conjunto del sistema de la re­
presentación, están planteados desde el inicio del juego. Si semejantes
restos existen (y es necesario plantearlos si se quiere evitar confundir el
absolutismo y el puro capricho del poder), entonces queda excluido
que tengan acceso al mundo, que sin embargo no tiene límites, de la
representación.77
La fuerza del poder civil que ahora va, a través de miles de peripecias,
a desplegar su nueva textura en el emplazamiento de los diferentes Es­
tados nacionales, no se desprenderá siempre y directamente sólo de la
lógica del Leviatán. Sin embargo, en esta nueva concepción de la per­
sona del soberano que apunta en la obra central de Hobbes, un vuelco
se ha operado que se irá acentuando todo el tiempo: una vez que ha sido
expulsado el personaje del rey, por principio, de la escena del poder,
con la Revolución Francesa, éste podrá regresar, llegado el caso, pero
nunca más será doble. El cuerpo del soberano, siempre impresionante,
ya no es misterioso. Incluso los tiranos que nuestro siglo habrá conoci­
do dependen de una lógica ajena a la de los reyes shakespearianos.78
Contrariamente, la dualidad nativa del ciudadano, dividido entre esa
parte de él que ha entrado en el sistema representativo y esa “otra”
parte que nada viene ya a calibrar, esta dualidad se va a volver un per­
sonaje completo de la vida política y social, incluso un paradigma del
drama íntimo susceptible de dividir a cada uno a través de la cuestión
de siempre, pero planteada ahora de manera muy nueva, de la perte­
nencia a sí mismo.

77. ¿Se encontraba Lacan en esa vía cuando inventó su “objeto a” ?


78. El embalsamamiento de Lenin, por ejemplo, da testimonio de una lógica de la
reliquia opuesta, si se reflexiona, a las efigies que acompañaban a los dos
cuerpos del Rey. El tirano, por su parte, ya no es concebido como un gozador
(sádico, perverso, paranoico, etc.); la psicopatologia ha tomado la delantera
sobre la “teología política”, ahora que el absolutismo del poder civil se ha
deslizado en el aspecto incuestionable del Estado-Providencia.
134 A n a to m ía de la tercera p erso n a

¿Entonces cuál es el destino de ese pedazo del individuo que no le


pertenece al soberano, no ha entrado en la máquina representativa y no
tendrá acceso por él mismo al “yo”? ¿Qué cosa es ésta que el Estado,
siguiendo la fórmula de Lucien Jaume, “no encuentra ante él”, en pocas
palabras, que escapa por definición del concepto ampliado de repre­
sentación, y que éste último necesita sin embargo, oscuramente, sin
poder nunca reconocerlo? Este no encuentro sistemático, esta incapa­
cidad del Estado representativo de dar cuerpo a lo que no entra en la
representación, se manifiesta a veces directamente, cuando, por ejem­
plo, el poder civil se encuentra desbordado por manifestaciones impre­
vistas que, de un golpe, parecen ponerlo en peligro. La retórica es siem­
pre la misma: unos “agentes del extranjero” se han infiltrado, unos “irres­
ponsables” se han lanzado a unos actos incalificables. ]Hasta ese punto
es impensable que unos autores que, en su momento, “autorizaron” ese
poder civil, puedan, por poco que sea, retirar su autorización. Por eso,
es necesario que esto sea obra de individuos que no son autores. La
elección es bastante limitada: “el extranjero”, en efecto, y... lo que, en
el individuo, permanece ajeno, irreductible al autor y a la persona natu­
ral adherida a él. Eso no constituye ni siquiera un bandido; solamente
algo más turbio. “Irresponsable” es la palabra correcta, puesto que la
“responsabilidad” se mide con el rasero de la autorización que va del
autor hacia el actor.
Es este resto, este desecho, este casi detritus del Leviatán el que vamos
a seguir a partir de ahora, a través de la cuestión, todavía casi inaudible
a lo largo de todo el muy religioso siglo XVII, pero que va a surgir, a
extenderse, a hincharse en el fogoso siglo XVIII, de la pertenencia a sí
mismo. Siempre cubierto por su realeza, el Estado que se afirma se ve
conducido a ocuparse de “cuestiones de policía” muy ajenas a las
inquisiciones medievales o a las grandes cazas de brujas y otros posesos
de los siglos XVI y XVII. En el “súbdito” , que pronto se volverá un
“ciudadano”, fuerzas extrañas se manifiestan, imposibles de remitir sólo
a Satanás, ni a ese fondo de violencia fratricida que la humanidad arras­
tra con ella desde sus supuestos inicios. La gran explosión revoluciona­
ria, y más aún la contrarrevolución, alimentarán hasta la saciedad esta
imaginería del sujeto poseído, ya no por el demonio, sino por una furia
que ahora debe regularse al mismo tiempo con cierta modalidad de
discurso “científico”, y no menos sobre lo que anima al individuo cuan­
do se arroga el derecho de legislar, como un demiurgo, por encima de la
cabeza del soberano, sobre su colectividad política.
En ese contexto tormentoso, donde los éxitos de la física newtoniana,
extrañamente unidos con un cartesianismo ambiente, forjaban una nue­
va comprensión de las fuerzas que pueblan y mueven a este mundo, la
L a d uplicidad d el soberano 135

epopeya del magnetismo sigue siendo todavía demasiado desconocida,


sigue estando demasiado reducida a unos cuantos clichés que instalan a
este movimiento en la postura única del antepasado, del valeroso pre­
cursor del mesmerismo y, por lo tanto, del hipnotismo y, por lo tanto, de
Freud. Privilegiando obstinadamente una perspectiva genealógica, nos
remontamos hacia el magnetismo animal como se hojean, a veces, al­
gunas fotos familiares con tonos marchitos, sin escrutar ya, bajo el se­
pia de esos rostros tendidos hacia nosotros, más que un reflejo
desdibujado de los nuestros. La mirada posada sobre ellos se vuelve
extrañamente selectiva, poco atenta de repente a lo que podría no haber
tenido secuelas, poco preocupados por esta aprehensión de los maña­
nas que, sin descanso, le dan su sabor a incertidumbre a las cosas huma­
nas. Queremos no tener ya trato más que con lo que tuvo porvenir, y
con bastante frecuencia es poca cosa. Propongo entonces que, por el
contrario, acometamos a Mesmer por atrás (hablando históricamente),
ya no como el inventor de la cubeta, a quien Freud recurrió sin decirlo
demasiado, y a través de numerosos intermediarios, sino en calidad de
lo que fue primero: la cola del cometa, la parte más visible, la más
brillante, y también casi el final del reino del magnetismo.
Capítulo III

III. La pertenencia a sí
mismo
III. 1. Un acontecimiento discursivo: el
magnetismo

Para resumir la situación concerniente al mar de fondo que constituyó


el magnetismo durante los siglos XVII y XVIII, podríamos decir pri­
mero que nada ocurrió. O casi nada. Ninguna invención impresionante,
ningún descubrimiento decisivo, muy pocas innovaciones técnicas: in­
útil sería buscar localizar un acontecimiento a partir del cual se ordena­
ría toda una serie de hechos susceptibles de ser ubicados y fechados
fácilmente. Si hubo algún acontecimiento, fue esencialmente discursivo,
mezclando textos, interpretaciones, una proximidad sin verdadera arti­
culación con la muy joven racionalidad “científica”, unos cuantos co­
merciantes hábiles, palabras dudosas de autoridades indiscutibles, un
conjunto tan vasto como nebuloso, sobre el fondo de un cuestionamiento
relativo al vínculo nuevo y oscuro entre sujeto y poder político.
Por suerte para este trabajo, un libro recientemente publicado por Patricia
F a ra 1 aporta, con la seriedad y la erudición de las publicaciones
anglosajonas contemporáneas en la materia, los elementos para com­
prender ese movimiento sinuoso, imperioso y sordo al mismo tiempo,
del magnetismo. Las propiedades magnéticas de ciertos fragmentos de
metales eran conocidas ya desde la lejana Antigüedad. Tales de Mileto,
Platón o Plinio sabían ya que la piedra llamada “magnetita” era capaz
de com unicar sus sorprendentes propiedades a un pedazo de hierro
colocado en su proximidad durante cierto tiempo. Demócrito produjo

1.' Patricia Fara, Simpathetic Attractions: Magnetic Practices, Beliefs, and


Symbolism in Eighteenth-Century England, Princeton, Princeton University
Press, 1996.
138 A n a to m ía de la tercera p ersona

incluso un tratado sobre el imán, “cuyos átomos penetran en el medio


de aquéllos menos sensibles del hierro para agitarlos” .2
De la brújula, testigo esencial del geomagnetismo, no se conoce al in­
ventor. Este instrumento -m u y rudimentario en sus inicios: se dejaba
libre una pequeña aguja imantada fijándola a una brizna de paja colo­
cado perpendicularmente sobre una placa de madera flotante en una
caja llena de agua- podía resultar ser un auxiliar valioso, aunque im­
preciso, para atravesar los mares y los desiertos. Cuando Cristóbal Colón
se lanza hacia las “Indias”, por supuesto que está armado con brújulas,
que se llaman también “compases”. Entre el 13 y el 17 de septiembre de
1492, notaba por primera vez la variación de la declinación3 magnéti­
ca.
Productos exclusivamente naturales, los imanes fueron reconocidos
durante siglos de acuerdo con su procedencia geográfica. Los mejores,
los más apreciados, venían en esa época de Etiopía. Los ricos poseían
imanes más o menos grandes y poderosos; así que eran también regalos
estimados por los Príncipes. Objetos curiosos, escasos y caros, se fue­
ron volviendo poco a poco objetos de primera necesidad para todos los
propietarios de brújulas, marinos y otros, que debían volver a imantar
regularmente la aguja de sus aparatos. Por supuesto, también formaban
parte de la farmacopea, con propiedades curativas diversas y variadas.
Eficaces para los dolores de cabeza, se decía, podían resultar, llegado
el caso, muy peligrosos, y el corte de una hoja imantada pasaba por ser
mortal con toda seguridad. Sin embargo, estaban lejos de ser lo princi­
pal en el maletín de un médico.

III. 1. 1. Las amalgamas del imán

El primer acontecimiento que con todo está permitido ubicar es, de


manera sintomática, la aparición de un libro: en 1600, William Gilbert,
primer médico de la reina Isabel de Inglaterra, publicó, tres años antes
de su muerte, una obra que desplegaba una teoría de conjunto del mag­
netismo terrestre, con un título sin equívocos: De Magnete. Reuniendo
el saber de su tiempo, mostraba en ese libro que poseía la noción de
línea de fuerza, observaba que el hierro al rojo pierde toda imantación,

2. Enciclopaedia Universalis, Tomo 6, pág. 11.


3. Se llama “declinación magnética” al ángulo existente, en un lugar (y un tiem­
po) dado(s) entre la dirección del norte magnético y la del norte geográfico.
L a p erten en cia a s í m ism o 139

y llegaba incluso a dar tres maneras de producir imanes artificiales. Su


éxito fue inmediato:

Numerosos grupos de marinos, de filósofos y de religiosos mostraron un


intenso interés por este trabajo. Los magos curanderos [Natural Magitians]
se apropiaron de la autoridad de Gilbert para avalar su práctica, los Jesuí­
tas dispusieron de su filosofía para desplegar sus argumentos cosmológicos,
y los físicos [natural philosophers] buscaron una mejor comprensión de
los modelos de magnetismo terrestre, tan importantes para la navegación
comercial.4

Este primer cocktail ya da una idea clara de las amalgamas enjuego: la


magia, que nunca estará totalmente ausente, a pesar de lo que dicen los
filósofos, que la expulsan de sus debates oficiales, pero recolectan “ávi­
damente”5 chismes sobre ella a escondidas; la religión que, sobre todo
del lado de los Jesuítas, mostrará una preocupación constante por adap­
tar sus credos al discurso científico (a pesar de lo que pensemos sacan­
do a relucir demasiado apresuradamente el caso Galileo); los “Natural
Philosophers”, finalmente, que buscan al mismo tiempo comprender el
mundo físico, facilitar el comercio y ganar dinero. La tierra es entonces
un vasto imán. Kepler, lector atento de Gilbert desde su publicación, lo
sostendrá también al suponer que el sol dirige la trayectoria de los pla­
netas en virtud de su propio poder magnético.6
El éxito de la obra de Gilbert, que ningún descubrimiento particular
había venido a relevar, debía sin embargo difuminarse poco a poco
hacia mediados del siglo XVII. La pasión disminuyó lentamente, no sin
dejar tras ella un dulce olor a evidencia: los imanes eran, ciertamente,
muy curiosos objetos con propiedades inexplicables, pero la tierra tam­
bién debía suponerse anim adapor esas mismas fuerzas misteriosas, y la
prueba de ello era esa brújula, que presentaba, según notaban los mari­
nos, intrigantes irregularidades de funcionamiento.
El dominio marítimo de los ingleses, después de los Tratados de Utrecht
(1713-1715) que les otorgaban el derecho de visita sobre cualquier

4. P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 14. Lo que aquí se llama
“filósofos” no se parece casi en nada a lo que entendemos hoy con ese voca­
blo. Del mismo modo que en el siglo XVIII, se trata igualmente de lo que
llamaríamos ahora “investigador”, “sabio”, etc.
5. Ibid., pág. 60: “La Sociedad Real se negaba oficialmente a entrar en debates
sobre semejantes temas, aunque tras bambalinas los miembros recolectaban
ávidamente los informes de segunda mano y las conversaciones con los muer­
tos.”
6. Cfr. Gerard Simon, Kepler, astronome, astrologue [Kepler, astrónomo, astró­
logo], Paris, Gallimard, 1979, págs. 338-339.
140 A n a to m ía de la tercera persona
3
navio en el conjunto de los mares y océanos de este globo, no dejaba de
plantearles también algunos problemas de seguridad en la navegación.
En 1714, el muy británico Board o f Longitude ofrecía la nutrida recom­
pensa de 20 000 £ a quien descubriera un procedimiento de determina­
ción de la longitud de un navio con una precisión de 30 millas náuticas.
Los Natural Philosophers podían poner manos a la obra; lo hicieron
tomando en cuenta las fluctuaciones, en el tiempo y en el espacio, a la
vez de la dirección de la aguja y de su inclinación.7 El éxito, que supo­
nía unas medidas muy finas, no fue inmediato.
Como lo hace notar Patricia Fara, “durante la primera mitad del siglo
XVIII, los compases utilizados en las naves en alta mar diferían poco
de las que se encontraban un siglo antes” .8 A pesar de la mezcla de
ideas y de la impregnación de las convicciones tocantes al magnetismo,
la técnica no experimentó ningún progreso fulgurante. La única inno­
vación importante fue mucho más comercial que técnica: como aumen­
tó notablemente la demanda de imanes (a causa de la marina, cierta­
mente, pero también por las prácticas magnéticas que pronto estudiare­
mos más de cerca), el comercio de los imanes naturales experimentó un
alza excesiva de los precios, mientras que la calidad dejaba mucho que
desear. Conociendo desde la Antigüedad la propiedad del hierro de
imantarse en la proximidad de imanes naturales, a muchos se les ocu­
rrió fabricar imanes artificiales. El único que lo consiguió de manera
duradera, hasta el punto de vincular su nombre y su fortuna con esa
industria muy reciente, fue el inglés Gowin Knight (1713-1772), califi­
cado de “Entrepreneurial Philosopher” , lo cual lo dice casi todo. Con
más aplicación que algunos de sus predecesores en la materia, se pro­
veyó (por intermedio de acreedores muy interesados en el éxito de su
empresa) de un buen número de imanes naturales de excelente calidad
por una parte, de barras de un muy buen acero por la otra, y, colocando
a las segundas entre dos pilas de los primeros, estuvo en condiciones de
fabricar muy rápidamente cantidades importantes de imanes artificiales.
Doctor de profesión, se establece en un magnífico departamento, en el
corazón de uno de los barrios más elegantes de Londres (Lincoln’s Inn
Fields, y luego, a partir de 1750, en la calle misma de la Royal Society),

7. La aguja de una brújula experimenta variaciones en función, por supuesto, de]


norte magnético, pero también de su grado de inclinación con relación a la
horizontal. Inclina más o menos la punta hacia el Norte y hacia abajo. El
fenómeno de inclinación fue descubierto en 1544, y luego confirmado en 1576.
No se poseyeron los mapas de variaciones terrestres de la inclinación antes de
la segunda mitad del siglo XVIII.
8. P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 67.
L a p erten en cia a s í m ism o 141

y a través de cierto número de recepciones bastante fastuosas, consi­


guió, al parecer, echarse un tanto a la bolsa a Martin Folkes, en ese
entonces presidente de la Royal Society, mostrándole y resaltándole los
méritos de sus imanes artificiales. Tres años después de su instalación
londinense, no solamente nos lo encontramos miembro de la prestigio­
sa Sociedad, sino también admitido en el muy selecto club de la “Cena
del martes por la noche”, que reunía semanalmente a la crema y nata de
la Sociedad. Colocado en el puesto de gran especialista en imanes,
Knight tuvo la idea de perfeccionar los compases marítimos, y hacerlos
registrar por la Royal Society, para luego extenderlos mejor por el mundo
gracias a todo un sistema de ventas por correspondencia. Amos del
mar, los ingleses se volvían con él amos de los imanes artificiales y de
los compases marítimos. Esta mezcla de cientificidad prestigiosa (la
Royal Society) con comercio hábil (el éxito social de Knight) y trasfon­
do político (el imperialismo marítimo inglés) le da aquí también el to­
que característico al éxito del magnetismo, que en este caso es sola­
mente “mineral”.
A pesar de este comercio, la comprensión de las fuerzas en juego en el
magnetismo prácticamente no había progresado. Y sin embargo, ese
mismo magnetismo se había acercado mucho, mientras tanto, a una
evidencia, por el trabajo de titán de Edmond Hailey. La armada inglesa,
en efecto, no cesaba de impulsar, por su parte, un mejor conocimiento
del complejo conjunto del magnetismo terrestre, para garantizar los
caminos ya practicados (que seguían siendo peligrosos), y abrir nue­
vos. De manera idéntica a los aviadores, quienes, al comienzo de nues­
tro siglo, se dirigieron siempre hacia la meteorología, de la que depen­
dían tanto - y a la cual eran los primeros en aportar datos confiables con
el fin de que las elaborase produciendo una teoría en parte deductiva-
los marinos ingleses desem peñaron al mism o tiernpo el papel de
informadores y de consumidores para el establecimiento serio de m a­
pas del magnetismo terrestre.
Empujado por estas exigencias al mismo tiempo políticas, comerciales
y “filosóficas”, Halley efectuó en los dos últimos años del siglo XVII
dos viajes de una enorme amplitud, pues barrió aproximadamente todo
el océano Atlántico, desde las costas británicas hasta el Labrador, y
desde Tierra del Fuego hasta el Africa Austral, sin olvidar La Mancha,
el mar del Norte y el Mediterráneo. De estos viajes trajo en 1701 un
mapa marítimo de las variaciones magnéticas, al que se agregaría ape­
nas un año más tarde el del océano Indico. Sólo el inmenso y lejano
Pacífico permanecía prácticamente en blanco (esencialmente en razón
de la dominación portuguesa y francesa en esas aguas). Los datos reco­
gidos bastaban, sin embargo, para concebir una teoría de conjunto de
142 A n a to m ia de la tercera p erso n a

ese magnetismo terrestre, y el hecho de que las curvas dibujadas por


Halley fueran regulares (“derivables”, diríamos hoy) era en sí mismo
un indicio de perspectivas teóricas generales. ¿Cuáles? Todavía era
muy pronto para decirlo, pero ya era tiempo de afirmarlo:

No he encontrado razones para dudar de la conformidad exacta de las


variaciones de la brújula con una teoría general.9

Al postular cuatro polos magnéticos (dos en el interior de la masa líqui­


da -com o ya se supone correctamente que es el centro de la Tierra-, y
otros dos en la superficie), Halley conseguía dar cuenta, grosso modo,
de las grandes líneas de variaciones de la aguja, y por lo tanto conse­
guía hacer predicciones (aproximadas) sobre las zonas inexploradas.10
Sea cual sea el apasionante detalle de la fabricación de estos “mapas
magnéticos” durante todo el siglo XVIII, se habían vuelto, a pesar de
sus incertidumbres y de sus zonas de sombras, una ayuda indispensable
para la navegación de altura. Así que eran la prueba indudable del mag­
netismo terrestre. ¿La Tierra sería de este modo la única en estar tejida
con una red de fuerzas tan invisibles como decisivas? ¿Las fuerzas
magnéticas debían ser consideradas sólo como fuerzas locales'?

III. 1. 2. M agnetismo y gravitación: ¿el mismo


combate?

Más o menos en ese sitio se ubica una articulación bastante laxa, y por
ello mismo extremadamente resistente, entre un discurso en plena lu­
cha ascencionista en esa época -e l newtonismo y su teoría de la gravi­
tación universal- y ese magnetismo, tan invisible, inasible como esa
gravedad sobre la que los cartesianos habían hecho notar desde el co­
mienzo hasta qué punto se acercaba enojosamente al campo de las “fuer­
zas ocultas”. ¿Newton fue o no un aliado seguro de la gran ola del
magnetismo que, como vimos, tras una primera cresta debida al libro
de Gilbert, había recaído un tanto a partir de mediados del siglo XVII?

9. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 110.


10. Ibid. : “Yo mismo nunca fui a esos sitios, y es a partir de los datos traídos por
otros, y de la analogía del todo, que en tales casos fui conducido a suministrar
lo que faltaba.” Además, Halley propuso numerosas veces a los franceses y a
los españoles que cooperaran, pero no logró crear una verdadera ayuda mutua
internacional, aun si cierta forma de continuación de la “República de las
letras” del siglo XVII permitió algunos intercambios individuales fructíferos.
L a p erten en cia a s í m ism o 143

La respuesta es compleja. El mismo Hailey dio muestras de un titubeo


sintomático: en 1685, con la autoridad que le valía en ese entonces no
solamente el descubrimiento del cometa que lleva su nombre (realizada
en 1681-1682), sino el uso que hizo de él para probar la estabilidad del
sistema solar establecida según las concepciones de Newton (contra la
teoría de los torbellinos cartesianos), no titubeó en hacer saber a sus
colegas que la atracción gravitacional y la atracción magnética no eran
tan diferentes una de otra. El año siguiente, hacía notar, de manera más
bien acerba:

Algunos creen ilustrar la caída de los cuerpos grávidos comparándola con


la propiedad del imán; pero dicha comparación sólo permite explicar lo
desconocido por lo que es igualmente desconocido [ignotum per aeque
ignotum].

Tocamos aquí, como si nada, la verdadera clave de la operación


discursiva central en la tri vialización sulfurosa del magnetismo; porque
esas dos fuerzas -m agnetism o y gravedad- son igualmente misteriosas,
la prim era va a heredar los éxitos constantes y la afirmación de la se­
gunda.
¿Y Newton, por su parte, da muestras de una ambigüedad semejante?
Sí y no. Por un lado, está claro que entre sus múltiples intereses cientí­
ficos, las propiedades de los imanes debían ubicarse en primer plano.
Un detalle: él mismo llevaba en el dedo un imán, engarzado como un
diamante, cuyo poder era muy conocido, pues era capaz de levantar
250 veces su propia masa. Además, buscó continuamente establecer
una ley de la atracción magnética que tuviera la misma claridad y sim­
plicidad que la gravitación. “Cuando le convenía para sus argumentos,
escribe P. Fara, Newton juntaba [bracketed] las atracciones magnética
y gravitacional, pero en otros sitios insistía en el hecho de que eran
diferentes” .11 Por ejemplo en la edición de 1713 de sus Principia,
escribía:

El poder de la gravedad es de una naturaleza diferente del poder del mag­


netismo: puesto que la atracción magnética no es como la de la materia.
Algunos cuerpos son atraídos por el imán; otros menos, y la mayoría no lo
es en absoluto. El poder del magnetismo en un solo y mismo cuerpo puede
ser aumentado o disminuido; y a veces es mucho más fuerte, en función
de la cantidad de materia, que el de la gravedad; y ese poder decrece al
alejarse del imán, no de acuerdo con el cuadrado [de la distancia], sino
casi según el cubo, por lo que he podido juzgar de acuerdo con algunas
observaciones rudimentarias.

11. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 127.
144 A n a to m ía de la tercera p ersona

Prudencia, e incluso distinción cuantitativa12 entre las dos “fuerzas” ,


por parte del maestro. En su edición de la Optica de 1706, y más espe­
cialmente en su trigésima primera pregunta, Newton sostenía la exis­
tencia de un éter con sorprendentes propiedades mecánicas (al mismo
tiempo elástico y perfectamente rígido), lo cual lo llevaba a plantear
preguntas que los partidarios del magnetismo no habrían de olvidar:

¿Acaso las pequeñas partículas de los cuerpos no tienen ciertos poderes,


virtudes o fuerzas por las cuales actúan a distancia [...] produciendo una
gran parte de los fenómenos de la Naturaleza? Pues es bien sabido que los
cuerpos actúan uno sobre otro por las atracciones de la gravedad, del
magnetismo y de la electricidad.13

En la edición del mismo texto, aunque considerablemente revisada y


aumentada, de 1717, escribe de manera todavía más tentadora para los
amantes de la amalgama:

Del mismo modo que la atracción es más fuerte en los imanes pequeños
que en los grandes en proporción con su volumen, y que la gravedad es
más grande en las superficies de los pequeños planetas que en la de los
grandes, [...] del mismo modo la extremada pequenez de esas partículas
[de éter] puede contribuir a la magnitud de la fuerza por la cual esas
partículas pueden alejarse una de otra.

De tal modo que cuando Gowin Knight publicó, en 1748, un tratado


titulado Attraction and Repulsion, no dudó en presentar casi la misma
hipótesis que Newton, a saber, que la materia estaba compuesta por
pequeñas partículas ya sea atractivas, ya sea repulsivas, lo cual le per­
mitía explicar entonces muy simplemente el “fluido” magnético, obser­
vable en los efectos producidos por los imanes. Sus explicaciones no
tenían nada que envidiarle a las “hipótesis” de Newton (¡pues él tam ­
bién las formuló!) sobre las causas “posibles”, “probables” de su enig­
mática y fundamental gravedad. La naturalización del éter14 en la co­
munidad científica de los siglos XVIII y XIX había así de aportar un

12. De hecho, Newton estaba equivocado: cuando, en 1785, Charles de Coulomb


estableció la ley (que lleva su nombre) de la atracción magnética, mostró que
varía en razón inversa del cuadrado de la distancia. También ella.
13. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 179-180.
14. Intenté presentar brevemente la increíble epopeya del éter en física, hasta su
caída einsteiniana, en G. Le Gaufey, L 'éviction de l ’origine, París, EPEL,
1994, pp. 38-63. [Hay edición en español: La evicción del origen, Buenos
Aires, Edelp, 1995, págs. 40-68.] Un enfoque más desarrollado de este
larguísimo movimiento debe pasar al menos por los primeros capítulos de la
obra monumental y apasionante de Sir Edmund Whitakker, A History o f the
theories ofÆ terand Electricity, New York, Dover Publications, 1989 (reprint).
La p e rten en cia a s í m ism o 145

apoyo constante a la ola del magnetismo, y más aún cuando esta última
adoptó, con Mesmer, el viraje del magnetismo “anim al”.
Sin embargo, antes de abandonar este magnetismo “mineral”,15 es im­
portante probar un poco de su retórica, los tropos a través de los
cuales consiguió instalarse como una evidencia que irradiaba por todas
partes, sin que se pudiera, por ello, con decisión y autoridad, imponer
límites a su campo de acción. El poder metafórico del magnetismo pro­
viene ciertamente de la oposición atracción/repulsión. Olvidamos con
demasiada rapidez, sin embargo, hasta qué punto la bisagra local/glo­
bal es decisiva en el éxito de una metáfora: los efectos indudables del
magnetismo terrestre son atestiguados efectivamente en tal sitio, en tal
momento, en un espacio la mayoría de las veces muy reducido (en vista
de la debilidad de la dispersión rápida de las fuerzas magnéticas); pero
para comprender que una aguja imantada es desviada de modo diferen­
te en cualquier lugar sobre este planeta, es completamente necesario al
mismo tiempo suponer que existe al menos una red de fuerzas invisi­
bles que operan constantemente y en todas partes. Ahora bien, Newton,
cuando había tenido que resolver el mismo problema local/global a
propósito de la gravitación o de la transmisión de la luz, no había duda­
do, por su parte, en postular la existencia de un “éter”, consecuencia
previsible de su idea de “espacio absoluto” , tan decisiva, por otro lado,
en su concepción del movimiento “verdadero” . La idea de un “éter
magnético” era entonces de lo más normal para quien sostenía ya la de
un éter gravitacional o luminoso. Y así el movimiento de comprensión
del magnetismo implicaba casi forzosamente “unlversalizar” el sustrato
de un fenómeno que no podía contentarse con una realidad local. M u­
cho antes de que la noción de “campo” fuera inventada, el magnetismo
tenía que ser universal o no ser nada. Pero algo era: la prueba de ello era
el magnetismo terrestre. Por lo tanto era universal.
Por otro lado, al apoyarse -contrariam ente a las metáforas de la grave­
d a d - sobre una doble polarización (atracción/repulsión), la mayoría de
las metáforas inspiradas por el magnetismo resultaban casi inmediata­
mente susceptibles de ser traspuestas en las maneras de hablar del amor
(ya fuera divino o humano), como recíprocamente el riquísimo lengua­
je de las atracciones/repulsiones amorosas y deseantes se enroscaban
sin dificultad en la descripción del comportamiento de los im anes.16
Sin que se sepa bien, por ejemplo, si su uso estaba comúnmente exten­

15. Este adjetivo sólo se impone a partir de la invención mesmeriana del magne­
tismo animal.
16. La etimología reserva sorpresas aquí. “aimant” [“imán”] no tiene aparente­
mente nada que ver, en cuanto a sus orígenes lingüísticos, con el participio
146 A n a to m ía ele la tercera persona

dido, o si sólo se trataba aquí de sarcasmo y burla, la aguja imantada


tenía fama de... detectar el adulterio (¡de la mujer, claro está!):

Now to ye, married Fair-ones


Our Counsel is due:
Of the Magnet be careful,
Twill keep your spouse true 17

Así entraron en resonancia, bajo la cobertura del magnetismo, cierta


molienda de las ideas más avanzadas de la ciencia de esos tiempos, la
física newtoniana, y un segundo plano tan vago como insistente en la
lengua, el de las “atracciones” y demás “correspondencias”, que habían
tenido tanto éxito con ocasión del Renacimiento, e incluso durante todo
el siglo XVI. La seriedad más probada se unía fácilmente con la ligere­
za más plácida, y, bajo la chacota, las costumbres de lengua y de pensa­
miento se contraían de manera tan segura como al abrigo de las socie­
dades eruditas. Quienes se burlaban del magnetismo se volvían sus
mejores agentes; los que lo combatían crudamente le garantizaban la
publicidad; sus defensores hacían lo demás. Llevada por el ascenso,
pronto sin rivalidad verdadera, del nombre mismo de N ew ton,18 el
magnetismo se ubicaba, de una manera que olvidamos con demasiada
prisa hoy, del lado de la Ilustración. Defenderlo equivalía a combatir el
oscurantismo, actuar del lado de esa razón a la que ya no espantaban los
misterios de la naturaleza, y que, al explicar los fenómenos “profunda­
mente”, prodigaba sus beneficios a la humanidad, como pretendió siem­
pre hacerlo Franz Anton Mesmer.

presente del verbo “a/me/-”[“amar”], sino que vendría del latín adamas, -antis,
que significa "hierro muy duro, acero y diamante”, “El empleo de adamas en
el sentido de piedra de imán, escriben Bloch y Warburg en su Dictionnaire
étymologique de la langue française [Diccionario etimológico de la lengua
francesa], es propio del galorromano: proviene de los lapidarios donde las dos
piedras, la “pierre d'aimant" [“piedra de imán”] y el diamante [diamant],
eran señalados por su dureza.”
17. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 186. “ A ustedes
ahora, bellos recién casados,/Nuestro consejo ritual:/No pierdan de vista el
imán/que conserva fiel a la esposa.” Me limito a este sabroso ejemplo, pero la
extensión de las metáforas magnéticas era inmensa. Significativamente, P.
Fara escribe: “Al examinar el impacto de los magnetizadores ingleses, se ob­
tiene un caso de estudio interesante en la exploración de las interacciones
lingüísticas entre unas prácticas marginales y los discursos de las élites” (op.
cit., pág. 195). La penetración del vocabulario psicoanalítico en la época con­
temporánea ha seguido los mismos caminos.
18. Uno de los primeros y más ardientes defensores de Newton en Francia fue
Voltaire, quien asistió a las exequias del gran hombre en Westminster.
La p erten en cia a s í m ism o 147

III. 2. M esmer el incierto

Todavía hoy nos acercamos a M esmer con cierto malestar. En la suma


bastante considerable de trabajos sobre su vida, su obra, su persona, se
encuentra sin esfuerzo una mano de copista, ansiosa por reproducir
historias que se amontonan, sin que la verdad histórica parezca avanzar
demasiado. En 1988, aparecía así en París, en las ediciones Robert
Laffont, un libro que relata bajo la forma de una novela en la línea de
Paul Féval o de Alejandro Dumas, una “vida” de Mesmer. A través de
los diálogos imaginarios que huelen a una psicología de cocina, nos
enteramos, por ejemplo, de cómo Mesmer, durante la noche de Navi­
dad de 1765 (¿fecha exacta? ¿puro afán de maravilla?), “tuvo la revela­
ción de un fenómeno que toda su vida intentó explicar”. Con ocasión de
una sangría en la que oficiaba en tanto que adjunto, ocurrió lo siguiente:

Cuando Mesmer se alejaba del venerable Jaeger [es el nombre del enfer­
mo que había que sangrar, inventado para las necesidades del relator], el
chorro sanguíneo se debilitó y luego se detuvo, y Citrus Janus [es el médi­
co] pensó en terminar la sangría. Pero cuando Mesmer regresó con la
segunda paleta, la sangre volvió a fluir. Así se verificó varias veces que la
proximidad mayor o menor del cuerpo de Mesmer influía sobre la fuerza
del chorro de sangre.19

Bueno. ¿Por qué no? Pero cuando leemos el libro mucho más erudito
de Robert Amadou,20 uno de los pocos que reúne, además de los textos
de Mesmer, una multitud de indicaciones valiosas sobre el hombre y
sus relaciones con sus contemporáneos, ya sólo nos encontramos con el
breve relato siguiente:

Notó entonces por primera vez un hecho del que extrajo más tarde un
argumento en favor de su teoría del magnetismo animal. Cuando se acer­
caba a un enfermo que un cirujano estaba sangrando, el flujo de la sangre
se volvía más lento mientras que se volvía más rápido cuando se alejaba.

Ciertamente no es más que un detalle ínfimo, nada realmente decisivo,


pero, con todo, nos gustaría saber: el flujo de la sangre se volvía más
lento cuando se acercaba o cuando se alejaba del enfermo?21

19. J. Thuillier, Franz. Anton Mesmer, ou l'Extase magnétique [Franz Anton


Mesmer o el Éxtasis magnético], París, Robert Laffont, 1988, pág. 31.
20. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal [El magnetismo animal], Obras publi­
cadas por Robert Amadou, París, Payot, 1971, obra de referencia por múlti­
ples razones.
21. En H. F. EUenberger, Histoire de la découverte de l'inconscient [Historia del
descubrimiento del inconsciente], París, Fayard, 1994, esto se reduce a un
148 A n a to m ía de la tercera p ersona

Otro indicio, esta vez más masivo. La Encyclopaedia Universalis no le


consagra ningún artículo particular al personaje mismo. Hay que ir a
recoger alguna información a las entradas dedicadas a la “Hipnosis”
(no hay gran cosa), “Histeria” (ídem), y “Parapsicología” (no es mucho
mejor). En su “Thésaurus”, en el nombre “M esmer”, se otorga la licen­
cia de una columna completa en letra pequeña. Allí nos enteramos a
partir de las primeras líneas de que el hombre estudió en la Universidad
de Viena, “donde se hizo doctor en medicina en 1776” . Nacido en 1734,
por lo menos en eso todo el mundo está de acuerdo,22 ¿habría presenta­
do su tesis apenas a los 42 años? Afortunadamente, prosiguiendo nues­
tras lecturas más allá de esta Enciclopedia, se descubre que no presentó
su tesis “en I776”,2-’ sino el 27 de mayo de 1766, a los 32 años, por
ende, lo cual ya es menos sorprendente. “Su libro, concluye el artículo
de la Enciclopedia, El magnetismo animal, fue reeditado en 1972.”
Falso, o por lo menos impreciso, pues se le debe a Robert Amadou el
haber recogido los escasos textos de Mesmer, en efecto bajo ese título,
pero sin que nunca M esmer escribiera un texto que se titulara exacta­
mente “El magnetismo animal”.

III. 2. 1. La tesis y su plagio

En estos pantanos sólo permanecen como algo más o menos seguro los
textos del propio Mesmer, presentes en la valiosa edición de Robert
Amadou. Hay que agregar a esto cuestiones de idioma: a causa de un
francés muy aproximado,24 la mayoría de los escritos que Mesmer pu­
blicó en ese idioma fueron porlo menos retocados por otros, al comien­
zo, sobre todo, por Nicolas Bergasse. Aquéllos que vamos a leer par­
cialmente tuvieron, sin embargo, de una u otra manera, su aval.

juicio prudente, pero poco claro, según el cual: “Informaba también que cuan­
do se acercaba a un hombre que estaba siendo sometido a una sangría, la
sangre empezaba a fluir en otra dirección” ??? (pág. 93).
22. ¡Bueno, casi! En su diccionario, en el artículo “Mesmérisme”, Littré lo hace
nacer en 1733 en Wiel, “cerca de la ribera del Rin”, cuando en realidad nació
el 23 de mayo de 1734 en Suabia, en el pueblo de Iznang, cerca de Radolfszell.
Etc.
23. La sandez de la Encyclopaedia Universalis proviene de copiar nuevamente a
ciegas la Grande Enciclopédie Larousse, que aparentemente fue la primera en
postdatar la tesis de Mesmer, en un breve artículo de una gran ligereza, Nues­
tros lexicógrafos de fines del siglo XIX no querían mucho a Mesmer...
24. En su apasionante obra La fin des lumières, le Mesmérisme et la Révolution
¡El fin de las Luces, el mesmerismo y la Revolución], traducido y publicado
nuevamente en 1995 (París, Odile Jacob, col. “Opus”), Robert Darnton ofrece
La p e rten en cia a s í m ism o 149

El texto de la tesis (en latín, como lo exigían las costumbres de la épo­


ca) merece que nos detengamos sobre él. Se trata apenas de unas quin­
ce páginas, lo cual no debe sorprender para nada con relación a una
tesis de medicina,25 titulada “Disertación físico-médica sobre la influen­
cia de los planetas” , y cuya primera mitad consiste en una exposición
del sistema solar visto por Newton, sin olvidar las tres leyes de Kepler,
debidamente expuestas también. Y esto viene tras una breve introduc­
ción cuyo eje es claro: repudiar a la astrologia.

[...] Subrayo que no quiero defender la teoría relativa a la influencia de los


astros defendida antaño por los astrólogos que se jactaban de poder prede­
cir los acontecimientos por venir y de conocer los destinos de los hom­
bres, y al mismo tiempo Ies birlaban el contenido de sus bolsas gracias a
un consumado arte de la mentira. Mi propósito es únicamente demostrar
que los cuerpos celestes actúan sobre nuestra tierra, y que todas las cosas
que se encuentran en ella actúan sobre esos cuerpos; que éstos mueven,
agitan y cambian todas estas cosas y que nuestros cuerpos humanos están
igualmente sometidos a la misma acción dinámica. Si pruebo que los
astros actúan sobre nosotros, no se podrá negar que este hecho no sola­
mente es correcto, sino que también se impone a la atención y al interés de
los médicos.26

Viene entonces a continuación una descripción, sin grandes sorpresas


dentro de ese tipo de saber en la mitad del siglo XVIII, del sistema de
los planetas que, por la ley de la gravitación, no solamente giran alrede­
dor del sol, sino que “se perturban sensiblemente en su camino” unos a
otros:

una información que se ha descuidado con demasiada frecuencia sobre el


misterio Mesmer: “Su verdadera voz permanece enterrada en la historia; ni
siquiera sus contemporáneos la comprenden, pues les llega con un acento
alemán impenetrable junto al cual la jeringoza de Cagliostro es la claridad
misma. Por otro lado, es prácticamente imposible acercarse lo suficiente al
hombre como para descifrar si fue o no un charlatán [quien conozca la erudi­
ción histórica de Darnton tomará muy en serio este tipo de frase]. Si tal es el
caso, aplasta ciertamente a todos sus colegas” (pág. 53).
25. Es gracioso saber que ninguno de los autores que escribieron sobre Mesmer
antes de 1928 la había leído. Se decía que era imposible de encontrar, hasta
que los primeros biógrafos un poco preocupados por el método, Tischner ( 1928)
y Schurer-Waldheim (1930) la descubrieran... ¡en la Biblioteca de la Univer­
sidad, en Viena, donde los esperaba desde 1766!
26. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 32. Presentimos aquí el
contrasentido de toda una tradición que pretende ver en Mesmer al hijo espi­
ritual de Paracelso. Las frases citadas contradicen esto directamente, salvo si
las tomamos como simples denegaciones, cosa que no está permitido hacer
sólo a título de la sospecha.
150 A n a to m ía de la tercera persona

Por la acción de Júpiter sobre Saturno, su movimiento de acercamiento al


sol aumenta en 1/222. Por la acción de Saturno sobre Júpiter, su gravita­
ción hacia el sol disminuye en 1/2703. La gravitación de Marte hacia el
sol disminuye en 1/12512 por la acción de Júpiter cuando este astro se ha
acercado a Marte al máximo.27

Así -y las precisiones cifradas valen aquí su peso en retórica- las in­
fluencias son de cada una sobre cada una. Todo está interconectado
únicamente por la gravedad en el conjunto del sistema solar, incluido lo
concerniente a los cometas. M esmer se acerca entonces al caso más
particular de la pareja tierra/luna, dando múltiples precisiones cifradas
sobre sus relaciones de volumen, de alejamiento, de ciclos, de excentri­
cidades de órbitas, etc. Casi concluye:

Es una observación establecida que la atmósfera es movilizada al máximo


en los equinoccios de primavera y de otoño. Sabemos también que el aire,
mientras que está calmado a cualquier otra hora, con frecuencia está más
o menos agitado por la fuerza de los vientos al mediodía o a la mediano­
che. Es evidente que el mismo efecto se produce cuando la marea sube al
máximo; eso ocurre cuando la luna está situada en el cénit o en el lugar
opuesto. Todo el mundo observa que la luna nueva y la luna llena produ­
cen tormentas y que entonces, los vientos aparecen repentinamente.28

Robert Amadou nos ofrece una clave de lectura de esta tesis, al colocar
en paralelo, en su nota 13, el texto que acabamos de leer y algunas
líneas (también en latín) extraídas del libro que un médico inglés, Richard
Mead (1673-1754), publicó en Londres, primero en 17 0 1, luego en
1746, bajo el título: De imperio solis ac lunae in corpora humana et
morbis inde oriundis. El plagio es íntegro. Discípulo de Newton, la
originalidad de Mead consistió en adaptar a la atmósfera lo que Newton
había establecido con respecto a los mares y los océanos para explicar
el movimiento de las mareas por la atracción, combinada u opuesta, de
la luna y del sol. Para Mead, de acuerdo con las mismas razones, la
elasticidad, la presión y el peso del aire -cu y o impacto sobre el ser
humano no podríamos ignorar- experimentaban variaciones directa­
mente relacionadas con los movimientos de los astros. Se trataba en­
tonces de un partidario de una medicina física (y no de una medicina
química, o de una medicina de los humores), la cual pretendía ser de lo
más racional.

27. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 35.


28.Ibid., pág. 39.
La p erten e n cia a s í m ism o 151

Nadie descubrió el plagio antes de... 1954, es decir, alrededor de unos


treinta años después de que la tesis de M esmer hubiera sido puesta
nuevamente en circulación, pues él mismo no volvió a publicarla nunca
durante su vida. Quizás el propio Mesmer se habría recriminado a sí
mismo duramente ante la acusación, puesto que su introducción co­
menzaba así:

Habrá personas que fruncirán el ceño, y de las que recibiré reproches,


cuando lean el título de esta pequeña tesis y vean así que un hombre como
yo, aunque sin importancia, emprende, después de tantos esfuerzos del
célebre Mead, el acto de insistir sobre la influencia de los astros24 [...]

Arrancando de este modo sobre bases exclusivam ente fisicalistas,


M esmer llegó progresivamente a técnicas de curas basadas en los ima­
nes. Primero lo hizo en Viena, donde practicó la medicina, casado des­
pués de su tesis con la rica viuda del Consejero Imperial von Bosch.30
Las oposiciones que M esmer encontró muy pronto con respecto a sus
prácticas, evidentemente vinculadas a relatos incontrolables de curas
efectuadas a veces sobre desconocidos(as) perfectos(as), otras veces
sobre personajes políticos importantes (una constante en la clientela
mesmeriana), lo llevaron, se dice, a abandonar Viena por Munich pri­
mero, luego muy rápidamente por París, donde llega en febrero de 1778.
A partir de marzo de 1778, el Journal enciclopédique publica una carta
proveniente de Viena recordando que M esmer había sido condenado
por la Facultad de esa ciudad y había debido huir de su país. Para luchar
contra dichas calumnias (posición enunciativa básica en su propia retó­
rica), M esmer resume entonces sus principios, para desembocar en die­
cinueve proposiciones que dirige a los pocos médicos parisienses que
habían asistido a sus prim eros tratam ientos. Esta Mémoire sur la
découverte du magnétisme animal [Memoria sobre el descubrimiento
del magnetismo animat] no se presenta entonces como una mina de
hechos históricos confiables, sino como “dichos” mesmerianos. Ade­
más, como ese texto fue juzgado “ininteligible por los eruditos” , según
palabras del propio Mesmer, éste comenzó, dos años más tarde, en
1781, a escribir un texto claramente más largo, donde enumera una
cantidad de hechos de su vida y de sus combates, bajo el título de “Précis
historique des faits relatifs au magnétisme animal jusqu’en avril de 1781”
[“Compendio histórico sobre los hechos relativos al magnetismo ani-

29. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 32.


30. Para conocer al menos las grandes líneas de esta vida, referirse a H. F.
Ellenberger, Histoire de la découverte..., op. cit., págs. 87-101.
152 A n a to m ía de la tercera p erso n a

mal hasta abril de 1781”]. Con la ayuda de estos dos textos, quisiera
poner de relieve algunos puntos muy particulares en la masa de los
hechos presentados por Mesmer.

III. 2. 2. La invención del magnetismo animal

De las primeras lecturas, llama la atención un pasaje de lo local a lo


global, una de las claves del éxito del magnetismo. Así, M esmer expli­
ca muy claramente la cosa, tras una introducción donde le hace decir a
su tesis de 1766 mucho más de lo que ella decía:

Una aguja no imantada, puesta en movimiento, sólo recobrará por casua­


lidad una dirección determinada; mientras que, por el contrario, la que
está imantada, si ha recibido el mismo impulso, después de diferentes
oscilaciones proporcionales al impulso y al magnetismo que haya recibi­
do, recuperará su primera posición y en ella se fijará. Así, la armonía de
los cuerpos organizados, una vez turbada, debe experimentar las incerti-
dumbres de mi primera suposición [i. e. no estar regulada más que por la
casualidad], si no es llamada nuevamente y determinada por el AGENTE
GENERAL cuya existencia yo reconozco: sólo él puede restablecer la
armonía en el estado natural. [...] Estas consideraciones no me han permi­
tido dudar de que existe en la Naturaleza un principio universalmente
actuante y que, independientemente de nosotros, opera lo que le atribui­
mos vagamente al Arte y a la Naturaleza.31

El prim er caso tratado sobre estas bases parece haber sido, durante los
años 1773-1774, el de una señorita de 29 años llamada Œsterline. Pre­
sentaba “los más crueles dolores de dientes y de oídos, seguidos de
delirio, furor, vómitos y síncope” . M esmer le aplicó el imán. ¿Cómo
presenta él la cosa?

Yo tenía sobre el imán conocimientos ordinarios: su acción sobre el hie­


rro, la aptitud de nuestros humores de recibir ese mineral y los diferentes
ensayos realizados tanto en Francia como en Inglaterra, para los dolores
de estómago y los dolores de muelas me eran conocidos. Estos motivos,

31. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 62. Las mayúsculas en
“agente général” son del propio Mesmer. Reconoceremos al pasar que este
francés impecable estaba forzosamente muy por encima de la mano de alguien
que, según el testimonio general, nunca hizo más que farfullarlo. Con esto se
comprueba la opinión de R. Darnton. El misterio se volverá un poco más
denso si le agregamos que no se trata de traducciones, o que al menos nadie ha
visto nunca “originales” alemanes de esos textos de Mesmer.
L a p erten en cia a s í m ism o 153

unidos a la analogía de las propiedades de este material con el sistema


general, hicieron que yo lo considerara como el más apropiado para este
tipo de prueba.

De este modo, “por analogía con el sistema general” (con lo cual hay
que entender ya el hecho de que el imán es la manifestación local de un
agente general global), se le van a aplicar imanes a la enferma, pero no
cualquier imán, pues se va a tratar de piezas de metal estudiadas para
adaptarse a tal o cual parte de la anatomía, luego magnetizadas como
agujas de brújula. El resultado de estas aplicaciones debía resultar tan
súbito como espectacular:

Ella experimentaba interiormente corrientes dolorosas de una materia sutil


que, tras diferentes esfuerzos para tomar su dirección, se determinaron
hacia la parte inferior e hicieron cesar durante seis horas todos los sínto­
mas del acceso.

El “tras diferentes esfuerzos para tomar su dirección” es aquí discrimi­


nante, y da pruebas del carácter magnético de las corrientes reveladas,
puesto que, al igual que la aguja de la brújula, no se acomodan de
entrada en una sola dirección, sino que buscan y encuentran su camino
a través de cierto número de oscilaciones. He aquí alguien que sabe de
manera bastante precisa lo que espera de su montaje experimental, que
es en gran parte el hijo natural de una teoría que lo antecede. Sobre ese
p urto también, M esmer es claro:

Mi observación sobre esos efectos, combinada con mis ideas sobre el


sistema general, me iluminó con una nueva luz: al confirmar mis anteriores
ideas sobre la influencia del Agente General, me enseñó que otro principio
hacía actuar al imán, incapaz, por sí mismo de esta acción sobre los nervios
y me hizo ver que yo sólo tenía que dar unos cuantos pasos para llegar a la
TEORÍA IMITATIVA que era el objeto de mis investigaciones.32

A quí se sitúa el paso decisivo que diferencia a M esmer de un Hell,33


jesuíta y profesor de astronomía en Viena, a quien recurrió Mesmer
para la confección de los imanes destinados a la señorita Œsterline, y
que profesaba a su vez una teoría de un magnetismo mineral curativo.

32. Aquí, las itálicas son mías. Toda esta serie de citas viene de las páginas 63 y
passim de F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit.
33. Maximilien Hell (1720-1792), director del Observatorio de Viena. Para Hell,
' sólo el imán curaba, directamente. Parece que “su única contribución fue la
idea de que el imán debía adaptarse a la forma del cuerpo al que era aplicado.”
Dixit R. Amadou, op. cit., pág. 80.
154 A n a to m ía de la tercera persona

En esas pocas líneas, M esmer señala que el imán ya no era en su opi­


nión más que un coadyuvante en un tratamiento que reposaba sobre
otros componentes. ¿Cómo comprender ese salto?
Los dos pasajes puestos en itálicas en la cita anterior forman el trampo­
lín para ello. M esmer afirma ahí ante todo una prioridad de’lo global
sobre lo local: las corrientes dolorosas que recorren a la señorita
(Esteriine no deben referirse sólo a ese cuerpo, sino que dan testimonio
de una inmersión particular de ese cuerpo en el espacio etéreo del
AGENTE GENERAL. Participan entonces de una economía global de
los fluidos magnéticos, localmente perturbados, como lo muestran unos
síntomas estridentes, pero que deben, para ser modificados en un senti­
do o en otro (curación o agravación), recibir un influjo del mismo orden
que ellos. Todas las enfermedades susceptibles de provenir de trastor­
nos, nudos y otros “atascamientos” del magnetismo serán susceptibles
a partir de ese momento de un solo y único remedio: la manipulación de
ese fluido.
Otra comprobación de Mesmer: el imán es planteado como “incapaz
por sí mismo de esta acción sobre los nervios” . ¿De dónde podía saber
Mesmer semejante cosa? Para tener alguna idea al respecto, es necesa­
rio remitirnos a un breve texto suyo titulado “Carta del Señor Mesmer,
doctor en medicina en Viena, al señor Unzer, doctor en medicina, sobre
el uso medicinal del imán”,34 fechado en 1775. En él encontramos nue­
vamente la historia del tratamiento de la señorita (Esteriine, condimen­
tado con algunas precisiones anunciadas por un “tuve oportunidad, en
el tratamiento de esa enferma, de realizar varias experiencias muy cu­
riosas” .

Observé -prosigue Mesmer- que ¡a materia magnética es casi lo mismo


que el fluido eléctrico, y que se propaga del mismo modo que éste por los
cuerpos intermediarios. El acero no es la única sustancia que sea propia
de ella; he vuelto magnético papel, pan, lana, seda, cuero, piedras, vidrio,
agua, diferentes metales, madera, hombres, perros, en una palabra todo lo
que yo tocaba, hasta el punto que esas sustancias producían sobre la en­
ferma los mismos efectos que el imán [...] También noté que los hombres
no son todos igualmente apropiados para ser magnetizados: de diez per­
sonas que estaban reunidas, hubo una que no pudo ser magnetizada y que
interrumpió la comunicación del magnetismo [...] Excité en la enferm%
sin ninguna comunicación directa y a una distancia de ocho a diez pasos,
escondido detrás de un hombre o de una pared, sacudidas en la parte
determinada que quise y un dolor tan vivo como si la hubieran golpead^
con una barra de hierro.

34.F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., págs. 49-52.


La p e rten en cia a s í m ism o 155

La convicción de que el imán no era la fuente de los fluidos fue adqui­


rida entonces de una manera que pretendía ser de lo más experimental.
Por supuesto, existía la “hipótesis” incontrolable (aunque aureolada de
newtonismo) del “agente general”, pero a partir del momento en que,
quizás gracias a unos dones de medium, M esmer pudo considerar que
magnetizaba cualquier cosa que tocaba, la conclusión se impuso:

No creo que el imán tenga una virtud específica, por la cual actúa sobre
los nervios; supongo, solamente, conforme a los principios de mi teoría,
que la materia magnética actúa, por su extrema sutileza y por su analogía
con el fluido nervioso, cuyo movimiento había sido trastornado, de tal
modo que hace que todo regrese al orden natural, que yo llamo la armonía
de los nervios.

¿Por qué etapas détectables pasa M esmer aquí? 1) la materia magnéti­


ca es “casi lo mismo” que el fluido eléctrico. Es ésta una asociación
bienvenida, por plantear al menos la cuestión del conductor, del medio
(para no decir del medium) a través del cual esta “m ateria” podría pa­
sar. A sí es cómo subrepticiamente el acero, o dicho de otro modo, el
imán ya no es una fuente: es solamente un “buen conductor” de esa
materia, susceptible de entrar en competencia con otros; 2) aquí surge
Mesmer (he vuelto magnético...), primer competidor del imán, que,
como él, resulta ser capaz de transmitir la “materia magnética” a otros
materiales. La pregunta inmediata: ¿cuáles?; 3) Respuesta no menos
inmediata: “todo lo que yo tocaba” . Mesmer es mucho más fuerte que
el imán, cuya virtud para transmitir el influjo resultaba ser altamente
selectiva, como ya lo observaban Newton y todo el mundo con él. 4)
Esta potencia no es una omnipotencia: hay obstáculos que no solamen­
te no transmiten, sino que cortan la comunicación. No se los conocerá
como tales de antemano (un hombre de cada diez, es cualquier hom­
bre). Sólo la experiencia los revelará. 5) Finalmente, y eso es por sí solo
un argumento decisivo que casi resume a todos los demás: Mesmer no
necesita tocar. Aquí está de una sola vez la prueba del fluido y del éter,
la prueba de que la “materia magnética” que atraviesa a Franz Anton
Mesmer agita a la enferma de la misma manera que la luna lo hace con
la superficie de las aguas. Aquí se afirma la existencia de esta “materia”
de la cual el imán, Mesmer, los puntos dolorosos del cuerpo de la enfer­
ma, no son más que “nudos” conectados los unos con los otros para no
ser más que concentraciones particulares de una misma realidad “gene­
ral” . Ese despegamiento del imán constituye el acta de nacimiento del
magnetismo animal, que M esmer presentó siempre con razón como su
descubrimiento.35 Sobre esto, tras unos cuantos éxitos terapéuticos que
lo vuelven famoso en Viena y un asunto escandaloso vinculado con el
156 A na to m ía de la tercera persona

tratamiento de una protegida de la emperatriz -el caso de la señorita de


Paradis-, M esmer es condenado por la Facultad y escoge Paris, centro
indiscutible de la Europa de las Luces, para dar a conocer su descubri­
miento. Este ya no se modificará; incluso si la célebre “cubeta” fue una
novedad creada para hacer frente a una afluencia demasiado considera­
ble de demandas que Mesmer no podía tratar individualmente, en ella
misma no cambia ni le agrega nada a la teoría del magnetismo animal.
En cambio, que lo haya sabido hasta el punto de decidir con ello su
llegada a Francia, o lo haya ignorado y descubierto al llegar, vale la

35.Gracias al trabajo de Marcel Gauchet en Le vrai Charcot [El verdadero


Charcot], París, Calmann-Lévy, 1997, podernos seguir paso a paso el trayecto
de J. M. Charcot, que habría de hacerlo pasar, alrededor de los años 1877-
1878, de la metaloterapia de Burq a la electricidad y luego a la hipnosis,
siguiendo unas etapas paralelas a las descritas en este razonamiento de Mesmer.
Por otro lado, Charcot fue a leer directamente ese pasaje de Mesmer que co­
mento aquí, y él mismo apuntó como decisivo el abandono de] imán: “Pero
súbitamente lo [i. e. a Mesmer] vemos tomar otro camino y proclamar que la
acción del imán es simplemente análoga a la de un principio general que llena
al mundo vivo y al cual le da, una vez más por analogía, el nombre de magne­
tismo animal” (Conferencia del 6 de julio de 1878, citada por M. Gauchet, op.
cit., pág. 119). En el procedimiento resueltamente científico del jefe del servi­
cio de la Salpétriére, asistimos al reconocimiento de los efectos de la aplica­
ción de ciertos metales en casos de contracturas histéricas, efectos que resul­
tan ser los mismos con la aplicación de ligeras corrientes eléctricas, y una vez
más los mismos con la aplicación de imanes (o de solenoides). Pero -¡sorpre­
sa!- ¡La hipnosis produce también los mismos efectos! Una joven religiosa
llamada Pauline viene, a un siglo de distancia, a ocupar el sitio de la señorita
(Esteriine: sobre el miembro contracturado, se aplican sucesivamente, entre el
3 y el 11 de junio de 1878, “un electroimán de gran dimensión y muy podero­
so, el solenoide, el acero imantado, la corriente continua, la corriente induci­
da, la electricidad estática” (ibid., pág. 121). Nada hace efecto verdaderamen­
te. Pero observaciones anteriores y muy meticulosas habían establecido aproxi­
madamente un fenómeno de transferencia (todavía muy alejado de la transfe­
rencia freudiana): con ocasión de la aplicación de metales, en el momento en
que la sensibilidad regresaba en unas zonas anestesiadas, la anestesia parecía
desplazarse, simétricamente, hacia la parte sana del cuerpo. ¿Se despertaba una
mano derecha? Resultaba que a veces la mano izquierda se dormía. Bizarra y
extraña, pero con Pauline germinó la idea de contraer la parte sana simétrica
para ver si, por casualidad, la contractura presente en el síntoma no cedería así.
Ahora bien, en la lista de los medios puestos en operación para provocar la
contractura en la parte sana figura, novena experiencia de una serie que incluía
once: la hipnosis. Entonces, es en un procedimiento altamente experimental -
diríamos gustosamente hoy: un protocolo- que la hipnosis hace su aparición en
ese templo de la cientificidad que pretendía ser en esa época el servicio de
Charcot. La equivalencia de sus efectos comparados con los de los procedimien­
tos más pesadamente técnicos la coloca en un pie de igualdad con ellos.
La p erten en cia a s í m ism o 157

pena darse una idea del clima parisiense en el cual M esmer vino a dar
parte de su descubrimiento.

III. 3. La oleada mesmerista

Le debemos a Robert Darnton un panorama del ambiente intelectual y


social en el cual el mesmerismo tuvo su esplendor. Llegó a su apogeo
durante los años ochenta, antes de atenuarse con la destitución de
Calonne (8 de abril de 1787), y de apagarse casi brutalmente con el
anuncio de una próxima convocatoria de los Estados Generales (8 de
agosto de 1788). A partir de ahí, todas las gacetas y discusiones
parisienses estuvieron ocupadas por los asuntos políticos que se esta­
ban desarrollando, y la pasión que había visto florecer al mesmerismo
pasó entonces a un muy lejano segundo plano. Mientras tanto, durante
la decena de años que antecedió a la Revolución, la estrella del momen­
to, la que acaparaba sin medida la atención de los habitantes de la capi­
tal, fue sin discusión la que también iba a ofrecer su oportunidad histó­
rica al mesmerismo: la ciencia.

III. 3. 1. La ciencia y sus locuras

Tan sólo unos cuantos apuntes históricos pueden permitir que nos ha­
gamos una idea del entusiasmo suscitado entonces por la modificación
profunda de la relación con la naturaleza que la ciencia y sus prodigios
aportaban. Que un Benjamín Franklin pudiera pasar por haber domes­
ticado al rayo, esa fuerza viva, central en el imaginario campesino, nos
parece difícil de comprender hoy, pero basta para adivinar el vínculo,
evidente para esa época, entre esta “ciencia” reservada a una élite muy
reducida, y los misterios de siempre de la madre naturaleza. Los hallaz­
gos y descubrimientos brotan por todos lados: “Nunca habían apareci­
do tantos sistemas, tantas teorías sobre el universo como durante los
últimos años”, se lee en el Journal de Physique [Diario de Física] de
diciembre de 1781. Darnton, más claramente todavía:

Un vistazo a los periódicos científicos de la época revela la profusión de


las cosmologías populares. Un hombre pretende explicar el secreto de la
vida por una “fuerza vegetativa” vitalista, otro anuncia un nuevo tipo de
astronomía inmóvil; declara que ha descubierto “la clave de todas las
ciencias que los espíritus más sutiles de todas las naciones buscan en
vano desde hace tanto tiempo”. Un tercero llena el vacío de Newton con
158 A n a to m ía de la tercera p ersona

un “agente universal” que mantiene al cosmos; un cuarto echa por tierra


al “ídolo” del peso explicando que Newton lo entendió al revés (en reali­
dad es el sol el que rechaza a los planetas); según un quinto, una versión
“animal” electrificada del éter de Newton circula a través de nuestro cuer­
po, determinando el color de nuestra piel.

Concebimos que, en semejante escenario, la teoría del magnetismo


animal haya atraído la atención, en vista del personaje que la profesaba,
la multitud de enfermos que se apresuró muy pronto para beneficiarse
con sus curas, y al mismo tiempo que haya entrado tan bien en concor­
dancia con el ambiente de la época. Incluso el costado “maravilloso”
de ciertas curas iba a la par con lo que llamó quizás con más fuerza la
atención de los espíritus, y cuyo equivalente contemporáneo tendremos
probablemente con los primeros pasos sobre la luna en 1969: el hom­
bre conquista el cielo con los primeros viajes en globo. El 4 de junio de
1783, los hermanos Montgolfier, en Annonay, el 15 de octubre, Pilátre
de Rozier en M etz; pronto, desconocidos aquí y allá se elevan en sus
globos, y reina el entusiasmo. Por ejemplo, esto es lo que dice el Journal
de Bruxelles el 31 de enero de 1784:

Es imposible transmitir este movimiento; las mujeres lloran; todo el pue­


blo alza las manos al cielo y guarda un profundo silencio; los viajeros, con
el cuerpo fuera de la canastilla, saludan y dan gritos de gozo. Los segui­
mos con los ojos, los llamamos como si pudieran escuchar, y el sentimien­
to de espanto es sucedido por el de la admiración; no se decía más que
“ ¡Dios, qué bello!” 3fl

Un día de ese mismo año, un globo llevado por el viento aterrizó en


unos campos; los campesinos que llegaron interrogaron, amenazantes:
“¿Son ustedes hombres o dioses?” Las elegantes ya no portan más que
“sombreros globo”, los niños comen “caramelos de balón”, los poetas
locales ya sólo componen “odas al globo”, y unos ingenieros más o
menos ingeniosos escriben “una multitud de tratados sobre la construc­
ción y la dirección de los globos, con la esperanza de obtener uno de los
premios otorgados por la Academia de Ciencias” . Un testimonio de la
violencia de las emociones en juego: en Nantes, alrededor de cien mil
personas asisten a la partida del globo Le Suffrein\ algunas mujeres se
desmayan, otras más se echan a llorar, “todo el mundo se encontraba en
una agitación inexpresable” . En Burdeos, tras la anulación de un vuelo,
la multitud furibunda mata a dos hombres y destruye el globo y la taqui­
lla. Una vez franqueada la barrera de siempre que unía al hombre a la
superficie de la Tierra, las perspectivas de progreso parecen ilimitadas.

36. Citado por R. Damton, La fin des Lumières, op. cit., págs. 31-32.
L a p erten en cia a s í m ism o 159

Nuevamente el Journal de Bruxelles (del 29 de mayo de 1784, esta


vez):

Los descubrimientos increíbles que se multiplican desde hace diez años


[...] los fenómenos de la electricidad profundizados, las transformaciones
de los elementos, los aires descompuestos y conocidos, los rayos del sol
condensados, el aire que la audacia humana osa recorrer, mil fenómenos
más, en fin, han extendido prodigiosamente la esfera de nuestros conoci­
mientos. ¿Quién sabe hasta dónde podemos ir? ¿Qué mortal se atrevería
a predecir los límites del espíritu humano?37

En un ambiente como éste, no falta la humorada. El 8 de diciembre de


1783, el Journal de Paris anuncia la invención de los “zapatos elásti­
cos” que, basándose en el arte de hacer rebotar piedras sobre la super­
ficie de un lago, permitía caminar sobre el agua. Su inventor, un reloje­
ro, se compromete a atravesar el Sena el Г de enero de 1784, equipado
con ese par de zapatos, si una suscripción de 200 luises lo espera bajo
uno de los arcos del Puente Nuevo. En una semana el periódico reúne 3
243 libras (casi el monto demandado, 1 luis = 24 libras). La Fayette se
encuentra entre los suscriptores; el engaño no es descubierto hasta fines
de diciembre, y las sumas son donadas a obras de caridad. Y a comien­
zos de febrero, el mismo diario promete revelar una técnica nueva que
perm ite ver por la noche, uniendo en una m ism a cofradía a “los
nictálopes, los hidrófobos, los sonámbulos y los zahoríes”. Las buenas
mentalidades se quejan de esta situación;38 ya prácticamente no se los
escucha.
Este es entonces el clim a en el cual surge y evoluciona la cubeta
mesmeriana. En la posición del benefactor de la humanidad -verem os
pronto hasta qué punto no podemos reducirla a una simple “postura”
para aprovecharse- M esmer cura a ricos y pobres por igual. Hombre
del Antiguo Régimen, sabe respetar las órdenes: su portero alemán, que
es también su hombre de confianza (¡una vez más los idiomas!) anuncia
las llegadas a la residencia de Coigny, en la calle del Coq-Héron, em i­
tiendo tres silbidos diferentes dependiendo de la posición social del
cliente. Y cuando las cuatro cubetas (tres más bien selectas, bastante
caras, una más popular y menòs costosa39 ) ya no sean suficientes,

37. Ibid., pág. 33.


38. “Ya no se tiene por la literatura más que una fría estima que roza la indiferen­
cia, mientras que las ciencias excitan un entusiasmo universal. La física, la
química, la historia natural se han vuelto pasiones.” Extracto de un artículo
publicado en Année Littéraire, en 1785.
39. Pero las cuatro le dan a Mesmer alrededor de 300 luises por mes, lo cual es una
suma más que atractiva.
160 A n a to m ía de la tercera p ersona

Mesmer, conciente de su capacidad para dirigir sobre lo que él quiera la


materia magnética, irá a magnetizar un árbol de los Bulevares, al que
vendrán a pegarse los menos afortunados, con la esperanza de una cura,
a pesar de exponerse así a las burlas de los pasantes...

III. 3. 2. Reveses y éxitos parisienses

Dos hechos retienen la atención en cuanto al periodo parisiense de


Mesmer. El primero, el mejor conocido, se refiere a sus relaciones con
las diferentes sociedades eruditas y médicas de París. En una palabra:
todas lo despreciaron - la Academia de las Ciencias, La Sociedad Real
de Medicina, la Facultad de M edicina de París-, e incluso si, indivi­
dualmente, algunos de sus miembros se hicieron curar por él, ningún
inicio, ni siquiera tímido, de reconocimiento oficial llegó. El segundo
es mucho menos estudiado, y equivale a anotar una especie de perma­
nente desdoblamiento del personaje. Del mismo modo que ninguno de
sus escritos provino plenamente de su mano, la condena que azotó al
magnetismo animal cayó primero sobre otro: el doctor Desion, médico
personal del conde de Artois. Adepto de las tesis de Mesmer casi desde
la llegada de este último a París, él mismo montó un consultorio en el
cual m agnetizaba a toda máquina, y fue a él, miembro de la Facultad, a
quien esa misma Facultad persiguió primero; lo amenazó varias veces
(el primer voto de censura de la Facultad llegó el 18 de septiembre de
1780), y luego lo excluyó de manera al parecer bastante ignominiosa,
de tal modo que Desion y los mesmerianos no tuvieron ninguna dificul­
tad para mostrar luego que eran objeto de “golpes bajos” por parte de
personas encumbradas que se negaban cobardemente a discutir con
ellos. La práctica de Desion fue el prisma a través del cual la de Mesmer
fue estudiada por las dos comisiones que pronto veremos en acción, así
como la pluma de Nicolas Bergasse (y de algunos más) le dio voz a lo
que, del mismo Mesmer, llegaba hasta el público, un público encantado
de ser colocado como juez en el enfrentamiento con las autoridades
eruditas.
La Corte se conmocionó con estas disputas, sobre todo cuando Mesmer
declaró que, cansado de esas luchas agotadoras y estériles, pensaba
retirarse en Bélgica, en Spa. Sus más ilustres clientes recurrieron a la
reina M aría Antonieta, quien le rogó al ministro y Conde de Maurepas
que negociara con el inventor de la cubeta a fin de que aceptara residir
en París, para continuar prodigándole sus cuidados. Maurepas era en­
tonces un hombre muy anciano; nacido en 1701, había de morir ese
año. En Marzo y abril de 1781, recibe a Mesmer, a quien le propone
La p e rten en cia a s í m ism o 161

una pensión vitalicia de 20 000 libras, y otra de 10 000 libras por año si
abre una clínica y acepta la vigilancia de tres “pupilos” del gobierno.
Descontento con lo que se le propone, M esmer pide tierras, un castillo.
El conjunto parece extravagante, y el arreglo no se concluye. M esmer
le escribe entonces directamente a la reina su negativa, y parte hacia
Spa, como había anunciado, pero solamente para descansar un poco.
De allí regresó muy rápidamente cuando se enteró de la segunda conde­
na que afectaba en ese momento a Desion (con la tercera, ese mismo
Desion debía ser borrado de la lista de los doctores regentes de la facul­
tad). M esmer recuperó entonces su clientela, que no soltaba presa, y
luego se fue nuevamente por unas semanas de vacaciones a Spa, en
julio de 1782, con dos de sus enfermos, y no de los menos importantes:
el abogado Nicolas Bergasse y el banquero Guillaume Kornmann. A
los tres se les ocurrió entonces la idea de crear una “Sociedad” sobre la
cual vale la pena dirigir una mirada atenta.
La “Sociedad de la armonía universal” hizo fluir mucha tinta, entre
otras cosas, porque, bajo la presión de M esmer (y contra la opinión de
Bergasse), también fue llamada “Logia”, lo cual arrastró a muchas per­
sonas a confundirla con la francmasonería. Es seguro que Mesmer era
francmasón, ya desde Viena. En cambio, nunca formó parte del Gran
Oriente de Francia, y algunos estudios de la francmasonería parisiense
de los años 1780 muestran que, si bien ciertos masones fueron recepti­
vos a las ideas mesmerianas, otros permanecieron dubitativos.40 La si­
tuación era más confusa en provincia, donde las élites, menos numero­
sas, se mezclaban más fácilmente.
¿Qué era esta sociedad? Ante todo, una réplica al hecho de que el
Estado francés, en la persona del Conde de M aurepas, no supo hacer
que Mesmer y su descubrimiento permanecieran en Francia. Allí donde
el gobierno falló, una reunión de particulares va a intervenir para rete­
ner a Mesmer, entregando cada uno 100 luises. La afluencia, pronto
considerable, de miembros, tanto en París como en provincia, dota ri­
camente a esta sociedad, que le vierte lo esencial de sus recursos di­
rectamente a Mesmer. De acuerdo con información dada por R. Darnton,
que las lee en lo escrito por el tesorero de la Sociedad de la armonía, en
junio de 1785, Mesmer se pasea en una elegante carroza y posee 343,764
libras. Tenemos otras cifras más para 1789; la Sociedad parisiense cuenta

40. Sobre esta cuestión delicada y controvertida, podemos referirnos al capítulo


muy documentado que ofrece R. Amadou, “Harmonie universelle et Franc-
maçonerie” [“Armonía universal y Francmasonería”], in F. A. Mesmer, Le
magnétisme..., op. cit., págs. 360-399.
162 A n a to m ía de la tercera persona

con cuatrocientos treinta miembros, y otras numerosas sociedades, idén­


ticas y estatutariamente independientes, existen también en Estrasburgo,
Lyon, Burdeos, Montpellier, Nantes, Bayona, Grenoble, Dijon, Marse­
lla, Castres, etc.
Se trata también de proteger la pureza doctrinal del mesmerismo. Por­
que la creación de la Sociedad se inscribe tanto en el corazón de las
disputas entre Mesmer y Desion, como frente a las amenazas constitui­
das por las dos comisiones reales. Tras una primera ruptura entre los
dos hombres, iniciada por Desion (quien le reprochaba a M esmer que
no le comunicara todos sus secretos), frente a sus enemigos comunes de
la Facultad, hicieron las paces en 1783, para separarse nuevamente al
final de ese año, por las mismas razones. Bergasse decidió entonces
proteger a Mesmer y su descubrimiento de eventuales “cismáticos” fu­
turos, y una de las funciones centrales de la Sociedad fue claramente la
de garantizarle a Mesmer un control completo sobre lo que circulaba
bajo el nombre de “magnetismo animal” .
No sé fechar con precisión las diferentes etapas de la constitución de la
Sociedad. Si bien la idea de crearla surgió claramente en S paen ju lio d e
1782, alrededor del tríoM esmer-Bergasse-Kornmann, los “Reglamen­
tos de las sociedades de la armonía universal” no fueron votados en
asamblea general hasta el 1 2 d e m a y o d e 1785,en un momento en que
las dos comisiones nombradas por el rey ya habían presentado su opi­
nión negativa.
¿Por qué dos comisiones? Sin que el trabajo de cada una haya sido
fundamentalmente diferente, está permitido conjeturar que la que fue
creada en el seno de la Sociedad Real de Medicina respondía en gran
parte a las preocupaciones profesionales de los médicos, que veían desde
el inicio con muy malos ojos el éxito público siempre creciente de
Mesmer, éxito que se apoyaba sobre unos principios capaces de tirar
por tierra todo el edificio de la medicina erudita, mientras que la comi­
sión creada directamente por el rey, compuesta por los nombres más
prestigiosos, remitía, por su parte, a preocupaciones más policiales,
desencadenadas por el impacto del mesmerismo sobre la población de
París. En la primavera de 1784, el Journal de Bruxelles (¡una vez más !)
se pregunta “si el mesmerismo será pronto la única medicina univer­
sal” ; la policía de París, por su lado, redactó un reporte secreto que
indicaba que algunos mesmeristas “barnizan sus discursos pseudo-cien-
tíficos con ideas políticas radicales” ; y finalmente, el autor de los
Mémoires secrets [Informes secretos], escribe, el 24 de abril de 1784:

Jamás la tumba de Saint Médard atrajo a tanta gente ni obró cosas tan
La p erten en cia a s í m ism o 163

extraordinarias como el mesmerismo. Merece finalmente la atención del


gobierno.41

Las dos comisiones realizan perfectamente su trabajo,42 y entregan sus


conclusiones ya en el mes de agosto de 1784. Son simples y se resumen
en lo siguiente: el magnetismo animal no existe. La comisión de la
Sociedad Real, que sólo tuvo trato con Desion y su clientela, multiplica
los experimentos que hoy se llamarían “a doble ciegas” : la mayoría
muestra que los pacientes no consiguen diferenciar los instrumentos
“magnetizados” de los otros. He aquí sus conclusiones:

Por consiguiente, pensamos:


1) que la teoría del magnetismo animal es un sistema completamente
desprovisto de pruebas.
2) Que ese supuesto medio para curar, reducido a la irritación de las
regiones sensibles a la imitación y a los efectos de la imaginación, es al
menos inútil para aquéllos en los cuales no se producen a continuación
evacuaciones ni convulsiones [...]
3) Que es dañino para aquellos en quienes provoca los efectos que se han
llamado impropiamente crisis [...]
4) Que los tratamientos realizados en público por los procedimientos del
magnetismo animal agregan a todos los inconvenientes indicados más
arriba el de exponer a un gran número de personas bien constituidas por
otra parte a contraer un hábito espasmódico y convulsivo, que puede vol­
verse la fuente de los mayores males.
5) Que estas conclusiones deben extenderse a todo lo que se presenta en
este momento al público bajo la denominación de magnetismo animal...
París, dieciséis de agosto de mil setecientos ochenta y cuatro:
Poissonier, Caille, Mauduyt, Audry43

La comisión nombrada directamente por el rey, ya no por instigación


de los médicos, sino de la policía, reúne por su parte los nombres más
prestigiosos, empezando por Benjamin Franklin, quien en esa época
estaba en París, aureolado por su gloria de erudito, así como Lavoisier,
modelo de probidad científica, quien ya había hecho a un lado el flogisto,

4 1 .R. Damton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 64.


42. Para un informe detallado de los métodos puestos en práctica por las dos
comisiones, podremos leer el primer capítulo del libro de Léon Chertok e
Isabelle Stengers, Le coeur et la raison, L ’hypnose en question, de Lavoisier
à Lacan [El corazón y la razón, La hipnosis cuestionada, de Lavoisier a
Lacan], Paris, Payot, 1989, págs. 15-37. Debido creíblemente a la pluma de I.
Stengers, este texto pone a la vista los problemas epistémológicos vinculados,
todavía hoy, con una justa apreciación racional de los hechos imputados al
magnetismo animal.
43. F. A. Mesmer, Le magnétisme..., op. cit., pág. 277.
164 A n a to m ía de la tercera persona

expuesto su teoría de los ácidos, y mostrado, el año anterior, la compo­


sición del agua: hidrógeno y oxígeno. A otros científicos como Le Roi,
Bailly y deBory, se agregaban médicos de la Facultad: d ’Arcet, Sallin,
Majault, e incluso aquél a quien los años revolucionarios volverían más
célebre, antes de que pereciera a su vez bajo el filo del instrumento que
le debía su nombre: el Dr. Guillotin.44 El 11 de agosto, unos días antes
que la otra comisión, dan sus conclusiones, inmediatamente publicadas
(¡ 12 000 ejemplares!) por la imprenta real. Todo el mundo se los arre­
bata en París, donde la polémica arrasa, pues los mesmeristas replican
inmediatamente por medio de libelos en los que denuncian esa brutal
coalición de las autoridades científicas y del poder político, aparente­
mente ansiosas de amordazar, en nombre de la ciencia y de la salud
pública, un saber con respecto al cual dan pruebas de una sordera a toda
prueba. ¿Cómo creer que tantas curas (a lo largo de los años, el número
de “curados” dispuestos a dar testimonio se volvía impresionante) ha­
yan podido ser sólo producto de la “imaginación”?
En el conflicto, de repente crispado, las fuerzas presentes se vuelven
claras: por el lado de quienes condenan sin discusión se encuentran al
mismo tiempo los representantes más eminentes de la ciencia del mo­
mento, y la cima absoluta de la pirámide social: el rey y sus poderes
regios (la Bastilla todavía anda por allí, y las lettres de cachet* siguen
siendo práctica común). Del lado del magnetismo animal se apiña, por
el contrario, toda una multitud abigarrada: nobles de alto rango (La
Fayette se encuentra entre ellos), gran burguesía liberal y comercial
(algunos parlamentarios son clientes regulares de Mesmer), hombres
de letras reconocidos y eruditos en ciernes, gente común de París, po­
bres y pordioseros en espera de cura, todos mantienen hacia el magne­
tismo animal esa fe fortalecida por la adversidad. ¿Los poderosos re­
chazan con altivez lo que todos estos, en su diversidad, acogen con los
brazos abiertos? ¡Pues no importa! La dimensión política, hasta ese
momento apenas audible en la ola del magnetismo animal, se hincha y
se excava un sitio casi de un solo golpe, y contra el Goliat real y cien­
tífico, el mesmerismo adopta el aspecto de un David revoltoso.45

44. De hecho, fue un mecánico alemán, un tal Schmitd, quien “inventó” la guillo­
tina. Pero el Dr. Guillotin había sido el primero en reclamar, siguiendo la
dirección de la abolición de los privilegios, que se aplicara una misma pena de
muerte, con absoluta igualdad republicana, a aquéllas y aquéllos que la mere­
cieran: la decapitación. Y por eso se le dio su nombre al objeto.
* Lettre de. Cachet: Carta con sello del rey que contenía una orden de prisión o
exilio sin juicio previo. [N. de T.]
45. “Visto a través de la literatura polémica que lo vuelve protagonista, [el
mesmerismo] aparece como un desafío a la autoridad -no solamente a los
La pertenencia a s í m ism o 165

Además, la comisión nombrada por el rey produjo dos informes: uno,


muy oficial, publicado de inmediato; el otro, secreto, redactado por
uno de los miembros, Bailly, y vuelto público solamente en... ¡ 1824!
¿Qué es lo que sólo su majestad Luis XVI debía saber? Sería necesario
citarlo todo aquí, porque la “prudencia” de los comisionados los obliga
a tomar caminos diagonales para denunciar el costado sexual de las
prácticas mesmerianas.

Esta organización -escriben- hace entender por qué las mujeres tienen
crisis más frecuentes, más largas, más violentas que los hombres, y el
mayor número de sus crisis es debido a su sensibilidad de nervios. Hay
algunas que pertenecen a una causa oculta, pero natural, a una causa cier­
ta de las emociones a las que todas las mujeres son más o menos suscep­
tibles y que, por una influencia lejana, al acumular esas emociones, lle­
vándolas al más alto grado, puede contribuir a producir un estado convul­
sivo, que se confunde con las otras crisis; esta causa es el dominio que la
Naturaleza le ha dado aun sexo sobre el otro para atraerlo y emocionarlo.
Son siempre los hombres los que magnetizan a las mujeres46 [...]

Los comisionados insisten largamente sobre las particularidades del


tratam iento para apoyar su convicción respecto de la naturaleza
orgàsmica de las crisis:

[...] el rostro se enciende gradualmente, los ojos se vuelven ardientes, y es


la señal con la cual la Naturaleza anuncia el deseo. Se ve que la mujer baja
la cabeza, se lleva la mano a la frente y a los ojos para cubrirlos; el pudor
habitual vela sin saberlo y le inspira el cuidado de ocultarse. Mientras
tanto, la crisis continúa y los ojos se enturbian: es un signo inequívoco del
desorden total de los sentidos. Ese desorden puede no ser percibido en
absoluto por aquélla que lo experimenta, pero no ha escapado a la mirada
observadora de los médicos. Cuando ese signo se ha manifestado, los
párpados se vuelven húmedos, la respiración es rápida, entrecortada; el
pecho sube y baja rápidamente; se establecen las convulsiones, así como
los movimientos precipitados y bruscos de los miembros o del cuerpo
completo. En las mujeres vivaces y sensibles en el grado mayor, el térmi­
no de la más suave de las emociones es con frecuencia una convulsión. A
este estado se suceden la languidez, el abatimiento, una especie de ador­
mecimiento de los sentidos, que constituye un reposo necesario tras una
fuerte agitación.47

superiores eclesiásticos de Hervier, sino también a los cuerpos científicos es­


tablecidos e incluso al gobierno.” R. Damton, Le mesmérisme..., op. cit., pág.
63. Hervier, cura y partidario de Mesmer en Burdeos, había sido llamado al
orden por sus superiores.
46. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 279.
41. Ibid.
166 A n a to m ía de la tercera p erso n a
------------------------*------------------------------------------------------------------------------------- ------------------- --------------------- ------------------------------- ---------- — ----------------L-JíS

La conclusión de los comisionados es entonces de una perfecta clari­


dad: “el tratamiento magnético no puede más que ser peligroso para las
costum bres.” El Dr. Desion, interrogado directamente sobre el punto
de saber si “cuando una mujer es magnetizada y está en crisis, no sería
fácil abusar de ella” , responde afirmativamente, pero pretexta que las
crisis, la mayoría de las veces, tienen lugar ante los ojos del público.
Los comisionados opinan, pero hacen prevalecerel sentido común: “Las
oportunidades renacen todos los días, en todo momento [...] ¿Quién
puede garantizar que será siempre dueño de no querer?” Y entonces se
sospecha en alto grado del magnetismo animal no sólo de ir contra la
probidad científica, no sólo de constituir una amenaza para la salud
pública, sino de encontrar su principio activo en el corazón mismo de la
sexualidad. Y no se trata aquí de pullas picaras, como el ingenio
parisiense había sabido forjar desde los primeros días del mesmerismo,
sino de un informe secreto destinado al rey, y proveniente de las más
altas autoridades científicas de la época.
A partir del verano de 1784, el rechazo oficial es entonces pleno y
completo. Hasta ese momento, a pesar de los médicos, casi en su tota­
lidad violentamente opuestos al magnetismo (salvo si ellos mismos eran
magnetizadores, como Desion), la autoridad prácticamente no había
reaccionado, y M esmer podía por lo tanto resguardarse detrás de algu­
nos de sus ilustres clientes, para gozar de una protección al mismo
tiempo vaga y suficiente. El asunto venía acompañado, por otra parte,
con una dimensión política clásica en el París y la Francia de esa época,
en vista de que los Parlamentos consideraban su deber (¡y su malicioso
placer!) oponerse a las iniciativas profesionales de las Sociedades mé­
dicas, preocupados por encarnar el polo “liberal” frente al personal
real. Este equilibrio nebuloso, que le convenía perfectamente a Mesmer,
se encontró seriamente dañado cuando el poder del rey, casi indiscuti­
ble en esas materias, se pronunció negativamente. Continuar apoyando
al magnetismo ciertamente no implicaba que se partiera al monte o que
se corriera el riesgo de acabar en la Bastilla, pero sí al menos que uno
se separara, de una u otra manera, de ese consenso comunitario consti­
tuido por las opiniones del rey. Y ahora es tiempo de regresar a las
Sociedades de la armonía que, durante esos mismos meses, estaban
formándose, y que parecían las únicas aptas para hacer contrapeso a
semejante presión del poder.
Los reglamentos (votados menos de un año después de las dos conde­
nas, el 12 de mayo de 1785) son extremadamente minuciosos. En ellos
se siente más que en cualquier otro lado la mano del abogado Nicolas
Bergasse, que hace decir en preámbulo a Mesmer:
La pertenencia a s í m ism o 167

Señores:
Al hacer a una sociedad de hombres recomendables depositaría de mi
descubrimiento, no solamente escogí el asilo más seguro para la verdad,
sino que, al asociarlos a mis trabajos, me atrevía a creer también, Seño­
res, que, persuadidos por vuestra propia experiencia tanto de la utilidad
como de la verdad de la doctrina del magnetismo, vosotros os ocupa­
ríais un día de conservarla y de transmitirla en toda su pureza, de perfec­
cionar su instrucción, de darle el desarrollo filosófico del que es suscep­
tible, y de propagar sus prácticas útiles para los hombres; tales han sido
siempre mis deseos; tales son los que leo en vuestros espíritus y en vues­
tros corazones.

Al término de 71 artículos repartidos en cuatro capítulos, Mesmer tiene


garantizada una “presidencia perpetua” que no podrá ser cuestionada
con nada (incluso está previsto en el artículo XI que ese título de presi­
dente perpetuo “nunca será otorgado después de él a ninguno de los
miembros de las Sociedades de la armonía”). Aparte de eso, el funcio­
namiento es muy igualitario, y casi democrático; todas las publicacio­
nes impresas con el sufragio de la Sociedad llevarán la divisa: “A la
humanidad” al lado del nombre del autor, como prueba del asentimien­
to de la citada sociedad. Se adivina en ella también una inspiración
netamente anticentralista: “La Sociedad de Francia [debe escucharse:
la Sociedad de París] no tendrá ninguna autoridad sobre las Sociedades
establecidas en las Provincias.” Es esto algo bastante extraño política­
mente en la Francia de esa época, que sólo se comprende bien con
relación a la teoría del fluido general.
Terminaré con las Sociedades dando in extenso la fórmula del compro­
miso preliminar que debía leer en voz alta el solicitante antes de firmar
su inscripción:

Creo que existe un principio increado, Dios. Que ese Ser supremo creó la
materia indiferente de sí al movimiento y al reposo,4* por un acto único de
su pensamiento, que por el mismo acto le imprimió el movimiento que
forma, desarrolla y conserva a todos los cuerpos. Que, a través de un
medio que sólo puede ser un fluido muy sutil, existe entre todos los cuer­
pos que se mueven en el espacio una acción recíproca, la más profunda y
las más general de todas las acciones de la naturaleza; que esta acción
constituye la influencia o el magnetismo universal de todos los seres entre
ellos. Que el Ser supremo, al crear al hombre, lo dotó-con un alma espiri­
tual e inmortal, le dio el poder de modificar el fluido que penetra a todos

48. Declaración resueltamente favorable a una física moderna, tanto contra el


aristotelismo como contra las “fuerzas ocultas”. Tan sólo con ese detalle, el
solicitante se ubicaba del lado del Iluminismo.
168 A n a to m ía de la tercera p erso n a

los cuerpos, por un acto de su voluntad, porque el alma unida al cuerpo no


puede recibir o dar percepciones a otra alma más que por la acción sobre
la materia, vehículo de todas nuestras sensaciones. Convencido de estas
verdades y del poder, dado por Dios al hombre, de actuar sobre su seme­
jante, de acuerdo con la ley universal que todo lo rige, para su utilidad,
prometo y me comprometo, con mi palabra de honor, a nunca hacer uso
del poder y de los medios que me serán confiados para ejercer el magne­
tismo animal más que con la única mira de ser útil a los hombres, de
aliviar a la humanidad sufriente; y rechazando lejos de mí cualquier vi­
sión de amor propio y de vana curiosidad, prometo 110 actuar nunca más
que con miras a hacer un bien al individuo que me otorgue su confianza,
y estar para siempre unido de corazón y de voluntad a la sociedad bienhe­
chora que me recibe en su seno.

(Después del juramento, el Director y el solicitante se ponen en contacto,


de pie, con cicrta afectación, y el Director besa tres veces seguidas al
Solicitante en las mejillas y la boca, le estrecha las manos con afecto y le
dice: VAYA, TOQUE Y CURE.)

Los acentos hipocráticos son insistentes, y e] teísmo general llega in­


cluso hasta el “/íe” final de la misa en latín. Es importante medir co­
rrectamente el compromiso que adquirieron así varios centenares de
individuos, quienes, tanto por sus pagos (¡ 100 luises por la inscrip­
ción!) como a causa de su interés por el magnetismo, formaban una
élite intelectual que la Revolución encontrará con frecuencia más que
disponible. Sobre todo en las Provincias. Por un movimiento típica­
mente francés, tras el florecimiento parisiense, la provincia se encien­
de. Según R. Darnton, un corresponsal de la sociedad real de medicina
de Castres (donde se creó una Sociedad de la armonía) escribe en 1785
que “incluso las cabezas más frías de la ciudad no hablan más que de
mesmerismo” . Lo mismo ocurrió en Besançon, y en la mayoría de las
grandes ciudades. Al comienzo de 1786, Mesmer se lanza además en
una gira triunfal a través de sus diferentes Sociedades.49

49. El momento en que Mesmer cesa definitivamente de practicar la medicina en


Francia no es conocido con mucha certidumbre. Ellenberger lo hace partir
“probablemente a comienzos de 1785”, lo cual parece falso, en vista de la
asamblea general del 12 de mayo y de la exclusión del grupo Bergasse inme­
diatamente después. Esta “gira triunfal” que Darnton -uno de los mejor docu­
mentados en la materia- ubica “en la primavera de 1786, en las provincias del
sur”, ¿fue acaso el canto del cisne? Lo cierto es que a partir de 1787, Mesmer
ya no está en París. Se fue de allí con su fortuna y sus papeles, dejándole su
importante clientela al Señor de Lamotte, médico del Duque de Orleans. An­
tes de establecerse en el pequeño pueblo de Meersbourg, al borde del lago de
Constance, lleva a través de Europa una existencia de ocioso modesto, sin
tener ya casa propia en ningún lugar. Se tienen huellas de un paso suyo por
La pertenencia a s í m ism o 169

Esta multiplicación de los “alumnos” transformará en poco tiempo el


rostro del mesmerismo, y lo alejará mucho de lo que había querido
hacer de él su fundador. En el crisol de cada sociedad, el sincretismo
tiene el campo mucho más libre que en la estricta proximidad de Mesmer,
y se e sta b le c e n alian zas casi de in m ed iato con m o v im ien to s
espiritualistas diversos: los mesmeristas de Estrasburgo con la socie­
dad swedenborgiana de Estocolmo, los rosacruces aquí, los cabalistas
y los teósofos acá, los masones por todas partes. Louis Claude de Saint-
Martin, miembro de la Sociedad de la armonía de París desde el 4 de
febrero de 1784, se opone cada vez más claramente al “materialismo”
de Mesmer, y lleva al conjunto del movimiento hacia un espiritualismo
muy opuesto al espíritu del fundador, pero en profunda concordancia
con toda una clientela... Esta vasta deriva espiritualista -q u e dio, pa­
sando por todo el siglo XIX, una imagen tendenciosa del mesmerismo
inicial- engañó mucho, pues existe otra dimensión, política, sordamen­
te presente también en el mesmerismo desde su inicio parisiense, que
vale la pena interrogar. Proviene de los dos hombres que fueron los
primeros pilares de la Sociedad de la armonía: Bergasse y Kornmann.
De acuerdo con un libreto harto clásico, apenas hubieron ayudado a
Mesmer a fundar con toda legalidad la citada Sociedad, se encontraron
expulsados definitivamente de ella.

III. 3. 3. N icolas Bergasse: M esmerismo y


agitación revolucionaria

No todo era rosa entre Bergasse y M esmer ya desde hacía algún tiem­
po. Como era hijo de un rico comerciante de Lyon, Nicolas Bergasse
gozaba de una renta considerable que le permitía consagrarse a las le­
tras y a la política. En París, era la “voz” de Mesmer, y su “orador”
oficial en todas las reuniones de la Sociedad de París. Pero Bergasse
daba muestras de ambiciones (y de una cultura) políticas muy ajenas a
Mesmer; pretendía entonces “ampliar” la doctrina del maestro sobre
bases complejas, esencialmente inspiradas en Rousseau, lo cual condu­

París en 1802, donde, como indemnización de un dinero supuestamente per­


dido durante la Revolución, obtuvo una renta anual de 3 000 florines. Se le
propone que abra entonces un nuevo establecimiento de cura. Se niega y se
vuelve a ir. Cuando muere, el 5 de marzo de 1815 en Meersbourg, el
mesmerismo ha sido olvidado desde hace ya mucho tiempo. Sus vecinos igno­
ran a quién están enterrando.
170 A n a to m ía de la tercera p erso n a

jo a los dos hombres al borde de una primera ruptura a comienzos del


verano de 1784. Las condenas de agosto reconstruyeron la unidad, pero
apenas se hubieron votado los estatutos, el conflicto se reinició con más
fuerza, y sin que se sepa bien ni cuándo ni cómo, la fracción Bergasse
fue pura y simplemente expulsada de la Sociedad de la armonía. Debe
hacer sido rápido -com o mucho en los días mismos que siguieron al 12
de m ayo-, porque en junio de 1785, solamente un mes después de la
votación de los estatutos, los excluidos intentaron convocar a una asam­
blea rival, y tuvieron que admitir entonces que “la mayoría de los miem­
bros [habían] permanecido fieles a Mesmer y que su propia organiza­
ción había sido un fiasco” .50 Por supuesto, no dejaron de acusar à
M esmer de haber traicionado la meta original del movimiento, o sea:
“la lucha contra el despotismo de las academias”, que Bergasse y sus
amigos extendían sin vergüenza a la lucha contra el despotismo políti­
co.51 Adoptaron entonces la costumbre de reunirse en la residencia
particular de Guillaume Kornmann, donde, sin más preocupación por
una ortodoxia mesmeriana, desarrollaron lo que ellos consideraban los
aspectos sociales y políticos del magnetismo animal.52
Nombres que la Revolución volverá famosos deben ubicarse en la lista
de los asiduos: La Fayette, como siempre, pero también Jacques-Pierre
Brissot, futuro jefe de los girondinos (o brissotins), el ya célebre Jean-
Paul Marat, Jean-Louis Carra, erudito y hombre de letras fracasado,
enemigo jurado de todas las academias, d ’Éprémesnil, consejero en el
Parlamento de París, una de las figuras de la oposición nobiliaria al rey
antes de 1789, que será ejecutado por el Tribunal Revolucionario. Todo
ese mundillo discute, escribe, publica libelo tras libelo (a expensas del

50. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 74.


51. A lo cual Mesmer les contestó de un modo de lo más claro: “¿Tendrán acaso
ustedes la orgullosa pretensión de crear una nueva lógica, una nueva moral,
una nueva jurisprudencia?” (Lettre de l ’auteur de la découverte du magnétisme
animal [Carta del autor del descubrimiento del magnetismo animal], pág. 2,
citado por R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 80.)
52. Esto es lo que dice al respecto Jacques-Pierre Brissot en su manifiesto
mesmerista Un mot à l'oreille des académiciens de Paris [Unas palabras al
oído de los académicos de Paris]: “Bergasse no me ocultó que al erigirle un
altar al magnetismo, sólo apuntaba a erigirle uno a la libertad. Llegó el mo­
mento -m e decía- en que Francia necesita una revolución. Pero querer reali­
zarla abiertamente equivale a querer fracasar: es necesario, para triunfar, en­
volverse de misterio; es necesario reunir a los hombres con el pretexto de
experimentos físicos, pero, verdaderamente, para echar abajo el despotismo.
Fue con estas miras que formó, en la casa de Kornmann, donde vivía, una
sociedad compuesta por hombres que anunciaban su gusto por las innovacio­
nes políticas [...]”. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 81.
L a p e rten en cia a s í m ism o 171

banquero Kornmann), y compone lo que R. Darnton llama “la tenden­


cia radical del mesmerismo”. Durante los años 1787-1789, constituyen
uno de los núcleos más activos de la vida parisiense, antes de que la
onda expansiva, iniciada por la convocatoria de los Estados Generales
se desencadenara y los hiciera dispersarse, pasado el 14 de julio de
1789. “La importante alianza de 1787-1788 -escribe R. D arnton-entre
consejeros extremistas como Duport y d ’Eprémesnil, y panfletarios
radicales como Brissot y Carra comenzó a desarrollarse alrededor de
las cubetas de M esmer”,53 para proseguir muy activamente con ocasión
de las reuniones en la residencia particular de Kornmann, donde Bergasse
residía permanentemente.
¿De qué se hizo entonces esa amalgama que trenzaba al magnetismo
animal con un acercamiento difuso a Rousseau? De esto da testimonio
con gran fuerza lo que queda de la obra escrita de Nicolas Bergasse,
quien profesó muy pronto un sistema donde las causalidades física y
moral se intercambiaban sin cesar, de acuerdo con un verdadero estri­
billo del tiempo.54 D e manera general, las leyes físicas eran considera­
das como leyes normativas, con la naturaleza prescribiendo a la mate­
ria lo que debía o no hacer. Ahora bien, según M esmer - y muy necesa­
riamente, en vista de su concepción del fluido m agnético- la enferme­
dad no es más que la ruptura de una armonía natural. Aquí tenemos ya
con qué asociar cierto enfoque cercano a Rousseau, tanto menos exi­
gente cuanto que los escritos políticos de Jean-Jacques todavía no eran,
en esos años de 1780, objeto de lecturas atentas, como lo serán a partir
de los primeros años revolucionarios. Y Bergasse no oculta que descu­
brió en el mesmerismo “una moral emanada de la física general del
mundo” ; lo vemos así hablar de “magnetismo moral”, e incluso de “elec­
tricidad moral” . Quien dice fluido, en efecto, dice armonía natural, y
por lo tanto conjunción de las fuerzas físicas y de las fuerzas morales,
tanto en la sociedad y en la política como en los individuos o los plane­
tas. En la época en que todavía oficiaba en el seno de la Sociedad de la
armonía, Bergasse no titubeaba al decir por ejemplo que “el mesmerismo
suministra reglas simples para juzgar a las instituciones a las que nos

53. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 92.


54. La figura de Jean-Louis Carra debería ser interrogada desde este ángulo: ver­
dadero marginal, le negaron la entrada a todas las academias, probó la cárcel,
recorrió Europa. Muy pronto abrazó la causa mesmerista en tanto que causa
revolucionaria, y desarrolló por su propia cuenta una teoría nebulosa donde
las leyes físicas (especialmente aquéllas empleadas por Jussieu) le servían
para explicar los fenómenos morales y políticos, todo sazonado con violentas
diatribas dirigidas a los poderes establecidos. De este modo mezclaba en sus
diferentes escritos extremismo científico y extremismo político.
172 A n a to m ía de la tercera persona
----------------------------------- ---------------------------------------------------------- .--------мт
encontramos sujetos, principios seguros para constituir la legislación
que le conviene al hombre en todas las circunstancias dadas” .55 Y ya
algunos oyentes, más sensibles a esta retórica que a las oscuridades del
p ro p io M esm er, no o c u lta b a n que “p re fe riría n b e rg a sse a r a
mesmerizar" ,56
Esta amalgama físico-política sólo se apoya sobre la idea, la intuición
central de Mesmer: existe un fluido, un agente general, un éter magné­
tico que, por sí m ism o, no es más que orden y armonía. En ese
maniqueísmo fundamental, el mal está identificado estrictamente con
el desorden, y el terapeuta mesmeriano no apunta más que a una cosa:
despejar el camino de una armonía perdida, y no crearla en su totalidad.
De ahí a trasponer esto sobre la sociedad no hay más que un paso, que
Bergasse y sus amigos dan con la mayor... naturalidad. No dudaban en
pensar que detentaban, con el fluido mesmeriano, la causa física capaz
de dar sus fundamentos a las teorías sociales y políticas de Rousseau.
Así, Bergasse podía escribirle a su prom etida, Perpétue du Petit-
Thouars:57

No es usted la primera en encontrarme algunas semejanzas con su buen


amigo Jean-Jacques. Sólo que existen algunos principios que él no cono­
ció, y que lo hubieran vuelto menos desdichado.58

La sociedad, por su sistema complicado de impedimentos, de inhibi­


ciones y de prohibiciones, se opone constantemente, desde esa pers­
pectiva, a una especie de libre circulación del fluido. Bergasse, quien

55. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 121. Nos extrañará menos que,
mucho más tarde, algunos psicoanalistas anduvieran por ahí profesando la
existencia de un “nuevo vínculo social”, salido de su práctica del inconscien­
te. Allí donde Lacan apuntaba el surgimiento de un vínculo inédito entre
analizante y analista, ¿cuántos se abismaron en esta brecha para ver en ello el
comienzo de una reestructuración del vínculo social mismo, como dignos
émulos de Bergasse?
56. Ibid., pág. 79.
57. Es oportuno darse cuenta, de cuando en cuando, de lo que perdimos también
con la Revolución Francesa: como esos nombres de Antiguo Régimen, que
uno siempre se topa con emoción...
58. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 125. Cuando fue elegido en la
Asamblea Constituyente, Bergasse participó en los trabajos preparatorios de
una Constitución, y allí intentó hacer valer sus ideas, y su colega de entonces,
Bailly, el mismo que había escrito el informe secreto para el Rey condenando
tan severamente al mesmerismo, escribió al respecto en sus Memorias:
“Bergasse, para hablar de la constitución y de los derechos del hombre nos
hacía remontarnos a los tiempos de la naturaleza en estado silvestre.”
L a pertenencia a s í m ism o 173

sigue siendo partidario del rey, sueña con una constitución capaz de
unir directamente al pueblo con su rey, sin casi nada más de esos cuer­
pos intermediarios cuyas caricaturas son la aristocracia y las diversas
academias, verdaderos enquistamientos que se oponen a la armonía
general, apresurados como están por satisfacer ante todo sus propias
exigencias. Quizás su concepción del mundo no es más clara en ningún
lugar como en esta pequeña frase, que R. Darnton extrae de su obra,
Considérations sur le magnétisme animal [Consideraciones sobre el
magnetismo animal]:

El hombre del pueblo, el hombre que vive en los campos, cuando enfer­
ma, se cura más rápido y mejor que el hombre que vive en el mundo.

Pero en su Lettre d ’un médecin [Carta de un médico], es lo suficiente­


mente explícito como para que yo pueda cerrar, con esta cita, la lista de
sus palabras:

Si por casualidad el magnetismo animal existiera... ¿qué revolución, yo le


pregunto, señor, no nos cabría esperar? Cuando a nuestra generación,
agotada por males de todo tipo y por los remedios inventados para liberarla
de esos males, le suceda una generación intrépida, vigorosa,59 que no
conocería otras leyes para conservarse que las de la naturaleza, ¿en qué se
convertirían nuestros hábitos, nuestras artes, nuestras costumbres...? Una
organización más robusta nos llevaría de regreso hacia la independencia;
y cuando, con otra constitución, necesitáramos otras costumbres, ¿cómo
podríamos soportar entonces el yugo de las instituciones que nos rigen
hoy?

El tono sabía ser fuerte. Al comunicar de este modo una elemental


postura partidaria de Rousseau a un público más o menos culto, que
continuaba viendo en el mesmerismo un saber positivo presa de la arro­
gancia y de las exclusiones de los poderes establecidos, Bergasse, es­
cribe R. Darnton, “ [representó] quizás la barrera de propaganda radical
más eficaz del periodo prerrevolucionario” . De 1785 a 1788, la política
fue adquiriendo día con día más lugar en las discusiones y las publica-

59. Este tipo de argumentación ocupará un sitio central en la retórica revoluciona­


ria, agitada incesantemente por el tema de la “regeneración”, del hombre fi­
nalmente “regenerado” en una sociedad civil que habría regresado lo más
cerca que se pueda de una bienhechora “naturaleza”. Cfr la obra de Antoine
de Baecque, Le corps de l ’histoire [El cuerpo de la historia], París, Calmann-
Lévy, ) 993, y muy especialmente las páginas 165-195: “La régénération, corps
merveilleux ou corps dressé du nouvel homme révolutionnaire” [“La regene­
ración, cuerpo maravilloso o cuerpo erguido del hombre nuevo revoluciona­
rio”].
174 A n a to m ía de la tercera p erso n a

ciones del grupo Bergasse-Kornmann. Cuando, el 8 de agosto de 1788,


el mismo día que se conocía la convocatoria de los Estados Generales,
Bergasse publicó un breve libelo exigiendo la destitución del ministro
Brienne, tuvo antes la precaución de irse al extranjero. Una vez que el
ministro había caído, regresó como un héroe y participó activamente en
los Estados Generales en los que supo hacerse elegir. A partir de ese
momento, la política reinaba como ama [maitresse] absoluta en la resi­
dencia Kornmann, como en otras partes.

III. 4. La desigual división

¿Por qué se interesó de ese modo el Estado francés en el mesmerismo?


Las primeras respuestas parecen bastante superficiales: si el poder, en
la persona del conde de Maurepas, intentó comprar y alojar a Mesmer
y su descubrimiento, primero se trató de un movimiento cortesano, sin
un peso político particular. La reina, a la que se supone frívola como la
m ayoría de las reinas cuando no tienen el poder, fue la clave de esto, lo
cual hace que uno se incline a tratar el asunto con ligereza y diversión.
Por otro lado, en vista de que la policía misma acaba por advertir al rey
del barullo parisiense ocasionado por el mesmerismo, podemos com­
prender que el rey se asegurara, a través de sus más autorizados conse­
jeros científicos y médicos, de la calidad del producto del que depen­
dían la salud y el bienestar de sus súbditos. La evolución de conjunto de
la medicina francesa en el siglo XVIII (sus intereses por la epidemiología
y la higiene pública, entre otras cosas) iba en ese sentido, y el entusias­
mo popular alrededor del mesmerismo podría haber hecho lo demás.
Quisiera, sin embargo, agregar a estas explicaciones un argumento más
específico: el mesmerismo no solamente fue un objeto de interés para
el poder porque movilizara a las multitudes, porque representara un peli­
gro al menos potencial para la moral y para las costumbres, sino a causa
de su postulado central que todo el mundo podía escuchar sin ser miem­
bro de las Sociedades de la armonía o partidario aplicado de Mesmer:
existe un fluido universal a través del cual se determina tanto el destino
de los individuos como el de las sociedades, tanto el comportamiento de
los hombres como el de los planetas, por no hablar de las realezas en
peligro. Se trataba de una hipótesis tan fuerte que no podía ser apartad^
más que por los científicos, pero no tan fácil de rechazar sólo en nombró
de la razón, puesto que parecía “salvar” numerosos fenómenos.
L a p erten en cia a s í m ism o 175

III. 4. 1. Bajo el pavimento: el fluido

Con ella, y como se vuelve aparente con claridad en la prosa de Bergasse,


podíamos creer que teníamos el víncxAo físico que unía al individuo con
su grupo social, y, además, conocíamos su principio fundamental: la
“armonía” . Con o sin el trasfondo de los planteamientos de Rousseau,
ésta constituía, en efecto, la base del edificio mesmerista, puesto que
una de las implicaciones más inmediatas del magnetismo animal se
remitía a sostener que en su estado “natural” el fluido siempre se equi­
libra po r s í mismo. ¿Acaso la experiencia común de ese fluido por
excelencia que es el agua no se encuentra allí para convencer de ello sin
más trámite? Si suprimimos los obstáculos que podrían presentarse, el
agua se ubica por sí misma en su nivel más bajo, quieta y calmada, lisa
y serena. De ahí, la medicina “expectante” de Mesmer, muy apreciada
por sus enfermos, quienes, en buena parte de los casos, salían de las
manos a veces mucho más brutales y arrogantes de la medicina erudita.
Un poco de magnesia calcinada en caso de secreción gástrica demasia­
do àcida, limonada tártrica en el caso contrario, y aparte de eso, pases,
pases y más pases (algunos podían tener la apariencia de verdaderos
masajes, y Mesmer, que hacía desaparecer de ese modo migrañas y
neuralgias, adoptó a veces con ellos la apariencia de un precursor de la
osteopatía moderna).
El fluido está en todos lados. Decide sobre todo. Más aún: le está per­
mitido al hombre advertido influir sobre sus flujos, modificar sus tra­
yectorias y de ese modo aflojar los nudos y otros atascamientos que la
enfermedad (¿la sociedad?) urde aquí y allá. Este poder demiùrgico,
con todo, no es absoluto: el más poderoso de los magnetizadores, el
propio Mesmer en su época, confiesa que un hombre de cada diez esca­
pa de su acción, e incluso a veces la arruina con su sola presencia. Esto
no tiene nada que envidiarle a la más exquisita de las modestias cientí­
ficas, y parece prevenir cualquier sospecha de un delirio cosmológico.
En este nuevo orden físico-político-moral que se perfila con la posible
existencia del fluido mesmeriano, la religión se encuentra relegada, y
Dios se ve reducido, como ya lo vimos, al pasar, con la declaración de
cada candidato de las Sociedades de la armonía, al “gran relojero” con
que se contentaba la racionalidad de las Luces. El vínculo social, que
constituirá una buena parte del vértigo revolucionario, se encuentra,
por el contrario, completamente inmerso en ese fluido. “Si el magnetis­
mo animal existiera...” , como escribía Bergasse de manera bastante
amenazante a fin de cuentas, entonces sí, la física del nuevo vínculo
social podía pasar por ser tangible, y quien tuviera las claves de esos
176 A na to m ía de la tercera p ersona

flujos se impondría con un solo movimiento, como un médico para los


cuerpos, un director para las almas y un reformador para la sociedad. Por
todas estas razones, Bergasse no rechazaba de manera absoluta que se lo
considerara un “Licurgo”, el legislador mítico de Esparta que habría fun­
dado de una sola vez la constitución de la ciudad, haciendo jurar a sus
compatriotas que nunca la cambiarían en nada. E incluso si ni Mesmer ni
Bergasse se preocuparon jamás realmente de los diferentes gobiernos de
Luis XVI, permanecía en todos, incluyendo el rey, una seria duda: ¿y si el
magnetismo animal existiera...? Esta pregunta abrió un hueco al que
nada, con la ayuda de las circunstancias, vino a cerrar nuevamente.
¿A qué llamo aquí las “circunstancias” ? Nada menos que a la Revolu­
ción Francesa, y más precisamente a la pasión que desplegó en la cues­
tión de la representación en política. Si los diez años que sacudieron a
Francia desde el 14 de julio de 1789 hasta el 2 de diciembre de 1799
pasan con justicia por ser uno de los laboratorios políticos más activos
que la humanidad haya conocido, en efecto es alrededor de las nocio­
nes de representación y de soberanía que la impresión de experimenta­
ción es más fuerte. Si seguimos las opciones adoptadas por los diferen­
tes regímenes, tenemos la impresión de que la mayoría de las fórmulas
posibles se ensayaron, desde la más extrema, donde la afirmación de la
soberanía directa del pueblo reducía a sus representantes a no ser más
que agentes bajo estricta vigilancia (fue el Terror), hasta la más com­
pleja que, al afirmar por el contrario la soberanía de la nación, dotaba
a cada representante de una enorme libertad de maniobra, pues no tenía
que rendir cuenta alguna a quienes lo habían elegido, sino solamente a
la nación en su totalidad.60

III. 4. 2. El nuevo Jano: individuo/ciudadano

El punto de partida, que se impone desde las primeras reflexiones de la


Asamblea Constituyente, es un postulado madurado lentamente a lo

60. Así, el artícdo 52 de la Constitución del año III, forjada por la Convención de
Termidor, enunciaba de un modo que no podía ser más claro: “Los miembros
del cuerpo legislativo no son representantes del departamento que los nombró,
sino de la nación en su totalidad.” Citado por Michel Troper en su artículo
“La Constitution de l’an III ou la continuité: la souveraineté populaire sous la
Convention” [“La Constitución del año III o la continuidad: la soberanía po­
pular bajo la Convención”], en 1795, pour une République sans révolution
[1795, para una República sin revolución], Rennes, Presses Universitaires de
Rennes, 1996, pág. 188.
L a p erten e n cia a s í m ism o 177

largo de las décadas anteriores, que estalla repentinamente para afirmar


un verdadero atomismo del cuerpo social. Incluso antes de la preemi­
nencia del “ciudadano”, el “individuo” hace una entrada política obser­
vada desde los inicios de la Revolución. Es él quien constituye la obje­
ción crítica contra ese cimiento de la sociedad de Antiguo Régimen
que eran los innumerables “cuerpos” particulares, vividos de repente
como otras tantas concentraciones nocivas de intereses que iban en
contra de la “voluntad general”. Como lo escribe, entre otros, Lucien
Jaume: “El individuo es entonces lo que, por su súbita aparición, di­
suelve a la sociedad de cuerpos del Antiguo Régimen.”61 Durante una
docena de días del mes de agosto de 1789, mientras que las cuestiones
políticas más urgentes siguen pendientes, la Asamblea, que, durante la
noche del 4 de agosto, no solamente abolió “los privilegios” , como
cualquier francés supuestamente debe saber, sino la totalidad de los
cuerpos intermediarios,62 se lanza en una discusión larga y tortuosa,
para desembocar algunos días más tarde en los 17 artículos de la pro­
clamación de los “Derechos del hombre y del ciudadano”. Bajo unas
inquietudes fílosófíco-políticas, se trataba ante todo, para los Constitu­
yentes, de asentar su nueva legitimidad: elegidos con poderes limita­
dos, por los mismos mandatos que ellos acababan de hacer desapare­
cer, y frente a un poder real que seguía rodeado por la aureola de su
gloria secular, los Constituyentes sólo podían actuar verdaderamente
después de haber enunciado los principios que justificaban su “tabla
rasa” . Y al no reconocer más que tres entidades -e l individuo, la ley, la
nación- encontraban un aliado en ese individuo que el Antiguo Régi­
men, políticamente, ignoraba.
Sieyés, ya en su célebre y decisivo Q u ’est-ce que le Tiers Etat? [¿Qué
es el Tercer estado?], se lanzaba a una crítica sin piedad de todo lo que
podía aparecer como “cuerpo intermediario” entre el individuo y el
soberano. Aquél que, hasta el golpe de estado del 2 de diciembre de
1799, pasó con justicia por ser la “cabeza constitucional” de la revolu­
ción, machacaba en todos sus escritos la convicción de acuerdo con la
cual la nueva constitución sólo debía articular entre ellos a los indivi­
duos y al poder al que éstos aceptaban someterse pare reglamentar la
vida social. Y aunque prácticamente no se pueda sospechar que tuviera

61. Lucien Jaume, Le discours jacobin et la démocracie [El discurso jacobino y


la democracia], Paris, Fayard, 1989, pág. 160.
62. Sería demasiado largo citar aquí ese texto fundamental. Se puede leer sin
dificultad en la nota 2 de la página 21 del libro de Marcel Gauchet, La
Révolution des Droits de Г homme [La Revolución de los Derechos del Hom­
bre], París, Gallimard, 1989.
178 A n a to m ía d e la tercera persona

simpatías mesmerianas, las metáforas médicas venían bajo su pluma


para describir el costado nefasto de los cuerpos intermediarios:

Es imposible decir qué sitio dos cueipos privilegiados deben ocuparen el


orden social: equivale a preguntar qué lugar se le quiere asignar en el
cuerpo de un enfermo al humor maligno que lo mina y lo atormenta. Hay
que neutralizarloЛ1

Así es que el programa era simple: había que hacer desaparecer, “neu­
tralizar” a todos los cuerpos intermediarios vividos como otros tantos
tumores, y organizar constitucionalmente vínculos nuevos entre cada
uno de los individuos que habitaban ese cuerpo social, y la soberanía
que ya no le pertenecía al rey (reducido, a partir de la constitución de
1791, al papel de “jefe del ejecutivo”), sino a la nación. ^1 individuo se
encontraba entonces planteado como una evidencia que apartaba cual­
quier necesidad de definirlo previamente. Estaba ahí, en su anonimato
de “individuo” , entre el “hombre” y el “ciudadano” , verdadero átomo
que se trataba de hacer caber en el espacio político y social de una
nueva constitución.
Reducida brutalmente a un polvo de individuos, la nación se veía obli­
gada a reunirlos más sólidamente que nunca, sobre nuevas bases, en el
seno de su jovencísim a soberanía. El recorte en 83 departam entos-que
sigue legible dos siglos más tarde en la vida política y administrativa
francesa- voi vía posible una reunión ejemplar de lo que acababa de ser
pulverizado por esta súbita promoción del individuo: fue la fiesta de la
Federación del 14 de julio de 1790, que sigue fundando el imaginario
colectivo francés. Proveniente de todos los nuevos departamentos, re­
unida en el Campo de Marte, una multitud de “individuos” encarna ese
día, del modo más cercano posible, una especie de ceremonia efectiva
del contrato social, en la cual cada actor entra en una relación directa
con el gran todo de la nación soberana. La Fayette, ante quien desfilan
los delegados equipotentes de esta Francia Homogeneizada, es el héroe
del día. M irabeau se lo reprochará a Luis XVI, quien debería haber
ocupado ese lugar, y no dejárselo a quien, a partir de eso, sólo podía
convertirse en un rival. Ese mismo Mirabeau hará notar que, para que
se encarnara ese día de manera decisiva la nación en su nueva compie-*
jidad, la Asamblea Constituyente no debería haber desfilado detrás de
los delegados de los departamentos, como lo hizo, sino, por el contra­
rio, asistir a su reunión, junto al rey, ambos (la asamblea y el rey) encar-

63.Sieyès, Q u’est-ce que le Tiers État'!, París, PUF, col. “Quadrige”, 1981,
pág. 93.
La pertenencia a s í m ism o 179

nando, inmóviles, los poderes legislativo y ejecutivo a quienes se unía,


desfilando y reuniéndose ese día, esta colección de individuos destina­
da a llamarse “el pueblo” . Punto ideal del esfuerzo de los Constituyen­
tes, estos individuos revelaban ser a la vez distintos y conjuntos, en una
unión de cuerpo y de alma con sus representantes, y con esta ceremonia
inaudita y grandiosa para los contemporáneos, el “individuo” comple­
taba su entrada en el escenario de la historia de Francia.
Entonces comienza el paso de danza entre este individuo y su inevita­
ble acólito, el ciudadano. El debate alrededor del “absolutismo” , que
se quedaba en Hobbes confinado al cielo puro de la especulación filo­
sófica, inunda ahora la escena política. Gira alrededor de la cuestión
crucial entre todas: la de la soberanía. Puesto que ésta no es ya un
atributo del rey, ¿a quién le corresponde?
El concepto mismo de soberanía se remonta, en la tradición política
francesa, de la que es una de las grandes especialidades, aJean Bodin,
quien, a finales del siglo XVI, enfocó el asunto de tal manera que luego
ya no se pudo hacer otra cosa que retomar sus términos. Bodin era un
partidario neto de la monarquía absoluta. La soberanía se le presenta
claramente como “una, indivisible e incomunicable” , es “la potencia
absoluta y perpetua de una República” , y el príncipe que la gobierna
está “absuelto de la potencia de las leyes” (en eso yace su “absolutis­
mo”), y sólo obtiene sus poderes de Dios y de la naturaleza. El salto
efectuado a partir del inicio de la Revolución equivale a deshacer al rey
de esta soberanía, sin cuestionar siquiera por un instante una definición
que databa de los mejores días del absolutismo monárquico. ¿Enton­
ces, quién va a heredar ahora esta soberanía? Porque se va a mantener,
más gloriosa y necesaria que nunca en el peligro revolucionario. Sólo
hay dos candidatos -la nación o el pueblo-, pero varios casos posibles,
si nos remitimos a los dos primeros artículos de la Constitución de
1791, vemos cómo el problema se ubica con una temible claridad:

Artículo primero - La Soberanía es una, indivisible, inalienable e


imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo, nin­
gún individuo puede atribuirse su ejercicio.

Artículo segundo - La Nación, única de la que emanan todos los poderes,


sólo puede ejercerlos por delegación.

Técnicamente, el debate que precedió a la redacción de estos artículos


se debía a la cuestión del “mandato imperativo”, que el Antiguo Régi­
men había utilizado en la representación de sus cuerpos intermediarios,
180 A n a to m ía de. la tercera persona

y del que los constituyentes habían tenido que desprenderse para reali­
zar una tarea que sus encomendadores ciertamente no les habían preci­
sado. Aunque más no fuera por razones tocantes al número y a la dis­
tancia, la democracia directa tenía que ser descartada. Era conveniente
entonces definir la latitud otorgada a los representantes. ¿Se actuaría de
tal modo que cada representante estuviera sometido a un control de los
representados que lo habían elegido (mandato imperativo)? En ese
caso, existía un gran riesgo, enorme incluso para un espíritu francés, de
fabricar una cohorte de opiniones y de intereses divergentes que ya
nada permitiría hacer converger a continuación hacia una “voluntad
general” cualquiera. Allí donde los estadounidenses habían considera­
do, en su constitución de 1783, que del mismo conflicto délos intereses
podía surgir una forma de temperancia democrática de interés general,
los franceses se mostraban incapaces de imaginar otra cósa que el caos
del Antiguo Régimen. Más que las dificultades técnicas de ejercer una
vigilancia eficaz y rápida de los representantes por los representados,
los Constituyentes no pudieron afiliarse a la idea de una posible gestión
legislativa de los conflictos de intereses particulares. Por el contrario,
era necesario concebir que la “voluntad general” estuviera presente, y
fuera discernible, en cada representante. Que en él no predominara de
entrada el sólo interés de sus encomendadores, y aún menos el suyo
propio, sino el de la nación entera. Por lo tanto, era necesario establecer
la independencia tanto del cuerpo legislativo como del ejecutivo, y nunca
hacerlos rendir cuentas más que a la nación.
En ese caso, otro riesgo resultaba no menos evidente, y los miembros
de la corriente democrática presente desde 1789 en algunos distritos
parisienses supieron verlo claram ente, com o buenos lectores de
Rousseau que se habían vuelto: si el poder le es confiado aun represen­
tante sin que este último sea puesto en situación de dar cuenta de ello a
quien le confía esa tarea, sólo se habrá cambiado de déspota. Creyendo
liberarse del tirano real, se habrá instaurado al tirano legislativo, y las
relaciones, muy a menudo tensas, entre las “secciones parisienses” y
los miembros de la Asamblea Constituyente, y luego los de la Legisla­
tiva, no dejaban de ilustrar ese peligro: que los “representantes” del
pueblo, considerando entonces no tener que dar cuentas más que a una
“Nación”, que no estaba nunca en acto para sancionarlos, se confiaran
más de lo debido. Con ocasión de las discusiones apasionadas sobre
ese tema en el Club de los Jacobinos, Robespierre enunció el 18 de
mayo de 1791 la cosa con la claridad que él sabía hacer suya:
La perten en cia a s í m ism o 181

Allí donde el pueblo no ejerza su autoridad, y no manifieste la voluntad


por sí mismo, sino por representantes, si el cuerpo representativo no es
puro y no está casi identificado con el pueblo, la libertad es aniquilada.

Con lo que vemos asomarse una exigencia nueva, que desembocará en


el Terror: el representante no puede fabricar leyes y ponerlas en vigor
más que si es la emanación directa y permanente del único en quien
reside la totalidad de la soberanía (ya vimos que no se compartía): el
pueblo. El Comité de Salvación Pública debía, por su parte, poner en
acción directamente esta concepción límite de la soberanía popular a
través de la práctica -verdaderam ente nueva- de la delación cívica.

III. 4. 3. El Terror como solución al clivaje

En vista de que efectivamente la virtud del representante es la única


condición imperativa para que no abuse del mandato (necesariamente
no imperativo) que se le ha confiado, hay que erigir esa virtud como la
única garantía de que el principio representativo, imposible de elimi­
nar, no desem bocará en un nuevo despotism o. A quí es donde la
cuadratura del círculo constitucional francés se cerrará como las hojas
de una trampa monstruosa: ¿cómo asegurarse de la virtud? Por la de­
nuncia.
Ya al defender sin restricción la libertad del derecho de prensa,
Robespierre había propuesto que se les negara toda protección especí­
fica a los funcionarios: puesto que están al servicio del pueblo, quien­
quiera que considere que no realizan bien su trabajo tiene al menos el
derecho (más tarde será un deber) de denunciarlos, sin arriesgarse si­
quiera a ser perseguido por ello en caso de error por su parte. En su gran
discurso sobre la desconfianza, Robespierre justifica plenamente esta
disposición:

Legisladores patriotas, no calumnien a la desconfianza; permitan que esa


doctrina pérfida sea propagada por esos cobardes intrigantes que hasta
ahora han salvaguardado con ella sus traiciones [...] la desconfianza, di­
gan lo que digan ustedes, es la guardiana de los derechos del pueblo; es al
sentimiento profundo de su libertad lo que los celos'son al amor.64

Cuando las urgencias de la guerra contra el enemigo externo (la coali­


ción de los emigrados llevada por La Fayette primero) y el enemigo

64. Citado en L. Jaume, Le discours jacobin..., op. cit., pág. 197.


182 A n a to m ía de la tercera p erso n a

interno (las diversas formas de la contrarrevolución) imponen en el


seno de la Convención la creación del Comité de Salvación Pública,
este estado de ánimo se actualiza plena y trágicamente. En 1793, el
jacobino Étienne Barry escribe y pronuncia un Essai sur la dénonciation
politique [Ensayo sobre la denuncia política]. Legitima la denuncia
anónima convirtiéndola en un signo de civismo:65 el ciudadano que
percibe en cualquier individuo tendencias o acciones que no vayan en
el sentido de la “voluntad general” y de la felicidad del pueblo, tiene el
deber de denunciarlo a las autoridades, sin estar obligado siquiera a dar
su identidad, pues no efectúa ese acto más que en nombre del interés
general. El maniqueísmo se encuentra aquí en su clímax, pues se ve
claramente postulado que el aquí llamado “ciudadano” es planteado,
por definición, como siempre en perfecta adecuación con la voluntad
general, o dicho de otro modo, con la “libertad” del pueblo, mientras
que al “individuo” se le atribuyen tendencias que, por sí mismas, sólo
pueden amenazar esa “libertad” .
Ese vértigo de la identidad absoluta entre el ciudadano como “átomo
cívico” y el pueblo como colección de ciudadanos detentadora de la
soberanía, reposaba sobre una espacie de identidad inmediata del ele­
mento y del conjunto: el ciudadano virtuoso es el pueblo. Punto. He
aquí un ejemplo sorprendente de esta identidad dada dentro de una
inmediatez sin delegación: el 27 de julio de 1792, en la sesión de los
Jacobinos, el ciudadano Simon se queja de que el lenguaje mismo sea
un obstáculo para la acción. Se cree convincente:

Ya no se necesitan discursos, no más correspondencia, necesitarnos sesio­


nes mudas donde cada uno se adivine en los ojos lo que tiene que hacer
[.Wc], y donde uno ya sólo tenga que remitirse a sí mismo.66

Esta aspiración se quedará en el estado de deseo ingenuo; pero señala


con bastante claridad esa locura de la identidad reflexiva por la cual el
ciudadano que habría aniquilado en él cualquier porción de individua­
lidad estaría identificado hasta tal punto con el pueblo que este último
hablaría lisa y llanamente por su voz. En la noche del 9 Termidor, en el
momento en que los partidarios de Robespierre, al borde del abismo,
luchan contra el decreto inminente de la Convención que los colocará
fuera de la ley y los propulsará hacia la guillotina, Couthon sugiere que

65. Se trataba de una radicalización de la posición de Marat, sumo sacerdote de la


denuncia, quien exigía, por el contrario, que cada una fuera claramente iden­
tifiab le. “Esta práctica -escribía- no soporta el anonimato.”
66. Citado en L. Jaume, Le discours jacobin..., op. cit., pág. 177.
La p erten e n cia a s í m ism o 183

se le escriba a los ejércitos. Robespierre, que no perdió para nada su


cabeza política, le replica: “Sí, ¿en nombre de quién?” Couthon, extra­
ñado, le responde: “Pues, en nombre de la Convención [todavía son sus
jefes legítimos, a falta de ser sus amos]; ¿no está ella siempre donde
estamos nosotros?” Robespierre permanece en silencio, reflexiona,
murmura algo al oído de su hermano, y dice en voz alta: “Yo opino que
escribamos en nombre del pueblo francés.”
Eso no los salvará, pero respeta la lógica del Terror, esta lógica sobre la
que Robespierre sospechó muy pronto hasta dónde los arrastraría, a él
y a los suyos. En el imposible ajuste de la soberanía y de la representa­
ción, encarnó uno de los extremos, aquél donde el representante no está
autorizado para su función y para la libertad que ésta exige más que por
su profunda identidad con el representado, una identidad que tiene nom­
bre: virtud. Gracias a ella, la voluntad general ensarta con un solo mo­
vimiento a la serie de los ciudadanos, donde cada uno se define por
estar así atravesado por la citada voluntad (¿a menos que surja por sí
misma en él?), y a partir de eso hace caso omiso de sus necesidades y
deseos de individuo si entran mínimamente en conflicto con la Volun­
tad de todos. Porque, según la opinión de Jean-Jacques, que se volvió
un estribillo en esos años, “la voluntad no se representa” : por lo tanto,
es necesario, para no naufragar en el caos de las voluntades individua­
les, que la voluntad sea de entrada la misma en todos y cada uno, y cada
uno merecería entonces llamarse “ciudadano”, y la colección de estos
ciudadanos se volvería entonces “el pueblo” . La denuncia, al igual que
todos los procedimientos de “depuración”, apuntan a asegurarse de esta
identidad, crucial en ese estilo de pasaje simple y directo del “todos” al
“todo” , del plural inabarcable de la multitud a la unidad del “pueblo” y
de la “nación”.
A la inversa, las constituciones de 1791 y del año III garantizan una
independencia real del cuerpo legislativo exigiendo que rinda cuentas
sólo a la nación, entidad harto abstracta, incluso si es muy poderosa
imaginariamente. Si bien la virtud del representante sigue siendo bien­
venida, ya no es requerida como una condición indispensable para el
funcionamiento correcto de la constitución. El ciudadano ya no es en­
tonces esa parte del individuo que participa en el establecimiento del
soberano, individuo que conserva para sí un margen qiie escapa de su
propia representación política, y sobre la cual, a cambio, el poder re­
presentativo no tiene acceso. Vale la pena que nos detengamos en esta
repartición nueva para situar lo que va a correr, a partir de ese momen­
to, lejos de cualquier reconocimiento oficial, con los diversos nombres
que se le prestaron a continuación a los diferentes descendientes del
magnetismo animal, muy rezagado con respecto a las nuevas normas
184 A n a to m ía de la tercera persona

subjetivas creadas por la instancia (que a partir de esto será basai) de la


representación política. Porque esa parte del individuo que lo conecta­
ba con el flujo cósmico del agente general no tiene cabida en el sistema
representativo emplazado por la Revolución a través de los tanteos que
acabamos de atisbar. Una vez que la oleada mesmerista ha pasado, es
en la sombra, y muy apartadas de la esfera política nuevamente, como
estas fuerzas extrañas que, bajo el ciudadano, agitan al individuo, con­
tinuarán abriéndose un camino.
Perderíam os de entrada lo esencial de esta división si nos contentára­
mos con oponer a un ciudadano (sometido a las leyes) las demasiado
famosas “libertades individuales” . El ciudadano no es menos profun­
damente libre en su respeto de las leyes que un “individuo” que silen­
ciosamente se tom ara confianzas con esas mismas leyes, y debemos
recordar aquí la opinión de Lucien Jmime que encontramos con oca­
sión del estudio del texto de Hobbes:

El hombre natura] no es una entidad que el Estado se encuentre ante él, y


que constituiría su límite y su obstáculo; está más bien “en otro lado”, es
como su inverso silencioso67 [...]

El verdadero parteaguas entre el ciudadano y el individuo no es enton­


ces el de la libertad, sino el de la representación - y tal era la razón de
ese desvío por algunos puntos de la historia de la Revolución Francesa,
por lo menos en tanto que esta “desigual división” cuyos componentes
busco se trazó allí de manera inaugural. Al poner en acción a la repre­
sentación, la nueva soberanía, la del “pueblo” (o de la “ nación”) se
clivaba también, de entrada, como lo indican suficientemente los dos
primeros artículos de la Constitución de 1791:1a soberanía es una, cier­
tamente, así lo afirma el incipit del prim er artículo; pertenece solamen­
te a todos, pero sus poderes no pueden ser ejercidos más que por dele­
gación. El clivaje inherente a la persona ficticia seguido desde Hobbes
recupera aquí sus derechos, para dejar su lugar a esta división que, al
afirmar la pertenencia sin límites del ciudadano a la persona ficticia del
Leviatán estatal, le da a partir de eso todo su filo a la otra cuestión, la de
la pertenencia a sí mismo del individuo.
Porque lo que no entra en la máquina representativa no se deja “enmar­
car” tan fácilmente, además: ni la religión, ni la magia, ni quién sabe
qué “conciencia” individual consiguen apropiarse como si fuera su bien
de ese residuo dejado libre, en el sentido químico del término. Cierta­

67. Lucien Jaume, Hobbes et l ’État représentatif..., op. cit., pág 144.
L a pertenencia a s í m ism o 185

mente, todas lo intentan y lo ambicionan. Todas buscan instalar su cam­


pamento en esta estrecha explanada que el Estado, en su lenta e irresis­
tible gestación, resulta incapaz de tomar en cuenta. Tampoco está de
ningún modo en postura de otorgarle a alguien el privilegio de hacer
uso de ella en su lugar. En los innumerables sectores que sabe hacer
suyos, que su origen representativo le otorga, el Estado puede perfecta­
mente, al delegar su poder, convocar a quien quiera para confiarle esa
gestión; pero de lo que, en el individuo, se le escapa, no detenta ni las
llaves ni los derechos. Por ello, no puede intervenir como tercero al
respecto para arrendar esta parte restante a un grupo cualquiera, como
sabe hacerlo en los demás sectores que le es dado conocer.
La existencia de un resto de este orden, residuo de la lógica representa­
tiva imposible de explotar, no puede, por otra parte, volverse convin­
cente más que por el absurdo. En efecto, si queremos que nada de eso
exista, entonces de una u otra manera, el esquema representativo con­
ducirá a la política del Terror: virtud republicana (Robespierre) o mís­
tica racial (Hitler), ideología revolucionaria (Мао) o patriotismo gue­
rrero (Stalin), el soberano será afirmado y aceptado como idéntico a
cada ciudadano,68 el cual encontrará en esta identidad planteada como
tal la fuente de la suya. Cada uno es, entonces, uno, y el conjunto de
esos unos (la Nación, el Partido) es a su vez uno. En cambio, a partir de
que nos apartamos aunque sea muy poco de esos extremos, esta excesi­
va unidad del elemento de base y del todo que le es correlativo se des­
morona, y vemos cómo se emplaza un “juego” entre ciudadano y sobe­
rano; entonces, no se arregla tan fácilmente, por simple identidad, la
cuestión del vínculo de “autorización” (Hobbes) que le da nacimiento a
esa pareja; por consiguiente, nos vemos obligados a tolerar que en ese
mismo nivel del ciudadano algo perdure, que no ha pasado ni al sobe­
rano ni a la representación. ¿Pero qué? En verdad no lo sabemos, o más
exactamente: nada muy válido puede decirse al respecto en el nivel
sólo de la lógica de la representación. Lo que escapó, en tanto que eso
escapó, no tiene nombre; “no es nada”, como decimos tan apresurada­
mente cuando queremos deshacernos de una emoción inoportuna nota­
da de improviso por nuestro interlocutor.
Esta parte de un todo que no existe (o al menos que nada permite con­
cebir como tal, este individuo supuesto natural), esta parte errante no
delimitada que veremos cambiar de nombre durante todo el siglo veni­

6Й. Esta identidad simbólica se acompaña muy bien con una sorprendente dispa­
ridad imaginaria, por no hablar de las relaciones de fuerza reales entre uno y
otro.
186 A n a to m ía de la tercera persona

dero, el triunfo repentino de la representación política la hace pasar de


una vez de las candilejas a la oscuridad súbita de quienes ya no tienen
la palabra. Hela aquí encaminada a partir de ahora por caminos de bre­
cha, bastante lejos de las historias oficiales que ya no verán de ella más
que la continuación obstinada de una aberración. Después de haberse
encontrado eclipsado casi de la noche a la mañana por la pasión políti­
ca revolucionaria, el entusiasmo por el magnetismo animal fue como
echado a las orillas de la “verdadera” historia. Sin embargo, nos cuida­
remos de olvidar que una parte no desdeñable del vasto personal jaco­
bino, actor si los hubo de la Revolución, con frecuencia era de inspira­
ción mesmerista: la Sociedad de la armonía de Bergerac, por ejemplo,
se volvió pura y simplemente el club jacobino local, conservando la
totalidad de sus miembros en ese curioso viraje.69 De esto no extraigo
ninguna conclusión perentoria (¡el jacobinismo se alimenta en tantas
otras fuentes!), pero en ese recubrimiento casi íntegro del misterio del
vínculo social -q u e alguien como Bergasse creía todavía leer como un
libro ab ierto -p o r las sombrías claridades de un sistema representativo
que busca su difícil equilibrio, se da vuelta una página sin que sepamos
bien qué estaba escrito en ella. El Rousseau famoso de Julia o la nueva
Eloísa cede su lugar al muy serio autor del Contrato social, y M esmer
se eclipsa discretamente, llevándose su dinero y sus secretos: reina un
nuevo orden, que relegará sin descanso cada vez más lejos de sí esta
forma de poder oscura, secreta, demoníaca quizás, vinculada con este
fluido siempre tan impalpable. El, el nuevo poder, pretende la claridad:
imperios, restauración, repúblicas se sucederán a partir de ese momen­
to sin que, conservando las diferencias, puedan ser cuestionadas de
manera duradera las nuevas coordenadas adquiridas a lo largo de todo
el periodo revolucionario en cuanto a ese poder y la soberanía de la que
proviene.

69. R. Damton, La fin des Lumières..., op. cit., pág. 76.


Capítulo VI

IV. Retorno a la
transferencia

IV.l. Los tortuosos caminos de la hipnosis

No hay nada que dé mejor testimonio de la filiación entre la lejana


epopeya mesmeriana y la hipnosis hoy que la ambigüedad con la cual
ésta es recibida aún ahora. Si seguimos la presentación que de ella da
uno de sus especialistas franceses, hoy desaparecido, Léon Chertok,1
con frecuencia sentimos como si hubiéramos regresado a 1784, en el
momento en que las dos comisiones reales presentaban sus veredictos.
Por un lado, la hipnosis es reconocida como un hecho evidente, y una
renombrada epistemóloga, Isabelle Stengers, no titubea en publicar una
obra titulada Importance de Г hypnose [Importancia de la hipnosis].2
Por otro lado, vemos a esta hipnosis puesta en duda en su existencia
misma con la seguridad más tranquila; en los muy serios Annales médi-
co-psychologiques [Anales médico-psicológicos /,3 por ejemplo, y en
su informe del libro de Chertok (informe “muy cortés”, según el decir
del propio autor incriminado), X. Abély no duda en afirmar que la hip­
nosis no es más que una “superchería” , y que es necesario volver a abrir
ese archivo para acabar con ella de una vez por todas.
Una impresión de estancamiento se desprende además con el primer
vistazo histórico: cuando la British M edical Association compromete,

1. Léon Chertok, L'hypnose [La hipnosis], París, Payot, 1989.


2. Importance de l 'hypnose, bajo la dirección de Isabelle Stengers, Les empêcheurs
de penser en rond, París, Synthélabo, 1993. El artículo de Didier M. Michaux,
“Hypnose: le conflit phénomène/représentation sociale et ses enjeux” [“Hip­
nosis: el conflicto fenómeno/representación social y sus apuestas”] (págs. 57-
108), ofrece una buena descripción de la situación actual de la hipnosis en
Francia en el sector de la investigación.
3. Armales médico-psychologiques, 1961, 1, pág. 190.
188 A n a to m ía de la tercera p ersona

en 1955, a una de sus comisiones para producir un informe sobre la


hipnosis, ésta se apresura a encontrar que los términos de una comisión
idéntica realizada en 1831 por un tal Hudson “son de una previsión
notable y, en su mayor parte, son todavía aplicables hoy” . Ÿ entonces
Chertok comenta:

Lo cual equivale a subrayar que en ciento treinta años, los progresos rea­
lizados en el terreno de la hipnosis han sido notablemente lentos, compa­
rados, por ejemplo, con los de la física, para no hablar de la astronáuti­
ca...4

A la inversa, en Estados Unidos, entre otros lugares, parecen llevarse a


cabo activas investigaciones, sin que el público no especializado sea
verdaderamente informado sobre ellas. Francia, por el contrario, según
el propio Chertok, y a pesar de su trabajo obstinado en ese sentido,
sigue siendo el país donde menos se publica sobre el tema, cuando fue
su tierra de elección a finales del siglo anterior. En cuanto a la sensa­
ción turbia que acompañaba la concepción de Mesmer, se vuelve a
encontrar sin dificultad si se siguen más o menos de cerca numerosas
consideraciones actuales sobre la hipnosis. En su (muy breve) prefacio,
Chertok escribía, por ejemplo:

Notemos que ochenta años han pasado desde las previsiones formuladas
por Charcot, y que seguimos ignorando la naturaleza exacta de la hipno­
sis. Todas las teorías que se propusieron al respecto no ofrecen más que
explicaciones parciales. Nos faltan incluso criterios objetivos que permi­
tan afirmar que un sujeto es hipnotizado. La hipnosis es un fenómeno
lábil, huidizo, inasible y sin embargo efectivamente existente.5

Ese “y sin embargo...” tiene algo típicamente mesmeriano; el propio


Léon Chertok, lejos de asestar a la hipnosis como una evidencia igno­
rada, no cesó de interrogar sobre ella, en este momento (¿hábilmente?)
en que los esfuerzos para remitir ese fenómeno sólo al plano racional
permanecen todavía lejanos.6 Ante esta desconcertante situación, don­
de los partidarios y los adversarios de la hipnosis parecen librar su

4. L. Chertok, L ’hypnose, op. cit., pág. 28.


5. Ibid., pág. 11.
6. “Ninguna de las definiciones [de la hipnosis] propuestas es en efecto satis­
factoria. Cada una está en función de la idea que su autor tiene de la naturaleza
del fenómeno...” (pág. 32), “Además, no podemos determinar si un sujeto está
hipnotizado o no. Algunos sujetos creen haber sido hipnotizados cuando no lo
estaban; otros creen no haber sido hipnotizados cuando lo estaban” (pág. 34).
R e to m o a la transferencia 189

combate, no queda más que deshilar una pequeña parte de la madeja


que, sin jam ás renegar de sí misma ni cortarse a sí misma de sus fuen­
tes, sin embargo experimentó vuelcos internos lo suficientemente im­
portantes como para que tengamos información de ellos. El camino que
va de M esmer a Freud es cualquier cosa menos recto, y en lugar de
apegarse precipitadamente a la opinión de acuerdo con la cual es lo
mismo, o que no tiene nada que ver, más vale recorrer algunas de las
etapas de esta extraña historia.
Ya en 1784, el marqués de Puységur, miembro de la Sociedad de la
Armonía y partidario muy activo de M esmer (a quien él frecuentaba en
esa época), había notado que numerosos pacientes (tanto mujeres como
hombres), antes de la aparición de la “gran crisis” que constituía el
acmé de la terapéutica mesmeriana, presentaban signos claros de un
sueño de vigilia sorprendente.7 El propio Mesmer admitía la existencia
de la cosa, sin que aparentemente haya captado su interés. Es cierto que
los dos hombres veían las cosas aproximadamente al revés: para Mesmer,
la crisis sobrevenía al término de la acción del magnetizador, y era
resolutoria, o había que admitir que el tratamiento no había funciona­
do. Para Puységur, por el contrario, el sueño adopta el aspecto de una
crisis inicial, atemperada tanto en su principio como en su presenta­
ción, que necesitaba la presencia del terapeuta, quien, durante el trans­
curso mismo de ese sueño, y con la ayuda de éste último, interviene con
el paciente. De ser explosiva en Mesmer, la cura se vuelve encuadrada
y dirigida en Puységur; pero sigue tratándose de devolver su fluidez a
los atascamientos y bloqueos de un flujo primero. Como lo comenta R.
Roussillon, allí donde Mesmer parecía buscar una especie de explosión
liberadora, la súbita ruptura de un dique desbordado por un flujo dema­
siado potente, el magnetizador Puységur buscará apropiarse inadverti­
damente de la motricidad de su paciente para dirigir esta energía así
confiscada hacia nuevas vías de descarga. Haciendo esto, llevará a su
paciente a sentir, a “ver” en su propia organización patológica, los pun­
tos de fijación, poniendo en acción de ese modo una “conciencia lúci­
da” que se volverá el alfa y el omega de las prácticas por venir que
pretenderán tener relación con el magnetismo animal.
Todavía más que el marqués de Puységur, J. P. F. Deleuze se presenta,
en un primer momento, como el digno continuador de Mesmer. Al menos
el título de sus obras da testim onio de ello: Histoire critique du
magnétisme animal [Historia crítica del magnetismo animal] (1813),

7. Para seguir más de cerca la práctica de Puységur, referirse al libro de René


Roussillon, Du baquet de Mesmer au “Baquet" de Freud, op. cit., pág. 50-56.
190 A n a to m ía de la tercera p erso n a

así como Instructions pratiques sur le magnétisme animal [Instruccio­


nes prácticas sobre el magnetismo animal] (1825). Dentro de ese lina­
je que va de M esm er a Freud, él es el hombre del marco, el que inventó
un dispositivo del cual una parte muy importante había de mantenerse
durante todo el siglo. La cita de J. P. F. Deleuze que da R. Roussillon es
bastante explícita sobre este punto:

Es necesario ordenar lo más posible el tratamiento de la manera más uni­


forme y regular: por ello, reinicio periódico de las sesiones, alejamiento
de cualquier influencia ajena, exclusión absoluta de cualquier curioso y
de cualquier otro testigo aparte de los que se han escogido de antemano,
grado semejante de fuerza magnética y continuación del modo de proce­
der que se adoptó primero.*

La “gran crisis” se alejó entonces mucho. Sin embargo, Deleuze es


claramente un partidario del “fluido” mesmeriano en su aspecto más
directamente corporal: el magnetizador sigue siendo, en su opinión como
lo era en la opinión de Mesmer, el que devuelve la capacidad de flujo a
un fluido que, cambio brutal, ya no es considerado como bañando a
todo el universo. Por sus pases, en efecto, el magnetizador crea un
sistema de intercambios energéticos entre su cuerpo y el de su paciente,
de tal modo que ambos forman, mientras dura la sesión, una especie de
unidad fluídica relativamente aislada del mundo que los rodea. Tras
haber establecido un “contacto” (frecuentemente corporal) y haber en­
trado “en simpatía” con el cuerpo anudado del enfermo localizando el
(o los) punto(s) corporal(es) de fijación del fluido, el magnetizador -y
sólo él, los decires de su paciente no son esenciales-exprim e y encami­
na esos “malos humores”, con la ayuda de sus “pases”, hacia la perife­
ria, donde se debilitan.9 El modelo científico del éter gravitacional, que
había servido tanto en la época del mesmerismo, ha quedado lejos ya.
Con Deleuze, el fluido universal se ha encogido un tanto, reducido a la
pareja terapéutica. Sin importar de qué esté hecho, ese magnetismo
animal es concebido cada vez más como una cuestión local, que ya no
pone enju eg o un éter cualquiera, o algo global.

8. Citado por R. Roussillon, Du baquet de Mesmer..., op. cit., pág. 62.


9. También con Deleuze vemos cómo se confirma un dato que ya ha sido lanzado
por Mesmer, pero consagrado luego a un porvenir cada vez mejor regulado: el
magnetizador será tanto más competente en su capacidad de detectar los pun­
tos de fijación cuanto que él mismo habrá sido un sonámbulo magnetizado.
El lejano “análisis didáctico" freudiano ya está encarrilado, desde los comien­
zos del magnetismo animal.
R eto rn o a la tran sferencia 191

IV. 1. 1. Las metamorfosis del fluido

La gran conmoción, en esta dimensión del “fluido” magnético, le co­


rrespondió sin embargo al abate Faria (1756-1819). Fue el primero en
saber reanudar, en su obra clave De la cause du sommeil lucide [Sobre
la causa del sueño lúcido] (1819), la gran ambición mesmeriana y
mantener al magnetismo en su doble articulación: terapéutica y conoci­
miento. Puységur y Deleuze pretendían ser, por su parte, muy exclusi­
vamente terapeutas. Faria, en razón de sus orígenes10 quizás, supo re­
cuperar una parte del misterio que la terapéutica sola descuidaba, por
no tener ojos más que para sus curas y su “clínica” (como diríamos
hoy). Realizó también otro cambio importante: dio por existente cierto
fluido magnético que actuaría desde el exterior en el estado de sonambu­
lismo. Se deslindó de él de una manera bastante brutal, como lo da a
entender claramente la cita que, una vez más, Roussillon extrae:

No puedo concebir cómo la especie humana fue tan extraña como para ir
a buscar las causas de ese fenómeno en una cubeta, en una voluntad exter­
na, en un fluido magnético, en un calor animal y en mil extravagancias
más de ese tipo, mientras que esta especie de sueño es común a toda
naturaleza humana por los sueños11 [...]

Para Faria; ya sólo se trata de desencadenar un sueño particular, llama­


do “lúcido”, que no es más que una de las propiedades naturales del ser
vivo que, al dormir, se encuentra desde siempre con las imágenes de
sus sueños. Evidentemente, queda por explicar el poder terapéutico de
semejante sueño, y ahí, nuevamente son las metáforas de fluidos las
que vienen a dar cuenta de las curaciones y de los fracasos, pero con
una novedad importante: el fluido del que se trata, al que conviene
devolverle toda su movilidad, es...¡la sangre! Una especie de verismo
corporal viene a instalarse en el lugar del oscuro agente general mesmeriano,
apoyándose sobre el principal fluido conocido en el cuerpo.
Adivinamos aquí cómo, una vez más, un esquema formal -esencial­
mente vinculado con las poderosas metáforas del fluido- puede con
frecuencia prevalecer sobre las sustancias a las que aparentemente or­

10. Nacido en Goa, creció primero inmerso en la lengua portuguesa y en una


cultura de extremo oriente; se ordena para cura en Roma, luego viene a París
mucho antes de la Revolución (en la que participó activamente), para adquirir
al fin, bajo el Imperio, una sólida reputación de magnetizador. Su notoriedad
proviene, sin embargo, de algo más anecdótico: Alejandro Dumas lo hizo ve­
cino de celda de Edmundo Dantés, alias el Conde de Montecristo.
11. R. Roussillon, Du baquet de Mesmer..., op. cit., pág. 77.
192 A n a to m ía de la tercera persona

dena: ¿qué queda, en Faria, del magnetismo mesmeriano? Casi nada,


podríamos decir. Los imanes, que adornaban todavía a las cubetas, han
desaparecido totalm ente;12 de haber sido impalpable y misterioso, el
fluido ya no es más que sanguíneo (y un poco nervioso); finalmente, el
magnetizador, lejos de ser concebido como el “nudo” de una red de
fuerzas tan poderosas como inasibles, se contenta con ser el inductor de
un sueño “natural”, además de un guía atento. Y sin embargo, el miste­
rio no es menos denso en esta economía fluídica en la que Faria, que no
aprecia ni lo maravilloso ni lo sobrenatural, como la casi totalidad de
sus colegas durante todo el siglo XIX, se ve obligado a desplegar una
teoría que toca de cerca nuestro asunto de representación. El sueño
lúcido abre en efecto el acceso a los sueños, es decir, según Faría, a las
imágenes internas que circulan en el fluido sanguíneo y nervioso. Ese
es su punto de partida. De ahí, distingue entre la “intuición pura”, que
sólo está en el alma, y la “intuición mixta” que, por su parte, tiene
acceso a estas “imágenes internas”, que son a su vez una mixtura de
datos espirituales (provenientes del alma) y de datos físicos (prove­
nientes del cuerpo). Una vez planteado que el sueño lúcido permite
alcanzar esta “intuición mixta” , el terapeuta puede llegar a ser informa­
do de esas “imágenes internas” por el durmiente-soñante, y utilizarlas a
partir de eso como un mensaje cifrado puesto que, al volverse corpora­
les, al convertirse en esas imágenes que la intuición mixta puede captar,
las verdades vinculadas con la “intuición pura” del alma se han embro­
llado. El arte del magnetizador se reducirá entonces a encontrar nueva­
mente todo o parte de los mensajes de la intuición pura a partir de los
mensajes más confusos y oscuros de la intuición mixta, “enderezando”
de algún modo las deformaciones que su pasaje al cuerpo y a la figura­
ción les ha impuesto. Como lo comenta claramente R. Roussillon:

[...] las deformaciones son calculables, derivan de la desviación que exis­


te entre el espíritu como espíritu y el imperativo de su figuración. Así,
como la intuición pura es intemporal, la intuición mixta cometerá a me-

12. No debemos descuidar demasiado aquí un dato de la historia de las ciencias,


incluso si es difícil medir correctamente su impacto sobre los contemporá­
neos: en 1785, Charles-Augustin Coulomb (1736-1806) establecía la ley fun­
damental de la atracción magnética. Este descubrimiento no parece haber te­
nido incidencia directa sobre los debates apasionados que, en el mismo mo­
mento, causaban furor alrededor del magnetismo animal, pero, al introducir el
magnetismo mineral en el universo cifrado de la ciencia, con toda certeza
afectó a continuación el empleo metafórico desbocado que tanto éxito le había
dado a Mesmer. Coulomb, por otro lado, no cultivó nunca la más mínima
ambigüedad en cuanto a posibles vínculos con el magnetismo animal.
R etorno a la tran sferencia 193

nudo errores concernientes al “buen” tiempo; se situarán en el futuro acon­


tecimientos del pasado o a la inversa.13

A pesar de la constancia de las metáforas de fluidos, admitiremos que


con Faria se emplaza otra comprensión del proceso, misma que un lec­
tor del texto freudiano no deja de sorprenderse al leer: ¡Cómo! ¡El
pasaje de lo latente a lo manifiesto, decisivo en toda la estrategia
interpretativa de La interpretación de los sueños, ya había sido plan­
teada en su trama formal con tanta anticipación, y sin que Freud lo haya
sabido necesariamente! Esto le agrega un serio bemol a todo lo que un
enfoque demasiado histórico puede tener a veces de excesivamente li­
neal, y reduce también el valor de los argumentos dirigidos a celebrar el
“genio”.
¿Qué pensar entonces de ese esquema tan simple, en un primer acerca­
miento, de acuerdo con el cual el espíritu se oscurece, y por lo mismo
engaña, al pasar a la materia a la que toda figuración lo condena? Po­
dríamos invocar igualmente el “mentalismo” de san Agustín, quien su­
ponía una lengua de antes de las palabras, demasiado terrestres y dem a­
siado carnales, incitada por la problemática neo testamentari a de la En­
carnación. En el escenario en el seno del cual actúa Faria, unido a estas
problemáticas más que seculares, presento la hipótesis de que el siste­
m a de la representación política vino a m eter su vocecita. Porque él -
¡eso está claro !- pretende no tener nada de maravilloso ni de sobrena­
tural, y eso constituirá cada vez más su fuerza: se contenta con afirmar
la existencia de un vínculo entre el actor visible, el representante, y el
autor (no necesariamente tan visible), que lo habrá autorizado. El juego
consiste a partir de esto en remontarse del actor al autor, en volver a
encontrar las particularidades de la relación de autorización que articu­
la a esos dos. El esquema hermenéutico presente en el procedimiento
de Faria se inserta admirablemente en este nuevo juego político: la
imagen interna “representa” , ciertamente, lo que vino de la intuición
pura, en el sentido figurativo habitual, pero las deformaciones que su­
frirá, al hacer esto, adoptan también un sentido político. Esta figura
actúa en nombre de lo que ella figura, es su representante autorizado, y
sus supuestas "deformaciones ” serán a partir de ese momento prueba
de ello, pues, fuera del Terror, el representante político debe, en cierta

13.R. Roussillon, Du baquet de Mesmer..., op. cit., pág. 83. Es sorprendente


encontrarse en estos parajes con preocupaciones perfectamente especulares
de inversión en espejo: tratándose de “fuentes del mal”, será común, según
Faria, “encontrar a la izquierda lo que está a la derecha, y viceversa”.
194 A n a to m ía de la tercera persona

medida, diferir de aquél a quien representa.14 Los dos sentidos, figura­


tivo y político, concuerdan ahora uno con el otro, y quienes crean, sin
siquiera distinguirlos demasiado, que los separan para arrojar uno y
conservar el otro, se ocupan en una tarea que deberían tomar en consi­
deración más cuidadosamente.
Con Faria y ese “sueño” que todavía no se llama “hipnosis” (pero esca­
pa en gran, medida al apelativo de “magnetismo”), no solamente el sue­
ño vuelve a ser fuente de interés, sino que el esquema explicativo de
cierta patología se aparta de un modelo causalista estricto (en el sentido
ya “científico” del término) para aventurarse hacia los poderes propios
de la representación p o r s í misma. Y eso también se comprende mejor
desde la óptica de la representación política, cuya potencia activa ahora
conocemos, que en la de la representación estrictamente “mental” : los
dos sistemas metafóricos han entrado desde entonces en resonancia, y
será muy difícil discernirlos. Cuando creamos hablar de la representa­
ción “mental” (a pesar de los intentos iniciales de alguien como Herbart
para tratarla como una entidad independiente, susceptible de ser cifrada
y catastrada15 ), no podremos dejar de regresar al simple hecho, tan testa­
rudo como obstinado, de acuerdo con el cual esta representación sólo
merece su nombre si es el actor autorizado (o no, la investigación está
abierta) de eso que ella representa. Y cuando sólo queramos referirnos a
la representación “política”, apartándonos con o sin desdén de la tradi­
ción filosófica y metafísica, no lograremos ya evitar permanentemente la
cuestión mimètica, cuyo impacto homicida ya hemos visto en los tiem­
pos del Terror: ¿hasta donde puede un actor ser disímil de su autor?
La palabra “hipnosis”, por su parte, vino del ingles James Braid (1795-
1860) quien, con su hypnotism, dejaba cesante en 1843 al “magnetismo
animal” propiam ente dicho, relegando la expresión misma al papel de
precursor de la hipnosis. La cuestión del fluido, que Braid, por su parte,
excluía enérgicamente, seguía sin resolverse.

IV. 1. 2. El hipnotizador fagocitado

Liebeault,16 por su parte, obliga a una detención más pronunciada. En


efecto, encarna un momento importante en esta problemática del flui­

14. Sólo el conjunto de estos representantes, que concurren entonces en la “repre­


sentación nacional”, es planteado en estricta adecuación con la nación misma.
15.Cfr. L ’unebévue, n° 8/9, París, EPEL, primavera/verano de 1997, “Johan
Friedrich Herbart”, informe preparado por Xavier Leconte, págs. 187-231.
16. Nacido en 1823, muere en 1904. Sobre todos estos protagonistas de la epope-
R etorno a la transferencia 195

do, puesto que él inventa uno nuevo, la atención psíquica, verdadero


flujo gracias al cual el terapeuta, a través de la hipnosis, domina a su
paciente. ¿De qué está hecho este fluido? Evidentemente, no lo dirá de
manera clara, y se contenta con hacer notar:

La atención, al acumularse a la manera de un fluido, puede exagerar paso


a paso la acción propia de cada órgano.17

Ese “a la m anera de...” bastaría casi para indicar el peso metafórico que
está en juego. La sangre de Faria pasó entonces de moda, como el agen­
te general mesmeriano antes que él, y tenemos a partir de este momento
en escena un fluido mucho más resistente, que Freud empleará abun­
dantemente en su Esbozo antes de poner en circulación otro de su crea­
ción, no menos misterioso: la libido. El interés inmediato de un ele­
mento como la atención proviene sin embargo de su doble componen­
te: nadie discutirá su parte psíquica, pero, ¿quién podría dudar de que
el cuerpo (tono muscular, agudeza de las percepciones, puesta en esta­
do de alerta preferencial de una sensibilidad, etc.) forme parte también
del asunto? Una vez observado que existe, al lado de una atención
conciente que todos conocen, una atención inconsciente, como en la
digestión u otras funciones corporales no deliberadas, semejante fluido
tiene la capacidad de apoyar la descripción de fenómenos múltiples,
desde la hipnosis hasta el sueño, pasando por la alucinación.18 Sirve
perfectamente para sus fines, aunque presenta también de entrada un
gran inconveniente: parece estar circunscrito únicamente al cuerpo en
el cual despliega sus efectos. No solamente no tiene nada de universal,
sino que se queda un poco demasiado individual. ¿Cómo hacer para no
recaer de entrada sobre un solipsismo improductivo? Pues bien, la
relación hipnótica al estilo Liebeault será precisamente cierta puesta en
relación de dos cuerpos:

[El hipnotizado] conserva en su espíritu la idea de quien lo duerme y


coloca su atención acumulada y sus sentidos al servicio de esa idea19 [...]

ya hipnótica, y sobre muchos más cuyos nombres ni siquiera menciono, se


sacará mucho provecho si se lee o se vuelve a leer a H. F. Ellenberger, Histoire
de la découverte..., op. cit., especialmente los capítulos II y III.
17.R. Roussillon, Du baquet de Mesmer.., op. cit., pág. 100.
18. Apoyándose, entre otras, sobre las teorías contemporáneas de Moreau de Tours,
quien colocaba en un mismo plano al sueño, la locura y la alucinación. Cfr. Ian
Dowbiggin, La folie héréditaire, París, EPEL, 1993, págs. 77-104.
19. Ibid., pág. 102.'
196 A n a to m ía de la tercera p erso n a

Así, el hipnotizador -m ás exactamente, la enigmática idea que el hip­


notizado se forma de é l- está introducido en el ruedo con, como en
Faria, una capacidad muy propia de él de intervención sobre la reparti­
ción general de los flujos (y aquí ya no solamente está en juego la
“idea” que de ellos se hace el hipnotizado). Su intervención deberá en
algunas ocasiones aumentar una atención localmente deficiente, y re­
ducirla en otras allí donde se encuentra en exceso. Pues al localizarse
de ese modo sólo en el interior del cuerpo, el fluido se ha “desdobla­
do” , según la palabra justa de R. Roussillon. Antes, en los tiempos del
magnetismo animal, este fluido sabía adonde ir por sí mismo, sin que
hiciera falta presionarlo en alguna dirección en particular. Le bastaba al
m agnetizador desbrozar, incluso forzar, los pasajes obstruidos, y la
naturaleza encontraba nuevamente su camino, ni más ni menos que la
aguja de la brújula. A partir de ahora, con un fluido tan “internalizado”
como la atención, la noción de equilibrio general ya no podía prevale­
cer.20 Se necesitaba entonces que ese fluido viniera acompañado con
un principio de activación que perm itiera una acción selectiva, lo cual
seguía siendo concebible solamente a partir del momento en que quien
había inducido ese sueño “lúcido”, el hipnotizador, se viera atrapado,
de algún modo, en las redes complejas del fluido incriminado.
Si tomamos en cuenta este nuevo tipo de anudamiento entre el paciente
y su terapeuta, medimos mejor la divergencia formal entre magnetismo
animal e hipnosis. En el primero, el fluido del agente general es exterior
tanto a uno como al otro, y los atraviesa a ambos por igual; posee ade­
más su propia finalidad, a partir de la cual la “naturaleza” hace que se
escuche su voz. En el segundo, por el contrario, como la zona de expan­
sión del fluido está limitada al cuerpo del paciente, el vínculo con el
terapeuta como agente externo eficaz implica una “internalización” de
ese agente, una “inscripción” -cualquiera sea el valor exacto que se le
preste a ese térm ino- de su persona en la economía general del fluido
interno, que por sí mismo ya no sabe hacia dónde ir. De tal modo que
con la concepción del fluido según Liebeault, los encantos de la “medi­
cina expectante” según M esmer se disipan: el hipnotizador ya no es un
facilitad o r de un equilibrio natural puesto en peligro por unas
aglutinaciones patológicas. Por el contrario, debe decidir permanente­
mente sobre lo demasiado o lo no suficiente, y actuar en función de
dichas decisiones. Haciéndose objeto interno, “internalizado”, el ope­
rador se expone, a partir de esto, a temibles problemas técnicos y éti-

20. La atención, entre otras cosas, nunca es concebida como teniendo que ser
distribuida de manera homogénea sobre el conjunto del cuerpo y/o de las
representaciones.
R etorno a la transferencia 197

cos: ¿cuál debe ser la guía de su acción, si nada tan evidente está ya ahí
para indicar su camino al fluido?

IV. 2. Una pareja motriz

Es posible aquí regresar directamente a Freud en la medida en que el


enfrentamiento de la hipnosis y de la racionalidad científica -punto
álgido si los hubo para Charcot y su escuela- no es para él el único
punto de interrogación, como lo testimonia uno de los textos que escri­
bió para defender a la terapia hipnótica: “Tratamiento psíquico (Trata­
miento del alma)”.21 Incluso en la terminología, podemos seguir la m a­
nera cómo Freud “conecta” al hipnotizador y al hipnotizado, de un
modo que anuncia con bastante claridad lo que encontraremos treinta
años más tarde, en Psicología de las masas y análisis del yo, en el
capítulo “Enamoramiento e hipnosis”, cuando hable de hipnosis como
una “masa d e d o s” .

IV. 2. 1 Freud y el “Eigenm achtigkeit”

Tras numerosas consideraciones que explican cómo el médico se aproxi­


m a al chamán cuando toma seriamente en cuenta la incidencia de lo
“psíquico” (o “del alma”) sobre el cuerpo, Freud describe los diversos
procedimientos utilizados para inducir el estado hipnótico. No tienen
gran cosa en común, anuncia de entrada: un objeto brillante frente a los
ojos, el tic-tac de un reloj en el oído, roces del rostro; en el fondo,
cualquier estímulo suave, insistente y regular sirve. Agrega:

Pero puede conseguirse el mismo resultado anunciando con una tranquila


seguridad a la persona a la que deseamos hipnotizar la llegada del estado

2 1 .S. Freud, "Psychische Behandlung (Seelenbehandlung)"', “Tratamiento psí­


quico (Tratamiento del alma)”, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu
ed., 1987, tomo II, pág. 111-132. Fechado durante mucho tiempo (por error y
de manera absurda, en vista de su tenor), a partir de la tercera edición del libro
colectivo en que apareció, Die Gesundheit: Ihre Erhaltung, ihre Stiirung, ihre
Wiederherstellung (es decir, 1905), este texto -una defensa vibrante de la
hipnosis que todo médico, según lo dicho por Freud, tenía que practicar- fue
escrito y publicado inicialmente en 1890. En lo concerniente a la relación con
la racionalidad científica en general, conservaremos la siguiente frase: “Mu­
chos fenómenos de la hipnosis, por ejemplo las alteraciones en la actividad
muscular, tienen sólo interés científico.” (pág. 126)
198 A n a to m ía de la tercera p erso n a

hipnótico con sus particularidades, o dicho de otro modo, insinuándole la


hipnosis por la palabra, [wenn man (...) ihrdie Hypnose also “einredet ”],22

Como lo hace notar el traductor al francés, Freud hace sonar aquí el


verbo einreden de una manera muy difícil de verter al francés. Ese
verbo significa sin ambages “persuadir” , “hacer creer”, pero en un
empleo más familiar, vale también como “hacer que alguien se trague
algo” , “meterle algo en la cabeza”, e incluso en su empleo negativo:
“das lasse ich mir nicht e i n r e d e n “no me harán creer eso” . Las comi­
llas que Freud deposita alrededor de esa palabra, y a las que de ningún
modo lo obligaba el alemán, subrayan a su manera el “«in” , el hecho de
que se trata de “hablar” (reden), pero en el interior (ein), de instalarse
en el sitio por la palabra. U na de las particularidades sorprendentes e
inexplicadas de la hipnosis confirma en su opinión esta visión de las
cosas:

Mientras que aquel [el hipnotizado] se comporta hacia el mundo exterior


como lo haría un durmiente, vale decir, extrañando de él todos sus senti­
dos, permanece despierto respecto de la persona que lo puso en estado
hipnótico, sólo a ella la oye y la ve, la comprende y le responde. Este
fenómeno, llamado "rapport”, tiene su correspondiente en la manera en
que muchos seres humanos suelen dormir, por ejemplo, la madre que
amamanta a su hijo.23

Este último rasgo es un topos de la literatura del sueño lúcido desde


Puységur, del mismo modo que la palabra “rapport’ (en francés en el
texto de Freud) remite, en esta utilización, directamente a Mesmer, quien
designaba con ese término, en francés, al vínculo fluídico entre el mag­
netizador y el m agnetizado. E sta perm anencia de algunos clichés
retóricos y otros apelativos clave sigue siendo el mejor indicio de que
la continuidad en juego en esta historia se refiere menos a las teorías
que a una postura enunciativa bastante fácil de detectar; la imposibili­
dad de construir plenamente el objeto en el sentido científico (es decir,
aquí: kantiano) obliga a un respeto explícito de la tradición en que este
objeto está dado empíricamente.

22. S. Freud, “Traitement psychique...”, Résultats, Idées, problèmes /, Paris, PUF,


1984, pág. 15. [En español: “Pero puede obtenerse lo mismo anunciando a la
persona que se quiere hipnotizar, con calma seguridad, su ingreso en el estado
hipnótico; o sea, “apalabrándole” la hipnosis”. S. Freud. Tratamiento psíqui­
co..., op. cit, pág. 125.]
23. S. Freud. Tratamiento psíquico..., op. cit, pág. 126.
R etorno a la transferencia 199

Otra pareja de palabras designa en este texto lo que la hipnosis debe


remediar, en qué puede ser una formidable aliada terapéutica para el
médico, paraquien sabe cómo deben repartirse los fluidos en el cuerpo:
perm ite luchar eficazm ente contra la Selbstherrlichkeit, o aun la
Eigenmüchtigkeit, que el traductor al francés propone pasar en los dos
casos por el “autocratismo” , el poder de sí mismo sobre sí mismo, el
poder de gobernarse a sí mismo.

La hipnosis le confiere al médico una autoridad tal que seguramente nin­


gún cura ni taumaturgo la ha tenido nunca, porque concentra todo el inte­
rés psíquico del hipnotizado sobre la persona del médico; suprime en el
enfermo el autocratismo [Eigenmüchtigkeit] de la vida psíquica en el que
hemos reconocido el obstáculo caprichoso que se opone a la manifesta­
ción de influencias psíquicas sobre el cuerpo; provoca por sí misma un
crecimiento de la dominación del alma sobre el cuerpo, que sólo puede ser
observada bajo el efecto de los afectos más violentos24 [...]

Por supuesto, Freud no deja de incluir algunos bemoles, en conclusión


de su artículo, sobre el empleo de semejante panacea.25 No todos los
sujetos son igualmente hipnotizables (la comprobación mesmeriana
sigue siendo válida), pero sobre todo:

Si los sacrificios son pequeños, el hipnotizado los cumple; si son mayores


se rehúsa, como haría en la vigilia.

A sí que no hay que esperar, a pesar del hecho de que fácilmente se le


puede “hacer morder la papa diciéndole que es una pera”, que abando­
ne de la misma manera lo esencial de su patología a la que con frecuen­
cia está tan poderosamente ligado.
El conjunto de la situación tiene entonces algo desconcertante, que pa­
rece obligar a un doble discurso: por un lado, está claro que el paciente
ha abdicado su poder de gobernarse a sí mismo, y sin embargo no cesa
de conservar cierta vigilancia, al mismo tiempo indispensable para el
buen curso del proceso (el paciente es activo, debe obedecer activa­

24. S. Freud, “Traitement psychique...”, op. cit., pág. 18. [En español: S. Freud.
Tratamiento psíquico..., op. cit, pág. 128-129.] Observaremos, al pasar, el
empleo de una expresión con un porvenir prometedor en los textos posteriores
de Freud, especialmente aquéllos referentes a la transferencia: esta “persona
del médico” , sobre la que se concentra “todo el interés psíquico del hipnotiza­
do”.
25. “Ahora es tiempo de disipar la impresión de que con la ayuda de la hipnosis se
abriría para el médico una era de prodigios fáciles” (pág. 20). [En español: op.
cit., pág. 130]
200 A n a to m ía de la tercera p erso n a

mente), pero muy molesta por otro lado. Pacientes inmersos en una
hipnosis profunda recibieron, por ejemplo la orden de realizar un acto
peligroso para ellos mismos o su entorno: agarrar una serpiente vene­
nosa, echar un frasco de ácido a la cara del hipnotizador. Lo hicieron
dando todos más o menos la misma respuesta: “sabían que se trataba de
un experimento y que nadie podía correr un peligro real” .26 Mientras
sea un juego, todo parece posible: si se sale de ese marco, la hipnosis,
tan poderosa un instante antes, parece ya no ser nada. ¿Cuales son en­
tonces los “límites” de la hipnosis?

IV. 2. 2. En los límites de la hipnosis

Esta pregunta no podrá recibir una respuesta directa y prosaica, por


razones formalmente idénticas a las que ya se encontraron en el estudio
de Hobbes y de su contrato social: quien entrega el derecho de gober­
narse a sí mismo no lo puede entregar parcialmente, y conservar enton­
ces para sí cierta reserva crítica, si no, esta instancia colocada así como
tercero entre el gobernante y el gobernado encarnará la quintaesencia
de lo que se auto-pertenece, refugio perfecto de esta Eigenmachtigkeit,
y será ella, esta instancia, la que habrá que rodear a partir de ahora. Y
otra razón más después de ella si, por casualidad, ésta sucumbiera tam­
bién a la sugestión: apenas se ha imaginado semejante repliegue sobre
sí mismo del centro activo de la voluntad, se abre una regresión indefi­
nida, que arruina el acto de cesión por el cual esta voluntad buscaba
entregarse.
Imaginar, inversamente, que este abandono sea total e inmediato no nos
sacará tampoco de la dificultad presente. No por razones “éticas” (abu­
so de poder de todo tipo), sino efectivamente por razones técnicas: el
hipnotizador no busca de ninguna manera ser el único que gobierne al
alma de su paciente, pues entonces su poder de investigación y de tera­
péutica se vería reducido a la nada.27 La “atención” que el hipnotizado
no cesa de otorgarle al hipnotizador debe seguir siendo, propiamente, la
del hipnotizado; por ello no es posible concebir al paciente desde el

26. L. Chertok e I. Stengers, Le coeur et la raison, op. cit., pág. 236.


27. Si sólo nos detenemos en las similitudes formales, el torturador sádico en­
cuentra en la muerte del torturado su perfecto fracaso. Se requieren la vida y
un mínimo de conciencia de la situación para que haya tortura. Se trata un
poco de las mismas aporías que rodean al “sujeto del derecho” : su consenti­
miento de la ley permanece inexpugnable, pero aparte de eso, apenas está ahí
ese sujeto, ya no sabemos que hacer con él.
R etorno a la transferencia 201

modelo del enfermo bajo el efecto de la anestesia general, librado a las


manos del cirujano, pero ya sin ninguna “relación” (mesmeriana) con él.
Era previsible que esta cuestión de los límites de la hipnosis se encon­
trara en este siglo con las múltiples baterías experimentales a través de
las cuales los psicólogos a veces hacen avanzar el saber de su discipli­
na. En su artículo “Hypnose: le conflit phénomène/representation sociale
et ses enjeux”,28 Didier Michaux expone con bastante brevedad algu­
nos de estos experimentos modernos. Así, M. T. Orne, a finales de los
años cincuenta, mezcló a una población compuesta por sujetos para
hipnotizar, y otra compuesta por sujetos invitados a comportarse como
simuladores de la hipnosis (se tuvo cuidado de escogerlos entre “los
sujetos menos hipnotizables”) Se colocaron estas dos poblaciones, bien
mezcladas, frente a un hipnotizador que no estaba al corriente de la
situación experimental, y los simuladores también estaban advertidos -
¿para hacerlos concentrarse en la tarea?- de que el experimentador
(que no sabía nada, una vez más) detendría el experimento si se daba
cuenta de que algún sujeto simulaba. Provista con todo ese protocolo,
extremadamente científico, la sesión de hipnosis podía comenzar; ¿para
toparse con qué conclusiones?
En conjunto, los simuladores estuvieron mejor y fueron más aplicados:
cuando se les pidió que levantaran el brazo, lo alzaron más rápidamen­
te que los hipnotizados. Cuando, haciendo creer que había un corte de
luz (!!!) el hipnotizador salió m om entáneam ente de la sala, los
simuladores abrieron los ojos y los volvieron a cerrar cuando lo escu­
charon regresar, mientras que los demás fueron claramente más lentos
en abrirlos, y los conservaron abiertos cuando regresó. También, en lo
concerniente a la sugestión post-hipnótica (pasarse la mano por el ca­
bello al escuchar la palabra “experiencia”), los simuladores y los no
simuladores lo hicieron cada vez que el hipnotizador pronunció la pa­
labra, pero los desdichados simuladores olvidaron hacerlo cuando fue
la secretaria quien lo dijo. Finalmente, a pesar de su aparente muy bue­
na voluntad, los simuladores resultaron ser menos capaces de seguir las
sugestiones que afectaban la consistencia lógica: los hipnotizados lle­
gaban a ver al hipnotizador en dos lugares diferentes al mismo tiempo,
mientras que los simuladores se mostraban más refractarios ante seme­
jante posibilidad...
El resultado general, como vemos, no era de una claridad sin mezcla, y
a pesar de la astucia aparente de los protocolos, no nos hallamos lejos

2 8 .En Importance de l ’hypnose, op. cit., págs. 85-89.


202 A n a to m ía de la tercera persona

de los métodos puestos en acción por las Comisiones de 1784. ¡Mien­


tras que las dos habían concluido que sólo la “imaginación” era el ori­
gen de los efectos del fluido, casi dos siglos más tarde, se sigue sin
conseguir separar bien a los “simuladores” de los “verdaderos hipnoti­
zados” ! En los dos casos, con el pretexto de una cientificidad bastante
imperturbable, se quiere absolutamente “aislar” el fenómeno hipnótico
rompiendo la pareja que lo constituye. De este mismo modo podemos
producir una escala, llamada de Davis y Husband,29 que enlista no menos
de 30 grados diferentes de “profundidad” del estado hipnótico -desde
el “refractario” (grado 0), pasando por la simple relajación (2) y el
“sonambulismo completo” (25), para detenerse en las “alucinaciones
visuales negativas” (30) -cuando, en el mismo momento o casi se reco­
noce que hacer la diferencia entre un sujeto hipnotizado y uno que no lo
está presenta las mayores dificultades.
Con respecto a la hipnosis, es difícil deshacerse del sentimiento de que
no se logrará aclarar mucho la situación por ese camino, particularmen­
te porque todos esos experimentos reducen la existencia de la hipnosis
a la de un “estado” en el sujeto hipnotizado, cuando esa misma indivi­
dualización constituye un problema. Ciertamente, un número imponen­
te de manifestaciones psíquicas parece no tener efectivamente lugar
más que del lado del hipnotizado, por no hablar de las manifestaciones
somáticas todavía más sorprendentes: la vesicación, o la negati vación
de la reacción a la tuberculina.30 Todos estos fenómenos nos llevan a
querer ir a ver más de cerca lo que podría fundar semejante estado
neurològico, mental y somático, y es normal y alentador que la investi­
gación continúe en esos sectores donde no hay razón para que la igno­
rancia actual sea definitiva. En cambio, la pareja hipnotizador/hipnoti­
zado coloca rápidamente en estado de desconcierto a este tipo de enfo­
que muy “científico”, y es lo que le da su potencia heurística y su valor

29. L. Chertok, L ’hypnose, op. cit., pág 161.


30. Al no haber tenido los medios para verificar por mí mismo el fundamento de
estas afirmaciones, las tomo prestadas, con toda confianza, de L. Chertok, Le
coeur et la raison, op. cit., pág. 202. Este último hace notar al respecto que el
argumento de Freud de acuerdo con el cual las histéricas presentan trastornos
del cuerpo “hablado”, más que del cuerpo tal como lo conoce la medicina, está
aquí atrapado en falta: “Podemos saber lo que es una pierna cuando no somos
fisiólogos, pero no lo que es una reacción negativa a la tuberculina.” Para
poner semejante opinión en discusión, bastaría anotar que el mismo Charcot
utilizaba como argumento el hecho de que una simple paciente histérica no
podía conocer científicamente el desarrollo completo de una gran crisis de
histeria, y por lo tanto no podía simularla. Ahora bien, ése fue uno de sus
mayores errores...
R e to m o a la transferencia 203

epistemológico. Propongo que ahora intentemos establecer la lógica


inaugural de la irreductible e inclasificable dualidad de esa pareja.
Todos los autores concuerdan en decir que el hipnotizador debe avan­
zar con la mayor seguridad: ni la duda ni la timidez vienen al caso. Su
objetivo inmediato tampoco es misterioso: obtener la obediencia a la
orden dada. “ ¡Duerma!” no tiene, en ese sentido, más que una ventaja:
el “sueño”31 que provoca permite saber si la obediencia efectivamente
ocurrió. La orden se puede hacer con la mayor suavidad (es la vía adop­
tada preferentemente por quienes apuntan a la relajación), o en un ver­
dadero enfrentamiento de las miradas, en el método llamado “por fas­
cinación”, sobre el cual Chertok escribe de entrada que es “muy poco
empleado actualmente”, solamente en ciertos casos “de alcoholismo,
de toxicomanía y para ciertos desequilibrados” .32 Cualquiera que sea la
técnica empleada, vendrá a verificar el impacto de la orden proferida.
Igualmente, la profundización posterior del trance consistirá en dar una
nueva orden, y en verificar otra vez que es obedecida. Lo más habitual,
todavía hoy, parece ser la pesadez del brazo, sugerida de diversas ma­
neras al hipnotizado colocado en situación de conflicto contradictorio:
cuanto más quiera levantar su brazo, más pesado le parecerá, hasta el
punto en que no pueda moverlo. El hipnotizador juega aquí un doble
juego. Por un lado, va a sugerir el movimiento (“va usted a querer mo­
ver el brazo”), para instalar por otra parte una inhibición de ese mismo
movimiento (“pero estará tan pesado que no podrá moverlo”). Suscita
entonces la resistencia a la hipnosis (una motricidad supuestamente
voluntaria), para derribarla mejor (imposibilidad del movimiento). Ha
avanzado así un paso al apropiarse de la autonomía motriz, de la que
sabemos que es muy generalmente suspendida por el sueño fisiológico.
De tal modo que la inmovilidad del brazo nuevamente dará pruebas,
como puede hacerlo también la rigidez de ese mismo brazo, o la cata-

31. Las comillas indican en este caso que ese sueño no debe entenderse aquí como
un sueño fisiológico. Liebeault, por ejemplo, comentaba así la cosa: “Es el
sueño por sugestión, es la imagen del sueño que insinúo en el cerebro.” Cita­
do en L. Chertok, L ’hypnose, op. cit., pág. 160. ¡Notable precisión! ¿Pero qué
es la “imagen del sueño”?
32. Por el ascendiente demasiado brutal que requiere, concebimos que este méto­
do no sea ya muy apreciado. Presenta también algunos riesgos para el hipno­
tizador: “Ese método exige que el operador se sujete a un entrenamiento para
habituarse a fijar los ojos sin pestañear [...] Debería también asegurarse de que
sus ojos no lagrimeen. Otro riesgo es que durante la operación el hipnotizador
se vuelva él m ismo hipnotizado” , ibid., pág. 166. Aquí, dem asiada
especularidad daña.
204 A n a to m ía de la tercera p erso n a
____________________________________________________________________________________________________________________________________ ...s

lepsia de los párpados. Esta aparente diversidad no es otra cosa que la


repetición de un solo y mismo procedimiento, a su vez repetición del
procedimiento de inducción, y también verificación de que una orden
recibida es efectivamente ejecutada en realidad. La monotonía propia
del procedimiento gana bastante inexorablemente a su descripción, y le
daremos a Freud el crédito de haber reducido la presentación a su trama
elemental: conseguir “hablar dentro” -pues toda orden es prototípica
de ese tipo de enunciación-, y hecho esto, reducir a prácticamente nada
el Eigenmüchtigkeit del hipnotizado, de tal modo que se mantenga ese
estado de sujetamiento que es al mismo tiempo la entrada a la hipnosis,
y el estado hipnótico mismo (si es que existe tal estado). Sin importar
cuáles sean los grados en el trance, las diferencias no serán más que
cuantitativas, pues la calidad seguirá siendo, por su parte, perfectamen­
te monótona: el sujetamiento.

IV. 2. 3. ¿Quién transfiere qué?

Lo que se hará con ese vínculo instaurado nuevamente -experim enta­


ción científica, instrumento terapéutico o espectáculo de feria- no es
importante por el momento: lo único que cuenta es la estructura interna
que lo constituye sobre el modelo de la persona ficticia tal como se ha
elaborado en Hobbes. Con una diferencia, a la vez enorme "y discreta:i
en Hobbes, esta persona requería imperativamente la etapa -siguiente
en apariencia, si le creemos al desarrollo sucesivo de los capítulos- del
Leviatán mismo, del pacto social por el cual cada uno entregaba su
derecho de gobernarse a sí mismo en beneficio de otro si y sólo si el
vecino hacía lo mismo en favor del mismo otro, y así sucesivamente...
En la sesión de hipnosis, por el contrario, la perspectiva de un Estado
está ausente, e incluso no es pertinente. La posibilidad de un movi­
miento epidémico, de un entrenamiento colectivo, que tuvo su impor­
tancia en los tiempos de la cubeta mesmeriana y que encontramos toda­
vía a veces en la hipnosis, no debe inducir en un error: ya no hay ningu­
na necesidad de reunir una pluralidad de individuos para centrarlos
sobre un mismo hipnotizador o magnetizador, puesto que este último
puede también operar plenamente sobre un solo individuo,33 mientras
que está excluido ver que exista una persona ficticia a la Hobbes en

33. De todos modos valdría la pena interrogar lo que fueron -y son todavía, llega­
do el caso- los diversos públicos de la hipnosis. Si la presencia de un tercero,
simple o múltiple, nunca fue una necesidad para la inducción hipnótica, eso
no impide que con mucha frecuencia (entre otras cosas por razones de mora­
R eto rn o a la tran sferencia 205

estado aislado. Semejante entidad no tiene derecho de existencia más


que en la perspectiva y la presencia de un Leviatán, el que “considera­
rá” los actos y las palabras de cualquiera como perteneciéndole o como
perteneciéndole a otro, o a alguna otra realidad...
No busco entonces asimilar tan apresuradamente a la pareja hipnotiza­
dor/hipnotizado con la persona ficticia y con los dos cuerpos que arti­
cula. En cambio, quiero mostrar que el resorte tensado por Hobbes con
su noción de autorización hace de la hipnosis la enclenque y casi acha­
cosa hermana menor del prestigioso vínculo social con que se forjan las
repúblicas.
La capacidad de “gobernarse a sí mismo” está en el centro de la cues­
tión. En Hobbes, en vista de su concepción del hombre, no puede con­
ducir por sí m ism a más que a la guerra civil, a la invasión permanente
de cada uno sobre el otro, sin que se tenga siquiera la seguridad que
podría provenir del amontonamiento jerarquizado de las potencias. En
Freud, lo hemos visto al pasar, esta capacidad se ha vuelto “el obstácu­
lo caprichoso que se opone a la manifestación de influencias psíquicas
sobre el cuerpo”: el poder de cada uno sobre sí mismo es aprehendido
entonces ante todo como una barrera protectora que rápidamente reve­
la ser nociva al encerrar uno sobre otro “uno” psíquico y “uno” somá­
tico cuyo emparejamiento resulta irregular a los ojos del médico. En
los dos casos, lejos de mostrarse con los atavíos de la libertad, de la
responsabilidad y del coraje, esta capacidad de apariencia positiva con­
duce a lo peor echándole peligrosamente el cerrojo a una especie de
solipsismo.
También en los dos casos, esta capacidad no es verdaderamente gran
cosa fuera del momento en que es cedida a otro. Hobbes, entretanto, le
introduce a este sujeto una distinción valiosa:

Cuando un hombre transfiere algún derecho a otro sin ninguna esperanza


o consideración de un beneficio recíproco, presente o futuro, se llama una
donación libre. [...] Cuando uno transfiere su derecho en espera de un
beneficio recíproco, no se llama una donación libre, sino un contrato?*

lidad, para vigilar el poder total del hipnotizador), asistan “observadores” a la


escena, directamente, de visu, affi donde el análisis freudiano llegó, por el
contrario, a instalar una de sus prohibiciones más sólidas. Cfr. infra, cap. IV.3.
34. T. Hobbes, Le corps politique reprint de la edición de 1652, Saint Etienne,
Publications de l’Université de Saint Étienne, 1977, pàgs. 10-11. Podemos
escuchar aquí corno un lejano eco jurídico de la problemática constitucional
encontrada en la práctica por los revolucionarios franceses: entre el mandato
206 A n a to m ía de la tercera p erso n a

Quedaba una tercera posibilidad de sujetamiento: la fuerza. Alguien


que, por la victoria militar, conservaba la vida de los vencidos los colo­
caba por ese hecho -y ellos mismos se colocaban recíprocam ente- en
un estado de sujetamiento involuntario, siervos y esclavos sometidos a
la voluntad de quien les había dejado la vida. Estas tres posibilidades se
encuentran sin dificultad en la inducción hipnótica.
Incluso en el extremo del último caso, Hobbes insiste con justa razón
sobre el hecho de que sólo hay transferencia si se producen claramente
“signos suficientes” de la voluntad de quien transmite. El esclavo pue­
de no querer la vida mermada que le ofrece el vencedor y, a falta de
vivir, puede no estar sujetado. En la donación libre, como en el contra­
to, y como por fuerza, “abandonar su derecho” , escribe Hobbes, “es
por signos suficientes declarar que es nuestra voluntad ya no hacer la
acción que podíamos hacer anteriormente por derecho. Transferir su
derecho a otro, es por signos suficientes declararle a ese otro que lo
acepta que es nuestra voluntad ya no resistimos a él, de acuerdo con el
derecho que teníamos antes de que fuera transferido”.
Se requiere la voluntad para poder ser abandonada. Y una vez más, de
nada servirá buscar demasiado distinguir entre “la voluntad que aban­
dona” y “la que es abandonada” . No difieren ni por esencia, ni por el
tiem po de su efectuación, puesto que los signos suficientes deben
imperativamente ser producidos por el sujeto que abandona su resis­
tencia en la hipnosis, por el titular del derecho que se deshace de él en
el contrato social. Un instante más tarde será demasiado tarde: el signo
suficiente ya no habra sido dado libremente, ya no podrá ser considera­
do como comprometiendo al sujeto que lo ha emitido, puesto que en­
tonces no será más que un subproducto del sujetamiento que uno se
proponía establecer. Como Husserl en su trabajo sobre la conciencia
intima del tiempo, es necesario aquí imaginar cierto lapso temporal de
la conciencia abandonadora que franquea la separación, planta un pie
en cada ribera -posesión, abandono- antes de refugiarse en el nuevo
papel y terreno que será el suyo a partir de ese momento en el marco del
contrato. Por poco que sea, es necesario poder imaginar esas dos vo­
luntades como no formando más que una, a falta de lo cual, si la volun­
tad transmitida difiriera de la que transmite, esta última quedaría en
condiciones de atraer nuevamente a sí la primera, conservando así la

imperativo que hubiera sido del orden de un contrato muy preciso, y los re­
presentantes libremente unidos en la representación nacional, que no hubie­
ran estado vinculados con sus electores más que por una especie de donación
libre.
R etorno a la transferencia 207

vara alta sobre la sucesión de los acontecimientos, y revelando no ha­


ber transmitido nada “para siempre” ; solamente habría “simulado” trans­
mitir hasta que, cuando las cosas se pongan espesas, el pseudópodo de
voluntad otorgado parsimoniosamente al otro sea repatriado sobre la
marcha.
Aquí nos topamos una vez más con una dificultad formal encontrada,
por su parte, muchas veces en contextos muy diferentes: de un rey al
otro en los tiempos en que cada uno tenía dos cuerpos, de un humano al
otro cuando los dos deben fundar el pacto social según Hobbes, de un
hipnotizado a su hipnotizador en el emplazamiento de su “rapport',
cada vez el tercero requerido para garantizar la relación constituye un
problema: no debe estar demasiado bien individuado,35 sin lo cual el
problema de su propio vínculo con cada uno de los dos términos inicia­
les se volvería tan abrupto como el que se trata de establecer entre ellos
dos. De tal modo que ocurre comúnmente lo siguiente: uno de los dos
toma a su cargo más que el otro lo que los liga, sea lo que sea en ese
caso. Queda por mostrar que, en ese camino, Freud radicalizó conside­
rablemente la situación por uno de sus aspectos, aparentemente muy
técnico, de su método.

IV. 3. La exclusión freudiana del tercero

Cómo llegó Freud a romper con la técnica usual de la hipnosis, se lo


habrá visto ya bastante de cerca alrededor de sus textos que datan de los
Estudios sobre la histeria.36 Y no es eso lo que se trata de retomar o de
hurgar más profundamente aquí. En cambio, quisiera subrayar en qué
su nueva técnica llamada “de asociación libre” implica muy imperiosa­
mente algo que, a primera vista, prácticamente no tiene relación con la
asociación libre de que se trata: mientras que la sesión de hipnosis tole­
raba sin dificultad la presencia de uno o varios espectadores, u observa­
dores (bajo ciertas condiciones de contención y de buena voluntad), la
situación analítica tal como Freud la emplaza entonces excluye con la
más firme determinación toda presencia que no sea la de los dos parti­
cipantes requeridos. Al pensar que esto se debe a no se sabe qué “secre-

35. Incluso en el caso del Leviatán, que puede pasar por el tercero por excelencia;
en el momento del pacto que se establece entre cada uno y su vecino cuando
pacta un contrato con él, la PERSONA FICTICIA que cada uno de los dos
forma entonces con el SOBERANO sigue siendo una dualidad en la cual la
relación de autorización constituye un tercero bastante lábil.
36. Cfr. supra, cap. I, págs. 28-34.
208 A n a to m ía de la tercera p erso n a

to” relativo a lo que se podría decir, no se sabe qué intimidad que se


trataría de proteger, nos perdemos, hasta el punto de ya no medir las
apuestas epistémicas de esta exclusión sin apelación.
Esta exclusión era al principio tan evidente que no necesitó al inicio ser
objeto de ninguna aserción claramente localizable. ¿De qué hubiera
servido un tercero, sin importar quién fuera, en este intercambio del
lenguaje ordenado por la regla fundamental? ¡No había necesidad al­
guna de hacer de su ausencia una ley, puesto que, suponiéndolo presen­
te, habría resultado ser superfluo de entrada! A sí pasaron los años,
amueblados por muchas otras preocupaciones -terapéuticas, doctrinales,
relaciónales, políticas, e tc .- sin que Freud u otros analistas fieles a él
tuvieran que intervenir sobre ese punto. Como en muchas otras cosas,
para ello fue necesaria una ocasión, fue necesario un caso. Sólo enton­
ces, pero muy claramente, el punto se vio despejado de la oscuridad en
la que cierta evidencia lo había mantenido hasta ese momento.
En la primavera de 1926, Theodor Reik es objeto de una demanda, en
Viena, por ejercicio ilegal de la medicina. No se sabe mucho de las
circunstancias que le valieron a Reik esa demanda. Freud, por su parte,
podía sentirse щиу concernido por este caso judicial donde la tomaban
contra uno de sus alumnos cercanos, pues cuando el muy joven Reik
había venido a consultarlo, más de dieciséis años antes, para hablarle
de su pasión por el psicoanálisis y preguntarle si era conveniente lan­
zarse a estudiar medicina, le había contestado que no, que era comple­
tamente inútil, y le aconsejó que más bien emprendiera un análisis en
Berlín, con Abraham, cosa que Reik se había apresurado a hacer.37 A
comienzos de los años veinte, Reik se lanzó a la práctica psicoanalítica,
durante un tiempo dividido entre Berlín y Viena, cuando esta acusación

37. “Siguiendo el consejo de Freud, me fui a Berlín a fin de completar mi forma­


ción como psicoanalista [...] Él me había disuadido de hacer mis estudios de
medicina, considerando que en mi caso era un desvío inútil, y convencido de
que yo podía dar un mejor servicio a la causa del psicoanálisis consagrándome
a la investigación. Él fue quien le confió los cuidados de mi análisis personal
al doctor Karl Abraham, el mejor, después de él, de los analistas de entonces.
No solamente ese análisis no me costó un centavo, sino que durante los años
1913 y 1914 Freud llegó incluso a darme de su bolsillo una mensualidad que
nos permitió a Ella [su amante del momento, y futura primera esposa] y a mí
llegar a fin de mes. [...] Todavía me parece ver a Freud subiendo nuestros
cuatro pisos para anunciarme en persona que la Asociación Psicoanalítica
Internacional me había adjudicado su primer premio por el mejor estudio de
psicoanálisis aplicado: Los ritos de pubertad [...]” T. Reik, Fragments d'une
grande confession [Fragmentos de una gran confesión], París, Denoël, 1973,
págs. 258-259.
R etorno a la transferencia 209

le cayó encima a comienzos de 1926. El juicio no podía tener lugar


antes del final del largo verano jurídico vienés, por lo que Freud se
puso a redactar un opúsculo en favor de Reik en los primeros días de
junio. El impresor recibió el manuscrito en julio - a s í que Freud no
perdió el tiem po- y su publicación, unida aparentemente a la escasa
seriedad de los decires de un “enfermo” no muy digno de fe, bastó para
que el procurador pusiera fin a la acción judicial ya desde la conclusión
de la investigación previa. No hubo juicio.

IV. 3. 1. El caso Reik

Este episodio jurídico-analítico produjo uno de los textos más comen­


tados de la obra freudiana, ese Die Frage der Laienanalyse. La traduc­
ción de su título fue un problema durante mucho tiempo en Francia, por
haber sido reducida a un “Psychanalyse et médecine” [“Psicoanálisis y
m edicina”] que provocaba que se escapara lo esencial. Ese texto hizo,
en efecto, mucho más ruido en el mundillo analítico que en la Corte de
Justicia, en vista de su valor de cachetada pública dirigida, en el seno
de la International Psychoanalytic Association, a la rama estadouni­
dense, que tendía cada vez más abiertamente a prohibir la práctica del
análisis a los no-médicos, en perjuicio de un Freud que veía eso con
muy malos ojos. Los consejos de Freud al joven Reik se habían vuelto,
con la evolución del psicoanálisis en general y el estadounidense en
particular, una cuestión más bien caldeada entre analistas.
En ese año de 1926, Freud pretendía matar varios pájaros de una pedra­
da: liberar a Reik del mal asunto en que se encontraba atrapado, pero
también liberar al psicoanálisis del dominio de ciertos psicoanalistas
que, a los ojos de Freud, estaban ahogando su invención, tan inexora­
blemente como sus enemigos de ayer y de antes de ayer, reduciéndola
a una especialidad médica.
Uno de los intereses directos de este texto se refiere entonces al hecho
de que Freud se da un interlocutor ficticio. Ciertamente no es la primera
vez que emplea ese modo retórico, es en él casi habitual; pero aquí, este
interlocutor resulta ser necesariamente un representante del Estado, por
el hecho mismo de la ley austríaca que prohibía, en esa época, pura y
simplemente que un “enfermo” fuera tratado por quien no poseyera un
título oficial de médico. El carácter explícito y constreñidor de la ley le
obligaba a Freud a dirigir su alegato a alguien susceptible de encarnar
plenam ente la lógica y la legitimidad estatal, para convencerlo de que
el psicoanálisis no entraba en el marco de esa ley, y por lo tanto no se
210 A n a to m ía de la tercera persona

ajustaba tan rápidamente ni tan bien con una “medicina” cualquiera.


Como lo dice muy claramente al final de su introducción:

Acaso se llegue a averiguar que en este caso los enfermos no son como
otros enfermos, los legos no son genuinamente tales, ni los médicos son
exactamente lo que hay derecho a esperar de unos médicos y en lo cual
pueden fundar sus pretensiones. Si se consigue probarlo, se estará justifi­
cado en reclamar que la ley no se aplique sin modificación al presente
caso [i.e.: el psicoanálisis].38

Este “juez imparcial” , como Freud lo llama, parece haber tenido como
modelo al fisiólogo During, miembro del Consejo Superior de Medici­
na, “personaje muy oficial - le escribía Freud a Abraham el 11 de no­
viembre de 1924- [quien] me preguntó lo que siento sobre el análisis
profano [Laienanalyse]”. Si Freud pudo dar muestras de semejante ra­
pidez en la redacción de su texto, también es porque ya lo preparaba
desde hacía algún tiempo, y retomó al pasar un género que él apreciaba,
además: una presentación general del psicoanálisis ,39 escrita sin térmi­
nos técnicos y como a mano alzada.
El objetivo retórico es claro: convencer al “juez imparcial” de que la
cura analítica no puede ser confundida en todos los puntos con un tra­
tamiento médico, y por lo tanto explicarle paso a paso cómo opera,
puesto que queda excluido proponerle que emprenda un análisis para
que vea por sí mismo de qué se trata. Aquí, Freud sólo se permite el
atajo argumentativo y racional, y esta perspectiva le sienta bien: nueva­
mente se encuentra allí en una posición de aspirante, claram ente
conciente de que el resultado que persigue “dependerá de personas que
no están obligadas a conocer las particularidades de un tratamiento
psicoanalítico” .

Nuestra tarea es ilustrar acerca de ellas a esos jueces imparciales, a quie­


nes supondremos ignorantes por ahora en la materia. Lamentamos no poder
hacerlos asistir a un tratamiento de esa índole. La “situación analítica” no
es compatible con la presencia de terceros [Die "analytische Situation"
vertrügt keinen Dritten],

38. S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez impar­
cial, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XX, pág.
172.
39. Dentro de ese género, encontraremos lo mismo los Vorlesungen, que la Con­
tribución a la historia del movimiento psicoanalítico, la Selbstdarstellung,
este ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, el Esquema del psicoanálisis, así
como ciertos pequeños relatos incluidos en otros textos.
R etorno a la tran sferencia 211

¿Por qué? No tendría interés asistir a una o varias sesiones, responde


de entrada Freud, aparentemente muy preocupado por la comodidad de
su interlocutor. Nuestro observador acabaría por aburrirse [er würde
sich langweilenM)], dice, de tal manera que prefiere ocuparse en reali­
zar amablemente algunos retratos rápidos de los “enfermos” que recu­
rren al análisis. ¿Qué es lo que cada enfermo es entonces invitado a
hacer con el analista?

Entre ellos no ocurre otra cosa sino que conversan. [...] El analista hace
venir al paciente a determinada hora del día, lo hace hablar, lo escucha,
luego habla él y se hace escuchar.

IV. 3. 2. ¿Charlatán?

Evidentemente, no todo es tan simple como parece en el primer acerca­


miento, y al igual que en otros relatos construidos siguiendo el mismo
tipo, Freud nos conduce del paso de la hipnosis a la regla fundamental,
que sólo puede ser sustentada al precio de la hipótesis del inconsciente,
detallada bastante largamente. También, el interlocutor se enterará su­
cesivamente del peso de la represión, la irrupción súbita de la transfe­
rencia, y muchas cosas más. Es un buen tipo, y concluye esa larga expo­
sición de Freud con un “Bueno, no puede hacerme daño haberlo escu­
chado a usted” . Queda una pregunta, que ya se encontraba allí al co­
mienzo: ¿en qué se diferencia esto de una medicina, puesto que Freud
no habrá cesado (o casi) de hablar como terapeuta? ¿A qué responde
una nueva precaución oratoria por parte de Freud (es un arma que em­
pleará con frecuencia en el debate): da su propia definición del charla­
tán, del “K urpfuscher”41

Para la ley, es charlatán el que cura a los enfermos sin poder probar que
posee un diploma médico de Estado. Yo preferiría otra definición: es char­
latán el que emprende un tratamiento sin poseer los conocimientos y las
capacidades requeridas. Apoyándome sobre esta definición, me arriesgo
a afirmar que -no solamente en los países de Europa- los médicos sumi­
nistran al análisis su más nutrido contingente de charlatanes.42

40. “Langweilen": verbo muy directo. “Aburrirse”, ciertamente, pero también, y


sobre todo en la forma reflexiva, como aquí: aburrirse a muerte, perecer de
aburrimiento...
41 . “Pfusche”: chapucero, descuidado, que trabaja mal, que estropea el trabajo.
“Kurpfuscher"'. charlatán, estropeador de cura.
42. S. Freud, La question de l ’analyse profane. Propos échangés avec un
interlocuteur impartial, Paris, Gallimard, 1985, pág. 106. [En español S. Freud,
212 A n a to m ía de la tercera persona

El razonamiento utilizado -m uy grato para los analistas, quienes desde


siempre lo han adoptado sin dificultad, y más aún desde que se entu­
siasman por la “ética” de que hacen alarde- merece que lo desmenuce­
mos, pues bajo una forma más bien aguda, se enfrentan en ella dos
concepciones de la legitimidad.
¿Cómo no darle la razón a Freud? El charlatán, el peligroso chapucero
es efectivamente, en toda ocasión, quien no posee las capacidades y los
conocimientos requeridos para el acto en el que se compromete y por el
cual se hace retribuir. Esta definición es válida para el plomero, el abo­
gado, el ensalmador o... ¡la mujer de la vida alegre! Vemos menos
claramente, en cambio, lo que un diploma de Estado viene a hacer en
este paisaje. Ciertamente, garantiza que tal ciudadano ha adquirido co­
nocimientos y capacidades en un sector determinado: un médico, un
abogado, serán tales por haber pasado exitosamente exámenes o con­
cursos que determinan el campo de actividades que se les abre por ese
hecho. El abogado no puede ejercer la medicina, ni el médico litigaren
la corte, pero cada uno está legitimado para ejercer en su sector. En
esos casos, el Estado y sus agentes están también ahí para garantizar no
la calidad de la práctica, ni el éxito del acto, sino efectivamente esa
posesión de un mínimo de “conocimientos y capacidades” . En el caso
de la inapelable definición de Freud, no vemos en absoluto quién pro­
nunciará un estatuto sobre el hecho de que tal o cual “emprende un
tratamiento sin poseer los conocimientos y las capacidades requeri­
das” . Ahora bien, en ausencia de semejante instancia claramente afir­
mada desde el inicio del juego, ¿quién podrá poner en funcionamiento
una definición tan perfecta? ¿Quien hará la división entre quienes tie­
nen las capacidades y quienes no las tienen?
Porque hay dos posibilidades en este cruce de caminos: o bien Freud
opta por la fabricación de un diploma de Estado de psicoanalista, dife­
rente del de médico, y entonces la instancia propia en nuestras socieda­
des para garantizar un mínimo de conocimientos y de capacidades, a
saber el Estado, será una vez más (por intermedio de agentes responsa­
bles) claramente identificable en el asunto, y “analista” será un título
como los demás, que en cada caso se desprende de un saber específico.
O bien ese mismo Freud se otorga a sí mismo los medios públicos para
saber quién es charlatán y quién no lo es. Ahora bien, está claro, leyen­
do esas páginas, que Freud no considera ni por un instante la primera
solución, mientras que remacha el clavo de la segunda al escribir:

¿ Pueden los legos ejercer el análisis ? Diálogos con un juez imparcial, op.
cit., pág. 216.]
R etorno a la transferencia 213

[...] Pero coloco el acento en la exigencia según la cual nadie debe prac­
ticar el análisis sin haber adquirido el derecho para ello mediante una
determinada formación.43

Sobre lo cual el juez imparcial le responde, muy oportunamente:

“Entonces, ¿qué propuestas concretas tiene usted para hacer?”

Freud finge entonces eludir la pregunta, pero ya ha respondido varias


páginas antes, cuando su interlocutor le preguntaba muy simplemente:
“¿Dónde se aprende lo que hace falta para practicar el análisis?”

Por ahora existen dos institutos donde se imparte instrucción en el psicoa­


nálisis. El primero se encuentra en Berlín, creado por Max Eitingon, de la
asociación local. El segundo es costeado con sus propios recursos, y me­
diante considerables sacrificios, por la Sociedad Psicoanalítica de Viena.
La participación de las autoridades públicas se limita por ahora a las
múltiples dificultades que oponen a esas jóvenes empresas. Un tercer ins­
tituto didáctico debe inaugurarse por estos días en Londres44 [...]

Respuesta, entonces: el psicoanálisis mismo se ocupa de su propia trans­


misión, sin importar el precio que esto le cueste. El solo, por interme­
dio de sus “institutos”, está en condiciones de seleccionar entre charla­
tanes y no charlatanes. En ese dédalo serio entre todos, está decidida a
no dirigirse hacia el Estado para que tome a su cargo esa enseñanza y su
especificidad, y garantice acto seguido, como lo hace con la medicina,
la arquitectura u otras disciplinas, que un “mínimo de conocimientos”
efectivamente se ha acumulado. A pesar de todos los numerosos des­
víos que Freud tomó a lo largo de todo ese texto, su posición se des­
prende con bastante claridad: que el estado, por intermedio del juez
imparcial, admita que la ley que vale para la medicina no es válida para
el psicoanálisis, pero que no crea por ello que tiene el derecho de legis­
lar sobre el análisis mismo.

43. S. Freud, La question de l ’analyse profane, Op. cit., págs. 112-113. [En espa­
ñol S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez
imparcial, op. cit., pág. 219.] Las itálicas son suyas.
44. S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis'/ Diálogos con un juez impar­
cial, op. cit., pág. 102-103. Unas líneas más adelante: “Pero una vez que se ha
pasado por esa instrucción, que uno mismo ha sido analizado, ha averiguado
de la psicología de lo inconsciente lo que hoy puede saberse, conoce la ciencia
de la vida sexual y ha aprendido la difícil técnica del psicoanálisis, el arte de
la interpretación, el combate de las resistencias y el manejo de la transferen­
cia, ya no es un lego en el campo del psicoanálisis. Está habilitado para
emprender el tratamiento de perturbaciones neuróticas [.,.]” (itálicas de Freud)
214 A n a to m ía de la tercera persona

¡El psicoanálisis respondiendo solo por el psicoanálisis! ¿Quién se


atrevería a ir contra eso, cuando es el mismo Freud quien lo dice? Quiero,
sin embargo, mostrar que esta exclusión del Estado no reposa sobre no
sé qué sensibilidad política de Freud, sino que surge como una conclu­
sión directa de un punto preciso de la técnica puesta en acción por el
propio Freud, y que los freudianos de todas las corrientes se transmiten
a partir de entonces más o menos ciegamente, continuando de ese modo
la actitud de Freud.45
La regla fundamental se presenta de manera bastante benigna, a prime­
ra vista, un “truco” técnico, como los que son utilizados por los hipno­
tizadores, en efecto. No existe ningún enunciado canónico de él. “Diga
lo que se le ocurra”, “Hable a calzón quitado”, “No deje de lado las
ideas que podrían venir a intercalarse en lo que usted dice” , así podría­
mos variar, si no hasta el infinito, al menos ampliamente. Es efectiva­
mente una orden, no obstante, sin importar la elegancia con la que se la
module llegado el caso.
Uno de los pilares teóricos de esta regla consiste en afirmar que toda
representación reprimida tiende por ella misma a volverse conciente.
Una aserción de este orden supera con mucho la investigación empíri­
ca, aunque más no sea por la generalidad con la que se enuncia muy
necesariamente (no hay manera de decir que solamente “algunas” son
empujadas a ello). Vimos de cerca el salto que tuvo que dar Freud, con
Fraülein Elizabeth, para conseguir elaborar claramente esta regla, y
cómo el hombre de las ratas -u n o de los primeros, al parecer, a quien le
presentó la regla como ta l- consiguió darle, desde su segunda sesión,
un juicioso equivalente, con el suplicio de las ratas. Encontramos otros
enunciados de ello, como por ejemplo al final de Totem y tabú, cuando
Freud expresa que el borramiento de un acto cometido por una genera-

45. Con la ironía mordaz de su texto “Situación del psicoanálisis y formación del
psicoanalista en 1956, Lacan supo colocar bajo una cruda luz esta posición de
Freud que, retornada tal cual por la burocracia de la I.P.A., se volvía franca­
mente extraña: “Indudablemente, un estado ordenado encontrará a la larga
con qué objetar al hecho de que algunas prebendas [...] se dejen a discreción
de un poder espiritual cuya extraterritorialidad singular hemos señalado.
Pero la solución sería fácil de obtener: un pequeño territorio a la medida de los
Estados filatélicos (Ellis Island para dejar las cosas claras) podría ser cedido
por un voto del Congreso de los Estados Unidos, los más interesados en este
asunto, para que la I.P.A. instale en él sus servicios con sus Congregaciones
del índice, de las Misiones y de la Propaganda, y los decretos que emitiese
para el mundo entero, por estar fechados y promulgados en ese territorio,
harían la situación más definida diplomáticamente [...]”, Escritos, op. cit.,
México, 1984, págs. 466-467.
R etorno a la transferencia 215

ción no puede efectuarse sin dejar huellas détectables. Del mismo modo
que no hay crimen perfecto, no sería concebible una “represión entera­
mente exitosa”, una represión que no dejaría huellas y que sería tal qu,e
lo reprimido jam ás quisiera “retornar”. Una vez planteada semejante
aserción, -q u e también es más metodológica que factual-, entonces sí,
permitió que se considerara que las “ideas adyacentes”, las Einfallen
que a partir de entonces infaltablementeAb vendrán, en un momento u
otro, bajo una forma u otra, a la mente del paciente, harán el trabajo que
anteriormente le correspondía a la hipnosis: llevar nuevamente al dis­
curso la huella de los acontecimientos que se suponen traumáticos.
Eso sólo será verdaderamente posible si la regla es aplicada, al menos
po r el mismo que la propone. La regla, dicho de otro modo, desarrolla
tantas consecuencias para quien la enuncia como para quien, más bien
inocentemente al comienzo, la obedece: éste es el punto que queda por
establecer. Sólo lo conseguiremos retomando uno de los enunciados
técnicos por los cuales Freud pudo invocarlo, enunciado que ya encon­
tramos en la primera parte de este trabajo cuando apareció esa “meine
Person” que se encuentra, a su manera, casi en el origen de todo este
trabajo. Recordaremos simplemente aquí que había sido citada a título
de representación meta residual, que había sido dejada dentro del juego
por la aplicación de la regla fundamental.

IV. 4. El suspenso de la finalidad

En esas páginas casi finales de La interpretación de los sueños, Freud


utiliza entonces esta noción de “representación meta ” 47 [Zielvorstellung]
para describir el “hablar a calzón quitado” que activa su nueva técnica.
Con ese término, entiende el hecho de que una parte a veces muy im­
p o rtan te de un d iscu rso dicho en una situ ació n cu alq u iera de
interlocución puede estar más o menos rigurosamente ordenada por la
perspectiva de una meta dada: convencer al interlocutor, establecer la
pertinencia de un enunciado primero, probar la inocencia de uno, bus­
car las causas de su enfermedad... Debemos renunciar rápidamente a

46. En el sentido en el que es el destino que les prescribe la teoría, nada más y
nada menos.
47. La noción venía de Meynert. Ver J. Allouch, “Une étrange et éphémère entité
‘clinique’: la psychose hallucinatoire de désir (PHD)”, in Erotique du deuil au
temps de la mort sèche, París, EPEL, 1995, págs. 72-82 [Hay edición castella­
na: Erotica del duelo en los tiempos de la muerte seca, México, EPEELE y
Buenos Aires, EDELP].
216 A n a to m ía de la tercera p erso n a

hacer la lista de tales finalidades enunciativas, que son una legión. Por
el contrario, para que todas y cada una de estas representaciones meta
pierdan oficialmente su antiguo rango organizacional, quien haya pro­
mulgado esta regla se obliga por ello mismo a no tomar a ninguna de las
representaciones de este orden como representaciones meta, y tiene el
deber incluso de no mantener ninguna de ellas por su parte, a hurtadi­
llas, por así decirlo. Una representación meta, eminente o cualquiera,
no será para sus ojos y para sus oídos más que una representación como
las demás. Ni las urgencias ansiosas a veces vinculadas con síntomas
demasiado actuales, ni la pasión de saber propia del investigador, nada
de eso -q u e por supuesto hace presión- debe tomar la ventaja, y la
“igualdad” de su atención, esta atención llamada “libremente flotante”,
se impone entonces como la contraparte, del lado del analista, de la
regla fundamental: paciente y analista se abstienen conjuntamente de
regular sus palabras (y sus actos) sobre una finalidad ordenada de ante­
mano, una meta compartida. Si se precisan de ese modo las palabras, la
“trivial” regla fundamental resulta pronto exorbitante, no tanto por su
dificultad, o incluso la imposibilidad humana de respetarla como por la
violencia con que mantiene a raya a ese tercero más usual de los inter­
cambios humanos: una finalidad perseguida en común.
En efecto, ¿qué oscuro presentimiento impide al analista, tan princi­
piante o veterano como lo queramos imaginar, suscribirse en voz alta a
las metas explícitas que su paciente todavía potencial adelanta en su
demanda inicial? Acabar con un incómodo síntoma, encontrar un poco
de paz (o un poco de fogosidad) en su vida amorosa, pasar el relevo de
la paternidad (de la maternidad), volverse analista, todo esto y muchas
otras cosas y razones pueden hoy llevar a consultar a un analista, sin
nombrar un supuesto “malestar” difuso y confuso, del que sería urgente
salir. El analista escucha, pregunta, acepta, propone eventualmente un
análisis, indica el método que se ha de seguir, y no promete nada. No
por prudencia o modestia con respecto a un acto todavía por venir, y
por lo tanto incierto, sino por estar advertido -¿cóm o? ¿por qué?- de lo
inconveniente que sería instalar entre él y su paciente a un tercero tan
molesto, un tercero cuya presencia se volvería de una sola vez excesiva
si los dos participantes reunidos de ese modo hicieran de él, de común
acuerdo, su punto de alianza.
Una vez que ha sido enunciada la regla, el más anodino fragmento de
palabra valdrá eventualmente tanto como la difícil confesión de no sé
qué trauma mantenido oculto durante mucho tiempo. Esta dichosa re­
gla vino a efectuar silenciosamente un tipo de cierre formal encontrado
cuando, en el amontonamiento sucesivo de los poderes individuales en
Hobbes -q u e podría haberlo conducido a una simple apología del or-
R etorno a la transferencia 217

den social existente-, él hacía notar que el más poderoso puede morir
bajo los golpes del más débil. Así, esta escala de los poderes se mordía
la cola, se transformaba en un círculo donde las nociones de “alto” y de
“bajo” perdían su sentido. Al hacer equivaler de manera brutal cual­
quier fragmento de enunciado, la regla desarrolla el mismo género de
efecto “global” : en lo que se dirá bajo su registro, nada será a priori
más importante que otra cosa. Veremos. El espacio mismo de la inter­
pretación depende mucho de esta asepsia en cuanto a toda finalidad,
entre otras, la que no dejaría de desprender un sistema cualquiera de
valores preestablecidos que constituiría autoridad para los dos, donde
cada uno sabría debidamente que el otro está sujeto a los mismos valores.

IV.4.1. La representación meta como tercero

¿Por qué los psicoanalistas se empeñan con tanta constancia, y sin que
expresamente se los obligue a hacerlo, a no dejarle ninguna consisten­
cia propia, o al menos ninguna individualidad fácilmente detectable en
el espacio de la cura que ellos dirigen, a ese “tercero” con que se ceba
cierta literatura analítica que celebra en él al elemento apaciguador y
regulador por excelencia (el demasiado famoso “tercero edipico”). ¿Por
qué dan ese paso al costado con relación al compromiso mínimo y
normal al que se suscribe cualquier terapeuta digno de ese nombre?
Por más prudentes que sean el médico, el cirujano, el psicoterapeuta, el
educador, en la evaluación casual del éxito de su empresa, eso no vuel­
ve a poner en cuestión la finalidad de su acto .48 La representación meta
que ordena a la pareja terapéutica en la cual van a actuar puede muy
bien ser explícitamente compartida, y en la mayoría de las situaciones
no solamente lo es, sino que es importante que lo sea. Aquí, masiva­
mente, y a la inversa, el analista se abstiene de producir ese consenso,
e inaugura muy frecuentemente con ello mismo un silencio que no es
nada más que el espacio de su efectiva neutralidad: ni de acuerdo ni en
desacuerdo con las representaciones meta que el paciente, resistiendo
como es debido a esta regla tan impuesta como consentida, quiere ha­
cer prevalecer, el analista se empeña en no tratarlas más que como re­
presentaciones cualesquiera.

48. No olvido, aquí, la cohorte de problemas que puede sobrevenir alrededor de


este punto de la finalidad, que es colocado demasiado apresuradamente bajo
la etiqueta “ética”.
218 A n a to m ía de la tercera persona

Sin embargo, hemos visto que Freud mantenía dos excepciones a esta
suspension general de las representaciones meta: por una parte, perma­
necen presentes en la mente del paciente las representaciones meta del
tratamiento, y, además, otra representación meta (misma que el desvío
por la hipnosis permite ahora apreciar mejor) no deja de valer como tal,
esta enigmática “meine Person”. Estas dos excepciones no se encuen­
tran ubicadas bajo el m ism o régim en enunciativo. La prim era,
metodológica, es una hipótesis, una suposición, que Freud plantea “fir­
memente” [halte Ich die Voraussetzung fest\, y de acuerdo con la cual
el paciente no cesará, pase lo que pase, de considerar al tratamiento
com o un tratam iento. La segunda, en cam bio, la que establece
crudamente el hecho de la transferencia - “Und nun, die Tatsache”, como
el propio Freud lo anunciaba con ardor en su XXVIIa conferencia al
momento de tratar sobre la transferencia- esta representación meta está
planteada como un hecho en bruto, un hecho “sobre el cual el paciente
no tiene idea”, que ni siquiera sospecha [von der dem Patienten nichts
ahnt].
Estas dos representaciones meta constituyen sin embargo un par, se
articulan una con la otra para especificar la acepción analítica de la
“transferencia” en el sentido freudiano a partir de ahora: una represen­
tación meta omnipresente, que se impone como un hecho [meine Person],
articulada a esa otra representación meta que Freud mantiene por su
propia autoridad y de acuerdo con la cual todo esto -incluyendo, por lo
tanto, a la prim era- forma parte de un “tratamiento” . Sin esta hipótesis
que Freud “plantea firmemente” con respecto de la primera representa­
ción meta, ya no vemos claramente cómo la segunda podría no virar
sólo hacia la hipnosis, o al amor, o a cualquiera de esas pasiones más o
menos patológicas que alimentan, en efecto, muy sólidas “representa­
ciones meta” .49 Es necesario que queden dos, y relativamente contra­
dictorias, para que nunca una sola constituya la ley. Por lo tanto, no se
trata, con esta preocupación mantenida del “tratamiento”, de una sim­
ple táctica de defensa por parte del analista, que se defendería de la
transferencia que él provoca invocando un tratamiento que se supone
que él dirige, sino de lo que permite no cederle todo el terreno a la otra
representación meta, la que “se impone como un hecho”. Esta repre­
sentación meta del tratamiento no está tanto ahí, ella, para ser invocada
con fines de moderación de la transferencia como para especificar lo
propio de la transferencia en el sentido de Freud: una irreductible dua­
lidad.

49. La proximidad esencial de la paranoia se deja sentir aquí de manera aguda.


R etorno a la transferencia 219

Este hecho transferencial es lo que surge entre el analizante y el analista


consecuentemente a la regla fundamental: porque ésta suspende todas
las representaciones meta, permite que estas dos estén aisladas como
en ningún otro sitio. ¿Por qué? Porque en otros sitios -donde se puede,
llegado el caso, encontrar nuevamente la omnipresencia de uno de los
interlocutores para el otro, y la preocupación en ese otro por mantener
el intercambio dentro de un marco fijado de antemano - , 50 una o mu­
chas otras representaciones meta vendrán, muy oficialmente, muy ex­
plícitamente, a recubrir este paisaje y a nimbarlo con una luz común y
compartida. Uno y otro, refiriéndose conjuntamente a ellas, cada uno
por su cuenta, ahogarán en ellas el movimiento transferencial (que po­
siblemente los anima) en las aguas de un acuerdo explícito sobre la
finalidad oficial del intercambio. Lo cual conduce a tomar la cosa más
bien a la inversa y a intentar mostrar cómo, en el análisis, nada soporta
mejor las resistencias que el hecho de compartirlas a través de los acuer­
dos ad hoc por los cuales tal analizante acaba a veces por maniatar al
analista, indicándole con esto mismo la vía.

IV.4.2. Lo “ilim itado” de la transferencia

Así, tiene el mayor interés, con frecuencia, estar atentos a tal o cual
demanda de cambio de horario, o de algún otro punto del dispositivo
adoptado. No es que sea necesario a toda costa rechazar y rigidizarse
en un “marco” de cemento, pero mucho de lo que viene como acuerdo
lateral repetitivo -d e preferencia dictado por unas circunstancias tan
externas a la voluntad del paciente como imperiosas en su realidad-
corre el riesgo de acarrear una cuestión que, cuando se aloja allí, lo
hace obstinadamente: ¿sí o no va el analista a convenir que se encuentra
también en juego algo más que el análisis? ¿Va a reconocer por fin que
existe verdaderamente una realidad distinta de la de la cura? Y si no,
¡cuánta arrogancia la suya, que pretende reducir todo sólo a su activi­
dad! Este analista se ve atrapado así, muy comúnmente, en las redes de
una acusación de absolutismo, ni más ni menos que lo fue el soberano
de Hobbes, y la teoría de Hobbes, de paso.
En los dos casos, una idéntica confusión entre “ilimitado” e “infinito”
da argumentos a la acusación, en la medida en que nada viene a hacer
que tropiece este muy desacostumbrado suspenso de representaciones

50. Pensemos solamente en ciertas relaciones profesor-alumno, entre otras.


220 A n a to m ia de la tercera persona

meta, dispensadoras de sentido,51 salvo la transferencia. Ahora bien,


ésta es precisamente la hija natural de esa falta metodológica de reten­
ción y de dirección en la dimensión de la finalidad y del sentido. Aquí
nace una espiral que pronto se vuelve vertiginosa, que desagrada bas­
tante a los buenos espíritus interesados en la calma y la mesura, pues en
ella ya no se puede diferenciar el mal de su remedio, el efecto de su
causa. El emplazamiento de la regla hizo que se entrara en un laberinto
donde las reglas usuales p ara u bicarse en el d iscurso carecen
insidiosamente de pertinencia, un juego que, una vez comenzado, una
vez instalado en la repetición que lo entrama, sesión tras sesión, ya no
ofrece ningún indicio seguro de lo que podría constituir su conclusión,
su detención “interna”, por no decir su punto de desembocadura.
El punto tercero que sellaría el acuerdo y permitiría que cada uno sepa
un poco “dónde está parado” con relación a una finalidad prefijada,
que permite al mismo tiempo que la cuestión de la conclusión, de la
salida del “juego” transferencial no se presente como un puro rompeca­
bezas, ese punto tercero es deliberadamente mantenido en suspenso.
Lo más sorprendente consiste quizás en el hecho de que sea tan poco
necesario hacer mención de él para desembocar en ese resultado: no
solamente ninguna “persona” es introducida en esa posición de refe­
rente común a los dos participantes,52 sino que ese cuidado va mucho
más allá, hasta desalojar pacientemente tal o cual representación meta
que el paciente somete a la aprobación del analista. ¡Pongámonos de
acuerdo sobre una cosa al menos, una pequeña cosa! Y aquí, la más
ínfima será, como cabe esperar, la más enorme.
He aquí por qué la frase violenta, pero que en pocas ocasiones aparece
con tanta claridad en el conjunto de la obra de Freud, de acuerdo con la
cual “la situación analítica no soporta a un tercero” parece tener que ser

51. Debe entenderse esa palabra aquí en su dimensión vectorial, al menos tanto
como en su dimensión significacional.
52. El caso del control no constituye una excepción. Si uno de los dos (el analista)
visita a otro analista en posición de controlador para hablar del paciente a
quien él atiende, no solamente estas entrevistas no son conocidas por el pa­
ciente, sino más aún: es de la mayor importancia que el supervisor no conozca
al paciente más que a través de los decires del analista que lo consulta y que al
menos, en el caso contrario, no se apoye sobre su conocimiento referential y
directo del paciente para “guiar” al analista. Si ocurre que lo haga, ya no se
tratará prácticamente de psicoanálisis, incluso en el sentido más amplio del
término. Además, cuando -otra posibilidad- un instituto cualquiera de “for­
mación” de los analistas se insinúa en este lugar tercero dentro de una cura
con el pretexto de que sería "didáctica”, podemos hoy, tras casi un siglo de ese
tipo de práctica, conocer la extensión previsible de los daños...
R etorno a la transferencia 221

destacada. No se contenta con enunciar la constatación elemental que


especifica el número de participantes admitidos en el terreno. Rige la
escena transferencial hasta en sus más sombríos rincones, extrayendo
una conclusión directa del suspenso metodológico de toda representa­
ción meta: ningún tercero, ni siquiera bajo la forma de una meta perse­
guida en común. Y todas aquéllas y aquéllos que piensan encontrar en
la “Ley” a ese tercero cuyos derechos le correspondería al analista ha­
cer valer, o cuya figura incluso le correspondería encarnar, pueden des­
alojar la sala. Las ropas del educador apaciguador que ellos imaginan
que son las del analista no pueden en efecto más que hacer caso omiso
del equívoco fundamental y fundador de la transferencia, y reducir el
corazón del descubrimiento freudiano a la sola dimensión de una tera­
péutica, allí donde la espera desde siempre la lógica del Estado con sus
“jueces imparciales” , como Freud los llamó bellamente.
Bastaría en efecto que toda la complicación de esta vasta cuestión que
recubrimos con el nombre de “psicoanálisis” adquiera la apariencia
determinada de la curación, para que todo se ordene, como con el pase
de una varita mágica. Sobre esta cuestión tan simple, tan trivial, de la
finalidad del acto -¿curación o n o ?- el representante del Estado conti­
núa irritándose por las respuestas ambiguas que los analistas le dan. Y
a pesar de todo, sin temerle ya a su ira, prolongando la paciencia de
Freud, será necesario una vez más explicarle que es al mismo tiempo
chicha y limonada, carne y pescado. Que hay, ciertamente, curación, a
veces, si no esta práctica estaría enterrada como tal desde hace mucho
tiempo, pero que esa curación no es, no puede ser un objetivo. Even­
tualmente puede ser un resultado, pero nunca un objetivo .53 Ahora
bien, ¿qué es un objetivo, si no es un resultado que uno esperai Así
que todo el asunto se ve reducido a este pecadillo, esta frágil disposi­
ción enunciativa que, de una u otra manera, con fuerza o sin ella, el
paciente hace suya. Si no esperara nada, ningún resultado (y por esto
mismo no trajera consigo ningún objetivo), no se metería de seguro en
este asunto. En cuanto al analista, ¿cómo podría no esperar nada? Cier­
tamente, un poco de cinismo -enferm edad infantil del psicoanálisis,
como cierto izquierdismo lo fue del m arxism o- nunca está completa­
mente ausente de los “medios” psicoanalíticos: ocurre que se quiera
jugar a las mentes geniales, cuando ya no se tienen argumentos. Eso no
implica para nada que el analista no tenga, por su parte, en cada caso,

53. Quien todavía tenga dudas es invitado a releer, digamos, los Estudios sobre la
histeria, como para convencerse una vez más de que la perspectiva de la cura­
ción tiene muy a menudo una naturaleza tal que puede incendiar a la citada
histeria.
222 A n a to m ía de la tercera p erso n a

ningún objetivo, y la astucia de la razón viene además a susurrarle que


la ausencia obstinada de objetivo podría muy bien pasar por un objeti­
vo com o cualquier otro...

IV. 4. 3. Rigores de la equivocación

Lo único más o menos claro es entonces la falta de acuerdo explícito


entre los dos participantes. Cada uno espera algo, pero ninguno de los
dos, ni nadie más sabrá si es o no es la misma cosa, lo que Lacan
marcaba por su parte con la palabra muy exacta de “equivocación ”54
[méprise]: el único asidero [prise] -¡y lo e s!- que ofrece el análisis no
es nada más que esta equivocación [méprise], que vincula en una rela­
ción ilimitada (no hemos dicho “sin fin”) a dos seres que no consiguen
concordar y hacen de esa discordancia sin demasiado desacuerdo el
nervio de su extraña guerra.
Pero estaríamos tentados a decir, con un discreto suspiro, ¿acaso no es
éste el régimen común de la mayoría de las parejas? ¿Pero qué es en­
tonces eso tan específico del psicoanálisis en este emplazamiento? En
este punto, la cosa se revela ahora, no solamente en su evidencia de
siempre en cuanto al número de los participantes, sino hasta en la suti­
leza del discurso transferencial: nada vendrá a ocupar de manera clara
y distinta este lugar de tercero, nada vendrá que perm ita contar
hipócritamente hasta tres.
Al menos así es como puedo yo comprender que unos analistas tan
diferentes, tan opuestos, tan atrapados a veces por implacables rivali­
dades, se encuentren desde hace tanto tiempo alineados sobre una mis­
ma postura: no le piden a ningún Estado que reconozca ni patrocine su
actividad. Se mantienen obstinadamente alejados de un título oficial
que vendría a decir quién es charlatán y quién no lo es. No olvido, al
pasar, situaciones como la de los analistas alemanes contemporáneos,
reconocidos por el Estado, cuyas sesiones son reembolsadas por el se­
guro social. Ni el hecho de que hoy, igual que ayer, un importante nú­
mero de médicos y psiquiatras practican el análisis sin diferenciarlo
forzosamente de otras maneras de hacer, en relación directa con su
título oficial. A pesar de la indefinida diversidad de las prácticas, sobre
la cuestión aquí y ahora en juego de la relación con el Estado, no hay
que confundir a un psicoterapeuta (o a un psiquiatra) -q u e cualquier

54, Con la que él traducía también el “Vergreiferí’ freudiano.


R e to m o a la transferencia 223

Estado no tiene ningún problema en formar, diplomar, emplear y pagar,


puesto que la finalidad de su acto está claramente inscrita en su nom­
b re - y un psicoanalista, a propósito del cual ese mismo Estado no con­
sigue saber ni lo que hace, ni lo que quiere. Es notable que los psicoa­
nalistas, en su conjunto y a pesar de su diversidad, se empeñaron en no
confundir su actividad con la del psicoterapeuta, aunque llegaran a tra­
bajar en esos dos registros. En Francia, al menos, a pesar de la multipli­
cidad de las escuelas, los grupos, las asociaciones y las tendencias, no
hay diploma de Estado de psicoanalista, y la sesión de análisis sigue sin
estar cotizada en los baremos del Seguro Social.
Todavía más revelador de esta tendencia: el psicoanálisis es, a veces,
enseñado como tal en la universidad. Se sustentan hoy tesis de psicoa­
nálisis, y por qué no habría de ocurrir eso, en vista del saber acumulado
bajo ese registro, que pretende a la racionalidad, y puede entonces cons­
tituir el objeto de un recuento, de un cuestionamiento digno de estudios
superiores bien llevados. Salvo que en esos mismos sitios no se oculta
que el título otorgado no podría valer como autorización para ejercer.
Entonces, ahí está el hecho: los médicos, los abogados, los arquitectos
están autorizados para ejercer su profesión a partir del momento en que
están en posesión del diploma ad hoc; en cuanto a los psicoanalistas, de
todas las escuelas por igual, se niegan a contentarse con este camino
común. Y el Estado, también hay que admitirlo, los deja en una paz casi
regia sobre ese punto. Propongo que intentemos entender un poco por
qué.
Planteo aquí la hipótesis de que lo que muy pronto se llamó la “segunda
regla fundamental” sigue desempeñando un papel decisivo para los
freudianos de todas las corrientes, pues todos la sacan a colación con­
tinuamente: para ocupar el lugar de analista, es necesario primero ha­
ber llevado a buen puerto un análisis en la posición de paciente. Hemos
podido ver al pasar que esta “regla” databa de los primeros tiempos del
magnetismo animal, bien sustituida durante todo el siglo XIX por los
diversos defensores de la hipnosis. ¿Por qué diablos una honrada for­
mación universitaria no habría de incluir ese análisis “didáctico” ? Sim­
plemente al plantear la pregunta, vemos cómo se esboza una cierta son­
risa en los rostros: ninguno de los grupos de analistas que practican el
reglamentario “análisis didáctico”, ha sabido hasta el día de hoy produ­
cir criterios tales que pudieran valer más allá de su seno, para el conjun­
to de la comunidad, hasta el punto de que está permitido dudar de que
haya semejante “conjunto”. En el interior mismo de cada una de estas
mini-comunidades, en efecto, tienen lugar combates, regularmente, al­
rededor de estas cuestiones, sin que se instalen acuerdos muy durade­
ros. Ahora bien, una universidad no puede iniciar una prueba sin mos-
224 A n a to m ía de la tercera p erso n a

trar las condiciones en nombre de las cuales esa prueba se considerará


pasada con éxito o no, al menos sin designar los jurados que serán
investidos de ese poder (investidos por la Universidad, o dicho de otro
modo, por el Estado, única fuente de legitimidad). Y aquí estamos de
vuelta en la famosa “casilla de salida” : si en una cura, llamada en esta
circunstancia “didáctica” , se pudiera saber el punto que debería
alcanzarse, y si un tercero estuviera en posición de juzgar al respecto,
como es el caso en todos los procedimientos de “evaluación”, bueno,
pues ya no quedarían más que pequeñas dificultades técnicas que solu­
cionar para instalar, junto al control de los conocimientos, el control de
la habilidad mínima que calificaría al futuro analista, lanzado al merca­
do a partir de ese momento. Al mismo tiempo que el código, pasaría­
mos la conducción, y la licencia para analizar sería debidamente entre­
gada. Ahora bien, tras casi un siglo donde nada de ese tipo se pudo
poner en marcha, debemos admitirlo: tal no es el caso.
El Estado, tercero por encima de todos los terceros, como hemos podi­
do entreveren ciertos momentos de este estudio, el Estado nunca metió
verdaderamente la nariz en los asuntos analíticos. Esto no quiere decir
que sus agentes no deban tener conocimiento, por diversas razones, de
los defensores de esta práctica, culturalmente importante, aunque sea
socialmente marginal: el fisco inspeccionó el terreno desde hace ya
mucho tiempo, y sabe gravar como es debido unos ingresos que le im­
porta bastante poco saber con qué etiqueta se pasean. Los interesados
saben que en Francia, de acuerdo con una ley aprobada en 1978, las
profesiones médicas y paramédicas están exentas del IVA. Así, los
médicos y otros psicólogos que practican el análisis en Francia no pa­
gan ese impuesto, mientras que otros analistas, que no pueden presen­
tar esos diplomas de Estado, sí se encuentran sujetos a él. Esa distin­
ción no hace más que subrayar la ausencia de relación entre el psicoa­
nálisis y el Estado, donde este último sólo toma en cuenta, como es
debido de acuerdo con su lógica, los títulos que él mismo ha otorgado.
¿Analista? podría decir, si por casualidad hablara, ¿qué es eso? Psicó­
logo, m édico, k in esiterap eu ta, sociólogo, p rofesor, p siq u iatra,
antropólogo, periodista, todo eso, sí, me suena, pero “psicoanalista” ,
no, no lo ubico.
Desde hace casi treinta años, voces tan amenazantes como espantadas
esparcen regularmente la noticia: los tecnócratas del M ercado Común,
concentrados en su pasión por armonizar las legislaciones europeas,
pronto se inclinarán sobre esa habitual rechazada que es el psicoanáli­
sis, y ya andan elaborando el brebaje mortal que lo matará si los psicoa­
nalistas no saben federarse a tiempo, unidos todos ante el peligro polí­
tico y legislativo común. No estoy especialmente informado de lo que
R etorno a la transferencia 225

se hace o no se hace del lado de las legislaciones europeas, pero por


más diferencias que pueda haber entre Europa y cada uno de sus Esta­
dos, nada viene a dar testimonio del hecho de que su lógica difiera.
Ahora bien, esa lógica jurídica sólo puede tomar en cuenta una activi­
dad que exhiba su propia finalidad, sin importar cuál sea ésta (dañina,
llegado el caso, y entonces esa actividad será prohibida). En su resis­
tencia a ser enteramente reducida a la curación, lo médico, lo universi­
tario o la “investigación en ciencias humanas”, el psicoanálisis freudia­
no continúa quedándose en los linderos, en las espesuras, en los montes
de las tierras jurídicam ente susceptibles de entrar en el catastro.
Su relación con la racionalidad científica, que da vida a tantos colo­
quios y publicaciones diversos desde hace mucho tiempo, oculta casi
dicha relación con esa otra racionalidad, jurídica en este caso, que
entrama cada vez más nuestros vínculos sociales, esos vínculos pode­
rosamente remodelados desde el periodo revolucionario por la noción
de “representación”, y las múltiples aporías aferentes. Si el extraño
suspenso de la finalidad de] acto freudiano deja al análisis del mismo
nombre al margen de cualquier toma en cuenta por la lógica estatista,
¿cómo entender ahora el peso que Lacan le dio al valor -p o lític o - del
concepto de representación?

IV. 5. El sujeto representado

Al mismo tiempo que desplegaba, a lo largo de una enseñanza de más


de veinticinco años, toda una estrategia para desplazar el concepto de
“representación» en el sentido en que Freud había podido entenderla ,55
separando cuanto podía lo que, en ella, le pertenecía a la imagen y lo
que le pertenecía al símbolo, Lacan colocaba el otro valor de ese con­
cepto - “político”- en el corazón mismo de su definición central que,
lanzada a finales de 1961, habría de permanecer intacta hasta el fin: Un
significante representa al sujeto para otro significante.
Esta definición conjunta del sujeto y del significante (tal como el psi­
coanálisis los aprehende) gira efectivamente alrededor de una acepción
del verbo “representar” que parece no tener ningún valor figurativo
(¿quién iba a pensar que un significante tenía la misma cara que un
sujeto, y recíprocamente?). Algunos hablantes franceses, es cierto, se

55. Intenté describir esta problemática freudiana de la “representación incons­


ciente” en el capítulo III.3. de Le lasso spéculaire, págs. 192-231.
226 A natom ía de la tercera p erso n a

consideran capaces de no confundir el verbo “representar” y el verbo


“representar para”. Esta ilusión, con la que muchos se contentan, se
disipa rápidamente cuando nos acercamos a la dualidad del concepto
mismo. Dentro de la óptica cartesiana, no hay representación que no
sea representación de algo para alguien. Ego es, en todas las circuns­
tancias, ese “alguien”, lo que Lacan retomaba a su modo en su defini­
ción del signo (discretamente tomada de Peirce): Un signo es lo que
representa algo para alguien.56 A Freud, en el linaje de alguien como
Herbart, hoy retomado por algunos defensores del cognotivismo, le
habría gustado ciertamente que con su “representación inconsciente”,
se estuviera autorizado a concebir una representación que, aunque re­
presentaría debidamente algo, no lo hiciera para nadie. Lacan, por su
parte, luchó en ese frente, pero al mismo tiempo que rechazaba lo esen­
cial del sentido figurativo presente en Freud, jugó a fondo sobre el
sentido “político” de la noción de representación, ese sentido de acuer­
do con el cual, independientemente del grado eventual de semejanza,
algo (¿alguien?) puede ocupar el lugar de otra cosa (¿de otro alguien?),
y actuar en su nombre.
Contrariamente a la representación freudiana, el significante lacaniano
no tiene de ningún modo la ambición de ofrecerse como una imagen, en
cualquier grado que fuera, de lo que sin embargo “representa” . Su hete­
rogeneidad de principio con el significado que toma a su cargo -m ás o
menos apoyado sobre bases saussurianas- lo libera de entrada de esa
carga imaginaria, entregada, a su vez, sin reservas, al significado .57 De
ahí el hecho de que la palabra “para” en la definición dada por Lacan
adquiera un peso considerable, pues el significante ya no aparece allí
más que como ocupando el lugar de un sujeto enviado de ese modo al
lugar del autor en el sentido de Hobbes: quien se hace representar, o
quien es representado.
De este modo podemos comprender un poco el permanente doble valor
que el sujeto lacaniano no cesa de desplegar, por más esfuerzos que
hagamos para arrinconarlo de un solo lado: por una parte, es nada,
menos que nada, y cualquier intento por sustantivarlo, por darle un
mínimo de ser y de esencia deberá considerarse vano, pues queda ex-

56. C. S. Peirce, Écrits sur le signe [Escritos sobre el signo], París, Le Seuil,
1978, pág 121 : “Un signo, o representamen, es algo que ocupa el lugar, para
alguien, de algo bajo alguna relación o a título de algo”.
57. El precio que hay que pagar por relegar de ese modo al significado sólo en el
imaginario es más pesado de lo que se piensa, aunque difícil de poner en
cifras.
R etorno a la tran sferencia 227

cluido que dé un paso al trente él mismo en ningún escenario. Le falta


cualquier reflexividad, que le hubiera permitido anclarse aunque fuera
un poco en el ser, pero, por otra parte, lo vernos convertido, a ese hurón,
en el alfa y el omega, en lo a que los psicoanalistas lacanianos les gusta
blandir como la perla única, lo que hay que salvar de los múltiples
peligros dispuestos a ahogarla. Pues sin él, ningún significante repre­
sentaría nunca nada, incluso si una vez que se ha puesto en movimiento
la pareja significante/sujeto, nunca ese “sujeto” vendrá a quitarle el
protagonismo a un significante, a solas en el escenario a partir de ese
momento.
También en Hobbes, el autor no tenía otro estatuto que el de ser repre­
sentado ,58 en sus palabras y/o sus actos por otro distinto de aquél a
quien, por la relación llamada de autorización, le había sido delegada la
capacidad de ser un representante. La consistencia de este autor no
dejaba de variar según las situaciones en el texto mismo del Leviatán.
En el contrato jurídico trivial, el autor permanecía activamente presen­
te, ante todo en el sentido en que todo actor que dijera que actuaba en
nombre de un autor debía poder en todo momento dar la prueba de su
autorización. Incluso en ese marco mínimo, el autor no tenía en cual­
quier momento el derecho de despojar a su actor del mandato confiado
a él. La cosa se agravaba aún más en el caso del contrato social, pues
una vez designado conjuntamente el soberano, ninguno de los contra­
tantes que lo habían colocado en esa función podía, sólo por su deci­
sión, interrumpir esa relación de autorización, a la vez en razón de la
distributividad fundamental del acto, de la unidad de la persona ficti­
cia, y también por algunas razones estudiadas más arriba, inherentes al
abandono de un “poder de gobernarse a sí mismo” .
Estos recordatorios están aquí para que sintamos el paralelo - y nada
m ás- que busco establecer entre el sujeto lacaniano y el autor según
Hobbes. El interés de esta puesta en relación radica sobre todo en la
consistencia de esas entidades relativas. Como lo hemos visto, el autor
en Hobbes no debe ser concebido según el modelo de una autoridad
replegada sobre sí misma, de un ser viviente cuya individualidad plena­
mente afirmada se permitiría aquí y allá, y porque no puede actuar en

58. Sobre el hecho de que quien está de este modo representado sobre el escenario
político no aparezca en él como tal más que el sujeto lacaniano sobre el esce­
nario del significante, encontraremos un apasionante comentario en todo el
libro de Pierre Rosanvallon, con un título totalmente explícito: Le peuple
introuvable. Histoire de la représentation politique en France [El pueblo
inhallable. Historia de la representación política en Francia], Paris, Gallimard,
1998.
228 A n a to m ía de la tercera p erso n a

todas partes al mismo tiempo, ser “representada” por aquél (aquéllos) a


quienes él otorga una confianza momentánea, incluso parcial. Muy por
el contrario: este autor no es tal más que en tanto que resultado de la
relación de autorización, que él no anticipa para nada. Es inconcebible
un autor sin su actor, con respecto al cual no goza de ninguna anteriori­
dad ni temporal ni lógica. Surgen conjuntamente, ni más ni menos que
el significante y el sujeto en la perspectiva abierta por Lacan.
Al igual que con el autor de Hobbes cuando nos precipitamos a imagi­
narlo -d e manera errónea- como la fuente de la relación de autoriza­
ción, estaremos invenciblemente tentados a hacer del sujeto lacaniano
el corazón vibrante de todo lo que se efectúa del lado del significante.
En los dos casos es muy difícil deshacerse de una retórica de la irradia­
ción que, postulando como una evidencia un centro subjetivo de una
absoluta densidad, irradiaría sus rayos tan lejos como le es posible,
encendiendo y calentando a toda una cohorte de agentes intermedios. El
sujeto, en sí mismo, no sería nada, pero esa nada sería el centro de todo,
aquello alrededor de lo cual todo gravitaría. Hay que rechazar esas su­
gerencias solares, luminíferas y monocentradas con respecto al sujeto,
para abrirse nuevamente a la lógica trivalente de la representación.

IV. 5. 1. ¿Pero entonces quién es “alguien” ?

Un significante representa al sujeto para otro significante. ¿En qué


tono hay que decir y escuchar esto? Las páginas más claras de Lacan
sobre ese tema no lo son sin embargo hasta el punto de que baste con
remitir al lector a ellas, por tratarse de “Radiofonía” , quizás uno de los
textos más retorcidos en cuanto a la sintaxis. Cuando habla, bastante
largamente, sobre Copérnico, que seguía haciendo que todo girara en
círculos, aunque entonces fuera alrededor del Sol y ya no de la Tierra,
Lacan le contrapone a Kepler, el que supo romper los círculos y demás
epiciclos para aventurarse hacia la elipse y su doble foco, rompiendo
de ese modo definitivamente la unicidad del centro. Porque lo que si­
gue siendo esencial es afirmar la división del sujeto en juego en el
análisis, nunca ofrecerle ninguno de esos albergues conceptuales o
metafóricos en los cuales podría reunirse, volverse más denso, y con­
centrar un ser que lo llamaría, que lo haría uno. Su definición tiene que
desplegarlo de entrada como central y descentrado al mismo tiempo.
En esto viene a punto la operación de Kepler para ayudar a un Lacan
que busca ejemplos a fin de darse a entender, allí donde múltiples tradi­
ciones filosófica, religiosa, mística se encarnizan en concebir al sujeto
como reducido a la insecabilidad del punto geométrico.
R etorno a la transferencia 229

U na vez devuelta una unidad (globalizante) al yo especular, y sólo a él,


el sujeto lacaniano ya no está a cargo de esa función “uniana” que era
efectivamente, entre otras, la del Ich freudiano, y ese sujeto puede en­
tonces ser descrito como irreductiblemente clivado, pasible a partir de
eso de la escritura: S. Resta que por ese hecho es dualizado en su repre­
sentación, y no en su ser, pues no podríamos afirmar ni negar nada
sobre ese ser. Como el ser y el uno son comunmente recíprocos, si
queremos que ese sujeto no sea uno, es conveniente no otorgarle el ser.
No es que el no-ser le siente mejor; así que debemos más bien resolver­
nos a desertar la cuestión de su “ser ” ,59 para concebir su lugar y su
función en la economía libidinal donde se lo supone en acción.
En una página de una densidad particular, Lacan produce la articula­
ción del significante con el signo, un signo que él sigue entendiendo de
acuerdo con la definición de C. S. Peirce: “algo que representa algo
para alguien .60 Insistiendo sobre este último término -q u e aparecerá
como central en su operación- escribe:

El signo supone el alguien a quién le da un signo de algo. Es el alguien


cuya sombra ocultaba la entrada en la lingüística. Llamen a ese alguien
como ustedes quieran, seguirá siendo una tontería.61

¿Qué tontería? Lacan evoca discretamente, al respecto, varias: la “sig­


natura de las cosas”, en el umbral de la época moderna, la telepatía
donde Freud se atrevió a internarse, y más generalmente en la época
contemporánea, la comunicación, la idea de que hablamos solamente

59. Cuando Lacan, por alguna cartesiana razón, llega a jugar con el término, es
una vez más para encerrarlo en un díptico negativador: “O yo no soy, o yo no
pienso.” Cfr el seminario D ’un Autre à l'autre [De Otro al otro] donde esa
alternativa es emplazada.
60. Otra versión, del propio Peirce: “Defino un signo como algo que está determi­
nado por alguna otra cosa, llamada su objeto, y que, por consiguiente, deter­
mina un efecto sobre una persona, efecto al que llamo su Interpretante, y este
último está por lo mismo de manera mediata determinado por el primero.
Agregué ‘sobre una persona’ como para echarle un dulce a Cerbero, porque no
tengo esperanzas de dar a entender mi propia concepción, que es más amplia”;
C. S. Peirce, Écrits sur le signe, op. cit., Paris, Le Seuil, 1978, pág 51. En su
nota explicativa asociada a esta “concepción más amplia”, G. Deledalle, quien
reunió, tradujo y comentó estos textos de Peirce al francés, agrega: “El
interpretante no es el que interpreta, hablando propiamente. El interpretante
es un signo y no una persona.”
61. J. Lacan, “Radiophonie”, Scilicet 2/3, París, Le Seuil, 1970, pág. 56. [En
español; “Radiofonía”, in Psicoanálisis, radiofonía & televisión, Barcelona,
Anagrama, 1977, pág. 11. Nuestra traducción es diferente, aquí y más adelan­
te, de esta versión.]
230 A n a to m ía de 1.a tercera persona

para “comunicar” . En todas estas concepciones, el “alguien” es por


fuerza un sujeto en el sentido egoico del término, que siempre pone en
línea un “signo” y un “algo” (ese algo sería a su vez un signo). La lógica
de la representación predomina entonces en un sentido eminentemente
“clásico” (Port-Royal es aquí tan decisivo como Descartes en sus M e­
ditaciones), un sentido que permanece totalmente ambiguo, jugando
igualmente con el valor imaginario (la representación “se asemeja” a la
cosa), comò con el valor llamado “político” (la representación sólo está
asociada a la cosa por convención, y la “representa”, actúa en su lugar
y en su nombre, en el proceso retórico y demostrativo). Descartes aco­
moda así codo con codo estas dos posibilidades ,62 que Lacan no cesa
de diferenciar. Porque apenas el vínculo del signo con la cosa es esbo­
zado por él de la manera más clásica, por intermedio de ese “alguien” ,
él se ocupa de explicitar en qué el significante “cae” al signo:

Si el significante representa a un sujeto, según Lacan (no un significado),


y para otro significante (lo cual quiere decir: no para otro sujeto), enton­
ces, ¿cómo puede ese significante caer al signo que, de memoria de lógi­
co, representa algo para alguien? [...] Psicoanalista, es del signo que estoy
advertido. Si me señala el algo que tengo que tratar, sé, por haber encon­
trado la manera de romperei engaño del signo con la lógica del significante,
que ese algo es la división del sujeto: dicha división se apoya en el hecho
de que el otro sea lo que hace el significante, por lo cual no podrá repre­
sentar a un sujeto más que por ser uno solamente para el otro/’3

Líneas decisivas, y más bien escasas en la enseñanza de Lacan, en la


medida en que lo que se dice allí constituye una especie de bajo conti­
nuo, que escuchamos todo el tiempo sin nunca conseguir aislarlo bien
corno tal. La subversión primaria de la definición clásica del signo no
se refiere en un inicio al famoso “alguien”, sino al “algo” que pasa por
ser representado. Sensible a la duda hiperbólica cartesiana que le va en
ese momento como anillo al dedo, Lacan suspende cualquier idea de
objeto que estaría de ese modo “representado” en el signo, y por ello
ese signo, reducido a su materialidad sonora o gráfica ya no está más
que a la espera de otro signo, de un vecino, que tampoco valdrá más
que por su vecindad futura, y así todos y cada uno revelan una faceta de
su funcionamiento que la definición clásica del signo ocultaba: lejos de
ser en su fundamento un átomo de significación, cada signo es ante

62. Ver la problemática general de la “figura” en Descartes, entre otros lugares a


todo lo largo de la regla XII de las “Reglas para la dirección del espíritu”
(Oeuvres philosophiques. Ed. Alquié, París, Garnier, 1963, págs. 134-158).
63. J. Lacan, “Radiophonie”, op. cit., pág. 65. [En español: “Radiofonía”, op. cit.,
pág 24-25.]
R etorno a la transferencia 231

todo, en su efectuación significante, elemento de una cadena sin la cual


no es nada. Ahora bien, esa cadena no se sostiene, sus elementos no
están concatenados más que si se supone un sujeto de un tipo nuevo, un
sujeto que ya no infiere nada del signo a la cosa, ya no constituye “re­
presentaciones” que figurarían a las cosas, situadas fuera de ellas, sino
que resulta constantemente dividido, clivado, tachado por la dualidad
significante con laque se enfrenta pues forma su bisagra. Así se obtiene
también el “uno” del significante según Lacan, unidad que ya no le
debe nada a algún enarcamiento imaginario donde significante y signi­
ficado encontrarían su correspondencia en la unidad globalizante del
signo, sino por el contrario, elemento estrictamente simbólico que asienta
su unidad singular en la repetición. Ese significante es “uno solamente
para el otro”: en la exacta medida en que está vinculado con su otro,
cada uno será uno. La fundamental dualidad del uno se encuentra así en
parte regulada en la nueva definición del sujeto que se desprende de
esta situación, la cual lo consagra a no estar nunca más que representa­
do.
Hay aquí algo que continúa hiriendo la sensibilidad contemporánea: se
supone, no sin razón, que el psicoanálisis es lo más íntimo y lo más
agudo que hay en la singularidad subjetiva, y resulta que el psicoanáli­
sis proclama la ausencia por principio del sujeto agente, responsable,
fuente de decisión y de libre albedrío. A la inversa, ese sujeto que el
psicoanálisis promueve con Lacan no aparecerá nunca en sí mismo,
sino solamente en la representación significante que lo cliva inexora­
blemente. Lo decisivo en el asunto le corresponde al vínculo, que Lacan
efectúa inmediatamente en esa página de “Radiofonía”, con otro clivaje,
otra inadecuación fundamental:

Esta división repercute los avatares del asalto que. tal cual, la enfrentó al
saber de lo sexual, traumáticamente por el hecho de que este asalto esté
condenado de antemano al fracaso por la razón que ya dije, que el
significante no es propio para dar cuerpo a una fórmula que sea de la
relación sexual. De ahí mi enunciación: no hay relación sexual, sobreen­
tendido: formulable en la estructura/’4

¡Curiosa “repercusión” ! Pero Lacan no ofrecerá otra imagen para echar­


se al buche a fin de hacer vínculo de lo sexual con el lenguaje: este
último viene a repetir, en la división subjetiva que implica, ese desga­
rramiento que hace del primero un rompecabezas sin fin. De estas dos

64. J. Lacan. “Radiophonie”, op. cit., pág. 65. [En español: “Radiofonía”, op. cit.,
pág 25.] El subrayado del verbo “repercutir” es mío.
232 A n a to m ía de la tercera persona

determinaciones, sexualidad/lenguaje, que dominan la escena analítica


desde Freud, Lacan dibuja aquí su homotecia formal: del mismo modo
que un sujeto no mantiene con un objeto una relación cuyo valor sería
la “representación” de este objeto, tampoco la determinación sexual
hombre/mujer constituye una pareja que, a través del acto sexual, esta­
blecería una relación de un sujeto sexuado con el otro. “No hay rela­
ción sexual” es entonces un enunciado que forma parte eminentemente
de la lógica significante en el sentido en que subraya que no está permi­
tido inferir unívocamente de un signo (sexual) su referente (un sexo
dado), porque se ocupa de la determinación subjetiva, y de nada más.
Si es cierto que el sujeto es representado por un significante para otro
significante, entonces... no hay relación sexual. En cambio, si el sujeto
es concebido como un agente responsable, como es el caso, por ejem­
plo, en la concepción cristiana, ya prácticamente no hay problema para
concebir semejante relación sexual. Tiene incluso un valor constante­
mente susceptible de ser dicho: la relación de un hombre y de una mu­
jer equivale ya sea a un niño, o a un deber. Y si no, es pecado.
Nuestros contemporáneos se complacen en contradecir estos valores
en decadencia y prefieren en su lugar, como constitutivo de esa rela­
ción, al goce. Tampoco él viene infaltablemente a ordenar la relación, y
la regulación de cada uno sobre la fantasía es de un tipo distinto de un
vínculo directo con un supuesto “objeto” entendido en el sentido del
Gegenstand, en el sentido de lo que se tiene frente a sí, en el mundo
sensible. De tal modo que, una vez divulgado que el funcionamiento
significante implica por sí solo un sujeto, ese sujeto no se mantiene
como tal cuando el significante, para retomar aquí la enigmática expre­
sión de Lacan, “cae al signo” que, por su parte, posiblemente hace rela­
ción. Entonces es necesario acercarnos todavía un poco más a las pocas
líneas de Lacan, al final de esa página 65 y al comienzo de la siguiente, en
el número 2/3 de Scilicet [En español: “Radiofonía”, op. cit., pág 25.].

Ese algo donde el psicoanalista, al interpretar, realiza intrusión de


significante, ciertamente yo me extenúo desde hace veinte años para que
él no lo tome como una cosa, pues es falla, y de estructura.
Pero que él quiera convertirlo en alguien es la misma cosa: eso va a la
personalidad en persona, total, como llegado el caso se vomita.
El menor recuerdo del inconsciente exige sin embargo mantener en ese
lugar al algún dos, con ese suplemento de Freud de que no podría satisfacer
ninguna reunión más que la reunión lógica, que se inscribe: o uno o el otro.

El prim er párrafo muy bien puede pasar como una lejana alusión a
Maurice Bouvet y a su convicción de acuerdo con la cual el analista no
ofrecía, en cada una al igual que en la totalidad de sus intervenciones,
R etorno a la transferencia 233

nada más que su “falo” . Lacan dice que “se extenúa desde hace veinte
años” (lo que remite efectivamente a los años cincuenta) yendo en con­
tra, pero desde Bouvet el enemigo ha cambiado, y sin contar con el
apoyo de pruebas particulares, está permitido pensar que este ataque
contra la “personalidad total” remite tanto a Nacht y a su preocupación
por la “presencia” del analista, como, quizás, a la crítica de Lacan con
respecto de la noción de “respuesta total del analista” que Margaret
Little 65 había destacado a partir de 1957.

IV. 5. 2. “...aquél p o r quien el significante vira


al signo ”

¿Qué vemos entonces surgir para contrarrestar a este “alguien” al que


reduciríamos demasiado apresuradamente, en opinión de Lacan, a la
personalidad y su supuesta fundamental unidad? Nada más que una
curiosa invención terminológica, ese “algún dos” que debe ser entendi­
do, a su vez, “en ese lugar”, es decir, “allí donde el psicoanalista, al
interpretar, hace irrupción de significante” . Es ese lugar el que Lacan
quiere limpiar una vez más de las presencias que obstruyen y hacen que
se pierda de vista, al mismo tiempo, la arista de la transferencia y el
sujeto vinculado al significante. Ningún tipo de unidad vendrá por sí
mismo a reducir ese “algún dos” de la irrupción significante, y por lo
tanto, para que el alguien entre en escena, ahora será necesario... intro­
ducirlo, pues el significante no basta para garantizar ese trabajo, ni
tampoco el famoso “dispositivo analítico”. Esta manera de plantear a la
transferencia por su faz significante 66 у порог la del signo, deja libre la
valencia a la que Lacan podrá enganchar de otro modo aun alguien que
no será ni exactamente el uno ni exactamente el otro de los dos partici­
pantes, pero por el cual, de seguro, el significante va a “caer”, va a
“virar” al signo:

Siendo así del punto de partida de donde el significante vira al signo,

65. Margaret Little, “La réponse totale de l’analyste aux besoins du patient” [“La
respuesta total del analista a las necesidades del paciente”], International
Journal o f Psychoanalysis, 1II-IV, vol. 38, 1957. Artículo largamente comen­
tado por Lacan en la sesión del 30 de enero de 1963, en ocasión de su semina­
rio L'angoisse [La angustia],
66. Que no deja de hacer eco, dicho sea de paso, con el primer sentido del término
en Freud, cuando hablaba de ella en plural a propòsito de los restos diurnos.
234 A natom ía de la tercera persona

¿dónde encontrar ahora el alguien, que es necesario procurarle urgente­


mente?
Es el hic que nunca se hace nunc más que al ser psicoanalista, pero tam­
bién lacaniano.

La operación debe ser leída, como ocurre con frecuencia, en el desplie­


gue de esta escritura de Lacan: el analista no es ese alguien, autoriza su
aparición por el hecho de que se hace67 ese nunc por el cual ese alguien
se encuentra localizado, dom iciliado. Que ese analista deba ser
“lacaniano” parece tener que ser leído aquí como: apto para reconocer el
juego del sujeto supuesto saber. Esto se confirma algunas líneas más ade­
lante, al término de su comentario alusivo al “no hay humo sin fuego”:

[...] Lo que peca si se ve el mundo como fenómeno, es que el noumeno,


por no poder a partir de eso hacer signo más que para el nous, o sea: al
supremo alguien, signo de inteligencia siempre, demuestra de cuánta po­
breza proviene la vuestra si se supone que todo hace signo: es el alguien
de ninguna parte el que debe urdirlo todo.6K

A ese “alguien de ninguna parte” -D ios con toda seguridad, que tuvo
derecho también al apelativo de sujeto supuesto saber (en ciertas con­
diciones cartesianas específicamente)-, Lacan lo hace entonces alguien
po r quien el significante cae al signo, sin que ese significante encuentre
por él mismo ninguna súbita transparencia que lo haría simple mensaje­
ro simbólico de un objeto presente en no sé cuál “realidad” . El viraje de
estos significantes al signo -q u e la transferencia efectúa colocando en
el escenario a un sujeto supuesto saberen esa postura de! “alguien” que
todo signo requiere- no inicia su “punto de partida” en calidad de
“significantes”, y deja por el contrario perceptible esa disposición fue­
ra de sentido, al menos para el analista al que se supone aquí “lacaniano”
porque no se precipitará demasiado a tomarse lisa y llanamente por ese
“alguien” .
Vemos hasta dónde intenta Lacan hundir el cuchillo entre la representa­
ción/mimesis y la representación/lugartenencia. Al igual que otros, sin
embargo, no puede separar lo que supo distinguir tan bien, y sería un
error imaginar que con él se habría acabado con la representación “clá­
sica”. Si el sujeto supuesto saber es efectivamente ese “alguien” por

67. Ver la serie de los “hacerse” con los cuales Lacan describe a veces el carácter
activo de la pulsión: hacerse tragar, hacerse cagar, hacerse ver, hacerse oír.
68. J. Lacan, “Radiophonie”, op. cit., pág. 67. [En español: “Radiofonía”, op. cit.,
pág 27.]
R etorno a la transferencia 235

quien el significante vira al signo, entonces la transferencia tal como


Lacan la presenta supera con mucho el marco del amor donde Freud
había buscado reconocerlo. Se vuelve ahora aparente de qué modo ese
movimiento por el cual el signo - y por lo tanto el sentido- se emplaza
a través de la suposición, la postulación de que efectivamente hay ese
alguien “cuya sombra ocultaba la entrada en la lingüística” . El amor,
siempre potencialmente presente, viene en ese mismo movimiento para
constituir una dirección, del mismo modo que la flecha constituye su
blanco en la precipitación que la apresura hacia ella. ¡Que toda esta
marea desencadenada por la regla fundamental y el dispositivo repeti­
tivo que la apoya no se pierda en un vagido sin sentido! ¡Que por lo
menos el suspenso metódico de toda representación meta deje una a
salvo, al menos una! Y ahí está la transferencia: ese dato general vincu­
lado a la fabricación del sentido, con la elaboración de ese saber que
alguien como Sócrates manipulaba con gran destreza. Surge como ré­
plica a la regla fundamental, esa especie de Pitonisa charlatana y tonta
de la que uno espera, paciente, el destello de una verdad. “Tu palabra
ya no te pertenece”, podría perfectamente decir el analista al analizante,
si todavía supiera dar muestras de la osadía de Freud con Fraulein
Elisabeth. La réplica del paciente sólo sería todavía más mordaz: “Como
yo suscribo lo que tú estás diciendo, entonces tu imagen tampoco te
pertenece.” Así, el análisis estaría en el origen de una nueva ley del
Talión, vinculada al funcionamiento de la palabra: el “alguien” por el
cual el sentido fluye a mares ya no debe ser confundido estrictamente
con el interlocutor (en este caso, para ninguno de los dos que hablan).
Lo cual, por supuesto, coloca al análisis en el diapasón de cierto viraje
de la cultura en este siglo, que pregunta “¿Qué es un autor?” o, más
radicalmente, “¿Quién habla?”
Lacan, por su parte, desplaza esta cuestión, cesa de centrarla en un
sujeto gramatical tan rápidamente seguro de su personación, para seña­
lar más claramente con el dedo el hecho de que la sola suposición de un
blanco basta para garantizar la existencia de un sentido, así como la
consistencia de su agente local: el signo. El sujeto supuesto saber, esa
formación “no artificial, sino de veta” , como lo presentaba en la “Pro­
posición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela” ,
tiene algo de un filón cuya explotación permitiría extraer el mineral
inagotable del sentido, y del signo que lo compone. Salvo que su grado
de existencia presenta, en su mismo título, una titulación precisa: una
suposición, y nada más. Q uisiera, por últim a vez, m ostrar cómo esto
-q u e puede pasar por una extrema sofisticación muy digna del estilo
deliberadamente oscuro de L acan- es una preocupación respetada por
236 A n a to m ía de la tercera persona

la mayoría de los analistas, incluyendo algunos que no pueden ver a


Lacan ni en pintura.
¿Por qué, en efecto, se obstinan los analistas, sin que consigna ni con­
sejo alguno se les dé al respecto, en mantener fuera de la escena analí­
tica toda individuación demasiado aparente o decisiva de ese “alguien” ?
Su hoy secular prudencia con respecto de toda ingerencia del Estado
puede referirse a algo distinto de un individualismo puntilloso o de no
se sabe qué anarquismo corporativista: si es cierto que el movimiento
mismo por el cual se establece lo que constituía ya, según el decir de un
Jung que se encontraba con Freud por primera vez :69 “el alfa y el ome­
ga” de la práctica analítica, a saber, la transferencia, implica la puesta
en servicio de semejante suposición, cualquier efectuación demasiado
positiva la matará en cuanto tal. Cada analista puede estar advertido de
ello, no leyendo pesados tratados, sino comprometiéndose imprudente­
mente en esa posición del tercero, dándole súbitamente demasiada con­
sistencia. Ni él ni nadie está autorizado para investir plenamente ese
lugar, mientras que lo sostiene activamente con su reserva. Sin embar­
go, le es muy fácil jugar al rinoceronte en la cristalería; por ejemplo,
poniendo demasiada atención a los intereses de su paciente; o hablando
indebidamente de lo que proviene del diván en algún otro escenario
(profesional, familiar); o más sutilmente aún, argumentando con una
supuesta ley (como el pago de las sesiones faltadas) para exigir cual­
quier cosa de otro modo que no sea en su nombre. De manera general,
cuanto más busque un apoyo del lado de la “realidad” -jugando al juez
de instrucción, al sabio o al clínico advertido-, tanto más ese alguien
por el cual el significante vira al signo adquirirá una consistencia inde­
bida, y tanto más el analizante y el analista intercambiarán signos, en
connivencia, por supuesto. De cierta manera, esto es fatal, por lo cual
Lacan quiso subrayar el hecho de que la resistencia en el análisis debe
entenderse ante todo del lado del analista. Pues le corresponde a este
último, y sólo a él, velar para que ese inevitable alguien no la regresé a
cada momento al recinto analítico. Cuanto más presente esté, tanto más
el viraje del significante al signo, al esforzarse por mantener dócilmen­
te alejada una especie de persecución vinculada al impacto de la letra
sobre el sujeto, dará muestras de una tonalidad paranoica centrada en el
capricho de ese “alguien” .
Hacer que el paciente adivine la manera en que su “alguien” entra en
escena, se introduce en la división subjetiva, de qué modo ciertos

69. En respuesta a una pregunta de Freud: “¿Qué piensa usted de )a transferen­


cia?” Y ese mismo Freud le contestó a su vez: “Ha comprendido usted lo
esencial.”
R etorno a la transferencia 237

significantes “viran” asi al signo, forma parte con toda seguridad del
registro del analista; pero ocupar deliberadamente ese lugar de alguien,
o (dejar) hacer que sea ocupado por otro, cualquiera (o lo que sea),
equivaldrá, más o menos, de manera mediata o inmediata, a hacer caso
omiso de la transferencia, a volver a hacer el impasse común sobre ese
viraje del significante al signo, y por lo tanto volver a jugar con el tipo
de verdad vinculada al signo. Por esto, también, aunque a algunos no
les agrade, el analista en la transferencia no puede pretender ser un gran
clínico. Lo es, según la medida de sus talentos en este terreno, por el
hecho, efectivamente, de que se instala en el nivel de los signos, que
sopesa finamente sus diferentes valores de verdad, con esa sagacidad
mitad ingenua y mitad experimentada del clínico que sabe leer los sig­
nos y no se deja engañar; pero, al hacer esto, habrá desertado de su
función de agente de la transferencia, que equivale a vaciar incansable­
mente al alguien de las presencias superfluas siempre listas a atiborrar
ese lugar, a darle demasiada consistencia, logrando al mismo tiempo,
sin embargo, no vaciar nunca a ese alguien mismo, no echarlo junto con
el agua de la bañera.
La dificultad de la operación se encuentra allí, o prácticamente. El su­
jeto supuesto saber es ese bebé que ante todo es preciso separar del
agua de la bañera, si se quiere que pueda ser un día tirado a la basura.
Sempiterno Moisés, que espera pacientemente a su Poussin,70 será en
todo caso el agente por el cual el significante vira activamente al signo.
Aquél por el cual el signo develará -¡quizás ésa es la apuesta!- lo que
debe, no sólo a las realidades que toma a su cargo y ordena, sino a su
fábrica significante, aquélla donde la historia del sujeto se ha entrama­
do entre sexo y lenguaje, miedos y gozos mezclados, placeres y pala­
bras entrechocadas. Boquiabiertas.

70. Ver la verdadera celebración que da Yves Bonnefoy de la serie de “Moisés


salvado de las aguas” pintada por Poussin durante su estadía en Roma, in
L'arrière-pays, Ginebra, 1972, págs. 154-155.
Conclusion

Por el equívoco y la interrogación que mantiene sobre la persona a la


que apunta, la transferencia planteada por Freud echa una luz intensa
sobre esa tercera persona con la cual las gramáticas se quedan, en con­
junto, un poco cortas con su “neutro” . En una obra que conserva su
carácter pionero, Les mystères de la Trinité [Los misterios de la Trini­
dad 7, D any-Robert Dufour ya había abierto pacientemente el abanico
al cuestionar a esta tercera persona, ciertamente a partir de sus coorde­
nadas lingüísticas, pero mucho más allá también:

“Él”, he aquí otra palabra mágica más. El "yo” hacía surgir una verdad
anterior a toda prueba, que desembocaba en el mundo antes de todo con­
trol; el “él” es un fabuloso operador kinestésico, y cada hablante lo usa del
modo más trivial del mundo [...]. “El”, esa simple palabra realiza enton­
ces un inmenso prodigio: hace ver lo que no está presente. “El” re-presen­
ta lo que está ausente. En otros términos, “él” vuelve posible el escenario
de la representación.1

En tanto habría un “mundo” en efecto, entonces cualquier cosa puede


ser convocada ahí sin dificultad en esas dos pobres letras. Salvo que,
con el psicoanálisis, un tercer comparsa vino a instalarse en este lugar
de manera estable, justo entre el “él” de “él me dijo” y el “él” tácito de
“hay... ”. Llamarlo “el inconsciente” , o el “Ello”, o “el Otro” no es,
ciertamente, equivalente pero permanece como hipótesis de escuela.
En cambio, el “hecho” de la transferencia, como Freud se desvive en
nombrarlo, viene bastante claramente a remachar su cuña en pleno co­
razón de esta tercera persona, y esto desarrolla consecuencias de im­
portancia para los mismos psicoanalistas, no sólo en sus preocupa­
ciones de clínicos en el hilo de las curas, sino también en sus asociacio­
nes diversas, y los lazos que a través de ellas tejen -o n o - entre ellos y
con el Estado.

1. D.-R. Dufour, Les mystères de la Trinité, París, Gallimard, 1990, pág. 95.
240 A n a to m ía de la tercera persona

Para convencerse de que esos lazos corresponden primero a cierta prác­


tica de la transferencia, era necesario adentrarse en este largo rodeo
historizante por el que se develó en parte lo que el Estado moderno
mismo debe a esta conquista y extensión de la tercera persona a partir
de la noción de persona ficticia. Sin ella, sin la nueva dimensión de
representación que hace montar sobre el escenario de la historia, la
lenta construcción de esos Estados no hubiese sido posible, o hubiese
sido otra. Si uno no pone atención a este eje principal de laracionalidad
política contemporánea, la ausencia fundamental de relaciones entre
esos mismos Estados y los psicoanalistas no podrá ser encarada sino
desde un ángulo muy anecdótico, pues la disparidad aparente de los
términos deja demasiado campo para los condicionamientos imagina­
rios. Más vale entonces afirmar que el no encuentro del analista y del
Estado tiene lugar primero sobre este terreno de la tercera persona que
entrega así, bajo los fuegos cruzados de la transferencia y del poder de
Estado, un poco más de su anatomía.
La oposición parece primero plena y entera: el Estado se construyó
como el tercero por excelencia, el que preside el reconocimiento de
todos los otros, que determina a todos los otros como otras tantas “per­
sonas” que hablan y actúan en su nombre o en el nombre del prójimo.
Llegado el caso, lleva a la existencia en tanto persona igualmente a
todas esas “otras cosas” que, sin él, no habrían podido ser consideradas
como sujeto de derecho. Por otra parte, se habrá podido ver que, en
Freud y Lacan al menos y teniendo en cuenta todas las diferencias, el
tercero que la transferencia pone enjuego es mantenido en un suspenso
técnico muy singular: una representación para uno, una suposición para
el otro. Al tercero m uy sólido del Estado, ese tercero del que nadie
puede dudar puesto que de él proviene toda legitimidad concebible, le
replicaría esta sombra de objetivo, o esta hipótesis testaruda, tan impal­
pable en su ser como devastadora a veces en sus efectos, y a la que
Lacan fue el primero en darle un nombre casi propio: sujeto supuesto
saber. Ningún comentario de esta apelación bastará para conferirle su
real poder heurístico si se la confina solamente al campo del saber psi-
coanalítico donde toma sin embargo su raíz, o si nos contentamos con
soñar con su ruina como una forma moderna de la “liquidación de la
transferencia” .
Pues transferencia freudiana y poder de Estado se conciben, sobre este
terreno de la tercera persona, como dos consecuencias opuestas del
acabamiento de la noción de representación, cuando ésta consiguió
adjuntarse un sentido político ausente hasta ese momento. A partir del
momento en que “representar” pudo significar también “actuar en nom­
bre de algún otro”, entonces, no sólo se pudo concebir ese lazo político
C onclusión 241

que la teoría de los dos cuerpos del Rey había fracasado en tejer de un
cuerpo con el otro, de un humano con su cargo, de una multitud disper­
sa con su unidad soberana, sino que en la intimidad de una relación
dual, se tramó un nuevo equilibrio de la personación en el “sujeto” . Si
el cogito cartesiano fue en efecto contemporáneo del gran encierro de
los locos, lo fue también de esta ampliación y de esta trivialización del
concepto de “representación” , debido a la introducción -e n el campo
filosófico prim ero- de la noción de representación jurídica, luego polí­
tica. Por ella en efecto, la representación mental podía, por su parte,
desprenderse cada vez más del objeto que ella “representaba” en la
medida en que no tenía ya que respetar las mismas constricciones
miméticas: también se le volvía permitido “representar” sin demasiada
preocupación por la semejanza. Con toda claridad, en el mismo D es­
cartes, se ve al verbo “representar” liberarse de esas obligaciones
miméticas (tramadas por el Renacimiento y su arte de la perspectiva) y
encontrar, dado el caso, tanta legitimidad en lo arbitrario y la conven­
ción como en la semejanza depurada a partir de los rasgos del objeto.
Yo puedo (ego puede) decidir representar cualquier realidad por cual­
quier signo de mi elección, a condición de que se lo advierta al lector,
y permanezca fiel a esa elección en la continuación del discurso. A mi
guisa, podré siempre elegir tal o cual representación, sea o no semejan­
te. A la vía pasiva - la representación como “impronta”- se le adjunta
en adelante claramente la vía activa: ego forja tal o cual “figura” cuan­
do tiene necesidad de ello.
Recíprocamente, incluso cuando la representación política no implica­
ba, con los Constituyentes, ninguna semejanza de principio entre el
representante y el representado ,2 su puesta en práctica en los procedi­
mientos de elección ulteriores no habrá cesado de plantear el problema
de cierta semejanza entre aquellos dos. Se lo habrá visto con el régi­
men del Terror, que llevó esta semejanza hasta la identidad. En su últi­
ma obra, Pierre Rosanvallon 3 m uestra muy bien por otra parte que a
fines del siglo XIX, en reacción al anonimato numérico del voto demo­
crático en el cual el elector veía disolverse los rasgos distintivos de su
identidad social, se encaró como cada vez más positiva una cierta se­
m ejanza allí donde los Constituyentes se habían esforzado, por su
parte, en hacerla desaparecer apelando al “espíritu de cuerpo” . A sí se

2. E incluso, se puede decir, la proscribía, puesto que el Representante no debía


entonces, sobre todo, actuar en nombre de aquellos que lo habían designado,
sino solamente en nombre de la “Voluntad general” que debía ser su único
punto de referencia, su única preocupación.
3. Pierre Rosanvallon, Le peuple introuvable, op. cit.
242 A n a to m ía de la tercera persona

vio impulsar la idea de que los obreros no podían ser verdaderamente


representados sino por obreros. De manera todavía más caricatural,
Émile de Girardin, en un artículo célebre escrito antes de la elección
del presidente de la segunda República, hizo votos por la candidatura y
la designación en ese puesto de un perfecto desconocido, de un hombre
cualquiera, por ello mismo hombre del pueblo, y por lo tanto... muy
apropiado para representar al citado pueblo. Fuera de este razonamiento
vertiginoso propio de la representación democrática, la tensión hacia
cierta semejanza debía conducir, sin embargo, poco a poco vía la in­
vención de los partidos políticos modernos, a la idea de “representa­
ción proporcional” que, desde los años veinte rige con mayor o menor
fortuna nuestra vida política: cada diputado presenta, grosso modo, el
color político de la mayoría que lo eligió.
Si la representación mental conoció muy rápidamente, por lo tanto, un
relajamiento de sus exigencias miméticas gracias a la representación
política, esta última, en el largo y tumultuoso curso de su puesta en
acción, debió integrar poco más o menos esas exigencias miméticas
que ella misma había servido para atemperar, desembocando así en una
noción irreductiblemente compleja de la representación. En lugar de
pretender mantener con firmeza a distancia uno del otro estos dos as­
pectos, más vale, entonces, estudiar sus tensiones internas: pues cuánto
más la representación se instaló como la norma en política, tanto más la
antigua cuestión de la pertenencia a sí mismo se reguló en relación con
la cosa del Estado. La perdida de la dimensión religiosa, hasta entonces
inherente a los reagrupamientos humanos, posee con seguridad coor­
denadas complejas, pero no se podría insistir demasiado, en esta irrup­
ción progresiva de la laicidad en el corazón de los Estados modernos,
sobre el peso del concepto de representación que ligaba así a cada uno
con la nueva soberanía. Se volvió difícil captar con suficiente rapidez
un movimiento alternativo, que no corresponde sino a una remisión
incesante de uno de los valores de ese concepto al otro: por un lado, la
representación (mimètica) se ofrece como un mundo cerrado, en donde
nada falta sino temporalmente, cuando por el otro, al mismo tiempo, la
representación (política) no cesa de sugerir un punto de perdida total e
irreductible que resulta rápidamente un punto de respiración indispen­
sable. El mensaje es contradictorio, y quien quiera ahorrarse esta con­
tradicción se hace muy pronto, así fuera de mala gana, el apóstol ino­
cente de la representación, en el momento mismo en que creería hacer­
se su vigoroso crítico.
Del lado del cierre: no se ve verdaderamente, a primera vista, qué es lo
que podría, en efecto, escapar a un sistema representativo. Hobbes:
“Hay pocas cosas que no puedan ser representadas de manera ficti-
C onclusión 243

cia ” .4 Descartes: “[...] con seguridad, la diversidad infinita de las figu­


ras basta para expresar todas las diferencias de las cosas sensibles ” .5 No
vale la pena, según parece, ir a buscar no sé qué región del ser que
escaparía sin apelación a la ley de bronce de la representación; si es que
no es Dios Padre, pero se ha visto que, por lo menos cartesianamente,
Su poderío soportaba muy bien ejercerse fuera de esta racionalidad
nueva que ambicionaba en adelante, por su parte, regentear lo sensible.
La idea de “mundo” en tanto totalidad cerrada de los entes, idea muy
curiosa si uno se detiene en ella, resulta rápidamente no ser aquí sino
uno de los numerosos subproductos del concepto de representación, en
tanto sugeriría silenciosamente una clausura de lo visible sobre sí mis­
mo, una y otra vez capaz de manifestar lo sensible. No solamente lo
sensible, sino todo lo sensible. La representación juega entonces como
un lecho de Procusto para el objeto o el acontecimiento del que sería la
recuperación mental, o también la persona del autor que ella produce
como uno de sus polos: si se supone por sólo un instante que habría
dejado algo de lado, ella se asombra ¿Qué? ¿He olvidado algo, acaso?
Valiente niña, ella está dispuesta a todos los arreglos, a todas las revi­
siones y rectificaciones que se quiera, está incluso allí para eso. Pues
apenas se le habrá señalado, en alguna ocasión, el olvido del que se
trata, y ya ella lo habrá integrado. Su campo, así como el poder del
soberano en Hobbes, no es infinito, sino que es posiblemente 6 ilimitado.

4. T. Hobbes, Leviatán, op. cit. , pág. 164.


5. R. Descartes, “Regles pour la direction de l’esprit’*, Oeuvres philosophiques,
ed, Alquié, París, Gamier, 1963, Tomo I, pág. 138. Ver también el excelente
estudio de Vincent Julien, Descartes, la géometrie de 1637, París, PUF, 1996.
6. Esta cuestión sigue siendo el objeto de apuestas epistemológicas contradicto­
rias, y de una gran amplitud: la disputa científica surgida de los primeros
adelantos de la física cuántica y del principio de incertidumbre de Heisenberg
condujo en efecto a algunos a sostener la tesis de una limitación interna propia
para todo sistem a rep resen tativ o . N iels B ohr y su p rin cip io de
“complementariedad” se opusieron así a las convicciones intimas de Einstein
según las cuales las incapacidades entonces presentes de la teoría cuántica
para representar la totalidad de la realidad en juego en su campo eran, por
esencia, remediables. Aliada, con mayor o menor fortuna a veces, a las tesis
godelianas sobre la incompletud de los sistemas lógicos superiores al primer
orden, esta brecha en la clausura y la completud natural de los sistemas repre­
sentativos habrá constituido una de las grandes corrientes de este siglo, inclu­
so en lo que recubre el vasto término de “post-modemismo”. El presente
estudio, por su aspecto parcialmente histórico se sitúa mucho más acá de esas
apuestas “modernistas”, pero se puede leer con gran provecho el texto sor­
prendente de Werner Heisenberg recientemente publicado, Le manuscrit de
1942 IEl manuscrito de 1942], París, Le Seuil, 1998, traducción e introduc­
ción de Catherine Chevalley.
244 A n a to m ía de la tercera persona

No se puede esgrimir nada sin que ella lo capture, nada objetarle que
ella no integre. Y si no es así... ella lo ignora. Así de simple.
Del lado de la incompletud: para poder asegurar la distancia indispen­
sable entre representante y representado (allí donde debe deslizarse la
muy preciosa “autorización”) hay que convenir, de uno u otro modo,
que la relación no está totalmente equilibrada en lo que se refiere a la
legibilidad de cada uno de esos términos. Que si el representante se
ofrece sin misterios a la manifestación en la que se despliega, no ocurre
lo mismo del lado del representado. Sensibles al procedimiento de
Hobbes, no iremos a buscar en los insondables repliegues de su intimi­
dad la fuente de esta relación de autorización por la cual se dotó de un
representante: puesto que esta autorización debe proceder, en el autor,
de un asentimiento -y en ningún caso resultar de una im posición- hay
que mantener a su nivel (y en el del representado en general) un mínimo
de extrañeza, de no-pertenencia a sí mismo, un algo que no pase por el
molinillo representativo. Se llamará a eso... el hombre, la naturaleza, el
sujeto , la huella, el deseo, la voluntad general, la represión originaria,
el real... poco importa en el fondo, incluso, en la medida en que cada
una de esas palabras vale más por su capacidad de remisión al discurso
que la sostiene que por la imposible aspiración de alcanzar un objeto
que le sería propio, puesto que no se trata sino de designar lo que no
responderá al llamado de la representación, aquello que vendrá a ha­
cerse representar en el representante.
Freud por su parte, instala un decorado general muy de acuerdo con ese
doble requisito del orden representativo. Afirma primero la existencia
de “representaciones inconscientes”, una casi-contradicción en los tér­
minos, al menos un forzamiento no muy diferente del de Hobbes cuan­
do define a la persona natural como aquella que “se representa ella
misma”. Luego se apresura a no reconocerle más que una pasión , un
destino: el Bewufltseinwerden, el “devenir conciente” . Ellas se im pul­
san por sí mismas hacia ese lugar, y cuando el camino directo les es
impedido, el emplazamiento del dispositivo analítico (y de la regla fun­
damental que lo gobierna) les abre ese camino desviado, esta astucia
que se llama “transferencia” : la posibilidad de que esas representacio­
nes sean ellas mismas representadas como lo sería un ciudadano a tra­
vés de su diputado. En esta mezcla de representación mental (la repre­
sentación rep rim id a, que se supone re p re se n ta r mas o m enos
mimèticamente algo) y de representación política (la representación
manifiesta, que se supone representar a alguien, en esta ocasión a la
otra representación’, la reprimida) ¿cuál es la contribución que la trans­
ferencia pone de modo directo? Para tener en una sola mano esas dos
dimensiones heterogéneas Freud no habrá vacilado en forjar una de
C onclusión 245

esas palabras alemanas compuestas sobre las que se desvive el traduc­


tor:7 Vorstellungsreprasentanz. La Vorstellung está masivamente del
lado de la representación bautizada aquí “mimètica” , mientras que el
Reprasentant (incluso la Reprasentanz) está no menos claramente del
lado político o jurídico de la misma noción de representación.
Lacan también respondió a esta doble exigencia que forma cuerpo con
el sistema representativo. Por un lado, él le deja, sin muchas reservas,
el trabajo mimètico al signo, siempre supuesto “representar” algo para
alguien; pero sólo es para focalizar mejor sobre el significante la otra
cara del trabajo de la representación: el significante representa al suje­
to para otro significante, esta vez primero en el sentido jurídico/políti­
co del término. Desde allí él cae a pies juntillas sobre la cuestión de la
“autorización” de una manera casi impensable para Freud, en la medi­
da en que el lazo del significante con el signo, sin apoyarse ya sobre
ningún arbitrario saussuriano, pone en juego esta distancia (en que la
transferencia toma su apoyo) entre el analista y el sujeto supuesto sa­
ber, ese “alguien” por quien se efectúa el “viraje” . Distancia ínfima, tal
vez del espesor de un significado, pero que perm ite localizar de otro
modo la autorización indispensable para el conjunto del proceso de
representación, separándola de toda búsqueda ansiosa del tercero de
donde ella podría venir. Pues la transferencia, por si sola, ya ha plantea­
do el esbozo, en esta dehiscencia íntima que Lacan nombró durante un
tiempo “deseo del analista” por donde se abre la brecha del tercero en
el otro.
De esto el Estado no puede tener ni la menor idea, por más trabajos que
se dé a través de sus más afanosos agentes. No es, ciertamente, por
estupidez de su parte. Así como el fruto desarrollado contiene en él la
tranquila ignorancia del viento que ha traído al polen hasta la flor, en la
consistencia misma del Estado se enrosca el olvido profundo, constitu­
cionalmente sellado, de toda gestación de ese tercero que él es, sin
cesar. Este Estado está allí -n o desde la eternidad, eso sería decir dema­
siado- solamente “desde siempre” . El tiene una historia, pero es re­
ciente.8 Simplemente, se da importancia, tanto más silencioso sobre él

7. Ver G. Le Gaufey, Le lasso speculane, op. cit. capítulo III. 3. 1,“ El asunto
de la Vorstellungsreprasentanz’’, pág. 199-227. Se discute allí la traducción
lacaniana “representante de la representación” . [Hay traducción castellana:
El laz.o especular, Buenos Aires, EDELP, 1998 ]
8. Los historiadores, en su conjunto, no se han ocupado de esto hasta la actuali­
dad. Sólo recientemente, la Escuela histórica francesa se ha inclinado sobre
esta cuestión. Ver el artículo de A. Guéry, “L’historien, la crise et l’État” [El
historiador, la crisis y el Estado], en el número de marzo-abril de 1997 de la
246 A natom ía de la tercera persona

mismo9 en esta postura cuanto que el altar y sus justificaciones de an­


taño le faltan. El derecho solo lo sostiene en adelante, al punto de ha­
berle dado su nombre de apelación controlada: el Estado de derecho,
como se diría “el señor Perogrullo” o “Juan de la Luna de Valencia” .
Pero ese brote del tercero en el otro, a favor del cual el analista se presta
el “él mismo” que tiene a mano, ese mismo Estado de derecho lo igno­
ra, contentándose con ser El Separado. Así permanece, para terminar,
extraño (lá palabra es débil) a ese tormento, tan afín con la neurosis,
sobre este límite movedizo, esta distancia, este posible no m a n ’s land
en que la indispensable alteridad se altera todavía un poco, todavía una
vez, hasta... ¿hasta desaparecer?

En ese umbral que la imaginación amuebla tan rápidamehte con una


indecible presencia (pero donde reina tal vez también el silencio de
esos desiertos tan secos que nada viviente se hace oír allí si no es el
aliento del viajero bruscamente angustiado y con prisa por largarse),
la tercera persona toma su raíz. Uno se imagina muy mal el amor que
la protege y el deseo que la amenaza, uno y otro muy tendidos hacia
ella. Pues a fa lta de alcanzarlo como tal, a ese tercero, no queda más
que esperarlo o perseguirlo, suponerlo o temerlo, e incluso correr tras
de lo que, en él, se sustrae, impidiendo su completo advenimiento so­
bre el escenario de ¡a representación. ¿Cómo saber si eso permanece
sordo a nuestros llamados o, más prosaicamente, no oye, no oye nada?
¿No tiene ninguna posibilidad de oír nunca algo, cualquier cosa? ¿Será
necesario retornar a él indefinidamente para hacerse una idea de eso
que valga? Nadie sabe. Su mutismo transforma rápidamente en obje­
tos de obsesión su personación, su sexo, y hasta su existencia. Algunos
le echan a hurtadillas u n a mirada perdida p or anticipado, po r poco
que una tumba se abra por donde un cercano se va. Siempre, se lo
habrá creído delante, allá, más allá, perdido en las lejanías... ¡oh,
barcas inmóviles, oh brazos demasiado cortos! Ahora bien, impulsan­
do a su término una circularidad esbozada desde los comienzos de la
época moderna, la lenta y sorda evolución vuelta a trazar al hilo de
estas páginas habrá conducido esta tercera persona justo detrás de lo

revista Armales, “La construction de l’État, XIV-XVIlIe siècles” [“La cons­


trucción del Estado, siglos X1V-XV1H”], no. 52, París, Armand Colin, págs.
233-256.
9. ¡La glosa jurídica con la que este Estado se acoraza no es ciertamente mútica!
Su estudio minucioso, que Pierre Legendre emprendió desde hace mucho tiem­
po, se revela a veces apasionante.
C onclusión 247

que permanece del sujeto. Hela aquí ahora, pegada a los flecos de
quienquiera esté en condiciones de decir “y o ” siguiéndolo en su ca­
rrera, deteniéndose en sus paradas, volviendo a p o n er sus pasos en
la huella de los suyos; una Euridice, arrinconada en el ángulo m uer­
to de un Peter Pan que ella se divierte en hacer una persona “a part
entière”, como dicen en francés.10

10. Transcribimos literalmente la expresión en francés. En efecto, como locución


“à part entière” perdería el efecto buscado por el autor con la extraña conjun­
ción “parte/entera” si tradujésemos “de pleno derecho”, como sugiere el dic­
cionario. Esta locución se usa, por ejemplo, en la Comédie Française donde
sus miembros (sociétaires) en su ascenso en el escalafón son pagados al prin­
cipio con “una parte” de 3/12 de los recursos y luego, progresivamente, au­
mentan su participación según el éxito hasta que llegan al punto en que reci­
ben 12/12 o sea... “una parte entera” . [Nota de editor]
/

Indice alfabético

Los nombres de Sigmund Freud, Jacques Lacan, Ernst Kantorowicz,


Franz-Anton M esmer y Thomas Hobbes, que aparecen en capítulos
enteros, no se los encontrará en este índice. Referirse al índice general.

A BÉLY X ., 185
ABRAHAM Karl, 206
absolutismo, 118-119, 217
actor, 112-116, 124, 130, 191
aevum, 84, 86-87
agalma, 48, 54
AGATÓN, 48, 54
ALCIBÍADES, 48, 54
alguien, 110, 226-228, 232-235
alienación, 59-60
ALLOUCH Jean, 29, 30, 213
AMADOU Robert, 145, 148
amor de transferencia, 75-76
Anna О., 76
Annihilatio Mundi, 106
asentimiento, 242
asociación libre, 26
250 A na to m ía de la tercera p ersona

autor, 112-116, 120, 130, 226


Authority, 113
autorización, 18. 117, 120, 124, 132, 183, 1 9 1 ,2 2 6 ,2 42,243

BACON Francis, 88, 90


В AECQUE Antoine de, 171
BAILLY Jean Sil vain, 162
BALDE, 95
BALIBAR Étienne, 56
BALINT M ichael’, 38
BARRY Étienne, 180
BENVENISTE Émile, 122
BERGASSE Nicolas, 12, 147, 158-159, 165, 167-170, 173-174, 184
BERNHEIM Hippolyte, 29-30
BION W. R., 38
BLACKSTONE, 86
BLÉANDONU Gérard, 39
BLOCH & WARTBURG, 144
BLO C H M arc, 100
BO D IN Jean, 177
BOLINGBROKE, 97-98
BONNEFOY Yves, 235
BOUREAU Alain, 80
BOUVET Maurice, 15, 39, 45, 72, 77, 231
BRACKM AN, 80
BRAID James, 13, 192
Indice a lfabètico 251

BRETJER Joseph, 76
BRISSOT Jacques-Pierre, 12, 169

Capitán Freud, 45-47, 53


CARRA Jean-Louis, 12, 168
CARROY Jacqueline, 29
CHARCOT J. М., 13,29, 154, 195
CHERTOK Léon, 161, 185-186, 198, 201
ciudadano, 10, 132, 174, 177, 180, 181-183
CLAUDEL Paul, 55
COLÓN Cristóbal, 136
contratransferencia, 36-39, 67
COPÉRNICO Nicolás, 226
corporación unitaria, 86-87
COSTE Pierre, 56
COULOMB Charles-Augustin, 190
COUTHON, 180
cura-tipo, 40

D AM OURETTE & PICHON, 122, 127


DARNTON Robert, 147
DELEUZE J. P. F., 12, 187-188
DEMOCRITO, 135
DESCARTES René, 9, 55, 62, 65, 67, 104, 239, 241
D ESLO N D r., 158-159, 164
252 A n a to m ía d e la tercera p erso n a

DOW BIGGIN Ian, 193


DUFOUR Dany-Robert, 237
DUMAS Alejandro, 145

Eigenmachtigkeit, 195, 197-198, 202


él mismo, 73
ELLENBERGER H. F„ 146, 166, 193
Emmy von N..., 20
ENRIQUE IV, 93
ENRIQUE V, 129
Epiménides el Cretense, 55
ÉPRÉM ESNIL Jean-Jacques Duval d ’, 12, 169
equivocación [méprise], 220
éter magnético, 143, 170
EUCLIDES, 51
EXTON, 100
EY Henri, 66

FAIRBAIRN W. R. D„ 38
FARA Patricia, 135, 138
FARIA abate, 189, 192
FEDERICO II, 79
FERENCZI Sándor, 36
FÉVAL Paul, 145
fiesta de la Federación, 176
Indice a lfabético 253

FOLKES Martin, 139


KRANKLIN Benjamín, 162
Fraulein Elisabeth, 29, 212
FREUD Anna, 44

GALILEI Galileo, 64
GAUCHET Marcel, 130, 154, 175
GEORGE Stefan, 79
GIESEY Ralph E .,91
GILBERT William, 136, 137
GIRARDIN Émile de, 240
GÒDEL Kurt, 52
GREEN André, 61
GUILLOTIN Dr., 162
GUNTHRIP H. S. J„ 38

HALLEY Edmond, 139, 141


HANLEY Sarah, 94
HEGEL G. W. F„ 57
HEIDEGGER Martin, 65
HELL Maximilien, 151
HERB ART Johan Friedrich, 192, 224
HILBERT David, 52
hipnosis, 29, 154, 185, 192-195, 198, 200, 202, 216
HITLER, 183
254 A n a to m ía ele la tercera persona

hombre de las ratas, 26, 45, 212


HUSSERL Edmund, 57, 204

ilimitado, 220 , 241


individuo, 130, 176, 181-182
intersubjetividad, 43, 46, 49, 64-65

JAUM E Lucien, 121, 132, 175, 182


JUNG Carl, 234

KENNEDY John, 93
KEPLER Johannes, 137, 147, 226
KLEIN Melanie, 38
KNIGHT Gowin, 138, 142
KORNM ANN Guillaume, 159

LAFAYETTE, 12, 157, 162, 176


LABEO, 85
LAVOISIER, 161
lecho de justicia, 93
LECONTE Xavier, 192
LEGENDRE Pierre, 244
Ìndice alfa b ético 255

LIEBEAULT, 13, 30, 192-194, 201


LITTLE Margaret, 37,231
local/global, 143, 151
LOCKE John, 57, 110
LUIS XIV, 129
LUIS XVI, 89, 129

MACALPINE Ida, 35
magnetismo, 133, 135
magnetismo animai, 149, 153,155, 160-162, 174,181, 184, 188, 194,221
magnetismo moral, 169
M ALEBRANCHE Nicolas, 57, 104
mandato imperativo, 177
MAO, 132
MARAT Jean-Paul, 169
MARÍA ANTONIETA, 158
M ARION Jean-Luc, 63
MAUREPAS Conde de, 158, 172
MEAD Richard, 148
MÉDICIS Maria de, 93
meine Person, 25, 213, 216
M ERLEAU-PONTY Maurice, 57
MERSENNE, 63
MEYERS ON Émile, 25
MEYNERT, 213
M ICHAUX Didier, 185, 199
256 A n a to m ía de la tercera p ersona

M ILLER Jacques-Alain, 61
MIRABEAU, 176
Miss Lucy, 30
MONEY-KYRLE R., 38
MONTGOLFIER, 156
MOREAU de TOURS Jacques, 193

NACHT Sacha, 40
neutralidad, 73
NEWTON, 140-141
NOIZET, 30

ΠSTERLINE Srita., 150-152


Otro, 57, 59-60, 65, 237

PARADIS Srita., 154


PASCAL Biaise, 159
PAULHAN Jean, 50
PEIRCE С. S., 224-227
PETIT-THOUARS Perpétue du, 170
persona ficticia, 111-112, 116, 119, 120-121, 123-127, 130, 237
persona natural, 111-113, 124, 127, 130
PITKIN Hanna Fenichel, 101-102
PLOWDEN, 90
ìn d ice alfa b ético 257

POUSSIN Nicolas, 235


proyección, 41-42
PUYSÉGUR M arqués de, 187

RACKER, 38
rapport, 196, 230
RAVAILLAC François, 93
regla fundamental, 212, 233, 242
REICH Annie, 37
REI К Theodor, 13, 37, 206
RENIK Owen, 73, 77
representación, 95, 100-101, 103-105, 108, 128, 131, 174, 181, 223,
228-229, 234, 240-241
representación-meta, 25, 213-216, 219, 233
representación inconsciente, 224
RICARDO II, 97
RIEM ANN Bernhard, 51
ROBESPIERRE, 178-180
ROSANVALLON Pierre, 225, 239
ROUDINESCO Elisabeth, 40
ROUSSEAU Jean-Jacques, 104, 184
ROUSSILLON René, 30, 190
ROZIER Pilàtre de, 156

SAINT-MARTIN Louis Claude de, 167


SALLIN, 162
258 A n a to m ía de la tercera p erso n a

SARTRE Jean-Paul, 57
saber referencial, 52
saber textual, 52
Selbstherrlichkeit, 197
separación, 59-63, 66 , 96, 121
SHAKESPEARE William, 96
SIEYÈS abate, 175
SIMON (ciudadano), 180
SIMON Gérard, 137
SMITH Sir Thomas, 104
soberano, 101, 117, 118, 121, 123-126, 131, 182
soberanía, 176, 181
Sociedad de la Armonía, 159, 173
SÓCRATES, 48, 54
STALIN, 183
STENGERS Isabelle, 161, 185, 198
STRACHEY James, 25
sujeto supuesto saber, 15, 54, 56, 57-58, 65-67, 71, 77, 232-233, 238,
243

tercera persona, 17, 122-123,236-237


tercero, 13-15, 206, 215, 218, 220, 234, 237, 243
TOMÁS santo, 84
THUILLIER J., 145
transferencia, 14, 16, 19, 21-22, 33-34, 45, 47-48, 64, 185, 217, 231,
233-234, 237-238, 242-243
TRICAUD François, 110, 114
Indice a lfabético 259

u,v,w,z
Übertragung, 19
VOLTAIRE, 104, 144
WINNICOTT D. W„ 37-38
WITTENGSTEIN Ludwig, 34
ZARKA Yves-Charles, 105
Esta obra se imprimió
en el mes de marzo del 2000 en
Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.V.
Av. M éxico C oyoacán 421, 03330
Tel. 604 12 04, 604 77 61 y 688 91 12
con un tiro de 700 ejemplares,
M éxico D.F.
“El analista no se autoriza más que por él mismo”, tal fue el vere­
dicto de Lacan sobre la muy delicada cuestión de la autorización. ¡In­
comprensión y escándalo garantizados! Sin embargo, en esta distancia
gramatical discreta entre “analista” y “él mismo” [“él mismo” que al­
gunos confunden en nuestro medio con “sí mismo”] subyace tal vez la
fuente inagotable de la transferencia, puesta así en relación, por la sola
virtud de esta noción de “autorización”, con la determinación central
de la persona ficticia en los textos de Hobbes. De ahí la idea de hacer
una investigación sobre la tercera persona, tanto en el nivel de la cons­
titución del Estado moderno como en la “irreductible ambigüedad”
(Lacan dixit) de la transferencia. Pues entre el “él” de la expresión “él
dijo” [il a dit, en francés] y el “él” [tácito en español] de “llueve” [il
pleut, en francés], en las fronteras de la persecución y del destino, el
psicoanalista y el Estado desarrollan estrategias incompatibles, que los
vuelven sordos el uno al otro. ¿Por qué?

Guy Le Gaufey, psicoanalista francés, actualmente director de la école lacanienne de psychanalyse.


Autor de los libros L'incompletud du symbolique (París, EPEL, 1991), La evicción del origen
(Buenos Aires, EDELP, 1995), El lazo especular (Buenos Aires, EDELP, 1998 que EPEELE
coeditará en México). Ha escrito, asimismo, numerosos artículos.

école lacanienne de psychanalyse

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