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Anatomia
de la
Tercera Persona
Portada: MAGRITTH. La obra m aestra, 1955, colección particular.
Guy Le Gaufey
Anatomia
de la
Tercera Persona
Traducción de Silvia Pasternac
Josafat Cuevas
Patricia Garrido
Gloria Leff
Marcelo Pasternac (director)
Lucía Rangel
R eservados todos los derechos. N i todo el libro ni parte de él pueden ser re produ
cidos archivados o transm itidos en form a alguna m ediante algún sistem a electró
nico, m ecánico o cualquier otro sin perm iso escrito del editor.
ISB N 968-6982-08-6
Prim era edición en español: 2000
Im preso en M éxico
Printed in Mexico
/
Indice
In tro d u c c ió n ............................................................ 9
Capítulo I L a d u p licid ad del a n a lis ta .................................... 19
1. La falsa sorpresa freudiana................................. 21
1.1. “Meine Person” .......................................... 25
1.2. “Mi Capitán” ............................................... 26
1.3. La martingala infalible de la asociación
lib r e ............................................................... 28
1.4. Una regla m etodológica............................ 32
2. El desarrollo de la transferencia........................ 34
2.1. La contratransferencia............................... 37
2.2. Maurice Bouvet y su cu ra-tip o ................. 39
2.3. Sobre algunas varian tes............................. 43
2.4. La “ambigüedad irreductible” de la
transferencia................................................ 49
3. Los dos tiempos del sujeto supuesto sa b e r. . . . 54
3.1. Descartes v í . H e g e l..................................... 57
3.2. Últimos destellos de la intersubjetividad . 64
3.3. Analista y sujeto supuesto saber: ¿el mismo
o n o ? ............................................................. 66
3.4. Lectura del “algoritmo” de la transferencia. 69
4. ¿Dónde está el problem a?................................... 73
4.1. La neutralidad............................................. 73
4.2. Últimas precisiones freudianas................. 75
Capítulo II L a d u plicidad del s o b e r a n o ................................... 79
1. U na ficción jurídica curiosa: los dos cuerpos
del r e y .................................................................... 81
1.1. A liud est distinctio, aliud sep a ratio........ 87
1.2. La caída del segundo c u e rp o .................... 91
1.3. La imposible separación............................ 96
2. La noción de “persona ficticia” en H o bbes. . . . 101
2.1. Pequeña historia léxica de la
“representación” ......................................... 101
2.2. Elementos de filosofía p rim aria............... 105
2.3. “Es una persona...” ..................................... 110
2.4. El co n tra to ................................................... 116
3. De la triplicidad de la tercera p erso n a ............... 122
3.1. Las aporías de la “autorización” .............. 126
3.2. La escisión íntima cuyo efecto es el “autor” . 130
Capítulo III L a p erten en cia a sí m is m o ................................... 135
1. Un acontecimiento discursivo: el m agnetism o.. 135
1.1. Las amalgamas del im á n ........................... 136
1.2. M agnetismo y gravitación: ¿el mismo
com bate?...................................................... 140
2. M esmer el in cierto............................................... 145
2.1. La tesis y su p la g io ..................................... 146
2.2. La invención del magnetismo an im al. . . . 150
3. La oleada m esm erista.......................................... 155
3.1. La ciencia y sus lo cu ras............................. 155
3.2. Reveses y éxitos parisienses..................... 158
3.3. Nicolas Bergasse: Mesmerismo y agitación
revolucionaria.............................................. 167
4. La desigual d iv isió n ............................................. 172
4.1. Bajo el pavimento-, el flu id o ..................... 173
4.2.El nuevo Jano: individuo/ciudadano........ 174
4.3. El Terror como solución al c liv a je ........ 179
Capítulo IV Retorno a la transferencia................................... 185
1. Los tortuosos caminos de la h ip n o sis............... 185
1.1. Las metamorfosis del flu id o ..................... 189
1.2. El hipnotizador fagocitado........................ 192
2. Una pareja m o triz ................................................ 195
2.1. Freud y el “Eigenmachtigkeit” ................. 195
2.2. En los límites de la h ip n o sis..................... 198
2.3. ¿Quién transfiere q u é ? ............................... 202
3. La exclusión freudiana del te rc e ro .................... 205
3.1. El caso R e ik ................................................ 207
3.2. ¿C harlatán?.................................................. 209
4. El suspenso de la fin alid ad ................................. 213
4.1. La representación meta como tercero .... 215
4.2. Lo “ilimitado” de la transferencia............ 217
4.3. Rigores de la equivocación...................... 220
5. El sujeto representado......................................... 223
5.1. ¿Pero entonces quién es “alguien” ? ........ 226
5.2. “ ...aquél por quien el significante vira al
signo” ............................................................ 231
C on clu sión................................................................ 237
Indice a lfab ético..................................................... 247
Introducción
Pero, ¿qué hay en él que me es tan rebelde, tan lejano? ¿Por qué, en
el momento de hablarme, la sombra de esta tercera persona (que él
dejaría tras de s í al hacerlo) vendrá a desacreditar lo que él podría
decir al respecto ? ¡Y es que él es un misterio para mí! P or más que yo
tienda las trampas más ingeniosas para llevarlo a revelar finalm ente
lo que, llegado el caso, lo vuelve tercero, apenas abre la boca, inexo
rablemente se evapora lo esencial de lo que, quizás, él me iba a revelar
sobre él, sobre esa proximidad con respecto a ello, que yo no conozco.
No bien. No como él. ¡ Y quiera el cielo que yo sólo me entere a través
de las historias! Cuando me dan ganas de darle voz libre en m í a esa
tercera persona -la cual me toca más seguido de lo que quisiera, como
a cualquiera-, una ligera mordedura en el labio inferior me lo recuer
da: esta vez tampoco será. Cuando se trata de él, se excava una reser
va. N i tú ni yo la venceremos. ¿ Y entonces, si ni siquiera nosotros,
quien más? ¿Ellos? Más vale no contar con eso. Como cualquiera de
nosotros, cada uno de ellos sólo tendrá una preocupación: decir “yo ”,
arrojarse sobre esa primera persona po r medio de la cual la palabra
se abre un camino, y dejar en un eterno stand by a la que, p o r defini
ción, sólo será invitada a los ágapes de la palabra p o r preterición.
El... ¡nunca será uno de los nuestros! Si se empeña en serlo, si viene
con nosotros a Sevilla... ¡pierde su silla! Regresa de allí -h alla un
mastín.
En este siglo que se acaba, ese perro se llamó muchas veces “incons
ciente” . Al menos, con ese nombre, Freud despejó las tierras vírgenes
donde su lch era presionado para advenir: “W oes war, soil Ich werden".
En el corazón del sujeto hablante, se abría una nueva zona, al mismo
tiempo neutra (en el sentido gramatical del término: ninguna primera
persona la habita), y sin embargo siempre en condiciones de invadir y
obstaculizar las avenidas subjetivas que Descartes había trazado para
su ego, bien prendido a la existencia, ciertamente, pero al precio de
encontrarse abandonado sobre su propio pensamiento. Una vez que
despegó de tan minuciosa y constante coincidencia con ese pensamien-
12 A n a to m ía de la tercera persona
to, el Ich freudiano podía soportar que se cavara de otro modo el espa
cio de la tercera persona. Con él, el neutro y el no neutro, con los que
los gramáticos se las habían arreglado hasta entonces para calibrar a
esa persona, aguantaban que un tercer término se introdujera en su mi
tad: a esas representaciones reprimidas que no puedo considerar como
mías en tales o cuales ocasiones, ya no me estará permitido considerar
las solamente ajenas. Lo que en mí paga tributo a lo que él recuerda
entonces vagamente haber sido, genera un trastorno específico. Toda
una zona intermedia de la personación se encontró abierta de este modo,
con suficiente vivacidad como para adoptar a veces aspecto de sismo.
Sin embargo, si inscribíamos este acontecimiento dentro de un contex
to epistémico mucho más amplio, se podía adivinar una relación insos
pechada: que al proponer de ese modo su hipótesis del incqnsciente, el
psicoan álisis se inscribió en la lenta y sorda evolución de una
personación del sujeto que se encontraba en las rupturas y meandros de
la constitución de los Estados modernos. Si la intimidad aparentemente
más tabicada, la de la transferencia que está enjuego en la cura, revela
ba en el mejor de los casos la complejización del juego concerniente a
la tercera persona, se volvía turbador seguir paralelamente cómo -p ri
mero con Hobbes, su Leviatán, y su muy poderoso concepto de “perso
na ficticia”- la introducción de la representación en política había veni
do a echar abajo la estructura de esa misma tercera persona. Con otras
premisas y otras conclusiones, ciertamente, pero instalando allí tam
bién entre “persona” y “no persona” esas “cosas personificadas” (como
las llamó desde el comienzo Hobbes), que tenían la siguiente especifi
cidad: eran sujetos del derecho, pero en ningún caso podían decir “yo”,
si no era por interposición de algún otro, debidamente designado para
tal efecto. Entre el “él” de “él me ama...” y el “él” [tácito en español] de
“llueve” , toda una población de “actores” se alzaba así en busca de ese
nuevo concepto de representación, al llamado de un “él me autoriza...” .
¡Nada de eso es muy nuevo!, se dirá quizás. ¿No era esa la condición
del curador, que el derecho romano ya destinaba a los menores jurídi
cos? ¿No era eso también lo propio de esa invención medieval: la
teo ría de los dos cu erpos del rey? D os cu erpos h eterogéneos
indisociablemente mezclados se requerían para sostener una concep
ción jurídica de la realeza que no se confundiera con una propiedad
individual. El rey no era un señor propietario de los bienes de la Coro
na, como lo era de sus propios bienes señoriales: ¿entonces qué relacio
nes jurídicas mantenía en calidad de rey con la Corona, una e indivisi
ble? Gracias a E. Kantorowicz, podemos saber que las respuestas no se
contentaban con ser de orden religioso, sino que ya daban testimonio
de un tráfico sutil con la tercera persona: detrás del rey vivo, que puede
In troducción 13
enfermarse, volverse loco, que morirá un día, otro cuerpo con propie
dades miríficas se perfilaba. Así, el rey fue concebido como doble: a su
cuerpo vivo y mortal se le adjuntaba, se le adosaba un cuerpo indefini
damente perenne, que todavía no se confundía con lo que hoy se llama
Estado. Nos acercaremos a esa invención jurídica, que debía derrum
barse a comienzos del siglo XVII. Cuando, más tarde, otro tipo de rey
se eclipsó, y más aún cuando lo hizo bajo la cuchilla de la guillotina,
una inversión iniciada hacía mucho tiempo se completó: mientras que
el cuerpo de ese rey resultaba estar finalmente, en su vivisección mis
ma, reducido solamente a la unidad fúnebre del cadáver, aquél que fue
durante tanto tiempo su sujeto de una sola pieza se mostraba, curiosa
mente, duplicado a su vez.
El signo de esta duplicidad nueva, a la vez discreto y atronador, se lee
ya en el título de la declaración de los Derechos del hombre Y del ciu
dadano. Incluso si hoy, por costumbre, y también por algunas otras
razones más profundas, nos remitimos al apelativo de los “Derechos
del hombre”, conviene no olvidar que en el momento de asentar su
novísima legitimidad, en ese fin de agosto de 1789, después de su tabla
rasa de la noche del 4 de agosto, los Constituyentes no pudieron evitar
ese doblete: los Derechos sólo del hombre hubieran sido una aberra
ción política, los Derechos sólo del ciudadano habrían anticipado la
constitución que se trataba de realizar. La citada declaración no podía
entonces hacerse más que en esa mitad completamente nueva que dis
tinguía y conectaba al “hombre” con el “ciudadano” . Es imposible
confundirlos, es imposible separarlos: el ciudadano pertenecía, de en
trada, plenamente a su nuevo soberano -e l pueblo, o la nación-, era una
parcela inalienable de su “voluntad general”, mientras que el “hombre”
parecía no estar ahí más que con el fin de evitar una sujeción aún más
implacable que la que había vinculado al antiguo súbdito a su rey de
derecho divino. Ese “hombre” se volvía entonces un nombre para de
signar lo que no pasa por la representación política capaz de articular a
partir de ese momento al ciudadano con su representante, que debía
poner en práctica la voluntad general. Y así, en ese escenario complejo
-q u e iremos visitando en algunos de sus arcanos-, se alzó una cuestión
de siempre, pero tomada a partir de entonces dentro de coordenadas
completamente nuevas: la de la pertenencia a s í mismo. Se acabaron
las cazas de brujas, la predominancia de lo religioso y de lo demoniaco,
y se vieron muy reducidos los auxilios inmemoriales de la sapiencia; se
alzaba, en cambio, la vocecita del magnetismo, a partir del momento en
que se trataba de saber a quién, a qué le correspondía lo que, en el hom
bre revolucionario “regenerado” , presa de su nueva soberanía, no era
reductible únicamente al ciudadano.
14 A n a to m ía de la tercera p erso n a
I . Ver la aparición del término al final de los Estudios sobre la histeria, Obras
Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo II, pág. 306.
22 A n a to m ía de la tercera persona
2. También podremos leer sobre ese tema en la larguísima nota de las páginas 88
90 de los Estudios sobre la histeria, op. cit., donde Freud detalla ampliamente
un caso de “falsa asociación” en Emmy von N..„ así como las definiciones
que da de la “mésalliance” [‘‘alianza inconveniente”] (en francés en su texto),
pág. 307 de la misma obra.
La d u p lic id a d d e l a nalista 23
[...] semejante confesión nos toma por sorpresa; se diría que echa por
tierra nuestros cálculos. ¿Puede ser que hayamos omitido en nuestro plan
teo los pasos más importantes? .
El tono empleado aquí no deja de evocar una amarga decepción que puede
verse en cierta forma de galanteo: alguien, que andaba como especialista
impasible de las cuestiones del amor, se encuentra muy a su pesar enredado
justamente en esos sentimientos que tenía planeado ahorrarse.
Sería fácil multiplicar aquí las citas en las cuales Freud ubica en la
categoría de la sorpresa la aparición de la transferencia. “Fenómeno
inesperado” (en esa 27a conferencia), “untoward event” escribe en in
glés cuando comenta la transferencia de Anna O. sobre Breuer ,9 “una
complicación inesperada surge ” ,10 confiesa en el momento de presen
tar el desarrollo de una cura a un “interlocutor imparcial” : con la trans
ferencia, podríamos creer que surge el perfecto arruina-curas, aquél
que no nos esperábamos.
Y sin embargo, para nuestra sorpresa esta vez, estaría igualmente per
mitido reunir otras citas que muestren exactamente lo contrario: seme
jante transferencia no podía no sobrevenir.
Pero entonces, si se reconoce que dicho factor forma parte hasta ese
punto del orden de las cosas, ¿por qué diablos conservar las tonalida
des de la sorpresa, por qué mezclarlas con tanta constancia (ése es el
caso hasta el final de la obra) con las de la implacable lógica? ¿Nos
estaremos enfrentando, con esta curiosa postura enunciativa de Freud,
a la pareja Cándido-Pangloss, donde uno grita como un descosido frente
a la miseria y la injusticia del mundo para que el otro le despliegue cada
vez con m ayor fuerza las perfectas disposiciones de la A rm onía
preestablecida y sus imperiosas necesidades?
13. S. Freud, L'inteprétation des rêves, París, P.U.F., pág. 452, traducción revisa
da. Texto alemán: Die Traumdeutung, Studienausgabe, vol. 11, Frankfurt,
Fischer Verlag, 1972, págs. 508-509. [Otra traducción al español: La interpre
tación de los sueños (segunda parte), Obras Completas, Buenos Aires,
Amorrortu ed., 1988, tomo V, pág. 525.]
28 A n a to m ía de la tercera p ersona
Por suerte, se han editado las notas cotidianas tomadas por Freud en su
análisis de quien más tarde habría de llamarse “El hombre de las ratas” .
Así que llega el jueves 3 de octubre de 1907, día de la segunda sesión.
Con ocasión de la primera, el día anterior, Freud le comunicó a su pa
ciente las “dos condiciones principales” del tratamiento: la consigna de
asociación libre, y el hecho de no tomar ninguna decisión importante
mientras duren las sesiones, lo que Freud llama en ese momento (¡en
nuestros días lo tenemos un poco olvidado!) la regla “de abstinencia”.
Ese jueves, acostado en el diván, el que no se llama todavía el hombre
de las ratas se lanza al relato de su encuentro fortuito, con ocasión de
recientes maniobras militares, con un capitán checo de quien precisa de
inmediato que “evidentemente amaba lo cruel” .16 Mientras comían ju n
tos, ese capitán se había lanzado a su vez en el relato “de un castigo
14. S. Freud, The interpretation o f Dreams, trad. James Strachey, Penguin Books,
1982, pág. 679. '
15. Sobre este punto, cfr. Jean Allouch, “De la méthode freudienne”, in Freud, et
puis Lacan, París, EPEL, 1993, muy especialmente las páginas 46-56. [En
español: Freud, y después Lacan, Buenos Aires, EDELP, 1994, págs. 45-58]
16. S. Freud, Л propósito de un caso de neurosis obsesiva (el “Hombre de las
Ratas"), Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XIV,
pág. 133.
L a d uplicidad d e l an a lista 29
¿Sobre qué dice Freud no tener poder? Sobre el hecho de que lo que se
presentó en la mente de su paciente efectivamente se le presentó. Ahora
bien, se acordó justo el día anterior que cualquier cosa que llegara se
diría ipso facto. Freud marca entonces aquí su retiro de la cortesía y de
la benevolencia que buscarían que se le ahorre al otro cualquier displacer,
juzgándolo conjuntamente “inútil” , y se atiene firmemente a su regla.
Pero, ¿de qué nos enteramos cinco páginas más adelante, siempre en el
relato de esta misma sesión del 3 de octubre? A Freud la cosa le parece
lo bastante importante como para subrayarla él mismo:
[...] al final de esta segunda sesión, [el paciente] se comportó como ato
londrado y confundido. Me dio repetidas veces el trato de “ [mi] Capitán”,
probablemente porque al comienzo de la sesión le había señalado que yo
no era cruel como el capitán N., ni tenía el propósito de martirizarlo inne
cesariam ente [unnotigerw eise] , 18
17. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une analyse [El hombre de las ratas.
Diario de un análisis], Paris, PUF, 1974, pág. 41. [Las ediciones en español
(Amorrortu ed., Tomo X, y Ed. Nueva Visión, Los casos de Sigmund Freud,
tomo 3) no tienen sesiones anteriores al día 10 de octubre.]
18. Id., A propósito de un caso de neurosis obsesiva, op. cit., pág. 135, versión
revisada.
30 A n a to m ía de la tercera persona
19. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une analyse, op. cit., pág. 43.
L a dup licid a d d el a nalista 31
Pues bien; Bernheim intentó con ella varias veces [lograr que alcanzara el
nivel de sonambulismo con amnesia], pero no obtuvo más. Me confesó
llanamente que él alcanzaba los grandes éxitos terapéuticos mediante la
sugestión sólo en su práctica hospitalaria, no con sus pacientes priva
dos.21
20. Su verdadero nombre era Anna von Lieben. ¡No es un invento! Inmediata
mente después del fracaso de Bernheim, Freud la envió también a París a ver
a Charcot. No sabemos si el gran hombre tuvo más éxito que los otros dos...
Cfr. Jacqueline Carroy, Hypnose, suggestion et psychologie [Hipnosis, su
gestión y psicología], París, PUF, 1991, pág. 187.
21. S. Freud, Presentación autobiográfica, op. cit., pág. 17.
32 A n a to m ía de la tercera persona
“Vea usted -le dice ella [cada vez que él se ve llevado a recurrir a la
hipnosis]- no estoy dormida, no me pueden hipnotizar”,.14
30. E incluso más allá, como lo piensan todavía hoy los que se espantan de los
poderes de la hipnosis sólo para alojar mejor allí las dulces angustias vincula
das a la más extrema pasividad...
36 A na to m ía de ia tercera persona
I. 2. El desarrollo de la transferencia
lado, pone en fila sin esfuerzo las citas donde él da a saber, por ejem
plo, que “ese carácter particular de Ja transferencia no debe, en conse
cuencia, atribuírsele al tratamiento, sino que debe imputársele a la neu
rosis misma del paciente”,34 pero apunta que él sugiere también, llega
do el caso, que “el analista debe reconocer que el paciente que se ena
mora es llevado a ello por la situación analítica Ida Macalpine,
por su parte, se erige claramente en la abogada de la segunda posibili
dad, sobre la cual dice que “Freud no la desarrolló ni la precisó” .
Nos daremos de entrada una idea del tono general del artículo si entra
mos en conocimiento de los quince puntos que M acalpine termina por
ordenar unos tras otros para dar cuenta de las causas de la transferen
cia, contentándose con numerarlas para dar una vaga impresión de or
den:
1. 2. 1. La contratransferencia
39. Sobre esta valoración de la contratransferencia entre los kleinianos, сjr. Gerard
Bléandonu, L'école de Melanie Klein [La escuela de Melanie Klein], Paris,
Paidos/Le Centurion^ 1985, págs. 64-70. Sobre las concepciones bastante
extremistas de Racker: “The Meanings and Uses of Countertransference”,
Psychoanalytic Quarterly, n° 26, 1957, págs. 303-357.
La d u p lic id a d d el an a lista 41
40. Para más detalles, ver el capítulo que Elisabeth Roudinesco le consagró a
Maurice Bouvet: “Maurice Bouvet ou le néo-freudisme à la française”
[“Maurice Bouvet o el neofreudismo a la francesa”], Histoire de la psychanalyse
en France 2 [Historia del psicoanálisis en Francia 2], Paris, Le Seuil, 1986,
págs. 280-287.
4 1 .M aurice Bouvet, “La cure-type” , Enciclopédie m édico-chirurgicale,
“Psychiatrie”, 1954, 37812 A10-A40. Retomado en: Dr. Maurice Bouvet,
Oeuvres psychanalytiques 2 [Obras psicoanaliticas 2], “Résistances,
Transfert” [“Resistencias, Transferencia”], Paris, Payot, 1976, págs. 9-96.
42. Jacques Lacan, “Variantes de la cure-type”, Enciclopédie médico-chirurgicale,
“Psychiatrie”, tomo III, 2-1955, fascículo 37812 CIO. Retomado en: “Varian
tes de la cura-tipo”, Escritos 1, México, Siglo XXI, 1984, págs. 311-348.
43. A partir de su tercera página, Bouvet cita a Sacha Nacht, quien habría dicho:
“¿La literatura de la transferencia? ¡Pero si es toda la literatura analítica!” M.
Bouvet, “La cure-type”, op. cit., pág. 11.
L a d uplicidad d el a nalista 43
Algunas de estas defensas [del Yo], y las más primitivas, tales como la
proyección, acarrean ipso facto una deformación de la manera en que es
posible que el sujeto aprehenda la realidad exterior, pues quien dice pro
yección dice sustitución de la realidad a secas por la realidad subjetiva,
e imputación de aquélla46 [...]
permitir suponer que utiliza una versión personal suya del concepto de pro
yección. En la página 54, podemos leer: “[Las formas clásicas de resistencia]
son diez; sólo doy la lista como recordatorio, pues su estudio detallado no
agregaría nada a lo esencial de mi demostración y su definición debe haber
sido dada en otro sitio [...].” En la lista de las diez, encontramos, por supuesto,
a la proyección.
47. M. Bouvet, Oeuvres psychanalytiques 2, op. cit., pág. 44.
4 8 .Ibid., pág. 53.
49. “[...] la situación actual, o, dicho de otro modo, la situación analítica [...]”
Ibid., pág. 54.
L a du p licid a d del a nalista 45
[...] será por las solicitaciones ejercidas sobre el hombre real por la ambi
güedad de esta vía como intentaremos medir, con el efecto que él experi
menta, la noción que toma de ella. [...] si sigue siendo permanente en esa
práctica particular la cuestión del límite que ha de asignarse a sus varian
tes, es que no se ve el término donde cesa la ambigüedad.52
ella). “Así, el Yo -e sc rib e - no es una vez más sino la mitad del sujeto;
y aún así es la que él pierde al encontrarla.” De ahí la punta de su
crítica, que parece concentrarse en el párrafo siguiente:
Con sólo acomodar, en efecto, su punto de mira sobre el objeto cuya ima
gen es el Yo del sujeto, digamos sobre los rasgos de su carácter, [el analista]
se situará, no menos ingenuamente que lo hace el sujeto mismo, bajo el
efecto de los prestigios de su propio Yo. Y el efecto aquí no se mide tanto
en los espejismos que producen como en la distancia que determinan de
su relación con el objeto.
Pues basta con que sea fija para que el sujeto sepa encontrarlo en ella.
Consecuentemente, entrará en el juego de una connivencia más radical en
la que el modelado del sujeto por el Yo del analista no será sino la coartada
de su narcisismo.56
dad dada (la de la cura) unos elementos que vienen de otro lugar, desa
rrolla una concepción tal de la transferencia que su operación equivaldrá,
de una u otra manera, a convencer al paciente que de este modo tomaba
el camino equivocado, que confundía una realidad (psíquica) con otra
realidad (objetiva, racional, actual, “a secas”, etc.)- Para hacer esto,
habrá sido necesario que el analista tenga en su posesión una percep
ción inmediata y directa de esta “realidad a secas” que sería la de la
cura “fuera de la transferencia”, habría que decir. El “Capitán Freud”
ya no es más que un ser mixto que es por principio siempre posible
disociar, una mezcla de realidad pasada con realidad presente: el capi
tán (checo) por un lado, Freud (Sigmund) por el otro.57 El vínculo os
curo que se entramaba entre el suplicio de las ratas y el suplicio de los
pensamientos dándole cuerpo al “Capitán Freud” se desconoce aquí, y
ese “capitán Freud” está condenado a dar muestras de t^nta menos con
sistencia, a estar tanto más apoyado sobre un puro fenómeno de repeti
ción, cuanto que entonces hay que darle un lugar a esa voz del analista
que, en el centro mismo de la relación transferencial, vendrá a efectuar
la división entre el capitán y Freud, entre la “persona del analista en la
transferencia” y el analista como... ¿“él mismo”?
Al resaltar el término de intersubjetividad, Lacan prosigue sus avan
ces, que le hacen distinguir entonces sin descanso “sujeto” y “Yo” . Al
hacer esto, ubica a los dos participantes de la relación analítica sobre el
único y mismo eje de la palabra, y recusa cualquier invocación a una
supuesta “realidad” que habría de dom inar la relación de palabra
instaurada por la cura y su regla fundamental. No es que se trate de
contradecir a Bouvet punto por punto: la aparición del amor de transfe
rencia “que nada, salvo su producción artificial -escribe Lacan-, dis
tingue del amor-pasión”,j8 descubre toda una porción de repetición en
la cual el complejo de Edipo, por sólo hablar de él, tiene el papel prin
cipal. La maniobra interpretativa de Bouvet no es absurda desde todos
los puntos de vista a los ojos de Lacan; muy por el contrario; pero del
mismo modo que la única diferencia entre un cilindro y un cono, desde
el punto de vista estrictamente topologico, reside en la existencia o no
de un único punfo cúspide, también la posición teórica de Lacan se
opone violentamente a la de Bouvet en la exacta medida en que niega al
analista cualquier posibilidad de realizar una división capaz de zanjar,
en el centro mismo de la cosa transferencial, entre lo que pertenece a la
pura repetición de un pasado patológicamente activo, y lo que corres
ponde a la pura actualidad de un presente objetivo y racional. En ese
punto de Arquímedes que Bouvet se daba a sí mismo del modo más
natural del mundo, Lacan sólo lee la ausencia calculable por todos la-
dos. De tal modo que subsiste, a sus ojos, un punto perfectamente enig
mático con respecto al “Capitán Freud” en la medida en que no le es
dado al analista comparar el “Capitán transferencial” en que se ha con
vertido y un “él mismo” cualquiera. Ese “él mismo” , entendido aquí
como pura reflexividad especular,59 ya sólo es considerado como un
principio de desconocimiento, no puede ser convocado como aliado
seguro en la operación de la transferencia. Entonces, por más lejos que
se pueda llevar la interpretación de la transferencia en el sentido de una
repetición patógena de acontecimientos infantiles, esta interpretación
nunca podrá pretender haber disociado a la transferencia en sus ele
mentos constituyentes, que hacen de ella ese ser bifido, pasado/presen
te, inconsciente/consciente, activo/pasivo, agente de la resistencia/mo
tor de la cura, etc. En su preocupación central por darle nuevamente
espacio al sujeto, Lacan vuelve a colocar como tema de actualidad a
nuestro “Capitán Freud”, él, que concluyó todo su voluminoso y deci
sivo seminario sobre la transferencia dirigiéndose a los psicoanalistas
que lo escuchaban con esta frase:
59. Otros comentarios podrían empujar ese “él mismo” hacia sentidos muy dife
rentes, como, por ejemplo, podemos entenderlo en la frase, mucho más tardía
en la enseñanza de Lacan: “El analista no se autoriza más que por él mismo”.
Pero en la época de la disputa con Bouvet, reina todavía para Lacan ¡a dimen
sión de la intersubjetividad.
60. J. Lacan, Le transfert...[La transferencia...], sesión del 21 de junio de 1961.
50 A n a to m ía de la tercera persona
señala como aquello tras lo cual él corría “sin saberlo” ? ¿El saber
sobre el deseo sería acaso todavía más valioso que el objeto al que
apunta ese mismo deseo? Platón pone todo en escena para no ocultar
nada, pero tiene la prudencia, la eficacia, de no decirlo.
1. 2, 4. La “ambigüedad irreductible ” de la
transferencia
64. Esto sólo es pertinente con respecto a lo que podríamos llamar, con Lacan, el
“saber referencial” (un saber que pretende decir algo sobre el orden local de
cierta realidad exterior a él), opuesto a un “saber textual” que, por su parte, no
se refiere más que a la disposición de las letras en la organización simbólica de
los mensajes (cfr. la Proposición del 9 de octubre, donde esta oposición es
axial). El rébus de transferencia no es, así, el lugar de ninguna flotación, de
ninguna tolerancia en el nivel de la significación. No “mide” nada, de tal
modo que con él, como con el síntoma o con el lapsus, ya no se trata de
información, sino de cifrado. Lacan extrajo de esto una concepción de la ver
dad -la verdad “habla yo"- que ya no tiene nada que ver con la antigua proble
mática de la adecuatio. Por ella, la verdad se hace presente, sin que tengamos
que preocuparnos demasiado de lo que ella dice entonces (más bien “tonte
rías”, hace notar Lacan). Mantener la existencia de ese otro campo de la ver
dad puede resultar crucial para una práctica como el psicoanálisis -pero no
solamente para ella: los teoremas de incompletud de Godei sólo se alcanzaron
una vez que se despejó (lo hizo David Hilbert, alrededor de 1925) el nivel
estrictamente 'iterai de ciertas escrituras matemáticas, allí donde ya ninguna
verdad referencial estaba en juego, sólo el rigor de una disposición de letras
(Cfr. G. Le Gaufey, L ’incomplétude du symbolique [La incompletud del sim
bólico], París, EPEL, 1991, págs. 79-119). El problema consiste en que saber
referencial y saber textual no convergen para formar ningún tipo de “saber
general” . Entonces, la verdad sufre un trastorno de identidad, justificado por
su reputación de ser huidiza. Esta distinción se vuelve a encontrar en la opo
sición interna al concepto de representación: la representación mimètica es
referencial y cede su lugar a una aproximación, la representación política, que
es, por su parte, textual, y por más irónico que uno se ponga sobre esto, en
L a dup licid a d d e l a nalista 55
tanto que ciudadano, uno no está “más o menos” representado por su diputa
do. Uno lo está, punto y se acabó.
65. Suponiendo que efectivamente lo logre en un momento t, todavía tendría que
verificar que sabe que yo lo sé, a falta de lo cual una diferencia decisiva segui
ría estando enjuego, hipotecándolo todo.
66. De una manera mucho más compleja, por integrar una dinámica ausente en mi
ejemplo, Lacan trató ese problema en su texto “El tiempo lógico y el aserto de
certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, Escritos I, op. cit., págs. 187-
ЮЗ A partir de eso seremos sensibles al hecho de que la diferencia entre las
conclusiones de X y Y en nuestro ejemplo proviene en gran parte de la aplica
ción del principio lógico llamado del “tercero excluido”, evidente en todo
conjunto finito (es el caso de nuestros cuatro cajones), mucho menos en el
caso de los conjuntos infinitos.
56 A n a to m ía de la tercera persona
[...] hay para nosotros una entidad insostenible. Quiero decir que no po
demos contentamos de ninguna manera con recurrir a ella, pues es tan
solo una de las formas de lo que yo les denunciaba al final de mi discurso
de la última vez con el nombre de sujeto supuesto saber [...]. Debemos
aprender a prescindir de ese sujeto supuesto saber en todo momento. No
podemos recurrir a él en ningún momento, eso queda excluido [...]
67. Por ejemplo esto, que él lanzaba a su auditorio con ocasión de la sesión del 13
de noviembre de 1957, durante su seminario sobre La relación de objeto'. “Si
se trata en efecto, a propósito de las funciones creativas que ejerce el significante
sobre el significado, de hablar de una manera válida, a saber, no simplemente
hablar de la palabra, sino hablar en el hilo de la palabra, si se puede decir
68. Pascal, discretamente en segundo plano: “[...] Así que uno nunca ama a nadie,
sino solamente a unas cualidades. ¡Ya no hay que burlarse entonces de aqué-
L a dup licid a d d e l an a lista 57
Tal como lo anuncia ese día, va a dejar las avenidas de lo “bello” por las
del saber, armado -e s en ese momento difícil saber bien por q u é- con
esa ubicación clásicamente central del sujeto que es el cogito cartesia
no. Aquí es donde hay que frenar y seguir de muy cerca los giros y
requiebros de su argumentación.
De entrada, el “Yo pienso” cartesiano es puesto en relación con el “Yo
miento” de la paradoja de Epiménides el cretense cuando enunciaba:
“Todos los cretenses son mentirosos”, y eso es suficiente para salir del
comentario clásico de las Meditaciones, en el cual Lacan anunció que
no se internaría. ¿Entonces cuál es la “verdad” del Yo pienso compara
da, dice, con el “torniquete” del Yo m iento? Tres posibilidades se le
presentan:
líos que se hacen honrar por cargos y oficios ! Pues no se ama a nadie más que
por sus cualidades prestadas.” Pensées, Lafuma 688: “Qu’est-ce que le moi?”
[“¿Qué es el yo?]. [Hay edición en español: Pascal, Pensamientos, Madrid,
Cátedra.]
69. J. Lacan, L'identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961.
70. Ibidem.
58 A n a to m ía de la tercera persona
Una vez que se señaló esto, resulta que nos encontramos con algo impor
tante, resulta que nos encontramos con ese nivel, ese tercer término que
hemos destacado a propósito del yo miento, a saber, que se pueda decir:
“yo sé que pienso”, y eso merece por completo atrapar su atención, En
efecto, se trata aquí del soporte de todo lo que cierta fenomenología ha
desarrollado en lo concerniente al sujeto. Y traigo aquí una fórmula que
es aquélla que habremos de retomar las próximas veces; es la siguiente:
aquello con lo que nos enfrentamos, y cómo nos es dado, puesto que
somos psicoanalistas, es decir si se subvierte radicalmente, si se vuelve
imposible ese prejuicio, el más radical... que es el verdadero soporte de
todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el límite
más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del cual
comienza la posibilidad del inconsciente... es que nunca ha habido, den
tro del linaje filosófico que se desarrolló a partir de las investigaciones
cartesianas llamadas del cogito, que nunca ha habido m is que un solo
sujeto que yo designaré, para terminar, de la siguiente forma: el sujeto
supuesto saber.71
71 .Ibid.
72. Descartes prácticamente no utiliza el término de “conciencia” en francés. So
bre ese punto de historia de la filosofía, podemos remitimos ahora a la intro
ducción de Etienne Balibar al texto de Locke, Identité et difference [Identi
dad y diferencia], Paris, Le Seuil, col. “Point Essais”, 1998. Allí vuelve a
trazar con precisión los primeros pasos de las palabras “conciencia” y “sí
mismo” , que fueron primero inventos de Pierre Coste, traductor en 1700 del
Essai sur Ventendement humain [Ensayo sobre el entendimiento humano],
para verter la “consciousness” y el “se lf’ de Locke. El “Glosario” al final del
volumen vale la pena, por no hablar del texto de Locke, por fin publicado en
edición bilingüe...
73. “No puede haber ningún pensamiento sobre el cual, en el mismo momento en
L a d u p lic id a d d e l a nalista 59
Otra turbación puede también atrapar al lector de estas líneas del semi
n ario del 15 de n o v ie m b re de 1961: ¿a qué le llam a L acan
"fenomenología”? Aparentemente, ni se le ocurre remitirse más que a
la Fenomenología del espíritu, o dicho de otro modo, a Hegel:
Ese mismo saber absoluto, como veremos, a la luz de esta cuestión, ad
quiere un valor singularmente refutable, pero solamente en lo siguiente,
hoy: detengámonos en plantear esta moción de censura de atribuir ese
supuesto saber, como saber supuesto, a quienquiera, pero sobre todo cui
démonos de suponerle, subjicere, sujeto alguno al saber. El saber es
intersubjetivo, lo cual no quiere decir que es el saber de todos, sino que es
el saber del Otro, con mayúscula. Y ya hemos planteado que es esencial
mantener al Otro como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar donde nos
esforzamos, desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto.
75. “Primero [i.e. durante la sesión anterior] acentué la repartición que yo consti
tuyo oponiendo, con relación a la entrada del inconsciente, a los dos campos
del sujeto y del Otro [...] La relación del sujeto con el Otro se engendra por
entero en un proceso de hiancia [...]”, Sesión del 27 de mayo de 1964.
62 A n a to m ía de la tercera p erso n a
El sentido sólo subsiste mermado de esa parte de no-sentido que es, ha
blando con propiedad, lo que constituye, en la realización del sujeto, el
inconsciente. En otros términos, se encuentra dentro de la naturaleza de
ese sentido, tal como viene a emerger en el campo del Otro, estar eclipsa
do en una gran parte de su campo por la desaparición del ser, inducida por
la función misma del significante.
A través de una sutileza clínica que fue observada con toda justicia,
Lacan de entrada responde a esta pregunta abismal con un rasgo que
llama la atención a la vez por su justeza psicológica y por su fuerza
estructural, tomando en cuenta el empleo que él le da al sacarlo a cola
ción en ese momento:
El primer objeto que [el niño] le propone a ese deseo parental cuyo objeto
es desconocido, es su propia pérdida: -¿Puede él perderme ? La fantasía
de su muerte, de su desaparición,'es el primer objeto que el sujeto tiene
para poner en juego en esta dialéctica, y lo pone en efecto, lo sabemos por
mil hechos, aunque más no fuera por la anorexia mental. Sabemos tam
bién que la fantasía de su muerte es esgrimida comúnmente por el niño en
sus relaciones de amor con sus padres. Una falta recubre a la otra [...] Una
falta engendrada en un tiempo precedente es lo que sirve para responder a
la falta suscitada por el tiempo siguiente.
Con todo, ¿no quiere usted acaso mostrar que la alienación de un sujeto
que ha recibido la definición por haber nacido adentro, constituido por y
ordenado en un campo que es exterior a él, se distingue radicalmente de la
alienación de una conciencia de sí? En resumen, ¿no hay que compren
der: Lacan contra Hegel?
Pero ocurre que él [Descartes] hizo otra cosa [distinta de hacer del yo
pienso un simple punto de desvanecimiento], que concierne al campo,
que él no nombra, donde están errando todos estos saberes, de los que dijo
que convenía ponerlos en una suspensión radical. Pone el campo de estos
saberes en el nivel de ese más vasto sujeto, el sujeto supuesto saber, Dios.
Ustedes saben que Descartes no pudo hacer otra cosa más que volver a
introducir su presencia. ¡Pero de qué manera tan singular!
El Dios creador de las verdades eternas, que cabe en unas cuantas lí
neas diseminadas en tres cartas aM ersenne fechadas el 15 de abril, el 6
y el 27 de mayo de 1630, es presentado aquí como lo más separado del
sujeto que puede hacerse, sin dejar de estar, por supuesto, en la relación
más fundamental con él y el saber que puede fabricar. A Lacan, quien
busca desde la última vez dar cuerpo a la noción de separación, este
extraño Dios cartesiano le viene como anillo al dedo para responder a
su apelación ya antigua de sujeto supuesto saber.
Ese Dios habría creado las verdades eternas -entendam os ante todo:
las m atem áticas- como creó el mundo. “A su imagen” , sí, pero mante
niendo también una diferencia esencial entre El y ese mundo. Contra
riamente a cierto deslizamiento ontològico,77 que habría pretendido que
76. Lacan le dará continuidad a esta oposición, hasta convertirla en la trama del
cuadrángulo que muestra con ocasión del seminario La lógica de la fantasía,
que ordena repetición, acting-out, pasaje al acto y transferencia a partir de la
oposición negativada: “O no pienso o no soy”.
77. Notablemente apuntado y comentado por Jean-Luc Marion en su libro Sur la
théorie blanche de Descartes [Sobre la teoría blanca de Descartes], París,
PUF, 1988, en su “Livre I: L’analogie perdue, de Suarez à Galilée” [“Libro I:
La analogía perdida, de Suárez a Galileo”].
66 A na to m ía de la tercera persona
No puede haber otro sujeto más que un sujeto para un sujeto, y, por otro
lado, el sujeto primero no puede instituirse como tal más que como sujeto
que habla, más que como sujeto de la palabra; así que es en tanto el otro
mismo está marcado por las necesidades del lenguaje, en tanto el otro se
instaura no como otro real, sino como otro, como lugar de la articulación
de la palabra, que se hace la primera posición posible de un sujeto como
tal, de un sujeto que puede captarse como sujeto, que se capta como suje
to en el otro, en tanto que el olio piensa en él como sujeto.
79. La primera era más ansiógena todavía que la segunda: “Yo soy, yo existo: eso
es seguro, ¿pero por cuánto tiempo?” Meditations, París, Garnier-Flammarion,
1967, vol. 2, pág 418.
68 A n a to m ía de la tercera persona
Puede parecerles que los llevo lejos del campo de nuestra experiencia, y
sin embargo -lo hago recordar aquí a la vez para disculparme y para man
tener su atención en el nivel de nuestra experiencia- el sujeto supuesto
saber, en el análisis, es el analista.111
80. Al releer “La causalidad psíquica”, por supuesto, pero también si nos detene
mos en las páginas 514-515 de los Escritos, en las cuales Lacan denunciaba
las concepciones de alucinación derivadas de esa concepción cartesiana de las
cosas del “espíritu”.
81. Siempre en la sesión del 3 de junio de 1964.
L a dup licid a d d el an a lista 69
A partir de que hay en algún lado el sujeto supuesto saber -que les abrevié
hoy en lo alto del pizarrón como S.s.S - hay transferencia.
Más tarde, Lacan jugará con cierta fortuna vinculada con la apelación,
y declinará a este sujeto tanto del lado del saber -hay un saber (por
ejemplo en el síntoma), y a ese saber le es supuesto un sujeto que detenta
su significación-, como del lado del sujeto -h ay un sujeto (el analista)
del que es supuesto que oculta un saber (en relación con la significa
ción desconocida)-. E sapalabra de tres términos: sujeto/supuesto/sa
ber se lee como bustrófedon.
A pesar del enorme número de citas que sería posible reunir con res
pecto a la evolución de ese concepto a lo largo de esos dieciséis años de
83. “[...] el sujeto es supuesto saber de solamente ser sujeto de deseo. ¿Pero qué
pasa? Pasa lo que se llama en su aparición el más común efecto de transferen
cia. Ese efecto es el amor.” Siempre el 17 de junio de 1964. “Sólo ahí puede
surgir la significación de un amor sin límite, porque está fuera de los límites
de la ley dice el 24 de junio de 1964, como conclusión última del semi
nario de ese año.
La dup licid a d d e l an a lista 71
85. “Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la
mano extendida y abierta”, Diccionario de la Real Academia, pág. 1509.
86. J. Lacan, Proposition..., Primera versión, Analytica, vol. 8, abril de 1978. [En
L a duplicidad del a nalista 73
1.4.1. La neutralidad
88. Owen Renik, “The perils ofNeutrality” , Psychoanalytic Quarterly, LXV, 1996,
págs. 495-517.
89. Ibid., pág. 496.
76 A n a to m ía de la tercera p ersona
90. J. Lacan, Proposition sur le psychanalyste,.., op. cit., pág. 11. [“Proposición...”,
op. cit., pág. 17.]
91. Owen Renik, “The perils of Neutrality”, op. cit., pág. 504.
L a dup licid a d d el a nalista 77
Ahora bien, éste también había sabido realzar otro aspecto de las cosas,
susceptible de mantener una ambigüedad que aquí falta. Al final de su
texto “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, comienza enu
merando las razones en nombre de las cuales es conveniente oponerse
a la autenticidad de ese amor. Se resumen más o menos en esta frase
muy directa:
92. Breve presentación del caso: “Diane, cardióloga de unos treinta años, entró en
análisis para encontrar ayuda con respecto a su depresión crónica. Aunque
acabó su internado y su especialización, estaba conciente de una falta de con
fianza en ella que la frenaba. Se negaba las oportunidades para avanzar por
que tenía miedo de no estar a la altura. En particular, evitaba las situaciones en
las cuales habría tenido que colaborar estrechamente. Era muy pesimista en lo
referente a llevarse bien con sus colegas. A veces se salía de sus casillas; o, con
mayor frecuencia, se retiraba de mala gana cuando estaba enojada. Diane
consideraba que en general no era una persona amable, y se preocupaba de
que nadie deseara hacer amistad con ella.” Ibid., págs 500-501.
93. S. Freud, “Bemerkungen iiber die Übertragunsliebe”, Studienausgabe, vol.
XI, Frankfurt, Fisher Verlag, 1975, pág. 227.
78 A na to m ía de la tercera persona
Mit anderen Worten: 1st die in der analytischen Kur manifest werdende
Verliebtheit wirklich keine reale z.u nennen?
La respuesta, por más contradictoria que sea con los “argumentos” an
teriormente desplegados, no se hace esperar. La siguiente frase:
Ich meine, wir haben der Patientin die Wahrheit gesagt, aber doch nicht
die ganze [...]
En el fondo, frente a cuestiones tan abruptas, pero ante las que sabe no
negarse, Freud termina por conceder lo contrario de lo que constituye
su argumentación habitual a propósito de la transferencia, según la cual
la singularidad de ese amor depende de que “es provocado por la situa
ción analítica”.96
Detendré aquí el juego de las citas que, en Freud al menos, da testimo
nio ampliamente de una bipolaridad irreductible. Y cuando esta tensión
se derru m b a en la ex isten cia de dos térm inos dem asiado bien
individualizados -claram ente en Bouvet, en la práctica en R enik- tene
mos la sensación de un estrechamiento tal de la cosa analítica a una
terapia adaptativa, que lo esencial del método que todavía lleva el nom
bre de psicoanálisis parece haberse perdido, aunque permanecen cer
canos los conceptos y la técnica utilizados. La ambigüedad del amor de
transferencia depende por completo en Freud de la “persona” del analista:
¿es él quien es amado, hic etn u n c, o no es más que el actor de una obra
escrita por otros, en otro sitio y en otro tiempo? También encontramos
nuevamente con Lacan, en otro escenario conceptual, una dualidad
irreductible: una vez que, gracias a Sócrates, el amor soportaba ser
referido a un saber (elemento decisivo a partir de que se trata de un
saber inconsciente), el sujeto supuesto saber podía venir a expresar la
función enjuego en lo que continuamos llamando “transferencia”. Ahora
bien, sobre las relaciones del señor-analista y de ese apasionante sujeto
supuesto saber, Lacan no ofrecía para meditar más que un verbo harto
magro: “El analista no tiene otro recurso más que el de colocarse en el
nivel de la s de la pura significación del saber [...]”
Es este el punto de partida de la investigación que ahora se va abrir:
puesto que esta manera de no tomar al otro por lo que no es (¡eso sería
fácil!), sino de tomarlo por alguien de quien no se puede saber si es
efectivamente la persona a la que se apunta cuando uno se dedica a
ponerlo en ese lugar, puesto que esta manera es, según la confesión
general de los autores, tan trivial, tan poco específica del análisis, el
cual sólo la llevaría a su exageración; entonces ampliemos el cuadro.
Abandonemos el terreno singular de la cura instaurado por Freud, y
busquemos otros sitios, otros tiempos durante los cuales una dualidad
irreductible se emplazó en el lugar de un individuo atrapado en una
carga particular. Y esto, sin temer remontarnos a tiempos lejanos pues,
si bien es cierto que hay aquí un dato constante de las relaciones entre
humanos, podemos apostar a largo plazo por esta historia, que experi
menta rupturas y trastornos (dos de importancia van a venir a lo largo
96. S. Freud, “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, op. cit., pág. 171.
80 A n a to m ía de la tercera p erso n a
La duplicidad del
soberano
1. Ernst Kantorowicz, Les deux corps du roi, París, Gallimard, Jean Philippe
Genet y Nicole Genet. [En español: Los dos cuerpos del Rey, Madrid, Alianza
Ed., 1985.]
2. La mayoría de estos datos biográficos fueron extraídos de la excelente obra de
Alain Boureau, Histoires d'un historien. Kantorowicz [Historias de un histo
riador. Kantorowicz], París, Gallimard, col. “L’un et l’autre”, 1990.
82 A n a to m ía de la tercera p ersona
6. Todo un palmo de saberes se abre aquí, que nosotros no haremos más que
entreabrir: la inalienabilidad de los bienes de la Iglesia y de los bienes fiscales,
que iban a la par para los juristas medievales. “La Iglesia y el fisco se encuen
tran en un pie de igualdad [escribían ellos] pues no puede haber prescripción
ni contra el Imperio ni contra la Iglesia.” Kantorowicz prosigue: “En todo
caso, a partir del siglo XIII, generalmente se aceptaba que el fisco representa
ba en el interior del reino o del imperio una especie de esfera de continuidad y
de eternidad suprapersonal que dependía tan poco de la vida de un soberano
individual como la propiedad de la Iglesia dependía de la vida de un obispo o
de un papa individual.” Así, se hablaba sin que se viera malicia alguna en ello
del “santísimo fisco”, o el jurista Balde podía escribir, sin temor a los rigores
86 A na to m ía de la tercera p erso n a
7. E. Kantorowicz, Les deux corps..., op. cit., pág. 269. Ver nota 203. Es turba
dor ver aparecer aquí la expresión utilizada por el cuerpo médico para descri
bir una curación sin secuelas en el nivel del tejido: restitutio ad integrum. El
médico, ¿curador de la salud de su paciente?
8. Ibid., pág. 270.
88 A n a to m ía de la tercera persona
Así, cada rey, tutor de una Corona ya considerada, a su vez, como una
corporación, pertenecerá también a una corporación que, a diferencia
de la de la Corona, nunca tendrá más que un miembro, y estas dos
corporaciones, finalmente homogéneas jurídicamente, se desplegarán
en el seno del mismo aevum : ninguna de las dos tendrá un fin previsible
y que pueda darse por descontado.
¿Como vendrá cada rey de una misma Corona a formar parte de la
corporación unitaria? Es ésta una pregunta política que no interesa di
rectamente al jurista: sucesión normal en línea directa, uso de la fuerza,
maniobras de palacio, jurídicam ente es poco importante. Lo único que
cuenta a partir de este momento es que, una vez en el trono, el que se
encuentre sobre él será miembro de esa corporación en donde habrán
estado asentados antes que él todos los tutores sucesivos de ese mismo
menor: la Corona.
Así es que... el rey tiene, a partir de entonces, dos cuerpos: el cuerpo
que él pasea como todo el mundo, y que es muy difícil desconocer que
puede enfermarse, volverse loco y morir (sobre todo para un jurista,
puesto que cada uno de esos estados trae consecuencias en la condición
de sujeto del derecho de aquél a quien afecta), y el cuerpo de esta “cor
poración unitaria”, de la que es el único miembro en el momento pre
sente y que, como el cuerpo de cualquier corporación, unitaria o no, no
puede enfermarse, ni volverse loco, ni morir, puesto que no es el de una
persona “natural”, sino el de una persona “corporativa” (hoy la llama
ríamos “moral”).
Admitamos ahora el hecho de que el rey haya tenido dos cuerpos. Tene
mos pruebas de que eso era, para todos aquéllos que vivieron en el
Occidente cristiano de los siglos XIV, XV y XVI, una evidencia co
mún, quizás oscura, pero incuestionable con toda seguridad, en la om-
nipresencia de ese tema en la mayoría de las grandes tragedias de
Shakespeare. La pregunta que sigue pendiente, sin embargo, es, por
supuesto: ¿qué relaciones mantenían esos dos cuerpos? Sospechamos
ya que, sobre ese capítulo, no será de mucha utilidad ir a investigar sus
confidencias.
Pues una cosa es distinguir entre dos cosas, y otra cosa es volverlas sepa
rables.14
los juristas presentes sostuvieron que el cuerpo natural del rey no esta
ba “ni dividido en sí mismo, ni se distinguía de su oficio o de la Digni
dad real”, sino que era
Francis Bacon también iría en el mismo sentido, muchos años más tar
de:
17. Palabras del jurista inglés Plowden, citado por Kantorowicz, Les deux corps...,
op. cit., pág. 316.
18 .Ibid.
La dup licid a d d el soberano 93
A partir del siglo XIV, y en razón directa con la teoría de los dos cuer
pos del rey, se procedió entonces del siguiente modo: en el momento de
la muerte del soberano, se ejecutaba lo más rápidamente posible una
efigie de tamaño natural, en general de una gran calidad plástica y artís
tica, a la que se vestía “como majestad”, a quien se le rendían los hono
res reservados al rey en vida, a quien se le llevaba ceremoniosamente
comida. En resumen: por más muerto que estuviera físicamente en su
cuerpo natural, el rey, en su cuerpo corporativo, no había interrumpido
en lo más mínimo su existencia. En cierto momento, cuando los delica
dos preparativos de la ceremonia del entierro estaban bastante avanza
dos, podía comenzar finalmente el duelo, el encuentro, hasta ese mo
mento impensable, entre la efigie y el cadáver tenía lugar durante el
cortejo fúnebre en el seno del cual primero se encontraba la efigie, que
esgrimía todas las galas vestimentarias de la realeza, luego, más lejos,
el ataúd con el cadáver. Llegada a Saint Denis, la efigie todavía estaba
en primer plano, y el ataúd sólo aparecía en segundo plano. Ceremo
niosamente, se despojaba entonces a la efigie de todos sus atributos
reales, que eran recibidos por caballeros con las manos enguantadas.
Una vez que el ataúd había descendido en el mausoleo, todos los heral
dos de los diferentes grupos de armas venían a depositar sus estandar
tes sobre la balaustrada. Luego un personaje importante venía a depo
sitar la espada de Francia con la punta hacia abajo sobre el ataúd. To
dos los mayordomos de la casa particular del rey echaban entonces sus
bastones de mando en el mausoleo,21 y casi la totalidad de los símbolos
que habían adornado la efigie desde semanas antes era conducida al
ataúd. Sólo en ese momento, el heraldo de la ceremonia era llamado a
lanzar el grito (tres veces): “El rey ha muerto”, para proferir inmediata
mente después “Viva el rey” , seguido del nombre de aquél que iba a
reinar, pero que no tendría verdaderamente las riendas del poder más
que al término de una ceremonia que todavía quedaba por realizarse, la
de su consagración.
Así es que los franceses habían desarrollado, en el nivel de la etiqueta
un gran número de consecuencias extraídas de la teoría de los dos cuer
pos del rey. Quizás por esa razón también la caída de esa misma teoría
21. Salvo uno: el “Mayordomo de la Casa del Rey”, que todavía tenía que dirigir
la importante comida del funeral. Una vez terminada esa comida, iba a ofrecer
su “bastón” al futuro rey (conocido por todos), de tal modo que ya ningún
oficial detentaba entonces la insignia de un poder que sólo había obtenido del
rey difunto. Correspondía al nuevo rey renovar los cargos adjudicando nueva
mente los bastones con ocasión de su consagración por venir, si tal era su
elección.
L a du p licid a d d el so b era n o 95
tuvo lugar en ese país en una fecha que es posible fijar de manera muy
precisa, incluso si los contemporáneos no estuvieron igualmente adver
tidos de que una teoría secular acababa casi de desvanecerse en un solo
día.
El 14 de mayo de 1610, en la calle de la Feronnerie, François Ravaillac
asesina a Enrique IV. La emoción es considerable (recordemos el ase
sinato de John Kennedy). Al día siguiente, el 15 de mayo, la mujer del
rey, M aría de Medicis, lleva al mayor de los cuatro hijos que “el buen
rey” le había concebido -u n varón, el joven Luis, que sólo tiene ocho
años- ante el parlamento de París, en una sesión extraordinaria llamada
“sesión del lecho de Justicia”. Por primera vez en la historia de Francia,
ese Parlamento “reconoce” al joven Luis como su rey, y le otorga por
eso la Regencia a M aría de Medicis, en razón de la edad del citado
Luis. Para comprender el carácter inaudito - y retorcido- de la opera
ción, es necesario detenerse un poco en lo que debía ser un “Lecho de
Justicia”.
El Parlamento en esa época no era nada de lo que se presenta hoy con
ese nombre: reunía a los más altos oficiales de la justicia real, todos
nombrados por el rey, que tenían entre otras tareas registrar los edictos
reales. Desde hacia ya mucho tiempo, ese parlamento había adquirido
un “derecho de amonestación”. Podía así, muy humildemente, señalar
le al rey que determinado edicto Suyo no concordaba con tal otro de sus
predecesores, o suyo propio, o era contrario a los intereses del reino.
En estas condiciones, el rey podía modificar su escrito si él y sus con
sejeros lo juzgaban oportuno u ordenar la realización de un “Lecho de
Justicia” . En ese caso, debía presidir en su calidad en la sala prevista
para tal efecto en el Parlamento y, en presencia de todos los miembros
de ese parlamento, enunciaba con voz alta e inteligible el mantenimien
to (o la modificación) de la decisión que había merecido “amonesta
ción” . A sí se podía creer que se evitaban conflictos sin fin entre la
autoridad real, que detentaba de la firmeza propia del ejecutivo, y un
Parlamento preocupado, por su parte, por una consistencia legislativa.
El “Lecho de Justicia” sólo tenía efecto por el hecho de que reunía, en
cuerpo, el conjunto del Parlamento y el rey por el cual ese Parlamento
obtenía su poder.
Podemos calibrar mejor el forzamiento intentado, y logrado, por María
de Medicis al día siguiente del asesinato de su esposo:22 una decisión
22. Al igual que el de Kennedy, este regicidio no pudo ser bien elucidado. Ravaillac
siem pre afirm ó que había actuado solo, y aunque lo torturaron y lo
descuartizaron, no dijo más. Cosa que no impidió que se pensara que la reina,
96 A n a to m ía de la tercera persona
del “Lecho de Justicia” no habría tenido la fuerza de una ley más que en
la reunión del parlamento y del rey en ejercicio. Pero el joven Luis (que
todavía no era XIII) puede ser todo lo hijo mayor del “buen rey”, no es
por ello el rey. Heredero presunto, todo lo más. Por lo tanto, su presen
cia, el 15 de mayo de 1610, en ese salón del parlamento no transforma
a esa sesión extraordinaria en una sesión del “Lecho de Justicia” ; y en
ese caso, el parlamento, solo, no detenta ninguna legitimidad para, en
tre otras cosas, “reconocer” a rey alguno. Era más bien él quien, en
función de la teoría de los dos cuerpos del rey que seguía en vigor
oficialmente ese día, habría necesitado ser “reconocido” , puesto que
aquél de quien le venían sus poderes ya no estaba.
Sin embargo, la urgencia política predominó sobre la sutileza jurídica.
A pesar de la falta de lógica innegable, todos los Borbones por venir
seguirán ese mismo camino: Luis XIV, Luis XV, Luis XVI irán todos a
hacerse “reconocer” de ese modo por un parlamento que se coloca así,
a partir de ese instante, en posición tercera entre dos reyes, incluso si
por el momento no se trata de considerar que esté, de alguna manera,
“por encima” de ellos.23 Una de las raíces del Estado moderno está
emplazada aquí, en este acto político violento de M aría de Medicis:
una instancia perdura, contra cualquier legitimidad, para a partir de ese
momento, “reconocer” la legitimidad de aquél que es, apenas ocupa su
lugar, la fuente de toda legitimidad.
La prueba de una ruptura sin discusión con relación a la teoría de los
dos cuerpos del rey, además de ese pase de prestidigitación impensable
en los siglos anteriores, entra por entero en la detención no menos bru
tal de la práctica de las efigies. Se fabricó, como de costumbre, es decir,
con toda urgencia, una efigie de Enrique IV (la única, al parecer, que se
conservó); y los rituales fueron por última vez los mismos, pues queda
ba claro que, si el nuevo rey ya estaba en su sitio plenamente con esa
ceremonia del “Lecho de Justicia”, entonces para nada se necesitaba
toda esa etiqueta compleja y refinada cuya principal función era asegu
rar un pasaje entre dos puntos de legitimidad, o, dicho de otro modo, en
ausencia de una legitimidad. Desde ese momento en adelante, el parla
mento desempeñará ese papel de una instancia que conserva suficiente
poder para dar testimonio de la nueva fuente del poder. Así es que ni
siquiera se pensó en realizar esas efigies cuando murió Luis XIII, ni
tampoco cuando murieron Luis XIV o Luis XV. La desaparición de esa
preocupación durante todo el siglo XVII habla bastante claramente de
que la teoría de los dos cuerpos del rey se había acabado.
Un párrafo preciso de la traducción al francés del libro de Kantorowicz
va a ponernos ahora sobre la pista del discreto defecto que habría de ser
fatal para esta teoría tan extraña como ingeniosa, pues no hay que creer
que un solo acontecimiento político bastó para echarla por tierra. En el
momento de llevar a su lector a la cuestión de las relaciones entre el
cuerpo natural y el cuerpo corporativo del rey, el texto de la traducción
francesa da:
Nota hic quod una persona sustinet vietati duanim, imam vere, alteram
f id e , et quandoque utramque personam vere propter concursum
offici onim.24
[...] one person sustains in the place o f two, one a real, and the other a
fictitious person25 [...]
24. E. Kantorowicz, Les deux corps du mi, op. cit., nota 397, pág. 544.
2 5 .E. Kantorowicz, The King’s Two Bodies, Princeton University Press, 1957,
págs. 437-438.
La d u p lic id a d d el so b era n o 99
Ricardo II, rey legítimo (aunque no deja de cargar con cierta huella de
bastardía), manejó su reino de tal modo que perdió todos sus apoyos:
clero, nobleza, pueblo, bienes diversos, ejércitos, todo se le resbala
entre los dedos al regreso de una guerra desastrosa en Irlanda. Por el
otro lado, su primo Bolingbroke regresa del exilio al que Ricardo lo
había condenado previamente, y éste tiene todas las fuerzas de su lado.
Políticamente, la situación es límpida. Llega la escena de la confronta
ción, pues Bolingbroke ambiciona algo más que fomentar un vulgar
golpe de Estado. Quiere la corona siguiendo la manera correcta. Así
que se planta frente a su regio primo y le plantea una pregunta que, en
vista de que tiene en sus manos todos los poderes reales, resuena como
el preludio del acto crucial:
El “sí” (Ay) que Bolingbroke busca, y el “Yo” (/) que podría proferirlo,
se vuelven equivalentes repentinamente a causa de la homofonía y en la
evidencia según la cual ambos deben “no ser nada” . Pues si “Yo” es el
rey, ¿en nombre de qué desfachatez Bolingbroke se atreve a plantear
una pregunta tan impía? Y si, por el contrario “Yo” no es, ya, el rey,
¿qué es lo que ese mismo Bolingbroke viene a demandar, y a quién?28
La segunda parte de la respuesta viene a subrayar que no se trata para
Ricardo de permanecer en la indecisión respecto a esto. En lo referente
a saber qué hacer, él lo sabe. Eso no le permite, sin embargo, responder
día de aflicción! Que hayan transcurrido tantos inviernos y 110 saber aho
ra con qué nombre llamarme 30 !
Así que después del “Yo” que debía “no ser nada”, es ¿1 nombre mismo
el que se escabulle. Y el cuerpo a su vez viene inmediatamente al ban
quillo de los acusados:
¡Oh!, ¡Que no fuera un irrisorio rey de nieve, expuesto como estoy al sol
de Bolingbroke, para fundirme en gotas de agua!
¿No son más profundas mis arrugas? [...] ¡Oh, espejo adulador! Me enga
ñas, semejante a mis favoritos en la prosperidad [...] Este fue aquel rostro
que arrostró tantas locuras, y que al final ha sido arrostrado [out-faced]
por Bolingbroke? Una gloria frágil brilla sobre este rostro, tan frágil como
la gloria del espejo (rompiendo el espejo contra el suelo), ¡Helo ahí, roto
en cien pedazos.30
Para comprender cuáles fueron las audacias que hizo suyas en esta obra,
es conveniente detenernos primero en algunos principios de su filoso
fía primera, opuesta al aristotelismo, pero diferente también de la vulgata
cartesiana.
De entrada, su noción de representación no difiere (la buscamos en
vano en el universo escolástico), sino que se impone de manera extre
madamente original para dar cuenta de lo que debemos llamar efectiva
mente el “fenómeno”, es decir, la cosa percibida. Porque Hobbes no se
contenta con el esquema clásico según el cual la cosa percibida im pri
me su marca en nuestra sensibilidad, por medio de lo cual esa percep
ción sensible sería el lugar de una verdadera revelación de la cosa a
través de su “impronta” . Eso no constituye para él más que el primer
tiempo de un proceso más complejo, puesto que, una vez dada la “im
presión” de la cosa, el espíritu responderá a lo que es ante todo una
presión, y en este esfuerzo contrario a la citada presión va a surgir la
representación del objeto, que lleva aquí el nombre especial de “fanta
sía” [“phantasme”]: ,
42. Yves-Charles Zarka, La décision métaphysique de Hobbes, op. cit., pág. 44.
Ver también, sobre este punto, las “Objeciones” de Hobbes (en la serie, son las
terceras), y la respuesta de Descartes. Allí, Hobbes sostiene, y eso escandaliza
mucho a Descartes, que el sujeto puede muy bien ser algo corporal. “Puede”
serlo, es decir que nada sabemos al respecto. La piedra angular de la construc
ción de Hobbes es la representación, no el sujeto.
La du p licid a d del so b era n o 109
Nada hay universal en el mundo -escribe Hobbes- más que los nombres,
porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.43
4 4 .T. Hobbes, De cive, citado por Yves-Charles Zarka, op. cit., pág. 68.
4 5 .T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 48. [En español: Leviatán, op. cit., pág.
42]
L a du p licid a d del soberano 111
Y por el hecho de que el poder de un hombre resiste y traba los efectos del
poder de otro, el poder simplemente no es otra cosa que el exceso de poder
de uno sobre el del otro. Porque poderes iguales que se oponen se destru
yen recíprocamente, y esta oposición se llama conflicto.47
El [hombre] más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya
sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otros que se
hallen en el mismo peligro que él se encuentra.4*
49. T. Hobbes, Leviathan, trad. Tricaud, op. cit., pág. 161. [En español: Leviatán,
op. cit., pág. 132.] Las itálicas son del propio Hobbes. El único problema
aparente de la traducción francesa [que aquí respetamos] se refiere al relativo
“a la cual” que, en razón de su femenino, parece referirse solamente al antece
dente inmediato, esa “alguna otra realidad”, mientras que en inglés “to whom”
no es tan exclusivo y se refiere tanto a “alguna otra realidad” como al “otro”
(hombre). A ambos, de manera indiferente, podemos atribuirles “palabras o
acciones” de aquél que adquiere aquí el rango de “PERSONA” . ¿Por qué
Tricaud no se inclinó por el simple “a quien se los atribuye [...]”, que hubiera
conservado la doble referencia del inglés? [En español se traduce “o de alguna
otra cosa”. El problema al que alude se conserva de todos modos en español.
N. de T.]
50. T. Hobbes, Leviathan, Cambridge University Press, 1996, pág. 111. Los eru
ditos continúan discutiendo para saber cuál, entre la versión latina y la versión
inglesa, fue escrita primero por Hobbes. Aunque la versión latina haya sido
publicada diecisiete años más tarde que la inglesa (editada en 1651), muchos
argumentos van en el sentido de una escritura primera en latín. Tal es la opi
nión de François Tricaud, el traductor francés.
51. Locke tomará aquí la posición exactamente opuesta a la de Hobbes al hacer de
la “persona” un ser completamente interior, definido por la identidad consigo
misma aportada por la conciencia: “[...] un ser pensante e inteligente, dotado
de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como sí mismo.”
J. Locke, Identité et différence, op. cit., págs. 148-149. Esta otra opción debía
tener mucha influencia sobre la concepción común de la persona, y aun en
nuestros días, cuando existe una tendencia a englobarlo en un cartesianismo
sincrético y blandengue.
L a d u p lic id a d del so b e ra n o 113
52. Una de las etimologías de la palabra toma de aquí su fuente: per sonare, para
hacer sonar la voz. Pero no podemos olvidar que también es el nombre de
Ulises para engañar al cíclope, sentido que se conservó en el francés, cuando
éste lo tomó como uno de sus forclusivos, en su sistema complicado de la
negación: "Il n’y a personne” [“No hay nadie’’], "Je n’y voit goutte” [“No veo
nada”], “Je ne mange mie" [“No como ni miga”], etc.
53. Leviathan, francés, pág. 162 [español, 132], inglés, pág. 112. Conservé el
juego de las itálicas presente en los dos textos, invertido en inglés. El verbo
“To Personate” es, por supuesto, una cruz para el traductor francés, quien
busca justificarse en su nota 1 de la página 161 : en efecto, él no puede encon
trar en la lengua francesa un verbo único que conjunte tan fuertemente la idea
114 A n a to m ía de la tercera persona
And he that acteth, is said to beare his Person, or act in his name.
O f Persons Artificiali, some have their words and actions Owned by those
whom they represent. And then the Person is the Actor; and he that owneth
his word and actions, is the author; in which case the Actor acteth by
Authority. For that which in speaking o f goods and possessions is called
an Owner, speaking «/'actions is called an Author55 .
55.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 163 [español, págs. 132-133] e
inglés pág. 112.
116 Anatom ici de la tercera persona
Hay pocas cosas que no puedan ser representadas de una manera ficticia.
Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente, pueden ser
personificadas por un Rector, un director, un controlador. Pero las cosas
inanimadas no pueden ser autores, y por consiguiente, no pueden dar
autoridad a sus actores; los actores pueden, sin embargo, recibir autoridad
para garantizar su mantenimiento de quienes son sus propietarios o go
bernadores. Estas cosas no pueden entonces ser personificadas antes de
que exista alguna forma de gobierno civil. Igualmente, los niños, los débi
les de espíritu y los locos, que no tienen el uso de la razón, pueden ser
personificados por tutores o curadores, pero no pueden ser, durante ese
tiempo, los autores de ninguna de las acciones realizadas por éstos, ni,
después de haber recuperado el uso de la razón, más allá de lo que habrán,
en esas acciones, juzgado razonable. Pero durante el periodo de irrespon
sabilidad, el que tiene derecho de dirigirlos puede dar autoridad al tutor.
Sin embargo, esto no puede tener lugar más que en un Estado civil, pues
For it is the Unity o f the Representer, not the Unity o f the Represented,
that maketh the Person One.
58.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 164. [español, pág. 134]
118 A n a to m ía de la tercera persona
corno se quiera autorizan aun solo y mismo actor, eso únicamente dará
lugar a una sola persona ficticia.
La lógica de la construcción es importante. Hobbes está perfectamente
advertido de la circularidad de los razonamientos que alojan subrepti
ciamente la unidad en tal o cual lugar, para ir luego a descubrirla a
gritos. Así, las nociones de “pueblo”, de “nación” (cuando al menos
son adelantadas como primarias, fundamentales, etc.) se otorgan la li
cencia de presuponer una unidad (histórica, geográfica, lingüística, cul
tural) para luego reduplicarla, de algún modo, sobre la persona del so
berano que ya no sería más que su reflejo. Hobbes no quiere que uno
sea el reflejo de él mismo59 -conoce demasiado bien los conflictos que
eso arrastra en la vida civil, cuando cualquier facción se jacta de ser el
verdadero reflejo del verdadero uno. Le hace falta que el uno surja de
lo múltiple que, a su vez, con seguridad, está dado, de tal manera que
una vez que surgió, ese uno pueda recaer sobre la multitud calificándo
la como un conjunto homogéneo, una REPÚBLICA,M)
11.2.4. El contrato
Así, Hobbes llega a “la única manera de erigir semejante poder co
mún” .
59. Como cierto Jacques Lacan, cuyo estadio del espejo plantea, desde sus prime
ros esbozos, que es efectivamente el representante (la imagen) el que hace la
unidad, y no el representado (el cuerpo ante el espejo). A falta de poder cons
truir la más mínima filiación al respecto, nos permitiremos pensar que el nú
mero de las respuestas a la cuestión del uno no es indefinido, y que existen así
muy curiosas “familias” de pensamiento...
60. Que debe entenderse aquí jurídicamente: la cosa pública, y no constitucional
mente. En este punto de su demostración, Hobbes no hace distinción entre las
tres formas de gobierno que conoce: real, aristocrática o democrática. Que el
SOBERANO sea una sola persona natural o una asamblea no le importa, en la
medida en que ya enunció las condiciones para que, en el caso de una asam
blea, ésta pueda, en todas las circunstancias, producir una voluntad una.
L a du p licid a d d el so b era n o 119
61.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 177 [español, pág. 141] e inglés
pág. 120.
62. La topología del contrato es instructiva: la propagación tiene lugar en red
simple, por lo que basta que cada punto (denominado “Autor" a partir de que
está ligado) esté conectado al menos una vez con otro en el tiempo en que
estos dos se conectan a un mismo tercero “autorizándolo”-, y quien hubiera
rechazado todas las conexiones que se le propusieron, o quien no hubiera sido
alcanzado por ninguna, no pertenece a la República, al Common-Wealth.
LQQD.
120 A n a to m ía de la tercera persona
63. “[...] si uno o varios de ellos [los diferentes "autores" del contrato social]
alegan una infracción a la convención aceptada por el soberano con ocasión
de su institución, y uno o varios otros, entre los súbditos, o el soberano solo,
alegan que semejante infracción no ha tenido lugar, no existe en este caso
ningún juez que pueda decidir en la disputa [...]”, T. Hobbes, Leviathan, op.
cit., pág. 181. Esta ausencia radical de instancia tercera debe relacionarse,
guardando todas las diferencias, con la teoría de los dos cuerpos del rey que,
también y a su manera, intentaba paliar esa misma carencia.
L a du p licid a d d el so b era n o 121
6 4 .T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 180-181. [En español, pág. 143.]
122 A n a to m ía de la tercera persona
. Es manifiesto que cada súbdito goza de la libertad con respecto a todas las
cosas tales que el derecho que tenernos sobre ellas no puede ser transferi
do por una convención. He mostrado al respecto, en el capítulo XIV, que
las convenciones por las cuales nos comprometemos a no defender nues
tro propio cuerpo son nulas.61
65. Éstas eran las propiedades esenciales que Lacan supo ubicar con el ideal del
yo y la noción de “asentimiento” que lo funda. Çfr. G. Le Gaufey, Le lasso
spéculaire, París, E.P.E.L., 1997, cap. 1.4.3, págs. 92-106. [Hay edición en
español: El lazo especular, Buenos Aires, EDELP, 1998.]
66. Razón por la cual se abandonó progresivamente la metáfora del Rey Fénix por
la del Rey Sol, muy diferente.
67. T. Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 230.
L a du p licid a d del soberano 123
No será fácil calibrar ese “en otro lado” , que se desprende de la crea
ción de la personaficticia. La idea según la cual la institución del poder
68. Ver al respecto la obra de Alain Badiou, L ’éthique [La ética], que muestra los
estragos que resultan de querer establecer un “mal absoluto” a partir del cual
se podría instalar una serie de grados hacia un "bien”, a partir de esto tan
indudable como el mal del que proviene. Este nuevo conformismo ético, de un
temible maniqueísmo, viene acompañado con una promoción sin precedentes
del papel de los jueces en las sociedades modernas, y ya no entiende nada de
Hobbes, sin hacer de él un turiferario de la tiranía.
69. Lucien Jaume, Hobbes et l ’Etat représentatif moderne [Hobbes y el Estado
representativo moderno], París, PUF, 1986, pág. 144. Efectúo un corte en esta
cita dejando aquí de lado el calitativo de “antitético” (“[...] su inverso silencioso
y ciertamente antitético”) que, buscando forzar el rasgo, roza el contrasentido.
124 A n a to m ía de la tercera p ersona
70. Pasando de la ciencia política de la mitad del siglo XVII a la lingüística con
temporánea, ciertos problemas terminológicos permanecen idénticos: cómo
llamar en francés al movimiento que hace pasar de la “no persona” a la “per
sona”. ¿”Personnifier" [“personificar”]? ¿”Personnaliser” [“personalizar”]?
Nada conviene realmente para traducir el inglés “to Personate”. Nos inclinare
mos aquí por el neologismo nominal “personnaison" [“personación”], debido
a Damourette y Pichón, que instauran en su párrafo 859 (Des mots à la pensée
[De las palabras al pensamiento], Paris, Ed. d’Artrey, tomo III, pág. 153) el
concepto de personación locutorio para designar la capacidad de una persona
cualquiera de decir “yo” o “tú”, signos indudables de su capacidad de “perso
na” lingüística. El “delocutorio”, inversamente al “locutorio”, designa en ellos
“el plano donde los acontecimientos son relatados racionalmente [...] La per
sona esencial del delocutorio es entonces la que no es esencialmente una per
sona, sino una cosa.” (Ibid.)
L a du p licid a d d el soberano 125
71. Como por ejemplo la prosopopeya, que permite decir: “Yo, la verdad, yo hablo
I-]” '
72. E. Benveniste, “La naturaleza de los pronombres”, in Problemas de Lingüís
tica general, traducción de Juan Almela, México, Siglo XXI, 1971, pág. 175
73. Ese “yo” es en el niño una adquisición relativamente tardía, y sólo llega mu
cho tiempo después de “mí” [“moi”], que no tiene el mismo estatus en la
personación.
126 A n a to m ía de la tercera p erso n a
una “realidad” que, por ella misma, de ningún modo podía pretender al
rango de autor, y por ello no tenía ningún derecho de autorizar a quien
quiera. Al término de este proceso, las personas naturales que habían
adquirido su propiedad de “personas” autorizando conjuntamente al
soberano (formando con él una sola persona ficticia, la del Estado, del
Leviatán), se ven flanqueadas por un nuevo tipo de personas ficticias
que son tan “personas” como ellas, aunque no pueden mostrar la misma
acta de nacimiento civil.
Pues no hay en Hobbes ningún privilegio que otorgar a las personas
naturales; son, al igual que las personas ficticias, una consecuencia del
proceso de representación que funda la noción de persona, ya sea ésta
natural o ficticia. Más aún: esta noción de representación se apoya de
manera más segura en el caso de la persona ficticia (cuando el autor y el
actor son dos individuos diferentes), que cuando H obbes llega,
brutalizando a la lengua inglesa, a considerar a la persona natural como
un autor “que se representa” a él mismo,' que es para él mismo su propio
actor. La representación de lo mismo por lo mismo verdaderamente
tiene algo oscuro, de donde se desprende que la p er sona ficticia aclara
a la persona natural mucho más que a la inversa. En el marco general
de las personas ficticias, es necesario ahora hacer, además, la separa
ción entre las personas ficticias por atribución “verdadera”, y las perso
nas ficticias por atribución “ficcional”. Ahora bien, en razón de la mis
ma lógica, una vez más son éstas últimas las que aportan el máximo de
luz: el papel del soberano, evidente en la atribución ficticia, ya estaba
claramente presente en la persona ficticia por atribución “verdadera”, e
incluso en el surgimiento de la persona natural con ocasión de la
efectuación del contrato de inicio.
Quien “considera” las palabras y las acciones de unos y otros no es en
efecto menos indispensable para la persona natural que para la persona
ficticia obtenida por atribución ficcional, única que entrega, para ter
minar, los resortes del asunto. En todos los diferentes casos de perso
nas, el Estado soberano, el Leviatán, ya está ahí, único capaz de dar
testimonio de las cualidades respectivas que los distinguen.
Una vez que se ha acordado el pacto, una vez que se ha establecido la
persona ficticia de la que el soberano constituye uno de los polos, la
unidad de ese representante recae sobre cada uno de los autores para
convertirlo en persona natural, alguien que, cuando sus palabras y sus
acciones sean consideradas -¡p o r el soberano!- como “pertenecientes
o él”, tendrá derecho a ese calificativo de persona. El pacto social hace
de un tipo cualquiera una persona natural en la medida en que se devela
con esto ese “alguien” que hemos visto tras bambalinas de la definición
128 A n a to m ía de la tercera p erso n a
7 4 .0 a quien se le puede decir “tú” , a quien uno puede vincularse por un pacto.
L a du p licid a d ciel so b era n o 129
mulgue una ley, será rigurosamente como si cada uno dijera con un
mismo movimiento de labios: “Yo...”
Cuando ese yo soberano venga, una vez fundado, a atribuir de manera
ficticia a “otra realidad” (que hasta ahora se mostraba incapaz de ello)
la capacidad de estar vinculada con un yo (un actor), será necesario
entonces no perder de vista que ese yo soberano no trabaja, según
Hobbes, por su cuenta, sino por cuenta del yo que, en tanto que autor de
la relación primitiva de autorización, continúa hablando a través de los
actos y las palabras de ese yo soberano. C a d a lo presente en el contrato
tal como acabamos de releerlo es efectivamente, por lo tanto, por inter
medio del soberano común a todos los autores, él mismo autor de una
nueva población de personas -la s personas ficticias por ficción- equi-
valentes a partir de ahora jurídicam ente a un autor, salvo que no habrán
podido alcanzar ese rango más que por el hecho de la preexistencia de
la persona ficticia del soberano.
Así, el yo autor aparentemente “de partida”, el que, si creemos a la
ficción del contrato a la Hobbes, fue al encuentro de su vecino para
sellar con él el acuerdo inicial, aquél a quien quisiéramos creer más
cercano a un “yo” pleno y entero de dónde provendría todo lo que
siguió, ese “yo” es, él, una perfecta ficción. Apenas entrevisto, ya ha
desaparecido. Porque no estuvo allí más que el tiempo de iniciar un
pacto que, acordado una línea más lejos, lo transformó subrepticiamen^
te en algo que no está muy alejado de la “cosa autorizada”. Una vez que
el representante común ha sido emplazado, aquél que es necesario se
guir llamando el yo autor está marcado con una alteridad interna, un
repliegue que ya no lo abandonará, ese repliegue que lo vincula con el
yo soberano con el cual forma una persona ficticia. Que esta atribución
sea aquí “verdadera” no le da, como hemos visto, ningún beneficio,
salvo uno lógico (era necesario que esa persona ficticia estuviera em
plazada para autorizar la “otra realidad”). Ese yo sujeto tiene entonces,
a partir de esto, la consistencia de esta “otra realidad” : para convertirse
en una persona, tragó doblemente el concepto de representación. Pri
mero, aceptando que ese concepto viniera a dividirlo, entre el autor que
es a partir de eso, y el actor que es igualmente cuando sus palabras y sus
acciones “le pertenecen”, y entonces él “garantiza la representación de
él mismo” . Además, en tanto que autor, se ve ahora colocado en pie de
igualdad con esa “otra realidad” que al inicio suponíamos incapaz de
articular lo que sea, y que es a partir de esto, también, un autor entero.
Ese doble splitting, que le da su lugar y su función al nuevo concepto de
representación en tanto que toca al actuar, va a introducir una inversión
casi total con relación al tiempo de los dos cuerpos del rey.
La d u p lic id a d d el soberano 131
75. “¡Que eso recaiga sobre el rey! Nuestras existencias, nuestras almas, nuestras
deudas, nuestras desconsoladas viudas, nuestros hijos, nuestros pecados, ¡que
el rey sea responsable de todo eso! Es preciso que Nos respondamos de todo.
¡Oh, dura condición, hermana gemela de la grandeza! [...] sueño soberbio, que
juegas tan sutilmente con el reposo de los reyes, soy un rey que te conoce bien
y sé que ni el crisma de la unción, ni el cetro, ni el globo, ni la espada, ni la
maza, ni la corona imperial, el traje de tisú, de oro y de perlas, ni la cortesanía
atiborrada de títulos que preceden al rey, ni el trono sobre que se sienta; ni las
corrientes de esplendor que bañan las altas orillas de este mundo; yo sé, digo,
tres veces pomposo ceremonial, que nada de todo eso, depositado en el lecho
de un rey, puede hacerle dormir como el miserable esclavo que, con el cuerpo
lleno y el alma vacía, va a tomar su reposo, satisfecho del pan ganado por su
miseria, [...] y así sigue todo el curso del año, con trabajo provechoso hasta la
tumba. Salvo el ceremonial, ese tal mísero, que consagra sus jornadas al traba
jo y pasa sus noches dormido, tiene de cierto la ventaja y la superioridad sobre
un rey [...]” ; W. Shakespeare, La vida del rey Enrique V, traducción de Luis
Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1989, págs. 608-609.
132 A n a to m ía de la tercera persona
76. Religiosas, entre otras. El lentísimo movimiento que, siguiendo las diferentes
etapas de la constitución de los Estados modernos, ha desunido los vínculos
tan estrechos en otros tiempos entre poder civil y autoridad religiosa, tiene
toda su importancia. Releer sobre esto a M. Gauchet, Le désenchantement du
monde [El desencanto del mundo], París, Gallimard.
La d u p lic id a d del .soberano 133
III. La pertenencia a sí
mismo
III. 1. Un acontecimiento discursivo: el
magnetismo
4. P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 14. Lo que aquí se llama
“filósofos” no se parece casi en nada a lo que entendemos hoy con ese voca
blo. Del mismo modo que en el siglo XVIII, se trata igualmente de lo que
llamaríamos ahora “investigador”, “sabio”, etc.
5. Ibid., pág. 60: “La Sociedad Real se negaba oficialmente a entrar en debates
sobre semejantes temas, aunque tras bambalinas los miembros recolectaban
ávidamente los informes de segunda mano y las conversaciones con los muer
tos.”
6. Cfr. Gerard Simon, Kepler, astronome, astrologue [Kepler, astrónomo, astró
logo], Paris, Gallimard, 1979, págs. 338-339.
140 A n a to m ía de la tercera persona
3
navio en el conjunto de los mares y océanos de este globo, no dejaba de
plantearles también algunos problemas de seguridad en la navegación.
En 1714, el muy británico Board o f Longitude ofrecía la nutrida recom
pensa de 20 000 £ a quien descubriera un procedimiento de determina
ción de la longitud de un navio con una precisión de 30 millas náuticas.
Los Natural Philosophers podían poner manos a la obra; lo hicieron
tomando en cuenta las fluctuaciones, en el tiempo y en el espacio, a la
vez de la dirección de la aguja y de su inclinación.7 El éxito, que supo
nía unas medidas muy finas, no fue inmediato.
Como lo hace notar Patricia Fara, “durante la primera mitad del siglo
XVIII, los compases utilizados en las naves en alta mar diferían poco
de las que se encontraban un siglo antes” .8 A pesar de la mezcla de
ideas y de la impregnación de las convicciones tocantes al magnetismo,
la técnica no experimentó ningún progreso fulgurante. La única inno
vación importante fue mucho más comercial que técnica: como aumen
tó notablemente la demanda de imanes (a causa de la marina, cierta
mente, pero también por las prácticas magnéticas que pronto estudiare
mos más de cerca), el comercio de los imanes naturales experimentó un
alza excesiva de los precios, mientras que la calidad dejaba mucho que
desear. Conociendo desde la Antigüedad la propiedad del hierro de
imantarse en la proximidad de imanes naturales, a muchos se les ocu
rrió fabricar imanes artificiales. El único que lo consiguió de manera
duradera, hasta el punto de vincular su nombre y su fortuna con esa
industria muy reciente, fue el inglés Gowin Knight (1713-1772), califi
cado de “Entrepreneurial Philosopher” , lo cual lo dice casi todo. Con
más aplicación que algunos de sus predecesores en la materia, se pro
veyó (por intermedio de acreedores muy interesados en el éxito de su
empresa) de un buen número de imanes naturales de excelente calidad
por una parte, de barras de un muy buen acero por la otra, y, colocando
a las segundas entre dos pilas de los primeros, estuvo en condiciones de
fabricar muy rápidamente cantidades importantes de imanes artificiales.
Doctor de profesión, se establece en un magnífico departamento, en el
corazón de uno de los barrios más elegantes de Londres (Lincoln’s Inn
Fields, y luego, a partir de 1750, en la calle misma de la Royal Society),
Más o menos en ese sitio se ubica una articulación bastante laxa, y por
ello mismo extremadamente resistente, entre un discurso en plena lu
cha ascencionista en esa época -e l newtonismo y su teoría de la gravi
tación universal- y ese magnetismo, tan invisible, inasible como esa
gravedad sobre la que los cartesianos habían hecho notar desde el co
mienzo hasta qué punto se acercaba enojosamente al campo de las “fuer
zas ocultas”. ¿Newton fue o no un aliado seguro de la gran ola del
magnetismo que, como vimos, tras una primera cresta debida al libro
de Gilbert, había recaído un tanto a partir de mediados del siglo XVII?
11. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 127.
144 A n a to m ía de la tercera p ersona
Del mismo modo que la atracción es más fuerte en los imanes pequeños
que en los grandes en proporción con su volumen, y que la gravedad es
más grande en las superficies de los pequeños planetas que en la de los
grandes, [...] del mismo modo la extremada pequenez de esas partículas
[de éter] puede contribuir a la magnitud de la fuerza por la cual esas
partículas pueden alejarse una de otra.
apoyo constante a la ola del magnetismo, y más aún cuando esta última
adoptó, con Mesmer, el viraje del magnetismo “anim al”.
Sin embargo, antes de abandonar este magnetismo “mineral”,15 es im
portante probar un poco de su retórica, los tropos a través de los
cuales consiguió instalarse como una evidencia que irradiaba por todas
partes, sin que se pudiera, por ello, con decisión y autoridad, imponer
límites a su campo de acción. El poder metafórico del magnetismo pro
viene ciertamente de la oposición atracción/repulsión. Olvidamos con
demasiada rapidez, sin embargo, hasta qué punto la bisagra local/glo
bal es decisiva en el éxito de una metáfora: los efectos indudables del
magnetismo terrestre son atestiguados efectivamente en tal sitio, en tal
momento, en un espacio la mayoría de las veces muy reducido (en vista
de la debilidad de la dispersión rápida de las fuerzas magnéticas); pero
para comprender que una aguja imantada es desviada de modo diferen
te en cualquier lugar sobre este planeta, es completamente necesario al
mismo tiempo suponer que existe al menos una red de fuerzas invisi
bles que operan constantemente y en todas partes. Ahora bien, Newton,
cuando había tenido que resolver el mismo problema local/global a
propósito de la gravitación o de la transmisión de la luz, no había duda
do, por su parte, en postular la existencia de un “éter”, consecuencia
previsible de su idea de “espacio absoluto” , tan decisiva, por otro lado,
en su concepción del movimiento “verdadero” . La idea de un “éter
magnético” era entonces de lo más normal para quien sostenía ya la de
un éter gravitacional o luminoso. Y así el movimiento de comprensión
del magnetismo implicaba casi forzosamente “unlversalizar” el sustrato
de un fenómeno que no podía contentarse con una realidad local. M u
cho antes de que la noción de “campo” fuera inventada, el magnetismo
tenía que ser universal o no ser nada. Pero algo era: la prueba de ello era
el magnetismo terrestre. Por lo tanto era universal.
Por otro lado, al apoyarse -contrariam ente a las metáforas de la grave
d a d - sobre una doble polarización (atracción/repulsión), la mayoría de
las metáforas inspiradas por el magnetismo resultaban casi inmediata
mente susceptibles de ser traspuestas en las maneras de hablar del amor
(ya fuera divino o humano), como recíprocamente el riquísimo lengua
je de las atracciones/repulsiones amorosas y deseantes se enroscaban
sin dificultad en la descripción del comportamiento de los im anes.16
Sin que se sepa bien, por ejemplo, si su uso estaba comúnmente exten
15. Este adjetivo sólo se impone a partir de la invención mesmeriana del magne
tismo animal.
16. La etimología reserva sorpresas aquí. “aimant” [“imán”] no tiene aparente
mente nada que ver, en cuanto a sus orígenes lingüísticos, con el participio
146 A n a to m ía ele la tercera persona
presente del verbo “a/me/-”[“amar”], sino que vendría del latín adamas, -antis,
que significa "hierro muy duro, acero y diamante”, “El empleo de adamas en
el sentido de piedra de imán, escriben Bloch y Warburg en su Dictionnaire
étymologique de la langue française [Diccionario etimológico de la lengua
francesa], es propio del galorromano: proviene de los lapidarios donde las dos
piedras, la “pierre d'aimant" [“piedra de imán”] y el diamante [diamant],
eran señalados por su dureza.”
17. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 186. “ A ustedes
ahora, bellos recién casados,/Nuestro consejo ritual:/No pierdan de vista el
imán/que conserva fiel a la esposa.” Me limito a este sabroso ejemplo, pero la
extensión de las metáforas magnéticas era inmensa. Significativamente, P.
Fara escribe: “Al examinar el impacto de los magnetizadores ingleses, se ob
tiene un caso de estudio interesante en la exploración de las interacciones
lingüísticas entre unas prácticas marginales y los discursos de las élites” (op.
cit., pág. 195). La penetración del vocabulario psicoanalítico en la época con
temporánea ha seguido los mismos caminos.
18. Uno de los primeros y más ardientes defensores de Newton en Francia fue
Voltaire, quien asistió a las exequias del gran hombre en Westminster.
La p erten en cia a s í m ism o 147
Cuando Mesmer se alejaba del venerable Jaeger [es el nombre del enfer
mo que había que sangrar, inventado para las necesidades del relator], el
chorro sanguíneo se debilitó y luego se detuvo, y Citrus Janus [es el médi
co] pensó en terminar la sangría. Pero cuando Mesmer regresó con la
segunda paleta, la sangre volvió a fluir. Así se verificó varias veces que la
proximidad mayor o menor del cuerpo de Mesmer influía sobre la fuerza
del chorro de sangre.19
Bueno. ¿Por qué no? Pero cuando leemos el libro mucho más erudito
de Robert Amadou,20 uno de los pocos que reúne, además de los textos
de Mesmer, una multitud de indicaciones valiosas sobre el hombre y
sus relaciones con sus contemporáneos, ya sólo nos encontramos con el
breve relato siguiente:
Notó entonces por primera vez un hecho del que extrajo más tarde un
argumento en favor de su teoría del magnetismo animal. Cuando se acer
caba a un enfermo que un cirujano estaba sangrando, el flujo de la sangre
se volvía más lento mientras que se volvía más rápido cuando se alejaba.
En estos pantanos sólo permanecen como algo más o menos seguro los
textos del propio Mesmer, presentes en la valiosa edición de Robert
Amadou. Hay que agregar a esto cuestiones de idioma: a causa de un
francés muy aproximado,24 la mayoría de los escritos que Mesmer pu
blicó en ese idioma fueron porlo menos retocados por otros, al comien
zo, sobre todo, por Nicolas Bergasse. Aquéllos que vamos a leer par
cialmente tuvieron, sin embargo, de una u otra manera, su aval.
juicio prudente, pero poco claro, según el cual: “Informaba también que cuan
do se acercaba a un hombre que estaba siendo sometido a una sangría, la
sangre empezaba a fluir en otra dirección” ??? (pág. 93).
22. ¡Bueno, casi! En su diccionario, en el artículo “Mesmérisme”, Littré lo hace
nacer en 1733 en Wiel, “cerca de la ribera del Rin”, cuando en realidad nació
el 23 de mayo de 1734 en Suabia, en el pueblo de Iznang, cerca de Radolfszell.
Etc.
23. La sandez de la Encyclopaedia Universalis proviene de copiar nuevamente a
ciegas la Grande Enciclopédie Larousse, que aparentemente fue la primera en
postdatar la tesis de Mesmer, en un breve artículo de una gran ligereza, Nues
tros lexicógrafos de fines del siglo XIX no querían mucho a Mesmer...
24. En su apasionante obra La fin des lumières, le Mesmérisme et la Révolution
¡El fin de las Luces, el mesmerismo y la Revolución], traducido y publicado
nuevamente en 1995 (París, Odile Jacob, col. “Opus”), Robert Darnton ofrece
La p e rten en cia a s í m ism o 149
Así -y las precisiones cifradas valen aquí su peso en retórica- las in
fluencias son de cada una sobre cada una. Todo está interconectado
únicamente por la gravedad en el conjunto del sistema solar, incluido lo
concerniente a los cometas. M esmer se acerca entonces al caso más
particular de la pareja tierra/luna, dando múltiples precisiones cifradas
sobre sus relaciones de volumen, de alejamiento, de ciclos, de excentri
cidades de órbitas, etc. Casi concluye:
Robert Amadou nos ofrece una clave de lectura de esta tesis, al colocar
en paralelo, en su nota 13, el texto que acabamos de leer y algunas
líneas (también en latín) extraídas del libro que un médico inglés, Richard
Mead (1673-1754), publicó en Londres, primero en 17 0 1, luego en
1746, bajo el título: De imperio solis ac lunae in corpora humana et
morbis inde oriundis. El plagio es íntegro. Discípulo de Newton, la
originalidad de Mead consistió en adaptar a la atmósfera lo que Newton
había establecido con respecto a los mares y los océanos para explicar
el movimiento de las mareas por la atracción, combinada u opuesta, de
la luna y del sol. Para Mead, de acuerdo con las mismas razones, la
elasticidad, la presión y el peso del aire -cu y o impacto sobre el ser
humano no podríamos ignorar- experimentaban variaciones directa
mente relacionadas con los movimientos de los astros. Se trataba en
tonces de un partidario de una medicina física (y no de una medicina
química, o de una medicina de los humores), la cual pretendía ser de lo
más racional.
mal hasta abril de 1781”]. Con la ayuda de estos dos textos, quisiera
poner de relieve algunos puntos muy particulares en la masa de los
hechos presentados por Mesmer.
El prim er caso tratado sobre estas bases parece haber sido, durante los
años 1773-1774, el de una señorita de 29 años llamada Œsterline. Pre
sentaba “los más crueles dolores de dientes y de oídos, seguidos de
delirio, furor, vómitos y síncope” . M esmer le aplicó el imán. ¿Cómo
presenta él la cosa?
31. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 62. Las mayúsculas en
“agente général” son del propio Mesmer. Reconoceremos al pasar que este
francés impecable estaba forzosamente muy por encima de la mano de alguien
que, según el testimonio general, nunca hizo más que farfullarlo. Con esto se
comprueba la opinión de R. Darnton. El misterio se volverá un poco más
denso si le agregamos que no se trata de traducciones, o que al menos nadie ha
visto nunca “originales” alemanes de esos textos de Mesmer.
L a p erten en cia a s í m ism o 153
De este modo, “por analogía con el sistema general” (con lo cual hay
que entender ya el hecho de que el imán es la manifestación local de un
agente general global), se le van a aplicar imanes a la enferma, pero no
cualquier imán, pues se va a tratar de piezas de metal estudiadas para
adaptarse a tal o cual parte de la anatomía, luego magnetizadas como
agujas de brújula. El resultado de estas aplicaciones debía resultar tan
súbito como espectacular:
32. Aquí, las itálicas son mías. Toda esta serie de citas viene de las páginas 63 y
passim de F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit.
33. Maximilien Hell (1720-1792), director del Observatorio de Viena. Para Hell,
' sólo el imán curaba, directamente. Parece que “su única contribución fue la
idea de que el imán debía adaptarse a la forma del cuerpo al que era aplicado.”
Dixit R. Amadou, op. cit., pág. 80.
154 A n a to m ía de la tercera persona
No creo que el imán tenga una virtud específica, por la cual actúa sobre
los nervios; supongo, solamente, conforme a los principios de mi teoría,
que la materia magnética actúa, por su extrema sutileza y por su analogía
con el fluido nervioso, cuyo movimiento había sido trastornado, de tal
modo que hace que todo regrese al orden natural, que yo llamo la armonía
de los nervios.
pena darse una idea del clima parisiense en el cual M esmer vino a dar
parte de su descubrimiento.
Tan sólo unos cuantos apuntes históricos pueden permitir que nos ha
gamos una idea del entusiasmo suscitado entonces por la modificación
profunda de la relación con la naturaleza que la ciencia y sus prodigios
aportaban. Que un Benjamín Franklin pudiera pasar por haber domes
ticado al rayo, esa fuerza viva, central en el imaginario campesino, nos
parece difícil de comprender hoy, pero basta para adivinar el vínculo,
evidente para esa época, entre esta “ciencia” reservada a una élite muy
reducida, y los misterios de siempre de la madre naturaleza. Los hallaz
gos y descubrimientos brotan por todos lados: “Nunca habían apareci
do tantos sistemas, tantas teorías sobre el universo como durante los
últimos años”, se lee en el Journal de Physique [Diario de Física] de
diciembre de 1781. Darnton, más claramente todavía:
36. Citado por R. Damton, La fin des Lumières, op. cit., págs. 31-32.
L a p erten en cia a s í m ism o 159
una pensión vitalicia de 20 000 libras, y otra de 10 000 libras por año si
abre una clínica y acepta la vigilancia de tres “pupilos” del gobierno.
Descontento con lo que se le propone, M esmer pide tierras, un castillo.
El conjunto parece extravagante, y el arreglo no se concluye. M esmer
le escribe entonces directamente a la reina su negativa, y parte hacia
Spa, como había anunciado, pero solamente para descansar un poco.
De allí regresó muy rápidamente cuando se enteró de la segunda conde
na que afectaba en ese momento a Desion (con la tercera, ese mismo
Desion debía ser borrado de la lista de los doctores regentes de la facul
tad). M esmer recuperó entonces su clientela, que no soltaba presa, y
luego se fue nuevamente por unas semanas de vacaciones a Spa, en
julio de 1782, con dos de sus enfermos, y no de los menos importantes:
el abogado Nicolas Bergasse y el banquero Guillaume Kornmann. A
los tres se les ocurrió entonces la idea de crear una “Sociedad” sobre la
cual vale la pena dirigir una mirada atenta.
La “Sociedad de la armonía universal” hizo fluir mucha tinta, entre
otras cosas, porque, bajo la presión de M esmer (y contra la opinión de
Bergasse), también fue llamada “Logia”, lo cual arrastró a muchas per
sonas a confundirla con la francmasonería. Es seguro que Mesmer era
francmasón, ya desde Viena. En cambio, nunca formó parte del Gran
Oriente de Francia, y algunos estudios de la francmasonería parisiense
de los años 1780 muestran que, si bien ciertos masones fueron recepti
vos a las ideas mesmerianas, otros permanecieron dubitativos.40 La si
tuación era más confusa en provincia, donde las élites, menos numero
sas, se mezclaban más fácilmente.
¿Qué era esta sociedad? Ante todo, una réplica al hecho de que el
Estado francés, en la persona del Conde de M aurepas, no supo hacer
que Mesmer y su descubrimiento permanecieran en Francia. Allí donde
el gobierno falló, una reunión de particulares va a intervenir para rete
ner a Mesmer, entregando cada uno 100 luises. La afluencia, pronto
considerable, de miembros, tanto en París como en provincia, dota ri
camente a esta sociedad, que le vierte lo esencial de sus recursos di
rectamente a Mesmer. De acuerdo con información dada por R. Darnton,
que las lee en lo escrito por el tesorero de la Sociedad de la armonía, en
junio de 1785, Mesmer se pasea en una elegante carroza y posee 343,764
libras. Tenemos otras cifras más para 1789; la Sociedad parisiense cuenta
Jamás la tumba de Saint Médard atrajo a tanta gente ni obró cosas tan
La p erten en cia a s í m ism o 163
44. De hecho, fue un mecánico alemán, un tal Schmitd, quien “inventó” la guillo
tina. Pero el Dr. Guillotin había sido el primero en reclamar, siguiendo la
dirección de la abolición de los privilegios, que se aplicara una misma pena de
muerte, con absoluta igualdad republicana, a aquéllas y aquéllos que la mere
cieran: la decapitación. Y por eso se le dio su nombre al objeto.
* Lettre de. Cachet: Carta con sello del rey que contenía una orden de prisión o
exilio sin juicio previo. [N. de T.]
45. “Visto a través de la literatura polémica que lo vuelve protagonista, [el
mesmerismo] aparece como un desafío a la autoridad -no solamente a los
La pertenencia a s í m ism o 165
Esta organización -escriben- hace entender por qué las mujeres tienen
crisis más frecuentes, más largas, más violentas que los hombres, y el
mayor número de sus crisis es debido a su sensibilidad de nervios. Hay
algunas que pertenecen a una causa oculta, pero natural, a una causa cier
ta de las emociones a las que todas las mujeres son más o menos suscep
tibles y que, por una influencia lejana, al acumular esas emociones, lle
vándolas al más alto grado, puede contribuir a producir un estado convul
sivo, que se confunde con las otras crisis; esta causa es el dominio que la
Naturaleza le ha dado aun sexo sobre el otro para atraerlo y emocionarlo.
Son siempre los hombres los que magnetizan a las mujeres46 [...]
Señores:
Al hacer a una sociedad de hombres recomendables depositaría de mi
descubrimiento, no solamente escogí el asilo más seguro para la verdad,
sino que, al asociarlos a mis trabajos, me atrevía a creer también, Seño
res, que, persuadidos por vuestra propia experiencia tanto de la utilidad
como de la verdad de la doctrina del magnetismo, vosotros os ocupa
ríais un día de conservarla y de transmitirla en toda su pureza, de perfec
cionar su instrucción, de darle el desarrollo filosófico del que es suscep
tible, y de propagar sus prácticas útiles para los hombres; tales han sido
siempre mis deseos; tales son los que leo en vuestros espíritus y en vues
tros corazones.
Creo que existe un principio increado, Dios. Que ese Ser supremo creó la
materia indiferente de sí al movimiento y al reposo,4* por un acto único de
su pensamiento, que por el mismo acto le imprimió el movimiento que
forma, desarrolla y conserva a todos los cuerpos. Que, a través de un
medio que sólo puede ser un fluido muy sutil, existe entre todos los cuer
pos que se mueven en el espacio una acción recíproca, la más profunda y
las más general de todas las acciones de la naturaleza; que esta acción
constituye la influencia o el magnetismo universal de todos los seres entre
ellos. Que el Ser supremo, al crear al hombre, lo dotó-con un alma espiri
tual e inmortal, le dio el poder de modificar el fluido que penetra a todos
No todo era rosa entre Bergasse y M esmer ya desde hacía algún tiem
po. Como era hijo de un rico comerciante de Lyon, Nicolas Bergasse
gozaba de una renta considerable que le permitía consagrarse a las le
tras y a la política. En París, era la “voz” de Mesmer, y su “orador”
oficial en todas las reuniones de la Sociedad de París. Pero Bergasse
daba muestras de ambiciones (y de una cultura) políticas muy ajenas a
Mesmer; pretendía entonces “ampliar” la doctrina del maestro sobre
bases complejas, esencialmente inspiradas en Rousseau, lo cual condu
55. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 121. Nos extrañará menos que,
mucho más tarde, algunos psicoanalistas anduvieran por ahí profesando la
existencia de un “nuevo vínculo social”, salido de su práctica del inconscien
te. Allí donde Lacan apuntaba el surgimiento de un vínculo inédito entre
analizante y analista, ¿cuántos se abismaron en esta brecha para ver en ello el
comienzo de una reestructuración del vínculo social mismo, como dignos
émulos de Bergasse?
56. Ibid., pág. 79.
57. Es oportuno darse cuenta, de cuando en cuando, de lo que perdimos también
con la Revolución Francesa: como esos nombres de Antiguo Régimen, que
uno siempre se topa con emoción...
58. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 125. Cuando fue elegido en la
Asamblea Constituyente, Bergasse participó en los trabajos preparatorios de
una Constitución, y allí intentó hacer valer sus ideas, y su colega de entonces,
Bailly, el mismo que había escrito el informe secreto para el Rey condenando
tan severamente al mesmerismo, escribió al respecto en sus Memorias:
“Bergasse, para hablar de la constitución y de los derechos del hombre nos
hacía remontarnos a los tiempos de la naturaleza en estado silvestre.”
L a pertenencia a s í m ism o 173
sigue siendo partidario del rey, sueña con una constitución capaz de
unir directamente al pueblo con su rey, sin casi nada más de esos cuer
pos intermediarios cuyas caricaturas son la aristocracia y las diversas
academias, verdaderos enquistamientos que se oponen a la armonía
general, apresurados como están por satisfacer ante todo sus propias
exigencias. Quizás su concepción del mundo no es más clara en ningún
lugar como en esta pequeña frase, que R. Darnton extrae de su obra,
Considérations sur le magnétisme animal [Consideraciones sobre el
magnetismo animal]:
El hombre del pueblo, el hombre que vive en los campos, cuando enfer
ma, se cura más rápido y mejor que el hombre que vive en el mundo.
60. Así, el artícdo 52 de la Constitución del año III, forjada por la Convención de
Termidor, enunciaba de un modo que no podía ser más claro: “Los miembros
del cuerpo legislativo no son representantes del departamento que los nombró,
sino de la nación en su totalidad.” Citado por Michel Troper en su artículo
“La Constitution de l’an III ou la continuité: la souveraineté populaire sous la
Convention” [“La Constitución del año III o la continuidad: la soberanía po
pular bajo la Convención”], en 1795, pour une République sans révolution
[1795, para una República sin revolución], Rennes, Presses Universitaires de
Rennes, 1996, pág. 188.
L a p erten e n cia a s í m ism o 177
Así es que el programa era simple: había que hacer desaparecer, “neu
tralizar” a todos los cuerpos intermediarios vividos como otros tantos
tumores, y organizar constitucionalmente vínculos nuevos entre cada
uno de los individuos que habitaban ese cuerpo social, y la soberanía
que ya no le pertenecía al rey (reducido, a partir de la constitución de
1791, al papel de “jefe del ejecutivo”), sino a la nación. ^1 individuo se
encontraba entonces planteado como una evidencia que apartaba cual
quier necesidad de definirlo previamente. Estaba ahí, en su anonimato
de “individuo” , entre el “hombre” y el “ciudadano” , verdadero átomo
que se trataba de hacer caber en el espacio político y social de una
nueva constitución.
Reducida brutalmente a un polvo de individuos, la nación se veía obli
gada a reunirlos más sólidamente que nunca, sobre nuevas bases, en el
seno de su jovencísim a soberanía. El recorte en 83 departam entos-que
sigue legible dos siglos más tarde en la vida política y administrativa
francesa- voi vía posible una reunión ejemplar de lo que acababa de ser
pulverizado por esta súbita promoción del individuo: fue la fiesta de la
Federación del 14 de julio de 1790, que sigue fundando el imaginario
colectivo francés. Proveniente de todos los nuevos departamentos, re
unida en el Campo de Marte, una multitud de “individuos” encarna ese
día, del modo más cercano posible, una especie de ceremonia efectiva
del contrato social, en la cual cada actor entra en una relación directa
con el gran todo de la nación soberana. La Fayette, ante quien desfilan
los delegados equipotentes de esta Francia Homogeneizada, es el héroe
del día. M irabeau se lo reprochará a Luis XVI, quien debería haber
ocupado ese lugar, y no dejárselo a quien, a partir de eso, sólo podía
convertirse en un rival. Ese mismo Mirabeau hará notar que, para que
se encarnara ese día de manera decisiva la nación en su nueva compie-*
jidad, la Asamblea Constituyente no debería haber desfilado detrás de
los delegados de los departamentos, como lo hizo, sino, por el contra
rio, asistir a su reunión, junto al rey, ambos (la asamblea y el rey) encar-
63.Sieyès, Q u’est-ce que le Tiers État'!, París, PUF, col. “Quadrige”, 1981,
pág. 93.
La pertenencia a s í m ism o 179
y del que los constituyentes habían tenido que desprenderse para reali
zar una tarea que sus encomendadores ciertamente no les habían preci
sado. Aunque más no fuera por razones tocantes al número y a la dis
tancia, la democracia directa tenía que ser descartada. Era conveniente
entonces definir la latitud otorgada a los representantes. ¿Se actuaría de
tal modo que cada representante estuviera sometido a un control de los
representados que lo habían elegido (mandato imperativo)? En ese
caso, existía un gran riesgo, enorme incluso para un espíritu francés, de
fabricar una cohorte de opiniones y de intereses divergentes que ya
nada permitiría hacer converger a continuación hacia una “voluntad
general” cualquiera. Allí donde los estadounidenses habían considera
do, en su constitución de 1783, que del mismo conflicto délos intereses
podía surgir una forma de temperancia democrática de interés general,
los franceses se mostraban incapaces de imaginar otra cósa que el caos
del Antiguo Régimen. Más que las dificultades técnicas de ejercer una
vigilancia eficaz y rápida de los representantes por los representados,
los Constituyentes no pudieron afiliarse a la idea de una posible gestión
legislativa de los conflictos de intereses particulares. Por el contrario,
era necesario concebir que la “voluntad general” estuviera presente, y
fuera discernible, en cada representante. Que en él no predominara de
entrada el sólo interés de sus encomendadores, y aún menos el suyo
propio, sino el de la nación entera. Por lo tanto, era necesario establecer
la independencia tanto del cuerpo legislativo como del ejecutivo, y nunca
hacerlos rendir cuentas más que a la nación.
En ese caso, otro riesgo resultaba no menos evidente, y los miembros
de la corriente democrática presente desde 1789 en algunos distritos
parisienses supieron verlo claram ente, com o buenos lectores de
Rousseau que se habían vuelto: si el poder le es confiado aun represen
tante sin que este último sea puesto en situación de dar cuenta de ello a
quien le confía esa tarea, sólo se habrá cambiado de déspota. Creyendo
liberarse del tirano real, se habrá instaurado al tirano legislativo, y las
relaciones, muy a menudo tensas, entre las “secciones parisienses” y
los miembros de la Asamblea Constituyente, y luego los de la Legisla
tiva, no dejaban de ilustrar ese peligro: que los “representantes” del
pueblo, considerando entonces no tener que dar cuentas más que a una
“Nación”, que no estaba nunca en acto para sancionarlos, se confiaran
más de lo debido. Con ocasión de las discusiones apasionadas sobre
ese tema en el Club de los Jacobinos, Robespierre enunció el 18 de
mayo de 1791 la cosa con la claridad que él sabía hacer suya:
La perten en cia a s í m ism o 181
67. Lucien Jaume, Hobbes et l ’État représentatif..., op. cit., pág 144.
L a pertenencia a s í m ism o 185
6Й. Esta identidad simbólica se acompaña muy bien con una sorprendente dispa
ridad imaginaria, por no hablar de las relaciones de fuerza reales entre uno y
otro.
186 A n a to m ía de la tercera persona
IV. Retorno a la
transferencia
Lo cual equivale a subrayar que en ciento treinta años, los progresos rea
lizados en el terreno de la hipnosis han sido notablemente lentos, compa
rados, por ejemplo, con los de la física, para no hablar de la astronáuti
ca...4
Notemos que ochenta años han pasado desde las previsiones formuladas
por Charcot, y que seguimos ignorando la naturaleza exacta de la hipno
sis. Todas las teorías que se propusieron al respecto no ofrecen más que
explicaciones parciales. Nos faltan incluso criterios objetivos que permi
tan afirmar que un sujeto es hipnotizado. La hipnosis es un fenómeno
lábil, huidizo, inasible y sin embargo efectivamente existente.5
No puedo concebir cómo la especie humana fue tan extraña como para ir
a buscar las causas de ese fenómeno en una cubeta, en una voluntad exter
na, en un fluido magnético, en un calor animal y en mil extravagancias
más de ese tipo, mientras que esta especie de sueño es común a toda
naturaleza humana por los sueños11 [...]
Ese “a la m anera de...” bastaría casi para indicar el peso metafórico que
está en juego. La sangre de Faria pasó entonces de moda, como el agen
te general mesmeriano antes que él, y tenemos a partir de este momento
en escena un fluido mucho más resistente, que Freud empleará abun
dantemente en su Esbozo antes de poner en circulación otro de su crea
ción, no menos misterioso: la libido. El interés inmediato de un ele
mento como la atención proviene sin embargo de su doble componen
te: nadie discutirá su parte psíquica, pero, ¿quién podría dudar de que
el cuerpo (tono muscular, agudeza de las percepciones, puesta en esta
do de alerta preferencial de una sensibilidad, etc.) forme parte también
del asunto? Una vez observado que existe, al lado de una atención
conciente que todos conocen, una atención inconsciente, como en la
digestión u otras funciones corporales no deliberadas, semejante fluido
tiene la capacidad de apoyar la descripción de fenómenos múltiples,
desde la hipnosis hasta el sueño, pasando por la alucinación.18 Sirve
perfectamente para sus fines, aunque presenta también de entrada un
gran inconveniente: parece estar circunscrito únicamente al cuerpo en
el cual despliega sus efectos. No solamente no tiene nada de universal,
sino que se queda un poco demasiado individual. ¿Cómo hacer para no
recaer de entrada sobre un solipsismo improductivo? Pues bien, la
relación hipnótica al estilo Liebeault será precisamente cierta puesta en
relación de dos cuerpos:
20. La atención, entre otras cosas, nunca es concebida como teniendo que ser
distribuida de manera homogénea sobre el conjunto del cuerpo y/o de las
representaciones.
R etorno a la transferencia 197
cos: ¿cuál debe ser la guía de su acción, si nada tan evidente está ya ahí
para indicar su camino al fluido?
24. S. Freud, “Traitement psychique...”, op. cit., pág. 18. [En español: S. Freud.
Tratamiento psíquico..., op. cit, pág. 128-129.] Observaremos, al pasar, el
empleo de una expresión con un porvenir prometedor en los textos posteriores
de Freud, especialmente aquéllos referentes a la transferencia: esta “persona
del médico” , sobre la que se concentra “todo el interés psíquico del hipnotiza
do”.
25. “Ahora es tiempo de disipar la impresión de que con la ayuda de la hipnosis se
abriría para el médico una era de prodigios fáciles” (pág. 20). [En español: op.
cit., pág. 130]
200 A n a to m ía de la tercera p erso n a
mente), pero muy molesta por otro lado. Pacientes inmersos en una
hipnosis profunda recibieron, por ejemplo la orden de realizar un acto
peligroso para ellos mismos o su entorno: agarrar una serpiente vene
nosa, echar un frasco de ácido a la cara del hipnotizador. Lo hicieron
dando todos más o menos la misma respuesta: “sabían que se trataba de
un experimento y que nadie podía correr un peligro real” .26 Mientras
sea un juego, todo parece posible: si se sale de ese marco, la hipnosis,
tan poderosa un instante antes, parece ya no ser nada. ¿Cuales son en
tonces los “límites” de la hipnosis?
31. Las comillas indican en este caso que ese sueño no debe entenderse aquí como
un sueño fisiológico. Liebeault, por ejemplo, comentaba así la cosa: “Es el
sueño por sugestión, es la imagen del sueño que insinúo en el cerebro.” Cita
do en L. Chertok, L ’hypnose, op. cit., pág. 160. ¡Notable precisión! ¿Pero qué
es la “imagen del sueño”?
32. Por el ascendiente demasiado brutal que requiere, concebimos que este méto
do no sea ya muy apreciado. Presenta también algunos riesgos para el hipno
tizador: “Ese método exige que el operador se sujete a un entrenamiento para
habituarse a fijar los ojos sin pestañear [...] Debería también asegurarse de que
sus ojos no lagrimeen. Otro riesgo es que durante la operación el hipnotizador
se vuelva él m ismo hipnotizado” , ibid., pág. 166. Aquí, dem asiada
especularidad daña.
204 A n a to m ía de la tercera p erso n a
____________________________________________________________________________________________________________________________________ ...s
33. De todos modos valdría la pena interrogar lo que fueron -y son todavía, llega
do el caso- los diversos públicos de la hipnosis. Si la presencia de un tercero,
simple o múltiple, nunca fue una necesidad para la inducción hipnótica, eso
no impide que con mucha frecuencia (entre otras cosas por razones de mora
R eto rn o a la tran sferencia 205
imperativo que hubiera sido del orden de un contrato muy preciso, y los re
presentantes libremente unidos en la representación nacional, que no hubie
ran estado vinculados con sus electores más que por una especie de donación
libre.
R etorno a la transferencia 207
35. Incluso en el caso del Leviatán, que puede pasar por el tercero por excelencia;
en el momento del pacto que se establece entre cada uno y su vecino cuando
pacta un contrato con él, la PERSONA FICTICIA que cada uno de los dos
forma entonces con el SOBERANO sigue siendo una dualidad en la cual la
relación de autorización constituye un tercero bastante lábil.
36. Cfr. supra, cap. I, págs. 28-34.
208 A n a to m ía de la tercera p erso n a
Acaso se llegue a averiguar que en este caso los enfermos no son como
otros enfermos, los legos no son genuinamente tales, ni los médicos son
exactamente lo que hay derecho a esperar de unos médicos y en lo cual
pueden fundar sus pretensiones. Si se consigue probarlo, se estará justifi
cado en reclamar que la ley no se aplique sin modificación al presente
caso [i.e.: el psicoanálisis].38
Este “juez imparcial” , como Freud lo llama, parece haber tenido como
modelo al fisiólogo During, miembro del Consejo Superior de Medici
na, “personaje muy oficial - le escribía Freud a Abraham el 11 de no
viembre de 1924- [quien] me preguntó lo que siento sobre el análisis
profano [Laienanalyse]”. Si Freud pudo dar muestras de semejante ra
pidez en la redacción de su texto, también es porque ya lo preparaba
desde hacía algún tiempo, y retomó al pasar un género que él apreciaba,
además: una presentación general del psicoanálisis ,39 escrita sin térmi
nos técnicos y como a mano alzada.
El objetivo retórico es claro: convencer al “juez imparcial” de que la
cura analítica no puede ser confundida en todos los puntos con un tra
tamiento médico, y por lo tanto explicarle paso a paso cómo opera,
puesto que queda excluido proponerle que emprenda un análisis para
que vea por sí mismo de qué se trata. Aquí, Freud sólo se permite el
atajo argumentativo y racional, y esta perspectiva le sienta bien: nueva
mente se encuentra allí en una posición de aspirante, claram ente
conciente de que el resultado que persigue “dependerá de personas que
no están obligadas a conocer las particularidades de un tratamiento
psicoanalítico” .
38. S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez impar
cial, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XX, pág.
172.
39. Dentro de ese género, encontraremos lo mismo los Vorlesungen, que la Con
tribución a la historia del movimiento psicoanalítico, la Selbstdarstellung,
este ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, el Esquema del psicoanálisis, así
como ciertos pequeños relatos incluidos en otros textos.
R etorno a la tran sferencia 211
Entre ellos no ocurre otra cosa sino que conversan. [...] El analista hace
venir al paciente a determinada hora del día, lo hace hablar, lo escucha,
luego habla él y se hace escuchar.
IV. 3. 2. ¿Charlatán?
Para la ley, es charlatán el que cura a los enfermos sin poder probar que
posee un diploma médico de Estado. Yo preferiría otra definición: es char
latán el que emprende un tratamiento sin poseer los conocimientos y las
capacidades requeridas. Apoyándome sobre esta definición, me arriesgo
a afirmar que -no solamente en los países de Europa- los médicos sumi
nistran al análisis su más nutrido contingente de charlatanes.42
¿ Pueden los legos ejercer el análisis ? Diálogos con un juez imparcial, op.
cit., pág. 216.]
R etorno a la transferencia 213
[...] Pero coloco el acento en la exigencia según la cual nadie debe prac
ticar el análisis sin haber adquirido el derecho para ello mediante una
determinada formación.43
43. S. Freud, La question de l ’analyse profane, Op. cit., págs. 112-113. [En espa
ñol S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez
imparcial, op. cit., pág. 219.] Las itálicas son suyas.
44. S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis'/ Diálogos con un juez impar
cial, op. cit., pág. 102-103. Unas líneas más adelante: “Pero una vez que se ha
pasado por esa instrucción, que uno mismo ha sido analizado, ha averiguado
de la psicología de lo inconsciente lo que hoy puede saberse, conoce la ciencia
de la vida sexual y ha aprendido la difícil técnica del psicoanálisis, el arte de
la interpretación, el combate de las resistencias y el manejo de la transferen
cia, ya no es un lego en el campo del psicoanálisis. Está habilitado para
emprender el tratamiento de perturbaciones neuróticas [.,.]” (itálicas de Freud)
214 A n a to m ía de la tercera persona
45. Con la ironía mordaz de su texto “Situación del psicoanálisis y formación del
psicoanalista en 1956, Lacan supo colocar bajo una cruda luz esta posición de
Freud que, retornada tal cual por la burocracia de la I.P.A., se volvía franca
mente extraña: “Indudablemente, un estado ordenado encontrará a la larga
con qué objetar al hecho de que algunas prebendas [...] se dejen a discreción
de un poder espiritual cuya extraterritorialidad singular hemos señalado.
Pero la solución sería fácil de obtener: un pequeño territorio a la medida de los
Estados filatélicos (Ellis Island para dejar las cosas claras) podría ser cedido
por un voto del Congreso de los Estados Unidos, los más interesados en este
asunto, para que la I.P.A. instale en él sus servicios con sus Congregaciones
del índice, de las Misiones y de la Propaganda, y los decretos que emitiese
para el mundo entero, por estar fechados y promulgados en ese territorio,
harían la situación más definida diplomáticamente [...]”, Escritos, op. cit.,
México, 1984, págs. 466-467.
R etorno a la transferencia 215
ción no puede efectuarse sin dejar huellas détectables. Del mismo modo
que no hay crimen perfecto, no sería concebible una “represión entera
mente exitosa”, una represión que no dejaría huellas y que sería tal qu,e
lo reprimido jam ás quisiera “retornar”. Una vez planteada semejante
aserción, -q u e también es más metodológica que factual-, entonces sí,
permitió que se considerara que las “ideas adyacentes”, las Einfallen
que a partir de entonces infaltablementeAb vendrán, en un momento u
otro, bajo una forma u otra, a la mente del paciente, harán el trabajo que
anteriormente le correspondía a la hipnosis: llevar nuevamente al dis
curso la huella de los acontecimientos que se suponen traumáticos.
Eso sólo será verdaderamente posible si la regla es aplicada, al menos
po r el mismo que la propone. La regla, dicho de otro modo, desarrolla
tantas consecuencias para quien la enuncia como para quien, más bien
inocentemente al comienzo, la obedece: éste es el punto que queda por
establecer. Sólo lo conseguiremos retomando uno de los enunciados
técnicos por los cuales Freud pudo invocarlo, enunciado que ya encon
tramos en la primera parte de este trabajo cuando apareció esa “meine
Person” que se encuentra, a su manera, casi en el origen de todo este
trabajo. Recordaremos simplemente aquí que había sido citada a título
de representación meta residual, que había sido dejada dentro del juego
por la aplicación de la regla fundamental.
46. En el sentido en el que es el destino que les prescribe la teoría, nada más y
nada menos.
47. La noción venía de Meynert. Ver J. Allouch, “Une étrange et éphémère entité
‘clinique’: la psychose hallucinatoire de désir (PHD)”, in Erotique du deuil au
temps de la mort sèche, París, EPEL, 1995, págs. 72-82 [Hay edición castella
na: Erotica del duelo en los tiempos de la muerte seca, México, EPEELE y
Buenos Aires, EDELP].
216 A n a to m ía de la tercera p erso n a
hacer la lista de tales finalidades enunciativas, que son una legión. Por
el contrario, para que todas y cada una de estas representaciones meta
pierdan oficialmente su antiguo rango organizacional, quien haya pro
mulgado esta regla se obliga por ello mismo a no tomar a ninguna de las
representaciones de este orden como representaciones meta, y tiene el
deber incluso de no mantener ninguna de ellas por su parte, a hurtadi
llas, por así decirlo. Una representación meta, eminente o cualquiera,
no será para sus ojos y para sus oídos más que una representación como
las demás. Ni las urgencias ansiosas a veces vinculadas con síntomas
demasiado actuales, ni la pasión de saber propia del investigador, nada
de eso -q u e por supuesto hace presión- debe tomar la ventaja, y la
“igualdad” de su atención, esta atención llamada “libremente flotante”,
se impone entonces como la contraparte, del lado del analista, de la
regla fundamental: paciente y analista se abstienen conjuntamente de
regular sus palabras (y sus actos) sobre una finalidad ordenada de ante
mano, una meta compartida. Si se precisan de ese modo las palabras, la
“trivial” regla fundamental resulta pronto exorbitante, no tanto por su
dificultad, o incluso la imposibilidad humana de respetarla como por la
violencia con que mantiene a raya a ese tercero más usual de los inter
cambios humanos: una finalidad perseguida en común.
En efecto, ¿qué oscuro presentimiento impide al analista, tan princi
piante o veterano como lo queramos imaginar, suscribirse en voz alta a
las metas explícitas que su paciente todavía potencial adelanta en su
demanda inicial? Acabar con un incómodo síntoma, encontrar un poco
de paz (o un poco de fogosidad) en su vida amorosa, pasar el relevo de
la paternidad (de la maternidad), volverse analista, todo esto y muchas
otras cosas y razones pueden hoy llevar a consultar a un analista, sin
nombrar un supuesto “malestar” difuso y confuso, del que sería urgente
salir. El analista escucha, pregunta, acepta, propone eventualmente un
análisis, indica el método que se ha de seguir, y no promete nada. No
por prudencia o modestia con respecto a un acto todavía por venir, y
por lo tanto incierto, sino por estar advertido -¿cóm o? ¿por qué?- de lo
inconveniente que sería instalar entre él y su paciente a un tercero tan
molesto, un tercero cuya presencia se volvería de una sola vez excesiva
si los dos participantes reunidos de ese modo hicieran de él, de común
acuerdo, su punto de alianza.
Una vez que ha sido enunciada la regla, el más anodino fragmento de
palabra valdrá eventualmente tanto como la difícil confesión de no sé
qué trauma mantenido oculto durante mucho tiempo. Esta dichosa re
gla vino a efectuar silenciosamente un tipo de cierre formal encontrado
cuando, en el amontonamiento sucesivo de los poderes individuales en
Hobbes -q u e podría haberlo conducido a una simple apología del or-
R etorno a la transferencia 217
den social existente-, él hacía notar que el más poderoso puede morir
bajo los golpes del más débil. Así, esta escala de los poderes se mordía
la cola, se transformaba en un círculo donde las nociones de “alto” y de
“bajo” perdían su sentido. Al hacer equivaler de manera brutal cual
quier fragmento de enunciado, la regla desarrolla el mismo género de
efecto “global” : en lo que se dirá bajo su registro, nada será a priori
más importante que otra cosa. Veremos. El espacio mismo de la inter
pretación depende mucho de esta asepsia en cuanto a toda finalidad,
entre otras, la que no dejaría de desprender un sistema cualquiera de
valores preestablecidos que constituiría autoridad para los dos, donde
cada uno sabría debidamente que el otro está sujeto a los mismos valores.
¿Por qué los psicoanalistas se empeñan con tanta constancia, y sin que
expresamente se los obligue a hacerlo, a no dejarle ninguna consisten
cia propia, o al menos ninguna individualidad fácilmente detectable en
el espacio de la cura que ellos dirigen, a ese “tercero” con que se ceba
cierta literatura analítica que celebra en él al elemento apaciguador y
regulador por excelencia (el demasiado famoso “tercero edipico”). ¿Por
qué dan ese paso al costado con relación al compromiso mínimo y
normal al que se suscribe cualquier terapeuta digno de ese nombre?
Por más prudentes que sean el médico, el cirujano, el psicoterapeuta, el
educador, en la evaluación casual del éxito de su empresa, eso no vuel
ve a poner en cuestión la finalidad de su acto .48 La representación meta
que ordena a la pareja terapéutica en la cual van a actuar puede muy
bien ser explícitamente compartida, y en la mayoría de las situaciones
no solamente lo es, sino que es importante que lo sea. Aquí, masiva
mente, y a la inversa, el analista se abstiene de producir ese consenso,
e inaugura muy frecuentemente con ello mismo un silencio que no es
nada más que el espacio de su efectiva neutralidad: ni de acuerdo ni en
desacuerdo con las representaciones meta que el paciente, resistiendo
como es debido a esta regla tan impuesta como consentida, quiere ha
cer prevalecer, el analista se empeña en no tratarlas más que como re
presentaciones cualesquiera.
Sin embargo, hemos visto que Freud mantenía dos excepciones a esta
suspension general de las representaciones meta: por una parte, perma
necen presentes en la mente del paciente las representaciones meta del
tratamiento, y, además, otra representación meta (misma que el desvío
por la hipnosis permite ahora apreciar mejor) no deja de valer como tal,
esta enigmática “meine Person”. Estas dos excepciones no se encuen
tran ubicadas bajo el m ism o régim en enunciativo. La prim era,
metodológica, es una hipótesis, una suposición, que Freud plantea “fir
memente” [halte Ich die Voraussetzung fest\, y de acuerdo con la cual
el paciente no cesará, pase lo que pase, de considerar al tratamiento
com o un tratam iento. La segunda, en cam bio, la que establece
crudamente el hecho de la transferencia - “Und nun, die Tatsache”, como
el propio Freud lo anunciaba con ardor en su XXVIIa conferencia al
momento de tratar sobre la transferencia- esta representación meta está
planteada como un hecho en bruto, un hecho “sobre el cual el paciente
no tiene idea”, que ni siquiera sospecha [von der dem Patienten nichts
ahnt].
Estas dos representaciones meta constituyen sin embargo un par, se
articulan una con la otra para especificar la acepción analítica de la
“transferencia” en el sentido freudiano a partir de ahora: una represen
tación meta omnipresente, que se impone como un hecho [meine Person],
articulada a esa otra representación meta que Freud mantiene por su
propia autoridad y de acuerdo con la cual todo esto -incluyendo, por lo
tanto, a la prim era- forma parte de un “tratamiento” . Sin esta hipótesis
que Freud “plantea firmemente” con respecto de la primera representa
ción meta, ya no vemos claramente cómo la segunda podría no virar
sólo hacia la hipnosis, o al amor, o a cualquiera de esas pasiones más o
menos patológicas que alimentan, en efecto, muy sólidas “representa
ciones meta” .49 Es necesario que queden dos, y relativamente contra
dictorias, para que nunca una sola constituya la ley. Por lo tanto, no se
trata, con esta preocupación mantenida del “tratamiento”, de una sim
ple táctica de defensa por parte del analista, que se defendería de la
transferencia que él provoca invocando un tratamiento que se supone
que él dirige, sino de lo que permite no cederle todo el terreno a la otra
representación meta, la que “se impone como un hecho”. Esta repre
sentación meta del tratamiento no está tanto ahí, ella, para ser invocada
con fines de moderación de la transferencia como para especificar lo
propio de la transferencia en el sentido de Freud: una irreductible dua
lidad.
Así, tiene el mayor interés, con frecuencia, estar atentos a tal o cual
demanda de cambio de horario, o de algún otro punto del dispositivo
adoptado. No es que sea necesario a toda costa rechazar y rigidizarse
en un “marco” de cemento, pero mucho de lo que viene como acuerdo
lateral repetitivo -d e preferencia dictado por unas circunstancias tan
externas a la voluntad del paciente como imperiosas en su realidad-
corre el riesgo de acarrear una cuestión que, cuando se aloja allí, lo
hace obstinadamente: ¿sí o no va el analista a convenir que se encuentra
también en juego algo más que el análisis? ¿Va a reconocer por fin que
existe verdaderamente una realidad distinta de la de la cura? Y si no,
¡cuánta arrogancia la suya, que pretende reducir todo sólo a su activi
dad! Este analista se ve atrapado así, muy comúnmente, en las redes de
una acusación de absolutismo, ni más ni menos que lo fue el soberano
de Hobbes, y la teoría de Hobbes, de paso.
En los dos casos, una idéntica confusión entre “ilimitado” e “infinito”
da argumentos a la acusación, en la medida en que nada viene a hacer
que tropiece este muy desacostumbrado suspenso de representaciones
51. Debe entenderse esa palabra aquí en su dimensión vectorial, al menos tanto
como en su dimensión significacional.
52. El caso del control no constituye una excepción. Si uno de los dos (el analista)
visita a otro analista en posición de controlador para hablar del paciente a
quien él atiende, no solamente estas entrevistas no son conocidas por el pa
ciente, sino más aún: es de la mayor importancia que el supervisor no conozca
al paciente más que a través de los decires del analista que lo consulta y que al
menos, en el caso contrario, no se apoye sobre su conocimiento referential y
directo del paciente para “guiar” al analista. Si ocurre que lo haga, ya no se
tratará prácticamente de psicoanálisis, incluso en el sentido más amplio del
término. Además, cuando -otra posibilidad- un instituto cualquiera de “for
mación” de los analistas se insinúa en este lugar tercero dentro de una cura
con el pretexto de que sería "didáctica”, podemos hoy, tras casi un siglo de ese
tipo de práctica, conocer la extensión previsible de los daños...
R etorno a la transferencia 221
53. Quien todavía tenga dudas es invitado a releer, digamos, los Estudios sobre la
histeria, como para convencerse una vez más de que la perspectiva de la cura
ción tiene muy a menudo una naturaleza tal que puede incendiar a la citada
histeria.
222 A n a to m ía de la tercera p erso n a
56. C. S. Peirce, Écrits sur le signe [Escritos sobre el signo], París, Le Seuil,
1978, pág 121 : “Un signo, o representamen, es algo que ocupa el lugar, para
alguien, de algo bajo alguna relación o a título de algo”.
57. El precio que hay que pagar por relegar de ese modo al significado sólo en el
imaginario es más pesado de lo que se piensa, aunque difícil de poner en
cifras.
R etorno a la tran sferencia 227
58. Sobre el hecho de que quien está de este modo representado sobre el escenario
político no aparezca en él como tal más que el sujeto lacaniano sobre el esce
nario del significante, encontraremos un apasionante comentario en todo el
libro de Pierre Rosanvallon, con un título totalmente explícito: Le peuple
introuvable. Histoire de la représentation politique en France [El pueblo
inhallable. Historia de la representación política en Francia], Paris, Gallimard,
1998.
228 A n a to m ía de la tercera p erso n a
59. Cuando Lacan, por alguna cartesiana razón, llega a jugar con el término, es
una vez más para encerrarlo en un díptico negativador: “O yo no soy, o yo no
pienso.” Cfr el seminario D ’un Autre à l'autre [De Otro al otro] donde esa
alternativa es emplazada.
60. Otra versión, del propio Peirce: “Defino un signo como algo que está determi
nado por alguna otra cosa, llamada su objeto, y que, por consiguiente, deter
mina un efecto sobre una persona, efecto al que llamo su Interpretante, y este
último está por lo mismo de manera mediata determinado por el primero.
Agregué ‘sobre una persona’ como para echarle un dulce a Cerbero, porque no
tengo esperanzas de dar a entender mi propia concepción, que es más amplia”;
C. S. Peirce, Écrits sur le signe, op. cit., Paris, Le Seuil, 1978, pág 51. En su
nota explicativa asociada a esta “concepción más amplia”, G. Deledalle, quien
reunió, tradujo y comentó estos textos de Peirce al francés, agrega: “El
interpretante no es el que interpreta, hablando propiamente. El interpretante
es un signo y no una persona.”
61. J. Lacan, “Radiophonie”, Scilicet 2/3, París, Le Seuil, 1970, pág. 56. [En
español; “Radiofonía”, in Psicoanálisis, radiofonía & televisión, Barcelona,
Anagrama, 1977, pág. 11. Nuestra traducción es diferente, aquí y más adelan
te, de esta versión.]
230 A n a to m ía de 1.a tercera persona
Esta división repercute los avatares del asalto que. tal cual, la enfrentó al
saber de lo sexual, traumáticamente por el hecho de que este asalto esté
condenado de antemano al fracaso por la razón que ya dije, que el
significante no es propio para dar cuerpo a una fórmula que sea de la
relación sexual. De ahí mi enunciación: no hay relación sexual, sobreen
tendido: formulable en la estructura/’4
64. J. Lacan. “Radiophonie”, op. cit., pág. 65. [En español: “Radiofonía”, op. cit.,
pág 25.] El subrayado del verbo “repercutir” es mío.
232 A n a to m ía de la tercera persona
El prim er párrafo muy bien puede pasar como una lejana alusión a
Maurice Bouvet y a su convicción de acuerdo con la cual el analista no
ofrecía, en cada una al igual que en la totalidad de sus intervenciones,
R etorno a la transferencia 233
nada más que su “falo” . Lacan dice que “se extenúa desde hace veinte
años” (lo que remite efectivamente a los años cincuenta) yendo en con
tra, pero desde Bouvet el enemigo ha cambiado, y sin contar con el
apoyo de pruebas particulares, está permitido pensar que este ataque
contra la “personalidad total” remite tanto a Nacht y a su preocupación
por la “presencia” del analista, como, quizás, a la crítica de Lacan con
respecto de la noción de “respuesta total del analista” que Margaret
Little 65 había destacado a partir de 1957.
65. Margaret Little, “La réponse totale de l’analyste aux besoins du patient” [“La
respuesta total del analista a las necesidades del paciente”], International
Journal o f Psychoanalysis, 1II-IV, vol. 38, 1957. Artículo largamente comen
tado por Lacan en la sesión del 30 de enero de 1963, en ocasión de su semina
rio L'angoisse [La angustia],
66. Que no deja de hacer eco, dicho sea de paso, con el primer sentido del término
en Freud, cuando hablaba de ella en plural a propòsito de los restos diurnos.
234 A natom ía de la tercera persona
A ese “alguien de ninguna parte” -D ios con toda seguridad, que tuvo
derecho también al apelativo de sujeto supuesto saber (en ciertas con
diciones cartesianas específicamente)-, Lacan lo hace entonces alguien
po r quien el significante cae al signo, sin que ese significante encuentre
por él mismo ninguna súbita transparencia que lo haría simple mensaje
ro simbólico de un objeto presente en no sé cuál “realidad” . El viraje de
estos significantes al signo -q u e la transferencia efectúa colocando en
el escenario a un sujeto supuesto saberen esa postura de! “alguien” que
todo signo requiere- no inicia su “punto de partida” en calidad de
“significantes”, y deja por el contrario perceptible esa disposición fue
ra de sentido, al menos para el analista al que se supone aquí “lacaniano”
porque no se precipitará demasiado a tomarse lisa y llanamente por ese
“alguien” .
Vemos hasta dónde intenta Lacan hundir el cuchillo entre la representa
ción/mimesis y la representación/lugartenencia. Al igual que otros, sin
embargo, no puede separar lo que supo distinguir tan bien, y sería un
error imaginar que con él se habría acabado con la representación “clá
sica”. Si el sujeto supuesto saber es efectivamente ese “alguien” por
67. Ver la serie de los “hacerse” con los cuales Lacan describe a veces el carácter
activo de la pulsión: hacerse tragar, hacerse cagar, hacerse ver, hacerse oír.
68. J. Lacan, “Radiophonie”, op. cit., pág. 67. [En español: “Radiofonía”, op. cit.,
pág 27.]
R etorno a la transferencia 235
significantes “viran” asi al signo, forma parte con toda seguridad del
registro del analista; pero ocupar deliberadamente ese lugar de alguien,
o (dejar) hacer que sea ocupado por otro, cualquiera (o lo que sea),
equivaldrá, más o menos, de manera mediata o inmediata, a hacer caso
omiso de la transferencia, a volver a hacer el impasse común sobre ese
viraje del significante al signo, y por lo tanto volver a jugar con el tipo
de verdad vinculada al signo. Por esto, también, aunque a algunos no
les agrade, el analista en la transferencia no puede pretender ser un gran
clínico. Lo es, según la medida de sus talentos en este terreno, por el
hecho, efectivamente, de que se instala en el nivel de los signos, que
sopesa finamente sus diferentes valores de verdad, con esa sagacidad
mitad ingenua y mitad experimentada del clínico que sabe leer los sig
nos y no se deja engañar; pero, al hacer esto, habrá desertado de su
función de agente de la transferencia, que equivale a vaciar incansable
mente al alguien de las presencias superfluas siempre listas a atiborrar
ese lugar, a darle demasiada consistencia, logrando al mismo tiempo,
sin embargo, no vaciar nunca a ese alguien mismo, no echarlo junto con
el agua de la bañera.
La dificultad de la operación se encuentra allí, o prácticamente. El su
jeto supuesto saber es ese bebé que ante todo es preciso separar del
agua de la bañera, si se quiere que pueda ser un día tirado a la basura.
Sempiterno Moisés, que espera pacientemente a su Poussin,70 será en
todo caso el agente por el cual el significante vira activamente al signo.
Aquél por el cual el signo develará -¡quizás ésa es la apuesta!- lo que
debe, no sólo a las realidades que toma a su cargo y ordena, sino a su
fábrica significante, aquélla donde la historia del sujeto se ha entrama
do entre sexo y lenguaje, miedos y gozos mezclados, placeres y pala
bras entrechocadas. Boquiabiertas.
“Él”, he aquí otra palabra mágica más. El "yo” hacía surgir una verdad
anterior a toda prueba, que desembocaba en el mundo antes de todo con
trol; el “él” es un fabuloso operador kinestésico, y cada hablante lo usa del
modo más trivial del mundo [...]. “El”, esa simple palabra realiza enton
ces un inmenso prodigio: hace ver lo que no está presente. “El” re-presen
ta lo que está ausente. En otros términos, “él” vuelve posible el escenario
de la representación.1
1. D.-R. Dufour, Les mystères de la Trinité, París, Gallimard, 1990, pág. 95.
240 A n a to m ía de la tercera persona
que la teoría de los dos cuerpos del Rey había fracasado en tejer de un
cuerpo con el otro, de un humano con su cargo, de una multitud disper
sa con su unidad soberana, sino que en la intimidad de una relación
dual, se tramó un nuevo equilibrio de la personación en el “sujeto” . Si
el cogito cartesiano fue en efecto contemporáneo del gran encierro de
los locos, lo fue también de esta ampliación y de esta trivialización del
concepto de “representación” , debido a la introducción -e n el campo
filosófico prim ero- de la noción de representación jurídica, luego polí
tica. Por ella en efecto, la representación mental podía, por su parte,
desprenderse cada vez más del objeto que ella “representaba” en la
medida en que no tenía ya que respetar las mismas constricciones
miméticas: también se le volvía permitido “representar” sin demasiada
preocupación por la semejanza. Con toda claridad, en el mismo D es
cartes, se ve al verbo “representar” liberarse de esas obligaciones
miméticas (tramadas por el Renacimiento y su arte de la perspectiva) y
encontrar, dado el caso, tanta legitimidad en lo arbitrario y la conven
ción como en la semejanza depurada a partir de los rasgos del objeto.
Yo puedo (ego puede) decidir representar cualquier realidad por cual
quier signo de mi elección, a condición de que se lo advierta al lector,
y permanezca fiel a esa elección en la continuación del discurso. A mi
guisa, podré siempre elegir tal o cual representación, sea o no semejan
te. A la vía pasiva - la representación como “impronta”- se le adjunta
en adelante claramente la vía activa: ego forja tal o cual “figura” cuan
do tiene necesidad de ello.
Recíprocamente, incluso cuando la representación política no implica
ba, con los Constituyentes, ninguna semejanza de principio entre el
representante y el representado ,2 su puesta en práctica en los procedi
mientos de elección ulteriores no habrá cesado de plantear el problema
de cierta semejanza entre aquellos dos. Se lo habrá visto con el régi
men del Terror, que llevó esta semejanza hasta la identidad. En su últi
ma obra, Pierre Rosanvallon 3 m uestra muy bien por otra parte que a
fines del siglo XIX, en reacción al anonimato numérico del voto demo
crático en el cual el elector veía disolverse los rasgos distintivos de su
identidad social, se encaró como cada vez más positiva una cierta se
m ejanza allí donde los Constituyentes se habían esforzado, por su
parte, en hacerla desaparecer apelando al “espíritu de cuerpo” . A sí se
No se puede esgrimir nada sin que ella lo capture, nada objetarle que
ella no integre. Y si no es así... ella lo ignora. Así de simple.
Del lado de la incompletud: para poder asegurar la distancia indispen
sable entre representante y representado (allí donde debe deslizarse la
muy preciosa “autorización”) hay que convenir, de uno u otro modo,
que la relación no está totalmente equilibrada en lo que se refiere a la
legibilidad de cada uno de esos términos. Que si el representante se
ofrece sin misterios a la manifestación en la que se despliega, no ocurre
lo mismo del lado del representado. Sensibles al procedimiento de
Hobbes, no iremos a buscar en los insondables repliegues de su intimi
dad la fuente de esta relación de autorización por la cual se dotó de un
representante: puesto que esta autorización debe proceder, en el autor,
de un asentimiento -y en ningún caso resultar de una im posición- hay
que mantener a su nivel (y en el del representado en general) un mínimo
de extrañeza, de no-pertenencia a sí mismo, un algo que no pase por el
molinillo representativo. Se llamará a eso... el hombre, la naturaleza, el
sujeto , la huella, el deseo, la voluntad general, la represión originaria,
el real... poco importa en el fondo, incluso, en la medida en que cada
una de esas palabras vale más por su capacidad de remisión al discurso
que la sostiene que por la imposible aspiración de alcanzar un objeto
que le sería propio, puesto que no se trata sino de designar lo que no
responderá al llamado de la representación, aquello que vendrá a ha
cerse representar en el representante.
Freud por su parte, instala un decorado general muy de acuerdo con ese
doble requisito del orden representativo. Afirma primero la existencia
de “representaciones inconscientes”, una casi-contradicción en los tér
minos, al menos un forzamiento no muy diferente del de Hobbes cuan
do define a la persona natural como aquella que “se representa ella
misma”. Luego se apresura a no reconocerle más que una pasión , un
destino: el Bewufltseinwerden, el “devenir conciente” . Ellas se im pul
san por sí mismas hacia ese lugar, y cuando el camino directo les es
impedido, el emplazamiento del dispositivo analítico (y de la regla fun
damental que lo gobierna) les abre ese camino desviado, esta astucia
que se llama “transferencia” : la posibilidad de que esas representacio
nes sean ellas mismas representadas como lo sería un ciudadano a tra
vés de su diputado. En esta mezcla de representación mental (la repre
sentación rep rim id a, que se supone re p re se n ta r mas o m enos
mimèticamente algo) y de representación política (la representación
manifiesta, que se supone representar a alguien, en esta ocasión a la
otra representación’, la reprimida) ¿cuál es la contribución que la trans
ferencia pone de modo directo? Para tener en una sola mano esas dos
dimensiones heterogéneas Freud no habrá vacilado en forjar una de
C onclusión 245
7. Ver G. Le Gaufey, Le lasso speculane, op. cit. capítulo III. 3. 1,“ El asunto
de la Vorstellungsreprasentanz’’, pág. 199-227. Se discute allí la traducción
lacaniana “representante de la representación” . [Hay traducción castellana:
El laz.o especular, Buenos Aires, EDELP, 1998 ]
8. Los historiadores, en su conjunto, no se han ocupado de esto hasta la actuali
dad. Sólo recientemente, la Escuela histórica francesa se ha inclinado sobre
esta cuestión. Ver el artículo de A. Guéry, “L’historien, la crise et l’État” [El
historiador, la crisis y el Estado], en el número de marzo-abril de 1997 de la
246 A natom ía de la tercera persona
que permanece del sujeto. Hela aquí ahora, pegada a los flecos de
quienquiera esté en condiciones de decir “y o ” siguiéndolo en su ca
rrera, deteniéndose en sus paradas, volviendo a p o n er sus pasos en
la huella de los suyos; una Euridice, arrinconada en el ángulo m uer
to de un Peter Pan que ella se divierte en hacer una persona “a part
entière”, como dicen en francés.10
Indice alfabético
A BÉLY X ., 185
ABRAHAM Karl, 206
absolutismo, 118-119, 217
actor, 112-116, 124, 130, 191
aevum, 84, 86-87
agalma, 48, 54
AGATÓN, 48, 54
ALCIBÍADES, 48, 54
alguien, 110, 226-228, 232-235
alienación, 59-60
ALLOUCH Jean, 29, 30, 213
AMADOU Robert, 145, 148
amor de transferencia, 75-76
Anna О., 76
Annihilatio Mundi, 106
asentimiento, 242
asociación libre, 26
250 A na to m ía de la tercera p ersona
BRETJER Joseph, 76
BRISSOT Jacques-Pierre, 12, 169
FAIRBAIRN W. R. D„ 38
FARA Patricia, 135, 138
FARIA abate, 189, 192
FEDERICO II, 79
FERENCZI Sándor, 36
FÉVAL Paul, 145
fiesta de la Federación, 176
Indice a lfabético 253
GALILEI Galileo, 64
GAUCHET Marcel, 130, 154, 175
GEORGE Stefan, 79
GIESEY Ralph E .,91
GILBERT William, 136, 137
GIRARDIN Émile de, 240
GÒDEL Kurt, 52
GREEN André, 61
GUILLOTIN Dr., 162
GUNTHRIP H. S. J„ 38
KENNEDY John, 93
KEPLER Johannes, 137, 147, 226
KLEIN Melanie, 38
KNIGHT Gowin, 138, 142
KORNM ANN Guillaume, 159
MACALPINE Ida, 35
magnetismo, 133, 135
magnetismo animai, 149, 153,155, 160-162, 174,181, 184, 188, 194,221
magnetismo moral, 169
M ALEBRANCHE Nicolas, 57, 104
mandato imperativo, 177
MAO, 132
MARAT Jean-Paul, 169
MARÍA ANTONIETA, 158
M ARION Jean-Luc, 63
MAUREPAS Conde de, 158, 172
MEAD Richard, 148
MÉDICIS Maria de, 93
meine Person, 25, 213, 216
M ERLEAU-PONTY Maurice, 57
MERSENNE, 63
MEYERS ON Émile, 25
MEYNERT, 213
M ICHAUX Didier, 185, 199
256 A n a to m ía de la tercera p ersona
M ILLER Jacques-Alain, 61
MIRABEAU, 176
Miss Lucy, 30
MONEY-KYRLE R., 38
MONTGOLFIER, 156
MOREAU de TOURS Jacques, 193
NACHT Sacha, 40
neutralidad, 73
NEWTON, 140-141
NOIZET, 30
RACKER, 38
rapport, 196, 230
RAVAILLAC François, 93
regla fundamental, 212, 233, 242
REICH Annie, 37
REI К Theodor, 13, 37, 206
RENIK Owen, 73, 77
representación, 95, 100-101, 103-105, 108, 128, 131, 174, 181, 223,
228-229, 234, 240-241
representación-meta, 25, 213-216, 219, 233
representación inconsciente, 224
RICARDO II, 97
RIEM ANN Bernhard, 51
ROBESPIERRE, 178-180
ROSANVALLON Pierre, 225, 239
ROUDINESCO Elisabeth, 40
ROUSSEAU Jean-Jacques, 104, 184
ROUSSILLON René, 30, 190
ROZIER Pilàtre de, 156
SARTRE Jean-Paul, 57
saber referencial, 52
saber textual, 52
Selbstherrlichkeit, 197
separación, 59-63, 66 , 96, 121
SHAKESPEARE William, 96
SIEYÈS abate, 175
SIMON (ciudadano), 180
SIMON Gérard, 137
SMITH Sir Thomas, 104
soberano, 101, 117, 118, 121, 123-126, 131, 182
soberanía, 176, 181
Sociedad de la Armonía, 159, 173
SÓCRATES, 48, 54
STALIN, 183
STENGERS Isabelle, 161, 185, 198
STRACHEY James, 25
sujeto supuesto saber, 15, 54, 56, 57-58, 65-67, 71, 77, 232-233, 238,
243
u,v,w,z
Übertragung, 19
VOLTAIRE, 104, 144
WINNICOTT D. W„ 37-38
WITTENGSTEIN Ludwig, 34
ZARKA Yves-Charles, 105
Esta obra se imprimió
en el mes de marzo del 2000 en
Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.V.
Av. M éxico C oyoacán 421, 03330
Tel. 604 12 04, 604 77 61 y 688 91 12
con un tiro de 700 ejemplares,
M éxico D.F.
“El analista no se autoriza más que por él mismo”, tal fue el vere
dicto de Lacan sobre la muy delicada cuestión de la autorización. ¡In
comprensión y escándalo garantizados! Sin embargo, en esta distancia
gramatical discreta entre “analista” y “él mismo” [“él mismo” que al
gunos confunden en nuestro medio con “sí mismo”] subyace tal vez la
fuente inagotable de la transferencia, puesta así en relación, por la sola
virtud de esta noción de “autorización”, con la determinación central
de la persona ficticia en los textos de Hobbes. De ahí la idea de hacer
una investigación sobre la tercera persona, tanto en el nivel de la cons
titución del Estado moderno como en la “irreductible ambigüedad”
(Lacan dixit) de la transferencia. Pues entre el “él” de la expresión “él
dijo” [il a dit, en francés] y el “él” [tácito en español] de “llueve” [il
pleut, en francés], en las fronteras de la persecución y del destino, el
psicoanalista y el Estado desarrollan estrategias incompatibles, que los
vuelven sordos el uno al otro. ¿Por qué?