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Peter Seewald

BENEDICTO XVI
Una vida
BIOGRAFÍA
 
Prólogo

M i primer encuentro con Joseph Ratzinger tuvo lugar en un día


húmedo y frío de noviembre de 1992. Tenía que escribir un retrato
de él para el suplemento de fin de semana del Süddeutsche Zeitung, y me
sorprendió la gran apertura con la que el «gran inquisidor» acogió a su
visitante.

En el curso de los años he planteado al cardenal, al papa en ejercicio, al


papa emérito probablemente en torno a las dos mil preguntas, quizá incluso
más. En la última de todas dudó. Responderla, me dijo, «equivaldría, se
quiera o no, a inmiscuirme en el gobierno del papa actual. Todo lo que vaya
en esa dirección quiero y debo evitarlo».

El emérito Benedicto XVI nunca se ha convertido en un papa en la


sombra, ni en un papa alternativo, ni en un antipapa. Antes al contrario,
siempre ha tenido exquisito cuidado de no entorpecer en ningún momento
la acción de su sucesor. Por lo demás, nunca ha hecho voto de silencio. Las
últimas palabras que pronunció –ya en Castel Gandolfo– como papa en
ejercicio subrayaron que, «a partir de las ocho de la tarde ya no seré papa,
ya no seré el pastor supremo de la Iglesia católica. [...] Pero me gustaría
seguir trabajando con el corazón, con mi amor, con mi oración, con mis
pensamientos, con toda mi fuerza interior, por el bien común, por el bien de
la Iglesia y la humanidad».
¡Qué trayectoria! ¡Un muchacho de un pueblo bávaro al pie de los Alpes
se convierte en responsable supremo de la institución más antigua, grande y
misteriosa del mundo, de la Iglesia católica y sus 1.300 millones de
miembros! Con él volvió a sentarse en la sede petrina después de quinientos
años un alemán, un teólogo cuya obra eclesial y teológica era ya grande y
significativa. Joseph Ratzinger ha escrito páginas históricas. Como «novel»
en el Concilio Vaticano II, como renovador de la teología, como el prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe que, al lado de Karol Wojtyla,
mantuvo el rumbo de la nave de la Iglesia en medio de las tempestades de la
época. Y también como el primer papa en ejercicio que renunció, por
razones de edad, a su ministerio. Nunca antes había habido un papa
emeritus. Nunca antes un único individuo había transformado tanto el
papado de un día para otro.

El mundo está profundamente dividido cuando se trata de entender y


encuadrar a Benedicto XVI. Se le considera uno de los pensadores más
agudos de nuestra época, pero al mismo tiempo es una figura controvertida.
Un inconformista que saca a sus adversarios de sus casillas. En cuanto se
habla de Ratzinger, observa el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, «los
prejuicios, la insinceridad, incluso la palmaria desinformación dominan
cualquier debate». La austriaca Friederike Glavanovics, experta en medios
de comunicación, analizó en un estudio científico la llamativa tendencia,
verdaderamente compulsiva, de algunos periodistas a situar las noticias
negativas concernientes a Joseph Ratzinger en un contexto aún más
negativo. Según esta investigadora, se ha construido una imagen «que no
obedece a la realidad, sino solo a la viabilidad», a una idea ficticia al
servicio de una finalidad determinada.
¿Quién es este hombre en realidad? ¿Cuál es su mensaje? ¿Hubo de
hecho un «trauma de 1968» que lo convirtió de teólogo progresista en un
reaccionario con el freno siempre echado? ¿Fue de verdad el «cardenal de
hierro» que presentaban los medios de comunicación? ¿Encubrió a
culpables de abusos sexuales contra menores y otras personas vulnerables,
calló al respecto? ¿Fue su pontificado un fracaso de principio a fin, como no
se cansan de afirmar sus adversarios? Benedicto XVI: Una vida indaga en el
origen y la personalidad del papa alemán, así como en las vicisitudes
dramáticas de su vida, y llega –mediante, entre otras cosas, la
reconstrucción de fracturas como los casos Williamson y Vatileaks– a
conclusiones sorprendentes. Pido disculpas por errores que ni siquiera la
más concienzuda revisión puede evitar. Espero comprensión por la
extensión de la obra, que no estaba planeado que fuera tanta y que se debe a
la abundancia de material y la relevancia del protagonista. Dado el caso,
conviene saltarse páginas sin temor. Era importante mantener la distancia
crítica y, no obstante, considerar los hechos con la imparcialidad
indispensable para una comprensión auténtica.
Ningún libro puede escribirse sin ayuda, menos aún una biografía que
abarca un siglo entero, desde el final de la República de Weimar hasta la era
digital. Quiero dar las gracias a los cerca de cien testigos de los
acontecimientos que se han prestado a ser entrevistados. Y a todos los
compañeros y amigos que han acompañado este trabajo con sus consejos,
su ayuda y, en modo alguno menos importante, sus oraciones. Especial
reconocimiento merecen el hermano del papa, Georg Ratzinger, por los
detalles que me facilitó sobre la historia familiar, y el teólogo Dr. Manuel
Schlögl, quien se ha encargado de entrevistar a algunas de las personas que
han acompañado la trayectoria vital del papa y de revisar el manuscrito.
Tanja Pilger ha extractado con maestría montañas de libros y materiales
varios. Agradezco a Martina Wendl y a mi hijo Jakob la transcripción de las
grabaciones. Mi lector, Johannes «Ojo de águila» Lankes, ha sido un
concienzudo corrector y, además de sus conocimientos sobre el catolicismo,
ha aportado apoyo mental. Jürgen Bolz, el lector de la editorial, lleva años
ocupándose de la edición de mis libros y también en esta obra ha dirigido
con calma el proceso. El antiguo director de la editorial Droemer, Hans-
Peter Übleis, impulsó el libro; Margit Ketterle ha seguido creyendo en él, a
pesar de varias interrupciones; Kerstin Schuster se ha ocupado de que pueda
aparecer también en diversos idiomas. A mi mujer y a mi familia les estoy
agradecido por el tranquilizador apoyo, que se hizo patente sobre todo en
aquellos momentos en los que quien escribe estas líneas sencillamente se
desesperaba por la abundancia de material y por la propia insuficiencia.
Tengo una deuda de gratitud con el arzobispo Georg Gänswein por haber
respaldado el proyecto desde el principio y haberme explicado algunas
circunstancias con impresionante franqueza. Pero el mayor agradecimiento
se lo debo, como no podía ser de otro modo, al papa Benedicto. A lo largo
de los años ha respondido con angelical paciencia todas mis preguntas, por
muy fuera de lugar que estuvieran. Probablemente haya sido el único
pontífice en ejercicio que hasta dejaba mensajes telefónicos en el
contestador, como hacía con mis hijos. Me acuerdo especialmente del
verano de 2012. Visité al pontífice en Castel Gandolfo. El papa se
encontraba en un estado terrible. No solo me pareció exhausto, sino también
abatido de un modo extraño. Solo a posteriori caí en la cuenta de que justo
en esas semanas se debatía con la decisión que cambiaría para siempre el
papado.
Como papa de un cambio de época, Benedicto XVI es tanto el final de lo
antiguo como el comienzo de algo nuevo, un constructor de puentes entre
mundos. Ha mostrado que la religión y la razón no se contraponen. Que
precisamente la razón es la garantía que protege a la religión del peligro de
deslizarse hacia enajenadas fantasías y hacia el fanatismo. Impresiona por
su nobleza de carácter, su elevado espíritu, la honestidad de sus análisis y la
profundidad y belleza de sus palabras. Todo el mundo sabía que lo que
anunciaba, por incómodo que resultara, se correspondía fielmente con la
doctrina del Evangelio y estaba en continuidad con los padres de la Iglesia y
las reformas del Concilio Vaticano II; y ello, vinculado con el consejo de
cultivar una mirada en profundidad a la esencia de las cosas, a lo
fundamental de la vida y de la fe, en lugar de distraerse con
superficialidades.

Uno no tiene por qué compartir todas sus posiciones, pero de lo que no
cabe duda es de que de Joseph Ratzinger puede hablarse no solo como de
un destacado intelectual –uno de los mayores teólogos que se hayan sentado
en la sede petrina–, sino también como de un maestro espiritual que
convence por su franqueza y autenticidad. La señalización que nos hizo del
camino a seguir no ha perdido ni un ápice de actualidad; antes al contrario.
«Un gran papa», así lo encomió su sucesor: «Grande por la fuerza y lucidez
de su inteligencia, grande por su importante contribución a la teología,
grande por su gran amor a la Iglesia y a los hombres». Y, no menos
importante, «grande por su virtud y su religiosidad».
PETER SEEWALD
Múnich, 11 de febrero de 2020
PRIMERA PARTE
EL NIÑO Y ADOLESCENTE
1
Sábado de Gloria

L as escasas figuras que caminan rápidamente por la acera llevan subido


el cuello de los abrigos. Sopla un viento frío y húmedo. Una leve
niebla envuelve las calles tenuemente iluminadas; pero en lo alto, en el
grisáceo cielo nocturno, entre los frontones de las casas, resplandece una
estrella solitaria.
Es Viernes Santo, 15 de abril de 1927. En la iglesia de San Osvaldo se
ultiman los preparativos para las festividades de la Pascua. Conforme al
ordenamiento litúrgico anterior a la reforma llevada a cabo por Pío XI, la
liturgia pascual se celebra a primera hora de la mañana del sábado. Jesús
yace sin vida. Ha sido crucificado, muerto y sepultado. Ha descendido «a lo
más profundo de la tierra», como reza el texto griego del símbolo de los
apóstoles, al inframundo, a aquel abandono de Dios que hace tiempo que se
propaga asimismo por el mundo superior.

En su ronda de servicio, el gendarme Joseph Ratzinger inspecciona la


parte occidental del pueblo, donde están el aserradero a vapor de la familia
Brühl, la fábrica de limonada y la guardería infantil, dirigida por unas
monjas. Se le tiene por un hombre recto, eficiente, meticuloso a más no
poder. El pelo, rasurado en las sienes: lo que luego dará en llamarse «corte
alemán». La dignidad y la decencia son las actitudes que lo adornan; y el
ponderado término medio, su aspiración: no quedarse corto en nada, pero
sin caer tampoco en excesos. Con 1,64 metros de estatura no es
precisamente alto como un pino; pero lo compensa con su posición
corporal: siempre erguido como una vela. Le repugnan la hipocresía, la
vanidad y el oportunismo. Eso comporta también tener valor suficiente para
defender la verdad. Aunque no había terminado más que la enseñanza
primaria, su padre era, asegurará Benedicto XVI más tarde, «una persona
con cabeza. Pensaba de forma distinta de como se suponía que había que
pensar en la época; y ello, con una serena seguridad en sí mismo que
resultaba persuasiva» [1].

Desde hace dos años vela por el pueblo, ahora ya como comandante de la
gendarmería y responsable de un subordinado al que en el pueblo se
conoce, no sin razón, como el «mojao» Sepp. La iglesia, el bar y el
ayuntamiento conforman el centro de la localidad. Hay incluso una tienda
donde uno puede encontrar de todo. En el escaparate se exponen
herramientas, delantales para mujeres y juguetes, entre ellos un pequeño
oso de peluche que todavía habrá de desempeñar un papel en esta historia.
Se sobrentiende que, como gendarme que es, Ratzinger no se mezcla con
todo el mundo. Los domingos canta en el coro de la iglesia. En casa toca
con pasión la cítara, herencia de su madre, oriunda de Bohemia. Por otra
parte, es dado a estallidos temperamentales.
Un certificado de la Dirección Regional de la Gendarmería, con fecha de
29 de octubre de 1920, lo califica de «diligente en el servicio, fiable,
aprovechable, suficientemente capacitado». Pero también señala:
«Irascible». De todas formas, puntualiza la anotación, «nada hay que
objetar ahora» a su conducta [2]. El periódico local confirma que, «en el
relativamente breve tiempo que lleva entre nosotros», el jefe de policía se
ha «ganado, merced tanto a su sentido de la justicia como a su buena
disposición y su amabilidad en el trato, el respeto de los habitantes de
Marktl» [3].
El viento ha arreciado, el frío le congela a uno la nariz. En un intento
último de rebelión, el invierno parece defenderse de la primavera que
irrumpe; pero la quietud de la Semana Santa le da al pueblo algo así como
la paz que sigue a una batalla perdida. Hace diez días, el gendarme
Ratzinger cumplió los cincuenta. ¿No es entretanto más un abuelo que un
padre? ¿Y Maria, su esposa? Con 43 años, ya difícilmente puede decirse
que sea una madre joven. Hay gente en el pueblo que critica que «una mujer
tan mayor se haya quedado de nuevo embarazada». Ahora, Maria está
tendida en la cama en el primer piso de la vivienda familiar en la
gendarmería y espera entre dolores a su tercer hijo.
1927 es un año turbulento. El salto del Imperio a la democracia, del
Estado autoritario monárquico a la cogestión y la emancipación, ha
transformado a Alemania. Las mujeres pueden votar; a los trabajadores se
les han reconocido algunos derechos. Los cambios sociales, además de
suscitar un nuevo sentimiento ante la vida, reclaman también nuevos
modelos de vida. «Nos encontramos en una situación especial», escribe
Klaus Mann con 20 años, «la de considerar de continuo que todo es
posible».

Hay algo peculiar en el ambiente. La irrupción de algo nuevo, de una ola


de cambios que pueden impulsar las corrientes culturales en una dirección
distinta. En las metrópolis está surgiendo una nueva y moderna cultura de
masas alrededor del cine, las revistas de moda, los eventos deportivos. El
teatro no quiere limitarse ya a representar; antes bien, aspira a interpretar.
Arquitectos y diseñadores elaboran un nuevo lenguaje formal. Mies van der
Rohe, con sus espectaculares edificios de viviendas, salta a la fama. El
psicoanálisis de Freud promete un conocimiento a fondo del alma humana y
modifica la actitud hacia la sexualidad.
En especial Berlín se ve inmerso durante un par de años en una
embriaguez cultural que persigue dinamitar todos los tabúes de la época
imperial precedente. La desatada capital alemana quiere que el mundo
entero se percate de que vive de modo tan intenso y alocado como Londres,
París y Nueva York juntas. Treinta escenarios de teatro compiten todas las
tardes por el favor del público. Noche tras noche, hasta 8.000 personas
asisten a las fiestas del palacio de entretenimiento Haus Vaterland [Casa de
la Patria], en la Potsdamer Platz. Hay más de cien cabarets, clubs nocturnos,
cafés concierto, teatros de variedades y lugares de encuentro de gais y
lesbianas. Una de las artistas más famosas de la época es Anita Berber,
quien en la señorial avenida Kurfürstendamm se baja del automóvil con
pieles de marta, monóculo y pelo rojo, estridentemente maquillada. Se ha
hecho famosa gracias a expresivas funciones nudistas como las «Danzas del
vicio, el horror y el éxtasis». El escritor francés Jean Cassou está
entusiasmado. Berlín, escribe, es «la ciudad más joven, más
sistemáticamente alocada, más inocentemente perversa del mundo» [4].
Desde el punto de vista literario, el año de nacimiento del futuro papa
tiene una densidad creadora como rara vez se ha dado, de forma tan
concentrada, en la historia. En 1927 aparecen la perturbadora obra de
Hermann Hesse El lobo estepario, la novela América de Franz Kafka y el
último volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Ernest
Hemingway publica Hombres sin mujeres; Arthur Schnitzler, su Apuesta al
amanecer; Carl Zuckmayer, el drama Schinderhannes, que recrea la historia
del homónimo forajido renano, cuyo nombre civil era Johannes Bückler; y
el joven Bert Brecht, creador de la Ópera de tres centavos, que incluye la
mundialmente famosa balada de Mackie el Navaja, su Devocionario
doméstico. En filosofía, el erudito alemán Martin Heidegger –cuya obra Ser
y tiempo, publicada este año, inaugura la filosofía existencialista– busca la
fórmula que desvele el enigma del mundo. El contrapunto a todo ello lo
pone Cecil B. DeMille, el cofundador de la metrópolis cinematográfica,
Hollywood, quien en 1927 dirige el primer éxito de taquilla sobre Jesús de
Nazaret en la historia del cine. Su título: Rey de reyes [5].
¿No parece de repente, en cierto modo, que el planeta entero está
experimentando un cambio radical? La Unión Soviética comienza con la
colectivización de la agricultura (que en la hambruna subsiguiente
ocasionará la muerte de cuatro millones de personas). En octubre, Mustafá
Kemal Pasa, quien más tarde se hará llamar Kemal Atatürk, pronuncia en
Angora (hoy Ankara), ante parlamentarios y representantes del Partido
Popular Republicano, su programático discurso sobre «La nueva Turquía».
En Italia, Benito Mussolini, el Duce, hace al fascismo presentable en
sociedad. En Alemania, la inflación, el desempleo masivo y la pugna de
innumerables grupos políticos impregnan crecientemente el clima político.
Los diecinueve gabinetes de gobierno de la República de Weimar aguantan,
de media, justo ocho meses. Por otra parte, se mantienen el anhelo del
hombre nuevo, la esperanza en un futuro mejor y la expectativa de un
cambio de época.
Y en algún lugar de esta periferia hace tiempo que se frota ya las manos
el mayor de los seductores, sabedor de que no tardará en llegar su hora. Un
cierto Adolf Hitler había refundado en febrero de 1925 un partido político
que, tras su prohibición en 1923, parecía ya acabado: el Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán [NSDAP es su sigla en alemán]. Tras la
marcha de 1923 al Monumento a los Generales Bávaros [Feldherrnhalle] de
Múnich, fue condenado a tan solo cinco años de prisión. Winifred Wagner,
la nuera de Richard Wagner, le enviaba a la cárcel mantas de lana,
chaquetas, calcetines, comida y libros. Helene Bechstein, esposa del
fabricante de pianos Edwin Bechstein, le hizo llegar un gramófono con
música militar [6]. En 1927, Mi lucha, el confuso libelo ideológico-político
y antisemita de Hitler, es declarado programa oficial del movimiento nazi,
que a la sazón cuenta con 27.000 afiliados. En tres años crecerá hasta los
400.000.
Marktl del Eno es el duodécimo destino en la carrera profesional del
gendarme Ratzinger, que no cabe calificar de vertiginosa. Políticamente,
este pueblo de seiscientos habitantes pertenece a la Alta Baviera;
religiosamente, al obispado de Passau, en la Baja Baviera. Muy cerca de
aquí, en el pueblo de Pildenau, distante unos veinte kilómetros, nació un
papa: Dámaso II [7]. Como obispo Poppo de Brixen, entró en Roma el 16
de julio de 1048 al mando de tropas toscanas. Un día después destronó al
papa en ejercicio, Benedicto IX. Su pontificado, sin embargo, duró apenas
veinticuatro días, ya que falleció víctima de la malaria. Y quizá también,
como conjeturan algunos historiadores, de una ampolla de veneno.

Las localidades donde había prestado servicio el gendarme Ratzinger


estaban dispersas por toda Baviera. En el destino anterior, Pleiskirchen,
junto a Altötting, nació el 7 de diciembre de 1921 la hija, Maria, a la que
bautizaron también como Theogona, la consagrada a Dios (ya que este era
el nombre conventual de su tía monja). El 15 de enero de 1924 siguió
Georg, a quien pusieron el nombre del hermano favorito de la madre,
emigrado a Estados Unidos. ¿A qué se debe el hecho de que en ningún
lugar se sienta el gendarme realmente como en casa? ¿A su tozudez? ¿A
que en el fondo no le gusta este trabajo, que realiza tan concienzudamente?
Si existiera algo así como la reencarnación, le confiesa a un vecino, tiene
claro que no volvería a ser gendarme, sino granjero.

Ratzinger lee con sumo interés libros tanto de espiritualidad como de


política y se sienta durante horas, con un cigarrillo Virginia en los labios, a
devorar el periódico. Su ídolo político es Ignaz Seipel, canciller federal
austríaco, del Partido Socialcristiano, un prelado y teólogo de quien tiene
varias obras en la librería. Seipel es una figura controvertida, pero hasta el
socialdemócrata periódico vienés Arbeiterzeitung lo elogia, asegurando que
es «el único hombre de Estado de talla europea que han sido capaces de dar
los partidos burgueses».

El auténtico amor de su vida, su verdadera pasión es, sin embargo, la


religión, la fe católica. Ya siendo alumno de primaria llamaba la atención
como especialmente inspirado en este terreno, algo que un comprometido
coadjutor fomentó. Otro maestro se percató de su talento musical y lo
incorporó al coro de la iglesia. Como su modelo religioso –el benévolo
hermano Conrad, portero del monasterio de Altötting–, también él abrigó de
joven el anhelo de entrar en la vida religiosa. Pero no fue aceptado en el
convento capuchino de María Auxiliadora en Passau, porque no pudo
presentar una declaración de consentimiento de sus padres. «Su temática
principal era lo religioso», confirmará más tarde su hijo Joseph; y, además,
«con una piedad muy profunda, intensa y masculina» [8].

El gendarme Ratzinger ha terminado su ronda de servicio. El frío glacial


se ha atenuado, y la nevada ha dejado paso a una leve tormenta. Desde el
Jueves Santo, la pasión de Cristo está presente en todos los hogares de
Marktl. Tras la conmemoración de la Última Cena, las campanas
enmudecieron. Hora tras hora, el triduum sacrum –o sea, los tres días santos
que se extienden desde el Jueves Santo hasta el Sábado de Gloria– se ha ido
encaminando hacia su cima. Ayer, Viernes Santo, los habitantes de las
aldeas circundantes acudieron a Marktl para orar con el sacerdote las
catorce estaciones del vía crucis. El alcohol y la carne están prohibidos este
día. El Viernes Santo es el día de más rigurosa abstinencia en la Iglesia
católica. Está permitida una única comida completa en todo el día. A las
tres de la tarde, la hora de la muerte del Maestro, los creyentes se reúnen
para recordar la pasión y muerte de Jesucristo. En una hornacina de la
iglesia se ha reproducido el sepulcro del Gólgota, ante el cual se arrodillan
los fieles con recogimiento.
En la iglesia de San Osvaldo, el jovencísimo coadjutor Joseph Stangl
comenzará pronto con los últimos preparativos para celebrar la resurrección
de Jesús. En la cercana gendarmería, la antigua delegación administrativa
del príncipe elector de Baviera en el Marktplatz, aún están encendidas las
luces en el primer piso. Entretanto ha llegado la comadrona, Emilie
Wallinger. El bebé se toma su tiempo... y no se adelanta ni un minuto.
Es la madrugada del Viernes Santo al Sábado de Gloria: a las cuatro y
cuarto ve la luz, sano y viable, el tercer vástago del gendarme: Joseph
Aloisius Ratzinger. La madre se encuentra demasiado débil para levantarse,
pero el padre apenas vacila. Algo torpemente lleva en brazos al niño a la
casa de Dios. La liturgia ya ha comenzado; todos los ventanales del templo
están tapados con grandes paños negros, y solo las velas iluminan
tenuemente el tenebroso espacio. Pronto resonará, propagándose en el
silencio de la oscuridad, una exclamación. Al principio contenida, luego
con rotundidad creciente: Lumen Christi, «Luz de Cristo». Se abre camino
una celebración extática. Repican las campanas, con fuerza, como si en los
días que han guardado silencio hubieran cobrado nuevo aliento. El órgano
empieza a tocar el gloria. «¡Cristo ha resucitado!», entona el sacerdote. Y
de un golpe caen todas las cortinas... y un aluvión de luz irrumpe en la
iglesia, casi deslumbrando a los fieles congregados.
A las ocho y media de la mañana, cabalmente cuatro horas y cuarto
después del parto, Joseph Ratzinger pone a su hijo en brazos de la religiosa
Adelma Rohrhirsch. Esta representa a Anna, la hermana del gendarme y
verdadera madrina del bebé, que no ha podido venir a Marktl. Mientras el
sacerdote pronuncia las palabras de bendición y derrama el agua recién
bendecida sobre el bautizando, este es sumergido en cuerpo y alma en el
misterio de la Pascua. Es quizá el momento más feliz en la vida del
gendarme. Su tercer hijo está sano. Se llama Joseph, como él. Y como su
padre. «Que Dios añada»: eso es lo que el nombre significa en hebreo. El
Señor ha tenido a bien regalarle esta criatura a una edad ya avanzada, y es
imposible no ver también en todas las circunstancias y signos de este
acontecimiento una bendición especial, quizá una promesa relativa al
pequeño.

En lo concerniente a asuntos personales, el futuro cardenal y papa


siempre fue reservado. Sin embargo, las circunstancias de su nacimiento las
interpretó él mismo como signo de una luz especial. También en su familia,
el hecho de haber sido «el primer bautizado con el agua pascual recién
bendecida se vio siempre como una suerte de privilegio, un privilegio que
conllevaba una esperanza especial, incluso un destino especial que iría
desvelándose con el tiempo» [9]. Sus padres consideraban esta constelación
«muy significativa, y así me lo hicieron saber también desde el principio»,
me contó en una de nuestras conversaciones. Esta «conciencia» lo ha
«acompañado» siempre y «ha ido penetrando en mí cada vez más». Ha
interpretado estas cosas como «un mensaje» para él, tratando de
«comprenderlas con profundidad creciente». De ahí que los textos que ha
escrito sobre la situación de Cristo durante el Sábado de Gloria tampoco
sean, me explicó, «algo artificialmente ideado, sino algo entretejido con mi
fundamento, con el comienzo de mi existencia, a lo que me habitué tanto
mediante el pensamiento como mediante la vida misma» [10].
El mensaje del Sábado de Gloria contiene algo «de la situación de la
historia humana en general, de la situación de nuestro siglo», añadió, pero
también «de mi propia vida». Están, «por un lado, la oscuridad, lo incierto,
lo indagatorio, los peligros, lo amenazador; y, por otro, la certeza de que
existe luz, de que merece la pena vivir y seguir adelante». En este sentido,
este día, «sobre el que preside Cristo, misteriosamente oculto y al mismo
tiempo presente, se convirtió en un programa para mi vida».

A los habitantes de Marktl del Eno el año 1927 se les quedó grabado en
la memoria al principio por una historia muy distinta. Después de largo
tiempo de trabajos, por fin quedó listo el nuevo puente sobre el río Eno. Fue
inaugurado con una solemne procesión, encabezada por la cruz y con
monaguillos, párroco y mucho incienso. A la ceremonia siguió un banquete
festivo con cerveza y música de viento. El comandante Ratzinger estuvo
presente y cuidó de que todo transcurriera en orden. No podía imaginar que
el niño que su esposa Maria había traído al mundo este año se convertiría
asimismo en un «constructor de puentes», un pontífice o pontifex, como se
dice en latín.
2
El impedimento

N o fue culpa suya que Maria y él se casaran tan tarde. Solo después de
ser ascendido a guardia con un sueldo mensual de 150 marcos pudo
atreverse Ratzinger a planear la formación de una familia. Y por muy
diferentes que parecieran a primera vista, luego no podían pasarse por alto
sus afinidades.
Ambos eran inteligentes, trabajadores y bien parecidos. Ambos
procedían de familias bien consideradas y con muchos hijos. Ambos habían
perdido pronto al padre (Maria, con veintiocho años; Joseph, con
veintiséis). Ambos cultivaban una sincera piedad católica. Pero sobre todo:
ambos estaban todavía libres. Entre otras razones, porque el maestro
panadero Schwarzmeier, un viudo muniqués con dos hijos, al que Maria
había sido presentada en su día, terminó decidiéndose por su hermana
Sabine. Esta era nueve años más joven que Maria.

Su relación comenzó a través del Altöttinger Liebfrauenbote, un


semanario de la comarca que llegaba prácticamente a todos los hogares
católicos. En la edición de 11 de julio de 1920, Maria leyó este texto:
«Funcionario del Estado de rango medio, soltero, católico, de 43 años,
pasado intachable, de procedencia rural, busca para contraer matrimonio
cuanto antes una muchacha limpia, buena católica, que sepa cocinar y
realizar todas las tareas del hogar, tenga experiencia con la costura y posea
mobiliario». El anunciante, que utilizó en el anuncio el mayor número
posible de abreviaturas para ahorrar al máximo, pedía que se le enviaran
«ofertas preferiblemente con foto» [1]. Este anuncio no era el primer
intento de encontrar mujer del gendarme. Cuatro meses antes había
solicitado con análogos elementos textuales una mujer «con ajuar y algo de
patrimonio»; ahora rebaja sus pretensiones: «Es deseable que posea
patrimonio, pero no necesario». Sin embargo, entretanto había sido
promovido, lo que convirtió el originario «modesto funcionario del Estado»
en el más atractivo «funcionario del Estado de rango medio».

El padre del futuro papa era, después de una niña, el primer hijo varón de
una familia de campesinos con nueve vástagos. Nació el 6 de marzo de
1877 en Rickering, una aldea de la Baja Baviera con seis casas y unos
cuarenta habitantes. Al terminar la escuela, tiene que ponerse a servir como
mozo en otras granjas. Con 20 años es llamado a filas. Comienza a prestar
el servicio militar de dos años el 14 de octubre de 1897 en el 16.º
Regimiento Real Bávaro de Infantería, con sede en Passau, la bimilenaria
ciudad fundada por los romanos a orillas del Danubio. Llega hasta cabo e
incluso es ascendido a suboficial. Un muchacho gallardo y apuesto, con
bigote a la moda, distinguido con el Cordón Dorado de Tiradores por su
sobresaliente puntería.
Al terminar el servicio activo el 19 de septiembre de 1899, permanece
aún tres años más en el Ejército. Entretanto su padre envejece y enferma; y
en la granja de Rickering, que le corresponde por herencia, se han instalado
no solo la hermana mayor, sino también su hermano Anton. El 22 de agosto
de 1902 pasa, como suboficial de la reserva, a la Gendarmería Real Bávara.
Cuando en abril de 1919 el Consejo Obrero Revolucionario formado
alrededor de los literatos anarquistas Erich Mühsam y Ernst Toller proclama
en Múnich la primera República Socialista de los Consejos en suelo
alemán, Ratzinger renuncia a su puesto: «He jurado fidelidad al rey»,
afirma, «no puedo servir ahora a la República» [2]. Solo retoma el servicio
cuando el destronado rey Luis III de Baviera libera explícitamente de su
juramento a los funcionarios estatales.
Los Ratzinger tampoco eran un linaje cualquiera. Casi podría hablarse de
una familia sacerdotal. En cualquier caso, estaban al servicio de la Iglesia
desde tiempos remotísimos. Las primeras huellas de ello se remontan al
siglo XIV; están en el principado-obispado de Passau, diócesis que fue
fundada por el monje misionero irlandés Bonifacio y llegó a extenderse
hasta Hungría. En un documento del cabildo catedralicio del año 1304 se
menciona la granja de Recing, ubicada en Freinberg. Recing se convirtió en
Ratzing; los Recinger (esto es, los habitantes, pobladores de Recing) se
convirtieron en los Räcingers y luego en los Ratzinger. La más antigua
mención del nombre, alrededor de 1600, es la de un Georg Räzinger; y
después está la de Jakob Räzinger, quien con su primera esposa Maria y, a
la muerte de esta, con su segunda esposa Katharina engendró en total la
considerable prole de diecisiete hijos [3].

Los Ratzinger emigraron, se hicieron cargo de una finca propiedad del


cabildo catedralicio de Passau en el Bosque Bávaro y en 1801, finalmente,
de una granja del monasterio de Niederaltaich, a orillas del Danubio, justo
aquella del número 1 de Rickering, en la parroquia de Schwanenkirchen, en
la que nació Joseph. Algo tuvo que contribuir la granja a la formación de
sus hijos e hijas más talentosos. De forma directa o indirecta, la finca con la
casa forestal produjo al menos dos religiosas y cinco sacerdotes. Entre ellos,
el combativo Dr. Georg Ratzinger, quien pasó a la historia de Baviera como
destacado político social católico y parlamentario en el Reichstag; su
talentoso hermano Thomas interrumpió, sin embargo, los estudios de
teología para hacerse jurista. Y, por supuesto, los hermanos Joseph y Georg,
quienes han mantenido permanentemente la fidelidad a la casa familiar,
visitando la granja –mientras podían valerse por sí mismos– todos los años,
siempre el último domingo de agosto.

Maria, la esposa de Joseph, que contaba 36 años el día de la boda, es una


persona vitalista, espontánea, bondadosa y sociable. Una mujer con
sensibilidad, que se interesa por el teatro. Con diligencia y destreza, sus
padres habían logrado antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial
una notable prosperidad económica. El padre, Isidor Rieger, oriundo de la
región de Suabia, empezó siendo aprendiz de panadero; la madre, Maria
Peintner, trabajaba como empleada doméstica. En la localidad austriaca de
Hopfgarten tuvieron arrendada una panadería hasta que en un carro de
adrales se mudaron con sus dos hijos mayores –Maria y Benno– a Baviera,
para regentar una panadería propia y una pequeña explotación agrícola a
orillas del lago Chiem. El tercer hijo, Georg, tuvo que quedarse de
momento con una familia de acogida. Todavía nacieron otras siete criaturas,
dos de las cuales no lograron sobrevivir. Una tía de nombre Rosl caracterizó
a la familia Rieger como una «gentecilla honrada y trabajadora», que gozan
«también de la bendición de Dios». Y describió su vida diaria: «Antes y
después de comer se rezaba siempre, como también por la noche, la
mayoría de las veces el rosario» [4]. El padre pasaba una buena parte del
día en la panadería, desde medianoche hasta, por lo general, las cuatro de la
tarde. De madrugada, hacia las cuatro, la madre daba de comer en el establo
a tres vacas, un cerdo y un caballo.
También para la pequeña Maria empezaba el día cuando no había
amanecido aún. Antes de ir al colegio, tenía que repartir el pan, las
rosquillas saladas [Brezeln] y los panecillos. Al trabajo en la panadería se le
sumó pronto el cuidado de los siete hermanos menores mientras la madre
llevaba, en un carro tirado por un caballo, los pedidos a los grandes clientes.
Además de asistir a la escuela primaria, todos los domingos –de doce y
media a tres de la tarde– iba a catequesis. No en vano, dos de sus tíos
habían tallado el retablo de la iglesia de San Andrés en Salzburgo y el de la
iglesia del Convento de la Adoración Perpetua en Innsbruck. Por su parte,
Isidor, el cabeza de familia, fundó en Rimsting no solo una asociación para
el embellecimiento del pueblo, sino también una «asociación pastoral».
Gracias a él, la comunidad católica pasó a ser una parroquia con todas las
de la ley, en la que se celebraba misa todos los domingos.

Con 15 años de edad, la madre del futuro papa fue «transferida», tal
como figura en su cartilla de escolaridad, a Kufstein para servir en casas. A
continuación, desde el 1 de octubre de 1900 hasta el 19 de abril de 1901,
trabajó –según un formulario de registro de la ciudad de Salzburgo– como
empleada doméstica de Maria Zinke, «esposa del primer violín». La
dirección era: Priesterhausgasse, 20, 2.º. Después marchó a casa del general
Zech, cerca de Francfort. Mientras sus hermanos combatían en la Primera
Guerra Mundial, llevó la panadería en Rimsting con su madre y su hermana
Ida; y luego, poco antes de conocer a Joseph Ratzinger, recaló en el Hotel
Neuwittelsbach, en el distinguido barrio muniqués de Nymphenburg, como
repostera [5].

Nada se sabe del primer encuentro de los padres del papa. En cualquier
caso, parece que enseguida se pusieron de acuerdo. El tiempo apremiaba. Y
es que en 1920 estalló en la casa de la familia Rieger una suerte de fiebre
nupcial. Ida se casó el 6 de enero; Benno, el 3 de febrero; e Isidor, otro de
los hermanos, el 16 de octubre. Joseph y Maria aprovecharon la ocasión y
planearon la boda para el 9 de noviembre. Para entonces, hacía justamente
dos años que había concluido la Primera Guerra Mundial, la «catástrofe
originaria» que imprimió su sello al siglo XX. Más de dos millones de
soldados alemanes habían perdido la vida en los campos de batalla. 720.000
hombres habían regresado del frente gravemente heridos. «Lo viejo y
podrido se ha desmoronado», gritó el político del SPD [Partido
Socialdemócrata de Alemania] Philipp Scheidemann el 9 de noviembre de
1918 desde el balcón del Reichstag berlinés a una multitud enardecida.
«¡Los Hohenzollern han abdicado! ¡Larga vida a la República alemana!»
[6].

Esta joven república había soportado años terribles, años repletos de


luchas callejeras, huelgas armadas, revueltas obreras, intentos de golpe de
Estado y asesinatos políticos, que causaron la muerte violenta de unas cinco
mil personas. Cuando la asamblea nacional se reunió por primera vez tras la
guerra el 11 de febrero de 1919, ello no tuvo lugar en Berlín, sino en
Weimar, a fin de sustraerse a la temida «presión de la calle» en la capital. La
peor de las hipotecas resultó ser, sin embargo, el tratado de Versalles,
firmado el 28 de junio de 1919, que imputó en exclusiva a Alemania y sus
aliados la culpa por la Primera Guerra Mundial y, con ella, los costes de los
daños ocasionados por el conflicto.

Alsacia-Lorena pasó a Francia, amplias partes de Posnania a Polonia: en


total, 70.000 km², un territorio del tamaño de Baviera. Dicho de otra forma,
tres cuartas partes de la mena de hierro y una cuarta parte del carbón. A
finales de enero de 1921, los aliados formularon exigencias adicionales:
226.000 millones de marcos de oro, a pagar en cuarenta y dos anualidades
(posteriormente, la suma se redujo a 132.000 millones), así como el pago de
las pensiones de los mutilados de guerra aliados y sus familias. Se trataba
de debilitar radicalmente a Alemania desde el punto de vista económico,
pero las potencias triunfantes pretendían al mismo tiempo beneficiarse de la
fuerza económica del antiguo enemigo. Algo contradictorio.
El marco no tardó en entrar en caída libre. Si franquear una carta
internacional costaba a principios de 1923 quince céntimos, ya en junio
había que poner sobre el mostrador cien marcos para hacerlo, en agosto mil,
a principios de octubre dos millones y en noviembre cien millones. En el
punto álgido de la inflación, en noviembre de 1923, un dólar costaba 4,2
billones de marcos. Según el historiador británico Frederick Taylor, el país
se asemejaba a «un tren fuera de control que avanzaba con velocidad
creciente hacia un destino desconocido» [7].
Diez días antes de la fecha prevista para la boda, el «guardia Joseph
Ratzinger I» –el «I» le había sido asignado administrativamente para evitar
la confusión con otra persona con el mismo nombre y apellido– solicitó por
carta manuscrita dirigida «a la Gendarmería Central de Altötting» la
«preceptiva autorización» para «contraer nupcias con la cocinera Maria
Peintner, soltera». Nada más depositar la carta en el correo, Joseph y Maria
se dirigieron al despacho parroquial de Pleiskirchen, la localidad donde
Ratzinger prestaba a la sazón sus servicios, para formalizar ante el párroco
y dos testigos, Franz Hingerl y Josef Mitternmeier, un «contrato de
compromiso matrimonial» [8].

Todo estaba preparado. Pero justo antes de la boda surgió de repente un


enorme problema, un «impedimento matrimonial», como se decía
oficialmente. ¿Qué había pasado? El «impedimento» tenía cinco letras y
apareció en una hoja anexa al contrato de compromiso matrimonial. En los
datos relativos a la novia se leía: «Maria Peintner, cat., cocinera, Rimsting
am Chiemsee». Pero luego venía una embarazosa abreviatura: «Illeg.», o
sea, ilegítima. Dicho sin ambages: concebida fuera del matrimonio, Maria
no había sido «legitimada», esto es, reconocida como hija biológica a
posteriori. Y, por lo tanto, carecería de los papeles necesarios para la boda.
En el libro bautismal de la parroquia figuraba el nombre de la madre, una
«Maria Peintner, natural de Mühlbach bei Brixen, sirvienta en Kufstein»;
pero no se mencionaba ningún padre. ¿Era, pues, el panadero Isidor Rieger
solo su padre adoptivo? ¿Y dónde había nacido ella entonces? En la «hoja
de registro policial» que tuvo que rellenar Múnich el 6 de mayo de 1920
cuando empezó a trabajar en el Hotel Neuwittelsbach, la propia Maria había
indicado como lugar de nacimiento «Mühlbach bei Brixen, Austria». Pero
¿era eso cierto? ¿Y por qué en la escuela de Rimsting todo el mundo la
llamaba «la hija de Rieger», mientras que en los boletines de calificaciones
siempre aparecía como «Maria Peintner»?
Hasta nuestros días ha reinado la confusión sobre el origen de la madre
del papa. Aun de adultos daban todavía por sentado Joseph, Georg y Maria
que su madre había nacido en el Tirol del Sur. Para clarificar las cosas:
Maria, la esposa del gendarme y madre de sus tres hijos, era hija natural. Y
no solo ella. También su madre e incluso su padre –los abuelos del futuro
papa– nacieron fuera del matrimonio. Lo que solía tenerse por una deshonra
tampoco era tan insólito. Según los libros bautismales, en la parroquia de
Mühlbach en el Tirol del Sur (que hoy se llama Rio di Pusteria, pues
pertenece a Italia) en el siglo XIX un tercio de las mujeres con hijos no
estaban casadas. Solamente podía permitirse contraer matrimonio quien
tenía los medios económicos necesarios para ello; y muchos no los tenían.
Por su parte, el padre de Maria, Isidor Rieger, era hijo ilegítimo de
Johann Reiss, de Günzburg, un trabajador menestral que se ganaba la vida
reparando molinos, y de Maria Anna Rieger, hija de un jornalero. Nació en
Welden, cerca de Augsburgo, el 22 de marzo de 1860 a las ocho de la
mañana y fue bautizado «a toda prisa», como se lee en el libro bautismal, en
la iglesia parroquial de la Anunciación. Él tampoco fue «legitimado» nunca
por su padre [9].
La confusión adicional se explica por el hecho de que la abuela y la
madre del futuro papa no solo tenían el mismo nombre y apellido, sino que
también habían nacido supuestamente en el mismo lugar: Mühlbach. Solo
que un Mühlbach, el de la abuela, se encontraba realmente en el Tirol del
Sur (en el antiguo molino de un pueblo llamado Raas), mientras que el otro
Mühlbach, el de la madre, estaba cerca de Kiefersfelden, en el distrito
administrativo de Rosenheim (Alta Baviera). Sin que su madre se lo contara
luego nunca, Maria, la madre del futuro papa, vino al mundo el 8 de enero a
las cuatro de la tarde en casa de una familia que, como ha descubierto
Johann Nussbaum, el historiador local, se había especializado en prestar
ayuda en el parto a embarazadas solteras. Que la hija nunca fuera
legitimada se explica por el deseo de la madre de evitar gastos superfluos.
Argumentaba que de todas maneras las muchachas recibían luego otro
apellido mediante el matrimonio.
Pasada la agitación, la boda pudo celebrarse por fin. Como estaba
planeado, Maria y Joseph se dieron el sí el 9 de noviembre de 1920 en el
Registro Civil de Pleiskirchen. A las nupcias religiosas celebradas ese
mismo día en la iglesia de San Nicolás asistieron como testigos el agricultor
Anton Ratzinger y el cajero Johann Ratzinger El retablo mostraba una
imagen de la Concepción de María, y encima del tabernáculo se alzaba,
sobre el libro de los siete sellos, el Cordero de Dios.

El «impedimento matrimonial» lo eliminó el alcalde de Rimsting, que


declaró oficialmente que Maria Peintner era «hija legítima de los panaderos
Isidor Rieger y Maria Rieger, de soltera Peintner». Y punto. «Maria Rieger
lleva el apellido Peintner», se dice en el escrito del alcalde, «porque hasta
ahora no había tenido lugar el reconocimiento de la paternidad ni se habían
podido recabar del Tirol las pruebas precisas debido a la ocupación italiana
de dicha región». Benedicto XVI está convencido de que Isidor Rieger es
realmente el padre de su madre y, por tanto, su abuelo. La ausencia de
legitimación fue, a su juicio, un «descuido jurídico». Sus abuelos se
prometieron pronto; pero, al no tener residencia fija, sencillamente tardaron
tiempo en casarse [10]. Isidor «quiso mucho a su hija Maria, y ella a él
también».
3
El país de los sueños

E n su localidad natal ve fundamentadas Joseph Ratzinger muchas cosas


elementales de su vida: es «el lugar donde mis padres me regalaron la
vida, el lugar donde di mis primeros pasos en esta tierra; el lugar donde
aprendí a hablar». Y, sobre todo, esto: es «el lugar donde fui bautizado en la
mañana del Sábado de Gloria, convirtiéndome así en miembro de la Iglesia
de Jesucristo» [1].

El simbolismo del Sábado de Gloria ya nunca lo abandonará. Este


«oscurísimo misterio de la fe», que al mismo tiempo es «el signo más
luminoso de una esperanza». Durante toda su vida reflexionará al respecto.
En la noche del descenso de Cristo a los infiernos acaeció «lo
inconcebible»: «El amor penetró en el reino de la muerte: aun en la
oscuridad más extrema podemos escuchar una voz que nos llama, buscar
una mano que nos agarra y nos saca de allí» [2].

De Marktl no se llevó más recuerdos concretos que los que le


transmitieron sus padres y hermanos. Por ejemplo, la historia de la dentista
que acudía en moto a pasar consulta. Guardó el osito de peluche de la
pequeña tienda de enfrente de su casa, del que se encaprichó. Ese osito
terminó en Roma... sobre una silla en el dormitorio del apartamento papal.
También se le quedó para siempre la preocupación por la salud. Pues,
habiendo nacido más tarde de la fecha prevista, fue un niño no solo
especialmente delicado, sino también especialmente débil. Cuando enfermó
de difteria, se debatió entre la vida y la muerte. La madre, desesperada,
tenía de continuo en mente al hermano más joven de su marido, que, a
causa de esa misma enfermedad, había quedado hemipléjico. El pequeño
Joseph no podía comer nada y lloraba noche y día. En último término, fue
sor Adelma, su madrina de bautismo, quien lo salvó, alimentándolo con
papilla de avena. El doble hecho de que pocos años después un médico le
diagnosticara una lesión cardíaca y de que su madre lo protegiera como a la
niña de sus ojos contribuyó seguramente a que el futuro catedrático de
Teología, cardenal y papa se haya considerado siempre persona de salud
poco robusta.
La familia permaneció en Marktl solo dos años. El 11 de julio de 1929, el
gendarme se puso en camino con toda la familia hacia la ciudad barroca de
Tittmoning, distante unos veinte kilómetros. El funcionario, ascendido
entretanto a comisario de seguridad, confiaba en encontrar aquí mejores
oportunidades educativas para sus hijos. Por lo que respecta a Joseph,
acertó de lleno. Pues si hay una época de su vida en la que haya sido
plenamente feliz, esa no es otra que los años de su infancia en un entorno
que para él luego solo ha tenido un nombre: «El país de los sueños».
Ya la llegada a Tittmoning fue embriagadora. Si en Marktl la casa que
habitaban era imponente, aquí se instalaron en el edificio más bello de toda
la ciudad, la llamada Casa Stubenrauch, en el número 39 de la Stadtplatz.
La señorial entrada de carruajes, la fachada barroca... ¡y, por si eso fuera
poco, hasta un mirador! Desde el segundo piso se veía la pintoresca plaza
de la ciudad, con sus inmensos portalones, las nobles fuentes y las torres de
la colegiata, que descollaba sobre el conjunto. Aquí y allá asomaba un
coche de caballos, ocasionalmente también algún automóvil. Cuando había
feria de ganado, los granjeros regateaban para obtener el mejor precio, y
corceles suntuosamente engalanados encabezaban desfiles solemnes. Al
principio, los niños se asustaban solo del sereno, que con voz monótona
anunciaba las horas en punto: «¡Escuchad, gente, y dejad que os anuncie
que nuestro reloj ha dado las doce!».
En la parte frontal izquierda del edificio había una ferretería; y a su
derecha, una tienda de tejidos. En la parte trasera de la casa, atravesando el
patio interior, se hallaba la comisaría de Policía. El personal de esta lo
formaban dos gendarmes, uno nombrado por el municipio y otro por el
Estado (aquel en uniforme azul, este en verde), y el comisario de seguridad.
El esclarecimiento de delitos no tardará en alcanzar el cien por cien de los
casos. En una ocasión, el comisario tuvo incluso que proceder contra el
propietario de todo el edificio, después de que fuera denunciado por su
sirviente Rosa por maltrato.
El edificio vecino albergaba la librería y editorial Anton Pustet. El
escaparate mostraba las últimas novedades. Por ejemplo, Sin novedad en el
frente de Erich Maria Remarque o Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin.
Algo más tarde podrá verse ahí también Éxito, la novela en clave de Lion
Feuchtwanger, una visión panorámica, rica en matices, de la sociedad
alemana de comienzos de los años veinte. En un personaje llamado Rupert
Kutzner y en su movimiento de los «Verdaderos Alemanes» se retrata
inconfundiblemente a Adolf Hitler y al Partido Nacionalsocialista Obrero
Alemán [3].
Para la madre es un trabajo duro tener que subir a la vivienda familiar en
la Casa Stubenrauch las compras, la madera y el carbón. Las escaleras son
estrechas; las baldosas del suelo, resbaladizas; las habitaciones, irregulares
y con muchos rincones. Pero, para los niños, se trata de un parque de
aventuras. El edificio perteneció antaño a canónigos católicos. Dado que,
tras los tiempos revueltos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), se
unieron para formar una comunidad de vida –el Instituto de los Sacerdotes
Diocesanos en Comunidad– reactivando la Regla de san Agustín, llegaron a
ser modelo admirado en toda Europa. Bartholomäus Holzhauser, el
fundador, asesoraba a príncipes y duques y contó incluso con el apoyo del
papa Inocencio X. Cabalmente la habitación en la que los niños de la
familia Ratzinger dormían y jugaban era la antigua sala capitular, en la que
los canónigos debatían sobre asuntos comunitarios y leían en voz alta los
escritos de Agustín. Holzhauser murió en olor de santidad. En la Casa
Stubenrauch escribió no solamente algunas «visiones secretas», sino
también una interpretación del Apocalipsis de Juan [4]. En sus memorias,
Ratzinger alude explícitamente a los «relatos apocalípticos» de Holzhauser,
con los que al parecer se ocupó desde pronto.
Con 4.500 habitantes, Tittmoning es una ciudad comercial y de artistas,
antiguo centro de arquitectos, escultores, pintores y orfebres. Las calles y
plazas son de pintoresca belleza, ornamentadas por suntuosas fachadas,
fuentes y esculturas. La iglesia conventual de los agustinos eremitas es una
joya barroca en negro, blanco y oro. Desde una colina, una imponente
fortaleza domina la ciudad. En la década de 1920 albergaba a un grupo del
movimiento juvenil Quickborn [Fuente que mana], apoyado por Romano
Guardini. Y por si no fuera ya suficientemente idílica, la pequeña joya
urbanística está bendecida además con una visión panorámica compuesta
por cimas alpinas, suaves laderas montañosas, bosques mixtos y abundantes
colinas verdes, como si todo el Rupertiwinkel (este rincón es llamado así en
honor de san Ruperto) hubiera caído directamente del cielo azul y blanco.
Tittmoning es, sobre todo, una ciudad espiritual, a cuyos habitantes, al
parecer, todas las iglesias, capillas, casas conventuales, columnas con
estatuas de María o de san Juan Nepomuceno, procesiones y fiestas de
consagración de iglesias les parecían pocas. La religión llenaba el espacio
con edificios sagrados y cruces de piedra en las encrucijadas; y el tiempo,
con las celebraciones y fiestas del año litúrgico.

Los niños de la familia Ratzinger paseaban con su madre hasta el puesto


fronterizo en el puente y se asombraban de que, con solo dar unos pasos
más, estarían en Austria. En el Bienenheim –un pequeño parque en el que,
como indica su nombre, los habitantes del pueblo tenían colmenas de
abejas– podían jugar. Y luego estaba Auer Maxl, que vivía cerca del
cementerio. Su gran atractivo: Maxl tenía un armonio, y no le importaba
que Georg lo aporreara. «La afinidad intrínseca con la música» que
caracteriza a Georg, escribió Joseph Ratzinger en una laudatio de su
hermano mayor, era perceptible ya en Marktl, donde todo «lo que tenía que
ver con la música» atraía «su más ferviente interés».
Entre los recuerdos más bellos de Tittmoning se cuentan para el futuro
cardenal y papa los paseos por la montaña hasta la ermita de Maria Brunn.
El santuario barroco se alza en medio del bosque, junto a un murmurador
arroyo de montaña. Uno de los frescos del techo muestra a Jesús como niño
enseñando en el templo de Jerusalén. Puntos cimeros en la vida diaria de la
familia son las funciones de teatro al aire libre y las excursiones a
Oberndorf an der Salzach, donde en 1818 se compuso Noche de paz, noche
de amor, el villancico más famoso de la historia.
En Sankt Radegund, asimismo en Austria, la familia asistía a la
representación de la Pasión. En su obra retrospectiva, Ratzinger apunta que
en esta localidad vivió Franz Jägerstätter. El agricultor y padre de familia,
miembro de la Orden Tercera de San Francisco, fue ejecutado por los nazis,
como objetor de conciencia al servicio militar, el 9 de agosto de 1943.
Sesenta y cuatro años más tarde, el 26 de octubre de 2007, tuvo lugar en
Roma su beatificación, presidida justamente por aquel Joseph Ratzinger que
probablemente ya de pequeño oyera hablar a su padre del valiente
campesino.

Lo que convierte a Tittmoning en un «país de los sueños» sensu stricto


para el niño Joseph entre sus tres y cinco años de edad es la identidad
espiritual del lugar. Le fascina especialmente «el misterioso esplendor de la
iglesia conventual con su barroca liturgia». Están «el ascendente humo del
incienso», el psicodélico son de las corales gregorianas, la solemne música
religiosa, la luz perpetua en una copa de cristal roja, que, si bien debe durar
eternamente, en apariencia cuelga tan solo de un hilo de seda. Pero también
«el asombro de cómo alguien podía surgir de la columna que llevaba al
púlpito» sin haber sido visto antes.

Una y otra vez pasean los dos hermanos en esta iglesia, joya histórica,
delante de una imagen del Cristo sufriente, asombrados de que Jesús los
siga con los ojos como si acabara de recobrar la vida. Georg no tardará en
ser –ataviado con túnica blanca– ministro portabáculo cuando una de las
hermandades de Tittmoning realice aquí, en la casa de Dios, su procesión
mensual. A su asombrado hermano pequeño se le ve con los ojos abiertos
como platos cuando contempla los murales entre raros y místicos, reza con
su madre una letanía o se sumerge con sonámbula facilidad en el para él tan
fantástico como emocionante mundo de la fe, lleno de ternura, belleza y
misterio. En este lugar, dirá Ratzinger en una homilía el 28 de agosto de
1983, vivió «las primeras experiencias personales en una casa de Dios». Y
«como todas las primeras experiencias de algo» que uno vive, todo esto le
causó una «perdurable impresión». No se trató solamente de las «imágenes
superficiales e ingenuas» que, como es natural, pueden impresionar con
facilidad el alma de un niño; al contrario, detrás de ellas ya pronto
«arraigaron ideas profundas» [5].

Los Ratzinger llevaban viviendo justamente tres meses y trece días en su


nuevo hogar cuando el 24 de octubre de 1929 se hundieron las cotizaciones
en la Bolsa de Nueva York. Debido a la diferencia horaria, la noticia solo
llegó al Viejo Mundo una vez que habían cerrado los mercados. Por eso, en
Europa el pánico en las bolsas no estalló hasta el viernes 25 de octubre: el
Black Friday, el Viernes Negro. La mayor quiebra bursátil de toda la
historia desencadenó en Estados Unidos la Gran Depresión. Colapsaron
bancos, quebraron empresas. Fue el preludio de una crisis económica que
precipitó a millones de personas en el paro y la pobreza. De golpe, la danza
sobre el volcán que confirió brillo y glamur a los dorados años veinte se
convirtió en una danza macabra.

El apagón de las bolsas repercutió en la disputa política alemana como


un acelerador de la combustión. El número de afiliados tanto al Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) como al Partido Comunista
creció de forma inaudita. Se trataba sobre todo de jóvenes que ya no se
sentían representados por los partidos burgueses. Los nazis supieron
situarse hábilmente en el escenario político como el partido del pueblo: ante
los campesinos acentuaban la conservación del campo», que debía
convertirse en «la base de nuestra existencia»; ante la clase media
endeudada y los asalariados empobrecidos se presentaban como los
redentores en una situación de emergencia social; ante los obreros, como la
alternativa socialista; ante los jóvenes, como «el resurgimiento de la
juventud» y un movimiento contra el «sistema» anquilosado y reaccionario
de los «caciques».
El programa político del NSDAP reivindicaba el «derecho de
autodeterminación de los pueblos» y la «participación en los beneficios de
las grandes empresas». «Hemos recogido la bandera caída del socialismo»,
aseguraba Joseph Goebbels, jefe de propaganda de los nazis, a los
decepcionados seguidores de la izquierda. Su partido iba a construir «un
Estado socialista en el corazón de Europa». Gregor Strasser –en calidad de
jefe nacional de organización, uno de los hombres más poderosos del
partido– lo secundaba: «El pueblo protesta contra un orden económico que
solo piensa en dinero, beneficios y dividendos. Este gran anhelo
anticapitalista es una prueba de que nos encontramos ante un enorme, ante
un grandioso cambio de época» [6]. El NSDAP se posicionó sobre todo
como el partido que iba a revocar el Tratado de Versalles. «Diez años de
humillación» habían deshonrado y ultrajado al Reich alemán. Había llegado
el momento de cambiar las cosas.
Las marchas multitudinarias de los «camisas pardas» ofrecían una
anticipación de la vivencia comunitaria en un mundo futuro de héroes
germánicos. En la Brigada de Asalto [Sturmabteilung, SA] del Partido
Nacionalsocialista no tardaron en apiñarse 455.000 nuevos militantes. Su
núcleo duro se reunía en los llamados «locales de asalto» y creaba cocinas
populares para miembros del partido en paro. Existía incluso un seguro
propio de la SA para «siniestros». Con este término se aludía a los estragos
causados por aquellos «combatientes» que en las batallas callejeras
destrozaban propiedad ajena.

Al atardecer del 10 de septiembre de 1930, decenas de miles de obreros,


empleados, empresarios, estudiantes y parados se congregaron delante del
Palacio de los Deportes de la berlinesa Potsdamer Straße para escuchar a
uno de los más radicales adversarios del sistema político: Adolf Hitler. Y
Hitler estaba en su elemento. La propaganda, afirma en Mi lucha, debe
adaptar su nivel intelectual a la escasa capacidad de comprensión de la
masa. No se trata de «satisfacer a algunos eruditos o jóvenes estetas». En su
discurso quería apelar más bien a las emociones: «Cuanto más modesta sea
su carga científica, y cuanto más exclusivamente tenga en cuenta el sentir
de la masa, tanto mayor será su éxito» [7]. En el discurso del Palacio de los
Deportes azotó a «quienes están en bancarrota política, económica y
moral». Había que imponer «la voluntad del pueblo» frente «al capitalismo
y las altas finanzas». «El público se enardece», anotó Goebbels en su diario.
El plan de Hitler empieza a dar fruto. Cuando cuatro días más tarde
cerraron los colegios electorales, un terremoto político conmocionó lo poco
que quedaba de los fundamentos de la República. Dos años antes, el
NSDAP, con solo el 2,6 % de los votos válidos, era tenido aún por un
partido minúsculo. Sin embargo, en las elecciones del 14 de septiembre de
1930, con el 18,3 % de los votos válidos, o sea, 6.400.000 votos, se
convirtió en la segunda fuerza política del Reich alemán, después del SPD,
que obtuvo el 24,5 % de los votos, esto es, 8.600.000 votos. Pasó a ocupar
107 escaños en el Reichstag, frente a los 143 del SPD. También los
comunistas ganaron apoyos. Cerca de 4.600.000 electores dieron su voto al
KPD [Partido Comunista de Alemania], lo que se tradujo en 77 escaños.
La República de Weimar no había sido capaz de mejorar la apurada
situación económica de la gente. Las reparaciones exigidas por las
potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial asfixiaron las finanzas
de la joven democracia como un nudo que se apretaba cada vez más
alrededor del cuello. Especialmente receptivos a los mensajes de Hitler se
mostraron, según los estudios del politólogo Jürgen Falter, los agricultores y
granjeros autónomos en las zonas protestantes. Los nazis obtuvieron sus
mejores resultados en Wiefelstede, en el distrito administrativo de Weser-
Ems, con el 67,8 % de los votos, así como en Schwesing, en la región de
Schleswig-Holstein, con el 61,7 % [8]. En las ciudades, los protestantes
emigraron masivamente a los Cristianos Alemanes, que estaban próximos a
los nazis y cuyo objetivo era el establecimiento de una Iglesia nacional
alemana supraconfesional.

Frente al fortalecimiento del partido de Hitler, la Iglesia católica


reaccionó inicialmente marcando las distancias. La militancia en el Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán, anunció en octubre de 1930
L’Osservatore Romano, el periódico oficial del papa, «no era compatible
con la conciencia católica». El arzobispo de Múnich, Michael von
Faulhaber, caracterizó la ideología nazi como «herejía», como error impío.
A los clérigos, añadió, les está «rigurosamente prohibido» apoyar a los
nazis de uno u otro modo. En agosto de 1932, la Conferencia Episcopal
Alemana estigmatizó el programa político del NSDAP como «doctrina
errónea», tildándolo de «hostil a la fe». Acentuó además que a los católicos
les estaba prohibida la pertenencia al partido». Quienes no se atuvieran a
esto serían excluidos de los sacramentos [9].

Tampoco los Ratzinger se libraron de la quiebra bursátil y sus dramáticas


secuelas. Los sueldos de los funcionarios estatales se pagaban a menudo
con retraso. Pero aún peor fue la inflación, que se comió los ahorros de la
familia. «Éramos pobres»: así describirá Joseph posteriormente la situación.
Hubo que «apretarse el cinturón», cuenta su hermano Georg. Maria, la
madre, lo hacía todo ella misma. Tejía. Limpiaba la oficina. Cultivaba
hortalizas. Incluso elaboraba jabón. Joseph padre cortaba las rodajas de
embutido aún más delgadas que antes, para así, con una precisa
distribución, poder llegar a fin de mes. La frugalidad se convirtió en
maestra... y en una virtud que les marcó la vida.

Pero la madre no quería renunciar a un cierto estilo. Que en público


vistiera a los niños impecablemente se debía a su procedencia de una
adinerada familia de panaderos y a las formas aprendidas en los hogares
distinguidos en los que había trabajado. Pero en casa Maria, Georg y Joseph
llevaban mandiles azules, sus «harapos», para proteger la ropa buena.
«Nuestra madre era cordial, cariñosa, sensible y no tan racional», revive
Joseph, «le gustaba improvisar, vivir el instante». En ese sentido, los estilos
de vida de ambos progenitores eran «muy diferentes». La severidad del
padre se manifestaba en que «exigía puntualidad y meticulosidad», así
como en que, «cuando uno hacía algo que no le estaba permitido, podía
echarle una buena bronca e incluso de vez en cuando darle una bofetada. A
la sazón eso se consideraba un método educativo muy normal» [10].
Georg discrepa: «Es cierto que nuestro padre daba mucha importancia a
la meticulosidad y el orden. Pero nunca nos dio una bofetada a ninguno;
solo algún que otro azote» [11]. En cambio, la madre, cuando los diablillos
hacían una trastada gorda, sí que acudió alguna vez a poner orden con el
sacudidor de camas preparado. «Éramos personas totalmente normales»,
comentó el futuro papa en uno de nuestros diálogos. «No todo resultaba
siempre armonioso». También entre los esposos hubo «ocasionales
desavenencias, pero el sentimiento de estar juntos y ser felices en común
prevalecía con mucho». En último término, existía «una profunda unidad
íntima» que hizo de este matrimonio una pareja feliz.

Joseph prefería jugar en casa, cerca de la madre. Con un caballo de


madera o con sus animales de peluche. «No era especialmente aficionado a
las manualidades», refiere Georg, «pero le gustaba idear cosas con los
juegos de construcción modulares». A veces viene de visita desde Rimsting
el alegre Benno, el tío favorito. A Benno le encanta el teatro y viaja
regularmente a Múnich con su mujer en un lujoso descapotable de seis
asientos, para ir a la ópera. Posee un deportivo de la distinguida casa inglesa
MG y un bote de remo para regatas; además, colecciona motos antiguas y
puede permitirse una colección de armas que ocupa todo el desván. El tío
Benno es tenido por un donjuán y un jugador que tira el dinero por la
ventana a manos llenas, pero también sorprende a veces a sus sobrinos, por
ejemplo, con un pequeño altar (esto es, retablo y mesa), con tabernáculo
rotatorio, construido por él mismo. En otra ocasión se presenta con una tela
pintada a mano también por él como decorado para el cuidadosamente
protegido belén familiar.
El tío Georg envía de vez en cuando un paquete de comida desde
Buffalo, en Estados Unidos. Por parte paterna, es la tía Theogona, la monja,
la que mantiene contacto con ellos. El tío Alois, hermano del padre y, como
sacerdote, apasionado seguidor de la liturgia popular, envía cartas, da
consejos que nadie le ha pedido y expresa su deseo de que los niños vayan
con más frecuencia a visitarlo a su parroquia en la Baja Baviera. Alois, con
sus a menudo extravagantes ocurrencias, es considerado en la familia un
personaje curioso. «Era listo», esto lo sabía bien su sobrino, «pero muy
peculiar».
Para Georg comienza un nuevo capítulo de su vida. Ahora va a la escuela
con su hermana Maria y está muy orgulloso de ello. También para Joseph se
producen algunos cambios. Tiene tres años cuando su padre lo apunta al
jardín de infancia de las madres irlandesas (de la Congregatio Iesu, fundada
por Mary Ward), en el antiguo monasterio de los agustinos eremitas. Sus
padres esperan que ello le procure un estimulante trato con niños de su edad
y –aun sin confesarlo– probablemente también una educación religiosa,
aunque ello conlleve un gasto adicional. A la guardería infantil [o,
traduciendo a la letra el nombre alemán entonces habitual, «establecimiento
de custodia de niños»] fundada en 1855 asisten unos noventa niños y niñas,
en aulas separadas. «A mediodía nos hacían dormir un rato con los brazos
extendidos sobre los pupitres», cuenta un antiguo compañero de guardería.
Las órdenes rigurosas, la disciplina y, sobre todo, el gran número de niños y
niñas: el «establecimiento» no le resultó especialmente atractivo a «Beppi»,
como era conocido el recién llegado por sus compañeros. Habría preferido
quedarse en casa, con su madre. Sea como fuere, en la primavera de 1931 se
produjo un encuentro que quedó profundamente grabado en su memoria.
Marktl pertenecía al obispado de Passau; Tittmoning, en cambio, es
territorio del arzobispado de Múnich-Frisinga, y el cardenal Michael von
Faulhaber ha anunciado una visita para el 19 de junio de 1931. En realidad,
Faulhaber ha venido para celebrar una confirmación; pero ya que está en la
ciudad, aprovecha para visitar la guardería. El comisario de seguridad
Ratzinger viste uniforme de gala y lleva resplandeciente casco dorado;
también el pequeño Joseph forma en la fila para recibirlo. Cuando el chófer
del cardenal detiene el enorme auto, no se oye ni una mosca. La rigidez solo
empieza a relajarse cuando se abre la puerta del vehículo y de él desciende,
lleno de dignidad, el príncipe de la Iglesia. Impresionado por tanta pompa y
honor, Joseph lo tiene de repente claro: «De mayor quiero ser cardenal». Es
posible que la exclamación fuera en parte una réplica al hermano mayor.
Este, al preguntarle su padre cómo se llamaban las personas encargadas de
la música en la Iglesia, había afirmado sin vacilar: «Yo también quiero ser
algún día maestro de capilla catedralicio». No parece, sin embargo, que
Faulhaber impresionara tanto a Joseph como para no poder cambiar de meta
profesional: «Quiero ser pintor», anunció algunos días más tarde, después
de que un pintor dejara como nueva la vivienda familiar [12].
Las preocupaciones no decrecen. Maria, la mayor de los hermanos, tiene
problemas con las amígdalas. Georg coge una neumonía, y «Josepherl» –
como llaman en casa, usando el típico diminutivo bávaro, al benjamín–
sigue siendo de todos modos un niño enfermizo. En una foto de aquella
época se ve a la madre totalmente agotada. El aspecto atractivo, casi propio
de una elegante dama, ha dejado paso al de una mujer exhausta. Pero
también su marido da la impresión de haberse encorvado y haber perdido
energía. Con creciente frecuencia, contará luego el hijo teólogo, Joseph
Ratzinger tuvo que «confrontarse con la brutalidad de los hombres de la SA
en las asambleas» y «actuar contra la violencia de los nazis». «Niños,
rezad», les imploraba la madre, «para que vuestro padre vuelva sano a
casa». Todos en la casa, se lee en las memorias de Joseph hijo, «sentíamos
muy claramente la inmensa preocupación con la que cargaba y de la que no
conseguía librarse ni siquiera en la vida diaria».

El hecho de que Hitler fracasara en su intento de ser elegido presidente


del Reich alemán permitió al comisario respirar aliviado. Para él, el
austríaco es un malvado criminal que debería estar entre rejas; y su
movimiento, un engendro del mal. Ratzinger es suscriptor del Münchener
Tagblatt. Este periódico está próximo al Partido Popular Bávaro (BVP es su
sigla en alemán), con el que simpatiza. Otra publicación que se recibe
regularmente en la casa es Der gerade Weg, un semanario antifascista que
se imprime en la muniquesa Schellingstraße, justo en la misma empresa
donde se tira el Völkischer Beobachter de Hitler. El Führer echa espuma de
rabia por la boca cada vez que un tipógrafo le coloca encima de la mesa un
ejemplar recién impreso del semanario antifascista. Fundador y director de
Der gerade Weg es Fritz Gerlich, antiguo redactor jefe del Münchner
Neuesten Nachrichten (el predecesor del Süddeutsche Zeitung). El
semanario está apoyado por el príncipe Erich von Waldburg-Zeil. Con el
titular de la edición de 31 de julio de 1932 quiere Gerlich, un protestante
noralemán convertido al catolicismo, lanzar de nuevo una señal: «El
nacionalsocialismo es la peste», puede leerse en grandes letras [13].
El artículo advierte con toda la claridad con la que puede advertirse:
«Pero “nacionalsocialismo” significa: enemistad con las naciones
circunvecinas, dictadura en el interior, guerra civil, guerra entre las
naciones. “Nacionalsocialismo” es sinónimo de mentira, odio, fratricidio y
miseria sin límite. Adolf Hitler proclama el derecho de la mentira.
¡Vosotros, los que habéis sido víctimas del engaño de esta persona
obsesionada con la dictadura, despertad! ¡Está en juego Alemania, está en
juego vuestro destino, el destino de vuestros hijos!».
¡El destino de los hijos! Cuando cierra el semanario y lo deja sobre la
mesa, Ratzinger no puede por menos de pensar en Maria, Georg y Joseph.
Los conflictos con los esbirros de la SA y la SS [Schutzstaffel, Escuadrilla
de Protección] llevan meses recrudeciéndose. Hace ya tiempo que amigos y
compañeros le han aconsejado que se retire de primera línea. ¡Nunca se
sabe qué puede ocurrir! Máxime con su efervescente temperamento, que tan
difícil le resulta embridar.

Le daba pena por la vivienda de la Casa Stubenrauch. Por el bello


Tittmoning en general, que le parecía tan «formativo» para los niños. Pero
¿no era ya hora de llevar a su familia a un lugar seguro? ¿No acababa de
leer por encima en Der gerade Weg también la columna en la que en cada
número del semanario se informaba sobre: «La guerra de Hitler contra la
Iglesia católica»? Una de las noticias breves contenidas en ella rezaba: «El
nacionalsocialista Dr. Von Leers afirmó en una asamblea de la SA en julio
de 1931 en Dresde: “La noche posterior a la conquista del poder nos
pertenece a nosotros, a los miembros de la SA, y todos sabemos que será
una noche de cuchillos largos”».
4
1933, «Año Santo»

L as Juventudes Hitlerianas habían convocado los días 1 y 2 de octubre


de 1932 una «Jornada de la Juventud del Reich» en la histórica ciudad
prusiana de Potsdam. El eslogan era: «Contra la reacción por la revolución
socialista». En trenes y camiones llegaron a la ciudad unos 70.000 jóvenes
de toda Alemania, para recorrer las calles con antorchas y banderas
rojiblancas de las Juventudes Hitlerianas: la mayor marcha juvenil de índole
política celebrada en el mundo entero hasta la fecha. Los jóvenes desfilaron
ante Hitler, que iba ataviado con botas altas y gorra de visera. Al pasar
delante de él lo miraban con ojos resplandecientes. Según el testimonio de
una participante en aquel acto, veían en él, «con palpable convicción, al
auxiliador, al redentor, al único que puede salvarnos de una situación
especialmente grave» [1].
El desempleo seguía creciendo. Si a principios de 1931 había registrados
casi cinco millones de parados, un año más tarde son ya casi siete millones.
Paralelamente a ello, aumentaban las solicitudes de afiliación al partido de
Hitler. En solo siete meses, el número de sus miembros prácticamente se
había duplicado, hasta superar el millón. En las elecciones parlamentarias
de julio de 1932, el NSDAP fue el partido que atrajo al mayor número de
votantes primerizos y se convirtió, con el 37,4 % de los votos, en la primera
fuerza política del Reichstag. Hitler reclamó la cancillería. Pero
Hindenburg, el presidente del Reich, se negó. En vez de ello, disolvió el
Parlamento y convoco nuevas elecciones. A un tiempo, Alemania se
deslizaba cada vez más hacia una guerra civil latente. Desde mediados de
junio hasta el 20 de julio de 1932 se contaron solo en las calles de Prusia 99
muertos y 1.125 heridos en refriegas callejeras.
La revista para las afiliadas al conservador movimiento de mujeres
protestantes Neulandbund [Liga Nuevos Horizontes] muestra como había
cambiado el estado de ánimo en el país. Una joven redactora formuló el
anhelo de su generación con estas palabras: «¡Las mujeres hemos estado
siempre ahí, atentas a si los hombres aguantaban este aluvión de lodo en
forma de deshonor, bajeza, codicia, egoísmo y odio de clase! Y luego
sentimos con un escalofrío que acontecía el milagro divino y que realmente
surgía un salvador capaz de sacudir el alma del pueblo. Entonces nos
unimos jubilosas al gran grito de “¡Alemania, despierta!”, y supimos que
aquí caminaba Dios por la historia universal, que aquí estaba suscitando él
su instrumento» [2].

Para Ratzinger padre había llegado el momento de trasladarse con su


familia a un lugar seguro. Trece veces había cambiado el gendarme de
destino a lo largo de su carrera, pero el último traslado no es sino una huida.
El 5 de diciembre de 1932, el día en que llegaron a Aschau, pequeña
localidad a orillas del río Eno, un domingo, era grisáceo y ventoso, con
fríos chaparrones de lluvia y nieve. Una vecina había preparado un té para
darles la bienvenida. Pronto se presentó el alcalde y luego el párroco. No en
vano, el recién llegado con su familia era el nuevo jefe de la comisaría de
Policía. Y desde su enfrentamiento en Tittmoning, distante unos 35
kilómetros, con la SA, cuya asamblea había disuelto, dándose así a conocer
como un decidido adversario de los nazis, le precedía una cierta fama.

Maria tenía once años, Georg ocho y Joseph cinco: los tres llegaron con
el ceño fruncido. Solo la otra Maria, la madre, se alegró al ver su nuevo
hogar: «Una auténtica mansión», exclamó, con cocina-comedor. El paisaje
abierto y anchuroso, con sus llanas praderas, sosegaba el alma; estaba
además el arroyo, que confería al pueblo una nota romántica. Pero ¿cómo
podía competir aquello con la magia «de la pequeña ciudad de la que tan
orgullosos estábamos»? En la memoria de Joseph hijo, nada puede
compararse «con aquello a lo que nos habíamos acostumbrado en
Tittmoning». Y para colmo, «el áspero dialecto» de los habitantes del
pueblo «hizo que al principio no entendiéramos algunas palabras» [3].
A principios de la década de 1930, Aschau del Eno es el ejemplo
perfecto de la Baviera castiza que se conoce por las estampas de los
calendarios nostálgicos. Las grandes granjas se agrupaban en torno a la
iglesia y las demás flanqueaban a derecha e izquierda la alargada y única
calle del pueblo. No había farmacéutico ni médico; en compensación, los
aproximadamente seiscientos habitantes del pueblo podían elegir entre
varias tiendas de baratillo, dos posadas –una de las cuales elaboraba su
propia cerveza–, dos panaderías y una carnicería. Un herrero, un carpintero,
un taller de bicicletas y el incansable señor Brand, con su peluquería, que
era a la vez tienda de fotografía y electrodomésticos, completaban la
infraestructura. El sastre venía de fuera para arreglar en las granjas las ropas
de propietarios y criados.
Cuando en Aschau las campanas repicaban más fuerte de lo habitual, se
debía a que era domingo o festivo, Pentecostés o Corpus Christi, o a que
una procesión estaba a punto de doblar la esquina, precedida por la cruz y el
estandarte, para dar sepultura, tras una vida cargada de trabajo, a un
habitante del municipio. Las mujeres del lugar visitaban por turnos a Fanny
Kifinger, que estaba postrada en cama, y a su hermana Wally. Fanny
padecía tuberculosis osteoarticular y otras enfermedades. Especialmente
dolorosas eran las úlceras bucales. La joven modista había asumido
humildemente sus padecimientos, «ofrecidos» por Jesús, como entonces se
decía. En cualquier caso, nadie la oía quejarse. En tanta mayor medida
hacía suyas las preocupaciones de todo el pueblo y prometía sus oraciones a
cuantos le suplicaban ayuda. También Georg y Joseph acompañarán pronto
al sacerdote como monaguillos cuando todos los días, al amanecer, se dirija
–con estola y ciborio, o sea, el copón con las hostias consagradas– desde la
iglesia, cruzando el puentecillo, a casa de Fanny, para llevarle la sagrada
eucaristía.
La «mansión» de los Ratzinger en la Hauptstraße, 29, alquilada a un
granjero rico, alberga en la planta baja la comisaría y una vivienda para el
gendarme auxiliar. Una oscura cámara en una construcción suplementaria
sirve como cárcel para quienes son detenidos por breve tiempo. En el
primer piso, los recién llegados disponen de cocina-comedor, sala de estar y
dos dormitorios, uno de los cuales es para la madre y la hija (puesto que no
hay un cuarto propio para esta) y el otro lo comparten el padre y los dos
chicos. Frente a los grandes granjeros y comerciantes arraigados en el lugar,
los Ratzinger eran al principio, como familia de un modesto funcionario del
Estado, «de una categoría algo inferior», revive Joseph. Y el carácter poco
comunicativo del gendarme Ratzinger no facilitó la aproximación. «Estaba
siempre serio», apunta una testigo de la época, «era un hombre severo, una
persona que imponía respeto» [4].
Tanto más accesible se muestra su «bondadosa esposa», que con su
cordialidad y calidez compensa en parte la severidad del gendarme. Circula
el rumor de que de vez en cuando invita a comer a escolares pobres. «En
realidad, enseguida nos integramos», evoca Georg. Y también el benjamín
de la casa «le tomó pronto cariño al pueblo y aprendió a valorar sus
bellezas». A posteriori se sentía muy contento, afirmó cuando era ya
cardenal, «de haber pasado una parte de mi vida temprana tan inmerso en
un pueblo, de haber conocido el olor de la tierra y de la agricultura y la vida
con la naturaleza».

Durante los meses de invierno da la impresión en el mundo rural de que


sus habitantes se hallan en una suerte de agonía. Una gruesa capa de nieve
paralizó por entero la vida pública. Los campesinos se calentaban los pies
en sus estufas de leña, y rara vez se veía un tiro de caballos o bueyes
moverse oscilando de un lado para otro a lo largo de la calle del pueblo,
muy lentamente, como si alguien hubiera detenido el tiempo. La Navidad
estaba a la vuelta de la esquina, y en el primer tercio del siglo XX los niños
pedían en su lista de deseos navideños [dirigida al Niño Jesús, no a Santa
Claus ni a los Reyes Magos] sobre todo objetos religiosos y la bendición
divina, que unían a una acción de gracias por los «queridos padres». Una
carta de 1934 al Niño Jesús es el documento escrito más antiguo que se
conserva del futuro papa. «Querido Niño Jesús», reza la carta en una bella
caligrafía alemana antigua, «pronto descenderás a la tierra y alegrarás a los
niños. También a mí me traerás alegría. Deseo el misal del pueblo Schott,
una casulla verde y un Corazón de Jesús. Procuraré ser siempre bueno.
Muchos saludos, Joseph Ratzinger» [5]. El niño pintó en la carta una rama
de abeto con una vela y una bola navideña; y para ahorrar papel, los
hermanos utilizaron el envés de la carta para el franqueo. Maria pidió al
Niño Jesús Das Wunderstündelein [La pequeña hora de los milagros], un
libro navideño popular a la sazón; y Georg, partituras de música religiosa y,
paralelamente a su hermano pequeño, una casulla blanca, para poder jugar
juntos «a los curas».
Son aún escasos los cristianos alemanes que sospechan que el 24 de
diciembre de 1932 celebrarán la última Nochebuena en la que la Navidad
no sería acallada por el ruido de las emisoras radiofónicas de propaganda
política. Ya solo la búsqueda de los complementos para el belén, señala
Ratzinger retrospectivamente, «el enebro, las piñas y el musgo: eso era algo
muy especial, acompañado de un sentimiento singular al incorporar, por
decirlo así, la naturaleza a la propia vida y a la historia de la salvación y
dejar que aquello ya pasado se hiciera presente y realidad en la propia
vida».
Al café de media tarde, que se tomaba a las cuatro, le seguía el rezo del
rosario en común –arrodillados en el suelo con los codos apoyados en el
asiento de una silla–, hasta que el Niño Jesús ponía fin a la espera con un
delicado repique de campanas: «Entonces entrábamos en la sala de estar,
donde sobre la mesa se alzaba ya un pequeño abeto junto con algunas velas
encendidas», relata Georg. «El árbol estaba adornado con bolas y guirnaldas
de color dorado y plateado, pero también con estrellas, corazones y cometas
recortados por nuestra madre de un dulce de membrillo». Antes de abrir los
regalos –calcetines y jerséis tejidos asimismo por la madre– cantaban
villancicos. Y a continuación, los niños amenizaban la velada con
interpretaciones musicales, aquel año también, por primera vez, con una
composición propia: «Mi madre no pudo contener las lágrimas», relata
Georg sobre su debut como compositor; «también mi padre, pese a su
carácter algo más sobrio, quedó impresionado» [6].
La estrategia había funcionado. Todos los miembros de la familia se
sentían seguros y protegidos. El trabajo del padre era ahora más tranquilo.
En Aschau no había campaña electoral como en Tittmoning, ni se
celebraban asambleas agresivas en los salones interiores de las tabernas. En
la escuela, Georg destacaba por su talento musical; y su hermana Maria, por
una inteligencia fuera de lo común y una memoria de elefante, gracias a la
cual podía declamar sin esfuerzo en una obra de teatro un texto de treinta
minutos de duración. El pequeño Joseph trabó amistad con una vecina de su
misma edad –la hija del propietario de la fábrica de cerveza, a la que
conocían como «Bräu-Bärbel», Bärbel (diminutivo de Barbara) la de la
cervecería–, y aguardaba impaciente el momento de poder ir a la escuela
con sus hermanos mayores.

Y luego está también el Año Santo que el papa Pío XI había convocado
para 1933. Se pretendía llevar a cabo una humilde rememoración de la
Pasión de Cristo, acaecida 1900 años antes. Muchos católicos esperaban
que aquel fuera un año de gracia, pero esa conmemoración de Cristo se
convertiría de hecho en un periodo de terribles pruebas. Análogo a la
catarsis que tuvo lugar, según relata el episodio evangélico de la crisis de
Cafarnaúm, cuando muchos de los seguidores de Cristo se alejaron de él
porque tenían una idea distinta del Mesías y del camino de salvación.
«¿Quién dice la gente que es este hombre?», les preguntó Jesús a sus
discípulos. «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». La opción estaba entre
confesar a Cristo o adherirse a un movimiento salvífico guiado por ideales
político-mundanos.
Los Ratzinger habían llegado a su nuevo hogar a principios de
diciembre; justo ocho semanas más tarde, el lunes 30 de enero de 1933, se
izó en Aschau la bandera con la esvástica. Es el día de la subida al poder de
Hitler, acontecimiento que condicionará durante doce años el destino de
Alemania, Europa y el mundo entero. El año en que debía conmemorarse la
muerte de Jesús se convierte en el año de la muerte del derecho y la
libertad, de la fe, la esperanza y la caridad; un descenso al Sábado de
Gloria, a la oscuridad de la muerte y el terror, a un estrago apocalíptico sin
parangón en toda la historia de la humanidad.
El nombramiento de Hitler como canciller del Reich alemán no fue
resultado de unas elecciones, sino de una decisión de Paul von Hindenburg.
El presidente del Reich confiaba en que la integración del movimiento
nacionalsocialista en las instituciones contribuyera a la pacificación interna
del país. No tardaría en descubrir cuán ingenua había sido esta reflexión.
«Ya está», escribió en su diario la noche del 30 de enero el jefe de
propaganda nazi, Joseph Goebbels: «Somos los nuevos inquilinos de la
Wilhelmstraße [la calle donde se encuentra la sede de la Cancillería]. Hitler
es canciller del Reich. Como en los cuentos. Ayer a mediodía en el [hotel]
Kaiserhof: todos esperándolo. Por fin llega. Resultado: es canciller. El
“viejo” [el presidente Hindenburg] ha cedido; al final estaba muy
emocionado. Mejor así. Ahora debemos ganárnoslo. Todos con lágrimas en
los ojos. Estrechamos la mano a Hitler. Se lo merece. Gran júbilo. Abajo
alborota el pueblo. Hay que ponerse enseguida manos a la obra. El
Reichstag será disuelto» [7].

Y ahora todo transcurre golpe a golpe, según planes preparados desde


tiempo atrás:

1 de febrero: disolución del Reichstag por el presidente del Reich,


Hindenburg.

3 de febrero: el Führer anuncia ante los generales de las fuerzas armadas


del Reich la reinstauración del servicio militar obligatorio y «la conquista
de nuevos espacios vitales en el Este y su germanización sin miramientos»
como objetivo de su política.

4 de febrero: promulgación del «Decreto del Presidente del Reich para la


Protección del Pueblo Alemán», con restricciones de la libertad de prensa y
de asociación. Al mismo tiempo, bajo amenaza de violencia, se disuelven
en toda Alemania órganos de gobierno locales (ayuntamientos y alcaldes) y
los mandatarios son encarcelados.

20 de febrero: a «invitación» del partido, veinticinco industriales ponen a


disposición del NSDAP un fondo electoral de tres millones de marcos.
Participa la crème de la crème de la industria alemana: Allianz, Hoesch,
Vereinigte Stahlwerke, Siemens, IG Farben, Opel, Wintershall... El único de
los «invitados» que hace caso omiso del llamamiento a donar dinero a los
nazis es Robert Bosch. Ante los grandes industriales, Hitler aclara: «Si
queremos tumbar al otro bando, primero debemos tener en nuestra mano
todos los medios de poder». Sobre la importancia de las donaciones apunta
Goebbels: «Hemos recaudado para las elecciones una suma de dinero muy
grande, que nos ha liberado de golpe de toda preocupación económica. Doy
un aviso de inmediato a todo el aparato de propaganda, y una hora más
tarde ya martillean las rotativas».

22 de febrero: 50.000 miembros de la SA y la SS son nombrados


«policías auxiliares» armados.
27 de febrero: el incendio del edificio del Reichstag, causado por el
holandés Marinus van der Lubbe, es aprovechado como pretexto por la SA
y la SS para desencadenar en toda Alemania una oleada de terror:
adversarios políticos son encarcelados, torturados o liquidados.
28 de febrero: el «Decreto del Presidente del Reich para la Protección del
Pueblo y del Estado», conocido como el decreto del incendio del Reichstag,
suspende los derechos fundamentales. Ese mismo día se promulga también
el «Decreto del Presidente del Reich contra la Traición al Pueblo Alemán y
los Delitos de Alta Traición», que busca sofocar en su origen toda
resistencia.
En Aschau, el comisario Ratzinger sigue horrorizado el aluvión de
noticias, que caen sobre el país como una lluvia de bombas. Las elecciones
del 5 de marzo de 1933 pretenden legitimar la toma del poder por los nazis,
pero el NSDAP y su aliado, el Partido Popular de la Nación Alemana
(DNVP), lograron tan solo una mayoría muy ajustada. Lo que siguió fue un
despiadado golpe de Estado terrorista.
8 de marzo: tres días después de las elecciones, se le quitan al Partido
Comunista de Alemania (KPD) todos los escaños obtenidos, para asegurar
así al NSDAP la mayoría de dos tercios en el Parlamento.
21 de marzo: «Decreto del Presidente del Reich para la Defensa frente a
los Ataques Pérfidos contra el Gobierno de Sublevación Nacional», la
llamada ley de la perfidia, que castigaba todas las manifestaciones críticas
contra el gobierno.

22 de marzo: creación del campo de concentración de Dachau para


internar a él a adversarios políticos y sacerdotes que ofrecen resistencia.
23 de marzo: rodeados por unidades armadas de la SA y la SS, los
diputados que aún permanecen en el Reichstag aprueban la «Ley para el
Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich», la llamada ley
habilitante, que puso el poder legislativo en manos del Gobierno. Los
parlamentarios del Partido Comunista han sido encarcelados o han pasado a
la clandestinidad. Los parlamentarios del Partido Socialdemócrata (SPD)
que todavía no han sido encarcelados votan contra la ley; los diputados de
todos los demás partidos votan a favor.

31 de marzo: la «Ley para la Armonización de las Regiones con el


Reich» disuelve los parlamentos regionales y determina su nueva
composición.
A principios de abril: ocupación de las sedes de los sindicatos y medidas
«espontáneas» de boicot contra comercios judíos.
7 de abril: nombramiento de gobernadores del Reich en las regiones,
encargados de implementar «las directrices políticas establecidas por el
canciller del Reich». Siguen numerosas redadas a cargo de la SA y la SS.
La «Ley para el Restablecimiento de la Carrera Pública», promulgada ese
mismo día, regula el despido de funcionarios mal vistos políticamente o «no
arios».
Mayo de 1933: quema de libros en Berlín, Bremen, Dresde, Fráncfort,
Hannover, Múnich, Núremberg y otras ciudades. Al fuego se arrojan obras
de Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Lion Feuchtwanger, Sigmund Freud,
Erich Kästner, Heinrich Mann, Erich Maria Remarque, Kurt Tucholsky,
Franz Werfel, Stefan Zweig y otros muchos «elementos subversivos».
Junio de 1933: prohibición del Partido Socialdemócrata a causa de
supuesta traición a la patria y alta traición, así como «autodisolución» del
Partido Popular de la Nación Alemana y del Partido de Centro.

Julio de 1933: por decreto del ministro del Interior, y con el fin de


garantizar el gobierno del Estado, son prohibidos todos los partidos
políticos salvo el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. La «Ley
contra la Creación de Partidos Políticos» fundamenta el Estado de partido
único.

Una de las noticias en las dramáticas semanas de la toma del poder por
los nazis debió de afectar de manera especial al comisario Ratzinger. El
semanario Der gerade Weg se había opuesto apasionadamente a Hitler.
«Agitador, delincuente y trastornado mental»: este había sido uno de sus
titulares. La insobornable actitud antifascista del semanario fue apreciada
por los lectores. La tirada subió hasta los 100.000 ejemplares. El 30 de
enero de 1933, el redactor jefe Dr. Fritz Gerlich escribió sobre el discurso
de Hitler en el Reichstag: «El pueblo alemán volverá a ser un pueblo de
moral cristiana y de toda tradición cultural y se avergonzará de este día, se
avergonzará perdurablemente de que un canciller alemán [...] pudiera leer
un programa de gobierno que hace tanta violencia a la verdad objetiva
como este».

Un mes largo después de ello, el 9 de marzo de 1933, miembros de la


SA, al grito de: «¿Dónde está el cerdo de Gerlich?», asaltaron la redacción
del semanario en la calle Färbergraben de Múnich, propinaron al periodista
una paliza a base de puñetazos y patadas y se lo llevaron al campo de
concentración de Dachau. Tras quince meses de internamiento, el 30 de
junio de 1934 fue sacado de su celda poco antes de medianoche y
asesinado. A su esposa le enviaron los nazis en una caja el único «legado»
de Gerlich: sus gafas embadurnadas de sangre [8].
Ratzinger padre no tenía que ser un profeta para ver lo que se avecinaba;
le bastó el sentido común. «Ahora viene la guerra», dijo a su familia,
«ahora necesitamos una casa propia».
5
Los «Cristianos Alemanes»

U na mañana se ve al menor de los hijos del gendarme Ratzinger


caminar junto con su amiga, Bärbel la de la cervecería, por la calle
del pueblo, los dos cogidos de la mano. Lleva con orgullo alrededor del
cuello un pañuelo que su madre le ha puesto para la fiesta del día.

Es 2 de mayo de 1933, el primer día de colegio de Joseph. En la escuela


de primaria de tres unidades docentes, una maestra da clase a los dos
primeros cursos en la misma aula: son diecisiete alumnos de primero y
veinticinco de segundo. Los niños se sientan delante; las niñas, atrás. Se
trabaja con pizarras individuales y pizarrines (es decir, las barritas de
idéntico material con las que se dibuja y escribe en aquellas). Las clases
tienen lugar seis días a la semana, también por la tarde, de una a tres. Una
vez por semana hay misa escolar obligatoria que celebra el párroco Ilg; ni
siquiera los nazis han logrado impedirlo. Sin embargo, en la pared del aula
cuelga ahora un retrato del hombre al que Joseph ha oído llamar en casa
«vagabundo» y «criminal». La señorita Anna Fahmüller, la maestra, ha
escrito en la pizarra de la clase algunas letras mayúsculas. Las primeras
palabras que el futuro papa aprende a escribir son: «Au meine Nase» [¡Ay,
mi nariz!]. A lo largo de su vida tendrá que encajar abundantes mamporros.
Joseph se ha convertido en un niño guapo. Los delicados rasgos faciales
delatan un carácter sensible. En su boletín de calificaciones se lee: «Presta
atención, no cotorrea ni se pelea con otros alumnos, es puntual y sociable».
Su hermano Georg añade: «En la escuela primaria de Aschau, Joseph era,
con diferencia, el mejor alumno» [1]. No hay noticia alguna de que
participara en peleas ni en batallas de bolas de nieve. Ni tampoco en los
forcejeos de los otros niños cuando corrían en el recreo al arroyo para,
tumbados boca abajo en el puente observar los peces. Sus compañeros se
quedaron impresionados cuando descubrieron que Joseph llevaba un
accesorio que todavía no habían visto en ninguna parte: justo en el centro
del paño que se bambolea de su pequeña pizarra hay bordada una cruz. Muy
pequeña, pero lo suficientemente grande para no ser olvidada.

Joseph era tranquilo, reservado y dueño de sí, cuenta su antiguo


compañero de clase Georg Haas, «no uno de esos que gritan enseguida: “Yo
lo sé, yo lo sé”». «Pero cuando le preguntaban», dice Barbara, «lo sabía
todo». «Se confiaba ciegamente en él», añade Franziska Salzeder, «porque
lo que decía Ratzinger tenía que ser cierto». Otro condiscípulo, Alois
Steinbeißer, tiene grabada incluso «la impresión de que [Joseph] sabía más
que los maestros» [2]. Sea como fuere, los otros niños y niñas no veían a su
compañero, al que con frecuencia la maestra le pedía que vigilara a la clase,
como una persona tímida. «En cierto modo, ya entonces tenía seguridad en
sí mismo», opina Ametsbichler. Ni siquiera aquel maestro que solía hacer
abundante uso de su bastón se atrevió nunca a tocar a Joseph. De sí mismo
dice Ratzinger: «Yo no era un granujilla especialmente imaginativo»; no
recuerda ninguna travesura de la época. Sin embargo, reconoce que en la
escuela ocasionalmente pudo «desalentar algo» a los profesores... «a causa
de mi insolencia». En Tittmoning y Aschau, dijo el futuro papa en una de
nuestras conversaciones, era un «niño divertido y alegre; eso cambió más
tarde» [3].

A los compañeros de clase les llamaron la atención especialmente dos


cosas. Joseph nunca corría descalzo de un lado para otro, como en verano
hacían la mayoría de los hijos de granjeros, sino que siempre llevaba botas
de cordones altas. Y a partir de tercero, con ocho años, dejó de usar la
habitual cartera-mochila escolar. «Ahora era el único que venía al colegio»,
afirma una crónica escolar, «con cartera de mano». Quizá la razón de ello
radicara también en una importante decisión que había tomado. Hasta
entonces, sus padres y hermanos siempre lo habían llamado «Josepherl»
[típico diminutivo bávaro de Joseph]. Pero ahora dijo a la familia reunida en
pleno: «Esto no puede seguir así. De lo contrario seré toda mi vida un
“Josepherl”. De ahora en adelante me llamo Joseph». Ochenta años después
todavía se admira: «Y esta orden fue de hecho observada».
Georg comienza una esperanzadora carrera musical. Al principio le da
clase en casa, al armonio, una alumna del liceo vinculado con el convento
de Au. Cuando el padre intuye que el diletantismo no va a ayudar a
progresar a su hijo, este empieza a recibir clases de piano junto con Maria.
Para Navidad, Georg pide un Liber usualis, un cantoral en latín de unas
1.950 páginas que contiene todos los cantos para el oratorio y los propios de
la santa misa en domingos y festivos. El hermano pequeño se queda con la
boca abierta cuando ve que «en ese libro no había ni una sola palabra en
alemán». El 20 de diciembre de 1934, el boletín Aschauer Pfarrchronik
anota: «Un alumno de quinto acompañó espléndidamente la misa cantada
en alemán y la misa coral en latín» [4]. Georg se siente orgulloso: «Mi
madre se alegró mucho, mientras que mi padre no dijo nada, en
consonancia con su forma de ser».
También el benjamín es introducido en la música. Durante un año entero,
de 1936 a 1937, va todas las semanas al convento de Au del Eno para
aprender durante una hora a tocar el armonio con sor Berchmana
Fischbacher. Más tarde recibe también clases de violín. A diferencia de su
hermano, a quien la profesora de música «pronto ya no tuvo nada que
decirle», Joseph afirma que él «llegó hasta las sonatas de Beethoven, pero
nunca fue capaz de tocarlas como es debido» [5].
En las zonas rurales rigurosamente católicas habían tenido que esforzarse
largo tiempo los nazis para encontrar una militancia digna de ese nombre.
En especial si los votantes simpatizaban, como los Ratzinger, con una línea
conscientemente bávaro-patriota y antiprusiana, a la que siempre le había
repugnado el ensalzamiento de la germanidad. «La vida estaba todavía
unida en fuerte simbiosis con la fe de la Iglesia», escribe Ratzinger en sus
memorias; «nacimiento y muerte, matrimonio y enfermedad, sementera y
recolección: todo se hallaba envuelto por la fe». Pero con el ascenso del
NSDAP al poder también en Aschau cambió la situación.
Ya el 30 de enero de 1933 se ordenó que la escuela primaria realizara un
desfile en honor del Führer, arriba y abajo por la calle del pueblo, a pesar de
que llovía a cántaros. «Desfilamos valerosamente pisando charcos», cuenta
Georg, «lo que ya de por sí resultó bastante ridículo». Sin embargo, los
nazis, tanto los que lo eran abiertamente como quienes se habían esforzado
por ocultarlo, vieron «llegada su hora» y, para espanto de muchos, sacaron
«de repente de los baúles sus uniformes pardos», revive Joseph. Por
ejemplo, el gendarme auxiliar que vivía en la planta baja de la comisaría de
Policía salía todas las mañanas con su mujer a realizar un entrenamiento
paramilitar. La iglesia seguía siendo el centro del pueblo, no solo
arquitectónicamente, sino «por lo que respecta al entero sentimiento vital».
No habría sido «inteligente atacarla con demasiada vehemencia», señala
Ratzinger. Pero ya en el tradicional levantamiento del «árbol de mayo» [un
tronco de árbol con adornos de diverso tipo, que se corona con un aro con
festones y un pequeño abedul recién talado], uno de los maestros recitó una
«oración al árbol de mayo», en adelante símbolo del nuevo culto a lo
germánico. Algo que, sin embargo, dada la sobriedad de los campesinos,
terminó penosamente, como observó Joseph: «Los muchachos teníamos
más interés en los embutidos que colgaban del árbol de mayo que en los
pretenciosos discursos del director de la escuela» [6].

Para nadie en el pueblo era la situación más precaria que para el


comisario. A su juicio, los nazis eran sencillamente criminales. Delante de
los niños llamaba a Hitler inútil y estafador de la peor calaña. Pero de
repente tenía que servir, como guardián del orden, a un Estado cuyos
responsables le parecían detestables. «Yo era todavía muy pequeño», refiere
su hijo, «pero me acuerdo de cuánto sufría». En cuanto tomaba un periódico
en sus manos y leía noticias relativas a las medidas adoptadas por los
nuevos gobernantes, estaba «a punto de estallar de ira». El gendarme era un
hombre de hechos. El mismo año del ascenso de Hitler al poder compró por
5.500 marcos una vieja casa labriega cerca de Traunstein, una pequeña
ciudad con centros educativos. Mucho dinero para un modesto funcionario.
Mucho dinero sobre todo por una cabaña de doscientos años de antigüedad
en un pequeño cortijo que su anterior propietario había arruinado.
Tras la disolución de los partidos, en Alemania se prohíben también
todas las asociaciones juveniles independientes, mientras que las
Juventudes Hitlerianas (HJ, por su sigla en alemán) y la Liga de Muchachas
Alemanas (BDM) son declaradas la juventud oficial del Estado. En las
guarderías, la cruz se sustituye por la esvástica; y las monjas, por
puericultoras nazis. Los sacerdotes son denunciados, espiados y acosados
como potenciales enemigos del Reich. La Navidad es reemplazada por la
fiesta solsticial de Yule, de origen nórdico-germánico; y la Pascua, por la
«fiesta de la liebre». Poco a poco, el cristianismo debe ir cediendo paso a
una suerte de fe nacionalsocialista, una «religión para todos». La salvación
[Heil] de Cristo muta en el «Salve, victoria» [Sieg-Heil] del Führer, el
nuevo y verdadero salvador. «La orden no nos la dio ningún superior
terreno», truena la martilleadora voz de Hitler en el congreso estatal del
Partido Nacionalsocialista en 1934; «la orden nos la dio el propio Dios, el
creador de nuestro pueblo».

Los nazis no aparecieron de la noche a la mañana. También en otros


países europeos existían movimientos fascistas que perseguían un cambio
social y político. De hecho, el NSDAP tardó toda una década en acceder a
las palancas del poder. Sin embargo, el terreno ideológico para ello fue
preparado bastante antes, sobre todo por lo que concierne a teorías
adecuadas para transformar –con ayuda de un ideario populista, nacionalista
y racista– el cristianismo confesional en una religión popular «propia de la
raza».

Especial relevancia tuvo en ello el concepto de «cristianismo positivo»,


que con motivos posreligiosos prometía desarrollar una religión avanzada, a
la altura de los tiempos. La alternativa al Evangelio recibido era una mezcla
religiosa realizada con el fin de construir una nueva Iglesia nacional bajo el
dominio de un dictador secular. El «cristianismo positivo», aseguraba
Hitler, era la base de su acción política. En 1941, en la cima de su poder,
dejó claro en un documento interno: «La guerra terminará, y yo veré en la
clarificación del problema de las Iglesias la tarea para el resto de mi vida.
Solo entonces estará totalmente segura la nación alemana» [7].
Uno los pioneros del movimiento en pro de una religión nacional fue el
pastor protestante Arthur Bonus, quien ya en 1896 instó a la
«germanización del cristianismo». Otro fue Friedrich Andersen, pastor de
Flensburg, que desde 1904 exigía la eliminación del Antiguo Testamento y
de «todos los enturbiamientos judíos de la doctrina pura de Jesús». Con
motivo del cuarto centenario de la Reforma en 1917, Andersen publicó,
junto con Adolf Bartels, Ernst Katzer y Hans von Wolzogen, 95 tesis «de
base puramente evangélica [es decir, protestante]», que ellos entendían
como programa para la «alemanización y desjudaización del cristianismo».
En ellas se afirma: «La nueva investigación sobre las razas nos ha abierto
por fin los ojos a los perniciosos efectos de la mezcla de sangre entre
quienes pertenecen al pueblo germano y quienes no, y nos exhorta a
esforzarnos al máximo por mantener la esencia de nuestro pueblo lo más
pura y cerrada en sí que sea posible» [8].
Como principal precursor de una «religión purificada» terminaría
revelándose el «Movimiento Eclesial de los Cristianos Alemanes», que
reinterpretó la doctrina de la Trinidad cristiana en favor de otra trinidad
formada por Dios, el Führer y el pueblo. La obra de Alfred Rosenberg El
mito del siglo XX, incluida por la Iglesia católica en el Índice de libros
prohibidos el 7 de febrero de 1934, encontró gran aprobación en estos
círculos. En ella, el ideólogo jefe de Hitler despotrica contra el
internacionalismo marxista y católico, que él presenta como dos facetas del
mismo espíritu judío. En contraposición a ello, una nueva religión nacional
no sería sino la consumación de la Reforma. En las «directrices» del nuevo
movimiento de fe se dice: «Vemos en la raza, la nación y la esencia del
pueblo órdenes de vida que nos han sido regalados y confiados por Dios.
[...] Debe prohibirse en especial el matrimonio entre alemanes y judíos» [9].
Entre tales propósitos figuraba igualmente la exclusión de los
«judeocristianos», la «desjudaización» del mensaje eclesial mediante el
abandono del Antiguo Testamento, la reinterpretación del Nuevo
Testamento y la «conservación de la pureza de la raza germánica» mediante
la «protección frente a ineptos» y «seres inferiores».

El programa de los Cristianos Alemanes apenas se diferenciaba del


programa del NSDAP. Tanto en uno como en otro se hablaba de
«cristianismo positivo» y de una «afirmadora fe en Cristo acorde con la
raza». En ello, los propagandistas protestantes invocaban a un antepasado
famoso. El «reformador» Martín Lutero había proclamado asimismo un
programa de «desjudaización». Uno de sus panfletos antisemitas del año
1543 empieza así: «En primer lugar, préndase fuego en sus sinagogas y
escuelas y, lo que no se queme, sea cubierto de tierra y ocultado, de suerte
que ningún hombre vea nunca piedra ni residuo de ello» [10]. Y luego se
añade: «Y eso debe hacerse para honrar a nuestro Señor y a la cristiandad,
para que Dios vea que somos cristianos. [...] Por otra parte, destrúyanse y
demuélanse del mismo modo sus casas» [11]. La praxis del «bautismo de
judíos» era un horror: «Al próximo judío lo bautizaré en el Elba, pero con
una piedra atada al cuello» [12].
Hacía tiempo que los Cristianos Alemanes habían dejado de ser un
grupúsculo. El movimiento, con un millón de miembros –entre ellos, un
tercio de los pastores protestantes– no tardó en dominar todos los sectores
del protestantismo, fraccionado en Iglesias luteranas, unidas y reformadas.
Con ocasión del nombramiento de Hitler como canciller del Reich, algunas
Iglesias regionales protestantes celebraron oficios religiosos de júbilo y
acción de gracias y pastores próximos a los Cristianos Alemanes colgaron
en sus templos banderas con la esvástica como «símbolo de la esperanza
alemana». En una reunión multitudinaria celebrada el 13 de noviembre de
1933 en el Palacio de los Deportes de Berlín, el presidente de distrito
Reinhold Krause formuló claramente, ante 20.000 entusiasmados oyentes
que compartían sus convicciones, el objetivo de los Cristianos Alemanes:
«Si nosotros los nacionalsocialistas nos avergonzamos de comprar una
corbata al judío, con mucha mayor razón deberíamos avergonzarnos de
tomar del judío algo que apela a nuestra alma: lo íntimamente religioso». El
«alma del pueblo alemán» pertenece «sin reservas al nuevo Estado». En
consecuencia, la pretensión totalitaria de este, prosigue el orador, «no puede
detenerse» siquiera ante la Iglesia. Lo que pide esta hora histórica es la
unificación de todas las religiones y confesiones en una «Iglesia nacional
del pueblo» [13].
En las elecciones al Reichstag celebradas en julio de 1932, el NSDAP
obtuvo de media –según una investigación del politólogo Jürgen W. Falter
[14]– el 42,1 % de los votos en las circunscripciones con un 80 % de
población protestante. En las circunscripciones con un porcentaje de
población católica análogo, los nazis lograron, en cambio, el 24,1 % de los
votos. Si en el Reichstag de 1924 había todavía un 25 % de parlamentarios
católicos, en el Reichstag de la Gran Alemania de 1943 quedaba solo un 7
% de católicos. El comportamiento electoral de una gran parte de los
protestantes lleva al sociólogo protestante Gerhard Schmidtchen a
preguntarse «si en una Alemania católica el nacionalsocialismo habría
llegado al poder». El historiador Winfried Becker, hasta 2007 catedrático de
Historia Contemporánea en la Universidad de Passau, afirma: «Mientras
que los aproximadamente 1.500 periódicos protestantes, con una tirada
global de doce millones de ejemplares, celebraron de forma casi unánime el
“auge nacional” del movimiento hitleriano, la oposición de la prensa escrita
católica al régimen nacionalsocialista fue, no obstante algunas concesiones
iniciales, manifiesta» [15].
En el campo protestante surgió un movimiento de oposición a los nazis
cuando el Sínodo General de la Iglesia Evangélica de la Unión
Veteroprusiana celebrado en Berlín en septiembre de 1933 introdujo el
«parágrafo sobre los arios». Asociado a él estaba la jubilación forzosa de
todos aquellos pastores y funcionarios eclesiales entre cuyos ascendientes
hubiera algún judío: padre o madre o alguno de los abuelos o abuelas. A
procedimiento tan inaudito reaccionaron los fieles con protestas y
abandonos masivos de la Iglesia. En ese mismo mes se creó la Liga de
Emergencia (de Pastores), de la que en mayo de 1934 surgió a su vez la
Iglesia Confesante.
Entre las personalidades destacadas del movimiento protestante de
oposición a los nazis se contaron los teólogos Martin Niemöller y Dietrich
Bonhoeffer. Bonhoeffer fue detenido el 5 de abril de 1943 y ejecutado por
orden expresa de Hitler el 9 de abril de 1945 en el campo de concentración
de Flossenbürg como uno de los últimos adversarios del régimen nazi que
fueron relacionados con el fallido atentado contra el Führer del 20 de julio
de 1944. Uno de los pilares de estos cristianos confesantes fue la teología
defendida desde su cátedra de Bonn por Karl Barth, quien se manifestaba
por principio contrario a toda clase de utilización secular del Evangelio y
trató de renovar la teología evangélica [es decir, luterano-reformada]
mediante una reflexión a fondo sobre la revelación bíblica. El mejor
servicio que puede prestársele al ser humano, sostiene Barth, es la
predicación fiel de la palabra de Dios que nos ha sido confiada. En su época
de catedrático de Teología, Ratzinger mantuvo un intenso contacto con el
protestante suizo. Y a la inversa, Barth sentía gran estima por el teólogo
católico y recomendaba a sus propios estudiantes: «¡Leed a Ratzinger!».
A despecho de las iniciativas de la Iglesia Confesante, pronto tres cuartas
partes de todas las Iglesias evangélicas regionales crearon en Eisenach el
«Instituto para la Investigación y Eliminación de la Influencia Judía en la
Vida Eclesial Alemana», el llamado Instituto de Desjudaización. Unos
doscientos obispos, obispos regionales, miembros de las curias regionales,
catedráticos y artistas participaron en la elaboración en el Instituto de
Desjudaización –sito en la Wartburg, la fortaleza medieval a las afueras de
Eisenach donde Lutero tradujo en su día la Biblia– de un «Nuevo
Testamento desjudaizado» y un catecismo «limpio de todo rastro judío»
(con el título de Alemanes con Dios). En una publicación del Instituto, su
director científico, Walter Grundmann, catedrático de Nuevo Testamento en
la Universidad de Jena, afirmó programáticamente: «Un pueblo sano debe
rechazar el judaísmo de todas las formas posibles y así lo hará. [...] El judío
tiene que ser considerado extranjero hostil y perjudicial y privado de toda
influencia» [16].
Hitler había adornado hábilmente sus eslóganes con aditamentos
religiosos, para apaciguar a los críticos y asegurarse la sumisión de los
responsables eclesiásticos. El «Decreto para la Protección del Pueblo
Alemán», promulgado el 4 de febrero de 1933, amenazaba con persecución
penal el desprecio de instituciones y costumbres religiosas. En su
declaración de gobierno de 23 de marzo de ese mismo año, Hitler no solo
aseguró a las Iglesias cristianas la protección y el patrocinio del Estado en
general, sino que les garantizó además inviolabilidad legal. Ya en el
«Llamamiento del Gobierno del Reich al Pueblo Alemán» de 1 de febrero
de 1933 prometió Hitler que el gobierno nacional «protegerá
escrupulosamente al cristianismo como base de toda nuestra moral y a la
familia como embrión del cuerpo de nuestro pueblo y nuestro Estado».
Hitler concluyó con una súplica litúrgicamente formulada: «Pluga al Dios
omnipotente acoger en su gracia nuestro trabajo, configurar de forma
adecuada nuestra voluntad, bendecir nuestro discernimiento y complacernos
con la confianza de nuestro pueblo» [17].
Las maniobras de distracción surtieron efecto. «Un Reich, un pueblo, un
Dios»: así tituló en marzo de 1933 uno de sus números el semanario
protestante Das evangelische Deutschland. También entre el episcopado
católico tuvo lugar un nefasto replanteamiento. El 25 de marzo de 1928, el
Santo Oficio, que luego se transformaría en la Congregación para la
Doctrina de la Fe, con la vista puesta en los crecientes movimientos
nacionalpopulistas en Europa, había caracterizado en nombre del papa el
racismo como doctrina contraria a Dios. Puesto que el papa «condena toda
forma de envidia y rivalidad entre las naciones», se asevera en la
declaración, «así también reprueba enérgicamente el odio contra el pueblo
antaño elegido por Dios, es decir, ese odio al que hoy suele dársele el
nombre de “antisemitismo”» [18].

En 1931 el periódico católico Junges Zentrum [Centro joven] advirtió:


«Si los católicos nos disponemos a salir al rescate, nunca debemos pactar
con estos poderes». En septiembre de 1930, el obispado de Maguncia
dictaminó que un católico no podía ser «miembro registrado del partido de
Hitler». El 10 de febrero de 1931 afirmó la Conferencia Episcopal Bávara
[o de Frisinga] que el nacionalsocialismo no merecía más que rechazo.
Declaraciones análogas fueron realizadas el 5 de marzo de 1931 por los
obispos de la provincia eclesiástica de Colonia y en agosto de 1931 por la
Conferencia Episcopal de Fulda [formada por los obispos alemanes no
bávaros; se llamaba así por su lugar de reunión, una pequeña ciudad en la
que está enterrado san Bonifacio, apóstol de los germanos]. En la última se
afirma que a los clérigos católicos les está «rigurosamente prohibida» la
colaboración con el movimiento nazi y se les recuerda a los laicos católicos
que la pertenencia al partido es ilícita y que tanto aprobar el programa de
los nazis como votarles sería, llegado el caso, pecado.
Pero ahora tuvo lugar un dramático giro de ciento ochenta grados. El 28
de marzo de 1933, cinco días después de la declaración de gobierno de
Hitler, las dos conferencias episcopales, la de la Fulda y la de Frisinga,
hicieron pública una carta pastoral conjunta. La frase decisiva de ese
documento rezaba: «Sin revocar la condena de determinados errores
religioso-morales contenida en nuestras medidas anteriores, el episcopado
cree, por eso, poder confiar en que las prohibiciones y advertencias
generales previamente realizadas no han de considerarse ya necesarias».
Dos meses después, el 8 de junio de 1933, otra nota pastoral de los obispos
alemanes fue aún un paso más allá. Los obispos celebraron el «despertar
nacional». De repente, la mera afiliación al Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán o a cualquiera de sus «brazos» no representaba ya una
transgresión de un precepto eclesiástico.
Un día terrible y una sonora bofetada para Ratzinger padre, quien había
criticado que muchos de los obispos se dejaran arrullar y engañar por los
nazis. «Por una parte, era un hombre increíblemente pío, que rezaba mucho
y estaba profundamente enraizado en la fe de la Iglesia», apunta, echando la
vista atrás, su hijo Joseph; «por otra, también era un hombre muy sobrio y
crítico, capaz de censurar incluso al papa y los obispos». El futuro papa
añadió: «Cabalmente la piedad sobria con la que él vivía su fe –y que estaba
penetrada de verdad por esta– fue muy importante para mí» [19].
También los protestantes dieron muestras públicas de sumisión. El
mensaje pascual de la mayor Iglesia regional protestante de Alemania, la
Unión Veteroprusiana, se dirigió en abril de 1933 a un pueblo al que Dios
había hablado «a través de un gran cambio». Se subrayaba la «deuda de
gratitud con la nueva Alemania». Y se llamaba a la gozosa «colaboración
en la renovación nacional y moral de nuestro pueblo» [20].
Un día antes, los nazis habían hecho un llamamiento al boicot de los
comercios judíos.
6
Mit brennender Sorge
[Con viva preocupación]

L a familia Ratzinger se mantiene unida, y la fe es el vínculo que la


sostiene. Todos los días al despertar, oración matutina; en todas las
comidas, bendición de la mesa; ir a misa es obligatorio. Y a todo ello hay
que sumar el rezo del rosario. Pero en el mundo rural bávaro eso es, de
todos modos, tan natural como comer y beber. Romerías, confesiones,
novenas, ofrecer el sufrimiento, guardar los días de abstinencia y ayuno,
etc., pertenecen al patrimonio común en la misma medida que la sabiduría
popular y los proverbios rurales.
«Siempre que encontrábamos hueco», relata Joseph hijo, el cabeza de
familia sacaba los sábados su viejo libro de comentarios evangélicos, «para
introducirnos en el evangelio del domingo». En la casa se vivía, apunta
Georg, «una religiosidad del todo normal, sana, vigorosa», «nos
esforzábamos sencillamente por ser creyentes, católicos». Y por distintos
que fueran los temperamentos del padre y la madre, añade su hermano, «en
este punto estaban de acuerdo, cada uno a su manera. La religión era
fundamental».
Casualidad o no, todas las localidades donde hasta ahora ha vivido la
familia se agrupan alrededor de Altötting, el «corazón de Baviera», como se
conocía al santuario. El comisario Ratzinger es un apasionado practicante
del culto mariano. Como miembro de la Congregación Mariana Masculina
de Altötting, hermandad con cuatrocientos años de antigüedad, ha asumido
una «consagración laical de vida». Se trata de responder, en cuanto cristiano
responsable y fiel al papa y junto con personas de pensamiento afín, a las
exigencias de Dios en la familia, el trabajo, la Iglesia y la vida pública, pero
también de formar la conciencia. Vinculada a ello estaba asimismo una
piedad veterobávara que interpela al corazón, una fe carismática,
emocional, cercana a la vida y sanadora.
La capilla de la Gracia, centro neurálgico de Altötting, está ornamentada
desde mediados del siglo XIV por una imagen de la Virgen María con el
Niño Jesús. Desde que en 1489 circularon relatos de curaciones milagrosas,
la capilla se considera un lugar especial de bendición. En su exterior
cuelgan miles de tablas votivas, en las que puede leerse: «¡María ayuda!».
Un número creciente de iglesias, conventos, capillas, claustros, tiendas de
objetos devocionales, candeleros, salas de reunión y, desde 1912, una
basílica pontificia donde caben 8.000 personas hicieron que surgiera una
especie de ciudad santa que atrae a millones de peregrinos. Entre ellos,
buscadores de Dios, como el granjero de 31 años Johann Birndorfer, que,
como hermano Konrad y portero del convento de capuchinos, se convirtió
en modelo de vida por su piedad («la cruz es mi libro»), su amor y su
filantropía.
También a él, reconoce Ratzinger, le ha impresionado siempre Altötting.
Fue una «suerte» nacer en las cercanías del santuario mariano. «La capilla
de la Gracia, su misteriosa oscuridad, la madonna negra ricamente vestida y
rodeada de exvotos, la queda oración de numerosas personas, etc.: todo eso
me conmueve el corazón hoy igual que en aquellos remotos años. La
presencia de una bondad santa y sanadora, la bondad de la Madre, en la que
se nos comunica la bondad de Dios mismo» [1]. Ya como papa, el 11 de
septiembre de 2006 depositó Joseph Ratzinger en la capilla de la Gracia a
los pies de la Virgen el anillo con un ave fénix que sus hermanos le
regalaron con motivo de su ordenación episcopal. El anillo fue engastado
más tarde en el cetro de la imagen de la Madre de Dios.
Ratzinger padre recordaba en cierto modo a un rabino judío que
meditativamente lee los libros sagrados, interpreta relatos bíblicos y preside
su familia como maestro de verdades religiosas fundamentales. La beatería
no va con él; se mantiene distante de toda milagrería. Es escéptico también
respecto a fenómenos como los que se cuentan de Therese Neumann,
conocida como Resl de Konnersreuth, que, como estigmatizada, mostraba
el día de Viernes Santo las llagas sangrantes de Cristo. A sus hijos les va
dando, según la edad y etapa de desarrollo de cada uno, lecturas para
profundizar. En el caso de Joseph, empieza por un libro de oraciones para
niños, al que siguen un misal infantil con textos breves e ilustraciones
explicativos de la estructura de la eucaristía, otro misal para niños más
completo (el Schott), luego el Schott dominical y, por fin, el misal completo
para todos los días del año. Estos misales son obra del benedictino Anselm
Schott, quien en 1884 editó por primera vez el «misal para laicos», a fin de
que los fieles pudieran participar mejor en el rito católico, siguiéndolo en su
lengua nativa.
La formación musical es parte de la educación. «Nuestro padre atribuía
gran valor a que sus hijos aprendiéramos música», cuenta Joseph. El
disfrute compartido de la música crea unión entre los miembros de la
familia y da a las celebraciones familiares un marco festivo. Ni se discute
que también la hija, Maria, ha de seguir estudiando al terminar primaria. Un
día, el comisario anuncia incluso: «Mis tres hijos deben obtener el permiso
de conducción»; pero luego no lo obtuvo ninguno. En casa nunca les
presionaron en demasía, explica Georg; por otra parte, «el ambiente familiar
encaminaba ya» a uno: «ser decente era la cuestión fundamental». «Uno
sabía», dice su hermano, «que tenía que atenerse al orden: al orden de los
creyentes, al orden de la familia y al derecho en general». El padre era «un
hombre muy recto y honrado» que procuraba que «sus hijos siguieran ese
camino. Y, en efecto, uno intuía que no sentaría nada bien que se alejara de
él». Que la actitud del padre no fuera intimidatoria ni, menos aún,
destructiva, sino atractiva y propiciadora de vida debe atribuirse en especial
a un corazón lleno de amor. «Siempre intuimos que era severo por pura
bondad. Y por eso aceptábamos sin problema su severidad». Joseph añade:
«Debo decir que se fue suavizando más y más. Conmigo no fue ni mucho
menos tan severo como con mi hermana y mi hermano» [2].
Sobre la situación política no se habla en la casa. Los padres no quieren
agobiar a sus hijos. Además, les preocupa que pueda escapárseles en algún
sitio una palabra inapropiada, funesta. Joseph se entera de que el gendarme
auxiliar planea documentar la homilía de un sacerdote conocido por su
actitud antifascista. Sin embargo, Ratzinger padre logró avisar a tiempo al
sacerdote, de modo que en vez de la homilía se anunció un vía crucis en la
casa de Dios. Los campesinos se hacían guiños unos a otros porque, ante
cada una de las imágenes que muestran a Cristo torturado por sus
perseguidores, el espía tuvo que arrodillarse junto con los fieles.
La presión sobre el gendarme Ratzinger creció. No se podía seguir
tolerando que, siendo servidor del Estado y jefe de una comisaría de
Policía, no perteneciera al partido estatal. Aun así, se mantuvo firme, al
igual que sus hermanos. Theogona, la monja, demostró en las reuniones
familiares en la granja de los Ratzinger en Rickering un temperamento
bravío cuando llovían los insultos contra los nazis. También a Theresa la
recuerda el futuro papa como «adversaria especialmente feroz de los nazis».
El hermano menor de Joseph padre, Alois, sería incluido posteriormente en
el volumen colectivo Priester unter Hitlers Terror [Sacerdotes bajo el terror
de Hitler] entre los clérigos católicos que se resistieron abiertamente al
régimen. Fue denunciado, entre otras razones, porque tras la misa exigía de
sus parroquianos un juramento de fidelidad a la Iglesia. En 1938 el obispo
de Passau consideró aconsejable jubilar anticipadamente a Alois Ratzinger
para evitar que acabara en un campo de concentración [3].

El mundo de la fe, que Joseph pudo experimentar en Tittmoning aún en


estado de sonambulismo y sin ninguna clase de tribulación, adquirió en
Aschau un realismo de profunda seriedad. Con creciente frecuencia veía
uno a vecinos en uniforme pardo. A maestros que hacían suya la retórica de
la lucha, el odio, las represalias y el exterminio. A condiscípulos que
hablaban entusiasmados de las Juventudes Hitlerianas. Resistir significaba –
esto lo veía en su padre– mantenerse fiel a la Iglesia, protegerla; y a la
inversa, ser protegido por la Iglesia. Y ello, en lo más íntimo del propio ser,
allí donde tiene su sede el alma. No es que el sensible muchacho se retirara
a un exilio, sino solo que a él lo sagrado se le antojaba aún más sagrado.
Todavía ríen los habitantes de Aschau cuando le preguntan por la calle al
hijo del gendarme qué quiere ser de mayor: «Oye, Joseph, ¿qué vas a ser tú
de mayor?», le provoca incluso el párroco Ilg. La respuesta de Joseph es
demasiado graciosa para perdérsela, sobre todo porque el chiquillo, al
contestar, pronuncia la «a» con una voz tan profunda como si no hubiera
nada más venerable en este planeta. ¿Y qué es lo quiere ser el crío? «Seré
cardenal».

El hermano mayor, ante el cual el benjamín se siente «inferior en celo y


diligencia», progresa. Como monaguillo. Pronto también como estudiante
de secundaria y, sobre todo, en su opción por el sacerdocio. Ya de niño,
admite Georg, «le pedía a Dios que me diera una tarea en la que pudiera
conjugar lo sacerdotal y lo musical». No dudó ni un segundo de que «ese
camino era el camino que debía emprender». La pregunta era solo dónde
exactamente podría encontrar tal camino. «Mi padre quería que fuera
misionero; mi madre, religioso» [4]. Y mientras que el padre prefiere a los
misioneros de Mariannhill en la Suabia bávara, la madre ensalza la casa de
formación de los redentoristas en Gars del Eno, distante apenas diez
kilómetros de Aschau.

Ambas propuestas son rechazadas. El muchacho tiene su propio criterio


y se decide por el Instituto Humanista de Enseñanza Media de Traunstein y
el «Colegio Seminario Arzobispal Sankt Michael», que había sido fundado
en 1929 y cuyo director –Johannes Evangelist Mair, conocido como
«Rex»– tiene fama de melómano entusiasta. Llega el día en que Georg,
acompañado por su madre y sus hermanos, recorre a pie la distancia hasta la
estación de tren más cercana tirando de un carrito de mano. En este lleva la
pequeña maleta con las pertenencias personales que necesita para el
internado. Pasarán bastantes semanas hasta el reencuentro. El padre las
acorta escribiendo a menudo al hijo cartas en las que le pone al día de las
noticias más recientes del hogar familiar.

También Maria se plantea optar por la vida religiosa. «Voy a ser monjita
entre los negros», anuncia en casa. Quiere ayudar a los niños pobres en
África. En verano va a diario en bici al instituto de enseñanza media para
muchachas en el convento de Au, dirigido por franciscanas. Durante el
invierno permanece en el internado anexo al instituto. Que los hijos
continúen estudiando tiene su precio. «Podíamos comer hasta quedar
satisfechos», rememora Georg, «pero también teníamos que ahorrar aún
para la casa, la vieja cabaña» en Hufschlag. Es la delicada situación
económica de la familia la que lleva a la esposa del comisario a
incorporarse al grupo local de la Organización de Mujeres
Nacionalsocialistas. Su esposo espera atenuar con ello la presión para que
él, como policía, se haga miembro del partido. Y lo consigue. Al menos, el
club de mujeres nacionalsocialistas en Aschau no es una organización
belicosa. En las reuniones se intercambian recetas de cocina y se reza el
rosario. Simultáneamente, el comisario se toma con creciente frecuencia la
baja médica, para tener que servir al régimen nazi lo menos posible durante
su último año en activo.
Con la marcha de los hermanos, a Joseph se le plantea una nueva
situación. El hecho de quedarse solo, reconoce, posibilitó que «para mí se
desarrollara, por así decir, un reino propio», aunque estuvo a punto de
ahogarse es un estanque de carpas que pertenecía a la gendarmería. Apenas
tiene compañeros de juegos. Cuando termina la jornada escolar, los hijos de
los campesinos suelen estar ocupados con tareas varias en granjas y
campos. Pero Joseph disfruta entregándose sin ser estorbado a su vena
romántica. Le encanta cortar flores y escribir poemas sobre la naturaleza y
la Navidad; disfruta con los animales, sueña con estar «en bellas iglesias o
castillos» y lee a autores románticos, porque «este sentimiento vital del
romanticismo lo conmueve hondamente».
Se ve a los dos Joseph haciendo juntos caminatas a campo través. En
excursiones en bici y en marchas por las montañas exploran la comarca.
«Éranse una vez un hombre y una mujer...»: así comienzan las interesantes
historias que el padre le relata al hijo en estos ratos que comparten. «En
realidad era todo un fabulador», evoca el futuro papa. En el curso de estas
excursiones en común surgieron «auténticas novelas regionalistas» en
episodios, «y yo creo que él mismo aguardaba expectante cómo continuaría
la historia».
Paseando y contando historias, entre ambos se desarrolló «una relación
de gran cercanía». Resultaba ideal asimismo que el matrimonio Ratzinger,
con lo distintos que eran entre sí, se complementaran tan bien. A su madre
la experimentaba el futuro papa como «muy cariñosa y a la vez
interiormente muy fuerte»; a su padre, como «racional y voluntarista, con
reflexiva convicción de fe». Siempre «tenía juicios asombrosamente
certeros»; y a él le obsequió, ya desde niño, con reconocimiento y amor.
«En definitiva, con los años mi padre me fue gustando más», añade.

Es el modelo paterno el que ayuda al muchacho a encontrarse a sí


mismo, a formar su carácter, a madurar su personalidad –si bien, a medida
que se desarrollaba el joven, la dominancia del padre fue disminuyendo
paso a paso, para al final adaptarse al papel de acompañante–. Los dos
hermanos, Georg y Joseph, acentúan que sus padres no tenían expectativas
concretas en relación con ellos. Ya en las fases tempranas dejaron
enteramente a discreción de los hijos las decisiones sobre su futuro
profesional. Así y todo, el padre, a través de su ejemplo, desempeñó un
papel importante. «Si en los años subsiguientes me fui familiarizando con el
ministerio presbiteral», explica el futuro papa, «la enérgica personalidad de
nuestro padre, orientada en sentido marcadamente religioso, fue tan
determinante como la fe más afectiva de mi madre. Pensaba de forma
distinta de como se suponía que había que pensar en la época; y ello, con
una serena seguridad en sí mismo que resultaba persuasiva. Había leído
mucho y tenía gran interés por la política, pero la religión era, de una forma
muy masculina y englobante, la temática fundamental de su vida».
Georg Ratzinger dijo en una ocasión con cierto patetismo que Aschau
había sido para su hermano una suerte de «Nazaret» particular. En estos
cuatro años y medio de «despertar y crecimiento», Joseph aprendió aquí «la
sinfonía de la vida» y «maduró para convertirse en un sarmiento en la vid
del Señor». De hecho, las raíces de la marcada eclesialidad de la teología de
Ratzinger parecen remontarse a su infancia: «Fue una aventura fascinante
penetrar poco a poco en el mundo misterioso de la liturgia que se
desarrollaba en el altar ante nosotros y para nosotros», afirma en sus
memorias. «Cobré conciencia cada vez más clara de que en ella yo me
encontraba con una realidad que nadie se había inventado, que no había
sido creada por una autoridad ni por un gran individuo. Este misterioso
tejido de texto y acciones había surgido de la fe de la Iglesia a lo largo de
los siglos. Llevaba en sí toda la carga de la historia y al mismo tiempo era
mucho más que un producto de la historia humana».
En Aschau, al alumno le fascinan «las misas Rorate en los nevados y
fríos días invernales, la “meditación del huerto de los Olivos” y la
celebración de la resurrección», con todas las imágenes y gestos, con la
música y la especial dramaturgia y sensorialidad de la liturgia católica, que
siempre libera un poco a los fieles de la pesantez terrestre. En el espacio de
experiencias e imágenes en el que la personalidad del fututo papa va
madurando, el deleite en la música y el descubrimiento de la poesía se
corresponden con los progresos en el desciframiento de la Escritura, así
como el leer con el pensar. Pues, por mucho que le cautive la liturgia como
fiesta, «con la música y con todo lo que en ella hay de ornamento e
imágenes», sigue siendo indispensable «explicitar qué acontece ahí en
realidad, qué significa, qué es lo que en ella se dice» [5].
La sensorialidad habría sido «uno de los hilos»; el otro fue «que a mí
desde el principio me interesó también racionalmente todo lo que se decía
en la religión». De este modo fue «llevado hacia delante paso a paso en su
propio pensamiento». El hecho de que en esta fase el alumno
intelectualmente precoz descubra otra faceta de su talento, a saber, «el
enseñar, el transmitir lo sabido y también el escribir», refuerza una línea
que comienza a intuir: pues «el deseo [de todo ello] podía conjugarse
perfectamente, gracias a Dios, con la idea de ser sacerdote».

Pero todavía faltaba algo. Leer y pensar simbolizan la comprensión


intelectual de cómo, por decirlo así, «funciona» la liturgia. La otra parte era
la apertura del alma que Cristo singularizó como punto central del misterio
de la fe, el código, como si dijéramos, que abre todas las puertas. Sin él no
cabe el trato con la realidad «intramundana». Y justo los niveles de contacto
y participación que son indispensables para el ministerio presbiteral los ve
alcanzados Ratzinger, retrospectivamente, cuando se hace monaguillo en
Aschau y el 15 de marzo de 1936 recibe la primera comunión en la iglesia
parroquial de la Asunción de Nuestra Señora. «Aquello era, interiormente,
necesario para mí», explicó más tarde. La expresión «interiormente» (o
«desde dentro», «desde lo hondo») es, junto a términos como «misterio»,
«aventura» o «vivencia», otra fórmula esencial para designar la
comprensión ratzingeriana de la búsqueda de Dios. «No participar de ello»
le habría hecho «sentirse excluido de lo más importante» [6].
El momento que se le queda grabado en el alma a Joseph es el encuentro
diario con la presencia de Cristo, posibilitado por una liturgia auténtica. Las
experiencias del servicio al altar que realiza todas las mañanas antes de ir a
la escuela son profundizadas luego en casa. En aquella época, jugar a los
curas y emular la celebración de la misa era un entretenimiento muy
popular en las familias católicas; entre los Ratzinger adquiría, sin embargo,
rasgos semiprofesionales. El pequeño altar (esto es, retablo y mesa) con
tabernáculo giratorio lo había aportado el tío Benno; albas, estolas y otros
paramentos los confeccionaban las queridas tías. En las tiendas de objetos
devocionales de Altötting habían encontrado vinajeras de zinc en miniatura
para el vino y el agua del ofertorio. Tenían incluso un pequeño incensario.
Maria, Georg y Joseph iban en procesión hasta el altar adornado con velas,
que habían montado en el marco de una puerta. Y puesto que no podía faltar
la homilía, los dos hermanos varones se turnaban para pronunciarla
(dejando constancia de ella, con cuidada caligrafía, en un cuaderno
específico para este propósito). Y cuando los dos mayores, Maria y Georg,
marcharon a sus internados respectivos, tomó el relevo Bärbel la de la
cervecería, que ayudaba al pequeño Joseph en la celebración. «Lo vivíamos
con gran recogimiento», recuerda Barbara Ametsbichler. Durante la
consagración, Joseph alzaba el cáliz con toda solemnidad; y en el momento
de distribuir la comunión a los fieles, la muchacha cuidaba con una patena
que ni una partícula de la hostia imaginaria cayera al suelo.
En una entrevista de televisión explicó Ratzinger sesenta años más tarde
qué significaron para él estas primeras acciones sacerdotales, todavía
lúdicas: «Desempeñar de repente uno mismo este papel, que por lo demás
solía observar con veneración desde lejos, infundía el sentimiento de una
gran elevación... y una misteriosa anticipación del futuro», es decir, una
participación por adelantado en una venidera tarea vital. De ello formaba
parte el hecho de que él, también luego de cardenal, al igual que en los días
de su infancia pronunciara una homilía incluso con un solo fiel en los
bancos de la iglesia, como pudo constatar el periodista televisivo Siegfried
Rappl, quien en la cripta de una iglesia en Nápoles se benefició en una
ocasión de esta costumbre. O el que tampoco más tarde se le ocurriera
jamás predicar sin haber preparado esmeradamente la homilía.
Ya como papa, Ratzinger abrió su corazón cuando el 6 de abril de 2006
en la plaza de San Pedro, delante de 50.000 jóvenes, se le preguntó por los
motivos de su vocación. Respondió como el nono del mondo, «el abuelo del
mundo», sobrenombre que desde hacía tiempo le daban los italianos. «Yo
crecí en un mundo muy diferente del actual», comenzó diciendo Benedicto,
para luego proseguir:
«Por una parte, existía aún la situación de “cristiandad”, en la que era normal ir a
la iglesia y aceptar la fe como la revelación de Dios y tratar de vivir según la
revelación; por otra, estaba el régimen nazi, que afirmaba con voz muy fuerte: “En
la nueva Alemania no habrá ya sacerdotes, no habrá ya vida consagrada, no
necesitamos ya a esta gente; buscaos otra profesión”. [...] En esa situación, la
vocación al sacerdocio creció casi naturalmente junto conmigo y sin grandes
acontecimientos de conversión. Además, en este camino me ayudaron dos cosas: ya
desde mi adolescencia, con la ayuda de mis padres y del párroco, descubrí la belleza
de la liturgia y siempre la he amado, porque sentía que en ella se nos presenta la
belleza divina y se abre ante nosotros el cielo. El segundo elemento fue el
descubrimiento de la belleza del conocer, el conocer a Dios, la Sagrada Escritura,
gracias a la cual es posible introducirse en la gran aventura del diálogo con Dios que
es la teología» [7].

El muchacho soñador y de tendencia romántica quería ver, sentir,


asombrarse, conmoverse. Al mismo tiempo, tenía sed de conocimientos.
Instintivamente podía comprender que, en contraposición a las fruslerías y
las promesas de barro de los nazis, no solo había belleza verdadera, sino
también verdad en la belleza. Y que la verdad, tal como se manifestaba en
la liturgia, no se cierra al examen, sino que abre la plenitud de sus dones
solo cuando es interrogada. El mundo interior era distinto del exterior. Pero
si entre ambos se establecía la relación correcta, resultaba perfectamente
posible sumergirse en este universo virtual, que no era menos real que la
realidad aparente, la cual, de todos modos, se iba tornando cada vez más
irreal y confusa.
Una de las formulaciones más bellas de Ratzinger es la expresión «patria
del corazón». Y probablemente en ningún otro lugar se plasma el impulso
fundamental de sus primeros años de forma tan palpable como en un pasaje
sobre su experiencia de la infancia en Aschau: «Tengo tantos recuerdos
bellos de este pueblo, en el que no solo aprendí a leer, escribir y calcular,
sino que también me habitué a la fe, de suerte que esta se convirtió para mí
en la patria del corazón». Por lo demás, dice Ratzinger echando la vista
atrás, en aquellas circunstancias resultaba en verdad necesario, además de
celebrar la fe en pías misas, fundamentarla racionalmente: «La gente sabía:
este es católico, va a misa o quiere incluso ser sacerdote. Así, uno se veía
envuelto en disputas, y había que aprender a armarse para ellas» [8].
Cuando cumplió 60 años el 6 de marzo de 1937, el gendarme Ratzinger
pudo celebrar, junto con la jubilación, el dejar de estar al servicio de un
régimen que detestaba profundamente. La mudanza a la casa propia de
Hufschlag, que todos anhelaban, era ya solo cuestión de días. Que la
decisión era un acierto pareció verse confirmado por la firma por el papa
Pío XI una semana más tarde de la primera y única encíclica escrita en
alemán, que se promulgó el 14 de marzo de 1937. Su título: Carta encíclica
Mit brennender Sorge [Con viva preocupación] sobre la situación de la
Iglesia católica en el Reich alemán.
Cinco días después de la carta pastoral sobre la Iglesia en Alemania, el
19 de marzo, se promulgó asimismo la encíclica Divini redemptoris sobre el
«comunismo ateo». El dictador soviético Josef Stalin había lanzado en 1935
una campaña contra las «bandas terroristas contrarrevolucionarias».
Campesinos, obreros, militantes del partido, funcionarios: nadie podía
sentirse a salvo de deportación o fusilamiento. Entre agosto de 1937 y
noviembre de 1938, aproximadamente un millón y medio de ciudadanos
soviéticos sufrieron persecución, de los cuales unos 700.000 perdieron la
vida. A partir de 1937 dejó de haber obispos católicos en Rusia.
Estimaciones recientes parten de que hasta 1941 alrededor de 350.000
cristianos ortodoxos fueron perseguidos a causa de su fe, entre ellos
140.000 clérigos. Solo en 1937, el año de la promulgación de las encíclicas
Divini redemptoris y Mit brennender Sorge, 150.000 creyentes fueron
detenidos, 80.000 de ellos asesinados. En la región central de la Unión
Soviética, en 1941 habían sido cerradas o destruidas el 95 % de las iglesias
existentes en la década de 1920 [9].
Hitler había prometido una y otra vez que protegería a la Iglesia, siempre
que esta se circunscribiera a lo espiritual y no persiguiera fines políticos. El
20 de julio de 1933 se firmó en el Vaticano un concordato que la Santa Sede
había negociado con el Reich alemán ya durante la República de Weimar,
pero que, a causa de los frecuentes cambios de gobierno, no llegó a sellarse.
Sea como fuere, con el Concordato el Estado alemán se comprometió a
velar por la seguridad de las instituciones católicas y a garantizar la
enseñanza de la religión en las escuelas confesionales católicas. El cardenal
Faulhaber alabó a Hitler cuatro días más tarde en una carta personal: «Ante
el mundo entero ha quedado demostrado ahora que el canciller Hitler puede
no solo pronunciar grandes discursos, como el que dedicó a la paz, sino
también realizar hechos de magnitud histórica, como la firma del
Concordato. [...] A Nosotros nos sale del alma: ¡Dios le conserve a nuestro
pueblo mucho tiempo su canciller!» [10].

El cardenal quería presumiblemente dar un golpe político. Su


congraciadora carta tenía un fin: «Permítame una petición: corone Ud. este
gran momento con una generosa amnistía para aquellos que, sin haber
cometido delito alguno, están en prisión preventiva solo a causa de sus
convicciones políticas y, junto con sus familias, padecen terriblemente». La
supuesta jugada de ajedrez del cardenal no surtió, naturalmente, efecto. Sin
embargo, que Hitler podía «no solo pronunciar grandes discursos» quedaría
demostrado perdurablemente. Según la ya citada investigación Priester
unter Hitlers Terror, durante el Tercer Reich fueron torturados y asesinados
8.021 clérigos diocesanos y religiosos católicos. En las diócesis bávaras,
casi la mitad del clero se vio afectado por persecución, multas económicas,
prisión, campos de concentración y ejecución. Solo en Dachau fueron
internados unos 2.720 clérigos [11]. 1.034 de ellos no sobrevivieron al
campo de concentración; 136 sacerdotes fueron gaseados en el Centro de
Eutanasia de Hartheim, cerca de Linz.
En su asamblea plenaria de enero de 1937, la Conferencia Episcopal
Alemana [desde 1933 los obispos bávaros se habían sumado de facto a los
del resto de Alemania] debatió sobre la actitud que debía mantener en el
futuro respecto al régimen nacionalsocialista, formándose dos bandos. Uno
que defendía mantener el trato cauteloso con los gobernantes, y otro que
abogaba por una resistencia sin ambages. Los paladines de esta última
posición eran sobre todo el obispo de Münster –el conde Von Galen– y el
obispo de Berlín –el conde Von Preysing–, que, como primos que eran, se
conocían bien y compartían línea política. Ese mismo mes, los cardenales
Adolf Bertram, Karl Joseph Schulte, Michael Faulhaber, Konrad von
Preysing y Clemens August von Galen, durante una estancia en Roma
encubierta en forma de visita ad limina, informaron a Pío XI y al cardenal
secretario de Estado, Eugenio Pacelli (el futuro papa Pío XII), sobre la
situación de la Iglesia en su patria (ad limina es una forma abreviada de
referirse a la visitatio ad limina Apostolorum, que significa literalmente
«visita a los umbrales [de las basílicas] de los apóstoles»). Pacelli encargó a
Faulhaber la redacción de un proyecto de encíclica. El resultado no fue
demasiado logrado. El propio Faulhaber calificó su borrador de
«incompleto y seguramente del todo inservible» [12]. Solo la reelaboración
de Pacelli, que endureció de modo considerable el texto, hizo de aquel
esbozo inicial el documento que pasaría a la historia como la más
contundente protesta por escrito contra los nazis. «Con gran preocupación»:
ese era el título elegido por Pío XI, pero Pacelli lo matizó al final: «Con
viva preocupación», Mit brennender Sorge.

La encíclica alemana fue una novedad y ha seguido siéndolo hasta la


fecha. Por primera vez se promulgó una encíclica cuyo original no había
sido escrito en latín, sino en la lengua del pueblo al que iba dirigida. Ya en
el simbolismo contenido en la fecha de promulgación, el Domingo de
Pasión (quinto de Cuaresma), 14 de marzo de 1937, podía leerse un
mensaje específico. Pronunciándose públicamente, el Vaticano dejó claro
que la política de paños calientes de los obispos alemanes había fracasado.
El cambio de rumbo llevado a cabo por los obispos tras el ascenso de Hitler
al poder había sido un inmenso error. Y la reelaboración de la encíclica por
Pacelli habría sido a buen seguro aún más profunda, si sus hermanos
alemanes en el episcopado no le hubieran instado a prescindir en la
encíclica de términos como «nacionalsocialismo» o «Führer».
Con la máxima discreción, el documento fue llevado a Alemania ya el 12
de marzo de 1937. Una vez allí, le correspondió al nuncio Cesare Orsenigo
hacer llegar el texto a los obispos, quienes eran a su vez los responsables de
difundirlo en sus respectivas diócesis. Imprentas escogidas imprimían por
las noches en talleres en penumbra folletos con el texto de la encíclica en
una tirada estimada de 300.000 ejemplares. Por ejemplo, la Imprenta
Höfling recibió de la curia arzobispal de Múnich el encargo de imprimir
más de 45.300 ejemplares. Para la difusión de la encíclica se utilizaron
además los boletines diocesanos. Así, por ejemplo, el Kirchlicher
Amstanzeiger de la diócesis de Tréveris estaba compuesto el 25 de marzo de
1937 exclusivamente por la carta papal.
Cuando el 21 de marzo de 1937 fueron leídas en unas 11.500 parroquias
alemanas las partes esenciales de la encíclica, en Aschau estaba sentada
también en los bancos de la iglesia la familia Ratzinger. «Con viva
preocupación y con asombro creciente», comenzó el sacerdote a leer en voz
alta la carta pastoral del papa, «venimos observando, hace ya largo tiempo,
la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente agudizada contra
los fieles, de uno y otro sexo, que le han permanecido devotos en el espíritu
y en las obras; y todo esto en aquella nación y en medio de aquel pueblo al
que san Bonifacio llevó un día el luminoso mensaje, la buena nueva de
Cristo y del reino de Dios» [13].

La primera parte del documento se dirige contra el uso que los


gobernantes nazis hacían de la expresión «fe en Dios». Quien con confusión
panteísta identifica a Dios con el universo, quien coloca al destino sombrío
en el lugar del Dios personal o quien eleva a norma suprema la raza, el
pueblo, el Estado (o alguna forma del mismo), los representantes del poder
estatal u otros valores fundamentales de la configuración de la comunidad
humana: ninguno de estos puede contarse entre los creyentes verdaderos. El
papa expresa su reconocimiento, por el contrario, a quienes cumplen su
deber cristiano frente a un neopaganismo belicoso.
El texto condena con claridad la doctrina nacionalsocialista de las razas:
«Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos
independientes de tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios
brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce
privilegios ni excepciones». Quien además pretenda desterrar de la Iglesia y
la escuela «la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo
Testamento» blasfema contra la palabra de Dios. La frase: «Lícito es lo que
aprovecha (o beneficia) al pueblo», debe rechazarse. No por resultar útil o
beneficioso es algo moralmente bueno; antes bien, el derecho positivo es
útil porque se corresponde con la ley moral. Quien, obviando la diferencia
entre Dios y la criatura, osa colocar a un mortal junto a Cristo o por encima
de él no es más que un «profeta de fantasías»: una clara alusión al culto al
Führer.
La Iglesia es patria y refugio para pueblos de todas las épocas y naciones,
se sigue diciendo. Pero no basta con pertenecer a la Iglesia; los fieles deben
ser también miembros vivos de ella. Únicamente un cristianismo que
reflexione sobre sí mismo, se desprenda de toda secularización y se
mantenga en el amor a Dios y en el amor activo al prójimo podrá ser
ejemplo para un mundo profundamente enfermo; y además deberá serlo «si
se quiere evitar que sobrevenga una enorme catástrofe o una decadencia
indescriptible». El dicho bíblico de Jesús: «Al que me niegue ante la gente,
yo también lo negaré ante el Padre del cielo», representa una advertencia
para quien crea que puede conjugar el abandono exterior de la Iglesia con el
mantenimiento interior de la fidelidad a esta.

En la cuarta parte de la encíclica condena el papa la idea de una Iglesia


nacional alemana: «Sabed que esto no es otra cosa que renegar de la única
Iglesia de Cristo». El camino histórico de otras Iglesias nacionales, «su
entumecimiento espiritual, su opresión y servidumbre por parte de los
poderes laicos, muestran la desoladora esterilidad, que denuncia con
irremediable certeza ser un sarmiento desgajado de la cepa vital de la
Iglesia». En especial a la generación joven, a la que tratan de captar las
Juventudes Hitlerianas, se dirige la advertencia: «Si alguno os quisiere
anunciar un Evangelio distinto del que recibisteis sobre el regazo de una
madre piadosa, de los labios de un padre creyente, por las instrucciones de
un educador fiel a Dios y a su Iglesia, ese tal sea anatema».

Para concluir, el pontífice asegura haber ponderado cada palabra de la


encíclica «en la balanza de la verdad y, al mismo tiempo, del amor. No
queríamos, con un silencio inoportuno, ser culpables de no haber aclarado
la situación, ni de haber endurecido con un rigor excesivo el corazón de
aquellos que, estando confiados a nuestra responsabilidad pastoral, no nos
son menos amados porque caminen ahora por las vías del error y porque se
hayan alejado de la Iglesia». Invoca a Dios como testigo de que no le
mueve otro deseo interior que el restablecimiento de una paz verdadera
entre la Iglesia y el Estado en Alemania. Pero si no es posible la paz, la
Iglesia defenderá sus derechos y libertades.
Los nazis reaccionaron de inmediato. El ministro del Interior Wilhelm
Frick declaró la impresión de la encíclica un acto hostil al Estado y al
pueblo y aseguró que la difusión del texto se clasificaría como alta traición.
A los obispos se les acusó de grave deslealtad a la patria. Como era habitual
en ellos, habían pactado con Estados enemigos en perjuicio de Alemania. A
la Santa Sede como aliado del Reich alemán (en virtud del Concordato) se
le dirigió una nota de protesta por haber consumado con la carta pastoral
una grave ruptura de confianza. Simultáneamente se prohibió a la prensa
informar sobre la encíclica y su lectura en público, siquiera mediante
alusiones.

Ya antes del Viernes Santo se produjeron los primeros registros


domiciliarios y detenciones. Una serie de monasterios, conventos y escuelas
confesionales fueron clausurados de inmediato; y doce imprentas que
habían participado en la difusión de la encíclica, expropiadas sin
compensación económica. Además, Reinhard Heydrich, director del
Servicio de Seguridad (SD es su sigla en alemán) y de la Policía Secreta del
Estado (Gestapo), prohibió durante tres meses la publicación de todos los
boletines diocesanos que habían reproducido la encíclica.

Esto no fue más que el principio. Se produjeron miles de registros


domiciliarios, cientos de detenciones, expropiaciones. En abril de 1937 tuvo
lugar, por orden expresa de Hitler, una nueva oleada de «procesos de
moralidad» contra sacerdotes, religiosos y religiosas. Goebbels escenificó
en persona una campaña contra la «peste sexual» de los sacerdotes, con los
que había que «acabar de raíz». A continuación, las escuelas católicas
privadas fueron disueltas o asumidas por el Estado. Sacerdotes, religiosos y
religiosas no podían ya dar clase de Religión en escuelas de enseñanza
primaria o formación profesional; casi todas las organizaciones y
asociaciones de jóvenes católicos fueron disueltas, prohibidas sus
publicaciones y confiscados sus bienes.
Los Ratzinger pasaron en Aschau todavía el Viernes Santo y el Domingo
de Pascua. Una semana más tarde, la familia tenía cargado ya el carro de
mudanzas. Acababa de ser construida muy cerca del pueblo, sobre la cima
del Winterberg, una torreta de iluminación antiaérea. Para avistar aviones
enemigos, supuestamente. Solo que por el cielo de Aschau no pasaban
aviones, mucho menos aviones enemigos. Sin embargo, cuando el foco de
la torreta «barría por la noche el cielo con su luz cegadora, nos parecía
como el relampagueo de un peligro para el que todavía no existía nombre».
La imagen que con ello se imponía se convirtió para el futuro teólogo en
una enfática metáfora: «Se intuía vagamente que aquí se estaba cociendo
algo que no podría ser sino muy inquietante. Pero nadie podía creer en la
irrupción de lo siniestro en un mundo que en apariencia seguía en paz»
[14].
7
La calma que precede a la tempestad

E l carro con los muebles se va abriendo camino. Los que se mudan lo


siguen en el coche de la señora Pichlmeier, la carnicera de Aschau.
Atraviesan bosque y prados, suben y bajan, llenos de expectativas. Y al
llegar, el pequeño Joseph es «el primero que ve el prado, lleno de
primaveras».
El nuevo hogar, con el extraño nombre de Hufschlag [que literalmente
significa «ruido de los cascos» o también «coz»], distaba cuarenta
kilómetros de Aschau. Pero por fin podía Joseph padre dar la espalda al
odiado régimen, habitar en su propia casa, vivir de nuevo en una verdadera
ciudad, si bien oculto en las afueras, alejado de los sucesos de esta terrible
época. En la memoria del futuro papa afloró también un sentimiento de
incolumidad y amparo mientras en una de nuestras conversaciones hablaba
de «la parte más larga, importante y bonita de mi juventud».
«Increíblemente hermoso» fue todo para él aquí, un «verdadero paraíso».

Benedicto XVI citó en una ocasión el dicho de Goethe: «Quien quiera


entender a un poeta debe visitar su hogar». Esta recomendación no vale solo
para poetas. El propio Ratzinger concede gran importancia a la impronta
dejada en él por los lugares donde creció. Se trata del lenguaje, el
temperamento y el estilo de vida de las personas, incluso de la peculiaridad
del paisaje, que no carece de influencia, sobre todo en una comarca que
«está muy marcada por Salzburgo». Pues «allí Mozart penetró, por así
decir, desde el principio en nuestra alma, y aún hoy me conmueve
profundamente, porque es tan iluminador y, al mismo tiempo, tan
profundo». Aquí, en su «patria chica», como él llamaba al nuevo refugio, la
familia había «encontrado» por fin, «tras mucho vagar, su verdadero
hogar».
Hufschlag, junto a la pequeña ciudad altobávara de Traunstein, consistía
en apenas una docena de casas, en su mayoría granjas. Pero también había
una pequeña tienda, una oficina de correos con teléfono público y una
estación de tren. Las vías seguían el trazado de una antigua calzada romana.
Y el «paraíso» del que habla Ratzinger en sus memorias es en verdad una
casa de doscientos años de antigüedad con menos de cien metros cuadrados
de superficie habitable, a la que nadie se habría mudado de no haberse visto
obligado por las circunstancias.
En el tejado hay goteras, las paredes tienen humedad. En lugar de cuarto
de baño moderno tan solo hay una letrina. El agua se saca del pozo del
jardín delantero, lo que en invierno no es nada placentero y en verano
muchas veces vano, pues la fuente tiende a secarse. La parte trasera del
edificio consiste en un establo en desuso y un granero ruinoso. Y lo que
quizá sea lo peor de todo: el nuevo propietario, el gendarme jubilado, no es
precisamente un manitas. Como hijo de granjero que es, sabe cortar el
césped y ordeñar vacas y en verano henifica, pero revocar grietas o reparar
ripias del tejado no es lo suyo. Al menos, aquí no hay vecinos nazis.
La casa en el número 11 de Hufschlag se hallaba justo al lado de un
robledal. En la parte de abajo a la derecha está la cocina-comedor, con un
horno de leña como fogón; y a su izquierda, la sala de estar, en la que
pronto habrá un piano comprado por un módico precio. Joseph y Georg
comparten una habitación en el primer piso. En ella hay una cómoda con
espejo, sobre la que descansan dos palanganas, y dos camas cubiertas por
colchas enormes. «Al abrir los ojos por la mañana, lo primero que veíamos
eran las montañas». La vista era «increíblemente bonita».

La madre sabe cómo crear comodidad con los medios más sencillos,
«una suerte de mundo idílico en el que nos sentíamos felices y en casa»,
refiere Georg. Junto a los viejos manzanos, perales, cerezos y ciruelos,
planta un huerto con hortalizas y hierbas aromáticas, pero también un jardín
con lo que más ama: flores. Flores en abundancia. La familia se
autoabastece. Una parte de lo que recoge se lo puede intercambiar Maria a
la tendera por otros alimentos. Los vecinos la aceptan enseguida, y ella se
encarga de cocinar en algunas casas cuando una vaca pare o cuando hay que
recolectar el cereal.
Maria es absolutamente apolítica. El periódico empieza a leerlo por el
final, por las esquelas. Entre sus lecturas se cuentan principalmente autores
católicos populares que escriben sobre temas históricos. Ben Hur, Quo
vadis, pero también la novela El hombre que el mundo no vio, de Hanns
Marschall. Esta última no trata de Jesús de Nazaret, sino de un artista que se
hacía invisible. Como regalo de cumpleaños para su marido, encargó una
enciclopedia manual, el Kleiner Herder, que los tres hijos llevaron
orgullosos a casa desde la oficina de correo. Cuando al caer la tarde va a
casa de los vecinos a por leche fresca, cuenta de vez en cuando un chiste
sobre Hitler; por lo demás, es conocida como maternal y como
profundamente religiosa, pero sin beaterías. «Era sencillamente una mujer
bondadosa», resume Xaver Zeiser, de la granja vecina; «es imposible ser
más humilde».

El pequeño Joseph se dedica a explorar el viejo granero, en el que uno


puede «vivir los sueños más espléndidos y jugar maravillosamente». Con su
hermano Georg se pelea de cuando en cuando, ya sea jugando a la pelota,
ya «por determinar quién tiene razón». Los descarados gatos de los vecinos,
el cuarto de tejer de los antiguos propietarios de la granja, las excursiones al
robledal: todo este «mundo inexplorado y en realidad nunca explorable del
todo» era inmensamente diverso. «No se notaba en absoluto» la falta de
comodidades; prevalecía «lo aventurero, libre y bello de una casa vieja con
su calidez interior».
De los hijos del gendarme jubilado pronto empezará a contarse que
pasean por el robledal leyendo un libro y emplean expresiones latinas al
tiempo que hacen gestos llenos de unción. En vacaciones, Georg lee en voz
alta, para disfrute de los dos, sus libros de aventuras. Los títulos rezan:
Sydia, el hijo fiel de la India y En las tiendas del Mahdi. Hace tiempo que
en la estantería están también los libritos de Reclam, a treinta y cinco
centavos el ejemplar, con los clásicos, Schiller, Goethe, Storm.
Ocasionalmente tocan música en familia: Georg al piano, el padre a la cítara
y Joseph al violín. O los tres juegan a las cartas, sobre todo a un juego
llamado Schafkopf [literalmente, bobo]. «No sabíamos jugar demasiado
bien», revive Georg, «éramos meros aficionados». Siempre ganaba su
hermano: «Él retenía mejor qué cartas habían salido ya y sabía cuáles
podían salir aún» [1].
Por fin puede Joseph padre ser granjero en una parcela de unos 3.500 m².
Con un carro de mano recoge madera en el robledal, y se hace con pollos,
un gallo e incluso un carnero, que se escapa en cuanto tiene ocasión, de
modo que los muchachos tienen que volver a capturarlo en el robledal.
Algún que otro domingo se permite un cuartillo de vino en un pueblo
vecino. Sobre todo lee el periódico, línea por línea. Y junto a su sitio en la
cocina-comedor pronto hay una radio Saba, para escuchar emisoras
internacionales y no tener que depender de las alemanas, cuya línea es
uniforme. Cuando, después de un fin de semana, acompaña a Georg al
internado, llevando su maleta en el carro de mano, importuna al rector
diciéndole que con Hitler todo «irá mal, a buen seguro», y que sería
necesario posicionarse contra el régimen nazi mucho más decididamente.

Desde la mudanza, Maria hija, que tiene 16 años, vive en el internado de


las monjas en Au del Eno, para terminar la enseñanza media. El centro
educativo se llama «Casa de la Divina Providencia». Maria aprende allí
estenografía, inglés y economía doméstica, pero también mecanografía, sin
sospechar siquiera que un día, por designio de la providencia, pondrá todas
estas capacidades a disposición de su hermano Joseph. Maria es tenida por
sumamente inteligente e introvertida, pero también por altruista. «No
atosigar, ese era su estilo», informa un familiar, aunque podía ser del todo
resoluta. «Siempre tenía que estar todo en su sitio», relata Georg; «en mi
habitación siempre ponía orden en el caos, con lo cual yo luego no
encontraba ya nada».

El alumno de internado Georg florece por completo en su dimensión


artística. En cuanto está en casa por vacaciones, se sienta al piano, aunque
ese cuarto, para ahorrar, no se calienta. Joseph ponía entonces pies en
polvorosa. «Cuando yo estaba allí», dice el hermano mayor, «él no se
atrevía a tocar», si bien «poseía un buen talento medio para la música» [2].

El 12 de abril de 1937, cuatro días antes de su décimo cumpleaños, la


vida de Joseph cobra una nueva seriedad. Es su primer día de clase en el
Instituto Humanista de Traunstein. El año escolar está dividido en
trimestres. El primero se extendía desde la Pascua hasta el verano; el
segundo iba desde septiembre hasta Navidades; y el tercero, desde Año
Nuevo hasta la Pascua. Puesto que sus padres, tras la mudanza, no querían
llevarlo a la escuela primaria únicamente para un año, es admitido en el
instituto ya al terminar el cuarto curso, no después de quinto, como es lo
habitual. Con ello, entre los 32 muchachos y tres muchachas que ingresan
en el centro con él, es no solo el de menor edad, sino también uno de los
más bajos. Solo su compañero de pupitre en la primera fila –junto con las
tres chicas, el único protestante en la clase– es más bajo que él.
El comienzo no es bueno. Al inicio de cada trimestre tiene lugar en el
patio del instituto una ceremonia de exaltación de la bandera, en la que
deben participar todos los alumnos. También Georg y los pupilos del
seminario diocesano –los «semicristianos» o «cerdos negros», como les
llaman denigratoriamente algunos de sus compañeros de clase– están en la
formación. El acto empieza con un «discurso nazi» del director loando «a
nuestro muy amado, ardientemente amado, íntimamente amado Führer»,
evoca Georg. Mientras un muchacho iza la bandera del Reich alemán y el
director extiende con rigidez el brazo derecho para hacer el «saludo
alemán» y lleva la batuta con la otra mano, sigue el himno alemán. Sea
como fuere, parece que al pequeño Joseph el episodio le afectó gravemente.
Enferma, y su padre lo lleva al Dr. Paul Keller, el médico del seminario
diocesano. El médico diagnostica al muchacho desnutrición. Luego, mira la
enjuta cara del gendarme con el bigote canoso, al que podría tomarse por el
abuelo del niño. Para un alumno de extracción tan humilde, opina con
frialdad, el instituto no es de todos modos el lugar adecuado. Mejor habría
sido que permaneciera en la escuela primaria.
De la casa paterna en Hufschlag hasta el instituto en el centro de la
ciudad hay media hora de camino, y ese rato compensa a Joseph por los
problemas iniciales. En el trayecto puede reflexionar, admirar, soñar. Ante
él, a lo largo de todo el camino y como telón de fondo, los Alpes del
Chiemgau, con las montañas locales, el Hochfelln y el Hochgern; a la
derecha, en la cima de una colina revestida de un verde intenso y
resplandeciente de amarillos dientes de león, se alza la iglesita de Ettendorf,
con su torre bulbiforme y toda la gracia de la magnificencia bávaro-barroca.
Los alrededores de esta ermita, de la que existen testimonios milenarios, se
convierten anualmente el lunes de Pascua –con motivo de la concentración
caballar en honor de san Jorge– en lugar de reunión de cientos de caballos,
encabezados por pesados caballos de sangre fría con sus crines salvajes y
sus inmensos cuartos traperos. Y cuando la mirada de Joseph se dirige hacia
el valle, se le presenta una vista panorámica de la pintoresca ciudad a orillas
del río Traun, con sus idílicas plazas y fuentes, graciosas torres de iglesia y
casas burguesas artísticamente pintadas, de cuyas chimeneas se elevan hacia
el cielo blanquiazul, aún en abril, banderas de humo transparente.

En la década de 1930, Traunstein tiene más de 10.000 habitantes. La


medieval ciudad comercial, administrativa y educativa se enriqueció gracias
a la sal, el «oro blanco», que era bombeada a través de una tubería (la
primera del mundo) desde Bad Reichenhall y se procesaba aquí. El camino
de Joseph hacia el instituto pasaba por el casco histórico de la ciudad. En el
centro se alza la iglesia barroca de San Osvaldo, rey y santo escocés del
siglo VII. El instituto, un imponente edificio construido en 1901, se
encontraba al final del parque municipal, en el que un obelisco recordaba a
las víctimas de las guerras napoleónicas (1799-1815), a consecuencia de las
cuales Europa fue reestructurada.
El pequeño Hufschlagler, gentilicio con el que se conocía a los niños de
su pobre y no precisamente prestigioso pueblo en las afueras de la ciudad,
no llama la atención entre los alborotadores de primer curso. De su hermano
toma el sobrenombre de «Hacki» (derivado de un flaco profesor de dibujo
apellidado Hicke), siendo Georg el Hacki mayor y Joseph el Hacki menor.
Al principio se burlan de él, pero pasa pronto. «Era muy delgado», refiere el
compañero de clase Ludwig Wihf, «siempre muy callado, un alumno muy
tranquilo». «Ratzinger no rehuía el trato con los demás», rememora Josef
Strehhuber, «pero tampoco lo buscaba» [3]. Las fotos de aquella época
muestran ojos despiertos, una mirada que expresa distancia, una sonrisa
pícara, dirigida más hacia dentro que hacia fuera. El cuerpo, como si fuera
de cristal, quebradizo. El rostro, suave y de finos rasgos. Pequeño y delgado
como es, en las fotos de grupo a menudo se encoge, porque en medio de
una multitud se siente constreñido como en un torno.
Joseph no es el típico primero de la clase, el superdotado que destaca en
todo. El hecho de que no sea un matón pendenciero o deportista, sino el
niño pequeño y flaco que hay en toda clase tampoco quiere decir en su caso
que busque reconocimiento por medios oportunistas. Se gana la simpatía
mediante su sencilla disposición a ayudar. Deja que otros se copien sin darle
importancia. Por otra parte, muestra rasgos que se antojan un tanto autistas
o que al menos le hacen aparecer como un solitario. De hecho, en
Hufschlag, debido a la falta de vecinos de su misma edad, tenía «poca
compañía», de modo que «realmente me construí mi propio mundo de
ensoñación poética», aclara el propio Joseph [4]. «Con los desconocidos era
reservado», añade Georg. Su hermano también era ya, por naturaleza,
«hasta cierto punto romántico, una persona sensible». Sin embargo, «estaba
abierto a estados de ánimo alegres, solo que no los manifestaba con
claridad. Se guardaba mucho para sí».

En cualquier caso, no era un mojigato. «En la clase se le respetaba por su


superioridad intelectual», indica un compañero de instituto, Wihr; «era
inteligente y agudo». Joseph confiesa que pasó por una fase de «proclividad
a la insolencia». Sus «respuestas insolentes» llegaban a enfadar a algunos
profesores. «Altivo», se dice luego en una anotación en su boletín de
calificaciones.

Joseph empieza a encontrar el rumbo. El ideal humanista integral del


siglo XIX alemán, cultivado en Traunstein por los profesores de mayor
edad, sigue orientándose a los pensadores griegos y las lenguas clásicas, a
lo verdadero, lo bello y lo bueno, no a la megalomanía y la absolutización
de lo ario. Latín y Griego son asignaturas que a Joseph verdaderamente le
«encantan», junto con el hebreo, que aún se ofrecía en sus primeros años en
el instituto, antes de que los nazis lo eliminaran del currículo. El latín,
«como base de toda la enseñanza, se estudiaba con el antiguo rigor y
minuciosidad», recuerda, «algo que luego he agradecido durante el resto de
mi vida» [5]. No sin orgullo, dice retrospectivamente: «Como teólogo,
nunca tuve dificultad alguna en estudiar las fuentes en latín y griego; y en
Roma durante el Concilio, sin haber asistido nunca a clases en latín,
enseguida me adapté al latín de teólogos que a la sazón allí se hablaba».
Durante un tiempo ve «en la filología antigua una senda prometedora» y
sueña con ser profesor de filología y literatura [6].

Joseph sigue creciendo, y el niño a quien el médico del seminario quería


enviar de vuelta a la escuela primaria, pronto da clases de apoyo a otros
alumnos. Por ejemplo, a su compañero de clase Anton Tradler, cuyas notas
comienzan a mejorar en adelante. «Los demás aceptábamos sencillamente
lo que nos decían», señala un testigo de la época, «pero él se interrogaba».
Joseph se cuenta entre los tres mejores alumnos del instituto. Incluso será
nombrado delegado de su clase. Justificación del profesor: «El más pequeño
debe ser el rey». Y habría sido el mejor de todos con diferencia si sus notas
en educación física y dibujo no le hubieran estropeado la media.
Orgullosa cuenta la madre a sus parientes cuán talentoso es su pequeño
Joseph. Pero eso no hace de él un niño mimado. Ni tampoco le supone una
presión especial: «Nuestro padre se había cuidado ya de que estudiáramos y
fuéramos formales. Pero no quería –ni dio nunca importancia a– que
fuéramos algo “grande”. Así y todo, se alegró cuando los dos decidimos ser
sacerdotes» [7]. A Joseph los éxitos no le llueven, sin embargo, del cielo.
«Yo era uno de esos que se entregan de manera especial a estas cosas»,
considera echando la vista atrás. «Mucho fluyó hacia él», indica su
hermano, «pero detrás de ello hay también un trabajo concienzudo por
doquier».
Ya con 11 años, Joseph se impone una estructura fija para su trabajo
diario. El camino de regreso a casa lo aprovecha «para repetir lo aprendido
en el instituto». Después de la comida de mediodía, descansa brevemente en
el canapé de la cocina-comedor y luego hace los deberes con meticulosidad.
«Es capaz de trabajar muy intensamente; todo muy exacto, siempre de
forma muy sistemática», revive Georg, «conforme al lema: “Primero la
obligación, luego la diversión”». En la puerta de su habitación en Hufschlag
hay un pequeño cartel con la inscripción: «Por favor, no me molestéis». «En
cualquier caso, estaba claro», reconoció el futuro papa en una de nuestras
conversaciones, «que organizo mi tiempo y que el tiempo de trabajo lo
aprovecho realmente para trabajar».
El Semper idem, «Siempre igual», con el que Cicerón describe la
ecuanimidad del filósofo griego Sócrates, es aplicable también a Ratzinger.
El transcurso regulado del día, la disciplina de trabajo, el esfuerzo por no
perder el compás y mantener un ritmo fijo, lo que lleva (con una frecuencia
baja, pero continua) a una enorme eficiencia: todos estos patrones se
encuentran tanto en el Ratzinger joven como en el Ratzinger mayor. Los
procesos realmente se ritualizan, y lo que se ha visto que funciona es
conservado. Hasta la costumbre infantil de escribir a lápiz. Ni siquiera
siendo ya papa escribió Ratzinger sus libros de otro modo: «Eso tiene la
ventaja de que puede borrarse. Si se escribe con tinta, lo escrito, escrito
está».
También le quedó de esa época el «gusto por enseñar». Enseñar y
escribir eran ya en la escuela primaria «actividades que me estimulaban».
Por muy introvertido que pueda parecer por naturaleza, el futuro catedrático
se mostraba extrovertido cuando se trataba de comunicar a otros lo que él
había reconocido como verdadero e importante. Es verdad que de joven
también disfrutaba escribiendo poemas, pero a lo que se sentía llamado
verdaderamente era, según su propia confesión, a «transmitir lo conocido».
Esta «vocación» se correspondía con su camino de fe, en virtud del cual ya
de niño fue penetrando paso a paso en «un mundo misterioso en el que uno
quiere adentrarse más y más». Y esto lo hacía emocionalmente, a través de
la vivencia anímico-espiritual, pero también racionalmente, entendiendo las
afirmaciones de la fe como un reto intelectual.

En el terreno religioso, el bautismo y la primera comunión formaban una


parte, el sacramento de la confirmación la otra parte de la iniciación para ser
miembro adulto y pleno de la Iglesia católica. A Joseph se lo administra el 9
de junio de 1937 en la parroquia municipal de San Osvaldo justo aquel
cardenal Faulhaber que tanto le había impresionado cuando no era más que
un párvulo. Dignamente extiende el príncipe de la Iglesia las manos sobre el
joven y ora para que sobre este desciendan el Espíritu Santo y sus dones.
Luego, coloca la mano derecha sobre la cabeza del confirmando y, con el
crisma (el óleo de la unción), le traza una cruz en la frente. «Recibe por esta
señal el don del Espíritu Santo». La imposición de manos del obispo es
signo de la protección divina y de la presencia de su Espíritu. El Espíritu
Santo, tal como afirma la doctrina católica, favorece el crecimiento en «vida
sobrenatural», con el fin de que el confirmado se acerque cada vez más al
reino de Dios, que existe con independencia del tiempo y el espacio y, sin
embargo, en el tiempo.
Mientras que sus hermanos mayores viven, a excepción de las
vacaciones, en el internado, Joseph disfruta del tiempo que pasa con el
padre jubilado. Hacen marchas de montaña por la Kampenwand, salen
juntos a montar en bici. Simultáneamente, el padre se convierte en un amo
de casa. Ya antes limpiaba los zapatos de toda la familia. «Ese era su
negociado», informa su hijo pequeño. Ahora se planta con delantal ante los
fogones para preparar dos platos típicos: Kaiserschmarrn [tortilla de huevo
desmenuzada con azúcar y pasas] y Apfelstrudel [hojaldre relleno de
manzana y canela]. Sea como fuere, el ambiente era siempre «agradable y
acogedor, como en los buenos viejos tiempos», recuerda Franz Niegel, un
amigo de juventud de Joseph, de sus visitas a Hufschlag.
Dos hijos estudiando enseñanza secundaria, las cuotas hipotecarias de la
casa, las continuas reparaciones, y todo eso con una magra pensión mensual
de 242 marcos del Reich: con tanto gasto, el presupuesto familiar de los
Ratzinger se halla entretanto por completo desbordado. También Joseph
debería ingresar en el seminario menor, pero falta el dinero necesario para
ello. El benjamín de la casa no se lo toma a mal: «Así, se me concedieron
dos años extra en casa, que me hicieron mucho bien». Sin embargo, la
madre debe ponerse a trabajar en verano como cocinera de temporada en la
pensión Glück im Winkl, en el balneario de Reit im Winkl, distante
cuarenta kilómetros, más tarde también en Kufstein.
El hecho de que el padre no pueda alimentar él solo a la familia
seguramente se proyectaría como una sombra sobre su gobierno de la casa.
Por otra parte, la permanente escasez de dinero al borde del mínimo
existencial creó una extraordinaria simbiosis entre los miembros de la
familia, así como una cultura de frugalidad y cuidado que los marcaría para
el resto de sus vidas. «Esta situación humilde, económicamente incluso
difícil», afirma Ratzinger, «propició una solidaridad interna que nos unió
con fuerza». Los hijos se «percataban también», por supuesto, de que los
padres «hacían enormes renuncias» por su bien y «trataban de estar a la
altura». Y precisamente gracias a ello, en un clima de gran sencillez «había
lugar también para mucha alegría y, cómo no, para el amor mutuo». En
último término, la situación tuvo la ventaja de que «éramos capaces de
alegrarnos por las cosas más pequeñas». Y justo eso es algo que «no se
puede vivir cuando se es rico».

Cuanto más crece la presión de la dictadura y la necesidad general, tanto


más se intensifica la vida piadosa en la familia. Los padres rezan juntos el
rosario de rodillas todos los días. No hace falta mencionar siquiera que se
observa el precepto de santificar las fiestas. Pero ahora el padre va a misa no
solo los domingos, sino a diario, y con frecuencia incluso varias veces al
día. En un antiguo libro de oraciones, su vademécum, que lleva siempre
consigo, guarda folletitos, estampas y recordatorios de difuntos, que, como
donante a varias órdenes misioneras, recibe en casa para leerlos en voz alta.
«Era sencillamente un hombre que vivía inmerso a fondo en la piedad de la
Iglesia», evoca Joseph. También la bendición de la mesa por la tarde-noche
se hizo ahora, añade Georg, «muy larga». Se rezaban muchos
padrenuestros. Y, además, oraciones a san Judas Tadeo (implorando la
providencia divina y una buena muerte) y a san Dimas (implorando
protección frente a ladrones y todo tipo de crímenes). «He de admitir», dice
Georg, «que para nosotros los niños todo ello resultaba un poco excesivo».
Utilizar los recursos juiciosamente; vivir en consonancia con lo que es
posible; y de lo que poco que se tiene sacar espíritu y alegría: eso era en el
fondo el ora et labora de la Regla de san Benito. De ahí se derivaba
también una determinada actitud, asociada con la dignidad y la decencia,
con el justo término medio –donde de nada hay privación ni de nada
exceso, donde nada es demasiado estrecho ni nada demasiado holgado–, así
como una seguridad de estilo que no brotaba de un origen aristocrático, sino
de la nobleza de una convicción de fe que se atenía a la revelación bíblica.
Ratzinger vivió también más tarde con la modestia de un monje, ajeno al
lujo y totalmente indiferente a un ambiente que va más allá de lo necesario
en lo relativo al confort. Siendo prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Lufthansa le ofreció en una ocasión una maleta nueva; la
vieja, ya muy ajada, era perjudicial para la imagen de la compañía. Rechazó
la compra de un nuevo escritorio para el apartamento papal. «Siempre
donaba buena parte de su sueldo», rememora Peter Kuhn, asistente de
investigación de Ratzinger en Tubinga. Si se enteraba de que un estudiante
o un sacerdote joven tenía dificultades económicas, su reacción era:
«Escríbame su número de cuenta en un papel». Después, esa persona
recibía, según Kuhn, «todos los meses una transferencia» [8].

Tras concluir la enseñanza media, Maria hace lo que se conocía como


«año en el campo» [una suerte de servicio civil establecido en 1934, que en
realidad duraba nueve meses] con el párroco Weber, cuya parroquia, en las
inmediaciones de Scheyern, incluía una explotación agraria. De este modo
elude la prestación laboral que en el régimen nacionalsocialista debían
prestar las muchachas al terminar sus estudios. A Georg se le permite en el
seminario participar antes de tiempo en las clases de Armonía, donde se
aprende el fundamento para entender cómo se combinan acordes y cómo se
estructura el espacio tonal, algo que en realidad estaba reservado para los
alumnos de los cursos superiores. Joseph es un muchacho alegre que
disfruta estudiando en silencio y que ha comenzado a traducir al alemán el
texto griego de los evangelios, con el fin de interiorizar así el tema a su
manera. Sin embargo, pronto un cambio radical lo expulsará del paraíso en
el que tan seguro se siente.
Otro suceso mostró igualmente que para Joseph una etapa de desarrollo
había llegado a su final. El mismo año en que la familia se mudó a
Hufschlag comenzó Hitler a ampliar su residencia de descanso cerca de
Berchtesgaden para transformarla en una «pequeña cancillería». El
Obersalzberg –paraje montañoso situado justo a cuarenta kilómetros en
línea recta de la casa de los Ratzinger– se convertiría, como segunda sede
del gobierno, en uno de los principales centros del poder nacionalsocialista.
Con ello, el nombre «Hufschlag» adquirió para Ratzinger padre una nueva
connotación. Creía poder oír ya casi el ruido de cascos [esta es una de las
acepciones de Hufschlag] de los jinetes del Apocalipsis, alineados en el
horizonte para, en un futuro, no muy lejano convertir una tierra fértil en una
estepa calcinada.
8
El seminario

C uando sobre los tejados colgaban pesadas nubes de color gris perla
que podían descargar en cualquier momento, el nuevo camino hacia el
instituto era una tortura. Durante dos años había «caminado día tras día de
casa a la escuela con gran alegría». Pero ahora marchaban en fila de dos
bajo supervisión, como en el Ejército.
Joseph se sentía como un pájaro arrojado del nido al que le cuesta
levantarse. Incorporado al instituto antes de tiempo, también en el internado
era el de menor edad. Y uno de los más bajos. Cuando por la mañana salían
del seminario camino del instituto, la tropa cerrada infundía un sentimiento
de seguridad y comunidad. Quizá incluso la conciencia de pertenecer a una
élite. Pero ¿qué perspectivas de futuro tiene una élite sobre la que pesa la
amenaza de una pronta aniquilación?
Los pupilos del seminario diocesano experimentan a diario en su camino
hacia el instituto qué implicaría llegar a ser sacerdotes. Las cerraduras y
puertas de entrada al internado eran inutilizadas una y otra vez con yeso.
Sobre el letrero con el nombre de la calle: «Kardinal-Faulhaber-Straße»
podían leerse otras inscripciones como: «Calle de los Hermanos Sarasas», o
también: «Cardenal Faulhaber [...] reo de alta traición». «Quien ríe el
último, ríe mejor», van gritando miembros de las Juventudes Hitlerianas
detrás de los «aprendices de párroco», burlándose de ellos por su aspecto
uniforme: el pantalón pirata, que apenas llega a los tobillos, y la chaqueta
oscura, que les da un aire un tanto humilde. ¿No recuerdan un poco
también, cuando marchan así por la calle, a los corderos que son llevados al
matadero?
Este régimen había logrado victoria tras victoria. Nadie parece
obstaculizarle el camino. A tan solo unos kilómetros de Traunstein estaba el
lugar por el que Hitler había comenzado en 1938 la invasión de Austria.
Casi hasta aquí había llegado el júbilo de las masas: «Un Reich, un pueblo,
un Führer». Ya a las siete de la mañana estaba totalmente abarrotada en la
ciudad casi fronteriza la plaza de Salzburgo en la que se alza el Teatro del
Festival. A partir de las ocho se informa por los altavoces de cuál es la
situación: «El Führer acaba de salir del Obersalzberg. [...] El Führer se
acerca a su patria. [...] El Führer llegará en pocos minutos». Una enorme
columna de vehículos precedía al austríaco. Los padres alzaban ya a los
niños para tendérselos al Führer. «Los avisos por la megafonía anunciaban a
un cada vez más cercano salvador procedente del Sacro Imperio de la
Nación Alemana», evoca Walter Brugger, que a la sazón tenía 10 años.
«Con su sencilla vestimenta y el brazo extendido, Hitler ejercía una
inmensa fascinación. Yo quería gritar “Heil”, pero no podía, de lo excitado
que estaba» [1].

El Berghof [la residencia de montaña] de Hitler en el Obersalzberg se


había convertido en los últimos meses en el centro de mando del dictador,
rodeado por una amplia «zona de seguridad del Führer» a la que estaba
prohibido todo acceso. En Bad Reichenhall se construyó un aeródromo
gubernamental y en Berchtesgaden una «sucursal de la cancillería del
Reich» [2]. En el Berghof no solo se firmó el «Acuerdo de Berchtesgaden»,
que supuso el fin del Estado austríaco. El 15 de septiembre de 1938 estuvo
allí como invitado el primer ministro británico Neville Chamberlain, para
negociar sobre la crisis de los Sudetes. Quince días más tarde, en el
Führerbau [Edificio del Führer] de la muniquesa Königsplatz, el estadista
británico firmó, al igual que los jefes de gobierno de Francia e Italia, el
«Acuerdo de Múnich», que preveía la incorporación a Alemania de los
Sudetes y tenía de hecho como objetivo la disolución de Checoslovaquia.
En Hufschlag, el jubilado Ratzinger se indignaba, como rememora su hijo,
por el hecho de que «los franceses, a los que tenía en alta consideración,
parecían aceptar como algo casi normal que Hitler violara las leyes una y
otra vez».
Fue el párroco de la comunidad, Stefan Blum, quien insistió en que
Joseph fuera al seminario diocesano. En épocas como esta, decía, es
indispensable ser introducido de manera sistemática en la vida espiritual.
Hasta entonces había resultado imposible dar el paso por razones
económicas. Pero ahora Maria hija trabajaba de oficinista en la ferretería
Kreiler y estaba dispuesta a entregar a la casa una gran parte de su salario.
Al no recibir respuesta del Departamento de Educación a su solicitud, había
renunciado a su sueño de ser maestra.

Ratzinger padre recibió seguramente como una señal el anuncio de la


muerte del papa Pío XI el 10 de febrero de 1939. «Era la primera vez en
nuestra vida», relata Georg, «que terminaba un pontificado y se iniciaba
otro nuevo». Su hermano añade: «Venerábamos y amábamos al papa y, al
mismo tiempo, lo veíamos inmensamente distante, situado a una altura
inalcanzable» [3]. Como sucesor de Pío XI es elegido el cardenal secretario
de Estado, Eugenio Pacelli, antiguo nuncio en Múnich [recordemos que en
aquella época Baviera tenía conferencia episcopal propia], quien ya en
1924, al igual que muchos, tenía al partido de Hitler por una caterva de
personajes maleados y definió al nacionalsocialismo como «la herejía
seguramente más peligrosa de nuestra época» [4].

La encíclica Mit brennender Sorge había sido iniciativa de su predecesor,


pero Pacelli había agudizado considerablemente el texto y el tono.
Inmediatamente después de la elección de Pacelli, Adolf Wagner, el
consejero de Educación y Cultura bávaro, ordenó cerrar la Facultad de
Teología de la universidad muniquesa. Dos años antes había dispuesto la
clausura del seminario de vocaciones tardías en Múnich y del seminario
menor de Scheyern. Ratzinger padre tomó una firme resolución. Dos días
después del comienzo del pontificado de Pío XII, solicitó en una carta al
rector Johann Evangelist Mair que también su hijo menor fuera admitido en
el seminario diocesano.
Conforme a lo reglamentado, adjuntó a su carta un certificado del
instituto en que se describía al muchacho como formal, diligente y fiable. Y
añadió además un certificado médico del Dr. Keller, en el que se atestaba
que el estado de nutrición y energía del chico había mejorado. Pese a su
peso –bajo pero no preocupante–, el estado de salud era bueno. Joseph no
pudo ahorrarse, sin embargo, la prueba de acceso. No fue ninguna sorpresa
que la pasara con brillantez. Religión, sobresaliente; lengua, sobresaliente;
redacción, sobresaliente; lectura, entre notable y sobresaliente; ortografía,
notable. En su carta, el padre solicitaba asimismo una reducción de la
pensión, que costaba cuarenta marcos al mes. Con una pensión de
jubilación de 242 marcos mensuales, no podía permitirse pagar más que
setecientos marcos al año por sus dos hijos.
El domingo 16 de abril de 1939, Joseph cumplió 12 años. Ese mismo día
empezó una nueva fase de su vida. La madre lloró cuando sus dos
muchachos se pusieron en camino. «Cuida bien de Joseph», le gritó al
mayor mientras se alejaban. Georg, que iba dos cursos por delante de su
hermano, le dio ánimos. Bueno, a él tampoco le gustaba el deporte, «porque
existe el riesgo de lesionarse y entonces uno no puede tocar ya el piano».
Pero allí hay, le dijo, todo tipo de instrumentos musicales, juegos y
simpáticos compañeros. «El internado no representó problema alguno para
mí», apunta Georg. «Mi hermano lo pasó peor que yo; es más sensible».
Más aún: para el alumno Joseph Ratzinger el ingreso en el seminario
supuso una auténtica conmoción. Retrospectivamente afirma con sobriedad:
«Yo soy de esa clase de personas que no están hechas para vivir en un
internado» [5].
Al final de la década de 1930, el colegio seminario diocesano de
Traunstein es una de las instituciones más modernas y progresistas de su
época y se cuenta entre los centros educativos más renombradas de Baviera.
Ya solo los terrenos exteriores –ideales para la práctica deportiva y el
disfrute del ocio–, los invernaderos, los bancales de verduras y las zonas
verdes, semejantes a un parque, impresionan. Además de las tres salas de
estudio, los tres dormitorios y el inmenso comedor –con la «colina del
general», donde se sienta, dominándolo todo, «Rex» Mair–, la casa dispone
de sala de música, teatro, biblioteca, capilla, aula de conferencias y
enfermería. Había incluso una bolera propia. Los lavabos de pies, las
duchas y las bañeras seguían los estándares más modernos. De las coladas,
la cocina y el cuidado de las tierras –¡y también del gallinero!– se
ocupaban, aparte de tres criados y seis sirvientas, más de veinte hermanas
de la Caridad de San Vicente de Paúl, procedentes de Bad Adelholzen.
Por lo que atañe a los dormitorios, el propio cardenal Faulhaber había
ordenado que sobre los blancos somieres de hierro se pusieran solo
colchones de crin de caballo, «como los que los estudiantes recibirán del
párroco cuando sean coadjutores». Además, para favorecer el
endurecimiento, en los lavabos de los dormitorios no debía haber más que
agua caliente. El día de la inauguración solemne, el cardenal, con su pluma
estilográfica, escribió en el libro de honor de la casa: «Hoy, 1 de septiembre
de 1929, un domingo veraniego, he invocado en la consagración el nombre
del Señor sobre el nuevo colegio seminario de Traunstein. Sobre esta casa
descansará una gran bendición, porque ha sido construido en tiempos
económicamente difíciles con donativos y con óbolos de viudas. Quiera
Dios que el seminario haga honor a su nombre, y sea un “jardín de plantas”,
una plantación de Dios».

Pero ya el transcurso del día, fijado hasta el último minuto, no podía por
menos de causar en un espíritu libre como Joseph la impresión de que no
había ido a parar a un «jardín de plantas», sino a una pesadilla viva. Se
despiertan y se lavan a las 5:20. Justo 25 minutos después comienza la
oración personal de la mañana, a la que sigue la santa misa en la capilla. A
las 6:30 hay un rato de estudio, dedicado a la repetición de las tareas del día
anterior; y a las 7:00 es el desayuno. A las 7:20 están formados los
alrededor de 170 pupilos, listos para ir caminando juntos al instituto. La
comida es de 12:05 a 12:45. Después de un breve tiempo libre, vienen las
clases de la tarde y luego una hora de juegos, deporte o tiempo libre. A las
16:30 se sirve café o leche con cacao; de 17:00 a 19:00 toca estudiar de
nuevo. De 19:00 a 19:30 es la cena, después de la cual disponen de nuevo
de 35 minutos de tiempo libre, hasta que a las 20:05 se reúnen para una
meditación de 15 minutos o la escucha de una lectura espiritual o una
conferencia. A las 20:20 se hace la oración nocturna. Y diez minutos
después, a partir de las 20:30, debe reinar silencio absoluto en los
dormitorios [6].

Los estatutos del seminario obligaban a los alumnos a respetarse


mutuamente. Estaban prohibidas las amistades especiales y había que evitar
la confianza excesiva con los alumnos de la ciudad. Las máximas eran:
respeto, obediencia, cortesía, puntualidad, amor al orden, sentido del deber,
veracidad. Dentro de la casa, era obligatorio informar de las conversaciones
«malas» e «indecentes». Las excursiones individuales tenían que ser
autorizadas. Por los pasillos del edificio, todos debían guardar silencio, en
especial cuando se dirigían a la capilla. Las infracciones del reglamento del
internado podían castigarse con la expulsión inmediata. Bajo la rúbrica:
«Deberes para con Dios», se exhortaba a los seminaristas a «esforzarse con
toda seriedad y todas las fuerzas por alcanzar una religiosidad profunda y
una piedad verdadera, así como la perfección de la vida cristiana» [7].

¡Qué cambio! Si hasta entonces Joseph había disfrutado de la libertad


totalmente despreocupada de Hufschlag, donde nadie le controlaba –«estaba
acostumbrado a ser mi única compañía»–, de repente se encuentra
apriscado: en una sala de estudio con otros cincuenta muchachos, vigilados
por un severo prefecto; en un dormitorio con cuarenta camas, en el que
durante toda la noche había que guardar silentium sacratum, silencio
sagrado. Ya solo tener que madrugar no podía entusiasmar mucho a un
notorio dormilón como él. «La desconocida limitación, que de repente me
obligaba a adaptarme a un esquema me resultó», confiesa Ratzinger,
«extraordinariamente difícil».
Despedirse de la casa paterna resultó duro, y el hecho de que su entrada
en el internado coincidiera con la fusión del instituto de enseñanza
secundaria académica (preparatoria para la universidad) y el de enseñanza
secundaria general (que encaminaba a la formación profesional) hizo la
situación aún más difícil para Joseph. De golpe cambió también la
composición del claustro de profesores. Los filólogos clásicos fueron
sustituidos por profesores más jóvenes, afines al régimen y pertenecientes a
la Unión Nacionalsocialista de Profesores (NSLB es su sigla en alemán).
Uno viene siempre a clase uniformado; otros, en cuanto entran en clase,
«alzaban bruscamente el brazo y caminaban así desde la puerta hasta casi el
estrado del profesor». El Dr. Josef Kopp lee en clase el periódico oficial del
partido, el Völkischer Beobachter. Pero hay también otro tipo de profesores.
El profesor de música, «un católico íntegro», les pide a los alumnos que en
el libro de canciones tachen las palabras Juda den Tod [A Judá la muerte] y
escriban en su lugar Wende die Not [Aleja la necesidad].
A causa de su estrecha relación con el seminario diocesano, hacía tiempo
que el instituto era un incordio para las autoridades nacionalsocialistas. En
el ministerio regional en Múnich se habían quejado algunas madres nazis de
que en Traunstein se seguía mostrando demasiada consideración a los
seminaristas en notable detrimento de los buenos «muchachos hitlerianos»
y de sus «padres fielmente nacionalsocialistas». El hecho de que «la
mayoría de los alumnos provengan del colegio seminario arzobispal
representa para el centro», afirmó en 1937 el jefe de distrito
nacionalsocialista Anton Endrös en un informe redactado para el ministerio
de Educación y Cultura, «un grave peligro cosmovisional. La educación en
este seminario es marcadamente hostil al Estado. Hay alumnos que odian
con fanatismo al Führer y al nacionalsocialismo» [8].

La primera víctima de la limpieza política en el instituto fue el director,


el Dr. Maximilian Leitschuh, quien no disimulaba su distancia respecto de
los nazis. Otros profesores mal vistos fueron jubilados o importunados con
toda intención, como le ocurrió, por ejemplo, al catedrático Dr. Peter
Parzinger, quien en clase interpretaba los versos del poeta y luchador por la
libertad alemán Ernst Moritz Arndt («¿Cuál es la patria del alemán?») en un
sentido distinto al de los nazis. El «traidor a la patria» había perdido así el
derecho a ser funcionario alemán, azuzaba el periódico Chiemgau-Bote;
«además, a buen seguro se encontrará un hombre de la SA que tenga bien
fijos los tacones de las botas».
Traunstein es un ejemplo elocuente de cómo funcionaba el terror nazi.
Hasta 1929 no logró el NSDAP ganar una concejalía en el ayuntamiento.
En las elecciones generales de 31 de julio de 1932 obtuvieron los nazis
solamente el 23,3 % de los votos. El 90 % de los habitantes de la ciudad
eran católicos, y por doquier había instituciones eclesiales. Las madres
irlandesas de Mary Ward, por ejemplo, tenían un liceo o centro de
enseñanza secundaria académica para chicas, una guardería y una escuela
primaria para niñas; las franciscanas, una casa cuna y un servicio ambulante
de atención sanitaria. Las hermanas de la Caridad dirigían los cuidados
asistenciales en el hospital municipal y la residencia municipal de mayores;
y las hermanas oblatas del Santísimo Redentor hacían otro tanto en el
balneario de la ciudad. Un total de veintitrés asociaciones estamentales
católicas –entre ellas, las hermandades del Corpus Christi y de Todos los
Santos, así como las congregaciones marianas de doncellas, por un lado, y
de estudiantes, por otro– contribuían a la vida de la sociedad municipal. Ya
solo la Asociación Católica de Padres contaba con 1.350 miembros. Tanto
más agresivamente reaccionaron los nazis tras el ascenso al poder. «Los
adversarios deben tener presente tan solo una cosa», amenazaba el
Chiemgau-Bote el 4 de febrero de 1933: «Son historia ya los tiempos en los
que impunemente se insultaba y difamaba al movimiento nacionalsocialista,
a su Führer y a su Gobierno, recelando de ellos» [9].
En marzo de 1933, 150 hombres de la SA ocuparon el ayuntamiento, la
sede de gobierno de distrito y la casa sindical. Primero fueron detenidos los
diputados del Partido Socialdemócrata y el Partido Comunista; el 24 de
junio también fueron enviados a «prisión preventiva» los representantes del
Partido Popular Bávaro. El alcalde Rupert Berger fue depuesto
inmediatamente después de la toma del poder e internado en el campo de
concentración de Dachau. Una noche, esbirros de la SA destrozaron la
tienda de alimentación propiedad de la familia.
Se levantó la veda del controvertido párroco de Traunstein, Joseph
Stelzle. El hecho de que en su parroquia las cinco misas dominicales
contaran con buena asistencia de fieles no podía dejar de ser castigado. El
prebendado de la parroquia fue detenido porque no hacía el saludo
hitleriano en el instituto; al capellán y a otro colaborador se les prohibió
enseñar y se les importunó con registros domiciliarios e interrogatorios de
la Gestapo. Más tarde hubo un atentado con bomba en el patio de la
parroquia. Sobre la homilía de Stelzle en la fiesta de la Epifanía de 1934
informó un espía:
«Dijo, entre otras cosas, que los tres Reyes Magos partieron de países con
población judía hacia el país de los judíos para adorar al recién nacido Rey de los
judíos, a nuestro Señor y Redentor, etc. Tras otras reflexiones, dijo: Cristo nació y
murió por todos, por los blancos, los amarillos y los negros. Pero en la actualidad,
afirmó, existen movimientos que no quieren admitir esto y tratan de falsear a Cristo
convirtiéndolo en ario. Este movimiento nacionalpopulista, explicó, predica el
llamado cristianismo positivo, un cristianismo especioso, un cristianismo
germánico, que busca hacer valer de nuevo al “hombre dominador”, el cual nunca
ha traído al pueblo más que desgracias. ¡Guardaos de estos falsos profetas!».

Justo a la mañana siguiente, Otto Mantler, comisario especial de la SA,


emitió orden de prisión provisional contra el clérigo, es decir, quince días
de arresto. Después de que un segundo atentado con bomba destruyera parte
del patio interior del edificio parroquial, se ordenó a Stelzle que abandonara
la ciudad sin dilación. El cardenal Faulhaber no solo exigió de inmediato la
revocación del destierro, sino que simultáneamente dispuso que hasta el
regreso del sacerdote no repicaran las campanas ni se tocara el órgano.
Dejaron de celebrarse misas solemnes. Cuando Stelzle, pese a la
prohibición, regresó una noche, fue recibido por cientos de fieles. Ellos
impidieron que su párroco fuera detenido de nuevo.
El objetivo declarado del régimen era desterrar por completo a la Iglesia
católica de la vida pública. En 1936 comenzaron los «procesos en defensa
de la moral» contra miembros de órdenes y congregaciones religiosas y
sacerdotes, con el fin de presentar a los clérigos y religiosos en general
como pervertidores de la juventud. Entre 1934 y 1939 se prohibieron las
organizaciones juveniles católicas. Entre los años 1935 y 1937 siguió la
exclusión del clero de la clase de Religión en los centros públicos; entre
1935 y 1941, el cierre de escuelas confesionales. «La vida católica fue
arrinconada hasta convertirla en la práctica en un cristianismo de sacristía»,
afirma el historiador Klaus-Rüdiger Mai; «solo podía desarrollarse ya en las
iglesias, el espacio público le estaba vedado» [10]. En 1937 fueron
despedidas en Baviera todas las maestras de primaria pertenecientes a
alguna orden o congregación religiosa. El siguiente golpe consistió en la
«aniquilación de las escuelas de órdenes y congregaciones», tal como lo
formulaba un documento del ministerio de Educación y Cultura, porque
resultaba inaceptable que «todavía hoy una gran parte de las futuras amas
de casa y madres reciban su formación y educación en conventos».
Pero de las experiencias del joven Joseph formó parte también el hecho
de que, pese a todas las intimidaciones, las solicitudes de bautismo,
comunión y del sacramento del matrimonio no disminuyeron en Traunstein,
ni se redujo el número de miembros de la Iglesia. La amenaza a la fe llevó
en el fondo a muchos católicos a una intensificación de su vida religiosa.
Las manifestaciones de mujeres y las campañas de recogida de firmas
obligaron a los nazis a revocar la orden de retirar los crucifijos de las aulas.
Cuando Mantler, el comisario especial de la SA, obtuvo de sus superiores
una prohibición de reunión y actividad que afectaba a todos los grupos
católicos, algunos de estos, como la Liga de Mujeres Católicas,
reaccionaron declarando sus encuentros como reuniones para tomar el té,
juntándose clandestinamente o refundándose con otro nombre.
Con la reestructuración del instituto de Joseph, Latín, Griego y Religión
fueron las asignaturas sacrificadas para dar horas extra a Alemán, Historia y
Geografía. Aun así, Joseph tuvo suerte. Su clase –«Helios», la llamaban los
alumnos– fue la última que disfrutó de una formación clásica. En el informe
anual se alude a ella como «Instituto Humanista en desmantelamiento».
«No había resistencia activa contra la dictadura», afirmó Ratzinger en 1997
en un saludo con motivo del 125.º aniversario de la escuela, «pero en el
humanismo cristiano latía una resistencia de las almas que nos protegió de
mayores intoxicaciones ideológicas».

A partir del ideal humanista de formación, con su conjugación de


filosofía griega y revelación cristiana, se desarrolló la conciencia
ratzingeriana de las raíces de Europa. Esta la expresó luego en
innumerables discursos, artículos y libros programáticos. El cristianismo es
el legado, pero también el alma y la conciencia del continente. Su pérdida
repercutiría decisivamente –he ahí su permanente advertencia como
catedrático de Teología y como prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe– en el orden de valores y la situación cultural de Europa.
Ya como papa, el 22 de septiembre de 2011, en un discurso sobre los
fundamentos del derecho pronunciado en el Bundestag alemán, lo formuló
de un modo que a buen seguro también les habría gustado a sus antiguos
profesores del instituto:
«La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del
encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el
pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad
de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y
reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha
fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento
histórico» [11].

Casi parecía que los nazis y la Iglesia no eran solo dos adversarios
cosmovisionales, sino dos religiones contrapuestas. Las concentraciones
nazis se desarrollaban cual liturgias, con «órganos de luz» que iluminaban
el cielo hacia lo alto. El ideólogo del partido, Alfred Rosenberg, se servía de
la «religión de la sangre» y del «Reich venidero». El Führer mismo
mezclaba ritos y signos de origen religioso en un mejunje de fantasías de
omnipotencia. Hablaba del «Omnipotente», conjuraba con ayuda de una
retórica de sangre y suelo la «resurrección del pueblo alemán» y concedía a
los «mártires» del movimiento una aureola de santidad: «La sangre por
ellos derramada se ha convertido en agua bautismal para el Tercer Reich».

Con no rara frecuencia concluían los discursos de Hitler con un amén.


Términos, símbolos, metáforas eran invertidos y pervertidos: la cruz en
esvástica (o cruz gamada), la salvación [Heil] en «¡Salve, victoria!» [Sieg
Heil], la elección en dominación sobre otros pueblos, la redención por
Cristo en redención respecto del pueblo judío. En una de sus toscas
conversaciones de sobremesa en su cuartel general, el Führer afirmó que
Cristo era para él un líder popular: «El Galileo tenía la intención de liberar
su tierra galilea de los judíos; con su enseñanza, criticó el capitalismo judío,
y esa fue la razón por la que lo mataron los judíos». En 1926, en la fiesta de
Navidad del NSDAP muniqués, comparó la situación del partido con la de
los cristianos primitivos. El Völkischer Beobachter apuntó en su número
inmediatamente posterior a ese festejo: «Él [Hitler] llevará a término la obra
que Cristo empezó, pero no pudo concluir» [12].
Hasta ahora, el director Mair había conseguido que ni uno solo de sus
pupilos tuviera que inscribirse en las Juventudes Hitlerianas. El seminario
protegía como una fortaleza. Pero toda fortaleza es también una prisión. Y
por lo que concierne a los compañeros: por agradable y valiosa que sea una
buena camaradería, siempre va unida también a un número grande de
camaradas, que le impiden a uno estar a solas. «En casa había disfrutado de
una gran libertad, había estudiado como quería, había construido mi propio
mundo infantil». Ahora todo es distinto.
El problema es que Joseph debe cambiar su tan amada libertad por un
«estar integrado» que hacía que «el estudio, que antes tan fácil me
resultaba, me pareciera ahora casi imposible». Cuando se queda sentado en
la sala de estudio leyendo un libro mientras los demás salen corriendo a
disfrutar de los juegos de mesa, eso no llama la atención. «Pero la mayor
carga para mí era que, siguiendo una idea progresista de educación, todos
los días estaban planificadas dos horas de deporte en el gran patio de juego
de la casa» [13]. El fútbol está prohibido para los alumnos de las clases
inferiores. Demasiado peligroso. Pero todo lo demás constituía una
«verdadera tortura» para el muchacho, que se ve «muy inferior en fuerza
física a casi todos los compañeros», que es incapaz de hacer salto de altura
y de lanzar la jabalina o el peso y que se queda de pie perdido a un lado
mientras se eligen los equipos para los juegos con balón. Con encantador
sarcasmo añade Ratzinger en una mirada retrospectiva: «Debo decir
expresamente que mis compañeros eran muy tolerantes, pero a la larga no
es agradable tener que vivir de la tolerancia de los demás y saber que uno
constituye una carga para el equipo al que es asignado» [14].
En verano, los seminaristas tenían que ayudar en la recolección de la
patata en los campos, pero en el tiempo de paseo podían ir también a la
piscina municipal. A los alumnos de las últimas clases les está permitido
incluso beber cerveza y, en la media hora libre, fumar. En invierno había
patinaje sobre hielo, paseos en trineo o un campamento de esquí en el
Winklmoosalm. El único que no participa en la excursión de esquí es
Joseph: se trata de deporte y, por tanto, de algo imposible para él.

Las calificaciones empeoraron, la sensible alma infantil empezó a


endurecerse. Hasta entonces había sido «un niño bastante divertido»,
reflexiona Ratzinger, «pero en cierto modo luego me volví algo más
reflexivo y ya no tan alegre» [15]. De lo que no cabe duda es de que él no
puede dar lo que aquí se exige. No lo consigue. Pero aún hay algo más.
Pues, a consecuencia de su hándicap en el deporte, el muchacho –tan seguro
de sí cuando se trata de pensar– se ve confrontado en último término con el
cuestionamiento de su autonomía. Por mucha habilidad que tenga para
abordar otras situaciones, en la cancha de deportes nada puede compensar
su debilidad. Este es el punto en el que algo escapa a su control. Pronto
hace este descubrimiento: «En cualquier caso, aquello se me imponía, por
así decir, como saludable humillación: el no ser capaz de rendimiento
alguno en este terreno» [16].
Saludable se reveló la situación también para su capacidad relacional. Le
exigió desarrollar competencias sociales y, por ende, un cierto grado de
flexibilidad, con el fin de terminar autoafirmándose de un modo adecuado,
incluso en situaciones difíciles. «Tuve que aprender a integrarme en el todo,
salir de mi soledad y construir –dando y recibiendo– comunidad con los
demás».
Los compañeros de seminario recuerdan a Hacki como un chico muy
callado y serio. «Ratzinger era reservado, sumamente tranquilo, modesto y,
sin embargo, en extremo inteligente. Llamaba la atención por ser diferente,
esquivo, pero también por sus afirmaciones exactas, concisas y, cuando
resultaba pertinente, jocosas», señala Peter Freiwang, un año mayor que
Ratzinger. «Siempre fue una persona muy especial y no toleraba ni la más
mínima». Freiwang tiene a Joseph por «un tipo marcadamente intelectual,
que estaba, por supuesto, predestinado a ser catedrático, estudioso». Así y
todo, «en modo alguno daba la impresión de que destacaría de manera
especial, ni siquiera en el terreno de lo religioso». «Sin embargo, siempre
era uno de los primeros en terminar las tareas de clase», revive su
condiscípulo Strehhuber. Franz Weiβ añade: «Escribía deprisa y luego
colocaba bien la hoja, cruzaba los brazos y repasaba lo escrito» [17].

Sus condiscípulos no tenían a Joseph por un cobarde, ni por un pelota


con los profesores. Si en la pizarra aparecía escrita una copla burlona en
griego, uno podía estar seguro de quién era el autor. Antes de ser papa,
Ratzinger confirmó que era cierto que había tenido «una época de rebeldía»,
un «deseo de llevar la contraria». Ahora bien, este deseo, como veremos, no
se limitó solo a una «época». Sea como fuere, según refieren sus
condiscípulos, el muchacho de 12 años no era un empollón ni tampoco una
de esas víctimas eternas de las que todo el mundo se burla, sino uno más,
siempre dispuesto a ayudar, quizá un poco suyo, pero tampoco cerrado;
alguien que sabe qué es y qué capacidades posee. «Se le aceptaba como era,
y todo el mundo lo estimaba», explica Freiwang, «era listo y buen chaval,
con lo que se ganaba, por supuesto, el respeto de los compañeros» [18].
En el seminario, y dadas las circunstancias de la época, muchas de las
conductas de Ratzinger cristalizaron en rasgos que lo caracterizarían
también como catedrático de Teología, obispo y papa. Entre ellos pueden
mencionarse, por ejemplo, la minuciosidad, la inagotable capacidad de
trabajo, pero también la escéptica distancia del mundo y una seguridad en sí
mismo que en apariencia no puede ser minada por las importunadoras
circunstancias externas. Realmente llamativa es su discreción. Se le conoce
como una persona que en ningún lugar busca destacar, para luego, por
decirlo así, desde la segunda fila, convencer de forma aún más
impresionante.
El psicograma del alumno es confirmado hasta los últimos detalles por
personas que más tarde acompañaron su camino. Por ejemplo, en lo que
atañe a su modestia y humildad o también a la renuncia a ser dominante.
«No ejerce poder, ni siquiera allí donde quizá debería hacerlo», piensa Peter
Kuhn, su ayudante en la universidad. «Nunca reprendía a nadie. Ni siquiera
sugería que debías hacer esto o lo otro». El padre Stephan Horn, asimismo
ayudante del futuro catedrático, confirma: «Se notaba que era un teólogo
genial. Pero él nunca hacía gala de su singularidad, Tampoco se las daba
nunca de “jefe”» [19].

Tampoco cambió su deseo de mantener las distancias; su trato era


cordial, pero al mismo tiempo hasta cierto punto distante. Según Kuhn, el
catedrático Ratzinger era «siempre una suerte de llanero solitario. Todo lo
hacía él solo. Quizá no había aprendido a actuar de otro modo. Pero ello se
correspondía asimismo con su carácter. Es cierto que no era secretista: más
bien poco comunicador. Habla poco». Con sobriedad reconoce Ratzinger
retrospectivamente que de niño le resultó de hecho difícil «acostumbrarse a
la mentalidad del grupo y al ritmo de vida del seminario». Pero la reserva
quizá se deba también al esfuerzo por «encontrar el propio punto de vista»
primero, para poder ofrecer luego un análisis lo más independiente, objetivo
y, por lo tanto, certero que sea posible. Así entendida, la distancia es el
supuesto indispensable para, conservando la propia integridad, no dejarse
tutelar ni, menos aún, amedrentar en ningún lugar.
La timidez de Ratzinger nunca ha tenido que ver con la petulancia ni con
la coquetería. Es, por un lado, expresión de una educación religiosa en la
que había que conservar el sentido de la pureza, proteger así al cuerpo como
al alma de la inmundicia y el atontamiento morales. Como templo de Dios
que es, el hombre, para llegar a su verdadera realización, no debe buscar lo
turbio, sino lo superior. Por otro lado, la timidez es parte de ese
temperamento que a uno se le otorga permanentemente ya en la cuna. Se
corresponde, entre otras cosas, con la vergüenza natural, así como con una
educación que acentúa la discreción como componente del respeto a la
personalidad del otro.

El talentoso y en extremo sensible muchacho absorbía conocimientos


como una esponja, con vistas a progresar en el mundo de la mente. Su
hermano, asegura Georg, no era realmente ambicioso en ello. Solo que tenía
«una idea exacta de qué había que hacer», y eso lo hacía «con entrega». Un
poema de sus compañeros de clase lo expresa de forma certera: «Persona de
contrastes y extremos, / ahora está el Hacki en el campo de juego: / no sirve
para jugar, / lo suyo es investigar». Como «Joseph el Omnisciente» es
encomiado en la sección de «Anécdotas y recuerdos divertidos de nuestra
época escolar», de la revista del curso preuniversitario de la clase «Helios»:
«Le preguntan algo a Joseph el Omnisciente. Él se levanta con lentitud y
responde: “Eso no puedo expresarlo en palabras”». Nota bene: «Esta vez
incluso él ha fracasado» [20].

La presión del régimen nazi aumenta sin cesar. En el verano de 1938,


Adolf Wagner, el consejero bávaro de Educación y Cultura, había dispuesto,
pensando en el seminario de Traunstein, que la rebaja de las tasas escolares
solo podía concederse a los muchachos que pertenecieran al «movimiento
juvenil estatal». La curia arzobispal reacciona pronto. Sigue rechazándose
de plano la pertenencia de cualquier seminarista a las Juventudes
Hitlerianas; a cambio, la aportación paterna a los costes de la pensión de los
muchachos se redujo exactamente en la cantidad que representaba la rebaja
de las tasas escolares.

La situación cambió cuando una ordenanza adicional a la «Ley de las


Juventudes Hitlerianas», con fecha de 25 de marzo de 1939, dispuso con
efecto inmediato que todos los muchachos de entre 10 y 14 años debían
ingresar en los «Jóvenes Alemanes», y todos los de edades comprendidas
entre 14 y 18 años en las «Juventudes Hitlerianas». Simultáneamente se
introdujo una distinción entre la rama obligatoria y la rama troncal de las
Juventudes Hitlerianas. Esta última estaba reservada a los jóvenes que se
habían inscrito antes de abril de 1938. El incumplimiento de esta norma
estaba castigado con penas económicas y de prisión para los tutores legales
de los muchachos. Con ello, el número de miembros de las Juventudes
Hitlerianas y de la Liga de Muchachas Alemanas se disparó de 7.000.000 a
8.700.000 jóvenes de ambos sexos. Eso no cambió nada en la resistencia del
seminario. Solo a partir de octubre de 1939 fueron apuntados todos los
seminaristas mayores de 14 años a las Juventudes Hitlerianas; pero los
menores de esta edad siguieron sin ser apuntados a los Jóvenes Alemanes.
Tres años más tarde, en diciembre de 1942, el director nazi del instituto de
Traunstein señaló resignado: «Es significativo que todavía hoy todos los
gastos educativos (alojamiento, tasas escolares, etc.) son cubiertos por el
arzobispado, prueba de que la eliminación de este centro educativo de las
sotanas negras es ilusoria» [21].

En la visión hitleriana de un Reich ario nacionalsocialista tenía un lugar


central la manipulación de la juventud. «Al joven alemán del futuro nos lo
imaginamos delgado y esbelto», gritaba Hitler a los jóvenes enardecidos en
concentraciones del partido, «ágiles como galgos, resistentes como el cuero,
duros como el acero de la familia Krupp». En Traunstein, las
escolarizaciones, los ejercicios paramilitares y las ceremonias cívicas
debían ser planeados de forma tal que perturbaran el ritmo establecido por
el seminario. A diferencia de quienes formaban parte de la rama troncal de
las Juventudes Hitlerianas, los miembros de la rama obligatoria no recibían
uniforme y eran tenidos, en consecuencia, por ejemplos vivos del «odiado
espíritu reaccionario». «En ceremonias y desfiles, los seminaristas
debíamos colocarnos al final de la sección destinada a la rama obligatoria
de las Juventudes Hitlerianas», relata Hans Altinger, seminarista a la sazón;
«oficiosamente se nos había hecho saber que no éramos dignos de llevar el
uniforme del Führer». «Cuando había alguna festividad, llamábamos
naturalmente la atención», rememora Peter Freiwang; «la gente nos
compadecía un poco y decía: “¡Oh, Dios mío, estos pobres diablos!”» [22].

Las marchas obligatorias en la época nazi eran largas y aburridas.


«Primero formábamos para marchar y luego íbamos marcando el paso hasta
la plaza de las concentraciones; una vez allí, manteníamos la formación,
bien en posición de firmes, bien en posición de descanso», recuerda
Altinger. «Seguía el rito: izamiento de banderas, himno nacional, discursos
de bienvenida y, para terminar, discursos festivos o propagandísticos. A los
fanáticos les encantaba; los seminaristas nos limitábamos a mirar» [23].
Cuando tenían que desfilar por la ciudad en fila de a tres cantando canciones
nazis, el jefe de las Juventudes Hitlerianas entonaba deliberadamente mal
para que «no cantáramos bien. Y entonces nos obligaban a tumbarnos en la
calle, levantarnos, tumbarnos, levantarnos, tumbarnos de nuevo» [24].
También el pequeño Joseph tuvo que inscribirse forzosamente en las
Juventudes Hitlerianas al cumplir los catorce. Sin embargo, se negó a
presentarse al «servicio».
La dirección del internado instruyó a los seminaristas para que no
respondieran a las provocaciones y no entraran en discusiones políticas.
También las conferencias episcopales alemanas [la de Fulda y la de Frisinga
(Baviera), que, aun siendo dos, tenían unidad de acción] optaron por una
estrategia de aguante e insistieron al mismo tiempo en la observancia del
Concordato. «Las correspondientes cartas pastorales, que el párroco leyó, se
me quedaron grabadas», refiere Ratzinger. El muchacho extrajo de ello sus
conclusiones: «Ya en aquel entonces me daba cuenta de que ellos [los
obispos], con la lucha por las instituciones, estaban ignorando en parte la
realidad. Pues la mera garantía institucional no sirve de nada cuando no hay
personas que la hagan valer por convicción interior». En ese caso, «la
insistencia en el cristianismo institucionalmente garantizado es vana».
Cuanto más crecía la presión exterior, tanto más intensificaba la
dirección del seminario la catequesis tras los muros del internado. Una
sólida formación académica y la instrucción religiosa eran los dos
elementos que debían preparar a los futuros sacerdotes para el desempeño
de su tarea en las condiciones de una sociedad atea y un régimen hostil a la
Iglesia. Para «Rex» Mair, quien en su época romana había sido director del
coro de la Iglesia Nacional Alemana Santa Maria dell’Anima, la educación
espiritual comenzaba por la iniciación a la música. El internado disponía
para los días festivos de un coro y una orquesta, que además ofrecían
conciertos en el teatro propio. La iniciación a la espiritualidad corría a cargo
de tres prefectos, auxiliados por un formador espiritual, que impartía
charlas sobre ascesis.
La formación era suficientemente rigurosa para asombrar incluso a un
maestro zen en un monasterio tibetano. Ya antes de la oración matutina, los
muchachos recibían el texto de las intenciones oracionales del día y breves
sugerencias para la «meditación interior». En la capilla les impartían
instrucciones para la celebración ascética del año litúrgico, la recepción del
santo sacramento o el cumplimiento de los deberes asociados al estado
sacerdotal. Se familiarizaban con las fiestas menores y mayores, así como
con sus ejercicios y mensajes respectivos, pero también con recursos como
el viernes del Sagrado Corazón de Jesús, los sábados sacerdotales o las
meditaciones nocturnas ante la santísima eucaristía, que se exponía en una
noble custodia sobre el altar de la capilla.

A esto se añadían las diversas formas de piedad mariana y las


celebraciones de Adviento, del belén, etc. Al comienzo del curso escolar,
todos los pupilos del seminario hacían ejercicios, los mayores durante
cuatro días, los más jóvenes durante solo dos. Dos veces al año se realizaba
una peregrinación al monasterio de Maria Eck. Desde el ascenso de Hitler
al poder se practicaba además el «rosario vivo», en el que a todo
seminarista se le encomendaba rezar a diario una decena de la corona,
además del rosario habitual y del vía crucis en Cuaresma. La costumbre
incluía la comunión diaria, la confesión semanal y un rato de recogimiento
o una charla espiritual para concluir el día [25].

«Si el hombre se atiene a su orden», oían leer los seminaristas de la


doctrina del padre del desierto Antonio, «no será confundido». Se trataba
del callar adecuado, el hablar adecuado, el escuchar adecuado. De la forma
de organizar el tiempo y abordar el trabajo, de evitar la desmesura, el
desenfreno, el ajetreo y el desasosiego encontrando la medida y el término
medio. Los seminaristas aprendían a tocar un instrumento musical. A
entonar una coral. A no pasarse nunca de la raya. La consecución de las
virtudes servía al autocontrol y al fortalecimiento del carácter. Antes de
abrir la boca, se sugería en las recomendaciones, uno debe tener claro qué
quiere decir. Nunca debe buscar llamar la atención por sus conocimientos;
antes bien, tiene que esforzarse por alcanzar serenidad y templanza y
reducir progresivamente el egocentrismo. Para acercarse con dignidad al
misterio, para percibir en último término a Dios, para ser tocados por él, es
preciso, entre otras cosas, adoptar la postura correcta, inclinándose,
permaneciendo de pie, sentándose, arrodillándose.

El mundo de los dirigentes nazis, con su delirio de la nación y la raza,


¿no era en verdad completamente irreal? Y a la inversa: el mundo de la fe,
en apariencia tan irreal, ¿no era en verdad el mundo auténticamente real,
porque se correspondía en sus leyes con un orden que estaba en
consonancia con aquel orden mayor que subyace a la totalidad de la
creación? Por mucho que quisieran los nazis subvertir todos los valores,
cambiar los signos e imponer de forma generalizada otra caligrafía
[sustituyendo el tipo de letra gótica por el conocido como «antiqua»], por
mucho que quisieran reclamar el futuro para sí, había algo de lo que los
seminaristas podían estar seguros: de toda batalla emergería al final Cristo
como el vencedor en permanente resurrección, aun cuando ese final fuera el
fin del mundo.
9
La guerra

L os berlineses disfrutaban este fin de semana de un espléndido tiempo


veraniego. Las orillas del Wannsee, un lago situado a las afueras de
Berlín, cerca de Potsdam, estaban llenas de bañistas y jóvenes enamorados,
cogidos de la mano bajo el sol. En la ciudad misma llamaba la atención el
creciente número de soldados con botas de estreno que paseaban ociosos
arriba y abajo por la señorial avenida Kurfürstendamm.

Pocos días más tarde, en las primeras horas del 1 de septiembre de 1939
comienza la invasión de Polonia, que Hitler llevaba preparando cinco
meses. A las 4:37, aviones Stuka alemanes arrojan bombas sobre Wielun,
capital de distrito en la parte occidental de Polonia, y arrasan su centro.
Ocho minutos más tarde, a las 4:45, el acorazado alemán Schleswig-
Holstein, amarrado en el puerto de Gdansk [Danzig en alemán], para una
«visita de cortesía», dispara al cuartel polaco enclavado junto a la
desembocadura del Vístula (en el Báltico).

Después de rearmarse, el Ejército alemán sumaba el día del ataque tres


millones de soldados, 400.000 caballos y 200.000 vehículos. Millón y
medio de soldados habían avanzado hasta la frontera polaca, muchos con
munición de fogueo, relata el historiador militar británico Antony Beevor,
«para simular que estaban de maniobras» [1]. Ya meses antes los medios de
comunicación nacionalsocialistas se habían encargado de caldear el
ambiente. Según estos medios, los cerca de 800.000 compatriotas que
vivían en Polonia eran oprimidos y controlados por el gobierno polaco;
existía la amenaza de crueles persecuciones. Aterrados, 70.000 alemanes
habían huido de hecho a territorio del Reich, a puerto aparentemente
seguro.

La invasión se justificó por un ataque fingido a un puesto aduanero


alemán y a la antena de radio cercana a la ciudad fronteriza de Gleiwitz. La
SS vistió con uniformes polacos a prisioneros del campo de concentración
de Sachsenhausen y los fusiló, para dejar los cadáveres como «prueba de la
agresión polaca». Una ingeniosa operación diseñada, como responsable, por
el general de la SS Reinhard Tristan Eugen Heydrich, natural de Halle, más
tarde director de la Oficina Principal de Seguridad del Reich [RSHA es su
sigla en alemán]. La contraseña con la que la tarde del 31 de agosto dio la
orden de que se lanzara el ataque rezó: «La abuela ha muerto».
A Heydrich se le encargará en 1941 la «solución final de la cuestión
judía», con lo que será el organizador principal del Holocausto. Justo en el
instante en que las bombas alemanas caen sobre Cracovia, un estudiante se
encuentra en la catedral de los reyes polacos, que preside en lo alto la
ciudad, para confesarse y recibir la comunión. «Debemos decir la misa, a
pesar de todo», grita un sacerdote, que pide al joven que haga de
monaguillo. Kyrie eleison. Christe eleison, «Señor, ten piedad. Cristo, ten
piedad», recita el novel estudiante de Ciencias Teatrales, quien se arrodilla
ante el altar de Cristo crucificado mientras las vidrieras de la catedral
amenazan con resquebrajarse por la presión de las explosiones. Su nombre:
Karol Józef Wojtyla.
Nadie podía imaginar que este estudiante tendría que cargar algún día en
nombre de la Iglesia entera con la cruz ante la que ahora se encuentra
arrodillado, ni que en ello lo ayudaría alguien perteneciente precisamente al
pueblo que está a punto de incendiar el mundo entero.
Ha estallado la guerra. Los Ratzinger se enteran de la noticia en casa
gracias a su radio Saba. También Georg y Joseph se encuentran en la sala de
estar junto al aparato. Hace tiempo que tienen preparada la maleta para
volver al internado. Son los últimos días de las vacaciones de verano. «A
las 5:45 han empezado a devolvernos los disparos», truena la voz del Führer
en su alocución radiofónica; «¡a partir de ahora, a cada bomba
responderemos con otra bomba!».

Hitler había seguido una estrategia inconstante. Al principio había


confiado en ganarse como aliado a Gran Bretaña, para comenzar la guerra
contra la Unión Soviética, su verdadero objetivo. Más tarde planeó lanzar
un ataque preventivo contra Francia. Puesto que para ello era preciso
asegurar el flanco oriental, ordenó a su ministro de Asuntos Exteriores
Joachim von Ribbentrop ofrecer a Polonia una alianza. Por su parte, el
mariscal Józef Pilsudski, el autócrata que gobernaba en el país eslavo, había
urgido tras el ascenso al poder de Hitler a las potencias occidentales a
lanzar un ataque preventivo contra el Reich alemán. En 1934, su ministro
de Asuntos Exteriores Józef Beck acordó finalmente con Berlín una
declaración sobre la renuncia al uso recíproco de la violencia. El tratado
tenía una validez de diez años. Cuatro años más tarde, cuando Alemania
invadió los Sudetes, tropas polacas ocuparon la provincia checoslovaca de
Ciezsyn (Teschen en alemán), que Polonia reclamaba para sí desde la
década de 1920, y desplazaron las fronteras del país hacia el Este, en
dirección a los Cárpatos.
Cabalmente en sentido contrario se dirigían los anhelos territoriales de la
Unión Soviética. Según los planes de Stalin, el imperio comunista debía
ampliarse hacia el Oeste. El dictador rojo tenía la vista puesta en la
Besarabia rumana, Finlandia, los Estados bálticos, la zona oriental de
Polonia y partes de Bielorrusia y Ucrania, que Rusia había tenido que ceder
a Polonia tras su derrota en la guerra polaco-soviética de 1921. El 18 de
abril de 1939, Stalin propuso a los gobiernos de Gran Bretaña y Francia una
alianza. Los británicos agradecieron la propuesta, pero la rechazaron.
Sospechaban que tras la maniobra se ocultaban intenciones «insidiosas». El
gobierno de Chamberlain temía al mismo tiempo provocar al Reich de
Hitler, un país en el que todavía veía un baluarte contra el bolchevismo.
De nuevo entraba en juego el Obersalzberg, situado a cuarenta
kilómetros en línea recta de la casa de los Ratzinger. En ningún otro lugar
fue planeado con tanto detalle el desencadenamiento de la Segunda Guerra
Mundial. La edificación previa había sido convertida en una fortaleza
imponente. Se estima que Hitler gobernó en total desde su refugio de
montaña casi un cuarto del tiempo que estuvo en el poder. El 23 de mayo de
1939 expuso aquí a los generales de las fuerzas armadas sus planes para el
desmantelamiento de Polonia. No se trataba solamente de «reintegrar al
Reich» la ciudad libre de Gdansk, explicó el Führer, sino de dominar la
parte meridional de Centroeuropa. Hitler no se tomaba en serio las garantías
dadas por Inglaterra a Polonia. «Ahora tengo 50 años», le dijo en la
primavera de 1939 al ministro de Asuntos Exteriores rumano; «prefiero
entablar ahora la guerra antes que cuando tenga cincuenta y cinco o
sesenta» [2].
Justo ocho días antes del comienzo de la guerra, el 23 de agosto de 1939,
los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética –Von
Ribbentrop y Mólotov– habían firmado en Moscú un pacto de no agresión
que pasaría a la historia con el nombre de sus dos protagonistas (también se
habla, sobre todo en Alemania, del Pacto Hitler-Stalin). En un protocolo
adicional secreto, las dos potencias se dividían amplias regiones de Europa
Oriental. Cuando llegó al Obersalzberg la noticia del asentimiento de Stalin,
Hitler –según relata su ministro de Armamento y Producción Bélica, Albert
Speer– se levantó de la mesa donde comían y, lleno de júbilo, gritó: «¡Lo
tengo! ¡Lo tengo!». El pacto brindó a Hitler la posibilidad de dirigir su
guerra primero contra Polonia y luego contra Francia y Gran Bretaña. Por
su parte, Stalin confiaba en el debilitamiento de Alemania a consecuencia
de sus campañas en el Oeste y vio llegada por fin la posibilidad de
incorporar a su imperio amplios territorios de Europa Oriental.

La mayoría de los gobiernos extranjeros reaccionaron con impotencia a


la invasión de Polonia por el Ejército alemán. En Inglaterra, el consejo de
ministros y el Foreign Office trabajaron durante todo el 1 de septiembre en
un ultimátum a Hitler para que retirara de inmediato sus tropas de Polonia.
Cuando la exigencia se puso por escrito, «no sonaba siquiera como un
verdadero ultimátum», señala Antony Beevor, «pues no se mencionaba
plazo alguno». El 17 de septiembre colapsó ya el Estado polaco. Ese mismo
día, el Ejército Rojo ocupó sin resistencia de ningún tipo diversas partes del
este de Polonia. El gobierno huyó a Rumanía. 700.000 soldados polacos
fueron hechos prisioneros por los alemanes, 200.000 por los soviéticos. Por
lo que respecta a Polonia, Hitler les dijo en su fortaleza de montaña a los
mandos del Ejército allí reunidos que había que «matar sin misericordia ni
compasión a todo varón, mujer y niño de origen y lengua polacos.
Únicamente así conquistaremos el espacio vital que necesitamos» [3].

De hecho, la SS no tardó en perseguir a nobles polacos, maestros de


primaria, profesores de secundaria y universidad, médicos, juristas,
ingenieros, sacerdotes. Decenas de miles de personas fueron asesinadas o
internadas en campos de concentración, entre ellas todo el claustro de
profesores de la Universidad de Cracovia. Los «infrahombres» polacos
tenían que ser «alemanizados» y utilizados como mano de obra. En los
recién creados «distritos del Reich» y en el «Gobierno General» que se
extendía entre Leópolis (Lemberg en alemán) y Varsovia, Cracovia y
Lublin, los polacos no podían entrar en restaurantes, cines ni teatros, ni
subir al primer vagón de los tranvías, ni ir de compras fuera de un horario
determinado. Tenían que ceder el paso en las aceras a quienes vistieran
uniforme alemán; las «expresiones hostiles a los alemanes» se castigarían
con pena de muerte.
A Ratzinger padre no le sorprendieron los acontecimientos. Con la
invasión de Polonia había ocurrido lo que él había anticipado ya seis años
antes. Esa fue la razón por la que compró la vieja casa en el escondido
Hufschlag. En septiembre de 1939 es llamado otra vez al servicio activo
como gendarme jubilado. Mediante rondas nocturnas tiene que asegurarse
de que se cumplen las normas de oscurecimiento del suburbio. Tan
meticuloso como era, siempre que veía una cortina negligentemente
cerrada, recuerdan los vecinos, daba unos golpecillos con los nudillos en la
ventana para que se corrigiera el descuido. Al cabo de unos meses, encontró
a un médico que certificó que se hallaba sobrepasado, con lo que consiguió
liberarse de este servicio bélico a Hitler.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial cambia la vida de Joseph de
forma notable. Aún está en el instituto. Y lo que más le preocupa es que los
nazis han hecho de la Gimnasia una asignatura obligatoria en el curso de
acceso a la universidad. «Eso representaba para mí una perspectiva fatal».
Pues no cabía descartar la posibilidad de no aprobar. Sin embargo, pronto
empezaron a pasar pesados vehículos militares por delante del seminario
diocesano, y la guerra logró lo que en tiempos de paz tanto se les había
resistido a los nazis: el internado diocesano, con su «tóxica doctrina
internacionalista» fue clausurado. El rector Mair se resistió hasta el final al
cierre. Él mismo permaneció en la casa como el capitán en un barco que se
hunde. Con él se quedaron dos religiosas y dos sirvientas, aislados todos en
un rincón del edificio por una gruesa pared levantada por los nazis.
En septiembre de 1939, los militares convirtieron las dependencias del
internado al principio en un hospital para heridos en combate. En adelante
resultarían ya imposibles tanto una vida seminarística regulada como la
enseñanza en condiciones. Toda la educación de Ratzinger en el instituto
duró apenas seis años, sin contar las clases de bachillerato que recibió una
vez movilizado. Sin embargo, no tardó en tocarle el premio gordo. Tras el
requisamiento del edificio, «Rex» Mair indicó a sus pupilos que de
momento permanecieran en sus casas. Luego logró que una parte de los
seminaristas fueran alojados en el balneario municipal. Por último, los
chicos fueron repartidos en tres instituciones distintas en los alrededores de
Traunstein. Joseph se contó entre los afortunados que fueron asignados al
convento de las madres irlandesas en Sparz, más arriba de Traunstein. Era
una suerte de eremitorio, rodeado por arroyos, árboles y prados. Pero para
uno de los nuevos huéspedes no era tan importante lo que allí encontró
como lo que no había. En tono punto menos que triunfal comenta
retrospectivamente: «No había cancha de deportes».

El traslado a la antigua escuela de muchachas de las madres irlandesas de


Mary Ward, cerrada tiempo atrás por los nazis, lo vive Joseph como un
consuelo celestial. A primera hora de la tarde se hacen caminatas y se juega
en los extensos bosques de los alrededores y junto al cercano torrente. Aquí
«me reconcilié con el seminario», confiesa Ratzinger, «y pasé un tiempo
muy hermoso». El hecho de que su hermano Georg forme parte también del
grupo allí enviado fortalece la sensación de bienestar. En esta nueva
situación aprende ahora «a integrarme en el todo, salir de mi soledad y
construir –dando y recibiendo– comunidad con los demás. [...] Siento
gratitud por esta experiencia. Fue importante para mi vida» [4].
Los «aprendices de párrocos» tenían una posición especial en el instituto.
El hecho de que fueran superiores a sus compañeros en el terreno
académico no los hacía precisamente más simpáticos a ojos de los
seguidores del Führer. Entre ellos cuajó, sin embargo, un espíritu de amistad
que uniría estrechamente a la comunidad para el resto de sus vidas.
También como papa se mantuvo Ratzinger en contacto con sus antiguos
compañeros, siguiendo de cerca sus destinos, interesándose por sus
familiares y amigos. A la inversa, los compañeros de Traunstein formaban
un círculo de personas que sentían un afecto incondicional por él y siempre
tenían buenas intenciones hacia su persona, sin el más mínimo
escepticismo: sencillamente porque lo conocían.
Cuán fuerte llegó a ser el afecto de Ratzinger por el seminario se echa de
ver ya en el hecho de que, incluso como cardenal de la curia, ningún año
dejaba de pasar algunos días en su antiguo colegio. Su última visita data de
enero de 2005, pocos meses antes de su elección como el 265.º sucesor de
Pedro. Acudió en compañía de su hermano, que entretanto había perdido la
vista. «Desayunaban en la habitación del prefecto», cuenta el rector de la
casa, «y el cardenal leía a su hermano el periódico en voz alta» [5].

El feliz episodio de Sparz duró, sin embargo, poco tiempo. El antiguo


convento no tardó en ser requisado también, y los seminaristas fueron
expulsados de allí. El rector Mair no logra encontrar ya un alojamiento
alternativo. Por eso, la «vida de internado» pronto vuelve a desarrollarse en
la cocina-comedor de casa. Por las mañanas va ahora junto con su hermano
al instituto, acompañados ambos, parte del camino, por Maria, la hermana
mayor, que entretanto trabaja como secretaria en el despacho del abogado
Pankratz Schnappinger y disfruta contando en casa las estrambóticas
disputas jurídicas en las que interviene el despacho.

Georg y Joseph son inseparables. «Desde el principio tuvimos una


relación muy estrecha», explicó el futuro papa, «sencillamente éramos uña
y carne». Durante su pontificado, Benedicto XVI hablaba por teléfono
varias veces a la semana con el antiguo director del coro de la catedral de
Ratisbona. Siendo ya papa emérito, contrató para el hermano ciego a un
ama de llaves, a la que quiso conocer personalmente en una entrevista en el
Vaticano.
Los dos muchachos Ratzinger tenían tan escaso interés por la guerra
como por las funestas ceremonias de exaltación de la bandera de las
Juventudes Hitlerianas y los ejercicios paramilitares. De todos modos,
Joseph nunca vistió el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Según refiere
su condiscípulo Peter Freiwang, el «Grupo II» de las Juventudes Hitlerianas
de Traunstein, formado casi exclusivamente por seminaristas, no tardó
mucho en disolverse «por insuficiente número de miembros». Junto con su
hermana Maria, los dos muchachos realizan varias excursiones en bici, de
una semana de duración cada una. En Salzburgo, Georg y Joseph se alojan
en una ocasión en el Hotel Tiger. El alojamiento con desayuno cuesta tres
marcos cincuenta. Suficientemente barato para que les merezca la pena
pagarlo con el fin de estar a la mañana siguiente lo más temprano posible en
la catedral de Salzburgo, famosa por la belleza de su acústica, y poder
conseguir buen sitio y disfrutar de la Misa en do menor de Mozart en toda
su sublimidad.

Ya desde su más tierna infancia, Salzburgo era para Georg y Joseph


sinónimo de alegría, de belleza y de una suerte de paz celestial. En 1941,
sesquicentenario del óbito del más importante hijo de la ciudad (que tuvo
lugar en 1791), se celebró con gran despliegue de medios el Año Mozart. Y
mientras que el público internacional dio la espalda a la ciudad, los
salzburgueses se alegraron del abaratamiento de las entradas para los
conciertos. Georg había tomado la iniciativa y sacado las entradas. Además
de música de Mozart, oyeron la Novena sinfonía de Beethoven, dirigida por
Hans Knappertsbusch. Una cosa emociona en especial a Georg: la noticia
de una actuación del coro infantil de la catedral de Ratisbona, los
Domsptatzen o Gorriones de la catedral, con un arreglo de la ópera
mozartiana en un solo acto El empresario teatral. «No pude dormir en toda
la noche». Su hermano está convencido: «Allí nació el amor por los
Gorriones de la catedral, de quienes ya antes habíamos escuchado algunas
piezas». Entusiasmado asiste Georg a conferencias con diapositivas,
escucha discos, absorbe toda la información disponible sobre el «misterioso
mundo interior de una escuela superior de música» como el Mozarteum de
Salzburgo. Sobre todo, «su modo de practicar al piano», señala Joseph, «se
hizo más decidido, más concentrado», pero también comenzó a «dedicarle
más tiempo», lo que para el hermano menor no necesariamente constituye
una buena noticia.
En casa, los dos hermanos se sientan junto a la radio los domingos a
mediodía. Georg lleva meticuloso registro de los conciertos que se
retransmiten desde Salzburgo, anotando orquesta, coro, solistas, directores y
obras ejecutadas (incluido su número exacto en el Catálogo Köchel). Le
gustan sobre todo la Misa de coronación y las tres misas breves en fa
mayor, re mayor y si mayor con instrumentos de cuerda. Más tarde afirmará
Georg sobre la música de Mozart: «Es mensajera de la felicidad asociada a
la bienaventuranza y refleja la realidad celestial. Y anuncia la unidad de la
creación con su creador» [6]. También Joseph se convierte en un entusiasta
mozartiano. Entre sus obras preferidas se cuentan el Concierto para
clarinete y el Quinteto con clarinete.
En la Alemania de 1939 no puede hablarse de un entusiasmo bélico
como el que se dio al estallar la Primera Guerra Mundial. Los
supervivientes de esta tenían aún muy presentes las terribles consecuencias
de la catástrofe. Pero pareció que el rápido éxito de la campaña de Polonia
le daba la razón a Hitler. Aunque Inglaterra y Francia respondieron a la
invasión declarando la guerra a Alemania, a nadie le importó: no hubo
ningún ataque. En lugar de ello, las tropas alemanas avanzaron por Europa
como si llevaran botas de siete leguas. Noruega, Dinamarca, Luxemburgo,
los Países Bajos, Bélgica: todos estos países fueron arrollados y ocupados
sin gran resistencia. La campaña contra Francia fue en verdad ridículamente
breve. Como de pasada también fueron ocupados los Balcanes, Grecia y
partes de África septentrional.

Hitler estaba en el cénit de su poder... y su prestigio. La victoria sobre


Francia confirió al régimen enorme renombre. Por fin había encontrado el
tratado de Versalles, con su humillación y saqueo de Alemania, la respuesta
justa, pensaba mucha gente. A ojos de sus seguidores, el Führer había
cumplido su palabra. Ratzinger padre estaba desesperado. Al comenzar la
guerra, había confiado en que los aliados opondrían una mayor resistencia.
Estaba convencido de que el poder de Francia e Inglaterra pararía
rápidamente los pies al «mayor general de todos los tiempos», como Hitler
se hacía celebrar, y pondría fin a la dominación nazi. En vez de ello, el éxito
parecía legitimar a los nazis. Joseph hijo sostiene que su padre tenía claro
«que una victoria de Hitler no sería una victoria de Alemania, sino una
victoria del Anticristo, que traería consigo tiempos apocalípticos para todos
los creyentes, y no solo para ellos» [7].
Este año, la clase de Joseph tiene 36 alumnos. Diez de ellos son hijos de
familias de agricultores y granjeros. Uno de los padres indica como
profesión «líder de sección», un rango paramilitar del Partido
Nacionalsocialista equivalente a cabo primero. Otros firman como juez de
la corte comarcal, zapatero, carpintero, médico, herrero, inspector jefe de
correos o médico de la marina. Hay dos chicas en la clase. De los chicos,
siete se llaman «Josef». Que la guerra se superpone crecientemente incluso
a la vida diaria en el instituto se echa de ver en el currículo. En el listado de
tareas de clase y deberes para el curso 1940-1941 hay temas como: «¿Qué
razones tiene el Führer para esperar del año 1941 “la consumación de la
mayor victoria de la historia alemana”?». O también: «¿Qué importancia
poseen las colonias para el Reich?». Otro tema es: «¿Por qué investigamos
sobre las razas?». Presumiblemente optó Joseph por los pocos trabajos no
comprometedores, como, por ejemplo: «Ideas sobre el Día de la Madre»; o:
«¿Por qué me gusta ir de excursión a la montaña?». Es posible que también
se decidiera por una redacción sobre: «El ser de los germanos en el espejo
de su fe en los dioses» [8].
Es un soleado domingo de comienzos del verano de 1941. La clase de
Joseph tiene previsto realizar una excursión en barco por el cercano lago de
Waging cuando corre como un reguero de pólvora la noticia de que el Reich
alemán, junto con sus aliados, ha iniciado el ataque contra la Unión
Soviética en un frente que se extiende desde el noruego cabo Norte hasta el
mar Negro. Menos de dos años antes, el 30 de noviembre de 1939, Stalin
había atacado Finlandia con 1.500 tanques y 3.000 aviones, anexionándose
una gran parte de su territorio. El considerable número de bajas de los
soviéticos, más de 200.000 soldados muertos, había incrementado
enormemente las ganas de atacar de Hitler. La noticia «de la nueva
ampliación de la guerra» flota sobre la pequeña excursión en barco «como
una pesadilla», evoca Ratzinger. «Pensamos en Napoleón; pensamos en la
inmensidad de Rusia, en la que el ataque alemán no podía sino perderse».
Todos están de acuerdo: «Esto no podía acabar bien». De hecho, la
«Operación Barbarroja», con la que el 22 de junio de 1941 se puso en
marcha la nueva Blitzkrieg [guerra relámpago] contra los soviéticos,
supondría un punto de inflexión en la guerra.
Coincidiendo con su enrolamiento forzoso en las Juventudes Hitlerianas,
Joseph había sido inscrito por la dirección del seminario en la Congregación
Mariana Masculina como miembro pleno. Su hermana Maria había
ingresado el 12 de enero de 1941, con 19 años, en la Orden Tercera de San
Francisco, una comunidad espiritual de laicos que persiguen el ideal del
santo de Asís extraconventualmente y se afanan por vivir la espiritualidad
de la orden en el ámbito secular. La toma de hábito tuvo lugar en el
convento de Maria Eck. Como nombre religioso recibió el de Clara,
compañera de Francisco y fundadora de la orden de las clarisas. Con la
«profesión» –o sea, los votos perpetuos–, que hace un año más tarde, Maria
promete solemnemente fidelidad de por vida a la orden, la realización de
oraciones diarias especiales y el servicio caritativo a la Iglesia y al mundo,
obligándose además a hacer de la eucaristía el centro de su vida.
En Hufschlag cultiva ahora Joseph hijo su inclinación por la literatura.
Lee más rápido que otros y devora las obras de los grandes autores en
lengua alemana poco a poco, a libro por semana: Eichendorff, Mörike,
Adalbert Stifter. Estudia con especial predilección a Goethe, pero también a
Theodor Storm, cuyo relato El jinete del caballo blanco le impresiona
profundamente. Kleist, en cambio, no le dice nada. Schiller no le gusta; a su
juicio, «es demasiado moralizante». Esta literatura se le antoja
«enrevesada», «querida de algún modo así y provista de un desenlace moral
muy determinado que se sabía ya de antemano» [9]. A eso se añadía que el
profesor de lengua y literatura alemana atormentaba de verdad a sus
alumnos con dramas de Schiller como Guillermo Tell, La doncella de
Orleans o María Estuardo, «hasta que uno realmente no podía escuchar ya
más».

En un mundo marcado por el horror, la literatura es un refugio. Los libros


se convierten en los verdaderos amigos de Ratzinger. Al muchacho le
fascina el «tiempo animoso» que descubre aquí, «lleno de esperanza en lo
grande que se revela sin cesar en el inmenso mundo del espíritu» [10]. En
ese sentido, las obras de Hermann Hesse constituyen por sí solas todo un
mundo. De ellas, una de las preferidas de Joseph es Peter Camenzind, un
drama sobre un melancólico hijo de granjeros suizos de baja extracción que,
desatendido por sus padres, encuentra en los elementos de la naturaleza a
sus educadores y fieles acompañantes. Pero su favorita es, sin duda, El lobo
estepario, la novela de Hesse que conjuga la plasmación del desgarro
anímico de la época con una crítica social radical. Más tarde se sumerge
también en El juego de los abalorios, que, como mostraremos, anticipa de
modo asombroso su propia etapa de estudiante.
«Por supuesto, empecé a escribir versos empeñosamente», reconoce
Ratzinger. No se han conservado los primeros textos, pero ese amor por la
poesía, por la formulación cuidada que le fascinó de joven puede percibirse
en toda su obra teológica. Pocos eruditos, por no decir ninguno, han
entendido mejor que él en el siglo pasado la íntima relación existente entre
poesía y religión. La fuerza literaria aun de textos sumamente científicos se
ha convertido realmente en el rasgo distintivo de Ratzinger. Aun cuando el
contenido no se entienda a la primera, queda la vivencia de un sonido y una
atmósfera capaces de transformar la conciencia.

Sin embargo, en los terribles años de la guerra y el terror queda tan poco
espacio para la realización de sueños artísticos como para el despliegue de
la pubertad. Joseph está en una edad en la que resulta difícil la relación con
uno mismo, con los padres, con todo el mundo exterior. Sin embargo, los
conflictos propios del desarrollo personal –por ejemplo, con la autoridad
paterna– no tienen lugar. Mientras que una generación posterior elevará
verdaderamente la rebelión antiautoritaria a forma cultural, a quienes eran
adolescentes en estos años se les recuerdan sin cesar sus obligaciones. Una
confrontación dura con los padres queda descartada ya solo por el hecho de
que, como perseguidos del régimen, la dependencia es mutua, para bien o
para mal.

En su planificación, el gobierno nacionalsocialista contó


despiadadamente con millones de víctimas. En el llamado Plan General
para el Este, los contables del terror estimaban treinta millones de muertos
en Europa Oriental como consecuencia necesaria de desplazamientos
forzosos, esclavización y asesinatos. «La guerra solo se podrá proseguir»,
afirmaron varios secretarios de Estado en una reunión con el director del
Departamento de Economía Militar y Armamento, el general Georg
Thomas, en mayo de 1941, «si en el tercer año de guerra todas las tropas
son alimentadas desde Rusia. Ello ocasionará sin duda que algunos millones
de personas mueran allí de hambre si nosotros sacamos del país lo que ellas
necesitan» [11]. De los tres millones de prisioneros de guerra soviéticos
custodiados por los alemanes, a comienzos de 1942 habían muerto, de
hambre, enfermedad o agotamiento, dos. Hasta finales de 1941, los grupos
de intervención de la SS y de la policía en los territorios soviéticos
ocupados fusilaron a más de medio millón de judíos; primero los varones en
edad militar, luego las mujeres, niños y ancianos, hasta que el genocidio
sistemático afectó también a los romaníes, polacos, ucranianos, bielorrusos,
lituanos, enfermos psíquicos.
En Traunstein, los seminaristas veían los vehículos de transporte «con
soldados heridos, alguno de ellos gravemente», que sin cesar llegaban a la
ciudad. Se habilitaron nuevos hospitales. A diario anunciaba el periódico
local nombres de jóvenes que habían caído en el frente. «Cada vez había
entre ellos más condiscípulos del instituto, a los que hasta poco antes
habíamos conocido como compañeros rebosantes de alegría de vivir y
optimismo», revive Joseph. Ratzinger padre se ve obligado a mendigar a
granjeros de los alrededores, a los que conoce de la iglesia, patatas, carne y
alimentos diversos para su familia. Nadie cuenta ya con un pronto final de
la guerra, antes al contrario.

Tanto más intensamente impulsan los nazis el adiestramiento de los


jóvenes para la guerra. El 8 de junio de 1942 recibe Georg el llamamiento
para incorporarse al campamento de instrucción militar de la SS en
Königsdorf, en las inmediaciones de Bad Tölz. Con ello concluye su
educación escolar. Más tarde, en el marco del paramilitar Servicio de
Trabajo del Reich (cuya sigla en alemán es RAD), es destinado a la ciudad,
hoy checa, de Jablonné v Podještedí (Deutsch Gabel en alemán), en el
distrito de los Sudetes. En diciembre recibe la orden de incorporarse a una
división de infantería que va a ser enviada a Francia antes de las Navidades.
Los siguientes destinos son una compañía de ametralladoras en Holanda y,
por último, Francia meridional, donde sirve como radiotelegrafista y
telefonista.
10
Resistencia

E n sus grises uniformes de pesado tejido de lana y con el águila del


Ejército del Aire sobre el pecho, los seminaristas parecían auténticos
soldados. Y eso eran en realidad: niños soldados. Debajo del águila saltaba
a la vista la esvástica. Las letras bordadas «LH» eran las iniciales de
Luftwaffenhelfer, o sea, «ayudante del Ejército del Aire». Para aquellos
alumnos de bachillerato significaban otra cosa: Letzte Hoffnung, «La última
esperanza».

Los ataques aéreos contra Alemania se inician en 1941. Al principio


afectan solo a las ciudades costeras y a la cuenca minera del Ruhr, una
región muy industrializada: en el verano de 1943 empieza a ser
bombardeada asimismo la Alemania meridional. El potente zumbido de los
aviones aliados se oye entre quince y veinte minutos antes de que sean
avistados. Con frecuencia, la Royal Air Force envía hacia Múnich
escuadrones de quinientos aparatos o más. Por el momento, los ataques
tienen lugar únicamente de noche. Cuando ello ocurre, potentes estallidos
de luz de diferente altura recortan la silueta de la ciudad bombardeada.
Aúllan las sirenas. Las explosiones y las enormes montañas de llamas
forman un fantasmal telón de fondo para el centro urbano alrededor de la
Frauenkirche (la catedral) y la Hofbräuhaus. A las afueras de la ciudad,
muchachos de 16 años con aparatos de medición y artillería antiaérea
intentan impedir el bombardeo, una empresa imposible.
Las defensas antiaéreas en el suburbio de Ludwigsfeld disponen de todos
modos de dieciocho cañones de 88 mm. Cada uno de los cañones está
operado por un artillero junto con un cargador, a los que ayudan tres
muchachos, que manejan los mecanismos de elevación, desplazamiento
lateral y disparo. Las granadas de un kilo de peso son traídas desde el
polvorín por cuatro prisioneros de guerra soviéticos, aunque ello
contravenga la Convención de Ginebra. En cuanto se oye gritar la
contraseña Edelweiß –flor de las nieves–, rige el estado de prealerta.
«Levantaos, vestíos, preparaos», vocifera un teniente. La contraseña
Alpenrose –rosa de los Alpes– significa: ¡Corred a los cañones!
Nerviosamente se giran manivelas y se aprietan o aflojan tornillos para
ajustar los cañones a los valores direccionales óptimos y armar los
detonadores de las granadas. Estas pueden acertar objetivos hasta a diez
kilómetros de distancia, siempre y cuando exploten en el momento
adecuado y a la altura adecuada, teniendo en cuenta la velocidad de vuelo
de los bombarderos Tommy que participan en la ofensiva. Los grandes
ataques nocturnos duran por regla general entre cuatro y seis horas. Cuando
suena la alarma antiaérea, el campamento es envuelto por una niebla
producida artificialmente, de suerte que los soldados que operan las baterías
apenas pueden ver más allá de sus narices. Con la orden: «¡Baterías, listas
para disparar!», estalla un ruido infernal a causa del fuego de barrera
vomitado por los dieciocho cañones de 88 mm, que disparan por todas sus
bocas. «Los nervios nos temblaban», recuerda Hans Uhl, «el bramido que
lentamente se acercaba, este rugido era terrible. Todos estábamos muertos
de miedo, pero nadie quería que se le notara» [1].
Ratzinger está asignado a la unidad de medición, encargada de la
determinación de los objetivos. Su escuadrilla de radiolocalización está
situada a unos quinientos metros de los artilleros. Dispone del sistema
armamentístico más moderno del Ejército alemán: el radiolocalizador
Freya, precursor del radar. Lo desarrolló Konrad Zuse, el inventor del
ordenador. La tarea de Joseph consiste en «localizar los aviones que se
aproximan y transmitir los datos obtenidos a los cañones». Cuando los
escuadrones de bombarderos, en su típica formación triangular, aparecen a
unos noventa kilómetros de distancia, el aparato de medición se dirige hacia
la punta de lanza del escuadrón y luego se sigue el movimiento de este. Los
datos así recabados se transmiten electrónicamente por cable a las baterías
antiaéreas [2]. Ratzinger proporciona datos a tres cañones, en los cuales los
ayudantes empiezan a girar a toda prisa manivelas para graduar
manualmente la posición de los cañones en altura y lateralidad. Es un
conflicto agudo. Pues cuanto más exactamente mide Joseph, tanto mayor es
asimismo el porcentaje de aciertos. Lo cual puede alargar la guerra. Y si no
mide bien, nada impedirá a los bombarderos reducir la ciudad a escombros
y cenizas.
Los ayudantes de las baterías antiaéreas están acostumbrados a que los
pilotos británicos las ignoren. Sus intentos de acertar a alguno de los
aviones son demasiado inofensivos. Hoy, sin embargo, los Tommys no se
limitan a sobrevolar su posición. Las bombas que, con infernales truenos y
estridentes explosiones, impactan junto al puesto de artillería causan
enormes cráteres y destruyen instalaciones. Uno de los muchachos no
sobrevive al ataque; otros muchos resultan gravemente heridos. Joseph
escapa ileso, con el susto en el cuerpo.
Las defensas aéreas alemanas contaban en diciembre de 1940 con
alrededor de 500.000 efectivos; las fuerzas aéreas propiamente dichas con
unos 520.000. Con el decreto de 26 de enero de 1943 sobre la colaboración
bélica de los jóvenes alemanes en el Ejército del Aire se dispuso la
movilización de alumnos de los institutos de enseñanza secundaria
académica y general al cumplir los 15 años como ayudantes en las baterías
antiaéreas. Esta medida afectó al principio a 60.000 jóvenes; terminarían
siendo 200.000, el grueso de ellos nacidos entre 1926 y 1928. El 2 de
agosto de 1943 les llega el turno a los seminaristas del Chiemgau-
Gymnasium de Traunstein que aún no habían sido llamados a filas. Por
primera vez sale Joseph de su región natal; por primera vez se ve
confrontado de cerca con el horror.
Ratzinger no le da demasiada importancia. En sus memorias narra los
apenas dos años que estuvo movilizado como un episodio más bien fugaz.
En un artículo autobiográfico anterior habla del «intermezzo de la guerra»
como si él no hubiera estado en realidad presente allí, ni física ni
psíquicamente. Y, sin embargo, que «el aire se llenara de humo y olor a
quemado» y el ser testigo de cómo Múnich «se convertía trozo a trozo en
ruinas» le dejaron huella. Aún años después, reconoce en un comentario de
paso, «se despertaba a veces en medio de la noche bañado en sudor». La
razón: «Creía estar de nuevo junto a las baterías antiaéreas».
El primer destino de los doce seminaristas de Traunstein es
Untermenzing, junto a Múnich. Pasan las noches sobre esterillas de paja en
un edificio en mal estado, con ratas como compañeras de habitación.
Después de un chequeo médico y un juramento de que cumplirán sus
deberes con la patria, son enviados a la gran batería antiaérea de
Ludwigsfeld, que también debe proteger la fábrica de las Bayerische
Motoren Werke (BMW), situada en las inmediaciones, importante desde el
punto de vista bélico. Los ayudantes de la defensa antiaérea se alojan en
cinco barracas, divididas en «cuartos», cada uno de los cuales alberga a
quince jóvenes. «El alejamiento no autorizado de la tropa» puede ser
castigado con la pena de muerte. Dos veces al año se les conceden catorce
días de permiso; el salario asciende a un marco por día. La formación
incluye lecciones sobre balística, ejercicios prácticos en la sala de disparos
preprogramados, determinación de la altura de los objetivos, orientación de
las hileras de proyectores en caso de alarma y reconocimiento de aviones
con uno, dos, tres o cuatro motores y plano de estabilización bien sencillo,
bien doble. Las tareas que se esperan de ellos incluyen asimismo guardias,
mantenimiento de las armas, cuidado de la munición y excavación de
trincheras. A su mando está el teniente Stolker, «un tipo desagradable»,
según evoca Ratzinger: «Me tenía ojeriza y me consideraba
intelectualmente infradotado».
A diferencia de los soldados regulares, los ayudantes de las baterías
antiaéreas, tras levantarse, se desplazan al Maximiliansgymnasium de la
ciudad para asistir a clases de Alemán, Matemática, Física y otras
asignaturas. Cuando no pueden desplazarse, son los profesores, mayores y
no aptos para el servicio militar, quienes vienen al campamento a darles
clase en una barraca. «Los de Traunstein éramos mejores que el resto en
latín y griego, pero notábamos que procedíamos de una ciudad de
provincias», refiere Joseph. No faltaban «roces». No solo porque los
seminaristas eran académicamente superiores a los alumnos del instituto
muniqués, sino porque se mostraban como una comunidad juramentada
compuesta única y exclusivamente por antinazis.
Joseph es una persona carente de todo talento militar. Cuando hacen
instrucción, marcha llevando el brazo izquierdo hacia el pie izquierdo, el
brazo derecho hacia el pie derecho, en vez de entrecruzarlos. «Ratzinger,
eres el terror de todos los suboficiales», le gritan los compañeros
sacudiendo la cabeza. Joseph se retira, se sumerge en sus libros. «Él ya
sabía que iba a ser sacerdote, y todo lo demás no le interesaba», dice el
ayudante de baterías antiaéreas Wilhelm Geiselbrecht, «se le aceptaba como
era y se le dejaba en paz». Quien sí se fija en él, sin embargo, es el filólogo
clásico Anton Fingerle, que da clase en el instituto de Múnich. Tras la
guerra, el pedagogo fue uno de los fundadores de la primera «Sociedad para
la Cooperación entre Judíos y Cristianos» y adquirió fama legendaria como
concejal de Educación. Fingerle estaba realmente «entusiasmado con los
conocimientos de su alumno Ratzinger», prosigue Geiselbrecht: «Él había
leído y estudiado mucho e iba, por supuesto, muy por delante de nosotros»
[3].

Por mucho que se retire a solas cuando los demás arman jaleo, el
muchacho del campo, que aún parece un chiquillo, no es un cobarde.
Cuando en una gélida noche de invierno el suboficial se entera de que
algunos de los ayudantes de baterías antiaéreas se han escaqueado de la
guardia junto a los cañones, entra en el cuarto gritando: «¿A quién le tocaba
guardia?». Silencio sepulcral. Los jóvenes son obligados a salir al frío de la
noche y realizar un intenso y prolongado pseudoejercicio, hasta quedar, casi
exhaustos, tendidos en el suelo. El suboficial mira al más enclenque, del que
supone que, tras tamaño esfuerzo, está más muerto que vivo. «¿Quién tiene
más aguante?», brama, «¿vosotros o yo?». Joseph permanece totalmente
impertérrito y responde en bávaro cerrado: «Nosotros». Sin decir palabra, el
tirano se da la vuelta y se marcha. «A partir de entonces», relata Peter
Freiwang, «nos dejó en paz».
El grupo de católicos activos consigue que en el campamento se les
permita recibir catequesis y acudir a las misas marianas del mes de mayo.
Algunos domingos logran incluso escaparse a misa a la catedral muniquesa.
En el cuarto de Ratzinger se instala un aparato de radio Philips para
escuchar las emisiones de la BBC. Para no ser descubiertos in fraganti,
colocan las taquillas detrás de la puerta; escuchar «emisoras enemigas» se
castiga como un acto de resistencia. «De repente éramos adultos y nos
atrevíamos a hacer cosas que hasta entonces nos parecían impensables»,
dice Josef Strehhuber. Los seminaristas no son traidores a la patria, pero se
encuentran en un terrible dilema. «Sabíamos que Hitler estaba en contra de
la Iglesia, que estaba en contra de nosotros», prosigue, «y queríamos que
Alemania perdiera la guerra» [4].

En Ludwigsfeld, una valla electrificada separa a los alumnos-soldados de


un campo de concentración secundario (dependiente de Dachau) rodeado de
torretas de vigilancia. Los muchachos ven cómo los internos son
conducidos a diario a trabajar por hombres de la SS armados hasta los
dientes atravesando una profunda fosa por un terraplén. «No debíamos ni
podíamos entablar contacto alguno con los trabajadores forzados», refiere
Strehhuber. «Sabíamos que Dachau era un campo de concentración para
adversarios de los nazis. Para nosotros eran presos políticos. Los veíamos
como una suerte de aliados» [5].
También Joseph sabía lo que era Dachau. «No la pongas tan fuerte, o
terminarás en Dachau», advertía su madre en casa cuando el gendarme
jubilado escuchaba en la radio las «emisoras enemigas». En un artículo
temprano, el futuro papa escribió sobre los trabajadores forzados que vivían
y trabajaban junto a aquellas barracas de la unidad antiaérea: «Aunque aquí
fueran tratados mejor que sus compañeros de sufrimiento en los campos de
concentración propiamente dichos, el terror del hitlerismo no podía pasarse
por alto». «Estos prisioneros llevaban en sus ropas un triángulo rojo, verde
o amarillo», explica en una de nuestras conversaciones, según hubiesen sido
encerrados por razones políticas, religiosas o penales. «Les arrojábamos pan
por encima de la valla. Todo aquello nos repugnaba. Pero no sabíamos nada
de los judíos; tampoco creo que hubiera judíos entre ellos».
Ratzinger y los otros ayudantes de baterías antiaéreas no pueden
imaginar que la fábrica de BMW en Allach es parte de un amplio sistema
de trabajo esclavo en los campos de concentración. Durante la guerra, la
región de Múnich se había convertido en uno de los lugares más
importantes de la industria armamentística alemana. Los internos de los
campos de concentración producían en Allach propulsores para misiles.
Uno de los prisioneros es el judío Max Mannheimer, natural del norte de
Moravia, quien más tarde se comprometió incansablemente para que el
recuerdo del terrible crimen siguiera vivo. Rechazaba categóricamente la
asignación de una culpa colectiva. Cuando le preguntaron sobre Ratzinger
en una entrevista, Mannheimer explicó que el joven fue obligado, al igual
que otros muchachos de 16 y 17 años, a dejar el banco de la escuela e ir a
filas. ¿Cómo va a ser responsable de ello? «También para él valía el
principio: “Obediencia a las órdenes”».
Los nazis habían intentado encubrir el terror y los asesinatos que tenían
lugar en los campos de concentración. Sobre el campo de concentración de
Theresienstadt se rodó incluso una película propagandística que, a través de
imágenes de personas alegres en un entorno agradable, pretendía mostrar
con cuánta consideración se trataba a las personas allí incomunicadas. Lo
que la SS no logró mantener en secreto, a pesar de la prohibición
informativa, fue la resistencia contra Hitler protagonizada por los miembros
de la Rosa Blanca. Las octavillas del movimiento antifascista clandestino
aparecieron entre finales de junio y mediados de julio de 1942. Fueron
enviadas anónimamente por correo postal a intelectuales en Múnich y sus
alrededores, para criticar la represión generalizada y el trato dado a los
judíos y hacer un llamamiento a la resistencia pasiva. También a los
seminaristas les llegaron en Traunstein noticias al respecto. «Habíamos
hablado sobre el grupo», cuenta Ratzinger, «y toda nuestra clase
simpatizaba con ellos. Todos decíamos en dialecto bávaro: “¡Cómo
molan!”» [6].

El núcleo de la Rosa Blanca lo formaban, junto a los hermanos Hans y


Sophie Scholl, los estudiantes Christoph Probst, Alexander Schmorell y
Willi Graf, así como Kurt Huber, catedrático de Filosofía. Este último,
nacido en Suiza como el tercero de los cuatro hijos de un matrimonio
alemán y criado en Stuttgart, había estudiado musicología, psicología y
filosofía y desde 1926 era profesor titular en Múnich encargado de
Psicología experimental y aplicada, más tarde también de psicología tonal y
musical, canción popular y metodología. Al principio simpatizó, al igual
que otros intelectuales, incluido Martin Heidegger, con diversas ideas del
nacionalsocialismo. Cuando se enteró de los crímenes del régimen, se
distanció de él. Con los miembros del grupo de resistencia comenzó a
reunirse, también en un plano personal, en el verano de 1942 y decidió
apoyarlos activamente.
A una red surgida en torno a la Rosa Blanca pertenecían pintores,
arquitectos, un director de cine y un librero, cuyo sótano servía como
escondite para las octavillas, así como el escritor Werner Bergengruen y el
pediatra Hubert Furtwängler. Los escritos de protesta eran distribuidos en
Berlín por el grupo de resistencia «Tío Emilio» y, a orillas del Elba, por
estudiantes que firmaban como «Rosa Blanca de Hamburgo».
En Múnich se produjeron tumultos el 13 de enero de 1943 tras el
discurso del jefe de distrito nacionalsocialista Paul Giesler con motivo del
470.º aniversario de la universidad. Giesler injurió a las estudiantes,
acusándolas de holgazanear. En lugar de ello, les dijo, deberían «regalarle al
Führer un hijo»; y se ofreció a enviarles a su ayudante para tal fin. El 8 y el
15 de febrero, Hans Scholl, Graf y Schmorell realizaron inscripciones
murales con pintura alquitranada negra y pintura al óleo verde en setenta
lugares de la ciudad. Tales inscripciones rezaban: «¡Hitler, genocida!»,
«¡Abajo Hitler!» y, al lado de una esvástica tachada, «¡Libertad!». Ese
mismo mes, la Rosa Blanca difundió un «Llamamiento a todos los
alemanes». Entre seis y nueve mil octavillas con esa incitación a actuar se
repartieron en numerosas ciudades del sur de Alemania y de Austria del 27
al 29 de enero de 1943. «Hitler no puede ganar la guerra, tan solo
prolongarla», se decía en el llamamiento; los alemanes deberían romper
«para siempre» con la «infrahumanidad del nacionalsocialismo» y con el
militarismo prusiano.
En la noche del 15 al 16 de febrero, Hans, Sophie y algunos compañeros
habían repartido casi 1.200 octavillas en la «capital del Movimiento»
[forma propagandística con la que los nazis se referían a Múnich], sin ser
descubiertos. Era la octavilla número 6, redactada bajo la impresión de la
derrota a finales de enero en la batalla de Stalingrado, en la que habían
perdido la vida 230.000 soldados alemanes y un millón de soldados rusos.
«¡Compañeras y compañeros de estudios! [...] ¿Queremos sacrificar el resto de
nuestra juventud a los más bajos instintos de poder de una camarilla partidista?
¡Nunca! Ha llegado el día del ajuste de cuentas, del ajuste de cuentas de la juventud
alemana con la más aborrecible tiranía que nuestro pueblo ha padecido jamás. [...]
Hemos crecido en un Estado en el que se amordaza implacablemente toda libertad
de expresión; las Juventudes Hitlerianas, la SA y la SS han tratado de uniformarnos,
revolucionarnos, narcotizarnos en nuestros más fecundos años de formación. Una
selección de líderes que no cabe imaginar más diabólica y estrecha de miras a la vez
entrena a los futuros dirigentes del partido en castillos de órdenes militares para
convertirlos en explotadores y asesinos impíos, desvergonzados y sin escrúpulos,
séquito ciego y estulto del Führer. [...] Para nosotros no existe más que un eslogan:
¡Guerra contra el partido! [...] ¡Fuera de las aulas de los suboficiales y oficiales de la
SS y de los pelotas del partido! [...] Quede deshonrado para siempre el nombre de
Alemania si la juventud alemana no se alza por fin, se venga y a la vez expía su
culpa, destroza a sus torturadores y erige una nueva Europa intelectual» [7].

No había nadie a la vista cuando el 18 de febrero de 1943, a las 10:45,


Hans y Sophie colocaron en diversos lugares de los pasillos de la
Universidad de Múnich sus octavillas. Los hermanos habían llegado ya a la
salida trasera que da a la Amalienstraße cuando decidieron regresar.
Lanzándolas hacia arriba, Sophie arroja sus últimas octavillas desde el
segundo piso al patio de luces. Como aviones de papel aterrizan algunas de
ellas sobre la cabeza de la Medusa y el horóscopo que la rodea, mosaicos
que adornan el suelo del vestíbulo. Quizá fue este minuto el que decidió su
destino. Es el bedel Jakob Schmid, celoso cumplidor del deber, quien
descubre a los dos hermanos y los retiene hasta que los hombres de la
Gestapo llegan a toda prisa al edificio.
Con el paso del tiempo, y bajo la presión del transformado espíritu de la
época, no solo se fue difuminando la conciencia de la motivación religiosa
de la Rosa Blanca; de repente, su resistencia empezó a interpretarse en la
opinión pública ante todo como políticamente inspirada. Justo tras la
guerra, en cambio, los acontecimientos estaban aún demasiado recientes
para no verlos como lo que en realidad eran. Así, por ejemplo, Romano
Guardini, en el discurso que pronunció en la primera conmemoración
pública de los luchadores por la libertad el 4 de noviembre de 1945, habló
de un sacrificio que «el creyente realiza llevando a la práctica las
convicciones de Cristo». Los miembros de la Rosa Blanca se afanaron,
según él, «por superar la ilimitada confusión de conceptos, la terrible
desfiguración y contaminación de los valores intelectuales extendida por
doquier, así como por poner de relieve las esencias en su nuda verdad y
establecer los órdenes de la existencia como realmente son». Se trataba de
un orden «no fundado en el mundo y la vida. Su origen se halla en el
corazón de Dios» [8].
La Iglesia católica incluyó en el «martirologio alemán» al cristiano
ortodoxo Alexander Schmorell, a los católicos Christoph Probst, Kurt
Huber y Willi Graf y a los protestantes Hans y Sophie Scholl. Mediante «el
testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre», los
mártires del siglo XX han devenido, afirma el papa Juan Pablo II en su carta
apostólica Tertio millennio adveniente, «patrimonio común de católicos,
ortodoxos, anglicanos y protestantes». En febrero de 2012, después de una
investigación que se prolongó cinco años, Schmorell fue reconocido por la
Iglesia ortodoxa rusa como «san Alejandro de Múnich».
Consideremos con algo más de detenimiento a algunos de los
protagonistas. Por ejemplo, Christoph Probst, nacido en 1919 en la
localidad altobávara de Murnau, estudiante de Medicina y padre joven, se
había ido acercando paso a paso, como no bautizado, a la fe católica. En
vísperas de su bautismo le escribe a su hermanastro: «Debe ser una fiesta
alegre en la que uno, lleno de gratitud, agradezca a la bondad del Creador
que nos enviara a Cristo, quien nos reveló que el sufrimiento y la vida
tienen sentido; quien por suma bondad nos dio un ejemplo de vida con su
sufrimiento, haciendo comprensible el sufrimiento y redimiéndolo,
mostrándonos la vida que sigue a la muerte; quien predicó el amor, el
verdadero hermanamiento de los seres humanos, y nos trajo el pan de vida.
Respecto a él no cabe duda alguna». En su última carta, entregada a su
madre después de la ejecución, puede leerse: «Querida madrecita: Te doy
las gracias porque me regalaste la vida. Si contemplo debidamente mis días,
resulta evidente que han sido un camino continuo hacia Dios. [...] Acabo de
enterarme de que solo me queda una hora de vida. Voy a recibir ahora el
santo bautismo y la sagrada comunión» [9].
Hans y Sophie Scholl fueron al principio miembros entusiastas de las
Juventudes Hitlerianas y de la Liga de Muchachas Alemanas,
respectivamente, organizaciones en las que asumieron tareas de liderazgo.
Un primer cambio de opinión empezó a perfilarse en Sophie cuando a su
condiscípula judía Luise Nathan se le denegó la admisión en la Liga de
Muchachas Alemanas. La limitación de la libertad intelectual la fue
oprimiendo cada vez más. A finales de 1937 o comienzos de 1938 se
adhirió al círculo de Otl Aicher. Este joven católico, casado luego con Inge
Scholl, la hermana de Hans y Sophie, alcanzó después de la guerra fama
mundial como diseñador. Aicher familiarizó a Sophie con las Confesiones
de san Agustín. En una cabaña de esquí en el valle del Lech leyeron juntos
el Diario de un cura rural de Georges Bernanos. A su amigo, el oficial de
carrera Fritz Hartnagel, Sophie le escribió: «Si tienes tiempo, busca el
pasaje en el que se cita el salmo: “Da luz a mis ojos, o dormiré en la
muerte”».
La lucha espiritual de la joven es existencial, llena de preguntas,
desbordante de anhelos y dudas: «Aún estoy tan lejos de Dios que ni
siquiera orando lo percibo». Al estilo de una Teresa de Jesús, anota: «A
veces, cuando pronuncio el nombre de Dios, quiero hundirme en la nada».
Y prosigue: «Aunque tantos demonios me ronden, quiero agarrarme a la
cuerda que Dios me ha arrojado en Jesucristo». Posiblemente fuera una
vivencia profunda en el Viernes Santo de 1941, conjetura el teólogo Jakob
Knab, lo que dio a Sophie un importante impulso para su certeza de fe. En
una carta cita a Agustín: «Está escrito: Nos hiciste para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en ti».

Sophie va a la iglesia: «Me arrodillé e intenté orar». Es como un grito:


«A veces me creo capaz de forzar en un instante el camino hacia Dios a
través nada más que de mi anhelo, a través de la entrega total de mi alma».
Dos volúmenes con sermones del converso y luego cardenal inglés John
Henry Newman, que descubre en una pequeña librería, la entusiasman.
Después de una eucaristía católica a la que asiste el Domingo de Pascua de
1942 en la iglesia de la Asunción en Ulm-Söflingen, tiene lugar un avance
decisivo, cuando confiesa: «Este teatro se convierte en una profunda
vivencia interior cuando uno tiene fe». Carl Muth, el fundador de la revista
mensual católica Hochland, contó que Sophie, de visita en su casa, quedó
absorta ante una reproducción de la famosa imagen de Cristo en la Sábana
Santa de Turín, como si hubiera encontrado el rostro del Dios buscado.
«Hasta ahora nadie se había ensimismado tanto como hoy Sophie Scholl»,
apuntó [10]. «¡Oh, estos pensadores vagos!», se burla la estudiante de sus
contemporáneos, «desconocen el mundo del espíritu, en el que es superada
la ley del pecado y de la muerte».
Ya en 1941 habían conocido Hans y Sophie a Theodor Haecker, crítico
cultural, filósofo de la religión y colaborador habitual de Hochland. El
estadounidense T. S. Eliot, premio nobel de Literatura, escribió sobre él:
«Theodor Haecker era un hombre grande de verdad: erudito, pensador y
poeta a la vez». Haecker se había convertido a la Iglesia católica en abril de
1921 y se veía a sí mismo como existencialista católico y renovador
cristiano. Sophie está encantada: «Tiene un rostro muy sereno, una mirada
que parece estar dirigida hacia su interior. Hasta ahora nadie me había
convencido con su rostro como él». En 1940, con la guerra ya en marcha,
Haecker se había lamentado: «La voz profética de la Iglesia ha
enmudecido». Los nazis le habían prohibido publicar; y Haecker, a sus 62
años, mantiene a su familia traduciendo, entre otros escritos, las obras de
Newman. En veladas compartidas, lee a los hermanos Scholl fragmentos de
su obra El Creador y la creación o de las entradas de lo que luego se
publicaría como Diario de día y de noche. En este escribió: «La esencia de
la dictadura moderna es la conjugación del pensamiento unidimensional y
plano con la violencia y el terror» [11].

En sus encuentros regulares con los jóvenes, Haecker hablaba sobre la


imagen que propone Newman de la conciencia como un escudo de
protección seguro contra las ideologías ateas. Esta «voz de Dios» sería
como un farol en la oscura confusión del espíritu. Jakob Knab señala que en
numerosos pasajes de las octavillas de la Rosa Blanca puede reconocerse el
estilo de Haecker. Por ejemplo, en expresiones como «las fauces del
demonio insaciable» o cuando se habla de «la lucha contra el dragón, contra
el mensajero del Anticristo». Ya en la primera octavilla, repartida el 27 de
junio de 1942, se dice programáticamente que se trata de impedir, «antes de
que sea demasiado tarde», que «esta máquina de guerra atea siga
funcionando». En la tercera octavilla puede leerse: «Pero nuestro “Estado”
actual es la dictadura del mal. [...] Pues con cada día que sigáis vacilando,
que no os resistáis a este engendro del infierno, vuestra culpa crece cual una
curva parabólica que asciende y asciende». Y en la cuarta se clarifica: «Pero
quien hoy duda de la existencia real de los poderes demoníacos no ha
comprendido en absoluto el trasfondo metafísico de esta guerra» [12].
Después de un encuentro con Haecker, en el que se comentó la Segunda
carta del apóstol Pablo a los Tesalonicenses, donde se habla de la
«apostasía», Hans Scholl –según el testimonio de su amigo Eugen
Thurnher– afirmó: «¡El Anticristo no tiene que venir, está ya aquí!». El
«demonio» Adolf Hitler era, a su juicio, la bestia perversa y apocalíptica
[13].
Tras su detención, los hermanos Scholl fueron condenados a muerte, el
22 de febrero de 1943 en Múnich, por el «juez sanguinario» Roland
Freisler, reos de «desmoralización del Ejército», «favorecimiento del
enemigo» y «preparación para un delito de alta traición», y ejecutados ese
mismo día, a los 24 (Hans) y 21 (Sophie) años de edad. Karl Alt, el capellán
penitenciario protestante que los atendió, contó que Hans y Sophie
solicitaron como último deseo ser bautizados en la fe católica. A instancias
de él, renunciaron a ese deseo en consideración a su madre.
Ese mismo día y a la misma hora, también Christoph Probst, de 24 años
de edad, fue ejecutado. Su mujer, tras el parto del tercer hijo, estaba
postrada en cama con fiebre puerperal y no se enteró de la detención ni de la
ejecución. Kurt Huber, de 49 años, y Alexander Schmorell, de 25, fueron
decapitados el 13 de julio de 1943 en la prisión del barrio muniqués de
Stadelheim. Huber era el autor del texto de las octavillas que Sophie y Hans
Scholl habían lanzado al aire para que cayeran en el patio de luces de la
universidad. Terminó su discurso de defensa ante el tribunal popular con
una cita del filósofo Johann Gottlieb Fichte: «Y debes actuar como si el
destino de los asuntos alemanes dependería únicamente de ti y de tu acción,
y la responsabilidad fuera toda tuya».

La ejecución de Willi Graf, de 25 años de edad, tuvo lugar el 12 de


octubre de 1943, asimismo mediante guillotina. La Gestapo había intentado
en vano, torturándolo, que diera nombres de colaboradores de la Rosa
Blanca. Pocos días antes de su decapitación, Graf escribió: «Toda vivencia
en la vida humana tiene un sentido determinado, ya sea considerada dicha o
sufrimiento. Damos gracias tanto por lo uno como por lo otro. Lo
importante es que demos la talla y sepamos aprovechar el tiempo confiando
en la providencia divina».
Romano Guardini concluyó el ya citado discurso con la aseveración de
que los muertos de la Rosa Blanca habían sido personas «que vivieron
intensamente su vida, regocijándose de lo bello que les regaló y soportando
las cargas que les impuso. Miraron de frente al futuro, dispuestas a obras
excelentes y llenas de esperanza en las promesas latentes en la juventud.
Pero eran cristianas por convicción. Así, habitaban en la esfera de la fe y las
raíces de sus almas se extendían hasta aquellas profundidades de las que se
ha hablado».

El 22 de febrero de 1945, justo dos años después de la decapitación de


sus hermanos, Inge Scholl fue bautizada en la fe católica en la iglesia de
San Galo en Ewattingen.

San Agustín, Newman, la revista Hochland: todas estas fueron realidades


de referencia para Sophie Scholl en su camino hacia una fe más profunda.
Precisamente la obra de Newman adquiriría para Ratzinger importancia
determinante. A ella debe el descubrimiento de la conciencia como esencial
base decisoria de la persona que actúa responsablemente. Siendo ya papa,
no permitió que se le privara de la oportunidad de presidir en persona la
misa de beatificación de Newman. Un punto de conexión hasta ahora
desconocido entre Ratzinger y la Rosa Blanca es Dora Huber, la hermana de
Kurt Huber, víctima del nazismo y mártir. En su época de arzobispo de
Múnich y, más tarde, de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, cultivó una estrecha relación con esta doctora en Filología. Y también
con la hija de Kurt Huber, Birgit Weiß, y la nieta de Huber, Esther Sepp, a
la que confirmó. En su amplia correspondencia con Dora Huber, le presta
ayuda para afrontar la vida, le recomienda lecturas y le aconseja en
cuestiones existenciales y también teológicas que le preocupan. En una
carta de 22 de junio de 1977 afirma sobre el hermano de Dora, «al que tanto
valoró»: «Ya cuando estudiaba secundaria seguí su trágico destino con el
máximo interés. La gran veneración que sentía por él en aquel entonces
permanece aún hoy intacta» [14].

Dora, por su parte, visitaba a Ratzinger cuando este estaba de vacaciones


en Bad Hofgastein y reunía sus homilías y alocuciones radiofónicas. «Para
mí, su investigación, sus ideas, su ser cristiano son un regalo de la gracia»,
le escribe en una de sus cartas. La despedida de Ratzinger como obispo de
Múnich le causa «profunda tristeza». Pues en la difícil situación vivida a
finales de la década de 1970 cabalmente él, «como intelectual destacado,
como sacerdote de honda fe, como personalidad de tan poderoso carisma»,
escribe Dora el primer domingo de Adviento de 1981, ha sido capaz «de
repeler el asalto de los enemigos interiores». «No cabe expresar en palabras
cuánto perdemos las personas de esta diócesis. Creyentes y no creyentes,
todos los que en algún momento hemos percibido su energía y su ser» [15].
Cuando la hermana del Prof. Huber murió a avanzada edad en julio de
1996, Ratzinger, en su carta de condolencia a la familia, afirmó que podían
«tener la certeza» de que esta mujer, cuya fe, cultura y humildad profundas
él tanto estimaba, había sido «acogida» en el seno divino. Y añadió: «Y allí
se habrá reencontrado, tras larga separación, con su valiente hermano,
ejecutado por los nazis».

En los años que duró su tiranía, los nazis encerraron en campos de


concentración y cárceles a 180.000 opositores, de los cuales 130.000 fueron
asesinados. Más de un millón de personas fueron interrogadas a la fuerza
por la Gestapo. En un encomio de la Rosa Blanca, el primer ministro
británico Winston Churchill dijo: «En Alemania existió una oposición que
forma parte de lo más noble y grande que ha conocido la historia política de
todas las naciones. [...] Sus acciones y sacrificios son el fundamento
indestructible de la reconstrucción [del país]».
11
El final

D espués de un breve estacionamiento en Unterföhring, en las


inmediaciones de Múnich, los ayudantes de baterías antiaéreas de
Traunstein son trasladados a Natters, cerca de Innsbruck, a una batería de
100,5 mm, el mayor y más certero de los calibres de baterías antiaéreas.

Para el mando militar, Innsbruck tiene importancia estratégica como


nudo de comunicaciones con Italia. Laboriosamente retiran los jóvenes la
nieve de los cañones. Se alojan en pensiones del valle del Stubai. Ya no
intervienen en ninguna operación militar. Tras la destrucción de la estación
de ferrocarril por los bombarderos aliados, se recogen las líneas telefónicas
y se desmontan y preparan para el transporte los cañones.

En febrero de 1944, el encargo que se les encomienda a los muchachos


consiste en asegurar desde Gilching, al norte del lago Ammer, el espacio
aéreo sobre las fábricas de Dornier. Esta empresa fabrica los primeros
aviones de reacción, la última «arma secreta» del régimen
nacionalsocialista. El tráfico ferroviario está casi paralizado; la estación
central de Múnich y el barrio que la rodea son destruidos en abril de 1944.
Muchos de los ayudantes de baterías antiaéreas se quedan sin hogar. Sus
familias lo han perdido todo a causa de los bombardeos.
Joseph apenas puede creerse su suerte: ha sido nombrado telefonista y
dispone incluso de oficina propia. «Fuera de las horas de servicio, ahora
podía hacer lo que quería y dedicarme con libertad a mis intereses». En este
tiempo «leí y escribí mucho». Su compañero de cuarto Wilhelm Volkert
veía con frecuencia a Joseph inclinado sobre un breviario. «Ratzinger, ¿qué
está leyendo Ud.? ¿Otra vez con sus libros píos?», le bufaba su superior, un
oficial intermedio, un nazi convencido. Eso, sin embargo, no le impidió a
Joseph seguir leyendo ni contestar con agudeza. Al protestante Volkert,
quien con el tiempo llegaría a ser catedrático de Historia Regional de
Baviera, no se le escapa que Ratzinger padre, de cuya actitud el hijo habla
con orgullo, tiene que ser una «persona muy determinante» para este.
Volkert ni siquiera intenta hacer frente a Joseph en cuestiones religiosas:
«Me percaté de forma instintiva de que no debía entablar con él discusiones
teológicas, pues ahí yo habría estado en insalvable desventaja» [1].

El 10 de septiembre de 1944 Ratzinger es licenciado como ayudante de


baterías antiaéreas. Algunos compañeros deben incorporarse, sin pasar por
casa, a escuadrillas aéreas; otros, a batallones de tanques en Italia; y unos
terceros a las tropas estacionadas en Rusia. A Joseph le espera sobre la
mesa en Hufschlag el llamamiento al Servicio de Trabajo del Reich. Este
destino, afirma, «constituye para mí un recuerdo oprimente». Y ello, no solo
por culpa de los superiores, quienes, como antiguos miembros de la Legión
Austriaca, eran nazis de la primera hora e «ideólogos fanáticos que nos
tiranizaban a base de bien».
El viaje de quinientos kilómetros en los traqueteantes y estrechos
vagones de la Reichsbahn se le hizo interminable. La orden de
incorporación al Servicio de Trabajo del Reich, emitida el 20 de septiembre
de 1944, incluía el refuerzo del llamado Muro (o Terraplén) del Sudeste
como último bastión contra el Ejército Rojo, que avanzaba victorioso. El
destino final es Deutsch Jahrndorf, un pueblo de 1.400 habitantes situado
justo en la frontera entre Austria, Hungría y Checoslovaquia.

Cuando el tren que transporta a las tropas, después de un viaje nocturno


y una parada en Viena, se detiene el 21 de septiembre en una diminuta
estación de la región más oriental de Austria, todavía restan siete kilómetros
de marcha por caminos polvorientos. Desde Deutsch Jahrndorf se ve la
ciudadela de Bratislava. El paisaje es llano; las casas, bajas; la fauna,
escasa. Montones de paja salpican la llanura húngara. Bandadas de gansos
que graznan en las charcas. Por lo demás, campos de labranza y estepa
hasta donde alcanza la vista. Tierra fronteriza.

Los jóvenes son distribuidos en grupos de quince en rudimentarios


barracones de madera. Los altos, en el barracón número 1; los bajos, en el
número 5. Con 1,70 metros de estatura, Joseph no es alto ni bajo, y le
corresponde el segundo barracón de los medianos. Se duerme en jergones
de paja. Y luego se hace instrucción. Durante tres semanas. En la plaza de
instrucción, los bramidos de los mandos hacen que los jóvenes se sientan
doblemente vejados. Layas arriba, layas abajo, layas al hombro. Los
antiguos nazis de la Legión Austriaca, muchos de ellos exconvictos, están
por completo en su elemento. El culto paramilitar de las layas lo habían
introducido los nazis en la década de 1930. Solemnemente se depositaba el
hierro lustrado, solemnemente volvía a alzarse. En el «culto de la laya» veía
Ratzinger «toda la absurdidad del régimen». Era una «pseudoliturgia», un
«mundo ficticio» que no podía tardar en colapsar, porque carecía de
contenido.
Una nueva amenaza la representa la repentina aparición de un oficial de
la SS con su séquito. En mitad de la noche, el esbirro nazi obliga a los
exhaustos muchachos del Servicio de Trabajo a adelantarse de la fila uno a
uno para, ante toda la tropa reunida, instarlos a incorporarse
«voluntariamente» al cuerpo de combate de élite de la SS, la Waffen-SS.
«De este modo, toda una serie de compañeros bondadosos fueron alistados
a la fuerza en este grupo criminal», rememora Ratzinger. Cuando le llega el
turno a Joseph, confiesa abiertamente que quiere ser sacerdote católico. El
oficial de la SS es conocido por escupir al suelo en señal de desprecio cada
vez que pasa ante una de las cruces de piedra que se alzan en las
encrucijadas. A Joseph no le dedica sino «burlas e insultos». «Pero estos
insultos me supieron fenomenal, porque nos liberaron de la amenaza de esta
falaz “voluntariedad” y de todas sus consecuencias» [2].
Por la mañana temprano, con un frío punzante, los muchachos se
desplazan en viejas bicicletas a sus lugares de trabajo. «A veces uno tenía
mala suerte y tomaba una mala»; y entonces por la tarde, ya sin luz, debía
regresar laboriosamente al campamento por el embarrado camino. En la
«lucha final» se reunirá todavía a un ingente ejército de trabajadores
forzados, los más infaustos de los infaustos, para cavar –como medida
defensiva complementaria al terraplén– kilómetros y kilómetros de
trincheras normales, así como de trincheras antitanque de diez metros de
profundidad. A Joseph se le encomienda la vigilancia de un grupo de unos
cuarenta prisioneros que con palas y layas se abren camino por los suelos
arcillosos de los viñedos del Burgerland. Lleva una carabina al hombro,
pero no tiene munición para el arma.
En una carta a sus condiscípulos, pensada como artículo para la revista
escolar Helios, el muchacho de 17 años describe su situación. Es el primer
documento impreso del futuro papa:
«Queridos compañeros: Quizá llevéis tiempo preguntándoos por qué no recibís
noticias mías. La culpa solo en parte es mía; el resto hay que achacárselo a las
circunstancias, que han ido cambiando de manera tan sorprendente que me he visto
obligado a dar preferencia a otros asuntos. [...] A las cuatro de la mañana tenemos
que levantarnos, arreglarnos a toda prisa y luego recorrer en bici los catorce
kilómetros que nos separan del lugar de trabajo, atravesando terrenos en parte
intransitables. Por desgracia, hemos llegado demasiado tarde a los famosos viñedos
del Burgenland, que, ya vendimiados, rara vez nos permiten probar sus dulces
frutos. Pronto nos fueron asignados trabajadores extranjeros, cuya falta de celo
hemos de sustituir con amenazas, situación en modo alguno agradable» [3].

Los muchachos de la Alta Baviera son testigos directos de cómo una


muchedumbre en apariencia infinita de personas extenuadas es conducida
por hombres de la SS como si fueran reses de matadero. «El calvario de los
judíos húngaros» fue una «experiencia opresiva», dice Ratzinger. En una de
nuestras conversaciones me cuenta que, salvo por un comerciante de
maderas, en Traunstein no había judíos. El maderero se marchó de la ciudad
cuando le rompieron las ventanas. Su padre, añade, dejó de comprar en una
tienda de tejidos en Augsburgo cuando se enteró de que el antiguo
propietario judío había sido expropiado. «Éramos oyentes de noticiarios
extranjeros, oyentes apasionados, pero de los gaseamientos nunca oímos
nada. Sabíamos que los judíos lo estaban pasando mal, que habían sido
deportados, que debía temerse lo peor, pero de los detalles concretos no me
enteré hasta después de la guerra. Eso representaba una dimensión nueva e
inimaginable que hacía que todo pareciera mucho más terrible» [4].

La caravana de personas medio muertas de hambre que Joseph había


podido observar desde lejos estaba formada por judíos húngaros, a favor de
los cuales la Iglesia católica había intercedido en vano. Hasta entonces,
Angelo Rotta, el nuncio del papa en Budapest había conseguido distribuir,
con ayuda de innumerables sacerdotes, religiosos y religiosas, unos 150.000
salvoconductos y 20.000 pasaportes del Vaticano. Ya en su anterior destino,
en los Balcanes, Rotta había ayudado a huir hacia Palestina a judíos
búlgaros expidiéndoles certificados de bautismo y permisos de viaje. A
ruegos de Pío XII, el regente del reino de Hungría, Miklós Horthy, había
suspendido los transportes a los campos de concentración, hasta que Adolf
Eichmann, el teniente coronel de la SS responsable de la expulsión y
deportación de los judíos, ordenó que se reemprendieran de inmediato los
«envíos» a Auschwitz. Cuando los 22.000 judíos fueron expulsados a la
frontera con Austria el 20 de octubre de 1944, el nuncio organizó un convoy
de camiones para ir detrás de la caravana con salvoconductos eclesiásticos.
De este modo fue posible salvar del crematorio al menos a 2.000 judíos [5].

Los trabajos en las barreras antitanque y las trincheras en el Burgenland


se interrumpieron literalmente de la noche a la mañana. Los alumnos del
instituto contaban con tener que incorporarse sin dilación a las fuerzas
armadas. Pero, en vez de ello, el 16 de noviembre les pusieron en la mano
sus maletas con las ropas civiles, además de un billete de tren. Camino de
casa, el tren tuvo que detenerse repetidamente a lo largo del trayecto.
Alarmas antiaéreas. Si en el viaje de ida Joseph pudo admirar aún una
Viena intacta, no afectada en absoluto por los sucesos bélicos, ahora ve la
ciudad destruida en gran medida. Consternados miran los muchachos por
las ventanillas del vagón, sin poder apartarse de ellas, cuando el tren se
aproxima a Salzburgo. Ya desde lejos puede percibirse que la joya de la
ciudad, la gran catedral renacentista, ha desaparecido. La estación está en
ruinas. Partes del singular casco histórico de la ciudad han sido pasto de las
llamas. En quince ataques de la aviación estadounidense, en los que se
arrojaron alrededor de 9.300 bombas, casi la mitad de las casas fueron
destruidas y 547 personas perdieron la vida.
A causa de una alarma antiaérea, el tren no puede parar en Traunstein, y
Joseph tiene que saltar del vagón en marcha. Hasta primera hora de la tarde
no llega a Hufschlag; apenas puede creer su suerte. Para el periódico del
instituto escribe cuán alegre está de «haber vuelto a escapar por algunos
días de la coerción», un atrevido comentario que podría haber tenido
consecuencias. En sus memorias afirma: «Rara vez he experimentado con
tanta intensidad la belleza del terruño como con motivo de este regreso a
casa desde un mundo desfigurado por la ideología y el odio» [6].

Nadie sabe qué curso seguirán ahora las cosas. «La guerra hacía estragos,
pero nosotros estuvimos cuasiolvidados tres semanas». La extraña situación
concluyó cuando el 11 de diciembre una orden de incorporación inmediata
requirió la presencia de Joseph en la oficina de asignación militar en
Múnich. Le preocupaba cuál sería su siguiente destino. «Pero el oficial que
debía asignarnos destino era muy humano y estaba, a todas luces, cansado
de la guerra –o quizá incluso era crítico con esta– y me preguntó: “¿Qué
hacemos con Ud.? ¿Dónde vive?”. “En Traunstein”, respondí. Y entonces él
dijo: “Allí tenemos un cuartel. Váyase Ud. a Traunstein, pero no empiece
de inmediato; tómese un par de días libres y disfrute”».
Joseph es ahora soldado, de infantería. El número de su placa de
identidad: 759. Su unidad: la 1.ª Compañía de Formación de Tiradores del
179.º Batallón de Reemplazo y Formación de Granaderos. Los miembros
del último resto de las fuerzas armadas visten uniforme de dril. Tienen
además un uniforme de gala, recién confeccionado. El juramento de
fidelidad al Führer tiene lugar el día de Nochevieja. La formación básica de
la tropa, a la que también pertenecen alemanes antiguamente residentes en
Besarabia y Rusia de 35 y 40 años, se lleva a cabo en el cuartel
Badenweiler de Traunstein. El 7 de enero de 1945, los reclutas son
estacionados en un «alojamiento en campo abierto», a cinco kilómetros del
centro de la ciudad. El dormitorio para cada grupo de doce hombres es un
búnker de madera excavado en el suelo y cubierto de tierra para camuflarlo,
junto al bosque. De la «cocina de campaña» se encarga un restaurante
cercano; la mayoría de las veces solo les dan rebanadas de pan con
mantequilla. El toque de diana es a la seis de la mañana; a las seis y media
hay que formar. Luego viene la gimnasia matutina, tan poco del agrado de
Ratzinger, con carrera de obstáculos y escalada de paredes, que resultaban
difíciles de superar.

Todos saben que es imposible ya ganar la guerra. «Pero nadie rechistaba


ni decía: “Yo me marcho”», rememora Martin Tradler, compañero de
Ratzinger. «Todos teníamos miedo a la SS; sabíamos que hacían juicios
sumarísimos y que no paraban de ahorcar soldados» [7]. Los últimos
conscriptos de Hitler aprenden no solo a manejar el fusil, la bazuca, la
ametralladora y la bayoneta (para el combate cuerpo a cuerpo), sino
también a saludar debidamente y a desfilar al compás. «Tiemblan los huesos
podridos» [Es zittern die morschen Knochen], cantan. Especialmente
grotesco resulta ver a Joseph desfilando por Traunstein con un grupo tan
temerario. Como prueba de su capacidad de aguante tienen que cantar con
brío una antigua cancioncilla de soldados o, para ser más exactos, de
marinos de guerra: «Partimos para luchar contra Inglaterra» [Wir fahren
gegen Engeland].
«Ratzinger no era un tirador especialmente bueno», refiere Tradler. En
cambio, podía retener incluso órdenes totalmente disparatadas, lo que le
permitía ayudar al resto. Destacaba por su tono de voz marcadamente
agudo. Por lo demás, era «un muchacho tranquilo», dice, «un buen
compañero, en modo alguno un individualista». Pese su aparente debilidad
corporal, aguantaba marchas nocturnas de cuarenta kilómetros con la
mascarilla antigás puesta, para luego, con la ametralladora con la que había
cargado todo el camino, simular ataques a un puente. Martin Tradler no
tardó en recibir la orden de intervenir en batalla. En su tarjeta de identidad
figuraban las letras ZBV, o sea, Zur besonderen Verwendung, «Para uso
especial». De los campos de prisioneros de Francia no regresó, famélico y
traumatizado, hasta comienzos de 1947.
Comienzan los últimos días de un Reich que se suponía que iba a
perdurar mil años. A mediados de enero, Joseph es trasladado varias veces
de guarnición, siempre en los alrededores de Traunstein. En febrero contrae
un panadizo, una infección aguda en uno de los pulgares. Nada grave en
realidad, pero el médico, «un veterinario de ganado más bien», abre de un
corte el lugar infectado no solo sin anestesia, sino sin la más mínima
pericia. Todavía setenta años después llamará la atención a las visitas que
recibe en el Vaticano el pulgar izquierdo del papa, que da la impresión de
estar partido en dos. Pero, en el fondo, la nefasta operación es un golpe de
suerte. Declarado inepto para el servicio, puede marcharse a casa para que
lo cuide su madre.
El 16 de abril, su decimoctavo cumpleaños, lo pasa de nuevo en el
cuartel. Hace tiempo que Alemania está en ruinas. Más de 400 millones de
m³ de escombros cubren el país; 3,1 millones de personas han perdido sus
hogares por las bombas y han sido evacuadas. Son incontables los que
vegetan en sótanos y barracas o bajo puentes ferroviarios en ruinas. El 1 de
mayo, a las 22:26, la única emisora de radio alemana, la Großdeutsche
Rundfunk, anuncia la muerte de Hitler, así como que la responsabilidad de
gobierno recae en el gran almirante Karl Dönitz, comandante en jefe de la
marina de guerra alemana. Los judíos y trabajadores esclavos de los campos
de concentración que se cierran son trasladados hacia las zonas interiores
del país aún no ocupadas. Un grupo de 66 famélicas figuras, en su mayoría
judíos húngaros y polacos, llega a Traunstein el 2 de mayo de 1945. Son
encerrados para pasar la noche en la porquera de una fábrica de cerveza,
con idea de que al día siguiente los fusilen hombres de la SS en la linde del
bosque cercano al municipio de Surberg. Mientras tanto, cinco kilómetros
más al oeste, las tropas estadounidenses entran en Alemania [8].

La compañía de Joseph está acuartelada en el instituto de muchachas del


centro de Traunstein. En estos días, afirma lapidariamente en sus memorias,
«decidí marcharme a casa». Lo que parece dicho como quien no quiere la
cosa, sin darle más importancia, fue en el fondo una operación suicida. La
deserción se castigaba con la pena de muerte. De hecho, hombres de la SS
habían ahorcado ya en árboles a varios desertores. «Visto
retrospectivamente, me asombro de ello», dice Ratzinger sobre su proceder,
«sabía que había soldados de guardia y que estos, si me descubrían,
dispararían de inmediato, que algo así, bien pensado, solo podía salir mal.
En realidad, no consigo explicarme por qué, a pesar de eso, me fui a casa
tan tranquilo, o sea, cómo pude ser tan ingenuo».

El momento propicio se presenta cuando dos suboficiales sanitarios


abandonan el edificio. Joseph se les une sin vacilar, como si fuera uno más.
Probablemente pocas veces ha sido tan valioso un cabestrillo en el brazo,
que lleva a causa de la infección en el pulgar. «De lo contrario, no habría
salido de allí». Pero la fuga no ha llegado aún a buen puerto. Al intentar
escabullirse por un paso subterráneo, tropieza con «dos soldados de guardia
y, por un instante, la situación devino sumamente crítica para mí». Pero,
viéndolo con la mano vendada, le permiten pasar. «Gracias a Dios, eran
soldados que también estaban hartos de la guerra y no querían convertirse
en asesinos» [9].

La deserción de Joseph no es una huida ni una retirada por miedo, sino


una decisión razonada. Se sustrae por consideraciones racionales a una
situación que él ya no puede configurar activamente. Ya ha cumplido, en
cierto modo, su parte; no le queda nada por hacer. Cuando llega a casa a
Hufschlag y es recibido con alegría por su hermana y sus padres, en la mesa
de la cocina hay sentadas dos religiosas conventuales, amigas de Maria.
Estudian el mapa preparándose para la entrada de los estadounidenses. ¡Qué
situación tan grotesca! «Gracias a Dios hay aquí un soldado; ahora estamos
protegidas», escucha el desertor, quien no cabe en sí de gozo por haber
escapado hace unos instantes sano y salvo de los esbirros nazis. Para
intensificar aún más el dramatismo de la situación, no son los esperados
soldados estadounidenses quienes aparecen, sino dos miembros de la SS.
Ratzinger padre «no pudo contenerse y les soltó de inmediato a la cara toda
la ira que sentía contra Hitler, lo que normalmente habría tenido
consecuencias letales para él. Pero parecía protegernos un ángel especial.
Los dos se marcharon al día siguiente sin ocasionar mal alguno» [10].

Por fin llegan los estadounidenses a Hufschlag. Es el 7 de mayo, un día


antes del fin oficial de la guerra. Encabeza el convoy un tanque, que apunta
sus cañones a la finca de los Ratzinger. De los jeeps que lo siguen saltan
militares, para buscar soldados rasos ocultos. En la casa encuentran
precisamente una caja con uniformes de la SA. Unos vecinos les habían
pedido a los Ratzinger que se la guardaran, sin decirles qué contenía.
También aparece el uniforme de Joseph, que el muchacho es obligado a
vestir de nuevo para a continuación colocarse junto con otros prisioneros de
guerra en la pradera que se extiende frente a la casa, todos con las manos
sobre la cabeza. Tiene el tiempo justo para agarrar un gran cuaderno en
blanco y un lápiz, y luego forma parte él también de una gran columna de
viandantes, de una caravana que es conducida al cautiverio.

El 7 de mayo de 1945, el general Alfred Jodl, jefe del Estado Mayor, en


nombre del Alto Mando de la Wehrmacht firmó en Reims, en el cuartel
general de las tropas aliadas en Europa, a cuyo mando estaba el general
Dwight D. Eisenhower, la capitulación incondicional del Reich alemán.
Entró en vigor el 8 de mayo de 1945, a las once de la noche. Stalin había
dejado claro ya con anterioridad que no reconocería validez a la
capitulación global hasta que no fuera firmada también por el comandante
en jefe del Ejército Rojo, el mariscal Gueorgui Zhúkov. Esa firma tuvo
lugar en el cuartel general soviético en el suburbio berlinés de Karlhorst
poco después de la medianoche del 8 al 9 de mayo (aunque fue datada el 8
de mayo). El 8 de mayo es martes. El sol brilla sobre Alemania, la guerra ha
terminado. Pero bajo la luz primaveral las ciudades tienen un aspecto aún
más desolador. Hamburgo, Berlín, Dresde, Wurzburgo y Múnich son ruinas
humeantes, en las que los habitantes vagan de un lado para otro cual
fantasmas. Yacen cadáveres en los lados de las calles, en los parques, en las
aceras. Diez millones de personas pueblan las carreteras del país en busca
de refugio donde sea. Refugiados del Este, trabajadores forzados originarios
de Francia o Italia, exinternos de los campos de concentración en la típica
ropa de presidiarios.
En los Campos Elíseos de París, por el contrario, cientos de miles de
personas festejan la victoria sobre la Alemania de Hitler. En Nueva York, el
VE-Day, el «Día de la Victoria en Europa», medio millón de personas
cantan y bailan en las calles. En Londres, doscientas mil personas se
congregan ante el Palacio de Buckingham. «En toda nuestra larga historia»,
afirma el primer ministro Winston Churchill, «nunca hemos vivido un día
tan grandioso como este» [11].
El frenesí había llegado a su fin, el bramido de los poderes del mal había
enmudecido de golpe. El Reich de Hitler, en el que el hombre «fue
pisoteado, utilizado y mancillado en aras de la locura de un poder que
quería crear un mundo nuevo», escribió Ratzinger en 2004 con ocasión de
las festividades del sexagésimo aniversario del desembarco aliado en
Normandía; este Reich era un lugar informe del que «Dios estaba
absolutamente ausente» y que, como todo lugar informe de tales
características, tributaba homenaje al principio de la destrucción del otro y
de la autodestrucción [12]. Uno de cada tres varones alemanes nacidos entre
1910 y 1925 no sobrevivió a la guerra. Doce millones largos de soldados
alemanes fueron hechos prisioneros o dados por desaparecidos. En los
campos británicos de prisioneros había unos 3.600.000 alemanes, en los
franceses apenas un millón y en los estadounidenses alrededor de 3.100.000
[13].
Entre 3.200.000 y 3.600.000 alemanes cayeron prisioneros de los
soviéticos [14]. Un gran número de los supervivientes tardaron diez años en
regresar a sus hogares. Sin aclarar quedó, según datos del Servicio de
Búsqueda de la Cruz Roja Alemana, el destino de 1.300.000 militares
alemanes. A la inversa, Alemania hizo prisioneros, además de franceses,
ingleses, griegos, italianos y personas de otras nacionalidades, 5 millones de
soldados del Ejército Rojo, de los cuales 3.300.000 perdieron la vida [15].
Todo el continente fue recorrido por una insólita corriente de refugiados.
Solo del Este de Alemania llegaron a las zonas occidentales del país, en
enormes caravanas, 9.500.000 personas. En total fueron desplazados 14
millones de alemanes, más de 2 millones de los cuales permanecieron en
paradero desconocido. Ya entre 1937 y 1945 habían sido llevadas a
Alemania 1.300.000 personas, y 4.300.000 huyeron de los rusos. Por otra
parte, 4.250.000 personas fueron reasentadas de Polonia a Rusia. Al final,
en toda Europa había 19.750.000 personas sin hogar, la mayor migración de
todos los tiempos.
La miseria adquirió forma concreta en los destinos de las familias, las
mujeres, los niños, las personas psicológicamente destrozadas. Más de la
mitad de los 5.300.000 soldados alemanes caídos murieron en los últimos
diez meses de guerra. Más de un millón adicional fallecieron tras la guerra,
en los campos de prisioneros de los aliados. Al final de un enfrentamiento
internacional sin parangón, la cifra de muertos ascendió a más de 50
millones, casi la mitad de ellos civiles. Entre ellos, 20 millones de rusos,
7.350.000 alemanes, 6 millones de polacos, 537.000 franceses, 390.000
ingleses, 320.000 estadounidenses. Unos diez millones de personas
murieron desde 1933 en los campos de concentración nacionalsocialistas.
De los 9.600.000 judíos europeos, los esbirros del régimen nazi asesinaron
a unos seis millones.
Junto con varios miles más de supervivientes de un ejército aniquilado,
Joseph es conducido a pie a un provisional campo para prisioneros de
guerra en Bad Aibling. La caravana es tan grande que ocupa todo el ancho
de la autovía: un motivo fotográfico popular entre los soldados
estadounidenses, «para llevarse a casa recuerdos del Ejército derrotado y
del desastroso estado de sus soldados», como observa Ratzinger. El destino
final de la caravana de prisioneros es una inmensa zona de campos de
labranza en las proximidades de Ulm. Hasta el final del cautiverio viven
aquí, al aire libre por mal tiempo que haga, 50.000 soldados. Al principio
no hay mantas con las que taparse. «En las dos primeras semanas no hubo
problema, porque el tiempo era bueno». Pero cuando llegaron las lluvias,
«fue terrible».
Algunos de los prisioneros de guerra habían sido lo suficientemente
avispados para llevar consigo una tienda de campaña y formaban grupos de
entre dos y seis hombres para compartirlas. Joseph encontró a un suboficial
con una tienda unipersonal: «Me acogió bondadosamente. Nos excavamos
una especie de cama y a un lado hicimos sitio para guardar el pan». Allí se
vivía «sin reloj, sin calendario, sin periódico», refiere Ratzinger, «solo a
través de rumores a menudo asombrosamente deformados y confusos
llegaba algo del acontecer mundial a nuestro mundo especial, aislado por
alambre de espino». Lo peor era el hambre. En los dos primeros días en Bad
Aibling no hubo nada que comer ni que beber. En Ulm, el rancho consiste
«en un cucharón de sopa y un poco de pan al día» [16].
La situación mejora algo cuando se forman los primeros clubs que
organizan conferencias. Profesores universitarios y estudiantes de cursos
superiores presos en el campo ofrecen pronto un completo programa de
cursos. También hay sacerdotes, que a diario celebran la santa misa al aire
libre.
Joseph encuentra ahora consuelo y un «maravilloso acompañante» en el
cuaderno de notas traído de Traunstein, que se convierte en «reflejo de mis
días». Anota «meditaciones sobre mí mismo, sobre la historia, sobre mi
estado», así como «reflexiones de todo tipo» [17]. Trabaja también sobre
temas del curso preparatorio para la universidad de los que se acuerda,
compone hexámetros griegos y comienza incluso a «elaborar una suerte de
gramática de griego». No dispone de libros, por lo que surgen tempranas
«tentativas filológicas».
Es época de privación y ayuno, una experiencia de desierto. «Como
alimento y ayuda espiritual para soportar este tiempo de sequedad», el
cuaderno de notas, hoy por desgracia perdido, fue para él «algo magnífico»:
«Porque me permitía dar trabajo a mi mente, llenando así de contenido el
tiempo vacío». Asombrosamente, «me sirvió para escribir justo hasta el 19
de junio, cuando completé la última página».
Es la fecha en la que Joseph recobra la libertad. Después de cuarenta días
de penuria y maduración tanto física como psíquica. «En cierto modo, el
cautiverio tuvo para mí algo simbólico», reflexiona Ratzinger. «Carecíamos
de techo sobre nuestras cabezas, seguíamos privados de libertad, las noches
eran frías, pero los días luminosos, y el año iba cobrando fuerza. Nos
encaminábamos hacia un futuro mejor» [18].
Un vehículo militar estadounidense lo lleva a Múnich, su primer destino
después de la liberación. Una vez allí, echa a andar hacia casa en compañía
de un camarada. La tienda de campaña que lleva en la mochila podrá servir
de refugio nocturno durante la caminata de 120 kilómetros. Pero apenas han
salido de la ciudad, un camión-cisterna de leche propulsado por gas de
madera se detiene a su lado y el conductor les invita a subir. «Los dos
éramos demasiado tímidos para hacer autostop». El camión trabaja
precisamente para una lechería de Traunstein. Joseph llega a la Stadtplatz,
la plaza mayor, poco antes de la puesta de sol de la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús. De la iglesia le llegan oraciones y cantos. «Ni la
Jerusalén celestial», se alegra el muchacho por la libertad recién
recuperada, «podría haberme parecido más hermosa en este instante». En
casa, el padre «apenas daba crédito a sus ojos cuando de repente me vio allí
de nuevo, en carne y hueso, delante de él». Hay poco que comer, pero la
madre prepara una ensalada, un huevo de las gallinas del corral y un trozo
de pan: «En la vida he disfrutado tanto de una comida como de esa tan
sencilla que mi madre improvisó con los frutos de nuestro propio huerto»
[19].

Pocas semanas después, en un caluroso día de julio regresa también a


casa desde Italia su hermano Georg, en el primer tren de prisioneros de
guerra alemanes puestos en libertad. Muchas familias han perdido al padre
o a algún hijo. Solo de la clase de Georg cayeron en combate diez
muchachos. En total, 45 seminaristas murieron en estos años de guerra.
«Desde marzo no sabíamos nada de él», cuenta Joseph, «y la preocupación
de que pudiera haber caído en las últimas semanas del conflicto era un peso
cada vez mayor en el corazón». Pero de súbito asoma alguien por la puerta
de la casa, «moreno por el sol italiano, con la cabeza rapada y las grandes
letras PW [Prisoner of War, prisionero de guerra] estampadas en el ajado
uniforme». Es el hijo y hermano. Antes de decir siquiera una palabra, Georg
se sienta al piano y toca el himno: Großer Gott, wir loben dich [Oh, Dios
grande, te alabamos]. «Ninguno nos avergonzamos de las lágrimas que
empezaron a correr por nuestros rostros».

El sociólogo Heinz Bude caracterizó a los muchachos alemanes de 16 y


17 años que ayudaron en las baterías antiaéreas como personas que no se
convirtieron en «tipos competitivos ávidos de grandeza», sino más bien en
«hombres de acción cautos y sensibles a las expectativas de los demás, pero
con una voluntad de hierro». «Más que sobresalir, tratarán de mantenerse en
segundo plano». Otro sociólogo, Helmut Schelsky, no tardó en caracterizar
a estas promociones como la «generación escéptica». A ella pertenecen,
además de Ratzinger, escritores como Günter Grass, Martin Walser y
Siegfried Lenz, al igual que el teórico de la sociedad Niklas Luhmann y el
exministro de Asuntos Exteriores alemán Hans-Dietrich Genscher.

Esta generación no vivió ni de lejos una juventud «normal», como la que


conocieron las generaciones posteriores, subraya Schelsky. Siendo todavía
adolescentes, fueron arrojados al infierno apocalíptico del Tercer Reich,
regresaron traumatizados de la guerra y tuvieron que asimilar el hecho de
que en su nombre, en nombre de Alemania, se habían perpetrado los
mayores crímenes de la historia de la humanidad. El resultado de la
investigación de Schelsky es que la «generación escéptica» fue –tanto en su
conciencia social como en su autoconciencia– más crítica, escéptica y
desconfiada, menos ilusa, que todas las generaciones de jóvenes
precedentes. No siente necesidad alguna de fundar comunidades elitistas ni
de llevar a la práctica principios de orden, y menos aún puede estallar en
una pasión ardiente. El propio Schelsky, nacido en 1912, albergó más tarde
«una profunda antipatía hacia todo arrebato ideológico» [20]. Y, por lo
tanto, de forma consecuente, también hacia el movimiento del Mayo del 68
y su ímpetu originado en la indignación moral, algo que compartirá, entre
otros, Joseph Ratzinger.
Es posible que las experiencias como ayudante de baterías antiaéreas y
soldado fueran decisivas para el joven Joseph Ratzinger, pero lo que
verdaderamente le marcó fue el ejemplo de la casa paterna y el
enraizamiento en la sencilla piedad del catolicismo liberal bávaro. En la
vinculación de todo ello con el talento literario y científico surgió de este
modo la insólita mezcla de un contacto cuasigravitatorio con la realidad y
una genialidad intelectual que le permite flotar en las esferas más elevadas
sin perder el contacto con la realidad. Otra clave para comprender la
biografía de Ratzinger es la confrontación personal, a riesgo de la propia
vida, con un régimen totalitario e impío que, en la lógica de su sistema y su
cosmovisión, debía conducir forzosamente a la guerra y el genocidio.
Benedicto XVI reconoce que el terror de los nazis influyó perdurablemente
en la decisión sobre qué rumbo seguir en su trayectoria posterior. Y a modo
de síntesis afirma: «En la fe de mis padres encontré la confirmación del
catolicismo como un baluarte de la verdad y la justicia contra aquel imperio
del ateísmo y la mentira que representaba el nacionalsocialismo».

La época de la juventud está casi concluida; termina el primer cambio de


piel. Tras familiarizarse con el misterio de la liturgia, confrontarse por vez
primera con la verdad de la fe y experimentar de cerca el ateísmo, el
muchacho de 18 años está ya preparado para la entrega radical de su
existencia a una vida para Dios. Pues nada más terminada la guerra toma la
decisión fundamental: «Sobre mi objetivo profesional no había ya dudas;
sabía dónde estaba mi sitio».
SEGUNDA PARTE
EL ALUMNO MODÉLICO
12
La «hora cero»

E ste invierno hace un frío terrible. Se retira la nieve de las calles, pero
estas no tardan en cubrirse otra vez de blanco. A los carruajes de
caballos les cuesta mantener la rodada. Los tres jovencísimos muchachos
que, cada cual con su maleta, suben jadeando la colina de la ciudad de
Frisinga el 3 de enero de 1946 parecen tímidos y serios. Avanzan
lentamente, como si apenas se atreviesen a pisar suelo sagrado con sus
recios zapatos.

Al pasar por delante de la estatua de la Madre de Dios, la Patrona


Bavariae, se han persignado. A sus pies ven el indómito río Isar y la amplia
Ciénaga de Erding; y en la colina de enfrente, la espléndida abadía de
Weihenstephan, que alberga la fábrica de cerveza más antigua del mundo.
Cuanto más ascienden, con tanta mayor claridad se dibuja en el horizonte la
silueta de Múnich, distante unos treinta kilómetros en línea recta. Los
ataques de los bombarderos británicos y estadounidenses durante la guerra,
73 en total, han destruido más del 60 % de los edificios de la ciudad y
ocasionado unas seis mil víctimas mortales. Las torres de la catedral de
Santa María, con sus llamativos chapiteles suizo-romandos, son
prácticamente el único monumento de la antigua «capital del Movimiento»
que ha quedado en pie.
A consecuencia de la guerra, Georg y Joseph están en la misma situación
de partida. Los dos comienzan en Frisinga los estudios desde cero y, sobre
todo, ni uno ni otro tienen aprobado el curso de acceso a la universidad, al
menos de manera reglada. En el último certificado de Joseph se indica que,
en caso de que siga perteneciendo al Ejército cuando en abril de 1945 se
realicen los exámenes de dicho curso, deberá concedérsele la «idoneidad»
para acceder a los estudios superiores. Sea como fuere, una mala nota en
educación física ya no pondrá en riesgo su futuro. «En este sentido»,
observa Ratzinger, «la guerra duró para mí justo lo suficiente para obtener
este estatus» [1].

Georg y Joseph habían conocido a su acompañante, Rupert Berger,


apenas unas semanas antes en Traunstein, en el gran concierto de canto de
Adviento, el primero que se celebraba después de la guerra. Los dos
hermanos cantaban en el coro; Rupert tocaba el violín. «Enseguida nos
enteramos», dice Berger, «de que queríamos emprender el mismo camino».
El padre de Berger había sido depuesto como alcalde por los nazis e
internado en el campo de concentración de Dachau. Los compañeros de
clase se burlaban de Rupert: «Tu padre está en Dach...», y le pellizcaban
hasta que él gritaba con fuerza: «¡Au!» [que en español sería un ¡ay! de
dolor]. La detención de su padre había suscitado en él la decisión de hacerse
sacerdote: «Yo tenía entonces siete años. Pero había visto e intuido que la
Iglesia católica era, sin duda, el único bastión firme contra los nazis» [2].
La guerra había cambiado a Joseph. Georg se percató de que su hermano,
que antes «todavía era en realidad un chiquillo, sin auténtica voz de
hombre», daba ahora la impresión de haberse convertido en «un verdadero
adulto» [3]. Aún durante largo tiempo seguirían él y sus camaradas oyendo
en sus pesadillas el eco de los cañones de las baterías antiaéreas,
percibiendo el repentino resplandor de las bombas al estallar, viendo
imágenes de las cajas de madera llenas de fragmentos de cuerpos
desmembrados que eran sacadas a rastras de un hospital de campaña. «Los
años que hemos pasado en la falta de libertad del servicio militar», escriben
los dos hermanos poco antes de Navidad en una carta dirigida al rector del
colegio seminario de Traunstein, «Rex» Mair, «nos han dado la oportunidad
de apreciar la belleza y grandeza de nuestra vocación con mayor hondura de
lo que habría sido posible en circunstancias normales» [4]. Joseph se alegra
de la posibilidad que se le brinda ahora de rastrear los misterios de Dios. De
forma libre y abierta. Con los medios de la ciencia teológica. Lo que había
que examinar era «si la fe es verdadera o no. Si, por consiguiente, brinda
acceso o no a la adecuada comprensión de la propia vida, del mundo y del
ser humano».
Ya el viaje hasta Frisinga fue una aventura. La estación de Traunstein
había sido destruida por las bombas. Las vías se habían reparado para salir
del paso. Solo con dificultad lograron los muchachos subirse a presión en
uno de los escasos trenes que circulaban hacia Múnich, para hacer luego el
resto del trayecto a pie. Alrededor de ellos, campesinas con fruta y aves
para el mercado, soldados que retornaban a casa con la chaqueta del
uniforme desgarrada, refugiados exhaustos. Pero ¿no tenían también ellos –
con sus maletas ajadas y sus trajes raídos– cierto aspecto de desplazados?
En casa aún habían tenido tiempo de mover muebles y ordenar cajas de
libros para ayudar a poner de nuevo en marcha el seminario. Se procuraron
cartillas de racionamiento y documentos de identidad, visitaron a camaradas
de guerra heridos. Perplejo había observado Joseph cómo «de repente
antiguos nazis se humillaban ante la Iglesia». Un antiguo profesor de
francés «que era un nazi inveterado y odiaba profundamente a los
católicos» se presentó un buen día ante el párroco Stefan Blum, para
suplicarle que le extendiera un certificado de exoneración que necesitaba
para acceder a un trabajo en la administración del Estado. El sacerdote,
indignado, se negó. Algún día se llegará hasta el punto, ironizó en la
homilía desatando las risas de la comunidad, «de decir que los únicos nazis
fuimos los curas».
Era el mismo reverendo Blum que había aconsejado al matrimonio
Ratzinger enviar al colegio seminario arzobispal también a su talentoso hijo
menor. Ahora le prestó a Joseph un montón de libros de teología y filosofía.
Para que los leyera. En el seminario mayor estaba prohibido llevar pantalón
corto, le hizo saber. Y aunque los teólogos modernos estén pasándose
entretanto a la corbata, los futuros clérigos deben llevar alzacuellos.
Lo peor fue la despedida. La madre les había hecho las maletas. Un
segundo traje, dos camisas, ropa interior. Los ojos del padre brillaban de
orgullo y alegría por «nuestro deseo de ser sacerdotes» [5]. A Maria la
entristecía perder a sus hermanos, aunque solo fuera temporalmente. Su
salario es, en parte, lo que posibilita a ambos los estudios. «Si descubrís que
no es lo vuestro», aún tuvo fuerzas de decirles la madre, «es preferible que
lo dejéis». Algo parecido había aconsejado a su hijo la madre de Don
Bosco: «Si algún día dudas de tu vocación, cuelga la sotana. Es mejor ser
campesino pobre que mal sacerdote».
Ocho meses después del final de la guerra, Alemania es todavía un
campo de ruinas. En las grandes ciudades, los equipos de rescate siguen
buscando cadáveres. ¡Riesgo de epidemias! Millones de ladrillos se retiran
a mano de los inmensos montones de escombros. Y luego son limpiados y
almacenados: material para la reconstrucción. Para obtener leña, se talan
bosques enteros. Las ropas se confeccionan con uniformes viejos y seda de
paracaídas. Las bellotas recogidas en los parques se trituran para hacer
harina, y en las ensaladas se utilizan dientes de león. El licor se obtiene de
las patatas.

El 20 de septiembre de 1945, Erika Mann escribe desde Múnich a sus


padres, Thomas y Katja, quienes, exiliados en Estados Unidos, viven en
Pacific Palisades: «No os planteéis ni siquiera por un segundo regresar a
este país perdido. Está sencillamente irreconocible» [6].
Con partes de desaparición colgados en las fachadas de los edificios y en
los árboles, la gente busca a cónyuges, padres o hermanos. En la diócesis de
Bamberg, a causa de la escasez de velas, se autoriza la «celebración a
oscuras». Las autoridades eclesiásticas exhortan a los sacerdotes a ser
extremadamente ahorrativos con los santos óleos; no se dispone de reservas.
De los 60.000 km de la red ferroviaria, un tercio es impracticable; de las
22.400 locomotoras y 578.000 vagones de mercancías, la mitad está para el
desguace. Los bonos de comida apenas facilitan mil calorías por persona y
día, si es que existe suministro de alimentos. En el «invierno del hambre»,
el de 1946-1947, la ración de grasa se reducirá a 75 gramos... al mes. En el
mercado negro, veinte cigarrillos cuestan 150 marcos, 1 kilo de café 1.100 y
un huevo doce. «La gente come hierba y cortezas de los árboles», informa
desde Berlín Anastas Mikojan, el comisario soviético de Comercio Exterior.
Konrad Adenauer habla de una «caída al vacío». Si no ocurre un milagro,
dice el alcalde de Colonia, destituido por los nazis y restituido por los
británicos, «el pueblo alemán sucumbirá, de manera lenta pero segura».
Es la «hora cero». El Moloc, el monstruo, la serpiente terrible del
régimen nazi de terror, que se consideraba invencible y había proclamado
un reino de mil años, ha sido derrotado. «Difícilmente habrá existido en
toda la historia un año más rico en acontecimientos», anota Thomas Mann.
Ha tenido lugar una «apretada sucesión de conmociones y sucesos
irritantes» sin parangón histórico. Pero también de nuevas posibilidades
para que entre los escombros florezca un comienzo nuevo, para que en las
ruinas acaezca la resurrección. Se trata de uno de esos momentos
incomparables que la historia concede para detenerse a reflexionar, para –en
lugar de seguir avanzando como hasta ese momento– aprovechar la
oportunidad de conversión, para encender una luz de esperanza.
Quienes nacieron más tarde difícilmente pueden imaginar las sensaciones
de esa hora histórica. Cómo es experimentar sin filtros el significado de
«libertad». Qué siente al volver a tener futuro quien hasta poco antes era
perseguido o aún estaba sentenciado a muerte. Cómo es vivir en un mundo
libre. No todos se encontraban preparados para ello. El derrotado miembro
de la última leva nazi, el militante del partido, la fanática seguidora de
Hitler apretaba los puños en secreto. «En el fondo», afirmó Theodor Heuss,
posterior presidente de la República Federal de Alemania, el día en que
terminó la guerra nunca ha dejado de ser «para todos y cada uno de
nosotros la más trágica y problemática paradoja de la historia... porque
fuimos salvados y aniquilados a la vez». «Aniquilados» en el sentido de una
derrota moral y político-militar y de una indigencia generalizada. Pero
asimismo «salvados» de la tiranía del nacionalsocialismo. «La maldición ha
concluido, el embuste ha sido desenmascarado», proclamó el alcalde de
Passau, ciudad a orillas del Danubio; «el futuro está abierto para personas
libres, creyentes, amables» [7].

Las sacudidas de la guerra habían extendido sobre el país una quietud


fantasmal, apática. Pueblos y parajes destruidos, ruinas como restos de las
devastadoras bombas incendiarias, todo el infierno de miedo y destrucción,
de hambre y muerte. Hospitales militares llenos a rebosar, esposas sin
esposos, hijos sin padres, las gigantescas caravanas de desplazados que se
dirigen hacia el Oeste: nada de esto era obra de Dios. Pero todo ello
clamaba en demanda del auxilio divino. ¿No era también un signo de la
providencia que los tres jovencísimos muchachos que en Frisinga
disfrutaban con los estudios recién comenzados formaran parte de la
primera promoción de una nueva generación de sacerdotes, de maestros
espirituales, de pastores de un pueblo derrotado, justamente de «guías»
[Führern] auténticos, capaces de volver a bendecir al país enfermo? ¿No era
la renovación espiritual también una condición indispensable para una
renovación secular: en la política, la economía, la cultura, el estilo de vida?
El 3 de junio de 1945 tuvo lugar de nuevo en Múnich, bajo un sol
radiante, una procesión del Corpus, el primer gran evento que se celebraba
en Alemania después de la guerra. Durante más de cuatro horas y sorteando
montañas de escombros de varios metros de altura, 25.000 personas
caminaron detrás de la sagrada eucaristía, el cuerpo de Señor que –como
signo de la victoria de la vida sobre la muerte– volvía por primera vez a ser
portado por las calles, en una custodia y bajo baldaquín, por el cardenal
Faulhaber, que a la sazón contaba 76 años. «En el rostro de los muniqueses
se reflejaba la alegría por el soleado día», escribió este en su diario; «les
salía del corazón confesar ante el mundo entero a Cristo, el Señor del nuevo
eón» [8].
«Al principio fueron las Iglesias, no el Estado»: así describe el
historiador de la Iglesia Martin Greschat [9] los primeros intentos de
supervivencia y de echar a andar de una nación que tenía que hacer frente a
la indigencia material, a la desorientación y a una enorme fractura
civilizatoria. En especial la Iglesia católica, considera el historiador Thomas
Großbölting, «sobresalió» en ello como institución. Al menos en los
primeros años de la República Federal, era tenida, en su autocomprensión al
igual que en la percepción externa, «como no corrompida por el
nacionalsocialismo». Como institución no infectada por el nazismo, a la
Iglesia católica se le reconocía, «no solamente por la población alemana,
una autoridad especial» [10]; sus representantes eran reconocidos también
por los oficiales de las potencias aliadas ocupantes como portavoces
legítimos del pueblo alemán e interlocutores para todo tipo de asuntos y
negociaciones. Al obispo de Münster –el conde Clemens August von
Galen– se le ofreció incluso encabezar el gobierno civil en la zona de
ocupación británica.

Cuando el 23 de agosto de 1945 hicieron pública por primera vez


después del final de la guerra una carta pastoral conjunta, los obispos
alemanes se posicionaron también en la cuestión de la culpa y su expiación.
«Muchos alemanes, incluso entre nosotros mismos, se dejaron seducir por
las falsas enseñanzas del nacionalsocialismo y asistieron con indiferencia a
los crímenes contra la libertad y la dignidad humanas», se afirma en la
carta; «muchos apoyaron con su actitud tales crímenes, muchos devinieron
ellos mismos criminales». El episcopado exigió a la vez una «conversión
mediante cristianización». Pero el nuevo comienzo requería también una
amplia pacificación de la sociedad en el espíritu de la reconciliación
cristiana. «¡No os venguéis!», se dice en la exhortación. «¡Toleraos unos a
otros!» [11].
Dos meses más tarde, el 18 y el 19 de octubre de 1945, también los
principales representantes de las Iglesias protestantes firmaron una
declaración sobre el papel de su Iglesia en el pasado reciente. «Nos
acusamos», se afirma en el texto, «de no haber confesado nuestra fe con
mayor valentía, de no haber orado con mayor fidelidad, de no haber creído
con mayor alegría y de no haber amado más ardientemente». Sin embargo,
en el Documento de Stuttgart no ocupó el primer plano, señala Großbölting,
la ilimitada confesión de culpa; antes bien, la declaración aprobada por la
recién fundada Iglesia Evangélica en Alemania (EKD es su sigla en alemán)
se caracterizó, según este autor, «enteramente por compromisos». Una frase
que antecede a la confesión incluyó por eso a las Iglesias protestantes entre
las instituciones que se opusieron al nacionalsocialismo: «En efecto,
durante largos años luchamos en nombre de Jesucristo contra el espíritu que
encontró atroz expresión en el régimen de poder nacionalsocialista».
Los papeles de las dos Iglesias de masas preponderantes en Alemania
divergían entre sí. Mientras que, desde el Kulturkampf [guerra cultural] del
siglo XIX, los católicos eran estigmatizados como «enemigos del Reich» y
perseguidos por el Estado, los herederos de Lutero habían forjado –como
muy tarde en el Imperio alemán [forma de Estado existente entre 1871 y
1918, mantenida nominalmente hasta 1945]– una férrea alianza con el
Estado, plasmada en expresiones como «evangélico y alemán», «trono y
altar», «Imperio, Reich alemán y protestantismo» [12]. En muchas Iglesias
protestantes regionales, el auge de los «Cristianos Alemanes», cercanos al
NSDAP, tuvo lugar en paralelo a los éxitos electorales de los nazis. En las
elecciones al sínodo de la recién creada Iglesia Evangélica del Reich,
celebradas el 23 de julio de 1933, lograron una mayoría de dos tercios y se
aseguraron los más importantes cargos eclesiales. La «Iglesia confesante»,
el movimiento alternativo en el protestantismo, se quedó sin influencia
reseñable.
Teológicamente, la actitud favorecedora del Estado autoritario se basaba
en la doctrina luterana de los «dos reinos», que presentaba a la Iglesia y al
Estado como dominados por Dios. En su escrito Sobre la autoridad secular,
el reformador de Wittenberg había reclamado en 1523 obediencia
incondicional a los poderes seculares dominantes. Únicamente en
confrontación con el nacionalsocialismo consiguió Dietrich Bonhoeffer
romper con esta orientación de pensamiento. En él pudo apoyarse luego
Thomas Mann, quien en mayo de 1945 pronunció en Washington una
conferencia con el título «Germany and the Germans». «Confieso
abiertamente que no lo amo», reconoció en ella el protestante Mann,
revelando su actitud ante Lutero; «lo alemán en estado puro, lo separatista-
antirromano, lo antieuropeo me resulta ajeno y me atemoriza, por mucho
que se presente como libertad evangélica y emancipación espiritual; y lo
específicamente luterano, lo colérico-grosero, los insultos, escupitajos y
estallidos de ira, lo inmensamente robusto asociado con una delicada
sensibilidad y la más extrema superstición en demonios, íncubos y
engendros, todo eso suscita en mí un rechazo instintivo» [13].
Thomas Mann emitió un amargo juicio sobre «Germany and the
Germans»: producto de guerras, el execrable Imperio alemán de la nación
prusiana [nótese la contraposición irónica al Sacro Imperio Romano de la
Nación Alemana] se empeñó en seguir siendo un imperio bélico. Como tal
actuó, robando el sueño al mundo; y como tal se fue a pique [14].
Con la «Declaración en vista de la Derrota de Alemania» de 5 de junio
de 1945, firmada por los cuatro comandantes en jefe de las potencias
aliadas, Alemania fue dividida en cuatro zonas de ocupación. En
correspondencia con ello, los vencedores partieron asimismo en cuatro la
antigua capital del Reich: Berlín. Un Consejo Aliado de Control, compuesto
por los susodichos comandantes en jefe, asumió las tareas de gobierno. El
idioma oficial en cada una de las zonas era el de la respectiva potencia de
ocupación. Quien quería viajar de una parte del país a otra necesitaba un
pase interzonal. La directiva JCS 1067 del gobierno de Estados Unidos al
comandante en jefe de las tropas estadounidenses dejaba claro que no se
ocupaba Alemania «con el fin de la liberación», sino para tratarla como un
«Estado enemigo derrotado». No debía emprenderse nada que pudiera
«contribuir a la recuperación económica de Alemania» o ayudar a que «la
economía alemana se fortalezca». Tampoco se trataba, según comenta la
revista para soldados estadounidenses Stars and Stripes, de «hacer
cumplidos a infanticidas o alimentar con carne en conserva a los bellacos de
la SS».
Stalin veía las cosas de manera análoga. «Esta guerra no es como en el
pasado», declaró el líder soviético antes del final de la guerra en abril de
1945; «quien conquista un territorio le impone también su propio sistema
social». La parte de Europa ocupada por el Ejército Rojo debía ampliarse
con objeto de formar un «escudo de protección» para la Unión Soviética. Se
trataba de un cinturón centroeuropeo que se extendía desde el Báltico hasta
Albania. Para las zonas orientales del antiguo Reich alemán ocupadas –que
pasan a denominarse «zona de ocupación soviética»–, la nomenklatura rusa
tenía en mente una «dictadura revolucionario-democrática del proletariado
y el campesinado». «Debe parecer democrática», afirmó Walter Ulbricht,
quien, con su «Grupo Ulbricht», llegó desde Moscú en abril de 1945 para
dirigir la reconstrucción, «pero hemos de tener todo bajo control».
Quienes no estaban dispuestos a someterse a los nuevos gobernantes de
la zona soviética pronto fueron internados de hecho en «campos
especiales». Entre ellos, «demócratas y socialdemócratas burgueses mal
vistos, hasta comunistas discrepantes», como constata el historiador
Heinrich August Winkler. De los más o menos 120.000 internos de estos
campos de prisioneros, levantados en parte en los terrenos de antiguos
campos de concentración y existentes hasta 1950, unos 40.000 perdieron
allí la vida. En la Unión Soviética, los más de 600.000 soldados del Ejército
Rojo que se habían rendido a los alemanes, fueron integrados en un
«ejército de trabajo» o enviados directamente al sistema de gulags.

La división de Alemania y las zonas de influencia en Europa habían sido


objeto ya de la Conferencia de Yalta, celebrada en la península de Crimea
del 4 al 11 de febrero de 1945. Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y
Josef Stalin posaron satisfechos en una foto de grupo. Cinco meses después,
del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, siguió negociándose en el palacio
Cecilienhof de Potsdam. Los participantes fueron de nuevo los «tres
grandes», con la diferencia de que ahora Estados Unidos, tras la muerte de
Roosevelt, estuvo representado por el presidente Harry S. Truman. A estas
alturas, el desplazamiento de la frontera polaca 200 kilómetros hacia el
oeste era ya un hecho. Polonia se veía compensada así por la pérdida de sus
territorios orientales, anexionados por la Unión Soviética en virtud del
Pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939.
Durante la conferencia, Truman, desde la Casa Erlenkamp, sede de la
delegación estadounidense, da la orden de arrojar las bombas atómicas
sobre Hiroshima y Nagasaki. Estas megaarmas, empleadas por vez primera
el 6 y el 9 de agosto de 1945 respectivamente, matan en el acto a unas
100.000 personas. Se trata casi exclusivamente de civiles y trabajadores
forzados llevados de otros lugares a Japón por el Ejército japonés. Se
supone que hasta finales de 1945 murieron otras 130.000 personas víctimas
de daños causados directamente por las explosiones. Un día antes de la
destrucción de Nagasaki se decidió –con el acuerdo alcanzado por las
cuatro potencias el 8 de agosto de 1945 en Londres– el establecimiento de
un tribunal militar internacional en la ciudad alemana de Núremberg, para
juzgar inicialmente a veintidós de los más importantes criminales de guerra
alemanes, a quienes se les acusa, entre otras cosas, de violación de acuerdos
internacionales, crímenes de guerra y genocidios.
En la Conferencia de Potsdam, los aliados fijaron cinco principios para
transformar Alemania: desmilitarización, desnazificación, democratización,
descentralización y descartelización. Estas medidas se correspondían con
las lecciones que habían extraído de su confrontación con un Estado
agresivo, militarista, racista, dictatorial y de pensamiento uniforme.
También en las Iglesias se empezó a reflexionar sobre las causas de una
devastación sin precedentes históricos. La raíz de los sistemas totalitarios
había que buscarla sobre todo, afirmaba un amplio consenso, en el
alejamiento de Dios. En las iglesias y templos improvisados, muchos
sacerdotes católicos y pastores evangélicos hablaban incluso de un
«castigo» infligido a una sociedad atea. El terror y el colapso no podían
interpretarse –según el teólogo protestante Walter Künneth, miembro
comprometido de la Iglesia confesante durante la locura nazi– sino como
«acontecimiento apocalíptico y juicio divino».
El viento había cambiado de dirección. Tras los estragos de la Segunda
Guerra Mundial, incluido el intento de exterminio del pueblo judío, las
ideologías totalitarias se daban por fracasadas, al menos en la mayor parte
de las sociedades occidentales. Destacados representantes de las Iglesias
sostenían que la visión posibilitadora del desarrollo de un futuro humano
radicaba única y exclusivamente en una renovación religiosa. Después de la
destrucción de la nación y la catarsis purificadora, era necesario un
replanteamiento general. «Es de esperar» que en el pueblo alemán «no haya
ya nadie que niegue la importancia descollante y decisiva de la religión, de
la fe cristiana para la vida social», escribieron en febrero de 1946 el
cardenal Von Galen y el padre jesuita Gustav Gundlach en su borrador de
Katholische Grundsätzen für das öffentliche Leben [Principios católicos
para la vida pública] [15]. Sentían que ahora llevaba ventaja. El inmenso
poder destructivo del pasado reciente había evidenciado, en su opinión, que
únicamente el cristianismo tenía fuerza suficiente para domeñar la mentira,
el afán de poder, el odio, la avaricia, la violencia y el egocentrismo y
devolver la esperanza a las personas.
Heinrich Krone, cofundador de la CDU (Unión Democristiana) y hombre
de confianza de Konrad Adenauer, el primer canciller de la República
Federal Alemana, anotó en su diario el 1 de septiembre de 1945: «La
historia enseña que todos los intentos de dar al pueblo alemán una forma
política sin contar con la colaboración de las Iglesias han fracasado. [...] No
nos queda otra opción que adherirnos como pueblo al cristianismo» [16].
Una advertencia que también fue recogida en 1949 en la Constitución de
Baviera, en cuyo preámbulo puede leerse aún hoy que «las bendiciones de
la paz, el humanitarismo y el derecho [deben] asegurarse perdurablemente»,
teniendo presente «el campo de ruinas al que ha conducido un orden estatal
y social sin Dios».
Ya antes del final de la guerra habían advertido algunos cristianos críticos
que la descristianización de la sociedad conduciría por fuerza a la barbarie.
Así, por ejemplo, en una jornada sobre pastoral de varones celebrada en
Fulda el 22 de octubre de 1941, el jesuita Alfred Delp se quejó de que la
fuerza unificadora de lo cristiano había decrecido alarmantemente y de que
la religión y la cultura se habían distanciado. El presente se había tornado,
según Delp, «ciego y sordo para lo esencial de nuestro mensaje y nuestra
realidad». En una «época descristianizada», en la que cada vez más
personas sabían cada vez menos sobre la Iglesia, el desplazamiento de los
valores tradicionales tenía como objetivo propiciar un racionalismo
tecnoeconómico puramente intramundano. Había que preguntarse
asimismo, sin embargo, «por qué en la Iglesia son tan escasas las personas
irreductibles», los cristianos dispuestos a contradecir los problemáticos
nuevos ideales.
Delp pertenecía desde 1942 al «Círculo de Kreisau», un grupo de la
resistencia que colaboró en la preparación del atentado contra Hitler del 20
de julio de 1944. El jesuita fue detenido el 28 de julio de 1944 en el distrito
muniqués de Bogenhausen, después de celebrar una misa matutina, y
ejecutado el 2 de febrero de 1945 en la prisión berlinesa de Plötzensee.
Poco antes de su ejecución confeccionó el programa de una «santificación
de la vida y el hombre actuales» y de una «educación del ser humano hacia
Dios», en el que la misión de la Iglesia depende de «la seriedad de su
entrega y adoración trascendentes». Como coadjutor, Delp fue un
predecesor de Ratzinger, cuyo primer destino pastoral lo llevó cabalmente a
Bogenhausen. Y casi suena como si más tarde el sucesor, con su insistencia
en que la Iglesia tiene que hacerse pequeña, hubiese asumido el legado del
predecesor. Pues en su último escrito, redactado entre finales de 1944 y
principios de 1945, afirma Delp que en la época posterior a Hitler «debe
hacerse todo cuanto sea posible para mantener y configurar al hombre
cristianamente formado». La renovación de la Iglesia es ineludible, «aunque
comporte renunciar a un número grande» de miembros [17].
Llegados a su destino, los tres nuevos estudiantes procedentes de
Traunstein ven que el último ataque aéreo de los aliados ha dañado
considerablemente también el edificio de la Facultad de Teología y la
catedral de Frisinga. Por eso, la misa solo puede celebrarse en la cripta. Y
también aquí, al igual que en la iglesia de arriba, se han tapado
provisionalmente las reventadas ventanas con sacos de paja. Joseph está
aturdido... y a la vez conmovido. ¡Qué gran tesoro de sublime cultura
espiritual! La imponente catedral. La iglesia de San Benito. La iglesia de
San Juan Bautista. El antiguo convento de los premonstratenses, el claustro
gótico, el patio de la catedral, la facultad: todo parece estar armonizado y
entrelazado, todo tiene sentido y razón en el conocimiento de aquellas leyes
que se entienden en consonancia con un orden superior.

Sea como fuere, las impresiones de las que Joseph se empapa con la
avidez de un descubridor de nuevos mundos resultan «abrumadoras». En
verdad «arrebatadora» e «impresionantemente bella» le parece sobre todo la
catedral. En el atrio le reciben las estatuas del emperador Federico
Barbarroja y su esposa Beatriz. Las pinturas del techo permiten asomarse al
cielo, donde en frescos de alegres colores impone Cristo la corona de la
vida eterna a san Corbiniano, el primer obispo de Frisinga. En el altar
mayor, la copia de un inmenso cuadro de Peter Paul Rubens muestra con
dramática escenificación a la «mujer del Apocalipsis». La escena se refiere
al capítulo 12 del Apocalipsis de Juan, en el que una mujer, revestida del sol
y coronada por doce estrellas, da a luz a un hijo. Y mientras un dragón
amenaza a la madre, el niño es llevado al cielo por los ángeles.
También en una de las columnas en la cripta de la catedral se ven
dragones. Caballeros con cota de malla, espada y escudo luchan contra las
rugientes bestias. A uno de ellos se le ha quedado atrapado el pie en las
fauces de un dragón. La Ecclesia, la Madre Iglesia, mira en la
representación hacia oriente, segura de la victoria, al tiempo que con las
manos rodea un lirio. ¡En efecto! ¿No acababa también esta Ecclesia de
resistir a una gran bestia, al dragón que amenazaba con precipitar al abismo
a todas las naciones?
La suerte está echada. «Volver a vivir en libertad, un eón en el que la
Iglesia puede ponerse de nuevo en camino y es requerida y buscada»,
suscitó energías totalmente nuevas, cuenta Ratzinger. Todo lo precedente ha
sido mero prólogo. Es ahora cuando hay que tender los cimientos. En esa
tarea, el Mons Doctus, el Monte de los Sabios, se convertirá en hogar
intelectual y troquel para la obra que Joseph Aloisius Ratzinger va a llevar a
cabo con su vida. A excepción de Roma, en ningún otro lugar permanecerá
tanto tiempo como en el Domberg [Monte de la Catedral] de Frisinga. Aquí
descubre y desarrolla su talento teológico y literario. En la atmósfera
espiritual del Domberg surge su tesis doctoral. Aquí escribe también la tesis
de habilitación. Aquí enseña por primera vez, como jovencísimo docente,
desde un atril universitario. Y, sobre todo, en Frisinga recibe las órdenes
mayores que hacen de él un presbítero.

Pero primero había que afianzarse, lo que no resultó especialmente


difícil. En aquella esfera agitada de la posguerra, dice Ratzinger, «la
esperanza era más fuerte que la preocupación». Al llegar al monte sagrado
de Frisinga le embargó una «gratitud generalizada». Y cobró conciencia de
que «ahora se iniciaba una nueva fase histórica para el cristianismo». Con
cierta exaltación afirma en sus memorias: «Esta gratitud suscitó una
voluntad omnideterminante de recuperar por fin el tiempo desaprovechado
y de servir a Cristo en su Iglesia en aras de una época nueva y mejor, de una
Alemania mejor, de un mundo mejor» [18].
13
El Monte de los Sabios

U na pequeña anécdota que a principios de 1946 se contaba en el


Domberg de Frisinga ilustra de forma nada dramática la
menesterosidad de los primeros años de posguerra, pero también su
encanto, debido a la escasez material de la época.

La protagonizaron tres obispos: Josef Frings, el conde Konrad von


Preysing y el conde August von Galen, el León de Münster, quien había
demostrado su talla en la lucha contra el programa de eutanasia de los nazis.
El papa Pío XII había convocado a Roma a estos prelados, titulares
respectivamente de las sedes episcopales de Colonia, Berlín y Münster, para
reconocer con el capelo cardenalicio su férrea actitud frente al régimen
nacionalsocialista. En Colonia, los ocupantes británicos pusieron a
disposición de Frings y Von Galen un avión militar, en el que, sin embargo,
uno de los futuros purpurados no cabía. «Tiene justo el tamaño de un ataúd
para mí», exclamó el León de Münster, que medía 2,04 metros.

Como estaba prevista la llegada de un frente borrascoso, se decidió que


un general de brigada apellidado Sedgwick llevara a Italia a los dos obispos
en automóviles requisados ex profeso en el último momento. Pero en medio
de la incesante lluvia uno de los vehículos no tardó en averiarse, y el tren
anunciado no llegaba a causa de las inclemencias climatológicas. Frings,
que no llevaba un centavo en el bolsillo, perdió la paciencia: «General, por
favor, dé Ud. la vuelta», le suplicó a Sedgwick. «Puedo vivir sin ser
cardenal».

En algún momento, tras una odisea de nueve días vía París y Milán,
Frings y Von Galen llegaron por fin a la estación de Roma Termini. En el
tren, algunos viajeros ofrecieron al arzobispo de Colonia té y galletas. El
obispo Von Preysing estaba ya en Roma, pero también él había tenido que
arreglárselas para llegar desde Berlín vía París. Habían dado «imagen de
pobreza», anotó Frings en su diario; «he venido con una maleta cerrada con
una cuerda, y Von Galen con una gran sombrerera en la que llevaba el
capelo púrpura». Cuando los 32 cardenales recién nombrados entraron en la
basílica de San Pedro el 18 de febrero de 1946, Von Galen fue quien, como
decidido adversario de los nazis, recibió el mayor aplauso de todos. «A mí
no me conocía nadie», escribió lacónicamente Frings. El viaje de vuelta
transcurrió, gracias a Dios, sin problemas. El cardenal neoyorquino Francis
Spellman, compadeciéndose de sus hermanos alemanes, les compró billetes
de avión [1]. El de Von Galen sería, sin embargo, un cardenalato muy
breve. Al poco de regresar de Roma, con 68 años de edad, tuvo una
apendicitis y dos días después, el 22 de marzo de 1946, entregó su alma al
Creador, como decían los obituarios. Frings, por el contrario, desempeñaría
aún un importante papel. Para la Iglesia universal, pero también como
mentor de aquel joven que justamente se dispone a empezar su carrera
teológica con el estudio de la filosofía en el Domberg de Frisinga.
El principado-obispado de Frisinga fue antaño el centro cultural de
Baviera y superó en rango incluso a la capital y corte, Múnich. Solo
cuando, a consecuencia de la Revolución francesa, el Sacro Imperio
Romano de la Nación Alemana colapso en 1802-1803, se produjo también
el fin del antiguo obispado de Frisinga. La sede episcopal fue trasladada a
Múnich, y el nuevo arzobispado de Múnich-Frisinga sucedió a la antigua
diócesis de Frisinga. El obispado creció considerablemente en extensión al
incorporar casi todos los territorios bávaros del añejo arzobispado de
Salzburgo, del obispado de Chiemsee y de la antigua prepositura
principesca de Berchtesgaden. Pero, como bastión espiritual, el Mons
Doctus, el Monte Sabio, continuó siendo el centro de los estudios católicos
clásicos, en el que el legado de la Antigüedad podía conjugarse a la
perfección con los conocimientos de la Modernidad.
El historiador local Benno Hubensteiner describe el genius loci con estas
palabras: «La ciudad vivía del clero. Todo lo recibía de su carácter
espiritual, de sus iglesias y conventos». Así como Altötting se tenía por el
corazón piadoso de Baviera, Frisinga era, en cierto modo, la joya espiritual-
intelectual. Con la catedral, la facultad de teología, las bibliotecas y los
soportales, el asentamiento en el monte –en el que desde hacía un milenio
se formaba a la élite clerical de la diócesis–, era una suerte de república
presbiteral en la que regían reglas propias, un espíritu singular de fe, ciencia
y culto a Dios. «Por fin había llegado la hora»; Ratzinger no cabe en sí de
gozo por la novedad. Todo en él, explica retrospectivamente, es un
sentimiento de «esperanza y expectativa». Vive como una auténtica
«realización» el «empezar por fin [los estudios] e ingresar en el mundo del
saber y de la teología, así como en la comunidad de camino formada por los
seminaristas» [2].
El patio interior del antiguo palacio de los príncipes-obispos, con su
fuente de cristalino murmullo y los soportales azotados por el viento, no
conserva en estos días, sin embargo, nada del alegre y bello aspecto que
tuvo en siglos pasados. En una de las esquinas del patio se desempaquetan
zapatos. Material enviado desde Nueva Zelanda por un comité de ayuda. En
otra, un grupo de refugiados arrastra un carro de adrales cargado con
enseres domésticos. La mayor parte del cuadrado patio es ahora un hospital
militar. Las enfermeras atienden a soldados heridos y a víctimas de ataques
aéreos. Es una suerte que la facultad de teología disponga de una granja
propia, aunque en estos meses el menú se compone casi siempre de patatas
cocidas con piel.
Cuando se reúnen por primera vez, los 120 aceptados para estudiar en
Frisinga como seminaristas mayores parecen más un grupo de forajidos que
una nueva élite clerical. La selección ha sido rigurosa. Algunos candidatos
han sido rechazados porque no se les ha considerado capaces de soportar las
tensiones nerviosas que conlleva la vocación sacerdotal. Entre los
principiantes hay también exoficiales del Ejército con el rango de mayor,
viejos «guerreros» de 40 años que, como evoca Ratzinger, «nos miraban a
los jóvenes por encima del hombro como a niños inmaduros que no
habíamos vivido aún los sufrimientos necesarios para ejercer el ministerio
presbiteral ni atravesado las noches oscuras sin las que el “sí” al sacerdocio
no puede encontrar su forma plena» [3].
Con su severo orden y su atmósfera clerical, el Monte de los Sabios es un
mundo en sí, católico sin fisuras. «Existía una unidad: la catedral, los
docentes, los catedráticos, la vida litúrgica del seminario», señala el
entonces seminarista Walter Brugger; «aquí surgía una conciencia especial.
Y había un ideal determinado, que marcó a generaciones de presbíteros»
[4]. Cerradamente católico no quiere decir cerradamente retrógrado. Al
contrario, «nos sentíamos progresistas», rememora Ratzinger: «Queríamos
renovar la teología de raíz y, por lo tanto, también configurar a la Iglesia de
forma nueva y más viva» [5]. Los jóvenes se sentían afortunados de vivir en
una época «en la que se abrían nuevos horizontes, nuevos caminos». A
pesar de una cierta opresión, porque «de algún modo aún se respiraba la
guerra en el ambiente», el «estar ahora todos juntos era motivo de alegría».
La gratitud y la voluntad de ponerse en marcha eran los sentimientos que
marcaban tanto a estudiantes como a profesores en esta nueva «comunidad
de camino». Enseguida surgió una «atmósfera muy viva» y «un gran ímpetu
intelectual por el que uno era realmente arrastrado» [6].

La mayor parte de los estudiantes procedían de seminarios menores


católicos. Habituados a los reglamentos severos, el orden que regía en el
Domberg se les antojó punto menos que liberal. Se levantaban a las 5:30. A
las 6:00 se reunían en la sala de estudio para hacer la oración matutina y la
meditación. Media hora más tarde seguía la santa misa en la capilla de la
casa, por supuesto en ayunas, como es preceptivo para recibir la sagrada
comunión. Y al terminar, el desayuno, con café, pan negro y mermelada,
aunque al principio la «mermelada» era en realidad remolacha cocida.

A Joseph se le abrió un mundo nuevo. Estaban las aulas, la biblioteca del


seminario, la sala capitular, donde se tocaba música. Los corredores
interminables, las salas de la facultad, las baldosas del suelo, los techos
altos y, no menos importante, el característico olor de las instituciones
clericales: todo ello creaba una atmósfera cuasimonástica y transmitía a la
vez el efluvio de una venerable universidad católica con una comunidad
unida en la quietud y la oración. Como sala de estudio se utilizaba el
antiguo salón de los príncipes-obispos, cuyas paredes estaban tapizadas en
seda roja. En el «Salón Rojo» había pupitres de pie con forma de tejado de
dos aguas, en cada uno de los cuales podían trabajar cuatro estudiantes, dos
a cada lado. En el refectorio, además de las mesas de los estudiantes, estaba
en la cabecera la mesa presidencial para el rector, el vicerrector y los
profesores. De que en la casa reinara un ambiente de familia se ocupaba
«Papa Höck», el rector, una persona especialmente jocosa, creativa y
solícita que «para nosotros los seminaristas era un verdadero padre», como
recuerda Ratzinger. Su solicitud se extendía también a los refugiados, a
quienes gestionaba sus asuntos con las autoridades y buscaba viviendas y
puestos de aprendiz.
Al igual que los tres seminaristas de Traunstein, Höck era oriundo de las
montañas bávaras, en concreto de Inzell. «Mis queridos paisanos», les
gritaba ya desde lejos a los tres muchachos cuando coincidía con ellos.
Quizá se sentía especialmente próximo a Joseph y Georg porque también él
tenía un hermano sacerdote. Tras aprobar el curso de acceso a la
universidad en Frisinga y realizar sus estudios universitarios en Roma,
residiendo en la Pontificia Universidad Gregoriana, Höck regresó al
Domberg con un doble doctorado en Filosofía y Teología. Eran famosas sus
postzoenales, como llamaba a sus breves alocuciones tras la cena,
salpicadas de cariñosos consejos, por ejemplo: «Deben ir Uds. pensando ya
en ponerse los calzoncillos pulgueros».
Encima del refectorio se encontraban los dormitorios, cada uno con
capacidad para cuarenta seminaristas. Nadie había pensado en la posibilidad
de calentar estos pabellones. De todos modos, cada cama, cada espacio de
descanso nocturno estaba rodeado por una cortina blanca que llegaba hasta
el suelo y le daba el aspecto de una tienda de beduinos o un wigwam de los
indios norteamericanos. En los lavabos situados a un lado seguramente se
producían todas las mañanas animadas disputas por hacerse con uno de los
escasos sitios. Las duchas estaban en el sótano. Solo se duchaban cada
catorce días, y cada uno de los muchachos debía apuntar en una hoja
colgada con un horario a qué hora quería hacerlo.

Las asignaturas que cursa Joseph en sus estudios filosóficos son:


Filosofía General, Historia de la Filosofía, Historia Profana, Biología,
Pedagogía y Psicología. A ello se sumaban Derecho Canónico, Teología
Dogmática, Moral, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. Quienes han
sido admitidos con solo el «certificado de idoneidad», como los Ratzinger,
tienen que hacer cursos de recuperación en Latín, Griego, Historia y
Biología. Hay además un curso de Hebreo. Los paseos son obligatorios.
Entre media hora y una hora al día. No para relajarse, sino para
«reflexionar» sobre las clases recién escuchadas. Para este fin, los
seminaristas disponían del jardín en la parte soleada del seminario, un
«paraíso» en percepción de muchos que, con el viento cálido propicio,
ofrecía una vista maravillosa de los Alpes bávaros. A la caída de la tarde, el
director espiritual daba un impulso –los llamados puntos– para la
meditación. A las 20:15 comenzaba el silencio nocturno. Tras una protesta
de los veteranos de guerra, dos días a la semana se permitía el estudio
vespertino en la sala de estudio. Hasta las 22:00, como muy tarde.

Siempre que el cardenal –quien, a pesar de su avanzada edad, sigue


teniendo un porte lleno de dignidad gracias a su imponente figura y su
magnética presencia– viene de visita y a comer en la mesa señorial» del
refectorio, reina una inmensa agitación. En las celebraciones litúrgicas,
Faulhaber arrastra una cola de siete metros de longitud, la cappa magna. En
cada ocasión, los educadores asignan a uno de los seminaristas –a veces le
toca a Joseph– el servicio ad caudam, para llevar la pesada capa. Si el
cardenal llegaba alguna vez a hablar con uno de los candidatos al
sacerdocio, lo hacía «con mucha lentitud y de forma deliberadamente
acentuada», rememora Georg. Pero para nosotros aquello era como
habernos entrevistado con el buen Dios en persona».
De nuevo es Joseph el de menor edad y uno de los más débiles del
abigarrado grupo. Un muchacho de pueblo, enjuto de carnes, con una forma
de hablar un tanto rústica y precisa inteligencia. Entre los 120 seminaristas
de primer curso, Joseph es el que menos llama la atención. De aquella
época apenas existen anécdotas sobre Ratzinger porque, según su
condiscípulo Josef Finkenzeller, «era un estudiante en extremo reservado.
Eso se debía sencillamente a su modestia» [7]. El educador de la sala de
lectura, su posterior amigo y mentor Alfred Läpple, percibió enseguida que
en el joven maduraba un talento especial. «Me llamo Joseph y tengo un par
de preguntas», así se le presentó Joseph, relata Läpple. El muchacho le
pareció verdaderamente «una esponja seca que absorbe agua. Su curiosidad
intelectual no tenía límite. Oír algo nuevo o poder corregirse o
perfeccionarse le hacía en extremo feliz» [8].
Georg no tarda en adueñarse del órgano en la capilla de la casa y sabe
también cómo hacerse sitio en otros terrenos: «Mi hermano era un
estudiante muy aplicado», observa Joseph. Aprendió a «aprovechar su
tiempo hasta el límite de lo posible. El coro masculino, el coro catedralicio,
la profundización en el tratado de armonía y el contrapunto: todo ello
formaba parte de sus tareas en igual medida que la ejercitación con los
instrumentos, piano y órgano, que llevaba a cabo con extraordinaria
entrega» [9].
Para distinguir a los dos hermanos, se generaliza para Georg el mote
«Ratón del órgano» [Orgel-Ratz, de Orgel, «órgano», y Ratz(e), «rata,
ratón» y, a la vez, las cuatro primeras letras del apellido Ratzinger]. Joseph
es, no sin razón, el «Ratón de los libros» [Bücher-Ratz] o «Ratón de
biblioteca»: aguanta horas con el tronco inclinado hacia delante sobre el
puesto de estudio, el lápiz en la mano derecha, a la izquierda el vade sobre
el que escribe y el libro abierto. «Siempre que uno entraba en la biblioteca,
allí estaba sentado ya Joseph», refiere su condiscípulo Willibald Glas [10].
«No hacía más que estudiar», recuerda otro compañero; «libros, libros,
libros». Si Ratzinger era ya antes de la guerra un entusiasta lector de gran
literatura, ahora se añade una inmensa lista de escritores por descubrir:
Dostoievski, Thomas Mann, Kafka, Gertrud von Le Fort, Elisabeth
Langgässer, Ernst Wiechert o también Annette Kolb. A ellos hay que sumar
a los grandes autores franceses: Claudel, Bernanos, Mauriac.

Pero en la maleta que Joseph trae de casa hay también obras de ciencia
ficción, como Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley publicada en
1932 que describe la sociedad anónima y deshumanizada del año 2540. Sus
padres le habían regalado Señor del mundo, la novela apocalíptica del
escritor y sacerdote inglés Robert Hugh Benson. La traducción alemana de
este libro, elogiado como «novela católica sobre el futuro» y «novela sobre
el fin del mundo», vendió 40.000 ejemplares entre 1923 y 1939. Es la visión
de un Anticristo moderno, que so capa de progreso y humanitarismo llega a
convertirse en el señor de la Tierra. Tras eliminar el cristianismo, imponer
una unificación política universal y fundar una nueva religión de la
humanidad, es adorado como un nuevo Dios. Setenta años después también
el papa Francisco encomiaría Señor del mundo. Con este libro, Benson,
según Bergoglio en una de sus meditaciones matutinas, «se percató pronto
del drama de la colonización ideológica; les recomiendo que lo lean» [11].
En las clases, Joseph toma diligentemente apuntes. En una ocasión le
preguntó el rector Höck: «¿Sabe Ud., por casualidad, que dice Tomás de
Aquino sobre este punto?». Respuesta: «Sí, hay ocho pasajes donde alude a
él. ¿Cuál de ellos quiere que le comente?». Perder inútilmente el tiempo no
es una opción para él. Mientras los demás pasan el fin de semana, conforme
a lo prescrito, paseando para recuperarse, haciendo una excursión o
bañándose, él dice que no con un gesto. «Joseph también podía ser jovial»,
relata su amigo Berger; «no es un tipo que se aísle ni que esté ensimismado,
pero tampoco ningún tarambana». Lo que no quiere decir que en las fiestas
no recite de vez cuando poemas, algunos en latín, otros en griego, en los
que, a la manera de los antiguos, tributa un pequeño homenaje, por ejemplo,
al cumpleañero. O que no provoque risas aprobatorias cuando, echando un
rápido vistazo al menú y viendo que de postre hay compota de manzana,
proclame: Habemus Apfelmus!

El bajito de Hufschlag pronto cobra fama de ser alguien capaz de pasear


durante horas por la orilla del río Isar discutiendo con amigos sin percatarse
de que cerca hay agua. Alguien a quien realmente consume «la sed
intelectual y literaria», «la sed de conocimiento» [12], como él mismo es
consciente. A condiscípulos como Georg Lohmeier les impresiona «su
aguda inteligencia y su don para formular las cosas de modo certero. Era
serio y callado, un modelo de erudición y diligencia». Asombrado está
también Georg Ratzinger: «Tras la guerra descubrí que en muchos terrenos
mi hermano era sencillamente más dotado que yo». Pero nunca «existió
entre nosotros nada parecido a la competencia»; cada uno poseía sus
talentos. A Rupert Berger le imponía «la penetrante inteligencia y el
inmenso don lingüístico» de su amigo: «Habla como un libro abierto. En
ocasiones de manera casi afectada, pero siempre fascinante, sobre todo para
las mujeres». Berger resume así la impresión que en aquel entonces tenía de
él: Aspecto: lleno de energía, fresco, interesado en lo que le rodea,
entusiasta, inexperto, inocente. Su naturaleza: muy inteligente, pero
también muy sensible. Y amable con todo el mundo».

Uno de los compañeros de dormitorio de Joseph es Pavlo Kohut, un


ucraniano greco-católico, un año mayor que él, que había llegado a
Alemania huyendo de los rusos y ahora quería ser sacerdote. «Enseguida
me dije: “Esta es una persona con la que no te puedes comparar; se trata de
alguien muy especial”». Kohut tenía problemas con el alemán; Ratzinger lo
ayudaba a escribir cartas, a hacer tareas de clase, a mejorar sus trabajos. Sin
embargo, nunca le agobiaba; al contrario, era muy prudente. Al ucraniano le
llamaba la atención su «extraordinario poder de concentración, ya estuviera
estudiando, trabajando o hablando conmigo. No permitía que nada lo
distrajera». También Kohut confirma que «no paraba de estudiar,
continuamente tenía sed de nuevos conocimientos. Siempre que lo veía,
estaba leyendo; aprovechaba cada minuto. Y siempre era muy disciplinado,
muy organizado» [13].
El seminarista bisoño también recuerda un poco, ciertamente, al
«principito» del relato homónimo del autor francés Antoine de Saint-
Exupéry, cuya traducción alemana apareció en 1950. ¿Acaso no era también
él uno de esos principitos que en su viaje por el universo quieren descubrir
los misterios de la amistad, la solicitud por los demás, la responsabilidad y
el amor? Sea como fuere, a Ratzinger le conmovió mucho a la sazón Saint-
Exupéry. De El principito ha citado luego con bastante frecuencia la frase
central de la parábola: «Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial
es invisible para los ojos».

Los recuerdos del propio Ratzinger sobre los comienzos en el Mons


Doctus son más bien sobrios. Solo Georg está al tanto de que a su hermano
pequeño le atormenta un dolor de cabeza casi ininterrumpido, como el que
también sufre la madre. Las pastillas no sirven de nada. Más tarde, la
fisioterapia atenuará algo el sufrimiento, pero la molestia permanecerá. De
hecho, al joven no le resultó nada fácil acostumbrarse a Frisinga. En el
Domberg tuvo «un gran comienzo, pero no exento de peligro», confesará él
mismo más tarde. Esta frase sugiere cuán grandes luchas conllevó aquello.
Estaba, por una parte, el esfuerzo del estudio. Posiblemente también
desempeñó un papel la añoranza del hogar, que él trataba de aliviar con su
aplicación al trabajo. Läpple recuerda haber visto con frecuencia a Joseph
«un poco solitario». «Siempre andaba cavilando». Además, se percató en su
protegido de un rasgo caracterológico que no ayuda precisamente a hacer
carrera: «No sabe fingir, no sabe disimular. Le duele que alguien no sea
honesto, que haga teatro» [14].
En la trayectoria vital de Joseph Ratzinger aparecerán reiteradamente
acompañantes, amigos paternales la mayoría de las veces, que reconocen y
fomentan los talentos extraordinarios del sumamente motivado muchacho.
En Frisinga, este papel lo cumple sobre todo el ya mencionado Alfred
Läpple, quien se preparaba en el Domberg para concluir sus estudios y
recibir la ordenación sacerdotal y que, como educador, tiene la tarea de
ayudar a los seminaristas de Frisinga cuando en sus pupitres de pie se
debate con conceptos como «crisis existencial» o «presencialización óntico-
sacramental».
Durante su cautiverio en Foucarville, al sur de El Havre, en uno de los
mayores campos estadounidenses de prisioneros de guerra, con casi medio
millón de soldados alemanes internos, Läpple, oriundo de Garmisch-
Partenkirchen, había reunido a clérigos católicos, pastores protestantes y
estudiantes de Teología de ambas confesiones en una «universidad del
campo», con un programa de clases muy concurridas y una pequeña
biblioteca. Läpple estaba influido por su maestro Theodor Steinbüchel y su
introducción al pensamiento de Heidegger, Jaspers, Nietzsche, Bergson y la
nueva fenomenología de Husserl. En el curso de estos años, en el Mons
Doctus se formaría, más allá de Läpple, una red de futuros colaboradores y
acompañantes en los que Ratzinger pudo confiar luego plenamente. Además
del fiel Rupert Berger y los amigos Franz Niegel y Franz Mußner y otros,
entre ellos estaba también su «discípulo primigenio», como lo llama
Ratzinger: Vinzenz Pfnür, quien siguió al maestro de Frisinga a Bonn, para
más tarde convertirse, ya como catedrático él mismo, en un importante
promotor del proceso ecuménico. O Leo Scheffczyk, un seminarista de la
archidiócesis polaca de Breslavia nacido en 1920. Durante los años que
Ratzinger fue arzobispo de Múnich, Scheffczyk, catedrático en la
universidad de la capital bávara, era «una garantía de que en mi diócesis la
teología dogmática se enseñaba adecuadamente». Siendo prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger solicitaba
ocasionalmente dictámenes –los llamados vota– a su condiscípulo de
Frisinga: «Cuando se le pedía algo, siempre sabíamos, primero, que haría
realmente el trabajo y, segundo, que lo haría bien».
Dos conocidos de Múnich y Frisinga, Ludwig Hödl y Johann Baptist
Auer, compartieron luego, ya como catedráticos, claustro con Ratzinger en
Bonn y Ratisbona. Sobre el hijo de cervecero Johann Auer, diecisiete años
mayor que él, dirá más tarde Ratzinger: «La riqueza de las visiones de
conjunto sobre la historia del espíritu que ofrecía y la honda piedad que
impregnaba sus clases, así como la cordial humanidad que irradiaba, me
atrajeron desde el primer momento». Auer era tenido por un conservador
tocado con la proverbial liberalitas Bavariae. «Por desgracia, debo
reconocer», solía decir, «que Dios nuestro Señor ha creado también a los
llamados progresistas. Y presumiblemente lo ha hecho incluso con alguna
intención» [15].

El hecho de que Joseph fuera en extremo exigente consigo mismo no


hizo de su primer semestre en Frisinga precisamente un paseo. Estaba la
ardiente curiosidad por el conocimiento científico [entendiendo «ciencia»
en sentido amplio como saber sistemático], pero también había una
ambición que lo propulsaba. «Se notaba que quería ser catedrático», dice
Rupert Berger: «Mientras que la mayoría deseábamos dedicarnos a la
pastoral, él hacía teología como ciencia». Pero hay algo más.
«Cuando inicié los estudios de teología», confesó en una ocasión
Ratzinger, «comencé a interesarme también por los problemas
intelectuales». Y ello, aclara, «porque estos desvelaban el drama de mi vida
y, sobre todo, el misterio de la verdad». El futuro papa explicó qué debía
entenderse por ello diciendo que para él se trataba de hecho de la
confrontación con las preguntas: «¿Qué debo hacer con mi vida? ¿Debo ser
sacerdote o no? ¿Seré idóneo para ello o no? Y, sobre todo, ¿por qué
existo?, ¿qué pasa conmigo?, ¿quién soy?».
Con sinceridad reconoce Ratzinger que durante largo tiempo le costó
verse a sí mismo como sacerdote en la comunidad, «puesto que yo era más
bien tímido y carente de todo sentido práctico». Además, no se consideraba
«dotado para el deporte ni para las tareas organizativas o administrativas».
A ello se añadía para este joven proclive a la timidez y la soledad la duda de
si «sería capaz de conectar con las personas». Fueron preguntas, confiesa
Ratzinger, «que no siempre resultaron fáciles de responder». «Crisis no
faltaron» [16].
Durante su cautiverio tras la guerra había tomado una decisión: «Sabía
adonde pertenecía». No le cabía duda alguna de que su lugar estaba en la
Iglesia. Pero aún no tenía claro dónde exactamente. El conflicto
fundamental es más dramático de lo que uno esperaría: «No podía estudiar
teología para hacerme catedrático», admitió en el libro-entrevista La sal de
la tierra. Y con desbordante franqueza añadió: «Aunque ese era mi deseo
secreto» [17].
Abierta debe quedar la pregunta de si al joven seminarista, que a la sazón
tiene ya 19 años, le crearon dificultades también los conflictos con la
autoridad. «En cierto modo siempre los hubo, sin duda», dijo en una de
nuestras conversaciones [18]. Fue imposible sacarle algo más concreto.
Pero con su padre, acentúa, tuvo «una relación muy estrecha». La piedad
cultivada por el gendarme Ratzinger invitaba, de hecho, a ensayar algo
nuevo sin necesidad de pensar en un descalabro. En la firme vinculación
con la tradición, la conquista de nuevos horizontes no se asociaba a una
rebelión, sino que era sencillamente el reto de trasponer y ampliar el legado,
en formas que aseguraran su continuidad, desde lo conocido y
experimentado a los nuevos tiempos. Dicho con ayuda de una metáfora: por
antiguo que fuera, el glaciar debía mantenerse tal cual. Si colapsaba,
surgiría un ablandamiento capaz de desencadenar una inundación enorme.

De hecho, a medida que Joseph crecía, padre e hijo iban asemejándose


cada vez más en la forma de pensar, el carácter, la racionalidad, incluso en
una cierta severidad y terquedad. Se entendían instintivamente: «Mi padre
era un hombre de sobria piedad», acentuó Joseph hijo, «y ahí me encuadro
yo también». Los Ratzinger, dice, «no somos muy dados a lo emotivo».
Con el padre no compartió, sin embargo, el entusiasmo que le suscitaba el
conocimiento de cosas nuevas en Frisinga, la posibilidad de explorar nuevas
sendas. «Él no era dado a hablar sobre ese tipo de cosas. Pero sabía que
estábamos en buenas manos y que no íbamos a perder el fundamento
espiritual, la oración y los sacramentos. Eso era lo decisivo para él» [19].
¿No era su estado de conciencia fruto también de un maestro muy
especial, su propio padre, cuya enseñanza a partir de la vida tenía más
fuerza de persuasión que la que pudiera impartir el mejor catedrático?
Cuán parecidos habían devenido padre e hijo se evidencia en una
anotación realizada por J. Ratzinger sénior en el libro de peregrinos del
pequeño santuario de Handlab, en la Baja Baviera, al que el padre del papa
acudía a menudo. En el texto escrito en la posguerra por el literariamente
talentoso gendarme se constata un estilo cuya sobriedad y afán descriptivo
terminarían siendo característicos también del hijo:
«Hoy me ha sido concedida la dicha de peregrinar hasta aquí. El interior del
pequeño santuario me ofreció una visión realmente abrumadora. [...] Las manos del
artista han logrado sacar a la luz los antiguos frescos del techo, en la medida en que
se habían conservado, y devolverlos como nuevos a su forma originaria. Los
numerosos exvotos antiguos han sido reordenados de modo razonable, bello y
armonioso, además de reubicados adecuadamente. Se ha ganado con ello mucho
espacio para nuevos cuadros de calidad artística y contenida religiosidad [...] que
siempre nos impulsan hacia lo alto. Resultaría demasiado extenso comentar en
detalle esta renovación, pero aún hay algo más que debo señalar: el conjunto, en su
diversidad, forma de manera hondamente religiosa una unidad que exclama: sursum
corda» [20].
14
Culpa y expiación

P or fin podían tener lugar en Múnich y otras grandes ciudades funciones


teatrales. Se representaban dramas de autores extranjeros como Jean
Anouilh, T. S. Eliot y Thornton Wilder, prohibidos en tiempos de los nazis.
El presidente regional de Baviera era el socialdemócrata Wilhelm Hoegner,
jurista retornado del exilio suizo. «La cabeza dice, por muchas razones,
“Alemania”; pero el corazón pertenece a Baviera, nuestra patria chica» [1].

A su destituido predecesor, Fritz Schäffer, quien había presidido el


primer gabinete bávaro de posguerra a propuesta del cardenal Faulhaber, le
había reprochado el mando estadounidense falta de energía en la puesta en
práctica de la desnazificación. El antiguo secretario general del Partido
Popular Bávaro, formación suprimida por los nazis, había argumentado que
no se podía llevar a cabo de modo inmediato y exhaustivo el examen y
despido de unos 470.000 funcionarios, pues, si se procedía así, el sistema
entero colapsaría.

Casi a diario informan ahora los periódicos del proceso de Núremberg


contra los criminales de guerra; y lo hacen con fotos de montañas de
cadáveres de los campos de concentración, que muestran todo el abismo del
sistema ateo. «Sabíamos, desde luego, que existían campos de
concentración donde se asesinaba», admite Georg Ratzinger. También a uno
de sus primos por parte materna, un muchacho alegre, pero con una
discapacidad intelectual, se lo llevaron un buen día los nazis, que más tarde
lo asesinaron como vida indigna de ser vivida». «A pesar de ello, mucho de
lo que conocimos después de la guerra desbordó incluso nuestras más
lóbregas sospechas».
La confrontación con el pasado más reciente comenzó de forma
titubeante y contenida, pero comenzó. En el año en que Ratzinger inició sus
estudios apareció El Estado de la SS: El sistema de los campos de
concentración alemanes, de Eugen Kogon, la obra de referencia sobre el
tema. El psicoanalista Erich Fromm publicó El miedo a la libertad, cuya
edición alemana (el original fue escrito en inglés) se subtitula: «Sobre los
impulsos a renunciar a la libertad en los Estados totalitarios». Pronto
causaría furor el filósofo Karl Jaspers con su obra El problema de la culpa,
dedicado al debate sobre la «culpa colectiva» alemana.
En Frisinga no se abordaron con decisión los horrores del régimen nazi
ni su conexión con la responsabilidad personal de cada uno. Según Läpple,
predominó el sentimiento de estar en deuda, de tener que compensar de
algún modo el haber escapado con vida de los campos de batalla. Muchos
de los supervivientes eran incapaces de «verbalizar su destino». «No había
nada que discutir», prosigue Läpple; «ninguna respuesta por nuestra parte
podría haber explicado cómo personas cristianas habían podido idear y
dirigir los campos de concentración». Así y todo, los seminaristas intuyeron
que su acción pastoral había cobrado una nueva dimensión: «Sabíamos que
al confesionario vendrían personas a contar que habían servido en este o
aquel campo de concentración o habían matado a gente en la guerra, que
habían disparado a partisanos». Junto a víctimas y verdugos habría otros
que se arrodillarían ante el confesionario porque no conseguían olvidar que,
regresando de Rusia, habían acabado con la vida de compañeros
gravemente heridos que les suplicaban el tiro de gracia.
Echando la vista atrás a la época nazi, Ratzinger subraya que su familia y
él experimentaron a la Iglesia «como perseguida y como espacio de
resistencia». «Estaba muy claro que una de las primeras cosas que harían
los nazis después de la guerra, si la ganaban, sería acabar con la Iglesia
católica, a la que toleraban solo porque durante la guerra era necesario
contar con todas las fuerzas». En el Domberg, los seminaristas tenían en la
persona del rector Michael Höck el vivo ejemplo de esta experiencia. Los
nazis procesaron ya pronto al redactor del Münchner Katholische
Kirchenzeitung, confiscado una y otra vez tanto por la Gestapo como por la
Cámara de Prensa del Reich. En 1940, fue condenado a ocho meses de
prisión por manifestaciones críticas contra el régimen. A consecuencia de
una nueva detención el 23 de mayo de 1941, llegó al campo de
concentración de Dachau el 11 de julio de ese mismo año, tras pasar por el
campo de concentración de Oranienburg, junto a Sachsenhausen (en
Brandeburgo, no lejos de Berlín) [2]. El 29 de abril de 1945, nueve días
antes de la conclusión oficial de la guerra, el interno número 266.788 fue
liberado del campo de concentración por los soldados estadounidenses [3].
En Dachau padecieron muerte martirial clérigos de toda Europa. La
mayoría de los 1.034 sacerdotes católicos muertos en aquel campo
procedían de Polonia. El grupo de polacos, unos 40.000, era el mayor entre
los internos [4].
Al rector le ocurrió lo mismo que a muchos supervivientes de los campos
de concentración, que enmudecieron totalmente tras su liberación.
Ratzinger se acuerda de que solo una tarde les habló Höck sobre el sistema
de terror de los nazis. «Dibujó un croquis en la pared y lo explicó en
detalle». En cambio, un compañero de Höck en Dachau, Johannes
Neuhäusler, más tarde obispo auxiliar de Múnich, publicó ya en marzo de
1946 un exhaustivo dosier sobre la guerra de los nazis contra el catolicismo
y la resistencia eclesial, titulado La cruz y la esvástica. El convencido
adversario de los nazis describe en esta obra las diversas medidas tendentes
a desmantelar la fe católica. Las denomina: «Guerra contra el papado,
guerra contra los obispos, guerra contra el conjunto del clero, guerra contra
la enseñanza religiosa, guerra contra la oración y la presencia de la cruz en
las escuelas, guerra contra las asociaciones católicas, grilletes para la misa,
grilletes para la pastoral, grilletes para las órdenes y congregaciones
católicas, presentaciones tendenciosas y tergiversaciones, encono contra el
cristianismo, destierro del viejo Dios». Otros mecanismos en la lucha
aniquiladora contra la Iglesia los caracteriza como «rabia del Anticristo
contra lo sagrado, rabia del Anticristo contra la “vida carente de valor”,
rabia del Anticristo contra el judaísmo».
En la introducción escribe Neuhäusler que en conversaciones con laicos
tras la guerra se percató de que «la mayoría no tenían ni idea de la
gravedad, alcance, perfidia, sistematicidad y determinación que de principio
a fin caracterizaron esta lucha [contra el catolicismo]: en efecto, el
camuflaje y el terror habían reprimido durante los doce años la verdad sobre
este punto, como sobre tantos otros». También el cardenal Faulhaber se
posiciona en el libro: «La corta memoria de los hombres tiene algo de
inquietante», afirma asombrado en su prólogo; «transcurridos apenas tres
años no pueden “acordarse ya”. Ojalá recuerde este libro a tales personas la
realidad de los años pasados» [5].
Faulhaber había caído en descrédito al término de la guerra. Se
recordaron las Jornadas de los Católicos Alemanes de 1922, celebradas en
Múnich, donde protagonizó un acalorado enfrentamiento verbal con el
alcalde de Colonia, Konrad Adenauer, sobre la valoración de la República
de Weimar. Entre los cien mil asistentes a aquel acto, que tuvo lugar en la
Königsplatz, se encontraba uno especialmente interesado: el gendarme
Joseph Ratzinger, que se había tomado de propósito el día libre. «La
revolución [de 1918-1919] fue perjurio y alta traición y sigue estando
considerablemente lastrada por ello, marcada con la señal de Caín», afirmó
obstinado el cardenal [6]. Como adversario de la República de Weimar,
argumentaban sus críticos, la oposición de Faulhaber a los nazis era tan
cuestionable como su talante democrático.

En realidad. Faulhaber, hijo de un campesino y panadero de la Baja


Franconia –elevado a la nobleza por el príncipe regente Luis III en 1913–,
había caracterizado ya pronto el nacionalsocialismo como herejía
«incompatible con la doctrina cristiana». El primer altercado con los nazis
lo tuvo Faulhaber con ocasión del intento de golpe de Estado protagonizado
por Hitler el 9 de noviembre de 1923. «Blanco especial de los ataques fue el
erudito y concienzudo cardenal arzobispo, quien en la homilía que
pronunció en la catedral el 4 del mes corriente [...] había denunciado las
persecuciones de judíos», telegrafió a Roma el 14 de noviembre de 1923 el
nuncio apostólico en Múnich, el arzobispo Eugenio Pacelli, quien más tarde
sería papa con el nombre de Pío XII. «Y así ocurrió que, durante los
tumultos de la tarde del pasado sábado, un numeroso grupo de
manifestantes marcharon hasta el palacio arzobispal y empezaron a gritar:
“¡Abajo el cardenal!”» [7].

En 1926, Faulhaber se sumó a los Amici Israel, un grupo de clérigos de


alto rango y teólogos católicos que se esforzaban por la reconciliación entre
cristianos y judíos. A juicio del periodista Fritz Gerlich, editor del
semanario antifascista Der gerade Weg, cuyo tono inequívoco contra el
partido de Hitler era criticado como excesivamente duro por algunas gentes
de Iglesia, Faulhaber había pasado con ello a la acción: «El clero local está
entusiasmado de que por fin haya aparecido por parte católica –si no lo
acallan mediante asesinato alevoso, como ya le han amenazado– un hombre
que da la cara por los adversarios [de los nazis]» [8]. Los nazis no le
perdonaron el apoyo que prestó a Gerlich ni tampoco las homilías en las
que acentuaba el enraizamiento de la fe cristiana en el judaísmo. En 1934
reaccionaron con un atentado contra él. En 1938 siguió un asalto al palacio
arzobispal tras conocerse que Faulhaber había acogido al gran rabino de
Múnich la noche del pogromo de noviembre y le había permitido esconder
en su residencia los rollos de la Torá sacados de la sinagoga.
Cuando el 5 de abril de 1946, en la catedral de Frisinga, llena a rebosar,
el cardenal celebra el réquiem pontifical en memoria de los 108 sacerdotes,
estudiantes de Teología y seminaristas menores de la diócesis caídos en la
Segunda Guerra Mundial, también el estudiante de Teología Joseph
Ratzinger está sentado en uno de los bancos de la iglesia. Joseph se siente
interpelado profundamente por la «corpulenta figura del cardenal» y por la
«grandeza reverencial de su tarea, con la que se identificaba por completo»
[9]. «A nuestro pueblo se le han arrojado», tronó Faulhaber desde el
pulpito, «ideas y principios de vida que ya no son humanos, que proceden
ora de un psiquiátrico, ora del infierno». Con voz profunda habló del «odio
diabólico que reclamaba el exterminio primero de los no arios y luego del
cristianismo». Los supervivientes, dijo, han de «dar gracias una y otra vez»
al Señor y a la madre del Señor; «toda comunión tiene que ser una
celebración de la “eucaristía”, o sea, una acción de gracias». Los futuros
sacerdotes debían colaborar en la «reeducación de nuestro pueblo».
«Aprended a cambiar vuestra forma de pensar, a readaptaros
intelectualmente», les exhortó. «Decidles a los jóvenes: el militarismo se ha
abolido, el retorno a los juegos de soldados está prohibido. Lo que no está
prohibido es ser buen cristiano. No está prohibido luchar con las armas del
espíritu las batallas del Señor y ser un héroe moral en la guerra por la
pureza» [10].

Ratzinger rara vez ha tematizado el periodo más oscuro de Alemania en


sus artículos y libros. Algunos observadores le reprochan haber rehuido un
examen de culpa y responsabilidad. Ratzinger explica que él mismo vivió
los momentos más oscuros de la historia alemana como una época «en la
que el “nuevo Reich”, el mito alemán, el germanismo era lo grande, lo
importante, y el cristianismo algo despreciable, en especial lo católico, por
ser romano y judío. [...] Uno se sabía amenazado a diario. Mientras hubo
razón para temer el triunfo del Tercer Reich, tuvimos claro que la vida
entera sería destruida» [11].
Con espíritu autocrítico, concede Ratzinger que también «el
antisemitismo cristiano preparó hasta cierto punto el terreno» para el
ascenso de los nazis. Insiste, no obstante, en que nadie de su entorno dudó
en aquellos días de que la Iglesia, a despecho de sus debilidades y errores,
representaba «el polo opuesto a la ideología destructiva de los gobernantes
de camisa parda». En una de nuestras entrevistas añadió: «Pero no
consideré tarea mía reflexionar histórica o filosóficamente al respecto. Lo
importante para mí era desarrollar la perspectiva para el futuro: ¿qué le
aguarda a la Iglesia?, ¿qué le aguarda a la sociedad?» [12].
Al tono en el que Ratzinger habla sobre los espantos del pasado nazi le
subyace un mundo personal de experiencias que ha sido descrito también
por Elie Wiesel, superviviente de los campos de concentración y premio
nobel de la Paz. El 27 de enero de 2000, en un discurso ante el Bundestag
alemán, Elie Wiesel contó que desde su liberación en abril de 1945 había
«leído cuanto caía en mis manos» sobre el Holocausto. Monografías
históricas, análisis psicológicos, testimonios de testigos y testamentos,
poemas, diarios de victimarios y meditaciones de víctimas. Pero todavía le
resultaba «imposible comprender» lo que ocurrió en tiempos de Hitler.
«¿Cómo debe entenderse el culto al odio y a la muerte», les preguntó el
superviviente del Holocausto a los parlamentarios alemanes, «que se
adueñó de su país?» [13].

El premio nobel de la Paz no eximió de responsabilidad a otras naciones.


«Los judíos en la Europa ocupada tuvimos pronto claro, por supuesto, que
el mundo libre sabía lo que nos estaba ocurriendo y que, en consecuencia,
era corresponsable, si bien en una medida muy distinta. Parecía que a los
aliados no les preocupaba de forma especial; no nos abrieron sus fronteras
cuando aún había tiempo». Simultáneamente, Wiesel insta a diferenciar:
«Sé que no todos los alemanes fueron cómplices, y debemos pensar
también en ellos. En quienes tuvieron la valentía de oponerse a la ideología
racial oficial. En quienes se resistieron al régimen totalitario nazi. En
quienes intentaron derribarlo y pagaron por ello con la vida».
Para el alumno de primaria y secundaria Joseph Ratzinger no existió,
pues, «un paraíso sin tacha en el ambiente católico», como en una ocasión
conjeturó el sociólogo francfortés Tilmann Allert, sino una infancia
colmada de peligros y temores, con la perspectiva de que, tras la «victoria
final», los católicos correrían grave peligro: «Sabíamos que a la larga la
Iglesia desaparecería», dijo Ratzinger en una de nuestras entrevistas. «No
habría ya sacerdocio. No nos cabía duda alguna: “En una sociedad así no
tengo futuro”». Puesto que eran una familia antifascista y fielmente
católica, los Ratzinger no se sentían como criminales, sino como
parcialmente perseguidos. Máxime cuando Georg y Joseph, como
seminaristas diocesanos, empezaron a oír que en el venidero Estado
nacionalsocialista no tendrían futuro. «Primero los judíos», les espetaban
los nazis, «luego sus amigos».
La experiencia en propia carne del sistema ateo de terror y de la ausencia
de Dios en la noche oscura ha tenido para el devenir y la actividad de
Ratzinger una importancia que, por mucho que se enfatice, resulta difícil de
exagerar. En sus memorias habla de los «años de escasez, de estar en manos
del Moloc del poder, totalmente ajeno al espíritu». Para Ratzinger, el
nacionalsocialismo se había manifestado como corporeizado demonio de
una sociedad separada de Dios y orientada de manera puramente ideológica
al poder y la violencia, como una caída en el mal que, en el fondo, podía
repetirse en cualquier momento.

Ratzinger ve la historia como una lucha permanente entre la fe y la


increencia, una lucha entre el amor a Dios hasta la negación de sí y el amor
a sí mismo hasta la negación de Dios. En último término entre el bien y el
mal. Todo lo terreno es imperfecto, sostiene en su realismo escatológico,
provisto en último término de una perspectiva apocalíptica. Todo intento
humano de elevarse a la perfección por las propias fuerzas está abocado a
acabar en desastre. «Cuando no existe la medida del Dios verdadero», no se
cansará de advertir también como sumo pontífice de la Iglesia, «el ser
humano se autodestruye».
La pre-visión que más tarde caracterizará a Ratzinger, la mirada atenta a
los desarrollos que podrían conducir a una sociedad hacia una zona crítica
se basa, entendida así, en una previsión, una precaución fruto de su propia
experiencia. Fue determinante para el pensamiento de Ratzinger, para su
teología, para su desempeño como cardenal y guardián de la fe. En relación
con ella deben verse sus primeras advertencias sobre el cambio social en la
década de 1950, así como muchas de sus contribuciones al Concilio y a la
confrontación con la rebelión estudiantil de 1968 o su argumentación en el
debate sobre la teología de la liberación. El catolicismo comprometido que
reclamaba en todo ello estaba al servicio de la configuración de una
sociedad que debía armarse contra la manipulación de la masa, el
pensamiento gregario y toda arrogancia que lleve al hombre a atribuirse
autoritariamente el derecho de convertirse en configurador autónomo de un
paraíso terrenal. «Las ideologías totalitarias del siglo XX nos prometieron
la creación de un mundo liberado y justo», afirmó en junio de 2004 en
Normandía, en las festividades del sexagésimo aniversario del desembarco
aliado; «y lo que trajeron fue una hecatombe de víctimas» [14]. El Reich de
Hitler fue un imperio en el que «se pisoteó, utilizó e instrumentalizó al ser
humano en aras de la locura de un poder que quería construir un mundo
nuevo».
Una idea de cuán decisivas fueron las experiencias de aquellos años la
brinda Ratzinger en una laudatio de su hermano, a quien «le repugnaban
profundamente el nazismo y la guerra». El terror del régimen
nacionalsocialista y la necesidad de un nuevo comienzo reforzaron tanto en
Georg como en él mismo la disposición a dedicar su existencia a una vida
con Dios y para Dios. «Con el viento de la historia en contra, y favorecidas
por la experiencia de una ideología anticristiana y ciega para el arte, de su
brutalidad y vacío anímico, cobraron forma [en él] una firmeza y una
resolución interiores que le dieron fuerza para el camino futuro» [15].
También en 2005, ya como papa, dijo explícitamente durante un
encuentro de jóvenes en el Vaticano que su opción por el ministerio eclesial
fue una reacción contra las crueldades del régimen nacionalsocialista. En
contraste con esta cultura de la inhumanidad, comprendió que Dios y la fe
señalan el camino correcto. Sobre la relevancia de la Iglesia católica en
aquella época afirma en sus memorias con un páthos no atípico en él:
«Gracias a la fuerza que recibe de la eternidad, [la Iglesia] se había mantenido en
pie en medio del infierno, que se había tragado a los poderosos. Había superado la
prueba: las puertas del infierno no prevalecieron sobre ella. Ahora sabíamos por
experiencia propia qué era aquello –las “puertas del infierno”– y podíamos también
ver por nosotros mismos que la casa construida sobre roca no se había hundido»
[16].

No solo eso. El exmiembro obligado de las Juventudes Hitlerianas sabía


también qué modelos debía seguir. Ya como alumno de secundaria en
Traunstein había reaccionado con admiración a las acciones de la Rosa
Blanca. Luego, siendo catedrático de Teología, tuvo amistad con el
politólogo y filósofo Eric Voegelin, fundador del Instituto de Politología
Hermanos Scholl. «Los grandes perseguidos del régimen nazi, como, por
ejemplo, Dietrich Bonhoeffer, son para mí importantes modelos», confiesa
Ratzinger [17]. En su círculo de amistades personales y entre los literatos
que aprecia hay numerosos adversarios y víctimas de los nazis; además del
ya mencionado Dietrich Bonhoeffer, se trata de personas como Edith Stein,
los padres Rupert Mayer y Alfred Delp o los filósofos y teólogos Josef
Pieper, Henri de Lubac y Heinrich Schlier.
Entre sus amigos judíos se cuentan el gran historiador de la Iglesia medio
judío Hubert Jedin, quien durante el Tercer Reich encontró refugio en el
Vaticano, así como Teddy Kollek, exalcalde de Jerusalén, Shimon Peres,
antiguo primer ministro de Israel, y el estudioso de las religiones y rabino
estadounidense Jacob Neusner. Y cuando Ratzinger afirma que consideró
que su tarea específica consistía más bien en trabajar desde las experiencias
de la dictadura nazi en la configuración del futuro, con ello quiere decir que,
como catedrático de Teología y como cardenal, tendió las bases teológicas
para un nuevo entendimiento entre cristianismo y judaísmo, que, tras ser
elegido papa, intentó desarrollar.
15
Cambio radical de pensamiento

L os días se fueron haciendo más largos, la fuerza del sol se fue


acrecentando y poco a poco el cielo invernal que colgaba sobre el
Domberg cedió paso al tibio aire primaveral. Hasta las campanas de las
torres de la catedral parecían sonar ahora en un tono más agudo y
agradable.
Es la época en la que también Karol Wojtyla retorna a la universidad en
Cracovia. Entre abril y agosto de 1945 trabaja en ella como profesor
ayudante. En los veintiséis exámenes que realiza obtiene diecinueve
matrículas de honor y seis sobresalientes. En psicología saca peor nota.
«Peor» quiere decir en este caso notable.

«Karol Wojtyla, futuro santo», se burlan de él sus amigos del Teatro


Rapsódico, con quienes había representado varias obras de teatro [1]. Una y
otra vez había solicitado el ingreso en un convento de padres carmelitas,
una y otra vez se lo había denegado su obispo. Adam Sapieha, príncipe
metropolitano de Cracovia, tenía planes más ambiciosos para este joven. Él
mismo lo ordenó sacerdote en la capilla del palacio arzobispal el 1 de
noviembre de 1946, solemnidad de Todos los Santos, seis meses antes que a
los demás seminaristas. Sus antiguos compañeros de la cantera en la que fue
forzado a trabajar por los nazis le regalaron una sotana. En el recordatorio
de la ordenación sacerdotal de Wojtyla figuraba un versículo del magníficat,
la oración de la Madre de Jesús: «El Poderoso ha hecho obras grandes por
mí, / su nombre es santo» [2].

En Frisinga, Joseph demuestra una ardiente curiosidad. Como en el caso


de Wojtyla, tampoco es la teología lo que le fascina. Está atento más bien a
los nuevos e interesantes pensadores, para «entrar», según él mismo dice,
«en la filosofía moderna». Al igual que el joven polaco, siente predilección
por el filósofo y antropólogo alemán Max Scheler, hijo de madre judía
ortodoxa, cuyo libro De lo eterno en el hombre había desencadenado en la
década de 1920 un movimiento intelectual-religioso de renovación. Scheler,
un genio sumamente excéntrico, casado varias veces e involucrado sin cesar
en amoríos que le depararon incluso un proceso judicial «impropio de un
catedrático de universidad», consideraba que el alejamiento del hombre
moderno respecto de Dios conllevaba una despersonalización. A juicio de
este filósofo convertido al catolicismo, el hombre de aquella época huía de
Dios porque huía de sí mismo. En cambio, interesarse por la religión no
suponía una renuncia de sí ni ninguna otra pérdida; antes al contrario,
«perdiéndose en Dios, la persona se gana a sí misma».
Scheler estaba convencido de que únicamente el socialismo cristiano
ofrecía un camino entre el Oeste capitalista y el Este comunista. En su
antropología filosófica pone de relieve la singularidad del ser humano como
«colaborador de Dios». Estimulado por las ideas de Edmund Husserl, quien
insistía en la necesidad de volver a ocuparse por fin –después de las
tendencias filosóficas del pasado– de lo «objetivo» y de la «esencia» de las
cosas, Scheler elaboró su propia ética de los valores. Mostró que los valores
intuitivamente experimentables son objetos mentales objetivos, fenómenos
claros y perceptibles. No es la voluntad racional –como en el caso, por
ejemplo, de la ética de Kant–, sino la evidencia interiormente percibida de
los valores la que decide si un determinado valor es correcto o no. O sea,
los valores responden de sí mismos. En la concepción de Scheler, el hombre
es un microcosmos que refleja en sí el macrocosmos y se compone de
cuerpo, espíritu y alma, que constituyen en último término una unidad. A
través de la educación, el ser humano puede trascenderse y realizar su
propia esencia, su naturaleza divina. Esta educación, sin embargo, no debe
orientarse unilateralmente al «saber de dominio», sino que tiene que
englobar también un «saber de salvación», como ocurre, por ejemplo, en las
culturas asiáticas.

Desde la década de 1920 se habían manifestado en Europa occidental


nuevas corrientes en teología: el ecumenismo, el alejamiento de la
neoescolástica rígida (en beneficio de un acceso vivo a la Sagrada
Escritura), el redescubrimiento de los padres de la Iglesia. Impulsos fuertes
procedieron sobre todo del movimiento litúrgico, ante el cual Joseph fue al
principio más bien escéptico: «Los estudiantes que veníamos del seminario
menor estábamos educados en cierto modo en las formas decimonónicas»,
explica. Pero ahora se impuso otra orientación del pensamiento: «Así, estas
figuras de santos algo kitsch, la piedad angosta, el exceso de
sentimentalidad: se deseaba superar todo eso. En concreto, con una nueva
fase de la piedad que se configurara precisamente a partir de la liturgia y de
su sobriedad y grandeza, retomando lo originario; y fue justo eso lo que
volvió a hacerla nueva y moderna» [3]. Se «buscaban nuevas honduras. La
conciencia que se tenía era: “Debemos avanzar”. Eso empezó en Frisinga»
[4].
El periodista italiano Gianni Valente señala que Joseph Ratzinger,
cuando habló con él de asuntos personales, se remontaba casi siempre a su
época de estudiante y profesor universitario. La universidad, afirmó
Ratzinger en un momento dado, «era mi hogar intelectual». Pensaba en
aulas, cátedras, cursos; en un mundo en el que importa el lenguaje sencillo
y claro, la exactitud y la observancia de unas reglas fijas tanto en la
investigación como en la docencia. O la máxima incuestionada de que, para
demostrar las propias afirmaciones, siempre hay que aducir pruebas.

Los temas de su época universitaria siguieron ocupándole una vez


terminada su carrera académica: la importancia de la liturgia, la enseñanza
de los padres de la Iglesia y, sobre todo, la relación entre fe y razón. ¿Es
posible hablar de la verdad? ¿O existen más bien múltiples verdades,
diferentes entre sí? ¿Puede una persona inteligente y crítica continuar
creyendo en Dios después de Auschwitz? ¿Encontraría él realmente en sus
estudios la dóxa theoû, la supramundana gloria divina? Todas estas
cuestiones eran, en opinión de Valente, «como ríos subterráneos que
afloraban desde su pasado de estudiante y profesor universitario» [5]. La
apertura propia del pensamiento filosófico también imprimió luego a su
ministerio petrino esa profundidad que hizo el pontificado de Ratzinger
sophisticated, es decir, refinado y culto.
Tras los intelectualmente áridos años de la dictadura y de la experiencia
del infierno, la época vibraba en la expectativa de lo nuevo. El despierto
muchacho de Hufschlag tenía la sensación de estar ante una luz
desconocida, todavía distante, pero también ya, en cierto modo, casi
tangible. «Eso fue para mí, por decirlo así, una ruptura, un nuevo estado de
ánimo, al que había que escuchar», confiesa Ratzinger. «Quería conocer lo
nuevo, no moverme sencillamente, de cualquier manera, en una filosofía
manida y envasada, sino entender la filosofía como pregunta –¿qué es uno
realmente?– y, en esa misma medida, entrar también en la filosofía
moderna».

La nueva vida en Frisinga había empezado con buen pie: «Nada más
llegar hicimos ejercicios. Los dirigió el Prof. Angermair, el moralista de la
facultad, y fueron muy buenos. Angermair era un pensador fresco, nuevo,
que sobre todo quería sacarnos de la reprimida piedad del siglo XIX hacia
espacios más abiertos». Para Joseph se abre un mundo nuevo. Ahí están
Heidegger y Jaspers, la nueva fenomenología de Edmund Husserl y los
escritos de Jean Anouilh y Jean-Paul Sartre. «Sartre era, por supuesto, un
autor que uno no podía dejar de leer. Había traducido a lo concreto el
inteligente existencialismo de Heidegger» [6]. Ratzinger tenía la impresión
de que el hecho de que el francés «[hubiera] escrito la mayor parte de su
filosofía en los cafés» hacía que su pensamiento fuera «menos profundo,
pero más enérgico, más realista».

Al joven estudiante «no le entusiasma», sin embargo, Heidegger. Tras la


toma del poder por Hitler, Heidegger se afilió durante un año al Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán. En el discurso que, como rector de la
Universidad de Friburgo de Brisgovia, pronunció el 27 de mayo de 1933,
les dijo a los estudiantes: «Las reglas de vuestro ser no son los teoremas ni
las “ideas”. El propio Führer, él y solo él, es la realidad alemana presente y
futura, su ley». Al mismo tiempo Heidegger se había distanciado de la
Iglesia católica: «Precisamente aquí, esta victoria pública del catolicismo no
puede perdurar bajo ningún concepto» [7].
Ratzinger recibe un inmenso impulso intelectual del filósofo Peter Wust,
uno de los autores «cuya voz más directamente nos conmovía». Wust, que
había participado en la resistencia contra Hitler, desarrolló, como
Heidegger, una filosofía existencialista, pero sobre bases cristianas. Ya en
1920 presentó su obra Resurrección de la metafísica, en la que retoma de un
modo nuevo la pregunta por el ser y por la relación del hombre con él. A
juicio de Wust, era necesario retornar a una razón contemplativa,
humildemente adoradora. Su meta es ligar de nuevo el pensamiento humano
a valores superiores, para con ello embridar el potencial destructivo
inherente a la razón. Las palabras de despedida del filósofo, fallecido en
1940, incluyen el consejo: «Y si antes de que me marche, y además ya para
siempre, me preguntaran si no conozco una llave mágica que le abra a uno
la última puerta a la sabiduría existencial, les respondería: “Por supuesto
que sí”. Y esa llave no es ciertamente la reflexión, como quizá esperarían
oír de labios de un filósofo, sino la oración. [...] Las grandes cosas de la
existencia solo se les conceden a los espíritus orantes» [8].

Debió de ser en la primavera de 1946 cuando Läpple llamó aparte a su


protegido, doce años menor que él, y le sorprendió con un encargo especial:
una traducción. Se trataba de la obra de Tomás de Aquino Quaestio
disputata de caritate [Cuestión disputada sobre el amor], que hasta entonces
solo estaba disponible en el original latino. ¡Cabalmente Tomás! El hombre
de la «lógica cristalina». Pero también con un pensamiento que a Joseph le
parecía «demasiado cerrado en sí mismo», «demasiado impersonal» y, en el
fondo, en cierto modo carente de vida, estático y «ya acabado», ayuno de
dinamismo.
Sobre una larga mesa descansaba el original latino y, a su lado, la
bibliografía de consulta, un montón de libros cada vez mayor. Antes de
nada, Ratzinger se familiarizó con el latín del Aquinate, para poder entender
el mundo conceptual empleado por Tomás. Y luego empezó a traducir al
alemán, palabra por palabra. Joseph traducía, su profesor corregía. «Fue un
audaz trabajo pionero, ya al máximo nivel», señala Läpple. El problema,
aparte de la traducción, era encontrar las innumerables citas en los pasajes
originarios de la Sagrada Escritura, así como rastrear los textos aducidos de
filósofos y teólogos –Platón, Aristóteles, Agustín–, cotejarlos y localizar y
registrar capítulo y líneas correspondientes a cada uno de ellos. Una labor
ímproba. Que debía ser realizada además en el ya de por sí escaso tiempo
libre.

Este trabajo únicamente podía llevarlo a cabo alguien que dispusiese de


la paciencia de los ángeles, la perseverancia de un corredor de fondo y la
capacidad para aguantar sentado de un buda. Sea como fuere, la tarea
estuvo asociada con un encuentro con Edith Stein, hasta entonces
totalmente desconocida para Joseph tanto como para Läpple. Esta judía
oriunda de Breslavia (hoy en Polonia) había sido discípula del filósofo
Edmund Husserl, feminista y la primera doctoranda alemana en Filosofía.
Tras convertirse a la Iglesia católica e ingresar en la orden carmelita, tomó
el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, en honor a santa Teresa de Jesús.
En la época del nacionalsocialismo, «como judía y cristiana», tal cual ella
se definía, fue víctima del Holocausto, asesinada en agosto de 1942, junto
con su hermana Rosa, en el campo de concentración de Auschwitz-
Birkenau.
Edith Stein había traducido por primera vez al alemán otra contribución
de Tomás de Aquino, las Quaestiones disputatae de veritate [Cuestiones
disputadas sobre la verdad], que abarcan dos volúmenes, dos auténticos
tomazos. Son muy filosóficas, muy exigentes, y tratan de todas las
preguntas sobre las que es posible romperse la cabeza: la pregunta por el
ser, la pregunta por la capacidad cognitiva del ser humano, la pregunta por
el Dios trinitario, la pregunta por la gracia, por la fe, por la providencia. El
trabajo de Joseph, que se prolongó durante todo un año, no se extendió, sin
embargo, a las 1.500 páginas, como el de Edith Stein, sino a unas
aceptables cien páginas; pero le sirvió para ver cómo construye Tomás sus
escritos, cómo formula sus ideas y cómo argumenta. Cinco décadas más
tarde escribió Joseph a Läpple: «Mediante el encargo de traducir la
Quaestio disputata de santo Tomás sobre el amor me introdujiste [...] en el
mundo de las fuentes y me enseñaste a recabar información de primera
mano y a aprender directamente de los grandes maestros» [9].

El amor y la verdad se convertirían con el tiempo en temas centrales de


toda la obra de Ratzinger. A su juicio, no puede haber amor sin verdad ni
verdad sin amor. Curiosa casualidad: el amor no solo fue su primer tema
como teólogo en ciernes, sino también el tema de su primera encíclica como
papa. Su ópera prima en la facultad, con el título de Comunicación sobre el
amor, apareció en una tirada de dos ejemplares (el primero, manuscrito; el
segundo, mecanografiado); su ópera prima como papa, Deus caritas est
[Dios es amor], en una tirada de más de tres millones de ejemplares. Edith
Stein fue canonizada por Juan Pablo II, en presencia de Ratzinger, el 11 de
octubre de 1998 en la plaza de San Pedro de Roma. Simultáneamente, el
papa polaco declaró a la mártir alemana copatrona de Europa. «Sea
consciente de ello o no, quien busca la verdad, busca a Dios», afirmó la
carmelita santa [10].
Paralelamente a sus estudios, Joseph llevó a cabo tentativas filológicas y
empezó a escribir «meditaciones sobre mí mismo», sobre «mi situación en
aquella época». El estudiante novel no se contaba –asegura– entre sus
coetáneos con «complejos». O sea, no era uno de esos científicos que no se
atreven a escribir sobre temas importantes ya solo por el hecho de que sobre
ellos han «escrito grandes sabios». Su resolución hizo el resto: «Cuando
uno es joven y tiene buen concepto de sí mismo, se cree en condiciones de
crear algo». ¿Qué iba a detenerlo? «Gracias a la certeza de que podíamos
reconstruir el mundo, no tenía miedo a los grandes retos» [11]. La
imperturbabilidad a ello asociada ha desconcertado con frecuencia a
acompañantes y observadores de Ratzinger, porque han creído ver en ella
una falta de empatía. Para Ratzinger, no era sino lo que le garantizaba poder
realizar en paz su trabajo, martilleando con calma y regularidad como los
pistones de un motor diésel.
En los primeros años, son una inspiración para él las clases del joven
profesor Jakob Fellermeier sobre historia de la filosofía. Le proporcionaron,
dice Ratzinger sin modestia, «una abarcadora visión de conjunto de la lucha
intelectual desde Sócrates y los presocráticos hasta el presente» [12].
Asimismo interesantes le parecían pensadores como Josef Pieper que
interpretaban la catástrofe del pasado reciente como resultado de la
arrogancia humana y reclamaban, como consecuencia lógica de ello, una
renovada y más profunda vuelta hacia Dios. También el crítico cultural
Theodor Haecker había exhortado a reflexionar sobre la tradición cristiano-
occidental y había fundado la libertad y la dignidad del ser humano en el
hecho de que todo individuo es una «idea de Dios». Para Joseph, Hacker es
«la gran figura, uno de los grandes personajes de la posguerra. Leí con
entusiasmo su Virgilio» [13].

Otros dos inspiradores de Ratzinger son el filósofo y físico muniqués


Aloys Wenzl y el teólogo moral Theodor Steinbüchel. Ambos cumplen el
perfil de los eruditos que entusiasmaban realmente a Joseph: provocadores,
agitadores, inconformistas y siempre también espíritus de corte existencial
que se asoman con valentía al abismo del propio yo, de cuyas preguntas
brota luego el impulso de su pensamiento. Wenzl había intentado mostrar
que la imagen determinista del mundo propia de la física clásica, que no
dejaba sitio alguno para Dios, había perdido toda vigencia. Por su parte,
Steinbüchel les dio, señala Ratzinger, «una idea muy amplia de la filosofía
moderna, que traté de entender, de hacer mía». Ya solo los títulos de los
libros de ambos autores tenían un efecto arrebatador en el novel estudiante.
En ellos, Wenzl prometía una Filosofía de la libertad; Steinbüchel, un
Cambio radical de pensamiento. Joseph los leía como nombres de lugares
anhelados, cuyos perfiles afloran misteriosamente ante la proa de un barco
como si hubiesen estado ocultos tras una cortina de blanca niebla.
El ambiente de renovación propio de la «hora cero» hizo que en Frisinga,
como explica Ratzinger, se siguieran también «con interés los nuevos
desarrollos de las ciencias de la naturaleza», sobre todo por el científico
natural de la facultad, el Prof. Karl Andersen. Pues ¿no sonaban las
confesiones de destacados investigadores de modo muy distinto que los
eslóganes de la Ilustración, que habían anunciado que el progreso de las
ciencias comportaba simultáneamente el final de la antigua fe en Dios?
Físicos como el alemán Pascual Jordán, uno de los padres de la mecánica
cuántica, hablaban de repente de un «Dios creador». «El desarrollo
moderno», afirma Jordán, «ha eliminado los obstáculos que antes
dificultaban la armonía entre la ciencia de la naturaleza y la interpretación
religiosa del mundo». El astrofísico británico sir Arthur Stanley Eddington
proclamó: «La física moderna nos conduce necesariamente hacia Dios en
vez de alejarnos de él». El premio nobel Werner Heisenberg, uno de los
físicos más importantes del siglo XX, decía: «El primer trago del vaso de la
ciencia le hace a uno ateo, pero en el fondo del vaso espera Dios». Y John
Ambrose Fleming, físico y radiotécnico británico, estaba convencido de que
«el universo se manifiesta hoy ante nuestros ojos como pensamiento. Pero
todo pensamiento presupone la existencia de un pensador».

Llamativa es también la posición de Albert Einstein. El físico alemán


aseveró en 1930 en un artículo para The New York Times: «La ciencia sin la
religión está coja; y la religión sin la ciencia, ciega». De todos modos, «la
extendida idea de que soy ateo se basa en un craso error», asegura el padre
de la teoría de la relatividad. «Quien extraiga tal idea de mis teorías
científicas no las ha entendido en absoluto». «En el universo
incomprensible», considera Einstein, «se revela una razón ilimitadamente
superior». Dios no es relativo, ni tampoco lo es el ser, sino el pensamiento
humano. «Dios no juega a los dados. Ha creado el mundo según un plan
ordenado, y desentrañar ese plan es tarea de los científicos» [14].
Partículas elementales, ondas de luz, gravitación, radiación cósmica: el
universo, concluyeron los científicos de la naturaleza, únicamente puede
haber sido llamado a la existencia por una fuerza que ni consiste
«intramundanamente» en átomos o moléculas ni está sujeta a los fenómenos
espacio y tiempo. Esta interpretación se correspondía con un saber
primigenio de la humanidad, según el cual la creación posee un componente
no material. «Miremos a donde miremos, y todo lo lejos que queramos»,
infiere Max Planck, «por ningún lado encontramos una contradicción entre
la religión y la ciencia de la naturaleza, sino más bien –precisamente en los
puntos esenciales– pleno acuerdo». El fundador de la teoría cuántica y
premio nobel añade: «La religión y la ciencia de la naturaleza no se
excluyen, como hoy creen y temen algunos, sino que se complementan y
condicionan mutuamente. Para los creyentes, Dios está al principio de todo
pensar; para los físicos, al final». Contraponer la ciencia de la naturaleza y
la religión es cosa de personas mal informadas tanto sobre la primera como
sobre la segunda», le secunda el químico y premio nobel francés Paul
Sabatier.
A Joseph le impresiona especialmente el científico natural Aloys WenzL
Este pensador, nacido en Múnich en 1887, había estudiado primero
matemática y física y luego filosofía y psicología. Daba clase en el Instituto
Filosófico de la muniquesa Universidad Ludwig Maximilian, en la que fue
decano (de la Facultad de Filosofía) y rector. Aunque era militante del
Partido Socialdemócrata (SPD), presidente de la Asociación Muniquesa por
la Paz y miembro de la Sociedad Informal de Múnich, en 1936 ingresó en la
Unión Nacionalsocialista de Profesores. Cuando salió a la luz su trasfondo,
el régimen nazi le apartó de la docencia. Estaba bajo sospecha de ser «un
adversario implacable del Estado actual, al que combate callada y
discretamente, pero con tenacidad» [15]. La Filosofía de la libertad de
Wenzl mostró que la imagen del mundo derivada de la física clásica, en la
que Dios no desempeñaba ya papel alguno, había sido reemplazada, a
consecuencia del desarrollo de las propias ciencias de la naturaleza, por una
imagen del mundo que volvía a ser abierta. La convicción en Frisinga era,
rememora Ratzinger, que los científicos, «en virtud del cambio radical
iniciado por Planck, Heisenberg, Einstein, etc., estaban de nuevo en el
camino hacia Dios». Era hora de que la metafísica, es decir, la doctrina de
lo que se encuentra detrás del mundo conocido y calculado, volviera a ser
de una vez –exigía Wenzl– la base común de todas las ciencias.
Wenzl era el típico profesor chiflado, pero también especialmente genial,
cuyo pensamiento tiene amplitud universal. Obsesionado con los problemas
fronterizos entre la ciencia de la naturaleza y la religión, compuso obras
como El problema cuerpo-alma o Ciencia y cosmovisión, pero también el
escrito Inmortalidad, en el que investiga la «relevancia metafísica y
antropológica» de la vida eterna. En el prólogo de Filosofía de la libertad,
obra dedicada al hijo que perdió en la Segunda Guerra Mundial, escribe:
«¡Cuánto sufrimiento nos han traído y han traído a nuestra patria y a
nuestros hijos la arrogancia y la perversión, el fanatismo y la locura!». Se
había «experimentado la vida de manera verdaderamente existencial al
borde del abismo del no ser». Por eso, el futuro tan solo podía «ser
reconstruido sobre una base intelectual», conforme a la «idea de la vida»,
que está bosquejada en la liberal y reconciliadora imagen cristiana del
hombre.

Si esta obra de Wenzl fue para Joseph impulso para pensar e inspiración,
el libro de Theodor Steinbüchel Cambio radical de pensamiento [16] se
convirtió para él en auténtica «lectura clave», en una bomba que impacta
como un meteorito procedente de otro astro. Quería conocer «lo nuevo» en
lugar de limitarse de uno u otro modo a una filosofía «manida» y
«envasada». El novel estudiante se sentía muy decepcionado por profesores
que habían dejado de ser personas indagadoras y, en su estrechez
intelectual, se contentaban con «defender lo hallado frente a cualquier
pregunta» [17] o administrarlo sin más. «¡Qué pérdida de tiempo!», le
susurraba a su compañero de pupitre al final de tales clases. De repente
parecía haber encontrado lo que buscaba.
Steinbüchel, con quien Alfred Läpple estaba escribiendo su tesis
doctoral, había enseñado originariamente en la Universidad Ludwig
Maximilian de Múnich. Cuando los nazis cerraron en 1939 la Facultad de
Teología Católica, marchó a Tubinga, donde hasta su muerte en 1949 ocupó
una cátedra de Teología Moral. Entre sus trabajos se contaban obras como
Europa como idea y realización intelectual o Actitudes cristianas de vida en
la crisis de nuestra época y en la crisis del hombre, temas que más tarde
estarán presentes también en Ratzinger. Por ejemplo, en los libros Verdad,
valores, poder y Valores en una época de cambio, Joseph leyó frases que le
conmovieron profundamente. «El ser humano se da solo ante Dios y solo en
libertad; únicamente bajo ambas condiciones es persona», había afirmado
Steinbüchel. El «conviértete en lo que eres» tiene sentido solo si se sabe
realmente qué es el hombre: ser hacia Dios. Y llegar a ser uno mismo, como
exigía Heidegger, solamente es auténtica realización del yo si es
incorporado a la relación con Dios, en la que se cumple lo que de verdad
son el «hombre» y el «yo». De ahí que Dios no sea, como sostiene
Nietzsche, la muerte y la ruina del hombre, sino su vida: «El garante de su
libertad es Dios, porque este lo ha creado como el ser que se trasciende
hacia el tú y porque esta trascendencia de su ser tan solo se realiza en la
vida de la libertad personal».
En el fondo, la doctrina de Steinbüchel se basaba en la interpretación del
mundo y del hombre de Ferdinand Ebner, cuyas conclusiones fue capaz de
expresar mejor que el propio Ebner. Este maestro de primaria y filósofo del
lenguaje austríaco se dedicó al principio a la «pneumatología», a la
«doctrina del espíritu», o más exactamente: del espíritu de la palabra. Su
primera obra, escrita entre 1913 y 1914, no llegó, sin embargo, a publicarse.
Ello se debió quizá al excéntrico título: Ética y vida: Fragmentos de una
metafísica de la existencia individual. Su obra principal: La palabra y las
realidades intelectuales: Fragmentos pneumatológicos, fue recibida con
devastadoras críticas. En cambio, Steinbüchel demostró que Ebner no solo
había desarrollado una filosofía del lenguaje religiosamente fundada y había
preparado el existencialismo cristiano de, por ejemplo, Gabriel Marcel, sino
que había sido uno de los primeros en percatarse de una «realidad nueva»,
erigiéndose con su filosofía de la relación yo-tú entre la criatura y el
Creador en el cofundador del «pensamiento dialógico».
Para el estudiante de Traunstein era como si alguien –por usar una
imagen del escritor Karl Krolow– hubiera hecho entrar por la ventana luz a
raudales. ¿Cómo podía uno no entusiasmarse por los nuevos comienzos que
ahora se tornaban posibles? ¿No debía afectarle también personalmente lo
que Steinbüchel había escrito sobre la precaria situación del cristiano? ¿No
estaba también él desgarrado por la pregunta por el sentido de su
existencia? No porque anduviera perdido, sino como un espíritu en
búsqueda que debía reajustarse. La fe no destruye ni condena el
pensamiento, había leído en la obra de Steinbüchel; antes al contrario, en la
fe se manifiesta esta capacidad, la de pensar, nada menos que como el
elevado don del Logos divino, mediante el cual todo, incluida ella misma,
ha sido creado, acentuaba el filósofo. La época pedía a gritos, en su opinión,
pensar de un modo nuevo. Y ello obligaba a «reexaminar también las viejas
respuestas de la fe tradicional». Pero si eran reafirmadas, podían hacer de
nuevo fecunda la vida.
En Cambio radical de pensamiento, Steinbüchel esboza la evolución de
la filosofía desde la Antigüedad hasta Hegel, Schelling y Feuerbach. Hegel
se entendió a sí mismo como consumador de la filosofía y anunció sus ideas
como «plenitud de la verdad». Su filosofía idealista contiene la
autocomprensión de la idea como el espíritu pensante que todo lo configura,
sostiene y es. Ya dos siglos antes de él, con el filósofo y matemático René
Descartes, el orden medieval del ser, sostenido por Dios, se había disuelto.
Si hasta entonces se había entendido la realidad desde la relación viva entre
el ser humano y Dios, el pensador francés puso en juego al sujeto encerrado
en sí mismo. Pero el cartesiano Cogito, ergo sum, «Pienso, luego existo»,
no tenía interlocutor alguno ni realidad frontera. Era el hombre referido a sí
mismo, solitario, que se encierra en el yo-prisión del autorreflejo. Con
Hegel, toda trascendencia que se extienda más allá de una realidad mundo-
Dios quedó suprimida definitivamente. Su concepto de «razón», en la que él
veía lo único real, se convirtió en base de la Ilustración y conquistó el
mundo intelectual. Dios ya solo era, resume Steinbüchel, «el espíritu
pensante intramundano que asciende a la conciencia de sí en la única
realidad, engendrada y sostenida por él mismo».
Ferdinand Ebner volvió a reconocer la realidad allí donde la filosofía
idealista no quería buscarla ni encontrarla. Criticó al idealismo por pasar de
largo no solo ante la realidad del hombre personal, sino también ante la
realidad del Dios personal. A su juicio, esta filosofía había fracasado sobre
todo ante las apasionadas preguntas, ahora resurgidas, del ser humano por el
sentido de su vida personal. Ebner tenía claro que, con respecto al
pensamiento, la palabra de la revelación no era ya construcción, sino
hallazgo y recepción; una comprensión de sentido de aquello que el
pensamiento no ha ideado por su propio poder. Y este ser conocido tampoco
es «ya lo absoluto como totalidad de la razón-realidad», afirma Steinbüchel,
«sino la realidad del Dios personal, quien, en su palabra, se dirige al
hombre perceptor». Y solo en este dinamismo vivo y decisivo se constituye
la existencia humana en su singularidad ontológica más profunda,
misteriosa y responsable.
Joseph había confiado en obtener respuesta y la había obtenido. Por
doquier se manifestaba la dimensión configuradora del mundo inherente a
la fe cristiana, que muchos seguían confundiendo con una mera convicción.
El muchacho cobró conciencia de que el Dios de la Biblia no es una «idea»
ética como el Dios de los filósofos, sino una persona supramundana que
llama al yo real y personal y se manifiesta al hombre concreto en el tiempo
real y en su situación personal y propia. «La realidad del Dios personal,
experimentada en la fe», acentúa Steinbüchel, «es el fundamento más
profundo, religioso, del cambio radical del pensamiento sistemático, del
giro del pensamiento hacia la existencia humana». Hacia la existencia del
hombre como «el yo que es interpelado y requerido por su Dios personal, y
del que Dios espera la respuesta, el giro personal más profundo hacia él,
hacia este Dios».

Con la realidad del Dios personal experimentada en la fe y la


recuperación –a ella asociada– del hombre «real» surgió ahora también el
concepto del realismo crítico o existencial. Gracias a él podía volver a
entenderse de forma global, holística, la realidad del ser humano. Es decir,
no solo desde la perspectiva del hombre mismo, sino desde su origen y su
talento potencial, o sea, desde su Creador. El realismo crítico partía de que,
en paralelo a la percepción inmediata, existe realmente otro mundo como
simulación, que se corresponde con nuestra percepción sensorial, aun
cuando no sea directamente cognoscible ni pueda «verse». Es algo parecido
a lo que nos ocurre con el sentido auditivo, al que determinadas frecuencias
tonales se le escapan. Este realismo de la existencia resituó al ser humano
en la interacción viva entre el yo y el tú. Y solo en esta relación –tal es la
tesis fundamental de Ebner– posee el hombre realidad como hombre.

Al estudiante Joseph le queda claro que la relación personal del ser


humano concreto con Dios es algo muy distinto de una confesión religiosa
meramente exterior. En el realismo de Ebner, esta relación tampoco está
vinculada ya a cualquier «mundo exterior», sino a la existencia individual
de la propia condición humana. Una idea pionera. Pues con ello este Dios a
menudo tan lejano –creador del cielo y la tierra, dueño de todas las
potencias y potestades, señor del universo– devino de súbito cercano y
tangible. No como amedrentador juez universal, sino como interlocutor de
carácter personal. Yo y tú, yo y Dios. Se trata de una relación con alguien
que no se caracteriza principalmente por castigar, sino cuya bondad nos
conmueve y cuya esencia no es sino el amor. Y entonces, este amor es
también, de modo misterioso, núcleo y fuerza motriz de la creación, su
sistema operativo, como si dijéramos.

Al misterio del amor que crea el ser y que hace libremente donación de sí
le correspondía, en el otro extremo, el acto primigenio de la oración,
enraizado en el ser del hombre. Así entendida, la oración auténtica, afirma
Ebner, no es sino un «diálogo con Dios». La esencia de la oración solo
devino comprensible desde la relación yo-tú de Dios con el ser humano y
del ser humano con Dios. En la oración, «la palabra regresa al lugar de
donde procede». En la oración, el hombre descubre qué es: no un yo
solitario, sino una existencia en la dualidad dialógica y viva del yo y el tú.
El descubrimiento de tal dualidad supone un temprano avance en el
pensamiento ratzingeriano. El principio yo-tú dio una orientación a su
teología. Hay tantos caminos hacia Dios «como personas», postulará más
tarde [18]. «Yo» y «tú»: eso significa también, justamente, que Dios tiene
un camino específico para cada persona. Al menos se lo ofrece. Si no fuera
así, ¿de qué otra forma podría entablar relación compasivamente? ¿Cómo
podría fortalecer al hombre caído? ¿Cómo podría asegurar Cristo: «Quien
me ve a mí ve al Padre»? El avance, la transformación del estudiante Joseph
tiene lugar en su mente. Pero no como engendro mental, sino desde el
Logos, desde la razón reveladora, tal como se expresa en la «Palabra», en el
«Logos» del Evangelio de Juan, en el que quizá sea el pasaje más bello y
luminoso de la Biblia:
«Al principio ya existía la Palabra
y la Palabra se dirigía a Dios,
y la Palabra era Dios.
Esta al principio se dirigía a Dios.
Todo existió por medio de ella,
y sin ella nada existió de cuanto existe.
En ella había vida,
y la vida era la luz de los hombres».
Ferdinand Ebner había advertido de que el término griego lógos debe
traducirse por «palabra», nunca por «razón». Las palabras portan en sí
sentido ontológico. Todo reduccionismo hace que se pase por alto la
dimensión profunda. Los misteriosos poderes activos ínsitos a la palabra
bíblica no tienen nada que ver con las artes mágicas, sino con el principio
intelectual real, al que le es inherente la fuerza innovadora de la idea judío-
cristiana de creador. Ratzinger expresó esto veinte años más tarde en una
frase algo enrevesada de su ya clásica Introducción al cristianismo, en la
que se echa de ver hasta qué punto resuenan aún los frutos de su primer
semestre de estudios filosóficos:
«Si la fe cristiana en Dios es, antes de nada, una opción por el primado del Logos,
fe en la realidad del sentido creador –que es una realidad precedente y sustentadora
del mundo–, entonces, en cuanto fe en el carácter personal de ese sentido, es
simultáneamente fe en que la idea primigenia, cuyo ser pensada constituye el
mundo, no es una conciencia anónima y neutra, sino libertad, amor creador,
persona» [19].

Otra importante fuente de palabras clave e ideas para el joven Ratzinger


en Frisinga será la lectura de las obras de Martin Buber. El filósofo judío de
la religión es, junto con Ferdinand Ebner, el más destacado representante
del pensamiento dialógico. Sus relatos sobre los maestros jasídicos se hallan
entre las grandes obras de la literatura universal. Solo después de 1945
pudieron publicarse de nuevo los escritos del filósofo. Para Joseph
constituyen el primer encuentro con el judaísmo. En sus memorias reconoce
que la obra del pensador y místico judío se convirtió para él en «una
vivencia intelectual que me marcó de modo fundamental» [20]. Más aún:
«Todo el personaje me fascinaba», confesó Ratzinger en una de nuestras
conversaciones; «su forma de creer en medio del mundo actual». Y subrayó
la «visión personalista» de Buber y «una filosofía que se nutre de la Biblia»:
«Esta piedad judía, en la que la fe se hace presente en el tiempo con total
naturalidad y sin perder un ápice de actualidad» [21]. El joven estudiante de
Filosofía y su amigo Läpple estallaban verdaderamente en «gritos de júbilo
[...] cuando las palabras de Buber rozaban las cuerdas de nuestra arpa vital
y las hacían sonar».

El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, en un escrito publicado en


1958, reprochó a Buber no entender la necesidad lógica del camino
histórico-salvífico que lleva de los profetas a Cristo. Pero mientras que el
reconocimiento mutuo de judaísmo y cristianismo era algo extraño para Von
Balthasar, Ratzinger confiesa: «Por Martin Buber sentía un respeto
enorme». «Nos enseñó a ver al hombre como existencia dialógica», afirma
Läpple. Con el personalismo dialógico, Buber «habilitó para el diálogo con
el tú del prójimo y, en último término, para el diálogo con Dios». Ratzinger
comparte el enfoque del filósofo de la religión judío en la medida en que
recuerda sin cesar que Dios sale al encuentro del ser humano no como una
definición abstracta, sino como un «tú». Acepta al hombre, se comunica con
él, ya sea en la oración o en la liturgia. También en este sentido es posible
que le gustara el postulado del místico judío que dice: «La mejor manera de
hablar de Dios es alabándolo».

En sus largos paseos por las vegas del Isar en los alrededores de Frisinga,
a Ratzinger y Läpple les unía una amistad «que giraba por entero alrededor
de los grandes problemas de la filosofía y la teología» [22]. Se trataba de
«la importancia intelectual del lenguaje», a la que Ferdinand Ebner
introducía; de la afirmación de Karl Jaspers: «La paz solo es posible en
virtud de la libertad; y esta, solo en virtud de la verdad». En ocasiones,
Läpple levantaba el dedo en señal de advertencia a su compañero más
joven: «La teología no es una huida al refugio de las seguridades racionales
y religiosas. ¡Al contrario, es un riesgo que se corre en Cristo, un plus de
peligros y tensiones!» [23]. El amigo introducía en la conversación el
concepto de teología de la existencia. Recordaba las palabras del filósofo
danés Kierkegaard: «El cristianismo no es una doctrina, sino una
transmisión de existencia». Cristo no designó profesores, sino seguidores.
Joseph y Alfred coincidían: con las realidades de la revelación no puede
encontrarse uno desde la neutralidad y sin presupuesto alguno, de manera
meramente científica y abstracta. Esas realidades subyugan la existencia
entera. Y exigen una decisión.

Es posible que Läpple sobrevalore un poco la influencia que ejerció en su


joven compañero. No obstante, el diálogo con él tuvo una importancia
perdurable para Joseph. «Querido Alfred», le escribió Ratzinger, ya
prefecto de la romana Congregación para la Doctrina de la Fe, a su antiguo
mentor el 23 de junio de 1995, «tú me abriste la mirada a la filosofía en
mayor medida que nuestros profesores académicos. Con tu ayuda aprendí a
entender en su permanente actualidad a las grandes figuras del pensamiento
occidental, con lo que pude empezar a pensar con ellas» [24].

Ratzinger hizo suya una de las frases preferidas del cardenal inglés John
Henry Newman: teólogo no es quien dispone de conocimientos para
aprobar un examen, sino aquel que realiza en sí la teología, aquel en quien
la revelación y el dogma devienen una forma de vida existencial-efectiva.
16
El juego de los abalorios

E n Frisinga, el semestre de invierno dura cuatro meses; el de verano,


tres. Los periodos no lectivos los pasan Georg y Joseph en casa, en
Hufschlag. Junto con su compañero de estudios Rupert Berger participan a
diario en la misa de las ocho de la mañana en San Osvaldo. Celebra el muy
reverendo Georg Elst, a quien sus monaguillos apodan Cohete Schorsch
[«Schorsch» es una forma dialectal de Georg común en el sur de Alemania],
porque celebra la eucaristía a toda pastilla. Cuando el sacerdote administra
la comunión, los asistentes a la misa, en lugar del solemne Corpus Domini
nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam, solo oyen por
regla general Corps tam, Corps tam...

Como acompañamiento musical, Rupert Berger hace la voz de tenor y


Georg la de bajo (o toca el órgano); Joseph ayuda como monaguillo. A
cambio de ello, el párroco de la ciudad extiende a los seminaristas el
certificado que les exige Frisinga de que en estos periodos no lectivos
asisten celosamente a la eucaristía y no mantienen amistades con
muchachas. En el coro de la iglesia canta también con frecuencia Ratzinger
padre, quien además todos los jueves por la mañana, en una pequeña
procesión por la nave de la iglesia que se realiza en la misa de siete, es uno
de los que llevan el palio; la mayoría de las veces, el Cohete Schorsch, puro
nervio, se les adelanta con la custodia, de suerte que los cuatro «portadores
del cielo» tienen que hacer considerables esfuerzos para seguirlo con su
«cielo» sostenido por varales.
En la casa paterna, Georg sigue practicando ininterrumpidamente al
piano y su hermano escucha con paciencia. De vez en cuando se juntan con
antiguos condiscípulos para tomar una cerveza o ir de excursión a la
montaña. Joseph estudia en el dormitorio del primer piso. El cuarto es
diminuto, pero a él le encanta la vista sobre los Alpes del Chiemgau;
además, allí se siente protegido y cómodo.
No solamente le interesan temas filosóficos y teológicos. También es un
esteta que escribe poemas, un joven romántico y sensible que se interesa
por los conflictos del alma humana y cuyos personajes literarios favoritos
suelen ser personas algo solitarias, enredadas en los conflictos existenciales
de la vida.
Ya en el instituto se había confrontado con los clásicos alemanes. Pero
también con El libro de las horas de Rilke, sobre el que discutía con su
mentor de Frisinga. «Los dos éramos románticos», dice Läpple; «en Rilke
está presente también esa sensibilidad, una sensibilidad casi hipertrofiada,
un elemento emocional que lo atraía» [1]. Goethe era lectura obligada. No
obstante, sin cesar se adueñaba de él una honda emoción cuando en el
Fausto se trata el más alemán de todos los temas: el problema de la religión.
Y el protagonista tiene que decirse a sí mismo: «Ahora ya, ¡ay!, he
estudiado a fondo filosofía, leyes, medicina y, por desgracia, también
teología, con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, ¡pobre de mí!, tan
sabio como antes».
Con el comienzo de sus estudios en Frisinga, Joseph se volvió hacia la
literatura más reciente. Descubrió a los autores franceses contemporáneos:
Paul Claudel, Georges Bernanos y el novelista Françoise Mauriac, todos
ellos representantes del movimiento reformista Renouveau catholique, que
abogaba por una cultura renovada por el catolicismo. Y sobre todo Léon
Bloy, nacido en 1846 en el Périgueux, en la parte sudoccidental de Francia,
un hombre extraordinario que perdió la fe de joven en París. Bloy fue
durante un tiempo un socialista increyente, pero luego retornó al
catolicismo. Durante cinco años compartió su vida con Anne-Marie Roulé,
una prostituta que bajo su influencia se convirtió en piadosa cristiana. Leían
juntos la Sagrada Escritura según el método simbolista del abbé Tardif de
Moidrey.
Y, sin embargo, Bloy se sentía de continuo abandonado por Dios.
Únicamente una estancia con los cartujos en la Gran Cartuja, la casa-madre
y monasterio principal de la orden, le confirió nueva estabilidad y le
permitió dar como escritor testimonio de Dios y de la Iglesia. «Bloy alza la
voz contra los modernos que relativizan y minimizan la confesión de fe, es
más, todo lo que reclama validez absoluta»: así describe la actitud de Bloy
el sacerdote dominico muniqués Wolfgang Spindler; el autor francés, sigue
diciéndonos, combatió «el aburguesamiento del cristianismo, que hace de
los dogmas lugares comunes con cuya ayuda este puede ser vivido cómoda
y placenteramente». A los católicos para los que la fe es solo un adorno, no
el punto central de su vida, Bloy los considera apóstatas. Pero los grandes
traidores eran para él los presbíteros, que mediante la exégesis dan la vuelta
a la Sagrada Escritura hasta que esta pierde todo lo escandaloso y la belleza
y la santidad se transforman en trivialidades.
La afinidad con Francia la había heredado Joseph de su padre. En el hijo
se añadía a ella el entusiasmo por la cultura francesa, que percibía como
especialmente vital e intelectualmente atractiva. La osadía de un Bernanos,
por ejemplo, quien en uno de sus aforismos señala: «La gran desgracia de
este mundo no es que existan ateos, sino que nosotros seamos cristianos tan
mediocres». Claudel le interesaba en especial. Este diplomático francés –
exembajador de su país en Estados Unidos– había vivido en Notre Dame de
París, durante unas vísperas a las que asistió por casualidad un día de
Navidad, una conmovedora experiencia de despertar espiritual. Hombre de
amplia cultura, como publicista podía generar virulentas disputas. Así, se
enfrentó con socialistas de salón, como Émile Zola, y puso de manifiesto
los vacíos que creía encontrar tras las fachadas de celebrados autores ateos.
«Antes de cambiar el mundo», observó, «quizá sería importante no
destruirlo».
Entre los autores alemanes de su época, Joseph leyó libros de Gertrud
von Le Fort, de la pacifista francogermana Annette Kolb o de Elisabeth
Langgásser, a la que tenía en alta estima. Hija de un judío converso al
catolicismo, en tiempos de Hitler se le prohibió publicar. Los nazis se
llevaron a su hijo, primero a Theresienstadt y luego a Auschwitz, donde
sobrevivió de milagro. A Joseph le «emocionó» mucho la novela de Franz
Werfel La canción de Bernadette, sobre los acontecimientos de Lourdes,
con la que el autor judío cumplió un voto que había hecho si escapaba con
vida de los nazis.

Las lecturas del estudiante novel son reveladoras. Permiten hacerse una
idea de su naturaleza y su carácter, no solo de sus sentimientos, sino
también de sus intereses. Con llamativa frecuencia se cuentan entre sus
autores literarios y teológicos favoritos conversos, algo que no cambiará
con el tiempo. Así, por ejemplo, Gertrud von Le Fort, hija de un oficial
protestante del Ejército prusiano, narró su conversión al cristianismo en una
novela en dos volúmenes El velo de la Verónica. Este libro es un ajuste de
cuentas con el mundo intelectual liberal, tanto en la forma del optimismo
protestante-prusiano del progreso como en la de la fe en el ser humano
como dueño de su destino.
Por su parte, Ernst Wiechert, otro de los autores leídos por Ratzinger,
estuvo dos meses preso en el campo de concentración de Buchenwald tras
defender públicamente al pastor protestante Martin Niemöller. Al igual que
otros muchos campos, Buchenwald fue creado inicialmente para acoger a
personas contrarias a los nazis por motivaciones políticas y religiosas. Que
la resistencia contra el régimen no disminuyó se echa de ver en los 42
atentados que, solo en los años de la dictadura nacionalsocialista, se
planearon o realizaron contra Hitler. Wiechert estaba en el punto de mira de
los nazis desde que el 6 de julio de 1933, en un discurso a los jóvenes
alemanes pronunciado en el aula magna de la Universidad de Múnich, había
afirmado: «En efecto, es posible que un pueblo deje de distinguir entre la
justicia y la injusticia y que toda lucha sea “justa”; pero entonces ese pueblo
se halla sobre un plano deslizante cuya pendiente aumenta bruscamente, y
la ley de su decadencia está ya escrita».
Sobre la obra de Wiechert La vida sencilla dictaminó la autoridad
competente –que se denominaba: Oficina del Reich para la Promoción de la
Literatura Alemana, adjunta al Delegado del Führer para el Conjunto de la
Educación Intelectual y Cosmovisional del NSDAP– en un informe de
1939: «La acentuación de ciertos aspectos cristianos es un claro signo del
mundo totalmente distinto en el que viven estas personas. [...] La novela no
es recomendada». Al terminar la guerra, el literato se dirigió de nuevo a los
jóvenes en un discurso pronunciado el 11 de noviembre de 1945: «No
éramos un pueblo de analfabetos», sostuvo en el Schauspielhaus muniqués
criticando la tesis de la culpa colectiva; «la historia de nuestro espíritu era
una historia que nos llenaba de orgullo y estaba honrosamente inscrita en
los libros de la humanidad». Pero sin miramientos les puso a sus
compatriotas un espejo delante. Pues el sistema diabólico podría, más aún,
debería haber sido reconocido como tal mucho antes: «Vieron una nueva
cruz, y en sus maderos no estaba inscrito el antiguo mensaje: “Venid a mí,
los que estáis cansados y agobiados”, sino el nuevo mensaje: “¡Que estire la
pata Judá!”».

Que la aclimatación práctica al orden del seminario en Frisinga no


estuviera exenta de fricciones se debió probablemente a la obligación de
adaptarse al grupo, algo que a Ratzinger le repugnaba, aun cuando el ritmo
ordenado de las tareas diarias se ajustaba a la perfección a su forma de ser.
En cambio, sentía una simpatía ilimitada por el mundo litúrgico en el Mons
Doctus. Por ejemplo, por la diaria oración silenciosa en la capilla de la casa,
a la que «el retablo y su atmósfera interior conferían fuerza conmovedora»
[2]. También le gustaban las grandes fiestas, en las que cien seminaristas
con sus sotanas negras, viniendo desde la galería por la escalera, entraban
solemnemente en la catedral en fila de dos. O la contemplación mística en
la cripta, con sus relicarios y figuras de santos; fue allí donde, a la luz de las
velas votivas, cobró conciencia de que «se me permitía incorporarme a esta
gran procesión de todas las épocas y prolongarla hacia el futuro» [3].
Casi simultáneamente con el comienzo de los estudios de Ratzinger
apareció El juego de los abalorios de Hermann Hesse. En casa, en
Hufschlag, Joseph había devorado ya el Peter Camenzind de Hesse. Pero la
nueva obra de este autor, pesimista en lo relativo al estado y evolución de la
cultura y en permanente búsqueda de sabiduría, tuvo que electrizarlo en
toda regla. Ya solo en el hecho de que el mundo mostrado en El juego de los
abalorios se asemejaba tanto, en su atmósfera y en su contenido, al Mons
Doctus que parecía que el autor se hubiera inspirado directamente en él.
Hesse había comenzado a trabajar en esta su opus magnum ya en 1930.
Doce años después, el 29 de abril de 1942, dio por terminada la obra. Pocos
meses más tarde, su editorial, la casa S. Fischer de Fráncfort del Meno,
recibió del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda la
prohibición de publicar. De este modo, la primera edición de El juego de los
abalorios no pudo aparecer hasta noviembre de 1943, y además en Zúrich.
En Alemania, la edición llegó a las librerías en diciembre de 1946, poco
después de que Hesse fuera distinguido con el Premio Nobel de Literatura.
Joseph leyó el libro como si con él tuviera ante sí una suerte de realidad
doble. Y siempre sentado a una mesa, «como Dios manda», que se decía
antes. Por asombrosas que resulten, las semejanzas de El juego de los
abalorios con el ambiente que reinaba en el Domberg no son casuales. Ya
solo por el hecho de que la lógica interna de mundos análogamente
configurados tiene que crear y moldear no solo patrones idénticos, sino
personajes parecidos. Estos dan expresión además a un anhelo fundamental
de personas sensibles y espiritualmente dotadas, que en la novela de Hesse
–quien procedía de un hogar pietista– creó una suerte de fortaleza de
monjes y eruditos en un país imaginario llamado Castalia.

En esta Castalia, el protagonista debe ser iniciado paso a paso en el


misterio de una doctrina, de un arte casi sagrado que trasciende todo mundo
superficial-material. De modo análogo al joven de la calle Eichenweg en
Hufschlag, también el protagonista del libro, un muchacho llamado Josef
Knecht, había destacado pronto por su singular talento y ya con 12 años
había sido admitido en la institución Eschholz de la orden. «Percibía con
fuerza la magia de este ambiente», se dice en El juego de los abalorios;
«todo le parecía antiguo, venerable, sagrado, rebosante de tradición» [4].
Pero también en otros aspectos anticipa este Josef Knecht un temperamento
y un destino en los que Ratzinger –quien más tarde se caracterizará
reiteradamente a sí mismo como «siervo» [Knecht], «servidor», como
«porteador de Dios»– podía contemplarse cual en un espejo.
En la novela, el origen de Castalia radica en una orden fundada por un
grupo de eruditos que se entiende a sí misma como reacción ascética a una
«época folletinesca», en la que «el espíritu disfrutaba de una libertad
inaudita, insoportable ya incluso para él mismo». La comunidad, reforzada
por la Liga de los Peregrinos de Oriente, perseguía la regeneración anímica
y la devoción, con objeto de reverdecer –como alternativa a una opinión
pública interesada tan solo en el entretenimiento superficial y la
distracción– los valores de la cultura occidental.

Es un aislado paraíso terrenal de universalidad y armonía, construido


sobre el cultivo de la meditación y la música. Venerables sabios de la
rigurosamente gobernada orden se percatan del talento de Josef y lo
convierten en su protegido. En el encuentro con el «Hermano Mayor», un
solitario inconformista versado en la sabiduría china, Josef cobra conciencia
de su propia singularidad y de las tareas a ella asociadas. Por otra parte, la
relación con un historiador le enseña a ver la propia vida como algo que
imprime su sello en la realidad y que, por tanto, requiere atención y
responsabilidad.
A la inversa, uno de sus antiguos amigos, quien critica con creciente
severidad a la orden, se convierte en un antagonista permanente: «Ambos
eran muy talentosos y tenían vocación; eso hacía de ellos hermanos,
mientras que en todo lo demás eran polos opuestos». ¿No piensa uno
necesariamente en un determinado antagonista del futuro papa cuando
Hesse afirma sobre «su» Josef y su antípoda: «Con asombro y temor había
oído a este orador frases en las que se criticaba destructivamente todo lo
que tenía autoridad y era sagrado en Castalia, en las que todo aquello en lo
que él mismo creía era puesto en duda, problematizado o ridiculizado»?
Josef Knecht agudiza la mirada para los peligros que amenazan a la
orden castaliense, casi podría decirse: católica; a saber, la autosuficiencia
elitista, el virtuosismo vacío de sentido y el aislamiento del acontecer
histórico. El joven, alcanzada ya la maestría en el saber, la música y la
meditación, asciende más y más por la jerarquía de la orden hasta la
coronación que representa el cargo supremo, el de Gran Maestro, Magister
Ludi. El título es un juego de palabras con el término latino ludus, que
significa, por una parte, «escuela» y, por otra, «juego». Como maestro de
escuela y maestro del juego, el Magister Ludi es «guía y modelo de los
intelectualmente cultivados y esforzados» y está encargado de administrar y
acrecentar «el legado intelectual recibido». «Pero no solo ha alcanzado y
ocupado», escribe Hesse, «la parcela de un maestro; la ha atravesado, la ha
trascendido hacia una dimensión que no podemos sino intuir
respetuosamente».
Recordemos el entusiasmo con el que Ratzinger habla sobre las misas
solemnes de su infancia: «Cuando en la iglesia parroquial de Traunstein se
tocaba en los días de fiesta una misa de Mozart, para nosotros, muchachitos
venidos del campo, era como si el cielo estuviera abierto. Delante, en el
presbiterio, se alzaban columnas de humo de incienso, en las que el sol se
refractaba. En el altar se llevaba a cabo la acción sagrada que sabíamos que
nos abría el cielo. Y desde el coro nos llegaba una música que no podía
proceder más que de aquella otra esfera. Una música en la que se nos
revelaba el júbilo de los ángeles por la belleza de Dios. Algo de esa belleza
se hacía presente en medio de nosotros» [5]. Paralelamente a ello se dice en
El juego de los abalorios: «El corazón del muchacho desbordaba de
veneración, de amor por el maestro, y su oído percibió la fuga; le pareció
como si fuera la primera vez que escuchaba música en su vida, intuyó tras
la obra tonal que surgía ante él el espíritu, la deleitante armonía de ley y
libertad. En estos minutos se vio a sí mismo y vio su vida y vio el mundo
entero, guiados, ordenados e interpretados por el espíritu de la música» [6].
En relación con el pasaje autobiográfico recién citado, Ratzinger, ya
como papa Benedicto, observó: «Debo decir que cuando escucho a Mozart
sigo sintiendo en cierto modo lo mismo. Mozart es pura inspiración; así, en
cualquier caso, me lo parece a mí. Cada tono es el adecuado y no podría ser
distinto. [...] La existencia no es empequeñecida ni falsamente armonizada.
No se excluye nada de su gravedad ni de su grandeza, pero todo aparece
integrado en una totalidad en la que adivinamos la redención de los lados
oscuros de nuestra existencia y percibimos la belleza de la verdad, de la que
con tanta frecuencia nos inclinamos a dudar».
Considerada desde el momento de su redacción, El juego de los
abalorios de Hesse es una atrevida visión; retrospectivamente, la trama del
libro resulta reveladora, aunque solo sea porque ilustra de hecho el mundo
en el que debía madurar Joseph Ratzinger. «Había vivido el acontecimiento
de la vocación, que bien puede denominarse “sacramento”», escribe Hesse.
«Este mundo no existía solamente en algún lugar lejano o quizá en el
pasado o el futuro; no, estaba ahí, activo, irradiando, enviando mensajeros,
apóstoles, legados». En consonancia con el suceso mágico de aquella hora
bendita, los «sueños e intuiciones» se transformaron –mediante la
«llamada» al mundo real– en un verdadero encargo y devinieron de repente
un «trozo de realidad».
Las similitudes con personas vivas no siempre son mera casualidad. El
Josef de la novela tiene madera «para la veneración, para el servicio del
culto». Tal como Hesse lo retrata, es, «sin duda, siempre buen compañero y
nunca servil con los superiores». Se le considera «bastante tímido», pero al
mismo tiempo no se deja amedrentar por nadie. Ha leído «mucho, en
especial filósofos alemanes». También en el hecho de que al joven Josef
Knecht le sean ajenas las inclinaciones o antipatías vehementes hay una
afinidad de carácter con el Joseph real. «En las grandes almas y espíritu
superiores no existen tales pasiones», sabía bien Hesse. Pues «quien dirige
la fuerza suprema del deseo hacia el centro, hacia el ser verdadero, hacia lo
perfecto, parece más tranquilo que la persona apasionada, porque uno no
siempre ve la llama de su ardor».
A la pregunta de «si no existe verdad alguna» ni «vida auténtica y
válida», Knecht recibe como respuesta: «No debes anhelar, amigo, una
doctrina perfecta, sino la perfección de ti mismo». Josef cobra conciencia
de que «la divinidad está en ti, no en los conceptos ni en los libros. La
verdad se vive, no se enseña», se vive «a través de la persona, a través del
ejemplo del maestro».
Sin embargo, como Magister Ludi, Knecht tiene que reconocer también
que en un mundo transformado la existencia de Castalia se sostiene sobre
pies de barro. Se había consolidado un statu quo en el que ya nada nuevo se
descubría o creaba, sino que tan solo se «jugaba» con lo existente. Para
poder sobrevivir, al aislamiento debía seguir la apertura. Pero las cosas no
iban a quedarse ahí. «El papel que ahora le había correspondido a Knecht»
determina su vida. La «tarea que se le planteó fue defender a Castalia frente
a sus críticos y exacerbar la confrontación». En «su papel de apologeta» se
vio «obligado a apropiarse y cobrar conciencia de manera cada vez más
clara e íntima –mediante el estudio, la meditación y la autodisciplina– de
aquello que debía defender. [...] Sostenido por el elevado grado de
confianza y responsabilidad que con ello se había depositado en él, logró
realizar la tarea; y que la llevara a término sin daños visibles es una prueba
de la fuerza y excelencia de su naturaleza».

Pero Hesse también sabe que su héroe solitario «tuvo que sufrir mucho
en silencio».
Las reglas y misterios del juego de los abalorios en la Castalia de Hesse
no son expresables en palabras. Solo el iniciado los reconoce. En alusiones,
en glosas y, sobre todo, en la participación. No dejan de tener cierta
similitud con el propio «juego» de Ratzinger, quien en el curso de muchas
décadas ha expuesto su mensaje en miles de catequesis, conferencias,
homilías y libros, siempre de forma distinta y nueva, al igual que un
caleidoscopio, cuyas piedras componen un número aparentemente infinito
de figuras sin cambiar, no obstante, el contenido. En Hesse, el «juego» es en
último término el intento de combinar la ciencia [en el sentido amplio de
saber sistemático] y el arte en una síntesis que, mediante una suerte de
lenguaje universal, reúna todos los campos en un gran conjunto, con el fin
de acercar al «jugador» al espíritu, en sí uno, del universo.
De forma del todo consciente recurre para ello al catolicismo: «Por lo
demás, las expresiones de la teología cristiana, en su formulación clásica y,
por tanto, como bienes culturales en apariencia universales, habían sido
incorporadas también, por supuesto, al lenguaje semiótico del juego; así,
por ejemplo, uno de los conceptos fundamentales de la fe o el tenor literal
de un pasaje bíblico, una frase de un padre de la Iglesia o de un texto latino
de la misa podían ser expresados e incorporados al juego con la misma
facilidad y exactitud que un axioma geométrico o una melodía de Mozart.
Difícilmente exageraremos si afirmamos que, para el estrecho círculo de los
auténticos jugadores, el juego de los abalorios era casi sinónimo de culto a
Dios, si bien se abstenía de toda teología propia».
«La fuerza no reside en las ramas», tal era el lema de Hesse, «sino en las
raíces. Solo quien está profundamente enraizado sobrevivirá a las tormentas
y hará frente a los temporales». Por lo que respecta a Ratzinger, sus raíces
están en su familia, así como en la tradición de su patria bávara y en su fe.
Pero, con el comienzo de sus estudios, algo cambió. Si de niño había
percibido el culto católico como una honda experiencia emocional, ahora
estaba en cierto modo en diálogo con los grandes de la historia de la Iglesia.

El magnum mysterium era un acontecimiento que no solamente se


percibía sensorial y anímicamente, sino que podía ser examinado con el
entendimiento, a fin de ahondar todavía más en él. Correctamente
entendido, esto no comportaba un deslizamiento hacia una religiosidad
profesoral, sino el ascenso a un «espacio de escucha», como posteriormente
escribirá Ratzinger. Aquí, el mysterium Christi no era analizado y
desmenuzado, sino iluminado en mayor medida aún, para, trascendiendo lo
meramente superficial, acceder a la esencia del mensaje de forma más
íntima –desde una visión interior– y, así, acercarse cada vez más a ella.
En la evolución del pensamiento y la teología ratzingerianos, afirma
Hansjürgen Verweyen, catedrático emérito de Teología Fundamental en
Friburgo de Brisgovia, se dio un «proceso continuo de crecimiento» hacia
una «gran realidad que lo desborda» todo, a saber, la realidad de la liturgia
y la eucaristía. Lo que empezó de niño con la celebración diaria del
sacrificio de la misa, se fundamentará en sentido teórico-teológico al
comienzo de los estudios y se nutrirá con elementos del culto, la doctrina y
la oración en la bolsa amniótica del Mons Doctus. Análogamente a la
terminología de El juego de los abalorios, Ratzinger hablará más tarde de
espacios «de escucha y recuerdo». «El acto de fe es salir a lo anchuroso,
abrir la puerta de mi subjetividad», afirma; «el yo separado se reencuentra
en un yo mayor y nuevo» [7]. En este nuevo sujeto, uno está «al mismo
tiempo con Jesús. Y todas las experiencias eclesiales me pertenecen
también a mí, han devenido parte de mí». Ratzinger remite a la relación
entre la liturgia y la contemplación como una de sus preocupaciones
centrales. «La raíz de la contemplación es el culto; pero el culto precisa de
la contemplación, si no se quiere que se atrofie en ritualismo» [8].
Zuinnerst, «en el hondón de uno», se convirtió en una de sus palabras
favoritas. Una y otra vez hablará del «camino hacia el propio interior»: «El
camino hacia el propio interior es también el único camino hacia el exterior,
hacia lo abierto». Esta búsqueda nunca concluye. Aunque uno esté
convencido de «haber hallado la certeza última», Dios debe «ser encontrado
siempre de nuevo». Y «este encontrar es, en efecto, un encontrar en un
abismo infinito» [9]. En el interior del hombre se decide finalmente si la
tentación y la culpa pueden transformarse en purificación y gracia. De ello
habló Ratzinger incluso en la homilía que pronunció en el solemne inicio de
su pontificado: «Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque
se han extendido los desiertos interiores».
El hecho de que Joseph, nada más comenzar sus estudios a principios de
1946, leyera también El espíritu de la liturgia, la ópera prima de Romano
Guardini, contribuyó a que profundizara teológicamente el mundo de la
liturgia aludido en El juego de los abalorios. Con Guardini aprendió Joseph
que lo que de niño se limitaba a sentir no es una invención, sino una
realidad que supera con mucho la fiabilidad de los criterios mundanos.
Al principio, Ratzinger fue más bien escéptico ante el «movimiento
litúrgico»; más tarde consideró que este «había contribuido de forma
fundamental a que la liturgia, en su belleza, riqueza oculta y grandeza
supratemporal, fuera redescubierta como centro vivificador de la Iglesia y
como centro de la vida cristiana». Aprendimos a entenderla como «la
oración de la Iglesia, que es suscitada y guiada por el Espíritu Santo mismo
y en la que Cristo incesantemente deviene simultáneo con nosotros, entra en
nuestra vida» [10].

En la tradición de la Iglesia tanto griega como latina, todo lo que en el


contexto litúrgico y teológico hace referencia al misterio del altar se
denomina «místico». Por otra parte, captar el «sentido místico» de las
Sagradas Escrituras significa entenderlas con la vista puesta en el mysterium
Christi, el magnum mysterium por excelencia, que es Cristo mismo. El
conocimiento del misterio consiste en comprender el amor de Cristo, que
trasciende todo conocimiento. Así, la doctrina católica tiene el sacramento
del altar por el lugar descollante de la experiencia mística, que se sirve de la
punta más fina del espíritu. La «presencia eucarística» de Jesús excede la
fuerza del entendimiento, pero en la meditación de sus misterios abre al
espíritu humano «a lo que hay más allá de él».

De Guardini aprendió el joven estudiante de Teología que la aparente


contradicción entre ciencia y fe se resuelve en Cristo y en el cristianismo.
En la eucaristía se trata, en último término, de una transformación
misteriosa, de un ser transmutado por el Dios que se dona a sí mismo, en
virtud de lo cual el cristiano es incorporado a la vida de Cristo. Un tesoro
incomparable de la fe católica, por cuya protección hay que luchar de nuevo
en todas las épocas. «Si celebramos la misa orando», les dijo Benedicto
XVI sesenta años más tarde a los sacerdotes reunidos en la catedral de
Frisinga (en el marco de su visita a Baviera en 2006); «si, al decir “Esto es
mi cuerpo”, brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las
manos y nos autorizó a hablar con su mismo “yo”; si realizamos la
eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se
reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí
mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en
comunión con él y, por tanto, como es preciso también para los hombres.
Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y,
a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la
presencia del Señor».
Retornemos una vez más a El juego de los abalorios. Las siguientes
palabras en las que Ratzinger se explaya poéticamente sobre el lugar de su
anhelo, ¿no se leen también un poco como un pasaje del libro de Hesse?
Proceden de un artículo sobre su hermano, el «Ratón del órgano» (Orgel-
Ratz) de Frisinga. Y se inspiran a todas luces en la remembranza de
aquellos años en el Domberg:
«Dios habita allí donde el amor se dirige hacia él, donde la fe y el amor devienen
canto: el acercamiento de los creyentes a él en el canto y la oración comunes
constituye, por decirlo así, el trono apropiado para Dios. Esto lo comprende bien
quien ha vivido la gran liturgia, en la que todo está en consonancia –el corazón y los
sentidos y el entendimiento– y en la que, simultáneamente con la súplica y la
indigencia de nuestra existencia, se hace audible y visible la alegría que Dios nos
procura. Cuando las notas resuenan luminosas en el espacio y se entrelazan, cuando
hasta los muros se transforman en oración, en alabanza, uno percibe que en este
tejido formado por el espíritu y los sentidos, en esta apertura del corazón y del
universo está, en efecto, la morada de Dios. No; no es cierto que no habite en
ninguna parte. Está ahí y, con ello, el ser humano alcanza al mismo tiempo su
posibilidad suprema: ofrecerle a Dios un lugar cercano a nosotros, una morada entre
nosotros» [11].

Al igual que una planta joven que de repente comienza a crecer sin parar,
así cobró conciencia el joven Josef Knecht de su talla, se afirma en El juego
de los abalorios. Descubrió nuevas armonías con el mundo, fue capaz de
realizar tareas que aún quedaban lejos de su edad y, al mismo tiempo,
anheló –con la entrega que le era característica– escuchar al viento o la
lluvia, «sin comprender nada, intuyendo todo, empujado por la empatía, por
la curiosidad, por el deseo de inteligir, pasando del propio yo a otro yo, al
mundo, al misterio y al sacramento, al juego de los fenómenos, tan bello
como doloroso».
De este modo, brotando y creciendo desde dentro, «la vocación de Josef
Knecht se consumó en pureza perfecta»: «Pudo quitarse el traje que se le
había quedado insoportablemente viejo y estrecho; ya había preparado uno
nuevo para él».
17
San Agustín

E n el invierno de 1946-1947, Alemania estaba ante una nueva catástrofe


humanitaria. Como si se tratara de una maldición desencadenada por
las malas acciones de los años anteriores, una de las más rigurosas heladas
del siglo XX cayó sobre el país. El hielo y el frío polar de hasta veinte
grados bajo cero convirtieron las ciudades en ruinas, ya de por sí
fantasmales, en extravagantes y criogenizadas imágenes del infierno.

La guerra había arrasado los campos de cultivo. Tras el cálido verano, la


cosecha había sido tan magra como en los bíblicos años de vacas flacas en
el Antiguo Egipto. A causa del desmantelamiento llevado a cabo por las
potencias vencedoras, la industria carecía de máquinas. Más de la mitad del
espacio habitable había sido destruido por las bombas, así como
aproximadamente el 40 % de la infraestructura vial y ferroviaria. Faltaban
carbón y materias primas. Las reservas de guerra se habían consumido por
completo. Y millones de refugiados procedentes del Este, que se
congregaban en las distintas zonas de ocupación con el propósito de llegar
sobre todo a Baviera, suponían una presión adicional.

Comer desperdicios, mendigar, morir: así describían los supervivientes


su situación. A pesar de las importaciones de alimentos llevadas a cabo por
las potencias ocupantes, el servicio de comedores en las escuelas y los
paquetes CARE enviados desde Estados Unidos, el número de calorías
asignadas por persona no hacía más que disminuir. «La caza de comestibles
dominaba nuestra vida entera», revive un testigo de los acontecimientos,
«estábamos obsesionados con ello, además de exhaustos y apáticos».
El escritor colonés Heinrich Böll, que acababa de cumplir 29 años,
anotó: «Carbón, madera, material de construcción. Todos podríamos
habernos acusado mutuamente de robo. Quien no se congelaba en una gran
ciudad destruida tenía que haber robado la madera o el carbón con el que se
calentaba, y quien no moría de hambre tenía que haber conseguido –o hacer
que le consiguieran– alimentos de modo en uno u otro sentido ilegal» [1].
Unas palabras pronunciadas por el cardenal de Colonia, Josef Frings, en la
homilía de la Nochevieja de 1946 corrieron como la pólvora: «Vivimos en
una época en la que, a consecuencia de la escasez, también el individuo
podrá tomar legítimamente lo que necesite para conservar su vida y su
salud, si le ha sido imposible conseguirlo trabajando o suplicando». En
adelante, el verbo fringsen [formado, como salta a la vista, a partir del
apellido del cardenal] se convertirá en expresión coloquial para referirse al
tráfico no autorizado de carbón o al hurto de patatas en campos ajenos.
Por lo que se refiere a la alimentación, la calefacción y la vivienda, el
antiguo presidente de Estados Unidos Herbert C. Hoover consideraba que
«el grueso del pueblo alemán se halla en la situación más calamitosa que se
ha conocido en la civilización occidental desde hace siglos» [2]. Un
memorándum de los colegios médicos alemanes constató en el verano de
1947 que en algunas regiones hasta el 80 % de la población padecía
desnutrición. En total, el invierno del hambre causó, según el historiador
Wolfgang Benz, cientos de miles de víctimas.
Junto con otros seminaristas, también Joseph serró árboles en los
alrededores del Domberg y desenterró raíces, con el fin de conseguir de
algún modo combustible para el seminario. Los compañeros que procedían
de familias de granjeros podían al menos completar las raciones de
supervivencia con el tocino que se traían de casa. «Cada vez que había que
preparar un “banquete” para un visitante», refiere Ratzinger, «reuníamos los
ingredientes pasando hambre durante cuatro semanas, recortando aún más
las ya de por sí escasas raciones» [3]. Aun así, todas las horas que tenía
libres las pasaba inclinado sobre los libros. Lo que le conmovió
especialmente de El juego de los abalorios fue, según confesó en una de
nuestras conversaciones, que el protagonista Josef Knecht «al final debe
partir una vez más y termina abandonando la orden. Es el gran maestro del
juego de los abalorios, pero no hay nada definitivo. Tiene que empezar de
nuevo».
De entre los libros de Hesse, otro de los «favoritos» del joven Ratzinger
es El lobo estepario, una novela de crítica civilizatoria. La obra se publicó
en 1927 y cincuenta años más tarde se convertiría en un libro de culto para
la generación de Woodstock. Los apóstoles de la moral lo desterraban de las
bibliotecas. Decían que propagaba el abuso de las drogas y las perversiones
sexuales. Pero entre los beatniks de California resonaba de todas las formas
posibles «Born to Be Wild», la intemporal canción de un grupo de rock que
se llamaba sencillamente igual que (en alemán) el manual del escritor de
Calw: Steppenwolf.
El lobo estepario recoge las anotaciones ficticias de un personaje
hipersensible y solitario llamado Harry Haller, que quiere diagnosticar la
«enfermedad de nuestra época». Haller, un hombre de ideas y de libros,
buen conocedor de Mozart y de Goethe, criado por «padres y maestros
cariñosos, pero severos y muy píos», vive –como persona proclive a la
melancolía– inmerso en la tensión entre una cultura europea antigua que se
hunde y una tecnocracia moderna que crece excesivamente.
En su melancolía, Haller echa la vista atrás con añoranza a «los libros de
los literatos alemanes olvidados por el pueblo». Pero ¿quién debería
retomar y prolongar «sus voces ingeniosas, picaras y nostálgicas»? «¿Quién
ha portado un corazón lleno de su espíritu y su magia a través de una época
distinta, ajena a ellos?». El suspiro de Harry Haller sonaba a amor no
correspondido: «¡Ah, es difícil encontrar esta huella de Dios en medio de la
vida que llevamos, en medio de esta época tan satisfecha, tan burguesa, tan
falta de ingenio, a la vista de estas arquitecturas, estos negocios, esta
política, estas personas! ¿Cómo no voy a ser un lobo estepario y un hosco
anacoreta en medio de un mundo cuyas metas no comparto?».
¿Cómo no iba a acelerársele el corazón también al pupilo Joseph, esteta y
poeta, cuando Haller experimenta en medio de su melancolía un instante
luminoso en el que la costumbre de lo cotidiano se abre para hacer sitio «a
lo extraordinario, al milagro, a la gracia»? Ciertamente también Joseph se
preguntaría, al igual que el «lobo estepario»: «Eso que llamábamos
“cultura”, espíritu, alma, eso que calificábamos de bello, de sagrado, ¿no
era meramente un fantasma, algo que llevaba ya tiempo muerto y que solo
un par de necios seguíamos teniendo por auténtico y vivo?». ¿Eran los
«conocedores y adoradores de la antigua Europa, de la antigua música de
verdad, de la literatura auténtica de antaño» ya solo una «pequeña y
estúpida minoría de complicados neuróticos, que al día siguiente serían
olvidados y escarnecidos»?
Haller sufre por la escisión de su persona –en la que luchan entre sí un
alma burguesa acomodada y otra de lobo estepario, solitaria, crítica con la
sociedad y la cultura–, encajado entre dos épocas y dos culturas, de las
cuales la burguesa, con su aburrimiento y corrupción, le asfixia tanto como
la soledad y desesperación en que vive como «lobo estepario». Como
hombre es ciudadano de la cultura, interesado en las ideas bellas, la música
y la filosofía; como lobo es un menospreciado crítico de la sociedad y la
cultura.
Joseph Ratzinger no es el Harry Haller de El lobo estepario, este «gran
grito en demanda de sentido, amor y redención» (Matthias Matussek), pero
es necesario conocer el fundamento de Benedicto, incluido el literario, para
entender mejor su posterior actitud ante los desarrollos contrarios a la
civilización. Es perfectamente imaginable que Hermann Hesse hubiera
reaccionado a la moral de la sociedad hipersexualizada surgida tras la
«revolución sexual» de manera análoga a como reacciona el papa emérito
Benedicto (algo por lo que es criticado con dureza). «El ser humano tiene la
posibilidad de volcarse por completo en lo espiritual, en el intento de
aproximación a lo divino, en el ideal de lo sagrado», le hace decir Hesse a
su «lobo estepario». «A la inversa, tiene también la posibilidad de volcarse
enteramente en su vida instintiva, en el anhelo de sus sentidos y orientar
todo su afán al disfrute del placer instantáneo. Uno de los caminos lleva al
santo, al mártir de espíritu, a la entrega de sí a Dios; el otro, al libertino, al
mártir de los instintos, a la entrega de sí a la descomposición».

Todavía a una edad avanzada se acordaba Ratzinger, como quedó patente


en una de nuestras conversaciones, de qué lo cautivó del libro de Hesse: «El
análisis despiadado del hombre en descomposición que presenta. Es una
imagen de lo que está ocurriendo hoy con el ser humano» [4].
En su avidez lectora, Joseph estudió las obras de Romano Guardini y
John Henry Newman. Leyó a Sartre, Camus y Claudel. Tropezó, como ya
se ha dicho, con la visión distópica de Un mundo feliz de Aldous Huxley y
con la lúgubre profecía de un mundo reglamentado, uniformado y
desprovisto de alma que George Orwell realiza en 1984, libros estos dos
que más tarde citará a menudo. Y por supuesto, devoró el incomparable
Diario de un cura rural de Georges Bernanos, de 1936, en el que el
sacerdote perfilado por Bernanos desarrolla –a partir de la crítica a las
circunstancias eclesiales y sociales– una piedad heroica y, en su sencillez,
realmente cristalina. No obstante, el libro que más le impresionó no era
obra de ningún contemporáneo suyo.
Hablamos de las Confesiones de san Agustín, que Joseph leyó en la
primavera de 1946, con 19 años. En el latín cristiano confessiones significa,
por una parte, el reconocimiento de las propias debilidades, de la miseria de
un pecador; pero, por otra, también una alabanza a Dios. Ver la propia
pobreza a la luz de Dios lleva a la acción de gracias por el hecho de ser uno
aceptado por Dios y elevado, mediante la transformación de su persona, a lo
que en realidad es. El autor de estas Confesiones, nómada, corajudo,
donjuán, apasionado polemista, es uno de esos gigantes intelectuales que a
la humanidad tan solo le son regalados cada mil años. Joseph no estaba
todavía preparado para entender el libro en toda su riqueza. Le costó
comprender qué pretendía decir san Agustín al describir la conversión como
un proceso que dura toda la vida. Tomás de Aquino no había llegado a
interpelarlo de verdad. Recordemos: el dominico le parecía «demasiado
impersonal y ya acabado». En cambio, en Aurelio Agustín, descubre ahora,
«está siempre directamente ahí el hombre apasionado que sufre y se
interroga», alguien «con quien uno puede identificarse» [5]. Saltó la chispa:
«Lo veo como un amigo», confiesa Ratzinger, «como un contemporáneo
que me habla» [6].

Con los personajes de Hesse compartía Joseph el pesimismo cultural y la


valentía de confrontarse críticamente con el espíritu de la época. Pero aquí
se trata de una biografía auténtica, de un hombre real e influyente en la
historia, de alguien que «luchó él mismo», deslumbrantemente abierto y
sincero: «Una persona animada por el inagotable deseo de encontrar la
verdad, de descubrir qué es la vida, de saber cómo debe vivir uno», dice
Ratzinger. Alguien que, «a pesar de su humildad», también fue «consciente
de su altura intelectual». Alguien que pensó y vivió la fe, sin dejar de estar
inmerso en la vida. Alguien para quien el ser humano era «un gran enigma»
(magna quaestio) y «un profundo abismo» (grande profundum). «Muchas y
serias son las debilidades, muchas y serias», nos hace saber Agustín en las
Confesiones.
Y se trataba también de alguien que con inaudita capacidad lingüística
escribía frases bellísimas: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba.
[...] Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo».

En cuanto empieza a hablar de Agustín, Ratzinger se apasiona.


«Impelido por su pasión por el ser humano, buscó a Dios por necesidad,
porque solo a la luz de Dios puede manifestarse plenamente también la
grandeza del ser humano, la belleza de la aventura de ser hombre». Para él,
Agustín es el «mayor padre de la Iglesia latina», además de «una de las
mayores figuras en la historia del pensamiento». Sus escritos tienen una
«importancia fundamental», escribió más tarde, «no solo para la historia del
cristianismo, sino para el desarrollo de toda la cultura occidental». Pues
«pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz
de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca» [7].
El de Hipona tenía todo lo que a él supuestamente le faltaba. Pasión,
empatía, emocionalidad. Y, además, la disposición a exponer su propia vida
interior. Pero no era eso lo importante. Es en especial la «apasionada
búsqueda de la verdad» por parte de Agustín lo que cautiva a Joseph
Ratzinger como teólogo en ciernes. «Quiero conocer a Dios y al alma»,
afirma Agustín. «¿Nada más? Nada más» [8].

Siendo ya papa, Ratzinger sintetizó en una intervención pública: «Así, la


fe en Cristo no puso fin a su filosofía, a su audacia intelectual; al contrario,
lo estimuló aún más a buscar la profundidad del ser humano y a ayudar a
los demás a vivir bien, a encontrar la vida, el arte de vivir. Esto era para él
la filosofía: saber vivir, con toda la razón, con toda la profundidad de
nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, y dejarse guiar en el camino de la
verdad, que es un camino de valentía, de humildad, de purificación
permanente». De este modo logró Agustín encontrar a Dios: «Como la
razón fundante, pero también como el amor que nos abraza, nos guía y da
sentido a la historia y a nuestra vida personal» [9].
Si se pudiera llevar a una isla nada más que dos libros, esos serían, dice
el papa bávaro, la Biblia y las Confesiones. Guarda gratitud a un personaje
«con el que me siento muy vinculado por el papel que ha desempeñado en
mi vida de teólogo, sacerdote y pastor». Ratzinger caracteriza al obispo de
Hipona como un «hombre lleno de pasión y de fe, en extremo inteligente».
Pero también se refiere a él como un «amigo» y como «mi gran maestro
Agustín».

De hecho, ninguno de sus múltiples retratos de santos los ha esbozado


con tanta «detención» como aquellos textos que ha escrito sobre su
«maestro». Como si con ello quisiera subrayar: me veo a mí mismo en
Agustín, y a Agustín como si fuera yo mismo. Se trata de un autorretrato.
Eran pocos los oyentes que intuían, sin embargo, que el papa Benedicto,
cuando presentaba al obispo de Hipona, siempre aludía también –
retrospectivamente– al estudiante Joseph, lo mismo en sus catequesis de la
plaza de San Pedro que en las palabras pronunciadas en la homilía de la
eucaristía celebrada en Pavía el 22 de abril de 2007: «Agustín, por una
parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por las
costumbres y las pasiones dominantes en él, así como por todos los
interrogantes y problemas de un joven. Vivía como todos los demás y, sin
embargo, había en él algo diferente: fue siempre una persona que estaba en
búsqueda. No se contentó jamás con la vida como se presentaba y como
todos la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería
encontrar la verdad. Quería saber qué es el hombre; de dónde proviene el
mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y cómo
podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la vida correcta, y
no simplemente vivir a ciegas, sin sentido y sin meta. [...] Y hay, además,
una peculiaridad. No le bastaba lo que no llevaba el nombre de Cristo.
Como él mismo nos dice, el amor a este nombre lo había bebido con la
leche materna. Y siempre había creído –unas veces vagamente, otras con
más claridad– que Dios existe y se interesa por nosotros. Pero la gran lucha
interior de sus años juveniles fue conocer verdaderamente a este Dios y
familiarizarse realmente con Jesucristo y llegar a decirle “sí” con todas sus
consecuencias».
Ningún otro personaje de la historia de la Iglesia ha impresionado a
Ratzinger e influido en él en igual medida que Agustín, el «genio del
corazón», como lo llaman sus biógrafos. El entusiasmo de Joseph no es, sin
embargo, veneración de un héroe ni culto a una estrella. Para poder
identificarse de este modo con alguien, uno tiene que sentir de manera muy
parecida a él. Lo que mueve a Ratzinger es el problema de Dios, la
abundancia de conocimiento que ningún mero saber libresco, sino solo una
profunda moción del alma puede producir. He aquí alguien en quien se ve
reflejado como en nadie más, un alter ego, un segundo yo. La identificación
con Agustín llega tan lejos que, según Cornelius Mayer, especialista en el
obispo de Hipona, de Ratzinger habría que hablar quizá como de un
segundo Agustín, de un Augustinus redivivus. En ningún momento he
tenido la impresión, afirmó Ratzinger en 1998, de que san Agustín «sea un
hombre que murió hace más o menos 1.600 años». Ya tras leer por primera
vez unas cuantas páginas del santo «lo reconocí casi de inmediato como mi
contemporáneo, como una personalidad que no hablaba desde la lejanía ni
desde un contexto totalmente distinto del nuestro» [10].
Aurelio Agustín, nacido el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, en la
provincia romana de Numidia en África septentrional, fue educado
cristianamente. Su madre, Mónica, procedía de una familia bereber
cristiana, pero no bautizó a su hijo. El padre de Agustín, patricio, era un
minifundista, que solo se convirtió al cristianismo poco antes de su muerte.
En su ciudad natal, Agustín estudió gramática; y más tarde, en Cartago,
retórica, disciplina en la que llegó a ser un consumado maestro, celebrado
como brillante orador.

En esta época, Cartago, con más de 300.000 habitantes, era la cuarta


ciudad más grande del Imperio romano después de Roma, Alejandría y
Antioquía; y, junto a Roma, la más importante sede episcopal en la mitad
occidental del Imperio. Agustín vive excitantes amoríos, tiene un hijo
ilegítimo y sueña con una lucrativa carrera el servicio del Estado. Un texto
de Cicerón (el Hortensio, o Sobre la filosofía [11]) había despertado en él el
amor por la filosofía. «Aquel libro cambió mis aficiones», escribe en las
Confesiones, hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana
esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la
sabiduría».

La Sagrada Escritura, por el contrario, le parecía lingüísticamente


insatisfactoria y filosóficamente deficiente. Movido por el anhelo de una
religión capaz de conjugar la racionalidad, la búsqueda de la verdad y el
amor a Jesucristo, cayó en 373 en las redes de los maniqueos, de quienes,
sin embargo, volvió a distanciarse. Un traslado a Milán propicia el giro
hacia el cristianismo. Con creciente entusiasmo escucha las brillantes
homilías del obispo Ambrosio. Se percata de que el Antiguo Testamento
únicamente puede comprenderse en su profundidad y belleza cuando se lee
como un camino hacia Jesús, «como la síntesis entre filosofía, racionalidad
y fe en el “Logos”, en Cristo», dice Benedicto XVI, «la Palabra eterna
encarnada».

En una de las páginas más famosas de las Confesiones narra Agustín que,
estando en el jardín de un amigo en Milán, escuchó de repente la voz de un
niño que, cantando una melodía inaudita para él, repetía: Tolle, lege, tolle,
lege!, «¡Toma y lee! ¡Toma y lee!». Hallando en la casa una edición de las
cartas del apóstol Pablo, la abrió al azar por una página que lo conmovió:
«La noche está avanzada, el día se avecina: despojémonos, pues, de las
acciones tenebrosas y vistámonos la armadura luminosa. Procedamos con
decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en orgías y
desenfrenos, no en riñas y contiendas. Revestíos del Señor Jesucristo y no
satisfagáis los deseos del instinto» (Rom 13, 12-15).

Agustín quiere descubrir cuáles son las fuerzas e ideas motrices en las
que se realiza el plan de Dios. Su corazón inquieto, afirma el papa
Benedicto, «se convierte en expresión del deseo de conocimiento, de la
búsqueda de la verdad, del anhelo de consumación y de paz perfecta. En
ello experimenta una y otra vez que debe inclinarse ante una guía
insondable y que está envuelto por Dios».

La obra de Agustín abarca todo el pensamiento de la Antigüedad.


«Parecía imposible», escribió su biógrafo Posidio, «que un hombre fuera
capaz de escribir tanto en el curso de una sola vida». Sus escritos, entre
ellos los quince libros de De Trinitate, que compuso para luchar contra
ciertas herejías, y los veintidós libros de De civitate Dei (La ciudad de
Dios) –por nombrar lo más destacado de un conjunto de unas cien obras,
aparte de más de mil textos circunstanciales–, han influido en todos los
siglos posteriores. Eso es válido tanto para la relación entre política, Estado
e Iglesia como para la teoría agustiniana de la paz, según la cual la paz, no
la guerra, es la ley de la naturaleza divinamente establecida. Una guerra
solo es «justa» cuando sirve a la defensa de los derechos legítimos y no
causa una miseria mayor que la que combate. Para formular la verdad
última que encontró, le bastó una única frase: «Nos hiciste, Señor, para ti»,
escribe al comienzo de las Confesiones, «y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti».
Pero ¿podía realmente Agustín ofrecer «respuesta, a su modo, a
problemas que también son nuestros problemas», como creía Ratzinger? En
la primera mitad del siglo XX, Europa había sido escenario de guerras, de
migraciones, de aparición de nuevas potencias. ¿No había habido también
un olvido de Dios que había conducido a media humanidad hasta el borde
mismo del abismo? Las consecuencias negativas del ateísmo en Occidente
no podían pasarse ya por alto. En el Este, en las regiones comunistas del
mundo, donde se seguía prometiendo el paraíso terrenal, predominaban la
miseria y la represión.
El contexto de los siglos III y IV del que habla Ratzinger manifiesta de
hecho paralelismos con la situación que siguió a la gran contienda del siglo
XX. Pues también la época de Agustín es un periodo de transición. En ella
comienza la transformación de la Antigüedad hacia la Edad Media, que se
caracteriza exteriormente por la decadencia del Imperio romano, las
conquistas llevadas a cabo por tribus belicosas procedentes del Este y
gigantescas migraciones también llamadas invasiones). En la Antigüedad
tardía, la vida religiosa era mitad pagana y mitad cristiana, mitad eclesial y
mitad hostil a la Iglesia, con pasión tanto para el bien como para el mal.
Simultáneamente, el cristianismo se había extendido desde los humildes
inicios de la comunidad primitiva en Jerusalén al Imperio entero. Ya el 10
% de la población imperial se había adherido al Camino Nuevo»: hombres
de todas las razas, estratos sociales y edades.
Durante más de trescientos años, los creyentes habían sido perseguidos
por el Estado. Las mayores persecuciones, que se extendieron por todo el
Imperio, estallaron a mediados del siglo III, sobre todo en Egipto. En el año
303, allí eran ejecutadas hasta cien personas al día por ser seguidoras de
Jesús. Pero esa situación aparentemente sin salida cambió de la noche a la
mañana.

Fue un cambio como llovido del cielo, inopinado, en realidad imposible


según criterios humanos. Todavía el emperador Diocleciano había
perseguido y martirizado a los cristianos a gran escala; en cambio, su
sucesor Constantino, siendo aún pretendiente al trono, atribuyó la victoria
decisiva sobre su rival en la batalla del Puente Milvio, dirimida en las
proximidades de Roma el 28 de octubre del año 312, a una aparición
cristiana. La leyenda asegura que Constantino vio en sueños a Cristo, quien
le ordenó llevar la cruz como estandarte a la cabeza de sus tropas: In hoc
signo vinces, «Bajo este signo vencerás». De hecho, sus tropas, en lugar del
águila habitual hasta entonces, utilizaron el lábaro, sobre el que podía
distinguirse el monograma de Cristo, la superposición de las dos primeras
letras de Χριστος (Khristós – “el ungido”), su nombre en griego: Χ (ji) y Ρ
(rho). Un año más tarde, mediante el Edicto de Milán, un gesto de
tolerancia, Constantino, ya como nuevo emperador, legalizó para todos los
súbditos del Imperio romano la fe en el Salvador. Tras una nueva victoria
decisiva sobre otro rival, en 330 Constantino hizo de Bizancio la capital del
Imperio cristiano y ordenó construir en la nueva metrópolis, que pasó a
llamarse Constantinopla, fastuosos palacios e iglesias, entre ellas una tan
bella como un ensueño, consagrada a la Sabiduría divina: la Hagia Sophia.
La salida de las catacumbas supuso para la Iglesia, por un lado, un rápido
auge. Los cristianos volvieron a tener acceso a la vida social y política. Los
bienes que les habían sido confiscados les fueron devueltos. Constantino
regaló al papa un palacio imperial en un lugar conocido como Letrán, y
junto al palacio no tardaría en alzarse una basílica. Numerosas leyes
promulgadas en el espíritu del Evangelio fomentaron la vida familiar y la
atención a los pobres y protegieron a los esclavos. Se abolió la crucifixión,
puesto que en adelante la cruz fue considerada signo de redención y
victoria.
La protección de los gobernantes trajo a las comunidades cristianas
privilegios y donaciones, aseguró su consolidación institucional y procuró
una expansión aún más rápida del cristianismo. La Iglesia asumió
acreditadas formas organizativas y estructuras romanas, además de títulos
como prefecto y pontifex maximus. Con el emperador Teodosio I el
cristianismo fue elevado a única religión estatal. A cambio, el emperador
reclamó soberanía plena sobre la Iglesia.
Pero la Iglesia no solo pagó con la pérdida de su autonomía. La afluencia
masiva de nuevos bautizados hizo que a las comunidades se sumaran
miembros que apenas tenían idea del auténtico significado de la fe. A ello
se añadió la polémica con los seguidores de herejías como el arrianismo, el
maniqueísmo, el pelagianismo y el nestorianismo. Funesta fue la separación
entre la Roma Occidental y la Roma Oriental, que con el tiempo conllevó la
división en una Iglesia latina y otra ortodoxa. Casi mayor gravedad tuvo el
cambio de paradigma de una comunidad de fe alternativa –puramente
espiritual y orientada al amor al prójimo– a una Iglesia oficial acomodada.
A la Iglesia no le quedó ahora en verdad más remedio que secularizarse.
Ello se tradujo no solo en un cambio de mentalidad de los creyentes, sino
también en un conflicto intestino, en una escisión esencial de la fe misma.
La tentación que rondaba a la Iglesia de olvidar sus orígenes, los retos
que planteaban las herejías, la lucha por la identidad cristiana: todos estos
eran síntomas que preocupaban igualmente a los estudiantes en el Domberg
de Frisinga. Agustín era un «lobo estepario» diferente, una persona que
había encontrado y reconocido algo importante. No era tampoco un experto
en el juego de los abalorios, sino un maestro de la humanidad, cuyos
conocimientos atemporales habían marcado el pensamiento occidental. En
la fe cristiana veía Agustín la base del conocimiento: Crede, ut intelligas,
«Cree para conocer». Pues, según él, la verdad solo le es accesible al ser
humano en la iluminación obrada por Dios, quien infunde el Espíritu divino
(mundus intelligibilis), las «ideas eternas» y las reglas directamente en el
espíritu humano [12].
Los paralelismos entre Ratzinger y los personajes de Hesse, por un lado,
y entre Ratzinger y Agustín, por otro, son asombrosos. Pero salta a la vista
que el estudiante de Frisinga respondía caracterológicamente a un tipo que
existe como persona histórica y como personaje literario: una suerte de
custodio del grial y divulgador a un tiempo. El encuentro de Ratzinger con
el obispo africano es en cualquier caso el inicio de una amistad maravillosa,
sin parangón en la historia de la Iglesia. Y por muy diferentes que a primera
vista parezcan ambos hombres de Iglesia, los paralelismos entre ambos
resultan más que asombrosos cuando se consideran sus respectivas
biografías. Por las Confesiones sabía Joseph que Agustín fue bautizado
asimismo en la noche de Pascua; que tenía también un hermano y una
hermana (que, ya viuda, estaba al frente de un monasterio femenino); y que
de joven se había planteado, como él, preguntas radicales sobre su
existencia. Ambos estaban convencidos, en palabras de Ratzinger, de que
«la persona alejada de Dios se halla asimismo alejada de sí, alienada».
¿Acaso no aspiraba Ratzinger, al igual que el padre de la Iglesia, a
«intervenir en las disputas intelectuales del presente» [13]? En ello, ninguno
de los dos quería darse por satisfecho con filosofías que no llegaban hasta la
verdad, hasta Dios. Para Agustín no había duda: la presencia de Dios en el
ser humano es profunda y misteriosa a la vez, pero puede reconocerse y
descubrirse en el propio interior: «No quieras derramarte fuera; entra dentro
de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que
tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo» [14]. Ratzinger lo
expresa más tarde de modo análogo: «En realidad, el Creador, porque
somos criaturas, ha inscrito en nuestro mismo ser la “ley natural”, reflejo de
su idea creadora en nuestro corazón, como brújula y medida interior de
nuestra vida» [15].

Cuando era estudiante, Ratzinger no podía intuir que en la biografía del


maestro estaban ya indicados hitos y puntos de rotura controlada que
también él iba a vivir. Solo retrospectivamente debe de haberse percatado
de que la trayectoria vital de su maestro se lee como un guión de cine que
narra asimismo su propia historia.

Agustín anhelaba dedicarse a la actividad literaria. Había llegado a


Hippo Regius (Hipona, la actual Annaba argelina), para fundar allí un
monasterio con «siervos de Dios». Pero en lugar de poder llevar una vida
meditativa como escritor, fue ordenado sacerdote en contra de su voluntad.
¿Y el estudiante de Frisinga? ¿No quería también él originariamente ser
solo un profesor, un catedrático, sin tener que asumir el ministerio
presbiteral, para el que no se consideraba apto?
Agustín fue ordenado obispo también en contra de su voluntad expresa.
«Me siento como alguien que, incapaz de remar, es designado segundo
timonel», escribió al obispo Valerio justo después de su nombramiento:
«Por eso lloré en silencio durante mi ordenación [episcopal]». ¿No se quejó
también Ratzinger más tarde de no haber podido proseguir su obra teológica
por haber sido nombrado obispo, aunque eran conocidas su incapacidad
organizativa y su frágil salud? «El hermoso sueño de vida contemplativa se
había esfumado; la vida de Agustín había cambiado fundamentalmente»: así
comenta Benedicto XVI la designación del gran teólogo africano como
obispo. «Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en
el pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. No pudo
escribir la gran obra filosófica de toda una vida, con la que había soñado»
[16].

Para dar de nuevo un gran salto adelante en el tiempo: otra consonancia


entre ambos radica en su deber como defensores de la fe. Sin quererlo
realmente, Agustín se encontró involucrado en la lucha contra herejías que
negaban la fe católica en el Dios uno. También Joseph Ratzinger se
convirtió en contra de su voluntad en guardián de la fe, para defender a
Roma de corrientes extrañas. Su tarea la describió con unas palabras de
Agustín: «Reprender a los alborotadores, consolar a los pusilánimes, acoger
a los débiles, refutar a los adversarios [...], alentar a los buenos, soportar a
los malos y, ¡ah!, amar a todos» [17]. Agustín va aún un paso más allá en su
queja: «El predicar, argüir, corregir, edificar, el preocuparte de cada uno, es
una gran carga, un gran peso y una gran fatiga» [18].
Al igual que Agustín, Ratzinger se proponía renovar el mundo haciendo
más profunda la fe, la teología y la santidad. Ambos sostienen que la fe
cristiana no excluye la racionalidad. El ser humano tiene la capacidad de
captar relaciones al margen de la percepción sensorial, solo a través del
intelecto; por otra parte, precisa de la metafísica para asomarse más allá de
lo meramente visible y conocer de forma integral. Agustín afirma: «Creer
significa haber encontrado un suelo para aproximarnos a la sustancia real de
todas las cosas». La fe y la razón constituyen, prosigue, «la doble fuerza
que nos impulsa al aprendizaje» [19].

Agustín llamó la atención de la filosofía antigua sobre el hecho de que el


origen de todo ser debe buscarse en un sentido creador. Pero lo que torna
cercano y tangible este Logos y, por ende, también comprensible, solo se
encuentra en la fe de la Iglesia: la Palabra –el Logos– se encarnó en
Jesucristo. Y como la de san Agustín, la atención de Ratzinger se dirige
principalmente al astro principal de la fe: el amor. Se trataría de «confiarnos
con nuestra acción a la comunión con la acción de Dios, creer que el amor
es un poder –un poder también en el mundo de hoy– y que el amor posee la
capacidad de transformar el mundo y provoca nuestro amor» [20]. Los dos
comparten además un criterio: la necesidad de estar vigilantes para
reconocer lo verdadero, bello, bueno y santo. La belleza es una
característica de la creación, del espíritu, de la palabra, que ambos teólogos
derivan de la gloria divina e intentan expresar también en su propio
lenguaje y en las formas que cultivan, sin limitarse a ofrecer estética o
diseño superficial.

«Para Ratzinger», considera igualmente el teólogo español Pablo Blanco


Sarto, «todo empezó con san Agustín». Con el maestro de Hipona entró en
su vida alguien que se convirtió para él en modelo y destino.
Mencionaremos solo de pasada que también Agustín tuvo su antagonista:
un monje británico llamado Pelagio, que con su doctrina se ganó a un
amplio público. Sea como fuere, los temas del padre de la Iglesia, afirma el
experto agustiniano Cornelius Mayer, «atraviesan cual hilo conductor las
publicaciones del teólogo Joseph Ratzinger». Con el pensamiento de
Agustín se amalgamó, «casi con naturalidad», el personalismo que
Ratzinger había descubierto a través de Steinbüchel y Martin Buber. No
obstante, solo más tarde comprendió Ratzinger que la conversión de
Agustín «tuvo que continuar humildemente hasta el final de su vida». El
obispo de Hipona «aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir
así para ella», escribe Ratzinger sobre su padre y educador espiritual; «pero
cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más
cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se
llega a los demás con sencillez y humildad» [21].
En el Domberg, en el verano de 1947 los estudios de filosofía se
encaminaban con la admissio –la admisión ceremonial como candidato al
sacerdocio– hacia su final. Ratzinger lamenta haber pasado «muy pronto a
la teología, sin poder profundizar en la filosofía como habría querido y
deseado». Por lo menos, dice, no asumió «sin más un sistema acabado»,
sino que aprendió a preguntar «cómo son las cosas realmente, algo en lo
que san Agustín me sirvió cabalmente de ayuda y guía».
El «Ratón de biblioteca» y el «Ratón del órgano» aprobaron con
brillantez sus exámenes de Biología, Filosofía, Historia de la Filosofía e
Historia Profana; pero, llegados a este punto, sus caminos tenían que
separarse. Georg se centró en la música; Joseph, junto con otros dos
seminaristas de los cincuenta que formaban su promoción, recibió permiso
del cardenal Faulhaber para proseguir los estudios de teología en la
Universidad de Múnich.
Por lo que respecta al creador de El juego de los abalorios y El lobo
estepario, de momento se le dio por acabado. Hermann Hesse, como típico
producto alemán de alejamiento apolítico del mundo, nunca se impondría
en el extranjero, profetizó el semanario Der Spiegel en 1958 [22]. Con 150
millones de libros vendidos, según se estima, Hesse se convirtió, sin
embargo, en el escritor en lengua alemana del siglo XX más exitoso en el
mundo entero. En la madrugada del 9 de agosto de 1962, el gran escritor
murió mientras dormía. Sobre la mesita de noche descansaba un ejemplar
de las Confesiones de san Agustín.
18
Sturm und Drang
[Tormenta e ímpetu]

E l 15 de septiembre de 1947 inició Joseph Ratzinger en Múnich los


estudios de teología o, más exactamente, de teología fundamental y
dogmática, las disciplinas más importantes de las ciencias de lo divino. El
comienzo del semestre se había adelantado para ahorrar combustible de
calefacción. A cambio, ya el 15 de diciembre aguardaban las vacaciones,
que durarían hasta la Pascua.
En medio aún de montones de escombros y casas bombardeadas en
ruinas por doquier, se desperezaba, por decirlo así, la actividad cultural. En
el Residenztheater de Múnich se representaba El rey Lear de Shakespeare.
Fue la primera gran experiencia teatral de Joseph. Compartía la pasión
teatral con su madre, que rara vez se perdía una representación de teatro de
aficionados en la comarca del lago Chiem.
Del venerable edificio de la Universidad de Múnich en la Ludwigstraße
solo se conservaba el aula magna, una de las pocas salas grandes utilizables
en la ciudad. En ella se reunió la asamblea regional constituyente y se
constituyó el primer parlamento bávaro de posguerra. A los teólogos se les
instaló provisionalmente a las afueras de la ciudad, en un seminario de
vocaciones tardías vacío, ubicado en el Palacio Fürstenried, el antiguo
palacio real de caza. El complejo disponía de un parque encantador, mitad
inglés, mitad francés; pero el cambio respecto del Domberg era enorme.
Las viviendas de profesores, las salas de reuniones, la secretaría, las
bibliotecas, las salas de estudio y los dormitorios se encontraban en el
mismo edificio, todo muy apretado. En los terrenos adyacentes se había
instalado además un hospital de campaña para soldados extranjeros. Se
dormía en literas y sobre jergones. Como no había aulas, las clases se daban
en el invernadero de cristal del jardín palaciego, un horno en verano, gélido
en invierno. El comentario entre mordaz y seco de Ratzinger sobre su nuevo
lugar de estudios: «Allí había pasado el desdichado rey Otón las décadas
que duró su locura».
Con sus aproximadamente cien plazas de estudio, Fürstenried atraía
estudiantes de toda Alemania, la mayoría de ellos veteranos de guerra. A
diferencia de la atmósfera familiar que reinaba en el Domberg, el ambiente
aquí era más bien «austero», sin la «espontánea cordialidad» a la que estaba
habituado Joseph. Los estudiantes de último curso, que escribían ya sus
trabajos finales, se aislaban. Los sábados, la consigna para Joseph y los
demás estudiantes bisoños era: ¡A la ciudad! Pero no para pasear, sino para
sacar con la pala escombros de las ruinas del Georgianum, el verdadero
seminario sacerdotal, situado frente al edificio central de la universidad. La
novedad más excitante es la presencia en las clases de muchachas, que se
sientan siempre en las últimas filas.
Al haber sido cerrada la Facultad de Teología de Múnich por los nazis en
febrero de 1939 –en castigo al cardenal Faulhaber por su negativa a aprobar
el nombramiento de un catedrático partidario de Hitler–, tras la guerra es
posible nombrar para las cátedras más importantes (Antiguo y Nuevo
Testamento, Historia de la Iglesia, Teología Moral, Teología Fundamental)
a eminencias procedentes de todos los rincones del antiguo Reich. Juntos
ofrecen una enorme diversidad, de la que pudo desarrollarse algo nuevo y
singular para «penetrar en el gran mundo de la historia de la fe», abrir
amplios horizontes del pensamiento y la fe y «reflexionar sobre las
preguntas básicas del ser humano», como apunta Ratzinger.
De las asignaturas principales que cursa Joseph, la Teología Fundamental
quiere fundamentar la revelación de Cristo a la luz de la razón y transmitirla
en consecuencia. A la Teología Dogmática le compete la tarea de reunir y
examinar sistemáticamente los enunciados doctrinales de la Iglesia,
interpretándolos como es debido y explicándolos de manera comprensible.
Por ejemplo, la doctrina del Dios uno y trino, creador del universo como
mundo formado por todo lo visible e invisible; la de Cristo Redentor; y la
de María, su madre. Se estudian asimismo las gracias de la Iglesia y la
doctrina de las últimas cosas, que trata de Dios como consumador de la vida
individual y de la creación entera y concluye con la parusía de Cristo.
Ratzinger habla de una «gran época de puesta en marcha», que todos
percibían: «Creíamos que íbamos a llevar a la Iglesia a un futuro nuevo».
Reinaba «realmente la sensación de que se podía vivir el cristianismo de
forma por completo nueva» [1]. «La esperanza en un nuevo comienzo, el
ambiente de transformación –incluso en el ámbito teológico– nos marcó
probablemente a todos y luego influyó asimismo en el Vaticano II» [2]. «En
estos interesantes años» predominó la conciencia de «una teología que
preguntaba con valentía. Y de una espiritualidad que se desprendía de lo
anticuado y polvoriento, con el fin de reencontrar la alegría de la
redención». Resultó esencial no entender el dogma como grilletes
impuestos desde fuera, «sino como una fuente viva propiciadora de
conocimiento» [3].

El ambiente en Fürstenried se correspondía totalmente con la conciencia


general de que, tras el infierno de la conflagración mundial, era necesario y
posible reconstruir un fundamento de la sociedad, con nuevos comienzos y
redescubrimientos que llevaran a la humanidad hacia un futuro nuevo. En la
Europa Oriental debía llevarse esto a cabo sobre la base del marxismo-
leninismo; en Occidente, sobre la de los valores cristiano-occidentales, que
tras la guerra estaban por encima de toda duda. Setenta años más tarde, un
Occidente exhausto difícilmente podrá imaginárselo, pero en los años de la
reconstrucción de Alemania y Europa existía en verdad un amplio consenso
social de que solo una renovación religiosa en forma de regreso al
cristianismo podía constituir la garantía de una Europa unida, pacífica y
libre.
Los impulsos para crear un nuevo partido cristiano en Alemania
partieron del catolicismo político. Concebido como «reunión de todos los
cristianos en el plano político», debía contribuir a superar la división del
campo cristiano. En julio de 1945 se hicieron públicos, como preparación,
los «Principios de Colonia». Estos contenían, entre otras cosas, la exigencia
de un «verdadero socialismo cristiano». El padre jesuita Oswald von Nell-
Breuning llevó la batuta en la elaboración del proyecto. El acento principal
recaía en conceder, junto al bien común, un espacio más amplio al
despliegue del individuo [4]. «Diálogo social», «federalismo», «Europa» y
«subsidiariedad»: sobre muchos de los pilares políticos y sociales ya se
había reflexionado en la teoría católica del derecho natural, la sociedad y el
Estado. De este modo, la doctrina social de la Iglesia católica asumió en la
práctica la función de oficiosa filosofía del Estado [5].
«La imagen personal del hombre propia de la doctrina social de la Iglesia
y su concepción de los derechos humanos, fundamentada de forma
iusnaturalista», afirma el científico social Manfred Spieker, «fueron sin
duda las influencias de mayor peso en la nueva Constitución alemana.
Constituyen la base del nuevo marco jurídico, que superó la orientación
positivista de la República de Weimar» [6]. A ello se añadieron puntos
programáticos como la garantía de una democracia federalista y asociada al
Estado de derecho, la construcción de un sistema educativo estratificado, el
desarrollo de una economía libre de mercado vinculada a un sistema de
prestaciones sociales y, en política exterior, la integración de la República
Federal de Alemania en la comunidad de valores de las democracias
occidentales.

La idea principal era levantar el nuevo orden estatal sobre un fundamento


de valores con base iusnaturalista y cristiana. Konrad Adenauer precisó el
programa en un discurso de principios que pronunció en la Universidad de
Colonia el 26 de marzo de 1946: «La persona humana tiene una dignidad
única, y el valor de cada individuo es insustituible. De este principio deriva
una concepción estatal, económica y cultural, que difiere de la habitual en
Alemania desde hace largo tiempo. [...] El Estado no posee ningún derecho
ilimitado; su poder encuentra su límite en la dignidad y los derechos
inalienables de la persona» [7]. Esta línea de pensamiento se plasmó en el
primer artículo de la Constitución, en cuya redacción, que corrió a cargo de
Adolf Süsterhenn, tuvo una influencia determinante la doctrina social de la
Iglesia católica: «La dignidad de la persona es inviolable. Respetarla y
protegerla es deber de todos los poderes del Estado (§ 1). Por eso, el pueblo
alemán reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como
base de toda comunidad humana, de la paz y la justicia en el mundo».
En el plano europeo, los actores principales del nuevo comienzo fueron,
junto a Konrad Adenauer, el italiano Alcide de Gasperi y el francés Robert
Schuman, ambos asimismo católicos confesos. «El centro de su
pensamiento político era la reconciliación de los pueblos, así como la paz y
una nueva confianza recíproca», afirma el politólogo Werner Münch,
expresidente del Estado federado de Sajonia-Anhalt; «los tres tenían esta
visión también como cristianos practicantes con convicciones filosóficas y
religiosas comunes» [8]. Ya un día después del final de la guerra, el 9 de
mayo de 1945, el papa Pío XII había advertido de que la construcción de
una nueva Europa solo sería posible sobre el temor de Dios, la fidelidad a
los preceptos divinos, la observancia de la dignidad humana y el respeto a
los derechos de todos los pueblos. Adenauer, a quien el joven Ratzinger
tenía en muy alta consideración, exhortó a su partido a «luchar por el alma
del pueblo alemán y por el alma de Europa, por el alma cristiana de
Europa».

El antiguo alcalde colonés se había refugiado de los nazis en 1933 en el


monasterio benedictino de Maria Laach bajo el nombre de «hermano
Konrad». Cuando asumió la responsabilidad de primer canciller de la
segunda república alemana, la asistencia regular a misa, la oración y el
recogimiento siguieron siendo algo natural para él. «Sin la adecuada y viva
actitud del alma», afirmó Adenauer, «nada de lo demás será adecuado; pero
nada es tan apropiado para influir en la actitud del alma como el cultivo
correctamente entendido de la idea litúrgica». Antes de partir hacia Moscú
en 1955, para tratar de obtener la liberación de los prisioneros de guerra
alemanes en el gulag soviético, pasó la noche junto al sepulcro de san
Nicolás de Flüe, en Suiza. Cuando se marchó del sepulcro, pidió que no se
interrumpiese allí la oración durante el tiempo que durara su viaje a Rusia.

«Nunca antes en la Alemania moderna», afirma el politólogo Franz


Walter, «había existido una simbiosis entre el Estado y la Iglesia católica
como la que se dio en tiempos del canciller Adenauer, el héroe de los
católicos alemanes, la personalidad pública con la que se identificaban» [9].
El ambiente de nuevo comienzo se vio turbado por la confrontación entre
Este y Oeste, que estaba agudizándose. Con el Plan Marshall, que debe su
nombre al secretario de Estado, George C. Marshall, Estados Unidos puso
en marcha en junio de 1947 una amplia ayuda para la reconstrucción de los
países de Europa occidental destruidos. La intención de este plan era
contribuir a estabilizar la situación política y social, con objeto sobre todo
de frenar la expansión del Imperio soviético. Británicos y estadounidenses
acordaron unificar sus respectivas zonas de ocupación a partir de 1947 para
formar un ámbito económico unitario, la «Bizona». Cuando las tres
potencias occidentales acordaron la fundación de un «Estado occidental», la
Unión Soviética puso fin a su participación en el Consejo Aliado de
Control. Con la introducción del «marco alemán» [Deutsche Mark, DM] en
las zonas de ocupación occidentales el 20 de junio de 1948 se selló también
la separación geográfica de las zonas en las que había sido dividida
Alemania.

En el Oeste, los escaparates volvieron a llenarse de mercancías de un día


para otro. Cuatro días más tarde, las tropas soviéticas cerraron los accesos a
Berlín. Los más de dos millones de habitantes del Berlín occidental
quedaron aislados del mundo exterior. Cuando 250.000 berlineses
protestaron el 9 de septiembre de 1948 en la plaza de la República contra el
bloqueo a su ciudad, el alcalde Ernst Reuter hizo un dramático llamamiento
a la opinión pública mundial: «Vosotros, pueblos del mundo, vosotros, los
pueblos de Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia, ¡mirad a esta ciudad!
Y cobrad conciencia de que no debéis, no podéis abandonar a esta ciudad y
a este pueblo, pues quien abandone al pueblo berlinés estará abandonando
un mundo, estará abandonándose a sí mismo».

Estados Unidos reaccionó y empezó a enviar sus «bombarderos de


pasas», que era como llamaban los berlineses a los aviones de
abastecimiento. Llevaban a la ciudad comida en forma de conservas y
alimentos secos, combustible y medicamentos. En solo noventa días se
construyó un aeródromo adicional en el distrito de Tegel. Pronto aterrizaban
900 aviones al día en la ciudad. En total se realizaron unos 200.000 vuelos,
que transportaron alrededor de millón y medio de toneladas de bienes de
importancia vital.

El bloqueo refuerza la posición de Estados Unidos como la principal


potencia occidental. El 1 de julio de 1948, los presidentes de las regiones
que forman la parte occidental de Alemania reciben de los tres
gobernadores militares que representan a las potencias de ocupación
occidentales el encargo de convocar en Coblenza una asamblea
constituyente. Menos de un año después, el 8 de mayo de 1949, ya está
sobre la mesa la «Constitución de la República Federal de Alemania». En la
votación final en el Consejo Parlamentario es aprobada por 53 votos a favor
frente a 12 en contra. Pero, para poder fundar la República Federal de
Alemania, todavía falta designar una capital. Cuatro ciudades se presentan
candidatas: Bonn, Fráncfort del Meno, Kassel y Stuttgart. Con 33 votos a
favor frente a 29 en contra, Bonn logra imponerse como capital provisional
de la República.
Por lo que respecta a la futura bandera de la República, la CDU
(democristianos) propuso una cruz en negro y oro sobre fondo rojo como
símbolo de la cultura cristiana de Occidente. Pero el SPD
(socialdemócratas) y el FDP (liberales) sugirieron con éxito que se
recuperara la bandera tricolor de la República de Weimar: negro, rojo y oro,
en franjas horizontales de igual tamaño, símbolo de unidad y libertad.
Cuando en la tarde-noche del 12 de septiembre de 1949 fue recibido por
primera vez en la Marktplatz de Bonn el recién elegido presidente de la
República Theodor Heuss, la orquesta, a falta de un himno nacional,
interpretó un canto litúrgico coral. Y 30.000 personas, incluido el nuevo
presidente, que tenía muy buena voz, se unieron a ella a pleno pulmón:
Großer Gott, wir loben dich [Oh, Dios grande, te alabamos].
En la Facultad de Teología en Fürstenried, a diferencia de lo que ocurría
en Frisinga, las clases eran públicas. Fuera de las actividades docentes, los
sacerdotes y los seminaristas hacían vida aparte. El centro de cada día era la
sagrada eucaristía, a la que nadie se atrevía a faltar. En la comida común de
mediodía, el rector Josef Pascher servía personalmente la sopa, mientras un
lector leía en voz alta pasajes de libros. En la cena, Pascher leía un capítulo
de la Sagrada Escritura.

El día estaba enmarcado por el oficio de las horas, que se rezaba en


común. Para Pascher era importante que nadie llegara tarde. «Quien llega
tarde peca contra el amor», había escrito con grandes letras en un cartel.
Poco tiempo después, en un vallado en el parque, dentro del cual se cría a
un joven corzo macho, apareció un letrero: «Quien encierra a un corzo peca
contra el amor». Como autor se sospechaba de un tal Joseph Ratzinger. Y
no era una sospecha gratuita. Ya de niño, Joseph sentía un especial cariño
por los animales y en Aschau incluso apacentaba de vez en cuando las
vacas de la vecina en un prado cercano.
Compañeros de estudios como Josef Finkenzeller tenían a Ratzinger por
«muy modesto y solícito». Era «un compañero querido, un estudiante
aplicado y muy talentoso, un buen conversador, de quien siempre se podía
aprender algo». «Ya se sabía que era inteligente», dice Georg Schwaiger,
quien luego fue historiador de la Iglesia especializado en la historia de los
papas, «pero nunca fue muy comunicativo. No tenía mote alguno y se le
conocía por Joseph, sin más. “Joseph”, con “ph” (en vez de con “f”,
variante más habitual en alemán), por favor, la grafía bíblica; a eso siempre
le dio él importancia».
Otro condiscípulo, de su misma edad, es el renano Hubert Luthe, más
tarde obispo de Essen. El padre de Luthe ayudó a un matrimonio judío
durante la época nazi. De las imprentas de su empresa salieron en 1937
numerosos ejemplares de la encíclica Mit brennender Sorge, publicada,
como ya hemos contado, en una operación secreta. Poco después, la
Gestapo tomó el edificio. Luthe desempeñaría aún un importante papel para
Ratzinger. En calidad de secretario personal del entonces invidente cardenal
Josef Frings, de Colonia, fue el único clérigo de a pie que pudo participar
(con obligación de confidencialidad) en las deliberaciones del Vaticano II.
«El talento de Ratzinger era perceptible para todos», relata, recordando sus
primeros encuentros con el futuro papa. Propio de él era su carácter
reservado: «Llamaba la atención por su modestia, algo en realidad
paradójico» [10].
A despecho de su timidez, el joven teólogo disponía de ciertas
habilidades de comediante. «Es un auténtico bufón», considera un coetáneo;
«uno se parte de risa con él». Siendo estudiante, Ratzinger, en su
admiración por Karl Valentín y su «humor entre raro y gruñón», peregrinó
incluso a la tumba del humorista muniqués en Planegg, treinta kilómetros a
pie. Christian Ude, exalcalde de Múnich, refiere que, durante una visita a
Roma, el entonces cardenal representó espontáneamente para él un sketch
de Valentín, interpretando los dos personajes que intervienen en la escena.
Valentin murió el 9 de febrero de 1948, lunes de Carnaval. Sus últimas
palabras fueron: «Si hubiera sabido que morir es tan hermoso...».
La pretensión en Fürstenried, según explica Ratzinger, era «renovar la
teología de raíz y, por lo tanto, también configurar la Iglesia de forma nueva
y más viva». Sus condiscípulos y él estaban contentos «de vivir en una
época en la que, a raíz tanto del movimiento juvenil como del movimiento
litúrgico se habían abierto nuevos horizontes, nuevos caminos, y queríamos,
por supuesto, avanzar con la Iglesia, convencidos como estábamos de que,
justo así, esta rejuvenecería». Las simpatías de Ratzinger se dirigían a
profesores que llamaban la atención por su anticonvencionalismo. Uno de
ellos era Friedrich Wilhelm Maier, inconformista catedrático de Nuevo
Testamento y enemigo declarado de Roma. «En el tiempo que duraron mis
estudios de teología», señala Ratzinger en el prólogo de Schriftauslegung
im Widerstreit [La exégesis bíblica, en conflicto], un volumen colectivo
editado por él, «no me perdí ninguno de sus cursos». En Maier, una de las
«personalidades más impactantes» [11] de sus años de estudios, intuyó una
«energía para abordar lo esencial de los temas» y un «dinamismo
explosivo» que le «impresionaron hondamente». El hecho de que el
profesor, «a causa de la exégesis autónomamente progresista que cultivaba,
se viera envuelto sin cesar en dificultades», apenas incomodaba a sus
alumnos. Al contrario, «el desprejuiciado preguntar desde los horizontes del
método histórico-liberal creó una relación directa con las Sagradas
Escrituras y puso de manifiesto dimensiones del texto que en una lectura
demasiado encorsetada desde el dogma ya no podían percibirse». La
consecuencia: «La Biblia nos hablaba con nueva inmediatez y frescura».
Maier, un erudito joven y brillante, había llegado pronto a la conclusión
de que el Evangelio de Marcos había sido el primero de los cuatro
evangelios en ser escrito, sirviendo luego como fuente a los dos siguientes
evangelios, que junto con él forman los «evangelios sinópticos». Esta tesis
es aceptada hoy universalmente; sin embargo, en aquel entonces era
condenada por modernista. Las contribuciones de Maier tuvieron que ser
eliminadas de las obras colectivas ya publicadas, y Roma dispuso que a su
autor no pudiera ofrecérsele ya cátedra alguna. Solo logró reincorporarse al
mundo académico en el nuevo clima de la posguerra. Pero nunca pudo
olvidar la humillación padecida. «El Anticristo está sentado en Roma»: este
era uno de sus estribillos. En una carta a su amigo Franz Mußner, Ratzinger,
ya prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, rememoró «el
profundamente arraigado resentimiento contra Roma» de Maier. Pero
añadió: «A la Iglesia de Dios, sin embargo, la amaba desde lo más hondo y
ofreció muchas herramientas a sus alumnos y oyentes para que pudieran
leer adecuadamente el Nuevo Testamento y aprender así la fe de los
apóstoles» [12].
Si el aula se llenaba a reventar para escuchar las clases de Maier, todo lo
contrario ocurría con las de Franz Xaver Seppelt. Este historiador de la
Iglesia había logrado un gran éxito editorial con una historia ilustrada de los
papas. Los especialistas celebraban al sacerdote como «maestro superior»
de su disciplina. Roma lo distinguió con el título de «prelado de la Casa
Pontificia». Los estudiantes en Fürstenried, sin embargo, no se dejaron
impresionar por ello. «Demasiado aburrido», consideraban los aprendices
de teólogo. A ello se unía que el experto en papas, originario de Breslavia
(hoy en Polonia), cultivaba un estilo casi militar. «¡Maldita holgazanería!»,
tronaba en cuanto entraba al aula y se percataba del reducido número de
oyentes que volvía a tener en clase. Luego, con las botas militares que le
llegaban casi hasta la rodilla, marchaba hacia el atril. A Joseph las clases de
Seppelt le ofrecieron al menos ocasión de entrar en contacto con la
grandeza del papado, pero también con su lado dramático. En ellas oyó
hablar por primera vez de un papa, hasta entonces el único, que había
renunciado a su elevado ministerio: el papa Celestino V, de nombre civil
Pietro di Murrone. Los estudios sobre Celestino V eran el ámbito de
especialización de Seppelt (en Monumento coelestiniana había editado las
fuentes históricas relativas a este papa). Unos 65 años después, en su escrito
de renuncia al ministerio petrino, Ratzinger emplearía casi literalmente el
texto de la renuncia de Celestino V, tal como lo había oído en aquellas
clases en Fürstenried.
La singularidad de la Escuela de Múnich radicaba, por una parte, en la
impronta bíblico-exegética y la orientación a los padres de la Iglesia y, por
otra, en el acento ecuménico. A través del teólogo Friedrich Stummer,
«hombre callado y reservado cuyo punto fuerte era el riguroso trabajo
histórico y filológico», Joseph pudo sumergirse de forma por entero nueva
en el cosmos del Antiguo Testamento. Le quedó claro que las Sagradas
Escrituras debían leerse conjuntamente, ya que ambos testamentos
revelaban el misterio de Cristo anunciado en el Antiguo. «Comprendí
progresivamente que el Nuevo Testamento no es un libro distinto de una
religión distinta que, por alguna razón, se ha apropiado de las escrituras
sagradas de los judíos como una especie de atrio. El Nuevo Testamento no
es sino una interpretación de “la ley, los profetas y los escritos” llevada a
cabo desde la historia de Jesús» [13].

La provisionalidad de las instalaciones en el palacio Fürstenried no


parecía menoscabar el fresco espíritu de la recién inaugurada facultad; al
contrario, que mucho estuviera inacabado intensificaba el ambiente de
novedad.
Sobre todo se percibía la voluntad de posibilitar la coexistencia pacífica
de diferentes corrientes teológicas. Ello no quiere decir que no existieran
rivalidades y deslindamientos. Se «prevenía» en toda regla frente a algunos
teólogos, como el jesuita Augustin Bea, más tarde cardenal, que enseñaba
Geografía y Arqueología Bíblicas y ejerció una influencia decisiva en el
Concilio. Había profesores que no aceptaban dirigir la tesis doctoral o de
habilitación de estudiantes que les eran recomendados por compañeros
«equivocados».
Importantes impulsos proporcionaban los escritos de August Adam, uno
de los grandes teólogos católicos del siglo XX, hoy olvidado. Sacerdote
católico al igual que su hermano Karl, doce años mayor que él, Adam fue
un antifascista decidido, advirtió del aburguesamiento de la Iglesia e insistió
en la radicalidad de la vocación y santificación personal. Si faltaba el
llamamiento permanente a la conversión y reflexión interior, el creyente
podía verse a sí como un católico «correcto» que los domingos asiste
debidamente a misa, pero, al salir, habla mal de su vecino sin
remordimientos de conciencia. El nombramiento de Adam como catedrático
de Teología Moral en la Escuela Superior de Teología de Passau fue
impedido por círculos que veían en sus opiniones sobre moral sexual un
abismo de indecencia. Las hostilidades se agudizaron aún más cuando en
1931 se publicó la obra de Adam El primado del amor, un texto que el
futuro papa, en una de nuestras conversaciones, caracterizó como «una de
las lecturas clave de mi juventud».
Adam no se cansaba de señalar que el reproche de que el cristianismo es
hostil a los sentidos carece de todo fundamento. El teólogo se atenía
estrictamente a la doctrina sexual de la Iglesia. Pero simultáneamente
exhortaba a no situar a la castidad, sino al amor en el centro de todas las
virtudes. Su postulado equivalía a valorar de modo decididamente positivo
el erotismo y la sexualidad. La pulsión sexual no debía considerarse
«impura», sino un «don» que se santifica mediante la caritas, el amor al
prójimo. «En el érós convergen el placer y el amor, lo sensual y lo
espiritual, formando una íntima alianza, llena de deseo y cargada de
energía. Pero la caritas es el érõs cristiano, bautizado, que intensifica los
impulsos del amor natural, porque sus fuerzas se nutren de una fuente
sobrenatural».
La virtud del amor, afirma Adam, no debe separarse del amor sensual:
«El érõs no es meramente el poder demoníaco que aniquila y destruye y
además apresa toda vida en sus cadenas». El amor entre varón y mujer, que
el Creador ha colocado en el corazón humano como uno de los más
pujantes instintos de conservación de la especie, constituye también una
abundantísima fuente de fuerza de la cultura humana. «El amor es el fuego
llameante», afirma Adam, «que inflama en el corazón juvenil la fuerza para
perseguir todos los ideales, la fuente de energía que en Dios salta todos los
muros»: una inspiración que justo 75 años después encontrará clara
plasmación en Deus caritas est, la primera encíclica de Benedicto XVI.

De nuevo es el azar –o la «providencia», como diría Ratzinger– el que


pone al lado del joven estudiante a un maestro que resultará decisivo, un
maestro vivo, no muerto, a diferencia de Agustín. El temperamental renano
Gottlieb Söhngen, alto, fornido, de cabeza muy característica, se convertirá,
como teólogo moderno y poco convencional, en la figura más influyente en
los años de aprendizaje del futuro papa. Este sacerdote alegre, enérgico y
original era hijo de un matrimonio mixto y, ya solo por este trasfondo
familiar, estaba muy interesado en la cuestión ecuménica. Impresionaba
además como artista y melómano. En pocas palabras, las del propio
Ratzinger: «Mi maestro».
«Ya en la primera lección me quedé maravillado», refiere el discípulo.
Söhngen hacía que «una expresión que uno mismo había empleado ya con
bastante frecuencia pensando que la entendía deviniera visible en su
significado más profundo». Así, por ejemplo, el famoso axioma escolástico
Gratia praesupponit naturam, «La gracia supone la naturaleza». Analizado
por Söhngen abría, según la percepción de Ratzinger, «una posibilidad
totalmente nueva de la conciencia cristiana: ser cristiano no comportaba
ruptura alguna con la naturaleza, sino su elevación y perfección, o sea, un
gran “sí” consumador». Con ello se expresaba el carácter holístico del
catolicismo, que, lejos de separar espíritu y cuerpo, Dios y hombre, gracia y
naturaleza, los vincula entre sí. «En efecto, el término “católico” mismo
parecía expresar esta noción fundamental», sostiene Ratzinger con
entusiasmo, «la idea de lo omnicomprensivo, del gran y universal “sí” que
es la analogía del ser». Y prosigue afirmando que en Söhngen experimentó
cabalmente «una forma de pensar en verdad teo-lógica, esto es, que procede
desde la palabra de Dios hacia la palabra del ser humano». Una forma de
pensar que «hacía que lo corriente deviniera significativo y lo mostraba en
su verdadera profundidad» [14].
En estas afirmaciones se evidencia el enfoque teológico del propio
Ratzinger: el esfuerzo por penetrar hasta el «significado profundo», por
cultivar una forma mentis que haga «que lo corriente devenga significativo»
y sondee «la palabra de Dios [...] en su verdadera profundidad». Para él
mismo fue importante, admite, elevar a una altura nueva, «mediante el
examen a fondo de lo escuchado entonces», lo ya conocido. Por supuesto, le
«marcó de verdad» no solo su profesor preferido, sino la entera Facultad de
Múnich. También las clases de Teología Dogmática de Schmaus. O las
conferencias del liturgista Josef Pascher. «Pero la sensación, el profesor que
más me conmovió y en el que mejor descubrí y reconocí qué es la teología,
fue, naturalmente, Söhngen» [15].

El teólogo renano era famoso por su afición a ir contra corriente. Sin


embargo, nunca decía nada dejándose llevar por las emociones, sino
siempre de forma bien reflexionada, incluso cuando buscaba provocar.
Como teólogo, conjugaba su crítica a las circunstancias del momento con
una inquebrantable fidelidad a la Iglesia, puesto que esta Iglesia no era cosa
solo del presente, sino que procedía de la eternidad y a la eternidad se
dirigía. «Tenía una retórica natural y una forma de hablar que sumergía a
uno inmediatamente en la materia sobre la que disertaba», dice Ratzinger.
Con Söhngen se asistía sobre todo a «esta confrontación directa con la
problemática correspondiente»: «No solo presentaba de uno u otro modo un
edificio académico que se alzaba sobre sí mismo y era magnífico, sino que
preguntaba: “¿Cómo de real es? ¿Me afecta?”. Y eso fue lo que me
conmovió» [16].
El profesor le imponía a Ratzinger «como persona y como pensador por
igual». Söhngen irradiaba «el dinamismo y el optimismo típicos de un
colonés», evoca con entusiasmo el discípulo; «también la elocuencia, la
alegría y las ganas de vivir». Tenía una forma en absoluto dogmática de
aproximarse a los temas, así como una gran curiosidad intelectual, que
siempre conjugaba con el esfuerzo por hacer valer la tradición, no en lugar
de lo nuevo, sino como fuente de lo nuevo. Su maestro, prosigue Ratzinger,
«pensaba siempre desde las fuentes mismas, empezando por Aristóteles y
Platón hasta llegar a los teólogos tubingueses del siglo anterior, pasando por
Clemente de Alejandría, Agustín, Anselmo, Buenaventura, Tomás y
Lutero» [17]. El principio de acudir a «las fuentes», de no contentarse «con
lo leído en otros», sino de conocer «realmente a todas las grandes figuras de
la historia del espíritu de primera mano» se convertirá para Ratzinger en
una vivencia determinante. «De ese modo lo ayudaba a uno a franquear las
fosas del pasado y a cobrar conciencia de la actualidad de la historia» [18].

El erudito nacido en Colonia el 21 de mayo de 1892 había llegado a la


teología desde la filosofía. Había obtenido el doctorado en 1914 con un
estudio histórico-crítico sobre la teoría del juicio de Immanuel Kant. Pero lo
que lo hizo famoso fue su estudio sobre la teología de Tomás de Aquino.
Con el Aquinate se preguntaba Söhngen por el fundamento y el destino de
todo lo real. Pero, a la hora de responder esta pregunta, incorporaba el
debate filosófico de su tiempo. Simultáneamente se interesaba por la
teología protestante y formaba parte de un círculo de debate
interconfesional. «Lo que más tarde fue alabado como nueva teología,
nueva exégesis, nueva liturgia», explica Läpple no sin orgullo, hacía tiempo
que estaba «vivo de forma acrisolada y madura» entre los estudiantes de
Fürstenried.

Söhngen improvisaba por completo sus clases. Le bastaba como muleta


una hojita de papel con tres, cuatro palabras y un par de signos de
interrogación. En cuanto tenía una ocurrencia, relata Rupert Berger, se
alejaba del atril para pasear entre sus oyentes, «miraba al infinito y entonces
empezaba a hablar». Retomaba ante sus alumnos el debate con los teólogos
protestantes Karl Barth y Emil Brunner en Zúrich. Se sumergía en la
teología de los misterios del benedictino Odo Casel. Establecía relaciones
con Husserl, quien con su fenomenología había abierto una rendija para la
metafísica. Y también hacía referencias a Heidegger, quien se preguntaba
por el ser, y a Scheler, quien se preguntaba por los valores.

O también tendía puentes hacia Nicolai Hartmann, catedrático de


Filosofía Teórica, quien intentaba desarrollar una metafísica en sentido
rigurosamente aristotélico. Hartmann, representante del realismo crítico,
había escrito Rasgos fundamentales de una metafísica del conocimiento,
obra que lo hizo famoso de un día para otro. Por otra parte, en el libro El
problema del ser espiritual sostiene que el hombre nunca puede
comprender plenamente la esencia de la realidad, que existe con
independencia de toda percepción subjetiva. El conocimiento depende de la
relación del cognoscente con un ente que se encuentra más allá de los
estrechos límites de su conciencia. De ahí debe derivarse la ética de los
valores. Existe, sin duda, una conciencia permanentemente mudable de los
valores, pero la esencia de estos es supratemporal. Los valores proceden,
según el filósofo de origen letón, «de una esfera éticamente ideal, de un
reino con sus propias estructuras, sus propias leyes, su propio orden» [19].
El pensamiento bíblico e histórico-salvífico de Söhngen perseguía
redescubrir «islas olvidadas» y, por decirlo así, adentrarse en tierra ignota,
sin perder de vista la «unidad de la teología». Su discípulo ejemplar llama a
aquello «penetrar hasta lo real que se esconde tras las palabras». Pues se
trata de encontrar «valentía para la aventura de la verdad».

Pensar desde las fuentes se convertirá más tarde en un verdadero rasgo


distintivo de la teología del discípulo. Ratzinger «siempre citaba la
Escritura y establecía invariablemente conexiones con los problemas y
desafíos del presente», observa Läpple. «Para él, la exégesis de un pasaje
bíblico no es buena si no parte de la interpretación que la Iglesia, a través de
los padres, ha dado de él. Eso es para él traditio vivens, la tradición viva».
Y aún otra característica asumió Ratzinger de su maestro. Söhngen se
negaba a ignorar a un pensador interesante solo por el hecho de que
defendiera una visión no ortodoxa. «Solía tomar lo mejor que podía
encontrarse en cada autor, en cada perspectiva teológica», señala Läpple. Lo
importante para él es si los nuevos ramales del saber teológico son
integrables en el conjunto o constituyen un material teológicamente
explosivo que debe ser desactivado.
En síntesis, Ratzinger asume de su maestro:

– la aproximación prejuicios a temas de actualidad;

– los nuevos enfoques impregnados por el movimiento litúrgico;


– la investigación histórico-crítica de la tradición;

– la simpatía por la Nouvelle théologie;

– los impulsos ecuménicos;


– la pasión por formular con claridad el propio pensamiento, aunque sea
discrepante, como condición indispensable de un diálogo auténtico.

Esta clase de cultura de la discusión, de teología de controversia, obliga a


confrontarse también –y sobre todo– con un argumento incómodo sin caer
de inmediato en la desvalorización moral del adversario que argumenta. En
un punto se diferencian enormemente, sin embargo, maestro y discípulo.
Söhngen no era amigo de Roma y no ocultaba su distancia respecto del
Vaticano. «Ratzinger nunca se sumaba a las pestes que los demás
estudiantes echábamos sobre el papa, la Congregación para la Doctrina de
la Fe o la nueva jugada de “los de Roma”», cuenta su condiscípulo Josef
Finkenzeller; «no solo era una persona muy creyente, sino también muy
eclesial».
A Ratzinger le impresionaba en Söhngen en especial «la pasión por la
verdad y la resolución con la que inquiría». El profesor nunca se contentaba
con un positivismo teológico de uno u otro tipo, «sino que [planteaba] con
gran seriedad la pregunta por la verdad y, por ende, también la pregunta por
el presente de la fe». Las intervenciones de Söhngen le recordaban el
ejemplo de Sócrates, «quien había sacudido a la Atenas que vivía
cómodamente al día, despertándola de su engreimiento y saciedad, y
formulado preguntas incómodas. Tan incómodas que incluso se le ejecutó,
para luego percatarse de que había dicho la verdad. Pues el ser humano
huye con mucha frecuencia de la verdad, se oculta de ella, porque la verdad
le exige algo que él no quiere dar» [20].

Él nunca se vio a sí mismo como discípulo ejemplar, acentúa Ratzinger.


Eso tampoco se habría correspondido con la realidad, «porque yo, por
decirlo así, todavía era un crío y tenía que empezar a profundizar en las
cosas» [21]. Söhngen, en cambio, enseguida se percató del talento
extraordinario de su alumno, si bien no se lo dejó notar. Aunque en una
ocasión lo invitó a la ópera, apenas tuvieron entrevistas privadas; y cuando
las hubo, «se habló de temas como el concepto de Iglesia, etc.». Ante otros,
sin embargo, el profesor no dejaba duda alguna de cuánto valoraba a su
alumno preferido. «Ah sí, Joseph Ratzinger, un talento singular», solía decir
con su acento colonés. Con este estudiante me ocurrirá, dijo en una ocasión,
igual que le ocurrió a Alberto Magno cuando anunció: «¡Mi discípulo rugirá
algún día más fuerte que yo!». El discípulo al que se refería era nada menos
que Tomás de Aquino.

Cuando el 19 de noviembre de 1971 Gottlieb Söhngen fue enterrado en


su ciudad natal, Colonia, su discípulo ejemplar pronunció la loa fúnebre.
Una vez más sintetizó lo que, a sus ojos, distinguía al gran maestro:
«Söhngen era un inquiridor radical y crítico. Pero ello no le impedía ser un
creyente radical. Lo que no dejaba de fascinarnos a sus alumnos era justamente la
unión de ambas características: la intrepidez con que planteaba cada pregunta y la
naturalidad con que sabía que la fe no tiene nada que temer de la búsqueda honrada
de conocimiento. Por eso tampoco le asustaba que el pensamiento de un individuo o
incluso de un periodo entero pudiera permanecer desorientado e impotente,
enredado en contradicciones. Sabía bien que no es necesario imponer soluciones a
la fuerza donde honradamente no es posible encontrarlas. [...] Así, tenía claro
también que el teólogo no habla en su propio nombre, por mucho que deba
entregarse a su tarea, sino que representa a la fe de la Iglesia, que él, lejos de
inventar, recibe» [22].

Los acontecimientos iban a precipitarse. En Fürstenried comienza para


Joseph una época de atormentadoras preguntas... ¡y su primera gran crisis
vocacional! A principios de mayo de 1948, vestido con sotana y roquete y
sosteniendo una vela en la mano, recibe la tonsura junto con otros tres
seminaristas en una celebración presidida por el cardenal Faulhaber en la
capilla del seminario. El obispo tomó unas tijeras para cortar a cada uno de
los candidatos al sacerdocio cinco pequeños mechones de pelo, de suerte
que en sus coronillas aparezca la forma de una cruz. Faulhaber suplicó al
Espíritu Santo que protegiera a «estos siervos de Dios» del mundo y de los
deseos terrenales, impulsara en ellos el crecimiento de las virtudes y les
permitiera «recibir la luz de la gracia eterna». La tonsura simboliza que el
candidato al sacerdocio se despoja de la vanidad terrena y el espíritu
mundano. Solo se realiza cuando hay signos suficientes de la existencia de
una vocación verdadera y de la capacitación para el ministerio presbiteral.
Sobre quien osa recibir las órdenes sagradas siendo inapto o indigno para
ello según las estipulaciones de la ley eclesiástica se cierne la amenaza de la
excomunión. «El Señor es el lote de mi heredad y mi cáliz»: esta fue la
fórmula antiquísima que Joseph pronunció antes de la bendición episcopal;
«él es quien me concede mi herencia».
Faulhaber visitaba con frecuencia Fürstenried, con una pequeña maleta
en la mano, para llevar algo de comer a sus seminaristas. A sus cuatro
jóvenes «teólogos» les había conseguido en Roma tela negra, para que cada
uno de ellos se hiciera un traje. Al recibir las «órdenes menores», habían
sido admitidos en el estado clerical y podían ejercer de lectores y
administrar la comunión. Les estaba permitido además tocar los objetos del
culto, por ejemplo, un cáliz especial que a los monaguillos les estaba
prohibido tocar, así como al sacristán, a menos que contara con autorización
ex profeso. Las órdenes menores eran un paso importante en el camino
hacia el sacerdocio, pero la decisión definitiva no tenía lugar hasta la
ordenación de subdiácono y diácono.

En Polonia, un coadjutor llamado Karol Wojtyla escribía en estas fechas


su tratado Amor y responsabilidad, en el que se ocupaba, entre otras cosas,
de la excitación sexual y los orgasmos simulados. En sus caminatas y
excursiones en canoa, el poco convencional sacerdote había conversado con
jóvenes sobre cuestiones relacionadas con el matrimonio y había
descubierto el tema «amor y reproducción». A las parejas enamoradas les
recomendaba que, a fin de fortalecer la autodisciplina, no pasaran juntos
demasiado tiempo. También Joseph Ratzinger experimentaba en su lugar de
estudios sensaciones hasta entonces desconocidas, al menos en esa forma.

Por un lado, estaba fascinado por la ciencia teológica: «Me parecía


maravilloso adentrarme en el gran mundo de la historia de la fe», señala. Se
le habían abierto «horizontes de pensamiento y de fe totalmente nuevos».
Sin embargo, había aprendido no solo a indagar en las «preguntas básicas
de la condición humana», sino también a «reflexionar sobre mis propios
interrogantes existenciales». Y estos se convertirán para él en un inmenso
reto. Sombríamente se refiere en su autobiografía a una «época de grandes y
sufridas decisiones». Los condiscípulos recuerdan haber visto al seminarista
pasear apresurado durante horas por el parque palaciego de Fürstenried, con
las manos entrelazadas a la espalda.

El misterio tenía nombre. Femenino. Nunca ha sido revelado. Con todo,


ya en nuestro primer libro-entrevista, La sal de la tierra (1996), Ratzinger
aludió de forma indirecta a ello. En efecto, había tenido dudas vocacionales,
reconoció: «¡Cabalmente en los seis años de estudios teológicos se
encuentra uno con tantos problemas y preguntas humanos! ¿Es el celibato
lo adecuado para mí? ¿Soy apto para el trabajo pastoral?» [23]. Y añadió
que se preguntaba «si estaría dispuesto a hacer todo aquello durante toda la
vida y si se trataba realmente de mi vocación». El autoexamen, confesó en
una entrevista con la emisora de radiotelevisión Bayerischer Rundfunk, fue
verdaderamente duro: «Tuve que sincerarme conmigo mismo: si podía
hacerlo, si debía hacerlo, si lo aguantaría».
Su hermano Georg no se hacía tales preguntas: «El celibato no
representaba un problema; era sencillamente lo que había. Uno se había
decidido por ello, y punto» [24]. Joseph lo vivía de otro modo. En la
conversación conmigo que acabo de mencionar aludió al trasfondo de su
problema. En los dos años que pasó en el Palacio Fürstenried a las afueras
de la ciudad, «el trato era muy cercano»: «Se convivía estrechamente, no
solo con los profesores, sino también entre estudiantes de uno y otro sexo,
de suerte que en los encuentros diarios la cuestión de la renuncia y de su
sentido profundo era por completo práctica» [25]. Aunque no tuvo «nunca
el anhelo directo de fundar una familia», reconoció haberse sentido
«conmovido por la amistad». Años más tarde le pregunté si también había
vivido personalmente, con sentimientos intensos, el amor, que es uno de sus
temas centrales como teólogo y papa, o si para él no había pasado de ser un
asunto filosófico. La respuesta del papa emérito: «No. No, no. Si uno no lo
ha sentido, tampoco puede hablar al respecto. Yo lo sentí primero en casa,
con mi padre, mi madre y mis hermanos. Y, bueno, no quiero entrar ahora
en detalles privados; en cualquier caso, el amor me ha conmovido, en
distintas dimensiones y de diversas formas. Ser amado y devolver amor a
otros: siempre he sabido que eso es algo fundamental para poder vivir»
[26].

El seminarista es un joven bien parecido. Un esteta; tímido, sin duda,


pero amable y encantador. No cuesta imaginar cuán atractivo debía de
resultar para sus compañeras de estudios este muchacho sumamente
inteligente, despierto, rebosante de conocimientos y, no obstante, tan
modesto. «Ratzinger conocía a mi mujer mejor que yo», asegura el
catedrático Wilhelm Gössmann; «revisó su tesis doctoral sobre la
anunciación de la Virgen María en la teología medieval». Es verdad que su
«enorme talento lingüístico» lleva en ocasiones a Joseph a hablar de manera
«casi artificial», señala su amigo Rupert Berger, «pero siempre fascinante,
sobre todo para las mujeres».

Por ejemplo, para Uta Heinemann, hija de Gustav Heinemann, presidente


de la República Federal de Alemania entre 1969 y 1974. Uta se había
convertido al catolicismo y, como joven estudiante de Teología, quería dar
la impresión de ser especialmente pía. «Ratzinger me pareció ya entonces
muy inteligente», evoca; «era la estrella entre los estudiantes». Ella buscaba
un compañero «que no me plantara de repente un beso en la mejilla cuando
por las tardes nos quedáramos a solas durante horas en alguna de las
grandes aulas vacías» [27]. Uta se convirtió más tarde en una feroz
adversaria de su antiguo condiscípulo, al que acusó de animosidad hacia la
sexualidad y hacia las mujeres. En Múnich tradujeron juntos al latín las
conclusiones de sus respectivas tesis doctorales.

También estaba Esther Betz, hija de un editor de prensa renano, que


desde 1946 a 1953 estudió en Múnich mientras trabajaba como secretaria
personal del Prof. Schmaus. A juicio de aquella compañera de estudios,
Ratzinger ha tenido «siempre algo seráfico, supraterrenal». «Su ternura e
inteligencia» le parecían «casi de otro mundo. Una tenía la sensación de que
debía protegerlo» [28].

Resulta imposible determinar en quién exactamente se fijó el joven


Ratzinger. En nuestra última entrevista intenté abordar la cuestión en mayor
profundidad:
En sus memorias habla Ud. de los años de Fürstenried como de una “época de
grandes y sufridas decisiones”. ¿A qué sufrimiento se refiere exactamente?

El papa emeritus respondió sonriendo que eso era demasiado personal,


que no podía decir nada más al respecto. Pero insistí:
¿Se enamoró de una muchacha?

«Quizá».
¿O sea, que sí?

«Podría interpretarse así».


¿Cuánto tiempo duró esa época de sufrimiento? ¿Unas semanas? ¿Un par de
meses?

«Más».

Dado el carácter reservado de Benedicto XVI, aquello equivalió a una


confesión. Sea como fuere, la explicación hace comprensible el comentario
algo críptico de Ratzinger en sus memorias. Se enamoró y se sentía
correspondido. Este no es el hombre de Dios firmemente comprometido que
subordinaba todo sentimiento a una carrera eclesiástica. Sin embargo, nadie
debía enterarse de ello. Ni siquiera su hermano. Pero no se limitó a reprimir
el asunto. Ponderó incluso si no se compadecería con su personalidad una
carrera como profesor de filología clásica o historia.
La lucha interior es algo característico de Ratzinger. Así que ponderó
pros y contras. Escuchó a su interior. ¿Quién era él?, ¿cuál sería su tarea?
Alguien como él, que se consideraba «más bien tímido y muy poco
práctico», ¿sería realmente capaz de acompañar pastoralmente a jóvenes
católicos? ¿Sabría «llegar a las personas», tratar con niños, ancianos y
enfermos, consolar a quienes acabaran de perder a un ser querido? En El
diario de un cura rural de Georges Bernanos había leído sobre las
dificultades de un sacerdote joven que casi se quiebra bajo las exigencias
del ministerio, porque la propia insuficiencia lo lleva al borde de la
desesperación. «El cura mediocre encarna la fealdad», leyó en ese libro; «o
más bien: el sacerdote mediocre es el malo. El otro es un monstruo».

Creía haber encontrado el camino y haber tomado de una vez para


siempre la decisión sobre su vida. En el Domberg de Frisinga, en medio de
las constricciones de la vida de seminario, no había lugar para la duda. En
Fürstenried, sin embargo, no existía la misma comunidad conjurada. Los
profesores eran antes eruditos que sacerdotes e irradiaban la libertad de las
ciencias. Había chicas. Se sentaban en los últimos bancos y, pese a ello, no
podían ser ignoradas.

El seminarista tenía claro que «la vocación sacerdotal incluía mucho más
que el deleite en la teología». Y que el trabajo en una parroquia planteaba
exigencias muy distintas. «No podía estudiar teología», confiesa, como ya
se ha mencionado, «para ser catedrático. Aunque ese era mi deseo secreto».
El camino de Ratzinger hacia la fe fue existencial. Se veía como un
«cristiano del todo normal». Nunca sintió una «iluminación en el sentido
clásico, medio mística o así». Con todo, habla también de un encuentro con
Dios desde la belleza y el carácter misterioso de la antigua liturgia católica
romana. «El aspecto estético», explica, «era tan abrumador que constituía
para mí un verdadero encuentro con Dios». En Fürstenried terminó
triunfando la llamada de su corazón. Sintió que la pregunta que le había
atormentado, la de «si sería capaz de arreglárselas con las personas, de
animar grupos de jóvenes, etc.», no tenía tanta relevancia. Había algo más
importante. No se atrevía a imaginar qué podía ser eso exactamente. Pero le
tranquilizaba la idea de que la mano protectora de Dios le dirigiría de
manera acertada. Se le exigía un sacrificio. Una renuncia. Pero no se
decidió contra la amiga, sino a favor de algo; a favor de aceptar un encargo.
La lucha interior se prolongó muchos meses. Hasta la ordenación como
diácono, cuando, en el otoño de 1950, finalmente «pudo decir un “sí”
convencido». «En efecto, Dios siempre quiere también que se continúe
avanzando», me dijo en una de nuestras conversaciones; uno debe seguir
«descubriendo sin cesar» qué es lo que Dios quiere de él. Pues el ser
humano no ha sido arrojado por casualidad al mundo, como dice Heidegger,
«sino que a mí me precede un conocimiento, una idea y un amor. Todo ello
está presente en la base de mi existencia». Y prosigue: «Para mí, eso,
descendiendo a lo concreto, significa que mi vida no se compone de
casualidades, sino que alguien prevé y, por decirlo así, me antecede y piensa
antes que yo y prepara mi vida. Puedo negarme a lo que se me ofrece, pero
también puedo aceptarlo y entonces reparo en que realmente soy guiado por
una luz “providente”. Ahora bien, eso no implica que el ser humano esté
por entero determinado, sino que ese destino supone un reto justo para su
libertad». Cada cual debe «tratar de descubrir a qué soy llamado en mi vida
y cuál es la mejor manera de responder a la llamada que en ella se me
dirige» [29].
A Joseph Ratzinger se le exigirán todavía muchas otras renuncias a lo
largo de su trayectoria vital. Pero la de Fürstenried fue probablemente una
de las más duras. Sobre este trasfondo, la confesión que hace desde el
instante de la decisión se lee como una queda profecía: «Estaba convencido
–ni yo mismo sé cómo– de que Dios quería algo de mí que solo se podría
alcanzar si me ordenaba sacerdote».

El «misterio de la llamada» radica, según explicaría Ratzinger años más


tarde, en que «Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca» [30].
La vocación es un «movimiento del Espíritu que dura toda la vida». Quien
se deja llevar por él, «vive la belleza de la llamada en el momento que
podríamos definir de “enamoramiento”. Su corazón, henchido de asombro,
le hace decir en la oración: “Señor, ¿por qué precisamente a mí?”». Esta es
una pregunta que puede desarrollar, sin embargo, una dinámica vertiginosa.
Pues «cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo
encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo».
19
Una lectura clave

E n otoño de 1949, el edificio de la Universidad de Múnich en la


Ludwigstraße estaba ya en condiciones de que los teólogos volvieran a
su hogar tradicional. Los seminaristas residían en el seminario Georgianum
en la misma Ludwigstraße, justo enfrente de la universidad. A una parte del
edificio le faltaba aún el tejado, y los sábados la ocupación de Joseph
consistía en seguir sacando tejas y escombros en pesadas carretillas.

Le costó despedirse de Fürstenried. Echaba de menos los paseos en el


parque y el dramatismo de su crisis existencial juvenil-romántica, que era
atormentadora, pero a la vez bella. Compartía habitación en el tercer piso
con su amigo Rupert y con otro seminarista; y cuando por la tarde-noche
subía a su cuarto por la escalera de madera que sustituía temporalmente a la
destruida escalera de obra, debía andar con ojo para que no lo pillara el
perro pastor del portero, que holgazaneaba el patio. No había cocina, pero
en las habitaciones disponían de estufa y de agua corriente.

El Georgianum es, tras el Almo Collegio Capranica de Roma, el


seminario más antiguo del mundo. En su movida historia, de esta «fábrica»
de sacerdotes, fundada por el duque Jorge el Rico en 1494, habían salido,
entre otros, Sebastian Kneipp, a quien debe su nombre la conocida empresa
farmacéutica alemana, y Georg Ratzinger, el diligente tío abuelo de Joseph.
Georg fue durante una época discípulo y estrechísimo colaborador del
teólogo Ignaz von Döllinger, la figura clave en la fundación de los
«veterocatólicos», que se separaron de Roma tras el Concilio Vaticano I.

En el Georgianum ya solo era obligatoria la asistencia a la misa de las


siete de la mañana y la comida de mediodía. Pero ¿quién podía permitirse ir
a cafés y restaurantes? Para ello era necesario disponer de cupones de
racionamiento –por ejemplo, un cupón para cincuenta gramos de carne– o
dinero en efectivo. Entre los aproximadamente 120 residentes en el
seminario había también sacerdotes que, después del caos de la guerra,
recuperaban el tiempo que no habían podido dedicar a sus tesis doctorales;
estos apenas se levantaban del escritorio. Otros utilizaron la época de
Múnich para ir los domingos al estadio de fútbol en Grünwald. Joseph y
Rupert preferían ver durante el fin de semana obras de arte en el centro de la
ciudad, casi desierto, o disfrutar de la ópera y los conciertos vespertinos en
el Brunnenhof del Palacio Real [Residenz en alemán] gracias a las entradas
que les conseguía el padre de Rupert. En el teatro les fascinó una
representación de El zapato de raso de Paul Claudel y El sueño de una
noche de verano de Shakespeare. «Joseph se entusiasmaba con todo lo
bello», evoca Berger, lo cual, habida cuenta del carácter reservado de su
amigo y compañero de aventuras, no quiere decir necesariamente que
«estallara de alegría».

En carnaval, el Georgianum organizaba una velada de entretenimiento


con música y teatro. Cuando en una escena del «juicio final» el juez
sostenía en una mano una obra del teólogo dogmático Michael Schmaus y
en la otra una del canonista Klaus Mörsdorf, todos los vociferantes
seminaristas sabían de qué clase serían los códigos legales con los que
podría tropezarse a continuación. Entre las admiradoras femeninas del
teólogo dogmático se distinguían tres categorías: las schmausinas (alumnas
que veneraban al catedrático o eran veneradas por él), las schmausetas
(alumnas que eran veneradas por los estudiantes, pero resultaban punto
menos que inalcanzables) y las schmausinetas (alumnas en relación con las
cuales cabía aún albergar esperanzas).
De su nuevo hogar le impresionó a Ratzinger el conjunto con el
Monumento a los Generales Bávaros [Feldherrnhalle] al norte, la Puerta del
Triunfo [Siegestor] al sur, la Biblioteca Estatal y la cercana iglesia de San
Luis, la Ludwigskirche. En torno al cambio de siglo, los edificios formaron
el escenario perfecto para la «edad de oro» del barrio de la ciudad que, por
su clima liberal y abierto, atrajo a artistas y vividores del mundo entero.
«Por fin pudimos beneficiarnos del horizonte más amplio de una
universidad famosa», revive gozoso Rupert. Pero ya en junio de 1950 les
aguardaba la Synodale, un examen final de grado, una suerte de reválida
eclesiástica de lo que hoy llamaríamos bachillerato en Teología. El examen
incluía las asignaturas de Teología Dogmática, Moral, Derecho Canónico y
Nuevo Testamento. Fue realizado en las dependencias del Georgianum por
un catedrático y un canónigo catedralicio, en calidad de comisario del
obispo. Joseph sabía que el odiado derecho canónico iba a ser su talón de
Aquiles. De hecho, obtuvo una de las peores notas de los 46 examinandos.
La ordenación como subdiáconos y diáconos se fijó para el 28 y el 29 de
octubre, solemnidad de Cristo Rey Fue presidida por el obispo auxiliar
Johannes Neuhäusler, exprisionero de un campo de concentración, que
sustituía al ya gravemente enfermo cardenal Faulhaber. Como diácono,
Joseph podía ayudar en la misa mayor y administrar la comunión. En
contrapartida tenía desde ese mismo instante la obligación de rezar a diario
el breviario, algo que su hermano Georg, quien prefería pasarse el día
entero al piano, cumplía a regañadientes como un «deber de oración que
requería mucho tiempo» [1]. Sea como fuere, en adelante no tendrían que
preocuparse ya de cómo cubrir las necesidades básicas. Como clérigos que
eran, el obispo, según el Código de Derecho Canónico, debía procurar a
Joseph y Georg el sustento.
Cinco años después del final de la guerra, el desarrollo de la República
Federal de Alemania empezaba a cobrar perfiles nítidos. El desempleo dejó
de aumentar, la hambruna había sido derrotada y en las calles y los bares la
gente se interesaba por los cochazos estadounidenses, el rock and roll y la
Coca Cola. En las elecciones al primer parlamento federal alemán del 14 de
agosto de 1949, los democristianos de la CDU –junto con su partido
hermano bávaro, la CSU– fueron la fuerza más votada con el 31 % de los
votos válidos. Los socialdemócratas (SPD) obtuvieron el 29,2 %; y los
liberales del FDP, el 11,9%. En la campaña electoral, la CDU invocó el
anclaje en Occidente como base para la reunificación alemana en libertad.
La izquierda advirtió de que el giro hacia las potencias occidentales no
haría sino ensanchar aún más la división de Alemania. Puesto que aún no
existía el listón mínimo del 5 % de los votos válidos, once partidos
obtuvieron escaños en el parlamento de la provisional capital de la
República, Bonn. El vencedor en las elecciones, Konrad Adenauer, a sus 73
años el «anciano del Rin», se presentó como el «canciller de la transición»,
un intervalo de tiempo que terminaría prolongándose nada menos que
catorce años.
En junio de 1950, el ataque de la comunista Corea del Norte al sur del
país preludió una nueva escalada en el conflicto Este-Oeste. La tercera
guerra mundial parecía a la vuelta de la esquina. En la Alemania dividida
creció el miedo a una invasión de las fuerzas armadas comunistas, más
poderosas. Simultáneamente, en las antiguas zonas occidentales del país se
había desarrollado una inaudita simbiosis entre el Estado y la Iglesia
católica. Pronto se hablaría incluso de una década católica», lo que indujo a
Martin Niemöller, exprisionero de un campo de concentración nazi y
presidente de la Iglesia evangélica en Hesse-Nassau, a advertir de que la
influencia de los católicos amenazaba con hacer de la República Federal
una entidad «concebida en Roma y alumbrada en Washington».
La posguerra alteró la proporción entre las confesiones cristianas. Tras el
final de la guerra, el 95,8 % de los alemanes eran miembros de una u otra de
las dos Iglesias de masas, la católica y la protestante [evangélica]. La
mayoría de la población, un 51,5 %, seguía perteneciendo a esta última.
Pero, a causa de los flujos de refugiados o desplazados, el porcentaje de
católicos había ascendido de aproximadamente el 33 % antes de 1945 al
44,3 % [2]. El catolicismo no solo proporcionó el personal político de
primera línea –de los quince integrantes del gabinete federal, nueve eran
católicos–, sino que asumió un papel decisivo en la configuración del nuevo
inicio. De hecho, los católicos eran tenidos, según una muy citada
formulación del sociólogo Gerhard Schmidtchen, por los «verdaderos
descubridores» de la República Federal de Alemania, los arquitectos y
«ciudadanos de orden» de una nueva forma democrática de Estado [3].

Las nuevas afiliaciones a la Iglesia, las romerías, las procesiones, los


templos llenos: todo ello reflejaba visualmente la nueva relevancia del
catolicismo. El número de asistentes con regularidad a las celebraciones
dominicales creció también durante la era Adenauer –o sea, entre 1949 y
1963– del 51 al 55 % entre los católicos y del 13 al 15% entre los
protestantes. Solamente en 1946 hubo 31.313 incorporaciones a la Iglesia
católica. Las oscilaciones por parte protestante fueron aún mayores: en
1945, 47.000 personas se inscribieron oficialmente en las Iglesias
evangélicas; sin embargo, entre 1933 y 1939 se habían dado de baja 1,3
millones de sus miembros. Y ya en 1949 las 43.000 altas fueron más que
neutralizadas por las 86.000 bajas [4].

«En la nueva República Federal, los católicos se sentían más seguros,


más protegidos que nunca desde la fundación del Reich», afirma el
especialista en partidos políticos Franz Walter [5]. Para entender esa nueva
euforia es necesario echar un vistazo a la historia. En el Reich alemán
fundado en 1871 con impronta protestante, el emperador no cumplía solo la
función de gobernante político, sino también la de líder supremo de las
Iglesias evangélicas. El «parágrafo de los púlpitos» decretado por Bismarck
en noviembre de 1871 amenazaba con penas a los clérigos católicos que
criticaran en público medidas estatales «de modo tal que suponga un peligro
para la paz». Siguió la prohibición de que los miembros de órdenes y
congregaciones religiosas enseñaran en centros públicos. La «ley sobre los
jesuitas», de 4 de julio de 1872, clausuró cientos de instituciones de órdenes
y congregaciones religiosas y miles de jesuitas, paúles y redentoristas
fueron expulsados del país. En 1875, Prusia ordenó el cierre de todos los
monasterios y conventos no dedicados al cuidado de enfermos, ancianos o
menesterosos; y también de muchos seminarios. Entre 1874 y 1875, la
mitad de los obispos católicos en territorio prusiano fueron encarcelados y
otros fueron depuestos. En el punto álgido del Kulturkampf [guerra
cultural], más de mil parroquias y nueve obispados quedaron de la mano de
Dios, porque párrocos y obispos estaban en la cárcel o en el exilio.
Únicamente veinticuatro de los 4.000 sacerdotes se plegaron a las medidas
coercitivas del Estado; de los obispos, ninguno [6].

La persecución resultó tanto más dolorosa por cuanto ya setenta años


antes la Iglesia católica había padecido brutales ataques en la estela de la
secularización. El 25 de febrero de 1803, la «Delegación Imperial» dispuso
la expropiación y secularización de veintidós obispados, ochenta abadías
dependientes directamente del emperador y doscientos monasterios y
conventos. Esas medidas fueron consecuencia de la ocupación napoleónica.
En Francia, la amplia campaña de descristianización había comenzado ya
en 1793. Tras su cruenta revolución, los jacobinos no se limitaron a
introducir un nuevo calendario con intención de destruir el ritmo semanal y
mensual de impronta cristiana. A iniciativa de Robespierre, en 1794
impusieron también una suerte de religión de la sociedad civil, denominada
oficialmente «religión de la razón». En vez de las misas cristianas
habituales hasta entonces, en Notre Dame de París empezó a celebrarse el
«culto a la razón» y el deísta «culto al Ser Supremo». El derribo de la
catedral era ya asunto decidido, y tan solo la resuelta intervención de los
parisinos lo impidió. En Alemania, las últimas restricciones a la vida de los
católicos no desaparecieron hasta la constitución de Weimar (1919). Las
represalias hicieron, no obstante, que el catolicismo se manifestara con una
cohesión interna insólita hasta entonces y constituyera el famoso «ambiente
[Milieu] católico», que persistió hasta la década de 1970.

La «primavera católica» cambió también el cosmos del estudiante de


Teología Joseph Ratzinger. La breve ópera prima de Romano Guardini, El
espíritu de la liturgia, había vuelto a atraer a muchas personas a la Iglesia,
algo que ya casi nadie consideraba posible. La aspiración del movimiento
litúrgico era retornar a los orígenes para limpiar de añadidos los elementos
esenciales de la liturgia, añadidos que se habían ido acumulando sobre ellos
en el curso de los siglos como una capa de polvo y basura. Al principio,
Ratzinger era escéptico frente a este movimiento. Creía percibir en él un
«racionalismo e historicismo unilateral, demasiado centrado en la forma y
en la originariedad histórica» [7]. Su mentor Gottlieb Söhngen lo criticaba
por tratarse, a su juicio, de un «torbellino iconoclasta». Además, al
estudiante le molestaba «una cierta mezquindad de muchos de sus
seguidores, que no quieren tolerar más que una única forma» [8].

El escepticismo de Ratzinger comenzó a ceder poco a poco. «Para


nosotros, la Iglesia estaba viva sobre todo en la liturgia y la gran riqueza de
la tradición teológica», afirma con entusiasmo al echar la vista atrás a los
«fascinantes años de mis estudios de teología». No puede «sino
asombrarse», asegura, por todo lo que más tarde «se afirmó sobre la Iglesia
“preconciliar”». En realidad, como el teólogo moderno que consideraba ser,
vivía con una «sensación de puesta en marcha, de salida», inmerso en «una
teología que se interrogaba con franqueza y una espiritualidad que
rechazaba lo anticuado y polvoriento para avanzar hacia un nuevo regocijo
en la redención» [9].
En la Facultad de Teología Católica, justo enfrente del Georgianum, se
creó tras el final de la guerra una cátedra específica para Guardini, quien
había sido expulsado de la ciudad por los nazis. Ratzinger tenía en su
estantería el libro de Guardini sobre Jesús. Fue «uno de los primeros libros
que leí tras la guerra, después de que otras obras sobre Jesús me hubieran
parecido aburridas e insustanciales» [10]. Cuando el erudito nacido en 1885
en Verona y criado en Maguncia daba clase en el aula magna, uno corría
peligro de ser aplastado por la muchedumbre de estudiantes que se
apelotonaban para oírle. Cuando se producía un corte de luz, siempre había
alguna admiradora de Guardini preparada para acercarse enseguida al atril
con una linterna, a fin de que el maestro no tuviera que interrumpir su
lingüísticamente brillante disertación.
A diferencia de otros muchos teólogos, Guardini lograba mantener la
coherencia entre el contenido y la forma y concedía gran importancia a la
estética lingüística. Los escritos de Guardini llevaron a numerosas personas
a una visión interiorizada de la fe; muchas de ellas acudían al castillo de
Rothenfels, en Franconia, el centro espiritual del movimiento, para que
Guardini las introdujera en la sabiduría existencial, la fe y la liturgia.
También los hermanos Georg y Joseph tuvieron allí un breve encuentro con
el sabio. No se produjeron más. Pero Ratzinger dedicó posteriormente al
gran teólogo veronés sus «homilías de Adviento», para lo cual solicitó antes
la conformidad del maestro.
En cuestiones litúrgicas, Ratzinger tenía en Guardini al guía teórico; en
el rector del Georgianum, Pascher, al guía práctico que, como enérgico
defensor del movimiento litúrgico, abría camino. En vez de ofrecer todas
las tardes puncta meditationis, o sea, sugerencias para la meditación, el
teólogo pastoral invitaba a sus discípulos tres veces por semana a la capilla,
donde, mediante charlas de media hora, los introducía a la vida cultual, a
los textos y formas de la liturgia, a la espiritualidad del ministerio
presbiteral. «Sin clichés», como subraya Ratzinger. Y cuando
ocasionalmente el rector, acabadas las vísperas, bajaba a la bodega, para
regresar con algunas botellas de excelente vino blanco de uva Riesling, ello
no enturbiaba en absoluto la alegría generalizada.
La asignatura de Pascher y su autenticidad y franqueza a la hora de
comunicarse reforzaron la inclinación de Ratzinger hacia el movimiento
litúrgico, que se plasmaría también en sus posteriores contribuciones al
Concilio. Está convencido de que «en el movimiento litúrgico y en la
renovación teológica de la primera mitad de este siglo se fraguó una
verdadera reforma, que impulsó un cambio positivo»; «ello solo fue posible
porque hubo personas que amaban a la Iglesia con espíritu despierto y con
el don del discernimiento, o sea, “críticamente”, y estaban dispuestas a
sufrir por ella» [11]. En 1962, en un libro homenaje a Söhngen, encomió
Ratzinger la contribución del movimiento litúrgico a hacer patente el vacío
«que se ocultaba tras fórmulas protegidas con temor», para en lugar de ellas
descubrir «posibilidades de la conciencia cristiana totalmente nuevas». Se
trató de redescubrir el verdadero catolicismo frente al encorsetamiento
ascético del siglo XIX: «La teología de la época precedente fue leída con
ojos nuevos: se volvió a reflexionar sobre la doctrina de los padres de la
Iglesia griegos que afirma la consagración del mundo en la carne de Cristo,
la incorporación del mundo al cuerpo del Señor» [12].
En el prólogo de su libro El espíritu de la liturgia, publicado en 2000,
Ratzinger, en calidad de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, desarrolló aún más su alabanza del movimiento litúrgico: «Contribuyó
decisivamente a que la liturgia –en su belleza, riqueza oculta y grandeza
que trasciende las épocas– fuera redescubierta como foco dinamizador de la
Iglesia y centro de la vida cristiana. Hizo que los creyentes se esforzaran
por celebrar la liturgia “más esencialmente”» [13].

En la universidad, Joseph dirigía entretanto seminarios en sustitución del


teólogo dogmático Michael Schmaus, cuando este tenía que atender otras
obligaciones. En las clases de Schmaus, sin embargo, hojeaba aburridos
libros, ya que la exposición del catedrático le resultaba poco inspiradora. De
hecho, hacía tiempo que tenía en mente un proyecto harto más importante.
Es necesario remontarse a aquel lejano día de diciembre de 1949 en que,
según considera el propio Ratzinger, se decidió su «destino teológico» [14],
una elección de camino que a buen seguro es uno de los momentos estelares
de su biografía.
Gottlieb Söhngen acababa de hacerle el primer examen a su alumno
favorito. Justo después de ello lo citó en su despacho en Fürstenried, y al
principio se limitó a hojear las hojas con notas que tenía encima del
escritorio. Desde la promulgación de la encíclica Mystici corporis Christi,
en la que el 29 de junio de 1943 Pío XII definió la Iglesia como el «cuerpo
místico de Cristo», al teólogo fundamental Söhngen no se le iba de la
cabeza el tema. La «encíclica sobre la fe» del papa tenía como finalidad
superar reduccionismos intelectuales en la presentación de la doctrina
eclesial. La afirmación esencial reza: «Para definir y describir esta
verdadera Iglesia de Cristo –que es la Iglesia santa, católica, apostólica,
romana–, nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que
aquella expresión con que se la llama el “cuerpo místico de Cristo”».
Söhngen, sin embargo, había constatado que el sintagma «cuerpo místico de
Cristo», para el que se remite a la Biblia y a la doctrina de los padres de la
Iglesia, no figura en absoluto en la Sagrada Escritura.
El catedrático seguía hojeando sus notas; de repente se giró hacia donde
estaba Joseph. ¿Podía imaginarse, le preguntó a su alumno preferido con
algún que otro rodeo, haciendo el doctorado con él? En la posguerra,
cuando hacían falta pastores para las parroquias, escribir una tesis doctoral
era a la vez una distinción y una excepción. El cardenal Faulhaber
difícilmente autorizaba los estudios de doctorado a más de tres sacerdotes
por promoción. La tesis consistiría, prosiguió Söhngen, en estudiar, sobre el
trasfondo de la Mystici corporis Christi, el concepto de «pueblo de Dios»
en los padres de la Iglesia. Joseph tuvo claro enseguida que, para un
veinteañero como él, aquello representaba un reto enorme, casi imposible
de afrontar con éxito. Además, la tarea no carecía de riesgos. En ella se
criticaría un escrito doctrinal del papa, lo que podría interpretarse como una
provocación.
La trayectoria de un estudioso comienza, por lo común, con la tesis
doctoral. Se asemeja al primer amor, suele decirse, e influye en la
orientación y el enfoque intelectual que seguirá en adelante un investigador.
Pero Joseph no necesitó mucho tiempo para pensarlo. ¡Pues claro que sí,
por supuesto que quería hacer el doctorado con él! ¿Cómo podía decir que
no cuando el trabajo se ocuparía en parte de su gran modelo, Agustín?
Söhngen estaba feliz porque, con ello, la orientación de su protegido estaría
marcada por el pensamiento del padre de la Iglesia, cuya doctrina sobre la
Iglesia tenía al mismo tiempo como objetivo fomentar el amor a la Iglesia.
El tema tenía que ver con el núcleo de un debate que a la sazón estaba
muy vivo en la teología alemana. Una parte de los teólogos rechazaba la
aplicación de la categoría «cuerpo de Cristo» a la Iglesia. Ello suponía, a su
juicio, equiparar la dinámica de la vida de gracia con la mera pertenencia
exterior a la comunidad. El jovencísimo doctorando debía descubrir ahora
qué quería decir san Agustín cuando definía la Iglesia como «pueblo de
Dios». ¿No se refería esta expresión inequívocamente al pueblo judío, que
Dios había llamado de entre todos los pueblos para manifestarse a él y,
mediante él, al mundo entero? ¿No estaba el sintagma también en
contradicción con la pecaminosidad de los cristianos, difícil de armonizar
con un «cuerpo místico»? Los descubrimientos de Ratzinger resultarían
suficientemente importantes como para ser pronto asumidos por el Concilio
y, en especial, por el papa Pablo VI. Pero no nos adelantemos.
Joseph se acercaba ya a la terminación del ciclo fundamental de los
estudios de teología. Söhngen había iniciado concienzudamente a su
protegido en los grandes temas y tareas, ayudándolo a familiarizarse cada
vez más a fondo con Agustín. Sin embargo, hasta después de la Synodale, el
examen final de grado, que Joseph aprobó en junio de 1950, no se siguió
adelante con el proyecto de tesis doctoral. Pero ese año correspondía a
Söhngen la tarea de organizar el concurso de trabajos finales. El trabajo
premiado no solamente recibía un pequeño premio económico, sino que al
ganador del concurso le aguardaba asimismo el birrete de doctor con la
distinción Summa cum laude. Y Söhngen eligió un tema totalmente a la
medida de Ratzinger: Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín
sobre la Iglesia». «Söhngen le había hecho trabajar a lo largo de los años
sobre fragmentos de esta tesis doctoral», cree Rupert Berger, «solo a él»
[15]. Al mismo tiempo, el catedrático dejó claro que los eventuales
candidatos no debían hacerse demasiadas esperanzas. En el fondo, la tarea
solo podía llevarla a cabo con éxito uno de sus alumnos. Todos sabían a
quién se refería.
El tema debía ser desarrollado según criterios científicos en un plazo de
nueve meses, al cabo de los cuales se entregaría el trabajo de forma
anónima, identificable solo por una palabra clave. El plazo de entrega de los
trabajos concluía en abril de 1951, o sea, justo antes de la ordenación
sacerdotal. La casa paterna en Hufschlag se convirtió ahora en el cuartel
general. Por todas partes había libros y apuntes. El hermano y la hermana
debían hacer el menor ruido posible. Los padres se movían por la casa casi
de puntillas. Joseph leía. ¡Qué tarea! Toda la obra de Agustín debía ser
analizada bajo este punto de vista específico, comparando las versiones
textuales divergentes. Al mismo tiempo, era preciso tomar en consideración
a autores contemporáneos del padre de la Iglesia.

Por si no bastaba con ello, también había que examinar el desarrollo


histórico de cuestiones como la eucaristía, la liturgia y el rito. Y debía
cotejarse además con el debate teológico del momento. ¿Cómo podía
llevarse a cabo todo aquello en tiempo tan breve? A Ratzinger lo ayudó
finalmente una lectura que su amigo Alfred Läpple le había pasado ya a
finales de 1949: la versión alemana de Catholicisme, una muy debatida obra
del jesuita francés Henri de Lubac, uno de los exponentes de la Nouvelle
théologie. En Catholicisme, su ópera prima, publicada en 1938, a De Lubac
no le interesa tanto la presentación de lo católico en sentido confesional-
específico cuanto la catolicidad como dimensión de la Iglesia en general.
Desde el primer momento de su existencia, afirma De Lubac, la Iglesia es
«católica», ya sea solo porque «se dirige a la totalidad del hombre y concibe
a este según su naturaleza entera». El término «católico» no tiene que ver
con el número de miembros de la Iglesia ni con la mayor o menor
propagación geográfica de la doctrina. La Iglesia «era católica ya la mañana
de Pentecostés, cuando sus miembros cabían aún en un pequeño cuarto»,
sostiene De Lubac; «y lo seguiría siendo aun cuando perdiera a la mayoría
de sus fieles por una apostasía en masa».

Según De Lubac, «catolicismo» significa igualdad, diversidad,


universalidad. La Iglesia, «precisamente en la medida en que toca el fondo
de la persona, es capaz de llegar a todos los hombres y de hacer que de cada
uno de ellos brote sonoramente su “armonía” específica». En apoyo de su
argumentación, De Lubac invoca a importantes testigos: «A Ambrosio la
Iglesia, cuando la contempla, le parece inconmensurable como el mundo y
como el cielo mismo, con Cristo como su sol. Se imagina que todo el orbis
terrarum descansa en su seno, pues es consciente de que todos los seres
humanos, sin distinción de origen, raza o estado vital, son llamados a la
unidad en Cristo y de que la Iglesia representa ya ahora esta unidad».
También cita unas palabras del cardenal inglés Newman sobre la Iglesia:
«Cabalmente como única arca de la salvación, debe albergar en su gran
nave toda la diversidad de lo humano». De Agustín toma la frase: «Justo
por ser la única sala en la que se festeja el gran banquete, deben servirse en
ella los manjares de la creación entera».
De Lubac era oriundo de Cambrai, en la parte más septentrional de
Francia. El noviciado como jesuita lo hizo en Inglaterra, en St Leonards-on-
Sea, un suburbio de Hastings, puesto que los jesuitas tenían prohibido
enseñar en Francia. Ya la Revolución francesa (1789-1799) había atizado en
este país un odio visceral contra la Iglesia y, sobre todo, contra la Compañía
de Jesús. Todavía en 1880 se disolvieron 37 claustros de centros docentes
católicos; entre 1903 y 1904 fueron expulsados unos 20.000 religiosos y
religiosas y se rompieron las relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Durante la Primera Guerra Mundial, un camarada de guerra ateo estimuló a
De Lubac a emprender su primera actividad literaria para abrir al hombre
moderno los ojos al significado y la belleza verdaderos de la fe y de la vida
en la Iglesia.

Como catedrático en Lyon, la cuna del cristianismo en Francia, De Lubac


se comprometió contra el antisemitismo, pasó a la clandestinidad como
miembro de la resistencia contra los nazis y fue buscado por la Gestapo.
Conoció el movimiento ecuménico y al joven pastor protestante suizo
Roger Schutz, quien, junto con Max Thurian, fundó en la década de 1940 la
comunidad monástica ecuménica de Taizé. Ya antes de la Segunda Guerra
Mundial había publicado De Lubac Corpus mysticum, una historia teológica
de la eucaristía en la que muestra que incluso dentro de la Iglesia se perdió
progresivamente conciencia del auténtico misterio de la sagrada comunión.
En 1944 escribió un tercer libro, El drama del humanismo ateo, que, según
Rudolf Voderholzer, el biógrafo de Henri de Lubac, lleva «claramente los
rasgos de la resistencia intelectual frente al totalitarismo». La idea básica de
esta obra es, afirma Voderholzer, que «el humanismo moderno –que
establece entre Dios y el hombre una relación de competencia y supone que
la dependencia de Dios atenta contra la dignidad humana y esclaviza al
hombre– es un malentendido que debe calificarse de realmente trágico».
«Uno se rebela contra Dios como limitación del hombre», analiza el jesuita,
«y no ve que este tiene en sí, justo en virtud de su relación con Dios, “algo
infinito”. Uno se rebela contra Dios como si esclavizara al hombre y no ve
que este, justo en virtud de su relación con Dios, se sustrae a toda
esclavitud» [16].
Una tercera parte de Catolicismo consiste en citas de antepasados en la
fe. Con ello quería De Lubac aprovechar el «tesoro insuficientemente
explotado de los padres de la Iglesia, este inmenso ejército de testigos que
mostraron que todos los que son fieles a la Iglesia una y, desde la misma fe,
viven en el mismo espíritu siempre convergen, sin excepción». Entre otros,
nombres tan ilustres como Gregorio de Nisa, Severo de Antioquía,
Fulgencio de Ruspe, Balduino de Canterbury, Teodoro de Mopsuestia,
Juliana de Norwich, Adelman de Lieja, amén de grandes maestros como
Bernardo de Claraval, Orígenes, Ambrosio y Agustín.
En Catolicismo, De Lubac critica sobre todo la fe individual privatizada
y moralizadora, según el modelo del centón: busco lo que mejor me encaja
y lo creo para mí solo: «La Iglesia es una madre. Pero, a diferencia de las
demás madres, incorpora a sí misma a los llamados a ser hijos suyos, a fin
de mantenerlos unidos en su seno. Sus hijos, asevera Máximo [el Confesor],
se aproximan a la Iglesia desde todas partes: hombres, mujeres, niños, muy
diferentes en raza, nación, lengua, estilo de vida, trabajo, conocimientos,
dignidad y destino; a todos los recrea ella en el Espíritu». No se trata de
meras analogías. La innovación cristiana hizo surgir, según la interpretación
del apóstol Pablo, una nación nueva, el pueblo de la nueva alianza. Un
Israel espiritual sustituyó al Israel según la carne. «La tribu de los
cristianos», dice Eusebio de Cesárea, «la estirpe de quienes adoran a Dios»
llama a todos los hombres, para hacerlos renacer a la vida divina, a la luz
eterna, alumbrando así a aquel organismo misterioso que solo al final de los
tiempos alcanzará la plenitud, la unidad consumada. Así lo entiende
también Cipriano de Cartago cuando formula el principio: «Solo puede
tener a Dios por Padre aquel que tiene a la Iglesia por Madre».

«Cuando la obra apareció en Francia», escribe el teólogo suizo Hans Urs


von Balthasar, quien tradujo Catholicisme al alemán, desencadenó «entre
los pensadores decisivos una suerte de profundo espanto. ¿Era posible que
durante tanto tiempo no se hubiera tenido todo esto en cuenta? En lo
concerniente a la esencia y tarea de la Iglesia, ¿no era necesario tender de
nuevo los cimientos?». Von Balthasar resume: «De Catolicismo emanó,
como de una onda fundamental, un efecto al principio oculto, pero tanto
más perdurable: el de una conversión» [17].
Catolicismo completó de modo verdaderamente ideal las lecturas de
Ratzinger para su tesis doctoral: «No solo me proporcionó una comprensión
nueva y profunda del pensamiento de los padres de la Iglesia, sino también
una nueva mirada a la teología y a la fe en su conjunto. La fe se había
convertido aquí en visión interior y, justamente en la medida en que uno
pensaba con los padres, devenía de nuevo actual». De Lubac había
irrumpido en el debate teológico con una confianza en sí mismo difícil de
superar: «Ver en el catolicismo una religión entre otras, una doctrina entre
otras, sería equivocarse en lo tocante a su esencia». Entendido en el sentido
más íntimo como sociedad visible e invisible de los creyentes, el
catolicismo es una comunidad omniabarcadora de todo pensamiento y toda
fe, de todas las épocas, razas y naciones; es, en una palabra, lo
omniabarcador.

Este libro desbordante de agudeza intelectual y devoto páthos supone


para el joven teólogo una suerte de revelación. Le conmovió en virtud de
esa radicalidad y modernidad del cristianismo que llevaba tiempo buscando.
Sin rodeos hablará Ratzinger más tarde de un «verdadero avance» y de la
«lectura clave» de sus años de aprendizaje teológico, merced a la cual se le
abrió «una nueva comprensión de la unidad de Iglesia y eucaristía» [18].
Con De Lubac, al que singulariza como el teólogo (junto con Hans Urs von
Balthasar) más significativo y determinante para él, vivió el gozo de «poder
ver al cristianismo de un modo nuevo y más amplio una vez superadas las
ya algo manidas formulaciones, inserto en la vida moderna» [19]. Nunca he
vuelto a conocer a personas con una formación teológica, filosófica y
cultural tan amplia como Von Balthasar y De Lubac», dice, asegurando que
difícilmente podría expresar «cuánto le debo al encuentro con ellos» [20].

Eso vale asimismo para la directriz que asumió directamente del teólogo
francés. «Nunca he pretendido ofrecer un sistema filosófico ni una visión
teológica global», proclama De Lubac; «mi única intención ha sido recordar
la gran tradición de la Iglesia, que entiendo como la experiencia común de
todas las épocas cristianas. Pues esta experiencia [...] protege [a la Iglesia]
de confusiones, la sumerge en profundidad en el Espíritu de Cristo y le abre
caminos hacia el futuro» [21]. ¡Qué gran consonancia! También Ratzinger
ve su tarea en pensar junto con los grandes maestros de la fe. Y ello, «sin
detenerse en la Iglesia antigua», sino «sacando a la luz el auténtico núcleo
de la fe oculto bajo las incrustaciones, a fin de devolverle su fuerza y
dinamismo». «Tal impulso», reafirma una y otra vez, «es la constante de mi
vida» [22].

Las publicaciones de Henri de Lubac encontraron entusiasta resonancia.


Pero, de la noche a la mañana, el viento cambió de dirección. La Nouvelle
théologie se vio de súbito golpeada por una fría brisa procedente de Roma.
Primero fue blanco de las acusaciones el jesuita Pierre Teilhard de Chardin.
Este teólogo y paleontólogo se interesaba por la cosmología. Llegó a la
conclusión de que todo el cosmos está orientado a la producción del
hombre. La evolución de la humanidad tiende, según Teilhard, a la
encarnación de Dios en Jesucristo, quien se convirtió en punto de partida de
una nueva dinámica. De Lubac respaldó a su amigo. Junto con Teilhard y el
poeta Paul Claudel, participó de manera decisiva en el redescubrimiento de
María como «arquetipo de la Iglesia». En un himno habla Teilhard de que
en María se concreta la esencia de la Iglesia, puesto que en ella deviene
visible el principio católico de la relevancia de la cooperación humana en la
redención.

Y de repente también De Lubac era sospechoso de diluir la fe ortodoxa


mediante todo tipo de «innovaciones». Después de la publicación en la
primavera de 1946 de su libro El misterio de lo sobrenatural, se le acusó de
relativizar la fe divina. Como reacción, la curia general de los jesuitas
impuso a su hermano de orden entre 1950 y 1958 la prohibición de enseñar
y publicar y decretó su expulsión de la Universidad Católica de Lyon.
También Pío XII, en su encíclica Humani generis, promulgada el 12 de
agosto de 1950, insinuó su desacuerdo con el teólogo francés. Aunque no lo
mencionó por su nombre, los enterados sabían a quién se refería. «Querido
amigo: no puedo creérmelo», le escribió Hans Urs von Balthasar; «es
consternados totalmente incomprensible. Pero esta es seguramente la forma
de martirio que sellará su obra. Ud. ha vencido ya; nada detendrá la difusión
de sus ideas».

Cuando la noticia de las medidas contra De Lubac llegó a Múnich, al


principio Söhngen ni siquiera mencionó el suceso en el aula, evoca Läpple.
Al terminar la clase, se fue a su despacho con Ratzinger y con él y, sin decir
palabra, se sentó al piano y «desahogó toda su ira sobre el teclado» [23]. De
Lubac aceptó las sanciones sin rechistar. Aquello, explicó, no iba a
menoscabar su relación con Cristo ni su amor a la Iglesia. «Por mucho que
las sacudidas que me alcanzan desde fuera agiten mi alma de raíz», afirmó
en 1950, «nada podrán contra las cosas grandes y esenciales que
constituyen cada instante de nuestra vida. La Iglesia está siempre ahí,
maternal, con sus sacramentos y su oración; con el Evangelio, que transmite
íntegro; con sus santos, que nos rodean; en una palabra, con Jesucristo, al
que nos entrega en mayor medida incluso cuando nos hace sufrir» [24].

De Lubac regresó a Lyon en 1953. Atormentado por fuertes dolores


debidos a una herida sufrida en la cabeza durante la Primera Guerra
Mundial, sus alumnos se lo encontraban con frecuencia sentado en una
butaca o tumbado en la cama, sin moverse, apenas capaz de hablar. Ese
mismo año publicó su caracterización de la esencia de la Iglesia, obra en la
que profundiza en su confesión de fe. Esta contribución comienza con una
cita de un padre de la Iglesia, Orígenes: «Por lo que a mí respecta, mi deseo
es ser verdaderamente un hombre de Iglesia». En verdad, un católico
auténtico ama «la bella casa de Dios», prosigue De Lubac; ocurra lo que
ocurra, la Iglesia es «su patria intelectual». Nada de lo que atañe a la Iglesia
puede dejarlo indiferente: «Echa raíces en su suelo, se forma según su
imagen, se acurruca en su experiencia. Sus riquezas hacen que se sienta
rico. Tiene conciencia de que a través de ella –más aún, solo a través de
ella– puede devenir partícipe de la inmutabilidad divina. De ella aprende a
vivir y a morir. No la juzga; antes bien, se deja juzgar por ella» [25].
A Joseph le entusiasmaron en Catolicismo sobre todo los pasajes en los
que De Lubac presenta a la Iglesia como la encarnación de Cristo
prolongada en la historia. Al mismo tiempo, la Iglesia también es
totalmente humana, acentúa el teólogo francés. Su renovación solo puede
acontecer mediante «el retorno a las fuentes antiguas», mediante el estudio
de los padres de la Iglesia y la entrega a una forma de vida que se tome la fe
tan en serio como lo habrían hecho los primeros cristianos. Si lo cristiano es
eterno, dice De Lubac, de todos modos, nunca puede comprenderse de una
vez para siempre. Al igual que Dios, lo cristiano existe perpetuamente; tan
solo los hombres están ausentes por un tiempo. Justo donde alguien cree
que posee lo cristiano institucionalmente, los hábitos y la dedicación a uno
mismo resultan muy poderosos y llevan a desperdiciar y destruir los
fundamentos de la fe y de la Iglesia.

Mencionemos de pasada que con la teología del padre De Lubac está


relacionada estrechamente su doctrina de la paradoja. A su juicio, todos los
misterios de la fe, por ser desarrollos del misterio originario, tienen una
estructura paradójica. Por mencionar solo algunos ejemplos: «Dios crea el
mundo para su propia gloria y, sin embargo, por pura bondad; el ser
humano es activo y libre y. sin embargo, nada puede sin la gracia». Otro
tanto ocurre con la Iglesia: es comunidad visiblemente configurada y, sin
embargo, también invisible. O con María, virgen y madre a la vez. Cristo es
Dios verdadero y, simultáneamente, hombre verdadero. El intelecto humano
trata de eliminar la polaridad inherente a las afirmaciones paradójicas en
aras de una simplificación unilateral. Sobre este trasfondo cabe entender
también toda herejía como una reducción de la forma compleja del misterio
a algo más fácilmente inteligible por el hombre. Aplicado a lo que nos
ocupa, de ahí se seguiría que el dogma es lo que mantiene abierta la verdad
católica y rechaza las interpretaciones unilaterales, reduccionistas. Contra
una visión popular del dogma como limitación del pensamiento, el dogma
en sentido cristiano es liberación y dilatación de la mente hacia el misterio
asombrosamente nuevo y nunca exhaustivamente comprensible por el ser
humano.

Por lo demás, De Lubac rechazaba la etiqueta de Nouvelle théologie,


pues «nunca he utilizado esa expresión y detesto lo que implica. Al
contrario, mi intención ha sido siempre dar a conocer la tradición de la
Iglesia en lo que ofrece de más universal, menos sujeto al cambio
temporal». Sirviéndose de unas palabras de san Agustín, hablaba de
«demostrar a los paganos mediante la razón cuán irracional es no creer». Y
es que a «la comprensión de la fe» le sigue siempre «la comprensión a
través de la fe».
El teólogo francés fue rehabilitado ya antes del Concilio. El papa Juan
XXIII lo llamó a Roma para que colaborara intensamente en los
preparativos de la asamblea episcopal. Pero no fue creado cardenal hasta
1983. En 1969 había rechazado tal distinción. Una de las principales
aspiraciones de Henri de Lubac fue volver a conjugar lo que, pese a formar
una unidad, había sido dividido, así como superar falsos dilemas. Criticó
incansablemente la desaparición de la concepción de la historia como lugar
de la revelación de Dios: «Dios actúa en la historia, se revela a través de la
historia; más aún, se sumerge él mismo en la historia, confiriéndole así esa
“ordenación más profunda” que nos obliga a tomárnosla totalmente en
serio». La Iglesia, a su vez, debe en todo momento «contar con que,
precisamente allí donde ella anuncia con la máxima validez la palabra de
Dios, esta puede muy bien ser entendida y, justo por eso, rechazada».

Ni en sueños habría podido imaginar Joseph, cuando todavía era un


estudiante de Teología, que un día tendría intenso contacto personal con su
gran modelo e incluso fundaría junto con él una revista. Además, el teólogo
francés se convertirá para él en un eslabón de unión con el polaco Karol
Wojtyla. «Me inclino ante el padre De Lubac», dijo Wojtyla en una visita a
París, ya como papa. Al reconocer al enjuto teólogo entre el público,
interrumpió de inmediato su discurso. También fue una suerte de
inclinación ante el ídolo de su juventud el gesto que tuvo Ratzinger en 1998
en la embajada de Francia ante la Santa Sede, cuando, con motivo de serle
entregadas las insignias de commandeur de la Légion d’honneur, pronunció
una alabanza de los grandes teólogos franceses y, en especial, de Henri de
Lubac y proclamó: «¡Viva la amistad entre Francia y Alemania! Vive la
France!» [26].
20
Las órdenes mayores

Y a mientras trabajaba en la tesis doctoral se percató Joseph, como no


podía ser de otra forma, de que con su cercanía a la Nouvelle
théologie se había adentrado en un terreno peligroso. Preocupación
adicional causó en Múnich el dogma de la asunción corporal de María al
cielo, proclamado el 1 de noviembre de 1950, festividad de Todos los
Santos.

Mientras que en el resto de la Alemania católica Pío XII encontraba gran


eco, la relación de la Facultad de Teología de Múnich con Roma se
consideraba gélida. «La respuesta de nuestros profesores fue rotundamente
negativa», relata Ratzinger. Tanto Söhngen como Schmaus manifestaron su
desaprobación incluso antes de que la curia vaticana llevara a cabo una
consulta universal. Tal desaprobación no se refería tanto al contenido del
nuevo dogma –en la praxis oracional, por ejemplo en el rezo del rosario, se
hablaba de la asunción corporal de María al cielo– cuanto al hecho mismo
de que tal doctrina fuera elevada a dogma.
Un experto en patrística había mostrado que la doctrina de la asunción de
María era por completo desconocida antes del siglo V. En consecuencia,
resultaba imposible atribuirla a la «tradición apostólica». Ratzinger
discrepaba de sus profesores o, al menos, terminaría discrepando de ellos.
Si se concibe la tradición como un proceso vivo en el que el Espíritu Santo
ayuda a la Iglesia a familiarizarse progresivamente con la verdad, no hay
por qué circunscribir la tradición al depósito apostólico. Söhngen –a quien
sus amigos protestantes tomaban el pelo diciéndole que, en caso de que al
final se proclamara el nuevo dogma, tendría que abandonar la Iglesia
católica– encontró una respuesta que a su discípulo le parece un ejemplo de
libro de una teología tan crítica como piadosa: «Si se proclama el dogma»,
afirmaba el maestro, «me recordaré a mí mismo que la Iglesia es más sabia
que yo y confiaré en ella más que en mis propios conocimientos» [1].
El trabajo para el concurso avanzaba; pero Ratzinger debía ocuparse al
mismo tiempo de los preparativos para la ordenación sacerdotal, a la que
precedían seis meses de ejercicios prácticos para el ministerio pastoral.
Estos debían capacitarlo para dar catequesis, preparar a novios para el
matrimonio, celebrar correctamente la santa misa y administrar sacramentos
como el bautismo, la penitencia o la «extrema unción», que hoy se llama
«unción de enfermos». Un maestro de capilla de la catedral les enseñaba
técnicas respiratorias y corales gregorianas. Un director espiritual (el jesuita
Franz von Tattenbach, posteriormente rector del Collegium Germanicum en
Roma y misionero en Costa Rica) llevaba a cabo, mediante charlas en
grupo, el «moldeado ascético» de los candidatos y conversaba en privado
con ellos como consejero y confesor. El sacerdote agustino Gabriel
Schlachter, un típico religioso curtido en misiones populares, se encargaba
de la homilética. Alfred Läpple enseñaba «sacramentologia práctica», es
decir, todo lo que había que tomar en consideración desde el punto de vista
litúrgico, canónico y pastoral a la hora de administrar los sacramentos.
En la clase de Canto, un cantante de ópera apellidado Kelch intenta
mejorar la voz de Joseph, tarea nada fácil, pues, como dice el propio
Ratzinger, «no es mucho lo que ahí se puede cambiar». Mejor le salía el
ejercicio de bautismo, en el que, con ayuda de un muñeco, se trataba de
derramar agua bendita sobre un bautizando sin ahogarlo: «En eso no era tan
torpe como en otros menesteres» [2]. Del decoro en la vestimenta y el
calzado se ocupaba el responsable de liturgia, quien a primera hora de la
mañana, antes de ir a misa, pasaba revista y controlaba. La supervisión
general de los progresos de los candidatos al sacerdocio era competencia
del vicerrector del seminario; «y así, poco a poco», refiere Ratzinger,
«superamos la prueba».
En la asignatura de Homilética, donde se aprendía a predicar, estaba
previsto que cada seminarista pronunciara tres homilías de prueba en
distintas iglesias de Frisinga. Duración máxima: diez minutos. Había que
escribir el texto a máquina y aprendérselo de memoria. Leer el sermón
estaba absolutamente prohibido. A Joseph le encargaron predicar en una
misa de niños. Dado que la misa se celebraba el 23 de abril, fiesta de San
Jorge, era evidente que la Homilía tenía que versar sobre el legendario
matador de dragones. Cuando el padre Gabriel, en la clase siguiente,
preguntó cómo haría resultado el estreno de Joseph como predicador, entre
los seminaristas se hizo un embarazoso silencio. La homilía había sido
magistral, le informaron por fin. Los niños habían permanecido sentados en
los bancos, escuchando atentamente, pero sus miradas eran de suma
perplejidad. Joseph había hablado de la «orgullosa armadura» y explicado
que el dragón de la leyenda de san Jorge nunca había existido como tal,
pero muy pocos de los niños, por no decir ninguno, habían podido entender
sus palabras; demasiado elevadas para mentes infantiles.
«El dragón es la terrible pesadilla de la humanidad entera», había
predicado Ratzinger, «y el monstruo ante el que temblamos es la fuerza
terrible del mal, a la que llamamos “diablo”». Sea como fuere, «quien posee
coraza y espada no tiene por qué temerlo. Pues las armas de Dios son más
poderosas que el dragón». Y todavía una idea más para reflexionarla
camino de casa: «San Jorge no está ahí para que lo admiremos, sino para
que veamos lo que debemos hacer. Él nos dice que existe un dragón y que
todos estamos llamados a ser matadores de dragones» [3].
Las primeras homilías de Ratzinger tienen relevancia porque muestran la
enorme continuidad que desde el principio caracteriza la teología del futuro
papa. Ya en estos textos se manifiesta tanto el enfoque de crítica social que
luego será típico de él como la impronta apocalíptica y esperanzadora de su
mensaje. Tras la intervención en la misa de niños, su primera homilía para
adultos se fijó para el domingo 3 de diciembre de 1950: en la misa de las
siete y media de la mañana en la catedral de Frisinga. Conforme al
calendario litúrgico, tocaba hablar sobre el Adviento, el tiempo de la espera
y, más en concreto, sobre la parusía, el regreso de Cristo, uno de los temas
preferidos de Joseph. El sacerdote en ciernes empezó interrogando a sus
oyentes: «¿Estamos redimidos de verdad?». «¿Está redimido este mundo,
cuyo carácter irredento nos sale visiblemente al encuentro en todas las
calles?». Habría que examinar, pues, si todo lo que decimos sobre la
redención por Cristo no es meramente una ilusión, un enorme autoengaño,
una falsedad de una Iglesia interesada en la conservación del poder.
Ratzinger prosiguió:
«Quien no conoce más que el mundo presente no puede por menos de percibir en
su decadencia un mensaje incomparablemente terrible. Quien no espera sino la
salvación de Occidente no verá en la posibilidad de su ocaso más que un horror sin
salida. Eso no debe ocurrimos a nosotros. Sabemos que la catástrofe de este mundo
posibilita el surgimiento de un mundo nuevo y mejor. Sabemos que los horrores de
la decadencia del mundo viejo son los dolores de parto del mundo nuevo. El
cristianismo primitivo hablaba de un segundo nacimiento de Cristo, al final de los
tiempos, preludiado por las contracciones de un mundo que desaparece. Pero en ese
segundo nacimiento Cristo se manifestará en su gloria como aquel que transforma el
mundo en la venturosa figura futura que ha sido el sueño de todos los milenios. Así
pues, ¿hay todavía algo que esperar? Sí. ¿Hay todavía un Adviento? Sí. En apertura
a la salvación plena que solo acontecerá cuando Cristo, y solo él, sea rey. Ese
mundo es el que suplicamos cada vez que decimos: “Venga a nosotros tu reino, tu
soberanía”» [4].

Y en su estreno ante un público adulto no puede por menos de rendir


homenaje a su gran maestro:
«Volvamos a san Agustín. [...] Sobreponiéndose a su debilidad, osó lo imposible,
lo psicológicamente sin sentido y absurdo: vivir en adelante como cristiano. Desde
la fe en Aquel que es día y quiere devenir día en nosotros. [...] Entre sus dos
nacimientos, el primero en Belén y el segundo al final de los tiempos, Cristo quiere
nacer sin cesar en nosotros, para, a través de nosotros, transformar la noche impía
de este mundo en la noche santa de su nacimiento».

También en su tercera homilía, pronunciada el 21 de enero de 1951 a las


siete de la mañana en la iglesia del Espíritu Santo de Frisinga, encontramos
ya a un Ratzinger «al completo». Aquí habla de los trabajadores en la viña
del Señor. Esta parábola trata de los jornaleros que se incorporan a trabajar
avanzado ya el día y reciben el mismo jornal que aquellos a los que el
dueño de la viña ha contratado a primera hora. Jesús propone esta parábola
«en camino hacia la Ciudad Santa», «en el camino, pues, al final del cual le
aguarda la muerte». En un momento así habla, según el diácono Ratzinger,
sobre la salvación del mundo entero». Pues:
«El misterio de Cristo es la bondad abisal de Dios, el amor con el que Dios ama,
sencillamente porque desborda de amor, aunque nosotros no le amemos, aunque
seamos pecadores, o quizá precisamente por ello. Esto es algo que no debemos
olvidar: no nos hemos hecho cristianos –o seguimos siéndolo– porque seamos
buenos, sino, antes de nada, porque Dios es bueno. [...] En el bautismo no hemos
devenido solo justos, sino también cristianos. Cristianos, esto es, un trozo de Cristo
mismo, la prolongación de Cristo en nuestra época. En nosotros recorre Cristo las
calles de este mundo; en nosotros pervive a través de los siglos. [...] Pero también
sentimos, sin duda, que no podemos realizar todo esto, que no podemos mostrárselo
al mundo mientras no lo conozcamos nosotros mismos. ¿Qué quiere decir eso? Que
debemos impetrar sin descanso su cercanía. Que debemos luchar y actuar sin pausa
para llegar a ser como él».

Sus condiscípulos veían a Joseph inclinado sobre los libros en cuanto


disponía de un minuto libre, «retirado como un eremita», según la
impresión de uno de ellos, Antón Mayen En Frisinga y Fürstenried tendió
Ratzinger los cimientos que luego guiarían su pensamiento y acción
teológicos. La base de su conciencia es la certeza de que Dios existe. Que
este mundo es de naturaleza material, pero también espiritual. Que la vida
terrena no es más que un comienzo para hacerse merecedor de la eternidad.
Que este Dios no solo nos ayuda, sino que también nos exige respetar el
orden del mundo y espera que le rindamos cuentas algún día. Pero ¿no era
asimismo hora ya de cuestionar toda la estructura de la fe cristiana? ¿Podía
una persona inteligente y crítica seguir creyendo en Dios? ¿No se debía
reflexionar también sobre la posibilidad de que Dios sea, en efecto, una
mera invención humana, como sostienen los ateos, una metáfora para
contrarrestar la carencia de explicaciones? ¿Qué pasaría si Jesús fuese
realmente una figura que, a través de innumerables transfiguraciones, ha
cobrado autonomía?
Esto afectaba también a la pregunta de si la verdad es un elemento
objetivo de la creación o si es negociable según el gusto de cada época.
Durante largo tiempo, el tema de la verdad no fue para él, de hecho, un
punto central, admite Ratzinger. Al contrario, en el curso de su trayectoria
intelectual, sigue diciendo, percibió como muy importante el problema de
«si, dadas nuestras limitaciones, no es en realidad pretencioso afirmar que
podemos conocer la verdad».

Tan solo al indagar más detenidamente en la cuestión, aprendió a


«observar y también comprender que la renuncia a la verdad no resuelve
nada, sino que lleva, al contrario, a la dictadura de la arbitrariedad. Todo lo
que entonces puede permanecer es, en el fondo, intercambiable. El hombre
se autodegrada si no puede conocer la verdad, si todo no es, a la postre, más
que producto de una decisión individual o colectiva». Resulta funesto,
opina Ratzinger, asumir lo falso, impuro y malo o conquistar el éxito y el
prestigio público renunciando a la verdad o aprobando la opinión
mayoritaria, aunque esta se base en la mentira. La verdad y la realidad
forman una unidad. Una verdad sin realidad sería pura abstracción. Y una
verdad no destilada en «sabiduría humana» no sería, a su vez, una verdad
humanamente asumida, sino una verdad deformada.

En esta fase, dirá Ratzinger más tarde, se sentía por fin suficientemente


maduro para «entablar con Agustín el diálogo que de diversos modos
llevaba buscando desde hacía largo tiempo» [5]. Si bien ya existían extensas
monografías sobre el concepto agustiniano de Iglesia, Ratzinger descubría
sin cesar nuevos puntos de vista. Tenía claro que, para los padres
apostólicos, la «casa de Dios» no es el templo, sino la comunidad
congregada en la sagrada eucaristía, el pueblo. A su vez, este «pueblo de
Dios» coincide con la Iglesia. Agustín, siguiendo al apóstol Pablo, gusta de
llamarla «cuerpo de Cristo», que en la celebración de la eucaristía se
manifiesta como caritas vivida y unitas realizada. El Doctor de la Gracia
habla de la Iglesia como cuerpo de la cabeza que es Cristo. La cabeza y el
cuerpo juntos forman el totus Christus, el Cristo total.
Pero Joseph se tomaba también en serio las tareas diarias de la vida
clerical. La formación pastoral práctica fue para él una «intensa lucha
interior». Conscientemente se propuso: «“No tengo por qué ser
catedrático”. Para mí era muy importante estar también dispuesto a ser
párroco y deseoso de serlo, si así lo quería el obispo» [6].
El 29 de junio de 1951 es un resplandeciente día veraniego. Llega por fin
la tan largamente anhelada ordenación sacerdotal. En el Domberg de
Frisinga, las campanas, incluida la inmensa campana de San Corbiniano,
anuncian fiesta grande. Joseph ha logrado entregar en el último minuto el
trabajo para el concurso de la facultad gracias a la ayuda de sus hermanos.
Maria ha mecanografiado con máximo esmero las páginas manuscritas. Y
Georg se ha ocupado de los preparativos para la ordenación y la primera
misa. Ha comprado las ropas más necesarias: roquete, bonete, muceta,
estola; pues el derecho canónico estipula que, tras la ordenación, hay que ir
vestido siempre de clérigo. Pero Joseph no sabe aún si su trabajo ha sido
aceptado o rechazado como tesis doctoral.
Una semana antes de la ordenación, los candidatos al sacerdocio han
hecho en Fürstenried durante siete días rigurosos ejercicios espirituales, que
a Joseph le han llegado «a lo más hondo del alma». «Porque una vez más
interiormente recorrí todos los caminos y recogí todo, justo en este lugar,
donde yo había estudiado» [7]. Una vez más se ha preguntado: «¿Soy
digno, soy capaz?». Y es posible que se haya acordado de Maurice Blondel,
uno de sus pensadores favoritos. El joven francés se sentía llamado al
sacerdocio; pero tras una intensa lucha interior y con apoyo de su confesor,
se percató de que «su campo de misión» era el mundo de la filosofía, que en
aquella época se había cerrado por entero a la fe y la religión. ¡Y cuán
acertada fue esa decisión! Su ópera prima, La acción (1893), se convirtió en
manifiesto de una renovación católica. Según el filósofo Xavier Tilliette, La
acción representó para toda una generación de estudiantes una «liberación»,
pues desenmascaró la autocomplacencia y autosuficiencia del laicismo.
La catedral de Frisinga está llena a reventar. Quien ha conseguido
entrada con asiento puede considerarse afortunado. El matrimonio
Ratzinger, ancianos y canosos, están sentados en la galería alta. El padre,
con bigote y cómodas gafas de montura metálica. La madre, con un discreto
vestido dominical, con abrigo y sombrero. Junto con los otros 43
ordenandos, Joseph se ha preparado desde muy temprano para «el punto
cimero de mi vida». Antes del desayuno han tenido un rato de meditación y
luego han formado todos en el patio de la catedral. La procesión de entrada,
la genuflexión delante del obispo: todo ha sido ensayado cien veces. Está
previsto que la ceremonia dure desde las ocho de la mañana hasta la una
menos cuarto. Por consideración a su frágil salud, el cardenal Faulhaber,
quien cuenta con 82 años, ha pernoctado aquí.
Faulhaber entra ahora en la catedral con la capa magna, que arrastra una
cola de cinco metros. El órgano brama y el coro masculino entona el motete
Ecce sacerdos magnus. Rupert Berger encabeza la fila de los ordenandos,
colocados por orden alfabético. Georg y Joseph procesionan uno detrás del
otro. El «pueblo» se ha puesto en pie; un murmullo recorre la multitud.
Luego llega el instante en que el cardenal, con voz potente y toda
solemnidad, reclama el Adsum. Y 44 gargantas le responden con un Adsum
cerrado y estremecedor: «Heme aquí». Grave y seria suena la pregunta que
el obispo formula al diácono: Scis illos dignos esse?, «¿Sabes si son
dignos?». Cuando el diácono responde afirmativamente, el obispo se vuelve
hacia el pueblo y pregunta a los fieles si están de acuerdo en que estos
jóvenes sean ordenados sacerdotes en la Iglesia. Y solo una vez que ha
quedado claro que nadie tiene nada que objetar, puede comenzar la acción
sagrada.

Los ordenandos, vestidos con sus largas y blanquísimas albas y con la


roja estola cruzada sobre el pecho, están tumbados en el suelo cual
penitentes. Tienen los ojos cerrados. Mientras permanecen así, invocan
conjuntamente al Espíritu Santo en la letanía de los santos. Es una oración
litúrgica del siglo VII en la que se alternan el cantor, el recitador y la
comunidad, con invocaciones a Dios y a distintas clases de santos: Kyrie,
eleison. Christe, eleison. Kyrie, eleison, «Señor, ten piedad. Cristo, ten
piedad. Señor, ten piedad». La lista se prolonga durante mucho tiempo. Se
nombra a los santos Andrés, Juan y Santiago, a todos los santos apóstoles, a
los santos Lucas y Marcos, a María Magdalena e Inés; luego a Bonifacio, a
Agustín, a todos los santos mártires, a los santos papas, obispos y doctores
de la Iglesia, a las grandes estrellas entre los santos, es decir, Benedicto,
Bernardo, Francisco y Domingo, etc. La letanía termina con las palabras:
«Escúchenos el Señor misericordioso y omnipotente. / Amén. Y por la
misericordia de Dios descansen en paz las almas de los fieles difuntos. /
Amén» [8].

Como lema para el recordatorio de su primera misa eligió Joseph una


frase del apóstol Pablo: «No es que por nuestra parte seamos capaces de
apuntarnos algo como nuestro, sino que nuestra capacidad viene de Dios».
En una segunda tarjeta hizo imprimir estas otras palabras: «No somos
dueños de vuestra fe, sino cooperadores de vuestro gozo», extraídas
asimismo de la Segunda carta a los Corintios. Ya de seminarista había
llegado a la convicción, según explicó más tarde, «de que la manía de darse
aires de reverendo es un error y de que el sacerdote debe trabajar sin cesar
interiormente para no subirse a ese pedestal». En modo alguno se atrevería
él a presentarse a nadie como «reverendo»: «Saber que somos siervos, no
señores, me resultó no solo consolador, sino importante para aceptar la
ordenación» [9].

Tendido en el suelo, siente que cobra «conciencia de su menesterosidad».


Una vez más se pregunta: «¿Soy realmente capaz de ello?» [10]. Pero
mientras resuenan los nombres de los santos y las súplicas de la comunidad
creyente, lo ve claro: «En efecto, soy débil e insuficiente, pero no estoy
solo; estoy acompañado, toda la comunión de los santos está conmigo».

De repente se hizo el silencio en la catedral. La esencia del sacramento


de la ordenación es la imposición de manos por el obispo –junto con la
oratio consecrationis, la oración de consagración– y la unción de las manos
con el santo crisma. Según la doctrina de la Iglesia, este es el instante
preciso de la ordenación.

«Cuando la mano del obispo reposa sobre la cabeza de uno, esta mano,
que en realidad no pertenece ya a un ser humano», señala Ratzinger, es
«símbolo e instrumento de la mano paternal de Dios, que se extiende hacia
una persona, del dedo de Dios, el Espíritu canto, quien ahí es enviado a una
persona» [11]. En uno de sus libros recordará más tarde Ratzinger un
pequeño rito que durante su ordenación le «llegó hasta lo más profundo del
alma» [12]. Ese rito consiste en atarle al ordenando las dos manos después
de habérselas ungido, para que con las manos así atadas tome el cáliz: «Las
manos –y, con ellas, el ser de uno– parecían en cierto modo anudadas al
cáliz». A Joseph le vino entonces a la cabeza, según refiere él mismo, la
pregunta que Jesús planteó a los hermanos Santiago y Juan: «¿Podéis beber
del cáliz del que yo he de beber?». Pero también creyó oír la voz del Señor,
que le decía: «Me perteneces; no eres sin más propiedad tuya; te quiero
junto a mí, estás a mi servicio». Al mismo tiempo era consciente «de que
está imposición de manos es gracia; de que no solo instituye un deber, sino
que es ante todo un don; de que él está conmigo y su amor me protege y
guía» [13].

Después del milenario rito a través del cual se transmite la potestad de


perdonar los pecados, el cardenal, con voz débil y, sin embargo, firme,
pronunció las palabras de Jesús: Iam non dico vos servos sed amicos, «Ya
no os llamo siervos, sino amigos», que hicieron que a muchos de los
presentes se les humedecieran los ojos. Joseph se sintió conmovido en su
hondón: «Sabía que no se trata solo de una cita de Juan 15, sino de una
frase actual que el Señor me está diciendo justo ahora. Me acepta como
amigo, y esta amistad me envuelve. Me regala su confianza, y en esta
amistad puedo actuar y hacer a otros amigos de Cristo».
Justo sesenta años más tarde, con ocasión de las bodas de diamante de su
ordenación sacerdotal, Ratzinger, hablando como papa Benedicto XVI en la
plaza de San Pedro de Roma, recordó una vez más este memorable
momento:
«Yo sabía y sentía que en ese momento, él mismo, el Señor, me dice a mí [esas
palabras] de manera totalmente personal. [...] Me llama amigo. Me acoge en el
círculo de aquellos a los que se había dirigido en el cenáculo. En el grupo de los que
él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerlo de manera particular. Me
otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que solo él, el Hijo de Dios,
puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo –
por mandato suyo– pronuncie con su “yo” unas palabras que no son únicamente
palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser. [...]
La amistad que él me ofrece solo puede significar que también yo trate siempre de
conocerlo mejor; que yo, en la Escritura, en los sacramentos, en el encuentro de la
oración, en la comunión de los santos, en las personas que se acercan a mí y que él
me envía, me esfuerce siempre en conocerlo cada vez más» [14].

Ya está cumplido. Los neopresbíteros se levantan y se revisten por vez


primera con las vestiduras sacerdotales. Antes de concluir la ceremonia,
cada uno de ellos entrega al arzobispo una vela encendida. Este rito, que fue
eliminado tras el Concilio, simboliza una vez más que el sacerdote célibe
entrega la propia vida a fin de que la luz del Evangelio brille e ilumine el
mundo.
Envueltos por un canto polifónico y por el poderoso bramido del órgano,
el nutrido grupo de los neopresbíteros sale del templo en procesión junto
con el clero y el cardenal Faulhaber, recorriendo el largo pasillo formado a
ambos lados por personas desbordantes de alegría. «La ordenación fue, por
supuesto, una cima desde el punto de vista psicológico», revive Georg,
«pero ante todo nos sirvió para cerciorarnos de que no nos habíamos
equivocado» [15]. «En algo tan grande, que abre paso a un futuro ignoto»,
comenta su hermano, de alguna manera siempre le rondan a uno las
preguntas: «¿Has hecho lo correcto? ¿Podrás aguantar esto?» [16]. Sin
embargo, en los momentos decisivos lo «ayudó mucho», confiesa, una
aparición inopinada. Ninguno de los demás ordenandos contempló esta
escena, tampoco ninguno de los fieles. No hay que ser supersticiosos, dice,
pero en el instante en que el anciano arzobispo me impuso las manos, un
pajarito, quizá una alondra, levantó el vuelo desde el altar mayor nacía la
parte superior de la catedral, lanzando un jubiloso gorjeo. Aquello fue para
mí como un consuelo procedente de lo alto: “Está todo bien; vas por buen
camino”».
Y como si todavía necesitara una confirmación adicional,
inmediatamente tras la ordenación se enteró del resultado del concurso en la
facultad. ¡Había ganado! Según el juicio unánime de los evaluadores, nadie
había escrito algo tan iluminador sobre Casa y pueblo de Dios en la
doctrina de san Agustín sobre la Iglesia como el estudiante de Hufschlag,
que aún parecía un adolescente.
Todo estaba dicho, todo estaba hecho. Para festejar la ordenación,
concluida la ceremonia se sirvió una comida en el refectorio del seminario:
escalope vienes con ensalada de patata. Al final de esta trascendental fiesta
de los Santos Pedro y Pablo, el cardenal Faulhaber anotó: «Deo gratias, ha
salido bien» [17].
21
El coadjutor

E n Traunstein reinaba una suerte de estado de excepción. Por toda la


ciudad colgaban guirnaldas. Niños y mayores se aprendieron poemas
ex profeso, y en una pancarta que saltaba a la vista en la calle principal
alguien había pintado la frase: «¡Este es el día que hizo el Señor!».

Hay un dicho popular que asegura que merece la pena desgastar la suela
de los zapatos para recibir la bendición de un misacantano. Y con mucha
más razón si se trata de tres misacantanos de la misma localidad: ¡en cierto
modo, una sensación mundial! El padre de Rupert había puesto su
Mercedes 170, con chófer incluido, a disposición de los neopresbíteros; así,
justo después de la ordenación sacerdotal y el ágape subsiguiente en
Frisinga, los tres magníficos tomaron asiento en la parte trasera del
vehículo. El convoy estaba formado por tres coches. Desde el asiento del
copiloto, el párroco de Traunstein, Georg Elst, el Cohete Schorsch, les daba
las últimas instrucciones. No había vacilado en incorporar el pueblo de
Hufschlag a la parroquia de Traunstein, con el fin de que Georg y Joseph
pudieran celebrar su primera misa en San Osvaldo. Como a la sazón no
estaba permitido concelebrar, tendría que haber tres eucaristías. A Joseph le
correspondía una misa temprana, horario poco propicio para batir récords
de asistencia. Además, ese día iba a tener lugar una gran carrera ciclista.
Ya la recepción en la Markplatz de Traunstein a las siete de la tarde –con
repique de campanas y la presencia de los notables del lugar y de todo el
clero– fue abrumadora. Acudieron miles de personas para festejar con una
procesión hasta la iglesia la llegada de los neopresbíteros. Urgido por
Rupert y Georg, que pensaban que alguien debía decir unas palabras,
Joseph habló sobre la eucaristía. Y luego explicó el «quíntuplo encargo»
que se les había encomendado como sacerdotes: «Celebrar el sacrificio de la
santa misa, bendecir, presidir, predicar y bautizar». A continuación se
expuso el Santísimo, para que los fieles pudieran adorarlo.
La primera de las tres misas, la de Rupert Berger, se celebró el 1 de julio
de 1951 a las nueve de la mañana. Joseph y Georg hicieron las veces de
diácono y subdiácono; unos altavoces posibilitaron el seguimiento de la
misa mayor desde la explanada situada delante de la iglesia. Una semana
más tarde les tocó a Joseph y Georg. La tarde anterior, los vecinos de
Hufschlag adornaron sus casas y levantaron un arco del triunfo. La tibia
noche veraniega olía a flores y hierbas aromáticas; los escarabajos
sanjuaneros fulguraban en el cielo vespertino. Sobre el tejado de la casa
vecina resplandecía una enorme cruz formada por bombillas. Cuando una
procesión de antorchas, a la que se habían unido un número creciente de
personas y un grupo coral de jóvenes, llegó a la casa de los Ratzinger, el
párroco Elst no pudo ya contenerse. Se subió a la mesa de la sala de estar y
pronunció con entusiasmo un discurso: «Del pedernal ha saltado una
chispa», empezó diciendo, en referencia al humilde Hufschlag, frecuente
objeto de burlas. El suburbio, en apariencia tan insignificante, había
producido no solo un sacerdote, sino dos de golpe.
La primera misa del futuro papa se celebró el 8 de julio de 1951.
Comenzó a las siete de la mañana. Nadie ayudó a Joseph en el altar. Se
interpretó la Misa de Cristo Rey opus 88 para fieles y órgano, de Joseph
Haas. El deseo de Joseph era que se cantaran himnos del cantoral,
conocidos por los asistentes, pero el párroco Elst no había dado su brazo a
torcer. La Misa de Cristo Rey era solemne y bella, había insistido, idónea
para una ocasión tan importante. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: los
fieles no pudieron sumarse al canto; ni siquiera el coro juvenil fue capaz de
ejecutar la composición acertadamente. Elst gesticulaba fuera de sí y, entre
canto y canto, pedía a gritos al pueblo que hicieran el favor de cantar, y de
cantar mejor: «Están goteando un par de gorriones del coro de la parroquia,
y eso no es canto ni es nada». La asistencia a la misa no fue mala, pero el
templo no estaba lleno, algo que se atribuyó a lo poco conocido que era el
misacantano en la ciudad. Salvo para los admiradores y admiradoras que
habían acudido ex profeso para ver «al joven y bello don Joseph», al que se
tenía por enormemente inteligente [1].

A la misma hora se preparaban en Hufschlag tiradores locales para


realizar una salva de honor. Cuando Joseph regresó a casa de la celebración
de su primera misa, arrancó una insólita procesión para acompañar al hijo
mayor de los Ratzinger, por un camino magníficamente adornado, a la
segunda primera misa del día. Niños con trajes blancos de primera
comunión, abanderados, monaguillos, música de viento. La carrera ciclista
había sido olvidada. En vez de ello, en la Stadtplatz, en la plaza donde se
alzaba la iglesia, la gente se apelotonaba para seguir al menos por los
altavoces la misa que iba a celebrarse en el completamente abarrotado
templo parroquial. Georg había elegido la Misa Nelson, la gran misa
orquestal de Joseph Haydn. Que el predicador olvidara gran parte del texto
memorizado y, en vez de los veinticinco minutos previstos, hablara solo
quince no tuvo mayor relevancia. El matrimonio Ratzinger vivió
emocionado cómo, al concluir la celebración, sus dos hijos se colocaban
delante del altar y alzaban al unísono los brazos para impartir
conjuntamente la bendición propia de la primera misa. Georg sonreía y
miraba hacia lo alto; Joseph parecía serio y dirigía concentrado la mirada
hacia el suelo, pero también, de algún modo, hacia lo indefinido, hacia el
infinito.
En la primera misa de Joseph unas cuantas horas antes, los fieles habían
seguido atentamente su proceder cuando, al consagrar, había repetido las
palabras de Jesús: «Este es mi cuerpo. [...] Este es el cáliz de mi sangre,
sangre de la alianza nueva y eterna –misterio de la fe– que será derramada
por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados». Con esta
fórmula, vigente antes de la reforma litúrgica, se expresa la entrega sin
reservas de Jesús por sus seguidores. Pero tales palabras deben actuar
también, en cierto modo, en el sacerdote, como indeclinable exigencia de
dejarse fundir él mismo en este «cuerpo para vosotros», de «con-sagrarse».
Joseph había alzado la hostia hacia el cielo, extendiendo los brazos cuanto
pudo; y luego hizo otro tanto con el cáliz. Y nunca, en las bastante más de
25.000 misas que ha celebrado desde entonces, ha actuado de forma distinta
de como lo hizo en esta primera ocasión. «En un periodo de casi medio
siglo», asegura uno de sus discípulos, el catedrático de Teología Hansjürgen
Verweyen, ha sido testigo en cada misa celebrada junto a su maestro de esta
doble con-sagración [2]. También Hubert Luthe, que fue obispo de Essen, lo
confirma: «Durante el Concilio participábamos conjuntamente en la misa;
ahí se nota cómo la vive cada cual». Luthe está seguro de que, «en su gran
recogimiento, casi infantil, no hay nada de hipocresía, nada de fingimiento.
Ahí es él mismo. Y eso solo se puede hacer cuando uno vive desde la
Sagrada Escritura, desde la oración» [3]. Y el propio Ratzinger explica: «El
hecho de que el Señor mismo esté ahí y de que esta hostia no sea ya pan,
sino cuerpo de Cristo», es algo «tan extraordinario y fascinante que siempre
le afecta a uno, le penetra hondamente» [4].

La celebración de la doble primera misa concluyó con un banquete para


unos cien invitados –y salpicado de discursos sobre las luces y sombras de
la vida sacerdotal– en el restaurante Sailer-Keller de Traunstein. Mientras se
servía el asado de ternera mechada, el cielo se encapotó y un estruendoso
trueno anunció cántaros de cálida lluvia veraniega. Los festejos
prosiguieron durante casi cuatro semanas más. En el despacho parroquial,
los fieles hacían cola para apuntarse a una lista de casas a visitar por los
neopresbíteros. Estuvieron días de aquí para allá, y «en cada casa nos
sacaban algo de comer y nos daban un poco de dinero», relata Georg [5].
Joseph añade que estas visitas le permitieron «experimentar de primera
mano cuánto esperan de un sacerdote las personas, cuán importante es para
ellas recibir la bendición» [6]. Anna Mayer, a la sazón una niña pequeña del
vecindario, jura por lo más querido que, nada más marcharse de su casa los
dos hermanos, su abuela dijo totalmente convencida: ¡Ya veréis cómo
Joseph llega a papa!» [7].

El ser conmovido por el encargo de Cristo de llevarlo a los hombres


condensa en el fondo la teología ratzingeriana del sacerdocio. Al presbítero
se le pide que sea «un pastor enviado por el Señor a los hombres y, a la vez,
una persona caracterizada por la entrega y el silencio, una persona que se
distancia de las actividades de este mundo, volcándose en la oración hacia
el Dios vivo»: así desarrolló años más tarde esta idea. El acto más íntimo de
amistad con los nombres consiste, en su opinión, en «presentar en la
oración ante el Dios vivo todas sus preocupaciones, dolores, sufrimientos,
esperanzas y alegrías. El sacerdote debe, por decirlo así, recoger lo que de
incumplido se oculta en las actividades diarias y lo que en los
acontecimientos de este mundo oprime y amenaza a las personas,
transportando todo ello hacia lo alto». Si pensara que primero es necesario
resolver otros problemas muy distintos, equivocaría el camino: «Pues Dios,
aunque no lo veamos –más aún, sobre todo cuando no lo vemos–, es lo
verdaderamente necesario, lo más necesario para el hombre y el mundo.
Allí donde Dios desaparece, allí desaparece también el ser humano» [8].

El 1 de agosto de 1951 se incorporó Joseph al servicio práctico que tanto


respeto le imponía. Comenzó con un fiasco.

Después de las primeras misas, los caminos de los hermanos se


repararon. Georg fue primero coadjutor en Grainau, cerca de Garmisch-
Partenkirchen, y luego educador en el seminario menor de Frisinga. La
autorización para estudiar música religiosa en el Conservatorio Superior de
Música de Múnich llevó asociadas ciertas tareas en la parroquia muniquesa
de San Luis. Joseph fue destinado a la parroquia de la Santa Sangre en el
distrito muniqués de Bogennausen, una zona residencial de la alta burguesía
en la orilla derecha del Isar. Este destino lo obtuvo –por recomendación del
rector del seminario, Michael Höck– gracias a un canónigo de la catedral
apellidado Irschl, el «distribuidor diocesano de carne», apodo con el cual
los jóvenes presbíteros se referían despectivamente al encargado de
recursos humanos en la curia. El puesto en Bogenhausen tenía numerosos
pretendientes. A Joseph le ilusionaba en especial la posibilidad de trabajar
con su párroco, monseñor Max Blumschein, a quien precedía la fama de
sacerdote santo. Pero eso tuvo que esperar. Pues, antes de incorporarse al
trabajo pastoral en el barrio noble, le pidieron que se hiciera cargo
temporalmente de Moosach, una parroquia de 12.000 almas en un suburbio
rural al nordeste de Múnich. «Ocurrió más o menos todo lo que podía
ocurrir», resume retrospectivamente el cura bisoño. «Allí aprendí a hacer un
entierro», añade con sequedad.

El párroco, Josef Knogler, estaba enfermo; el coadjutor, de vacaciones; el


sacristán, de viaje; y las monjas que ayudaban en la parroquia no podían ser
localizadas. Puesto que las parroquias vecinas se hallaban asimismo
insuficientemente cubiertas, el principiante tenía que celebrar misa, visitar
enfermos y consolar a familiares de difuntos también en otros lugares. Su
diminuta habitación en la vieja casa parroquial de la Pelkovenstraße no
tenía agua corriente; para asearse por las mañanas, tenía que arreglárselas
con una pequeña palangana. Sea como fuere, recibió el primer sueldo de su
vida. De los 210 marcos que le pagaron, 110 se los gastó en manutención y
alojamiento y 20 en coladas. A ello había que añadir el seguro sanitario, la
suscripción al boletín oficial de la diócesis y el llamado Seminaristikum,
una tasa especial para la promoción de los seminarios sacerdotales.
En Ratzinger se suele ver sobre todo al teólogo y guardián de la fe. Que
también fue un comprometido pastor lo demuestran sus intensas
experiencias como capellán universitario, cura adscrito y coadjutor. Aunque
se debatía interiormente con la idea de acabar quizá en cualquier lugar
como simple cura párroco y tenía un miedo cerval a no ser capaz de
entablar contacto con las personas debido a su carácter tímido y su torpeza
social, enseguida se ubicó. A posteriori se refería a este mes como «el
tiempo más hermoso de mi vida» [9]. Sin embargo, desde un punto de vista
canónico, Ratzinger no debería haber ocupado, ni siquiera de modo
provisional, plaza de párroco. Condición indispensable para ello era, según
el reglamento eclesiástico de adjudicación de plazas, haber solicitado
formalmente una parroquia. Sin embargo, Ratzinger nunca lo hizo. No
obstante, nadie, salvo su amigo Berger, se percató de ello, y Rupert sabía
guardar un secreto.
En Moosach le encantaban a Joseph los tranquilos prados de flores y
campos de labranza, el agradable interior barroco y rococó de la vieja
iglesia de San Martín, la simpática sencillez de las personas. En
Bogenhausen le esperaba el 1 de septiembre de 1951 no solo una trepidante
casa parroquial y una iglesia de la que tras un ataque aéreo no habían
quedado más que los muros exteriores y que había sido reconstruida en
1950 como un sencillo espacio de una sola nave, sino sobre todo abundante
trabajo. Como coadjutor tenía obligación de oír confesiones durante cuatro
horas los sábados y celebrar dos eucaristías y pronunciar dos, a veces tres
homilías los domingos. A ello había que sumar bodas, bautizos, entierros y
visitas a casas. Pero eso no eran más que los extras. Las tareas básicas
consistían en estar en el confesionario durante una hora desde las seis de la
mañana todos los días laborables, celebrar la misa a las siete y, a partir de
las ocho, impartir dieciséis horas semanales de clase de Religión en la
escuela de primaria Gebele, a niños y niñas de cinco cursos distintos [de 9 a
14 años]. Al principio, los alumnos mayores lo tomaban por uno más de
ellos. «En una ocasión en que iba, como era habitual, con el tiempo justo»,
cuenta Ratzinger, «se me unió un pilluelo que creía que, si llegábamos tarde
los dos juntos, no llamaría tanto la atención. Sin embargo, cuando me
preguntó de qué curso era, no me quedó más remedio que explicarle que yo,
en la escuela, estaba, por decirlo así, al otro lado».

En Bogenhausen recuerdan al coadjutor como un «hombre muy


delgado». Tenía un carácter muy reservado, casi tímido, recuerda Konrad
Kruis, en aquel entonces monaguillo y más tarde juez del Tribunal
Constitucional de Alemania; no obstante, llamaba la atención su
«humanidad amable y solícita, que dejaba resplandecer un ser
verdaderamente afectuoso». Kruis: «Por muy creyente y pío que fuera, se
integraba por completo con los muchachos de la parroquia. Es decir,
renunciaba a hacer alarde de su estado clerical y su dedicación intelectual».
Tenía «hechizados» a los jóvenes. No solo por las misas de jóvenes, pronto
famosas, que se celebraban los jueves a las seis y cinco de la mañana, las
veladas bíblicas (dedicadas, entre otras cosas, a la interpretación del libro
del Apocalipsis) o el grupo de canto (en el que se ensayaban con
entusiasmo motetes y madrigales, como, por ejemplo, el Ave Maria de
Tomás Luis de Victoria).
Especial interés despertaban las reuniones vespertinas de jóvenes, que
tenían lugar en un viejo y no enlucido edificio de ladrillo y en las que
Ratzinger moderaba debates sobre Hölderlin y Kierkegaard o explicaba a
sus oyentes que el hombre puede conocer a Dios con la luz de la razón
natural. «Todos podíamos percibir», prosigue Kruis, «que el joven sacerdote
que teníamos delante poseía abundantes dones espirituales e intelectuales y
que de él emanaba algo extraordinario» [10]. Únicamente con el fútbol
tenía problemas el coadjutor, por las razones que ya conocemos. Por lo
demás, le obligaron a mantenerse alejado de las reuniones de las empleadas
de hogar católicas, la mayoría de ellas ingeniosas y robustas mujeres de
unos 30 años de edad. Cuando se acercó a una de sus reuniones vespertinas
con intención de darles una charla sobre la Biblia, la responsable del grupo
lo echó sin contemplaciones: «No, Ud. es todavía demasiado joven. No
pienso dejarle entrar» [11].
Joseph había iniciado su ministerio «con alguna preocupación» a causa
de la falta de práctica. Pero la «providencia» le había sido de nuevo
propicia. Como ya le había ocurrido en Frisinga y Fürstenried con Läpple
primero y con Söhngen después, también en Bogenhausen encontró en el
párroco Max Blumschein a un amigo paternal, además de a un cura de pura
sangre y de la vieja escuela, trabajador y desbordante de pasión y bondad.
Ratzinger veía a su primer «jefe» como «personificación del buen pastor»,
un hombre «volcado en su tarea» que, «con su fe sencilla impresionaba a
sus parroquianos, primordialmente intelectuales, más de lo que habría
podido hacerlo con elaborados discursos».

Traje negro y alzacuellos eran obligatorios. Blumschein prefería además


la levita clerical hasta la rodilla, prenda antaño habitual. A sus 67 años, aún
marcaba el compás e imponía el ritmo. El enjuto monseñor le mostró a
Joseph su nuevo campo de acción pastoral recorriendo conjuntamente en
bicicleta, montaña arriba, montaña abajo, el territorio de la parroquia, en la
que vivían diez mil católicos. Y «dado que el párroco no podía ni quería
reservarse, tampoco yo lo hacía». En las celebraciones litúrgicas, al
principio Blumschein solo dejaba al cura novel predicar en la misa de niños.
Las homilías en las misas mayores estaban reservadas, le explicaba al
recién llegado, para sus ayudantes «buenos», los experimentados padres
jesuitas Wulf y Hilig. Pero no tardó en advertir que esos auxiliares no eran,
en realidad, tan buenos como su coadjutor, supuestamente «peor», y
principió a encargarle a este las «grandes» homilías. También apareció por
allí Esther Betz, la estudiante de Fürstenried, que ahora vivía en
Bogenhausen y se entusiasmó por el «jovencísimo y grácil clérigo, cuyas
homilías, dichas con aguda voz, me dejaban con la boca abierta» [12].

Joseph se sentía cómodo. El ambiente le gustaba. Un sacerdote debe


«arder» interiormente, le aguijoneaba Blumschein. De vez en cuando venía
Georg de visita. Los hermanos se contaban uno a otro sus vivencias,
paseaban por el Englischer Garten de Múnich. En la parroquia, Joseph se
disfrazaba de san Nicolás cuando era necesario [la fiesta de este santo,
vinculado con la Navidad en otros países, se celebra el 6 de diciembre y se
endulza con golosinas y pequeños regalos, que uno suele encontrar por la
mañana en sus zapatos; también es tradición que san Nicolás «aparezca» en
reuniones de los grupos más diversos; la fiesta goza aún de gran
popularidad en la Alemania católica]. En las excursiones mostraba a los
alumnos flores y plantas silvestres, con las que estaba familiarizado a la
perfección por su origen rural. Los niños y niñas sentían gran simpatía por
aquel «hombre inmensamente simpático y con gran carisma», cuenta
Barbara Bechteler, que participaba en aquellas actividades; «además, era
muy, muy guapo y tenía sentido del humor» [13]. En una ocasión aceptó la
invitación del club estadounidense de jóvenes en la Possartstraße a una
fiesta de carnaval. No se le ocurrió, sin embargo, ir disfrazado. «¡Guau,
mirad allí!», gritaron algunos jóvenes, por hacer la broma; «ese viene de
cura». Turbado, Joseph se dio media vuelta y se marchó.
Cuando el 17 de junio de 1952 pasó por aquel distrito muniqués el
cortejo fúnebre del cardenal Faulhaber, fallecido cinco días antes, Ratzinger
–ataviado con una capa inmensa, una dalmática que le estaba demasiado
grande y le hacía parecer un derviche– tuvo oportunidad de acompañar al
nuncio apostólico en Alemania, Aloisius Muench. Aunque en ocasiones
parecía tímido, el coadjutor, a la muerte del cardenal, esbozó con gran
seguridad cómo debía actuar un buen obispo. Simultáneamente exhortó a
los fieles a orar para que fuera posible encontrar un adecuado sucesor del
difunto cardenal.

En las celebraciones litúrgicas no abunda en grandes gestos, pero canta


bien y nunca equivoca un tono. Tampoco intentaba «impresionar», como
hacían otros coadjutores, rememora el sacerdote Hermann Theißing, a la
sazón estudiante de secundaria. En su cuarto podía verse que «vivía con
extremada sencillez. En él no había un gran escritorio y muchos cuadros,
como solían tener otros coadjutores jóvenes, sino solo una sencilla mesa,
con un par de cuadernos encima, una estantería con libros y una cama. Eso
era todo» [14].
Cuando el teólogo explicó más tarde su concepción del ministerio
sacerdotal, recurrió gustosamente al modelo de Max Blumschein: «Me dejó
el ejemplo de su entrega sin reservas a la tarea pastoral hasta la muerte, que
le sorprendió cuando llevaba el sacramento del viático a un enfermo grave»
[15]. El sacerdocio requiere, subraya Ratzinger, salir de la existencia
burguesa; debe «fomentar en las personas la capacidad de reconciliación,
perdón y olvido, de aguante y generosidad» y ayudar a «soportar al otro en
su alteridad y ser pacientes unos con otros». Un sacerdote debe «sobre todo
ser capaz de apoyar a las personas en el dolor: tanto en el sufrimiento como
en todas las decepciones, humillaciones y angustias de las que nadie se
libra». Pues «la capacidad de aceptar y aguantar el sufrimiento», así reza
uno de los axiomas de Ratzinger, es «una condición básica para que el ser
del hombre se logre; allí donde no se aprende a hacerlo, el fracaso de la
existencia es ineludible» [16].

«La definición válida de la forma y el encargo esenciales de la existencia


sacerdotal» sigue siendo el mensaje de Pablo en 2 Corintios 5,20: «Somos
embajadores del Mesías». Al presbítero se le exige que «conozca a Jesús
desde su interior, se haya encontrado con él y haya aprendido a amarlo».
Tan solo como hombre de oración es también realmente un hombre del
Espíritu. Cuando los sacerdotes se sienten estresados, cansados y frustrados,
ello tiene que ver a menudo con la búsqueda crispada de logros. La fe se
convierte entonces en un pesado equipaje, «cuando debería darnos alas».
Quien actúa para Cristo sabe que «siempre es uno quien siembra y otro
quien recoge. No necesita estar preguntándose de continuo por sí mismo;
deja en manos del Señor lo que haya de venir y él hace lo suyo, liberado y
alegre por ser parte del todo y estar albergado en él» [17].

Al principio, los parroquianos de Bogenhaus eran escépticos. Pero, poco


a poco, este coadjutor que mostraba tanto brío e idealismo y que asombraba
por su naturalidad fue entusiasmando a toda la comunidad. No tardaron en
fijarse en él algunos editores que vivían en el barrio. Por ejemplo, el Dr.
Hugo Schnell, en cuya editorial se publicaría más tarde la tesis de
habilitación de Ratzinger. O el Dr. Christoph Wild, director de la editorial
muniquesa Kösel, que pronto firmó un contrato con el esperanzador talento
y, además de la ópera prima de Ratzinger, La fraternidad de los cristianos,
publicó su Introducción al cristianismo, un éxito mundial de ventas.
Ratzinger tenía «ya entonces un carisma enorme», señala Hermann
Theißing, «pero a pesar de ello, era reservado y modesto. No tenía
necesidad alguna de pavonearse. Era sencillamente Joseph Ratzinger».
Theißing rememora una pequeña historia que ilustra bien el pragmatismo
con el que Ratzinger hacía siempre lo útil sin olvidarse de lo espiritual. Una
comisión de un centro juvenil de Colonia recorría Alemania realizando una
suerte de cadena de luces y, al igual que en años anteriores, había colocado
velas encendidas en un altar lateral de la iglesia. A la mañana siguiente, sin
embargo, las velas estaban apagadas, para disgusto de los monaguillos. El
sacristán las había apagado sin más. La irritación era grande. ¿Qué diría el
coadjutor al respecto? «Se nos pasaban por la cabeza ideas terribles», relata
uno de los involucrados. Ratzinger asomó la cabeza por la puerta. «¡Se ha
apagado la luz de Altenberg!», retumbaron en el coro unas cuantas voces
enfurecidas. Pero el coadjutor, sin pestañear, supo de inmediato qué había
que hacer: «¡Pues volved a encenderla!».
La seriedad del ministerio presbiteral en la Santa Sangre tenía que ver
también con el genius loci de la parroquia. En Bogenhausen, a Ratzinger no
le impresionó solo una comunidad especialmente culta, sino también fieles
y predecesores en el ministerio que habían muerto mártires como testigos
de Cristo. El párroco Blumschein no solo había visto de cerca, como pastor,
la condena a muerte de adversarios de los nazis como el barón Ludwig von
Leonrod y el exconsejero del gobierno regional Franz Sperr; también tuvo
que vivir la detención y ejecución de sus dos coadjutores, Hermann Josef
Wehrle y Alfred Delp.

Delp procedía de una familia confesionalmente mixta de Mannaeim. Fue


confirmado en la Iglesia evangélica; sin embargo, marcado por la piedad de
su madre católica, ingresó en la Compañía de esús justamente después de
terminar el curso preparatorio para la universidad y fue ordenado sacerdote
en Múnich el 24 de junio de 1937 por el cardenal Faulhaber. Las personas
de su entorno estaban fascinadas por la capacidad analítica de Delp, su
espíritu visionario y conjugación de mística y resistencia que cultivaba.
Elisabeth Groß, quien tuvo en Bogenhausen a Delp como profesor de
Religión y director del grupo de muchachas Heliand [el grupo de
muchachas Heliand formaba parte del movimiento juvenil alemán;
«Heliand» es el Titulo de una paráfrasis épica medieval de la Biblia escrita
en sajón antiguo], recuerda con especial claridad su participación en los
esfuerzos por rescatar a los sepultados entre escombros después de los
bombardeos; o su compromiso al acompañar a alumnos y madres de estos
cuando por las noches iban a las escuelas a colgar los crucifijos retirados
por los nazis. Delp daba especial importancia a la formación de la
conciencia. Actuaba así, afirma Groß, «porque su conciencia se lo
ordenaba, como cristiano católico y como sacerdote» [18].
Destinado a la Santa Sangre en 1939, el padre jesuita se unió tres años
más tarde al «Círculo de Kreisau», la asociación de adversarios de los nazis
en torno a los condes Von Moltke y Von Stauffenberg que preparó el fallido
atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. En el «Círculo de Kreisau»
elaboró Delp, basándose en la doctrina social de la Iglesia, una propuesta de
orden social sociocristiano para la época posterior a la dominación nazi
(que más tarde se plasmó de hecho en el orden de posguerra de la República
Federal de Alemania). El hombre moderno es «un experto en muchos
ámbitos de la vida», escribe Delp, pero a un tiempo ha «devenido
patológicamente ignorante sobre la vida misma». En lugar de presteza
mental, vitalidad personal y capacidad de juicio y de conciencia, han
surgido modos de conducta propios de «personas arrastradas por la
corriente y seducidas», «decisiones y violaciones que no toman en
consideración el objeto eterno».

Cuando Ratzinger tropezó en la Santa Sangre, como coadjutor, con el


legado de su predecesor, le impresionaron en especial las reflexiones de
Delp sobre el «desafío de la historia», el «humanismo teónomo» y el
«futuro de las Iglesias», escritas «a la espera de la muerte» a finales de
1944, en la prisión del distrito berlinés de Tegel. Delp veía la causa de la
inconmensurable autodestrucción del hombre en el hecho de que ha perdido
la capacidad de relacionarse con Dios. A la vista de las experiencias de su
época, Delp consideraba que la verdadera humanidad solo era posible en la
religación del hombre a Dios. Este, Dios, es el límite que protege de la
«presión despótica de la masa», de una última entrega al nosotros que
«prostituye incluso el último rincón de lo más íntimo, engulle la conciencia,
viola el juicio y, por último, ofusca y sofoca la mente». Un humanismo de
impronta atea no es, en último término, sino una ilusión y no puede por
menos de terminar en una nueva arrogancia y confusión, en un nuevo
delirio.
Ratzinger asumió de buena gana el enfoque de Delp. En artículos
posteriores lo contrapuso al existencialismo ateo de un Jean-Paul Sartre,
quien reclamaba el «reino del ser humano», en el que «no hay más
legislador que él mismo». Qué sacudida debió de experimentar el joven
coadjutor cuando leyó las líneas que su predecesor escribió en un trozo de
papel solo unas cuantas semanas antes de su ejecución: «¡Ay de la época en
la que enmudezcan las voces que gritan en el desierto, difamadas por el
ruido de la calle, o prohibidas, o extinguidas en el éxtasis del progreso, o
cohibidas o debilitadas por miedo y cobardía!».
Tras la detención de Delp el 28 de julio de 1944 vino la condena a
muerte el 11 de enero de 1945 por alta traición y traición a la patria. Delp es
«una rata a la que hay que aplastar con el pie», bramó Roland Freisler, el
presidente del Tribunal Popular. Solo en el tristemente célebre «cobertizo
del verdugo» de Berlín habían sido ejecutados hasta entonces 3 000
adversarios del régimen nazi. Tras su condena a muerte, el coadjutor
escribió en una carta a un amigo: «Si una persona ha contribuido a que en el
mundo haya más amor y bondad, más luz y verdad, su vida ha tenido
sentido». El jesuita rechazó «ser liberado a cambio de abandonar la orden».

El 2 de febrero, fiesta de la Candelaria, el preso número 1442 de la


Gestapo fue colgado de un gancho de carnicero y estrangulado en la prisión
berlinesa de Plótzensee. Por orden de Hitler, sus cenizas se esparcieron en
los campos de depuración de aguas residuales de Berlín, donde se
cultivaban preferentemente verduras. Nada debía recordar al sacerdote y
antifascista; y, sin embargo, no hay símbolo más elocuente que las cenizas
esparcidas en un terreno que ha sido preparado para dar nuevo fruto.
Sobrevivieron asimismo algunas frases que, tras meses de tortura, logró
grabar incluso con las manos atadas en las paredes de la celda en que estaba
preso:
«La libertad humana nace en el momento del encuentro con Dios».
«La rodilla flexionada y las manos vacías extendidas son los dos gestos por
excelencia del hombre libre».

«Confiemos en la vida, porque no tenemos que vivirla solos, sino que Dios la vive
con nosotros» [19].

El hermano de Delp en el ministerio, Hermann Josef Wehrle, destinado


desde 1942 en la parroquia de la Santa Sangre, era tenido por un místico
que por las noches pasaba horas arrodillado ante el Santísimo. En una
entrada del diario del coadjutor, Ratzinger pudo leer: «He aprendido que
para mí el comienzo de la mística radica en la oración ante el Señor en el
tabernáculo». Y, además: «Debes dejar que el Señor, a su manera tan
personal, te enseñe. Él te moldeará, pero a buen seguro de forma distinta de
cómo tú esperas». Por estar al tanto del atentado contra Hitler, Wehrle fue
ejecutado ya en 1944, al poco de emitirse la condena. Fue el 14 de
septiembre, fecha que la Iglesia católica dedica a la Exaltación de la Santa
Cruz. «¡Qué día tan hermoso!», garabateó Wehrle en una hoja de papel:
«Hoy, el Triunfo de la Santa Cruz».
Es posible que la sensibilización operada por los análisis de Delp
contribuyera, como también, sin duda, su propia mirada despierta, a que
Ratzinger cobrara conciencia en la pastoral in situ de «cuán alejado de la fe
estaba el mundo conceptual y vital de muchos niños». El ambiente de
novedad de la «hora cero» y la voluntad de no volver a permitir un
desarrollo tan funesto como el recién vivido terror de una dictadura atea se
presentaban de forma distinta en el círculo cerrado de un seminario
sacerdotal que en la realidad vivida de un barrio urbano que empezaba a
recuperar el bienestar. Ratzinger no pudo menos de constatar que toda una
generación sometida a la reeducación y el aleccionamiento hitlerianos
estaba casi perdida para la fe, aunque se actuara como si nada hubiera
ocurrido.
En Frisinga había conocido a miembros de la resistencia antinazi como el
rector del seminario Michael Höck y el jesuita Franz von Tattenbach, su
director espiritual. Tattenbach había tomado a Delp los últimos votos de
jesuita en la prisión de Berlín poco antes de su ejecución. En sus
predecesores en la parroquia de la Santa Sangre había una referencia
personal más a la resistencia antifascista de motivación cristiana. En Delp
descubrió además a un sacerdote que había trasladado a la acción lo
anteriormente aprendido de Newman sobre la conciencia. Tuvo claro que la
resistencia contra toda forma del espíritu de la época que cae en la impiedad
y, por consiguiente, en el desprecio del ser humano no había acabado con el
final del Reich nacionalsocialista. Le encantaba su parroquia, pero también
vivió una suerte de choque con la realidad: «Esta situación la experimenté
de forma muy dramática precisamente en la clase de Religión en la escuela.
Allí tenía uno ante sí a 40 muchachos y muchachas que en cierto modo
participaban con buena disposición en las actividades, pero uno sabía que
en casa oían lo contrario. Más o menos en el sentido de: “Papá dice que no
hay que tomarse esto tan en serio”. Se percibía que institucionalmente la
Iglesia y la fe estaban de algún modo presentes, pero también que el mundo
real se había alejado en gran medida de ellas» [20].

A diferencia de aquello a lo que estaba acostumbrado por su origen rural,


en la pastoral urbana cobró conciencia Ratzinger de «en qué escasa medida
la enseñanza religiosa encontraba respaldo en la vida y el pensamiento de
las familias» [21]. Reparó además en que la forma tradicional de la pastoral
juvenil «no sobreviviría en la nueva época, entretanto transformada, y de
que había que buscar formas diferentes de trabajar».
Ratzinger anotaba estas observaciones, que más tarde reelaboró en un
artículo titulado proféticamente: «Los nuevos paganos y la Iglesia». En él
habla por vez primera de la ineludible y urgentemente necesaria
«desmundanización». Con ello acertó de pleno en un punto crítico. Sin que
Joseph pudiera sospecharlo, quinientos kilómetros al oeste, en Colonia, un
famoso cardenal, preparando una ponencia que tenía que leer en la
asamblea de la Conferencia Episcopal, esbozó hacia las mismas fechas un
panorama igual de preocupante: «La influencia fáctica de la Iglesia católica
no se corresponde ya con la sustancia de la fe», escribió Josef Frings; «a la
secularización de los corazones le seguirá, a la larga, la secularización de
las conductas. La fachada sola no permanecerá en pie eternamente» [22].

El ministerio del coadjutor en la Santa Sangre concluye el 1 de octubre


de 1952. Ratzinger es nombrado por sus superiores profesor del seminario
mayor de Frisinga. En contra de lo que esperaba, la noticia le causó tristeza.
«La sensación de ser útil y de prestar un servicio importante», dice
Ratzinger, lo ayudó personalmente y le «hizo experimentar la alegría del
ministerio sacerdotal» [23]. Ahora empezó a preguntarse incluso «si no
habría sido mejor seguir trabajando en la pastoral parroquial». Bastante
tiempo después de su marcha de la parroquia seguía «sufriendo por la
pérdida de la abundancia de relaciones y experiencias humanas que ofrece
la pastoral». Durante años mantuvo el contacto con Bogenhausen. Hermann
Theißing, a la sazón estudiante de secundaria, recuerda la emocionante
despedida. Nunca había hablado Ratzinger de su capacitación teológica. Es
verdad que, ya solo por la altura intelectual de las homilías, los
parroquianos «se dieron cuenta enseguida de qué clase de persona tenían
con ellos», pero nadie esperaba la noticia de que iba a emprender carrera
académica: «Nos dijo: “Muchachos, en septiembre me voy a Frisinga a dar
clase”. “Ah, ¿sí?”, le preguntamos. “¿Y qué va hacer allí?”. Respondió:
“Voy a hacer el doctorado”. Compadecidos, le dijimos: “Pero, entonces,
antes tiene que escribir la tesis”. Su respuesta: “Ya la tengo escrita desde
hace tiempo: el trabajo con el que gané el concurso de la facultad”» [24].
El balance que para sí mismo hizo Ratzinger fue que en Bogenhausen
«había tenido que bajar por una vez de la esfera intelectual, tratar con
personas diferentes y también aprender, por ejemplo, a hablar con niños».
En el informe final del párroco Blumschein se dice que el coadjutor «ha
demostrado ser un sacerdote concienzudo y muy capaz». Sus
«conocimientos teológicos son extraordinariamente amplios para su
juventud; su celo es ejemplar; y su capacidad para predicar, así como para
dirigir a jóvenes, muy buena» [25]. Para «gran pesar» de la parroquia
entera, sobre todo de los niños y jóvenes, había que despedirse demasiado
pronto del querido presbítero. Solo quedaba por señalar una cosa. El joven
debe superar, escribe Blumschein, una «cierta timidez».
22
El examen

E l nombramiento de Ratzinger como profesor en el seminario mayor de


Frisinga supuso su orientación definitiva hacia una trayectoria
académica. Su amigo Alfred Läpple había tenido parte en ello. Fue él quien
sugirió al cardenal Faulhaber que el joven teólogo sería un insuperable
profesor de teología pastoral y sacramentología. Ratzinger no sabía nada de
esta conversación. «Los comienzos no fueron nada sencillos, máxime
teniendo en cuenta que a la sazón todavía era más joven que algunos de los
estudiantes» [1].
Georg y Joseph siguen aún por caminos diferentes. Georg es trasladado a
los alrededores de Múnich y simultanea sus estudios musicales con las
tareas de encargado del santuario de Maria Dorfen, profesor de Religión en
esa zona y responsable musical del arciprestazgo. En el Domberg, Joseph,
como docente, asciende al consejo directivo del seminario –que «Papa
Höck» y su sobrina Wetti llevan en familia– y debe instruir en el aula de la
facultad a diecisiete seminaristas en la correcta administración de los
sacramentos. «El problema era», explica Josef Finkenzeller, más tarde
compañero suyo, «que él solo había estado un año en la pastoral y ahora
debía enseñarnos a nosotros. Todos lo notábamos, pero nadie decía nada.
Recurría una y otra vez a la teología. Como era un hombre encantador, la
cosa funcionó» [2].

Es un trabajo a tiempo completo, y en los pocos ratos que le quedan


libres debe preparar además el examen decisivo que le falta para obtener
definitivamente el título de doctor en Teología. En la escuela de primaria da
clase de Religión. A diario celebra la eucaristía en la catedral (o en
cualquier otra iglesia de la ciudad). Sábados y domingos escucha en el
confesionario los pecados y preocupaciones de las almas menesterosas:
«Acudían sobre todo seminaristas. Yo era especialmente popular entre ellos
porque, en cierto modo, los trataba con mucha generosidad» [3]. Durante un
tiempo es incluso el coordinador de la protección contra incendios en el
seminario. En una ocasión dirigió un ejercicio práctico, y no pasó mucho
tiempo antes de que el patio interior del seminario estuviera cubierto por
completo de agua. Versado en la Biblia, el capitán de bomberos Ratzinger
interpretó lo ocurrido: «El diluvio universal».

Las tareas de Joseph no se agotaban ahí. Como capellán de jóvenes y


estudiantes dirigía el grupo de muchachas Heliand y daba catequesis a
cientos de estudiantes de la Escuela Superior de Agricultura y Elaboración
Cervecera en Weihenstephan, el «Oxford de los maestros cerveceros»,
como se conocía a dicha escuela por su renombre internacional. Entre los
alumnos había estudiantes becados de los cinco continentes. Un joven
cubano se deshacía en elogios de la revolución del barbado abogado Fidel
Castro. Algo que a Ratzinger le parece perfectamente legítimo: «A la sazón
aún podía uno –o quizá incluso debía– entusiasmarse con aquello» [4]. Las
charlas solían celebrarse en la cantina, lo que le valió al joven capellán el
nombramiento como miembro de honor de la asociación de estudiantes
católicos Isaria. Otra de sus tareas era la administración de un fondo creado
por él mismo para ayudar económicamente a jóvenes con dificultades.
Alemania comienza a recuperarse, al menos la parte occidental. Mientras
que en la zona soviética, la calidad de vida ha caído al nivel de los años de
la hambruna, al otro lado de la frontera se abre paso el «milagro
económico». El desempleo se reduce, los sueldos y salarios entran en una
espiral de crecimiento. Se construye más de medio millón de viviendas para
víctimas de la guerra, personas que habían perdido su hogar a causa de los
bombardeos y desplazados. De 1949 a 1955, el Producto Nacional Bruto se
triplica con creces de 49.000 a más de 180.000 millones de marcos.
Dado que durante la posguerra no les está permitido fabricar armamento,
las empresas alemanas se concentran en los bienes de consumo e inversión,
que gozan de una demanda creciente. Cámaras, microscopios, radios,
herramientas mecánicas; también en el mercado mundial vuelve a estar
solicitado el «Made in Germany». Se encargan acerías y plantas de
laminación enteras. Volkswagen exporta sus modelos a más de cien países.
Ciertos productos de la industria farmacéutica, como la aspirina y la
penicilina, demuestran no tener rival. De 1950 a 1957, las exportaciones
alemanas ascienden de 8.400 a 30.900 millones de marcos; el superávit de
la balanza comercial en 1954 es ya de 2.700 millones de marcos.
Los dorados años cincuenta. Todo debe ser bello, abundante y, en la
medida de lo posible, sin conflictos. Los grandes éxitos de taquilla en el
cine tienen por título La joven de la Selva Negra y Grün ist die Heide
[Verde es el brezal]. Atraen por el efecto sosegador de un paraíso terreno
que se creía casi perdido. En las estanterías de las librerías aparecen por
primera vez libros de bolsillo imitando el modelo estadounidense de los
pocket books. «Buena literatura para todos los bolsillos»: así se publicita la
colección «rororo», iniciada en 1950, de la editorial Rowohlt. Las revistas
ilustradas como Stern, Quick y Kristall alcanzan tiradas de millones de
ejemplares. En junio de 1952 comienza la incomparable historia de éxito
del diario Bild Zeitung, que irá acompañada de un debate público sobre el
amarillismo y sus efectos en la juventud vulnerable.
En el plano político y económico, el canciller federal Konrad Adenauer
prosigue la política de integración en Occidente, pese a la resistencia del
SPD. Con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero
(CECA) el 18 de abril de 1951, Francia, Italia, los países del Benelux y la
República Federal de Alemania ponen en marcha la primera institución
supraestatal de Europa. En la República Democrática de Alemania, Walter
Ulbricht, el jefe del Partido Socialista, anunció en junio de 1952 la
planificada «construcción del socialismo». El Ministerio de Seguridad del
Estado (conocido popularmente como Stasi, acrónimo de Staatssicherheit),
creado en 1950, vigila no solo a los adversarios del Partido Socialista
Unificado de Alemania (SED es la sigla alemana), sino que empieza a
observar progresivamente al conjunto de la población. Como consecuencia
de la presión política, en 1952 hay alrededor de 60.000 ciudadanos
encarcelados. Cientos de miles de personas prefieren dar la espalda a su
Estado y empezar una nueva existencia en Occidente.

Salvo por la carga del inminente examen, Joseph se sentía básicamente a


gusto en el Domberg. Todavía muchos años después habla con entusiasmo
de una experiencia vivida en una fiesta del Corpus en Frisinga: «Huelo aún
la fragancia que se desprendía de las alfombras de flores y de los abedules
jóvenes; los ornamentos en todas las casas también formaban parte del
conjunto, las banderas, los cantos. Oigo aún la orquesta de viento del
pueblo que en este día se atrevió a acometer incluso piezas que estaban más
allá de sus posibilidades; y oigo el estruendo de los petardos con los que los
muchachos manifestaban sus barrocas ganas de vivir, pero cabalmente así
daban la bienvenida a sus calles y a su pueblo a Cristo como un jefe de
Estado, más aún, como la cabeza, como el Señor del mundo» [5]. Si no se
tiene en cuenta su vinculación con Baviera, el amor a su patria chica, junto
con su religiosidad y sus habitantes, afirma el historiador japonés Hajime
Konno en un exhaustivo análisis, resulta imposible entender a Ratzinger.
«Esta tierra siempre ha estado, pues, volcada en realidad hacia su interior y
ha sido obstinada, pero justo eso la ha hecho también resistente», afirmó el
futuro cardenal sobre su amor a su tierra y sus coterráneos, «porque ha
estado abierta, porque ha sabido participar en el gran intercambio de las
culturas; y quizá el imperfecto encaje de Baviera en la historia alemana se
deba a que esta tierra no se ha dejado encorsetar en una cultura meramente
nacional, sino que ha seguido siendo siempre un espacio abierto a un
amplio e intenso intercambio intelectual» [6].
Menos alegría sentía Joseph al mirar al calendario. Es cierto que la tesis
estaba escrita, pero había que pulirla para la publicación; así y todo, el
trabajo permaneció «prácticamente inalterado respecto de su forma
originaria», algo que en el prólogo posterior achaca, disculpándose, «al muy
limitado tiempo de que disponía».
De hecho, además de sus tareas como sacerdote adscrito, profesor y
educador en el seminario, aún tenía que realizar exámenes escritos y orales
en no menos de ocho disciplinas teológicas. En cada una de estas
asignaturas tenía que formular tres tesis en latín, sobre las cuales sus
examinadores debatirían luego con él en público. Para esta quaestio
inauguralis debía proponer asimismo tres temas, de los cuales la facultad
elegiría uno. Eso significaba que tendría que preparar una exposición
adicional en un plazo brevísimo. Era una carrera contrarreloj. Y por si fuera
poco, a Gottlieb Söhngen le precedía fama de ser un examinador
extremadamente exigente y riguroso. «Que te toque Gottlieb es un castigo
divino», se susurraban unos a otros los estudiantes de los cursos superiores,
haciendo un juego de palabras con el significado del nombre de pila del
catedrático [equivalente a Amadeo o Teófilo].

Es sábado, 11 de julio de 1953. La crónica del seminario mayor de


Frisinga informa, en tono casi triunfante, de «tres importantes
acontecimientos» en esta fecha. El primero es la visita de un obispo
auxiliar, de la diócesis de Magdeburgo; el segundo, la visita del nuevo
presidente de la República Federal de Alemania, Theodor Heuss, recibido
solemnemente por el rector Höck. Pero la cima la representa el «tercer
acontecimiento del día», a saber, «la obtención del título de doctor en
Teología por nuestro profesor Josef (sic) Ratzinger en la Universidad de
Múnich». El nombre de pila estaba mal escrito, pero luego el cronista
prosigue detalladamente: «El decano Mörsdorf dirigió el actus publicus. El
Prof. Dr. Schmaus examina en tres tesis de teología dogmática; y el Prof.
Dr. Söhngen, en dos tesis de teología fundamental. Todos los exámenes
parciales y el actus publicus los supera el doctorando con summa cum
laude». Conclusión: «El decano Mörsdorf comunica al elogiado doctor que,
en caso de una eventual habilitación, no tendrá que someterse a ningún
coloquio [defensa oral de la tesis], pues el premiado trabajo del doctorando:
Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
constituye una contribución esencial a la investigación sobre el obispo de
Hipona» [7].
El 11 de julio de 1953 sella la trayectoria de Ratzinger en la ciencia
teológica. Poco antes había terminado precisamente su habilitación un tal
Karol Wojtyla, pero en Múnich nadie podía saberlo. Volvamos al comienzo
del examen: por uno de los largos corredores de la Universidad Ludwig
Maximilian habían avanzado solemnemente unos empleados uniformados,
cada uno de ellos con un bastón en la mano. El rector de la universidad y el
decano de la facultad de teología los seguían ataviados con togas negras;
todos entraron en el aula de la universidad en la que Joseph debía defender
públicamente sus tesis. Y como no podía ser de otra manera, «tanto la
exposición como la defensa fueron brillantes», le pareció a Hermann
Theißing, quien luego sería juez eclesiástico. También el matrimonio
Ratzinger quedó impresionado, sobre todo por el latín en el que su hijo
fundamentó magistralmente sus tesis. Tan solo el Prof. Schmaus estaba un
poco fuera de lugar, como observa Theißing: «Había nacido una nueva
estrella que no pertenecía al firmamento “Michael Schmaus”, sino que era
discípulo de Gottlieb Söhngen». Las consecuencias de ello fueron
catastróficas, como más tarde se pondría de manifiesto.

En estas semanas ocurrió un episodio grotesco, que le habría gustado


también al cómico muniqués Karl Valentín y es demasiado hermoso como
para no contarlo. Doce días antes de la defensa pública de las tesis, mientras
los dos hermanos celebraban el segundo aniversario de su ordenación
sacerdotal en el Georgianum, una conversación telefónica había causado de
nuevo un enorme disgusto. Un sacerdote llamó al seminario y pidió hablar
con Georg: con voz apagada le comunicó que acababa de recibir para
Joseph y para él un telegrama. El mensaje constaba de solo cuatro palabras,
pero estas eran una bomba: «Nuestro padre ha muerto», se decía en él
lapidariamente. Georg y Joseph tomaron el primer tren hacia Traunstein.
Para sorpresa suya, a mitad de camino, en Bad Endorf, subió al tren su
madre, que regresaba a casa después de haber asistido a una función de
teatro. Se quedó destrozada al enterarse de lo que había ocurrido. ¿Cómo
había podido pasar algo así? Ella había salido de casa a mediodía, «y
vuestro padre estaba aún sano». Cuando los tres, en taxi desde la estación,
llegaron por fin a Hufschlag, el supuesto difunto estaba limpiando tan
tranquilo los zapatos en la puerta de la casa. Resultó que el telegrama
procedía de Rickering y se refería a Antón, el hermano menor del padre,
quien había fallecido de manera repentina.
La disputatio publica marcó la conclusión de los estudios de doctorado.
Con 26 años, Joseph era oficialmente doctor en Teología. Hubo una
celebración familiar en la habitación que Georg tenía, como capellán de la
casa, en el Georgianum. Salchichas blancas, rosquillas saladas [Brezeln] y
cerveza. Como es típicamente ratzingeriano, no había ni rastro de euforia.
«Ahora hay que ver», decía el padre, siempre tan escéptico, «cómo siguen
adelante las cosas».

Con su tesis doctoral sobre Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san


Agustín sobre la Iglesia, Ratzinger no solo ganó prestigio académico. Esta
investigación sobre los fundamentos impregnó de manera duradera su
imagen de Iglesia, su comprensión del Estado y de la relevancia política del
cristianismo. Más aún, Agustín le dio también la inspiración que, según el
teólogo irlandés Vincent Twomey, «necesitó más tarde para combatir
diversos malentendidos del Concilio, entre otros el intento de describir la
Iglesia con conceptos más o menos empíricos o sociológicos, por no decir
políticos» [8].
La tarea que se planteó Ratzinger consistió en estudiar cómo contribuía
la definición agustiniana de la naturaleza de la Iglesia a clarificar cuestiones
irresueltas de los debates eclesiológicos de la época y también en qué
medida podía ser un correctivo a una interpretación eventualmente
unilateral o aun errónea de la Iglesia como «cuerpo místico de Cristo».
Como punto de partida tomó una frase en la que Agustín caracteriza la
Iglesia como el «pueblo de Dios disperso por la tierra».
De hecho, el discípulo ejemplar había sacado del tema bastante más de lo
que su maestro consideraba posible. Joseph, a los 25 años, cabía llegado en
su estudio a la conclusión de que era metodológicamente erróneo e
inadmisible contraponer a la definición de la Iglesia como «cuerpo místico
de Cristo» la definición agustiniana de la Iglesia como «pueblo de Dios».
Societas Spiritus, sociedad del Espíritu: así llamó Agustín a la Iglesia en sus
sermones. En consecuencia, la Iglesia no vive desde sí misma, sino en
virtud de la gracia del Espíritu Santo, que le es donado a través de los
sacramentos y, en especial, a través del sacramento eucarístico. Es esta
ininterrumpida acción de Cristo por la gracia la que reúne sobre la tierra
entera a un pueblo y le da vida como su cuerpo místico.
Particularmente la naturaleza sacramental de la Iglesia en cuanto cuerpo
místico de Cristo se opone cual señal de advertencia, según Ratzinger, a la
tentación de manifestar como Iglesia un orgullo autosatisfecho. La
salvación prometida a los fieles no es una posesión sublime de verdades
eternas, sino que implica la participación humilde en las actuaciones del
Señor en medio de la historia del mundo por pura gracia. Esta dependencia
respecto de la acción soberana del Espíritu Santo es la verdadera esencia de
la Iglesia, a la que remiten ambas definiciones, tanto la de «pueblo de Dios»
como la de «cuerpo de Cristo». La Iglesia santa, la Ecclesia sancta, siempre
es también, sin embargo, un corpus permixtum, en el que el trigo y la cizaña
crecen juntos. En su obra De civitate Dei, Agustín opina incluso que esta
Iglesia es hasta tal punto «Iglesia de pecadores» que cabe preguntarse si en
ella hay todavía algún justo. Pero también esta estructura entreverada
pertenece al misterio de la salvación. Las puertas de la ciudad de Dios están
siempre abiertas, acentúa el Hiponense, incluso para quienes hasta ayer la
perseguían.
Ratzinger plasmó certeramente las diversas aproximaciones ideando una
fórmula simbiótica nueva y, en el fondo, pionera: la Iglesia, reza esta
fórmula, es «el pueblo de Dios existente como cuerpo de Cristo». Esta
visión se fundamenta en la interpretación cristológica del Antiguo
Testamento y en la vida sacramental, que tiene su centro en la eucaristía. En
ella, Cristo da a los fieles su cuerpo y simultáneamente los transforma en su
cuerpo. Cristo es el único mediador entre Dios y la humanidad y, por eso,
también «el camino universal de la libertad y la salvación». Fuera de este
camino, afirma Agustín, «jamás ha sido ni será liberado nadie».
Con palabras análogas recordó Ratzinger este punto en una de las
catequesis que impartió en Roma en enero de 2008 ante miles de personas:
«Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está
unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar:
“Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros
somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros”» [9].
Ya en su primera obra manifiesta Ratzinger dos rasgos distintivos de su
forma de hacer teología: por una parte, la crítica de una dialéctica artificial
de oposiciones aparentes; y, por otra, la capacidad metodológica de
armonizar enfoques diferentes, conforme al principio católico que, en vez
de la disyunción excluyente, se apoya en la conjunción incluyente.
Tras el duro trabajo de preparación para el doctorado y su finalización
exitosa, el nuevo doctor se concedió un descanso. Primero fue a Suiza a
visitar a Franz Böckle, catedrático de Teología Moral en Chur, a quien
Georg acababa de conocer en Múnich. La relación con Böckle supuso un
importante impulso para Ratzinger. A través de él estableció contacto
personal con Hans Urs von Balthasar, con quien Böckle mantenía un vivo
intercambio. Luego hizo otro viaje, el primero de sus grandes viajes
internacionales y, a la vez, «el recuerdo por excelencia», dice Ratzinger,
puesto que con él entró «en el gran mundo de la ciencia teológica
internacional y en el específico mundo intelectual de los franceses» [10].

Su excelente tesis doctoral no solo le deparó abundantes elogios, sino


también la invitación al congreso internacional sobre Agustín, que se
celebró en París, la ciudad de sus sueños, del 21 al 24 de septiembre de
1954. Junto con tres compañeros bávaros exploró la ciudad y participó en
visitas guiadas al antiguo barrio universitario y a Notre Dame. Tontearon y
bebieron, «y lo pasamos muy bien juntos». Y lo mejor de todo: «Nos
alojamos en un hotel muy bonito y fuimos recibidos en el ayuntamiento por
el alcalde».
Pero también trabajaron. Ratzinger disertó sobre el tema: «Origen y
sentido de la doctrina agustiniana de la civitas. Encuentro y confrontación
con Wilhelm Kamlah» [11]. Ratzinger probablemente había conocido al
filósofo alemán Kamlah por la obra que este publicó en 1935. Llevaba el
sugerente título: Apocalipsis y teología de la historia: La interpretación
medieval del Apocalipsis antes de Joaquín de Fiore.
Seguro de sí mismo, Ratzinger se mostró en su ponencia de acuerdo en
lo esencial con el experto en san Agustín, pero le criticó a la vez que
entendiera el carácter escatológico de la Iglesia excesivamente en el sentido
de una individualización y deshistorización. Más tarde, al fundamentar su
tesis de que el cristianismo es «la síntesis mediada en Jesucristo entre la fe
de Israel y el espíritu griego» [12], se serviría decididamente, sin embargo,
de otra obra de Kamlah: Cristianismo e historicidad. Al último punto del
programa del congreso, un viaje a Argelia, la patria de san Agustín, tuvo
que renunciar: «Era demasiado caro, no me lo podía permitir».
En la primavera de 1954, Ratzinger había revisado su tesis doctoral
Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia hasta
el punto de poder darla ya a la imprenta. Los costes de impresión de la obra
–que, aparte de veinticuatro páginas preliminares (prólogo, índice, etc.) en
números romanos, abarcaba otras 331 en arábigos– los asumió el editor
Hugo Schnell, de Bogenhausen. Hacía tiempo que el claustro de profesores
de Frisinga quería que Ratzinger asumiera interinamente la cátedra de
Teología Dogmática y Fundamental, que había quedado vacante; pero él,
pese a agradecerla, siempre había rechazado la propuesta. Como profesor
del seminario mayor, anhelaba «más libertad». Y también la necesitaba.
Pues su maestro Söhngen le había persuadido de que se habilitara para la
docencia universitaria. Después de haberse ocupado en la tesis doctoral de
la Iglesia antigua y de un tema eclesiológico, debía centrarse ahora en la
Edad Media y la Modernidad, le había dicho Söhngen, y estudiar el
concepto de revelación. Ya tenía el título de la nueva tesis: «La teología de
la historia de san Buenaventura». Es posible que a primera vista pareciera
un tanto lapidario. Pero tras él se ocultaba la fascinante pregunta de cómo
comunica Dios sus mensajes a los hombres, amén de una confrontación con
la visión apocalíptica del final de los tiempos. Lo suficientemente atractivo
como para aceptarlo sin vacilar: «Me puse manos a la obra con celo y
alegría». En verano, Joseph había concluido ya la recopilación de material
para el trabajo y formulado las ideas fundamentales de su interpretación.
El 1 de noviembre de 1954 Ratzinger se hizo cargo interinamente de la
vacante cátedra de Teología Dogmática y Fundamental en Frisinga. Rehusó
por el momento la vivienda que, según su nueva condición, le correspondía
en lo que a la sazón era el Domherrenhof [Patio de los Canónigos], detrás
de la iglesia de San Benito (Domberg, 26, escalera izquierda, 1.º dcha.) y
continuó viviendo en el seminario hasta septiembre de 1955, en una
habitación sin ducha ni aseo propios.
Menos modesto era el tema que eligió para su primer semestre de
docencia, el de invierno de 1954-1955. Pues difícilmente cabe empezar de
forma más exigente que con un curso sobre el «Tratado del Dios uno y
trino». Pero ¿qué reacciones habría? Estaba familiarizado con la filosofía
moderna, había estudiado a fondo a san Agustín y a De Lubac y escrito una
fabulosa tesis doctoral, sus mentores lo habían guiado paso a paso, incluso
en la praxis del trabajo pastoral in situ. Con todo, ¿gozaba de la autoridad
necesaria en la montaña santa, donde aún lo tenían por un joven imberbe?
¿Conseguiría captar la atención de sus oyentes? De hecho, no solo el joven
catedrático (que en realidad todavía no lo era), sino prácticamente toda la
facultad se vio presa de una agitación febril. «Ratzinger fue la vivencia más
intensa y el mayor acontecimiento de esa época en el Domberg», relata
Elmar Gruber, a la sazón estudiante de primer curso. Incluso el cronista del
seminario, por lo demás siempre tan sobrio, no pudo ocultar su entusiasmo.
Con fecha de 3 de noviembre de 1954 reflejó por escrito el solemne instante
como si estuviera anunciándolo con trompetas al mundo entero: «El hasta
entonces profesor asociado Dr. Ratzinger ha asumido la cátedra de Teología
Dogmática. Ya las dos primeras clases han sido una delicia».

Gruber recuerda el día en que el joven teólogo –con 27 años, apenas


mayor que muchos de sus alumnos– habló por primera vez desde el atril
profesoral. El aula estaba llena a rebosar y, sin embargo, reinaba en ella un
silencio absoluto. Ratzinger estaba un poco pálido, pero causó impresión de
gran seguridad. Más tarde se hablará de una parte de sus alumnos como de
la RAV, acrónimo que en alemán significa «Asociación de Veneradores de
Ratzinger». Pues en cuanto empieza a exponer se hace patente lo que Hans
Maier, exconsejero bávaro de Cultura, caracterizó como «algo que fluye
como el Danubio». Los textos de Ratzinger, dice este politólogo,
«desbordan de un suave entusiasmo que cautiva irresistiblemente al lector y
oyente», en especial a través de «una musicalidad perceptible incluso en la
elección de las palabras y la construcción de las frases» [13]. Elmar Gruber,
que con el tiempo se convirtió en escritor de éxito, lo define como un
«lenguaje totalmente nuevo» y una forma de interpretar la Biblia hasta
entonces desconocida, reconocible ya en las primeras clases y conferencias
del futuro papa: «Se expresaba como un libro abierto. Nunca se equivocaba
ni repetía. Se podía taquigrafiar lo que decía y al final tenía uno un escrito
rigurosamente estructurado» [14].

Lo que le hacía parecer diferente de los demás profesores no era solo su


aspecto juvenil, sino su forma entera de actuar: sus movimientos, su
lenguaje, incluso su voz. Y cuando se apoyaba de forma un tanto flemática
en el atril de pie, con la cabeza sobre las manos, saltaba a la vista que allí
había alguien que no daba demasiada importancia a las convenciones.
Sencillamente porque podía permitírselo. Porque, no obstante su timidez,
disponía de un grado de confianza y seguridad en sí mismo que le confería
enorme libertad. Cuando algunos alumnos, terminada la clase, se acercaban
al atril con el fin de descubrir de qué manuscrito había leído tan
concentradamente el profesor, constataban perplejos que allí no había papel
alguno.
Con el joven teólogo irrumpió un nuevo sonido en el mundo, por lo
menos en el mundo de Frisinga. «Hablaba de cosas que hasta entonces
nunca habíamos oído», rememora uno de sus alumnos, Franz Niegel. «La
época tenía ya un olor muy intenso a moho, y de repente apareció alguien
capaz de transmitir el mensaje de un modo nuevo. El contenido nos llamaba
la atención. Se nos abrió una puerta nueva. Lo único que había hasta
entonces era la visión por completo tradicional, y él hizo que las cosas
volvieran a resplandecer» [15]. Hasta Rupert Berger, que conocía como
nadie a su amigo desde el principio, se quedó sorprendido. «Uno tenía la
sensación de que se estaba dando carpetazo a la vieja teología escolástica.
Por fin llegaba ahora alguien que traía un aire nuevo, un estilo nuevo. Y
Joseph Ratzinger era la quintaesencia de esta orientación nueva, él y nadie
más que él».
¿Había explicado antes alguien la fiesta judía de las Cabañuelas como
«una suerte de Oktoberfest» en la que los apóstoles Pedro, Juan y Santiago
quisieron levantar tres cabañas? «Y los tres estaban allí, en medio del
barullo, y bebieron», decía el apologeta de Hufschlag. Disfrutaba
sintetizando complejas cuestiones teológicas en un resumen inaudito. El
mensaje bíblico, aseguraba, es «muy sencillo: lo que figura en la Sagrada
Escritura, en los 47 libros del Antiguo Testamento y los 27 del Nuevo, se
condensa en el dogma en una única frase: que Dios es el Padre
omnipotente, creador del cielo y de la tierra». Las sorpresas eran habituales
en Ratzinger. «Señor examinando», le preguntó a un alumno en un examen,
«imagínese que se descubrieran seres humanos en un planeta cualquiera.
¿Habrían sido redimidos también por la muerte de Jesús en la cruz?».
Cuando en 1954 se estrenó en los cines alemanes la película francesa El
renegado [Le défroqué], le pidieron a Ratzinger un informe pericial. En la
cinta, un cura mayor que ha renegado de la fe provoca a un coadjutor
consagrando una cuba de vino. El coadjutor se bebe de un trago lo que
ahora es «sangre de Cristo» y se emborracha por completo. La pregunta:
¿qué juicio teológico merece esta forma de transustanciación? Ratzinger
ofreció una respuesta típica de él: puesto que la eucaristía está
esencialmente orientada a un consumo razonable, él «defendería» que la
consagración de la cuba de vino presentada en la película no es en realidad
tal.
La claridad del lenguaje de Ratzinger, la agudeza de su inteligencia, su
insólito talento y la brillantez con que se expresaba crearon expectación.
Sin embargo, debatir con él conllevaba riesgos. «Cuando uno había dicho
algo», cuenta Gruber, «recibía una respuesta tan profunda y tan rica en
contenido que se necesitaba día y medio para procesarla».
Fueron estos comienzos los que más tarde dieron a Ratzinger fama de
haber sido al principio, a diferencia de su actitud posterior, un teólogo
marcadamente progresista. Esto no es cierto en el sentido que suele
asociarse con el término. Sea como fuere, en el Domberg pronto empezó a
hablarse de Joseph como de un «católico de izquierdas». «Los estudiantes
lo consideraban una “voz de progreso”», aclara Berger, «porque, en
comparación con lo que habían oído hasta entonces, lo que él hacía era
punto menos que una revelación» [16]. A ello se añadía una intrepidez a la
hora de abordar preguntas que «hasta entonces nadie se había atrevido a
mostrar» en igual medida. En temas como, por ejemplo, el ecumenismo,
que se consideraban sembrados de minas. «En estos asuntos, Ratzinger se
adentró realmente en terrenos ignotos», afirma la médica y psicoterapeuta
Brigitte Pfnür, una antigua alumna; «fue un pionero» [17]. A su marido,
Vinzenz Pfnür, le entusiasmó tanto la forma en que su profesor trataba la
luterana Confessio Augustana que dedicó a esta cuestión toda su vida. El
«discípulo primigenio», como Ratzinger llama a Pfnür, oriundo de
Berchtesgaden, ha escrito como precursor del ecumenismo artículos
pioneros que encontraron máximo reconocimiento en el mundo protestante.
Al curso «Dios uno y trino» le siguieron en el semestre de verano de
1955 el «Tratado de la creación» y un seminario sobre problemas
fundamentales de las Confesiones de san Agustín. También los temas
siguientes atestiguan la autoexigencia de Ratzinger y la confianza en su
capacidad. Por ejemplo, el curso sobre el «Tratado de nuestra salvación en
Cristo Jesús» en el semestre de invierno de 1955-1956 o su primer curso de
teología fundamental sobre las «Líneas maestras de la fenomenología y
filosofía de la religión (Esencia y verdad de la religión)», así como un
seminario sobre bibliografía moderna de cristología y mariología. El curso
de teología dogmática del semestre de verano de 1955 fue el tratado de
gracia. Teología Fundamental II giró sobre «Religión y revelación» [18].
Además, enseñó el tratado de las últimas cosas, así como sobre el Dios
Creador y su obra, sobre problemas fundamentales de gnoseología (teoría
del conocimiento) teológica y sobre el debate moderno en torno a la
relación entre lo natural y lo sobrenatural [19]. El seminario de teología
fundamental que impartió en el semestre de invierno de 1956-1957 se tituló:
«El concepto de Iglesia, con especial consideración del problema del
ministerio petrino», o sea, del papado.

Cuando en actos solemnes el joven profesor se sentaba en los bancos


reservados para los notables, parecía perdido y fuera de lugar al lado de las
venerables autoridades. Sin embargo, en cuanto se anunciaba que Ratzinger
iba a celebrar y predicar, los profesores mayores entraban discretamente en
la catedral por las puertas laterales. Escuchar a un compañero tan joven no
se compadecía con la dignidad de experimentados catedráticos. Por otra
parte, nadie quería renunciar al placer que ofrecía este docente cuando
sacaba a la luz desconocidas riquezas del tesoro de la Biblia. «Ratzinger
pronunciaba homilías de altura insuperable», revive Hermann Theißing.
«Lo asombroso era que, antes de empezar, permanecía de pie junto al
púlpito como impotente; nunca sabía qué hacer con las manos, así que
dejaba colgar sin más las manos y los brazos».

A todos se les quedó imborrablemente grabada la interpretación que


Ratzinger hizo del canto alpino. Cuando en 1953 le correspondió presentar
una reflexión teológica durante el tradicional canto de Adviento en Frisinga,
trazó una comparación entre el yodel (canto alpino o tirolés) y el jubilus
mencionado por el padre de la Iglesia Agustín: «Cedo la palabra al más
importante teólogo de la Iglesia occidental, san Agustín. Pues él conoce el
“yodel”. Es cierto que lo llama jubilus, pero no cabe duda de que habla de
lo mismo: de la emisión inarticulada de una alegría tan grande que quiebra
las palabras» [20]. Ahora ya sabían los bávaros que sus canciones sin
palabras –el jollduliae alternativamente alargado y contraído– tenían en el
fondo origen bíblico y alegraban a Dios tanto como el canto angelical de
serafines y querubines.
Elmar Gruber, quien como sacerdote y escritor atrae hoy sobre todo a un
público liberal, memorizaba en vacaciones frases enteras de Ratzinger
«para interiorizar en la medida de lo posible su brillante lenguaje». Analizó
la gramática y la sintaxis de los textos del profesor y llegó a la conclusión
de que «lo específico y totalmente nuevo de su discurso era el fascinante
manejo de imágenes, signos y símbolos mediante los cuales iniciaba en el
misterio de Dios con mucha mayor profundidad de lo que permiten las
definiciones racionales. El pensamiento meditativo, reflexivo (o sea, la
inteligencia emocional), es su fuerte y a través de él lograba entusiasmar a
sus oyentes, mientras que su talento racional, junto con sus dotes verbales,
suscitaba admiración ilimitada. Ya le escuchara una homilía, una
meditación, una clase, uno siempre se marchaba conmovido, entusiasmado
y consolado, anticipando ya con alegría el siguiente encuentro» [21].

El magnetismo que Ratzinger ejercía sobre sus oyentes se basaba,


además de en su lenguaje y modo de exponer los contenidos, sobre todo en
lo que Gruber caracteriza como una «teología verosímil». Resultaba
fascinante «porque uno siempre tenía la sensación de que le estaba
ofreciendo respuestas a preguntas concretas». El exalumno de Ratzinger
dice haber recibido de su profesor una «fe sanadora». Como psicoterapeuta,
Gruber se ha visto confrontado, en el acompañamiento de potenciales
suicidas, con enfermedades «que ya no podían tratarse con medicamentos».
Justo en este ámbito, la conciencia de que «es bueno que yo exista y,
además, tal como soy», conciencia que Ratzinger ha favorecido con su
teología, «resulta esencial para la curación de muchas enfermedades en el
ámbito psicocorporal» [22]. Ratzinger, según Gruber, transmitía con
absoluta autenticidad una «motivación existencial básica»: «En vez de
adoptar un tono puramente científico-objetivo, hablaba sobre realidades
tratando siempre de mostrar su referencia existencial al ser humano, con lo
que esas realidades empezaban a influir en la vida de las personas».
Personalmente, señala Gruber, debe también a su antiguo profesor haber
podido terminar los estudios: «Cuando mi mala memoria para las fechas
amenazaba con convertirse en una perdición ante los demás profesores,
Ratzinger dio la cara por mí, lo que posibilitó que pudiera seguir estudiando
y ser ordenado sacerdote» [23].
Franz Niegel, de quien Ratzinger ha sido amigo personal toda su ida y a
cuya casa parroquial en la comarca bávara del lago Chiem le gustaba
retirarse a descansar (y a disfrutar del típico dulce bávaro Dampfnudel [una
especie de bollo con una costra de sal] a la crema de vainilla) cuando era
cardenal, resume para concluir: Ratzinger no es una persona deseosa de que
reine la armonía a toda costa, pero tampoco manifiesta sus preocupaciones.
No se queja. Siempre es bondadoso, siempre está de buen humor, al estilo
de Mozart, que también conocía cielo e infierno, pero nunca trasladaba sus
problemas personales a la música que componía. Ratzinger es una suerte de
Mozart en la teología. Es, sencillamente, un genio» [24].

Poco antes del primer domingo de Adviento, en un grisáceo y neblinoso


día de noviembre de 1955, un camión de mudanzas se encaminó hacia
Frisinga. «Puesto que la habilitación parecía ya segura y la vivienda en el
Domberg esperaba un nuevo inquilino, a todos nos pareció adecuado que
mis padres vinieran a vivir a Frisinga» [25]. Iban a vivir al lado de la
iglesia, les había dicho el hijo para persuadirlos; tendrían las tiendas a un
paso, y en invierno las calles no estarían heladas ni cubiertas de nieve,
como en Hufschlag. Maria se les sumaría más tarde.

El padre tenía 78 años; la madre, 71. Cuando llegó el día señalado, la


despedida de la vieja casa de labranza, que para todos los miembros de la
familia representaba un importante fragmento de sus vidas, debió de ser
muy triste. Nadie logró sustraerse al ambiente de melancolía. Pero en
cuanto llegaron a Frisinga los hombres de la mudanza, la madre se ató el
delantal a la cintura y se metió en la cocina a preparar la primera comida.
Joseph padre fue indicando a los seminaristas que los ayudaban a descargar
el camión dónde debían poner las distintas cajas. Y pronto empezó a vérsele
caminar todos los días poco antes de las seis de la mañana –apresurado y
erguido como una vela– a lo largo del claustro hacia la Iglesia para asistir a
la misa matutina.
Joseph estaba feliz. Carecía de todo talento para amueblar y decorar una
casa; el padre se había ofrecido además a asumir una parte de los gastos del
hogar. Algunos de los seminaristas intentaron de inmediato, ¡cómo no!,
enredar al antiguo gendarme para que intercediera por ellos ante su hijo,
especialmente cuando se acercaba algún examen. «No, eso no estoy
dispuesto a hacerlo», respondió Ratzinger sénior; «tan solo le diré: “Bepperl
[diminutivo bávaro de Joseph], sé justo”».
También Georg y Maria celebraron la Nochebuena en el nuevo hogar; la
felicidad familiar parecía perfecta. En sus memorias añade Joseph hijo: «En
esas fechas ninguno sabíamos aún que sobre mí se cernían nubes de
tormenta».
23
Al borde del abismo

E n la tesis doctoral, Ratzinger había estudiado a Agustín como ejemplo


del pensamiento de los padres sobre el ADN de la Iglesia. Ahora tenía
que establecer si en la obra del doctor medieval de la Iglesia Buenaventura
existe una idea consonante de «historia de la salvación». Y en caso de
respuesta afirmativa, si tal concepto se relaciona de propósito con el de
«revelación». Dicho de forma menos académica: ¿actúa Dios en la historia
humana? Y en caso de que así sea, ¿cómo se comunica? ¿Qué tarea le
corresponde en ello a la Iglesia? ¿Y existen tradiciones documentadas sobre
qué podemos saber acerca del futuro de la creación?
El segundo gran encargo de Söhngen, con el título provisional de
Revelación e historia de la salvación según la doctrina de san
Buenaventura (la segunda versión de 1959 fue publicada como La teología
de la historia en san Buenaventura), tenía no poco atractivo. ¿No existe en
todas las culturas del mundo este anhelo primigenio, incluso la certeza de
poder asomarse al futuro? ¿No han soñado los hombres de todas las épocas
(salvo los ateos y algunos otros) También con un nuevo jardín del Edén, con
un retorno al paraíso perdido? Para los griegos, la Arcadia y el Elíseo eran
ese lugar. Los sumerios llamaban a su paraíso dilum; los celtas, avalon.
Para los musulmanes, el sueño incumplido debían hacerlo realidad los
jardines del más allá.

En el judaísmo, profecías secretas habían anunciado la aparición del


Mesías, del Redentor que proclamaría el reino de Dios. El Antiguo
Testamento está lleno de cálculos detallados al respecto. Y cuanto más se
aproximaba el momento estimado, esa era la convicción generalizada, tanto
más abundantes devenían los signos. Hace dos mil años, los magos de
Oriente consiguieron calcular incluso la fecha y el lugar en los que la visión
se haría por fin realidad. Pero si Dios mismo había entrado en la historia, si
el Logos se había encarnado en Jesús de Nazaret, como creían y hasta hoy
siguen creyendo sus discípulos, ¿no era posible también mirar desde ese
punto hacia el futuro y averiguar cómo iba a proseguir la historia hasta su
final?
Cristo aclaró toda incertidumbre acerca de lo que debía esperarse: «No
os dejaré huérfanos, sino que regresaré para estar a vuestro lado», aseguró
(Jn 14, 18). Los evangelistas recogieron las palabras con las que Jesús
describió el final de los tiempos. En el Evangelio de Mateo puede leerse:
«Oiréis hablar de guerras y noticias de guerras. ¡Atención y no os alarméis! Todo
eso ha de suceder, pero todavía no es el final. Se alzará pueblo contra pueblo, reino
contra reino. Habrá carestías y terremotos en diversos lugares. Todo eso es el
comienzo de los dolores de parto. [...] Os odiarán a causa de mi nombre. Entonces
muchos fallarán, se traicionarán y se odiarán mutuamente. Surgirán muchos falsos
profetas que engañarán a muchos. [...] La buena noticia del reino se proclamará a
todas las naciones, y entonces llegará el final. [...]

Inmediatamente después de esa tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no


irradiará su resplandor; las estrellas caerán del cielo y los ejércitos celestes
temblarán. Entonces aparecerá en el cielo el estandarte del Hijo del hombre. [...]
Enviará a sus ángeles a reunir, con un gran toque de trompeta, a los elegidos de los
cuatro vientos, de un extremo a otro del cielo» (Mt 24, 6-31).

Jesús añade: «Pensad en ello; os lo he anunciado». Es cierto que nadie


puede saber el día y la hora, advierte, «solo el Padre en el cielo»; pero ¿no
hay también signos, palabras y obras –justamente «revelaciones»,
mensajes– que preparan a la humanidad para la gran transformación del
mundo? Y en caso de respuesta afirmativa, ¿qué es exactamente la
«revelación»? ¿Se limita a las afirmaciones contenidas en la Biblia o hay
realidades en otros planos que deben ser vistas asimismo como
desvelamientos del orden de la creación?
El trabajo fluía con agilidad de la pluma del reciente doctor; y cuanto
más se sumergía en el tema de estudio, más ricos y abundantes eran los
frutos. Una de las cosas que lo ayudaban era «el entusiasmado seguimiento
por parte de los estudiantes» a los que informaba de los avances en sus
investigaciones. Esto ya no era un «juego de los abalorios» como el que
llevaba a cabo Josef Knecht en el imaginario país de lo bello y bueno de
Hermann Hesse. Pues en la teología de san Buenaventura no se trataba,
según Ratzinger, «de un mundo construido, de una suerte de matemática del
pensamiento, sino de la confrontación con la realidad. Y además, en todo su
alcance y exigencia» [1].
En Buenaventura encontró Ratzinger un teólogo, filósofo y poderoso
superior general de una orden religiosa, el «príncipe de todos los místicos»,
como caracterizó el papa León XIII al hombre que, entre otras cosas, fue
capaz de mediar en la disputa entre la corriente rigurosa y la corriente
moderada de los franciscanos y que, por eso, es considerado el segundo
fundador de la orden después de san Francisco de Asís.
El monje santo, cuyo nombre civil era Giovanni di Fidanza, nació en
1221 en la localidad italiana de Bagnoregio. El nombre religioso se lo dio
Francisco en persona; en cierto modo. Desde el lecho de muerte, cuando lo
vio por primera vez. La expresión latina bona ventura significa «buena
fortuna, buena disposición (divina)», pero también «buen porvenir» Hasta
1242 estudió el joven italiano en la Universidad de París, donde, junto con
Tomás de Aquino, llegó a ser profesor de Teología. Tras ser elegido general
de la orden en 1257, dirigió la comunidad franciscana desde el Sena durante
diecisiete años. En París impartió seminarios con títulos como «La ciencia
de Cristo» (De scientia Christi), «El misterio de la Trinidad» (De mysterio
Trinitatis) o «La perfección evangélica» (De perfectione evangelica). Sus
tratados sobre la educación espiritual, por ejemplo, el Soliloquio sobre
cuatro ejercicios mentales, lo convirtieron en uno de los autores más
exitosos de su época. El Itinerario de la mente hacia Dios, la principal obra
mística de Buenaventura, fue celebrado por sus lectores como cima del
pensamiento especulativo y de un conocimiento de Dios sin apenas
precedentes. Pronto se conoció a Buenaventura como doctor seraphicus,
maestro de rango igual al de los ángeles, sobrenombre que vino a expresar
la elevada admiración que precisamente el mundo intelectual sentía por el
maestro medieval.

El otro protagonista de la investigación de Ratzinger no era menos


interesante: Joaquín de Fiore (1130-1202), un misterioso abad calabrés,
penetrado por la expectativa de una época de salvación intrahistórica. Habló
de un «tercer reino» y de un estado de redención plena.
Como hijo de un funcionario de la administración siciliana, Joaquín tenía
ante sí la perspectiva de una buena carrera en la corte real. Sin embargo,
una vivencia en el Tabor, el monte de la transfiguración de Jesús en Tierra
Santa, alteró por entero el curso de su vida. El excortesano se retiró en
soledad y fundó en Calabria el monasterio de San Juan de Fiore. El papa
Celestino III ratificó la rigurosa congregación religiosa fundada por
Joaquín. La revelación recibida en el Tabor, explicaba el abad calabrés, le
había dado a conocer el significado de la Sagrada Escritura, así como la
correspondencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Según su visión,
la humanidad se desarrolla en tres fases: tras el «reino del Padre» y el
«reino del Hijo» vendrá el «reino del Espíritu», una nueva edad en la que la
vida contemplativa será la forma de existencia determinante de los
cristianos. En su estado final, la Iglesia ingresará en un estado carismático
de acceso directo a la gracia.

Las profecías del abate Joaquín crearon gran agitación ya solo por el
hecho de que un grupo creciente de franciscanos radicalizados creían
reconocer en Francisco de Asís, nacido veinte años antes de la muerte del
calabrés, al alter Christus, el otro Cristo, el segundo Cristo, anunciado por
este. La tercera edad, la del Espíritu, estaría precedida, según Joaquín, por
un enviado de Dios que al final de los tiempos derrotaría al Anticristo,
aparecido de nuevo con todo su poder.
Las ideas del abad se difundieron con enorme velocidad. Influyeron,
entre otros, en Dante Alighieri, que eternizó a Joaquín en la Divina
comedia. Las repercusiones de Joaquín pueden seguirse hasta la época de la
Reforma –en Thomas Müntzer, por ejemplo– y se prolongan hasta Hegel,
Marx y el «principio esperanza» de Ernst Bloch. Por lo demás, el vidente
calabrés nunca ha sido condenado por la Iglesia católica. Fue cabalmente
Joseph Ratzinger quien en 1960 redactó la entrada «Joaquín de Fiore» para
el prestigioso diccionario teológico Lexikon für Theologie und Kirche y
subrayó que Joaquín nunca adoptó una actitud antijerárquica. En la liturgia
de la Iglesia católica, el día de su fiesta anual (como beato), el 29 de mayo,
se reza durante la misa la oración: «Oh Dios, que en el monte Tabor
revelaste tu gloria a los tres apóstoles, en el mismo lugar manifestaste al
beato Joaquín la verdad de las Escrituras».
Por anticiparlo ya: en contra de todas las expectativas, Ratzinger
descubrió que en Buenaventura, al igual que probablemente en todos los
teólogos del siglo XIII, no existía todavía nada que se correspondiera con el
concepto de «revelación» tal como lo conocemos en la actualidad. Es cierto
que este vocablo se consolidó con el tiempo como término genérico para
referirse a las Sagradas Escrituras; sin embargo, Buenaventura, en el
lenguaje de la Alta Edad Media, hablaba de «revelación» solo cuando se
refería a «desvelamientos de lo oculto». La revelación divina ya acontecida
debía entenderse como definitiva; pero por definitiva que fuera, también era
inagotable, porque siempre toleraba nuevas profundizaciones del
conocimiento.

Según la interpretación de la teología medieval, la acción histórica de


Dios se plasmaba, por una parte, en la Sagrada Escritura; pero, por otra, lo
revelado era «siempre mayor que lo meramente escrito», señala Ratzinger,
de modo análogo a como ningún acontecimiento coincide del todo con el
relato que trata de apresarlo. Con ello, el habilitando había hecho, en el
fondo, un descubrimiento en absoluto baladí. Afectaba también a la relación
con los protestantes, que se centran de forma obstinada y exclusiva en la
Escritura. Pero la revelación no se da solo en la Sagrada Escritura, sino
también en realidades como la tradición oral y escrita, la inspiración de los
padres y los santos, en la fe viva misma. Por no hablar de los milagros
reconocidos, los signos inexplicados o las apariciones de Cristo o María. «Y
eso significa», concluye Ratzinger, «que no puede existir el puro sola
Scriptura, “mediante la sola Escritura”».
Según la comprensión del Medievo, ni siquiera la Escritura en sí se
consideraba revelación, sino solo el sentido espiritual latente en su
profundidad, que a su vez debía entenderse mediante una lectura alegórica.
Se trataba aquí de una visio intellectualis, de un mirar a través de todo lo
superficial al núcleo espiritual del texto. Esta fue una de las razones por las
que la Iglesia católica instituyó un magisterio para la transmisión fiel del
Evangelio.

La última parte de la habilitación de Ratzinger estudia de qué modo se


confronta Buenaventura en sus Collationes in hexaemeron [Conversaciones
sobre la obra de los seis días] con las teorías de Joaquín de Fiore sobre el
final de los tiempos. Ratzinger se percató presumiblemente «de la
oportunidad única que aquí se le ofrecía», apunta el teólogo Hansjürgen
Verweyen. Le pareció posible someter, en el marco de un análisis
históricamente riguroso, «la gran lacra que representaba el reduccionismo
neoescolástico del pensamiento filosófico-teológico [...] a una crítica radical
a la que el magisterio eclesial difícilmente podría objetar algo» [2].

Ya solo comparando los distintos enfoques teológicos de Buenaventura y


Tomás de Aquino creía el joven teólogo estar en condiciones de señalar el
punto arquimédico desde el que superar el reduccionismo de la
interpretación neoescolástica de la tétrada revelación, Escritura, tradición y
fe. El hecho de tener que examinar tesis que el magisterio consideraba
intocables no inquietaba al joven habilitando de 28 años. Para él, afirma en
la posterior introducción a esta obra, resultó «determinante la idea de que la
posibilidad de obtener un conocimiento histórico abarcador es tanto mayor
cuanto más se abre el horizonte sistemático, cuanto más se trascienden las
habituales delimitaciones de la teología de escuela». Por esta razón prestó
especial atención a los estímulos «procedentes en este asunto de la teología
evangélica [protestante]» [3].

Sea como fuere, el discípulo ejemplar de Söhngen demuestra que el


ministro general de los franciscanos, erigido en «guardián de la tradición
histórico-salvífica», no rechaza en bloque las visiones de Joaquín. A la
enseñanza del calabrés contrapone Buenaventura, sin embargo, una teología
de la historia propia. Tal teología de la historia apuesta por mejorar las
circunstancias encomendando al hombre que, mediante su acción religiosa,
introduzca a Dios un poco más en el mundo. Para ello, Buenaventura, en
analogía con el primer relato genesíaco de la creación, divide el transcurso
de la historia humana en siete o, más exactamente, ocho días. Según esta
matriz, al laborioso sexto día le acompaña ya ocultamente la gloria del
séptimo día. De estos dos días, vinculados entre sí, sigue luego el eterno
octavo día, el «descanso sabático concedido por Dios».
Ya con la aparición de Cristo habría comenzado, según esto, un nuevo
eón, un intervalo de tiempo en el que se entreveran la tribulación y la
salvación. Gracias a la Iglesia fundada por el Hijo de Dios, afirma Ratzinger
en su tesis de habilitación, alienta desde ese instante, a despecho de las
crisis permanentes, «el soplo de un tiempo nuevo, en el que el anhelo del
resplandor del otro mundo está modulado por un profundo amor a esta
tierra que habitamos» [4].

Al igual que Joaquín de Fiore, Buenaventura parte de que no hay que


esperar al día del juicio final para que irrumpa una nueva época salvífica. Es
convicción de ambos teólogos que justo antes de la parusía de Cristo –en un
último lapso temporal previo al fin del mundo– la Iglesia experimentará una
transformación intrahistórica y adoptará rasgos contemplativos (Ecclesia
contemplativa), sin quedar por ello superada como Iglesia de ministerios y
sacramentos. El pueblo de Dios de este tiempo final podrá disfrutar de un
singular desvelamiento de lo oculto, de una plétora de revelaciones.
Mediante la humildad, el pensamiento puramente discursivo cederá paso a
una sencilla iluminación interior de los misterios de la fe, que será
concedida precisamente a los pequeños, no a los sabios e inteligentes.
Buenaventura veía venir una época en la que el cristianismo obtendría su
fuerza de convicción no de la razón, sino de la visión de futuro que se le ha
entregado. Este proceso de conocimiento, que lleva asociado un regreso de
la creación al Creador, engendra un movimiento real del Espíritu, que se
concreta en la meditación y la contemplación. Así vista, la historia no es
una sucesión de sucesos casuales, sino que ha de ser entendida como
entrelazamiento temporal de lo finito con el origen divino –justamente
también, y sobre todo, a través de la revelación–.
La tesis de habilitación fue una obra impresionante e inmensa: con
setecientas páginas, la más extensa que ha escrito Ratzinger. Y de la que,
sin embargo, quinientas páginas largas permanecieron ocultas en un cajón
durante más de medio siglo.
A finales del semestre de verano de 1955 estaba listo ya el trabajo:
escrito cuidadosamente a lápiz con letra pequeña. Ya solo las innumerables
notas a pie de página y referencias cruzadas son testimonio de enorme
diligencia, rigor y erudición. Y también del deseo de demostrar de una vez
por todas su aptitud.
Con una seguridad técnica extraordinaria para su edad, el teólogo
principiante no tiene miedo siquiera a los grandes especialistas en la
materia, a los que muestra dónde se equivocan o, al menos, proceden
descuidadamente: «Quien conoce de primera mano a Agustín sabe, sin
embargo, que en su obra no hay sitio para tales ideas» [5]. Las aquilatadas
formulaciones son testimonio tanto de buen gusto literario como de
penetrante discernimiento: Para san Buenaventura, el Nuevo Testamento, en
su verdadera plenitud, está aún gestándose; para Joaquín, está
desapareciendo, a fin de dejar sitio para algo mayor» [6]. Ocasionalmente,
el propio gremio es sermoneado. He aquí un texto típico de Ratzinger: «Las
protestas profesorales [...], tal como las conocemos desde el comienzo de la
investigación liberal sobre san Francisco, tienen en el fondo una falta de
seriedad que resulta ofensiva en asuntos tan serios, pues por lo general no
nacen del anhelo de una verdadera renovación de la forma de vida
escatológica, sino meramente del afán de crítica» [7].
Joseph no quería cargar de nuevo a su hermana con la tarea de
mecanografiar semejante «tocho» escrito a mano. Además, ahora disponía
de unos modestos ingresos, que le permitían contratar a un mecanógrafo
profesional. A partir de aquí se desencadenó el drama.

Para empezar, la secretaria contratada resultó ser totalmente


incompetente. Una y otra vez se perdían páginas, a veces capítulos enteros,
que tenían que ser reescritos de memoria. Además, los «abundantes
errores» pusieron a prueba «hasta el extremo» los nervios del habilitando.
Cuando en otoño de 1955 Ratzinger depositó por fin en la secretaría de la
Facultad de Teología Católica de la Universidad de Múnich los dos
ejemplares obligatorios de Revelación e historia de la salvación según la
doctrina de san Buenaventura, el trabajo no destacaba precisamente por su
pulcra presentación.
Sea como fuere, desde el punto de vista científico Joseph había trabajado
con rigor. Söhngen estaba entusiasmado. Con frecuencia citaba en clase, sin
esperar a la publicación, el trabajo de su discípulo. El camino hacia la
habilitación parecía despejado. Ahora entró en juego, sin embargo, el
segundo censor o evaluador de la tesis: el Prof. Michael Schmaus. Schmaus
tenía un nombre. Schmaus era un macho alfa, tan vanidoso como
susceptible. Y Schmaus, para empezar, se tomó su tiempo.

Este hijo de campesinos oriundo de la Suabia bávara, cinco años más


joven que Söhngen, acumulaba numerosas distinciones: prelado de la Casa
Pontificia, director de la colección Beiträge zur Geschichte der Philosophie
und Theologie des Mittelalters [Contribuciones a la historia de la filosofía y
la teología medievales], autor de una Dogmática católica en ocho
volúmenes, miembro de la Academia Teológica Pontificia (a la que solo
pertenecían 39 eruditos) y reclamaba para sí en Múnich la autoridad en
medievalística, es decir, en el estudio de la Edad Media, Buenaventura
incluido. Sin embargo, su currículo tenía un llamativo baldón.
En 1949 se le había prohibido a Schmaus seguir impartiendo cursos y
seminarios y realizando exámenes como catedrático universitario. El
motivo había sido un reportaje del diario Münchner Abendzeitung, que le
acusaba de haber sido simpatizante del Tercer Reich. De hecho, tras el
ascenso de Hitler al poder, Schmaus, en conferencias pronunciadas en
Colonia y Münster, había manifestado una sospechosa cercanía a los nazis.
Los textos de esas conferencias habían aparecido además como libro en
1933. Su título: Reich e Iglesia: Encuentros entre el cristianismo católico y
la cosmovisión nacionalsocialista [8].
Entretanto, el teólogo dogmático había sido rehabilitado, no se sabe bien
a través de qué vías ni con qué medios. En 1951 fue nombrado rector de la
Universidad Ludwig Maximilian, y su nombre circuló como posible
consejero bávaro de Cultura. En 1962, un retrato suyo a gran tamaño
apareció incluso en la portada de un número del semanario Der Spiegel, que
lo presentaba como «uno de los más destacados eruditos de la Iglesia
católica». El sacerdote había concedido a la revista de Hamburgo una
entrevista sobre la polémica en torno a los «matrimonios mixtos» entre
protestantes y católicos. De una de esas –según Schmaus– «relaciones
pecaminosas» y uniones blasfemas» procedía, como era bien sabido, su
compañero catedrático Söhngen.
Pasaban las semanas, incluso los meses. En 1955 Georg hizo su examen
en el Conservatorio Superior de Música y cursó con éxito la Meisterklasse,
un periodo final de perfeccionamiento con un artista de renombre. Su
modelo era el compositor Karl Höller, cuya forma de «enseñar el
contrapunto y las leyes arquitectónicas de la composición fascinó a mi
hermano», señala Joseph. Sin embargo, empezó a realizar composiciones
que, como afirma en tono algo reprobatorio el futuro papa, «sonaban más
bien extrañas a nuestros oídos formados con Mozart y el romanticismo» [9].

En Frisinga proseguía la actividad diaria. Ratzinger se había hecho


acreedor de admiración y había demostrado un carisma al que muchos de
sus estudiantes y antiguos condiscípulos difícilmente podían resistirse. Con
frecuencia examinaba en su despacho, donde su madre servía té y galletas a
los nerviosos estudiantes. En los exámenes era extraordinariamente justo,
refieren quienes lo experimentaron personalmente. Por ejemplo, solo
preguntaba lo que cada alumno, según su aptitud, realmente podía saberse
bien. Los compañeros del claustro lo felicitaban ya por su habilitación, y de
su tesis no se oían más que grandes elogios por doquier. De la Universidad
Johannes Gutenberg de Maguncia llegó una primera oferta para asumir una
cátedra vacante, y también la Universidad de Bonn mostró enorme interés
en el habilitando.

Entretanto también Maria se había incorporado al nuevo hogar familiar y


tenía cuarto propio. Sin embargo, la mayor y mejor habitación de la
vivienda profesoral, con vistas a los Alpes, siguieron ocupándola los padres.
Lo único extraño fue la compra por Joseph de una parcela de terreno en un
barrio de Frisinga, Lerchenfeld. Probablemente con el dinero obtenido por
la venta de la casa de Hufschlag y por consejo de los padres, que habían
perdido gran parte de sus ahorros a causa de la inflación de los años veinte y
de la reforma monetaria de 1949.
El golpe bajo llegó en la Semana Santa de 1956. Justo el Sábado de
Gloria, día del oscurecimiento de Dios, en el que Joseph había visto por
primera vez la luz del mundo veintinueve años antes. En estos días hace un
frío glacial en Alemania. En numerosos lugares las temperaturas descienden
a mínimos históricos en el mes de abril. «Quien pueda permitírselo»,
aconseja el último número del semanario Die Zeit, «que viaje a los lagos
meridionales de Suiza o a la Riviera italiana o la Costa Azul». «El clima y
las estaciones del año», asegura el semanario, «han cambiado, y los
estudiosos buscan aún una explicación realmente convincente».
En los medios de comunicación, los expertos discuten sobre el último
discurso de Nikita Kruschev, en el que el presidente de la Unión Soviética
se ha distanciado con duras palabras de su predecesor, Stalin. Objeto de
debate es asimismo el restablecimiento del Ejército en Alemania. En Berlín
(Occidental), IBM presenta su nuevo ordenador, el más moderno del
mundo, tan alto como una persona. Mientras tanto, en su despacho en
Múnich, Michael Schmaus usa un montón de bolígrafos de distintos colores
para hacer patente que el trabajo del hijo teológico de Söhngen le disgusta
inmensamente.

El drama comienza cuando Ratzinger, como esperanzador teólogo joven,


es invitado a la reunión anual del Grupo de Trabajo de los Profesores
Alemanes de Teología Dogmática y Fundamental, que se celebra del 30 de
marzo al 1 de abril de 1956 en Königstein, localidad situada en el
montañoso Taunus, cerca de Fráncfort. Allí conoce al célebre teólogo Karl
Rahner, veintitrés años mayor que él y tenido por decididamente
progresista. De inmediato «conectamos en el plano humano», afirma
Ratzinger. A la reunión también asiste, sin embargo, el coevaluador de su
tesis de habilitación, el Prof. Dr. Schmaus. Lo que ocurre ahora es como un
accidente nuclear en el motor que alimenta la esperanza y el sufrimiento del
joven Ratzinger. «Me quedé atónito»: así describió este la escena más tarde;
«todo un mundo amenazaba con venirse abajo para mí».
El abismo se abre exactamente en el instante en que Schmaus, durante la
reunión, hace un aparte con su joven compañero. «En tono objetivo y sin
empatía alguna», como rememora Ratzinger, le comunica al discípulo
ejemplar de su rival que no tiene más remedio que rechazar su tesis de
habilitación. Ni formal ni materialmente satisface los criterios científicos
vigentes. De los detalles se le informará una vez que la facultad haya
tomado una decisión al respecto.
La conversación es como una estocada en el corazón. A Joseph le viene a
la cabeza la cripta de la catedral de Frisinga y, más en concreto, la columna
de las bestias, con su cara luminosa –la de la mujer y la flor– y su cara
oscura, donde unos monstruos se alzan para devorar hombres y otras
criaturas. Fracasado. Piensa sobre todo en sus padres, «que se habían
mudado a Frisinga confiando en mí». ¿Qué será de ellos «si tengo que
abandonar la facultad como un fracasado»?
Rupert Berger recuerda que su amigo empezó a «parecer de repente
desanimado y hundido. Fue un profundo bache para él» [10]. Ratzinger
«nunca había sido servil a nadie, y esto le afectó enormemente. Se lo tragó
todo él solo», añade su compañero Josef Finkenzeller [11]. En el Domberg
pudo observarse cómo el joven teólogo encanecía casi de la noche a la
mañana. Ni sus padres ni sus hermanos sospechaban lo mal que lo estaba
pasando. Quizá podría solicitar una sencilla plaza de coadjutor, con derecho
a vivienda, cavilaba en silencio. «Pero no era una solución especialmente
consoladora».
¿Qué había ocurrido? Hay dos versiones para explicar el funesto
veredicto de Schmaus. Está fuera de duda que el trabajo de Ratzinger era en
extremo inteligente. El modo de proceder, sin embargo, no lo había sido
tanto. Por su tema, el trabajo debería haberlo dirigido en realidad Schmaus.
En la facultad se cuchicheaba desde hacía tiempo sobre los motivos de
Söhngen para asumir esa tesis de habilitación, poniendo con ello a su
discípulo en una situación problemática. ¿Por su rivalidad con Schmaus?
Había acusado a su compañero de limitarse a yuxtaponer en sus
publicaciones teológicas textos de Nietzsche, Kant y Borchert que no
entendía en absoluto. En los meses anteriores a depositar su tesis, el propio
Ratzinger había dejado entrever reiteradamente que, a su juicio, la
medievalística de Schmaus se había quedado anclada en la época anterior a
la guerra; el teólogo suabo «no se da por enterado de las importantes
aportaciones recientes», decía. De hecho, el principiante se había atrevido a
criticar con suma dureza las posiciones del famoso catedrático. «Es
evidente que aquello fue demasiado para Schmaus», dice Ratzinger tratando
de explicar el trasfondo del rechazo de su tesis, en el que conjetura que
influyeron motivos personales del segundo evaluador, «máxime dado que
en sí era insensato haber trabajado sobre un tema de medievalística sin
confiarme a su dirección» [12].
Los discípulos de Schmaus consideran subjetiva la explicación de
Ratzinger. Schmaus era «un catedrático afable con los alumnos y de trato
agradable». Finkenzeller confirma que Schmaus era más bien benévolo con
los habilitandos: «No siempre era tan puntilloso. Mi tesis, por ejemplo, no
la leyó con detenimiento». «Por supuesto, también podía machacarte», dice
su doctorando Gerhard Gruber [13].
Los documentos pertinentes de la Universidad de Múnich están sujetos a
la ley de archivos y no pueden consultarse. Lo que está claro es que el
ejemplar de la tesis de Ratzinger que manejó Schmaus presentaba multitud
de comentarios marginales en todos los colores y que competían en
severidad. El famoso teólogo dogmático no se limitó a criticar los análisis
de Ratzinger, sino que dejó asimismo constancia de que tenía al joven
teólogo por un modernista. «Schmaus lo consideraba poco menos que
peligroso», evoca Eugen Biser, sucesor de Karl Rahner en la cátedra
Romano Guardini. «A Ratzinger se le veía como un progresista que hacía
que se tambalearan los bastiones asentados» [14].
Schmaus criticaba en público a Ratzinger: «Sabe presentar las cosas con
floridas formulaciones, pero ¿dónde queda el meollo del asunto?». Al joven
teólogo, asegura Alfred Läpple, nunca le dijo a la cara: «Ud. habla y habla,
dando rodeos y eludiendo las definiciones precisas». Läpple entiende esta
crítica: «Ratzinger favorece una teología del sentimiento. Recela de las
definiciones claras. Sic et non –esto es así por estas razones o no es así por
estas otras–, él nunca se ha atenido a esa divisa medieval. No le gustan las
definiciones categóricas; lo que quiere es reconfigurar y construir la
cuestión que tiene entre manos, como un artista construye un cuadro. Y al
final uno se pregunta: ¿qué ha dicho en realidad?». Läpple añade:
«Schmaus tenía razón cuando decía que Ratzinger era demasiado
emocional. Y que sin cesar aparece con nuevas palabras y disfruta pasando
de una formulación a otra» [15].

Pero la victoria del teólogo dogmático no duró demasiado. Schmaus


sufrió una primera derrota en el consejo de la facultad. Es cierto que
algunos profesores achacaron asimismo a Ratzinger un peligroso
modernismo, que desembocaba en una peligrosa subjetivación del concepto
de revelación; pero Söhngen logró que la tesis no fuera rechazada, sino
solamente devuelta al habilitando para que la corrigiera. Schmaus observó
con sarcasmo que, para tomar en consideración sus observaciones y llevar a
cabo las modificaciones correspondientes, el discípulo ejemplar necesitaría
varios años. De ser así, Ratzinger perdería la oportunidad de ser nombrado
catedrático de la facultad.

La segunda derrota de Schmaus se debió a un golpe de ingenio.


Ratzinger se había percatado de que la parte final de su tesis apenas
contenía observaciones del catedrático. O bien Schmaus se había cansado
de corregir, o bien no tenía de hecho objeciones de peso. La maniobra
genial de Ratzinger consistió en hacer de la parte final de la investigación
un trabajo independiente. Puesto que Schmaus apenas había puesto pegas a
estas páginas, la nueva versión de la tesis al menos no podía ser rechazada
por científicamente inaceptable.

El supuestamente fracasado se sienta otra vez con los libros, piensa y


escribe, copia a mano larguísimas citas, completa notas a pie de página.
«Joseph, ¿qué hace el Sr. Schmaus?», le toman el pelo sus antiguos
condiscípulos. La repuesta de Ratzinger: «Darse importancia». Pero esas
son las palabras más desaprobatorias sobre Schmaus que consiguen sacarle,
refiere Hubert Luthe. El propio Ratzinger confesó al autor de estas páginas
que en estas dramáticas semanas no recriminó nada a Dios ni hizo voto
alguno. «Pero sí que recé intensamente y supliqué fervorosamente al buen
Dios que me ayudara. Sobre todo por mis padres. Habría sido una catástrofe
dejarlos en la calle» [16].

Poco tiempo después depositó de nuevo el texto en la secretaría de la


facultad. Una osadía. Pues una obra de solo 180 páginas en vez de las 700
originarias era, en el fondo, ya solo por su extensión, escasamente idónea
para ser reconocida como tesis de habilitación. Pero la apuesta salió bien.
En febrero de 1957, año y medio después de la primera entrega, la Facultad
de Teología Católica de la Universidad de Múnich aceptó el trabajo. «Un
libro nunca pertenece en exclusiva a su autor»: así muestra Ratzinger en el
prólogo su gratitud a todos los teólogos vivos y muertos, de cuyos estudios
se había servido; «no existiría sin la multitud de influencias intelectuales
que ora consciente, ora inconscientemente conforman su pensamiento».
Sobre la parte del trabajo cuestionada observa escuetamente: «El material
relativo a la problemática más amplia está recogido y ordenado». Unas
páginas, las suprimidas, a las que el teólogo fundamental y filósofo
Hansjürgen Verweyen, al contrario que Schmaus, les reconocería años más
tarde «gran esmero historiográfico y perspicacia teológica» [17].
El futuro catedrático aún tenía que superar el último obstáculo. Es el 21
de febrero de 1957, un jueves. Y uno de esos instantes decisivos que se
convierten en momentos estelares... o desencadenan un fracaso sonado. Nos
encontramos en el aula magna de la Universidad Ludwig Maximilian (en la
actualidad, aula A 140). La sala está llena a rebosar. Doscientos estudiantes,
profesores y curiosos. El habilitando viste traje y corbata negros. «Ya en las
fechas previas había circulado el rumor de que existían ciertos problemas»,
rememora el historiador de la Iglesia Georg Schwaiger, asistente al acto
[18]. La tensión crece cuando el decano de la Facultad de Teología entra en
la sala, seguido por los catedráticos Söhngen y Schmaus, uno alto y
delgado, el otro bajo y grueso, dos dioses –al menos según su
autopercepción– vestidos de negro. La tesis de habilitación había sido
aceptada diez días antes, pero aún se podía fracasar, esta vez en público.
En contra de lo acostumbrado, el tema de la lección no lo ha elegido esta
vez el examinando, sino la facultad. «Yo había propuesto un tema histórico.
La facultad aceptaba por lo general lo que se le proponía. Pero a mí me
dijeron que no era posible, que querían hacer “teología sistemática”. Para
preparar la lección, disponía de un par de días, durante los cuales debía dar
además clase en Frisinga». La tensión para Joseph es enorme: «Sabía que
algunos sectores de la facultad me escucharían con recelo y estaban
predispuestos en contra de mí, de suerte que el suspenso parecía casi
inevitable» [19].
Cuando el examinando, tras un breve resumen de su currículum por el
decano, comienza su exposición de media hora, en la sala reina un silencio
sepulcral. Pero después estalla una controversia que recuerda a las grandes
disputas medievales. Como director de la tesis, toma primero la palabra
Söhngen, planteándole a Ratzinger algunas preguntas inocentes; pero
Schmaus se entromete enseguida. Quiere saber si para el joven teólogo la
verdad de la revelación es inmutable o más bien histórico-dinámica. Y antes
de que el aludido abra la boca, el propio Schmaus se responde: «El
problema con su forma de interpretar la revelación», grita a la sala como si
fuera un fiscal, «está en que no es propiamente católica» [20]. Como mentor
de Ratzinger, Söhngen salta indignado. El público murmura y aplaude; el
examinando permanece mudo entremedias. Söhngen se dirige a Schmaus,
Schmaus a Söhngen. Joseph no tiene oportunidad de volver a intervenir. El
tiempo disponible para el examen se ha consumido.

La deliberación del consejo de la facultad –con sus quince miembros


alrededor de una gran mesa ovalada– en una sala del decanato de la
Facultad de Teología Católica, situado en el primer piso del edificio central
de la universidad, pareció interminable. Aprobado o no aprobado: esa era la
cuestión, puesto que ya no había que poner nota. Fuera, Ratzinger recorría
impaciente el pasillo de un extremo a otro. «Contaba con lo peor». Lo había
acompañado su amigo Rupert Berger, su hermano Georg y el predicador
Pakusch, de la parroquia de San Luis. «Estábamos junto a la ventana y
hablábamos entre nosotros y temblábamos», contó Georg. Hasta entonces,
Joseph no les había dicho ni una palabra sobre el posible fin brusco de su
carrera académica. Y los padres nunca se enteraron de ello, ni siquiera más
tarde. La puerta de la sala se abrió por fin, y por ella salió el Prof. Dr. Adolf
Zieger, historiador de la Iglesia. Rostros tensos, respuesta liberadora:
aprobado. «En aquel instante apenas fui capaz de sentir alegría», revive
Ratzinger; «tal era todavía el peso sobre mí de la pesadilla vivida».

Pe la temprana obra de historia religiosa del futuro papa, la parte


principal permaneció 54 años en un cajón, sin ser vista por nadie. Su
publicación tuvo lugar solo en el marco de la edición de las Obras
Completas de Ratzinger en septiembre de 2009. De hecho, por mucho que
se encomie, es difícil exagerar la relevancia de este estudio. Abre realmente
nuevos horizontes:

– El encargo encomendado a la Iglesia como cuerpo de Cristo en la tierra


consiste –tal es la afirmación principal– en entender cada vez mejor la
acción de Dios en la historia, llevando a través de ello al mundo una
parte de la luz divina, a fin de preparar la redención. La Iglesia nunca
debe convertirse en una fuerza de lucha política con el objetivo, por
ejemplo, de realizar una utopía intramundana.
–  El futuro del mundo está directamente vinculado con el destino de la
Iglesia de Cristo. Tanto según Joaquín de Fiore como según
Buenaventura, en el transcurso histórico-salvífico existe una época del
Espíritu en la que la Iglesia –como «Iglesia de los pobres», o sea, de
quienes creen de forma sencilla y decidida– actuará cristológico-
sacramentalmente, pero también, y sobre todo, pneumatológico-
proféticamente.

– La teología de la historia de san Buenaventura encontrará, el igual que


la tesis doctoral de Ratzinger sobre el concepto de «pueblo de Dios»,
considerable eco en los documentos del Concilio Vaticano II. Las
«ideas adquiridas leyendo a Buenaventura», reconoce su autor, «fueron
muy importantes para mí en la disputa conciliar sobre la revelación, la
Escritura y la tradición».
–  Sobre todo, el futuro catedrático de Teología clarificó con ayuda de
Buenaventura la posición tradicional de la Iglesia en la relación de fe y
política, que luego, durante el pontificado de Juan Pablo II, se
convertiría en la base para la doctrina de la Iglesia católica frente a las
corrientes radicales de la teología de la liberación.
– La tesis de habilitación determina no solo el tema del que Ratzinger se
ocupará el resto de su vida –la unidad de razón y fe, de filosofía y
teología–, sino también, sin duda, su tendencia al pensamiento
apocalíptico. De ese modo, toda su actividad está marcada por la
preocupación por la fe y la Iglesia, que ve amenazadas en el mundo
moderno sobre todo por desarrollos erróneos en las propias filas y que
intentará proteger mediante la erección de barricadas espirituales e
intelectuales.

– Además, la tesis de habilitación –que no suele tenerse en cuenta en el


debate sobre Ratzinger– demuestra que, en contra de lo que suele
afirmarse al atribuirle un giro de teólogo progresista a teólogo
conservador, el futuro papa encontró pronto su posición teológica y no
hizo luego sino desarrollarla coherentemente. Ya para el joven teólogo
de 26 años no podía existir separación entre teología conservadora y
progresista, sino solo entre teología correcta y errónea.

Pese a que Schmaus siguió intrigando en su contra, Ratzinger fue


nombrado profesor titular de Teología Dogmática y Fundamental de la
Escuela Superior de Filosofía y Teología de Frisinga el 1 de enero de 1958.
Antes de ello, al que había sido no solo examinado, sino puesto
verdaderamente a prueba, lo convocaron a la Consejería de Educación y
Cultura. Estaba claro que alguien lo había denunciado. Pretendían negarle
el título de profesor pese a haber obtenido la habilitación. Decisivo para ello
era, le espetó en la cara, inventándoselo, el responsable de estas cuestiones
en la consejería, su ampliamente conocida incapacidad. Solo quería ser
funcionario para tener un sueldo seguro. Personas así no son bienvenidas en
ningún sitio, le dijo. Ratzinger no se dejó amedrentar por ello. El título de
profesor no se lo podían quitar. Pero los demonios que se habían
congregado a su alrededor, no iban a desaparecer tan fácilmente.
24
Los nuevos paganos y la Iglesia

T ras las turbulencias en torno a su habilitación, Ratzinger se concedió


unas vacaciones en Normandía junto a su hermano, a invitación de un
sacerdote amigo. En julio de 1958 asistió a la reunión de los profesores de
teología dogmática y fundamental de lengua alemana, que en esta ocasión
se celebró en Innsbruck. Es el primer encuentro con un sacerdote y teólogo
suizo un año menor que él, Hans Küng, hijo de un comerciante. De este
encuentro resultará una relación más que complicada. Pero por ahora ambos
«simpatizan de inmediato», apunta Küng.
En el Domberg de Frisinga, Ratzinger era elogiado ya como «el profesor
de Teología más joven del mundo» cuando estalló la siguiente tormenta. La
causa fue un artículo sobre política religiosa y social que publicó en octubre
de 1958 en Hochland, una «revista para todos los ámbitos del conocimiento
y las bellas artes». Ya solo el título de ese artículo resulta provocativo: «Los
nuevos paganos y la Iglesia».

La «primavera católica» que irrumpió en Alemania tras el final de la


guerra no estuvo exenta de problemáticos efectos secundarios, Así, el
teólogo suizo Walter Nigg criticó que la Iglesia católica se complaciera en
su recuperada grandeza institucional mientras que tras las fachadas el
depósito de la fe comenzaba a desmoronarse de nuevo.

Ya en noviembre de 1946 la revista Frankfurter Hefte había publicado


una carta abierta sobre la Iglesia de la escritora y teóloga Ida Friederike
Görres, en la que esta controvertida católica, hija del diplomático austríaco
Heinrich von Coudenhove-Kalergie y de la japonesa Mitsuko Aoyama,
describía la desilusionante vida diaria en el «catolicismo realmente
existente», con situaciones espantosas en el clero que nada tenían que ver,
según ella, con la tradición que sin cesar se invocaba.
El artículo de Görres desencadenó encendidos debates, incluso en el
Domberg. Los seminaristas defendían que la autora tenía derecho a ser
escuchada, pero el cardenal Faulhaber le prohibió toda intervención pública
en su diócesis. Más tarde, Ratzinger mantendría intercambios epistolares
tanto con Nigg como con Görres. En la homilía que pronunció en la misa de
réquiem por Görres en la catedral de Münster el 19 de mayo de 1971
afirmó: «Ciertamente, tampoco a ella le resultó fácil entenderse en lo
concreto con una Iglesia que no parece ya conocerse a sí misma y que con
frecuencia actúa de manera realmente opuesta a su propia naturaleza. [...]
Le damos gracias a Dios por el hecho de que ella haya existido, de que a la
Iglesia le haya sido dada en el presente siglo esta mujer clarividente,
valiente y pía» [1].

Ratzinger oyó hablar en Frisinga del artículo de Görres; pero, según


relata él mismo, no llegó a leerlo. Tampoco era necesario. A causa de su
«propia experiencia de la Iglesia concreta» en el ministerio presbiteral había
surgido en el teólogo una clara desilusión. Una de las pruebas de ello es la
homilía que pronunció en la primera misa de su antiguo alumno Franz
Niegel el 4 de julio de 1954 en la parroquia originaria de este en
Berchtesgaden:
«¡Con cuánta frecuencia me alegraba como seminarista la idea de que algún día
podría predicar, de que podría anunciar la palabra de Dios a personas que, en la
desorientación de una existencia diaria a menudo sin rastro alguno de Dios, debían
de estar esperando justo esa palabra! Esa idea me alegraba en especial cuando había
comprendido de forma nueva un pasaje de la Escritura o algún aspecto de la
doctrina de fe y ello me había colmado de gozo. ¡Pero qué gran decepción me
llevaba cuando la realidad resultaba ser muy distinta, cuando se hacía patente que
las personas no esperaban tanto a las palabras de la homilía cuanto al final de esta!
La palabra de Dios no se cuenta hoy entre los artículos de moda que se demandan y
por los que uno hace cola. Al contrario, de la moda forma parte el saberlo ya todo»
[2].

En su homilía, el joven sacerdote de 27 años exhorta a los fieles a


«abrirse –sin tomar en consideración el viento que sople en cada momento–
a la verdad de Dios, que no tiene nada de sensacional y quizá hasta parezca
inútil». Es posible que pronto «se torne necesario», prosigue, «confesar en
el puesto de trabajo, en la oficina o en cualquier otro lugar lo que uno cree y
vive como cristiano y decir una palabra de fe a un mundo incrédulo» [3].
Un año más tarde, el 10 de julio de 1955, endurece aún más el tono.
Pronuncia de nuevo una homilía en una primera misa, esta vez la de su
antiguo condiscípulo y camarada de guerra Franz Niedermayer. La
eucaristía en Kirchanschöring, cerca de Traunstein, tuvo que celebrarse al
aire libre, porque en la iglesia no cabían todos los fieles que querían
participar en el acto. El análisis de Ratzinger suena a pesimismo
agustiniano. Por otra parte, se lee como una de esas predicciones que no se
desvanecen, sino que década tras década, cual bajorrelieve, se graban más
profundamente en la piedra, haciéndose su mensaje visible para todo el
mundo.
«Si hoy bajara a este mundo alguien de otro planeta, no encontraría modo mejor
de describir a la humanidad presente que la frase: “Son como ovejas sin pastor”. La
humanidad ya no sabe hoy qué es justo y qué injusto, qué puede uno hacer y de qué
debe abstenerse, qué es razonable y qué imposible para el hombre. En los pueblos la
situación es probablemente algo mejor; pero si hoy un joven fuera arrojado a una
ciudad, enseguida se percataría de que todas las convicciones comunes han
desaparecido, de que cada cual se toma a sí mismo como criterio y no hace sino
aquello que le parece correcto» [4].

Cuando el muchacho de Hufschlag empezó a considerar la posibilidad de


una vocación sacerdotal, «la personalidad fuerte y de orientación
fuertemente religiosa de nuestro padre fue decisiva» para ello. La
personalidad de un hombre que «pensaba de forma distinta de como se
suponía que había que pensar en la época; y ello, con una serena
seguridad». Como coadjutor en Bogenhausen –y también por sus
experiencias con el «Tercer Reich»– percibió una realidad que pedía a
gritos pastores responsables, pero era ignorada por los grupos de poder
eclesiásticos. El artículo de Hochland iba a ser la primera intervención
periodística importante de Ratzinger. La redacción de la revista le reservó
para ello la primera página. Darse a conocer abordando, como inexperto
sacerdote y teólogo, un tema que –como había hecho patente el caso
Görres– suscitaría la resistencia de los responsables eclesiásticos no estaba
exento de riesgo. Por otra parte, él se sentía interiormente urgido, más aún,
incluso obligado a llamar la atención sobre las heridas abiertas.
Joseph había entregado el artículo poco antes del cierre del número.
Nervioso esperaba junto con sus amigos la recepción de la revista, cuando
noticias procedentes de Roma pusieron en máxima alerta al mundo católico,
y no solo a este. Ya a finales de septiembre habían empezado a circular
rumores de que el estado de salud de Pío XII había empeorado
considerablemente. Lo que desencadenó los rumores fue el hecho de que un
domingo a mediodía en Castel Gandolfo, al dar la bendición posterior al
rezo del ángelus, al santo padre le falló la voz. Durante largos minutos el
papa Pacelli, ya con 82 años de edad, permaneció inmóvil en el balcón de la
residencia papal, hasta que alzó la vista al cielo y, tras un quedo «A Dio»,
abandonó la logia.
La legendaria ama de llaves del papa, la hermana Pascalina Lehnert, de
Altötting, llevaba tiempo quejándose de que el papa mostraba «signos de
exceso de trabajo y agotamiento». El santo padre, sin embargo, «no se
cuidaba; todo lo tenía que redactar, revisar, pulir y corregir él mismo» [5].
Los médicos le aconsejaron que se sometiera a una celuloterapia, como ya
había hecho con éxito cuatro años antes. Pero tras el incidente del balcón de
Castel Gandolfo la salud del pontífice había empeorado espectacularmente.
Un grave derrame cerebral le privó temporalmente de conciencia, de suerte
que dos agencias de noticias anunciaron su muerte. La noticia no era cierta;
pero, por si acaso, en el palacio presidencial italiano las banderas se
hicieron ondear a media asta. Konrad Adenauer, la reina de Inglaterra y el
presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, enviaron ya
telegramas de condolencia. En los días siguientes, el papa sufrió dos nuevos
derrames. El 9 de octubre de 1958, a las 3:52 de la mañana, cerró los ojos
realmente para siempre Eugenio Pacelli, el 260.º sucesor de san Pedro.
Cuatro minutos más tarde, Radio Vaticano informaba: «Con el corazón
compungido y profunda emoción, informamos de que Pío XII, uno de los
papas más importantes de este siglo, apreciado y venerado en el mundo
entero, ha muerto hoy en la paz del Señor».

El papa estaba muerto. Millones de personas se congregaron en Roma


cuando el coche funerario de Pío XII, adornado con cuatro ángeles y la
tiara, recorrió las calles de la capital italiana. Al féretro lo seguían columnas
de sacerdotes, religiosos y religiosas, guardias suizos. Las cadenas de
televisión de toda Europa retransmitieron en directo el cortejo fúnebre, que
se prolongó durante horas. También un tal Angelo Giuseppe Roncalli,
cardenal de Venecia, formaba parte de esta comitiva, que solo al atardecer
llegó a la plaza de San Pedro, iluminada por antorchas. Esa misma noche se
preguntó Roncalli en su diario si alguna vez un emperador romano había
vivido un triunfo semejante [6].

La verdadera pregunta era, por supuesto, otra. Todos los observadores


tenían claro que con Pío XII llegaba a su fin una época en la historia de la
Iglesia. La integridad de Pío XII estaba por encima de toda duda. Las
recriminaciones que luego se convirtieron en lugar común eran entonces
impensables. Siendo secretario de Estado del Vaticano había pedido por
escrito en 1938 a los obispos del mundo entero que se esforzaran
enérgicamente para que a los judíos que emigraban de Alemania se les
concedieran visados generosos. Durante su pontificado, hasta 150.000 se
salvaron de los campos de exterminio nazis gracias a la ayuda de la Iglesia
católica. En 1958, Golda Meir, que posteriormente fue primera ministra de
Israel, afirmó: «Cuando en la década del terror nacionalsocialista sobrevino
a nuestro pueblo un espantoso martirio, la voz del papa se alzó en defensa
de las víctimas».

Todo el mundo tenía claro que en el futuro no podría haber un papa de


esta naturaleza ni un ministerio petrino asociado a una pretensión de poder
absoluta. Pero ¿qué características debería tener su sucesor? ¿No había
llegado la hora de dar un paso adelante y reconciliar la tradición eclesial
con la Modernidad? En un mundo Totalmente transformado a raíz de la
guerra, la Iglesia no podía seguir actuando como hasta entonces. Tenía que
cobrar nueva conciencia de su misión. Por eso, el inminente cónclave debía
confrontar a los cardenales con la tarea de encontrar en sus filas un vicario
de Cristo que hiciera apta la nave de Pedro para aguas nunca antes surcadas.

Ya solo el hecho de que la muerte de Pío XII se convirtiera en el mayor


acontecimiento mediático de la posguerra y ocasionara un despliegue de
prensa antes inimaginable puso de manifiesto cuánto había cambiado el
panorama. Hasta la propia Radio Vaticano se sumó al espectáculo
mediático. La emisora montó un estudio en la habitación contigua a aquella
en la que se encontraba el lecho de muerte del papa, para poder informar en
directo de su pulso, fierre y tensión arterial. En las últimas horas de vida del
pontífice, la emisora vaticana retransmitió en directo una misa nocturna
desde la habitación del moribundo, durante la cual podía oírse la esforzada
respiración de este. El médico de cabecera del papa, Ricardo Taleazzi-Lisi,
tomó secretamente fotos, que luego vendió a revistas ilustradas como Stern
y Paris Match.
Cuando Pío XII fue enterrado en las grutas vaticanas el 13 de octubre de
1958, en la basílica de San Pedro se congregaron por primera vez en la
historia con motivo de la muerte de un papa delegaciones de alto rango de
53 Estados, así como de todas las grandes religiones de la Tierra. El hecho
de que justo mientras llegaban de Roma estas electrizantes noticias –en
concreto, en el intervalo entre el fallecimiento de Pío XII y la elección de su
sucesor– saliera de la imprenta el número de octubre de la revista Hochland
preparó de forma realmente perfecta el escenario para el artículo con el que
un joven profesor de 31 años, doctor en Teología, hasta entonces sin
nombre alguno, iba a darse a conocer a un público más amplio. Pues ¿qué
otro efecto podía tener que cabalmente en estos días Ratzinger no solo
examinara la Iglesia y la fe, sino que, en cierto modo, formulara también el
programa de estas para el futuro? El artículo empieza con las palabras:
«Según las estadísticas sobre la religión, la vieja Europa sigue siendo una región
de la Tierra casi por completo cristiana. Pero difícilmente existirá otro caso en el
que, como en este, todo el mundo sepa que las estadísticas engañan: la imagen de la
Iglesia de la Modernidad está determinada de forma esencial por el hecho de que, de
una manera totalmente nueva, se ha convertido en una Iglesia de paganos y cada vez
lo será en mayor medida: ya no es, como antaño, una Iglesia formada por paganos
conversos al cristianismo, sino una Iglesia de paganos que aún se llaman cristianos,
pero que en realidad se han convertido al paganismo».

Era un hallazgo inaudito, y en las líneas siguientes se intensifica aún


más:
«El paganismo está hoy en la Iglesia misma, y precisamente eso es lo distintivo
tanto de la Iglesia de nuestros días como del nuevo paganismo; a saber, que se trata
de un paganismo en la Iglesia y de una Iglesia en cuyo corazón vive el paganismo»
[7].
El artículo tenía carácter de manifiesto. Pedía prácticamente
desencadenar una pequeña revolución: «A la larga resultará ineludible para
la Iglesia», reclamaba el joven teólogo, «desembarazarse poco a poco de la
apariencia de su armonía con el mundo, para volver a ser lo que en realidad
es: la comunidad de los creyentes» [8].
En este análisis resuena de forma inconfundible una dicción que se
remonta a san Buenaventura y su enseñanza sobre la Iglesia del final de los
tiempos. Al parecer, Ratzinger la consideraba verosímil, hasta el punto de
que ahora elaboró una visión de la Iglesia según la cual esta deviene de
nuevo pequeña y mística y, como «comunidad de convicciones», tiene que
reencontrar su lenguaje, su cosmovisión y la profundidad de sus misterios.
Pues únicamente entonces podrá desplegar toda su eficacia sacramental:
«Solo será capaz de llegar con su mensaje al oído de los nuevos paganos,
que hasta ahora siguen atrapados en la ilusión de que no son paganos, si
deja de ser una obviedad barata, si empieza a presentarse de nuevo como lo
que en realidad es» [9].
Por primera vez emplea aquí Ratzinger el término «desmundanización».
Con él se une a la advertencia del apóstol Pablo en el sentido de que las
comunidades cristianas no deben adaptarse en exceso al mundo, pues, si lo
hacen, dejarán de ser la «sal de la tierra» de la que habló Jesús. La Iglesia
está en el mundo y existe para el mundo, tanto mediante el ejercicio de la
caridad como en la medida en que le muestra el camino, pero no es de este
mundo ni tampoco, por ende, se autocrea ni se autodetermina por completo;
antes bien, continúa siendo eternamente realidad instituida por el Señor
sobre fundamentos inquebrantables. Ello comporta asimismo «renunciar
totalmente a posiciones mundanas, a fin de desmontar una posesión
aparente que resulta cada vez más peligrosa, porque se interpone en el
camino de la verdad». Ratzinger se pronuncia contra la praxis
supuestamente filantrópica de conceder el bautismo, el matrimonio
sacramental o el entierro a todo el que lo pida, por muy alejado que esté de
la Iglesia, sin hacerle la más mínima pregunta sobre sus convicciones. «Si
no solo se regalan, sino que incluso se suplica a la gente que los acepte, los
sacramentos resultan profundamente desvalorizados».
Para hallar huellas de la trayectoria vital de Ratzinger es indispensable
examinar con mayor detenimiento su primera intervención periodística. El
artículo muestra ya no solo el estilo, la forma y el sello del futuro papa, sino
su orientación en cuestiones de política eclesial. En cierto modo, este
artículo puede verse como precursor de aquella sacudida que en el Concilio
Vaticano II estallará como una erupción que arroja lava (y para la que el
teólogo bávaro escribirá, como luego veremos, la obertura). Pero ¿qué fue
exactamente lo que lo impulsó a escribir este artículo? ¿Valentía?
¿Ambición? ¿La rebeldía que desde niño alienta en él? «Para que luche, hay
que obligarlo», dice su hermano; «pero cuando se le desafía, no rehúye el
conflicto».
A decir verdad, Ratzinger no podía actuar de otro modo. Cuando ve que
las cosas están mal, es incapaz de permanecer callado. La inclinación al
análisis, a la palabra profética, a la resistencia cuando es preciso alzarse
contra lo supuestamente falso, contra lo descaminado, parece serle tan
connatural como el amor a la Iglesia. El joven teólogo había comprendido
que la parte de la obra Catolicismo de Henri de Lubac que trata de la
volatilización del saber sobre la esencia del catolicismo no era ya futuro,
sino presente. En su análisis descubrió que la Iglesia, en sus inicios,
experimentó un cambio estructural que la llevó de pequeño rebaño a Iglesia
universal. Después de ello, en las sociedades occidentales su gran «relato»,
su verdad, su fe impregnó durante siglos la cultura, la ciencia, la
jurisprudencia, el estilo de vida, etc., incluso los paisajes. Iglesia y mundo
devinieron, en cierto modo, congruentes. Pero esa armonía era una mera
apariencia que ocultaba la verdadera esencia de la Iglesia, dificultando la
realización de su necesaria actividad misionera.
De Lubac había acentuado que seguía siendo misión de la Iglesia
«purificar y vivificar, dar profundidad y guiar a su verdadera meta» a todo
pueblo y toda persona mediante la revelación que le ha sido confiada. Pero
¿conocía todavía la Iglesia misma el tesoro divino que custodia? «Al
cristiano de hoy le resulta inconcebible que el cristianismo –más en
concreto, la Iglesia católica– sea el único camino de salvación», afirma
categórico Ratzinger en su incendiario escrito; «con ello, la absolutez de la
Iglesia, es más, sus exigencias se tornan cuestionables desde dentro». ¿Y
quién podría hoy espetarles, por ejemplo, a los «fieles mahometanos», como
hizo en su día el gran misionero español Francisco Javier, que «terminarían
en cualquier caso en el infierno, puesto que no pertenecían a la Iglesia, la
única que comunica la salvación»? Ratzinger amplía lo dicho: «Estas ideas
nos resultan hoy difíciles de aceptar a causa sencillamente de nuestro
humanitarismo. Nos cuesta creer que la persona que está a nuestro lado –
maravillosa, solícita, bondadosa– vaya a ir al infierno por no ser católica
practicante».
No cabe duda de que lo que atormentaba a Ratzinger no eran quimeras,
fantasías misantrópicas sobre posibles abismos. Lo certero de su análisis se
pone de manifiesto si se toman en consideración los desarrollos que de
hecho han tenido lugar posteriormente. El problema consistía en que él
sabía (o al menos intuía) que el proceso de declive de la fe cristiana
difícilmente podría detenerse. Que lo que era y lo que es y lo que ha de
venir no está totalmente determinado ni es por completo inmutable, pero en
cierto modo debe ser siempre así. Según la concepción que Ratzinger tiene
de la «historia de la salvación», que es también la de san Buenaventura,
pueden producirse mejoras, pero el curso de los acontecimientos en el
tiempo hace ya mucho que está inscrito –como plasmación de la
providencia divina– en el libro de la vida, en el libro del sentido y del ser.
«La voluntad divina que todo lo dirige la lleva indefectiblemente a buen
puerto»: así formula De Lubac el destino de la nave de Pedro; «pues existe
un fondeadero, una meta última. El universo reclama a gritos salvación y
tiene la certeza de que la alcanzará».

De Lubac estaba persuadido de que no basta con copiar la Antigüedad


cristiana o el Medievo. Es verdad que la Iglesia tiene cimientos firmes, pero
sigue siendo un edificio permanentemente en obras. Es una casa que «desde
la época de los padres ha cambiado varias veces de estilo»; «sin sentirnos
superiores a ellos, debemos dar a esa casa nuestro propio estilo, es decir,
uno que se corresponda con las necesidades y los interrogantes de nuestra
época. Nada habríamos avanzado si nos empeñáramos en soñar con un
imposible retorno al rasado». Desde esta reflexión, es legítimo también
«admirar sin titubeos el carácter impresionantemente unitario de la gran
corriente de la tradición, que en sus siempre nuevas, nunca detenidas
oleadas lleva consigo la misma fe indestructible» [10].
En el artículo de Hochland, Ratzinger va aún un paso más allá. Es cierto,
afirma resumiendo, que existe un único camino de salvación, «a saber, el
que pasa por Cristo»; sin embargo, este se basa en la interacción de dos
fuerzas contrapuestas, tiene, como si dijéramos, dos platillos que juntos
forman una sola balanza, «de suerte que cada platillo por sí solo carecería
por completo de sentido». Pues Dios puede «elegir de dos modos» a los
seres humanos: directamente o «mediante su aparente reprobación». De ahí
que no divida a las personas en los «pocos» y los «muchos» (una distinción
que en la Biblia aparece reiteradamente), para luego, por ejemplo, «arrojar a
los muchos al vertedero y salvar a los pocos, sino que utiliza a estos, por
decirlo así, como punto arquimédico desde el que sacar a aquellos de sus
goznes, como la palanca con la que los atrae hacia sí. Unos y otros tienen su
función en el camino de la salvación» [11].
A diferencia del francés, que soñaba con que la fe volvería a resultar
«triunfante», Ratzinger veía venir ya en el «camino salvífico de Dios» una
Iglesia de los pequeños, es decir, una Iglesia de los sencillos y confesantes:
«A los pocos que son la Iglesia se les ha encomendado, prolongando la
misión de Cristo, representar a los muchos». La siguiente frase parece
escrita anticipadamente para el siglo XXI: «El cristiano individual
perseguirá con mayor ahínco una fraternidad de los cristianos y tratará al
mismo tiempo de mostrar de modo verdaderamente humano y hondamente
cristiano su solidaridad con los prójimos no creyentes que lo rodean». Es
necesario, sin embargo, no llamarse a engaño: «No se pierde ni un ápice de
seriedad. Existen también quienes serán rechazados para siempre». Y con
una indirecta dirigida a las filas propias observa: «Quién sabe si entre esos
fariseos rechazados no habrá también alguno que otro que crea poder
tenerse a sí mismo con razón por buen católico, pero en realidad sea un
fariseo».
El artículo de Hochland afianzó la fama de Ratzinger como teólogo
sumamente moderno. «Cuando llegué en 1957 a Frisinga», cuenta Georg
May, experto en Derecho Canónico, «a Ratzinger se le consideraba ya allí el
genial católico de izquierdas» [12]. Franz Josef Schöningh, redactor jefe de
Hochland y cofundador y director editorial del diario Süddeutsche Zeitung,
felicitó a su colaborador y encomió el análisis ratzingeriano como una
aportación importante. Schmaus. por el contrario, se sintió confirmado en
sus reservas frente el peligroso modernista y aprovechó la ocasión para
hacer lo que hoy caracterizaríamos como «acoso». Así, nada tuvo de
extraño que incluso en Bonn, donde se estaban planteando «fichar» para la
universidad al prometedor talento, se debatiera acaloradamente si era
acertado ofrecer una cátedra a alguien así.
También parte del personal en el Domberg reaccionó con indignación. Se
habló de «herejía». «Sobre todo trataron de poner en mi contra al cardenal
Wendel», recuerda Ratzinger; «no obstante, él luego me dijo que ya había
oído eso, o sea, que mi texto era muy problemático, pero que él nunca me
suspendería solo por un artículo» [13].
Sin embargo, el cardenal Joseph Wendel, que en 1952 había sucedido al
difunto Michael von Faulhaber al frente de la diócesis de Múnich-Frisinga,
hizo suya una idea que alguien le sugirió, a saber, trasladar al joven teólogo
como profesor a la Escuela Superior de Pedagogía en el distrito muniqués
de Pasing, un centro de formación de profesores de religión. Para Ratzinger,
aquello supuso una conmoción. ¡Cómo se les había podido ocurrir enviarlo
a semejante «escuela de bebés»!, se desahogaba con sus amigos. Ese no era
su «carisma». Con ello podía despedirse de la investigación teológica.
Otra vez le habían colocado piedras en el camino, piedras del tamaño de
rocas. Entretanto, a pesar de las intrigas, la Universidad de Bonn le había
hecho una oferta oficial, pero el obispo de Múnich seguía afirmando
categóricamente que no iba a dejarlo marchar (aunque en Alemania era
habitual liberar sin condición alguna a los teólogos a los que se ofrecía una
cátedra). «Entonces tuvimos un intercambio epistolar laborioso y difícil»,
me contó el futuro papa en una de nuestras entrevistas sobre la controversia
con su obispo. «Un día me dijo que esto no le gustaba, sobre todo el artículo
de Hochland, pero que no quería ponerme trabas, y a regañadientes me
liberó» [14].
En sus memorias escribe Ratzinger que a posteriori se dio «cuenta de
que las pruebas de estos años difíciles fueron curativas para mí y que, por
decirlo así, siguieron una lógica superior a la meramente científica». En una
de nuestras entrevistas explicó lo que había querido decir en realidad con
esta observación algo críptica:
«Bueno, había obtenido el doctorado muy rápidamente. Si me hubiese habilitado
con la misma facilidad, habría tenido una conciencia demasiado fuerte de mi
capacidad, la seguridad en mí mismo habría sido demasiado unilateral. Y así, por
una vez, fui empequeñecido por completo. Eso le hace bien a uno: tener que
reconocer de nuevo toda su menesterosidad, no aparecer como gran héroe, sino
como un humilde candidato a profesor que se encuentra al borde del abismo y debe
acostumbrarse a lo que le toca hacer después de ello. En este sentido, la lógica era
que necesitaba cabalmente una humillación, y esta me sobrevino en cierto modo con
razón... con razón en este sentido».
¿Quiere decir eso que tiende Ud. a una cierta arrogancia?
«No, eso no; pero creo que para un joven es peligroso conseguir una meta tras
otra con facilidad y recibir elogios por doquier. Entonces es bueno que tropiece con
sus límites. Que le traten críticamente alguna vez. Que tenga que pasar por una fase
negativa. Que se conozca en sus propios límites. Que no vaya de triunfo en triunfo
sin más, sino que también sufra derrotas. Eso lo necesita toda persona para aprender
a valorarse correctamente, tener aguante y, no menos importante, pensar con otros.
Y justo eso la ayudará a no juzgar precipitadamente y desde arriba, sino a aceptar de
manera positiva al otro incluso en su tribulación, en sus debilidades» [15].

Una de las claves del carácter de Ratzinger, como también de su


Teología, radica, según su discípulo Vincent Twomey, en la aceptación de
que todo lo que hacemos los hombres es imperfecto. De que todo saber es
limitado, por muy brillante y erudito que sea quien lo cultiva. Ratzinger
sabe que solamente Dios es perfecto y que todo intento humano de elevarse
a la perfección está abocado al desastre. Con la dialéctica y el dinamismo
de lo imperfecto, de lo incompleto, se corresponde la apertura de la realidad
al futuro.
Sea como fuere, tras las dramáticas experiencias vividas, el flamante
profesor titular hizo una promesa solemne. Se comprometió a no «asentir»
nunca a la ligera, como miembro de un tribunal o comisión evaluadora, «al
rechazo de tesis doctorales o de habilitación, sino a tomar partido por el
más débil, siempre que objetivamente mera de algún modo posible». Pero el
ejemplar de su tesis de habilitación con las glosas marginales de Schmaus
en colores no quiso volver a verlo en la vida. Terminó en la estufa de su
casa, donde no tardó en ser pasto de las llamas.
La despedida del Mons Doctus no le resultó fácil. Durante casi cuatro
años había compartido con sus padres la casa situada detrás de la iglesia de
San Benito. Como seminarista, doctorando, profesor asociado y luego
titular, había vivido en el Monte de los Sabios, con breves interrupciones,
entre 1945 y 1959, más tiempo que en ningún otro lugar de Alemania. En la
atmósfera espiritual que envolvía a la facultad y a la catedral había escrito
sus dos tesis, la doctoral y la de habilitación. Aquí había recibido su primera
oferta de una cátedra. Con aquel lugar lo vinculaba sobre todo el día más
hermoso de su vida, el de la ordenación sacerdotal. Pero también Georg lo
animó a marcharse a Bonn: «Te aconsejo que no dejes pasar esta importante
oportunidad» [16]. Y se dio la afortunada coincidencia de que Georg fue
destinado a Traunstein como coadjutor y director de coro y orquesta y pudo
llevarse a los padres a vivir con él. La hermana acompañaría más tarde a
Joseph al Rin, como ayudante personal.

Una de las particularidades de la biografía de Ratzinger es haber estado


siempre en el lugar adecuado en el momento justo. El destino lo catapulta
ahora a una ciudad que no solo es el centro político de la floreciente
República Federal de Alemania, sino también, dada su cercanía a Colonia,
el obispado más importante de Alemania, el eje de la vida eclesial del país.
Y por si fuera poco, en Roma el cónclave se había decidido el 28 de octubre
de 1958, de forma totalmente sorprendente, por Angelo Roncalli, quien
tomó el nombre de Juan XXIII. Tres meses después de su elección, el nuevo
papa convocó un concilio ecuménico, que comenzaría en octubre de 1962.
El papa buono soñaba con una Iglesia servicial y profética. Llamó a un
aggiornamento, a una «actualización» de la doctrina y la institución. ¿No
comportaba eso también un cambio de conciencia respecto de los «nuevos
paganos», tanto los de fuera como los de dentro de la Iglesia? ¿No debía
servir ahora el sensacional escrito de Ratzinger como una auténtica señal o
al menos como un guión anticipado para el gran proyecto del nuevo papa?

Cuando Joseph –traje negro, corbata oscura, maleta minúscula– se


despidió de Baviera el sábado 11 de abril de 1959 en uno de los andenes de
la estación central de Múnich, aquello no era solo una partida a una nueva
ciudad, sino también a una nueva época de la Iglesia. Unas semanas antes,
por carta fechada el 20 de marzo, había anunciado su llegada al Dr. Hans
Daniels, rector del convictorio teologal de Bonn, el Collegium Albertinum.
«Reverendo y muy estimado Sr. Rector»: así comenzaba la carta,
pulcramente mecanografiada por Maria, con la que solicitaba «poder hacer
uso de la hospitalidad de la casa que dirige». Y proseguía: «Seguramente no
me equivoco al suponer que las habitaciones están amuebladas y que, por lo
tanto, puedo llegar “ligero de equipaje”, hasta que encuentre residencia
permanente» [17].

El viajero subió a un vagón de primera clase en el rápido en dirección a


Bonn, tomó asiento junto a la ventanilla y comenzó a rezar el breviario.
Antes de que las ruedas de la locomotora se pusieran en movimiento,
alguien llamó con los nudillos a la puerta de cristal del compartimento. En
el pasillo estaba la Dra. Esther Betz, la joven de Bogenhausen.
TERCERA PARTE
EL CONCILIO
25
Nace una estrella

A mitad de los años cincuenta, el crecimiento económico de la


República Federal de Alemania se había revelado tan estable que el
ministro de Economía Ludwig Erhard había anunciado el «bienestar para
todos». Con la entrada en vigor de los ratificados Tratados de París,
Alemania Occidental se había convertido en Estado soberano: el estatuto de
ocupación había expirado, y la Alta Comisión Aliada se había disuelto. El 5
de mayo de 1955, la bandera de la República Federal había ondeado por
primera vez oficialmente en la sede del gobierno en Bonn; y con el ingreso
en la Alianza Atlántica [OTAN], Alemania Occidental se había reintegrado
en la comunidad internacional.

La posguerra había concluido. Pero a la contienda abierta le había


seguido la Guerra Fría, en la que existían dos bloques contrapuestos en una
enemistad que en cualquier momento podía estallar en conflicto. En
Alemania Occidental, la introducción del servicio militar obligatorio
desencadenó protestas de sindicatos, intelectuales y jóvenes cristianos. En
Alemania Oriental, el 17 de junio de 1953 salieron ciudadanos a la calle en
más de 700 lugares para rebelarse contra la opresión, la presión laboral y la
economía de escasez. La dirección del Partido Socialista Unificado de
Alemania [SED es su sigla en alemán] denunció un «intento fascista de
golpe de Estado»; la Unión Soviética ordenó que los tanques salieran de los
cuarteles y asumió el poder en amplias zonas del país. La rebelión popular
se saldó con más de cincuenta víctimas; numerosos «cabecillas» fueron
encarcelados; la justicia dictó sentencias de muerte. Catorce días después de
la revuelta, el Bundestag de Alemania Occidental declaró el 17 de junio
fiesta nacional. También en Hungría respondieron los soviéticos en 1956
con tanques a la sublevación popular. La declaración de independencia del
gobierno húngaro y su llamamiento a la libertad costó la vida a miles de
personas.
El joven catedrático Joseph Ratzinger se había incorporado a su nuevo
puesto el 15 de abril de 1959, un día antes de su trigésimo segundo
cumpleaños. Los edificios de la universidad muestran aún las heridas de la
guerra, si bien mantienen su noble aspecto. No en vano, la renana
Universidad Friedrich Wilhelm, fundada en 1818 y así denominada en
honor del rey prusiano Federico Guillermo III, es una de las mayores y
mejores universidades de Alemania. Todo parecía ir rodado, y a la solemne
lección inaugural del teólogo bávaro, fijada para el 24 de junio, el decano de
la Facultad de Teología Católica había invitado incluso –al tiempo que
aprovechaba para enviar sus «más respetuosos saludos»– a «Su Eminencia
Reverendísima» Josef Frings, cardenal arzobispo de Colonia.
Es mediodía. Unas cuatrocientas personas –estudiantes, profesores,
monseñores, prelados– ocupan expectantes sus asientos. A través de las
altas ventanas del Auditorio, que se halla en el segundo piso, se ven los
románticos arriates del Hofgarten, con sus avenidas de tilos. La figura más
bien endeble que entra en el aula VIII suscita al principio asombro: 1,70
metros de altura, delgada, incluso enjuta, número 42 de zapatos, aspecto
adolescente; no precisamente una apariencia que irradie autoridad y
madurez. En un primer momento, muchos de los asistentes al acto toman al
bávaro «por un segundo o tercer vicario de una parroquia de gran ciudad».
El tocado tradicional, un extraño gorro de terciopelo oscuro que los
catedráticos tienen obligación de llevar en sus apariciones públicas, hace
que su aspecto raye en lo grotesco. Sin embargo, cuando el supuesto vicario
concluye su lección magistral, todos cuantos la han escuchado son
conscientes de que han asistido a la aparición de una nueva estrella en el
firmamento de los teólogos.
La amenaza que supuso la época nazi, los horrores de la guerra, la
escasez material en el campo de prisioneros de guerra: la trayectoria vital de
Ratzinger hasta este momento en modo alguno había transcurrido exenta de
dificultades. También le llegaron, de rebote, los tiros del Prof. Schmaus, que
a punto estuvieron de costarle la habilitación. El veto de su obispo
muniqués hizo que la aceptación de la cátedra renana se demorase meses.
Justo un año antes, el 20 de junio de 1958, había impartido una conferencia
en Bonn como profesor invitado. El tema: «La senda del conocimiento
religioso según san Agustín», uno de sus ámbitos de especialización, lo que
le permitió ganar puntos. Inmediatamente después de la conferencia, el
famoso patrólogo bonense Theodor Klauser, catedrático de la Facultad de
Teología Católica, alabó entusiasmado en carta a la Consejería de
Educación y Cultura «la inteligente y clara argumentación de Ratzinger, la
precisión de sus formulaciones y la seguridad con la que comunica su
enseñanza». «A despecho de su juventud», la facultad había decidido
colocarlo «en el primer lugar de la lista de candidatos» a la cátedra vacante.
También su maestro, entretanto emérito, lo había apoyado. «Con su
extraordinario talento y admirable diligencia, Ratzinger tiene ante sí un gran
futuro», escribió Gottlieb Söhngen en su carta de recomendación.
Bonn, por fin. Espacios abiertos, aire fresco. Aire para respirar. La ciudad
a orillas del Rin le pareció a Ratzinger una revelación. Por su «animada
vida académica», por los «estímulos procedentes de todas partes», por la
cercanía a Bélgica y Holanda y, cómo no, por ser una de las «puertas hacia
Francia». Alrededor de la ciudad se sucedían, como en una suerte de
cinturón, los conventos de dominicos, franciscanos, redentoristas y
misioneros del Verbo Divino, que pensaba utilizar como lugares de retiro; y
el claustro al que se acababa de incorporar le parecía «formado por
brillantes profesores». Por las tardes observaba los barcos que navegaban
por el Rin. Le inundaba una sensación de apertura y amplitud», afirma
retrospectivamente. ¿No era esa gran corriente, cuyas olas iban a sostenerlo
ahora también a él, una adecuada metáfora de todos sus sueños de futuro?
Investigar, enseñar, escribir. Entregarse a «la aventura del pensamiento, del
conocimiento», y hacer «lo que uno en su hondón en realidad deseaba» [1].
Son años movidos. Desde el espacio exterior emitió un agudo sonido el
primer satélite soviético, cuyas señales preludiaron la era de los viajes
espaciales... y causaron la «conmoción Sputnik», como pronto empezó a
denominarse el miedo a la superioridad tecnológica del mundo socialista.
Con la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) –cuya carta
fundacional, firmada por representantes de Francia, Alemania, Italia,
Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, entró en vigor el 1 de enero de 1958–,
Europa dio un gran paso hacia la unidad. En Cuba, Fidel Castro anunció el
triunfo de la revolución la tarde del 1 de enero de 1959. En Varsovia tuvo
lugar, más bien discretamente, un acontecimiento que, no obstante, arrojó
asimismo luz hacia el futuro.
Karol Wojtyla, entretanto catedrático de Filosofía y Ética Social, había
sido convocado a la residencia del cardenal Stefan Wyszynski, primado de
Polonia. «He recibido una carta interesante del santo padre. Escuche, por
favor»: así recibió el cardenal a su invitado. Y luego le leyó el escrito
pontificio: «A petición del arzobispo Baziak, nombro a Karol Wojtyla
obispo auxiliar de Cracovia. Por favor, dé Ud. su aprobación a este
nombramiento» [2]. El primado se detuvo para observar la reacción de
Wojtyla. Cualquier otro habría tratado de ganar tiempo. Habría dicho que
necesitaba consultarlo, orar toda la noche. Ese tipo de cosas. Pero Wojtyla
se limitó a decir: «¿Dónde tengo que firmar?». Media hora después de esta
conversación fue a toda prisa a la capilla conventual de las ursulinas y se
arrodilló ante el altar. Horas más tarde, el sacerdote seguía inmóvil, inmerso
en la oración. Oró ocho horas seguidas.

Bonn, la ciudad de Beethoven, famosa por sus fastuosos palacios y


magníficas iglesias, es desde hace diez años la capital provisional de la
República Federal de Alemania, vicariamente por Berlín. Pronto se hablará
de la «República de Bonn», que quiere diferenciarse claramente de la
primera república alemana, la de Weimar. El complejo político-religioso de
la joven república, formado por Bonn y Colonia, es el fundamento del éxito
y la fortaleza de Konrad Adenauer. Como católico practicante, el canciller
se guía en su acción política no solo por el cálculo pragmático, sino también
por su cosmovisión cristiana. En el cardenal Frings, arzobispo de Colonia –
ciudad distante tan solo veinticinco kilómetros en línea recta– y presidente
de la Conferencia Episcopal Alemana, encuentra el canciller a un socio afín,
a un líder eclesial popular, indulgente, diplomático, pero claro en las
palabras y los hechos cuando están en juego los valores cristianos.

Frings fumaba cigarrillos y puros. El cigarro en la mano izquierda, la


pluma en la derecha. «La calidad de mis homilías se echa de ver»,
aseguraba, «en cuántos cigarros he fumado». Con el apoyo de Frings, el
canciller y secretario general de la CDU logró construir un partido cristiano
de masas, supraconfesional y muy exitoso, en sustitución del antiguo
Zentrum, de orientación puramente católica. Y a la inversa, de la alianza
con Adenauer el cardenal esperaba una política que se guiara, al menos en
sus líneas básicas, por la ética del Nuevo Testamento.

Casi todos los periodos posteriores de Ratzinger están asociados con un


servicio no elegido ni querido por él. Pero en su primera cátedra es, en
mayor medida que en otros momentos, él mismo. «Nunca lo he visto tan
relajado y natural como en Bonn», apunta su discípulo Hansjürgen
Verweyen; «fue probablemente allí donde más libre se ha sentido».
Ratzinger mismo caracteriza el inicio de su carrera a orillas del Rin y el
estimulante ambiente de la ciudad de forma entusiasta como «una fiesta del
primer amor». «Viva y bella»: así experimentó la sensación de «poder
contribuir a un nuevo comienzo en la Iglesia, la fe y el Estado». En el
ambiente de aquellos años prevalecía un espíritu de «poder vivir el
cristianismo de forma por completo nueva» y de «llevar a la Iglesia hacia
un futuro nuevo» [3]. Sobre todo, en estos «años inolvidables de puesta en
marcha, de juventud, de la esperanza previa al Concilio», uno, precisamente
como teólogo joven, podía sentir «que teníamos algo que decir» [4].

Ya el trayecto en tren a su «destino soñado» había hecho aflorar este


nuevo sentimiento de libertad y ligereza. Gracias a su inesperada
compañera de viaje, este pasó volando. Tímidamente había llamado Esther
Betz a la puerta del compartimento de Joseph mientras él se hallaba absorto.
«No quiero interrumpir su oración», le aseguró ella. Pero justo eso fue lo
que hizo. «El rezo quedó en nada», relata la propia Esther; «¡teníamos
demasiado que contarnos el uno al otro!» [5].
Con Esther Betz, tres años mayor que él, le unían los hermosos
encuentros en la época estudiantil, la pasión por la música, la firme
convicción creyente y el entusiasmo de la «hora cero». Esther trabajaba
entretanto como periodista. Desde hacía tres años era incluso codirectora
del diario Rheinische Post de Düsseldorf. La hija del editor Betz es una
mujer valiente y segura de sí. Su padre Antón, cofundador del periódico, era
una de las personalidades más influyentes de la prensa alemana.
Encarcelado y apartado de su profesión por los nazis, este jurista y
periodista, hijo de una familia profundamente católica, impulsó tras la
guerra la creación de dos agencias de noticias, la Deutsche Presse-Agentur
(dpa) y la Katholische Nachrichtenagentur (KNA), y contribuyó en
importante medida a la democratización de los medios de comunicación de
Alemania Occidental.

A Ratzinger le fascinaba el mundo editorial desde su época de coadjutor.


En Bogenhausen había forjado contactos con editores que pronto
publicarían sus libros. Esther Betz le abrió ahora acceso al mundo de la
prensa y le persuadió de la importancia de una relación proactiva con esta.
Ambos se tomaban tiempo para encuentros, visitas mutuas y excursiones en
común. Coincidían en las Jornadas Eclesiales Católicas, los famosos
Katholikentage, y en las Semanas Universitarias de Salzburgo. Durante el
Concilio, Esther se reunía periódicamente con Joseph para conversar sobre
el trasfondo de la asamblea episcopal. Más tarde, Esther le hizo entrevistas
que causaron sensación, como la de 1970 sobre las posibilidades y límites
de la «crítica a la Iglesia». Ratzinger fue padrino de bautismo del sobrino de
Esther, Florian; y a mediados de los setenta utilizó durante una semana la
casa de vacaciones que ella tenía en Sachrang, en la comarca del lago
Chiem, para elaborar, junto con el jesuita Alois Grillmeier, el proyecto de
una colección de ensayos de teología dogmática dirigida por ambos, que no
llegó a concretarse por razones de tiempo. Maria, la hermana de Joseph,
había mecanografiado ya cientos de páginas.

Esther permaneció soltera, y el contacto con ella no se interrumpió ni


cuando ambos llegaron ya a edad avanzada. Aunque los encuentros se
hicieron menos frecuentes, Ratzinger nunca dejó de felicitar el cumpleaños
a la fiel amiga, ni siquiera de papa ni de papa emérito. Ratzinger es, según
la periodista, «un esteta que persigue siempre la armonía»; «cuando se
siente bien con alguien, mantiene la relación». Y añade: «Incluso en casos
en los que no entiendo del todo por qué».
Algunos pasajes de su correspondencia con Esther Betz se cuentan entre
las confesiones más íntimas de Joseph Ratzinger y dicen mucho de quien
las escribe. En los saludos que le envía desde Roma, el eclesiástico
entrevera guirnaldas poéticas, habla de la «melancolía del pasado» y dibuja
retratos anímicos de la naturaleza: «Florecen las mimosas y pronto las
seguirán los almendros, el azafrán y muchas otras plantas». O esta otra
estampa: «En el limonero de mi terraza cuelga por segunda vez un limón
maduro, y numerosas flores permiten esperar una abundante cosecha la
próxima vez».
Las postales de saludo enviadas en el curso de las décadas son expresión
no solo de afecto y cercanía, sino también un documento de la permanente
escasez de tiempo de Ratzinger. Ya pronto se hace perceptible el anhelo de
ser liberado de la enorme carga que supone una responsabilidad que él no
ha buscado. «Con el paso de los años se nota cada vez más el peso de días
así», confiesa en una carta de 16 de febrero de 1998, en referencia a la
multitud de congresos y agotadores viajes. «En el futuro tendré que
dosificarme con tales aventuras aún más de lo que, de todos modos, ya
hago».
En febrero de 2003 le cuenta a Betz las «grandes transformaciones» que
van a producirse en su Congregación para la Doctrina de la Fe mediante
cambios de personal, algo que asocia con la esperanza de poder jubilarse.
«No es de extrañar que aumenten los rumores de que el fin de mi mandato
es asimismo inminente; sin embargo, el papa no parece de momento pensar
en esa dirección. Gracias a Dios, hemos encontrado buena gente [...],
aunque me alegraría que también para mí vinieran tiempos más tranquilos».
El 13 de febrero de 2005 le comunica a la destinataria de su carta: «Por
desgracia, cada vez hay más trabajo, y las fuerzas van menguando». Firma:
«Suyo, Joseph Ratzinger». Solo dos meses más tarde, ya no es Joseph
Ratzinger, sino Benedicto XVI.
Regresemos a Bonn. A su llegada a la ciudad, Ratzinger residió las
primeras ocho semanas en el convictorio Albertinum, un seminario y
residencia sacerdotal que se alza imponente sobre la orilla del Rin. El rector
Hans Daniels le asignó una sencilla habitación con vistas al río. El familiar
mundo del seminario, con su orden clerical de vida (misa diaria, confesión
semanal, las alegres fiestas de los párrocos con vino y puros gordos), le
facilitó la transición de la parsimonia de Frisinga a la vibrante capital. Por
las mañanas celebraba la eucaristía acompañado por un monaguillo, que
hacía las veces de pueblo. El recién llegado prefería celebrar en el altar de
la sacristía, porque la gran nave de la iglesia se le antojaba demasiado fría.
Vestido con un ajado abrigo loden, llevando bajo el brazo la cartera de
piel con sus notas, por las mañanas caminaba por la Koblenzer Straße (hoy
Adenauerallee) y, atravesando el Hofgarten, llegaba al majestuoso edificio
de la universidad. Por fin había «retornado» a su «ámbito estricto de
especialización: la teología fundamental», escribió con su letra aún de
escolar en la gran página en blanco del Album professorum, el libro de oro
de los catedráticos recién nombrados, «al que, Dios mediante, dedicaré el
futuro trabajo de mi vida».

En la Universidad Friedrich Wilhelm nunca había habido un estreno


comparable. Ya solo algunas semanas tras el comienzo de la actividad
docente de Ratzinger, la administración tiene que poner a disposición del
nuevo catedrático, en vez del aula IX, otra mayor, a X. Y aun así, no resulta
suficiente. La afluencia de oyentes es tan grande que se decide retransmitir
sus clases por los altavoces en el aula magna. «Pronto se convirtieron sus
cursos en los más frecuentados de toda la facultad», anota el cronista del
Albertinum. «Y esta afluencia de oyentes no fue flor de un día, sino que se
mantuvo durante todo el semestre» [6].
Ratzinger escribe sus notas para clase en minúscula taquigrafía.
Contienen solo las ideas principales. En el aula habla improvisando, con
frases elocuentes, desbordantes de imágenes y con una calidad retórica sin
igual. «Es verdad que en el atril de pie tenía su manuscrito», refiere el
entonces estudiante Gerhard Mockenhaupt, «pero rara vez lo miraba.
Siempre dirigía la mirada a la esquina derecha superior de la parte trasera
del aula, como si pudiese leer allí lo que explicaba, cual libro abierto, en un
lenguaje fascinante» [7]. A veces, sin embargo, en cuanto sonaba la
campana anunciando el final de la clase, el profesor, para perplejidad de sus
alumnos, abandonaba el aula en medio de una frase, sin despedirse siquiera.
La razón de que las disertaciones de Ratzinger tuvieran tal éxito radicaba
–según Siegfried Wiedenhofer, uno de sus ayudantes posteriores– en que, al
preparar sus intervenciones, el catedrático bávaro «interiorizaba todo,
elaborándolo mentalmente y reflexionándolo a fondo». Wiedenhofer le
reconoce a Ratzinger «una inmensa agilidad mental, una mezcla de
racionalidad y estética, una enorme capacidad de sistematización y de
discernimiento de las diferentes posiciones» [8]. Durante las clases o
conferencias no se oía ni una mosca, como en las salas de concierto. «En
cuanto oí las primeras frases del curso sobre “Esencia y realidad de la
revelación divina”, supe que el encuentro con Ratzinger conllevaría para mí
consecuencias espirituales», señala el músico y jurista Horst Ferdinand, que
acudía como oyente a las clases del joven catedrático.
En comparación con él, otros profesores resultaban anticuados y
envarados, encastillados en sus esquemas. Ratzinger, de hecho, no quería
limitarse a cumplir con unos criterios, sino plantear nuevas preguntas y
volver a hacer experimentable lo cautivador de la teología. «Para nosotros,
estas clases fueron una liberación interior», explica Agnes Fischer, a la
sazón alumna de la facultad; «habíamos vivido la posguerra, con sus
privaciones, con una imagen sombría y severa de la Iglesia. Y entonces
encontramos a Ratzinger, quien nos explicó la Iglesia desde el Nuevo
Testamento, mostrándonos toda su amplitud y belleza» [9].
El propio Ratzinger habla, no sin cierto orgullo, de un «gran grupo de
oyentes que acogían con entusiasmo el tono nuevo que creían percibir en
mí» [10]. No le interesaba transmitir mero conocimiento. Estaba
convencido de que las cosas del cristianismo solo pueden aprenderse «si le
calientan a uno el corazón». Por lo demás, era muy consciente del enorme
efecto que causaba: «Cuando das clase», le confió a Alfred Läpple, «los
alumnos deben soltar el bolígrafo y limitarse a escuchar. Que sigan
tomando apuntes es señal de que no los has cautivado realmente. Pero si
dejan el bolígrafo sobre la mesa y te miran mientras hablas, quizá les has
tocado el corazón» [11].
El Albertinum, con sus alegres fiestas renanas, en las que Ratzinger se
sentía a gusto y feliz, es pronto historia. «Todos sabíamos, por supuesto,
que buscaba casa propia», anota el cronista de la casa; «cuando por fin la
encontró, nos dimos cuenta, sin embargo, de que nos habría gustado tenerlo
más tiempo con nosotros» [12]. Su nuevo hogar se halla en un austero
edificio de viviendas, con un total de 32 inquilinos, en un suburbio de Bonn,
Bad Godesberg: 95 m², cocina, baño, dos dormitorios, una sala de estar (con
sofá cama para Georg) y un despacho, con una chaise longue, por supuesto
(«Cuando debo reflexionar sobre algo más a fondo, me tumbo en el canapé.
Siempre necesito un canapé»). El alquiler de cuatrocientos marcos
representa un tercio de su sueldo de catedrático. «Ratzinger, Joseph, Dr.,
catedrático de universidad, y Ratzinger, Maria, oficinista, Wurzerstraße,
11», informa el directorio. Este suburbio bonense se hace famoso este año
más allá de Bonn gracias al Programa de Bad Godesberg», con el que el
Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) se despide de su masa
socialista fundadora. Con la aceptación de la economía de mercado y de la
necesidad de defensa militar del país y con la pretensión de no ser ya solo
un partido obrero, sino un partido de masas, el SPD quiere instalarse en el
centro de la sociedad.
Joseph se había traído su piano y un añejo escritorio de nogal, regalo de
despedida de sus amigos de Frisinga. Ambos objetos lo acompañarán, junto
con el osito de peluche de su localidad natal, Marktl del Eno, en su camino
hacia las instancias más altas de la Iglesia. Dada la importancia que concede
a los aspectos prácticos (y su leve hipocondría), la ubicación le parece
idónea. En el edificio hay un médico («al que, sin embargo, nunca recurrí»)
y enfrente una farmacia («de cuyos servicios tampoco tuve necesidad»),
además de una filial de la caja de ahorros local («uno entraba, y el director
se sabía de memoria los números de cuenta de los clientes habituales; era
ideal»). Que su hermana Maria se mudara con él a Bonn «fue algo natural»,
diría ella misma más tarde. Sus seres más queridos lo veían de otro modo.
Ratzinger padre le pidió encarecidamente a su hijo pequeño que cuidara de
Maria. Le preocupaba que la escuálida muchacha no supiera arreglárselas
sola en el mundo. Y para Joseph, ella representa un apoyo. «Él venía del
seminario, donde se lo daban todo hecho; no habría sabido organizarse»,
dice su discípulo Peter Kuhn; «hasta lo más sencillo habría tenido que
preguntárselo a alguien, y eso lo habría incomodado». Pero hay algo más.
Maria se ha convertido en una mujer reservada, incluso tímida. Prefiere
pasarse el día en casa, con el delantal puesto; y cuando sale, lleva pañuelo
en la cabeza. En su tiempo libre escribe cartas a amigas y conocidos de
Traunstein y alrededores. En su día rechazó una propuesta de matrimonio.
Entiende la vida como servicio, no como autorrealización. Lo que no quiere
decir que no eche de menos de cuando en cuando su antiguo trabajo en el
despacho de abogados. La relación entre los hermanos no siempre es
armoniosa, pues Maria no se deja arrinconar. Los estudiantes alaban su
inteligencia. Pronto le encargan mecanografiar sus tesis doctorales, que les
devuelve listas para ser presentadas. Se esmera en la cocina cuando su
hermano invita a gente a casa. Le plancha las camisas, le zurce los
calcetines y le dice qué debe ponerse.

Sin embargo, ella no se ve a sí misma como ama de casa (para tales


menesteres emplean a una muchacha llamada Hildegard), sino como
auxiliar de su hermano, a quien lleva la correspondencia, en parte también
la oficial. Con todo, que Joseph le dé a leer por anticipado el texto de sus
conferencias, a fin de asegurarse de que estas resultan comprensibles para
todo el mundo, es una leyenda. Y, sin embargo, en la comunidad de camino
con María la teología tiene que acreditarse en la relación con una persona
que, mientras espera la vez en el tendero, escucha las preocupaciones de los
vecinos. Así, su hermana representa para Joseph la perpetua exhortación de
proteger la fe de la gente sencilla frente a la fría religión de los catedráticos
que no se atreven a confesar la fe ni a amar a la Iglesia. Estando al lado de
María es imposible elevarse a las esferas de la arrogancia. Basta una mirada
de la hermana para que Joseph vuelva a ser el que tiene que ser.
Aun cuando la mujer que lo acompaña, con su apariencia provinciana, no
resulta atractiva, el joven catedrático no la esconde. «Joseph la quería
verdaderamente y la llevaba consigo a todas partes», cuenta su discípulo
Viktor Hahn [13]. De hecho, formaba parte del acuerdo tácito entre los tres
hermanos no criticarse ni discutir, sino aceptar al otro tal cual era. Con sus
errores y sus defectos. «Le era connatural la idea de que todos tenemos que
tomarnos coherentemente en serio el carácter del otro», explica el también
catedrático Ludwig Hödl, «y no debemos pretender cambiar su estilo de
vida».
En su viejo abrigo loden, el joven bávaro en Bonn recordaba más a un
aprendiz de artesano que a un genio de la teología con extraordinarias
perspectivas de futuro. Los conciertos lo atraen; ir a cafeterías le llama tan
poco la atención como cenar o comer en restaurantes caros. El tiempo libre
lo pasa con su vecino Hödl y con otros compañeros, jugando al parchís o
escuchando discos de Karl Valentín. Invitados habituales son los vecinos de
rellano, el protestante Arno Esch, catedrático de Filología, y su mujer
Hertha, a quienes les encanta hablar sobre liturgia católica y arte. Por las
mañanas, Ratzinger celebra la misa en la iglesia del Nombre de Jesús, en la
Bonngasse, o en San Agustín, en Bad Godesberg, donde también celebra los
domingos una misa temprana y, a las once, la misa mayor.
Del ritualizado horario diario de Ratzinger forman parte los paseos (a
mediodía y al caer la tarde). Una vez a la semana escribe a su hermano
Georg y a sus padres a Traunstein. No son «tratados teóricos ni desahogos
emocionales, sino solo hechos», asegura Georg. Cosas de la vida diaria,
«todo muy sobrio y breve». Para sus confesiones semanales, un compañero
le había recomendado que acudiera a un jesuita mayor, que resultó estar
sordo y, al parecer, también con la visión debilitada. «Y ahora, vaya Ud. a
diario, como todos, piadosamente a la santa misa», exhortó el buen padre a
Ratzinger tras darle la absolución.
En Bonn, Ratzinger forma un trío teológico con los ya mencionados
sacerdotes Ludwig Hödl y Johann Baptist Auer. Hödl, hijo de un herrador
de Sonnen, en el corazón del Bosque Bávaro, había llegado como
catedrático de Teología Dogmática a Bonn casi simultáneamente con
Ratzinger. Los dos se conocían ya de Múnich, donde Hödl se había
doctorado y habilitado con Schmaus. El de la Baja Baviera también había
traído consigo a su hermana, Ida, quien le llevaba la casa y se hizo amiga de
Maria. A Auer, nacido en 1900, hijo de un cervecero de Ratisbona y cuyo
hermano había optado asimismo por el sacerdocio, se le consideraba un
bávaro singular. El amigo paternal daba consejos que nadie le había pedido
–por ejemplo, sobre qué alfombras favorecían el trabajo intelectual («la
habitación vive de contrastes»)– y les ponía al tanto de lo que se cocía en la
facultad. «Era nuestra “institutriz”. Nosotros obedecíamos y le estábamos
agradecidos», refiere Hödl. Cuando celebraba la misa en la colegiata, Auer
tocaba él mismo –tirando de una gran cuerda– las campanas que
convocaban al culto divino; y todos los sábados se sentaba en un
confesionario del templo para confesar a sus alumnos.
Por la Wurzerstraße, en el barrio de diplomáticos que era Bad
Godesberg, tenía que pasar Konrad Adenauer en el camino desde su
residencia oficial en Röhndorf al Palacio Schaumburg, la sede del gobierno.
Su Mercedes 300, el mayor y más veloz automóvil de serie de la joven
república (potencia: 125 caballos, precio: 19.900 marcos), era
inconfundible. Adenauer había insistido en que el coche tuviera una luna de
separación retráctil entre los asientos delanteros y los traseros, y mayor
distancia entre los ejes. Por 3.000 marcos adicionales, la limusina fue
alargada a 5,17 metros de longitud: catorce centímetros más de espacio para
las piernas. Por influencia de su padre, Ratzinger estaba fuertemente
politizado desde su infancia: «Siempre me ha interesado mucho la política,
así como la filosofía que hay detrás de ella. Pues la política vive, en efecto,
de una filosofa. No puede ser sencillamente pragmática; ha de tener una
imagen del conjunto» [14]. Como catedrático y, más tarde, como prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe publicará análisis sobre la
evolución de Europa, la teología de lo político y la configuración
sociopolítica de la Modernidad. Algunos de sus libros llevan títulos como
La unidad de las naciones, o Verdad, valores, poder: Piedras de toque de la
sociedad pluralista. En Bonn se convirtió en un convencido admirador de
Adenauer: «Y sigo siéndolo», me confesó en una de nuestras
conversaciones.
Tampoco al nuncio papal en Alemania, el arzobispo Corrado Bafile, se le
había escapado la expectación en torno a Ratzinger. ¿No era natural que
pidiera al niño prodigio de la teología que revisara su borrador para una
conferencia sobre ecumenismo de contenido todavía sumamente pobre?
«Mi parque está a su disposición cuando lo desee»: así se despidió el
arzobispo cuando Ratzinger le entregó la versión revisada de la conferencia.
A partir de ese momento, Ratzinger fue uno de los invitados habituales en
la recepción anual que la nunciatura ofrecía con ocasión de la fiesta de los
Santos Pedro y Pablo. «Ello conllevó de algún modo el sentimiento de tener
una relación con Roma», resume Ratzinger. Medio siglo más tarde, en
marzo de 2005, prestó un último servicio a Bafile celebrando en Roma la
misa de réquiem por el amigo de los días de Bonn.
Otro contacto diplomático lo estableció con Zachary Hayes, capellán de
la representación del gobierno de Estados Unidos de América. «Fue el
mejor maestro que tuve en aquella época: un hombre amable, silencioso,
sumamente culto, con asombrosos conocimientos generales de arte y
filosofía», rememora el franciscano estadounidense, a quien le
entusiasmaron las clases de Ratzinger. «Para muchas personas de mi
generación ha sido un hombre que abrió una visión teológica, un hombre
que realmente cree que existe la verdad» [15].
Por lo demás, su lección inaugural del 24 de junio la dedicó al tema: «El
Dios de la fe y el Dios de los filósofos». «No se presentó allí dándose
importancia», cuenta el entonces estudiante Raymund Kottje, «sino que
comenzó sin más con la lección. Con su aguda voz de falsete».
Asombrosamente, no manifestó signo alguno de miedo escénico. «Tenía un
buen texto, por lo que no había motivo alguno para estar nervioso» [16].
Con el material de la conferencia estaba asociada la pregunta: «¿Cuál es en
realidad mi fe? ¿Qué lugar ocupa en el conjunto de mi existencia?». A un
lado, el Dios de Platón y de Aristóteles, el Dios que se crea para sí mismo el
pensamiento; al otro, el Dios creído, que fue anunciado por los profetas en
la historia con su pueblo y, por último, a través de la manifestación de
Cristo. Y en concreto, como el único Dios, al que se siente en el corazón y
del que la conciencia humana nunca puede desprenderse del todo, ni
siquiera cuando lo niega. Pero ¿no debe el planteamiento racional del
problema de Dios excluir al mismo tiempo el planteamiento metafísico y
emocional?

Los filósofos griegos rechazaron al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob,


señala Ratzinger en su lección inaugural; a la inversa, el Antiguo
Testamento no conoce al Dios de los filósofos. Desde Lutero hay muchos
teólogos que sostienen, no sin abundante contestación, que la comprensión
de los dogmas cristianos con ayuda de la filosofía griega falsificó el
cristianismo originario, verdadero. Ratzinger lo ve de otro modo. De hecho,
los estudios sobre la historia de la relación moderna entre filosofía y
teología han podido mostrar, afirma, «que ambos caminos convergen».
Dicho con otras palabras, «la fe cristiana en Dios asume en sí la doctrina
filosófica sobre Dios y la consuma» [17]. «Necesitamos, naturalmente, al
Dios que ha hablado, que sigue hablando, al Dios vivo. Al Dios que
conmueve el corazón, que me conoce y me ama», explica Ratzinger; «pero
de alguna forma debe ser accesible también a la razón». El ser humano es
una unidad. Y algo que no tuviera nada que ver con la razón, sino que
corriera hacia ella sin encontrarla nunca, «no estaría integrado en el
conjunto de mi existencia y sería, en cierto modo, un cuerpo extraño cuya
legitimidad no estaría clara» [18].

A estas recurrentes reflexiones sobre la unidad de fe y razón en el


esfuerzo por conocer a Dios las llamará más tarde Ratzinger el hilo
conductor de mi pensamiento». Ya de estudiante estaba «sencillamente
fascinado por este tema existencial» [19].

Por mucho que en esta lección acentúe la importancia de la razón,


Ratzinger siempre deja claro que la experiencia personal de Dios y el
lenguaje del corazón –el hecho de ser interpelado por un «tú» personal– van
en la fe mucho más allá de todo conocimiento filosófíco de Dios. Los dos
enfoques no se contradicen, sino que ayudan simbióticamente al hombre en
el conocimiento de Dios y del mundo. «Con esta brillante conferencia dejó
huella en los corazones de los asistentes», asegura Heinz-Josef Fabry,
catedrático de Nuevo Testamento en Bonn [20]. Hubert Luthe, condiscípulo
de Ratzinger en Múnich-Fürstenried, sintetiza: «Resultaba imposible no
percibir cuán completamente nueva era esta forma de exponer, este modo
de ver las cosas. Nunca habíamos oído una teología dogmática así. Entre los
estudiantes no se oía otra cosa: “Tienes que ir”. Y se entiende que fueran en
masa a escucharlo» [21].
26
La red

1 959 no es uno de esos famosos «años cruciales», pero los signos de los
tiempos anuncian ya el cambio de mentalidad que terminará
transformando a las sociedades del hemisferio occidental más de lo que
había sido capaz de hacerlo la guerra. Hace tiempo que no se trata ya de
sobrevivir de cualquier modo. El pedazo de pan, que en los años de hambre
se consideraba quintaesencia de la felicidad, todavía sacia, pero no satisface
las ganas de vivir.

El proceso de transformación de la supraestructura social es ya


imparable. Todo se está acelerando. Se puede ir más deprisa de A a B, se
puede hacer la colada más deprisa, se puede cocinar más deprisa... gracias a
los cómodos productos precocinados. Hasta los libros se suceden unos a
otros con mayor rapidez. La mencionada colección rororo de la editorial
Rowohlt refleja este hecho: Rowohlts Rotations Romane, «Novelas en
Rotación Rowohlt». Si antes se guardaba hasta el último clavo oxidado para
reutilizarlo, ahora el consumo se convierte en expresión del way of life, del
estilo de vida. Dejar que las cosas maduren o sigan su propio ritmo se
considera estancamiento y letargo. Aún no se cuestiona la capacidad
integradora de los partidos y de las Iglesias, ni el valor de la familia como
cimiento de la sociedad, pero una nueva cohorte de edad traza ya líneas
separadoras.

Expresión precisa del nuevo espíritu de la época es la revista Twen,


fundada en 1959, una publicación de índole novedosa: tono descarado,
aspecto sensual. Las páginas de la revista son ópticamente tan llamativas
como las picaras jóvenes que adornan la portada. La juventud es el tema; la
cultura juvenil, el resultado. El toque intelectual lo aportan autores como
Bert Brecht, Albert Camus, Hans-Magnus Enzensberger, Max Frisch,
Somerset Maugham, Arthur Miller y Jerome D. Salinger. «La ruptura entre
el mundo de la experiencia de los nacidos antes y después de la guerra» y la
rebelión contra las autoridades de la generación precedente y su
aburguesamiento, percibido como rancio, se plasmaron –según el sociólogo
Norbert Elias– en una crispación latente que poco a poco envenenó el trato
entre adultos y jóvenes. La tensión intergeneracional estalló ya mucho antes
de 1968 en una guerra de formas de vida a pequeña escala. El estilo de vida
asociado a vaqueros, biquinis y melenas se convirtió para una parte cada
vez mayor de la juventud en un posicionamiento, y la pregunta por una
existencia lograda no se centraba ya en la supervivencia, sino en la
vivencia... a cualquier preció.
También Joseph Ratzinger, a sus 32 años, es uno de los protagonistas del
cambio generacional. El inmenso eco de su «tono nuevo» se debe a la
frescura de su teología, a su estilo juvenil y al cuestionamiento de las
doctrinas tradicionales. Pero también a los estudiantes, que no quieren darse
por satisfechos con las formas y contenidos recibidos. «Ya en el primer
seminario», recuerda Peter Kuhn, quien luego sería ayudante de Ratzinger,
«muchos alumnos se dijeron: “Este hombre es extraordinario, totalmente
distinto al resto de catedráticos de teología católicos”». Sus oyentes lo
experimentan como flexible y solícito, carente de arrogancia, adornado por
un humor lacónico. Como alguien que sigue el juego. Como un invitado
jovial que en las fiestas espontáneamente contaba las manías de compañeros
mayores que él. De buena gana asumió la instrucción espiritual de alumnos
que, al ser laicos, no recibían formación suplementaria en los seminarios
sacerdotales, y reclamó la creación de una cátedra para la historia general
de la religión, algo que se consideró excesivamente revolucionario (y fue
obviado sin comentarios). Su profesor era «cariñoso» y «jovial», dice la
entonces estudiante Agnes Fischer, que fue una de las primeras mujeres en
obtener el doctorado en Teología, «un acompañante sacerdotal que nos
hacía sentir sin cesar que también éramos tenidos en cuenta». Se veía que
su modestia era auténtica. «Mientras que otros conferenciantes invitados
pedían pernoctar en una habitación de hotel», refiere Theo Schäfer, a la
sazón capellán universitario, «Ratzinger no tenía inconveniente en pasar la
noche en mi apartamento en la residencia universitaria».
En el aula de Ratzinger, lo interesante de los dogmas y su relevancia era
puesto en relación con los problemas del mundo moderno. Hasta entonces,
la imagen de la Iglesia había sido «más bien sombría» y oprimente,
prosigue Fischer; Ratzinger les hizo vivir una «liberación interior». Norbert
Blüm, más tarde ministro federal de Trabajo y Orden Social y a la sazón
delegado de los estudiantes laicos de Teología, resume: «Él nos abrió
acceso a un mundo que yo no conocía. Cuando criticaba algo, su crítica
estaba signada siempre por una reflexión profunda. Era moderno, pero no
modernista. El Ratzinger inquiridor, interrogador, esa era su principal
virtud» [1].
El catedrático hace excursiones con sus alumnos y los invita a cenar en
casa. «En su sala de estar había un sofá anticuado sobre el que descansaba
un osito de peluche», rememora Roman Angulanza; «Ratzinger se
encaminó hacia él y dijo: “¿Me permitís que os presente? Peluche, este es el
señor Angulanza; señor Angulanza, este es mi Peluche, que me acompaña
desde mi infancia”. Ello hizo que todo mi nerviosismo desapareciera como
por ensalmo». Para el joven teólogo es importante que sus alumnos
conjuguen la teoría y la praxis, el estudio y la fe practicada. Así, surge un
grupo que reúne donativos para los pobres. Otros ayudan a personas
vitalmente fracasadas u organizan clases de apoyo escolar para hijos de
prostitutas.
Y, sin embargo, el bávaro sigue siendo un enigma para muchos. Esther
Betz habla de un «muro de protección invisible» erigido por Ratzinger a su
alrededor. El encuentro con él hacía que unos se sintieran conmovidos de
nuevo por la fe; en otros afloraban conductas que habitualmente intentaban
ocultar. Él, por su parte, parecía estar en perfecto equilibrio consigo mismo.
Su conducta también era, ciertamente, expresión de la delicada discreción
en el trato con los demás que él procuraba cultivar. Sea como fuere, no
permitía demasiada cercanía y procuraba mantener las distancias incluso
con personas que llevaban años siendo sus ayudantes. «En la relación se
observaban las formas», recuerda Wiedenhofer; «era correcta, pero no
existía confianza».
El comienzo de Ratzinger había resultado completamente exitoso, y se le
acumulaban invitaciones para pronunciar conferencias, participar en
congresos teológicos e impartir cursos como profesor invitado, pero
también solicitudes de prólogos y de discursos de bienvenida a eventos
eclesiales. Con el libro La fraternidad de los cristianos, publicado a
principios de los sesenta, llegó a un público más amplio; y en la
universidad, a pesar de su juventud, en muy poco tiempo «formaba parte ya
de los órganos decisorios más importantes», señala Heinz-Josef Fabry. «Sus
fundados conocimientos de latín y su pulido lenguaje lo predestinaban a
pertenecer ahora, de forma casi automática, a las comisiones u órganos que
cultivaban los contactos con Roma» [2].

La nueva generación de teólogos se disponía a desarrollar no solo una


nueva teología, sino también una red propia. Ratzinger era tímido, pero no
rehuía los contactos sociales. No tenía miedo a relacionarse. Sobre todo no
lo tenía a relacionarse con figuras marginales y personajes originales, con
individuos que no encajaban en los esquemas habituales. En los
inconformistas a menudo desdeñados, en parte incluso perseguidos, por los
dirigentes eclesiásticos reconocía los avances del futuro. «A la sazón se me
consideraba alguien que abría puertas nuevas, que recorría caminos
inexplorados», me explicó en una de nuestras conversaciones, «de suerte
que a mí acudían cabalmente las personas críticas». Y añadió: «Era, por
supuesto, otra época. Todos éramos todavía conscientes de que la teología
posee su propia libertad y tarea y, en ese sentido, no tiene que ser por
completo sumisa al magisterio. Pero todos sabíamos que, al margen de la
Iglesia, la teología se convierte en un discurso hecho en nombre propio y
pierde, en el fondo, toda relevancia. Más tarde se produjo una escisión:
entre quienes rechazaban el magisterio y emprendían su propio camino y
quienes seguían diciendo que únicamente puede hacerse teología en la
Iglesia».
A los anillos que empezaban a formarse en torno a la nueva estrella
aparecida en el firmamento de los teólogos pertenecían los ya mencionados
compañeros de Bonn: Johann Baptist Auer y Ludwig Hödl, su comunidad
bávara. Un segundo anillo lo formaban amigos de la época de estudios,
entre ellos Hubert Luthe y Klaus Dick. Este último dirigía entretanto la
Comunidad Universitaria de Bonn. Y Luthe era secretario privado del
cardenal colonés Frings. También había buena relación con el franciscano
Sophronius Ciasen, catedrático de Medievalística, especialista en san
Buenaventura y director de una revista que llevaba el bello título:
Wissenschaft und Weisheit [Ciencia y sabiduría].

En un tercer anillo se encontraban estudiosos de cuya experiencia y


perspectivas se beneficiaba Ratzinger. Tres figuras principales eran Hubert
Jedin, el gran historiador del Concilio de Tremo; Heinrich Schlier, uno de
los discípulos ejemplares del papa de la teología protestante, Rudolf
Bultmann; y el indólogo Paul Hacker, un erudito multitalento quien, para
asombro de su joven compañero, con una o varias botellas de vino tinto
podía pasarse una noche entera conversando con los padres de la Iglesia o
Lutero». Ratzinger recurrió a las investigaciones de Hacker para impartir un
curso sobre la historia de las religiones. «Ya solamente habla de Rama,
Krishna y, sobre todo, Bhakti», se quejaban sus alumnos; «no podemos
más».

En un cuarto anillo trabajaba Ratzinger resueltamente en sus


publicaciones. Con Wilhelm Nyssen, por ejemplo, especialista en estudios
sobre Bizancio, planificó un comentario de una obra de san Buenaventura.
Con Hubert Jedin comenzó un Manual de historia de la Iglesia (que el
historiador terminó luego solo). Con Karl Rahner publicó en 1961
Episcopado y primado: El nuevo pueblo de Dios. Esta obra aborda, en la
antesala del Concilio, cuestiones relativas al lugar del papa en la Iglesia y a
la unidad de esta. Estaba previsto que siguiera toda una serie de empresas
comunes. Ello, sin embargo, duró solo hasta el momento en que Ratzinger
creyó percatarse de «que, a pesar de estar de acuerdo en muchas
conclusiones y deseos, teológicamente vivíamos en planetas diferentes» [3].

El quinto anillo era un círculo de discípulos cercanos. El grupo informal


al que Ratzinger consultará también luego como papa (para escuchar
sugerencias en cuestiones de ecumenismo o relativas al diálogo con el islam
o con la teoría de la evolución) estaba y está formado por exalumnos de
distinto color político, teológico y caracterológico que en modo alguno se
comportan de forma acrítica frente el maestro ni son nada sumisos. Lo que
une a estos estudiosos, hoy en su mayor parte catedráticos de teología, es la
alta estima en que tienen al maestro, así como un sentimiento de gratitud
por el trato respetuoso y solícito que él siempre les ha dispensado.
Otras épocas posteriores de la vida de Ratzinger –como, por ejemplo, los
años en que sirvió de obispo– tienen su propio valor. No son marginales,
pero no representaron más que episodios. Los años de Bonn, por el
contrario, son fundamentales. En este periodo concibió Ratzinger, en
confrontación con las preguntas de la época, una nueva forma de hacer
teología; además, forjó contactos que le abrieron nuevos horizontes y puso
la piedra angular de su singular carrera. Volvamos a echar un vistazo al
entorno más cercano, con el fin de ver quiénes y qué situaciones e ideas
marcaron perdurablemente al posterior pontífice.
Empecemos por Hubert Jedin, veintisiete años mayor que Joseph
Ratzinger, un historiador cuyo Manual de historia de la Iglesia fue durante
largo tiempo la más completa presentación global de la bimilenaria historia
de la Iglesia. De origen judío por parte materna, al sacerdote silesio le
prohibieron los nazis el ejercicio de su ministerio. Se refugió en el colegio
sacerdotal del Camposanto Teutónico del Vaticano y aprovechó el tiempo
de exilio entre 1938 y 1945 para escribir su obra en cuatro volúmenes sobre
el Concilio de Trento (1543-1563), que fue aclamada por los especialistas
como modelo de historiografía moderna. «Nada ha propiciado tanto la
división eclesial», afirma, «como la ilusión de que esta no existe» [4].

Jedin ocupó en Bonn desde 1946 la cátedra de Historia Medieval y


Moderna de la Iglesia y era tenido por una cabeza original. Dictaba sus
libros improvisando mientras caminaba de un lado a otro por el despacho.
Ratzinger lo denomina «amigo personal», una distinción que en sus
memorias concede a muy pocos de sus compañeros. De la trayectoria
biográfica de Jedin le convencía el hecho de que este, como «historiador de
peso propio e independiente, se convirtió en un decidido defensor de la
eclesialidad de la teología» a partir del momento en que «vio que había una
tendencia a distanciarse de la Iglesia» [5].
Especialmente atraído se sentía Ratzinger por otro perseguido por los
nazis, su amigo y compañero Heinrich Schlier, pastor y teólogo evangélico-
luterano, nacido el 31 de marzo de 1900 en la localidad altobávara de
Neuburg an der Donau. Padre de cuatro hijos, en 1942 los nazis le
prohibieron –por ser miembro de la «Iglesia confesante»– publicar. Tras la
guerra asumió la cátedra de Nuevo Testamento e Historia Antigua de la
Iglesia en la Facultad de Teología Protestante en Bonn. Su conversión al
catolicismo en 1953 fue un escándalo ce primer orden. No en vano se
trataba del discípulo preferido del teólogo protestante por excelencia,
Rudolf Bultmann, con quien se había doctorado y habilitado. En el libro
colectivo Bekenntnis zur katholischen Kirche [Adhesión a la Iglesia
católica], Schlier justifica su conversión: como exégeta había descubierto
que la Iglesia representa un elemento necesario para comprender la Sagrada
Escritura y que donde mejor se realizan los paradigmas eclesiológicos
neotestamentarios es en la Iglesia católica. Su «anhelo por lo católico» se
había visto alimentado también por ejemplos en la lucha antinazi –el P.
Rupert Mayer, entre otros–, así como por diversos textos breves y la revista
Hochland, que compraba con disimulo en el atrio de una iglesia católica
[6]. La conversión del discípulo de Bultmann resultó aún más amarga para
el protestantismo por el hecho de que ya su predecesor en la cátedra de
Bonn, Erik Peterson, se había convertido al catolicismo. Las obras de
Peterson, con su redescubrimiento de la doctrina del tiempo final, fueron
luego tan importantes para Ratzinger que algunos observadores llegaron a
hablar de un «pontificado marcado por Erik Peterson».
La conversión de Schlier hizo de él un proscrito entre los teólogos
protestantes, pero no lo ayudó a ser aceptado por los católicos. El teólogo
perdió su cátedra, pero por razones canónicas tampoco podía dar clase en la
Facultad de Teología Católica. Así que en adelante impartió, sin
remuneración alguna, cursos sobre literatura cristiana primitiva. El hecho de
que estas clases carecieran de reconocimiento académico no impidió que
todos los viernes por la tarde unos doscientos estudiantes, así protestantes
como católicos, acudieran a escucharlo.
Schlier dirigía conjuntamente con Rahner la prestigiosa coacción
Quaestiones Disputatae de la editorial Herder. Junto con Ratzinger publicó
en 1982 Elogio de la Navidad. Escribió sobre Lo perdurablemente católico
y se ocupó por extenso del Apocalipsis o, para ser más exactos, del plazo
que le ha sido concedido al mundo antes de que irrumpa el señorío
definitivo de Cristo. Entre las exhortaciones del Apocalipsis se cuenta
también la indicación de que, a medida que se aproxime el fin de los
tiempos, «no se hablará de un mundo cristiano, sino únicamente de santos y
testigos dispersos» [7]. Ya solo la autodivinización del ser humano debe
entenderse como signo característico del tiempo final. A desarrollos tales
como «la despersonalización, la deshumanización, la formalización y la
homogeneización» se sumarían también «los estados de ánimo y las
acciones de ese singular enfado de todos contra todos y contra todo, en el
fondo contra Dios» [8]. De la redención en esta fase de la historia formarían
parte la paciencia, la serenidad, la inquebrantable fidelidad a Dios y la
sobriedad: «Ser sobrio significa ver y aceptar las cosas tal como son» [9].
Según el entonces estudiante Peter Kuhn, Schlier y Ratzinger eran «casi
como una pareja». La espiritualidad que se expresa, por ejemplo, en los
libros de Benedicto XVI sobre Jesús se retrotrae a la influencia de Schlier.
Cuán estrecha era la relación entre ambos teólogos se echa de ver en el
cultivo del trabajo en común, lo que los llevó a impartir juntos en
vacaciones –durante los ocho años siguientes a su marcha de Bonn– un
curso de una semana en la Gustav-Siewerth-Akademie, al sur de la Selva
Negra. El propio Ratzinger confirma que Schlier «tuvo una influencia no
enorme, pero sí muy real, sobre mí. Su síntesis entre lo espiritual y lo
histórico-crítico es singular. Pero también lo admiraba como persona» [10].
A juicio de Ratzinger, Schlier es «una de las figuras más nobles de la
teología de este siglo [el XX], profundamente comprometido con la
herencia de Heidegger y de Bultmann, su maestro, si bien su evolución lo
ha llevado mucho más allá de ambos» [11]. En el prólogo a la edición
italiana de Sobre la resurrección de Jesucristo aparecida en 2004, Ratzinger
hablaba de su antiguo compañero como de una persona «abrumada» por la
aparición del Resucitado: «Es decir, un creyente, pero un creyente que cree
con el entendimiento. Toda su trayectoria fue un dejarse poseer por el Señor
que lo guiaba» [12].
También Paul Hacker, otro de los amigos íntimos en Bonn, era
protestante... y asimismo converso. Hacker estaba considerado uno de los
indólogos más destacados de su época. Nacido en 1913 en una pequeña
localidad con el bello nombre de Seelscheid im Siegkreis [que literalmente
significa «tránsito del alma en el círculo de la victoria»], conjugaba
abarcadores estudios humanísticos en filología eslava, inglesa y románica
con una formación en indología y lenguas indias e investigaciones en la
filosofía del Vedanta. En 1954 había enseñado como profesor invitado en
Darbhanga (India) y desde 1955 ocupaba la cátedra de Indología en la
Universidad de Bonn. Las obras de Hacker llevaban títulos enigmáticos
como Vivarta: Estudios sobre la historia de la cosmología y la gnoseología
ilusionistas de los indios; pero no fue solo la fuerza de fascinación del
hinduismo la que cautivó a Ratzinger, sino también la del cristianismo, que
vio confirmada al asomarse a las religiones y cultos asiáticos. En las
grandes religiones –en el budismo, el hinduismo, el judaísmo, el islam–
existe, afirma él, un dinamismo de convergencia, «un dinamismo de anhelo
del Dios encarnado». Este dinamismo apunta al oculto punto de unidad de
las religiones, en el que en último término podrían y deberían encontrarse
todas ellas. «En ese sentido, tenemos en Cristo el punto hacia el que
convergen Oriente y Occidente» [13].
En su curiosidad por el catolicismo, Hacker encontró en Ratzinger el
interlocutor ideal. A la inversa, el multitalento y cultísimo indólogo («una
gran cabeza, una cabeza tan excepcional como explosiva») introdujo a
Ratzinger en las fuentes del hinduismo, por ejemplo, en el Bhagavadgita y
los Vedas, que el joven teólogo interpretaba en sus clases sin polemizar con
ellas. Así, cuando el catedrático bávaro mostraba similitudes entre la piedad
popular hindú y la católica, un soplo de la India recorría el aula. También en
el hinduismo se ve actuar al Espíritu divino, explicaba. Interpretando esta
constatación desde una sinopsis cristocéntrica anticipó algunos enunciados
esenciales de Nostra aetate, la declaración del Concilio Vaticano II sobre
las grandes religiones. «Por regla general solo se presenta el aspecto
filosófico del hinduismo», asevera Ratzinger, «mientras que yo opinaba que
había que ocuparse también –y sobre todo– de los aspectos cultuales y
míticos. Y estoy contento de haberlo hecho así entonces; pues cuando
surgió el diálogo interreligioso, yo estaba ya un poco preparado» [14].
Hacker se convirtió a la Iglesia católica estando Ratzinger todavía en
Bonn. A diferencia de Martín Lutero, que asignaba el amor al ámbito
secular, Hacker juzgaba que el amor, como factor de abnegación, está ya
siempre implícito en la fe. Una fe sin amor ni bondad es egoísta; un amor
sin fe, mero sentimiento [15]. El 12 de julio de 1966 el padre de familia
envió a Ratzinger una carta de dos páginas en la que consignó algunas
palabras clave sobre los motivos de su conversión: «Querido Sr. Ratzinger:
[...] Quizá encuentre Ud. en las siguientes líneas algunas cosas interesantes
para su trabajo: 1) Me he percatado de que, como cristiano, uno debe estar
en la Iglesia, y de que no hay otra Iglesia más que la católica. Quiero ser
cristiano. 2) Me he percatado de que el Nuevo Testamento es católico, y yo
solo puedo guiar mi fe por la Sagrada Escritura [...]. 5) Soy católico, porque
en la Iglesia católica cobra forma el amor de Cristo o, dicho de otro modo,
porque el catolicismo es la religión del amor» [16].
Aún otra relación iniciada en la época de Bonn fue importante para la
evolución de Ratzinger. Es el encuentro con el excepcional teólogo Hans
Urs von Balthasar. A primera vista, el exjesuita suizo parecía justo el
contrapunto del joven bávaro. Hijo de una familia noble de Lucerna, alto,
delgado, aristocráticamente reservado, no era en el fondo teólogo, sino
germanista y filósofo de formación. Junto con la médica suiza Adrienne von
Speyr, a la que él mismo bautizó tras su conversión a la Iglesia católica,
fundó en 1944 el instituto secular de la Comunidad de San Juan y trabajó
como escritor autónomo. Adrienne era mística y vidente; a través de
visiones recibía explicaciones sobre los evangelios, pero también sobre el
«Apocalipsis», que Von Balthasar ponía luego por escrito. El extravagante
teólogo dio la espalda a su orden en 1950 tras un conflicto; en 1960 rechazó
una cátedra que le ofreció la Universidad de Tubinga. Von Balthasar estaba
considerado uno de los autores teológicos más cultos del siglo XX; sobre
todo, tenía algo que le faltaba a Ratzinger o, mejor dicho, que este trataba
más bien de ocultar: la sensibilidad para lo místico, incluidos los éxtasis
más atrevidos. «Pero sencillamente nos entendíamos a la perfección»,
asegura el bávaro, «desde el primer instante».
Ratzinger había leído ya como estudiante los escritos de Von Balthasar.
En 1949 asistió a una conferencia que este pronunció en la Universidad de
Múnich. En Bonn lo conoció personalmente en 1960. Fue con ocasión de
una mesa redonda sobre El cristiano abierto al mundo, un libro de Alfons
Auer, el hermano de Johann Baptist Auer, en la que el suizo –quien
consideraba funesta la línea de apertura al mundo de Auer– pidió al joven
teólogo de Hufschlag que participara. «No sé por qué me invitó también a
mí», dice Ratzinger. Sea como fuere, el encuentro se convirtió en «el
comienzo de una amistad que duró hasta el final de su vida y por la que no
puedo sino estar agradecido» [17].
Joseph Ratzinger pertenece a esa clase de personas a las que les gusta
dejar que las cosas les advengan. Tomar él mismo las riendas de su vida no
le va tanto. De modo especial se le quedó grabada en la década de 1950,
recuerda, una frase de una carta de san Ignacio de Antioquía: «Antes callar
y ser que hablar y no ser. Enseñar es bueno cuando uno hace lo que dice».
Ratzinger recuerda la ciudad a orillas del Rin como un regalo, con
«amistades que fueron importantes para mi trayectoria posterior».
Pero también se manifestó la paradoja que caracteriza toda su carrera:
reserva y conciencia de misión a la vez. No planificó su carrera ni buscó
congraciarse con nadie. Al contrario, sus relaciones y su independencia, de
la que hacía gala, debían resultarle realmente perjudiciales para su carrera,
puesto que para él no representaba ninguna contradicción ser conservador y
reformista al mismo tiempo.

Sin embargo, el encuentro más importante para Ratzinger estaba aún por
venir. Es la colaboración con un hombre que se convertirá en el promotor
determinante del joven talento. En honor a la verdad habría que añadir que
no está claro quién promocionó más a quién, si el mayor al joven o el joven
al mayor. Pues sin el treintañero recién llegado de Baviera el anciano habría
sido incapaz de afrontar las tareas y esfuerzos que lo aguardaban. Pro
hominibus constitutus, «Nombrado para servir a los hombres»; así rezaba su
divisa. Se trata del cardenal Josef Richard Frings, segundo de los ocho hijos
de un fabricante de tejidos, quien –como una de las voces destacadas del
inminente concilio– desarrollaría, con ayuda de su «teológicamente
adolescente» asesor, alas de águila.

A finales de julio de 1959, acabados ya los exámenes del semestre,


Joseph y Maria van en tren camino de Traunstein. En la ciudad donde
creció, Ratzinger quiere reunirse con amigos de la escuela, hacer
senderismo, ir a conciertos al cercano Salzburgo y escribir textos para
conferencias y libros. Para ayudar a Georg Elst, el Cohete Schorsch, el
párroco de Traunstein, se involucra en la actividad pastoral y celebra
eucaristías en la prisión municipal. Reside, como antiguamente, en una
sencilla habitación en el seminario Sankt Michael. Todo parece ir rodado.
Pero al igual que le ocurrió al terminar la tesis de habilitación, tras sus altos
vuelos en Bonn iba a experimentar una de esas amarguras que hacen la vida
tan cruel. No un batacazo como en Frisinga, pero sí un doloroso revés, una
amarga pérdida.
Hacía ya días que Joseph padre no se encontraba bien. En la mañana del
23 de agosto, un caluroso día de verano, fue a misa a la iglesia principal de
la ciudad. A las once asistió a la eucaristía que su benjamín celebraba en el
seminario, en lo alto de la ciudad. Después de comer dio un largo paseo
junto con su mujer. Más tarde contaría esta que, ya en el camino de regreso
a casa, su marido quiso entrar de nuevo en la iglesia y oró con especial
intensidad. Georg. Maria y Joseph habían ido a Tittmoning, a visitar la
ciudad donde habían pasado la infancia. «Una excursión maravillosa;
estábamos muy contentos», sintetiza Georg. Por la tarde, el padre colapsa.
Es un ictus. Transcurren dos días entre el miedo y la esperanza. «Él siempre
había querido llegar a los 86 años y nueve meses», cuenta Georg «cuando
rebasó los 80, aumentó la cifra y decía que quería cumplir por lo menos
90». El 25 de agosto de 1959, hacia las siete de la tarde el patriarca de la
familia, a los 82 años, cerró dulcemente los ojos para siempre, rodeado de
sus seres más queridos. «Todos oramos en silencio, cada cual en su
interior», dice Georg. «Nos sentíamos afortunados», añade Joseph, «de
haber podido estar alrededor de su cama y mostrarle una vez más nuestro
amor, que él aceptó con gratitud, aunque no podía hablar ya» [18].
La muerte de su padre es la mayor cesura hasta ahora en la vida del
posterior papa. Sabía cuánto tenía que agradecerle. Por una parte, los
talentos y disposiciones que le había transmitido; por otra, la educación de
él recibida. Y, sobre todo, el ejemplo que le dio. De su madre heredó
Joseph, según él mismo juzga, «un alma muy calurosa y poética, que
corporeiza lo que nace de la fe: la bondad y la fuerza de convicción de la
vida sencilla». De ella asumió el amor a la naturaleza, las flores y los
animales; también la sensibilidad. Las disposiciones genéticas del padre
incluían, por el contrario, una inteligencia aguda, la franqueza en el
pensamiento y la acción, el sentido de la verdad, del honor y de una moral
derivada del Evangelio. Joseph padre conjugaba sin problema su absoluta
fidelidad a la Iglesia de Cristo con la crítica a los responsables eclesiásticos.
Pero también era evidente en él una cierta vacilación en lo relativo a sí
mismo, una falta de decisión. También esta característica la había heredado
su hijo menor, y él lo sabía.

El padre –hijo de campesinos del Bosque Bávaro, sin más estudios que
los elementales, sin una gran carrera profesional, un hombre sencillo y, sin
embargo, culto, ingenioso, honesto y justo– fue su profesor, su maestro
espiritual, su mentor literario. Habían compartido el pan de escasez, el
trabajo en la granja, la oración y las fiestas. De niño, su padre le había
contado historias llenas de suspense y aventuras; le había iniciado en las
conexiones de la fe cristiana; se había convertido para él en una referencia.
La severidad que le era connatural se había transformado en una
sentimental benevolencia senil. Cuán importante fue para él también como
consejero lo deja claro Ratzinger en un breve apunte del prólogo escrito a
posteriori para la publicación de su lección inaugural en Bonn en forma de
libro. Mi padre, confiesa en dicho prólogo, «ha acompañado todos mis
trabajos con solícito interés».
El pequeño Joseph era un hijo tardío, el agregado, el regalo. Ahora, a los
32 años, se había quedado medio huérfano. El padre había hecho su trabajo
y podía marchar tranquilo. El joven estaba encaminado, aprendería rápido a
arreglárselas solo. El relato de Ratzinger sobre su primer año en los grandes
escenarios teológicos concluye con una nota melancólica: «Cuando regresé
a Bonn después de esta vivencia, sentí que para mí el mundo estaba ahora
un poco más vacío y que una parte de mi hogar había sido transferida al
otro mundo» [19].
27
El Concilio

L a procesión descendió desde el Patio de San Dámaso del Palacio


Apostólico por la Scala Regia y, atravesando la Puerta de Bronce,
llegó hasta el centro de la plaza de San Pedro. El adoquinado estaba
húmedo y brillante, pero la lluvia había cedido paso a suaves rayos de sol,
que relucían cautelosamente a través de las nubes.
Los superiores de las órdenes religiosas, los abades generales y los
prelados nullius o territoriales encabezaban la procesión. Los seguían los
obispos, arzobispos y patriarcas. Sus blancas capas magnas y mitras
conferían brillo y sublimidad al cortejo. A continuación venían los
cardenales, revestidos con paramentos de color rojo como la sangre de los
mártires; y, por último, los barbados orientales, quienes, en sus vestimentas
oscuras, parecían una delegación venida de otro mundo.
El desfile se prolongó una hora entera. La comitiva tenía cuatro
kilómetros de longitud y estaba integrada por 2.500 varones. Entre
bastidores operaban innumerables personas más: notarios y promotores,
contadores de votos, secretarias, telefonistas, archivistas, lectores,
intérpretes, taquígrafos, técnicos, acomodadores, personal sanitario y
limpiadoras de aseos. Se habían acreditado más de mil periodistas, que
desenfundaban sus lápices y cámaras fotográficas y discutían sobre la
obligación de confidencialidad decretada por el papa porque «tal precaución
le parecía más necesaria que nunca». En Alemania no había clase en las
escuelas. Gracias a la retransmisión de la RAI, no solo los 200.000
peregrinos in situ, sino millones de personas en todos los rincones del
planeta pudieron ver en directo cómo la procesión ascendía los escalones y
desaparecía por el pórtico principal de la basílica de San Pedro, como si
verdaderamente hubiese sido absorbida por una fuerza invisible.
Es jueves, 11 de octubre de 1962, solemnidad de Santa María, Madre de
Dios, y apertura del Concilio Vaticano II, la mayor asamblea eclesial de la
historia. A Roma se habían desplazado obispos de 133 países, número tres
veces mayor que en el Vaticano I (1869-1870). Y en vez de los 1.056
participantes invitados entonces (de los cuales estuvieron presentes unos
800, más de un tercio de ellos italianos) [1], el número de convocados ahora
ascendió a 2.908 (de los cuales 2.540 tomaron parte en la ceremonia
inaugural). Por primera vez hubo pastores de Japón, China y la India, y el
número de africanos creció de cero a más de cien.

Cuando al final de la comitiva apareció el papa en la sedia gestatoria, la


silla gestatoria [o sea, portátil, transportable en brazos] decorada en oro,
acompañado por los portadores de las flabella, los solemnes abanicos
ceremoniales de plumas de pavo real, el júbilo de la masa estalló en una
ovación. Cuando el papa se inclinó hacia la multitud para recibir sus
saludos e impartir la bendición, su rostro resplandecía de alegría.

Los concilios son asambleas de cardenales, arzobispos, obispos,


superiores generales de órdenes y congregaciones religiosas y
representantes de la curia romana y del papa, que se convocan con el fin de
ajustar los contenidos de la fe católica, poner nombre a las herejías y
clarificar la relación con el mundo, que cambia sin cesar. Según el derecho
canónico, estas asambleas poseen «el poder supremo sobre la Iglesia
universal», con una pequeña limitación: todas sus decisiones deben ser
ratificadas por el papa.
Hasta el siglo XX se habían reconocido oficialmente como ecuménicos,
esto es, «universales», veinte concilios. El «concilio apostólico» de
Jerusalén en el año 46 fue una suerte de ensayo general y no se cuenta entre
los ecuménicos. La serie comienza con el Concilio de Nicea, la actual Iznik,
cerca de Estambul. Lo convocó el emperador romano Constantino I en el
año 325 para dirimir la disputa sobre la naturaleza de Jesús, que amenazaba
con dividir a la Iglesia. La asamblea terminó con la victoria sobre los
obispos arrianos, que sostenían que el Hijo había sido creado por el Padre, y
con la formulación del credo niceno, según el cual «el Hijo es consustancial
con el Padre».
La afirmación de la consustancialidad de Cristo con Dios Padre es hasta
hoy el credo de la fe cristiana. Pero en los cánones del Concilio se tomaron
también las primeras decisiones disciplinares de la Iglesia. Por ejemplo, que
los eunucos pueden ser ordenados sacerdotes. Que los obispos, sacerdotes y
diáconos no deben convivir con mujer alguna (a no ser que esté por encima
de toda sospecha). Que los creyentes que han incurrido en apostasía sean
readmitidos a la comunión tras una penitencia de doce años. En el canon 20
se estipula que en domingo y durante el tiempo de Pentecostés se debe rezar
no de rodillas, sino de pie. Por lo demás, la Pascua se celebrará siempre en
el domingo posterior a la Pésaj judía.
El adjetivo empleado por el papa Juan XXIII al convocar el Concilio,
«ecuménico», fue al principio fuente de confusión. Muchos pensaron en un
congreso católico-protestante de unidad. En la estela del movimiento
ecuménico, surgido en 1910 en el seno del protestantismo mundial, tras la
Segunda Guerra Mundial se crearon en el mundo de lengua alemana los
llamados grupos Una Sancta, círculos interconfesionales de oración y
diálogo, que reclamaban una nueva sensibilidad ecuménica. Sin embargo,
con la denominación elegida por el papa no se aludía sino a un concilio
universal, concerniente a la totalidad de la Iglesia católica, por
contraposición a los concilios nacionales o provinciales. Juan XXIII se
había limitado a atenerse al uso lingüístico eclesiástico, tal como se plasma
en el CIC (Codex Iuris Canonici), el derecho canónico de la Iglesia católica
de Roma. Y en este código la sección que trata del concilio universal se
titula: De Concilio Oecumenico. Para el papado, una reunificación de los
cristianos separados solo era concebible como retorno a la Iglesia católica,
identificada por Pío XII en 1943, en la encíclica Mystici corporis, con el
cuerpo místico de Cristo.
Habían transcurrido justo dos años y medio desde que el gravemente
enfermo pontífice emprendiera el proyecto. Juan XXIII tenía aún en mente
los contrariados rostros de los dieciocho cardenales reunidos en la sala
capitular de la abadía de San Pablo Extramuros en Roma el 15 de enero de
1959, cuando pronunció por vez primera la palabra casi tabú. Los presentes
habían seguido aprobatoriamente su esbozo de la situación del mundo. Por
ejemplo, cuando habló de las fuerzas buenas y malas que luchan entre sí.
Del hombre moderno, que se siente tentado con más y más fuerza a
idolatrar el progreso científico. Existía el peligro, dijo, de que la confusión
moral se propagara por doquier en la tierra, en pueblos y ciudades, en países
y naciones. Sin embargo, nadie estaba preparado para el momento en el que
soltó la bomba.
Comenzó inofensivamente. Para que los cristianos puedan contribuir al
bienestar del mundo mejor que hasta ahora, así introdujo Roncalli su
anuncio, resulta necesario infundir nueva fuerza a su fe. Y entonces lo dejó
caer: por eso había decidido convocar un concilio, un concilio ecuménico,
un concilio de la Iglesia universal.
El silencio que siguió al instante histórico pareció prolongarse una
eternidad. Juan XXIII no pudo por menos de pensar en su secretario de
Estado, el cardenal Domenico Tardini, el «papa Domenico», como lo
llamaban los romanos debido a su majestuosa estampa. También delante de
él se había lamentado del estado del mundo. La inquietud y el miedo se
extendían por doquier. La intranquilizadora tensión entre las dos grandes
superpotencias. «¿Qué se podría hacer para dar al mudo un ejemplo de paz
y armonía?», le preguntó a Tardini. Pero ¿no se asustó incluso él mismo
cuando, sin quererlo, le vinieron a los labios las dos palabras
impronunciables? «Un concilio», se oyó decir.

Tardini –urbano, conservador, sagaz– era un avezado hombre de Estado.


Su divisa rezaba: «El primer ministro del Vaticano tiene que saberlo todo,
tiene que haber leído y entendido todo, pero no debe revelar nada». La
prensa escribía que la modestia veterorromana de Tardini brotaba de la
seguridad en sí mismo de un regente que, como tal, no ejercía el poder para
sí mismo, sino que actuara en nombre de un poder superior. Había servido a
cuatro papas como jefe de la diplomacia más antigua de la tierra y
verdadero responsable de la política internacional de la Iglesia católica. Los
dos últimos papas, Pío XI y Pío XII, habían ponderado asimismo la
conveniencia de convocar un concilio, pero lo habían descartado por
inviable, archivando todos los planes. ¿Y ahora? Tardini, que había
rechazado tres veces la dignidad de cardenal, no dijo más que ¡Sí, sí!» a la
propuesta de Roncalli, asintiendo con la cabeza. «¡Sí, sí! ¡Un concilio!».
En la basílica de San Pablo Extramuros, los dieciocho cardenales estaban
aún estupefactos. «Me gustaría contar con vuestro consejo», rompió Juan
XXIII el elocuente silencio. Tampoco estas palabras encontraron eco
alguno. Los cardenales solo lo veían, ciertamente, como «papa de
transición», pero él había esperado al menos alguna reacción, un gesto
emocional a su sensacional noticia. Esa misma noche anotó en su diario:
«Humanamente, habría podido esperar que los cardenales, tras el discurso,
se hubieran agolpado alrededor de mí para expresarme su aprobación y
transmitirme sus mejores deseos» [2].
Para la celebración del Concilio Vaticano II fueron necesarias rearmas
arquitectónicas inauditas. Con la tribuna para 3.200 participantes ocupando
toda la nave principal, el interior de la basílica de San Pedro se asemejaba
más a un inmenso pabellón de deportes que a la famosa obra maestra de
Miguel Ángel, Bramante, Bernini y otros geniales artistas del Renacimiento
y el Barroco. La construcción metálica en los laterales de la nave central
contaba con diez filas escalonadas de asientos y tenía en total 190 metros de
longitud y 22 metros de ancho, divididos en 40 bloques con 80 asientos. La
asignación de asientos se hizo según cargo y rango. En las filas inferiores se
instalaron micrófonos, y las intervenciones –que debían ser en latín–
estaban limitadas por reglamento a ocho minutos. Las votaciones se
realizaban con ayuda de un lápiz magnético a través de un moderno sistema
de tarjetas perforadas que leían nueve máquinas del tipo Olivetti-Bull. El
fabricante prometió que ninguno de los recuentos de votos requeriría más
de una hora.
Para los observadores de otras confesiones cristianas se dispuso un
espacio aparte. Delegados oficiales enviaron, entre otras, la Iglesia ortodoxa
rusa, la copta, la siro-jacobina, la etíope y la armenia, los anglicanos, la
Federación Luterana Mundial, la Iglesia Evangélica en Alemania y el
Consejo Mundial de Iglesias. A ellos se sumaron varios cientos de teólogos
católicos que actuaban como asesores, los «peritos». En las dependencias
adyacentes se instalaron enfermerías y aseos. Pero uno de los lugares más
importantes del Concilio, punto de encuentro para conversaciones
informales y enfados generales, terminó siendo un bar, una cafetería
improvisada en un lateral de la basílica cuyo nombre era «Bar Jona». El
apelativo bar-Yonah significa en arameo «hijo de Jonás» y se encuentra
también en el nombre de Pedro, pescador de hombres: Símon Barionâ (Mt
16, 17).
En la misa de apertura del Concilio, una vez dentro de la basílica todos
los padres conciliares se quitaron la mitra blanca. Juan XXIII recorrió el
pasillo formado por los obispos, que lo aplaudieron y vitorearon. Como
pastores de cerca de 600 millones de católicos, representaban casi a un
quinto de la población mundial, que a la sazón era de unos 3 000 millones
de personas. De Latinoamérica procedían en torno al 20 % de los padres; de
Norteamérica, el 14 %; de Asia, el 12 %; de África, el 12 %; y de Oceanía,
el 2 %. Los obispos europeos eran alrededor del 40 %. A ellos había que
sumar los más de 500 padres conciliares de África y Asia de origen
europeo, entre ellos un tercio italianos.

Estaba planeado que del ámbito de influencia comunista en Europa


acudieran a Roma 146 obispos. Solo lo hicieron 50. Los demás no
obtuvieron autorización para viajar o estaban en prisión. De los 144 obispos
chinos invitados, llegaron a Roma 44; de Corea y Vietnam del Norte,
ninguno. El participante de mayor edad, monseñor Alfonso Carinci, había
asistido también al Vaticano I... como miembro del coro infantil. Ahora
estaba a punto de ser centenario. El más joven, el peruano Alcides Mendoza
Castro, acababa de cumplir 34. Entre la multitud de obispos se encontraba
también un tal Karol Wojtyla, administrador apostólico de la diócesis de
Cracovia, un absoluto desconocido en la Iglesia universal. «Emprendo este
camino hondamente conmovido»: así se despidió el eclesiástico de 42 años
de los creyentes de su diócesis; «y con gran temblor de corazón» [3].
Juan XXIII, hijo de una familia de campesinos de Sotto il Monte,
diócesis de Bérgamo (que incluso en la católica Italia era tenida por
cattolicissima terra), había puesto la obra en marcha, pero se veía a sí
mismo como mero partero. Entendía que todo lo demás era cosa de la
providencia divina. «Dios sabe que existo», se decía a sí mismo como
consuelo en los momentos más difíciles; «eso me basta, aunque yo ya no le
interese a nadie». Cuando en la ceremonia de apertura del Concilio en la
basílica de San Pedro llegó al altar, el papa se rostro de hinojos. Luego se
entonó el himno oficial del Vaticano II, el Veni creator Spiritus («Ven,
Espíritu creador»), con el que el papa y los padres conciliares suplicaron
conjuntamente al Espíritu Santo luz y guía. Todos los presentes –incluidos
los invitados de dieciocho Iglesias y comunidades cristianas no católicas y
de 79 Estados que, como embajadores, seguían fascinados el espectáculo–
se levantaron y bajo los poderosos acordes del órgano, unieron sus voces al
canto. Alemania estaba representada por el ministro de Asuntos Exteriores,
Serhard Schröder, de la CDU, al frente de una delegación especial del
gobierno federal.
La ceremonia de inauguración del Concilio duró siete horas. Por deseo
expreso del papa, el Evangelio fue cantado en griego, y las preces incluso
en lenguas eslavas y en árabe, en forma de la letanía ektenie, una letanía de
la Divina Liturgia de la Iglesia ortodoxa. Después de ello, el responsable
supremo de la Iglesia inició el rezo del credo según la forma prescrita por el
derecho canónico, al que se sumaron colectivamente los padres. En la
subsiguiente oboedientia, la reafirmación de la obediencia, los cardenales y
patriarcas se acercaron uno a uno al trono pontificio y mostraron al pontifex
maximus con una genuflexión, algunos incluso besándole los pies, su
obediencia incondicional.
De pie a la derecha del papa se encontraba, conforme al protocolo, el
cardenal Alfredo Ottaviani. Pero delante de la basílica esperaba alguien que
un día heredaría el puesto del temido proprefecto del Santo Oficio. Joseph
Ratzinger era todavía un mero asesor teológico no oficial y, como tal, no
podía participar en la celebración que se estaba desarrollando en la basílica,
ni tampoco en las asambleas. Sin embargo, nunca antes había tenido
conciencia tan clara de qué significaban la Iglesia universal y la
universalidad. Los inmensos edificios del Vaticano, el interminable flujo de
jerarcas, la cuidada liturgia y las multitudes llegadas de los rincones más
apartados de la Tierra simbolizaban un imperio religioso que no solo
corporeizaba una tradición bimilenaria, sino un poder institucional, cultural,
jurídico, intelectual y mental. Esta era la paradoja de una institución que
debía ser a la par fuerte y débil, capaz de defenderse e impotente, severa y
misericordiosa, rica y pobre, reglamentista e indulgente, humilde y sublime,
que estaba llamada a vivir en el cielo y, al mismo tiempo, enteramente en la
tierra: en el fondo, un imposible.
Los Estados Pontificios habían quedado reducidos a un territorio
diminuto en torno a la basílica de San Pedro. Pero ¿se habían debilitado por
eso las «divisiones del papa», como en una ocasión caracterizó
burlonamente Stalin al pueblo cristiano? Con su rigurosamente organizado
ejército de cientos de miles de sacerdotes, monjes, monjas, diáconos,
misioneros, mensajeros de la fe y obispos de fe más o menos firme, activos
en distritos de todos los países. Con millones de personas comprometidas
en obras en su mayor parte caritativas. Con universidades propias y toda
una plétora de eruditos. Con escuelas, guarderías, hospitales, residencias
para enfermos terminales, orfanatos, centros asistenciales. Con editoriales,
publicaciones periódicas e imprentas propias. Millones de personas
visitaban todos los años sus lugares místicos, repartidos por el planeta
entero. Ininterrumpidamente se distribuía en algún rincón del mundo –
desde las fronteras de Mongolia hasta Times Square en Manhattan– el
misterioso alimento eucarístico en forma de hostia en el marco de una santa
misa celebrada en un templo católico. El número de católicos crecía día a
día, de manera en apariencia imparable. Y en la cima de la Iglesia había un
monarca que no reclamaba para sí solo autoridad terrena, sino también
divina. Su Santidad el papa, vicario de Cristo en la Tierra.

«De hecho», comentó el semanario alemán Der Spiegel diez días antes
de la apertura del Concilio, «la Iglesia católica ha alcanzado en la
actualidad –después de casi dos mil años de historia– una unidad y
uniformidad en su doctrina y su estructura como nunca antes y constituye
hoy el modelo ejemplar e inalcanzable de una comunidad intelectual: posee
“una única verdad”, y esta se halla custodiada por un único guardián». En
este sentido supera, prosigue el artículo, «incluso al único de sus rivales
actuales que está a su altura en lo que respecta a influencia en las masas: el
comunismo mundial» [4].
Sobre todo, esta Iglesia anunciaba un mensaje no sobrepujable y, con él,
a un Señor al que no solamente le pertenecía el mundo, sino el universo
entero. Y, sin embargo, ¿no debían interpretarse los signos de los tiempos
también como preludio de una tempestad acechante? Nadie hablaba de
crisis. Era más bien una sensación. Una sensación de que esta Iglesia, tal
como era, no encajaba ya en la época.
En medio de la multitud, Joseph Ratzinger, a sus 35 años, vivió este
«momento de extraordinaria expectación». «Tiene que ocurrir algo grande»,
le decía una voz interior. En los últimos quinientos años, el instrumento
«concilio» no se había utilizado más que dos veces. Una, en el Concilio de
Trento, el Tridentinum, convocado por el papa Pablo III el 22 de mayo de
1542. Y la otra, en el Vaticano I, convocado por Pío IX el 29 de junio de
1868 con ocasión del 1800 aniversario del martirio de los santos Pedro y
Pablo. En Trento, unos cien padres conciliares buscaron en veinticinco
sesiones celebradas entre 1545 y 1563 la respuesta correcta a la Reforma de
Lutero. Entre las decisiones más importantes se contaron medidas contra los
abusos del sistema de indulgencias, la prohibición de que los obispos
acumularan cargos y la creación de seminarios sacerdotales para mejorar la
formación de los pastores. El Concilio Vaticano I (1869-1870) hubo de
interrumpirse a causa de la declaración de guerra de Francia a Alemania. El
resultado final fue un nuevo cisma –con la separación de un grupo que se
autodenominó «veterocatólicos»– y la desmembración de los Estados
Pontificios, que se habían extendido por toda la zona central de Italia y
poseían incluso flota naval propia.

A diferencia de todos los concilios precedentes, esta vez no había que


«resolver ningún problema determinado». Se trataba, en cierto modo, del
todo. «El cristianismo, que había construido y plasmado el mundo
occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa», sentía Joseph
Ratzinger como testigo de esta hora histórica. «Se le veía cansado, y daba la
impresión de que el futuro era decidido por otros poderes espirituales» [5].
Debía volver a «ser una fuerza que moldeara el futuro» [6].
La llamada del papa Juan al aggiornamento, a la «puesta al día»,
desencadenó una fuerza movilizadora. Todo debía ser más fresco, más
nuevo, más dinámico. Pero ¿no se había hecho patente entretanto que la
curia romana minaría con todo su poder –y toda su astucia– cualquier
intento de reforma? ¿No llevaban los schemata preparados, en su contenido,
estilo y mentalidad, justo el sello de la teología romano-neoescolástica que
había que superar? Es verdad que la procesión de entrada al aula de la
basílica de San Pedro había sido impresionante. Pero «¿acaso es normal»,
se preguntaba Ratzinger fuera, en la plaza, «que 2.500 obispos, por no decir
nada del resto de los fieles, estén condenados a ser testigos mudos de una
liturgia en la que, a excepción de los liturgos oficiantes, solo la Cappella
Sistina tiene la palabra?». ¿Dónde quedaban las innovaciones? «Que no se
requiriera la activa colaboración de los presentes, ¿no era síntoma de una
situación que pedía ser superada?» [7].
Las comisiones habían trabajado aplicadamente en la preparación de la
asamblea de la Iglesia universal, eso no podía negarse. Pero su diligencia
había resultado también un tanto agobiante. Fruto de este trabajo eran
setenta esquemas. Llenaban un infolio de más de dos mil páginas. «¿Cómo
orientarse en este inmenso montón de textos?», se preguntaba el joven
teólogo. «¿Cómo iba a extraer de ahí el Concilio un impulso comprensible,
capaz de conmover a los hombres de hoy?» [8].

Algunos de los obispos estadounidenses habían insinuado que


permanecerían pro forma dos o tres semanas en la Ciudad Eterna y luego
regresarían a su país. Pues en Roma estaba todo tan preparado que ya solo
faltaban las firmas. De hecho, tres años antes, el 30 de octubre de 1959, el
cardenal secretario de Estado, Tardini, había afirmado: «El Concilio está tan
bien preparado que no tiene por qué durar mucho tiempo» [9]. El 8 de
noviembre de 1961, el secretario del Concilio, Pericles Felici, anunció: «El
Concilio empezará en octubre de 1962 y, si es posible, concluirá antes de fin
de año». Juan XXIII incluso se había negado a comprar la estructura
metálica y los asientos para el aula conciliar; para tan breve tiempo, decía,
resultará más barato alquilarlas. Cuando en julio de 1962 Felici le presentó
los esquemas conciliares ya revisados y aprobados, el papa Roncalli
exclamó entusiasmado: «¡El Concilio es cosa hecha, para Navidades
habremos terminado!» [10].
Solo el discurso inaugural de Roncalli logró calmar un poco a Ratzinger.
Nadie sospechaba que precisamente él había proporcionado un año antes la
inspiración para la homilía del papa. «Gócese hoy la Santa Madre Iglesia
porque, gracias a un regalo singular de la providencia divina, ha alboreado
ya el día tan deseado», así comenzó Juan XXIII su alocución. En esta hora
histórica, «el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se dé
un paso adelante». Un paso «hacia una penetración doctrinal y una
formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con
la fidelidad a la auténtica doctrina». El supremo interés del Concilio
consiste, según el pontífice, en que «el sagrado depósito de la doctrina
cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz». La
Iglesia no puede apartarse nunca del «patrimonio de la verdad, recibido de
los padres». Pero al mismo tiempo debe siempre mirar a lo presente, las
nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que
han abierto nuevos caminos para el apostolado católico».
El papa entendió Gaudet mater Ecclesia, su discurso de apertura,
pronunciado en latín, como clave y hoja de ruta del Concilio. Advirtió
claramente frente a los falsos profetas. Pues «ellos no ven en los tiempos
modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época,
comparada con las pasadas, ha ido empeorando. [...] Nos parece justo
disentir de estos profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre
infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la providencia nos está
llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que se encaminan al
cumplimiento de planes superiores».

Y prosigue literalmente: «Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. A


menudo los condenó con la mayor severidad». Pero hoy «la Esposa de
Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia. [...] Ella quiere venir al
encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina
más bien que renovando condenas». El papa confía totalmente en que la
Iglesia sacará del Concilio fuerza para nuevas energías y «mirará intrépida a
lo futuro». Para concluir, el obispo de Roma recuerda a los padres
conciliares su obligación de dejarse guiar por las inspiraciones del Espíritu
Santo, para que su trabajo pueda satisfacer las expectativas del momento
histórico y responder a las necesidades de los pueblos. Esto requerirá de
vosotros, les dice, «serenidad de ánimo, concordia fraternal, moderación en
los proyectos, dignidad en las discusiones y prudencia en las
deliberaciones». Juan XXIII expresa su confianza con una enfática
exclamación: «Iluminada la Iglesia por la luz de este Concilio –tal es
Nuestra firme esperanza–, crecerá en espirituales riquezas y, al sacar de
ellas fuerza para nuevas energías, mirará intrépida a lo futuro» [11].
La multitud se había dispersado. Ratzinger paseó un poco y luego subió a
la plataforma colocada delante de la basílica, se dio la vuelta y contempló la
ciudad de Roma. Con su cátedra en Bonn estaba en el centro político de la
floreciente República Federal de Alemania; y con sus estrechas relaciones
con Colonia, en el centro eclesial. Con el Concilio, sin embargo, traspasó
las fronteras nacionales. Hubert Luthe dijo más tarde, cuando ya era obispo
de Essen, que en los días de Roma tuvo la impresión de que su compañero
de camino era «como una supernova», un hombre que, con solo 35 años,
abandonaba las limitadas tablas de un profesor universitario alemán para
representar una obra nueva sobre el escenario de la Iglesia universa.

La ceremonia de apertura del Concilio terminó para Ratzinger con la


vivencia «inolvidable» de ver marchar hacia la plaza de San Pedro, a la
caída de la tarde, a medio millón de personas con antorchas en la mano. A
la luz de la luna formaron junto al obelisco una enorme cruz humana,
mientras en el tercer piso del Palacio Apostólico se abría una ventana.
Visiblemente conmovido, el papa Giovanni saludó a los allí congregados:
«Cuando lleguéis a casa», dijo con vez temblorosa, «dadles a vuestros hijos
un beso de buenas noches y decidles: “Este es el beso de buenas noches del
papa”. Deben saber que el papa está al lado de sus hijos, sobre todo en los
momentos tristes y amargos. Es un hermano que os habla, un hermano que,
por voluntad de Nuestro Señor, se ha convertido en padre».

Nadie sospechaba que la Iglesia católica, a consecuencia del Concilio


Vaticano II, se transformaría más hondamente que en muchos siglos
precedentes. Ni que el camino hacia la conclusión del Concilio sería
especialmente duro y pedregoso. Pero nadie sospechaba tampoco que,
debido a unos enigmáticos sucesos en la isla de Cuba, el mundo se
encontraría justo en aquellos días al borde de una catástrofe sin precedentes
que podría haber destruido amplias zonas del planeta.
28
La lucha comienza

L os concilios influyen en el destino de la Iglesia, pero también son hitos


de la historia universal. Según Stephen Greenblatt, catedrático de
Harvard, lo que preludió la Modernidad no fue el descubrimiento de
América, ni el anuncio de las tesis de Lutero sobre las indulgencias, sino el
Concilio de Constanza (1414-1418), el mayor congreso de la Baja Edad
Media.

De hecho, el concilio celebrado a orillas del lago de Constanza anticipó


el vital y colorido Renacimiento y marcó un cambio de época. En los mares
principió la época de las grandes conquistas. Surgieron armas de fuego que
utilizaban pólvora. Empezaron a concertarse citas con ayuda de relojes
mecánicos. Y en Constanza se votó por primera vez por «naciones». Lo
cual propició el fin del cisma de Occidente y contribuyó a restablecer la
unidad. Aunque solo fuera por breve tiempo.

¿Cuándo había existido semejante opulencia e internacionalidad? La


llegada de 29 cardenales, unos 250 patriarcas, arzobispos y obispos, más de
150 abades y 1.700 acróbatas y músicos, además de rieles de todas partes,
transformó a Constanza en una borboteante caldera. Incluso cubas de vino
servían de alojamiento. En los chiringuitos de pescado coincidían daneses y
eruditos españoles. Bizantinos ortodoxos tomaban dinero prestado de
«cambistas florentinos». A esta cumbre, que duró tres años y medio,
acudieron en total unos 150.000 participantes, entre ellos el máximo
responsable de la Sorbona, la reina de Bosnia, poco menos de 2.000
secretarios de actas y escribanos –en su mayoría italianos– y 73 bananeros,
así como panaderos de Italia septentrional con hornos portátiles en los que
cocían una suerte de pizza. No podían faltar, por supuesto, 700 prostitutas
ambulantes; ni tampoco doctores, quienes durante los periodos intermedios
entre sesión y sesión se dispersaban hacia las deterioradas bibliotecas de los
monasterios alemanes y, como quien no quiere la cosa, descubrían discursos
desconocidos de Cicerón.

En la mañana del 28 de octubre de 1414, con gran pompa y a lomos de


un caballo blanco entró en Constanza, procedente de Pisa, el papa Juan
XXIII, acompañado por nueve cardenales y por la curia. Unos cuantos
meses después se vio obligado a huir disfrazado de doncel y al amparo de la
oscuridad. En realidad, había acudido a Constanza con intención de
aventajar a los dos antipapas. Al final los tres papas fueron depuestos, y se
eligió a otro nuevo. El pontífice pisano no fue incluido en la lista oficial de
papas; de ahí que durante más de quinientos años no hubiera ningún Juan
XXIII hasta que entró en escena Angelo Roncalli.

El Concilio de Constanza tenía tres objetivos: primero, el


restablecimiento de la unidad de la Iglesia; segundo, la eliminación de
errores de fe que empezaban a entrar a hurtadillas en la Iglesia; y tercero, la
reforma de la vida moral, sobre todo por lo que respecta al clero. Un
decreto para la purificación de la cabeza y los miembros se dedicó a la
reordenación de la curia romana. Para superar la confusión reinante en
cuestiones de autoridad y de fe, así como de disciplina y moral, había que
comenzar por el acto más importante: la correcta adoración de Dios en la
liturgia. «Al abordar una empresa tan exigente y difícil como la reforma de
la Iglesia», afirma la primera sesión del Concilio, iniciado el 5 de
noviembre de 1414, «no cabe en modo alguno confiar en las propias
fuerzas, sino que es necesario encomendarse a la ayuda divina. De ahí que
haya que comenzar por el culto divino y, más en concreto, por la devota
celebración de la santa misa» [1].
Puesto que el catolicismo «ha sido combatido con frecuencia, tanto por
aquellos que deberían haber cuidado de esta fe como por viles negadores»,
la trigésimo novena sesión del Concilio de Constanza impuso el 9 de
octubre de 1417 a los papas futuros la obligación de realizar el juramento:
«Mientras viva, mantendré decididamente y profesaré la fe católica conforme a la
tradición de los apóstoles, los concilios ecuménicos y los demás santos padres.
Conservaré inalterada esta fe hasta la última coma y la confirmaré, defenderé y
predicaré incluso con la entrega de mi alma y mi sangre. Asimismo, seguiré y
observaré íntegramente el rito tradicional de los sacramentos de la Iglesia» [2].
En el Concilio Vaticano I, que se celebró desde el 8 de diciembre de
1869 hasta el 20 de octubre de 1870, los padres conciliares aprobaron tres
constituciones dogmáticas. Como decretos con rango de constitución, estos
documentos pretendían estipular los contenidos de la fe católica auténtica y
ofrecer una definición de la Iglesia de Cristo que incluyera el dogma de la
infalibilidad del papa en materia de fe y costumbres. Los participantes
alemanes no querían aprobar ni rechazar este dogma y prefirieron
abandonar el Concilio en silencio. Ya no hubo lugar para la revalorización
de la responsabilidad de los obispos, que debía asegurar que la plenitud de
poderes del papa no degenerara en un centralismo asfixiante. Francia
declaró la guerra a Alemania, y tropas piamontesas ocuparon la Ciudad
Eterna; el Concilio se dio por finalizado.
Cuando cincuenta años más tarde se planteó reanudar el Concilio
bruscamente interrumpido, Pío XI, tras un examen inicialmente positivo,
rechazó el plan. «Nos preferimos esperar», explica en su encíclica Ubi
arcano Dei consilio de 23 de diciembre de 1922, «y, como el célebre
caudillo de Israel, estamos como pendientes de la oración, esperando que la
bondad y misericordia de Dios Nos dé a conocer más claramente los
designios de su voluntad». Uno de sus asesores, el cardenal francés Louis
Billot, había desaconsejado ejecutarlo: «La reanudación del Concilio es
anhelada por los enemigos más enconados de la Iglesia, a saber, los
modernistas, que ya se preparan [...] para realizar la revolución, el nuevo
1789, objeto de sus sueños y esperanzas» [3].
Tampoco Pío XII fue capaz de llevar la idea a la práctica. Es cierto que
en febrero de 1949 creó una comisión preparatoria de un nuevo concilio,
pero luego detuvo el proyecto. Parece ser que los conflictos en dicha
comisión hacían temer violentos choques. Tanto mayor fue la sorpresa
cuando Juan XXIII anunció en enero de 1959 la convocatoria del Concilio
Vaticano II, justo noventa días después de su elección. Antes de ello no
hubo consultas ni avisos de tipo alguno. En sus diarios, el papa habla en dos
ocasiones de su decisión. El 15 de enero de 1959 anota: «Conversando con
el secretario de Estado, Tardini, he querido sondear su posición frente a la
idea que tengo intención de presentar a los miembros del Colegio
Cardenalicio [...] el proyecto de un concilio ecuménico. [...] Se lo he
comunicado de forma vacilante, con considerable inseguridad. La respuesta
inmediata ha sido de jubilosa sorpresa, como yo no podía ni imaginar:
“¡Oh! Es una idea brillante y santa. Viene directamente del cielo, Santo
Padre; hay que cultivarla, desarrollarla, difundirla. Será una gran bendición
para el mundo entero”» [4].
En la entrada del diario papal correspondiente al 20 de enero, cinco días
antes del anuncio, puede leerse: «En la audiencia con el secretario de
Estado, Tardini, se me ha escapado por primera vez, y diría que
accidentalmente, la palabra “concilio”, en el sentido de que el papa podría
ofrecerlo como invitación a un movimiento más amplio de espiritualidad
para la Santa Iglesia y para el mundo entero. Temía realmente una mueca
burlona y desalentadora como respuesta» [5].

Los cardenales Ottaviani y Ruffini presumían de haber sido los primeros


en aconsejar al recién elegido Juan XXIII, todavía en el cónclave de octubre
de 1958, que convocara el vigésimo primer concilio ecuménico de la
Iglesia. En una entrevista para el semanario italiano Epoca aseguró
Ottaviani: «Para ser precisos, fui a verlo a su cuarto durante el cónclave, la
tarde antes de que fuera elegido. Entre otras cosas, le dije: “Eminencia, hay
que pensar en un concilio”. El cardenal Ruffini, que estaba presente en la
conversación, asintió. El cardenal Roncalli hizo suya la idea y
posteriormente dijo: “He pensado en un concilio desde el momento mismo
en que fui elegido papa”. Es cierto; aceptó nuestro consejo» [6].

Juan XXIII insistió en su versión. Según una transcripción de sus


palabras en una audiencia general a principios de mayo de 1962 el papa de
Sotto il Monte argumentó que «el mundo actual» se hunde «cada vez más
en el miedo y en la inseguridad»: «Se aboga con creciente fuerza por la paz
y el entendimiento, pero el único resultado son antagonismos más
enconados y amenazas intensificadas». Esta idea, dice, le dio pie a
reflexionar: «¿Debe dejar la misteriosa barca de Cristo que las olas la
mezan a su antojo? ¿Es una mera palabra de amonestación lo único que se
espera de la Iglesia? [...] De repente Nos vino interiormente la luz de la gran
idea; percatarnos de ella y hacerla nuestra, con una confianza indescriptible
en el Maestro divino, fue uno y lo mismo. La palabra se abrió paso a
Nuestros labios, solemne y comprometedora a la vez, y Nuestra lengua la
pronunció por primera vez: ¡un concilio! Para ser sinceros, enseguida surgió
también en Nos el miedo de haber dicho algo que aturde y conmociona»
[7].

Desde mediados del siglo XIX, la Iglesia estaba a la defensiva. En la


lucha contra el liberalismo, el socialismo y el comunismo, su imagen estaba
determinada con frecuencia por el antimodernismo. Doctrinas
supuestamente nocivas fueron prohibidas; obras de teólogos críticos,
incorporadas al Índice de libros prohibidos; los contactos con el entorno no
católico, rigurosamente reglamentados. Por eso, muchos interpretaron la
palabra aggiornamento utilizada por Roncalli como la adaptación, desde
hacía tiempo ineludible, a las condiciones de vida modernas en vez de como
un reajuste de las tareas de la Iglesia, que es el verdadero significado del
término. Pero, para Juan XXIII, el Concilio era asimismo una iniciativa de
paz, necesaria en el escenario de la Guerra Fría. Uno de sus predecesores,
Benedicto XV, había fracasado en sus esfuerzos de paz en la Primera
Guerra Mundial. A la primera «guerra moderna» le siguió el colapso de
Rusia, el Imperio de los Habsburgo y el Imperio británico, así como el
surgimiento de los Estados comunistas. Por su parte, Pío XII tuvo que ver
cómo en Europa cobraban forma poderosas dictaduras que causaron
millones de muertos en los campos de batalla, los campos de concentración
y los gulags. En mayor medida aún que tras la Primera Guerra Mundial,
después de 1945 se modificaron fronteras y se desplazaron esferas de
influencia: a este temblor tectónico no le siguió un orden mundial estable.
En opinión del papa, había llegado la hora de encontrar una nueva forma de
organizar las relaciones internacionales, afrontar los peligros asociados al
incremento de poder de los sistemas comunistas y ofrecer soluciones para
los países de misión del Tercer Mundo. La Iglesia debía cerciorarse de sus
tareas, con vistas a contribuir en la medida que le correspondía. Pero para
ello no le bastaba con tomar conciencia de sus virtudes; tenía que
confrontarse a fondo consigo misma.
Con todo, para muchos seguía estando poco claro qué pretendía
exactamente el papa con el Concilio. Juan XXIII era, según Karl Rahner,
«una persona extraordinariamente simpática, honesta y capaz de verse a sí
misma con humor»; al mismo tiempo mostraba, dice el jesuita alemán, una
«animosa candidez que, salvo por unas cuantas ideas muy generales, no
sabía cómo debía transcurrir el Concilio» [8]. Durante largos años, Roncalli
no había desempeñado más que cargos de segunda fila: visitador apostólico
en Bulgaria o delegado apostólico en Grecia y Turquía. Habría preferido ser
Historiador de la Iglesia o párroco rural. Firmando diligentemente visados
de tránsito hacia Palestina, había salvado a miles de judíos eslovacos.
Llevaba con serenidad el hecho de que la curia no lo tomara en serio. «Diré
siempre la verdad, pero con benevolencia, y sobre todo callaré las
injusticias u ofensas que, en mi opinión, he padecido», anotó en su diario
[9].

El primer cargo relevante se le encomendó en diciembre de 1944 como


nuncio en Francia, antes de que en 1953 Pío XII lo nombrara patriarca de
Venecia. A la muerte del ascético aristócrata Eugenio Pacelli, se daba por
seguro que el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, al que se
encuadraba en el ala progresista, accedería a la sede de Pedro. Sin embargo,
fueron necesarias doce vocaciones para que el hijo de campesinos Angelo
Giuseppe Roncalli, a sus 76 años, saliera triunfador del cónclave de 1958,
como el más anciano sucesor de Pedro en dos siglos. El número de
cardenales presentes ascendió a 51, entre ellos 18 italianos, de los cuales 11
pertenecían a la curia.
Roncalli era difícil de encuadrar. Como sacerdote, diplomático papal y
obispo (su divisa: «Obediencia y paz»), no tenía por qué ser considerado
necesariamente un innovador. La persona del nuevo papa no invitaba a
tener grandes expectativas ni a esperar sorpresas. De ahí que a muchos de
quienes lo habían votado les pareciera «un regente a la espera de un papa
futuro de mayor calibre», como dijo el cardenal Frings. El propio Juan
XXIII declaró justo después del cónclave que se había decidido por el
nombre papal más común para «compensar la irrelevancia de Nuestro
propio nombre de pila con la serie más numerosa de papas romanos».
Además, agregó sonriendo, esos veintidós papas de nombre Juan habían
tenido, sin excepción, un pontificado breve.
Lo que estaba claro es que el tema principal del Concilio sería la Iglesia
misma, para –sin perjuicio alguno de su identidad material– anunciar la fe
de un modo nuevo a una nueva época, para aggiornarla, para actualizarla,
como lo formulaba el papa. La Iglesia no debía renunciar a su poder
magisterial en lo relativo al dogma, sino más bien clarificarlo. En octubre
de 1962 señaló el semanario alemán Der Spiegel: «La unidad y uniformidad
interior de la Iglesia católica de Roma es, según esto, el motivo principal, la
exigencia principal, el hecho principal del concilio venidero» [10]. El
resumen se corresponde con el discurso papal de apertura del 11 de octubre
de 1962, con el que Juan XXIII aclaró que el Concilio tenía la tarea de
«transmitir pura e íntegra la doctrina», o sea, «sin atenuaciones ni
deformaciones». Lo fundamental era «profundizar en la doctrina
irrevocable e inmutable». Profundizar en la doctrina significa «formularla
de tal forma que se corresponda con las exigencias de nuestra época».
Pericles Felici, arzobispo titular de Samosata y secretario general del
Concilio, veía el asunto más relajadamente. Calculaba que la asamblea de la
Iglesia universal duraría unos dos meses. Sebastian Tromp, el influyente
asesor del cardenal Ottaviani, afirmó a principios de otoño de 1962: «Los
señores [obispos] no tendrán que permanecer en Roma mucho tiempo.
Pronto comprobarán que los documentos de trabajos no pueden estar mejor
preparados, los firmarán en un santiamén y regresarán a casa» [11]. En
verdad, basta una breve crónica de los preparativos del Concilio para hacer
manifiesta una historia muy distinta. El Vaticano mismo atravesó agudas
crisis. Con enconadas enemistades, mezquinas intrigas, sospechas y reñidas
votaciones, cero también con brillantes disputas retóricas, auténtica
fraternidad e inspiradores documentos que terminaron convirtiendo al
Concilio, tanto positiva como negativamente, en una cesura decisiva en la
bimilenaria historia de la Iglesia católica.

Por anticiparlo ya aquí: en lugar de un único periodo de sesiones, el


Vaticano II tuvo cuatro periodos de varios meses cada ano, que se
extendieron desde 1962 hasta 1965 y abarcaron en total 281 días de
sesiones, en las que participaron algo menos de 3.000 padres conciliares.
Dos tercios de ellos pertenecían al clero secular, los restantes a órdenes y
congregaciones religiosas. La edad media de los participantes era de 60
años. Entre la fecha de la apertura y la de la clausura, murieron 253 padres
y se incorporaron a las sesiones 296.
El Vaticano II celebró 136 congregaciones generales. Hicieron uso de la
palabra 640 padres, y se realizaron 544 votaciones. Fruto de los cuatro
periodos de sesiones fueron cuatro constituciones, nueve decretos y tres
declaraciones. Las actas completas del Concilio ocupan 200 volúmenes; la
reproducción sonora de las grabaciones de todas las congregaciones
generales dura 542 horas. El coste total del Concilio fue relativamente bajo.
Ascendió a 7.250.000 dólares [12], o sea, nueve dólares por participante y
día, una parte considerable de los cuales tuvieron que costeársela los
propios padres conciliares [13].
La primera fase de los preparativos comenzó el 17 de mayo de 1959,
fiesta de Pentecostés, con la creación de la Commissio antepraeparatoria
del Concilio. El papa nombró para ella a un representante de cada una de las
diez congregaciones de la curia romana. Como secretario general de la
comisión designó a Pericles Felici, el vivaz funcionario curial de 48 años a
quien tres años después elevaría a la dignidad de arzobispo. Y como
presidente, a su mano derecha, el cardenal Tardini. En junio de 1959,
Tardini lanzó una encuesta internacional dirigida a unos 2.700 individuos
(obispos, patriarcas, abades y otras autoridades), así como a dicasterios de
la curia, facultades de teología, etc., solicitando «opiniones, consejos y
deseos» sobre «qué materias y temas podrían debatirse en el próximo
concilio». Como fecha final de entrega de aportaciones se fijó el 1 de
septiembre de 1959. Dado que llegaron escasas respuestas, en marzo de
1960 se envió un recordatorio a los destinatarios negligentes.
Coincidiendo con la fiesta de Pentecostés, el 5 de junio de 1960 el papa
Juan dio inicio a la segunda fase de los preparativos. A la nueva comisión
preparatoria central, dividida en diez grupos de trabajo, pertenecían 108
cardenales, obispos y superiores de órdenes y congregaciones religiosas
(además de 27 asesores) procedentes de 79 países distintos. La presidía el
propio papa. La tarea de las subcomisiones consistía en valorar las
aproximadamente 3.000 respuestas recibidas a la encuesta, para, a partir de
ellas y de los consejos de la comisión central, elaborar propuestas de
resoluciones (schemata) que correspondería al Concilio debatir y aprobar.
Estos borradores terminaron ocupando ocho gruesos volúmenes. A ellos se
sumaron tres de las facultades de teología uno de las congregaciones de la
curia, otro más con todos los decretos del papa relativos al Concilio, dos
con análisis de las propuestas y un volumen de índices. Todo el material
junto llenaba 10.000 páginas.
Para salir al encuentro de las Iglesias y comunidades cristianas no
católicas, Juan XXIII creó el Secretariado para la Promoción de la Unidad
de los Cristianos. Al frente del mismo puso al jesuita y cardenal alemán
Augustin Bea, el confesor de Pío XII. El 9 de julio de 1960, Felici envió a
los miembros de las comisiones preparatorias y a los secretariados los temas
escogidos o aprobados por el papa, para que los desarrollaran.
Simultáneamente, el Congreso Eucarístico Mundial, que se celebró del 31
de julio al 7 de agosto de 1960 en Múnich (el primer gran evento
internacional en Alemania desde el final de la guerra), fue considerado por
el papa Juan como un ensayo general para el Concilio. En él, unos 80.000
fieles experimentaron nuevos elementos litúrgicos que más tarde se
convertirían en parte integrante fija de la liturgia. Ratzinger impartió
algunas conferencias y asistió a una jornada organizada por los grupos Una
Sancta en la que se abogó por el ecumenismo. En noviembre de 1960
arrancó oficialmente la actividad de las comisiones. El papa Juan recibió en
la basílica de San Pedro a los 871 integrantes de estas, entre ellos 67
cardenales, 5 patriarcas, 116 arzobispos, 135 obispos, 220 sacerdotes
seculares, 282 sacerdotes religiosos y 8 laicos.
Todavía no podía preverse hacia dónde llevaría el Concilio y qué
consecuencias resultarían de él. La imaginación no tenía límite, y en el
mundo entero individuos y grupos tomaban la palabra para poner sus ideas
sobre la mesa y tratar de instrumentalizar el megacongreso para sus
intereses. Sobre todo teólogos adscritos al ala progresista se esforzaban
mediante conferencias, artículos en revistas teológicas y libros por liderar la
opinión pública. Hubert Jedin, compañero y amigo de Ratzinger, publicó
una Breve historia de los concilios, que solo en 1959 tuvo una tirada de
100.000 ejemplares. También Ratzinger bajó al barro. En 1961 enriqueció
el debate sobre «presumibles materias de deliberación» en el Concilio con
el libro Episcopado y primado, escrito en colaboración con Karl Rahner. Un
segundo trabajo conjunto –Revelación y tradición– se publicó poco
después. Hasta 1966 aparecieron cuatro obras más de Ratzinger, dedicadas
a valorar cada uno de los periodos de cesiones del Concilio. «Hay un
auténtico aluvión de publicaciones, conferencias, asambleas», se quejó el
cardenal Ernesto Ruffini, de 72 años, el 24 de agosto de 1961 en
L’Osservatore Romano, «en las que a menudo prevalecen juicios
imprudentes e interpretaciones bastante perturbadoras».
Ratzinger se confrontó por primera vez con el Concilio en diciembre de
1959. El claustro de la Facultad de Teología Católica de la Universidad de
Bonn reflexionó en su reunión mensual sobre una pregunta del cardenal
Frings, quien, como miembro de la comisión preparatoria central, les pedía
temas que pudiera sugerir en Roma. Frings mismo había entregado ya el 6
de septiembre de 1959 dos schemata, pero no estaba satisfecho con ellos.
Trataban de asuntos banales, como «la reducción del número de informes
que había que enviar a Roma» o «la simplificación del procedimiento para
sustituir a un párroco». Ratzinger se elevó a un plano muy diferente. El
Concilio, sugirió, debía estudiar y precisar la relación entre Sagrada
Escritura y tradición desde su fuente común. Era este un tema que le
acuciaba desde sus investigaciones sobre Buenaventura. Pero sus
compañeros del claustro bloquearon la propuesta. En una reunión posterior,
celebrada el 17 de febrero de 1960, acordaron «una deficiente lista de
palabras clave asociadas a desideratas aleatorias», según el historiador de la
Iglesia Norbert Trippen. Entre ellas, propuestas como: «Eclesiología, en
especial el ministerio episcopal», o la reordenación de las lecturas bíblicas
en el breviario. A Ratzinger se le encargó redactar adecuadamente las
propuestas y traducirlas a la lengua oficial del Concilio, el latín.

Entretanto, teólogos del mundo entero se pasaban noches y noches en


vela para elaborar posicionamientos y dictámenes para los padres
conciliares. Entre los obispos se retomaron contactos internacionales y se
forjaron otros nuevos. Los nuncios papales informaban en dosieres
confidenciales sobre las actividades en los distintos países. Por supuesto,
también los grupos de presión empezaron a tomar posiciones. Con
reuniones conspirativas, planes relativos a modos de proceder y
conversaciones sobre núcleos temáticos preferidos.
En junio de 1962, el cardenal Léon-Joseph Suenens, el nuevo arzobispo
de Malinas y Bruselas, por ejemplo, reunió en el Colegio Belga de Roma a
un grupo de cardenales con el fin de debatir un «plan» propio para el
Concilio [14]. A esta reunión asistieron los cardenales Döpfner, Liénart,
Montini y Siri. En Holanda había cobrado forma una nueva «teología del
episcopado», cuyos representantes confiaban en que el Concilio supusiera
un avance importante. El cardenal primado Bernard Jan Alfrink, con la
fórmula «magisterio de los Doce», había hecho suya esta línea, que
terminaba en una relativización de la potestad magisterial del papa. El
teólogo jefe del episcopado holandés era el padre dominico de origen belga
Edward Schillebeeckx, catedrático de Teología Dogmática en la
Universidad Católica de Nimega. Aunque el teólogo dominico no fue
nombrado oficialmente perito conciliar, como asesor de Alfrink gozaba de
una gran influencia. «Bien podríamos preguntarnos», dijo en el curso de la
reunión, «si no sería mejor volver a redactar de nuevo los primeros cuatro
schemata».
Asimismo bien organizado estaba el grupo francés. Lo componían
representantes de la Nouvelle théologie condenada por Pío XII, como, por
ejemplo, el dominico Yves Congar y los jesuítas Jean Daniélou y Henri de
Lubac, Congar y De Lubac habían sido designados por Juan XXIII asesores
de la comisión preparatoria, lo que causó cierta sorpresa: «¿Cómo han
podido ser nombrados estos teólogos de mentalidad modernista? Esto se lo
preguntamos a Ud.», le espetó furioso el tradicionalista Marcel Lefebvre a
Ottaviani.

En Bélgica, los centros de fuerza del progresismo eran la Universidad de


Lovaina y el monasterio benedictino de Chevetogne, a los que habría que
sumar el convento dominico de Le Saulchoir, con su prefecto de estudios
Marie-Dominique Chenu. El dominico había criticado en 1937 la teología
antimodernista de la curia. Su manifiesto fue incluido luego, en virtud de un
decreto del Santo Oficio, en el Index; y Chenu, destituido de su cargo. Pero
sus discípulos, como el diez años más joven Yves Congar, hasta 1937
catedrático de Teología en Le Saulchoir, se revelarían como importantes
inspiradores del Vaticano II.
Ya el 15 de febrero de 1959, tres semanas antes de la convocatoria del
Concilio, Congar se había adelantado a los nuevos planteamientos. Como
más importantes tareas de la asamblea episcopal señaló, en un artículo
publicado en Informations Catholiques Internationales, el restablecimiento
de la unidad de las Iglesias cristianas separadas y la confrontación con el
«mundo actual». El Concilio, afirma en dicho artículo, es «una ocasión que
debe aprovecharse en la mayor medida posible». «Quizá se apruebe solo el
cinco por ciento de lo que exijamos. Una razón más para acrecentar
nuestras exigencias. Es necesario que la presión pública de los cristianos
obligue al Concilio a tomarse a sí mismo en serio y a alcanzar algunos
logros» [15].
El teólogo suizo Hans Küng, de 32 años, catedrático de Teología
Dogmática en la Universidad de Tubinga, publicó ya en 1960 un escrito
programático con orientación análoga, titulado El Concilio y la unión de los
cristianos, cuyo subtítulo, en la edición original alemana, reza: «La
renovación como llamada a la unidad». Küng veía en el Concilio la
posibilidad de una transformación radical de las estructuras eclesiales. El 8
de junio de 1962, el semanario Time publicó, bajo el título: «Una segunda
Reforma tanto para católicos como para protestantes», un artículo sobre el
libro de Küng. El texto estaba ilustrado con imágenes y fotografías que
mostraban a Küng entre Lutero y el papa Juan XXIII. «Ya entonces
ponderamos planes», rememora Küng, «para desbaratar la estrategia de la
curia para el Concilio» [16].
En Alemania, la Conferencia Episcopal creó al principio comisiones
formales. Tras unas jornadas celebradas en Bühl el 8 y el 9 de marzo de
1960, el secretario, Lorenz Jaeger, arzobispo de Paderborn, subrayó que
debía evitarse al menos todo lo que pudiera «alimentar todavía más la
desconfiada preocupación de las congregaciones [romanas]» [17]. Lo que
más temía la curia era «ver mermada» su posición de poder. Este
comentario contenía presumiblemente una pequeña indirecta al obispo de
Múnich, el cardenal Julius Döpfner, que ya en marzo de 1959 había
solicitado al teólogo Otto Karrer un esbozo «sobre cuestiones ecuménicas
con la vista puesta en el Concilio Vaticano II». Karrer había colgado en
1923 los hábitos jesuitas para incorporarse a la Iglesia evangélico-luterana
en Baviera, que no tardó en abandonar decepcionado. Envió copia del texto
que le había sido encargado a «Koenig, Montini (Milán); Josef Frings; J. G.
M. Willebrands, Yves Congar, Hans Urs von Balthasar, Hans Küng» [18].
Entretanto, Döpfner había constatado la existencia de «dos corrientes» entre
los miembros de las comisiones romanas: «a) Curial, conservadora; acentúa
la unidad, el orden, la ley y la continuidad; mira fundamentalmente ad
intra. b) Diocesana, regional, progresista; acentúa la adaptación a la
situación de cada momento y las exigencias de la época; mira ad extra»
[19]. Como «grupos específicos» distinguía Döpfner: «Cardenales curiales,
italianos, grupo centroeuropeo (Austria, Alemania, Francia, Bélgica,
Holanda), grupo anglosajón, obispos nativos de países de misión.
Sudamérica».
No era ningún secreto que una parte de la curia romana y no pocos
obispos italianos tenían una actitud de rechazo hacia el Concilio o
simplemente lo consideraban superfluo. Para poder al menos dirigir la
asamblea en la dirección que ella quería, la curia intentó copar las
comisiones con eclesiásticos afines. Por otra parte, la actitud del Vaticano
no era fruto de una opinión particular, sino que representaba a una parte
considerable del episcopado mundial. Los aproximadamente 3.000 escritos
recibidos de los obispos e instituciones preguntados no documentaban
anhelo alguno de un giro radical, ni menos aún de una revolución. La
mayoría de los vota pedían sencillamente nuevas definiciones doctrinales,
en especial respecto a la Santísima Virgen María, así como una condena de
las nocivas influencias de la Modernidad tanto dentro como fuera de la
Iglesia.
Las preocupaciones de muchos obispos las expresó, por ejemplo,
Geraldo de Proença Sigaud, obispo de Diamantina en Brasil. En su
respuesta a la encuesta de Roma afirma: «En mi humilde opinión, el
Concilio, si quiere tener efectos saludables, debe tomar en consideración
antes de nada el estado actual de la Iglesia, que, en analogía a Cristo, vive
un nuevo Viernes Santo y se halla expuesta a sus enemigos sin defensa
posible».

Este brasileño nacido en Belo Horizonte, sacerdote de los misioneros del


Verbo Divino, pinta la situación en los tonos más oscuros: «El enemigo
irreconciliable de nuestra Iglesia y de la sociedad católica [...], con su
progreso letal, tenaz y sistemático, casi ha trastocado el entero orden
católico, esto es, la ciudad de Dios y se esfuerza por sustituirla por la ciudad
del hombre. Su nombre es revolución. ¿Qué es lo que quiere? Construir
toda la estructura de la vida humana, la sociedad y la humanidad al margen
de Dios, de la Iglesia, de Cristo, de la revelación, basándose única y
exclusivamente en la razón humana, la sensorialidad, la codicia y la
arrogancia. A este fin es necesario derribar a la Iglesia de su basamento,
destruirla, oprimirla» [20].

Sigaud concluye su votum para el Concilio con las palabras: «En


nuestros días, este enemigo se encuentra sumamente activo; de hecho, está
seguro de que en los próximos años triunfará». Sin embargo, «muchos
responsables católicos caracterizarán lo que digo como sueños de una
imaginación enferma. Procediendo así se comportan como los habitantes de
Constantinopla en los años previos a su caída: estaban ciegos, no querían
ver el peligro» [21].
A alguien como el cardenal Ottaviani, jefe de lo que antaño había sido la
Santa Inquisición, tales mensajes debían de causarle insomnio. Sea como
fuere, hacía tiempo que estaba sobre ascuas: «Le pido a Dios que me llame
junto a sí antes de que termine el Concilio», se lamentaba; «así, al menos
podré morir siendo católico» [22].
29
La conferencia de Génova

E l camino de Joseph Ratzinger hacia Roma comenzó, en el fondo, el 25


de febrero de 1961. La Thomas-Morus-Akademie de Bensberg,
localidad cercana a Bonn, lo había invitado a dar una conferencia. El tema
le venía como anillo al dedo: «Sobre la teología del concilio». Cuando
subió al atril de pie desde el que iba a hablar, vio en la primera fila al
cardenal de Colonia, sumamente concentrado.

En los últimos tiempos, la nueva estrella de la teología había llamado la


atención con observaciones críticas sobre la Iglesia. «Regula demasiadas
cosas», se quejaba, de modo que «algunas normas han contribuido a ceder
el siglo a la increencia antes que a salvarlo de ella». En Bensberg, el joven
catedrático quería simplemente exponer desde el punto de vista histórico
qué es un concilio.
En vista del dogma de la infalibilidad del papa, promulgado por el
Concilio Vaticano I y sumamente controvertido, ha surgido el erróneo juicio
–así comenzó su exposición el docente– de que los concilios han perdido su
función. Quien esto sostiene obvia «que la infalibilidad del papa no es una
magnitud existente por sí sola, sino parte particularmente sobresaliente de
un orden global de realidades con las que se encuentra vinculada de forma
orgánica» [1]. Ya solo «por su sumisión incondicional a Cristo, al que tiene
que administrar en fideicomiso», el papa no puede ser un monarca absoluto
en el sentido habitual. Pero tampoco puede serlo por el hecho de que se
halla necesariamente referido al episcopado. Ahora bien, «primado y
episcopado juntos no son sin más una aristocracia», respecto de la cual al
pueblo «no le quede más que el papel pasivo de la ejecución [de sus
disposiciones] y la obediencia». Existe igualmente, subraya Ratzinger,
«algo así como una infalibilidad de la fe en el conjunto de la Iglesia». Tal es
«la parte de los laicos en la infalibilidad». Ambos elementos estructurales
deben realizarse también en un concilio. Así y todo, la Iglesia, por
naturaleza, no es una asamblea consultiva, o sea, concilium, sino
comunidad eucarística, o sea, communio [2].

Muchos de los presentes en la sala sabían a quién se refería Ratzinger


cuando habló de «cuestionables pruebas históricas» y de una
«simplificación que no hace justicia a los hallazgos de la tradición». El
conferenciante hizo una breve pausa. Miró al público. Percibió en todas las
filas un creciente suspense. En fechas recientes había causado sensación
Hans Küng, quien sostenía la tesis de que los términos Ecclesia y concilium
tienen, desde el punto de vista etimológico, la misma raíz. La exigencia que
el teólogo suizo derivaba de ahí era que la estructura y forma del concilio
debía guiarse por la estructura de la Iglesia, como una suerte de asamblea
consultiva en la que participaran también laicos, no solo obispos. Ratzinger
no compartía esta opinión. Y llamó a las cosas por su nombre.
Aunque Hans Küng había «presentado en reiteradas tentativas el esbozo
de una nueva teología del concilio», los términos Ecclesia y concilium
poseen en realidad un origen distinto del que él apunta, asegura Ratzinger.
El primer nombre de aquello que más tarde se dio en llamar «concilio» fue
«colegio», voz con la que san Ignacio de Antioquía designaba al círculo de
presbíteros que asesoraban al obispo. El mismo uso lingüístico se encuentra
también en los Hechos de Tomás. Así pues, acentúa Ratzinger, es necesario
«partir del uso y la comprensión lingüísticos de quienes hicieron» del
término «un vocablo eclesial». «Ni en la Biblia latina ni en los padres de la
Iglesia» se entiende concilium en el sentido en que quiere entenderlo Küng,
en estrecho parentesco con Ecclesia. Aquel término deriva de un verbo que
significa «llamar selectivamente»; este, de un verbo que significa
«convocar». Así pues, estas dos palabras, a diferencia de lo que afirma
Küng, no convergen ni subrayan la identidad de Iglesia y concilio ni, por
ande, la de laicos y obispos. La «superación de la falsa separación entre
clero y laicos» constituye sin duda, admite Ratzinger, una tarea importante.
«Es posible, desde luego, incorporar a personas que no sean obispos ni
siquiera presbíteros, o sea, “laicos”. Y por supuesto que habrá que
esforzarse a fondo por conseguir realmente que toda la Iglesia esté
“representada”, aprovechando todos los medios disponibles para que así
sea. Pero no por ello tiene que convertirse el concilio en una presentación
imitadora de la Iglesia entera ni puede hacerlo».
En pocas palabras, «el concilio es una asamblea al servicio del gobierno
de la Iglesia toda. Eso significa también que se trata esencialmente de una
asamblea de los encargados de gobernarla. Y estos son, en el orden concreto
de la Iglesia, los obispos».
Ratzinger y Küng se habían conocido en 1957 en un congreso de
teólogos celebrado en Salzburgo. Se valoraban mutuamente Y se tenían
simpatía. Cada uno de ellos respetaba el nuevo y emocionante tipo de
teología que hacía el otro. Pero nunca fueron equipo. Ya solo la disputa
sobre la esencia de los concilios mostró la discrepancia básica entre ellos.
En estos dos teólogos se personifica en cierto modo el conflicto existente en
la Iglesia –por una parte, la fidelidad a la tradición; por otra, la adaptación a
la época–, la brecha entre autenticidad y construcción. Ratzinger respondió
a la pregunta por lo específico de los concilios sobre la base de los datos
históricos y de la esencia de la Iglesia; Kíing, con una maniobra de
ingeniosa retórica.
Con su conferencia, Ratzinger paró los pies a su compañero, un año más
joven que él: «Todos los errores en este terreno seguramente se deben en
último término», añade, «a que se aplica a la Iglesia un modelo profano de
constitución, pasando así por alto lo singular que le es inherente en virtud
de su origen divino. El Concilio no es un parlamento, y los obispos no son
diputados cuya autoridad y mandato deriva única y exclusivamente del
pueblo que los ha elegido. No representan al pueblo, sino a Cristo, de quien
reciben tanto la misión como la consagración» [3].
El joven teólogo de Hufschlag concluyó agudamente su intervención con
una referencia al «pueblo» pío, con tanta frecuencia condenado con desdén
por los altivos catedráticos de teología. A su juicio, es precisamente «la fe
cotidiana de las personas sencillas» la que proporciona «al telar divino los
hilos que precisa»; sin ella, la Iglesia «se convertiría en un traqueteante
armazón vacío».
En la primera fila, el cardenal mantuvo su habitual compostura, pero ya
solo por su relajado gesto podía adivinarse que la conferencia le había
entusiasmado. Ya en el primer encuentro de ambos, con motivo de la
lección inaugural de Ratzinger como catedrático de Teología en Bonn,
quedó patente que entre ellos había química. Fue un reconocimiento a
primera vista. Frings hablaba con voz diáfana y aguda, de forma breve,
concisa y clara. Siempre al grano. No quería entretenerse con minucias.
Ratzinger valoraba además el afecto que Frings mostraba por la gente
sencilla. El obispo salía todos los días a pasear una hora por el centro de
Colonia para permanecer en contacto con las personas. Este hijo de
industrial, oriundo de la localidad renana de Neuss, situada entre Colonia y
Düsseldorf, nunca había ambicionado un cargo de relieve. Quería ser un
«sacerdote de la gente». Durante siete años fue párroco de un pueblo; y
durante otros trece, párroco en la ciudad, donde adquirió fama de «pastor
pendenciero» después de que en 1932 una cuadrilla de nazis le golpeara en
la cabeza con un pesado cenicero.
Como presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, el obispo
colonés era la voz de la Iglesia alemana y una autoridad tanto religiosa
como moral. Cautivador por su aguda inteligencia y su jovialidad, así como
por la curiosidad que mostraba ante los nuevos desarrollos. Como fundador
de las organizaciones benéficas Adveniat y Misereor había adquirido fama
internacional de enérgico samaritano, en especial en las regiones de misión
de África, Asia y América Latina. «Era un auténtico colonés, con el carácter
ligeramente irónico y alegre de un renano, noble y cordial a la vez»,
recuerda Ratzinger, quien describe así el momento en que se conocieron:
«Se evidenció de inmediato que nos entendíamos bien» [4].

El anciano cardenal tenía una buena formación teológica, pero era, en el


fondo, un hombre más de praxis que de teoría. «Debo reciclarme», le decía
a su secretario Hubert Luthe. En efecto, había estudiado en la época de la
neoescolástica; la teología, sin embargo, había evolucionado entretanto. Por
su amigo Gottlieb Söhngen oyó ya pronto hablar del impresionante talento
surgido de Múnich, cuya «gran y positiva fama» llegaba a sus oídos a
través, entre otros, de Luthe, compañero de estudios y amigo de Ratzinger
desde los días compartidos a orillas del Isar. «Frings se percató enseguida
de que el brío progresista de Ratzinger y sus imponentes conocimientos
teológicos podían serle de gran utilidad», cuenta Luthe; «a ello se añadían
el brillante intelecto de Ratzinger, su agilidad mental, su clarividencia, su
capacidad de sistematización y de certero discernimiento de posiciones. Sin
olvidar tampoco su eclesialidad, el amor y la fidelidad a la Una sancta» [5].

Nada más terminar la conferencia, el cardenal se llevó aparte al joven


teólogo. Pasearon «por los amplios corredores de la Akademie»,
conversaron animadamente y «simpatizamos mucho uno con otro»,
rememora Ratzinger [6]. Lo que este no sabía era que Frings tenía un
problema que le inquietaba bastante. Poco antes había prometido al
sacerdote jesuita Angelo d’Arpa que impartiría la cuarta conferencia de un
ciclo de seis que iba a celebrarse en Génova. Le tocaba hablar sobre el
contexto contemporáneo del futuro concilio y explicar la diferencia con el
Vaticano I.

«El tema me atrajo y acepté», cuenta Frings. Sin embargo, poco después
le entró pánico. «Vi que yo solo no estaba en condiciones de tratar la
cuestión a fondo» [7]. Pero de pronto su problema parecía resuelto. «Este
joven modesto que le imponía y en el que confiaba», cuenta el secretario de
Frings, Hubert Luthe, «podía abordar todas las cuestiones que a él le
quedaban grandes. Y [Frings] sabía que podía fiarse de él» [8].
El apretón de manos que selló el pacto tuvo lugar en un concierto de la
Bach-Verein en el distrito colonés de Gürzenich al que ambos melómanos
habían sido invitados, justo tras haber escuchado el oratorio El Mesías de
Georg Friedrich Händel. El cardenal aprovechó el intermedio del concierto
para hablar con el teólogo: «Sr. Prof., me he comprometido a dar una
conferencia en Génova. ¿Podría escribírmela Ud.?». Frings acentuó que le
dejaría total libertad para redactarla; a cambio le exigió la más absoluta
confidencialidad. Ratzinger se puso manos a la obra, y al cabo de tan solo
unos días el comitente tenía en las manos el texto. Le pareció tan bueno que
«únicamente en un lugar hice un ligero retoque» [9].

Cuando finalmente se presentó ante el público en el Teatro Duse de


Génova el 20 de noviembre de 1961, el ya casi ciego cardenal se limitó a
pronunciar unas palabras introductorias. Luego, un sacerdote de su diócesis,
el prelado Bruno Wüstenberg, de la Secretaría de Estado del Vaticano,
quien había traducido la conferencia al italiano, la leyó. Cuarenta y cinco
minutos de escucha absorta y embelesada al terminar, atronador aplauso.
Todo un éxito. Fue como si se hubiere encontrado por fin un nombre para
un problema difícil de definir, un plano para la casa qua hay que construir.
La conferencia causó «notable impresión», anota Frings en su diario, no sin
orgullo. Hasta el cardenal genovés Siri, al que se consideraba
archiconservador, parecía encantado. Otro purpurado alemán, el cardenal
Döpfner, al que Frings había enseñado el texto, habló incluso de un
«documento histórico».

La conferencia de Génova se publicó ese mismo año en la revista Geist


und Leben, con una extensión de doce páginas. Firmada por el cardenal
Josef Frings, quien, sin embargo, no tardó en revelar el nombre del
verdadero autor. La conferencia de Génova es, de hecho, la más importante
y perdurable de las escritas por Ratzinger. A la sazón tenía 34 años; era un
joven e insignificante profesor, sin gran nombre. Pero fue capaz de
introducirse, por decirlo así, en el cuerpo astral de un anciano y sumamente
prestigioso cardenal, conocido e influyente en el mundo entero, para dirigir
un discurso al mundo de la Iglesia. En este texto, la mirada del historiador
se conjuga con la visión teológica, la penetración filosófica y la brillantez de
un lenguaje tan sobrio como emocional. Pero que la conferencia, como hoja
de ruta para el concilio, había adquirido relevancia desde el punto de vista
de la historia de la Iglesia se hizo patente en un epílogo vivido por Frings.
El 23 de febrero de 1962, tras una reunión de la comisión preparatoria
central del Concilio, le notificaron, para sorpresa suya, que el papa Juan
XIII quería verlo. La inseguridad se adueñó del cardenal colonés. ¿Habría
ido demasiado lejos en Génova? ¿Se sentiría el santo padre molesto por su
intervención? «No sabía por qué motivo me había hecho llamar», escribe
Frings en sus memorias. «Bromeando le dije a mi secretario Luthe:
“Póngame la muceta roja; quizá sea la última vez”» [10].

Hubert Luthe, el secretario de Frings, narra así el suceso: una vez en la


sala de audiencias, el santo padre salió a toda prisa al encuentro de Frings y
lo abrazó al tiempo que le decía: «Eminenza, tengo que darle las gracias.
Leí anoche su conferencia. Che bella coincidenza del pensiero! (¡Qué grata
coincidencia de pensamiento!)». Juan XXIII se dirigió a Frings, pero se
refería en realidad a Ratzinger: «Ha dicho Ud. todo lo que yo había pensado
y quería, pero no podía decir» [11].
Al principio, Frings se quedó de piedra. ¿Qué debía decir? Haciendo un
esfuerzo replicó: «Santo Padre, la conferencia no la redacté yo, sino un
joven catedrático de Teología». ¿Y cómo reaccionó el papa? La situación no
le resultó desconocida: «¿Sabe, señor cardenal? Mi última encíclica
tampoco la escribí yo. Lo importante es contar con los asesores adecuados».
Cuatro días después de este encuentro, el pontífice hizo llegar a Frings, por
mediación del cardenal secretario de Estado, Cicognani, una nota de
agradecimiento. «Su Santidad guarda agradecido recuerdo de la
conversación mantenida recientemente con Su Eminencia e implora para
Vos la plenitud de la gracia celestial».

En la conferencia de Génova, Ratzinger no solo logró dar con el tono


adecuado. Analizó la situación de aquel momento histórico y precisó las
expectativas de reforma, que hasta entonces ningún miembro del
episcopado europeo había formulado de esa manera, Hasta qué punto la
conferencia impresionó al papa, contribuyendo así de forma esencial a
orientar el Concilio, se echa de ver en el ya citado discurso de apertura de
Juan XXIII, en el que este, en algunos pasajes, hace suyo casi literalmente
el modelo. Yuxtapuestos, los dos documentos se leen como un diálogo, en
el que los autores se corroboran mutuamente:
Ratzinger (en la conferencia de Génova): como «un concilio de renovación», el
Vaticano II no tiene «la tarea de formular doctrinas [...]».
Juan XXIII (en el discurso de apertura del Concilio): «La tarea principal de este
concilio no es [...] la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la
Iglesia».
Ratzinger: «[...] sino más bien de posibilitar de forma nueva y más profunda el
testimonio de vida cristiana en el mundo actual [...]».
Juan XXIII: «Más bien es necesario que en nuestros días la entera enseñanza
doctrinal cristiana sea sometida de nuevo a examen en todos sus puntos [...]».
Ratzinger: «[...] para que se demuestre de manera fehaciente que Cristo no es
meramente un “Cristo ayer”, sino el único Cristo “ayer, hoy y por los siglos de los
siglos”».
Juan XXIII: «[...] y ello, con alegría y con la conciencia tranquila sin excluir
nada».

En su conferencia de Génova, Ratzinger deriva las exigencias del


Concilio de los cambios sociales acaecidos desde el final de la guerra. Ve el
mundo marcado por tres grandes movimientos: globalización,
tecnologización y fe en la ciencia. En virtud de las nuevas posibilidades de
comunicación y de colaboración científica, las culturas y las naciones,
señala, se han ido acercando más y más entre sí, de modo que ha devenido
visible una suerte de cultura unitaria. La «relatividad de toda configuración
cultural humana», considera Ratzinger no solo en sentido negativo, «lleva
también a un más claro perfilamiento del núcleo de la fe, que en todas las
culturas y lenguas se manifiesta en la persona de Jesucristo y su cuerpo, la
Iglesia».
Una de las razones principales del ateísmo moderno radica, a juicio del
teólogo, en la irreflexiva concentración del ser humano en sus propias
fuerzas. Lo que antaño era la divinización de la naturaleza se manifiesta
entretanto como una «autodivinización de la humanidad». La fe en la
ciencia no es capaz, sin embargo, de ofrecer respuesta a la «precariedad de
la lucha ética», porque no se toma en serio al hombre como ser moral, como
ser dotado de libertad y conciencia. Por eso, la tarea del Concilio debe
consistir, según Ratzinger, en formular la fe cristiana –en diálogo con la
Modernidad profana– como una alternativa auténtica que puede vivirse y es
digna de ser vivida. En ello, la Iglesia, como pueblo formado por personas
de todas las naciones, no puede por menos de hacer justicia a la diversidad
de la vida humana. «En la era de un catolicismo verdaderamente global y
devenido verdaderamente católico será ineludible asumir en creciente
medida que no todas las leyes pueden valer del mismo modo para todos los
países; que sobre todo la liturgia, así como es espejo de la unidad, así debe
ser también expresión adecuada de la respectiva singularidad espiritual».
El teólogo se atreve a mirar al futuro: «En muchos aspectos, la religión
adoptará una forma diferente. Devendrá más sobria en contenido y forma,
pero quizá también más profunda. El hombre de esta época tiene derecho a
esperar que la Iglesia lo ayude en este proceso de transformación, que se
desprenda de alguna que otra forma antigua que ya no va con él, que [...] sin
vacilar desate lo que es realmente conforme a la fe de su revestimiento
condicionado por la época y que así, deshaciéndose de lo perecedero, le
remita con tanta mayor claridad a lo permanente. El hombre actual debe
poder volver a reconocer que la Iglesia no teme ni tiene por qué temer a la
ciencia, porque está a salvo en la verdad de Dios, a la que ninguna auténtica
verdad ni ningún auténtico progreso pueden contradecir».
Todavía no estaba fijada la fecha exacta para el comienzo del Concilio.
Pero en la bula de convocatoria del Concilio, Humanae salutis, de 25 de
diciembre de 1961, Juan XXIII había acentuado una vez más la necesidad
de reconocer los «signos de los tiempos», Allí había singularizado tres
metas para el Concilio: primera, la renovación intraeclesial; segunda, la
unidad de los cristianos; tercera, la contribución de la Iglesia a la superación
de los problemas sociales y a la paz en el mundo. Durante las reuniones de
la comisión preparatoria central en Roma se evidenció con creciente nitidez
la disparidad de enfoque entre el bando curial y el grupo en torno a Frings y
otros obispos centroeuropeos. Frings pedía consejo con cada vez mayor
frecuencia a Ratzinger. Este poseía una mente más analítica que sus otros
dos asesores: el historiador de la Iglesia Hubert Jedin y su vicario general,
Josef Teusch. El juicio del joven bávaro sobre los documentos recibidos
hasta el momento de Roma era inequívoco. «El vocabulario de esta sección
suena anticuado», se dice, por ejemplo, en un comentario marginal al
esquema sobre la Iglesia; «deberían buscarse formulaciones más fácilmente
comprensibles para el hombre moderno». El esquema sobre la fiel
conservación del depósito de la fe le pareció «tan insuficiente que no puede
ser presentado aún al Concilio. En él se yuxtaponen inconexos, y sin orden
reconocible, fragmentos de los distintos ámbitos de la teología dogmática.
De este modo tienen escasa utilidad». De ahí que parezca «mejor descartar
por entero este esquema».

La comisión preparatoria central debía ponderar si los esquemas


entretanto redactados estaban listos para ser entregados al papa. En sus
memorias afirma Frings: «Cuando empezaron las reuniones, todos tuvimos
pronto claro que los schemata existentes [...] habían sido elaborados en un
espíritu muy conservador». Se produjeron «violentos choques con el grupo
conservador» [12]. Además, subraya, «es de temer que las definiciones del
Vaticano II se conviertan en una suerte de “encíclica universal”, un grueso
tomo que nadie lea y menos aún tenga en cuenta, pero que repela a muchos
que están fuera de la Iglesia o vacilan en su fe».
En consonancia con el peritaje crítico de Ratzinger, el cardenal de
Colonia impugnó el borrador de constitución dogmática sobre la fiel
conservación del depósito de la fe presentado por Ottaviani y lo comparó
con la «obra de un inquisidor sentado en su cueva como un león que mira a
su alrededor en busca de alguien a quien devorar». Ya al primer capítulo de
este texto votó Frings non placet –es decir no–, rechazándolo, pues.
Fundamentación: «El esquema [...] no parece estar maduro. Trata de
diversos temas, en un tono antes negativo que positivo, con palabras que
pueden herir a los opositores; por eso no parece idóneo para invitar a
colaborar a los adversarios ni edificar a los creyentes» [13].
El conflicto se exacerbó hasta tal punto que el 6 de mayo de 1961 los
cardenales alemanes Frings y Döpfner pidieron a Juan XXIII que aplazara
el Concilio. Antes de ello, en una cena con un reducido número de
comensales, Döpfner había manifestado que tenía la impresión de que Juan
XXIII vería con buenos ojos que el grupo de futuros padres conciliares
favorables a la reforma intensificara su actividad. Por otra parte, el papa
daba a entender al bando curial, según Döpfner, que era «prisionero» suyo
[14]. En su autobiografía, Frings cuenta sobre el encuentro confidencial con
Juan XXIII: «El papa se percató, por supuesto, de qué era lo que queríamos
y no tenía intención alguna de ceder en ese punto. En una audiencia previa
me había confesado que, si bien no creía en apariciones, estaba firmemente
persuadido de que la idea de convocar un concilio le había sido inspirada
desde arriba. Y así también ahora, en esta audiencia, habló él sin parar y –
obviamente de manera deliberada– apenas nos permitió tomar la palabra; no
quería discutir al respecto» [15].
Si la conferencia de Ratzinger en Bensberg había impresionado a Frings,
la que el joven teólogo le preparó para Génova confirmó su convicción de
que había apostado por el caballo adecuado, aunque este caballo de tiro de
Hufschlag todavía era apenas un potro. El catedrático bávaro tenía
ambición, irradiaba energía juvenil y representaba un tipo de eclesiástico
del que cabía suponer que dependería el futuro de la Iglesia. Además,
estaba bien relacionado, a través, por ejemplo, del nuncio Bafile o de
eruditos como Karl Rahner. Con su compañero de Bonn y amigo Hubert
Jedin tenía de su parte al experto en concilios por excelencia. Dos meses
después de la citación de Frings por el papa Roncalli y la entusiasta réplica
de este a la conferencia de Génova, Frings, como miembro de la presidencia
del Concilio, pasaba todos los borradores de documentos (schemata) a su
nuevo asesor jefe. Llevaban sin falta el sello Sub secreto, rigurosamente
confidencial. Toda transmisión, oral o escrita, estaba prohibida bajo
amenaza de pena eclesiástica.

Al principio, Ratzinger se limitaba a glosar los borradores con


observaciones que anotaba en los márgenes. En el esquema De Ecclesia,
por ejemplo, censuró el tono demasiado temeroso y defensivo y echó en
falta una comprensión auténticamente tradicional de la fe. El estilo le
resultaba insuficientemente pastoral; y la conciencia histórica de los
problemas, demasiado tenue. El crítico recomendaba que el texto, en vez de
limitarse a lo «negativo y asegurador», dijera asimismo «una palabra de
aliento a la iniciativa cristiana»; al fin y al cabo, decía citando a Karl
Rahner, la Iglesia «no se cuenta entre los Estados totalitarios, en los que el
poder exterior y la obediencia en medio de un silencio sepulcral lo son todo,
mientras que la libertad y el amor no son nada».

En Roma, el legajo de borradores de documentos conciliares, que


engordaba y engordaba sin sentido, enfurecía a alguno de los consultores.
Frings se erigió en su portavoz y expresó el descontento: los obispos del
orbe entero que se reunirían en Roma y que hasta ese momento no sabían
nada de los materiales que iban a tratarse, «cómo podrían formarse un juicio
propio sobre tantas y tan importantes cuestiones en el curso de unas cuantas
semanas o quizá meses?». Era de temer que el Concilio se ahogara por la
gran cantidad de material a revisar, sin avanzar lo más mínimo. Sea como
fuere, en dos años de trabajo se habían elaborado 75 esquemas. Se
consideraban «borradores provisionales, susceptibles de ser mejorados».
«Solo el debate en el Concilio, con la ayuda del Espíritu Santo, los
mejorará» [16].
Frings no tardó en pedirle a Ratzinger que no se limitara a las glosas
marginales y elaborara dictámenes sintetizadores con las correspondientes
propuestas de cambio, pero ya no a mano. Las respuestas no podían hacerse
esperar mucho. Cumplir este deseo del cardenal fue posible gracias también
a Maria Ratzinger, quien en el piso de Bad Godesberg mecanografiaba
página a página en un intachable latín, lengua que nunca había estudiado.
Los textos empezaban con frases como: Eminentissime ac Reverendissime
Domine. De prima serie schematum, de quibus disceptabitur in Concilii
sessionibus, in primis sequentia videntir dicenda: [...]. En español:
«Eminentísimo y reverendísimo señor: Respecto a la primera serie de
borradores que deben debatirse en las sesiones del Concilio habría que decir
en primer lugar, en mi opinión: [...]» [17].
Ocasionalmente, el teólogo llevaba en persona sus informes a Colonia al
palacio arzobispal y aprovechaba la visita para una breve conversación con
el cardenal. «Por supuesto, tenía algunas objeciones que hacer», afirma
Ratzinger en sus memorias. Eso parece un intento de quitarse importancia.
Bastará un botón de muestra: en su carta del 3 de octubre de 1962 se dice
sobre el tomo primero de los Schemata Constitutionum et Decretorum, por
citar solo algunos pasajes:
«Al caput II: los cambios introducidos en las líneas 25-29 y en la línea 14 de la
página 14 persiguen eliminar un concepto de inerrancia en exceso hinchado y –a la
vista de la investigación histórica actual– problemático, que no se compadece con el
carácter verdaderamente humano de la Sagrada Escritura, sustituyéndolo por otro
concepto de inerrancia más adecuado.
Al caput III: el cambio propuesto para la página 33, línea 9, pretende asegurar la
debida observancia de los límites entre la forma de conocimiento y el lenguaje de la
filosofía, por un lado, y los de la teología, por otro. El modo prefilosófico de hablar
de un inicio temporal del mundo pasa por alto el hecho de que antes del tiempo no
existía tiempo. Afirmando la temporalidad del mundo se expresa de manera
adecuada y exacta su no eternidad.
Al caput X: todo el esquema dogmático (páginas 23-69) resulta sumamente
insatisfactorio. Carece de todo orden interno. [...] El tono pedante y profesoral de
muchas formulaciones, lejos de atraer a la Iglesia nuevos creyentes, repelerá a las
personas».
Pese a la crítica, los informes periciales de Ratzinger se caracterizan por
su cautela y ponderación. Derivan de la eclesialidad del teólogo, pero
también de una posición que no apuesta tanto por el cambio de estructuras
cuanto por la experiencia directa y personal del creyente en Jesucristo. Él
sabía bien que sobre la verdad no se puede votar y que quien se adelanta a
Dios no puede seguirlo. Si la fe ya no es verdad, sino tan solo tolerancia, se
torna cada vez más secundario qué se tolera y cada vez más importante el
hecho mismo de tolerar.
Benedicto XVI me contó en una de nuestras entrevistas que envió al
cardenal Frings «numerosas correcciones, pero absteniéndose de tocar la
estructura global, salvo en el caso del esquema sobre la revelación. En ese
caso había margen de mejora. Coincidíamos en que, por una parte, la
orientación básica era correcta, pero que, por otra, había mucho que
mejorar. Estábamos de acuerdo sobre todo en que la Escritura y los padres
debían estar más presentes y en que el magisterio contemporáneo no podía
ser tan dominante». Al esquema De Ecclesia, obra del cardenal Bea, por
ejemplo, le dirigió un elogio: «Si se consiguiera mover a los padres a
aceptar este texto, el Concilio habría merecido sobradamente la pena. [...]
Aquí se emplea realmente el lenguaje que necesita nuestra época, un
lenguaje que pueden entender también las personas de buena voluntad».
El mencionado esquema sobre la revelación era el talón de Aquiles del
Concilio... y el tema de especialización de Ratzinger. Era la encrucijada en
la que se decidiría la orientación de la Iglesia católica. «Los problemas
empiezan ya en el título: De fontibus revelationis [Sobre las fuentes de la
revelación]», escribe el asesor jefe de Frings en su dictamen. «Es cierto que
todos los manuales usan esta expresión; es cierto también que el Vaticano I
la utiliza en el caput 2 De revelatione como título intermedio allí donde
reafirma las decisiones del Tridentino relativas a la Escritura y la tradición.
Pero el Tridentino mismo no habló de este modo, ni tampoco en el cuerpo
del texto del Vaticano vuelve a aparecer este sintagma. [...] En realidad, la
Escritura y la tradición no son las fuentes de la revelación, sino que la
revelación –el hablar y el automanifestarse de Dios– es la unus fons, de la
que fluyen los dos rivuli que son la Escritura y la tradición» [18].
Ratzinger no se queda en la mera valoración: «Primero, me gustaría
enumerar las exigencias que derivan de lo anterior: 1) El título De fontibus
revelationis debe cambiarse por De revelatione o De verbo Dei [...]. 2) Al
conjunto debería anteponérsele un caput I: «De revelatione ipsa», para el
que podrían utilizarse materiales del actual caput I y del schema 2 caput IV.
3) También allí donde aparezca en el texto, el vocablo fontes debe
sustituirse, en la medida de lo posible, por otras expresiones».

Es posible que, para los profanos en la materia, las objeciones de


Ratzinger, como su propio autor sospecha, «parezcan una disputa verbal
entre maestros de escuela; pero no debe olvidarse que en las palabras que se
utilizan para describir un asunto se decide su comprensión y que al uso
correcto de las palabras le corresponde, máxime en materia de fe, una gran
importancia». El tema afectaba de hecho a las relevantes cuestiones de la
inerrancia y la historicidad de la Sagrada Escritura: «Lo repito: no hay
ninguna frase que, por una parte, no esté en la Escritura y, por otra, no
pueda retrotraerse con cierta probabilidad histórica hasta la época
apostólica. Si esto es así, y de hecho lo es, no cabe definir la tradición como
transmisión material de frases no escritas». La conclusión más importante
parece ser, en su opinión, que con el esquema presentado se condenaría a
«la mayor parte de los padres de la Iglesia y de los teólogos escolásticos
clásicos, empezando por Tomás de Aquino y Buenaventura». Y a ello le
sigue algo típicamente ratzingeriano: «Pero eso carece de sentido: no se
puede condenar como errónea, en nombre de la tradición, a la mayor y más
venerable parte de la tradición». Por último, el teólogo de 34 años realiza un
llamamiento: «El mundo no espera de nosotros refinamientos adicionales
del sistema, sino la respuesta de la fe en la hora de la incredulidad».
El semestre de verano terminó en julio de 1962. Joseph y Maria se
pusieron en camino hacia Traunstein, con el fin de recuperarse de estos
agotadores últimos meses. Pero no les fue posible. A finales de agosto,
Joseph colocó encima de su escritorio un grueso paquete. Era el tomo con
los siete esquemas ya listos para el primer periodo de sesiones del Concilio.
En la nota que lo acompañaba había escrito el cardenal de Colonia: «Muy
estimado Sr. Prof. Ratzinger: Junto con la presente le envío el primer tomo
de los schemata del Concilio, tal cual se les ha hecho llegar estos días a
todos los participantes. Le agradecería que examinara estos borradores
conforme a los siguientes puntos de vista: 1) ¿Qué ha cambiado respecto a
la primera versión? 2) ¿Qué es lo que debe rechazarse categóricamente? 3)
¿Qué podría mejorarse?».

En las semanas siguientes, Ratzinger se sumergió en los textos latinos, de


suerte que ya el 14 de septiembre de 1962 pudo enviar al cardenal una toma
de posición de tres páginas escritas en latín que ofrecían su «impresión
global». El 29 de septiembre siguió un texto de ocho páginas en alemán.
Incluía propuestas de mejora a los siete esquemas. En el último minuto, el 3
de octubre, ocho días antes de la apertura del Concilio, le puso en el correo
al cardenal un tercer texto de quince páginas para «fundamentar las
propuestas de cambio».

Por cierto, el envío urgente remitido por el cardenal a finales de agosto


contenía un apunte adicional, escrito casi como de pasada. «Entretanto ya
está decidido que volaré a Roma el martes 9 de octubre. ¿Se viene?».
¿Que si quería volar a Roma él también? Literalmente a vuelta de correo,
justo al día siguiente, aceptó la propuesta. Y confirmó al mismo tiempo que
pronunciaría en Roma ante un grupo numeroso de padres conciliares la
deseada conferencia sobre el esquema dedicado a las dos fuentes de la
revelación. «¡El Concilio es cosa hecha!», había exclamado con
entusiasmo, recordemos, el papa Roncalli cuando en julio de 1962 Pericles
Felici le presentó los esquemas conciliares ya revisados y aprobados; «¡para
Navidades habremos terminado!». Cuesta creer que fuera la conferencia de
Ratzinger sobre la revelación lo que, por sus consecuencias, desquició toda
la asamblea.
30
La eminencia gris

E n el breve periodo que Roncalli ocupó la sede petrina, Ratzinger se


convirtió en admirador suyo, «un auténtico fan», como diría más
tarde. El pontífice anterior, Pío XII, había marcado su juventud. «Era el
papa por antonomasia». Pero a medida que Joseph fue cumpliendo años, «la
solemnidad, los grandes gestos y la dignidad» del personaje Pacelli
empezaron a resultarle extraños. Juan XXIII, por el contrario, «me fascinó
desde el principio, incluso por su anticonvencionalismo. Por ser tan directo,
tan sencillo, tan humano» [1].
El 9 de octubre de 1962, dos días antes de la solemne apertura del
Concilio, se dirigía hacia Roma en un vuelo comercial. Con 35 años, lleno
de esperanzas y espíritu emprendedor. Era necesario «mostrar más valentía
y fe», había reclamado poco antes con cierta fanfarronería en una
conferencia. A su juicio, el cristianismo debía «estar más cargado de
realidad, ser más dinámico y originario» [2]. Ahora quería «contribuir a
allanar el camino a esa nueva y purificada autopresentación de la Iglesia
que, según voluntad del papa, debe madurar como fruto del Concilio». En el
corazón llevaba unas palabras de Juan XXIII que lo habían conmovido
especialmente: «No somos utópicos que sueñan con un paraíso terrenal,
sino realistas de la cruz» [3].
El cardenal Frings y sus acompañantes se registraron en el Colegio Santa
Maria dell’Anima en la Piazza Navona, en el que Frings había residido
como doctorando entre 1913 y 1915. Para Ratzinger no había sitio de
momento. Tuvo que contentarse con un cuarto en el Albergo Genio, una
pensión sita en el número 28 de la Piazza Zanardelli, a la vuelta de la
esquina.

Aguardaba con gozosa anticipación los encuentros con teólogos como


Henri de Lubac, Jean Daniélou, Yves Congar o Gérard Philips, a los que
admiraba. Todos ellos tenían problemas con la reinante «desolación de la
teología», por usar una formulación de Hans Urs von Balthasar, o sea, con
«lo que los hombres han hecho del esplendor de la revelación». Y en algún
lugar esperaba también Esther Betz, quien había viajado a Roma en calidad
de enviada especial del diario Rheinische Post y confiaba en obtener
información reservada, a pesar de las normas de confidencialidad... o
precisamente a causa de ellas. Pues, según el artículo 27 del reglamento del
Concilio, «los apoderados, los peritos conciliares y todos cuantos tuvieran
algo que ver con los asuntos del Concilio» estaban obligados a «jurar que
guardarán secreto». Ello afectaba no solo a los documentos, sino a
«debates, opiniones particulares de los padres y votaciones» [4]. Sobre su
destacado informador contaría más tarde Betz: «Nos reuníamos a menudo
amigablemente con otros prominentes peritos, y el alma bávara de Joseph
Ratzinger se estremecía cuando yo pedía frutti di mare» [5].
Ratzinger se había reunido conspirativamente ya antes del Concilio con
Karl Rahner, asesor del cardenal de Viena, Franz König. Rahner quería
mantener el círculo para deliberaciones estratégicas, «por razones prácticas,
lo más reducido posible» y «prevenir que trascendiera nada de lo que se
traían entre manos» [6]. Se trataba de elaborar borradores de documentos
alternativos a los presentados por Roma. A su hermano de orden Otto
Semmelroth, catedrático de Teología Fundamental, le confió en una carta
fechada el 4 de abril de 1962 que intentarían «redactar unánimemente en
este círculo reducidísimo el primer borrador de dicho dictamen pericial».
En todo ello era preciso mantener la «máxima discreción». De hecho, una
vez en Roma, entre el 15 y el 25 de octubre de 1962 se trabajó intensamente
en la elaboración de textos alternativos. En ellos participaron Karl Rahner,
el obispo Volk, Otto Semmelroth y Joseph Ratzinger. Según uno de los
integrantes de aquel grupo, Ratzinger «había redactado ya en latín un
esquema que nos gustó mucho» [7].

Rahner consideraba pésimos la mayoría de los textos romanos, no


susceptibles de mejora. «El conjunto da la impresión de una teología
romana de escuela, extenuada, grisácea», murmuraba. «Ni siquiera está en
condiciones de percatarse de que no sabe hablar de modo que la entienda un
hombre actual». Sobre el esquema de revelación apuntó: «Un concilio no
puede exponer una filosofía tan anodina» [8]. Con Ratzinger, veintitrés años
más joven que él, se prometía Rahner una fecunda colaboración». «Si Su
Eminencia tuviera también un teólogo así», le escribió ya el 17 de abril de
1962 al cardenal Döpfner, de Múnich, «estos tres teólogos podrían a buen
seguro desarrollar» junto con él «un trabajo decente». En la posdata añade:
«Suplico a Su Eminencia perdone la mala letra con que esté escrita esta
carta. Hoy llevo ya ocho horas dictando el dictamen pericial y estoy un
poco obtuso» [9].
La relación con Rahner no se hallaba exenta de riesgos. En Roma se
consideraba al jesuita un teólogo «progresista». Dicho de otra forma,
alguien de quien era mejor mantenerse alejado. Su «mariología» no había
pasado la censura de su orden, por lo que no había podido ser publicada.
Pocos meses antes del inicio del Concilio se le había comunicado que en el
futuro tendría que someterse a una censura previa en la orden. El instigador
de ello había sido el Santo Oficio de Alfredo Ottaviani, la antigua
Inquisición.
Rahner protestó. El 8 de junio de 1962 le escribió al cardenal König que
se sentía «condenado sin haber sido acusado ni examinado». Es cierto que
podría «tragarse todo en silencio», pero siente que debe decir: «En una
situación así no puedo trabajar. No se me ocurre nada. Estoy bloqueado; me
resulta imposible pensar si tengo a un censor, por decirlo así, asomándose
continuamente a mi cabeza. En una palabra, soy incapaz de escribir y, en
consecuencia, no escribiré. Nadie me puede ordenar que a mi pobre cerebro
se le ocurra algo en tales circunstancias. [...] Al fin y al cabo, siendo un
teólogo que, como sospechoso [de heterodoxia], tiene un estatus especial,
no puedo ir con Ud. a Roma al Concilio» [10].
Una amplia acción solidaria de teólogos y políticos dio publicidad al
caso. Los cardenales Döpfner, Frings y König intervinieron ante el papa
Juan, quien en el verano de 1962 se distanció de Ottaviani de forma
indirecta. Rahner viajó a Roma, pero el escándalo no se olvidó.
Este viaje a Roma no era la primera visita de Joseph a la Ciudad Eterna.
¿Se debió solo al deseo de aprovechar la oportunidad el que seis meses
antes del inicio del Concilio, el 22 de abril de 1962, Domingo de Pascua,
Joseph llegara junto con su hermano a la Estación Termini, donde los
esperaba Helmut Brandner, un estudiante de Teología muniqués? Dos
semanas largas antes, Joseph había prestado, como asesor del cardenal,
juramento de confidencialidad. A estas alturas, aún no era seguro que fuera
a acompañar a Frings a las deliberaciones, pero sí previsible. Karl Rahner,
al menos, sabía ya más. Junto «con una afectuosa felicitación pascual»
informó el 17 de abril de 1962 a su hermano de orden Semmelroth: «Puesto
que Ratzinger (esto, por supuesto, debe quedar de momento entre nosotros)
irá a Roma con Frings y yo, previsiblemente, con el cardenal de Viena
[Franz König], tengo doble motivo para desear tal conversación previa con
Ratzinger y con Ud.» [11].
Para no incurrir en gastos innecesarios, los dos Ratzinger se alojaron en
una habitación doble en un convento de monjas cerca de la Piazza del
Risorgimento. Georg se sentía «como un minúsculo gusanito en esta
gigantesca ciudad. Con tanto tráfico y tanta gente, con personas de todas las
lenguas, ataviadas con las más diversas vestimentas. Máxime siendo de
extracción tan sencilla como en nuestro caso». Por otra parte, el Foro
Romano, Santa Priscila, San Clemente o el majestuoso Vaticano no les
causaron una impresión necesariamente abrumadora. «En eso somos muy
Ratzinger», reconoció el futuro papa en una de nuestras entrevistas, «no
demasiado emocionales». Además, todavía albergaban «un ligero
resentimiento antirromano, sobre todo respecto a la teología que se hacía en
Roma, de suerte que no sentíamos especial deseo de venir a la ciudad».

Lo que sí le fascinó fueron los lugares asociados al cristianismo


primitivo. «Al alcance de la mano» encontró aquí los orígenes de la fe, así
como «esta realidad de la continuidad». En una audiencia general vio por
primera vez en persona al papa Juan, quien subrayó en su discurso la
importancia de la oración. A Joseph le sorprendió tener ante sí a «un
hombre de amplia formación teológica» que, por así decir, «hablaba para la
gente sencilla y era capaz de hacerse entender por ella» [12].
Durante su visita a Roma, Georg y Joseph no pudieron por menos de
pensar en su tío abuelo Georg, el diligente hijo de campesinos natural de la
hacienda Rickering, en la Baja Baviera, donde también nació su padre.
Georg Ratzinger era doctor en Teología, sacerdote, político y publicista,
todo en uno. Un torbellino. Un espíritu independiente. Un inconformista.
En su juventud sirvió como capellán en la corte del duque Carl Theodor en
Tegernsee. Como diputado en el Reichstag berlinés era tan respetado como
controvertido. No solamente por su compromiso a favor de una reforma
social y su lucha contra el militarismo prusiano y la megalomanía germano-
nacionalista. Tenía un sentido de la justicia tan marcado que incluso se jugó
la ordenación sacerdotal por defender a su primo, el joven sacerdote Jakob
David, contra un alcalde corrupto. Como director del semanario Münchner
Wochenblatt, Ratzinger (oculto tras el pseudónimo «Razone») escribió
contra la autoridad, lo que ocasionó la confiscación del periódico y a él,
como redactor jefe, lo llevó a prisión preventiva.

El parecido de Joseph con este tío abuelo era asombroso. No tanto


físicamente –en eso tendía más hacia la línea materna– cuanto en lo que
respecta al temperamento, al espíritu, a la rebeldía. ¿Acaso no había sido
considerado también Georg, cuando estudiaba secundaria, singularmente
sensible y, al mismo tiempo, extraordinariamente diligente y disciplinado?
Era «un alumno talentoso y un trabajador sosegado», se dice en un boletín
de calificaciones; «en él predomina el intelecto» [13]. Al igual que más
tarde haría Joseph, también el tío abuelo obtuvo el título de doctor en
Teología con un trabajo de fin de grado que ganó el concurso de su facultad.
El tema: «Historia de la atención eclesial a los pobres», lo había propuesto,
cortado a la medida para él, su mentor, el sacerdote e historiador de la
Iglesia Ignaz von Döllinger.

Como publicista, Georg Ratzinger trató un amplio espectro de temas,


desde la Antigüedad hasta problemas de actualidad. También escribió
artículos pseudónimos que utilizaban expresiones antijudías de uso
generalizado. Polarizaba y se atraía adversarios de todos los campos. No
obstante, como uno de los inspiradores de la doctrina social de la Iglesia
católica, fue recibido por el papa León XIII en audiencia privada. Y el
primer ministro británico William Ewart Gladstone le envió una nota
manuscrita en la que encomiaba su Historia de la atención eclesial a los
pobres. A la muerte de su hermano Thomas, a quien cuidó hasta el final,
Georg osciló entre eufóricos sueños de futuro y brotes de hipocondría.
«Ahora solo bebo vino tinto y agua mineral Apollinaris», se lamentaba. La
mejoría era, según él, perceptible; «pero no se sabe cuánto durará».

¿No era curioso que también el tío abuelo Georg estuviera relacionado
con un concilio? Como secretario de su director de tesis, Georg Ratzinger
preparó materiales para el escrito anticonciliar de Döllinger Cartas de Jano,
publicado en 1868, que –junto con una obra del crítico francés del Concilio
Henri Louis Charles Maret– desencadenó una ola de protestas contra Roma.
«Por lo demás, es absolutamente necesario», instruyó Döllinger a una
colaboradora, «que Ratzinger se encargue de la revisión tanto de lo escrito
como de lo impreso». El lector de la editorial agradece de corazón: «Ha
sido muy positivo que el Sr. Dr. Ratzinger se encargara de la revisión, pues
ha introducido considerables mejoras». Todavía poco antes del inicio del
Vaticano I, Ratzinger hizo un llamamiento a «la resistencia abierta de los
eruditos católicos alemanes». «Es hora», dijo, de levantarse «contra las
mezclas jesuítico-romanas a las que se quiere estampar el sello de dogmas».
Cuando Döllinger se radicalizó progresivamente en su enemistad contra
Pío IX, su protegido se distanció de él. «No es el lenguaje de un hombre
que se opone por razones intelectuales; es el lenguaje de alguien que se
burla de la religión, el tono de un Voltaire», afirmó Ratzinger sobre su
antiguo mentor. La agitación de Döllinger contra el Concilio llevó a la
fundación de los «veterocatólicos», que se separaron de Roma. El propio
Döllinger no se sumó al movimiento cismático. Su antiguo profesor estaba,
sin su cargo, «rodeado por completo de enemigos de la Iglesia», anota
Georg Ratzinger a principios de 1883. Todos los esfuerzos para «reconducir
al anciano al camino recto» han resultado «por desgracia infructuosos».
Ratzinger mantuvo su posición crítica con el Vaticano. Compartía la
opinión de un coetáneo de que «la curia romana» no tenía «ya energía
intelectual alguna». Esto era «signo de una pronta derrota». El exdiputado
en el Reichstag y en el parlamento bávaro se retiró: En este servilismo ya
no encajo», admitió resignado. ¿A qué resultado llegaría, después del
concilio de su tío abuelo, ahora su concilio, el Vaticano II?, se preguntaba
Joseph. ¿Qué consecuencias tendría? ¿Seguiría todo como estaba:
dominado por la restauración y la neoescolástica, cerrado, angosto? ¿O
habría oportunidad de redescubrir y vivir el mensaje del Evangelio?
En el Albergo Genio deshizo Joseph la pequeña maleta que le había
preparado su hermana Maria. El diccionario lo había metido él luego. Sabía
todos los idiomas imaginables, salvo italiano. Apenas tendría tiempo, sin
embargo, para disfrutar de la belleza de la ciudad. Ya al día siguiente, lunes
10 de octubre, víspera de la ceremonia oficial de apertura del Concilio,
estaba prevista a las cinco de la tarde la reunión de todos los padres
conciliares de lengua alemana convocada por Frings, en la que él debía
presentar una ponencia. Iba a haber, sin duda, un gran número de asistentes.
Il cardinale Frings, por su actitud íntegra y objetiva durante el periodo
preparatorio, se había hecho merecedor de una posición sobresaliente. «El
nombre Frings era, como si dijéramos, garantía de calidad», explicó
Ratzinger más tarde [14].
Los grandes esfuerzos del periodo preparatorio habían extenuado al
cardenal. Una nueva subcomisión, creada de la noche a la mañana a
propuesta suya, tuvo que ocuparse el 16 de julio de 1962 de cuatro
esquemas, revisar a toda prisa el día 17 el esquema De Ecclesia, examinar
el día 18 más de veinte capítulos del esquema De religiosis [Sobre los
religiosos] y terminar el día 20 otros cuatro esquemas. Sus breves
vacaciones de recuperación antes del inicio del megacongreso las pasó en el
Hotel Glacier en Saas Fee, Suiza, y luego en el Palazzo Doria de Génova.
«Veo como un pollo», se burló de sí mismo cuando Luthe le leyó en voz
alta un documento. Empezó a tener siempre a mano una linterna, para poder
leer él mismo al menos textos breves. Pero el glaucoma siguió avanzando.
En adelante, dictaba sus homilías en latín a última hora de la tarde, para
memorizarlas y poder predicar sin apoyo escrito. «¿Se la leo?», le
preguntaba Luthe. «No, déjeme mejor que trate de formular lo que me
gustaría decir. Ud. asegúrese de que no me olvido de nada». Nadie le oyó
nunca quejarse. «¿Cómo puedo yo, un anciano ciego, seguir sirviendo a la
diócesis?»: ese era todo el comentario que se permitía sobre su sufrimiento.
«Señor cardenal», lo consolaba luego Luthe, «Ud. nos está enseñando a
llevar la cruz con dignidad» [15].

Los pensamientos de Joseph regresaron al viaje en avión a Roma junto


con el cardenal. Durante la guerra, de noche distinguía a los aviones por el
ruido que hacían. Pero hasta ahora nunca había volado en uno. Para la
primera parte del trayecto, de Colonia a Francfort, utilizaron un pequeño
avión a motor, cuyas hélices cortaban a trompicones el aire; y en Fráncfort
embarcaron en un avión de propulsión a reacción. Por las minúsculas
ventanas se deslizaban los campos verdes, los tejados rojos y las carreteras
grises, hasta que un manto de nubes envolvió al avión y a sus pasajeros
como un capullo de seda.
El cardenal celebró la despedida en la catedral colonesa como si no fuera
a regresar nunca. Antes de marchar al aeródromo, a las diez y media se
arrodilló para orar, junto con Luthe y Ratzinger, ante el relicario de los tres
Reyes Magos. Los rodeaba el cabildo catedralicio al completo. Un grave
repique de campanas los acompañó luego mientras recorrían la amplia nave
gótica y descendían a la cripta. Lentamente, el ciego cardenal palpó las
lápidas de sus predecesores. «Aquí me gustaría ser enterrado algún día», le
susurró a Luthe, en cuyo brazo se apoyaba. Este pequeño episodio puso de
manifiesto, según la narración retrospectiva que Ratzinger hace de la
escena, «desde qué punto y bajo qué perspectiva acometió el obispo de
Colonia su trabajo en Roma»: «En este momento anticipó, por decirlo así,
el futuro, para desde la responsabilidad de esa visión, cumplir la tarea
inminente» [16].

Solo entre noviembre de 1961 y junio de 1962 contó Frings 47 días de


reuniones en Roma. Había votado non placet, «no», cuando su asesor tenía
objeciones, y «sí» cuando este daba su visto bueno. Casi todas sus
aportaciones contenían argumentos y formulaciones elaborados por
Ratzinger. Por ejemplo, cuando se trató de «si es necesario decidir en un
concilio aquellas cuestiones en las que casi todo ha sido dicho ya en
constituciones, encíclicas y discursos papales o en compilaciones
dogmáticas, por lo que ya posee gran autoridad». O también de «si es bueno
afirmar todo esto y decir poco sobre Dios y su grandeza, bondad y riqueza,
poco sobre Jesucristo, nuestro Salvador, mencionado en los prólogos, pero
rara vez en los esquemas mismos» [17].

Muchos de los documentos elaborados por la comisión le parecían a


Ratzinger «algo rígidos y estrechos de miras, demasiado ligados a la
teología de escuela, guiados más por el pensamiento de los estudiosos que
por el de los pastores» [18]. Una y otra vez aconsejaba recortes,
matizaciones, aclaraciones terminológicas. Tenía muy claro que era
imposible que el Concilio se pronunciara sobre todos los ámbitos de la vida
pública. Lo determinante para el camino futuro de la Iglesia era la fidelidad
a la Sagrada Escritura y la fraternidad a la hora de salir al encuentro de las
personas en el mundo actual.
Los peritajes de Ratzinger merecen especial reconocimiento porque
documentan la extraordinaria constancia de su línea teológica fundamental.
El programa que formuló para la asamblea de la Iglesia universal muestra el
armazón básico de su doctrina, que no querrá cambiar ya y que –debido a su
actualidad intemporal– tampoco tendrá por qué cambiar. Por eso,
permanecerá fiel a ella de por vida. Si no se tienen en cuenta sus
perdurables contribuciones al Concilio, cualquier retrato de quien luego
sería papa con el nombre de Benedicto XVI resulta, además de incompleto,
falso. El propio Ratzinger, reflexionando sobre el Concilio, deja constancia
de ello: «Pensaba que la teología escolástica, tal como había sido fijada, no
era ya un instrumento válido para poner a la fe en diálogo con nuestro
tiempo». La fe, subraya, debe «romper esta coraza, debe presentarse en un
nuevo lenguaje, desde una nueva apertura a la situación del presente. Así
pues, también en la Iglesia debe surgir una libertad mayor» [19].

Ya en sus primeros posicionamientos le marcó el catedrático de 34 años


la línea al cardenal Frings, que a la sazón tenía 74. En ellos habla no un
alumno inexperto, sino un maestro rebosante de autoridad:
«1. Como ya reclamaron los padres del Concilio Vaticano I, los borradores de los
documentos no pueden parecer tratados extraídos de manuales de teología ni estar
redactados en estilo escolástico, sino que deben dejar que en ellos resuene el
lenguaje de la Sagrada Escritura y de los padres de la Iglesia.
Otro punto: este concilio quiere –tal es la intención del santo padre– aguijonear
suavemente a los hermanos separados para que busquen la unidad; y quiere
asimismo dar a los hombres que en las actuales condiciones de vida, tan distintas, se
han alejado, para dolor nuestro, de la fe de sus antepasados un nuevo testimonio de
Jesucristo y de su santa Iglesia. De ahí que se deban tener siempre en mente los
sentimientos y pensamientos de los hermanos separados. Aunque la verdad deba ser
anunciada “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2), esta verdad acaece, no obstante,
en el amor (cf. Ef 4, 15); más aún, según las palabras del Apóstol, “nosotros los
fuertes tenemos que cargar con las flaquezas de los débiles y no buscar nuestra
satisfacción” (Rom 15, 1).

2. Como ha sido costumbre en ocasiones anteriores, el Concilio no debe adoptar


decisiones en cuestiones que sean controvertidas entre teólogos católicos; tan solo
debe juzgarse sobre errores verdaderamente distantes del espíritu cristiano» [20].

Una y otra vez remite Ratzinger a «los sentimientos de los hermanos


separados» a fin de que «no aflore la sospecha de que el Concilio pretende
sembrar discordia entre las distintas comunidades cristianas no católicas».
En otro lugar escribe: «Pero entre los no católicos permanece vivo
precisamente el miedo a una ilimitada arbitrariedad del papa, así como la
idea de que, cuando uno se ha puesto en sus manos, ya no se está seguro
ante nada. En efecto, este trauma pavoroso es quizá el mayor obstáculo para
una unificación con Roma. ¿No se podría interpolar aquí un breve párrafo
que asegure que el papa no hará uso arbitrario de su prerrogativa?» [21].
Los textos correspondientes debían «ser examinados, abreviados y
mejorados de nuevo a fondo».
También parece haber pensado en Esther Betz, periodista y amiga: «En
determinadas cuestiones –por ejemplo, las concernientes a los medios de
comunicación social– parece útil y adecuado solicitar el consejo de laicos
experimentados en esos asuntos».
Los dictámenes de Ratzinger no tienen como único objetivo la crítica. En
una toma de posición fechada el 17 de septiembre de 1962 se dice: «Estos
dos borradores responden en sumo grado a los fines de este concilio, tal
como los ha enunciado el papa: renovación de la vida cristiana y adaptación
de la praxis eclesial a las exigencias de nuestra época, para que el
testimonio de la fe resplandezca con claridad nueva en medio de las
oscuridades de este siglo. Parece de capital importancia que el Concilio no
se enrede ya en las primeras sesiones en las cuestiones más espinosas, que
ocupan a los teólogos, pero resultan inaccesibles a las personas de nuestros
días, más aún, las confunden. Antes bien, sería importante decir algo que
transmita la renovación de forma perceptible y que pueda aportar algo de
luz a las personas de buena voluntad» [22].
Frings no tenía problema en asumir de inmediato las propuestas de su
jefe de gabinete, la mayoría de las veces casi al pie de la letra. Existe una
excepción. Sobre un esquema de la comisión de la fe, presidida por
Ottaviani, que se trató el 20 de junio de 1962 en la comisión preparatoria en
Roma, no hay ningún posicionamiento del cardenal de Colonia. Se trataba
del borrador de un documento Sobre la Santísima Virgen María, Madre de
Dios y de hombres.
Ratzinger había recomendado al cardenal, de orientación marcadamente
mariana, el siguiente voto: «Creo que, en aras de la finalidad del Concilio,
debería renunciarse a este esquema. Si se quiere que ya el Concilio mismo,
en su efecto conjunto, sea un suave incitamentum, un “sutil incitamento” a
los hermanos separados ad quaerendam unitatem, “para que busquen la
unidad”, es necesario también un cierto grado de consideración pastoral.
[...] A los católicos no se les va a ofrecer ninguna riqueza que no tuvieran
ya, y a los que están fuera (en especial a los ortodoxos) se les colocará un
nuevo obstáculo en el camino de regreso. Con la aprobación de tal
esquema, el Concilio pondría en peligro toda su eficacia. Propongo, pues,
que se renuncie por completo a un caput doctrinal (este sacrificio deben
asumirlo los romanos sin más) y se añada al final de la eclesiología una
sencilla oración a la Madre de Dios, [...] prescindiendo de toda expresión
que no haya sido objeto de definición dogmática, como mediatrix y otras
parecidas» [23].

La hoja de voto de Frings se conserva intacta junto a las actas.


Ratzinger, que seguía sin ser peritus oficial del Concilio, actuaba en
calidad de mero asesor teológico personal de un cardenal alemán. Mientras
Juan XXIII aprovechó los días previos a la apertura del Concilio para hacer
una peregrinación a Asís y Loreto (lo que en mundo entero se entendió
como un signo de puesta en marcha, ya que desde 1870 ningún papa había
salido de la Ciudad Eterna), Ratzinger repasaba en la habitación de su hotel
la conferencia que el lunes debía impartir en presencia de altos dignatarios
eclesiásticos. Frings había notificado la reunión por carta al rector del
Colegio del Anima, el prelado Dr. Alois Stöger: «Asistirán unas cincuenta
personas. ¿Podría Ud. preparar la sala para ello? Durante el Concilio, el
Anima será el centro de operaciones de los obispos alemanes» [24].
Y así fue. Con valoraciones por completo diferentes, sin embargo. Pues
mientras que unos vieron este centro de operaciones más tarde como áncora
y fuente de salvación, otros lo consideraron origen de una conspiración. El
estadounidense Ralph Wiltgen, observador conciliar y sacerdote de la
Congregación de los Misioneros del Verbo Divino, oriundo de Chicago,
plasmó la influencia que emanaba del cuartel general de los obispos
alemanes en la famosa fórmula: «El Rin desemboca en el Tíber». Una
expresión que sugiere una infiltración, una toma del poder tal como se
recordaba de las bárbaras tribus germánicas que derribaron el Imperio
romane. El propio Ratzinger niega retrospectivamente el potencial
revolucionario del «campamento» instalado en el Anima. Sería «por
completo erróneo imaginarse las cosas como si el bloque progresista
hubiera acudido a Roma como un partido cohesionado y con un plan ya
trazado, sorprendiendo así a todo el episcopado mundial». Detrás de los
nuevos enfoques había meramente «ideas elementales», se defendió en
1976 el teólogo bávaro, «sin ningún contenido revolucionario» [25].
A primera vista, esto podría ser cierto. El «campamento militar» de
Frings era fácilmente abarcable. Lo formaban su secretario privado Hubert
Luthe y «un joven catedrático de Teología de la Universidad de Bonn
prácticamente desconocido», como Ratzinger se describía a sí mismo [26].
Más tarde se sumaron el historiador de la Iglesia Jedin y una vicenciana, la
hermana Elisabeth, secretaria del cardenal. Para, por ejemplo, poner en
circulación documentos propios, Luthe –quien también tenía que atender el
teléfono en el cuartel general– disponía únicamente de una multicopista
marca Geha con manivela. Sin embargo, las suposiciones sobre el ímpetu
rebelde de la llamada Alianza Renana no son del todo descabelladas.

De hecho, en Santa Maria dell’Anima se encontraba el embrión de un


desarrollo que llevó a enconadas batallas, a consecuencia de las cuales
estallaron una «crisis de octubre», una «crisis de noviembre» y el célebre
«jueves negro», en el que el Concilio estuvo a punto de irse a pique. Incluso
se habló de una Blitzkrieg, una guerra relámpago. No tardó en sugerirse que
los alemanes perseguían una revisión del Vaticano I, una teoría de la
conspiración que, por mediación de parte interesada, llegó incluso a oídos
de Juan XXIII. El padre jesuita Oskar Simmel informó al cardenal Döpfner
de que algunas personas habían logrado «predisponer al papa contra los
obispos y teólogos alemanes». El santo padre, le dijo el jesuita, «desconfía
y es de temer que este rumor le haga desconfiar todavía más» [27]. Sea
como fuere, resulta innegable que se adoptaron diversas medidas para tratar
de influir. Hubert Luthe lo confirma: «Los alemanes influyeron fuertemente
en el Concilio. Y en ello sobresale una figura: Ratzinger» [28].
31
El mundo, en situación crítica

A principios de octubre de 1962, Roma se asemeja a una colmena.


Varios miles de sacerdotes, obispos, religiosos y religiosas revolotean
por calles y plazas; los periodistas se agolpan en densos grupos en los
centros de prensa; los teólogos corren de reunión en reunión y debaten a
escondidas estrategias de acción. En las trattorias apenas hay sitio; en los
bares se agota el Campari.

Nada podía empañar el estado de ánimo de la delegación alemana. «La


llegada a Roma estuvo presidida por una cierta euforia, ese misterioso
presentimiento de que está principiando algo nuevo, que mueve a la persona
y le da alas como pocas otras cosas», afirma Ratzinger, «intensificada por la
sensación de ser testigos de un acontecimiento de gran trascendencia
histórica» [1]. Joseph se había convertido en parte activa de los hechos,
alguien que estaba escribiendo el libre de la historia: «Había una
expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que llegara
verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva época de la Iglesia» [2].
Su amigo Hubert Luthe vivió algo análogo. El secretario del cardenal
Frings se sintió conmovido en estos días por la vivencia de «que uno
pertenece a una gran Iglesia que se extiende por todo el mundo; eso une»
[3]. Experimentó por primera vez la presencia jovial del episcopado
africano, pero también las necesidades y preocupaciones, por ejemplo, de la
Iglesia china. «Muchos de estos delegados no sabían si podrían regresar a
su país». En Roma vio Luthe que muchos de los padres conciliares, «ya
europeos, ya asiáticos, tenían aún cicatrices de la persecución», como era el
caso, por ejemplo, del obispo de Orleans. Cuando el francés le dio la mano,
Luthe notó los dedos tullidos, consecuencia de su cautiverio en un campo
de concentración alemán.
A posteriori se hablará mucho del excesivo peso de los alemanes en el
Concilio, incluso de una opa hostil por su parte, si se nos permite usar un
término financiero. Y siempre que se hable de ello, se aludirá al cuartel
general de la delegación alemana, el Colegio Santa Maria dell’Anima,
conocido abreviadamente como el Anima, el «Alma». Sea como fuere, los
miembros de este reducido grupo andaban sobrados de seguridad en sí
mismos, seguridad que se alimentaba de la fama de la teología alemana y de
la nueva fortaleza de la Iglesia alemana como el mayor contribuyente
económico al Vaticano; así como también –y no menos importante– de la
reputación del cardenal Frings, quien, a pesar (o a causa) de su casi
escrupulosa fidelidad al santo padre, gozaba de un gran prestigio
internacional. Pero ninguno de los miles de observadores y participantes
reunidos en Roma sospechaba que el Concilio corría en estos días riesgo de
terminar antes incluso de haber empezado.
En octubre de 1962, un avión de reconocimiento de la Marina
estadounidense despega de la Base Aérea Edward (California) en misión
rutinaria para tomar con sus cámaras imágenes de Cuba. Hace ya tiempo
que existen sospechas de que la comunista Unión Soviética quiere enviar
misiles al régimen de Fidel Castro, su cabeza de puente justo frente a la
costa de Estados Unidos. Pero faltan pruebas. Cuando el avión espía
aterriza de nuevo en su base, la valoración de las imágenes supera los
peores temores.
Las tomas aéreas muestran que técnicos soviéticos han instalado
entretanto rampas de lanzamiento para misiles nucleares de alcance medio.
En los almacenes militares secretos hay camiones transportadores de
misiles y depósitos de combustible. Con ello, todas las grandes ciudades en
la Costa Este de Estados Unidos se encuentran desde este mismo momento
bajo amenaza nuclear.

El comienzo de una confrontación militar es ya solo cuestión de tiempo.


«Quizá mañana mismo», anota Robert Kennedy, el hermano del presidente
de Estados Unidos. Los militares planean lanzar ataques aéreos masivos
contra Cuba durante siete días, más de mil solo el primer día. A
continuación, 120.000 soldados desembarcarán en la isla. A pesar de una
intensa actividad de espionaje, la CIA no sabe a estas alturas que en Cuba
hay estacionados también 42.000 soldados soviéticos. Además, están listos
para ser lanzados ocho misiles rusos de alcance medio... junto con bombas
atómicas, de una fuerza explosiva de una megatonelada de TNT cada una.
Eso equivale a 66 veces la capacidad destructiva de una sola bomba como
la de Hiroshima. A ello hay que sumar 36 misiles de crucero atómicos
tácticos, suficientes para eliminar de la faz de la tierra las más importantes
ciudades costeras del Este de Estados Unidos. Y cuatro submarinos
soviéticos están ya en ruta, armado cada uno de ellos con un torpedo
nuclear.
La opinión pública mundial no está informada aún sobre el escenario de
terror que se cierne sobre el hemisferio norte del planeta. Los historiadores
caracterizarán más tarde los días de la crisis de Cuba como el momento más
peligroso de la historia de la humanidad. Nunca antes ha estado el mundo al
borde de un infierno tan terrible, capaz de desencadenar en un santiamén un
apocalipsis inimaginable. Con millones de muertos tanto en el Este como en
el Oeste, ciudades devastadas, extensas regiones contaminadas e
inhabitables. El Mando Aéreo Estratégico de las Fuerzas Armadas de
Estados Unidos activa en el mundo entero el nivel 3 de alerta y luego, por
primera y hasta hoy única vez, el 2. El nivel 1 significa: guerra nuclear.
Pero no solo en el conflicto en torno a Cuba se cierne la amenaza de
exacerbación. También en el mayor concilio de toda la historia hay muchos
indicios de tormenta. Algunos observadores empezarán pronto a hablar de
una «intentona golpista»; otros, de una rebelión. Lo que está claro es que el
Concilio Vaticano II empieza con un golpe de mano que nadie consideraba
posible.
Los otros padres conciliares alemanes se alojaban en el pontificio
Collegium Germanicum o en casas de órdenes o congregaciones. Para
Frings, el Anima, sito en la Via della Pace, es un segundo hogar. Aquí
estudió, fue capellán y adquirió sus fabulosos conocimientos de italiano.
Con su apenas abarcable conglomerado de edificios distintos, salas,
habitaciones, pasillos, la iglesia y las habitaciones del cardenal, el colegio
alemán es casi como una ciudad dentro de la ciudad. Para las comidas,
Frings ha pedido que coloquen una mesa para cuatro comensales: Luthe,
Ratzinger y él mismo serán fijos; a menudo tendrán un invitado. La mesa
grande de la casa no es lo suficientemente familiar. También las escaleras
representan un problema para el cardenal; por eso, el año siguiente se
instalará un ascensor.
Para Joseph, todo es nuevo. Escolares que no llevan los libros en una
cartera colgada a la espalda, sino que los balacean en la mano cual fardo
atado con una cuerda. Barberos que ponen la navaja en el cuello a sus
clientes con la cara enjabonada. Y sobre todo «esta alegría y el hecho de
que una buena parte de la vida transcurra en la calle y todo sea un tanto
ruidoso». En la misa matutina en el Anima hace de acólito, junto con Luthe.
Antes de cada eucaristía puede admirar en la sacristía, colgados en la pared,
retratos de los siete sumos pontífices de la Iglesia que la historiografía
oficial considera papas alemanes –«alemanes» en el sentido de haber nacido
dentro de las fronteras de lo que entonces era el Sacro Imperio Romano de
la Nación Alemana, cuyos territorios se extendían desde Sicilia hasta el
Polo Norte–, Y casi todos ellos se salieron un poco de lo esperado.
La nómina la inaugura Gregorio V, quien hacia finales del primer milenio
fue designado papa en Rávena por Otón III, apenas cumplidos los 24 años.
Luego vino Clemente II, que no fue elegido papa por un colegio, sino por el
emperador Enrique III. Al parecer, los electores se habían negado a votar
por él. Supuestamente, Clemente terminó envenenado por sus adversarios,
que no querían tolerar a un papa venido del septentrión. El pontificado de
Dámaso II fue uno de los más breves de la historia. Veintitrés días después
de subir al trono papal murió de malaria... o quizá igualmente envenenado.
San León IX luchó contra la simonía (la compraventa de ministerios
eclesiales) y la investidura de laicos (para esos mismos oficios). Durante su
pontificado tuvo lugar la separación definitiva entre Roma y Constantinopla
en el año 1054, el primer gran cisma de la historia.

Por su parte, Adriano VI, catedrático de la Universidad de Lovaina,


obispo de Tortosa y más tarde gran inquisidor, era hijo de un carpintero de
barcos de Utrecht. No solo fue el último alemán que ocupó la sede de
Pedro, sino también el último papa no italiano hasta la elección del polaco
Karol Wojtyla en 1978. «¡Sois todos unos bribones!», gritó, tras llegar a
Roma, al Colegio Cardenalicio, que lo había elegido estando él ausente. La
inauguración de su ministerio tampoco sentó bien a los romanos que
colgaron carteles con estas palabras: «Oh tú, traidor a la sangre de Cristo,
colegio ladrón, que has entregado el bello Vaticano a la ira alemana».

Durante el pontificado de Adriano comenzó la Reforma. El papa intentó


imponer la proscripción generalizada de Martín Lutero y contener mediante
reformas propias el desbordamiento de la división de la Iglesia. Su divisa:
en Roma empezó el cáncer, aquí debe ser también extirpado. Su programa
incluía reorganizar la curia, restablecer la unidad y repeler al turco. Su éxito
fue tan modesto como el hombre que lo perseguía. ¿El balance de los
pontificados de los siete papas alemanes? Se esforzaron medianamente por
realizar reformas. Pero ¿fue mera casualidad que los dos grandes cismas de
la historia –la separación de la Iglesia ortodoxa y el protestantismo– se
produjeran mientras gobernaban la Iglesia papas alemanes? ¿Y tendrían los
romanos ahora, en el transcurso del Concilio, de nuevo razones para
indignarse por la «ira alemana»?
No había demasiado tiempo para la reunión especial convocada por
Frings en el Anima la tarde del 10 de octubre. Justo después, a las siete y
cuarto, en la embajada de la República Federal de Alemania ante el
Vaticano el ministro de Asuntos Exteriores Gerhard Schröder ofrecía una
recepción. En la gran sala de sesiones del Anima estaban citados unos
cincuenta obispos. Alemanes, austríacos, suizos, belgas, holandeses,
alsacianos. De la breve exposición informativa a los padres conciliares
centroeuropeos se encargó un único ponente: el Prof. Dr. Joseph Ratzinger.
Por más que se encomie, resulta difícil exagerar la importancia de los
teólogos en el Concilio Vaticano II. Los periti influyeron mucho en las
opiniones de sus respectivos obispos, marcaron el trabajo de las comisiones
en lo relativo al contenido y redactaron los borradores de los decretos.
Paradójicamente, muchos de los asesores presentes en Roma habían sido
hasta poco antes sospechosos de herejía. Entre ellos, los religiosos franceses
y posteriormente cardenales Yves Marie-Joseph Congar, Jean Guénolé
Marie Daniélou y Henri de Lubac, todos ellos tenidos en alta estima por
Ratzinger, así como Karl Josef Erich Rahner, con quien escribió varios
libros.
En petit comité advertía ya Congar del «peligro de suscitar la
inconveniente impresión de estar celebrando un paraconcilio de teólogos
que se afana por influir en el concilio de los obispos». Segun él, era preciso
evitar toda apariencia de que «1) los teólogos querían determinar la
orientación del Concilio, pues eso recordaría de modo perjudicial el
proceder de Döllinger; y 2) se estaba tramando un complot» [4]. El apellido
Döllinger alude a aquel destacado crítico del Vaticano I que setenta años
antes se había beneficiado del trabajo preparatorio de Georg Ratzinger al
igual que ahora el cardenal Frings se beneficiaba de los servicios de Joseph
Ratzinger, sobrino nieto de Georg.

Los participantes tradicionalistas, por su parte, empezaron a oponer


resistencia cuando se vislumbró hasta qué punto los progresistas querían, a
su juicio, destruir la Iglesia. En corrientes como el movimiento bíblico, el
litúrgico, el filosófico-teológico de la Nouvelle théologie y, sobre todo, el
ecuménico –o sea, justo aquellas orientaciones con las que simpatizaba
Ratzinger– veían el retorno del modernismo que el papa Pío X había
condenado enérgicamente en su día. Todos los errores revivirán ahora,
advertía el cardenal Ernesto Ruffini. Y lo que hacía al modernismo «aún
más temible» era el hecho de que «cuenta con el aval de personas que, por
numerosas razones, merecen especial atención» [5].
La influencia de los asesores podía adivinarse ya en la multiplicación
realmente explosiva de su número. Si al principio del Concilio había
exactamente 224 nombres en la lista oficial de periti, al final eran más de
500. Que la mano derecha de Frings se reveló no solo como uno de los más
destacados entre ellos, sino como el más efectivo, lo comentó más tarde el
historiador italiano Roberto de Mattei con las palabras: «En el ala activa del
progresismo se destacó un pelotón de asalto de teólogos alemanes, liderado
por el padre Karl Rahner, de la Compañía de Jesús, y los teólogos más
jóvenes Hans Küng y Joseph Ratzinger» [6]. El propio Ratzinger, por
diversas razones, minimizó su relevancia retrospectivamente. La verdad es
que pocas personas acudieron a Roma tan preparadas como el catedrático
bonense de 35 años. El acontecimiento eclesial más importante del siglo
XX parecía cortado realmente a medida para él, pues:
–  Campos de tareas que se revelaron como la clave del Concilio –la
Sagrada Escritura, la patrística, la tradición, los conceptos de pueblo de
Dios y de revelación– eran temas de especializaron de Ratzinger, a
quien su director de tesis le había marcado el camino. Su fórmula de
que la Iglesia es pueblo de Dios desde el cuerpo de Cristo sustituyó al
insuficiente concepto de la Iglesia como pueblo de Dios, que podía
entenderse asimismo en sentido político o meramente sociológico.

–  Gracias a su formación en la «Escuela de Munich», Ratzinger llevó


consigo al Concilio la visión de una forma dinámica, sacramental e
histórico-salvífica de la Iglesia, que contrapuso a la imagen de Iglesia
de impronta fuertemente institucional y defensiva propia de la teología
romana de escuela.
–  En las conferencias de Bensberg y Génova, en los libros sobre el
Concilio y en los numerosos peritajes para Frings había formulado en
vísperas de la asamblea episcopal no solo las expectativas de reforma
puestas en esta, sino las líneas para la renovación de la Iglesia; y de
forma más acertada de lo que podría haberlo hecho Juan XXIII, como
el propio papa admitió con franqueza.

– Para modificar la relación entre la Iglesia local y la universal, entre el


ministerio episcopal y el petrino, había desarrollado ya de antemano la
imagen de communio, que sería determinante para el Concilio. La
estructura de la Iglesia tiene que ser «colegial» y «federativa» a la vez,
acentuando simultáneamente el primado del papa y la unidad de
enseñanza y gobierno.

–  Como buen conocedor de la teología protestante y gracias a sus


estudios sobre las grandes religiones, no solo estaba familiarizado con
las cuestiones de ecumenismo, sino también con la relación de los
católicos con el judaísmo, y con toda la temática del esquema Lumen
gentium, que, junto con el esquema de revelación, se convertiría en el
documento más importante del Concilio.
–  Familiarizado con las corrientes actuales y los nuevos conocimientos
de la teología, fiel a la tradición en la actitud fundamental, pero
moderno en el modo de actuar, el lenguaje y la orientación, estaba en
condiciones de ganarse el reconocimiento de conservadores y
progresistas, y de hacerse oír tanto por aquellos como por estos.
Cuando en la tarde del 10 de octubre los dignatarios eclesiásticos
empezaron a llegar a la sala del Anima para escuchar la ponencia de
Ratzinger, las expectativas, alimentadas por las alabanzas de Frings a su
protegido, eran muy altas. También el cardenal Döpfner, de Múnich, habría
recurrido con gusto al joven catedrático como asesor, pero Ratzinger ya
estaba comprometido, aunque no podía intervenir aún sino oficiosamente.
Su charla iba a tratar sobre la inadecuación de muchos de los esquemas a
debatir, mostrada al hilo de los escritos De deposito fidei pure custodiendo y
De fontibus revelationis. El problema era que, a pesar de declaraciones
previas en sentido contrario, en realidad no existía ya posibilidad alguna de
abrir de nuevo los textos y modificarlos. Por lo demás, el derecho canónico
prohibía rechazar esquemas aprobados ya por el papa, como Ottaviani
estaba difundiendo. A no ser que se encontrara todavía alguna posibilidad
de sustituir un texto inservible por otro alternativo. Y en caso de que así
fuera, ¿no podría servir un texto inaceptable como el esquema sobre la
revelación divina de torpedo que rompiera la coraza de la planificación
conciliar previa, posibilitando un nuevo comienzo?
Es imposible verificar si Ratzinger era consciente del alcance de su
intervención, que terminó desquiciando el Concilio. Pero no podía ignorar
que estaban jugando con fuego. «Para un joven catedrático de Teología»,
reconoció en mayo de 2005 en una entrevista publicada en el diario italiano
de izquierdas La Repubblica, «se trataba de un asunto realmente inmenso,
en cierto sentido incluso de una carga. La responsabilidad de señalar el
camino que iban a seguir los obispos alemanes reposaba como un peso
sobre mis hombros». Sentía sobre todo «una gran responsabilidad tanto ante
Dios como ante la historia» [7].
Buscando una introducción adecuada para su ponencia, Ratzinger
tropezó con Eusebio de Cesárea, quien había participado en el Concilio de
Nicea en el año 325. «De todas las Iglesias que llenaban Europa, Libia y
Asia enteras», cita el ponente al obispo antiguo, «se reunieron los más
selectos de los siervos de Dios, y una casa de oración que, por decirlo así,
había sido ampliada por Dios acogió en sí a la vez a sirios y cilicios,
fenicios, árabes y palestinos, además de egipcios, tebanos, libios y
habitantes de Mesopotamia» [8]. Detrás de estas entusiastas palabras se
percibe precisamente, comenta Ratzinger, una descripción de Pentecostés,
tal como la ofrece Lucas en los Hechos de los Apóstoles. «El Concilio, un
Pentecostés»: eso es también lo que quiere decir Juan XXIII, explica,
cuando manifiesta su esperanza en una «nueva hora histórica» [9].

Ratzinger dominaba el arte de hablar con seguridad, de manera


fundamentada y al mismo tiempo con agudeza, yendo al grano. Su
magnífica memoria lo ayudaba en ello. Por lo general le bastaba con haber
leído un libro una vez para poder recuperarlo de su memoria literalmente al
cabo de los años, establecer las conexiones necesarias y poder hacer
referencia a él en un debate. El esquema De fontibus revelationis propuesto
por Roma, señala de forma concisa y certera, «plantea preguntas
principalmente en tres direcciones: 1) La pregunta por la relación entre
Escritura y tradición; 2) la pregunta por la inspiración e inerrancia de la
Escritura; y de paso, 3) la pregunta por la relación entre el Antiguo y el
Nuevo Testamento y el encuadramiento de ambos en la totalidad de la
historia de la salvación y la historia universal».

Los obispos escucharon con atención. Al fin y al cabo, el resuelto


teólogo estaba hablando sobre un texto que ya tenía la bendición del papa y
del Santo Oficio. «Los problemas comienzan ya por el título: De fontibus
revelationis», prosiguió. De hecho, «la formulación, por habitual que haya
devenido, no deja de conllevar ciertos peligros, pues incluye un
sorprendente angostamiento del concepto de revelación». En realidad, «la
Escritura y la tradición no son las fuentes de la revelación»; no, la fuente de
la revelación es el hablar y automanifestarse de Dios, de donde manan los
dos ríos que son la Escritura y la tradición. En una forma de hablar como la
del esquema presentado por Roma late «claramente una insuficiente
distinción entre el orden del ser y el del conocer». Es «peligroso y
unilateral» elegir una formulación «que no describe el orden de la realidad,
sino solo nuestro trato con esta».
El asesor de Frings no tenía pelos en la lengua. Si se caracterizan la
Escritura y la tradición como fuentes de la revelación, «se identifica en la
práctica la revelación con sus principios materiales»: así critica Ratzinger el
texto de Ottaviani. En tal caso surge el peligro de deslizarse hacia el sola
Scriptura de Lutero, esto es, hacia la identificación de la Escritura con la
revelación: «De hecho, los autores del esquema que nos ocupa han caído en
la trampa que viene dada con este punto de partida».
Ya solo esto era suficientemente inaudito. Pero cuando hablaba,
Ratzinger quería reclamar consecuencias: «En cuanto se ha comprendido
que este positivismo es erróneo, en cuanto se ha comprendido que la
revelación precede sin excepción a sus testimonios materiales, desaparece
por entero el peligro de escriturismo. Pues entonces se evidencia que la
revelación misma representa siempre un plus respecto de su atestiguación
fijada en la Escritura; que ella es lo vivo que envuelve la Escritura y la
despliega». De ahí se derivan las siguientes exigencias: «1) El título Sobre
las fuentes de la revelación debe cambiarse por Sobre la revelación o Sobre
la palabra de Dios. 2) Al conjunto del documento hay que anteponerle un
capítulo I: “Sobre la revelación misma” [...]. 3) Allí donde aparezca en el
texto, el término “fuentes” (fontes) debe sustituirse, en la medida de lo
posible, por otras expresiones» [10]. Impresionado anota Döpfner:
«Ratzinger: sobre los esquemas [...] demasiado largos, demasiado
clericales. [...] Consecuencias: 1) ¡Cambiar el título! 2) Anteponer un cap. I.
3) En la medida de lo posible, fons debe cambiarse (transmission). [...] Hay
que buscar apertura. Más claramente: ¡la salvación en Cristo, abierta a
todos!» [11].

Por muy severa que fuera la confrontación de Ratzinger con el esquema


romano, su enfoque mostraba también, a diferencia de otros críticos, un
esfuerzo por lograr el equilibrio idóneo, así como un enraizamiento en la
doctrina eclesial. Por ejemplo, cuando reclama que en un texto mejorado
«se incorporen en la medida de lo posible formulaciones en las que sea
reconocible tanto el íntimo e intrínseco entrelazamiento de Escritura,
tradición y predicación eclesial como la profunda vinculación de la Iglesia a
la palabra de la Escritura».
La ponencia del Anima, con la que Ratzinger, según Hubert Luthe, se
«hizo de la noche a la mañana famoso» en Roma, desempeñaría pronto un
papel de gran importancia. No solo se tituló el documento final del concilio
de hecho Dei verbum [La palabra de Dios], sino que casi todos los deseos
de Ratzinger fueron tenidos en cuenta. La pregunta acuciante al principio,
sin embargo, fue: si el esquema presentado era tan deficiente y realmente
erróneo desde el punto de vista teológico, ¿no debía frenarse o, al menos,
modificarse? Y en caso de respuesta afirmativa, ¿quién debía, quién podía
hacerlo? ¿No era preciso ganar aliados para la causa, a fin de disponer así
de las mayorías necesarias en las comisiones decisivas?
El golpe que cobró forma tras la intervención de Ratzinger quizá no fuera
planeado por un «Estado Mayor». No obstante, fu todo lo contrario de un
impulso espontáneo, como Frings quiso presentarlo posteriormente. Ya el
19 de mayo de 1961 había convocado el cardenal a su asesor Hubert Jedin,
según cuenta este mismo, «para consultarme cuestiones relativas al futuro
reglamento del Concilio» [12]. Como experto en el Tridentino y el Vaticano
I, el historiador sabía bien de la importancia de las comisiones conciliares.
«Es en ellas donde se deciden las cosas, no en las sesiones plenarias», le
insistió al cardenal. En último término, le dijo, solo las comisiones son
«determinantes para los resultados» de un concilio [13]. Frings confirma en
sus memorias que el Prof. Jedin le «hizo ver que la elección de los
miembros de las comisiones era sumamente importante para el transcurso
posterior del Concilio» [14]. «Ya nuestro primer propósito era», admite
también Hubert Luthe, el secretario del cardenal, «alcanzar con suerte una
minoría de bloqueo» [15].

La reunión del Anima no fue una asamblea de conjurados. Pero a todos


los participantes les preocupaba la pregunta de si todavía era posible
impedir la prevista aprobación de las listas de miembros para las
comisiones, que consolidaría la influencia de la curia en la asamblea
eclesial –y, con ella, también la de los borradores que, si eran aceptados,
darían al Concilio una orientación errónea no solo a ojos de Ratzinger–. En
la noche de aquel memorable 10 de octubre, el cardenal Siri, a la sazón
presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, obedeciendo a un
presentimiento, anotó en su diario: «La cruz, si se puede llamar así, vendrá,
como es habitual, del ámbito franco-alemán y su subsuelo, porque allí la
presión del protestantismo y la sanción pragmática nunca han sido
erradicadas por completo; se trata de personas capaces, pero no comprenden
que son protagonistas de una historia truncada» [16].
Mientras en Roma los cardenales y sus asesores esperan con gran
impaciencia el comienzo de los trabajos conciliares, el gobierno de Estados
Unidos ordena preparar en el oeste del país 204 misiles intercontinentales
para ser disparados. Sin conocimiento de la opinión pública, la crisis de
Cuba había continuado agravándose. Listos para ser utilizados hay, por
parte estadounidense, otros 220 misiles en cinco portaviones, además de
doce submarinos nucleares que, con 140 misiles Polaris a bordo, tienen
órdenes de posicionarse frente a las costas de la Unión Soviética. El espacio
aéreo está ocupado por un total de 62 bombarderos B-52 que vuelan
continuamente en círculos, cargados con 196 bombas de hidrógeno. En
distintos lugares del planeta están en alerta otros 628 bombarderos
estadounidenses con más de dos mil bombas atómicas. Y no hay que
olvidar los 60 misiles Thor desplegados en Gran Bretaña, ni los 30 misiles
Jupiter instalados en Italia, todos ellos armados asimismo con bombas
atómicas. Por su parte, a las tropas del Pacto de Varsovia se les ha ordenado
estar en alerta alta de combate; y a las Fuerzas Armadas de la Unión
Soviética, incluido el medio millón de soldados soviéticos estacionados en
la República Democrática de Alemania, en alerta máxima [17].
La Guerra Fría ha llegado a su fin. La Tierra está al borde de una guerra
mundial caliente, nuclear. Washington dispone de la llamada capacidad de
primer ataque. Si se presiona el botón nuclear, la Unión Soviética será
literalmente aniquilada.
32
Siete días que cambiaron a la Iglesia católica para siempre

L lueve a cántaros cuando el sábado 13 de octubre de 1962 el Concilio,


con la primera congregación general, inicia su trabajo. La asamblea
plenaria en la basílica de San Pedro se inicia con una misa del Espíritu
Santo. Tras la entronización del evangeliario y el rezo del credo se recita
una importante oración, con carácter en cierto modo de juramento, aunque
no todos los que participaron en aquella ceremonia recordarán luego
haberla rezado:
Henos aquí, Señor, Espíritu Santo [...]. Enséñanos qué debemos hacer, indícanos
hacia dónde debemos encaminarnos, muéstranos cómo debemos obrar [...]. ¡No
permitas que desbaratemos lo que tú has dispuesto! Que la ignorancia no nos
confunda, que el aplauso de los hombres no nos seduzca, que la venalidad y los
falsos miramientos no nos corrompan. Amén».

Las congregaciones generales se celebran todos los días, salvo jueves y


domingos, de 9 a 12:30 en la basílica de San Pedro. Las intervenciones
están limitadas a diez minutos, más tarde a ocho. Todos los oradores deben
solicitar por escrito la palabra. Los turnos de palabra se conceden por rango
eclesiástico y edad: primero los cardenales, luego patriarcas, arzobispos y
obispos. Si se rebasa el tiempo estipulado, la presidencia de la sesión apaga,
en caso de que sea necesario, el micrófono.

Todos los participantes llegaron al Concilio «con grandes expectativas»,


refiere Ratzinger, «pero no todos sabían cómo proceder». Frings y su asesor
sí lo sabían. Habían estudiado a fondo los esquemas, conversado con
expertos y obispos y traído a Roma propuestas concretas de mejora. «Los
más preparados», prosigue sobriamente Ratzinger, «eran los episcopados
francés, alemán, belga y holandés, la llamada Alianza Renana. Y en la
primera parte del Concilio eran ellos los que indicaban el rumbo» [1].
La reunión del Anima, con la ponencia de Ratzinger y el debate sobre la
«pseudoelección» con la que iba a comenzar el Concilio, no dejó de tener
efecto. El proceder de la curia le había llenado de «santa ira», escribió luego
Frings en sus memorias. ¡El baile podía empezar!

Cuando Pericles Felici, el secretario general del Concilio, terminó de


explicar el modo de votación, el cardenal Achille Liénart levantó
lentamente de su asiento. El obispo de Lille y presidente de la Conferencia
Episcopal Francesa era, a sus 78 años, uno de los presidentes de la
asamblea. «Si me permite, solicito la palabra», comenzó diciendo. «Eso es
imposible», le replicó el cardenal Tisserant, quien moderaba esa
congregación general, «el orden del día no prevé ningún debate. Nos hemos
reunido sencillamente para votar» [2]. Pero Liénart, antiguo capellán
militar, no se dejó detener por ello. Sin vacilar, tomó el micrófono y leyó un
texto que llevaba escrito. «Es realmente imposible votar de este modo»,
objetó. Habida cuenta de que los padres no conocían a los candidatos para
las comisiones, lo suyo sería consultar primero a las conferencias
nacionales, señaló. Con ello quedaba abierta la guerra.
Con el aplauso de los alrededor de 2.000 padres conciliares se levantó
también el cardenal Frings. «Alcé el dedo», escribe en sus memorias,
«aunque el reglamento no permitía pedir la palabra». El purpurado alemán
dijo que hablaba también en nombre de los cardenales Döpfner y König.
Entonces argumentó que algo de tanta importancia como la elección de los
miembros de las comisiones no podía dejarse al azar. Los padres debían
tener tiempo para reflexionar cuidadosamente e intercambiar impresiones
sobre quiénes les parecían especialmente idóneos para la tarea. El protocolo
consigna varias veces: Plausus. Aplauso en el aula.
Las intervenciones parecieron espontáneas, pero aquel 13 de octubre
Liénart y Frings habían ido a la basílica bien preparados. El texto que
Liénart leyó en el aula lo habían redactado colaboradores suyos en el
seminario francés de Santa Chiara en la noche del 12 de octubre. Al
cardenal no le llegó hasta la mañana siguiente, cuando ya se disponía a
entrar en San Pedro [3]. Asimismo, en la tarde del 12 de octubre tuvo lugar
en el Anima una reunión de los obispos de lengua alemana. Wolfgang
Große, secretario del obispo Hengsbach de Essen, anotó en su diario: «A
primera hora de la tarde, reunión en el Anima. Unos cien asistentes. Mal
humor. Mañana hay que votar, y nadie sabe nada sobre el procedimiento»
[4]. El secretario de Frings, Hubert Luthe, contribuye con un detalle
interesante a la explicación. Su jefe, me cuenta en una de nuestras
entrevistas, «dejó que tomara antes la palabra el cardenal de Lille», solo
«para no ser él, como alemán, el primero en intervenir; tal era su
delicadeza» [5].
Ratzinger siempre había rechazado el reproche de que la intervención fue
una jugada planeada. «No, el cardenal Frings no fue a Roma como un
conjurado con una estrategia bien preparada», escribió en 1976 en un
artículo sobre su jefe en el Concilio [6]. Casi cincuenta años más tarde, el
14 de febrero de 2013, en el discurso al clero romano anteriormente citado,
dijo: «No fue un acto revolucionario, sino un acto de conciencia, de
responsabilidad por parte de los padres conciliares» [7]. La acción fue «una
iniciativa del todo personal del cardenal»: «A todo el mundo le sorprendió
que Frings, que era tenido por muy conservador y estricto, asumiera ahora
un papel de liderazgo. Hablamos sobre ello. Me dijo: “Una cosa es cuando
gobierno la diócesis; entonces soy responsable de la Iglesia local ante el
papa y ante el Señor. Y otra muy distinta cuando soy convocado al Concilio
para gobernar junto con el papa y asumir una responsabilidad diferente,
propia”» [8].
El rechazo de la elección pro forma fue, en cualquier caso, la primera
rebelión contra la vieja guardia del Vaticano. La última palabra la tendría el
papa, pero los padres se habían asegurado ya la soberanía procedimental
sobre el Concilio. La reunión fue de hecho pospuesta, y los cerca de 3.000
participantes en ella pudieron irse a casa bajo la torrencial lluvia, anotó
monseñor Luigi Borromeo, para procurar conocerse un poco mejor». A
diferencia de Borromeo, el cardenal progresista Suenens comprendió de
inmediato el alcance revolucionario de lo ocurrido. «¡Golpe exitoso y osada
transgresión del reglamento!», así sintetizó en sus memorias el
trascendental día: «Los destinos del Concilio se decidieron en buena parte
en este instante. Juan XXIII se alegró de ello» [9]. Otro que se alegró fue
Ratzinger: «El Concilio estaba decidido a actuar autónomamente y a no
degradarse a mero órgano ejecutorio de las comisiones preparatorias». Se
había hecho patente, afirmó, que «el episcopado es una realidad con peso
propio en la Iglesia universal que aporta sus propias experiencias
espirituales al diálogo y a la vida de esta» [10].
El precio que se pagó por ello fue, sin embargo, elevado. A posterior
cobró Ratzinger clara conciencia de los daños colaterales causados por la
rebelión de los cardenales, a saber, «una decisiva ambigüedad del Concilio
a ojos de la opinión pública mundial, de efectos imprevisibles». A su juicio,
tal ambigüedad proporcionó impulso a aquellas fuerzas que consideraban a
la Iglesia una realidad política y sabían bien cómo instrumentalizar los
medios de comunicación social. «Lo que Frings y Liénart veían tan solo
como consecuencia intrínseca de la convocatoria del Concilio y expresión
concreta de la catolicidad», resumió poco tiempo después en su informe
sobre el primer periodo de sesiones del Concilio, «interesó a la opinión
pública bajo un aspecto muy diferente, a saber, la impresión de rebeldía
frente a la “curia”, de oposición a ella; y aquí podían enganchar tanto el
sentimiento antirromano como el deseo archihumano de dar coces contra el
aguijón de la “autoridad”» [11].

Durante el resto del día reinó una actividad frenética en el Anima. El


secretario Luthe no paraba de hacer llamadas telefónicas. Emisarios
atravesaban a toda prisa la ciudad, sondeando posibles coaliciones. Frings
convocó para primera hora de la tarde del 13 de octubre a los cardenales
Alfrink, Suenens, Liénart, König, Döpfner y a otros prelados de
Centroeuropa para elaborar conjuntamente una lista electoral con
candidatos adecuados. Los nombres se apuntaban en cuartillas, tarjetas,
pliegos de papel de carta. En el diario del cárdena. Döpfner figura, en la
entrada correspondiente al 13 de octubre, el apunte: «16:00. Anima:
elaboración de una lista centroeuropea (Francia, Bélgica, Holanda,
Alemania, Austria, Suiza, Polonia, Escandinavia). Se buscará el
intercambio con otros grupos». Al parecer, previamente había circulado otra
lista. Como muestra un comentario de Döpfner, había quedado obsoleta:
«La lista del viernes, 10 de octubre de 1962, ¡rebasada!».

En el cuartel general alemán se asistió a un continuo ir y venir de


emisarios de distintas conferencias episcopales, para presentar sus
propuestas de nombres. Frings insistió en formar las comisiones con
representantes de todos los continentes y ámbitos, o sea, del episcopado, la
universidad y las órdenes religiosas. Solamente una propuesta muy amplia y
diversa podía tener perspectivas de alcanzar la mayoría necesaria. El 14 de
octubre anotó Döpfner en su diario: «El P. Hirschmann señala [...] que hay
que hacer todo lo que se pueda por contactar con italianos abiertos, para
evitar que allí [entre los italianos] se forme un frente unitario». En la
entrada correspondiente al día siguiente se lee: «11:30. Visita al cardenal
Montini [el posterior Pablo VI], para buscar contacto con los italianos. Muy
dispuesto; cree que solo un grupo pequeño de italianos se unirá a nosotros.
15:30. Obispo Abed, de Trípoli-Líbano. Busca contactos y comprensión».

Ratzinger vio aún otro aspecto: «Esta apertura a los países vecinos
muestra que aquí en modo alguno hubo una conjura. Frings quería que
precisamente la Conferencia Episcopal Italiana también supiese lo que
hacía la alemana; y a la inversa, tenía interés en que los obispos alemanes
forjaran vínculos con otros ámbitos lingüísticos» [12]. Hubert Jedin
confirma en sus memorias: «Para no alimentar sospechas de conspiración,
Frings ofreció al cardenal Ottaviani incorporar [en la lista] a sus candidatos,
algo que fue rechazado por los cardenales italianos, incluidos Montini y
Siri». Así pues, según Ratzinger, no se trató «precisamente de un bloque, de
una “Alianza Renana”, sino de una amplia representación de todas las
partes de la Iglesia en los órganos conciliares».

La campaña tuvo éxito. En la noche del 15 al 16 de octubre pudo Hubert


Luthe multicopiar en el Anima una lista de atractivos candidatos. Dos mil
copias se distribuyeron de inmediato a los padres conciliares con derecho a
voto. Otras mil quedaron a la espera de ser recogidas. La propuesta de la
coalición formada por Alemania, Austria, Francia, Holanda, Bélgica y
Suiza reunió 109 nombres y se presentó a la línea de salida como la lista
«internacional». En ella figuraban también candidatos de Italia, España,
Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, la India, China, Japón, Chile,
Bolivia y varios países africanos. Todo parecía transcurrir conforme a lo
planeado. Sin embargo, los aspectos prácticos habían sido obviados.
De hecho, la votación del 16 de octubre resultó un absoluto fiasco. Nadie
había caído en la cuenta de que los más o menos 2.400 electores, al tener
que escribir cada uno de ellos 160 nombres (para diez comisiones de
dieciséis miembros elegibles), iban a producir unas 24.000 papeletas, con
un total aproximado de 380.000 anotaciones manuscritas. Imposible hacer
todo eso en el aula conciliar. Ante el apuro, el secretario general Felici
dispuso que los padres rellenaran las papeletas en sus alojamientos y las
entregaran por propia mano (no mediante mensajero) a lo largo de la tarde.
Mientras tanto, las desbordadas máquinas contabilizadoras Olivetti fueron
reemplazadas por estudiantes del Pontificio Colegio de Propaganda Fidei.
Aun así, se tardó días en hacer el recuento de todas las papeletas... para
llegar al resultado de que apenas unos cuantos candidatos habían alcanzado
la requerida mayoría absoluta. Para evitar que el fiasco fuera aún mayor, el
papa Juan anunció sin demora que, a propuesta de la presidencia, había
revocado el artículo 39 del reglamento conciliar. Se consideraron elegidos
sencillamente los candidatos con el mayor número de votos.

Al final, el golpe salió bien. De los 109 candidatos presentados en la


«lista internacional» fueron elegidos 79. Ocuparon el 49 % de los asientos
sujetos a elección. Ottaviani y Siri contaban con recibir aún los votos
procedentes de los países de misión, pero subestimaron la confianza de la
que disfrutaban en el Tercer Mundo los obispos alemanes, en especial su
presidente, el cardenal Frings, merced al trabajo de las organizaciones
benéficas Misereor y Adveniat. Sin la rebelión contra la pseudoelección,
afirma el historiador italiano Andrea Riccardi, «habrían sido confirmadas
totalmente las comisiones preconciliares, que entonces habrían seguido
trabajando con los criterios y puntos de vista ya introducidos».

Las nuevas votaciones «influyeron esencialmente en el transcurso


posterior del Concilio», afirma también Frings. El cardenal de Colonia se
enteró a posteriori, según cuenta él mismo, de que a la sazón en modo
alguno disgustó al papa que la antigua lista de miembros de las comisiones
preparatorias no fuera refrendada» [13]. El periodista y testigo ocular de los
acontecimientos Ralph Wiltgen resume: «Tras esta votación no era difícil
prever qué grupo estaría mejor organizado para asumir la dirección del
Concilio Vaticano II. El Rin comenzó a desembocar en el Tíber».
El éxito en la votación dio ánimos al ala progresista, Si se podían volcar
votaciones, quizá fuera posible también rechazar esquemas enteros, todos
los documentos salidos de la fábrica de Ottaviani que, por una parte,
estaban mal preparados y, por otra, fijaban una línea que bloqueaba como
una roca el camino de renovación exigido por el papa. Pero de repente otras
noticias muy distintas acapararon la atención de la opinión pública. El 22 de
octubre de 1962, el día en que comienza en la basílica de San Pedro el
debate sobre el esquema De sacra liturgia, el mundo atraviesa una situación
crítica. En un discurso televisado, John F. Kennedy, el presidente de
Estados Unidos, informa por primera vez a la opinión pública de la
amenaza soviética en Cuba. Kennedy anuncia un bloqueo marítimo y exige
el repliegue inmediato de los misiles soviéticos. En caso de un ataque con
armas atómicas, Estados Unidos responderá, asegura, con una represalia
nuclear.
No son amenazas vacuas. Dos días más tarde, barcos de guerra
estadounidenses se posicionan alrededor de Cuba. Los barcos soviéticos no
pueden pasar ya. Ante el peligro de que la crisis se agudice, el 25 de octubre
Juan XXIII, en un dramático llamamiento, insta a los dos bandos
enfrentados a hacer todo lo posible por dirimir la confrontación sin recurrir
a la violencia armada. El 27 de octubre el conflicto se encuentra en el filo de
la navaja. Un barco de guerra estadounidense obliga a emerger a un
submarino soviético armado con bombas de profundidad. Hoy se sabe que
el submarino llevaba a bordo torpedos con cabezas nucleares y que la
tripulación estaba autorizada a dispararlos. En Cuba, las baterías antiaéreas
de Castro disparan a varios aviones de reconocimiento de las Fuerzas
Aéreas estadounidenses; un misil antiaéreo soviético derriba a uno de estos
aviones espía, y el piloto Rudolf Anderson fallece.

No es todavía demasiado tarde. Tras una reunión secreta entre Robert


Kennedy, el hermano del presidente, y el embajador soviético Dobrynin, el
líder soviético Nikita Kruschev se declara dispuesto a desmontar los misiles
desplegados en Cuba. Como contrapartida exige que Estados Unidos
levante el bloqueo. De hecho, gracias a un intercambio de mensajes entre
Kennedy y Kruschev se alcanza un compromiso que pone fin a la crisis:
retirada de los misiles por parte soviética, levantamiento del bloqueo por
parte de Estados Unidos. El 29 de octubre se anuncia el acuerdo. En las dos
semanas que transcurrieron entre el 14 y el 28 de octubre, el mundo estuvo
varias veces al borde de una guerra nuclear que habría devastado la mitad
del planeta, acabando con una gran parte de su población.

Las reuniones del Anima –siempre en lunes, a las cinco en punto de la


tarde– dieron al episcopado germanohablante ventaja táctica respecto a los
otros grupos y le permitieron ejercer mayor influencia que estos. Acudían
unas cien personas: todos los obispos de Alemania, Austria, Suiza,
Luxemburgo, Escandinavia, Islandia y Finlandia, así como numerosos
obispos misioneros y generales de órdenes y congregaciones religiosas. En
su ponencia del 10 de octubre, Ratzinger había criticado con dureza el
esquema Sobre las fuentes de la revelación. El texto presentado estaba, a su
juicio, «determinado totalmente por la mentalidad antimodernista que
marcó los años finales del siglo XIX y los iniciales del XX, o sea, por un
“anti”, por una negación que no podía por menos de resultar gélida, más
aún, escandalizadora» [14]. También otros teólogos reunidos en torno al
dominico belga Edward Schillebeeckx consideraban deficiente el borrador.
El esquema les parecía agresivo, intolerante y unilateral. Pero es Ratzinger
quien ya el 15 de octubre presenta el primer capítulo de un esquema nuevo.
En colaboración con Karl Rahner surge una segunda versión, más profunda.
Y esta sigue siendo pulida entre el 15 y el 25 de octubre de 1962 en
reuniones en las que, junto a ambos, participan Hermann Volk, obispo de
Maguncia, y el jesuita Otto Semmelroth. Rahner, quien había escrito
asimismo un capítulo, se encargó de que se realizaran copias
mecanografiadas.
Gracias a la habilidad diplomática de Frings, las comisiones del Concilio
estaban formadas ahora por miembros que no respondían única y
exclusivamente al perfil de los mandatarios deseados por el Vaticano. Pero
¿cómo se podía lograr que salieran adelante también textos capaces de
hacer del Concilio una asamblea en la que, como confiaba Ratzinger, «se
plasmara una nueva conciencia de cómo se puede dialogar en la Iglesia
desde la apertura fraternal y sin menoscabo de la obediencia de la fe» [15]?

La reconstrucción de los acontecimientos del otoño de 1962 pone de


manifiesto la dinámica de un giro hasta entonces inimaginable. Comienza el
19 de octubre de 1962 con un encuentro de obispos y teólogos alemanes y
franceses en la Casa Mater Dei en el Viale delle Mura Aurelie. Entre los
veinticinco asistentes están los teólogos Congar, Chenu, Daniélou, De
Lubac, Küng, Philips, Rahner Schillebeeckx y Semmelroth. También
Joseph Ratzinger forma parte del grupo. «El tema de la reunión es»,
observa Congar en su diario, «debatir y decidir una táctica con respecto a
los schemata teológicos» [16]. Küng propone organizar en Roma un
congreso internacional de teólogos para presionar a los padres conciliares.
Congar desaconseja proceder así. Bajo ningún concepto debe suscitarse la
impresión de que se trama un complot. «Si actuamos», argumenta, «hay que
pensar siempre en la reacción que podría desencadenarse» [17]. Lejos de las
impacientes «expectativas revolucionarias» de Küng, él cree «hondamente
en que se puede esperar, en que es necesario proceder por etapas» [18].
El 25 de octubre el cardenal Frings, de nuevo en el Anima, trata ante un
ilustre círculo de dignatarios eclesiásticos de ganar apoyos para el nuevo
borrador, que más tarde se conocerá como el esquema Ratzinger-Rahner.
Además de los cardenales König, Alfrink, Liénart, Suenens y Döpfner,
están presentes también los influyentes italianos Siri (presidente de la
Conferencia Episcopal Italiana) y Montini, el posterior papa Pablo VI.
Ratzinger presenta resumidamente el nuevo documento. La reacción de los
presentes, contará más tarde Siri, es entusiasta. Montini, sin embargo,
rebaja la euforia generalizada. A las alturas en que se hallan, opina, sería
mejor seguir puliendo aquello de lo que ya se dispone y está bien preparado
[19]. Frings no quiere darse por satisfecho con ello y, tras una nueva
revisión del texto, hace llegar unas 3.000 copias del esquema alternativo
sobre la revelación a todos los padres conciliares [20].

Después de que el día anterior, mientras cenaban en un pequeño


restaurante próximo a la iglesia de Sant’Ignazio, el cardenal Döpfner y
Hubert Jedin hubieran explorado posibilidades de rechazar –valiéndose del
reglamento conciliar– los esquemas presentados (Jedin: «Desde este lado
parecía existir, de hecho, un punto en el que hacer palanca»), el plan se
perfeccionó en una reunión mantenida el 6 de noviembre. En ella
participan, además de Frings, Rahner y Ratzinger, el belga Gérard Philips,
catedrático de Teología, y el dominico Yves Congar [21]. A primera hora de
la tarde, Döpfner pide al experto en concilios Hubert Jedin que examine y
valore un escrito dirigido al cardenal secretario de Estado. La solicitud tiene
como objetivo que tras todo debate plenario se permita votar si el esquema
tratado debe devolverse para que sea mejorado o rechazarse de plano. En
este último caso quedaría expedito el camino para la presentación de un
nuevo borrador. Visto así, el esquema Ratzinger-Rahner podría servir como
precedente para resquebrajar los cementosos textos elaborados por el Santo
Oficio de Ottaviani.

El ataque se inicia el 14 de noviembre de 1962, en el curso de la


decimonovena congregación general. Retrospectivamente refiere Ratzinger
que estalló «la inevitable tempestad que ya se había cernido a causa de un
borrador alternativo particular» [22]. No dice que ese «borrador alternativo
particular» era, en parte, obra suya. El cardenal Ottaviani toma la palabra
sin haberla solicitado previamente. Es su primera intervención en el aula
conciliar desde que dos semanas antes el cardenal Alfrink lo había acallado.
Al rebasar el jefe del Santo Oficio durante un debate sobre liturgia el tiempo
disponible para su intervención, el holandés sencillamente le había apagado
el micro, cosechando por esta acción una atronadora ovación. El primer
deber de todo pastor de almas, comienza diciendo Ottaviani ahora, consiste
en enseñar la verdad, que es siempre y en todo lugar una y la misma. El
curial Salvatore Garofalo, que a continuación presenta en detalle el
esquema oficial Sobre las fuentes de la revelación, refrenda sus palabras.
Aquí no se trata, afirma, de llevar a cabo una renovación. La tarea
primordial del Concilio es la defensa y promoción de la doctrina católica en
su forma más pura. El esquema presentado es maduro y equilibrado,
asegura. No en vano, a él han contribuido eruditos de muchas naciones y de
las más variadas universidades. Cuando seguidamente también los
cardenales Ruffini y Siri, quienes habían intentado ridiculizar el esquema
alternativo de Ratzinger en la Conferencia Episcopal Italiana, defienden de
forma enérgica el borrador de la comisión, la medida se colma. «La
reacción en el aula conciliar», relata el observador Ralph Wiltgen, «fue
fulgurante y mortífera».

Pues con vehemencia fundamentan por turno los cardenales Liénart


(Francia), Frings (Alemania), Léger (Canadá), König (Austria), Alfrink
(Holanda), Suenens (Bélgica), Ritter (Estados Unidos), Bea (curia) y otros
su rechazo al texto. Categóricamente califica Liénart el borrador de
incompleto, deficiente y en exceso escolástico: Non placet. Acto seguido,
toma la palabra Frings. Su intervención, memorizada la noche anterior, ha
salido palabra por palabra de la pluma de Ratzinger:
«Si se me permite hablar abiertamente: Schema non placet. No me parece que en
el esquema que hoy se nos ha presentado sea audible la voz de una madre y maestra,
no me parece que sea audible la voz del Buen Pastor, quien llama a las ovejas por su
nombre, de modo que las ovejas escuchan su voz, sino más bien el lenguaje del
instructor, del profesor, que no edifica ni vivifica. ¡Cuán deseable sería ese estilo
pastoral que tan intensamente desea el papa Juan que impregne todas las
declaraciones del Concilio Vaticano II! Este texto no ahonda. Puede ser aceptado
para el plano de nuestro conocimiento, el conocimiento humano; pero en el plano
del ser existe una única fuente, a saber, la revelación misma, la palabra de Dios. Y
es muy lamentable que sobre ello no se diga nada, casi nada en el esquema» [23].

Aún no hay nada decidido. El 17 de noviembre recuerda el cardenal


Döpfner durante la vigésimo primera congregación general que el esquema
sobre la revelación ya había sido objeto de controvertido debate en la
antesala del Concilio. Pero las objeciones «se descartaron sin más».
Ottaviani protesta. Por lo demás, el derecho canónico prohíbe el rechazo de
esquemas a los que el papa ya ha dado su visto bueno. El cardenal Norman
Gilroy, arzobispo de Sídney, le corrige: conforme al artículo 33, parágrafo
1, del reglamento por el que se rige el Concilio, los esquemas pueden
perfectamente ser rechazados.
La batalla decisiva sobre el transcurso futuro del Concilio se
desencadena el 20 de noviembre, cuando hay que votar el polémico
esquema. Se inicia con un escándalo. Quien esté a favor del esquema y de
la prosecución del debate, explica Felici, secretario general del Concilio,
debe votar non placet; y quien esté a favor de que se retire el esquema, debe
votar placet. La inversión del procedimiento seguido hasta ahora es una
artimaña y crea una confusión absoluta. Casi nadie tiene claro a favor de
qué vota si hace la cruz en el «sí» y a favor de qué si hace la cruz en el
«no». Ratzinger explica el trasfondo de la treta con estas palabras: «Lo
normal habría sido someter el esquema a aprobación (o a discusión
adicional). Para sacarlo adelante, se habrían necesitado dos tercios de todos
los votos. En lugar de ello se preguntó quién estaba a favor de rechazar el
esquema; de este modo, eran los adversarios del texto quienes debían reunir
dos tercios de los votos y bastaba un tercio largo de los votos para salvar el
borrador presentado» [24].
El ardid funcionó... al principio. Más de 80 padres habían intervenido en
el debate; votaron un total de 2.209. A favor de la interrupción del debate se
pronunciaron 1.368 padres (62 %); a favor de continuarlo, 822 (37 %); y
hubo 19 votos nulos. Frings había acertado en sus previsiones.
Manipulando la formulación de la pregunta, la curia había conseguido darle
la vuelta al principio de la mayoría de dos tercios. Al bando de Frings le
habían faltado exactamente 105 votos para lograr el rechazo del esquema,
por completo insuficiente. Pero entonces cambiaron las tornas.

Fue una sensación. Según el reglamento, tras la votación del día anterior,
el esquema debía considerarse aprobado. Pero cuando el arzobispo Felici
empezó a hablar a través del micrófono, en el aula conciliar se hizo el
silencio. El papa tenía la impresión, leyó Felici un comunicado del
secretario de Estado, de que el debate sobre el esquema amenazaba con
tornarse largo y laborioso, por lo que consideraba más sensato retirar De
fontibus revelationis para que fuera revisado por una comisión ad hoc. La
nueva comisión tendría dos presidentes: Ottaviani y Bea, y se completaría
con seis cardenales más, entre ellos Frings y Liénart. Al principio, nadie
daba crédito. «El papa hizo valer su autoridad en beneficio del Concilio»,
observó Ratzinger [25]. Con ello no solo se arrumbaba un borrador que
Ratzinger había criticado por estar «determinado por la mentalidad
antimodernista» y tener un tono «gélido, es más, realmente
escandalizador», sino que se abría por principio la posibilidad de rechazar
cualquier esquema presentado por las comisiones romanas. «Ahora me
sorprendo del tono tan descarado en el que hablaba en aquellos días», me
confesó Ratzinger en una de nuestras entrevistas, «pero lo cierto es que,
gracias a que uno de los textos presentados fue descartado, aconteció un
giro de verdad y fue posible comenzar el debate desde cero».
El efecto psicológico del giro del 21 de noviembre fue enorme. «Aunque
estaban en minoría, los progresistas se sintieron por primera vez mayoría»,
señala el observador Wiltgen. Retrospectivamente se evidencia con cuánta
coherencia había evolucionado el Concilio hacia este punto. Al comienzo
de la asamblea, parecía más allá de toda duda que la abrumadora mayoría
de los padres apoyaban la orientación de Ottaviani. «Pero todo lo ocurrido
había cambiado de raíz la situación», afirma Ratzinger en su informe sobre
el primer periodo de sesiones. «Los obispos no eran ya los mismos que
antes de la apertura del Concilio». Las tornas habían cambiado. Aquí, «en
lugar del antiguo “anti”, de la negación», había surgido, prosigue Ratzinger,
«una nueva y positiva posibilidad de abandonar la actitud defensiva y
devenir cristianamente proactivos, de pensar y actuar positivamente. Y esa
chispa había prendido».
El 24 de noviembre Juan XXIII recibió a los obispos alemanes en
audiencia privada a las siete de la tarde. Los visitantes no sospechaban que
el papa, a causa de reiteradas hemorragias, estaba desde hacía semanas bajo
rigurosa vigilancia médica. El santo padre se mostró optimista. El Concilio
«debe convertirse», les dijo, «en signum caritatis, en un signo universal de
amor». Estaba esperanzado y tenía razones para la esperanza, prosiguió;
tampoco en el futuro debía hacerse nada precipitadamente, sino que había
que buscar más bien una clarificación profunda [26]. Los cardenales
Suenens y Döpfner le habían pedido previamente que eliminara la
celebración de la misa al comienzo de las sesiones. Pero en este punto el
pontífice permaneció inflexible. Estaba convencido de que el Concilio
«quizá necesitaba más orar que pensar».
Al día siguiente, en un discurso impartido con motivo de su octogésimo
primer cumpleaños, manifestó la convicción de que Dios guiaba el
Concilio: «La prueba de ello la tienen en los sucesos de las últimas
semanas. Estas semanas pueden considerarse una suerte de noviciado para
el Concilio Vaticano II». Era natural, sin embargo, que existiera disparidad
de opiniones y propuestas: «Esta es una libertad santa que la Iglesia no
puede por menos de respetar, máxime en las presentes circunstancias» [27].
Fue, por largo tiempo, la última aparición pública del responsable
máximo de la Iglesia. El papa se había exigido a sí mismo en exceso. A sus
demás obligaciones había añadido como tarea recibir a lo largo del mes de
noviembre a 37 conferencias episcopales. Las reiteradas hemorragias
internas le habían obligado a cancelar todas las audiencias. El 8 de
diciembre, al dar por concluido el primer periodo de sesiones, afirmó que el
transcurso del Concilio había sido hasta entonces una prolongada y solemne
introducción. El Concilio había mostrado que en la Iglesia prevalece la
libertad de los hijos de Dios. El enfermo terminal que ya era Juan XXIII
deseó que la asamblea eclesial prosiguiera su curso con la bendición divina
y anunció que las sesiones se reemprenderían al año siguiente, en concreto,
el 9 de septiembre de 1963 [28].
«Cabe decir sin temor a exagerar», resume Giuseppe Ruggieri,
catedrático de Teología Fundamental en Bolonia, «que especialmente la
semana del 14 al 21 de noviembre de 1962, dedicada al debate sobre el
esquema De fontibus revelationis, fue el momento en que se produjo el giro
decisivo para el futuro del Concilio y, por consiguiente, para la Iglesia
católica misma. De la Iglesia de Pacelli, que en lo esencial se situaba
hostilmente frente a la Modernidad [...], a la Iglesia amiga de todos los seres
humanos, aunque estos sean hijos de la sociedad moderna, su cultura y su
historia» [29].

Ratzinger opina de forma parecida. A su juicio, el rechazo del esquema


por él criticado fue el «punto de inflexión del Concilio». Con la rebelión
«contra la prolongación unilateral de la espiritualidad antimodernista», los
padres «optaron por un nuevo camino de pensamiento y lenguaje positivos»
[30].

Las ventanas se habían abierto, tal como esperaba Juan XXIII. El


verdadero Concilio podía empezar. Con todas las sombras que iba a arrojar,
pero también con la luz que estaba en condiciones de recibir. ¡Qué ironía de
la historia! El Prof. Dr. Schmaus todavía pudo frenar en Múnich la tesis de
habilitación del joven teólogo y logró que la mayor parte de esta
desapareciera en un cajón. Pero Roma ya no fue capaz de hacer otro tanto.
Sus conocimientos sobre la revelación tenían que abrirse camino, aun
contra el poder del aparato.
«Un nuevo capítulo» de la historia de la Iglesia se había abierto, escribió
Ratzinger justo al terminar el primer periodo de sesiones, «hacia un
encuentro nuevo y positivo con sus orígenes, con sus hermanos, con el
mundo actual». Gracias a «que una mayoría conciliar tan clara se decidió
por una posibilidad alternativa», afirmó pensando en el esquema cuyo
borrador él mismo había elaborado, «este concilio se convirtió en un nuevo
comienzo» [31]. Cómo debe entenderse en concreto el cambio de rumbo lo
explicó con máxima claridad 43 años más tarde en una entrevista publicada
en el diario La Repubblica:
«“Pastoral” no tiene por qué ser sinónimo de impreciso, insustancial, meramente
edificante, tal como se malentendió aquí y allá. Antes bien, debería significar:
formulado desde la preocupación positiva por el hombre actual, a quien no se ayuda
con condenas y que lleva tiempo oyendo cuánto está equivocado y cuánto es lo que
no debe hacer, pero que en el fondo quiere que se le diga con qué mensaje positivo
puede presentarse la fe a nuestra época, qué es lo que la fe tiene para enseñar y
anunciar positivamente. [...]
Y “ecuménico” no tiene por qué ser sinónimo de callar sobre las verdades para no
disgustar a los otros. Lo que es verdadero debe decirse abiertamente, sin ocultar
nada; la verdad plena es parte del amor pleno. “Ecuménico” debería significar más
bien que uno deja de ver a los otros como adversarios frente a los que es preciso
defenderse, [...] que intenta reconocerlos como hermanos con los que hablar y de los
que puede también aprender» [32].

En noviembre de 1962, el asesor de Frings es nombrado peritus oficial.


Su documento de identidad conciliar, extendido por «Amleto Giovanni
Cicognani, cardenal obispo de la Santa Iglesia de Roma, titular de la Iglesia
suburbicaria de Frascati, secretario de Estado de su santidad el papa Juan
XXIII», lo autoriza a asistir a los debates generales en la basílica de San
Pedro y le asegura «salvoconducto, así como la ayuda y el apoyo
necesarios». Ratzinger vive como «una experiencia magnífica ver a todos
los expertos, las grandes figuras, Henri de Lubac, Jean Daniélou, Yves
Congar, MarieDominique Chenu, personas que yo admiraba; y, por
supuesto, al papa mismo» [33]. No lejos de él se sienta Karol Wojtyla. El
polaco toma notas de los debates. Cada nueva hoja que saca de su carpeta la
marca en la esquina superior derecha con una cruz y las letras AMDG: Ad
maiorem Dei gloriam, «A mayor gloria de Dios»

A diferencia de Ratzinger, el obispo de Cracovia muestra poco regocijo


por la revuelta de sus compañeros. En Polonia, Wojtyla había vivido
ataques a la Iglesia por las autoridades ateas, o sea, por los enemigos de la
Iglesia. Pero en Roma los críticos más duros eran miembros de la propia
Iglesia. En su opinión, la finalidad del Concilio debía ser formular
afirmaciones claras contra el creciente materialismo de la época moderna y
sobre la importancia de la trascendencia del espíritu humano. Entre los
temas que quería que se debatieran estaban la relevancia del celibato, la
utilidad pastoral del deporte y el teatro, el diálogo ecuménico y la reforma
del breviario y la liturgia.

El cardenal Ottaviani mostró una vez más dignidad. Se tomó con


serenidad el rechazo de su borrador. Pero no pudo reprimir una indirecta:
«No espero escuchar de ninguno de ustedes las letanías habituales», afirmó
desilusionado en uno de los micrófonos de la basílica de San Pedro.
Letanías, por ejemplo, en el sentido de «no es ecuménico y sí demasiado
escolástico, no es pastoral y sí demasiado negativo, y otras quejas
parecidas. Esta vez quiero hacerles yo una confesión: quienes se
acostumbraron hace tiempo a decir: “Retírelo y sustitúyalo”, están
dispuestos ya para la batalla. Y quiero revelarles aún algo más: antes de que
este esquema fuera distribuido, estaba ya preparado otro alternativo. Así,
solamente me queda callar. Pues como dice la Escritura: Donde nadie
escucha, carece de sentido hablar».

Pero Ratzinger tuvo en adelante dudosa reputación. De repente se le


empezó a acusar de «haber embaucado al cardenal». En carta a su hermano
Hugo, Karl Rahner confirma que, en un «panfleto de integristas franceses»,
Ratzinger y él son «insultados gruesamente» a causa de su borrador
alternativo al esquema sobre la revelación y «sermoneados como herejes
que niegan el infierno y son peores incluso que Teilhard y el modernismo»
[34]. Las acusaciones contra ambos asesores teológicos llegaron hasta el
reproche de que el esquema Ratzinger-Rahner era «un texto típicamente
masónico y otras lindezas por el estilo». En la entrevista en la que hablamos
sobre el tema, Ratzinger, guiñando un ojo, añadió: «Aunque precisamente
yo no debería haber sido sospechoso de masón».
33
La onda alemana

C uando el 8 de diciembre de 1962 se cerraron las puertas del Concilio,


el cardenal Frings tomó el primer vuelo a Viena. Se esperaba que una
operación oftalmológica pudiera devolverle la vista, al menos parcialmente.
Joseph regresó a Bonn. Lo esperaban bastantes tareas pendientes: corregir
trabajos, preparar seminarios, asistir a reuniones de la facultad.
Frings y su asesor le habían dado la vuelta al Concilio. La minoría de las
fuerzas reformistas se había convertido en mayoría. Sea como fuere, el
férreo complejo de poder de la curia había reventado, y sus mascarones de
proa habían sido desencantados. No en vano, en el aula conciliar circulaban
al final chistes más o menos como este: «Un barco navega de Nápoles a
Capri. A bordo van los cardenales Ottaviani, Siri y Ruffini. El barco se
hunde. ¿Quién se salva? ¡La Iglesia católica!».
El primer periodo de sesiones fue, con diferencia, el más importante,
porque fijó el rumbo para el resto del Concilio. «Quien quedara o siga
estando insatisfecho de que el Concilio no haya aprobado ningún texto, de
que no haya alcanzado resultado palpable alguno», escribió Ratzinger nada
más regresar a Alemania, no debe afligirse, ya que «justo ahí, en ese
balance en apariencia negativo, radica el gran y sorprendente resultado,
verdaderamente positivo, del primer periodo». En la negativa a dar el visto
bueno sin más a decretos o constituciones se patentiza «el cambio radical
respecto del espíritu de los trabajos preparatorios y, por ende, lo
verdaderamente trascendental de este primer periodo de sesiones» [1].

Podían verse las cosas así. Otros las veían de forma distinta. «El Concilio
ha desvelado que se perfila una forma difusa de gobernar la Iglesia,
representada por el grupo de lengua alemana y sus parientes o vecinos»,
afirmó el cardenal Siri, de Génova, el 1 de enero de 1963 en una carta a
monseñor Alberto Castelli, el secretario de la Conferencia Episcopal
Italiana. Siri estaba furioso por algunas tendencias que, en su opinión, se
estaban avivando: «1) Antipatía, cuando no auténtico odio contra la
teología. 2) Propuesta de una nueva teología. 3) Propuesta de un nuevo
método para la teología. 4) Predominio de la ejecución retórica y literaria.
5) Predilección extática por nuevas palabras y nuevos paradigmas». De
súbito todo debe subordinarse a la «pastoral», a la «finalidad ecuménica» y
a las «expectativas del mundo», sintetiza sarcásticamente. Es su intento de
«eliminar la tradición, la Ecclesia, etc.», apoyado por quienes quieren
adaptarlo todo a los protestantes, los ortodoxos, etc.». Ergo: «La tradición
divina es destruida» [2].
En las facultades de teología católica, las curias diocesanas y las
redacciones de periódico alemanas no solamente se hablaba del sensacional
giro en Roma. No menos interesante resultaba otra transformación: la de
Josef Frings. El cardenal de Colonia era tenido hasta entonces por un
conservador riguroso. Era tenido por un líder eclesial cercano al pueblo que
se relajaba de las preocupaciones de su cargo escuchando música de Mozart
y Stravinsky mientras bebía vino blanco del Mosela y fumaba cigarrillos.
Disfrutaba leyendo los dramas de Shakespeare al menos tanto como los
textos de los padres de la Iglesia. Ahora también el semanario Der Spiegel
se fijó en el anciano purpurado colonés. La revista ilustrada sacó al príncipe
eclesiástico en portada. El titular: «La onda alemana». Con ello se refería a
la onda expansiva que había desencadenado Frings en Roma. Como
epígrafe precedía al reportaje una cita del cardenal inglés John Henry
Newman: «Vivir significa cambiar. Ser perfecto significa haber cambiado a
menudo».
El cardenal colonés, al que hasta entonces se había tenido por
especialmente fiel al papa, había liderado, según el semanario, «un ataque
sin precedentes en la historia reciente de la Iglesia contra la dictadura de los
guardianes supremos de la fe, que gobiernan autoritariamente». Los tonos
por él empleados «no pueden parecerles a los católicos, tanto conservadores
como cándidos, sino pura revolución». Como inspirador de la «asombrosa
transformación del pastor de la diócesis renana», Der Spiegel señalaba a su
«principal asesor», uno «de los teólogos reformistas alemanes más
talentosos». Su nombre: «Prof. Joseph Ratzinger, de 36 años de edad». El
artículo sintetizaba: «De las múltiples conversaciones» con Ratzinger, «el
estudioso al que dobla la edad», el cardenal había extraído «la
teológicamente fundamentada convicción teológica que hoy defiende en el
Concilio» [3].

Los autores del reportaje habían tenido éxito en su búsqueda de indicios.


«La primera noticia del Frings progresista», constataba la revista, «llegó de
Italia». Se refería a la conferencia de Frings leída en noviembre de 1961 en
el Teatro Duse de Génova. «Por primera vez en su vida», asegura Der
Spiegel, «exigió Frings entonces que la Iglesia debía “superar formas
eclesiásticas desfasadas” como, por ejemplo, el Index y “revisar toda la
praxis relacionada”, porque las personas son “extraordinariamente sensibles
y críticas frente a todo indicio de conducta totalitaria”». También allí
reclamó Frings por primera vez, prosigue el semanario, dar máxima
importancia a la «idea de tolerancia, de respeto a la libertad intelectual del
otro». Y por primera vez abordó, acaba la enumeración, el tema «que más
tarde colocó en el centro del Concilio: la Iglesia necesita una
“intensificación más fuerte de la potestad episcopal”». Hubo algo, sin
embargo, que los periodistas de la revista de Hamburgo no descubrieron: el
texto lo había escrito por entero Ratzinger.
De vuelta en casa, el asesor principal de Frings se vio confrontado con
ofertas seductoras de otras universidades recibidas algún tiempo antes. Ya el
6 de abril de 1962, el rector de la Universidad de Münster había notificado a
su homólogo de Bonn que su institución quería ofrecer primo loco (en
primer lugar) a Ratzinger la cátedra de Teología Dogmática e Historia de
los Dogmas, para que se hiciera cargo de ella en octubre. Y el 18 de junio
de 1962 la Consejería de Educación y Cultura de Renania del Norte-
Westfalia le había preguntado oficialmente al interesado si estaba dispuesto
a aceptar. «Por desgracia, no me veo todavía en condiciones de tomar una
decisión con respecto a la oferta», rezaba su respuesta; «antes me gustaría
enterarme de las tareas y posibilidades de la cátedra en Münster. [...] De
momento tan solo puedo decir que no me cierro por principio a ella» [4].
Münster tenía a sus espaldas una historia imponente y contaba con la
mayor Facultad de Teología Católica de Europa. En tiempos de Hitler, el
cardenal Clemens August von Galen, el León de Münster, había detenido
con sus valientes intervenciones el programa de eutanasia de los nazis. El
29 de junio, solo una semana después de la pregunta de la Consejería, pidió
Ratzinger a su alumno Werner Böckenförde que los llevara en coche a él y a
su hermana Maria a Münster para echar un vistazo a la ciudad. En Bonn se
seguían atentamente los intentos de universidades rivales por llevarse a
Ratzinger. «La Facultad de Teología Católica tiene enorme interés en
mantener en su claustro al reconocido y prometedor erudito», le subraya el
rector de la universidad al consejero de Educación y Cultura de Renania del
Norte-Westfalia, pues también Bonn pertenece a ese Estado federado.
«Gracias a sus publicaciones y conferencias», prosigue, «Ratzinger ha
adquirido en pocos años fama internacional». El rector desciende a detalles
concretos: «En nombre de la Facultad de Teología Católica le ruego que
conceda al Sr. Prof. Ratzinger la mejora salarial prevista para Münster aun
en el caso de que se quede en Bonn» [5].
La guerra por Ratzinger se había convertido en un asunto público.
«También entre los teólogos surgió inquietud cuando se supo que el Prof.
Ratzinger había recibido una oferta de Münster», se lee en la crónica
seminarística del Collegium Albertinum de Bonn. Ahora entraron en escena
los estudiantes. Con una acción insólita, una marcha de antorchas, se
manifestaron por la permanencia de Ratzinger en Bonn. Todavía no se había
tomado ninguna decisión. Una anotación añadida al expediente de la
Consejería con fecha de 6 de agosto de 1962 consigna: «El Prof. Ratzinger
vacila aún mucho entre permanecer en Bonn y marchar a Münster». Es el
momento oportuno para ofrecerle a Ratzinger todas las mejoras
imaginables: mayor asignación presupuestaria para la cátedra; más aún, un
ayudante de investigación y un becario a tiempo completo, además de una
secretaria a media jornada. Con ello, la cátedra de Ratzinger pasaría a ser la
mejor dotada tanto económicamente como en lo relativo a personal. Por fin,
el 27 de agosto de 1962, un mes y medio antes de la apertura del Concilio,
el cortejado comunicó que finalmente se había decidido por permanecer en
Bonn. El director general Wegner, aliviado, anotó en el expediente «Wg 30
VIII»: «Res(uelto): el Prof. Ratzinger se queda en Bonn» [6].

En realidad, hacía tiempo que el bávaro debía estar ocupando otra


cátedra muy distinta, concretamente en Tubinga, el Olimpo de la teología
alemana. «El decano de Tubinga decía incluso», me contó Ratzinger en una
de nuestras entrevistas, «que, de las dos cátedras vacantes, podía elegir la
que quisiera». Pero el cortejado no había podido sino declinar el
ofrecimiento. «En aquel entonces ya tenía la propuesta de Bonn, que para
mí era el destino soñado». Esa suerte la tuvo Hans Küng, quien ocupó la
codiciada plaza en lugar de Ratzinger, aunque, como criticaba el claustro de
Tubinga, no estaba habilitado y su título doctoral romano se consideraba en
Alemania poco valioso.

El Concilio no solo había transformado a Frings, sino también a su


ayudante. El precoz Ratzinger había madurado; ahora era un hombre
consciente de su responsabilidad. En consonancia con ello, en los informes
de vivencias que escribe desde Roma no aparece como un observador
distante del Concilio, devotamente respetuoso de todo lo grande que está
aconteciendo, sino que analiza los hechos como alguien que está
contribuyendo a darles forma y desea mostrar a sus lectores el verdadero
trasfondo de lo que se habla. Ya se trate del problema de la eucaristía («un
asunto de vida o muerte para la Iglesia» de la cuestión del centralismo
romano, del diálogo con el cristianismo no católico o de la relación entre
Iglesia y Estado, entre fe y ciencia (entendida esta en el sentido amplio de
saber sistemático), entre ética y religión. Extraordinariamente reservado se
muestra solo en un aspecto: en el papel que él mismo desempeña en la obra
que se está representando.

Durante el vuelo de regreso a Bonn, Joseph había repasado de nuevo las


semanas vividas en la Ciudad Eterna. Sus paseos por los alrededores del
Anima, con el Panteón, la iglesia nacional francesa. San Luigi dei Francesi,
La Sapienza –la universidad más antigua de Roma–, el Palazzo Madama,
sede del Senado italiano, etc. Recordó las «bacanales» en el Trastevere con
los compañeros de la Comisión Teológica. Durante uno de sus paseos con
Frings se había desorientado de repente. El ciego cardenal se le enganchó
del brazo. «Dígame sencillamente qué ve», le instó al cabo el anciano.
Joseph le describió una estatua histórica. No sabía que se trataba del
memorial a un italiano que había luchado por la independencia. «Ah, ese es
Minghetti», dijo Frings tranquilizadoramente; «entonces debemos girar
ahora a la derecha y luego a la izquierda».
Otra experiencia, la excursión a Nápoles en los días libres del Concilio,
había terminado realmente en fiasco. Junto con otros teólogos había tirado
de Frings hasta lo alto de una montaña en aras de mejores vistas. Hasta que
alguien cayó en la cuenta de que el cardenal no podía ver nada. ¿Y la
accidentada travesía a Capri? La escena en el barco bruscamente
bamboleado por las olas recordaba a los cuadros apocalípticos sobre el
hundimiento de la nave Iglesia. Casi toda la vanguardia de la representación
alemana en el Concilio, incluido Frings, había vomitado. Él, de algún
modo, había conseguido evitarlo.
Inolvidable el encuentro con De Lubac. El francés era insuperable. No
solo en diligencia. También en su humildad, bondad y fraternidad. La visita
que le hizo fue como el reencuentro de dos viejos amigos. Y eso que De
Lubac, nacido en febrero de 1896, habría podido ser su padre. A nadie
valoraba Joseph más como teólogo. Cuando estudiaba teología, el libro
Catolicismo del jesuita francés lo había transportado quizá no al éxtasis,
pero sí a una suerte de embriaguez intelectual. Oui, hablaron en francés. El
ascético estudioso estaba postrado en cama. Padecía dolores continuos a
consecuencia de las heridas sufridas durante la Primera Guerra Mundial.
Pero, por enfermo que estuviese, De Lubac había pedido que le trajeran un
libro de la biblioteca municipal. De un autor del siglo XVI sobre el que
estaba trabajando.

En el trabajo minucioso con Karl Rahner, cuando juntos pulían en un


cuarto del Anima su texto alternativo, el más veterano de los dos había
asumido la dirección; pero, a diferencia de él, no sabía taquigrafía y se
desesperaba con la transcripción de las larguísimas citas bíblicas. «¡Ay, qué
aburrido es esto!», suspiraba Rahner. En una carta a su hermano Hugo, que
padecía párkinson, el jesuita ofrece algunos atisbos íntimos de la vida
romana: «¡Todo lo que tiene que hacer un pobre perito!», se lamenta el gran
teólogo; «es un trabajo aburrido. Fabricamos textos que los padres
conciliares mejoran (o al menos eso creen) y luego exponen en el aula
conciliar como sabiduría suya. Damos conferencias a obispos. Participamos
en breves reuniones de grupos pequeños y teólogos y obispos» [7]. Durante
un mes entero, le cuenta al hermano distante, debe dar además todos los
miércoles por la tarde, a última hora, charlas a obispos brasileños en las
afueras de la ciudad, bastante lejos. «Es un trabajo laborioso y que requiere
mucho tiempo, máxime teniendo en cuenta que esta buena gente no me
paga siquiera el autobús» [8].
Se habían entendido bien. Desde su primer encuentro en 1956 en
Königstein, el jesuita, veintitrés años mayor que él, se había interesado
decididamente por él. Ambos tenían hermanos que eran asimismo
sacerdotes. Eso unía. Ambos habían escrito voces fundamentales para
importantes diccionarios de teología. Ratzinger había colaborado también
desde el primer volumen en la segunda edición del prestigioso Lexikon für
Theologie und Kirche, 1957-1965; en el volumen 1 se le nombra como «Dr.
J. Ratzinger, profesor asociado, Frisinga»; en el volumen 10 como
«Catedrático de universidad, Münster». Para los volúmenes suplementarios
(vols. 12-14) sobre el Vaticano II había elaborado una serie de artículos
esenciales. Poco antes del Concilio habían publicado su primer libro en
común. Pero nunca funcionaron como un equipo. Ratzinger había ido
cobrando conciencia cada vez más clara de que teológicamente vivían,
como él decía, en planetas distintos. Su socio hacía una teología
especulativa y filosófica, todo muy complicado. Como antiguo discípulo de
Martin Heidegger, Rahner se guiaba por el idealismo alemán, por Hegel y
Fichte. Él, en cambio, estaba marcado por el pensamiento histórico y los
escritos de los padres de la Iglesia.
Con el Concilio, Joseph había ingresado en un mundo nuevo. Su trabajo
ya no se restringía a un aula o a las páginas de un libro. Nuevo era también
otro cambio. En la biografía de toda persona hay un momento en el que un
encuentro se convierte en destino. Ratzinger hablaría de «providencia», una
fuerza que no está a disposición del hombre. Hasta ahora la «providencia»
lo había agraciado con acompañantes paternales: Läpple en Frisinga.
Söhngen en Múnich. Frings en Bonn. Con Hans Küng, sin embargo,
apareció no solo una persona de su misma edad, sino también, como iba a
evidenciarse, un antagonista que ya nunca querrá destrabarse de él.

El contacto entre las dos jóvenes estrellas de la teología alemana nunca


se había interrumpido desde su primer encuentro en el congreso de teólogos
dogmáticos celebrado en 1957 en Innsbruck. Aunque otros los calificaran
de «teológicamente adolescentes», ellos se consideraban inteligentes,
seguros de sí mismos, renovadores: en una palabra, «los padres de la Iglesia
del futuro». Esta era la opinión que Ratzinger tenía de Küng: «Había
disfrutado leyendo su tesis doctoral y respetaba a su autor, cuya apertura y
naturalidad me gustaba». A la inversa, Küng recuerda a Ratzinger como un
colega «muy amable»; un «contemporáneo y coetáneo mío realmente
simpático» que daba, sin embargo, la impresión de ser algo tímido; alguien
con «invisible unción espiritual». En vísperas del Concilio, Karl Rahner le
escribió a Küng, quien iba a acudir a Roma como asesor del obispo de
Rotemburgo: «Dado que, según parece, Ratzinger y Semmelroth también
vendrán, podremos formar una pandilla muy maja con Congar,
Schillebeeckx, etc.» [9].
Henri de Lubac habría aconsejado más bien cautela. Conocía a Küng del
tiempo que este había pasado en París estudiando. «Es un gran trabajador de
claro intelecto, y yo le tengo mucha simpatía», escribió el 31 de marzo de
1959 en una carta dirigida a su hermano de orden Heinrich Bacht. «Pero
desde hace algún tiempo manifiesta una ambición, un arrivisme, como
decimos en francés, que resulta un poco desagradable. [...] Le deseo a Küng
que, como había comenzado a hacer en París, trabaje seriamente; que, sin
propaganda demasiado estruendosa ni comportamiento demasiado altivo,
nos regale trabajos maduros» [10].
Küng ara natural de una pequeña ciudad de 4.000 habitantes, Sursee, en
el cantón suizo de Lucerna. Nacido el 19 de marzo de 1928, era el único
hijo varón –junto a cinco hermanas– de una acomodada familia de
comerciantes de calzado y el preferido de su madre, Emma, una mujer
segura de sí. De adolescente fue miembro de la católica y patriótica
Jugendwacht [Guardia Juvenil] y más tarde «soldado» de la defensa local.
En la guerra no fue llamado a filas. Al ser admitido en el Pontificium
Collegium Germanicum et Hungaricum de Roma, conocido abreviadamente
como el Germanicum, pasó a formar parte de la prometedora élite del
mundo católico, jesuíticamente educada y severamente dirigida. Los
pupilos de este colegio pontificio, fundado en 1552, vestían según una moda
del siglo XVI: además de la domestica –un abrigo romano rojo, que llegaba
hasta el suelo–, llevaban cinturón negro, sombrero y birrete. El día
empezaba a las seis de la mañana, con la oración; a partir de las nueve de la
noche había que guardar silencio nocturno. El reglamento del colegio
abarcaba cuarenta páginas con normas para los distintos momentos del día y
la noche. Estaba prohibido tutearse. No se veía con buenos ojos que los
alumnos se juntaran a conversar en las habitaciones.
El joven Küng era tenido en la casa por colegial modélico, pero también
por sociable compañero. En el teatro estudiantil hizo de Robespierre, el
controvertido héroe de la Revolución francesa. «Había una escena en
prisión», rememora su condiscípulo Gerhard Gruber, más tarde vicario
general en Múnich. «Küng estaba detrás de una reja a la luz de la luna y
entonces recuerda a todos cuantos ha matado. Al terminar, me dijo: “Señor
Gruber, ahora lo sé. Hacer teatro se me da bien”. Quien quiera entender a
Küng», asegura Gruber, «debe ser consciente de que él representa su papel»
[11].

A quienes dudaban de las instituciones eclesiales Küng, siendo


seminarista, les reprochaba «temeridad racionalista». Pío XII era para él
faro y modelo ideal de papa. En su diario espiritual escribió: «Señor, haz
que sea siempre fiel al papa, en todo». Con motivo de la proclamación del
dogma de la asunción corporal de María al cielo realizó en 1950 voto de
entrega sin reservas «a María y, a través de María, a Jesús». El 10 de
octubre de 1954 recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia del
Germanicum. Su primera misa la celebró un día más tarde en la cripta de
San Pedro ante la tumba del príncipe de los apóstoles, totalmente «en
lealtad al ministerio petrino» [12].

Al igual que Joseph Ratzinger, un año mayor que él, también Hans Küng
quiso ser sacerdote desde pequeño. Las afinidades resultan asombrosas.
Ambos practicaban una piedad más bien discreta. Ambos eran originarios
de comarcas alpinas y amaban sus lagos y montañas. Ambos crecieron en
familias convencidamente cristianas y tuvieron una estrecha relación con
sus hermanos. Ambos recibieron una formación humanística y sentían amor
por Mozart y debilidad por Francia. Ambos poseían una inteligencia ágil y
talento para la comunicación. Su común admiración por estudiosos como
De Lubac, Congar, Hans Urs von Balthasar y el teólogo evangélico-
reformado [es decir, calvinista] suizo Karl Barth era algo natural tratándose
de gente joven y despierta como ellos. Y los dos se veían a sí mismos como
suficientemente progresistas para imprimir con chispa un tono nuevo a su
misión, superar lo recibido y revelar a una época nueva lo «liberadoramente
jesuánico» (Küng) o «toda la profundidad de la figura de Cristo»
(Ratzinger).
Estos dos jóvenes e indómitos teólogos se sentían acuciados por la
preocupación por la fe cristiana: si dejaba de proclamarse, ¿podría subsistir?
En una conferencia dictada en Viena en 1958, Ratzinger abogó por «la
fraternidad cristiana», tema al que también dedicó su primer libro,
homónimo. Küng había publicado un año antes en la editorial de Hans Urs
von Balthasar La justificación, su tesis doctoral sobre la doctrina de la
justificación de Karl Barth, un alegato a favor de la búsqueda ecuménica de
lo común a las diferentes confesiones cristianas. Küng tomó
agradecidamente nota de que su colega Ratzinger no tardó en recomendarla
a la opinión pública, no en una, sino en dos recensiones.
Cuando Juan XXIII convocó por sorpresa en enero de 1959 el Concilio
Vaticano II, Ratzinger entró en escena con las conferencias de Bensberg y
Génova, con el fin de formular directrices para la futura asamblea eclesial.
Él veía el gran desafío del Concilio en la confrontación con la Modernidad.
Un tema análogo eligió Küng para impartir, a invitación de Karl Barth, una
conferencia en la Facultad de Teología Protestante de Basilea el 19 de enero
de 1959. Habló sobre la «Iglesia en permanente reforma». Esa conferencia
la convirtió el suizo, entretanto ayudante de Hermann Volk en Münster, en
un «librito de bolsillo». Título: El Concilio y la unión de los cristianos. El
subtítulo del original alemán: «La renovación como llamamiento a la
unidad». La orientación de Küng estaba clara: si el Concilio se
comprometía con la unidad de las confesiones cristianas, ello exigía, en
consecuencia, una disposición ilimitada al diálogo, la reforma y la
reconciliación. Por eso, el Concilio no debía proclamar nuevos dogmas
marianos ni adoptar ninguna otra decisión que acentuara lo que separa a las
Iglesias. Küng formuló sus tesis como «preguntas» o «interpelaciones», lo
que lo dejaba menos expuesto a ataques. Además, fundamentó su alegato
con reverencias ante la tradición y con citas del papa.
Originariamente, la obra iba a llamarse Concilio, reforma y reunificación.
Pero Barth le desaconsejó ese título. Tanto formal como estilísticamente
convenía evitar todo «olor a protestantismo». Al teólogo evangélico le
habían surgido entretanto dudas de que el joven compañero hubiera
reflejado correctamente la doctrina romana. Barth a Küng: «Si lo que Ud.
desarrolla en la segunda parte [de su libro] como doctrina de la Iglesia
católica de Roma es de hecho la doctrina que esta enseña, entonces debo
ciertamente admitir que mi doctrina de la justificación coincide con la
católica» [13]. Lo que faltaba era un prólogo encomiador. El primer editor
de Küng, Von Balthasar, estaba «quemado». El cardenal Döpfner declinó.
Cuando Küng visitó al cardenal Franz Kónig en el hospital donde
convalecía tras un accidente, el arzobispo vienes –escayolado de arriba
abajo– le dictó unas líneas en las que hacía referencia a «las fieles
convicciones eclesiales» del autor y deseaba al libro «una recepción
comprensiva y una amplia difusión».
El libro de Küng se convirtió en un éxito de ventas. En un año, la
friburguesa editorial Herder sacó al mercado cuatro ediciones y vendió
derechos de traducción a varios idiomas. Más de 150 periódicos y revistas
publicaron recensiones elogiosas, algunas incluso ditirámbicas. El
semanario estadounidense Time dedicó en junio de 1962 una página entera
a Küng y lo celebró como el «mayor talento teológico de Alemania desde la
Segunda Guerra Mundial». Der Spiegel observó en su número navideño de
20 de diciembre de 1961: «El Prof. Dr. Hans Küng se aventura por terrenos
teológicamente ignotos. El prominente erudito exige al concilio ecuménico
una reforma de índole protestante en la Iglesia católica». El semanario
añade: «Cualesquiera dudas de lectores creyentes sobre si el autor es
suficientemente fiel a la Iglesia son acalladas mediante afirmaciones en el
texto –todo católico debe a los responsables de la Iglesia siempre y en todo
lugar “obediencia auténtica, fiel, sincera y libre”– y las palabras
introductorias de príncipes de la Iglesia» [14].

Küng tiene olfato certero para los desarrollos que están en el ambiente y
que pueden electrizar a las personas. Según Freddy Derwahl, biógrafo de
Küng, en su libro sobre el Concilio el teólogo suizo escribió frases «que nos
tocaban la fibra sensible a los jóvenes. No solo porque sonaban sinceras,
sino porque acababan resueltamente con el pretencioso baño de azúcar de la
autopresentación eclesial que aún era habitual en los ambientes católicos a
principios de la década de 1960» [15]. La Iglesia católica necesitaba, según
el suizo, un clima de libertad», sobre todo para sus teólogos. La gente
sencilla, por el contrario, no desempeñaba papel alguno en la teología de
este hijo de familia burguesa. En el futuro, «las élites católicas decisivas
serán más importantes», profetizó Küng, «que las masas católicas, a
menudo apáticas» [16]. Muy distinta era la actitud de su compañero
Ratzinger, quien quería decididamente defender la fe del hombre sencillo
frente a «la fría religión de los catedráticos».
Durante el Concilio, Küng no participó en la elaboración de los textos
como tal. No escribió ningún discurso para ningún obispo ni era miembro
de comisión alguna. La Iglesia era, en esencia, comunión eucarística,
communio, argumentaba Ratzinger. Küng tenía otra opinión. Para él, la
Iglesia era asamblea consultiva, o sea, concilium. Mientras en Roma otros
discutían sobre pasajes secundarios en textos incomprensibles, Küng se
percató de que, junto al aula conciliar en la basílica de San Pedro, había
otro escenario mucho mayor y más relevante en el que podía sacar partido a
sus talentos: el escenario de los medios de comunicación. Su estilo poco
convencional, sus ademanes de crítico progresista, su dominio de varias
lenguas, el encanto y el saber estar de un hijo de la alta burguesía y el don
de formular las ideas de forma enérgica y aguda lo predestinaban como
interlocutor ideal de la prensa, la radio y la televisión. Y con ello, en cierto
modo como una suerte de portavoz independiente del Concilio, que no tenía
problema alguno en, por decirlo así, tomar la colina desde donde el Estado
Mayor ejerce la soberanía interpretativa. Pues a los bandos habituales del
Concilio se había sumado uno nuevo, con el que nadie contaba: el bando de
la «opinión pública», representado por un grupo al que Ratzinger
denominaría más tarde el «Concilio de los periodistas». Y mientras que la
mayor parte de los padres conciliares ni siquiera se habían percatado de
que, a diferencia de todos los concilios precedentes, en este existía una
poderosa industria mediática autónoma, Küng manejaba las teclas de la
prensa como un virtuoso. Había nacido la teología posmoderna, y era una
teología periodística.
En Roma, el cardenal Ottaviani le pidió a Küng que «no diera una rueda
de prensa en directo en la plaza de San Pedro justo después de cada
debate». Pero de la estrategia del teólogo suizo formaba parte, afirma su
biógrafo Freddy Derwahl, «la instrumentalización de los medios, que aún
domina a la perfección». Ironía del destino: Ratzinger contribuyó de manera
determinante a formular los enunciados conciliares y, por consiguiente, a
moldear el rostro moderno de la Iglesia. Durante cincuenta años tuvo que
luchar luego por defender y llevar a la práctica el «verdadero Concilio» y se
vio condenado a escuchar durante décadas el reproche de que había
traicionado al Concilio. Küng no participó en la redacción de los textos
aprobados ni tenía intención alguna de reconocer los documentos
conciliares, por ejemplo, en lo relativo al celibato o al papado. En vez de
ello operó con un indeterminado «espíritu del Concilio»... y fue tenido en
adelante por el custodio del sello del progreso.
A partir de un cierto momento, uno aparecía en un Alfa Romeo, siempre
bien vestido. El otro llegaba pedaleando en una bicicleta de segunda mano,
con la boina vasca y el traje ajado que eran sus distintivos. El uno cultivaba
la crítica a la Iglesia y se convirtió en el favorito de la prensa. El otro retaba
al espíritu de la época y se convirtió en diana de aquel poder mediático que
celebraba como cristiano modélico a Küng, quien para millones de
seguidores del mundo entero devino en figura de referencia de la Iglesia
reformista.
En Roma, durante el Concilio, Ratzinger y Küng se reunían en una
cafetería de la Via della Conciliazione, la grandiosa avenida que conduce a
la plaza de San Pedro. «Tenía buenos planteamientos», dice Benedicto XVI
en una de nuestras conversaciones. El hecho de haber tardado tanto en
percatarse de la tendencia de Küng debe achacarse a su candidez: «Tenía la
ingenua convicción de que Küng, a pesar de que se le calentaba con
facilidad la boca y decía insolencias, en el fondo quería ser teólogo
católico».

De los años del Concilio procede, por lo demás, una historia con que la
que a Hans Küng le gusta predisponer los ánimos. Aún durante el Concilio,
Pablo VI afirmó, según cuenta Küng, que la Iglesia necesitaba tener en
posiciones relevantes a personas jóvenes como Ratzinger y él mismo.
Luego, el papa, en una audiencia privada, le había ofrecido un cargo
eclesiástico, con la única condición de que se adaptara un poco. Él, por
supuesto, había rechazado airado la propuesta. Ladinamente añadía: «No sé
qué hablaría el papa con Ratzinger, pero desde entonces empezaron a
divergir nuestros caminos». Joseph Ratzinger no recuerda nada al respecto.
Asegura que en aquella época nunca fue recibido por Pablo VI en audiencia
privada.
Si ya el Concilio había sido un maratón, a la vuelta de Roma esperaba a
Ratzinger una verdadera prueba de resistencia. Del 28 al 30 de diciembre
tenía que hacer en Múnich –junto con los compañeros Rahner,
Schnackenburg y Semmelroth– una valoración del primer periodo del
Concilio en presencia de los obispos Döpfner, Schröffer y Volk. Incluso el
Prof. Schmaus, su antiguo adversario, había anunciado su asistencia [17]. El
5 y el 6 de febrero de 1963 había sido invitado a una reunión de todos los
padres conciliares de lengua alemana. El 7 de febrero iba a dar una
conferencia en la casa internacional de formación de la Compañía de Jesús
en Innsbruck, el Canisianum, sobre la «relevancia dogmática y ascética de
la fraternidad cristiana». Del 9 al 10 de febrero tenía previsto participar en
las jornadas de la Academia Católica de Baviera sobre «Esencia y límites
de la Iglesia». Durante los años de Bonn publicó en total tres libros, 33
artículos, 20 recesiones de libros y 22 entradas de diccionario. En el cajón
se quedaron los primeros borradores, cientos de páginas, para un manual de
teología dogmática, cuyas características había acordado en 1961 con la
editorial muniquesa Wewel (si bien nunca llegó a publicarse).
La lucha por la correcta interpretación del Concilio había empezado.
Ratzinger escribió una serie de artículos divulgativos en el diario Bonner
Rundschau, así como diversos artículos para revistas especializadas. Su
libro sobre el primer periodo de sesiones llenaba los escaparates de las
librerías de Bonn. «La sobreabundancia de reconocimiento que, por decirlo
así, se le vino encima a Ratzinger», cuenta el teólogo Hansjürgen
Verweyen, se puso de manifiesto también en la conferencia que dictó en la
Universidad de Bonn el 18 de enero de 1963. Mil quinientos oyentes se
apiñaron en el aula magna, llena a rebosar, y en el aula IX, donde las
palabras del conferenciante pudieron seguirse a través de altavoces. Al
concluir Ratzinger su exposición, «los estudiantes golpeaban y golpeaban
con los nudillos en las mesas [gesto equivalente al aplauso] y parecía que
no fueran a acabar nunca», relata Doris Heitkötter, testigo de los hechos.
«Ratzinger, todo azorado, no paraba de saltar de un pie a otro».

También Norbert Blüm, estudiante de Teología, estuvo ese día entre los
oyentes. «La conferencia de Ratzinger fue una intervención casi
revolucionaria», cuenta quien más tarde sería ministro alemán de Trabajo.
Desde luego que lo fue. Ya al inicio del Concilio, empezó diciendo el
conferenciante, las acciones del cardenal de Colonia y de los obispos
europeos crearon algo nuevo: la catolicidad horizontal, que tiene en cuenta
la autoridad de los obispos y establece una relación viva entre la periferia y
el centro de la Iglesia. La polémica desatada en torno el esquema Sobre las
fuentes de la revelación permitió avanzar de una actitud defensiva a un
nuevo espíritu de apertura y encuentro. Es verdad, admitió, que de
momento no cabe extraer más que un balance provisional, pero ya con el
primer periodo de sesiones se ha abierto paso una transformación radical
que hará época y que invita al optimismo. El cambio en la actitud
fundamental ante la Modernidad puede caracterizarse, prosiguió, con las
palabras: «“Sí” en vez de “anti”». El Bonner Rundschau concluye el
artículo sobre el «informe de vivencias» de Ratzinger con la frase: «Para
terminar, los asistentes, puestos en pie, oraron con el conferenciante por la
gracia de un buen desenlace para el Concilio».
Ratzinger encontró incluso tiempo de hacer el 19 de marzo de 1964 una
rápida visita a un congreso ecuménico que se estaba celebrando en la abadía
benedictina de Eibingen, fundada por Hildegarda de Bingen. La crónica del
monasterio consigna: «Todos escuchaban absortos, fascinados por las
elevadas y pías ideas, la diáfana argumentación y la humilde e inteligente
personalidad sacerdotal». Ya desde la infancia se había sentido atraído
Joseph por la «profetisa de los alemanes». Casi cincuenta años después de
su visita a este monasterio cercano al Rin, el 10 de mayo de 2012,
Benedicto XVI canonizó a la clarividente sabia universal, médica, poeta,
compositora y mística del siglo XI, quien plasmó en sus visiones una
amplia enciclopedia de medicina natural, terapia nutricional y cosmología,
y también de la relación del Creador con el mundo. El 7 de octubre de ese
mismo año la declaró doctora de la Iglesia, honor que hasta entonces
solamente se había concedido a tres mujeres. Hildegarda, acentuó
Benedicto, fue una mujer que amó a Cristo en su Iglesia, pero sin mostrar
un ápice de ingenuidad ni timidez.

A estas alturas, el ascenso de Ratzinger parecía imparable. «Él nunca se


propuso hacer carrera», refiere uno de sus discípulos, «pero tampoco tuvo
necesidad de ello: todo le vino dado». Esto último no es del todo cierto.
Como hilo conductor atraviesan también la vida del teólogo de Hufschlag
reveses y obstáculos, la envidia académica de los compañeros, el frente de
rechazo. Incluso en Bonn, su «destino soñado», terminaron cerniéndose
sobre él oscuros nubarrones.

El reconocimiento que recibía por doquier suscitó también celos, y los


rivales esperaron a que se presentara una oportunidad propicia. Primero, los
grupos de poder de la universidad le tomaron a mal su simpatía por
personas que los notables de la Facultad de Teología consideraban «casos
límite». Por ejemplo, por el exégeta luterano Heinrich Schlier, el indólogo
evangélico Paul Hacker o el erudito Chajjim Horowitz, responsable de la
comunidad judía de Bonn. «La mayoría de los compañeros lo tenían, sin
duda, por demasiado moderno y progresista, en parte osado en su impulso
teológico», cuenta Heinz-Josef Fabry, catedrático de Antiguo Testamento en
Bonn. ¿Acaso no trabajaba su «discípulo primigenio» Vinzenz Pfnür
cabalmente en una tesis doctoral sobre la protestante Confessio Augustana?
¿Y no había colaborado el asesor conciliar también en el diccionario
teológico evangélico Religion in Geschichte und Gegenwart, una obra de
referencia? El hecho adicional de que multitud de jóvenes acudieran a
escuchar al poco convencional catedrático mientras que ellos, sus
adversarios, daban clases en aulas vacías no mejoraba las cosas.
En especial, Ratzinger tenía problemas para sacar adelante a sus
doctorandos. En mayo de 1962 había abogado enérgicamente por posibilitar
por principio a teólogos de la Iglesia ortodoxa la obtención del título de
doctor en las facultades católicas. Ahora, dos de sus alumnos, que acudían a
sus clases en el hábito monástico negro, se encontraban en esa situación.
Uno era el cretense Stylianos Harkianakis; el otro, Damaskinos Papandreou,
quien atendía pastoralmente a trabajadores inmigrantes en Bonn y Colonia.
La facultad se negó a admitir como doctorandos a estos dos sacerdotes
ortodoxo? griegos. En la reunión del claustro, Gerhard Schäfer, catedrático
de Nuevo Testamento, preguntó mordazmente cómo pensaba el colega
Ratzinger cumplir sus obligaciones docentes si iba a pasar la mitad del
siguiente semestre en Roma como teólogo conciliar. Ratzinger tuvo que
justificarse y prometió que recuperaría clases y seminarios en forma
comprimida.

Ya a comienzos del semestre de invierno de 1962-1963 se había


agudizado la situación. A pesar de la ausencia de Ratzinger, que estaba en el
Concilio, en la reunión del 7 de noviembre, uno de los puntos del orden del
día fue la tesis de su doctorando Johannes Dörmann. En carta de 9 de
noviembre, enviada a Roma, el decano informa al director de la tesis de que
Schäfer ha manifestado oficialmente reservas respecto a esta. La tensión
estalló en la última reunión del claustro en ese año, cinco días antes de
Navidad, el 19 de diciembre de 1962. Ratzinger defendió al profesor suizo
Franz Böckle, con fama de progresista, a quien él mismo había propuesto
para la cátedra de Teología Moral que iba a quedar libre. Böckle no estaba
habilitado y sostenía llamativas opiniones en lo relativo al control de la
natalidad, bufó Schäfer. Gerhard Johannes Botterweck, catedrático de
Antiguo Testamento, desplegó toda su elocuencia, y Böckle fue descartado.
(No obstante, al suizo se le ofreció más tarde la cátedra. Dio clase en Bonn
durante 23 años, fue asesor del gobierno federal y hoy se le considera uno
de los teólogos morales más influyentes del posconcilio). Ese fue el primer
golpe; el segundo no se hizo esperar mucho.

Tuvo que ver una vez más con la tesis doctoral de Dörmann, el discípulo
de Ratzinger, que había sido rechazada por razones formales. «Quieren
hacerle a Ud. la vida imposible para que se vaya», le cuchicheó Jedin, su
compañero de Concilio. Ratzinger se hartó. El 17 de diciembre notificó por
carta al decano Keßler de la Facultad de Münster que no rechazaría una
nueva propuesta de Münster, siempre que se cumplieran ciertas
condiciones.

El cardenal Frings intentó hacerle cambiar de opinión, pero terminó


dándose por vencido: «Debe ir Ud. adonde crea que podrá trabajar mejor.
Pero no se deje guiar por puntos de vista negativos porque haya tenido
problemas en Bonn» [18]. Las condiciones de Ratzinger eran dos: que la
cátedra estuviera bien dotada y que se le permitiera llevar consigo como
doctorandos a sus dos alumnos ortodoxos griegos. Tanto para ellos como
para él, como maestro suyo, veía circunstancias más propicias en Münster.
La suerte estaba echada.
A finales de febrero de 1963 ya se había propagado la noticia: «El Prof.
Ratzinger abandona Bonn», informaba en grandes letras el
Generalanzeiger. «La marcha de Ratzinger a Münster», podía leerse en el
diario, «representa una gran pérdida para la Facultad de Teología Católica
de Bonn, y aún más para sus alumnos, entre quienes el catedrático que se
marcha es especialmente querido por su sencillez y simpatía».

En sus memorias, Ratzinger afirma: todas las circunstancias se


convirtieron «en un poder al que termine plegándome». «Para casi todos los
profesores era un compañero respetado que atraía a la facultad a cantidad
insospechada de alumnos», resume Heinz-Josef Fabry. «Sus clases eran
excelentes y valientes (quizá incluso progresistas); su conducta con los
compañeros, intachable». Sin embargo, en Bonn se había creado un clima
«en el que un hombre de la talla y sensibilidad de Ratzinger ya no podía
respirar ni, menos aún, investigar y enseñar» [19].

El futuro papa, en sus memorias, no dice quiénes fueron las personas que
lo empujaron a marcharse. Alude, sin embargo, a un juramento que hizo:
«Recordé el drama que había vivido con mi habilitación y vi en Münster el
camino que la providencia me señalaba para poder ayudar a ambos» [20].
De todos modos, no cabe duda de que él se sentía vocacionado a la teología
dogmática, «que me abría un campo de acción mucho más amplio que la
fundamental». Por lo demás, sus dos discípulos ortodoxos se convirtieron
con el tiempo en metropolitas del patriarcado ecuménico de Constantinopla.
«Hasta entonces conocía la Iglesia oriental por libros y fotografías», les
agradeció más tarde su director de tesis doctoral, «pero solo a través del
encuentro personal se me hizo más próxima su fuerza viva, que influyó en
mi pensamiento teológico, así como en mi fe y mi vida».
34
Fuentes de energía

M ünster, con sus 270.000 habitantes, es una ciudad de funcionarios,


comerciantes y centros educativos. Dos tercios de la localidad
fueron destruidos en la guerra a causa de los bombardeos, pero en 1963
hace largo tiempo ya que gran parte de los edificios de la universidad han
sido reconstruidos y equipados con la más moderna tecnología. Hay dinero
en abundancia. Es la época del milagro económico.

Böckenförde, el ayudante de Ratzinger, había encontrado para María y


Joseph una casita perfectamente situada. A diez minutos (en bici) de la
facultad, a diez minutos (a pie) de la iglesia, a diez minutos del restaurante
Zum Himmelreich [En el reino de los cielos]. Todavía sentía Joseph
«nostalgia de Bonn, de la ciudad a orillas del gran río, de su alegría y su
dinamismo intelectual».
La nueva dirección de los Ratzinger era Annette-Allee, 18, en una
avenida así bautizada en honor de la escritora Annette von Droste-Hülshoff.
Cuatro habitaciones, cocina, baño y un jardín que daba al cementerio.
Cuando Georg venía de visita –y todas las vacaciones que tenía las pasaba
sistemáticamente con sus hermanos– dormía en el sofá del cuarto de estar.
En el primer piso vivían, como subinquilinos, los estudiantes Vinzenz
Pfnür, Helmut Brandner y Lorenz Mösenlechner. Juntos celebraban
«veladas bávaras»; y cuando, durante alguna nevada, desde el piso de arriba
llegaban las notas de Leise rieselt der Schnee [Queda cae la nieve] al violín,
el señor de la casa se sentaba, juguetón, al piano. En los periodos no
lectivos se alojaban en la casa del catedrático seminaristas de la diócesis
Múnich-Frisinga, quienes se ocupaban de cortar el césped.
En el semestre de invierno de 1963-1964 se matricularon en la
Universidad de Münster 13.751 estudiantes. En la Facultad de Teología, la
mayor facultad de teología católica de Alemania, había inscritos 343
seminaristas y 321 laicos, de los cuales 113 eran mujeres. La asistencia a
misa en la diócesis era del 50%. Al año se ordenaban unos 50 nuevos
presbíteros. En las procesiones participaban el consistorio y la
administración municipales al completo. El viernes 28 de junio de 1963 a
mediodía, sin embargo, todo Münster parece estar expectante. Innumerables
personas se agolpan ante el aula 1 de la Fürstenberghaus en la Domplatz, la
plaza de la catedral. Hace tiempo que los 600 asientos están ocupados. En
otras aulas adyacentes, conectadas por altavoces, se congregan más
estudiantes y ciudadanos de a pie. Un joven de 36 años, de endeble
apariencia, se acerca al micrófono.
Es la lección inaugural del entretanto famoso Prof. Dr. Ratzinger, titular
desde el 1 de abril de la cátedra de Teología Dogmática e Historia de los
Dogmas. Para su estreno académico en Münster, el conferenciante viste la
tradicional toga de catedrático, con su grueso torro. La pequeña cabeza está
adornada por el inevitable birrete de terciopelo. Su debut münsterano versa
sobre «Revelación y transmisión». En la invitación, el subtítulo reza:
«Ensayo de análisis del concepto de tradición». En Bonn, los catedráticos
mayores le tenían envidia al joven colega; en Münster, las cosas son
distintas. Cuando el recién incorporado catedrático termina su exposición,
estalla un atronador aplauso.
Ratzinger sabe que ha sido bien acogido. Le gusta la ciudad y ve nuevas
posibilidades de aprovechar el estado de ánimo de resurgimiento asociado
al Concilio, de enseñar una teología distinta sin tener que temer boicot
alguno. Entusiasmado le cuenta por carta a Hans Küng que me alegraría
mucho que pudiéramos acometer en común el trabajo dogmático en la
Universidad de Münster». Recomienda al teólogo suizo para la recién
creada cátedra de Ecumenismo. Küng le agradece que lo haya propuesto a
él y entabla negociaciones con la universidad. Pero en septiembre de 1963,
cuando Tubinga le promete un instituto de ecumenismo propio, las rompe.
En su lugar envía a su ayudante Walter Kasper, quien, una vez concluida la
habilitación, toma posesión de la cátedra münsterana el 1 de agosto de
1964. Otra persona que acompañará a Ratzinger toda su vida.
El recién incorporado catedrático suele celebrar la misa a las seis y media
de la mañana en la capilla de la cercana clínica de maternidad. Después va a
la facultad. Pasa por delante de los macizos muros de la catedral de San
Pablo, construida en el siglo XIII, y de los palacios urbanos de las familias
nobles. Quitarle importancia a todo es inherente a la ciudad en igual medida
que la lluvia y la ingente cantidad de bicicletas holandesas. Se dice que en
Düsseldorf las pieles se llevan por fuera, en Münster por dentro. Al llegar a
la facultad, lo saluda su secretaria Ursula Berger, que pronto tiene que
luchar contra el aburrimiento, porque su jefe hace demasiadas cosas él
mismo.
Cuando corrige los trabajos de los estudiantes, escribe extensos
comentarios en los márgenes. Quiere hacer a los alumnos partícipes de sus
pensamientos, dialogar con ellos. A mediodía se retira a la casa de la
Annette-Allee o a su despacho en la facultad, donde hace que le instalen un
canapé, qué si no. Su secreto es, según cuenta su secretaria Berger, «hacer
algo para sí aun en medio de la mayor carga de trabajo». Su jefe aprendió
pronto –prosigue– a estar por completo en el mundo, rodeado de personas,
conversando, o estar por completo inmerso en sí, meditando, orando,
escribiendo.
Con su aspecto desaliñado, la vieja bicicleta y su forma desenfadada de
comportarse, el recién llegado no encaja del todo en el cuadro. Resultan
atípicas su alegre desenvoltura, su risa sincera, la discreción y benevolencia
en el trato, su sensibilidad artística. Lo habitual es que los catedráticos se
conduzcan autoritariamente y mantengan la mayor distancia posible.
Ratzinger, en cambio, se relaciona con sus alumnos de forma abierta y
sociable, con sentido del humor. Es valorado por su lenguaje, que, con
insólita fuerza gráfica, transmite una vivencia de la teología hasta entonces
desconocida.
Muchas cosas en el bávaro causan en ocasiones impresión de cierta
torpeza. A algunos les divierte su peculiar forma de andar: el tronco
superior inmóvil, y esos pasos pequeños, rápidos, uniformes. Ratzinger es
consciente de su altura intelectual, pero se empequeñece deliberadamente
para no aparecer ante otros como gigante. Lo llamativo en él es el hecho de
que no llama la atención. Las paradojas parecen en verdad ser su naturaleza
íntima. Intelectual y, sin embargo, con los pies por completo en la tierra. Un
hombre racional que es puerilmente devoto. Una voz débil que puede
hacerse oír con fuerza. Modesto, pero determinativo. «Lo que llamaba la
atención», rememora una mujer que en aquella época se contaba entre sus
oyentes, «era el contraste entre su gris apariencia exterior y la forma en que
hablaba: con una concentración y una seguridad inimaginables». No puede
disimular una cierta severidad. Cuando se trata de disputas de teología, no
hay lugar para los compromisos.

Sus homilías de Adviento en el púlpito de la catedral de San Pablo se


convierten en todo un acontecimiento en la ciudad. Después de aquellos
sermones, ya nunca más estará el templo así de lleno, hasta el último
rincón. Mil quinientas personas, sobre todo jóvenes, escuchan atentamente
a las siete de la tarde las meditaciones de Ratzinger sobre la Sagrada
Escritura. El predicador cita a Blaise Pascal y Kierkegaard. Argumenta con
conocimientos actuales de las ciencias de la naturaleza. «Fue entonces
cuando entendí de verdad qué significa “Adviento”: contemplar la parte del
mundo no redimida, también en nosotros mismos», recuerda alguien que
asistió a las prédicas.
Hasta entonces, en las facultades de teología católica el trabajo bíblico se
tenía por algo «protestante»; ahora, los futuros teólogos veían cómo su
profesor derivaba su enseñanza directamente de la Biblia y, de ese modo,
posibilitaba un acceso distinto a la Sagrada Escritura. La finalidad de los
estudios teológicos es, les explicaba, perseguir simultáneamente la verdad y
el amor a Dios, la ciencia (en el sentido amplio de saber sistemático) y la
piedad. Requieren que uno se deje afectar personalmente», que se vuelva de
verdad hacia Dios, quien nos llama como socios de alianza, como amigos y
discípulos. Estudiar teología significa, en último término, «la aceptación de
la verdad de uno mismo a la luz de Dios».

Todos están entusiasmados con él, en especial sor Mechtild, del convento
de las hermanas de la Santa Cruz de Aquisgrán, que no se pierde curso
alguno de Ratzinger. Ningún otro profesor tiene tantos oyentes como él.
Unos 350 alumnos se matriculan en los curaos de Ratzinger, pero a las
clases acuden de hecho 600 personas como mínimo, pese a la inconveniente
hora de comienzo: las ocho de la mañana. «Entraba en el aula como un
modesto coadjutor, se dirigía hacia la parte delantera y, sin más preámbulos,
empezaba la clase», relata Franz-Josef Dömer, a la sazón estudiante de
Teología. De golpe se hacía un silencio sepulcral, y todo el mundo se
quedaba absorto, pendiente de sus labios. Y cuando uno creía que ya lo
había dicho todo, entonces él empezaba a exponer su propia teología y nos
decía cosas que nunca habíamos oído ni leído» [1]. «Teníamos claro que no
nos hablaba solo un sabio y erudito catedrático», corrobora sor Emanuela,
«sino un hombre de gran profundidad espiritual».

Los textos taquigrafiados en el aula eran tan codiciados que Vinzenz


Pfnür y Román Angulanza, ayudantes de Ratzinger, montaron una pequeña
imprenta en el sótano de la facultad, para tirar unas 800 copias de los
apuntes de cada uno de los cursos, que luego enviaban a lugares de toda
Alemania. Los ingresos obtenidos con ello se le entregaban a algún
estudiante necesitado. El organizador Vinzenz Pfnür llevaba además
regularmente a casa personas sin hogar. «Su cuenta estaba siempre a cero,
porque lo repartía todo», cuenta su compañero Angulanza; «eso
impresionaba mucho a Ratzinger» [2].
El teólogo dogmático se ocupa en Münster sobre todo de dos temas. Uno
es la determinación precisa del concepto de revelación. Por «revelación»
entiende el «saberse interpelado por Dios»; se trata, pues, de un
acontecimiento totalmente personal, enseña Ratzinger. Lo que se revela no
es un saber, sino la libre realidad divina, que aflora ante el ser humano y
establece relación con él. En sus explicaciones sobre la doctrina de la
Trinidad se lee: «Dios es persona en la medida en que convierte al ser
humano en un tú, en aliado suyo. Dios no es un destino neutral, sino un ser
que es –y tiene– palabra y amor. Dios es tal que la oración posee sentido
porque él puede oírla. Dios es tal que amar tiene sentido porque él ha
amado primero» [3].
El segundo centro de gravedad de su actividad docente es la
autocomprensión de la Iglesia. Ratzinger comenta las principales imágenes
neotestamentarias al respecto y analiza el debate conciliar en curso.
También su curso sobre la eucaristía se encuadra en este ámbito temático.
La eucaristía, explica Ratzinger, es el sacramento del Resucitado, el
sacramento de la transformación. El sentido de la eucaristía es
«abandonarse a sí mismo para encontrarse»; o dicho de otra forma,
eucaristía es la «penetración del yo por el tú del Señor resucitado y la
apertura de nuestro yo a este tú».

Por otra parte, el credo cristiano no es, a su juicio, un tutelaje, sino una
ley de libertad. «Dios es el Creador, el mundo es creación, yo he sido
creado»: esta es una declaración que engendra confianza radical y
serenidad. «Antes de que nos demos sentido a nosotros mismos, el sentido
está ya ahí, envolviéndonos. El sentido no es una función de nuestro actuar,
sino una posibilitación que lo precede. Es decir: la pregunta por nuestro
destino está respondida ya en nuestro origen». A su juicio, la prueba de la
existencia de Dios es Jesucristo, en el que Dios ha adoptado rostro humano,
un rostro lleno de bondad y misericordia. Dado que Jesús es plenamente
hombre, en él encuentro «lo más propio de mí» y a Dios como «el centro
más íntimo de todo ser». Quien intenta honestamente darse a sí mismo –y
dar a otros– razón de la fe cristiana siempre debe, sin embargo, cobrar
conciencia también «de la desprotección de su propia fe, del asediante
poder de la increencia en medio de la propia voluntad de creer». Con todo,
quizá de ese modo «pueda la duda, que impide tanto a una como a otra
encerrarse en lo meramente propio, devenir lugar de la comunicación».
En Münster parece como si el catedrático de 36 años irradiara una fuerza
meditativo-hipnotizadora a la que pocos pueden sustraerse. «Lo que me
llamó la atención de Ratzinger fue sobre todo su emocionalidad. No piensa
solo con la cabeza; piensa con el corazón», opina Maria-Gratia Köhler,
alumna de Ratzinger en Münster: «Precisamente a aquellos que se
mostraban inseguros y planteaban sus preguntas tartamudeando él los
trataba con cariño y dulzura y reformulaba con sus propias palabras las
preguntas que le dirigían, ¡de suerte que al final se sentían orgullosos de
haber hecho preguntas tan inteligentes!». «Otros teólogos causaban al
principio impresión de grandeza e intelectualidad, pero luego aquello nos
dejaba interiormente vacíos», cuenta Erhard Bögershausen: «La teología de
Ratzinger me ha llevado una y otra vez ante el misterio de Dios. A través de
él se comunica el Otro. Él es el ojo de la aguja a través del cual el Otro se
enhebra en nuestra historia». Otro testigo de aquellos días: «Nos aguzaba el
oído para el mensaje bíblico de que nuestro actuar debe guiarse por el
actuar de Jesús. En virtud de esta orientación bíblica, lo nuevo que nos
enseñaba no resultaba vanguardista, sino verosímil y, en cierto modo,
piadoso» [4].
Una percepción totalmente distinta procede del crítico de la Iglesia,
psicólogo y exsacerdote Eugen Drewermann: «Recuerdo un encuentro que
tuve con Ratzinger en 1965 en una clase. De repente veo delante de mí un
rostro pálido como la cera, un tipo flaco, con voz de falsete; y me puse
malísimo, como si me faltara oxígeno. La clase trataba de la realidad del
mundo, de todo el ámbito de la experiencia sensorial. Y aunque mi
capacidad de detectar olores es casi nula, tenía la sensación de que emanaba
sin cesar un determinado tipo de perfume; algo muy extraño. En ninguna
otra clase he experimentado este fenómeno. Una existencia totalmente
artificial, cohesionada por una voluntad que mueve todas las partes del
cuerpo y también las ideas de forma semejante a una marioneta. Con suma
disciplina y facilidad, cual realidades por entero inertes» [5].

La valoración de Drewermann se corresponde con la imagen del Gran


Inquisidor en la novela Los hermanos Karamazov de Dostoievski, que el
crítico proyecta sobre Ratzinger. Suena interesante; sin embargo, entre los
innumerables testigos presenciales entrevistados no hay ninguno que la
comparta. Eso no quiere decir que la personalidad de Ratzinger no planteara
enigmas. La doctora y psicoterapeuta Brigitte Pfnür afirma: «En él se da
una mezcla singular alrededor de la boca. En una supervisión psicoanalítica
diría que, si uno se fija en esa parte del rostro, no da la impresión de estar
relajado y liberado. Pero sus miradas son siempre muy intensas,
concentradas, afirmativas». Sea como fuere, en Ratzinger se percibe,
prosigue, «un soplo de ternura cuando habla. Otros hombres, sobre todo los
catedráticos, ocupan con su presencia mucho espacio. Cuando Ratzinger
habla, lo que ocupa espacio es lo que dice; él, como persona, se retrae».
Siendo estudiante de Teología, Brigitte Pfnür experimentó a su maestro
en Münster como «sencillamente cautivador»: «Era tan poco clerical, tan
poco triunfalista, resultaba tan convincente; hasta las cosas más difíciles se
tornaban claras. Ante él como persona, uno tiene la sensación de que es lo
que dice. Esa forma de estar, la forma en que habla es del todo auténtica».
Las exposiciones de Ratzinger suscitaban una sensación, apunta la
psicóloga, que ponía a uno en contacto con lo suprapersonal. Pfnür lo
compara con experiencias vividas por ella con el budismo en Nepal.
«Aunque uno no hubiera entendido la mayor parte de lo dicho, allí ocurría
sencillamente algo especial. Todas las nimiedades de la vida diaria
desaparecían. Era el encuentro con lo totalmente otro. Ratzinger expresa el
intelecto, pero al mismo tiempo transmite algo muy distinto» [6].
El método que emplea Ratzinger para dirigir a sus doctorandos es una
novedad en Münster. Los acompaña también individualmente, pero ante
todo de forma colectiva. Para ello se sirve de una reunión de índole
científico-espiritual, el llamado Kolloquium, hasta entonces insólita, en la
que los participantes exponen por turno sus conocimientos e ideas para que
sean debatidos por el grupo. Se comienza orando; la sesión, intensa, exige
concentración; el trato es informal. En sus doctorandos, dice Ratzinger,
«veía a personas que recorrían un camino conmigo y formaban una unidad,
de suerte que todos podíamos aprender conjuntamente, así como unos de
otros» [7].
El círculo de discípulos de Ratzinger no es un grupo homogéneo ni en
modo alguno elitista. La base del procedimiento es que no existe
procedimiento. Ratzinger detesta la selección. «Aceptaba a cualquiera que
llamara a su puerta, lo que dispusiera el destino», relata su antiguo ayudante
Siegfried Wiedenhofer. «Ese es un punto esencial de su confianza en Dios:
acoger a todos». De ahí que nunca sintiera la tentación de crear un círculo
de seguidores propio con una orientación bien definida. Su maestro, insiste
Wiedenhofer, «dejaba esto al albur». Ese «dejar las cosas al albur» es
verdaderamente el principio fundamental de Ratzinger.

En Bonn se benefició de este principio, por ejemplo, Heinz Schütte. Der


Spiegel recurrió en 1963 a su caso, aunque sin conocer el trasfondo:
cabalmente «en la reacción ante el popular sacerdote reformista Heinz
Schütte» se evidenció, según el semanario, «la transformación» del cardenal
Frings, de Colonia. Schütte, un presbítero de 38 años, había publicado un
libro con el título Sobre la reunificación en la fe «en el que abogaba por
reformas de índole protestante en la Iglesia católica» [8]. El Santo Oficio
del guardián de la fe Ottaviani había emitido un monitum, una advertencia,
y exigía que los errores fueran expurgados de la obra. Como superior de
Schütte, el cardenal Frings, que al principio había criticado el libro, cambió
de repente de actitud y fomentó expresamente una nueva edición.

Pero Der Spiegel no sabía que Schütte era discípulo de Ratzinger.


Cuando acudió a él en 1960, el sacerdote colonés estaba «quemado». A raíz
del juicio de Roma sobre su libro, había perdido la plaza de profesor de
Religión en secundaria y se le había prohibido continuar publicando.
Ratzinger lo aceptó, no obstante, como doctorando y le propuso trabajar
sobre la autocomprensión del protestantismo alemán, justo el tema por el
que acababa de tener dificultades. A diferencia de Ottaviani, Ratzinger
consideraba la tentativa de Schütte, como le dijo literalmente a su
doctorando, «una auténtica bengala ecuménica, cuyo resplandor ilumina
una amplia área y suscita esperanzas ecuménicas. Sobre todo, entre nuestros
hermanos evangélicos» [9]. Schütte le correspondió más tarde apoyando
enérgicamente como experto en ecumenismo al prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe en la preparación de la Declaración
conjunta sobre la doctrina de la justificación, suscrita por la Federación
Luterana Mundial y el Consejo Metodista Mundial en 1999.
También el ya mencionado Siegfried Wiedenhofer siguió a su profesor
de Bonn a Münster. El de Graz tenía 21 años y se planteaba la vocación
sacerdotal cuando en el semestre de invierno de 1962-1963 se matriculó en
el seminario de Ratzinger. En él, Wiedenhofer encontró «acceso a la
teología protestante y a la cuestión ecuménica», como él mismo reconoce;
«podría incluso decirse que, desde el punto de vista teológico, Ratzinger fue
mi salvación» [10]. El austríaco siguió luego al maestro también a Tubinga
y Ratisbona y durante once años fue su más estrecho colaborador. Ratzinger
celebró su boda con Elke y bautizó a los hijos de la pareja. Como
catedrático de Teología Fundamental y Dogmática en Fráncfort del Meno
(Goethe-Universität), el discípulo de Ratzinger fue distinguido en 1998 con
el prestigioso Premio Melanchthon protestante. Wiedenhofer no siempre ha
compartido las posiciones de su maestro –así, por ejemplo, en relación con
la «teología política» de Johann Baptist Metz–, pero ha permanecido
fielmente vinculado a él en crítica simpatía: «Tanto por lo que atañe a la
ejercitación en el oficio de la teología académica como por lo que concierne
a una praxis vital humana y eclesialmente convincente –o al generoso
asesoramiento en cuestiones existenciales difíciles, o al reconocimiento de
la libertad del discípulo y al respeto a su propio camino teológico–, no
podría haber encontrado mejor maestro» [11].
Otro miembro del círculo de discípulos es Hansjürgen Verweyen. Al
igual que Wiedenhofer, también él se planteó originariamente ser sacerdote,
pero terminó optando por otro camino. Su solicitud para dar clase de
Religión en un instituto de bachillerato en Münster tropezó con la negativa
de las autoridades eclesiásticas a concederle la indispensable licencia para
enseñar, la llamada missio. «Al enterarse de ello, Ratzinger se enfadó
terriblemente», refiere Verweyen «rara vez lo he visto así». Su director de
tesis les consiguió a él y a su esposa sendas becas de colaboración en la
investigación, «para que pudiéramos sobrevivir». Además, bautizó a la hija
del matrimonie y le procuró a Verweyen una cátedra en la Universidad de
Notre Dame, en Indiana (Estados Unidos). La mujer de Verweyen, Ingrid ya
había reparado en Ratzinger en Bonn, donde estudiaba teología evangélica.
Asistió a su curso de cristología... «y un año más tarde me convertí al
catolicismo».

Por su parte, Vinzenz Pfnür, que conocía a Ratzinger desde Frisinga y


concluyó los estudios bajo su dirección en Bonn, trabajó para el maestro en
Münster como becario colaborador. Al igual que Wiedenhofer, Pfnür
terminó convirtiéndose en un destacado ecumenista. En 1982 obtuvo en
Münster la cátedra de Historia de la Iglesia, que siguió ocupando hasta su
jubilación en agosto de 2002. Fue asesor de la Comisión de Ecumenismo de
la Conferencia Episcopal Alemana y miembro del «Grupo de Trabajo de
Teólogos Evangélicos y Católicos».
Pfnür resume así la impresión que le causaron los cursos del maestro:
«Ratzinger partía de las preguntas que la situación histórica planteaba tanto
en la sociedad como en la teología y recorría junto con los alumnos el
camino de la búsqueda de la verdad. A diferencia de quienes siempre se
dejaban llevar por la corriente de la moda más reciente y de quienes se
oponían por principio a lo nuevo dominante, él conjugaba apertura y
autonomía crítica y reflexionaba sobre cuestiones concretas en busca de su
dimensión profunda y de sus consecuencias» [12].
Pero en Münster se hace patente también una característica que más tarde
se revelará como el talón de Aquiles de Ratzinger. Él no es proclive por
principio a la confianza, pero no rechaza a las personas que la tan invocada
providencia le pone en el camino. El problema es que así está casi
indefenso ante acompañantes posesivos en su entorno que desbordan sus
competencias y ejercen una suerte de violencia psíquica.

A ello se suma un marcado sentimiento de fidelidad que le impide cortar


por lo sano. «Tampoco se defiende nunca si ello implica dejar a otro en
evidencia», analiza uno de sus discípulos; «entonces prefiere dejarlo estar.
Aunque corregir las cosas sería muy fácil».

Manejar al joven catedrático en Münster fue coser y cantar para su


ayudante Werner Böckenförde, hermano del hoy famoso experto en derecho
público Ernst-Wolfgang Böckenförde. El discípulo de Ratzinger, solo un
año más joven que él, lo tenía en gran estima. Lo consideraba un
provinciano, pero a la vez «el teólogo más moderno de Alemania». Aparte
de teología y doctrina social cristiana, Böckenförde había estudiado derecho
y había sido ordenado sacerdote en 1957, en la diócesis de Paderborn. En
1962 Ratzinger le consiguió una plaza de ayudante de investigación.
Resuelto, seguro de sí mismo, hombre de mundo, Böckenförde se hizo
indispensable como encargado de los asuntos prácticos. Organizaba la
jornada de Ratzinger, le filtraba las peticiones engorrosas, se ocupaba de las
clases mientras el jefe asesoraba al Concilio en Roma. «Creía que podía
darle todo tipo de órdenes a Ratzinger y este», asegura un testigo de todo
aquello, «se lo consentía».
Los alumnos se daban cuenta de cómo el ayudante reprendía
irrespetuosamente a su catedrático: «¡Pero qué estupidez está haciendo Ud.
otra vez!». En el mejor de los casos, Ratzinger dejaba que las insolencias le
resbalaran. En una ocasión, sin embargo, a causa de la descuidada
corrección de un trabajo de seminario, prescinde de él para esa tarea. A las
protestas de Böckenförde: «¡Pero eso lo he hecho yo siempre!», replica el
catedrático secamente: «Ahora lo hago yo». Ratzinger no se entristeció
mucho cuando Böckenförde fue requerido de vuelta en Paderborn por su
obispo. Ya había aceptado por suficiente tiempo los «combates» de su
agresivo ayudante «con sufrida benevolencia», como dice el catedrático de
Antiguo Testamento Heinz-Josef Fabry.
Poco después de marcharse Ratzinger de Bonn le siguió también el
indólogo Paul Hacker, quien, originariamente protestante, se había
convertido un año antes a la Iglesia católica. En septiembre de 1963 asumió
la recién creada cátedra de Indología en Münster. Pero en la relación entre
ambos algo empezó a chirriar. Los dos catedráticos se reunían en la casa de
la Annette-Allee o en casa de los Hacker, en el Besselweg. En la enorme
biblioteca del estudioso de las religiones conversaban sobre la presencia
real de Cristo en la eucaristía, pero en especial sobre el Concilio en marcha.
El erudito recién converso le entregó a Ratzinger, para que lo leyera camino
de Roma, un documento que contenía detalladas «Ideas para la reforma de
la Iglesia». En él reclamaba, por ejemplo, la sustitución de los «dicasterios
vaticanos» por un sínodo de los obispos, la reducción del tamaño de las
diócesis, la elección de los obispos por «representantes de toda la
comunidad diocesana». Por supuesto, Hacker quería que las lenguas
vernáculas sustituyeran al latín en la liturgia. A modo de síntesis, afirmaba
que «el reino de Dios no es de este mundo, y la Iglesia es según san
Agustín, una tienda de campaña plantada en el camine una ciudadela».
La disputa se enconó. Pronto empezó a hablar Hacker de
pseudoecumenismo, previno ante una protestantización de la Iglesia
católica y acusó a su interlocutor de velar en exceso la mariología. «Mi
padre creía percibir en Ratzinger una tendencia al protestantismo», explica
la bióloga Ursula Hacker-Klom. «Le reprochó que se comportaba cual
protestante y argumentaba también como tal Estaba convencido de que bajo
ningún concepto debía abandonarse lo esencial del catolicismo; pues, si tal
cosa ocurría, este «cavaría su propia tumba» [13]. En vez de ser crítico con
Roma, el converse se mostraba crecientemente crítico con el Concilio y,
sobre todo, con Rahner. Ratzinger lo confirma: «Hubo un momento en el
que yo también le escribí en un tono algo duro. Que aquello no podía seguir
así. Que los dos sabíamos también que queríamos lo mismo. Y, vaya, que
ambos teníamos buena cabeza –sobre todo él, pero ye también un poco– y
podíamos golpear. Pero luego volvimos a entendernos» [14].
Desde sus estudios de filosofía en Frisinga, Ratzinger había permanecido
fiel a la filosofía, que veía como una fuente de inspiración para su teología.
Entre sus lecturas se cuentan los escritos del politólogo y filósofo germano-
estadounidense Eric Voegelin. Tras el ascenso de los nazis al poder,
Voegelin había emigrado a Estados Unidos; al acabar la guerra regresó a
Alemania, en 1958 se le ofreció la cátedra Max Weber en la Universidad de
Múnich (que permanecía vacante desde la muerte de Weber en 1920) y
fundó el Instituto de Politología «Hermanos Scholl». Temas centrales de
Voegelin eran «las religiones políticas» y la evolución de los sistemas
totalitarios. Un Estado democrático no debe descuidar la «relación con el
ámbito de lo religioso», advertía, a riesgo de incurrir en ideologías
pseudorreligiosas cargadas de promesas seculares de salvación.
Voegelin distinguía tres diferentes «tipos de verdad»: la verdad
cosmológica de los reinos orientales, la verdad antropológica de la Grecia
clásica y la verdad cristiana de la redención del ser humano. En la
combinación de estas dos últimas veía él la realización del orden ideal.
Ratzinger agradeció a Voegelin en 1981, con motivo de su octogésimo
cumpleaños, su meditación filosófica, «en la que Ud. quiere despertar la tan
necesaria y quebrantada sensibilidad para lo imperfecto frente a la magia de
lo utópico». Y le confesó: «Desde que en 1959 cayó en mis manos su librito
Ciencia, política, gnosticismo, su pensamiento me ha fascinado y
enriquecido» [15].
Una relación especial une a Ratzinger en Münster con Josef Pieper, uno
de los grandes filósofos alemanes del siglo XX, cuya obra El amor –en
especial el capítulo: «Lo común de la caritas y el amor erótico»– influye en
él perdurablemente. Los libros de Pieper sobre las virtudes cardinales,
confiesa Ratzinger, «fueron una de mis primeras lecturas filosóficas cuando
en 1946 comencé la carrera. Suscitaron en mí el deseo del pensamiento
filosófico y el gozo en la búsqueda racional de respuestas a las grandes
preguntas de nuestra vida» [16].

En la distancia que el pensamiento moderno adoptó frente el realismo de


las posibilidades espirituales de conocimiento veía Pieper la causa del
surgimiento de las ideologías y la obstaculización de una vida más humana,
puesto que solo quien conoce correctamente puede actuar correctamente. A
sus conferencias sobre la imagen cristiana del hombre, sobre la muerte y la
inmortalidad, sobre la fe, esperanza y caridad, acudían en masa jóvenes y
mayores, estudiantes y ciudadanos de a pie, creyentes y dubitativos. Tanto
Pieper como Ratzinger pertenecían al «Círculo de Trabajo Ecuménico» y a
la «Comunidad de Investigación de Renania del Norte-Westfalia». Sobre
todo, Ratzinger se incorporó a un círculo interdisciplinario que Pieper
llamaba su «club». Se reunían todos los sábados por la tarde, a las tres, en la
casa del filósofo en Malmedyweg, 10, para, después del obligatorio paseo,
discutir en torno a la chimenea sobre lo humano y lo divino.
Ratzinger reconoce en muchas de sus obras la importancia que Pieper
tuvo para él. Su obra Mirar a Cristo, publicada en alemán en 1989, por
ejemplo, vive enteramente de la doctrina de las virtudes del filósofo amigo.
«En aquel entonces, Pieper, al igual que yo, se veía como progresista»,
explica en una de nuestras entrevistas, como alguien que seguía el rastro de
lo nuevo. Más tarde le pasó lo mismo que a De Lubac y a mí. Vimos cómo
justo aquello que queríamos, eso nuevo, era destruido. Y se resistió a ello
enérgicamente».

Münster es importante para la evolución de Ratzinger. Le gusta la


ciudad. Le gustan sus gentes. En este periodo, el saber extraído de sus años
de formación y de su propia investigación, junto con las experiencias del
Concilio, se condensa en el fundamento teológico que lo llevará a los más
altos ministerios eclesiales. A diferencia de otros teólogos que se
avergüenzan de arrodillarse en una iglesia y maquillan su vacío espiritual
con el autobombo, él ha seguido siendo, en virtud de su enraizamiento en la
sencilla piedad de sus orígenes familiares, un creyente con fe de niño, un
párroco que cree.
«Sobre su vida espiritual no hablaba nunca», apunta Viktor Hahn, «pero
que es una persona profunda y meditativa se nota en que habla desde un
centro». Sea como fuere, al margen de esta fuente de energía no puede
entenderse la personalidad de Ratzinger ni tampoco su teología. De esta
fuente de energía formaba parte el hecho de que al concluir su clase,
mientras que los alumnos se quedaban todavía largo tiempo debatiendo
entre sí, él se marchaba deprisa y, atravesando la Domplatz, entraba en la
antiquísima iglesia de San Servacio, donde durante el día se exponía el
Santísimo. «El catedrático se arrodillaba quedamente»: así narra Manuel
Schlögl este momento; el que minutos antes estaba en el aula como
aclamado orador, «empequeñecía y se demoraba en la penumbra de la nave
de la iglesia ante aquel que era su luz».
35
En la escuela del Espíritu Santo

E l 14 de abril de 1963, Domingo de Pascua, L’Osservatore Romano


muestra un primer plano del rostro de un pontífice atormentado por el
dolor. Desde ese día no callaron ya los rumores. Oficialmente, el director de
la Oficina de Prensa del Vaticano, Luciano Casimirri, hablaba tan solo de
«cansancio» del santo padre, pero oficiosamente se preparaba para su
muerte.

Diez días antes, Juan XXIII había promulgado su octava encíclica,


titulada Pacem in terris [Paz en la Tierra]. En mayo metió prisa porque no
habían sido enviados aún los doce textos para la continuación del Concilio
ya aprobados por él. A su médico le dijo: Se rumorea que tengo un tumor.
Pero eso no significa nada, siembre que se cumpla la voluntad divina».
Todos los padres conciliares debían saber que la gran obra iniciada se
llevaría, sin duda alguna, a término.

Mientras el 3 de junio, lunes de Pentecostés, en la plaza de San Pedro


miles de personas oraban por il papa buono, arriba en el Palacio Apostólico
el médico personal del papa, el Prof. Antonio Gasbarrini, le susurró algo al
oído al cardenal Fernando Cento, uno de los hombres de confianza de
Roncalli. Hasta entonces, el corazón del pontífice había resistido la pérdida
de sangre y la fiebre. La agonía se prolongaba ya ochenta y tres horas. A las
19:49 horas, el cardenal se acercó al lecho del papa Juan, lo llamó tres
veces por su nombre y luego pronunció las palabras que nadie quería oír:
Vere papa mortuus est, «Verdaderamente el papa está muerto» [1].

Para Joseph Ratzinger, la muerte de Roncalli representa una conmoción.


Cuando la noticia empieza a dar la vuelta al mudo, interrumpe la clase en
Munich y homenajea a Juan XXIII con palabras que dejan una honda
impresión en sus alumnos. En el difunto dirigente eclesial había perdido un
alma afín. Roncalli lo había impresionado por su piedad, su independencia
intelectual, la capacidad de autoironía y el optimismo en la fe. Al igual que
Ratzinger, también Roncalli había llegado a través del estudio de la obra de
John Henry Newman a una comprensión más profunda de la Modernidad,
con todos sus peligros, pero también con la oportunidad de conjugar de un
modo nuevo fe e historia, tradición y progreso.

Una sola vez intervino Juan XXIII en el Concilio. Pero con esa
intervención, al decidir que se reelaborara el esquema sobre la revelación
que Ratzinger había criticado tan vehementemente, posibilitó el cambio.
«Estaba convencido de que su pontificado duraría solo unos cuantos años»,
escribe el vaticanista Reinhard Raffalt; de ahí que tuviera tanto mayor deseo
de «poner a la Iglesia en un movimiento tan vertiginoso que resultara
imposible retornar a la impronta casi bizantina de la época de Pío XII» [2].
El carácter rústico de Roncalli confirió rasgos humanos a la imagen hasta
entonces casi supraterrenal del summus pontifex. A juicio de muchos, il
papa buono era un pastor bondadoso, pero también algo ingenuo,
inconsciente de la trascendencia de sus decisiones. El sacerdote y escritor
austríaco Franz Michel Willam demuestra, por el contrario, que el camino
de Juan XXIII hacia el Concilio comenzó ya en septiembre de 1954 cuando,
como patriarca de Venecia, inauguró el primer Corso di aggiornamento, un
concilio provincial para la renovación intelectual de su diócesis. Roncalli
empezó también pronto a hablar de «unificación de las Iglesias separadas»,
así como de una modernización de la «causa católica», conforme a su lema:
«Antiquísima en la doctrina, absolutamente moderna en la formulación
lingüística». El término aggiornamento no fue el único tópos que surgió
para referirse a la renovación eclesial; circuló asimismo la expresión
«nuevo Pentecostés». «Él sabe perfectamente lo que quiere», confirmó Don
Giuseppe de Luca, interlocutor durante muchos años de Roncalli; «no lo
dice ni encarga a nadie que lo diga. Sonríe, bromea, pero lleva su secreto
dentro» [3]. También en esto se sentía Ratzinger semejante a su papa.
Según el derecho canónico, con la muerte del pontífice quedaba
suspendido el Concilio. El nuevo papa tendría toda la libertad para
continuarlo o darlo por concluido. El cónclave comenzó el 19 de junio de
1963. Como sucesor de Pedro podía ser elegido, según el derecho canónico,
«todo varón bautizado en la Iglesia católica con pleno uso de razón», con
independencia de que fuera clérigo o laico. Pero en los últimos mil años
había sido siempre un sacerdote; en los últimos seiscientos, siempre un
cardenal; y en los últimos cuatrocientos, siempre un italiano.
Roncalli no había ocultado a quién le gustaría ver como sucesor suyo en
la sede petrina, y Giovanni Battista Montini era visto por todos como
papabile. El cardenal, como representante de una línea orientada más bien a
la reforma, era uno de los pocos líderes eclesiásticos italianos
comprometidos con el movimiento ecuménico. Desde hacía nueve años
gobernaba la diócesis de Milán, cuatro de ellos sin la púrpura cardenalicia.
Antes había trabajado tres décadas en la curia y entre 1937 y 1954 había
sido estrecho colaborador de Eugenio Pacelli. Al igual que su jefe, Montini
controlaba, examinaba, supervisaba todo. Quería ser igual de perfecto; por
otra parte, no tenía la fuerza de Pío XII, bajo cuyo troquel había sufrido.
Aunque no había hablado con el cardenal Frings en las fechas
inmediatamente anteriores al cónclave, Ratzinger sabía que su jefe no había
desaprovechado los días que siguieron a la muerte de Juan XXIII. El
historiador italiano Andrea Riccardi vio en Frings al más destacado de los
grandi leaders conciliari y hacedores de papas. Giulio Andreotti, amigo
personal de Montini y posterior primer ministro italiano, observó que en
estas fechas, «para gran sorpresa de los habitantes de Grottaferrata»,
pequeña ciudad cercana a Roma, allí se reunió «un grupo bastante
numeroso de cardenales, convocados por el cardenal Frings, de Colonia».
Según el político democristiano, uno de los asistentes, «medio en serio,
medio en broma», comentó: «Está presente aquí la mayoría canónica
requerida para la elección papal» [4].
Todo participante en el cónclave está obligado a preparar una breve
declaración para el caso de que sea elegido papa. Montini redactó, en un
pulido latín, un discurso de toma de posesión de una hora de duración.
Cuando el 21 de junio de 1963, después de la sexta votación, pronunció sus
primeras palabras como Pablo VI a la ciudad de Roma y al orbe entero,
aclaró que pensaba dedicar «la parte más importante» de su pontificado a la
«prosecución del Concilio Vaticano II»: «Esta será nuestra principal tarea, a
la que Nos tenemos intención de dedicar toda la energía que Nos ha dado
nuestro Señor» [5]. Hasta qué punto temblaba interiormente se echa de ver
en una de las meditaciones personales que el nuevo pontífice consignó por
escrito en aquellos días: «Mi posición es singular; quiero decir, me conduce
a una soledad extrema. Si ya era grande antes, ahora se ha tornado absoluta
y terrible. Cerca de mí no hay nada ni nadie. He de apoyarme en mí, actuar
desde mí, hablar solo conmigo mismo, reflexionar y pensar en lo más
íntimo de mi conciencia». Y para concluir afirma: «También Jesús se quedó
solo en la cruz. No debo tener miedo, no debo buscar apoyos externos que
puedan exonerarme de mi obligación» [6].
«No nos sorprendimos al enterarnos de que el arzobispo Montini había
sido elegido papa», confesó Ratzinger retrospectivamente en una entrevista
publicada en el diario La Repubblica. Montini, dice, «personificaba para
nosotros la continuación del Concilio en el espíritu del papa Juan». A
diferencia de su «absolutamente carismático» predecesor, quien «vivía de la
inspiración del instante y en la cercanía del pueblo», Pablo VI brindó ahora
la experiencia de una personalidad muy distinta, de «un intelectual que
reflexionaba sobre todas las cuestiones con increíble seriedad» [7].
La coronación de Montini fue la última ocasión en la que la tiara papal
adornó la cabeza de un sucesor de Pedro. Un año más tarde, Pablo VI
vendió la corona en beneficio de los pobres. El nuevo papa no se concedió
tiempo alguno de transición y enseguida se puso a trabajar sin descanso.
Sus colaboradores valoraban en Montini el celo, la amabilidad y el arte de
la reservatio mentalis, la reserva interior no articulada que hacía de él un
oyente interesado sin necesidad de que se posicionara personalmente. Pero
el ambiente en el Vaticano se enfrió y la elegancia se convirtió en fórmula
de cortesía a medida que el pontífice incrementaba el ritmo de trabajo.
También el Concilio cambió. Pablo VI sustituyó la presidencia de diez
miembros, hasta entonces poco efectiva, por cuatro moderadores –entre
ellos, el cardenal muniqués Julius Döpfner–, con el fin de agilizar la
asamblea mediante una dirección más resolutiva. Simultáneamente, eliminó
el deber de confidencialidad para las congregaciones generales; pues, de
todos modos, en Roma todo salía antes o después en los periódicos.

El inicio del Concilio había creado polarización. Unos desbordaban


esperanza; otros, temores. Había personas razonables, como Frings, lo
suficientemente inteligentes para percatarse de que era necesario un salto
hacia delante; y personas necias que no querían darse cuenta de que muchas
ramas del árbol de la Iglesia estaban podridas. Cada vez se hacía más
perceptible, junto al cambio teológico, un cambio generacional. «Se quería
decir y entender que la Iglesia no es una organización, no es nada
estructural, jurídico, institucional», explica Ratzinger sobre la línea que
adoptó como perito. Es verdad que también es todo eso, pero en mucha
mayor medida aún es «un organismo, una realidad viva, que penetra en mi
alma», para hacer de mí «un elemento constructivo de la Iglesia» [8]. Por lo
demás, la Iglesia católica no tiene dos doctrinas, «una para sí y otra para los
demás», escribe Ratzinger en una de las intervenciones que preparó para
Frings sobre el esquema De Ecclesia; antes bien, «la eclesiología debe
desarrollarse de tal forma que sea a la vez verdaderamente católica y
verdaderamente ecuménica. Cuanto más hondamente católica sea una
doctrina, tanto más hondamente ecuménica será también, y a la inversa»
[9].

Son formulaciones típicas de Ratzinger. Muestran que en la actitud


fundamental del teólogo, acentuadamente eclesial y basada en la tradición,
el joven Ratzinger no se distingue en nada del Ratzinger posterior. En el
discurso escrito para Frings critica el hecho de que el esquema Sobre la
Iglesia «emplee un lenguaje bastante jurídico que se nutre antes de los
manuales teológicos que de la Sagrada Escritura y de los padres de la
Iglesia. En segundo lugar, y esto es aún más grave, también la forma de
pensar parece seguir primordialmente puntos de vista jurídicos; se echa en
falta además la verdadera catolicidad». A modo de síntesis, formula para
Frings «como exigencia apremiante»: «Hay que hacer el esquema “más
católico”; es necesario que tenga en cuenta en mayor medida la santa y
venerable tradición de todos los siglos y devenga así más ecuménico, más
teológico y más pastoral» [10].

El 29 de septiembre de 1963 el Concilio, con el segundo periodo de


sesiones, reanudó su trabajo. Los originarios 70 esquemas, que ocupaban
unas 2000 páginas impresas, habían sido comprimidos en 16. Estaba
previsto un decimoséptimo texto. Debía tratar de la Iglesia en el mundo
actual y dar respuesta a los problemas más candentes. En el discurso
inaugural de este periodo, el nuevo papa presentó los objetivos:
fortalecimiento de las energías morales de la Iglesia, rejuvenecimiento de
sus formas conforme a las exigencias de la época, promoción de la unidad
de los cristianos y del diálogo con el mundo. «Que no se cierna sobre esta
reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo», resumió Pablo VI; «que
ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor,
único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de
serle absolutamente fieles». Y a los cristianos de otras confesiones dirigió
las palabras: «Si alguna culpa se nos puede imputar por esta separación,
nosotros pedimos perdón a Dios humildemente y rogamos también a los
hermanos que se sientan ofendidos por nosotros, que nos excusen» [11].

El papa Pablo se había situado así inequívocamente en la línea de su


predecesor. A Joseph Ratzinger, que seguía el discurso en la basílica de San
Pedro –ahora ya como peritus oficial del Concilio–, le conmovió
especialmente «el cordial diálogo con su fallecido predecesor, Juan XXIII,
esta conversación fraternal, respetuosa con aquel que lo había precedido,
este decidido “sí” a su gran legado, vinculante para nosotros» [12]. Para
Pablo VI, de la continuidad formaba parte, según el teólogo bávaro, no
solamente la renovación, sino también la fidelidad a la tradición: «La
innovación que persigue el Concilio no debe ser confundida con una
revolución en la actual vida eclesial ni debe interrumpir las tradiciones de la
Iglesia en lo que es importante y digno; antes bien, tiene que respetar estas
tradiciones». Pablo VI fue aún más claro: «Quien interpretase el Concilio
como un debilitamiento de los compromisos interiores de la Iglesia con su
fe [...] o como una indulgente aceptación de la frágil y voluble mentalidad
relativista de un mundo sin principios y sin fines trascendentes, como un
cristianismo más cómodo y menos exigentes, se equivocaría» [13].
El programa del segundo periodo de sesiones del Concilio incluía temas
como: obispos y colegialidad, diaconía, renovación del derecho canónico y
el decreto sobre los medios de comunicación sociales. Al principio se
debatió el esquema sobre la Iglesia, cuyo borrador, tras una primera
revisión, pasó de once a solo cuatro capítulos. Las objeciones presentadas
por Ratzinger en el primer periodo de sesiones a través de Frings habían
dado fruto. «Creo que en general se puede estar satisfecho con De
Ecclesia», escribió Joseph el 13 de septiembre al secretario de Frings,
Luthe; «el progreso se hará patente con solo comparar el aparato crítico del
antiguo esquema con el del nuevo. En el antiguo, el 90 % de las citas eran
de los siglos XIX y XX; ahora domina la patrística. La Edad Media y la
Modernidad están presentes en proporción adecuada» [14].

Un punto importante fue la continuación del debate sobre De sacra


liturgia, con el que había arrancado el primer periodo de sesiones. Nadie
sospechaba aún que esta parte del Concilio, supuestamente más ligera,
ocasionaría los más profundos cambios en la Iglesia y desencadenaría un
inmenso corrimiento de tierras. Ratzinger no estuvo involucrado
personalmente, pero se había pronunciado a favor del empleo de las lenguas
vernáculas en la santa misa. El tratamiento de la liturgia como primer punto
de debate del Concilio lo había visto como «un reconocimiento de cuál es el
verdadero centro de la Iglesia» [15]. Además: «Aquí pudo realizarse un
trabajo de reconstrucción, que permitió avanzar y que arrastró a los
dubitativos, porque el borrador les mostró que no se trataba de destrucción
y crítica, sino de alcanzar una plenitud mayor». Una valoración algo
ingenua, como luego se demostraría.
El equipo alemán se había preparado de nuevo intensamente para la
lucha en la palestra romana. Con una conferencia en Múnich en febrero de
1963, con una reunión en Fulda el 26 de agosto, en la que participaron
cuatro cardenales y setenta obispos de diez países diferentes. En paralelo a
estas jornadas se desarrollaron conversaciones entre los teólogos conciliares
Grillmeier, Semmelroth, Ratzinger y Rahner. En una carta a Rahner asegura
Ratzinger al veterano compañero «que todo lo que me parece importante
está contenido en sus borradores, que concuerdan con mis deseos» [16]. La
reunión de Fulda suscitó, sin embargo, indignación en Roma. Los
periódicos italianos hablaron de «conspiración» y «ataque» contra la curia.
Frings se vio obligado a convocar una rueda de prensa en la que, «con la
mayor consternación», rechazó las acusaciones. Añadió con mordacidad
que las «completamente absurdas» teorías conspirativas mostraban «que en
Italia, por desgracia, todavía» no se había superado «una cierta suspicacia
frente a todo lo “transalpino”» [17]. Así y todo, también el teólogo francés
Yves Congar se había quejado de que los alemanes tomaban decisiones
entre ellos que luego querían imponer al resto a toda costa. El cardenal de
Múnich, Julius Döpfner, viajó ex profeso el 2 de septiembre a Castel
Gandolfo, la residencia papal de verano, con el fin de distender la situación.
Con «gran alivio» pudo constatar, según el recado que envió a Alemania,
que «Su Santidad no se ha tomado en serio las informaciones sobre la
reunión de Fulda aparecidas en la prensa italiana» [18].
En su cuartel general de la Piazza Navona, el trío Frings-Luthe-Ratzinger
se puso manos a la obra siguiendo el sistema ya acreditado. Primero se
debatía el tema que tocaba abordar y se fijaba la línea argumentativa; luego,
Ratzinger redactaba el discurso y se lo leía al cardenal. El texto era
analizado de nuevo y, si se consideraba necesario, revisado, antes de que el
ciego cardenal –la operación oftalmológica en Viena no había resuelto el
problema– se lo aprendiera de memoria. Sin embargo, la «alianza europea»
de Frings ya tenía competencia. Entretanto, las fuerzas conservadoras, bajo
el estandarte de una «alianza mundial» habían forjado una enérgica
posición, encabezada por el arzobispo Lefebvre, superior general de la
congregación de los padres del Espíritu Santo. Por eso, cuando Ratzinger,
en su retrospectiva del segundo periodo de sesiones, afirma que no existían
«fracciones, o sea, grupos de opinión comunes» –al fin y al cabo, en el
Concilio no se estaba «aprobando un reglamento de tráfico ni se estaba
fijando el precio del cereal» [19]–, su análisis no se guía tanto por las
circunstancias reales cuanto por lo deseable.
Sin duda, il cardinale Frings se había convertido entretanto en una figura
verdaderamente legendaria. «Contar con el aval de su nombre era casi
indispensable para cualquiera que pretendiera poner en marcha una acción
conjunta», señala Ratzinger retrospectivamente [20]. El semanario Der
Spiegel informó: «Alentados por Frings, los progresistas desarrollaron en el
aula conciliar el programa que permitirá a los obispos en el futuro participar
en el gobierno [de la Iglesia]» [21]. Antoine Wenger, un prestigioso
periodista francés, afirma en su crónica del Concilio: «El cardenal Frings
abrió el debate. Este hecho nos parece significativo. El arzobispo de
Colonia fue durante todo el transcurso del segundo periodo de sesiones una
de las personalidades destacadas del Concilio. Tenía una opinión clara tanto
sobre los asuntos como sobre las personas. No vacilaba en hablar
abiertamente, pero manteniendo siempre una gran distinción, sin perder
nunca el dominio del pensamiento ni de la palabra» [22]. Era alguien que
sacaba de los apuros, aun cuando en un debate enquistado pareciera no
haber salida. Ratzinger: «Allí donde las razones ya no servían de nada, solo
podía ayudar una auctoritas: una voz de la que todos se fiaran. El cardenal
Frings la tenía, y probablemente solo él. En él confiaban unos por la calidez
de su piedad profundamente católica y mariana; los otros, por la objetividad
de su juicio teológico fiable» [23].

Uno de sus pioneros discursos, escrito por Ratzinger, lo pronunció Frings


en el debate sobre ecumenismo del 28 de noviembre de 1963: «En el
Concilio estamos, por así decir, en la escuela del Espíritu Santo, y debemos
estar dispuestos a aprender», afirmó el anciano colonés. «Sea como fuere,
confieso que el movimiento ecuménico, que atraviesa todo el cristianismo,
es una obra del Espíritu Santo que debe fomentarse de todos los modos
posibles». Se trató de un claro cambio de rumbo. Al menos, hasta ese
momento el cardenal se había opuesto, por ejemplo, a los matrimonios
mixtos o interconfesionales, que, según el derecho canónico (cf. can. 2319
del CIC de 1917), todavía conllevaban pena de excomunión.
Frings también defendió que no se dedicara un esquema específico a
María, la Madre de Dios. Sostuvo que, en aras del diálogo con los
protestantes, era mejor que las reflexiones mariológicas se incluyeran en el
esquema sobre la Iglesia. Sin embargo, recibió ásperas réplicas. El obispo
Giocondo Grotti, de Brasil, insistió en que Santa María, «debido a su
singular misión y sus singulares privilegios», debía ser tratada también por
separado. El brasileño estalló en un verdadero ataque de ira: «¿En qué
consiste el ecumenismo: en confesar la verdad o en ocultarla? ¿Qué debe
explicar el Concilio: la doctrina católica o la doctrina de nuestros hermanos
separados?». Grotti concluyó: «¡Mantengamos esquemas separados!
¡Confesemos abiertamente nuestra fe! ¡Seamos los maestros que debemos
ser en la Iglesia y enseñemos con claridad lo que es verdadero en lugar de
ocultarlo!» [24]. Pero finalmente la intervención de Frings sobre la Santa
Madre de Dios, escrita por Ratzinger, resultó tan convincente que aun
aquellos obispos que al principio habían abogado por un esquema dedicado
específicamente a María cambiaron de parecer.
Espectacular fue la congregación general en la que el Santo Oficio sufrió
un golpe mortífero. Es el 8 de noviembre de 1963, viernes. Como ocurre ya
por norma, el Bar Jona, la pequeña cafetería instalada en un lateral de la
basílica de San Pedro, se vacía en un santiamén cuando el anciano cardenal
colonés, con su aspecto de asceta, se acerca al micrófono. Sus palabras
están muy pensadas: «Sé bien cuán difícil y espinosa es la tarea de quienes
trabajan largos años en el Santo Oficio para proteger la palabra revelada».
¿Una alabanza de este cardenal, por lo demás, tan agresivo a la curia
romana? No. Pues Frings se lanza al ataque contra una institución «cuyo
modo de proceder todavía no se corresponde en muchos aspectos con
nuestra época y que, además de perjudicar a la Iglesia, escandaliza a
numerosas personas». Por eso, prosigue el cardenal con la firmeza que lo
caracteriza, debe exigirse «que tampoco en esta congregación nadie sea
acusado, juzgado o condenado en lo relativo a la fe ortodoxa sin que antes
sean escuchados el interesado y su obispo, sin que el interesado conozca
previamente los argumentos que se aducen en contra de él o de su libro, sin
que se le dé primero ocasión de corregirse o corregir su libro» [25]. Las
actas conciliares consignan en este lugar: Plausus in aula.

Nadie se había atrevido antes a formular una crítica tan dura contra el
aparato del cardenal Ottaviani. El Santo Oficio vigilaba la pureza de la
doctrina, condenaba desviaciones y herejías, definía qué era católico y qué
no, incluía libros en el Índice y retiraba a teólogos la licencia de enseñanza.
El Santo Oficio era conocido también como la Suprema, porque estaba por
encima de todos los demás dicasterios pontificios. «La valentía» de Frings
«solo consistió en exponer los sensacionales textos de Ratzinger», afirma el
escritor Freddy Derwahl. «Todos sabían que, salvo por algunos retoques
estilísticos, habían sido escritos por Ratzinger». Prosigue Derwahl:
«Ratzinger practicó un juego peligroso, quizá más peligroso que el de
Küng, quien operaba fuera de las puertas del aula conciliar con las fuerzas
“extraparlamentarias” de los medios de comunicación críticos mientras que
Ratzinger actuaba en el corazón de la Iglesia. Frente a la arrinconada, pero
todavía muy poderosa curia, Ratzinger tenía mucho que perder, si bien no
todo» [26].
Ottaviani tuvo que aguardar todavía dos intervenciones más hasta que
llegó su turno. «Debo protestar con toda contundencia (altissime protestor)
contra lo que acaba de decirse contra el Santo Oficio, dicasterio presidido
por el papa», comenzó diciendo. «Tales palabras han sido pronunciadas
desde el desconocimiento –no empleo ninguna otra palabra para no resultar
ofensivo– del modo de proceder del Santo Oficio». Al menos en los casos
investigados por su institución siempre se solicitaba, aseguró, el dictamen
de expertos de universidades católicas. En su intervención, Ottaviani se
dejó llevar por la rabia. Testigos presenciales hablaron incluso de un ataque
de ira. «Ambos cosecharon aplausos mientras hablaban», anotó en su diario
el observador conciliar Wolfgang Große; «pero el héroe fue el cardenal
Frings». Esa misma tarde-noche, el obispo auxiliar Tenhumberg escribió en
el suyo: «El 8 de noviembre ha sido, de hecho, un punto álgido del
Concilio. El cardenal Frings fue el primero en tener la valentía de llamar
por su nombre a las prácticas del S[anto] Of[icio] y reclamar enérgicamente
que cambien. [...] Este discurso ha conseguido que muchos padres se
sientan liberados de una suerte de pesadilla».

En las actas de Frings se encuentra el texto manuscrito de Ratzinger, al


que el cardenal dio aún más mordiente durante su discurso en el aula
mediante algunas frases de su propia cosecha. El propio Frings escribió
sobre su intervención: «Este discurso tuvo un eco del todo inesperado y casi
inquietante. Es evidente que un sinnúmero de los presentes, que se sabían
tratados de forma injusta o indigna por el Santo Oficio, se identificaron
cordial e intelectualmente con lo que dije. Y cuando hacia las once aparecí
por el bar, de todas partes me llovían felicitaciones». Al día siguiente,
delante de la entrada de la sacristía, Ottaviani fue a su encuentro y,
abrazándolo, le aseguró: «¡Los dos queremos lo mismo!» [27].
Pero, al parecer, las repercusiones de su discurso también asustaron un
poco al resuelto padre conciliar. «Al poco de acabar la comida, el cardenal
Frings convocó en el Anima a algunos teólogos cercanos a él», cuenta
Hubert Jedin. «Estando yo todavía a solas con él, me preguntó: “Bueno,
¿qué le parece?”. Yo le respondí: “Puede estar Ud. totalmente tranquilo;
todos los eruditos católicos que en verdad merecen este nombre están de su
parte”. Esta respuesta lo tranquilizó visiblemente. Esa misma tarde fue
invitado por el papa a hacer propuestas para reformar la autoridad suprema
de la doctrina de la fe».
El escándalo estaba servido. La disputa entre Frings y Ottaviani, la
«lucha de titanes», como la calificó el diario Deutsche Tagespost, encontró
amplio eco en la prensa mundial. Miembros de la curia, por el contrario,
hicieron circular de inmediato, según el Corriere della Sera, un dicho de
Pío IX: «Todo concilio es gobernado primero por el diablo, luego por el
hombre y finalmente por Dios». Seguramente se estaba aún en la fase del
diablo.
Cuando el 4 de diciembre de 1963 Pablo VI dio por terminado el
segundo periodo de sesiones, los padres conciliares estaban exhaustos, pero
también felices por lo que en último término podía considerarse exitosa
conclusión. «Me parece que en este periodo, al igual que en el primero, se
ha puesto de manifiesto que justo la lucha común es lo realmente
indispensable y central del Concilio», afirmó Ratzinger en un resumen
optimista. «Aquí se ha producido un encuentro auténticamente espiritual, ha
habido una maduración conjunta, propiciada por la influencia recíproca de
unos sobre otros» [28]. Un sabor amargo dejó, no obstante, un anónimo
Panfleto contra los cardenales y teólogos alemanes que apareció en la mesa
de desayuno del Anima. En él, junto a Frings, se nombraba también a
Ratzinger. La octavilla, como afirma Jedin, «tenía sin duda su origen en el
entorno del Santo Oficio».

El segundo periodo de sesiones se vio sacudido no por la amenaza de una


guerra nuclear, como en el primer periodo, sino por un asesinato político. El
22 de noviembre de 1963, a las 12:30, el exmarine marxista Lee Harvey
Oswald apuntó por la mirilla telescópica de su carabina a la limusina
descapotada que circulaba al otro lado de la Dealey Plaza de Dallas y en la
que el presidente estadounidense recibía el tributo de sus admiradores. En
este soleado viernes a mediodía, Oswald dispuso solo de algunos segundos
para realizar sus disparos. Los dos primeros tiros fallaron, pero el tercero
acertó en su objetivo. John F. Kennedy, el primer presidente católico de
Estados Unidos, en quien tantas esperanzas estaban puestas y cuyo carisma
y estilo político juveniles eran verdaderamente el símbolo de un nuevo
comienzo, estaba muerto [29].
Los recuerdos personales de Ratzinger de estos meses quedaron
ensombrecidos por una pérdida propia. Desde enero, su madre, que llevaba
la casa de Georg en Traunstein, apenas podía comer ya. Desde julio no
tomaba más que alimentos líquidos. El médico había diagnosticado cáncer
de estómago. Joseph aprovechó un descanso en el Concilio para visitarla en
su lecho de enferma. Los domingos previos a la Navidad se convirtieron al
cabo en etapas de la despedida. El primer domingo de Adviento, Maria aún
pudo cantar junto con sus hijos todas las canciones que estos entonaron en
un rato dedicado en común a la música. El segundo domingo, su voz ya
solo era un susurro. El tercer domingo, la anciana estaba totalmente hundida
en su dolor. Miraba a sus hijos «ya solo como desde la lejanía», rememora
Joseph. «La casa está lejos», le dijo a este; y cuando él le preguntó si
realmente estaba lejos, ella confirmó: «Sí, muy lejos».
Un día después del domingo Gaudete, el 16 de diciembre de 1963, poco
antes de su octogésimo cumpleaños, se extinguió la vida terrena de Maria
Ratzinger. En las dos últimas semanas, sus tres hijos se habían turnado día y
noche junto a la cabecera de la enferma. A la muerte de su madre, cuenta
Ratzinger, la casa atestiguaba «una ausencia que privaba de calidez a las
cosas». Y, sin embargo, «con ella vivimos una experiencia muy parecida a
la que habíamos vivido cuando la muerte de nuestro padre. Su bondad
devino más pura y resplandeciente y siguió alumbrando, inmutable, incluso
durante las semanas de dolores crecientes» [30]. El teólogo ve en la
despedida final de personas que, como su madre, se han dejado formar por
el cristianismo una «verificación de la fe». De ahí que no exista «prueba
más convincente de la fe que la humanidad pura y limpia en la que la fe
ayudó a madurar a mis padres y a otras muchas personas que he tenido el
privilegio de conocer».
36
El legado

E l tercer periodo de sesiones del Concilio empezó el 14 de septiembre


de 1964. La novedad era que Pablo VI había invitado a unas cuantas
religiosas y laicas como auditoras –o sea, oyentes– oficiales. «Sentimos la
alegría de saludar también a nuestras queridas hijas en Cristo, las auditoras,
admitidas por primera vez a asistir a las asambleas conciliares», anunció en
su discurso de apertura. Todas las cabezas se giraron a izquierda y derecha,
para constatar el agradable crecimiento del número de asistentes. Solo que
allí no se veía a ninguna de esas mujeres. Alguien se había olvidado de
poner en el correo las invitaciones.
Nuevas eran también las directivas promulgadas por el papa para los
«venerables peritos». No cabía duda de que iban dirigidas contra figuras
como Hans Küng, pero quizá también Joseph Ratzinger. A los asesores
teológicos se les prohibía con efecto inmediato «organizar corrientes de
opinión o de pensamiento, conceder entrevistas o defender en público sus
ideas personales sobre el Concilio». Además, no debían «criticar al
Concilio ni informar a terceras personas sobre la actividad de las
comisiones, sino atenerse siempre a este respecto al decreto del santo padre
sobre la confidencialidad de los asuntos conciliares» [1].
La fascinación que ejercía el Concilio se basaba en el ambiente
electrizante –fruto de las coloridas intervenciones, las audiencias con el
papa, el parloteo en el Bar Jona, los encuentros con destacados hombres de
Iglesia de todo el planeta– y en los ricos debates sobre cuestiones como el
diaconado y la escasez de presbíteros, el ideal de santidad de los religiosos
y religiosas o la reforma de la curia romana. Quien «sea nombrado obispo
debe ser de hecho obispo, no otras cosas», se dice, por ejemplo, en un
discurso de Frings-Ratzinger. De ahí que sea conveniente, según ellos,
reducir «el número de obispos y sacerdotes en la curia romana y permitir la
incorporación de laicos» [2].
A veces, los padres conciliares parecían, por su aspecto, reyes de opereta;
pero la mayor y más antigua organización religiosa del mundo se había
convertido también en un actor global encargado de proclamar el reino de
los cielos, el mensaje de un maestro que había rechazado con indignación el
poder mundano. Esa era la brecha, pero también la tensión entre el poder
institucionalizado y la Sagrada Escritura que los hombres de Dios tenían
ante sí día tras día.
Cuando en el aula conciliar los obispos bajaban sus reclinatorios para
orar, era como si retumbara un trueno al que seguía el silencio de la oración.
Media hora más tarde, los padres sacaban de sus carteras de mano notas y
documentos, leían con detenimiento los diarios matutinos o intercambiaban
opiniones con sus vecinos. Quienes se habían retrasado atravesaban a toda
prisa la nave central hacia sus asientos. Cinco minutos más tarde se
entronizaba solemnemente el evangeliario y uno de los presidentes dada
inicio a la sesión: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Todos los padres conciliares y peritos se unían a él, y los asuntos del día
podían comenzar.

Un árbol debe ser juzgado por sus frutos, dijo luego, por ejemplo,
Ignacio Pedro XVI Batanian, el patriarca armenio de Cilicia, con sede en
Beirut, rompiendo una lanza a favor de la con frecuencia denostada curia,
«y debemos reconocer que la Iglesia, no obstante las catástrofes que asolan
el mundo, vive una era gloriosa, si consideran Uds. la vida cristiana del
clero y de los fieles, la propagación de la fe y la saludable influencia
universal que hoy ejerce la Iglesia en el mundo» [3].

Frings confiaba en Ratzinger, al que tenía por fiablemente católico, de la


cabeza a los pies. A la inversa, Ratzinger valoraba en su jefe el hecho de
«que no ha actuado como conservador ni como progresista, sino como
creyente» [4]. El cardenal, señala, «no ha sido ciertamente un liberal en el
sentido cosmovisional del término». «No ha sido uno de esos que volvían a
casa y proclamaban que se podían quemar todos los libros escritos hasta
entonces y que había que reescribirlos». «Le repugna hondamente» toda
actitud «que muda según el viento que sopla en cada momento y hace
depender el pensamiento del azar de las opiniones». En su lucha por la
diversidad en la unidad, por la libertad en la vinculación, su interés había
radicado en «la liberalidad católica, que se opone radicalmente al
liberalismo ideológico. Quería llevar, más allá de toda obediencia exterior a
la autoridad, a una fidelidad que tuviera la fuente de su energía en el
examen de la conciencia creyente». A modo de síntesis, asevera Ratzinger:
«El cardenal Frings era temeroso de Dios y, por consiguiente, sabio. Para él,
Dios era una medida real, la medida respecto a la cual él debía acreditarse.
Y desde esa perspectiva actuaba» [5].
Ratzinger seguía viviendo y trabajando sin descanso entre Münster y
Roma. Pero la situación había cambiado. Atento a aquello que lo rodea, el
catedrático, que entretanto tiene ya 37 años, señala que, gracias a la
impresión causada por el debate de los padres conciliares «y a las noticias, a
menudo estimulantes», ha vuelto a crecer el interés por la teología en
Alemania. Pero tampoco se le escapa otro efecto. «De una vez a otra, al
regresar de Roma, notaba que el ambiente en la Iglesia y entre los teólogos
andaba más revuelto. Saltaba a la vista que cada vez se hallaba más
extendida la impresión de que en realidad nada había fijo y permanente en
la Iglesia, de que todo era revisable. El Concilio se veía más y más como un
gran parlamento eclesial que podía cambiarlo todo y reconfigurarlo a
discreción. Resultaba evidente el aumento del resentimiento contra Roma y
contra la curia, que aparecía como el verdadero enemigo de todo lo nuevo,
de cuanto remitía hacia delante» [6].
El genio se había escapado de la botella, y pocos estaban más aterrados
por ello que el impulsor bávaro del proceso. Según el clima generalizado de
opinión, de repente la fe parecía «no estar sustraída ya al poder de decisión
humano, sino ser fijada, según todos los indicios, por este». Y «si los
obispos en Roma podían cambiar la Iglesia, incluso la fe (como parecía que
estaba ocurriendo), ¿por qué no podían hacerlo también los obispos por sí
solos?». Las aportaciones de Ratzinger en Roma se caracterizaron por su
moderación y por la búsqueda del término medio que impidiera toda
radicalización. Pero quizá en el Concilio de hecho se habló demasiado y no
se oró lo suficiente, como observó en su día Juan XXIII. Nunca una
asamblea eclesial había producido tantos documentos, formulados en un
lenguaje tan circunstanciado que ni siquiera sus autores eran capaces de
entenderlos.
La asamblea eclesial fue un «concilio de contables», criticó a posteriori
el psicoanalista Alfred Lorenzer. Y quizá hubo también demasiados jóvenes
indómitos que supieron utilizar a sus obispos como altavoces... y obispos
que se dejaron utilizar, entre otras razones porque estaban acomplejados por
no entender la teología moderna. El inglés John Heenan, arzobispo de
Westminster, formuló con claridad el problema: «Temo a los peritos cuando
se les deja explicar qué han querido decir los obispos». No tiene sentido
hablar de un colegio episcopal «si en artículos, libros y conferencias los
peritos contradicen lo que enseña una comisión de obispos y se burlan de
ello» [7].

Tanto en Roma como en muchos otros lugares, Ratzinger se había


convertido en un hombre solicitado. Mantenía contacto con los
observadores de otras confesiones, lo invitaban a dictar conferencias en
facultades de teología evangélicas (Heidelberg, Bonn, Zúrich) o aparecía en
el centro de prensa de Roma para explicar a los periodistas el cada vez más
inabarcable trabajo del Concilio. El asesor de Frings «era, por su claridad y
humildad, un referente muy apreciado en las salas de prensa y en las
conferencias episcopales», le constaba al corresponsal suizo Mario von
Galli. Yves Congar era de la misma opinión. Después de unas jornadas
dedicadas a la formulación del decreto Ad gentes sobre la misión, el
prominente teólogo francés anotó en su diario: «¡Es una suerte que
tengamos a Ratzinger! Es razonable, humilde, imparcial y muy solícito»
[8].

Frings se esforzaba por evitar nuevas polarizaciones y desagradables


disputas. Es posible que una mayor reserva por su parte contribuyera a la
reducción de la influencia de los alemanes durante el tercer periodo de
sesiones. Lo que no en todas partes fue recibido con entusiasmo. En carta
de 27 de septiembre de 1964, el abad de la abadía benedictina de Scheyern,
Johannes Hoeck, se quejó al arzobispo de Colonia: «Temo, Eminencia, que
el episcopado alemán pierda poco a poco prestigio. Aunque puedo
comprender la disposición a alcanzar compromisos en cuestiones teológicas
discutibles, creo que a las intrigas –utilizo conscientemente esta palabra–
tácticas del otro bando se debería oponer feroz resistencia. De lo contrario,
existe el peligro de que se debilite la confianza del mundo en el Concilio, si
es que eso no ha ocurrido ya. [...] Los otros sacan mucho partido de este
decoro y presionan al papa» [9].
El Concilio había dejado ya atrás la fase de la búsqueda a tientas y
trataba de abordar a un ritmo vertiginoso, de una forma u otra, todos los
problemas de la fe. El tercer periodo de sesiones debía aprobar los
documentos sobre la divina revelación, los obispos, el ecumenismo, el
apostolado laical y, no menos importante, la Iglesia en el mundo: todo
junto, un programa verdaderamente abrumador. Por ofrecer tan solo algunos
ejemplos: en el debate sobre la libertad religiosa, una parte de los
cardenales romanos, españoles, italianos y estadounidenses abogaron por un
deber religioso. «Es algo muy serio», argumentó el cardenal Ottaviani,
afirmar que «toda clase de religión debe tener libertad para propagarse».
Ello «perjudicaría claramente a las naciones en las que la religión católica
sea la única que profesa el pueblo». Según el texto presentado tras su
revisión, dijo el cardenal Ruffini, de Palermo, podría parecer que un Estado
carece de toda justificación para conceder privilegios especiales a una
religión cualquiera.

A esto se opusieron Joseph Ratzinger y el cardenal Frings, pero también


el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, quien relató experiencias vividas
en su país con el régimen fascista y el comunista. La línea de los
reformistas, que fue la que terminó imponiéndose, insistía en que la religión
no puede ser impuesta ni prohibida por el Estado. El cardenal bostoniano
Richard Cushing aseveró que la Iglesia debía «mostrarse a todo el mundo
moderno como defensora de la libertad, en especial en el ámbito de la
religión».

En el debate sobre judíos y musulmanes, los obispos alemanes hicieron


pública una declaración propia, «porque somos conscientes de la gran
injusticia cometida contra los judíos en nombre de nuestro pueblo». En el
borrador para el discurso de Frings en la 89.ª congregación general de 28 de
septiembre de 1964, Ratzinger escribió: «El nuevo texto omite un punto
adicional: se dice meramente que no puede achacarse a los judíos actuales
la culpa de la pasión de Cristo. Eso está clarísimo sin necesidad del
Concilio. Lo realmente necesario es, sin embargo, afirmar que tampoco el
pueblo que vivía en aquel entonces llevó a cabo como un todo la ejecución
de Cristo» [10]. El documento Nostra aetate («En nuestra época»;
oficialmente: Declaratio de Ecclesiae habitudine ad Religiones non-
christianas, o sea, «Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas») se revisó más tarde durante el cuarto periodo de
sesiones.

El texto de Ratzinger para la intervención de Frings sobre la cuestión


judía es importante porque muestra la línea que el teólogo cultivará más
tarde, incluso como alto eclesiástico y como papa, en la relación con el
mundo hebreo y para la reconciliación entre cristianos y judíos; a ello
habría que añadir su convicción de que el Nuevo Testamento no puede
leerse al margen del Antiguo. Aún durante el Concilio, Zachariah Shuster,
director del American Jewish Committee, de origen europeo, caracterizó el
borrador sobre las relaciones entre católicos y judíos como «uno de los
momentos más grandes de la historia judía». El «paso histórico dado por la
Iglesia» contiene entre otras cosas, según él, «un rechazo del mito de la
culpa judía en la crucifixión».
El celibato, en cambio, no se abordó en el Vaticano II. Nadie tenía
intención siquiera de debatir la obligación de no contraer matrimonio
asumida por los presbíteros católicos. La cuestión se coló en el orden del
día debido meramente al sensacionalista titular de que el Concilio pretendía
autorizar en el futuro el matrimonio de los clérigos. A raíz de ello, la
asamblea episcopal no solo acentuó la necesidad del celibato, sino que
exhortó a los creyentes a valorar y defender «este valioso don».
En el tema de la colegialidad se desencadenó una dramática batalla. Se
trataba de clarificar la relación entre los obispos y el papa; y las
discrepancias al respecto causaron, con la «crisis de noviembre», la llamada
setimmana nera [semana negra], la más dura prueba para el Concilio. Se
propusieron un senado permanente de obispos, una reforma de la curia –que
debía ser sometida al papa y al colegio episcopal– y un reparto de
competencias, algunas de las cuales deberían pasar en el futuro a los
episcopados nacionales. En esencia había dos posiciones: según la
interpretación favorecida por el bando conservador, solo el papa podía
ejercer la «potestad suprema»; y ello, además, por derecho divino. Según la
otra interpretación, el colegio episcopal era, por el contrario, el único sujeto
de la potestad suprema. El papa también podía ejercerla, pero solo como
cabeza de dicho colegio. Lo que querían imponer los reformistas era una
comisión episcopal que controlara a la curia y gobernara la Iglesia
conjuntamente con el papa. Sin embargo, un documento secreto de un
grupo progresista acabó en el Palazzo Apostolice, y Pablo VI se asustó
tanto que hasta lloró, como asegura saber de buena fuente el periodista
Ralph Wiltgen.
Hasta entonces, las propuestas de cambio para el Concilio hechas por el
papa habían sido pensadas meramente como recomendaciones y, en cuanto
tales, habían sido tenidas en cuenta solo en parte; pero en esta ocasión
Pablo VI insistió en hacer uso de su competencia de fijar directrices. A fin
de que en el posconcilio nadie pudiera tergiversar con interpretaciones
propias el concepto de colegialidad, dispuso que se antepusiera a la
constitución Lumen gentium una «Nota explicativa». Esta Nota explicativa
praevia reafirmó de una vez por todas el poder supremo e indivisible del
pontífice como sucesor de Pedro y subrayó que la asamblea de los obispos
carece de función si actúa al margen de él.

Lo sorprendente no fue tanto el contenido de la nota en sí cuanto la


forma en que Pablo VI antepuso a un texto ya aprobado un escrito propio
que todos los padres conciliares no tuvieron más remedio que aceptar si no
querían rechazar la Lumen gentium entera. Todavía no se habían calmado
los ánimos cuando el 19 de noviembre el cardenal Tisserant, que, en calidad
de decano del Sacro Colegio Cardenalicio, era el miembro de la presidencia
de rango, suspendió la votación relativa a la Declaración sobre la libertad
religiosa, anunciada el día anterior. «El aula de San Pedro nunca había visto
un momento de tanta indignación como este», asegura Hubert Jedin.
Los padres conciliares abandonaron sus asientos y, formando grupos,
empezaron a criticar acaloradamente proceder tan autoritario. Los obispos
estadounidenses hicieron circular una petición al papa, que enseguida
reunió 441 firmas y más tarde alrededor de 1.000. «Con todo respeto», se
decía en ella, «pero también con sumo apremio –instanter, instantius,
instantissime–, le pedimos que antes de la finalización de este periodo de
sesiones del Concilio se vote la declaración sobre la libertad religiosa; de lo
contrario perderemos la confianza del mundo tanto cristiano como no
cristiano». El santo padre no se dejó presionar por la petición; pero al
menos garantizó que la declaración figuraría como primer punto en el
programa del cuarto periodo de sesiones.
Otra disposición papal encendió todavía más los ánimos. Ya el 18 de
noviembre había anunciado Pablo VI que, a despecho de la decisión en
sentido contrario de la mayoría conciliar, tres días más tarde otorgaría a
María el título de Mater Ecclesiae, Madre de la Iglesia. Justo al día
siguiente reaccionaron los cardenales Frings y Döpfner, junto con varios
obispos alemanes, con una petición. El escrito al santo padre está
«teológicamente tan pulido que», afirma el historiador de la Iglesia Norbert
Trippen, «resulta natural conjeturar que proceda del Prof. Ratzinger». En él
se afirma literalmente: «Constituye una gran alegría para nosotros que, al
concluir este periodo del Concilio, la Santísima Virgen sea honrada de
manera especial por Su Santidad. [...] Pero el título Maria Mater Ecclesiae
podría entenderse también como referido a la Iglesia en cuanto institución,
sentido en el que resulta difícil de fundamentar». Pues, «hasta donde puede
verse», prosigue el escrito, nadie llama al Padre celestial ni a Cristo ni al
Espíritu Santo Pater Ecclesiae. Por eso se solicita que «el título Maria
Mater Ecclesiae se vincule con el título Mater fidelium y se interprete en
este sentido».
Ratzinger se defendió más tarde asegurando que los esfuerzos conciliares
no podían tener, por supuesto, la intención de «desmontar de forma lenta
pero segura la piedad mariana como tal, para así como si dijéramos,
asimilar paulatinamente la Iglesia católica al protestantismo». El objetivo
era más bien, a su juicio, «situarnos en respuesta a las preguntas de los
hermanos separados, sobria y decididamente sobre el terreno del testimonio
bíblico» [11]. Pero hacía tiempo que la suerte estaba echada. En la mañana
del sábado 21 de noviembre de 1964, el último día del tercer periodo de
sesiones, el papa anunció en su discurso de clausura que proclamaba «a
María Santísima Madre de la Iglesia»: «Nos queremos que de ahora en
adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este
gratísimo título».
El discurso del papa fue interrumpido en siete ocasiones por aplausos
cada vez más atronadores. Al final, los padres conciliares, puestos en pie,
prorrumpieron en una ovación. El cardenal Ruffini, de Palermo, gritó: «La
Madonna ha triunfado».
La manera en que Ratzinger se situó ante los sucesos de la «semana
negra» y sus repercusiones ofrece una pista importante para comprender su
posición teológica. En su primer comentario escrito de los acontecimientos
habla aún del «gran desencanto» que se extendió entre los padres
conciliares. Pero antes del comienzo del cuarto periodo de sesiones, en un
nuevo comentario, prescinde de valoraciones emocionales como, por
ejemplo, «sumisión» y «desilusionante». En vez de ello, fundamenta
objetivamente la legitimidad de la instrucción pontificia. «En primer lugar,
no debe olvidarse que también el papa, como obispo de Roma, es un padre
conciliar», afirma. «En este sentido, convendría ser cautos a la hora de
hablar de docilidad del Concilio». Por lo demás, los cambios introducidos
en el texto conciliar por el papa «no superan en magnitud lo que un número
relativamente pequeño de padres consiguió ya durante la votación mediante
los llamados modi» [12].

El distanciamiento de Ratzinger respecto de aspiraciones demasiado


progresistas se puso de manifiesto también en una charla que dio a
estudiantes en Münster el 18 de junio de 1965. Si un año antes había
hablado de que en relación con el Concilio «no hay motivo alguno para el
escepticismo ni la resignación», sino, antes bien, «razones más que
suficientes para la esperanza, la alegría y la paciencia», de repente se
percibía un cierto escepticismo. Uno empieza a preguntarse, dice el peritus,
«si las cosas no estaban mejor bajo el gobierno de los llamados
conservadores de lo que puedan estarlo prevaleciendo el progresismo». De
ahí que el teólogo Hansjürgen Verweyen caracterice como un «mito» la
tesis del «gran giro» de Ratzinger que sus adversarios le atribuyen y tratan
de explicar como secuela de un «trauma» ocasionado por la rebelión
estudiantil de 1968. Ratzinger nunca ha sido, asegura Verweyen, progresista
ni conservador en el sentido habitual de estos términos, sino que siempre ha
intentado conjugar, desde una «conciencia mística de fe», tradición y
progreso, historia y presente. Y si acaso hubo un giro de Ratzinger,
concluye Verweyen, no fue en 1968, sino entre los periodos tercero y cuarto
de sesiones del Concilio.
El último periodo de sesiones comenzó el 14 de septiembre de 1965 con
una sorpresa. Pablo VI anunció la creación de un consejo de obispos, a
través del cual el episcopado participaría en el futuro más a fondo en el
gobierno de la Iglesia universal. «La noticia no desencadenó entusiasmo»,
rememora Ratzinger, «pero bastó para que reviviera el optimismo casi
perdido». Merced a un trabajo intenso se dio ahora forma definitiva a los
doce textos conciliares aún pendientes, que fueron sucesivamente
aprobados. La Declaratio de libertate religiosa contenía el reconocimiento
inequívoco del «derecho a la libertad religiosa». La imposición de la fe y la
opresión de seguidores de otros credos deben rechazarse por
antievangélicas, se afirma en el documento. En la declaración Nostra aetate,
el Concilio dio nuevas directrices para el diálogo con las religiones no
cristianas y aseguró que la Iglesia católica no rechaza «nada de lo que de
bueno y santo hay en estas religiones» [13]. En la constitución dogmática
Dei verbum sobre la divina revelación, los padres conciliares hicieron suya
la definición ratzingeriana de que existe una única fuente de la revelación, a
saber, la autocomunicación de Dios en la historia y, sobre todo, en
Jesucristo. De este único hontanar fluyen los dos ríos que son la Escritura y
la tradición.
Por su parte, Gaudium et spes, la constitución pastoral sobre la Iglesia en
el mundo actual, cuyo título provisional seguía siendo Schema XIII, mostró
las posibilidades de una colaboración en pie de igualdad en los ámbitos de
la sociedad, la cultura, la economía, la comunidad internacional y la paz, y
contrapuso a la delimitación defensiva de la Iglesia respecto del mundo el
principio del diálogo, sin silenciar las debilidades y los peligros de la
Modernidad. Después del primer –y severísimo– pronunciamiento sobre
este esquema se recibieron unas 3.000 propuestas de cambio, que debían ser
tomadas en consideración. «La [intervención] del cardenal Frings la preparó
el Prof. Ratzinger», anotó el perito Otto Semmelroth en su diario el 24 de
septiembre de 1965. «Estos últimos días habíamos hablado al respecto. Y se
reconocían de forma muy precisa sus ideas» [14].
Especialmente en los debates sobre la Gaudium et spes habían surgido
fuertes vínculos entre los participantes alemanes y polacos en el Concilio.
Se fortalecieron en virtud de una carta con la que los obispos polacos
exhortaron en noviembre de 1965 al perdón y la reconciliación entre ambos
pueblos. El llamamiento con el que concluía la carta –«perdonamos y
pedimos perdón»– suscitó una vehemente reacción del régimen comunista,
pero tampoco fue bien recibido por una gran parte de la población.
Finalmente, la reconciliación fue preludiada por el mensaje que se expresó
simbólicamente en la genuflexión del canciller alemán Willy Brandt el 7 de
diciembre de 1970 en Varsovia ante el memorial a las víctimas del gueto
judío.

Cuando el secretario general del Concilio anunció el 6 de diciembre que


la congregación general de ese día, la 168.ª, iba a ser la última, una ovación
atronadora resonó en las naves de San Pedro. Esa mañana, en la 544.ª y
última votación, los padres se pronunciaron sobre el texto en su conjunto.
De los 2.373 votos emitidos, 2.111 fueron placet, 251 non placet y 11 nulos.
Un día más tarde, en la novena sesión pública, se procedió a «borrar de la
memoria de la Iglesia el recuerdo de la excomunión» que la Iglesia
occidental y la oriental habían decretado una contra otra en 1054, en la
estela de su separación (de los 2.391 padres que habían votado sobre este
particular, 2.309 lo habían hecho a favor del levantamiento del anatema a
los ortodoxos, 75 en contra y 7 habían emitido voto nulo). A la misma hora
en la que esta declaración se leía en la basílica de San Pedro entre el
frenético aplauso de los padres conciliares, en la iglesia de San jorge de la
antigua Constantinopla el primer secretario del Santo Sínodo se presentó
ante los fieles para anunciar la medida. Simultáneamente se notificó el «acto
de amor» a los patriarcas ortodoxos de Alejandría, Antioquía, Jerusalén,
Moscú, Belgrado, Bucarest y Sofía, así como a las Iglesias ortodoxas de
Grecia, Polonia, Checoslovaquia, Azerbaiyán y Chipre.

En la mañana del 8 de diciembre, un día invernal, ventoso y de cielo


encapotado, se reunieron en la plaza de San Pedro una vez más los 2.200
padres conciliares, los más de 500 asesores, los representantes de otras
confesiones y 89 delegaciones de Estados del mundo entero para la
ceremonia de clausura. A Ratzinger la solemne clausura del Concilio le
pareció «más bien un tanto sobrecargada y superficial». Sin embargo, los
300.000 fieles congregados estallaron en un entusiasta clamor cuando la
larga procesión de los padres que precedía a Pablo VI –sentado en la sedia
gestatoria– llegó, en medio del estrepitoso repique de todas las campanas
de Roma, a las amplias escaleras que conducen a la basílica de San Pedro.
Al término de la santa misa y de un llamamiento del papa a los distintos
estados de vida cristiana, se hizo de nuevo silencio. «El Concilio Vaticano
II, reunido en el Espíritu Santo y bajo la protección de la Bienaventurada
Virgen María, que hemos declarado Madre de la Iglesia», leyó el arzobispo
Felici un breve pontificio para clausura de la asamblea episcopal, «debe, sin
duda, considerarse uno de los máximos acontecimientos de la Iglesia».
Mediante esta disposición se ordena «que todo cuanto ha sido establecido
por el Concilio sea religiosamente observado por todos los fieles para gloria
de Dios, para el decoro de la Iglesia y para tranquilidad y paz de todos los
hombres» [15].
El Concilio había hecho su trabajo. Los padres estaban exhaustos y
podían, por fin, marcharse a casa. Los periodistas empaquetaron sus
cuadernos y se apresuraron hacia los taxis, que esperaban para llevarlos al
aeropuerto. Uno de los observadores del Concilio, Ralph Wiltgen, garabateó
en su libreta de notas una valoración final, en la que destacó sobre todo al
jefe de Joseph Ratzinger: «En esta gran asamblea probablemente nadie haya
influido tanto en la aprobación de la legislación conciliar –tras el papa–
como el cardenal Frings», resumió. «Sin la organización que él ha inspirado
y dirigido, el Concilio en modo alguno habría podido trabajar
eficientemente»
El propio Ratzinger se expresó con reservas en su primera valoración.
«Hacer balance del Concilio requeriría un libro entero», escribe sobre el
último periodo de sesiones; «por lo demás, todavía es demasiado pronto
para intentar llevarlo a cabo». Tal balance debería también «considerar los
resultados no escritos del Concilio». Cita aprobatoriamente al teólogo
protestante Oscar Cullmann, para quien el Vaticano II, «en conjunto y salvo
por algunos puntos concretos, ha satisfecho –y, en muchos aspectos, aun
superado– las expectativas, en la medida en que no eran ilusorias». A modo
de advertencia añade Ratzinger que la renovación no debe «confundirse con
la dilución y el abaratamiento de todo». En especial le preocupa que aquí y
allá se busque en la libre creatividad litúrgica una vía de escape, que se
eluda la exigencia del culto divino –que lleva hacia lo hondo–,
empequeñeciendo y desacreditando así la gran aspiración de una verdadera
reforma; que aquí y allá no se pregunte tanto por la verdad cuanto por la
modernidad y esta parezca ser tenida por criterio suficiente de toda acción»
[16].
¿Era el Concilio realmente resurgimiento, como creían la mayoría de los
padres? ¿O era el inicio de una ruptura como no había vivido la Iglesia
católica desde la Reforma? ¿No era previsible desde hacía tiempo también
la escasamente edificante disputa que se iba a desatar alrededor del
Concilio, a favor y en contra de él? ¿No había sembrado Juan XXIII vientos
al abrir las ventanas de la Iglesia y ahora tocaba cosechar tempestades?
«Los obispos se sabían alumnos en la escuela del Espíritu Santo», afirma
Ratzinger; «no podían ni querían crear una Iglesia nueva. No tenían
autoridad mi mandato para ello» [17].

Había sido tarea del Vaticano II propiciar, en una época de cambie


radical en el mundo entero, un nuevo posicionamiento de la Iglesia ante la
Modernidad. Por primera vez había hablado un concilio de «Iglesias» y
«comunidades eclesiales» al margen de la Iglesia católica de Roma. A la
vista del Holocausto y dado el prolongado y tortuoso trato con el judaísmo,
no podía por menos de replantearse la actitud ante la fe de Israel. Desde el
punto de vista intraeclesial, entre los logros del Concilio se contaron la
clarificación de la relación entre episcopado y primado, la definición del
concepto de «pueblo de Dios» y el redescubrimiento de la importancia
central de la Sagrada Escritura para la vida de la Iglesia y de todos los
fieles. En conjunto, el Concilio, afirma el teólogo Siegfried Wiedenhofer,
«logró lo realmente increíble», a saber, el entrelazamiento del desarrollo
medieval-moderno de la Iglesia y la teología con el origen bíblico-
veteroeclesial.

Durante el vuelo de regreso a Alemania le vinieron a la mente a


Ratzinger las palabras de Juan XXIII, quien en el discurso de apertura del
Concilio había afirmado que era tarea del Concilio «transmitir pura e
íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina». También resultaba,
por supuesto, «necesario profundizar en la doctrina irrevocable e inmutable
que debe ser fielmente observada, formulándola de tal manera que se
corresponda con las exigencias de nuestra época». Su sucesor Pablo VI, en
una de las últimas sesiones públicas del Concilio, el 18 de noviembre de
1965, advirtió de los riesgos de reinterpretar el término aggiornamento
«como si comportara la relativización de todo lo que contiene la Iglesia –
dogmas, leyes, estructuras, tradiciones– conforme al espíritu del mundo».
La comprensión correcta solo puede encontrarse, según él, en conexión con
la adecuada sensibilidad para la doctrina y la estructura de la Iglesia
católica. Lo que se requiere es suscitar entusiasmo misionero e impulsar la
búsqueda apasionada de la verdad y la santidad; en último término, «un
anhelo de autenticidad mediante un vivo olfato para defenderse contra la
invasión del espíritu de la época» [18].

Hasta qué punto era importante para los padres la continuidad se percibe
en las más de mil referencias al magisterio de Pío XII realizadas en las
contribuciones tanto orales como escritas. Con ello, este papa es, después
de la Sagrada Escritura, la fuente más citada en los textos conciliares. En
modo alguno legitimó el Concilio una retórica conducente a una
secularización de la fe. Ni se zarandeó el celibato ni se prometió el
sacerdocio femenino ni se niveló la «potestad suprema» del papa. Ni se
excluyó el latín de la liturgia ni se prohibió a los sacerdotes que se sintieran
llamados a ello celebrar en el futuro la santa misa mirando junto con el
pueblo ad orientem, hacia el sol naciente y hacia el Salvador que retorna. Sí
se permitía, sin embargo, que el latín, la lengua cultual clásica, se
complementara con las lenguas vernáculas.
Joseph Ratzinger había sido el más joven en el seminario mayor. Había
sido asimismo el catedrático de Teología Sistemática más joven de
Alemania. En el Concilio, siendo el perito teológico más joven, se convirtió
en el juvenil spiritus rector de la mayor y más importante asamblea eclesial
de todos los tiempos. La investigación más reciente sobre el Concilio
muestra que su contribución fue mayor de lo que él mismo da a entender.
Empezando por la conferencia de Génova en noviembre de 1961, con el
llamamiento a que la Iglesia prescinda de todo lo que pueda entorpecer el
testimonio de fe, hasta los once grandes discursos que escribió para el
cardenal Frings y pusieron en ebullición el aula conciliar, pasando por los
informes periciales sobre los esquemas de la curia, en los que criticó la
ausencia de ecumenismo y de estilo y lenguaje pastorales. A ello hay que
sumar su participación, como miembro de diversas comisiones conciliares,
en la redacción de los documentos definitivos.
Sobresalen especialmente varios hechos. Ratzinger desempeñó un papel
decisivo en la «asamblea golpista» celebrada en el Anima, presentando un
proyecto alternativo al esquema sobre la revelación. Escribió el discurso
con el que Frings tumbó el 14 de noviembre de 1962 el procedimiento
conciliar pensado por la curia. Estuvo detrás del punto de inflexión del
Concilio, marcado por el rechazo del esquema sobre las fuentes de la
revelación el 21 de noviembre de 1962, cuyo tono él había criticado por
«gélido, es más, realmente escandalizador». A partir de este momento pudo
acontecer algo nuevo, pudo empezar ya el verdadero Concilio. Con ello,
Joseph Ratzinger: a) definió el Concilio; b) lo encauzó en una dirección
orientada al futuro; y c) influyó con sus aportaciones decisivamente en los
resultados.

También el hecho de que Frings se convirtiera en el líder determinante –


tras el papa– del Concilio se debió sobre todo a su asesor teológico. Con su
contribución a la Dei verbum, la constitución dogmática sobre la divina
revelación –que, junto a Nostra aetate, Gaudium et spes y Lumen gentium,
se cuenta entre las claves del Vaticano II– se abrió una nueva perspectiva,
que consistió en distanciarse de una comprensión demasiado teórica de la
revelación divina y en adoptar otra personal e histórica, referida a la
reconciliación y la redención.
Ya solo al trabajo invertido en esta constitución le corresponde, según
Claus-Peter März, catedrático de Nuevo Testamento en la Universidad de
Erfurt, un peso teológico especial, porque «envolvió», de hecho, el camino
del Concilio de principio a fin [19]. Ratzinger comparte esta opinión. El
documento tuvo, afirma, una «importancia realmente revolucionaria» para
el estudio de la Sagrada Escritura como «alma de la teología católica»: «En
primer lugar, se trata de la afirmación más importante del Concilio sobre la
teología en general. [...] En segundo lugar, va asociada a la exigencia de que
en la teología católica todos los temas se desarrollen coherentemente desde
la Sagrada Escritura. Esto supone una ruptura con el sistema de
pensamiento de la neoescolástica» [20].

Una ruptura con un sistema de pensamiento ya superado, nótese bien, no


con la tradición. Según Ratzinger, lo que quería Juan XXIII no era un
impulso para diluir la fe, sino un impulso para «radicalizar la fe». En
resumen, en el Vaticano II no debe verse sino el comienzo de la nueva
evangelización del mundo, como luego añadiría, ya como Benedicto XVI,
el antiguo perito conciliar.
Ratzinger nunca fue un teólogo circunscrito a la actividad académica. En
los años del Concilio, su independencia intelectual se conjugó con la
conciencia de responsabilidad por la Iglesia universal. El encuentro con un
hombre experimentado, equilibrado y, no obstante, decidido a caminar
valientemente hacia delante fue un guiño del destino. Sin embargo, habría
sido imposible no contar como asesor con el joven teólogo estrella. Si no lo
hubiese hecho Frings, lo habría llamado el cardenal Döpfner o cualquier
otro obispo alemán.

Por muy claramente que se manifestaran con ocasión del Concilio


Vaticano II las virtudes de Ratzinger, igual de palmarias se hicieron, sin
embargo, sus debilidades. Entre ellas se cuentan, por una parte, una
valoración errónea de las consecuencias que podían derivarse del deseo de
cambiar o deconstruir la Iglesia católica, en especial en el ámbito de la
liturgia; y, por otra, la ingenuidad respecto a un bando que no solo defendía
un enfoque teológico interesante, como Ratzinger creyó durante largo
tiempo, sino que perseguía un cambio de sistema. Sin duda equivocada fue
también su valoración del efecto de aquellas fuerzas que surgían a partir de
las leyes de la sociedad mediática que se estaba perfilando. Nunca antes
había estado tan expuesto un concilio a una dinámica a través de la cual las
fuerzas profanas trataban de influir en su desarrollo. Con sabia previsión
había advertido ya Juan XXIII en octubre de 1961 de que «sería de hecho
una desgracia que, por falta ora de información, ora de discreción y
objetividad, un acontecimiento religioso de tamaña importancia fuese
objeto de una presentación inadecuada y, a causa de ello, su carácter y sus
objetivos resultaran deformados». De ahí que debiera hacerse todo lo
posible para dar a conocer «el Concilio en su luz verdadera» [21].
A ello se añadió un fenómeno que el teórico estadounidense de los
medios de comunicación Marshall McLuhan caracterizó en la década de
1960 con la frase: «El medio es el mensaje». En el caso del Concilio, ello
quiere decir: lo que cuenta no son tanto los contenidos, sino el evento como
evento y su interpretación. A las afirmaciones materiales del evento se les
superponen crecientemente leyendas. Esta superposición, a su vez, crea una
realidad que al final se antoja más real que aquello que aconteció en el
Concilio mismo y se aprobó en sus textos.
De la lógica de los medios de comunicación, que cultivaban su propia
idea de Iglesia y de reforma, se derivaba la necesidad de interpretar y
reinterpretar no solo el Concilio, sino también a alguno de sus
protagonistas. Así como en algún momento hubo dos concilios –el Concilio
auténtico de los padres y el Concilio virtual de los medios–, así también un
día habría dos Ratzinger. El Ratzinger real, tal cual lo conocían quienes
trabajaban con él, y el Ratzinger de los medios. El hecho de que se lograra
presentar posteriormente al asesor de Frings como un «traidor al Concilio»
forma parte sin duda de los capítulos más grotescos del Vaticano II.

Sea como fuere, de los hechos no se desprende la teoría de la


conversión» de un teólogo progresista en pensador reaccionario. La
verdadera herencia del Concilio se encuentra en sus textos», no se cansaba
de proclamar Ratzinger. «Si se interpretan cuidadosa y concienzudamente,
se previenen los extremismos de uno y otro lado; y entonces también se
abre en verdad un camino que aún tiene mucho futuro ante sí» [22]. Como
herencia dejaría luego, en un llamamiento realizado espontáneamente en
una de sus últimas apariciones como papa, unos días antes de despedirse del
ministerio petrino, esta exhortación: «Siempre vale la pena volver [...] al
Concilio mismo, a su profundidad y a sus aplicaciones esenciales».

Apenas se cerraron las puertas del cuarto periodo de sesiones, para


Ratzinger comenzó de hecho un trabajo hercúleo, una lucha de cincuenta
años por el legado del Concilio. Su lema ha sido: «Clarificar qué es lo que
realmente queremos y qué no, ese fue el mandato que recibí en 1965» [23].
CUARTA PARTE
EL MAESTRO
37
Tubinga

1 966 es un año de cambios geopolíticos, sociales y socioculturales que


proporcionan al mundo un enorme impulso. Mientras la sonda espacial
soviética Luna 9 aluniza suavemente y envía por primera vez imágenes del
satélite a la Tierra, en Argentina se produce un golpe militar. En África
declaran su independencia Estados como Botsuana y Lesoto. El 18 de
agosto se da el pistoletazo de salida de la «Gran Contrarrevolución
Proletaria» en China. Las purgas políticas, perpetradas por los «Guardias
Rojos» de Mao Zedong, le cuestan la vida a millones y millones de
personas.
Estados Unidos comienza con los ataques aéreos contra Vietnam del
Norte. En Los Ángeles, la Guardia Nacional reprime brutalmente los
disturbios raciales. 34 afroamericanos lo pagan con su vida, hay 800 heridos
graves. En Barcelona, unos primeros disturbios estudiantiles obligan a las
autoridades universitarias a suspender las clases. También en Roma se
cierra la universidad después de que 1.500 estudiantes ocupen el campus y
fuercen la dimisión del rector.

Los jóvenes siguen su propio camino, que se plasma en una colorida


indumentaria hippie, faldas cortísimas y pelos largos. Intérpretes como Bob
Dylan, John Lee Hooker, Eric Burdon, The Doors, Procol Harum y los
Rolling Stones proporcionan el ritmo para ese nuevo estilo de vida. Entre
los cien grandes éxitos del año hay canciones como Summer in the City, My
Generation y Good Vibrations. A la cabeza y sin competencia se encuentran
los Beatles que, como señala John Lennon de paso, «ya son más populares
que Jesús».
En las universidades alemanas, el foco de atención está puesto sobre la
Unión de Estudiantes Alemanes Socialistas (SDS, por su sigla en alemán)
debido a su creciente radicalización. La base teórica que propicia la
efervescencia en las universidades procede de la «Escuela de Fráncfort»,
con ideas de Hegel y Marx actualizadas, Entre sus grandes maestros se
encuentran Theodor W. Adorno, Herbert Marcuse y Max Horkheimer. En la
Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, la «industria
cultural» capitalista es sometida a examen. Ahí se dice que los métodos de
dominación inherentes (a la industria cultural capitalista) son más sutiles
que los de los regímenes autoritarios, pero no por ello menos efectivos. Las
masas, se dice en la obra, son sometidas a un adoctrinamiento mediático
para adormecerlas intelectualmente y uniformizarlas.
Con 39 años, el catedrático de Teología Joseph Ratzinger se encuentra en
el cénit de su carrera. Ha logrado todo cuanto puede lograr un intelectual:
atención, reconocimiento, influencia. El distinguido color gris que
entretanto ha adquirido su cabellera contrasta con un aspecto juvenil. Sin
embargo, a todo el mundo le parecía que ese estilo realmente se ajustaba a
la perfección a la joven estrella de la teología, de quien aún se esperaban
grandes cosas. En Roma colaboraba con los mejores teólogos de la época, y
aquí es donde encuentra a su último maestro. El colonés Gottlieb Söhngen
le había proporcionado la formación que lo convirtió en un brillante
teólogo. Otro colonés, el cardenal Frings, le enseñó el resto. Por ejemplo, el
arte de tratar con los monseñores de alto rango de la curia. O, dado el caso,
el valor de corregirse a sí mismo y de aplicar realmente nuevos
conocimientos.
Frings era un hombre de praxis. Un sacerdote del pueblo que había
ejercido de sencillo pastor de almas durante un cuarto de siglo. En el
Concilio se convirtió en uno de los hombres más importantes de la Iglesia
universal gracias a su experiencia, su equilibrio y su carácter discreto, casi
aristocrático. Teológicamente superior a él, Ratzinger se benefició de la
diplomacia y serenidad del prelado al que acompañaba. Mientras que
contemporáneos como Küng a menudo «reaccionaban con precipitación»,
Ratzinger, fiel a la escuela del cardenal, siempre prefería aguardar y sopesar
las cosas para poder dar en el clavo con las conclusiones adecuadas.
Sospechando vagamente que quizá algún día él mismo iba a tener que
afrontar grandes tareas, siguió con gratitud el ejemplo de Frings, a quien
percibía «como un padre». La frase que quizá retrate con más acierto su
sinergia es la que pronunció Ratzinger en diciembre de 1978 en Colonia
cuando dio sepultura al cardenal. Su maestro, dijo, «contemplaba a las
personas y el mundo desde Dios, y a Dios y el cielo desde las personas».
El traslado de Ratzinger de Münster a la ciudad universitaria protestante
de Tubinga es una de las decisiones más enigmáticas en la biografía del
posterior papa. Casi todas las bifurcaciones posteriores obedecían a una
lógica interior y, en su mayor parte, no estaban determinadas por él.
Ratzinger es y no es un luchador. Deja que asuntos personales corran su
curso y a menudo toma decisiones basadas en la intuición, sin tener en
mente un determinado objetivo o mostrar ambición. La despedida de
Westfalia, sin embargo, no llegó de sopetón. Entretanto, su hermano Georg
se había mudado de Traunstein al Danubio, y dirigía el mundialmente
famoso coro infantil de los Gorriones de la catedral de Ratisbona, los
Dompsatzen. La hermana Maria echaba de menos a las amigas y se sentía
sola. A ello se sumaba su reciente miedo a uno de los estudiantes que vivían
con ellos en la casa, quien padecía una psicosis. Repetía una y otra vez que,
para ella, el lugar más bello de Münster era la estación de la ciudad, desde
la que partían los trenes hacia Baviera.

Ratzinger se habría mudado gustosamente a Múnich. En la universidad


Ludwig Maximilian de Múnich había quedado vacante la cátedra de
Dogmática, pero él no figuraba en la lista de profesores deseados por la
facultad. Söhngen había presentado un voto especial a su favor, al que se
sumaron varios colegas. «Döpfner también estaba a mi favor», me dijo
Ratzinger en una de nuestras conversaciones. «Pero la situación en Múnich
habría sido, en conjunto, difícil para mí». Por teléfono le pidió a Rahner,
quien también intervenía en el proceso de selección, que en ningún caso lo
eligieran a él, sino al teólogo dogmático Leo Scheffczyk. Al fin y al cabo,
en Ratisbona se estaba creando, de acuerdo con la decisión del Parlamento
regional de Baviera, una nueva universidad. Esto permitió a los hermanos
soñar con la perspectiva de volver a reunirse todos en un mismo lugar.
Ratzinger seguía abrigando la idea de dedicarse a la enseñanza y la
investigación en un ambiente de absoluta tranquilidad, para poder trabajar
en la gran obra que tenía en mente. Entretanto, percibía la situación en
Münster como «difícil», a pesar de la dotación de su cátedra, del aprecio del
cuerpo docente y del pelotón de estudiantes que estaban a sus pies. Ahora
no solo le molestaba la distancia de su patria chica («Yo soy todo un
patriota bávaro, por lo que la perspectiva de vivir de forma permanente en
Münster, tan lejos de casa, no me atraía»), sino también el teólogo
fundamental Johann Baptist Metz, un año más joven que él. El mismo había
ayudado al discípulo de Rahner a conseguir la cátedra. Los dos se habían
entendido bien. Sin embargo, desde que Metz propagaba su «teología
política», la relación había devenido difícil. En él se había reafirmado la
impresión, asegura Ratzinger, «de que con la teología política de Metz
irrumpe una orientación que introduce la política en la fe de un modo
erróneo. Y vivir en una continua bronca dentro de la facultad no hubiera
sido lo mío, especialmente porque a nivel humano me entendía bien con
Metz» [1]. Quiso evitar una ruptura abierta. Así que le pareció «más
adecuado marcharse a Tubinga e insertarse en la tradición tubinguesa».
Además, «en aquel momento se sentía más próximo al trabajo de Küng que
al de Metz».
Tubinga podía ser una solución provisional. Ya durante el Concilio, en
julio de 1964, Hans Küng había invitado a Ratzinger a dar una lección
magistral. El suizo soñaba con convertir su facultad en el centro de la
teología moderna. Para ello necesitaba tener a su lado al teólogo más capaz
y popular de la nueva generación. A Küng, el compañero bávaro también le
parecía «simpático como persona alababa su «alta reputación» y su «gran
receptividad para cuestiones del presente» [2].

Küng visitó a Ratzinger en Münster el 2 de mayo de 1965, y los dos


comentaron los detalles del eventual traslado del segundo a Tubinga. El
nombramiento, le aseguró Küng, se plantearía como designación unico
loco, es decir, sin concurso, directa. En una carta, nueve días después, el
suizo subrayaba de nuevo las ventajas de Tubinga. Así, por ejemplo, «la
colaboración científica con colegas católicos y protestantes en un lugar de
gran tradición de libertad», las «excelentes condiciones de trabajo» y, con
un guiño a María, la hermana de Joseph, «la proximidad a su patria chica».
De ser necesario, se podría esperar incluso hasta la Pascua de 1966.
Entretanto, se localizaría una bonita vivienda para los dos hermanos: «Solo
que, en este caso, tendríamos que saber con seguridad que Ud. va a venir,
para no quedarnos finalmente sin pájaro en mano ni ciento volando». El 15
de mayo de 1965 contesta Ratzinger diciendo que, en vista de las
condiciones, «me pongo con mucho gusto en manos de la Facultad de
Tubinga en calidad de pájaro» [3].
El propio Küng había tomado posesión de su cátedra durante el semestre
de verano de 1960. En la primera parte de sus memorias de tres volúmenes
señala que antes que a él se le ofreció la plaza a Hans Urs von Balthasar.
Tras la negativa de este, y el rechazo de otros dos candidatos, finalmente
sonó su nombre para la plaza [4]. Lo que Küng calla es que inicialmente
existía un claro favorito, en concreto Ratzinger, que, sin embargo, ya había
recibido una llamada a Bonn. Solo tras su negativa, y la de los otros
candidatos, la Consejería de Educación y Cultura de Baden-Wurtemberg se
mostró dispuesta a nombrar a un teólogo no habilitado como Küng, en
cierta medida como solución de emergencia. Y en contra de las reservas de
Roma. Pero también, como expone Daniel Deckers en su biografía sobre
Karl Lehmann [5], en contra de las dudas de Hermann Volk (el catedrático
del que Küng era ayudante en Münster), de Michael Keller (el obispo
responsable de la facultad en Münster) y de Franziskus von Streng, obispo
de Basilea (la diócesis de Küng).

Independientemente unos de otros, Volk, Keller y Streng habían


recomendado al obispo de Rotemburgo, Carl Joseph Leiprecht, responsable
de la Facultad de Tubinga, que esperara con el nombramiento de Küng.
Decían que, aun cuando el joven poseía un gran talento, estaba algo pagado
de sí mismo. A su vez, el prelado Hófer, consejero de la Embajada Alemana
ante la Santa Sede, le recomendó a Küng: «En mi opinión, es mejor que su
escrito del Concilio permanezca aún sin publicar. Ud. debe guardar silencio
a toda costa» [6]. Küng obedeció y suplicó a la editorial Herder que
retrasara la salida al mercado de la obra Concilio y reunificación hasta
asegurarse la cátedra.
A mediados de los sesenta, Tubinga era una pequeña ciudad de 40.000
habitantes. Para todo teólogo que se preciara representaba la tierra
prometida, crecida orgánicamente en el mundo aislado de una élite
espiritual que hacía gala de universalidad liberal. A la Facultad de Teología
Protestante se había sumado 150 años atrás un equivalente católico. En el
semestre de verano de 1966, la universidad cuenta con 7.467 estudiantes, de
ellos 547 en la Facultad de Teología Protestante y 315 en la Facultad de
Teología Católica. Del olimpo de la teología alemana esperaba Ratzinger
«encuentros interesantes con destacados teólogos protestantes», quienes se
entendían como vanguardia marcadamente crítica en medio del confort de
la pequeña y burguesa ciudad suaba, la ciudad de Hegel, Schelling y
Hölderlin.

El nuevo hogar, una austera casa adosada que hace esquina, se encuentra
en la Friedrich Dannemann Straße, 22, ubicada en una zona tranquila de las
afueras con vistas a la Capilla de Wurmlingen. El catedrático disfruta de la
«magia de la pequeña ciudad suaba», con sus alemánicas casas de paredes
entramadas, las soñolientas plazas del casco histórico y las silenciosas
vegas a orillas del río Neckar. La hermana Maria se encarga de llevar la
casa. Y también hay un gato negro en el vecindario, llamado Panther, que
quiere acompañar cada mañana al sacerdote en su celebración de la misa
allí cerca. Peter Kuhn, su ayudante, lo lleva por la ciudad con un oxidado
Citroën 2CV. Esther Betz viene de vez en cuando de visita, y el «tío
Ratzinger», como lo llaman los sobrinos de Betz, se apresura para recoger a
su amiga en la estación, llevarle la bolsa de viaje y deambular juntos por la
ciudad.
Al principio, Ratzinger recurre al tren para combinar la asignatura
troncal de Teología Dogmática en su nuevo destino con clases y exámenes
pendientes en Münster. En Tubinga visita, acompañado de un estudiante
libanés, a Ernst Bloch y se divierte al ver al celebrado filósofo de izquierdas
manejar con poca destreza una pipa de agua, a pesar de que este había
afirmado que usaba su shisha con regularidad. La devolución de la visita
nunca llega a concretarse. Que cenara todos los jueves con Küng es pura
fantasía. Lo que sí es cierto es que los dos se entendían bien.
«En principio, coincido con el compañero Ratzinger», es lo que escuchan
los estudiantes en el aula de Küng. El compañero se expresa en términos
similares: «En eso estoy de acuerdo con Küng». Sin embargo, cuando los
dos teólogos dogmáticos aparcan delante de la universidad se observa una
marcada diferencia: el extrovertido suizo conduce un rápido Alfa Romeo
blanco, se viste de forma elegante y con mucho gusto; en cambio, el bávaro,
de apariencia discreta, dobla por la esquina montado en su vieja bicicleta y
con su chapela vasca en la cabeza. Esa entrada parecía «simbolizar dos
mundos teológicos», refiere Freddy Derwahl, biógrafo de Küng, quien
describe la escena como imagen del contraste entre dos teologías, «una que
avanza a toda velocidad y otra perseverante, una sofisticada y otra
humilde»: «Pero aunque Küng pasara junto a uno volando, Ratzinger iba
sentado a más altura. Uno era rapidísimo, el otro tenía una visión más
completa».
Con 400 oyentes, ambos profesores tenían el mismo número de público.
Ambos editaban la colección Ökumenische Forschungen [Investigaciones
Ecuménicas], en la que apareció La Iglesia de Küng, texto que iniciaría su
posterior conflicto con Roma. La colaboración entre ambos no podía ser
mejor. Quizá también porque ninguno de los dos explicitaba al principio las
«importantes diferencias teológicas existentes entre ellos», observa
Wiedenhofer, ayudante de Ratzinger [7]. Y esto, a pesar de que Ratzinger se
negó en una ocasión a evaluar el trabajo de un doctorando de Küng, Josef
Nolte. Y es que no quería impedir, explica, la tesis doctoral de este, un
trabajo en la línea de la más pura teología de Küng. Posteriormente, Nolte
se distanciaría de Küng. ¿Quién sino su antiguo maestro «puede envolver
sus dogmas de tal manera que la mente apenas lo note»? Así polemizaba en
un artículo en Der Spiegel: «Solo Küng es capaz de hacerlo. Con el truco
del coche deportivo y aires de James Bond nos enseña que los católicos
también pueden prescindir de todos los envoltorios y, aprovechando el
viento general del mundo, ascender al cielo» [8].
Como anteriormente en Bonn y Münster, los estudiantes de Tubinga
perciben a Ratzinger como servicial y accesible, si bien, dice el ayudante
Kuhn, a veces también resulta «un tanto raro». Como colaborador había que
tener cuidado «con no acercársele demasiado», dice. Ratzinger «nunca
reprendía a nadie», si bien es verdad que casi todo lo hacía él mismo. Dada
la «personalidad casi única» de Ratzinger, Kuhn sentía que su cometido
consistía en «eliminar la distancia, romper la campana de vidrio que no le
permitía respirar. Pues pensaba que, si alguien la rompía, él se alegraría».
Toda persona es un enigma, reflexiona Kuhn, «y este Ratzinger lo es en
especial medida. Lo conozco y, a la vez, no lo conozco» [9].
En compañía de sus doctorandos, Ratzinger visita en Basilea a Hans Urs
von Balthasar, así como al teólogo protestante Karl Barth, uno de los
«padres teológicos con los que me he criado por influencia de Gottlieb
Söhngen». La costumbre de Ratzinger de iniciar sus coloquios de
doctorando con una santa misa resultaba bastante exótica en Tubinga. «El
sentido de ello era: primero hablar con Dios y después sobre Dios», como
explica Cornelio del Zotto, discípulo italiano de Ratzinger. Del Zotto sigue
diciendo que Ratzinger tiene «una visión armónica del hombre y del
mundo, así como una increíble capacidad de captar el núcleo de las
cuestiones y la verdad de todas las cosas. Por lo que a mí respecta, puedo
afirmar que me ha revelado el maravilloso despliegue de la palabra de Dios,
mostrándome así el sentido del hombre, del mundo y de la historia». El
lema de Ratzinger: «Colaborador de la verdad», no representaría una obra
individual sino colectiva. «Por tanto, no se trata de algo exterior, sino de un
devenir interior. El devenir en el espíritu es una nueva dimensión del ser»
[10].
En una ocasión tuvo lugar en el aula un debate público sobre el primado
del papa. Küng discutió con varios profesores y afirmó que Juan XXIII
había personificado el verdadero tipo de papa cuyo ejercicio del primado no
tenía carácter jurisdiccional, sino pastoral. Ratzinger se hallaba entre el
público cuando los estudiantes comenzaron a proferir su nombre: «¡Rat-zin-
ger!, ¡Rat-zin-ger!». Querían saber qué opinaba él. El interpelado respondió
con acentuada calma que la imagen descrita por Küng debía ser corregida,
pues había que considerar todos los aspectos relacionados con el ministerio
petrino. Si se acentuaba unilateralmente el aspecto pastoral, se corría el
riesgo de no representar al pastor de la Iglesia universal, sino más bien a
una marioneta fácilmente manejable.
El denominador común entre Küng y Ratzinger era la libertad como
requisito del diálogo ecuménico. Al respecto, Küng le envió al compañero
su Meditación teológica. Ratzinger contestó que no era necesario señalar
«lo mucho que estoy de acuerdo con Ud. en este asunto». En enero de 1967,
ambos reivindicaron en la colección de libros que dirigían conjuntamente
«que se suelte todo el lastre teológico innecesario» y se solucionen «las
cuestiones que dividen a la Iglesia». «¡Y entonces ese golpe de suerte!»,
exclamaba jubiloso el catedrático de Retórica, Walter Jens, en la revista
universitaria Attempto!, alabando a los dos campeones de la teología: «Un
artículo sobre principios teológicos salido de la pluma de Ratzinger,
fundamento de reflexiones de influencia perdurable; y a su lado, elevándose
audazmente hacia el cielo, un cohete, disparado desde marcas helvéticas»
[11].
A Küng se le consideraba una de las figuras destacadas de una nueva
Iglesia abierta al mundo. Era capaz de expresar la fe cristiana en un
lenguaje que irradiaba un aura de libertad e independencia. «Confiaba en
que entre Ratzinger y él elevarían la teología conciliar a alturas
inalcanzadas», informa Kuhn. «A pesar de que Ratzinger personificara un
aspecto de la Iglesia que odiaba, Küng lo respetaba» [12]. Según la visión
de Küng, en Tubinga podía surgir, en comandita con Karl Rahner, Johann
Baptist Metz y profesores de segunda fila –como Hermann Häring, Walter
Kasper, el ayudante de Küng, y Karl Lehmann, el ayudante de Rahner–, un
bastión de la teología alemana del más alto nivel. La revista Concilium
serviría de foro.
El plan era bueno, pero se basaba en un craso error de cálculo. Karl
Rahner, por ejemplo, hacía tiempo que se había apartado de Küng. De
compañeros de armas habían pasado a sentir antipatía el uno hacia el otro.
Incluso aliados suyos progresistas como Henri de Lubac habían trazado una
línea divisoria. Respecto de las ideas ecuménicas de Küng, el francés
consideraba que de nada le serviría a la causa del entendimiento entre las
confesiones el que, por parte católica, algunos teólogos, por falta de
diligencia, fingieran precipitadamente la existencia de un consenso donde
no lo había.
Lo que sobre todo pasó –o quizá quiso pasar– por alto el suizo fue que su
colega Ratzinger, un año mayor que él, venía alertando desde tiempo atrás
precisamente de esos desarrollos que Küng tenía en mente como
continuación del Concilio con otros medios. «Les deseo el don del
discernimiento de espíritus» fueron las palabras con las que Ratzinger se
había despedido tras su última clase en Münster, el 25 de mayo de 1966:
«¡Será importante para el futuro de la Iglesia!». No se trataba de una frase
pronunciada inocentemente. A sus compañeros catedráticos de Münster, a
los que volvió a sacar a cenar, les confesó que durante los debates del
Concilio se «había dado cuenta de que la tradición, es decir, el perseverar, el
permanecer, son palabras clave y coordenadas esenciales también en el
Nuevo Testamento» [13].
Ratzinger todavía se veía a sí mismo como parte de las fuerzas de
progreso. A diferencia de Küng, él nunca se separaría de los compañeros de
camino de los días del Concilio. Simpatizaba con todos los teólogos que en
Roma habían sido considerados y perseguidos como disidentes. Así, por
ejemplo, con el dominico belga MarieDominique Chenu, cuyo Manifiesto
había sido incluido en el Índice por decreto del Santo Oficio. Por su parte,
el francés Yves Congar era para él «una de las personas que más venero»
[14]. Gracias a la lectura de Henri de Lubac adquirió, según propia
confesión, «nuevos e importantes conocimientos». Y Jean Daniélou le
proporcionó el material histórico sobre el que fundamentó la tesis de que el
cristianismo es, «en esencia, fe en un suceso», en la entrada y el
acompañamiento de Dios en la historia de la humanidad y que, por ende, no
es una religión cósmica o mística como otras.

«Claro que era progresista», me dijo durante una de nuestras


conversaciones: «Entonces, ser progresista todavía no significaba escapar
de la fe, sino aprender a comprenderla mejor y vivirla con más propiedad,
desde los orígenes». La traducción de la fe al presente, la búsqueda de
formas doctrinales y litúrgicas a la altura de la época: tal era, en su opinión,
el primer requisito de cualquier paso posterior para ser Iglesia con talante
misionero. A diferencia de otros teólogos, Ratzinger basaba su
argumentación en la fe de la Iglesia, nunca en contra de ella. En una
contribución para la revista Wort und Wahrleit escribió en 1960 que «se
trata de despertar los dogmas de la petrificación del sistema, sin renunciar a
lo que tienen de validez verdadera, e insuflarles nuevamente la vitalidad
originaria». En uno de los discursos escritos para Frings había afirmado que
se trataba de lograr el objetivo «que el papa ha fijado para este concilio; a
saber, renovar la vida cristiana y adaptar de tal forma la disciplina
eclesiástica a las necesidades del momento histórico que el testimonio de la
fe pueda resplandecer con claridad renovada en medio de las oscuridades de
este mundo» [15].
Rebelarse contra la tradición y oponerse a una autoridad fosilizada no
fueron solo puntos clave en lo que podríamos denominar su periodo Sturm
und Drang, o sea, de tempestuosidad e ímpetu juvenil. Ratzinger se
mostraba asqueado de un cristianismo en exceso conformista y
aburguesado, que se adormece a sí mismo rodeado de confort. Habiendo
crecido en la época de la teología reformista, que recurría a la tradición
integral de la fe y, a su vez, se confrontaos constructivamente con la vida, el
pensamiento y el saber del momento, para él «partir, ponerse en marcha»
(en el sentido de iniciar un nuevo camino) significaba «vivificar»; eso sí, no
se trataba ante todo de reformas organizativas cuanto de reformas de
contenido, de reformas espirituales. En su opinión, si se producía una
adaptación desproporcionada al mundo, la Iglesia, lejos de ganarse a la
gente, no podía sino perderse a sí misma.
Los discursos preparados por el teólogo alemán para el cardenal Frings
habían contribuido a que el Concilio Vaticano II se convirtiera en un
concilio abierto y determinante para el futuro. Nadie como él era capaz de
formular con tanto tino e inspiración la agenda de la Iglesia católica a
principios de la década de 1960; no obstante, pocos comprendieron tan
pronto como él que todo esto podía propiciar un «proceso de decadencia»
en lugar del deseado «salto adelante».
Más tarde opinaría que «entre lo que querían los padres conciliares, por
una parte, y lo que se transmitió a la opinión pública y terminó confirmando
la conciencia colectiva, por otra» había existido «una diferencia sustancial»
[16]. «Los padres buscaban el aggiornamento, es decir, la actualización de
la fe, y precisamente así querían ofrecerla en toda su fuerza e ímpetu». En
lugar de eso, había surgido la impresión de que «“reforma” era sinónimo de
soltar lastre sin más, de ponernos las cosas fáciles, por lo que la reforma no
parecía consistir ya en la radicalización de la fe, sino en una suerte de
dilución de la fe» [17].
38
Profundamente asustado

L as disputas por la orientación de la Iglesia posteriores al Concilio no


solo se desataron por las discusiones acerca de la figura histórica de
Jesús, la interpretación de las Sagradas Escrituras y cuestiones como el
nacimiento virginal de Jesús y la infalibilidad pontificia. De repente, se
percibía también una enrevesada interacción entre reforma eclesiástica y
crisis de la Iglesia, entre colorida creatividad y pérdida de identidad.

A muchos les parecía que se había formado una oscura nube que velaba
la comprensión de la fe y de la Iglesia. Sacerdotes que se tenían por
emancipados se inventaban misas privadas; otros predicaban como si
estuvieran dando un discurso de carnaval. Los bautizos, las bodas y la
asistencia a la misa dominical disminuyeron dramáticamente: las
confesiones se convirtieron en algo excepcional. Los párrocos rurales se
quejaban de que, incluso en las familias que hasta entonces habían sido muy
devotas, la vida se tornaba cada vez más secular. Y lo mismo podía decirse
de las universidades. El estudiante tubingués Helmut Moll señala que «en
las clases los profesores parecían haber perdido cualquier tipo de consenso
en relación con las cuestiones esenciales de la fe. Siempre tenían que
posicionarse sobre asuntos que hasta entonces habían sido indiscutidos:
¿existe o no existe el diablo?, ¿son siete los sacramentos o solo dos?,
¿existe un primado del obispo de Roma o es el papado sencillamente un
régimen despótico que debe abolirse?» [1].
A Ratzinger le inquietaba profundamente «el cambio cada vez más
notorio del ambiente en la Iglesia». Ante sus ojos se presentaba con más y
más nitidez el peligro de la falsificación del Concilio. En su valoración de la
tercera sesión aún había señalado que no existían «motivos para el
escepticismo y la resignación» y que, por el contrario, todos tenían «razones
para la esperanza, la alegría y la paciencia». Pero ya antes del inicio de la
cuarta sesión su tono había cambiado. En una ponencia ante la comunidad
universitaria de Münster el 18 de julio de 1965 expresó una primera
advertencia clara. Habló sobre la «Auténtica y falsa renovación en la
Iglesia». Mediante dos ejemplos de la historia quiso ilustrar los peligros. El
primero fue el gnosticismo en Corinto en tiempos del apóstol Pablo, que
había tornado erróneamente la «libertad cristiana» en un «afán de reforma
por la reforma». Y el segundo, la tendencia a un «entusiasmo exaltado y
caótico» en tiempos de Lutero. Incluso en una ciudad tan juiciosa como
Münster había habido un movimiento de exaltación entusiasta en contra de
la jerarquía y a favor de una renovación de la sociedad mediante la
subversión de los valores. Esa exaltación entusiasta terminó dando lugar a
un régimen de terror. Se refería a la secta radical de los anabaptistas que,
tras la Reforma protestante, establecieron en Münster en 1533 un régimen
que trataba de emular a la comunidad cristiana primitiva. Esta «teocracia»
trajo terror y hambre hasta que un regimiento de lansquenetes puso fin al
disparate.
Las dos experiencias históricas contenían para Ratzinger dos tipos
básicos de falsa renovación de la fe: por una parte, el anquilosamiento en la
propia tradición y, por otra, la disolución de esa tradición para adaptarse al
mundo. En cambio, subrayó el ponente, la auténtica renovación cristiana
lleva a una nueva «sencillez». En el lenguaje conciliar, el antónimo de
«conservador» no sería «progresista», sino «misionero». Para Ratzinger, en
esta antítesis reside en esencia el sentido de qué significa y qué no la
apertura al mundo promovida por el Concilio. Y no proporcionaría al
cristiano mayor comodidad, dándole libertad para sumirse en el
conformismo secular de una moderna cultura de masas, sino que exigiría el
inconformismo de la Biblia: «No hagáis vuestro este tipo de mundo» [2].

Una frase, sobre todo, pronunciada por su profesor en junio de 1965 hizo
que los asistentes aguzaran el oído: muchos de los que en las primeras tres
sesiones del Concilio habían «luchado y sufrido codo a codo para lograr la
renovación» ahora se sentían, según Ratzinger, como triturados por muelas
de molino.
Ya un año antes, Ratzinger había llamado la atención con unas
observaciones críticas. Reprobó la cobertura informativa del Concilio, por
parte de algunos medios, al señalar que muchos periodistas tendían a
reducir asuntos complejos a eslóganes, con lo que trasladaban a la opinión
pública una impresión errónea. Y esta se habría visto reforzada por algunos
peritos conciliares, que ante la prensa hacían pasar sus propios intereses y
demandas por los propósitos y objetivos de los padres conciliares [3]. A
esto se sumó posteriormente una crítica con la que Ratzinger se posicionó
frente a su propio gremio: «El papel que habían asumido los teólogos en el
Concilio fue creando entre los eruditos una nueva seguridad en sí mismos,
pues ahora se veían como los auténticos fiduciarios del conocimiento, por lo
que no aparecían ya como subordinados a los pastores». En su análisis
resaltaba las consecuencias de la revisión: «Tras esa tendencia al
predominio de los especialistas ya se hacía perceptible lo otro, la idea de
una soberanía popular en la Iglesia, la cual suponía que el pueblo decide por
sí mismo qué ha de entenderse por Iglesia» [4].
En realidad, pues, ya mucho antes de su traslado a Tubinga nadie podía
albergar duda alguna acerca de las intenciones de la joven estrella de la
teología. Desde principios de 1966, Ratzinger aprovechó toda ocasión que
se le presentaba para expresar claramente su preocupación. Por ejemplo, en
las clases de una hora de duración que impartió del 13 de enero al 24 de
febrero se mostró a favor de la correcta interpretación y aplicación de las
resoluciones del Concilio. Sostenía que la intención básica de los padres se
expresaba especialmente en la constitución pastoral Gaudium et spes; a
saber, acercar a Cristo al mundo de hoy. Por lo demás, un borrador del
prólogo de este documento, manuscrito por Joseph Ratzinger, se custodia en
el Archivo del Instituto Papa Benedicto XVI de Ratisbona. El teólogo
bávaro suena desilusionado cuando afirma que «aunque la Iglesia ha tratado
de abrir sus puertas al mundo, este, lejos de acudir en masa a la casa abierta
de la Iglesia, más bien ha acrecentado su hostigamiento» [5].
El autor italiano Gianni Valente lo describió diciendo que los avances,
que tanto habían ilusionado a Ratzinger durante el Concilio –la renovación
bíblica, la apertura al mundo, la cuestión de la unión con los demás
cristianos, la liberación por parte de la Iglesia de todos los artificios que
entorpecen su misión–, «no guardaban parecido alguno con el progresismo
destructivo y casi iconoclasta con el que algunos de sus colegas parecían
obsesionados» [6]. En el marco de un ciclo de clases magistrales durante el
semestre de verano de 1966, Ratzinger recuerda anteriores concilios que
también se habían definido como concilios reformadores, pero al mismo
tiempo «siempre se habían opuesto a la secularización de la Iglesia».
Estaban «inspirados por el impulso a la espiritualización, a la radicalidad de
lo cristiano que se purifica de lo mundano y, en su pretensión y sentido
incondicional, se presenta de nuevo claramente como alejamiento de lo que
no es Cristo». Sin embargo, «parece que» la opinión pública percibe el
Concilio Vaticano II de forma completamente diferente. Como si «su
objetivo no fuera la desmundanización [Entweltlichung], sino la apertura al
mundo». Esto habría provocado, entre otras cosas, «un extraño
desplazamiento de los frentes»: «El aplauso vino inicialmente desde fuera,
de aquellos que no comparten ni la fe ni la vida de la Iglesia, mientras que
los fieles partícipes de la vida eclesiástica se podían sentir más bien como
los condenados» [7].
Como teólogo formado en la escuela de san Agustín, Newman y
Guardini e influido por la Nouvelle théologie, Ratzinger no ocultaba que no
le decían gran cosa los lemas del nuevo triunfalismo «progresista». Gracias
a sus estudios sobre san Buenaventura era inmune a la ciega confianza en el
futuro, y más aún a la esperanza de un continuo progreso en la evolución de
la humanidad. Al contrario, en el mencionado ciclo de clases magistrales
del año 1966, Ratzinger veía que el cristianismo europeo se dirigía hacia
«una posición radicalmente minoritaria». El Katholikentag [Jornadas
Católicas] de 1966 en Bamberg lo aprovechó el 14 de julio para tomar el
pulso, ante un gran auditorio, al «catolicismo posconciliar», incluyendo su
lado oscuro: «Seamos francos: se percibe un cierto malestar, una sensación
de desencanto y frustración. [...]. Para unos, el Concilio aún no ha hecho lo
suficiente [...]; para otros, sin embargo, se trata de una ofensa, de una
rendición de la Iglesia al espíritu malévolo de una época que, con su loca
obsesión con lo terrenal, ha ocasionado un eclipse de Dios. Estos últimos
ven, consternados, cómo se tambalea aquello que había sido lo más sagrado
para ellos y, atónitos, se apartan de una renovación que parece propagar un
cristianismo que está de rebajas y, de esa forma, se asemeja a una
disolución, cuando lo que haría falta es un aumento de la fe, de la esperanza
y del amor» [8].
A posteriori, Ratzinger hablará de una «primera señal de aviso» que
quiso dar en Bamberg. Sin embargo, a ese aviso, dirá él mismo, «apenas se
le prestó atención». Las Jornadas de Bamberg pasaron a la historia como
«el Katholikentag de la inquietud». El 18 de julio de 1966, el semanario
Der Spiegel lo resumía así: «La discordia –hasta ahora particularidad
evangélica– se extiende también entre los católicos del Katholikentag». Al
respecto, la revista citaba al obispo de Essen, Franz Hengsbach: «Tiempos
tormentosos se ciernen sobre la Iglesia».

Según las investigaciones del teólogo fundamental Siegfried


Wiedenhofer, la crítica de Ratzinger consistía en señalar que la
predominante mentalidad progresista hace que la reforma eclesial «se
convierta en una mera adaptación a las plausibilidades de la cultura y la
sociedad modernas». Una modernización falsa amenazaría, según esto, la
identidad de la fe, la Iglesia y la teología. Por el contrario, el núcleo de la
terapia recomendada por Ratzinger consistía en «tomar decididamente
como medida la fe de la Iglesia, tal cual se expresa en sus testimonios
normativos básicos (las Sagradas Escrituras, los padres de la Iglesia, el
dogma, la liturgia, los santos) y, además, guiarse de nuevo por el núcleo y la
esencia de la fe» [9]. Pero el establishment católico se sintió
manifiestamente ofendido por las advertencias de Ratzinger. Y si hubo una
primera señal notable de cambio en la percepción de su persona, esa fue la
desaprobación pública por parte de Julius Döpfner, arzobispo de Múnich-
Frisinga, ascendido a la presidencia de la Conferencia Episcopal Alemana.
Döpfner habló de una «veta conservadora» que de repente creía haber
detectado en quien recientemente había sido celebrado como perito
conciliar. Desde ese momento comenzó a manifestarse el malestar de una
parte del episcopado alemán con el molesto avisador, un sentir que se
mantuvo a lo largo de todas las fases de su actividad, incluso hasta su
pontificado y más allá de este.
La reacción de Henri de Lubac, quien había participado en el Concilio,
demostró que las propuestas de Ratzinger también podían percibirse de
forma distinta. «Acabo de leer en La Croix un comentario sobre la ponencia
impartida por el Dr. Joseph Ratzinger durante el Katholikentag», escribía el
jesuita al editor de la revista, «y si me lo permite, yo además añadiría: este
texto del Dr. Ratzinger contiene el modelo de un poderoso cambio de
rumbo que debe ser llevado a cabo urgentemente si nos atenemos al
auténtico espíritu del Concilio y al verdadero aggiornamento».
De Lubac veía en el concepto de Ratzinger la salvación «de los hoyos de
barro de un “progresismo” que nos conduce hacia la disolución espiritual»
y, a la vez, la solución para «el deseo de muchos de una renovación
auténtica». Instó al editor de La Croix a «perseguir con más ahínco el
camino al que apunta esta ponencia del Dr. Ratzinger. El Santo Padre y
nuestros obispos, sin duda, se lo agradecerían». Esto ayudaría a todos los
cristianos, «desconcertados por los actuales acontecimientos, a seguir con
fidelidad el camino del Evangelio» [10].
Ratzinger siguió profundamente convencido de que los textos conciliares
se encuadraban dentro de la continuidad de la fe. Si se interpretaban
esmeradamente, abrirían, «de verdad, un camino con un gran futuro por
delante». Tampoco dudaba lo más mínimo de la necesidad de la gran
asamblea eclesiástica. «¿Acaso fue, de entrada, un error que se convocara el
Concilio Vaticano II?», es la pregunta que le formulé a Benedicto XVI en
una de nuestras conversaciones. «No, sin duda, fue una decisión acertada»,
me respondió. Se había producido «una situación en la Iglesia en la que
simple y llanamente se esperaba algo nuevo, una renovación que surgiera
del conjunto de la Iglesia, no solo desde Roma. En ese sentido, había
llegado sin más el momento».
En un ensayo de febrero de 1968, Ratzinger insistió en que «el cambio
radical en la teología iniciado en Roma» seguía siendo «una de las
condiciones más importantes para la renovación venidera de la Iglesia».
Según él, la teología permanece, «por supuesto, siempre ligada a la fe, pero
dentro de ese vínculo requiere libertad. Y justo esa libertad de la teología es
uno de los sucesos más esenciales del Concilio Vaticano II» [11]. Añadió,
sin embargo, una observación crítica: «Un profano en la materia no podrá
reconocer lo decisivamente nuevo en los documentos conciliares; es difícil
disimular ese hecho» [12]. Y con la expresión «espíritu del Concilio», que
ahora se escuchaba cada vez más, lo verdaderamente relevante ya no eran
las declaraciones en sí, sino únicamente lo que podrían significar.
Al joven teólogo le distinguía la conciencia de reformador, dispuesto a
luchar por la recuperación del tesoro, no a saquearlo. El cardenal Frings y él
habían tenido la firme convicción de que iban a «realizar una gran
contribución a la Iglesia de hoy y de mañana», declaró en 1988 en una
entrevista. «Cargados de esperanza» habían regresado de Roma. Pero
siendo profesor en Tubinga no pudo por menos de percibir «de qué manera
tan diferente habían interpretado el Concilio». En su facultad había
experimentado cómo un teólogo, «del que yo sabía que había abandonado
la fe, pues él mismo me lo había dicho, uno que no creía en nada, comenzó
aun así a enseñar que sus ideas representaban el auténtico catolicismo».
Esta «destrucción de un comienzo tan prometedor como había sido el
Concilio» le produjo «gran dolor» [13].
Ratzinger no era el único que sentía esto. Muchas de las fuerzas
progresistas que habían ejercido una influencia decisiva en el Concilio
compartían su crítica. De Lubac y Congar advertían frente a la traición y los
excesos. Reconocidos científicos, artistas y poetas –como Julien Green,
Salvador Dalí o Georges Brassens– dirigieron una petición al Vaticano para
que pusiera coto a las distorsiones. Hans Urs von Balthasar elogiaba la alta
calidad de los textos ratificados por el Concilio, pero criticaba el hecho de
que ahora los espíritus pequeños campaban a sus anchas. Estas personas
querían hacerse los interesantes a bajo coste, decía, vendiendo trasnochadas
ideas liberales como nueva teología católica.
Ya en noviembre de 1965, durante la última sesión del Concilio, De
Lubac había finalizado su colaboración en el consejo de redacción de la
revista Concilium de Küng. Según explicó, se había dado cuenta de lo
mucho que la doctrina posconciliar se estaba alejando de aquello que él
entendía por teología católica. Veinte años después, llegó incluso a hablar
de un «concilio clandestino» que, con la firme voluntad de diferenciarse de
los anteriores concilios, cabría comenzado a actuar ya a partir de 1962. Y
esto a pesar de que la constitución pastoral Gaudium et spes había
recomendado una «apertura al mundo». Con ello se pretendía superar una
actitud temerosa que supusiera una reclusión egoísta de la Iglesia en «una
especie de cuarentena»: «¿Y no es verdad que, al contrario, ahora
experimentamos que esa “apertura”, a causa de un engaño masivo, nos
conduce al olvido de la salvación, a la alienación del Evangelio, al rechazo
de la cruz de Cristo, a un camino hacia la secularidad, a descuidar la fe y las
costumbres; en pocas palabras, a disolvernos en lo mundano, a una
abdicación, incluso a una pérdida de identidad, es decir, a traicionar nuestra
responsabilidad frente al mundo?» [14].
Durante una estancia en Estados Unidos, Hubert Jedin había observado
«que, con sus ponencias, ciertos teólogos alemanes hacían desencadenado
allí un movimiento fundamental destinado al cambio de régimen en la
Iglesia». Jedin no nombra a nadie, pero, al parecer, aludía a Hans Küng, que
estaba realizando un ciclo de conferencias por el país. «Cuando regresé a
Alemania en junio de 1966, las olas provocadas por el “movimiento
intranquilo” habían alcanzado gran altura». Uno de sus artículos concluyó
con las siguientes palabras: «El Concilio coloca las vías, pero en este
momento histórico aún no somos capaces de señalar el destino final del
tren» [15].
Muchos de los reformistas radicales defendían la opinión de que los
fieles «participaran» activamente en la misa, por lo que el sacerdote debía
«dialogar» con ellos durante la homilía. Los rezos tradicionales como la
adoración eucarística o el rosario se consideraban formas de devoción que
podían descuidarse. El teólogo católico Gotthold Hasenhüttl, por ejemplo,
pronto comenzó a exigir una «radical apertura al mundo», cuya culminación
no se alcanzaría hasta la llegada de una «papisa negra y embarazada». Hubo
sacerdotes que declaraban con orgullo haber quitado la cruz del presbiterio,
pues, al fin y al cabo, no todos los días eran Viernes Santo. Por eso, incluso
ateos como el psicoanalista Alfred Lorenzer se acaloraban por la
«destrucción de la sensorialidad». La reestructuración suponía una
intervención profunda en los símbolos, mitos, ritos y experiencias de
objetos por parte de las personas, y conducía hacia un nuevo tipo de
creyente, desposeído de imágenes interiores y exteriores que le permitiesen
conocerse a sí mismo y conocer a los demás. Con ello, su religiosidad se
convertía en mera técnica, en algo abstracto y carente de plasticidad, en un
monólogo, en definitiva, en un formalismo sin formas vivas [16].
Esta evolución se parecía un poco a aquellos procesos que el economista
austríaco Joseph Schumpeter había descrito como «destrucción creativa».
Fue, sobre todo, Paul Hacker quien insistió a Ratzinger sobre la necesidad
de pronunciarse con más decisión en contra de los peligros y de estar atento
a la protestantización del catolicismo. «La Iglesia ya no brilla. Esa es mi
mayor preocupación», en esos términos se quejaba el colega de Münster en
una misiva del 12 de julio de 1966. Precisamente aquellos «que hablan de
“apertura” en voz más alta son los que más oscurecen la Iglesia [...]. Su idea
de “apertura” no es otra cosa que un apaño diplomático que busca la
analogía con el mundo. [...] Hoy en día, lo peor son las ideologías de los
laicos que actúan dentro de la religión. En ellos se ve más claramente que el
progresismo solo es una forma modificada de las antiguas tendencias
erróneas» [17].
Ida Friederike Görres, que percibía los resultados reales del Concilio
como «grandiosos y, en cualquier caso, muy superiores a mis expectativas»,
se mostraba verdaderamente escandalizada con la interpretación y
aplicación que de él se hacía. En febrero de 1965 le escribió a un amigo:
«Ahora a menudo me parece que son justo los elementos específicamente
católicos» –el sacerdocio, la jerarquía, la eucaristía, los sacramentos– los
que muchos «perciben, ya de por sí y desde los principios, como
“excrecencias”». La gran dama del catolicismo alemán no pudo resistir las
ganas de asestar un golpe verbal: «Mucha culpa la tiene Küng, con su
continua perorata acerca de la reforma que finalmente se ha materializado y
que llega con 400 años de retraso». Muchos de los reformistas esperaban
«ser parte del poder en el mundo mediante la adaptación incondicional y la
adoración del Zeitgeist [es decir, de las tendencias intelectuales y culturales
de la época]». «La relativización que la Iglesia hace de casi todo lo que
enseña, representa y encarna» era para Görres «tan total, tan despiadada que
la tierra en la que hundo mis raíces parece resquebrajarse» [18].
En contra de todos los propósitos, el Concilio había puesto en marcha
dentro de la Iglesia una revolución cultural sin igual. «Entre los pastores de
almas y, sobre todo, entre el “pueblo llano” se extendió la sensación de que
todo lo que se podía decir, escuchar o incluso leer acerca de Jesús era, en
todo caso, verdad solo a medias», señala el teólogo Hansjürgen Verweyen,
testigo de la época. «Ya solo parecía existir la posibilidad de elegir entre un
agnosticismo practicante, una fe ciega y fundamentalista o el éxodo hacia
formas de verdad y seguridad espiritualmente más atractivas» [19]. Según
el análisis del politólogo Franz Walter, «parecían agotarse las fuerzas de
inmunidad y resistencia del catolicismo frente a la secularización». Entre
los fieles católicos «se fue extendiendo una creciente sensación de crisis,
pesimismo, desorientación y hasta descontento» [20]. El cardenal Frings
apuntó en sus memorias: «Claro que entonces se cernió un tiempo de crisis
sobre la Iglesia, y se difundieron cosas “en el espíritu del Concilio” que los
padres conciliares no habían considerado ni en sueños» [21].
Ya en los años cincuenta se había producido un descenso de las
vocaciones, la frecuencia de las confesiones y la asistencia a la misa. Ahora
bien, dos años después de la clausura del Concilio la proporción de los
fieles practicantes entre los católicos se desplomó. De 1967 a 1973 se
redujo del 55 % al 35 %. La cifra de abandonos que sufría cada año la
Iglesia católica de Alemania se disparó hasta 1970, alcanzando los 70.000
fieles, mientras que anteriormente había permanecido constante en torno a
25.000. Frings estaba «profundamente asustado», tal como observa su
biógrafo Norbert Trippen. «El hecho de que se iniciara en la Iglesia un
proceso revolucionario apelando al “espíritu del Concilio”, pero sin
considerar sus resoluciones reales» pesó mucho en la conciencia del
cardenal. «¿Lo hemos hecho todo bien?», con esa pregunta estuvo
bombardeando a su secretario Hubert Luthe. Según este, a Frings le corroía
la duda de si no era él «corresponsable de las consecuencias no
intencionadas de sus esfuerzos en el Concilio» [22]. Hablando con personas
de su confianza, se lamentaba de que ni la época nazi le había afectado tanto
como el posconcilio. Con gesto de desaprobación, el anciano cardenal
señalaba que «todos hablan del Concilio sin haber leído los textos».
En carta pastoral de 25 de enero de 1968, Frings se quejó de «la
arbitrariedad, las particularidades y los reduccionismos de la vida cultual».
Recordó que «la reforma de la liturgia no ha suprimido el latín, sino que ha
situado, junto a la pista de un solo carril que representaba el latín, el
segundo carril de la celebración en lengua materna. A los sacerdotes se les
encareció el cultivo del silencio durante la misa, del tesoro del cancionero
católico, de los coros eclesiales, así como de las formas de devoción
popular transmitidas por la tradición». El arzobispo reflexionaba sobre la
situación espiritual en Alemania: «Como sabéis, en los últimos tiempos los
obispos hemos tenido que abogar una y otra vez por la preservación sin
recortes de la tradición creyente [...]. Ninguna interpretación debe
transformar las actuaciones de Dios en meras ideas humanas, y tampoco es
aceptable declarar que las ideas de tiempos pasados resultan inadmisibles
para el pensamiento actual y, en consecuencia, han de ser reformuladas»
[23].
Entre otros, también el papa del Concilio confirmó el diagnóstico de
Ratzinger. «Tras el Concilio, la Iglesia ha disfrutado y aún disfruta de un
grandioso despertar», esas fueron las palabras con las que Pablo VI lo
resumió durante la audiencia general del 25 de abril de 1968; «pero la
Iglesia también ha sufrido y sigue sufriendo un tornado de ideas y hechos
que claramente no se corresponden con el buen espíritu y no ofrecen
aquella sana animación que prometía y fomentaba el Concilio» [24].
El 21 de junio de 1972, con motivo del noveno aniversario de su
entronización, Pablo VI agudizó dramáticamente el tono al hablar del
«profundo y complejo cambio» con el que nadie contaba. Algo que no era
del todo cierto. Sobre todo representantes de la Iglesia italiana habían
avisado a tiempo de que la inesperada liberalidad del Concilio abriría
esclusas que preferiblemente debían permanecer cerradas. Entonces, el
pontífice pronunció su famosa frase del «humo de Satanás que ha irrumpido
por alguna rendija en el templo de Dios». Pablo VI: «La duda ha irrumpido
en nuestra conciencia, colándose por las ventanas que estaban abiertas para
que entrara la luz».
Tras el final del Concilio Vaticano II, Ratzinger y compañeros de batallas
como De Lubac, Frings, Daniélou, Balthasar, Congar y Jedin juzgaron que
muchos impulsos de reforma, lejos de ser interiorizados, se habían adaptado
a las plausibilidades de una sociedad en esencia secularizada. Pero muy
pronto fueron otras las cuestiones que se adueñaron del debate público. El
entusiasmo por el Concilio fue sustituido por un entusiasmo por las ideas
del marxismo. Ahora ya no se trataba de liquidar rancias tradiciones
eclesiásticas, sino de liquidar la religión y la Iglesia mismas.
La conclusión que el politólogo Franz Walter saca para el final de este
periodo es estremecedora. Durante un siglo, escribe, «el catolicismo alemán
había defendido con éxito sus valores tradicionales y sus estructuras
organizativas». Los católicos habían superado también «las crisis que
produce la época moderna» mucho mejor que otros sectores de la
población, precisamente «gracias a sus valores tradicionales». El veterano
director del Instituto de Estudios Democráticos de Gotinga subraya que la
sociedad moderna «se había nutrido por completo de estos valores capaces
de proporcionar orientación cultural y crear un sentido de comunidad e
identidad», pues las sociedades liberales, por sí mismas, «apenas son
capaces [de generar] tales elementos cohesionadores». Sin embargo, tras los
profundos cambios acaecidos en los años sesenta y setenta hay que
constatar que «el modo de vida católico, en todo momento fácilmente
reconocible y distinguible como cultura grupal, ya no existe en calidad de
fenómeno de masas» [25].
39
1968 y la leyenda del giro

E l 17 de febrero de 1968, miles de jóvenes se reúnen en el aula magna


de la Universidad Libre de Berlín con ocasión del primer Congreso
Internacional sobre Vietnam, un acto de protesta en contra de las bombas
estadounidenses que de forma incesante llueven sobre Vietnam del Norte.
El aula está decorada con banderas gigantes con los colores del Vietcong.
De las paredes cuelgan retratos de Ho Chi Minh, Rosa Luxemburg, Che
Guevara y Mao Zedong.

La reunión ha sido convocada por la Unión de Estudiantes Alemanes


Socialistas (SDS). Un joven se acerca al atril. Se trata de Rudolf «Rudi»
Willi Alfred Dutschke, de 27 años y natural de Luckenwalde en
Brandeburgo, un rebelde vivaz, elocuente y carismático. Se había formado
en el grupo de jóvenes protestantes de su localidad natal, en la Alemania del
Este, y celebraba a Cristo como el «revolucionario más grande del mundo».
La voz de Dutschke suena ronca. «¡Que viva la revolución mundial!»,
exclama con el puño en alto en dirección al público, «¡y la sociedad libre de
individuos libres que de ella nace!» [1]. Dos meses después, Josef
Bachmann, un peón de 23 años relacionado con el ambiente neonazi y que
había huido de la RDA, dispara al líder estudiantil en plena calle.
Nadie sabe cuándo ni por qué exactamente se desencadenó la revuelta de
1968. ¿Era el malestar por la bomba atómica y la segregación racial? ¿La
guerra de Vietnam? Quizá también, en general, por el sueño de la
generación joven de un mundo diferente, mejor, de un nuevo estilo de vida,
sin alienación, sin tutelajes, sin monotonía. De lo que, sin embargo, no cabe
duda es de que el atentado de Berlín fue la señal de salida para una
sublevación que iba a sacuda Alemania.

Dutschke sobrevive. Bañado en sangre, con tres disparos en la cabeza, el


pecho y la mejilla, se encuentra en estado de coma tras una operación de
cinco horas. El icono de la revuelta nunca sanaría del todo. No volvió a
aparecer en público hasta 1973. En Nochebuena de 1979 murió, con 39
años, ahogado en la bañera tras sufrir un ataque epiléptico, un efecto tardío
de la agresión sufrida años atrás.
La misma noche del atentado se desata la cólera de los estudiantes en una
marcha al edificio del grupo editorial Springer y su diario, el Bild-Zeitungf,
que llevaba tiempo hostigando a Dutschke como enemigo público número
uno. Siguen cinco días de luchas callejeras en Berlín, Fráncfort, Hamburgo
y veinticuatro ciudades más. Entran en acción 21.000 policías. Emplean
camiones cisterna y perros contra los manifestantes. Cuatrocientas personas
resultan heridas, muchas de ellas de gravedad. El Lunes de Pascua tienen
lugar altercados en Múnich, en los que fallecen el fotógrafo de la agencia
AP, Klaus Frings, de 32 años, y el estudiante Rüdiger Schreck, de 27. Las
circunstancias de estas muertes nunca se aclararon del todo.
Tras el atentado contra Dutschke, la violencia se extiende también a otros
países. En París se producen en mayo de 1968 duros enfrentamientos entre
la policía y los estudiantes. Arden coches y se colapsa el Barrio Latino. Los
rebeldes se ven como sucesores de la Comuna de París de 1871. Daniel
Cohn-Bendit, el barricadista más famoso, declaró más tarde en una
entrevista que aquello les generaba «la sublime sensación de que estábamos
haciendo historia».

Para muchos medios de comunicación y políticos, los estudiantes son la


«quinta columna de Moscú»; para otros, simplemente chusma, unos
inadaptados. «¡Parad ahora mismo el terror de los jóvenes rojos!», titula el
Bild-Zeitung uno de sus números. Un año antes, el 2 de junio de 1967, había
perdido la vida el estudiante de Germanística de 26 años, Benno Ohnesorg,
durante una manifestación en Berlín contra la visita del sah de Persia.
Murió por un tiro en la cabeza disparado por un agente de la policía
criminalística, Karl-Heinz Kurras. Hasta 2009 la opinión pública no
descubrió la verdadera identidad de Kurras: funcionario del Ministerio para
la Seguridad del Estado de la RDA. Este miembro de la Stasi había sido
asignado a la lucha contra el enemigo de clase y, como «agente
provocador», debía contribuir a la escalada de los disturbios en Berlín
Oeste.
Nunca antes en la historia alemana había existido una generación
provista de una base material tan generosa como la posterior al año 1945.
En 1968, el milagro económico alemán se mostraba en todo su esplendor,
con una tasa de paro del 0,9 %. Sin embargo, las aspiraciones de los jóvenes
nada tenían que ver con puestos de trabajo. La revuelta era más compleja de
lo que sugieren las representaciones iconográficas –centradas en actores
principales como Dutschke y Fritz Teufel o, más tarde, los líderes de la
Fracción del Ejército Rojo (RAF, por su sigla en alemán) Andreas Baader y
Ulrike Meinhof– con las que posteriormente se revisaron los sucesos. Tenía
prioridad el conflicto generacional, la rebelión contra las tradicionales
normas familiares y educativas. En 1968, también entraban en la ecuación
la moda, los coches elegantes, el sexo, las drogas y el rocanrol. Se
mezclaban muchas cosas. Se aborrecía el carácter pequeñoburgués de los
padres, y se hacía gala de las ganas de provocación y alboroto. Se buscaba
el sentido de la vida y se anhelaba justicia. En cuanto a los estudiantes
universitarios, estos «albergaban una fe casi religiosa», sentenciaba el diario
Süddeutsche Zeitung cincuenta años más tarde, retomando un diagnóstico
de Joseph Ratzinger por el que había sido criticado durante mucho tiempo.
Según este, el objetivo de los jóvenes se plasmaba en «la idea: “Se puede
alcanzar el paraíso en la tierra”, unida a la indignación por el hecho de que
el capitalismo era incapaz de proporcionarlo» [2].

En su universidad, Ratzinger se muestra comprensivo con las protestas


de los jóvenes. Ve en ellas una «rebelión contra el pragmatismo de la
prosperidad». Una de las rebeldes es Karin, una bella chica rubia, algo
cansina, que sueña con una vida diferente, con una vida feliz. Ratzinger la
escucha, le dedica tiempo, debate con ella en público. En reconocimiento de
la actualidad, sustituye en sus clases la «desmitologización» de Bultmann y
el existencialismo de Heidegger por las ideas de Marx y Engels. Según
Irmgard Schmidt-Sommer, estudiante de Ratzinger en aquel entonces, este
ponía primero el acento en los aspectos positivos del marxismo, para a
continuación «señalar que una humanidad que solo se mueve en el
empirismo y materialismo es una humanidad abstracta que, en último
término, no logra conectar con las personas y puede incluso tornarse
violenta» [3].
«La Facultad de Tubinga siempre había sido una facultad abierta al
conflicto, pero ese no era el problema», recuerda Ratzinger, «sino que el
problema real lo constituía la tarea que nos había encomendado la época, y
la invasión del marxismo con sus promesas» [4]. El catedrático ve el peligro
de que «la destrucción de la teología, que se está produciendo a causa de su
politización en el sentido del mesianismo marxista», resulta tan fascinante,
precisamente, «porque se basa en la esperanza bíblica». Y lo hace
«manteniendo el fervor religioso», aunque «se descarta a Dios y se le
sustituye por la actuación política del hombre» [5].

El análisis de Ratzinger coincidía con el resultado de su tesis de


habilitación, que había versado sobre movimientos religiosos politizados en
la Edad Media. Habían electrizado a las personas con sus promesas de
salvación en la tierra, de forma similar a como lo hacía el fundador del
comunismo científico, nacido en Tréveris. Marx soñaba con una
transformación radical y violenta de la sociedad mediante la «dictadura del
proletariado». Sustituía la libertad del individuo por el colectivismo. La
propiedad privada y la familia debían ser eliminadas, y la educación había
de ser transferida al Estado. La religión, que para él es un elemento de
subyugación, se convierte en uno de sus enemigos principales. «La crítica
de la religión es la condición de toda crítica», escribió en el prólogo de su
Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel.
Muchos puntos del programa del fundador del comunismo científico
sonaban realmente concluyentes a la vista de una sociedad cada vez más
dominada por los intereses del capital. Sus análisis económicos parecían
perspicaces y razonables. El lugar del cristianismo y el judaísmo como
forma de vida auténtica lo ocuparía el ateísmo, con el fin último de lograr
condiciones paradisíacas en la tierra. Siendo redactor jefe del diario Neue
Rheinische Zeitung, Marx, hijo de una respetable familia de rabinos, llegó
incluso a desarrollar verdaderas teorías raciales. Sobre el líder obrero
Ferdinand Lassalle escribió: «El judío negro Lassalle, que, por suerte, se va
al final de esta semana [...]. Viendo la forma de su cabeza, así como su
cabellera, ahora me resulta evidente que desciende de los negros que se
unieron a la caravana de Moisés en su huida de Egipto».
Mientras que Ernst Bloch –que, tras regresar de su exilio en Estados
Unidos, había comenzado a dar clase en la RDA– lanzaba tesis
neomarxistas en Tubinga y hasta encontraba argumentos favorables para las
purgas estalinistas, Ratzinger visualizaba el terror y la miseria que habían
entrado en el mundo con el amanecer de los Estados ateos. Solo en los
primeros veinte años de la Unión Soviética hubo entre 30 y 35 millones de
víctimas a causa de la transformación de la sociedad, de acuerdo con los
estudios más recientes. Los propios bolcheviques se vanagloriaban de haber
liquidado en los años posteriores a la Revolución 28 obispos, 1.215
sacerdotes, 6.000 monjes, 55 oficiales militares en activo, 55.000 oficiales
de la policía y funcionarios, 350.000 personas de la vida pública con
estudios universitarios y 50.000 artesanos y agricultores [6]. Lo cierto es
que, desde los gulags de Stalin, pasando por los campos de batalla de
Camboya, hasta los campos de la muerte de Mao, no existía ni un solo
gobierno comunista que no persiguiera al cristianismo y otras religiones.
Según el Libro negro del comunismo, los regímenes inspirados por el
marxismo-leninismo son responsables de la muerte de aproximadamente
100 millones de personas [7].
Inicialmente, en Tubinga se creía tener, al menos con los estudiantes de
Teología, un baluarte contra el «foco de incendio» del neomarxismo. Un
año antes se había celebrado el sesquicentenario de la creación de la
Facultad de Teología Católica (1817-1967). En una solemne procesión a
través de la ciudad, los catedráticos iban vestidos con talares de terciopelo y
ribetes violetas. Delante de ellos iban sus ayudantes, los «bedeles», con
valiosos bastones ceremoniales. Sería la última fiesta académica en estilo
antiguo, pues precisamente las facultades de teología resultaron ser los
centros ideológicos de la rebelión. Ratzinger describió el cambio de la
situación: «El existencialismo se desmoronó, y la revolución marxista
prendió en toda la universidad, sacudiendo sus cimientos» [8].
Con sentadas, bloqueos de las clases y manifestaciones se inicia la fase
caliente de la rebelión. Progresivamente se van imponiendo los grupos de
acción rojos, que impiden a los profesores el acceso a las aulas o les obligan
a responder a sus preguntas «revolucionarias». «El tono se volvió
encarnizadamente ideológico y hostil», rememora Ratzinger, «y la facultad,
en cuyo decano me acababa de convertir, se transformó en una caldera en
ebullición, llegando a producirse actos de violencia contra los profesores»
[9].
Todo se cuestiona: qué conciencia se tiene, en qué lado se sitúa uno, qué
coche se conduce, qué ropa se lleva, los motivos por los que uno todavía se
quiere casar y tener hijos... Publicaciones feministas dan instrucciones a las
mujeres jóvenes para que se masturben delante del espejo con las piernas
separadas. «Quien dos veces se acueste con la misma, ya es parte del
establishment», reza uno de los lemas. El objetivo es, relata el historiador
muniqués Benedikt Sepp, «el cambio radical en todos los ámbitos de la
vida, la rebelión contra las normas, los llamados valores culturales y los
tabúes sexuales» [10]. Los jóvenes agitan entusiasmados la «biblia de Mao»
en el aire y estudian el semanario Peking Rundschau, «motivados por la
seguridad de una teoría de éxito mundial y temida por el establishment»,
que además tenía carácter de «saber secreto legitimador y rector de la
acción». En algunos institutos de secundaria berlineses se impone por las
mañanas el recitado de una sentencia de la «biblia de Mao». Incluso los
árboles de Navidad se adornan con el manual rojo procedente del Imperio
del Centro. En retrospectiva, señala Sepp, parece como si los estudiantes
tanto de secundaria como universitarios hubieron leído la «biblia de Mao»
«con la misma seriedad con la que, en su día, sus padres habían
profundizado en las Sagradas Escrituras» [11].

Que sus ideas de futuro no tenían mucho que ver con el paraíso
anticipado del socialismo real del Lejano Oriente lo sospechaban pocos de
los jóvenes idealistas. Y los que lo sospechaban no querían saberlo con
tanta exactitud. El «Gran Salto Adelante» de Mao, un gigantesco proyecto
de modernización con el que en 1957 China había anunciado que pronto
adelantaría a Occidente, resultó ser un desastre. Se desplomó el número de
cabezas de ganado, gigantescas obras de construcción se convirtieron en
verdaderas bombas de relojería. Así, por ejemplo, en 1975 reventaron dos
grandes presas en Henan y 230.000 personas se ahogaron. De acuerdo con
nuevas estimaciones, unos dos millones y medio de personas, informa el
semanario Die Zeit, fueron víctimas de las purgas y, al menos, 45 millones
murieron durante el «Gran Salto Adelante» a causa del hambre, la pobreza
y la miseria [12].
La campaña se canceló. Sin embargo, pocos años después, en concreto el
16 de mayo de 1966, mientras maoístas occidentales comenzaban a reunirse
bajo el retrato del «Gran Líder», Mao Zedong dio el pistoletazo de salida
para la «Gran Revolución Cultural Proletaria», una nueva «erupción de
idealismo y violencia, de celo religioso y sadismo» [13], en palabras del
Süddeutsche Zeitung. Con la ayuda de niños y jóvenes organizados en los
Guardias Rojos, Mao recuperó el poder tras el fiasco del «Gran Salto
Adelante». Según el citado diario muniqués, «fue esta la época en que las
alumnas mataban a golpes a las directoras de su colegio, en que los
estudiantes universitarios ahogaban a sus profesores, en que los hombres
enviaban a sus esposas a los campos de trabajos forzados y los hijos a sus
madres al patíbulo. A algunos enemigos de clase se les enterraba vivos; a
otros se les cortaba la cabeza o se les lapidaba. En la región de Guangxi se
les arrancaron a docenas de “enemigos” de Mao Zedong el corazón y el
hígado para ser cocinados». Según relata cincuenta años más tarde un
testigo de los hechos, el problema es «que nuestro “sistema inmunológico”
colapso y, desde entonces, nuestra sociedad no dispone de defensas contra
ningún tipo de enfermedad». Se refería a la pérdida de valores y de la
capacidad de empatía. «Todo esto se debe, entre otras cosas, a la catástrofe
de aquel entonces» [14].
En el campus de Tubinga aparecían ahora octavillas denunciando la cruz
como símbolo del enaltecimiento de una especie de dolor sadomasoquista.
Futuros teólogos acompañaban el reparto de los pasquines con cánticos de
«Maldito sea Jesús». «De repente, se convirtió en práctica habitual», cuenta
Helmut Moll, «que la misa se celebrara en casa, mientras cada asistente
disfrutaba de un vaso de vino tinto» [15].
Ratzinger está harto. Veintitrés años después del totalitarismo
nacionalsocialista, la situación le recuerda el periodo más oscuro de la
historia alemana. «He visto el cruel rostro descubierto de esta devoción
atea», son las dramáticas palabras que emplea en sus memorias para
describir aquel momento; «el terror psicológico, el desenfreno a la hora de
abandonar toda consideración moral como si fuese el último resto de la
sociedad burguesa, con el único fin de lograr los objetivos ideológicos». Ve
ante sí, de forma renovada, lo que ya había vivido en su juventud. Le
repugna que la ideología «se declame en nombre de la fe y que la Iglesia
sea utilizada como su instrumento»: el lugar de Dios «lo ocupa ahora el
partido y, con ello, un totalitarismo de una veneración atea, dispuesta a
sacrificar toda humanidad a su falso dios» [16].
Ratzinger fue atacado sin cesar por estas declaraciones. Se consideraban
en extremo exageradas a la vez que históricamente falsas. Entretanto,
investigadores de prestigio comparten este análisis. «Quien entonces
llegaba al bando neomarxista desde el cristianismo quería erigir el reino
mesiánico en el aquí y ahora», indica el cronista y politólogo Wolfgang
Kraushaar. El historiador Götz Aly –quien fue miembro de un grupúsculo
comunista en 1968 y, en consecuencia, se vio afectado en los años setenta
por el «Decreto de los radicales» (que regulaba la interdicción profesional
en el sector público)– concluye, a partir del análisis de octavillas y folletos
de los activistas del 68, que una parte importante del movimiento era
abiertamente terrorista, se adhería a fantasías totalitarias, veneraba a
asesinos en masa como Lenin, Stalin, Mao y, más tarde, Pol Pot,
simpatizaba con los asesinatos de la Fracción del Ejército Rojo (RAF, por
su sigla en alemán), rechazaba la democracia, el Estado de derecho, la
constitución y la economía de mercado y camuflaba el antisemitismo con el
«antisionismo». Sostiene además que, con esa «idea de comunidad
hogareña», muchos de su generación seguían, parcialmente, el mismo
principio estamental básico «que entre 1933 y 1945 hizo estragos en la
Cámara de Farmacéuticos del Reich, el Cuerpo de Automovilistas
Nacionalsocialistas, la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas o el
Estamento de Alimentación del Reich» [17].
El estallido de la revuelta de estudiantes se considera un punto de
inflexión en el pensamiento y la actuación del futuro papa. En libros y
semblanzas se repite una y otra vez que, en consecuencia, existen dos
Ratzinger: uno antes y otro después de Tubinga. Un joven teólogo con
rasgos progresistas, y un conservador resignado con arrebatos en ocasiones
apocalípticos. Especialmente, se ha cimentado la tesis de que Ratzinger
sufrió en Tubinga un «trauma», algo así como un Waterloo disgregador de
la personalidad. De ahí en adelante habría percibido todo lo que oliera a
progreso únicamente como peligro.

La tesis suena verosímil, al menos para contemporáneos que no conocen


la trayectoria de Ratzinger ni su lucha contra la reinterpretación del
Concilio, iniciada como muy tarde en 1964. Resulta útil para arrinconar a la
persona objeto de tal calificación. Que es imposible acabar con ella lo
confirma un ejemplo extraído del Lausitzer Rundschau, publicado el 29 de
abril de 2018. «La revuelta estudiantil, su experiencia traumática», reza ya
el titular prototípico. En el texto se repite lo que promoción tras promoción
de periodistas han ido copiando unos de otros. «La revuelta en la
Universidad de Tubinga transformó al teólogo conciliar. Para Küng, las
protestas supusieron motivación y estímulo; para Ratzinger, por el
contrario, un trauma». El teólogo bávaro, «de voz silenciosa y averso al
conflicto», no tenía nada con que «contrarrestar» el «espíritu
revolucionario». Por tanto, «la única opción que le quedaba era huir a la
apacible Ratisbona. Las experiencias de Tubinga siguieron influyendo en él,
y convirtieron al teólogo conciliar en un conservador recalcitrante» [18].
La leyenda la puso en circulación Hans Küng. «Fuimos los dos que más
problemas tuvieron», cuenta este. «Me defendí con vehemencia y me
guardé mucho de tolerar ciertas cosas. Él estaba verdaderamente
conmocionado. Y creo que ese es un factor esencial rara comprenderlo».
«No hay que olvidar que, en aquel entonces, era necesario defender a brazo
partido el micrófono en el aula. Y eso, claro está, no va con él [...]. A mí no
me cabía la menor duda de que había que aguantar el chaparrón. Y él se
retiró a Ratisbona, porque creía que ahí iba a estar tranquilo». Y si alguien
quiere analizar «cómo se produjo su cambio, su giro, ese fue, por tanto, el
momento» [19].
Ningún periodista se había tomado la molestia de comprobar la historia
o, al menos, de someterla a una revisión en cuanto a su verosimilitud. Se
debió, en buena parte, a personas de la misma cuerda que Küng, que con
mucho gusto repetían la tesis de este. Por ejemplo, Horst Herrmann. Siendo
catedrático de Derecho Canónico, había perdido en 1975 la licencia
eclesiástica de enseñanza. Tras ser condenado oficialmente por desviación
doctrinal, abandonó la Iglesia en 1981. En una monografía de 2005 sobre
«la trayectoria de Joseph Ratzinger» escribía el «teólogo crítico»: «Pero de
repente la ruptura [...]. Los abucheos acallan al tímido teólogo, y el
reformista se transforma en medio de la revuelta estudiantil en un
conservador, de optimista pasa a ser pesimista» [20].
Por su parte, Hermann Häring, teólogo y colaborador del «Proyecto Ética
Mundial» de Küng, señala en un escrito polémico: «Con la combatividad de
un torero se oponía a la perturbación de sus clases». Se refiere a Hans
Küng, de quien fue asistente en Tubinga. Joseph Ratzinger, de carácter muy
distinto, «no contaba», por el contrario, con «tal combatividad». «Como el
tímido chaval de colegio de antaño, se sentía desamparado ante un auditorio
fuera de sí [...]. Al profesor, de aspecto delicado y más bien tímido, los
alborotos le producían mucho sufrimiento, pero no era capaz de defenderse
de ellos [...]. A veces sentíamos pena por él, claro, pero a veces también nos
alegrábamos del mal ajeno» [21]. Por lo menos, una cosa queda clara:
«Desde entonces sospecha de todo lo que viene desde abajo» [22].
El autor ratisbonense Christian Feldmann hizo sonar la misma música en
una «biografía crítica» sobre Ratzinger. Uno de los capítulos llevaba por
título «El trauma de Tubinga y la transformación en controlador de la fe».
Con ocasión de la reedición de su libro, Feldmann repitió en 2013:
«Mientras que compañeros como Küng buscaban disputar sobre los
contenidos [...], el tímido Ratzinger, poco acostumbrado a los conflictos
[...], vivió el trauma de su vida» [23]. Y el «vaticanista» Hanspeter
Oschwald señala: «Nunca ha superado el fracaso por miedo en su
confrontación crítica con la opinión pública. Desde entonces solo libra
combates en retirada».
Se completa la retahíla de imágenes legendarias con John Allen un
periodista estadounidense, y su estudio «duro» y «equilibrado», según
indica la editorial, sobre el «fenómeno Ratzinger». «¿Cómo se convierte
Ratzinger, el alborotador progresista, en Ratzinger, el “gran inquisidor”?»,
se preguntaba el autor. Allen escribió un libro en el que analizaba la
trayectoria de Ratzinger bajo el prisma de la transformación de un príncipe
en rana. «¿Se ha vendido, ha alcanzado el éxito por haber traicionado sus
convicciones anteriores?», pregunta retóricamente Allen [24]. El periodista
comparaba a Ratzinger con el joven caballero jedi del taquillazo La guerra
de las galaxias, «que se había pasado al Lado Oscuro de la Fuerza». Al
final de su escrito de acusación, Allen enumeraba un sinfín de razones por
las que ese cardenal nunca jamás se convertiría en papa. Era el año 2000.
Cabe mencionar que Allen, al poco de la entronización de Ratzinger, se
retractó por completo. Y literalmente dijo del que poco antes había sido tan
duramente censurado: «Su creatividad reside en su forma fresca de hacer
inteligibles los mensajes nucleares de la enseñanza cristiana. Benedicto es
un papa de lo esencial, y lo esencial se presenta de forma inteligente y
provocadora para clarificar que el cristianismo no es solo un catálogo básico
de reglas, sino un sonoro “sí” a la dignidad del hombre y al abrazo con un
Dios amante» [25].

Entonces, ¿qué hay del supuesto «trauma»? Ya solo por su forma de ser,
Ratzinger no es alguien a quien se le pueda achacar «el rancio olor
milenario bajo las sotanas» [este era uno de los eslóganes sesentayochistas
en Tubinga]. Los bravucones gestos de fuerza de los revolucionarios
difícilmente podían causar un efecto traumático a alguien que había vivido
el terror de la guerra, ya con 25 años se había situado por primera vez frente
a un auditorio, irradiaba autoridad natural y en la pugna por la orientación
del Concilio había demostrado ser un intrépido luchador. Es un hecho que,
al contrario de lo que dice la leyenda, Ratzinger en absoluto se vio afectado
por ataques personales de los estudiantes. Ni fue acallado en Tubinga a base
de abucheos, ni se marchó asustado. ¡Que hable Ratzinger! ¡Que hable
Ratzinger!», fue el cántico en el que estallaron los coros de voces durante
una mesa redonda en la que participaba junto con Küng y el teólogo belga
Edward Schillebeeckx y aún no había tomado la palabra. «Nunca he oído ni
experimentado que a Ratzinger se le haya echado de la cátedra», señala el
entonces estudiante Helmut Moll. Y Schmidt-Sommer, condiscípula de
este, confirma que «Ratzinger siempre tuvo buena relación con los
estudiantes».

En el coloquio para doctorandos de Ratzinger participaba Ben van Onna,


amigo de Dutschke, y nunca hubo problemas entre el estudiante y su
profesor. En 1969, Van Onna publicó el libro Catolicismo crítico; además,
junto con un antiguo ayudante de Ratzinger, Böckenförde, editaba una
revista homónima. También el entonces ayudante de Küng, Gotthold
Hasenhüttl, ratificó que no cabe hablar de un «trauma» de Ratzinger:
«Durante las revueltas estudiantiles, Ratzinger no estaba en la línea de
combate, eso hay que subrayarlo». La relación entre Küng y el bávaro se
habría enfriado por razones teológicas: «Küng se estaba haciendo cada vez
más progresista, Ratzinger más cauteloso y crítico» [26]. Hasenhüttl,
posteriormente suspendido del sacerdocio por el obispo Reinhard Marx,
quedó agradecido a Ratzinger, porque el catedrático, «siendo decano, se
encargó de que consiguiera inmediatamente una plaza de docente, a pesar
de mis comentarios críticos respecto de la Iglesia» [27].
Más aún, «que Ratzinger abandonara Tubinga precipitadamente es pura
invención, la típica trola de Küng», declara igualmente Michael Johannes
Marmann, estudiante de doctorado en 1967 [28]. Josef Wohlmuth, de esa
misma generación y hasta 2003 catedrático de Teología Dogmática en
Bonn, añade: «Ratzinger en modo alguno rehuía el debate con los
estudiantes. Küng, en cambio, se retiró y escribió su libro ¿Infalible?» [29].
El entonces estudiante Martin Trimpe relata: «Otros docentes intentaron
congraciarse con los que estaban protestando, Ratzinger, por el contrario,
siempre respondía con los argumentos lógicos y objetivos tan típicos de él»
[30]. Más que por sí mismo, Ratzinger se preocupaba por sus estudiantes.
«Lo que me inquieta», escribió al filósofo Josef Pieper en vista del
empeoramiento de la situación, «es el hecho de que, dado el ambiente que
aquí reina, no pocos de los novatos de buena voluntad pierden la fe. Como
mi presencia en Tubinga es uno de los motivos por el que muchos vienen
aquí, no puedo por menos de sentirme corresponsable de tales
acontecimientos».
Ratzinger mismo asegura que él personalmente no tuvo «nunca
problemas» con sus estudiantes. «En sí, fue algo muy bueno», afirmó en
una entrevista a la Bayerischer Rundfunk, que viviera los cambios sociales
de 1968 «en un lugar de tanta agitación intelectual como Tubinga». Con un
estudiantado muy heterogéneo, «lo que hacía que, en cierto modo, te
encontraras realmente en el frente de la historia contemporánea y tuvieras
que librar este combate» [31]. «¿Supuso la rebelión de los estudiantes un
trauma para Ud.?», le volví a preguntar al papa emérito en nuestras últimas
conversaciones. La respuesta: «En absoluto».
Dice Ratzinger que, al ser el decano, tuvo que emplearse a fondo y
realmente «vivió en primera persona» la revuelta. En sus memorias señala
al respecto que pudo ver «la destrucción de la teología, que se estaba
produciendo a causa de su politización en el sentido del mesianismo
marxista». A Ratzinger le indignaba, sobre todo, «la hipocresía con la que
algunos –si les resultaba útil– seguían haciéndose pasar por creyentes, a fin
de no poner en peligro los instrumentos para la consecución de sus propios
fines» [32]. Ahora, a los 41 años, había comprendido «que todo esto no se
podía minimizar ni considerar como una disputa académica cualquiera».
Küng, por el contrario, tuvo que reconocer que había sido objetivo de
estudiantes de izquierdas que tomaban por asalto sus seminarios y ocupaban
la cátedra. Las acciones le habrían hecho «enfadar solo temporalmente». Lo
cierto, dice su biógrafo Freddy Derwahl, es «que Küng estaba tan cansado
de los “asaltos” que a finales del semestre de verano de 1968 simplemente
cancelaba las clases o mandaba a sus ayudantes al frente» [33]. El
catedrático de Estudios Judaicos, Peter Kuhn, un testigo de la época en
Tubinga, confirma: «Küng se mantenía distinguidamente en un segundo
plano y esperaba a que amainara la tormenta. Los estudiantes querían
examinarse con él, pero Küng no estaba en Tubinga, sino tomando el sol en
las playas de Florida junto con no se sabe bien qué profesoras» [34].
Al contrario de lo que dice Küng sobre Ratzinger –«estaba
verdaderamente conmocionado y se retiró»– este organizó, en colaboración
con teólogos protestantes, una alianza de acción. El grupo, del que
formaban parte, en calidad de miembros fijos, el profesor de Misionología y
Teología Ecuménica, Peter Beyerhaus, el teólogo protestante Ulrich
Wickert y el padre benedictino Beda Müller, de Neresheim, adoptó el
nombre de «Recogimiento Ecuménico». Se reunían en la sede de una
Iglesia libre estadounidense, los Discípulos de Cristo, sita en la
Wilhelmstraße, 100. Ratzinger se inscribió además en la Asociación por la
Libertad de la Ciencia y en una reunión plenaria exhortó a los estudiantes a
distanciarse de las octavillas blasfemas.
Aunque ello significaba posicionarse en contra de la opinión mayoritaria,
fue el único profesor que se negó a firmar una declaración de solidaridad
con el pedagogo de la religión y sacerdote Hubertus Halbfas. Este había
sostenido que la Iglesia no debía misionar para Cristo, sino actuar tan solo
para conseguir que los hindúes fuesen mejores hindúes y los musulmanes
mejores musulmanes. En libros posteriores afirmó que Jesús «no se
consideraba a sí mismo “Mesías” ni “Hijo de Dios”» [35]. Halbfas dudaba
además de la doctrina de la resurrección y, como miembro fundador de la
Asociación por la Reforma de la Fe abogaba por transformar el cristianismo
propiciando una mezcla con religiones no cristianas. Poco después, el «caso
Halbfas», tan publicitado en los medios de comunicación, se solucionó por
sí mismo. El teólogo contrajo matrimonio y renunció al sacerdocio.
40
La crisis católica

C omo si el cargado ambiente de 1968 necesitara otra chispa más, el


Vaticano promulgó el 25 de julio la carta Humanae vitae, séptima y
última encíclica de Pablo VI. En respuesta a la «revolución sexual», el papa
subrayó en ella la dignidad del amor conyugal. Además, señaló que la
sexualidad, el amor y la paternidad y maternidad no podían separarse, sino
que habían de entenderse, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia
católica, como una unidad.

En el número 17, Pablo VI enumeró las graves consecuencias de una


moral sexual laxa: alta tasa de divorcios, familias desestabilizadas,
sufrimiento de los hijos de padres divorciados, pueblos en vías de extinción.
Le había impresionado, especialmente, el alegato del joven arzobispo de
Cracovia, Karol Wojtyla. El polaco argumentaba que el uso de la píldora
anticonceptiva era reprobable, entre otras cosas, porque ponía a las mujeres
en cualquier momento a disposición de los hombres. En la encíclica se
decía, a continuación, que muchos hombres podían rebajar a las mujeres «a
mero instrumento de satisfacción de sus instintos y dejar de percibirlas
como compañeras a las que se debe respeto y amor», sin tener en cuenta su
bienestar físico y mental.
Humanae vitae cayó como una bomba. Especialmente porque los medios
de comunicación se centraron en la prohibición de la anticoncepción
artificial, algo que resultaba difícil de transmitir. Hudson Hoagland, uno de
los inventores de la píldora anticonceptiva, hablaba de una «visión teológica
medieval cuyo mantenimiento constituye un crimen moral contra la
humanidad». La Iglesia luterana sueca manifestó su «tristeza y desilusión».
Un mundo «en el que se viviera y amara de acuerdo con los deseos del
papa», sentenciaba el semanario Der Spiegel acerca «del que hasta ahora es
el error de juicio católico más funesto de este siglo», se convertiría «pronto
en un mundo de terror y muerte». Estaría «tan superpoblado que cada año
moriría más gente de hambre que la que ha perecido en todas las guerras de
la humanidad juntas» [1]. Para calmar los ánimos, la Conferencia Episcopal
Alemana publicó un documento que proponía una solución intermedia: la
llamada Declaración de Königstein. Aun aceptando, en principio, Humanae
vitae, en ella se señalaba que, en relación con la anticoncepción, habría que
respetar «la decisión en conciencia de los fieles». Pues esta era, en
definitiva, una cuestión reservada al individuo. Aunque no dudaba del
contenido central de la encíclica, Ratzinger criticó su fundamentación. La
doctrina formulada en Humanae vitae «no es sencilla», afirmó con ocasión
del cuadragésimo aniversario de la encíclica. Pero debe considerarse desde
la esencia del amor matrimonial para entenderla y, de este modo, reconocer
también su relevancia profética [2]. El escrito «debería haberse matizado
más», y la fundamentación en el derecho natural no debería haber sido tan
estática, estrecha y ahistórica.
Los Katholikentage, las Jornadas Católicas, habían sido hasta entonces,
sobre todo, manifestaciones de unidad. Los laicos mostraban lealtad
incondicional a los obispos y al papa. En el Katholikentag celebrado en
Essen del 4 al 8 de septiembre de 1968 todo cambió. «Provisionalmente en
obras», era el titular que publicó la revista del Comité Central de los
Católicos Alemanes con ocasión del encuentro. En referencia al obispo
anfitrión, participantes jóvenes crearon la siguiente rima: «Hengsbach, aquí
está la otra, la izquierda devota». Uno de los nuevos grupos se llamaba
«Kapo» [acrónimo en alemán de Oposición Católica Extraparlamentaria;
era una alusión directa a la APO, Oposición Extraparlamentaria, de enorme
peso político aquellos días]; y otro, «Comité de Acción de Católicos
Críticos». Hubo sentadas, pancartas, grupos que coreaban: «Todos hablan
de la píldora, nosotras la tomamos». Estudiantes de Teología católicos
exigen la dimisión del papa. En una asamblea para tratar de la «encíclica de
la píldora» y a la que acudieron unas 5.000 personas, los asistentes negaron
obediencia al santo padre.
Ratzinger no asistió a este Katholikentag. Pero comenzó a posicionarse,
sin hacer mucho ruido, en contra de las tendencias generales. Por invitación
del padre agustino Johannes Lehmann-Dronke, impartió clases a hombres y
mujeres jóvenes en el marco de una academia de verano en Bierbronnen, al
sur de la Selva Negra. Lehmann-Dronke y la filósofa Alma von
Stockhausen habían adquirido allí una antigua casa de labranza. Von
Stockhausen había vivido las revueltas estudiantiles como joven catedrática
en la Escuela Superior de Pedagogía de Friburgo de Brisgovia y ahora
buscaba respuestas al marxismo. En su opinión, los errores en la teología a
menudo procedían de una filosofía falaz. Se confrontaba con Hegel, Fichte
y la Escuela de Fráncfort e invitaba a estudiantes marxistas con el fin de
insistirles tanto como hiciera falta para convencerlos de que renunciaran al
marxismo. De Bierbronnen surgiría más tarde la Academia Gustav
Siewerth, la Facultad de Teología Católica más pequeña de Alemania.
En la academia de verano, Heinrich Schlier, el excompañero de Bonn,
cubría el Nuevo Testamento; y Ratzinger, la teología dogmática. Tras la
caminata diaria, comían en el mesón Kranz, situado a tres kilómetros, y
celebraban la misa en el pueblo vecino. La hermana Isa Vermehren, antigua
cabaretista, era una de las participantes. En 1938 se había convertido al
catolicismo. Durante la época nazi, Vermehren formó parte de un grupo de
resistencia. Tras su arresto, fue internada en los campos de concentración de
Ravensbrück, Buchenwald y Dachau.

Junto con Josef Pieper y Karl Rahner, Ratzinger se involucró además en


el Instituto Ecuménico Johann Adam Möhler, un centro de investigación
dedicado a fomentar la reunificación de los cristianos separados. A la vez,
intensificó la relación con el filósofo Robert Spaemann, de su misma edad y
uno de los pensadores alemanes más importantes, quien posteriormente se
convertiría en uno de sus más estrechos asesores. Los padres de Spaemann
se habían convertido al catolicismo en los años treinta. El obispo de
Münster, el conde Von Galen, ordenó sacerdote al padre en 1942, tras la
muerte de su esposa. Su hijo rehuyó el servicio militar nazi, se casó con una
judía e hizo suya una frase del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau para
convertirla en el lema de su vida: «No me arrogaría dar lecciones a las
personas si no observara cómo otros las engañan».
Cada vez se oían más voces que advertían de una evolución errónea tras
el Concilio. Sobre todo, Hubert Jedin, el reconocido experto en historia de
la Iglesia y amigo de Ratzinger, estaba en alerta. «Al principio creí que
debía enfrentarme al discurso que hablaba de una “crisis de la Iglesia”»,
apunta Jedin en sus memorias; «dos años después no cabía duda de que esa
crisis había llegado». Habría surgido «al no querer contentarse ya con llevar
a cabo el Concilio y considerarlo el desencadenante de novedades radicales
que, en realidad, iban mucho más allá de los decretos conciliares» [3].
Dos semanas después del Katholikentag de Essen, en septiembre de 1968
presentó Jedin al nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Alemana,
Julius Döpfner, una amplia promemoria. El memorando exhortaba a los
obispos a dar a conocer de forma decidida la doctrina católica y retirar la
missio o autorización eclesiástica a los difusores de errores. «Una Iglesia
que no se atreve a llamar a las herejías por su nombre ya no es una Iglesia.
El pluralismo en teología, que siempre ha existido, no debe confundirse con
la falsificación de la verdad de la fe». «Hoy en día», nadie puede «negar
que la conciencia de fe de muchos cristianos católicos está empañada y
confundida, porque en los sermones, y más aún en las clases de Religión, ya
no se da a conocer la doctrina de la Iglesia, sino que unos teólogos –de
formación a menudo escasa– exponen sus “opiniones”» [4].
Con la mirada del historiador, Jedin alertaba de los paralelismos con
aquellos procesos que en el siglo XVI habían provocado el cisma de la
Iglesia occidental. Los obispos habrían minimizado la «disputa luterana» al
interpretarla como riña teológica y, por eso, no la habrían percibido. No se
habrían percatado en absoluto «de que la Reforma protestante no era una
reforma de la Iglesia, sino la creación de una nueva Iglesia levantada sobre
otra base». También entonces habrían destacado, en calidad de «pioneros
del movimiento», una serie de intelectuales que consideraban la teología
anterior un obstáculo para el progreso. «A estos se sumaban numerosos
sacerdotes y miembros de comunidades religiosas que, fascinados por el
eslogan de la “libertad protestante”, arrojaban de sí los vínculos contraídos
por ellos mismos». En último término, el éxito rotundo del luteranismo
habría sido posible por la dominación de los nuevos medios de
comunicación, habilitados por la imprenta. Los escritos de Lutero hablaban
el lenguaje del pueblo y fueron prácticamente devorados, mientras que los
pocos que alertaban del peligro habrían sido católicos perspicaces pero
malos propagandistas, a los que se tachaba de «reaccionarios». Jedin lo
resume diciendo que «los portadores del magisterio eclesiástico, el papa y
los obispos, guardaron silencio». En último término, «la pasividad del
episcopado alemán» habría «facilitado los avances del movimiento
luterano, casi sin oponer resistencia, e incluso lo habría hecho posible en
primer lugar».
El memorando de Jedin alertaba de que ahora, tras el Concilio, muchos
medios estaban tratando de «manipular» la opinión pública. Estaban
«dominados, casi sin excepciones, por intelectuales que a menudo –incluso
y especialmente si son católicos– fomentan y difunden lo “nuevo” por ser,
presuntamente, por sí mismo “lo progresista”, con independencia de su
grado de veracidad». Este «bombardeo constante de los fieles por parte de
los medios de comunicación, dominados por el ala “izquierda” de la Iglesia,
necesariamente cambia su relación con la Iglesia, en realidad ya lo ha
hecho». Jedin alertaba con insistencia del «peligro del cisma en la Iglesia o,
peor aún, de la alienación completa de la Iglesia».

Ratzinger no participó de la promemoria, pero el análisis también podría


haber surgido de su pluma. En un resumen, Jedin cifró así los puntos
centrales de la crisis: «1. La cada vez más extendida inseguridad en la fe,
inducida por la incontestada difusión de los errores teológicos que se
proclaman desde los púlpitos y aparecen en libros y artículos. 2. El intento
de trasplantar las formas de la democracia parlamentaria a la Iglesia. 3. La
desacralización del sacerdocio. 4. La libre “configuración” de la misa en
lugar de la ejecución del opus Dei. 5. El ecumenismo como
protestantización».
Sería urgente que al clero en su conjunto se le «inculcara que la liturgia
no es una libre “configuración” por parte de una asamblea parroquial, sino
el servicio a Dios ordenado por la Iglesia». Para concluir, el memorando
afirma: «Estamos convencidos de que lo verdadero y bueno que emergió
por medio del nuevo despertar de la Iglesia en el Concilio y a través del
Concilio solo puede fructificar si se separa del error. Cuanto más se aplace
el doloroso corte, tanto mayor devendrá el peligro de que se pierdan fuerzas
valiosas, al estar amalgamadas con el error, y entonces se producirá entre
nosotros no solo la escisión de la Iglesia, sino la apostasía del cristianismo».
Hacía solo unos años que el profesor de Historia de la Iglesia Medieval y
Moderna, que ya tenía 68 años y era doctor honoris causa por las
universidades de Lovaina, Colonia, Viena y Milán, había sido hostigado por
círculos conservadores a causa de su progresismo. De ahora en adelante, sin
embargo, «del “progresista” que había sido a ojos de ciertos teólogos y sus
partidarios» pasó a ser «un conservador». El antiguo perito del Concilio
señalaba con gesto de desaprobación: «Entre estos, para quienes etiquetas
como “nuevo”, “moderno” y “joven” constituyen un valor por sí mismas,
ser conservador se considera un insulto. En realidad, el conservador se
diferencia del tradicionalista y del reaccionario por el hecho de que sabe
que conservar siempre debe ser al mismo tiempo evolucionar».

Con su memorando, Jedin no tuvo un eco significativo. «Varios obispos»,


apunta en sus memorias, «nos dieron la razón y nos reforzaron en nuestro
parecer de que no habíamos descrito peligros imaginarios». El cardenal
Döpfner, sin embargo, «se limitó a observar: “Recibimos muchos consejos
semejantes”». En último término, la Conferencia Episcopal Alemana había
sido incapaz de «posicionarse con claridad frente a enseñanzas y procesos
inequívocamente destructivos. Casi siempre se conformaba con
compromisos que, lejos de eliminar el mal, contribuían a que siguiera
proliferando» [5].
Ratzinger se muestra desilusionado por las tendencias posconciliares,
pero no resignado. Tampoco es que quiera volver al pasado. Exclama que
no debía ni siquiera plantearse el «anhelo por un ayer irrecuperablemente
pasado». Aquellos que reprochan a quien más tarde sería Benedicto XVI
haber rehuido la disputa en Tubinga ocultan uno de los principales
instrumentos de Ratzinger para afrontar el debate. Se trata de una obra
diseñada decididamente con el fin de no quedarse de brazos cruzados y no
conceder espacio «al acosador poder de la infidelidad», como resalta su
autor en el prólogo. Ciertamente, la Introducción al cristianismo, publicada
en 1968, no puede ser entendida más que como un proyecto que
contraponía a la crisis de la Iglesia una defensa de la fe cristiana, combativa
a la vez que basada en la razón. El libro comienza con una sorprendente
parábola. Esta ilustra en pocas frases lo que estaba en juego:
«Quien haya observado el movimiento teológico de la última década [...] podrá
percibir cierta analogía con la antigua historia de Juan con suerte. Juan, para que le
resultara más cómodo, fue intercambiando, en este orden, la pepita de oro, que era
demasiado fatigosa y pesada de portar, por un caballo, una vaca, un ganso y,
finalmente, una piedra de afilar, que tiró al agua sin perder ya mucho; en realidad,
todo lo contrario: lo que, en su opinión, ahora conseguía con el canje era el
delicioso don de la libertad absoluta. [...] ¿Acaso no se ha embarcado nuestra
teología en un camino similar en los últimos años? ¿Acaso no ha provocado, con
sus interpretaciones, el paulatino desfondamiento de las pretensiones de la fe –
percibidas como una carga demasiado pesada–, siempre tan poquito a poco que
nada importante parecía haberse perdido, pero sí siempre lo suficiente para poder
atreverse a dar, poco después, el siguiente paso? Y ¿acaso el pobre Juan –léase el
cristiano, que se dejó llevar de un trueque a otro, de una interpretación a otra– no
sostendrá muy pronto únicamente una piedra de afilar en sus manos, en lugar del
oro con el que comenzó? Y total, ¿por qué no aconsejarle que tire esa piedra sin
miedo?» [6].

Ratzinger negó haberse referido con ese «Juan con suerte» a su colega
suizo. No obstante, Hans Küng podría haberse reconocido en aquella figura.
Al fin y al cabo, el autor de la Introducción al cristianismo habla de una
«teología moderna» que indudablemente «respalda en parte una tendencia
que en efecto lleva del oro a la piedra de afilar». Según Ratzinger, esta
tendencia, «naturalmente, no puede ser contrarrestada con la mera
insistencia en el metal precioso de las fórmulas fijas del pasado». Por eso, él
mismo estaría dispuesto a «ayudar a llegar a una nueva comprensión de la
fe como facilitadora de la auténtica condición humana en el mundo actual,
de interpretarla sin reacuñarla, pues, de lo contrario, se convertiría en
charlatanería que solo con dificultad disimula un completo vacío espiritual»
[7].

Con su enseñanza cristiana del año de la revolución de 1968, el posterior


papa había presentado, en opinión del crítico cultural Alexander Kissler,
una preocupación no menos combativa que Johann Baptist Metz con su
Teología del mundo, que también vio la luz en 1968. Ratzinger enfatizaba
igualmente que los cristianos no se podían quedar al margen cuando se trata
de pobreza y justicia, pero que la instrumentalización de la Iglesia y de la fe
con fines políticos no se corresponde con el espíritu del Evangelio. Y
mientras que la teología de Metz busca el consenso con el mundo,
Ratzinger quiere, según Kissler, «volver a introducir a los cristianos en el
mundo del cristianismo con más precisión y pasión. Su objetivo no es la
compatibilidad, sino la revitalización interior de la fe» [8].
Que el primer superventas salido de la pluma de Ratzinger alcanzara tras
pocos meses su décima edición es algo que le costaba creer incluso al
propio autor. Sin embargo, el libro no surgió a partir de apuntes de clase de
sus estudiantes, como a menudo se ha dicho. La iniciativa fue del editor de
la editorial Kösel, el Dr. Heinrich Wild, que ya en Bonn había sugerido la
redacción de una «Esencia del cristianismo». En Tubinga, Ratzinger vio que
dicha tarea se había convertido en necesidad. Y fue precisamente Hans
Küng quien se la facilitó: durante el semestre de invierno de 1967, su
colega suizo se había hecho cargo del curso principal de teología
dogmática. Ratzinger aprovechó el tiempo para manuscribir la obra,
dictársela después a una secretaria y corregir posteriormente la versión
escrita a máquina. Y listo estaba un clásico que, a través de una sucesión
interminable de ediciones, ha cautivado a millones de lectores de todas las
confesiones en el mundo entero, influido en generaciones de teólogos y
suscitado innumerables vocaciones sacerdotales y religiosas.
A través de la Introducción al cristianismo queda patente que, a
diferencia de lo que sostiene la leyenda de su gran giro, la teología y el
ideario de Ratzinger anteriores a 1968 no se diferencian de sus
planteamientos posteriores a 1968, que lo anterior al Concilio no se
diferencia de lo posterior al Concilio, que lo anterior a su época en Roma
no se diferencia de lo de su época en Roma, aparte de matizaciones y
ampliaciones. Ya en su ensayo «Los nuevos paganos y la Iglesia»,
publicado en 1958, había hablado de la necesidad imperiosa de una
«desmundanización» de la Iglesia.
Su manual de la fe era la perfecta continuación de este concepto. La
auténtica renovación consistía en exponer de nuevo la veracidad y
persuasión de la fe cristiana a partir del logos y misterio de Cristo. Y eso sin
un aggiornamento instrumentalizado, que muchos entendían como una
adaptación a la forma de hablar, pensar y vivir del mundo secular. Sería
ingenuo pensar que solo hace falta cambiar de vestimenta y hablar como
todos los demás para que, de repente, todo esté en orden. Con el Concilio
no se pretendía dar la señal de salida al cuestionamiento de los cimientos o
incluso a que los eruditos tomaran el poder, sino que se debía despertar el
entusiasmo por un nuevo lenguaje de la fe, por un culto depurado, libre de
todo aquello que oculta la esencia, el misterio y la misión del cristianismo,
sobre todo en la liturgia (con el fin de que el misterio de la celebración de la
misa pueda volver a aparecer con más claridad).
En su parábola de «Juan con suerte», Ratzinger había interpretado el
momento actual como un proceso evolutivo hacia una teología con la que se
canjean, uno a uno, los contenidos de la fe por algo supuestamente mejor,
para hacer que el cristianismo resulte más liviano. Al final, el crédulo Juan,
que se había desprendido de todos los dogmas, la moral, la tradición y, por
último, su fe, se encontraría con las manos vacías. A ese punto final de un
proceso de reforma que había visto venir en Tubinga, Ratzinger contrapuso
su idea: una Iglesia de la sencillez y de los sencillos. En su Introducción al
cristianismo se dice que «los verdaderos creyentes no atribuyen un excesivo
peso a la lucha por la reorganización de las formas eclesiales. Viven de
aquello que la Iglesia siempre es. Y cuando se quiere saber qué es la Iglesia,
realmente es a ellos a los que hay que buscar. Pues la Iglesia no suele estar
allí donde se organiza, reforma, gobierna, sino en aquellos que
sencillamente creen y, a través de ella, reciben el regalo de la fe, que se
convierte en vida para ellos» [9].
Naturalmente, el libro desató controversias. El teológico dogmático
Walter Kasper cuestionaba la ausencia de la «pregunta» por la figura
histórica de Jesús. Kasper formaba parte del grupo de teólogos católicos
que marcaban el paso guiándose por la «nueva búsqueda del Jesús
histórico», iniciada por los protestantes Bultmann y Käsemann. La verdad
cristiana, según Kasper, «ya solo resulta comprensible con la ayuda de
modelos históricos, reformulables una y otra vez» [10]. La respuesta de
Ratzinger fue escueta: «Desde Albert Schweitzer sabemos que el Jesús
histórico de los protestantes liberales era un ser irreal. Creo que pronto
sabremos también, y de forma completamente oficial, que lo mismo vale
para el Jesús histórico de la escuela de Bultmann» [11].
Que el mensaje de Ratzinger se podía leer de forma completamente
distinta lo demuestra Ida Friederike Görres. Esta, tras la publicación,
escribió entusiasmada a su amigo del alma, el padre Paulus, en una carta de
28 de noviembre de 1968: «Esto es justo lo deseado: verdadera abundancia
de saber, insobornable y aguda capacidad de pensamiento, integérrima
veracidad». Y eso que Ratzinger, señala, «es también uno de los jóvenes».
Uno «que, con simpatía fraternal, conoce todas las nuevas corrientes, las
examina a fondo e, insobornablemente pero con cariño, ve a través de ellas
y rechaza lo que va mal» [12].

Todo tiene su tiempo, y el tiempo de Ratzinger en Tubinga llegaba a su


fin. Ante la agitación de la rebelión, la actividad académica apenas se podía
mantener en pie. Por otra parte, el éxito de su Introducción al cristianismo
le había recordado su misión de encarrilar –en un momento de cambio–
algo nuevo, pero también de filtrar lo erróneo. Una tarea monumental.
¿Quién debía asumirla sino un teólogo conciliar que, dentro de su
pensamiento progresista y a diferencia de otros, se había mantenido como
un teólogo de la Iglesia? Necesitaba espacio. Necesitaba otro entorno. Para
«reflexionar, escribir, enseñar», tal como observa su ayudante Wiedenhofer.
No obstante, no cabe hablar de una despedida apresurada de Tubinga, y
mucho menos de una «huida», aunque incluso Hans Urs von Balthasar
dijera que se trataba de una retirada. «Küng es un pícaro. Lo conozco muy
bien», escribía en una misiva de 9 de diciembre de 1967 a De Lubac. «En
Tubinga resulta tan insoportable que su colega J. Ratzinger, cien veces más
importante que él, se ha retirado a la pequeña Facultad de Ratisbona con el
fin de huir» [13]. A decir verdad, a Ratzinger le habían ofrecido ya dos años
antes la cátedra de Teología Dogmática en la nueva universidad bávara. La
primera vez renunció por hacer un favor de su amigo Johann Baptist Auer,
catedrático de Teología Dogmática en Bonn, quien deseaba regresar a toda
costa a su ciudad de origen. Al recibir la segunda oferta, aceptó, «porque
quería desarrollar mi teología en un contexto menos efervescente y no
quería ir siempre a contracorriente». En la pequeña ciudad suaba, en
Tubinga, se había dado cuenta de otra cosa más: «Quien aquí quisiera
seguir siendo progresista debía traicionar su carácter» [14]. Antes de la
despedida, Küng aún le llegó a pedir cuentas. Se trataba de un semestre
sabático para el que el suizo ahora ya no disponía de un sustituto. «Küng le
echó tal bronca a Ratzinger que se pudo escuchar en los pasillos», recuerda
el antiguo colega Max Seckler, «esa fue la triste culminación de una
separación interior que se veía venir hacía tiempo» [15].
El propio Ratzinger resalta que en él no se había producido ningún giro:
«Creo que cualquiera que haya leído mis textos lo podrá confirmar» [16].
Quizá se le pueda reprochar no haber defendido, en el periodo posconciliar,
con más ahínco el «auténtico Concilio» frente al «Concilio virtual», como
él llegó a denominarlo. En cualquier caso, confirma el historiador de la
Iglesia Vinzenz Pfnür, el primer doctorando de Ratzinger, su maestro ha
«mantenido una línea continua, pues no veo ninguna diferencia de
concepción teológica». Que se diera cuenta de que la revuelta del 68 había
provocado un tipo de conmoción en el clima cultural y espiritual de la
época del que otros no se percataron hasta décadas después no es prueba de
que se «diera por vencido», sino más bien un signo de que observaba el
devenir del tiempo con una actitud crítica similar a la que, con anterioridad,
había mostrado frente al anquilosamiento de la dirección de la Iglesia.
Y si se quiere hablar de cambio de bando, ¿no habría que afirmar que
Küng se separó de todos sus aliados, de aquellos que, siendo los verdaderos
reformistas, habían colaborado en el Concilio, cuyos documentos ahora
defendían? De Henri de Lubac y de Congar. Incluso de Rahner. Sin olvidar
a Ratzinger, a quien combatiría con creciente furia, a medida que la estrella
de este iba ascendiendo. Se alejó de los papas y de la teología católica,
aunque afirmara que la auténtica Iglesia era aquella que él mostraba en sus
libros.
Para Ratzinger, como para muchos otros entusiastas protagonistas del
Concilio que habían aguardado con feliz expectación que los frutos de su
trabajo madurasen, esa espera se convirtió en decepción, como si se tratara
de una fiesta que finalmente no se celebra. Si hasta poco antes se situaban
en oposición a las formas anticuadas de siglos precedentes, de repente
formaban parte de la resistencia contra las fuerzas centrífugas ajenas que
tiraban violentamente de la Iglesia. Sin embargo, el historiador italiano
Roberto de Mattei está convencido de que el posterior diagnóstico de
Ratzinger –centrado en la contraposición de una «hermenéutica de la
ruptura» y una «hermenéutica de la continuidad», así como de un concilio
virtual y otro verdadero– no es concluyente. El que fuera peritus estaría
asumiendo que el Concilio, con un comienzo y un final bien definidos,
existe como un bloque hermenéutico. Pero en realidad, la evolución
posconciliar también constituiría una parte real de los acontecimientos del
Concilio, y su aplicación práctica sería más real que todos los decretos y
constituciones en su conjunto, cuya negociación tan dificultosa resultó.

La llamada Escuela de Bolonia, bajo la dirección de Giuseppe Alberigo,


adoptó una interpretación similar. Según esta, el Concilio Vaticano II debe
ser entendido, más allá de sus documentos, como un «acontecimiento»
histórico. Habría despertado esperanzas y desencadenado una ruptura
radical con el pasado, dando lugar, a fin de cuentas, a una nueva era.
¿Simplificaba Ratzinger cuando afirmaba que solo había que atenerse a los
textos y a lo que querían los padres para considerar que el Concilio estaba
en orden? Eso sonaba aproximadamente como afirmar que los textos de los
evangelistas son absolutamente perdurables y muestran el camino a seguir,
aunque una y otra vez se haya intentado interpretarlos de manera diferente,
acortarlos o, incluso, reescribirlos.

Sea como sea, Tubinga es clarificación y encrucijada. El abismo entre los


bandos se había vuelto inmenso. Había que decidir a cuál pertenecer. Lo
gracioso es que aquellos que habían marcado el rumbo del Concilio en
calidad de progresistas pronto serían estigmatizados como los «traidores al
Concilio». En verdad, Ratzinger seguía teniendo en alta estima los logros
conciliares y se esforzó por conseguir que las cosas volviesen a su ser.
«Aunque a través de las constelaciones en las que me encontraba –y,
naturalmente, también a través de las distintas etapas de la vida y sus
distintas posturas– se hayan transformado y hayan evolucionado ciertos
aspectos de mi pensamiento, no es menos cierto que mi impulso esencial –
especialmente en el Concilio– siempre ha sido el de poner al descubierto el
verdadero núcleo de la fe –cubierto por la costra del anquilosamiento– e
imprimirle fuerza y dinamismo. Ese impulso es la constante de mi vida»,
explica. «Para mí es importante no haberme desviado nunca de esa
constante, que ha marcado mi vida desde la niñez, y en virtud de ella
haberme mantenido fiel a la dirección básica de mi vida» [17].
No era un mirar atrás con ira cuando, tras el semestre de verano de 1969,
hizo, junto con su hermana Maria, las maletas. Tampoco hacia el colega
suizo. «Mantuve con Küng una relación muy positiva, y me separé de él en
buena paz», subraya Ratzinger [18]. También lo admitió Küng: «Los tres
años en Tubinga se han desarrollado sin sombras para nuestra colaboración.
Realmente, me he llevado muy bien con él» [19]. En ese momento, nada se
dice aún de un «trauma» o de un «giro». Resulta significativo que esa
leyenda se desarrollara solo en el transcurso de los años siguientes, cuando
resultó necesario tildar a Ratzinger de renegado para así poner fuera de
combate a uno de los adversarios principales de las deformaciones
posconciliares. Tristemente, esta historia nos recuerda la Rebelión en la
granja, el clásico de George Orwell. En la novela se dice que, tras la muerte
de Viejo Mayor, el antiguo líder de los animales que había tratado de llevar
a cabo una nueva apertura y crear nuevas condiciones de vida, entran en
juego dos protagonistas más jóvenes: Napoleón y Bola de Nieve. El
instrumentario que emplea Napoleón incluye eslóganes, una interpretación
diferente del programa, así como la creación de imágenes de enemigos,
sobre todo, de un enemigo principal al que se culpa de todos los males,
incluido del hecho de que no terminan de arrancar las mejoras necesarias.
Poco a poco se falsea la verdad histórica. Al adversario, Bola de Nieve, más
tarde incluso se le atribuye el haber sido realmente un reaccionario desde el
principio, y que solo había ungido durante todo el tiempo. Napoleón
construye un mundo de la desinformación y gobierna con el apoyo de los
perros criados por él. A la menor protesta se ponen a ladrar con fuerza. Y
luego está el rebaño de ovejas que, con sus balidos, ahoga el más mínimo
debate. En el caso de Orwell, las ovejas gritan: «Cuatro patas sí, dos patas
no»; traduciéndolo a nuestro caso, el lema sería: «Küng sí, Ratzinger no».

En el epílogo a su fábula, Orwell escribe, bajo el título «Libertad de


prensa», que existen temas que «ni siquiera aparecen en la prensa, y no
porque haya intervenido el gobierno, sino por un acuerdo general y tácito,
según el cual “no es de recibo” que se mencione ese hecho particular». Se
trataría de un «sistema de opinión del que se presume que todas las
personas que piensen de forma adecuada lo van a aceptar sin más». Quien
entonces «cuestione la ortodoxia prevaleciente se verá silenciado con
sorprendente efectividad» [20].
¿Qué le había tentado tanto de Tubinga?, le pregunté a Benedicto XVI en
una de nuestras conversaciones. Una ciudad de tradición protestante, unos
compañeros de trabajo que no le iban a poner las cosas fáciles, un Hans
Küng, del que a esas alturas ya debía tener claro que no estaba en su misma
onda. Por tanto, no eran necesariamente las condiciones ideales para
realizar un trabajo productivo. «Yo mismo me sorprendo ante mi
ingenuidad», señala el papa emérito, «y eso que mantenía muy buenas
relaciones con muchos catedráticos de la Facultad de Teología Protestante.
Bueno, según mi ingenua forma de valorar la situación, Küng, aunque
tuviera mucha labia y dijera cosas insolentes, en el fondo quería ser un
teólogo católico. Había indicios que lo corroboraban. Que luego, sin
embargo, sus salidas de tono fuesen cada vez a más, no es algo que yo
hubiera podido prever» [21].
41
Un nuevo comienzo

L as hojas otoñales brillaban en los colores rojo, ocre y amarillo, y el sol


de la mañana bañaba la curva carretera nacional con una suave luz de
octubre. El viejo Volkswagen iba repleto de bolsas y provisiones. En el
techo del coche se encontraban maletas y cartones, atados provisionalmente
con cuerdas. Y desde lejos, los dos señores que emergían desde detrás del
parabrisas parecían turistas que se embarcan en una agradable excursión en
dirección al sur.

El padre Lehmann-Dronke, de Bierbronnen, conducía su «escarabajo»


con más pena que gloria, mientras la mirada de su acompañante planeaba
sobre el paisaje. ¿No se parecía su situación vital un poco a este día de
otoño? ¿No se habían disuelto también sus esperanzas, sus sueños, como las
nieblas se disuelven con el sol otoñal? Cierto, había ganado el Concilio.
Pero ahora estaba a punto de perder el posconcilio.

Entretanto, habían pasado nada menos que diez años en el sendero de


Joseph Ratzinger. Pero tras Bonn, Münster y Tubinga, este nuevo cambio
sería, «con toda seguridad, el último». Para la primera noche, María había
reservado habitaciones en el hotel Karmeliten; después los hermanos se
podían alojar provisionalmente en casa de su hermano Georg. Ratisbona era
bávara. Ratisbona era tierra natal. Joseph iba a poder trabajar con toda
tranquilidad en su obra teológica. Construiría una casa para él y su
hermana. La familia volvía a estar junta; y Georg por fin tendría, tras los
cinco duros años como director musical de los Gorriones de la catedral de
Ratisbona, un apoyo a su lado.
Calificar el traslado de una pequeña y tranquila ciudad suaba a una
metrópoli de casi 100.000 habitantes como un sumergirse en un «tranquilo
lugar de provincias», tal y como lo describió posteriormente Küng, solo se
consigue con el empleo de tretas. Tubinga contaba con una reputación, pero
Ratisbona, la metrópoli medieval mejor conservada de Alemania, era
Patrimonio de la Humanidad. De eso daban testimonio la catedral gótica de
San Pedro y los enormes sillares de la Porta Pretoria, una puerta con la que
los romanos fortificaron en 179 d. C. su Castra Regina, la base para
colonizar la región del Danubio. Por lo demás, en el ayuntamiento de
Ratisbona estuvo reuniéndose durante un siglo y medio, de 1663 a 1806, la
«Dieta Perpetua» del Sacro Imperio Romano Germánico. Todavía pueden
verse los proverbiales «largos bancos» con los que se daban «largas» a las
decisiones, y los «burós» en los que se tomaban los acuerdos
«burocráticos».
En octubre de 1969, cuando Ratzinger inició su primer curso en
Ratisbona, aún se conservaban frescas en las cabezas de la gente las
imágenes de los tanques que un año antes habían aplastado la «Primavera
de Praga». En la noche del 20 al 21 de agosto de 1968, 500.000 soldados
procedentes de la Unión Soviética, Polonia, Hungría, Bulgaria y la RDA
habían invadido Checoslovaquia bajo la clave «Operación Danubio».
Rodaron los tanques y más de cien personas perdieron la vida. El derribo
del «socialismo con rostro humano» de Alexander Dubcek hizo que el
movimiento marxista sufriera un duro revés entre los estudiantes de la RFA.
Pero, en comparación con los disturbios en otras partes, las acciones
izquierdistas en el Alto Palatinado, la región bávara de la que Ratisbona es
capital administrativa, parecían una tormenta en un vaso de agua. De la
pared del comedor universitario seguía colgando una pancarta que decía:
«Por la victoria del pueblo vietnamita». Pero hacía tiempo que el rojo de las
letras se había desvaído. Sin perder el tiempo, los asistentes de Ratzinger,
ya puestos, habían rebautizado a los dos perros del rector de tendencia
neomarxista, Gustav Obermaier. Ya no se llamaban «Marx» y «Lenin», sino
«Max» y «Leni».
El campus de la universidad, situado en la periferia sur de la ciudad, aún
no se había completado, y la Facultad de Teología Católica se había
ubicado, por el momento, en el antiguo monasterio dominico en el casco
antiguo. Pero, ¡qué suerte! Los largos pasillos, el meditativo claustro, la
iglesia gótica: «Aquí me siento de verdad en casa», exclamaría pronto
Ratzinger.
Que el gran Alberto Magno, el último erudito universal y maestro de
Tomás de Aquino, hubiera sido uno de sus antecesores no podía por menos
de constituir un buen presagio. «Tenía muchas ganas», se lee en las
memorias de Ratzinger, «de poder decir algo propio, nuevo, pero crecido
enteramente en la fe de la Iglesia». Sueña, entre otras cosas, con escribir
una dogmática, que ofrezca una visión panorámica de la fe católica, y una
«cristología», para mostrar al hombre de Nazaret –al que entretanto los
teólogos habían hecho jirones– nuevamente en toda su grandeza.

Los domingos, a María le encantaba almorzar con sus hermanos en el


restaurante Bischofshof y disfrutar de un café y un trozo de tarta en la
cafetería Goldenes Kreuz. Prestaba atención para que Joseph no pidiera ni
setas (¡intoxicación!) ni pescado (¡espinas!). El alojamiento en la casa del
hermano en el instituto de los Gorriones pronto fue sustituido por un piso en
alquiler en Pentling, un suburbio de Ratisbona. Y siempre que encontraba
tiempo, el nuevo vecino del pueblo, lleno de ilusión, recorría el terreno
recientemente adquirido en el que pronto se situaría la casa propia con
jardín.
Las casas hablan. Dan información sobre sus propietarios. En Tubinga,
Hans Küng se había construido, según el modelo romano, una mansión con
patio interior y piscina cubierta que era admiración de todo el mundo. Le
gustaba hacer referencia a lo que le diferenciaba de Ratzinger: «Pero, por
supuesto, el hijo de un funcionario que primero vive en una gendarmería y,
tras la jubilación del padre, en una modesta casa de labranza y ya con 12
años ingresa en un seminario menor eclesiástico se cría de forma diferente a
como lo hace el hijo de un comerciante que crece en una hospitalaria casa
burguesa situada en la plaza del ayuntamiento». En el prólogo del segundo
tomo de su autobiografía prosigue diciendo que allí, en la casa de sus
padres, no había existido «un ambiente sobreprotector, estricto, policial o
clerical, sino uno lleno de vida, abierto y secular» [1]. Que la amplitud de
miras del «hijo de comerciante» derivaba de una tienda de zapatos, situada
en una villa del cantón de Lucerna con tan solo 4.000 habitantes, no tenía
mayor trascendencia. Y tampoco que la procedencia de Ratzinger en
realidad no podía considerarse ni mucho menos provinciana: el abuelo por
parte materna era un exitoso hombre de negocios, y por parte paterna
provenía de una familia que no solo había producido varios sacerdotes y
religiosos, sino también un diputado del Reichstag en Berlín en la persona
de su tío abuelo Georg Ratzinger, quien se había hecho un nombre mucho
más allá de las fronteras de Alemania.
Claro que la casa en propiedad de Ratzinger, en efecto, distaba mucho de
ser una villa. Solo había insistido en que tuviera una terraza, algo de lo que
su arquitecto le quiso disuadir. Por lo demás, la casa era tan sencilla, en
cuanto al diseño y mobiliario, que los posteriores visitantes estaban tentados
de hacer un llamamiento para una donación de muebles. Las «piezas
nobles» eran un antiguo escritorio de nogal, que había recibido como regalo
de despedida en Frisinga, y el piano. De su bolsillo, María había
contribuido con algunos cuadros, sencillas láminas o también labores de
ganchillo. Su hermano Georg disponía de una habituación de invitados que
recordaba una celda de monje. Los estantes para libros, que cubrían las
paredes del despacho, eran parcialmente nuevos. Sencillez y practicidad
eran los principios dominantes.
En su «amado Pentling», originalmente un pueblo agrícola de 500
habitantes, los oriundos se asombraban del amor del catedrático por los
animales. Desde la valla del jardín conversaba habitualmente con Tasso, el
perro pastor del vecino, o charlaba con este sobre su forma de manejar el
cortacésped. «Lo especial era que cada vez cortaba solamente una parte»,
comenta su vecino Rupert Hofbauer, «después volvía a su terraza y se ponía
a leer. El día siguiente, continuaba cortando: esta vez, otro pedazo distinto»
[2]. Pronto el catedrático de renombre mundial era conocido sencillamente
como «nuestro cura». Un sacerdote que consagra campanas, bendice los
nuevos camiones de los bomberos voluntarios y celebra la misa en la iglesia
del pueblo, tanto en los días laborables como los domingos [3].
Ya solo las 30.000 cartas –archivadas en el Instituto Papa Benedicto
XVI– que hasta el inicio de su episcopado había escrito a compañeros,
amigos, condiscípulos y lectores son buena prueba de que su cultivo de los
contactos era intenso. A su círculo más estrecho en Ratisbona pertenecían el
teólogo pastoral Josef Goldbrunner y Johann Baptist Auer, el amigo
paternal de los días de Bonn, que en ocasiones, practicando la «corrección
fraterna», incluso le advertía de ciertos puntos débiles. Se trataba de una
relación especial, porque, como admite Ratzinger, Auer «conocía de forma
muy realista mis límites de tipo teológico, así como humano. Quiero decir
que éramos amigos; pero precisamente por ser amigo, él me podía criticar,
puesto que en absoluto soy perfecto y tengo mis problemas» [4]. En nuestra
conversación, Ratzinger no quiso profundizar sobre a qué problemas se
estaba refiriendo en concreto.

Le unía un afecto de colegas con Franz Mußner, catedrático de Nuevo


Testamento procedente de la Alta Baviera. Mußner era uno de los pioneros
de la ciencia bíblica moderna. Debido a su Tratado sobre los judíos, que
también influyó en Juan Pablo II, se le consideraba uno de los pioneros del
entendimiento entre cristianos y judíos y en 1985 fue distinguido con la
Medalla Buber-Rosenzweig. El mensaje central de Mußner es que el
judaísmo constituye la raíz del cristianismo. Es el noble olivo en el que
fueron injertados los paganos para que se convirtieran en cristianos. «En
tiempos confusos», le dice Ratzinger, ya papa, a Mußner en una carta
fechada el 28 de enero de 2011, «abriste a muchos el camino a la Biblia y,
en definitiva, a la fe misma en el Dios encarnado en Cristo». «No podría
imaginar mi camino teológico», prosigue, «sin todo lo que he recibido de
ti». Firmado: «Tuyo, Joseph Benedicto» [5]. Mußner, por su parte, valoraba
de su colega «la claridad de sus declaraciones, su arte a la hora de
expresarse, acompañado de una rápida capacidad de entendimiento» [6].
Entre los nuevos amigos figuraban, entre otros, el director de orquesta
Wolfgang Sawallisch o también Reinhard Richardi y su mujer Margarete. El
berlinés Richardi se encontraba en Ratisbona desde 1968, ejerciendo como
catedrático de Derecho Laboral y Social. Se le considera el fundador del
Derecho Laboral Eclesiástico. Su esposa pronto desarrolló una estrecha
amistad con Maria, alabada en todas partes como mujer en extremo discreta
a la vez que excepcionalmente inteligente. Ratzinger acompañó a su colega,
que había sido bautizado como protestante, en su camino a la Iglesia
católica; bautizó a los nietos de la pareja y hacía excursiones al monasterio
de Weltenburg con el matrimonio Richardi y unos amigos romanos, los
Crescenti. Al profesor de instituto Francesco Crescenti y a su mujer Anna
Maria, igualmente profesora de instituto, los había conocido durante el
Concilio. Del encuentro surgió una amistad de por vida, en cuyo transcurso
casó a la hija Maria Assunta y bautizó a los nietos Gabriele y Antonella.
«Nos trataba con naturalidad, formaba parte de nuestra familia», cuenta
Anna Maria.
Ulrich Hommes, catedrático de Filosofía Práctica, se convirtió en otro
compañero de camino. Hommes se doctoró con un trabajo sobre el filósofo
Maurice Blondel, escribió sobre Hegel, Feuerbach y Jaspers. Los dos
llegaron a conocerse mejor durante un viaje de estudios por Israel, y en
actos conjuntos contraponían a la doctrina de la salvación marxista la
alternativa cristiana; uno, desde la perspectiva filosófica, el otro, desde la
teológica, complementándose ambas. De Ratzinger, a Hommes le
impresionaba la «relación verdaderamente íntima con la música», la
«continuidad sumamente grande» y su «convincente rectitud». Como
filósofo, caracterizó la «manera de percibir las cosas» de Ratzinger como
una «razón de los sentimientos». El encuentro con él sería como si uno «se
aproximara a una estrella» [7].
La relación con Rudolf Graber era motivo de controversia. El bando
izquierdista consideraba al obispo de Ratisbona la «extrema derecha de la
Conferencia Episcopal Alemana» (Hans Küng), mientras que los
conservadores lo veían como un predicador nato y un pastor ejemplar. Con
razón se le recriminaban los comentarios que, siendo profesor de instituto,
había pronunciado en su día a favor del régimen nacionalsocialista. De
Graber valoraba en Ratzinger la línea mariana y su comprensión del
ministerio episcopal. No obstante, llama la atención que mostrara ciertas
reservas. Durante el periodo en Ratisbona, al obispo diocesano le dedicó
una laudatio con ocasión de su nombramiento como doctor honoris causa, y
un breve prólogo a un libro suyo.
En abril de 1970, Esther Betz llamó a la puerta de Ratzinger, pues quería
plantearle una preocupación concreta. Mientras paseaban, le formuló a su
amigo de muchos años una pregunta delicada; a saber, si era aconsejable
«compartir casa» con el catedrático Karl Lehmann, futuro presidente de la
Conferencia Episcopal Alemana. Al fin y al cabo, viviendo bajo el mismo
techo que Lehmann, ella podía ocuparse de la desbordante biblioteca del
teólogo. Eso fue motivo suficiente para que Ratzinger no planteara
objeciones. A continuación, Betz le pidió una entrevista para el diario
Rheinische Post, y le hizo preguntas respecto de las omnipresentes «críticas
a la Iglesia, al papa y a los obispos, a la práctica pastoral y a los intentos de
reforma». Ratzinger le respondió que, en principio, estaba bien que se
formulasen críticas, pero que en la actualidad la gente aceptaba «con
demasiada alegría las consignas habituales», sin verificar su validez [8].
Ratisbona es el periodo subestimado en el currículum del futuro papa. Es
importante, porque durante esos años Ratzinger trató de encontrar
respuestas a la crisis cultural y religiosa de la época. Que ahora tenía la
intención de establecerse en un lugar para concluir su obra lo demuestra,
entre otras cosas, el traslado de los restos de sus padres de Traunstein a
Pentling, además de la construcción de la casa. Por cierto, los canteros
grabaron el «7 de enero de 1884» en lugar del «8 de enero de 1884» como
fecha de nacimiento de la madre en la lápida. Ratzinger no se equivocó. En
pocos sitios podía ser más productivo. En ninguna otra parte formó a tantos
estudiantes que se convirtieron en obispos, obispos auxiliares, religiosos,
sacerdotes, teólogos de renombre o incluso cardenales, como, por ejemplo,
Christoph Schönborn, el arzobispo de Viena. Con el nuevo catedrático llegó
un nuevo aire internacional al campus. Tan pronto doblaba la esquina un
coreano, un japonés, un chileno o un africano, era evidente de quién era
alumno. En ninguna otra parte se reconocía con tanta firmeza su autoridad y
se le profesaba un respeto tan generalizado. Expresión de todo ello fue
también su elección como decano de la Facultad de Teología y,
posteriormente, como vicerrector de la Universidad.
A la buena reputación de Ratzinger contribuyó el que fuera «un buen
táctico», tal como confirma su compañero Richardi. «Cuando se producían
grandes y acalorados debates», según cuenta el antiguo rector Dietrich
Henrich, «Ratzinger apenas abría la boca. Pero, cuando finalmente tomaba
la palabra, se había acabado el acalorado debate» [9]. El profesor Gerhard
Winkler relata: «En aquel entonces, todos en la facultad estaban a los pies
de Ratzinger. Incluso historiadores, juristas y economistas asistían a sus
clases». Johann Baptist Auer decía a sus oyentes: «Quien quiera aprender
teología inteligente debe irse con Ratzinger; quien quiera ser cura de
parroquia puede quedarse conmigo».
En este momento, también se había ampliado el círculo de discípulos.
Los aproximadamente 30 doctorandos se reunían con su maestro el sábado
por la mañana cada quince días en el seminario de Ratisbona. Josef Zöhrer,
un antiguo alumno de Ratzinger, señala que disfrutaban de una enorme
libertad, a diferencia de lo que ocurría con muchos directores de tesis,
considerados liberales, «que a sus estudiantes les cortaban el aire, e incluso
los castigaban en el momento en el que se percibiera el más mínimo
disenso» [10]. Küng, por ejemplo, habría rechazado en Tubinga la tesis de
un estudiante porque este lo había criticado en un pasaje. «Por encima de
todo, le importaba el debate», recuerda Vincent Twomey. «El profesor
sopesaba cuidadosamente las objeciones a cualquier tema y permitía que se
debatieran todas las opiniones e hipótesis, también las de aquellos que
habían sido los últimos en incorporarse al círculo».

El irlandés Vincent Twomey, sacerdote de los Misioneros del Verbo


Divino, había sido enviado por sus superiores a Alemania en septiembre de
1970 para, tras su ordenación, respirar los aires de la alta teología. En
Münster estudió primeramente «con Karl Rahner, quien entonces se
encontraba en la cima de su fama». Durante los seminarios, Rahner recorría
el lateral del aula, dando pasos de un lado a otro, «pues esperaba, con
visible impaciencia, la conclusión de la exposición del estudiante para
poder empezar. El resto de la clase era un monólogo, a pesar de todos los
intentos de entrar en algún tipo de debate con él» [11]. En enero de 1971,
Twomey se trasladó a Ratisbona y se encontró con un teólogo «joven y
brillante», «un profesor universitario capaz de entusiasmar. A los
estudiantes, siempre nos trató con gran respeto y nos ofrecía máxima
libertad en la búsqueda de la verdad. Pero era, sobre todo, reservado,
humilde y tenía humor».
Twomey cuenta una anécdota sobre la secretaria de su catedrático,
Elisabeth Anthofer, querida por todos. En una ocasión le preguntaron qué
era lo que más le impresionaba de Ratzinger. Lo pensó durante un instante,
y entonces contestó: «El respeto en su voz cuando pronuncia el nombre de
Jesús». Twomey añadía: «Eso es, quizá, lo más importante que podamos
decir de Joseph Ratzinger» [12].
Al círculo de ayudantes científicos se sumaron Karin Bommes, que
elaboraba los índices para los libros de Ratzinger, y el padre salvatoriano
Stephan Horn. Por su parte, el doctorando Martin Trimpe, nacido en 1942,
había colaborado en un primer momento en Tubinga con la Unión de
Estudiantes Alemanes Socialistas (SDS). Recelaba de Ratzinger. Su
teología le parecía «insostenible en términos exegéticos». Su actitud cambia
después de asistir al seminario de Ratzinger dedicado a Lumen gentium, el
documento del Concilio sobre la Iglesia. Trimpe dice haberse dado cuenta
de que, a diferencia de la enseñanza de Ratzinger, «esa teología
completamente moderna de Tubinga carecía de anclaje y base, de que a
Küng le interesaba mucho más la política y no tanto la verdad de sus tesis o
que estas pudiesen justificarse» [13].

En sus clases y seminarios, Ratzinger se ocupaba del ecumenismo, de las


investigaciones de teólogos sobre los que se debatía en aquel entonces, tales
como Rahner, Moltmann y Schoonenberg, de los textos del Concilio o,
como ocurrió en el seminario troncal de 1976, de un eventual
reconocimiento católico de la Confessio Augustana, la regla de fe
protestante redactada por Felipe Melanchthon. Como temas para trabajos de
clase y tesis doctorales, Ratzinger ofrecía los grandes pensadores de la
Antigüedad: Ignacio de Antioquía, Ireneo de Lyon, san Agustín. Otras
investigaciones estaban dedicadas a los maestros medievales como Tomás
de Aquino y Buenaventura, pero también a filósofos y escritores
contemporáneos como Jaspers, Bloch y Camus. Los estudios se
completaban mediante encuentros personales con teólogos activos, tales
como Balthasar, Congar, Rahner o el erudito protestante Pannenberg.
Los estudiantes aprendían de Ratzinger, Ratzinger aprendía de los
estudiantes. Por ejemplo, la tesis doctoral de su estudiante Barthélemy
Adoukonou, dedicada a la hermenéutica cristiana del vudú en Benín
(África), influyó en la teología de las religiones de Ratzinger. A la hora de
analizar el neomarxismo, se basaba en la tesis de habilitación de Franz von
Baader sobre Ernst Bloch. Sorprende que a tres de sus doctorandos les
encargara trabajar sobre la teología del papado. Por ejemplo, sobre el
pontificado como ministerio de humildad y martirio, como lo había definido
en el siglo XVI el cardenal y teólogo inglés Reginald Pole, o sobre la
aceptación del primado por parte de las Iglesias de la Ortodoxia.
Naturalmente, Ratzinger era, «en cierta medida, más un conservador de
la tradición que un combatiente revolucionario», señala Siegfried
Wiedenhofer, «pero no hay un solo pasaje en su obra en el que practique la
conservación del pasado por mor del pasado mismo». En cuanto al círculo
de discípulos, no habría habido ni la más mínima diferencia en los criterios
de su composición entre antes y después de Tubinga. «De alguna manera, a
todos se les aceptaba, también a los que diferían mucho». Tampoco nadie se
habría retirado encolerizado. Ahora bien, eso no es del todo cierto. Aunque
no encolerizado, pero sí a causa de su simpatía por la teología de la
liberación, el mencionado Barthélemy Adoukonou se trasladó mientras
tanto a Tubinga con Küng, luego se fue con Congar a Francia, quien le
explicó, sin embargo, que no encontraría a mejor maestro que Ratzinger. El
africano, arrepentido, regresó a Ratisbona. Cuarenta años después, su
antiguo profesor, ahora Benedicto XVI, lo nombró obispo titular de Zama
Minor y secretario del Pontificio Consejo de la Cultura. Vincent Twomey
apunta que «el don de Ratzinger de crear un espacio para el intercambio
libre y abierto de opiniones» no había sido «simplemente un talento
natural», sino que se encontraba arraigado en una «teoría pedagógica»: «En
una ocasión comentó, como de pasada, que la educación no debe tratar de
despojar al otro; debe tener la suficiente humildad para limitarse a
acompañar lo que el otro tiene de propio y contribuir a que madure».

¿No hubo lados oscuros? Según se mire. El apoyo organizativo y, sobre


todo, financiero que Ratzinger prestó a sus estudiantes es algo que, en gran
medida, ha permanecido oculto. En realidad, intercedió una y otra vez a
favor de la concesión de becas e incluso ofreció dinero propio cuando algún
alumno atravesaba dificultades económicas. Menos ocultas permanecieron
ciertas debilidades del teólogo. Wiedenhofer cuenta que, en ocasiones, el
profesor reaccionaba «con bastante sarcasmo y vehemencia», especialmente
en relación con la disputa con Metz. Algunos «proyectiles» de Ratzinger
habrían sido dudosos. Habría faltado «una interpretación sopesada».
«Bastaba una cierta afirmación y ya estaba catalogada. Esto, sin embargo,
se acabó más tarde» [14].
Para el entonces ayudante científico Stephan Horn, el punto débil de
Ratzinger residía en su incapacidad «de señalar a los demás una dirección.
Ahí es demasiado reservado» [15]. Con demasiada frecuencia dejaba que
las cosas siguieran su curso. Al fin y al cabo, Ratzinger contaría «con una
delicadeza casi como de una niña», según señala Georg May, catedrático
emérito de Derecho Canónico y nacido en 1926: «Todo lo que significa
fuerza, poder; violencia le resulta completamente ajeno. Es un erudito por
naturaleza. Por eso, su nombramiento primero como arzobispo y luego
como prefecto iba en contra de su ser. Ejerció estos cargos porque es genial,
a su manera, pero imponerse no es lo suyo» [16].
42
Tensiones

P or más que en Ratisbona fueran bien las cosas, en otra parte se


presentaban más difíciles. El Concilio Vaticano II debía abrir la Iglesia
para contrarrestar su pérdida de aceptación. Según el politólogo Franz
Walter, ahora «cada vez más católicos iban renunciando sucesivamente al
cultivo activo de los rituales tradicionales de la propia cultura católica,
como la celebración del santo, la bendición de la mesa, la cuaresma, la
confesión auricular, el culto mariano». El resultado: «La práctica y la
socialización de la religión dentro de la familia católica se redujeron
enormemente» [1].
En Hispanoamérica, la cuestión de cómo se veía la Iglesia a sí misma y
cuál era su relación con el mundo llevó a la creación de «grupos de base»
cristianos que favorecían una «teología de la liberación». La II Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, hablaba
en 1968 del «alba de una era nueva». El movimiento chileno «Sacerdotes
por el socialismo» exigía que la Iglesia se decidiera a favor de los pobres y,
en consecuencia, por el socialismo, pues, de lo contrario, se estaría
hermanando con la burguesía.

Ya en septiembre de 1966, los obispos alemanes habían alertado en una


carta pastoral de dos adversarios peligrosos; a saber, «los que carecen de
comprensión y se aferran con rigidez al pasado, y los impacientes que no
quieren reconocer que no se puede dar el segundo paso a la vez que el
primero». Ambos estarían «igualmente alejados del espíritu del Concilio»
[2]. Al mismo tiempo, se intensificaron los intentos de los progresistas de
imponer aspiraciones que habían sido rechazadas de forma contundente por
el Concilio. Para Ratzinger, estas ideas, en el fondo, se reducían a la
intención de hacer que la Iglesia católica fuese más protestante. Lo que le
asustaba especialmente: esta vez, las fuerzas destructivas, tal como él
percibía la situación, no procedían del exterior, sino de las filas de los
teólogos. La Iglesia «parece en gran medida ocupada consigo misma»,
advirtió en 1970 en una ponencia; y la teología, interesada nada más que en
la «lucha por nuevas formas de estructuras eclesiales» [3].
La ruptura también se hizo patente en la Comisión Teológica
Internacional, un grupo compuesto por 30 teólogos de distintas escuelas y
naciones. La había creado Pablo VI a propuesta del primer sínodo de los
obispos, y Ratzinger también había formado parte de ella desde su inicio el
1 de mayo de 1969. Aquí, el catedrático de Baviera se encontraba, junto con
Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac, Marie-Joseph Le Guillou, Louis
Bouyer o el chileno Jorge Medina Estévez, en el lado de aquellos que veían
en el frenético ambiente de un «estado de revolución permanente», en
palabras de Gianni Valente, «una caricatura de la reforma impulsada por el
Concilio Vaticano II» [4].
Que las tensiones iban cada vez más en aumento quedó patente con la
retirada de la comisión papal de Karl Rahner y del ecuménico suizo
Johannes Peinen Abandonaron aquel órgano, «porque no estaban dispuestos
a sumarse a tesis en su mayor parte radicales», según cuenta Ratzinger [5].
El propio Rahner habló de una sensación de aburrimiento en un «club de
teólogos» en el que en realidad no se me necesita. «También puedo comer
helados en Alemania, aunque los de Roma son muy buenos» [6].
La relación con De Lubac se hizo más profunda. Durante un periodo de
sesiones en Roma, el francés señaló en una nota que se fue corriendo a la
Domus Mariae «para escuchar al Dr. Joseph Ratzinger, que va a hablar de la
colegialidad episcopal y sus implicaciones pastorales». El 6 de octubre de
1965 anotó lo siguiente: «El Dr. Joseph Ratzinger, un teólogo tan pacífico y
benévolo como competente». Con anterioridad, el alemán le había
agradecido a De Lubac el envío de dos libros suyos y le aseguró que,
«naturalmente, siempre he seguido la pista de sus otras obras, por lo que, un
poco, me puedo considerar discípulo suyo, a pesar de no haberlo escuchado
nunca» [7].
En sus memorias, Ratzinger anotó que el francés, «que tanto había
sufrido con la estrechez del régimen de la neoescolástica, demostró ser un
decidido luchador contra la amenaza fundamental a la fe que había
modificado todos los frentes de antaño» [8]. Sigue diciendo que para él
había supuesto «un gran aliento» ver que existía alguien que «valoraba la
situación actual y nuestra tarea en ella exactamente igual que yo». Cuando
el 11 de mayo de 1998 Ratzinger recibió las insignias de comandante de la
Legión de Honor francesa, aprovechó la ocasión para resaltar especialmente
una vez más el espíritu luchador del jesuita francés: «El padre De Lubac fue
durante la guerra uno de los valientes inspiradores de la resistencia en
Francia. Luchó contra una ideología de la mentira y de la violencia, pero
nunca contra un pueblo. La resistencia francesa era portadora de la
auténtica fuerza de reconciliación: el humanismo cristiano, basado en la
universalidad y la fuerza unificadora de la verdad. La verdad también es una
espada contra la mentira, y el padre De Lubac no tenía miedo a la hora de
emplear esa espada en contra de la mentira, dentro y fuera de la Iglesia,
antes y después del Concilio. Pero él era, sobre todo, un hombre de la paz y
de la fraternidad en el amor de Cristo». La colaboración con el francés –ese
perfecto «modelo para una vida según el Evangelio»– había sido para él
«uno de los regalos más grandes que he recibido en mi vida» [9].
Muchos católicos se sentían profundamente desconcertados. Las
reformas habían cambiado el culto tal como lo conocían. A su vez leían
noticias funestas sobre el dramático descenso en la asistencia a misa y de
los ingresos en los seminarios. Surgió un frente inesperado cuando Pablo VI
introdujo el 3 de abril de 1969 un nuevo misal para la celebración de la
misa y, a la vez, prohibió el anterior, el Missale Romanum de 1962, que
regulaba el desarrollo de la santa misa en lengua latina. Ahora, a Ratzinger
le producía horror la realización de la reforma: «Algo así nunca se había
dado antes en toda la historia de la liturgia».
Ya la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia había intervenido en
la celebración de la misa, la liturgia de las horas, el año litúrgico, la
arquitectura religiosa y la música y el arte sacros, causando considerable
inquietud entre el presbiterio y los fieles. Pero Ratzinger percibe el nuevo
misal como una señal. Hasta ahora, lo nuevo siempre se había creado
utilizando, por decirlo así, los antiguos planes y materiales de
construcción», comenta; «pero que se levantara cual edificio de nueva
planta en contra de la historia establecida, que esta se prohibiera y, con ello,
se hiciera que la liturgia ya no parezca crecer de forma natural, sino como
un producto de la erudición y de la competencia jurídica, eso nos ha
perjudicado extraordinariamente. Porque ahora se generaba la impresión de
que la liturgia “no nace”, “se hace”» [10].
En un artículo posterior, Ratzinger incluso llegó a hablar de «una especie
de incendio forestal»; pues si la liturgia es aquello «que la propia
comunidad construye para sí y aquello en lo que ella misma se ve reflejada,
entonces nunca trascenderá de sí misma». Ahora bien, la liturgia sería
«precisamente el encuentro con algo que no hemos hecho nosotros mismos
y, por ende, también el ingreso en esa gran realidad previa que es la historia,
que no debe momificarse, no debe petrificarse, pero tampoco debe
quebrarse sin más, sino que debe seguir existiendo como algo vivo» [11].

En el libro-entrevista Sal de la tierra, añadió otro aspecto: «Una


comunidad que de repente prohíba estrictamente todo aquello que hasta
ahora había sido lo más alto y sagrado para ella y que haga que el deseo por
ello parezca casi indecente se pone en entredicho a sí misma. Pues, ¿qué se
le podrá creer a esa comunidad? ¿No volverá a prohibir mañana lo que hoy
prescribe?» [12]. Y concluyó con cierta desilusión: «Estoy convencido de
que la actual crisis de la Iglesia se basa en gran medida en el
desmoronamiento de la liturgia, que en ocasiones se concibe incluso etsi
Deus non daretur, por lo que ya no resulta relevante si Dios existe y si nos
habla y escucha» [13].

También se recrudeció la disputa con Hans Küng. Ratzinger era


demasiado discreto para ofender al colega. Al mismo tiempo se hizo visible
su talón de Aquiles: la negligencia a la hora de aclarar la relación con las
personas de su entorno de las que no era capaz de librarse. Pero ahora la
confrontación resultaba inevitable. En Ratisbona anunció que, «a largo
plazo, será tarea nuestra luchar con la letra del Concilio contra su
socavación y, sobre todo, contra el famoso “espíritu” del Concilio» [14].
Esto, sin embargo, conllevaba pasar de la ofensiva a la defensiva. El propio
Küng, que contaba con un nutrido grupo de seguidores, caracterizó su
teología como el nuevo paradigma por excelencia, que sustituiría al
«paradigma medieval-contrarreformista, antimodernista, católico-romano,
con su desconfianza latente o abierta frente la Reforma protestante y la
Modernidad» [15].

Küng rechazaba el dogma. Para él, los eruditos y su autoridad científica


habían ocupado el lugar del credo como instancia interpretativa. Al mismo
tiempo había convertido la búsqueda del Jesús histórico en el fundamento
decisivo de su teología, unido a la reivindicación de que todos los
«dogmas» proclamados por la Iglesia oficial debían someterse
constantemente a una comprobación crítica. Siegfried Wiedenhofer, experto
en teología dogmática, no ve en el enfrentamiento de los protagonistas
Küng y Ratzinger una disputa entre dos escuelas diferentes, pues los dos
representarían teologías reformistas, a las que les importa la relevancia de
la fe cristiana, pero también teologías tradicionales, cuando se trata de la
continuidad de la fe eclesial. Indudablemente, la disputa también vivía de
sentimientos personales. Sin embargo, que la confrontación adquiriera tal
dureza se debió, en opinión de Wiedenhofer, a que se encontraban en «una
encrucijada en la historia de la Iglesia que marcaría época como pocas lo
habían hecho en el pasado». Se trataba nada menos que del «futuro camino
de la Iglesia y la teología»: «Visto así, no era poco lo que estaba en juego:
la identidad de la fe y su relevancia, y también la relación básica con el
mundo moderno» [16].

En definitiva, la controversia que se escondía detrás no implicaba una


decisión entre lo progresista y lo conservador en lo relativo a la orientación
de la Iglesia, sino la cuestión de la imagen de Cristo. ¿Quién es de verdad
Jesús? Justo aquí es donde se encontraba el verdadero frente entre Ratzinger
y Küng. ¿Cuál es la falsa imagen que lleva a engaño y conduce a la
disolución de los principios de la fe? ¿Cuál la correcta, que no reduce al
fundador del cristianismo a una figura histórica para, con la ayuda del
método histórico-crítico, cuestionar luego incluso al Jesús histórico?

Ya el libro de Küng sobre la teología del Concilio había desatado «una


controversia algo más seria» (Ratzinger) entre los dos catedráticos, aunque
la disputa todavía se entendiera por ambas partes como un interesante
debate dentro del consenso básico de unos teólogos católicos.
Un punto destacado «a partir del cual percibí con claridad que esto no
podía seguir así» fue para Ratzinger la obra de Küng titulada La Iglesia,
publicada en abril de 1967. Küng publicitaba su libro como
«verdaderamente católico», justo por lo cual «se aparta de vez en cuando de
lo habitualmente católico romano». Ernst Käsemann, un exégeta
neotestamentario luterano, se mostraba emocionado y en el paraninfo de la
Universidad de Tubinga declaró «el fin del cisma entre Küng y yo». Hans
Urs von Balthasar consideraba el libro, aunque ello sonara más bien
sarcástico, una doctrina ecuménica «en cuyo final, en el fondo, queda
eliminado por completo todo elemento católico que resulte un fastidio para
los protestantes» [17].

En esos momentos, Ratzinger y Küng eran los directores de la colección


en la que se había publicado la obra. Sin embargo, La iglesia de Küng
resultó ser motivo suficiente para que Ratzinger «dimitiera de ese puesto de
director» [18]. Tres años más tarde, Küng publicaría su famoso escrito
polémico ¿Infalible? Una pregunta, relacionándolo con la controvertida
encíclica de Pablo VI, Humanae vitae, dedicada a la anticoncepción. «Con
ese calculado ataque frontal a la Iglesia oficial», según Hansjürgen
Verweyen, «podía contar con el aplauso cerrado de un amplio sector de la
opinión pública» [19]. Pero, ¿por qué unía un pronunciamiento del papa,
que ni siquiera había sido calificado como infalible, con la cuestión de la
infalibilidad papal? La explicación de Verweyen es que Küng simplemente
consideraba que había llegado el momento «de dejar de hacer devotas
reverencias “a los viejos señores del Vaticano”». El teólogo fundamental
Max Seckler, de Tubinga, confirma: «Küng me dijo antes de que se
publicara ¿Infalible?: “Voy a volar todo el sistema romano”. En el fondo,
desde entonces no ha hecho cosa diferente. No ha desarrollado ninguna
teología propia, sino que se ha puesto al servicio de todos los frustrados»
[20].
En su libro, Küng argumentaba que la «infalibilidad» papal no podía
derivarse ni de la Biblia ni de la tradición. Al mismo tiempo llama la
atención sobre decisiones pontificias del pasado que, en su opinión, habían
sido erróneas. «Todos los temas los llevo en la cabeza, domino
perfectamente toda la materia», se vanagloria en su obra. Los periódicos
competían por sacar reseñas positivas; mientras, la Congregación para la
Doctrina de la Fe en Roma abrió un proceso, y Karl Rahner solicitó
contribuciones a sus colegas teólogos para un libro que trataría sobre la
cuestión de si Küng, debido a su opinión sobre el ministerio presbiteral y la
autoridad de los concilios ecuménicos, no había roto también, con toda la
tradición católica. En enero de 1971, Küng fue citado ante una comisión de
los obispos alemanes. Un mes después, la Conferencia Episcopal Alemana
aprobó una declaración en la que se condenaba el libro de Küng [21]. Küng
estaba satisfecho: «Parecen temer mi pluma, como en su día el rey de
Francia temía a la de Voltaire» [22].

Ratzinger también se sentía desafiado. «Nos encontramos en el Anima»,


recuerda Walter Brandmüller, posteriormente cardenal y jefe del Pontificio
Comité de Ciencias Históricas. «Ratzinger preguntó de inmediato: “¿Ya ha
leído Ud. el libro de Küng? Debemos hacer algo al respecto, escribir algo
en su contra”» [23]. Brandmüller publicó una recensión en Hochland; y
Ratzinger, otra en la obra colectiva de Rahner, que apareció en la colección
Quaestiones disputatae. En su reseña, el teólogo de Ratisbona censuraba –
además del «lenguaje militante, que en una gran parte de la obra es más
propio de la lucha de clases que del análisis científico, por no hablar del
“sentir con la Iglesia”»– sobre todo las numerosas contradicciones en el
libro de Küng, que trató en detalle. Resaltaba con contundencia que Küng,
con su argumentación, se movía fuera del marco de la catolicidad, a pesar
de que aseguraba ser «un convencido teólogo católico». Que el fundamento
católico de fe sea «esencialmente insuperable» no significaría «que no sea
ampliable, que no se pueda llegar a una comprensión más profunda y, en
consecuencia, que no se pueda mejorar su expresión lingüística». Pero sería
por principio inalterable, porque la orientación básica, que remite a
Jesucristo, «participa de la constancia de la verdad».
En su habilitación, Ratzinger había demostrado que en la Iglesia antigua
la revelación no se equiparaba con la Biblia. Esa sería una de las razones
por las que siempre habría que considerar Escritura y tradición juntas,
siendo el sujeto Iglesia el auténtico intérprete de la Escritura. Ese hecho
sería la verdadera base del dogma de la infalibilidad. Para la concepción
liberal-protestante que Küng tendría de la Iglesia, la «infalibilidad» del
magisterio necesariamente debía resultar escandalosa, ya solo por el hecho
de que aquí las opiniones predominantes entre los catedráticos no se
consideran instancias cualificadas para la interpretación. En lo que sí había
que darle la razón a Küng es respecto de la necesidad «de salir de la prisión
del tipo romano de escuela». La frase final de la crítica de Ratzinger era, sin
embargo, demoledora: «Las palabras fuertes y los gestos combativos del
libro de Küng [...] parecen, cuando se escucha atentamente, solo un trueno
cuya potencia principal reside en que se percibe hasta muy lejos» [24].

Como coautor del memorando Reforma y reconocimiento de los


ministerios eclesiásticos, Küng relativizó, dos años después, el sacerdocio y
provocó con ello un nuevo pronunciamiento de la Comisión para la
Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Alemana. Que todavía
conservara su licencia para enseñar se debió también a Joseph Ratzinger,
quien entre bambalinas intercedió por él [25]. Con su próximo libro, Ser
cristiano, Küng esperaba replicar en 1974 el sensacional éxito de ventas
que había cosechado con ¿Infalible? Küng entendía decididamente su obra
como una respuesta a la Introducción al cristianismo de Ratzinger. En el
prólogo marcaba diferencias: mientras que su competidor, «en el fondo,
solo» había querido «dirigirse a cristianos católicos», su libro habría sido
«escrito para todos aquellos que, por las razones que sea, deseen informarse
honesta y sinceramente de qué trata en realidad el cristianismo y qué
supone ser cristiano».
Ser cristiano también fue muy controvertido. En una primera reseña en
1975, Ratzinger se había pronunciado al respecto, pero un año después
volvió a tomar la palabra en la obra colectiva Debate sobre Ser cristiano de
Hans Küng, editada por Hans Urs von Balthasar. Con este libro de Küng,
rezaba su crítica, se habría consumado ahora, con total resolución, el viraje
en el pensamiento teológico. Todo lo aducido desde tiempos de Albert
Schweitzer en contra de considerar al «Jesús histórico» como la instancia
teológica estaría «por completo ausente» en Küng. En conclusión: «Como
rechaza el principio del “dogma”, Küng tiene que rechazar también, por
supuesto, el modelo original del dogma, a saber, el canon como canon en el
sentido teológico. [...] Eso significa, en cuanto al contenido de la fe, que el
erudito ocupa el lugar del sacerdote y se convierte en instancia única de
cercioramiento de la fe. [...] El Jesús histórico –una “reconstrucción”, por
tanto– se convierte en la medida de la existencia cristiana; sin embargo,
respecto de él, quien tiene la llave en sus manos es el historiador, o quien se
tenga por tal» [26]. Y esa función ya no la ejerce, pues, el magisterio de la
Iglesia.
Ser cristiano de Küng cuestionaba la eterna filiación divina de Jesús y el
carácter vinculante de los concilios cristológicos. Su caracterización de
Jesús como el «hombre verdadero», «que se le apareció a la humanidad
como procurador, lugarteniente y representante de Dios», renunciaba a la
unicidad por principio de Jesucristo y, con ello, también al dogma de la
Trinidad. Las consecuencias que para la fe conllevaría ese proceder,
opinaba Ratzinger, solo podían ser devastadoras: «Es entregarla, desde sus
cimientos, a la putrefacción». El reseñador consideraba positivo y
«merecedor sin duda de reconocimiento» que el libro de Küng estuviera
«muy por encima de muchas cosas que actualmente proliferan de forma
descontrolada en la literatura de segundo nivel, como si se tratara, por así
decir, de maleza teológica» [27].
En una de nuestras entrevistas le pregunté a Ratzinger si todos los
involucrados tenían claro que, con la aparición de su crítica, habían
quedado rotos definitivamente los lazos entre las dos estrellas de la teología.
La concisa e inequívoca respuesta del papa emérito fue: «Sí, por supuesto».
En una «Respuesta a mis críticos», Küng describía en el diario
Frankfurter Allgemeine Zeitung la confrontación con su libro como un
«volumen partidista escrito por catedráticos bien seleccionados» [28]. De
Balthasar, de todas formas, hacía tiempo que ya se había distanciado. En la
disputa con «la gran decepción [que para mí ha supuesto] Karl Rahner», por
otra parte, Küng le echó en cara al colega, al que antaño había venerado
como «gran teólogo conciliar», que carecía de pensamiento histórico-crítico
y de formación exegética. La neoescolástica de Rahner «nos pareció desde
pronto, tanto a Ratzinger como a mí», asegura, «superada» [29]. Con su
valoración de ¿Infalible?, Rahner habría querido llevar a cabo «un ataque
generalizado contra mi persona y mi teología», para «que perdiera toda
credibilidad en el conjunto del mundo católico». No satisfecho con eso,
precisamente en la revista jesuita Stimmen der Zeit, Küng censuraba
también el «desenfoque, la imprecisión y las lagunas en las explicaciones»
de Rahner. Las «debilidades generalizadas en la teología de Rahner» ya
«quedan patentes». Era de esperar que Rahner no tolerara tales improperios.
En un simposio en Francfort exclamó: «Usted, señor Küng, etiquetará esto
[su teología] de conservador, tradicionalista o pequeñoburgués, pero debo
decirle que con su libro ¿Infalible? me siento amenazado de muerte en mi
fe católica» [30].

Y la aparición de más pullas no se hizo esperar. El que Rahner se


aferrase al celibato fue motivo de un comentario de Küng, en el que este
apuntaba a la ruptura del celibato precisamente por el propio Rahner a
causa de su relación con la escritora Luise Rinser: «En efecto, los dos se
han escrito cientos de cartas de amor en estas dos décadas», comunicó a la
opinión pública [31]. Al mismo tiempo, presentaba al antiguo ídolo como
un jacobino despiadado. Tras un atentado frustrado contra el papa Pablo VI
en Manila en 1970, Rahner, «con una sonrisa maliciosa», le habría
comentado «que, a decir verdad, no se hubiera sentido tremendamente
apesadumbrado de haber tenido éxito el atentado» [32].

Küng se sentía perseguido. Se quejaba de la falta de apoyo por parte de


los teólogos alemanes en su disputa con la curia romana. Son «todos
iguales, tal como los percibo, literalmente “criaturas” del sistema romano»
[33]. Y eso que, por ejemplo, Karl Lehmann, el antiguo ayudante de
Rahner, le escribió una carta de admiración, fechada el 30 de octubre de
1969: «Espero que las luchas que has de librar con Roma no te estén
afectando demasiado. Pero como, al ser un demócrata suizo, tienes desde
pequeño suficientes agallas, esas que nos faltan a nosotros, tú eres, en
muchos sentidos, el único capaz de batallar algo así». Lehmann concluía
con la exclamación: «¡Landgrave, mantente firme!» [34]. Escasamente un
año después, Küng se mostraba decepcionado. «Pero sospeché algo malo,
cuando el día antes del congreso en Bruselas apareció en Publik un artículo
del discípulo de Rahner, Karl Lehmann. [...] No trata de responder a mi
“interpelación” [sobre la infalibilidad], sino de cuestionar mi ortodoxia».
Por lo demás, posteriormente le tomó a mal a Lehmann el que redactara
para el cardenal Döpfner una carta crítica dirigida a él, así como el que
«formulara» para el cardenal Höffner «las tres preguntas inquisitoriales»
que llevarían después a su cese de la cátedra. Lehmann, a través de una
«lamentable complicidad» con la curia y el episcopado, habría sido
igualmente responsable del «ataque generalizado» con el que «fueron
movilizados en mi contra y a gran escala los medios de comunicación» en
Alemania.

En su reseña de ¿Infalible?, Ratzinger le había negado a su antiguo


colega que, con su argumentación, siguiera moviéndose en el marco de la
catolicidad. Se sentía, aparentemente, obligado a cortar por lo sano. Ya no
se trataba de una disputa entre dos teólogos. Se trataba de una guerra
subsidiaria de la que el futuro papa sospechaba que en ella se enfrentaban
dos bandos que podían convertir la grieta en la Iglesia en una profunda y
duradera falla.
43
La visión de la Iglesia del futuro

R atisbona parecía sentarle bien al catedrático. Llegado con problemas


de salud, pronto se había recuperado estupendamente. Y la nueva
situación le ofrecía espacio para la inspiración, el análisis e impulsos
innovadores que no se guiaran por «la opinión generalizada, por el “qué
dirán”» [1].
Ratzinger está convencido, dice Max Seckler, catedrático y compañero
de Tubinga, «de que su teología es muy importante para la Iglesia». No
habría llamado la atención solo por su línea consecuente, sino también por
«una gran conciencia de misión». Le movía la idea de colocar a esa
Modernidad que va avanzando despiadadamente ante el espejo de la
historia, en contra del olvido, y, con ello, desarrollar una visión –sin hacerse
ilusiones– para una Iglesia del futuro capaz de sobrevivir.
Si existe una fecha que marca la entrada de Ratzinger en el modo
combativo, es el 14 de septiembre de 1970. Según el calendario litúrgico,
ese día se conmemora la Exaltación de la Santa Cruz. Hablar de
«exaltación» supone considerar la cruz un signo de victoria. Con su
martirio, Jesús habría reconquistado la vida y transformado el signo del mal
en signo de amor. Aquel 14 de septiembre, el teólogo había sido invitado a
pronunciar el discurso de homenaje con ocasión del sexagésimo aniversario
de la ordenación sacerdotal de Josef Frings. En 1965, el cardenal de
Colonia había presentado su renuncia como presidente de la Conferencia
Episcopal Alemana, y en 1969 también renunció, por motivos de edad, a su
episcopado.
«La situación de la Iglesia hoy»: tal era el título de la intervención de
Ratzinger. El subtítulo rezaba: «Esperanzas y peligros» [2]. Entre los cerca
de 800 sacerdotes presentes en la sala, se encontraban, en los asientos de
honor, altos representantes de la Iglesia y de la política: así, el arzobispo y
sucesor de Frings en Colonia, Joseph Höffner, y el cardenal Döpfner,
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. ¿Acaso no se parecía, en
cierta medida, a la situación vivida nueve años antes en la Academia Tomás
Moro en Bensberg? También entonces la cuestión giraba en torno al
Concilio. Pero eso era antes del Vaticano II, con todas las esperanzas
puestas en él. Ahora era después del Concilio, con todas las preocupaciones
a flor de piel.
La que se alzaba era una voz tenue y, sin embargo, era una voz que se
creía capaz de evocar un escenario inmenso. Ratzinger comenzó con una
descripción de la situación en el año 375. Le gustaba recurrir a citas
históricas para ilustrar sobre ese trasfondo una circunstancia actual. «¿Con
qué debemos comparar el estado actual de la Iglesia?»: con este
interrogante comenzó su discurso. La pregunta procedía en realidad de
Basilio Magno, una de las figuras más importantes de la Iglesia antigua. El
obispo de Cesárea de Capadocia narra una encarnizada batalla naval. Bajo
un «ruido confuso e indistinguible», que «se adueña del mar por completos
un barco corre peligro de hundirse. A pesar de ello, la tripulación, dominada
por la «invencible enfermedad de ambicionar honores», no cesa en su
«lucha por prevalecer». Pues bien, dice Basilio, la inquietud que agita la
Iglesia es bastante «más violenta que el oleaje de aquel mar». En verdad,
«con ella, todo límite trazado por los padres está en movimiento, toda
piedra de los cimientos, toda seguridad de las enseñanzas se quebranta.
Todo se disuelve; lo que se eleva sobre cimientos podridos se tambalea.
Agolpándonos unos encima de otros, nos derribamos entre nosotros». Y por
si la matanza no fuese ya suficientemente grande, «los adictos a las
novedades» presentían en esta situación «que había llegado el mejor
momento para la rebelión» [3].
«Este texto del siglo IV», prosiguió el antiguo perito conciliar, suena
«sorprendentemente moderno» y, de hecho, parece «verdaderamente una
descripción de la situación en la que, sin saber cómo, ha acabado la Iglesia
tras el Concilio Vaticano II». Es cierto que antes la Iglesia católica a
menudo daba «sensación de rigidez y uniformidad». Pero hoy en día se
están asustando incluso aquellos que «desean más diversidad y
movimiento», por la forma «en la que se han cumplido sus deseos».
Hasta entonces, ningún alto representante de la Iglesia se había atrevido a
pronunciarse con tal dureza. «En primer lugar, no se podrá negar», en
palabras del orador, «que la crisis se relaciona, en cierta medida, con la
experiencia del Concilio, aunque este [...] hoy a menudo apenas se
considere ya seriamente». Ratzinger habla de «conmoción espiritual» y de
una «huida hacia la acción». Menciona la «disputa de los obispos en torno a
dogmas de fe centrales», que habría despertado «una sensación de
inseguridad, previamente desconocida», llegando a la idea «de que, en
realidad, no pueden existir estándares concebibles de forma nítida».
El discurso de Colonia documenta con precisión el programa al que
Ratzinger, como teólogo, como obispo, como prefecto y, finalmente, como
papa, se dedicaría a lo largo de las próximas cuatro décadas. Merece ser
citado en detalle, porque da una idea esclarecedora del pensamiento de
Ratzinger y evidencia cuáles son, en su opinión, los problemas de la Iglesia
moderna y qué opciones recomendaba para su renovación. Se dice
literalmente:
«La fórmula “nosotros somos la Iglesia”, acuñada en la época del movimiento
juvenil, contiene un sentido extrañamente sectario: el radio de ese “nosotros” a
menudo ya solo engloba al respectivo pequeño grupo de correligionarios que ahora
exigen una especie de infalibilidad al insistir en ese “nosotros”, cuando, en realidad,
esa frase debería excluir toda egolatría de los grupos. Pues solo puede ser verdad si
ese “nosotros” comprende a la comunidad entera de todos los creyentes, no solo a
los de hoy, sino a los que han existido a lo largo de todos los siglos, y si en ese
“nosotros” se incluye el yo de Cristo, al ser él quien realmente nos reúne en el
“nosotros”.
Lo que hoy en día salva a la Iglesia –hablando en términos humanos– no son las
jerarquías, a menudo vacilantes e inciertas, que se refugian o en el tradicionalismo
o, inseguras y preocupadas, buscan a los teólogos y sienten miedo de ser tildadas de
conservadoras si se atreven a considerar el credo una declaración clara. Lo que
sostiene a la Iglesia en estas horas de incertidumbre es la imperturbable fe de las
comunidades que dan ejemplo, con su vida y sufrimiento, de la unidad del pasado,
presente y futuro, más allá del tradicionalismo y del progresismo: en la realidad de
la vida actual, de la que desde el credo sale hoy uno airoso.
Quizá debamos experimentar la destrucción del ateísmo para, en realidad, poder
redescubrir, en primera instancia, cuán inerradicable y cuán indispensable surge del
hombre el clamor por Dios. Para que, por fin, volvamos a darnos cuenta de que el
hombre realmente no vive solo de pan y de que, aun cuando disponga de ingresos
que le posibilitan tener todo lo que desea y de una libertad que le permita hacer todo
lo que quiera, está lejos de ser redimido. Solo entonces se percatará de que el
tiempo libre por sí solo no libera y de que con el tener da comienzo todo el
problema existencial. Y que necesita algo que ni el capitalismo occidental ni el
marxismo son capaces de concederle.
Romano Guardini no se cansó de subrayar que la esencia del cristianismo no
consiste en cualquier idea o programa: la esencia del cristianismo es Cristo. Allí
donde lo perdemos, donde no queremos seguir conociéndolo, solo quedan sombras.
Y las sombras no viven. Queda un cristianismo fantasmal, sin fuerza y sin realidad.
(...) Quien hoy quiera ser cristiano debe tener la fuerza del discernimiento y el valor
de no ser moderno (como todos los hijos del mañana, de lo intempestivo). En una
época que ha declarado la muerte de Dios, debe atreverse a anclar sus raíces en el
Eterno. Debe estar en un movimiento vivo con el Dios revelado en Cristo» [4].

De acuerdo con el escenario de crisis trazado por Ratzinger, el proceso


posconciliar habría adquirido una dinámica propia sin que dispusiera de
sustancia ni objetivos. Algunos partidarios de una reforma radical veían la
Iglesia, sobre todo, desde el punto de vista del cambio, de la objetivación y
de la función. Pero esto haría que su verdadera naturaleza espiritual ya no
fuera reconocible. Un progresismo peligroso estaría determinando el
ambiente general en el seno de la Iglesia y, en lugar de sumergir la vida
eclesial en la luz de la alegría, estaría arrojando sobre ella una luz
crepuscular.

Ratzinger diferenciaba, en esencia, tres fuerzas entre las que se estaría


librando una lucha por la futura configuración de la Iglesia católica y de su
teología:

1.  Un progresismo posconciliar que se hermana con la tendencia


neomarxista o también con la tendencia liberal pragmática y ocupa el
primer plano.
2. Un conservadurismo mezquino que se aferra a las formas del pasado y,
en su rechazo del Concilio, amenaza con deslizarse hacia el
sectarismo.
3.  Aquellas fuerzas que habían posibilitado y sostenido el Concilio
Vaticano II. Habrían puesto en marcha una teología y una devoción
que derivan «en gran medida de las Sagradas Escrituras, de los padres
de la Iglesia y del gran legado litúrgico de la Iglesia universal». Sin
embargo, después habrían sido arrolladas por una ola de modernidad
[5].
En efecto, resultaba paradójico: en realidad, la creciente apertura y
liberalización debía de haber mejorado la imagen de la Iglesia católica en la
opinión pública; pero sucedió exactamente lo contrario. Cuanto más
modernamente se comportaba, tanto más le parecía a la gente un nido de
opresión, delitos y arcaísmo. En 1970, Ratzinger presentó su diagnóstico
también en distintas contribuciones radiofónicas. En concreto, no solo debía
tratar «la conmoción que había sufrido la fe por la crisis actual», sino
también «la fascinación de lo futuro». Explicó que buscaba «proporcionar
información» para mostrar lo «que tiene de prometedor la fe, precisamente
cuando es fiel a sí misma».

El programa alternativo de Ratzinger quedó resumido en un artículo


sobre «La Iglesia en el año 2000». La visión enlazaba con su primer escrito,
el memorando de 1958 sobre «Los nuevos paganos y la Iglesia». Pero
también se veían reflejados sus tempranos «Pensamientos sobre la crisis del
anuncio», en los que el 9 de octubre de 1957, a la edad de 30 años y ante
miembros de la Asociación Kolping, advirtió en Ratisbona del peligro de
sacrificar «los valores espirituales de la Iglesia» al espíritu de la época (por
ser los que menos se ajustan al gusto del momento). Al establishment de la
Iglesia, que aún se creía en plena posesión de las prebendas católicas, no le
debió gustar el diagnóstico de Ratzinger ni las predicciones derivadas del
mismo. El ensayo, del que aquí se reproducen literalmente algunos
extractos, no solo ilustra la energía y la seguridad en sí mismo de su autor,
sino también su expresividad. Mirando al futuro, Ratzinger señala:
«No necesitamos una Iglesia que, a través de “rezos” políticos, celebre el culto a
la acción. Resulta completamente superfina. Y se hundirá por sí misma. [...] De la
crisis de hoy volverá a surgir, también en esta ocasión, una Iglesia del mañana que
habrá perdido mucho. Se volverá pequeña, y en todas partes tendrá que empezar
desde cero. Ya no podrá llenar muchas de las edificaciones creadas en la época del
auge. Perderá muchos de sus privilegios en la sociedad, en consonancia con la
reducción del número de sus seguidores. Se presentará, mucho más que en el
pasado, como una comunidad de la voluntariedad a la que solo se accede por
decisión propia. [...] Sin duda, conocerá nuevas formas de ministerio y ordenará
sacerdotes a cristianos que han probado su valía y ejercen un oficio. [...] Además,
seguirá siendo indispensable el sacerdote a tiempo completo.
El futuro de la Iglesia [...] no vendrá de la mano de aquellos que elaboran recetas.
No vendrá de la mano de aquellos que eligen únicamente el camino más cómodo.
Los que esquivan la pasión de la fe y tildan todo lo que supone un esfuerzo para el
hombre de falso y anticuado, de tiránico y legalista. [...] Expresémoslo en términos
positivos: el futuro de la Iglesia, como siempre ha ocurrido, lo rediseñarán, también
en esta ocasión, los santos. Y, por tanto, se trata de personas que perciben más que
los clichés que están de moda en ese momento, y que tienen profundas raíces y
viven desde la verdadera plenitud de su fe.
Pero a pesar de todos estos cambios que se pueden presumir, la Iglesia encontrará,
nuevamente y con total determinación, su esencialidad en aquello que siempre ha
sido su centro: en la fe en un Dios trino, en Jesucristo. [...] Será una Iglesia
interiorizada, que no insiste en su mandato político y no flirtea ni con la izquierda ni
con la derecha. En la fe y la oración volverá a reconocer su verdadero centro, y
volverá a experimentar los sacramentos como servicio a Dios en vez de como
problema de configuración litúrgica. Le resultará penoso, pues el proceso de
cristalización y depuración le costará incluso fuerzas valiosas. La empobrecerá, la
convertirá en una Iglesia de los pequeños.
El proceso será largo y penoso. [...] Pero después de la prueba de estas
decantaciones, brotará una gran fuerza de esa Iglesia interiorizada y simplificada.
Pues las personas de un mundo total y absolutamente planificado se sentirán
solitarias hasta el extremo. Experimentarán su pobreza total y terrible cuando Dios
haya desaparecido por completo de ellas. Y entonces descubrirán la pequeña
comunidad de creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza que les
concierne; como una respuesta a una pregunta que siempre habían formulado [...],
como tierra patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte» [6].

También volvió a discutirse sobre el celibato. El 9 de febrero de 1970,


nueve teólogos redactaron un memorando dirigido a los obispos, en el que,
ante la escasez de sacerdotes, reclamaban «la necesidad de una revisión
urgente y una consideración diferenciada de la ley del celibato en la Iglesia
latina a nivel alemán y universal». El escrito era interno y no se publicó
hasta décadas después, en enero de 2011. Además de Karl Rahner, Otto
Semmelroth, Karl Lehmann y Walter Kasper, Ratzinger también se
encontraba entre los firmantes. «Se trataba del típico texto de Rahner,
plagado de cláusulas del tipo “sí y no”, que podía ser interpretado de una
manera o la contraria», explica Ratzinger en una de nuestras entrevistas. Por
una parte, se trataba de «una defensa del celibato; por otra parte, sin
embargo, también de dejar abierta la cuestión y seguir pensándola; en ese
sentido, firmé más bien por amistad entre nosotros. Naturalmente, no fue lo
más apropiado» [7].
Sin embargo, en la anterior visión de «La Iglesia en el año 2000», el
propio Ratzinger había sugerido «nuevas formas del ministerio» para
ordenar sacerdotes a «cristianos que han probado su valía y ejercen un
oficio», los llamados viri probati. Una carta de 16 de septiembre de 1971,
dirigida al historiador de la Iglesia Raymund Kottje y hasta ahora no
publicada, muestra que Ratzinger se tomaba muy en serio ese modelo
complementario: «Lamento escuchar que los obispos alemanes se han
pronunciado en contra de los viri probati, cuando a mí me parece
justamente el camino para crear nuevas posibilidades sensatas sin romper
con la tradición» [8].
También en lo que atañe a la comunión de los divorciados que se han
vuelto a casar, Ratzinger se mostró abierto a nuevas soluciones. En el caso
de un «segundo matrimonio» que «haya demostrado ser una realidad moral
durante un largo periodo de tiempo y haya sido colmado con el espíritu de
la fe, especialmente también en cuanto a la educación de los hijos»,
abogaba en un artículo de 1972, «con la debida precaución», por «la
admisión a la comunión de los que viven en un segundo matrimonio de
tales características». Considera que una disposición así estaría «avalada
por la tradición». En su opinión, la Iglesia, aunque no puede cesar de
«proclamar la fe de la nueva alianza, debe, no obstante, comenzar su vida
concreta a menudo un poco por debajo del umbral de la palabra de la
Escritura», al menos para «excepciones limitadas, con el fin de evitar males
mayores». El matrimonio como sacramentum sería, en sí mismo,
indisoluble; «sin embargo, ello no excluye que la comunidad eucarística de
la Iglesia también abarque a aquellas personas que reconocen esa enseñanza
y ese principio de vida, pero se encuentran en una situación de necesidad
especial» [9].

Fue grande el revuelo cuando algunos lectores atentos, con ocasión de la


publicación en 2014 del cuarto volumen de las Obras completas de Joseph
Ratzinger, detectaron que el mencionado artículo, ahí recogido, había sido
«completamente revisado» y «reescrito» (como se podía deducir de la lista
bibliográfica). En el texto revisado, ya no se hablaba tan directamente de
una admisión ampliada a la comunión. Aunque habría que «intentar
sondear, una y otra vez, los límites y el alcance de las palabras de Jesús»,
también habría que «prestar apoyo con amor caritativo» a los divorciados y
a los católicos que viven en un «matrimonio no sacramental». Nunca
debería crearse la impresión de «estar uno descalificado como cristiano»
por no poder recibir la eucaristía. El aspecto de su propuesta concreta», sin
embargo, no era el mismo que el de hace 40 años: «Una profunda
introspección, que también pudiera llevar a renunciar a la comunión, nos
permitiría experimentar de nuevo la grandeza del regalo de la eucaristía,
además de representar una especie de solidaridad con los divorciados que se
han vuelto a casar». Por lo demás, Ratzinger remitía a una práctica que se
había convertido en habitual, «por la cual las personas que no pueden
recibir la comunión (por ejemplo, miembros de otras confesiones) se
acercan también al sacerdote o acólito y se colocan las manos sobre el
pecho en señal de que no van a recibir el santo sacramento, pero solicitan la
bendición, que les es impartida como signo del amor de Cristo y de la
Iglesia» [10].

Cuando le pregunté por qué había revisado el texto, el papa emérito me


explicó el 14 de abril de 2015: «Me dije que, tal como estaba escrito, podía
interpretarse erróneamente. No puedo presentar un texto ambiguo. No se
trata de una nueva posición, sino de una aclaración. Lo que dije en el
Pontificio Consejo para la Familia –en concreto, después del sínodo sobre la
familia de 1980, del que Juan Pablo II me había designado relator– es lo
que he tratado de resumir nuevamente de forma concisa».
Los diagnósticos sobre la Iglesia y la sociedad le valieron la crítica de ser
un alarmista, algo que, según estas voces, sería típico de él. Así, por
ejemplo, cuando, en una contribución radiofónica de 9 de diciembre de
1973, advertía del problema de que, «en medio del cada vez más
vertiginoso proceso de cambio», el futuro hubiera «atraído toda la
atención», lo que explicaría por qué se estaba actuando en menor medida a
partir de la experiencia del pasado. La pregunta que se planteaba era «qué
traje espacial se supone que vamos a necesitar para resistir la velocidad
cósmica con la que estamos saliendo, a un ritmo cada vez mayor, de la zona
de gravedad de la tradición». Es «en la idea de una disposición absoluta
sobre la vida y la muerte, como en la difuminación de la diferencia entre
hombre y mujer», donde más se estaría notando «la separación del ser
humano del suelo de la tierra, la separación de lo que le viene dado y lo
sostiene» [11].
Aunque parezca que, en nuestros días, sus visiones se están cumpliendo
cada vez más, no se puede negar un pesimismo latente por parte del
teólogo. Desde el inicio de su carrera universitaria se había ocupado no solo
de la crisis de la fe, sino también de imágenes del futuro que habría que
calificar, en el sentido amplio de la palabra, de apocalípticas. Sus lecturas
preferidas en este campo no solo eran 1984 de George Orwell y Un mundo
feliz de Aldous Huxley, sino también, como ya se ha mencionado, Señor del
mundo, una novela apocalíptica de Robert Hugh Benson, cuyo protagonista,
en última instancia, produce una hegemonía mundial anticristiana en
nombre de la libertad.
En sus años de Tubinga, Ratzinger leyó el Breve relato del Anticristo, el
clásico de Vladimir Soloviev, que había publicado Wewel, la entonces
editorial de Ratzinger, como novedad en el año 1968. En él, el filósofo ruso
esbozaba igualmente la llegada del Anticristo, que situaba en el año 2077.
En la visión apocalíptica de Soloviev, que se basaba en deducciones de la
Biblia, Europa acaba de liberarse del «yugo del dominio mongol», cuando
aparece un hombre que finge completar la obra de Cristo. Está firmemente
decidido a «reformar» la Iglesia: la Una sancta debe seguir pareciéndose,
en lo exterior, a la Iglesia católica; en lo interior, sin embargo, no debe ser
más que una organización social no gubernamental con un toque
pseudorreligioso. No es casual que Ratzinger, en muchos de sus textos,
volviera una y otra vez a Soloviev. Así, por ejemplo, en su obra La
interpretación bíblica en conflicto, donde se permitió señalar que el
«Anticristo» en el libro de Soloviev poseía un birrete de doctor honoris
causa en teología, otorgado por la Universidad de Tubinga.
Probablemente inspirado por la lectura de Soloviev, Ratzinger publicó en
1968 una reflexión sobre el segundo advenimiento de Cristo al final de los
tiempos. En este sumamente complejo ensayo, publicado en la revista
Hochland, el teólogo trata de la «coherencia interna de la visión global
bíblica» y de cómo se produce «la fusión de la antropología y la cosmología
en la cristología definitiva». En su «construcción dual que reúne al cosmos
y al hombre», la creación siempre se habría dirigido hacia una «unidad
como meta». En algún momento, el cosmos y el hombre, «por su
complejidad, se funden entre sí en la realidad más grande del amor, que
trasciende y envuelve el bíos, la vida». Esto demostraría «hasta qué punto
lo escatológico-final y la ruptura acontecida en la resurrección de Jesús son,
de forma real, uno y lo mismo».
El cosmos sería movimiento, o sea, «que no solo tiene lugar en él una
historia, sino que él mismo es historia». Existiría el «proceso de
complejificación del ser material por el espíritu y su síntesis desde este de
una nueva forma de unidad de la historia». Una pequeña muestra de cómo
es este proceso podría verse ya en «la manipulación de lo real» que se está
produciendo en la actualidad a causa de la difuminación de los límites entre
naturaleza y tecnología. En consecuencia: «Si es verdad que al final se
produce el triunfo del espíritu, es decir, el triunfo de la verdad, de la
libertad, del amor, entonces no es una fuerza cualquiera la que al final se
lleva la victoria, entonces es un rostro lo que nos encontramos al final.
Entonces, el Omega del mundo es un tú, una persona, un ser único».
En su exposición de una «unificación que lo abarca todo infinitamente»,
la filosofía de Ratzinger se elevaba a alturas presumiblemente inalcanzables
para buena parte de sus lectores. «Si la irrupción en la complejidad extrema
del Último se basa en el espíritu y la libertad, entonces en modo alguno
puede tratarse de una corriente neutral, cósmica, entonces encierra
responsabilidad. No se produce por sí sola, como un proceso físico, sino
que se basa en decisiones. Por eso, el segundo advenimiento del Señor es no
solo salvación, no solo Omega que lo arregla todo, sino también juicio»
[12].
A veces, sin embargo, parecía que el teólogo de 43 años de edad había
interiorizado algo de la retórica del 68. Así, por ejemplo, cuando insistía en
que «la Iglesia necesita una revolución de la fe. Debe despojarse de sus
bienes para conservar su bien». El problema del hombre de hoy sería «que
vive en un mundo irremediablemente profano donde se ve programado
implacablemente hasta en su tiempo libre» [13]. Este otro también era un
típico comentario de Ratzinger: «El sentir enojo contra todos y contra todo
contamina el fondo del alma y la convierte en tierra muerta». Para encontrar
respuesta a la crisis de la Iglesia y no desesperarse a causa de los escándalos
actuales, uno no debía identificarse con las fuerzas que la gobiernan en la
actualidad, sino con la fe de la Iglesia y los creyentes de todos los siglos.
Los relatos sobre los santos, las grandes tradiciones de la vida litúrgica, esos
regalos del cielo pervivirían y seguirían teniendo validez. Nada de ello sería
borrado sin más, liquidado u olvidado por una mera votación de un
momentáneo espíritu de la época.
Los diseños programáticos estaban bien; no obstante, habrían tenido, en
la línea de Ratzinger, poca credibilidad si no les hubiera seguido una
confesión personal. Era el 4 de junio de 1970. El aula de la Universidad de
Ratisbona estaba hasta la bandera. Además, decenas de miles de oyentes de
la Bayerischer Rundfunk iban a poder disfrutar de una lección magistral en
la que el catedrático respondería a la pregunta: «¿Por qué sigo aún hoy en la
Iglesia?» [14]. El alegato de Ratzinger comenzaba por los fundamentos:
¿qué es en realidad la Iglesia? Para ello, el teólogo recurría al lenguaje
simbólico de los padres de la Iglesia. Estos habrían comparado la Iglesia
con la luna y su relevancia en el cosmos: «La luz de la luna es luz ajena.
Luce, pero su luz no es suya, sino que proviene de otro. Ella, por sí misma,
es oscura, pero regala luminosidad que procede de otro cuya luz ella
refleja». Precisamente por esto, la luna sería la metáfora para la Iglesia de
Cristo: «No es luminosa por su propia luz, por lo que hacen y son y logran
las personas en ella, sino por el sol verdadero, cósmico, por Cristo, del que
recibe la luz».
Entretanto, sin embargo, proseguía Ratzinger, se habla cada vez menos
de la Iglesia de Dios. «El lugar de su Iglesia lo ha ocupado nuestra Iglesia
y, con ello, las numerosas Iglesias, pues cada uno tiene la suya». De esta
manera, habrían surgido «muchas pequeñas propiedades privadas», una al
lado de otra, «todas ellas Iglesias “nuestras”», construidas por nosotros
mismos, que constituyen una obra y una propiedad nuestra y que, por tanto,
queremos o remodelar o mantener. Pero una Iglesia que no quiera ser «su
Iglesia» «sería mera y superfina ficción». Con ello, Ratzinger daba la
respuesta al tema planteado: «Yo estoy en la Iglesia porque creo que detrás
de nuestra Iglesia sigue estando –sin que nosotros lo podamos anular– la
Iglesia. Y que yo no puedo estar con él de otra forma que no sea estando
con y en su Iglesia». Sin la Iglesia, Jesús solo existiría como reminiscencia
histórica. La Iglesia, decía Ratzinger, vivifica a Cristo también en el
presente. A pesar de todas las debilidades. «Por mucho que pueda haber y
haya infidelidad en la Iglesia, por mucho que sea verdad que esta siempre
debe volver a medirse en relación con Cristo, no existe, sin embargo,
ninguna contraposición final de Cristo y la Iglesia». En su opinión, la
Iglesia le proporciona a la humanidad luz y una escala de medida que va
«mucho más allá del círculo de los creyentes».
En su alegato, Ratzinger hacía referencia a la fe como communio. El
«creo» de la fórmula del credo sería, en el fondo, un yo colectivo. Al fin y
al cabo, el individuo no estaría creyendo a partir de sí mismo, sino que
creería conjuntamente con la Iglesia de todos los siglos, la cual, por su
parte, estaría obligada a la solidaridad internacional a través de la igualdad
de los pueblos. A pesar de todas las sombras de la Iglesia, si uno va por el
mundo con los ojos abiertos ve a personas que son «vivo testimonio de la
fuerza liberadora de la fe cristiana».
Y el profesor exclamaba: «¡Cómo no voy a amar a una Iglesia que nos ha
regalado las magníficas basílicas de la Antigüedad cristiana, las catedrales
románicas y góticas, la solemnidad del Barroco y la serena alegría del
Rococó!». Además de las obras de Palestrina y las misas de Mozart, «el
canto gregoriano y la sublime poesía de las grandes y antiguas liturgias» y
la obra imperecedera de san Agustín. Además de una Iglesia «que, a través
del año eclesiástico, convierte el tiempo en historia, en la que el hoy y el
ayer, la eternidad y el momento se compenetran», una Iglesia que ha
marcado a figuras como Francisco de Asís y Juan XXIII, así como a las
personas «que están más cerca de nosotros: nuestros padres. Tendría que
separarme de mí mismo si quisiera estar sin ellos».
Y para condensar su confesión al máximo, añadió: «Siendo indiscreto,
yo diría que permanezco en la Iglesia porque la amo».

En ese momento, los miles de oyentes que estaban siguiendo la


conferencia por la radio no tuvieron más remedio que sentirse conmovidos.
Es cierto que «el amor es ciego», seguía Ratzinger. Y esa sabiduría popular
seguramente tendría algo de verdad. «Pero no es menos verdad que el amor
es clarividente. En un rostro viejo y lleno de arrugas que exteriormente
carece de belleza nos descubre a la persona que anima a ese semblante y
que merece todo nuestro amor. En el rostro de la Iglesia nos descubre, a
través de tantas arrugas y cicatrices, el secreto del Señor que trasparece en
ese rostro».
Cierto, en este punto podría hablarse de un embellecimiento de la
realidad. «Pero yo creo que nos equivocaríamos. El amor verdadero no es
acrítico. Ni estático. Todo lo contrario. Él, por sí solo, es la fuerza capaz de
transformar y construir. Por tanto, también hoy deberíamos volver a tener el
valor de ver la Iglesia con los ojos del amor, para confiar en el amor como
verdadera fuerza de la reforma, del rejuvenecimiento y de la renovación»
[15].
44
Reconquista [*]

L as razones más profundas de la crisis posconciliar se debían, según


Ratzinger, «al hecho de que se enfrentaban dos hermenéuticas
contrarias». A una de las interpretaciones, que respondía a la voluntad de
los padres del Concilio, la llamaba «hermenéutica de la reforma», de la
renovación del único sujeto Iglesia, conservando la continuidad. Clasificaba
los sucesos del Concilio Vaticano II exactamente de acuerdo con la fórmula
del papa León XIII: Vetera novis augere et perficere, «Aumentar y
perfeccionar lo viejo con lo nuevo».
A la otra interpretación, que no quería seguir los textos del Concilio, sino
su «espíritu», la llamaba «hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura».
Esta, conscientemente, quería ver en el Concilio una ruptura con el pasado
para hacer posible un nuevo comienzo radical de la Iglesia. Mientras que el
Concilio de los padres habría sido «un concilio de la fe que busca el
intellectus, que pretende la comprensión mutua y la comprensión de los
signos de Dios en ese momento», el Concilio de la ruptura se habría
«movido en las categorías de los medios de comunicación actuales» [1].

En efecto, «el verdadero Concilio», como lo llamaba Ratzinger, no había


tocado principios fundamentales de la Iglesia católica, ya hieran el celibato,
el primado del papa, el rechazo de la ordenación sacerdotal de las mujeres u
otros. «Todos los cuentos que Küng se ha estado inventando durante
décadas», concluía en consecuencia el periodista y experto en medios de
comunicación Alexander Kissler, «carecen de base alguna en el magisterio»
[2]. «Lo que esperaban los papas y los padres del Concilio era una nueva
unidad católica», según lo resumía Ratzinger en su Informe sobre la fe de
1985. «En su lugar, se ha puesto rumbo a una desavenencia que, por decirlo
en palabras de Pablo VI, parecía pasar de la autocrítica a la
autodestrucción». Se había «esperado un paso adelante y, por el contrario,
tocaba enfrentarse a un continuo proceso de decadencia» [3].
En tono autocrítico, Ratzinger comentaba más tarde que los padres
conciliares, «sin duda», habían «esperado demasiado», pero que «uno
mismo no puede crearse la Iglesia. Podemos cumplí: con nuestro servicio,
pero el destino no depende solo de nuestra actividad». Sobre todo, no se le
habría prestado suficiente atención a la dinámica de las «grandes corrientes
históricas», que habrían «seguido su camino» irremediablemente: «En
parte, no las calibramos de forma adecuada» [4]. Él mismo se había
interrogado una y otra vez «si lo hicimos bien», respondió el papa emérito a
la pregunta de si él, como colaborador determinante en la configuración del
Concilio, había tenido, en algún momento, remordimientos de conciencia
como los que habían atormentado al cardenal Frings. «Debo decir, no
obstante, que siempre he considerado que lo que efectivamente habíamos
dicho y hecho era correcto y debía ocurrir. Aunque, seguramente, no
hayamos calibrado bien las consecuencias políticas y los efectos reales. Se
reflexionó demasiado en términos teológicos y no se pensó cómo iban a
desarrollarse las cosas desde fuera» [5].
Que a lo largo de las décadas había querido seguir siendo fiel al
«Concilio verdadero» lo confesó Ratzinger ya al inicio de su pontificado en
una alocución ante el Colegio Cardenalicio y los miembros de la curia
romana. En ella recordaba las palabras de Juan XXIII de que el Concilio
«quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la
doctrina» y, asimismo, es necesario «profundizar la irrefutable e invariable
doctrina, que debe ser fielmente respetada y formulada de tal forma que
satisfaga las necesidades de nuestro tiempo». Por consiguiente, valdría la
pena, según Benedicto XVI, volver siempre al Concilio mismo, a su
profundidad y sus ideas esenciales. Dice estar convencido de que «allí
donde la recepción del Concilio se haya atenido a esa interpretación, allí ha
surgido vida nueva y han madurado nuevos frutos [...], y así crece también
nuestro profundo agradecimiento por la obra que ha llevado a cabo el
Concilio» [6].
En Ratisbona, el teólogo consideró que había llegado la hora de
recuperar aquellos logros por los que tanto había luchado como perito. La
hora de la «reconquista» del Concilio, que corría el riesgo de ser
manipulado o incluso acaparado por completo por okupas. Declara entonces
haberse «dado cuenta de que, precisamente si se quiere mantener la
voluntad del Concilio, hay que impedir que se abuse de él» [7]. Se trataba
de superar la estupefacción, de desarrollar una labor mediática propia para
poder llegar a las personas y dar voz a aquellas masas silenciosas que,
habitualmente, son silenciadas por la corriente principal.
En los tres pasos de Ratzinger –análisis, respuesta, acción– faltaba el
tercer punto, la aplicación práctica del conocimiento que había alcanzado.
Para su proyecto de «reconquista» –que él, por supuesto, no llamaba así–,
es decir, de recuperación de los valores auténticos del Concilio, Ratzinger
presentó en Ratisbona un amplio programa. Incluía el desarrollo de ofertas
de enseñanza alternativas, la reunión de correligionarios, el apoyo por parte
de movimientos carismáticos y una serie de proyectos editoriales (en
especial, una «Breve dogmática católica»); esos serían los pilares de una
verdadera instrucción de la fe.
Ratzinger mostró su ímpetu combativo ya como cofundador y coeditor
de la revista alternativa Communio, creada en 1972. La revista aspiraba a
contrarrestar la alienación y aplanamiento de la teología católica. Por
primera vez se habían juntado teólogos para publicar en una empresa propia
una revista bimestral. Además de Balthasar, Ratzinger y De Lubac, estaban
a bordo, entre otros, Walter Kasper, Karl Lehmann, el Consejero de
Educación y Cultura bávaro Hans Maier, el psicólogo Albert Görres y el
experto en ciencias de la comunicación Otto Roegele. Algunos de los
nombres se encontraban también entre la lista de los padres fundadores de
la revista Concilium, creada en 1965: Balthasar, De Lubac y el propio
Ratzinger, si bien todos ellos se habían aparado de la línea reformista de
Küng (únicamente Karl Lehmann seguiría escribiendo para ambas revistas).
De Lubac, a pesar de su condición de miembro del consejo directivo, había
sido el primero en retirarse de Concilium, mientras que Ratzinger se
mantuvo inicialmente e incluso se encontraba entre los 38 teólogos que
habían firmado un manifiesto, publicado en Concilium en 1968, a favor de
«La libertad de los teólogos y de la teología», en el que se exigía una
reforma de la Congregación para la Doctrina de la Fe. De Lubac criticó el
llamamiento, pues, según él, no estaría inspirado por el amor a la Iglesia,
sino, más bien, por el espíritu de la propaganda.
«Finalmente ha llegado la revista católica internacional anunciada y
esperada hace tiempo», exclamaba jubiloso el antiguo contrincante de
Ratzinger, el Prof. Schmaus, en una reseña anticipada sobre la aparición de
Communio. Afortunadamente, los editores no estarían interesados en crear
un «campo de batalla espiritual» y tampoco se estarían simplemente
sumando a un grupo específico «en la confrontación de bandos teológicos».
Se trataría simple y llanamente «de desarrollar desde su raíz la verdad
existente y fundada en la tradición católica». Communio no pretendía
ofrecer, subrayaba Schmaus, nada sensacional, «pero sí una seria y, por lo
general, plausible evolución de la verdad católica universal, basada en los
fundamentos». Ya solo por eso sería importante en vista de la «maraña de
nuevas interpretaciones y reinterpretaciones de la doctrina eclesiástica que
hoy están surgiendo al calor de las modas» [8].
Ratzinger comentaba que «la idea para esto surgió cuando vimos que las
cosas se estaban saliendo de madre [9]. Por ser precisos, el inicio de
Communio data de una cena en una trattoria romana en otoño de 1971 a la
que acudieron Von Balthasar, De Lubac y Ratzinger, junto con sus colegas
Le Guillou y Medina, después de una reunión de la Comisión Teológica
Internacional. En Roma circulaba el rumor de que el papa renunciaría a su
cargo al cumplir los 75 años por la carga que suponía. Se decía que Pablo
VI le había encomendado a una comisión teológica secreta la tarea de
elaborar un dictamen pericial sobre los pros y contras de la renuncia (la cual
habría desestimado de forma rotunda esta posibilidad). En la abadía
benedictina de Montecassino ya se estaría planificando una vivienda con 22
habitaciones destinadas a acoger al pontífice emérito, así como a un
cardenal y una pequeña corte [10].

No era un secreto que Montini estaba reflexionando con creciente


intensidad sobre el sufrimiento que le causaba la Iglesia. Von Balthasar
había pensado en escribir un libro voluminoso, en el que de forma detallada
quería revisar las fatalidades de la evolución posconciliar, también como
memorándum para el papa. Ahora apremiaba el tiempo. Según esa línea de
pensamiento, ¿no se podría poner en posición otro tipo de artillería, por
ejemplo, una revista, en lugar del libro? Similar a Concilium de Küng. Y,
sin embargo, totalmente diferente. «No se trata de bravura», exclamaba Von
Balthasar, «pero sí, al menos, de tener valor cristiano para exponerse» [11].

El objetivo declarado de Communio era «superar la inseguridad ahí


donde ha surgido, en la teología y en la reflexión eclesial», afirmaba el
semanario Deutsche Zeitung / Christ und Welt [12]. El director gerente
Franz Greiner, antiguo redactor jefe de Hochland, fijó el marco:
«Constatamos que la rica y, a menudo, desconcertante oferta del catolicismo
posconciliar no ha resuelto el sufrimiento de muchos católicos convencidos,
sino que lo ha exacerbado». Karl Lehmann quería conectarlo con una línea
que ya había dejado clara en Concilium, con su crítica a las evoluciones
producto de modas actuales. A su modo de ver, estas representaban «una
forma pseudointelectual de congraciarse, un romántico “matar a base de
amor” a los hermanos ajenos, y una solícita pastoral de especialistas para
infieles». De momento, «solo queda la posibilidad de arreglar la propia casa
para hacerla un poco más presentable y acogedora» [13].
La nueva revista era una novedad en todos los sentidos. En su entorno,
círculos aún por fundar iban a prestar soporte a Communio, no solo en
términos espirituales sino también financieros. En lugar de una dirección
central, para cada espacio lingüístico existía una serie de equipos de
redacción compuestos a partes iguales por clérigos y laicos. En las
ediciones de cada país debían publicarse contribuciones tanto nacionales
como internacionales. Alemania y Francia fueron las primeras en comenzar.
Cuando en 1971 miembros de Comunión y Liberación apostaban por que
también se hiciera una edición italiana, Von Balthasar recomendó a los
iniciadores en torno a Angelo Scola (que más tarde sería cardenal y
arzobispo de Milán): «Tenéis que hablar con Ratzinger. Es la figura central
de la edición alemana. Si él está de acuerdo...».

A partir de 1974, la publicación vio la luz también en lengua inglesa,


francesa, española, polaca, portuguesa (incluido Brasil). En Polonia, el
obispo Karol Wojtyla, que, sin ir más lejos, había impedido una edición
polaca de Concilium de Küng, recibía con los brazos abiertos la publicación
alternativa de Ratzinger.
El obispo de Cracovia tenía tan solo 47 años cuando Pablo VI lo nombró
en 1967 miembro del Colegio Cardenalicio, el segundo más joven. «Sé que,
al emprender el camino de mi nuevo nombramiento, tengo que estar a la
altura», afirmaba con ocasión de su ingreso en cuatro congregaciones
vaticanas, «y debo demostrar de nuevo mi valía» [14]. Las desavenencias
posconciliares apenas habían afectado a Polonia. Para Wojtyla tenía
prioridad «conjugar hábilmente la tradicional piedad popular con el
catolicismo intelectual», según se señalaba en un informe confidencial de la
policía secreta polaca del año 1967 [15]. En 1971 convocó un sínodo
diocesano que inició la labor de 300 grupos de trabajo compuestos por
11.000 partícipes para poner en práctica con entusiasmo las enseñanzas del
Concilio. En 1976, el New York Times colocó a Wojtyla en la lista de los
diez candidatos que más sonaban para suceder a un pontífice de aspecto
cada vez más pálido y enfermizo.

Por muy influyente que Communio llegara a ser –en los años ochenta y
noventa casi todos los obispos y cardenales nombrados por el papa Wojtyla
procedían del entorno de la revista–, su fundación marcaría de forma
evidente el punto de inflexión en el posterior distanciamiento entre los dos
campos teológicos y eclesiales: ambos se etiquetaban «católicos», pero se
resultaban tan extraños el uno al otro como un esquimal y un habitante de
Tierra del Fuego. Mientras que Concilium de Küng se ocupaba de temas
como «Comunicación en la Iglesia» y «Mujeres en una Iglesia de
hombres», Ratzinger hablaba de «Unidad de la Iglesia, unidad de la
humanidad» (1972) o sobre «Lo variable y lo invariable en la Iglesia»
(1978), por mencionar dos de las contribuciones del editor. A la estrategia
del «contra» de Küng –contra el papa, contra la tradición, contra los
dogmas–, Von Balthasar contestaba en Communio con el planteamiento:
«Quien quiera más acción necesita mejorar la contemplación, quien quiera
formar más debe escuchar y rezar con mayor profundidad»: «Solo
reflexionando sobre lo cristiano mismo –purificando, profundizando y
centrando sus ideas– podremos defenderlo de forma creíble» [16].

Mientras que Concilium se arrogaba la representación del bando del


progreso, que terminaría imponiéndose, Communio quedaba caracterizada
por el êthos del sentire cum Ecclesia, del «sentir con la Iglesia», y por una
línea que, por una parte, se mantenía fiel tanto a la tradición como al
ministerio y, por otra, entraba en un diálogo abierto con el mundo. Un
balance autocrítico, con ocasión del vigésimo aniversario de la revista,
demuestra en qué medida Ratzinger trataba de conseguir una amplia
repercusión del nuevo órgano publicitario. «¿Realmente hemos llevado la
palabra de la fe a un mundo hambriento, de tal forma que resulte
comprensible y toque los corazones?», era la pregunta que formuló en una
reunión del consejo de redacción. «¿Hemos mostrado suficiente valor o nos
hemos, quizá, escondido detrás de eruditos discursos teológicos para probar
con demasiado celo que nosotros también vamos con los nuevos tiempos?»
[17].
Otra prueba que demuestra que los caminos emprendidos por los
distintos conceptos de reforma no paraban de separarse la proporcionó el
sínodo de Wurzburgo. El evento multitudinario, en el que participaban 300
delegados, se inició el 3 de enero de 1971 y, con sus 8 sesiones, duró hasta
el 23 de noviembre de 1975. En calidad de «sínodo común de las diócesis
de la República Federal Alemana», la reunión eclesial debía insuflarle vida
práctica al Concilio Vaticano II y abogar por una nueva convivencia entre el
clero y los laicos. La idea para este «concilio nacional» surgió en el
Katholikentag de 1968, celebrado en Essen. Respondía a una reivindicación
de la Juventud Obrera Cristiana (CAJ, por su sigla en alemán), el grupo de
acción Catolicismo Crítico y la Federación de la Juventud Católica
Alemana. Fue asumida por el cardenal Julius Döpfner en calidad de
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Sin embargo, no quedó
claro cuál era exactamente el objetivo del evento que iba a celebrarse en la
catedral de San Kilian de Wurzburgo, ni qué competencias tenían en
realidad los participantes de acuerdo con el Derecho Canónico.
En cualquier caso, en el sínodo resultaba importante y necesario el
debate sobre Iglesia y nacionalsocialismo que había reclamado Johann
Baptist Metz. Al menos desde el estreno en 1963 de la pieza de teatro El
vicario, del autor protestante Rolf Hochhuth, el reproche de haber mirado
hacia otro lado o incluso de complicidad con los nazis había supuesto una
tacha para la Iglesia católica y la había puesto a la defensiva. Y eso que,
«con los resultados de las investigaciones contemporáneas sobre el papel de
los católicos en el Tercer Reich en mano», no había en absoluto motivos
para esconderse, asevera el historiador Karl Joseph Hummel. Especialmente
también a la vista de las iniciativas de Pío XII, calladas por Hochhuth, que
habían salvado la vida a miles de judíos. La revisión científica dio como
resultado que el régimen nazi había asesinado a 4.000 sacerdotes católicos
en Alemania y los países ocupados, y que otros 12.500 habían sido
investigados por la policía en Alemania. Sin embargo, en el curso del
debate, que, de acuerdo con Hummel, se desarrolló con gran compromiso
moral, la parte de culpa de la Iglesia fue creciendo continuamente. La que
originariamente era «víctima» habría terminado convirtiéndose en
«victimaría» mediante reinterpretación. Como resultado, el recuerdo de los
ejemplares testigos y mártires católicos de la fe habría quedado
ensombrecido [18].

En efecto, la obispo Margot Käßmann, expresidenta del Consejo de la


Iglesia Evangélica en Alemania, sostenía en su libro Dios quiere ver
hechos, todavía en febrero de 2013, que la Iglesia católica no había opuesto
resistencia al nacionalsocialismo. En la página 192 escribe sobre Pío XII,
sin aportar ningún tipo de prueba: «Pero su antijudaísmo católico lo
conectaba con el antisemitismo nacionalsocialista» [19]. El filósofo Karl
Jaspers, por su parte, establecía relaciones bien distintas. En 1962 declaraba
que «Hitler ha ejecutado con precisión los consejos de Lutero contra los
judíos» [20]. Jaspers se refería al antisemitismo visceral del fundador del
protestantismo («1. Quema de sinagogas. 2. Destrucción de sus casas. 3.
Confiscación de sus libros religiosos. 4. Prohibición de enseñanza para los
rabinos. 5. Supresión de la libertad de movimiento. 6. Expropiación. 7.
Trabajo forzoso» [21]) y a su gran influencia sobre Hitler, quien había
celebrado al exfraile agustino como «el mayor genio alemán».
Posteriormente, el dramaturgo Hochhuth se situaría él mismo en la línea
de fuego al salir en una entrevista al rescate del británico David Irving, un
negacionista del Holocausto. Ralph Giordano, un publicista judío y
superviviente de la persecución nazi, calificó las afirmaciones de Hochhuth
como «una de las decepciones más grandes de los últimos sesenta años». La
aseveración de Ion Mihai, antiguo general del servicio secreto rumano
Securitate, de que Hochhuth, con su pieza de teatro, había trabajado por
orden de los servicios secretos de los Estados del bloque del Este y
recurrido a materiales del KGB, fue rechazada por el autor.

El sínodo de Wurzburgo se convirtió, sobre todo, en la señal de salida


para los temas permanentes del celibato, los predicadores laicos, el
diaconado de las mujeres, la comunión de los divorciados que se han vuelto
a casar, el papel de los laicos y las concesiones ecuménicas. Especialmente
Karl Lehmann había hecho suyo este abanico de asuntos. Quien más tarde
fuera presidente de la Conferencia Episcopal Alemana ocupaba –gracias a
un informe positivo de Ratzinger, pues Lehmann no contaba con la
habilitación– desde 1968 la cátedra de Teología Dogmática en la
Universidad de Maguncia y se convirtió en cabeza y símbolo del sínodo. La
expresión «Iglesia de Lehmann» se identificaba con una política en la que la
Iglesia, el Estado y la sociedad alcanzan acuerdos recíprocos a través de
fórmulas de compromiso sujetas a continua negociación. Pero, mientras que
los defensores del multitudinario sínodo seguían hablando de un «momento
estelar de la Iglesia», millones de católicos estaban abandonando a la vez su
hogar religioso.
Ratzinger se había mostrado escéptico desde el primer momento. En
abril de 1970, antes de que comenzara el sínodo, manifestó claramente su
profundo desacuerdo con el diligente catolicismo asociativo, el autobombo
y los cansinos debates sobre cuestiones estructurales. Parálisis a causa de
celo reformista era su diagnóstico. «Hay quejas porque la mayoría de los
fieles, generalmente, no muestran suficiente interés por el desarrollo del
sínodo», decía al inicio de su ponencia. Él mismo reconocía «que esta
actitud reservada me parece más bien un signo de buena salud». No solo era
más que «comprensible» sino que, «desde una perspectiva eclesiástica
objetiva, resulta correcto» que las personas «se muestren cada vez más
indiferentes ante la laboriosidad del aparato eclesiástico, empeñado en
hablar de sí mismo». Al fin y al cabo, los fieles «no quieren que se les
explique una y otra vez de qué forma los obispos, sacerdotes y laicos
contratados pueden armonizar sus ministerios, sino que quieren saber qué
espera y qué no espera Dios de ellos en la vida y en la muerte» [22].
En la sesión constitutiva del sínodo, que se desarrolló del 3 al 5 de enero
de 1971, Ratzinger no logró ser elegido entre los ocho miembros de la
comisión central (Lehmann sí que lo consiguió, en representación del
Comité Central de Católicos Alemanes). Aun así, entre 1973 y 1974 el
teólogo de Ratisbona formó parte de un grupo de trabajo junto con Metz y
el filósofo Robert Spaemann, pero de repente desapareció. Se disculpó
alegando «exceso de trabajo» y «motivos de salud». Sin embargo, el
verdadero motivo de su retirada era otro. Ya en octubre de 1972 se quejó en
una conferencia de la rapidez con la que se habían «olvidado las
declaraciones e intenciones reales del Concilio Vaticano II». Habrían sido
«sustituidas, inicialmente, por la utopía de un futuro Vaticano III y después
por sínodos que del Vaticano II consideran válido, en todo caso, el
“espíritu”, pero en absoluto los textos. Aquí, “espíritu” quiere decir:
dedicación al futuro como campo de posibilidades ilimitadas» [23]. El
distanciamiento del camino emprendido por el establishment de la Iglesia
no podía ser más acusado. En efecto, el sínodo de Wurzburgo no solo
visualizó las discrepancias entre las ideas de reforma de Ratzinger y los
planteamientos del ala progresista que dominaba cada vez más la Iglesia
alemana. También marcó la ruptura entre el antaño celebrado perito
conciliar y una parte del episcopado alemán, grieta que nunca jamás pudo
ser cerrada.

«La situación simplemente había cambiado», juzga Siegfried


Wiedenhofer, «y él reaccionó en consecuencia. Al menos yo no he
percibido un cambio brusco, el así llamado gran giro de Ratzinger» [24].
Ratzinger empleaba su tiempo y fuerza, no en el sínodo de Wurzburgo, sino
en proyectos que le parecían más importantes:

– La participación en los «Simposios ecuménicos de Ratisbona». Estos le


permitían cultivar, sobre todo, el diálogo con obispos y teólogos
ortodoxos. En agosto de 1971 participó en la reunión de la Comisión de
Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias celebrada en la
ciudad belga de Lovaina, siendo el primer teólogo católico que asistía
en calidad de miembro de pleno derecho. Se hizo famosa su lección
magistral sobre el futuro del ecumenismo, impartida en enero de 1976
en la Universidad de Graz. En ella propuso soluciones para la polémica
en torno al primado del papa, cuestión que separa a la Iglesia
occidental de la oriental.
–  Un programa para el seminario sacerdotal Rolduc en Holanda, la
mayor abadía de los países del Benelux. Tras el dramático desplome de
las vocaciones, comenzó a trabajar, a petición del obispo Joannes
Gijsen, en un plan de estudios para lugares de formación alternativos,
con el fin de reconstruir la carrera de Teología.

–  Aprovechó los cursos que impartía en Erfurt para apoyar a los


cristianos de Alemania del Este en cuestiones de fe, convirtiéndose en
blanco del Ministerio para la Seguridad del Estado de la RDA (MfS,
por su sigla en alemán). Por su creciente relevancia, el Departamento
de Exteriores del MfS abrió un expediente relativo a su persona y
dispuso que fuera vigilado por al menos una docena de colaboradores
informales. Así, por ejemplo, dos profesores universitarios de la RDA
entregaron informes sobre él. Entre los espías de la RFA se
encontraban, según las pesquisas de Mitteldeutscher Rundfunk, un
padre benedictino de Tréveris y varios periodistas [25].
–  La intensificación de la relación con Luigi Giussani, el fundador de
Comunión y Liberación, sirvió al apoyo de nuevos movimientos
espirituales. Con el tiempo, una de las típicas expresiones de Giussani
era: «Primero debo preguntar a Ratzinger qué opina al respecto». En
octubre de 1976 visitó por primera vez el centro de la Comunidad
Católica Integrada, sito en la Herzog Heinrich Straße de Múnich. El
grupo, que quería dedicarse a una vida evangélica de acuerdo con los
orígenes y a cultivar la relación con el judaísmo, proporcionaba desde
abril de 1969 sus escritos a Ratzinger.
–  Desde finales de los años sesenta impartía con creciente frecuencia
ejercicios espirituales por toda Europa. La penetración espiritual en la
fe devino para él tan importante como la intelectual. En Ratisbona fue
madurando una concepción que el Dr. Manuel Schlögl, teólogo de
Passau, califica de programa no conformista «más allá de la religión
burguesa», a semejanza del título de un libro de Johann Baptist Metz.
En la enseñanza de Ratzinger, la fe es siempre también un superarse a sí
mismo, el salir de aquello que se conoce y a lo que se está acostumbrado; el
entrar en el movimiento del amor, que parte de Cristo como la verdadera
energía transformadora. De acuerdo con Schlögl, Ratzinger «veía en su
entorno el peligro de un aburguesamiento de la teología al renunciar a su
propia tradición, con lo que pierde toda la fuerza para influir como instancia
crítica en la sociedad y la Iglesia». Por eso, Ratzinger había mantenido
hasta 1977 los cursos de verano que impartía junto con Heinrich Schlier en
la Academia Gustav Siewerth en Bierbronnen. «Noches enteras he debatido
con Ratzinger sobre la teología de Rahner», recuerda la catedrática de
Filosofía Alma von Stockhausen, cofundadora de la academia. «Y cuando
le preguntaba: “¿Qué le apetece hacer por la noche?”, el solía decir: “Cantar
canciones populares”. Era para él la mejor forma de relajarse» [26].
En la academia de verano, Ratzinger se ocupa preferentemente de los
santos, como, por ejemplo, Ireneo de Lyon, uno de los pensadores más
importantes del siglo II y el primer teólogo sistemático del cristianismo. El
proyecto le recordaba el ejemplo de Romano Guardini, quien en la década
de 1930 había desarrollado, aparte de su labor universitaria, un centro
espiritual propio, ubicado en el castillo de Rothenfels, en Franconia, para
crear un lugar de aprendizaje de fe firme contra la oleada de impulsos
uniformadores nacionalsocialistas. Entretanto, el cardenal de Colonia,
Joseph Höffner, patrocinaba la academia. «Los cursos de verano constituían
una especie de información privilegiada», comenta la benedictina Maria-
Gratia Köhler, que posteriormente dirigiría la abadía de Nuestra Señora de
la Visitación en la región Eifel. «Aprender, vivir y celebrar: esas tres cosas
iban juntas en Bierbronnen» [27].
Que Ratzinger sufría de una sobrecarga de trabajo lo demuestra una carta
del 13 de octubre de 1976 dirigida a la abadesa. La carta comenzaba
diciendo que tenía «muy mala conciencia» «por no haber respondido en un
mes entero a sus amables líneas». Entonces lo justificaba:
«Primero tuve que elaborar una conferencia larga para las “Conversaciones sobre
humanismo” de Salzburgo, donde intervine como único teólogo entre politólogos,
sociólogos y filósofos –muchos de ellos ateos–, algo que requería mucha energía.
Luego vino un congreso en Múnich y una semana en Salzburgo; después tuve que
redactar ponencias radiofónicas de 30 y 45 minutos de duración respectivamente (en
conjunto un manuscrito de más de 28 páginas) sobre temas muy alejados entre sí; la
obligación de embutir el espíritu en un traje a medida confeccionado según un
número concreto de minutos supone una tortura para mí, a la que solo resisto a
duras penas. Finalmente, cuando se había realizado con éxito la grabación, lo que
llevó un día entero, se habían acumulado tantas cosas pospuestas en mi escritorio
que primero tuve que ponerme a roturar algo de esa selva para poder seguir
adelante» [28].

En una tarjeta navideña, dirigida a la hermana Maria-Gratia, con la


representación de un buey y una mula en el pesebre de Belén, anotaba el 18
de diciembre de 1976: «Cuán consolador resulta que el Señor se deje llevar
por nosotros, sus mulas, y que la humilde criatura nos señale con tanto amor
lo que debemos hacer».
45
La doctrina de la vida eterna

E n una ocasión, uno de sus estudiantes le preguntó al catedrático qué


método empleaba para escribir sus libros. Ratzinger contestó que uno
muy sencillo: primero plasmaba el texto en papel; después colocaba las
notas a pie de página; y para terminar, comprobaba si las citas en las notas
coincidían con el texto de la fuente original.
Dicho de otra forma: Ratzinger, gracias a su memoria fotográfica, era
capaz de recordar citas de considerable extensión, incluso en lenguas
extranjeras o de fuentes que había leído años o décadas atrás. Así nacieron
en Ratisbona obras como El nuevo pueblo de Dios (con esbozos para la
eclesiología y para la «renovación de la Iglesia»), Palabra en la Iglesia
(con artículos sobre la fe en la creación y la teoría de la evolución) o
también Fe y futuro. A esto hay que sumar innumerables conferencias,
meditaciones y contemplaciones. Sobre todo, finalmente encontró tiempo
para dedicarse a uno de sus temas principales: la muerte y la vida tras la
muerte. Pues «si la pertenencia a la Iglesia tiene, en realidad, algún
sentido», explicó el teólogo, «es porque ella nos da la vida eterna, y, por
tanto, la vida adecuada, la vida auténtica. Todo lo demás es secundario» [1].

El tema del final de los tiempos llevaba veinte años ocupando a


Ratzinger y constituyó, desde los inicios, una parte integral de su docencia.
Que fuese capaz de plasmarlo en un volumen propio, en su «obra mejor
elaborada», según opinó más tarde, se debió al Curso de teología
dogmática, una nueva colección teológica coeditada con Johann Baptist
Auer y publicada por la editorial Pustet. El proyecto casi le costó un
proceso judicial a Ratzinger, porque su anterior editorial, Wewel, años atrás
había acordado con él una «Dogmática» que, sin embargo, nunca llegó a
materializarse por falta de tiempo.
La «escatología» (del griego eschatós, «lo último», «el final»), en calidad
de «enseñanza de las últimas cosas», se ocupa de las preguntas básicas de la
existencia humana –¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?– y, por tanto,
del contenido central de la esperanza cristiana. «Yo soy la resurrección y la
vida», es la espectacular promesa de Jesús: «El que cree en mí, aunque
muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn
11, 25). La cuestión es si creación y criatura acabarán finalmente sin piedad
en un Big Crunch [Gran Implosión], y da igual cómo se viva y ame; o si,
tras el fin de los tiempos, comienza una nueva forma de existencia en la que
una instancia superior se encarga de hacer justicia: en una dimensión de
armonía y amor en la que todas las injusticias y contradicciones quedan
anuladas.

En el periodo posconciliar, teólogos, obispos y sacerdotes sentían


vergüenza a la hora de hablar del cielo y del infierno, del juicio final o
incluso de la parusía de Cristo. Y cuando lo hacían, empleaban estos
conceptos como si fuesen simplemente metáforas, modelos explicativos
para anhelos no resueltos. Al finalizar el manuscrito en otoño de 1976,
Ratzinger era plenamente consciente de que se situaba «en oposición a la
opinión predominante». Sin embargo, los resultados de su trabajo no
procedían de un «deseo de llevar la contraria», según explicaba en el
prólogo a la primera edición del libro, «sino de la necesidad del asunto» [2].
Al inicio de sus investigaciones, él también había «comenzado con las
tesis» que se consideraban aceptadas en la teología contemporánea. Sin
embargo, no había sido posible mantener «la construcción de una
escatología “desplatonizada”». Pues «cuanto más trataba las cuestiones,
cuanto más profundizaba en las fuentes, tanto más se desmoronaban en mis
manos las antítesis construidas y tanto más quedaba al descubierto la lógica
interior de la tradición eclesiástica» [3], es decir: la validez invariable de las
enseñanzas que los padres de la Iglesia y la reflexión milenaria de la Iglesia
habían propuesto sobre la muerte y el apocalipsis.

Como correspondía tratándose de él, la interpretación de Ratzinger


desató una animada disputa. Entretanto, la publicación de carácter
rigurosamente científico se considera, según Bayerischer Rundfunk, «una
obra de referencia sobre la historia de la idea occidental acerca del “alma” y
“la vida tras la muerte”». Con este «libro que abrió nuevas perspectivas»,
como lo califica el teólogo Helmut Hoping [4], Ratzinger logró, como si
dijéramos, despejar el balón y llevar el juego a un terreno en el que todavía
hoy se desarrolla. Precisamente en un momento en el que la devastación del
planeta, la finitud de los recursos naturales y, sobre todo, la pérdida de la
identidad humana han creado una nueva conciencia de un irremediable final
de los tiempos, el planteamiento del catedrático de Ratisbona adquiere una
actualidad casi espectacular. Pues la «Gran Historia» de Ratzinger,
resultado de la unidad del cosmos y la historia, no solo implica una nueva
comprensión de términos como «alma», «cielo», «infierno» y «eternidad»,
sino también un realismo escatológico, como lo llamó él. Este, a diferencia
de la utopía política, nombra una fuerza realmente transformadora que no
pone el acento en el sistema, sino en el propio hombre, ofreciéndole
madurar en su humanidad no mañana ni pasado mañana, sino aquí y ahora –
con una perspectiva de ese futuro feliz que, según la creencia cristiana, está
inscrita en el logos de la creación–. Totalmente en la línea de Jesús: «En
verdad, en verdad os digo: El que escucha mi palabra, y cree al que me
envió, tiene vida eterna; y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la
muerte a la vida» (Jn 5, 24).
Aunque en el credo niceno-constantinopolitano de la Iglesia católica se
siga rezando: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo
futuro», hay que tener en cuenta, según Ratzinger, que, para la mayoría de
la gente, incluidos muchos cristianos, el asunto de la «vida eterna» es, hoy
por hoy, bastante inseguro, y encima ni siquiera resulta deseable. La razón
de esto sería la creencia generalizada de que Dios en realidad no sería capaz
de influir en el mundo. No sería «ya ningún sujeto actuante en la historia,
sino, en todo caso, una hipótesis marginal». La grave consecuencia sería «la
parálisis de la esperanza de eternidad».
En una conferencia ante la Academia Cristiana de Praga, Ratzinger
ofreció en marzo de 1992 un notable resumen de los resultados de sus
investigaciones en este campo. Comenzó su ponencia diciendo que, ya solo
echando un vistazo a la historia de la religión, queda claro que
prácticamente nunca ha existido la idea de que todo acaba con la muerte.
«Alguna idea de juicio y vida tras la muerte puede encontrarse casi en todas
partes». En la mayoría de los casos, esa idea iba unida a un «ser en el no
ser, a una existencia en la sombra, extrañamente relacionada con el mundo
de los vivos». El fenómeno ancestral del culto a los antepasados expresaría
«la conciencia de una comunión humana que no queda interrumpida ni por
la muerte»; en la antigüedad habría sido «relativamente fácil imaginar el
cielo como un lugar rebosante de belleza, alegría y paz».

El anhelo de un mundo sobrenatural, prosiguió el conferenciante,


corresponde a una «expectativa ancestral inherente al hombre». Así, por
ejemplo, la expectativa de justicia: «Simplemente, no podemos aceptar que
los fuertes siempre tengan la razón y opriman a los débiles; no podemos
aceptar que los inocentes a menudo tengan que sufrir de manera espantosa,
mientras que a los culpables parece lloverles del cielo toda la suerte del
mundo». Pero quien exija justicia estaría también exigiendo
automáticamente la verdad: «Vemos que la mentira se extiende, prevalece y
que no es posible en modo alguno hacerle frente. Esperamos que no siga
así, que se imponga la verdad. Anhelamos que cesen la palabrería sin
sentido, la crueldad, la miseria; exigimos que cese la oscuridad de los
malentendidos divisorios, que cese la incapacidad de amar y se posibilite el
amor verdadero, que libera toda nuestra existencia del calabozo de su
soledad y la abre hacia los otros, hacia lo infinito, sin destruirnos. También
podemos decir: anhelamos la felicidad verdadera. Todos nosotros» [5].

Y precisamente a eso es a lo que nos estaríamos refiriendo «cuando


decimos “vida eterna”». Ese concepto no apuntaría a un largo periodo de
tiempo, sino que se referiría a una cualidad de la existencia. Vida eterna «no
sería una infinita sucesión de instantes en los que haya que tratar de superar
el aburrimiento y el miedo al infinito», sino que se trataría de esa nueva
cualidad «en la que todo confluye en el ahora del amor, en la nueva cualidad
del ser que ha sido redimida del desmembramiento de la existencia en la
huida de los instantes». En consecuencia, «la vida eterna no sería
simplemente aquello que viene después». Al ser una cualidad de la
existencia, «puede estar presente, ya en medio de la vida terrenal con su
fugaz temporalidad, como lo nuevo, diferente y más grande, aunque solo
sea de forma fragmentaria e inacabada». Se trataría de «aquella forma de
vida, en medio del presente de nuestra existencia terrenal, que no se ve
afectada por la muerte porque va más allá de ella» [6].

No es ninguna casualidad, acentúa Ratzinger, que el evangelista Juan


diferencie el bíos (es decir, la vida fugaz de este mundo) del zoe (es decir, el
contacto con la vida real), «que irrumpe en nosotros cuando de verdad nos
encontramos desde el interior con Dios». En conclusión: la vida eterna es
aquella forma de vida en medio del presente que no se ve afectada por la
muerte, porque va más allá de ella. Estaría siempre «presente en medio del
tiempo en los momentos en que logramos encontrarnos cara a cara con
Dios; puede convertirse en algo así como el sólido fundamento de nuestra
alma a través de la contemplación del Dios viviente. Como un gran amor,
no puede sernos arrebatada por vicisitudes, sean del tipo que sean. Es un
centro indestructible del que proceden el valor y la alegría de continuar el
camino, aunque las cosas externas resulten dolorosas y difíciles».

Ratzinger lo resumía diciendo que, durante mucho tiempo, a la gente se


le había «ofrecido la utopía, es decir, la expectativa de un mundo mejor
futuro en lugar de la escatología, en lugar de la vida eterna». En opinión de
los ateos, ideas como el «juicio final» o un «paraíso en el más allá» estarían
distanciando al hombre de su verdadero cometido: la lucha por la libertad y
la igualdad. Sin embargo, habría que darle la vuelta a la tortilla: «falaz» no
sería la utopía escatológica, sino la utopía política como objetivo en cuya
consecución todos puedan colaborar, ya solo porque «conduce a la
destrucción de nuestras esperanzas»: «Pues ese mundo venidero, en aras del
cual se consume el presente, nunca nos toca a nosotros mismos; no existe
más que para una desconocida generación futura» [7].

Sería similar al agua y a los frutos que se ofrecían a Tántalo, un


personaje de la mitología griega. El agua solo le llegaba hasta el cuello, y
los frutos nunca alcanzaron su boca. Visto así, Tántalo sería una imagen del
«orgullo desmesurado» que intenta reemplazar «la escatología por una
utopía casera», una utopía que «quiere que el hombre cumpla sus
esperanzas por sus propios medios y sin creer en Dios». Esta utopía siempre
parece muy cercana, pero también queda claro que «nunca llega». No
estaría calibrando bien la dinámica de la historia, ni tampoco la falta de
preparación del hombre. Al fin y al cabo, la lucha por la vida, que también
es una lucha contra el mal, debe ser superada de nuevo por cada generación.

La Escatología de Ratzinger demuestra que el magisterio del futuro papa


puede ser entendido también en términos políticos. Aún bajo la impresión
de la revuelta antiautoritaria, el teólogo bávaro exigía que las ideas sobre un
paraíso terrenal –tuviera el aspecto que tuviera– de una futura «sociedad
ideal» fuesen finalmente «abandonadas por tratarse de un mito y que, en su
lugar, se trabajase con total compromiso» en el fortalecimiento de las
fuerzas que realmente «ofrezcan garantías para el futuro próximo». Esto se
daría «cuando la vida eterna en medio del tiempo gane fuerza. Pues eso
significaría que se está haciendo la voluntad de Dios, “en la tierra como en
el cielo”. La tierra se convierte en cielo, en reino de Dios, cuando en ella la
voluntad de Dios se hace como en el cielo». Por supuesto, no se podría
obligar al cielo a bajar a la tierra, pero ese reino estaría «siempre ahí, muy
cerca, dondequiera que la voluntad de Dios sea aceptada. Pues ahí surge la
verdad, surge la justicia, surge el amor». El «realismo de la esperanza
cristiana» significaría: «La vida eterna, que se inicia aquí y hoy en la
comunión con Dios, abre con fuerza ese aquí y hoy y lo introduce en la
vastedad de lo real que no se ve dividido por el flujo del tiempo». De esta
forma también se haría visible que la fe cristiana no supone retirarse sin
más a la vida privada. En cualquier caso, presente y eternidad (a diferencia
de presente y futuro) no se situarían uno al lado de la otra y aparte, «sino
uno dentro de la otra. Esa es la verdadera diferencia entre utopía y
escatología».

El discurso de Praga concluye así: «La convivencia con Dios, la vida


eterna en la vida temporal es posible porque existe la convivencia de Dios
con nosotros: Cristo es la presencia de Dios entre nosotros. Él es el tiempo
de Dios para nosotros y, a la vez, la apertura del tiempo hacia la eternidad.
Dios ya no es el lejano, el Dios indefinido hacia quien no alcanza ningún
puente, sino que es el Dios cercano: el cuerpo del Hijo es el puente de
nuestras almas» [8].
Queda por señalar que, desde la perspectiva del futuro papa,
«purgatorio» no designa una «especie de campo de concentración en el más
allá», en el que las personas deban cumplir penas, sino un proceso de
purificación, el «proceso interior necesario de transformación del hombre»
[9]. El lugar de la «purificación» se situaría «en último término en Cristo
mismo». La presencia del Señor «actuará como una llama ardiente» para
todo lo que en el hombre hay de «involucración en injusticia, odio y
mentira. Se convertirá en un dolor purificador que abrasará todo aquello que
sea incompatible con la eternidad, con el ciclo de vida del amor de Cristo».
Desde aquí también se podría entender bien lo que significa «juicio»:
«Cristo mismo es el juicio, él, que personifica la verdad y el amor. Él entró
en este mundo como medida intrínseca para toda vida individual» [10]. Y
de la misma forma que el infierno no es un candente lugar de terror bajo
tierra, sino la «zona de la intocable soledad y del amor negado», es decir,
«aquello que se cumple cuando el hombre se encierra en lo propio», el cielo
no es un lugar sin historia ubicado por encima de las nubes, sino una
realidad que surge a partir del contacto entre Dios y el hombre: «amor
cumplido».

Por cierto, el excéntrico escritor franco-estadounidense Julien Green,


amigo de Ratzinger, mantenía una convicción similar. «El otro mundo es un
lugar de luz y amor, y también de purgatorio», solía señalar Green. Uno de
los mayores errores de la filosofía afectaría «al concepto “tiempo”. El
tiempo no es nada. Estamos destinados a vivir eternamente». Green y
Ratzinger se habían conocido en Friburgo. Según apuntó Benedicto XVI en
una de nuestras conversaciones, Green era «un hombre complejo, un
creyente». «Me entendí bien con él». Sin embargo, sus libros son, a su
juicio, «un tanto sombríos. Yo prefiero el catolicismo alegre».
Por tanto, se podría confiar en que se cumple lo que promete el último
libro del Nuevo Testamento para la vida eterna: «Y enjugará toda lágrima
de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21, 4).
Cada dolor que se acepta, concluye Ratzinger en uno de sus textos, «cada
vez que se soporta el mal en silencio, cada superación interior, cada vez que
el amor se abre camino, cada renuncia y cada envío silencioso a Dios», todo
eso deviene efectivo. Pues «nada bueno es en vano». Por lo demás, en cierta
medida ya se habría iniciado el retorno de Cristo: la palabra de que «Dios
será todo en todo» habría comenzado «con la autoenajenación de Cristo en
la cruz»: «Será completo cuando el Hijo entregue el reino, es decir, el
conjunto de la humanidad y la creación contenida en ella, al Padre» [11].

Desde la percepción externa, se estaba perdiendo de vista que Ratzinger,


como teólogo de pensamiento eminentemente histórico que era, seguía
apostando por las reformas, solo que vinculado aún más claramente a las
fuentes de la fe. Como señala Vincent Twomey, no solo practicaba el
redescubrimiento de los «antiguos», sino que también los combinaba con
los descubrimientos de autores «nuevos», tales como De Lubac, Guardini,
Scheler o Peterson: «Siempre estaba al día, y a la vez era el mejor
conocedor de la Tradición católica» [12]. Según Siegfried Wiedenhofer, su
maestro no fue original, en el sentido de ofrecer un sistema elaborado,
como, por ejemplo, Rahner: «Ahora bien, si se trata de teología integral, de
la conexión entre reflexión intelectual, eclesialidad y confesión personal,
ahí Ratzinger es una autoridad». Debido a la diferenciación progresiva en la
Modernidad del saber y la fe, así como de la progresiva especialización en
la teología, estas serían en la actualidad «exactamente las cuestiones
centrales. Vista así, la teología de Ratzinger es muy original» [13].
Según su alumno Stephan Horn, el planteamiento de Ratzinger consiste
en «profundizar en la fe e influir en el mundo desde la fe». Por eso, Horn
está convencido «de que el centro de su espiritualidad es de carácter
místico» [14]. Esto deriva también, y de manera especial, de su proximidad
a san Agustín. De acuerdo con la «teología del pueblo vivo de Dios» de
este, el nuevo templo en el que Dios habita es la Iglesia; pero precisamente
no como institución reglamentada, sino como comunión de fe y de amor. El
centro de las personas creyentes no se situaría en edificios y organizaciones,
sino en los sacramentos. Recibiría su unidad de la participación en la
liturgia y, sobre todo, de la santa comunión.
El propio Ratzinger enfatiza que su punto de partida es, en primer lugar,
la palabra: «Que creamos la palabra de Dios, que intentemos conocerla y
entenderla de verdad». Vista así, su teología tendría «una impronta algo
bíblica y una impronta de los padres, especialmente de san Agustín» [15].
Al respecto, uno de los conceptos centrales de Ratzinger es el lógos, la
palabra, la razón. Habla del cristianismo como la «religión del lógos». El
lógos, la palabra de Dios, creó el mundo. Y la palabra se hizo carne para
recrear el mundo caído. Todo orden, toda ley sería razón moral y estaría
impregnada de significado, hasta en sus ramificaciones más pequeñas.
Aunque el hombre no siempre sea capaz de reconocerlo. Por eso, creer
también significaría sumergirse en la comprensión. «Así como la creación
procede de la razón y resulta razonable, la fe es, por así decirlo, la
consumación de la creación y, en consecuencia, la puerta hacia la
comprensión» [16].

En este sentido, el teólogo también deseaba «defender un cierto legado».


Referida a la ecología, a la extinción de especies, al derretimiento de los
glaciares y a la crisis climática global, la lucha por la conservación de los
recursos naturales se aceptaría en general. No obstante, habría que
reconocer que la salvación de recursos espirituales y de tesoros de la
historia de las religiones no es menos importante para la supervivencia de la
humanidad que una flora y una fauna intactas. Entonces se podría volver a
comprender que la doctrina de la fe es una llave para abrir secretos ocultos.
De ello se deduce que no tiene sentido cambiar las llaves. Quizá tengan un
aspecto más moderno, pero ya no entran en la cerradura.
Llegó el día en el que apareció en Ratisbona el embajador del papa. El
nuncio Guido del Mestri, una figura seria, de aspecto casi tenebroso, hijo de
un noble italiano y una condesa austriaca. El diplomático y sacerdote,
nacido en 1911 en Bania Luka (hoy situada en Bosnia-Herzegovina), había
llevado a cabo misiones en Asia, África y América y se le consideraba el
hombre adecuado para resolver asuntos especiales en relación con
cuestiones de personal. Ocho meses antes de la llegada de Del Mestri, la
noticia de la repentina muerte de Julius Döpfner, arzobispo de Múnich de
tan solo 63 años, fallecido el 24 de julio de 1976 de un infarto de miocardio,
había causado una gran conmoción más allá de las fronteras de Baviera. La
sede metropolitana de Múnich era considerada una de las más influyentes
en toda la Iglesia universal. Se barajaban innumerables nombres para la
sucesión. También el del superteólogo de Ratisbona. Un día, un estudiante
descarado había puesto en la mesa del catedrático un periódico local en el
que se leía el titular: «¿Se convertirá el hermano del maestro de capilla de la
catedral en el nuevo obispo?». Ratzinger echó un rápido vistazo a la
publicación y dijo a continuación: «No vamos a hablar de obispos, sino de
Jesucristo, el sumo sacerdote» [17].
En su universidad, el catedrático había acabado el semestre de verano
con un seminario sobre «doctrina general de la creación» y estaba
finalizando su manuscrito sobre «escatología». Las habladurías sobre sus
posibilidades de suceder a Döpfner no se las había «tomado muy en serio»,
comenta en sus memorias. Al fin y al cabo, se conocían «tanto los límites de
mi salud como cuán extrañas me resultaban las labores de dirección y
administración». Incluso cuando el nuncio lo cita en el hotel Münchner Hof
de Ratisbona sigue «sin pensar en nada malo». Sobre todo, porque Del
Mestri solo habla de asuntos triviales con él. Al despedirse, sin embargo, el
enviado del papa le entrega una carta. Le dice que lea el escrito en casa, con
calma, y que considere todo. Apenas ha llegado a Pentling, abre la carta y
se queda helado del susto. Se trata, como señala sucintamente en sus
memorias, de «mi nombramiento como arzobispo de Múnich y Frisinga».
Ratzinger confiesa que la carta de Pablo VI fue para él realmente «una
sorpresa, incluso un shock». Quizá se hubiera sorprendido menos de
haberse percatado de que Del Mestri había realizado consultas discretas
antes del encuentro con él. «Con seguridad, Ratzinger nunca ha buscado ser
obispo», le informó el arzobispo Karl-Josef Rauber. En aquel momento,
Rauber era secretario del sustituto Giovanni Benelli, en la Secretaría de
Estado del Vaticano. Su labor consistió en solicitar su parecer a algunos
obispos antes del nombramiento. «El cardenal Höffner me dijo, por
ejemplo, que Ratzinger tenía mucho talento y era un hombre de Iglesia, de
los pies a la cabeza; pero que, cuando se veía atacado, se derrumbaba» [18].
En Múnich, Rauber se enteró, a través del obispo auxiliar Ernst Tewes, de
que el cabildo catedralicio local prefería a Karl Lehmann como obispo, no a
Ratzinger. Hans Urs von Balthasar, quien también estaba incluido en la
encuesta secreta, se oponía con fuerza. Según el suizo, el nombramiento de
Ratzinger debía ser evitado a toda costa. No era admisible que la teología
perdiera un cerebro tan importante [19].
Y ahora, ¿qué debía hacer? ¿Podía aceptar el nombramiento? Con su
hermana Maria no lo podía consultar. Al igual que su hermano Georg, ella
no podía saber nada de la carta del papa (ambos estaban decididamente en
contra del traslado a Múnich, según declararon más tarde). ¿Cuál era el
trasfondo de la decisión del papa? ¿Era el nombramiento como obispo quizá
incluso una revancha por haber criticado duramente la prohibición del
antiguo misal? ¿O por haberse negado una y otra vez a opinar sobre las
consultas teológicas que Montini le enviaba insistentemente a través de su
teólogo de cabecera, el P. Mario Luigi Ciappi? «Mientras que Balthasar
siempre aceptaba responder y se sentía honrado, Ratzinger en una ocasión
hasta se mostró indignado, diciendo que no tenía tiempo para esas cosas»,
apuntó Rauber. ¿Y acaso no había incluso rechazado dos años antes una
invitación a dirigir los ejercicios espirituales de Cuaresma de la curia?
Sin duda, Ratzinger no podía por menos de interpretar la decisión papal
como una degradación. ¿Y cómo no? Redactar sermones, acudir a
congresos internacionales: eso aún sería soportable. Pero la planificación
financiera, las interminables reuniones de los arciprestazgos, los larguísimos
encuentros del Consejo Presbiteral: ¿qué hacer con todo eso? ¡Y luego las
reuniones de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal! ¡Una
pérdida de tiempo! ¡Y qué decir de la prensa! De Lubac había dicho que la
instrumentalización de los medios de comunicación formaba parte del
«contraconcilio». ¿Y quién sino Küng los dominaba magistralmente?
Ningún otro teólogo se había ofrecido tanto a la prensa liberal-burguesa
(incluso a la hostil a la Iglesia) como lo había hecho el suizo. Se trataba de
un do ut des (un «dar para recibir»). Küng proporcionaba declaraciones y
cobraba en forma de simpatías que rayaban en la veneración de un santo.
¿Cómo se podía resistir frente a esto, luchando siempre a la defensiva?
Encima con una Iglesia alemana dividida y marcada por líderes que hacía
tiempo simpatizaban en secreto con la línea de Küng.
Ratzinger se oponía a la soberbia de los expertos en teología, que se
sentían superiores a obispos y papas, y en cuyo repertorio figuraba el
desprecio hacia la gente común con su «estúpida» piedad. Y, de existir en él
una ambición, esta consistía en enfrentarse como teólogo a los desafíos de
la época mediante una contribución independiente. «Desde el principio me
había sentido llamado a enseñar, y consideraba que precisamente en ese
momento –yo tenía 50 años– había encontrado mi propia visión teológica, y
ahora podía crear una obra con la que realizar una contribución al conjunto
de la teología» [20]. ¿No habían sido precisamente los años en Ratisbona
«un tiempo de fructífero trabajo teológico»? ¡Menudo golpe del destino!
¡Precisamente ahora! Lo admitía sin rodeos: «Tengo muchas ganas de poder
decir algo propio, nuevo, pero crecido por completo dentro de la fe de la
Iglesia» [21].

El nuncio, al menos, le había permitido que lo consultara con su


confesor. Sin embargo, prefirió visitar a su amigo paternal Johann Baptist
Auer. De él recibiría, sin duda, la respuesta adecuada. ¿Acaso no le
expresaba a menudo su desacuerdo? Cuando algo no le gustaba, le decía
con acento bávaro: «No, tú no puedes con eso». «Pero eso fue lo curioso en
aquel momento», según relata Ratzinger en nuestra conversación; «creí que
me diría: “¡Eso no es para ti!”». Sin embargo, fue todo lo contrario: «Para
mi gran sorpresa, me dijo sin pensarlo mucho: “Tienes que aceptarlo”»
[22].
No obstante, las dudas predominaban. A su escasa experiencia pastoral
se sumaba otra preocupación: «Sabía que mi salud era frágil, y que este
cargo sería físicamente muy exigente para mí» [23]. En aquella noche
terrible, reconoce el papa, le vino a la mente el Salmo 73, donde el autor se
pregunta por qué les va tan bien a las malas personas de este mundo. Y por
qué hay tantas personas en el mundo a las que les va tan mal. Sin embargo,
al acudir al templo, se le abrieron los ojos: «Yo era un necio y un ignorante.
Era un animal ante ti. Pero yo siempre estaré contigo, tú agarras mi mano
diestra» (Sal 73, 22-23). Según Ratzinger, san Agustín se había encontrado
en una situación muy similar cuando, con ocasión de su ordenación
sacerdotal y episcopal, «había retomado una y otra vez este salmo con amor
y había visto en esta frase: “Era un animal ante ti” (iumentum en latín), la
denominación para animales de tiro». Después de todo, se habría
reconocido a sí mismo en esa denominación como animal de carga de Dios.
Como alguien que ha de soportar la tarea de la sarcina episcopalis, la carga
episcopal. Aunque san Agustín «eligiera motu proprio la vida de un
erudito», después, sin embargo, se habría dado cuenta: «Así como el animal
de tiro se siente muy cercano al campesino bajo cuya dirección ejerce su
labor, así yo estoy muy cerca de Dios, pues de esa forma le sirvo
directamente para el establecimiento de su reino, para la construcción de la
Iglesia» [24].
El nuncio sigue en el Münchner Hof. Ratzinger ha estado reflexionando
y rezando toda la noche. A la mañana siguiente firma con su minúscula letra
en el papel para cartas del hotel su aceptación al nombramiento como
cabeza visible del arzobispado de Múnich y Frisinga. En retrospectiva
señalaba que hay situaciones en las que uno debe «aceptar cosas que,
inicialmente, no parecían situarse en su camino vital» [25]. Poco después
informó a su asistente Siegfried Wiedenhofer: «Debo comunicarle algo
terrible, ha ocurrido algo terrible. He recibido el nombramiento como
obispo de Múnich. Y lo he aceptado» [26]. La carta de nombramiento
oficial del papa lleva fecha de «24 de marzo del año de la salvación 1977» y
comienza con las palabras: «Pablo, obispo, siervo de los siervos de Dios, a
Nuestro amado hijo Joseph Ratzinger, de la archidiócesis de Múnich y
Frisinga, catedrático de Teología en la Universidad de Ratisbona, elegido
arzobispo de la sede metropolitana de Múnich y Frisinga, salud y bendición
apostólica».
Ratzinger podía sentirse halagado: «Nuestra preocupación pastoral nos
apremia a ocuparnos de la vasta e importante Iglesia de Múnich y Frisinga»,
continuaba diciendo el documento papal. «En espíritu te miramos, amado
hijo: estás dotado de excelentes dones espirituales; eres, sobre todo, un
destacado maestro de la teología, que tú, como profesor de teólogos,
transmites con sabiduría a tus oyentes, celosa y fecundamente». Pablo VI
no quiso dejar de señalar la responsabilidad que implicaba el
nombramiento: «Finalmente, Nos te amonestamos, amado hijo, con las
palabras de san Agustín: “Trabaja en la tierra de sembradura de Dios;
procura con todas tus fuerzas que todos aquellos que están a tu cargo sean
piedras vivas en la Iglesia, formadas por la fe, fortalecidas en la esperanza y
unidas entre sí en el amor”» [27].

La decisión del papa se anunció el 25 de marzo. Con el fino sentido de la


curia para la importancia de las fechas, se eligió una solemnidad de la
Iglesia católica que tenía que parecer una señal: la «Anunciación del
Señor». Incluso el semanario Der Spiegel consideró el evento digno de un
artículo. La revista comentaba que, en relación con el nombramiento de
Ratzinger «para uno de los cargos más importantes que puede otorgar la
Iglesia católica en Alemania», «el papa había pasado por alto algunas de las
costumbres». Hasta ahora, se decía en el artículo, era costumbre que las
sedes metropolitanas «las ocuparan obispos con experiencia». Ratzinger, sin
embargo, no disponía ni siquiera de una formación en el Germanicum, el
colegio de élite en Roma. En calidad de miembro de la Comisión para la
Doctrina de la Fe, Ratzinger era uno de los mayores críticos del teólogo
reformista Hans Küng. El peso específico de su crítica frente al suizo
radicaría, según Der Spiegel, en el hecho «de que Ratzinger se había
enfrentado a su compañero de Tubinga sin polémica, pero con un profundo
conocimiento de la tradición doctrinal de la Iglesia. La teología de Küng
termina, escribió Ratzinger, “en lo abstruso”: está “condenada a no ser
vinculante”, su “teología al margen de –e incluso contra– el dogma” no
ofrece motivos para “entrar en la Iglesia, más bien todo lo contrario”» [28].

No supuso ninguna sorpresa que Küng relacionara el nombramiento del


antiguo compañero con las supuestas ansias de carrera profesional que este
habría albergado desde tiempo atrás. El nombramiento sería la consecuencia
lógica y la recompensa por haberse plegado. Más tarde, el suizo añadió con
sequedad: «Queda por esperar que Ratzinger, a pesar de la falta de una obra,
no caiga en el olvido con la misma celeridad que, por ejemplo, el cardenal
Ottaviani, de cuyo nombre hoy en día ya no se acuerdan, a pesar de sus
numerosos discursos y declaraciones, ni los teólogos jóvenes» [29].
Había construido una casa. En la universidad contaba con un gran
número de oyentes. A nivel internacional, era un conferenciante solicitado,
además de autor que garantizaba superventas. Ahora, el destino decidió «la
desprivatización de su existencia como forma necesaria de la vocación
sacerdotal»; así había descrito Ratzinger en una ocasión el camino de un
clérigo. Durante una de nuestras entrevistas, le pregunté al papa emérito si
la despedida de Ratisbona había supuesto la gran ruptura en su vida, «el
final de su felicidad personal y de todos sus sueños». Al contestar, en la voz
del papa había una melancólica rendición al destino: «Podría decirse así. En
efecto».
46
El ministerio episcopal

Y a a los pocos días de su nombramiento como sucesor número 71 de


san Corbiniano, Ratzinger partió hacia la antigua ciudad episcopal de
Frisinga. Quería rezar junto al relicario del fundador de la diócesis, situado
en la cripta de la catedral, y presentar sus respetos a los obispos bávaros,
reunidos precisamente en el Domberg. Antes de ser ordenado obispo, pasó
siete días de retiro en el monasterio benedictino de Beuron en Baden-
Württemberg. «Se alojó en la habitación episcopal. Concelebraba por las
mañanas y desayunaba solo; durante el día se dedicaba a la contemplación y
preparaba la homilía para su ordenación», informa el padre Michael
Seemann, uno de sus alumnos de Ratisbona. «Cada tarde tomábamos café.
Me di cuenta de la presión que sentía, y percibí lo mucho que necesitaba la
conversación despreocupada. ¡A veces incluso me contaba chistes!» [1].
Le venían a la mente recuerdos. Como si hubiera sido ayer, se acordaba
de su defensa de la habilitación en febrero de 1957. «Eso de interpretar la
revelación con su estilo subjetivista, señor Ratzinger no es realmente
católico», había tronado el profesor Schmaus [2]. Nuevamente, se
enfrentaba a una situación que resultaba un tanto opresiva: las grandes
expectativas de los dos millones de católicos de la diócesis. ¡La extraña
sotana negra con los botones de color rojo escarlata que apenas entraban en
los ojales! Ratzinger confiesa que durante esos días seguía «dudando en su
interior». Además, en Ratisbona quedaba todavía mucho trabajo por hacer,
«por lo que me enfrentaba al día de la ordenación con una salud bastante
mermada».
Pero la preocupación era innecesaria. La entrada en la capital de Baviera
el 23 de mayo de 1977 se pareció a la marcha triunfal de un tribuno que
regresa victorioso a casa. Ya al cruzar el confín de la diócesis, Ratzinger fue
recibido con entusiasmo por una primera delegación. En Moosburg fue
vitoreado por más de mil fieles. Y en el límite del término municipal de
Múnich, junto al santuario de Maria Ramersdorf, se habían congregado
miles y miles de personas para recibir con gran cariño al futuro obispo,
quien todavía se sentía algo extraño. Entre los congregados también se
encontraba Georg Kronawitter, el primer alcalde socialdemócrata de la
ciudad. Era grande la alegría que sentía el pueblo católico, pues, por
primera vez en ochenta años, Roma había vuelto a nombrar a alguien de la
«Baviera Vieja» y sacerdote de la propia diócesis.
Los laureles anticipados también impresionaban. «Ratzinger tiene la
ventaja de las grandes personalidades. No se les puede clasificar ni asignar
bando. Tienen su propia forma de ser», escribía con entusiasmo el
semanario Deutsche Zeitung. Quien lee sus libros «percibe que aquí hay un
teólogo que está luchando por el futuro de la fe, por el futuro de la Iglesia»
[3]. En el diario Süddeutsche Zeitung, los muniqueses pudieron leer que el
sucesor del cardenal Döpfner era «el más dialogante entre los
conservadores en la Iglesia». ¿Y por qué? «Porque en él se da la feliz y
poco frecuente unión de inteligencia y elocuencia». Con Ratzinger, Múnich
estaría ganando «un piadoso responsable supremo y un brillante predicador,
considerado un orador capaz de formular con gran belleza estética» [4].
De forma similar lo retrató el periódico Neue Zürcher Zeitung, pues
formaba parte de «la élite internacional de su gremio»: «Su amplia
formación, el don de formular las ideas con sencillez y elegancia, un
sentido de la música bien desarrollado: todo eso constituye una dote
inestimable para un arzobispo de Múnich». También se le «atribuyen
grandes cualidades pastorales». Era, «sin duda, un error, «tildar a Ratzinger
simplemente de “derechista” y “conservador”». El nuevo obispo, proseguía
el rotativo, «desea dedicarse prioritariamente al fortalecimiento de la fe, a la
verdad trascendental». En cuanto a «capacidad de organización, liderazgo y
asertividad política», aún se le consideraba una hoja en blanco. Esas
cualidades «son, en su caso, magnitudes aún desconocidas en gran medida»
[5].
Es el 28 de mayo de 1977, víspera de Pentecostés, un brillante día de
principios de verano. Las sobrias columnas de la catedral de Nuestra Señora
en el centro de Múnich están decoradas con ramos de flores primaverales.
En las primeras filas han tomado asiento los representantes del Estado, de la
ciudad, de los partidos políticos, del mundo de la ciencia y la cultura, así
como las delegaciones de las parroquias. La catedral está repleta, al igual
que la cercana iglesia de San Miguel, en la que se puede ver el evento a
través de pantallas de televisión. Por primera vez en la historia de la Iglesia
alemana se transmite en directo por televisión una ordenación episcopal.
Oficialmente, Ratzinger había asumido el gobierno de la archidiócesis ya un
día antes, al entregar al cabildo catedralicio la carta de nombramiento del
papa. Sin embargo, a diferencia de la población, los canónigos «no estaban
precisamente entusiasmados» [6], recuerda el vicario general de entonces.
El detonante había sido la postura crítica de Ratzinger respecto de la
reforma de la liturgia.
Por el contrario, los «amados hijos en el Señor» se vieron exhortados por
la bula papal a «aceptar de buen grado» al nuevo obispo, «no solo como
maestro, sino también como guía». Debían «obedecer de buena voluntad
sus disposiciones» y «apoyar enérgicamente sus empresas pastorales».
Pablo VI le dirigió a Ratzinger las siguientes palabras: «Permitimos que
seas consagrado fuera de Roma por un obispo católico que, de acuerdo con
las normas litúrgicas, debe ser asistido por dos coconsagradores del mismo
grado de dignidad y orden sacerdotal. Antes debes realizar, en presencia de
un legitimo obispo, la profesión de fe católica y el juramento de fidelidad
hacia Nos y Nuestro sucesor».

Al comienzo de la ordenación, el nuevo obispo adopta la postura


conocida como prostratio, signo de que se postra completamente ante Dios,
con el cuerpo extendido al pie del altar. Durante esos minutos, cuenta
Ratzinger, surgió en él, «con mayor fuerza que en la ordenación sacerdotal,
la ardiente sensación de insuficiencia, de la propia incapacidad ante la
magnitud de la tarea» [7]. El ordenante principal era el obispo de
Wurzburgo, Josef Stangl, acompañado por Del Mestri, Rudolf Graber y el
obispo auxiliar Ernst Tewes, junto con numerosos cardenales y obispos de
dentro y fuera del país. Con la imposición de manos por parte de los
obispos, el catedrático entra en el círculo de aquellos pastores que, en la
ininterrumpida sucesión apostólica, pueden retrotraerse a los doce que
fueron enviados al mundo por Jesús mismo. En retrospectiva, Ratzinger se
refiere con verdadero páthos a la centralidad de aquel momento para su
vida: «Con la ordenación episcopal comienza el presente en mi camino
vital». Para él, «aquello, que comenzó con la imposición de manos para la
ordenación episcopal en la catedral de Múnich, sigue siendo el ahora de mi
vida» [8].
Tras la unción con el crisma (signo de la participación episcopal en el
sacerdocio de Cristo), así como la entrega del Evangelio, el anillo, la mitra
y el báculo episcopal como insignias de su cargo, el nuncio Del Mestri
condujo al recién ordenado a la cátedra, el asiento episcopal, donde recibió
la promesa de fidelidad de su cabildo catedralicio, de los catedráticos, los
representantes de la administración diocesana, los arciprestes, los párrocos
y las asociaciones laicales. Ratzinger siente una profunda emoción interior,
como pocas veces en su vida. «He experimentado lo que es el sacramento»,
señala, «que ahí se actualiza una realidad». No se trataba de la aceptación
de una persona concreta, sino que «se saluda al obispo, al portador del
misterio de Cristo, aunque la mayor parte de la gente quizá no fuese
consciente de ello» [9].
La primera homilía del nuevo arzobispo fue una oda a su patria chica.
«Nuestro Múnich, nuestra Baviera son tan bellos porque la fe cristiana ha
despertado sus mejores fuerzas». El cristianismo no le ha «restado ninguna
fuerza» a esta tierra, sino que, al contrario, «la ha hecho generosa y libre».
Una Baviera «en la que ya no se creyera [en Cristo] habría perdido su alma,
y ningún tipo de conservación de monumentos podría ocultarlo». Para
sorpresa de sus oyentes, Ratzinger concluyó sus palabras con una visión
sombría, que, en su opinión, «ya no era simplemente irreal». Pues, en
tiempos como estos, él «no podía esquivar la pregunta de si el rostro de
nuestra tierra seguirá marcado por la fe cuando un día yo emprenda mi
último camino».
La celebración acabó luego con una procesión a la Marienplatz. A los
pies de la imagen de la Patrona Bavariae, que desde hacía unos 350 años se
consideraba también oficialmente el punto central de Múnich y Baviera, el
obispo dirigió una oración a la Madre de Dios: «En la disputa de los
partidos políticos, sé tú reconciliación y paz. Ante el desatino de nuestras
preguntas irresueltas, muéstranos tú el camino. Calma a los que discuten,
despierta a los cansados. A los desconfiados, dales un corazón abierto; a los
amargados, consuelo; a los que están demasiado seguros de sí mismos,
humildad; a los miedosos, confianza; a los tempestuosos, sensatez; a los que
titubean, valor. Y a todos nosotros, concédenos la reconfortante confianza
de tu fe» [10].
En su primera rueda de prensa, Ratzinger señalaba como prioridades de
su programa el estrecho contacto con los pastores de almas, la promoción
de las vocaciones espirituales, la renovación de la catequesis, el diálogo
ecuménico y la aplicación auténtica de las reformas del Concilio. Con gran
expectación se esperaba saber qué escudo episcopal iba a elegir. La elección
se correspondió con el ideal de Ratzinger de unir lo antiguo y lo nuevo. De
la tradición milenaria de los obispos de Frisinga adoptó el moro y el oso. El
moro –supuestamente la cabeza de un etíope, con labios rojos, corona roja,
pendientes rojos y gorguera– es un signo misterioso. «No se sabe muy bien
qué significa», explica Ratzinger; «para mí es expresión de la universalidad
de la Iglesia, que no conoce diferencias de raza ni de clase social, porque
todos “somos uno” en Cristo» [11].

Por el contrario, el oso cargado recuerda a una escena de la leyenda del


patrón del obispado, san Corbiniano. En un viaje a Roma, el caballo del
santo había sido despedazado por un oso. Como castigo, san Corbiniano
cargó al oso con su fardo hasta que lo despidió en Roma. Ratzinger
estableció una relación entre esta historia y el Salmo 73 de la tradición
sapiencial, sobre el que ya había meditado en la dramática noche de su
«capitulación» en Ratisbona. En él se describe «la menesterosidad de la fe».
Al fin y al cabo, «quien se sitúa al lado de Dios» no necesariamente se sitúa
«al lado del éxito». En el animal de tiro mencionado en el salmo, san
Agustín habría visto «una imagen de sí mismo cargado con el peso de su
ministerio episcopal». Y reconociéndose totalmente en esta historia,
Ratzinger también concluyó con las palabras del autor del salmo: «Me he
convertido en mula de carga para ti, y justo así es como estoy contigo por
completo y para siempre» [12].

Una innovación fue la concha, signo de la eterna peregrinación, pero


también de la búsqueda de la verdad. Recordaba a la leyenda que cuenta
que san Agustín, mientras contemplaba a un niño en la playa tratando de
verter el agua del mar con una concha en un pequeño hoyo, reconoció la
inagotable grandeza de los misterios del Señor. «De esa forma, la concha es
una referencia a mi gran maestro san Agustín», explicó Ratzinger, «una
referencia a mi labor teológica y una referencia a la grandeza del misterio
que trasciende toda nuestra ciencia» [13].

Y añadió que, por otra parte, su lema episcopal: Cooperadores veritatis


(«Colaboradores de la verdad»), tomado de la Tercera carta de Juan, no
tiene un sentido triunfalista, sino de servicio; además, está en plural, no en
singular: como uno entre muchos, en un todo más amplio, uno que
contribuye a portar, pero también es portado. Y verdad aquí no se
entendería en un sentido abstracto o jurídico, sino en relación con la
revelación de Cristo, quien se presentó como la más alta autoridad: «Yo soy
el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
Esa sería la verdad de la que no puede disponer el hombre y que tampoco se
deja retorcer, pues si no ya no sería verdad y Dios no sería Dios.
En cierto modo, Joseph Ratzinger tenía que reinventarse. Una cosa era la
teoría, pero lo de aquí era la práctica. «¿Cuántas veces se rebeló contra
todas esas minucias», rememora Ratzinger a su alter ego, san Agustín, «que
le habían sido impuestas de esta manera y le impedían desarrollar la gran
labor espiritual que reconocía como su vocación más profunda?» [14]. Cuán
grande había sido el salto dado por él se visibilizó especialmente con el
traslado a su nueva vivienda en el Palacio Holstein, sito en la Kardinal
Faulhaber Straße, 7, de Múnich. En su día, había sido la residencia urbana
del príncipe elector Karl Albrecht, pero en 1821 se convirtió en residencia
oficial del titular de la diócesis de Múnich y Frisinga. De acuerdo con su
función representativa, estaba decorada con estatuas del Barroco, con
muebles rococó y estufas históricas. Por suerte, la vivienda del obispo,
situada en la segunda planta del palacio, resultaba ser más bien sencilla: un
salón, un dormitorio, un vestidor, un baño, un despacho y una biblioteca
con un impresionante fresco en el techo. En una estancia esquinera se
encontraba el comedor, suficientemente grande para agasajar a un grupo de
entre 6 y 8 invitados. La azotea ofrecía unas magníficas vistas a la catedral,
y les servía a los obispos para dar unos paseos al aire libre sin ser
molestados por peticionarios o admiradores. Ratzinger dejó la vivienda tal
cual estaba. Lo único nuevo era el oso de peluche de su niñez, que ocupaba
una silla en el dormitorio.
Que el nuevo obispo llevara consigo a palacio a su hermana causó cierta
sorpresa. «Pero ella era un sostén familiar para él y lo protegía de la
soledad», relata el catedrático Richardi, amigo de Ratisbona. «Al llegar a
casa, podía charlar con ella de todo lo que había ocurrido durante el día». Y
eso a pesar de que ahora la propia Maria se sentía algo sola. Estaba
acostumbrada a hacerle todo a su hermano. La comida y la ropa, pero
también le llevaba las finanzas y la cuenta bancaria privada. Aunque tenía
un pequeño apartamento en la segunda planta, ahora había una secretaria
para el trabajo de oficina: la hermana Eufreda Heidner. De la compra, la
cocina y la economía doméstica, así como del cuidado de la amplia casa, se
encargaban las religiosas Guda, Ratmunda y Agapita, de las hijas de la
Caridad. En la primera planta, Joseph Ratzinger tenía a su disposición dos
secretarios personales: monseñor Erwin Obermaier, que ya había servido al
cardenal Döpfner, y Gerhard Schäfer, laico y padre de familia. El hermano
Friedbald era el portero, que había sido contratado personalmente por el
cardenal Faulhaber como chófer episcopal en la década de 1920. El
franciscano del monasterio de Santa Ana se conformaba con la portería y un
pequeño cubículo para dormir. Todos juntos formaban la comunidad
episcopal doméstica. Oraban juntos, comían juntos y, cuando tenían tiempo,
jugaban al parchís.
Ratzinger llevaba pocas semanas en el cargo cuando el nuncio Del
Mestri lo volvió a sorprender con una noticia inesperada. Su santidad el
papa Pablo VI tenía la intención de crear al obispo de Múnich cardenal el
27 de junio de 1977. El mensaje suponía una sensación. Pero, de alguna
manera, encajaba en el curriculum vitae de Ratzinger, que estaba
determinado por ocurrencias extraordinarias. «Nunca sentí el deseo de
averiguar esos asuntos», declaró Ratzinger cuando un periodista italiano le
preguntó, un cuarto de siglo más tarde, por las circunstancias de su
nombramiento, inusualmente rápido. «Y tampoco deseo hacerlo ahora.
Respeto la providencia, y no me interesa saber de qué herramientas se
sirve» [15].
Pablo VI estimaba la teología de Ratzinger. Leía sus libros en las
ediciones originales alemanas. Su elevación al cardenalato tuvo menos que
ver con la categoría del bávaro y más con un funcionario de la curia y
amigo de Pablo VI, el progresista Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia,
a quien el santo padre quería colocar como gran favorito para sucederle.
Pero para conseguirlo, Benelli tenía que poseer el birrete cardenalicio. A
toda prisa se conformó un consistorio mínimo. Los candidatos, junto con
Benelli y Ratzinger (a quien se le consideraba una solución de emergencia),
eran František Tomášek, de la Praga comunista, Bernardin Gantin, obispo
de Benín, y el italiano Mario Luigi Ciappi. Cuando los elegidos entraron en
la basílica de San Pedro, solo Ratzinger venía acompañado de un séquito
digno de mención. Se componía de sus hermanos, antiguos discípulos, sus
colaboradores y de cientos de admiradores bávaros. Como iglesia titular
recibió la parroquia de Santa Maria Consolatrice, situada en un barrio
obrero de Roma de 22.000 habitantes. «No sabía muy bien cómo debía
comportarme y me sentía algo incómodo en esta situación», dice en
relación con su primera audiencia privada con Pablo VI: «No me atrevía a
hablarle al papa, porque me sentía demasiado insignificante. Él, sin
embargo, fue muy amable conmigo y me animó. Simplemente quería
conocerme» [16].

Inicialmente, en las reuniones con los arciprestazgos el nuevo arzobispo


«impartía siempre una clase magistral de 45 minutos», recuerda el entonces
sacerdote Walter Brugger, pero pronto acabaría con esa costumbre.
Ratzinger apostaba por la reconciliación y la comprensión, aunque, según
confiesa él mismo, al inicio de su episcopado resonaran en sus oídos las
palabras de los padres de la Iglesia, que «condenaban con gran dureza a
aquellos pastores que son como perros mudos y, para evitar conflictos,
permiten que se propague el veneno» [17]. A sus colaboradores les
explicaba que no debían exigir demasiado a las personas, sino que primero
había que percibirlas en su situación. «Asistía a todas las reuniones de la
curia diocesana y prestaba atención a todos los asuntos», cuenta el vicario
general Gerhard Gruber. Indica Gruber que Ratzinger prefería dejar los
asuntos administrativos en manos de otros, pero todas las cuestiones
relativas a la doctrina «eran responsabilidad del jefe». A Gruber se le
consideraba un hombre absolutamente partidario de Döpfner. «Señor
obispo, no sé si le gustará mi posicionamiento», le dijo con timidez a
Ratzinger. «En el marco de lo católico, seguro que nos entenderemos», fue
la respuesta [18].
En su primera carta pastoral, Ratzinger suplicó a los creyentes de su
obispado que, «a la vista de las múltiples disputas, que en los últimos años
han confundido y desconcertado a muchos, os encaminéis hacia la paz».
Sostenía que la Iglesia era «un organismo viviente del que forma parte la
paciencia del crecer y madurar». Y continuó con la pregunta de qué
ocurriría si hoy Jesús «hiciera acto de presencia, en medio de nosotros, en
cualquier parroquia, de forma tan visible como en su día se presentó ante
sus discípulos». Probablemente, aventuraba el obispo, «la mayoría de
nosotros nos sentiríamos perturbados por él, pues se encontraría con mucha
indiferencia y tibieza, con un cristianismo cómodo y miedoso que esconde
hábilmente su temor ante el mundo tras palabras potentes y eruditas. Se
encontraría con una Iglesia cuyos miembros están peleados. Se encontraría,
de una parte, con una presuntuosidad que el cristianismo construye al gusto
del consumidor y, de otra, con la terquedad y la insensibilidad de quienes se
consideran los únicos cristianos verdaderos y, de esa forma, se sitúan en
contra de la unidad de su cuerpo». Aquí solo ayuda, subrayó, «rezar y vivir
la eucaristía en comunidad». Con ello se obtendría «un sentido interior de la
proporción» para «separar el grano de la paja»: «Ese cristianismo será
tolerante y libre, sin sarcasmo ni forzada estrechez, pero tampoco se tornará
evasivo ni se perderá en ideologías que solo en apariencia son cristianas»
[19].

El foco de interés de Ratzinger no estaba en la Iglesia como institución,


sino como lugar de fortalecimiento de la fe. Persiguió con empeño su idea
de una renovación a través de la profundización espiritual. La estadística
demostraba lo necesaria que era. Entre 1967 y 1973, la Iglesia católica en
Alemania había perdido casi un tercio de los asistentes a misa. Entre los
más jóvenes, el cambio era especialmente drástico. Si en 1963 aún acudía
regularmente a misa el 52 % de los católicos entre 16 y 29 años, diez años
más tarde ya solo era el 24 % [20]. Ratzinger exigió la reducción de la
burocratización de la Iglesia. Una de sus primeras medidas consistió en
decretar que los niños realizaran la primera confesión cuando estaban en
tercero de primaria, es decir, antes de tomar la primera comunión, no
después, como se hacía bajo el mandato de su antecesor. La argumentación
era que la formación religiosa incluye, «desde el principio, también la
formación para la confesión, por lo que la preparación para la confesión
debe preceder a la formación eucarística». Esto se desprendería ya «de la
estructura de la misa» [21].

En una de sus típicas polémicas, Ratzinger apuntó «que, tras una


relajación del dogma, no aparecerá la tierra prometida de la alegre libertad
de los redimidos; más bien se divisará un desierto sin agua que deviene más
fantasmal cuanto más se avanza por él» [22]. En otro lugar dijo que la
liberalidad cristiana, tal como se presentaba en Baviera, significaba «amar
la creación» y, en consecuencia, también «acoger con alegría y naturalidad
lo bello de la creación» [23]. Nadie debía sorprenderse de que lo incómodo
también formara parte de una «tierra abierta y a la vez capaz de resistir».
Por tanto, resultaba natural que el obispo luchara, por ejemplo, contra las
consecuencias de la reordenación territorial que iba a convertir pueblos
llenos de vida en anónimas ciudades dormitorio. Y esa lucha la libró, en
palabras del diario Süddeutsche Zeitung, «con una dureza como nunca antes
se había visto por parte católica en este proceso de política estatal» [24].
Desde su artículo «Los nuevos paganos y la Iglesia», de 1958, Ratzinger
siempre se había fijado también en los desarrollos que suponían un reto para
la sociedad y la fe cristiana. En los años setenta, ningún otro intelectual
alemán alzaba con más valentía la voz en cuestiones de moral, respeto,
humildad y comportamiento ético. Así, el cardenal se quejaba, por ejemplo,
de una «contaminación del ambiente espiritual» que se manifestaba también
«en el creciente número de niños con trastornos de conducta». Criticaba
tanto la «adiposis cardiaca del poseer y disfrutar» como el «afán de lucro
capitalista». Tampoco se olvidaba de advertir del peligro de la abolición de
las normas, la libertad aparente y el desprecio de sí mismo, o del
«embrutecimiento de la sociedad a causa de los medios de comunicación».
Nuestra época estaba marcada más por la «incapacidad de alegrarse»,
advertía, que por la «incapacidad de sentir duelo». Asimismo, exigía un
«cambio de rumbo» para volver a reconocer las cosas esenciales del
humanitarismo. Formarían parte de ello «el cambio consecuente de estilo de
vida y el compartir con el Tercer Mundo».
«No a los juguetes bélicos», fue uno de sus temas para la Navidad. En
Pascua condenaba la «violencia desatada, el embrutecimiento del hombre
que se extiende por todo el mundo», por ejemplo, en Camboya, «donde un
pueblo entero es exterminado poco a poco», y se oponía «a la
discriminación de los gitanos», a los que quiere defender «en cumplimiento
de nuestra misión de preocuparnos por la dignidad del ser humano». Siguió
el llamamiento de acoger a refugiados vietnamitas, pues cualquier acto en
sentido contrario supondría «una terrible vergüenza» para un país rico. A la
Iglesia le exigía que no asumiera las opiniones del momento, sino que, «en
vista de los males del mundo», «anunciara proféticamente la medicina del
Evangelio». «Si no recuperamos parte de nuestra identidad cristiana, no
superaremos los retos actuales», se escuchaba predicar desde el púlpito
episcopal. Una humanidad que se desentendiera de Dios no sería redimida
«y, por tanto, no habitaría en la libertad, sino en la esclavitud».
Tan presente estaba el hombre de Iglesia en el debate público que el
Süddeutsche Zeitung expresaba en una glosa el temor de que «millones de
católicos de la Alta Baviera» pudieran sufrir un «profundo shock» si algún
día su nombre no se mencionaba ni una sola vez en ninguno de los cuatro
diarios de Múnich: «Hojean su periódico, ¿y qué se encuentran delante y
detrás? Nada sobre el cardenal Ratzinger» [25]. Las personas sentían que su
obispo les hablaba a ellas. Solo para su carta pastoral de Cuaresma se
recibieron en el obispado de Múnich 50.000 pedidos. En la televisión
pública aparecía en el programa Wort zum Sonntag [Palabra para el
domingo], y amplió su producción literaria con títulos como Eucaristía,
centro de la Iglesia y Fe cristiana y Europa, así como Conversión hacia el
centro. Además, su Teoría de los principios teológicos se ocupó de la
estructura e historia de la fe y la Iglesia. «Al principio, sus sermones eran
altamente teológicos», admite la hermana Agapita, colaboradora en la
residencia episcopal, «y eso suponía un cambio para los asistentes a misa
normales». Por otra parte, Ratzinger había «atraído de vuelta también a
muchos intelectuales» [26]. Finalmente, había conseguido retener el antiguo
público y añadir gente nueva o recuperar a aquellos que se habían ido.
Las reuniones semanales del consejo episcopal eran una tortura para
Ratzinger. La generación de sacerdotes ordenados en los años sesenta se
mostraba manifiestamente rebelde. «También muchos de los catedráticos de
teología de Múnich mantenían sus reservas frente a Ratzinger», señala el
vicario general Gruber. El sacerdote Hermann Theißing escuchó decir a
Ratzinger en una ocasión: «No sé, aceptar ser obispo quizá haya sido la
decisión más equivocad; de mi vida». «En Múnich experimentó muchas
decepciones», rememora la hermana Agapita; «de las reuniones con los
arciprestes a menudo regresaba muy afligido a casa». Eso, sin embargo, no
habría hecho «que se volviera duro o amargo». Para compensar, se sentaba
al piano, sobre todo después de haber trabajado en una homilía que
considerara especialmente lograda. «Se premiaba a sí mismo de esa forma».
También es verdad, afirma el secretario Bruno Fink, que, «en algunas
cosas», Ratzinger «adoptaba decisiones rápidas y bruscas. Por ejemplo, en
el sentido de: “Señores, sobre esto no hace falta que discutamos, no existe
una edad ideal para la confirmación”. Y se había acabado la discusión»
[27].

El párroco Klaus Günter Stahlschmidt confirma que bastantes miembros


del cabildo catedralicio y del presbiterio le dieron a entender a Ratzinger al
principio «que habrían preferido a otro como obispo en su lugar».
Stahlschmidt le envió en 1978 una tarjeta saludándolo desde el lugar donde
pasaba las vacaciones: «Aunque no esté de acuerdo con todo lo que Ud.
dice y hace como obispo, como persona me gusta». No esperaba recibir una
respuesta. Un día, sin embargo, se encontró con una tarjeta en su buzón,
escrita con una letra minúscula. «No hay por qué estar de acuerdo con todo
lo que hace el obispo», decía la tarjeta, «pero sí debe uno confrontarse con
su teología». Posdata: «Un obispo necesita ser querido como persona».
Según Stahlschmidt, Ratzinger es alguien «que no busca activamente la
cercanía, pero la permite y le gusta». El 11 de junio de 2005, Stahlschmidt
recibió una respuesta personal a la felicitación que había dirigido a
Ratzinger cuando este fue elegido como sucesor número 264 de san Pedro.
Esa respuesta era expresión de la solicitud episcopal: «Todos estos años lo
he estado observando» [28].
En otoño de 1978, Bruno Fink relevó como secretario particular del
obispo a monseñor Erwin Obermaier, a quien Ratzinger había nombrado
rector del seminario. Fink, hijo de un pequeño funcionario de Hacienda,
había sido ordenado sacerdote en 1972 en Frisinga y había estudiado en el
Germanicum, el colegio de élite en Roma. En principio, él se sentía como
theologus simplex, como un lego en teología, sin fama ni título. Para Fink, a
quien Ratzinger se dirigía como «señor secretario», supuso una primera
«experiencia profunda» el 85 Katholikentag, celebrado en Friburgo en
septiembre de 1978, que incluyó un encuentro con la madre Teresa de
Calcuta. «La misma tarde de su llegada, el cardenal se dirigió al estadio de
Friburgo para participar en un evento de jóvenes que llevaba por tema “¡No
te olvides de la alegría!”». El secretario se quedó boquiabierto cuando, tras
la bendición, una multitud de jóvenes se agolpaba para pedirle un autógrafo
al cardenal. «Tuve que emplearme a fondo para intentar canalizar la
demanda» [29]. Aunque «nadie entonces podía imaginarse que algún día
Joseph Ratzinger fuese elegido papa», señala Fink, «en el fondo nadie podía
poner en duda la extraordinaria grandeza de su figura».
Fueron los meses en los que al obispo todo se le hacía cuesta arriba.
«Debo liberar tiempo para mí», se lamentaba a Fink. Ratzinger era
presidente de la provincia eclesiástica de Baviera, presidente de la
Comisión para la Doctrina de la Fe de los obispos alemanes y, en Roma,
miembro de la Comisión Teológica Internacional, de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad
de los Cristianos y, desde 1980, también miembro del consejo permanente
del sínodo de los obispos. Como regla, entre veinte y treinta días del año
laboral debían reservarse para viajes a Italia. A esto se sumaban las sesiones
plenarias de los obispos alemanes y los obispos bávaros, los encuentros y
reuniones de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal, los
encuentros con los arciprestes de la diócesis, el consejo presbiteral y el
consejo diocesano, las reuniones semanales de coordinación de la curia
diocesana, los encuentros con los diáconos, con los laicos colaboradores en
tareas pastorales y parroquiales contratados por la diócesis, con superiores
de órdenes y estudiantes de Teología, así como las conferencias que dictaba
ante distintas asociaciones sociales y academias y en conmemoraciones de
diverso tipo. Seguía siendo codirector de Communio y tutor de doctorandos
y habilitandos de Ratisbona. Para él tenía mucha importancia el encuentro
con su círculo de discípulos, claramente establecido desde su nombramiento
como obispo, del que formaba parte un grupo de más de treinta teólogos de
distintos lugares del mundo.

A mediodía daba su paseo por el centro de Múnich hasta el Englischer


Garten, pasando por delante de la Feldherrnhalle, la logia en honor del
ejército bávaro, así como de la librería en la que ya de estudiante se
dedicaba a buscar libros. En una ocasión lo avistó el filósofo Ferdinand
Ulrich, amigo suyo, caminando con paso ligero, absorto en sus
pensamientos, por el Hofgarten, otro parque de la ciudad. Iba con las manos
en la espalda y la cabeza hundida entre los hombros. Ulrich relata que logró
alcanzarlo y que le puso la mano en el hombro: «Joseph, ¿qué ocurre?».
Entonces, el cardenal se habría sincerado con él, contándole también lo de
las hostilidades por parte del cabildo catedralicio [30].

Por primera vez tiene que cancelarse una cita en la diócesis porque el
médico, a causa del exceso de trabajo y de un resfriado, le ordena guardar
reposo. Cada vez con mayor frecuencia, Ratzinger se retira también a su
casa de Pentling. La planta baja está alquilada a un matrimonio mayor, pero
en la primera planta puede trabajar en sus libros sin ser molestado y
encontrar un poco de tranquilidad y reposo; eso sí, solo hasta que lo
alcanzan aquellos sucesos que actuarán como una aceleradora del tiempo y
pondrán la nave espacial de San Pedro en una nueva órbita, de la que nadie
sabe a dónde conduce.
47
El año de los tres papas

E n agosto de 1978, la situación en Roma estaba tensa. La Iglesia se veía


amenazada por otro cisma a causa del apóstata arzobispo Marcel
Lefebvre, un enemigo del Concilio. Desde dentro de la curia aparecieron
documentos que señalaban a altos mandatarios de la Iglesia como miembros
de la logia masónica secreta P2, de reputación cuestionable. Y para
empeorar aún más las cosas, existían además indicios concretos de que el
IOR, el banco del Vaticano, estaba involucrado en negocios financieros
ilegales.
En lo personal, la muerte de su íntimo amigo Aldo Moro fue
especialmente dolorosa para Pablo VI. El primer ministro italiano fue
secuestrado el 16 de marzo por el grupo terrorista Brigadas Rojas y, tras 55
días de cautiverio, asesinado. El cuerpo sin vida de Moro fue encontrado en
el maletero de un Renault 4 rojo. Un año antes, el papa se había ofrecido
como rehén a cambio de la liberación de los 86 pasajeros del avión
Landshut, de la compañía alemana Lufthansa, que había sido secuestrado
por terroristas palestinos y desviado a Mogadiscio [1].

En su entorno se percibió que el pontífice estaba más pálido y agotado


que nunca. Antes de su viaje a la residencia de verano de Castel Gandolfo,
se despidió con las siguientes palabras del arzobispo Giuseppe Caprio, de la
Secretaría de Estado de la Santa Sede: «Partimos, pero no sabemos si
regresaremos, ni cómo regresaremos» [2]. El papa tenía fiebre, pero seguía
celebrando sus audiencias de los miércoles y trabajaba hasta bien entrada la
noche. El 5 de agosto, el octogenario llamó hacia las 2:30 de la noche a su
secretario Pasquale Macchi. Completamente exhausto, Montini le contó que
Pío XII había muerto en la misma habitación en fechas similares unos
veinte años antes. El 6 de agosto de 1978, en torno a las 21:40, Pablo VI
entregó su alma al Creador.
Ratzinger se enteró el 6 de agosto por la mañana del rápido declive de la
salud del papa. Se encontraba de vacaciones en Austria. Inmediatamente,
ordenó a su vicario general en Múnich que pidiera a toda la diócesis que se
rezara por el pontífice [3]. Que el Concilio Vaticano II concluyera con éxito
se había debido a Pablo VI. Se impuso en el seno de la Iglesia para
implantar numerosas reformas en muy poco tiempo. Por ejemplo, la
reestructuración de la Congregación del Santo Oficio que dio lugar a la
Congregación para la Doctrina de la Fe, tal como lo habían sugerido Frings
y Ratzinger en el Concilio, o la creación del sínodo de los obispos. Amplió
el número de electores del papa a 120 y excluyó a los cardenales mayores
de 80 años de un futuro cónclave. En 2014, el papa Francisco elogió como
«profetices» a su antecesor y su encíclica Humanae vitae. Bergoglio dijo
literalmente: «Tuvo el valor de situarse en contra de la mayoría, de defender
la disciplina moral, de activar el freno. [...] La cuestión no es si se cambia la
doctrina, sino si se profundiza» [4]. En septiembre de 2016, la así llamada
«encíclica de la píldora» recibió también el reconocimiento de más de 500
científicos y eruditos de distintas disciplinas académicas. En una
declaración conjunta, estos alabaron su carácter visionario respecto de los
temas del matrimonio, la familia y la sexualidad. Pero la sombra que cubría
la Iglesia y se había hecho visible tras el Concilio pronto comenzó a
ensombrecer también el pontificado de Pablo VI. Su línea no terminaba de
tener buena acogida ni entre los conservadores ni entre los progresistas.

Del funeral de Montini le impresionó a Ratzinger la sencillez. El papa


había dispuesto que no se adornara ni siquiera el coche que debía trasladar
al difunto de Castel Gandolfo a Roma. Sin embargo, por miedo a un
atentado terrorista de las Brigadas Rojas, el cortejo fúnebre fue escoltado
por 5.000 soldados y policías. El hecho de que el cadáver permaneciera a la
vista frente al altar mayor se debió a la presión de la población, pues quería
despedirse de su pontífice. El decano del Colegio Cardenalicio, Carlo
Confalonieri, de 85 años, celebró la misa. A continuación, el féretro fue
llevado a las grutas vaticanas. Aquí se llevó a cabo la inhumación,
colocando, como es habitual, el féretro en otros dos ataúdes: uno de plomo
y uno de madera de olmo.
De acuerdo con el reglamento, con la mayor rapidez posible llegaron los
cardenales de todas las partes del mundo para elegir en la Capilla Sixtina a
un nuevo papa. Uno de los purpurados, Albino Luciani, el patriarca de
Venecia, había logrado llegar justo a tiempo al cónclave con su renqueante
y antiquísimo vehículo. «A mediados de la semana que viene volveremos a
casa», le dijo a su secretario, ordenándole que llevara el coche al taller.
Aunque Ratzinger, con sus 51 años, fuese el más joven en el cónclave,
como obispo diocesano formaba parte de la clase de los cardenales
presbíteros y el protocolo lo situaba por encima de la mayoría de los
cardenales de la curia. Ese estatus le aseguraba uno de los puestos
delanteros en las votaciones en la Capilla Sixtina, entre dos italianissimi: el
cardenal Silvio Oddi y el conocidísimo Pericle Felici, antiguo secretario
general del Concilio. «No había tiros por hacerse con la Santa Sede»,
rememoró más tarde, «uno suele estar bastante contento de no convertirse
en papa». Por supuesto, «se produjeron unos cuantos encuentros con
algunos cardenales germanohablantes». En esos encuentros informales
participaron, además de él, Joseph Schröffer, secretario de la Congregación
para la Educación Católica de Roma, los cardenales Joseph Höffner de
Colonia, Franz König de Viena, Alfred Bengsch de Berlín y los brasileños
de origen alemán Paulo Evaristo Arns y Aloísio Lorscheider. Ratzinger
explicó que un intercambio de pareceres era una costumbre habitual antes
de un cónclave. «En absoluto teníamos la intención de tomar cualquier tipo
de decisión, simplemente queríamos charlar un poco» [5].
En su primer cónclave, Ratzinger quería dejarse «guiar por la
providencia» y, al parecer, le llegó la inspiración correcta. Cuando
vislumbró los nombres de los posibles papabili, «constaté cómo finalmente
se cristalizaba un consenso a favor del patriarca de Venecia», señala en
retrospectiva. En efecto, fue el obispo de la ciudad de la laguna quien se
presentó el 26 de agosto de 1978 en el balcón de la basílica de San Pedro
como sucesor de Pablo VI. «Dios os perdone lo que habéis hecho», dijo
Luciani en el cónclave a quienes lo habían votado. Pero muy pronto se le
pusieron apodos cariñosos que nunca antes se habían utilizado para un
pontífice: «el papa de la sonrisa», «el párroco del mundo» o también «la
sonrisa de Dios».
Con Luciani, cuyo padre era temporero y socialista y mantenía una
actitud anticlerical, el papado se deshizo de formas antiguas. Nuevo era que
el papa llevara un nombre compuesto: Juan Pablo I, formado con los
nombres de sus dos antecesores. El ordinal «I» pospuesto, hasta ese
momento absolutamente inhabitual para el inicio de una nueva serie
nominal, lo justificó diciendo que pronto habría un Juan Pablo II. Luciani
renunció a la coronación y entronización, y dejó de usar el plural
mayestático «Nos», reemplazándolo por el «yo». Prohibió a los guardias
suizos que se arrodillasen cada vez que se encontraran con él y se mostró
reticente a la hora de usar la silla gestatoria. «Dios es nuestro padre»,
exclamó en su alocución del ángelus el 10 de septiembre de 1978, «pero es
aún más madre».

De Juan Pablo I, Ratzinger admiraba la «gran sencillez, pero también su


amplia formación». Estaba «muy contento» con la elección. Los dos se
habían conocido cuando Luciani, mucho antes de su elección, viniendo, se
acercó por sorpresa desde Venecia a Bresanona (Brixen, en alemán;
Bressanone, en italiano) donde Ratzinger estaba pasando sus vacaciones.
«Tener a un hombre tan bondadoso con una fe tan luminosa como pastor de
la Iglesia universal era», en palabras del muniqués, «una garantía de que
todo iba a ir bien. No era un hombre que quisiera hacer carrera, sino alguien
que percibía los ministerios que se le habían confiado como un servicio y
también como un sufrimiento» [6].

Cuando 33 días después, el 29 de septiembre a las 7:42, Radio Vaticano


comunicó que el papa, que llevaba poco más de un mes en el cargo, había
fallecido por sorpresa, muchos creían haber oído mal. ¿Era realmente
cierto? ¿Cómo podía, de repente, estar muerto un pontífice de 65 años,
aparentemente sano? En la nota de prensa de la Santa Sede se decía que
Juan Pablo I había fallecido en paz mientras leía la Imitación de Cristo, un
libro del místico medieval alemán Tomás de Kempis. Su secretario
particular se lo había encontrado muerto por la mañana. Las cadenas de
televisión en todo el mundo interrumpieron su programación. La prensa
comenzó a preparar ediciones especiales. Pero ¿qué significaba el hecho de
que el Vaticano rechazara una autopsia del cadáver?
A Joseph Ratzinger, la noticia de la muerte del papa lo alcanzó en
Ecuador. «Por cierto, de forma bastante extraña», comenta. Asistía a un
congreso mariano en Guayaquil, Ecuador, como primer y, según resultó ser,
también último delegado de Juan Pablo I. Quería aprovechar su viaje para
conocer en mayor profundidad a los representantes de la «teología de la
liberación», de la que tanto se hablaba en aquel momento. «Me alojaba en
el palacio episcopal de Quito», según relató posteriormente. «No había
cerrado la puerta, pues en la casa del obispo me sentía tan a salvo como en
el seno de Abrahán». En mitad de la noche «de repente irrumpió un rayo de
luz en mi habitación y entró una persona, vestida con el hábito carmelita.
Me había asustado un poco por la luz y por esa persona vestida de forma tan
tenebrosa, que me pareció ser un mensajero del mal». Finalmente, en la
inquietante figura reconoció al obispo auxiliar de Quito, Alberto Luna
Tobar, quien más tarde sería arzobispo de la también ecuatoriana Cuenca.
«Me dijo que el papa había fallecido. Así es como me enteré de este suceso
triste y completamente inesperado» [7].
Al terminar la misa que Ratzinger celebró por la mañana, se le acercó
nervioso su secretario, quien no sabía lo ocurrido, y le señaló que se había
equivocado en las preces, seguramente por una confusión, cuando había
rezado «por nuestro papa muerto, Juan Pablo I». El secretario no era el
único confundido por la situación. A muchos miles de kilómetros de allí, en
la ciudad de Cracovia, una monja, que se encontraba en la cocina en la
planta baja del palacio episcopal, reaccionó con similar perplejidad. Józef
Mucha, el chófer de Karol Wojtyla, entró de golpe y la apremió para que
informara de inmediato al cardenal, que estaba desayunando en la estancia
de al lado y tratando con sus colaboradores más estrechos la agenda del día.
«Debe entrar y decirle que ha fallecido el papa», insistía. «Pero si eso
ocurrió hace un mes». «No, el nuevo» [8]. Cuando Karol Wojtyla escuchó
la noticia, al parecer, se le cayó de la mano la cuchara, con la que trataba de
ponerle azúcar a su café. «No», murmuró. Después se encerró durante
varias horas en la capilla.

El suceso, considerado imposible, se prestaba a la perfección a todo tipo


de especulaciones. Además, rápidamente aparecieron noticias de que el
santo padre, en el momento de su muerte, realmente no había estado
leyendo la Imitación de Cristo, sino textos de discursos que iba a dar
próximamente. Cuando se hizo público que, en la mañana tras su muerte,
Luciani no había sido encontrado por su secretario sino por una monja,
algunos ya empezaron a hablar de asesinato. Se fue extendiendo el rumor de
que Juan Pablo I había sido eliminado al cruzarse en el camino de redes
corruptas en el Vaticano. Más tarde, en el escandaloso libro francés La vraie
mort de Jean Paul I se dijo de Jean Villot, el secretario de Estado de la
Santa Sede, que había planificado el asesinato y había reemplazado al papa
por un doble después de que Luciani descubriera un nido de masones en el
Vaticano. En 1984, el autor británico David Yallop, en su libro ¿En nombre
de Dios?, vendió a sus lectores la tesis de que Juan Pablo I había muerto
por medicamentos envenenados. Los responsables del crimen habrían sido
el Banco Vaticano, la mafia y la logia masónica secreta P2. De la novela de
suspense sobre el Vaticano se vendieron más de seis millones de copias en
cuarenta lenguas.
Luciani aún no estaba bajo tierra cuando comenzó a circular la profecía
medieval de un cierto Malaquías. En ella se presenta la sucesión de papas
que aún estaban por venir hasta el final de la historia. El nombre en clave
que se correspondía con el pontificado de Luciani era de medietate lunae.
Algunos comentaristas señalaron que se trataba de una abreviación de la
expresión de media aetate lunae, es decir, a medio camino de la órbita
lunar. «En efecto, Juan Pablo I murió justo en medio del periodo entre dos
lunas llenas», señaló el autor inglés John Cornwell [9]. Este analizó en
detalle la repentina muerte del papa. Y llegó a la misma conclusión que
cuatro décadas más tarde, en noviembre de 2017, anunció Stefania Falasca,
la abogada responsable de una investigación encargada por el Vaticano, en
la que volvieron a examinarse informes médicos, notas internas y
declaraciones de testigos. Como causa de la muerte se determinó
inequívocamente un infarto de miocardio debido a una enfermedad
coronaria resultante de arterioesclerosis. Esa sería la «pura y triste verdad»
[10]. Uno de los secretarios particulares de Luciani dijo del papa de los 33
días: «Se ha derrumbado bajo una carga que era demasiado grande para sus
estrechos hombros [...] y bajo el peso de su inmensa soledad» [11].
Ratzinger voló de Ecuador directamente a Roma. «No soy médico»,
respondió a su regreso a los periodistas en el aeropuerto, «pero a mí me
daba la impresión de que era una persona que, como yo mismo, no gozaba
precisamente de una constitución física fuerte». Destacó de Juan Pablo I
«su gran bondad, sencillez y humildad». «Y su gran valor. Tuvo el valor de
llamar las cosas por su nombre, aunque ello supusiera ir contra corriente».
Debido a la pronta muerte del papa, los cardenales, reconoció, estaban
«algo deprimidos». «Que la providencia haya dicho “no” a nuestra elección
supone realmente un duro golpe». No obstante, este pontificado también
tendría relevancia en la historia de la Iglesia [12].

El segundo cónclave en el plazo de solo dos meses debía comenzar, tras


una misa en la basílica de San Pedro, el sábado 14 de octubre de 1978 a las
16:30, con la instalación de los cardenales en los cuartos del Palacio
Apostólico. Se trataba de alcobas provisionales, a menudo separadas
únicamente por paredes de cartón. La primera votación se había anunciado
para el domingo por la mañana. Según Ratzinger, entre los cardenales se
seguía percibiendo una sensación de desánimo, «aunque la elección de
Luciani no había sido un error». De alguna forma se instaló el pensamiento
«de que hacía falta algo completamente nuevo» [13]. Antes del inicio del
cónclave, Ratzinger había levantado polvareda al señalar en una entrevista
que la reunión de los 111 cardenales electores se estaba viendo
condicionada por fuertes presiones de grupos de izquierda. Advertía del
peligro que encerraba la elección de un papa que «sobrevalorara» los
asuntos políticos y sociales. En el Vaticano no se entendía, según el
Süddeutsche Zeitung, a qué se refería el arzobispo con aquello de la
«presión desde la izquierda». En cualquier caso, se interpretaba, según el
diario muniqués, como un intento de influir en el resultado del proceso
electoral: «Sobre todo porque los cinco cardenales alemanes en el cónclave
son vistos como un importante grupo de influencia (entre otras cosas, por el
peso financiero de la Iglesia católica de la República Federal» [14].
El cónclave brindó a Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger la oportunidad de
conocerse personalmente. Aunque el polaco había estado tres semanas antes
en Múnich, con una delegación dirigida por el cardenal Stefan Wyszyski,
primado de Polonia, Ratzinger se encontraba en esos momentos ya de viaje
en Sudamérica. Al menos dispuso que se le entregara al huésped una figura
mariana como regalo. Llevaba el siguiente texto grabado: «Reina de
Polonia y Patrona de Baviera». Si en Múnich Ratzinger se había perdido el
discurso de Wojtyla con el título visionario: «Nuestro camino común»,
durante el precónclave escuchó con máxima atención las diferentes
intervenciones del polaco. Había ganado la impresión, explicó
posteriormente, de que se trataba de «una persona de gran cultura, de una
persona reflexiva» que contaba «con una formación filosófica importante»
[15].
Esto se confirma ya durante el primer encuentro. Hablan alemán, la
lengua extranjera que Wojtyla había aprendido en el instituto. Ratzinger
está entusiasmado: «Ahí estaban su trato directo, fácil y humano, y el cariño
que irradiaba. Ahí estaba el humor, luego la piedad nada impostada y libre
de elementos extrínsecos. Se percibía que era alguien que no adoptaba una
pose, que era realmente un hombre de Dios y encima una persona
completamente original. Esta riqueza espiritual, el gusto por la
conversación y el intercambio, todas estas eran cosas que le ganaron
inmediatamente mis simpatías» [16].
En un cónclave, los cardenales imploran inspiración espiritual para
encontrar a uno entre ellos que sea capaz de dirigir de forma concienzuda la
nave de San Pedro a través de las tormentas de la época y de mantener
unido el rebaño de Cristo. Esta es la finalidad de las oraciones,
meditaciones, ceremonias y promesas solemnes. No se permiten los pactos
para «imponer» un determinado candidato. De acuerdo con las
investigaciones de los autores Carl Bernstein y Marco Politi, en octubre de
1978 no fue solo el Espíritu Santo quien influyó de forma decisiva en la
elección del papa, sino también fuerzas del ámbito germanófono. Entre
ellas destacaba el cardenal de Viena, Franz König. El punto de arranque
habría sido una situación de empate entre dos favoritos del episcopado
italiano que no pude ser resuelta. En ese momento, König habría apostado
decididamente por Wojtyla. Ratzinger también habría intercedido a favor
del polaco.
En una de nuestras entrevistas le pregunté al papa emérito sobre aquellos
sucesos:
¿Es cierto que los participantes de lengua alemana en el cónclave apoyaron de
forma decisiva la elección de Karol Wojtyla?
«Por supuesto que lo apoyamos, sí».
¿Fue decisiva su participación personal en la elección?
«No, no lo creo. Al fin y al cabo, yo llevaba poco tiempo siendo arzobispo. Era
uno de los cardenales más jóvenes, y tampoco pretendí desempeñar ningún tipo de
papel. Además, por principio, estoy en contra de las conspiraciones y de cosas por
el estilo, especialmente en la elección del papa. La idea es que todos elijan de
acuerdo con su conciencia. Claro, los germanohablantes hablamos entre nosotros,
pero sin acordar nada».
Pero no se contendría Ud. por completo...
«Bueno, solo puedo decir que König habló fuera del cónclave con varios
cardenales. Lo que ocurrió dentro sigue siendo secreto. No, en aquel momento yo
me mantuve completamente al margen de las actividades públicas. Nosotros, los
cardenales germanohablantes, nos reunimos y comentamos los asuntos. Pero yo no
participé en ningún tipo de política».
¿Se asustó cuando la elección recayó realmente en el polaco?
«No, en absoluto. Yo, al fin y al cabo, apostaba por él. El cardenal König habló
conmigo al respecto. Y mi trato personal con Wojtyla, aunque breve, me había
convencido de que realmente era el hombre adecuado».

De acuerdo con el calendario litúrgico, el 16 de octubre es el día festivo


de santa Eduviges, una de las patronas de Polonia, nacida en Andechs, cerca
de Múnich. De momento, de la chimenea de la Capilla Sixtina había vuelto
a salir, tras ocho escrutinios en tres días, humo negro. Alguien había
introducido en el horno, que se había instalado para el cónclave, junto con
las papeletas el combustible erróneo. Al rato, sin embargo, sí subía al cielo
el tan esperado humo blanco. Cuando el cardenal protodiácono, cuya
aparición se esperaba con mucha expectación, se presentó en el balcón de la
basílica de San Pedro y exclamó, en medio del silencio en dirección al
público, el nombre de pila del nuevo papa, muchos se quedaron sin
palabras. Habían entendido «Carolus». ¿Qué Carolus? Los italianos que se
encontraban entre la multitud solo conocían a un Carlos, a Carlo
Confalonieri, el decano del Colegio Cardenalicio de más de 85 años. «O
Dio mio... Ay Dios mío, se han vuelto locos», exclamó alguien.
Se trata de una elección histórica, pues ese «Carolus», que ahora aparece
en el balcón, no es otro que Karol Józef Wojtyla, el primer papa polaco de
la historia, el primer papa no italiano en 500 años. Tiene 58 años, es joven,
deportivo, fuerte, carismático: un tipo ganador que da la impresión de ser
capaz de transformar el mundo. Como Wojtyla no se atiene al ceremonial, y
se extiende en exceso en su alocución a los fieles, se escucha un rotundo
«Basta!» del maestro de ceremonias papal, Virgilio Noè (perfectamente
audible para los que prestan atención). Pero el polaco no se deja
interrumpir. Io vengo da un paese lontano, «Vengo de un país lejano», en
un italiano aún ramplón. Y pide que se le corrija si pronuncia alguna que
otra palabra de forma incorrecta. Abajo, en la plaza, se encuentran Bruno
Fink y el secretario de muchos años de Wojtyla, Stanislaw Dziwisz. Están
uno al lado del otro, y todavía están congelados del susto.
En la misa de inicio de su ministerio petrino, las palabras del nuevo papa,
que se pone el nombre de Juan Pablo II, constituyen el fundamento para
uno de esos puntos de inflexión en la historia que abren el camino hacia
cambios profundos. «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, más todavía, abrid de par
en par las puertas a Cristo!», exclama el vicario de Cristo: «Abrid a su
potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y
los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del
desarrollo. ¡No tengáis miedo! [...] Permitid que Cristo hable al hombre.
¡Solo él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!» [17].
El mismo día en Múnich, el obispo auxiliar Ernst Tewes hace una
primera declaración pactada con Ratzinger. Sin ser consciente de ello, esta
resulta más que acertada: «Quizá seamos testigos de un antes y un después
en la historia de la Iglesia, de un suceso cuyas consecuencias todavía no se
puedan calibrar en medio del actual campo de fuerzas de la disputa política
y espiritual» [18].
Desde el principio, existió sintonía entre Ratzinger y Wojtyla. Ambos
eran unos excelentes teólogos y jóvenes reformadores altamente
inteligentes. Se dedicaban a cuestiones relacionadas con la filosofía, la
historia y la complicada evolución de la Modernidad. Los dos tuvieron que
abandonar la ciencia teológica, pero los dos sintieron un impulso a renovar
la fe desde su núcleo interior. Sin embargo, durante los primeros nueve
meses tras la entronización de Wojtyla no hubo contactos de ningún tipo
entre ellos. Ni siquiera una llamada telefónica. Mientras que casi todos los
demás obispos alemanes entraron en una especie de carrera por dar la
bienvenida al nuevo pontífice, en Múnich se señalaba: «El señor cardenal
está muy ocupado en su diócesis» [19].
A principios de junio de 1979, Juan Pablo II visita Polonia, su país de
origen. Se trata de un viaje esperado con gran nerviosismo. La economía de
Polonia se encontraba en un estado catastrófico. El líder obrero Lech
Walesa, de Danzig, estaba trabajando en la creación de un sindicato
independiente. Y hablar del predominio del Partido Comunista se convirtió
en algo absurdo al ver los millones de personas que aclamaban a Karol
Wojtyla en su gira. «Debéis ser fuertes, queridos hermanos y hermanas»,
exhortó el papa a sus compatriotas. «¡Debéis ser fuertes gracias al poder
que proviene de la fe!». En muchas ciudades se veía a jóvenes agitando
crucifijos de madera, el nuevo símbolo de la resistencia. Wiktor Kulerski,
un miembro de Solidarnosc, describió las escenas diciendo que parecía que
«el comunismo ya no era relevante. Las personas repetían las palabras del
papa y sabían que él era su baluarte» [20].
Ratzinger había dado conferencias en el país vecino y mantenía un
contacto intenso con el obispo Alfons Nossol, de la localidad polaca de
Opole. «Creo que es importante que el mayor número posible de obispos
presencie estos sucesos», le comentó una mañana a Bruno Fink. «¡Señor
secretario, viajamos a Polonia!». De esta forma podría asistir al menos a la
segunda parte del viaje del papa. Se trataba de las siguientes estaciones:
Czestochowa, Auschwitz, Nowa Huta y Cracovia. Entre diez y doce
millones de personas habían participado en las misas celebradas por el
papa, en su mayoría gente joven. El Domingo de la Santísima Trinidad
estallaron auténticas salvas de aplausos durante la misa de clausura en
Cracovia. Pero pocos sospechaban que estaban asistiendo al comienzo del
fin del régimen comunista cuando Juan Pablo II formuló la incisiva
pregunta: «Como sucesor del apóstol Pedro, hoy os pregunto: ¿Creéis en
Jesús, el Hijo de Dios?». La multitud se levantó de sus asientos y contestó
con voz poderosa la frase: «¡Queremos a Dios!».
Al poco del viaje a Polonia, de nuevo es el nuncio, su excelencia Guido
del Mestri, quien agita la vida de Ratzinger. Por teléfono le informa de que
el papa quiere hablar con el cardenal cuanto antes, sin importar otras
obligaciones. A toda prisa se cambia la agenda, se cancelan eventos y
Ratzinger viaja a Roma. Allí, sin embargo, no se sabe nada de una cita con
el santo padre. Un monseñor de la Secretaría de Estado se encoge de
hombros. «Un attimo... Un momento, trataré de aclararlo». Media hora
después llega la información de que la cita está prevista para el martes a las
13:00. En la audiencia, Ratzinger fue el último en ser llamado por Juan
Pablo II, quien lo invitó a comer con él a continuación. Hablaron sobre los
sucesos en Polonia. Resultó que Wojtyla no se había percatado de la
discreta presencia del obispo bávaro durante la visita a su país natal. Al
final de la comida, Wojtyla entró en materia. Sí, quería tenerlo a toda costa
en Roma. En concreto, había pensando en él para el puesto de prefecto de la
Congregación para la Educación Católica, que se había quedado vacante.
Ratzinger dudó brevemente, y entonces expresó un no rotundo. Expuso que
solo llevaba dos años en el cargo de obispo, y que le resultaba imposible
abandonar tan pronto a su rebaño. Además, apuntó que, aun cuando conocía
bastante bien el sistema universitario y las facultades católicas en Alemania,
estas se diferenciaban considerablemente de las de otros países, de las que,
en caso de aceptar, él sería responsable. No, sintiéndolo mucho, no era
posible.
Era el primer intento de Wojtyla de incorporar al hombre de Múnich a su
equipo. Los dos dirigentes eclesiales eran conscientes de que no sería el
último.
48
El caso Küng

P oco a poco, el obispo se fue haciendo con las funciones del cargo. Su
vida cotidiana comenzaba con la santa misa a las 7:30. Por la mañana,
a Ratzinger solo le gustaban las celebraciones muy breves y sencillas, sin
preces. A mediodía, tras la comida, pasaba un breve rato con su hermana. Y
hacia las diez de la noche se apagaba la luz en su vivienda. «Como jefe era
ideal», según el secretario Bruno Fink, «tomaba apuntes de todo, tenía
humor e indicaba cómo había que proceder» [1]. Todo se desarrollaba con
mucha paciencia. Como mucho, cuando se le oía inspirar profundamente se
sabía que el jefe no estaba contento con la situación.
Los ejercicios espirituales en la abadía de Scheyern constituían una parte
fija del programa anual. Allí quería estar a solas. «Allí se disfrutaba de la
amplitud del campo, de los grandes bosques, del silencio y del espíritu
abierto», decía entusiasmado; a ello se sumaba «la sencillez de la abadía y
la constancia del ritmo» [2]. Cuando el obispo visitaba las zonas rurales, la
gente sentía como si su «corazón bávaro» floreciera. Una parte del territorio
central de la diócesis se denomina terra benedictina: tierra cultivada por los
monjes benedictinos y, a la vez, bendita. Ratzinger amaba la profundidad de
las almas y la amplitud de los corazones de sus coterráneos, sus elevados
sentimientos, su arte de vivir, caracterizado por lo que los une, por lo
inclusivo en lugar de la aspereza de lo exclusivo. «Que Dios te acompañe,
tierra de los bávaros» es, hasta el día de hoy, el himno oficial del Estado
federado. Aquí no gusta el exceso de arrojo y afectación. Lo que sí se
aprecia es el inconformismo. «Esta tierra siempre ha estado, pues, volcada
en realidad hacia su interior y ha sido obstinada, pero justo eso la ha hecho
también resistente», declaró Ratzinger en una ocasión; «porque ha estado
abierta, porque ha sabido participar en el gran intercambio de las culturas; y
quizá el imperfecto encaje de Baviera en la historia alemana se deba a que
esta tierra no se ha dejado encorsetar en una cultura meramente nacional,
sino que ha seguido siendo siempre un espacio abierto a un amplio e intenso
intercambio intelectual» [3].

En noviembre de 1979, uno de los grandes eventos eclesiásticos es el


encuentro ecuménico de jóvenes organizado por la comunidad de Taizé. La
catedral de Múnich está repleta de despiertos jóvenes. Para sorpresa de
todos, el hermano Roger Schutz, fundador de la communauté, habla sobre la
confesión. Cuando al día siguiente Schutz, junto con dos jóvenes hermanos,
hace acto de presencia en la misa que se celebra en la capilla privada
episcopal, Ratzinger se ve confrontado con un problema de conciencia:
¿puede administrar la santa comunión a los invitados no católicos? El frère
Roger lo tranquiliza. La cuestión de la hospitalidad eucarística ya se había
resuelto positivamente hacía tiempo de mutuo acuerdo con el papa. Durante
el desayuno, a continuación de la misa, explicó que, ya con ocasión del
Concilio Vaticano II, el Vaticano había ofrecido a la comunidad de Taizé la
incorporación a la Iglesia católica. Sin embargo, los hermanos habían
llegado a la conclusión de que querían seguir siendo un impulso especial
para la unidad de todos los cristianos. Él mismo había encontrado su
identidad cristiana al reconciliar la fe de sus orígenes protestantes con el
misterio de la fe católica.

El obispo se interesaba especialmente por el redescubrimiento de la labor


misionera de su diócesis. «La Iglesia recibe su luz de Cristo. Si no recoge
esa luz y la transmite, entonces solo será un pedazo de tierra sin brillo» [4].
«¡Cuántas veces hemos preferido el éxito antes que la verdad, nuestra
reputación antes que la justicia!», se podía leer en otro pasaje [5]. Los
órganos episcopales no se debían limitar a tomar decisiones y producir
documentación, sino que debían «estar enfocados a hacer que las
conciencias sean más luminosas y, con ello, más libres a partir de la
verdad». Esto no se compadece con que los pastores «se vean prácticamente
ahogados por sus estructuras a menudo lentas y burocráticas» [6]. Que los
sacerdotes frecuentemente se sintieran desbordados, cansados y frustrados
era en muchos casos «consecuencia de la tensa búsqueda de rendimiento».
Por eso, el clérigo debía «ser, sobre todo, un hombre de oración, un ser
auténticamente “espiritual”. A la larga, sin una fuerte sustancia espiritual no
podrá resistir y prestar su servicio» [7].
No se cansaba de predicar que un sacerdote debía «llevar a las personas a
adquirir la capacidad de reconciliación, perdón y olvido, de resistencia y
generosidad. Debe ayudarlas a soportar al otro en su otredad, a tener
paciencia unos con otros, a buscar el equilibrio entre la confianza y la
sensatez, entre la discreción y el espíritu abierto, y muchas cosas más.
Sobre todo, también debe ser capaz de asistir a las personas en su dolor,
tanto en el sufrimiento físico como en todas las decepciones, humillaciones
y miedos de los que nadie se libra» [8]. De Cristo podía aprender el
sacerdote «que lo que cuenta en su vida no es la autorrealización y el
éxito». Y al llegar al final de su homilía, el obispo pudo sonar como un
revolucionario de la vieja escuela: «Solo si tenemos el valor de estar cerca
de este fuego, si dejamos que su llama prenda en nosotros y ardemos con él,
solo entonces podremos encender en esta tierra su fuego, el fuego de la
vida, la esperanza y el amor» [9].
A finales del otoño de 1979 llegó la primera prueba importante para
Ratzinger, y nadie puede decir que saliera indemne de ella. Se trataba de
cubrir la cátedra de Teología Fundamental en la Universidad de Munich,
que había quedado vacante. El responsable del nombramiento era el
consejero de Educación y Cultura bávaro Hans Maier. Sin embargo, de
acuerdo con el concordato, el obispo tenía voz y voto en la decisión. Fue
una fatalidad que el órgano rector de la universidad colocara, de forma
unánime, a Johann Baptist Metz, de Münster, el cofundador de la «teología
política», como favorito en la lista de candidatos. Todo el mundo tenía que
ser consciente de que al cardenal no le entusiasmaría la candidatura. «Maier
habló conmigo del asunto», relata Ratzinger, «señalando que estaba en
contra. Coincidí con él. Metz era tan alocadamente político y, a la vez, tan
ingenuo. Encima, no tenía buena reputación en cuanto a nombramientos y
ascensos» [10]. «Si uno es de izquierdas, yo estoy a favor», con esas
palabras caracterizaba otro teólogo münsterano, Herbert Vorgrimler, la
política de nombramientos de Metz. Ratzinger reconoce que, naturalmente,
Maier y él eran conscientes de que el asunto levantaría «un gran revuelo en
la opinión pública».
Metz fue rechazado, y el revuelo fue inmediato. Ratzinger no cuestionó
que Metz dispusiera de indudable calidad científica. Lo que le resultaba
problemático era la conexión que Metz establecía entre el mensaje de Cristo
y el activismo político. Esa línea, que el colega defendía de forma agresiva,
había sido uno de los motivos por los que Ratzinger había abandonado
Münster. Más tarde, el propio Metz admitió: «He cometido errores.
Subestimé la influencia inscrita en la expresión “teología política”. Lo que
yo quería era algo complemente distinto» [11]. No obstante, Ratzinger
nunca dudó de «mi ortodoxia». En fechas posteriores, él (Metz) habría
registrado con satisfacción que el cardenal utilizara aprobatoriamente en
conferencias su expresión «crisis de Dios» como causa de la profunda crisis
de la Iglesia.
Cuando se hizo público que el ministro de cultura Maier prefería al
segundo de la lista de candidatos de la universidad, Karl Rahner alzó
igualmente su voz. Rahner mostró su enfado a través de las siguientes
palabras, recogidas el 16 de noviembre de 1979 en Publik-Forum, una
publicación católica de orientación progresista: «Protesto. Protesto contra la
decisión del arzobispo de Múnich, el cardenal Ratzinger, y del consejero de
Educación y Cultura bávaro, Prof. Hans Maier, de impedir el nombramiento
del Prof. Dr. Johann Baptist Metz» [12]. Metz había sido el alumno
aventajado de Rahner. Que la apasionada protesta se publicara previamente
y a doble página el 14 de noviembre en el diario Süddeutsche Zeitung, le
confirió un cierto toque de Émile Zola y su famoso «Yo acuso». «Puedo
entender que al teólogo Ratzinger le resulte antipática la teología de Metz,
que piense que tiene y puede formular objeciones materiales en contra de la
teología de Metz», señalaba el patriarca de la teología alemana; «pero niego
que esas razones del obispo sean suficientes para rechazar de facto el
nombramiento de Metz, y que encima lo considere un servicio a la Iglesia y
la teología» [13]. Aquí se estaría ante un ataque a la libertad de la ciencia.
Pero la decisión estaba tomada. «Ahora se tiene que alzar Ud.», exigió
Maier al obispo. Y este lo hizo. «Lo que luego me decepcionó era», me
explicó Ratzinger en una de nuestras entrevistas, «que Maier de repente se
desentendiera del asunto». En efecto, el consejero le explicó a Metz que
Ratzinger prácticamente le había obligado a tomar esa decisión. «Señor
Metz, créame, yo lo habría nombrado a Ud. en cualquier caso»: según
Metz, esas fueron las explicaciones de Maier [14]. En sus detalladas
memorias tituladas Años malos, años buenos, el político, que fue presidente
el Comité Central de los Católicos Alemanes, no menciona ni una sola vez
el asunto [15]. Más tarde, Ratzinger y Metz se reconciliaron. También con
Rahner se arreglaron las cosas. Que Rahner, «hasta su muerte en 1984,
evitara a Ratzinger, su antiguo compañero del Concilio», como se señalaba
en una «biografía crítica» del posterior papa, es, en cualquier caso, una
invención. El secretario Fink relata un encuentro en el palacio arzobispal,
del que sacó «la firme impresión» de que, durante la conversación y la
posterior cena, los dos teólogos «se entendieron en lo más profundo» [16].
El propio Ratzinger confirma: «Seguimos en contacto. Él simplemente dijo:
hay que acabar con la disputa» [17].

En una respuesta pública a los «reproches» de Rahner, el obispo había


aclarado que el consejo de la facultad en ningún caso había votado
unánimemente por Metz, como había afirmado Rahner. También en ese
círculo se habían alzado «voces críticas de peso contra el nombramiento de
Metz». El decano de la facultad le había asegurado «que cualquiera de los
tres candidatos mencionados para la sucesión [...] sería bienvenido sin
ningún tipo de reserva». Por tanto, «no puede hablarse, de ninguna
manera», de una «grave infracción de la decisión de la facultad». En
términos objetivos, el obispo contaba, según Ratzinger, con un derecho
dispositivo, no solo en virtud del concordato, sino «por el hecho» de que
«es el último responsable por lo que respecta tanto a los teólogos como a las
comunidades», en las que posteriormente ejercen los maestros formados por
los catedráticos. Por lo demás, consideraba «imprescindible que los
teólogos reciban una formación ecuménica rigurosa en sus contenidos».
Para su propio maestro, Gottlieb Söhngen, «lo ecuménico» había sido «el
verdadero centro de su labor teológica». Con Metz, esto no habría estado
garantizado debido a la configuración de su cátedra en Münster [18].

El solapamiento temporal con otro conflicto es lo que le proporcionó


tanto peso al asunto Metz. Se trataba, una vez más, de Hans Küng. El
conflicto con el famoso teólogo de Tubinga ya había alcanzado relevancia a
nivel de política eclesiástica. No solo porque visibilizaba los dos bandos
que hasta hoy se enfrentan en la disputa programática y estratégica que se
libra dentro de la Iglesia católica, sino también porque subrayaba la línea de
actuación que Ratzinger seguiría en su posterior función de guardián de la
fe.

En el fondo, el «caso Küng» ya había comenzado en 1957, al ser


clasificado el libro del teólogo suizo sobre La justificación como «escrito
sospechoso» por parte del Departamento del índice del entonces Santo
Oficio, bajo el número de registro «399/57/i». Unos diez años después, en
mayo de 1968, Küng fue citado a Roma a un «coloquio» para posicionarse
sobre su obra La Iglesia. De la prehistoria del conflicto que estalló ahora
formaba parte, sobre todo, el libro ¿Infalible? Una pregunta, publicado en
1970, que había ocasionado una intensa correspondencia de años entre
Küng y el Vaticano, en la que Roma le recordaba al suizo su estatus de
catedrático comisionado por la Iglesia y le instaba a atenerse a la doctrina
legítima.

Veinte años después de las primeras advertencias, el llamado Coloquio


de Stuttgart, celebrado en 1977, debía tratar de alcanzar un consenso con
Küng sobre sus desviaciones teológicas. Además del afectado, participaron
los cardenales Höffner y Volk, así como los profesores Lehmann y
Semmelroth. Que Ratzinger no estuviera presente, a petición expresa de
Küng, lo interpreta el biógrafo de Küng, Freddy Derwahl, como una señal
indicativa de que la cúpula de la Iglesia alemana «aún se esforzaba por
allanar a Küng el camino de regreso mediante espectaculares concesiones
en materia de personal».
A la conversación de cuatro horas de duración le siguió un «acuerdo
informal» con la Conferencia Episcopal Alemana: Küng se comprometía a
evitar nuevas declaraciones respecto de temas delicados. Sin embargo, poco
después, en la primavera de 1979, Küng volvió a escena con un prólogo
para el libro del teólogo e historiador suizo August Hasler, unido a una
feroz crítica al pontificado de Juan Pablo II. El título era: «Cómo el papa se
hizo infalible». Los obispos alemanes lo percibieron como una «tomadura
de pelo», según apunta Derwahl. La provocación intencionada fue la gota
que colmó el vaso. Era inevitable que los responsables reaccionasen.
Hasta hoy, el cese de Küng, que fue percibido por gran parte de la
opinión pública como castigo a un crítico y suscitó protestas en todo el
mundo, viene rodeado de mucha ficción. Una reconstrucción de los hechos
puede contribuir a depurar el caso de adherencias legendarias:
11 de noviembre de 1979: todo se desencadena a partir de una
celebración en la catedral de Frisinga. Durante la fiesta anual en honor de
san Corbiniano, en la que Ratzinger llamó a los jóvenes a reforzar su credo
cristiano (el sermón llevaba por título «Tiempo para alzarse»), una
estudiante le preguntó al obispo si era verdad que se le iba a retirar al
profesor Küng la licencia para enseñar teología católica. En ese momento,
Ratzinger sabe que la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma
tiene el «dosier Küng» prácticamente completado. Aprovechando un pleno
del Colegio Cardenalicio, Juan Pablo II había invitado a principios de
noviembre a los purpurados alemanes a una audiencia privada. Les informó
de que había que contar con la retirada a Küng de la licencia de enseñanza.
Ratzinger respondió a la pregunta de la estudiante diciendo que Küng, con
quien siempre se había llevado bien en lo personal, negaba enérgicamente
doctrinas esenciales de la Iglesia católica. Por tanto, resultaba lógico que,
por honradez, «no pueda hablar en nombre de la Iglesia». Por supuesto,
nadie le privaba del derecho a hablar en su propio nombre o en nombre de
otra persona. Ratzinger lo expresó de la siguiente forma: «Creo que,
excepto el papa, no existe ningún obispo en todo el mundo que tenga a su
alcance tantas posibilidades como él de dar a conocer sus opiniones». Las
críticas de Küng al papa se habrían difundido por parte de diarios como el
Frankfurter Allgemeine Zeitung y Le Monde, llegando hasta Italia y Estados
Unidos, y previsiblemente eso no iba a cambiar.
14 de noviembre: funestamente, la respuesta de Ratzinger en Frisinga fue
enviada a la Katholische Nachrichten-Agentur por parte de su portavoz sin
autorización ni conocimiento del obispo. La imprudente declaración, que
uniría el caso Küng con la persona de Ratzinger, suscitó de inmediato
protestas públicas. En pocos días, en el palacio arzobispal se recibieron más
de 500 cartas que acusaban al obispo de querer forzar la caída de su anterior
colega. Küng aprovechó las declaraciones de Ratzinger en su beneficio. En
una rueda de prensa, Küng acusó al cardenal «de una recaída en costumbres
preconciliares consistentes en olfatear a los herejes o realizar imputaciones
falsas y difamaciones». Sin embargo, desacreditar a teólogos no bastaba
para resolver las fundadas preguntas que muchos católicos se formulaban.
Küng dijo que consideraba las declaraciones de Ratzinger como «un ataque
frontal a mi catolicidad y mi integridad intelectual y moral».
16 de noviembre: el obispo de Rotemburgo-Stuttgart, Georg Moser, que
era el superior de Küng y había mantenido su apoyo al polémico teólogo,
declaró ante los periodistas que el de Tubinga no paraba de provocar y que,
en ocasiones, mostraba desmesura en lo formal. «Nadie, sin duda tampoco
el cardenal Ratzinger, pretende negarle a Küng su fe personal» [19].
15 de diciembre: Küng redobla la puesta. En una contribución para el
diario Die Welt, señala que las declaraciones de Ratzinger constituyen un
«suceso inaudito». Se siente profundamente herido, asegura, porque se le
niega la «condición de católico» y se desata una campaña de difamación
pública contra él. Insiste en que dispone de la missio canonica, su permiso
para enseñar por parte de la Iglesia.
18 de diciembre: son las diez de la mañana cuando un jesuita, por orden
del nuncio apostólico, entrega un escrito redactado en latín en la casa de
Küng en Tubinga. Küng no está presente, por lo que el padre pide que el
personal de la casa le firme la recepción del correo. La retirada de la missio
canonica, con fecha del 15 de diciembre de 1979, viene firmada por
«Cardenal Franjo Šeper, Prefecto; Jérôme Hamer, O. P., arzobispo titular,
Secretario». En paralelo, la Conferencia Episcopal Alemana celebra una
rueda de prensa en la que no solo se comunica la decisión de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, sino que también se distribuye la
correspondiente justificación. Esta lleva por título «Declaración de algunos
puntos de la doctrina teológica del profesor Hans Küng». A continuación se
reproducen extractos de la misma:
«La Iglesia de Cristo ha recibido de Dios el mandato de guardar y tutelar el
depósito de la fe para que [...] el conjunto de los fieles se adhiera indefectiblemente,
penetre más recta y profundamente y aplique de lleno a la vida la fe transmitida de
una vez para siempre a los creyentes. [...] Cuando se dé el caso de que un maestro
de las disciplinas sagradas escoge y difunde como norma de la verdad el propio
criterio y no el sentir de la Iglesia y [...] continúa en su propósito, la misma
honradez exige que la Iglesia ponga en evidencia tal comportamiento. [...]
Con este espíritu la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe [...] declaró
con documento público, del 15 de febrero de 1975, que algunas opiniones del
profesor Hans Küng se oponen en mayor o menor grado a la doctrina de la Iglesia
católica. [...] Al mismo tiempo esta Congregación amonestó a dicho profesor para
que no continuara enseñando tales doctrinas, esperando que entre tanto él
conformaría sus propias opiniones con la doctrina del Magisterio auténtico. Pero
hasta ahora no ha cambiado en nada las antedichas opiniones.
La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, al emanar el citado
documento de 1975, desistió por entonces de ulteriores acciones en relación con las
mencionadas opiniones del profesor Küng, suponiendo que él las abandonaría. Pero
no pudiéndose mantener ya tal suposición, esta Sagrada Congregación se ve
obligada a declarar ahora, cumpliendo con su cometido, que el profesor Hans Küng,
en sus escritos, ha faltado a la integridad de la verdad de la fe católica y, por tanto,
que no puede ser considerado como teólogo católico y que no puede ejercer como
tal el oficio de enseñar» [20].

18 de diciembre: sorprendido por la noticia de la retirada de la missio


canonica mientras estaba esquiando, Küng regresa precipitadamente a
Tubinga. Al llegar por la tarde a Tubinga se presenta ante los periodistas,
que ya lo estaban esperando: «Me avergüenzo de mi Iglesia, de que todavía
en el siglo XX se lleven a cabo secretos procesos inquisitoriales. A muchas
personas les parece un escándalo que, en una Iglesia que se remite a
Jesucristo [...], los propios teólogos sean difamados y desacreditados
mediante tales métodos» [21].

20 de diciembre: el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung habla de un


«precedente para el pontificado de Juan Pablo II». En Tubinga, mil
estudiantes marchan con antorchas y se dirigen a la antigua colegiata.
Personalidades católicas fundan el Comité para la Defensa de los Derechos
Cristianos en la Iglesia. Numerosos catedráticos alemanes de teología
amenazan con devolver su licencia de enseñanza. Teólogos franceses,
españoles, estadounidenses y canadienses también muestran su solidaridad.
Karl Lehmann, por el contrario, afirma que Küng ha «irritado en exceso» a
las autoridades eclesiásticas. Hans Urs von Balthasar recuerda en el
Frankfurter Allgemeine Zeitung la documentación de casi 200 páginas que
se había publicado como anexo a la declaración de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Dice que admira «la paciencia infinita que las autoridades
romanas y alemanas» han demostrado en el caso Küng.
21 de diciembre: al parecer, Küng se muestra dispuesto a transigir. Por
petición suya, el obispo Georg Moser viaja a Roma para entregar una
declaración en la que el catedrático subraya que siempre se ha considerado
un teólogo católico y que quiere seguir viéndose como tal. Que con su
prólogo no había pretendido desatar una nueva disputa en torno a la
infalibilidad.
28 de diciembre: a petición de Moser, se produce en el Vaticano un
encuentro con el papa Juan Pablo II. Asisten el cardenal Franjo Šeper (el
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe), los cardenales
alemanes Höffner, Volk y Ratzinger, así como los obispos Moser y Saier.
Ratzinger recuerda en nuestra entrevista el apasionado debate: «El cardenal
Šeper se mostró profundamente indignado. Dijo: “Llevo 15 años aquí y se
está destruyendo la Iglesia sin que hagamos nada para impedirlo. Si esto
también se pasa por alto, yo lo dejo”. Realmente había alcanzado el punto
en el que ya no lo podía tolerar y su conciencia no le permitía aceptar que
no se hiciera nada. Pero la decisión ya se había tomado. Y, con la
abstención del obispo de Rotemburgo, le dijimos [al papa] que no debía
cambiarla, que la confirmara».
La suerte estaba echada. No obstante, Roma tuvo el gesto de no descartar
la concesión de un nuevo permiso. Küng debía reflexionar «en
profundidad» sobre sus posiciones. Ratzinger asegura que en ningún
momento participó en la retirada de la licencia de enseñanza de Küng.
«Nunca aconsejé que se tomaran medidas contra él», subraya en nuestra
entrevista. «Ratzinger intercedió mucho a favor de Küng», confirma
Ludwig Hödl, experto en teología dogmática [22]. «Cuando se le retiró la
missio canonica, también se le podría haber retirado la licencia básica de
enseñanza, la venia legendi, cosa que no ocurrió». Claro que, de forma
indirecta, la voz de Ratzinger tuvo gran peso. Él había señalado ya que
algunas partes del libro Ser cristiano de Küng no estaban avaladas por la
doctrina católica, sin exigir por ello una condena de las tesis de Küng.
Después de estas turbulentas semanas, todo el mundo esperaba con gran
expectación la homilía de fin de año del cardenal en la catedral de Múnich.
Una vez más, el cardenal inició su discurso con una cita. En esta ocasión se
trató de unas palabras de Aleksandr Solzhenitsyn. En sus palabras, el crítico
del régimen ruso reflexiona sobre «el mal absoluto que envuelve al mundo
en su conjunto». «La forma más efectiva [para que triunfe] consiste en
prepararle el terreno mediante la mezcla de la verdad con la falsedad».
Quedaba clara la dirección de la argumentación: la mezcla de la verdad.
Todo el mundo entendió la alusión cuando el obispo prosiguió diciendo que
actualmente la Iglesia estaba siendo difamada como «inaceptable vestigio
de la oscura Edad Media, en el que, en lugar de imperar la razón
democrática, estaban causando estragos ayatolás hambrientos de poder».
Una campaña en la que se sostenía que se quería acallar a un molesto
espíritu crítico, estaría, sin embargo, transmitiendo una imagen
completamente falsa. En realidad, el magisterio de la Iglesia estaría
protegiendo «la fe que tiene la gente sencilla, la fe que tienen aquellos que
no escriben libros, que no hablan en la televisión y que no pueden redactar
editoriales en los periódicos. Esa es su misión democrática. Debe dar voz a
aquellos que no la tienen». Quien en estos tiempos «ejerce autoridad en la
Iglesia no dispone de poder. Todo lo contrario, se sitúa frente al poder
reinante, frente a la fuerza de una opinión pública para la cual creer en la
verdad supone una molesta perturbación de la seguridad con la que muchos
se han entregado, en gran medida, a la arbitrariedad» [23]. Ahora bien, la
medida de la teología seguía siendo la profesión de la fe bautismal católica,
no al revés: «No son los intelectuales los que miden a los sencillos, sino que
los sencillos miden a los intelectuales» [24].
En una entrevista con el Frankfurter Allgemeine Zeitung de 11 de enero
de 1980, Ratzinger reconoció que claramente existía una «intrínseca tensión
[fundamental] entre la Iglesia y un mundo marcado por la Ilustración». La
opinión pública estaría mostrando siempre más simpatía por los críticos de
la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se debía a sí misma, pero también al
mundo, la conservación de su identidad. Para eso debían existir «instancias
de administración de esa identidad» similares a un Tribunal Constitucional.
Con ello no se impediría la disputa de los teólogos; simplemente se
clarificarían sus fundamentos. Las tesis de Küng apuntaban a que, por
principio, todos los dogmas son revisables. Así, se habría mostrado
contrario al dogma de la Trinidad y habría cuestionado esencialmente los
sacramentos e ignorado los dogmas mariológicos. Por supuesto, Küng
tendría el derecho de opinar libremente, pero la Iglesia, por su parte, tendría
el derecho de «no considerarlo un intérprete válido de su fe y de actuar en
consecuencia». En tono conciliador, Ratzinger señalaba que Küng era un
hombre que se había esforzado mucho para interpelar a personas a las que
habitualmente no les llegaba ya la palabra de la Iglesia. Por eso no se le
habrían «cerrado de golpe y porrazo [y para siempre] las puertas» [25].
Tras la retirada de la licencia eclesiástica de enseñanza, la Universidad
de Tubinga creó para el teólogo suizo una cátedra propia, independiente.
Ratzinger resume la situación: el propio Küng le «confesó durante una
conversación en 1982 que no quería volver al puesto anterior y que su plaza
actual estaba cortada a su medida». Pues había quedado liberado de impartir
asignaturas troncales y realizar exámenes en el marco de la formación de
teólogos y podía dedicarse por completo a sus temas. «Respeto el camino
que sigue en conformidad con su conciencia, pero no debería, encima,
exigir el sello de la Iglesia; antes bien, debería aceptar que, en cuestiones
fundamentales, ha adoptado decisiones diferentes, muy personales» [26].
49
El legado de Múnich

E n septiembre de 1980, Ratzinger viajó a Polonia como miembro de


una delegación de obispos alemanes para devolver la visita del
episcopado polaco del año anterior. Los encuentros de reconciliación de los
dos pueblos comenzaron en Czestochowa. En el Muro de la Muerte en
Auschwitz depositó una corona y visitó la celda donde aguardó la muerte
Maximilian Maria Kolbe, el padre franciscano asesinado por los nazis.

El mismo mes, por enérgica petición del papa, presidió el sínodo mundial
de los obispos sobre el matrimonio y la familia en calidad de relator.
Pronunció la conferencia inaugural y durante cinco semanas se encargó de
recoger las diversas contribuciones de los obispos para elaborar la
correspondiente síntesis. Exhausto, regresó a Múnich, preparó para sus
parroquias un folleto sobre los resultados del sínodo (incluida la cuestión de
la comunión de los católicos divorciados y casados de nuevo) y se metió de
lleno en la preparación del siguiente gran evento: el primer viaje a
Alemania del papa polaco.
La gira llevó a Juan Pablo II a Colonia, Osnabrück, Maguncia, Fulda,
Altötting y Múnich, un programa intensísimo con dos grandes misas al día
y alrededor de veinte alocuciones. En Altötting, Ratzinger lo acompañó a la
capilla de la Gracia. El cardenal era un modesto anfitrión que no buscaba
llamar la atención. Lo que se evidenció, sin lugar a duda, era cuán íntima se
había hecho la relación entre el alemán y el polaco. No daban la impresión
de ser severos príncipes eclesiásticos, sino colegas, dos compañeros que se
lo estaban pasando bien juntos y que irradiaban buen humor y una
extraordinaria vitalidad. «Ya descansaré en el cielo», dijo Wojtyla cuando el
amigo le ofreció una sala para echarse una siesta. El papa estaba exultante y
bromeaba en todo momento. Que tenía planes para Ratzinger lo sabían los
dos, pero no se habló de ello.
Cuando el 19 de noviembre comenzó la gran celebración final en el
Theresienwiese de Múnich, la explanada donde tiene lugar la Oktoberfest,
había congregada allí, a pesar del mal tiempo, una multitud de medio millón
de personas, algo nunca antes visto en Alemania con ocasión de una misa.
Con el fin de sentar un precedente, Ratzinger dispuso que el monaguillo
encargado de sostener el báculo papal no fuese un chico, sino una chica.
Una representante de los jóvenes desató un «escándalo» al criticar en sus
palabras de saludo la doctrina moral y social de la Iglesia. Los periodistas
construyeron la tesis de que la joven había decidido de forma espontánea
hacer frente al papa. En realidad, el texto había sido presentado con
antelación al cardenal que no tuvo dudas al respecto. Preguntado por la
polémica de la interpelación crítica, Ratzinger le quitó hierro al asunto. Dijo
no entender el alboroto. Al fin y al cabo, preguntas como esa estaban a la
orden del día.
Entre los asuntos menos agradables del episcopado de Ratzinger figura
un escándalo relacionado con los negocios financieros del obispado. Los
sucesos se remontaban a los años sesenta y setenta, pero fue ahora cuando
tuvo lugar el proceso judicial ante la Audiencia Regional. Los acusados
eran el agente inmobiliario Karl Heinz Bald y el deportista olímpico Armin
Hary. Ambos habían defraudado tres millones de marcos a la archidiócesis
en unos negocios inmobiliarios. Pronto quedó claro que la estafa solo había
sido posible por la mala gestión de la administración eclesiástica. El juez
ordenó un registro en las oficinas de Asuntos Económicos de la
archidiócesis y citó a Ratzinger en calidad de testigo para el 13 de marzo de
1981. Inmediatamente, el secretario Fink recibió el siguiente encargo:
«Traiga a la Dra. Marianne Thora. Esa mujer sí que sabe» [1].
La experimentada abogada preparó a Ratzinger durante tres sesiones para
el juicio inminente. Según Fink, «el cardenal se fijó en qué argumentos eran
adecuados y cuáles meramente superficiales» [2]. Tras su declaración, los
acusados fueron condenados, pero el daño a la imagen de la Iglesia de
Múnich fue enorme. Ratzinger aprendió de los errores. Nombró a un nuevo
director económico y, mediante severos mecanismos de control, se aseguró
de que no se repitieran sucesos similares.
Ya en Ratisbona, Ratzinger se había interesado por la Comunidad
Integrada (posteriormente se llamaría Comunidad Católica Integrada, KIG,
por su sigla en alemán), cuyos líderes trataron de embaucarlo. La larga
relación con este grupo es uno de los aspectos más peculiares en la
biografía del posterior papa. El hecho de que la considerara una de esas
nuevas iniciativas que podían proporcionar nuevos impulsos a una
burocratizada Iglesia del pueblo era, sin duda, una de las razones que
motivó su actitud abierta hacia ella. Por otra parte, debió de sentirse como
electrizado al encontrarse con un proyecto católico que también aspiraba a
lograr una mejor relación con el judaísmo.
El punto de arranque de la comunidad formada en torno a los fundadores
Traudl y Herbert Wallbrecher eran las experiencias del Holocausto, que
debían servir para aprender del pasado. Habitualmente, en los años setenta y
ochenta la renovación de la Iglesia se identificaba con movimientos
alternativos y una pretendida laicización. Por ejemplo, el «Katholikentag
desde abajo», que comenzó a celebrarse a partir de 1980, se correspondía,
según el historiador Franz Walter, con la «corriente predominante de
carácter ecológico-pacifista» de aquella época. «Por cierto, el evento no
resultaba ni innovador ni original», según Walter, pues la escena estaba
dominada por «café nicaragüense y fruta biológica, lemas a favor del
desarme militar, problemas del Tercer Mundo y teologías de la liberación».
En lugar del papa, los católicos alternativos tenían «pequeños antipapas a
los que adoraban: durante un tiempo fue Hans Küng, después Eugen
Drewermann». La Comunidad Integrada, sin embargo, aspiraba a recuperar
la «fuerza de la fe de la comunidad primitiva» y a vivir «una comunidad
diferenciada», tal como se dice en un escrito programático de junio de
1969. Al fin y al cabo, «la Iglesia solo puede cumplir su misión para el
mundo si representa una comunidad de contraste, si constituye la sal para el
mundo, si no es igual que el mundo». Una frase de ese programa debió de
resultar especialmente atractiva para Ratzinger: «En el principio no era la
teología, sino la comunidad, con su experiencia de cómo Dios actúa en
ella».
La aparición del movimiento católico de comuna, en consonancia con el
espíritu entusiasta de la rebelión del 68, atrajo rápidamente a más de mil
adultos y jóvenes –laicos y sacerdotes, solteros y familias– que querían
vivir, trabajar, rezar y celebrar la eucaristía juntos, en formas modernas,
estéticamente pulidas y coreografías con estilo. Entretanto se había visto
reforzado por catedráticos de Teología con renombre como Gerhard
Lohfink y Rudolf Pesch y el grupo se guiaba por la exégesis moderna, las
raíces judías del cristianismo y la filosofía de los existencialistas franceses.
Se dio a conocer a nivel suprarregional en verano de 1976 mediante
sentadas en las iglesias episcopales de Múnich, Münster, Paderborn y
Rotemburgo. Las ocupaciones de las iglesias eran una reacción a campañas
de difamación y a la indiferencia por parte de las autoridades eclesiásticas.
Pocos días después, el soliviantado cardenal Döpfner, que hasta entonces
había ignorado todas las peticiones para reunirse con él y no había
contestado las cartas que había recibido, mandó declarar públicamente que
la Comunidad Integrada era un «grupo libre dentro del espacio de la
Iglesia», no una secta. En 1978, la Comunidad fue legitimada como grupo
apostólico por los cardenales Johannes Degenhardt y Joseph Ratzinger
conforme a los números 18 y 19 del decreto conciliar Apostolicam
actuositatem. En concreto, el obispo de Múnich ordenó: «Con este paso se
reconoce la forma de vida de la Comunidad Integrada como una posibilidad
de realizar la fe dentro de la Iglesia católica, y de su catolicidad forma parte
el hecho de integrarse en el conjunto de la Iglesia sin pretensión de
exclusividad [cursiva añadida por el autor] y de reconocer, además de la
propia, otras maneras de realizar la fe, ya sean consolidadas o nuevas» [3].

La Comunidad Integrada tenía muchos aspectos positivos, pero también


unos cuantos negativos. Y a pesar de que la mayoría de los miembros
seguían con seriedad y honestidad su fe, los líderes corrían el peligro de
caer en los vicios de las sectas. Se crearon empresas, escuelas, servicios
médicos, academias y editoriales. Existían filiales en Austria, Italia y
Tanzania, reconocidas por los respectivos obispos locales. En atención a
Ratzinger, organizaban encuentros con eruditos judíos, celebraban misas
ostensiblemente sencillas y se ocupaban de forma conmovedora de su
hermana Maria y su hermano Georg. Sin embargo, en cuanto a la
organización interna se servían de mecanismos como obediencia
rigurosísima, jerarquías autocráticas, tribunales contra miembros y
satanización de disidentes que osaban formular preguntas críticas, por
ejemplo, en relación con el pasado nacionalsocialista de Traudl
Wallbrecher, de soltera Weiß. Esta, en contra de lo que decía, no había
formado parte de la Resistencia, sino que, al parecer, había sido miembro
destacado de la Liga de Muchachas Alemanas (BDM, por su sigla en
alemán), según se indica en una carta de 8 de septiembre de 2001, dirigida a
los cardenales Degenhardt y Ratzinger. La Comunidad Integrada utilizó al
arzobispo y posterior prefecto como reclamo y escudo. 30 años de camino
conjunto: Joseph Ratzinger / Papa Benedicto XVI y la Comunidad Católica
Integrada es, por ejemplo, el título de un libro homenaje publicado en 2006,
o sea, en un momento en el que Ratzinger ya hacía tiempo que se había
distanciado de la Comunidad y esta mostraba claros signos de disolución.

En Múnich no había pasado inadvertido que el papa se había fijado en


Ratzinger. Juan Pablo II había logrado un inicio excelente de su papado. El
polaco subía las escaleras de tres en tres. Nada iba lo suficientemente rápido
para él. Muchos temían por él, pero también muchos lo temían a él, pues se
le acusaba de ser tozudo y de mostrar gran firmeza. Mientras que una parte
del aparato eclesiástico se había convertido en un lento y pesado
establishment de burócratas y funcionarios, Wojtyla ardía como un fanal. A
veces casi parecía un ser de otro mundo con esa aura producto de la
meditación y la fuerza. «Ayer te vi en televisión», le escribía un niño
italiano; «pero ¿realmente existes?». Y otro añadió: «Te he guardado un
helado».

Hasta entonces, el bávaro se había resistido a todos los esfuerzos


romanos para convencerlo de que se incorporara a la curia. El segundo
intento de Wojtyla se inicia el 6 de enero de 1981. En el último momento,
Ratzinger se había decidido a participar en Roma en la ordenación
episcopal del sacerdote de su iglesia titular. El «querido don Ennio» se lo
merece, le había dicho a su secretario. Sin embargo, nada más aterrizar en el
aeropuerto de Fiumicino fue recibido por sorpresa por Erwin Ender, el
director de la sección germanohablante de la Secretaría de Estado. Ender le
explicó a Ratzinger que el Santo Padre quería hablar inmediatamente con
él. Que, por supuesto, Su Eminencia también podía presentarse vestido de
traje. Enseguida se evidenció que Wojtyla quería volver a presionarlo. Sin
embargo, el encuentro no arrojó resultado alguno. «Había puesto una
condición que yo mismo consideraba irrealizable. Dije que solo aceptaría si
podía seguir publicando» [4]. Visiblemente perplejo, el papa declaró que lo
iba a pensar y que mandaría estudiar el asunto.
Dos meses más tarde, Del Mestri volvió a citar a Ratzinger a una reunión
con el papa. Como siempre, era urgente. En esos momentos, Ratzinger se
encontraba en un encuentro en Friburgo y tomó desde Basilea el siguiente
avión a Roma. «¿No es una afrenta para el papa ponerle condiciones?», le
pregunté en nuestra entrevista. El papa emérito se rio. «Quizá sí; en
cualquier caso, consideré que era mi obligación plantearlo. Porque sentía
una responsabilidad interior de decir algo a la humanidad». Entretanto,
colaboradores de Wojtyla habían descubierto que el cardenal Gabriel-Marie
Garrone, cuando era prefecto de la Congregación para la Educación
Católica, también se había dedicado a ser autor. «Podrá publicar», fueron
las palabras con las que Wojtyla recibió a su invitado con una sonrisa
radiante. Simplemente tenía que abandonar funciones como la de director
de la revista Communio. Jaque mate. «Pues ahora realmente ya no podía
decir que no».
Por el momento, el nombramiento debía permanecer como secreto
absoluto. De hecho, una serie de turbulencias obstaculizaron su puesta en
práctica. En la Polonia de Wojtyla se había agudizado en la primavera de
1981 aún más el conflicto entre el gobierno y el sindicato Solidarnosc,
apoyado por gran parte de la población. Al mismo tiempo, aterrizaron
unidades militares de los Estados del Pacto de Varsovia en la costa del mar
Báltico para llevar a cabo «maniobras militares» a gran escala. A lo largo de
la frontera de Polonia se concentraron 150.000 soldados procedentes de
varios países del Bloque del Este. El secretario de Defensa de Estados
Unidos, Caspar Weinberger, declaró que, en caso de que se produjera una
invasión de tropas soviéticas, no descartaba el empleo de fuerzas militares
por parte estadounidense.
El 30 de marzo de 1981, la radio y la televisión anunciaron que a las
14:27, hora local, el presidente estadounidense Ronald Reagan había sido
disparado delante del Hotel Hilton en Washington, D.C. Reagan y otras tres
víctimas sobrevivieron al ataque. Posteriormente, John Hinckley, el autor
del atentado, de 26 años de edad, fue declarado enfermo e incapacitado
mental. Justificó el acto con su intención de entrar en la historia y, sobre
todo, con su deseo de impresionar a la actriz Jodie Foster, idolatrada por él.
Cuarenta y cuatro días después, sin embargo, el mundo no solo aguantó la
respiración, sino que se le paró el corazón.

Es el 13 de mayo de 1981, un hermoso día de primavera, cuando Juan


Pablo II abandona el Palacio Apostólico a las 17:00 para dirigirse a la
semanal audiencia general en la plaza de San Pedro. En esta ocasión, sus
conversaciones durante el almuerzo se habían prolongado algo más. Uno de
los invitados era el profesor Jérôme Lejeune, un genetista francés y
descubridor de la anomalía cromosómica que causa el síndrome de Down.
Ese mismo día, a primera hora de la mañana, el turco Ali Agca rezó
arrodilladlo durante diez minutos a Alá en su pensión cercana a la plaza
Cavour. A continuación, se afeitó el vello corporal y se preparó para morir
como un héroe. Agca llevaba tres días alimentándose exclusivamente de
fruta y verdura. La dieta debía contribuir a que se sintiera ligero y
despreocupado. A las nueve abandonó la pensión. «Me di cuenta de que el
nombre de la pensión en letras árabes también podía significar Jesús», le
contó más tarde a la periodista italiana Anna María Turi. «Sonrío, y me
resulta como una señal del destino que parta de la Pensión Jesús para
asesinar a la cabeza visible de la Iglesia católica» [5].

Son las 17:19 cuando el papa, montado en su «papamóvil» abierto y por


el carril acordonado al efecto, entra en la plaza repleta con unas 20.000
personas. Entre el público se encuentran innumerables fieles de Polonia, así
como una delegación de 450 sindicalistas de Solidarnosc, que solo tras
arduas negociaciones con el gobierno comunista habían logrado permiso
para salir del país. Wojtyla toma en brazos a una niña pequeña que le
acercan. Hace la señal de bendición. Pero apenas ha devuelto a la niña, se
escucha un ensordecedor estallido. Las palomas revolotean asustadas, y la
multitud pasa del júbilo a la petrificación.
Lo que millones de admiradores suyos temían se ha hecho realidad de
repente. ¡Un atentado contra el papa! El autor del atentado ha conseguido
disparar varias veces desde una distancia de solo siete metros. La primera
bala roza el codo de Karol Wojtyla, la segunda le destroza el índice
izquierdo, la tercera entra en la zona del vientre, por debajo del ombligo.
Los que están junto a él ven cómo se derrumba el pontífice. Los brazos de
su secretario, Stanislaw Dziwisz, y de su mayordomo, Angelo Gugel,
logran sostenerlo en el último momento. Segundos después, la sotana
blanca se llena de sangre. En la pistola del autor del atentado quedan aún
nueve balas. Pero la Browning HF calibre 9 mm se atasca, y la gente logra
inmovilizar al pistolero. Wojtyla ha perdido la conciencia casi por
completo. Una ambulancia de emergencia lo traslada a la Clínica Gemelli,
situada a seis kilómetros. Recorre la distancia, para la que habitualmente se
necesita media hora, en tan solo ocho minutos. Aun así, el papa pierde tres
litros de sangre durante el trayecto.
Aquel 13 de mayo, fiesta de la Virgen de Fátima, Ratzinger ha acudido a
un congreso en algún lugar de Baviera. Cuando a las seis de la tarde llega
de vuelta junto con el chófer al palacio arzobispal, lo recibe su secretario y
le pregunta si no ha escuchado las noticias durante el trayecto. En ese
momento no estaba ni siquiera claro si el papa seguía con vida. «La noticia
dejó al cardenal petrificado», relata Fink. El nombramiento para el cargo en
Roma todavía seguía siendo un secreto, y de repente todo estaba en el aire.
¿Se apartaría de él ese cáliz antes de que nadie se enterara de nada?
El papa sobrevivió, pero la convalecencia se prolongó más de cien días.
Ali Agca fue condenado y, tras 19 años en prisión, fue extraditado a
Turquía. Nunca se aclaró si sus disparos fueron una acción individual o si
detrás estaba alguna organización o, como se sospechó inicialmente, los
servicios secretos búlgaros. Juan Pablo II perdonó a su atacante, quien se
mostró arrepentido de su acto durante una conversación a solas con el
pontífice y le besó el anillo papal. Wojtyla atribuyó su salvación a un
milagro de la Virgen de Fátima. «Una mano accionó el disparo», dijo más
tarde, «y otra dirigió el proyectil». En mayo de 1982 depositó
personalmente su sotana manchada de sangre en Fátima a los pies de la
Virgen. En 1991 mandó incrustar la bala que se le había extraído en la
operación en la corona de la estatua de la Virgen. Con el atentado, vio
cumplido el tercer misterio de Fátima, en el que se habla de disparos a un
sacerdote vestido de blanco.
A finales de julio de 1981, Ratzinger viajó a Lourdes al Congreso
Eucarístico Internacional, y de allí a Toulouse al Congreso Internacional del
Sagrado Corazón de Jesús. El nombramiento del obispo de Múnich como
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma se hizo
público en la mañana del 25 de noviembre de 1981 mediante una nota de
prensa del Vaticano. El mismo día, a las 15:00, Ratzinger ofreció en Múnich
una rueda de prensa, convocada a toda prisa, ante 60 periodistas para
contestar a sus preguntas. El nombramiento conllevaba la designación como
presidente de la Comisión Teológica Internacional y de la Pontificia
Comisión Bíblica. Pero, cuando surgió la cuestión de cuánto tiempo más iba
a ser arzobispo de Múnich, el canonista de la curia diocesana se encogió de
hombros. Ratzinger tampoco fue capaz de aclarar el asunto. Por regla
general, cuando se produce un traslado de un obispo a otra diócesis, el
anterior puesto queda vacante de forma inmediata. Una llamada a Bonn al
nuncio Del Mestri aclaró las cosas solo a medias. Se les informó de que
seguía siendo arzobispo en funciones, en concreto hasta que los detalles de
su renuncia se hubieran acordado con la Santa Sede; sin embargo, el cargo
de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe lo ostentaba con
efecto inmediato. Uno de los periodistas quiso saber qué sensación le
producía ser el futuro «perro guardián» del papa. El cardenal sonrió. No
había que interpretar, afirmó, la función de perro guardián como algo
exclusivamente negativo. En el fondo, tales perritos eran seres entrañables.
Por lo demás, todos podían estar tranquilos, pues, para empezar, no actuaría
sin previo aviso y, de hacerlo, ¡solo mordería a quien lo mereciera!
El 28 de febrero de 1982 llegó el día de la despedida, y en la historia de
la Iglesia católica probablemente ningún dignatario había tenido una salida
como la que tuvo el obispo de Múnich en su camino a Roma. La televisión
y la radio lo cubrieron en directo. El gobierno de Baviera movilizó toda la
parafernalia al alcance del Estado. Nunca más volvería a tener lugar una
celebración tan unida. Sobre todo, quedó patente el gran reconocimiento y
popularidad, por no decir veneración, que se había ganado el antiguo
catedrático.

Ratzinger, por su parte, pasó varios días sentado al escritorio. Quería


encontrar las palabras adecuadas, quería pedir, una vez más, al rebaño que
dejaba atrás que se mantuviera fiel a su identidad católica. Mucho de lo que
decían las cartas pastorales que ahora redactó sonaba como el legado de un
hombre que está a punto de ser desterrado para toda la eternidad. «Ahora
cambio un púlpito por un despacho», fueron los lamentos que le expresó al
filósofo Richard Schaeffler [6]. Nada, sin embargo, sonó tan melancólico
como su confesión ante la Columna de María en el centro de Múnich: Etiam
Romae, semper civis bavaricus ero, «Siempre seré bávaro, aunque esté en
Roma».

Los cinco años como obispo habían convertido al teólogo en un pastor


cercano al pueblo. El presidente de Baviera, Franz Josef Strauß, señaló
durante el acto festivo, celebrado en la Sala Hércules del Palacio Real de
Múnich: «Por decirlo con franqueza: no de buena gana le dejamos irse a
Roma». Y despidió al cardenal, «más allá de las diferencias confesionales,
en nombre de toda la población de Baviera, cuya estima y amor se ha
ganado Ud.» [7].
Strauß no pudo contenerse y se metió en cuestiones de fondo. «Gran
parte de la sustancia de la fe y de la vida religiosa que se da por sentada»,
advertía el político de la Unión Social Cristiana (CSU, por su sigla en
alemán), «se ha debilitado y se cuestiona cada vez más». Una nueva
generación «ha crecido en la Iglesia y en nuestro país que ya no simpatiza»,
señaló, «con muchas formas de vida, problemas, preguntas y respuestas de
sus padres». Así, «la Iglesia y la fe cristiana se enfrentan a una prueba sin
igual que afecta al núcleo del mensaje cristiano y a la raíz de la existencia
cristiana». Al mismo tiempo, Strauß formuló una esperanza: «En este
sentido, confiamos en la intrepidez y valentía de nuestro cardenal de la
Baviera Vieja, en su vigorosa religiosidad y sabiduría, para que, a través de
su nuevo cargo, se muestre como diestro e intrépido timonel y contribuya a
dirigir el barco de la Iglesia a través de las tormentas de nuestra época hacia
el nuevo milenio». Ya en el pasado, el obispo habría «rechazado, de forma
reiterada y con una claridad que siempre es de agradecer, todos los intentos
de reducir el Evangelio a un programa político y social». «De corazón» el
país le desea al obispo que está a punto de partir, concluyó Strauß, «mucha
fuerza y éxito para esa buena lucha al servicio de la verdad y de la libertad
de los hijos de Dios en contra de la falsificación ideológica del Evangelio,
en contra de la confusión de los espíritus y la seducción de las almas».
Agradeciendo «la cooperación espiritual de índole fraternal», el obispo
regional de la Iglesia evangélica-luterana de Baviera se sumó a los buenos
deseos. Consciente de «la necesidad imperiosa de un testimonio cristiano
común, dada la amenaza por parte del ateísmo y de un materialismo que
también aquí se vive, así como a causa de la crítica constante a la que la
Iglesia, en cuanto institución, se ve expuesta», Johannes Hanselmann se
alegró «de cada nuevo impulso que venga de Ud., aunque –o precisamente
porque– ahora llegue de Roma».
Es un momento especialmente emotivo cuando el arzobispo toma la
palabra en la catedral de Frisinga para pronunciar ante más de mil
sacerdotes su homilía de despedida. Durante su mandato ha iniciado,
recuerda, una serie de reformas; a saber, la reestructuración de la
administración económica de la diócesis, la fundación de una obra
educativa católica, la creación de un centro para impulsar la atención
pastoral a mujeres, el replanteamiento de la primera confesión, la
elaboración de nuevos estatutos para los consejos parroquiales y el consejo
diocesano, la regulación de la corresponsabilidad de los laicos y la
reordenación del área de pastoral. Se ha interesado especialmente por el
fomento de nuevas vocaciones sacerdotales y por el contacto vivo con los
fieles. «El ministerio episcopal conlleva hoy una carga considerable de
comisiones, reuniones y documentos»; por eso, a él le había gustado tanto
«haber podido visitar las parroquias y experimentar la Iglesia viva, haber
podido comprobar que sigue existiendo la Iglesia y cuánta alegría continúa
proporcionando a las personas y en qué gran medida les ofrece aún espacio
vital» [8].
Recuerda a los clérigos congregados que el sacerdocio es un servicio
«que solo puede realizarse en común: salgamos al encuentro del otro,
hablemos entre nosotros, sostengámonos unos a otros, ayudémonos unos a
otros [...], ¡y no nos segreguemos en banderías!». El obispo ruega con
encarecimiento: «¡No nos inventemos un Jesús propio, supuestamente
mejor que el real, es decir, que aquel que sale a nuestro encuentro en su
cuerpo, en la Iglesia! ¡No nos inventemos un evangelio mejor, que podamos
contraponer a las fatigas y al fracaso de la Iglesia!». La cosecha es grande,
asegura. Uno podría quedar verdaderamente «consternado cuando, al
conversar con los jóvenes, uno ve las preguntas acerca de una vida mejor,
de una alternativa, del sentido realmente sustentador» que quedan por
responder. Especialmente «cuando uno ve qué tipo de pájaros se dejan caer
sobre la cosecha que aguarda en el campo con la intención de recolectar
para sí todos los frutos».

Nadie sospechaba que sería un adiós definitivo. Ratzinger aprovechó las


plazas de la ciudad como escenarios y, de alguna manera, todos los
encuentros individuales, las ceremonias, los sermones y discursos estaban
entrelazados y se intensificaban hacia un clímax. Es su ciudad. Es la ciudad
de su Iglesia, que a través del catolicismo se había convertido en aquello
que la hacía bella, encantadora y la colmaba de éxito. «Si seguimos
conversando con Dios, también seguimos conversando entre nosotros»,
señala en la homilía de la misa pontifical del 28 de febrero que se celebra en
la catedral de Múnich, donde que no cabe un alfiler. Al fin y al cabo, «la
redención del mundo no se produce cuando este se encuentra perfectamente
abastecido y asegurado. Más bien lo contrario, pues realmente solo se ve
abastecido cuando están activas las fuerzas del corazón, que abren a las
personas para que entren en contacto unas con otras y las ayudan a
conseguir un uso adecuado de los bienes de este mundo». La desorientación
generalizada, que se está extendiendo a pesar de la abundancia material,
sería el resultado de «que nos hemos olvidado del hambre más profunda».
Como obispo apeló a su comunidad: «No nos dirijamos a Dios solo para
pedirle ayuda, escuchémoslo también. Dejemos que él se dirija a nosotros.
Aprendamos de nuevo el amor a la palabra de Dios. Aprendamos a volver a
tener tiempo para esta palabra». En definitiva, «en ningún sitio se dice que
la fe procede de la lectura, sino que procede de la escucha». «No seamos
escépticos, confiemos». Y concluyó diciendo: «Confianza en Cristo, que
luego se convierte en fe y, de esa forma, se torna conocimiento de la verdad
y se torna vida; ese es el verdadero núcleo que importa».
Con páthos, al final recordó lo indispensable que resulta la tradición, que
en amplias partes de Baviera seguía intacta: «La señal de la cruz, el nuevo
arco iris de Dios, se alza sobre nuestro país. A través de las cruces de
campo nos saluda en nuestros caminos. Desde las torres de nuestras iglesias
nos habla. En nuestros salones sigue manteniendo un lugar de honor.
Dejemos que la cruz siga constituyendo el centro de nuestro país, el centro
de nuestra vida, el centro de nuestras casas» [9].
A diferencia de los anteriores cambios de ciudad y de tarea, en esta
ocasión Ratzinger no mencionó en ningún momento problema de salud
alguno. Sin embargo, en uno de sus sermones de despedida eligió una
imagen que también podía hacer referencia a su propio estado de ánimo. Se
trata del ejemplo de un hombre que siente «la carga de la soledad que se le
hace pesada»: «Había oscurecido a su alrededor. Por fin quería ser una
persona como todas las demás, solo quería ser él mismo». En su época de
estudiante y durante los primeros años como sacerdote, este hombre «había
sido un entusiasta que había descubierto, lleno de alegría, la palabra de Dios
y su llamada, se había adentrado más y más en esa palabra y para muchos
se había convertido, a través de conversaciones, conferencias, encuentros y
de su propio testimonio vital, en líder y señal del camino a seguir». Pero
entonces experimentó «que nadie se interesaba por su siembra, que caía
como en saco roto». En consecuencia, «la carga de tal inutilidad
apesadumbró más y más su corazón». Sin embargo, finalmente hizo el
esfuerzo para «reconocer que el servicio es un tesoro que no ofrece a las
personas tal o cual cosa, sino aquello de lo que viven».
En su carta a los sacerdotes, diáconos y otros colaboradores en tareas
pastorales, el obispo saliente resumió a través de algunos puntos clave
aquello que confiere a la vida cristiana católica su identidad inconfundible.
Su recomendación representa una especie de plan maestro de la nueva
evangelización: En primer lugar, está la eucaristía. El Concilio la llama
«fuente y cima». Pero de la santa celebración formaría parte también «el
estar íntimamente familiarizados con el misal». Cuanto más se indaga en el
libro litúrgico de la Iglesia latina, «tanto más se descubre su riqueza».
También habría que aprender «la devoción eucarística, es decir, la adoración
silenciosa ante el santísimo sacramento. Solo así puede la eucaristía
«convertirse en fuente de la que podemos beber agua fresca una y otra vez.
A la larga, es la única forma de que la recepción de la comunión resulte
fructífera».
En cuanto al sacramento de la reconciliación, no se trataría, por
supuesto, de «crear sentimientos de culpabilidad», sino «de experimentar la
gracia, de experimentar el regalo del perdón» y que, de esta forma, «lo
pasado realmente sea pasado»: «Solo donde se experimenta el perdón puede
el hombre soportar el reconocimiento de su culpa; solo ahí es capaz de
enfrentarse a su verdad porque esta queda superada por la nueva y mayor
verdad de la bondad divina». Por el contrario, «la incapacidad de reconocer
la culpa es la forma más peligrosa del embrutecimiento espiritual que cabe
imaginar, porque es esta la que impide al hombre mejorar, haciendo que el
mal no tenga solución». «Desde mis días de estudiante universitario vengo
dándole vueltas a la antigua y extraña fórmula Ab occultis meis munda me,
Domine, “De los pecados ocultos líbrame, Señor”». Luego habría aprendido
a ver «que no hay nada peor que la egolatría, que solo percibe la culpa en
los demás; que la egolatría no permita reconocer la culpa propia constituye
una peligrosa forma de endurecimiento». Si se analizaran en detalle las
«crueldades de este siglo», se observaría «que casi siempre requirieron un
endurecimiento previo del corazón que impedía reconocer la culpa».
El legado muniqués de Ratzinger se completó con una carta pastoral
dirigida a las parroquias. Durante cinco años «he tenido el honor de servir
[como arzobispo] en nuestra tierra y he recibido mucho más de lo que he
podido dar». Pidió «perdón por todas las deficiencias de mi servicio». Ser
cristiano significa, «en primer lugar, honrar a Dios. Honrar a Dios significa,
de entrada, simplemente creer en él». Creer, en el sentido cristiano, es
«aceptar a Dios como una realidad, pero no como cualquier realidad, sino
como la realidad decisiva y fundamental en sí». Claro que al principio
parece que «poco es lo que cambia si uno vive al margen de Dios. Incluso
parece que todo es más fácil y cómodo. Pero cuanto más se extiende el
ateísmo en el conjunto de una sociedad, tanto más patente queda que el
barco, por así decir, se ve arrancado de su anclaje».
Sus palabras finales fueron para la juventud: «Habéis descubierto, con
más agudeza que la generación de los adultos, la insuficiencia de nuestra
sociedad materialista. De ahí viene vuestra rebelión, vuestro clamor por
alternativas». Sin embargo, recomienda precaución. «Todo tipo de
ideólogos» estarían tratando de aprovechar los anhelos de los jóvenes: «Os
ruego que seáis críticos también frente a ellos. Lo que hoy en día se
presenta como crítica a menudo no es más que palabrería partidista. ¡Llegad
al fondo de las cosas! ¡Buscad el núcleo, atreveos con la alternativa real!».
Y entonces pronunció aquel lema que se convertiría en una de las claves de
su pontificado: «¡Atrevámonos con el estilo de vida de Jesucristo!
¡Tengamos el valor de vivir la fe! ¡No dejemos que nos convenzan de que
esto es algo anticuado y obsoleto! Lo obsoleto y fracasado son los modelos
de vida materialistas, todos los intentos de construir un proyecto de vida sin
Dios. Pero Cristo no es solo el ayer y el hoy, él es también el mañana,
porque suya es la eternidad».
La celebración concluyó con una oración junto a la muniquesa Columna
de María. «Sé nuestra maestra de la fe, la esperanza y el amor», le rogó a
Nuestra Señora, «protege esta diócesis y esta tierra, que tantas veces han
sido encomendadas a tu protección y que te entregamos de nuevo». Faltaba
el acorde final. Correspondía a k compañía de tiradores de montaña de
Baviera. Y mientras el cardenal bendecía a las miles de personas que se
habían congregada los hombres de la compañía, vestidos con sus trajes
tradicionales de color gris, dispararon tres salvas: «¡En honor de Dios!».

A modo de conclusión de su crónica, Rudolf Lambrecht, corresponsal


del diario Die Welt y futuro redactor del semanario Stern, le certificaba al
obispo saliente «el asombroso don de expresar cosas realmente evidentes,
verdades sencillas, con tal franqueza que resultan sorprendentes». No es
que en el pasado Ratzinger hubiera tratado conscientemente de polarizar;
antes bien, «entendía su ministerio como bastión en contra del espíritu de la
época y a sí mismo se veía como guardián instructor de la verdad de Jesús,
cuya incómoda exigencia provocaba la divergencia de opiniones».
Ratzinger, el antiguo «precursor progresista», no habría cambiado de
carácter, sino que habría corregido el rumbo «al ver que se están
produciendo desarrollos que pueden provocar desconcierto y llevar a la
disolución Como arzobispo y cardenal no se había «convertido en un
príncipe de la Iglesia. Su rigor al pensar y actuar lo entiende como servicio.
Y eso hay que creérselo» [10].
QUINTA PARTE
ROMA
50
El prefecto

C on una extensión de 44 hectáreas, el Estado más pequeño del mundo


es apenas más grande que una hacienda de mediano tamaño en
Sudamérica. El Vaticano mantiene relaciones diplomáticas con 150 países
del mundo. Cada año, la oficina principal de correos despacha 4 millones de
cartas y 15 millones de tarjetas postales. Y, en relación con los 800
habitantes, su ejército, compuesto por aproximadamente 100 guardias
suizos, es el mayor poder militar.

Cuenta con un helipuerto, una estación de tren, un supermercado, una


gasolinera y la farmacia de la «Hermandad de San Juan de Dios», abierta de
día y de noche, que, además de disponer de medicamentos de uso corriente,
custodia el libro medicinal del papa. Al fin y al cabo, 31 de los primeros 35
papas fueron martirizados. Sus restos descansan, en la mayoría de los casos,
en las catacumbas de la Vía Apia, junto con otros 200.000 cristianos
asesinados de la época inicial de la nueva religión. Entre el laberinto de la
administración vaticana, compuesta por 12 consejos pontificios, 25
comisiones y comités, 3 tribunales de justicia y 9 congregaciones, destaca la
Congregación para la Doctrina de la Fe. Es la primera y más importante,
pero también la que cuenta con la imagen más negativa.
Con la «Santa Inquisición» se asocian hasta el día de hoy los
interrogatorios, la tortura y la hoguera. La institución nació, en el fondo,
para poner coto a las herejías que una y otra vez sumían a la fe en crisis de
existencia. Ya los evangelios fueron atacados por escritos apócrifos de
autores anónimos que ofrecían una descripción propia de la vida y las
palabras de Cristo. El apolinarismo, el arrianismo, el docetismo, el
donatismo, el gnosticismo, el nestorianismo, el pelagianismo, el jansenismo
y otras herejías ofrecían interpretaciones peculiares. Durante mucho tiempo
predominó el principio cristiano de que, junto al trigo, también debía crecer
la mala hierba. Que había que dejar en manos del propio Cristo, no del
hombre, la decisión de separar el bien del mal en el momento de la parusía.
Sin embargo, cuando en el siglo XI la secta de los cátaros (del griego
katharós, «puro», de donde deriva, a su vez, el término alemán Ketzer,
«hereje») consiguió que numerosos obispos y nobles se sumaran a su causa,
el papa Inocencio III consideró que la situación era lo suficientemente grave
como para encargar a los franciscanos y, sobre todo, a la orden dominica,
fundada por el español Domingo de Guzmán, que desenmascararan la
nueva doctrina como fundamentalismo peligroso.

El teólogo y psicoterapeuta Manfred Lütz compara los cátaros con


grupos actuales como la cienciología [1]. Pues so capa de estar viviendo por
fin el verdadero cristianismo, la secta llevaba aparejada una ideología
lúgubre. La mortificación de la carne, llegando hasta la muerte por
inanición, la prohibición de casarse y de procrear, la tendencia a la devoción
patológica al diablo y el rechazo a la propiedad privada constituían un
peligro real para la paz social. Mientras que en la Iglesia primitiva la
disidencia se castigaba, en todo caso, con la expulsión de la comunidad, en
la Alta Edad Media se había pasado a dejar los delitos religiosos en manos
de los poderes seculares. A partir de 1231, Gregorio IX instauró la
Inquisición papal, que venía a significar algo así como «inquirir» y
«detectar» [2]. Sin embargo, de la ejecución de las sentencias solo se podían
encargar las instituciones no eclesiásticas.
Desde el principio, la persecución de herejes respondió asimismo a
motivos políticos y económicos. Desde 1478, en España actuó una
Inquisición independiente de la Iglesia bajo el mando de un gran inquisidor
del Estado. Fue responsable de la persecución de grupos étnicos enteros. En
muchos países se extendieron los juicios contra las brujas, a menudo
incitados por una multitud enojada y curiosa. Solo con el papa Pablo III se
creó, el 21 de julio de 1542 y como medida contrarreformista, una instancia
suprema con competencia sobre las herejías y los cismas: la Congregatio
Romanae et universalis Inquisitionis, o simplemente Sanctum Officium,
compuesto por seis cardenales.
Gracias a la investigación más reciente sabemos que la Inquisición
romana no en todos los casos iba unida a la hoguera. En el juicio contra
Galileo Galilei no hubo ni tortura ni inhabilitación profesional. El científico
pasó su «cautiverio», acompañado por sirvientes, en las lujosas estancias de
un alto oficial de la Inquisición. Los crímenes de la Inquisición no deben
edulcorarse; sin embargo, el historiador de la Iglesia Walter Brandmüller
reclama que el fenómeno «no se mida con criterios actuales» [3]. No habría
que ignorar que, durante el proceso de fusión de Occidente, la identidad
europea se basaba en esencia en una cultura eclesiástica. En una época en la
que la tríada «Imperio-cristianismo-Iglesia» constituía una unidad
indisoluble, la negación de las doctrinas de la fe no podía por menos de
interpretarse a la vez como un ataque a los fundamentos del orden social.
«Por eso fue el poder civil, no la autoridad eclesiástica, el primero en
golpear a los herejes», demuestra Brandmüller. Así, por ejemplo, no habría
sido el obispo del lugar quien en 1022 mandó quemar al menos a doce
eruditos y herejes canónigos en Orleans, sino el rey de Francia, Roberto el
Piadoso. En Milán, miembros de la nobleza urbana arrastraron con sus
propias manos a la hoguera a otros nobles acusados de apostasía. Cuando
un concilio en la localidad de Beauvais, en el norte de Francia, deliberaba
sobre el destino de unos herejes, el pueblo tomó por asalto la cárcel, según
señala la crónica de Hermann von Reichenau, y quemó a los acusados a las
puertas de la ciudad, por temor a que «la indulgencia del clero» dejara
escapar a los delincuentes.
A diferencia de la «Inquisición española», que actuaba como instrumento
político del rey, el «Santo Oficio» en Roma se atenía con precisión a las
directrices del proceso judicial. Quizá lo hicieran incluso con más mesura
que algunos inquisidores del mundo moderno de los medios de
comunicación, a los que no les importa aplicar la condena de telediario ni
tampoco poner en la picota a cualquiera de quien se sospeche que ha
infringido las normas de la corrección política. En la actualidad, los
historiadores convienen en que la introducción de la Inquisición supuso un
avance en la historia del derecho, a pesar de todos los errores y crímenes.
Pues mientras que en las antiguas ordalías –llamadas también juicios de
Dios– los sospechosos eran obligados a tocar hierros candentes para probar
su inocencia si salían ilesos, ahora los acusados tenían al menos la
posibilidad de defenderse en el marco de una investigación ordinaria. A la
mayoría de los acusados se les imponían penas consistentes, por ejemplo,
en llevar cruces penitenciales; otros tenían que realizar peregrinaciones. Por
lo demás, los reformadores que sucedieron a Lutero también declararon la
persecución de credos divergentes como instrumento absolutamente
legítimo para proteger su fe contra posibles infiltraciones.
Siempre había sido el más joven: como docente con 25 años, como
profesor con 31, como obispo y cardenal con 50. En la primavera de 1982, a
sus 54 años, era el prefecto más joven que la Congregación más relevante
de la curia romana jamás había tenido. Y, después del papa, era el más
destacado guardián del dogma de la mayor Iglesia del mundo. Juan Pablo II
era consciente de que el nombramiento del agudo obispo de Múnich
representaría la decisión más importante en temas de personal de su papado.
Esta no solo implicaba una decisión en cuanto al rumbo de la Iglesia, sino
que también decidiría el éxito o el fracaso de toda su misión. La hora de la
Iglesia había cambiado. Se trataba de enfrentarse a los retos de la época con
argumentos, con inteligencia, con voluntad de diálogo y a través de un
estilo solidario, pero siempre mostrando también inquebrantable firmeza.
Solo con uno de los mejores teólogos a su lado podía ganar la batalla por
los logros del Concilio y plantar cara a los ataques a la tradición. Había que
levantar una defensa capaz de resistir mediante el poder de los argumentos.

Quizá habría sido sensato que la institución llamada Sant’Uffizio se


hubiera disuelto por completo tras el Concilio. ¿Quién, sin embargo,
comprobaría entonces que los teólogos, obispos y sacerdotes católicos
hablan realmente en nombre de la Iglesia cuando proclaman oscuras teorías
como la «verdadera» doctrina? ¿Quién determinaría con autoridad qué es
católico y qué no? Ya inmediatamente después de la introducción de la
imprenta, el arzobispo de Maguncia advirtió en 1485 que muchos autores
abusaban del invento de Gutenberg «por sus ganas de gloria y su codicia,
con lo que echan a perder la humanidad en lugar de ilustrarla».
Especialmente algunas de las traducciones libres tergiversaban el sentido de
la Biblia hasta tal punto «que incluso los eruditos se ven incitados a grandes
malentendidos» [4].
Por otra parte, ¿no había sido precisamente él quien había lanzado los
ataques más duros contra el Santo Oficio a través de los discursos
preparados para el cardenal Frings? Ya el 7 de diciembre de 1965, el último
día del último periodo de sesiones, Pablo VI proclamó la reforma del
Sant’Uffizio, cuyo nombre pasaría a ser «Congregación para la Doctrina de
la Fe». Él había metido entonces al Vaticano en este lío, ahora le tocaría a él
arreglar el desaguisado. El problema era que, al parecer, pocas personas
respondían mejor al cliché de inquisidor que el antiguo catedrático bávaro.
El carácter distanciado que podía interpretarse como frialdad, toda esa
naturaleza intelectualizada resultaba sospechosa. En él se percibía cierta
fragilidad, pero a la vez traslucía un carácter decidido que para algunos no
era sino implacabilidad. Poniéndolo en relación con su nuevo cargo, el lema
que había elegido como obispo también podía interpretarse de forma muy
distinta. ¿Podía actuar precisamente un «guardián de la fe» como
«colaborador de la verdad»? Y encima, el nuevo «policía del papa» era
realmente hijo de un gendarme. Hans Küng estaba convencido de que su
adversario pronto estaría acabado como teólogo al que se toma en serio.
Pocos sabían que Ratzinger, durante años, se había resistido con todas sus
fuerzas a la llamada de Roma. Su negativa difícilmente podía comunicarse
sin que también dañara la autoridad del papa, al igual que el propio cargo.
«¿Nadie le advirtió del peligro de asumir esta tarea tan impopular?», le
pregunté al cardenal durante nuestro primer encuentro en noviembre de
1992. «No necesitaba advertencias. Tenía claro que me estaba metiendo en
un berenjenal», fue su respuesta. Señaló que se «vio en un gran dilema»,
pero, a la postre, no había salida: «Tenía que cargar con la responsabilidad».

Por recomendación del secretario de la Congregación para la Doctrina de


la Fe, Ratzinger había aterrizado en Roma ya el 18 de enero para pasar una
semana allí e inspeccionar de antemano su nueva residencia oficial, situada
en la Piazza Sant’Uffizio. El palacio, ubicado al sur de la basílica de San
Pedro y fuera de la Ciudad del Vaticano, tenía el aspecto de una
fortificación, con ese enorme portal y las contraventanas cerradas, oscuro y
misterioso, un «lugar nada acogedor», en opinión del prefecto. El ambiente
estaba tenso cuando, seguido por las miradas expectantes de sus futuros
colaboradores, fue conducido a su despacho. Era amplio y contaba con un
escritorio noble que ya habían utilizado sus antecesores. De las paredes
colgaban varios cuadros barrocos, los techos eran de estilo renacentista. Las
vistas no eran precisamente grandiosas, pero tampoco carecían de cierto
encanto. Muy cerca se sitúa la grandiosa cúpula de Miguel Ángel de la
basílica de San Pedro, y a lo lejos se divisan las logias de tres plantas del
Palacio Apostólico, en cuya esquina superior derecha vivía el papa con las
religiosas polacas que llevaban la casa. El cuarto de su fiel secretario,
Stanislaw Dziwisz, se encontraba justo encima, en la buhardilla.
Entretanto, Bruno Fink inspeccionó su despacho, contiguo al del
prefecto. Se encontró con un simple archivador, un escritorio de los años
cincuenta y una mesa supletoria, así como con una antigua máquina de
escribir con teclado italiano. Mientras que en Múnich había contado con el
apoyo de dos colegas, ahora se suponía que él debía desempeñar solo todas
las labores, incluido el mecanografiado de cartas, conferencias o
declaraciones. Y, en efecto, pronto se dedicaría a teclear en su máquina de
escribir hasta bien entrada la noche en su habitación de la Casa
Internacional del Clero, una residencia sacerdotal sita en la Piazza Navona
[5].

Como secretario, con la categoría oficial de adetto tecnico di 2ª classe e


di 2ª categoria, la habitual clasificación inicial del Vaticano para
trabajadores sin doctorado, Fink pronto se encargaría de clasificar todo el
correo entrante, reenviar las instancias sobre asuntos matrimoniales y
secularizaciones a las secciones competentes, atender la amplia
correspondencia personal del cardenal y recibir a los invitados, por ejemplo,
a religiosos que relataban sus dramáticos conflictos con sus superiores u
obispos y, a punto de llorar, aseguraban que no veían salida alguna.

Al menos, el dicasterio disponía de un elegante Mercedes de los años


sesenta, un regalo de Daimler-Benz al cardenal Ottaviani. De chófer hacía
el indispensable Alfredo Monzo, un amable y silencioso italiano del que
uno podía fiarse y que también actuaba de mensajero y portero.
A la hora de elegir entre los dos pisos propiedad de la Iglesia que se le
habían ofrecido y que se encontraban fuera del territorio vaticano, en la
Piazza della Città Leonina, 1, Ratzinger se decidió por la vivienda número 8
en la cuarta planta: contaba con 300 m², dos despachos, una vivienda
secundaria y, como es habitual en el caso de un cardenal, una capilla
privada. Los empleados de la APSA (Amministrazione del Patrimonio della
Santa Sede) prometieron que todo se renovaría rápidamente; pero, por
supuesto, habría que calcular en torno a tres meses para tenerlo listo. Eso sí,
esto no necesariamente suponía que luego la conexión del gas, el teléfono,
los enchufes o las alcachofas de la ducha iban a funcionar de verdad. «Yo
he hecho muchas mudanzas en mi vida», se lamentaría más tarde Ratzinger,
«pero nunca lo pasé tan mal como en esta ocasión».

En calidad de cardenal de la curia, Ratzinger recibió un pasaporte del


Vaticano (además del alemán que conservaría incluso siendo papa) con
permiso ilimitado de residencia en Italia. El secretario Fink recibió, como
todos los demás ciudadanos de la Comunidad Europea, un permiso de
residencia de tres meses, después otro de un año y finalmente uno
indefinido. Para su coche privado, un Opel Kadett de color azul claro que se
trajo de Múnich, se encontró una solución «al estilo vaticano». Como para
darlo de alta en Italia tenía que superar un sinfín de obstáculos burocráticos,
«seguí el consejo de unos amigos y, por así decir, “regalé” mi coche al
cardenal Ratzinger, quien me firmó un poder en italiano y alemán
autorizándome a conducir el vehículo; de esta forma conseguí la matrícula
del Vaticano con el número SCV». Así lograba además la exención fiscal y
podía repostar combustible barato en la gasolinera de la Santa Sede.
La hermana Maria aún seguía en Baviera. Se dedicaba a empollar
vocablos italianos y a estudiar la ubicación de los mercadillos en los mapas
de Roma. En la única entrevista que llegó a conceder en su vida, una
declaración de menos de cien líneas, le comentó al diario Süddeutsche
Zeitung que ya había estado cinco veces en Roma y que la ciudad le parecía
«hermosísima». El servicio a su hermano no representaba para ella ninguna
renuncia. Por experiencia sabía que la parte femenina tenía «su propia y
marcada significación» para el trío de hermanos en su conjunto [6].

Había llegado el mes de febrero, y Ratzinger ocupó la habitación


«Múnich» (otras habitaciones se llamaban «Danzig» y «Limburgo») en la
tercera planta del seminario Collegio Teutónico di Santa Maria in Campo
Santo mientras se reformaba su vivienda. El alojamiento contaba con vistas
a las palmeras del cementerio alemán y a la cúpula de la basílica de San
Pedro, pero los primeros catorce días no funcionó la calefacción. No solo
hacía mucho frío; tampoco había agua caliente. Encima faltaban libros
litúrgicos. Aceptó con estoicismo que su sueldo mensual bajara de los
10.000 marcos alemanes que cobraba en Múnich a unos 4.300. No obstante,
el arzobispado ordenó el pago de un suplemento (pues había que «permitir
que nuestro arzobispo pueda vivir en buenas condiciones», sentenció
enfurecido el ecónomo Friedrich Fahr). Ratzinger, sin embargo, no tocó la
cuenta especial.
Finalmente, a mediados de abril de 1982, se dieron por finalizadas las
obras de acondicionamiento de la vivienda en la «Leonina», con lo que
pudo mudarse. Delante de la casa aparcó un gran camión de mudanzas
procedente de Múnich, cargado con el antiguo escritorio de Ratzinger, el
piano, las estanterías y libros, libros y más libros. La hermana María tenía
prevista su llegada para el mes de mayo. De momento, su hermano se
apañaba con la trattoria Tiroler Keller en la Via Crescenzio. Con sus
compañeros más cercanos, el ya mencionado Jérôme Hamer –el secretario
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un arzobispo dominico belga
muy trabajador que dominaba innumerables lenguas– y monseñor Alberto
Bovone, subsecretario de la Congregación y canonista (y la persona que
realmente gestionaba la institución), se llevaba de maravilla. Ambos serían
más tarde ascendidos a cardenales.
La cúpula directiva, compuesta por los tres, se encarga de acordar la
agenda de la Congregación y de buscar en cada caso la solución más
adecuada. Aparte de los tres «capos», existe un promotor iustitiae, que
defiende la perspectiva del derecho canónico. Del consejo consultivo (la
consulta) forman parte unos diez obispos de la curia romana, además de
diez catedráticos procedentes de distintas universidades romanas y órdenes
religiosas. El órgano que adopta las decisiones es la sessio ordinaria. La
asamblea, a la que pertenecen ocho o diez cardenales, celebra sus sesiones
generalmente cada dos semanas, siempre los miércoles, y se prepara a
través de reuniones de la consulta. La documentación que se elabora con
ese fin, incluidos los análisis de los problemas, se envía una semana antes
de la reunión también al papa, por lo que el santo padre siempre está al
tanto de las deliberaciones. La plenaria, la asamblea general de la
Congregación, en la que participan entre quince y veinte cardenales y
obispos procedentes de todo el mundo, suele reunirse una vez al año.
Tiende a coincidir con las sesiones de la Comisión Teológica Internacional
y la Pontificia Comisión Bíblica, que tratan, respectivamente, temas
teológicos fundamentales y temas relacionados con la exégesis bíblica. «Por
lo demás, comienza a apretar el calor», escribió el nuevo prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe el 18 de julio de 1982 a su antiguo
alumno Viktor Hahn; «desde hace semanas tenemos en torno a 35 grados de
temperatura. Pero el trabajo me gusta, y también la gente, a pesar de que
mis propias investigaciones teológicas sigan a fuego lento».
La Sacra Congregatio pro Doctrina Fidei de Ratzinger tiene, de acuerdo
con la constitución apostólica Pastor Bonus, de 1988, la función de
«promover y tutelar la doctrina de la fe y las costumbres en todo el orbe
católico». Con la reforma de 1965, Pablo VI le imprimió una dirección
positiva, destinada a fomentar la fe, en lugar de la anterior finalidad
represiva. Sin embargo, debía seguir «corrigiendo errores» y «llevando con
suavidad al buen camino a los que yerran». La institución, que es
comparable a un ministerio, se divide en cuatro áreas:
– La Sección Doctrinal: se ocupa de examinar la legitimidad teológica de
todos los decretos de la curia romana, así como de las opiniones de
teólogos, sacerdotes y obispos que hablan en nombre de la Iglesia.
Asimismo, elabora peritajes en relación con las cuestiones éticas
importantes para el futuro de la humanidad que resultan del avance
tecnológico y médico.
–  La Sección Disciplinar: se ocupa de cuestiones de disciplina
eclesiástica como el tratamiento de los elementos eucarísticos y el
secreto de confesión, pero también de las faltas de los sacerdotes.

– La Sección Matrimonial: se ocupa de las disoluciones de matrimonios


de acuerdo con los privilegios petrino y paulino; tramita unas dos mil
solicitudes al año.
–  La Oficina de la Cuarta Sección: aquí se reciben las solicitudes de
secularización de los sacerdotes. Un campo especial lo constituye el
fenómeno de los milagros. Los sucesos que se comunican son
analizados por la Congregación para determinar si se trata de una
anomalía natural, de un caso de histeria o si realmente se ha producido
una aparición sobrenatural.
Como prefecto de esta Congregación, Ratzinger también es, a la vez,
presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica
Internacional. Dado que los responsables de los distintos dicasterios forman
parte asimismo de otros organismos vaticanos, su campo de actuación
incluye además la colaboración con la Congregación para los Obispos, la
Congregación para la Evangelización de los Pueblos, la Comisión
Interdicasterial para el Catecismo de la Iglesia Católica, el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y el Secretariado
para los No Creyentes.
Sus colaboradores, inicialmente treinta, más tarde en torno cuarenta, son
en su mayoría jóvenes reunidos de acuerdo con un complejo sistema de
representación proporcional. Proceden de todas las regiones del planeta y
habitualmente prestan sus servicios por un periodo de entre cinco y diez
años. La primera fuente de información de la Congregación son los obispos
locales, quienes, durante su visita obligatoria cada cinco años, informan
tanto al papa como al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
de la situación en sus respectivas diócesis. Sin embargo, el 90 % de los
casos que se estudian provienen de denuncias en las que se hace constar que
este o aquel profesor u obispo ha expresado opiniones que no coinciden con
la doctrina católica. En una ocasión, Ratzinger señaló que, en vista de los
modestos salarios de sus colaboradores –que en Alemania «se situarían
cerca del umbral de pobreza»–, resultaba difícil de entender que se dijera
que la Santa Sede «nadaba en oro». En realidad, ni «siquiera es capaz de
conseguir el dinero para el personal» [7].
Al inicio de su mandato no tuvo ninguna reunión con el papa para hablar
de la orientación estratégica y las prioridades de su trabajo. «Al fin y al
cabo disponía de la audiencia semanal con él. Teníamos tiempo suficiente
para intercambiar pareceres». Por lo demás, «realmente estaba claro qué
debía hacer un prefecto» [8]. Eso sí, los colaboradores se sorprendieron
bastante cuando el nuevo jefe inició su primera reunión en latín. «Es que
todavía no hablaba italiano. Lo fui adquiriendo a través del contacto verbal.
Y claro, en aquella época realmente todos sabían latín, por lo que no hubo
problema» [9].
Los romanos pronto se acostumbraron a ver a un modesto signore
andando a pasos cortos por la plaza de San Pedro, un poco antes de las
nueve de la mañana. Por la chapela y la raída cartera negra se sabía que se
trataba del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En su
tiempo libre, el cardenal daba paseos por el Borgo Pio, charlaba con los
fruteros, tocaba el piano o se dedicaba a escribir conferencias u homilías
que le habían encargado sacerdotes de su patria. Y, cuando había que echar
una mano en Traunstein o en cualquier otro lugar del distrito del lago
Chiem, incluso se encargaba de las confirmaciones.
De camino al despacho saludaba a un gato que ya le esperaba en el
Campo Santo y se ponía a charlar con Clelia, la portera, con la que de vez
en cuando también desayunaba. Clelia ejerció durante 40 años de portera de
la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cuando la administración del
Vaticano le retiró la vivienda, los empleados de la Congregación pudieron
escuchar a su jefe protestar enérgicamente por teléfono. Clelia se quedó en
su vivienda. En una ocasión, Ratzinger había conseguido para ella una
audiencia con Juan Pablo II. Le dijo: «Entonces, mañana de tal hora a tal
hora el papa podría recibirla». La portera lo pensó durante un instante, pero
su respuesta fue definitiva: «A esa hora no puedo».
Una vez a la semana celebraba por la mañana una misa en el Campo
Santo Teutónico. «Ese jueves siempre era algo especial», cuenta el antiguo
colaborador Helmut Moll. «Venían más de cien personas, siempre estaba
lleno. También acudían personas que querían hablar brevemente con él, que
le querían entregar algo o tratar un asunto con él» [10]. En el despacho, el
prefecto revisaba primero el resumen de noticias, su única fuente de
información, junto con el programa de noticias Telegiornale de la RAI y el
diario regional Mittelbayerische Zeitung de Ratisbona (que a menudo
llegaba con 14 días de retraso). La primera parte de la mañana la dedicaba a
estudiar expedientes. Los días sin reuniones solía recibir visitas a las 11:00.
A las 13:15 se iba a casa con una cartera llena de documentos, dosieres y
borradores de informes que al día siguiente debían ser completados por los
colaboradores. Los domingos se comía en el comedor de la casa; a diario,
sin embargo, en la cocina. Con su extensión de tres por cuatro metros
ofrecía espacio para poco más de dos personas. Y mientras María servía la
comida, su hermano estaba sentado en su pequeño banco en la esquina,
como si aún estuvieran en Hufschlag, en la antigua casa de labranza junto al
bosque.
Para Ratzinger, el trabajo en la curia romana resultaba muy estimulante,
según el secretario Fink. Al fin y al cabo, las tareas eran «de naturaleza
mucho más teológica y científica» que las pesadas cuestiones de carácter
financiero y estructural de Múnich. Además, comenzó a valorar la
flexibilidad de los italianos. Los elogiaba diciendo que de ellos se podía
aprender que de una situación difícil siempre puede surgir algo bueno.
Mientras que los alemanes rápidamente arrojaban la toalla ante un
problema, argumentando que «es imposible», los italianos reaccionaban con
un «lo intentamos». Y cuando en alemán se decía: «Han sobrepasado Uds.
los límites», en italiano se señalaba: «Bueno, volvemos a intentarlo».
Con Ratzinger, la Congregación para la Doctrina de la Fe tenía por
primera vez a un teólogo de prefecto, no a un canonista. Esto hizo que el
aspecto de la institución cambiara en muy poco tiempo. «Que un prefecto
de la Congregación se inmiscuyera en las disputas teológicas era
absolutamente inhabitual», comenta Wolfgang Seibel, el redactor jefe de la
revista jesuita Stimmen der Zeit [11]. A Ratzinger le hacía ilusión
encontrarse con los obispos y se propuso «viajar a los cinco continentes
para hablar in situ con las comisiones para la doctrina de la fe» [12].
«Agradecemos todo lo que hacen por su propia cuenta los obispos», afirma;
y luego añade con una sonrisa: «Con treinta o cuarenta personas es
imposible controlar toda la cristiandad». La misión del magisterio
eclesiástico no consistiría en «oponerse al pensamiento, sino en poner sobre
la mesa la autoridad de la respuesta que se nos ha regalado». Lo importante
es «mantener el espacio para que el otro pueda ser escuchado» [13].

El prefecto reconoció que al principio su nueva influencia incluso le


«había dado un poco de miedo», «porque, si se prioriza lo propio, en exceso
es fácil que también se introduzca demasiado de lo propio en el cargo» [14].
Habría sido asimismo consciente «de que el cargo conlleva la tentación de
dejarse absorber por las negaciones, porque también aquí son lo primero
que llama la atención; el peligro de que uno ya solo actúe de forma reactiva
y se quede anclado en la refutación es, sin duda, muy grande».
Precisamente por eso, para él era importante «situar los criterios positivos
en primer lugar, además de reforzar y transmitir las nuevas iniciativas que
apuntan al futuro» [15]. «De entrada», él mismo había «querido enfatizar
especialmente el tipo de trabajo solidario, en contraposición con las
decisiones solitarias, y resaltar la importancia de los distintos órganos [16].
Sobre todo, había entendido que realmente debía justificarse ante Dios, no
ante el mundo. Y si era capaz de responder ante el Señor, entonces todo
estaba en orden, pues, en ese caso, también se justificaba ante el mundo.
En efecto, los primeros documentos que la Congregación elaboró bajo su
mandato (sobre la relación entre católicos y protestantes [1982], sobre la
francmasonería y sobre la eucaristía [ambos en 1983]) resaltaron los
aspectos positivos y útiles para avanzar. Según el Prof. Réal Tremblay, uno
de los consultores de la Congregación, desde el principio Ratzinger había
«reaccionado y ayudado con gran claridad siempre que las cosas se
complicaban» [17]. Al colaborador Hermann Geißler, que tenía 28 años
cuando entró a trabajar para el prefecto, le impresionaba «que el gran
Ratzinger siempre pedía nuestra opinión. De esa forma tomaba en
consideración lo que san Benito recomienda en su regla: que en algunas
cosas los jóvenes tienen más razón que los viejos». En diciembre de 1982,
incluso el diario Süddeutsche Zeitung se mostraba impresionado con el
inicio del mandato del nuevo prefecto: «No se ajusta a ningún cliché, ni
conservador ni progresista. Joseph Ratzinger es simplemente católico, en
cuerpo y alma, una suerte de navegante purpurado» [18].

Desde el Concilio, el bávaro estaba muy bien familiarizado con Roma.


Con las callejuelas románticas de la ciudad, sus edificaciones
incomparables, con sus gentes, que entendían la catolicidad como arte de
vivir, nada complicado, totalmente relajado. De la patria se había traído el
anillo que le regalaron Maria y Georg con ocasión de su ordenación
episcopal. La pieza, hallada en un anticuario de Ratisbona, mostraba un
fénix, símbolo de la fuerza de resurgir de las cenizas. ¿Resurgiría también él
–se preguntaba– de las cenizas para poder enfrentar las empresas que
correspondían a su verdadera misión? Wojtyla desbordaba confianza en sí
mismo y le gustaba colocarse en el centro, con todos a su alrededor, muy
próximos, como una clueca con sus polluelos. ¿Y él? ¿No seguía
encogiéndose como si temiera ser aplastado? Incluso cuando estaba rodeado
por un grupo de sacerdotes amigos, se le veía con los hombros contraídos,
las dos manos agarrando con firmeza el asa de su cartera, que colocaba
delante de sí cual escudo protector. Sería romano durante cinco años, pensó,
quizá diez, no más.
51
El Informe de Ratzinger

abía habido alguna vez un papa más viajero? ¿O que congregara tales
¿H
multitudes? ¿O que anunciara con tanta frescura y poca convencionalidad el
kerigma, el mensaje en el que se basa la fe cristiana: «¡Tú eres el Mesías, el
Hijo del Dios vivo!»?

Juan Pablo II dirigía a su personal de 140 colaboradores como si


marchara continuamente a paso ligero. Y cuando a mediodía comía
polpettone, asado de carne picada, lo hacía a menudo para no tener que
masticar tanto y evitar así un obstáculo a la hora de hablar sobre los puntos
en el orden del día. A muchos les impresionaba su humor, su poesía, su
devoción masculina. Para él, ser cristiano significaba llevar la fe de nuevo
al mundo. Mientras que Pablo VI decía a los obispos: «Ayudadme a ejercer
mi labor», su sucesor les indicaba: «Vengo para ayudaros con vuestra labor
pastoral».

Su mayor alegría consistía en poder adentrarse de forma silenciosa en los


secretos de la fe, hasta llegar a los más recónditos lugares, ahí donde el
corazón y el alma encuentran el camino hacia Dios. Debéis haceros
pequeños, decía, como los niños, y pensar las cosas desde su final. Los
críticos lo ponían de vuelta y media, y quizá había que reprocharle que,
siguiendo las prisas del tiempo del mundo (del que sospechaba que su fin
estaba cerca), quería hacer demasiadas cosas demasiado deprisa. Como
Moisés, golpeó con su báculo en la tierra, convencido de que la religión
cristiana disponía de las respuestas adecuadas para la soledad del hombre
moderno. Su activismo contra la carrera armamentística, la corrupción, el
racismo y la explotación causaba admiración incluso entre los que se
encontraban alejados de la Iglesia. Ya no se descartaba por completo que en
alguna ocasión un papa también pudiera tener razón.
Wojtyla y Ratzinger eran tan diferentes como las manzanas y las peras.
Grande y fuerte frente a pequeño y flaco. Extrovertido frente a introvertido.
Emocional frente a racional. Deportivo frente a antideportivo. Devoción
mariana frente a devoción a Jesús. A nadie se le hubiera ocurrido la idea de
considerarlos amigos íntimos. El uno, un personaje pasional, capaz de
inflamar de euforia a los que buscan a Dios gracias a su encanto y talante
dramático. El otro, grácil y sensorial, un pensador disciplinado y brillante,
una persona seria y de toda confianza, pero sin ambiciones, salvo quizá la
de poder volver a escribir una gran cristología.

Y, sin embargo, con cada mes que pasaba quedaba más patente que las
personas al mando de la Iglesia católica formaban un equipo compenetrado,
capaz de mantener a flote un barco incluso en medio de una tormenta. Pues,
por más que las diferencias fueran grandes, también lo eran las similitudes.
Ya por la experiencia personal que ambos habían tenido del racismo, del
terror y de los millones de víctimas que habían provocado los experimentos
ateos del siglo XX, ya por la capacidad de reconocer qué corrientes de la
época moderna conllevaban oportunidades y cuáles más bien peligros.
Wojtyla sentía «gratitud hacia el Espíritu Santo por el gran regalo del
Concilio Vaticano II», según afirmó en su testamento, Y al igual que los dos
líderes eclesiales defendían el Concilio, también convenían en su rechazo a
todo lo que, a su modo de ver, suponía dilución y desviación.
El bávaro formula así su lealtad a Wojtyla: «Llegué como cardenal, por
lo que no necesito participar en los juegos por el poder ni reivindicar mi
carrera profesional». Él se veía a sí mismo como moderador de una gran
comunidad de trabajo. Además, «nunca me atrevería a imponerle a la
cristiandad mis propias ideas teológicas a través de las decisiones de la
Congregación» [1]. El filósofo Robert Spaemann afirmó que, en el fondo, el
nombramiento de Ratzinger había sido necesario porque, en vista de la
complejidad de la teología moderna, «una inteligencia media ya no sabe
calibrar el alcance de las posibles conclusiones».
En muy poco tiempo, Ratzinger reorganizó el Sant’Uffizio y amplió la
plantilla. Estableció planes de trabajo y amplió los derechos de los autores,
concediendo a los teólogos acusados de desviación dogmática el derecho a
defensa. Con el nombramiento del antiguo catedrático, la prefectura estaba
ahora en manos de un hombre «al que, en términos teológicos, nadie podía
engañar», ni personas ajenas a la Congregación ni la comunidad de
consultores. Como perito conciliar había criticado el estilo de «ordeno y
mando» del Santo Oficio. Tras la toma de posesión de su nuevo cargo, se
dejó de sermonear a los obispos, teólogos o sacerdotes cuestionados y, en
casos importantes, se les invitaba a Roma para contrastar opiniones.
Ratzinger tenía una idea clara de qué le esperaba a la Iglesia en las
décadas subsiguientes. Apenas se había avanzado en lo relativo al
ecumenismo. Los protestantes se aferraban a la exigencia de una eucaristía
común; los ortodoxos habían prohibido a los católicos predicar el Evangelio
en la Unión Soviética. Por otra parte, los episcopados de Europa Occidental
se habían acomodado. Como si de oleadas antirromanas se tratara, las
peticiones de los grupos de oposición amenazaban con inundar la tierra
firme del catolicismo. A esto se sumaba una hostilidad notoria por parte de
los medios de comunicación liberales que veían en el Vaticano un bastión
en contra de cualquier avance civilizatorio, por lo que había que derribarlo.
El psiquiatra Manfred Lütz señaló que, sobre todo en la prensa alemana, se
había impuesto un «complejo del santo padre». En ningún otro país del
mundo se estaría «hablando sin cesar en relación con el papa, con tan pobre
nivel intelectual y sin ton ni son, sobre la píldora, el condón, el sexo
prematrimonial, extramatrimonial y posmatrimonial; ni se estarían
reduciendo en esencia a asuntos del bajo vientre temas como el de la mujer
y el del celibato». Los «interminables chismes de naturaleza sexual» son
«típicamente adolescentes»; «y eso que se dan entre contemporáneos
adultos que, por lo demás, saben diferenciar» [2].
En 1970 había 448.508 sacerdotes católicos en todo el mundo.
Veinticinco años después, esa cifra se había reducido a 404.750, a pesar de
que el número de católicos había crecido considerablemente. Cerca de
46.000 sacerdotes habían abandonado el ministerio [3]. Cientos, quizá miles
de teólogos católicos, se habían alejado de principios elementales: negaban
bien la filiación divina de Cristo o la resurrección, bien el primado del papa.
Los ingresos en los seminarios habían descendido fuertemente. La
disciplina en el clero iba disminuyendo y crecía la mundanización. La
verdadera magnitud del tumor de los abusos sexuales la pondrían de
manifiesto décadas después los incontables delitos cometidos por diáconos,
sacerdotes e incluso obispos.
Ratzinger estaba convencido de que no solo se hallaba en juego la
disolución de dogmas considerados indisolubles hasta la fecha, sino
también, tras la escisión de los seguidores de Lefebvre, un nuevo cisma,
esta vez por la izquierda. De todas formas, la división interna de la
comunidad de creyentes era ya más que evidente. En 1984, el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe presentaba su diagnóstico en una
contribución para el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung: «Tengo la
impresión de que los daños que ha sufrido la Iglesia a lo largo de estos
veinte años se deben a que en su interior se han desatado fuerzas latentes,
agresivas, polémicas, centrífugas, quizá incluso irresponsables; y fuera [de
la Iglesia], al choque con un giro cultural: se impone la clase media alta en
Occidente, la nueva burguesía del sector terciario, con su ideología liberal-
radical de sello individualista, racionalista y hedonista». En estos
momentos, la tarea principal de la Iglesia consistiría en buscar un nuevo
«equilibrio en las orientaciones y los valores dentro del conjunto católico»
[4].
Las convulsiones que se estaban produciendo en la Iglesia se
correspondían con los terremotos intelectuales que sacudían el conjunto del
globo terrestre. Ratzinger predicaba que, cabalmente en tiempos inestables,
la Iglesia debía redoblar sus esfuerzos por centrarse en sus esencias, tal
como Jesús se lo había encargado: enseñar, ayudar, curar. Solo con su ética
decidida podía convertirse en consejera y compañera para las difíciles
cuestiones de la civilización moderna. En lugar de una Iglesia desde arriba
o desde abajo, él recomendaba una «Iglesia desde dentro».
Ratzinger era consciente de que Wojtyla, en cuestiones de estrategia,
pensaba de manera distinta. Grosso modo, sin embargo, el papa y el
cardenal coincidían en casi todo lo demás. «Nunca se sabe qué es objetivo
del papa y qué idea de Ratzinger», señalaba con un suspiro el redactor jefe
de la revista jesuita Stimmen der Zeit, Wolfgang Seibel [5]. Juan Arias,
autor español, apuntaba: «A menudo, cuando uno escucha los discursos de
Juan Pablo II, da la impresión de que los ha escrito Ratzinger. Y viceversa:
cuando uno lee los artículos del prefecto del Santo Oficio, se llega a la
convicción de que han sido inspirados por el propio papa Wojtyla» [6].

Según Juan Arias, alguien que a menudo cenaba con el santo padre había
asegurado «que Juan Pablo II, en cuanto al ámbito teológico en su conjunto
y en cuanto a la doctrina, realmente confía por completo en las sólidas ideas
del cardenal y teólogo alemán, con excepción de algunos aspectos de la
pastoral social, en la que Wojtyla se siente más seguro y tiene un enfoque
más personal» [7]. Además, Ratzinger solía estar mejor informado, pues los
obispos, en sus visitas ad limina, abrían espontáneamente su corazón al
pequeño bávaro. Se trataba de quejas y preocupaciones que no se atrevían a
manifestar ante la autoridad suprema o que esta no recibiría de buen grado.
Según Arias, ni de Ratzinger ni de Wojtyla podía afirmarse «que se trate de
personas que no viven en nuestro mundo o suscriben ideas teológicas
antediluvianas. Más bien son reformadores inteligentes que se sienten, con
toda la razón del mundo, progresistas y conciliadores». Además, «ambos
cuentan con amplios estudios, disponen de innegable sensibilidad, son
jóvenes, buenos polemistas y tienen ganas de iniciar una reforma auténtica
en la Iglesia» [8].
Ratzinger no solo reorganizó la Congregación, sino que también quería
darle una voz. La ofensiva mediática del antiguo catedrático se inició el 9
de mayo de 1983 con una entrevista en el semanario Der Spiegel, que tuvo
considerable repercusión. En ella, el teólogo jefe en cuestiones de fe habló
sobre el armamento atómico de Francia bajo el mandato de Mitterrand e
igualmente sobre la «debilidad actual de la Iglesia», que estaría motivada,
principalmente, por un «debilitamiento de la moral»: «La verdadera miseria
en el mundo se debe a que solo cuentan los meros hechos y los principios
morales son básicamente descartados como irreales». La Iglesia quizá debía
asumir en mayor medida «el profético papel de crítico, quien, si es
necesario, busca incluso la confrontación». Sería importante «tener el
valor» de «situarse en contra de la sociedad, siempre que así lo requiera la
posición moral». No obstante, la Iglesia «no debe extralimitarse en su
autoridad, pues fácilmente podría imponer falsas obligaciones de
conciencia».
En cuanto a la creciente influencia de la nueva «teología de la
liberación», el cardenal señalaba: «Que la Iglesia en Latinoamérica ejerza
su responsabilidad social, que trate de limitar las dictaduras a través de su
oposición moral, que se esfuerce por hacer valer la justicia, porque, de lo
contrario, la paz será imposible: todo eso me parece correcto y necesario».
Cosa bien distinta es «que en algunos teólogos lo cristiano se esté diluyendo
y amalgamando con lo marxista». De esta forma, «se neutraliza la fuerza
moral del Evangelio» [9].

La entrevista de Ratzinger en Der Spiegel fue un intento de abandonar la


actitud defensiva y superar la estrechez temática que se le imponía a su
congregación desde fuera. Confrontado por el periodista de Der Spiegel con
la tesis de haber protagonizado un giro personal al transformarse de
progresista en conservador, Ratzinger respondió que «él mismo se había
hecho esa pregunta unos años atrás». «Al fin y al cabo, uno no puede
quedarse parado en la vida, sino que debe evolucionar». En su caso, sin
embargo, se trataba de «una evolución rectilínea y en modo alguno fruto de
contradicciones». Recientemente había releído en los volúmenes que
recogen los discursos del Concilio «aquellos que preparé yo», constatando
que hasta la fecha «no he abandonado nada de lo que entonces defendí». Lo
que sí había cambiado era «el contexto en el que vivimos, y con ello
naturalmente también hasta cierto punto el grado de reflexión al que se
aspira».

A grandes rasgos, el primer periodo de Ratzinger como prefecto está


marcado por la polémica en torno al anuncio doctrinal en la Iglesia.
Cuando, por invitación del cardenal francés Jean-Marie Lustiger, habló en
la primavera de 1983 sobre «La crisis de la catequesis y su superación»
tanto en la catedral parisina de Notre Dame como en la catedral de Lyon,
desató una tormenta de indignación. Se le reprochó querer volver atrás.
«Asociaciones francesas de catequistas reaccionaron con dureza e incluso
hubo obispos que expresaron su protesta», cuenta el secretario Fink.
Ratzinger había lamentado que los libros de texto recién introducidos en las
clases de Religión ofrecían una catequesis de la disgregación y
experimentos continuamente cambiantes. Habría sido un grave error
declarar sin más superado el género del catecismo. Indignado se mostró
también a raíz de ello el papa Wojtyla, pero por razones distintas a las de los
críticos en Francia. En respuesta a los problemas, el papa encargó a una
nueva comisión la tarea de elaborar un catecismo universal de la Iglesia
católica. Huelga decir quién debía hacerse cargo de la dirección del
proyecto, que finalmente se convertiría en uno de los logros más
significativos del pontificado de Juan Pablo II.
El siguiente golpe de Ratzinger estalló, un año después, como una
bomba. Periodistas de todo el mundo estaban ya haciendo cola delante de
las oficinas de la Congregación para conseguir una entrevista en exclusiva.
La lista de solicitantes abarcaba desde The New York Times hasta el Prawda
de Moscú. El periodista italiano Vittorio Messori recibió el visto bueno para
una entrevista larga con el prefecto durante las vacaciones de verano. Tuvo
lugar del 15 al 18 de agosto de 1984 en Bresanona (Brixen), en Tirol del
Sur, y se publicó al poco tiempo en Italia en forma de libro bajo el título
Rapporto sulla fede. El público al que se dirigía el «informe» de Ratzinger
era la nueva generación de seminaristas, cansados de la teología buenista
que se impartía en las facultades católicas. La entrevista contenía las
posiciones ya conocidas de Ratzinger, especialmente sus críticas de los
desarrollos posconciliares. Ahora, sin embargo, ya no era un simple teólogo
quien hablaba, sino el colaborador más importante del papa. Y lo hacía con
claridad meridiana.
En su lugar de vacaciones, el prefecto se alojaba en un seminario que
alquilaba habitaciones, en su mayoría a religiosos mayores. Amaba los
largos pasillos, la atmósfera espiritual e incluso el olor que se respiraba en
el antiguo edificio barroco. En el refectorio compartía con los sacerdotes
jubilados las comidas que preparaban las monjas tirolesas. Manteniendo
una antigua tradición, de vez en cuando visitaba el Hotel-Restaurante
Grüner Baum, por sus excelentes crepes. Messori se había preparado bien.
Sabía que nadie, excepto el papa, podía «responder con mayor autoridad» a
las preguntas acerca de la situación de la Iglesia y de la fe. Al igual que no
eran aplicables al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
esquematizaciones del tipo «conservador» o «progresista», «de derechas» o
«de izquierdas», tampoco tenían sentido las etiquetas generalizadoras como
«optimista» o «pesimista».
Messori, nacido en Turín en 1941, había crecido en una familia atea y era
católico bautizado ya de adulto. Con su interlocutor no solo compartía la
misma fecha de cumpleaños, el 16 de abril, sino también la pasión por los
intercambios intensivos y honestos [10]. Nada más iniciarse la entrevista,
Ratzinger explicó que «nunca hubiera estado dispuesto a asumir este cargo
eclesiástico si mi labor hubiera consistido esencialmente en controlar». Por
supuesto, seguía existiendo la dimensión disciplinaria de la Congregación,
pero también esa tenía «una finalidad positiva». «Un punto de vista
religioso» basado en que «la verdad es un elemento vital fundamental para
el ser humano» es, subrayó, la condición previa para alcanzar una
comprensión adecuada de su dicasterio. De no ser así, la «preocupación»
del cargo frente a la negación de verdades de la fe se interpretaría
erróneamente como «intolerancia». No habría que olvidar nunca «que para
la Iglesia la fe representa “un bien común”, una riqueza que es de todos,
empezando por los pobres, que son los más desprotegidos frente a las
tergiversaciones».
Ratzinger señaló con firmeza que «no puede negarse que los últimos diez
años se han desarrollado de forma muy negativa para la Iglesia católica».
Esta «crisis auténtica, que ha de ser tratada y curada», debía aprovecharse
para «volver a los documentos» del Concilio: estos «nos ofrecen las
herramientas adecuadas para afrontar los problemas de hoy. Estamos
llamados a reconstruir la Iglesia no a pesar de, sino gracias al verdadero
Concilio». Apuntó que no existe una «Iglesia preconciliar o posconciliar,
solo una única Iglesia que se halla en camino hacia Dios». Los cristianos
debían volver a la convicción «de pertenecer a una minoría» que a menudo
contrasta con aquellas formas de pensamiento y comportamiento que el
Nuevo Testamento llama «espíritu del mundo» («y seguramente no en un
sentido positivo»). Hacía falta «redescubrir el coraje de ser inconformista,
la capacidad de oponerse».
En cuanto al Concilio, Ratzinger rechazó cualquier intento de querer
negar el Vaticano II a través de una «restauración». Los ultras en torno al
disidente arzobispo Lefebvre no estarían vivificando la fe, sino
congelándola. «Cuando “restauración” significa una vuelta atrás, entonces
ningún tipo de restauración es posible. La Iglesia avanza hacia la
culminación de la historia». Sin embargo, también existiría un concepto de
«restauración» que podía identificarse con «la búsqueda de un nuevo
equilibrio», «tras todas las exageraciones de una apertura al mundo sin
orden ni concierto». En este sentido, una «restauración», entendida como
«un nuevo equilibrio de las orientaciones y valores dentro del conjunto
católico», sí sería algo «absolutamente deseable».
Hay cosas que mejor no se dicen o se dicen de forma diferente. Y hay
cosas que algunos ansían escuchar para así poder asestar un golpe a la
figura que provoca controversia. Que, tras la publicación del libro-
entrevista, los críticos se lanzarían sobre el término «restauración» era solo
cuestión de tiempo. Ratzinger trató de contener la tormenta de indignación
al resaltar en una declaración a un periódico italiano que el vocablo
«restauración», de acuerdo con su contenido semántico, debía entenderse
como «recuperación de valores perdidos». Aunque para el hombre moderno
el término «tenga una carga lingüística tal que resulta difícil añadirle este
significado, la voz en realidad significa literalmente lo mismo que la palabra
“reforma”».
Como ejemplo mencionó la labor de san Carlos Borromeo, quien para él
representa «la clásica expresión de una verdadera reforma, es decir, de una
renovación con la que se avanza, precisamente porque enseña a vivir de una
forma nueva los valores permanentes al mantener actual la totalidad del
hecho cristiano y la totalidad del hombre». En Milán, Borromeo habría
«reconstruido –restaurado– [la Iglesia casi destruida], sin regresar, por eso,
a la Edad Media; al revés, creó una forma moderna de Iglesia». Eso habría
quedado patente por el hecho «de disolver una orden religiosa que ya se
estaba hundiendo y adjudicar los bienes de esta a comunidades nuevas y
vivas». En relación con el anquilosamiento de la Iglesia, que tantas veces
había criticado, el cardenal preguntó de forma provocadora: «¿Quién posee
hoy el coraje suficiente para declarar pasto del olvido aquello que en su
interior está muerto (y que solo sobrevive en el exterior)?». A menudo, sin
embargo, se estarían «combatiendo nuevas manifestaciones del despertar
cristiano precisamente por parte de los llamados reformistas».
La explicación, aportada a posteriori, no era una rectificación, todo lo
contrario. De ella se deducía lo que el prefecto consideraba el único camino
transitable en momentos difíciles. En el fondo, se mostraba más radical y
más dispuesto a introducir reformas que el grueso de sus críticos, que
«defienden desesperadamente instituciones que solo perviven inmersas en
la contradicción». Del ejemplo de Carlos Borromeo se podría aprender «en
qué consiste la condición previa esencial para tal (auténtica) renovación:
Carlos fue capaz de convencer a otros, porque él mismo era un convencido.
Gracias a su convicción pudo perdurar en medio de las contradicciones de
su época, porque él mismo las vivía. Y él las pudo vivir, porque era
cristiano en el sentido más profundo de la palabra, es decir, que estaba
centrado por completo en Cristo. Lo que realmente cuenta es la
recuperación de esa relación abarcadora con Cristo».
Ratzinger consideraba que una de las causas de la crisis de la fe eran los
malentendidos respecto de qué es realmente la Iglesia. «Tengo la impresión
de que, en gran medida y de forma silenciosa, está desapareciendo el
genuino significado católico de la realidad “Iglesia”, sin que sea rechazado
expresamente. Muchos ya no creen que sea una realidad deseada por el
propio Señor. Incluso por parte de algunos teólogos, la Iglesia aparece como
un constructo humano, como un instrumento creado por nosotros mismos y
que, por tanto, podemos reorganizar libremente según las necesidades del
momento». Sin embargo, lo que realmente se encuentra «tras la parte
exterior humana es el misterio de una realidad sobrehumana, y reformistas,
sociólogos y organizadores no tienen la más mínima autoridad para
intervenir en ella». Si la Iglesia es «considerada solo obra nuestra, entonces
los mismos contenidos de la fe se convierten en discrecionales». La
consecuencia sería: «El Evangelio se convierte en el Proyecto de Jesús, es
decir, en un proyecto de liberación social o en otros proyectos meramente
históricos, inmanentes, que aparentan ser religiosos, pero que, en lo
sustancial, son ateos» [11].
A diferencia de los progresistas, Ratzinger apostaba por el original, el
clásico. Insistía en el hardware que no debía ser modificado si no se querían
perder también los códigos fuente y, por extensión, la competencia nuclear
que, en esencia, justifica la existencia de la Iglesia. No se cansó de repetir:
el núcleo de aquello que Cristo había legado como impulso permanente no
residía en un plan de negocios sino en los misterios de su origen divino. Por
tanto, era necesario «reencontrar el sentido de la Iglesia como Iglesia del
Señor, como espacio de la presencia real de Dios en el mundo».
No podía haber mayor contraste que el que se daba entre el guardián de
la fe y la corriente dominante de una Iglesia de diseño, la cual, en su
opinión, no era ni caliente ni fría, sino tibia y desdibujada. Gustosamente
aludió Ratzinger a la pregunta decisiva y divisoria que Jesús les había
formulado a sus discípulos: «¿Quién decís que soy yo?». De acuerdo con el
relato de los evangelistas, quienes esperaban que el Nazareno se convirtiera
en un líder político, un rey poderoso o, al menos, un curandero milagroso,
pronto se separaron de él, primero interiormente y después exteriormente.
Resulta tanto más sorprendente que el «resto santo», aquellos sencillos
pescadores y campesinos que no disponían de un plan ni de una visión
política se opusieran a un imperio y consiguieran la supervivencia de la
nueva doctrina únicamente por su fe en la acción existencial de Dios. Por
supuesto, apuntó el prefecto, la Iglesia, en cuanto a sus estructuras
humanas, es semper reformanda, es decir, requiere reformas de continuo.
Sin embargo, también habría que «ser consciente de cómo y hasta qué
punto», pues lo que los humanos pueden hacer siempre será «infinitamente
menos» de lo que es capaz aquel «de quien, en último término, todo
depende». La «auténtica reforma» no consistiría en construir una «nueva
fachada», sino «en que lo nuestro desaparezca en la mayor medida posible,
para que lo suyo, lo que pertenece a Cristo, sea más visible».

Por poner un ejemplo, hizo referencia a la curia diocesana de Múnich,


que en su época de obispo contaba con 400 funcionarios y empleados
(entretanto son ya más de 1.000). Dado que forma parte de la naturaleza de
las administraciones el justificar su existencia con un número cada vez
mayor de documentos, eventos y nuevos planes estructurales, ese tipo de
apoyo a menudo resulta más una carga que un alivio para los sacerdotes.
Ratzinger avisó del peligro de la creciente «trivialización racionalista,
palabrería superfina e infantilismo pastoral». Uno siente «escalofríos»,
aseguró, en vista de una liturgia posconciliar a menudo sin brillo y que
suscita «aburrimiento con su tendencia hacia lo banal y su falta de
aspiraciones estéticas». Lo que resultaba «esperanzador» era, a su juicio,
«la aparición de nuevos movimientos que nadie ha planificado ni llamado,
sino que surgen espontáneamente de la intrínseca vitalidad de la fe». Estas
iniciativas tenían aún «apenas voz en el gran discurso de las ideas
dominantes», a diferencia de «las antiguas formas que han encallado debido
a sus contradicciones y sus ganas de negarlo todo». Por eso, a «quienes
ejercen cargos eclesiales y a los teólogos» les correspondería la
responsabilidad de «mantener abierta la puerta y preparar espacio» para los
nuevos movimientos [12].
Como siempre, el cardenal se había significado mucho. Juan Arias
comenta que «quien recuerde el proverbial silencio de los anteriores
prefectos del Santo Oficio, no sale de su asombro». Aún no se había
publicado la edición alemana de Rapporto sulla fede, la conversación con
Messori. Pero que Küng aprovecharía la coyuntura para lanzar sus dardos
era tan seguro como que el día precede a la noche. El 4 de octubre de 1985
apareció en el semanario hamburgués Die Zeit una crítica generalizada que
no dejaba piedra sin remover.
«¡La antigua inquisición ha muerto, viva la nueva!», exclamaba Küng
con sarcasmo en el titular. Y señalaba: «Durante mucho tiempo me he
guardado de realizar un balance provisional respecto del rumbo actual del
Vaticano» mientras que «las antiguas heridas aún dolían». «Precisamente
porque cada día percibo el sufrimiento de tantos hombres y mujeres, en
especial de los hermanos que ejercen el ministerio, a causa del rumbo actual
de la Iglesia, no puedo seguir guardando silencio». Esto resultaba
perentorio, según Küng, «en vista de una publicación que acaba de ver la
luz y que procede de la pluma del número dos del Vaticano». Küng se sentía
obligado a hacerse eco de esas quejas «con franqueza cristiana» y «sin
temor a los tronos de los prelados». Y tomó impulso: el «prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, que cada día recibe la información
más secreta, procedente de todos los continentes, hará sin duda todo lo
posible para responder a toda esa información de la manera más secreta
posible, día tras día. Basta con que desapruebe un programa de radio
eclesial, que casualmente ha escuchado mientras iba en el coche, para
enredar al obispo responsable de ese locutor en una maraña de
correspondencia con el fin de que actúe contra este». «En los casos muy
importantes», Ratzinger, prosigue el teólogo suizo, «viaja con toda una
tropa al país que corresponda para dejarle claro a esa conferencia episcopal
cuál es la “verdad católica”». «Teniendo en cuenta la actividad global del
cardenal alemán de la curia, que proyecta hacia fuera sus miedos», no
resultaría sorprendente «que algunos en Alemania digan que este hombre ha
traicionado el legado reformista de Josef Frings, el cardenal alemán del
Concilio».
Küng no se olvidó de enumerar todos los casos que, de alguna forma u
otra, podían tener cabida dentro de la letanía de quejas: el «caso Galilei»,
«la disputa de los ritos en China», «la inclusión en el Índice de los
pensadores más importantes de Europa (Descartes, Kant, Sartre, etc.)»,
«nueve millones de víctimas en los procesos contra las brujas». Hoy habría
nuevamente un dirigente eclesiástico que cree «poder comportarse como si
fuese la encarnación de la norma de la ortodoxia católica gracias al cargo
que recientemente ha conseguido en Roma». El ajuste de cuentas culminó
con las siguientes palabras: «Joseph Ratzinger tiene miedo. Y como el Gran
Inquisidor de Dostoyevski, no hay nada que tema más que la libertad». Ah
sí, aún faltaba algo: «Ya nadie es quemado, pero sí destruido psicológica y
profesionalmente siempre que sea necesario».
El artículo tuvo graves consecuencias. Proporcionó hasta nuestros días el
patrón para valorar mediáticamente al prefecto, valoración que fue
reproducida con solicitud por innumerables periodistas. Caracterizaciones
como «gran inquisidor» o «rigorista» se posaron como muelas de molino
sobre la figura de Ratzinger, sin que nunca pudiera deshacerse de ellas. El
«psicópata cargado de miedos que proyecta sus obsesiones sobre todo el
mundo y que odia todo lo que huela a apertura y libertad» se convirtió en
otro de los prejuicios recurrentes. La lista de acusaciones contenía: boicot al
ecumenismo, persecución de teólogos modernos, reactivación de doctrinas
eclesiásticas medievales, supresión de la emancipación de las mujeres,
traición al Concilio y actitud beligerante hacia las «sociedades
democráticas» y las «libertades modernas». Küng escribió literalmente:
«Según Ratzinger, hoy en día la Iglesia en realidad ya solo funciona bien en
los Estados totalitarios del Este, en los que, al menos, la pornografía, las
drogas y algunas cosas más simplemente no se permiten» [13].
El «informe» de Ratzinger se limitaba a describir de forma inequívoca
las pautas de la Iglesia católica en relación con las cuestiones de la época,
nada más. Quizá no diera siempre con el tono adecuado, por lo que su
declaración podía resultar algo brusca. Pero en ningún sitio se hablaba de
medidas duras, de gobernar con autoritarismo y mucho menos de
escarmentar a los adversarios de la curia. Al fin y al cabo, Ratzinger se
situaba, junto con Karol Wojtyla, en la cúspide de la Iglesia, supuestamente
gobernando de forma centralista con mano de hierro, según señalaban los
críticos. En cierto sentido, el libro podía incluso leerse como un documento
del fracaso o, al menos, como un grito de auxilio. En último término, el
reconocimiento de la crisis era también un reconocimiento de que los
medios del papa y del Vaticano no eran suficientes para lograr avances
significativos. No obstante, el panorama que había trazado ilustraba lo
difícil que resultaba la defensa de la fe ortodoxa, mientras que los críticos,
con la simple repetición de sus exigencias, podían contar con la más sonora
aclamación. En cualquier caso, la polémica de Küng poco tenía de honrado
o de verdad histórica. Se parecía más bien a un incendio provocado. Había
nacido el Panzerkardinal [cardenal-tanque]. La etiqueta se la otorgó la
prensa sensacionalista inglesa, pero el terreno lo había preparado Hans
Küng con su elección terminológica y la aterradora «orden de búsqueda»
que se encargó de colgar en cada pared.
El estereotipo recurrente que empleaba, por ejemplo, el redactor de temas
eclesiales del Süddeutsche Zeitung sonaba así: una vez más, el teólogo
supremo de la Iglesia católica ha «reforzado su reputación de ser la cara
desagradable de la Iglesia, un Panzerkardinal o un “gran inquisidor” [...].
Muchas de las cosas ordenadas por el grácil hijo de un gendarme [...] han
sulfurado al pueblo eclesial: que se le retirara a Küng la licencia para
enseñar la fe católica, la “pena de silencio” impuesta al teólogo de la
liberación Leonardo Boff, la condena del aborto como una forma de
asesinato, la negativa al sacerdocio de las mujeres». Y para concluir:
«Resulta difícil acercarse a este hombre distanciado y enigmático» [14].
Pero ¿a quién podía interesarle que realmente no había sido Ratzinger
quien «había ordenado» que a Küng se le retirara la licencia de enseñanza o
que no era «difícilmente accesible»? Cuando el fin justifica los medios,
también sucumbe la ética periodística. Ratzinger era incómodo. Era un
elemento molesto en el funcionamiento de la Iglesia, pues, en el fondo,
ningún otro clérigo luchaba con tanta vehemencia contra el burocratizado
sistema mental y administrativo de la Iglesia católica como lo hacía el
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Mientras que justo
aquellos obispos que se consideraban especialmente progresistas se
aferraban a sus privilegios, conducían coches de alta gama y administraban
la fe mal que bien, Ratzinger, en el fondo, reivindicaba una revolución
desde las raíces. Criticaba «la estructura de la Iglesia en Alemania», que se
mostraba como «un freno de lo nuevo». En lugar de «una dinámica de la
fe» imperaba «un sentimiento de tibieza y aburrimiento». «Menos
estructuras y más vida, eso sería lo deseable». La Iglesia no debía
«dedicarse principalmente a mirarse el ombligo» [15]. La «revolución de
Dios» de la que él hablaba consistía, en buena medida, en sublevarse contra
un mundo en el que, «en el nombre del dinero, se corrompe al hombre y se
saca beneficio de su debilidad, su vulnerabilidad a la tentación y su
susceptibilidad de ser vencido».

El intento de Ratzinger de crear una corriente alternativa en la opinión


pública a través de su libro-entrevista copiaba, en cierta medida, un modelo
de la época de la dictadura nazi, cuando los obispos fundaban publicaciones
diocesanas propias, porque los medios de comunicación, obligados todos a
seguir la línea oficial, solo se dedicaban a despreciar, tergiversar o
simplemente silenciar a la Iglesia católica. La estrategia le dio la razón.
Ratzinger unplugged, sin censura ni cortes, tuvo tal demanda que la edición
original italiana de su Informe sobre la fe, con una tirada de 70.000
ejemplares, se agotó en pocas semanas. La edición francesa superó de golpe
la marca de los 100.000 libros vendidos, y en España pronto se habían
impreso trece ediciones. El libro se convirtió en una sensación en todo el
mundo, con millones de lectores que querían informarse de primera mano
sobre el pensamiento del cardenal.
52
La lucha en torno a la teología de la liberación

E ntretanto, don Bruno había conseguido una máquina de escribir con


teclado alemán. Gracias a la ayuda del arzobispado de Múnich pudo
sustituir el minúsculo archivador de su despacho por otro más grande. El
«gran inquisidor» seguía sin tener mecanógrafa propia. Por mediación del
arzobispo curial Augustin Mayer, más adelante Birgit Wansing, de las
Hermanas de María de Schoenstatt en Vallendar, se haría cargo de esa tarea.
Y serviría a Ratzinger con fidelidad y discreción incluso tras su pontificado.
Contaba con la gran ventaja de saber descifrar la minúscula caligrafía de su
jefe.
El secretario Fink estaba reñido con las «lenguas extranjeras,
especialmente con el italiano», porque no conseguía «escribir sencillas
cartas sin cometer errores ni responder de forma adecuada y segura en los
momentos críticos». Su superior, sin embargo, nunca refunfuñaba, sino que
siempre transmitía a sus empleados la sensación «de que podían contar con
su comprensión, aceptación y respeto» [1]. Pero don Bruno se cansó pronto
del Vaticano. Deseaba regresar a su patria, quería volver a estar «junto a la
gente» y ser un simple sacerdote. Y eso, a pesar de que un amigo suyo, un
abogado romano, le insistía: «¡Estás loco! ¿Ahora que tienes un puesto tan
importante, situado directamente en el centro de la Iglesia católica, y un jefe
al que admira medio mundo, a ti no se te ocurre otra cosa que irte, para ser
cura en cualquier rincón de Múnich?».
Las fatigas del día a día quedaban interrumpidas por los conciertos a los
que acudía Fink con su jefe y la hermana de este. En la majestuosa Sala
Regia del Palacio Apostólico disfrutaron de una actuación de la Filarmónica
de Nueva York, que interpretó la Sinfonía número 3 de Ludwig van
Beethoven bajo la dirección de Leonard Bernstein. Las Navidades se
celebraban en la vivienda de Ratzinger. No podía decirse que era
Nochebuena hasta que Maria y Joseph montaban el belén de su infancia y
adornaban el árbol de Navidad al estilo bávaro. Para acompañar
musicalmente la velada, Fink tocaba en su guitarra canciones de los Alpes.

En algún momento, el cabildo catedralicio de Múnich envió al pintor


Bruno Lenz, de avanzada edad, a Roma para hacer un retrato del antiguo
obispo, pensado para la galería en la que se encontraban los de sus
predecesores en la sede diocesana. Lenz era violinista de oficio y formaba
parte de la Filarmónica de Múnich. El cardenal posó obedientemente de
modelo para él, primero en su despacho, después en casa. El pintor hizo que
le mostraran todo tipo de prendas y decidió que se vistiera con un hábito
coral rojo. «Su entusiasmo era tan grande», comenta Fink, «que llegó a
pintar ocho retratos». Todos los cuadros mostraban «a un hombre amable,
con una mirada agradable y limpia». Irradiaban «una actitud tranquila y
serena», lo que, según Fink, era «absolutamente típico del entonces prefecto
de la romana Congregación para la Doctrina de la Fe».
Otros lo veían de manera distinta. El caso Küng había sido resuelto antes
de la toma de posesión de Ratzinger. El supuesto «caso Drewermann» ni
siquiera llegó a debatirse en Roma. Aunque el prefecto estuviera
convencido de que la polémica en torno al teólogo alemán iba «mucho más
allá de la problemática exegética», tal como le escribió al catedrático Franz
Mußner, compañero de la época de Ratisbona. Se trataba de una
«confrontación con una nueva gnosis que busca sustituir el cristianismo por
una sincrética religión de la humanidad» [2].
Para entonces, el prefecto había enfurecido a los gobiernos comunistas.
Le reprochaban que los había ofendido profundamente. El motivo era una
«instrucción» de septiembre de 1984. En ella, Ratzinger señalaba que era
una «vergüenza de nuestros tiempos» y un «artificio» que «naciones enteras
sean sometidas en condiciones inhumanas a la esclavitud, mientras que al
mismo tiempo se sostiene que se les trae la libertad» [3]. En octubre de
1986 le siguió una primera declaración de principios sobre la
homosexualidad. En una carta a los obispos sobre la «pastoral para
homosexuales» se afirmaba que, si bien la inclinación de estas personas «en
sí no es pecaminosa», el «uso de la función sexual era bueno único y
exclusivamente en el matrimonio». «Rata», «nazi» y «demonio» eran los
calificativos que, en el momento en que Ratzinger hablaba en Nueva York
en la iglesia luterana de San Pedro, resonaban en una manifestación
convocada por grupos en defensa de la homosexualidad. El evento tuvo que
ser protegido por cuarenta policías y agentes de paisano [4].
Por el contrario, el prefecto se pronunció a favor del fortalecimiento de
las mujeres en la sociedad. En una entrevista con el diario Die Welt apuntó:
«Creo que es la mujer, sobre todo, la que se ve en la situación de tener que
asumir las consecuencias negativas de nuestra cultura tecnológica, que es
esencialmente una cultura masculina. Es una cultura del hacer, del éxito, del
rendimiento, del autobombo, es decir, una cultura con parámetros
típicamente masculinos». En cuanto a la Iglesia, esta necesitaría «una
cultura femenina, que es de alto rango y, como mínimo, equivale a lo que
hacen los hombres» [5].

Con la declaración Donum vitae de 22 de febrero de 1987, una


«instrucción sobre el respeto a la vida humana incipiente y la dignidad de la
procreación», la Congregación para la Doctrina de la Fe trató las posiciones
de la Iglesia católica sobre la protección de la vida, el aborto, la
fecundación artificial y el diagnóstico prenatal. Según Donum vitae, a partir
de la fusión del óvulo con el espermatozoide el embrión se considera
persona. Con ello, goza de los mismos derechos personales que el neonato y
que las personas de todas las edades. Debe respetarse y protegerse su
derecho a la vida, pues representa un valor moral fundamental. La
instrucción rechazaba la maternidad subrogada al igual que la fecundación
artificial.
Con cada mes que pasaba quedaba mayor constancia de la tormenta que
se estaba fraguando en Sudamérica y amenazaba con convertirse en una
disputa por la orientación de la Iglesia capaz de transformarla en todo el
mundo. El subcontinente había caído en manos de déspotas y explotadores.
Las ciudades se estaban deteriorando y la población campesina se hundía en
la miseria. Gobiernos militares imponían su ley mediante la persecución y
el terror. Solo entre 1968 y 1979, al menos 1500 sacerdotes, monjas,
profesores de religión y sindicalistas cristianos habían sido encarcelados,
torturados y asesinados. «¡Haz algo por tu patria, asesina a un sacerdote!»,
decían los carteles de los escuadrones de la muerte de los terratenientes.
Mientras oficiaba una misa el 24 de marzo de 1980, el arzobispo de San
Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue asesinado a tiros junto al altar, porque
en sus misas había osado denunciar violaciones de los derechos humanos y
se había atrevido a leer los nombres de personas asesinadas y
desaparecidas. Roma se enfrentaba a un problema complicado. En Europa
del Este, la Iglesia se situaba al lado de un movimiento de resistencia que
buscaba la liberación del dominio comunista. Pero mientras que la
población en Polonia y otros países quería quitarse de encima el yugo del
marxismo, entre los sacerdotes y obispos sudamericanos empezaban a
proliferar lemas comunistas.

El conflicto contaba con una larga historia previa dentro de la propia


Iglesia. En la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
celebrada en Medellín en 1968, los obispos decidieron que había llegado la
«hora de actuar» ante el dramático deteriore de las condiciones de vida de la
población. Tres años más tarde, el dominico peruano Gustavo Gutiérrez
publicó su libro Teología de la liberación, proporcionándole un nombre al
movimiento. Se entendía como «voz de los pobres» para liberarlos de la
explotación y opresión a partir de los impulsos del Evangelio. Muchos
jóvenes teólogos latinoamericanos habían estudiado en Europa. Inspirados
por la rebelión estudiantil y las enseñanzas de profesores como Johann
Baptist Metz, llevaron las ideas de la teología política a sus respectivos
países. A la inversa, algunos teóricos occidentales del marxismo se
entusiasmaron ahora con la idea de materializar en Sudamérica los sueños
sociales revolucionarios que no había logrado realizar la rebelión del 68 en
Europa.
El mismo año de la publicación de la Teología de la liberación de
Gutiérrez, 80 sacerdotes chilenos fundaron la agrupación «Cristianos por el
Socialismo». Exigían «una alianza estratégica de cristianos revolucionarios
y de marxistas hasta lograr conjuntamente el proyecto histórico de la
liberación». Cuando el movimiento socialista Unidad Popular, encabezado
por Salvador Allende, se hizo con el gobierno en Chile, el líder de la
revolución cubana, Fidel Castro, exalumno jesuita, viajó al país y, en un
encuentro, aseguró su solidaridad a los 140 sacerdotes reunidos. Algunas de
personas que habían participado en el encuentro declararon en un
llamamiento posterior que los cristianos en su conjunto estaban obligados a
construir, en unión con los marxistas, el socialismo en Latinoamérica. El
sacerdote Camilo Torres, amigo de Gustavo Gutiérrez, se unió al comunista
Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia y, con un arma en la
mano, anunció que la sublevación revolucionaria no era solo una lucha
cristiana, sino sacerdotal.

En Argentina, Brasil, Chile o Nicaragua surgieron como setas grupos de


base que soñaban con un modelo socialista cristiano y que, en su lucha por
las personas pobres y privadas de derechos, contemplaban el uso de la
violencia. Entre los sacerdotes que se sumaron al nuevo movimiento
también se encontraban los hermanos Clodovis y Leonardo Boff, ambos
miembros de la orden franciscana. Leonardo había estudiado con Karl
Rahner y escrito la tesis en Múnich con el teólogo dogmático, Leo
Scheffczyk, amigo de Ratzinger. «En aquella época, Boff era aún
completamente católico», apuntó Ratzinger en una de nuestras
conversaciones. Y, al parecer, también suficientemente simpático para que
el catedrático se declarara dispuesto a sufragar de su propio bolsillo los
gastos de impresión de la tesis de Leonardo. Boff se convirtió, por primera
vez, en asunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1975. El
problema radicaba en la retórica cada vez más agresiva de algunos líderes
de la teología de la liberación, así como en la cooperación con grupos
comunistas. Ratzinger, en aquel entonces miembro de la Pontificia
Comisión Teológica Internacional, mostró, sin embargo, comprensión. Los
movimientos de base solo estarían reaccionando frente a las injusticias en
los distintos países. Al mismo tiempo, una declaración de la Comisión
Teológica Internacional advertía de que la religión no podía ni «bautizar el
marxismo» ni aprobar la lucha de clases. En caso contrario, existiría el
peligro de verse involucrada en enfrentamientos violentos [6].
Ya como catedrático en Ratisbona, Ratzinger estaba perfectamente
informado de lo que ocurría en Sudamérica. Su informante era Maximino
Arias Reyero, uno de sus doctorandos. El sacerdote y teólogo español había
seguido a su maestro de Bonn a Tubinga y, en 1969, de Tubinga a
Ratisbona. Desde 1971 enseñaba Teología Dogmática en la Pontificia
Universidad Católica de Santiago de Chile y era director del Seminario
Latinoamericano – Centro de Documentación. Siendo obispo de Múnich,
Ratzinger aprovechó la primera ocasión que se le presentó con motivo de
un viaje a Ecuador en 1978 para informarse in situ. Después elogió en
varios artículos a la Iglesia de Latinoamérica, que «da un buen ejemplo con
una parte considerable de las llamadas comunidades de base». En la
situación de la época era necesario, apuntaba en 1982 en su obra Teoría de
los principios teológicos, «formar células vivas que abandonen de forma
consciente las imposiciones del ambiente moderno y vivan en comunidad la
“alternativa” del Evangelio, de tal manera que se cree un ambiente de fe. En
tales células –guiadas fundamentalmente por el doble mandamiento del
amor a Dios y al prójimo y, en consecuencia, por una cultura de la oración y
la diaconía cristiana–, la Iglesia puede crecer de nuevo» [7].

«Ciertamente, Ratzinger percibía los profundos problemas de


Latinoamérica con simpatía interior», sentencia Hansjürgen Verweyen; la
creación de comunidades de base le parecía «bien, en términos generales»
[8]. Sin embargo, Arias Reyero le informaba con cada vez mayor frecuencia
de las grandes tensiones existentes en su facultad entre la teología
tradicional y los partidarios de un socialismo cristiano. Estas informaciones
de primera mano influyeron de manera decisiva, según Verweyen, en la
actitud crecientemente crítica de Ratzinger. Como prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe también trató de hacerse una y otra
vez una idea personal de la situación, por ejemplo, en 1988 con ocasión de
un viaje de diez días a Chile y Colombia para impartir un ciclo de
conferencias y una serie de sermones.
Juan Pablo II quería que hubiese tranquilidad en este flanco. El papa
simpatizaba con los pobres y oprimidos, pero no con las personas que
querían erigir un sistema del que sus compatriotas polacos estaban tratando
de deshacerse en esos mismos momentos. Wojtyla presionaba. Ratzinger
reconoce que la disputa con la teología de la liberación «fue el primer gran
tema» que el papa le encargó al asumir su cargo de prefecto [9]. Salvación
en el más allá o salvación en el más acá, el tema le venía como anillo al
dedo. Siendo estudiante, lo abordó en su tesis doctoral; luego, siendo
doctor, lo retomó con motivo de la habilitación; y de nuevo en calidad de
perito conciliar, cuando hubo que redactar la constitución sobre la
revelación divina. Por último, también se ocupó de él en su obra central
Escatología. Sostenía que el hombre puede mejorar su situación, pero no
hacer que desaparezcan del mundo la perturbación de la creación ni el
hecho del pecado y el mal (que contribuyen a la seducción, opresión y
miseria). Los hombres nunca deberían empeñarse en lograr un estado final
de paz en la historia, pues «ahí donde lo imposible se convierte en directriz
de lo real, la violencia, la destrucción de la naturaleza y, junto con ella, de la
humanidad se tornan en necesidad intrínseca» [10].

Siendo niño, Ratzinger había oído decir que cristianismo y


nacionalsocialismo iban de la mano. En su estudio sobre Buenaventura
analizó la lucha que libró el general de la orden franciscana con un
movimiento católico de carácter social-revolucionario que, imbuido de un
apasionado entusiasmo, había perdido toda mesura en su crítica a la Iglesia.
El sueño era una «tercera edad» y el paraíso de los libres e iguales, por el
que merecía la pena luchar. Si Buenaventura no se hubiera encargado de
marcar el rumbo sobre la base de la doctrina católica, se habría producido la
división no solo de los franciscanos, sino de la Iglesia entera. Precisamente
ahí residía el conflicto fundamental con una de las corrientes de la teología
de la liberación, que como movimiento cristiano y social promovía la paz y
la libertad intramundanas.

Las vivencias de Tubinga pesaban mucho en la reflexión de Ratzinger.


No como «trauma», sino como experiencia. Contemplando las esperanzas
socialistas de salvación de muchos estudiantes y no pocos de sus
compañeros catedráticos, Ratzinger pudo observar qué ocurre cuando se
politiza la religión. Los cabecillas de entonces en modo alguno constituían
una base amplia. «En realidad, fue un pequeño círculo de funcionarios el
que impulsó las cosas en esa dirección. Pero ese círculo marcaba el
ambiente» [11].
En la primavera de 1983, doce años después de la aparición de la
Teología de la liberación, la Congregación para la Doctrina de la Fe inició
una investigación sobre la teología de Gustavo Gutiérrez. El mismo año, el
prefecto se reunió con el peruano en Roma. En una «larga y muy agradable
conversación», intercambiaron puntos de vista. «Supongo», dice Ratzinger,
«que los múltiples diálogos que mantuvimos con Gustavo Gutiérrez le
resultaron útiles a la hora de desarrollar positivamente su forma de pensar»
[12]. En 1984, el cardenal advertía del peligro de que la teología de la
liberación enfrentara el pueblo de Dios con la jerarquía de la Iglesia y
desatara la lucha de clases dentro de la propia Iglesia. Ese mismo año se
reunió con representantes del Consejo Episcopal Latinoamericana
(CELAM), sin que se alcanzara ningún resultado concreto. Hans Küng
apareció en escena con un apunte. Tras una visita en Bogotá decía tener
noticias de que la fracción progresista del Consejo Episcopal había roto
abiertamente con el cardenal Ratzinger. La noticia fue desmentida de
inmediato por el secretario general del CELAM.
El 6 de agosto de 1984, el prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe firmó la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la
liberación. Desató de inmediato duras protestas. En ellas se decía que la
sublevación contra las «flagrantes injusticias» entre ricos y pobres tenía,
necesariamente, que suscitar en los corazones de los cristianos un «fuerte
eco fraternal». Pero «préstamos acríticos de la ideología marxista» y una
interpretación racionalista de la Biblia amenazaban con «estropear lo que
tenía de auténtico el inicial compromiso magnánimo a favor de los pobres».
La declaración protestaba contra la «politización de los dogmas de fe» y la
tergiversación de la figura de Jesús para convertirlo en un rebelde político.
La lucha de clases había resultado ser un mito que no contribuía más que a
empeorar la miseria. La violencia revolucionaria no producía
automáticamente una sociedad más justa, y mucho menos contribuía a la
llegada del reino de Dios.
Lo que era inusual es que la Instrucción viniese precedida por una
declaración personal del prefecto. Esto demostraba el enorme potencial de
conflicto que Ratzinger percibía en este reto. En su entrevista con Messori
reconoció que le resultaba siempre «doloroso hablar con teólogos que se
agarran a ese mito ilusorio», a saber, «al mito de la lucha de clases como
instrumento para la creación de una sociedad sin clases». Leerlos le había
causado consternación: «Un estribillo que se repite constantemente dice:
“Hay que liberar al hombre de las cadenas de la opresión política y
económica”». Las reformas eran, a juicio de esos teólogos, mera
distracción; «lo que hace falta es una revolución», proclamaban. Al mismo
tiempo, decía Ratzinger, había constatado que «quienes repiten todo esto no
parecen desarrollar ideas concretas y prácticas de cómo habría que
organizar una sociedad posrevolucionaria».

Ya en su Informe sobre la fe, Ratzinger había dejado claro que en


aquellas corrientes de la teología de la liberación que recurrían a formas
marxistas «no reconozco en absoluto un producto arraigado y autóctono de
Latinoamérica o de otros territorios en vías de desarrollo, surgido o
madurado de forma espontánea». «Partes de la teología de la liberación son
una creación de intelectuales; en concreto, de intelectuales que han nacido o
se han formado en los países ricos de Occidente: europeos son los teólogos
que la iniciaron, europeos o formados en universidades europeas son los
teólogos que ahora la están impulsando en Sudamérica». En cierto sentido,
los mitos y utopías que tenía esta teología serían, por tanto, un producto
exportado y «una forma de imperialismo cultural, aunque se presente como
creación espontánea de las masas privadas de derechos».
Ratzinger estaba convencido: «Lo que aquí resulta teológicamente
inaceptable y socialmente peligroso es la mezcla de Biblia, cristología,
política, sociología y economía». No se puede abusar de las Sagradas
Escrituras y la teología para generalizar y sacralizar una teoría sobre el
orden sociopolítico. Pues si se «sacraliza la revolución, al mezclar Dios y
Cristo con ciertas ideologías, se crea un fanatismo entusiasta que puede
causar aún más opresión y mayores injusticias. En la práctica se destruye
aquello que había constituido el propósito en la teoría». Así pues, «que se
pueda crear un nuevo hombre y un nuevo mundo, no mediante la
conversión individual, sino interviniendo en las estructuras sociales y
económicas» sería una «ilusión [completamente] contraria al cristianismo»
[13].
Los críticos valoraron la Instrucción como un ataque a todos los
esfuerzos por lograr la justicia social en los países del Tercer Mundo.
Además, como una traición a los correligionarios latinoamericanos,
abandonados a su suerte en su lucha contra los dictadores. Entretanto, los
hermanos sacerdotes Ernesto y Fernando Cardenal, vástagos de una
adinerada familia española, habían entrado a formar parte del gobierno
revolucionario sandinista en Nicaragua, que había derrocado al despótico
clan de los Somoza. Fernando como ministro de Educación; Ernesto, como
ministro de Cultura. Por su parte, Leonardo Boff viajó en mayo de 1985 a
Roma para hablar con Ratzinger sobre su libro Iglesia, carisma y poder,
publicado en 1981. Por supuesto, ya se conocían de Múnich. Vino
acompañado y apoyado por los obispos brasileños Aloísio Lorscheider y
Paulo Evaristo Arns. En su obra, Boff difundía la opinión de que la Iglesia,
«como institución, no había estado en la mente del Jesús histórico». En su
encuentro, Ratzinger le pidió al teólogo que se tomara un año para
reflexionar sobre su conversación y las cuestiones de la teología de la
liberación, en vista de la controversia que se había desatado también en los
medios de comunicación. Durante este tiempo tendría que renunciar a
publicar y hacer declaraciones en lo relativo a este ámbito temático. Boff
estaba aliviado. En el fondo, debía de haber contado con que se le retiraría
la licencia para enseñar. Cuando los brasileños abandonaron la
Congregación para la Doctrina de la Fe, Arns alzó el brazo en señal de
victoria delante de las cámaras de televisión.
Boff prometió que cumpliría la condición del sabático (y aprovechó el
tiempo para reforzar su línea de pensamiento en otros libros). El veredicto
en su contra era todo menos draconiano. Ratzinger explicó que las
decisiones de su congregación se tomaban con la mayor prudencia posible:
«Aunque siempre se nos tacha de severos, en realidad nuestra paciencia es,
por regla general, muy grande» [14]. La medida adquirió un tono
dramático, porque los periodistas buscaron un término efectivo que encajara
con la imagen de Panzerkardinal. Entretanto, se le atribuía incluso la
responsabilidad por el disciplinamiento de Küng. Insistiendo en la palabra
«restauración», incluida en el libro-entrevista con Messori, se le había
tendido otra trampa más. En el caso Boff, el término correspondiente era
«pena de silencio», expresión que como tal no figura en el derecho
canónico, pero que se prestaba para evocar la imagen de la Inquisición
perseguidora y causar indignación. Boff, por su parte, empezó de repente a
señalar que el encuentro con Ratzinger había sido un interrogatorio en el
que el cardenal le había apretado las clavijas. Más tarde, Ratzinger se sintió
humanamente tan defraudado por lo sucedido que ya nunca más quiso
responder cuando se le preguntaba por Boff.
Que el núcleo de las críticas de Ratzinger a Boff tenía menos que ver con
la teología de la liberación que con las tesis del brasileño que cuestionaban
el sacerdocio fue completamente tapado por las fuertes protestas que
siguieron al anuncio de la «pena de silencio». En realidad, quien había
insistido en las sanciones había sido Jean Jérôme Hamer, cardenal curial
belga y prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos
Seculares y, por tanto, responsable directo del asunto. Ratzinger se había
opuesto. En el caso Boff, decía, no era el marxismo el núcleo de la disputa
sino cuestiones en torno al modelo de Iglesia, la revelación y el dogma. La
«teología de la liberación», aclaró ante los periodistas en Roma, estaba
formada por corrientes muy distintas entre sí. Diferenciaba tres clases: a)
las «completamente legítimas, e incluso necesarias»; b) las «dudosas»; y c)
las «inaceptables» [15]. Más tarde, el posterior prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Gerhard Ludwig Müller, lo confirmaría: «En
realidad, Boff no fue disciplinado por cultivar la teología de la liberación;
pero él luego se hizo pasar por un inocente perseguido» [16].
Que el Vaticano seguía tomándose la crisis muy en serio quedó patente el
22 de marzo de 1986, fecha en que se presentó una segunda declaración, la
Instrucción sobre libertad cristiana y liberación. En ella se dice
expresamente de las comunidades eclesiales de base que son «motivo de
gran esperanza». El prefecto viajó el 19 de julio de 1986 a Lima para
presentar personalmente el documento en la Pontificia Universidad Católica
del Perú. Dejó claro que la Iglesia estaba del lado de los pobres y que
existía un especial deber de asistirlos. La búsqueda de la liberación era parte
del legado cristiano. Al mismo tiempo advirtió frente al peligro de
emprender el camino de la violencia, así como frente a ciertos aspectos de
la teología de la liberación que despertaban esperanzas imposibles de
materializar. La historia enseñaba que quienes prometían a las personas una
utopía las conducían hacia una nueva esclavitud.

La disputa se prolongó durante muchos años más. Leonardo Boff


abandonó en junio de 1992 la orden franciscana y el ministerio presbiteral,
y fundó una familia. Ernesto Cardenal, a quien Juan Pablo II dio una
bofetada simbólica durante su visita a Sudamérica cuando fue recibido en el
aeropuerto, renunció en 1987 a su cargo en el gobierno del líder
revolucionario Daniel Ortega. Inmediatamente después se disolvió su
ministerio de Cultura. Las personas se habían empobrecido aún más y el
país estaba más arruinado que nunca. Pronto ya no se darían las condiciones
para hablar de elecciones libres y democráticas. Cardenal, colmado en
Europa con honores, dejó claro que seguía considerándose «sandinista,
marxista y cristiano». Clodovis Boff, a quien en marzo de 1984 se le había
retirado la licencia eclesiástica de enseñanza, cambió su actitud y declaró en
el diario brasileño Folha de São Paulo que Ratzinger no había hecho otra
cosa que defender «el compromiso con los pobres y, por tanto, el núcleo
original de la teología de la liberación». Cerró su escrito con las palabras
autocríticas: «En efecto, la Iglesia se volvió irrelevante para nosotros. Y no
solo ella, también el propio Cristo» [17].
En retrospectiva, la superación del conflicto en torno a la teología de la
liberación puede considerarse uno de los logros más importantes de la era
de Ratzinger como prefecto. Si se hubieran impuesto las teorías de la
teología política, se habría producido irremediablemente un nuevo cisma.
«Ratzinger salvó al continente para la Iglesia católica», según señala un
colaborador de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y no le falta
verdad. Precisamente los más pobres habían huido de la teología de la
liberación. El páthos de la interpretación marxista del Evangelio no les
decía nada, y se fueron en masa a engrosar las filas del pentecostalismo y de
otros grupos evangélicos. Solo en Brasil surgieron de esta forma unas
35.000 Iglesias libres. Si en su día el 100 % de la población de Sudamérica
pertenecía a la Iglesia católica, hoy en día se considera que un 30 % forma
parte de alguna secta [18].
En una entrevista con el periodista polaco Wlodzimierz Redzioch,
Ratzinger indicó en 2014 que su objetivo había consistido en luchar contra
un concepto de liberación inspirado por el marxismo, pero, a la vez, en
fomentar el compromiso con la libertad a partir de la fe cristiana. En el caso
de Gustavo Gutiérrez, el diálogo con la Congregación para la Doctrina de la
Fe llevó a que la nueva edición de su libro, la biblia de la teología de la
liberación, apareciera como edición «revisada y corregida». Siendo ya papa,
Ratzinger nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe al
obispo Gerhard Ludwig Müller, seguidor declarado de Gutiérrez. A la vez,
aceleró la beatificación de Óscar Romero, el asesinado arzobispo de San
Salvador, y en marzo de 2012 celebró un encuentro con Fidel Castro en
Cuba. Castro se había vuelto a acercar al catolicismo y le había pedido a
Ratzinger algunas de sus obras (la amante de muchos años de Castro no
quiso ocultar que el «Líder Máximo» solicitó los últimos sacramentos poco
antes de fallecer el 25 de noviembre de 2016). Un año después, el Viernes
Santo fue declarado fiesta oficial en la isla comunista.
El corresponsal para Sudamérica del Süddentsche Zeitung, Boris
Hermann, resumió en noviembre de 2016 lo que había pasado con
Nicaragua, en su día la tierra prometida de muchos teólogos de la
liberación: «El que fuera el país modelo de los idealistas de izquierdas
vuelve a ser regido a la manera de los hacendados. Así, Ortega personifica
casi todo aquello contra lo que antes luchó con su Frente Sandinista. Ya no
se perciben diferencias significativas entre el Estado, el Partido y la
familia». Con Daniel Ortega, «el que sigue siendo el segundo país más
pobre de Latinoamérica» es gobernado por una «autocrática dinastía
familiar» que, «además de las empresas, los sindicatos y grupos mediáticos
más importantes, controla también los tribunales». De la oposición «se
deshace con medios jurídicos». El reportaje concluía diciendo que «del
socialismo quedaban, como mucho, las antiguas etiquetas».
Dos años más tarde, el corresponsal actualizó su informe sobre la
situación del país, indicando que el régimen había incrementado su «nivel
de falta de escrúpulos» y que ahora también «atacaba deliberadamente a
sacerdotes, vicarios, cardenales e iglesias». Así concluía el autor: «La
Iglesia en Nicaragua tiene una larga tradición política. Izquierdistas
teólogos de la liberación formaron parte de la cabeza intelectual de la
revolución de 1979 contra la dictadura del clan de los Somoza. El poeta y
monje trapense, Ernesto Cardenal, alcanzó fama mundial y fundó una
comunidad de base de carácter contemplativo en el archipiélago de
Solentiname, en el lago de Nicaragua. Aquí es donde se formó el espíritu
subversivo del sandinismo. En sus sermones, Cardenal decía a los
guerrilleros que “con Cristo comenzó el pensamiento revolucionario”. Uno
de ellos era Daniel Ortega» [19].
53
Trabajo en equipo

A parte de la cuestión de la teología de la liberación, pronto Wojtyla


también le encargó a su guardián de la fe que se ocupara de llevar las
conversaciones con el renegado arzobispo Marcel Lefebvre. El francés, que
rechazaba las reformas del Concilio, había fundado en 1970 la Fraternidad
Sacerdotal San Pío X, reuniendo miles de seguidores a su alrededor. En
1976 ordenó por su cuenta y riesgo a sacerdotes que se aferraban a los ritos
tradicionales de la Iglesia católica. Todos los intentos de Juan Pablo II por
entenderse con el díscolo cardenal habían fracasado hasta la fecha.
Lefebvre se mostraba amable, pero «obstinado como un muro de
hormigón armado», según informó el cardenal suizo Henri Schwery, quien
se había entrevistado en varias ocasiones con el tradicionalista por encargo
de Roma. A Schwery le entró «algo de pánico» al enterarse de que Lefebvre
en breve, además de sacerdotes, pretendía ordenar obispos propios. Solicitó
una reunión urgente con el papa: «A finales de enero de 1988 nos reunimos
a las nueve de la mañana en Roma: el papa Juan Pablo II, el cardenal
Joseph Ratzinger, el cardenal Édouard Gagnon y yo. El papa preguntó si
había peligro de que se produjera un cisma» [1]. El debate continuó después
del almuerzo. Al final, se tomó la decisión de formar una comisión
presidida por Ratzinger. Esta debía hacer una oferta a la Fraternidad San Pío
X para evitar que se separara definitivamente de la Iglesia católica.

Ratzinger no contaba con ningún vínculo personal con el círculo de


Lefebvre. «Creo que él también se dio cuenta de que ahí había mucha
terquedad, egoísmo y endurecimiento», dice su posterior secretario Georg
Gänswein [2]. Por otra parte, a él le importaba la unidad de la Iglesia. «Un
cristiano nunca puede ni debe alegrarse de un cisma», advertía. Aunque la
culpa de la ruptura en el caso Lefebvre «en modo alguno se pueda achacar a
la Santa Sede», cabe preguntarse «en qué nos hemos equivocado». «Entre
los hallazgos fundamentales de la teología ecuménica» se contaría el de
«que los cismas solo devienen posibles cuando ciertas verdades y valores de
la fe cristiana ya no se viven y aman suficientemente en la Iglesia».
Ratzinger señaló que el conflicto con la Fraternidad debía «contemplarse,
sobre todo, como un momento para explorar la propia conciencia y
preguntarnos acerca de las carencias de nuestra pastoral». No obstante:
«Defender el Concilio Vaticano II como un concilio válido y de obligado
cumplimiento frente a los ataques de monseñor Lefebvre ha sido y es una
necesidad» [3].

A petición de Lefebvre, las conversaciones tuvieron lugar en le vivienda


de Ratzinger. El arzobispo francés se mostró preocupado, pero el prefecto le
aseguró que la Fraternidad iba a poder celebrar le santa misa según el rito
del papa Pío V. En cuanto a las cuestiones relacionadas con el ecumenismo,
el diálogo con los no cristianos y varios asuntos de disciplina eclesiástica,
las diferencias seguían en pie y apenas había aproximación entre las partes
[4].
A principios de mayo de 1988, Schwery recibió una llamada telefónica
del prefecto: debía viajar inmediatamente a Roma. El papa había aceptado
una propuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Lefebvre ya
había firmado el documento que se le había presentado. En efecto, el
arzobispo había aceptado el 5 de mayo de 1988 un «Protocolo de acuerdo»
que garantizaba a la Fraternidad una autonomía limitada en el marco de las
posibilidades del derecho canónico. Como contrapartida, Lefebvre firmó en
nombre de su comunidad un sometimiento de amplio alcance. Contenía,
entre otras cosas, la obligación de fidelidad a «la Iglesia católica y al papa
en Roma», así como el reconocimiento de la «validez de la misa y de los
sacramentos [...] de acuerdo con los ritos de las Editiones Typicae,
promulgadas por Pablo VI y Juan Pablo II». Se unía a esto la promesa «de
respetar la disciplina general de la Iglesia al igual que las leyes
eclesiásticas, especialmente las contenidas en el Codex Iuris Canonici de
1983» [5]. Pero antes de que se secara la tinta, el contrato ya había quedado
obsoleto.
El cardenal Schwery lo había advertido. Por teléfono le había dicho al
prefecto: «Cada vez que Lefebvre me ha prometido algo, ya al día siguiente
ha cambiado de opinión tras consultar a sus estrechos colaboradores,
especialmente al padre Franz Schmidberger». Schwery relató que a
continuación Ratzinger «casi me echó una bronca» y dijo: «No debe ser Ud.
tan pesimista. Venga mañana. Está firmado». Al día siguiente, el suizo se
presentó a las diez de la mañana en la Congregación para la Doctrina de la
Fe: «Ratzinger puso cara larga. Me explicó que Lefebvre había llamado por
la tarde para decir que retiraba su firma. ¡Lamentablemente!» [6].
La ruptura era ya irremediable. Con la ordenación no autorizada de
cuatro obispos por Lefebvre, el 30 de junio de 1988, se había producido
automáticamente la excomunión de acuerdo con el derecho canónico, a
pesar de que la Fraternidad seguía sin considerarse cismática, sino
«irregular».
La misión que el prefecto había hecho suya había sido definida por el
apóstol Pablo en los siguientes términos: «Proclama la palabra, insiste a
tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y
doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina,
sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo
que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las
fábulas». Pablo añade: «Pero tú sé sobrio en todo, soporta los
padecimientos, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña tu ministerio»
[7]. «No quiero excederme», afirmaba el cardenal en 1996, «pero sí diría
que esas palabras expresan en esencia lo que yo considero mi modelo en
esta época» [8]. Para él era importante «poder decir algo que no resulte del
todo irrelevante para el mañana». Su labor consistía en «luchar por la
conformación de la época, defender un cierto legado», y, con ello, «poner a
disposición de una nueva época los elementos esenciales de la fe cristiana».
Se trataba de todo menos de una «batalla privada» [9].
Y a pesar de ello, Ratzinger sentía que se enfrentaba incesantemente a un
dilema. «El catedrático y el prefecto son la misma persona», le comentó a
su antiguo estudiante Damaskinos Papandreou en una carta, pero sus
responsabilidades eran distintas: «El catedrático (que sigo siendo) aspira a
alcanzar conocimiento, y en sus libros y conferencias expone lo que cree
haber encontrado; el prefecto, en cambio, no debe exponer sus opiniones
personales [...], sino que tiene que procurar que los órganos de la Iglesia
docente hagan su trabajo con gran responsabilidad, para que al final quede
el texto depurado de todo aquello meramente privado y se convierta en
palabra común de la Iglesia» [10].
En cuanto a reformas, Ratzinger no ocultaba que no simpatizaba con
muchas de las aspiraciones populistas. En su opinión, desde 1968 había
surgido crecientemente una Iglesia como concilium, una especie de «Iglesia
de consejos», en lugar de una Iglesia como communio, es decir, una
auténtica comunidad unida por la misma fe y el mismo destino. Que él tenía
sus propias ideas quedó patente, por ejemplo, en la cuestión de la
secularización de los sacerdotes. Nada más iniciar su pontificado, Juan
Pablo II había ordenado endurecer la actitud frente a los clérigos que
solicitaban la secularización. Ratzinger, sin embargo, apostaba por dejar
que los sacerdotes se marcharan, porque, en caso contrario, demasiada
gente no idónea seguiría prestando sus servicios, lo que podía provocar
males mayores. Otro desacuerdo se hizo patente cuando Wojtyla invitó a 60
delegaciones de Iglesias cristianas y de religiones no Cristianas para
participar en una oración común en Asís el 27 de octubre de 1986. Los
críticos percibieron el encuentro, en el que moni es budistas colocaron una
estatua de Buda sobre el tabernáculo, como una especie de sincretismo.
Esto favorecía la idea de que liberta: religiosa equivalía a igualdad de las
religiones, cuando la Iglesia católica debía insistir en la unicidad y
universalidad de la salvación operada a través de Jesucristo. El prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe se ausentó en señal de protesta.
Ya con anterioridad al encuentro, Ratzinger había criticado que desde el
Concilio en ocasiones se observaba una «sobreponderación de los valores
de las religiones no cristianas» [11]. Al mismo tiempo subrayaba que la
salvación en absoluto estaba ligada a la Iglesia católica y que el diálogo
interreligioso era una necesidad y suponía un enriquecimiento. En una de
nuestras conversaciones, Ratzinger destacó que, en relación con la idea de
Asís, realmente no había «discutido» con el papa, «porque yo sabía que él
quería lo correcto, y él sabía que yo al respecto mantenía una línea algo
diferente. Me dijo entonces, antes del segundo encuentro en Asís, que le
gustaría que fuese. Para entonces, las objeciones que yo tenía ya se habían
tenido en cuenta y se había encontrado una fórmula que me permitía
participar sin problemas» [12].
Al igual que Pablo VI, Wojtyla acostumbraba recibir a mediodía
(habitualmente los martes) a un pequeño grupo de personas para debatir
sobre cuestiones actuales. A la mesa se sentaban representantes de los
diversos dicasterios de la curia, expertos de distintos campos u obispos que
en esos momentos se encontraban en Roma en el marco de sus visitas ad
limina. El papa iniciaba los encuentros con una breve exposición,
escuchaba pacientemente los puntos de vista de los diferentes invitados,
formulaba preguntas, hacía propuestas y resumía al final el resultado. Los
participantes iban cambiando. Uno, sin embargo, era, junto con el secretario
particular del papa, Stanislaw Dziwisz, parte fija de la mesa de debate: el
cardenal Ratzinger. Y eso, a pesar de que el alemán mantenía su negativa a
concluir la comida de trabajo con un café y un chupito de vodka, tal como
sugería el polaco.
Wojtyla hablaba a menudo con Ratzinger por teléfono y lo citaba sin
previo aviso para conversar, con frecuencia varias veces por semana. La
consulta protocolaria fija tenía lugar cada viernes, siempre a las 18:00,
siempre a solas y sin que se tomaran apuntes. Ratzinger era puntual como
un reloj suizo. Hablaban en alemán, sin tutearse. Ratzinger describió así el
desarrollo de los encuentros: «Espero un momento, entonces llega el papa y
nos damos la mano, nos sentamos a la mesa y a continuación suele
producirse una pequeña “charla” personal, sin entrar aún en cuestiones
teológicas» [13]. Estas reuniones habrían tenido lugar «desde el principio
por un clima de cordialidad y confianza». En la mayoría de los casos, el
papa confirmaba las decisiones de la Congregación para la Doctrina de la
Fe. Por lo demás, realizaba sugerencias sobre «cómo se podía proseguir con
el tema y cómo buscar el entendimiento» [14]. Sin embargo, cuando se
trataba de cuestiones jurídicas, Wojtyla se involucraba «muy poco»; «al
respecto se limitaba a decir: “Sed magnánimos”» [15].

Teología de la liberación, nombramiento de cardenales y obispos,


problemas bioéticos y de ética social, preparación de sínodos y viajes,
borradores de encíclicas o análisis de la situación política en diferentes
regiones del mundo: todos los grandes temas que marcaron el pontificado
de Juan Pablo II, a lo largo de sus veintisiete años de duración, estaban
presentes en los encuentros confidenciales. «El nivel teológico de mi
pontificado se lo debo únicamente al cardenal Ratzinger», le confesó
Wojtyla a su amigo Joachim Meisner, el cardenal de Colonia [16]. Eso sí,
de vez en cuando tenía que amortiguar la agitación de su prefecto. Cuando
en una reunión preparatoria de una visita ad limina de los obispos alemanes
Ratzinger se puso a criticar a sus compatriotas, el pontífice apartó a
continuación al nuncio Karl-Josef Rauber, que estaba presente, para decirle:
«¡No se preocupe, trataré bien a los obispos alemanes!». Juan Pablo II
«tenía a Ratzinger en alta estima», según Rauber, «y lo necesitaba, pero
también conocía sus debilidades» [17].
Que los dos se apreciaban mutuamente de manera especial está fuera de
toda duda. De Juan Pablo II también aprendió, por ejemplo, a «pensar con
un enfoque sencillamente más amplio», reconoce Ratzinger. A través de
Wojtyla «entró con mucha más fuerza la problemática ética en mi
pensamiento, también en lo relativo al diálogo interreligioso» [18].
Presumiblemente, nunca antes en los dos mil años de historia de la Iglesia
había existido una conexión tan estrecha entre un predecesor y un sucesor
en la Santa Sede como la que existió entre el papa polaco y el alemán. A
través de su participación en algunas de las conversaciones, el Prof. Réal
Tremblay pudo observar cómo el prefecto «informaba al pontífice de todo
con gran precisión, inteligencia y detalle para que estuviera al día de los
movimientos en la Iglesia. En eso era un verdadero maestro. Y Juan Pablo
II lo admiraba mucho. Eran verdaderos amigos. Se trataba de una buena y
profunda amistad» [19].
El trabajo en equipo tenía un fundamento inquebrantable: los dos
insistían en que la fe tiene que ver con el pensamiento y, a su vez, el
pensamiento sin fe supone siempre una reducción de la verdad. Los dos
cultivaban una devoción profunda y sencilla. Los dos se basaban con
firmeza en el Evangelio para ofrecer una orientación clara a la comunidad
eclesial. Que sus temperamentos fueran distintos no resultó un obstáculo, en
opinión de Ratzinger: «Juan Pablo II era una persona a la que le gustaba
estar rodeado de gente, una persona que necesitaba sentir la vida y el
movimiento. Yo, por el contrario, preciso más bien de silencio. Cabalmente
por ser diferentes, nos complementábamos muy bien». Y esto iba más allá
de la buena química existente entre ellos, pues también eran conscientes
«de que querían lo mismo». Junto al altar, en la concelebración con
Wojtyla, había llegado a conocer al papa mucho mejor: «En ese momento
sientes su proximidad interior con el Señor, la profundidad de la fe en la que
se sumerge, y lo percibes real y auténticamente como persona creyente, que
reza y que, no obstante, sigue siendo un hombre cerebral. Ahí experimenta
uno todo eso más que si lee sus libros; pues estos, aunque ayuden a hacerse
una buena idea de él, no permiten ver toda su personalidad» [20].

Juan Pablo II no interfirió en la labor de su guardián de la fe ni lo dejó


nunca al margen. Según la información proporcionada por un alto
funcionario de la curia, se llegó a tal extremo «que el papa, antes de tomar
una decisión, siempre pedía a Ratzinger que revisara los borradores que le
presentaba el secretario de Estado, Angelo Sodano. Era obvio que confiaba
mucho menos en Sodano que en el prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe».

A Sodano se le consideraba un posibilista, es decir, un pragmático cuya


máxima era posibilitar lo que, dadas las circunstancias, resultaba factible.
Natural del Piamonte, nacido como Ratzinger en 1927, la viva imagen de
un prelado a la antigua usanza, había entrado en 1959 en el servicio
diplomático del Vaticano y no regresó a Roma hasta 1988. Inicialmente fue
la mano derecha de Agostino Casaroli, y, tras sucederle a partir del 1 de
diciembre de 1990, se convirtió en una de las figuras más importantes de la
curia. Claro que su forma de actuar, tan seguro de su poder, y la costumbre
de hacer públicos comunicados propios no consensuados no contribuyeron
precisamente a que se congraciara con Juan Pablo II. Y mucho menos con
su influyente secretario Dziwisz, quien, por otra parte, se entendía a las mil
maravillas con Ratzinger. Sodano ayudó a los Legionarios de Cristo y, sobre
todo, a su fundador Marcial Maciel a poner en marcha la Università
Europea en las afueras de Roma. «Que el cardenal Ratzinger, poco antes de
ser elegido papa, mandara reabrir el expediente Maciel, lo que llevó a que
se descubriera la doble vida del fundador de los Legionarios y se le
condenara», explica el vaticanista Guido Horst, «puede que situara a
Sodano en cierta oposición frente al prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe» [21].
Georg Gänswein añade que la confianza entre Juan Pablo II y su estrecho
colaborador también había crecido «porque el papa había visto que
Ratzinger tenía capacidad de aguante. Y Ratzinger había visto que Juan
Pablo II lo protegía y le cubría las espaldas» [22]. Desde luego, el prefecto
era el blanco de todos los dardos dirigidos en realidad contra el pontífice y
la Iglesia católica. El canon completo de la crítica –el celibato, la
ordenación de mujeres, el aborto, el dogma papal, la homosexualidad–,
todo, cualquier tema se convertía ahora en arma arrojadiza en lo personal
contra el guardián de la fe. De cara a la galería, parecía aguantar con
estoicismo el hostigamiento. «Nunca lo he visto discutir o enfurecerse o
enojarse. Siempre se contenía, incluso cuando contradecía
contundentemente a alguien y expresaba su desaprobación», indica el
secretario Fink. «Él era consciente de que el furor teutónico resultaba
desagradable, especialmente a ojos de los italianos. Y por eso trataba de
convencer, sobre todo, con la fuerza de sus argumentos». «Su estilo de
dirección era muy paternal, muy indulgente en su ejecución concreta»,
añade Gänswein. «Nunca daba órdenes, pero siempre expresaba con
claridad lo que quería que se hiciera. Como en términos teológicos nadie le
hacía sombra, resultó lógico que el equipo hiciera piña en torno a él. Era el
líder, y los demás lo seguían» [23].

En cualquier caso, nunca fue de esos que, a buen resguardo en la


retaguardia, firman sentencias de muerte para que otros las ejecuten. Él se
hizo escuchar, se fue al frente y, a menudo, entró en territorio enemigo. «A
pesar del inevitable hostigamiento», decía el filósofo Robert Spaemann en
noviembre de 1986, «el cardenal Ratzinger ha elevado la reputación del
cargo de “gran inquisidor” hasta cotas nunca antes vistas en su larga
historia» [24]. No obstante, se había producido una situación extraña. Por
una parte, el prefecto era considerado un «perseguidor» y, por otra, se
convirtió en una especie de chivo expiatorio, comparable a la víctima sobre
la que los israelitas, según el Antiguo Testamento, cargaban una vez al año
todos sus pecados para luego enviarla al desierto. No sin razón, Herbert
Riehl-Heyse, periodista del muniqués Süddeutsche Zeitung, señaló
críticamente que solo había que mencionar el nombre de Ratzinger para que
todo el mundo mostrara indignación.
A muchos medios de comunicación, por ejemplo, no les parecía mal que
se celebrara a alguien como Fidel Castro, aunque todo el mundo supiera que
el régimen cubano perseguía sin piedad a sus adversarios. Sin embargo,
resultaba prácticamente imposible que a alguien de la profesión periodística
le pareciera bien Ratzinger. Y mientras que los «rebeldes», que se
mostraban críticos con la Iglesia, eran conducidos de un programa de
entrevistas al siguiente, y con sus contribuciones periodísticas llenaban
páginas y páginas en los diarios, el incómodo amonestador se convertía en
sinónimo de todo lo que no puede gustar: el alemán desagradable, un
fundamentalista, el teórico circunspecto, rodeado de libros y con gesto
amargado, que se resiste a la Ilustración y continuamente firma sentencias
para destruir a la gente. Para decirlo en pocas palabras: un leño amargo,
seco y frío.

Lo que mejor funcionaba mediáticamente era presentar a Ratzinger como


enigmática eminencia gris de la que nunca se sabía bien qué estaba
tramando. Andreas Englisch, periodista del diario sensacionalista Bild, es
un ejemplo paradigmático del estilo de manipulación premeditada del que
también se servían otros «expertos». Para congraciarse con Benedicto XVI
tras la elección de este como papa, Englisch admitió que en su cobertura
informativa anterior había «celebrado a un héroe, Karol Wojtyla, y criticado
con excesiva fiereza a un hombre: Joseph Ratzinger». El periodista del Bild-
Zeitung se mostraba arrepentido: «Para que brillara la figura carismática de
Karol Wojtyla, necesitaba a un enemigo, a un adversario, para que la
historia fuese más dramática» [25]. Eso sí, Englisch no tuvo escrúpulos a la
hora de aprovechar su modelo de negocio también en fechas posteriores, en
libros sobre el papa Francisco. A este lo ponía por las nubes, mientras que
ahora a Benedicto XVI, que había renunciado, lo mandaba definitivamente
al infierno.
Por otro lado, el prefecto tenía parte de culpa de que la relación con los
medios de comunicación fuese tan tensa. A menudo carecía de la necesaria
capacidad de mediación. Había algo concluyente en su razonamiento, y no
solo tenía que ver con la lógica de sus frases. A menudo operaba desde un
rincón al que se sentía empujado, aplicando una postura del ahora más que
nunca, lo que llevaba a un endurecimiento innecesario de la disputa. De
todas formas, una auténtica comprensión de la Iglesia solo era posible desde
la fe, sostenía Ratzinger, y en absoluto se podía alcanzar de forma unilateral
con los planteamientos de la sociología o del psicoanálisis. Quien predicara
el Evangelio, es decir, «la verdad por la que vale la pena sufrir», debía ser a
su vez un testigo de la fe y, por tanto, «en el sentido más profundo de la
palabra, un mártir». En una ocasión leyó la cartilla a 34 diputados de la
Unión Social Cristiana en el parlamento regional bávaro, que habían
dirigido al papa una interpelación crítica sobre la postura del Vaticano en
relación con el matrimonio y la familia. Ratzinger criticó que los diputados
se habían dejado instrumentalizar para una campaña antirromana y exigió
una disculpa por haber adoptado «una medida pública basándose en
informaciones falsas». Además, en el curso del intercambio epistolar había
«quedado claro que, ni en términos de estilo ni de comportamiento, habían
estado a la altura de lo que yo espero de unos representantes del pueblo».
En tono sermoneador añadió que le había quedado claro «que la gente no
quiere escuchar argumentos ni está dispuesta a pensar» [26].
En una entrevista en 1992, Ratzinger reconoció «que a veces reaccionaba
de forma demasiado brusca en medio de una polémica personal». En
retrospectiva, ahora haría «muchas cosas de manera diferente, pues con la
edad algunas cosas se ven desde una nueva perspectiva».
Que Hans Küng seguiría malmetiendo era de esperar. «Hay que ver
cuánto transforma un cargo, por muy pequeño que sea, a una persona»,
decía. Y referido a sí mismo: «Qué fácil me hubiera resultado, en efecto,
qué fácil hubiera sido emprender el camino hacia la jerarquía eclesiástica,
tal como han hecho estos colegas. Pero cuán contento estoy de haberme
mantenido fiel a la teología y de haber continuado mi camino con
independencia». Ante las cámaras, el suizo dibujaba la imagen de siempre:
él, como Guillermo Tell y reformista perseguido; Ratzinger, como «gran
inquisidor» e incorregible Panzerkardinal.

La acusación de Küng, repetida una y otra vez, parecía sugerir que se


estaba ante un dictador. «O bien firmas un papel, bobadas como lo del
pecado original o ángeles de la guarda o vete tú a saber qué, o pierdes la
licencia de enseñanza», señalaba el suizo en una conversación destinada a
una contribución en la revista dominical del Süddeutsche Zeitung.
«Funciona como la Stasi, el sistema es idéntico. Él recibe toda la
información relevante, por ejemplo, del diario local de Tubinga. Las
víctimas son innumerables. Toda la generación joven de teólogos en
Alemania debe de tener miedo. Así es ese régimen, realmente totalitario. Y
eso es inquisición, aunque ahora la gente solo sea quemada
psicológicamente». Su juicio acerca del responsable de la institución era
conciso: «Se ha convertido en un criminal por razones religiosas. Incluso
obispos que antes opinaban de forma sensata se ven obligados ahora –ahí
está el caso de Karl Lehmann– a repetir como un loro todo tipo de
estupideces» [27].
El teólogo Siegfried Wiedenhofer, sin embargo, está convencido «de que
el “inquisidor” era una imagen desiderativa que sus adversarios proyectaban
sobre él». En realidad, se trataba más bien de un servidor. Toda esa rigidez
de su época como prefecto tendría «su causa en la responsabilidad del cargo
y de la preocupación por la Iglesia» [28]. A diferencia de sus críticos,
Ratzinger nunca habría hablado mal de otras personas. Karl Lehmann
confirma que «el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
descalificado como “coco” y azuzador, protegió también, en no pocos casos,
la libertad de expresión de los teólogos, evitando medidas restrictivas y
posibilitando un equilibrio de intereses» [29]. «Con las estupideces se
mostraba intolerante. En ese caso guardaba un silencio sepulcral, ya que se
veía obligado a escucharlas», según indica Heinz-Joachim Fischer,
corresponsal en el Vaticano del Frankfurter Allgemeine Zeitung.
Resumiendo, todos los teólogos en Roma convenían en lo siguiente: «Desde
Martín Lutero, ningún alemán ha marcado el rostro y el cuerpo de la Iglesia
católica tanto como Joseph Ratzinger» [30].
Los teólogos en Roma no fueron los únicos que llegaron a tal conclusión.
El muniqués Eugen Biser, experto en teología fundamental y filósofo de la
religión, así como sucesor de Karl Rahner en la cátedra Romano Guardini,
resaltó que Ratzinger había conseguido «lo que nadie había creído posible,
a saber, el redescubrimiento de la Iglesia». Y lo había logrado
«retrotrayendo de forma consecuente el fenómeno de la Iglesia y del
cristianismo a la figura de Jesús». A diferencia de otros teólogos, «que han
rechazado piedra por piedra el material procedente de la antigua
construcción, porque no encajaba en su nuevo edificio», Ratzinger se había
mantenido «fiel al origen». Sobre todo «mediante la vivificación de las
estructuras de acuerdo con el principio de diálogo reclamado por el
Concilio Vaticano II, que llevó a la práctica», Ratzinger había puesto una
pica en Flandes. Sin duda, el prefecto «en ocasiones ha tenido que hacer
valer su autoridad. Pero en mi opinión se trata más bien de una
característica que responde al perfil del cargo asumido» [31].
Biser caracterizó la personalidad de Ratzinger con las siguientes
palabras: «Prudente y educado. En él se combinan la capacidad crítica y la
perspicacia con la empatía y la capacidad de entender la forma de pensar de
otros». El prefecto sería «una persona muy superior a los demás curiales; no
conozco a ninguno que lo supere en calidad». Además, también se debía al
hecho «de que nunca se ha identificado del todo con su cargo, sino que
siempre trata de ser él mismo. En lo humano, a mí me parece algo grande,
pues no hay cosa que más tema que aquellos que se identifican con su
cargo». A Biser, por su parte, se le consideraba un teólogo de estilo liberal
y, sin duda, un espíritu crítico. Resumiendo, afirmó: «En el fondo,
Ratzinger es un hombre muy moderno y se identifica con la necesidad
existencial de la gente de hoy. Cuando se haga el balance final, se verá que
muchas cosas las ha prevenido, otras las ha suavizado. Y que ha sacrificado
más de lo que podamos imaginar en términos de estado de ánimo y de
felicidad personal en favor de su cargo» [32].

Por supuesto, el prefecto no había sido abandonado por todos sus


admiradores y amigos. En Navidades recibía en torno a 1.700 tarjetas y
cartas de todas las partes del mundo. A quienes no podía contestarles
personalmente, les daba al menos las gracias con unas breves frases y su
firma autógrafa. En abril de 1987 le causaron gran alegría las incontables
felicitaciones recibidas por su sexagésimo cumpleaños. Las «muestras de
amistad y cariño han superado todas mis expectativas», escribió en su carta
de agradecimiento. «Amigos y compañeros de todas las etapas de mi vida,
conocidos y aun desconocidos se han acordado de mí». Había sido
«obsequiado», prosiguió, «con abundantes palabras y signos de amabilidad,
cuyo carácter personal y cariño me han conmovido y conmueven
profundamente» [33].
Los creyentes de a pie, señaló el teólogo estadounidense William May,
tienen de todas formas un sexto sentido para percibir si alguien dice la
verdad o no. Eso explicaría el gran éxito de Ratzinger entre «el pueblo
católico», en contraste con las valoraciones en la radio y la prensa. El
teólogo austríaco Christoph Schönborn, que posteriormente se convertiría
en cardenal y arzobispo de Viena, ya lo tenía claro: «Volvemos a las
grandes figuras episcopales, tan habituales en la historia de la Iglesia».
Ratzinger le estaría «devolviendo al magisterio de la Iglesia su
credibilidad» [34].
Seguían siendo fieles a él, sobre todo, sus compatriotas bávaros. Con
motivo de su aniversario, se desplazó a Roma una delegación encabezada
por el presidente de Baviera, Franz Josef Strauß, y formada por 450
personas ataviadas con trajes regionales, compañías de tiradores de
montaña y varias bandas de música. Se trataba de rendir homenaje al «hijo
más grande de Baviera», en palabras de Edmund Stoiber, quien más tarde
sería presidente del Land. Como regalo se le entregó un cuerno de pastores
para que el compatriota pudiera seguir tocando «a dúo» con el papa. Como
espectador, Juan Pablo II se divertía y tarareaba ostensivamente el himno
bávaro. Los petardos que habían traído no llegaron, sin embargo, a
emplearse. Los tiradores renunciaron voluntariamente a ellos cuando se
enteraron de que los romanos celebraban ese día la liberación de su ciudad
durante la Segunda Guerra Mundial, la expulsión del ejército alemán.
54
El derrumbe

E l ascenso de Mijaíl Gorbachov hasta convertirse en el hombre fuerte


en el Kremlin no solo transformó las relaciones políticas entre Este y
Oeste, sino también la relación de la Iglesia católica con los Estados de la
zona de influencia soviética. A veces con rasgos casi grotescos. Así, por
ejemplo, el 20 de febrero de 1988, cuando el coro del Ejército Rojo entonó
con brío el Ave Maria ante el papa en el Vaticano.

Cuando ese mismo año, en junio, se conmemoró, a instancias de


Gorbachov, el milenario de la cristianización de Rusia y Ucrania, la Santa
Sede envió una delegación de alto rango, encabezada por el secretario de
Estado, Agostino Casaroli. Otro grupo, la «delegación del episcopado
católico», estaba compuesto por los cardenales y arzobispos de Viena,
Hanoi, Milán, Varsovia, Múnich y Nueva York, por algunos obispos de
Letonia y Hungría, así como por los presidentes de los consejos episcopales
de América Latina y África. El 10 de junio, Casaroli habló en el Teatro
Bolshói de Moscú sobre aspectos de la libertad religiosa y de los derechos
humanos. Después debía entregar a Gorbachov personalmente una carta
confidencial del papa.

A Casaroli se le planteó un conflicto, un conflicto de código de


vestimenta. ¿Qué me pongo? ¿Debía ponerse la sotana de cardenal y la cruz
pectoral? ¿O mejor un traje negro normal con camisa y alzacuello?
«Eminencia», le insistía Joaquín Navarro-Valls, el portavoz del Vaticano,
«esa foto aparecerá en las primeras páginas de los periódicos de todo el
mundo». En esa calurosa mañana de junio, Casaroli se metió en el coche,
envuelto en un grueso abrigo, para que no se viera la sotana roja y la cruz
pectoral antes de que llegara al Kremlin. Allí, Gorbachov lo tranquilizó. No
había necesidad de medidas de precaución. De niños, su ministro de
Asuntos Exteriores, Eduard Shevardnadze, y él mismo habían sido
bautizados en secreto. Además, en su casa paterna siempre había una
imagen de un santo escondida junto a un retrato de Lenin [1].

La misiva papal, fechada el 7 de junio de 1988, estaba escrita en papel de


carta privado y comenzaba: «A Su Excelencia, el señor Mijaíl Gorbachov».
El secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética abrió
inmediatamente el sobre. «La Iglesia católica mira con gran respeto y afecto
el grandioso legado espiritual de los pueblos eslavos orientales», leyó en la
carta. Observamos las iniciativas de paz, proseguía el papa, y los
«prometedores desarrollos que se han producido a través de los encuentros
y acuerdos entre la Unión Soviética y los Estados Unidos de América, sobre
todo en relación con el desarme». Con gran interés seguimos «lo que Ud. ha
declarado sobre la vinculación de la vida de la comunidad religiosa con la
sociedad civil», así como «sobre el derecho de los creyentes a expresar
libremente sus creencias religiosas y sobre su contribución a la sociedad».
La carta concluía: «Sr. Secretario General, ¡acepte, por favor, la expresión
de mi máximo respeto!» [2].

Hasta ese momento, entre la Santa Sede y la Unión Soviética no habían


existido contactos oficiales. Por otra parte, Estados Unidos no había
establecido oficialmente relaciones diplomáticas con el Vaticano hasta
enero de 1984, debido a la oposición de las Iglesias protestantes. Al
histórico escrito del papa, Gorbachov respondió catorce meses después con
una carta escrita en ruso: «Ha llegado el momento de una nueva integridad
del mundo. Para nosotros, eso significa una nueva actitud hacia la religión y
la Iglesia, hacia el movimiento ecuménico, hacia el papel que desempeñan
las grandes religiones del mundo». Después alababa «la actitud y las
actividades personales» del papa y la «contribución positiva del Estado de
la Ciudad del Vaticano a la vida internacional», que consideraba
especialmente importante «en el ámbito del examen de conciencia ético»
destinado a «sanar la situación internacional» [3].
Todavía en 1985, Gorbachov había alabado la «verdad de la gran
enseñanza de Lenin» que se veía «reforzada por toda la vida y toda la
evolución de la historia» [4]. Cuatro años más tarde, durante su visita en el
Vaticano, cargada de simbolismo, abjuró del dogma marxista por el cual la
religión es «el opio del pueblo» y reconoció en vez de ello su «valiosa
contribución a la construcción de la sociedad». El 6 de octubre de 1989, el
cuadragésimo aniversario de la fundación de la RDA, Gorbachov,
encontrándose en Berlín Este en calidad de invitado de honor, empleó una
metáfora que pronto se convertiría en una expresión de uso habitual: «La
vida castiga a quien llega tarde» (aunque Gorbachov nunca expresó su más
famosa frase con esas palabras. Al advertir a Erich Honecker de que no se
opusiera a una renovación de la RDA, señaló lo siguiente: «Creo que los
peligros solo acechan a aquellos que no reaccionan ante la vida». No
obstante, el pegadizo: «La vida castiga a quien llega tarde», se ajustaba
mejor a la imagen de Gorbachov) [5]. Un mes más tarde, la apertura del
muro entre Berlín Este y Berlín Oeste fue la prueba más visible de que
había comenzado una nueva era, de que se había producido un giro epocal
que evidenciaba que las agujas del reloj del mundo seguían una dinámica
propia. La noche del 9 al 10 de noviembre, decenas de miles de ciudadanos
de Berlín Este acudieron jubilosos a la parte occidental de la ciudad, donde
fueron recibidos con entusiasmo.
En los años del cambio histórico de 1989-1990, los Estados del bloque
del Este comunista cayeron como fichas de dominó. El Telón de Acero
había caído, la Guerra Fría que había dividido al continente pertenecía al
pasado. El comunismo había resultado ser una utopía que, en lugar de una
sociedad de personas libres e iguales, había producido un mortal sistema de
miedo, terror, mentira y arbitrariedad que se llevó por delante a millones de
víctimas. Sin las personas atrevidas que lucharon por la libertad y la
democracia, 1989 no se hubiera convertido en un emblema histórico.
Tampoco sin los políticos en ejercicio que habían reconocido los signos de
los tiempos. Y no sin aquel Juan Pablo II, quien, como Gorbachov,
representaba el cambio histórico también como persona.
Durante el mandato de Pablo VI todavía se practicaba la doctrina de
enfurecer lo menos posible a los dirigentes comunistas para evitar que la
situación de los creyentes empeorara aún más. Wojtyla cambiaría
radicalmente la política exterior de la Santa Sede. Ya sus primeras palabras
como pontífice habían llamado la atención de las personas en el Este de
Europa: «¡No tengáis miedo!», había exclamado. «¡Abrid, más todavía,
abrid de par en par las puertas a Cristo!». Y prosiguió: «Abrid a su potestad
salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los
políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del
desarrollo». En ese momento, los miembros de los politburós todavía
reaccionaron con tranquilidad. Consideraban que las costumbres del cargo
moderarían al sacerdote de Wadowice. Pero la Iglesia de Wojtyla «no sería
una Iglesia del silencio», en opinión del historiador italiano Andrea
Riccardi, «sino una Iglesia de la resistencia religiosa persistente»: «Wojtyla
creía en la fuerza de los pueblos, aunque fuesen humillados y reprimidos. Y
estaba seguro de que el sistema tras el Telón de Acero no duraría para
siempre» [6].
Gerd Stricker, experto en la historia del Este de Europa y de la Iglesia
oriental, opinaba de forma similar: la visita de Wojtyla a su país de origen
«fue la chispa inicial para el surgimiento del sindicato Solidarnosc, que
desestabilizó al régimen comunista en Polonia y a largo plazo provocó su
colapso. Esto, a su vez, desató una reacción en cadena que finalmente
ocasionó el derrumbe del imperio soviético» [7].
Mijaíl Gorbachov también estaba convencido de que «todo aquello que
ha ocurrido en Europa del Este en estos últimos años no hubiera sido
posible sin la presencia de este papa, sin el gran papel que supo desempeñar
también en lo político en el escenario mundial» [8]. Hans-Dietrich
Genscher señaló que Karol Wojtyla había «reconocido la dimensión
espiritual de esta revolución con mucha más claridad que la mayoría de los
que habían participado en el debate sobre la globalización». «El ejercicio de
su ministerio causó efectos que trascendieron ampliamente la Iglesia
católica», escribió el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de la REA. En
retrospectiva, cabría afirmar «que el movimiento del sindicato Solidarnosc,
fortalecido y protegido por el papa gracias a su postura responsable y clara,
surtió un gran efecto en el conjunto del ámbito de poder soviético» [9].
Lech Walesa lo confirmó: «Sin el apoyo del santo padre, habrían
desarticulado Solidarnosc. Sin él no se habría producido el fin del
comunismo o, como mínimo, se habría retrasado mucho y habría sido
cruento» [10].

El lazo entre Juan Pablo II y su guardián de la fe se había estrechado aún


más por su consenso en cuanto a la política frente a los Estados de Europa
del Este. El derrumbe del comunismo en el Bloque del Este también reforzó
la actitud de los dos líderes de la Iglesia frente a la teología de la liberación,
de orientación marxista, que había perdido su apoyo financiero desde que
Gorbachov recortó las subvenciones a Cuba. En una entrevista en mayo de
1988, Ratzinger había declarado que con los cambios en la Unión Soviética
«quizá se desencadenaba, sin querer, una dinámica de largo alcance».
Existía «una fuerte expectativa interior para una amplia reorientación». Se
podía expresar de la siguiente forma: «Así como aquí en Occidente la gente
se ha cansado de la religión, de la fe, allí se han cansado, en la tercera
generación, del ateísmo» [11].
Por muy grande que fuera la participación de Wojtyla en la liberación de
Europa del Este del yugo del comunismo, para los principales medios de
comunicación el papa polaco encarnaba la recaída en un pasado
preconciliar y reaccionario del catolicismo. Esta opinión estaba arraigada
incluso en los estratos católicos centrales. «En el fondo, los reformistas
católicos quieren una Iglesia que, en general, sea más secular», opinaba el
historiador Franz Walter, «una Iglesia, por decirlo un tanto maliciosamente,
que se adapte a las necesidades cambiantes de la burguesía media en Europa
Central, una Iglesia fácil de mantener, que no resulte agotadora y pueda
vivirse con comodidad». Lo que debía resultar bastante sorprendente, pues
«la fortaleza del catolicismo en la sociedad moderna siempre ha sido su
capacidad de contraponer algo propio y persistente a las tendencias,
vicisitudes y extravíos seculares» [12].

Que el complejo antirromano no se había atenuado quedó patente en la


llamada Declaración de Colonia de 1989, el año del cambio político en
Europa del Este. En ella, catorce catedráticos de teología alemanes
criticaban el estilo de dirección del papa bajo el título de «En contra del
tutelaje, por un catolicismo abierto». Otros 163 compañeros de Alemania,
Austria, Suiza y los Países Bajos se sumaron a la nota de protesta.
Entretanto, Karl Lehmann había alcanzado la presidencia del episcopado
alemán. Se trataba del representante de un ala que, bajo la expresión
«Iglesia de Lehmann» y con la exigencia de disponer de «un margen para
los experimentos», pronto se convirtió en sinónimo de la cohonestación
entre la Iglesia y el espíritu de la época.
El conflicto entre Alemania y Roma se produjo en torno a la cuestión del
asesoramiento a las embarazadas. La reforma de los parágrafos del Código
Penal concernientes a la interrupción del embarazo despenalizaba el aborto
durante las primeras doce semanas de gestación. La condición previa era la
presentación de un comprobante de haber sido asesorada por parte de una
institución autorizada para tal fin. La Iglesia católica también ofrecía ese
tipo de asesoramiento. Según Volker Resing, redactor jefe de la revista
Herder-Korrespondenz, Lehmann había «ideado», junto con el canciller
Helmut Kohl, ese compromiso. La argumentación era la siguiente: a través
de los consultorios de la Iglesia no solo se podía ayudar a las mujeres en su
situación de necesidad, sino que, en caso de duda, también sería posible
evitar un aborto. El papa, sin embargo, subrayaba que firmar un permiso
para el aborto supondría oscurecer el testimonio de la Iglesia a favor del
valor incondicional de la vida humana. Ratzinger apoyaba la postura del
papa diciendo que se trataba «de la dignidad humana como tal, del
mantenimiento del derecho», pues «el derecho a la vida es la condición
previa de todos los demás derechos. El que no vive, ya no puede ejercer
ningún derecho» [13].
La disputa se prolongó durante cuatro años, hasta que Wojtyla ordenó a
la Iglesia alemana abandonar de forma categórica el sistema estatal de
asesoramiento. Lehmann aceptó con serenidad su mayor derrota en política
eclesiástica e incluso defendió a Ratzinger. En aquella época, «cuando
surgían críticas algo primitivas» en contra del prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, él solía objetar: «Dios mío, dejen Uds. de ladrarle
a la luna. Hay que conocer su obra y tomar realmente todo en
consideración». Tampoco se podía afirmar sin más que hubiera tenido que
someterse a Ratzinger: «No fue él, fue el papa mismo. Fueron los dos al
unísono». Sin embargo, también había «tenido la experiencia de que, con
Ratzinger, al igual que con Juan Pablo II, se podía a menudo hablar de
cualquier asunto. Lo que me reconcilió bastante fue ver que se me
escuchaba de verdad. Tenía claro desde el principio que no podíamos
decidir por nosotros mismos. Y que en cierto momento tuviera que
someterme respecto de algún asunto formaba también parte del ministerio
de obispo y teólogo católico» [14].
A ojos de los creyentes fieles al catolicismo, que veían en Ratzinger al
fidei defensor, al defensor de los valores fundamentales del cristianismo, el
prefecto se había ganado su respeto. Su firmeza en la defensa de los
principios y su brillantez intelectual impresionaban incluso a los alejados de
la Iglesia. El dramaturgo Botho Strauß, ganador del prestigioso Premio
Büchner, celebró a Ratzinger como el «Nietzsche de finales del siglo XX»
[15]. La revista estadounidense Time Magazine lo incluyó en la lista de las
100 personalidades más influyentes del mundo. El 6 de noviembre de 1992
ingresó en París en la Académie française (en la sección «Ciencias Morales
y Políticas») como sucesor del disidente ruso Andréi Sájarov. Se trataba de
una distinción que antes de él había recaído en algunos hombres de Iglesia,
como el cardenal Jean Daniélou. Incluso recibió una condecoración de la
asociación carnavalesca Narrhalla, de Múnich, fundada en 1893. Premiaron
al supuesto «gran inquisidor» por su humor. Para contrarrestar las más que
presumibles críticas al hecho de que la condecoración se entregara
precisamente a un guardián de la fe, Ratzinger apuntaba: «En realidad, me
parece que encaja a la perfección. Pues es sabido que el privilegio de poder
decir la verdad recae en el bufón [Narr]». Puesto que, ya de oficio, «debía
decir la verdad», se alegraba mucho de esta distinción. Al fin y al cabo,
«quien diga la verdad, y al hacerlo no se sienta un poco como un payaso, se
convertirá fácilmente en un ser autocomplaciente» [16].
Que Ratzinger no rehuía leer la cartilla incluso a la jerarquía eclesiástica
quedó patente en un evento que tuvo lugar en septiembre de 1990 en
Rímini. El diario liberal progresista La Repubblica informó de que, con
ocasión del encuentro anual del movimiento Comunión y Liberación, con
miles de participantes, el prefecto, «celebrado como una estrella», había
continuado con sus ya conocidas «provocaciones». El cardenal se habría
burlado de la idea de una «Iglesia hiperactiva», con cada vez más órganos
de decisión, cargos y eventos. «De alguna manera, se piensa que siempre
tiene que haber actividad eclesial, que siempre se tiene que estar hablando
de la Iglesia o que hay que hacer algo con ella o en ella. Pero un espejo que
solo se muestra a sí mismo ya no es un espejo; una ventana que no permite
la vista a lo lejos, sino que se interpone, pierde su sentido». En su
llamamiento a favor de una espiritualidad renovada exigía «un profundo
examen de conciencia» que debía «iniciarse en toda la Iglesia», sin excluir a
la curia romana. Podía darse el caso «de que alguien participe
constantemente en actividades asociativas dentro de la Iglesia sin ser
realmente cristiano». Y, por el contrario, era posible «que alguien viva
simplemente a partir de la palabra y los sacramentos y ejerza el amor que
procede de la fe sin jamás haber formado parte de los órganos de decisión,
sin jamás haberse ocupado de las novedades eclesiales, sin jamás haber
participado ni votado en sínodo alguno y, no obstante, ser un verdadero
cristiano» [17].

En la curia se le aprecia, pero sigue siendo un ser solitario que no se


presta a los juegos de poder. Tiene acceso directo al papa, lo que hace que
sea prácticamente invulnerable. Al mismo tiempo, que mantuviera las
distancias respecto del aparato burocrático no ayudó a la hora de tejer lazos
de amistad. Que no busque la primera plana ciertamente amortigua algo la
envidia y los celos de los demás, sobre todo de aquellos líderes eclesiales
que, como Angelo Sodano, aspiran al poder. «Pero su superioridad era
sencillamente palpable», apunta un conocedor de la situación; «y a la larga,
convivir con un hombre intelectual y teológicamente tan versado como
Ratzinger no resulta nada fácil, a pesar de tener el mismo rango que él».
Que no tejiera redes ni se dejara impresionar por ellas formaba parte de su
posición especial. «Hacer política era algo que le repugnaba», cuenta
Gänswein; «especialmente las cuestiones de personal, tal como las
abordaban los italianos en la corte, pues colocaban sin miramientos a su
gente en los cargos». Ratzinger no se presta ni a las intrigas ni a la
diplomacia de las visitas. «Se mantuvo completamente al margen del
enchufismo de la curia», confirma el antiguo nuncio Karl-Josef Rauber. «A
pesar de que llevaba 23 años en Roma, me daba la impresión de que no
conocía muy bien la curia» [18].
Tras la marcha de Bruno Fink, la tarea de secretario particular de
Ratzinger la asumió –por recomendación del propio Fink– Josef Clemens.
Este sacerdote y moralista de la archidiócesis alemana de Paderborn, nacido
en 1947, protegería desenvueltamente los flancos del prefecto y lo serviría
con gran entrega durante diecinueve años, de los que siempre formaron
parte también alegres excursiones con su Volkswagen Golf. En su
congregación, Ratzinger mantiene una relación familiar con su principal
colaborador, el salesiano Tarcisio Bertone, que lo libera de tareas
administrativas. Fuera de la propia institución, solo Bernardin Gantin, de
Benín, el primer cardenal curial de color, prefecto de la Congregación para
los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, así
como el eslovaco Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos, forman parte de su círculo más íntimo. Su
vida social se limita a la pequeña fiesta que da el día de su santo, cuando
convoca a algunos miembros del Colegio Cardenalicio en el Hotel
Columbus para tomar algo. Casi nunca acepta invitaciones. «Eso de acudir
por la tarde-noche a una recepción, eso, con pocas excepciones, no era lo
suyo», aclara un colaborador. «Creo que, primero, lo consideraba una
pérdida de tiempo y, segundo, no se correspondía en absoluto con su forma
de ser. Y luego, por supuesto, era un hombre que aprovechaba el tiempo del
que disponía también para su propio trabajo teológico» [19].
Durante estos años, el cardenal a menudo se queda solo, pasa los fines de
semana consigo mismo. Los domingos por la tarde atraviesa a pie la puerta
de Santa Ana en dirección a los Jardines Vaticanos, para dar en ellos unas
cuantas vueltas. Con regularidad viaja a su casa de Pentling: después de
Pentecostés pasa dos semanas allí, en verano suelen ser cinco. Los días
entre Nochebuena y Año Nuevo los pasa con su hermano en el edificio del
seminario en Traunstein, «de acuerdo con la tradición», según anota en una
tarjeta navideña destinada a Esther Betz. En otra ocasión, informa a la
amiga de que, «como viene siendo habitual, antes de Pentecostés me he
retirado durante una semana a la abadía de Scheyern y luego a la “casita” de
Pentling para pasar unos días de sosiego» [20]. Suele celebrar la misa diaria
en Pentling con el padre Martin Bialas, uno de sus antiguos estudiantes. En
el posterior desayuno conjunto no permite que se hable de cuestiones
espirituales o eclesiales. Prefiere que se hable de cosas que ocurren en la
vida cotidiana de la gente.
Su planificación de las vacaciones obedece a un plan rotativo de tres
años. Junto con su hermano, se aloja casi exclusivamente en seminarios,
monasterios y casas parroquiales. Un año el destino es Bresanona (Brixen)
en Tirol del Sur; al año siguiente, Bad Hofgastein, en Austria; y el tercer
año, lugares cambiantes: por ejemplo, el Längsee en Carintia o Linz –donde
se alojan con los hermanos músicos Josef y Hermann Kronsteiner– o el
convento de las pobres hermanas franciscanas de la Sagrada Familia en
Mallersdorf (Baja Baviera). Incluso en las vacaciones, las mañanas las
dedica al trabajo intenso. Por las tardes sale a dar una caminata. Cuando se
encuentran de visita en Adelholzen, localidad de la Alta Baviera, como
invitados de las hermanas de la Caridad, Joseph y Georg a veces dan un
concierto de piano en la Villa Auli, habitualmente con piezas de Mozart o
Palestrina.
En casa, en la Piazza della Città Leonina, es costumbre celebrar cada día
a las siete de la mañana la misa con la hermana. Maria hace, por así decir,
de sacristana que ayuda al sacerdote a ponerse la vestimenta, de monaguilla
y, a la vez, de «pueblo». Antes de la misa, el cardenal elige las canciones y
las apunta en un papel en el orden correcto. Los domingos y festivos hay
una «procesión». Se colocan delante de la cocina en el pasillo para entrar
con solemnidad en la capilla privada. «Las fiestas eclesiásticas se
celebraban como en una catedral, en la medida en que eso era posible con
dos o tres personas en un piso», señala Christine Felder, de la Familia
espiritual «La Obra», una comunidad de vida consagrada en la Iglesia
católica. Los domingos, el trabajo es tabú. Por la tarde-noche se sumerge en
la lectura. Según Felder, «a veces era él quien le leía a ella, a veces ella a
él... ese era un momento sagrado para ambos» [21].
Para Maria Ratzinger, a la que todos se referían simplemente como
«Fräulein Maria», Roma no era ninguna cárcel, pero tampoco una ciudad
en la que se sintiera a gusto. Las amistades personales se limitaban a
«Fräulein Mayer», la hermana del cardenal Augustin Mayer, que vivía en el
mismo edificio. «Joseph me necesita», decía en aquella época. Esa frase
simboliza su vida sacrificada, pues se convirtió en su razón de ser. Maria
«podía pasar por una criada», según Klaus Dick, obispo auxiliar de Colonia.
Pero era todo menos una maruja. Gestionaba con gran fiabilidad la
correspondencia de su hermano y se encargaba de recordarle que no
olvidara ponerse la bufanda y la chapela. Según Dick, era «como una
sombra», siempre dos pasos por detrás de su hermano, siendo casi invisible.
«Personalmente, a Maria no le resultaba fácil ser la hermana de un cardenal,
pues ello hacía que se viera expuesta a cierta presencia pública, algo que no
quería en absoluto» [22].
En esa relación de convivencia con su hermana, la vivienda común
representaba, de un lado, un tejido de actos rituales y, de otro lado, un
espacio de erudición, donde incluso la mitad del comedor estaba repleta de
libros. «Sus amigos son los libros. Y cuando no es un libro, se trata de una
gran figura de la historia de la Iglesia», dice el secretario Gänswein. «Para
él, el contacto literario o intelectual mediado por un libro resulta igual de
satisfactorio, igual de presente, igual de importante que el contacto con
personas cercanas de carne y hueso» [23].
Christine Felder conoció al prefecto a través del Centro Internacional de
Amigos de Newman y en 1988 aceptó ayudar a su hermana con las labores
de la casa dos veces por semana. Admiraba a Ratzinger por «haber
conservado la capacidad de alegrarse de las cosas más nimias». Al mismo
tiempo, también por su disciplina «que lo sostiene. En él siempre hay
tiempo para el trabajo, pero igualmente lo hay para recuperarse». Por
ejemplo, cuando el cardenal se tumbaba en el sofá y escuchaba durante una
hora un CD de música clásica. «Podía dedicarse a ello por completo, porque
estaba planificado. Durante esa hora podía desconectar por completo, sin
sentir ningún tipo de preocupación».
La vida práctica, sin embargo, suponía «un enorme reto» para el erudito:
«Todo tenía que estar muy organizado, pues en caso contrario sentía
inseguridad y su mente no estaba despejada». La regularidad lo protegía de
las sorpresas. «Conoce miedos existenciales, pero estos consisten, por
ejemplo, en el temor de que se pierda su maleta». Por eso, el cardenal
siempre llevaba una pequeña «maleta de emergencia», que no soltaba de las
manos. En el escritorio, en el vestíbulo o en el cuarto de baño, en todas
partes debía reinar un orden estricto y todos los objetos tenían que
permanecer en su lugar establecido. «En una ocasión me dijo, todo agitado:
“Hermana Christine, ¿le ha quitado usted el polvo a estos libros? Kafka está
bocabajo”». Pero «nunca lo he visto furioso o disgustado», si bien podía
«ser estricto y rotundo», como sabe la religiosa por experiencia propia:
«Una se daba cuenta de que había llegado el momento de no decir nada
más. Se percibía una autoridad interior. No necesitaba verbalizarlo. Era su
forma de hablar, su tono decidido lo que resultaba determinante». Con su
jefe, decía Josef Clemens, el secretario particular de Ratzinger durante
muchos años en la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre era
fundamental «cómo se le decían las cosas. Requería una cierta técnica. Yo,
al respecto, había desarrollado una expresión: “Hoy va a escuchar algo que
no le va a gustar”. Él respondía: “¿Y ahora qué pasa?”. “Eminencia, ¿cómo
se encuentra hoy, fuerte o débil?”. “Así, así”. “Lo siento, pero tengo que
decirle de todas formas que...”».
Como crítico de su gremio, Ratzinger había dado bastante caña; ahora le
tocaba encajar. Hasta ese momento, los libros del teólogo se encontraban
entre los más vendidos en la sección «Iglesia y política», pero poco a poco
sus publicaciones quedaron relegadas a un segundo plano, mientras que las
obras de Küng y Drewermann ocupaban metros en las estanterías. En las
facultades de teología católicas, los estudiantes que no seguían la línea
dominante eran llamados al orden. «Durante toda la carrera tuve que
escuchar ataques furibundos contra Ratzinger, que eran de lo más
desagradable y malicioso que uno pueda imaginarse», dice Petra Haslbeck,
en su día estudiante de Teología, «porque intelectualmente estas señoras y
señores no estaban a su altura» [24]. Quien en Alemania se dedicara a
escribir una tesis doctoral o de habilitación sobre Joseph Ratzinger o Juan
Pablo II apenas habría tenido posibilidades «de conseguir una cátedra»,
recuerda Gerhard Ludwig Müller, el posterior prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, de su época de estudiante: «Esas personas ni
siquiera eran invitadas a presentarse a la prueba, aunque superasen con
creces a sus competidores» [25].
Incluso hubo burlas. En 1992, en el momento de su máxima popularidad,
Eugen Drewermann se aventuró a hacer esta valoración: «No conozco a
nadie que haya recibido impulsos decisivos a través de las ideas de
Ratzinger» [26]. Ulrich Hommes, catedrático de Filosofía en Ratisbona,
recibió una respuesta negativa de la Academia Católica en Múnich cuando
propuso a su antiguo compañero para el Premio Guardini. El director Franz
Henrich le dijo a la cara, según Hommes, «que la reputación de la
Academia sufriría si se premiaba al Panzerkardinal» [27].
Ratzinger no se quejaba. «Creo que lo aceptaba como el precio que debía
pagar por ocupar el cargo», según indica su secretario Gänswein, «y estaba
dispuesto a pagarlo sin rechistar» [28]. Sin embargo, había algo que le
llamaba la atención: «Algunos desean recibir algo así como la
“condecoración de la sangre” de los perseguidos», decía sorprendido a
propósito de los críticos que arremetían contra él: «Hay catedráticos
descontentos por no haber sido aún reprendidos y a quienes les gustaría
disfrutar del prestigio de ser un perseguido de Roma» [29]. Soportó con
silenciosa serenidad incluso la humillación de que el ayuntamiento de
Múnich –gobernado por una coalición de socialdemócratas y verdes–
rechazara la solicitud de nombrarlo hijo predilecto. ¡Múnich, precisamente
la ciudad donde tenía su sede la diócesis de la que había sido obispo! En
aquel momento, Marktl del Eno, su localidad natal, se ocupó de
contrarrestar el agravio. Y, durante la concesión del título de hijo predilecto,
el cardenal se sintió visiblemente a gusto con su gente, el pueblo sencillo,
en cuya devoción confiaba más que en la erudición de muchos colegas.
«Que hayamos salido ilesos de la crisis de las últimas décadas, en la medida
en que ha sido posible» es «mérito de la gente sencilla, la que no saca las
cosas de quicio, no de los catedráticos de teología».
Nunca quiso este cargo. A veces recordaba su época de estudiante, por
ejemplo, cuando se adentró en la filosofía de la libertad de Aloys Wenzl.
También se acordaba de los inicios en Bonn, libres de toda preocupación,
con los jóvenes entusiastas que gracias a su tono fresco habían encontrado
un nuevo acceso a los dogmas eclesiales. Mientras colocaban libros en las
estanterías de su casa en Roma, le confesó a Fink, su primer secretario, que
serviría como mucho durante dos quinquenios como prefecto. Después le
pediría al papa que lo jubilara, pues aún tenía que escribir obras
importantes: «Pasados esos diez años volveré a Pentling, y esa será mi
última mudanza» [30].

Sus fuerzas se ven mermadas no solo por los ataques a la Iglesia, sino
también, y sobre todo, por el mal en la Iglesia. Aún no se conocía el alcance
de los casos de abusos contra menores, pero ya la inmundicia –también en
forma de abusos litúrgicos– a la que se tiene que enfrentar como
responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe supone una carga
considerable. «Me duele en mi interior cuando pienso cómo se está tratando
a nuestro Señor» [31]. También conoce el peligro que conlleva su cargo:
«Cuando se piensa que la vida en su conjunto es hostil, y uno se obsesiona
esencialmente con el papel de acusador, entonces se identifica cada vez más
con el objeto de sus acusaciones. La vida solo puede funcionar si se lleva
dentro la voluntad de aspirar a lo positivo» [32].

El cardenal suizo Kurt Koch está convencido de que, como prefecto, a


Ratzinger «condenar le resultaba difícil, pues iba en contra de su forma de
ser» [33]. Como si compartiera destino con él, en una ocasión Ratzinger
hizo referencia en un sermón al profeta Jeremías que se había rebelado
apasionadamente para quitarse de encima su ministerio de una vez por
todas. «Le gustaría deshacerse de la palabra», comentaba Ratzinger, «que lo
ha convertido en un ser solitario, en un necio, en alguien señalado con quien
nadie quiere relacionarse. Pero debe soportar el peso de la palabra» [34].
«El precio que tuve que pagar fue el de no poder hacer lo que me había
imaginado», dice en otro lugar; «tuve que descender a lo pequeño y
múltiple de los conflictos y sucesos tácticos» [35].

Ya con ocasión de su nombramiento como obispo había hecho constar en


acta que su condición física no era la más fuerte. Los estudiantes se
acuerdan de que después de un viaje su profesor durante días tenía aspecto
de estar agotado. En efecto, en un examen médico se le diagnosticó un
defecto cardíaco, según informa su hermano Georg [36]. «De por sí, no
posee realmente una naturaleza combativa», explica Georg. «Tiene que
violentarse a sí mismo para ser duro. Ahora bien, cuando hay que luchar, no
elude el combate, sino que cumple con su obligación conforme a su
conciencia» [37]. Pero el cargo pasaba factura; y por muy duro que
pareciera el cardenal por fuera, el núcleo interior seguía siendo delicado.
«Gastaba muchísima energía al oponerse», observa Siegfried Wiedenhofer,
«se tomaba las cosas como algo personal. Le afectaban» [38]. El teólogo
muniqués Eugen Biser incluso temía que en Ratzinger «la diferencia entre
el cargo y la persona sea una fuente de sufrimiento, algo capaz de destruir la
vida» [39].
Con sus últimas fuerzas, el prefecto pudo avanzar con las labores
relacionadas con el catecismo universal que el papa le había encargado en
1986. El proyecto había sido acogido con mucho escepticismo por parte de
los críticos. Según ellos, estaba condenado a fracasar. El estadounidense
David Tracy, catedrático de Teología, opinaba que «el mero propósito de
elaborar un catecismo universal es un acto de altanería» [40]. En cierto
sentido tenía razón. En efecto, se trataba de una empresa monumental.
Hasta el otoño de 1990, 16 congregaciones romanas, 28 conferencias
episcopales, 23 de los 295 grupos de obispos y 797 obispos individuales
habían contestado al borrador enviado por la congregación de Ratzinger. A
los 24.000 comentarios que se habían recibido se sumaban las propuestas de
12 institutos teológicos y 62 expertos a los que también se había solicitado
un dictamen.

Según su secretario Josef Clemens, Ratzinger no escribió ni una sola


línea de esa obra monumental. Sin embargo, como director de la Comisión
Interdicasterial para el Catecismo de la Iglesia Católica, dirigió durante
años la coordinación de los textos a nivel mundial. La última revisión del
texto estaba prácticamente completada cuando en septiembre de 1991 el
prefecto sufrió un ictus durante un encuentro con estudiantes en Alemania.
Inicialmente, el derrame cerebral pasó casi desapercibido. «Había mucho
que hacer. No tenía ni un minuto libre», señala Ratzinger, «siempre dormía
mal. Y encima se presentaba una ordenación episcopal». Finalmente,
alguien alertó al cardenal de que en su homilía había repetido varias frases,
algo de lo que él no se había percatado. Al llegar a Roma, su chófer Alfredo
lo recogió en el aeropuerto. «Estando en el coche, del ojo comenzó a brotar
un líquido», rememora Ratzinger; «era realmente inquietante. En casa, no
sabía si vivía en la tercera planta o en la cuarta. Mi hermana abrió la puerta
y vio que tenía la cara blanca como la pared. Me dio algo de comer y me
mandó inmediatamente a la cama» [41].
Para Maria, el derrame cerebral es un signo de alarma. «Creí que la
hermana Muerte había venido a visitar a mi hermano», le comentó a sor
Christine. Maria es una de las pocas personas del entorno de su hermano
que sabe que sufre dolores de cabeza de forma casi permanente desde 1946
o 1947. A veces son tan fuertes que le resulta imposible trabajar. Las
pastillas no ayudan. Algo le alivia una fisioterapia a la que se somete con
regularidad. El derrame cerebral afectó al campo visual del ojo izquierdo.
Durante dos semanas se le atendió en el hospital romano Pío XI.
Posteriormente, fue recuperando poco a poco la vista, pero las secuelas
físicas y psíquicas se dejaron notar hasta 1992, en parte en forma de
cansancio constante.

Apenas dos meses después llegaría el siguiente golpe del destino, esta
vez más duro que nunca. Como siempre en Todos los Santos, Maria quería
viajar a Pentling para ocuparse de la tumba de los padres. Reservó un billete
de avión con Lufthansa y le suplicó a su hermano que no se alojara en la
residencia de religiosas, como solía hacer cuando ella se ausentaba. Maria
había leído en la prensa sobre robos en domicilios. Joseph no se resistió y se
alojó en la casa de ejercicios espirituales de la comunidad Figlie della
Chiesa, construida sobre una loma en La Storta, a una veintena de
kilómetros al nordeste de Roma. Fue una bendición; pues, gracias a que no
se encontraba lejos del aeropuerto, pudo tomar inmediatamente un avión
después de recibir una alarmante llamada telefónica de su hermano
avisándole de que Maria había sufrido un infarto. Sin embargo, a su llegada
al hospital de los hermanos de la Caridad en Ratisbona, su hermana ya
había perdido la conciencia. «Estaba tendida en la cama como si durmiera
en paz» [42]; a las pocas horas, entregó el espíritu. Maria Ratzinger,
miembro de la Orden Tercera de San Francisco, falleció el 2 de noviembre
de 1991, el día de los Difuntos, de un infarto de miocardio y un
subsiguiente derrame cerebral.

La muerte de la hermana abre una herida profunda. Después del réquiem


en la catedral de Ratisbona, se ve al cardenal, en el pórtico del enorme
templo gótico, solo y con lágrimas en los ojos. El coro infantil de los
Domspatzen acompaña a Maria, bajo el aguanieve, en su último trayecto
antes de ser enterrada en la tumba de los padres junto a Pentling. Están
reunidos obispos, nuncios y altos dignatarios en tan gran número como
probablemente nunca se haya visto antes en el entierro de una secretaria. En
la esquela se pudo leer que Maria Ratzinger había servido a su hermano
Joseph durante 34 años, «a lo largo de todas las etapas de su camino con
incansable entrega, bondad y humildad. Para sus dos hermanos siempre fue
un apoyo y una ayuda sororal».
A la pregunta sobre qué influencia había ejercido su hermana en su vida
y su obra, Benedicto XVI respondió: «Naturalmente, no en cuanto al
contenido de mi trabajo teológico, pero diría que sí a través de su presencia,
a través de su forma de creer y de su humildad. En el ambiente de fe
compartida en el que nos criamos y que fue creciendo con nosotros, que se
afirmó a lo largo del tiempo frente a las nuevas tendencias y que asimiló
mucho de lo renovado por el Concilio, permaneciendo, pese a ello,
constante», se habría forjado una unión existencial: «Sí, yo diría que ella
influyó en el ambiente básico en el que he pensado y existido» [43].
El cardenal estaba profundamente conmocionado, pronto se vería hasta
qué punto. El trabajo continuó. El 16 de noviembre de 1992 se presentó en
París por primera vez a la opinión pública el Catecismo de la Iglesia
Católica, que había sido redactado en francés. Todos los peros que se
habían planteado previamente resultaron ser presagios infundados. A
diferencia de todos los catecismos nacionales, de los que no se solían
vender más que algunos miles de ejemplares, del universal se vendieron
más de medio millón en un plazo de tres semanas. En total, del manual
católico de la fe llegaron a venderse más de ocho millones de ejemplares en
todo el mundo. Juan Pablo II lo consideró motivo suficiente para referirse a
él como uno de los «sucesos más importantes en la historia reciente de la
Iglesia» [44].

Pero el derrame cerebral y la muerte de la hermana tuvieron


repercusiones. Ratzinger se cansaba antes y mostraba una atonía
desconocida hasta el momento cuando se trataba de asumir labores
adicionales. Ya en 1986, después de su primer mandato de cinco años,
comunicó a Juan Pablo II «que mi tiempo había finalizado. Pero él ya me
había avisado de que no iba a poder liberarme». El 25 de noviembre de
1991, 23 días después de la muerte de la hermana, concluyó el segundo
quinquenio de su mandato. Tras diez años en el cargo, el hombre
supuestamente sediento de poder le vuelve a solicitar al papa que prescinda
de él; y en esta ocasión lo hace con más insistencia. «Después del derrame
cerebral me encontraba francamente mal y le dije que ahora ya no podía
más. Pero él respondió: “No, no. imposible”» [45].
Aquel 25 de noviembre, la hermana Christine coloca en la mesita de
noche del cardenal una tarjeta de felicitación con un «10» dentro de un
marco dorado. Cree darle una pequeña alegría con ocasión del décimo
aniversario de su nombramiento como prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Pero su reacción muestra todo menos alegría. «No hay
motivo para la celebración», fue la respuesta seca de Ratzinger. «No volví a
hacerlo», señala la religiosa; «en ese momento, me di cuenta por primera
vez del alcance y la magnitud del peso que soportaba» [46].

Un año después del derrame cerebral, el antiguo catedrático sufre otro


revés. El 17 de agosto de 1992 apareció la siguiente noticia en el
Süddeutsche Zeitung: «Joseph Ratzinger, cardenal curial, herido a causa de
una caída sufrida en Brixen, su lugar de vacaciones en Tirol del Sur, ha
recibido el alta del hospital. Una caída en el baño le ocasionó una herida en
la cabeza que requirió diez puntos de sutura». No fue del todo así. Según su
propio relato, Ratzinger estaba en su escritorio del seminario donde se
alojaba junto con su hermano, sentado en una silla de tres patas con ruedas.
Al sonar el teléfono, se impulsó para llegar a él y responder.
Desafortunadamente, cayó sobre un radiador, golpeándose la cabeza y
quedando tumbado inconsciente sobre el suelo, en medio de un gran charco
de sangre, hasta que su hermano lo encontró.

Cuando en noviembre de 1992 fui a visitar al cardenal a Roma para


entrevistarlo con el fin de escribir una semblanza de él, no sabía nada de su
historial de salud, y tampoco él mencionó el tema. Ratzinger parecía sin
fuerzas y, de alguna forma, melancólico. En respuesta a una de mis
preguntas, señaló que naturalmente existen exigencias de Jesús que, «a
buen seguro», ni siquiera un cardenal puede cumplir, «pues es igual de débil
que los demás». Y sí, también él conocía la situación de sentirse desvalido y
desbordado. «Precisamente en mi puesto actual, mis fuerzas no me
permiten llevar a cabo, ni mucho menos, todo lo que en realidad debería
hacer. Y cuanto mayor se hace uno, tanto más le afecta a uno el que las
fuerzas sencillamente no alcancen para hacer lo que resulta imprescindible,
el verse demasiado débil, demasiado desvalido o incapaz de afrontar ciertas
situaciones». En momentos así, lo único que podía hacer, me dijo, era
dirigirse a su Dios y suplicarle: «Ahora debes ayudarme, no puedo más».
Hablamos de su hogar paterno, de las experiencias durante la guerra y la
época nazi. Al tratar de su agenda como guardián supremo de la fe católica,
el hombre al que sus adversarios retrataban como obstinado perseguidor
confesó que se sentía terriblemente cansado. Que se había hecho viejo y
estaba agotado. Sonaba como un grito de auxilio. Sí, se sentía exhausto,
dijo. «Ya soy viejo, estoy al límite. Físicamente, me veo cada vez menos
capaz de hacer las cosas, y también me siento agotado». Sencillamente
había llegado el tiempo de que otras fuerzas, fuerzas más frescas, se
hicieran cargo del timón. Como muy tarde en 1996, tras tres mandatos, él
quería dejarlo. Definitivamente.
55
El largo sufrimiento de Karol Wojtyla

D urante mucho tiempo pareció que Juan Pablo II había superado el


atentado de mayo de 1981 sin ningún tipo de secuelas. El vicario de
Cristo en la tierra esquiaba y hacía senderismo por las montañas. En su
residencia de verano de Castel Gandolfo hizo construir una piscina para
mantenerse en forma también a través de la natación. Poco tiempo después
aparecieron las primeras fotos de los paparazzi: el pontifex en bañador.

Era un hombre difícil de clasificar. ¿Qué se supone que era: un


reaccionario o un progresista, un intransigente o un ejemplo paradigmático
de persona empática? «Con Wojtyla todo ha cambiado», había exclamado el
cardenal italiano Achille Silvestrini nada más producirse la entronización.
«Han cruzado los Alpes. Ahora todo es posible».
El polaco viajó a las favelas de Latinoamérica y en Senegal pidió perdón
a los africanos por la esclavización de sus antepasados. «El mundo puede
cambiar», exclamaba sin parar. Advertía frente al afán de lucro, el terror
consumista y la carrera armamentística y ponía en la picota los pecados
sociales del capitalismo y de la globalización. En su Teología del cuerpo
escribió sobre la dignidad del cuerpo humano, la belleza de la condición
femenina y la condición masculina y la vocación al amor. Su gran
llamamiento se dirigía a la conservación de la vida, en todas y cada una de
sus etapas. Ni había sido creada por el hombre ni estaba a su disposición.
Ya la primera encíclica, Redemptor hominis, fijó su programa: los
hombres, el mundo, los sistemas políticos se habían «alejado de las
exigencias de la moral y la justicia». La Iglesia debía oponerse con una
doctrina clara. No como administradora de un legado, sino como salvadora
de vidas.
Aquí había alguien que no solo pensaba que Dios existe, sino que lo
vivía, a través de cada fibra de su existencia. Daba a entender que los
católicos eran diferentes, en efecto. Que a veces parecían estar un poco
locos, pero que eso también los distinguía: como prestidigitadores de Dios,
que, al ser unos inadaptados, han conservado algo que otros jamás tuvieron.
Wojtyla atribuía a la Virgen de Fátima no solo su propia supervivencia,
sino también la desaparición del Telón de Acero, que se había derrumbado
como las murallas de Jericó. En marzo de 1984 admitió haber apelado
directamente a la Virgen María para que facilitara la derrota del
comunismo. En efecto, al giro político en el Este de Europa le precedió un
Año Mariano, convocado por Juan Pablo II. Presintiéndolo, insinuó que «a
través de los signos de los tiempos pueden reconocerse los caminos del
Señor». Y cada vez hablaba más de una «última hora». Decía que era
aconsejable «purificarse, mediante el arrepentimiento, de las
equivocaciones, la falta de fidelidad, las incoherencias y los retrasos».

A pesar de la agilidad del papa, resultaba evidente que desde el atentado


su gobierno se había vuelto más frágil. Ya en 1994 se comenzó a especular
sobre su renuncia. «La férula papal se ha convertido en una muleta»,
apuntaba The New York Times Magazine. «Predecir su salida» no requería
mucha imaginación. El semanario Stern informaba a sus lectores de que
prácticamente estaba descartada la posibilidad de que el polaco volviera a
realizar un viaje.

Estas noticias eran producto del sensacionalismo. Cada periodista quería


ser el primero en dar la noticia del pronto final del Siervo de los siervos de
Dios número 264. Pero el papa seguía bromeando cada vez que tenía que
volver a la clínica Gemelli. Que ahora leía los periódicos para enterarse de
su estado de salud, decía a los periodistas. A la clínica se refería como el
«tercer Vaticano», después del Palacio Apostólico y de la residencia de
verano en Castel Gandolfo. Por otra parte, la frase expresada por un
periodista francés parecía confirmarse más y más con cada día que pasaba:
«Este no es un papa procedente de Polonia; es un papa procedente del
Gólgota».
Una clave para entender este pontificado se encuentra en los cien
difíciles días tras el atentado, cuando el responsable máximo de la Iglesia
católica estuvo postrado en cama, pálido y con las fuerzas consumidas,
sobre una sábana blanca. «En los últimos meses, Dios ha hecho que
experimente el sufrimiento», dijo; «me permitió sentir el peligro de perder
la vida». Y entonces pronunció la frase que deja entrever la fuerza, la
perseverancia y la fe en Dios que marcaría el último periodo de su mandato:
«Al mismo tiempo pude comprender con toda claridad y profundidad que
esto era una gracia especial para mí personalmente y –pensando en mi
ministerio como obispo de Roma y sucesor de san Pedro– también para la
Iglesia» [1].

En cuanto a la cuestión de una eventual retirada, Wojtyla mandó evaluar


si un papa –de forma similar a un obispo– también podía renunciar a su
ministerio al alcanzar cierta edad. Entre los peritajes elaborados por sus más
estrechos colaboradores también se encontraba un dictamen del cardenal
Ratzinger. Nunca se dio a conocer el contenido. Según su secretario
Stanislaw Dziwisz, tras estudiar también los textos sobre este asunto
dejados por Pablo VI, Wojtyla llegó «a la convicción de que debía
someterse a la voluntad divina, es decir, permanecer en el cargo el tiempo
que Dios quisiera. “Dios me ha llamado, y Dios me volverá a llamar de la
forma que él quiera”» [2].
No obstante, fijó un procedimiento específico para la renuncia en caso de
que las fuerzas en algún momento ya no le alcanzaran para cumplir con el
ministerio hasta el final.
Quizá Wojtyla se acordara de una carta que el papa Pío V escribió al ya
débil arzobispo de Goa, en la India, quien había solicitado la exoneración
de su ministerio. «Nos mueve a compasión fraternal que os sintáis cansado
por el peso de los años», decía la misiva. «Pero considerad que el
sufrimiento es el camino normal que conduce al cielo y que no debemos
abandonar el lugar que nos asigna la divina providencia. ¿Acaso pensáis
que Nosotros no sentimos a veces cansancio ante la vida y que no deseamos
asimismo en ocasiones volver a Nuestra condición original de simple
religioso?».
El 10 de septiembre de 1571, pocos días antes de la batalla de Lepanto, el
mismo Pío V dirigió una carta conmovedora al Gran Maestre de la Orden
de Malta, Pietro del Monte, dando ánimos al viejo general del ejército: «Sin
duda sabéis que Nuestra cruz es más pesada que la vuestra, que ya Nos
flaquean las fuerzas y que son muchos los que desean que muramos. Ya Nos
habríamos rendido y renunciado a Nuestra dignidad (algo que hemos
valorado más de una vez) si no hubiéramos deseado entregarnos por
completo al Maestro, quien dijo: “El que quiera seguirme que se niegue a sí
mismo”» [3].

Relacionada con sus propias experiencias, Wojtyla había promulgado el


11 de febrero de 1984 la carta apostólica Salvifici doloris sobre la «fuerza
salvífica» del sufrimiento cristiano. En ella se dice que el sentido profundo
de soportar el sufrimiento surte efecto en el plano de la fe cuando se vive en
Cristo, quien murió en la cruz y resucitó. Con ello se convertía en un bien
espiritual para la Iglesia y el mundo. Y estuviera donde estuviera, Wojtyla
hizo que se asignara un lugar preferente a los enfermos e impedidos. En San
Francisco estrechó entre sus brazos a un niño pobre enfermo de sida. En
una residencia coreana besó a un hombre que sufría de lepra. «De esta
forma, el papa quería mostrar a aquellos que sufren, pero también a nuestro
mundo egoísta, el valor que, a ojos de Dios, tiene el sufrimiento compartido
con Cristo», explica su secretario. «Quería recordar que uno puede aceptar
el sufrimiento sin por ello perder su propia dignidad» [4].

Wojtyla soportó sus achaques con paciencia y tranquilidad.


Posteriormente, nadie en su entorno recuerda que permitiera que sus
problemas de salud fuesen una carga para otros. Por otra parte, no le
resultaba difícil hablar de ello en público. En julio de 1992 confesó a los
fieles reunidos en la plaza de San Pedro que un tumor intestinal le obligaba
a operarse. Un año después, a raíz de una caída, tuvo que ser intervenido del
hombro. En 1994 tropezó en el baño, lo que le ocasionó la fractura del
cuello del fémur. En 1996 tuvo que someterse de nuevo a una operación del
intestino. Además, una artrosis en la rodilla le provocó problemas
permanentes al andar. Cuando los reporteros detectaron que le temblaban
algunos dedos de la mano izquierda y que la musculatura facial mostraba
rigidez parcial, aparecieron rumores sobre una posible enfermedad de
Parkinson. En efecto, el médico de cámara Renato Buzzonetti ya había
relacionado la caída en el baño con deficiencias en el sentido del equilibrio
a causa de un síndrome neurológico extrapiramidal: párkinson. Su
secretario recuerda que el santo padre «no se mostró especialmente
consternado»: «Pidió que se le explicaran algunas cosas y le comunicó a
Buzzonetti su disposición a someterse al tratamiento correspondiente» [5].

La creciente fragilidad del papa no hizo que los ataques contra él se


suavizaran; todo lo contrario. Los ataques más furibundos llegaban del país
de Lutero. El semanario hamburgués Der Spiegel se había propuesto
acompañar, en la medida de lo posible, el calendario cristiano con titulares
anticristianos. Con ocasión de las grandes fiestas (Navidades, Pascua,
Pentecostés) aparecían prolijos artículos de portada que buscaban
«desenmascarar» el mensaje bíblico a través de variantes que iban
cambiando. Las historias poco tenían que ver con «noticias», tampoco con
hechos, de cuya exactitud se vanagloriaba la revista. Más bien se situaban
cerca de la especulación y del famoso «aderezo Spiegel», que añade a todo
artículo la necesaria pizca de cinismo y malicia. En la Nochebuena de 2018,
por ejemplo, el semanario obsequió a sus lectores con información sobre:
«María Magdalena, la primera papisa», recalentando así una pregunta a
menudo planteada: «¿Tuvo el Salvador una esposa?». En esta ocasión, sin
embargo, los bodrios preparados tuvieron que ser sustituidos por una
documentación que reconocía que uno de los periodistas más destacados de
su nómina se había inventado gran parte de sus reportajes a lo largo de
muchos años sin que nadie de la casa se diera cuenta. Habían querido creer
en la verdad de lo que se había encargado.

Para Juan Pablo II, la revista acuñó ya en noviembre de 1980 un


sobrenombre chispeante: «Ayatolá Wojtyla». Se le certificaba un carisma
que resultaba suficiente tan solo para «insuflar a la estructura burocrática
que dirige una suerte de vida mediática aparente». Que se dedicaba a
celebrar «un festival de consagración» que «transmite la ilusión caritativa
de que esta Iglesia aún es –o vuelve a ser– capaz de mover las masas» [6].
Cuando se trataba de Wojtyla, al editor Rudolf Augstein –para quien su
revista era una especie de «artillería de asalto»– le gustaba ponerse a veces
detrás del cañón. A Wojtyla, Augstein le recriminaba reacciones
autoritarias, la propagación de una «doctrina sexual cohibida» y un «rumbo
despótico». Le dedicó calificativos del tipo «misántropo», «anciano
enfermizo», «provinciano», «polaco testarudo» y «autócrata» que juega a
ser «un déspota».

Que en enero de 1995, con ocasión de una gira por Asia, el pontífice
recorriera 33.000 kilómetros en once días, que mantuviera treinta
conversaciones con diversas personalidades y celebrara en Manila una misa
con cinco millones de personas –la de mayor afluencia de la historia– no
podía quedar sin contestación por parte de Der Spiegel. Una semana
después de lo de Manila, Augstein exclamaba en tono desafiante: «Estoy en
contra del papa Wojtyla porque no permite otra opinión que no sea la suya
propia, aunque provenga del ideario del “ratzingerismo”». Con la «Iglesia
de Wojtyla» se estaría emprendiendo un camino «hacia un futuro sin
esperanza», profetizaba el autor. Para ilustrar lo dicho, el artículo venía
acompañado de una foto que mostraba al pontífice, bostezando y agarrado a
la férula papal. El pie de foto decía: «Cementerio de un pasado museístico»
[7].
Tras un mordaz reportaje de portada del 26 de enero de 1998, Augstein
trató de asestar un nuevo golpe con una contribución del 20 de septiembre
de 1999: «El polaco Wojtyla quiere que a las mujeres se les siga haciendo la
vida imposible». Ese era su comentario respecto de la decisión de Roma de
que la Iglesia alemana abandonara el asesoramiento a las embarazadas en
situación de conflicto. En su ataque generalizado, Augstein acusaba a la
Iglesia de haber estado en connivencia con Hitler: «La bendición de la
Iglesia la necesitaba [Hitler] para poder iniciar y ganar su guerra». El furor
de Augstein culminaba en la acusación de que «los martirios y las torturas
de consecuencias letales escenificadas por la Iglesia romana» eran
«comparables a los crímenes de Hitler y Stalin» [8]. Y eso que era un
secreto a voces que, tras el final de la guerra, varios nazis se habían
colocado en Der Spiegel, entre ellos antiguos capitanes de la SS o también
el primer jefe de la Gestapo, Rudolf Diels. A principios de 1934, el jurista
entregó a Hitler, a través de Hermann Göring, una compilación de los
«casos individuales más llamativos de disturbios políticos por parte de
religiosos católicos en contra del Estado y del movimiento
nacionalsocialista». Para Der Spiegel escribió las series «La Noche de los
Cuchillos Largos... no tuvo lugar» y «Lucifer ante portas». De acuerdo con
un estudio científico de su biógrafo Klaus Wallbaum, Rudolf Diels fue «uno
de los actores más importantes del régimen nazi» y tenía acceso directo a
Adolf Hitler [9].
En una reseña del libro de Augstein, Jesús, hijo de hombre, Karl Rahner
había relacionado los ataques contra el papado y la Iglesia con la idea de
que el periodista quería liberarse con violencia de los miedos de su pasado
católico. En cuanto a Cristo, Augstein había llegado a la conclusión de que
se trataba muy probablemente de «una síntesis a partir de varias figuras y
corrientes, elaborada por judíos con mucha fantasía y formación helenística
como personificación de la salvación del pueblo judío». Sería un «hecho»
«que la religión, tal como la entienden tanto los que son como los que no
son fieles a la Iglesia, ya no tiene futuro, se trate del dios que sea. No existe
ningún dios al que podamos conocer o del que podamos hablar, como
tampoco ninguno que sea omnipotente. Que un dios haya actuado hace dos
mil años de una vez para siempre es mito y magia de los días de infancia de
la humanidad» [10].
Solo cuatro meses después de la muerte de Augstein, el 7 de noviembre
de 2002, redactores de Der Spiegel, en un arrebato de sinceridad, de repente
caracterizaban en sus artículos a Juan Pablo II como «maratoniano de Dios»
y «papa extraordinario». «Los romanos lo aman», se decía en un reportaje
de portada. El papa «lucha contra la ideología del comunismo, que
desprecia la dignidad humana, con la misma decisión con la que lucha
contra la secularización, el cinismo y la falta de compasión del ajetreado
capitalismo». Y también: «En el mundo entero, muchas personas parecen
adictas a sus mensajes», que «gustan especialmente a los jóvenes» [11].
El final de la Guerra Fría, la globalización y los nuevos medios
electrónicos catapultaron el mundo a una nueva era, con retos para los que
aún no había respuestas. Ratzinger resultó ser, de nuevo, un superviviente:
tras la fase de agotamiento, volvió a recuperar su antigua fortaleza. Siendo
el indiscutido pensador jefe del Vaticano, daba conferencias ante los
principales políticos y juristas de Europa, recibía invitaciones a Cambridge
y Nueva York y se le concedieron nueve doctorados honoris causa. En cinco
ocasiones visitó Estados Unidos, en seis Sudamérica. Su compromiso a
favor del levantamiento de la condena a Galileo Galilei le granjeó tantas
simpatías entre los científicos que en el año 2000 pusieron su nombre a un
planeta. La editorial Johannes Verlag de Hans Urs von Balthasar lo
celebraba con entusiasmo como «el intrépido analista de la situación actual
de la Iglesia»: «No hay asunto demasiado candente para que deje de tocarlo,
no hay selva teológica demasiado densa o enmarañada que le impida el
paso» [12]. Todos sus estudios reflejarían coraje, inteligencia y un
pronunciado sentido de la moderación y la justicia.
Además, como interlocutor de los medios de comunicación, el bávaro era
el obispo más entrevistado del mundo. Pero incluso cuando se trataba de
análisis para la propia institución, no había forma de esquivar al prefecto.
«El tema me vino dado», explicó en relación con los preparativos para una
reunión de obispos procedentes de todas las partes de Europa a principios
de los años noventa. «Se esperaba de mí un esbozo de los problemas a los
que la teología tiene que enfrentarse en la actual situación intelectual en
Europa». Además, debía iluminar «las razones profundas de la lucha actual
en torno a la Iglesia y contra ella, invitando así a que se prosiga la
reflexión».

El análisis de Ratzinger del año 1992 es notable porque no ha perdido


nada de su actualidad. En él señaló que la situación de la fe en Europa no
solo mostraba signos de fatiga en la Iglesia. Para «comprender los
verdaderos problemas actuales de la fe», había que «profundizar». La
«reducción del mundo a lo demostrable y la reducción de nuestra existencia
a lo vivencial» habían ocasionado el «desvanecimiento de la imagen de
Dios»: «La superstición parece más justificada que la fe, los dioses más
creíbles que Dios». En cualquier caso, cada vez habría menos personas
capaces de imaginar un Dios «que se preocupa por cada individuo y que
realmente actúa en el mundo. Dios, de existir, habrá desencadenado el Big
Bang, pero en el mundo ilustrado ahí acaba su papel». Por otra parte, esto
supondría que la idea «de que un acto humano pueda ofender a Dios» es
algo que a muchas personas ya no les resulta lógico: «En consecuencia, ya
no hace falta la salvación en el sentido clásico de la fe cristiana, porque a
nadie se le ocurre relacionar la causa de la miseria del mundo y de la propia
existencia con el pecado» [13].

Que el mundo lleve inscrito un mensaje divino y, «por tanto, [señale]


estándares válidos para nuestros actos» había dejado de ser una categoría
aceptable. De esta forma, Dios se estaría convirtiendo, en todo caso, en un
marco general de orientación, pero «carente de contenidos; qué se entienda
por moral es algo que debe ser determinado de forma puramente
intramundana». La consecuencia para la catequesis católica era que, «dada
la sordera de mucha gente de hoy frente a las cosas divinas, [no es posible]
obviar las grandes cuestiones de la fe ni querer justificar la existencia de la
Iglesia apelando a su utilidad social (por muy importante que sea su obra
social, pues esta muere si desaparece el centro de la Iglesia: el misterio)».

Pero el prefecto también alentó a los obispos. A pesar de todas las


pérdidas, no se debía «pasar por alto un movimiento alternativo que se está
haciendo cada vez más visible, especialmente entre la generación joven».
Sobre todo los jóvenes se estarían «percatando cada vez más de la
banalidad y el racionalismo pueril de las liturgias autoelaboradas, con su
artificial teatralidad». Ratzinger concluyó: «Al final, todo depende de la
cuestión de Dios. La fe, o es fe en Dios o no existe» [14].
Muchas de sus contribuciones venían predeterminadas por los cometidos
que implicaba su cargo, ya fuesen cuestiones de cambio social, bioética o
investigación genética. La pérdida de identidad se convirtió en uno de sus
temas principales. Siendo alemán, estaba especialmente sensibilizado ante
este asunto. Era oriundo del país que le había infligido al cristianismo la
mayor herida de su historia, una brecha enorme, como señala su alumno
Vincent Twomey, «que a lo largo de los siglos se fue extendiendo desde allí
por todo el planeta. Un país cuya población e identidad se encuentran hasta
hoy desgarradas internamente, justo también a causa de esta escisión».
Según Twomey, de Alemania no solo surgió la división en Iglesia católica e
Iglesia protestante, sino también las grandes corrientes ateas de la
Modernidad: «Ya sean los movimientos filosóficos de la Ilustración con
Kant y Hegel, los movimientos políticos impulsados por Marx y Engels o,
como cima provisional del levantamiento contra Dios, el intento fascista de
conquistar el mundo» [15]. El prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe evocaba en sus discursos la idea de que el alma europea se
fundamenta en valores humanos y cristianos comunes. Y afirmaba que solo
una Europa que redescubra sus raíces estará a la altura de los retos del
tercer milenio.
Ratzinger reaccionaba así frente a un nuevo paganismo que estaba a
punto de conquistar el espacio público. El mensaje bíblico iba retrocediendo
frente a todo tipo de religiones sucedáneas, las estrellas mediáticas
ocupaban el lugar de los santos, y ritos bárbaros y cultos obscenos se
consideraban admisibles. El prefecto advertía de que la pérdida de
identidad, orientación y verdad llevaba al ensimismamiento en medio de
una sociedad egoísta y, en consecuencia, a una brutal soledad. Existiría una
conexión entre el declive de la fe y el desmoronamiento de los valores.
Todos serían capaces de reconocer que la pérdida de una dimensión
superior se correspondía con el descenso del nivel freático de la cultura.
Había que volver a aprender de una vez por todas «que los grandes
conocimientos morales de la humanidad son igual de razonables y
verdaderos» que los conocimientos en las ciencias naturales y la tecnología.
Pues «la verdadera ley natural es una ley moral. Algunas actitudes son, sin
duda, siempre falsas, justo porque contradicen al ser. El problema de la
época moderna reside en el hecho de que se ha separado de esa evidencia
ancestral».
Aparte de un número impresionante de libros religiosos como Mirar a
Cristo: Ejercicios de fe, esperanza y caridad, Servidor de vuestra alegría:
Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal y Naturaleza y misión de la
teología: Ensayos sobre su situación en la discusión contemporánea,
surgieron varias recopilaciones de ensayos: Iglesia, ecumenismo y política:
Nuevos ensayos de eclesiología, así como Una mirada a Europa: Iglesia y
Modernidad en la Europa de las revoluciones (que incluye la conferencia
«Derribar y edificar: la respuesta de la fe a la crisis de valores») y Verdad,
valores, poder: Piedras de toque de la sociedad pluralista. Los diagnósticos
de época de Ratzinger combinaban las críticas al presente con el esfuerzo
por mostrar la contribución del cristianismo a una sociedad humana y
democrática. Sus densos escritos recordaban con no poca frecuencia la
visión de futuro de George Orwell. «La reducción de la razón al mundo de
los “hechos” y de la utilidad acaba en la destrucción de la moral», señalaba;
«y de esta forma, en la abolición del hombre». Tal evolución podía
«conducir al uso de la nuda violencia sin ningún compromiso moral y, por
ende, al control de muchos por unos pocos» [16]. La «alternativa cristiana»
se introduciría, en todo caso, de forma tímida y con reparos en el debate
público, «porque los cristianos no confían en su propia visión de la realidad.
En su devoción privada se aferran a la fe, pero no se atreven a asumir que
esta tenga algo que decir al hombre en general, que sea una visión de su
futuro y su historia» [17].
Cuando en septiembre de 1996 se publicó el volumen de entrevistas La
sal de la tierra, incluso a los medios menos afines no les quedó más
remedio que, por una vez, dar la razón al prefecto. Si el «informe de
Ratzinger», publicado casi diez años antes, más bien había reforzado la
imagen aterradora del Panzerkardinal, ahora esa figura comenzaba a
cuartearse. «Hasta ahora, ningún alto responsable de la curia se había
mostrado tan abierto y dispuesto a proporcionar información», señalaba Der
Spiegel [18]. El Süddeutsche Zeitung apuntaba: «Este hombre le lee la
cartilla a su Iglesia como no se ha hecho desde los tiempos de Martín
Lutero». Y el semanario Die Zeit conjeturó que el libro «quizá algún día
será considerado un signo de un destacable cambio de tendencia», pues
ahora se podía reconocer que «el conservadurismo de Ratzinger no
implicaba pactar con las condiciones imperantes, sino que suponía más bien
un inconformismo en medio de un presente entregado al progreso». Ya no
era la Modernidad, convertida hace tiempo en tendencia mayoritaria, la que
aparecía como «inconformista» y «crítica», «sino el cardenal que se oponía
al espíritu de la época».
Sin embargo, un nuevo problema de salud se interpuso, de momento, en
el camino del proyecto editorial. Tras el derrame cerebral de 1991, el
cardenal había recuperado la visión por completo. Pero en la primavera de
1995 sufrió una trombosis durante un encuentro de antiguos compañeros de
clase con ocasión del cincuentenario de su promoción de bachillerato. De
nuevo se vio afectado el ojo izquierdo. «En la Clínica Universitaria de
Ratisbona me machacaron durante tres días con todo tipo de pruebas»,
escribió Ratzinger a su amiga Esther Betz. «Las pruebas dieron como
resultado que, por el momento, no había nada que hacer y que, tras unas
semanas, se procedería a una nueva valoración». Pero el optimismo resultó
engañoso. Los tratamientos ulteriores tampoco lograron mejoras. Cuando
más adelante sobrevino una degeneración macular, una enfermedad de la
retina que se produce con la edad, desapareció toda esperanza de volver a
poder ver con el ojo izquierdo.
Un día me encontré sentado junto al cardenal en el asiento trasero del
antiguo Mercedes de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Iba en
calidad de entrevistador enviado por la editorial. Su chófer, Alfredo, nos
llevó a una casa de la Comunidad Católica Integrada cerca de Frascati,
donde se iban a grabar las conversaciones para el libro. En la Vía Apia, el
coche pasó lentamente por delante de una iglesia, construida en el lugar
donde, según la leyenda, Pedro, que huía de Roma, se encontró con Jesús y
le preguntó: Domine, quo vadis?, «Señor, ¿a dónde vas?». Cuando Jesús le
respondió: «Voy a Roma para ser crucificado de nuevo», Pedro regresó a
Roma, donde fue encarcelado. Delante de la puerta de la iglesia se veían
unas pequeñas coronas negras. Una imagen de duelo. Alrededor había
algunas personas, un tanto turbadas, con la mirada fija en el suelo. Era
como si de súbito se hubieran dado cuenta de que no habían valorado lo
suficiente lo que acababan de perder.
Los días en las proximidades de Frascati comenzaban con una misa.
Luego se ofrecía un «té al estilo Ratzinger», es decir, una infusión de frutas
con limón y mucho azúcar. Comenzábamos y terminábamos puntualmente.
Durante las pausas, el prefecto se retiraba a su habitación. Me explicó que
durante ese tiempo se dedicaba a meditar. Invocaba al Espíritu Santo para
obtener ayuda, porque no se arrogaba lograrlo todo, por decirlo así, a través
del propio ingenio. Por cierto, dijo, algo natural para un creyente.

En retrospectiva, el encuentro me recordaría una historia de Paulo


Coelho en la que un hombre viejo y sencillo fabrica sillas y mesas en la
soledad de un pueblo. No es nada presuntuoso, a pesar de ser el más
importante maestro mundial de tiro con arco. El magisterio de Ratzinger
tampoco recurre a gestos joviales o efectistas; frecuentemente, se sirve más
bien del silencio, de una especie de actitud monacal que no requiere
palabras. Coelho antepone a su libro una oración a modo de lema. Dice así:
«Oh, María, sin pecado concebida, ruega por nosotros, que recurrimos a ti.
Amén». La combina con una cita de la poeta y vidente estadounidense Ella
Wheeler Wilcox: «Una oración sin objetivo es como una flecha sin arco. Un
objetivo sin oración es como un arco sin flecha» [19].

En Italia ya no era considerado el «alemán estricto». Su manera de


escuchar, de sopesar sus ideas y articularlas solo cuando ya está seguro de
lo que quiere decir, eso a los italianos les recordaba a los maestros antiguos,
como Platón y Aristóteles. Su gran fortaleza residía en su capacidad no solo
de analizar sino de estructurar, de ofrecer posibilidades que puedan ayudar
al individuo, así como al conjunto de la sociedad, a la hora de reconocer lo
malo y de aprovechar los talentos que sirven para avanzar. Mis preguntas en
el marco del libro-entrevista giraban en torno a asuntos como: ¿por qué
tantas personas no son ya capaces de creer? ¿Por qué hay tanto mal en el
mundo? ¿Aún tiene sentido embarcarse en una nave que hace agua, como es
el caso de la Iglesia? A veces, mi interlocutor echaba la pierna sobre el
reposabrazos de su silla, un gesto de desenfado propio de un estudiante que
se acalora en medio de una discusión y se siente cómodo y confortable.
Cuando no sabía algo, lo reconocía sin más. Para él era importante estar en
consonancia con los grandes santos y maestros de la fe que habían mostrado
el camino que debía seguirse y que en la vida de la Iglesia se ha confirmado
como el verdadero. En algún momento le pregunté cuántos caminos existían
para llegar a Dios. El cardenal no tuvo que pensarlo mucho. Tantos como
personas existen en el mundo, respondió, pues, al fin y al cabo, cada
persona sigue su propio camino.

En la entrevista, el cardenal explicó que para él el celibato no era un


dogma, sino «una forma de vida que, por sólidas razones fundadas en la
Biblia, se había establecido en época temprana en la Iglesia». Sin embargo,
«ninguna forma de vida en la Iglesia, por arraigada y justificada que esté»,
debe nunca «declararse como completamente absoluta». En cuanto al sexo,
incluso un cardenal debe, por supuesto, «hablar de todo lo que es humano.
Y el sexo no puede descartarse sin más mediante la etiqueta “pecado”».
Sobre sus compatriotas, opinó que los alemanes son «un pueblo que valora
la disciplina, el rendimiento, el trabajo y la puntualidad. Pero eso fácilmente
propicia un exceso de confianza y lleva a un pensamiento unilateral que
solo aprecia el rendimiento, el trabajo, la producción, los propios logros y la
disciplina, lo que hace que se descuiden muchas otras facetas de la
existencia humana».
En nuestros tiempos, continuó Ratzinger, se registra «una enorme
pérdida de importancia de lo cristiano». En la actualidad, en un número
cada vez mayor de ámbitos de la vida haría falta valor «para profesar la fe
cristiana». Incluso existiría «el peligro de una dictadura anticristiana». Por
otra parte, en muchos lugares del mundo la Iglesia «se está asfixiando a
causa de su poder institucional». Quizá haya que despedirse «de la idea de
las Iglesias populares. Posiblemente estemos ante una nueva época en la
historia de la Iglesia, subrayó, una época de corte diferente, en la que el
cristianismo quizá se haga visible más bien a través del signo del grano de
mostaza, a través de grupos aparentemente insignificantes, pequeños, pero
que en su vida se enfrentan con intensidad al mal, que introducen el bien en
el mundo, que dejan que Dios entre en este». Por último, y en ese punto creí
haber oído mal, el cardenal se lanzó a hacer una proclamación desbordante
de páthos: «La Iglesia necesita una revolución de la fe. No debe fusionarse
con el espíritu de la época. Tiene que deshacerse de sus bienes materiales
para conservar su bien mayor, el depósito que le ha sido encomendado».

En realidad, no le tenía miedo al futuro. Justo aquellos «que han


aguantado por completo la experiencia de la época moderna» podrían
reconocer que en la Iglesia católica, aparentemente esclerotizada, «espera
algo fresco y audaz, algo magnánimo que ofrece una vía para escapar de los
rancios estilos de vida». Creer significaría profundizar en la comprensión.
«Al igual que la creación procede de la razón y es razonable, la fe es, por
así decir, la culminación de la creación y, en consecuencia, la puerta a la
comprensión». A la pregunta de si es cierto que el cristianismo, más que
una teoría, es un acontecimiento, se incorporó de golpe: «Y eso es muy
importante. Lo esencial en el propio Cristo no es que proclamara ciertas
ideas –lo que, por supuesto, también hizo–, sino que uno se convierte en
cristiano por creer en ese acontecimiento. Dios entró en el mundo y ha
actuado. Es, por tanto, una acción, una realidad, no solo un conjunto de
ideas» [20].
La conversación produjo en dos días una grabación magnetofónica de
doce horas de duración. El libro resultante, con sus traducciones a más de
30 lenguas, ha circulado por todo el mundo. Un vietnamita que en su día
llegó a Alemania como refugiado lo tradujo a su lengua de origen; un
profesor de Beirut, al árabe. El tono musical de Ratzinger probablemente
contribuyó a que el volumen se convirtiera en un éxito mundial. «Aún hoy
se percibe en su lenguaje teológico la importancia que para él tiene la
música, especialmente la música de Mozart», explica el prelado Max-Eugen
Kemper, canónigo de la basílica de San Pedro en Roma. La «llamativa
polifonía» sería el factor que conectaría a Ratzinger con Mozart. «Nos
encontramos con esta polifonía de forma ordenada, armoniosamente
sometida: resulta reconfortante y alentadora, nos reconcilia en cierto modo
con nosotros mismos; en cualquier caso, nos aporta felicidad». En ella
también residiría lo que, en una ocasión, el violinista Yehudi Menuhin
llamó la part de Dieu, la parte de Dios: aquellas partículas imposibles de
producir con notas musicales, signos o instrumentos y que no requieren
sino cierta permeabilidad. «Solo de ellas obtiene la buena música su
verdadero resplandor», asevera Kemper; «solo a través de ellas somos
capaces de intuir que existe otro “intérprete” totalmente distinto» [21].
A pesar del éxito editorial, el año 1996 no concluyó para el prefecto con
el resultado deseado. Diez años antes, Ratzinger le había recordado al papa
que con el primer quinquenio al frente de la Congregación, ya había
cumplido, en realidad, su tarea. Cuando, tras el derrame cerebral de 1991,
pidió de forma oficial ser liberado del cargo, su solicitud fue denegada
nuevamente. Y ahora, al término del tercer quinquenio, Juan Pablo II se
mostró de nuevo inclemente. No, no tenía permiso para abandonar su
puesto. Había otra circunstancia más que le disgustaba: su ya próximo
septuagésimo cumpleaños. «Aunque lamentablemente no se pueda evitar
del todo, trato de limitar, en la medida de lo posible, la celebración de los
cumpleaños», le escribe el 12 de febrero de 1997 a Esther Betz. Su
escritorio, le dice, «se encuentra, muy a mi pesar, repleto de tantos papeles
–además de apilarse también en otros lugares– que a veces me imagino lo
estupendo que sería si ya me permitieran ser un catedrático emérito y
tuviera la libertad de leer y hacer senderismo a mi antojo».
Seis meses después, pasadas ya las celebraciones del cumpleaños, vuelve
a dirigirse por carta a Betz: «Ahora intento recuperarme un poco de todo
esto: siento cómo las fuerzas van menguando y aumentan las exigencias en
torno a los frenéticos preparativos para el año 2000. No me dedico a
planificar (en realidad nunca lo he hecho), sino que me dejo simplemente
llevar por la divina providencia. Y, en realidad, no me ha ido nada mal así,
aunque todo haya salido de forma muy distinta de como yo me lo
imaginaba» [22].
56
El milenio

E n la primavera de 1997, Ratzinger tuvo que ingresar en una clínica


romana para someterse durante unos días a un tratamiento
cardiológico. El 7 de enero de 1998 se operó –como medida preventiva– del
ojo sano, el derecho, en Ratisbona. «El profesor Gabel, de la clínica local,
lo considera urgente. Espero que todo salga bien», decía en una carta a
Esther Betz.

A finales de mes ya está otra vez de viaje. Acude primero a Pamplona,


para ser investido doctor honoris causa por la Universidad de Navarra,
fundada por el Opus Dei. Recibe el reconocimiento junto con un
economista judío de Estados Unidos y un farmacéutico protestante de los
Países Bajos. No le dio tiempo de visitar el Museo Guggenheim en el
cercano Bilbao, tal como le había recomendado encarecidamente su amiga.
Desde Pamplona vuela a Hamburgo. donde, según los apuntes del propio
Ratzinger, «tuve que celebrar primero las vísperas ecuménicas de san
Anscario y dictar luego una conferencia en el Übersee-Club, en la gran Sala
de la Bolsa, ante unos 1.500 oyentes: una noche inolvidable».

No son solo los preparativos para el milenio los que dificultan el trabajo
del prefecto. Ratzinger sigue sintiéndose cansado y viejo. «Con el paso de
los años, uno siente cada vez más el peso de días como este», le confiesa a
Esther en febrero de 1998; «En el futuro tendré que dosificarme con tales
aventuras aún más de lo que, de todos modos, ya hago» [1]. A principios de
agosto de 1999 disfruta, junto con su hermano Georg, de unas vacaciones
en el convento de las franciscanas de Mallersdorf. «¡Qué deliciosa la
atmósfera de silencio después del ruido y la avalancha de reuniones en
Roma!», le dice a Betz. Elogia con entusiasmo la «fabulosa comida» y, en
general, «el amplio y fértil paisaje que, con sus suaves colinas y valles,
transmite paz y relajación por contraste con el recio mundo montañoso de
los Alpes».
La firma de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación,
en la que iban a participar la Federación Luterana Mundial, el Consejo
Metodista Mundial y la Iglesia católica, estaba prevista para el 31 de
octubre de 1999. Se consideraba un hito en el diálogo ecuménico, ya que la
Iglesia católica, a pesar de todas las «diferencias restantes», expresaba su
comprensión por la doctrina protestante de la justificación del hombre «solo
por la fe». Realmente, sin la intervención del prefecto «esta declaración no
se habría producido», señala el teólogo Theodor Dieter, director del
Instituto de Investigación Ecuménica en Estrasburgo, un centro de la
Federación Luterana Mundial [2]. Cuando las conversaciones sobre la
Declaración llegaron a un punto muerto, Ratzinger se recluyó en Ratisbona
con el obispo regional evangélico Johannes Hanselmann, primero en el
Hotel Münchner Hof y, al día siguiente, en la vivienda particular de su
hermano, con el propósito de apartar del camino los últimos escollos
teológicos, en apariencia insuperables. Al final se logró acordar una adenda,
que rápidamente fue remitida a la sede de la Federación Luterana Mundial
en Ginebra. El acuerdo histórico pudo ser salvado.

«Este otoño, mi carga de trabajo ha sido especialmente abrumadora»,


resumía el prefecto los últimos meses en el saludo navideño a Esther: el
«simposio sobre la interpretación de la Biblia, el sínodo especial para
Europa, la Comisión Teológica Internacional, las visitas ad limina,
conferencias (especialmente en la Sorbona en París, donde, por primera vez
desde tiempos inmemoriales, ha vuelto a hablar un cardenal) y alguna cosa
más. Así que estoy algo agotado y me alegraré si a finales de año puedo
pasar una semana en Alemania» [3].
A partir de mediados de los años noventa, casi todo lo que el Vaticano
fue capaz de organizar estaba bajo el signo del milenio, el segundo fin de
milenio de la era cristiana en la historia de la humanidad. Juan Pablo II
parecía verdaderamente obsesionado con esa fecha. Es verdad que el monje
Dionisio el Exiguo se equivocó en sus cálculos cuando en el siglo V recibió
el encargo del papa para elaborar un calendario exacto. El ucraniano situó el
acontecimiento de Belén en el año 753 ab urbe condita, es decir, a partir de
la fundación de Roma. Sin embargo, según investigaciones recientes, el
nacimiento de Cristo se produjo realmente entre cinco y siete años antes.
Pero la fecha ya se había fijado, y para bien o para mal, desde entonces en
el mundo occidental cada mes, cada semana, cada hora se contaba a partir
del nacimiento de Cristo.
Jesús dedicó sus últimas palabras al llamamiento a la misión: «Id al
mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», se lee en el
Evangelio de Marcos; «el que crea y sea bautizado se salvará». En el
Evangelio de Mateo se dice: «Enseñadles a guardar todo lo que os he
mandado» [4]. Dos mil años después, el Nuevo Testamento está disponible
en 6.700 idiomas y dialectos y, a través de 1.700 millones de ejemplares
impresos, la Biblia ha llegado hasta los lugares más recónditos de la Tierra.
No es que, por ser cristianas, las personas se hayan unido y sean mejores. O
que la Iglesia no haya apoyado guerras. De una comunidad, en origen
unida, surgieron escisiones; y de esas escisiones, nuevas escisiones y así
sucesivamente hasta llegar a las 41.000 Iglesias cristianas actuales. La única
que ha permanecido grande y con vocación universal es la católica, que se
remite al primado de san Pedro y, como comunidad fundada directamente
por Jesús y con una sucesión apostólica ininterrumpida, asegura ser la
Iglesia universal por antonomasia, no una simple Iglesia nacional. Al fin y
al cabo, hasta el milenio podía contabilizar 1.200 millones de miembros,
procedentes de más de 1.500 etnias diferentes en 200 países. En sus
universidades y escuelas ofrecía enseñanza a 60 millones de estudiantes,
gestionaba unos 5.000 hospitales y 18.000 centros de salud, además de
10.000 orfanatos y 17.000 residencias asistenciales y para personas
discapacitadas.
Juan Pablo II veía en el milenio una oportunidad sin igual. La
importancia del año 2000, explicó, residía en dar respuesta a la cuestión
«del sentido de la existencia humana», no solo al cristianismo, sino al
mundo entero. «Debemos hacernos a la mar», proclamó. Con el fin de
preparar a su rebaño para el gran evento, el 10 de noviembre de 1994 había
promulgado la carta apostólica Tertio millennio adveniente. A partir de
1997, el macroevento debía desarrollarse en tres fases, comenzando por el
año de «Jesucristo», al que seguiría el año del «Espíritu Santo» y,
finalmente, el año de «Dios Padre». El cambio de milenio debía comenzar
con un «Año Santo». El pistoletazo de salida lo constituiría la Nochebuena
de 1999, cuando el papa golpearía con un martillo dorado la Puerta Santa de
la basílica de San Pedro, habitualmente cerrada, mientras se recitaba el
versículo del Salmo 118: Aperite mihi portas iustitiae, «Abridme las puertas
de la justicia». A partir del momento en el que un mecanismo pusiera en
movimiento la pesadísima puerta lateral, una nunca antes vista multitud de
aproximadamente 20 millones de fieles peregrinos convertiría, según los
cálculos, la Ciudad Eterna en una especie de Jerusalén celestial.

Ratzinger no le negaba al milenio su simbolismo y posible efectividad;


pero en comparación con las expectativas que Juan Pablo II asociaba con la
fecha, él se mostraba mucho más realista. Era plenamente consciente de que
no se iba a producir un nuevo inicio en masa. Y mientras que el papa quiso
enfrentarse al declive del cristianismo con grandes eventos multiplicados a
través de los medios de comunicación, su guardián de la fe predicaba que la
Iglesia debía volver a centrarse en los contenidos, los cuales seguramente
solo podrían ser sostenidos de verdad por un círculo de creyentes más bien
pequeño, pero vivo y auténtico.
El escepticismo frente al espectáculo del milenio también se manifestaba
en las cartas a Esther Betz. Así, en la misiva del 18 de febrero de 2000
decía: «El 16 de febrero tuve que viajar a Madrid para una conferencia.
Para mi sorpresa, me esperaban más de dos mil oyentes. Tras otros
encuentros, el 17 no regresé hasta la medianoche a Roma. [...] Aquí
percibimos con bastante fuerza el oleaje del Año Santo. Casi cada día tiene
lugar algo especial». El 7 de junio de 2000 apuntaba: «El Año Santo trae
mucho ajetreo. Ya no puedo ir, como de costumbre, a través de la plaza de
San Pedro a mi lugar de trabajo; o bien está cerrada por algún acto, o hay
tanta gente agolpada que resulta imposible cruzarla. Al papa le gusta que
haya continuamente nuevos eventos y nos mantiene activos. A él parece
animarle la cantidad de actividades; [...] yo preferiría algo más de
tranquilidad».

Sea como fuere, a los no cristianos y especialmente a los anticristianos


esta agenda archicatólica del cambio de milenio les tenía que parecer una
auténtica provocación. «Lo que el papa pretende, principalmente, con este
ajetreo planificado del milenio», señalaba Der Spiegel, «es dejar constancia
de la pretensión de poder de su Iglesia como guardiana de la única verdad
capaz de hacer dichoso al hombre y como autoridad suprema del mundo en
cuestiones de moral». En último término, lo que se ofrecía era «el programa
de la Edad Media» [5]. Que Rudolf Augstein tampoco guardaría silencio
era de esperar. «Va a ser un Año Santo solo en apariencia», apuntaba el
editor de la revista, pues en el fondo «hasta el día de hoy no está muy claro
si realmente llegó a existir ese tal Jesús». Ahora bien, nadie jamás habría
demostrado tanta destreza «como las Iglesias cristianas a la hora de poner
en tensión a la gente con sentimientos de culpa» [6].

La labor de investigación que la revista editada en Hamburgo había


llevado a cabo en el pasado en relación con escándalos políticos y
económicos era muy meritoria, pero respecto del fundador del cristianismo
el director del semanario se empeñó en ignorar tozudamente los resultados
de la ciencia moderna. Pues no solo gracias a los escritos de los
evangelistas resulta imposible albergar dudas respecto de la existencia del
Jesús histórico y de que fuera venerado como el esperado Mesías; también
están los distintos textos extrabíblicos, como los del historiador sirio Mara
bar Serapión (ca. 73 d. C.), el historiador latino Tácito (56-117 d. C.) o el
historiador judío Flavio Josefo (ca. 37- ca. 100 d. C.). Desde hace mucho
tiempo se considera probado que los evangelios sinópticos se originaron
entre diez y treinta años después de la muerte de Cristo y, por tanto, con
mayor celeridad que en el caso de cualquier otra personalidad de la
Antigüedad. Los primeros escritos sobre Alejandro Magno, por ejemplo, no
vieron la luz hasta 400 años después de su muerte. Y a nadie se le ocurriría
dudar de su veracidad. «Todo aquello de lo que informan los evangelios»,
resumió el exégeta bíblico Marie-Joseph Lagrange tras cincuenta años de
labor investigadora en Palestina, «se confirma a través de la ciencia, hasta el
más mínimo detalle» [7]. Además, gracias a miles y miles de copias, el
Nuevo Testamento es, con mucha diferencia, el manuscrito antiguo más
transmitido. Quien lo lea hoy, señala el experto en ecdótica Ulrich Víctor, lo
lee tal cual fue redactado hace dos mil años, exceptuando ciertas
vacilaciones relativas a la traducción de algunas palabras o expresiones y a
cuestiones estilísticas.

A diferencia del pronóstico de Der Spiegel, el Año Santo de Juan Pablo


II no fue un fracaso. Ciertamente, las expectativas con respecto al número
de visitantes resultaron ser demasiado optimistas, pero solo la Jornada
Mundial de la Juventud, que se organizó en el marco del jubileo, reunió a
varios millones de creyentes en la Universidad de Roma Tor Vergata. En su
peregrinación a Tierra Santa con ocasión del cambio de milenio, el papa
visitó el lugar conmemorativo Yad Vashem para pronunciar una oración en
memoria de los seis millones de seres humanos que fueron asesinados por
ser judíos. En el Muro de las Lamentaciones leyó en voz baja la petición de
perdón. A continuación, introdujo la nota en una grieta del muro.
Anteriormente, el cardenal Ratzinger había hecho pública en la basílica de
San Pedro la gran declaración de culpa con motivo de la celebración del
inicio del tercer milenio. En una de nuestras conversaciones señaló que no
era cierto que inicialmente se hubiera resistido a hacerlo, como se decía.
Aunque se había preguntado «si los múltiples reconocimientos de culpa
realmente tenían sentido, sí que me parecía absolutamente correcto que la
Iglesia, siguiendo el ejemplo de los Salmos y del Libro de Baruc, también
realizara confesiones de culpa a lo largo de los siglos» [8].

Al menos respecto de la valoración del eco que tendría el milenio,


Ratzinger tuvo razón. El Año Santo no estuvo seguido por tiempos dorados
ni por un renacimiento de la fe, sino por sucesos dramáticos, llenos de
preocupaciones y sufrimiento. Comenzó con el escándalo de la
encefalopatía espongiforme bovina (EEB, popularmente conocida como
enfermedad de las vacas locas), con informes sobre el derretimiento de los
glaciares y otros indicios de un futuro apocalipsis climático, hasta llegar a la
crisis financiera internacional desencadenada por el colapso de la entidad
financiera Lehmann Brothers, que amenazó con arrastrar al abismo a
economías enteras. Cuando el 11 de septiembre de 2001 los terroristas
suicidas de Al Qaeda estrellaron varios aviones comerciales contra las
Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York y contra el
Pentágono en Washington, también sucumbió un mundo de aparente
seguridad.

La Iglesia católica en sí parecía sólida, si bien su influencia política y


social seguía retrocediendo. En ninguna parte del mundo consiguió que
calaran sus mensajes centrales. Ni en lo relativo al aborto o la ingeniería
genética ni en lo relativo al celibato, muy criticado y cuya inobservancia era
frecuente. A pesar de los grandes esfuerzos, ni siquiera se consiguió
establecer una referencia a Dios en la nueva constitución de la Unión
Europea, a diferencia de lo que ocurre en la Grundgesetz [Ley
Fundamental] de la República Federal de Alemania, que menciona la
responsabilidad «ante Dios y los hombres». En algunos colegios de España
e Italia se suspendían por primera vez autos y celebraciones de Navidad. En
la época actual ya no se consideraban asumibles, en parte por consideración
con el islam, la única comunidad religiosa en Europa que seguía creciendo
en número de fieles. Dentro de la Iglesia, el abismo entre fuerzas
progresistas y tradicionalistas no había disminuido. En muchos países, los
creyentes se consideraban llamados a establecer sus propias redes «de
sacerdotes y laicos fieles a Roma». Por el contrario, se produjeron
verdaderas revueltas entre los fieles, desencadenadas, en buena parte, por
obispos polémicos como Kurt Krenn en Austria, obligado a renunciar a su
cargo por escándalos en torno al tema de la homosexualidad, al igual que le
había ocurrido con anterioridad a su hermano en el ministerio Hans
Hermann Groér.
Ratzinger había tratado de darle al milenio impulsos propios. El mismo
año 2000 vio la luz su obra espiritual más importante de aquellos años: El
espíritu de la liturgia. El manual –que también pretendía ser una guía
práctica y arrojaba luz sobre las conexiones entre la liturgia y el cosmos,
sobre lugares santos y sobre la actitud correcta durante los oficios divinos–
era, por así decir, una versión moderna de una obra homónima publicada
por Romano Guardini en 1918. Tal y como él mismo señala en el prólogo,
el cardenal se inspiró intencionadamente en el autor clásico para, al igual
que su modelo, «ayudar a la comprensión de la fe y contribuir a la ejecución
correcta de su forma central de expresión en la liturgia» [9]. Su esperanza
de poner en marcha con la obra, de forma similar a como lo había hecho
Guardini, «algo así como “un movimiento litúrgico” renovado, un
movimiento hacia la liturgia», resultó ser una ingenuidad.
Otra contribución al Año Santo fue la revelación del «tercer misterio de
Fátima», que tres niños pastores recibieron, supuestamente, en la Cova da
Iria, cerca de Fátima en Portugal, al aparecérseles la Virgen. Los «niños
videntes» también anunciaron un «milagro solar» relacionado con las
apariciones. En efecto, a la hora señalada, 70.000 personas acampadas
fueron capaces de experimentar un fenómeno celestial nunca antes visto.
Entre los asistentes se encontraban periodistas, científicos y funcionarios
del gobierne Por orden de las autoridades y de la Iglesia, inicialmente los
tres misterios de Fátima permanecieron en secreto. La niña vidente Lúcia
dos Santos fue obligada por su padre espiritual a quemar su transcripción de
las palabras de la Virgen. El 31 de agosto de 1941 Lúcia volvió a poner por
escrito los «misterios». En el caso del primero, se trataba de una mirada al
infierno y el segundo era una predicción, según la cual a la Primera Guerra
Mundial le seguiría otra si la gente seguía ofendiendo a Dios y Rusia no se
dejaba convertir.
Finalmente, ambos misterios fueron publicados el 13 de mayo de 1942.
Por lo que hace al tercero, los sucesivos papas vacilaron. Desde entonces
proliferaron las conjeturas respecto al contenido del texto. ¿Tenía que ver
con el futuro de la Iglesia? ¿Acaso trataba de una tercera guerra mundial,
una guerra nuclear? ¿O incluso del fin del mundo? En 1959, Juan XXIII
solicitó el mensaje para estudiarlo. Tras la lectura, tomó una decisión:
«Esperemos» [10]. Seis años después, Pablo VI convino en que era mejor
no publicar el contenido del escrito. El sobre sellado, procedente de
Portugal, siguió siendo uno de los secretos mejor guardados del Vaticano.
Solo entre tres y cinco personas tenían acceso a él, entre ellos Ratzinger.
Solo después del atentado contra Juan Pablo II las cosas empezaron a
cambiar. «Agca sabía disparar. Sin duda disparó para acertar en el tiro. Solo
que parecía que “alguien” dirigió y desvió esa bala», señaló el papa en un
volumen conmemorativo [11]. Wojtyla relacionó los mensajes de Fátima
con el atentado contra él. Consideraba que se había cumplido la profecía,
también porque el atentado se había producido exactamente en el
aniversario de la primera aparición de Fátima.
Pero incluso Wojtyla titubeaba. Hasta el año 2000 no consideró llegado
el momento de publicar el texto, que abarcaba cuatro cuartillas. ¿Qué podía
resultar tan explosivo? Desde el punto de vista de los papas, sería
seguramente, sobre todo, este pasaje: «Y vimos en una inmensa luz qué es
Dios: algo semejante a como se ven las personas en un espejo cuando pasan
ante él, a un obispo vestido de blanco; hemos tenido el presentimiento de
que fuera el santo padre». El obispo vestido de blanco «atravesó una gran
ciudad semiarruinada, medio tembloroso y con paso vacilante», según los
apuntes de la hermana Lúcia. Al arrodillarse ante una gran cruz, un grupo
de soldados lo mató con armas de fuego y flechas.
Como director de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger
era quien debía clasificar la profecía. «¿Qué significa el misterio de Fátima?
¿Qué nos dice?», preguntaba el prefecto en el texto que acompañaba la
publicación. Su respuesta fue esta: «Aquellos que habían estado esperando
revelaciones apocalípticas emocionantes sobre el fin del mundo o el futuro
transcurso de la historia se llevarán una decepción». El legado de Fátima
para el presente y el futuro sería «el haber conducido a la oración como
camino para la salvación de las almas». ¿Pero no había más que eso? Las
teorías de la conspiración mantenían la sospecha de que el Vaticano solo
había hecho pública una parte del «tercer misterio». El rumor era tan
persistente que la oficina de prensa del Vaticano se vio obligada a sacar una
nota aclaratoria en 2016. El papa emérito en persona declaró «que el tercer
misterio de Fátima está publicado íntegramente».
El milenio aún no había concluido. Por parte católica, faltaba todavía una
especie de acorde final, como el petardazo conclusivo de unos fuegos
artificiales. Nadie en el Vaticano llegó a sospechar que el estallido iba a
provocar tales efectos, quizá también por cierta ingenuidad sobre los
mecanismos del mundo de los medios de comunicación modernos. Se
trataba de un documento de 32 páginas procedente del dicasterio de
Ratzinger. Se titulaba Dominus Iesus, y era un escrito «sobre la unicidad y
la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia». Ya en 1998, el
nuevo texto de la «Profesión de fe» y del «Juramento de fidelidad al asumir
un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia», que también debían
prestar los profesores católicos, había causado gran revuelo. Hans Küng
comparó esta promesa solemne con las declaraciones de sumisión a Hitler.
En referencia al papa, que padecía párkinson, Küng habló de «personajes
fosilizados» incapaces de renunciar al poder. La congregación de Ratzinger
también se llevó lo suyo: era la «jefatura policial de la fe» [12].
Dominus Iesus encajaba a la perfección con el milenio, pero el
documento no era producto de la precipitación. Antes de poder ser
ratificado por unanimidad, recorrió toda la maquinaria de los meticulosos
talleres católico-romanos. Tuvieron lugar prolongadas consultas internas e
innumerables reuniones de trabajo de la Congregación para la Doctrina de
la Fe con el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, por ejemplo. Por
lo que atañe al contenido, se trataba de la amenaza que las teorías del
relativismo representaban para la Iglesia. En los debates teológicos, las
verdades de la fe se abordaban como algo ya superado o que había que
relativizar; entre ellas, el fenómeno Cristo, a quien se veía cada vez más
como una figura histórica, especial pero limitada. Frente a esto, Dominus
Iesus resaltaba que los católicos debían «creer firmemente» que en
Jesucristo reside toda la plenitud de Dios. A la hora de definir la «Iglesia»,
el documento se inspiraba en la constitución dogmática Lumen gentium del
Vaticano II, que deja claro que la Iglesia de Cristo, pese a las numerosas
escisiones que ha sufrido el cristianismo, «sigue existiendo plenamente solo
en la Iglesia católica». Sin embargo, también podían encontrarse «muchos
elementos de santificación y de verdad, tanto en las Iglesias como en las
comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica». Estas
comunidades eclesiales, que no han conservado el legítimo episcopado ni la
eucaristía, «no son Iglesias en sentido propio», pero «los bautizados en
estas comunidades han sido incorporados a Cristo por el bautismo y, por lo
tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia». En
cuanto a las grandes religiones, el documento repetía la enseñanza del
Vaticano II, según la cual también a ellas les concede Dios su gracia «por
caminos que él sabe» [13].
La declaración fue ratificada por el santo padre «con ciencia cierta y con
su autoridad apostólica», de acuerdo con el lenguaje protocolario del
Vaticano. El cometido central de la declaración, la clarificación de la figura
de Cristo para la Iglesia, no se abrió paso. Bastaron unos cuantos
comunicados de prensa, según los cuales la Santa Sede se había
autoproclamado el único representante legítimo de Cristo en la tierra, para
desatar una auténtica tormenta de indignación. En Alemania, el presidente
del Consejo de la Iglesia evangélica, Manfred Kock, protestó contra el
intento del Vaticano de «retroceder evidentemente en el tiempo». «No
permitiremos que la Iglesia católica de Roma nos niegue nuestra existencia
como Iglesia», se indignó la obispo Margot Käßmann. Hans Küng percibía
en el documento una «combinación de mentalidad medieval atrasada y
megalomanía vaticana» [14]. Algunos periodistas hablaban de que se había
vuelto a tocar fondo en la era Ratzinger. Que aun obispos y cardenales
católicos se sumaran a las críticas al prefecto no debió de sorprender a
nadie, a la vista de los ataques de los medios de comunicación. Walter
Kasper criticó que a la hora de redactar el texto había «faltado la
sensibilidad necesaria». El obispo Lehmann habló de un «accidente». El
obispo regional de la Iglesia evangélica de Baviera, Johannes Friedrich,
mostró contención al señalar que Dominus Iesus era una declaración de la
Congregación para la Doctrina de la Fe que no aportaba nada nuevo [15].

En favor de Ratzinger hay que señalar que no se escondió detrás del papa
ni de ninguno de sus colaboradores, sino que asumió toda la
responsabilidad. Por otra parte, el desarrollo de una buena estrategia de
comunicación en medio de un conflicto al rojo vivo no era precisamente su
fuerte. En una conferencia de prensa en la Sala Stampa de la Santa Sede, el
prefecto declaró que Dominus Iesus en modo alguno constituía una «nueva
doctrina». Se trataba simplemente de recordar los dogmas de la Iglesia
católica, que también habían sido puestos de relieve por el Concilio, a la
vista de ciertos «errores y malentendidos». Con Dominus Iesus se habría
pretendido salir de la indiferencia que considera iguales a todas las Iglesias.
La declaración sería un documento interno de la Iglesia católica romana. En
cuanto a «nuestros amigos luteranos», añadió el prefecto en el típico tono
ratzingeriano, no terminaba de entender el porqué de tanta exaltación. Le
parecía «por completo absurdo» que «formaciones históricas casuales»
pretendieran ser reconocidas como Iglesias en la misma medida «en que
nosotros creemos que lo es la Iglesia católica, en virtud de la sucesión
apostólica del episcopado». Al fin y al cabo, ninguna de estas comunidades
quería ser como Roma. En ese sentido, tampoco se estaría ofendiendo a
nadie [16].
Todavía hoy se especula sobre si el documento lo escribió Ratzinger
mismo. En una de nuestras entrevistas, él lo niega. «Colaboré, por supuesto,
y también contribuí a reformularlo críticamente, y cosas por el estilo. Pero
no redacté en persona ninguno de los documentos, tampoco Dominus
Iesus». Deliberadamente, «nunca escribía yo mismo los documentos de la
Congregación para que no pareciera que quería difundir e imponer mi
teología privada». También negó las interminables especulaciones de que, a
causa del documento, se había producido una disputa con Juan Pablo II. «El
papa me apoyó, mostrándome una lealtad y una bondad extremas. Me dijo
que, dada la agitación que se había desatado en torno a Dominus Iesus,
quería defender inequívocamente el documento en un ángelus». Wojtyla,
sin embargo, consideraba que lo más apropiado era que el propio Ratzinger
escribiera el texto para esa ocasión. El texto debía reflejar «sin lugar a
dudas» que él [Juan Pablo II] aprobaba el documento incondicionalmente».
Sigue diciendo Ratzinger que después redactó «un breve discurso, pero
tampoco quería que sonara demasiado duro e intenté escribirlo de tal forma
que resultara claro, pero sin dureza. Tras la lectura del texto, el papa me
volvió a preguntar: “¿Resulta suficientemente claro?”, a lo que le respondí
afirmativamente» [17].
Ratzinger se equivocaba. Un día radiante de febrero de 2001, mientras
Juan Pablo II anunciaba la creación de nuevos cardenales en la plaza de San
Pedro, los medios de comunicación comenzaron a alimentar las
especulaciones de que Ratzinger estaba a punto de ser despedido, después
de que el papa se hubiera distanciado en cierta medida de Dominus Iesus.
«No solo fue el primer consistorio y la primera creación de nuevos
cardenales del recién estrenado tercer milenio», anotó Robert Leicht del
semanario Die Zeit, «sino también el adiós a una era. Esta era lleva el
nombre de Ratzinger». Al parecer, ello se reflejaba en la elevación de los
obispos Lehmann y Kasper, adversarios de Ratzinger, a la dignidad de
cardenales. Para el «guardián de la ortodoxia católica romana, un hombre
eminentemente competente y eminentemente controvertido», ese día
supondría el inicio «del fin, si no del poder en sí, al menos del monopolio
del poder espiritual bajo el primado del papa». «Con los recientes
nombramientos de nuevos cardenales, el papa se ha distanciado claramente
tanto del centralismo romano de Ratzinger como también de la importancia
central de Ratzinger en el Vaticano» [18].
El desacierto del análisis del corresponsal de Die Zeit quedaría patente
poco tiempo después. El 30 de noviembre de 2002, día de la fiesta de san
Andrés Apóstol, Juan Pablo II confirmó oficialmente el ascenso de
Ratzinger al puesto de decano del Colegio Cardenalicio. A partir de
entonces, era el único cardenal con acceso permanente al papa [19]. En
cuanto a la elevación de Lehmann y Kasper al cardenalato, el antiguo
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en este pasaje de una
de nuestras entrevistas, que se publica aquí por primera vez, revela lo
siguiente: «Juan Pablo II comentó conmigo los dos nombramientos. Por
supuesto, él jamás habría nombrado a ningún cardenal de Alemania o de
cualquier otro lugar al que yo me hubiera opuesto. Claro que hubo amigos
que le dijeron al papa que, en casos así, yo actuaba con excesiva
caballerosidad y no calibraba la situación con suficiente realismo. Pero a mí
me parecía que en el Colegio Cardenalicio también debían estar
representados otros temperamentos y posiciones distintas de las mías,
siempre que se situaran dentro del ámbito de la fe católica» [20].
Pasó completamente desapercibido que en 2001 la congregación de
Ratzinger se vio reforzada al hacerse cargo de los casos de abusos contra
menores, ampliando así sus competencias. El prefecto se había dado cuenta
de que los delitos, ya fuese en Estados Unidos o en otros lugares, a menudo
quedaban encubiertos o, como mínimo, no se perseguían con la necesaria
atención. El propio papa podría haber subestimado el problema o influido
en mantenerlo oculto. Con la carta De delictis gravioribus [De los delitos
más graves] de 18 de mayo de 2001 –que el prefecto hizo llegar a todos los
obispos titulares, así como a otros ordinarios y superiores– se informó a la
Iglesia universal de las nuevas normas relativas a delitos contra la fe, la
santidad de los sacramentos y las costumbres. El nuevo reglamento
reemplazaba a un artículo de la instrucción Crimen sollicitationis [Delito de
solicitación] de 1962 que exigía que no se mantuviera oculto más que lo
que estuviera relacionado con el secreto de confesión. Además, en los casos
de abusos contra menores, la jurisdicción pasó a manos de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Esta podía perseguir ahora los delitos con
independencia de consideraciones nacionales o locales, y no solo podía
suspender a los sacerdotes, sino también reducirlos al estado laical.
«Reformulé el derecho penal», comenta Ratzinger en una de nuestras
conversaciones, «porque resultaba demasiado débil». Se trataba de poner la
protección de las víctimas en primer plano y de crear las condiciones para
poder «intervenir con más celeridad».

Que, también una vez elegido papa, el antiguo prefecto mantuvo de


forma coherente la política de tolerancia cero frente a cualquier tipo de
delito de abuso lo confirma Gianluigi Nuzzi, un periodista italiano de
investigación que generó gran revuelo con varias revelaciones sobre asuntos
internos del Vaticano: «La lucha del papa Benedicto XVI contra los abusos
fue más decidida y dura que la de su sucesor». En palabras de Nuzzi:
«Benedicto retiró el manto del silencio y obligó a su Iglesia a fijarse en las
víctimas. Entretanto, todo se ha convertido en una política que “avanza a
trompicones”. El papa Francisco ha dado el siguiente paso decisivo» [21].

Al final de su mandato, el prefecto volvió a revelarse como un dirigente


eclesiástico con una especial visión histórica y política. Su congregación
emitió en 2002 una nota sobre el compromiso y conducta de los católicos en
la vida política. «Las actuales sociedades democráticas», se decía en ella,
«requieren nuevas y más amplias formas de participación de los
ciudadanos, ya sean cristianos o no cristianos, en la vida pública». La
sociedad se hallaba «inmersa en un complejo proceso cultural que muestra
el final de un periodo y la inseguridad respecto a la nueva época que se
vislumbra en el horizonte». Las transformaciones «nos retan a reflexionar
sobre el camino recorrido por la humanidad en su progreso y apropiación de
condiciones de vida más humanas». Esto concierne, por ejemplo, «a la
creciente responsabilidad frente a los países en vías de desarrollo», pero
también a ciertos peligros asociados a «algunas corrientes espirituales».
Especialmente «en el ámbito legislativo se observan intentos de romper la
inviolabilidad de la vida humana». En «esta difícil situación, los católicos
tienen el derecho y la obligación de intervenir para recordar el sentido más
profundo de la vida y la responsabilidad que concierne a todos».

Al igual que había que «respetar y defender los derechos del embrión
humano», era necesario «asegurar la protección y promoción de la familia,
que se basa en el matrimonio monógamo entre personas de diferente
género». A un tiempo, importaba la «protección social de los menores» y el
«desarrollo de un orden económico que esté al servicio de la persona y del
bien común y que respete la justicia social y los principios de solidaridad
humana y la subsidiariedad» [22]. En cuanto al futuro, el prefecto no se
hacía ilusiones. «Lo que hemos de constatar es que la situación de las
Iglesias de masas en Europa está cambiando», afirmaba en abril de 2002:
«Como consecuencia de la decreciente identificación de Europa [con el
cristianismo], tendemos a convertirnos en una minoría». En tanto no se
pueda parar este proceso, «la Iglesia, como institución minoritaria, debe, no
obstante, hacer todo lo que esté en sus manos para mantener vivos y
efectivos sus valores. En ningún caso hemos de retirarnos a un cómodo
gueto y decir: “Ahora ya estamos entre nosotros”» [23].

Que los cristianos debían involucrarse en los debates públicos lo


demostró Ratzinger con su propio ejemplo. Sus debates con intelectuales de
orientación opuesta causaron gran sensación a nivel internacional. Así, el
21 de febrero de 2000 se enfrentó a Paolo Flores d’Arcais, un
socialdemócrata italiano, y en mayo de 2004 al filósofo Marcello Pera,
presidente del Senado italiano. Cuatro meses antes se había producido la
hoy ya legendaria disputa con el sociólogo antiguamente neomarxista
Jürgen Habermas sobre «los fundamentos morales prepolíticos de un Estado
liberal». Hans Küng fue el responsable de que el aforo en la Academia
Católica de Múnich, donde se desarrolló la discusión, se limitara a solo
unos treinta oyentes. Entre ellos figuraban redactores de los grandes diarios
y semanarios alemanes y representantes de La Repubblica y Le Monde.

Los organizadores aún recordaban que el teólogo de Tubinga había


tratado de sabotear una jornada similar en 1998 a través de furibundas
cartas de protesta. Se debía a que Johann Baptist Metz, que celebraba su
septuagésimo cumpleaños, también había invitado a Ratzinger. El suizo se
quejaba de que suponía un «enorme escándalo» que al «gran inquisidor» se
le ofreciera un foro semejante, pues sería «algo así como mantener una
conversación, en general sobre derechos humanos, con el jefe del KGB».
Por otra parte, ello no le impidió a Küng solicitarle a Benedicto XVI una
conversación privada en cuanto este fue elegido papa. Delante de los
periodistas, que lo estaban esperando a la salida del encuentro, reiteró que
no había hecho falta ninguna reconciliación: «Al fin y al cabo, en lo
personal nunca hemos hablado mal el uno del otro, todo lo contrario» [24].
El punto de partida de la disputa con Habermas era una declaración del
antiguo juez del Tribunal Constitucional de Alemania, Ernst-Wolfgang
Böckenförde, hermano del exasistente de Ratzinger, Werner Böckenförde.
Había afirmado lo siguiente: «El Estado liberal y secularizado vive de
supuestos que él mismo no puedo garantizar» [25]. Los dos pensadores
querían discutir sobre el tema de si realmente hacía falta la religión como
instancia prepolítica o si el Estado democrático era capaz por sí mismo de
fundamentar su normatividad únicamente a través de la razón secular.

A nadie le sorprendió especialmente la posición defendida por Ratzinger.


En todo caso, entusiasmó la altura de su argumentación. El debate se tornó
emocionante cuando Habermas, uno de los últimos representantes de la
izquierdista Escuela de Fráncfort, vino a coincidir por completo con el
cardenal en su rechazo de una sociedad de tendencia antirreligiosa [26]. Ahí
donde ya todo se mide exclusivamente en términos monetarios, afirmó el
combativo portavoz de la Ilustración, la religión era capaz de fijar valores
que hacían justicia a la misión humana de conservar la creación más allá del
día a día. Que al respecto se refería sobre todo al cristianismo, lo había
resaltado Habermas ya con anterioridad en una conversación con Eduardo
Mendieta: «El universalismo igualitario, del que proceden las ideas de
libertad y convivencia solidaria, es un legado directo de la ética judía de la
justicia y de la ética cristiana del amor» para la cual «no existe alternativa»
[27]. Lamentablemente, esta conciencia se estaría perdiendo cada vez más,
dando lugar a una «Ilustración de miras estrechas» que rechaza la fe y la
religión por «irrazonables». Para que se produzca una discusión abierta y
razonable se necesita la contribución «de los ciudadanos religiosos como de
los no religiosos», resaltó Habermas en el diario Neue Zürcher Zeitung.
Esto también sería aplicable a complejas cuestiones de moral, como el
aborto, la eutanasia o la manipulación genética prenatal [28].

Ratzinger estaba convencido de que poco después del comienzo del


milenio quedaría liberado de su yugo. El hecho de dejar resuelto el futuro
de Josef Clemens, segretario particolare del prefetto durante muchos años,
era un signo claro de que se estaba preparando en serio para la despedida.
Su colaborador fue nombrado subsecretario de la Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica y
recibió la ordenación episcopal en la basílica de San Pedro de manos del
propio Ratzinger. Posteriormente, desarrollaría una labor muy meritoria en
relación con las Jornadas Mundiales de la Juventud, instituidas por Juan
Pablo II. En concreto, Clemens se ocupó de la organización de las de
Colonia, Sídney, Madrid y Río de Janeiro, que reunieron en total a 6,4
millones de participantes. El nuevo secretario particular, Georg Gänswein,
comenzó su servicio el 1 de marzo de 2003. El teólogo alemán, que era
oriundo de una pequeña localidad de la Selva Negra y se había doctorado en
Munich, se incorporó en 1996 a la Congregación para la Doctrina de la Fe,
donde colaboró en la sección doctrinal.

Por su parte, Juan Pablo II paulatinamente había aceptado reducir el


ritmo de trabajo y programar menos compromisos. Pero una operación de
cadera y nuevos desvanecimientos fueron alimentando las sospechas de que
las fuerzas del papa de 79 años estaban a punto de agotarse y de que
renunciaría al papado, a más tardar, al cumplir los 80 años en mayo de
2000. En aquel momento, La Repubblica informaba de que el prefecto
también quería «renunciar a su cargo para poder retirarse a su patria
alemana a meditar» [29]. Las especulaciones volvieron a avivarse a
principios de 2003 al producirse importantes cambios de personal en la
Congregación para la Doctrina de la Fe. Tarcisio Bertone fue nombrado
arzobispo de Génova, el subsecretario tuvo que ser sustituido al ser
nombrado miembro de la Penitenciaría Apostólica, el capo ufficio de la
sezione dottrinale obtuvo una cátedra y también hubo que cubrir el puesto
de promotor iustitiae. El cardenal escribió el 16 de febrero de 2003 a su
amiga Esther Betz: «No es de extrañar que aumenten los rumores de que el
fin de mi mandato es asimismo inminente». El papa, «sin embargo, no
parece de momento pensar en esa dirección», continuaba lamentándose,
«aunque me alegraría que también para mí vinieran tiempos más
tranquilos».
57
La agonía

A l comienzo del tercer milenio, al frente de la mayor institución del


mundo se encuentra un hombre al que fuera de ella no se le daría ni
un trabajo ni una vivienda. Un hombre con manos temblorosas, encorvado y
cansado, con la cabeza gacha, sentado en su silla de ruedas; y cuando
intenta empezar a hablar, balbucea y le gotea saliva de la boca.
En la biografía de Karol Wojtyla se reflejaban los estigmas del pasado
siglo. Desde la época de la ocupación nazi en la resistencia católica, cuando
sacaba a judíos del gueto, hasta el momento en el que preguntó a sus
compatriotas cómo habían aprovechado las oportunidades que les había
brindado la liberación del yugo del ateísmo.

Fue el primer papa en visitar países islámicos y budistas, el primero en


rezar en Asís con representantes de las religiones mundiales, el primero en
anunciar a la mafia su férrea oposición. Rehabilitó a Hus, Copérnico y
Galileo, reconoció la culpa histórica de la Iglesia y organizó congresos
internacionales por los derechos de migrantes y niños. «¡No dejéis que
muera la esperanza! ¡No temáis!», les decía a sus oyentes. Consideraba que
el giro político en el Este de Europa, que se había producido en parte
gracias a él, constituía una de las revoluciones más grandes de la historia.
Interpretada desde la perspectiva de la fe, representaba una gracia, una
intervención de Dios, que, para él, se relacionaba indiscutiblemente con la
revelación de Fátima [1].
Al atardecer, cuando se desplazaba a la ventana con su silla de ruedas
para contemplar la plaza de San Pedro, afloraban en él los recuerdos. De su
patria. De una chica a la que amó. De los poemas que escribía. ¡Y qué
pronto se había convertido también la muerte en su acompañante! La
hermana, que había fallecido nada más nacer. La madre, que pereció a causa
de una miocarditis cuando Karol tenía tan solo ocho años. Su único
hermano Edmund, médico, murió cuatro años más tarde, de escarlatina. Él
mismo escapó de la muerte por primera vez con 15 años. Su amigo de
infancia le había apuntado en broma con una pistola que había encontrado.
Por poco, la bala no impactó en su cabeza.
Sus amigos lo llamaban «Lolek». Era portero de fútbol y un apasionado
actor aficionado; un auténtico hombre, se decía. Pero también un hombre
que a diario y durante horas rezaba de rodillas, incluso cuando se vio
obligado a realizar trabajos forzados en una fábrica química de la empresa
alemana Solvay. Y un día, al regresar tras diez horas de durísimo trabajo al
pequeño apartamento de un solo dormitorio en Cracovia donde vivía con su
padre, encontró a este en la cocina muerto a causa de un infarto de
miocardio. ¿Y no se había visto él mismo de nuevo al borde de la muerte
algún tiempo después cuando, con 23 años, lo atropelló un camión del
ejército alemán? Una mujer desconocida se lo encontró herido e
inconsciente en la cuneta. ¿Cómo no iba a estar convencido de que había
sido la propia Virgen la que le había salvado la vida?

Abajo, en la plaza, varios clérigos se apresuran sobre el adoquinado.


Flacos capellanes vestidos con largas sotanas y obispos curiales con fajines
morados que acababan de abandonar sus despachos en congregaciones,
secretariados, tribunales y comisiones. Se había hecho tarde. También en su
vida. En el pasado había compartido escenario con Bob Dylan ante un
público juvenil. Infatigablemente había visitado los pueblos de la tierra.
Incesantemente había colocado nuevos santos en el firmamento, estrellas
brillantes situadas en el cielo contra la oscuridad de un mundo olvidado por
Dios. Había sido el primer papa en emprender una misión global, y muchos
tenían la impresión de encontrarse ante alguien que representaba la luz.
«Después de Pablo VI, habrá dos papas más hasta el fin de esta época»,
había pronosticado en los años sesenta Conchita, una niña vidente de
España, en analogía con la profecía de san Malaquías, quien desde la
profundidad de los siglos había enumerado en su visión un total de 112
papas hasta el final de los tiempos.
«Vosotros sois jóvenes, y el papa es viejo y está un poco cansado», les
había dicho unos años antes a los jóvenes. «Y os aseguro que hay mucha
diferencia entre tener 82 o 28 años». Ciertamente, era un hombre viejo y
enfermo. Pero su fragilidad no era el problema. ¿Cuántos jefes de gobierno
lo habían elogiado como «conciencia del mundo»? Pero ¿quién de entre los
poderosos quería realmente seguirlo, salvo a las audiencias? ¿No había
fracasado su Iglesia prácticamente en todas las cuestiones que podían influir
en el futuro de la civilización? ¿Desde el aborto, pasando por la clonación
reproductiva de embriones, hasta la protección de la unicidad del
matrimonio y la prohibición de la eutanasia?
Y había otro tema que también formaba parte de su papado: los
escándalos de abusos contra menores, que en Estados Unidos arruinaron
diócesis enteras, no solo moral, sino también económicamente.
Comunidades en las que se había formado una especie de mezcolanza
religiosa, por lo que resultaba cuestionable si aún podían considerarse
católicas en sentido tradicional. ¿Había hecho de verdad suficiente para
impedir que su Iglesia se aplanara todavía más solo porque algunos obispos
temían asustar a los susceptibles contemporáneos con exigencias demasiado
nítidas?
No, no había renunciado. A pesar de las críticas. Se contabilizaba cada
gota de sudor en su frente y cada temblor del brazo derecho. Cada vez que
en el curso de un viaje se acercaba a su patria, se decía que había llegado
para ser enterrado en Polonia. Él, sin embargo, sostenía delante de sí su
sufrimiento como si de una custodia dorada se tratara. Y todo ello, en el
contexto de un mundo que hacía alarde de la sobrevaloración delirante de la
juventud y la factibilidad, y en el que la vida amenazaba con convertirse
progresivamente en algo sin valor. Ecce homo: ¡He aquí el hombre! Ya
nadie podía mirar hacia otro lado. Él señalaba que, como «testigo de Cristo
y siervo del Evangelio», seguía siendo «una persona llena de alegría y
esperanza, una persona que confirma profundamente el valor de la
existencia, el valor de la creación y de la esperanza de una vida futura».
Antes había creído que cumpliría su obra a través de oraciones, homilías y
llamamientos, pero entonces «comprendió», según dijo en una ocasión,
«que debía hacerlo a través del dolor» [2].
Con sus innumerables llamamientos, exhortaciones, fervorosas
apelaciones a la reflexión y el arrepentimiento no se lo había puesto fácil a
nadie. Se sintió llamado a una misión cósmica en la que creía recibir la luz
para reconocer en los signos de los tiempos los caminos del Señor. ¿Había
sido demasiado estricto? Desde el inicio de su pontificado, en Occidente
millones de personas habían abandonado la Iglesia católica. Pero ¿acaso les
iba mejor a las demás Iglesias? ¿Acaso no habían sufrido mayores pérdidas
los protestantes a pesar del sacerdocio femenino y de no tener el celibato ni
el papa de Roma? En los Países Bajos, hasta ese momento la punta de lanza
de los modernizadores católicos, no había crecido el porcentaje de los
católicos, sino el de los aconfesionales (alcanzando el 62 %). Para el año
2020 se pronosticaba un 72 %.

¿Qué habría ocurrido con la Iglesia de haber seguido por el camino de la


liberalización? Justo en unos tiempos de retos permanentes, de
cuestionamiento externo e interno, de confrontación con un estilo de vida
diametralmente opuesto al de la fe. En efecto, en última instancia, en
tiempos de falta de autenticidad, de falta de cristianismo vivido. «Con su
empeño intransigente en la obediencia incondicional, este papa sonriente,
bromista, vociferante, irascible, con frecuencia también senilmente
testarudo, no se lo ha puesto nada fácil a los católicos comprometidos con
su Iglesia», rezaba un comentario sobre él. Pero ¿constituía el éxito en
términos numéricos o políticos realmente una categoría clasificatoria de
Dios? En efecto, se había estremecido ante los abismos de todos aquellos
que se llamaban Iglesia y traicionaban el mensaje de Jesús sin inmutarse.

Lo que en realidad contaba era haber conservado y fortalecido la fe,


haber ofrecido una dirección clara, que seguía sin titubeos el mensaje de
Cristo, incluso en casos que resultaban difíciles de explicar a un mundo
secularizado. ¿No se había conseguido también que la Iglesia se
reencontrase a sí misma tras las turbulencias desencadenadas por las
discusiones del Concilio y las nuevas definiciones? Los diques estaban
reblandecidos, pero no se habían roto.

Desde la ventana, el viejo papa fue de nuevo conducido en silla de ruedas


a su habitación, al appartamento, como lo llamaba todo el mundo. El
término se había convertido en sinónimo del círculo directivo más estrecho
en torno al pontífice, el que movía los hilos. Por encima de todos, su fiel
secretario desde hacía 40 años. «Papa Stanislaw», como se le solía llamar a
sus espaldas, decidía quién tenía acceso a él y quién no, si se le presentaban
estos o aquellos documentos o no. Dziwisz había buscado refuerzos. El
sacerdote Mieczyslaw Mokrzycki, otro polaco. Los cardenales Camillo
Ruini y Giovanni Battista Re, con quienes Dziwisz formaba equipo,
pertenecían asimismo al «Estado Mayor». Pero también otros habían
conseguido colocarse en posición privilegiada. Por ejemplo, el regordete
Angelo Sodano, el más experimentado de todos y el que con más ahínco
buscaba el poder. O el arzobispo argentino, Leonardo Sandri, su sustituto.
Y luego estaban los círculos secretos, por ejemplo, la «Mafia de San
Galo», con los cardenales Garlo Maria Martini, Godfried Danneels y el
alemán Walter Kasper, que tenían sus propios planes y pronto harían acto de
presencia. «Además, con cada semana que pasa va aumentando la
importancia del alemán Ratzinger», informaba Der Spiegel. Este año, el
prefecto se encargaría de celebrar la misa más importante del año en la
basílica de San Pedro, la celebración de la resurrección de Cristo en la misa
de Pascua, en realidad función propia de un papa. Ratzinger fue el primer
cardenal al que se le permitió hablar con Wojtyla en la Clínica Gemelli. A
los demás, Dziwisz y los médicos solo les dejaron acceder a una antesala,
donde podían escribir unas palabras en un libro de visitantes, para luego
informar a los periodistas de que el papa se encontraba bien.

Wojtyla estaba convencido de que la Iglesia tenía que seguir armándose.


A la larga, muchas de sus edificaciones y estructuras no iban a poder
mantenerse por problemas económicos y organizativos. La sede petrina no
constituye una dinastía hereditaria. Y dado que los papas, habitualmente, no
cuentan con hijos o hijas, tampoco existe una tradición familiar. Según las
costumbres del Vaticano, ni siquiera se permite en vida de un pontífice
especular sobre su sucesión. Pero solo uno garantizaba la preservación de
su legado. Alguien que había contribuido a moldear el pontificado de Juan
Pablo II como si se hubiera tratado del suyo propio. Él seguiría llevando la
cruz, soportando en silencio el sufrimiento. Y Wojtyla ya sabía lo que
significaba llevar su cruz.

Aún no había finalizado el invierno, cuando a principios del año 2005


comenzaron a aumentar las bajas médicas del papa. Una y otra vez se había
derrumbado ante las miradas de millones de personas; por ejemplo, en
septiembre de 2003 en Eslovaquia, durante su viaje número 102 al
extranjero. Las cámaras difundieron en todo el mundo las imágenes de la
decadencia de un hombre que en su día había sido un deportista rebosante
de fuerza. «Se está muriendo», se quejaba entonces el cardenal de Viena,
Christoph Schönborn. Un año después, en agosto de 2004 (sería su último
viaje), su débil cuerpo se derrumbó durante una homilía ante 300.000
personas en la localidad francesa de Lourdes, un lugar de peregrinación
mañana. «Pomóz mi», susurró: «¡Ayudadme!». Un vaso de agua fue
suficiente. «Debo concluirla», jadeaba, y continuó con la prédica. Marcado
por el dolor, se arrodilló en la gruta, depositando en el suelo una rosa
dorada en honor a la Virgen María y pronunció la ambigua frase: «Mi
peregrinación ha finalizado, he alcanzado mi destino».

Ya no puede desplazarse sino en una silla especial. Le tiembla el brazo,


se le ladea la cabeza como si pendiera de un hilo. El 1 de febrero de 2005 lo
ingresan en la Clínica Gemelli con dificultades respiratorias agudas.
Cuando vuelve a abandonar el hospital, la imagen es terrible. El cuerpo es
introducido con mucha dificultad en el coche: una figura blanca, abotargada
y con ojos despiertos en medio de un rostro petrificado. El 24 de febrero
vuelve a ser ingresado en la clínica con síntomas de gripe; en esta ocasión
permanece allí tres semanas. Mediante una operación de la tráquea se
pretende facilitarle la respiración. Se trataba de «una minucia», según el
médico a cargo de la intervención. «¿Una minucia?», le susurraba Wojtyla
al cirujano, «¿para quién?».

Había cesado el debate acerca de la posible renuncia del pontífice. Ya


solo se planteaba la cuestión de cuánto tiempo podía resistir. Cada día,
millones de creyentes rezaban por su sanación. Incluso los medios de
comunicación anticatólicos mostraban ahora respeto ante el «maratoniano
de Dios»: «El polaco en la sede petrina» era «el papa más político, pero
también el más rígido desde el punto de vista moral que jamás haya
existido», se decía en Der Spiegel. Su vida y sufrimiento públicos también
lo habían convertido, tras veintiséis años en la cátedra de San Pedro, «en la
mayor estrella mediática de todos los tiempos»; «y sus admiradores temen
el día en el que esta era llegue a su fin» [3].
El vicario de Cristo en la sede petrina es más conocido que los Rolling
Stones. Ni siquiera Michael Jackson había sido capaz de movilizar cinco
millones de personas, como sí había hecho Wojtyla en su misa de la Jornada
Mundial de la Juventud en Manila en 1995. Aunque el establishment del
Viejo Continente lo viera con buenos ojos, su mensaje caía en saco roto.
Tanto más lo escuchaban quienes hacía tiempo habían perdido la fe en la
política. Los jóvenes acudían en masa adondequiera que él los convocara. A
la Jornada Mundial de la Juventud en París, en 1997, asistieron más de un
millón de personas; a la de Roma en el 2000, dos millones. En Toronto, en
el 2002, apareció en helicóptero. Algunos comentaristas hablaron de un
concierto de rock sin drogas. Había surgido una historia de amor entre la
juventud y el anciano pontífice, a quien ya nadie creía capaz de nada. «Los
adolescentes lo encuentran “sincero” y “claro”, admiran su seguridad»,
apuntaba un periódico. «Sencillamente, sabe lo que está bien y lo que está
mal», respondían sus admiradores; «no dice hoy una cosa y mañana la
contraria» [4].

El pontificado más breve de la historia de la Iglesia había durado


exactamente cuatro días, en el año 752: el de Esteban II. El pontificado más
largo, tras el del príncipe de los apóstoles Simón Pedro, había sido el de Pío
IX, con 32 años. En una ocasión, hubo tres papas a la vez que competían
entre sí. Y en una ocasión hubo uno que, al ser destituido y elegido
nuevamente en dos ocasiones, llegó a ser papa tres veces. Pero él, Wojtyla,
se había convertido –durante el cuarto de siglo que duró su pontificado, el
tercero más largo tras el de Pedro y el de Pío IX– en «el primer líder
mundial», en la «instancia moral globalizada», como lo llamó el sociólogo
agnóstico inglés Garton Ash. Los demás líderes, según Garton Ash, eran
jefes locales, a veces con trascendencia global, pero solo el papa disponía
de un programa de rango superior, de un mensaje universal.

El «papa veloz» llegó a besar el suelo en 129 países del mundo. En 697
ciudades fuera de Italia dio un total de 2.415 alocuciones. A esto hay que
sumar una catequesis casi inabarcable compuesta por 14 encíclicas, 44
escritos apostólicos y cientos de discursos. En 104 viajes internacionales
recorrió en torno a 1,2 millones de km, el equivalente a 29 vueltas alrededor
del globo terráqueo o tres veces la distancia de la Tierra a la Luna. Y todo
ello, con el fin de anunciar la idea del catolicismo como lo universal, de la
unidad interior del yo, tú y nosotros.
Karol Wojtyla se mezclaba entre las «Little Flowers», niñas bailarinas de
Taiwán, pellizcaba narices, daba abrazos y gesticulaba. O se dejaba ver
entre tanques destrozados y cráteres a causa de las bombas en Angola, con
el fin de manifestarse a favor de la paz. En sus audiencias generales en
Roma llegó a recibir 16,8 millones de peregrinos y visitantes. Se calcula
que unos 250 millones de personas en todo el mundo llegaron a conectarse
por televisión para ver al papa en directo. También en cuanto a la emisión
de «pasajes para el cielo» se superaron todos los registros anteriores: 1338
católicos fueron beatificados y 482 canonizados (más que los elevados a los
altares por todos los papas anteriores juntos). Entre ellos, el padre Pío, un
monje capuchino que en 1947 le había profetizado lo siguiente a Wojtyla
(estudiante en aquel momento): «Serás papa, pero también veo sangre y
violencia viniendo sobre ti» [5].

El domingo 13 de mayo, el papa regresó sobre las 18:40 al Vaticano, una


vez más procedente de la Clínica Gemelli. Acudió a la capilla para unir su
voz a las elegías que en voz polaca recordaban el sufrimiento de Cristo. Se
había aprendido de los errores del pasado, del caso del cardiópata Juan
Pablo I, quien en el momento de su muerte se encontraba completamente
solo. Se formó un equipo multidisciplinar en el Vaticano con diez médicos
de urgencias –especialistas en cardiología, enfermedades infecciosas,
otorrinolaringología, medicina interna, radiología y patología clínica–
asistidos por enfermeros profesionales, un fisioterapeuta y una logopeda. La
cánula con válvula de fonación que se había colocado a Juan Pablo II tras la
traqueotomía requería cuidados intensivos, y sus rodillas, aquejadas de
artrosis, necesitaban ejercicio. La coordinación del equipo médico recae en
Tobiana, una religiosa polaca (enfermera de formación), y en el médico
personal del papa, Renato Buzzonetti (que tenía ya 81 años). «Nunca había
tenido miedo a la muerte, tampoco ahora, cuando a lo lejos veía ante sí la
puerta tras la cual iba a tener lugar el encuentro con Dios», según el relato
posterior del secretario Stanislaw Dziwisz: «A menudo pedía ser llevado a
la capilla, donde pasaba mucho tiempo hablando con el Señor» [6].

La CNN y otros canales de televisión habían alquilado espacios y azoteas


alrededor de la plaza de San Pedro. La Bayerischer Rundfunk adquirió
nuevos vehículos con unidades móviles para la retransmisión de contenidos
audiovisuales y reservó en exclusiva una línea ultrarrápida para no perderse
ni un minuto a la hora de su muerte. Por primera vez en su pontificado, el
papa ya no es capaz de oficiar él mismo el Domingo de Ramos (20 de
marzo de 2005) la misa con la que da comienzo la Semana Santa. Decenas
de miles de fieles le saludan desde la plaza de San Pedro agitando las
palmas en dirección a sus aposentos. Giovanni Paolo, como ahora exclaman
los jóvenes, permanece durante unos pocos minutos junto a la ventana y
devuelve el saludo con un ramo de olivo. No intenta sonreír, se le ve
cansado... y triste por no ser capaz de impartir él la bendición. Entonces se
toca la frente, se cubre los ojos y deja caer el puño sobre el atril que tiene
delante. Se siente impotente y decepcionado, incapaz de pronunciar una
palabra, pues su garganta no le responde.
Karol Wojtyla realiza cada día ejercicios vocales en su habitación para
poder impartir el Domingo de Pascua al menos la bendición urbi et orbi,
dirigida a la ciudad y al mundo entero, y que hasta ahora impartía en 62
idiomas. El cardenal Ratzinger va a presidir la vigilia pascual del Sábado
Santo, la parte de las celebraciones litúrgicas que conmemora la espera de
la resurrección de Cristo. A petición del papa, el prefecto ya está redactando
el texto para el viacrucis en el Coliseo. El Miércoles Santo, el papa vuelve a
colocarse junto a la ventana abierta para bendecir a los creyentes.
Nuevamente, sin embargo, es incapaz de pronunciar una sola palabra. Al
día siguiente, sobre las once de la mañana, le dan escalofríos mientras se
encuentra en la capilla, seguidos de fiebre alta. También sufre un grave
shock séptico con insuficiencia cardiovascular a causa de una infección del
tracto urinario. A última hora de la tarde se celebra una misa junto a su
cama. Juan Pablo II concelebra la misa con los ojos medio cerrados, levanta
en dos ocasiones débilmente la mano derecha para la transustanciación y la
coloca sobre el pan y el vino. A las 19:17, el cardenal Marian Jaworski le
administra la unción de enfermos. Al final de la misa, los secretarios y
luego las hermanas le besan la mano al papa. Pronuncia sus nombres y
añade: «Por última vez». Los médicos y enfermeros también se acercan,
profundamente conmovidos, al pontífice. El doctor Buzzonetti le aprieta la
mano con fuerza: «Santidad, lo queremos y estamos cerca de Ud., de todo
corazón».
El 25 de marzo de 2005, el Viernes Santo, una imagen se hace icónica.
Ese día, Juan Pablo II, con mirada suplicante, le entrega en la basílica de
San Pedro a su compañero de batallas una sencilla cruz de madera de un
metro de tamaño. «Aquí tienes», quiere decir el tierno gesto. «Ahora te toca
a ti llevarla, yo ya no puedo».
En retrospectiva, esta fue la entrega del testigo que convirtió un
pontificado sencillo en uno doble, el «pontificado del milenio». Y de forma
casi mítica parecía cumplirse aquel motivo del cumpleaños de Joseph
Ratzinger, cuya fecha pronto fue interpretada por el futuro cardenal y papa
como una indicación del camino que debía seguir para el resto de su vida:
«En el umbral de la Pascua, pero todavía no traspasado este». En este
momento, que coincide con la fiesta de la Anunciación, comienza a entrar
por la puerta. Litúrgicamente se trata de la hora de la agonía de Dios, de
aquel misterioso lapso de tiempo en el que, tras la crucifixión, se dirige al
ocultamiento, a la oscuridad del reino de la muerte. Sus discípulos lo
vivieron como un terrible abandono durante el que, sin embargo, tiene lugar
la transformación hacia la resurrección. Esta le anuncia a cada individuo,
así como a la humanidad en su conjunto, la victoria del Señor del universo,
quien, según la creencia de los cristianos, rescata la creación al trasladarla a
la otra dimensión.
El grano de trigo ha de morir para que vuelva a crecer, según dice la
Biblia [7]. Se trata de un antes y un después. Debido al largo sufrimiento de
su cabeza visible, a la Iglesia el cambio en la sede petrina no podía sino
parecerle una prueba, una purificación para repensar la situación de la fe y
su futura misión. Pero cuando Ratzinger pronuncia junto al Coliseo el texto
de la oración del viacrucis provoca una conmoción. «¿Qué puede decirnos
la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz?»: así comienza la
meditación en la novena estación del viacrucis. «Hemos pensado en la
caída del hombre en su totalidad», prosiguió tras titubear brevemente, «en
todos los que abandonan su fe en Dios para caer en un secularismo ateo». Y
entonces asesta un golpe contra el propio pecho: «¿No deberíamos pensar
también en lo mucho que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas
veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de
corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos solo nosotros
sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su
palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías!».
Nadie supo ver hasta qué punto estaba en lo cierto con sus palabras, que
anticipaban el inconcebible escándalo en la Iglesia que estallaría en toda su
magnitud durante el pontificado del papa Francisco. Con su delicada voz
temblorosa, en tono acusador a la vez que expresando un sentimiento de
profundo pesar, el cardenal formuló frases que posteriormente serían citadas
miles de veces: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su
sacerdocio, deberían estar completamente entregados al Redentor! ¡Cuánta
soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la
reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras
caídas!».
El orante no había terminado aún: «Señor, frecuentemente tu Iglesia nos
parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y
también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo
y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Somos
nosotros quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las
palabras altisonantes».
Una vez más apeló a la conciencia de los fieles: «Al caer, quedamos en
tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podremos
levantarnos; espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia,
quedes abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado,
has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos
y santifícanos a todos» [8].
El Domingo de Pascua, el 27 de marzo de 2005, Juan Pablo II vuelve a
asomarse a la ventana. Aguanta trece minutos, sosteniendo en su mano la
nota con el texto que ha de leer. 150.000 fieles se han congregado en la
plaza de San Pedro, cientos de millones de personas siguen el evento a
través de la televisión para recibir la bendición urbi et orbi. Juan Pablo II
quiere hablar; hace un esfuerzo sobrehumano para poder pronunciar las
palabras. Es una escena conmovedora. Desesperado alza los brazos y se
convierte en un testimonio mudo. Al vicario de Cristo en la tierra le falla la
voz. En silencio, dibuja con la mano derecha una gran cruz sobre la ciudad
y el mundo entero. «Quizá convenga que muera», le susurra a continuación
a su secretario, «que muera, si no soy capaz de desempeñar el mandato que
me ha sido encomendado». Y añade: «Hágase tu voluntad... Totus tuus» [9].
Desde que Wojtyla ya no es capaz de establecer su agenda por sí mismo,
deja que sean sus colaboradores los que la configuren. «Era la época en la
que varios periódicos criticaban la exhibición de su sufrimiento», recuerda
Dziwisz. «A decir verdad, esas críticas me afectaban a mí y a los demás
miembros del entorno inmediato del santo padre mucho más que a él
mismo. A esas voces no les daba importancia alguna» [10]. Pero mientras
que otros criticaban que la franqueza en el tratamiento de la enfermedad de
Wojtyla resultaba casi obscena, Ratzinger evitaba realizar cualquier tipo de
comentario al respecto. «Es un hombre que no se pronuncia en presencia de
otros, cuando algo le cuesta o hay algo que lo entristece», explica el
secretario Gänswein [11]. Al menos manifestó su convicción de que, con
los años de sufrimiento, el papa enfermo había proporcionado a su
pontificado una hondura con la que hasta entonces no contaba.

El 1 de abril de 2005, viernes del Sagrado Corazón de Jesús, los


acontecimientos se agudizan dramáticamente. En retrospectiva, su
complejidad solo se explica, según Ratzinger, por la intervención de la
divina providencia. Poseen sin duda un simbolismo difícil de sobrepujar.
Son las seis de la mañana cuando Wojtyla, plenamente consciente, celebra
la santa misa. A última hora de la mañana «su cuerpo se ve sacudido por
algo en su interior», recuerda Dziwisz. La fiebre le sube a 40 ºC. Los
médicos diagnostican un fuerte shock séptico con insuficiencia
cardiovascular. Ese día, Ratzinger está invitado a dar una conferencia a
última hora de la tarde y pernoctar en Subiaco, localidad situada a unos 70
km al este de Roma. A la mañana siguiente debe presidir una misa
pontifical en la localidad. Subiaco fue el lugar de refugio de san Benito,
quien en torno a 500 d. C. estuvo tres años meditando en una cueva antes de
convertirse en el padre del monacato occidental a través de la fundación de
monasterios.
El motivo de la visita del prefecto era la recepción del premio «San
Benito por la promoción de la vida y la familia en Europa», que le había
concedido la fundación Vita e famiglia. Su conferencia está anunciada con
el título: «Europa en la crisis de las culturas». Pero al recibir por la mañana
una alarmante llamada de Dziwisz, acude rápidamente al lado de la cama
del enfermo papa. Entonces no es consciente de que será su último
encuentro con él. Está unido con Karol Wojtyla por una profunda amistad
espiritual, sostenida por el afecto mutuo, el respeto por las capacidades del
otro y la voluntad de dirigir a través de las tormentas de la época ese barco,
aparentemente decrépito, llamado Iglesia. Hacían falta capitanes que
supieran qué rumbo seguir y fuesen capaces de mantenerlo. El encuentro es
breve. Juan Pablo II ya no puede hablar. Ratzinger le pide entonces al papa
que vuelva a bendecirlo. Una vez recibida la bendición, Ratzinger se inclina
sobre la cama del enfermo y le susurra: «Santo Padre, le doy las gracias por
todo lo que ha hecho por mí» [12].
Tras el prefecto, llegan otros miembros de la curia para decir adiós al
responsable máximo de la Iglesia católica. Ratzinger se plantea cancelar su
conferencia en Subiaco, pero el secretario de Estado, Sodano, se lo
desaconseja. Al fin y al cabo, ha confirmado su asistencia. Además, con
Wojtyla nunca se sabe lo que puede pasar. El prefecto vacila. «Pero, como
en tantas otras ocasiones en las que Sodano le había dicho que se fuera
tranquilo, él se fue», confirma Gänswein. Los dos cardenales acuerdan que
el secretario de Sodano, monseñor Pioppo, avisará enseguida a Ratzinger si
la situación empeora.

El viaje a Subiaco dura aproximadamente una hora. Conduce el chófer


Alfredo. Ratzinger le dice a su secretario, que ocupa el asiento del copiloto:
«Quédese con el teléfono móvil y llévelo encima también durante la
conferencia; como se puede silenciar...». En la abarrotada iglesia de
Subiaco, Gänswein toma asiento en un lateral de la primera fila para poder
intervenir inmediatamente. El cardenal va ya por el último tercio de su
texto, concebido como una conferencia académica y redactado con suma
precisión. «El cristianismo siempre debe recordar que es la religión del
Logos. Es fe en el Creator spiritus, en el Espíritu creador del que procede
toda realidad». Como católicos, habría que procurar vivir una fe que
«proceda de la razón creadora y que, en consecuencia, se muestre abierta
hacia todo aquello que realmente sea racional». Hoy en día, sin embargo,
las cosas ya no estarían como en la época «en la que las grandes
convicciones de fondo, surgidas del cristianismo, resistían en gran parte y
parecían incuestionables».

De repente, el móvil de Gänswein comienza a vibrar. Es el secretario de


Sodano: «El papa está en las últimas». «Regresamos inmediatamente»,
decide Ratzinger. Llegan a Roma de noche, y el prefecto ve que la plaza de
San Pedro está repleta de gente, llevan velas en sus manos y rezan por su
Giovanni Paolo. Una y otra vez alzan preocupados la mirada hacia la
ventana, débilmente iluminada, situada en la tercera planta del Palacio
Apostólico. El papa aún está con vida.

Nadie sabía aún qué legado recibiría Ratzinger de Juan Pablo II. El
propio Ratzinger no era consciente de que con la conferencia de Subiaco
había escrito el modelo de aquella homilía que 16 días después durante la
misa pro eligendo pontifice (para la elección del pontífice) adquiriría una
importancia como la había tenido en su día la conferencia de Génova, con
la que marcó el rumbo del Concilio. En el mundo moderno, decía su frase
clave de Subiaco, Dios queda excluido «de la conciencia pública como
nunca antes se ha experimentado en la historia de la humanidad, ya sea
negándolo por completo, ya sea juzgando que su existencia no es
demostrable, que es incierta, encasillándolo, por tanto, en el ámbito de las
decisiones subjetivas, que, en cualquier caso, no es relevante para la vida
pública».

En relación con el argumento con el que se había justificado la no


inclusión de la referencia a Dios en el preámbulo de la nueva constitución
europea, el cardenal decía: «La afirmación de que la mención de las raíces
cristianas de Europa hiere los sentimientos de muchos no cristianos en
Europa resulta poco convincente, ya que se trata, antes que nada, de un
hecho histórico que nadie puede negar en serio. [...] ¿Quién resultaría
herido? ¿La identidad de quién se ve amenazada? Los musulmanes, a los
que a menudo se hace referencia al respecto, no se sienten amenazados por
el fundamento de nuestra moral cristiana, sino por el cinismo de una cultura
secularizada que niega los propios fundamentos. Tampoco se sienten
heridos nuestros conciudadanos judíos por la referencia a las raíces
cristianas de Europa, pues estas raíces se remontan al monte Sinaí. [...] No
es la mención de Dios la que hiere a los miembros de otras religiones, sino
más bien el intento de crear una comunidad humana sin la menor presencia
de Dios».

La verdadera contraposición «que caracteriza al mundo de hoy», seguía


diciendo el texto, «no se produce entre las distintas culturas religiosas, sino
entre la radical emancipación de Dios y de las raíces de la vida por parte del
hombre, de un lado, y las grandes culturas religiosas, de otro». El
relativismo se estaba convirtiendo así en un «dogmatismo que se cree en
posesión de un conocimiento definitivo de la razón y con derecho de
considerar todo lo demás únicamente como una etapa de la humanidad, en
el fondo superada, que puede relativizarse de forma conveniente».
Al final de su discurso, el cardenal pedía coraje y fidelidad en un trémolo
combativo: «Lo que más necesitamos en este momento de la historia son
personas que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios resulte
creíble en este mundo. Necesitamos personas que dirijan su mirada
directamente a Dios y desde él alcancen la comprensión de la verdadera
humanidad. Necesitamos personas cuya mente sea iluminada por la luz
divina y cuyo corazón sea abierto por Dios, de tal forma que su mente
pueda hablar a las mentes de los demás y su corazón pueda abrir los
corazones de los demás. Solo a través de personas tocadas por él puede
regresar Dios junto a las personas» [13].
El papa ha superado la noche, pero el sábado por la mañana, el 2 de abril,
aparecen los primeros signos de pérdida del conocimiento. A última hora de
la mañana se registra nuevamente un repentino aumento de la temperatura
corporal. No hay nada que hacer. La adopción de cualquier medida
terapéutica nueva resultaría infructuosa. Son las 15:30 cuando el santo
padre, con voz débil, casi inaudible, le susurra a la hermana Tobiana una
última petición: «Dejad que me vaya con el Señor». Con dificultad señala
que se le lea el Evangelio de Juan. En la pared, sobre su cama, hay una
imagen del Cristo sufriente, atado con grilletes; al lado se ve a Nuestra
Señora de Czestochowa. En una mesilla se encuentra la foto de sus padres.
Abajo, delante de la basílica de San Pedro, se han vuelto a congregar miles
y miles de personas, llenas de esperanza y temor. Se trata de la víspera del
domingo de la Divina Misericordia, un día conmemorativo especial que
Juan Pablo II había incluido en el año litúrgico de la Iglesia en recuerdo de
la visión de santa Faustina Kowalska, la religiosa y mística polaca fallecida
en 1938. Ese día se había convertido en un punto clave de su misión.
«Anuncia al mundo mi misericordia, grande e insondable»: esas fueron las
palabras que Faustina anotó de la revelación de Cristo. «Prepara al mundo
para mi segunda venida. Antes de venir como juez, abro de par en par las
puertas de mi misericordia» [14].

De acuerdo con la tradición polaca, una pequeña vela ilumina la


penumbra de la habitación del moribundo, cuando a las 19:00 el papa entra
en estado de coma. En ese momento, en el que el monitor también certifica
el descenso de las constantes vitales, un presentimiento se convierte en
certeza. A las 20:00, Stanislaw Dziwisz comienza a celebrar a los pies de la
cama la santa misa del domingo de la Divina Misericordia, junto con el
cardenal Marian Jaworski, el arzobispo Stanislaw Rylko y dos sacerdotes
polacos. Las hermanas de la casa, algunos sacerdotes y amigos, los médicos
y enfermeros se reúnen alrededor del altar y cantan canciones polacas.
Exactamente a las 21:37, el Señor del universo quiso llevarse consigo a casa
a su siervo en la tierra, Karol Józef Wojtyla, natural de Wadowice, el 264.º
sucesor del apóstol Pedro, cabeza visible de la santa Iglesia católica romana
durante 26 años y medio. Al certificar el médico privado Renato Buzzonetti
la muerte, todos los presentes unieron espontáneamente sus voces para
cantar una de las canciones más sublimes y conmovedoras del cristianismo,
el Te Deum:

«A ti, oh Dios, te alabamos,


a ti, Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran.

Los querubines y serafines


te cantan sin cesar:
Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.
Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria» [15].
Cuando al final del cántico suena la estrofa «Salva a tu pueblo, Señor, y
bendice tu heredad. Sé su pastor y ensálzalo eternamente», el himno de
alabanza y acción de gracias se fusiona con el rezo unánime del pueblo
cristiano, cuya oración, dirigida a la habitación del papa, se escucha desde
la plaza de San Pedro. En el momento en que en el appartamento la luz se
hace más brillante, todos saben que han perdido a un gran papa.
Cuando, desde el palco montado delante de la basílica de San Pedro, el
sustituto de la Secretaría de Estado, el arzobispo argentino Leonardo Sandri,
anuncia por megafonía la muerte de Juan Pablo II, se hace un silencio
sepulcral entre los cientos de miles de personas que se han reunido en la
plaza y en las calles adyacentes para estar cerca del pontífice en sus últimas
horas. Es como si, por un momento, se le hubiera parado la respiración no
solo a la ciudad de Roma, sino a buena parte del mundo. «Nunca antes se
había visto a un hombre poderoso, a un gobernante, tan empequeñecido, tan
rebajado, tan desvalido, tan enfermo, tan compadecible», escribiría más
tarde el Frankfurter Allgemeine Zeitung, «pero tampoco nunca antes se
había visto a un hombre tan grande en su impotencia, tan locuaz en su
mudez» [16]. Al recobrar el aliento, la multitud explota en un aplauso
cerrado, casi todos con lágrimas en los ojos. Un coro entona un cariñoso
Ave Maria. Y las personas, como signo de infinita gratitud, se inclinan ante
el buen pastor en la sede petrina, ante el hombre que las ha acompañado
media vida y que les ha entregado algo a lo que no deben renunciar.

La muerte del papa había interrumpido la vida diaria, desplazando de los


titulares las demás noticias como si fueran una nimiedad. La política había
dejado de interesar, incluso a los políticos. El gobierno italiano declaró tres
días de luto nacional. El presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi,
dijo que toda Italia estaba llorando al santo padre: «Lo hemos amado, lo
hemos admirado por la fuerza de sus ideas, de su valor, de su pasión, por la
capacidad de transmitirnos valores y esperanza a todos». El mundo del
deporte canceló todos los eventos, incluidos los partidos de fútbol. También
se anuló la retransmisión de la carrera de Fórmula 1. Los titulares de los
periódicos anunciando la muerte de Juan Pablo II reflejan cuán profundo era
el afecto y respeto que Italia sentía por este papa. Il Manifesto: «Nunca más
volveremos a tener a uno así»; L’Avvenire: «El mayor de los vacíos»; La
Stampa: «El mundo entero llora por el papa»; Corriere della Sera: «El papa
que cambió el mundo»; La Repubblica: «Adiós, Wojtyla»; Il Tempo:
«Adiós, Karol».
Ratzinger se enteró por teléfono de la muerte de Juan Pablo II a través
del secretario de Estado, Angelo Sodano. Como decano del Colegio
Cardenalicio, le correspondía a él, junto al camarlengo, Eduardo Martínez
Somalo, certificar el fallecimiento del pontífice. De acuerdo con el rito
prescrito, el camarlengo llama al papa tres veces por su nombre, para luego
determinar: Vere Papa mortuus est, «Verdaderamente el papa está muerto».
Luego se cubre el rostro del santo padre con un paño blanco. A
continuación, se lava, viste y traslada el cadáver a la capilla privada. Al día
siguiente, el cuerpo es velado con el ataúd abierto en la Sala Clementina y
después en la basílica de San Pedro. Forma parte del rito la destrucción del
anillo pontificio: el canciller de la Cámara Apostólica le entrega al
camarlengo el anillo del Pescador, con el que el papa sella los documentos
oficiales, para que lo inutilice.
Con el fallecimiento del pontífice habían «muerto» también los
responsables de todos los dicasterios vaticanos. A partir de ese momento
dejaban de ejercer su función, ya se tratara del secretario de Estado o del
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por su condición de
cardenal decano, Ratzinger era el encargado de presidir los funerales de
Juan Pablo II. «Durante esos días estuvo más callado que de costumbre»,
observa Gänswein. «Solo se hablaba de asuntos oficiales». En la plaza de
San Pedro reinaba un ambiente muy especial. Todo el mundo era consciente
de que la muerte de este papa extraordinario ocasionaría un enorme
temblor. Cuando aparecieron las primeras imágenes de los jóvenes que se
acercaban para inclinarse por última vez ante el pontífice, quedó claro que
esto no era un adiós, sino una resurrección.
Todos han venido. Personas como Mia Fiumara, la abogada de Messina
que aguanta diez horas de espera al sol para ser la primera en acceder a la
basílica de San Pedro. O Raul Mazzanti, un cocinero de pizzas que ha
tomado, junto con su hija, el primer tren de Pesara a Roma. Luego están los
grupos eclesiales, a la cabeza hermanos franciscanos con cíngulo blanco,
detrás muchachas de las provincias italianas, con mochilas, banderas y
pancartas. Y muchos, muchos polacos. Probablemente se trate de la mayor
peregrinación que jamás haya visto el cristianismo. Y un happening, en el
que se reza el rosario y se murmuran letanías antiguas, como si fuera lo más
natural del mundo que en la época de Google y Microsoft se conceda a la
Virgen bendita el lugar que le corresponde. Cuando el cortejo fúnebre más
numeroso que jamás ha visto la humanidad (con hasta cinco millones de
participantes) se abre camino por las calles de la Ciudad Eterna, es como si
a un barco que navegaba boca abajo con la quilla hacia arriba se le hubiera
dado la vuelta de un tremendo tirón (por parte de una nueva generación de
jóvenes católicos que quieren volver a vivir la fe en toda su vitalidad y
plenitud, con total naturalidad y de forma piadosa).
El dolor por la pérdida del amigo se hace especialmente visible en Joseph
Ratzinger cuando inicia la ceremonia en el altar de la plaza de San Pedro.
Los círculos azulados alrededor de los ojos son testimonio de las noches
que ha pasado en vela. El aire sopla una y otra vez entre las vestimentas de
los 165 cardenales, situados delante de la basílica, que van a concelebrar la
misa. Frente a ellos, a la derecha junto a la escalinata, se encuentran
reunidos en un espacio de trescientos metros cuadrados los líderes más
poderosos del mundo. Cancilleres y monarcas, jefes de Estado y de las
distintas Iglesias, revolucionarios entrados en años, ayatolás y líderes
modernos como Kofi Annan. Son, en total, 70 jefes de Estado y de
gobierno, junto con 2.500 autoridades civiles y religiosas invitadas. Nunca
antes se había inclinado un presidente de Estados Unidos ante un papa
muerto. Ahora estaban presentes nada menos que tres (Bill Clinton, George
Bush y George W. Bush) para detenerse frente al féretro del pontífice.
El sol brilla en medio de un cielo azul pálido, casi sin nubes, pero el
viento sopla donde quiere. «¡Sígueme!», predica Ratzinger, como si leyera
su texto en consonancia exacta con aquella escena, en la que la brisa de
primavera alcanza el evangeliario rojo, colocado encima del sencillo ataúd
de madera, y va pasando página por página. «¡Sígueme! Esta palabra
lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje
que viene de la vida de nuestro llorado y amado papa Juan Pablo II, cuyos
restos mortales depositamos hoy en la tierra como semilla de inmortalidad,
con el corazón lleno de tristeza, pero también de gozosa esperanza y de
profunda gratitud».

Para las exequias de Juan Pablo II se han acreditado 3.500 periodistas.


Con la excepción de China, las cadenas de televisión transmiten las
imágenes a todos los países de la tierra. Más de mil millones de personas
siguen la retransmisión en directo desde sus casas. Otras estimaciones
hablan incluso de dos mil millones de teleespectadores y, por tanto, del
evento más grande en la historia de la televisión. Para cualquier otro, la
misa hubiera supuesto una oportunidad para buscar protagonismo, pero el
cardenal habla exclusivamente de Wojtyla, quien de Nuestra Señora había
aprendido a «parecerse a Cristo». Visiblemente conmovido, concluye con
un gran gesto de su brazo izquierdo: «Podemos estar seguros de que nuestro
amado papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos
bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la
Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la
gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro» [17].
El hombre de Polonia soñaba con una «civilización de la vida y del
amor», por lo que este papa parecía predestinado a ser llamado a la
eternidad la víspera del domingo de la Divina Misericordia. Difícil imaginar
un legado más cariñoso que la referencia a la bondad de Cristo. ¿Acaso
Wojtyla no había hablado siempre también, de forma tan enigmática y
difícil de entender, de una «nueva primavera del espíritu humano»? De
hecho, era primavera en Roma mientras el cortejo fúnebre –impulsado por
el ímpetu de los jóvenes, llevado en volandas por la fuerza de un amor
natural a Jesús– avanzaba y se convertía en una inolvidable demostración
de la fe. Esto permitía vislumbrar en qué podía convertirse la Iglesia si
regresaba al camino del encuentro con Cristo.
58
El cónclave

ede vacante», el periodo de vacío de gobierno entre dos papas, es una


«S
fase extraña. En el Palacio Apostólico ya no hay luz encendida y parece
como si la oscuridad y el vacío de estas semanas envolvieran al cristianismo
católico en su conjunto.

De acuerdo con el Ordo exsequiarum romani pontificis, durante los


nueve días siguientes al solemne funeral de un pontífice (llamados
novendialia, del latín novem dies, «nueve días»), los cardenales rezan por el
descanso eterno del alma del sumo pontífice. Por otra parte, se reúnen en el
aula sinodal para celebrar las congregationes generales, una especie de
precónclave, en el que cada interviniente realiza un breve análisis de cuál
es, desde su perspectiva, la situación de la Iglesia y qué prioridades
deberían fijarse. De la administración ordinaria se ocupa una comisión que,
compuesta por el camarlengo y otros tres cardenales, está facultada para
tomar decisiones prácticas que no sean importantes.

El último cónclave había tenido lugar 26 años, 5 meses y 16 días antes.


En octubre de 1978, el escenario geopolítico estaba marcado por el Telón de
Acero. Desde entonces, una generación entera no había experimentado lo
que se siente cuando millones y millones de personas en todo el mundo
estallan en éxtasis porque de una estrecha chimenea sale humo negro o
blanco. Al fin y al cabo, la cabeza visible de la Iglesia católica no representa
solo a un país, sino, en cierto modo, a una gran nación compuesta por todos
los continentes. Y, en esta ocasión, no se busca a un Pío XIII o XIV que
suceda a otro Pío. Lo que se busca es un papa para el tercer milenio.
Las muestras de dolor desencadenadas en el mundo entero por el
fallecimiento del anciano papa habían sido enormes; sin embargo, la
expectación que generaba la elección de su sucesor superó todo lo que
jamás había podido verse en un cónclave. Ya se habían instalado en Roma
7.000 enviados especiales. Canales de televisión de todo el mundo se
habían posicionado en la Via Conciliazione. Enormes teleobjetivos
apuntaban desde 100 azoteas a la plaza de San Pedro y al Palacio
Apostólico. Día y noche se informaba sobre las características de la estufa
en la Capilla Sixtina y sobre las especulaciones de los vaticanistas, quienes,
a su vez, se remitían a informaciones fidedignas «procedentes de los largos
corredores tras los muros sellados del Vaticano».
Debido a su posición, prestigio e influencia, muchos consideraban a
Ratzinger un «hacedor de papas». Pero difícilmente podía ser visto como
papable. ¿Un «gran inquisidor» como vicario de Cristo en la tierra? ¿Un
tímido intelectual en la cátedra del Pescador? ¡Y encima alemán! «Ver a
Ratzinger de papa supondría una conmoción», titulaba el Süddeutsche
Zeitung. El político democristiano Heiner Geißler decía que a Ratzinger, en
lugar de elegirlo papa, había que nombrarlo párroco rural.
El propio cardenal había declarado en numerosas ocasiones que ansiaba
poder jubilarse. Tras el cónclave quería retirarse a la abadía de Scheyern
para realizar ejercicios espirituales y, a continuación, pasar unos días de
vacaciones junto con su hermano Georg en el convento de las franciscanas
de Mallersdorf. Ya tenía reservado el vuelo de Roma a Múnich para el 4 de
mayo.
Todavía conservaba un aire jovial y atrevido, a pesar de estar a las
puertas de los 78 años. Pero los círculos alrededor de sus ojos también
reflejaban algo del esfuerzo que le había exigido el cargo. El corazón se
encontraba debilitado; el ojo izquierdo, ciego. «Querido hermano Karl»,
comenzaba la carta que pocas semanas antes había escrito al arzobispo de
Bamberg, Karl Braun: «A mí también me han implantado hace poco un
segundo marcapasos; que el Señor dirija los pasos del corazón mejor de lo
que puede hacerlo una máquina» [1].
Ya se había visto prácticamente obligado a asumir el cargo de prefecto.
En tres ocasiones había presentado su renuncia. Pero ¿realmente resultaba
tan extraordinario que quien hasta ahora había sido el segundo de a bordo,
al dejar de vivir a la sombra de su superior, mostrara cualidades que nadie
creía posibles? «Mi vida no se compone de casualidades», había señalado
Ratzinger en una ocasión, «sino que alguien prevé y premedita y dirige mi
vida» [2]. A la pregunta de si a veces no le tenía también algo de miedo a
Dios, respondió en la primavera de 2000: «No lo llamaría miedo, pues por
Cristo sabemos cómo es Dios y que nos ama». Y añadió: «Pero siempre
tengo la punzante sensación de no estar a la altura de mi vocación, a la
altura de la idea que Dios tiene de mí, de lo que podría y debería dar de mí»
[3].
El cardenal no se podía llamar a engaño acerca de las aspiraciones
crecientes de sus compañeros. Para sorpresa general, el Corriere della Sera
había comenzado el lunes 4 de abril la presentación los papabili
precisamente por Joseph Ratzinger. «Hace tiempo que no lo llaman ya il
tedesco, el alemán», apuntaba el diario muniqués Abendzeitung: «Su
imagen pública en el Vaticano carece de nacionalidad. Se le considera un
hombre de mundo, un brillante intelectual» [4]. Incluso para el Time
Magazine de Nueva York, el bávaro resultaba ser el ideal «papa de
transición». Y en las casas de apuestas de Reino Unido e Irlanda se le
situaba en primera posición como el «sucesor natural» de Wojtyla, delante
de Jean-Marie Lustiger, de París, y de Carlo María Martini, de Milán. La
elección de Ratzinger se pagaba 3 a 1.
Para la sede petrina no existen candidaturas. Los discursos electorales
públicos no son lícitos. Los pactos y, con más razón aún, las conspiraciones
para imponer un determinado candidato están completamente prohibidos.
La elección más secreta y fascinante del mundo es una mezcla de oficio
religioso y consulta a la conciencia, de oráculo y debate, tanto un acto
místico (con meditación y oración) como una sobria ponderación que
incluye alegato y réplica. Según la fe católica, quién deba presidir la Iglesia
de Cristo depende en última instancia de la obra del Espíritu Santo, mediada
por la buena fe de los electores.
Y, sin embargo, los papas no caen del cielo. ¿Quién resulta adecuado y
digno a la vez? ¿Con quién puede la Iglesia preservar fielmente el
Evangelio y predicarlo de forma auténtica en un mundo cambiante? ¿Quién
es capaz de proteger y continuar el rico legado del gran predecesor? El
nuevo papa debía poseer cultura, conocer bien el mundo moderno y tener
movilidad, sin dejar por ello de reposar sosegadamente en el pecho de
Cristo. Debían importarle los pobres y debía estar en condiciones de
entender las implicaciones económicas. Debía disponer de inagotable
energía para ser capaz de afrontar miles de encuentros y mostrar, a la vez,
un fino olfato para detectar los anhelos de las masas. No se toleran la
mentira ni el engaño, como tampoco una vida de excesos ni el impartir
conferencias con retribuciones millonarias. Debía mostrar el pragmatismo
de la razón y caracterizarse por esa radicalidad en el seguimiento de Cristo
que no es sobrepujable en cuanto a religiosidad de fe profunda. Debía ser
bondadoso y cariñoso y, al mismo tiempo, en su condición de monarca
absoluto, estricto e incorruptible. Sus declaraciones han de ser claras, no
confusas, a la vez que conciliadoras, para no dividir el rebaño. Ah, y otra
cosa más: se espera que hable latín y sepa italiano. Y que tenga un aspecto
agradable. O que, al menos, no sea feo. Infalible, sin embargo, no tiene que
ser. Dogmas son solo las proposiciones consideradas definitivamente
verdaderas por la Iglesia católica y que el papa proclama como tales.

Las sandalias del Pescador no son zapatillas de ballet. ¿Pero no era


inevitable que tras un gigante como Wojtyla cualquier sucesor fuese
considerado poca cosa? En el caso de Juan Pablo II, el inequívoco mensaje
de Jesús estaba rodeado de un cierto aire folclórico y se insertaba en
eventos aptos para la televisión. Lo representaba un hombre que casi
necesariamente resultaba simpático. En el deseo de conseguir un cambio
que, a la vez, asegurara cierta continuidad, el nuevo papa debía continuar lo
que su antecesor había hecho bien. Pero, si era posible, debía también
mejorar lo que no había salido del todo bien: todos los asuntos no resueltos
y problemáticos del pontificado anterior, que ahora, una vez disipadas las
emociones del funeral, había que evaluar con sobriedad.

Con los papas de los últimos tres o cuatro siglos, la Iglesia había tenido
suerte, algo que en absoluto se podía decir de todos en la larga historia del
papado. A Alejandro VI –el famoso papa Borgia–, por ejemplo, acabó
brotándole espuma de la boca tras una vida desmedida llena de lujos. Se le
deformó la lengua, gases sibilantes escapaban por todas sus aberturas
corporales. Y el cuerpo estaba tan hinchado que los enterradores,
supuestamente, tuvieron que saltar encima de su tripa para poder cerrar la
tapa del ataúd. Sin embargo, lo que resulta llamativo es que, incluso en el
caso de los papas que resultaron ser cualquier cosa menos santos, ninguno
de sus documentos haya tenido que ser reescrito o desechado a posteriori.

El propio Ratzinger estaba preparado, por cuanto durante el verano


anterior le había leído a su hermano –ya ciego– una obra de referencia sobre
la historia de los papas, escrita por el muniqués Georg Schwaiger, un
historiador de la Iglesia. En carta de 15 de febrero de 2005 dirigida a sus
antiguos condiscípulos, alabó a Schwaiger por la «estricta objetividad y
exactitud de sus informaciones». «La verdad histórica aparece en todas sus
facetas, y no se oculta lo negativo». Pues «precisamente así es como
también se percibe de qué forma el papado cumple una misión procedente
del Señor, en la que, más allá de la debilidad humana, se hace notar otra
fuerza» [5].
Como decano del Colegio Cardenalicio, Ratzinger no solo debía presidir
las exequias de Juan Pablo II, sino también determinar las modalidades para
la elección de su sucesor. En las congregaciones generales se trataba de
agrupar las distintas posturas de los cardenales, para que de estas surgiera
una síntesis que visibilizara los puntos centrales de la agenda futura. Al
antiguo catedrático universitario no parecía disgustarle la nueva función.
Parecía que sus pasos ahora «mostraban algo más de ímpetu que de
costumbre, como el de un auténtico anfitrión», apuntaba un periodista: «Se
mostraba desenvuelto, acercándose a unos y a otros, saludando por aquí y
charlando por allá, mientras brillaba su anillo cardenalicio de oro» [6].

Tal como establecía la constitución apostólica Universi Dominici gregis


de 1996 para todos los cardenales, durante los novendialia Ratzinger
llevaba puesto el fileteado traje talar negro, un fajín rojo, junto con el
solideo y la cruz pectoral. En la primera sesión de la congregación general,
que diariamente se celebraba de 9 a 12 de la mañana, se sentó seguro de sí
mismo en la mesa de la presidencia e inició el acto con una oración. Luego
hizo que los príncipes de la Iglesia prestaran juramento. Todos los
cardenales tenían que jurar «no hacer uso de ningún tipo de dispositivos de
transmisión y recepción durante el cónclave» y no usar cámaras de fotos,
«así Dios me ayude y estos santos evangelios que toco con mis propias
manos». Al mismo tiempo informó a los hermanos cardenales de que no
podían conceder entrevistas ni celebrar conciliábulos en los pasillos. El
primero en tomar la palabra fue el cardenal Martini, el arzobispo emérito de
Milán. El jesuita era el mascarón de proa del ala progresista y un acérrimo
adversario de la línea representada por Wojtyla y Ratzinger. En tono irónico
se había caracterizado a sí mismo como «ante-papa», lo que podía significar
tanto «antipapa» como «prepapa». Duplicó los siete minutos de los que
disponía, realizando un recorrido al galope desde la «colegialidad» entre los
obispos y la curia, a través de la bioética, hasta la política de familia. Al
final se refirió al Wojtyla enfermo. A raíz de las experiencias recientes
quedaba claro que de ahora en adelante hacían falta reglas más exactas para
iniciar y regular la renuncia del papa. El alegato de Martini causó suficiente
revuelo para que en cuestión de minutos se llenara por completo la lista de
intervenciones para el resto de sesiones [7].
El término «cónclave» (del latín conclave, «lo que se cierra con llave»)
se refiere, por una parte, a las llaves del reino de los cielos que se le
entregan al sucesor de san Pedro y, por otra, a la sala estrictamente cerrada
en la que tiene lugar la votación. Sin ir más lejos, en la elección del papa de
1978, los electores habían tenido que aguantar tres días en las salas situadas
alrededor de la Capilla Sixtina. Todo su lujo consistió en una cama de hierro
y una palangana. Ventanas y puertas estaban selladas. Gracias a una reforma
de Juan Pablo II, los electores podían ahora alojarse en la casa de huéspedes
Santa Marta. Pero aquí también tenían prohibido cualquier tipo de
comunicación con el exterior hasta el anuncio público de la decisión. Las
contraventanas estaban cerradas; los televisores, guardados; y las líneas
telefónicas, desconectadas. La estricta confidencialidad tenía como objetivo
asegurar la independencia de la decisión electoral. Solo funcionaban las
conexiones telefónicas internas. Por supuesto, los cardenales no disponían
de teléfonos móviles ni de ordenadores.

El servicio de seguridad del Vaticano revisó con especial meticulosidad


el colegio electoral, la Capilla Sixtina (un lugar que atrae cada año a
millones de visitantes asombrados por su belleza). A diferencia de lo que
ocurría en el anterior cónclave, ahora los micrófonos láser eran capaces de
captar desde fuera las conversaciones a través de las vibraciones de las
ventanas. Incluso los más pequeños micrófonos ocultos, situados en
muebles, techos y paredes, podían servir para transmitir la información al
exterior. Inhibidores de señales, situados en un doble suelo que se había
colocado con el fin específico de acoger estos dispositivos, debían evitar las
filtraciones. Para defenderse de posibles escuchas secretas se instaló un
distorsionador electrónico a modo de escudo protector. Ascensoristas, amas
de llaves, cocineros, limpiadoras y técnicos juraron confidencialidad. Quien
osara pasar información a terceros, por poco significativa que fuera, se
arriesgaba a ser excomulgado y perder el puesto de trabajo. Según la orden
papal, el personal no debía siquiera tratar de «entablar conversación» con
un cardenal elector si se encontraba con él de forma fortuita.
En el fondo, cualquier varón católico puede ser elegido papa; ni siquiera
necesita ser sacerdote (si bien esa circunstancia se había producido por
última vez 627 años antes). Hasta el siglo IX, el obispo de Roma era
designado por la población romana. Al convertirse la elección en
instrumento de los intereses de los clanes feudales romanos, Enrique III,
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, decidió, sin más
preámbulos, designar él mismo los papas. El papa sienés Alejandro III (su
nombre civil era Rolando Bandinelli) modificó en 1179, durante el Concilio
Lateranense III, el derecho electoral en el sentido de que en adelante, para
la elección del papa, se requería una mayoría de dos tercios de los
cardenales [8]. Pero con esto no se acabaron las intromisiones políticas, la
corrupción y el nepotismo. En sus memorias, Pío II (cuyo nombre civil era
Enea Silvio Piccolomini) recuerda con disgusto el juego sucio del año 1458
que le había permitido ser elegido papa. Todo se había maquinado en la
letrina, escribe, «el lugar adecuado para tal elección» [9].
Hubo cónclaves que se decidieron en pocas horas, como, por ejemplo, la
elección de Julio II el 31 de octubre de 1503. Otros se alargaron. A menudo
durante semanas, a veces incluso meses. Algunos se celebraron en la
archibasílica de San Juan de Letrán (la verdadera sede del obispo de Roma),
otros en Aviñón o Constanza o, en momentos de inestabilidad política,
también en Venecia [10]. La elección papal más larga tuvo lugar en el
palacio episcopal de Viterbo y duró casi tres años, a pesar de que solo 18
cardenales participaron en ella. Hasta el 1 de septiembre de 1271 no se
alcanzó un acuerdo para investir a un candidato de compromiso. Y ello,
solo porque los fieles, enojados, primero encerraron a los prelados (tapiando
puertas y ventanas), luego les racionaron la comida y finalmente
desmontaron el tejado.

Únicamente un papa tiene el derecho, como instancia legisladora, de fijar


nuevas reglas para un cónclave. Al igual que Pío X, Pío XI, Pío XII, Juan
XXIII y Pablo VI, Juan Pablo II también decretó una reforma. En la
constitución Universi Dominici gregis sobre el periodo de sede vacante y la
elección del romano pontífice, de 1996, estableció, además de las normas
relativas a la confidencialidad y el alojamiento de los cardenales, el nuevo
procedimiento electoral. Como ya había dispuesto Pablo VI, solo podían
participar en la elección aquellos cardenales que el día en que comienza el
periodo de sede vacante no hubieran cumplido aún los ochenta años de
edad. Deben realizarse dos votaciones al día: una por la mañana, otra por la
tarde. Los nombres que figuran en las papeletas se leen en voz alta; y el
último de los escrutadores, a medida que lee las papeletas, las perfora con
una aguja y las inserta en un hilo. Cada día se queman las papeletas en la
estufa que se empleó por primera vez en 1939. Si el humo que sale de la
chimenea es negro, el cónclave continúa. Si al cabo de tres días no se ha
producido la mayoría de dos tercios de los votos, se realiza un descanso de
un día para la oración y el «libre coloquio entre los electores». A
continuación, se llevan a cabo un máximo de siete escrutinios seguidos; si
no se produce un resultado positivo, tiene lugar un descanso y luego otros
siete escrutinios; y así sucesivamente. Si después de treinta rondas sigue sin
haber una decisión, entonces se permite que una mayoría simple incline la
balanza.

A Juan Pablo II le importaba, sobre todo, que la decisión se tomara con


independencia: «Con la misma insistencia de mis predecesores, exhorto
vivamente a los cardenales electores, en la elección del pontífice, a no
dejarse llevar por simpatías o aversiones, ni influenciar por el favor o
relaciones personales con alguien, ni moverse por la intervención de
personas importantes o grupos de presión o por la instigación de los medios
de comunicación social, la violencia, el temor o la búsqueda de
popularidad. Antes bien, teniendo presente únicamente la gloria de Dios y
el bien de la Iglesia, después de haber implorado el auxilio divino, den su
voto a quien, incluso fuera del Colegio Cardenalicio, juzguen más idóneo
para regir con fruto y beneficio a la Iglesia universal».

En el capítulo VI, Wojtyla establecía que, tras la muerte del papa, «en
todas las ciudades y en otras poblaciones, al menos las más importantes,
[...] se eleven humildes e insistentes oraciones al Señor [...] para que
ilumine a los electores y los haga tan concordes en su cometido que se
alcance una pronta, unánime y fructuosa elección, como requiere la
salvación de las almas y el bien de todo el pueblo de Dios» [11].
En la «bolsa de los vaticanistas», como se llamaba una columna del
Corriere della Sera, Ratzinger cotizaba en todo lo alto al inicio del
cónclave. En sus años romanos, el cardenal se había ganado una gran
reputación en el conjunto del episcopado universal. No solo era respetado
como atento guardián de la doctrina católica, sino también por su teología,
que hunde sus raíces en una profunda religiosidad. Aún era pronto para un
brasileño como el cardenal Cláudio Hummes, y el nigeriano Francis Arinze
tenía pocas posibilidades. El experto del tabloide alemán Bild, Andreas
Englisch, estaba seguro de que el cónclave duraría «mucho tiempo» y que,
muy probablemente, sería elegido un sudamericano. Pero también se podía
«inclinar la balanza a favor del cardenal Pulji, de Sarajevo. Conoce bien a
los musulmanes, conoce el Corán al dedillo, y fue un héroe, porque resistió
en Sarajevo durante la guerra» [12].
Es la fase del murmureo, los trucos, las amabilidades deliberadas y las
pullas maliciosas. «Es el momento de los encuentros, de comer juntos y
beber Sambuca», con esas palabras entusiastas describe el cardenal Kasper
sus «encuentros informales a primera y última hora de la tarde», que «no
debían ser subestimados» [13]. Mientras, el cardenal Lehmann no
desaprovechaba ocasión alguna para conceder entrevistas y describir las
cualidades que debía reunir el nuevo pontífice. Entre ellas, todas aquellas de
las que Ratzinger, supuestamente, carecía. El corresponsal de Die Welt, Paul
Badde, informó de un encuentro secreto en el que, tan solo tres días después
del entierro de Wojtyla, los cardenales Achille Silvestrini, Karl Lehmann y
Walter Kasper, así como cardenales ingleses, belgas, lituanos e italianos,
habían intentado «fijar una estrategia para la elección de uno de sus
candidatos favoritos» [14]. Uno de los grupos se habría mostrado a favor de
apoyar a Carlo Maria Martini. No porque se le considerase idóneo. El
cardenal de 78 años pasaba la mayor parte de su tiempo en Tierra Santa y
padecía párkinson. Pero después de confirmarse que Ratzinger era un serio
aspirante, con los votos de los partidarios del cardenal de Milán se
produciría una situación de empate. Y este solo se resolvería con la
búsqueda de un nombre completamente nuevo.

Uno que se consideraba a sí mismo papabile era el cardenal Godfried


Danneels. Antes de su llegada a Roma, el arzobispo de Bruselas y primado
de Bélgica le había entregado a la prensa internacional un «Programa de
diez puntos» sobre el futuro de la Iglesia. Consideraba que sus posibilidades
eran suficientemente grandes para reflexionar sobre el nombre de «Juan
XXIV», el que adoptaría si fuera elegido. Años después, en la presentación
de sus memorias, el belga reconoció haber sido miembro de «una especie de
club mafioso» de cardenales que buscaba evitar a toda costa que Ratzinger
fuera papa. En efecto, el grupo, fundado en 1996 por el cardenal Martini
con el nombre «San Galo» (por el lugar de sus encuentros conspirativos), se
había propuesto torpedear la línea de Juan Pablo II y hacer que la Iglesia
fuese «mucho más moderna» a través de medidas que se entendían como
«reformas». Además de Danneels y Martini, del grupo –de cuya existencia
Ratzinger no estaba al tanto [15]– formaban parte el cardenal italiano
Achille Silvestrini, los alemanes Lehmann y Kasper, el lituano Audrys
Backis y el neerlandés Adrianus Simonis. El claro favorito del Grupo de
San Galo era Jorge Bergoglio. Danneels saltó a las primeras páginas de la
prensa en 2010, porque, siendo arzobispo titular, había ocultado casos de
abusos contra menores por parte de sacerdotes y posteriormente había
encubierto a un obispo que abusaba de su propio sobrino. Lo que no
impidió que el papa Francisco nombrara a Danneels padre sinodal para la
asamblea extraordinaria del sínodo de los obispos sobre la familia que se
celebró en Roma en otoño de 2014.

El cardenal Meisner tampoco se quedó de brazos cruzados. «Cuando en


los descansos uno se quedaba a solas con otro», cuenta el antiguo arzobispo
de Colonia sobre las congregaciones generales, «sí que surgía a veces la
pregunta: “¿Sabe usted a quién deberíamos escoger?”. Yo entonces decía:
“Para mí solo existe un candidato posible: Joseph Ratzinger”. Y la mayoría
me respondía: “Sí, para mí también”» [16]. Siete días antes del comienzo
del cónclave, el domingo 10 de abril, el alemán puso rumbo a la Città
Leonina. Ratzinger estaba sentado en el escritorio de su piso, «situado
detrás de una enorme montaña de actas que tenía que firmar», según
recuerda Meisner. En calidad de decano del Colegio Cardenalicio, durante
la sede vacante debía tomar todas las decisiones y firmar un sinfín de cartas.
Y el secretario Gänswein no paraba de traer nuevos montones de papeles,
que debía recoger al día siguiente. Para Meisner era el primer cónclave,
para Ratzinger el tercero.
Meisner relata que entre ambos surgió la siguiente conversación [17]:
«Joseph, presta atención, me tomarás por loco», fueron las primeras palabras del
arzobispo de Colonia, «pero no me importa, porque se trata del bien de la Iglesia».
Ratzinger alzó brevemente la mirada de su escritorio, pero no dijo nada. Tras una
breve pausa, Meisner se armó de valor: «Tienes que ser papa».

Ratzinger siguió firmando documentos y simplemente dijo: «Estás realmente


loco».
«En la situación en que se encuentra la Iglesia, no hay nadie más idóneo». No
hubo respuesta.
«Joseph, solo te pido que no eches a correr si la cosa apunta hacia ti».
«No tengo buena salud. Más bien rezad para que se aparte de mí este cáliz...».

«Pero no se haga mi voluntad...», dijo Meisner prosiguiendo la oración de Cristo


en el huerto de Getsemaní.
«¡Venga, fuera de aquí!».
«Y ahí estaba sentado el pobre hombre, tan pequeño y tan pálido», recuerda
Meisner. «Y pensé: “¿Has hecho mal? No, por el bien de la Iglesia tenía que hacerle
esto”»..

El 16 de abril, Ratzinger celebró su 78 cumpleaños. En la última


congregación general antes del cónclave, el camarlengo lo felicita en
nombre de los compañeros. Después, sus colaboradores de la Congregación
para la Doctrina de la Fe le dan una sorpresa al entregarle un ramo de
orquídeas y entonar suavemente un canon mariano. Un portavoz le desea
que «reciba ayuda desde más arriba durante estos días difíciles». Cuando
Alois Messerer, hijo de uno de sus primos, lo llama por teléfono para
felicitarlo, le pregunta si a partir de la semana que viene podrá seguir
dirigiéndose a él con: «Oye, Joseph», o tendrá que llamarlo «Santo Padre».
Su respuesta: «Solo deseo que pronto acabe todo. Quiero jubilarme y
escribir libros» [18].

Mientras los obreros abrían una ventana de la Capilla Sixtina y sacaban


la chimenea de dos metros de altura, el antiguo prefecto ponía rumbo a
casa. Con su desgastada edición del Nuevo Testamento griego al lado,
quiere trabajar tranquilamente en la tan esperada homilía para la misa de
apertura. A pocos cientos de metros, la plaza de San Pedro se ha convertido
en un campamento militar. Grupos enteros de peregrinos y otros en
solitario, procedentes de todas las partes del mundo, acampan y pasean por
los adoquines, suavizados por los pasos de millones de fieles a lo largo de
los siglos. Muchos habían llegado con la Biblia en mano, otros rezaban el
rosario o estudiaban el británico The Sunday Times, donde aparecía un
reportaje a toda página que señalaba que el posible futuro papa había
servido a los nazis en las Juventudes Hitlerianas.

En medio de la multitud se encuentra Josef Clemens, el antiguo


secretario particular de Ratzinger. No, él no podía imaginarse que el «jefe»
tuviera posibilidades. «No es un hombre de la administración, y ese tipo de
hombre es el que ahora necesitamos». Al fin y al cabo, en el último tramo
del mandato de Wojtyla muchos asuntos habían quedado sin resolver [19].

Georg Gänswein opinaba de forma similar: «Un alemán de la generación


de Ratzinger no tiene nada que hacer, no importa cuán inteligente sea, no
importa cuán cercano y determinante fuese para Juan Pablo II y su
pontificado» [20]. Al mismo tiempo, Georg Ratzinger concedía en
Ratisbona una entrevista al diario muniqués Abendzeitung, en la que
señalaba que su hermano parecía «muy cansado» en la última llamada
telefónica. Las especulaciones que declaraban papabile precisamente a un
alemán eran, en su opinión, por completo absurdas: «Con toda seguridad,
mi hermano no será papa».
Wojtyla era un místico, un adorador de la Virgen María, un orador.
Ratzinger también era todo eso, pero no de la misma forma. Y, sin embargo,
se había producido un giro en el estado de ánimo. «¿Cómo debería ser el
próximo papa?», se preguntaba Jan Ross el 14 de abril en Die Zeit. Las
«enormes, masivas muestras de dolor por la muerte de Karol Wojtyla» han
hecho, decía, que se «tambaleen todos los tópicos» hasta ahora conocidos.
«¿Es posible que sea cabalmente esa intransigencia, ese alejamiento del
espíritu de la época, ese inconformismo», proseguía Ross, «lo que
impresiona a los jóvenes y hace que la Iglesia gane respeto? De lo que se
quejan los críticos liberales –el celibato, la falta de comunión eucarística
con los protestantes, etc.–, eso eran problemas de la Iglesia en Europa,
donde, de todas formas, está en declive. Allí donde crece –por ejemplo, en
África y, parcialmente, en Asia– o donde está fuerte (en Latinoamérica),
tiene otras preocupaciones» [21].
En efecto, la composición del catolicismo universal había cambiado
notablemente. De los 1.200 millones de creyentes, bastante más de la mitad
vivían ya en África y Latinoamérica [22]. Pero con 55 electores del total de
117 con derecho a voto, el de Europa seguía siendo el grupo mayor del
cónclave, con Italia a la cabeza con veinte cardenales; lo seguía Estados
Unidos con once, Alemania y España con seis cada una, Francia con cinco.
21 cardenales procedían de Sudamérica. África y Asia estaban
representadas con once cada una; y Oceanía, con dos. «La gente cree que
votamos como en unas elecciones convencionales», comentaba Oscar
Andrés Rodríguez Maradiaga, el cardenal de Tegucigalpa (Honduras),
«pero es algo completamente diferente. Vamos a escuchar a Dios y al
Espíritu Santo» [23].

Dos días antes del inicio de la elección, el diario romano La Repubblica


informaba de que el Colegio Cardenalicio se había dividido en dos bandos:
uno apostaba por Ratzinger; el otro, por Martini. Al mismo tiempo,
Ratzinger era ya tan claramente el favorito que, en último término, su
elección resultaba descartable. «Seguramente logrará un resultado
respetable en el cónclave», señalaba Spiegel online; «sin embargo, la
mayoría de dos tercios, necesaria para ser elegido papa, no la alcanzará de
ninguna manera» [24].
El sábado 16 de abril, los 115 cardenales (Jaime Sin, de Filipinas, y
Adolfo Suárez Rivera, de México, habían cancelado su asistencia por
enfermedad) se mudan a sus cuartos en la Casa Santa Marta. La asignación
de las habitaciones se hace a través de un sorteo. Georg Gänswein acaba en
una celda en la quinta planta. Su presencia se debe a una reglamentación
que establece que el decano es el único que puede traer un ayudante.
Cuando el domingo por la mañana el cardenal decano se dirige al altar
mayor de San Pedro, acompañado por el solemne séquito de los dignatarios
vestidos de rojo, para iniciar el cónclave con una misa pontifical, se percibe
una tensión de máxima expectación entre los 60.000 fieles y curiosos en la
basílica. A través de las pantallas de CTV, el canal de televisión del
Vaticano, los espectadores congregados en la plaza de San Pedro siguen
fascinados el desarrollo de esta tradición centenaria. Suenan coros
gregorianos y la lectura en griego le proporciona a la misa pro eligendo
pontifice (su nombre completo: «Misa para la elección de un nuevo papa
grato a Dios por la santidad de su vida») una santa seriedad y una densidad
épica a la que nadie puede sustraerse.
Ratzinger parece agotado. Los rasgos faciales se ven tensos, casi como
los de una máscara. Al igual que en la misa de réquiem de Juan Pablo II, al
ser el celebrante principal, lleva el incensario. En esta ocasión no alrededor
de un sencillo ataúd, sino del altar bajo el hermoso baldaquino de Bernini.
Entre los asistentes se despertaban recuerdos del adiós a Juan Pablo II: de
las finas voces de los chavales del coro de la Capilla Sixtina, del
sorprendente gesto de Ratzinger dando la santa comunión al protestante
frère Roger de Taizé (sentado en su silla de ruedas) y del evangeliario
encuadernado en cuero rojo y colocado sobre el sencillo ataúd de madera de
ciprés (cuyas hojas iba pasando el viento, hasta que una ráfaga
especialmente fuerte hizo que la tapa del libro se cerrara de golpe). «Parecía
como si el papa quisiera despedirse de los fieles en medio de la tormenta
que él mismo, en vida, había desatado una y otra vez en todo el mundo»,
escribió en aquella ocasión Christiane Kohl, del Süddeutsche Zeitung [25].

Durante la era Wojtyla, la influencia de la Iglesia se había reducido. El


apego de muchos fieles se fue deshilachando como una cuerda gastada por
el roce que amenaza con romperse en cualquier momento. La expresión
«fidelidad al papa» había devenido sinónimo de grupúsculos conservadores.
Por otra parte, también se habían producido las reuniones multitudinarias de
jóvenes. ¡Qué grandes manifestaciones a favor de la línea de Wojtyla!
«Santo subito!» era la frase que resonaba de miles de gargantas jóvenes en
las calles de Roma. ¿Y acaso no se registraba en otras regiones un
florecimiento de la Iglesia en contraste con su declive en las regiones
espiritualmente desangradas del antiguo Occidente cristiano? La Iglesia
católica crecía. Sumaba a diario más de 30.000 bautizados, atendidos por
más de cuatro millones de agentes de pastoral. De estos, más de 400.000
eran sacerdotes diocesanos y sacerdotes regulares, unos 30.000 diáconos
permanentes, más de 780.000 religiosas, así como 2,8 millones de
catequistas [26].
¿No se podía afirmar, como había hecho el cardenal Giovanni Battista Re
en una de las congregaciones generales, que la administración (con sus
2.600 sedes patriarcales, metropolitanas, archiepiscopales y episcopales,
2.038 sedes titulares, 110 conferencias episcopales y 19 sínodos regionales)
funcionaba, en general, razonablemente bien? ¿Y qué decir del enorme
aparato pontificio, compuesto por la Secretaría de Estado y las
congregaciones, comisiones, tribunales, consejos, oficinas, comités e
institutos? Solo para mantener en funcionamiento el episcopado universal
había que llevar a cabo entre 140 y 170 ordenaciones episcopales al año.

La pregunta que se planteaba era: ¿qué papa hace falta en estos tiempos?
Para la homilía, Ratzinger reunió las fuerzas que le quedaban. Debía ser
un último servicio, el acto final de una biografía agotadora. Entre las
sencillas mitras blancas de los obispos destacaba la suya, ornamentada con
una gran cruz dorada. Más tarde se diría que su homilía había sido un
discurso de presentación de candidatura. Otros apuntarían a un sorprendente
paralelismo con el anterior cónclave. Entonces, un cardenal de Polonia
había convencido a todos con un profundo análisis de los retos que suponía
el marxismo para la Iglesia. Pero el sermón de Ratzinger no fue nada de
eso. «Quiero decir, como cardenal decano simplemente me tocó pronunciar
la homilía», señalaba en retrospectiva; «me limité a interpretar la Carta a los
Efesios, así es como ocurrió» [27]. «Cari fratelli e sorelle»: esas son sus
primeras palabras. Su voz suena débil, pero es el «día de Ratzinger», según
titula con grandes letras en primera página Il Tempo en su edición del día
siguiente. Quien menos se percató de la fuerza colosal que contenía su
homilía fue el propio orador.

Son tres los discursos que marcan la biografía de Ratzinger: el primero


fue la presentación para el cardenal Frings en Génova, que marcaría el
rumbo del Concilio; el tercero será su renuncia del 11 de febrero de 2013,
con la que el papado fue elevado a otra esfera; y el segundo tiene lugar
ahora y, con esa mirada a la Carta a los Efesios del apóstol Pablo, hace
referencia a su propia misión.
El cardenal inicia su alocución diciendo que encontrarse con Jesucristo
significa «encontrarse con la misericordia de Dios», pero la misericordia de
Cristo «no es una gracia que se obtiene fácilmente». Pablo habla de que, a
través del «conocimiento del Hijo de Dios», debemos despojarnos todos de
la minoría de edad, «para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y
llevados a la deriva por todo viento de doctrina» (Ef 4, 14).

Hasta ese punto, la homilía había resultado algo torpe y academicista;


pero a partir de ese momento, los asistentes a la ceremonia religiosa
empezaron a engancharse. «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido
durante estos últimos decenios!», recuerda Ratzinger aludiendo a la
situación de los últimos años, «¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas
modas de pensamiento! [...] La pequeña barca del pensamiento de muchos
cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un
extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del
colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo
religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc.». En los tiempos que corren,
a quien tiene una fe clara, según el credo de la Iglesia, a menudo se le aplica
la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir,
dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la
única actitud adecuada en los tiempos actuales. Y añadió: «Se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como
definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos».
Ratzinger habla entrecortado, interrumpiendo el discurso con carraspeos.
Pero una y otra vez arrecian los aplausos en la basílica. El orador continúa
diciendo que «nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios,
el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es
“adulta” una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y
madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta
amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir
entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad». La Iglesia
debería anunciar la verdad de la fe a través de una nueva ofensiva. Y al
igual que un entrenador de fútbol que manda a su equipo a afrontar la
segunda parte del partido, exclama: «Debemos madurar esta fe adulta;
debemos guiar la grey de Cristo a esta fe».

Para concluir su homilía, Ratzinger vuelve a recurrir a la grandeza, la


vastedad y la eternidad: «Todos los hombres quieren dejar una huella que
permanezca. Pero ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios;
los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas
estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma
humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que
permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor,
el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el
alma a la alegría del Señor. Así pues, vayamos y pidamos al Señor que nos
ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Solo así la tierra se transforma
de valle de lágrimas en jardín de Dios» [28].
Al final de la homilía, Ratzinger juntó las manos para rezar: «En esta
hora, sobre todo, roguemos con insistencia al Señor para que, después del
gran don del papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su
corazón». Es decir, «un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su
amor, a la verdadera alegría» [29].
A través del análisis de las corrientes de la época, Ratzinger buscaba
explicarle a su Iglesia cuáles eran las tareas que debía ser capaz de afrontar
el nuevo pontífice. En las caras de los cardenales, sin embargo, se podía leer
que no solo estaban reflexionando sobre el discurso sino también sobre el
orador. Y cuanto más se empequeñecía Ratzinger, tanto más se agrandaba
su carisma. El pelo cano, el fuego casi inextinguible de su entrega, la
grandeza de su celebración eucarística; además, el hecho de que durante la
ceremonia se atascara dos o tres veces le proporcionó un toque de
humanidad y autenticidad. Su imagen reflejada en las pupilas de los
cardenales resultaba cada vez más irresistible. Y parecía fácil adivinar que,
en su mente, ya lo habían vestido con la sotana blanca para hacerse una idea
de cómo le quedaba.
59
Habemus papam

L os cardenales suelen ser hombres honorables. Se han comprometido


con los más altos ideales. Pero a pesar del precepto de sigilo, del
sagrado juramento y de los controles de seguridad, resulta prácticamente
imposible que se mantengan en secreto todos los detalles de un cónclave. A
unos les encanta chismorrear, otros se hacen los interesantes. Unos terceros
no pueden callar por el enfado que sienten; y aún a otros se les desborda el
corazón de alegría, por lo que no pueden por menos que hablar.

Los vaticanistas son, por supuesto, suficientemente pesados para acosar


con preguntas a los cardenales que conocen y sacarles información con la
que reconstruir los sucesos secretos. Ello los ayuda a escribir un relato
legible. Y es bastante probable que aparezca, no se sabe muy bien cómo,
alguna que otra transcripción de las sesiones del cónclave, como en nuestro
caso. Lo que no se puede verificar es quién la ha filtrado y por qué.
Tampoco se puede asegurar su veracidad. Los datos, sin embargo, sonaban
tan plausibles (y coincidían con otras declaraciones) que el canal de
televisión italiano RAI no vio problema alguno en citar el «Diario
prohibido» del elector anónimo. La revista especializada Limes publicó el
texto íntegro [1]. Este permite, en cierto modo, hacerse una idea de la
dinámica del cónclave, especialmente por lo respecta al proceder
estratégico del ya mencionado «Grupo de San Galo» y a su objetivo de
impedir que Ratzinger fuera papa.
Cuando los 115 cardenales con derecho a voto recorrieron el camino de
la basílica de San Pedro a la Capilla Sixtina mediante una procesión llena
de dignidad y que parecía transcurrir como a cámara lenta, la tensión
resultaba casi insoportable. Al son del motete Jesu meine Freude de Johann
Sebastian Bach, la comitiva ya algo anacrónica llegó a su destino. Los
empleados de la Edilizia dello Stato della Città del Vaticano, el
departamento de obras del Vaticano, ya se habían encargado de colocar dos
filas de bancos y mesas a lo largo de las paredes laterales de la Capilla
Sixtina. En cada sitio se había puesto una biblia. De Karol Wojtyla se
cuenta que, en su día, se llevó una revista marxista al cónclave para poder
leerla tranquilamente durante las largas horas de confinamiento. Delante,
junto al altar, se encontraba la urna de plata, en la que se introducen las
papeletas mediante un procedimiento solemne. Detrás, junto a la entrada, al
otro lado de la mampara de mármol que delimita el espacio dedicado al
culto, estaba la estufa de hierro fundido, de color gris verdoso y aspecto un
tanto miserable. Sirve para quemar las papeletas que han sido utilizadas y
convertirlas en humo. El hecho de que los cardenales, a la hora de votar, se
hallen bajo el Juicio final de Miguel Ángel, que incluye la figura de Satanás
y otros horrores del descenso a los infiernos, debe recordarles su alta
responsabilidad.

Cuando los altos dignatarios eclesiásticos empezaron a entrar en la


capilla en doble fila, el P. Giuseppe Liberto, un hombre pequeño y algo
orondo, estaba preparando a su coro, la Cappella Musicale Pontificia (en el
lenguaje vaticano, sencillamente la Cappella Sistina), para entonar la coral
Veni Creator Spiritus. Y las voces de 35 muchachos y 20 hombres
entonaron entonces ese «Ven Espíritu Creador, visita las almas de tus
fieles». Después, los espectadores, que seguían desde la plaza de San Pedro
la retransmisión en directo que ofrecía el Centro Televisivo Vaticano,
pudieron observar cómo los electores del futuro papa se acercaban a la
mesa, uno a uno, para prestar juramento colocando la mano sobre la Biblia:
«Oh Señor, haz que elijamos un candidato digno y dirige nuestras
deliberaciones de tal forma que el cónclave no resulte largo ni lleve a
enemistarnos, sino que se convierta en un símbolo de la unidad de nuestra
Iglesia. Amén» [2].
El cardenal Tomáš Špidlík, de más de 80 años de edad y, por tanto, sin
derecho a voto, ofreció a sus compañeros una breve meditación. En torno a
las 15:30, el cardenal maestro de ceremonias, el arzobispo italiano Piero
Marini, dio la señal para que comenzara el cónclave. Al grito de Extra
omnes, «Todos fuera», se apagaron las cámaras de televisión y todos –
funcionarios, miembros del coro, operadores de televisión, el personal de
seguridad, el fotógrafo oficial, el comandante de la guardia suiza con su
casco adornado con una pluma blanca– abandonaron la sala. Además de los
cardenales, solo permanecieron un confesor y un médico.
Primero, el maestro de ceremonias repartió las papeletas; luego se sorteó
entre los cardenales quiénes serían los tres observadores y los tres
infirmarii, encargados de recoger las papeletas de los electores con
movilidad reducida. En su meticulosa regulación del cónclave, Juan Pablo
II había dispuesto que la papeleta destinada para la urna debía «ser
rectangular» y llevar impresas en la mitad superior las palabras Eligo in
Summum Pontificem («Elijo como sumo pontífice»). En la mitad inferior
libre había que escribir el nombre del elegido. A los cardenales se les pide
que apunten el nombre en secreto y con letra deformada, pero legible.
Luego, los electores deben acercarse, uno a uno, a la mesa electoral,
depositar la papeleta en la patena, situada encima de la urna, y pronunciar la
siguiente fórmula de juramento: «Pongo por testigo a Cristo Señor, que me
juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe
ser elegido».
Poco antes, el cardenal Meisner había adquirido una pequeña Virgen –la
de las Tres Manos– en una tienda de recuerdos en el Borgo Pio y se la había
llevado a Ratzinger al cónclave. «Le dije: “Métetela en el bolsillo izquierdo
y toma ejemplo de tu Madre; ella también era una todoterreno”. ¡No huyas
de nosotros, pase lo que pase en los próximos días!» [3]. Pero Ratzinger
seguía convencido de que ese cáliz se apartaría de él. «Fueron muchos, por
supuesto, los que me decían que apostarían por mí. Pero yo no podía
tomármelo en serio», me comentó durante una de nuestras conversaciones.
«Yo pensé: si por regla general un obispo deja de ejercer a los 75 años,
entonces no se puede pretender que el obispo de Roma comience a los 78».
Al menos había conseguido frenar la campaña en su favor por parte de un
grupo de presión aglutinado en torno a Medina Estévez, de Chile, y el
cardenal colombiano López Trujillo. Sin embargo, Ratzinger niega haberles
dicho que estaba dispuesto a presentar su candidatura si se producía un
consenso rápido, como se rumoreó luego: «No; lo cierto es que sabía que el
cardenal López quería interceder a mi favor, y le pedí que no lo hiciera. Me
temo que, a pesar de ello, siguió adelante. Pero, por lo demás, no hubo
ningún tipo de conversaciones al respecto».
Al regresar los cardenales a sus sitios tras cada votación, que duraba una
media hora, se mezclaban, contaban y controlaban las papeletas y se
apuntaba el resultado en una hoja aparte. Después se perforaban las
papeletas con una aguja y se insertaban en un hilo de color rojo escarlata
para ser quemadas junto con los demás apuntes. Un ayudante abría la puerta
de la estufa, introducía el hilo con las papeletas, añadía una pastilla de
encendido y prendía fuego a todo. Antes se usaba paja seca o mojada para
que el humo saliera blanco o negro. Hoy, sin embargo, se introduce un
cartucho con productos químicos (una mezcla de perclorato de potasio,
antraceno y azufre) en una segunda estufa para producir la señal
correspondiente.

En un cónclave puede pasar de todo. Nada es imposible. Pero suele


cumplirse la regla de que quien entra papa en el cónclave sale cardenal. Los
fieles reunidos en la plaza de San Pedro esperaron durante horas una
primera señal. ¡Por fin! Cuando el lunes 18 de abril, poco después de las
ocho de la tarde, se elevaron las primeras columnas de humo procedentes de
la chimenea de la Capilla Sixtina, la espera parecía haber acabado. Como
cuando después de un disparo revolotean las palomas, la multitud se
congregó en el centro de la plaza. Y los primeros comenzaron a exclamar:
«Papa, papa». Otros miraban de hito en hito a la chimenea o a las enormes
pantallas de televisión que mostraban un primer plano del punto de donde
salía el humo. «Black or white?», exclamaba una monja al paso. Los
interpelados se encogían de hombros. Ya se hacían visibles los primeros
vapores oraculares en el cielo romano. Pero eran negros... Inequívocamente
negros. Y un tanto apesadumbrada, como después de un partido de fútbol
que el equipo local ha perdido, la gente volvió a sus sitios o se marchó a
casa o a algún bar para recuperarse de la emoción del día.
De acuerdo con las investigaciones de distintos medios de comunicación,
en esta primera votación se perfilaron dos favoritos: junto con Ratzinger, el
cardenal emérito Martini. Al parecer, el italiano obtuvo uno o dos votos más
que el alemán. El «Diario prohibido» del elector anónimo, sin embargo,
ofrece un resultado algo diferente: Ratzinger obtuvo 47 votos (el 40,9 %); la
segunda posición fue para el argentino Jorge Bergoglio, con diez votos.
Martini recibió nueve; Camillo Ruini (vicario episcopal de Roma), seis; y el
secretario de Estado, Angelo Sodano, cuatro. A continuación aparecían
Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa (Honduras), con tres
votos y Dionigi Tettamanzi, arzobispo de Milán, con dos. Un total de 30
votos se repartían entre otros cardenales. Pero lo que más llamaba la
atención era el mal resultado del ala «progresista» del Colegio Cardenalicio.
En el «Diario prohibido» también figura, como información central, el
intento del «Grupo de San Galo» en torno a Martini, Danneels, Lehmann y
Kasper de construir una candidatura en contra de Ratzinger. Según el
supuesto plan, al impedir la candidatura de Ratzinger se habría abierto la
puerta a la búsqueda de un «candidato de compromiso». En 1978, ese
sistema había funcionado. Entonces, Benelli, de Florencia, había bloqueado
a Siri, de Génova, lo que posibilitó que un polaco superara a ambos.

Según las normas para la elección del papa, a partir de medianoche en la


casa de huéspedes Santa Marta no podía haber nadie más que los
cardenales. Las monjas se habían retirado a sus lugares de alojamiento. El
personal de seguridad estaba apostado delante de Santa Marta, vigilando
desde sus coches la residencia o patrullando los Jardines Vaticanos. A
cincuenta metros, en el Palazzo San Carlo, había dos médicos de guardia.
Para las votaciones segunda y tercera, programadas para el martes por la
mañana a partir de las nueve y media, los cardenales fueron trasladados en
autobús al patio de San Dámaso, situado delante del Palacio Apostólico.
Luego subieron en ascensor a la primera planta, para desde ahí ir a pie a la
Capilla Sixtina.

Es martes, 19 de abril, día en que se conmemora a León IX, quien


gobernó el Vaticano de 1049 a 1054. Es el único de los siete papas alemanes
habidos hasta ahora que ha sido canonizado. La votación del día anterior
había servido para sondear el terreno. De cara a la segunda votación, que
iba a tener lugar a continuación, se trataba de disminuir los votos dispersos.
En esta ocasión, a Ratzinger le tocaron 65 votos (el 56,5 %) frente a los 35
de Bergoglio [4]. Los votos de Ruini se habían pasado a Ratzinger; los de
Martini, a Bergoglio. Sodano mantuvo sus cuatro votos, al igual que
Tettamanzi los dos que tenía. Cuando a las once dio comienzo la tercera
votación, estaba claro que el cónclave se había convertido en una
competición entre dos favoritos: Joseph Ratzinger y Jorge Mario Bergoglio.
Para entonces, Martini había difundido supuestamente la divisa de que
Ratzinger no era la persona adecuada para lograr un consenso suficiente. Si
no mejoraba su resultado, el propio Ratzinger se retiraría, sin duda, de la
competición, para no bloquear el cónclave. Eso abriría el camino al deseado
candidato de compromiso. Sin embargo, Ratzinger logró incrementar su
resultado en la tercera votación al conseguir 72 votos, acercándose así
mucho a la necesaria mayoría de dos tercios. Bergoglio también siguió
aumentando su porcentaje, al obtener 40 votos, con lo que disponía de una
minoría de bloqueo suficiente para evitar la elección de Ratzinger. Por
tanto, la carrera volvía a estar completamente abierta. «Martini es una de
esas personas», apuntaba en ese punto el autor anónimo, «que prevén que
mañana por la mañana se producirá un cambio radical de candidatos».
No obstante, quien comenzó a dudar no fue Ratzinger, como esperaba
Martini, sino el argentino. Dio a entender, se dice en el «Diario anónimo»,
que ya no estaba disponible. En retrospectiva, Bergoglio declaró en una
entrevista al periódico argentino La Voz del Pueblo que él realmente no
había sido un candidato alternativo a Ratzinger [5]. En declaraciones al
periódico británico Catholic Herald añadió que en aquel momento les pidió
a sus partidarios que votaran a favor del candidato Joseph Ratzinger. En su
libro-entrevista Latinoamérica, de octubre de 2017, también declaró que
entonces había sentido que aún no había llegado el momento para un papa
latinoamericano. En el libro, Francisco dice literalmente: «En aquel
momento de la historia, Ratzinger era el único hombre de la talla, sabiduría
y experiencia necesarias para ser elegido» [6].

Debido a que se decidió quemar las papeletas de las votaciones segunda


y tercera todas juntas, hasta las doce menos diez no volvió a divisarse humo
saliendo de la chimenea de la Capilla Sixtina. Pero, ¿qué color tenía?
Nuevamente se planteó la misma pregunta, gritada por unos y otros a voz
en cuello. Y se volvió a especular: Nero o bianco? La incertidumbre se
mantuvo durante unos minutos. En un momento, el humo parecía volverse
más oscuro; luego la emanación procedente de la chimenea adquiría,
supuestamente, un aspecto más claro. El corresponsal de la Agence France-
Presse sacudía la cabeza: «Deberían, de una vez por todas, idear un sistema
diferente». Un corresponsal de radio alemán gritaba por el teléfono móvil:
«Parece que Ratzinger, a quien se barajaba como favorito, ha sido
bloqueado. Ahora la carrera vuelve a estar completamente abierta».
No lo estaba en absoluto. En realidad, a la hora de la comida, la única
cuestión para muchos participantes en el cónclave era si Ratzinger
realmente aceptaría el cargo. El decano del Colegio Cardenalicio estaba
sentado en una de las mesas redondas del comedor de la Casa Santa Marta.
Los sitios no estaban asignados. «Cuando, lentamente, el desarrollo de las
votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería
sobre mí», diría posteriormente, «me quedé desconcertado. Creía que había
realizado ya la obra de toda una vida». Entonces «con profunda convicción
dije al Señor: “¡No me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores,
que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza
totalmente diferentes”» [7]. Al mismo tiempo, se acordó de «una breve
carta» («me impactó», dijo literalmente) que le había pasado con
anterioridad el cardenal Augustin Mayer, de 93 años de edad. «Si el Señor
te dijera ahora: “Sígueme”», rezaba la carta, «acuérdate de lo que
predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran papa, que
ha vuelto a la casa del Padre».
A las cuatro, los cardenales volvieron a la Capilla Sixtina. Todos eran
conscientes de que este era el momento decisivo del cónclave. En esta
ocasión, Ratzinger no sube al autobús con los demás; prefiere ir andando. El
secretario Gänswein lo acompaña. Guardan silencio. ¿Qué debía hacer?
¿Realmente podía negarse? ¿Acaso Juan XXIII no tenía ya 78 años cuando
sus compañeros lo elevaron a la sede petrina? Sófocles completó su Edipo
en Colono a los 89 años. Tiziano era un anciano cuando creó una de sus
obras más impresionantes: La coronación de espinas. En la norma 86,
establecida por Juan Pablo II, se decía: «Ruego, también, al que sea elegido
que no renuncie al ministerio al que es llamado por temor a su carga, sino
que se someta humildemente al designio de la voluntad divina. En efecto,
Dios, al imponerle esta carga, lo sostendrá con su mano para que pueda
llevarla».

En el recuento de las 115 papeletas, los cardenales tienen ante sí folios


blancos con los nombres de los participantes. Comienza la cuarta votación,
y cada vez suena más el nombre de Ratzinger. Diez rayas, veinte, cincuenta.
A partir de las setenta, la cosa se pone interesante. No se escucha a nadie,
pero la mayoría acompaña con sus propios cálculos el recuento. Por sus
cálculos, a las 17:30 se dan cuenta de que se ha alcanzado la necesaria
mayoría de los dos tercios con la mística cifra de 77. El número 77, la
duplicación del 7, el número santo, representa la finalización de una serie, la
perfección. El árbol genealógico de Jesús registra 77 nombres en el
Evangelio de Lucas, el linaje de Cristo desde Adán. En Génesis 7, 7 se dice:
«Noé entró en el arca con sus hijos, su mujer y sus nueras, para librarse de
las aguas del diluvio».
Sea como fuere, en este momento los cardenales, uno tras otro, se
pusieron en pie y todo el auditorio comenzó a aplaudir. Primero
suavemente, luego cada vez con mayor fuerza. «Me cubrí el rostro», señala
Meisner, «y comencé a llorar de emoción. Y no fui el único». Cuán grande
era el nerviosismo del propio elector quedó patente al día siguiente con
ocasión de su homilía en la Capilla Sixtina, ya como Benedicto XVI:
«Tengo la sensación de que su fuerte mano [la de Juan Pablo II] sostiene la
mía. Siento que puedo ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, que
se dirigen muy especialmente a mí: “¡No tengas miedo!”».
En mis investigaciones para este libro, le pregunté al papa emérito si no
se había dado cuenta ya en una fase temprana de que el cónclave se
encauzaba hacia él. «Sí me di cuenta, naturalmente que sí», fue su
respuesta. «Pero deliberadamente no quise hacer nada a favor o en contra».
¿Entre los cardenales no se habla de estos procesos?

«En sí, no. A decir verdad, volví a hablar con Martini para decirle: “No lo quiero;
y si Ud. les dice a sus amigos que no lo quiero, le estaré agradecido”. De todas
formas, él no me apoyaba a mí, por lo que no resultó ser tan importante».
¿Hubo un instante en el que aún pensó si debía aceptar la elección?
«Sí, por supuesto. En realidad, todo el tiempo. Pero, de alguna manera, llegó un
momento en el que supe que no podía decir que no».
¿En qué momento pensó en el nombre?
«En el curso de los días de votación. Al fin y al cabo, ya se dejaba entrever el
primer día que la decisión posiblemente iba a recaer en mí. Yo, sin embargo, seguía
albergando la esperanza de que no fuese así. Y entonces se me ocurrió que el papa
Benedicto XV y, a través de él, el propio san Benito, eran los referentes adecuados».
¿Por qué no se puso Juan Pablo III?

«Me habría resultado inadecuado, porque ahí se había establecido un patrón que
yo no podía reproducir. Yo no podía ser un Juan Pablo III. Yo era un personaje
distinto, de otro corte, con otro tipo de carisma».

Según los datos del «Diario prohibido», el antiguo prefecto finalmente


recibió 84 votos (el 73 %) en la cuarta votación. Los votos a favor de
Bergoglio se redujeron hasta los 26. Cinco votos seguían dispersos. El
semanario católico Die Tagespost informó de unos cien votos a favor de
Ratzinger: «Unos hablan de 98 votos, otros de 107». La Repubblica afirmó
que la decisión se había tomado por 110 de los 115 votos. No hay nadie que
pueda corroborar o desmentir las cifras. Al menos, el cardenal de Múnich,
Friedrich Wetter, aseguró que la elección de Ratzinger había sido «casi
unánime». Lo que sí queda claro es que, al alcanzar una decisión en un
plazo de 26 horas, el cónclave para elegir al primer pontífice del nuevo
milenio resultó ser uno de los más breves de todos los tiempos. Fue un
cónclave de la determinación y la unidad. El bávaro se convirtió así en el
primer alemán en ocupar la cátedra de San Pedro en 480 años. Para ser
precisos, en realidad habían pasado 900 años; pues el último de sus
predecesores supuestamente alemanes –Adriano VI– era, en sentido
estricto, neerlandés. Pero había vivido y había desarrollado su labor dentro
del ámbito jurisdiccional del Sacro Imperio Romano Germánico.
El cónclave había dado a luz, el Espíritu Santo había hablado, y
Ratzinger lo aceptó, una vez más. ¿Cuántos giros presentaba ya esta
biografía? Acababa de entregar la tesis de habilitación cuando uno de los
evaluadores desbarató sus planes. Acababa de establecerse como
catedrático en Bonn cuando empezaron a ponerle numerosas trabas.
Acababa de apuntarse el triunfo de contribuir a conformar el Concilio
gracias a su papel de perito cuando, de repente, comenzó a ser calumniado
como enemigo del Concilio. Acababa de hacerse una casa en Ratisbona y
pensaba que aquí podría ampliar su obra teológica cuando, de un día para
otro, fue arrancado de esa realidad. Estaba tratando aún de acreditarse como
obispo en Múnich cuando fue llamado a Roma. Y ahora estaba pensando en
jubilarse tras veintitrés agotadores años de servicio en la curia cuando lo
elevan a la sede petrina. Algunos cardenales lo recuerdan «conmovido,
tranquilo y extremadamente serio» en el momento en que se convirtió en
«siervo de los siervos» de Dios, su hermano en el ministerio episcopal, pero
también su máximo maestro. «¿Aceptas tu elección canónica como sumo
pontífice?», le preguntó Angelo Sodano, siendo el cardenal responsable de
este acto. «Obedeciendo al Espíritu Santo, digo sí al voto de los
cardenales», respondió Ratzinger. Según el reglamento del cónclave, con
ello «es inmediatamente obispo de la Iglesia romana, verdadero papa y
cabeza del colegio episcopal» y «adquiere de hecho la plena y suprema
potestad sobre la Iglesia universal y puede ejercerla».
A las cuatro de la tarde, el campamento militar de los seguidores del
cónclave en la plaza de San Pedro se había extendido hasta el último rincón
del gigantesco óvalo. El cielo mostraba un color azul claro y un suave sol
de primavera bañaba el escenario con una cálida luz brillante. La gente en
la plaza aún no sabe que la decisión ya ha sido tomada. Carlo de Lucia, el
subredactor jefe del Osservatore Romano, que había anunciado que quince
minutos después de conocerse el resultado lanzaría una edición especial,
tampoco estaba al corriente. Había encargado a sus redactores que
elaborasen de antemano 57 breves biografías; seguro que alguna de ellas
sería la acertada.
Cuando a las 17:48 se escuchan gritos desde la esquina delantera (el
lugar donde están sentados los jóvenes), todo el mundo da un salto para
ponerse de pie. Desde hace diez minutos, las pantallas gigantes no muestran
más que un primer plano de la chimenea. En efecto, vuelve a haber fuego
bajo el tejado. Y al igual que por la mañana, respondiendo a la señal, la
multitud se desplaza en cuestión de segundos hacia el centro de la plaza,
dibujando un movimiento circular. Pero ¿qué señal de humo se ve ahora?
¿Negra? ¿O ya blanca? Es negra (los cardenales explicarían posteriormente
que habían tenido dificultades con la estufa: «De repente, toda la capilla
estaba inmersa en una nube de humo»). Pero la chimenea no para de echar
humo y más humo al cielo romano, de color azul pálido. Fumaradas más
grandes, más pequeñas, más claras, más oscuras. ¿O acaso no es así?
Resulta imposible definir el color de la estela de humo, pero al parecer
comienza a hacerse más clara. ¿Y ahora qué pasa?
Como un motor renqueante, el tubo de la Capilla Sixtina sigue echando
humo. No son aros de humo, sino auténticas nubes. Nubes blancas.
¿Realmente son blancas? 100.000 personas gesticulan, gritan, sacan sus
móviles y comienzan a temblar. Ataques de histeria. Manos delante de
rostros enmudecidos. Bocas abiertas. 17:54. El humo es blanco. Más blanco
imposible. Más y más personas comienzan a aplaudir. Hace rato que se han
caído las redes de telefonía móvil. La gente alza los brazos. Todavía quedan
largos minutos de tensa espera hasta la proclamatio coram populo. Sí, hay
un papa. No, nadie sabe aún de quién se trata. Ni qué nombre adoptará. El
nombre es una primera pista de en qué dirección quiere el nuevo pontífice
llevar la nave de la Iglesia. Los historiadores enumeran un total de 82
nombres diferentes de papas. En primer lugar, se sitúa, con mucha
diferencia, Juan (23); después vienen Gregorio (16), Benedicto (15),
Clemente (14), Inocencio (13), León (13) y Pío (12). Solo hubo un Pedro, al
inicio. Por respeto al primer papa, dos de sus sucesores incluso renunciaron
a su nombre de pila. Al segundo de ellos, el obispo Pedro de Albano, se le
conocía hasta ese momento con el apodo «Hocico de cerdo». Razón más
que suficiente para que, en lo sucesivo, adoptara el nombre de Sergio IV.
Para el nuevo papa, hay tres túnicas en un pequeño vestidor, amueblado
con un sofá rojo y situado directamente detrás de la Capilla Sixtina. La
salita se llama Stanza delle Lacrime, la «Habitación de las Lágrimas», una
referencia al estado mental al que muchos de los elegidos aparentemente se
veían expuestos. Al parecer, algunos incluso se habían derrumbado por
miedo a la responsabilidad. Nuevamente, la familia Gammarelli había
realizado un gran trabajo. Puntuales, discretos, fiables, como venía siendo la
tónica de los sastres de los papas. Una de las vestimentas debía ser larga,
otra ancha y la tercera ajustada a una persona pequeña. Se trataba así de
estar preparados para cualquiera de los candidatos potenciales. Pero lo
extraño es que, para esta persona aparentemente flaca, la ropa resulta ser no
demasiado grande, sino demasiado pequeña. La sotana demasiado corta, las
pantuflas rojas no le entran, el solideo blanco tan mal planchado que parece
que lleve una gorra de senderismo bávara. Y encima, de la media manga
sobresale el viejo y raído jersey negro del hasta hace unos minutos cardenal.
Aparentemente, un pequeño gag del director celestial que en los primeros
retratos oficiales del papa debía recordar que la Iglesia de Cristo es una
Iglesia de los pobres.
Tras completar las formalidades que prescribe el Ordo rituum conclavis,
los cardenales se presentaron ante el papa ya revestido como tal para
prometerle lealtad y obediencia. Ratzinger estaba sentado en un sillón
enorme delante del altar de la Capilla Sixtina. «Yo me incorporé en el
momento en que los cardenales, uno tras otro, se arrodillaban ante el papa»,
cuenta Georg Gänswein. El secretario es el último de la fila. El rostro del
exprefecto estaba «casi tan blanco como la nueva sotana blanca y el solideo
en su cabeza. No quiero decir que estuviera conmocionado, pero parecía
completamente exhausto». Gänswein, por su parte, se sentía agitado por una
especie de «ciclón», según recuerda. «Resultaba absolutamente imposible
pensar con claridad. Incluso los días siguientes fueron más bien como una
especie de tsunami. Todo se precipitaba, y una impresión era sustituida
enseguida por la siguiente» [8]. Él también se arrodilla. Es uno de esos
instantes capaces de cambiar radicalmente toda una vida. El hijo del herrero
de una localidad de 450 habitantes en la Selva Negra va a convertirse en el
secretario particular de Su Santidad. «Santo Padre, le prometo mi
obediencia, mi lealtad, mi compromiso en todo lo que me pida»: tal es la
fórmula que emplea en este momento. «Me pongo, con todas mis fuerzas,
enteramente a su disposición». A causa del cansancio, en el rostro del
flamante pontífice apenas se dibuja una débil sonrisa. «Me miró fijamente,
asintió con la cabeza y dijo: “Gracias, acepto”».
El resultado sigue sin conocerse públicamente. Los únicos informados
son los espectadores del canal alemán de televisión Phoenix. Uno de los
presentadores de la cadena, Stephan Kulle, había conseguido, gracias a un
contacto telefónico directo en el Vaticano, hacerse con la noticia (que
proclamó a los cuatro vientos a las 18:39) [9]. Algo antes, a las 18:04,
empezaron a repicar las campanas de la basílica de San Pedro. Primero, la
grande y pesada; luego, también las cinco pequeñas de la basílica.
Finalmente, se fueron uniendo las campanas de todas las iglesias de Roma,
junto con cientos de miles de iglesias de todo el mundo. En la capital
italiana, las personas seguían confluyendo desde todas las direcciones para
congregarse en la plaza de San Pedro. Ya habían llegado más de 100.000.
Muchos millones seguían los acontecimientos en directo a través de sus
televisores. «Viva il Papa!», se escuchaba clamar a la multitud una y otra
vez. Cuando a las 18:43 comenzaron a moverse las pesadas cortinas de
terciopelo, situadas detrás de las puertas acristaladas que dan acceso al
balcón central de la basílica de San Pedro, el Balcón de las Bendiciones, se
hizo inmediatamente un silencio sepulcral.
El primero en aparecer por detrás de la cortina es el chileno Jorge Arturo
Medina Estévez, el cardenal protodiácono. Desde el lado izquierdo recibe
una carpeta de gran tamaño, el documento que certifica la elección y, desde
el lado derecho, se le entrega un micrófono. «Fratelli e sorelle carissimi»:
esas son sus primeras palabras en italiano. Se produce una pausa. Luego en
español, francés, alemán e inglés. Nuevamente una pausa. La tensión crece
inconmensurablemente. Annuntio vobis gaudium magnum, «Os anuncio una
gran alegría». En la plaza estalla una primera ola de aplausos. Y con toda la
fuerza que le permite su voz, el chileno exclama: Habemus papam!,
«¡Tenemos papa!». Ante el júbilo de la multitud, vuelve a hacer una
pequeña pausa y, a continuación, aumenta de nuevo, espectacularmente, el
volumen de su voz: Eminentissimum ac reverendissimum Dominum..., «El
eminentísimo y reverendísimo señor...», Dominum Josephum, Sanctae
Romanae Ecclesiae Cardinalem..., «don Joseph, cardenal de la santa Iglesia
romana...». Pero después de pronunciar Josephum, el apellido
prácticamente resulta inaudible en medio del estallido de entusiasmo de los
cientos de miles de asistentes: Josephum... Cardinalem... Ratttzingerrrrr...
qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI, «Joseph cardenal Ratzinger, que
ha adoptado el nombre de Benedicto XVI».
La plaza de San Pedro hierve. Se desatan el júbilo y los aplausos. La
gente se abraza. Un papa tedesco, «Un papa alemán». Patti Smith, la
leyenda del rock, diría después: «Incluso desde una gran distancia se podía
sentir la humanidad de este hombre. Lloré. Sé que no es del agrado de
todos, pero pienso que es una buena elección. Me gusta, me gusta mucho»
[10].
En esos minutos, en la vibración de todos los sentimientos y
pensamientos, mientras miríadas de células nerviosas se disparan al
unísono, va surgiendo, a partir de las oscilaciones de un ritmo único, algo
parecido a una armonía, a una consonancia de las almas. No es la gran
ópera lo que aquí se está experimentando en la conciencia colectiva de los
fieles, sino más bien algo parecido a un segundo de total y absoluta
clarividencia. Como si el cielo se hubiera abierto y un coro de querubines y
de serafines cantara un gloria nunca antes escuchado. Cuando en ese mismo
instante el propio pontífice –liberado, alegre y sonriente– aparece
finalmente ante los fieles en el balcón de la basílica de San Pedro, se desata
un júbilo irrefrenable. Cien mil personas saltan y aplauden fervientemente.
Hechizadas por la magia del momento. Con la emoción de un niño. Un
escalofrío, un temblor invade los cuerpos, una ola de felicidad que pocas
veces se experimenta en la vida.
Escrutando, siempre en alerta, así lo conocían muchos. A veces sacando
los labios hacia fuera, expectante, adoptando una postura de concentración.
Ahora, alguien a quien todavía parecen notársele las huellas de una lucha
interna se acerca al pretil. Como en el caso del patriarca Jacob, que había
luchado con Dios en el río Yaboc. Quizá hubiera querido llorar, emocionado
por el afecto que le había mostrado su gran Dios. A él, al pequeño Joseph,
al hijo de Maria, procedente del pueblecito de Marktl, situado a orillas del
río Eno, a esta persona que a sí mismo se describe como un hombre débil, a
él le había confiado al final de su vida el rebaño completo.

Entonces estira los brazos hacia arriba, alegre, aliviado, un poco torpe,
con las palmas de las manos erguidas, pero en ese mismo instante emerge
del caparazón del prefecto un hombre de gran soltura. Una impresión que
confirma la corresponsal del Süddeutsche Zeitung: «Ahora, Benedicto XVI
sonríe liberado y relajado a la gente, levanta los brazos y saluda de todo
corazón: Joseph Ratzinger ha ganado la batalla, incluso el peso de la mitra
sobre su cabeza parece menor que antes» [11].

La metamorfosis del cónclave ha convertido a Joseph Ratzinger en


Benedicto XVI, y ante los ojos de todo el mundo parece como si se hubiera
formado una nueva aura, un nimbo que, cual segundo e invisible cuerpo,
comienza a tejerse alrededor de la figura inserta en los paramentos papales.
No es una figura formidable y fascinante, sino una figura grácil, carente de
poder. Y a partir de ese momento es imaginable la «Ratzingermanía»; una
entrega del testigo acompañada por admiradores entusiastas, una suave
transición de un pontificado a otro, en la cual la corriente de simpatía que
rodeaba al papa fallecido desemboca en su sucesor. Hasta el Balcón de las
Bendiciones llegan los coros de «Be-ne-det-to, Be-ne-det-to». Benedicto, el
bendecido, comienza entonces a hablar con voz ligeramente temblorosa:
«Queridas hermanos y hermanos: después del gran papa Juan Pablo II, los
señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de
la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y
actuar incluso con instrumentos insuficientes, y, sobre todo, me encomiendo
a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su
ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su
santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!» [12].
Han sido semanas llenas de tristeza. Semanas de vacío, de espera, de
temor. ¡El papa ha muerto! Pero al temor y a la esperanza los ha seguido el
júbilo del habemus papam. Un nuevo pontífice está a punto de asumir un
legado grande y pesado. Pero también puede beneficiarse de la labor de su
predecesor. De su firmeza. De la fuerza con la que guiaba el arado,
despejaba el camino y labraba la tierra. Ahora toca cuidar y conservar,
escardar las malas hierbas, podar. En consonancia con el lema de san
Benito: «Lo podado vuelve a florecer». Nadie sospechaba que iba a ser el
último papa, al menos el último occidental en la sede del oriental Simón
Pedro, y el último que sería como hasta ahora se habían conocido los papas.
SEXTA PARTE
EL SUMO PONTÍFICE
60
El primer papa del tercer milenio

A cabado el homenaje en el balcón de las bendiciones de la basílica


vaticana, Ratzinger invitó a los cardenales a un sencillo ágape en el
refectorio de la Casa Santa Marta. Se sirvió sopa de judías, fiambre,
ensalada, fruta y, dada la ocasión, helado y espumoso. Cuando el nuevo
papa entró en el comedor, los cardenales prorrumpieron en un sonoro:
Oremos pro pontifice nostro Benedicto, «Oremos por nuestro papa
Benedicto», en el que sobresalió la potente voz de Salvatore de Giorgi, el
arzobispo de Palermo. El recién elegido pontífice compartió mesa con el
vicedecano del Colegio Cardenalicio Sodano, el camarlengo Eduardo
Martínez Somalo y el protodiácono Medina Estévez. «Hubo un breve
saludo», rememora uno de los allí presentes; «el papa dijo también unas
palabras, pero enseguida se dio por concluido el acto».
Ya durante el habemus papam se había colapsado en la plaza de San
Pedro la red de telefonía móvil. Esa misma tarde-noche, libros de Joseph
Ratzinger copaban los cuatro primeros puestos de la lista de títulos más
vendidos en Amazon; y en el mundo entero trabajaban febrilmente los
periodistas en los titulares de portada para la edición de sus periódicos al
día siguiente. No eran pocas, ni poco provocadoras, las opciones
disponibles: «Un alemán, papa», «Un hombre del país del cisma eclesial y
el Holocausto, en la sede del reconciliador y pescador de hombres», «Un
“gran inquisidor”, vicario de Cristo». ¿Por cuál de ellas decidirse?
En Inglaterra, el desenlace del cónclave dio ocasión a que numerosos
medios de comunicación desenterraran antiguos resentimientos. «El
“rottweiler de Dios” es el nuevo papa», tituló The Daily Telegraph. «De
joven hitleriano a papa Ratzi», añadió The Sun. Por su parte, The Daily
Mirror retomó el apodo Panzerkardinal [cardenal-tanque] por el que se
conocía a Ratzinger y habló del «periplo del ejecutor», llegado ahora a su
meta. The Independent no mostraba, por ejemplo, a la multitud jubilosa en
la plaza de San Pedro, sino una fotografía del ayudante de baterías
antiaéreas Ratzinger en 1943 –en uniforme militar, por supuesto–.

Hubo asimismo voces reflexivas. Charles Moore, columnista de The


Spectator y durante largos años redactor jefe de The Daily Telegraph,
señalaba que la elección por la Iglesia universal de un alemán como sumo
pontífice significaba también el reconocimiento de la expiación llevada a
cabo por Alemania y el restablecimiento de su honor entre las naciones.
Moore consideró importante añadir un comentario personal. Durante su
encuentro con el cardenal Ratzinger, compartió con sus lectores, le habían
llamado la atención sobre todo tres cosas: «En primer lugar, su cortesía,
vergonzosa para mí». En segundo lugar, «su curiosidad: lejos de vivir
anclado en el pasado, aceptó de forma tan culta como proactiva el desafío
de un pensamiento nuevo». Pero lo que más sorprendió a Moore fue, en
tercer lugar, «la amable, incluso locuaz apertura con la que intentaba
responder a todas y cada una de las preguntas que le planteaba. La
impresión que me llevé del cardenal fue que era una persona felizmente
serena, si bien afectada por una queda tristeza a causa de la situación del
mundo» [1].
También como una suerte de rehabilitación interpretó la elección de
Ratzinger el arzobispo emérito de París, Jean-Marie Lustiger. A su juicio,
debía entenderse como un «signo de la providencia para Alemania y para la
Iglesia alemana». «Solo de la Iglesia que perdió a una gran parte de sus
miembros en los campos de concentración», afirma este cardenal converso
del judaísmo al catolicismo, «podía partir semejante señal a la conciencia
del mundo». Jean-Pierre Ricard, arzobispo de Burdeos y presidente de la
Conferencia Episcopal Francesa, agradeció «de todo corazón a Alemania
que haya regalado uno de sus hijos a Roma y al mundo entero». Benedicto
XVI, prosiguió Ricard, es tenido por amigo de Francia y por todas partes se
alaba el dominio que muestra de «la lengua de Molière».
El diario de izquierdas Libération veía las cosas de manera diferente.
Bajo el titular: «Un papa retrógrado», se servía –al igual que la prensa
británica– del remoquete alemán Panzerkardinal. Por su parte, en Le Figaro
podía leerse: «No se comprende el reproche de conservadurismo que ahora
elevan muchos analistas, máxime teniendo en cuenta que idénticas
recriminaciones se le dirigían a Juan Pablo II. Lo que se critica en Europa
occidental es visto con buenos ojos en otros lugares del mundo. La fe
católica es una religión mundial, por lo que convendría abstenerse de
especulaciones precipitadas sobre este nuevo pontificado» [2].

Con escasa originalidad, el Standaard belga tituló: «El Panzerkardinal,


elegido papa». Por el contrario, Trouw, en los Países Bajos, creía: «Muchos
se alegrarán de que en esta época de oscuridad y duda las llaves de Pedro
están de nuevo en manos firmes como rocas». El diario liberal suizo
Südostschweiz auguraba que el «gran inquisidor», ahora papa, iba a
«enterrar de una vez para siempre» el Concilio Vaticano II. El Neue Zürcher
Zeitung, en cambio, se mostraba convencido de que la mayoría de los
obispos del Tercer Mundo deseaban un papa con un «perfil claro en lo que
concierne a la doctrina de la fe». Por su parte, The Washington Post
interpretaba el resultado de la elección como una última oportunidad para
fortalecer las raíces cristianas de Europa. En ello seguramente habría que
corregir algunos prejuicios sobre los alemanes [3].
A nadie pudo sorprender que la elección de Ratzinger desencadenara un
eco dividido especialmente en su país de origen. Hans Küng habló, como
era de esperar, de una «decepción enorme». El crítico de la Iglesia Eugen
Drewermann pregonó que la elección de Benedicto XVI reflejaba el poder
del Opus Dei. En su opinión, el Vaticano debía aprender por fin de la
Reforma, pero también del budismo, y propiciar la «integración del
inconsciente». En sentido análogo se pronunció el redactor de política
eclesial del Süddeutsche Zeitung: el nuevo papa tenía «un programa
pesimista», pero debía simbolizar urgentemente a una Iglesia «dispuesta a
cuestionarse a sí misma» [4].
En Berlín solo el Bild-Zeitung manifestaba alegría: «Somos el papa»,
rezaba el legendario titular del diario amarillista [recreando el eslogan de
las protestas callejeras que precipitaron el fin de la República Democrática
de Alemania: «Somos el pueblo»]. El izquierdista Tageszeitung (taz)
imprimió sobre una portada negra como el azabache solo tres palabras:
«¡Oh, Dios mío!». Los demás diarios de la capital siguieron una línea
parecida. Para el Tagesspiegel, por ejemplo, Ratzinger era «un hombre del
antiguo sistema, de sobresalientes dotes y aguda mente, sin duda, pero
carente de carisma y de espontánea alegría de vivir». El nuevo papa,
vaticinaba este periódico, «impondrá a su rebaño con instrucciones, escritos
conminativos y encíclicas su línea desconfiada y conservadora». El Berliner
Zeitung veía en Benedicto XVI incluso un «lobo entre corderos». Se trataba
del «cortesano más ladino en la corte más antigua del mundo. Si hay
alguien astuto como una serpiente, es él».

A los críticos el modelo Benedicto les parecía antediluviano; y su


elección, un lamentable error. Al fin y al cabo, decían, ya no era
precisamente joven. Las exigencias excesivas del ministerio y las leyes de
la edad pondrían pronto fin, sin duda, a su pontificado. Y en caso de que no
fuera así, ya se encontraría la manera de obstaculizar a este papa. El
semanario Der Spiegel abrió la cobertura informativa sobre el papa alemán
con el titular de portada: «El que anda en las nubes». «A lo largo de toda su
vida, Joseph Ratzinger ha tratado de ignorar la vida verdadera»; así
empezaba, algo crípticamente, el reportaje. De la «vida verdadera» no
formaba parte, al parecer, el haber sido acosado por los nazis cuando
estudiaba secundaria ni el haber tenido que confrontarse como soldado,
perito conciliar, obispo y prefecto de una congregación vaticana no solo con
el lado hermoso de la existencia. Ratzinger, proseguía el texto, era «un
cruzado, tímido en el trato personal, pero férreo en sus posicionamientos».
Su voz, se decía, recuerda a la de alguien que desea «contar una historia
divertida» y es «más propia de un titiritero que de una persona que habla en
nombre del Señor». Sus gestos son «mecánicos; el cuerpo permanece
rígido; y debe acostumbrarse a sonreír» [5].
El reportaje, publicado el 25 de abril de 2005, había sido escrito
fríamente desde una mesa de redacción. Los lectores atentos pudieron leer
ese mismo día, en la edición digital de la revista, algo totalmente distinto en
la crónica de un periodista que había observado a la persona y los hechos in
situ: «Benedicto, que antes de iniciar su pontificado era descrito a menudo
como envarado y punto menos que inaccesible, atravesó sonriendo la
multitud, estrechó manos y saludó a las personas. Ratzinger parecía
disfrutar de los aplausos que interrumpían una y otra vez su discurso
inaugural» [6].
Este primer reportaje de portada no sería el último ataque de Der Spiegel
a Ratzinger. A «El que anda que en las nubes» lo siguieron: «El extasiado»
(2009), «El infalible» (2010), «El incorregible» (2011) y, por último, «El
exhausto» (2012), como si se tratara de abatir a un peligroso animal salvaje.
Uno de los autores que habían abierto la cacería, Alexander Smoltczyk,
cambió posteriormente de parecer cuando vivió en Roma como
corresponsal del semanario. De Joseph Ratzinger solo sabía al principio que
«siempre defendía –con infalible ojo clínico– justamente aquellas
posiciones en política social que nosotros los ilustrados considerábamos por
completo implanteables». Pero luego cayó en sus manos la Introducción al
cristianismo de Ratzinger, y no solo eso; «Leí Deus caritas est [...], me
descargué otra vez del ciberportal del Vaticano su discurso en el cónclave,
oí los discursos de Colonia, Ratisbona, Izmir y Estambul y, poco a poco, fui
escuchando con menos recelo que interés». Su balance: «Este papa tiene
algo. No es posible despacharlo con las sospechas habituales» [7].
Con verdadero entusiasmo comentó la elección papal Markus Reder,
redactor del Tagespost. He aquí, afirmó, un hombre «muy adelantado a su
época porque nunca ha corrido detrás de ella». Benedicto XVI personifica,
piensa Reder, «la profundidad de campo intelectual que en la superficialidad
de nuestros días urgentemente necesitamos». Jan Ross, del semanario Die
Zeit, llegó a conclusiones parecidas: «No sueña con la ciudad de Dios, pero
lucha por el cristianismo como instancia históricamente acreditada de
formación de la conciencia, como memoria ético-cultural sin la cual se
corre peligro de recaer en la barbarie. [...] Si uno se pregunta por qué
eligieron los cardenales a Ratzinger papa, es posible que más importante
que cualquier consideración de política eclesial haya sido su capacidad de
explicar la fe, de hacer que resulte iluminadora y convincente» [8].
Absolutamente aprobatorios se manifestaron los medios de
comunicación en Italia. «Será un papa amado y temido, un intelectual con
rasgos de pastor», escribió el Corriere della Sera; y La Repubblica
refrendó: «Este será un pontificado político y espiritual a la vez, rico
también en sorpresas» [9]. La Stampa de Turín comunicó: «No será el
tenebroso custodio de la fe que algunos injustamente ven en él. Por su
temperamento, su educación y su cultura, Ratzinger es una persona
compleja, con una sencillez a veces desarmante. [...] Nos sorprenderá,
haciéndonos descubrir, tras el erudito en apariencia tan distante y con fama
de áspero defensor de la fe, al verdadero Benedicto XVI» [10]. Desde la
curia misma tan solo trascendían al exterior voces celebrando la elección, si
bien en privado el eco no era tan unánimemente positivo. Joseph Ratzinger
llevaba largo tiempo demostrando, según Giovanni Battista Re, prefecto de
la romana Congregación para los Obispos, que «es un gran testigo de la
verdad sobre Dios y sobre el hombre, no habiéndose dejado arrastrar nunca
por las modas cambiantes». El cardenal Alfonso López Trujillo dijo ante un
micrófono que él mismo había tenido durante veinte años ocasión de
«admirar las grandes dotes humanas y espirituales del nuevo papa. Su
forma sencilla, humilde y equilibrada de comportarse, su capacidad de
escucha, su paciente apertura al diálogo». Tener que ver cómo se le
presentaba como «gran inquisidor» les había resultado siempre, a pesar de
todo, «hasta cierto punto divertido» a quienes lo conocían.
La misma noche de su elección, Ratzinger se sentó al escritorio en su
pequeño cuarto de la Casa Santa Marta. El trabajo no admitía demora
alguna. Ya a la mañana siguiente tenía que decir unas palabras en su
primera eucaristía como papa en la Capilla Sixtina. Aunque solamente
estarían presentes los participantes en el cónclave, la misa iba a ser
retransmitida en directo por la Televisión Vaticana, y en la sala de prensa
cientos de periodistas se lanzarían sobre cada palabra para tratar de
interpretarla. Decidió que hablaría en latín; en ese idioma se sentía más
seguro que en italiano, y además le pareció más adecuado. También podría
haber improvisado sus palabras. Todo comienzo tiene su magia: la frase de
Hermann Hesse le vino a la cabeza. Pero este comienzo no quería dejarlo al
capricho del instante.

Cuando en la mañana del 20 de abril entró con el báculo y la mitra en la


Capilla Sixtina, su rostro reflejaba cansancio. «En mi espíritu conviven en
estos momentos dos sentimientos opuestos», les confesó a los cardenales.
«Por una parte, un sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la
responsabilidad con respecto a la Iglesia universal, como sucesor del
apóstol Pedro en esta sede de Roma, que ayer me fue confiada. Por otra,
siento viva en mí una profunda gratitud a Dios, que, como cantamos en la
sagrada liturgia, no abandona nunca a su rebaño, sino que lo conduce a
través de las vicisitudes de los tiempos, bajo la guía de los que él mismo ha
escogido como vicarios de su Hijo y ha constituido pastores» [11].
En varias ocasiones se refirió a su predecesor: «Me parece sentir su mano
fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus
palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí: “¡No tengas
miedo!”». En esta hora en que la «divina providencia» –«para gran sorpresa
mía»– lo había llamado a suceder a un gran pontífice, estaba recordando,
dijo, lo que aconteció en Tierra Santa hace dos mil años: «Me parece
escuchar las palabras de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, y
la solemne afirmación del Señor: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia. [...] A ti te daré las llaves del reino de los cielos”».
El recién elegido sucesor de Pedro prosiguió: «Si es enorme el peso de la
responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la
fuerza divina con la que puedo contar. [...] Al escogerme como obispo de
Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la
“piedra” en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que
supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su
rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu» [12].

Luego, el nuevo pontífice adoptó un tono pragmático: todo cristiano


tendrá que rendir algún día cuentas de lo que ha hecho por el ecumenismo.
Aseguró que él mismo quería comprometerse incansablemente «por el
restablecimiento de la unidad plena y visible» de los cristianos. Por lo que
respecta al Vaticano, manifestó el deseo de «reafirmar con fuerza mi
decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del Concilio
Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la
tradición bimilenaria de la Iglesia». Y concluyó con las palabras: «Me dirijo
a todos, también a los seguidores de otras religiones o a los que
simplemente buscan una respuesta al interrogante fundamental de la
existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con
sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo
con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del
hombre y de la sociedad» [13].
Al acabar la misa en la Capilla Sixtina, la primera acción de Benedicto
como papa fue tomar posesión, acompañado de un séquito de íntimos
colaboradores, de su futura vivienda en el tercer piso del Palacio
Apostólico. Cuidadosamente rompieron el sello con el que el apartamento
había sido cerrado a la muerte de Juan Pablo II y descubrieron que las
dependencias se encontraban en un estado lamentable. No se había
renovado nada en años: la instalación eléctrica estaba hecha una pena, los
grifos no funcionaban, el papel pintado se hallaba ajado y, tras la larga
enfermedad de Wojtyla, por todas partes olía a hospital. Ni siquiera había
un cuarto de baño para invitados. Ratzinger decidió sin vacilar que el
apartamento fuera arreglado primero para salir del paso y luego, en verano,
mientras él estaba en Castel Gandolfo, reformado a fondo. La moqueta
debía, en cualquier caso, ser retirada. «Los suelos alfombrados por
completo no me gustan; el suelo es el suelo, y una alfombra es una
alfombra». Descartó residir momentáneamente en la Torre San Giovanni,
una desapacible construcción medieval donde se solía alojar a huéspedes y
que Wojtyla había utilizado durante un periodo transitorio. «En primer
lugar, no me gusta que las habitaciones sean semicirculares, me gustan las
habitaciones normales, como las de toda la vida; y además, allí soplaba un
viento terrible. Así que dije: no, prefiero seguir en la Casa Santa Marta»
[14].
Ese mismo día fue a recoger objetos personales a su antigua casa, situada
justo detrás de la columnata de la plaza de San Pedro. Las calles se llenaron
enseguida de gente. Fue el «primer baño de multitudes» para Benedicto.
Sono emozionatissimo, gritaba sin cesar. Acarició niños, estrechó cuantas
manos le tendieron, no podía dejar de saludar a la multitud entusiasmada.
Pocos días después pudieron los romanos observar cómo ante las puertas
del Vaticano se llevaba a cabo la mudanza de su nuevo papa: en dos
camiones que parecían antiguallas se cargaron unos cuantos muebles –un
antiguo archivador, pequeñas cómodas, estanterías– y, sobre todo, cajas de
libros. «Muy espartano», le pareció a un espectador, en una ciudad en la que
a otras eminencias se les conocen tesoros muy distintos.
Al Vaticano habían llegado entretanto las felicitaciones de gobiernos,
políticos, obispos y presidentes de organizaciones operativas en el mundo
entero. Como representante del Estado alemán, el presidente federal Horst
Köhler aseguró tener «grandes expectativas» puestas en Benedicto XVI. «Y
estoy seguro de que él sabrá cumplir estas expectativas de un modo
especial, con inteligencia y fe firme». En Múnich, la antigua sede episcopal
de Ratzinger, el obispo auxiliar Engelbert Siebler habló de un
«acontecimiento único». «Celebramos que ahora el papa Benedicto XVI
conducirá a la Iglesia hacia una nueva época», proclamó Siebler en la
muniquesa Frauenkirche, la catedral de Nuestra Señora, en medio de los
estallidos de júbilo de los fieles. Luego, el obispo auxiliar dispuso que se
leyera un texto del libro de Ezequiel: «Así seguiré yo el rastro de mis ovejas
y las libraré sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron»
[15].
En Estados Unidos, el presidente George W. Bush, en sus parabienes,
alabó a Benedicto XVI como un hombre «que sirve a Dios». «Aún
recordamos su homilía en las exequias por el papa en Roma; ¡cómo
conmovió con sus palabras nuestro corazón y el de millones de personas!»
[16]. Kofi Annan, el secretario general de Naciones Unidas, valoró la
amplia y variada experiencia del nuevo papa y le deseó fuerza y valentía.
José Manuel Barroso, el presidente de la Comisión Europea, manifestó su
convicción de que Benedicto XVI proseguiría la obra de su predecesor
trabajando por el entendimiento entre naciones y por la paz en el mundo.
Vladimir Putin, el único de los grandes jefes de gobierno europeos que no
había acudido a las honras fúnebres de Juan Pablo II, propuso a Benedicto
XVI en su nota de felicitación un «diálogo político constructivo». El primer
mensaje de China al nuevo papa incidía en el mismo tema que ya había
causado un escándalo durante la despedida fúnebre de su predecesor; a
saber, que el Vaticano debía romper las «llamadas relaciones diplomáticas»
con la república insular de Taiwán. El nombramiento de obispos en China,
se advertía en el mensaje, sería considerado una intromisión ilegítima de
una potencia extranjera en asuntos internos.

Carácter muy distinto tuvieron las reacciones en África. El obispo Felix


Ajakaye, portavoz de la Conferencia Episcopal de Nigeria, contradijo la
crítica de que Benedicto XVI era demasiado conservador; al contrario,
aseguró, él es la persona idónea: «Hay cosas que conservar; debemos
proteger el legado católico frente a posibles daños y fomentar el valor de la
vida». El presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, mencionó el tiempo
pasado por Ratzinger en las Juventudes Hitlerianas y combatiendo en la
Segunda Guerra Mundial, pero lo hizo en sentido positivo: la «experiencia
del mal racista» ayudaría a que el papa luchase también contra el racismo
en África. La noticia de la elección de Benedicto XVI llegó de Roma a las
Filipinas poco antes de la medianoche, hora local. Pese a ello, en cuestión
de segundos estaba circulando el júbilo por el archipiélago a través de
mensajes de texto. «Es un hombre brillante, brillante, brillante», se alegró el
arzobispo Oscar Cruz. La presidenta del país, Gloria Macapagal-Arroyo,
dijo estar segura de que Benedicto XVI actuaría, al igual que su predecesor,
como «faro permanente» para señalar a los fieles el camino a través de las
pruebas de la vida.

La noticia desencadenó una ola de entusiasmo en Polonia. Hubo, sin


embargo, incomprensión por la frialdad con que el resultado de la elección
había sido acogido por los vecinos alemanes. Una periodista del canal de
noticias TVN24 informó en directo desde la embajada alemana en Varsovia:
«Aquí no ocurre nada. Todo está a oscuras». Los trabajadores se habían
marchado a casa al terminar la jornada, dijo; y el embajador no deseaba
hacer ninguna declaración. En el estudio, el locutor comentó: «Esperemos
que los alemanes lleguen algún día a amar tanto a su papa como estamos
empezando a amarlo nosotros».
Pero nadie celebró la elección del nuevo pontífice con mayor entusiasmo
que los representantes de las organizaciones judías. Ya el 18 de abril había
rechazado The Jerusalem Post las acusaciones contra el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. «Ratzinger a Nazi?»: así se titulaba
su artículo principal de aquel día, «Don’t believe it» [Ratzinger, ¿un nazi?
No lo creas] [17]. Israel confía en él, se decía ahora, precisamente porque es
alemán, precisamente porque, como tal, tiene una especial sensibilidad para
con el pueblo judío. El presidente del Consejo Central de los Judíos en
Alemania, Paul Spiegel, alabó expresamente las contribuciones de
Ratzinger a la reconciliación entre la Iglesia católica y el judaísmo. Edgar
M. Bronfman, el presidente del Congreso Judío Mundial, declaró en Nueva
York: «Nos alegramos de la prolongación de las relaciones que, durante el
pontificado del difunto papa Juan Pablo II, mantuvimos con el entonces
cardenal Joseph Ratzinger». «Fue él quien ofreció», así citaba el diario
israelí Haaretz el 20 de abril a Israel Singer, secretario general del Congreso
Judío Mundial, «la fundamentación teológica para la decisión de Juan Pablo
II de establecer relaciones diplomáticas con Israel. [...] Él tenía la llave para
abrir esta cerradura. En los últimos veinte años, él ha cambiado la historia
bimilenaria de las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo».
Solo faltaba la opinión de las estrellas. La revista de astrología Meridian
leyó en ellas que Ratzinger era, por su fecha de nacimiento (ascendente
Piscis con el sol en Aries en casa 1), «un luchador resuelto que, habiendo
recibido un encargo de una instancia superior, pone su voluntad al servicio
de una gran tarea». Saturno en Sagitario en casa 9 indica que se trata de
alguien que «custodia lo que ya se ha acreditado e introduce reformas
decididas allí donde son necesarios cambios». Y por lo que atañe al estado
anímico de Joseph Ratzinger, se decía que llega «del retiro de la casa 12 a sí
mismo e irradia la alegría que, atemperada por la edad, resplandece desde el
hondón de uno». Para los años 2007-2008 se anunciaba, sin embargo, «un
cambio radical». A la Iglesia le esperaban entonces «días difíciles».
Es el tercer día después del cónclave, el día de la solemne entronización
del nuevo papa. Por tercera vez en el curso de tres semanas, la plaza de San
Pedro está llena a reventar con peregrinos y turistas de visita en Roma.
Entre 350.000 y 500.000 fieles e invitados colman el amplio espacio, así
como la colindante plaza de Pío XII y la ancha Via della Conciliazione. De
nuevo hay acreditados miles de periodistas, y de 140 naciones han llegado
delegaciones oficiales con jefes de Estado y de gobierno. Ratzinger necesita
muchas horas de sueño, entre siete y ocho por regla general, pero la noche
previa al inicio de su pontificado no pudo disfrutar de ellas: «Me desperté a
las dos de la mañana y no hacía más que pensar: “Si no me vuelvo a dormir,
voy a estar mal”». Por fin, a las cuatro de la mañana concilio de nuevo el
sueño. Pero luego, al vestirse, tuvo que luchar con los gemelos, adorno que
nunca hasta entonces había utilizado, «hasta tal punto que pensé que su
inventor merecía estar en lo más profundo del purgatorio» [18].
Después de haber hecho en la cripta una reverencia ante la tumba del
apóstol Pedro, ante las miradas de cientos de millones de telespectadores en
el mundo entero aparece en la Piazza San Pietro el nuevo sumo pontífice de
la Iglesia católica, revestido con una casulla dorada. La homilía que
Benedicto pronuncia el 24 de abril de 2005 en la escalinata de San Pedro es
programática y no lo es. No quería, como él mismo dice, «presentar un
programa de gobierno». El verdadero programa de gobierno consiste en «no
hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino [...] ponerme, junto con
toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y
dejarme conducir por él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la
Iglesia en esta hora de nuestra historia» [19]. Expresamente se dirige
Benedicto a los «hermanos del pueblo hebreo, al que estamos
estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común». También
hoy se les encarga a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles, afirma,
«que se adentren en el mar de la historia y echen las redes». Literalmente
añade: «Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del
sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz». Pero «no
somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de
nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es
querido, cada uno es amado, cada uno es necesario».
La ceremonia inaugural tuvo lugar en el marco de un
resplandecientemente azul cielo primaveral, a juego con los cientos de
albiazules banderas bávaras, los trajes regionales, los pantalones cortos de
cuero y, no menos importante, la compañía de tiradores de montaña de
Tegernsee, de la que Ratzinger es socio de honor, incluso como papa. «Ya
durante este primer discurso de su pontificado», apunta el periodista del
semanario Die Zeit, «cedieron perceptiblemente el escepticismo y la
distancia respecto del nuevo papa. Ratzinger fue ganando más y más
puntos». Al final era patente: «Con Benedicto XVI ha comenzado un estilo
totalmente nuevo en las concentraciones eclesiales multitudinarias. Menos
pop, más inteligencia y dignidad». Uno que estuvo allí en persona, el
cineasta Franco Zeffirelli, aplaudió aprobatoriamente: «Una puesta en
escena extraordinaria. Me quedé atónito». Y otra personalidad destacada, el
gobernador de Abulia, Nichi Vendola, famoso por su extravagancia y
homosexual confeso, rompió una lanza a favor del papa ya en la plaza de
San Pedro: «Es un craso error atacar a Ratzinger. No puedo sino aconsejar a
todos los homosexuales que lean sus escritos, con sus ideas claras y firmes.
El mundo necesita ahora un papa como él».
Dos semanas más tarde, en la toma de posesión de su cátedra como
obispo de Roma en la basílica de San Juan de Letrán, Benedicto afirmó que
el poder del papa «no está por encima, sino al servicio de la palabra de
Dios, y tiene la responsabilidad de hacer que esta palabra siga estando
presente en su grandeza y resonando en su pureza, de modo que no la
alteren los continuos cambios de las modas. [...] No debe proclamar sus
propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la
obediencia a la palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y
alteración, así como frente a todo oportunismo». Al final de la celebración,
se dirigió al pueblo romano para agradecerle la simpatía que le habían
manifestado, la paciencia que habían tenido con él: «En cuanto católicos,
todos somos romanos», añadió; «en cuanto católicos, todo hemos nacido
también, de algún modo, en Roma». Ser católico significa, dijo, formar
parte de la «gran familia de Dios, en la que no hay extranjeros».

En sus primeras homilías, Benedicto acentúa la «inviolabilidad de la vida


humana desde la concepción hasta la muerte natural» y diserta sobre los
problemas del mundo: «Existe el desierto de la pobreza, el desierto del
hambre y la sed. Existe el desierto del abandono, de la soledad, del amor
destruido. Existe el desierto de la oscuridad de Dios, el vaciamiento de las
almas, que olvidan la dignidad y el camino del ser humano». «No es la
fuerza lo que libera», proclama, «sino el amor». Reafirma su voluntad de
llevar a la práctica el Vaticano II. En su opinión, los documentos conciliares
«no han perdido ni un ápice de su actualidad» con el paso del tiempo; antes
al contrario, «sus doctrinas se revelan como especialmente duraderas a la
vista de las nuevas exigencias de la Iglesia y de la sociedad globalizada
actual».

Simultáneamente subraya su voluntad de «restablecer la unidad plena y


visible de todos los discípulos de Jesucristo». No hay alternativa al
ecumenismo. A todas las naciones desea «asegurarles que la Iglesia, en su
búsqueda del bien verdadero del ser humano, quiere llevar a cabo un
diálogo abierto y sincero». También le gustaría, en especial, profundizar en
el diálogo con las religiones no cristianas, «para que del entendimiento
mutuo surjan las bases para un mejor futuro para todos». A los jóvenes les
exhorta: «¡No tengáis miedo de Cristo! No quita nada; antes bien, lo da
todo. Quien se da a él recibe de vuelta cien veces lo que entrega». El
pontífice se muestra convencido: «La Iglesia vive. Y la Iglesia es joven.
Lleva en sí el futuro del mundo, por lo que muestra a cada individuo el
camino hacia el futuro».

Pero quizá el más conmovedor de estos discursos sea la alocución que el


recién elegido pontífice dirige en la mañana del martes 25 de abril a sus
compatriotas presentes en la sala de audiencias, cuando habla de la
«guillotina» que vio caer silbando hacia él a medida que avanzaban las
votaciones en el cónclave. En esos minutos «me quedé desconcertado» y
«con profunda convicción dije al Señor: ¡No me hagas esto!». Pero luego,
dice, sus pensamientos mudaron y recobró conciencia de que «los caminos
del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la
comodidad, sino para cosas grandes, para el bien».
Con ocasión de la muerte de Juan Pablo II «resultó evidente que la
Iglesia es una fuerza de unidad, un signo para la humanidad. Y que «la
Iglesia no está cerrada en sí misma, que no vive para sí misma, sino que es
un punto luminoso para los hombres».

Apasionadamente proclama Benedicto: «La Iglesia no es vieja ni


inmóvil. ¡No, es joven! Al ver a tantos jóvenes que se reunieron en torno al
papa fallecido y, en último término, en torno a Cristo, de quien él dio
testimonio, se constata una realidad muy consoladora: no es verdad que la
juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que
sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas
grandes. Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las
desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que
los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas
buenas. Por eso, los jóvenes –vosotros lo sois– están de nuevo totalmente
abiertos a Cristo. Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca
la comodidad, con él se ha equivocado de camino».

Y concluye con unas palabras que, como no es difícil percibir, le brotan


del corazón: «Con gratitud y alegría veo aquí a las delegaciones y a los
peregrinos de mi tierra bávara. Ya en otras ocasiones os he manifestado
cuán importante es para mí vuestro afecto sincero, que perdura desde los
días en que dejé mi amada archidiócesis de Múnich y Frisinga para venir al
Vaticano. [...] Queridos amigos, no nos apartemos de esta generosidad, de
esta peregrinación hacia Cristo. [...] Caminemos juntos; mantengámonos
unidos. [...] Os pido que seáis indulgentes si, como cualquier hombre,
cometo errores, o si resulta incomprensible algo de lo que el papa debe
decir o hacer según su conciencia y según la conciencia de la Iglesia. Os
pido vuestra confianza. Si nos mantenemos unidos, encontraremos el
camino correcto. Pidamos a María, Madre del Señor, que nos haga sentir su
amor de mujer y madre, en el que podamos comprender toda la profundidad
del misterio de Cristo» [20].

A la audiencia que Benedicto concedió a sus compatriotas acudieron


miles de fieles, pero solo dos obispos alemanes, los cardenales Meisner y
Wetter. El secretario de la Conferencia Episcopal de Alemania, Hans
Langendörfer, no había considerado procedente cancelar por una vez, con
motivo de la primera elección de un papa alemán en quinientos años, una
reunión rutinaria del episcopado alemán.
61
En las sandalias del Pescador

T an solo unos cuantos pasos separan el despacho de la capilla privada,


donde podía rezar el breviario o decir sencillamente una oración. A
veces da aún un breve paseo por el jardín de la azotea después de la cena.
Sus dos secretarios privados se retiran luego a sus respectivas habitaciones,
una planta más arriba de la suya, para contestar correos electrónicos o
escuchar música rock: el joven alemán Georg Gänswein y el no menos
joven polaco de nombre impronunciable, Mieczyslaw Mokrzycki, al que
todos llamaban Mietek. Cabe la posibilidad de que su ayuda de cámara,
Angelo Gugel, o las laicas consagradas de la asociación Memores Domini
continúen trabajando en las habitaciones traseras para que las vestimentas
papales estén siempre listas, pero eso es algo a lo que deberá
acostumbrarse.
¿No se planteó en ningún momento, le pregunto, no aceptar la elección?
Por supuesto que sí, incluso «muy seriamente», dice. Pero le había
impresionado que ya en el precónclave tantos cardenales le insistieran en
que debía aceptar aunque no quisiera, aunque pensara que no iba a estar a la
altura de la tarea. Había sido sencillamente un deber interior. «Eso se puso
de relieve con tanta seriedad y grandeza que creí que, si realmente la
mayoría de los cardenales votaban en ese sentido, entonces era un voto que
procedía del Señor y yo no podía por menos de aceptarlo» [1].

El comienzo le consumió energías, reconoce. A causa del esfuerzo, su


figura se encorvó un poco, su apretón de manos perdió aún más intensidad,
su sonrisa se tornó más leve. «Rogad por mí», había suplicado, «para que,
por miedo, no huya ante los lobos». ¿Por qué había dicho eso? ¿No confería
el aura del ministerio a todo papa, como se asegura, un nimbo de santidad,
de invencibilidad?
Sigue siendo capaz de reírse de sí mismo. Del pequeño percance que
ocurrió cuando se le olvidó apagar el micrófono durante el sínodo de
obispos. «Lo siento, a las cuatro tengo cita con el dentista»: resonó su aguda
voz por toda la sala. A un periodista irlandés que estaba firmemente
convencido de que Ratzinger se sentaría algún día en la Santa Sede le hizo
llegar justo después de su elección un paquete sorpresa. En la nota que
acompañaba a una botella de Old Bushmills Irish Whiskey el destinatario
leyó: «Su Santidad se acuerda de la apuesta».
«Obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los
apóstoles, sumo pontífice de la Iglesia universal», esos son algunos de sus
títulos; y además: «patriarca de Occidente, primado de Italia, arzobispo y
metropolita de la provincia eclesiástica de Roma, soberano del Estado de la
Ciudad del Vaticano». El papa «tiene, en virtud de su función, potestad
ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que
puede siempre ejercer libremente»: así describe el derecho canónico su
potestad ministerial. Era el guía de la mayor comunidad religiosa de la
Tierra, con 1.200 millones de miembros. ¿Era ahora, pues, el hombre más
poderoso del mundo? No, nunca ha tenido sensación de «poder», asegura
retrospectivamente; la responsabilidad asociada a su ministerio la ha
percibido ante todo como una «carga pesada, un lastre», como algo que «le
obliga a uno a preguntarse a diario: ¿he estado a la altura?». Incluso ante el
júbilo de las multitudes ha sabido siempre, dice, que «la gente no tiene en
mente a este hombrecillo insignificante, sino a aquel a quien represento»
[2].
Quizá el sentimiento de estar encerrado fue en las primeras semanas el
tormento más agudo de todos. No poder salir a pasear sin más, cuando él
quería. No poder viajar ya a su querida casa en Baviera. Nunca antes se
había telefoneado con su hermano, que seguía viviendo en Ratisbona, con
tanta frecuencia como ahora. Escribió a Franz Weiß, condiscípulo del
instituto, para decirle que en adelante los encuentros de antiguos
compañeros de clase tendrían que celebrarse sin él. A su amigo y
compañero catedrático Franz Mußner, que había dicho que «la época de
tutearnos pertenece seguramente ya al pasado» y en su carta de felicitación
se había dirigido a él como «Su Santidad», le escribió catorce días después
del inicio de su pontificado: «Querido Franz: Entre nosotros sigue todo
igual que siempre. Puesto que se me ha privado de mucho de lo que hasta
ahora era mi vida, tanta mayor necesidad tengo de la amistad inalterada de
los viejos compañeros de camino y amigos. Así que te pido que sigamos
tuteándonos» [3].
Las ojeras que ensombrecían su rostro eran testimonio del gran esfuerzo
que le estaba costando adaptarse a su nuevo ministerio. Estaba el estudio de
expedientes, que requería horas y horas. Luego, los dosieres que le
preparaba su gabinete sobre los presidentes que iba a recibir en audiencia
veinte o treinta minutos más tarde. A diario debía posicionarse sobre algún
nuevo caso de terrorismo, una nueva catástrofe natural o las hostilidades en
Oriente Próximo. Posaba con primeras damas, recibía a musulmanes
estadounidenses, rabinos ucranianos o representantes de la Conferencia
Episcopal de Senegal, Mauritania, Cabo Verde y Guinea-Bissau. Y a última
hora de la tarde, con el último correo del día –que se le entregaba en una
gran carpeta procedente de su Secretaría de Estado, en la que trabajaban
unas doscientas personas– le llegaba una selección de propuestas,
peticiones y solicitudes, para que, por favor, las revisara todas.

Cada día era distinto. Un día daba una catequesis de comunión a niños
italianos, otro visitaba enfermos en un hospital o bautizaba, como obispo de
Roma, a recién nacidos en la Capilla Sixtina. Los miércoles había audiencia
general; los domingos, durante la bendición del ángelus, informaba de en
qué parte de la Tierra se necesitaba ayuda humanitaria a consecuencia de
una guerra, una epidemia o una catástrofe natural. Con ocasión de la
Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado exhortaba a mostrar mayor
comprensión por las necesidades de las personas que se habían quedado sin
hogar y de los solicitantes de asilo. Pedía que se les tratara con respeto y se
defendieran sus derechos y animaba a interrogarse por las razones que les
habían impulsado a huir de sus países [4]. En la audiencia al gran rabino de
Roma condenó el resurgimiento del antisemitismo: «Nosotros os amamos y
no podemos dejar de amaros, a causa de los padres: para ellos sois
hermanos nuestros amadísimos y predilectos». Simultáneamente ordenó
que se examinara el procedimiento contra el sacerdote francés Léon Dehon
(1843-1925), fundador de la congregación de los sacerdotes del Corazón de
Jesús, cuya beatificación estaba prevista inicialmente, por voluntad de Juan
Pablo II, para el 24 de abril de 2005. El fallecimiento del papa polaco
obligó a posponerla. Tras iniciarse el nuevo pontificado, el proceso se
detuvo a instancias de Benedicto, puesto que a Dehon se le reprochaban
manifestaciones antisemitas.
Cuando Karol Wojtyla inicio su ministerio petrino con 58 años, no sabía
bien cómo tenía que ser exactamente un papa. Venía, como él mismo dijo,
de «un país lejano». El Telón de Acero lo había apartado del desarrollo de
los países occidentales. En cambio, Ratzinger, a sus 78 años, hacía tiempo
que era también romano. Y mientras que Wojtyla se disculpaba de su mal
italiano y pedía que se le corrigiera si cometía errores al hablar, a su sucesor
le precedía el bon mot, el chiste de que los italianos podían hablar italiano
sin vergüenza... que ya les corregiría él si pronunciaban algo mal.
En la vida de Ratzinger, todo tendía hacia su consumación. Ya fuera en
consonancia con la voluntad del afectado o en contra da ella. El ser humano
no ha sido arrojado al mundo por azar, había acentuado el cardenal. Nace
precedido por un amor y una idea. Más tarde añadió que había tenido «sin
cesar la punzante sensación de no haber cumplido con mi vocación. De no
haber cumplido con la idea que Dios tenía de mí, con lo que yo podría y
debería haber dado» [5].

El papa no es un político. Para él no existe la próxima elección, sino solo


el juicio final. Que los esquemas de izquierda y derecha no son aplicables
aquí lo mostró ya el pontificado de Wojtyla, que combatía tanto el
comunismo como las devastaciones del capitalismo. Ratzinger tenía otro
carisma, otras capacidades. Su emocionalidad estaba contenida; su aspecto
era de delicada fragilidad. No parecía tan dominante, sino, justo por ello,
más tangible; lo cual podía facilitar a personas de fuera y a miembros de
otras confesiones cristianas el acercamiento al pontífice. La Iglesia no era
para él un one man show, un espectáculo unipersonal, sino una comunidad
de fe y de valores que, en nombre de la siguiente generación, se oponía a la
decadencia de la sociedad. El reto consistía en sacar del letargo a un
cristianismo con frecuencia exhausto. Mientras que el objetivo de Juan
Pablo II había sido mantener a la Iglesia a toda costa, su sucesor apostó por
una renovación interior, aun al precio de la pérdida de poder.
Por primera vez se sentaba en la sede de Pedro un destacado teórico de la
Modernidad. Tenía tras de sí la experiencia de la dictadura atea y había
vivido el auge y los problemas de la posmodernidad. Su capacidad de
ofrecer análisis certeros era ahora más demandada que nunca. La esperanza
era que también las Iglesias de masas pudieran beneficiarse por primera vez
del «retorno» de la religión. Extenuada por los esfuerzos del lujo y las
modas, una parte cada vez mayor de la sociedad anhelaba un nuevo
equilibrio en virtud de «valores, fe y buenos modales», como afirmaba el
semanario Die Zeit. Tras el colapso del comunismo y los abismos de un
capitalismo desenfrenado, en el mundo globalizado el cristianismo
representaba para muchos la última visión de un mundo más justo y
pacífico. En el futuro, «progreso» podría significar la firme incorporación a
la propia vida de la espiritualidad como fuente de energía y salud, como
base para la acción responsable. Con el intelectual en la sede de Pedro,
soñaban sus seguidores, el Vaticano se convertiría en un nuevo «Club de
Roma», lideraría un nuevo movimiento socialmente crítico que, lejos de
limitarse a poner el dedo en la llaga, ofrecería una concepción capaz de
salvar a una sociedad que se había aproximado en exceso al precipicio de su
autodestrucción.

La pregunta era: la falta de compatibilidad de la Iglesia católica con el


estilo de vida moderno, ¿hablaba contra la Iglesia? ¿O más bien contra
aquel lifestyle? ¿Estaba el mundo ante el fin de la Iglesia? ¿O estaba en
realidad ante el fin de la Modernidad, que con la idiotización y el caos
económico, la catástrofe climática y las guerras, el desmantelamiento de la
civilización y la decadencia de la clase política, había quedado atrapada en
un callejón sin salida?
Ratzinger personificaba, sin duda, una nueva inteligencia en el
despliegue del misterio de la fe. Por otra parte, no cabía obviar que el
catolicismo carecía de influencia ad extra y se encontraba dividido y
vaciado ad intra como rara vez antes. La pérdida de conciencia cristiana
había avanzado demasiado; el estilo de vida y la cultura se habían
transformado tanto que no era esperable una conversión masiva. Y ese no
era el único cambio: durante la Guerra Fría, a las potencias políticas
occidentales les interesaba tener a la Iglesia católica de su parte en la lucha
contra el comunismo. Pero eso ya era pasado. Entretanto, se veía en ella a
un adversario que se oponía al progreso, es decir, a una sociedad totalmente
secularizada.
Nadie conocía la Iglesia como Ratzinger, quien recibía informaciones
detalladas desde todos los rincones del planeta. Pero, después de un gigante
como Wojtyla, ¿no le quedaban un tanto grandes las sandalias del Pescador,
de suerte que no podía sino trastabillarse con ellas? Posiblemente le faltara
talento –temían algunos en la curia– para traducir su fuerza intelectual en
hechos y decisiones, sin los cuales resulta imposible ejercer cualquier
posición de poder. En ello se asemejaba a otro alemán, crecido en Múnich
asimismo: Albert Einstein. También el padre de la teoría de la relatividad y
premio nobel de Física evitaba complicaciones siempre que podía, a fin de
que las banalidades de la existencia no lo distrajeran. Parecía inmune a
emociones como la vanidad, los celos, la ira o la amargura. En modo alguno
le afectaban la mayoría de las cosas que afectan a otras personas, lo que le
permitía seguir en último término la revelación de un mundo interior o
intelectual, revelación que, según creía, le señalaba el camino. Para
Ratzinger, eso significa no hacer lo espectacular, sino lo esencial.
Tranquilamente y con la seguridad en sí mismo que lo caracteriza. Los
verdaderos problemas de la Iglesia no son –acentúa– el celibato y la
ordenación de mujeres, sino la sobreinstitucionalización, la pérdida de la
vida de fe y la falta de compromiso sociopolítico. Si priorizara el que sus
miembros se sientan a gusto, la Iglesia ignoraría el carácter dramático del
cristianismo. Pues Jesús no fue solamente sanador, sino también
alborotador.

El nuevo pontífice se había puesto manos a la obra con suma cautela.


Casi como si no fuera solo vicario de Cristo, sino también vicario de
Wojtyla, como si tuviera miedo de quitarle algo, aun como «el pequeño
papa» que decía ser, a su gran predecesor. Pero en Roma se percibía que
volvía a haber papa. Un papa que ya no iba en silla de ruedas, que no tenía
dificultades para respirar y al que no le temblaba la mano cuando quería
decir algo.
Pronto volvió a instalarse la rutina en el más famoso appartamento del
mundo: las dependencias papales en el Palazzo Apostólico, tercer piso, ala
derecha. Era todo lo contrario de un auténtico palacio, por no hablar de una
corte pomposa. La vivienda, con trescientos metros cuadrados, no era
precisamente pequeña, pero la mayor parte de ella la ocupaba la capilla.
Wojtyla disponía tan solo de un despacho y un dormitorio. Ratzinger ordenó
una reforma, cambió el papel pintado oscuro por otro más claro y habilitó
una sala de estar propia. Se trasladaron las estanterías de su antigua casa,
para que cada libro volviera a ocupar exactamente el lugar que le
correspondía. El Dr. Buzzonetti, el médico de cabecera de 82 años que no
solo había atendido a Wojtyla, sino también a Albino Luciani, hizo que se
instalara una bicicleta estática, preparada para exigir a su usuario un grado
considerable de esfuerzo (pero que nunca fue utilizada).
A la «familia papal» en el Palacio Apostólico pertenecían, además del
papa, cuatro italianas del movimiento Comunión y Liberación, así como los
dos secretarios particulares, el alemán y el polaco. El ayuda de cámara,
Angelo Gugel –quien, al igual que Buzzonetti, había servido ya bajo Juan
Pablo I y de vez en cuando había llevado secretamente en coche a Juan
Pablo II a una playa romana–, vivía fuera de palacio. Ingrid Stampa, la
antigua ama de llaves de Ratzinger, que pretendía unirse al grupo, fue
rechazada. Ya volveremos a ello. En la casa se hablaba italiano. Al principio
fue necesario encontrar en la comunidad el modus vivendi adecuado, el
buen término medio para «hablar y guardar silencio en medida conveniente,
para dar y tomar en medida conveniente», como lo formula Gänswein. Para
decidir, por ejemplo, cómo celebrar las onomásticas (si con Asti Spumante
o con vino dulce del sur de Italia), qué películas ver juntos (en el top ten,
todas las de Don Camilo y Peppone), para ir decantando la costumbre de
que a las ocho de la tarde los dos secretarios se sientan junto con el santo
padre a ver el noticiario vespertino.
Por regla general, Benedicto se levantaba a las cinco y media de la
mañana; antes de ello, rezaba una primera oración en la cama. Luego
celebraba misa temprana en la capilla privada, desayunaba y bajaba a su
despacho oficial en el piso segundo del Palacio. Poco después llamaba a la
puerta el secretario con el primer correo del día y el programa de la mañana.
Había que informar al pontífice sobre qué audiencias le aguardaban y cómo
estaban las cosas en su propia diócesis, en las más de trescientas parroquias
que tenía que dirigir como obispo de Roma. Los asuntos menos importantes
solían terminar en la Secretaría de Estado: «Sencillamente porque no tenía
tiempo para ellos». Para el despacho de la mañana, el secretario disponía de
media hora, 45 minutos como máximo. Los siguientes 45 minutos, en
ocasiones hasta una hora, los necesitaba Ratzinger para estudiar los
documentos. A primera hora de la tarde despachaban de nuevo.
Hacia las 10 de la mañana llegaba el boletín de prensa internacional,
preparado por un departamento específico de la Secretaría de Estado. El
tiempo entre las once de la mañana y la una de la tarde lo pasaba en la
seconda loggia, el piso de trabajo oficial del papa, con sus salas de
audiencia, gabinetes y despachos de la diplomacia vaticana, reservados para
los elegidos que tenían el honor de ser recibidos en audiencia por el vicario
de Cristo. Al igual que en tiempos de Juan Pablo II, los martes no había
actividad oficial. Ratzinger quería dedicarse a sus escritos al menos un día a
la semana. Quien como papa es capaz de incorporar «ratos regulares de
estudio en su horario diario» tiene que estar, señala con asombro el biblista
Thomas Söding, «animado por una insaciable curiosidad de conocer,
asumir, desarrollar lo que otros han pensado, dicho, escrito». Desde Pío II
en el siglo XV, asegura, no ha «ocupado la sede de Pedro otro humanista tan
culto» como Benedicto XVI [6].
Valor casi simbólico tuvo el hecho de que, justo al comienzo de su
pontificado, Benedicto, además del proveedor habitual de las vestimentas
papales, la plurisecular casa Gammarelli, contratara a una segunda sastrería,
Euroclero, un comercio romano de objetos eclesiásticos. Novedoso fue
asimismo que, a diferencia de su predecesor, rara vez, por no decir nunca,
tuviera invitados en la misa matutina o a su mesa a mediodía. Por supuesto
que eso, en cierto sentido, había sido una carencia, reconoció en una de
nuestras entrevistas, «pero no podía hacerlo de otra manera. Necesito tener
quietud y recogimiento, necesito celebrar la santa misa sin mucha gente y
poder rezar unos minutos al terminar. Soy incapaz de comenzar de golpe el
día con encuentros, y además en distintos idiomas; eso habría sido
demasiado para mí. Y también necesito quietud en las comidas».
Mientras que Wojtyla con frecuencia solo se familiarizaba con el tema de
las audiencias en el curso de estas, al oírlo de labios de sus interlocutores,
Ratzinger llegaba a ellas habiendo estudiado ya en profundidad los
expedientes y no rara vez conocía los problemas en los distintos ámbitos del
reino católico-romano mejor incluso que algún que otro obispo sobre el
terreno. Su excelente memoria lo ayudaba a poder indagar en alguna
cuestión concreta. En lo relativo a cuestiones dogmáticas, estaba
considerado, de todos modos, un superpapa. La antaño tan determinante
Congregación para la Doctrina de la Fe apenas tuvo protagonismo durante
su pontificado: la teología era competencia del jefe.
A las seis de la tarde, Benedicto se retiraba a su vivienda, un piso más
arriba, para allí recibir individualmente en audiencia a sus más importantes
colaboradores, en especial el secretario de Estado, y analizar durante una
hora la situación. A partir de las nueve menos cuarto, el papa tenía
privacidad. La mesa de su dormitorio no servía para apilar documentos
cualesquiera –desde luego, nada de informes, a menudo tan mediocres, ni
de aburridos expedientes procesales; eso se quedaba en el escritorio de
trabajo–, sino como superficie sobre la que extender el misal Schott,
habitual acompañante suyo desde la infancia, y otros libros litúrgicos, con
los que preparaba las misas y meditaciones del día siguiente.

Con su entronización, Joseph Ratzinger se convirtió, visto formalmente,


en el papa más poderoso de todos los tiempos. Nunca había estado la Iglesia
católica tan extendida. Su composición, sin embargo, había cambiado en
considerable medida. En el pontificado de Benedicto, la mayoría de los
católicos ya no eran blancos. Hablaban principalmente español y
pertenecían a los sectores pobres y paupérrimos de sus respectivas
sociedades. El 67 % de los fieles vivían entretanto en África, Asia y
América Latina [7]. En 2004 hubo más bautizos católicos en las Filipinas
que en Francia, España, Italia y Polonia juntas. De ahí que el papa tuviera
que confrontarse en mayor medida que cualquiera de sus predecesores con
una Iglesia cuyos miembros vivían sobre todo en el hemisferio sur. En el
curso de los veinticinco años anteriores, en Europa el número de sacerdotes
había decrecido un 18 %; y el de religiosas, un 36 %. Mientras que en 1978
en Irlanda, por ejemplo, todavía el 85 % de la población iba con regularidad
a misa los domingos, entretanto ya solo practicaba asiduamente el 44%. Y
la proporción de cristianos del hemisferio sur, decían los pronósticos,
seguiría creciendo rápidamente hasta alcanzar el 75 % en 2025.
El historiador y estudioso de las religiones británico Philip Jenkins,
catedrático de 1980 a 2011 en la Pennsylvania State University, había
llamado la atención sobre el hecho de que los comentaristas occidentales
presentaban a menudo a Juan Pablo II como un titán reaccionario que «se
resistía a la corriente dominante de la historia, a la modernización, el
secularismo y el feminismo» Si se considera, por el contrario, su
pontificado en un contexto más amplio, se ve a Juan Pablo, asegura Jenkins,
«como una figura que no nada en contra, sino a favor de la corriente de la
historia». Visto así, no se debe juzgar a Wojtyla como «un retorno al siglo
XIII», sino «como una anticipación del siglo XXI», en el que todas las
tendencias que él impulsa y personifica se condensarán en una nueva
realidad.
Examinadas desde fuera de Europa, prosigue Jenkins, las obsesiones del
papa, en apariencia extravagantes, resultaban totalmente adecuadas. Las
naciones no europeas irán haciendo valer en creciente medida en la Iglesia
universal, afirma, su cultura, su influencia, su actitud. No debe olvidarse
que, por ejemplo, a las diócesis africanas les resulta absolutamente
incomprensible que las sociedades secularizadas relativicen la institución
del matrimonio. «La Iglesia católica de Roma es ya ahora la Iglesia de los
jóvenes y de los creyentes del hemisferio sur», refiere Jenkins, «y lo será en
medida aún mayor conforme avance el siglo». En una palabra, «lo que
parece importante en una sociedad occidental que, secularizada, se asfixia
en su riqueza y su orden supuestamente democrático no tiene por qué serlo,
ni mucho menos, para un cristiano de la India, África o China». Desde la
perspectiva del Sur, los asuntos urgentes no radicarían, según el historiador,
tanto en las cuestiones de sexualidad cuanto en las de la pobreza y la
persecución. «En la visión papal, Nigeria y las Filipinas cuentan de un
modo», concluye Jenkins, «en el que los Países Bajos o Alemania no
cuentan ya desde hace décadas. Estados Unidos cuenta aún, pero cada vez
más en virtud de sus latinos y sus asiáticos, no en virtud de los vociferantes
estadounidenses blancos» [8].
Para mostrar la hechura de su pontificado, el primer documento del
nuevo papa no se dirigió a los obispos ni a los colaboradores de la curia,
sino a la comunidad judía de Roma. «Confío en el Altísimo», se dice en la
carta al gran rabino Riccardo di Segni, «para proseguir y fortalecer el
diálogo con los hijos e hijas del pueblo judío» [9]. Poco tiempo después, en
su primer encuentro interreligioso, anunció la intensificación del diálogo
entre cristianos y musulmanes [10]. Y continuó adelante con brío:
discretamente eliminó el besamanos al término de las audiencias generales,
para el que decenas de personas hacían cola delante del trono papal.
«Mantengamos la normalidad», le dijo a un antiguo ayudante, que en la
reunión del círculo de discípulos de Ratzinger en Castel Gandolfo quería
besarle el anillo. Por lo que atañe a beatificaciones y canonizaciones, en el
futuro quería presidir en persona únicamente estas últimas. Las
beatificaciones se realizarían de forma descentralizada en las diócesis
pertinentes. Se reservó, en cambio, mucho tiempo para los encuentros con
los presbíteros de la diócesis de Roma, con el fin de escuchar durante horas
sus preocupaciones.

También su primer nombramiento episcopal levantó revuelo. Fue el del


teólogo de la liberación Severino Ciasen, discípulo de Leonardo Boff, a
quien puso al frente de la diócesis brasileña de Araçuaí. Por otra parte, con
la designación del cardenal William Levada, arzobispo de San Francisco,
por primera vez un estadounidense se hizo cargo de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Gran sorpresa suscitó también el anuncio de que se
retomaban los diálogos teológicos oficiales con la Iglesia ortodoxa, que se
habían interrumpido en el año 2000. Una unidad auténtica, explicó en el
anuncio, no debe ser «ni absorción ni fusión», sino que ha de respetar la
«plenitud pluriforme de la Iglesia» [11]. La presencia cristiana en Europa
solo podrá ser efectiva, subrayó, si las Iglesias cristianas avanzan por el
camino de la unidad.

Causó sensación el que Ratzinger eliminara de la serie de numerosos


títulos que le adornaban el de «patriarca de Occidente», que los papas
habían utilizado durante milenio y medio. Los curiales bromeaban con que
el nuevo pontífice estaba empezando a desmontar el papado. A juicio de los
analistas, el acto era un gesto amistoso hacia la Ortodoxia. Por otra parte, la
eliminación de ese título acentuaba la prelación del obispo de Roma, que no
era solo uno de los patriarcas, como los conocemos en la Ortodoxia y en
Oriente Próximo.
El estilo Benedicto iba cobrando forma. «No trabajamos, como muchos
dicen, para defender un poder», afirmó en el primer encuentro con los
trabajadores de la Secretaría de Estado; «nosotros no tenemos un poder
mundano, secular. Nosotros no trabajamos por ganar prestigio ni para
expandir una empresa ni nada parecido. En verdad, trabajamos para que las
calles del mundo estén abiertas para Cristo» [12]. A la base de los
dicasterios vaticanos no pertenece solo, dijo, la profesionalidad, tal como
cabría esperarla de una administración eficaz, sino también el amor a Cristo,
a su Iglesia y a las almas de los seres humanos. De modo análogo exhortó a
los embajadores papales en los 176 países con los que el Vaticano mantiene
relaciones diplomáticas. Los nuncios no deben dejarse llevar por el deseo
de hacer carrera y el afán de poder, subrayó, sino que han de esforzarse
incansablemente por ser sacerdotes modélicos con una intensa vida de
oración; solo así pueden cumplir con su deber de forma exitosa y fructífera.
Por lo demás, la misión de la Iglesia, aclaró, no está reñida con el respeto a
otras tradiciones religiosas y culturales; antes bien, tiene que proceder sabia
y respetuosamente frente a estas.
Ya con la elección de nombre, escudo de armas e insignias había dado el
papa alemán pistas diáfanas sobre la índole de su pontificado. «Benedicto»
deriva del latín benedictus, que significa «el bendecido» o también «el
declarado bueno», lo que, sobre el trasfondo de las difamaciones e insultos
vertidos durante años contra el exprefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, equivalía a todo un mensaje. En concreto, Ratzinger tenía
en mente a dos grandísimas figuras de la Iglesia: Benedicto XV, el «papa de
la paz», y san Benito de Nursia, el patrón de Europa. «He querido llamarme
Benedicto XVI», explicó, «para vincularme idealmente al venerado
pontífice Benedicto XV, que guio a la Iglesia en un periodo agitado a causa
de la Primera Guerra Mundial». Siguiendo sus huellas, dijo, «deseo poner
mi ministerio al servicio de la reconciliación y la armonía entre los hombres
y los pueblos, profundamente convencido de que el gran bien de la paz es
ante todo don de Dios, don –por desgracia– frágil y precioso que es preciso
invocar, conservar y construir día a día con la aportación de todos» [13].
Benedicto XV, de nombre civil Giacomo Paolo Battista della Chiesa,
sumo pontífice de la Iglesia católica de 1914 a 1922, pasó a la historia como
pacificador, aun cuando no consiguió, pese a innumerables llamamientos e
iniciativas, impedir la Primera Guerra Mundial. Condenó esta guerra como
«suicidio de las naciones europeas», y el tratado de Versalles lo censuró
como dictado vengativo. El papa apoyó la creación de la Sociedad de
Naciones (predecesora de las Naciones Unidas) y en su exhortación
apostólica Maximum illud reprobó todas las concepciones nacionalistas
europeas. Fomentó la canonización de mujeres como Margarita María
Alacoque y Juana de Arco, y declaró obligatoria la «Semana de oración por
la unidad de los cristianos», iniciada, entre otros, por el converso anglicano
Paul Wattson. A él se debe la revalidación de que «la Iglesia no es latina ni
griega ni eslava, sino católica». No existen, pues, diferencias entre sus
hijos, con independencia de a qué grupo pertenezcan.

Un mensaje claro fue también la referencia de Ratzinger a la figura de


Benito de Nursia, el padre del monacato occidental. El lema benedictino
Ora et labora, «Reza y trabaja», y la regla de vida fundada en Montecasino
(Regula Benedictí) representaron en el siglo VI la base para el
resurgimiento de Europa. Cientos de miles de sus monjes configuraron
Occidente con la agricultura, la ciencia y la cultura. Benito de Nursia, dice
Ratzinger para explicar qué le une al gran santo, «constituye un punto de
referencia fundamental para la unidad de Europa y un fuerte recuerdo de las
irrenunciables raíces cristianas de su cultura y de su civilización» [14].
Como escudo papal asumió su escudo episcopal, con el enigmático
«Moro de Frisinga», el oso cargado (con el equipaje de san Corbiniano)
como «portador de Dios» y la concha como símbolo del peregrinaje
humano, pero también como referencia a su gran maestro, Agustín de
Hipona. También mantuvo su lema episcopal: Cooperatores veritatis,
«Colaboradores de la verdad». Sin embargo, fue el primer papa de la Época
Moderna en prescindir en su escudo de armas de la tiara, la triple corona,
que también podía ser entendida como símbolo de poder terrenal. La
sustituyó por una sencilla mitra con tres barras horizontales doradas, que
simbolizan las tres potestades del ministerio pontificio: la de orden, la de
jurisdicción y la de magisterio.

Otra novedad fue la incorporación a su escudo de la imagen de un palio.


La insignia, una suerte de estola confeccionada con lana de corderos
blancos por las monjas del convento de Santa Cecilia en el Trastevere
romano, simboliza al pastor que se echa a los hombros a la oveja perdida y
la lleva a que beba el agua de la vida. Las cinco cruces bordadas en ella
representan las cinco llagas de Cristo. Tres de ellas están atravesadas por
agujas, que aluden a los tres clavos de la cruz. En su entronización,
Benedicto XVI fue el primer papa en mil años en sustituir el palio con las
cruces negras habituales por otro con cruces rojas. Este color se había
utilizado por última vez antes de que se produjera la escisión de la Iglesia
en Occidente y Oriente; y lo hizo León IX, justo aquel pontífice alemán en
cuya fiesta litúrgica, el 19 de abril, Joseph Ratzinger se calzó las sandalias
del Pescador.
Con Juan Pablo II todo era superlativo: el número de audiencias, el de
viajes, documentos, celebraciones litúrgicas, canonizaciones. Benedicto
quería aligerar un poco. Menos es más: esa era su divisa. Trabajadores del
Vaticano confirman que pronto muchas cosas estaban mejor organizadas y
se trabajaba de manera más eficiente y transparente. Benedicto redujo el
número de audiencias privadas, procuraba no hacer discursos largos,
publicó menos documentos y más breves... y se acostaba más temprano. En
contrapartida, se entrevistaba regularmente con todos los responsables de
dicasterios, a quienes, por lo demás, había confirmado sin excepción en sus
cargos a la muerte de su predecesor. Pero, a diferencia de Juan Pablo II y su
alter ego Stanislaw Dziwisz, que controlaban congregaciones y
secretariados colocando en ellos personas de confianza polacas, el sucesor
prescindió de este instrumento. Con lo cual se privó en último término de
esa posibilidad de influir en los trabajos curiales. «Ciertamente, yo era un
papa alemán», explica Benedicto; «no quería negar lo alemán, pero
tampoco acentuarlo. Debía ser un pontificado para todos, un pontificado que
se planteara los problemas que hoy están en primer plano» [15].
Si Juan Pablo hacía que le escribieran las alocuciones a menudo meses
antes de la fecha en la que iba a pronunciarlas, Benedicto se presentó
alguna que otra vez ante un auditorio para disculparse de que, por
desgracia, no había tenido tiempo de preparar un discurso. Pero quizá,
como sugirió durante la visita ad limina de los obispos suizos, también
convenía «a un papa en este momento de la historia de la Iglesia ser pobre
en todos los sentidos». Con todo, naturalmente había «reflexionado un
poco» al respecto, dijo, e improvisó un análisis de las tareas que debían
acometerse en Suiza.

Realmente espectaculares resultaron al comienzo del pontificado de


Benedicto sus encuentros con contemporáneos antagónicos a él. El 29 de
agosto de 2005 recibió al excomulgado superior de la Fraternidad
Sacerdotal San Pío X, Bernard Fellay. La conversación debió de ser
bastante improductiva: así interpretaron los corresponsales de prensa el
escueto comunicado de prensa emitido por el Vaticano al término de la
entrevista. Poco después invitó Benedicto a charlar a la combativa y atea
periodista italiana Oriana Fallad; y a continuación, a su más severo crítico,
Hans Küng. El secretario Gänswein le buscó alojamiento, dispuso que el
teólogo suizo fuera recibido en el aeropuerto y acompañó a los antiguos
compañeros de claustro universitario en su paseo por el parque de Castel
Gandolfo. Después de la comida, los dos teólogos conversaron en privado
durante dos horas; al terminar, Küng hizo pública ante los periodistas que le
esperaban una declaración acordada con Ratzinger, en la que el suizo habló
de «reconciliación personal». «Lo que se quería transmitir», así explica el
arzobispo Rino Fisichella el trasfondo del encuentro, «era que el papa no le
tiene miedo a nadie. En el comunicado de prensa del Vaticano se valoró
positivamente la entrevista con Küng. Con ello, este quedó quemado de
momento como mascarón de proa de la protesta. Había sido víctima de su
vanidad» [16].
Un efecto perdurablemente positivo para la imagen de Ratzinger tuvo el
ágil secretario que siempre estaba a su lado. Gänswein es oriundo de la
Selva Negra. Su padre poseía, como herencia familiar en séptima
generación, una fragua y una pequeña explotación agrícola; a ello se sumó
más tarde un negocio de maquinaria agrícola, que, sin embargo, no le hizo
rico («a veces teníamos que apretarnos bastante el cinturón»). La madre
procedía de una familia de restauradores y, como ama de casa, crio ella sola
cinco hijos. «La docilidad no es precisamente mi mayor virtud», admite
Gänswein; así que tuvo algunos conflictos con su padre. Se dejó crecer el
pelo, hasta que se convirtió en melena, y desde el cuarto del adolescente
tronaba la música de Pink Floyd y otros grupos de rock.

El joven es apolítico; sus pasiones son la música, el fútbol y el esquí.


Durante su último curso de secundaria y luego como estudiante
universitario gana algo de dinero trabajando de bicimensajero. Como
primogénito, debe, en realidad, heredar el negocio de maquinaria agrícola
del padre, pero él quiere ser corredor de bolsa. Y, sin embargo, su vida toma
otro rumbo. «De repente pasaron a primer plano preguntas existenciales.
Empecé a buscar y así tropecé, sin proponérmelo, con la filosofía y la
teología». Paso a paso se encamina hacia el sacerdocio. Es ordenado en
1984, y sus primeros años de presbítero los vive en la Selva Negra como
coadjutor, siendo enviado luego a Múnich para ampliar estudios. «Siempre
me había gustado y resultado fácil estudiar, pero el estudio del derecho
canónico me parecía tan seco como trabajar en una cantera polvorienta en la
que no hay cerveza. Al cabo de medio año estaba harto». La salvación le
viene de su director de tesis, el canonista Winfried Aymans, quien logra
abrirle nuevas perspectivas. «Aquello realmente me ayudó mucho a no
arrojar la toalla».
Las fotografías en prensa de un líder eclesiástico de níveo pelo y
provecta apacibilidad acompañado de un joven y apuesto monseñor
aportaron a la imagen del papa una nota hasta entonces desconocida. Los
críticos le reprochaban a Gänswein que actuaba demasiado enérgicamente.
El papel de secretario papal requería permanecer en segundo plano. Las
revistas ilustradas en color se abalanzaban, sin embargo, con sumo gusto
sobre el «sunnyboy ensotanado», quien pronto empezó a adornar portadas
como el «George Clooney del Vaticano». El semanario suizo Die
Weltwoche decía que era, «sin duda alguna, el hombre ensotanado más
guapo que jamás se ha visto en el Vaticano». La diseñadora Donatella
Versace incluso dedicó a Gänswein una línea de moda específica, y en su
buzón de correo encontraba el joven monseñor con bastante frecuencia
cartas de fervorosas admiradoras. «Don Giorgio» hizo su parte poniéndole a
su jefe, durante las excursiones a la montaña o los paseos en Castel
Gandolfo, una elegante gorra de béisbol blanca, que hacía parecer al papa
joven y cool. El camauro –un gorro papal de invierno que había caído en
desuso después de Juan XXIII– enseguida volvió, en cambio, al cuarto de
aderezos. Nadie había interpretado la gorra de béisbol como signo de
reformismo; el camauro, por el contrario, hizo que la prensa proclamara a
voz en cuello que el pontificado caminaba ahora inequívocamente hacia la
restauración. Sin embargo, había un sencillo motivo para el empleo de la
histórica prenda: «Simplemente me congelaba, y en la cabeza yo soy muy
sensible al frío. Así que dije: si ya tenemos el camauro, utilicémoslo. De
verdad que no era más que un intento de no pasar frío. Pero después de
aquello ya no lo utilice más. Para no dar pie a interpretaciones superfluas»
[17].

Otra peculiaridad anímica del papa alemán tuvo profundas repercusiones


en su pontificado. Era la preocupación recurrente por su salud, que él
califica de frágil. El hecho de que Ratzinger partiera de que su ministerio no
duraría mucho –tres, quizá cuatro años como máximo– podría interpretarse
a posteriori como un error de construcción de su pontificado. «Sabía que no
sería un pontificado largo», admitió en una de nuestras entrevistas, «que no
podía realizar grandes proyectos a largo plazo. Que, sobre todo, no podía
convocar, por ejemplo, un nuevo concilio ni acometer grandes reformas
organizativas. Sabía que lo organizativo no era mi punto fuerte, pero
tampoco había necesidad de ello. Acababa de entrar en vigor la reforma de
la curia de Juan Pablo II, la Pastor bonus, y no me habría parecido correcto
volver a poner esto patas arriba de inmediato».

Pero ¿no era cierto, le pregunté, que esta actitud no podía dejar de
repercutir en el programa global de su pontificado? «Claro que sí. Era
consciente de que sobre todo debía tratar de restablecer la centralidad de la
fe en Dios, alentar a las personas a creer y a vivir concretamente la fe en
este mundo. Fe, razón, fueron cosas que percibí como misión mía y para las
que no importaba si el pontificado duraba largo tiempo o no» [18].
Una de las principales preocupaciones del papa era el alejamiento del
hombre respecto de la fe que Johann Baptist Metz caracteriza como «crisis
de Dios». Si Dios desaparece, un Dios que nos conoce y nos habla, advierte
Benedicto, la sociedad pierde el fundamento de una existencia civilizada.
La tarea de la Iglesia la ilustra con una frase que se atribuye a Teresa de
Jesús: «Somos los ojos con los que Cristo mira compasivamente a los que
pasan necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar,
somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios con
los que se proclama su Evangelio». Y de su propia cosecha añade:
«Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y
reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje de
esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a
compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más
desafortunados».

Ratzinger no es un ideólogo y, como cristiano, no sueña con el paraíso en


la tierra; pero comparte con el apóstol Pablo, al que cita con frecuencia, la
visión de un mundo mejor: «Edifiquemos la comunidad del amor conforme
al plan del Creador que nos fue revelado por su Hijo». «La fuerza
vivificante de su luz», dice el nuevo pontífice en su bendición urbi et orbi en
la Navidad de 2005, «te impulsa a comprometerte en la construcción de un
nuevo orden mundial fundado sobre relaciones éticas y económicas justas».
62
La «Benedictomanía»

A nadie le enseñan a ser papa, pero el nuevo responsable máximo de la


Iglesia católica y sus colaboradores más estrechos no recibieron ni
siquiera orientaciones. No hubo ninguna reunión para ponerles al día ni
tampoco, por ejemplo, se les facilitó un balance económico. «Todo debía
continuar rápidamente su curso», cuenta Georg Gänswein: «Las audiencias
generales, las visitas episcopales ad limina, todas ya programadas, las
visitas a las parroquias, las preguntas de los cardenales y las peticiones de
jefes de Estado y de gobierno». La Secretaría de Estado había preparado
ocho folios con saludos en sesenta idiomas (en transcripción fonética) y una
cinta magnetofónica con ejemplos demostrativos, para que el papa fuera
practicando.

«Lo único que hubo fue una conversación en privado entre mi predecesor
y yo», recuerda Gänswein. «En el curso de la misma me puso un sobre en la
mano, en el que había algunos documentos y la llave de una caja fuerte.
Una caja fuerte antiquísima, de marca alemana». En la caja fuerte había
números de cuenta y un revoltijo de valiosos anillos que le habían regalado
a Juan Pablo II, pero también cruces pectorales y joyas de la época de Pío
XII y Juan XXIII. El sobre contenía datos personales de la curia que se
transmiten de secretario papal a secretario papal. «Monseñor Stanislaw
Dziwisz se limitó a decir: “Tienes ahora una tarea muy importante, muy
bella, pero también muy difícil. Lo importante es que el papa no se sienta
abrumado. Tiene que poder respirar. Hay que procurar que tenga alrededor
de él una zona de amortiguación. Eso es lo único que te aconsejo. Por lo
demás, tendrás que descubrir tú mismo cómo funcionan las cosas”» [1].
El nuevo papa, aunque había observado desde muy cerca el pontificado
de su predecesor, no podía imaginar cuán enormes son las exigencias a las
que ha de hacer frente el gobernante principal de la Iglesia católica. «En
realidad, no me sentía mal», cuenta Benedicto, «pero es cierto que al
principio esta carga amenaza con aplastarte» [2]. Solo su disciplinada
organización del tiempo y su rapidez en el estudio de los expedientes le
permitieron cumplir el programa de los primeros meses, sencillamente
abrumador. Sin embargo, cuando «había sobre su escritorio documentos que
ya debían estar revisados, se inquietaba conforme pasaba el tiempo», refiere
su secretario; «no lo soportaba, y había que retirarlos de allí» [3]. Tras una
«salida a todo gas», Gänswein se percató enseguida de que «el ritmo que se
le exigía era demasiado elevado». Partir de la pole position es una cosa;
«resistir vuelta tras vuelta y llegar a la meta, otra muy distinta». De lo que
se trataba ahora era de «encontrar el ritmo adecuado».
Un punto delicado era cómo abordar las innumerables peticiones de
audiencias privadas, «todas ellas realizadas por nobles motivos». Dadas las
«solicitudes sin cuento» –a las que acompañaban observaciones como:
«Solo un minuto», o: «Solo esta vez, una excepción», o: «El papa me
conoce desde hace mucho tiempo»–, resultó absolutamente necesario
«instalar un filtro más tupido», lo que a su vez propició la crítica de que era
imposible acercarse al santo padre, de que este estaba aislado en una jaula
de oro.
Su primer viaje como papa llevó a Ratzinger el 29 de mayo de 2005 al
XXIV Congreso Eucarístico Nacional en el sur de Italia, a Bari, la ciudad
de san Nicolás. En el vuelo de ida pidió al piloto de. helicóptero que hiciera
una parada en su pueblo natal de la Apulia y charló relajadamente con los
habitantes de la localidad, que acudieron en masa a saludar al papa. Cuando
el helicóptero, ya en Bari, sobrevoló en círculos los terrenos a orillas del
mar donde se celebraba el congreso, estalló una primera ola de entusiasmo.
Al fin y al cabo, había congregadas allí unas 200.000 personas, la mayoría
de ellas jóvenes, casi el doble de las esperadas. El papa habló sobre el
domingo y el imprescindible alimento de la eucaristía, y todo el tiempo de
su intervención reinó un silencio conventual. Pero en cuanto el anciano, ya
tras el altar, entonó con su voz quebradiza el sánctus, se desbordó el júbilo.
En ese instante, Ratzinger fue confirmado como papa por aclamación de su
pueblo italiano. «La Iglesia no es vieja ni inmóvil. ¡No, es joven!», había
proclamado Ratzinger antes de su entronización. Las imágenes del estreno
de Benedicto ante su público juvenil causaron, en cualquier caso, la
impresión de que alguien, siguiendo los pasos de Juan Pablo II, le había
dado un nuevo aire al catolicismo, una suerte de toque pop, del que se creía
que solo tenía que ver con el sexo, las drogas y el rocanrol.
Algo había cambiado. Desde que la persona y su forma de actuar podían
ser percibidas por la opinión pública sin filtros ni deformaciones
ideológicas, «no cesa la simpatía de la opinión pública por el papa
Benedicto XVI, alias Joseph Ratzinger», tuvo que admitir hasta Der
Spiegel. «Si le soy sincera, no podía soportarlo», le dijo Teresa La Peruta,
ama de casa de 59 años, a un reportero de The New York Times; pero ahora
Ratzinger estaba empezando a convencerle: «Espero que siga actuando
siempre así». Una peregrina bávara contó que durante una misa del papa
«algo en ella había hecho de repente clic» y se había percatado de que «en
él no hay nada artificial, ninguna sonrisa forzada; antes al contrario, ahí hay
un hombre cuya alma se asoma por los ojos».
Ya antes de la elección de Benedicto como papa, entre los intelectuales
alemanes había surgido una cierta «moda Ratzinger». Su agudeza
argumentativa, su erudición y la precisión de sus análisis suscitaban
también entre agnósticos el anhelo de confrontarse con la obra filosófica del
teólogo y cardenal. Muchos se habían dado cuenta, apuntó el semanario Die
Zeit, «de que Ratzinger no es un hombre ávido de poder, que su talante
conservador no es sinónimo de pacto con el statu quo, sino más bien de
inconformismo en un presente que idolatra el progreso».
«Aquí está ocurriendo algo nuevo», decía Antonio Tedesco, director del
Centro de Peregrinos Germanohablantes en Roma; «nunca había visto tanta
gente: en plena canícula veraniega, en medio del frío invernal. Y hay
muchos que no vienen porque esté de moda, sino que quieren mostrar que
son parte de esto» [4]. Wojtyla era un hombre de imágenes, prosigue
Tedesco; su sucesor, en cambio, es un hombre de la palabra. A uno la gente
venía a verlo; al otro vienen a escucharlo. «Si en los casi veintisiete años de
su pontificado aprendimos a ver al papa Wojtyla como el celoso e
incansable “párroco del mundo”», se afirmaba en un primer balance de
L’Osservatore Romano, «en los dos primeros meses de su ministerio petrino
hemos comenzado a ver en el papa Ratzinger al sensible y atento “director
espiritual” de un pueblo de Dios sediento de verdad y esperanza».
En Italia fue donde primero cambió la dirección del viento. El antiguo
«cardenal No», el severo guardián de la fe, se había convertido de la noche
a la mañana en los medios de comunicación en un anciano sensible, un
hombre de actitud aristocrática, retórica brillante y humildad modélica, al
que la revista Panorama reconoció un «poder bendito». Los periodistas
estuvieron días informando sobre Ratzinger como un cordial prefecto de la
Congregación de la Doctrina de la Fe que salía a pasear por las callejuelas
alrededor la plaza de San Pedro, hablaba con gatos, preguntaba al frutero
qué tipo de manzanas eran las mejores para hacer hojaldre relleno de
manzana y era amigo íntimo del entrenador de fútbol Giovanni Trapattoni
(quien a su vez reveló que el nuevo papa era un hombre «que sabe marcar
goles»). Algunos filósofos se pavoneaban de tener buena relación con el
exprefecto. «Los comecuras de antaño», escribió el analista Pietrangelo
Buttafuoco, «han desaparecido, ya que esta vez el cura es de una
extraordinaria calidad humana y profundidad espiritual».

La televisión italiana respondió al anhelo del público retransmitiendo en


directo los domingos y los miércoles los mensajes de Benedicto desde la
plaza de San Pedro. De súbito se desencadenó un espectáculo mediático que
convirtió al catolicismo en tema y al papa en estrella. Las editoriales
rivalizaban por los derechos de publicación de sus catequesis y discursos.
«Muy versado, muy inteligente»: así valoraban ahora famosos como Mario
Adorf al antiguo «gran inquisidor». Benedicto era, según este actor suizo-
alemán, «reservado, competente y amable». «Hablamos sobre la muerte de
mi madre», contó la actriz Verónica Ferres; «lo que dijo me conmovió
hondamente»; en su opinión, este papa llegaba «incluso a aquellos para
quienes la Iglesia hacía tiempo que no tenía nada que ofrecer». El káiser del
fútbol, Franz Beckenbauer, valoró los 48 segundos que duró su audiencia
con Benedicto como «el culmen de mi vida». El papa le había inspirado:
«Rara vez he visto a una persona con este carisma, esta bondad, esta
apacibilidad en el rostro». Y, para terminar, extendió al nuevo pontífice el
certificado de excelencia: «La humanidad lo necesita, creo yo, más que
nunca».

Porque la mirada sobre él había cambiado, Ratzinger pudo sorprender


con solo seguir siendo cómo era. Antes únicamente le llegaban sobre el
cardenal, dijo el escritor Martin Walser, «noticias truncadas sin aura
personal». Ahora, dado que por primera vez había podido percibir la
«esencia» de Ratzinger, estaba «enormemente impresionado de la
credibilidad que tiene». Pues existe, según Walser, una «diferencia entre
opinión y esencia. Con las opiniones uno puede tener razón o no. La
esencia, por el contrario, se manifiesta y entonces es creíble, digna de fe, o
no» [5].
Rara vez ha estado un papa bajo una luz semejante al inicio de su
pontificado. La vivencia del cambio de milenio, el sufrimiento final de Juan
Pablo II y una nueva generación de apasionados cristianos crearon una
situación de partida que permitió a Benedicto XVI cosechar lo sembrado
por su gran predecesor y frenar la tendencia a la baja. Con Ratzinger como
papa, decreció el número de abandonos de la Iglesia en Alemania. Las
oficinas para gestionar el reingreso en la Iglesia [recuérdese que en
Alemania la pertenencia a una Iglesia se plasma civilmente en la obligación
de pagar el impuesto eclesiástico], como la «Glaubensorientierung St.
Michael» en el centro de Múnich, registraban una demanda hasta entonces
insospechada. En Berlín, el cardenal Georg Sterzinsky recibía más
solicitudes de bautismo de adultos que nunca. En las Jornadas de las
Facultades de Teología Católica de Alemania se informó de que, tras varios
años de descenso del número de alumnos, había un «considerable
incremento» de nuevas matrículas para el semestre de invierno 2005-2006
en todos los ciclos de los estudios teológicos. En los seminarios de Baviera
hubo un 50 % más de incorporaciones que el año anterior. «No tenemos por
qué avergonzarnos de vivir con autenticidad, amor y fidelidad conforme a la
palabra de Dios», proclamó el obispo auxiliar de Bamberg, Werner
Radspieler. El cambio de estado de ánimo era patente también entre la
juventud católica: «Donde antes reinaba la vergüenza y la reserva en
asuntos de fe», así describía un activista el nuevo sentimiento de
autoestima, ahora prevalece la conciencia de que «somos depositarios de un
mensaje que libera, algo estupendo que uno desea comunicar a otros».

Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a Ratzinger


le faltó en ocasiones una comunicación adecuada. La percepción que la
opinión pública tenía con frecuencia de él era la de alguien abatido. Pero
ahora, según el teólogo Eugen Biser en declaraciones al Süddeutsche
Zeitung, se veía «el rostro de una persona floreciente, liberada»: «Eso es, de
hecho, una paradoja. Al parecer, Benedicto XVI se ha liberado de la carga
que para él representaba su antiguo puesto». Se trataba además, en su
opinión, del «papa teológicamente más competente desde León Magno».
Biser se «mojó»: «Es el papa que sitúa la idea de “representación” en el
centro de su pontificado. Él no es el jefe de la Iglesia, ni la Iglesia es objeto
de culto. Él está ahí ocupando el lugar de otro, el único que debe ser amado,
el único merecedor de fe». Con ello comienza, prosiguió Biser, «una Iglesia
en la que la fe, lejos de consistir solo en la aceptación de dogmas, es
entendida como una invitación a la experiencia de Dios». El nuevo papa se
cuenta ya, a su juicio, «entre los papas más importantes de la historia». El
exconsejero de Cultura bávaro Hans Maier añadió que, tras la figura
«gigantesca, casi renacentista» del papa polaco, se estaba viendo a un
gobernante «que tiene sensibilidad para las formas y los procesos regulados,
que no llama la atención por un impaciente celo reformista, que no quiere
hacerlo todo él mismo, que también es capaz de esperar de cuando en
cuando a que el tiempo haga algo por él» [6].
Las insospechadas cualidades del nuevo pontífice hicieron reflexionar
incluso a algunos que hasta entonces habían sido críticos con él: «Mientras
que cualquier otro papa nuevo habría sido comparado enseguida con el
poderoso, magnético y carismático Juan Pablo II comentó The New York
Times, «Benedicto tiene su propio atractivo, reservado, humilde». Su forma
de estar en público es, se dice, «delicada, aun tímida; su voz, queda; y su
argumentación, clara». Joaquín Navarro-Valls, el director de la Oficina de
Prensa del Vaticano, afirmó: «Benedicto XVI constituye un fenómeno
mediático, a pesar –o justo a causa– del hecho de que resulta
intelectualmente exigente. Se le escucha». El misterio de su comunicación
radica, al parecer, en la claridad con la que habla en una época de
ambigüedad y en la fascinación que ejercen la riqueza y la sencillez de su
manera de expresarse.

Sea como fuere, nunca antes había sido escuchada la palabra de un papa
por tantas personas a la vez alrededor del planeta. Los titulares de la prensa
mundial se hacían eco de los discursos de Benedicto XVI. Sus libros
tomaban por asalto las listas de superventas por doquier y desencadenaban,
por así decir, el mayor cursillo acelerado de fe de todos los tiempos. No era
humo de paja. Anticipándonos un poco: por primera vez en la historia se
vendieron un millón de ejemplares de la encíclica de un papa, un hito hasta
entonces inimaginable. Del primer escrito doctrinal de Benedicto hubo que
reimprimir en Italia hasta la edición en latín... tras agotarse los 450.000
ejemplares de la primera edición italiana. El antiguo catedrático de Teología
se vio favorecido por el hecho de que no hablaba solo a una determinada
clientela, sino que también podía llegar tanto a intelectuales como a
creyentes sencillos. Hasta 60.000 personas lo esperaban los domingos y
miércoles en la plaza de San Pedro. A principios de mayo se congregaron
para la oración del Regina coeli incluso 100.000 fieles y turistas, y el
encuentro fue para muchos un momento mágico. Coraggio, ti vogliamo
bene, podía leerse en una pancarta alzada por unos jóvenes mientras
saludaban desde lejos al pontífice: «¡Ánimo, te queremos!». Existe una
«actitud de constante expectativa», observó el diario alemán Die Tagespost,
«como si en cada acción, en cada gesto, en cada palabra del papa hubiera
que encontrar algo que señala nuevos caminos» [7].
Solo en su primer año de pontificado, Benedicto congregó alrededor de sí
a casi cuatro millones de personas, más que cualquiera de sus predecesores
en un periodo de tiempo comparable. «Ha conquistado Ud. los corazones de
numerosas personas», le dijo entusiasmada al nuevo papa Franca Ciampi, la
mujer del presidente de la República italiana, «y eso no era nada fácil
después del brillante pontificado de Juan Pablo II». Los responsables
máximos del Estado comprendieron de inmediato que en este proyecto
había también una oportunidad para la regeneración del país. El catolicismo
difícilmente sería pensable sin Italia... al igual que Italia sin el catolicismo.
El «modelo Italia», con su separación de Iglesia y Estado y el simultáneo
reconocimiento de los valores cristianos, servirá pronto de ejemplo en otros
lugares, proclamó el presidente Ciampi.
Había puntos de partida para ello. «Alemania no es un país de temerosos
de Dios, y la afluencia masiva de paganos a las iglesias se da solo en
Semana Santa y Navidad», apuntó el periodista Hans Leyendecker en el
Süddeutsche Zeitung; así y todo, «hasta los miembros de la sociedad
codiciosa» perciben, según él, «que existe algo mayor que Mamón y la
riqueza. ¿Y quién personifica la modestia mejor que el intelectual católico
que camina deslizándose?». Benedicto XVI, afirma, es «alguien que
encuentra fondo firme donde no lo hay» [8].
Rolf Hille, presidente del Grupo de Trabajo de Teología Evangelista, se
mostró convencido de que «el entusiasmo por el catolicismo que
manifiestan algunos protestantes» se debe seguramente a que «los católicos
tienen con el papa a alguien que llama a las cosas simple y llanamente por
su nombre». El crítico cultural e historiador Gustav Seibt afirmó que «el
sorprendente atractivo de un catolicismo que vuelve a representarse
ritualmente de manera rigurosa no se nutre tanto de la piedad renovada
cuanto del contraste con la indiferencia del presente liberal y su abundancia
de ofertas cosmovisionales, pero también con la búsqueda en la religiosidad
moderna de un descomprometido bienestar integral. Si hay que tener alguna
religión, directamente el catolicismo, por favor». Nada impresionada se
mostró, en cambio, la obispa de la Iglesia regional evangélico- luterana de
Hannover, Margot Käßmann. Se limitó a decir que no podía comprender
esta «euforia papal de inédita magnitud».
Se había predicho que no sería capaz de tratar con personas, menos aún
con multitudes. Pues supuestamente le repugnaba el contacto corporal y era
incapaz de tocar a nadie. El exsacerdote franciscano Leonardo Boff
vaticinó: «Será difícil amar a este papa». Pero de golpe una gran multitud
vio cómo aquel a quien muchos tenían por tímido, reservado y duro de
corazón abrazaba niños y estrechaba manos. «Mira a todo aquel con quien
se relaciona, a veces indagadora, a veces tiernamente; toma con gusto
ambas manos de sus interlocutores», observó el escritor Christian
Feldmann; «va de una persona a otra con acentuada lentitud, se toma
tiempo para el par de frases que dice a cada cual, se detiene un rato con una
anciana o con un niño y hace esperar a los obispos, que también quieren
hablar con él» [9].

En cuanto se encontraba con jóvenes, se transformaba. «Si no sabéis


cómo orar, pedidle a él [Cristo] que os enseñe», recomendó a adolescentes
holandeses. Por otra parte, en lo relativo al futuro de la fe se mostraba
acentuadamente sobrio: «Yo creo que no hay un sistema para hacer un
cambio rápido», respondió a los sacerdotes en el valle italiano de Aosta;
«debemos seguir avanzando para salir de este túnel, con paciencia, con la
certeza de que Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo
su luz». Cuando impartió en Navidad la bendición urbi et orbi, hizo un
llamamiento: «Hombre moderno, adulto y, sin embargo, a veces débil en el
pensamiento y en la voluntad, ¡déjate llevar de la mano por el Niño de
Belén!».

Al principio se quedaba un poco desconcertado cuando alguien se dirigía


a él como «Santo Padre» o «Santidad». O se estremecía en cuanto alguien
intentaba besarle la mano, costumbre cortesana que él, en realidad, había
eliminado. A veces, rompiendo el protocolo, saltaba de su asiento como si
no fuera digno de permanecer sentado. La emocionalidad estaba todavía
contenida; los gestos eran ocasionalmente inseguros; y la mirada, interesada
a la par que tímida. Con todo, Benedicto quiso prescindir de recursos
efectistas ante el público o en los medios de comunicación. «Ese era su
estilo», explica Gänswein. «Ninguno de nosotros intentó nunca “venderle”
esto o aquello. Por supuesto, le hicimos determinadas propuestas, que él no
aceptó» [10].

Ni siquiera cuando se trataba de su retórica, aún perfeccionable, de su


tendencia a mirar al vacío en medio de un discurso, para poder visualizar en
su interior textos como si estuvieran escritos en un folio imaginario. «Debo
reconocer también que a menudo mi voz sencillamente no tenía suficiente
potencia y aún no había hecho el texto interiormente mío hasta el punto de
poder exponerlo de forma más espontánea», admitió Ratzinger en el curso
de una de nuestras conversaciones. «Era un punto débil, sin duda. Y mi voz
es ya de por sí débil. Pero cuando uno tiene que hablar tanto y con tanta
frecuencia como un papa, la exigencia es también algo excesiva, creo yo»
[11].
Al parecer, los analistas profesionales habían minusvalorado dos
factores. En primer lugar, el aura del ministerio. Ser papa no es un trabajo
cualquiera. Confiere un ascendente enorme. Y en segundo lugar, la
capacidad de Ratzinger para familiarizarse rápidamente con una nueva
tarea. A eso se añadió una nueva ligereza, así como la fuerza de su poesía y
un resplandor en sus ojos que hacía tiempo que no se le veía. Benedicto
escribe, como si dijéramos, con una tinta nueva. Escribe con el corazón en
la mano. Era la transformación de una persona que, con la luz de la vida,
podía volver a ser quien en realidad era. Después de las décadas de ataques
contra la Congregación para la Doctrina de la Fe, la actitud defensiva cedió
paso a una irradiación de benevolencia y bondad. Pero sobre todo el papa
alemán había logrado –sin ajetreo de ningún tipo– lo que en el fondo nadie
consideraba posible: una transición sin ruptura, la fusión sin fisura de dos
pontificados. Y mientras que al principio todavía caracterizaba la votación
que había resultado en su elección como «guillotina», ahora se corrigió a sí
mismo con una emoción en la voz que no podía pasarse por alto: «Le doy
gracias a Dios [...], quien me ha llamado a servir a la Iglesia como sucesor
del apóstol Pedro y me brinda la ayuda indispensable».

La visita a Bari ofreció ya un anticipo, pero tras la XX Jornada Mundial


de la Juventud en Colonia en agosto de 2005 resultaba ya imposible ignorar
qué gran potencial latía en el nuevo pontificado. En vísperas del encuentro,
algunos críticos –por ejemplo, Eugen Drewermann– hablaron de una barata
«industria del entretenimiento»; en verdad, el supuesto «evento de ocio» fue
quizá la más bella manifestación de la fe cristiana que jamás haya tenido
lugar en suelo alemán, con personas llegadas de doscientas naciones
distintas para encontrarse con el papa, pasar la noche orando y cantando y
celebrar la eucaristía en una enorme explanada, Marienfeld, a las puertas de
la ciudad.
Tras la muerte del papa y la elección de su sucesor, el «año católico»
2005 alcanzó en Colonia, sin duda, una nueva cima. En torno a 800 obispos
impartieron la bendición y 10.000 sacerdotes administraron la santa
comunión; y con 1.200.000 participantes, la Jornada Mundial de la
Juventud se convirtió en la mayor concentración religiosa de toda la historia
en Alemania. «Ahí fue cuando, por decirlo así, el volcán entró en
erupción», rememora el secretario Gänswein. «El entusiasmo por Benedicto
XVI no tenía límite. Eso le hizo bien y le dio alas. A partir de este
momento, con este viento a favor, algunas cosas que hasta entonces le
habían resultado difíciles se tornaron más fáciles». El papa mismo reconoce
que, por propia iniciativa, «yo no me habría atrevido a organizar esto». Así
pues, fue la providencia divina la que, con motivo de la Jornada Mundial de
la Juventud, que ya estaba planificada mucho tiempo antes, lo llevó tan
pronto a Alemania en su primer viaje como papa fuera de Italia. Ya en el
vuelo de ida confesó a los periodistas: «Estoy muy emocionado de poder
regresar a mi país». Luego proclamó: «Dios bendiga a mi querida patria».
Miles y miles de personas orlaban las calles, millones estaban sentadas
en casa delante del televisor, después de que el presidente de la República,
Horst Köhler, recibiera al ilustre invitado en el aeropuerto diciéndole:
«Bienvenido a casa, bienvenido a Alemania». El horario era apretadísimo; y
las medidas de seguridad, máximas. «El protocolo del Vaticano es, junto
con el de la reina de Inglaterra, el más riguroso», afirma Ingeborg Arians,
jefa de protocolo del ayuntamiento de Colonia. «Todo estaba planificado no
ya al minuto, sino al segundo» [12]. Cuando los primeros 170.000 jóvenes
se apiñaron en la orilla del Rin, muchos de ellos metidos en el agua hasta la
cintura, para saludar con gestos al pontífice que llegaba en barco, la escena
recordaba a los discípulos de Jesús en el lago de Genesaret. «Me gustaría
mostrarle a la juventud mundial qué bello es ser cristiano», dijo Benedicto a
su público. «Ser impulsado por un gran amor y conocimiento no es como ir
cargado con una maleta, sino tener alas». Ratzinger «se dirigió al principio
solo a los jóvenes que estaban en el barco», recordaba más tarde el entonces
arzobispo de Colonia, Joachim Meisner, que había puesto a disposición del
amigo su vivienda de tres habitaciones. Meisner sabía bien qué había que
hacer: «Le dije: “Debes girarte también hacia la izquierda”. Al terminar, me
recriminó: “No has hecho más que criticarme todo el rato”. Pero más tarde
cambió de opinión: “Debo realmente darte las gracias”» [13].
El papa no escatimó esfuerzos. En cuatro días participó en veintiún actos
y pronunció doce discursos. Arrancó a la candidata a la cancillería Angela
Merkel la promesa de que, si ganaba las elecciones, haría política cristiana;
y en el encuentro con los obispos alemanes, les recordó: «Los jóvenes no
buscan una Iglesia que se las dé artificialmente de joven, sino una Iglesia
joven de espíritu, una Iglesia que deje entrever a Cristo, el hombre nuevo».
Organizó un encuentro ecuménico (que él mismo alargó setenta minutos
más de lo previsto), insistió en reunirse con musulmanes y visitó –el primer
papa que lo hacía en Alemania– una sinagoga. «Shalom alejem!», proclamó
en la casa de oración judía. Expresó su deseo de seguir recorriendo «el
camino de la mejora de las relaciones y de la amistad con el pueblo judío»;
y además, «con toda energía». A ojos de Dios, afirmó Benedicto, «todos los
seres humanos poseen la misma dignidad, con independencia de a qué
pueblo, cultura o religión pertenecen». Constató que en la actualidad de
nuevo «afloran signos de antisemitismo y formas de xenofobia
generalizada», que eran causa de preocupación y una llamada a permanecer
alerta. «La Iglesia católica», aseguró, «aboga por la tolerancia, el respeto, la
amistad y la paz entre los pueblos, culturas y religiones».
Perdurables fueron los gestos que hizo espontáneamente. Las lágrimas
que apenas pudo contener cuando estrechó la mano a supervivientes del
Holocausto. La forma en que, durante la despedida en las escaleras de la
sinagoga, agarró fraternalmente al presidente de la comunidad judía,
Abraham Lehrer, quien estaba en el escalón inferior, y lo atrajo hacia sí,
para que estuvieran los dos a la misma altura. Tampoco olvidó recordar al
frère Roger Schutz, quien tres días antes había sido mortalmente
acuchillado por una mujer psíquicamente trastornada. El fundador de la
comunidad de Taizé acababa justo de escribir una última carta a Ratzinger,
en la que agradecidamente le reafirmaba su amistad.
La Jornada Mundial de la Juventud en Colonia estuvo impregnada, según
el Spiegel online, de «un abrumador sentimiento de unidad y paz». En
especial el pontífice impresionó, según los autores del reportaje, «por su
humilde forma de estar en público, sin un ápice de vanidad ni
fanfarronería». En ello, el sucesor de Pedro no tuvo ningún problema con la
cercanía con la gente. Caminó unos metros junto a un gigantesco joven
africano, a quien había asido de la mano; comió con doce adolescentes de
distintos continentes. Tenía un especial interés en el encuentro con
seminaristas mayores. «Al llegar el santo padre, en la sala se hizo un
silencio emocionante», relata Klaus Langenstück, quien participó en aquel
encuentro. Tras bendecir la mesa en latín, el papa contó brevemente su
visita a la sinagoga. «Luego se interesó por cada uno de los presentes. ¿De
dónde eres?, ¿dónde vives?». Solo a posteriori cayó en la cuenta, dice
Langenstück, de con «cuánta normalidad», sin nerviosismo alguno, había
hablado con el papa, casi como «si estuviera contándole algo a mi padre “de
verdad”». Cuando se sirvió la comida, había tortilla para todos, salvo para
el santo padre, a quien se le había preparado un plato de pescado. Pero ese
no es el estilo de Benedicto. «Se devolvió el pescado a la cocina y se sirvió
una tortilla más... para el papa» [14].
Joseph Ratzinger nunca había sido amigo de la liturgia tendente al
espectáculo; como Benedicto XVI, transformó el encuentro internacional de
la juventud en una catequesis masiva. El punto de partida fue la historia de
los Reyes Magos. En Colonia se custodian sus reliquias, que se cuentan
entre las más importantes del mundo cristiano. Estos sabios buscaban la
estrella de la vida –comenzó diciendo el papa, cual abuelo que narra una
historia fascinante– y finalmente la encontraron. Sin embargo, una vez
encontrada la estrella, tuvieron que someterse a un proceso muy singular, a
saber, el de la transformación interior: «Debían cambiar su idea sobre el
poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos.
Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de los grandes
del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de
como quisiéramos imponérselo también a él. [...] Dios es diverso; ahora se
dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser
diferentes, han de aprender el estilo de Dios». Benedicto XVI resumió:
«Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad,
del perdón, de la misericordia».
Precisamente el término «revolución» se convirtió en Colonia en palabra
clave. Pero el papa le dio el enfoque correcto: «Solo de los santos, solo de
Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo»,
acentuó; del Creador como garante de la libertad, del bien y de la verdad.
Las ideologías no salvarán el mundo: «La revolución verdadera consiste
únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo
tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?».
¿Relaciones prematrimoniales, métodos anticonceptivos, celibato? De
ello no dijo nada Benedicto. Él no es un moralista. Y resultaba perceptible
que quería dejar de lado estas cuestiones. Durante demasiado tiempo habían
obturado la mirada a lo que es realmente importante en el cristianismo.
Habiéndose mantenido joven, en la radicalidad de una fe no acomodada,
habló a los jóvenes sobre la búsqueda de lo grande, del todo. Practicad la
santa adoración, les exhortó; es el camino hacia la unión con Dios. Guardad
el domingo. Anunciad a Jesús a otros. No os compongáis vuestra propia
religión; no sirve de nada cuando realmente hace falta. Leed la Sagrada
Escritura para familiarizaros con la palabra de Dios. Cobrad conciencia de
cómo funciona el mundo... y también de cómo es Dios. Descubrid la
eucaristía; únicamente os podréis alimentar de su fuerza y ayuda infinitas si
os acercáis a su misterio y aprendéis a amar a Cristo. Creed en esto: la vida
es singular, la vida es bella, la vida es sagrada.

Como un maestro espiritual que guía a sus pupilos de escalón en escalón


para conducirlos a lo más hondo, a una reluciente cámara del tesoro, el
pontífice –al dirigir la mirada a la sagrada comunión y al mensaje ilustrado
por Jesús en la cruz y el cenáculo– había llegado a la meta: «Esta es, por
usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo
más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor
sobre la muerte», proclamó con solemnidad. «Solamente esta íntima
explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de
transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo».

Fue un estreno a medida. «En su primer examen ante el pueblo», analizó


el Corriere della Sera, el papa alemán «puso de manifiesto su forma de
comunicarse, los símbolos que utiliza, su estilo». Tiene un «cansina
intelectual propio», marcado por la mesura y la reserva. «Aquí, en el Rin»,
escribió el diario liberal de izquierdas La Repubblica, «tiene lugar el
segundo bautismo del pontífice Ratzinger». La imagen del duro cardenal,
afirma el rotativo, desaparece y aflora el rostro de un papa, que es sensible y
se dirige a todos «con amor». Así, ante los desconfiados ojos de sus
compatriotas, se habría quebrado la armadura del guardián de la fe,
emergiendo un responsable máximo de la Iglesia que habla de un Dios lleno
de amor y misericordia y define a la Iglesia como «lugar de ternura».
El papa no quiso hacerse más joven de lo que era ni intentó ganarse
voluntades con el culto a la juventud o utilizando el lenguaje de los jóvenes,
sino que sencillamente inauguró una escuela de la fe. En ello, lo que había
plantado Juan Pablo II adquirió, en la forma en que lo modeló Benedicto,
un tono más contundente. Tras el «Abrid las ventanas» al mensaje de Jesús,
ahora se decía: «Abrid los corazones». Y tras el «No tengáis miedo» de
Wojtyla, ahora valía: «Quien cree no está solo».
Considerando retrospectivamente los días de Colonia, Benedicto
agradeció «a Dios de todo corazón el don de esta peregrinación». Con
«profética intuición» había creado su predecesor las Jornadas Mundiales de
la Juventud. Dio las gracias por los diversos momentos compartidos con los
jóvenes, tales como la vigilia en la noche del sábado o el «singular
encuentro» con los seminaristas, quienes «han sido llamados a un más
radical seguimiento personal de Cristo». Con los representantes de «las
demás Iglesias y comunidades eclesiales» había expresado la esperanza de
que el ecumenismo no se quedara en palabras. Por último, con los
«hermanos judíos» había conmemorado la Šo’ah y el sexagésimo
aniversario de la liberación de los campos de concentración
nacionalsocialistas. Los jóvenes se habían «encontrado en el misterio de la
eucaristía con el Emmanuel, el “Dios con nosotros”».
Lo que hizo realmente grande a la XX Jornada Mundial de la Juventud
no fue su dimensión. Fue la humildad de la persona. El estilo del nuevo
papa sofocó ya en su origen todo asomo de triunfalismo. A Ratzinger no le
interesaba la lista –conocida hasta la saciedad– del supuesto «atasco de
reformas». Toda verdadera reforma de la Iglesia católica, aclaró, ha tenido
siempre –y debe tener– como meta el fortalecimiento de la fe, no su
reblandecimiento. A su juicio, en amplios sectores de la Iglesia existe, por
desgracia, una suerte de babilónica confusión conceptual, una evaporación
de elementos básicos de la fe que amenaza la pervivencia de esta. Por eso,
insistió, no se debe seguir poniendo la Iglesia patas arriba; antes bien, hay
que ponerla de pie, para que su corazón vuelva a latir.

En Colonia, una generación dinámica de jóvenes alegres y piadosos que


querían redescubrir la fe se mostró en toda su vitalidad y plenitud. Para
ellos, la Iglesia católica resultaba atractiva no a pesar sino en virtud de su
firmeza de principios. El hecho de que insista en la verdad no la convierte a
sus ojos en hazmerreír, sino en una marca de primera calidad. Y el pontífice
desempeñó un papel determinante en ello. «Si mamá me busca, estoy con el
papa», se leía en una pancarta enorme. Uno de los jóvenes reconoció: «El
papa es como mi abuela, que dice una y otra vez lo mismo. Y aunque no
siempre le hago caso, sé que en el fondo tiene razón».
63
El discurso de Ratisbona

E ntretanto, el apartamento del Palacio Apostólico había sido ya


reformado, y el que iba a ser su inquilino de por vida agradeció a los
distintos oficios que habían intervenido en la obra su «entrega» y
«competencia». Sonriendo, los llamó «colegas del Señor», quien, como es
bien sabido, empezó en Nazaret como carpintero.
Desde que era papa, a Ratzinger no le iban peor las cosas, sino, al
contrario, mejor. «Su energía es sensacional, no se le nota en absoluto la
carga del ministerio», contaba su secretario. Dado el enorme esfuerzo que le
exigían las obligaciones diarias, era un enigma cómo conseguía además
escribir libros.

Sus primeras decisiones sobre personal le granjearon reconocimiento.


Así, por ejemplo, el nombramiento de Pietro Sambi como nuncio en
Estados Unidos. Sambi había trabajado largo tiempo en Oriente Próximo,
negociando el acuerdo general con los palestinos. Un candidato «político»
podía verse también en el cardenal Joseph Zen Ze-kiun, a quien Benedicto
designó obispo de Hong Kong. Zen, una figura destacada de la Iglesia
clandestina china, había participado en manifestaciones a favor de los
derechos humanos y había atacado denodadamente la corrupción. Más
tarde, ya en el pontificado de Francisco, se opondría con vehemencia a un
rumbo que él consideraba una sumisión al Partido Comunista; en ese
contexto, hablaría incluso del «asesinato de la Iglesia católica china».
La línea de Benedicto se reflejó también en los nombramientos de
cardenales. El papa alemán no concedió la púrpura, a diferencia de lo que se
esperaba, a los nuevos arzobispos de París y Dublín, sedes tradicionalmente
asociadas con tal dignidad; en vez de ello, creó cardenales, por ejemplo, al
arzobispo de Boston, Patrick O’Malley, quien había vendido el palacio
arzobispal para indemnizar a víctimas de sacerdotes pedófilos; o al obispo
de Burdeos, Jean-Pierre Ricard, quien se había acreditado como pacificador
con ocasión de los altercados en suburbios franceses; o al arzobispo Peter
Poreku Dery, de Ghana, un luchador por el Tercer Mundo.
Un ejemplo del nuevo estilo de compactación favorecido por Benedicto
fue el sínodo de los obispos sobre la eucaristía que se celebró en octubre de
2005. La asamblea plenaria se acortó de cuatro a tres semanas;
simultáneamente, Benedicto introdujo un debate sin restricciones, lo que
imprimió al «trabajo sinodal un carácter más directo y fresco», como
analizó el canonista Stephan Haering [1]. También dispuso la publicación
de las propuestas de los 256 participantes de los cinco continentes nada más
concluir el sínodo. Su predecesor guardaba los posicionamientos y
elaboraba a partir de ellos una «exhortación postsinodal» propia. Estas
reuniones se habían creado cuarenta años antes; pero solo con Benedicto,
señaló un cardenal, se había empezado a debatir de forma realmente
dialéctica y sin temor.
Puesto que reiteradamente se habían producido incidentes xenófobos en
estadios de fútbol italianos, Benedicto pidió que el 1 de marzo de 2006,
antes del partido internacional Italia-Alemania en Florencia, se leyera por
los altavoces un comunicado que denunciaba el racismo y la violencia. En
uno de los mensajes del ángelus recordó a su público que las «obras del
amor al prójimo» son «indispensables» para un cristiano. La Iglesia
católica, afirmó, es un país en el que no existen extranjeros [2]. Al mismo
tiempo, en la visita ad limina de los obispos austriacos apeló a la conciencia
de estos: «No os engañéis. Una enseñanza de la fe católica que se imparte
de modo incompleto es una contradicción en sí misma y, a la larga, no
puede ser fecunda» [3]. En otro lugar acentuó que «la única trampa ante la
que debe tener miedo la Iglesia es el pecado de sus propios miembros».
Que el sucesor de Juan Pablo II iba a insistir en la renovación de la
Iglesia se evidenció ya en su discurso inaugural como papa, en el que citó
un versículo del Apocalipsis de Juan: «Si no te arrepientes, vendré y
removeré tu lámpara de su puesto» (Ap 2, 5). Estas palabras, dirigidas a la
Iglesia de Éfeso, nos conciernen «también a nosotros, la Iglesia en Europa,
así como a Europa y Occidente en general», advirtió. «También a nosotros
se nos puede privar de la luz, y haremos bien en dejar que esta advertencia
resuene en toda su seriedad en nuestro corazón y en invocar al Señor:
“¡Ayúdanos a convertirnos! ¡Concédenos a todos la gracia de la verdadera
renovación! ¡No permitas que se extinga tu luz en medio de nosotros!”» [4].
Ningún pontífice de la Edad Moderna había tenido tan escaso afán de
poder. Y aquí había un pontífice que incluso reclamaba la carencia de poder,
la renuncia a los privilegios eclesiásticos. A ojos de muchos analistas,
Ratzinger parecía estar tornándose no solo en el papa de un renacimiento de
los orígenes cristianos, sino también en el papa que veía en el papel de
Pedro en el diálogo, en la colegialidad de los obispos, en la humildad que
señalizaba a las Iglesias de Oriente, que la unión con Roma no era sinónimo
de sumisión, sino de comunión. Saltaba a la vista que el Ratzinger anciano
trataba de llevar a la práctica lo que el Ratzinger joven había comenzado en
el Concilio: apertura del horizonte, reflexión sobre las fuentes, autenticidad
del anuncio, redescubrimiento de una liturgia que contribuye a transmitir el
regocijo en la palabra de Dios. Era casi como si un sembrador del siglo XXI
tuviera que esparcir a manos llenas la abundante simiente por los bancales
perdurablemente labrados por Juan Pablo II. Su intención fue de hecho,
explica Benedicto, «colocar en el centro el tema “Dios, fe y plenitud de la
Sagrada Escritura”. Se quiera o no, yo era un hombre que venía de la
teología y que sabía que mi virtud, si acaso tengo alguna, es que anuncio la
fe positivamente» [5].

En la curia, la conmoción causada por «la desagradable sorpresa» que


para algunos miembros de la Secretaría de Estado supuso la elección del
papa alemán «se había transformado», según Georg Gänswein, «en
benevolente asentimiento» al observar «cómo ejercía el papado y cómo
trataba a la gente» [6]. El nombramiento de un nuevo secretario de Estado –
cargo que Sodano abandonó en septiembre de 2006 en contra de su
voluntad– suscitó descontento, sobre todo porque Ratzinger recurrió para
esta tarea a Tarcisio Bertone, cardenal arzobispo de Génova (no es cierta la
historia, difundida en agosto de 2019, de que Benedicto XVI quería
originariamente confiar el cargo a Jorge Bergoglio, el posterior papa
Francisco, y este lo rechazó).

Bertone, sacerdote salesiano de ascética figura y profesor de Derecho


Canónico, había sido durante largos años el hombre de confianza de
Ratzinger en la Congregación para la Doctrina de la Fe, pero carecía de
experiencia en la diplomacia vaticana, algo que para un cardenal secretario
de Estado se tenía por indispensable. El nombramiento obedecía, por una
parte, a la convicción íntima del papa de que no gobernaría la Iglesia mucho
tiempo, por lo que no quería designar como segundo de a bordo en el
Vaticano a alguien desconocido para él; y, por otra, como se demostraría
con el tiempo, al deficiente olfato de Ratzinger a la hora de elegir de
quiénes se rodea. Benedicto justificó el cambio alegando que Sodano
sencillamente había superado el límite de edad. De todos modos, como
decano del Colegio Cardenalicio, cargo que podía seguir desempeñando,
conservó su lugar en el centro de la curia. Sodano, dice Benedicto, «veía la
situación también así» [7]. Evidentemente, no del todo. El cardenal mostró
su desacuerdo negándose a abandonar su vivienda oficial y su oficina. Su
sucesor Bertone tuvo que conformarse durante un año con dependencias
provisionales.

Otra controvertida decisión relativa a cargos tuvo que ver con el cese de
Joaquín Navarro-Valls, veterano portavoz del Vaticano. El español,
miembro del Opus Dei, era muy querido y reconocido por la prensa
internacional a causa de su profesionalidad y su solicitud con los
compañeros periodistas. Su relación directa con Juan Pablo II lo ayudaba a
transmitir el mensaje del papa sin artificialidad ni lenguaje burocrático, así
como a reaccionar con presteza en situaciones delicadas. Benedicto XVI
había dejado a Navarro-Valls inicialmente en el cargo; pero cuando llegó a
la edad de jubilación, lo sustituyó por el jesuita italiano Federico Lombardi,
que había sido recomendado por Sodano. Lombardi era estimado por los
periodistas por su nobleza; pero, como jefe de la televisión vaticana CTV,
responsable de Radio Vaticano, director de la Oficina de Prensa y uno de los
delegados del superior general de los jesuitas, había acumulado tantísimos
cargos que la nueva tarea no podía sino desbordarle. Le fue posible ignorar
las voces que le reclamaban que abandonara parte de sus funciones porque
su jefe último se lo permitió.
Por lo que atañe a la reforma de la curia, al principio se habló de una
reducción considerable. De hecho, el nuevo papa fusionó cuatro de los
consejos pontificios en dos, entre otras razones para recortar gastos. Pero
ahí se quedó todo. Es cierto que el papa encargó a Bertone que reflexionara
sobre reformas adicionales, pero los asuntos diarios no tardaron en acaparar
otra vez la agenda. Nunca se volvió a hablar de nuevos cambios en el
aparato. Por otra parte, la sustitución del maestro de ceremonias en
ejercicio, Pietro Marini, fue interpretada por los críticos como un giro de
180 grados en los usos litúrgicos. Benedicto justifica esta decisión
aludiendo a los largos años de servicio de Marini: «Era y es un hombre muy
bondadoso. Bueno, litúrgicamente es más progresista que yo, pero eso no
importa. Él mismo opinaba también que, después de veinte años, era hora
de poner fin a esa dedicación» [8]. Los críticos quisieron ver en el
nombramiento de su sucesor, Guido Marini (en la jerga del Vaticano,
«Marini II»), un retorno a formas más tradicionales, en especial también en
el código de indumentaria litúrgica. De hecho, Marini había propuesto al
pontífice utilizar alguna que otra vez vestimentas litúrgicas empleadas por
Pablo VI o incluso por papas anteriores (siempre con justificación escrita),
pero también Juan Pablo II había procedido así. La única diferencia era que
Benedicto, en lugar del báculo rematado con el cuerpo de Cristo crucificado
(que hasta Pablo VI no existía como insignia del papa), usaba una sencilla
férula, una cruz procesional sin el cuerpo de Cristo, algo a lo que le había
instado también su amigo Robert Spaemann. Por una parte, para expresar
no la gravedad de la fe cristiana, sino el gozo que suscita: por otra,
sencillamente porque era más ligera y, por tanto, más fácil de llevar.
Gänswein considera «injustificado» el reproche de «haber “vendido” mal al
papa, de haberlo vestido erróneamente». Benedicto XVI usaba la mayoría
de las veces bien la misma mitra que cuando era cardenal, bien la de Juan
Pablo II [9].

Su segundo viaje oficial fuera de Italia llevó al papa a Polonia en mayo


de 2006 bajo el lema: «Permaneced firmes en la fe». Se acreditaron como
acompañantes 4.100 periodistas, un nuevo récord. Al llegar al aeropuerto de
Varsovia, Benedicto explicó que la visita pretendía ser una muestra especial
de agradecimiento al pueblo polaco por el regalo que con el mayor de sus
hijos había hecho a la Iglesia universal [10]. Previamente, en una aparición
televisiva –la primera entrevista en televisión de un papa–, Benedicto había
afirmado que él no quería promulgar muchos nuevos documentos, sino
contribuir a que se llevaran a la práctica las numerosas disposiciones
legadas por Juan Pablo II, «pues constituyen un rico tesoro: son la
interpretación auténtica del Vaticano II».

Benedicto había aprendido ex profeso un poco de polaco y se encontró


con un entusiasmo que, como observa el fotógrafo Christoph Hurnaus, casi
lo desconcertó. Cabalmente a los jóvenes los tenía a sus pies. Recorrieron
larguísimas distancias para verlo y escucharlo en directo, ya fuera en el
Blonie-Park de Cracovia (adonde acudieron en total 1,5 millones de fieles),
en el santuario nacional polaco de Jasna Góra en Czestochowa, en la
localidad natal de Wojtyla (Wadowice) o en Varsovia. La visita a Auschwitz
la había dejado deliberadamente para el final del viaje, como sosegada
conclusión. En solitario, con las manos juntas y mirada pétrea atravesó la
puerta de entrada del campo de exterminio y se dirigió al bloque de la
muerte, para hablar, uno a uno, con los 32 supervivientes de Auschwitz que
allí le esperaban. A una anciana que no pudo contener las lágrimas le
acarició el rostro. Al anciano Henryk Mandelbaum, quien había sido
obligado a trabajar en el crematorio incinerando cadáveres, lo besó
delicadamente en ambas mejillas.
Benedicto se demoró en silencio ante las lápidas conmemorativas de los
judíos, rusos, polacos, romaníes y alemanes asesinados en aquel lugar y
descendió luego con paso inseguro al subterráneo «búnker del hambre»,
donde el 14 de agosto de 1941 un médico del campo acabó con la vida del
padre franciscano Maximiliano Kolbe, que se había ofrecido a morir en
lugar de un joven padre de familia que iba a ser ejecutado. En la
conmemoración de los muertos, con oraciones comunes a judíos y
cristianos, el papa citó el Salmo 44, las lamentaciones del sufriente pueblo
de Israel: «Nos trituraste en la guarida de chacales, nos cubriste de tinieblas.
[...] Por tu causa nos matan a cada momento, nos tratan como a ovejas de
matanza. ¡Despierta, Señor! ¿Por qué duermes?» [11]. Había estado
lloviendo con fuerza, pero ahora asomó el sol a través de las nubes y un
pujante arco iris lució sobre la escena. «Representó un gran consuelo para
mí», dijo Benedicto más tarde, «que apareciera el arco iris en el cielo
mientras yo, haciendo las veces de Job, gritaba a Dios a la vista del espanto
de este lugar, horrorizado por la aparente ausencia de Dios y, al mismo
tiempo, embargado por la certeza de que él, ni siquiera cuando calla, deja
nunca de estar y permanecer a nuestro lado» [12].
Solamente cuando concluyeron la lamentación por los muertos y las
súplicas presentadas por líderes espirituales de diversas confesiones y
religiones, inició el papa su alocución. «En un lugar como este se queda uno
sin palabras; en el fondo solo se puede guardar un silencio de estupor». Y
prosiguió: «No podía por menos de venir aquí. Debía venir. Era y es un
deber ante la verdad y ante el derecho de todos los que han sufrido, un
deber ante Dios, estar aquí como sucesor de Juan Pablo II y como hijo del
pueblo alemán. [...] Esta es también la finalidad por la que me encuentro
hoy aquí: para implorar la gracia de la reconciliación; ante todo, a Dios, el
único que puede abrir y purificar nuestro corazón; luego, a los hombres que
aquí sufrieron; y, por último, la gracia de la reconciliación para todos los
que, en este momento de nuestra historia, sufren de modo nuevo bajo el
poder del odio y bajo la violencia fomentada por el odio» [13].
Ratzinger nunca ha dudado de la singularidad de la Šo’ah. «El lugar en
donde nos encontramos», afirmó en Auschwitz, «es un lugar de la memoria,
el lugar de la Šo’ah. El pasado no es solo pasado. Nos atañe también a
nosotros y nos señala qué caminos no debemos tomar y qué caminos
debemos tomar». Él estaba ahí como hijo del pueblo alemán, «sobre el cual
un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas [...],
y también con la fuerza del terror y la intimidación; así, usaron y abusaron
de nuestro pueblo como instrumento de su frenesí de destrucción y
dominio». Estas palabras podría haberlas dicho también su padre, quien
pronto advirtió del peligro que representaban los nazis. Con la destrucción
de Israel, señaló Ratzinger, «querían en último término arrancar también la
raíz en la que se basa la fe cristiana, sustituyéndola definitivamente con la
fe hecha por sí misma, la fe en el dominio del hombre, del fuerte» [14].
Con mayor claridad que cualquier otro papa antes de él, Benedicto,
asevera el periodista cultural Alexander Kissler, «hizo profesión de fe en
una alianza que vinculará hasta el final de los días al Dios uno con sus
elegidos judíos y cristianos». De ello formaría parte asimismo su dogma de
la unidad del Antiguo y el Nuevo Testamento: ambos se unen para
componer «la única historia de Dios con los seres humanos». Los medios
alemanes apenas habían dedicado atención hasta entonces a la histórica
visita a Polonia. Ninguna televisión alemana retransmitió la gran misa final
en Varsovia, en la que participaron al menos 1,1 millones de fieles. Muy
distinta fue, sin embargo, la reacción cuando se oyeron las primeras voces
críticas con el discurso de Auschwitz. Una vez más había perdido Ratzinger
la oportunidad, le reprocharon airados algunos periodistas, de realizar una
inequívoca confesión de culpa. Sobre todo, decían, había presentado a los
alemanes, el pueblo de los victimarios, como víctimas de una pequeña
pandilla. De forma distinta lo vio el presidente de la asociación de rabinos
italianos, Giuseppe Laras, quien alabó a Benedicto por sus «palabras de
esperanza y por el consuelo para todos cuantos habían sufrido». El
londinense The Daily Telegraph se sumó a esta valoración. La visita de
Benedicto a Auschwitz había sido, a juicio de este rotativo, «la coronación
de un largo proceso de reconciliación entre su patria alemana y los vecinos
orientales de esta. Fue un momento de profunda relevancia histórica» [15].
Evidentemente, no se le había entendido –o no se le había querido
entender–, con sus formas quedas y delicadas, con sus tonos reflexivos, que
tan difíciles son de transmitir mediáticamente. Al responsable máximo de la
Iglesia universal católica no le interesaba realizar en Auschwitz un rito, y
menos aún en el sentido de la «memoria histórica» de los alemanes. Él no
hacía política. En este lugar, «en el que uno se queda sin palabras», explicó,
no quería, en su ministerio de sucesor de Pedro, sino pedir «perdón y
reconciliación». «Los seres humanos no podemos resolver el misterio de la
historia», había acentuado reiteradamente. El Señor «venció en la cruz», no
en cualquier otro lugar. El modo especial que Dios tiene de hacer las cosas
consiste en contraponer a la violencia justo lo contrario: el amor hasta el
final. Esta es «una manera de vencer que se nos antoja demasiado lenta»,
reconoce; «pero es la manera verdadera de derrotar al mal, de derrotar a la
violencia». Y posiblemente pensara al formular estas frases en el
conmovedor aforismo de un libro de Elie Wiesel que trata de un joven que
está siendo ahorcado. «¿Dónde está Dios?», murmura alguien entre la
multitud. El narrador oye en su interior «una voz que responde: “¿Que
dónde está? Allí; allí está colgado, en el patíbulo...”» [16].
Benedicto había comenzado su pontificado cautelosamente, pero
entretanto se había animado, llevado en volandas por el enorme entusiasmo
de las multitudes, con el que no contaba. No eran solo los 1,2 millones de
asistentes a la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia. En el Encuentro
Mundial de las Familias en la ciudad española de Valencia había logrado
congregar incluso a 2,2 millones de personas. El carisma del nuevo
pontífice se puso de manifiesto sobre todo en el viaje que realizó a su
Baviera natal. Como motivo del viaje admitió con franqueza Benedicto su
deseo de «volver a ver los lugares donde crecí, las personas que me
marcaron e imprimieron forma a mi vida, y dar las gracias a esas personas».
El vuelo AZ 4000 de Alitalia desde Roma-Ciampino a Múnich, realizado
en un Airbus A 321, despegó el 9 de septiembre de 2006. En el aparato
viajaban sesenta periodistas de medios internacionales y el séquito papal de
treinta personas. Quien desea acompañar al santo padre como reportero en
el avión debe, por una parte, pagarse el caro billete y, por otra, superar un
proceso de selección de varios meses llevado a cabo por la Oficina de
Prensa del Vaticano y los servicios de seguridad del país anfitrión. Con
cientos de solicitudes, poder viajar de hecho a bordo del avión papal es
como ganar la lotería. «Es un papa jovial y relajado, más aún,
verdaderamente cordial», señala la periodista Beate Kruger, redactora jefa
del estudio de la cadena televisiva Deutsche Welle en Berlín, que tuvo la
suerte de formar parte del pasaje del vuelo hacia Múnich. «De repente lo
vemos allí, entre nosotros, en la parte trasera del avión, gozoso a ojos vista
por los días que le aguardan: “¡Me parece hermoso volver a ver mi hogar,
regresar a los lugares donde he vivido! Aquí crecí, aquí me moldeé; ¡mi
corazón es bávaro!”» [17].
Durante el itinerario del convoy formado por más de cincuenta vehículos
desde el aeropuerto Franz-Josef Strauß al centro de Munich, miles de
policías vigilaban cada metro que recorría el pontífice. El transcurso del
desplazamiento estaba programado en intervalos de quince minutos, pero el
anciano de 79 años rompía sin cesar el protocolo para hablar con las
personas y agradecerles el esfuerzo que habían hecho para posibilitar su
visita. El recibimiento oficial, acompañado del júbilo desbordante de la
multitud, tuvo lugar en la Marienplatz, el mismo lugar en el que Ratzinger
se despidió como obispo del arzobispado en 1982. Nada más llegar el papa
señaló la importancia de la religión en una sociedad de impronta laica.
«Existe una sordera respecto a Dios, y la sufrimos especialmente en nuestro
tiempo», prosiguió más tarde. «Al faltar esa percepción, queda limitado, de
un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en
general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante». En
la misa dominical, celebrada en presencia de unos 250.000 fieles en una
inmensa explanada en el distrito muniqués de Riem, señaló: «Las
poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones
técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de
razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando
que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar
también a sus culturas».

Los lugares que a continuación iba a visitar Benedicto eran Altötting,


Marktl del Eno, Ratisbona y Frisinga. Su avión había partido de Roma bajo
la lluvia; ahora, con un fabuloso tiempo veraniego, se le mostró al pontífice
primero la belleza del paisaje y de las ciudades y pueblos. Y luego la
belleza de la fe que ha impregnado ese paisaje y esas localidades. Un «papa
visiblemente relajado, más aún, emocionado, disfruta de los encuentros con
sus paisanos», señala Beate Kruger; «reconoce a conocidos de antaño,
charla con policías, personal sanitario y personas dedicadas a ayudar a
otros». En Marktl tomó del brazo a su hermano Georg, que tenía graves
problemas de visión, para describirle en la parroquia de San Osvaldo la pila
bautismal en la que fue bautizado.

Cada paso del papa parecía cargado de simbolismo. Por ejemplo, cuando
en el santuario mariano de Altötting se demoró más tiempo que en
cualquier otro sitio en la capilla de la Adoración Eucarística. O cuando en
Ratisbona, nada más terminar la lección magistral en la universidad, se
dirigió a la catedral, como para mostrar que el camino entre la ciencia y la
fe es corto y transcurre en ambas direcciones. Una vez en la catedral gótica
de la antigua ciudad imperial, reunió al final ya del día al Antiguo y el
Nuevo Testamento, a Occidente y Oriente en unas vísperas ecuménicas:
católicos y judíos, ortodoxos y protestantes. «En ninguna otra ocasión de
este viaje vi al papa en tan gran armonía emocional e intelectual consigo
mismo como en estos momentos de ecumenismo convencidamente vivido»,
escribe Kruger [18].
La última parada del viaje fue Frisinga, escenario de los comienzos de
Ratzinger como teólogo, sacerdote y obispo. «En la biografía de mi
corazón», dirá más tarde, esta ciudad «desempeña un papel muy especial.
En ella fui moldeado de una forma que desde entonces determina mi vida».
Sobre todo el ingreso en el seminario poco después del final de la guerra
habría tenido una importancia capital. «Sabíamos que Cristo era más fuerte
que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y sus mecanismos de
opresión» [19]. Como papa aludió ahora, ante unos mil sacerdotes y
religiosos y religiosas congregados en la catedral, a un «gran discurso» que
había traído consigo. Se trataba, naturalmente, de una de las ironías típicas
de Ratzinger. Pues él, desde luego, nunca caracterizaría un texto propio
como «gran discurso». La conferencia prevista para Frisinga era la única
del viaje a Baviera que no había elaborado él mismo. La noche anterior
había vuelto a estudiar el texto. Al final, estaba tan lleno de anotaciones a
lápiz que apenas resultaba descifrable. En la catedral, el papa dejó las hojas
a un lado. Quien quisiera conocer el contenido de ese discurso podría leerlo
luego, dijo brevemente. Y entonces improvisó una reflexión cautivadora,
lista para la imprenta, sobre las tareas del pastor de almas. Reconoció que
no disponía, por supuesto, de ninguna receta ideal para impedir, dadas las
cargas cada vez mayores que deben asumir los sacerdotes, el burnout, el
agotamiento. Lo importante es, por una parte, conservar «la mentalidad de
Jesucristo» y, por otra, admitir los propios límites. «Habría que hacer tantas
cosas, veo que no llego [...]. Esto le pasa también al papa; ¡debería hacer
tantas cosas! Y mis fuerzas sencillamente no dan para tanto. Así que debo
aprender a hacer lo que puedo y dejar el resto a Dios y a mis colaboradores,
diciendo: “Al final debes hacerlo tú, pues para algo es tu Iglesia. Y tú me
das las fuerzas que tengo, no más”».

Como catedrático, la especialidad de Ratzinger era insertar en sus textos


citas o miniaturas históricas inspiradoras, para hacer el tema más manejable
y poder derivar de ahí tesis, antítesis y síntesis. Cabalmente esta costumbre
estuvo a punto de convertirse en su perdición durante el viaje a Baviera. En
el conjunto de alocuciones y encuentros minuciosamente ajustados entre sí
desde el punto de vista de la dramaturgia, la lección que iba a dictar en el
aula magna de la Universidad de Ratisbona, escenario durante largos años
de su actividad docente, constituía un punto central. Al principio, Benedicto
quería limitarse en ella a compartir recuerdos personales. No obstante, los
responsables de la universidad insistieron en que pronunciara una «lección
magistral». Y la tuvieron.
«Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la
universidad y poder impartir una vez más una lección magistral», confesó el
antiguo catedrático. La universidad, dijo, es un lugar donde se comunican
diferentes experiencias, un lugar donde, gracias al uso de la razón,
diferentes disciplinas interactúan. La conferencia –una lección clásica
titulada: «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones»– criticó las
tendencias a considerar la fe y la razón dos mundos incompatibles. Pero, sin
la razón, la fe corre el riesgo de tornarse fanática; y sin la fe, la razón se
pone a sí misma grilletes y se priva de su dignidad. Una sociedad que es
sorda a lo divino y arrincona a la religión en el ámbito de las subculturas
deviene también por ello, según el papa, «incapaz para el diálogo de
culturas».
En su conferencia recurrió Benedicto a un libro del islamólogo y
sacerdote católico melquita libanés Adel Theodor Khoury, conocido suyo,
que en las semanas anteriores había meditado como lectio spiritualis en su
capilla doméstica. Y al hacerlo, citó un fragmento de una conversación
mantenida hacia el año 1400 por el emperador bizantino Manuel II
Paleólogo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam. Este diálogo,
explicó el papa, abarca «todo el ámbito de las estructuras de la fe
contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen
de Dios y del hombre». La exposición de Benedicto prosiguió, y en el
tiempo que se tarda en leer doce páginas todo giró alrededor del concepto
de razón y su vínculo con la religión. No actuar conforme a la razón, he ahí
la quintaesencia de la «lección magistral», es contrario a la esencia de Dios.
Ello incluye, señaló el papa, no ejercer coacción ni, menos aún, nuda
violencia en cuestiones de fe. La conferencia terminó, el público aplaudió y
nadie vio razón alguna para no pasar al siguiente punto del día. «El papa
estuvo aquí; ¿y qué?», comentó el Spiegel online con aburrimiento. En
Ratisbona, refería el informativo digital, el papa había abogado «por el
diálogo con el islam», aunque sin decir nada especialmente interesante.
Balance: «Es difícil hablar en términos más generales y vagos». Para el
reportero del Süddeutsche Zeitung, la visita del papa a Baviera era, se
mirase por donde se mirase, una suerte de viaje retro. El anciano de Marktl
estaba experimentando nada más y nada menos que «un fragmento de
muerte por anticipado». Sobre la conferencia de Ratisbona se leía: «Lo que
en ella se afirma es una de las mejores síntesis de lo que el erudito Joseph
Ratzinger escribió sobre la relación entre fe y razón».
Tampoco en Frisinga, la siguiente y última parada de la visita papal, se
apreció ni el más mínimo signo de que se estuviera cerniendo una tormenta.
Asombrado había asistido el mundo a cómo el anciano nacido en Marktl
fascinaba a las personas, a cuánta energía demostraba, a cómo era capaz de
apelar simultáneamente al entendimiento y al alma de sus oyentes y
lectores. La televisión regional, el Bayerisches Fernsehen, que retransmitió
en directo casi todos los movimientos de este hombre y que incluso
desplegó helicópteros para filmar su llegada por aire a Ratisbona, alcanzó,
con millones de telespectadores, cuotas de pantalla de absoluto ensueño.
Notorios críticos del papa se quejaban de que no se les daba ocasión de
manifestarse. Pero cuando el avión del papa, procedente del soleado
Múnich, no había hecho sino aterrizar en la lluviosa Roma, no era solo el
clima lo que había cambiado.
Sin que nadie hubiera prestado demasiada atención a ello, la conferencia
de Ratisbona había sido abreviada en diversos medios de comunicación a
una sola cita que no tardaría en desencadenar protestas internacionales.
Como obedeciendo una orden, los portavoces islámicos se alzaron para
poner al papa en la picota. Así, por ejemplo, el líder espiritual de Irán, el
ayatolá Alí Jamenei, caracterizó la conferencia como el «último eslabón de
un complot para lanzar una cruzada». Un vicepresidente del partido en el
gobierno en Turquía, el AKP, vaticinó que Benedicto XVI pasaría a la
historia «siguiendo las huellas de Hitler y Mussolini». Ali Bardakoglu, el
ministro de Asuntos Religiosos de Turquía, declaró que las afirmaciones del
papa eran «provocadoras, hostiles y prejuiciosas», aunque admitió que solo
conocía el texto por «informaciones inexactas» de la prensa turca. A las
palabras siguieron los hechos. Cuatro días después del acto académico de
Ratisbona, una organizada ola de indignación en diversos países islámicos
hizo que salieran a las calles miles de personas furiosas. No solo se
quemaron banderas, sino también iglesias. En Mogadiscio perdió la vida
durante los altercados la religiosa italiana Leonella Sgorbati. Un grupo
supuestamente perteneciente a la red terrorista Al Qaeda amenazó:
«Destruiremos la cruz». Alá ayudaría a los musulmanes a conquistar Roma.

De repente también se indignaron algunos analistas alemanes. Pero no


sobre las desproporcionadas reacciones o sobre la manipulación de las
masas, sino sobre el hecho de que un hombre como Ratzinger se hubiera
podido equivocar de tal manera en la elección de sus textos. «El teólogo
estorba al papa», vociferó el Süddeutsche Zeitung, que acababa de alabar el
discurso; «el inteligente pensador se ha comportado como un dirigente
ingenuo, por no decir irreflexivo». Eso era «incorrecto y políticamente
necio». Der Spiegel, que días antes había informado de que el papa había
abogado «por el diálogo con el islam», se mostró ahora enojado. «Con su
conferencia de Ratisbona», Benedicto había estado «a punto de
desencadenar una crisis mundial».

¿Qué había ocurrido? ¿Había jugado el pontífice con fuego sin percatarse
de ello? ¿O quizá incluso con toda intención? A las protestas les subyacía la
convicción de que en Ratisbona el papa había ofendido de la forma más
infame al islam y, por ende, a todos los musulmanes. Pero ¿qué es
exactamente lo que figura en la lección magistral? En el párrafo sobre el
diálogo entre el emperador bizantino y el persa culto que desató la polémica
se dice literalmente:
«Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: “Ninguna
constricción en las cosas de fe”. Según dice una parte de los expertos, es
probablemente una de las suras del periodo inicial, en el que Mahoma mismo aún
no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía
también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca
de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los
que poseen el “Libro” y los “incrédulos”, con una brusquedad que nos sorprende,
brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor
llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en
general, diciendo: “Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y
encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir
por medio de la espada la fe que predicaba”. El emperador, después de pronunciarse
de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la
difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en
contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. “Dios no se complace
con la sangre”, dice; “no actuar según la razón (sýn lógo) es contrario a la
naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere
llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar
correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas. [...] Para convencer a
un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes
ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona”»
[20].

En el Vaticano, nadie se había escandalizado por el texto. Tampoco hubo


objeciones previas del cardenal secretario de Estado, Sodano, como escribió
el periodista italiano Marco Politi, quien afirmó además que Ratzinger
habría hecho caso omiso de la advertencia. «Nadie dijo nada al respecto»,
reafirmó Benedicto XVI en una de nuestras entrevistas. Lo que no quiere
decir que nadie hubiera visto el texto de la lección magistral. Todos los
discursos del papa pasan por la Secretaría de Estado antes de ser
pronunciados, con el fin de traducirlos a diversos idiomas y entregarlos a
los medios internacionales. Habitualmente son revisados tanto por el
secretario de Estado, en este caso Sodano, como por su sustituto, en este
caso Leonardo Sandri. «No sé si Sodano lo leyó», reconoce Gänswein.
«Probablemente sí. Él sabe alemán». Claro que, si el papa Benedicto se
había esforzado en redactar «un gran discurso», serían «relativamente pocas
las ganas de decirle: esto y aquello no me resulta convincente. Pero, por
supuesto, eso ocurría con frecuencia». Cabalmente en el proceso de
traducción se percata uno de pasajes poco fluidos o claros. En tales casos,
asegura Gänswein, «el papa era la última persona que no aceptaría una
propuesta o crítica justificada». Por lo que atañe a la lección magistral de
Ratisbona, insiste, hay que decir con toda claridad: «Ninguno de nosotros
vio ahí una bomba».
Y, sin embargo, en este caso no se puede negar una cierta
despreocupación o quizá incluso ingenuidad de las instancias vaticanas
competentes. Al menos habría sido necesario que la Oficina de Prensa del
Vaticano, cuya dirección acababa de pasar de un profesional de los medios
como era Navarro-Valls al inexperto Federico Lombardi, distribuyera el
texto acompañado de una nota explicativa. Cabía esperar que ciertas
agencias de noticias y redacciones de periódicos se abalanzaran sobre la cita
de Manuel II Paleólogo. La frase ofrecía, en el fondo, el patrón ideal para
un truco clásico. Pues la cita no solo fue ahora sacada de contexto; lo que
originariamente era un ruego sometido a discusión circuló por el mundo
como afirmación, volviéndose en contra no del emperador medieval Manuel
II, sino del papa en ejercicio Benedicto XVI: «Muéstrame también lo que
Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e
inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe
que predicaba». El mensaje fue inequívoco: para el papa, el islam es una
religión violenta volcada en la guerra santa. En Italia, Marco Politi comentó
en La Repubblica que Benedicto XVI, con su discurso, había precipitado a
la Santa Sede en un auténtico Waterloo, poniendo fin a las relaciones
pacíficas entre cristianos y musulmanes [21].
Asustado por la indignación en los países musulmanes y en sectores de la
prensa occidental, el Vaticano emitió todavía en la tarde del 14 de
septiembre un comunicado oficial. En él se decía que el papa, con su
discurso, no pretendía sino «rechazar clara y radicalmente toda motivación
religiosa de la violencia». Eso se desprende, asegura el comunicado, «de
una lectura atenta del texto. No era, a buen seguro, intención del papa
analizar la yihad ni el pensamiento islámico a este respecto ni, menos aún,
herir la sensibilidad de los creyentes musulmanes» [22]. El 16 de
septiembre, el cardenal Bertone añadió: «Por eso, el Santo Padre lamenta
profundamente que algunas partes de su conferencia hayan podido resultar
ofensivas para los creyentes musulmanes y hayan sido interpretadas de un
modo que no se corresponde en absoluto con sus intenciones». El pontífice
mismo explicó el 17 de septiembre, antes del rezo del ángelus en Castel
Gandolfo, «que estoy vivamente afligido por las reacciones suscitadas por
un breve pasaje de mi discurso en la Universidad de Ratisbona, considerado
ofensivo para la sensibilidad de los creyentes musulmanes, cuando en
realidad se trataba de una cita de un texto medieval, que de ningún modo
expresa mi pensamiento personal». En realidad, su discurso quería ser «una
invitación al diálogo franco y sincero, con gran respeto recíproco» [23].
De hecho, la lección magistral de Ratisbona no trató del islam, sino de la
problemática razón-fe-violencia. En el fondo, los incidentes que siguieron a
dicha lección no hicieron sino confirmar las afirmaciones de Benedicto. Sin
embargo, el papa volvió al tema por segunda vez y acentuó: «Por desgracia,
esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Sin embargo, a quien lea
atentamente mi texto le resultará claro que de ningún modo quería hacer
mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en ese
diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal».
El 25 de septiembre recibió Benedicto en Castel Gandolfo a veintidós
embajadores de países mayoritariamente musulmanes y diecinueve
representantes de comunidades islámicas en Italia. Ante ellos volvió a
subrayar: «Desde el inicio de mi pontificado he manifestado mi deseo de
seguir estableciendo puentes de amistad con los seguidores de todas las
religiones, expresando particularmente mi aprecio por el crecimiento del
diálogo entre musulmanes y cristianos» [24]. En una entrevista, Benedicto
XVI me contó: «Yo había leído este texto del Paleólogo porque
sencillamente me interesaba el diálogo entre islam y cristianismo. Quería
conocer también su prehistoria. Era interesante ya solo por el hecho de que
el emperador estaba ya bajo el poder de los musulmanes y, no obstante,
había tanta libertad que podía decir cosas hoy impensables. De ahí que me
pareciera interesante aludir a este diálogo pentacentenario. Sin embargo, no
calibré adecuadamente la relevancia política de esta decisión».

El único que no vio en el discurso «ataque alguno al islam» fue el


presidente del Consejo Central de los Musulmanes en Alemania, Aiman
Mazyek, quien recordó que, al inicio del viaje a Baviera, el papa, al ser
recibido por el presidente federal Horst Köhler en el aeropuerto, había
instado a que Alemania integrara mejor a los musulmanes. «También los
musulmanes en Alemania podemos decir ahora: “Nosotros somos el
papa”», dijo entusiasmada acto seguido Lale Akgün, la comisionada para el
islam en la fracción parlamentaria del Partido Socialdemócrata (SPD).

En el fondo, ningún otro responsable máximo de la Iglesia católica se ha


comportado tan amistosamente con el islam cómo Wojtyla y Ratzinger,
hasta el punto de que sus críticos reprochaban a ambos una cierta
ingenuidad respecto a las intenciones de los líderes musulmanes. «En todo
el ámbito cultural islámico, desde Marruecos hasta Indonesia, los cristianos
se encuentran en una drástica situación minoritaria», afirmó Ludwig Ring-
Eifel, de la agencia de noticias Katholische Nachrichtenagentur (KNA),
«sin una eficiente seguridad jurídica ni policial». A menudo basta una
pequeña chispa, prosiguió, «para que en Egipto o Indonesia se
desencadenen pogromos incontrolados contra cristianos». Y mientras que
en los países islámicos los cristianos son perseguidos por el solo hecho de
reunirse a orar, Juan Pablo II había visto con buenos ojos –aquí se
concretaba la crítica– la construcción de la mayor mezquita de Europa en
Roma, su sede episcopal. Por lo demás, pocos meses antes de la conferencia
de Ratisbona, el mismo Der Spiegel que de repente acusaba al papa de
haber puesto al mundo con sus irreflexivas declaraciones al borde una
conflagración global había escrito en un artículo sobre el islam que era la
pretensión de los musulmanes de no separar la religión del poder secular lo
que «hace tan peligrosa su fe a ojos de muchos occidentales. [...] Puesto que
el Profeta conquistó su reino en el desierto ensangrentando el filo de la
espada, algunos pasajes del Corán –la revelación a Mahoma y a la
humanidad entera– se leen como un llamamiento a combatir». Hace
tiempos que «yihad», concluía el artículo, «se ha convertido en sinónimo de
puro terrorismo» [25].
Tras el entusiasmo mediático con «Benedetto», el discurso de Ratisbona
brindó la oportunidad de retomar los ataques contra Ratzinger. Fue una
primera ofensiva contra un papa que de repente se había vuelto
universalmente popular, y su éxito alentó a la falange de críticos a golpear
de nuevo en cuanto se presentara ocasión propicia para ello. Pero, pese a
que la lección magistral de Ratisbona sigue apareciendo hasta hoy en la
lista de los «escándalos» del papa alemán, mes y medio después del barullo
el humo ya se había disipado. «Las clarificaciones del papa son más que
suficientes», afirmó el gran muftí sunita de Siria, el jeque Ahmad Badreddin
Hassoun. El supuesto «error» se había revelado incluso muy útil. El
periódico musulmán moderado Zaman comentó que por fin se había puesto
realmente en marcha el diálogo interreligioso. «Los musulmanes festejan a
Benedicto», informó ahora incluso el Spiegel online. El semanario Die Zeit
se postró ante Ratzinger como el «sabio en Oriente que en el mundo
islámico es tenido por la máxima autoridad de Occidente».
Posteriormente, la lección magistral de Ratisbona fue caracterizada como
un momento estelar de la historia de la universidad alemana. El papa habría
conseguido, según esto, mostrar como ningún otro la relación intrínseca de
fe y razón y hacer patente que la purificación recíproca preserva a ambos
ámbitos de peligrosas patologías. También el presidente israelí Shimon
Peres rompió una lanza a favor de Benedicto XVI: «Ningún otro santo
padre en la historia de la Iglesia antes de él ha afrontado con tanta
intensidad el reto inmenso y candente de poner fin al derramamiento de
sangre en nombre de Dios». En el discurso de Ratisbona aclaró Benedicto,
según Peres, que «el desacoplamiento de terror y religión –cualquier
religión– es la tarea más urgente de nuestra época». El «profundo
conocimiento de la historia, de la historia de todos los credos» que tiene
Ratzinger «y su elevada valoración de la razón y la esperanza le confieren la
fuerza necesaria para aguardar una tierra de promisión más allá del
desierto» [26].

Un mes después del discurso de Ratisbona, 38 personalidades


musulmanas de distintas naciones y orientaciones intelectuales le dijeron al
papa en una carta abierta en qué posiciones coincidían con él. El texto
reafirmó los límites que la doctrina islámica impone al empleo de la
violencia. Un año más tarde, el documento estaba respaldado ya por 138
firmantes de 43 países distintos. Publicaron una segunda carta, esta vez
dirigida no solo al papa, sino a «todos los líderes de Iglesias cristianas». En
ella se acentuaba que cristianos y musulmanes comparten la fe en el Dios
uno, en el amor divino y en el amor al prójimo. En la conclusión se afirma:
«Por eso, nuestras diferencias no deberían llevarnos al odio y la polémica.
Compitamos entre nosotros más bien en honradez y buenas obras» [27].

Siguió la fundación del Foro Católico-Musulmán, que se reúne cada tres


años y se pronuncia en contra de toda violencia perpetrada en nombre de las
religiones. Representantes del catolicismo y el islam debatieron en 2011 en
Jordania sobre la fe, la razón y el ser humano; en Roma en 2014, sobre
colaboración y servicio; en Berkelev (Estados Unidos) en 2017, sobre el
desarrollo humano integral [28]. El islamólogo jesuita Samir Khalil Samir
sintetiza: «La lectio de Benedicto XVI en Ratisbona ha sido vista por
cristianos y musulmanes como un desliz del papa, un error banal, algo que
debemos superar y olvidar si no queremos atizar una guerra entre
religiones. En realidad, este papa, que piensa con ponderación y valentía y
en modo alguno de forma banal, tendió en Ratisbona la base para un
diálogo verdadero entre cristianos y musulmanes prestando voz a
numerosos reformistas islámicos y sugiriendo tanto al islam como a los
cristianos qué pasos deberían darse» [29].
64
Deus caritas est

E n asuntos litúrgicos y diplomáticos, la curia romana funcionaba como


una máquina bien engrasada, y la plantilla, formada por
aproximadamente mil personas, cuidaba de que «el zumbante engranaje de
la organización más acreditada de la historia de la humanidad» no se
detuviera [1]. Es verdad que la curia es católica, rezaba un eslogan, pero
también italiana en sus dos terceras partes. A los curiales les daría en el
fondo igual quién de ellos gobierne.

La cabeza de la curia es la poderosa Secretaría de Estado, ubicada en la


terza loggia, el tercer piso. En los largos pasillos cuelgan inmensos
mapamundis, en los que se mostraba a los papas de antaño el progreso de la
misión. Los frescos con animales salvajes que adornan el techo narran la
eterna lucha del ser humano contra retos como la voluptuosidad y la
traición. El catolicismo es de hecho la religión oficial en el Vaticano, pero
este no es una teocracia. Según la Ley de Ciudadanía de 1929, solo los
cardenales tienen obligación de profesar la religión católica [2]. Se
diferencia entre el Estado llamado Ciudad del Vaticano (que abarca el
territorio, el pueblo y el poder estatales) y la Santa Sede (o sea, el papa
junto con la curia), que constituye un sujeto soberano desde el punto de
vista del derecho internacional público. Durante el pontificado de Ratzinger,
el 16 % de los empleados eran mujeres. Trabajan como burócratas,
teólogas, archiveras o también presidentas de academias pontificias. Pero la
limpieza solo pueden realizarla varones, al menos en la basílica de San
Pedro [3].
Benedicto XVI daba la impresión de estar relajado. No solo se había
habituado a ser papa; incluso le gustaba. En las audiencias generales se
colocaba cascos de bombero y curiosos sombreros de tiradores de montaña,
o recibía camisetas de equipos de fútbol con su nombre y el dorsal 16 a la
espalda. La humildad seguía ahí, pero la timidez parecía haberse evaporado
como por ensalmo. El público se quedó atónito cuando lo vio desplazarse
por el parqué, calzado con los tradicionales mocasines rojos (que no los
fabricaba Prada, sino un zapatero en Borgo Pio), haciendo como que
bailaba. No obstante, algunos gestos seguían siendo un poco rígidos. Pero
ello no se debía tanto a la inseguridad del papa cuanto a su limitado talento
teatral. Cuando entraba en la plaza de San Pedro los días de buen tiempo
montado en el papamóvil descapotado, podía parecer un joven nervioso que
se alegraba enormemente de estar entre amigos.

Sobre todo, el ya casi octogenario parecía disponer de nuevas e


inagotables energías. Las ceremonias de Semana Santa, que habrían exigido
un enorme esfuerzo incluso a un celebrante joven, las llevó a cabo sin
visible agotamiento. Del repertorio formaban parte breves escapadas a
comedores benéficos, así como la administración del sacramento de la
reconciliación en uno de los venerables confesionarios de la basílica de San
Pedro. Durante la visita a una prisión romana afirmó que los presos, pese a
sus delitos, debían ser tratados con respeto. «Cualquiera puede caer», y
todos merecemos ayuda para levantarnos de nuevo. «Me parece importante
animar a todos a que piensen bien, a que tengan el sentido de vuestros
sufrimientos». Simultáneamente alienta a los presos: «Debemos soportar
que algunos hablen de modo “feroz”; hablan de modo “feroz” incluso
contra el papa y, a pesar de ello, vamos adelante».
Benedicto inauguró la Cuaresma, respondió como obispo de Roma a las
preguntas de su presbiterio y se reunió con familiares de soldados israelíes
secuestrados. Al mismo tiempo celebraba misas de acción de gracias,
asistió a un concierto de Mozart con su amigo Carlo Ciampi, el presidente
de la República italiana, ordenó nuevos sacerdotes, se reunió con mil
miembros de comunidades espirituales, recibió un órgano para la Cappella
Paolina y movió el esqueleto con un grupo de bailarinas chinas. Audiencias
sin cesar. Con jefes de Estado, primeros ministros, presidentes de
tribunales. Entremedias, reyes, embajadores, obispos, metropolitas. Pero
también prefectos de congregaciones, que debían solicitar formalmente,
como todos los demás visitantes, ser recibidos. En tales ocasiones, nunca se
olvidaba de recordar a su predecesor en la sede de Pedro, el querido Juan
Pablo II, «pastor celoso y profeta valiente de la esperanza», como lo
caracterizó.
Seguía llevando un cuaderno en el que anotaba los acontecimientos del
día. Pero para muchos de sus discursos, por ejemplo, los de las audiencias
generales, se limitaba a corregir los textos que le presentaban. Por primera
vez en la historia de la Iglesia, un sumo pontífice nombró a un protestante
presidente de la Academia Pontificia de las Ciencias y a un musulmán
profesor en la universidad pontificia. Por primera vez participó un papa en
una celebración litúrgica protestante. Interpretó la representación de Cristo,
su condición de vicario de Cristo, como el intento de mostrar, en lugar de
Cristo, cómo es Cristo. Ello requiere sobre todo firmeza. «Si un papa no
recibiera más que aplausos», afirmó en algún momento de pasada, «debería
preguntarse si ha hecho algo mal».
Ya pronto fue llamado el «papa teólogo». «En realidad, solamente le
interesa investigar y escribir», señaló el exnuncio Karl-Josef Rauber. Pero
eso no bastaba. Por una parte, Ratzinger no era uno de esos eruditos que
publican tochos con millones de notas a pie de página, precisos hasta el
mínimo detalle. Durante las vacaciones debatía en Castel Gandolfo con
expertos en ética, científicos naturales, teólogos y filósofos, pero dedicarse
primordialmente a teorizar, aclara Benedicto, «sería inviable, ya solo por
razones prácticas». «Visitar parroquias, hablar con personas, impartir
catequesis y mantener encuentros de todo tipo» son parte esencial de su
tarea, asegura. «Quizá he pensado y escrito demasiado, es posible. Pero un
sacerdote no puede ser únicamente profesor. Del mandato presbiteral forma
parte siempre un poco de pastoral, la liturgia, las conversaciones con los
fieles» [4].
Nadie podría titular una biografía sobre Napoleón, Stalin o Mao La
historia de un servidor; en el caso de Ratzinger, es una posibilidad a tener
en cuenta. Y cuando dice que se siente sostenido por uno mayor que él, no
está recurriendo a una fórmula hecha. A ello contribuían ya los ejercicios
espirituales como elementos fijos de cada día. Por ejemplo, por la mañana,
la preparación para la santa misa y la misa misma. Después de las
audiencias, el rezo del breviario en la capilla doméstica; a primera hora de
la tarde, el rosario; tras la cena, completas. La salud corporal se vigilaba
mediante una revisión médica a fondo cada seis meses; y ahora hablaba por
teléfono casi a diario con su hermano Georg, que seguía en Ratisbona: los
domingos casi siempre a las cinco de la tarde, el resto de la semana a las
nueve de la noche, después de haber visto las noticias en la televisión,
paseado por la terraza y rezado completas.
¿Había cambiado? Sí y, a la vez, no. En Ratzinger todo fue mediano
desde muy pronto. No en el sentido de mediocre, sino de moderado, de
haber encontrado el punto medio y la medida. Y, sin embargo, las cosas
eran diferentes. Por una parte, percibía, como él mismo afirmaba, la
singular gracia del ministerio. Por otra parte, se beneficiaba de que en un
mundo tan estruendoso como el nuestro los atributos de personas
introvertidas –la sensibilidad, la seriedad, la timidez– cobraban creciente
importancia (mientras que los extrovertidos eran tenidos por más bien
desconsiderados y poco reflexivos). Pero había más. Ajuicio de Joaquín
Navarro-Valls, «la institución del papado ha permitido que la persona
Ratzinger pueda expresarse por completo». La psicoterapeuta Brigitte Pfnür
comentó que Ratzinger parecía «más espontáneo que antes, no tan
cohibido». Como papa, «las vibraciones de las masas lo han transformado»
[5]. El cardenal suizo Kurt Koch, a quien Ratzinger nombró presidente del
dicasterio de ecumenismo, resumió su impresión: «Está, en primer lugar, la
sencillez y sobriedad de la persona, que no reclama siempre la atención para
sí. En segundo lugar, una fe profunda. Y, por último, una inteligencia
superior a la media». Estas características «rara vez se han unido en una
sola persona como en el papa Benedicto» [6].
En el tenso ambiente del otoño de 2006 se aguardaba en el Vaticano con
los mayores temores la visita de Benedicto a Turquía. Los responsables de
seguridad turcos habían recomendado al papa usar chaleco antibalas (algo a
lo que se negó). De hecho, la visita al Bósforo fue, de los veinticuatro viajes
internacionales y veinticuatro viajes italianos de Benedicto, el más
«delicado» de todos, según su propia percepción. «Todavía estaba en el aire
toda esta nube del discurso de Ratisbona».

A invitación del patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, Ratzinger


viajó a un país en el que ortodoxos y católicos estaban sometidos a severas
restricciones. En ningún otro lugar había crecido el cristianismo en sus
inicios tan rápidamente como aquí y en Egipto; pero en pocos otros sitios
había sido también tan brutalmente expulsado. Ochenta años antes, los
cristianos representaban aún el 20 % de la población; entretanto, apenas
llegaban al 0,5 %. Ya la recepción en el aeropuerto resultó gélida. No hubo
multitudes jubilosas. No se pronunciaron discursos largos. El presidente
turco Recep Tayyip Erdogan se había negado, de manera llamativa, a recibir
al líder supremo de la Iglesia católica según lo que manda el protocolo. Un
breve apretón de manos en la pista de aterrizaje fue la máxima deferencia.
«He venido como amigo y como apóstol del diálogo y la paz», afirmó
Benedicto en su primer acto oficial, un encuentro con miembros del cuerpo
diplomático. En Éfeso, donde, según la tradición, vivió la madre de Jesús y
en el año 431 tuvo lugar un concilio, celebró una misa con los fieles. En vez
de los habituales cientos de miles de peregrinos, acudieron apenas
quinientos.

Benedicto consiguió romper el hielo durante la visita a la Mezquita Azul


de Estambul. Acompañado por el gran muftí Mustafa Cagrici, el papa se
descalzó y, con sus calcetines blancos, permaneció largo rato en meditación,
gesto con el que se ganó la simpatía de los musulmanes. De algún modo, «a
las dos partes se nos abrió el corazón», resume Benedicto, «algo por lo que
me sentí profundamente agradecido a Dios». Al final del viaje, celebró con
el barbicano Bartolomé I en la iglesia del Espíritu Santo la «Divina
Liturgia» con motivo de la fiesta de san Andrés Apóstol. El pontífice invocó
un nuevo Pentecostés; habló durante unos instantes turco, para luego
retomar el francés, el italiano y el latín; los coros insertaban el arameo, el
armenio, el sirio y el alemán; y el patriarca añadió el griego. El encuentro
alcanzó su cima en la declaración conjunta, con la que ambos líderes
religiosos impetraron al Espíritu Santo que preparara el día del
restablecimiento de la unidad plena. Pensando en Europa prometieron «unir
nuestros esfuerzos para preservar las raíces, las tradiciones y los valores
cristianos» [7].
El ambiente inicialmente hostil no había disuadido al sucesor de Pedro
de hablar claro en Ankara. «La constitución turca reconoce a cada
ciudadano los derechos a la libertad de culto y a la libertad de conciencia»,
pero estas libertades, insistió, debían ser también respetadas. Esto implica,
según él, «que las religiones, por su parte, no traten de ejercer directamente
un poder político, pues no están llamadas a eso, y en especial que renuncien
de modo absoluto a justificar el recurso a la violencia como expresión
legítima de la práctica religiosa» [8].

El feliz transcurso del viaje a Turquía hizo que el papa se sintiera un


poco eufórico. «Un trozo de mi corazón se queda en Estambul», aseguró
durante la despedida. En cualquier caso, el desarrollo de los
acontecimientos no fue capaz de erosionar, sino que, al contrario, reforzó,
su confianza en que, con ayuda de Dios, en cualquier momento podía
arreglar situaciones especialmente difíciles. La habilidad de transformar una
situación negativa en otra positiva había sido siempre una de sus virtudes,
máxime en su época de catedrático, cuando lograba desenmarañar, cual
nudos gordianos, debates atascados, para a continuación facilitar el buen
entendimiento entre las partes. Sin embargo, en su entorno inmediato, con
las personas con las que se relacionaba a diario, este don no siempre parecía
dar fruto.

Ratzinger quería ejercer su ministerio como alguien que lava los pies a
otros. Para él, la Iglesia es una comunidad que debe esforzarse por llenar de
vida la máxima de Cristo: «Sabéis que entre los paganos los que son tenidos
por gobernantes tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su
autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera
llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el
primero que se haga esclavo de todos» (Mc 10, 42-44). El papa estaba
convencido de que su ejemplo personal, sus libros y sus catequesis debían
surtir efecto. La paradoja del ministerio petrino consiste en que, si bien está
asociada a una enorme plenitud de poder, al mismo se halla sometida al
primado del amor y de la misericordia. Ser sucesor de Pedro consiste en
mantener presente el poder de Cristo como contrapoder frente al poder del
mundo, había afirmado Ratzinger siendo prefecto de la Congregación para
la Doctrina de la fe; consiste en llevar una carga sobrehumana sobre
hombros humanos. En este sentido, el lugar auténtico del vicario de Cristo
es la cruz.
Una de las múltiples penas que le afligieron la sufrió en y a través de su
entorno más próximo. En el Vaticano era un secreto a voces que entre el
antiguo secretario de Ratzinger, Josef Clemens, y el nuevo, Georg
Gänswein, quienes en su día habían sido amigos, existía animadversión. En
vano había presionado Clemens, tras la elección papal, a su antiguo jefe
para que lo nombrara a él secretario personal, no a Gänswein; ahora no
tenía reparo alguno en hablar abiertamente a cualquiera sobre los errores de
este. Acusaba a su joven sucesor no solo de falta de profesionalidad, sino
también de aconsejar mal al papa y de ponerse él mismo en primer plano en
cuanto tenía ocasión. El cardenal Meisner recomendó insistentemente
trasladar a Clemens fuera de Roma. Sin embargo, el papa no quería agraviar
a quien durante tantos años había sido estrecho colaborador suyo.
Preocupado por la salud de Clemens, le pidió que lo invitara a cenar en su
apartamento del Palazzo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La relación con Ingrid Stampa, a la que algunos curiales llamaban ya «la
papisa», constituía también un caso perturbador. Esta profesora de Música,
nacida en 1950 en el Bajo Rin, había puesto punto final a su carrera, como
explicó en una entrevista a la revista ilustrada alemana Bunte, porque el
Señor había irrumpido en su vida: «Me pidió que decidiera si quería
continuar mi carrera y vivir, por lo tanto, solo para mí o si estaba dispuesta
a abandonarme por entero en sus manos divinas, a fin de servirle en
adelante única y exclusivamente a él» [9]. Un primer intento de vivir como
carmelita en un convento lo interrumpió ella misma; el segundo, la
superiora. Más tarde marchó a Roma a cuidar al arzobispo Cesare Zacchio,
enfermo de cáncer. Cuando este murió, Ingrid, por recomendación del Dr.
Buzzonetti, el médico personal de Juan Pablo II, entró en 1991 como ama
de llaves en casa de Ratzinger, quien acababa de perder a su hermana.

Segura de sí misma, Stampa declaró tras la elección papal que ahora se


mudaba al Palacio Apostólico «con el hombre de mi casa». En los años
previos, Stampa había realizado algunas traducciones para el predicador de
la Casa Pontificia, el padre capuchino Raniero Cantalamessa, y desde hacía
quince años era consideraba confidente íntima del redactor de los discursos
papales, Paolo Sardi. Con uno y otro pasaba semanas fuera de Roma
ayudándolos en conferencias y cursos. Inicialmente se dispuso que Stampa,
junto con los dos secretarios y las cuatro laicas consagradas de Memores
Domini, residiera en el ámbito más íntimo de la «familia papal», en
concreto en el piso superior al de Benedicto. Hizo que se le entregara una
llave de la vivienda papal y otra del ascensor que llevaba directamente a
esta, para así tener acceso a ella en cualquier momento. La publicación de
unas fotos en las que se la ve abrir justo antes del rezo del ángelus los
grandes postigos de la ventana del Palacio Apostólico desde la que iba a
hablar el papa y saludar con la mano a los fieles congregados en la plaza de
San Pedro causó un escándalo. Solamente cuando el secretario Mieczyslaw
Mokrzycki insistió en que en la «familia pontificia» no podían vivir más
que el papa, las Memores y los secretarios, como había sido el caso durante
el pontificado de Juan Pablo II, Stampa se vio obligada a mudarse después
de dos meses y medio.
También el papa respiró aliviado, pero el problema no estaba aún
solucionado. Stampa se había quedado con las llaves del apartamento papal
y a menudo se presentaba sin previo aviso en el despacho de Benedicto.
Algunos en el Vaticano la comparaban con la enérgica ama de llaves y
confidente de Pío XII, Pascalina Lehnert, una monja de Altötting a la que
Pacelli, al concluir su estancia como nuncio en Alemania, pidió que se fuera
con él a Roma. La papessa, «la papisa», como se la conocía, llevaba el
diario del papa, corregía discursos oficiales y decidía de vez en cuando
quién podía ver al papa y quién no (lo que podía originar disputas violentas,
hasta llegar casi a las manos, incluso con cardenales).
La antigua ama de llaves sabía evidentemente muy bien cuál era el talón
de Aquiles del excardenal. Ratzinger no tenía miedo algún a las disputas
que se dirimían en público; pero en cuanto alguien en lo suficientemente
impertinente para atosigarlo en persona, se quedaba como paralizado. Las
escenas que Stampa era capaz de montar incluían ataques de histeria, duras
recriminaciones y llantos convulsivos. Los cardenales maldecían de «estas
efusiones eternas de lágrimas con las que manipula al santo padre», tal
como afirma el corresponsal en Roma de Der Spiegel, Alexander
Smoltczyk, porque el papa era demasiado blando con ella [10]. De este
modo consiguió Stampa asegurarse la traducción de los textos del papa del
alemán al italiano, aun cuando este último no era su idioma materno.
Cuando la dirección de la sección alemana de la Secretaría de Estado iba a
ser confiada a un sacerdote de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Stampa y Sardi intervinieron... y el miembro del antiguo dicasterio de
Ratzinger fue bloqueado. El papa se justificó diciendo que, dadas las
circunstancias, no podía poner a su antiguo colaborador en manos de Sardi.
Stampa tuvo que devolver la llave del appartamento papal en la estela del
Vatileaks. Con todo, logró imponer que su estrecho aliado Sardi fuera
elevado a cardenal.
Al terminar su servicio en la Secretaría de Estado, Stampa impartió
conferencias sobre: «Mi vida en el Vaticano bajo tres papas». Esta serie de
actos públicos se llamaba: «Mujeres que mueven la Iglesia». A la inversa,
el papa pudo recurrir a experiencias de su entorno más cercano cuando, con
ocasión del cincuentenario de la apertura del Concilio, afirmó que en los
últimos años «hemos aprendido y experimentado [...] que en las redes de
Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad
humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia
navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la
nave, y algunas veces hemos pensado: “El Señor duerme y se ha olvidado
de nosotros”» [11].
Con gran expectación se esperaba la encíclica inaugural de Benedicto. El
primer documento de un papa se considera siempre una clave para su
pontificado. La pregunta era si Ratzinger abordaría de nuevo, como en la
homilía de la misa previa al inicio del cónclave, el tema de la «dictadura del
relativismo» o se ocuparía más bien de candentes cuestiones político-
eclesiales y sociales. Los vaticanistas tanteaban en la oscuridad. El
predecesor de Benedicto, Wojtyla, había promulgado su primera encíclica
tras solo 136 días de pontificado: Redemptor hominis (El redentor del
hombre, Jesucristo), un vigoroso escrito político que se confrontó con los
problemas del mundo globalizado. Pero Benedicto XVI se tomó tiempo.
Ello tuvo que ver quizá con el tema elegido, sobre el que era posible
escribir maravillosamente, pero que en la prueba de la vida diaria casi
siempre topaba con sus límites.

El 25 de enero de 2006, en la sala de prensa del Vaticano, sita en la Via


della Conciliazione, se presentó por fin el primer documento del pontificado
de Benedicto XVI. Doscientos setenta días después de la elección de
Ratzinger como papa. La cita se había pospuesto varias veces. Tanto más
sorprendente resultó el tema elegido por el papa. La encíclica trataba del
amor, y lo hacía con un texto cuidadosamente seductor, formulado en parte
poéticamente, que el autor además no caracterizaba como «escrito
doctrinal», sino como «una invitación». El título vine dado por las palabras
con las que arranca el libro: Deus caritas est, «Dios es amor».
Las encíclicas (del griego kýklos, círculo) son documentos en los que el
papa se pronuncia sobre alguna materia de fe y costumbres, de filosofía, de
doctrina social y económica o respecto al Estado, pero también de
disciplina y política eclesial. Se tiene constancia de su existencia desde el
siglo IV, a la sazón como sencillas circulares eclesiales, antes de que
Benedicto XIV las convirtiera en el siglo XVIII en instrumento para el
gobierno de la Iglesia. Ya en su entronización el nuevo papa había
anticipado en el fondo cuál sería una de sus prioridades. «Existe el desierto
de la pobreza, el desierto del hambre y la sed», predicó en esa misa de
inicio de su pontificado; y también «existe el desierto del abandono, de la
soledad, del amor destruido». «Amor» era el vocablo central de su maestro
teológico, san Agustín. Del amor se había ocupado el teólogo y pensador
antifascista August Adam, cuya obra Ratzinger cuenta entre las «lecturas
clave de mi juventud». En Adam había leído que el impulso sexual no debe
considerarse «impuro», sino un «regalo» que a través de la caritas, esto es,
el amor al prójimo, alcanza su santificación. El amor se titula un libro de su
amigo filósofo Josef Pieper que, con capítulos como: «Lo común a la
caritas y al amor erótico», por poner un ejemplo, contiene formulaciones
que anticipan posiciones ratzingerianas. Y sobre el amor giró también el
primer escrito de Ratzinger, que realizó siendo aún estudiante. Fue,
recordemos, la traducción de una obra de Tomás de Aquino, la Cuestión
disputada sobre el amor. Así pues, obedecía en cierto modo a una lógica
interna que el primer escrito de Ratzinger como papa, sesenta años después,
no pudiera sino ser una encíclica sobre el amor.

El proyecto, sin embargo, se había iniciado ya durante el pontificado de


su predecesor, quien, con ese mismo título, quería promulgar su
decimoquinta encíclica como un alegato a favor de la solicitud por el
prójimo. El impulsor había sido un cardenal alemán de la curia, Paul Josef
Cordes. Como presidente del Pontificio Consejo Cor unum, el órgano de la
Santa Sede competente para las acciones de ayuda humanitaria, Cordes
había presentado ya un borrador. La iniciativa había fracasado debido a las
resistencias de la curia; pero tras la elección de su compatriota como papa,
Cordes retomó la idea. Aquello debió de parecerle a Benedicto un guiño de
la providencia. Puesto que el texto existente no satisfacía sus exigencias, el
nuevo papa se sentó al escritorio. El resultado fue que la primera parte de la
encíclica salió totalmente de su pluma, mientras que la segunda la
añadieron los distintos dicasterios vaticanos competentes para los temas que
en ella se abordan. Por último, el texto fue revisado en su conjunto por la
Congregación para la Doctrina de la Fe, con el fin de asegurarse de su
exactitud teológica, y unificado por la Secretaría de Estado.

Parecía un milagro. Después de las reprobaciones al discurso de


Ratisbona, de repente se hablaba del «papa poeta» y del «papa interesante».
«Love, love, love. Es un canto al amor de una sencillez y radicalidad no
sobrepujables», alababa el texto incluso Der Spiegel; «dogmático, pero no
hostil al cuerpo» [12]. «Nunca antes había escrito un papa de “sumergirse
en la embriaguez de la felicidad”», afirmaba el Frankfurter Allgemeine
Zeitung entusiasmado, «de forma tan sensible y poética, y con una cultura
teológica tan amplia sobre el amor, como Benedicto XVI» [13]. La revista
Christ in der Gegenwart, no precisamente simpatizante con Roma,
consideraba: «Para ser un documento romano, se trata de una auténtica
revolución».

El eco en los medios de comunicación internacionales fue homogéneo:


Deus caritas est era, decían, obra de una persona que ama. El riguroso
teólogo dogmático había sorprendido a su público y roto positivamente
todas las expectativas negativas. «Desde que existe la Iglesia, esta encíclica
es la primera fundamentación e inspiración magisterial de la misión
caritativa de la Iglesia», juzga Heinrich Pompey, catedrático de «Estudios
sobre la caridad y el trabajo social cristianos» en Friburgo de Brisgovia. En
ella se presta atención, prosigue, a una dimensión de la acción eclesial hasta
ahora poco reflexionada por teólogos, papas y concilios. «Si se lleva
coherentemente a la práctica en las parroquias y comunidades de la
Iglesia», afirma Pompey con entusiasmo, «la Iglesia puede convertirse en
célula caritativo-comunional central de la fe, la esperanza y la caridad en
nuestras sociedades» [14].
La primera encíclica de Ratzinger comienza con una cita de su
evangelista preferido, san Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el
amor permanece en Dios y Dios permanece en él». Estas palabras, comenta
el autor, «expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la
imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de
su camino». Además, en ese mismo versículo ofrece Juan «una formulación
sintética de la existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que
Dios nos tiene y hemos creído en él”» [15].

A lo largo de la historia de la Iglesia, la relación entre cuerpo y espíritu,


entre placer y ascesis ha sido siempre, en esencia, una relación tensa. Pero
el papa, en su escrito doctrinal, no pone en el centro cuestiones morales o
doctrinales concretas, sino la confianza fundamental en la victoria del amor
sobre toda injusticia. Al comienzo cita una frase de Friedrich Nietzsche, a
saber, que el cristianismo dio a beber al eros un veneno, que no le causó la
muerte, pero hizo que degenerara en vicio. «El filósofo alemán expresó de
este modo una apreciación muy difundida», señala Benedicto: que la
Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, convierte en amargo lo más
hermoso de la vida, el erotismo. Pero ¿es verdad –pregunta el papa
interrumpiendo la argumentación nietzscheana– que «el cristianismo
destruyó el eros»? Y responde de inmediato: la «humanidad de la fe»
incluye «el “sí” del hombre a su corporeidad, creada por Dios». Sin
embargo, «amor» es hoy, dice, un vocablo con frecuencia contaminado, de
suerte que es necesario «retomarlo, purificarlo y devolverlo a su esplendor
originario», para que pueda volver a iluminar la vida. Es más, el amor entre
dos personas encuentra en último término «en el matrimonio indisoluble
entre varón y mujer su forma enraizada en la creación». El amor al otro,
según esto, ya no se busca aquí a sí mismo, sino que se transforma en
solicitud por el otro y se abre al regalo de nueva vida humana.
Benedicto XVI no tiene reparos en abordar el tema de la sexualidad.
Según él, el éros regalado por el Creador permite al ser humano «pregustar
algo de lo divino». En efecto, el amor es éxtasis, pero no solo en la forma
de arrebato instantáneo, «sino como camino permanente, como un salir del
yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y,
precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios». En este escrito tan filosófico como lírico,
Benedicto salta de Virgilio a Agustín, de Dante a Nietzsche y Marx. En
ningún momento alza el dedo acusador, aunque, a la vista de nuestra
hipersexualizada sociedad, advierte del riesgo de convertir el amor en
mercancía y abusar así de la persona del otro: «Hace falta una purificación y
maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros
ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza».
Si la primera parte de la encíclica trata del vínculo intrínseco del amor
divino con las distintas facetas del amor humano, la segunda parte está
dedicada a la puesta en práctica del éros en el agápe, a la actividad del amor
como una tarea de todos los fieles que no conoce límite. Por lo que atañe a
la dimensión social del amor al prójimo, el papa advierte de los abismos de
un capitalismo desbridado: todos deben «recibir su parte de los bienes del
mundo». La globalización de la economía ha llevado al mundo, señala, a
una situación difícil en la que la Iglesia debe ofrecer orientación social. El
amor al prójimo consistiría en «que, en Dios y con Dios, amo también a la
persona que no me agrada o ni siquiera conozco. [...] Si en mi vida falta
completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo
solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el
contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser
solo “piadoso” y cumplir con mis “deberes religiosos”, se marchita también
la relación con Dios. Será únicamente una relación “correcta”, pero sin
amor». El amor a Dios y el amor al prójimo forman una unidad indisoluble,
al igual que el servicio a Dios (el culto) y el servicio en la sociedad. Por
eso, para la Iglesia la caridad «no es una especie de actividad de asistencia
social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su
naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia».
El 22 de abril de 2007, Benedicto XVI viajó a Pavía para, junto a la
tumba de san Agustín en la basílica de San Pietro in Ciel d’Oro, ofrecer al
mundo su encíclica sobre el amor. El gesto simbólico fue concebido
también como agradecimiento a su maestro africano, el padre de la Iglesia
del corazón y del amor. Y como no podía ser de otra forma, Deus caritas est
culmina en una frase poética: el amor, se dice en la encíclica, «es una luz –
en el fondo la única– que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos
da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos
ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios».
65
Sal de la tierra, luz del mundo

E n la primera década del nuevo milenio resulta imposible negar ya que


la globalización y la revolución digital han catapultado al mundo a una
nueva era. Nunca antes había cambiado la vida humana de forma tan
espectacular en tan breve tiempo.

Los teléfonos móviles tenían entretanto mayor capacidad de cálculo que


el ordenador utilizado por la NASA en 1969 para el alunizaje. Sistemas de
navegación dirigían coches y encendían la calefacción en los hogares.
Surgían nuevas profesiones, que ofrecían servicios antaño reservados a
emperadores y reyes. Con ayuda de la ingeniería genética se podía
manipular genes e intervenir en la línea germinal de la vida, que no había
cambiado desde el comienzo de la historia de la humanidad. Por otra parte,
las nuevas tecnologías y la aplicación de «inteligencia artificial» habían
creado posibilidades de vigilancia hasta entonces inimaginables.
Algoritmos decidían quién leía qué noticia y cuándo, así como qué
productos debía comprar.
Adondequiera que mire uno, innovaciones: por primera vez en la
historia, Estados Unidos, con Barack Obama, está gobernado por un
presidente afroamericano. Rumanía y Bulgaria festejan su ingreso en la
Unión Europea, que con ello reúne a poco menos de 500 millones de
personas repartidas en 27 Estados miembros. En La Silla, Chile, un equipo
de astrónomos del Observatorio Europeo Austral descubre el primer planeta
habitable fuera del Sistema Solar, a 20,5 años luz de distancia de la Tierra.
La decisión del fabricante estadounidense de ordenadores Apple de entrar
en el mercado de telefonía móvil con un compacto teléfono multifuncional
responde a una reorientación. «Reinventaremos el teléfono», anuncia el
presidente de la compañía, Steve Jobs. Pero es más que eso. El smartphone
constituye la revolución de la sociedad de la información y la puerta a las
redes sociales, una forma totalmente nueva de comunicación personal.
Simultáneamente, en abril de 2007 los titulares de prensa están copados
por el informe de Naciones Unidas sobre el cambio climático. El
diagnóstico de los investigadores reza: ya no se puede impedir ya el
calentamiento global de la Tierra. Si la temperatura media del planeta
asciende hasta en 2,5 ºC, existe riesgo de un aumento del nivel del mar y de
sequías, así como de la extinción de entre el 20 y el 30 % de todas las
especies animales y vegetales. En Norteamérica hay que contar, según el
informe, con tornados, inundaciones, olas de calor e incendios cada vez más
frecuentes. Los Estados insulares del Pacífico y los deltas fluviales de Asia,
con gran densidad de población, podrían incluso quedar cubiertos por el
agua. Pero también en Europa desde ahora hasta 2018, se suponía en aquel
entonces, hasta 2,5 millones de personas podrían sufrir en las regiones
costeras a causa de inundaciones. De ahí que fuera necesario estabilizar
para 2015, como muy tarde, las emisiones mundiales de gases de efecto
invernadero y reducirlas para 2050 al menos en un 50 %.
Otro problema: bajo la presión de las modas y la continua sobrecarga
ocasionada por los modernos «consumidores de tiempo», los recursos
personales topaban con sus límites. Los treintañeros se sentían desbordados
y exhaustos. El síndrome de burnout o agotamiento y los problemas
cardiovasculares se convirtieron en enfermedades de masas. No se preveía
una marcha atrás. Pues el rasgo distintivo de los desarrollos civilizatorio-
tecnológicos –esto lo sabía bien el filósofo francés René Girard– ha sido
siempre el «incremento hasta el límite» [1].
En comparación con el estilo de vida más y más turbulento, a muchas
personas las tradiciones del cristianismo les parecían reliquias de una época
desaparecida. Era como si la Iglesia católica, que en su día había impulsado
las ciencias y fundado universidades y que se había renovado en el Concilio
Vaticano II, hubiera perdido por completo el enganche con la Modernidad.
La Oficina de Prensa del Vaticano dispuso que el papa fuera fotografiado
con una tableta electrónica y que conectara en directo con los astronautas de
la estación espacial ISS, pero nada de ello resultó verdaderamente
convincente como símbolo de haber llegado al siglo XXI.
Con sus hombres de extrañas vestiduras y una guardia de aspecto
medieval, con cascos y alabardas, ¿no tenía que producir el cuartel general
de la Iglesia católica necesariamente la impresión de haber salido de otra
época? Desde todos los rincones del planeta llegaban turistas para
contemplar asombrados este curioso reino en miniatura con los mismos ojos
de incredulidad con los que miraban las fantásticas figuras de la trilogía
cinematográfica El señor de los anillos, del director Peter Jackson. Pero esa
era tan solo una de las caras. Pues, al fin y al cabo, Vaticano disponía, con
L’Osservatore Romano, de un periódico oficial que se publicaba en 20
ediciones nacionales distintas y, con la Radio Vaticano, de una emisora de
radio que emitía en 47 lenguas distintas. De los funcionarios de la Santa
Sede, 298 tenían estatus diplomático, y en prácticamente todas las grandes
ciudades de la Tierra residía un representante de esta Iglesia que, con rango
de obispo, se contaba entre los más altos dignatarios de la región. Y si, por
una parte, muchos aspectos de las tradiciones de la Iglesia católica podían
parecer anacrónicos, en su mensaje y en su resistencia radicaban justo
aquellos factores con los que esa Iglesia trataba de dar respuesta a los
problemas y peligros de la turbulenta nueva realidad. La transmisión de la
fe, acentuaba Benedicto XVI, no podía limitarse al ámbito de lo privado. La
amplitud de las funciones directivas que en todo ello correspondían al papa
quedaba documentada en el informe anual de actividad, L’attività della
Santa Sede, que daba noticia de la vida del santo padre día a día, de cada
audiencia, cada discurso, cada encuentro. Mil quinientas páginas. Por lo
demás, el Vaticano podía presumir de ser el primer Estado en funcionar con
cero emisiones netas de CO2.
Su primer viaje fuera de Europa llevó a Benedicto en mayo de 2007 a
Brasil, que, con sus 140 millones de creyentes, era el mayor país de
impronta católica del mundo. El cambio de la situación política había
confirmado que la actitud de la Congregación para la Doctrina de la Fe
respecto a la teología de la liberación décadas atrás había sido acertada: así
respondió el papa a su llegada al país a la pregunta de un periodista. En
aquel entonces había sido esencial, subrayó, distinguir entre la política, por
un lado, y la misión de la Iglesia, por otro. Dos días más tarde, el 13 de
mayo, el papa acude como invitado a la V Asamblea Plenaria de las
Conferencias Episcopales de América Latina y el Caribe, que se celebra en
Aparecida, en el Estado federado de São Paulo. Visita la Fazenda da
Esperanza en Guaratinguetá, una institución eclesial dedicada a la
rehabilitación de drogadictos. «Quiero mucho a Latinoamérica», había
dicho en el avión durante el vuelo de ida; el continente, dijo, «lo he visitado
con frecuencia y tengo en él numerosos amigos, y sé cuán graves son los
problemas que padece» [2].

A pesar de numerosas deficiencias, así defiende Benedicto la


evangelización del subcontinente, la Iglesia latinoamericana ha sabido
transmitir el amor de Cristo preservando a un tiempo los rasgos esenciales
de los indígenas. Al decir estas palabras, pensaba quizá en san Pedro
Claver, quien, como apasionado adversario de la esclavitud, concitó el odio
de los traficantes de esclavos (en Europa, esta observación de Benedicto le
atrajo enseguida la crítica de que quería minimizar los abusos de los
conquistadores). En Brasil, el papa estuvo acompañado no por los 2.000
periodistas con que se contaba, sino por 3.000; millones de personas orlaron
el trayecto que recorrió en Río de Janeiro y acudieron en masa al Campo de
Marte, para celebrar con él la canonización del franciscano Frei Galvão,
fallecido en 1822. «La fama de su inmensa caridad no tenía límites»,
acentuó Benedicto en su homilía; «pobres, enfermos del cuerpo y del
espíritu [...] imploraban ayuda», y a todos los «acogía paternalmente».

En el tercer año de su pontificado, el más productivo de todos, se


consolidó la impresión de que Benedicto veía su principal tarea en una
renovación a través del anuncio. Si Juan Pablo II había traído al papado de
vuelta –físicamente, por así decir– al escenario de la historia universal, su
sucesor quería intentar el más difícil todavía: una purificación interior de la
Iglesia y la fe. Para Ratzinger, la gran crisis que amenazaba con socavar el
cristianismo en el hemisferio occidental había sido causada por una pérdida
inaudita tanto de ciencia (conocimiento) sobre la fe como de conciencia de
la fe. Era necesario comunicar de nuevo al mundo de qué trata el Evangelio.
El anuncio de la fe era, según el papa, «el más valioso regalo que la Iglesia
puede hacer a la humanidad». Conviene que la Iglesia comience en ello no
por el anuncio de deberes y leyes, reiteró, sino por el descubrimiento de la
gracia. «¿Cómo es posible», citó en una ocasión al papa Gregorio Magno,
«que el ser humano diga “no” al más grande, que cierre su existencia a todo
lo que está más allá de esta?». La respuesta de Gregorio fue: «Nunca han
tenido experiencia de Dios, nunca han llegado a gustar a Dios; nunca han
percibido cuán delicioso es ser tocados por Dios».

Así como Ratzinger se distinguía por la sencillez y la renuncia a todo


tipo de lujo personal, así también eran coherentemente evangélicas las
exigencias que planteaba a su Iglesia, a sus presbíteros y a los fieles todos.
En comparación con él, muchos de los teólogos y obispos que se las dan de
«progres» no hablaban sino como políticos o periodistas. Las exigencias de
estos tenían como meta una Iglesia adaptada a corrientes mundanas. Con el
ideal de Ratzinger, por el contrario, se correspondía no tanto un sacerdote
que se muere por ejercer una profesión burguesa con mujer e hijos en una
cómoda casa parroquial cuanto un sacerdote que insta a su feligresía a
cuestionar lo supuestamente normal. «Sobre todo debemos procurar que los
fieles no pierdan de vista a Dios», predicó en una ocasión, «que sean
conscientes del tesoro que poseen. Y que luego ellos mismos, impulsados
por la fuerza de la propia fe, se confronten con el secularismo y sean
capaces de llevar a cabo el discernimiento de espíritus». A su juicio, este
proceso de devenir «sal de la tierra» y «luz del mundo», tal como exige el
Evangelio, constituye «el verdadero encargo, el gran encargo de esta hora
histórica».

El retorno a los textos fontales se corresponde con la antigua visión


ratzingeriana de una Iglesia de los pequeños que viven una fe no falsificada.
Por supuesto, la Iglesia necesita «a toda costa también a los intelectuales»,
aclara Ratzinger; «necesita personas que pongan a su disposición la fuerza
de su mente. Y necesita personas generosas, ricas. Deseosas de poner su
riqueza al servicio del bien. Pero la Iglesia siempre vive también del gran
fondo de aquellas personas que creen humildemente. En este sentido, se
trata realmente de la multitud de quienes necesitan amor y dan amor, su
verdadero tesoro; personas sencillas capaces de acoger la verdad porque
nunca han dejado de ser niños, como dice el Señor. Han conservado a través
del transcurso de los periodos de la historia la mirada a lo esencial y
mantienen en la Iglesia el espíritu de la humildad y del amor» [3].
La sede de Pedro eleva a su ocupante a una altura vertiginosa. Como
mediador entre Cristo y el mundo, el papa es el soberano absoluto. No tiene
que rendir cuentas a su pueblo ni al senado de los cardenales, sino solo a
aquel a quien representa en la tierra. Por otra parte, su plenitud de poder es
sumamente limitada. No puede suprimir nada que pertenezca al depósito
central de la doctrina y la tradición. Ni tampoco nada de lo que esté
«vinculado a la diacrónica y sincrónica comunidad confesional de los
sucesores de los apóstoles», en palabras de Karl-Heinz Menke, catedrático
de Teología Dogmática en Bonn. Es decir, de las decisiones de sus
predecesores que hayan sido anunciadas como irreversibles. Por ejemplo, el
principio de que en la Iglesia católica solo los varones son admitidos al
ministerio presbiteral. Y, sobre todo, está atado por las normas que lo
vinculan con la figura del primero de todos los obispos, la figura clave por
excelencia: el judío Simón bar-Yonah, llamado Pedro, la Piedra, la Roca.
En la elección de sus apóstoles, Jesús se decantó por pescadores,
recaudadores de impuestos e incluso por un cabeza de chorlito en
cuestiones políticas. A las élites religiosas de su época les criticó su afán de
ocupar los lugares más destacados, su doble moral, su falta de voluntad para
el arrepentimiento y la conversión, su boato, que se manifestaba en las
vestimentas señoriales y los sombreros inmensos. Lo que más le enojaba
era que justamente los supuestos expertos en Dios ocultaran a los hombres
el rostro de Dios. Sus leyes y su conducta no eran sino confesión formal de
fe, acción sucedánea: «¡Ay de vosotros», recrimina a los letrados, «que
cerráis a los hombres el reino de Dios! ¡Vosotros no entráis ni dejáis entrar a
los que lo intentan!».
Simón Pedro no era el prototipo de líder decidido ni de gestor bien
organizado. Rudo y robusto, ocasionalmente irascible, pero también
compasivo y a veces un poco tardo de mollera: así lo presentan los
evangelios. Se lanza a las olas cuando el Maestro llama... y se hunde en el
mar de sus dudas. Manifiesta debilidades imperdonables, de las que luego
se arrepiente amargamente. Su nombre hebreo, Simón o Simeón, significa,
por una parte, «Yahvé ha escuchado»; por otra, remite al Šema’ Yisra’el, el
«Escucha, Israel», el mandamiento principal de los judíos.
Quien lee el Nuevo Testamento teniendo presente a Pedro sabe cómo se
entiende en él a la Iglesia. Que es Iglesia de santos, pero no de héroes
semejantes a dioses que nunca yerran. Que, cuando el éxito brilla por su
ausencia, no debe acomodarse en mayor medida al mundo. Está destinada a
ser a veces grande, a veces pequeña, aunque no cabe decir con exactitud
cuándo lo grande es pequeño y lo pequeño es grande. Sin embargo, los
pescadores del lago de Genesaret y sus sucesores no solo dejaron atrás a la
nomenklatura del judaísmo, sino que reemplazaron incluso al emperador
romano y tendieron puentes entre judíos y paganos, entre las distintas razas
y naciones.

Jesús le dijo a Pedro: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas».


Pedro es el pastor, el explorador, el custodio de los misterios. No
construyáis sobre arena, había dicho el Maestro, construid sobre roca. Ello
llevaba asociada una garantía como en realidad no podía darse... salvo por
alguien cuya autoridad se extendiera más allá del tiempo y el espacio:
«Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta Piedra construiré mi Iglesia,
y el imperio de la muerte no la vencerá».

El acto fundacional de la Iglesia de Cristo está entrelazado con una


advertencia sombría. Pedro había recibido las llaves del reino de los cielos;
pero a la revelación de Jesús de que el Mesías no podía menos de recorrer el
camino de la pasión, el primero de los apóstoles reaccionó, por razones
comprensibles, con una vehemente negativa: ¡no, eso no puede ocurrir! A
juicio de Jesús, con ello se construye un Dios y una Iglesia que funcionan
según criterios humanos, no divinos. Esta actitud equivale, en esencia, a una
rebelión fundamental contra Dios, tal como la describe la Biblia en el
Génesis.
Pedro había recaído en las categorías del pensamiento puramente
mundano y, por ende, también en la dependencia del príncipe de las
sombras. Pues es al eterno antagonista al que en último término se dirige la
respuesta de Jesús: «¡Aléjate, Satanás! Piensas como los hombres, no como
Dios» (Mt 16, 23). Es la sombra que acompaña a la fundación de la Iglesia
y que, por grande que sea su santidad, nunca la abandonará. A la postre, eso
es lo decisivo: los mensajeros de Cristo no deben escuchar «pensamientos
de hombres», sino la palabra de Dios, la «fuerza de lo alto». Realizar con
éxito la tarea del apóstol requiere «negarse uno mismo». Solo así pueden
hacerse verdad las palabras de Cristo: «Quien a vosotros os escucha a mí
me escucha; quien a vosotros os desprecia a mí me desprecia; y quien a mí
me desprecia, desprecia al que me envió».

Conocer estos fundamentos es importante para comprender la


permanente advertencia de Benedicto de que los seres humanos no pueden
hacer por sí solos la Iglesia y la fe, que la institución de Jesús –si está sujeta
por los grilletes de lo puramente mundano– no alcanza aquella altura desde
la que la luz se proyecta sobre el mundo. El rumbo de Benedicto se percibe
con suma claridad en las palabras que pronunció el 7 de noviembre de 2006
en un encuentro con los obispos suizos durante la visita ad limina de estos.
«Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los seminarios, cada
vez más vacíos; las casas religiosas, cada vez más vacías», dijo en la misa
compartida con ellos. Al igual que en los tiempos bíblicos el ser humano
tiende a huir cuando la causa de Dios le requiere. En la actualidad, prosigue
Benedicto, muchos cristianos viven exactamente igual que quienes no lo
son. Se ocupan de cosas materiales, de lo factible y planificable, que
promete éxito. Así, también a ellos se les atrofia el «órgano para percibir a
Dios». Algo que puede conllevar consecuencias dramáticas.
El papa no se limitó a consideraciones elevadas. Pensando en la
aplicación de lo dicho, aconsejó a los obispos no seguir entrando a todos los
trapos que les tendían los periodistas. «Recuerdo que cuando iba yo a
Alemania, en las décadas de 1980 y 1990, me pedían entrevistas y siempre
me daban por anticipado las preguntas. Se trataba de la ordenación de
mujeres, de la anticoncepción, del aborto y de otros problemas como estos,
que vuelven continuamente a la actualidad. Si nos dejamos arrastrar por
estas discusiones, entonces se identifica a la Iglesia con algunos
mandamientos o prohibiciones, y a nosotros se nos tacha de moralistas con
algunas convicciones pasadas de moda, y la verdadera grandeza de la fe no
se aprecia para nada». La sociedad actual no es amoral por principio,
puntualizó Benedicto; solo que la moral se encuentra hoy bajo marbetes
tales como «paz», «no violencia», «justicia para todos», «solicitud por los
pobres» o «respeto a la creación». El lugar de la religión lo ocupan,
prosiguió, «los grandes temas morales como lo esencial que luego confiere
al hombre dignidad y lo compromete». Pero no se puede renunciar a la
«moral de la vida» cuando se trata, por ejemplo, del aborto, la eutanasia
activa o la marginación del matrimonio [4].

Cuando se intensificaron los rumores de que el papa quería autorizar de


nuevo el uso del Misal de San Pío V, se anunció el primer conflicto
intraeclesial del pontificado. La misa tridentina o «antigua», hasta 1970 el
rito habitual en la Iglesia católica, había sido, como si dijéramos,
descatalogada. Ya como catedrático de Teología en Ratisbona se había
manifestado Ratzinger consternado por la prohibición del antiguo misal,
pues «nunca había ocurrido algo así en toda la historia de la liturgia» [5].
Como consecuencia, la liturgia no se consideraba ya, en su opinión, fruto de
un proceso vivo, sino producto de la erudición académica, que podía
cambiar según el punto de vista que se adoptara. Es cierto que Juan Pablo
II, con la instrucción Quattuor abhinc annos, había vuelto a autorizar en
1984 la utilización del rito tridentino; pero quien quisiera celebrarlo debía
solicitar permiso al obispo, que con frecuencia lo denegaba.
Ya la sola posibilidad de que el papa revisara en parte la situación
desencadenó vehementes protestas. Unos advertían de que con ello se haría
una concesión excesiva a los tradicionalistas de la Fraternidad Sacerdotal
San Pío X; otros acusaban a Benedicto de querer cuestionar el Concilio
Vaticano II. Obispos franceses, entre ellos también el cardenal Jean-Marie
Lustiger, arzobispo emérito de París, acudieron a toda prisa a Roma, para
suplicar a Ratzinger que no relajara las reglas vigentes.
Benedicto reaccionó. Aunque el texto para su inminente declaración
había sido examinado concienzudamente mediante innumerables consultas,
«el papa, de forma del todo consciente, quería involucrar en la decisión
también al episcopado», cuenta el secretario Gänswein; «ello hizo que el
asunto se demorara un poco». Después de que el pontífice explicara en la
Sala Bologna del Palacio Apostólico su intención a una treintena de
presidentes de conferencias episcopales, «el ambiente se tornó muy
positivo». Por precaución, Benedicto preparó además una carta personal
dirigida a todos los obispos, en la que fundamentaba su decisión y la
presentaba como «fruto de una larga reflexión, numerosas consultas y la
oración».
Por resumir: con el motu proprio de Benedicto Summorum Pontificum,
que fue promulgado el 7 de julio de 2007 y entró en vigor el 14 de
septiembre, fiesta de la Exaltación de la Cruz, volvió a ser posible celebrar
con el Missale Romanum tridentino en su última versión, revisada y
aprobada por Juan XXIII en 1962, sin tener que solicitar ya autorización
previa a Roma o al obispo del lugar. El documento dejaba al mismo tiempo
claro que el rito surgido de la reforma litúrgica posconciliar «es y seguirá
siendo [...] la forma normal». En efecto, según el Concilio, «no es que un
nuevo rito haya ocupado el lugar del antiguo», sino que la «antigua misa» y
la nueva son «dos formas de un único rito latino», una ordinaria y otra
extraordinaria.
En la carta que acompaña al motu proprio, Benedicto explica que
muchos fieles anhelaban la antigua liturgia, porque «en muchos lugares no
se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo misal, sino
que este llegó a entenderse como una autorización e incluso como una
obligación de “creatividad”, lo cual llevó a menudo a deformaciones de la
liturgia al límite de lo soportable». Asegura hablar por experiencia personal,
puesto que «he vivido también yo aquel periodo con todas sus expectativas
y confusiones». Promulgando unas normas claras pretendía además «liberar
a los obispos de tener que valorar siempre de nuevo cómo responder a las
diversas situaciones». Ratzinger rechaza como «absolutamente falsa» la
conjetura de que la autorización del rito antiguo fuera una concesión a la
Fraternidad San Pío X. «Para mí era importante», me explica en una de
nuestras entrevistas, «que la Iglesia fuera coherente con su pasado». No es
de recibo, subraya, «que lo que antes era lo más sagrado en la Iglesia de
repente se convierta en algo prohibido». La reforma posconciliar de la
liturgia «era conveniente. Pero la identidad no puede romperse. Como he
dicho, lo que me preocupaba era el contenido en sí».
La reforma de Benedicto no fue bien recibida en todas partes, ni siquiera
en la curia misma. Duras condenas, «emitidas sin un conocimiento
suficiente del asunto», según la percepción del papa, procedieron sobre todo
de asociaciones judías. Recordaron el texto de las preces del Viernes Santo
en el rito antiguo: Oremus et pro perfidis judaeis, «Oremos también por los
pérfidos judíos». En realidad, ya Juan XXIII había modificado la fórmula,
eliminando en 1962 el término «pérfidos», si bien con un resultado
igualmente poco aceptable: «Omnipotente y eterno Dios, que no excluyes
de tu misericordia ni a los judíos», rezaba a partir de entonces el texto,
«escucha nuestras súplicas, que te presentamos debido a la obcecación de
este pueblo».

Benedicto XVI mismo se había opuesto a tal formulación y terminó


cambiándola personalmente: «Quería dar a la súplica una forma acorde con
el estilo espiritual de la liturgia antigua, pero cuidando de que estuviera
también en consonancia con nuestros modernos conocimientos sobre el
judaísmo y el cristianismo» [6]. Así que elaboró la nueva petición «única y
exclusivamente con palabras de la Escritura». Dice estar «contento de haber
conseguido cambiar positivamente este punto». Y lo hizo con esta
formulación: «Dios omnipotente y eterno, que quieres que todos los
hombres se salven y alcancen el conocimiento de la verdad que procede de
ti, concede por tu bondad que la plenitud de los pueblos entre en tu Iglesia y
todo Israel sea salvado. Por Cristo nuestro Señor. Amén». No acepta en
absoluto la crítica difundida ya por anticipado de que la nueva formulación
es antijudía. La torticera presentación «fue montada por mis no-amigos en
Alemania, los teólogos. Pero estas personas concretas llevan intentado
derribarme desde el principio y sabían que la manera más fácil de hacerlo
era con alguna cuestión relacionada con Israel. Debo decir que esto me
parece una atrocidad» [7].

Durante su viaje a Francia en septiembre de 2008, Benedicto XVI se


refirió de nuevo a Summorum Pontificum. Todos los temores eran
infundados, dijo. Su decisión había sido «sencillamente un acto de
tolerancia nacido de la solicitud pastoral por personas que fueron formadas
en esta liturgia, que la aman, la conocen y quieren vivir con ella». A su
juicio, no existe «oposición entre la liturgia renovada por el Vaticano II y
esta liturgia. A diario celebraban los padres conciliares la misa según el rito
antiguo al tiempo que esbozaron un desarrollo natural para la liturgia en
este siglo, pues la liturgia es una realidad viva que evoluciona y, en esa
evolución, conserva su identidad» [8].
De Summorum Pontificum no derivaron apenas cambios mensurables en
el sistema litúrgico de la Iglesia ni, menos aún, un movimiento masivo. La
recuperación por Benedicto de la «misa antigua» se correspondió en el
fondo con la tendencia a olvidarse del vino aguado, los alimentos tóxicos y
la manía de la comida rápida para recuperar lo clásico y tradicional. La
protesta contra la disposición papal en beneficio de los fieles que aman la
liturgia antigua resultó aún más extraña por cuanto que, en cualquier otro
ámbito, la protección de las minorías se tenía verdaderamente por doctrina
suprema de la sociedad civil. Por lo demás, tres años después del motu
proprio, en la antigua sede muniquesa de Ratzinger se introdujo, junto a la
habitual Oktoberfest, una «Oktoberfest histórica», que, bajo la
denominación «Alte Wiesn» [el Wiesn antiguo, donde Wiesn alude al
recinto donde se celebra la feria], pronto se convirtió en parte fija y muy
popular del evento. Summorum Pontificum creó indudablemente una nueva
conciencia de la belleza y sacralidad de la liturgia católica clásica. El
cardenal Kurt Koch incluso considera esta reforma litúrgica la decisión más
relevante del pontificado [9]. Con ella surgió «algo permanente» que el
octogenario pontífice logró sacar adelante venciendo todas las resistencias,
sencillamente porque desde hacía décadas sentía que la corrección era
adecuada y necesaria.
El papa alemán causó agitación en 2007 no solo con la decisión de
volver a autorizar el rito tridentino. Otro deseo que Ratzinger albergaba
desde hacía años era la redacción de su cristología, hacia la que
«interiormente llevaba largo tiempo en camino». Casi parecía que este
proyecto era un asunto personal entre el autor y su protagonista. Bajo
ningún concepto quería que ello repercutiera negativamente en su labor de
gobierno. Así pues, su libro sobre Jesús, que había comenzado dos años
antes de su elección como papa, en el verano de 2003, fue cobrando forma
única y exclusivamente en los días libres de audiencias –los martes– en el
Palazzo Apostólico y durante sus vacaciones en Castel Gandolfo. En estos
días en la residencia de verano, el desayuno duraba apenas quince minutos,
para así sentarse al escritorio lo antes posible. «Para él, este trabajo era una
necesidad interior», cuenta la hermana Christine; «se percibía que se trataba
de un arduo trabajo intelectual, y siempre nos alegrábamos cuando
terminaba un nuevo capítulo. No es que tuviera mal humor, pero estaba con
la mente en otra parte. Cuando concluyó el proyecto, parecía recuperado»
[10].
Para escribir el libro, no recurrió a colaboradores, ni siquiera para
incorporar el extenso aparato de notas. A Burkhard Menke, durante muchos
años lector de Ratzinger en la Editorial Herder, donde había acompañado
los aproximadamente ochenta libros del teólogo, le llamó la atención «hasta
qué punto apuesta el autor por la Biblia como fuente primordial de la fe y
desconfía de todo lo que los seres humanos quieren crear por sus propias
fuerzas». Ratzinger, opina Menke, trabaja como «un luterano católico». Ya
la primera vez que se vieron tras la elección papal, Benedicto le hizo un
breve guiño: «Aquí tengo un libro sobre Jesús». Del manuscrito que el papa
le puso en la mano como archivo grabado en un lápiz de memoria le fascinó
a Menke la manera tan comprensible en la que el papa expone «por qué la
encarnación de Dios y la resurrección de entre los muertos no son mitos,
sino hechos, históricamente ubicables». «Este autor», resume el lector de
Herder, «nos ha recordado que la Biblia es la palabra de Dios y Jesús el
Hijo de Dios. Al igual que Lutero, pone en el centro la seriedad de la
relación con Dios» [11].

En su trabajo autoral, al papa lo ayudó el don de que, cada vez que


tomaba el lápiz para escribir, era capaz de retomar sin mayor dificultad el
hilo justo allí donde lo había dejado una semana antes. «Algo que
interiormente me ocupa tanto», me explica en una de nuestras
conversaciones, lo tengo tan presente «que, en cuanto me pongo de nuevo
con ello, puedo seguir por donde iba». Para que no fuera confundida con un
escrito magisterial, la primera parte de la trilogía sobre Jesús, concluida en
septiembre de 2006, no salió al mercado bajo signo papal, sino bajo el
nombre autoral Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. Ya el prólogo llama la
atención. Las críticas son bienvenidas, escribe el papa en él. Pide «a las
lectoras y lectores tan solo el anticipo de empatía sin el que ninguna
comprensión resulta posible».
La obra nació del malestar de Ratzinger con algunos desarrollos en la
teología. «Con supuestos resultados de la exégesis científica», dice, «se han
trenzado horrendos libros con el ánimo de destruir la figura de Jesús, de
desmontar la fe». Para muchos estudiosos de la teología, afirmó ante la
Pontificia Comisión Teológica Internacional, el misterio cristiano no es más
que un proyecto académico que no tiene nada que ver con su vida.
Cedámosle la palabra a Benedicto: «Se pesca en las aguas de la Sagrada
Escritura con una red que permite capturar solo peces de una determinada
medida y todo lo que excede esa medida no entra en la red y, por lo tanto,
no puede existir. De este modo, el gran misterio de Jesús, del Hijo que se
hizo hombre, se reduce a un Jesús histórico: una figura trágica, un fantasma
sin carne y hueso. ¿Por qué ocurre esto? ¿Acaso es el cristianismo la
religión de los necios, de los incultos? ¿Desaparece la fe allí donde
despierta la razón?» [12].
El libro del papa sobre Jesús es la quintaesencia de un hombre que –en
las distintas etapas de su formación y luego como sacerdote, teólogo,
obispo, cardenal y sumo pontífice de la Iglesia católica– se ha confrontado
con la persona y el mensaje de Cristo no solo científica, sino también
espiritualmente, lo ha «puesto a prueba», por así decir, en su propia vida,
para acercarse a él hasta donde le es posible a un ser humano. Con este
libro, Ratzinger quería abrirles los ojos a los lectores, sobre la base de
nuevos conocimientos históricos y teológicos, a la urdimbre fundamental de
los evangelios. El primer volumen de la obra trata el bautismo de Jesús, las
tentaciones en el desierto, el anuncio del reino de Dios y el sermón del
monte. Analiza además las peticiones del padrenuestro, diversas parábolas y
dichos de Jesús sobre sí mismo. En su trabajo, Ratzinger expone
controversias exegéticas y no silencia las cuestiones abiertas, aunque
ocasionalmente se pierde en sutilezas teológicas. Al mismo tiempo, pone en
relación el Evangelio con problemas éticos actuales o con las necesidades
en los países del Tercer Mundo.

La autocomprensión de Jesús incluye, según Ratzinger, la conciencia de


ser el Hijo de Dios, Dios mismo, quien posee todas las potestades de las
leyes y es Señor del universo. Jesús, subraya el papa, es la única persona
histórica en la que se ha cumplido por entero el Antiguo Testamento. Todas
las palabras de la Biblia «estaban esperándolo, por decirlo así», estaban
esperando a «Cristo, el Hijo del Dios vivo». «Sobre todo, en ello
comprenderemos que Jesús habla siempre como el Hijo, que la relación
entre el Padre y el Hijo se encuentra siempre en el trasfondo de su
mensaje». Y justo «porque Jesús mismo es Dios –el Hijo–, toda su
predicación es mensaje de su propio misterio, o sea, discurso sobre la
presencia de Dios en su actuar y su ser». Lo absolutamente nuevo de Jesús
es, entre otras cosas, prosigue Ratzinger, que define desde la cruz la
pretensión del gobernante. «Este rey gobierna mediante la fe y el amor, no
de otra forma». Esta «idea» de Dios hasta entonces totalmente inconcebible
no podía venir de ningún ámbito cultural, de ninguna comunidad nacional.
Carece «por completo de utilidad», no está vinculada al poder, ni a los
intereses de un pueblo o de un gobernante. La trabazón intrínseca del
mensaje de Jesús pone de manifiesto, a juicio de Ratzinger, que este
mensaje únicamente puede haber sido dicho por Dios; todo se corresponde
con la «unidad intrínseca de su camino desde el primer instante de su vida
hasta la cruz y la resurrección».

En su obra, Ratzinger «no deslegitima la exégesis histórico-crítica»,


afirma Franz Mußner, catedrático de Nuevo Testamento; sin embargo, «trata
de ir más allá de ella con ayuda de la exégesis canónica, para, de este modo,
visibilizar el rostro divino del Jesús histórico-real» [13]. Sobre todo, el papa
tiende ahí un puente hacia las irrenunciables raíces judías del cristianismo,
y rara vez se había puesto de manifiesto antes con mayor claridad el
enraizamiento veterotestamentario de Jesús. Por otra parte, Ratzinger no
tiene reparos en mostrar a los maestros protocristianos de la Iglesia sus
límites. Por ejemplo, cuando refieren la parábola del rico Epulón y el pobre
Lázaro a la relación entre Israel (el rico) y la Iglesia (el pobre Lázaro). Con
ello, asegura el exégeta Ratzinger, «se ignora por entero la tipología que
aquí cuenta». Pues la parábola remite en realidad a Cristo mismo, al hombre
que viene del más allá: «Este Lázaro real ha resucitado, ha venido a
decírnoslo». La parábola «nos invita a creerlo y seguirlo» a él, este gran
signo de Dios. Esta «parábola, que es más que una parábola, habla de la
realidad, de la realidad decisiva de la historia en general».
En ello, todo lo que Jesús dice, insiste Ratzinger, se refiere no solo al
pasado, sino siempre al presente y al futuro. En especial, habría que aplicar
a la situación actual los dichos de Jesús sobre el juicio y sus discursos de
despedida. Pues en la cuestión de «si Dios –el Dios de Jesucristo– está
presente y es reconocido como tal o si, por el contrario, desaparece», señala
Ratzinger en otro lugar, «se decide hoy, en esta dramática situación, el
destino del mundo».
Entre los curiales afloraba una y otra vez la crítica de que el papa se
retiraba con demasiada frecuencia para cultivar su afición por la escritura.
En una de nuestras entrevistas le pregunté al papa emérito si se había
planteado alguna vez cuando estaba en ejercicio si era apropiado que un
pontífice escribiera libros. Sí, había reflexionado al respecto, me respondió;
«pero sencillamente sentía que debía escribir. Y en esa misma medida,
nunca dudé de que era legítimo hacerlo».
¿De dónde sacaba tiempo para ese trabajo?
«Eso me pregunto yo también. Así pues, en ello el buen Dios, de alguna forma,
tuvo que ayudarme de un modo particular. Pero el libro era para mí algo muy
importante. Pues, así como la liturgia, en cuanto autovivencia de la Iglesia, tiene
una importancia capital y nada funciona ya cuando la liturgia deja de ser ella
misma, así también la Iglesia está acabada si no conocemos ya a Jesús. Y el peligro
de que determinados tipos de exégesis nos lo destruyan sin más, nos emboten para
él de tanto darle vueltas, es enorme. En ese sentido, tuve que involucrarme también
un poco en la guerra de guerrillas de los detalles. En tal situación no basta con
interpretar el dogma espiritualmente».

¿Qué experimenta uno cuando, siendo ya un avezado teólogo y líder eclesiástico


octogenario, vuelve a acometer una obra de esa envergadura?

«Uno intima otra vez con el tema de forma totalmente nueva. Tiene que releer
todo, reflexionar sobre ello. Por una parte, desde los textos mismos; por otra, en
diálogo también con las obras exegéticas más importantes. Para mí, eso supuso
asimismo un progreso espiritual: descender una vez más al fundamento. En lo
tocante, por ejemplo, a la comprensión de los discursos escatológicos de Jesús o a la
cuestión de la expiación, que son puntos tan difíciles. Y ahí, creo, se me ha
concedido una forma nueva de ver las cosas, cuando pensaba que ya disponía de las
ideas básicas».
¿Podría decirse que este trabajo fue una fuente de energía para su pontificado?

«Sin duda; para mí fue, como si dijéramos, un continuo sacar agua del fondo del
pozo».

La edición alemana de Jesús de Nazaret salió al mercado con 150.000


ejemplares, la mayor tirada inicial de un libro religioso en la historia. Seis
semanas después de su publicación, en abril de 2007, la obra tenía ya, en el
mundo entero, una tirada global de 1,5 millones. Al final, del superventas se
vendieron más de tres millones de ejemplares en unos treinta idiomas
distintos. Con la obra de Benedicto sobre Jesús se manifestó un estilo
totalmente distinto de ejercicio del papado, considera el teólogo Thomas
Sóding. En esta obra, el vicario de Cristo no formula dogma alguno, sino
que ofrece al teólogo sus observaciones para que las debata. Esto es
revolucionario, juzga Söding. Pero, para fundamentar de nuevo el
cristianismo, quizá era necesaria asimismo una situación en la que las
verdades básicas de la fe se van perdiendo poco a poco. Vistas así las cosas,
fue una suerte para la Iglesia que, precisamente en una época como la
nuestra, tuviera en su cima a un hombre que podía realizar esa tarea.

El afán de trabajo del papa en 2007 era imposible de contener. Siete


meses después de Jesús de Nazaret, Benedicto XVI presentó su segunda
encíclica: Spe salvi, dedicada a la esperanza cristiana. El documento papal
comienza con una cita de la Carta a los Romanos del apóstol Pablo: Spe
salvi facti sumus, «En esperanza fuimos salvados». Como ya se ha dicho,
Ratzinger daba por supuesto que su pontificado iba a ser breve. Así, ordenó
según su urgencia lo que quería comunicar e inspirar. Por eso, después de
Deus caritas est sobre el amor cristiano, abordó en su segunda encíclica la
gran promesa de Cristo, sus revelaciones sobre la muerte, el fin del mundo y
la vida eterna. Muchos teólogos y sacerdotes seguían tratando solo con la
yema de los dedos la doctrina de las llamadas últimas cosas o novísimos,
como el juicio final de Dios, el infierno y la parusía (o retorno) de Cristo.
Casi como si se avergonzaran de estas predicciones sobre el futuro de la
humanidad, que tenían el regusto del fuego y el castigo. Pero Ratzinger veía
en la vida eterna indestructible no temor y espanto, sino la verdadera meta
de la esperanza humana. Para él, esta se funda en la misericordia divina, en
la promesa de que en una dimensión desconocida existe para cada persona,
para cada alma una prolongación de la vida que trascenderá con mucho
todas las nociones terrenas de belleza, armonía y bienestar.

Benedicto XVI entendía Spe salvi como impulso para asomarse por una
vez más allá del horizonte del pensamiento puramente mundano. En la
encíclica se confronta con san Agustín, Kant, Marx, Horkheimer, Adorno y
Dostoievski, y trata de responder al escepticismo frente a la promesa de una
existencia ultraterrena. «¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?»,
pregunta. «Seguir viviendo para siempre, sin fin, parece más una condena
que un don». Pero ¿no existe al mismo tiempo en todo ser humano la
intuición de una vida que no es sino pura felicidad? «Hay momentos en que
de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera “vida”,
así debería ser». Benedicto nos invita a imaginar que «la eternidad no sea
un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno
de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la
totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito,
en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos
únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno,
sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos
desbordados simplemente por la alegría» [14].

La promesa del paraíso, que todas las culturas del mundo conocen desde
hace milenios, no es un consuelo vano en virtud de un mañana imaginario
ni, menos aún, un rechazo del compromiso social. Si la fe cristiana volviera
a verse como una esperanza que sostiene la vida y transforma el mundo,
argumenta el papa, entonces la «oscura puerta del futuro» se abriría y el
presente podría vivirse de forma por completo distinta. La esperanza capaz
de cambiar realmente el mundo y la sociedad brota de la experiencia del
amor incondicionado. Es encuentro con un Dios que ama a todo ser humano
hasta el final. «Solo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día
con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que
por su naturaleza es imperfecto». Hay algo de lo que todos, sin excepción,
podemos estar seguros: «Soy amado definitivamente; y con independencia
de lo que me acontezca, este amor me espera. Y así, mi vida es buena».
La aparición de Jesús, dice Benedicto, trajo al mundo «el encuentro con
el Dios vivo». Desde entonces, el ser humano puede saber cuál es el orden
de la vida y lo que le espera una vez que su corazón deje de latir. De ahí que
la esperanza cristiana «no es solamente un tender de la persona hacia lo que
ha de venir», sino que en cierto modo «atrae al futuro hacia el presente».
¿Por qué? Porque reconfigura la vida ya mucho antes de la consumación
definitiva. «El hecho de que existe este futuro», asegura el papa,
«transforma el presente». En otras palabras, el reino de los cielos anunciado
por Cristo es ya presente y está ya siempre allí donde su luz encuentra una
contraparte y puede, por tanto, crear una nueva dimensión de la realidad. Es
un poco como lo que ocurre con un rayo de sol, que solo deviene realidad
cuando cae sobre un cuerpo firme. Por desgracia, «el cristianismo moderno
[...] ha reducido el horizonte de su esperanza», observa crítico el pontífice,
«y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido».
Tanto más importante es, a su juicio, volver a hablar de eternidad y de vida
eterna. La humanidad debe cobrar conciencia: «No son los elementos del
cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el
hombre, sino [...] un Dios personal. [...] La última instancia no son las leyes
de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una
Persona» [15].
Tres años después del comienzo del pontificado de Benedicto había
muchas cosas que uno antes ni siquiera se habría atrevido a imaginar. Así,
por ejemplo, la declaración de intenciones para el restablecimiento de la
«unidad plena y visible» con las Iglesias ortodoxas, las ofertas a grupos
anglicanos para formar mediante ordinariatos personales una suerte de
diócesis propia o la eliminación de elementos anticuados de las insignias y
usos lingüísticos papales. Nunca antes había estado tan presente la palabra
de un papa. Con récords de asistencia a los actos papales en los más
diferentes lugares y libros con tiradas millonarias. Dentro de la curia y en
los sínodos episcopales reinaba una nueva cultura de debate. Se había
logrado consolidar la relación entre el judaísmo y el cristianismo; y el
diálogo con el islam, tras los enfados iniciales a causa de la manipulación
de la conferencia de Ratisbona, era más intenso que nunca. Y no menos
importante, una serie de discursos e iniciativas sobre la crisis ecológica, que
propiciaron que Benedicto XVI fuera caracterizado como el «primer papa
verde», inspiraron el debate público sobre las cuestiones más candentes en
la sociedad. Con mayor claridad que ninguno de sus predecesores advirtió
el papa no solo de las consecuencias que conllevaría la destrucción del
medio ambiente, sino también de la recaída en la barbarie que se produciría
si el cristianismo desapareciera y, con él, sus valores, su ética, su esperanza,
su forma de conjugar fe y razón y también, cómo no, su pedagogía, que
ayuda a la sociedad a educar a los niños y a respetar las normas.
La gran catequesis que había iniciado se reveló espiritualmente
conmovedora, lingüísticamente impresionante e impregnada de una
agudeza intelectual desconocida tratándose de la Santa Sede. Millones de
jóvenes vieron en el anciano con el solideo blanco no a un ultra, a un hard
liner, sino a un heart breaker, a un rompecorazones en el sentido bíblico,
que bajaba del cielo el sol, la luna y las estrellas para familiarizar a los
hombres con la realidad de Dios. El papa había hecho historia con la carta
apostólica, en forma de motu proprio, Summorum Pontificum, que añadía al
rito ordinario otro extraordinario y volvía a poner de relieve la importancia
de la liturgia. Había empezado además una cristología científica –el primer
papa de la historia en hacer algo así– con el fin de impulsar una corrección
que la teología necesitaba con urgencia. «Él [Benedicto] es el gran
pensador», experimentaba desde una gran cercanía física al Vaticano el
teólogo y jesuita austríaco Franz Xaver Brandmayr, rector del Anima en
Roma: «En una época atosigada por el irracionalismo y la pérdida de la
verdad, él responde de forma racional, aunque sin quedarse en el
racionalismo» [16].
Benedicto XVI no consideró necesario introducir cambios en la política
exterior de la Santa Sede, tal como la había reorientado Wojtyla con su
nueva Ostpolitik. En general, su intención era corregir tan solo en algunos
matices el rumbo impreso por su predecesor. La continuidad del ministerio
petrino se contaba para Benedicto entre lo más importante; lo único que
tenía prioridad sobre ella era enderezar algunas cuestiones de fe que se
hallaban en situación impropia. No todo salió bien. Ciertos nombramientos
episcopales terminaron revelándose errores de juicio. Desafortunada fue la
sustitución del cardenal secretario de Estado. Sin embargo, tras el zorro
viejo Angelo Sodano, Ratzinger quería tener cerca de él, con Tarcisio
Bertone, a un hombre que supuestamente no llevaba su propio juego.
Dentro de la curia le faltaba una persona, un prefecto que asumiera la tarea
que él mismo había desempeñado en su día, un prefecto con talento y
voluntad para proteger profesionalmente los flancos del papa.

El pontificado seguía siendo frágil. Cuán vacilante eran las piernas sobre
las que se alzaba se evidenció en el siguiente ataque contra Ratzinger, que
iba a resultar un golpe decisivo para el resto del tiempo que el papa alemán
continuó ejerciendo el ministerio petrino.
66
La fractura

L o que menos le gustaba eran las numerosas visitas de carácter político.


«Quiero decir, en el terreno de lo concreto era también a menudo
bonito hablar con jefes de Estado. Por regla general, se trata en verdad de
personas con intereses espirituales. Pero, de algún modo, la parte política
fue la más ardua para mí» [1].
Hubo excepciones. Se hizo amigo de Giorgio Napolitano, presidente de
la República Italiana de 2006 a 2015, procedente de las filas del Partido
Comunista. «Napolitano es un hombre preocupado por el derecho y la
justicia, por el bien, no por el éxito partidista. Nos entendemos realmente
muy bien».

Otro de los interlocutores preferidos de Benedicto era el escritor,


luchador por la libertad y presidente checo Václav Havel. «Había leído
algunos textos de él, entre ellos algunos en los que habla sobre la relación
entre la política y la verdad. Para mí resultó sencillamente hermoso y
conmovedor hablar con el hombre Václav Havel». También estimaba a
Michelle Bachelet, presidenta de Chile: «Es atea, marxista, con lo cual hay
muchos puntos en los que no estamos de acuerdo. Pero descubrí en ella una
voluntad ética fundamental muy próxima a lo cristiano».
Le unía una relación especial con el jefe de Estado israelí, Shimon Peres,
«un personaje al que admiro». Peres y Ratzinger se conocieron el 8 de
septiembre de 2001 en un simposio en Cernobbio, junto a Como. «Aunque
mi inglés es bastante deficiente, enseguida nos entendimos bien. Peres era
una persona de gran altura intelectual y humana. En su país natal,
Bielorrusia, había sido testigo de cómo sus familiares más cercanos eran
encerrados en una iglesia. Lo que contaba era tan terrible que me persiguió
interiormente mucho tiempo». A pesar de esta experiencia bajo el dominio
nazi, Peres «siguió siendo bondadoso y abierto, una persona de íntegra
humanidad». No se dejó «inducir al odio, sino que, justamente en virtud de
este recuerdo, se convirtió en un gran pacificador». El presidente israelí
alabó con entusiasmo el pontificado de Ratzinger. Las relaciones entre la
Iglesia católica e Israel bajo el pontífice alemán, dijo más tarde, son «las
mejores desde el nacimiento de Cristo».

Barack Obama le causó a Benedicto la impresión de ser «una persona


reflexiva» y «un gran político que sabe cómo tener éxito». Obama tenía, por
supuesto, «ciertas ideas que nosotros no podíamos compartir, pero en su
relación conmigo no se movía solo polla táctica. Yo notaba que él buscaba
el encuentro y que me escuchaba». Con Vladimir Putin habló en alemán en
el Vaticano: «No profundizamos mucho, pero creo que él –que es, por
supuesto, un hombre con afán de poder– de algún modo intuye la necesidad
de la fe. Es un realista. Es consciente de que Rusia padece a causa de la
destrucción de la moral. El ser humano necesita a Dios; eso lo ve él con
toda claridad».
Benedicto acudía con regularidad a conciertos y también muchas tardes,
ya a última hora, se sentaba él mismo al piano. En sus discursos aludía con
frecuencia a la correlación entre belleza y verdad, aunque en la curia se
burlaban un poco del amor del papa por el arte y la música. Lo bello es
verdadero, y lo verdadero es también bello. La belleza de Dios se reconoce
en la belleza de la creación y en la armonía del cosmos. Como derivación
de ello, la liturgia forma parte del misterio; de ahí que su belleza sea un
elemento no adicional, sino fundamental de las celebraciones. Así como
existe una racionalidad de la fe, afirma Benedicto, así existe también una
estética de la fe, que en cierto modo ha devenido una prueba de la fe y que
puede admirarse, por ejemplo, en las grandes catedrales o también en la
música de maestros como Palestrina, Bach o Mozart. De la petición de
Benedicto al Pontificio Consejo para la Cultura de que reflexionara «sobre
la creatividad de los artistas y el diálogo, tan fructífero como problemático,
entre estos y la fe cristiana» surgió un sensacional encuentro con artistas
internacionales en la Capilla Sixtina.
Su creciente fragilidad le creaba dificultades. Muchos de sus
condiscípulos estaban entretanto enfermos o incluso habían muerto ya.
Cada vez que recibía la noticia del fallecimiento de alguien conocido –por
ejemplo, la mujer de su camarada de guerra Martl–, se sentaba al escritorio
y escribía una carta de condolencia para consolar a los familiares del
difunto. «A nuestra edad se piensa sobre todo en la salud», se lee en una
tarjeta de saludo a Esther Betz. Uno espera, dice, que le sea concedido
«recorrer aún en buen estado este último trecho del camino y llegar
incólume a donde tantos nos aguardan». Un año más tarde, el 17 de febrero
de 2008, se dice en una carta a Esther: «Cuando se ha superado el umbral
de los 80, los pasos se vuelven cada vez más lentos; en cualquier caso, noto
el peso de los años y trato de armonizar lo mejor que puedo el deber y mis
posibilidades» [2].
En 2008, Benedicto tuvo que afrontar tres viajes espectaculares. Del 15
al 20 de abril visitó Estados Unidos; del 12 al 21 de julio asistió en Sídney a
la Jornada Mundial de la Juventud; y del 12 al 15 de septiembre se le
esperaba en Francia con ocasión del sesquicentenario de las apariciones de
la Virgen en Lourdes, ocurridas en 1858. A eso se sumaron 42 audiencias
generales y cuatro viajes pastorales en Italia. Sobre todo el viaje a Estados
Unidos pareció comportar una cierta desinhibición, pues Benedicto había
decidido «ya hace diez años no volver a cruzar los océanos», tal como él
mismo le comunicó a Betz. Sin embargo, cuando tomó esa decisión «no
podía sospechar lo que aún estaba por llegarme».
La visita del papa a Estados Unidos se vio ensombrecida por
estremecedoras noticias sobre escándalos de abusos sexuales contra
menores, en su mayor parte casos de los años setenta y ochenta que ahora se
hacían públicos. No eran sino la punta de un iceberg que diez años más
tarde afloraría en toda su monstruosidad. Ya durante el vuelo de ida dijo
Benedicto a los periodistas que viajaban en el avión papal: «Nos
avergonzamos profundamente de lo ocurrido y haremos todo lo que esté en
nuestra mano para que esto no se repita en el futuro» [3]. Al día siguiente
de la llegada, el 16 de abril –día de su cumpleaños, en el que el presidente
George W. Bush le ofreció una elegante recepción en la Casa Blanca–,
habló en Baltimore ante 300 obispos sobre los abusos sexuales, cuyo
esclarecimiento se había llevado a cabo «en algunos casos de la peor
manera posible». Aseguró que le entristecía dolorosamente que algunos
clérigos hubiesen traicionado sus obligaciones sacerdotales cometiendo
graves ofensas morales. Exigió que se aplicara de manera rigurosa la
estrategia de «tolerancia cero» con los victimarios por él dispuesta. Por lo
que respecta a las víctimas, la Iglesia debía asumir la tarea de vendar sus
heridas y, en la medida de lo posible, restañarlas. Benedicto insistió en
reunirse en un encuentro específico con víctimas de abusos sexuales.
Consideró que era su deber hacerlo, y de inmediato convirtió tales
encuentros en parte fija de todos sus viajes.

En un centro cultural de nombre «Juan Pablo II» se reunió el papa con


200 musulmanes, hindúes, budistas y judíos, para abogar por el diálogo
interreligioso, que, como destacó, debe basarse en el respeto mutuo. Con
una celebración eucarística tan solemne como emocional en el Estadio
Nacional de Washington, Benedicto conquistó el corazón de los creyentes
estadounidenses. Profundamente emocionados siguieron también los
presentes y los telespectadores la oración del papa en la Zona Cero de
Nueva York, en la que recordó a las víctimas de los atentados del 11-S. El
culmen del viaje fue el discurso que pronunció ante la asamblea general de
Naciones Unidas el 18 de abril. Después de Pablo VI y Juan Pablo II, era el
tercer papa que visitaba la sede de Naciones Unidas; sin embargo,
Benedicto XVI introdujo, según Elio Guerriero, «un nuevo elemento en la
política exterior del Vaticano», a saber, el principio de la responsabilidad de
proteger a todo miembro de la familia humana. What a hit, what a trip,
what a triumph!, «¡Qué éxito, qué viaje, qué triunfo!»: con estas palabras
comentó The New York Times el discurso, que fue celebrado por la sala con
aplausos y puesta en pie. «Quien no se emocione con esto no está vivo». El
londinense The Times resumió: «En su viaje a Estados Unidos, el papa
Benedicto XVI se ha desembarazado indiscutiblemente de la sombra de su
carismático predecesor Juan Pablo II, tanto por el contenido de sus
discursos como por la forma en que los ha pronunciado. Y a todos cuantos
dudaban de él les ha mostrado que es palmariamente una persona más
cálida y empática que el intelectual doctrinario que tantos titulares copó con
motivo de la toma de posesión de su cargo hace tres años» [4].
A la vista del entusiasmo desencadenado por su intervención en la ONU,
el papa daba la impresión de estar algo perplejo. Aunque «no tenía miedo
escénico», se dejó aconsejar en relación con su importante discurso ante la
asamblea general de Naciones Unidas. En su alocución habló en especial de
la situación de algunos países africanos, pero también exhortó a la
protección del medio ambiente, los recursos y el clima. Si algunos Estados
concretos no están en condiciones de garantizar los derechos de los propios
ciudadanos, la comunidad internacional no puede limitarse a mirar para otro
lado. En referencia al sexagésimo aniversario de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, subrayó que los derechos en ella proclamados se
fundamentan en el derecho natural inscrito en el corazón de todas las
personas y presente en todas las culturas y civilizaciones. La creación de
Naciones Unidas fue, recordó, «resultado de un acuerdo entre diferentes
tradiciones religiosas y culturales». Desgajar los derechos humanos de este
contexto comportaría limitar su alcance y ceder a una interpretación
relativista, que se guía meramente por los criterios sociales y políticos
vigentes en cada momento [5].

Tres meses después, Benedicto estableció un nuevo récord de vuelo de


larga distancia con su viaje a la Jornada Mundial de la Juventud que se
celebraba en Australia, seis de cuyos veintiún millones de habitantes
profesan la fe católica. Las reuniones con los jóvenes comenzaron el 17 de
julio cuando el papa llegó en barco al puerto de Sídney. Enérgicamente se
pronunció en contra de un mundo caracterizado por «la codicia, explotación
y división, el tedio de falsos ídolos y respuestas parciales y la pesadumbre
de falsas promesas». A los 500.000 jóvenes que participaron en la misa
final, la mayor celebración religiosa de todos los tiempos en suelo
australiano, los exhortó a ser «profetas de esta nueva era», en la que la
esperanza libera a las personas «de la superficialidad, la apatía y el egoísmo
que degradan nuestras almas y envenenan las relaciones humanas» [6].
«Queridos amigos», dijo el anciano pontífice, «la vida no está gobernada
por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por
Dios, que la ha bendecido y le ha dado un sentido. La vida no es una simple
sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una
búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. [...] No os dejéis engañar por
los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de
posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en
bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva
suplanta a la verdad» [7].
La semana con el papa, vaticinaba a posteriori The Australian, «pasará a
la historia de Sídney como una de las más emocionantes». Y The Sydney
Morning Herald aseguraba incluso haber detectado «un tsunami de alegría
y fe» y caracterizaba a Benedicto como un «papa de las personas».

El viaje de Ratzinger a Francia en septiembre de 2008 fue casi una visita


a casa, si bien defensores rigurosos de la laicidad del Estado atizaron
polémicas aun antes de que el pontífice llegara al país de «la más antigua
hija de la Iglesia católica». En efecto, en Francia se encontró especialmente
a gusto, confirma el papa: «Me encanta la cultura francesa, allí me siento en
cierto modo como si estuviera en casa» [8]. Desmintiendo todos los malos
agüeros, la visita fue un éxito grandioso. Benedicto tomó la delantera a sus
críticos aclarando nada más empezar la visita que la laicidad no está en
contradicción con la fe. Nadie había imaginado que a la misa con el papa
delante de la catedral parisina de los Inválidos acudirían más de 250.000
personas. Otro punto álgido fue el encuentro con representantes del mundo
de la cultura en el Collège des Bernardins, sito en el Barrio Latino. En el
antiguo monasterio cisterciense, «donde luego pasamos sin más un rato
juntos realmente como amigos», impartió en la lengua de Henri de Lubac
uno de los discursos más famosos de su pontificado, una conferencia sobre
el nacimiento de Europa «desde el espíritu de la búsqueda de Dios».
«En la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los
pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando», los
monasterios eran los lugares –así comenzó aquella lección– «en los que
sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se
iba configurando poco a poco una nueva cultura». Del monasterio formaba
parte «la biblioteca, que indica el camino hacia la palabra». Y de la palabra
formaba parte la escuela. Pero para orar con la palabra de Dios no bastaba
siquiera con la lectura: «Se requiere la música». Pues el culto cristiano a
Dios significa, según Benedicto, aceptar la invitación a «cantar con los
ángeles. [...] Orar y cantar de modo que uno pueda unirse a la música de los
espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos,
de la música de las esferas. [...] De esa exigencia intrínseca de hablar y
cantar a Dios con las palabras dadas por él mismo nació la gran música
occidental».
De aquí pasó el papa a una pequeña clase sobre el carácter de la Biblia,
que, «vista bajo el aspecto puramente histórico y literario, no es
simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya
redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es
fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior; antes
bien, entre ellos se dan tensiones visibles». La tensión entre vinculación y
libertad determinó el pensamiento y la acción de los monjes, impregnando
hondamente la cultura occidental. A ello se añadió un segundo componente,
que fue el que realmente hizo del monacato fuerza motriz de la historia
europea. Según el lema benedictino Ora et labora («Reza y trabaja»), el
monacato cristiano contiene, «junto con la cultura de la palabra, una cultura
del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su êthos y su formación del
mundo son impensables». Benedicto concluyó su discurso, celebrado con
una atronadora ovación, con las palabras: «Lo que es la base de la cultura
de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharlo, sigue
siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura. Merci» [9].
Para concluir el viaje, un día más tarde el papa estaba, a los pies de los
Pirineos, ante una multitud de enfermos y peregrinos, cuya procesión de
velas recordaba un mar de luz. En la gruta de Massabielle, cerca de
Lourdes, la Madre de Dios se había aparecido hacía 150 años, según la fe
de la Iglesia católica, a Bernadette Soubirous, hija de un molinero.
Ratzinger se vinculó ya de niño con este lugar a raíz de la lectura de Franz
Werfel, quien, tras ser salvado de los nazis, cumplió el voto que había hecho
y plasmó la conmovedora historia de las apariciones marianas en su novela
La canción de Bernadette. Además, el cumpleaños de Ratzinger coincidía
con la festividad de la santa. Desde 1858, millones de personas habían
peregrinado al santuario, miles habían sido curadas de graves enfermedades
y un número sin cuento habían reencontrado aquí la fe. «Lourdes es uno de
los lugares que Dios ha elegido», predicó el papa con voz ronca, «para
reflejar un destello especial de su belleza. [...] Lourdes es un lugar de luz,
porque es un lugar de comunión, esperanza y conversión». El ser humano
necesita, según él, luz y está llamado al mismo tiempo a convertirse en luz.
En este lugar de peregrinación, todos están llamados a descubrir la sencillez
de su vocación: «Basta con amar. Il suffit d’aimer».
El año 2008 terminó bien. Y eso que había comenzado con un escándalo
que, visto retrospectivamente, puede interpretarse como anticipación de los
acontecimientos que un año más tarde perturbarían el pontificado. A él se
debió que uno de los grandes discursos de Benedicto no se pronunciara
jamás. ¿Qué ocurrió? El rector de la Universidad de Roma La Sapienza –
con 170.000 estudiantes uno de los mayores centros de estudios superiores
de Europa, fundado en el siglo XIV por Bonifacio VIII como universidad
pontificia– había invitado al antiguo catedrático a impartir el 17 de enero
una lectio magistralis como inauguración del año académico. La
conferencia debía versar sobre los conceptos de verdad y razón y defender a
la universidad como «voz de la razón moral de la humanidad» [10]. Sin
embargo, una gran parte de los profesores y estudiantes no querían ser voz
de la moral ni paladines de la razón. En una octavilla tacharon a Benedicto
XVI de reaccionario que, en su época de cardenal, no se había distanciado
suficientemente del proceso inquisitorial contra Galileo Galilei. Además,
según ellos, era enemigo de los homosexuales. Estudiantes de izquierda
ocuparon el rectorado. La tormenta de protestas fue lo suficientemente
intensa como para que Ratzinger cancelara el acto. Se le impidió incluso
pronunciar un breve saludo. El teólogo Armin Schwibach, que enseña en
Roma, sacude la cabeza: «Si estos sucesos querían ser expresión de una
cultura laica “emancipada” e ilustrada, no se puede sino lamentarlos.
¡Buenas noches, Ilustración! Tus poco razonables bisnietos te llevan a la
tumba» [11].
En el discurso que no le permitieron pronunciar, posteriormente
publicado por L’Osservatore Romano, el papa advierte del peligro de que en
la universidad moderna el pensamiento coste-beneficio margine a las
humanidades. Con la vista puesta en cuestionables desarrollos de la
Modernidad, exige una renovación del pensamiento y una civilización del
amor. Por sí solo, el saber entristece. De ello se percató ya san Agustín.
Pues la verdad es más que mero saber. El conocimiento de la verdad tiene
como meta el conocimiento del bien. Tal es asimismo el sentido de la
interrogación socrática: ¿cuál es el bien que nos hace verdaderos? Una
universidad que no se plantea ya la pregunta de si su saber contribuye al
bien en el mundo no merece ese nombre.
Los acontecimientos en La Sapienza no quedaron sin respuesta. En
protesta contra una élite académica así de obnubilada se congregaron en la
plaza de San Pedro el 20 de enero 200.000 personas para mostrar al papa su
solidaridad: «Benedicto, no estás solo», se leía en algunas pancartas. Era
como si los manifestantes quisieran llevar a la práctica una de las frases del
discurso prohibido. ¿Cómo era eso a lo que había alentado Benedicto en la
conferencia? Precisamente en nuestra época tiene capital importancia que
«los guardianes de la sensibilidad para la verdad» no se cansen. Una
sociedad que no soporta mirar más allá de su respectivo presente
preguntando por lo que es verdadero y bueno, asevera el papa, deviene
estéril y se marchita. Dado el «peligro de precipitarse en la inhumanidad»,
insta a oponerse a la que quizá sea la tendencia más amenazadora del
presente: la «presión del poder y los intereses», creciente día a día.

Durante cuatro años, Ratzinger había estado sostenido por una ola de
simpatía. Había dialogado con el judaísmo y el islam; y con sus catequesis
y su libro sobre Jesús, había logrado hacer de nuevo interesante la doctrina
eclesial. Ni siquiera el escándalo del discurso de Ratisbona lo había
perjudicado. Sin embargo, en enero de 2009 apareció un punto de rotura
potencial a causa del cual terminaría frustrándose el pontificado del papa
alemán –con síntomas de fatiga que, en último término, llevarían a la
histórica decisión de la renuncia–.
El desencadenante fue una medida del papa que parecía indicada tanto
por razones canónicas como por consideraciones cristianas: el
levantamiento de la excomunión decretada en 1988, por desobediencia a la
autoridad papal, contra los obispos de la cismática Fraternidad Sacerdotal
San Pío X, fundada por el arzobispo Marcel Lefebvre. Este caso sigue
coleando en la actualidad. Junto con el Vatileaks, se tiene por el
«escándalo» por excelencia del pontificado de Benedicto. La reconstrucción
exacta de los acontecimientos revela, sin embargo, una campaña de
desinformación que recuerda a algunos rasgos del caso Dreyfus en la
Francia decimonónica. Pero también arroja luz sobre la nefasta gestión de la
crisis por parte del Vaticano y sobre la falta de apoyo de obispos y
cardenales, que dejaron que el chaparrón cayera entero sobre el sucesor de
Pedro.
Agosto de 2005: llega a Castel Gandolfo Bernard Fellay, el superior
general de la Fraternidad Sacerdotal, para pedirle al papa el levantamiento
de la excomunión de los cuatro obispos ordenados ilícitamente por el
arzobispo Marcel Lefebvre. Como prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Ratzinger había conseguido convencer en 1988 a
Lefebvre para que aceptara un acuerdo que comportaba el pleno
reconocimiento del Concilio Vaticano II. Sin embargo, el prelado francés
retiró luego su firma de ese documento. También en esta ocasión se
interrumpieron las conversaciones. El motivo: uno de los obispos de la
Fraternidad, el británico Richard Williamson, hizo público el confidencial
encuentro. Para el anglicano converso, Benedicto XVI es un hereje, peor
incluso que Lutero. La Fraternidad, afirma, puede «estar agradecida por la
involuntaria protección» que le proporciona la excomunión. Esta la protege
del contagio.
1 de noviembre de 2008, sábado: el periodista Ali Fegan entrevista a
Williamson en el seminario de la Fraternidad en Zaitzkofen, al lado de
Ratisbona, para un programa de la televisión sueca llamado Uppdrag
Granskning [Misión: Investigar]. En el curso de la grabación, el periodista
confronta al entrevistado con afirmaciones suyas sobre el Holocausto,
realizadas veinte años antes. Williamson responde que, «basándome en las
pruebas que he estudiado», está convencido de que «no hubo cámaras de
gas». Es verdad que «en los campos de concentración nazis murieron entre
200.000 y 300.000 judíos», pero ninguno de ellos gaseado [12]. Este obispo
de la Fraternidad, de 68 años, es profesor de Literatura titulado en
Cambridge y vive desde 1972 en Argentina. En 1989 se cernió sobre él la
amenaza de un juicio en Canadá, por sus alabanzas a los libros de un autor
negacionista del Holocausto. Según información publicada por el diario
alemán Die Welt, el padre de Williamson murió en 1944 en el campo de
concentración de Sonnenburg, después de haber ayudado a huir a judíos.

9 de noviembre de 2008, domingo: con ocasión del septuagésimo


aniversario del ataque de los nazis a propiedades judías, la llamada noche
de los cristales rotos, Benedicto XVI exhorta a «la solidaridad profunda con
el mundo judío» y a la oración por las víctimas. La noche del 9 al 10 de
noviembre fue el comienzo de la persecución sistemática de los judíos
alemanes que culminó en la Šo’ah. Es deber de todo individuo, subraya,
oponerse en todos los niveles a cualquier forma de antisemitismo [13].
15 de diciembre de 2008, lunes: en una carta dirigida a Benedicto XVI,
el obispo Bernard Fellay, de la Fraternidad San Pío X, asegura estar
dispuesto a someterse a la autoridad de Roma en el marco de la remisión de
la excomunión. Y eso valdría también para sus tres compañeros obispos.
Literalmente se dice en el escrito: «Estamos siempre firmemente
determinados en la voluntad de permanecer católicos y de poner todas
nuestras fuerzas al servicio de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, que es
la Iglesia católica romana. Aceptamos sus enseñanzas con espíritu filial.
Creemos firmemente en el primado de Pedro y en sus prerrogativas, y por
ello nos hace sufrir mucho la situación actual». Habida cuenta de que el
sentido de una excomunión radica en mover a conversión, el excomulgado
«tiene derecho», afirma el canonista Günter Assenmacher, «al
levantamiento de la pena siempre que se adhiera de forma reconocible y
perdurable [...] a la Iglesia católica». En tal caso, a un papa no le queda otra
opción que alzar la pena eclesiástica.

17 de enero de 2009, sábado: una vez que Benedicto XVI, a propuesta


de los prefectos de las congregaciones vaticanas competentes en estas
cuestiones, ha asentido a la remisión de la excomunión, el cardenal
Castrillón Hoyos entregará en Roma a Bernard Fellay el decreto que la hace
efectivo, fechado el 21 de enero y firmado por el cardenal Giovanni Battista
Re (prefecto de la Congregación para los Obispos). Ese mismo día, el
abogado español Francisco José Fernández de la Cigoña, quien
evidentemente dispone de buenos contactos en dicha congregación, anuncia
en su blog la «explosiva noticia». Este abogado ya había adelantado el 3 de
noviembre de 2008 que en el Vaticano se estaba preparando el decreto.
19 de enero de 2009, lunes: en Der Spiegel se publica el artículo «Un
problema para el papa». En él, la revista cita afirmaciones realizadas por
Williamson en la entrevista televisiva aún inédita. Dieter Graumann,
vicepresidente del Consejo Central de los Judíos en Alemania, «informado
de antemano de las declaraciones», como admite el semanario alemán,
subraya «en relación con el planeado viaje papal a Israel»: «Quien no puede
o no quiere distanciarse se convierte en cómplice». El artículo apunta que el
reportaje se emitirá en televisión ese mismo miércoles dentro del programa
Uppdrag Granskning y podrá verse igualmente en internet [14]. Para este
reportaje había sido entrevistada también la periodista Fiammetta Venner,
activista del movimiento homosexual. Junto con su pareja, Caroline
Fourest, Venner había publicado en septiembre de 2008, justo antes de la
visita de Benedicto XVI a Francia, un libro titulado Les nouveaux soldats
du Pape. Legión du Christ, Opus Dei, traditionalists [Los nuevos soldados
del papa: legionarios de Cristo, Opus Dei, tradicionalistas].
20 de enero de 2009, martes: como reacción al artículo de Der Spiegel,
el rector de la sección alemana de la Fraternidad San Pío X, el P. Franz
Schmidberger, se distancia de inmediato de las declaraciones de
Williamson. El Vaticano no emite ningún comunicado. Según el relato de
los hechos que hace la cadena sueca de televisión SVT, distintas instancias
vaticanas conocían desde hacía tiempo la posición de Williamson.
Supuestamente, el obispo de Estocolmo, monseñor Anders Arborelius,
había informado ya en noviembre al nuncio apostólico en los países
nórdicos, el arzobispo Emil Paul Tscherrig, de las declaraciones de
Williamson. El portavoz de prensa del Vaticano, Federico Lombardi,
enviará posteriormente por correo electrónico una clarificación a la cadena
sueca de televisión: «No sabía que se había enviado al Vaticano una
información sobre Williamson, y no sé quién la recibió y leyó. Nadie me ha
mencionado nunca una sola palabra al respecto». El cardenal competente
para estas cuestiones, el colombiano Castrillón Hoyos, calificó en una
entrevista de «poco seria» la explicación del obispo Arborelius:
«Archivamos digitalizados todos los documentos que recibimos. Así pues,
el obispo Arborelius debería especificar cómo, cuándo y a quién comunicó
el particular y si lo hizo por escrito o verbalmente». Sea como fuere, en los
archivos de la comisión que él preside, la Ecclesia Dei, asegura, no se
conserva nada al respecto. Es posible que la comunicación llegara a
funcionarios de la Secretaría de Estado [15].
21 de enero de 2009, miércoles: como estaba anunciado, la cadena sueca
de televisión emite por la tarde-noche la entrevista a Williamson grabada en
noviembre. Ese mismo día, sin haber sido dado todavía a conocer
públicamente, entra en vigor el levantamiento de la excomunión.
22 de enero de 2009, jueves: los diarios italianos Il Giornale e Il
Riformista, así como la agencia católica de noticias ASCA, citan las
declaraciones de Williamson. Sigue sin haber reacción alguna de la
Secretaría de Estado, la Oficina de Prensa o cualquier otra instancia
vaticana. Georg Gänswein, el secretario particular de Benedicto XVI,
guarda cama aquejado de una fuerte gripe. No lee ningún correo electrónico
ni va a su despacho, para no contagiar al papa. A las 17:30, Bertone, el
cardenal secretario de Estado, ha invitado a un grupo de obispos y
cardenales a la prima loggia del Palacio Apostólico. Además de Bertone, en
la reunión participan el cardenal Darío Castrillón Hoyos (presidente de la
Pontificia Comisión Ecclesia Dei), el cardenal William J. Levada (prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe), el cardenal Giovanni Battista
Re (prefecto de la Congregación para los Obispos), el cardenal Cláudio
Hummes (prefecto de la Congregación para el Clero), el arzobispo
Francesco Coccopalmerio (presidente del Pontificio Consejo para los Textos
Legislativos) y el arzobispo Fernando Filoni (sustituto para Asuntos
Generales en la Secretaría de Estado). En el acta de la reunión, que ocupa
cuatro páginas, se dice: «Concluida la oración, el cardenal secretario de
Estado, quien dirige la reunión, expone el motivo de la convocatoria y
llama la atención de los presentes sobre la situación que surgirá en cuanto el
sábado 24 de enero de 2009, a las 12:00, hora local de Roma, se publique el
decreto por el que se alza la excomunión de los cuatro obispos. [...] La
primera pregunta es si este acto de benevolencia del papa afecta o no a
sacerdotes, religiosos y laicos. La segunda pregunta es si sería oportuno
acompañar el mencionado decreto de una nota aclaratoria».

Según el relato del acta interna de la reunión, ninguno de los


participantes menciona al obispo Williamson. No se considera necesario
emitir una nota aclaratoria para facilitar la comprensión del decreto, «que
en sí parece totalmente claro». No haría sino complicar las cosas, se dice.
En vez de ello, se encarga al arzobispo Coccopalmerio preparar un artículo-
comentario que se publicará en L’Osservatore Romano en los días
siguientes. Conforme al acta, la reunión «concluye con una oración a las
19:50» [16].
24 de enero de 2009, sábado: según una información publicada en el
rotativo Die Welt, a primera hora de la mañana se recibe en el Vaticano un
correo electrónico procedente de Inglaterra en el que puede leerse: «Si el
papa quiere levantar la excomunión después de que Williamson haya
negado el Holocausto, sus enemigos lo destrozarán. Estamos al borde de
una catástrofe. ¿No es consciente de ello monseñor Gänswein?». Paul
Badde, el corresponsal de Die Welt, reproduce las declaraciones anónimas
de un «alto prelado de la Secretaría de Estado»: «Había un conflicto de
competencias. Nosotros teníamos desde el 22 de enero informaciones sobre
el obispe Williamson. Hicimos todo lo posible por impedir que el
documente se hiciera público el día 24. Aunque había sido firmado el día
21, todavía habría sido posible posponerlo» [17].

En la sala de prensa de la Santa Sede se distribuye a las 12:00 el


comunicado sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos
pertenecientes a la Fraternidad San Pío X. Tras un proceso de diálogo, el
santo padre, se lee en él, ha aceptado la petición recientemente presentada y,
«mediante el decreto de la Congregación para los Obispos de 21 de enero
de 2009», levanta la excomunión decretada hace veinte años «con
benevolencia, celo pastoral y misericordia paternal». Junto con el
comunicado se hace público el decreto firmado por el cardenal Re. En este
documento se explica:
«Su Santidad Benedicto XVI, paternalmente sensible al malestar espiritual
manifestado por los interesados a causa de la sanción de excomunión y confiando en
el compromiso, expresado por ellos en la citada carta [...] ha decidido reconsiderar
[cursiva añadida por el autor] la situación canónica de los obispos Bernard Fellay,
Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson y Alfonso de Galarreta, que se
produjo con su consagración episcopal. [...] Este don de paz, al final de las
celebraciones de Navidad, quiere ser también un signo para promover la unidad en
la caridad de la Iglesia universal y llegar a poner fin al escándalo de la división»
[18].

Periódicos italianos como Il Giornale caracterizan la remisión de la


excomunión como un «gesto de extraordinaria magnanimidad». Este «gesto
de verdadera generosidad» obliga, según el diario, a la Fraternidad San Pío
X a reconocer la autoridad del papa y del Concilio Vaticano II.
26 de enero de 2009, lunes: de forma muy distinta contribuye a la
información el alemán Süddeutsche Zeitung. El artículo publicado en este
diario terminará revelándose determinante para la acritud que impregna el
debate subsiguiente y la dimensión que alcanza el caso Williamson. El
titular en la primera página del periódico reza: «El papa readmite en la
Iglesia a un negacionista del Holocausto». En su comentario, el
corresponsal del rotativo alemán en Roma subraya: «Benedicto XVI
permite a un negacionista del Holocausto volver a ser obispo» [19].

Pero nada de lo que se afirma en esas líneas se corresponde con los


hechos. Primero, el papa no permite al negacionista del Holocausto «volver
a ser obispo»; es obispo, pero no en la Iglesia católica. Williamson se había
pasado en 1970 de la Iglesia anglicana a la comunidad de Lefebvre sin
haber conocido nunca la Iglesia católica. Segundo, el decreto no «readmite
en la Iglesia» a los obispos. La Fraternidad San Pío X sigue siendo una
comunidad separada de la Iglesia católica. Y tercero, el artículo da por
supuesto que el papa conocía las declaraciones de Williamson sobre el
Holocausto y que, a despecho de ello, lo «rehabilita», lo cual es
absolutamente falso.

En su comentario, el corresponsal del Süddeutsche Zeitung escribe:


«Incluso clérigos fieles a su pontífice hablan de desencanto, desconcierto y
decepción. [...] Se preguntan por qué Benedicto XVI readmite en la
comunión eclesial a cuatro obispos reaccionarios, excomulgados hace largo
tiempo, uno de los cuales niega el Holocausto. Como ya ocurrió en
septiembre de 2006 tras el discurso de Ratisbona, con la cita hostil al islam,
el mundo se pregunta: ¿qué se lleva este papa entre manos? ¿Hacia dónde
guía su Iglesia?». De hecho, prosigue el artículo, «ahora deben de sentirse
desconcertados todos aquellos que hace cuatro años, a pesar de todas las
reservas, acogieron con alegría a Benedicto XVI tras la elección papal».

El Süddeutsche Zeitung fundamenta las «dudas sobre la fidelidad del


papa al Concilio» con el argumento de que Benedicto ha hecho pública su
reconciliación con los enemigos del Concilio exactamente en el mismo fin
de semana en que cincuenta años atrás Juan XXIII convocó el Vaticano II.
El artículo culmina en la afirmación: «Uno de los obispos es desde hace
años un negacionista del Holocausto. El papa y sus asesores debían saberlo.
Benedicto ha levantado la excomunión, aunque estaba claro que con ello
transmitía una señal errónea». Por tanto: «A juzgar por los hechos, la
armonía con un grupúsculo archiconservador parece más importante para el
papa que la relación con el judaísmo y con las fuerzas moderadas y vueltas
hacia la Modernidad en su propia Iglesia».

Según un estudio del experto en medios de comunicación Hans Mathias


Kepplinger, durante muchos años director del Instituto de Periodismo de la
Universidad de Maguncia, el 72 % de los periodistas alemanes aprueban el
uso de métodos de presentación manipulativos si piensan que ello puede
contribuir a enmendar situaciones anómalas. Tal sería el caso, por supuesto,
si un papa alemán alza la pena de excomunión a un obispo del que se
descubre que niega el Holocausto. Pero incluso una investigación
superficial habría evidenciado que el levantamiento de la excomunión en
modo alguno estaba ligado a la readmisión en la Iglesia católica.
Canónicamente, los cuatro obispos siguen suspendidos. Tienen prohibido
ejercer su ministerio. Su situación es de ilicitud mientras la Fraternidad no
sea reestructurada conforme al derecho canónico vigente. El levantamiento
de la excomunión implica, en concreto, que los obispos de la Fraternidad
pueden con efecto inmediato confesar sus pecados por vía ordinaria, recibir
la sagrada comunión y ser enterrados eclesialmente. Estos hechos, sin
embargo, habrían arruinado las tesis del Süddeutsche Zeitung.

La Fraternidad Sacerdotal San Pío X intentó de nuevo calmar los ánimos


aclarando en un comunicado: «Jesús fue judío, María fue judía, los
apóstoles fueron judíos; por lo tanto, un verdadero cristiano no puede ser
antisemita». Las declaraciones del obispo Williamson «no reflejan las
opiniones de la comunidad de San Pío X». Pero la tormenta de protestas no
podía pararse ya. Con especial indignación reaccionaron representantes de
organizaciones judías. David Rosen, presidente del Comité Judío para las
Relaciones Interreligiosas, dijo: «Acogiendo en la Iglesia católica a un
negacionista del Holocausto inequívocamente antisemita sin exigirle
retractación, el Vaticano se burla del rechazo y la conmovedora e
impresionante condena del antisemitismo por parte de Juan Pablo II».
Salomón Korn, vicepresidente del Consejo Central de los Judíos en
Alemania, llegó incluso a afirmar que el papa había «querido hacer
presentable en sociedad a un negacionista del Holocausto». La presidenta
de este mismo consejo, Charlotte Knobloch, dio por roto el diálogo con la
Iglesia católica.

En Roma, el gran rabino Riccardo Di Segni, quien acababa de volver a


invitar a Benedicto XVI a visitar su sinagoga, vaticinó: «Parece como si
amenazantes nubes se cernieran sobre el diálogo entre judíos y cristianos».
Pero el Vaticano seguía escondiendo la cabeza en la arena. De las tres
conferencias de prensa que tuvieron lugar esta semana, ninguna se ocupó
del levantamiento de la excomunión. Hasta el 28 de enero, al final de la
audiencia general de ese día, no habló Benedicto sobre el tema: «He
realizado este acto de misericordia paterna, porque repetidamente estos
prelados me han manifestado su vivo sufrimiento por la situación en la que
se encontraban». Dijo que esperaba que a su «gesto» le siguieran los «pasos
necesarios», para dar testimonio «de fidelidad verdadera y de verdadero
reconocimiento del magisterio y de la autoridad del papa y del Concilio
Vaticano II» [20].

Luego, el papa, ante la proximidad del aniversario de la Šo’ah, se refirió


de forma indirecta a la negación del Holocausto. En estos días, dijo, «me
vuelven a la memoria las imágenes recogidas en mis repetidas visitas a
Auschwitz, uno de los campos de concentración en los que se consumó la
brutal matanza de millones de judíos, víctimas inocentes de un ciego odio
racial y religioso. A la vez que renuevo con afecto la expresión de mi plena
e indiscutible solidaridad con nuestros hermanos destinatarios de la Primera
Alianza, espero que la memoria del Holocausto impulse a la humanidad a
reflexionar sobre el imprevisible poder del mal cuando conquista el corazón
del hombre. Que el Holocausto sea para todos advertencia contra el olvido,
la negación o el reduccionismo».
También el cardenal Castrillón, quien había dirigido las negociaciones
con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, se pronunció al respecto. El 30 de
enero declaró en una entrevista: «Cuando entregué a monseñor Fellay el
decreto firmado por el cardenal Re, no sabíamos nada de esta entrevista. [...]
Por supuesto, cuando se emitió la entrevista, el decreto ya estaba en manos
de los afectados». Entretanto se supo que el cardenal Re había sufrido un
ataque de ira en el que se había quejado de que Castrillón había gestionado
el asunto con demasiada precipitación y no había informado a fondo al
papa. En el Palacio Apostólico circuló al mismo tiempo un dosier. El
meollo del documento era la afirmación de que determinados círculos,
siguiendo una minuciosa hoja de ruta, habían tendido al papa una trampa,
en la que él finalmente había caído sin sospechar nada. Dentro de la Iglesia,
estos círculos habían encontrado el apoyo de quienes se oponían a la
reconciliación con la Fraternidad. Responsables también de la catástrofe
eran, según el documento, «la chapucería ignorante y la falta de
comunicación en la curia», en especial en la Pontificia Comisión Ecclesia
Dei.
Las palabras de Benedicto con motivo del aniversario de la Šo’ah no
tuvieron efecto alguno. En muchos comentarios se sugirió que la remisión
de la excomunión comportaba un alejamiento de la doctrina sobre los judíos
establecida por la declaración conciliar Nostra aetate. La vicepresidenta de
Los Verdes alemanes, Claudia Roth, afirmó que el papa había «destruido» el
diálogo entre católicos y judíos y puesto en peligro «la vida en las
sociedades multirreligiosas». La canciller alemana Angela Merkel declaró
el 3 de febrero, en una conferencia de prensa junto con el presidente de
Kazajistán Nursultan Nasarbajev –quien gobernaba autocráticamente un
país rico en materias primas–, que el papa debía aclarar de manera
inequívoca que «en este punto no puede haber negación alguna y que, por
supuesto, debe existir un trato positivo con el judaísmo en general». «En mi
opinión», señaló Merkel, tales clarificaciones «aún no se han producido en
suficiente medida». El hecho de que la canciller, en año de elecciones,
pusiera en evidencia al papa Benedicto XVI fue duramente criticado por el
antiguo líder del Partido Socialdemócrata (SPD), Kurt Beck. Nunca un jefe
de gobierno alemán, le afeó a Merkel, se había inmiscuido de modo tan
poco diplomático y tan ofensivo en la política del Vaticano. «Me habría
gustado ver qué habría ocurrido si un canciller federal socialdemócrata se
hubiese atrevido a darle consejos al papa en público». Le había «enojado
inmensamente», aseguró Beck, «que la canciller haya incidido en ello solo
porque miraba de reojo a la opinión pública».
Solo el 4 de febrero hizo pública la Secretaría de Estado del Vaticano una
nota para responder a las protestas. Con su gesto, se decía en ella, el papa
había querido apartar un obstáculo para el diálogo. Por supuesto, «los
posicionamientos del obispo Williamson sobre la Šo’ah resultan
absolutamente inaceptables», se subrayaba, y «han sido categóricamente
rechazadas por el santo padre». Este, reafirma el comunicado de prensa,
«desconocía» las afirmaciones de Williamson «en el momento en que se
levantó la excomunión».

Entretanto, el rabino David Rosen cambió de opinión y dijo que la


relación entre judíos y católicos no corría peligro. Nunca había creído,
añadió, que el diálogo no fuera una preocupación importante para
Benedicto XVI: «Quien conozca sus escritos y las declaraciones que ha
hecho hasta ahora no puede suponer eso en serio» [21]. Pero en el cargado
ambiente de aquellas semanas las palabras reflexivas no tenían posibilidad
alguna de ser escuchadas. Mathias Döpfner, el presidente del consejo
directivo del grupo de medios de comunicación Axel Springer SE, afirmó
en el Bild-Zeitung que el papa estaba causando graves daños a Alemania en
el mundo entero. Benedicto estaba lastrando su pontificado, señaló, con una
«mácula terrible». The Financial Times aseveró: «Benedicto XVI atraviesa
la crisis más grave de sus cuatro años de pontificado. [...] Cardenales y
obispos planean una rebelión». El Frankfurter Rundschau avisó: «El papa
era un alemán prestigioso. [...] Pero quien, sirviéndose de excusas
insustanciales, revaloriza a un negacionista del Holocausto» debe
preguntarse «cuánto tiempo podrá su organización seguir disfrutando de
ayudas estatales en Alemania». Un periódico sensacionalista muniqués
llamó al papa «anciano engreído» y dijo que era «un reaccionario con la
inaceptable altanería de pensar que los no católicos son menos valiosos
como personas».

En el Süddeutsche Zeitung, el subjefe de redacción Kurt Kister escribió:


«Ya no queremos ser el papa». A su juicio, la canciller Merkel, «con su
advertencia al Vaticano, ha actuado correctamente. Un papa oriundo de
Alemania que pone en su contra a las comunidades judías y contribuye
cautelosamente a que un negacionista del Holocausto alcance notoriedad
pública muestra así que aún no ha comprendido algo fundamental».
Benedicto, prosiguió, «ha reintegrado en el seno de la Iglesia a los obispos
lefebvrianos junto con su ultraderechista hermano en el ministerio
Williamson». Con ello, concluyó Kister, «ha contravenido la religión», en
concreto, «la religión civil de este país».
Este diario muniqués inició una suerte de campaña propagandística. Uno
de sus titulares rezaba: «La crisis católica: el papa Benedicto XVI cuestiona
la relación de la Iglesia católica con el mundo». El redactor de asuntos
eclesiales dictaminó: «Hay mucha agitación en el catolicismo, sobre todo en
los países de lengua alemana. Una ola de apostasía de la Iglesia católica
recorre el país» (algo que no era cierto: el número de abandonos se había
incrementado con respecto al del año anterior en justamente 2.700 casos). Y
además: «Benedicto ha rehabilitado a un negacionista del Holocausto. Los
obispos se distancian». O también: «¿Puede ser rehabilitado un negacionista
del Holocausto en aras de la unidad de la Iglesia? La decisión de Benedicto
XVI causa cada vez mayor malestar [...] cabalmente entre católicos». Y, por
último: «El diálogo con los judíos sufre un retroceso de cien años. Teólogos
y líderes eclesiales están indignados con la readmisión en la Iglesia del
obispo Williamson, un negacionista del Holocausto».
No hace falta decir que Hans Küng encontró ocasión de interpretar de
nuevo los acontecimientos en un artículo destacadamente impreso. Título:
«Al pontífice le importa más la “reconciliación” con cuatro
archirreaccionarios que la confianza de los católicos». Luego, el suizo
empieza con ímpetu: Benedicto XVI padece, según él, «una creciente
pérdida de confianza. Muchos católicos no esperan ya nada de él. Y lo que
aún es peor, la remisión de la excomunión de cuatro obispos tradicionalistas
ilícitamente ordenados, entre ellos un notorio negacionista del Holocausto,
ha confirmado todos los temores manifestados cuando Ratzinger fue elegido
papa». Ahora, sentencia, ni siquiera «las disculpas a posteriori pueden
recomponer la porcelana destrozada». Mientras que, por ejemplo, el
presidente estadounidense Obama «suscita esperanza», Benedicto «es
prisionero de miedos y quiere restringir la libertad humana cuanto sea
posible con el fin de imponer una “era de restauración”».

Muy pocos lectores podían acordarse de que el propio Küng había


abogado por «retomar el diálogo» en el conflicto con Lefebvre y la
Fraternidad Sacerdotal San Pío X [22]. En 1979 se posicionó a favor de
Lefebvre; nunca había entendido por qué se había prohibido la misa
tridentina [23]. En el volumen de sus memorias publicado en 2007 se dice:
«También los conservadores, ya se trate de individuos o grupos, deben
poder tener en la Iglesia católica un hogar. El ser cristiano común es más
importante que el ser tradicionalista o el ser progresista. Desde esta
convicción intercedo ahora también por los tradicionalistas del arzobispo
emérito monseñor Marcel Lefebvre, la Fraternité sacerdotale
Internationale de Saint Pie X». Küng asegura estar «en contra de cualquier
división de la Iglesia»: «Reclamo justicia también para los tradicionalistas y
abogo por una superación de las polarizaciones en la Iglesia católica en el
plano de la tolerancia mutua» [24].

Verdaderamente cínicos suenan los titulares con los que Der Spiegel
adornó el 2 de febrero un reportaje de portada elaborado a toda prisa: «El
extasiado. Un papa alemán convierte a la Iglesia católica en el hazmerreír»,
como si precisamente para el semanario de Hamburgo fuera un problema
que la Iglesia católica se torne impopular. «Tan amargo, tan triste»: así reza
el titular en el interior de la revista [25]. A lo largo de once páginas,
Benedicto es caracterizado como un tecnócrata, envuelto en una «frialdad
distante». Se afirma que está dominado por un «abstracto fanatismo de la
verdad» y que guía a la Iglesia «de vuelta a la torre de marfil del dogma
teológico». Con complacencia cita la revista ilustrada a una «persona
religiosamente comprometida»: «¿Qué pasaría si Williamson hiciera estallar
una bomba en una sinagoga? El papa ¿lo crearía cardenal?». Un año más
tarde, la redacción de Der Spiegel considera que ha llegado el momento de
declarar, con una nueva portada dedicada a Benedicto, definitivamente
acabado el pontificado del papa bávaro. Tras «El extasiado», la
caracterización reza ahora: «El infalible». El subtítulo proclama: «La
fracasada misión de Joseph Ratzinger».

También los teólogos de lengua alemana querían contribuir a la algarabía


generalizada. El pistoletazo de salida lo dio el 27 de enero de 2009 la
Declaración de Münster, a la que pronto siguieron otras redactadas por
compañeros de los firmantes en Fráncfort del Meno, Bonn, Friburgo de
Brisgovia, Tubinga, Bamberg y Wurzburgo en Alemania, pero también
Graz, Lucerna, Viena y otras universidades. Toda vez que los cuatro obispos
de la Fraternidad rechazaban muchos de los principios aprobados en el
Concilio Vaticano II, en las notas de protesta se decía que su «rehabilitación
daña considerablemente la credibilidad de la Iglesia y desautoriza además
nuestros esfuerzos por implementar el Concilio en el trabajo teológico».
Teólogos de Fráncfort señalaron a manera de crítica que el levantamiento de
la excomunión podía suscitar la impresión de que algunos enunciados
doctrinales centrales estaban a disposición estratégica del papa. Quince
teólogos tubingueses hicieron saber recriminatoriamente al pontífice que
sentían «gran preocupación por la unidad de la Iglesia sobre la base del
Concilio Vaticano II». Lo que se olvidaron de mencionar estos eruditos es
que su propia fidelidad al Vaticano II manifestaba importantes lagunas.
Como es sabido, el Concilio reforzó el primado del papa, defendió el
celibato sacerdotal como «precioso don divino» y subrayó que el
sacramento del orden puede administrarse única y exclusivamente a
varones. Además, prohibió la comunión eucarística cuando no existe
comunión eclesial.

Tampoco encajaba en el cuadro recordar que este mismo Benedicto no se


había cansado de condenar toda forma de antisemitismo. Que el diálogo
entre judíos y cristianos era una de las constantes en la vida y obra de
Ratzinger. De ahí que no fuera casualidad que nadie aplaudiera tanto su
elección como algunos judíos. «En los últimos veinte años», afirmó Israel
Singer, presidente del Congreso Judío Mundial, Ratzinger «ha cambiado la
bimilenaria historia de las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo»,
ofreciendo, entre otras cosas, la fundamentación teológica para la
aproximación de ambas grandes religiones. Se olvidaba asimismo que, justo
al comienzo de su pontificado, Benedicto había detenido la beatificación de
un sacerdote francés al que se atribuían discursos antisemitas.
Entretanto, los ataques a Ratzinger habían alcanzado tales dimensiones
que el diario Neue Zürcher Zeitung se vio obligado a hablar de la «agresiva
ignorancia» de periodistas que, sin respeto alguno por los hechos,
desarrollaban una campaña mediática («La imagen distorsionada del papa
en los medios de comunicación»). El «exceso de presión debido a la
indignación» apenas encontraba el contrapeso de «un mínimo de
información» [26]. El filósofo judío francés Bernard-Henri Lévy observó
que, en cuanto se hablaba de Benedicto XVI, «los prejuicios, la
deshonestidad, aun la palmaria desinformación dominan cualquier debate».
El presidente federal de Alemania, Horst Köhler, decidió no vacilar más en
salir en defensa del compatriota en Roma: «Nunca ha podido existir duda
alguna sobre la posición del papa respecto al Holocausto. Es inequívoca».
Una clara reprimenda a Merkel, pero también una indirecta a comisionados
de organizaciones judías alemanas que, como el periodista Michel
Friedman, habían tildado al papa de «hipócrita» que rehabilita a
«antisemitas activos». «Mucho de lo que ahora se le atribuye es casi
malicioso», comentó el presidente del Bundestag, Norbert Lammert.
Werner Münch, expresidente del Estado federado de Sajonia-Anhalt, se dio
de baja de la CDU: «La gota que ha colmado el vaso ha sido la forma en
que la secretaria general del partido ha desacreditado y humillado
públicamente al responsable máximo de nuestra Iglesia católica, cuando no
había ninguna razón para ello» [27]. Desde Estados Unidos intervino en el
debate Yehuda Levin, presidente de una asociación de 800 rabinos
ortodoxos. Apoyó el intento de una reconciliación con los seguidores de la
Fraternidad San Pío X «porque entiendo el contexto global». Muchos de los
gestos de reconciliación de las tres últimas décadas se remontan, dijo, a la
influencia del cardenal Ratzinger. «Este hombre, el papa Benedicto, tiene un
recuerdo de décadas de antinazismo y de simpatía por los judíos» [28].

También dentro de la Iglesia surgieron ahora apoyos aislados, por


ejemplo, del cardenal Walter Kasper, quien, como es sabido, no se cuenta
precisamente entre los partidarios de Ratzinger: «Si se denigra al papa de
este modo, y se le denigra de forma totalmente injusta, entonces ello no se
dirige solo contra el papa, sino contra la Iglesia católica. Eso no es
aceptable, eso no podemos tolerarlo». Kasper no deja lugar a dudas:
«Estamos a favor de la unidad de la Iglesia. Así pues, también a favor de la
unidad con esta fraternidad». En una carta a los fieles de su diócesis, el
obispo de Basilea, Kurt Koch, quien más tarde sería responsable de las
relaciones ecuménicas en el Vaticano, planteó la pregunta de «cómo
queremos comprometernos en el futuro como Iglesia por los inadaptados en
la sociedad. [...] ¿No nos ha dado el papa precisamente un ejemplo de que
primero debemos vivir en la Iglesia lo que esperamos de –y le exigimos a–
la sociedad?».
¿Subyació al nefasto desarrollo del caso Williamson realmente una
conjura, como sugería el misterioso dosier del Vaticano? ¿O se debió más
bien a la ingenuidad y el diletantismo que, junto a una gran profesionalidad,
se constatan una y otra vez en la curia? ¿No contribuyó a ello quizá una
combinación de circunstancias desafortunadas que hicieron que el papa
terminara convirtiéndose en presa fácil?

Lo que está claro es que el indulto a los obispos lefebvrianos estuvo


precedido de un prolongado proceso decisorio. La abrumadora mayoría de
los cardenales habían asentido ya a finales de 2007 a dar el paso siempre
que se cumplieran los requisitos. En la preparación del decreto mismo
estuvieron involucrados cuatro cardenales: el anciano Castrillón Hoyos,
Tarcisio Bertone, Giovanni Battista Re y Walter Kasper. Como presidente
de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, Castrillón había negociado con los
tradicionalistas en nombre del papa: «Hasta el último momento de este
diálogo no supimos absolutamente nada del obispo Williamson», aseguró
nervioso. «Nunca, repito, nunca llegaron a mi poder documentos,
advertencias, cartas o denuncias, ni tampoco oí jamás hablar de que la
Fraternidad Sacerdotal San Pío X o alguno de sus miembros sostuvieran
tesis negacionistas del Holocausto». En las conversaciones mantenidas con
él, Fellay reconoció plenamente el Vaticano II, aseguró Castrillón. Así pues,
el hecho de promulgar el decreto coincidiendo con el cincuentenario de la
convocatoria del Vaticano II pretendía ser un gesto simbólico, justo como
conformación del Concilio. Castrillón admitió, sin embargo, que ya el 20 de
enero «me enteré por internet de las declaraciones del P. Schmidberger», en
las que este se distanció de las afirmaciones de Williamson. O sea, a tiempo
aún de reconducir la situación con medidas pertinentes.

La gestión del Vaticano ofreció la plataforma perfecta para, mediante


bulos, alimentar durante semanas el escándalo y desacreditar como
antisemita al propio papa. Dado que en mayo estaba previsto un viaje a
Israel, la campaña no podía sino lastrar gravemente las relaciones entre la
Iglesia católica e Israel. Ya el discurso de Ratzinger en Ratisbona había sido
transformado mediante una amplia campaña de desinformación en lo
contrario de lo que en realidad era, si se juzga por su contenido. Ello hizo
que el diálogo interreligioso se convirtiera en odio interreligioso. Y la
decisión de volver a autorizar la misa tridentina, con la que Benedicto
perseguía una reconciliación de las formas, había sido interpretada en el
sentido de que este papa quería retornar al pasado y vaciar de contenido el
Concilio.

A la vista del revuelo, el filósofo Robert Spaemann habló de una


«campaña mediática sin precedentes». «¿Por qué no se percató la opinión
pública en general», pregunta el escritor Martin Mosebach, «de que el
obispo Williamson no podía ejercer su ministerio cabalmente porque el
levantamiento de la excomunión no afectaba en absoluto a su suspensión
del ministerio episcopal? En lugar de eso, se dedicó a conjeturar si no
tendría el papa una secreta inclinación al antisemitismo, cuando se trata de
un pontífice [...] que en su teología –podría decirse que como el primer papa
después de Pedro– ha tratado de leer y entender el Evangelio entero como
obra del judaísmo». La condena por anticipado de Benedicto XVI fue
posibilitada por el hostigamiento, rayano a veces en la difamación, llevado
a cabo contra Ratzinger durante décadas. El estudioso de las religiones Rudi
Thiessen calificó de asombrosa «la decisión con la que este asunto, en parte
repugnante, en parte embarazoso, fue aprovechado para hacer de todo el
pontificado de Benedicto una sucesión de escándalos». En adelante,
prosigue Thiessen, todo se ve de buena gana y con animosidad a través de
la lente de la «causa Williamson». Se tilda a Benedicto XVI de tenebroso
reaccionario que deliberadamente enfurece a judíos, musulmanes y
protestantes. Sin embargo, señala Thiessen, los críticos pasan por alto que
«las pruebas que supuestamente atestiguan la irracional actitud de
Benedicto frente a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X están impregnadas
todas ellas, sin excepción, de una elevada racionalidad teológica».

El esfuerzo por salvaguardar la unidad de la Iglesia es algo que


Benedicto comparte con Juan Pablo II. Por lo demás, también el sucesor de
Ratzinger continuó con la política de transformación mediante
aproximación. El papa Francisco dispuso incluso que se decretara que la
Fraternidad San Pío X podía conservar ciertas peculiaridades. Al fin y al
cabo, ciertas disposiciones del Concilio poseían «menor autoridad y menor
carácter vinculante». Bastaba con que se firmara una «declaración
doctrinal» para poder contar con el estatus de prelatura personal [29]. El
papa dijo que confiaba en que «en un futuro cercano podrían encontrarse
soluciones para recuperar la unidad plena con los sacerdotes y superiores de
la Fraternidad» [30]. El papa argentino ayudó incluso a la compra de una
iglesia y de un centro comunitario en Roma, reconoció los matrimonios
celebrados por miembros de la Fraternidad y concedió a esta permiso para
ordenar sacerdotes. Ningún periodista se escandalizó.
¿Recuerda Ud. –le pregunté al papa emérito en una de nuestras conversaciones–
cuándo exactamente le informaron del «problema Williamson»?
«En cualquier caso, cuando ya había pasado. No entiendo que, si eso era tan
conocido, ninguno de nosotros se diera cuenta de ello. Me resulta incomprensible,
inconcebible».
El cardenal secretario de Estado Bertone podría haberle pedido que paralizara el
decreto.
«Sí, claro».

¿Eso no habría representado problema alguno?


«Por supuesto que no. Sin embargo, no creo que él lo supiera; no puedo
imaginármelo».

El caso Williamson puede considerarse un punto de inflexión de su pontificado.


¿Lo ve Ud. también así?

«A la sazón existía una enorme batalla propagandística contra mí. Las personas
contrarias a mí habían encontrado por fin motivo para decir que yo no era apto para
el ministerio petrino. En ese sentido, fue un momento tenebroso, una temporada
difícil».

¿Es cierto que de aquí no se derivaron consecuencias de orden personal?


«No. Reorganicé por completo la Comisión Ecclesia Dei, competente en estos
asuntos. Porque el caso Williamson había demostrado que no funcionaba
adecuadamente».
¿Hubo algún momento en el que le dijera a Dios en la oración: «No puedo más,
no quiero seguir adelante con esto»?
«No, de esa manera no. Quiero decir, claro que le pedí a Dios, máxime si se
piensa en la situación ocasionada por el caso Williamson, que me liberara y
ayudara. Pero no así. Sabía que él me había puesto ahí y que no me dejaría caer».

Richard Williamson fue expulsado de la Fraternidad San Pío X en 2012.


A Benedicto XVI todavía se le reprocha, años después de su renuncia al
ministerio petrino, haber intentado hacer presentable en sociedad a un
negacionista del Holocausto. Cuando los periodistas italianos Andrea
Tornielli y Paolo Rodari presentaron en 2010, en su libro En defensa del
papa, una detallada investigación sobre los ataques contra Ratzinger,
llegaron a la conclusión de que se producían arremetidas contra Benedicto
«siempre que era posible servirse de los prejuicios negativos sobre lo que el
papa dice o hace». De este modo, señalan los autores, se pasa «de una
tormenta de indignación a otra y de una polémica a otra». Con la
consecuencia de que «se logró “escamotear” el mensaje de Benedicto.
Desapareció bajo el cliché de papa “retrógrado” y perdió alcance. Así,
temas centrales a los que Joseph Ratzinger se había abierto
comprometidamente en los cinco primeros años de su pontificado –como la
pobreza, la conservación de la creación o la globalización– acabaron
olvidados» [31].
La tormenta sobre el Vaticano todavía no había amainado, y en los
pasillos del Palacio Apostólico solo podían oírse, como mucho, pasos
cortos y deslizantes; por lo demás, reinaba una calma celestial. La
tradicional semana de ejercicios para el papa y la curia comenzó, como es
costumbre, el primer domingo de Cuaresma, que este año coincidía con el 1
de marzo. Durante una semana no hubo intervenciones públicas ni grandes
citas para el papa. El predicador de Cuaresma era el cardenal Francis
Arinze. Su tema: «El sacerdote se encuentra con Jesús y lo sigue». Jesús
invita a los pecadores a recogerse interiormente y les asigna un lugar en la
mesa, expuso el purpurado nigeriano. A los fariseos, que le reprochaban
que compartiera la mesa con pecadores, les dice: «No necesitan médico los
sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
El sacerdote debe seguir a Jesús, afirmó apasionadamente Arinze, y buscar
asimismo la oveja perdida. Debe invitar a los pecadores a convertirse y
anunciar el mensaje de la misericordia del Padre.
El papa Benedicto, al igual que el resto de participantes en los ejercicios,
se dedicó intensamente a la meditación y permaneció en silencio y oración.
Justo diez días más tarde, el 10 de marzo de 2009, firmó una carta dirigida a
los obispos del mundo entero, en la que exponía los motivos del
levantamiento de la excomunión, clarificaba una vez más los distintos
aspectos del acto y asumía la responsabilidad del desacierto, que «lamento
sinceramente». Nunca antes había escrito un sumo pontífice una circular
comparable, tan personal, humilde y emotiva. Ratzinger había soportado
siempre, sin grandes quejas, los ataques sin cuento contra él. La polémica
sobre la remisión de la excomunión de los obispos lefebvrianos, sin
embargo, hizo que expresara abiertamente cuán dolido se sentía.
El pontífice inicia su carta a los 4.000 obispos, que fue entregada
personalmente a estos por el nuncio correspondiente, manifestando su deseo
de dirigir a sus hermanos en el episcopado «una palabra clarificadora».
Asegura que espera «contribuir de este modo a la paz en la Iglesia»; al fin y
al cabo, se ha suscitado una discusión con «una vehemencia como no se
había visto desde hace mucho tiempo». Diversos grupos lo han acusado,
dice, de «querer volver atrás, hasta antes del Concilio». Y se ha
desencadenado «una avalancha de protestas, cuya amargura mostraba
heridas que se remontaban más allá de este momento». Por otra parte,
deplora que en el instante de la publicación de las medidas el Vaticano «no
ilustrara de modo suficientemente claro [...] el alcance y los límites» de la
iniciativa. «Una contrariedad para mí imprevisible fue el hecho de que el
caso Williamson se sobrepusiera a la remisión de la excomunión». Eso hizo
que «el gesto discreto de misericordia hacia los cuatro obispos, ordenados
válidamente, pero no legítimamente», se viera de manera inesperada «como
la negación de la reconciliación entre cristianos y judíos y, por tanto, como
la revocación de lo que en esta materia el Concilio había aclarado para el
camino de la Iglesia». Asegura no poder sino «lamentar profundamente»
que tal superposición haya enturbiado «la paz entre cristianos y judíos, así
como también la paz dentro de la Iglesia», si bien solo «durante un tiempo»
[32].
En el estilo de las cartas de los padres apostólicos, el papa pide que el
paso por él dado sea entendido desde el espíritu del Evangelio. Por Cristo
sabemos, dice, que únicamente los gestos de misericordia y amor pueden
transformar en sentido positivo el conjunto de la sociedad. De modo
explícito recuerda en este contexto su encíclica Deus caritas est, que en su
momento tan jubilosamente fue acogida por sus críticos. Lo que está claro
es que «quien anuncia a Dios como Amor “hasta el extremo” debe dar
testimonio del amor». El levantamiento de la excomunión tenía, según el
papa, el mismo fin que la sanción misma, a saber, «invitar una vez más a los
cuatro obispos al retorno». Este gesto fue posible «después de que los
interesados reconocieran en línea de principio al papa y su potestad de
pastor, a pesar de las reservas». Benedicto subraya: «El hecho de que la
Fraternidad San Pío X no posea una posición canónica en la Iglesia, no se
basa al fin y al cabo en razones disciplinares sino doctrinales. Mientras la
Fraternidad no tenga una posición canónica en la Iglesia, tampoco sus
ministros ejercen ministerios legítimos en la Iglesia».

El papa dedica la parte principal de la carta a los motivos para la


remisión de la excomunión. Queda «la cuestión: ¿era necesaria tal
iniciativa? Ciertamente», admite, «hay cosas más importantes y urgentes».
Así y todo, para el sucesor de Pedro, la primera prioridad es, acentúa, lo que
en el cenáculo Jesús plasmó en el encargo: «Confirma a tus hermanos». San
Pedro formuló esta prioridad con las palabras: «Estad siempre prontos para
dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». Justo en un
tiempo «en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de
apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento», se trata de que
«todos los que creen en Dios busquen juntos la paz», para «caminar juntos,
incluso en la diversidad de su imagen de Dios, hacia la fuente de la luz».
También la sociedad civil debe, según Benedicto, intentar siempre, en el
sentido de la resocialización, «prevenir las radicalizaciones», procurando
«reintegrar» a las personas «en las grandes fuerzas que plasman la vida
social». De ese modo podrían evitarse segregaciones y disolverse «rigideces
y restricciones». En tono algo provocador pregunta: «¿Era y es realmente
una equivocación, también en este caso, salir al encuentro del hermano que
“tiene quejas contra ti” (cf. Mt 5, 23s) y buscar la reconciliación?». Aun si
se corre peligro de «que el humilde gesto de una mano tendida dé lugar a un
revuelo tan grande, convirtiéndose precisamente así en lo contrario de una
reconciliación».

En referencia a la Fraternidad San Pío X, dice haber escuchado de


representantes de esta comunidad «muchas cosas fuera de tono». El papa
critica su «soberbia y presunción». Pero no se trata solo de cuatro obispos,
recuerda. También se hallan afectados, además de 600.000 fieles, «491
sacerdotes, 215 seminaristas, 6 seminarios, 88 escuelas, 2 institutos
universitarios, 117 hermanos y 164 hermanas». La pregunta es: «¿Debemos
realmente dejarlos tranquilamente ir a la deriva lejos de la Iglesia? [...]
¿Acaso no debe la gran Iglesia permitirse ser también generosa, siendo
consciente de la envergadura que posee; en la certeza de la promesa que le
ha sido confiada? ¿No debemos como buenos educadores ser capaces
también de dejar de fijarnos en diversas cosas no buenas y apresurarnos a
salir fuera de las estrecheces?».
Por lo demás, «cosas fuera de tono» no las ha habido solamente por parte
de la Fraternidad San Pío X: «A veces se tiene la impresión de que nuestra
sociedad tenga necesidad de un grupo al menos con el cual no tener
tolerancia alguna; contra el cual pueda tranquilamente arremeter con odio.
Y si alguno intenta acercársele –en este caso el papa– también él pierde el
derecho a la tolerancia y puede también ser tratado con odio, sin temor ni
reservas». Especialmente le ha entristecido que «también católicos, que en
el fondo hubieran podido saber mejor cómo están las cosas, hayan pensado
que debían herirme con una hostilidad dispuesta al ataque». Tanto más
agradece por eso «a los amigos judíos que han ayudado a deshacer
rápidamente el malentendido y a restablecer la atmósfera de amistad y
confianza». En la carta a sus obispos, el papa no quiso reprimir una
indirecta basada en una cita de las cartas paulinas. Siempre había tendido,
dice, a considerar estas palabras del apóstol «una de las exageraciones
retóricas que a menudo se encuentran en san Pablo». Ahora no ha tenido
más remedio que reconocer, asegura, que su fuerza ilocutiva es intemporal.
«Si os mordéis y devoráis unos a otros», advierte el apóstol, «terminaréis
por destruiros mutuamente». Por desgracia, este «morder y devorar» existe
también, constata Benedicto, en la Iglesia actual.
67
La «crisis del condón»

A un cuando los ánimos terminaron calmándose, el asunto Williamson


dejó huellas en la curia. Las numerosas negligencias en la gestión del
problema habían desencadenado inseguridad y acusaciones recíprocas. En
tiempos de Juan Pablo II, el gobierno de la Iglesia no había sido más
competente, se decía; sencillamente había disfrutado de mayor apoyo. El
arzobispo curial Rino Fisichella considera que «Ratzinger era el hombre
adecuado en el momento adecuado. Pero quizá el papa debería tener a su
alrededor más personas que lo ayuden» [1]. Es verdad que el carácter
reservado de Joseph Ratzinger no confirió precisamente contundencia a su
acción de gobierno; «pero justo por eso», se enciende Benny Lai, veterano
vaticanista, «debería tener a su lado una maquinaria perfecta, que esté bien
engrasada y sea para él un apoyo importante».
Las críticas se centraron sobre todo en el cardenal secretario de Estado,
Tarcisio Bertone. El nombramiento de Bertone se consideró problemático
desde el principio. Se le percibía como severo en el trato y autoritario. Se
decía que el cardenal tenía siempre prisa y era poco conciliador. Y que sus
intromisiones en la política nacional italiana le habían creado un frente
adicional de enemigos políticos. Se le reprochaba sobre todo no estar
presente, ni mental ni físicamente, cuando la situación se complicaba; en
vez de proteger al papa, siempre estaba de viaje. Con un secretario de
Estado profesional –este era el colofón– nunca habría estallado el caso
Williamson.
Las frecuentes ausencias de Bertone creaban un vacío. Sin embargo, si a
resultas de una deficiencia en la acción de gobierno del Vaticano surge en
cualquier lugar un hueco, dice el cardenal Gerhard Ludwig Müller, «los
clásicos grupos de enchufistas aprovechan las circunstancias» y llenan ese
hueco en un abrir y cerrar de ojos [2]. Algunos funcionarios de la curia
recuerdan una polémica entre Gänswein y Bertone en el punto álgido de la
crisis desencadenada por el levantamiento de la excomunión a los
miembros de la Fraternidad San Pío X. El secretario del papa discutió
durante una hora con el cardenal sobre los nuevos planes de viaje de este.
«Escúcheme bien», tronó Gänswein, «el papa ha hablado con Ud. al
respecto, y esto se lo digo confidencialmente: tiene Ud. toda una serie de
adversarios que le reprochan incapacidad para desempeñar el cargo. Va a
viajar Ud. a España con el fin de explicar a los obispos las directrices de la
política y la teología de Benedicto XVI [...], ¡eso es ridículo! Los obispos
españoles no tienen necesidad de que se les explique eso, y menos de que
vaya el secretario de Estado a hacerlo. Ud. tiene que trabajar en casa y
hacer aquí lo que es tarea suya» [3].
En abril de 2009 llegó al despacho del papa una carta personal del
arzobispo curial Paolo Sardi, de la Secretaría de Estado. En ella, Sardi
informaba al responsable máximo de la Iglesia católica de las anomalías
surgidas, a su juicio, en diferentes departamentos de la curia. También se
mencionaban los viajes del secretario de Estado. Sus frecuentes ausencias,
que hacían que le faltara tiempo para la coordinación del trabajo, suscitaban
confusión y pérdida de confianza entre sus colaboradores. Pero Sardi no fue
el único que se quejó. También cardenales cercanos a Benedicto –como el
patriarca de Venecia, Angelo Scola, o el arzobispo de Colonia, Joachim
Meisner– intervinieron y pidieron al papa que cesara a su secretario de
Estado. En nuestras entrevistas, el papa emeritus negó que también el
cardenal Schönborn le reclamara la sustitución de Bertone. «No, eso no
ocurrió». Meisner, sin embargo, sugirió el cambio al frente de la Secretaría
de Estado no solo verbalmente, sino también por escrito. Pero el papa no se
dejó persuadir. Se cuenta que dijo: «Bertone sigue; y de esto no se habla
más».
Hay analistas que ven en Bertone la razón por la que el pontificado de
Benedicto XVI no desarrolló ni de lejos el enorme potencial que poseía. La
esperanza era que el papa aprovechara el septuagésimo quinto cumpleaños
de Bertone y, por ende, el hecho de que alcanzaba la edad de jubilación para
sustituirlo sin que pareciera una destitución. Pero en enero de 2010 el papa
optó por confirmar a Bertone en el cargo. Gänswein protestó: «Bertone ha
cometido unos cuantos errores garrafales; ya está bien». Ello no hizo vacilar
al papa. «Ud. no sabe todo lo que hizo Sodano», le replicó; «metió la pata
varias veces como la mete Bertone, y lo mismo le podría pasar a cualquier
otro».
Bertone siempre le había sido fiel a Ratzinger. En su época de prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal se había entendido
bien con el italiano, no solo en lo referente a trabajo, sino también
personalmente. Cuando le pregunté en una de nuestras conversaciones por
qué no había cesado al controvertido secretario de Estado, Benedicto
explicó: «Porque no tenía ninguna razón para ello. Es cierto que Bertone no
era diplomático de carrera; era pastor, obispo y teólogo, profesor, canonista.
Pero, como canonista, había dado clase también de Derecho Internacional y
conocía muy bien los aspectos jurídicos de su cargo. Sencillamente, desde
diversos flancos hubo de antemano fuertes prejuicios contra él. Bueno,
quizá cometió errores: viajando mucho, en algunos de sus discursos, etc. Lo
quisiera o no, estaba en el punto de mira de la crítica, y creo que muchas de
las andanadas contra él en el fondo iban dirigidas contra mí. Confiábamos el
uno en el otro, nos entendíamos y, por eso, lo apoyé y ratifiqué» [4]. No se
corresponde con los principios de Ratzinger seleccionar amigos ni
colaboradores, ni tampoco dejarlos caer sin más. Si Dios mismo está
dispuesto a escribir derecho con renglones torcidos, otro tanto debe
esperarse, opina él, de sus servidores. El entorno del papa interpretaba esta
manera de ser más bien como debilidad. Su jefe «mantuvo en sus puestos a
demasiadas personas durante demasiado tiempo», considera Gänswein; «es
incapaz de poner en evidencia a alguien». El cardenal Kurt Koch está
convencido de que Ratzinger «nunca retiraría la confianza a ninguna
persona en la que haya confiado». La hermana Christine Felder sabe que al
papa, «en el terreno personal allí donde se entra en la vida de otra persona,
le cuesta ser categórico. Porque, lo quiera o no, permanece ligado a las
personas». La hermana añade una frase llamativa: «Nunca rompe
amistades, aunque le hagan sufrir» [5].
Ratzinger permaneció fiel a su íntimo colaborador incluso como papa
emérito, cuando sobre Bertone se cernió la sospecha de que había desviado
donativos para reformar la vivienda donde iba a residir tras jubilarse (un
ático en el Vaticano para él y una comunidad de religiosas). Se trataba de
unos 400.000 euros. Mientras no se demuestre judicialmente la
malversación de fondos, no ve motivo alguno, asegura Benedicto, para
condenar a Bertone. Nunca se llegó a un proceso judicial. En marzo de
2016 el salesiano devolvió voluntariamente 150.000 euros. Ya casi al final
de su pontificado, el papa Benedicto, en la estela del esclarecimiento de
anomalías en la administración económica del Vaticano, sustrajo a la
competencia del secretario de Estado la cooperación con los auditores
internacionales, lo que en diciembre de 2012 se valoró como el primer paso
hacia la destitución de Bertone.

Ratzinger también sucumbió a una incomprensible fidelidad a prueba de


bombas en su vínculo con la Comunidad Católica Integrada (KIG por su
sigla en alemán). Cuando contra el grupo se elevaron acusaciones de una
tutela excesiva sobre sus miembros, Ratzinger se distanció un tanto, pero no
rompió la relación. Como papa, en mayo de 2008 felicitó a Traudl
Wallbrecher, la fundadora de los «integrados», con motivo de su
octogésimo quinto aniversario, advirtiéndole al mismo tiempo: «Ojalá la
llama silente de su comunidad se alimente siempre de la gran llama común
de la fe de la Iglesia y se convierta así en una de esas lenguas de fuego con
las que el Espíritu Santo habla en este mundo» [6]. En octubre de 2019, la
publicación de un informe sobre la visita de inspección realizada a la
comunidad por la curia arzobispal de Múnich confirmó que un proyecto tan
prometedor en su día como este de los «integrados» había fracasado. El
grupo se había reducido entretanto a quince miembros. El informe de los
visitadores censuraba, por ejemplo, que mediante resoluciones asamblearias
«se hacen y deshacen» matrimonios o se decidía «si una pareja puede tener
hijos y cuándo». Los contactos con las familias naturales eran «dificultados
o aun prohibidos»; se ordenaba a los miembros realizar determinados
cursos de formación profesional y se les utilizaba como «mano de obra
barata». En parte reinaba un régimen de castigos por responsabilidad
familiar colectiva, lo que en alemán se conoce como Sippenhaft; «los
ingresos y herencias o donaciones» debían ser transferidos a la comunidad.
Los que abandonaban la comunidad eran intimidados y despreciados.
Además, se constató «una forma indigna de tratar los dones eucarísticos»
[7].
Internamente, en el Vaticano no solo se criticaba por sus deficientes
capacidades a Bertone y a otros destacados curiales, como los cardenales
Castrillón Hoyos y Levada, sino que también se tenían en el punto de mira
las debilidades del propio papa. Jean-Marie Guénois, el vaticanista de Le
Figaro, aseguraba estar convencido de que «este pontificado tiene un
problema con las tareas de gobierno». El problema fundamental radicaba,
según su análisis, en que «el papa decidió desde el inicio de su pontificado
delegar en otra persona la praxis diaria de gobierno». Bertone está haciendo
lo que puede, dice Guénois. La pregunta es: «¿Lo haría mejor otro
secretario de Estado, un diplomático, cuando en la cima de la jerarquía
prevalece la opinión de que las tareas de gobierno, incluido todo lo que de
ahí deriva, no son especialmente importantes, no son determinantes?» [8].
A Benedicto le gustaba dejar que las decisiones maduraran por sí solas.
Si las circunstancias obligaban a tomar una decisión rápida, eso
representaba un problema para él. Además, señala Gänswein, era difícil
«descubrir qué quería realmente o si quería o no algo concreto». Como su
secretario personal, uno habría esperado que el papa, «sin necesidad de
preguntarle explícitamente, dijera: esto me gusta así o me gusta asá». Por
desgracia, el camino hacia «la manifestación explícita de cosas sencillas era
a veces muy largo y arduo».

El cardenal Kurt Koch achaca la vacilación de Ratzinger a la hora de


tomar decisiones a su carácter: «Era demasiado indulgente con sus
adversarios y no procedió claramente contra ellos». El P. Norbert Johannes
Hofmann, secretario de la Pontificia Comisión para las Relaciones
Religiosas con el Judaísmo, observó en aquellos años que el papa Benedicto
era «sencillamente demasiado amable y demasiado simpático»: «No es una
persona que se entrometa, que intervenga sin más». El cardenal Müller
comparte esta opinión: «El papa es demasiado bondadoso. No cree en la
maldad en el ser humano. No se lo puede imaginar, porque él no es así».
Thomas Frauenlob, quien durante siete años trabajó en la Congregación
para la Educación Católica, considera que «el papa no tenía voluntad de
imponerse en cuestiones que no afectaran a la fe». Posiblemente, esto se lo
impide también, añade, «un cierto gusto por la soledad y la independencia
que descubrió en sí ya cuando era alumno de primaria. Sea como fuere, le
ha quedado una cierta torpeza social» [9].

Para uno de sus antiguos ayudantes, el catedrático de Estudios Judaicos


Peter Kuhn, «la debilidad del papa radicó sencillamente en la elección de
sus colaboradores. Eso ha sido así durante toda su vida». El propio
Benedicto admite, por una parte, que el conocimiento de la naturaleza
humana no es precisamente uno de sus puntos fuertes y, por otra, que como
papa de vez en cuando le faltó sin duda «dirigir de manera clara y resuelta
las tareas de gobierno»: «De hecho, yo soy más bien un profesor, alguien
que reflexiona sobre las cosas intelectuales, piensa sobre ellas. El gobierno
práctico no es mi fuerte» [10].
En el cónclave, Ratzinger había visto mentalmente una guillotina caer
silbando hacia él. Ahora pudo experimentar cómo la guillotina hacía su
trabajo. Ya solo una semana después de las turbulencias en torno a los
hermanos de San Pío X estalló el siguiente escándalo, la llamada «crisis del
condón».

El 17 de marzo de 2009 inició el santo padre un viaje de una semana a


Camerún y Angola. Quería entregar en persona –algo que ningún papa
antes que él había hecho– a los obispos africanos, reunidos en Yaundé, el
Instrumentum laboris, el documento provisional a debatir en la segunda
asamblea especial del sínodo de los obispos para África, que él había
convocado para el otoño en Roma. Benedicto emprendió el viaje con
alegría. Era la primera vez que visitaba como papa el inmenso continente.
En Angola, los católicos habían sobrevivido con entereza a la guerra y a la
persecución por el partido socialista en el gobierno, el MPLA. Para recibir
al sumo pontífice, en la capital Luanda se alquitranaron las calles y se
arregló la iluminación. «Necesitamos mucho al papa», declaró en vísperas
del viaje la religiosa Maria Salome. El acelerado crecimiento económico
hace que las personas codicien el dinero, dijo, y «las cosas materiales nos
bloquean. Espero que él renueve aquí la fe». ¿Y la cuestión del sida? «El
papa tiene su opinión», comentó Salome, «pero en el fondo cada cual debe
decidir eso por sí mismo» [11].
En 2009, en torno al 60 % de los 15,5 millones de angoleños son
católicos. Las iglesias se llenan a reventar los domingos, y hay tantos
sacerdotes que no pocos son enviados a Europa para apoyar allí a las
parroquias agonizantes. Entre 2006 y 2007, el número de presbíteros en
África y Asia aumentó en un 20 %; en Europa, por el contrario, descendió
en un 7 %. Nada más pisar suelo africano, Benedicto reafirmó que la Iglesia
está siempre del lado de los más pobres. Exhortó a la conservación de la
creación y encomió con entusiasmo la vital alegría creyente de los
africanos. En Luanda recordó a la comunidad internacional la necesidad de
«afrontar la cuestión del cambio climático» y exigió «el pleno y justo
cumplimiento de los compromisos para el desarrollo». No en vano, todavía
estaba pendiente el cumplimiento de la frecuentemente reiterada promesa
de las naciones industrializadas de «destinar el 0,7 % de su PIB (Producto
Interior Bruto) a las ayudas oficiales para el desarrollo». Recordó también a
su difunto amigo, el cardenal Bernardin Gantin, de Benín, quien, en vista de
las guerras intertribales, los fratricidios y los actos de violencia, había
impulsado una «teología de la fraternidad». Camerún es un «país de
esperanza», proclamó el papa, porque garantiza la protección de los nonatos
y porque ha acogido a miles de refugiados procedentes de África central.
En la segunda etapa de su viaje africano, en Angola, Benedicto reclamó
más derechos para las mujeres. La «igual dignidad del varón y la mujer»,
afirmó, debe ser «reconocida, reforzada y defendida». Es necesario rechazar
«el yugo oprimente de la discriminación que lastra a las mujeres y
muchachas», pero también la amarga ironía de aquellos «que fomentan el
aborto como prevención sanitaria “maternal”». Previno a los responsables
políticos frente al progreso sin alma que es propagado por las grandes
multinacionales del petróleo. Esta forma de desarrollo enriquece solo, según
él, a una oligarquía de personas privilegiadas y conduce a nuevas formas de
explotación y colonialismo. Para liberar a una nación, no basta con
perseguir el bienestar material. Se requieren también, subrayó, fuerzas
morales más pujantes, así como un paciente trabajo educativo, para
contribuir tanto a la reconciliación entre tribus y etnias como al desarrollo
de los países.
Durante el vuelo de regreso a Roma, el papa se mostró sereno y
distendido. Su misión africana había sido todo un éxito. «Santo Padre, le
agradecemos el mensaje de esperanza que nos ha confiado a quienes
vivimos en Camerún y Angola»: con estas palabras lo había despedido la
Conferencia Episcopal Regional de África Occidental (CERAO por su sigla
en francés). «Y le agradecemos que haya vuelto a exponernos a todos de
manera detallada, clara y comprensible la doctrina general de la Iglesia
sobre la atención pastoral a los enfermos de sida». Pero más allá de África
la situación era totalmente distinta. Los europeos apenas habían tenido
noticia de todos los encuentros y llamamientos del viaje papal a África, y el
papa no se había percatado de que sobre su cabeza se cernía ya una nueva
tormenta. El reportero de Le Figaro Jean-Marie Guénois dice que le
sorprendió que Benedicto quisiera reunirse de nuevo con los periodistas
durante el vuelo de regreso a Italia. «En unos minutos esbozó un breve y
maravilloso resumen del viaje que acababa de concluir y contó que le había
impresionado de manera especial la acogida extraordinariamente cordial
que le habían dispensado las personas que había visitado».
¿Qué había ocurrido entretanto? Según costumbre, durante el vuelo de
ida, el papa había conversado con los periodistas. Benedicto había recibido
las preguntas por adelantado, para poder prepararse para responderlas. La
pregunta número 5 la formuló Philippe Visseyrias, reportero del canal de
televisión France 2. «Santidad, entre los muchos males que afligen a
África», así comenzó el periodista francés, «destaca el de la difusión del
sida. La posición de la Iglesia católica sobre el modo de luchar contra él a
menudo no se considera realista ni eficaz». Diríase que el santo padre había
estado esperando a esta pregunta para clarificar algunos malentendidos. «Yo
afirmaría lo contrario», replicó; «pienso que la realidad más eficiente, más
presente en el frente de la lucha contra el sida es precisamente la Iglesia
católica, con sus movimientos, con sus diversas realidades». Recordó las
múltiples instituciones eclesiales que se ocupan de las personas afectadas
por el sida. De hecho, la Iglesia católica acompaña a lo largo y ancho del
planeta al 25 % de todos los enfermos de sida, más que ninguna otra
organización. Y luego prosiguió: «Diría que no se puede superar este
problema del sida solo con dinero, aunque este sea necesario; pero si no hay
alma, si los africanos no ayudan (comprometiendo la responsabilidad
personal), no se puede solucionar este flagelo distribuyendo preservativos;
al contrario, aumentan el problema. La solución solo puede ser doble: la
primera, una humanización de la sexualidad [...] que conlleve una nueva
forma de comportarse el uno con el otro; y la segunda, una verdadera
amistad también y sobre todo con las personas que sufren» [12].
Apenas llegadas las declaraciones de Benedicto a través de los teletipos
de las agencias de noticias, empezaron a aparecer medios digitales e
impresos con insidiosos titulares. «El papa en África: el preservativo inútil
contra el sida», tituló el Corriere della Sera. La Stampa proclamó: «Los
condones no sirven para nada contra el sida. Benedicto XVI: los
preservativos agrandan el problema». Sacada de contexto, la noticia tenía
considerable fuerza explosiva. «Benedicto XVI comenzó su viaje con un
vehemente ataque contra el uso de preservativos», escribió Il Manifesto.
The New York Times comentó: «Tristemente, el papa se ha puesto del lado
equivocado». Otros diarios daban aún otra vuelta de tuerca, por ejemplo,
con el titular: «El papa condena a muerte a los africanos» [13].
Las entresacadas palabras del papa actuaron como pólvora en un entorno
dispuesto a la guerra. La Oficina de Ayuda Humanitaria de la Unión
Europea, el ministerio francés de Asuntos Exteriores, los ministerios
alemanes de Sanidad y Ayuda al Desarrollo reaccionaron todos con sumo
enojo. En Bélgica, el Parlamento aprobó una nota oficial de protesta a la
Santa Sede. La ministra de Sanidad, Laurette Onkelinx, se mostró
convencida de que las palabras del papa podían echar por tierra años de
prevención sanitaria y poner en peligro vidas humanas sin cuento. El
gobierno socialista de España, al frente del cual estaba José Luis Rodríguez
Zapatero, anunció en un gesto casi racista que enviaría de inmediato un
millón de condones a África.
Todavía no se había calmado la agitación cuando periodistas críticos
plantearon la pregunta de si no resultaba singular que Estados que,
contraviniendo las obligaciones por ellos asumidas, habían restringido su
ayuda a África drásticamente criticaran a la Iglesia, siendo así que
sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos católicos voluntarios se ocupaban
de acompañar a las personas sufrientes, no pocas veces a riesgo de su
propia vida. Riccardo Bonacina, director del semanario italiano Vita,
dedicado a temas humanitarios, escribió: «Atacar al papa se considera en
adelante moderno. Pero hay algo que resulta en verdad insoportable:
quienes se manifiestan son representantes de justamente aquellos gobiernos
que ni siquiera se sonrojan por no haber cumplido el objetivo fijado en 2002
en la Conferencia de Barcelona de poner a partir de 2006 a disposición de la
ayuda internacional el 0,33 % de su Producto Interior Bruto». Es «muy
cierto que la publicidad a favor de los condones y su distribución tanto en
las grandes ciudades como en las zonas rurales causa con frecuencia más
problemas que ayuda presta», prosigue Bonacina; «y que beneficia más a la
conciencia y el presupuesto de las agencias occidentales que a la población
africana». Para luchar contra el sida serían necesarias, «como
acertadamente ha dicho el papa, sobre todos tres cosas: a) tratamiento
gratuito; b) una humanización de la sexualidad, en especial para proteger a
las mujeres; y c) una amistad verdadera con quienes sufren, amistad
dispuesta a realizar sacrificios. Así pues, un reto que se perfila un poco más
complejo que repartir condones» [14].
El italiano no fue el único en respaldar desde su propia experiencia
práctica la actitud del papa. Edward C. Green, catedrático de Antropología
Médica en la Universidad de Harvard, quien durante 35 años había
asesorado programas de marketing social relacionados con la distribución
de anticonceptivos en 34 países, declaró al semanario italiano Tempi: «Es
un hecho que no existen pruebas de que la distribución de condones pueda
considerarse una operación exitosa de las autoridades sanitarias para reducir
las infecciones de VIH entre la población. El British Medical Journal e
incluso diversos estudios de planificación familiar llevan divulgando este
descubrimiento desde 2004». El propio Green, en su obra El sida en África,
señaló en 1988 que, «en lo relativo a la prevención contra el sida, el
fomento de la fidelidad en la pareja es mucho más eficiente que el fomento
del uso de condones. Estos fallan porque la gente no los utiliza
adecuadamente [...] o porque generan una sensación de falsa seguridad que
lleva a correr mayores riesgos que si no hubieran dispuesto de condón»
[15].
En África, Benedicto XVI llamó la atención sobre el hecho de que no es
cierto que la postura del Vaticano en lo relativo al sida sea poco realista e
ineficaz. La mera obsesión por los condones comporta una banalización de
la sexualidad. «Puede haber casos particulares justificados», por ejemplo,
«con intención de reducir el riesgo de contagio» o cuando las prostitutas
utilizan condones, añadió el papa en una reflexión posterior, «en los que
esto puede ser un primer paso hacia una moralización, un primer fragmento
de responsabilidad, para volver a desarrollar la conciencia de que no todo
está permitido y de que no se puede hacer todo lo que uno quiere. Pero no
es la forma adecuada de afrontar el mal de la infección de VIH» [16]. Un
enfoque mucho más importante sería, por eso, la «teoría ABC»: Abstinence,
Be Faithful, Condom, o sea, abstinencia, fidelidad, condón.
También la revista británica The Lancet había publicado en enero de
2000 un estudio que demostraba la limitada eficacia de los preservativos
como barrera contra el sida. Esa investigación cifraba el riesgo de
contagiarse de VIH aun empleando preservativos en las relaciones sexuales
en el 15 %. No era casualidad, pues, que en África los países en los que más
extendido estaba el uso de preservativos (Zimbabue, Botsuana, Sudáfrica y
Kenia) fueran también los países con la mayor tasa de sida. «El papa tiene
razón. Con los preservativos no se solucionará el problema de África», echó
un capote el oncólogo italiano Umberto Tirelli: «Las cosas están así: en
Washington, la capital de la nación más desarrollada del mundo, en la que
se informa ampliamente sobre el VIH y el Vaticano carece de todo poder, el
3 % de los ciudadanos mayores de 12 años están infectados con el virus.
Eso basta para que nos preguntemos con qué credibilidad podemos
fomentar en África la utilización de condones» [17].
Para mayo de 2009 estaba previsto el viaje del papa a Tierra Santa, una
visita nada fácil después de las turbulencias ocasionadas por el caso
Williamson. Benedicto comenzó su peregrinación en Jordania, para
contemplar la Tierra Santa desde el monte Nebo. Al llegar Benedicto a
Amman, el príncipe Ghazi bin Muhammad, catedrático de Filosofía
Islámica, defendió a su invitado frente a los críticos del discurso de
Ratisbona. Pues aquella conferencia se había convertido en verdad en un
gran catalizador del diálogo entre cristianos y musulmanes. Tras aterrizar en
Tel Aviv, el papa habló de «la repugnante cabeza del antisemitismo» que
sigue alzándose en «muchas partes del mundo». Recordó a «los seis
millones de víctimas judías de la Šo’ah» y exhortó a que «nunca más la
humanidad sea testigo de un crimen de tal magnitud».
Su visita a Yad Vashem, el centro para la conmemoración del
Holocausto, fue observada con extrema atención. Visiblemente nervioso,
casi desvalido, permaneció de pie en el memorial ante la llama perpetua. No
quería recurrir a fórmulas hueras. Con meras confesiones de labios hacia
fuera, la remembranza del terror devendría pura formalidad. Benedicto
pronunció una oración: «Que los nombres de estas víctimas no se borren
nunca. Que nunca se niegue, disminuya u olvide sus sufrimientos». Pero el
sucesor de Pedro fue visto también aquí en primer lugar como alemán.
Podría haber hablado de manera más clara y, sobre todo, más enérgica, le
recriminaron los críticos. Le «faltó convicción», reprobó la presidenta del
Consejo Central de los Judíos en Alemania, Charlotte Knobloch; el papa no
había dicho que «sentía» el Holocausto.
El viaje resultó también físicamente agotador, ya fuera solo por los
vuelos entre los distintos lugares visitados, para los que los israelíes
pusieron a su disposición viejos helicópteros militares. Benedicto ni
pestañeó. Pero a sus acompañantes los medios de transporte les parecieron
incómodos, ruidosos y polvorientos. Ningún otro país ha puesto nunca a
disposición del papa, decían, aparatos tan deslustrados. En Jerusalén, el
papa oró por la paz ante el Muro de las Lamentaciones y, en la sede del gran
rabino de Jerusalén, hizo profesión de fe en «la herencia espiritual común a
cristianos y judíos». Durante la visita al gran muftí en la Cúpula de la Roca
puso de relieve los «dones de la razón y la libertad» que Dios, según la
concepción cristiana, concede a todos los seres humanos. En su discurso en
Belén insistió en el derecho del pueblo palestino «a una patria palestina
soberana en la tierra de vuestros antepasados». Los muros no duran para
siempre, dijo, «pueden ser derribados. Sin embargo, ante todo es necesario
remover los muros que construimos en torno a nuestro corazón, las barreras
que levantamos contra nuestro prójimo».
A Benedicto le fue permitido celebrar una eucaristía en Nazaret, algo que
a Juan Pablo II se le había negado en su visita de marzo de 2000. La santa
misa tuvo lugar en la colina desde la que sus enojados paisanos quisieron
despeñar a Jesús. Benedicto abogó por una cultura de la paz entre las
distintas religiones y apeló a los cristianos a no abandonar el país. Concluyó
el viaje con un enardecido llamamiento a la paz. «¡Nunca más
derramamiento de sangre! ¡Nunca más enfrentamientos! ¡Nunca más
terrorismo! ¡Nunca más guerra! Por el contrario, rompamos el círculo
vicioso de la violencia. Que se establezca una paz duradera basada en la
justicia; que haya una verdadera reconciliación y curación» [18].
La visita a Israel fue celebrada por todas las partes como un éxito. «En
general, la hospitalidad fue grande», resume el papa. Especialmente le
conmovió «la cordialidad con la que me recibió el presidente del Estado de
Israel, Shimon Peres. Se me acercó con una gran apertura, sabedor de que
luchamos por valores comunes y por la paz, por la configuración del futuro,
y de que la cuestión de la existencia de Israel desempeña un papel
importante en ello». Las tensiones con los representantes del judaísmo en
Israel no fueron, de todos modos, «como las que existen en Alemania».
Siempre prevaleció «una confianza mutua [...], la certeza de que el Vaticano
da la cara por Israel, por el judaísmo de este mundo, de que reconocemos a
los judíos como padres y hermanos nuestros» [19]. Las relaciones habían
mejorado considerablemente bajo el papa alemán, exclamó elogioso tras la
visita de Benedicto a Tierra Santa el embajador israelí ante la Santa Sede,
Mordechay Lewy. En alusión al alboroto causado por el caso Williamson, el
diplomático citó unas palabras del libro bíblico de los Jueces: «Después de
lo amargo vino lo dulce».
Cuán intenso fue para Benedicto el año 2009 se echa de ver en que,
después de superar el caso Williamson, la crisis del condón y el viaje a
Tierra Santa, aún se publicó una nueva encíclica y se desarrolló el Año
Paulino. Parecía como si el papa quisiera dejar alimento espiritual suficiente
para una época de tribulación en la que los creyentes necesiten recurrir a él.
Simultáneamente continuó trabajando en el segundo volumen de su trilogía
sobre Jesús. Las tareas de gobierno de un papa podían ser importantes,
pensaba Benedicto en su hondón, pero más importante todavía era para un
sucesor de los apóstoles salvar, mediante el mantenimiento de los
fundamentos de la fe, lo que corría peligro de perderse.
Cuando el 29 de junio de 2009, solemnidad de los santos apóstoles Pedro
y Pablo, se presentó la tercera encíclica de Benedicto, el resultado fue
verdaderamente revolucionario y de una impresionante fuerza visionaria.
Después de Deus caritas est y Spe salvi, Caritas in veritate [La caridad en
la verdad] formula, como encíclica social, justo aquellas ofertas de ayuda
que podían contribuir a afrontar mejor los acechantes problemas sociales y
económicos de las naciones, como, por ejemplo, el creciente abismo entre
ricos y pobres, la dependencia respecto de los nuevos gigantes económicos
globales como Google, Amazon y Facebook, o los peligros asociados a los
mercados financieros, aún apenas domeñables. Precisamente un año antes,
el colapso del neoyorquino banco Lehman, con daños por un valor total de
613.000 millones de dólares, había desencadenado la mayor quiebra en la
historia de Wall Street y, a consecuencia de ella, una crisis financiera
mundial.

El escrito magisterial de Benedicto «sobre el desarrollo humano integral


en la caridad y en la verdad», como reza el subtítulo de la encíclica, quería
«recordar los grandes principios que se perfilar, como indispensables para la
construcción del desarrollo humano en los próximos años». El mensaje
central de la encíclica se resume en la idea: un «futuro mejor para todos» es
posible si se basa «en el redescubrimiento de valores de fondo». En el vuelo
hacia Praga el 26 de septiembre de 2009, Benedicto, explicando su texto,
afirma que es hora de «encontrar nuevos modelos para una economía
responsable, tanto en los diferentes países, como para toda la humanidad
unificada. Me parece que hoy se puede constatar que la ética no es algo
exterior a la economía [...], sino que es un principio interior de la economía,
que no funciona si no tiene en cuenta los valores humanos de la solidaridad,
las responsabilidades recíprocas» [20].
Enlazando con la encíclica social de Pablo VI, Populorum progressio
(1967), la afirmación fundamental de Caritas in veritate es que una
sociedad tan solo puede desarrollarse humanamente si coloca en el centro
«al hombre todo y a todos los hombres». Para Pablo VI, el objetivo era
sobre todo «la superación del hambre, la miseria, las enfermedades
endémicas y el analfabetismo». En el siglo XXI, el hambre representa
todavía un gran mal, recuerda Benedicto. Hay que combatirla, sugiere,
eliminando las barreras aduaneras y facilitando el acceso al agua y los
alimentos. Lo que a su juicio se ha intensificado es, sin embargo, la
dependencia respecto del sistema financiero internacional, que ejerce una
influencia incomparablemente mayor en la distribución de los bienes: «El
objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien
común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza».
Las empresas no pueden tener en cuenta únicamente «el interés de sus
propietarios», subraya el papa; antes bien, deben servir a todas las personas
«que contribuyen a la vida de la empresa». Pues «solidaridad» significa que
«todos se sienten responsables de todos».
La encíclica de Benedicto azota la «irresponsabilidad» de quienes
detentan el poder político, causante de las crisis, así como a una «clase
cosmopolita de ejecutivos» y agentes financieros que «engañan a los
ahorradores». Con frecuencia se han establecido sistemas sociales, denuncia
el papa, que convierten a los necesitados en dependientes. Un antídoto
práctico contra este riesgo puede encontrarse, sugiere, en la acreditada
doble estrategia de solidaridad y subsidiariedad, tal como se recomienda en
la doctrina social de la Iglesia. Caritas in veritate reclama una reforma tanto
de Naciones Unidas como de la «arquitectura económica y financiera
internacional», que debería tener mucho más en cuenta a las naciones más
pobres. Para no permitir que crezcan aún más los mercados financieros,
apenas ya controlables, aboga por «mecanismos de redistribución». Las
organizaciones no centradas en la obtención de beneficios –como
cooperativas, fundaciones e institutos de microfinanzas– tienen que actuar
como un fermento en la vida económica y mantener despierta en ella la
conciencia de justicia.

junto a las alabanzas internacionales por sus encíclicas, Benedicto logró


apuntarse un éxito extraordinario con su modelo para acoger a los
anglicanos deseosos de conversión al catolicismo sin que ello supusiera la
ruptura del diálogo con el conjunto de la Iglesia anglicana. Ya en 2007,
varios grupos anglicanos habían solicitado a Roma que se les permitiera
establecer comunión sacramental con la Iglesia católica. No querían asumir
los cambios en los fundamentos bíblicos de su fe. Después de que el sínodo
general de la anglicana Church of England votara en 1992 a favor de
introducir la ordenación de mujeres, 440 presbíteros dieron la espalda a su
Iglesia. Las conversaciones con Roma se prolongaron dos años. El 20 de
octubre de 2009 pudo anunciarse por fin, en conferencias de prensa
celebradas simultáneamente en Londres y Roma, la pertinente constitución
apostólica sobre la incorporación a la Iglesia católica, que se promulgó el 4
de noviembre.

Las modalidades de la unión están en plena consonancia con la línea de


Benedicto, que –lejos de exigir una adopción incondicional del culto
católico ni, menos aún, una capitulación– favorecía el respeto y veneración
del legado intelectual-espiritual de la otra confesión cristiana. La
comunidad incorporada tampoco debía considerarse un apéndice, sino una
Iglesia particular que, con ordinariatos personales de nueva erección, sería
tratada como una suerte de diócesis especial.

De este modo, dentro de la Iglesia católica pasó a haber –junto a los


ministros ordenados de las Iglesias uniatas de rito bizantino– otro grupo de
sacerdotes católicos casados. En virtud del nuevo tipo de ecumenismo
impulsado por Benedicto surgió por primera vez una estructura jurídica que
posibilita la eventual reunificación corporativa de otras comunidades.

Otro acontecimiento especial fue la celebración, impulsada por


Benedicto, del Año Paulino con motivo del bimilenario del nacimiento del
apóstol. El Año Paulino fue inaugurado solemnemente en 2008 junto con el
patriarca ecuménico Bartolomé I, para, entre otras cosas, llamar la atención
sobre la empeorada situación de los cristianos en los países occidentales, en
los que confesarse uno católico acarreaba crecientemente el desdén social.
Según estimaciones de grupos comprometidos en la defensa de los derechos
humanos, a principios del nuevo milenio 200 millones de cristianos en el
mundo entero eran discriminados y oprimidos a causa de su fe, más que
nunca antes.

Según el anuario sobre la persecución a cristianos Märtyrer 2009,


editado por la alemana agencia evangélica de noticias idea, los cristianos
eran, con entre el 75 y el 80 % de todos los perseguidos por razones
religiosas, la comunidad religiosa más discriminada del mundo [21]. Los
medios de comunicación occidentales pasaron por alto el tema, y las
Iglesias de masas apenas se percataron de esta alarmante evolución. A los
cristianos se les dificulta su práctica religiosa en todos los países con
regímenes islámicos. En Pakistán, los musulmanes fueron incitados por sus
imanes a asolar barrios cristianos. En el norte de Nigeria, grupos terroristas
islámicos llevaron a cabo graves asaltos y quemaron iglesias. En la India se
levantaron barricadas en las calles para impedir a los cristianos participar en
las elecciones. En Uruguay, los cristianos fueron marginados mediante
limitaciones jurídicas y sociales; edificios católicos fueron derribados sin
previo aviso. Otros países siguieron este ejemplo, sobre todo los de régimen
neosocialista, como Venezuela o Bolivia. En Corea del Norte, decenas de
miles de cristianos subsistían míseramente en campos de concentración; y
en la República Popular de China, miembros de la Iglesia clandestina, entre
ellos numerosos obispos, estaban presos en cárceles y campos de trabajo
porque se negaban a incorporarse a la Iglesia estatal, fiel al régimen.

El papa había acompañado el Año Paulino con una serie de catequesis,


para «aprender de san Pablo: aprender la fe, aprender a Cristo, aprender, por
último, el camino de la vida recta». «Toda nuestra forma de pensar tiene
que transformarse de raíz», proclamó en la homilía pronunciada con
ocasión de la clausura del Año Paulino el 28 de junio de 2009. El nuevo
pensamiento no comporta pensar siguiendo la opinión de las masas con el
fin de asegurarse el aplauso público; en lugar de ello, dijo, hemos de
mantenernos valientemente fieles a la fe de la Iglesia, aunque esté en
contradicción con los esquemas del «espíritu de la época». «El apóstol nos
exhorta a un inconformismo», al que él denominaba «fe adulta», predicó
Benedicto. «No os acomodéis a este mundo», se dice en la Carta a los
Romanos, «antes transformaos con una mentalidad nueva, para discernir la
voluntad de Dios, lo que es bueno y aceptable y perfecto». Al final exhortó
a los cristianos a permanecer vigilantes y prepararse para los peligros que
representan los lobos rapaces y los falsos profetas.

El papa tenía prisa. Aún no había concluido el Año Paulino y ya estaba


anunciando un «año sacerdotal». Si el Año Paulino se había dedicado
principalmente al ministerio episcopal y al compromiso por la misión, el
Año Sacerdotal tenía como lema: «Fidelidad de Cristo, fidelidad del
sacerdote». Como modelo para los pastores de almas católicos, Benedicto
eligió con Juan María Vianney, el «cura de Ars», a un hombre que durante
sus estudios no se había revelado precisamente como un talento genial.
Vianney estaba también muy alejado del tipo del campechano cura rural. A
menudo había abandonado a sus obstinados feligreses, a veces maldiciendo
en mitad de la noche. Pero una y otra vez fue movido a regresar por su
arrepentida parroquia. «Atorméntalos hasta que no soporten más sus
pecados», le suplicaba Vianney a Cristo cuando veía que las almas a él
confiadas eludían la confesión. Predicar le gustaba mucho más. Por
ejemplo, sobre los milagros y la bondad de Dios, la belleza de las almas en
el estado de gracia o el hecho salvífico que para la humanidad representa la
cruz de Cristo [22].

En la apertura oficial del Año Sacerdotal el 19 de junio de 2009,


solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, Benedicto XVI exhortó a los
sacerdotes a ser siempre conscientes de su dignidad. Al mismo tiempo los
animó a purificarse y a hacer penitencia para, en caso de que lo necesitaran,
recuperar la capacidad de gozar con su ministerio. El Año Sacerdotal
terminaría convirtiéndose en un año de oración con días de estudio y retiro
y ejercicios espirituales. En la circular de las congregaciones romanas
competentes se aludía también expresamente a los clérigos que estaban
implicados en acciones punibles y se decía que debían ser investigados,
condenados y castigados como correspondiera. Nadie podía imaginarse, sin
embargo, cuán importante iba a devenir esta indicación, añadida casi como
de pasada, [...] y cuán grave sería la crisis que iba a acompañarla. Casi
habría podido decirse que «el diablo no había podido soportar el Año
Sacerdotal y, por eso, nos había arrojado toda la suciedad a la cara», afirmó
Benedicto XVI en el verano de 2010 [23]. Se trataba de aquella suciedad
propia, incomprensible, que durante tantos años había sido escondida
debajo de la alfombra en casas parroquiales, abadías e internados católicos
y que ahora iba a sacudir la Iglesia hasta sus cimientos.
68
El escándalo de los abusos contra menores

S u meditación en el vía crucis de marzo de 2005 había sido una


acusación hasta entonces inaudita: «¡Cuánta suciedad», clamó, «existe
en la Iglesia, cabalmente también entre quienes en el sacerdocio deberían
pertenecerle [a Cristo] por completo!». Habló como quien se arrodilla en el
confesionario con Jesús como confesor: «Con nuestra caída te arrastramos a
ti al suelo, y Satán se ríe porque espera que no puedas levantarte de esta
caída». Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Ratzinger había visto suficiente mal como para que todavía pudiera
sorprenderle el lado oscuro de la Iglesia. Pero lo que vino ahora fue una
prueba sin parangón: una suerte de plaga bíblica, de diluvio universal, una
inundación... de pecados.

Como prefecto, Ratzinger había logrado que la competencia sobre los


abusos sexuales cometidos por clérigos pasara a su congregación. A la
Congregación para el Clero, encargada hasta entonces de estos asuntos, le
reprochaba no seguir «una línea suficientemente rigurosa» para clarificar los
casos con rapidez y eficiencia. Estableció una jurisdicción específica,
dotada de amplias competencias, a fin de que los delitos fueran perseguidos
de hecho.
El cambio pretendía hacer patente además que la persecución de los
abusos tenía máxima prioridad para la Iglesia. Ya en 1988 señaló Ratzinger
debilidades del Código de Derecho Canónico, que situaba la competencia
para estos delitos en el plano diocesano. Tras hacerse públicos
innumerables casos de abusos sexuales en diócesis católicas
estadounidenses, urgió al endurecimiento del derecho penal eclesiástico,
«sobre todo para poder intervenir con mayor rapidez» y reforzar la
protección de las víctimas [1]. La carta apostólica, en forma de motu
proprio, Sacramentorum sanctitatis tutela, promulgada en 2001, y la nota
De delictis gravioribus [De los delitos más graves] fueron iniciativa suya.
Se trataba de un proyecto largo tiempo albergado por el cardenal, que hasta
entonces no había podido sacar adelante. En 2002, Ratzinger convocó a
todos los obispos estadounidenses para hacerse por sí mismo una idea de
los casos de abusos en Estados Unidos.
En virtud de las estipulaciones del motu proprio, que en 2003 fueron de
nuevo endurecidas, no solo pasaba la persecución de los delitos a ser
competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino que también
se disponía que las diócesis investigaran cualquier acusación de abusos
contra menores de edad que se presentara contra clérigos. El obispo
transmitiría luego a la Congregación la información necesaria. Las leyes
civiles, que ordenan que se denuncie ante las autoridades civiles, debían ser
siempre observadas. Mientras el caso no se declarara cerrado, el obispo
podía imponer medidas preventivas. Las directrices de actuación eran:
cercanía y comprensión con las víctimas, sanciones contra los obispos que
descuiden sus obligaciones, reforma de los seminarios sacerdotales,
colaboración con la justicia civil, necesidad de purificación y penitencia y,
sobre todo, tolerancia cero con los culpables. El plazo de prescripción se
amplió de cinco a diez años.
Según el cardenal Christoph Schönborn, cuando salieron a la luz las
agresiones sexuales perpetradas en el pasado por el cardenal austríaco Hans
Hermann Groër, fue Ratzinger quien trató de crear una comisión de
investigación... por desgracia, en vano. Un exalumno había acusado en
1995 a Groër de abusos sexuales consumados cuando el clérigo era prefecto
de estudios en un seminario menor, tarea que desempeñó desde 1946 hasta
1974. A finales de 1997, monjes de distintos monasterios le acusaron
asimismo de acoso sexual. Groër tuvo que dimitir de su cargo de presidente
de la Conferencia Episcopal Austriaca. Su sucesor, el cardenal Schönborn,
habló tiempo después de las dificultades con las que el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe tropezó en su intento de imponer
una línea más dura en el castigo de los abusos sexuales. El propio Ratzinger
le había revelado que «había sido frenado por el partido diplomático de la
curia romana». Schönborn recordó que fue Sodano quien impidió «la
creación de una comisión de investigación sobre el caso Groër» [2]. Quien
afirme que el antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
no ha perseguido con suficiente decisión a los clérigos católicos
perpetradores de abusos sexuales no se ha confrontado con el tema, dijo,
«no conoce los hechos» [3].
Un caso especialmente repugnante se le presentó a Ratzinger en los
delitos del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel
Degollado. Siendo todavía seminarista, este mexicano nacido en 1920
fundó, con apoyo de influyentes familias, un grupo al que más tarde bautizó
con dicho nombre. Su comunidad de orientación conservadora contaba con
650 sacerdotes, 2.500 estudiantes de Teología, 1.000 laicos consagrados y
30.000 miembros ordinarios en 20 países distintos. A la comunidad
pertenecían docenas de escuelas, la institución universitaria Pontificio
Ateneo Regina Apostolorum en Roma, fundada en 1993 y la estatalmente
reconocida Università Europea di Roma, creada en 2004. En 1997, ocho de
sus antiguos seminaristas habían acusado a Maciel en un diario
estadounidense de haber abusado sexualmente de ellos en la década de 1950
en el centro de formación de la congregación en Roma. Ya en 1978 y 1989,
Juan Vaca, durante cinco años responsable de los Legionarios en Estados
Unidos, se había dirigido a Juan Pablo II en varias cartas. Ninguna de ellas
obtuvo respuesta. Otros legionarios entregaron el 17 de octubre de 1998 al
subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Gianfranco
Girotti, una solicitud para que se le abriera a Maciel expediente
disciplinario. Este negó las acusaciones y se presentó como víctima de una
campaña de difamación.
Durante el pontificado de Karol Wojtyla, las relaciones del padre Maciel
con influyentes personalidades de la curia se hicieron más y más estrechas.
Por promotores del mexicano se tenía al cardenal secretario de Estado,
Angelo Sodano, al cardenal español Eduardo Martínez Somalo y al
secretario particular del papa Stanislaw Dziwisz. En abril de 2003, con el
título Cristo es mi vida, se publicó en Madrid un libro-entrevista con
Maciel. La obra estaba pensada como reacción a las acusaciones de los
exlegionarios. Maciel habló en él de «malentendidos» y de «difamación».
Para la edición italiana, que apareció un año más tarde, escribió el prólogo
Tarcisio Bertone, quien en diciembre de 2002 había sido nombrado
arzobispo de Génova y en octubre de 2003 elevado a cardenal. Mientras que
Ratzinger daba a entender, en respuesta a las preguntas de un obispo
mexicano durante una visita ad limina, que no podía hacer nada en el
asunto Maciel, este celebró en noviembre de 2004 en San Pablo
Extramuros, junto con 500 sacerdotes y en presencia de Angelo Sodano y
otros cardenales, una santa misa con motivo del sexagésimo aniversario de
su ordenación sacerdotal. Las celebraciones culminaron el 30 de noviembre
en una audiencia papal para Maciel y miles de legionarios en la gran sala de
audiencias [4].
Ratzinger se mantuvo manifiestamente alejado de estos festejos.
Entretanto, el prefecto había encargado a su colaborador Charles Scicluna,
el fiscal jefe (promotor iustitiae) de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, que acelerara el proceso contra el fundador de los Legionarios de Cristo.
Scicluna interrogó el 2 de abril en Nueva York, entre otros, a uno de los
denunciantes y contactó con testigos en México, Irlanda y España. Un año
más tarde, con Ratzinger ya como papa, Maciel fue obligado a renunciar a
la dirección de los Legionarios. El Vaticano hizo público el 19 de mayo de
2006 un comunicado en el que se informaba de que, tras un exhaustivo
examen de los resultados de la investigación, el nuevo prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal William Levada, a la
vista del precario estado de salud de Maciel, había decidido no incoar
proceso canónico y requerir en lugar de ello al sacerdote caído que en
adelante llevara una vida retirada de oración y penitencia, «renunciando a
todo ministerio público».

Cuando poco más de dos años después Maciel murió en Estados Unidos
a los 87 años, salieron a la luz detalles adicionales sobre sus actividades. Se
supo así que Maciel no solo había abusado de seminaristas, sino que había
fundado dos familias, hijos incluidos, en España y México. Muchos fines de
semana, el sacerdote cambiaba las vestiduras clericales por ropa de calle, le
pedía un montón de dinero al administrador de la congregación y
desaparecía durante dos o tres días, sin informar a nadie de su paradero.
Diversas mujeres contaron luego que el mexicano se había presentado como
trabajador de una empresa petrolífera o como agente de la CIA. Un
periodista español informó de que en el lecho de muerte el padre había
renegado de la fe y rechazado los últimos sacramentos [5].
Ratzinger inició las investigaciones sobre el fundador de los Legionarios
de Cristo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y las
concluyó como papa. Disculpa el que tales investigaciones comenzaran
muy tarde, demasiado tarde, con el argumento de que «estas cosas las
fuimos abordando muy poco a poco y con demora. De algún modo, estaban
muy bien ocultas». Al fin y al cabo, era necesario encontrar «testimonios
inequívocos para tener verdaderamente certeza de que las acusaciones se
correspondían con la realidad» [6]. Después de una visita apostólica que,
ordenada por él, tuvo lugar en marzo de 2009, el papa nombró como
superior de los Legionarios a un delegado suyo, quien, junto con un grupo
de colaboradores, debía llevar a cabo las reformas necesarias en la
congregación.
Las revelaciones sobre Maciel influyeron también en el proceso de
beatificación de Juan Pablo II. En sus andanzas, Maciel se sirvió de la
inmunidad que le confería su condición de fundador de los Legionarios de
Cristo. Su influencia era suficientemente grande –y los daños que habría
causado el desvelamiento de sus tejemanejes demasiado graves– como para
que debiera temer un ataque. Además, parecía inconcebible que un hombre
ya casi venerado como santo pudiera cometer los delitos de los que se le
acusaba. La pregunta era si había habido una implicación personal de
Wojtyla en la red secreta del P. Maciel. ¿Había influido el papa
personalmente para que las acusaciones se mantuvieran ocultas? «Esas
preguntas nos las hemos hecho todos», admite Georg Gänswein. «Nunca he
entendido cómo fue posible que nadie se diera cuenta de nada». Por otra
parte, Wojtyla pasó esta espinosa cuestión al prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe precisamente porque, para esclarecer los delitos,
no confiaba más que en él [7]. En el proceso de beatificación de Juan Pablo
II, el cardenal William Levada, en nombre de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, explicó: «Los demandantes enviaron algunas cartas y
peticiones a Juan Pablo II. Sin embargo, no se conoce ningún tipo de
involucración personal del Siervo de Dios en el proceso contra el P. Marcial
Maciel» [8]. El exportavoz del Vaticano, Joaquín Navarro-Valls, aseguró
que Wojtyla «nunca había retenido ni encubierto nada». Simultáneamente
admitió que Benedicto XVI «carga con la responsabilidad de errores que,
como todos sabemos, no son suyos».
A lo largo de 2009 se originó, sin embargo, un tsunami que iba a
conmover los cimientos de la Iglesia católica, incluso durante el pontificado
del papa Francisco. Algunos han llegado a hablar de la mayor crisis en la
historia de la Iglesia. El arzobispo Gänswein acuñó, en referencia a estos
hechos, la expresión «el 11-S de nuestra fe», una sacudida que traumatizó a
la Iglesia católica de modo semejante a como los atentados terroristas del 11
de septiembre de 2001 conmocionaron a Estados Unidos. Pero, en el fondo,
ningún término bastaba para expresar la magnitud de los abusos ni la
enorme pérdida de confianza que le iban a ocasionar a la Iglesia.
El escándalo estalló primero en Irlanda, un país tradicionalmente católico
que había permanecido fiel a la fe a despecho de numerosos hostigamientos
a lo largo de los siglos y que en su día fue punto de partida para la misión
de amplias regiones del continente europeo. Es el 20 de mayo de 2009. El
Vaticano no acaba sino de superar las turbulencias del caso Williamson y de
la «crisis del condón» cuando se publica el «Informe Ryan», llamado así
por el juez Sean Ryan, coordinador de una comisión gubernativa que –a raíz
de un reportaje cinematográfico sobre abusos en escuelas católicas– tenía el
encargo de elaborar una visión de conjunto.

El resultado es demoledor. El informe concluye que en los últimos 50


años, unos 2.500 niños y jóvenes (más tarde se corregirá esta cifra hacia
abajo) han sido víctimas de agresiones en instituciones de la Iglesia
católica. La mayoría de los casos tienen que ver con castigos corporales y
violencia psicológica; una parte más pequeña, con abusos sexuales. Llama
la atención el hecho de que, desde los años cincuenta hasta la mitad de los
sesenta, el número de casos permaneció constante en un valor medio bajo.
Solamente a partir de entonces comienza a crecer la curva, para alcanzar su
punto máximo en las décadas de 1970 y 1980 [9].

Inmediatamente después del inicio de su ministerio petrino, Benedicto


XVI había suspendido a una serie de sacerdotes, entre ellos, en mayo de
2005, al fundador de los Siervos del Inmaculado Corazón de María, Dino
Burresi, al que se acusaba de haber abusado de algunos de sus discípulos.
Los analistas señalaron que, con el nuevo papa, el viento había cambiado de
dirección. Tan solo en 2011 y 2012 el papa alemán suspendió a 384
sacerdotes y responsables eclesiásticos de alto rango, bien porque habían
abusado de menores, bien porque habían encubierto abusos [10]. Entre
ellos, el obispo irlandés John Magee, antiguo secretario de tres papas, y el
obispo canadiense Raymond John Lahey, en cuyo ordenador portátil se
encontró material pornográfico infantil. También tuvo que renunciar a su
ministerio, por ejemplo, el arzobispo de Miami, John C. Favadora, acusado
de encubrir a sacerdotes pederastas, tolerar en su diócesis un lobby de
sacerdotes homosexuales y estar implicado personalmente en abusos. Ya en
2008 y 2009 habían sido suspendidos 171 clérigos [11]. El 28 de octubre de
2006, cuando aún no se conocía la magnitud de los abusos, Benedicto XVI
exhortó a los obispos irlandeses a «establecer la verdad de lo sucedido en el
pasado», así como a «dar todos los pasos necesarios para evitar que se
repita». Además, se debía garantizar «que se respeten plenamente los
principios de justicia y, sobre todo, curar a las víctimas y a todos los
afectados por esos crímenes abominables».

Apenas publicado el «Informe Ryan», la presentación del «Informe


Murphy», así llamado por la jueza Yvonne Murphy, el 26 de noviembre de
2009 causó una nueva conmoción. Esta vez, las investigaciones se
restringían a la archidiócesis de Dublín y afectaban a 172 presbíteros. Pese
a las agresiones perpetradas, entre 1975 y 2004 habían sido protegidos –o al
menos no castigados– por sus obispos; en el peor de los casos, habían sido
trasladados de diócesis. El informe afirma que los responsables diocesanos
«estaban preocupados ante todo por mantener los hechos en secreto, evitar
escándalos, proteger la reputación de la Iglesia y salvar los bienes
eclesiásticos. Cualquier otra consideración, incluidas la salud de los
menores y la justicia para con las víctimas, fue subordinada a las
anteriormente mencionadas». El sacerdote irlandés Vincent Twomey,
discípulo y confidente íntimo de Ratzinger, exigió de inmediato la dimisión
de todos los obispos del país. A Twomey no le cabía duda: «Tras el
“Informe Murphy”, la Iglesia irlandesa está ante un montón de ruinas».
El papa reaccionó. Dos semanas después de la publicación del informe,
convocó a Roma a los obispos irlandeses de mayor peso. Y en febrero de
2010 volvió a llamar a veinticuatro obispos. En el comunicado final de esta
segunda reunión eclesiástica, Benedicto condenó los abusos «no solo como
un delito repugnante, sino también como un pecado grave que ofende a
Dios y lesiona la dignidad de la persona humana». En vez de abordar
eficazmente los casos de abusos sexuales y «tomar medidas», «los obispos,
a fin de evitar el escándalo público» habían «ocultado los hechos y
encubierto a los perpetradores» [12].
Como siguiente paso, Benedicto escribió, con fecha de 19 de marzo de
2010, una carta pastoral a los católicos irlandeses. Desde siempre, las cartas
apostólicas que se confrontan con una cuestión de principios se consideran
dirigidas no solo a la comunidad mencionada expresamente, sino a la
Iglesia universal como un todo. A nadie se le ocurriría pensar que las cartas
del apóstol Pablo a los Corintios no se dirigen también a los cristianos de
otros lugares. O que el Apocalipsis de Juan fuera escrito únicamente para
las siete comunidades de Asia Menor. El papa asegura: «Comparto la
desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis
experimentado al enteraros de esos actos pecaminosos y criminales y del
modo en que los afrontaron las autoridades de la Iglesia en Irlanda». Y dice
querer expresarles a los fieles su cercanía y proponer a la vez «un camino
de curación, renovación y reparación» [13].
La carta se dirige en primer lugar a las víctimas de abusos y a sus
familias. «I am truly sorry», comienza el texto en tono paternal. «Habéis
sufrido inmensamente y eso me apesadumbra en verdad. Sé que nada puede
borrar el mal que habéis soportado. Vuestra confianza ha sido traicionada y
vuestra dignidad ha sido violada. Muchos habéis experimentado que cuando
teníais el valor suficiente para hablar de lo que os había pasado, nadie
quería escucharos. Los que habéis sufrido abusos en los internados debéis
haber sentido que no había manera de escapar de vuestros sufrimientos». En
nombre de la Iglesia expresa «la vergüenza y el remordimiento que
sentimos todos». Entiende que a las víctimas de semejantes delitos les
«resulte difícil perdonar o reconciliaros con la Iglesia». Les pide, sin
embargo, que al menos no pierdan la confianza en Cristo.

Cuando en su carta se dirige a los sacerdotes abusadores, el papa se


muestra implacable: «Habéis traicionado la confianza depositada en
vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello
ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos». A
continuación enumera algunos factores que han propiciado la crisis: por
ejemplo, la insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual en
los seminarios y noviciados; la tendencia a favorecer al clero; y «una
preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar
escándalos». Apela a los responsables eclesiásticos a contrarrestar con
urgencia estos factores, «que han tenido consecuencias tan trágicas para la
vida de las víctimas y sus familias». A los obispos, algunos de los cuales
«habéis fallado, a veces gravemente, a la hora de aplicar las normas,
codificadas desde hace largo tiempo, del derecho canónico sobre los delitos
de abusos contra menores», les exhorta a «aplicar plenamente las normas
del derecho canónico concernientes a los casos de abusos contra menores»
y a seguir «cooperando con las autoridades civiles en el ámbito de su
competencia». Es absolutamente necesaria «una acción decidida llevada a
cabo con total honradez y transparencia». Para concluir, nombra a cuatro
cardenales y arzobispos como investigadores especiales y anuncia visitas
canónicas a las diócesis, seminarios e instituciones de órdenes y
congregaciones religiosas.
Casi simultáneamente con las turbulencias en Irlanda se abrió un nuevo
frente, esta vez en Alemania. El 20 de enero de 2010, el padre jesuita Klaus
Mertes, director del berlinés Canisius- Kolleg, envió una carta a todos los
exalumnos de este instituto de enseñanza secundaria. Unos días antes, unos
alumnos le habían informado de que en el centro se habían producido
abusos. A la invitación de Mertes a denunciar cualquier agresión sufrida en
el centro hubo unas cien respuestas, referidas en su mayoría a casos
ocurridos en los años setenta y ochenta. En una entrevista concedida al
rotativo Tagesspiegel algo más de dos semanas después, el padre jesuita
aclaró enseguida qué pretendía: «Espero que la Iglesia se reconcilie con la
Modernidad y la libertad. [...] Aunque ello conduzca a una nueva valoración
teológica de la homosexualidad o a la ordenación de mujeres» [14]. A su
juicio, «hay que sumergirse en el presente en lugar de reaccionar a todo con
rechazo». La estrategia defensiva funcionó. Pronto no eran ya los padres
jesuitas del Canisius-Kolleg los responsables de los delitos cometidos en su
centro educativo, sino la moral sexual de la Iglesia y sus guardianes en
Roma.
Por doquier en Alemania relataban ahora expupilos de instituciones
religiosas a los periodistas lo que habían vivido en escuelas conventuales,
internados, noviciados de órdenes y congregaciones o seminarios
sacerdotales. Los monjes del monasterio de Ettal, en la Alta Baviera,
encargaron incluso un informe. La investigación arrojó que en su escuela se
había utilizado deliberadamente la violencia como medio pedagógico. A
instancias del arzobispo Reinhard Marx, el abad tuvo que dimitir, de forma
precipitada y contraria a derecho, como se puso luego de manifiesto, de
suerte que el Vaticano no tardó en rehabilitar al responsable del monasterio.
En marzo de 2010, antiguos miembros de los Domspatzen, los niños
cantores o Gorriones de la catedral de Ratisbona, denunciaron también
agresiones sexuales. La denuncia salpicó a Georg Ratzinger, director del
coro infantil entre 1964 y 1994. El hermano del papa aseguró no haber
tenido noticia de los abusos sexuales, que se habían producido en la escuela
primaria de los Domspatzen, una institución situada fuera de la ciudad y
con una dirección propia, independiente de la escuela musical. Admitió, sin
embargo, haber dado alguna que otra bofetada a sus niños cantores. Un
exalumno contó que una vez el director musical de la catedral les había
lanzado una silla durante un ensayo. En el informe final que presentó el 18
de julio de 2017, el abogado Ulrich Weber, al que la diócesis había
encargado una investigación, llegó a la conclusión de que en el entorno de
los Domspatzen debían clasificarse como sumamente verosímiles un total
de 547 casos de abusos, 67 de los cuales –cometidos entre 1945 y 2015–
habían estado asociados a violencia sexual, la mayoría de ellos en el centro
de educación preescolar de Etterzhausen y Pielenhofen. Sobre el papel de
Georg Ratzinger, Weber dictaminó que este «no tenía conocimiento de la
violencia sexual». Después de 1972 no hubo ningún caso de abusos
sexuales en el instituto de secundaria de los Domspatzen. Sin embargo,
Weber lo acusaba de haber hecho la vista gorda en los casos de violencia
física [15].
Entretanto, un ejército de periodistas se puso a buscar casos que
permitieran demostrar también una implicación personal de Joseph
Ratzinger en casos de abusos. El 12 de marzo de 2010, el Süddeutsche
Zeitung publicó la revelación: «La diócesis de Ratzinger colocaba a curas
pederastas». En 1980, rezaba la acusación, el cardenal, en su condición de
arzobispo de Múnich, había acogido en su diócesis a un cura pederasta de la
diócesis de Essen. El Spiegel online enfatizó el titular: «Descubierto un
caso de abusos en la diócesis de Ratzinger». Esa misma noche, el noticiario
televisivo Heute Journal anunció que, con el caso de Múnich, el escándalo
de los abusos había «alcanzado al Vaticano». En realidad, el caso había
tenido presencia en los medios de comunicación ya en 1986, cuando el
sacerdote en cuestión fue condenado –por abusos contra menores– a una
pena que le permitió permanecer en libertad condicional. Para entonces,
hacía ya tiempo que Ratzinger era prefecto en Roma. Como obispo, en
1980 se había limitado a aprobar en una reunión del consejo presbiteral que
dicho sacerdote pudiera acudir a Múnich para someterse a psicoterapia. Sin
embargo, el vicario general Gerhard Gruber, desviándose de la decisión
adoptada en el consejo, permitió al clérigo volver a ejercer el ministerio en
una parroquia.
Una nueva ola llegó del otro lado del océano. No cabía duda alguna de
que innumerables ministros de la Iglesia eran culpables de conductas
inapropiadas ni de que los obispos habían hecho la vista gorda o incluso
habían cometido abusos ellos mismos. Sobre diócesis enteras se cernía la
amenaza de la quiebra económica a causa de las demandas de
indemnización por daños y perjuicios. En su edición del 25 de marzo de
2010, The New York Times publicó un detallado reportaje sobre el caso
especialmente infame del sacerdote Lawrence C. Murphy, de la diócesis de
Milwaukee, que explotó como una bomba. Murphy fue acusado de haber
abusado entre 1950 y 1974 en una escuela para niños sordomudos de 200
menores a su cargo. Los responsables de la diócesis habían decidido, de
hecho, reducir al sacerdote al estado laical. Pero Murphy recurrió a Roma.
El primer secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Tarcisio
Bertone, en nombre de esta, escribió en 1998 a los obispos estadounidenses
competentes notificándoles que la secularización del sacerdote solamente
podía llevarse a cabo si no era posible conseguir la reparación del
escándalo, el restablecimiento de la justicia y la corrección del culpable.
Toda vez que en los últimos veinte años no se habían presentado nuevas
acusaciones de abusos contra Murphy y que el sacerdote padecía una
enfermedad terminal, la Congregación recomendaba limitar los efectos
públicos de la secularización. Murphy falleció cuatro meses más tarde.
Para The New York Times, el asunto estaba claro: la Congregación para la
Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger, había encubierto el caso. Críticos
del reportaje de investigación enseguida llamaron, sin embargo, la atención
sobre el hecho de que el proceder de Bertone se había ajustado, en último
término, a las disposiciones jurídicas a la sazón vigentes. En verdad, no
solamente las autoridades eclesiásticas, sino también las civiles habían
«sobreseído el caso». En un comentario, L’Osservatore Romano afirmó que,
también en su época de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, Ratzinger había tratado siempre los casos de abusos «de forma
transparente, decidida y rigurosa». El semanario hamburgués Die Zeit
coincidía en que las acusaciones contra Ratzinger se habían revelado
insostenibles. Por último, trascendió que The New York Times, en su
argumentación, que se apoyaba en un documento del Vaticano escrito en
italiano, se había servido de la traducción facilitada por un programa
informático de Yahoo. Ningún miembro de la redacción se había percatado
de que el tosco texto decía en algunos pasajes decisivos justo lo contrario
que el documento original.
Innumerables periódicos seguían rivalizando por presentar, mediante una
avalancha de reportajes a doble página, los abusos sexuales como un
problema exclusivo de la Iglesia católica, si bien gran parte de los casos
databan de entre treinta y cincuenta años atrás y la mayoría no tenían que
ver con abusos sexuales, sino con castigos desmesurados. A Benedicto XVI
se le acusaba de callar sobre los hechos.
La cobertura informativa se asemejaba a una campaña propagandística,
lo que se debía, entre otras razones, a los mecanismos del moderno mundo
mediático. No todos los temas se prestan a un tratamiento prolongado; pero
cuando un tema tiene potencial para convertirse en un escándalo
permanentemente aprovechable, muchos periodistas ven en él una suerte de
botín que por fin puede ser asaltado. «¿Qué sabía Ratzinger?», tituló, por
ejemplo, el Frankfurter Rundschau: «El papa debe posicionarse sobre los
sucesos de la Escuela Odenwald». En el ardor de la batalla, los
«investigadores» habían pasado por alto, sin embargo, que la Escuela
Odenwald no era una institución católica, sino un proyecto señero de la
pedagogía reformista de la izquierda liberal. Solo al director de la escuela
Gerold Becker, pareja del pedagogo estrella Hartmut von Hentig, se le
acusó de abusos a un mínimo de doscientos alumnos. Becker murió el 7 de
julio de 2010 sin que se le hubieran exigido aún responsabilidades penales
por sus delitos. En una síntesis de su estudio La Escuela Odenwald como
faro de la pedagogía reformista y como lugar de «violencia sexualizada»
[16], Keupp y Mosser sostuvieron que Becker había aprovechado el espíritu
de los años setenta, con sus procesos de liberalización, para tender,
mediante una «configuración flexible de las relaciones», la base de un
sistema de abusos sexuales. Los delitos, que se prolongaron varias décadas,
habrían podido impedirse si los padres y profesores hubieran atendido
tempranas advertencias sobre la existencia de camarillas pederastas en la
escuela y si algunos periodistas que, como antiguos alumnos de la escuela,
conocían la situación no hubieran callado.
A la vista de los múltiples intentos de presentar a Benedicto XVI como
principal responsable de los escándalos de abusos, los analistas daban por
supuesto que el papa respondería a las acusaciones en el marco de las
celebraciones de la Semana Santa. El pontífice, sin embargo, se ciñó
estrictamente a la liturgia, sin desviarse de ella ni con el más mínimo
comentario. Con todo, el padre capuchino Raniero Cantalamessa ocasionó
un miniescándalo al referirse brevemente en su homilía del Viernes Santo, 2
de abril de 2010, dedicada a la violencia contra las mujeres, a la agresiva
polémica contra la Iglesia y el papa. «En estos días he recibido una carta de
un amigo judío; y con permiso de él, me gustaría compartir con Uds. un
fragmento de ella»: así introdujo su interpolación. Y luego citó la carta:
«Sigo asqueado el brutal y concéntrico ataque contra la Iglesia, el papa y
todos los creyentes por parte del mundo entero. El uso de estereotipos y el
paso de la responsabilidad y culpa personal a una culpa colectiva me hacen
recordar los aspectos más infames del antisemitismo. Por eso, me gustaría
manifestarle a Ud. personalmente, al papa y a la Iglesia entera mi
solidaridad como judío dialogante, así como la de cuantos en el mundo
judío comparten estos sentimientos de fraternidad (que son muchos)».
A Cantalamessa le faltó sin duda sensibilidad para captar adecuadamente
el agitado ambiente de aquellas semanas. Por muy desmesurada que fuera la
cobertura informativa sobre la Iglesia, la causa del escándalo no eran los
periodistas, sino los depravados sacerdotes y religiosos, favorecidos por
superiores eclesiásticos que callaron y encubrieron o aun incurrieron ellos
mismos en delitos como miembros de camarillas homosexuales pederastas.
Era de esperar que la comparación con el antisemitismo suscitara las más
airadas protestas. El portavoz del Vaticano, Lombardi, trató de calmar los
ánimos: «Asemejar los ataques contra el papa a consecuencia del escándalo
de la pederastia con el antisemitismo no se corresponde con la línea seguida
por la Santa Sede».
Pero aún arreció más. El lluvioso Domingo de Pascua, 4 de abril, la
celebración solemne en la plaza de San Pedro parecía transcurrir según lo
acostumbrado cuando Angelo Sodano, entretanto decano del Colegio
Cardenalicio, se acercó al micrófono. Nunca antes se había vivido una
escena así. «Aunque cae la lluvia en esta histórica plaza», así comenzó el
veterano cardenal su alabanza al pontífice, «el sol resplandece sobre
nuestros corazones; nos aferramos a Ud., roca imperecedera de la santa
Iglesia de Cristo». Sonó un poco como los actos de antaño en la plaza Roja
de Moscú, cuando se tributaban honores al secretario general del Partido
Comunista de la Unión Soviética: «Le estamos profundamente agradecidos
por su fuerza espiritual y su valentía apostólica. Admiramos su gran amor.
[...] Hoy la Iglesia entera quiere decirle unánimemente: ¡Feliz Pascua,
querido Santo Padre, la Iglesia está con Ud.! Están con Ud. los cardenales,
que somos sus colaboradores en la curia romana; los obispos, que gobiernan
los 3.000 distritos eclesiásticos; los 400.000 presbíteros que sirven con
generosidad al pueblo de Dios tanto en parroquias, escuelas y hospitales
como en las misiones». Y añadió una frase más: «Está con Ud. el pueblo de
Dios, que no se deja influir por chismorrees».

Una nueva tormenta de protestas estalló en el acto. Para el Vaticano,


escribieron los analistas, el desvelamiento de los abusos sexuales
perpetrados por clérigos no es, al parecer, más que «chismorreos». El
historiador Alberto Melloni difundió que el propio Benedicto había pedido
a Sodano esas palabras de apoyo. Una vez más, el portavoz Lombardi se vio
obligado a desmentir tal extremo: «Considero mi deber aclarar que, ni
siquiera en tiempos difíciles, solicita ni organiza Benedicto XVI
manifestaciones en defensa de su persona». Lo que no sabía Lombardi es
que en el trasfondo de la acción estaba nada menos que Georg Gänswein. Él
mismo le confesó al autor de estas páginas que miembros de la curia
acudieron a él para decirle que había que respaldar de una vez al papa en
nombre de los cardenales, ya que las cosas no podían seguir así. Gänswein
contactó entonces con Sodano. El decano del Colegio Cardenalicio, sin
embargo, no pudo por menos de interpretar que era el propio santo padre
quien deseaba el gesto de solidaridad [17].
Los católicos callaban. Por vergüenza ante los miles de víctimas. Pero
también por la rabia que sentían por el encubrimiento de los hechos.
Cualquiera que considerara que la Iglesia es el cuerpo de Cristo no podía
sino sentirse apesadumbrado de ver cómo era vejado este cuerpo. Pero a
mediados de mayo de 2010 muchos estaban ya hartos de que la Iglesia fuera
presentada en general como una «cámara oscura», los monasterios
caracterizados como campo de acción de sádicos y todo sacerdote
considerado como un potencial pederasta. Bajo el eslogan: «Roma por el
papa», se reunieron en la plaza de San Pedro más de 200.000 personas de
unas 70 organizaciones distintas, para sentar también ellas un precedente.
Entre la multitud se encontraba el alcalde de Roma, Gianni Alemanno. «Os
doy las gracias por esta hermosa y espontánea demostración de fe y
solidaridad», gritó el papa desde la ventana de su despacho a los allí
congregados. Luego aclaró: «El verdadero enemigo, al que hay que temer y
combatir, es el pecado y el mal, que a veces, por desgracia, también
contagia a miembros de la Iglesia» [18].

El mediático fuego nutrido se prolongó muchas semanas. Desde el


principio mismo del drama existían ya estudios científicos que demostraban
que los casos en el ambiente eclesial representaban solo la punta del iceberg
de los muy extendidos delitos de abusos. Philip Jenkins llamó la atención
sobre el hecho de que en Estados Unidos el porcentaje de los sacerdotes
católicos condenados por abusos contra menores oscilaba, según distritos
geográficos, entre el 0,2 y el 1,7 %, mientras que el de pastores protestantes
condenados por idénticos delitos se hallaba entre el 2 y el 3 %. Las
consideraciones de Jenkins se apoyaban en un informe publicado en 2002
por la agencia de noticias evangélica Christian Ministry Resources. Su
conclusión: «Los católicos acaparan la atención de los medios de
comunicación, pero las Iglesias protestantes representan un problema
todavía mayor» [19].

En Alemania, el Prof. Christian Pfeiffer, del Instituto de Criminología de


la Baja Sajonia, explicó que, de los 29.058 varones condenados por abusos
sexuales en el país en los quince años anteriores, 30 de ellos –o sea, el 0,1
%– formaban parte del personal de la Iglesia católica. Dicho de otra forma,
el 99,9 % de los abusadores sexuales procedían del ámbito secular. Y de los
62000 abusadores implicados en el año 2008 en casos de pederastia que se
consideraban en un informe del gobierno estadounidense, 18 eran
sacerdotes, es decir, el 0,03%.
Estas cifras no pretenden relativizar la culpa de los ministros católicos
que han cometido estos depravados actos, pero apuntan al inmenso
problema de los abusos silenciados en otros sectores de la sociedad. Según
datos de UNICEF, a principios del siglo XXI más de 220 millones de niños
al año fueron forzados en el mundo entero a mantener relaciones sexuales.
Cientos de miles de varones no célibes descargan pornografía infantil en sus
ordenadores. Tampoco la red de pederastas surgida en Bélgica alrededor del
delincuente sexual y asesino Marc Dutroux estaba compuesta por
sacerdotes y religiosos, sino por políticos, ejecutivos e incluso jueces.

Por mencionar tan solo unos cuantos ejemplos más: en Estados Unidos
salió a la luz que durante décadas aproximadamente 12.250 niños fueron
víctimas de abusos sexuales en los Boy Scouts of America. Los superiores
de los abusadores no informaron a la policía ni tampoco a los padres de los
niños [20]. Según un informe del Pentágono, en las fuerzas armadas
estadounidenses padecieron violencia sexual durante la década de 2010 en
torno a 100000 varones y 13000 mujeres. En mayo de 2015, un escándalo
de pederastia en el que estaban implicados soldados franceses sacudió la
ONU: en un campo de refugiados africano, los militares habían exigido a
niños hambrientos sexo a cambio de comida y agua potable. Aunque
estaban informados de la situación, los responsables de Naciones Unidas
toleraron durante un año esta conducta.
Según un estudio de la bruselense Foundation for European Progressive
Studies (FEPS), en Europa seis de cada diez mujeres son víctimas de
sexismo en su lugar de trabajo; en Alemania lo son hasta el 68 % de las
encuestadas. La tenebrosa cifra de los niños sistemáticamente maltratados y
víctimas de abusos sexuales en los clubs deportivos y en las instituciones
estatales de la RDA, sobre todo en residencias, es legión. En la primavera
de 2018 salieron a la luz abusos contra mujeres incluso en las
organizaciones benéficas Médicos sin Fronteras, Oxfam y la alemana
Weißer Ring. Los pederastas utilizan en especial a organizaciones de ayuda
a la infancia para tener acceso a menores [21]. En Londres, la primera
ministra Theresa May convocó en noviembre de 2017 una sesión de crisis
de la Cámara Baja británica tras hacerse pública la «Sex Pest Liste», que
contenía los nombres de unos cuarenta parlamentarios conservadores
(tories), entre ellos secretarios de Estado y ministros, a quienes se acusaba
de haber perpetrado abusos sexuales e incluso violaciones. En Suecia, en
noviembre de 2017 mil cien personas respondieron en un solo día a un
llamamiento a notificar abusos sexuales padecidos en la industria del
entretenimiento del país.
Hubo de transcurrir más de una década para que la mirada dejara de
fijarse en la charca y se dirigiera al océano de los escándalos. El psiquiatra y
perito judicial Reinhard Haller señala que, por ejemplo, en Austria el 99,7
% de los abusadores no actúan en el ámbito eclesial. La sociedad
hipersexualizada proyecta los abusos que se dan en su seno sobre la Iglesia,
que, por su parte, ha hecho mucho «para atraer hacia sí la flecha» [22]. Los
casos del productor cinematográfico Harvey Weinstein y el inversor
financiero Jeffrey Epsteinz entre otros, evidenciaron el encubrimiento
sistemático de los abusos en los ámbitos del poder y los medios de
comunicación. Weinstein fue acusado de abusos sexuales por unas ochenta
mujeres. El productor tenía influencia suficiente para impulsar carreras
artísticas con un pestañeo, o para acabar con ellas haciendo una seña.
Inmejorablemente relacionado con los medios de comunicación y con el
mundillo político, muchos sabían de sus ultrajes, pero todos callaban.
Conductas, por lo demás, que también caracterizaban los entornos de otros
famosos, como Kevin Spacey o Michael Jackson, cuyos abusos sexuales
fueron tabú durante décadas. Por su parte, a Jeffrey Epstein se le acusaba de
haber abusado de docenas de muchachas menores de edad y de haber
creado una red de comercio sexual en Nueva York y Florida. Tras ser
detenido y encarcelado, se libró del juicio al suicidarse en su celda el 10 de
agosto de 2019.

Cuando el movimiento Me Too planteó la pregunta de si no estarían


también afectados por el cáncer de los abusos sexuales otros ámbitos de la
sociedad, el debate llegó también al mundo de la política. Según un estudio,
el ambiente de la izquierda alternativa en Alemania había mantenido y
fomentado relaciones simbióticas sobre todo con las subculturas gay y
pedófila. «Las relaciones sexuales entre menores y con menores deberían
ser permitidas y fomentadas», reivindicó, por ejemplo, en febrero de 1976
un «Grupo de Trabajo sobre Sexualidad» próximo a la asociación pro
derechos civiles Unión Humanista. En Los Verdes, el «Grupo Federal de
Trabajo sobre Gais, Transexuales y Pederastas» abogó vehementemente a
partir de 1984 por la derogación de todo el derecho penal sexual. La
exigencia de despenalizar las relaciones sexuales con menores fue recogida
incluso en los programas de ocho agrupaciones regionales del partido.
Daniel Cohn-Bendit –posteriormente eurodiputado– y Volker Beck –más
tarde portavoz de Los Verdes en política de leyes, derechos humanos y
religión– redactaron textos al respecto. En la Lista Alternativa, que es como
se llamó al principio la agrupación regional de Los Verdes en Berlín, hubo
en los años ochenta y noventa –según un informe publicado en el
Tagesspiegel– cientos de casos de abusos contra menores protagonizados
por militantes y trabajadores del partido. Al salir a la luz estos hechos, la
dirección del partido declaró que este «no es por principio responsable de
los delitos cometidos a título individual por sus militantes». La secretaria
general de la agrupación, Bettina Jarasch, habló no obstante de un «fracaso
colectivo» [23].

Cuando presentó un estudio de trescientas páginas, encargado por Los


Verdes, sobre la influencia de pedófilos en el partido, el politólogo
gotingués Franz Walter, del Instituto de Investigación sobre la Democracia,
reconoció estar asombrado de «la ignorancia y el desconcierto con que
reaccionaron algunos de los veteranos del partido». El silencio de los
implicados le resultaba sorprendente: «Apenas alguno dijo algo, unos pocos
trataron de explicar. Otros optaron por el hermetismo más completo,
colgaban el teléfono en medio de la conversación, incluso proferían
amenazas» [24]. La secretaria general de Los Verdes, Simone Peter, pidió
disculpas a las víctimas, a quienes los debates sin duda habían hecho
sentirse «escarnecidas en su dolor y sufrimiento. Deberíamos haber actuado
mucho antes» [25]. El Frankfurter Allgemeine Zeitung escribió que «el
público general» debe ser consciente de que «el mundo tan colorido del
partido del girasol [el que aparece en el logo de Los Verdes] tiene también
sus abismos profundos». El hecho de que «la política no se haya tomado en
serio el tema de los abusos contra menores» es «una negligencia
imperdonable», se lamentó Herbert Reul, consejero de Interior en el
gobierno de Renania del Norte-Westfalia. Tras más de cuarenta años en
política se sentía obligado a constatar, dijo, que «los abusos sexuales
acontecen ante nuestros ojos, los de todos nosotros, y presumiblemente por
doquier». Pero «el tema no estaba entre nuestras prioridades, lo habíamos
olvidado» [26].

Simultáneamente con las revelaciones sobre los abusos sexuales en la


Iglesia católica comenzó la polémica sobre sus causas. Unos veían en los
abusos una prueba de la homosexualidad activa en sectores del presbiterio;
otros invocaban una relación causal con la moral sexual católica y el
celibato. Tal relación sería el suelo nutricio que permite que las
excrecencias patológicas prosperen. El intento de explicación colapso
rápidamente en cuanto salieron a la luz los casos sistemáticos de abusos en
instituciones no católicas, como la Escuela Odenwald. Se hizo famosa la
frase del psiquiatra criminalista Hans-Ludwig Kröber: «Dicho sea de paso,
desde un punto de vista estadístico es más probable quedarse embarazada
de un beso que volverse pederasta a consecuencia del celibato». El
psicoterapeuta Manfred Lütz, quien además es director médico de un
hospital, opina: «Los críticos de la Iglesia y también algunos representantes
de la Iglesia aprovecharon la tempestiva oportunidad para pinchar una vez
más sus discos habituales: la culpa es de las estructuras eclesiales, de la
moral sexual, del celibato. Pero eso no es sino un indisimulado abuso de los
abusos y, sobre todo, una peligrosa desinformación que protege a los
abusadores» [27].
Cuán complejas son las causas de los delitos contra niños y jóvenes se
percibe en las tentativas de la investigación científica para llegar a un
resultado unitario. El propio Benedicto XVI, a la vista del aumento
exponencial de tales delitos sobre todo en las décadas de 1960 y 1970,
llamó la atención en 2010 sobre el cambio social experimentado en aquellos
años, que tampoco pudo ser contenido por las instituciones eclesiásticas.
Por una parte, la revolución sexual eliminó las barreras psicológicas
previas; y, por otra, dejó de aplicarse coherentemente el derecho canónico a
los clérigos culpables, debido a la convicción de que solo debía valer la ley
del amor y de que las penas canónicas no eran ya algo acorde con los
tiempos. Este cambio de mentalidad llevó también a un «oscurecimiento del
derecho y de la necesidad de la pena». A la vista del unilateral debate que
se estaba desarrollando ante sus ojos, Ratzinger, ya papa emérito, se sintió
obligado a llamar la atención sobre la rotura social de tabúes que tuvo lugar
en el marco de la revolución social de 1968, a causa de la cual colapsaron
en gran medida «los criterios anteriormente vigentes». «En efecto, hay
pecado en la Iglesia», acentuó. Una cierta «ausencia de normas» y el
alejamiento de la moral sexual católica habrían tenido nocivas
consecuencias en la formación sacerdotal, la teología universitaria y la
elección de obispos [28].

El artículo suscitó de inmediato las más acres reacciones. Las reflexiones


de Ratzinger fueron reducidas a una fórmula sonora, pero que no reflejaba
la intención del autor: «Para Benedicto XVI, los sesentayochistas son
corresponsables de los abusos contra menores perpetrados por hombres de
Iglesia». En katholisch.de, el oficioso ciberportal de la Conferencia
Episcopal Alemana, un autor reprochaba al papa emérito que sus
posicionamientos ponían «en peligro la unidad de la Iglesia»; sería mejor
que «aprendiera a ser más reservado» [29]. El propio Benedicto señaló en
un apéndice que, en la recepción de su análisis, los críticos habían ignorado
por completo que él, en su artículo, no considera que la principal razón de
la magnitud de la crisis de los abusos sean los sesentayochistas, sino el
alejamiento de la fe. Albert Sellner, un activista del ambiente del 68 que en
su día luchó por «la liberación sexual del individuo» opina concisamente:
«Por lo que yo conozco, el papa emérito tiene razón» [30].
Después de que también en Austria, Suiza, Bélgica, Italia y otros países
salieran a la luz casos de abusos cometidos por clérigos católicos, el papa
endureció de nuevo en mayo de 2010 el procedimiento eclesiástico contra
los abusadores mediante una reforma del motu proprio Sacramentorum
sanctitatis tutela. En el vuelo hacia Gran Bretaña explicó a los periodistas
que viajaban con él en el avión que los casos de abusos le habían causado
«una conmoción» y «una gran tristeza». «Tristeza también porque la
autoridad de la Iglesia no ha sido suficientemente vigilante ni veloz,
decidida en la adopción de las medidas necesarias». El «primer interés» no
pueden ser sino «las víctimas: ¿cómo podemos reparar? ¿Qué podemos
hacer para ayudar a estas personas a superar este trauma, a reencontrar la
vida, a reencontrar también la confianza en el mensaje de Cristo? Solicitud,
compromiso por las víctimas, es la prioridad, con ayuda material,
psicológica, espiritual». En segundo lugar, los culpables deben recibir «la
pena justa». Y el tercer punto es «la prevención en la educación, en la
elección de los candidatos al sacerdocio» [31].

En noviembre de 2010, el pontífice convocó a Roma a 140 cardenales


para deliberar sobre posibilidades adicionales en la lucha contra los abusos
sexuales en la Iglesia católica. Simultáneamente había decidido reunirse en
todos sus viajes fuera de Italia con víctimas de abusos, con el fin de pedirles
perdón y asegurarles la cercanía de la Iglesia en su sufrimiento, así como
justicia y solidaridad. En Malta, una de las víctimas declaró después del
encuentro con Benedicto: «El papa ha llorado conmigo, aunque él no tiene
culpa alguna de lo que me pasó». Preguntado por los medios de
comunicación que informan tendenciosamente, el pontífice alemán
respondió: «Siempre que sea fiel a la verdad, debemos estar agradecidos por
todo esclarecimiento. La verdad, asociada con el amor correctamente
entendido, es el valor más importante. Al fin y al cabo, los medios no
podrían haber informado de este modo si en la Iglesia misma no hubiera
existido el mal» [32].

No todas las medidas de Benedicto fueron eficaces. Muchas cosas se


dijeron demasiado tarde; otras, no con la suficiente frecuencia. En conjunto,
la gestión de la crisis por parte del papa alemán no fue tan mala como para
que no ayudara también a preservar a la Iglesia católica de colapsos aún
mayores en medio de las tempestades de estos años. «Para todo el que sea
imparcial», afirmó el arzobispo de Boston, Patrick O’Malley, es indudable
que «el cardenal Ratzinger y, más tarde, papa Benedicto se consagró a la
tarea de erradicar de la Iglesia los abusos sexuales y corregir los errores del
pasado». El cardenal Lavada escribió: «Es mucho lo que le debemos, pues
fue él quien puso en marcha los procedimientos que permitieron a la Iglesia
adoptar medidas contra el escándalo de los abusos sexuales contra menores
cometidos por sacerdotes». Armin Schwibach, profesor de Teología en
Roma y buen conocedor del Vaticano, autor además de una crónica del
escándalo que nos ocupa, sintetizó: «Ningún papa, ningún obispo ha
aportado tanto en esta ciénaga como Benedicto XVI, quien ha impreso a la
Iglesia un giro decisivo».

Todavía seis años después de la renuncia de Benedicto XVI un


documental producido con dinero público del director anglo-germano y
declarado ateo Christoph Röhl trató de aprovechar los casos de abusos para
lanzar una estruendosa acusación contra el papa emérito. La obra,
cínicamente titulada: El defensor de la fe, reúne –como si se tratara de un
juicio– a acusadores que presentan a Ratzinger como una persona recelosa,
mezquina y ajena a la realidad empeñada en impedir a toda costa una
renovación progresista de la Iglesia. A tal fin, Benedicto XVI –a juicio de
Röhl, «un personaje trágico, fracasado»– organizó un sistema de
conservación del poder y de encubrimiento. De ahí que en el documental se
le considere el principal responsable de los abusos extendidos por el mundo
entero y, por ende, de la crisis de la Iglesia católica. Si bien la presentación
manipulativa y la tergiversación de los hechos en las que incurría el
proyecto, apoyado por el padre jesuita Klaus Mertes, eran palmarias, los
críticos se dejaron llevar por el entusiasmo y elogiaron el «verdaderamente
serio documental» con titulares como: «Desmitificadora mirada al
pontificado de Benedicto», «El defensor de una Iglesia en declive» o
«Ascenso y caída de un papa». Pero incluso un autor tan crítico frente a
Ratzinger como Christian Feldmann no pudo por menos de llegar a la
conclusión de que, en relación con los abusos sexuales en la Iglesia, el papa
había seguido «una línea dura» [33]. El padre jesuita Hans Zollner,
miembro de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores en el
pontificado del papa Francisco, comparte este juicio en una entrevista para
la revista Zenit: «Benedicto XVI es para mí un héroe que luchó contra los
abusos e hizo todo lo humanamente posible para que no se repitan en el
futuro». Como prefecto y como papa, «llevó a cabo una revolución» tanto
en esta lucha como en la asunción de responsabilidades [34].
En relación con los casos de abusos, el papa Francisco afirmó: «Sobre el
papa Benedicto quiero destacar que es un hombre que tuvo el valor de hacer
tantas cosas sobre esto. [...] Lo que se dice acerca del papa Benedicto lo
hace ver como muy bueno, sí, porque es bueno, bueno, un pedazo de pan es
más malo que él, ¡es bueno!, pero lo hace ver también como débil, y en
cambio, de débil no tiene nada. Ha sido un hombre fuerte, un hombre
consecuente en las cosas» [35].
69
El pastor

A lgunas veces, cuando estaba solo, notaba aflorar en él un sentimiento


de melancolía. No era sensación de derrota. Ni tampoco miedo. Ni
menos aún la preocupación de perder la libertad interior que Dios le había
concedido.

Sencillamente, demasiadas cosas se habían alborotado. También en su


Iglesia. A ningún católico se le ocurriría jamás pensar que la comunidad de
Cristo podía ser totalmente santa, solo trigo, sin cizaña. Pero cuanto mayor
se hacía, tanto más dudaba de la capacidad de aprendizaje del ser humano.
«Pero dejemos eso», interrumpió en una ocasión bruscamente sus
reflexiones, cuando le pregunté por las esperanzas para el futuro. Lo que
está fuera de duda, se limitó a añadir, es que un mundo que se aleja de Dios
no deviene por ello mejor, sino, antes al contrario, peor.
Por lo que concernía a él mismo, sabía que, a ojos de numerosos
analistas, nunca daría la talla. Había debatido con Habermas y otros
filósofos de izquierdas las famosas preguntas kantianas: ¿qué podemos
saber?, ¿qué cabe esperar?, ¿qué es el ser humano? Pero unos cuantos
titulares resueltamente compuestos bastaban para volver a reducirlo a la
antigua imagen aterradora. ¿No era un acto revolucionario haber aceptado a
clérigos anglicanos como sacerdotes católicos, aunque estuvieran casados y
tuvieran hijos? ¿No había sido el primero en llamar la atención delante del
mundo entero sobre la suciedad de la Iglesia? ¿No era el que siempre
acentuaba que la propia gente es la que causa los daños más graves? En
lugar de ello, lo que se decía de él es que siempre responsabilizaba del mal
a otros.
Quizá su mayor defecto fuera ser alemán, no italiano. O polaco. O
español. O inglés. Lo que fuera. No le habría disgustado ser francés. Desde
joven le había atraído la cultura francesa. Si hubiera sido francés, se habría
valorado su intelectualidad, sus agudas ideas fundamentales. La grande
nation se habría sentido orgullosa de un hijo así. Cabalmente porque sus
convicciones no eran resultado de emulación alguna, sino de la reflexión
independiente. Habría tenido el apoyo que apremiantemente necesitaba.
No le consolaba saber que muchas grandes figuras de la historia habían
sufrido en vida envidia, persecución, indiferencia, o sencillamente habían
fracasado debido a la estrechez de miras de sus contemporáneos. De
Herman Melville, el autor de Moby Dick, los críticos habían dicho que «no
está bien de la cabeza, no hay que darle más vueltas». Melville dejó de
escribir y se hizo inspector aduanero. La ópera Carmen de Georges Bizet
fracasó estrepitosamente en su estreno en la Opéra Comique de París el 3 de
marzo de 1875. El compositor murió tres meses más tarde. Ignorados u
olvidados fueron Vincent van Gogh, François Villon, Friedrich Hölderlin y
Sócrates. El inventor de la imprenta, Johannes Gutenberg (originariamente
Henne Gensfleisch) no pudo pagar un préstamo y dejó de ser presentable en
sociedad. También a Mozart lo dejaron en la estacada. Murió pobre y fue
arrojado a una fosa común.
El papa se siente solo, conjeturaba Josef Clemens, el exsecretario de
Ratzinger. Ya no reía. Estaba abatido y triste [1]. Con no poca frecuencia
debía de pensar Benedicto en su predecesor Gregorio Magno, a quien el
mundo debe el canto gregoriano. ¿No tuvo que luchar también Gregorio
con problemas que tan familiares le resultaban a él: la lenta descomposición
de un mundo en el que la fe parecía evidente, la lenta contaminación del
cristianismo por una fría intramundanidad? «Pero para el pueblo que se
desmorona somos causa de muerte quienes deberíamos haberlo guiado a la
vida», escribió Gregorio. «Por culpa de nuestros pecados está el pueblo en
la ruina; pues, debido a nuestra negligencia, no ha sido instruido para la
vida». A su juicio, «nos hemos entregado por entero a las ocupaciones
exteriores». Gregorio estaba profundamente deprimido: «Quienes nos han
sido confiados abandonan a Dios, y nosotros callamos» [2].
Al igual que Gregorio, también Benedicto conocía el sentimiento de no
estar ya a la altura de la situación. A ello se añadía la preocupación de que
su corazón pudiera fallarle. ¡Precisamente ahora! En una situación en la que
sabía que su tarea no estaba aún realizada, ni cumplida la misión. Al menos,
no hasta que terminara la trilogía sobre Jesús. Por otra parte, estaba su
sentido del deber, cultivado desde la infancia. El convincente modelo de su
padre le había enseñado para la vida que no se debe huir «cuando el peligro
es grande». «Cabalmente en un instante así hay que apretar los dientes y
soportar la difícil situación», afirmó en una de nuestras entrevistas en el
verano de 2010. «Uno puede renunciar cuando las cosas están calmadas o
cuando ya no aguanta más» [3]. La opinión pública apenas prestó atención a
estas palabras, aunque en el fondo eran revolucionarias. Nunca antes había
hablado públicamente un papa de que podía imaginarse una situación en la
que fuera conveniente su renuncia al ministerio petrino. Benedicto lo
reiteró, como si dijéramos, con signos de exclamación: «Si llega a la
convicción cierta de que no está ya en condiciones físicas, psíquicas e
intelectuales de llevar a cabo el encargo que se le ha confiado con su
ministerio, un papa tiene el derecho, y eventualmente también el deber, de
renunciar a este» [4].
En verdad, tras cinco años de pontificado, el balance de Benedicto XVI
no era tan malo, a pesar de que todo se viera eclipsado por una sucesión de
escándalos, unos auténticos, otros no tanto y otros claramente inventados.
Según el Annuario Pontificio 2010, el anuario de la Iglesia católica,
solamente en el año anterior había creado nueve sedes episcopales, una
prefectura apostólica, dos sedes metropolitanas y tres vicariatos apostólicos.
Además, en los 2.923 distritos eclesiásticos había nombrado a 169 obispos
nuevos. El número de sacerdotes aumentó de 406.411 a 409.166; y el de
católicos creció hasta los 1.166 millones, un crecimiento del 1,7%, lo que
equivale aproximadamente a 19 millones de personas, tantos como
habitantes tienen Suiza, Austria y Uruguay juntos. En América se
encontraba el 49,8 % de la población católica mundial; en Europa, el 25 %
[5].
Tras la catástrofe de los abusos sexuales, el papa llamó en la vigilia
pascual de 2010 a una profunda renovación. A los abusos deshonestos y la
inmoralidad los denominó «viejas vestiduras con las que no se puede estar
ante Dios». Benedicto remitió al rito bautismal protocristiano, con su
renuncia al «mundo de los instintos» y a la mentira. En la bendición urbi et
orbe, que fue recibida en la plaza de San Pedro por más de 100.000
personas, recordó asimismo el «agua bautismal». Precisamente en nuestros
días, aseveró, la humanidad no precisa de mejoras superficiales, sino de una
transformación intelectual y moral, que le permita salir de la honda crisis
que atraviesa y restablecer la vida en su belleza, bondad y verdad
originarias, al menos germinalmente.
En el diálogo interconfesional se concentró, entre las comunidades
eclesiales de Occidente, en los anglicanos, la Federación Luterana Mundial,
la Alianza Reformada Mundial y el Consejo Mundial de los Metodistas.
Encargó al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los
Cristianos un estudio sobre los puntos de convergencia aún existentes. En la
relación con Oriente, la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo
Teológico entre la Iglesia Católica y las Iglesias Ortodoxas retomó sus
trabajos el 16 de octubre de 2007 abordando un tema decisivo: «El papel
del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio»,
época en la que los cristianos de Oriente y Occidente todavía vivían en
comunión unos con otros.
El diálogo ecuménico, según el cardenal Kasper, presidente del citado
Consejo, había alcanzado una «nueva dimensión». También el metropolita
Hilarión, encargado de las relaciones ecuménicas de la Iglesia ortodoxa de
Rusia, acentuó durante su visita al Vaticano que la elección de Benedicto
XVI, quien gozaba de elevado prestigio entre los cristianos ortodoxos en
cuanto «defensor de los valores cristianos tradicionales», había facilitado el
acercamiento. «Nos aproximamos al momento en el que será posible», dijo
Hilarión, «preparar un encuentro entre el papa y el patriarca de Moscú».
Durante el pontificado de Benedicto aumentó asimismo el número de
encuentros entre católicos y protestantes a un nivel hasta entonces inaudito,
como se demostró en la celebración del décimo aniversario de la
Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, que había sido
posible gracias esencialmente al esfuerzo de Ratzinger. El pastor de la
Iglesia evangélico-luterana de Cristo en Roma, Jens-Martin Kruse, subrayó
después de una liturgia vespertina común en su iglesia el 14 de marzo de
2010 que Benedicto XVI estaba abordando las grandes cuestiones y temas
de la época. Quien se reúne con el papa tiene ante sí, prosiguió, a un
cristiano que no pone en el centro su propia persona ni tampoco su
ministerio, sino a Cristo –y lo hace «de un modo tan convincente que lo
convierte en modelo de fe incluso para los luteranos» [6]–.

Para promover las relaciones con el judaísmo, Benedicto había visitado


entretanto tres sinagogas, más que todos los papas anteriores a él. Dejó de
llamar a los judíos «nuestros hermanos mayores», como hacía Wojtyla, y
optó por referirse a ellos como «padres en la fe». Durante su visita a la
sinagoga de Roma en enero de 2010 exhortó a judíos y cristianos a seguir
recorriendo el camino de la reconciliación y el diálogo. La reorientación de
la Iglesia católica en virtud del Concilio era irreversible, insistió. Condenó
rotundamente toda forma de antisemitismo y pidió perdón por las conductas
inapropiadas de algunos católicos con sus conciudadanos judíos.
«Cristianos y judíos tienen en gran parte un legado espiritual común»,
proclamó; «oran al mismo Señor, tienen las mismas raíces», así como la
norma ética fundamental de los diez mandamientos. Ahora deberían
esforzarse conjuntamente por propiciar el respeto a Dios en un mundo que a
menudo considera superfluo lo sobrenatural y se crea nuevos dioses.

Después del controvertido discurso de Ratisbona se creó el Foro


Católico-Musulmán, que en noviembre de 2008 hizo pública una primera
declaración conjunta en contra de todo tipo de opresión, violencia agresiva
y terrorismo. El balance positivo incluía el recién terminado Año
Sacerdotal, que el papa aprovechó también para abordar el escándalo de los
abusos. A los clérigos los exhortó a cobrar conciencia renovada del
significado del sacerdocio católico, así como del modo correcto de
desempeñarlo. Se clausuró con el mayor encuentro de sacerdotes jamás
realizado, en el que el viernes 11 de junio de 2010, con motivo de la
solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, se congregaron en la plaza de
San Pedro 9.000 siervos consagrados de Dios procedentes de 91 países
distintos.

No menos importantes fueron los discursos de Benedicto en las


metrópolis del mundo. Las reacciones de las élites culturales pusieron de
manifiesto, según el arzobispo Rino Fisichella, «que tenían la sensación de
haber encontrado en este papa a un interlocutor» [7].
Un campo específico fueron los problemas con el Banco Vaticano, el
IOR. En tiempos de Benedicto, el Instituto para las Obras de la Religión
tenía 110 trabajadores, unos 25.000 clientes y un volumen de operaciones
de 5.000 millones de euros. El banco había saltado reiteradamente a los
titulares de prensa a causa de negocios turbios. En las décadas de 1970 y
1980, el arzobispo estadounidense Paul Marcinkus se involucró en algunas
operaciones bancarias en las que también desempeñó un papel la Mafia. Al
final, tres de los más importantes directivos del banco aparecieron muertos,
muy probablemente asesinados, y el Vaticano tuvo que abonar casi 250
millones de dólares estadounidenses en concepto de indemnización.

Juan Pablo II no se planteó la reforma del Banco Vaticano, porque el IOR


podía transferir sin control alguno inmensas cantidades de dinero a la
oposición anticomunista en Polonia. Benedicto, por el contrario, creó con
un motu proprio de 30 de diciembre de 2010 una autoridad específica de
supervisión financiera, para sacar de una vez al Vaticano de la zona
penumbrosa de los escándalos y los casos de blanqueo de dinero y cumplir
los criterios internacionales para el sistema bancario. Competencia de la
AIF, la Autoridad de Información Financiera, era el control no solo del
Banco Vaticano, sino de todos los flujos de dinero que pasaban por la curia
romana, así como la administración de los bienes de la Santa Sede y del
Estado del Vaticano. La dirección del IOR y la reforma de la política
financiera se la encomendó Benedicto al sumamente prestigioso Ettore
Gotti Tedeschi, quien había dirigido la filial italiana del Banco Santander y
escrito un libro sobre el dinero y la moral. Sin embargo, el papa no tuvo
reparos en destituir más tarde a Tedeschi porque este, según apreciación de
algunos colaboradores suyos, no estaba cumpliendo suficientemente su
tarea. Que el sistema establecido en 2010 empezaba a funcionar se
evidenció en el informe anual de 2012. Tras examinar 33.000 cuentas,
solamente se descubrieron seis transacciones sospechosas. El periodista de
investigación italiano Gianluigi Nuzzi escribió en noviembre de 2015:
«Hasta la toma de posesión de Benedicto XVI, ninguno de los papas
modernos se había preocupado por las finanzas. Ratzinger fue el primero
que puso orden y se propuso controlar a la curia».
Un paso importante fue el establecimiento de relaciones diplomáticas
con Rusia. Lo que aún no había dado fruto eran los esfuerzos de Benedicto
respecto de China, que seguía llevando a cabo ordenaciones episcopales no
autorizadas. El problema radicaba en los responsables de asuntos religiosos
en el inmenso imperio comunista. Así, por ejemplo, cuando el Dalai Lama
dijo que quizá no quería volver a reencarnarse, la réplica del gobierno fue:
¡eso continuamos decidiéndolo nosotros!

No obstante el ánimo más bien pesimista del papa, algo había cambiado.
Estaban los numerosos jóvenes que en Jornadas Mundiales de la Juventud,
peregrinaciones y grupos de oración encontraban nuevas vías de acceso a la
fe católica. Como fuego por la paja se extendió después de la Jornada
Mundial de la Juventud de Ratzinger en Colonia la iniciativa night fever,
que reunía en muchas ciudades a jóvenes para celebrar recogida y
emocionalmente la eucaristía. Estaban asimismo los sacerdotes jóvenes, que
volvían a reflexionar sobre los clásicos católicos. Por doquier surgían
iniciativas nuevas. Se montaban redes sociales y se creaban ciberportales
específicos que, como kath.net, difundían noticias y opiniones ignoradas en
la prensa burguesa o volvían a hacer, con un gran proyecto como «YouCat»,
de la catequesis un auténtico acontecimiento. La «generación Benedicto» y
los incipientes movimientos espirituales estaban aprendiendo a conjugar
tradición y Modernidad. Hacía tiempo que organizaban reuniones –en
Alemania, por ejemplo, el «Treffpunkt Weltkirche» [Punto de encuentro de
la Iglesia universal], el congreso «Freude am Glauben» [La alegría de creer]
o la «MEHR-Konferenz» [Conferencia MÁS] de la Casa de Oración de
Augsburgo– no solo más vivas, sino más multitudinarias que las de las
organizaciones católicas establecidas. Existían las habituales disputas con
los progresistas, pero todo el mundo sabía que había que ser católicos allí
donde figuraba el nombre «católico» y que este papa era el garante de que
no se perdía la orientación.
Benedicto disfrutaba especialmente de los encuentros con obispos y
sacerdotes. Se tomaba al pie de la letra el encargo dado por Jesús a Pedro:
«Confirma a tus hermanos». Los viajes le gustaban menos. Aun así, 2010
fue para él, ya con 83 años, el año más intenso en viajes de todo el
pontificado. Con situaciones tan diferentes entre sí como las de Malta,
Portugal, Chipre, Gran Bretaña y España. Después de las visitas a América
y África, estos viajes pusieron de manifiesto la relevancia histórica y actual
de la Iglesia universal católica en el continente europeo, al que imprimió su
sello y en el que ella misma encontró su forma.
La gira por Europa comenzó en abril por Malta. El motivo fue el 1950
aniversario de la llegada del apóstol Pablo a la costa de la isla en su travesía
hacia Roma [...] a consecuencia de un naufragio sufrido junto con otros
prisioneros. «Cuando fuimos salvados», se dice en los Hechos de los
Apóstoles, «nos enteramos de que la isla se llama Malta». El medio millón
de malteses se refieren a su patrón como «padre», orgullosos de haber sido
evangelizados en persona por el «apóstol de las naciones». Todavía hoy, el
97 % de los habitantes de la isla son católicos bautizados. La isla –que tiene
una superficie de 316 km²– es, por tanto, el país más católico del mundo. En
los actos con el papa, que se reunió también con víctimas de abusos,
participó el 50 % de la población.
Un mes más tarde, el 11 de mayo de 2010, partió Benedicto hacia
Portugal. Como siempre, el «mariscal de viajes» Alberto Gasbarri, un padre
de familia al que Benedicto confió –como primer laico en asumir esta
responsabilidad– la organización de sus viajes al extranjero, había
preparado todo insuperablemente. Antaño era tarea del caballerizo mayor
en los viajes del santo padre preceder a caballo a la carroza papal: ahora,
Gasbarri tenía que ocuparse de que en los vuelos de larga distancia se
dispusiera para el papa un pequeño espacio privado, con cama incluida, en
la parte delantera de la aeronave. Altötting, Czestochowa, Lourdes, Loreto,
Mariazell: Benedicto XVI había visitado ya todos los grandes santuarios
marianos de Europa. Fátima constituía, como si dijéramos, el punto cimero
y final. El mensaje de este lugar, en el que la Madre de Dios se apareció el
13 de mayo de 1917 a tres pastorcillos, lo había caracterizado Benedicto en
una ocasión como la visión profética de la Modernidad. El «tercer secreto
de Fátima» lo interpretaba como símbolo del camino de la Iglesia a través
del siglo XX, y como una advertencia todavía válida. Una advertencia
frente al alejamiento de la fe. El premio nobel de Literatura peruano Mario
Vargas Llosa se mostró tan impresionado por el viaje de Benedicto que
habló de él como de uno de los intelectuales más destacados de la
actualidad, cuyas «nuevas y audaces reflexiones» daban respuesta a los
problemas morales, culturales y existenciales de nuestra época.

En Lisboa se congregaron 300.000 creyentes para celebrar la eucaristía


con el papa; en Fátima se llegó al medio millón. Cuando 93 años antes «el
cielo se abrió precisamente sobre Portugal», afirmó Benedicto nada más
aterrizar en el país, al mismo tiempo se abrió «una ventana de esperanza»,
que Dios siempre abre «cuando el hombre le cierra la puerta». Fátima,
prosiguió el papa, es «una obra de la amorosa providencia divina», que, por
lo demás, no fue «impuesta» por la Iglesia, sino que «fue Fátima la que se
impuso a la Iglesia». En ese lugar aconteció algo que «nos recuerda las
verdades del Evangelio» [8].
A este prólogo siguió en la capital de Portugal una alabanza del santo
padre a los logros sociales y culturales del cristianismo, a menudo tan
costosamente alcanzados. Es verdad que en la actualidad todavía se
presupone que esta fe está presente como algo obvio; pero eso, «por
desgracia, se corresponde cada vez menos con la realidad». En el encuentro
con cientos de creadores de cultura reclamó, a la vista de los fenómenos de
la Modernidad, cada vez más difíciles de comprender, el diálogo no solo
interreligioso, sino también intercultural. Literalmente dijo: «Queda por
hacer un gran esfuerzo para aprender la forma en que la Iglesia se sitúa en
el mundo, ayudando a la sociedad a entender que el anuncio de la verdad es
un servicio que ella le ofrece, abriendo horizontes nuevos de futuro,
grandeza y dignidad». La piedra angular de este diálogo tiene que ser,
subrayó el papa, «construir una ciudadanía mundial fundada sobre los
derechos humanos y la responsabilidad de los ciudadanos, con
independencia de su origen étnico o pertenencia política, y respetuosa de las
creencias religiosas» [9].
En Fátima, destino de cinco millones de peregrinos marianos al año, el
«papa teólogo» se mostró verdaderamente agradecido de poder manifestar
que la unidad de razón y fe se corresponde con su más íntima convicción.
Ya solo por el hecho de que entre el cielo y la tierra existen más
posibilidades de las que un pensamiento humano, siempre limitado y
demasiado angosto, pueda imaginar. En el «tercer secreto de Fátima», había
afirmado Benedicto ya durante el vuelo hacia Portugal, «se indican
realidades del futuro de la Iglesia, que se desarrollan y se muestran
paulatinamente». Y había recordado que ya Cristo anticipó que «la Iglesia
tendría que sufrir siempre, de diversos modos, hasta el fin del mundo».
Precisamente hoy podría reconocerse en el mensaje de Fátima «de modo
realmente tremendo» un hecho conocido desde antiguo; a saber, «que la
mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino
que nace del pecado en la Iglesia y que la Iglesia, por tanto, tiene una
profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la
purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la
necesidad de la justicia. [...] Somos realistas al esperar que el mal ataca
siempre, ataca desde el interior y el exterior, pero también que las fuerzas
del bien están presentes y que, al final, el Señor es más fuerte que el mal, y
la Virgen para nosotros es la garantía visible y materna de la bondad de
Dios, que es siempre la última palabra de la historia» [10].
En el santuario de Fátima, el papa dijo claramente el 13 de mayo: «Se
equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada». En
este contexto pronunció una frase que debió de sorprender a muchos: «El
hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror
que no logra detener». Lo importante es que el mensaje de Fátima «no
apunta a determinados ejercicios de recogimiento, sino a la respuesta
fundamental, esto es, a la conversión continua, la penitencia, la oración y
las tres virtudes divinas: fe, esperanza y caridad».
En junio, Benedicto voló a Chipre para preparar con los obispos la
asamblea especial del sínodo sobre Oriente Próximo que iba a celebrarse en
octubre de ese mismo año. En esta isla, dividida tanto política como
religiosamente, y en la que era su primera visita a un país mayoritariamente
ortodoxo, quiso reforzar las relaciones con la Ortodoxia, pero también con
las distintas Iglesias católicas de Oriente. No en vano, la Iglesia católica
está formada, además de por la Iglesia latina, por más de veinte Iglesias
orientales. Poco antes, el obispo ortodoxo Atanasio había tildado a
Benedicto de hereje, caracterizando su visita como «un problema de
conciencia para muchos cristianos piadosos». Según Atanasio, Benedicto
XVI estaba fuera de la Iglesia y no era siquiera obispo. Al chipriota se le
había escapado que el papa alemán ejercía el primado de Pedro de un modo
muy ecuménico y reservado que pretendía facilitar a los demás no ver ya en
el sucesor del príncipe de los apóstoles un rival o una exigencia de
sumisión, sino el símbolo de la gran tarea de restablecimiento de la
comunión.
Dado que ese día se celebraba el Corpus Christi, la solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo, en la eucaristía del 6 de junio de 2010 en
Nicosia el papa empleó una vez más la metáfora atribuida a Teresa de Jesús:
«Somos los ojos con los que Cristo mira compasivamente a los que pasan
necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar, somos los
pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios con los que se
proclama su Evangelio». Referido a la situación actual, esto significa:
«Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y
reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje de
esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a
compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más
desafortunados. Estamos llamados a proclamar de manera incansable la
muerte y la resurrección del Señor, hasta que él vuelva» [11].

En alusión a una recientemente anunciada decisión del Tribunal Europeo


de Derechos Humanos, según la cual, por deferencia a los alumnos no
creyentes o de otros credos, los crucifijos debían ser retirados de las
escuelas italianas, ya que la presencia del símbolo no era compatible con la
Convención Europea de los Derechos Humanos, Benedicto caracterizó la
cruz cristiana como el más importante signo contra la violencia y la
opresión. A su juicio, no tiene nada que ver con la imposición de una fe o
una filosofía; antes bien, la cruz es «el más elocuente testimonio de
esperanza» que jamás ha existido. Un mundo sin la cruz sería un mundo sin
esperanza en el que prevalecen sin obstáculos la injusticia, la brutalidad y la
codicia, y los pobres son explotados. La cruz simboliza, subrayó el
pontífice, el triunfo del amor de Dios. Benedicto exhortó a los católicos
chipriotas a crear confianza mutua entre cristianos y no cristianos, ya que
esa, no otra, es la base para la paz duradera entre los seguidores de
diferentes religiones, partidos políticos y trasfondos culturales.
Luego, en septiembre de 2010, vino la beatificación del gentleman
cristiano John Henry Newman en Birmingham, un acontecimiento
especialmente emocionante para Ratzinger. Siendo aún estudiante de
Teología había descubierto una afinidad espiritual con el converso británico;
ahora, como papa, podía inscribir en el «libro de los beatos», el paso previo
a la canonización, al sabio elevado a cardenal católico. Son considerados
beatos aquellos católicos que vivieron de modo ejemplarmente cristiano en
«grado heroico de virtud», murieron en loor de santidad y ya han accedido a
la contemplación de Dios. Benedicto viajó al Reino Unido a invitación del
gobierno británico. Se contaba con protestas, pero estas superaron el grado
de animosidad que se esperaba. La prensa sensacionalista inglesa
espumajeó de rabia, como siempre. Abogados británicos cuestionaron el
estatus jurídico del papa y querían llevarlo ante los tribunales bajo la
acusación de que el Vaticano había encubierto abusos contra menores por
clérigos católicos. El biólogo evolutivo y activista ateo británico Richard
Dawkins anunció que haría detener al papa en cuanto pisara suelo británico.
Para complicar todavía más las cosas, salió a la luz un documento del
Foreign Office, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico, en el que
jóvenes funcionarios enumeraban actividades que Benedicto XVI debía
realizar durante su estancia en la isla, entre ellas la «bendición de una pareja
homosexual», la «inauguración de una clínica de abortos» y la
«comercialización de una marca de condones llamada “Benedicto”». El
Ministerio de Asuntos Exteriores se vio obligado a explicar que la necia
nota no reflejaba la posición del «British Foreign & Commonwealth Office»
ni la del gobierno británico. Melanie Phillips, una periodista distinguida con
el Premio Orwell, habló de un «colapso cultural, educativo y moral de la
administración pública», con un número cada vez mayor de jóvenes
funcionarios, inmaduros y superficiales, pero políticamente correctos a más
no poder. «Estos tipos cultivan una visión del mundo en la que hay que
respetar de antemano a cualquier minoría, mientras que los cristianos
pueden sin más ser tratados con desdeñoso menosprecio». La periodista fue
aún más allá: «Acongoja ver que cabalmente las personas que se pavonean
de ser las cabezas más liberales, mejor formadas y más inteligentes del país
son en realidad la más mezquinas y que además adolecen de una peligrosa
forma de iliberalidad y de la más absoluta falta de respeto a las opiniones de
otros, sobre todo de aquellos que apelan a las grandes convicciones
religiosas de la tradición europea» [12]. El jefe de departamento que había
autorizado la publicación de la nota fue cesado.
Benedicto no se dejó impresionar. Se «vengó» ganándose en unos
cuantos días, con su humilde manera de estar en público y sus reflexivos
discursos, los corazones de millones de personas. The Sunday Times
corrigió su imagen del papa Ratzinger con las palabras: «¿Un rottweiler?
No, un abuelo santo». Pues había algo que estaba fuera de toda duda:
«Britain learned to love the Pope, Gran Bretaña ha aprendido a querer al
papa».

Ya a bordo del avión que lo llevó a Edimburgo dejó clara Benedicto su


posición. A la pregunta de un periodista de si la Iglesia debía hacer algo
urgentemente por resultar más atractiva, respondió con un sencillo: «No».
La Iglesia, dijo, no vende nada ni, menos aún, se vende a sí misma. A la
Iglesia no se la confiado una mercancía, sino un mensaje que ella debe
transmitir sin recortes. Cuando el 16 de septiembre fue recibido en
Holyroodhouse, la residencia oficial de la reina británica en Escocia, por
Isabel II, exactamente un año mayor que él, todo el mundo pudo percatarse
en los gestos y rostros de ambos no solo de la simpatía mutua, sino también
de la concordancia en nobleza y decencia de los dos líderes eclesiales. Al
fin y al cabo, Elizabeth, en su condición de reina, era también la cabeza
visible de la Iglesia anglicana. En el Reino Unido solo existe separación de
Iglesia y Estado en la medida en que, según la ley, un católico nunca puede
estar al frente de la Casa Real.

En Holyroodhouse, Benedicto introdujo ya el tema que iba a constituir el


hilo conductor de su viaje al Reino Unido: los peligros que conllevaría para
la sociedad el que la cosmovisión cristiana y la ética cristiana fueran
excluidas del debate público. Ratzinger recordó la valiente resistencia de los
británicos contra la tiranía de los nazis y disertó sobre las «atemperadoras
lecciones» que ha proporcionado el «extremismo ateo del mundo en el siglo
XX». Al día siguiente habló en Westminster Hall sobre Tomás Moro, un
santo venerado por su valentía y fidelidad a la fe tanto por católicos como
por anglicanos. A causa de su rectitud e integridad, este hombre de Estado
ejecutado en el siglo XVI está considerado el patrón de los políticos. Moro
supo siempre mantener el equilibrio entre la razón de Estado y la fidelidad a
la propia conciencia, cargando por ello incluso con la muerte. Sin la religión
cristiana, sintetizó el papa, el Estado corre peligro de actuar según
principios puramente ideológicos e intereses de poder, como en tiempos de
Tomás Moro. Y a la inversa, sin la razón, la religión incurre fácilmente en
el sectarismo y el fundamentalismo.
La cima de la visita papal fue la ya mencionada beatificación de Newman
el 19 de septiembre. En su homilía, Benedicto destacó un aspecto que era
especialmente importante para John Henry Newman, como también lo es
para él: contar en la Iglesia con laicos católicos bien formados que estén en
condiciones de atestiguar su fe también con palabras. Citó la frase de
Newman: «Deseo un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora
de hablar, ni alborotador, sino personas que conozcan bien su religión, que
profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué
no tienen, que conozcan su credo hasta tal punto que puedan dar razón de
él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla» [13]. Cuando
en la luz crepuscular, las campanas de rebato de la abadía de Westminster
tañeron para despedirlo, el papa dejó que Rowan Williams, el arzobispo
anglicano de Canterbury, tomándolo del brazo, lo ayudara a bajar las
escaleras, como un buen amigo para el que es todo un honor cuidar de que
el sucesor de Pedro no sufra ningún percance.
70
La ecología humana

A ndaba ya avanzado el otoño, pero el programa de viajes para el año


aún no había concluido. El 6 de noviembre de 2010, Benedicto visitó
Santiago de Compostela, en cuyo aeropuerto fue recibido por el príncipe
heredero, Felipe de Asturias, y la princesa Letizia y aclamado con
entusiasmo por unas 200.000 personas.
Este lugar de peregrinación estaba envuelto en una espesa niebla cuando
el Airbus 320 de Alitalia aterrizó bruscamente con el papa a bordo. Antes,
el sumo pontífice había causado malestar porque durante el vuelo había
hablado del secularismo agresivo al que se encontraba expuesta España,
«como lo conocimos en la década de 1930», una alusión al comienzo de la
guerra civil española en 1936, desencadenada por un golpe militar de
diversas fuerzas que se autodenominaron «nacionales». En el ambiente
anticlerical de la época, las tropas republicanas incendiaron iglesias y
asesinaron a miles de monjas y sacerdotes. El clero se puso de parte del
régimen fascista de Franco. Por eso, el diario El País describió la
comparación como «una irresponsable ignorancia». Otro diario, Público,
próximo a los socialistas, tituló: «El papa viene con ánimo beligerante» [1].

Nada más aterrizar, Benedicto afirmó que llegaba como peregrino y que,
como tal, «deseo unirme así a esa larga hilera de hombres y mujeres que, a
lo largo de los siglos, han llegado a Compostela desde todos los rincones de
la Península y de Europa, e incluso del mundo entero, para ponerse a los
pies de Santiago y dejarse transformar por el testimonio de su fe». Llenos
de esperanza, estos hombres y mujeres fueron creando una vía de cultura,
oración, misericordia y conversión que ha cobrado forma en iglesias y
hospitales, en albergues, puentes y monasterios. De este modo, España y
Europa desarrollaron poco a poco, prosiguió, «una fisonomía espiritual
marcada de modo indeleble por el Evangelio». Aseguró sentir «una
profunda alegría al estar de nuevo en España, que ha dado al mundo una
pléyade de grandes santos, fundadores y poetas, como Ignacio de Loyola,
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco Javier, entre otros muchos».

En la catedral dedicada a Santiago oró ante la tumba del apóstol en la


cripta y a continuación abrazó la escultura que de él se alza en el retablo.
«Peregrinar no es simplemente visitar un lugar cualquiera para admirar sus
tesoros de naturaleza, arte o historia», acentuó en las palabras de saludo
pronunciadas en este lugar; «peregrinar significa, más bien, salir de
nosotros mismos para ir al encuentro de Dios allí donde él se ha
manifestado, allí donde la gracia divina se ha mostrado con particular
esplendor» [2].
Desde Santiago, Benedicto prosiguió viaje hacia Barcelona, para dedicar
allí la iglesia de la Sagrada Familia. A lo largo del recorrido que hizo por la
ciudad le dieron la bienvenida unas 250.000 personas. La construcción de
este templo, que es la obra maestra de Antoni Gaudí y se halla aún
inconcluso, comenzó ya en 1882, financiándose solo con donativos y con el
dinero de las entradas. En su homilía, Benedicto definió la catedral como
«admirable suma de técnica, de arte y de fe». Antoni Gaudí, un «arquitecto
genial», logró crear un espacio de cautivadora belleza, un espacio de fe y
esperanza. El papa exhortó aquí también a la reflexión sobre las raíces
cristianas y reafirmó la posición de la Iglesia católica sobre el aborto, asunto
sobre el que, justo a la sazón, se debatía vehementemente en España. Iba a
aprobarse una nueva ley, que permitiría matar embriones hasta la
decimocuarta semana de embarazo.
Benedicto regresó a la península ibérica en otra ocasión. El motivo fue la
Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Madrid en 2011. Durante
la vigilia del sábado 20 de agosto, se desató sobre la capital española un
intenso aguaviento, que amenazó la continuación del acto. Pero el papa
permaneció firme y con buen ánimo en su sitio, mientras que los empapados
jóvenes entonaban estribillos. El mal tiempo no empañó el entusiasmo. Al
día siguiente se congregaron casi dos millones de personas para el
encuentro con el máximo responsable de la Iglesia, y decenas de miles
recibieron el sacramento de la penitencia. El propio Benedicto confesó a
cuatro jóvenes. Cuando se despidió del rey Juan Carlos, tan solo le dijo:
«Majestad, el papa se ha sentido muy a gusto en España».
El año anterior, justo antes de su visita al Reino Unido, en el verano de
2010, el pontífice había concedido una larga entrevista. El proyecto del
primer «libro-entrevista en directo» de un papa en la historia de la Iglesia
había devenido necesario para ofrecer elementos de fondo e informaciones
relacionados con el caso Williamson que no habían aparecido en los medios
de comunicación y hablar extensamente sobre las causas y consecuencias
del escándalo de los abusos contra menores. En seis encuentros de una hora
cada uno surgieron en la residencia veraniega de Benedicto en Castel
Gandolfo las notas para la obra La luz del mundo, que se publicó en
noviembre de 2010 y alcanzó una tirada global, si se suman las ediciones en
distintos idiomas, de un millón de ejemplares. «Por supuesto, ya no estoy
tan en forma como hace veinte años», se disculpó el papa al comienzo de la
entrevista; luego, tras unos minutos de conversación trivial, dijo: «¡Vamos a
ello!».
Como cardenal, Ratzinger había prevenido frente a la pérdida de
identidad, de orientación y de verdad en caso de que un nuevo paganismo
se hiciera con el dominio del pensamiento y la acción de los seres humanos.
Urgía desarrollar, decía ya entonces, una nueva sensibilidad hacia la
creación amenazada, oponerse decididamente a las fuerzas de la
destrucción. Nada había cambiado en esta línea. En el mensaje del papa en
el verano de 2010 latía en último término un llamamiento dramático a no
continuar haciendo las cosas como hasta entonces. La humanidad se
encontraba, en su opinión, en una encrucijada. Era el momento de
reflexionar, el momento de convertirse. La opción de Benedicto era la
alternativa a una ideología que hacía del tema ecológico una religión y veía
en un nuevo hombre, el Homo climaticus, el único salvador del planeta.
Frente a ello el papa aclaraba: «Hay tantos problemas que deben ser
resueltos; pero no lo serán a menos que Dios ocupe el centro y vuelva a ser
visible en el mundo» [3].

Entretanto, en Alemania los cañones de los adversarios del papa


disparaban otra vez diligentemente sus salvas. Los críticos, que en la fase
de la «Benedictomanía» se quejaban de que resultaba imposible publicar
algo negativo sobre Ratzinger, habían aprovechado la crisis de los abusos
para acrecentar sus arsenales. Por ejemplo, Hermann Häring, antiguo
ayudante y fiel adlátere de Hans Küng, publicó un escrito acusatorio con el
título En el nombre del Señor. Bajo Ratzinger, Roma se ha convertido en
«una temida instancia monocrática de control», afirma el teólogo, quien
promete «una mirada entre bastidores sin miramientos». Le reprocha
literalmente: represión, arbitrariedad canónica, falta de disposición
reconciliadora, pérdida del sentido de la realidad, estado de bloqueo,
rechazo, exclusión, falta de voluntad ecuménica, deficiente comprensión de
las cuestiones de política cultural y social, relación rota con las religiones
no cristianas y tutelaje. En último término, todo lo que hace este papa,
sugiere Häring, es un «desastre». El libro se lee en parte como si alguien
dijera que dos más dos son cinco o hiciera de un signo más un signo menos,
como si en un concierto no sonaran más que notas desafinadas. No hace
falta decir que el papa, a juicio de Häring, se muestra siempre «muy
comprensivo con la derecha» [4]. Tesis esta que también sostiene Peter
Wensierski. Desde que Ratzinger inició su ministerio petrino, proclama el
periodista del semanario Der Spiegel, existe «una línea de medidas
retrógradas». Como prueba de ello aduce: «Ha habido toda una cadena,
desde la reintroducción de la misa latina según el rito antiguo hasta la
controvertida petición del Viernes Santo». Una cadena bastante corta, a
decir verdad, ya que la oración del Viernes Santo no constituía un punto
específico, sino que era parte del «rito antiguo».

Los críticos de Benedicto XVI argumentaron que sus acusaciones


reflejaban la inquietud de millones de creyentes, lo que, en determinado
sentido, era sin duda cierto. La acción concertada de las fuerzas reformistas
luchaba desde los días del Concilio, se decía, por una Iglesia abierta a
todos, en la que la medida de todas las cosas fuera el miembro autónomo de
la comunidad, dirigido por los sumos sacerdotes del espíritu de la época.
Del grupo formaban parte catedráticos de teología que tiempo atrás habían
perdido la licencia eclesiástica de enseñanza, porque durante años no habían
dejado de intentar todas las tretas para hacer del Hijo de Dios un cabecilla
de bandidos. Como sesentayochistas, tenían un problema con la autoridad...
siempre y cuando no se tratara de la suya, claro. Estaban flanqueados por
publicistas que aprovechaban cualquier oportunidad de denunciar con
osadas tesis a Ratzinger como uno de los más enconados adversarios de la
Modernidad. El periodista Hanspeter Oschwald, por ejemplo, aseguraba
haber descubierto «de qué modo ciertos poderes fundamentalistas dirigen el
Vaticano». El título del libro reza: En el nombre del Padre. Tras una
«mirada», según dice el texto de la solapa, «implacable y muy iluminadora
a quienes manejan en secreto los hilos en Roma», supone que
«movimientos fundamentalistas» están influyendo «ocultamente en las
decisiones del papa». La consecuencia: «Cada vez son más las personas que
se alejan horrorizadas de la Iglesia» [5].
No es que se hubiese prohibido toda crítica a Ratzinger, pero la
argumentación y la bilis con la que se presentaba la mayoría de las veces
hacían a menudo inverosímil la crítica. El periodista del diario Die Welt
Alan Posener, por ejemplo, presentó una obra titulada La cruzada de
Benedicto [6]. Nadie logró enterarse bien de en qué consistía tal cruzada y
quién era el supuesto general del ejército. Para hacer su tesis más verosímil,
el autor recurrió a un truco acreditado: atribuir a su adversario, al que
presenta como enemigo, afirmaciones que nunca había dicho con esas
palabras (por ejemplo: «El papa dice que la democracia es una dictadura del
relativismo») y establecer conexiones que solo existían en su imaginación.

El resultado: un engendro intelectual, que no podía sino parecer un


homúnculo, una figura sin miembros, sin corazón. En sus conferencias,
Posener, que alardeaba de ser ateo, prometía a su público «citas increíbles
que les harán disfrutar». De hecho, una promesa no vana. Tras su «toma del
poder», Ratzinger perseguía ahora, según el antiguo maoísta, «la dictadura
de la verdad, su verdad». El «pensamiento en el Vaticano» era propio de
talibanes. Pues el papa exigía que el Estado fuera controlado por el
cristianismo. Este «dictador» se oponía a la ciencia de la naturaleza, a la
razón. Había «readmitido en la Iglesia a los hermanos de San Pío X» y era
«responsable máximo de un Estado que, junto con Irán y otros Estados
terroristas, lucha por impedir la descriminalización de la homosexualidad».
Ratzinger, por último, capitaneaba una cruzada «para que Europa vuelva a
ser católica, para que la Iglesia se convierta en la última instancia en la
política y en la sociedad». Posener, quien en sus intervenciones públicas –
que llevaba a cabo en asociaciones como, por ejemplo, la «Alianza de
Ateos»– gustaba de imitar la voz de Benedicto, añadía: «Lo dice él mismo».
El periodista concluía sus charlas con la exclamación: «¡Bienvenidos al
fascismo clerical!».

Hans Küng acababa de ponerse de nuevo en candelero con una carta


abierta a sus «venerados obispos». El texto se publicó el 15 de abril de 2010
en el Süddeutsche Zeitung. Simultáneamente apareció en el Neue Zürcher
Zeitung, La Repubblica, El País, Le Monde y en la red de diarios asociados
con The New York Times. El teólogo suizo se quejaba de que el pontificado
de Ratzinger era una continua acumulación de «ocasiones desperdiciadas».
Se había desaprovechado la oportunidad de «una aproximación a las
Iglesias evangélicas», así como la de «un perdurable entendimiento con los
judíos», la de «un diálogo sincero con los musulmanes» o la de «ayudar a
los países africanos» (palabra clave: «crisis del condón»). El papa
relativizaba sin cesar, según Küng, los textos conciliares. También había
«readmitido en la Iglesia sin condiciones previas [...] a obispos ilícitamente
ordenados de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X». El culmen de la libre
improvisación de la verdad lo alcanzaba esta carta abierta en la afirmación
de que «el sistema de encubrimiento de delitos sexuales cometidos por
clérigos vigente en el mundo entero estuvo dirigido por la romana
Congregación para la Doctrina de la Fe de Ratzinger». El teólogo suizo les
decía a los obispos que no tenían por qué seguir sintiéndose obligados por
«el juramento de obediencia al papa»; antes bien, debían exigir un concilio
«para resolver los problemas de reforma que tan dramáticamente han
aflorado ahora» [7].
En otoño e invierno de 2010, las catequesis de Benedicto en las
audiencias generales estuvieron dedicadas predominantemente a las grandes
mujeres de la historia de la Iglesia, a místicas como Hildegarda de Bingen,
Matilde de Hackeborn, Teresa de Jesús, Angela de Foligno, Juliana de
Norwich o Veronica Giuliani. En el arrobamiento místico, explicaba el
papa, comienza uno a «ver a Dios con los ojos y con el corazón». De su
amigo especial, san Buenaventura, cita la frase de que el ascenso hacia Dios
tiene éxito si se interroga «a la gracia, no a la doctrina; al anhelo, no al
entendimiento; al suspiro de la oración, no al estudio de la letra». Según
Benedicto XVI, nada de esto «es antiintelectual ni se dirige contra la razón.
Presupone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor a Cristo
crucificado». Con ello representa Buenaventura «el inicio de una gran
corriente mística que purifica el espíritu humano y lo eleva a una nueva
dimensión».
La instrucción en la fe católica era un aspecto; el otro, los diagnósticos
de la época. Si no se quiere que la fe sea una mera afición, sino que dé
respuesta a los signos de los tiempos, ambos aspectos han de ir de la mano.
Que la Iglesia católica considerara tarea suya ofrecer indicaciones a las
naciones –otros dirían: indoctrinarlas– no era algo nuevo. «Los papas
sucedieron a Pedro... y a los césares», afirma el historiador de la Iglesia
Ulrich Nersinger [8]. «Utilizaron lo secular para lo espiritual y lo espiritual
para lo secular», para de ese modo fundar civilizaciones y hacer historia.
Con el intelectual en la sede de Pedro había surgido una instancia que
aportaba al debate social también el pensamiento espiritual y las
experiencias de las religiones.

Cuando era arzobispo de Múnich, Ratzinger encontró la mayoría de las


veces incomprensión con su crítica de la época. Unos lo tildaban de
pesimista cultural; otros, de apocalíptico. Entretanto, el correr del tiempo
había confirmado muchos de sus análisis, en especial aquellos que
apuntaban a las futuras amenazas para el ser humano y sus medios de
subsistencia. Las tempranas advertencias del obispo se habían convertido en
temas de campaña electoral. Por todo el planeta surgió el movimiento
verde, que ofreció a la comunidad internacional un nuevo gran «relato», o
sea, eso que antaño fueron el cristianismo, el Renacimiento, la Ilustración,
la lucha por el progreso social, la justicia y la libertad. La diferencia entre el
papa y muchos propagandistas del movimiento ecológico era que Ratzinger
trataba de pensar sin ideología y, sobre todo, holísticamente. No
diferenciaba entre la protección de los animales y las selvas y la protección
de la vida no nacida. Si no se querían asumir consecuencias devastadoras,
advertía, tan necesario era preservar de contaminación y manipulación la
base genética del ser humano como la capa de ozono o las aguas
subterráneas. El papa partía no solo de la creación, sino de un creador. Para
él, además del hombre, desempeñaba también un papel Dios, cuyo plan es,
en el fondo, lo que propicia que el mundo y el universo subsistan en un
orden que implica sentido y belleza, posibilita libertad y ofrece al ser
humano las bases para vivir.

Por lo que respecta al saber concreto sobre el progreso tecnológico,


Ratzinger era un alumno de primer curso. Podía admirarse de las
peculiaridades de un dictáfono en igual medida que de la posibilidad de
pedir un servicio de Uber a través de una app del móvil. Pero eso no
significaba en absoluto que no siguiera con atención también las
aplicaciones básicas del progreso. Como muy tarde desde el comienzo de su
pontificado bullía el debate civilizatorio en todos los foros imaginables.
Giraba alrededor de las repercusiones de la inteligencia artificial en robots
autónomos, armas cibernéticas y electrodomésticos. Alrededor de la
industria 4.0 y sus consecuencias para el empleo. En las tertulias televisivas
discutían activistas sobre las emisiones de CO2, los residuos plásticos, las
partículas finas en suspensión en la atmósfera, el consumo masivo de carne
y las secuelas de las ofertas turísticas baratas.
El sociólogo Hartmut Rosa cuenta que en un hogar medio hacia 1900
había unos 400 objetos. Entretanto, son ya unos 10.000, que rodean y
ocupan al habitante de un hogar, aunque solo sea con la pregunta de cuáles
de ellos debería tirar pronto y dónde depositarlos. Mientras que, por una
parte, se invocaban los límites del crecimiento, la humanidad parecía, por
otra, empeñada realmente en reinventarse. Por doquier surgían empresas
emergentes ofreciendo servicios que antaño ni siquiera nos atrevíamos a
soñar. Con conceptos como nube de datos, plataforma de streaming,
transmisión en tiempo real y linchamiento digital, irrumpieron en el
vocabulario diario expresiones que antes estaban reservadas para los
congresos científicos. Las tecnologías digitales creaban «cerebros
electrónicos» que exploraban, para las más diferentes operaciones, el mejor
modo de proceder en cada caso desde el punto de vista estratégico. Y con
ayuda del software más reciente era ahora posible generar en el ordenador
retratos y textos, engendrando una suerte de hiperrealidad que parecía más
auténtica que las personas y los rostros auténticos. Al resultado no se le
llamaba ya fake news, noticias falsas o bulos, sino deep fakes o, como a
veces se dice en español, ultrafalsos.
Sea como fuere, el mundo, tal como lo conocíamos, pasó definitivamente
a otro «estado de agregación». El cambio de paradigma fue como una
mudanza a otra planta, a otro edificio, a otro planeta. Los militares
trabajaban en el desarrollo de sistemas armamentísticos autónomos, para
avanzar, recurriendo a robots asesinos, hacia tácticas bélicas algorítmicas.
Las impresoras 3-D podían escupir tanto miembros de repuesto para el
cuerpo humano como casas enteras. Puesto que 5.000 amigos en Facebook
y 50.000 seguidores en Instagram no protegían contra la soledad, ingeniosas
empresas de la industria pornográfica empezaron a diseñar robots dotados
de inteligencia artificial con los que hacer arrumacos y copular. Consumada
la fusión de los servicios de mensajería de Instagram, Facebook y
WhatsApp, 2.700 millones de personas utilizan el mismo programa de chat.
Salirse de esta comunidad, que deja tras de sí las formas hasta ahora
conocidas de democracia y organiza mediante la tecla del like influyentes
movimientos, apenas es posible. El hecho de que ahí una moda sea
desplazada por la siguiente en un santiamén se corresponde con la lógica de
la inundación de estímulos. Hace tiempo que la política se dejó ahuyentar
por algoritmos del tipo newsfeed o timeline, «cuyos autores y fines
permanecen, sin embargo, totalmente difusos», como observó el
Süddeutsche Zeitung. Lo que se negocia en la palestra política es con
creciente frecuencia, subraya el diario muniqués, resultado de
manipulaciones iniciadas en «opacas salas de máquinas».
En China, las técnicas de reconocimiento personal están tan desarrolladas
que, con tomas de vídeo del rostro, la forma de andar, el volumen corporal y
los gestos, la vigilancia total de cualquier persona en cualquier momento
pronto será una realidad. Los presidentes estadounidenses, con sus jefes de
Estado Mayor y jefes de los servicios de seguridad, han seguido en directo a
través de pantallas de televisión la «liquidación» de líderes de
organizaciones terroristas en las montañas del Hindukush o en Siria por
unidades especiales de los Navy Seals. Los científicos trabajan en chips de
nueva generación para impulsar la convergencia de seres humanos y
máquinas. El problema es que muchos de ellos no entienden ya la
inteligencia artificial que desarrollan. «¿Podría ocurrir», pregunta Tobias
Habert, un periodista muniqués especializado en información cultural, «que
devengamos más ricos y más pobres a la vez, más seguros y más temerosos
a la vez?».
En cualquier caso, rara vez antes ha estado una sociedad tan tutelada, tan
determinada por fuerzas ajenas, tan sometida al dictado de modas y
opiniones. Antaño, los científicos y artistas miraban con optimismo al
futuro, recuerdan los suplementos culturales; lo que hoy predomina es la
distopía, un esbozo negativo del futuro, marcado por miedos. Naciones
Unidas, por ejemplo, advirtió en uno de sus informes anuales sobre ecología
de los riesgos tanto del deshielo del permafrost como de los seres vivos
genéticamente manipulados (por ejemplo, un mosquito genéticamente
modificado en laboratorio que podría causar la extinción de las poblaciones
de mosquitos existentes hasta ahora). En «tan solo un par de décadas», se
afirma en el resumen ejecutivo de ese informe, la humanidad ha hecho que
las temperaturas globales suban 170 veces más rápido de lo normal, ha
modificado el 75 % de la superficie del planeta y ha reconducido el 93 %
del curso de todos los ríos, lo que está ocasionando drásticas
transformaciones en la biosfera [9]. Pero en los distintos escenarios del fin
de los tiempos se trata asimismo de un acto definitivo de destrucción. Este
puede ser a la vez violencia extrema y liberación extrema. No pocos de los
escenarios apocalípticos que se debaten en foros literarios, pero también
científicos, parten de que al final no quedará nada, ni el hombre ni el mundo
mismo, y de que ya nunca más habrá nadie para percatarse de que falta la
Tierra junto con sus habitantes humanos.

Ratzinger jamás sucumbió a la tentación de caer en la desesperanza a la


vista de la miseria global. «Los creyentes no imploran el fin del mundo»,
solía decir, «sino el regreso de Cristo». El papa piensa en un horizonte
mayor, tratando de ir un paso más allá. Lo que a él le interesa es el código
fontal que mantiene el mundo cohesionado en lo más íntimo y, por
consiguiente, también las cosas cotidianas, es decir, las relaciones de los
hombres consigo mismos y con otros. A esto Benedicto lo denomina
«ecología humana». El concepto brota del típico et católico, de la
conjunción, de la unión de lo uno y de lo otro, que no deja de lado al
hombre cuando se trata de las bases de la vida.
La preocupación por la correcta relación entre la protección del ser
humano y la protección del medio ambiente atraviesa como hilo conductor
todo el pontificado de Benedicto. En un discurso justo al comienzo de su
ministerio petrino, en 2006, exigió «respetar la naturaleza, cultivarla como
jardín de Dios y hacer que se convierta en un jardín también para el ser
humano». En julio de 2007, en una reunión con el clero en la localidad
italiana de Treviso, habló de «la obediencia a la voz de la naturaleza». Es
importante escuchar la enseñanza de la Tierra, la voz del ser, «porque la
Tierra, más aún, el ser todo ha sido llamado a la vida por un creador que ha
entregado un mensaje a esta creación suya». En julio de 2008 afirmó en
Australia que detrás de «la erosión, la desforestación, el despilfarro de los
recursos minerales y marinos mundiales» hay un «consumismo insaciable».
El 8 de enero de 2009, el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede
fue destinatario de la sombría advertencia de que el futuro está «hoy más en
juego que nunca, incluso el destino de nuestro planeta y sus habitantes». La
crisis alimentaria y el calentamiento global afectan sobre todo a los pobres,
recordó el papa. En noviembre de 2009 exhortó a los gobiernos a una lucha
intensificada contra el hambre. «Lo que necesitamos es un cambio en el
estilo de vida de los individuos y las comunidades, en los hábitos de
consumo y en la comprensión de qué es realmente necesario». En diciembre
de ese mismo año, dirigiéndose a los nuevos embajadores que presentaban a
la Santa Sede sus cartas credenciales, afirmó que el deterioro continuado del
medio ambiente amenaza la paz y la supervivencia de los seres humanos.
De ahí que el consumo deba ser embridado y sea necesario poner fin a la
«acumulación ilimitada de bienes».
Medio ambiente, sostenibilidad y responsabilidad siguieron siendo temas
prioritarios en la agenda de Benedicto XVI. El eslogan de la Jornada
Mundial de la Paz en 2010 fue: «Si quieres promover la paz, protege la
creación». «¿Cómo permanecer indiferentes», pregunta el papa, «ante los
problemas que se derivan de fenómenos como el cambio climático, la
desertificación, el deterioro y la pérdida de productividad de amplias zonas
agrícolas, la contaminación de los ríos y de las capas acuíferas, la pérdida
de la biodiversidad, el aumento de sucesos naturales extremos, la
deforestación de las áreas ecuatoriales y tropicales?». Detrás de todo ello
laten «también crisis morales», que hacen urgentemente necesario «un
modo de vivir caracterizado por la sobriedad y la solidaridad». El ser
humano debe repensar por completo su relación con la naturaleza. Se
precisa un estilo de vida que aproveche las energías renovables. Debe estar
claro que es mucho lo que se halla en juego; a nadie puede serle indiferente,
concluye, lo que acontece a nuestro alrededor.

También en sus encíclicas dedica el papa considerable espacio a la


temática ecológica. El capítulo segundo de Caritas in veritate, por ejemplo,
entra en detalle y sostiene que los elementos vitales, como los alimentos y
el agua, deberían ser accesibles a todos los hombres. Es necesaria, subraya,
la solidaridad con los países en vías de desarrollo, pero también, y sobre
todo, con las generaciones futuras, a las cuales hay que entregar la Tierra en
un estado «en el que puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola»
[10]. De la idea básica de que «el libro de la naturaleza es uno e indivisible»
derivan los deberes frente al medio natural, pero también frente al ser
humano. Por eso, la ecología que se afana por proteger al pico picapinos y a
las tortugas de mar, pero priva de sus derechos personales al ser humano
nonato o agonizante es, según la visión católica, parcial e incoherente.

La ecología humana de Benedicto se basa en la fe en la creación y en el


reconocimiento de la dignidad de la persona. Ya en la tradición bíblica sería
perceptible «un influjo recíproco entre el rostro del hombre y el “rostro” del
medio ambiente». La constitución de la Tierra se reflejaría en la
constitución íntima de sus habitantes. «Si el hombre se degrada, se degrada
el entorno en el que vive», afirmó el papa en la homilía de Año Nuevo de
2010. Pocos días después, en la recepción a los miembros del cuerpo
diplomático acreditado ante la Santa Sede dijo: «La negación de Dios
desfigura la libertad de la persona humana y devasta también la creación».
Las raíces del deterioro del medio ambiente tienen casi siempre naturaleza
asimismo moral: de ahí que resulte necesario un esfuerzo educativo para
propiciar un cambio efectivo de mentalidad y establecer nuevos estilos de
vida.
Benedicto XVI remite en innumerables discursos y homilías al derecho
natural como «la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos
fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir». La
verdad y el amor revelados por la naturaleza no tienen, según él, su base en
el ser humano, sino en Dios. Ninguna ley hecha por el hombre puede jamás
subvertir la norma escrita por el Creador, «sin que la sociedad quede
dramáticamente herida en lo que constituye su mismo fundamento basilar»
[11]. El Estado, acentúa el papa, debe aceptar que existe un depósito de
verdad no sujeto a consenso. «El libro de la naturaleza es uno e indivisible»,
se dice en la encíclica Caritas in veritate, «tanto respecto al medio ambiente
como en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia,
las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral». De
ahí deriva también, como señala en el discurso al cuerpo diplomático antes
citado, la posición de la Iglesia católica en el debate sobre el género: «Las
criaturas son diferentes unas de otras y, como nos muestra la experiencia
cotidiana, se pueden proteger o, por el contrario, poner en peligro de
muchas maneras. [...] Uno de estos ataques proviene de leyes o proyectos
que, en nombre de la lucha contra la discriminación, atenían contra el
fundamento biológico de la diferencia entre los sexos».
Ratzinger veía que un mundo sin Dios topaba con sus límites. ¿Acaso no
se quejaba la sociedad secularizada con creciente fuerza de una falta de
ética, moral y orientación? ¿Acaso no se sentía cada vez más enferma, cada
vez más lastrada con sobreexigencia, discordia, insatisfacción? ¿No se
había perdido con la descristianización de la sociedad también un elixir de
vida en el fondo indispensable, comparable con las informaciones genéticas
que desde hace milenios resuenan en todas y cada una de las células del
cuerpo humano, unas tradiciones fundamentales para el conocimiento de la
vida y la supervivencia, porque concentran la ley moral del mundo que, de
este modo, ha podido ser transmitida de generación en generación?

Vista a la luz de la fe, esta ignorancia del orden de la creación era la


catástrofe fundamental de la humanidad por antonomasia. La gran
preocupación del papa era que si Dios desaparece –un Dios que conoce al
ser humano y le habla, un Dios que lo ama y que, en ese su amor, lo exhorta
también a la reflexión y la conversión–, la humanidad pierda las bases de
una existencia civilizada.

En el punto de mira de Benedicto está, por eso, un modo de pensamiento


y de vida que no se halla en consonancia con cómo ha sido pensado el ser
humano desde su origen. De ahí que la Iglesia, según él, no pueda hacer al
mundo mayor regalo que recordar con intrepidez la prioridad de Dios. El
cristianismo, reconoce, se ha desviado con frecuencia del camino recto.
Pero, por su carácter, tiene que ver con la cultura, con el derecho, con la
estructura social, con la adecuada relación entre el ser humano y la
naturaleza. «El concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de
todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la
dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad
de los hombres por su conducta» se ha desarrollado, subraya, a partir de
precisamente «la convicción de la existencia de un Dios creador». Estas
tradiciones constituyen la memoria cultural de la humanidad. «Ignorarla o
considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en
su conjunto y la privaría de su integridad» [12].

Incluso el científico británico Richard Dawkins, un activista del «nuevo


ateísmo» que en su día había reclamado que detuvieran a Benedicto XVI
durante su visita a Inglaterra, se había decidido a cambiar de opinión y en
un artículo publicado en octubre de 2019 en The Times previno sobre los
riesgos de erradicar el cristianismo. Los seres humanos, se afirma en ese
texto, necesitamos a Dios para actuar moralmente y comprender que no
todo está permitido. Como autor del libro El espejismo de Dios, todavía en
2015 había exigido Dawkins que se «protegiera» a los niños de la
transmisión de la fe por sus padres.
71
Desmundanización

N o podía pasarse ya por alto que la imagen del papa que transmitían los
medios de comunicación se había convertido en el problema decisivo
del pontificado. Benedicto XVI no se dejaba condicionar ni manipular, tal y
como ha demostrado en un estudio la experta en comunicación Friederike
Glavanovics: pero los periodistas se habían hecho con la soberanía
interpretativa en lo relativo a su figura, y eso resultó decisivo.

A ello se sumó que en el Vaticano no había una política activa de medios


de comunicación ni tampoco asesores profesionales capaces de reconocer
de antemano las trampas y meteduras de pata. «La política de comunicación
del Vaticano», asevera Marcello Loa, profesor de Periodismo en la
Universidad de Lugano y especialista en desinformación mediática, «no ha
entendido aún que las guerras modernas se libran con armas no
convencionales, en algunos casos con ayuda del “truco” –esto es, la técnica
de manipulación mediante los medios de comunicación– adecuado. No se
adoptaron las contramedidas pertinentes». Y así la Iglesia, prosigue Loa, era
un blanco fácil: «Es como una ciudad que sufre con frecuencia bombardeos
aéreos, pero se niega a equiparse con una defensa antiaérea, una fuerza
aérea y aparatos de rádar altamente sensibles». El más sencillo error la
convertía en una diana perfecta [1].
Durante el pontificado de Juan Pablo II se transformó espectacularmente
el paisaje de los medios de comunicación. Wojtyla aprovechó tal desarrollo
para desplegar un papado moderno, mediático, con presencia en la prensa y
televisión mundial. Por lo que atañe a Ratzinger, la mayoría estaban de
acuerdo en «que la Iglesia nunca ha tenido un papa tan intelectual, un
erudito, un buscador de la verdad», afirma Glavanovics en su estudio El
papa Benedicto XVI y el poder de los medios de comunicación [2].
Benedicto seguramente sea «uno de los últimos pensadores universales,
quizá el último». En virtud de su estilo sustantivo, más interesado en los
contenidos que en los eslóganes y sus efectos, Benedicto se dirigió en el
curso de su pontificado a estratos de población que no solo querían ver, sino
también escuchar. Dio importancia a los momentos de quietud y de oración
en común, que pretendían motivar a las personas. Simultáneamente, para
sus adversarios personificaba –sostiene el teólogo estadounidense George
Weigel, biógrafo de Juan Pablo II– «el último obstáculo institucional para lo
que él mismo había definido como la “dictadura del relativismo”. Así pues,
tiene enemigos, y no pocos». Al igual que con Wojtyla, la mayoría de los
periodistas se niegan, prosigue Weigel, a confrontarse con sus contenidos e
ideas: «Se limitan a denunciar y lamentar lo que ellos caracterizan –
erróneamente– como teología reaccionaria» [3].
Ya el caso Williamson había ocasionado una considerable pérdida de
imagen para Benedicto. Pero la «catástrofe mediática» para él y la Iglesia
católica aconteció, según Glavanovics, en la primavera de 2010 a raíz de los
casos de abusos contra menores que se hicieron mundialmente famosos.
Analistas críticos hablaron en relación con el debate sobre los sacerdotes
pederastas de un ejemplo típico de «pánico moral». Por muy importante que
fuera informar sobre el escándalo, en una situación de «pánico moral» los
acontecimientos reales que lo originan, al ser exagerados hasta el extremo,
no sirven tanto a las víctimas, sino que son instrumentalizados para fines
ajenos. En los tres primeros meses del año, constata Glavanovics, en los
principales medios de comunicación de Alemania no hubo un solo reportaje
ni artículo en el que «el papa Benedicto fuera presentado de manera
claramente positiva», por ejemplo, en virtud de sus iniciativas como
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe para introducir una
política de tolerancia cero con los abusadores. Cuando el Vaticano hizo
pública el 20 de marzo de 2010 su carta pastoral a la Iglesia de Irlanda
conteniendo «una abarcadora toma de posición en el debate sobre los
abusos contra menores y una disculpa por ellos», Der Spiegel pregonó: «El
papa calla sobre los abusos en Alemania» [4]. Matthias Matussek, a la
sazón redactor de Der Spiegel, contó algo más tarde, respecto a la
orientación del semanario, el siguiente suceso: tras una reseña positiva del
libro-entrevista del papa La luz del mundo, el subdirector jefe de la revista
lo recriminó: «Mira, tenemos trece personas intentando encontrar algo que
involucre a Benedicto XVI en el escándalo de los abusos. ¡Así que no
puedes venir tú ahora y absolver al papa!» [5].
Por principio, en el moderno paisaje de los medios de comunicación «en
modo alguno puede suponerse que los medios reflejan la realidad», explica
Glavanovics. Los medios cumplen, sin duda, su función de reducir la
complejidad, «pero se introducen en la noticia asociaciones e
interpretaciones propias de los periodistas». Estos actúan políticamente,
opina la autora, si en temas conflictivos refieren los hechos de modo
unilateral y, con ello, utilizan las informaciones como medios para la
consecución de fines determinados. Según ella, las interpretaciones de la
realidad que proponen los periodistas «dependen, por una parte, de las
orientaciones que asumen como guías para la acción, o sea, de sus propias
cosmovisiones y, por otra, de la línea cosmovisional y política del medio
para el que trabajan».
Por lo que respecta al papa Benedicto, llama la atención –tal es el
resultado del estudio académico– la tendencia de algunos periodistas a
insertar de manera realmente forzada noticias negativas en un contexto más
negativo aún. Se construye una imagen «que no responde a la realidad, sino
solo a la viabilidad», o sea, a una representación ficticia al servicio de un fin
determinado. Los periodistas tienen que entregar algo enjundioso. Y si no
encuentran hechos demostrables, recurren a acusaciones y rumores que
presentan como hechos. La exposición tergiversada y recortada de la
actividad de Ratzinger, junto con la interpretación de sus objetivos como un
ejercicio angosto del ministerio petrino, «ha reforzado la imagen mediática
del papa Benedicto XVI como persona conservadora y retrógrado». En el
discurso de Ratisbona, por ejemplo, «se sacó de contexto una frase» y con
esa frase «el papa Benedicto XVI fue luego estigmatizado». Glavanovics
afirma: «A través de estas y de otras prácticas de mala comunicación, el
papa Benedicto XVI quedó encasillado en un esquema mediático, en un
frame [marco] que no permitió ya ninguna información seria». La
consecuencia: «El pontificado de Benedicto XVI, que tan brillantemente
había empezado en 2005, se fue convirtiendo en creciente medida en el
“pontificado de los contratiempos”; cada aparición del papa en público
prometía a los medios nuevos titulares negativos».
En la información sobre el papa y la Iglesia se habría puesto de
manifiesto una «tendencia al sensacionalismo», a una forma de presentación
«que en lo relativo tanto al contenido como a la forma se sirve de un estilo
contundente y, por lo tanto, no quiere solo informar, sino que también trata
deliberadamente de crear opinión». Por una parte, el «esperar al
contratiempo» se correspondería aquí con un mecanismo que vive de la
satisfacción de expectativas; por otra, «los periodistas mismos han
interiorizado la actitud de no buscar qué ideas interesantes ha dicho el papa
sobre la relación entre razón y fe o sobre asuntos de economía mundial,
sino dónde se han cometido errores». Esta falta de ética habría ejercido,
prosigue Glavanovics, «una influencia determinante en la conformación de
la imagen mediática del papa Benedicto XVI». A menudo ya solamente se
habría buscado «poner en evidencia al papa»: «Esto acontece a través del
cuestionamiento de su credibilidad y su integridad, o mostrando que
eventualmente sus declaraciones, acciones u omisiones contradicen de
modo directo sus posicionamientos e intenciones públicamente
proclamados». Como muy tarde después del discurso de Ratisbona habría
quedado encasillado Ratzinger «en el marco del anciano temeroso,
incomprendido y obsesionado con temas marginales». La imagen
transmitida a través de los medios habría llevado a un constructo que no
necesariamente «obedece a la verdad». Pero así se habría evidenciado, por
decirlo con énfasis, «el poder de la manipulación» [6].
A finales del otoño de 2011 empezó, sin embargo, a cobrar forma un
desarrollo que no tuvo que ser exacerbado mediáticamente para que se
percibiera como escándalo. Con el tiempo se hablaría de corrupción y
blanqueo de dinero, de envidia y celos, de «alta traición en el Vaticano».
Todavía no se había alcanzado ese punto. Solo tres o cuatro personas podían
sospechar que en la vivienda de servicio de un empleado de bajo rango,
situada justo detrás de los muros del Vaticano, se ocultaba una bomba que
no esperaba sino a ser activada.
Lo primero que figuraba en la agenda del papa a principios de mayo de
2011 era la beatificación de Juan Pablo II. Los procedimientos de
beatificación y canonización de católicos destacados se habían alargado con
frecuencia décadas, cuando no siglos. Pero también podía ocurrir todo con
mucha mayor rapidez. Teresa de Lisieux fue elevada a los altares veintiocho
años después de su muerte; en el caso de Francisco de Asís no fueron
necesarios ni siquiera dos años. También la Madre Teresa fue beatificada en
tiempo récord. No habían transcurrido todavía dos años de su muerte
cuando Wojtyla autorizó el inicio del proceso, en el que participaron 23
cardenales, arzobispos y obispos, así como 6 delegados y 71 asesores. Para
la beatificación no es indispensable el reconocimiento de una curación no
explicable médicamente que pueda atribuirse a la intercesión –solicitada en
oración– de la persona a la que se quiere beatificar. En el proceso de la
Madre Teresa, que duró cuatro años, no fueron un obstáculo las «noches
oscuras» que la monja albanesa, al igual que muchos otros santos, hubo de
soportar. Sobre estos aspectos de su vida escribió ella misma: «Siento que
Dios no me quiere y que Dios no es Dios y que no existe realmente» [7].
En el caso de Juan Pablo II, Benedicto había anunciado ya el proceso de
beatificación, entre el júbilo del clero romano, el 13 de mayo de 2005,
apenas un mes después de su elección como papa. Dispensó del habitual
tiempo de espera de cinco años. En los siete últimos siglos solo a seis papas
se les había atribuido el grado sumo de la fe, y Benedicto no
desaprovechaba ocasión alguna de manifestar su admiración y cariño por su
amado predecesor. Cuando la comisión cardenalicia reconoció la validez de
un supuesto milagro, todos los requisitos se cumplían ya. Como fecha para
la celebración se prestaba el primer domingo después de Pascua, que el
propio Juan Pablo II había incorporado al calendario litúrgico como «fiesta
de la Divina Misericordia». En su homilía en la misa de beatificación,
celebrada el 1 de mayo de 2011, Benedicto acentuó que Karol Wojtyla
había transmitido a los fieles con la «energía de un gigante» el entusiasmo
por la fe y la fuerza para dar testimonio. A modo de observación personal
añadió: «El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado:
él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples
ocupaciones de su ministerio».
Siguió el viaje a Croacia, en el que Benedicto desarrolló enseñanzas del
cardenal Newman. La conciencia, afirmó en Zagreb el 4 de junio de 2011,
debe ser redescubierta como «lugar de escucha de la verdad y del bien,
lugar de la responsabilidad ante Dios y los hermanos en humanidad». Para
su pontificado fue una primavera suave y un verano alegre, que con dos
millones de jóvenes alcanzó su punto álgido en la Jornada Mundial de la
Juventud celebrada en Madrid. Pero luego vino el otoño alemán, con un
viaje a la patria, al que Benedicto únicamente había asentido a
regañadientes. Seis años antes, la Jornada Mundial de la Juventud había
resultado ser una puesta en marcha entusiasta, y también en 2006 se
asemejó su viaje a Baviera a una incesante fiesta resplandeciente bajo un
cielo blanquiazul. Pero su primera visita oficial a Alemania, con arranque
en Berlín, no prometía ser demasiado agradable. «Él, en realidad, no quería
ir», refiere su secretario; «Berlín y todo lo prusiano le resultaban, en el
fondo, desagradables». La experiencia de 1996, cuando acompañó a Juan
Pablo II en su visita a la capital alemana, «ese tumulto, ese odio, lo
conmocionó», asegura Gänswein. «Pero había estado en Baviera, había
estado en Colonia, no podía seguir declinando la invitación oficial» [8].

Tras las celebraciones de la Semana Santa, las fuerzas del papa habían
disminuido tanto que su secretario tuvo que «reducir la frecuencia de las
audiencias». Pero Benedicto XVI quería volver a darlo todo para el viaje a
casa en septiembre. No había preparado tan intensamente ningún otro viaje.
Se pasaba horas y horas redactando los discursos que quería pronunciar
para dejar a la Iglesia alemana una suerte de legado. Para el encuentro con
los hermanos en la fe protestantes había pensado en un gesto de magnitud
histórica. Pero en los días previos al comienzo del viaje no pudo dormir. El
reto le oprimía el alma... «y también el estómago», añade Gänswein: «Se
puso a sí mismo tanta presión psíquica que decía: “No voy a poder con
ello”».

Nadie podía esperar que el papa fuera recibido en su país de manera


semejante a como lo había sido Juan Pablo II en 1996. Benedicto acababa
de leer las cartas que Romano Guardini le escribió a su amigo Weiger sobre
la época que pasó en Berlín: «Uno se conmueve ya», confiesa Benedicto,
«cuando dice que el poder de los protestantes es tan grande que no sabe si
alguna vez los católicos podremos afirmarnos allí». El papa era consciente,
por supuesto, de «que en Berlín no iban a ser las cosas como en Madrid, ni
como en Londres o Edimburgo. Estas últimas tampoco son ciudades
católicas, pero de algún modo la opinión pública es distinta. Berlín es fría
en este sentido» [9]. La Polonia de Wojtyla era unánimemente católica. La
fe había unido a la nación en la resistencia contra la dictadura comunista.
En amplias zonas de Alemania, ser católico estuvo asociado después de la
Reforma a persecución. En tiempos del canciller imperial Otto von
Bismarck, en el último cuarto del siglo XIX, los católicos fueron
marginados socialmente y perseguidos por el Estado. Y en tiempos de los
nazis eran considerados «elementos peligrosos». Primero, los judíos, se
decía; luego, los amigos de los judíos.
Durante casi un milenio, el Sacro Imperio Romano Germánico había
dado forma al país. En ese tiempo surgieron muchas ciudades alemanas,
que se crearon alrededor de las catedrales; la letra minúscula carolingia, que
allanó el camino a la alfabetización de Europa; las primeras universidades,
que prepararon la era científica; y una ciudadanía judío-cristiana, que dio
impulsos esenciales a la cultura del continente. Pero de suelo alemán brotó
también la gran división que partió en dos el mundo cristiano occidental.
Aquí nació el marxismo, al que siguieron regímenes dictatoriales
comunistas por todo el planeta. Aquí, por último, pero no menos
importante, bramó un poder ateo, que desencadenó la mayor conflagración
mundial de todos los tiempos e intentó borrar de la faz de la tierra, mediante
genocidio, al pueblo judío. La experiencia histórica explica por qué después
de 1945 se inscribió en el preámbulo de la Constitución de la República
Federal de Alemania la «responsabilidad ante Dios». Sin embargo sesenta
años después de la guerra y de la locura nazi, una cultura neopagana estaba
de nuevo a punto de conquistar la preponderancia cultural y política. «Dios
ha muerto», proclamó una revista de información general, pero eso «no es
motivo para estar tristes».

Entretanto, una gran parte de la población alemana no estaba ya


bautizada, y la mitad de los bautizados no eran ya católicos, a diferencia de
lo que ocurría en Polonia, Italia o España. La situación de la Iglesia católica
misma se caracterizaba por el conflicto permanente, la secularización y la
pérdida masiva de miembros. Los órganos directivos de la Iglesia estaban
ocupados por personas que cuestionaban los rasgos esenciales de la
identidad católica. La relación de Ratzinger con el establishment católico
del país puede calificarse –como muy tarde desde el Sínodo de Wurzburgo
en la década de 1970 y los, a su juicio, erróneos desarrollos posconciliares–
de tensa. Durante sus años de prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, la continua discordia con hermanos en el ministerio, como, por
ejemplo, los cardenales Lehmann y Kasper, no había mejorado
precisamente la situación. Ya como pontífice, con motivo del caso
Williamson tuvo que asimilar la decepción que le causó un «considerable
sector» de teólogos alemanes, «que, por decirlo así, esperaban la ocasión de
golpear al papa» [10].

Tampoco la relación con el presidente en ejercicio de la Conferencia


Episcopal Alemana, Robert Zollitsch –al que Ratzinger tenía por
oportunista, porque con demasiada frecuencia les llevaba la corriente a
políticos y periodistas–, era siempre armoniosa. A menudo existe en
Alemania, criticaba el papa, «un catolicismo establecido y bien dotado
económicamente, no pocas veces con católicos contratados, que luego se
relacionan con la Iglesia con mentalidad de sindicalistas». El «exceso de
burocracia poco espiritual», así como «este exceso de dinero, que luego
nunca es suficiente, y la amargura que de ahí resulta», representa «el mayor
peligro para la Iglesia alemana» [11].
La acogida que iba a tener en su primera visita oficial a su país pudo
adivinarse ya en febrero con un «memorándum» firmado por 311 teólogos
católicos. Los firmantes del documento, titulado Un resurgir necesario,
afirmaban que no querían «seguir callando». En realidad, los iniciadores del
manifiesto nunca habían callado. Entre ellos se encontraban catedráticos de
teología que en su día habían firmado la Declaración de Colonia de 1989
contra Juan Pablo II, a quien se caracterizaba como «enterrador de la
Iglesia». De nuevo reivindicaban la eliminación del celibato obligatorio, la
admisión de mujeres al ministerio presbiteral, la equiparación de las parejas
homosexuales con los matrimonios heterosexuales y la participación del
pueblo de Dios en el nombramiento de obispos y sacerdotes. Como
justificación de tales reivindicaciones se recurría esta vez no a la escasez de
sacerdotes, sino al escándalo de los abusos contra menores. En el
documento abundaban expresiones como «estructuras sinodales», «proceso
de diálogo» y «campos de acción» y se reclamaba un «diálogo sin tabúes».
Al mismo tiempo brillaban por su ausencia marcadores típicamente
católicos como oración, eucaristía, humildad o seguimiento, así como toda
referencia al obispo de Roma o al Año Sacerdotal, recién concluido, que,
sobre el trasfondo de la suciedad y la traición, veía el camino hacia la
renovación en una reflexión y purificación a fondo.
En el fondo, la visión presentada en el manifiesto se guiaba por la
organización y estructura de los protestantes en Alemania. Nadie podía
afirmar que la Iglesia hermana hubiese sido especialmente exitosa con ella.
Desde 1950 perdía año tras año más fieles que el catolicismo y había pasado
de ser la Iglesia más numerosa a la menos numerosa. El «memorándum» no
solamente encontró el apoyo del Comité Central de los Católicos Alemanes.
También el secretario de la Conferencia Episcopal Alemana, el padre jesuita
Hans Langendörfer, se mostró entusiasmado. El documento mostraba,
según él, «académica amplitud de miras» y «perspicacia intelectual». Por el
contrario, una amplia alianza católica, que con una «Petición pro Ecclesia»
se desmarcaba de las ideas del memorándum, no encontró eco en la Iglesia
oficial ni en los medios de comunicación, que habitualmente informan por
extenso aun de los grupos más pequeños en cuanto salen a la opinión
pública con exigencias «críticas».

Alemania no era en general hostil al papa. Cuando Benedicto XVI


publicaba un nuevo libro, este enseguida figuraba en los primeros puestos
de las listas de superventas. En su país, Ratzinger desplazó como número
uno en una lista de los intelectuales más destacados incluso a Günter Grass.
Saltaba a la vista que la opinión pública divergía de la opinión publicada.
En su investigación, Friederike Glavanovics afirma que «la prensa alemana
es la que mira con ojos más críticos al papa Benedicto XVI en toda
Europa». La especialista en medios de comunicación recuerda que el
rotativo berlinés Tagesspiegel comentó el resultado del cónclave de 2005
con las palabras: «La elección de Joseph Ratzinger como nuevo papa es
retrógrada, niega una respuesta a los signos de los tiempos y, dada su edad,
puede considerarse –en el mejor de los casos– una solución táctica» [12]. El
Süddeutsche Zeitung escribió a la sazón: «Pero nada, absolutamente nada
apunta a que este torpe anciano alemán esté en condiciones de ofrecer al
remolino de la espiritualidad salvadora nada más que el polvo de una
fosilizada confesión» [13]. Vistas así las cosas, no era necesario ningún don
profético para titular, como el semanario Die Zeit en vísperas de la visita de
Estado: «Invitado entre enemigos». Al pontífice lo esperaban alemanes
«contentos», pero también otros «indiferentes e incluso hostiles». Como
explicación se decía: «Se quiera o no, la protesta es consustancial a
Alemania, escenario en su día de Martín Lutero y de otros críticos del papa
profesionales» [14].

La danza de las maldades mediáticas la abrió, como era habitual, Der


Spiegel. A ritmo anual producía la revista, como ya se ha mencionado,
títulos como: «El extasiado. Un papa alemán convierte a la Iglesia católica
en hazmerreír», o: «El infalible. La fracasada misión de Joseph Ratzinger».
Una de las portadas mostraba al pontífice flotando arrobado hacia el cielo;
la otra, con una mitra torcida, como si por una vez Joseph Ratzinger no
hubiera bebido Fanta, sino algún licor. «En los medios de lengua alemana
se utilizan reiteradamente fotografías de Benedicto XVI negativas o
manipuladas», afirma Glavanovics, «siempre que se quiere transmitir la
“imagen anticuada” o, más en general, una imagen negativa del papa
Benedicto XVI».

Para recibir al papa, en los quioscos de prensa llamaba la atención el


título de Der Spiegel: «El incorregible». El acusador subtítulo: «El papa
hace que los alemanes abandonen la fe», resultaba curioso porque el
semanario intentaba por todos los medios posibles, en parte con relatos
grotescos, reducir el cristianismo al absurdo. Otra revista, Chrismon, órgano
de la Iglesia evangélica de Alemania, no tuvo reparos en añadir con motivo
de la visita del papa que hacía tiempo que «los católicos ilustrados dudan de
las declaraciones dogmáticas de Roma». Ser protestante, se dice, es
indudablemente «mejor que sentirse como una oveja y tener que ir detrás de
un pastor supremo que asegura ser el único que sabe hacia dónde hay que
dirigirse».

Siguieron pronunciándose voces en tono análogo. En Berlín, el alcalde


Klaus Wovereit aseguró que comprendía perfectamente las manifestaciones
contra el papa, convocadas por asociaciones de homosexuales y grupos de
izquierdas. Incluso autoproclamados representantes del ala tolerante de la
sociedad caracterizaban en las tertulias televisivas a los seguidores de
Benedicto alternativamente como «católicos entusiastas» y «católicos
oscurantistas». Hartos de este en apariencia interminable fuego nutrido,
ciudadanos berlineses se pusieron de acuerdo para plantar cara –al menos
con un anuncio– a tan agresiva cobertura informativa. «Damos la
bienvenida a Benedicto XVI como cabeza visible de la Iglesia católica y
uno de los más destacados intelectuales de nuestra época en Alemania».
Benedicto XVI busca, se subrayaba en el anuncio, «el diálogo intraeclesial
y el diálogo entre las confesiones cristianas porque, sobre la base de la
Biblia, quiere unir en la fe y no entiende la Iglesia como una institución
basada en el poder». A la inversa, varios parlamentarios de Los Verdes y de
La Izquierda habían anunciado que abandonarían el salón de plenos si se
permitía que el papa se dirigiera al Bundestag. Más tarde, el director
cinematográfico Werner Herzog, un icono del cine alemán de autor, alabaría
a Ratzinger como uno de «los pensadores más profundos» de la
Modernidad. Nadie, dijo, había «tenido en tres siglos ideas tan profundas
como él, ¡nadie!». Juzgaba «reprobable», añadió, «que muchos diputados
hubiesen abandonado el pleno mientras el papa hablaba en el Bundestag.
Sencillamente indignante» [15].

Hacía casi un milenio que un papa alemán no visitaba oficialmente su


país. El último en hacerlo había sido Víctor II en 1056. Tanto más llamativo
resultó que los organizadores de la visita por parte de la Iglesia católica
alemana, encabezados por el P. Langendörfer, eligieran primero –con la
plaza berlinesa donde se alza el palacio de Charlottenburg– un lugar de
celebración que apenas podía albergar a 20.000 personas. Finalmente, en
Roma se decidió alquilar para la eucaristía inicial el Estadio Olímpico, que
al menos tenía capacidad para 70.000 personas. Del recorrido en coche por
la ciudad, habitual en otros viajes, quiso prescindir el papa mismo, a pesar
de los 6.000 policías que, para su protección, se habían trasladado a la
capital desde varios Estados federados.

El inicio de su ministerio petrino ante una audiencia televisiva de 1.200


millones de católicos del mundo entero había convertido a Benedicto en
personaje internacional; pero en el vuelo hacia Alemania el 22 de
septiembre de 2011 reconoció a los periodistas que viajaban con él en el
avión que, se quiera o no, «nací en Alemania y la raíz ni se puede ni debe
cortar». Su formación cultural, dijo, la había recibido en Alemania: «Mi
lengua es el alemán y la lengua es el modo con que el espíritu vive y actúa»
[16]. Poco le gustó que el presidente federal Christian Wulff, en la
ceremonia misma de bienvenida, lo confrontara con una lista de exigencias
que brotaban a todas luces de las propias circunstancias de Wulff como
persona recientemente divorciada y que se había vuelto a casar. El giro lo
dio Benedicto con su discurso en el Bundestag alemán. Algunos diputados,
como habían anunciado, abandonaron el salón de plenos; todos los que
permanecieron en sus asientos aplaudieron luego entusiasmados y hablaron
de un momento estelar en la historia del parlamentarismo alemán.
El discurso de Benedicto se desarrolló enteramente en la línea de sus
impulsos al humanismo del siglo XXI y de su doctrina de la ecología
humana. Para empezar, se confrontó con las bases del Estado liberal de
derecho. El éxito electoral no puede ser, acentuó, el criterio último para el
trabajo de un político. Todo político debería guiarse más bien por la justicia,
la voluntad de aplicar el derecho y la comprensión del derecho.
Precisamente los alemanes habían experimentado, recordó, lo que ocurre
cuando el poder y el derecho se separan. En un momento histórico como el
actual, en que el ser humano dispone de un poder previamente
inimaginable, con el que puede destruir el mundo, manipularse a sí mismo,
«hacer hombres» y excluir a otras personas de la condición humana, resulta
especialmente urgente la tarea de servir al derecho y poner freno al dominio
de la injusticia. La súplica del rey Salomón de que le fuera concedido un
«corazón dócil» para poder discernir el bien del mal sigue representando,
también en la actualidad, la pregunta decisiva ante la que se encuentra la
política. Una concepción positivista, meramente funcional de «naturaleza»,
que se impone en creciente medida, no puede servir de puente a la ética ni
establecer el derecho, sino tan solo suscitar respuestas a su vez funcionales.
Lo mismo vale para la razón, si se entiende desde una óptica
exclusivamente positivista y, por ende, a juicio de muchos, «como la única
científica». Ello lleva a que el êthos y la religión sean asignados al espacio
de lo subjetivo y caigan fuera del ámbito de «la razón en el sentido estricto
de la palabra». Pero allí donde la razón positivista se considera la cultura
única y suficiente y a todas las demás realidades culturales se las reduce al
estatus de subculturas, allí «esta [la razón positivista] reduce al hombre,
más todavía, amenaza su humanidad».
La importancia de la ecología, prosigue el papa, es entretanto
incuestionable: «Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder
a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto
que –me parece– se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una
ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe
respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando
él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y
admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se
realiza la verdadera libertad humana» [17].
El grupo parlamentario de Los Verdes se alegró del refrendo papal
cuando caracterizó «la aparición del movimiento ecologista en la política
alemana a partir de los años setenta» como «un grito que anhela aire fresco,
un grito que no se puede ignorar». El propio Benedicto consideró al final
«muy conmovedora la expectación que había en el ambiente durante mi
discurso en el Bundestag. Era tal el grado de atención que se habría podido
incluso oír caer un alfiler». Había contado con el recibimiento algo frío de
Wulff y de otros, dice retrospectivamente; «de ahí que aquello no me
sorprendiera ni desconcertara». Tanto más le alegró la ovación de los
parlamentarios puestos en pie: «Podía percibirse que no era mera cortesía;
había habido una escucha interior» [18].
Con suma expectación se esperaba la visita de Benedicto a Erfurt. La
región había sido antaño un bastión del protestantismo; entretanto, el
porcentaje de cristianos protestantes en la población había descendido hasta
el 14%. Para el Vaticano, el interlocutor más importante en el diálogo
interconfesional eran las Iglesias de la Ortodoxia, mientras que se esperaba
cada vez menos del diálogo con los luteranos. Según la visión de muchos de
los obispos curiales, algunos sectores de las Iglesias protestantes se habían
alejado cada vez más de la base común de la fe recibida. El papa mismo
dice que en el proceso ecuménico era «difícil que me llevara decepciones
porque sencillamente conozco la realidad y sé qué se puede esperar en
concreto y qué no. Quiero decir, la situación entre los protestantes y
nosotros es muy distinta de la que existe entre los ortodoxos y nosotros».
En el caso de los protestantes, «la división interna es el gran problema».
Hay en el protestantismo «fuerzas muy próximas a nosotros y otras que se
encuentran muy alejadas» [19].
En vísperas del viaje papal, ministros de la Iglesia evangélica habían
alimentado la expectativa de que el papa llevara a Alemania un «regalo».
Con ello se aludía a la exigencia de la «intercomunión». Pero el «regalo» no
llegó. Según la visión católica, el obstáculo para la eucaristía común era la
disparidad en la concepción del sacerdocio, los sacramentos y, sobre todo,
la sagrada comunión. Para el Vaticano, ya solo el hecho de que Benedicto
XVI fuera el primer papa en toda la historia en visitar lugares donde Martín
Lutero desarrolló su actividad era un gesto de relevancia histórica. Por eso,
al séquito del papa le sorprendió que la intervención de Benedicto se
realizara en la sala capitular del antiguo monasterio de agustinos en vez de
en un lugar con mayor capacidad y que no fuera retransmitida al exterior.
Cuando el papa habló sobre Lutero elogiando su búsqueda de Dios, no
pudieron escucharlo más que un selecto puñado de responsables de la
Iglesia evangélica, quienes se miraban unos a otros decepcionados porque
sentían que les habían «escamoteado» el esperado «regalo».

En helicóptero, Benedicto XVI siguió viaje al santuario mariano de


Etzelsbach im Eichsfeld, en la antigua Alemania Oriental, donde 90.000
entusiastas peregrinos lo esperaban para rezar las vísperas marianas. En las
palabras que les dirigió en aquel apartado campo, el pontífice les agradeció
cordialmente su fidelidad a la Iglesia. Ratzinger esperaba una repercusión
positiva de la conclusión de la visita oficial y pastoral a su país, que tuvo
lugar en Friburgo. De hecho, el «discurso de la Konzerthaus de Friburgo»
pasó a la historia del pontificado como una de las más importantes
intervenciones de Ratzinger, que expuso el programa para una Iglesia
renovada. En la misa con 100.000 creyentes que celebró en los terrenos del
aeropuerto, Benedicto dio primero las gracias a los innumerables «agentes
de pastoral con dedicación plena o solo temporal sin quienes la vida en las
parroquias y en la Iglesia como un todo no sería imaginable». A través de
«múltiples instituciones sociales y caritativas», el amor cristiano al prójimo
«se practica de una forma socialmente eficaz hasta los confines de la tierra».
A continuación pasó a hablar del tema que le preocupaba desde su época de
coadjutor en el distrito muniqués de Bogenhausen y para el que ya entonces
acuñó el término «desmundanización» [Entweltlichung].

Sin miedo a herir susceptibilidades abordó diversas carencias


espirituales. «Los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de
Dios» están hoy a menudo, dijo, «más cerca del reino de Dios que los fieles
rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón
quede tocado... por la fe» [20]. Lo que aquí se escuchó fue el mensaje de un
visionario profundamente humanista. La vida cristiana es «un ser para el
otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común». Es
cierto que la humildad es una virtud que nunca ha gozado de gran estima en
el mundo, «pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por
decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, posible la
colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para
“humildad”, está relacionada con humus, es decir con la adherencia a la
tierra, a la realidad».
En su discurso en la Konzerthaus de Friburgo formuló Benedicto XVI la
pregunta: «¿No debe cambiar la Iglesia?». Al fin y al cabo, «desde hace
decenios asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos
un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la
vida de la Iglesia». ¿No debería por eso la Iglesia «adaptarse al tiempo
presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que
se encuentran en búsqueda o en duda»? El papa respondió con una cita de la
beata Madre Teresa. A la pregunta de un periodista de qué era, en su
opinión, lo primero que debería cambiar en la Iglesia, la monja albanesa
respondió: «¡Usted y yo!». Este sencillo episodio pone de manifiesto dos
cosas: «Por un lado, la religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia
no son solo los demás, la jerarquía, el papa y los obispos; la Iglesia somos
todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que
efectivamente hay motivos para un cambio, de que existe esa necesidad.
Cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están
llamados a una conversión continua».

De hecho, una Iglesia que se asemeje más y más a Cristo necesariamente


deberá «diferenciarse profundamente del ambiente humano en el cual vive
y al cual se aproxima», dice citando al papa conciliar Pablo VI. Debe
«tomar distancias» respecto a su entorno, «por decirlo así, desligarse del
mundo». Jesús se encarnó «no solo para ratificar al mundo en su ser
terrenal, y ser para él como un mero acompañante» y dejarlo tal como es.
No, una Iglesia que «se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se
adapta a los criterios del mundo» incumple el encargo de su fundador de
«ser instrumento de la redención, dejarse impregnar por la palabra de Dios»
y, precisamente en virtud de ello, «no ser del mundo». El papa refiere
expresamente esta necesaria «desmundanización» también a las obras
caritativas de la Iglesia y a su «organización e institucionalización». Pues
«liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede
dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero. [...]
La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a
una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para
hacerles entrar en sí mismos».

Benedicto iba hablando con creciente énfasis y aún no había terminado.


Es una ilusión pensar –señaló– que, si se comportan de manera
suficientemente modosa, los creyentes pueden volver a ser aceptados en la
sociedad secular: «Para el hombre, la fe cristiana es siempre un escándalo, y
no solo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupa de los seres
humanos, que nos conoce; que el Inasequible se ha convertido en un
determinado momento y lugar en accesible; que el Inmortal ha sufrido y
muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección
y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer todo esto es sin duda una
auténtica osadía». Este escándalo «no puede ser suprimido si no se quiere
anular el cristianismo». Sin embargo, la historia de la Iglesia, aseguró,
acude en cierto modo en nuestra ayuda justo en épocas de secularización,
que han contribuido considerablemente a la purificación y reforma interna:
«Las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la
Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares– han significado
siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se
despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente
su pobreza terrena». De ahí que no se trate de «encontrar una nueva táctica
para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera
táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la
verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy [...],
llevándola a su plena identidad, quitando lo que solo aparentemente es fe,
pero que en realidad no es más que convención y costumbre».

El discurso de Friburgo fue un toque de diana. Benedicto incluso se


considera a sí mismo un «revolucionario», como aseguró en una de nuestras
conversaciones. Sin embargo, pronto tendría que experimentar el pontífice
cómo el aliento y el impulso que transmitía eran en gran medida ignorados.
Así y todo, el hecho de que muchos de los católicos comprometidos
congregados en la Konzerthaus interpretaran la exigencia de Ratzinger
como si estuviera diciendo con ella que la Iglesia debía construirse un
pequeño y específico mundo aparte y renunciar a prestar servicios sociales
en la sociedad –lo que habría sido, por supuesto, absurdo– no pudo por
menos de asombrar incluso a los adversarios de Ratzinger. En verdad, lo
que le interesaba al papa no era el distanciamiento de las personas, sino el
distanciamiento del poder, de Mamón, del compadreo, de las falsas
apariencias, del engaño y autoengaño. Distanciamiento del mundo quería
decir para él: acercamiento a las almas, conservación de los recursos
espirituales de la humanidad. Su idea de «desmundanización» no tenía nada
que ver con un abandono del compromiso social y político, ni con la
renuncia el ejercicio de la caritas cristiana. Lo que le importa al papa es que
los cristianos se mantengan resistentes, incómodos, inadaptados, que
vuelvan a mostrar que la fe cristiana trasciende con creces lo que está
asociado con una cosmovisión puramente mundana, materialista, incluido el
misterio de la vida eterna. Por supuesto, tenía claro, dice
retrospectivamente, que las sugerencias realizadas durante el viaje a
Alemania no serían «asumidas de verdad por el catolicismo establecido».
Pero esperaba que su visita «surtiera efecto a su manera, calladamente, en
lo interior; que despertara, inspirara y alentara una vez más a que afloraran
las fuerzas aquietadas». Sin embargo, todo quedó en buenas intenciones.
Ocho años después, el establishment de la Iglesia católica en Alemania, tras
un fracasado «proceso de diálogo», inició un «camino sinodal», en el que
las indicaciones del papa Benedicto brillan por su ausencia. Entre los
puntos esenciales del programa ni siquiera se recoge la tarea de la nueva
evangelización, a la que tanto el propio Benedicto como Juan Pablo II
habían llamado como una de las condiciones indispensables para la
renovación de la fe cristiana.
72
La traición

E n el comedor, el mayordomo Paolo Gabriele sirvió, como era


costumbre, al papa, a sus dos secretarios y a las cuatro Memores sopa,
plato principal y postre. Nada era especialmente ceremonial. Ni siquiera la
vajilla tenía nota alguna de distinción; no era elegante ni cortesana. Solo
cuando había visita, las cuatro Memores comían en la cocina. Para Paolo
valían las mismas normas que para las Memores. Pero el ambiente en la
comunidad doméstica del papa, en su «familia», había cambiado. Desde que
las indiscreciones filtradas desde el Palazzo Apostólico explotaban como
granadas, estaba claro que uno de ellos era un traidor.
La fuga había empezado a gotear en el otoño de 2011, y eso no fue más
que el principio. Las revelaciones habían aparecido en diferentes periódicos
italianos, a veces varios días seguidos. Entre ellas, cartas, faxes, guiones
para audiencias y documentos internos que trataban de acusaciones de
corrupción, mala gestión y nepotismo. O un memorándum interno del
Vaticano para un encuentro del papa con el presidente italiano Giorgio
Napolitano. Incluso un apunte confidencial en el que Benedicto XVI, tras la
indecente crítica de la canciller federal alemán Angela Merkel en el caso
Williamson había escrito: «La reacción del nuncio a las declaraciones de la
señora Merkel ha sido demasiado blanda. Habría sido necesaria una protesta
más contundente».

Ninguno de los documentos procedía del escritorio del propio Benedicto,


sino de la mesa de su secretario. Los medios de comunicación hablaban de
il corvo, el cuervo ladrón. También en la vida de san Benito de Nursia hubo
un cuervo, si bien este salvó al hombre de Dios de varios intentos de
asesinarle, ya que sustraía el pan envenenado. Según la tradición, sacerdotes
y monjes celosos trataban de quitar de en medio al santo. El padre del
monacato, se cuenta, sufría más por los adversarios que lo hostigaban «que
por sí mismo». A un monje más joven le impuso una penitencia porque se
había atrevido a «alegrarse de la ruina del enemigo» [1].

La cuestión era: ¿cuántas de estas revelaciones en parte


comprometedoras saldrían aún a la luz? ¿Quiénes eran los instigadores de la
campaña? Y sobre todo, ¿qué perseguían? Hasta ahora no habían logrado
desestabilizar gravemente el pontificado de Benedicto XVI. Pero había
aflorado un arma más tóxica que cualquier otra: el veneno de la sospecha y
la inseguridad. ¿En quién cabía confiar todavía? ¿No eran sospechosos
todos los miembros de la familia papal, porque todos ellos tenían acceso al
despacho del pontífice? ¿Y contra quién iban dirigidos los ataques? ¿Contra
el secretario de Estado, el cardenal Bertone, a quien el papa continuaba
respaldando, aunque su gestión era objeto de críticas? ¿O se trataba de
desacreditar al secretario Gänswein, a quienes algunos reprochaban
arbitrariedad y arrogancia? ¿O apuntaban las filtraciones –que el portavoz
del Vaticano Lombardi, imprudentemente, había bautizado como Vatileaks–
al papa mismo? ¿Se pretendía mostrar que el anciano de 85 años ya no
controlaba ni su propia casa, la cual evidentemente daba pie a los peores
temores? No tardó en pronunciarse el vaticanista Marco Politi, uno de los
críticos de Ratzinger. Los medios de comunicación, afirmó ahora, «habían
errado siempre de todo en todo» con la imagen del «rottweiler de Dios» o la
del Panzerkardinal [cardenal tanque]. A este hombre había que
imaginárselo más bien como un «amable erudito». Así pues, ¿un pontífice
de pelo blanco que permanece sentado a su escritorio, solitario e inerme,
para entregarse en el mejor de los casos a su pasión literaria?
Politi se puso ante el ordenador para sacar al mercado ese mismo año el
libro Joseph Ratzinger: Crisi di un papato [2]. «Desde que Joseph
Ratzinger fue elegido papa», se dice en la cubierta, «ha habido tantas crisis
como rara vez antes en la historia de la Iglesia católica». Los historiadores
sacudirían la cabeza asombrados al leer estas líneas. Politi añadió aún algo
más: en su opinión, Benedicto XVI es «un gran intelectual, pero una
persona no idónea para desempeñar el ministerio papal». El pontífice
alemán no era un gigante, pero seguía pesando lo suficiente para dar algún
que otro pisotón fuerte a ciertas personas. Seguía un rumbo claro, y eso
molestaba. El propio Benedicto dijo a los suyos: «Somos un pequeño
equipo. Si desconfiamos unos de otros, no podremos vivir juntos». Incluso
entre los compañeros del Señor hubo un traidor; en ese sentido, los
acontecimientos «no son nuevos. Pero, por supuesto, resultan muy, muy
dolorosos» [3].

Después de su visita a Alemania, el papa, con motivo de la promulgación


del documento conclusivo del sínodo sobre África, había hecho un viaje de
tres días a Benín. A este país, por sus estables estructuras democráticas, lo
encomió como «modelo religioso y político» para África. Un mes antes, el
27 de octubre, había invitado a Asís a los líderes de otras Iglesias cristianas
y otras religiones. Justo veinticinco años después del primer encuentro
convocado por Juan Pablo II, la reunión quería ser –conforme al nuevo
planteamiento introducido por Benedicto– un día de reflexión, diálogo y
oración por la paz, esta vez sin equívocos gestos religiosos o
pararreligiosos. Estaba anunciada la participación de 300 representantes de
12 religiones distintas, procedentes de más de 50 países. El mayor grupo de
comunidades no cristianas lo formaban los representantes del budismo, un
total de 67 personas. Desde Asia viajaron a Italia además 17 sintoístas,
cinco hindúes, cinco sijes, tres taoístas, tres jainistas, tres confucianos, un
zoroastra y un bahaí. Acudieron también 50 musulmanes. Como
representantes del judaísmo habían confirmado su presencia delegaciones
del gran rabinato de Israel y del International Committee on Interreligious
Consultation. Las religiones tradicionales de África, América y Asia
estuvieron representadas por cuatro delegados; y las llamadas nuevas
religiones de Japón, por 13. Por primera vez participaron también ateos en
el encuentro, entre ellos el exsecretario general del Partido Comunista de
Austria.
Ya para marzo estaba previsto un viaje a México y Cuba, que se revelaría
como un punto de inflexión determinante. «Querido Josef», le escribió
Benedicto a su antiguo condiscípulo Josef Strehhuber en vísperas del viaje,
«últimamente me cuesta mucho caminar; lo único que puedo hacer es tratar
de seguir cumpliendo mis obligaciones con fuerzas mermadas». Sobre la
visita a Centroamérica y el Caribe señaló: «La alegría de la gente
compensará las tribulaciones que conlleva» [4]. Pero eso no era toda la
verdad. En realidad, Benedicto tenía miedo a este nuevo esfuerzo. Miedo a
no ser capaz ya de aguantar el exigente y agotador ritmo. Por otra parte, era
una buena oportunidad de sustraerse a la agitación del Vatileaks, al menos
por unos cuantos días.
La revelación de secretos no era una invención del Vaticano. Desde que
whistleblowers o denunciantes sin cuento subían anónimamente a la
plataforma Wikileaks gran cantidad de informaciones internas de bancos,
conferencias secretas, etc., y documentos confidenciales de órganos
gubernamentales, la infidencia había devenido punto menos que deporte
popular. De este modo salieron a la luz pública, por ejemplo, documentos
secretos del gobierno estadounidense sobre la estrategia bélica en
Afganistán. Se habló de Obamaleaks En el caso del Vatileaks, todo había
comenzado con la publicación de documentos concernientes a la vida
privada del periodista Dino Boffo, redactor jefe del periódico eclesiástico
Avvenire y del canal católico de televisión TV2000. Siguió una carta del
cardenal Paolo Sardi a Benedicto XVI que enumeraba diversos problemas
de la curia. El siguiente paso lo dio el periodista de investigación Gianluigi
Nuzzi cuando el 25 de enero de 2012 mostró a la cámara en el canal de
televisión La7 copias de dos cartas confidenciales al pontífice escritas en
2011. El remitente de una de ellas, el arzobispo Carlo Maria Viganò,
exsecretario general del Governatorato –esto es, la administración– de la
Ciudad del Vaticano, denunciaba en su escrito «numerosas prácticas de
corrupción y prevaricación». Se habían dejado inversiones financieras en
manos de banqueros que no buscaban más que sus propios intereses. Y ello
había ocasionado un déficit de unos ocho millones de euros.
Nunca antes habían salido del escritorio de un papa a la luz pública
documentos internos, y menos aún documentos de tales características. El
27 de enero de 2012, dos días después del programa televisivo de Nuzzi, el
diario Il Fatto Quotidiano publicó nuevas cartas confidenciales de Viganò.
El 8 de febrero conocieron los lectores –esta vez los del rotativo comunista
L’Unità– escritos en los que se acusaba al Banco Vaticano, el IOR, de
blanqueo de dinero. El 10 de febrero volvió a ser el turno de Il Fatto
Quotidiano, que publicó un escrito en alemán fechado el 30 de diciembre de
2011. En él se citaba la afirmación del obispo de Palermo, cardenal Paolo
Romeo, de que el papa no sobreviviría a los siguientes doce meses. Y le
sucedería el arzobispo de Milán, el cardenal Angelo Scola. El cardenal
siciliano desmintió categóricamente haber realizado tal comentario.
Aseguró que la predicción, hecha supuestamente durante un viaje a China
en noviembre de 2011, había sido inventada. Pero el rumor no se acalló.
Aún a finales de junio informó el Frankfurter Allgemeine Zeitung de que el
papa era «víctima de una intriga porque ha declarado la guerra al
encubrimiento clerical. Se teme incluso por su vida».
El Vatileaks alcanzó su primer punto álgido en enero, cuando Nuzzi no
solo presentó en televisión cartas, sino también testigos de cargo de la
acusación, si bien de incógnito, con rostro cubierto y voz deformada. El
periodista de investigación, a quien se atribuían inmejorables contactos con
los servicios secretos italianos, trabajaba para periódicos del consorcio de
Berlusconi, presentaba un programa de televisión propio y había causado
sensación ya en 2009 con un superventas de investigación, en el que
relataba historias concernientes asimismo al Vaticano. A un testigo que, a
fin de preservar el anonimato, apareció en pantalla bajo el alias «Maria» lo
presentó como miembro de un grupo de unas veinte personas que se habían
fijado como objetivo que el Vaticano fuera más transparente. El programa
de televisión fue, por decirlo así, un anticipo, un tráiler para el próximo
golpe que tenía preparado Nuzzi. Pero todavía no era el momento de darlo.

A mediados de marzo de 2012, L’Osservatore Romano informó de que, a


causa de los robos, el papa había ordenado que se llevara a cabo una
investigación a fondo. La gendarmería y la fiscalía del Vaticano
intensificaron las pesquisas para descubrir el origen de las filtraciones. Ello
coincidió con el comienzo del viaje de Benedicto a México y Cuba. Durante
la visita de seis días de duración, del 23 al 29 de marzo, quería sobre todo
transmitir aliento. «Estén del lado de quienes son marginados por la fuerza,
el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo», exhortó a
los obispos de México y Latinoamérica el 25 de marzo de 2012 en León de
los Aldama, en el centro de México, durante unas vísperas; «la Iglesia no
puede separar la alabanza a Dios del servicio a los hombres». Evitó hacer
siquiera una breve escapada para venerar la imagen de la Virgen de
Guadalupe, importante para toda Sudamérica, pese a las reiteradas
peticiones de que no podía dejar de lado el mayor santuario católico del
mundo, al que Juan Pablo había dedicado su primer viaje fuera de Italia.
Benedicto se remitió a su médico, quien le había desaconsejado
encarecidamente tal visita. Subir a 2.000 metros de altitud suponía una
exigencia excesiva para su organismo y podía poner en riesgo su salud.

El 26 de marzo lo recibió en La Habana el presidente cubano Raúl


Castro. En vísperas del viaje, a petición del papa, habían sido liberados
unos 2.900 presos. La cima de la visita a Cuba fue la celebración de la santa
misa en la plaza de la Revolución, en la que participaron más de 300.000
personas. Benedicto reclamó la libertad religiosa y afirmó que la Iglesia,
anunciando el mensaje de Jesús, llama a la reconciliación y la paz. Luego
tuvo lugar en la nunciatura una entrevista con Fidel Castro, quien había
dimitido de su cargo de presidente de la República por razones de salud. En
contra de reiteradas informaciones al respecto, el «Comandante» nunca
había sido excomulgado. «Fidel es ante todo revolucionario», así lo definió
un camarada, «en segundo lugar jesuita y solo luego marxista».
El esfuerzo excesivo del viaje a México y Cuba le pasó factura al papa.
Al regresar a Roma, su médico de cabecera, el cardiólogo Patrizio Poliska,
le diagnosticó fatiga crónica. Dada su avanzada edad y las enormes
exigencias de su ministerio, era difícil que esta situación mejorara.
Entretanto, el asunto Vatileaks había cobrado nuevo impulso. En Berlín, el
Tagesspiegel especulaba con que probablemente existía «un afán externo
por desestabilizar aún más a un gobierno eclesiástico en descomposición».
En Italia, un prelado dijo no descartar que detrás del flujo de datos estuviera
un funcionario de la curia: «Para la formación y la responsabilidad que
tenemos, estamos mal pagados. Y Roma es cara».
Por precaución se recomendó al papa que, en las conversaciones
telefónicas con su hermano Georg, no hablara de asuntos internos del
Vaticano; su teléfono podía estar «pinchado». Como medida suplementaria
debía crearse una comisión de investigación independiente de la Secretaría
de Estado, que informara directamente al pontífice, no a Bertone. A
Benedicto le pareció bien la idea, y el 31 de marzo de 2012 –dos días
después de su regreso de México y Cuba– convocó a un grupo de personas,
entre las que se contaban el cardenal español Julián Herranz, el cardenal
eslovaco Jozef Tomko y el cardenal italiano Giovanni Angelo Becciu. Dado
su rango, ellos tres podían interrogar a miembros del Colegio Cardenalicio,
que solo estaban obligados a revelar información a otros purpurados. Y
puesto que los tres superaban los ochenta años, ninguno podía ser papabile
en un eventual cónclave, por lo que era de suponer que no estarían movidos
por ambiciones personales.
La traición de alguien perteneciente a su entorno más cercano, las
deshonestas maquinaciones, el mobbing o acoso entre personas consagradas
a Cristo no podían, por supuesto, sino afectar al papa; pero no eran en
realidad una sorpresa. Como conocedor de la historia de la Iglesia, sabía
que el centro del cristianismo había estado expuesto desde siempre a
ataques muy especiales. Por lo demás, era una idea ingenua suponer que allí
donde todo gira alrededor de la santidad no puede uno encontrar más que
comportamientos santos. ¿No tuvo la Reforma protestante también su punto
de partida en la corrupción de la curia romana? «Corrupción en el sentido
más verdadero de la palabra, tanto intelectual como sensual», afirma
Vladimir d’Ormesson. El «deterioro del prestigio papal» a ello asociado,
prosigue el escritor y diplomático francés, engendró en Entero, Zuinglio,
Calvino y sus discípulos «un verdadero odio a Roma que terminó
desplazando a la obediencia al magisterio supremo de la Iglesia, originó la
doctrina de la justificación por la sola fe y el principio de Escritura» y
propició la fragmentación de la Iglesia [5].
Por otra parte, ¿no se correspondía precisamente con la lógica del
proceso de purificación el hecho de que Benedicto se hubiera propuesto
sacar ahora a la luz toda esta suciedad? Quien limpia remueve el polvo. La
renovación es imposible sin apartar lo que ha devenido infructuoso. Puede
sonar paradójico, pero lo malo tuvo también su lado positivo. Hizo que se
volviera a plantear la pregunta fundamental: ¿qué es erróneo y qué
correcto? ¿Qué es mentira y qué verdad? Benedicto sufrió con los traidores
que, cual ángeles caídos, permanecían presos de su mala conciencia; pero
de algún modo también transmitió el convencimiento de que algunas cosas
deben ser cómo son para que lo que tiene que acontecer se cumpla. «No sé
lo que me espera», afirmó el 16 de abril de 2012 ante la curia reunida con
ocasión de su octogésimo quinto cumpleaños; «pero sé que la luz de Dios
existe, y esto me ayuda a avanzar con seguridad».
Gianluigi Nuzzi era lo suficientemente profesional para saber cómo
convertir un chisme en un éxito de ventas. El 18 de mayo de 2012 publicó
el Corriere della Sera un anticipo de su nuevo libro de investigación. Una
semana más tarde, la obra llegó a las estanterías de las librerías. Su título:
Sua Santità: Le carte segrete di Benedettto XVI (en la versión española: Las
cartas secretas de Benedicto XVI) [6]. En la introducción, el periodista
acentúa que, gracias a los «documentos secretos de Benedicto XVI», todo el
mundo puede echar un vistazo a «la embarazosa situación en la que día tras
día se encuentra la Iglesia». En medio de esta maleza, el papa mismo es, a
juicio de Nuzzi, una figura luminosa y un pastor «que conoce en detalle los
puntos neurálgicos de la vida diaria y trata sin duda de introducir cambios».
Benedicto exige «un aggiornamento continuado, una reforma de todos los
asuntos que más lastran a la Iglesia». A su informante, el «hombre valiente»
con el alias «María», solo lo mueve, asegura Nuzzi, el amor a la Iglesia.
Mediante la delación de secretos quiere librarse del «insoportable
sentimiento de complicidad con todos los que, conociendo la situación,
callan». Y es que en el Vaticano, según él, reina la hipocresía. «María»
forma parte, dijo Nuzzi repitiendo la explicación dada en televisión en
enero, de un «grupo de personas [dentro del Vaticano] que quieren levantar
acta de las injusticias y actuar contra ellas». Esas personas estarían
frustradas por «la proliferación de actuaciones abusivas contrarias a
derecho, intereses personales y verdades reprimidas». Su esperanza sería
contribuir con sus indiscreciones a «acelerar las reformas de Benedicto
XVI». Todas son, concluyó el periodista, «católicos decentes» y honrados
[7].

Sua Santità incluye veinticinco documentos confidenciales, impresos en


facsímil. En un texto ágil, Nuzzi habla de redes de relaciones, personajes
ambiciosos, agentes secretos e intromisiones en los asuntos de Italia. «No se
trata de grandes secretos», resume el escritor Christian Feldmann; «hay un
par de diletantes intentos de soborno: un presentador de televisión envía
10.000 euros “para las actividades caritativas del papa” y solicita
discretamente una audiencia privada para su familia [...]; un empresario del
Piamonte quiere entregarle a Benedicto una cara trufa porque está
entusiasmado por los llamamientos papales a la conservación de la creación
(se acepta la trufa y se entrega al comedor social de Cáritas para que la
disfruten los sintecho)». A ello se añaden «agotadores escritos de
agradecimiento, quejas narcisistas, el critiqueo y el ir y venir de
comentarios relevantes característico de toda oficina» [8]. La corresponsal
del Süddeutsche Zeitung, Andrea Bachstein, afirmó con calma: «Los hechos
eran, en su mayor parte, ya conocidos». Lo que algunos presentaban como
«injerencia explosiva» perfectamente podía «considerarse también normal».
Hasta el «destapador» Gianluigi Nuzzi admitió que lo singular de los
documentos reproducidos en su libro radicaba sin más en que «aquí
tenemos documentos inéditos de un papa todavía en ejercicio».
En comparación con las noticias que semana tras semana pueden leerse
en la sección de información económica de cualquier diario, las pruebas
aducidas en el libro de investigación de Nuzzi sobre mala gestión y
artimañas con transferencias bancarias tienen un alcance más bien modesto.
Lo que conmocionó del Vatileaks fue más bien la magnitud de las peleas de
gallos, así como los mecanismos de un sistema en el que las relaciones
personales pesan con frecuencia más que la competencia técnica. Ya solo el
lenguaje hacía que al lector moderno aquello le sonara a escenas de un
drama histórico. Por ejemplo, cuando en las cartas se hablaba
reiteradamente de «sinceros sentimientos de la más profunda veneración» y
se firmaba como «el más sumiso hijo de Su Santidad». O cuando alguien,
en una carta a un cardenal, le decía estar «afligido sobre todo por el hecho
de tener que molestarle, cuando bien sé cuán grandes preocupaciones le
atormentan a diario. Dios sabe cuánto desearía ser capaz de solucionar yo
mismo la desagradable situación en que me encuentro».

En la crítica del arzobispo Viganò, a quien Benedicto XVI había


nombrado personalmente para poner orden en las finanzas de la Ciudad del
Vaticano, se trataba, entre otras cosas, de la reiterada adjudicación de
encargos a las mismas empresas a precios enormemente inflados. Viganò
había hecho una buena limpia. Pero en marzo de 2011 Bertone, el cardenal
secretario de Estado, notificó al arzobispo su nombramiento como nuncio
apostólico en Estados Unidos. Viganò, que estaba convencido de ser
víctima de un complot, imploraba, por tanto, directamente al papa: «Santo
Padre, mi traslado de la administración creará una profunda inseguridad y
aflicción [...] en quienes allí piensan que sería posible acabar con numerosas
prácticas de corrupción y prevaricación». Pero todo fue en vano. En
noviembre de 2011, el arzobispo tuvo que cruzar el Atlántico.
En una de nuestras conversaciones, Benedicto XVI rechazó el reproche
de que el traslado de Viganò había sido una represalia: «El asunto es muy
complicado», explicó. «Él era el segundo de a bordo del Governatorato. [...]
Bueno, Viganò removió allí muchas cosas. En parte, pero solo en parte,
probablemente con razón». Él mismo, como superior último, tuvo ocasión
de hablar al respecto con el cardenal Lajolo, el responsable del
Governatorato: «Me dijo que sin duda Viganò tenía razón en algunas cosas,
pero que había creado un ambiente de sospecha generalizada de todos
respecto a todos. Que ellos intentarían solucionar los problemas; Viganò,
empero, no podía seguir allí. Cuando de repente falleció el nuncio en
Estados Unidos, uno de los puestos más importantes, de mayor rango y de
verdadera exigencia, dijimos: este es el momento, ahora puede salir de aquí
y empezar en Washington de nuevo. No cabía duda de que era una persona
íntegra y capaz. Y así, aquello fue para mí un signo de la providencia. En
este sentido, no fue un castigo, en absoluto, pues en aquel momento no
podría habérsele ofrecido un puesto más elevado» [9].

La publicación de Sua Santità representó para Nuzzi un grandioso éxito


de ventas; para su principal informador, el «cuervo», en cambio, el final.
Como uno de los lectores que estudiaron el libro línea a línea, Georg
Gänswein tropezó con un pasaje revelador. Enseguida le explicó al papa
Benedicto que su impresión era «que alguno de nosotros está compinchado
con esta persona. O soy yo mismo; o es mi compañero o el mayordomo o
una de las Memores; o es la hermana Birgit. Lo que puso a Gänswein sobre
la pista correcta fue el facsímil del balance anual de cuentas de la
«Fundación Joseph Ratzinger/Benedicto XVI», de 30 de noviembre de
2011, que había llegado al despacho papal directamente, sin pasar por
ninguna otra instancia del Vaticano. En consecuencia, solo podían haberla
visto el papa, su secretario... y una persona que tuviera acceso a sus
despachos.
Ese mismo martes por la mañana, Gänswein convocó a la familia papal,
con algunos originales de los documentos reproducidos en el libro de Nuzzi
en la mano. Sin rodeos, se dirigió al mayordomo; «Tengo la fundada
sospecha de que estos documentos, publicados en este libro, han salido de
aquí a través de su escritorio. Porque solo Ud. y yo los conocíamos. Yo no
he sido; así que únicamente puede haber sido Ud.». Puesto que Gabriele
negó con rotundidad la acusación, Gänswein informó al santo padre durante
la comida de que había mandado de momento a Paolo a casa: «Es mejor así,
porque ya no confío en él».

Este padre de familia con tres hijos había comenzado su carrera en una
de las cuadrillas que pulimentaban el suelo de mármol de la basílica de San
Pedro para que estuviera siempre resplandeciente. Desde 2006 trabajaba
como mayordomo o ayuda de cámara de Su Santidad en el apartamento
papal, aunque su predecesor, Angelo Gugel, tenía al entonces recién
cuadragenario por demasiado ingenuo y no quiso avalarlo. Un puesto así –
de absoluta confianza, en la inmediata proximidad de Su Santidad– exigía,
según Gugel, un carácter maduro. El arzobispo Paolo Sardi, de la Secretaría
de Estado, había recomendado en su día a Gabriele al arzobispo james
Harvey, prefecto de la Casa Pontificia, quien a su vez se lo recomendó a
Gänswein cuando se jubiló Gugel. «Pensé que se trataba de una persona
noble, leal, no ambiciosa. Así me lo presentó también Harvey». A Paolo se
le asignó para él y su familia una bonita vivienda en un edificio situado
detrás de la iglesia de Santa Ana. Ingrid Stampa vivía dos pisos más abajo y
visitaba a menudo a la familia. El mayordomo ayudaba al papa a levantarse,
le servía la comida, recibía en las audiencias los regalos que se le hacían al
pontífice y preparaba a última hora de la tarde el dormitorio de Benedicto
de forma que estuviera listo para el descanso nocturno. Le hacía la maleta
para los viajes y acompañaba a su jefe a los países más lejanos. Todo el
mundo consideraba al reservado mayordomo, al que muchos llamaban
Paolino, un poco cándido, pero también absolutamente leal. El propio papa
«quería» a Paolino «como un hijo», informó Bertone.

Con todo, aún no se cerró el lazo alrededor del ladrón del Palazzo
Apostólico. En la audiencia general del miércoles, Benedicto prosiguió sus
meditaciones sobre la oración de san Pablo. Recordó que el apóstol había
sufrido con frecuencia terriblemente, pero nunca se había desalentado.
Luego, aludió por primera vez al caso Vatileaks: «Los sucesos de estos días
que afectan a la curia y a mis colaboradores han colmado de tristeza mi
corazón», admitió. Sin embargo, las informaciones publicadas en algunos
medios están, dijo, con frecuencia infladas. Van «bastante más allá de los
hechos» y «no» se corresponden «con la realidad». Luego, el papa
proclamó: «Por eso me gustaría manifestar de nuevo mi confianza y mi
aliento a mis colaboradores más estrechos, así como a todos los que a diario
me ayudan con fidelidad, espíritu de sacrificio y sosiego a desempeñar mi
ministerio» [10].
Según afirmaciones de los cuatro policías que el 24 de mayo de 2012, de
las 15:00 a las 23:00, registraron la vivienda familiar del mayordomo del
papa, se encontraron con una imagen terrible. Pues Gabriele, quien
entretanto contaba 46 años, había acumulado durante años, como un
auténtico cuervo, todo lo que le caía en las manos. En un montón de
material arrojado sin orden ni concierto, los investigadores encontraron
innumerables papeles y también documentos extraídos del Palacio
Apostólico (algunos con la anotación a mano en alemán: Vernichten!,
«Destrúyase»). Pero Gabriele no solo había hecho acopio de
documentación, sino que también se había apropiado de una pepita de oro
peruano que una familia le había regalado al papa en una audiencia, un
cheque por valor de más de 100.000 euros extendido por la Universidad
Católica San Antonio de Murcia y una valiosa edición de la Eneida de
Virgilio de 1581.
Los policías terminaron llevándose de la vivienda de Gabriele 82 cajas
llenas de documentos fotocopiados. Cartas de políticos, correspondencia
entre el papa y los cardenales, documentos sobre la masonería y diversas
logias y servicios secretos, además de estudios sobre cómo ocultar archivos
JPG y Word o cómo utilizar un teléfono móvil sin dejar rastro, así como
varios portátiles, innumerables lápices USB, dos discos duros, diversos
chips de memoria, una Playstation, un iPad, dos maletas de piel y dos
bolsas de plástico amarillas llenas de más cartas.
Gabriele fue detenido in situ y encerrado en los calabozos de la
gendarmería vaticana cuatro días después de la publicación de Sua Santità.
Resulta extraño que no aprovechara los dos días transcurridos tras su
desenmascaramiento por el secretario del papa para llevar su botín a lugar
seguro, casi como si hubiera esperado al arresto como una liberación.
Georg Gänswein se sentía culpable de haber faltado a su deber de
supervisión y solicitó ser relevado del cargo: «Santo Padre, soy responsable
de la contratación de esta persona. Formalmente soy su superior. Le pido
que me encomiende otra tarea». La respuesta de Benedicto fue concisa y
clara: «Ni hablar de ello» [11].
Quien sí que realmente perdió su puesto ese mismo día fue el
responsable del Banco Vaticano, el IOR, Ettore Gotti Tedeschi. El consejo
de administración le retiró la confianza por unanimidad. En el acta de cese,
que se hizo llegar a la prensa, se dice que el catedrático de Ética Financiera
no había «cumplido alguna de sus más importantes tareas» y había
difundido de «forma imprudente» informaciones falsas, dividido al personal
y mostrado una conducta «extravagante» [12]. Sin embargo, poco tiempo
después el Consejo de Europa, tras una auditoría en profundidad, dio al IOR
una buena nota intermedia. Según Moneyval, una comisión para la lucha
contra el blanqueo de dinero, la Santa Sede «ha conseguido mucho en poco
tiempo». En muchas categorías, se decía en su informe, el Banco Vaticano
había obtenido mejor valoración que algunos países de la UE. El caso
siguió siendo sospechoso. En el IOR, Tedeschi estaba enfrentado con la
junta directiva y el director general, Paolo Cipriani. Era evidente que
también se había ganado como enemigo al cardenal secretario de Estado,
Bertone, quien nunca le perdonó que colaborara con las autoridades
estatales en el escándalo de blanqueo de dinero. Un año más tarde, el 7 de
febrero de 2013, Benedicto le reiteró su confianza al banquero, aunque no
consideró conveniente revertir el cese. En sustitución de Tedeschi nombró
al asesor financiero y jurista alemán Ernst von Freyberg, al que encomendó
expresamente el encargo de seguir limpiando el Banco Vaticano y hacer
transparente el sistema.
Justo a la mañana siguiente del arresto de Gabriele, el viernes 25 de
mayo de 2012, la fiscalía empezó a interrogarlo. «Para mí era importante
que precisamente en el Vaticano se garantizara la independencia de la
justicia», explicó el papa en una de nuestras entrevistas, «que no dijera el
monarca: ahora tomo yo esto en mis manos; en un Estado de derecho, la
justicia debe llevar su propio camino. Después, el monarca, si quiere, puede
indultar; eso es otra cosa».
Quedaban bastantes preguntas por responder, para iluminar la oscuridad.
El propio Gabriele había contactado con Nuzzi. Pero ¿entregó realmente
una copia de los documentos al antiguo cardenal secretario de Estado,
Sodano, antes de pasárselos al periodista de investigación [13]? ¿Quiénes
eran las personas del grupo de «María», de las que Nuzzi habló tanto en su
intervención televisiva como en su libro? ¿Y a quién beneficiaban
realmente las revelaciones?

Poco tiempo después del desenmascaramiento de Gabriele, la campaña,


que llevaba ya meses en marcha, mutó de repente en un chantaje a Georg
Gänswein. El 2 y el 3 de junio de 2012, La Repubblica presentó tres nuevos
documentos salidos supuestamente del Vaticano. Las cartas estaban
tachadas en negro de suerte que únicamente se veían el encabezamiento y la
firma de Gänswein. La Repubblica dijo que un informante anónimo había
amenazado con realizar nuevas revelaciones si el papa no despedía de
inmediato a su «incompetente colaborador». Las supuestas «pruebas»,
resume el secretario particular del papa, habían sido «inventadas». Y el
ataque «cesó relativamente pronto. De ello no volvió a saberse nada».

En el Vaticano, Paolo Gabriele era conocido como un hombre sociable


que, de vuelta a casa desde el trabajo, se paraba un día aquí, otro día allá
para charlar un poco. Muchos lo tenían por una persona que buscaba
reconocimiento, pero a la vez introvertida. Y, sin embargo, tras la máscara
del hombre reservado y siempre respetuoso con las formas se escondía
alguien muy distinto. «Estaba obsesionado con los servicios secretos y
cosas por el estilo», refiere Gänswein. En la investigación se puso de
manifiesto que ya unas cuantas semanas tras su contratación copió en
secreto algunas cosas. La pregunta era si su manía se había transformado
por sí sola en actuar compulsivo o si existía un entorno que directa o
indirectamente lo alentaba a realizar tales acciones. Sea como fuere, la
primera persona con la que contactó tras ser detenido fue Ingrid Stampa,
que a la sazón se encontraba en Alemania.
A mediados de agosto, el portavoz del Vaticano, Lombardi, por deseo
expreso del papa, puso a disposición de cientos de periodistas en la sala de
prensa del Vaticano la acusación contra Gabriele, que abarcaba 35 folios.
Según este documento, el mayordomo del papa declaró que, «como agente
del Espíritu Santo», había querido descubrir, en colaboración con el sumo
pontífice, casos de corrupción y otros males. Un informe psicológico
pericial sobre la imputabilidad de Gabriele encargado por el juez instructor
certificó que el acusado era fácilmente influenciable y se distinguía «por
una inteligencia simple y una personalidad frágil, con tendencias
paranoides». Al mismo tiempo podían constatarse «conducta obsesiva en lo
relativo tanto al pensamiento como a la acción (meticulosidad, tenacidad),
sentimientos de culpa y megalomanía, todo ello unido al deseo de actuar en
conformidad con un ideal personal de justicia» [14].
El proceso ante el tribunal vaticano comenzó el 29 de septiembre. Lo
dirigió su presidente, Giuseppe Dalla Torre. A Gabriele se le acusó de robo,
no de alta traición. El delincuente podía ser condenado a una pena de hasta
seis años de cárcel. Claudio Sciarpelletti tuvo que responder como cómplice
de robo. Sobre este informático de la Secretaría de Estado del Vaticano se
cernía la amenaza de un año de cárcel, por haber guardado en un cajón de
su oficina un sobre dirigido a Gabriele con trozos de documentos, si bien –a
petición de la defensa– esta pieza fue separada del proceso principal. Ante
el tribunal, Gabriele declaró que él mismo había entregado el sobre a
Sciarpelletti para que este estuviera informado sobre cuál era la situación en
el entorno del papa.

Lo habitual es que en el tribunal de la Ciudad del Vaticano se juzguen


delitos de menor calibre, por ejemplo, hurtos de cartera; hasta entonces,
nunca había tenido lugar un proceso como este. Paolo Gabriele,
impecablemente vestido con camisa blanca y traje gris se sentó en el
banquillo de los acusados. En la sala había justo dieciocho asientos para
espectadores. Para seguir el proceso, se permitió la entrada a ocho
periodistas de medios de comunicación civiles y dos representantes de
Radio Vaticano. Gabriele admitió su culpabilidad. Había actuado, dijo, con
la intención de evitar daños al papa y a la Iglesia. Estaba persuadido de que
«el papa era manipulado». Pues en la mesa hacía a veces preguntas a sus
secretarios sobre cuestiones de las que en realidad debería haber estado
informado. Eso lo había agitado e inquietado. Al principio había copiado
documentos solo para sí mismo, dijo, a fin de hacerse una imagen más
precisa. Solo más tarde se le ocurrió hacérselos llegar a algún medio de
comunicación. A partir de entonces, empezó a hacer siempre dos copias,
una para él y otra para la opinión pública. Las suyas se las entregó primero
a un confesor, el «padre Giovanni» (el clérigo denominado en el escrito de
acusación «Testigo B» declaró que quemó las fotocopias que Gabriele le
entregó en un archivador tamaño DIN-A4 con el escudo de armas papal). Al
respecto había charlado, afirmó el exmayordomo, con «un número
inmenso» de personas. Sin embargo, no las denominaría «cómplices».
Solamente había hablado con ellas sobre el «ambiente general». En el
interrogatorio había mencionado ya, recordó, a una serie de personas que de
algún modo habían «influido» en él, por ejemplo, el cardenal Paolo Sardi, el
cardenal Angelo Comastri, el obispo Francesco Carina y la profesora Ingrid
Stampa. «No me siento culpable de un robo», declaró Gabriele; «pero me
siento culpable de haber abusado de la confianza que el santo padre había
depositado en mí».
Tras cuatro sesiones, el proceso concluyó el 6 de octubre. Tanto la
defensa como la fiscalía sostuvieron la tesis de que el exmayordomo papal
había actuado en solitario. Gabriele fue condenado a dieciocho meses de
prisión por robo. El 25 de octubre de 2012 empezó a cumplir la pena en la
prisión del Vaticano. El 22 de diciembre de 2012, Benedicto XVI lo visitó,
perdonó y eximió de cumplir el resto de la pena. Gabriele fue puesto en
libertad ese mismo día y regresó junto a su familia. «Estaba conmocionado
por lo que había sido capaz de hacer», me contó el papa sobre el encuentro
con su antiguo ayuda de cámara. «No quiero analizar su personalidad. Es
una mezcla extraña, lo que se le sugirió o lo que él se autosugestionó. El
caso es que comprendió que no debería haber hecho eso y que
sencillamente iba por un camino equivocado» [15].
Aunque Gabriele habló de personas de contacto, ninguna de las que
mencionó fue citada para ser interrogada, ni siquiera el periodista de
investigación Nuzzi. Los vaticanistas dudaban de que no hubiera aceptado
dinero para mejorar su sueldo de 1.500 a 1.800 euros mensuales. Un
modelo explicativo del posible trasfondo del Vatileaks lo ofreció algo más
de dos mes antes del comienzo del proceso el corresponsal del diario
alemán Die Welt para Italia y el Vaticano, Paul Badde. El artículo había
aparecido el 15 de julio únicamente en la edición digital del diario. Badde
tenía buenos contactos en el Vaticano y sabía cómo funcionaban las cosas
gracias a concienzudas investigaciones. Sin embargo, el artículo tan solo
adquirió repercusión cuando Marco Ansaldo, corresponsal en Turquía del
diario liberal de izquierdas La Repubblica, descubrió la historia que contaba
Die Welt en internet y llenó con ella cuatro páginas de la edición del
rotativo italiano del 23 de julio. El tema cobró con ello un aspecto nuevo y
delicado que hizo que saltara a los titulares de la prensa internacional.
Los dos periodistas, tanto el de Die Welt como el de La Repubblica,
llegaban a la conclusión de que tras el robo se ocultaban instigadores, que
habían actuado por celos incontenibles. Nombraban en concreto a Ingrid
Stampa, Josef Clemens y Paolo Sardi. En el teléfono móvil del mayordomo
habían quedado registradas conversaciones con ellos. Stampa no solo vivía
en el mismo edificio que Gabriele, sino que visitaba a menudo la vivienda
de este: «Nadie en el Vaticano tenía una relación tan cercana con el ladrón
como ella». En el obispo curial Clemens, antiguo secretario de Ratzinger,
quien «albergaba una envidia verdaderamente irracional a su sucesor», y en
su conocido de muchos años, Paolo Sardi, de la Secretaría de Estado, había
encontrado Stampa compañeros de viaje. «No resulta demasiado
especulativo afirmar», resumía Badde, «que estas tres personas –en diverso
grado– apoyaron o estuvieron junto a o detrás de Paolo Gabriele» [16].
Stampa y Clemens rechazaron las acusaciones; la Oficina de Prensa del
Vaticano se vio obligada a protestar tan enérgicamente como la Secretaría
de Estado. Los artículos se basaban en «interpretaciones y afirmaciones
falsas e infundadas» para las que no existía ninguna prueba objetiva y
constituían un «grave atentado» al honor de las personas concernidas. Tanto
Die Welt como La Repubblica mantuvieron su presentación de los hechos.

El 17 de diciembre de 2012 se le entregó al papa la versión final del


informe elaborado por una comisión especial. En uno de los capítulos se
hablaba también de un lobby homosexual dentro de la curia, que disponía
como lugares de encuentro de una villa fuera de Roma, una sauna en el
suburbio de Quarto Miglio y un salón de belleza en el centro histórico de
Roma. Nunca han cesado las especulaciones de que fue precisamente este
informe lo que movió a Benedicto XVI a renunciar al ministerio petrino. En
realidad, cuando le presentaron el informe, hacía ya tiempo que había
decidido dar dicho paso. Además, el informe no tenía trescientas, sino
treinta páginas; el resto eran apéndices con diferentes pruebas. Aparte de
los tres cardenales de la comisión, solo el papa y su secretario conocían el
contenido. Por encargo de Benedicto, Gänswein se ocupó de ordenar los
documentos y preparar una síntesis de unas nueve páginas, para poder
entregársela a quien saliera del cónclave como sucesor suyo. De hecho,
estos documentos se encontraban en esa gran caja colocada en la mesa baja
junto al sofá de Castel Gandolfo que se ve en la foto de prensa que
documentó el primer encuentro entre el papa emérito y el papa recién
elegido en marzo de 2013.
El propio Benedicto afirmó en una de nuestras conversaciones que estos
sucesos no le afectaron demasiado, «al menos no hasta el punto de caer en
una suerte de desesperación o melancolía». La conducta de su mayordomo
le resultaba «sencillamente incomprensible». El Vatileaks tampoco lo había
llevado a sentir hartazgo del ministerio: «Pues algo así siempre puede pasar,
¿no? Pero sobre todo uno no debe huir mientras la tormenta azota; es
entonces cuando hay que mantener el tipo». Sobre las especulaciones de
que Paolo Gabriele posiblemente tuviera cómplices, dice: «Puede ser, pero
no lo sé». Sea como fuere, «no se encontró nada». Que en el Vaticano,
donde hay unos 3.000 trabajadores en la curia y otros 2.000 en la
administración estatal, con personalidades, nacionalidades y formas sociales
tan diversas, existan también juegos de poder, celotipias y afán de hacer
carrera resulta ciertamente triste, pero es humano, demasiado humano: «En
un organismo tan grande es imposible que todo el mundo sea bueno». Pero
Benedicto asegura que en el Vaticano ha «conocido tanta gente realmente
buena, tantas personas verdaderamente íntegras que trabajan con una
entrega total desde la mañana hasta la noche, que eso para mí contrapesa lo
otro». Por eso no puede menos de afirmar: «¡Así es el mundo! Ya no nos lo
advirtió el Señor. Los peces malos también están en la red».
Georg Gänswein considera retrospectivamente que, en conjunto, la crisis
del Vatileaks fue «bastante menor» de lo que dieron a entender los medios
de comunicación. Lo realmente decisivo resultó ser «que los obispos
perdieran la confianza y pensaran que, si escribían personalmente al papa, la
carta terminaría en la prensa. Pero todo lo demás ha ocurrido ya también en
otros lugares» [17]. A despecho de las buenas intenciones y las medidas de
precaución, después del Vatileaks 1.0 aconteció de hecho un Vatileaks 2.0,
esta vez durante el pontificado del papa Francisco. Tuvo que ver de nuevo
con manejos financieros y con revelación de secretos, y nuevamente fue
Gianluigi Nuzzi quien publicó libros con el material filtrado. A principios
de noviembre de 2015 se produjo la detención –y subsiguiente condena– de
destacados miembros de la comisión auditora COSEA, creada por
Francisco, aunque la Secretaría de Estado había advertido de su falta de
fiabilidad. «Pienso que fue un error», reconoció Bergoglio más tarde. En
ello, recordó los esfuerzos de su predecesor por «combatir la corrupción»:
«Fue el primero que lo denunció [...]; lo elegimos por esta libertad para
llamar a las cosas por su nombre» [18].
También el arzobispo Viganò volvió a dar qué hablar. Tras regresar de
Estados Unidos, publicó un dosier con acusaciones de encubrimiento de
casos de abusos contra menores perpetrados por jerarcas eclesiásticos, entre
ellos el cardenal Theodore McCarrick, arzobispo de Washington, DC, quien
se habría aprovechado de seminaristas en incontables ocasiones. Benedicto
XVI había procedido contra McCarrick; Francisco, sin embargo, había
levantado de facto las sanciones. Aunque Viganò supuestamente había
informado al papa Bergoglio de los delitos del cardenal, se permitió a
McCarrick realizar tareas diplomáticas para la Santa Sede, por ejemplo, en
las negociaciones con la República Popular China, que terminaron
desembocando en un acuerdo secreto que subordinaba la Iglesia clandestina
china, fomentada por Benedicto, a las autoridades estatales. A diferencia de
los casos que afloraron durante el pontificado de Benedicto XVI, los
escándalos que han estallado en tiempos de su sucesor han encontrado
escaso eco en los medios de comunicación. Esto resulta especialmente
llamativo, opina el obispo holandés Robertus Mutsaerts, «porque esos
mismos medios consideraban natural criticar a Juan Pablo II o a Benedicto
XVI. Por el contrario, todos los que critican al papa Francisco son
arrinconados porque supuestamente forman parte de un complot» [19].

Paolo Gabriele, quien, como el cuervo de san Benito, al parecer quería


proteger a su señor, tuvo que abandonar el Vaticano. Benedicto XVI se
ocupó de buscarle un puesto de trabajo. El exmayordomo tuvo que
comprometerse por escrito a no conceder entrevistas ni, menos aún, escribir
un libro. Sin embargo, su nuevo trabajo en el hospital infantil católico
Bambino Gesù debía recordarle a diario su incorrecta conducta. En la
clínica trabajaba como impresor. ¿Dónde exactamente? En la sala de
fotocopiadoras.
73
La renuncia

R oma, lunes 11 de febrero de 2013. Poco antes de las seis de la mañana,


el papa se levanta de la cama. Una oración sosegada, un poco más
intensa de lo acostumbrado, eso sí: «Te adoro, mi Dios, te amo de todo
corazón». En tiempos de Pío XII, el protocolo vaticano concedía al santo
padre hora y media para su aseo matutino. A Pío le bastaba con 45 minutos.
Se afeitaba con una máquina eléctrica; y mientras lo hacía, hablaba con un
jilguero que regularmente acudía a la abierta ventana de su cuarto de baño.
Lo llamaba Gretel.
Benedicto XVI camina con sus cortos pasos, ahora hacia acá, ahora hacia
allá. Disfruta estos escasos minutos del día que no estaban planificados.
Perder un poco el tiempo nada más levantarse es uno de los escasos lujos
que se concede. Luego dedica algún tiempo a lecturas personales, cartas,
apuntes, que han quedado arrinconados en el intenso trabajo cotidiano. Al
igual que Albert Einstein, evitaba complicaciones, para no derrochar
innecesariamente energía y menoscabar así su labor intelectual. Pero hoy
todo es distinto.

Es el día más difícil en sus ocho años de ministerio pontificio. Quizá


incluso el más difícil de toda su vida. Cuando haya pasado, el papado nunca
volverá a ser juzgado como hasta ahora. No ha dormido especialmente bien,
«pero tampoco del todo mal», como más tarde dirá, «pues el trabajo interior
ya estaba hecho». Y ello le confería sosiego y seguridad. A su secretario,
que quería que reconsiderara su decisión, le había dicho con severidad: «He
luchado con el Señor». La decisión era definitiva. «¡No se hable más!» [1].
El papa está junto a la ventana. Su mirada vaga desde el obelisco en el
centro de la plaza de San Pedro hasta la fachada de la basílica. Por la
mañana temprano, cuando los santos todavía duermen, la reina de todas las
plazas se halla envuelta en una niebla como de lágrimas. Pronto se
marchará la Guardia Suiza, vendrán los cocheros de los simones, los
sintecho en abrigos remendados, las escolares de Sicilia, que parpadean con
ojos somnolientos desde rostros virginalmente florecientes. A las siete abre
sus puertas el mayor templo del mundo a la numerosísima multitud humana
que acude todos los días. El papa mismo acaba de establecer un récord. Las
cuentas de Twitter recién abiertas a su nombre han alcanzado al cabo de tan
solo un día el medio millón de seguidores. Nadie había conseguido hasta
ahora tantos followers en tan poco tiempo.

Aún reina la tranquilidad en el inmenso óvalo. ¡Cómo se había quejado


Miguel Ángel al papa de entonces cuando trabajaba en el enorme edificio!
«Soy Vuestra mula, Santidad», le reprochó, «y cuanto más me vuelco en el
trabajo, menos suscito Vuestra misericordia». ¿No era también él, el papa
alemán, un trabajador extraordinariamente diligente? ¿No se había volcado
en el trabajo como ningún otro, sin que su entrega hubiera suscitado
compasión alguna?
Solamente dos días antes había saludado en la plaza de San Pedro a
4.500 caballeros de la Orden de Malta y luego, por la tarde, había
presentado a los seminaristas de la diócesis de Roma, improvisando, una
breve síntesis de su teología. El domingo había rezado desde su ventana,
como acostumbraba, el ángelus con los creyentes congregados en la plaza
de San Pedro. «Que los fracasos y las dificultades no induzcan al
desánimo», pues «a nosotros nos corresponde echar las redes con fe, el
Señor hace el resto».
Desde 1730, ningún otro papa había sido elegido con mayor edad que él.
Entretanto se ha convertido en el papa más longevo de todos. Juan Pablo II
murió seis semanas antes de cumplir los 85. A él le han implantado hace
algo más de dos meses, a los 86, un nuevo marcapasos. Sin embargo, no ha
dejado de ejercer el ministerio ni uno solo de los casi 3.000 días que hasta
ahora lleva de pontífice. «Joseph, escucha», le había rogado su amigo de
Colonia; «vas a pensar que estoy loco, pero me da igual». Su escéptica
mirada no había desalentado al cardenal Meisner: «¡Tienes que ser papa! En
la actual situación no encontramos a nadie más adecuado».
¿No debería haber rechazado la sede de Pedro cuando se la ofrecieron?
¿No era ya entonces, en el fondo, un hombre enfermo, exhausto, anciano
que anhelaba paz, que anhelaba una vida de espiritual retiro? Una vez
jubilado, habría asumido con gusto la dirección de la Biblioteca Vaticana. Y
habría escrito aún, a ratos sueltos, algún que otro libro. Nunca había querido
ser un personaje público, estar de continuo bajo los focos. Multitud de
personas, incesantes reuniones, mil obligaciones.
¿No había podido tener al menos la esperanza de que su pontificado no
duraría mucho? Todo lo había planteado pensando en un pronto fin. Por eso,
no había empezado su serie de encíclicas sobre las virtudes teologales –la
fe, la esperanza y la caridad– por la primera virtud, sino por la principal de
las tres: la caridad. Había dispuesto que sus Obras Completas no se
publicaran por orden cronológico, sino empezando por el sector más
importante para él: la liturgia. Incluso en su cristología no dedicó la primera
parte al nacimiento y la infancia y juventud de Jesús –sobre los que no
esperaba poder ya escribir–, sino a los aspectos centrales de la aparición de
Cristo. «Haz primero lo necesario», aconseja san Francisco, «luego lo
posible; y quizá tengas aún oportunidad de hacer lo imposible». Benedicto
XVI había seguido este consejo. «En un pontificado que comienza cuando
uno tiene ya 78 años no deben acometerse grandes cambios, que luego uno
mismo no podrá llevar a término»: de esto estaba seguro. «Hay que hacer lo
que es posible en cada instante». De ahí que viera su «principal tarea» en
«que la fe permanezca actual. Todo lo demás son cuestiones
administrativas, que no precisaban ser resueltas en mi tiempo» [2].
¿Qué había podido conseguir en realidad? El mundo había entrado en
una época poscristiana. La Iglesia había perdido fuerza para configurar la
sociedad. Las personas buscaban estímulo espiritual, si acaso, a través de
servicios de streaming o de cualquier youtuber o instagramer que
prometieran felicidad, éxito y vida realizada. ¿La sagrada eucaristía?
Prescindible en cualquier momento. Amplios sectores del clero estaban por
completo aburguesados; y el aparato laical, muchas veces cubierto con
personas que hablaban sin cesar de diálogo y de cambio estructural, pero
que ya no usaban la palabra «Cristo». La defensa de la vida en la verdadera
humanidad, que brota de su divinidad; la lucha por el bien por encargo
divino: ¿a quién le importaba todo esto? Los sacerdotes abandonaban
porque ya no veían sentido a su trabajo. Casi nadie acudía ya a confesarse.
El número de bautismos decrecía dramáticamente. Los matrimonios se
celebraban, si acaso, en el registro civil. En la santa misa, los fieles querían
que sonara música de Helene Fischer y otras estrellas pop. Y luego estaban
los terribles casos de abusos contra menores: ¿no eran estos también signos
de disolución, de descristianización del clero mismo?

A despecho de todo ello, ¿se podía dejar alguna vez de creer en un


despertar del espíritu, que, de todos modos, el hombre era incapaz de
crearse a sí mismo? «La Iglesia despierta en las almas», escribió el gran
Romano Guardini.

En un día histórico como este, a Benedicto debieron de venirle a la


cabeza imágenes de toda su vida. Las excursiones a la montaña con su
padre. El ascenso a la Kampenwand. O a la pequeña capilla a orillas del río
Salzach en la que resonó por vez primera Noche de paz, noche de amor.
Nunca había renegado de sus raíces. Amaba la piedad del pueblo llano,
capaz de bajar el cielo a la tierra. Como nieto de un panadero, por parte
materna, y de un campesino, por parte paterna, nunca había dejado de ser
un defensor de los desposeídos, sin caer en la idealización de la pobreza.

También estaban las imágenes del joven delgaducho que siempre se


mantenía un poco apartado de los demás y nadie quería en su equipo
cuando se practicaba algún deporte. El recuerdo de sus manías, que le
hacían aparecer como un talentoso genio, pero también como un solitario de
tendencias algo autistas. Las humillaciones infligidas por los esbirros nazis.
La suya había sido una trayectoria vital con vertiginosos puntos de inflexión
y silenciosos dramas, con triunfos y derrotas, que lo había aupado a una
responsabilidad que, en esa magnitud, ningún alemán había tenido antes de
él. ¡Con cuánto encanto e ímpetu había comenzado su pontificado! A su
entronización habían acudido más de 300.000 fieles y curiosos, que
embelesados escuchaban cada una de sus palabras. Sus libros habían
tomado por asalto las listas de superventas, Y sus discursos copaban los
titulares de la prensa internacional. Solamente durante el primer año de su
pontificado, acudieron a la plaza de San Pedro cuatro millones de personas,
que lo vitoreaban con frenesí y le reclamaban todo tipo de poses: Benedicto
con un teléfono móvil, Benedicto con casco de bombero, Benedicto con un
cachorro de león...

Quizá le habían faltado –a causa de su carácter refinado, pero también a


causa de las experiencias vividas en la época del fascismo– gestos
efectistas, esa teatralidad que tanto gusta a los medios de comunicación. Él
luchaba con la pluma, no con el bifaz prehistórico. Sus discursos estaban
escritos más para la sala de conciertos que para la plaza pública. Todo
cuanto era demasiado perfecto, grandilocuente y sin tacha, tal como les
encanta a los dictadores, le resultaba sospechoso. Por eso, había aprendido a
vivir con lo inacabado. Aquello que lo horrorizaba sobre todo era una
Iglesia que pretendiera ser una comunidad de puros. Porque ignoraba la
naturaleza del ser humano y seleccionaba a sus miembros.
Una de sus capacidades consistía en imprimir a sus textos la estructura de
una composición musical. También habría podido perfectamente improvisar
sus discursos, pero eso contradecía su sensibilidad tanto para la precisión de
los enunciados como para la belleza del lenguaje; de ahí que preparara
concienzudamente los textos importantes. «Tenga Ud. en cuenta que
siempre es el papa el que habla. Y que todas y cada una de sus palabras
debe ser digna de su ministerio», replicó Pío XII a su confesor, que le
rogaba que, por consideración a sus fuerzas, no escribiera ex profeso un
discurso para cada grupo de peregrinos, por pequeño que fuera. Y así se
llegó luego a esas incomparables frases ratzingerianas pronunciadas por
labios de un teólogo que también era poeta y cuya vena artística en nada se
vio menoscabada por el duro y exigente ministerio: «Creer no es otra cosa»,
así reza una de sus formulaciones, «que, en la noche del mundo, tocar la
mano de Dios y así, en el silencio, escuchar la Palabra, ver el Amor».
El papa regresó, arrastrando los pies, desde la ventana a su escritorio.
«La probabilidad de que Benedicto XVI dé una alegría a sus críticos
renunciando al ministerio petrino», había anunciado el Frankfurter
Rundschau tres años antes, «puede cifrarse sin temor a equivocarse en 0 %»
[3]. Entretanto, a consecuencia de una infección de mácula, había perdido
por completo la visión en el ojo izquierdo, algo que solo sabía un círculo
muy reducido. La artrosis en la rodilla derecha, por el contrario, no era ya
ningún secreto desde que llegaba a la basílica de San Pedro –algo rígido
como un muñeco que saluda– sobre ese extraño estrado de cuatro ruedas
que parecía un carro de la compra de una gran superficie de bricolaje y
construcción. Hacía tiempo que no realizaba largos viajes pastorales. Por
consideración a su frágil salud, las apariciones en público se planificaban
intentando evitarle todo esfuerzo innecesario. Se había quedado en los
huesos, y los sastres a duras penas conseguían adaptarle las vestimentas. No
daba necesariamente impresión de estar enfermo, pero no podía dejar de
percibirse la fatiga que se había adueñado de toda la persona, cuerpo y
mente. Le hacía enfadar que su memoria se estuviera debilitando. La cabeza
era, sin perjuicio de la confianza en Dios, su herramienta insustituible. Y
había empezado a avergonzarse de que esta herramienta no funcionara ya
como antes.
Es hora ya de revestirse para la misa en la capilla privada. Wojtyla casi
siempre tenía invitados a esta misa matutina. Pero él precisaba sosiego,
tomarse tiempo para sí. Quizá fuera eso un defecto, admitió en una ocasión,
pero «soy incapaz de empezar el día con encuentros. Sencillamente necesito
celebrar la misa sin mucha gente y, al terminar, orar con calma». Sin
pronunciar palabra, el secretario le alcanza el alba, el cíngulo, la estola.
También revestirse para la misa es un acto espiritual, un momento de
silencio, con el fin de prepararse para el encuentro con el Señor. El
secretario está pálido y parece totalmente agotado. Pero eso no tiene nada
de extraño. Es una de las pocas personas que está al tanto de lo que va a
ocurrir hoy. Y de esas pocas personas, no es el único que ha intentado
disuadirlo de dar el paso que tenía pensado.

El año 2012 fue uno de esos años que, a juzgar por los sucesos
exteriores, pasan a la crónica de la humanidad como más bien anodinos y
corrientes. No tienen grandes cimas ni acontecimientos mundialmente
relevantes, ni siquiera la magia asociada a un cambio de década. Barack
Obama continuaba siendo presidente de Estados Unidos; y Angela Merkel,
canciller de la República Federal de Alemania. El boxeador Vladimir
Klitschko consiguió su quincuagésima victoria por nocaut, revalidando así
su título de campeón del mundo. Los medios de comunicación celebraron la
84.ª ceremonia de entrega de los Premios Óscar en Los Ángeles, el nuevo
sistema operativo Windows 8, el 20.º aniversario del Short Message Service
(SMS) y el aterrizaje de un robot en Marte. Curiosamente, el rover de la
NASA había sido bautizado con el nombre de Curiosty. Por lo que atañe a
sucesos y catástrofes naturales, en febrero hubo una ola de frío, a causa de
la cual en Europa murieron congeladas 600 personas, en su mayoría
sintecho. En las Filipinas, un terremoto de escala 6,7 causó al menos 51
víctimas; y en Italia, dos terremotos de escala 6,1 y 5,8 se cobraron 24 vidas
humanas. Estados Unidos fue golpeado en julio por una terrible sequía, con
las temperaturas más elevadas jamás registradas en esta época del año. El
30 % de las plantas de maíz se secaron. ¡Ah, claro que sí: España se
proclamó campeona de Europa de fútbol!

No en todas partes se contaba el año según el calendario gregoriano,


introducido por el papa Gregorio XIII. Gregorio midió el tiempo según los
años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Pero en el calendario
budista no era el año 2012, sino el 2556. Según el calendario hebreo,
estábamos en el año 5772; según el islámico, en 1433; según el Vikram
Samvat, uno de los calendarios hindúes, en 2068; y según el calendario
chino, en 4708 (o 4648). Otro calendario que suscitaba fascinación, pero
sobre todo miedo, indicaba que había llegado por fin la hora, que el tiempo
terrestre había alcanzado el momento culminante.

Se trataba del legendario calendario maya, un complejo sistema de


datación asombrosamente preciso que, tras un ciclo que había durado en
torno a 5125 años, supuestamente iba a alcanzar su término el 21 de
diciembre de 2012. Un aluvión de reportajes en los medios de
comunicación, libros y programas de debate pusieron la catarsis maya de
moda: según la interpretación de cada cual, era inminente el fin del mundo,
el fin de los tiempos o el comienzo de una nueva era (o también
absolutamente nada, como sospechaban los críticos). De hecho, el 21 de
diciembre de 2012 transcurrió sin incendios ni impactos de meteoritos. Sin
embargo, el eterno calendario de los astrólogos mayas tampoco predecía
ningún acontecimiento concreto, sino en cierto modo un estado –fundado en
el flujo cósmico de energía– en el que a los sucesos terrenales les subyacía
desde siempre un sistema supraterrenal.
Según la profecía de los mayas, el 21 de diciembre la humanidad debía
de entrar en la cuarta y última fase del tiempo del universo. En vez de
alejarse del centro de la galaxia como en los siglos precedentes, en el nuevo
ciclo el eje de la Tierra avanzaba justamente hacia el centro de la Vía
Láctea. Este proceso, al que los mayas denominaban «respiración divina»,
aceleraría el tiempo y transformaría las condiciones de vida sobre la Tierra.
En una palabra: en virtud de una revolucionaria transformación de la
conciencia, el mundo pondría rumbo a una nueva era. Por lo menos en lo
relativo a la Iglesia, las predicciones de una transformación radical iban a
cumplirse. El año 2012 fue el año en que Benedicto tomó la decisión de
cambiar para siempre el papado dando un paso insólito.
La vida de Joseph Ratzinger ha estado dedicada a la pregunta de si el
hombre de Nazaret es en verdad el Hijo de Dios. Difícilmente habrá alguien
que se haya ocupado de ella de forma tan intensa, tan audaz. Con las
últimas fuerzas que le quedaban, en el verano de 2012 concluyó el volumen
final de su trilogía sobre Jesús, un texto breve, de 135 páginas en alemán
más apéndices. «Mi último libro», como dijo con mirada triste. De él,
añadió, no podía «esperarse ya mucho más». «Soy un anciano, y las fuerzas
se agotan. Creo que es suficiente con lo que he hecho». «¿Contempla Ud. la
posibilidad de renunciar al ministerio?», le pregunté. Su respuesta:
«Depende de cuánto me duren las fuerzas físicas».

La verdad era que a esas alturas luchaba ya desde hacía tiempo con la
pregunta de cuándo exactamente debía renunciar a su ministerio. La
decisión estaba poco menos que tomada, pero la lucha interior aún no había
concluido. Quienes formaban su entorno más próximo nunca lo habían visto
tan exhausto, desganado y desmotivado, casi depresivo. Su rostro parecía
chupado; y su aspecto general, débil y apagado. Se quejaba de fatiga
continua. Todo nuevo expediente que llegaba a su mesa desde la Secretaría
de Estado se le antojaba un atentado contra su vida. Aún le atormentaba la
sensación de haber dado demasiado poco; al mismo tiempo escribía a sus
discípulos que la próxima reunión de antiguos doctorandos sería
probablemente la última.

En primavera, su médico de cabecera le había dicho que su salud estaba


mejor que dos años antes, salvo por la mencionada fatiga crónica. Había
pedido un bastón, si bien todavía podía pasarse sin él; y sus colaboradores
habían reducido el número de audiencias, casi a la mitad. En cuestiones
teológicas o cuando se trataba de su libro seguía «plenamente en forma», le
parecía a la sazón al secretario Gänswein. Así, había escrito un prólogo
muy bueno al volumen de escritos sobre el Concilio que iba a publicarse en
el marco de sus Obras Completas. Pero después del ángelus y de la
audiencia general, el papa daba la impresión de estar del todo extenuado,
como refería con preocupación el secretario en el verano de 2012: «No hay
dinamismo, ya no desea seguir. Ha dado carpetazo. Tiene la sensación de
que se encuentra ahora en la recta final, de que ha hecho todo lo que le
tocaba. En realidad, ya solo quiere estar en casa, aquí en el Palacio
Apostólico y en los jardines» [4].
¿Le había afectado el Vatileaks más de lo que admitía? «El papa decía
que no», según Gänswein; «fue, por supuesto, una gran decepción. Pero,
siendo cardenal, vivió situaciones peores». Con el indulte a Paolo Gabriele,
«aquello quedó cerrado para él».
En el verano de 2012, muchas cosas recordaban a la depresión senil del
papa Gregorio Magno. En el prólogo a su libro sobre san Benito, Gregorio
confiesa que se siente casi oprimido por las múltiples tareas y obligaciones
de su ministerio: «Un día me sentí totalmente hundido por la vociferante
impertinencia de algunas personas que esperaban de nosotros soluciones a
los problemas que encontraban en sus asuntos, algo que no era competencia
nuestra». Gregorio sufría no solo por la carga de trabajo, que se le había
tornado insoportable, sino también por el alejamiento de la intención
espiritual de su ministerio. Como remedio apostó finalmente por la
memoria. La remembranza de las experiencias positivas de la infancia y la
juventud suscita en la persona la sensación de no estar expuesta con
desamparo a los cambios, de poder detener un poco el tiempo. En el caso de
Gregorio, fue la rememoración de la paz y el sosiego de un monasterio.
También como papa, Benedicto XVI había seguido siendo un escritor
teológico. Sus discípulos se hacían lenguas de que siguiera al tanto de tal
cantidad de literatura teológica y fuera capaz de asimilar su contenido.
Cuando en julio de 2012, durante las vacaciones, concluyó el tercer
volumen de su obra sobre Jesús, se vio cumplido un último deseo. En ese
proyecto largo tiempo albergado había conseguido contraponer a la
tambaleante imagen de Dios y de Cristo la convicción de Jesús como Dios
verdadero y hombre verdadero. Ecce homo, había proclamado Poncio
Pilato: «He aquí el hombre». Joseph Ratzinger estaba en condiciones de
responder: en el hombre de Nazaret aparece «el ser humano en cuanto tal.
En él se manifiesta la adversidad de todos los golpeados, de todos los
lacerados. En su tribulación se refleja la inhumanidad del poder humano,
que pisotea a los impotentes». Pero también vale: «A Jesús no se le puede
privar de su dignidad más íntima. El Dios oculto permanece presente en él.
También la persona golpeada y humillada sigue siendo imagen de Dios».
En su reflexión sobre el nacimiento de Cristo en Belén, Benedicto
presenta a los pastores en el campo como personas que velan en la noche:
«Quizá vivieron el acontecimiento con mayor cercanía –no solo exterior,
sino interior– que los burgueses que dormían satisfechos». Interpreta la
manifestación de Jesús como la paradoja de la fe cristiana: «Por nacimiento,
él no pertenece al ámbito de lo mundanamente importante y poderoso. Pero
justo este que carece de importancia y poder se revela como el realmente
poderoso, como aquel de quien, en último término, todo depende. Así pues,
hacerse cristiano consiste en salir de lo que todos piensan y quieren, de los
criterios dominantes, para, a la luz de la verdad, encontrar nuestro ser» [5].

La obra sobre Jesús era una de las cosas que el papa quería sacar aún
adelante a toda costa; la otra, dotar a la nueva evangelización de la base
organizativa necesaria. Benedicto estaba convencido de que la nueva
evangelización se contaba entre los proyectos más importantes y con
proyección de futuro de la Modernidad. Si le va mal a la fe, no puede irle
bien a la sociedad. Y ello es así, aunque en el debate público siga
ignorándose que la pérdida de los recursos espirituales tendría
repercusiones tan catastróficas como la extinción de especies o el cambio
climático. Para él se trataba de reforzar no las fuerzas centrífugas, sino el
corazón de la fe cristiana. La tarea consistía en dar al mundo anclaje, un
punto de referencia, y mostrarle un fu ture que trascienda los límites
terrenales, en dirección hacia el auténtico destino del ser humano. Los
logros técnicos pueden empujar a la humanidad hacia delante y resultar
fascinantes; sin embargo, sin la realizadora fe en la grandeza y misericordia
de Dios, todo eso no es más que páramo y soledad espectral. El 29 de junio
de 2010 pude por fin anunciar el Vaticano la creación de un Pontificio
Consejo par: la Promoción de la Nueva Evangelización. «El papa no solo
creó el Consejo», explica el presidente de este, el arzobispo Rino Fisichella
«sino que también puso poco a poco de relieve cuáles eran las preguntas y
dijo que el Consejo debía responder a esas preguntas... sin imponer unas
directrices imperativas ni limitar la libertad de nuestro trabajo» [6].

Otra iniciativa de Benedicto fue el establecimiento de un «Atrio de los


Gentiles» como círculo de diálogo con ateos y agnósticos. La idea enlazaba
con la tradición del antiguo templo de Jerusalén. También allí existía un
lugar de encuentro entre judíos creyentes, seguidores de otros credos y no
creyentes. El «ministro de cultura» de Benedicto, el cardenal Gianfranco
Ravasi, buscó aliados de primer orden para llevar a cabo el programa piloto
del proyecto: la parisina Universidad de la Sorbona, la Académie Française
y la UNESCO. Los debates del «Atrio de los Gentiles» tuvieron lugar en
París, Bucarest, Estocolmo, Lisboa y Asís. No obstante, el proyecto no
logró un éxito abrumador.
La trilogía sobre Jesús estaba acabada; y el proyecto de la nueva
evangelización, bien encarrilado. El «Año de la Fe» –al que había dado el
pistoletazo de salida el 11 de octubre de 2012, coincidiendo con el
cincuentenario de la apertura del Concilio, para contribuir a que se cobrara
conciencia renovada del Vaticano II– se hallaba ya en marcha. «En esos
últimos meses», confesaría luego retrospectivamente, «he pedido a Dios
con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la
decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la
Iglesia» [7].
En el Palacio Apostólico, la misa matutina en la capilla papal ha
concluido. Sigue el rezo del breviario. A continuación, el pontífice
desayuna: como siempre, té y un panecillo con mantequilla y mermelada.
Hoy casi todas las oficinas en el Vaticano están desiertas. Nadie contesta al
teléfono; los ordenadores y las conexiones digitales no tienen actividad. Ni
siquiera en el Governatorato, que es responsable del mantenimiento, los
servicios postales y los permisos de residencia, ni en el Ufficio Merci, la
oficina estatal de mercancías. Excluidos de la exención de servicios están,
sin embargo, la Guardia Suiza y la unidad antiterrorista de la Gendarmería
Vaticana, que –en los cincuenta monitores de televisión instalados en la
Sala Operativa, el centro de control junto a la Puerta de Santa Ana– vigila a
través de quinientas videocámaras todos los rincones del espacio delimitado
por la Muralla Leonina, para impedir, por ejemplo, que de los diecinueve
millones largos de visitantes que anualmente visitan la basílica y los
museos, personas sospechosas hagan rancho aparte.

Es día festivo en el estado eclesiástico. Como cada 11 de febrero, se


celebra la firma del Tratado de Letrán. En tal día como este, pero de 1929,
se estableció, tras la disolución de los poderosos Estados Pontificios, el
nuevo estatus de la Ciudad del Vaticano. El papa reconoció la ciudad de
Roma como sede del gobierno italiano; a cambio, el Estado italiano se
comprometió a garantizar en adelante la soberanía política y territorial del
Vaticano. La Iglesia católica emitió así (no de forma totalmente voluntaria)
una señal de que, renunciando a la grandeza estatal, iba a subrayar la
dimensión espiritual del encargo recibido. Se trata, pues, de una fecha de
gran carga simbólica en lo relativo a la desmundanización que el pontífice
en ejercicio tan a menudo reclama.

En este 11 de febrero de 2012, el secretario Gänswein acompaña a


Benedicto XVI al ascensor revestido de madera, un ya viejo aparato
bamboleante, para bajar con él del tercer piso del Palacio Apostólico, la
terza loggia, al piso inferior, la seconda loggia, en el que suelen realizarse
las audiencias privadas y son recibidos los invitados oficiales, pero también
se les echa algún que otro sermón a los obispos de los distintos países que
cada cinco años acuden en grupos nacionales a Roma para la preceptiva
visita ad limina. Al salir del ascensor, ambos recorren el enorme pasillo
hasta la Sala del Consistorio, uno de los espacios más suntuosos del
Vaticano. Se cuenta que la doradura de su singular artesonado se hizo
gracias a un donativo de la infanta de España. El oro lo trajo supuestamente
Cristóbal Colón del Nuevo Mundo. Cuando el papa entra en la sala, los
cerca de setenta miembros del senado pontifico residentes en Roma que han
tenido a bien asistir al consistorio convocado se ponen en pie. Algunos
cardenales se encuentran de viaje; otros han preferido atender asuntos más
interesantes que escuchar el anuncio ya casi rutinario de la declaración de
nuevos santos de siglos pasados... aunque en esta ocasión, además de la
Madre Laura (Laura de Jesús Montoya) y María Guadalupe García Zavala,
se trata del homenaje colectivo a ochocientos testigos de la fe de Otranto,
municipio de la Italia meridional, que en 1480 prefirieron ser decapitados
por los invasores musulmanes antes que renegar de su fe cristiana.
El consistorio estaba convocado a las 11:00 horas. Benedicto y su
secretario habían abandonado el apartamento papal a las 10:53. A esa
misma hora, a unos doscientos o trescientos metros de distancia en línea
recta, Giovanna Chirri había entrado en la sala de prensa del Vaticano, la
Sala Stampa, situada fuera del Estado eclesiástico en el número 54 de la Via
della Conciliazione. El cielo estaba gris, el tiempo era desapacible. Esa
mañana había llovido con fuerza sobre Roma, y los escasos turistas que en
esta época del año visitan la ciudad habían preferido quedarse bajo cubierto,
bien en los Museos Vaticanos, bien en alguno de los palacios históricos.
Giovanna viste traje de pantalón gris oscuro. Lleva melena, y unas gafas
grandes, sin montura, adornan su rostro. Con ese look tan poco llamativo,
también podría trabajar en un bufete de abogados; no obstante, su aspecto
encaja a la perfección con la tarea de redactar noticias más bien insulsas.
Esta romana de 54 años se cuenta entre los más expertos vaticanistas. Desde
hace veinte años trabaja para la mayor agencia de noticias de Italia, ANSA,
y hasta hoy está firmemente convencida de que en los años que le quedan
de actividad profesional no vivirá nada que no haya vivido ya.
Además de Giovanna, esta mañana solo otros cuatro compañeros se
acercan a la sala de prensa: un mejicano, un japonés y dos franceses. Leen
el periódico y piensan a qué trattoria irán a comer o si no deberían
decidirse más bien por un tramezzino, un sándwich, para no descabalar el
magro presupuesto de un vaticanista. La «Sala de Prensa de la Santa Sede»,
establecida en 1966, fue originariamente fundada como órgano de
información del Concilio Vaticano II. La sala tiene capacidad para unos
doscientos periodistas en total, unos sentados, otros de pie, y cuenta con un
sistema para traducción simultánea. En otras habitaciones contiguas hay
disponibles conexiones a internet y un archivo. Tras el micrófono central de
la mesa que se alza en el estrado suele sentarse el portavoz Lombardi, quien
desde ahí comunica –con rictus impasible– noticias sobre la actividad de]
papa y lidia con las preguntas de los periodistas.
La cita periodística de hoy, con el anuncio de unas cuantas
canonizaciones, no promete precisamente mucha animación. En el monitor
en la Sala Stampa se ve ahora la imagen que la televisión del Vaticano,
CTV, pone a disposición de los periodistas. Procede de un cámara apostado
en el nicho de una ventana en la Sala del Consistorio, que de modo rutinario
dirige alternativamente su objetivo al pontífice y a los cardenales, que se
han acomodado en las sillas colocadas a lo largo de las otras tres paredes de
la sala. Como es habitual en tales ceremonias, el papa, que se sienta en el
trono rojo y dorado que preside la sala, lleva una muceta roja con cuello
blanco en piel. En cierto modo da la impresión de hallarse ausente. Desde
hace tiempo, cuando habla en público, apenas consigue mantener contacto
ocular con el auditorio. También hoy parece extenuado. Once días antes ha
hecho pública el Vaticano la agenda de febrero y marzo, de nuevo con un
programa maratoniano para las celebraciones de la Semana Santa. Con
todo, este año la celebración de la vigilia pascual se adelanta media hora, a
las 20:30 horas, para permitir que la cabeza visible de la Iglesia, a sus 85
años, tenga más tiempo para descansar hasta la misa de Pascua el domingo
por la mañana.

Joseph Ratzinger es una de esas personas que dicen lo que piensan y


hacen lo que dicen. En el fondo, a nadie debería sorprenderle la decisión
que va a anunciar en unos minutos; si acaso, el momento del anuncio. Que
no considera vitalicio el ministerio petrino lo dejó ya claro cuando Juan
Pablo II, perdida el habla, ya únicamente podía presentarse en público en
silla de ruedas y con manos temblorosas. En 2010, en el libro-entrevista La
luz del mundo, defendió que un papa no solo tiene el derecho a renunciar al
ministerio en caso de que, «por razones físicas, psíquicas e intelectuales, no
pueda desempeñar ya el encargo que le ha sido confiado con su ministerio,
sino también, eventualmente, el deber de hacerlo». Sin embargo, tal
decisión, subrayó, no puede ser forzada por nadie.

Históricamente, los 35 primeros papas fueron declarados sin excepción


mártires. Entregaban la vida por Cristo y podían estar relativamente seguros
de que, en tiempos en que los cristianos eran perseguidos, morirían
ejerciendo el ministerio. El papado, se dijo en algún momento, se
secularizaría en virtud de una renuncia cuando no fuera ya Dios mismo
quien determinara –mediante la muerte del vicario de Cristo– el final de un
pontificado, sino que ello dependiera de consideraciones humanas.
Entonces dejaría de ser un ministerio sin parangón, para pasar a ser un
ministerio como cualquier otro. Lo que hacía valiosa a esta Iglesia era una
norma de perdurable validez. Si se acortara o alargara arbitrariamente, esa
norma se convertiría en un yoyó y dejaría de ser una norma. El papado
también simboliza eso. Si algunos obispos concretos operan con estrechez
de miras, el papa, como pastor que no responde más que ante Cristo, es el
contrapeso supranacional frente a la obcecación nacionalista. Justo por eso
está llamado a ser piedra, roca. Lo incesantemente nuevo de la Iglesia
católica, y en la Iglesia católica, no radica en la acomodación a otras
instituciones, en la nivelación con ellas, como fue el caso durante muchos
siglos, sino única y exclusivamente en el redescubrimiento, siempre de
nuevo necesario, del centro cristiano.

La historia había conocido la coexistencia de un papa y un antipapa; y


también había habido ocasiones en que el responsable máximo de la Iglesia
había sido obligado a renunciar al ministerio, como fue el caso en 537 del
papa Silverio, víctima de las presiones de Bizancio. Tres semanas más tarde
murió. Tan solo existía, sin embargo, un precedente de renuncia voluntaria,
para el que había que remontarse 718 años atrás. Se trataba de Celestino V,
el fundador de la orden celestiniana, quien renunció a la sede de Pedro en
diciembre de 1294. Más de dos años llevaban regateando los linajes
aristocráticos de Roma por el trono papal cuando Carlos II, rey de Nápoles,
suplicó al eremita de monte Morrone, en lo alto de los Abruzos, que
escribiera una carta enérgica a los cardenales reunidos en cónclave en
Perugia instándoles a dar por fin a la Iglesia una cabeza visible. Al ser
elegido él mismo de inmediato papa, el anciano monje de 85 años llegó a la
coronación a lomos de un pollino, mientras los fieles lo aclamaban como
«papa angélico». Celestino –que apenas hablaba latín y tenía tan poca idea
de administración y gobierno de la Iglesia como un carpintero del arte de un
herrero– nombraba nuevos cardenales sin cesar y, con sus decisiones, daba
la razón unas veces a estos, otras veces a aquellos Un contemporáneo
observó: «No gobierna desde la plenitud de su poder, sino desde la plenitud
de su ingenuidad».
Celestino se convirtió en una marioneta en las intrigas de las potencias.
Carlos II lo obligó a residir en Nápoles, mientras que en Roma reinaba el
caos y la confusión. Al cabo de cinco meses, Celestino renunció al
ministerio petrino y cambió las vestiduras papales por su antiguo hábito
monacal. El 13 de diciembre de 1294 leyó ante el Colegio Cardenalicio su
renuncia: «Por la presente, yo, Celestino, renuncio voluntariamente al
pontificado. Me mueven a ello tanto razones canónicas como de
conciencia». Renunció al trono y a la dignidad y honores del ministerio,
«por la debida humildad, para perfeccionamiento moral, pero también por
la debilidad de mi cuerpo y mi incapacidad para el magisterio, y en general
a causa de la flaqueza de toda mi persona» [8]. Su sucesor, Bonifacio VIII,
lo encerró en el castillo de Fumone, al oeste de Roma, por miedo a que se
arrepintiera de su decisión. Año y medio después de renunciar al papado,
Celestino murió en cautividad. Fue canonizado en 1313. Así y todo, el
poeta Dante, en su Divina comedia, lo acusa de cobardía y lo proscribe al
infierno.

Que todo papa tiene, sin duda alguna, derecho a renunciar a su ministerio
es algo que figura en el Codex Iuris Canonici (CIC). En el canon 332 § 2
del Código de Derecho Canónico se dice: «Si el Romano Pontífice
renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y
se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». En la Edad
Moderna, Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II prepararon, al menos por
escrito, una renuncia al ministerio petrino. Pío XII dispuso su renuncia
inmediata al papado en el caso de que fuera secuestrado por los esbirros de
Hitler, un temor en modo alguno injustificado. En relación con Pablo VI, en
el otoño de 1971 circuló por Roma el rumor de que el papa quería liberarse
de la carga de su ministerio en cuanto cumpliera 75 años. De hecho, el papa
Montini había encargado un dictamen que valorara pros y contras de una
eventual renuncia (dictamen que desaconsejó esta posibilidad). En agosto
de 2017, el cardenal Giovanni Battista Re confirmó haber visto dos escritos
de renuncia de Pablo VI. Respondían al deseo de impedir que, si perdía sus
facultades mentales, la Iglesia quedara paralizada por un papa incapaz de
desempeñar ya el ministerio. También Ratzinger se enteró de la existencia
de tales declaraciones en octubre de 2003. Según refirió más tarde Don
Ettore Malnati, su reacción fue: «Eso es algo muy sabio que todo papa
debería hacer» [9].

Por su parte, Juan Pablo II ordenó evaluar si un papa podía presentar su


renuncia al alcanzar una edad determinada, al igual que hacen los obispos.
En 1989, en una carta que fue publicada póstumamente por Slawomir Oder
(el postulador de la causa de su beatificación), escribió que, como ya había
hecho su predecesor Pablo VI, se planteaba poner por escrito la renuncia al
papado en caso de que una enfermedad grave le imposibilitara el ejercicio
del ministerio petrino. Cinco años más tarde, sin embargo, llegó a la
conclusión de que «en la Iglesia no había sitio para un papa emérito».
Según su secretario Stanislaw Dziwisz, el papa Wojtyla estaba persuadido
de que debía permanecer al frente de la Iglesia en las condiciones que Dios
dispusiera: «Dios me llamó, y Dios volverá a llamarme en la forma que él
desee».

Para Benedicto XVI, la grandeza de los siervos de Dios radica en la


impotencia, que al final, porque está ligada a la omnipotencia del Altísimo,
siempre resulta más fuerte que todas las demás fuerzas juntas. Esto
comporta asimismo que una y otra vez alguien nuevo puede hacer aquello
de lo que su predecesor no fue capaz. «El grano de trigo debe morir para
nacer de nuevo»: esta es una de sus frases preferidas del Evangelio de Juan.
«Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo;
pero si muere, da mucho fruto». En el caso de Ratzinger, esta enseñanza
podía aplicarse no solo a su sucesor, sino también a su propia obra, que solo
entonces florecería de verdad.

Causó cierta sensación la visita de Benedicto XVI en 2009 a la ciudad de


L’Aquila, que acababa de ser devastada por un terrible terremoto. El papa
manifestó expresamente el deseo de acercarse a la basílica de Santa Maria
di Collemaggio. Allí depositó sobre la tumba del papa Celestino V el palio
que él había recibido durante la ceremonia de inicio de su ministerio
petrino. El palio simboliza la autoridad del sucesor de Pedro como obispo
de Roma. Un año más tarde, Benedicto acudió de nuevo a dicha basílica a
celebrar el octavo centenario del nacimiento del monje que fugazmente fue
papa. Habló de la fuerza de la quietud, del carisma intemporal de la
santidad y de las preguntas humanas: «¿De dónde vengo? ¿Para qué vivo?».
Entretanto, en la sala de prensa, Giovanna Chirri se ha instalado en su
sitio y observa en el monitor lo que acontece en el Palazzo Apostólico.
Constata que entre los cardenales reina el ambiente habitual, mezcla de
serenidad y rutina. A la izquierda del papa está sentado el maestro de
ceremonias, Guido Marini. Este, que tiene estudios de derecho canónico y
psicología de la comunicación, es quien acerca al pontífice en las eucaristías
solemnes el misal y la mitra y dirige discretamente a toda una serie de
ayudantes de ceremonia, procurando que esta transcurra con dignidad. Y es
que también un consistorio es un acto litúrgico. Empieza con un rezo en
latín de una de las horas menores de la Liturgia horarum. Siguen luego
varios salmos, hasta que el prefecto de la Congregación para las Causas de
los Santos presenta en latín a los nuevos santos. Así lo hace en el
consistorio de hoy el cardenal curial Angelo Amato, quien declara santos a
Antonio Primaldo y sus 799 compañeros, además de a las dos mujeres ya
mencionadas.

Con ello ha concluido ya, básicamente, la reunión. Pero los cardenales se


dan cuenta enseguida de que hoy algo es distinto. Un ambiente muy
especial, una sensación desagradable, algo que uno intuye sin ser de
inmediato consciente de ello. Aún años más tarde recordarán el gesto
petrificado del secretario Gänswein o el rostro pálido del santo padre, que
creen haber visto en este instante. El comienzo de una cierta algarabía. El
hecho de que algunos seguían mirando atónitos, con la boca abierta, a su
alrededor; otros tenían lágrimas en los ojos, consternados y mudos de
espanto. El decano del Colegio Cardenalicio Angelo Sodano lo describirá
luego así: «Fue como un rayo inesperado».
También Giovanna Chirri se ha percatado por el monitor de que el
consistorio en realidad ha terminado. Pero extrañamente el papa sigue
sentado. Cuando el secretario se levanta para entregar al papa una hoja de
papel, Giovanna aguza el oído. ¿Por qué está escrito el texto que el papa ha
comenzado a leer en latín, la lengua eclesiástica que se emplea para
ocasiones significativas y actos importantes? Más tarde comprobará que el
Bollettino número 0089, el papel que Benedicto tiene en la mano, abarcaba
exactamente dieciocho líneas. Sin embargo, nadie puede sospechar cuán
difícil había sido mantener secreta, en una operación de Estado sumamente
delicada, la declaración, que tenía que ser mecanografiada, impresa,
registrada y tratada como cualquier otro escrito oficial. No podía dejar
rastro en forma de archivos informáticos o copias escritas, ni ser objeto de
comunicación telefónica o por correo electrónico. Era sabido que en el
Vaticano se chismorreaba mucho. Por lo demás, las indiscreciones forman
parte del juego de los vaticanistas, que sin cesar se las apañan para reclutar
aquí y allá a algún monseñor como informante. Sobre todo el Vatileaks
había mostrado que las filtraciones eran posibles hasta desde el círculo más
próximo al gobierno supremo de la Iglesia. Vistas así las cosas, que este
documento se mantuviera secreto hasta el momento de su lectura por el
papa fue casi un milagro, aunque había buenas razones para la discreción.
«En cuanto se conociera», explica Benedicto retrospectivamente, «el
mandato dejaría de tener vigencia porque la autoridad se desmoronaría. Era
importante que realmente pudiera desempeñar mi ministerio y prestar mi
servicio de forma plena hasta el final» [10].

Giovanna Chirri observa en su monitor cómo los cardenales empiezan de


repente a mover la cabeza; algunos se inclinan hacia su vecino, como si
tuvieran que preguntarle si han oído correctamente. «Queridísimos
hermanos», así había iniciado el papa su intervención, «os he convocado a
este consistorio, no solo para las tres causas de canonización, sino también
para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la
Iglesia». Benedicto parece emocionado; su débil voz apenas resulta audible.
Sus ojos están fijos en la hoja de papel; diríase que no se atreve a mirar a los
cardenales a la cara.

Conscientia mea iterum atque iterum coram Deo... ¿Cómo? ¿Qué está
diciendo el papa? ... explorata ad cognitionem certam perveni vires meas
ingravescente aetate... Las palabras de Benedicto XVI cayeron en la Sala
del Consistorio como migas de pan en el mar; y los cardenales, cual peces
con la boca abierta, las pillaron al vuelo... Iterum atque iterum..., se le oyó
decir. Pero ¿qué significa aquello en realidad, ese «después de haber
examinado reiteradamente»?

Giovanna rebusca en su memoria las palabras latinas que en su día llegó


a dominar. Non iam aptas esse ad munus Petrinum aeque administrandum.
Los compañeros de Giovanna en la sala de prensa, indiferentes, miran de
hito a la pantalla. No saben latín, pero ¿qué más da? En diez minutos les
pondrá Lombardi en las manos el texto traducido y fotocopiado. Para
Giovanna Chirri, en cambio, este es el momento en el que empieza a
entender. «Comprendí instintivamente», dirá más tarde, «que había ocurrido
algo grande. Cuando tecleé la noticia, me temblaban las rodillas». Todavía
no podía creer lo que había oído. «Sencillamente no daba crédito».
74
El inicio de una nueva era

L a decisión principió a madurar en la primavera de 2012, tras el


agotador viaje a México y Cuba. El médico le explicó al papa que su
salud no aguantaría otro viaje transatlántico. Aquello no tenía
consecuencias para su actividad en Roma, pero ¿cómo iba a poder
participar entonces en la Jornada Mundial de la Juventud en el otoño de
2013? El encuentro de jóvenes se había adelantado un año para no coincidir
con el Mundial de fútbol. Benedicto había supuesto originariamente que
lograría «aguantar» hasta comienzos de 2014. Por propia experiencia sabía
cuán estimulante podía ser el encuentro con millones de jóvenes justo al
comienzo de un pontificado. Tuvo claro, dice el propio Benedicto, «que
debía presentar la renuncia en un momento que posibilitara al nuevo
pontífice tener antes algo de rodaje» [1].
La idea de que una obra pueda ser absolutamente perfecta siempre le
había parecido sospechosa a Ratzinger. Lo que los seres humanos hacen es,
por necesidad, fragmentario. Eso no significa que se resignara a las
circunstancias, sino que las asumía sin tensar nunca demasiado la cuerda.
Como joven catedrático, terminaba su lección en cuanto sonaba el timbre
anunciado que su tiempo había terminado. Todo era dado, todo hallado,
descubierto, no resultado de una genialidad.
De la aceptación de lo inacabado forma parte la confianza en que alguien
mayor que uno mismo concluirá la obra. Ratzinger se pone al servicio de su
tarea, pero no al precio que sea. Se marchó de Bonn, de Münster, de
Tubinga. También de Roma quiso marcharse al término de su primer
periodo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Una
de las constantes de su trayectoria vital es, paradójicamente, una cierta
inconstancia en cuanto consideraba que las circunstancias no permitían ya
llevar a cabo el encargo que, a su juicio, se le había encomendado.
La renuncia del vicario de Cristo en la tierra era teóricamente posible,
pero no se contemplaba en la praxis. Un papa no era un monarca como
otros; tenía que morir ejerciendo el ministerio. «Tu poder no es corriente»,
le dice Bernardo de Claraval en su tratado exhortatorio de 1153 al papa
Eugenio III, antiguo discípulo suyo: «Si sopesas adecuadamente quién eres,
no ignorarás tampoco tu deber». A fin de clarificar la cuestión de «qué
papel desempeñas concretamente en la Iglesia de Dios», expone con brío
Bernardo: «¿Quién eres tú? El sumo sacerdote, el más importante de los
sacerdotes. El más prestigioso de los obispos, el heredero de los apóstoles,
un iniciador como Abel, un guía como Noé, un patriarca como Abrahán;
posees el orden de Melquisedec, la dignidad de Aarón, la autoridad de
Moisés, la jurisprudencia de Samuel, el poder de Pedro, la unción por
Cristo». Esto significa: «Se te han entregado las llaves. Se te han confiado
los corderos. [...] Y no solo para las ovejas, sino para los pastores, eres el
pastor único. Me preguntas que cómo demuestro esto. Te respondo: desde la
palabra del Señor» [2].
Nadie sospechaba todavía las reflexiones que se hacía el papa, ni siquiera
su hermano Georg. Día tras día sopesaba Benedicto pros y contras, para
iluminar cualquier irregularidad, cualquier consecuencia –por marginal que
pudiera parecer– del paso que pretendía dar. Pero no bastaba con reflexionar
racionalmente sobre las preguntas Las llevaba consigo a la oración.
Examinaba su conciencia. Ponderaba si podía tratarse de una tentación,
porque una voz le decía que su propósito era sencillamente razonable y que
podría sin duda liberarse del yugo que tan pesado le estaba resultando, ser
por fin él mismo, ser libre.
Era la decisión de mayor calado de toda su vida. Con ella crearía un
precedente que cambiaría el papado para siempre, aun cuando papas
posteriores tendieran de nuevo a aguantar en el ministerio hasta la muerte.
El mundo, sin duda, lo aplaudiría. Pero ¿no implicaba la renuncia también
una desacralización de este singular ministerio y por consiguiente, una de
esas relativizaciones que él con tanta vehemencia criticaba en otros
ámbitos?
El papa confiaba en obtener respuesta escuchando la palabra del Señor.
¿Estaba huyendo? ¿No era excesivo su deseo de rendirse al agotamiento?
La «providencia» había decidido casi siempre por él. «Casualidades» que le
mostraban el camino. Pero ¿dónde podría percibir ahora una
«providencia»? Es Dios quien pone fin a un pontificado. Pero ¿no podía el
Omnipotente también liberar a uno de la responsabilidad aparentemente
antes de tiempo? Sea como fuere, ¿qué resultaba más consonante con la
confianza en Dios? ¿Perseverar o renunciar? Al fin y al cabo, también sin él
encontraría la nave de Pedro su rumbo. Con cada nuevo papa como timonel,
se decía en Roma, el Señor puede corregir un poco el rumbo impuesto por
un capitán entrado en años.

No había hablado sobre ello ni siquiera con personas de su máxima


confianza, ni tampoco había encargado dictámenes canónicos o teológicos.
Precisamente la cuestión más compleja y de mayores consecuencias de todo
su pontificado quería decidirla por sí solo, en mayestática soberanía. Sin
embargo, tampoco es cierto, añadió después, que no hablara con nadie sobre
la renuncia: «Pues con el buen Dios uno habla largo y tendido sobre ello».
La cuestión lo atormentaba; pero conforme pasaban las semanas crecía
también, como dijo retrospectivamente, «la certeza interior de que debía
hacerlo» [3].
En mayo estaba programada una visita pastoral al municipio toscano de
Arezzo, con una santa misa en la que también participó el primer ministro
italiano Mario Monti. Del 1 al 3 de junio de 2012 siguió el viaje a Milán, al
VII Encuentro Mundial de las Familias. Fue la visita apostólica más larga
que hasta entonces había realizado en Italia. En honor de Benedicto XVI,
Daniel Barenboim dirigió en la Scala la Novena sinfonía de Beethoven. En
la misa conclusiva en el aeropuerto de Milán-Bresso participaron unos
850.000 fieles. El 26 de junio visitó la región Emilia Romagna,
recientemente azotada por terremotos y donde el 29 de mayo un sacerdote
había perdido la vida en su iglesia, aplastado por el edificio sacro al
derrumbarse.
Los asuntos corrientes seguían funcionando como siempre, incluidos los
preparativos para la Jornada Mundial de la Juventud en Río. «Irá un papa»,
había respondido lacónicamente Benedicto a la medrosa pregunta de su
secretario. A partir de junio de 2012, Gänswein se percató de que el papa
«estaba reservado, silencioso, vuelto hacia dentro de un modo especial». En
las meditaciones en la capilla papal se asemejaba a las figuras que aparecen
de hinojos en los cuadros de los maestros antiguos suplicando en la oración
por su vida. Gänswein achacó el cambio al trabajo en el tercer volumen de
la obra sobre Jesús. «Lo achaqué sin más a que estaba luchando con su
libro». Además, el nombramiento de algunas personas para puestos de
gobierno en la Iglesia universal había causado problemas. Solo más tarde
tuvo «claro –y fue toda una conmoción– que el buen hombre llevaba meses
debatiéndose con esta decisión tan importante» [4].
También la hermana Christine Felder, quien ayudaba a llevar la casa del
papa, se percató a posteriori de que, en estas semanas y meses, el papa «se
confrontó sin cesar con las implicaciones teológicas del paso que tenía
pensado dar. Con la cesura que iba a introducir en la vida de la Iglesia. Con
que en adelante ya nada sería como hasta entonces». Está «totalmente
convencida de que lo acordó con Dios. Cuando podía decir delante de Dios
con buena conciencia que algo era acertado, siempre lo llevaba a cabo».

Benedicto está firmemente persuadido de que en el proceso de toma de


decisión no pasó por alto ningún aspecto.
Así pues, ¿examinó a fondo todas las consecuencias que podrían seguirse de su
decisión? –le pregunté.
«Diría que sí».
¿Consideró también la posibilidad de que en el futuro, cuando ya no se dé por
supuesto que el papa ha de ejercer el ministerio petrino hasta el final de su vida, se
le presione para que renuncie?

«A tales presiones no se debe ceder, por supuesto. De ahí que en mi discurso


acentuara también que lo estaba haciendo libremente. Uno nunca debe marcharse si
se trata de una huida, ni tampoco debe ceder nunca a presiones. Uno solamente
puede marcharse si nadie lo exige. Y en mi caso nadie me lo exigió. Nadie. Fue para
todos una absoluta sorpresa».
¿Contaba también con la conmoción que causaría su anuncio?
«No podía por menos de imaginarlo, sí».
La lucha interior debe de haberle costado mucha energía.

«En tales situaciones, uno recibe ayuda».


¿Está en paz con el Señor?
«Sí, de verdad que sí».

La decisión definitiva de renunciar al ministerio petrino la tomó


Benedicto, tras largos meses de oración y ponderación, en agosto de 2012,
durante las vacaciones en Castel Gandolfo. «Fue suficientemente
reflexionada y hablada con el Señor». Ahora está seguro, dice, de que «esto
es para mí el Nunc dimittis, el “He cumplido con mi trabajo”». Nunc
dimittis son, según el Evangelio de Lucas, las palabras iniciales del himno
de alabanza de Simeón. Proceden del relato bíblico de la presentación del
Señor en el templo de Jerusalén. El anciano Simeón reconoce a Jesucristo
como el Mesías esperado, alaba a Dios y se siente preparado ya para morir:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz».

Para él era importante que su propósito permaneciera secreto. Por el


contrario, enteramente inventada es, asegura Benedicto, la noticia de que,
en el punto álgido del escándalo del Vatileaks, el cardenal Carlo María
Martini –durante una conversación privada entre ambos– le instó a
renunciar. Para preparar los pasos concretos, el 30 de abril de 2012
confrontó primero al cardenal secretario de Estado, Bertone, con sus
reflexiones. «Apenas podía creer que realmente hubiese tomado tal
decisión», recordó Bertone más tarde. Solo cuando Benedicto volvió a
hablar de ello en agosto, durante las vacaciones de verano en Castel
Gandolfo, prosigue, se tomó en serio el asunto y, «con todo respeto, pero
enérgicamente», le expuso al papa algunas razones en contra de la renuncia
al ministerio cetrino [5].

En septiembre de 2012, Benedicto informó también a Georg Gänswein.


«Por supuesto que me quedé de piedra», rememora el secretario del papa;
«mi primera reacción: “¡No, Santo Padre, no puede hacer eso!”». En su
nerviosismo, Gänswein argumentó que era posible «concentrarse
sencillamente en los asuntos esenciales y dejar a un lado todas las demás
obligaciones». Además, le dijo, existían medicamentos con los que
mantenerse en forma incluso en la ancianidad. «Pero eso era más bien una
respuesta emocional, y luego me di cuenta de que él no estaba
compartiendo algo para tomar una decisión, sino que estaba compartiendo
una decisión».

Aún restaba por aclarar tanto el momento de la renuncia como el


procedimiento a seguir. La intención originaria de Benedicto era anunciar
su decisión el 21 de diciembre de 2012 durante el tradicional discurso de
Navidad a la curia. Y su pontificado terminaría entonces en la fiesta de la
Conversión de San Pablo, el 25 de enero de 2013. Gänswein objetó
vehementemente: «Santo Padre, si lo anuncia justo antes del día 24, la fiesta
de Navidad quedará arruinada; además, no creo que sea el marco adecuado
para hacer el anuncio. Sería mejor hacerlo en un consistorio o en un acto
organizado ex profeso». Un vistazo al calendario mostró que ya había
programado un consistorio para el 11 de febrero de 2013. Estaba previsto
que girara alrededor de unas cuantas canonizaciones. Pero no quería
posponer demasiado el anuncio, replicó el papa, «porque las fuerzas
menguan cada vez más». Esa fecha tenía la ventaja de que inmediatamente
después venían los ejercicios cuaresmales de la curia, con oración y
silencio. Además, era el día de la Virgen de Lourdes. «La fiesta de
Bernadette de Lourdes» estaba ligada a su cumpleaños, dice Benedicto; en
ese sentido, había «ya un nexo intrínseco» en la elección de esa fecha: «Me
pareció que era adecuado hacerlo ese día».
Entretanto se acercaba la visita programada al Líbano. El viaje había
estado en el aire hasta el último momento, a causa de los disturbios bélicos;
pero el papa había insistido en respetar el compromiso contraído. No,
aseguró durante el vuelo, mientras el avión entraba una y otra vez en zonas
de turbulencias; «no tenía miedo». Era un trabajo por la paz. Nada más
aterrizar en Beirut, Benedicto se desplazó hasta el santuario mariano de
Harissa, para firmar el documento conclusivo de la asamblea especial para
Oriente Medio del sínodo de los obispos. El despliegue de seguridad era
abrumador. Con autovías cerradas al tráfico, soldados estacionados cada
cien metros y francotiradores que desde las azoteas controlaban los
alrededores. El papa se reunió con representantes de dieciocho
comunidades cristianas y musulmanas y charló en la tarde del 15 de
septiembre con unos 20.000 jóvenes. Entre ellos había una pequeña
delegación de musulmanes jóvenes, a los que saludó expresamente.
«Vosotros sois, con los jóvenes cristianos, el futuro de este maravilloso país
y de todo el Oriente Medio»: así apeló a los jóvenes. «Buscad la manera de
construir ese futuro juntos. Y cuando seáis adultos, continuad viviendo
armoniosamente en unidad con los cristianos. Porque la belleza del Líbano
se encuentra en esta bella simbiosis». El viaje concluyó con una santa misa
en los terrenos del Beirut City Center Waterfront, en la que participaron
más de 300.000 personas.

Su último viaje como responsable máximo de la Iglesia católica lo había


fijado Benedicto para el 4 de octubre, fiesta de san Francisco de Asís. En
una visita pastoral al santuario de Loreto impetró la bendición de la Madre
de Dios para el sínodo de los obispos sobre la Nueva Evangelización, así
como para el «Año de la fe» por él convocado. Tres días más tarde inauguró
solemnemente en Roma el sínodo; y el 11 de octubre, con ocasión del
cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II, celebró la santa misa
con los participantes en el sínodo y con obispos que, como él mismo,
habían participado en el Concilio. En la misa estuvieron presentes también
el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, y el primado anglicano, Rowan
Williams. Por la tarde-noche se congregaron jóvenes para realizar una
marcha de antorchas bajo la ventana del papa, en conmemoración de la
marcha de antorchas que justo cincuenta años se hizo en honor de Juan
XXIII. También él fue uno de esos jóvenes –les dijo Benedicto a las
personas reunidas en la plaza– que a la sazón levantaron la vista hacia el
Palacio Apostólico para saludar con la mano al amado papa buono.

Para octubre estaba anunciada la encíclica Lumen fidei [La luz de la fe],
pero la fecha de promulgación se pospuso silenciosa y discretamente. El
propio papa había intervenido. El texto no le parecía aún suficientemente
maduro. Todavía no poseía el aliento de una encíclica. Con ello tuvo claro
que su pontificado no produciría cuatro, sino solo tres encíclicas. La versión
revisada de Lumen fidei se podría haber publicado a finales de enero; pero
en la agitación causada por su renuncia, argumentó Benedicto en una
conversación con su secretario, el escrito magisterial no tendría apenas
repercusión y caería pronto en el olvido. Y no quería que eso ocurriera.
Además, a posteriori podría parecer que, terminando la encíclica a toda
prisa, había pretendido condicionar a su sucesor. La encíclica papal, casi
lista, fue promulgada finalmente como la primera encíclica del papa
Francisco, una «obra a cuatro manos». En el prólogo, Bergoglio señala que
asume el «precioso trabajo» de su predecesor «en la fraternidad en Cristo»,
«añadiendo al texto algunas aportaciones».

Era ya noviembre cuando también el sustituto de la Secretaría de Estado,


el arzobispo Giovanni Angelo Becciu, fue informado de la operación
secreta prevista para el día X. Benedicto había decidido que, como papa
emérito, residiría en el monasterio Mater Ecclesiae (Madre de la Iglesia), en
los Jardines Vaticanos, que Juan Pablo II había consagrado el 13 de mayo
de 1994, el día de Nuestra Señora de Fátima. Sin embargo, el edificio de
dos plantas, con una pequeña capilla doméstica, tenía que ser antes
reformado. Las obras eran responsabilidad del sustituto, con quien
Benedicto habló personalmente. El 21 de diciembre, en la recepción
navideña a los miembros de la curia, el papa rememoró su viaje a México y
Cuba, el encuentro de las familias en Milán y la visita al Líbano. Puso de
relieve la importancia de la familia y manifestó su preocupación por la
carencia de vínculos del hombre moderno. «Con el rechazo de estos lazos
desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el
padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de
ser persona humana». Por su parte, la Iglesia católica encarna en sus
posiciones «la memoria de la humanidad, que desde los comienzos y en el
transcurso de los tiempos es memoria de las experiencias y sufrimientos de
la humanidad». La «cultura de lo humano» de la que ella es valedora «se ha
desarrollado a partir del encuentro entre la revelación de Dios y la
existencia humana» [6].
Todavía no podía hablar el secretario Gänswein con nadie sobre el final
del pontificado, algo que «no fue fácil, sino casi insoportable». Cuando fue
ordenado obispo por Benedicto XVI en la basílica de San Pedro el 6 de
enero, Gänswein vivió el solemne acto «como si estuviera en la cima de una
montaña y al mismo tiempo me encontrara en un hoyo». Los conocedores
de las costumbres de la corte papal habrían podido ver en esta ordenación
episcopal y en la exoneración del arzobispo James Harvey como prefecto de
la Casa Pontificia un claro signo de cambios inminentes. Pues con el cese
de Harvey dejaba Benedicto un puesto libre que quería asegurar para su
secretario.
En la quinta audiencia general del año, el 30 de enero, Benedicto
prosiguió su catequesis sobre el credo. Muchos dudan hoy de la
omnipotencia divina, señaló. Pero la omnipotencia de Dios es distinta de lo
que los seres humanos entienden por «poder»: no es un poder que golpea,
sino un poder bondadoso que confiere libertad y sana, un poder que sabe
esperar y convence al otro a través del amor.
Quedaban apenas dos semanas para el anuncio de su renuncia al
ministerio petrino cuando el papa se sentó a su antiguo escritorio de nogal
para redactar la declaración que iba a leer. El texto no podía ser demasiado
largo ni demasiado complicado. Por otra parte, tenía que esforzarse por ser
muy preciso, para no dar pie a impugnaciones basadas en el derecho
canónico. De hecho, todavía años después de la finalización del ministerio
petrino de Joseph Ratzinger sigue existiendo una polémica, suscitada por
algunas expresiones equívocas en la declaración, sobre si la renuncia es
realmente válida o no; hay quien defiende que Benedicto XVI continúa
siendo el papa legítimo. Como siempre, Ratzinger escribió a lápiz. Que no
escribiera el texto en italiano se debió a que «algo tan importante se hace en
latín». Además, tenía miedo de poder cometer errores si utilizaba otro
idioma.

Había llegado el momento de incorporar a otras personas al plan.


Primero fue informado el cardenal Gianfranco Ravasi. Como director de los
ejercicios cuaresmales para la curia, tenía que ayudar, mediante
meditaciones y metáforas apropiadas, a «amortiguar un poco el golpe»
después de la renuncia. También se puso al corriente de la situación al
maestro de ceremonias Marini. Tenía que saber que el consistorio del 11 de
febrero no terminaría con la proclamación de los nuevos santos, sino que
habría una segunda parte. Simultáneamente se le pidió ayuda a la hermana
Birgit Wansing. Debía mecanografiar la declaración, escrita en la letra
minúscula, casi indescifrable de Benedicto. Ello desencadenó un drama,
como rememora Gänswein, porque «la hermana se quedó de una pieza».
Bajo secreto pontificio se informó también a un funcionario de la
Secretaría de Estado, que debía revisar la declaración de renuncia para
cerciorarse de que era tanto material como formal y lingüísticamente
correcta (e introdujo de hecho en algunos pasajes leves cambios
estilísticos). El cardenal Angelo Sodano tuvo conocimiento del papa choc,
de la conmoción papal, denominación que Il Messagero aplicó más tarde a
la renuncia de Benedicto, el 8 de febrero. Se le pidió que, en calidad de
decano del Colegio Cardenalicio, emitiera un breve comunicado tras la
lectura de la declaración de renuncia. También él se quedó de piedra al
enterarse de la noticia, pero no trató de hacer cambiar de opinión a
Benedicto.

Ese mismo día, el pontífice, en una visita al seminario de la diócesis de


Roma, recomendó con empeño a unos 190 jóvenes que se preparaban para
el sacerdocio su tarea misionera. Comparó la Iglesia a un árbol nacido de un
grano de mostaza. Algunos, dijo, pensarán: «Ahora tiene el tiempo tras de
sí», «ahora es el tiempo en el cual muere». Pero eso es un error. «La Iglesia
se renueva siempre, renace siempre». En la actualidad, los cristianos son,
recordó, «el grupo más perseguido [en el mundo] porque no son
conformistas, porque son un estímulo, porque están contra las tendencias
del egoísmo, del materialismo, de todas estas cosas». Pues a pesar de la
gran historia y cultura cristiana, el cristiano nunca deja de ser extranjero y
parte de una minoría. Pero «ser cristiano no es simplemente una decisión de
mi voluntad, una idea mía». No; ser cristiano tampoco significa «entrar en
un grupo», sino que concierne «a la profundidad del ser, es decir, llegar a
ser cristiano comienza con una acción de Dios, sobre todo una acción suya,
y yo me dejo formar y transformar». Sin embargo, los jóvenes, a pesar de
todos los sufrimientos, no deben tener miedo al futuro: «Somos
“herederos”, no de un determinado país, sino de la tierra de Dios, del futuro
de Dios. Herencia es una cosa del futuro». Apasionadamente proclamó: «El
futuro es nuestro, el futuro es de Dios» [7].
Los minutos quizá más difíciles para el papa en la cuenta atrás hacia su
renuncia ocurrieron el 9 de febrero. En la familia papal, cuyos miembros
veneraban al pontífice como a un santo, nadie a excepción del secretario
particular sabía todavía que los días de convivencia entre ellos estaban
contados. «Fue una catástrofe», rememora Gänswein. La noticia dejó a las
cuatro Memores y al segundo secretario del papa, Don Alfredo, totalmente
hundidos. Estaba además la cuestión de cuáles de las cuatro mujeres
permanecerían al lado del pontífice emérito. Dos de ellas serían suficientes,
opinaba Benedicto. «Santo Padre, todos nos estamos haciendo mayores», le
contradijo su secretario; «unas veces se pondrá enferma una, otras veces
otra. Y, sobre todo, tiene que haber también una vida interior. De golpe
desaparecerá la presión, y es posible que todo resulte muy aburrido y
monótono». Por eso sería mejor, en su opinión, «que el equipo siguiera al
completo». Pero la cuestión fue resuelta enseguida por las propias mujeres:
«Santo Padre, no vamos a abandonarlo; nos quedamos con Ud.».

Poco a poco empezó a haber movimiento en la Sala Stampa. Hasta este


mismo minuto, la corresponsal Giovanna Chirri estaba convencida de que,
tras veinte años de trabajo, «profesionalmente no iba a vivir ya muchas
situaciones nuevas». Pero ahora en su bloc de notas de repente había
palabras que sonaban totalmente extrañas, como un mensaje de otro
universo. Joseph Ratzinger había escrito incontables textos. Antes de ser
elegido papa, la lista de sus publicaciones había crecido hasta unos
seiscientos títulos, entre libros y artículos. Durante su pontificado escribió
13 documentos motu proprio, 116 constituciones apostólicas y 64
exhortaciones apostólicas. A ello hay que añadir 274 cartas abiertas a
obispos, patriarcas o jefes de Estado, más 198 mensajes; y no se deben
olvidar, por supuesto, las encíclicas. Pero son las líneas anotadas por
Giovanna Chirri en su bloc las que serán recogidas en los libros escolares
como uno de esos textos que simbolizan un punto de inflexión histórico.
«Queridísimos hermanos»: así comenzó el papa sus palabras después de
que su secretario le pasara la hoja de papel donde estaba escrito lo que
quería decir. Su voz sonó como si empezara la habitual bendición o algún
comentario al margen. Y, sin embargo, se trataba de un mensaje que iba a
causar revuelo en el mundo entero:
«Queridísimos hermanos: Os he convocado a este consistorio, no solo para las
tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran
importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios
reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada,
ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy
consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a
cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y, en no menor grado,
sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas
transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe,
para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el
vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha
disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien
el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la
seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de
obispo de Roma, sucesor de san Pedro, que me fue confiado por medio de los
cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a
las 20:00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá
ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección
del nuevo sumo pontífice».

Incluso en el pequeño monitor instalado en la Sala Stampa pudo


apreciarse cómo, de un segundo a otro, un caos insólito se adueñó de la
reunión cardenalicia. Los purpurados se miraban unos a otros con rostros
inquisitivos. Muchos tiraban del hábito coral de su vecino, para preguntarle
qué había querido decir realmente el papa. «Algunos rostros», así describe
Georg Gänswein el panorama, «estaban como petrificados, incrédulos,
conmocionados, perplejos». Hasta el cardenal Kurt Koch quedó
desconcertado. «Espero que mi latín sea tan malo», pensó, «que no haya
entendido bien».

Algunos solo se habían percatado del espanto de sus hermanos en el


ministerio, sin sospechar que acababan de ser testigos de un instante
histórico. Por fin tomó la palabra Sodano. «Santo Padre, amado y venerado
sucesor de Pedro», comenzó diciendo, y en su voz no podía dejar de
percibirse el temblor. Esta noticia nos golpea «como un rayo inesperado».
Los cardenales «acaban de oír con estupor, casi con incredulidad, el
conmovedor mensaje». Pero nunca se han sentido, aseguró, tan cerca de su
papa como en este momento.
Sodano recordó que él mismo había sido quien el 19 de abril de 2005,
tras el cónclave, había preguntado al entonces cardenal Ratzinger si
aceptaba la elección como papa. Pero el decano de los cardenales, que
siempre daba la impresión de ser fuerte como un toro, fue incapaz de decir
nada más. Sodano parecía profundamente afectado cuando, con pesados
pasos, se encaminó hacia el pontífice, quien se levantó de su butaca, y le
besó en la mejilla. Benedicto le tomó con ambas manos por los brazos, pero
en la agitación del instante tan solo fue capaz de esbozar una sonrisa.

Únicamente después de hablar Sodano comprendieron todos que se había


hecho realidad lo que ni siquiera en sueños imaginaban. Pero nadie se
atrevió a hacerle ningún comentario al papa, ni a estrecharle la mano, ni a
precipitarse hacia él, ya para protestar, ya para manifestarle aprobación. El
ceremonial es riguroso y prevé que, al acabar el consistorio, el papa, como
soberano de la Iglesia, abandone solemnemente la sala, sin ser molestado en
modo alguno.
Giovanna Chirri sabía ahora no solo que sus conocimientos de latín no la
habían descaminado; también sabía que en el día más emocionante de su
vida había logrado dar una primicia periodística, algo con lo que miles de
compañeros sueñan durante toda una vida. A las 11:45 horas tenía lista la
noticia para el teletipo, aunque todavía no había confirmación oficial de la
Oficina de Prensa del Vaticano. «Traté de controlar los nervios, aunque me
temblaban las rodillas, incluso sentada», confesó más tarde. «El papa seguía
hablando. Habló de la convocatoria del cónclave, pero yo sencillamente no
escuché más». Giovanna redactó la noticia y clicó en el recuadro de
«Enviar» en su ordenador portátil. Pero aún antes de que su agencia,
ANSA, lanzara al éter la sensacional noticia a las 11:46 horas, en el hilo de
Twitter de Giovanna apareció el tuit: B16 si è dimesso. Lascia pontificato
dal 28 febbraio, «B16 ha renunciado. Deja el pontificado el 28 de febrero».

Como la noticia circuló por el mundo a la velocidad de la luz, lo


inconcebible apareció en todos los portales de noticias del planeta. En este
instante Giovanna Chirri estalló en lágrimas. «¡Me dio tanta pena que
renunciara!», explicó posteriormente. Amaba a este papa, al que «la opinión
pública y los medios de comunicación tan poco habían entendido». En
contra de los clichés, Giovanna asegura que Benedicto «tiene una
personalidad rica y profunda; sabe realmente escuchar a las personas». Dos
tuits después escribió: It pained me that #Pope #B16 is stepping down. He
is a great theologian, «Me duele que #papa #B16 haya renunciado. Es un
gran teólogo». Para terminar, tuiteó: Cari amici di twitter, meno di 140
battute bastano per le vere notizie. Grazie a tutti per affetto; «Queridos
amigos de Twitter, menos de 140 caracteres bastan para dar una noticia de
verdad. Gracias a todos por vuestro cariño».
Existen momentos en la historia universal en los que el tiempo
verdaderamente se detiene. Los ejes de la Tierra se paran. Cesa todo
movimiento. La noticia de la renuncia del 265.º sucesor de Pedro llegó
como un ladrón en la noche, en medio del barullo de una ruidosa sociedad
inmersa en Carnaval, y suscitó el mismo espanto que si se hubiese
producido un nuevo 11-S. El papa seguía vivo. Pero ya no ocupaba la sede
de Pedro. Nunca antes en la historia de la Iglesia había ocurrido algo así.
Era como un cambio de paradigma que marcaba el comienzo de una nueva
época, quizá incluso de un nuevo eón.

Los periodistas volvieron a toda prisa de sus vacaciones. Los creyentes


miraban consternados la barra de noticias de última hora de su revista
digital como niños que acaban de perder a su padre. El ciberportal del
Vaticano llevaba tiempo caído; también el de la Oficina de Prensa estaba
colapsado. Había llegado tan quedamente, este trabajador en la viña del
Señor, como él mismo se había caracterizado tras su elección como papa.
¿Por qué se marchaba ahora con este estruendo? «Nadie sabe nada»,
resumía un analista del ciberportal kath.de: «En estos momentos reina
básicamente el desconcierto. La situación es tan insólita que ni siquiera una
institución bimilenaria como la Una sancta tiene experiencia en ella».
Lo inconcebible, lo imposible, lo poco menos que prohibido había
ocurrido. Y aunque se veía venir, cayó como un rayo. «Clérigos, amigos,
parientes, todos estaban conmocionados», recuerda Gänswein; «la curia se
había quedado sin habla, atónita. Todo hervía a borbotones, como en un
caldero: ¿qué ha ocurrido?, ¿está enfermo?, ¿hay presiones? También
personas que lo conocían bien estaban muy decepcionadas; se sentían
ofendidas, abandonadas o traicionadas». Llegaron faxes en los que se decía
que no es posible renunciar a la paternidad. Alguien escribió: «Juan Pablo II
sufrió mucho más y lo aguantó; él, por el contrario, se larga». Eso hace,
proseguía el mensaje, que el pontífice deje de ser de inmediato una figura
mística [8].
En el momento en que saltó la noticia, el P. Norbert Hofmann, secretario
de la Pontificia Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo,
se encontraba de excursión en Siena con un compañero. Cuando ambos
sacerdotes entraron en un bar para protegerse de la tempestad de nieve y
lluvia que justo entonces caía sobre Roma y la Toscana, vieron en el
televisor al portavoz del Vaticano, Lombardi. La televisión no tenía
volumen; pero ambos estaban convencidos de que el hecho de que
Lombardi leyera una declaración en un día festivo en el Vaticano solo podía
significar que el papa había fallecido. Regresaron a toda prisa a Roma,
donde se encontraron consternación por doquier. «El ambiente era
catastrófico», cuenta Hofmann, «todo el mundo estaba conmocionado.
Algunos cardenales vagaban de un lado para otro como ovejas perdidas.
Todos telefoneaban como locos. Se suspendían congresos; se anulaban
invitaciones. Había como una suerte de parálisis generalizada» [9].
También el P. Hermann Geißler, de la Congregación para la Doctrina de
la Fe, estaba de viaje cuando aquella mañana un compañero lo llamó al
teléfono móvil. «Lo primero que pensé», rememora Geißler, «fue que de
nada servía criticar la decisión del papa, que había que aceptarla. La
conjugación de razón, fe y humildad solo era posible para Ratzinger. Él
había vivido los últimos años de Juan Pablo II, en los que otros decidían por
el papa; no quería que se repitiera aquello» [10].
El cardenal curial Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, iba de camino a una comida que el cardenal
Walter Brandmüller, el jubilado historiador mayor del Vaticano, quería dar
para el embajador alemán ante la Santa Sede y para él. Recién llegado de
Estados Unidos, se encontraba todavía bajo los efectos del desfase horario.
En la plaza de San Pedro se encontró con el cardenal Kurt Koch. «Necesitó
bastante tiempo para convencerme de que la noticia era cierta», recuerda
Müller: «pensé que era una broma típica de Lunes de Carnaval [el gran día
de fiesta en las ciudades renanas donde hay tradición carnavalesca, día de
locos y bufones]. Nadie podía creerlo; todos estaban estupefactos. Decían
que intelectualmente estaba en plena forma. Sobre todo en los últimos días,
cuando había improvisado el discurso al clero romano». Müller, el máximo
guardián de la fe después del papa, afirma con total convicción: «La
renuncia no estaba teológicamente bien planteada. El papa es, en principio,
el fundamento de la unidad, un principio permanente. Un obispo renuncia al
ministerio y en adelante es un miembro más de la Iglesia. Pero el papa es
nombrado por Cristo» [11].

A las 11:46 horas transmitió ANSA la primicia de la renuncia del papa,


que entraba en vigor el 28 de febrero a las 20:00 horas. A las 11:47 también
Reuters transmitió la noticia. Ya a las 12:24 horas emitió el gobierno federal
de Alemania un primer comunicado oficial. La canciller federal Angela
Merkel anunció que haría pública una declaración a las 14:30 horas. En ella
elogió a Benedicto XVI como «uno de los pensadores religiosos más
destacados de la actualidad». Manifestó al papa «todo mi respeto» por su
renuncia al papado. En una época de cada vez mayor esperanza de vida,
muchas personas comprenden, dijo, «que también el papa debe afrontar las
cargas de la vejez».

Entretanto se habían posicionado también otros jefes de gobierno. El


presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y su esposa agradecieron al
papa la colaboración mutua: «En nombre de todos los estadounidenses,
Michelle y yo queremos transmitir a su santidad el papa Benedicto XVI
nuestra estima y decirle que puede contar con nuestras oraciones», señaló
Obama en el comunicado de la Casa Blanca. El primer ministro británico
David Cameron afirmó que «millones de personas echarán de menos» al
papa como «figura de referencia espiritual». Gran Bretaña recordaba «con
gran respeto y afecto» su visita al país. Profundamente afectado se mostró
el primer ministro italiano Mario Monti. «Esta inesperada noticia me ha
dejado muy conmocionado», declaró en Milán. El secretario general de la
ONU, Ban Ki Moon, agradeció a Benedicto XVI que se hubiera sentido
seriamente obligado a favorecer el diálogo interreligioso y se hubiera
comprometido con retos globales, como la lucha contra la pobreza y contra
el hambre.

En Polonia, el presidente de la nación, Bronislaw Komorowski, dijo en


un primer comunicado: «Todos estamos desgarrados», pues con la renuncia
de la cabeza visible de la Iglesia católica a su ministerio desaparece «el
último punto fijo que resiste firmemente hasta el final». En nombre de la
Conferencia Episcopal, el obispo auxiliar Wojciech Polak dejó claro: «Esta
renuncia no es una huida de la responsabilidad ni una huida hacia la esfera
privada y la comodidad personal, sino una muestra de visión de futuro».
Solo una hora después del anuncio de la renuncia, en la ciudad natal de
Karol Wojtyla se inició por Facebook la iniciativa «¡BXVI, te damos las
gracias por todo!». Al cabo de pocos minutos, el «muro» tenía 10.000
usuarios. «Dios te premiará por tu gran amor a la Iglesia», se decía en
muchos de los mensajes.

En Israel, el gran rabino Yona Metzger agradeció al papa renunciante su


compromiso contra el antisemitismo. Las relaciones entre Israel y el
Vaticano, dijo, «son hoy mejores que nunca». Aiman Mazyek, presidente
del Consejo Central de los Musulmanes en Alemania, afirmó que el papa
Benedicto había evidenciado que «siente un profundo respeto por los
musulmanes y concede elevada importancia al diálogo interreligioso».
Las reacciones más llamativas llegaron de Sudamérica. La renuncia de
Benedicto XVI significaba una pérdida para la vida cultural y espiritual del
mundo, afirmó el escritor peruano Mario Vargas Llosa. En un artículo
publicado en el diario español El País, el premio nobel de Literatura
encomió la grandeza espiritual e intelectual del pronto emérito pontífice.
Las «fundadas y singulares reflexiones» del papa brotan, señaló, de su gran
erudición teológica, filosófica, histórica y literaria. Sus escritos abarcan
«nuevas y audaces reflexiones» sobre los problemas morales, culturales y
existenciales de nuestra época. El pontificado de Benedicto se encuadra, en
opinión del literato peruano, en una de las fases más difíciles que el
cristianismo ha tenido que vivir en sus dos milenios de existencia, debido a
la acelerada secularización de la sociedad. A quien crea, pese a todo, que
este papa es un «conservador», apuntó Vargas Llosa, no se le puede sino
explicar de nuevo, con la renuncia al ministerio petrino, cuán absurdos
resultan tales reduccionismos.
Hay otra declaración que podría haber caído en el olvido, como muchas
otras. Cuando la noticia de la renuncia de Benedicto XVI llegó a Buenos
Aires, los periodistas argentinos quisieron escuchar la opinión al respecto
del eclesiástico más importante del país. El cardenal Jorge Bergoglio
manifestó que Benedicto había «mostrado que es muy responsable».
Mediante este paso habría tratado de evitar errores y prevenir el peligro de
manipulaciones: «Lo que ha hecho el papa es un gesto revolucionario. Se
habla de un pontífice conservador», pero en realidad el anuncio de
Benedicto ha abierto, según él, una nueva página en la historia de la Iglesia.
Y como para subrayar que aquí se trata de cosas que descuellan sobre todo
lo habitual y que no están sujetas a consideraciones personales, sino a un
poder superior, Bergoglio añadió: «Un papa es una persona que toma sus
decisiones en presencia de Dios».

Los comunicados de los políticos eran una parte. Pero ¿cómo


reaccionaría la prensa internacional a la sensación? ¿Con tristeza? ¿Con
comprensión? ¿O quizá con crítica? El diario polaco Rzeczpospolita se
mostró dividido. «Su renuncia nos conmociona», se decía en un comentario,
«pues pensábamos que continuaría hasta el final, como hizo su predecesor,
Juan Pablo II». Por otra, se añadía, «honra al extenuado papa, intelectual y
teológicamente brillante, retirarse antes de dar una imagen de debilidad».
Pope Benedict to step down, «El papa Benedicto renuncia», informó
sobriamente el Washington Post. Al final había que reconocer: «Benedicto
era algo menos conservador de lo que temían los liberales y algo menos
conservador de lo que esperaban los conservadores». «Cabe imaginar»,
comentó el parisino Le Figaro, «que la sagacidad que distingue a este
filósofo también lo ha empujado a decidirse por una solitaria y reflexionada
renuncia». En el diario balear Última hora pudo leerse: «La renuncia del
papa sacude la Iglesia e inaugura una nueva era». En Madrid, El Mundo
proclamó: «Benedicto pone fin a la tradición de que el papa muere en la
cruz».

En Alemania, los críticos del papa se sintieron confirmados. «Liberación


en Roma», tituló Die Zeit. El titular de otro artículo fue: «Y ahora,
renovación. Lo que esperan los cristianos en Alemania y en el mundo».
Como si justo Ratzinger no hubiera insistido decididamente desde el primer
día de su pontificado en la necesidad de renovación. El papa «arroja la
toalla», comentó Der Spiegel. Su renuncia al ministerio la había
«mascullado a toda prisa, como cuando se reza el rosario, casi tan de pasada
como si estuviera devolviendo las llaves de un coche de alquiler en vez del
anillo del Pescador». El Süddeutsche Zeitung inició una serie en la que
ateos, musulmanes y protestantes debían escribir con sinceridad todo lo que
no les había gustado del papa alemán. El programa de televisión ZDF-
History se afanó asimismo por influir en la interpretación del
acontecimiento y tituló su reportaje: «La cabeza visible de la Iglesia
católica abandona. En el recuerdo quedan los escándalos e intrigas».

Hubo otras muchas voces en el país natal de Benedicto XVI. Según una
encuesta relámpago para el programa de televisión ARD-Morgenmagazin,
el papa obtuvo la aprobación del 69 % de los católicos alemanes y del 53 %
de los protestantes. Solamente el 24 % de la población declaró no estar tan
de acuerdo o estar en desacuerdo con el desempeño del papa [12]. El
arzobispo Robert Zollitsch declaró: «Como presidente de nuestra
conferencia episcopal, me gustaría pedir perdón al papa por todos los
errores que en relación con su persona hayan podido cometerse en el ámbito
de la Iglesia en Alemania» [13]. El cardenal alemán Walter Kasper,
miembro de la curia, mostró respeto y reconocimiento al papa renunciante.
Ratzinger, dijo, ha contribuido «mucho a la consolidación de la Iglesia en la
fe y a la profundización de esta. Y ha ejercido su ministerio de forma muy
clemente y humana, aun en situaciones difíciles». Kasper concluyó con las
palabras: «Tardaremos mucho en volver a tener un papa de la altura
intelectual y espiritual de Benedicto XVI» [14].

Mientras que el presidente del Consejo de la Iglesia Evangélica en


Alemania, Nikolaus Schneider, comentó la renuncia de Benedicto XVI
diciendo que el papa, en su visita a Alemania en 2011, había ofendido a los
cristianos evangélicos al «no traer consigo ningún regalo ecuménico», el
pastor evangélico Matthias Schreiber, encargado de Asuntos Religiosos en
el gabinete de presidencia de Renania del Norte-Westfalia, recordó que
durante el pontificado de Benedicto la Iglesia católico-romana había ganado
cien millones de fieles en todo el mundo. Además, el número de católicos
que abandonaban la Iglesia en Alemania era mucho menor que el de
protestantes; y el número de católicos practicantes, tres veces superior al de
protestantes practicantes. «¿Cuál puede ser el futuro de una institución»,
concluyó el protestante en sentido autocrítico, «a cuyos actos no acude el
96,4% de sus miembros?». Rolf Schwärzel, pastor de las Comunidades
Evangélicas Libres, señaló: «No pocos protestantes de ortodoxa fe –
luteranos, cristianos evangelistas, miembros de comunidades confesantes–
respetan de verdad a Benedicto por dar un testimonio de Cristo que ellos
mismos podrían haber firmado tal cual». Por lo que a él personalmente
respecta, «justo este papa sosegado y humilde», dice, «me ha fascinado de
manera especial. Y eso que, antes de su elección, solo había oído el nombre
“Ratzinger” en contextos negativos. Lo echaré de menos» [15].

Cuando el histórico 11 de febrero de 2013 ya declinaba, la lluvia seguía


cayendo sobre Roma. A comienzos de la noche se cernieron oscuras nubes
de tormenta sobre el Vaticano. Y con el relámpago terriblemente luminoso
que cayó sobre la cúpula de San Pedro en la noche de la renuncia de
Benedicto, el celestial director de escena puso aún un teatral colofón.
Muchos interpretaron la imagen, que enseguida dio la vuelta al mundo,
como la protesta del cielo por el hecho de que un último punto fijo
desaparecía, pero no por un acto dejado a la discreción humana, sino
reservado a la providencia divina. Otros interpretaron de manera distinta el
signo celestial: «Habéis expulsado otra vez a los profetas; pero este hombre,
al que muchos no han querido escuchar, puede resultar aún más atronador
en el silencio». El fotógrafo de la BBC que realizó la instantánea contó más
tarde que en la noche de la renuncia del papa pasó tres cuartos de hora bajo
la tormenta a la espera del relámpago. Su intención era plasmar la idea de
decadencia, de final del mundo o, al menos, de final de una época.

***
El pontificado de Benedicto XVI había durado apenas ocho años, justo lo
mismo que el tiempo de sufrimiento de Juan Pablo II. El papa alemán
estaba convencido de que no debía menoscabar la pasión de su predecesor
mediante su propio sufrimiento público. Y de que no podía dejar que su
fragilidad ocasionara un vacío de poder que, dados los retos a los que a la
sazón se enfrentaba la Iglesia, resultaría funesto para esta. «Mi predecesor
tenía su propia misión», explica Benedicto. Está persuadido de que «una
fase de sufrimiento formaba parte de este pontificado [el de Wojtyla], y de
que era un mensaje específico». Sin embargo, también está seguro «de que
no debía repetirse arbitrariamente. Y de que a un pontificado de ocho años
no podían añadírsele otros ocho años en los que uno apareciera así [como
Juan Pablo II]».
En sus reflexiones, el papa contaba, según dice él mismo, con que su
renuncia suscitaría perplejidad. Sin embargo, reconoce a posteriori, la ola
de decepción fue mayor «de lo que pensaba. El hecho de que precisamente
amigos y personas para las que mi mensaje era importante y orientador se
quedaran aturdidos unos instantes y se sintieran abandonados me afectó
mucho. Pero tenía claro que debía hacerlo y que aquel era el momento
adecuado. De todas maneras, antes o después moriría y mi pontificado
terminaría. La gente al final aceptó también esto. Muchos agradecen que
ahora el papa salga a su encuentro con un estilo nuevo». Cuando tomó la
decisión, estaba convencido, insiste, de que «mi hora había pasado y de que
ya había dado lo que podía dar» [16].

No fue casualidad que el papa renunciante fijara su última gran liturgia


para el Miércoles de Ceniza. En la misa de primera hora de la tarde en la
basílica de San Pedro, al comienzo del tiempo de Cuaresma, hizo la señal
de la cruz con ceniza en la frente de los fieles: «Recuerda que polvo eres y
en polvo te convertirás». La ceremonia dio la impresión de ser un
testamento: ¿Veis? Aquí quería yo conduciros. Este camino óptimo es el que
deseaba mostraros: purificación, ayuno, penitencia. Purificaos. Soltad
lastre No os dejéis devorar por los espíritus de época ni por los ladrones de
tiempo. ¡Menos es más! Disminuir para crecer, ese es también el programa
de la Iglesia. Adelgazar para ganar vitalidad, frescura espiritual,
inspiración y carisma. Y belleza y atractivo. En último término, también
fuerza, para poder acometer el programa, que con frecuencia se torna tan
difícil. Y cuando esté superado el tiempo de ayuno y penitencia, nos
aguarda una nueva resurrección: la Pascua, el tiempo de la luz. La Iglesia
pervivirá, pues es indestructible; y en la magia que acompaña el comienzo
de cada pontífice, recibirá nuevo impulso.
«No pensé en el Lunes de Carnaval», explicó Benedicto XVI en una de
nuestras conversaciones, «sino en el Miércoles de Ceniza y en que así
celebraría aún una gran liturgia. Y me pareció una disposición de la
providencia que mi última liturgia fuera la apertura del tiempo de Cuaresma
y del memento mori [cobrad conciencia de vuestra caducidad]. El Miércoles
de Ceniza encierra la seriedad de entrar en la pasión de Cristo, pero también
en el misterio de la resurrección. Si, por una parte, el Sábado de Gloria
preside el comienzo de mi vida, el solo hecho de que el final de mi servicio
concreto acaeciera bajo el signo del Miércoles de Ceniza, en su polisemia,
era para mí, en cierto modo, algo providencial, por un lado, y algo pensado,
ideado, por otro».
Su pelo resplandecía como oro blanco cuando en la basílica de San Pedro
estallaban sin cesar aplausos en absoluto litúrgicos. Dondequiera que uno
mirara veía a personas con los ojos empañados. También Tarcisio Bertone
luchó con las lágrimas cuando dijo en público al papa unas palabras de
agradecimiento personal: «No seríamos sinceros, Su Santidad, si le
ocultáramos que esta tarde nuestros corazones están velados por la tristeza.
Ud. ha sido para nosotros un modelo; ha sido verdaderamente un sencillo y
humilde trabajador en la viña del Señor. Un trabajador que ha sabido llevar
a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. Su magisterio ha sido una
ventana que se les ha abierto a la Iglesia y al mundo para que en ellos
resplandezcan los rayos de la verdad y el amor de Dios. [...] Todos los pasos
de su vida y su ministerio solo resultan comprensibles desde el ser junto a
Dios y desde el ser a la luz de la palabra de Dios» [17].

Un día después del Miércoles de Ceniza, Benedicto había convocado al


clero romano para hablarles espontáneamente sobre el Concilio Vaticano II.
Recordó que existen dos interpretaciones diferentes de los resultados
conciliares. La que prevaleció fue el «Concilio de los medios de
comunicación», tal como él lo llama, causando por desgracia «tantas
calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias. [...] El verdadero
Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse». No
obstante, se ha revelado, según él, como la fuerza «que después es también
reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia».
Ya solo la inmensa corriente de peregrinos que acudió el 17 de febrero a
la plaza de San Pedro para el penúltimo ángelus del papa, horas antes del
comienzo de la oración a las 12:00 horas, refuta la tesis de que el papa
alemán no era popular o estaba solo. Al final se congregaron allí 150.000
personas para mostrar al papa renunciante su amor y respeto. Entre ellas
estaban también el alcalde de Roma, Gianni Alemanno, y los concejales de
la ciudad. Muchos de los fieles sostenían en alto pancartas y vitoreaban al
papa con cánticos de Benedetto, Benedetto. Del 17 al 23 de febrero, la curia
se retiró para los ejercicios cuaresmales. El cardenal Ravasi, que dirigía las
meditaciones diarias, había tenido tiempo para prepararse y comparó, para
empezar, a Benedicto XVI con Moisés en la batalla bíblica de Israel contra
los amalecitas. Al igual que Moisés había fortalecido a las tropas israelitas
con su oración desde lo alto de un monte, esa sería en el futuro la principal
función de Benedicto XVI: interceder por su Iglesia [18]. El papa respiró
aliviado. Para él fue «emocionante y bueno [...] que nadie pudiera
molestarme, porque no había audiencias y todos los demás [la curia]
también habían dejado a un lado el ajetreo». Estábamos «interiormente muy
cerca» unos de otros, «porque todos rezábamos y escuchábamos
meditaciones juntos cuatro veces al día, si bien, por otra parte, cada cual
estaba ante el Señor en su responsabilidad personal» [19].

Al concluir los días de retiro, Benedicto se sintió confirmado en su


decisión y dio las gracias a todos los participantes por «esta comunidad
orante en escucha, que me ha acompañado en esta semana». Al cardenal
Ravasi le agradeció «estas “caminatas” tan bellas en el universo de la fe, en
el universo de los salmos. Hemos quedado fascinados por la riqueza, por la
profundidad, por la belleza de este universo de la fe y estamos agradecidos
porque la palabra de Dios nos ha hablado de modo nuevo, con nueva
fuerza». Al tiempo que hacía una ligera inclinación hacia delante, dijo: «Al
final, queridos amigos, desearía daros las gracias a todos vosotros [...] por
estos ocho años en los que habéis llevado conmigo, con gran competencia,
afecto, amor, fe, el peso del ministerio petrino». Aunque pronto «termine la
“exterior”, “visible” comunión, [...] permanece la cercanía espiritual,
permanece una profunda comunión en la oración» [20].

Que Ratzinger es un gran maestro de ceremonias ya había quedado


demostrado en la dramaturgia –por él concebida– de sus celebraciones de
despedida como arzobispo de Múnich, de donde, por lo demás, su marcha
se produjo asimismo un 28 de febrero. Su planificación para el final del
pontificado le pareció a posteriori «incluso mejor de lo que yo mismo era
consciente al principio» [21]. Había que clarificar aún un par de decisiones
sobre algunas personas, así como la cuestión de si no podría celebrarse el
cónclave antes del plazo prescrito de entre quince y veinte días tras la
muerte del pontífice, puesto que este no había muerto. Toda vez que no
existía ningún precedente de renuncia de un papa al ministerio petrino,
Benedicto reflexionó con sus colaboradores acerca de si su título en el
futuro debía ser o no papa emeritus. En lo relativo al código de vestimenta,
se decidió por seguir vistiendo sotana blanca, aunque sin muceta ni cíngulo
Y abogó por que su tratamiento futuro no fuera «Santo Padre» ni «Vuestra
Santidad», sino «papa Benedetto».

El 24 de febrero de 2013, durante el rezo público del ángelus, Benedicto


tuvo ocasión de saludar al mundo por última vez desde la famosa ventana
del Palacio Apostólico. A pesar del tiempo inestable y frío, en esta ocasión
acudieron a la plaza unas 200.000 personas.

Ni una sola vez había hablado Ratzinger, en relación con su renuncia, de


providencia, un término espiritual que, por lo demás, gustaba de emplear
para explicar ciertas bifurcaciones en su trayectoria. Pero en este último
ángelus, el evangelio del día, en el que se aludía a una montaña, había
«cobrado un significado muy concreto», como confesó más tarde
Benedicto. «Queridos hermanos y hermanas, esta palabra de Dios la siento
dirigida a mí, de modo particular, en este momento de mi vida. ¡Gracias! El
Señor me llama a “subir al monte”, a dedicarme aún más a la oración y a la
meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, es más, si Dios me
pide esto es precisamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la
misma entrega y el mismo amor con que he tratado de hacerlo hasta ahora,
pero de una forma más acorde a mi edad y a mis fuerzas» [22].

El martes 26 de febrero, dos días antes del final del pontificado, la


familia papal celebró una comida de despedida en el Palacio Apostólico.
Estaban en petit comité: las cuatro Memores, los dos secretarios y la
hermana Christine, además de Benedicto, claro. «Era todo tan normal que
resultaba imposible de creer», rememora la hermana; «al mismo tiempo
todos sentíamos, por supuesto, un cierto peso». En el momento de la
despedida, la hermana se arrodilló para recibir una vez más la bendición
apostólica. «Fue un momento dramático. Todos lloramos». Tan solo el papa
se mantuvo entero. «Hermana Christine», dijo lacónicamente Benedicto al
ir a impartir la bendición, «veo que en estos años ha encanecido Ud.» [23].
En el debate sobre el fin del pontificado se había puesto de manifiesto
que con Ratzinger posiblemente había ocupado por última vez un europeo
la sede de Pedro. Ya que Benedicto había justificado el momento de llevar a
efecto la renuncia aludiendo también a la Jornada Mundial de la Juventud
en Río de Janeiro, puede suponerse que en sus reflexiones contemplaba la
posibilidad de un sucesor que no procediera de Oriente ni de Occidente,
sino –como más tarde de hecho se diría– «del fin del mundo». Al mismo
tiempo, el siguiente papa, fuera quien fuera, tendría que cobrar antes o
después conciencia de la grandeza de quien lo había precedido, de la
relevancia de su doctrina. Si hubiera continuado ejerciendo el ministerio,
cada vez más débil, habría tenido que temer ser pulverizado y acabar
víctima de la mediocridad, en lugar de volver a hacer ahora historia, como
ya la había hecho con su contribución al Concilio.
El círculo se había cerrado. Comenzó eliminando del escudo de armas la
tiara, signo también del poder mundano de la Iglesia, y acabó desasiéndose
también de la plenitud de poder de un ministerio sin parangón y, por tanto,
«desmundanizándose». Ni siquiera una gran celebración de despedida quiso
Benedicto XVI: «Si se hubiera celebrado una despedida, entonces sí que
habría tenido lugar realmente una secularización del ministerio petrino.
Tenía que permanecer en el marco de lo perteneciente a un ministerio
espiritual. En este caso se trató de la liturgia del Miércoles de Ceniza y, más
tarde, del encuentro con los fieles en la plaza de San Pedro, con alegría,
pero también en actitud reflexiva. En este sentido, fue absolutamente
correcto encontrarme, por una parte, con la Iglesia en conjunto y, por otra,
con personas que querían despedirme. Y no hacerlo a modo de una
celebración mundana, sino como un encuentro en la palabra del Señor y en
la fe» [24].

La renuncia de Benedicto no fue solo la primera renuncia de un papa de


facto gobernante, sino que también ofreció por primera vez en la historia la
posibilidad de preguntar en persona a un sucesor de Pedro sobre el conjunto
de su pontificado. No solo los medios de comunicación italianos
especularon inmediatamente tras la renuncia sobre si no habría que buscar
el verdadero trasfondo de esta en el Vatileaks, que englobaba no solo la
traición de Paolo Gabriele, sino también problemas financieros e intrigas en
la curia. En último término, se conjeturaba, el informe de la investigación
sobre estos asuntos le habría conmocionado hasta el punto de que no viera
otra salida que ceder el sitio a un sucesor. «No, eso no es cierto», objetó el
papa emérito en una de nuestras entrevistas. «Al contrario, las cosas estaban
ya totalmente arregladas. A la sazón dije que no se debe renunciar cuando
las cosas andan mal, sino cuando todo está en orden. Pude presentar mi
renuncia porque en esta situación había regresado la calma. Ni cedí a
presión alguna ni hui al ver que los problemas no podían solucionarse».

A la pregunta de si la disminución de las fuerzas es razón suficiente para


renunciar a la sede de Pedro, respondió: «Ahí se podría objetar, por
supuesto, que eso sería un equívoco funcionalista. La sucesión de Pedro no
está vinculada únicamente a una función, sino que concierne al ser. En este
sentido, la función no es el único criterio. Por otra parte, el papa debe hacer
también cosas concretas, debe tener en mente la situación entera, tiene que
saber qué prioridades conviene fijar, etc. Empezando por la recepción de
jefes de Estado, la recepción de obispos, con los que debe estar realmente
en condiciones de entablar conversación íntima, hasta las decisiones que
hay que tomar a diario. Aunque se diga que es posible prescindir de parte de
todo ello, sigue habiendo tantas cosas esenciales que, si uno quiere cumplir
debidamente el encargo, se evidencia que, cuando no se tiene ya capacidad
suficiente, lo que procede entonces –al menos para mí; otro puede juzgar
esto de manera distinta– es dejar vacante la sede». Cabalmente desde esta
perspectiva llegó a la convicción de que «el Señor ya tampoco lo quiere
más de mí y, por decirlo así, me exonera de la carga» [25].

Si para el penúltimo ángelus de Benedicto se habían congregado en la


plaza de San Pedro 150.000 personas y para el último 200.000, a la última
audiencia general, la número 348 de su pontificado, acudieron del mundo
entero 350.000 fieles que querían escuchar y ver una vez más en persona a
su papa. En todas las vallas que delimitaban el recinto se apretaban
curiosos. Desde la basílica hasta el Tíber, admiradores de Benedetto, con
banderas con los colores de todos los países y continentes, colmaban el
espacio. Hacía un «tiempo papal», un resplandeciente día que anticipaba ya
la primavera. El papa es Troppo puro, troppo inocente, troppo santo, «Muy
puro, muy inocente, muy santo», le decía un encanecido coronel de
carabinieri a un periodista, que apuntaba estas palabras en su bloc de notas,
mientras el papa, en el papamóvil, entraba una vez más en la plaza de San
Pedro. Conmovido, el sumo pontífice se secó las lágrimas de los ojos.
Más de dieciocho millones de personas lo habían escuchado durante los
últimos ocho años en las audiencias generales en la plaza de San Pedro o en
el Aula Pablo VI. «En este momento, mi alma se ensancha y abraza a toda
la Iglesia esparcida por el mundo»: así saludó Benedicto XVI a los fieles
con voz quebradiza; «y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos
años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y
sobre la caridad que circula realmente en el cuerpo de la Iglesia, y que lo
hace vivir en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia
la vida en plenitud, hacia la patria celestial. Siento que llevo a todos en la
oración, en un presente que es el de Dios».
Es una alocución muy personal y emotiva: «Cuando el 19 de abril de
hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino», prosiguió, «tuve
esta firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de
la Iglesia por la palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado
varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: “Señor, ¿por
qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones en mis
hombros, pero si tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de
que tú me guiarás, también con todas mis debilidades”. Y ocho años
después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca
de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia». Dijo también que
en el curso de esos años con frecuencia se había sentido «como san Pedro
con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea». En efecto, el Señor les
había concedido a él y los suyos «muchos días de sol y de brisa suave, días
en los que la pesca ha sido abundante». Pero también se habían dado
situaciones «en las que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como
en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre
supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la
Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. [...] Y por eso hoy mi
corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a
toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor».
El último discurso del papa renunciante sonó como una carta, una carta
de amor: «Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el
Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos
brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día,
también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese
Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin
límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser
cristiano».

No solo a Dios quería dar las gracias en este momento, prosiguió


Benedicto. «Nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del
ministerio petrino», afirmó. Estaba pensando en «muchos rostros que no
aparecen, permanecen en la sombra, pero precisamente en el silencio, en la
entrega cotidiana, con espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo
seguro y fiable». Aseguró haber «querido a todos y cada uno, sin
distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo pastor,
sobre todo del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Cada día he
llevado a cada uno de vosotros en la oración, con el corazón de padre». Dijo
estar experimentando «una vez más, de un modo tan grande que toca el
corazón», la cantidad de amigos que tenía. Contó que estaba recibiendo
multitud de cartas «de los grandes del mundo: de los jefes de Estado, de los
líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etc. Pero
recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me escriben
con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su
cariño, [...] Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a
un príncipe o a un personaje a quien no se conoce. Me escriben como
hermanos y hermanas o como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar
muy afectuoso».
De algunos de los papas realmente grandes se habían oído palabras
análogas de amor incondicional. Pero nunca antes había hablado ninguno
como Benedicto XVI al explicar una vez al rebaño a él confiado, casi
disculpándose, el paso histórico que había dado. En los meses últimos había
notado, así introdujo esta parte de su discurso de despedida, «que mis
fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración,
que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada no para
mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena
conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una
profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el
valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el
bien de la Iglesia y no el de uno mismo».

Luego, por primera vez fijó un papa el estatus de un sucesor de Pedro


que voluntariamente renuncia a su ministerio: el de papa emeritus.
Benedicto aclaró: «Ya no existe una vuelta a lo privado. Mi decisión de
renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la
vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias,
etc. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al
Señor crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la
Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el
recinto de San Pedro. [...] Continuaré acompañando el camino de la Iglesia
con la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que he
tratado de vivir hasta ahora cada día y quisiera vivir siempre» [26].
Por última vez saludó el papa en varios idiomas, en inglés, italiano,
árabe, polaco. «Mi deseo es», con estas palabras se despidió, «que todos
estén alegres, que perciban cuán bello es ser cristiano y pertenecer a la
Iglesia». A continuación se levantó y entonó el padrenuestro en latín. Un
hombre pequeño vestido de blanco, con las manos juntas y voz temblorosa,
un hombre íntegro.
Como para cualquier otro viaje papal dentro de Italia, el gobierno italiano
ha puesto a disposición de Benedicto XVI el helicóptero blanco modelo
Sikorsky Sea King que ahora espera en el helipuerto de la Ciudad del
Vaticano. El piloto del aparato, el colonello Girolamo Iadicicco, del 31.º
Escuadrón de las Fuerzas Aéreas italianas, contaba con el apoyo de un
copiloto y un técnico. A los periodistas no se les permite el acceso al
helipuerto; de ahí que se alquile para el día entero, a precios nada módicos,
cualquier ático o mirador en los edificios cercanos a la plaza de San Pedro
que pueda servir de estudio improvisado desde el que captar un instante que
no tiene precedente en la historia.
Es el 28 de febrero de 2013, el último día del pontificado de Benedicto
XVI, que ha durado siete años, diez meses y diecisiete días. Entretanto se
han acreditado en Roma 3.641 periodistas. Trabajan para 968 medios de
comunicación, entre ellos 247 canales de televisión, y proceden de 61
países distintos.
A mediodía, Benedicto se reúne de nuevo con los cardenales. Lleva
consigo un libro de uno de sus maestros de juventud, Romano Guardini, La
Iglesia del Señor, dedicado a él por el propio Guardini. Se lo muestra a los
cardenales y lee un pasaje de la obra: la Iglesia «no es una institución
inventada y construida en teoría, sino un ser vivo. [...] Vive a lo largo del
tiempo, en devenir, como todo ser vivo. [...] Sin embargo, su naturaleza
sigue siendo siempre la misma, y su corazón es Cristo». Benedicto
concluyó con una petición: «Permanezcamos unidos, queridos hermanos, en
este misterio: en la oración, especialmente en la Eucaristía cotidiana, y
sirvamos así a la Iglesia y a toda la humanidad». Y obedeciendo a una
inspiración espontánea, añadió: «Y entre vosotros, entre el Colegio
Cardenalicio, está también el futuro papa, a quien ya hoy prometo mi
incondicional reverencia y obediencia».
La promesa de obediencia no figuraba en el texto que llevaba preparado.
¿Tenía Ud. alguna idea de quién podría ser su sucesor? –le pregunté en una de
nuestras conversaciones.
«¡No, en absoluto!».

¿Ninguna premonición, ninguna idea?


«No, no».
¿Cómo pudo entonces prometer en el acto obediencia absoluta a su sucesor?
«El papa es el papa, con independencia de quién sea».

Georg Gänswein confiesa que de sus últimos momentos como secretario


del papa «no recuerdo nada porque sencillamente me encontraba exhausto y
conmovido». Apagaron la luz en el apartamento papal, bajaron en el viejo
ascensor al patio de San Dámaso, se despidieron de los colaboradores más
estrechos –que, para sorpresa del papa, estaban allí esperándolos y le
dedicaron una atronadora ovación– y se dirigieron al helipuerto. A las 17:05
horas, la pesada hélice empezó a elevar poco a poco el «papacóptero» hacia
el cielo. A bordo, además de la tripulación y del propio papa, iban los dos
secretarios particulares y el cardenal Harvey. Para que millones y millones
de telespectadores desde Ciudad del Cabo hasta Tokio pudieran seguir en
directo la despedida, simultáneamente despegó un aparato chárter del
Centro Televisivo Vaticano (CTV). La cadena de televisión del Vaticano
suele grabar las audiencias papales o pone a disposición de otros medios
equipos de grabación y apoyo audiovisual. Ahora, los apresurados
reporteros del CTV seguían las vertiginosas maniobras del colonello, quien
había decidido que el vuelo del papa incluyera una vuelta de honor
alrededor de la cúpula de San Pedro.
Poco antes del despegue se había publicado el último tuit de Benedicto:
«Gracias por vuestro cariño y apoyo. Os deseo que siempre os llene de
alegría hacer de Cristo el centro de vuestra vida». En cuanto el aparato alzó
el vuelo, comenzaron a tañer las campanas del Vaticano, a las que
paulatinamente se sumaron el resto de las cuatrocientas iglesias de la
Ciudad Eterna: Santa Maria in Trastevere, San Giovanni in Laterano, Santa
Maria Maggiore, San Paolo fuori le Mura, San Sebastiano alle Catacombe,
etc. Durante el vuelo en helicóptero, nadie abrió la boca, confesó luego
Gänswein. Él mismo se sentía hundido: «Era una despedida y también una
congoja, y la expresión natural de la congoja son las lágrimas». Ligera
como una pluma, llevada por las campanas de Roma, la aeronave papal
flotó sobre el Coliseo, el Foro Romano, para enseguida girar hacia el
espacio aéreo sobre la Via Appia, la antigua reina de las calzadas, que en
línea recta y prolongada atraviesa la Campania.
Nunca antes había supuesto, de un día para otro, una decisión papal un
reto para la Iglesia semejante a este. Nunca en los dos mil años de historia
del cristianismo había tenido un sucesor de san Pedro de facto gobernante la
valentía de dar este paso. Nunca antes había existido un papa emeritus.
Pero nunca antes habían existido tampoco tales imágenes. Cuando
hablamos sobre las escenas de la despedida, Benedicto XVI intentó no
dejarse llevar por los sentimientos, pero su emoción era demasiado grande
como para poder reprimir las lágrimas. Eran lágrimas de una larga lucha,
lágrimas de alivio, que me permitieron hacerme de nuevo una idea de la
carga que durante años soportaron esos delgados hombros; pero también
lágrimas de gratitud al buen Dios que le concedió la fuerza necesaria para
llevar a cabo una tarea hercúlea, de la que nunca se habría creído capaz.
«Me emocionó mucho, desde luego», dijo el papa emeritus. «La cordialidad
de la despedida, el hecho de que los empleados lloraran. Luego, en lo alto
de la Casa Pastor Bonus colgaba una gran pancarta: “Que Dios te lo pague,
Santo Padre”. Y después, flotar en el aire sobre Roma y oír el tañido de las
campanas de la ciudad... Entonces cobré conciencia de que podía estar
agradecido y de que mi estado fundamental de ánimo era el
agradecimiento».
El helicóptero aterrizó en el jardín de la residencia pontificia de verano a
las 17:15 horas. Hacía tiempo que la Piazza della Libertà de Castel
Gandolfo estaba repleta de gente. Visitantes llegados a toda prisa desde
Roma trataban de ver por última vez al papa. Poco después, Benedicto
apareció en el balcón del Palacio Pontificio, jubilosamente saludado por sus
admiradores y por los habitantes del lugar. «Ya no soy sumo pontífice de la
Iglesia católica. Todavía lo seré hasta las ocho de esta tarde, después ya no.
Soy simplemente un peregrino que empieza la última etapa de su
peregrinación en esta tierra», comenzó a decir con un ligero temblor en la
voz. «Pero quisiera trabajar todavía con mi corazón, con mi amor, con mi
oración, con mi reflexión, con todas mis fuerzas interiores, por el bien
común y el bien de la Iglesia y de la humanidad».
A las 17:40 horas impartió la bendición a los presentes y saludó de nuevo
con la mano a la multitud. Y a medida que, tras 2.864 días de pontificado,
era enrollada la alfombra roja que, con su escudo de armas, colgaba del
balcón, por encima del portal del Palacio Apostólico reapareció el
tradicional relieve: la tiara, la triple corona de los papas con las llaves de
san Pedro entrecruzadas. Tras despedirse por última vez con Buona notte,
Benedicto se dirigió al apartamento papal, situado un piso más abajo. Fue a
su dormitorio a deshacer la pequeña maleta –regalo de su hermana muchos,
muchos años atrás– en la que llevaba la ropa interior, el pijama y las
zapatillas de casa y de la que siempre se había ocupado él mismo. Cuando
llegó la hora de la cena, se oyó como los Guardias Suizos cerraban el gran
portón de acceso al Palacio, con cerrojos arriba y abajo y un travesaño en el
centro. La cena transcurrió con inaudita calma. Benedicto no dijo ni una
palabra. «Uno no sabía siquiera si debía comer, si debía decir algo o si era
mejor callar. Cenamos en silencio», rememora el secretario. «Luego fuimos
al piso de arriba y vimos el Telegiornale, al término del cual dimos, como
siempre, un paseo. Después, el papa, como solía, rezó completas en la
capilla situada junto a su dormitorio».
Tal y como se había anunciado, el pontificado de Benedicto concluyó a
las 20:00 horas. ¿Por qué no a las 24:00 horas, como es habitual?
Sencillamente porque para Benedicto el día de trabajo terminaba a las ocho
de la tarde. Entonces veía en la televisión el noticiario vespertino y se iba a
la cama. A esa misma hora, el camarlengo de la Iglesia de Roma, el
cardenal secretario de Estado, Bertone, en el tercer piso del Palacio
Apostólico, selló el apartamento papal y el ascensor que llevaba a él.
Cuando a la mañana siguiente apareció en la capilla de Castel Gandolfo
para celebrar la misa, Benedicto ya no llevaba en su dedo el anillo del
Pescador.

Una era llegaba así a su fin, uno de esos periodos de tiempo que
caracterizan los grandes cambios. Benedicto fue el último papa que conoció
de primera mano el terror del mal en el siglo XX. El último que había
contribuido a dar forma al Concilio. Y el último que venía de una
configuración en la historia del espíritu y de una teología cuya altura no
volverá a alcanzarse. A Benedicto XVI no solo se le considera uno de los
mayores teólogos que se hayan sentado en la sede de Pedro, sino también
uno de los pensadores más destacados de nuestra época. El historiador
inglés Peter Watson lo incluye en la lista de personalidades, como
Beethoven y Hegel, a las que se les coloca el marbete de «genio alemán».
En adelante se echarán de menos muchas cosas de él. Su sonrisa tímida.
Sus movimientos con frecuencia algo torpes al desplazarse por un estrado.
Sus inteligentes discursos, capaces de enfriarle a uno la razón y calentarle el
corazón. La elegancia con la que hace fácil lo difícil, sin despojarlo de su
misterio ni banalizar lo sagrado. Y, sobre todo, su disposición a escuchar,
algo en lo que resulta insuperable. Es un pensador y un orante a la vez, para
el que los misterios de Cristo constituyen la realidad decisiva de la creación
y de la historia universal, un filántropo que, a la pregunta de cuántos
caminos hay hacia Dios, no necesita reflexionar mucho para responder:
«Tantos como personas existen».

Joseph Ratzinger ha personificado una nueva inteligencia en el


conocimiento y la formulación de los misterios de la fe, defendiendo al
mismo tiempo la piedad del pueblo sencillo. Ha sido un inconformista y una
persona incómoda, cuyos amigos e interlocutores han sido también
personas que no se casaban con el establishment. Ha impreso un nuevo
carácter al papado. Lo ha liberado de falsos atributos, de pompa
innecesaria, de ademanes de poder, mostrando al vicario de Cristo como un
símbolo de la presencia de Cristo en el mundo, sin reservas, comprometido
por entero con Aquel que encomienda el ministerio. «¿Se ve Ud. como el
último de una antigua era o como el primero de una nueva era?», le volví a
preguntar. Benedicto carraspeó y, a continuación, respondió: «Yo diría que
estoy entre dos épocas». «¿Como puente, como vínculo entre dos
mundos?», le pregunté. «Ya no pertenezco al mundo de antes, pero el
mundo nuevo todavía no existe realmente». Lo que está fuera de duda es
que jamás un pontífice había cambiado tan profundamente el papado como
este. El paso por él dado simboliza el final de lo viejo y el inicio de lo
nuevo en la historia de la Iglesia. También esta es-una de las múltiples
paradojas de esta biografía: que quien parece ser el último es también el
primero.
«El Señor me llama a “subir al monte”», había dicho el pontífice
renunciante a la multitud, cuya muda pregunta percibía. No, había
asegurado, «no vuelvo a la vida privada [...], sino que permanezco de
manera nueva junto al Señor crucificado», compartiendo las tribulaciones
de los cristianos y de la Iglesia. Al final, el filósofo de Dios, el gran
pensador en la sede de Pedro se marchó adonde el intelecto solo no basta. A
la meditación, a la oración.
EPÍLOGO
Papa emeritus

E l papa emérito apenas hablaba, comía poco, se quejaba de cansancio.


Era incapaz de hacer nada, mascullaba, cuando en realidad no tenía ya
obligación alguna. Hasta el 28 de febrero, el último día de su pontificado,
monseñor Gänswein, su secretario, lo había encontrado «sumamente
ecuánime». Pero ahora tenía la impresión de que Benedicto estaba cayendo
en una «enorme depresión».
En el equipaje llevaba una serie de libros de teología, espiritualidad e
historia que quería leer en Castel Gandolfo. Allí siempre se había sentido a
gusto; le agradaban el clima, el paisaje, la tranquilidad, el desenfado de la
gente, los paseos por el parque. Desde la terraza, si miraba hacia el oeste,
podía ver el mar; y si miraba hacia el norte, en la lontananza podía divisar
incluso Roma, con la basílica de San Pedro y su cúpula. En 1943, aquel
idílico rincón se había convertido en lugar de refugio para cientos de judíos
a los que Pío XII ordenó que se les suministrara comida kosher. En el
dormitorio del papa lloraban los recién nacidos mientras miles de
refugiados más buscaban cobijo.
Con ocasión del final del pontificado de Benedicto, en muchos países se
habían celebrado misas de acción de gracias y en casi todas las diócesis
habían repicado las campanas. Simultáneamente, el escudo de armas
habitual de la Santa Sede había sido sustituido por el de sede vacante, en el
que faltaba la mitra papal. Dejaron de emitirse sellos con el perfil de
Benedicto. Críticas maliciosas a posteriori pudieron leerse en algunos
medios de comunicación para los cuales solo un papa muerto es un papa
bueno. Der Spiegel reprochó a Benedicto que «la debilidad, la enfermedad,
el sufrimiento» no eran «motivos para la renuncia de un pontífice».
Considerada «a la luz de la eternidad», la renuncia era una deserción.
Numerosos medios de comunicación rivalizaban por establecer el
«marco», la interpretación con la que Benedicto XVI quedaría en la
memoria de las gentes. Fiola Ehlers, redactora de Der Spiegel, habló de los
«interminables escándalos» a los que supuestamente había que poner fin. El
papa alemán deja, escribió esta periodista, «una curia inmersa en una crisis
dramática, destrozada, dividida, infiltrada de espías» [1]. Lo de los «espías»
era al menos original. También Hans Küng sabía cómo sacar partido de las
palabras y acuñó una fórmula pegadiza con la que marcó el tono: «Con
Benedicto existe el riesgo de que haya un papa en la sombra».

Apenas quedan doce días para el inicio del cónclave. Al igual que ocho
años antes, peregrinos, delegados, funcionarios, religiosos y religiosas y
políticos se apresuran hacia Roma, con cardenales de 50 países a la cabeza.
Se han acreditado 6.000 periodistas, más que nunca antes. En Castel
Gandolfo no se recibe a nadie. No hay contacto alguno con el mundo
exterior, para no dar pie a la sospecha de que se intenta influir en la elección
papal. Cuando el 13 de marzo de 2013, después de cinco votaciones, se ve
ascender hacia el cielo desde la chimenea de la Capilla Sixtina la fumata
blanca, el papa emérito, su segundo secretario (Alfred Xuereb) y las cuatro
laicas de la asociación Memores Domini que lo asisten permanecen
hechizados delante del televisor. Benedicto no imagina que en estos
momentos su sucesor intenta desesperado ponerse en contacto con él. «Me
gustaría hablar por teléfono con el papa Benedicto. ¿Cómo puedo
hacerlo?», le ha preguntado un momento antes a Georg Gänswein, quien,
como prefecto de la Casa Pontificia, se ha quedado en el Vaticano. «Muy
fácil. Yo tengo el número. ¿Cuándo quiere llamarlo?». «Ahora mismo». De
Castel Gandolfo, sin embargo, no llega, casi simbólicamente, más que la
señal de que la línea está libre. Gänswein llama a uno de los gendarmes de
guardia en Castel Gandolfo y le pide que se acerque a ver qué ocurre. Pero
tampoco reacciona nadie al timbre de la puerta. Al parecer, el volumen de la
televisión está un poco más alto de lo normal.

Buona notte!, «¡Buenas noches!»: esas habían sido las últimas palabras
del pontificado de Benedicto XVI. Buona sera!, «¡Buenas tardes!»: fueron
las primeras palabras del nuevo pontífice, trece días más tarde. Casi como si
el mundo se hubiese echado un breve sueño o hubiese hecho guardia
nocturna, a semejanza de los soldados que custodiaban el sepulcro de Jesús.
Poco antes de las ocho de la tarde se movieron las cortinas de terciopelo
rojo que hay detrás de los ventanales que dan acceso al balcón de la basílica
de San Pedro. Viva il papa!, resonaban los gritos de cientos de miles de
gargantas. Pero de golpe la muchedumbre enmudeció. Pues con Jorge
Mario Bergoglio, hasta entonces arzobispo de Buenos Aires, había salido a
aquel balcón un hombre que no solo aparecía sin la habitual muceta o
esclavina roja de los papas, sino que, como él mismo dijo, venía del «fin del
mundo».
Nunca había habido tantas novedades juntas: el primer americano en la
sede de Pedro; el primer jesuita; el primer pontífice que, después de mil
años, elegía un nombre papal nuevo. ¡Y menudo nombre! Pues hasta aquel
día ningún papa se había atrevido a llamarse Francisco, como el santo de
Asís, que en la Edad Media fue venerado como «segundo Cristo», pero
también –a causa de sus estigmas, de las cicatrices de Jesús que llevaba en
su cuerpo– como el «ángel del sexto sello» del que habla el libro del
Apocalipsis. Una voz que oyó mientras oraba y que identificó como la voz
de Cristo desde la cruz se convirtió para el «juglar de Dios» en una
indicación del camino a seguir: «Francisco, reconstruye mi casa, que, como
ves, está en completa ruina».
La elección de Bergoglio fue tan inesperada que la mayoría de los
comentaristas no tenían a mano datos sobre su persona y su vida. Pero
también Benedicto XVI se quedó de piedra: «Cuando oí el nombre, al
principio no estaba seguro. Pero luego vi cómo hablaba con Dios, por una
parte, y con la gente, por otra, y me alegré de verdad. Me sentí feliz» [2].
Las primeras palabras que pronunció Francisco en el balcón fueron en
recuerdo de Benedicto, a quien dio las gracias y por quien permaneció unos
instantes en silenciosa oración junto a los cientos de miles de personas
congregadas en la plaza. A continuación, se inclinó ante los fieles con la
súplica de que imploraran sobre él la gracia del cielo. Y solo después
impartió la bendición apostólica.
Para Benedicto, con esta elección quedó claro «que la Iglesia permanece
siempre viva y dinámica, que está abierta y que en ella acontecen
desarrollos nuevos». Que «no está congelada en esquemas de uno u otro
tipo», sino que es portadora de un dinamismo «capaz de renovarla sin
cesar». De algún modo, dice, era de esperar «que a Sudamérica le
correspondiera antes o después un papel importante», aunque su sucesor es
italiano y sudamericano a la vez, lo que remite al «entrelazamiento del
Viejo y el Nuevo Mundo, en el que de repente se manifiesta la unidad
intrínseca de la historia» [3].

Cuando el 23 de marzo, el antiguo y el nuevo pontífice se reunieron por


primera vez en Castel Gandolfo, el cambio de época resultó también
visualmente evidente. Benedicto recibió a Francisco en el helipuerto del
jardín de la Villa Pontificia. La primera transmisión fraternal de poderes en
la historia de la Iglesia católica duró dos horas y media. Algunos se
frotarían los ojos: dos hombres de blanco, los dos vivos y los dos
auténticos. No son rivales, sino que se complementan. «Ahora tenemos
incluso dos papas», exclamó entusiasmada una fiel; «y un solo Dios a quien
orar».

Con la entrega del testigo a orillas del lago Albano se subrayó una vez
más la relevancia histórica de la renuncia. Benedicto XVI no solo había
reformado el papado, sino que a la par había allanado el camino para que
hubiera un pontífice del continente en el que viven más de la mitad de todos
los católicos. El hecho de que un imaginero, un tallista cediera paso a un
leñador hizo el cambio aún más palmario. Uno es poeta; el otro, una suerte
de rebelde que recorre las calles con su bandera. Reclamando, urgiendo. Un
hombre que se arremanga y dice sin rodeos a la gente qué hay que hacer. A
veces predica como un párroco de pueblo, desahogándose con
espontaneidad. Ni necesita «chuleta» ni tiene pelos en la lengua. Y mientras
que su predecesor dejaba a la discreción del oyente o lector seguir o no sus
argumentos, Francisco grita a la multitud en Domingo de Ramos: «Y en ese
momento viene el enemigo, viene el diablo –tantas veces disfrazado de
ángel–, e insidiosamente nos dice su palabra».

Era un cambio de director, pero la obra a representar seguía siendo la


misma. Pues por muy diferentes que resultaran ambos en estilo,
temperamento y carisma, ya en el precónclave se evidenció que el nuevo
quería continuar la obra de su predecesor. Si antes del cónclave de 2005
Ratzinger criticó la «dictadura del relativismo», en 2013 Bergoglio exhortó
a la Iglesia a salir de sus espacios protegidos e ir «a las periferias». No
puede seguir siendo «una Iglesia mundanizada que vive en sí, de sí y para
sí». «Una Iglesia que gira alrededor de sí misma», presa del «espíritu del
narcisismo teológico», deja de ser el «misterio de la luz».
Ya en uno de sus primeros discursos como papa recordó Bergoglio la
expresión «dictadura del relativismo», que «mi predecesor, el querido y
venerado papa Benedicto XVI» había empleado como uno de sus conceptos
centrales [4]. Pero además insistió, en su primera homilía, el 14 de marzo
de 2013, en la necesidad de posicionarse como Iglesia: «Podemos caminar
cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a
Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero
no la Iglesia, Esposa del Señor». En modo alguno distinto sonó el discurso
de Benedicto en Friburgo. En esta localidad del sur de Alemania, el papa
bávaro criticó la tendencia «a una Iglesia satisfecha de sí misma, que se
acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del
mundo». Si quiere permanecer fiel a su verdadero mandato, la Iglesia debe
«hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta mundanización
suya y volver a estar abierta a Dios».
En primavera se concluyeron las obras de reforma del pequeño
monasterio enclavado en los jardines del Vaticano. Juan Pablo II había
cedido el 13 de mayo de 1994 el nada espectacular edificio a órdenes y
congregaciones religiosas para que, sucediéndose unas a otras, garantizaran
aquí oración ininterrumpida por la Iglesia, el papa y la curia. El 2 de mayo
de 2013 regresó Benedicto a Roma. Instalándose en la casa Mater Ecclesiae
(Madre de la Iglesia) volvía a estar espiritual y geográficamente en el centro
del Vaticano, como había anunciado. Pues, aunque no tenía «ya la potestad
del oficio para el gobierno de la Iglesia», «en el servicio de la oración»
permanecía en cierto modo «en el recinto de San Pedro». Con todo, no
puede hablarse de un eremita en sentido clásico. Después de la mudanza,
Benedicto confesó que, «ya solo por la falta de fuerza psíquica», no estaba
en condiciones de hacer oración continuada, «sencillamente porque no
tengo la suficiente energía interior para entregarme por completo a las cosas
divinas y espirituales», para «morar de continuo en las regiones
superiores». Pero también consideraba «correcto y bueno mantener un
cierto intercambio con las personas que hoy gobiernan la Iglesia o
desempeñan algún papel en mi vida, es decir, permanecer anclado en las
cosas humanas».
Al igual que cuando residía en el Palacio Apostólico, la comunidad
doméstica estaba formada por el papa emérito, cuatro laicas consagradas y
el arzobispo Gänswein. El horario del día era exactamente el mismo que
llevaban antes, solo que sin asuntos oficiales. Comenzaba con la misa en
común a las siete cuarenta y cinco de la mañana en la capilla de la casa;
seguían el rezo del breviario y el desayuno. La mañana se dedicaba a orar,
despachar la correspondencia, recibir visitas y leer, incluido el boletín de
prensa que continuaba enviando la Secretaría de Estado. Al matemático
italiano Piergiorgio Odifreddi le respondió Ratzinger poco después de la
mudanza que ya podía entablar el diálogo que le había solicitado el ateo
confeso. A la una y media comían y, al terminar, el papa daba un pequeño
paseo en la azotea. Después de la siesta, Benedicto se tomaba tiempo para
leer y para contestar las innumerables cartas que aún le llegaban del mundo
entero. A las siete paseaban hasta la capilla de la Virgen de Lourdes para
rezar allí el rosario. A la vuelta cenaban y después veían las noticias en la
televisión, hasta que el papa emérito se retiraba a descansar y Gänswein se
sentaba a su escritorio para responder correos electrónicos hasta bien
entrada la noche.

Desde que no le oprime el peso del ministerio, se decía desde Mater


Ecclesiae, Benedicto «se ha tornado aún más apacible, más bondadoso».
Pero permanecer inactivo no era su vocación, aunque se tratara solo de
preparar la homilía dominical que escribía para la pequeña comunidad
doméstica. Como papa emérito, instituyó el Premio Joseph Ratzinger, una
suerte de Premio Nobel de Teología, y creó una fundación para apoyar al
periodismo católico. En abril de 2014 asistió a la canonización de Juan
XXIII y Juan Pablo II; y en diciembre de ese mismo año, a la ceremonia de
beatificación de Pablo VI. El papa Francisco había exhortado expresamente
a su predecesor a no retirarse por completo de la vida pública, pero sus
crecientes dificultades para caminar hicieron de la apertura de la Puerta
Santa y la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María el 8 de
diciembre de 2015 sus últimas apariciones públicas.
Benedicto dejó de lado al principio su actividad autoral. No, no echaba
nada en falta, me explicó en una de nuestras entrevistas; y menos aún
cualquier sensación de poder. «Al contrario, le doy gracias a Dios por el
hecho de que esta responsabilidad, que no podía soportar más, no descanse
ya sobre mis hombros, por el hecho de que ahora soy sencillamente libre
para continuar recorriendo con humildad el camino junto a él y para vivir
entre amigos, para ser visitado por amigos» [5].

Jorge Bergoglio –hijo de emigrantes italianos, diplomado como técnico


químico, amante de la cocina, la ópera, Shakespeare y Hölderlin–
convenció con una forma de estar en público poco convencional, popular.
«Rechaza el aborto», añadió un periodista, como si ello fuera algo
sensacional en un papa. El antiguo arzobispo de Buenos Aires optó por no
residir en el Palacio Apostólico, sino en la hospedería del Vaticano, a unos
cuantos cientos de metros del monasterio Mater Ecclesiae. El antiguo y el
nuevo papa parecían entenderse. La relación era «excelente», aseguró el
portavoz del Vaticano, Federico Lombardi. Bergoglio hizo llegar a su
predecesor un ejemplar de la exhortación apostólica Evangelii gaudium
encuadernado ex profeso en blanco, algo que solamente se puede hacer para
un papa. Y antes de cada viaje de gran envergadura lo visitaba para
despedirse de él. Benedicto, dijo, es «un pensador sutil al que una gran
parte de las personas no conoce o no ha entendido». Es «todo un gozo
compartir ideas con él». A la inversa, Benedicto asegura que no tiene
ningún problema con el estilo de Francisco; «al contrario, me parece bien».
«Hay en la Iglesia una nueva frescura, una nueva alegría, un nuevo carisma
que llega a las personas» [6]. De vez en cuando su sucesor le pide consejo,
cuenta Benedicto, pero «por lo común no existe motivo para ello. En
general, también me alegra mucho que no me pidan que me implique».
Era cuestión de tiempo que distintos círculos empezaran a contraponer a
los dos papas, aunque fuera nada más que para aumentar la tirada de sus
publicaciones. El bando «progresista» le cortó a Francisco a medida el traje
de reformador eclesial con títulos de libros como El luchador en el Vaticano
o Francisco entre lobos, o también caracterizándolo gustosamente como el
«papa solitario» que con tenacidad y energía se oponía a los obstinados
curiales del Vaticano. Los «conservadores» utilizaron el cliché del «papa
dictador». Bergoglio era en realidad, decían, una persona ávida de poder
cuya traición al legado de su predecesor iba a acabar con la Iglesia. El papel
atribuido a Benedicto por los medios de comunicación había quedado
fijado, de todos modos, por el veredicto de «papa en la sombra» dictado por
Hans Küng. Tal papel se amplió con la imagen del conspirador que se
entrometía sin descanso y congregaba en torno a sí en su «conventito» a
reaccionarios con objeto de torpedear los planes de Francisco. Algunos
comentaristas afirmaban jubilosos que los discursos de este eran un «ajuste
de cuentas con Benedicto». Un teólogo protestante se atrevió incluso a
sugerir el «análisis» de que Francisco había conseguido más en tres
semanas que Benedicto en ocho años.
Francisco, sin embargo, no se cansaba de alabar a su predecesor.
Ratzinger, decía, había realizado en las tres décadas anteriores una
contribución fundamental a la modernización de la Iglesia. Y aseguraba
albergar con respecto a él un «sentimiento de profunda comunión y
amistad». «¿Le ha pedido Ud. algún consejo a Benedicto?»: esta fue una de
las preguntas que le formuló en 2014 el diario Corriere della Sera. «Sí»,
respondió el papa brevemente, acentuando que el papa emérito «no es una
estatua en un museo», sino «una institución». Se trata de una persona
discreta y humilde, prosiguió, y no quiere molestar. Pero «hemos hablado al
respecto y decidido conjuntamente que era mejor que viera gente, saliera y
participara en la vida de la Iglesia. [...] Su sabiduría es un regalo de Dios»
[7].
En el vuelo de regreso a Roma tras su visita a Armenia, Francisco
acentuó que «Benedicto me protege la espalda con sus plegarias». Dijo
haberle dado las gracias por «abrir la puerta a los papas eméritos». Dada la
actual esperanza de vida, a partir de una cierta edad uno debe preguntarse,
señaló, si cree que «los achaques propios de la edad le permiten seguir
gobernando la Iglesia». Consideró posible que en el futuro haya dos o tres
papas eméritos a la vez [8]. Un reconocimiento especialmente afectuoso
tuvo lugar en el discurso de Francisco en la Sala Clementina con motivo del
sexagésimo quinto aniversario de la ordenación sacerdotal de Joseph
Ratzinger. A su predecesor le dijo el papa argentino: «Y así, precisamente
viviendo y testimoniando hoy de un modo tan intenso y luminoso esta única
cosa en verdad decisiva –tener la mirada y el corazón orientados a Dios–,
Ud., Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir eficazmente
con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde ese pequeño
monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano, que se revela así como algo
distinto a uno de esos rinconcitos olvidados en los cuales la cultura del
descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus
fuerzas disminuyen. [...] La providencia quiso que Ud., querido hermano,
llegase a un lugar, por decirlo así, hondamente “franciscano”, del cual
emana una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez,
una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen mucho bien y nos dan
mucha fuerza a mí y a toda la Iglesia» [9]. Benedicto sonrió y agradeció,
por su parte, la bondad con que su sucesor lo había tratado desde el primer
momento de su elección papal: «Gracias, Santo Padre, me siento protegido
por Ud.».
Podrían aducirse muchos más testimonios de la amistad que Bergoglio
siente por Ratzinger. Para la Iglesia, «la presencia de un papa emérito junto
al papa en ejercicio es una novedad», afirma Francisco en el prólogo a la
biografía de Benedicto escrita por el teólogo italiano Elio Guerriero; «y
precisamente porque nos llevamos bien, es una bella novedad. En cierto
sentido, expresa de un modo especialmente claro la continuidad del
ministerio petrino, sin interrupción, como miembros de una misma cadena
soldados por el amor» [10]. A la inversa, Benedicto no solo ha mostrado
lealtad a su sucesor, sino una inquebrantable discreción. A todos los
visitantes que recibe les manifiesta el afecto que siente por Francisco,
acentuando la cordialidad con la que es tratado por él. De hecho, no hay ni
una sola declaración en la que haya comentado o criticado el proceder del
papa. Que esté de acuerdo o no con todos sus hechos y palabras es otro
cantar. Pero sobre ello no habla.
La forma habitual de concluir un pontificado había consistido en morir
ejerciendo del ministerio. No existen reglas para un papa emérito. Como
primer pontífice de la historia que ha renunciado a su ministerio después de
haberlo ejercido efectivamente, Ratzinger ha creado un nuevo sujeto
canónico y eclesiológico. Era natural que, dada la relevancia histórica de
este acto, estallara una disputa apasionada al respecto. El cardenal de Viena,
Christoph Schónborn, por ejemplo, entendió la renuncia como un retorno al
núcleo bíblico del ministerio petrino. A su juicio, la roca «sobre la que
Cristo fundó su Iglesia» no es tanto la persona del papa en ejercicio en un
momento dado cuanto el papado mismo. La renuncia al ministerio petrino
no representa una mundanización de este, sino, antes al contrario, una
desmundanización.

Por su parte, el periodista italiano Antonio Socci conjetura que Benedicto


XVI sigue siendo papa, si bien de una forma «enigmática», más aún,
«mística». El historiador Roberto de Mattei le contradice. La renuncia de
Benedicto es, sin duda, legítima desde el punto de vista tanto teológico
como canónico, pero moralmente reprochable, porque la justificación por él
ofrecida –la mengua de sus fuerzas– no se corresponde en modo alguno con
la seriedad del acto. A juicio de este historiador, el mundo se ha llevado con
ello la impresión de que el ministerio petrino debe entenderse como una
empresa en la que el presidente puede dimitir por razones de edad. Como
castigo, «la providencia divina ha obligado» desde entonces a Benedicto
XVI, afirma, a «contemplar la debacle por él desencadenada».

La cuestión no era solamente si un papa podía o no renunciar a su


ministerio, sino también cómo debía comportarse después, qué vestimentas,
título, gestos tenía que usar, dónde podía vivir. Benedicto mismo habría
deseado que, como emérito, se le llamara «papa Benedetto» o «padre
Benedetto», pero no logró que se le autorizara tal tratamiento. En la
cuestión de la vestimenta se pronunciaron sobre todo críticos en Alemania.
El sacerdote y canonista Hubert Wolf sostiene que seguir utilizando el
blanco papal ha sido «una catástrofe en el plano de la comunicación
simbólica. La gente dice: hay dos hombres vestidos de blanco en la plaza de
San Pedro. Eso es mucho peor que todo lo teológico» [11]. Pero ¿quién
debe decidir sobre si tal visión le resulta realmente insoportable o no al
pueblo sencillo sino el papa mismo, que es soberano? La fuerza normativa
de lo fáctico ha establecido, guste o no, las líneas fundamentales, aun
cuando futuros papas decidan interpretar la nueva tradición, en sus detalles,
de modo distinto. Más importante que el código de vestimenta era
indudablemente la definición espiritual de la nueva figura. Benedicto fijó
que la renuncia del pontífice no debía aburguesar el ministerio papal. No
conviene que un papa emérito «regrese a la vida privada», con viajes,
conferencias o aficiones cualesquiera. De manera análoga a un padre de
familia, conserva «en un sentido interior la responsabilidad asumida, pero
no la función».
Tras hacerse efectiva la renuncia de Benedicto, se repitió lo que la
experta en medios de comunicación Friederike Glavanovics ya había
constatado durante el pontificado del papa alemán. Ratzinger ha sido
«encasillado como un anciano medroso, incomprendido y obsesionado con
temas marginales», se afirma en su investigación académica. Siguiendo la
tendencia al amarillismo, con frecuencia no se buscaba sino «poner en
evidencia al papa», para, de ese modo, «crear deliberadamente opinión». Y
esto se llevó a cabo «cuestionando su credibilidad e integridad» [12]. Un
ejemplo de los reflejos ejercitados fue la reacción al saludo que Benedicto, a
petición del arzobispo de Colonia, el cardenal Woelki, envió en julio de
2017 para las exequias del cardenal Meisner. En él, Ratzinger escribió que
le había conmovido ver cómo su amigo «vivía cada vez más desde la
profunda certeza de que el Señor no abandona a su Iglesia, aun cuando en
ocasiones la barca esté a punto de volcar por lo llena que va». A raíz de
ello, un periódico tituló en su portada: «Benedicto lanza un SOS por la
Iglesia». Los columnistas críticos con Ratzinger coincidieron en que esas
palabras eran una andanada contra el papa Francisco.
En el trato dispensado al papa emérito apenas cuentan los hechos y
contenidos. Basta con que Ratzinger abra de nuevo la boca para que se
desate una vehemente tempestad de protestas. Ya la publicación de Últimas
conversaciones en septiembre de 2016 sacó de sus casillas a los críticos en
Alemania. Con el libro-entrevista, Benedicto había faltado a su palabra,
afirmaba indignado el padre jesuita Andreas Batlogg. El libro era, a su
juicio, ejemplo de «mal gusto y falta de delicadeza»; una obra así no
debería haberse publicado. Faltando a la verdad, el director de la revista
jesuita Stimmen der Zeit aseveraba que en el libro Benedicto criticaba a su
sucesor, cuando más bien lo elogia. En el diario Frankfurter Allgemeine
Zeitung, Daniel Deckers escribió que el papa emérito se había vuelto a
entrometer «con un tono de amargura». En realidad, la entrevista no era un
escrito justificativo ni tampoco polémico, sino una remembranza que
brindaba la posibilidad de obtener información de verdad. El Münchner
Abendzeitung comentó que el libro estaba «libre de toda amargura» y era
«jovial y simpático».
A raíz, entre otras cosas, de la publicación de Últimas conversaciones,
uno de los principales diarios alemanes pidió al teólogo homosexual David
Berger que reiterara en un extenso artículo sus antiguas acusaciones contra
Ratzinger. Berger, según sus propias palabras, no dudó «ni un instante» en
declinar la propuesta. En lugar de ello, escribió en su blog que, «con
corazón compungido y cabeza gacha», deseaba pedirle disculpas a
Ratzinger. «Los medios de comunicación han dicho todo tipo de disparates
sobre Benedicto», escribe el teólogo. «Yo podría haber contado a esta gente
la mayor tontería y, aun así, me habrían creído, porque querían creerme»
[13]. Del cambio de opinión de Berger no se oyó ni leyó una palabra en los
«principales medios».
En julio de 2018 causó alboroto un texto de Benedicto sobre la relación
con el judaísmo. El artículo, que le había solicitado el cardenal Kurt Koch,
estaba pensado para uso interno. Como presidente de la Pontificia Comisión
para las Relaciones con el Judaísmo, Koch le pidió al papa emérito
autorización para publicar el artículo en la revista teológica Communio. Es
verdad que Benedicto reafirmó por completo la doctrina del Vaticano II, que
habla de una no revocada alianza de Dios con los judíos, pero dijo que veía
necesidad de precisar aún más la compleja teoría de la sustitución. El grito
fue terrible. «Cortapisas en el diálogo entre judíos y cristianos», tituló
katholisch.de, el ciberportal de la Conferencia Episcopal Alemana.
Benedicto no hacía sino desconcertar «con una revisión de la teología del
judaísmo, indignando no solo a los judíos, sino suscitando también críticas
en la Iglesia» [14].

El cardenal Koch trató de calmar la tempestad aclarando que Benedicto


no examinaba en el texto «las convicciones básicas del diálogo entre judíos
y cristianos para cuestionarlas o relativizarlas, ni menos aún para
“vaciarlas”, sino para concretarlas y matizarlas, confiriéndoles de ese modo
mayor profundidad teológica». No sirvió de nada. Varios catedráticos
afearon al papa emérito no haberse confrontado críticamente con el
antijudaísmo. No tardó en aparecer la acusación de antisemitismo. Pero
ocurrió lo mismo que siempre había ocurrido en ocasiones anteriores:
después de una controversia dirimida en público, Arie Folger, el gran rabino
de Viena, dijo que Benedicto le parecía «un pensador muy simpático y
profundo que detesta el antisemitismo y el antijudaísmo en todas sus
variantes». Tras un encuentro personal con Benedicto en Mater Ecclesiae,
una delegación de rabinos judíos ortodoxos declaró en enero de 2019 que
todos los malentendidos habían sido aclarados y la controversia había
quedado solucionada.
En su declaratio de renuncia y en otros comentarios posteriores,
Benedicto había anunciado que se retiraría de la vida pública y no influiría
en modo alguno en el trabajo de su sucesor. Y de fado no había hecho
política ni tramado intrigas. Pero nunca se había hablado de un precepto de
silencio. Solo en una ocasión escribió un artículo, pues consideraba que el
debate sobre los abusos sexuales contra menores estaba transcurriendo de
forma en exceso monotemática. La ocasión para ello se la brindó la reunión
de los presidentes de todas las conferencias episcopales: «Puesto que yo
mismo ocupaba puestos de responsabilidad en la época del estallido de la
crisis y durante su posterior desarrollo», así introduce Benedicto su escrito,
«tuve que preguntarme [...] qué podría aportar yo, a partir de una mirada
retrospectiva, a un nuevo comienzo». De ahí que haya juntado, dice,
algunos apuntes «con los que quisiera ofrecer algunas orientaciones como
ayuda en esta hora difícil. Después de haber contactado con el secretario de
Estado, cardenal Parolin, y con el mismo santo padre, me parece oportuno
publicar el texto en la Klerusblatt» [15].

Cuando menos, empezar la reflexión con referencias a los eslóganes de la


revolución sexual de los años sesenta no fue una decisión acertada. En un
primer punto intenta Benedicto presentar el contexto social de la cuestión,
«sin el que el problema no se comprende». Entre 1960 y 1980 tuvo lugar un
cambio «como probablemente no lo ha habido jamás en la historia». Ese
cambió llevó a que en solo veinte años «los criterios hasta entonces
aceptados en materia de sexualidad fueron demolidos y se dio paso a una
ausencia de normas que después se ha tratado de corregir». En un segundo
punto trata de apuntar las repercusiones de esta situación en la formación
seminarística y en la vida de los presbíteros. La tercera parte ofrece
perspectivas para que la Iglesia acierte con la respuesta.

Cabe discutir hasta qué punto era sensato publicar un escrito de


características semejantes. La posición de Ratzinger respecto al tema no era
desconocida. Pero todavía más cuestionables fueron las reacciones
tergiversadoras. El papa emérito «responsabiliza a los sesentayochistas de
los abusos de los sacerdotes católicos», escribió Der Spiegel; «la Iglesia,
afirma Benedicto XVI, estaba “indefensa”» [16]. Tanto como la noticia en
sí debieron de enfadar a los lectores los titulares que la introducían en el
ciberportal de Deutschlandfunk, emisora de radio que hablaba de «escribir y
callar», «de retrospectiva con ira» o, más en general, de que el papa emérito
había «vuelto a dar señales de vida» de un modo «peligroso» [17]. Casi
nadie mencionó que Ratzinger se había explayado sobre la crisis de la
moral o, con una autocrítica sin contemplaciones, sobre el deterioro de la
formación sacerdotal.
Benedicto debería de haber aprendido la lección, y de hecho la había
aprendido. Cuando en el verano de 2019 se ocupó de los fundamentos del
sacerdocio católico, no quería guardar para sí mismo lo reflexionado,
aunque estaba decidido a que su ensayo al respecto se publicara solo tras su
muerte. No ocurrió así. El cardenal africano Robert Sarah, prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que
había oído hablar del texto, le pidió a Benedicto que le permitiera publicarlo
en un libro que estaba preparando. Lo que no se acordó fue cuándo saldría
la obra a la venta.

Por resumir: el eco fue devastador. Antes incluso de que saliera el libro
de la imprenta, se desató una tormenta que ensombreció todos los ataques
previos al papa emérito. En el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Daniel
Deckers escribió que Benedicto había liberado definitivamente de la botella
al «espíritu de división eclesial» y de que la Iglesia universal, con 1.300
millones de fieles, estaba autodestruyéndose. El Bild-Zeitung tituló con
gruesas letras que había estallado la «guerra de los papas». El ciberportal de
la Conferencia Episcopal Alemana, katholisch.de, publicó diez extensos
artículos en los que diferentes teólogos daban rienda suelta a su
indignación. El alboroto, sin embargo, se debió en parte a la conducta
inapropiada de colaboradores del entorno del cardenal Sarah y a la agresiva
estrategia comercial de la Editorial Fayard, que utilizó en la cubierta del
libro el nombre y una foto de Benedicto sin conocimiento de este, e incluso
su firma en facsímil al final del prólogo y del epílogo, sin haberle mostrado
siquiera estos textos.
En el ensayo de Benedicto, el celibato es solo un tema al margen, y a
nadie puede sorprender que se pronuncie a favor de mantener su carácter
obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia católica de rito latino. Pero no
era eso lo que interesaba. La publicación del libro, cual «inaudita
intromisión», había sido prevista para una fecha precisa, rezaba la
acusación, con el propósito de atacar por el flanco al papa Francisco, quien,
como era sabido, pretendía pronunciarse próximamente a favor de la
relajación del celibato obligatorio. Con el titular: «Dos papas se enfrentan a
causa del celibato», también Der Spiegel asumió el modelo interpretativo
del Bild-Zeitung. En la entradilla se decía: «En la disputa sobre el celibato,
el papa emérito Benedicto XVI pone una vez más a prueba la paciencia de
su sucesor Francisco. ¿Por qué lo hace?» [18]. El artículo de Der Spiegel se
basaba en una buena investigación, pero justo ese era el problema. De él se
deducía que Benedicto XVI en modo alguno había redactado una
contribución específica sobre el celibato y que la génesis del texto tampoco
tenía nada que ver con el Sínodo de la Amazonia. Del supuesto disenso
entre su sucesor y él no se ofrecía prueba alguna. Ahora bien, al menos el
titular debía mostrar la línea del semanario, aunque esta estuviera en
absoluta contradicción con el contenido del artículo. Ese mismo día, Der
Spiegel hizo públicas sus nuevas directrices: En este libro de estilo
solemnemente presentado puede leerse: «La historia que se cuenta debe ser
verdad. [...] “Ser verdad” no significa solo que los hechos sean ciertos, que
sus protagonistas existan, que los lugares donde se sitúan sean los
auténticos. “Ser verdad” quiere decir que el texto, en su dramaturgia y su
desarrollo, dé a conocer la realidad». Y, además: «Un texto de Der Spiegel
debe guiarse por una idea y una tesis, pero no puede obedecer a una
intención propagandística a la que se subordine la argumentación». No
tardó en evidenciarse que la «guerra de los papas» era un bulo periodístico.
En la exhortación apostólica publicada por Francisco el 12 de febrero de
2020 tras el sínodo de obispos sobre la Amazonia, el celibato no se
menciona siquiera en nota a pie de página. En una conversación con
obispos estadounidenses, el papa se había quejado poco antes de que el
amplio espectro de cuestiones abordadas en el sínodo quedara reducido al
problema del celibato y al de los ministerios. Pero para él, según les
reconoció, el foco estaba en los retos sociales, pastorales, ecológicos y
culturales. Asimismo, a principios de febrero, en el prólogo a un libro
aclaró: «Siguiendo las huellas de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI,
siento hondo deber mío entender el celibato como una gracia decisiva».
La vida de Joseph Ratzinger no está contada todavía hasta el final. Fue el
papa pequeño que escribía a lápiz grandes obras. Ya su Introducción al
cristianismo se convirtió en un clásico de la enseñanza católica. Ningún
otro pontífice nos ha legado una obra tan inmensa como la suya sobre Jesús
ni ha escrito siquiera una cristología. Aunque no tiene personalidad de
gestor, que sea incapaz de gobernar es un mito. Durante su pontificado, la
Iglesia católica ganó en el mundo entero cien millones de miembros, en
proporción mayor de la que le habría correspondido por el crecimiento
global de la población. En Alemania reemplazó por primera vez a la Iglesia
evangélica como la comunidad religiosa más numerosa.
La historia juzgará qué importancia le corresponde a Benedicto XVI y su
obra más allá de su época. Ciertamente, no todo lo ha hecho bien, pero ha
sabido reconocer sus errores, incluso aquellos que, como el escándalo
Williamson, no podía evitar en modo alguno. Revitalizando la doctrina, el
pontífice alemán se erigió en renovador de la fe y tendió puentes para la
llegada de lo nuevo, con independencia de qué aspecto pueda tener. «Su
espíritu –eso lo tiene ya claro su sucesor en el ministerio petrino– se
presentará de generación en generación cada vez más grande y poderoso».
«Mi amistad personal con el papa Francisco no solo
perdura, sino que es cada vez más profunda»
Últimas preguntas a Benedicto XVI

D espués de múltiples entrevistas realizadas al papa Benedicto XVI, en


otoño de 2018 aún se me ocurrieron algunas preguntas, que le hice
llegar. Una gran parte de ellas, sin embargo, no las respondió. Pues «lo que
Ud. me pregunta ahí nos exigiría, por supuesto, adentrarnos mucho en la
situación actual de la Iglesia», explicó en carta adjunta de 12 de noviembre
de 2018. Responder a esas preguntas «representaría inevitablemente una
intromisión en el trabajo del papa actual. Debo y quiero evitar todo cuanto
pueda ir en esa dirección».

Papa Benedetto, ¿sigue Ud. la actualidad de la Iglesia?


Sí.

Ud. no quería escribir un testamento intelectual. ¿Lo ha hecho


entretanto?

Sí.
Como papa, inició Ud. de inmediato el proceso de canonización de su
predecesor, Juan Pablo II, sin respetar el habitual plazo de cinco años. ¿A
qué se debió tanta prisa?
Al evidente anhelo de los fieles y al ejemplo del papa, que yo mismo
tuve ante mí a lo largo de más de dos décadas.
Se dice con frecuencia que, durante su pontificado, Ud. tropezó con
numerosas obstrucciones por parte de la curia.
Las obstrucciones venían antes de fuera que de la curia. Yo no quería
limpiar solo el pequeño mundo de la curia; eso ni siquiera era lo más
importante para mí. Quería limpiar la Iglesia como un todo. El papa no es
primordialmente el papa de la curia; su responsabilidad se extiende más
bien a la Iglesia entera en un momento histórico concreto. Entretanto, los
acontecimientos han mostrado que la crisis de la fe ha propiciado también,
y sobre todo, una crisis de la existencia cristiana. Esta es la medida que el
papa debe tener en mente.
¿Contribuyó el Vatileaks a su decisión de renunciar al ministerio
petrino?
En mis Últimas conversaciones con Ud. aclaré enérgicamente que mi
renuncia no tenía nada que ver con el asunto de Paolo Gabriele. Si hubiera
tenido que salir huyendo de incidentes semejantes, habría habido más
ocasiones de esa clase. Pero hacerles frente y no doblegarse ante ellos me
sigue pareciendo parte esencial del mandato del papa. Por eso, mi renuncia
no tiene absolutamente nada que ver con todo ese tema.
Su visita en 2009 a la tumba del papa Celestino V, el único papa que
había renunciado al ministerio petrino antes de Ud., ha dado pie a
numerosas conjeturas, y sigue dándolo hasta hoy. ¿A qué se debió esa
visita?

La visita a la tumba del papa Celestino V fue más bien casualidad, pero
era plenamente consciente, claro, de la singularidad de su situación y en
modo alguno podía servirme de modelo.
El periodista estadounidense Rod Dreher afirmó: «Un amigo próximo a
Benedicto me ha contado que el papa renunció al ministerio petrino cuando
se percató de que la corrupción en la curia desbordaba con mucho lo que él
podía combatir». ¿Es esto una invención?
Sí.
Una frase de la homilía que Ud. pronunció en la santa misa de inicio de
su pontificado quedó grabada especialmente en la memoria de muchos:
«Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos». ¿Preveía
todo lo que se le iba a venir encima?
También aquí debo decir que el radio de aquello que un papa puede
temer se concibe de forma demasiado limitada. Por supuesto, asuntos como
el Vatileaks son desagradables y, sobre todo, resultan incomprensibles y
perturbadores en sumo grado para las personas en el mundo en sentido
amplio. Pero la verdadera amenaza para la Iglesia y, por tanto, para el
ministerio petrino no radica en tales incidentes, sino en la dictadura
universal de ideologías en apariencia humanistas a las que solo cabe
contradecir al precio de quedar uno excluido del consenso social básico.
Hace un siglo, todo el mundo habría considerado absurdo hablar de
matrimonio homosexual. Hoy, quien se opone a él es socialmente
excomulgado. Otro tanto ocurre con el aborto y la producción de seres
humanos en laboratorios. La sociedad moderna está formulando un credo
anticristiano, y la resistencia a ese credo se castiga con la excomunión
social. Es normal, muy normal, tenerle miedo a este poder intelectual del
Anticristo, y realmente hace falta el apoyo oracional de una diócesis entera,
de la Iglesia entera para oponerse a él.

Volker Reinhardt, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad


de Friburgo (Suiza), dijo: «Para mí, la renuncia de Benedicto XVI es un
acto de distanciamiento extremo respecto de las circunstancias actuales de
la Iglesia y una admisión de que no es capaz de gobernar la Iglesia como
sería necesario».
En modo alguno era mi intención «distanciarme hasta el extremo de las
circunstancias actuales de la Iglesia». Si se estudia la historia de los papas,
pronto se percata uno de que la Iglesia siempre ha sido una red con peces
buenos y malos. A la comprensión católica de la Iglesia y sus ministerios de
gobierno le es connatural no imaginar una Iglesia ideal, sino fomentar la
disposición a vivir y actuar en una Iglesia acosada por el poder del mal.
Juan Pablo II escribió en 1989 que no descartaba renunciar al
ministerio petrino en caso de enfermedad grave. Cinco años más tarde
llegó a la conclusión de que «no hay sitio en la Iglesia para un papa
emérito». ¿Se ha preguntado Ud. alguna vez qué habría dicho su
predecesor sobre su renuncia?
Es cierto que tanto Pablo VI como Juan Pablo II firmaron muy pronto
una declaración en la que disponían su renuncia en caso de que una
enfermedad les imposibilitara el ejercicio adecuado del ministerio. Lo
hicieron pensando sobre todo en las diferentes formas de demencia.
Siguiendo su ejemplo, también yo firmé relativamente pronto una
declaración idéntica. Que son posibles asimismo otros modos de
incapacidad para un ejercicio adecuado del ministerio se me evidenció al
final de mi pontificado.
Con su renuncia al ministerio petrino colocó la piedra fundacional de
una nueva tradición en la Iglesia católica. Es el primer sucesor de Pedro
que se llama a sí mismo papa emeritus. Hay historiadores de la Iglesia que
afirman que no puede haber un papa «emérito», que tampoco hay dos
papas.
No veo ninguna razón para suponer que un historiador de la Iglesia –o
sea, alguien que estudia el pasado de la Iglesia– sabe mejor que otros si
puede haber o no un papa emérito. Me gustaría decir algo al respecto desde
mi punto de vista: hasta después del Vaticano II tampoco los obispos
renunciaban a su ministerio. Cuando por fin, después de vehementes
debates, se introdujo la renuncia obligatoria de los obispos por motivos de
edad, enseguida surgió un problema práctico en el que nadie había pensado:
uno solo puede ser obispo en relación con una determinada sede episcopal.
La ordenación episcopal es siempre «relativa», es decir, está vinculada a la
asignación de una sede episcopal. Este carácter relacional inherente al
sacramento del ministerio episcopal tiene como consecuencia para los
obispos no residentes (hoy llamados por regla general obispos auxiliares)
que debe encontrárseles al menos una sede ficticia. Para ello estaban
disponibles varios cientos de sedes de la Iglesia antigua que, a causa sobre
todo de la islamización de los territorios concernidos, no pueden ya ser
ocupadas realmente por obispos. Según esto, resultaba necesario encontrar
también para todo obispo dimisionario que dejaba de ser obispo de una
diócesis concreta (por ejemplo, Múnich o Berlín) una sede titular (como,
por ejemplo, Cartago, Hipona, etc.). No tardó en hacerse manifiesto que,
habida cuenta del creciente número de obispos dimisionarios y demás
obispos titulares, el número de estas sedes crecía rápidamente y llegaría un
momento en que no se dispondría ya de más diócesis titulares.

¿Qué significa eso?

Hasta donde yo sé, la solución la encontró el antiguo obispo de Passau,


Simón Konrad Landersdorfer, que era un hombre muy enérgico y erudito.
Él decía que, después de haber ocupado una sede episcopal real, no deseaba
una ficticia. Pues debía bastar con que fuera obispo emeritus de Passau.
¿Qué es un obispo o papa emérito?

El término emeritus significaba, tal como lo entendía Landersdorfer, que


ya no era titular en ejercicio de la sede episcopal, pero guardaba con ella
una relación especial, la de antiguo obispo de esa diócesis. En este sentido,
se respetaba la necesidad de definir el ministerio episcopal por su relación
con una diócesis sin convertirse en un segundo obispo de su diócesis. El
vocablo emeritus venía a decir que había cesado totalmente en el ejercicio
de su ministerio, pero la vinculación espiritual con la sede ocupada hasta
entonces se reconocía ahora también como realidad canónica. Mientras que
las sedes titulares eran en general una ficción canónica, a partir de entonces
se tomó en consideración la especial relación con una sede en la que uno
había llevado a cabo la tarea de una vida. Esta relación con la sede donde
uno se jubila como obispo –que hasta entonces, a despecho de existir
realmente, no se contemplaba en el derecho canónico– es el significado
nuevo que el Vaticano II imprimió a emeritus. No crea participación alguna
en el contenido jurídico concreto del ministerio episcopal, pero entiende el
vínculo espiritual como una realidad. Así pues, no hay dos obispos, sino un
mandato espiritual, cuya esencia consiste en seguir sirviendo –desde dentro
de uno mismo, desde el Señor, a través del acompañamiento y la solicitud
de la oración– a la diócesis donde se ha ejercido el ministerio episcopal.
Pero ¿vale eso también para el papa?

No veo por qué esta figura canónica no deba aplicarse asimismo al


obispo de Roma. En dicha fórmula se dan los dos elementos: no se detenta
ya ninguna autoridad canónica concreta, pero perdura un vínculo espiritual,
si bien invisible. Precisamente esta forma canónico-espiritual impide pensar
en la coexistencia de dos papas: una sede episcopal únicamente puede tener
un titular. Y a la vez se expresa una vinculación espiritual que en ningún
caso puede ser suprimida. Le estoy sumamente agradecido al Señor por el
hecho de que el bondadoso y cordial afecto del papa Francisco me ha
permitido llevar a la práctica esta idea.
Contra la jubilación de los obispos se objetaba antaño que el obispo es
un padre y la paternidad no es reversible.
En ello hay algo de verdad, pero también algo erróneo. Por supuesto, uno
no deja de ser padre, y el significado humano-espiritual de la paternidad
persiste hasta la muerte. Pero la paternidad no es solo ontológica, sino
también funcional. Las generaciones se suceden, y en ese proceso el padre
cede su posición jurídica. No posee ya la paterna potestas, sino que, en
dicha sucesión generacional, debe ceder al hijo el timón en el instante
adecuado. Creo que esto se expresa muy bellamente en una antigua
costumbre de los granjeros bávaros. Allí existe el llamado Austrag, una
suerte de porción de reserva en la herencia representada espacialmente por
una sencilla casa que se alza junto a la vivienda principal. El padre
«transfiere» su hacienda al hijo. Se muda de la gran residencia campesina a
la casa secundaria y recibe además la «porción reservada» en forma de
asignación material (dinero, comida, etc.). Así quedan garantizadas tanto la
independencia material del padre como la transferencia de los derechos
concretos al hijo. Esto significa que el lado espiritual de la paternidad se
mantiene, mientras que en lo relativo a derechos y obligaciones concretos la
situación cambia en consonancia con las nuevas circunstancias. No es
difícil ver, creo, que esta estructura vale también para un obispo emérito.
Los críticos le reprochan que no se atiene a la discreción que Ud. mismo
se impuso.
La afirmación de que me entrometo habitualmente en debates públicos es
una maliciosa deformación de la realidad. Cuando se asevera tal cosa,
seguramente se piensa en las palabras amistosas que, a invitación del
cardenal Woelki, dediqué al cardenal Meisner en sus exequias. Lo que dije
sobre la navecilla de la Iglesia zarandeada por intensas tempestades está
tomado casi al pie de la letra de las homilías de san Gregorio Magno. Quien
ve en la aplicación de esa imagen a la Iglesia actual –cuya verdad
fundamental difícilmente puede ser negada en serio– una peligrosa
intromisión en el gobierno eclesial participa de forma consciente en un
intento, por entero ajeno a la verdad, de predisponer a la gente en mi contra.
Un ejemplo especialmente intenso y triste de tal tergiversación de la
realidad es asimismo la reacción a las Últimas conversaciones entre Ud. y
yo.
Especialmente criticado ha sido su artículo sobre las relaciones con el
judaísmo, que se publicó el 12 de julio de 2018 en la revista teológica
Communio.
Las «observaciones» sobre el tema «cristianismo y judaísmo» las redacté
a modo de documento interno que envíe al cardenal Koch, responsable en la
curia de las relaciones con el judaísmo, subrayando expresamente que no
había sido escrito para ser publicado. Luego, el cardenal Koch, tras
prolongada reflexión, me escribió para comunicarme que juzgaba que el
texto, por su importancia, debía publicarse. En su carta, me solicitaba
autorización para hacerlo, y yo se la concedí. Quizá, en aras de mi
tranquilidad, debería habérsela negado. Pero el espectáculo de reacciones
que después ofreció la teología alemana fue tan necio y malicioso que es
mejor no decir nada al respecto. No quiero analizar las verdaderas razones
detrás del deseo de acallar sencillamente mi voz.
El cardenal Raymond Burke, uno de los cuatro autores de las Dubia, de
las dudas planteadas respecto a Amoris laetitia, la exhortación apostólica
del papa Francisco, afirmó en noviembre de 2016 que este documento
había causado confusión: «Ha surgido una terrible división en la Iglesia, y
ese no es el camino de la Iglesia». El papa Francisco no respondió a las
Dubia. ¿Debería haberlo hecho?
No quiero posicionarme sobre las últimas preguntas, pues eso me llevaría
a adentrarme demasiado en aspectos concretos del gobierno de la Iglesia,
abandonando la dimensión espiritual, que es la única que todavía me
compete. Supongo que todos cuantos me recriminan mis declaraciones
públicas verían en estas respuestas una confirmación aún más palmaria de
sus habladurías. De ahí que no pueda más que remitir a lo que dije en mi
última audiencia general pública, la del 27 de febrero de 2013. En la Iglesia
se podrá reconocer siempre, aun en medio de todas las tribulaciones de la
humanidad y del poder confundidor del espíritu maligno, también el quedo
poder de la bondad divina. Pero las oscuridades de las sucesivas épocas
históricas nunca permitirán sin más que la alegría de la condición cristiana
sea perfecta... En la Iglesia y en la vida del cristiano individual habrá una y
otra vez instantes en los que se perciba profundamente que el Señor nos
ama, así como que este amor conlleva alegría, es «bienaventuranza» o
«dicha».
El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su libro El misterio del mal:
Benedicto XVI y el fin de los tiempos, manifiesta la convicción de que la
verdadera razón de su renuncia al ministerio petrino sería el deseo de
despertar la conciencia escatológica. En el plan salvífico de Dios a la
Iglesia le corresponde cabalmente, según él, la función de ser «Iglesia de
Cristo e Iglesia del Anticristo a la par». Su renuncia al ministerio petrino
habría sido, conforme a esto, una anticipación del discernimiento entre
«Babilonia» y «Jerusalén» en la Iglesia. Lejos de entregarse a la lógica de
la conservación del poder, en virtud de la renuncia Ud. habría acentuado y,
en último término, también reforzado, afirma Agamben, su autoridad
espiritual.
San Agustín dijo, comentando las parábolas de Jesús sobre la Iglesia, que
dentro de esta hay muchas personas que en realidad viven en contra de ella;
y a la inversa, fuera de la Iglesia hay muchos que, sin saberlo, pertenecen en
lo más profundo de su ser al Señor y, por ende, también a su cuerpo, la
Iglesia. Debemos elevar sin cesar de nuevo a conciencia esta misteriosa
superposición de «dentro» y «fuera» que el Señor presentó en diversas
parábolas. Entonces sabremos que en la historia hay épocas en las que el
poder del mal lo oscurece todo. Para concluir, me gustaría citar al Vaticano
II, que en la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia
describe sintéticamente esta visión siguiendo a san Agustín: «La Iglesia
“peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (san
Agustín, Civ. Dei, XVIII, 51, 2: PL 41, 614) anunciando la cruz del Señor
hasta que venga (cf. 1 Cor 11, 26)» (LG 8).
El 23 de marzo de 2013 tuvo lugar en Castel Gandolfo el primer
encuentro entre el papa recién elegido y el papa que había renunciado, una
novedad absoluta en la historia. ¿Qué ideas le vinieron a la cabeza en
aquel momento?
Conocía al papa Francisco de su visita ad limina a Roma, así como por
diversos contactos por carta que mi congregación había tenido con él. Sabía
además que había intentado hablar conmigo por teléfono inmediatamente
después de su elección como papa, antes de presentarse a los fieles desde el
balcón de la basílica de San Pedro. Así que esperaba con gozosa
anticipación la entrevista con mi sucesor y sabía agradecido que sería un
buen encuentro entre hermanos. Por lo demás, reflexioné con cuidado, por
supuesto, qué debía decirle, intentando no robarle demasiado tiempo. Este
primer encuentro quedó grabado en mi memoria como una luz buena.
Como Ud. sabe, mi amistad personal con el papa Francisco no solo perdura,
sino que es cada vez más profunda.
GALERÍA FOTOGRÁFICA
El colegial Joseph en 1933 como alumno de primer curso, con su cartera, en
Aschau del Eno, el último destino profesional de Ratzinger padre. [picture-
alliance / dpa / dpaweb]
La familia Ratzinger, a mediados de la década de 1930: los hermanos Joseph
(n. 1927), Georg (n. 1924) y Maria (n. 1921) con sus padres Maria y Joseph.
[KNA Copyright 1938, KNA]
Antigua comisaría y vivienda del gendarme en Marktl del Eno, donde
Benedicto XVI nació en la madrugada del Sábado de Gloria, 16 de abril de
1927. «Nacido en el umbral de la Pascua, pero todavía no traspasado este»,
escribirá más tarde. [picture-alliance / dpa / Sven Hoppe]
Casa de labor en Hufschlag, pedanía de Traunstein, adquirida por Ratzinger
padre tras el acceso de Hitler al poder. A partir de la primavera de 1937,
Joseph vivió su infancia y juventud en esta casa bicentenaria y se entusiasmó
por todo lo que su nuevo hogar tenía de «aventurero, libre y bello». [picture-
alliance/ dpa / Peter Kneffel]
La familia extensa en Rickering, en el Bosque Bávaro, localidad en la que se
alza la casa madre de los Ratzinger, hacia 1932. El motivo de la reunión es el
octogésimo cumpleaños de la abuela. El pequeño Joseph está sentado en
primera fila a la derecha; a su izquierda, Georg, el hermano; y detrás de ellos,
de pie, Maria, la hermana. En la fila de atrás, a la derecha, los padres; y
sentado a la izquierda, el tío Alois, sacerdote. [Archiv Nußbaum]
Los hermanos Ratzinger hacia 1930 con traje de
domingo en el estudio de fotografía de Tittmoning. El
párvulo Joseph sostiene su pelota como si fuera el
orbe imperial. Lo tiene claro: «De mayor quiero ser
cardenal». [Archiv Walter]
Los tres hermanos hacia 1937 en Traunstein. Recién
incorporado al instituto de enseñanza secundaria,
Joseph recibe en su boletín de calificaciones la
observación: «Altivo». [Archiv Walter]
El futuro papa como ayudante de baterías antiaéreas
en 1943 en Múnich. La tarea encomendada consiste en
impedir ataques aéreos enemigos. Seguirán una misión
con el Servicio de Trabajo del Reich y el llamamiento
a filas. [Getty Images / AFP]
Ordenación sacerdotal el 29 de junio de 1951 en la catedral de Frisinga, en el
momento en que el cardenal Michael von Faulhaber le impone a Joseph
Ratzinger las manos en la cabeza. A la izquierda, junto a él, su hermano
Georg. «El punto cimero de mi vida», asegura. [picture-alliance / dpa / lby /
Erzbistum München-Freising]
Recién ordenados, los hermanos Georg y Joseph recorren orgullosos las calles
de Traunstein. En el centro, su amigo y compañero Rupert Berger, cuyo padre
había sido internado por los nazis en el campo de concentración de Dachau.
[Stadtarchiv Traunstein / Oswald Kettenberger]
Foto familiar tomada en Traunstein el 8 de julio de 1951 con ocasión de la
doble primera misa de Joseph y Georg. Al padre lo caracterizan los dos
hermanos como recto y de «sobria piedad»; a la madre, como sensible y
afectuosa. [Archiv Pfarrei Heilig Blut, München]
El coadjutor Ratzinger en 1951 en la parroquia muniquesa de la Santa Sangre
con otro coadjutor y con el párroco Max Blumschein, al que venera como
«personificación del buen pastor». Entre sus tareas se contaban dar clases de
Religión en secundaria, celebrar bautismos y entierros, acompañar el coro y
las veladas juveniles, en las que recurría a Hölderin y Kierkegaard. [ddp/SIPA
USA]
Misa de montaña en los Alpes de Chiemgau en otoño
de 1952: «Todos podíamos percibir que de él
emanaba algo extraordinario». [KNA-Bild/KANN]
Joseph Ratzinger hacia 1958 como profesor titular en la Escuela Superior de
Filosofía y Teología de Frisinga. «Los estudiantes lo consideraban una “voz
de progreso”», afirma un amigo, «porque lo que él hacía era punto menos que
una revelación». [KNA-Bild/KNA]
Eucaristía solemne en la basílica de San Pedro durante el Concilio Vaticano II,
en el que el catedrático de 35 años participó como asesor teológico. Juan
XXIII deseaba una renovación de la Iglesia y de la fe, pero «sin atenuaciones
ni deformaciones». [epd-bild / Agenzia Romano Siciliani]
Como mano derecha de Josef Frings, cardenal de Colonia, Joseph Ratzinger
contribuye decisivamente a la apertura del Concilio e influye en los
contenidos de importantes documentos. Los resultados «auténticos» del
Vaticano II se convierten para él en legado y encargo. [picture-alliance / dpa /
dpaweb]
Una nueva estrella en el firmamento de la teología: Joseph
Ratzinger como catedrático en la Universidad de Bonn, su
«destino soñado». [picture-alliance / Privat dpa / lby]
Joseph Ratzinger con su hermana Maria en la puerta del jardín de la recién
construida casa propia en la Bergstraße, 6, de Pentling, proyecto en el que
Joseph se embarcó tras aceptar una cátedra en la Universidad de Ratisbona.
Maria es para él acompañante y apoyo fiel, parte configuradora de su vida.
[Horst Hanske]
Ordenación episcopal en la catedral de Múnich el 28
de mayo de 1977 por el obispo de Wurzburgo, Josef
Stangl: «Con la ordenación como obispo comienza el
presente de mi trayectoria vital», dice Joseph
Ratzinger. Para él, lo que aquí principia es «todavía el
“ahora” de mi vida». La fotografía muestra al
cardenal Alfred Bengsch durante la imposición de
manos. [picture-alliance / dpa / dpaweb]
Entusiasta acogida al nuevo obispo. Con Joseph Ratzinger la diócesis gana,
afirmó encomiásticamente el Süddeutsche Zeitung, «un pastor piadoso y
predicador brillante que está considerado un orador capaz de formular sus
ideas de forma estética y bella». [ullstein bild / Claus Hampel]
El nuevo obispo está considerado un pensador agudo,
pero también un teólogo del pueblo, que quiere
defender la piedad de las personas sencillas frente a la
«gélida religión» de los catedráticos de teología. El
cristianismo «ha hecho generosa y libre» a esta tierra;
una Baviera «en la que la gente dejara de creer
perdería su alma». [SZ Photo / Fritz Neuwirth]
Elevación a la dignidad cardenalicia en la basílica de San Pedro el 27 de junio
de 1977 por Pablo VI: «Trabaja en el campo de labranza de Dios», le encarga
el papa, «esfuérzate con todas tus energías por lograr que todos cuantos son
encomendados a tu cuidado sean piedras vivas en la Iglesia». [Gnoni-Press /
Masi]
Joseph Ratzinger, como arzobispo de Múnich, saluda en 1978 a Roger Schutz
en una vigilia de oración celebrada en la cátedra muniquesa de Nuestra
Señora. Una profunda amistad lo une al fundador de la comunidad de Taizé, a
quien, como «cristiano plenamente católico en su corazón», le administra la
comunión. [KNA-Bild]
Junto con compañeros obispos alemanes y polacos, Joseph Ratzinger (primera
fila, a la derecha) ora el 13 de septiembre de 1980 en el antiguo campo de
exterminio de Auschwitz. [KNA-Bild / KNA]
Múnich fue una importante etapa de la visita a Alemania del papa Juan Pablo
II en noviembre de 1980. El polaco pidió dos veces en vano a Joseph
Ratzinger que fuera a Roma; la tercera llamada fue una orden. Los dos líderes
eclesiales forman un equipo perfecto: «Estaba, por una parte, su humor; y, por
otra, su piedad, que se notaba que no era nada forzada. [INTERFOTO / amw]
Con gran empatía, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
administra el alimento eucarístico al papa Juan Pablo II, gravemente marcado
por la enfermedad. Durante un cuarto de siglo permaneció Joseph Ratzinger
fielmente al lado de Karol Wojtyla, para mantener el rumbo de la nave de
Pedro en medio de las tempestades de la época. [picture alliance / dpa / EPA /
MAURIZIO BRAMBATTI]
En calidad de decano del Colegio Cardenalicio correspondió a Joseph
Ratzinger celebrar el 8 de abril de 2005 las exequias por Juan Pablo II. Cinco
millones de personas se congregan en Roma para despedir al difunto «papa
del milenio», que fue velado en un sencillo ataúd de madera. [Getty Images /
Peter Macdiarmid]
¡Es toda una sensación! En uno de los cónclaves más breves de la historia,
con Joseph Ratzinger un alemán vuelve a ser elegido, tras aproximadamente
quinientos años, para ocupar la sede de Pedro. El 19 de abril de 2005, el
nuevo pontífice, con el nombre de Benedicto XVI, sale al balcón de la basílica
de San Pedro para presentarse a los fieles como «humilde jornalero en la viña
del Señor». [Getty Images / WireImage / Daniele Venturelli]
El papa y el secretario particular, Georg Gänswein, componen una bella
estampa y, con su buen humor, desencadenan en los primeros años del
pontificado una «Benedictomanía». [picture alliance / Stefano Spaziani]
En la residencia de verano de Castel Gandolfo trabaja Benedicto XVI en su
trilogía sobre Jesús. Es la primera vez que un papa escribe una cristología.
Con su amplia obra teológica, Ratzinger está considerado un maestro de la
Iglesia en la Modernidad. [Getty Images / MONDADORI PORTFOLIO /
Archivio Grzegorz Galazka]
Cientos de miles de jóvenes reciben entusiasmados a Benedicto XVI el 18 de
agosto de 2005 en la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebra en
Colonia. [Getty Images / Pool BASSIGNAC / VANDEVILLE / Gamma-
Rapho]
Una de las innovaciones más significativas del pontificado de Benedicto XVI
es la carta apostólica, en forma de motu proprio, Summorum pontificum, que
rehabilita la «misa tridentina» como forma extraordinaria del rito latino.
Ratzinger está convencido de que el destino de la fe y la Iglesia se decide en
la liturgia. [Getty Images / AFP / PATRICK HERTZOG]
Con más de un millón de participantes, la santa misa oficiada el 20 de agosto
de 2005 en el Marienfeld de Colonia en el marco de la XX Jornada Mundial
de la Juventud se convierte en el mayor acontecimiento religioso que jamás
haya tenido lugar en Alemania. Benedicto XVI encomia a Jesús como
«estrella polar de la libertad humana». [imago / Ulmer]
Auschwitz-Birkenau, 28 de mayo de 2006: Benedicto XVI se reúne con
exprisioneros del campo de concentración. [picture-alliance / dpa / EPA /
RADEK PIETRUSZKA]
El papa alemán durante su visita a Israel el 12 de mayo de 2009, junto al
Muro de las Lamentaciones en Jerusalén. Tras el malestar causado por el
asunto Williamson, las relaciones entre el judaísmo y la Iglesia católica se
consideran hoy mejores que nunca. [Getty Images / Menahem Kahana-Pool]
New York, 20 de abril de 2008: Benedicto XVI ora en Ground Zero con
familiares de las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
[picture-alliance / dpa / EPA / MAX ROSSI]
Tras un viaje anterior a Camerún y Angola en 2009, en su segundo viaje a
África Benedicto XVI visita Benín en noviembre de 2011. En la parroquia de
Santa Rita en Cotonou, una muchacha le da la bienvenida con su tambor.
[Getty Images / AFP / ALESSANDRO BIANCHI]
Un acto que transforma el papado de una vez por todas: para consternación de
los cardenales presentes, Benedicto XVI anuncia su renuncia el 11 de febrero
de 2013 en la Sala del Consistorio en el Vaticano. Es la primera vez en la
historia católica que un papa en ejercicio renuncia al ministerio petrino.
Benedicto justifica su decisión por la mengua de sus energías. [picture
alliance / AP Photo / «L’Osservatore Romano»]
Roma, 28 de febrero de 2013: peregrinos en la cúpula de la basílica de San
Pedro despiden melancólicos a Benedicto XVI, que vuela en helicóptero hacia
Castel Gandolfo. Es el último día de su pontificado, que ha durado algo
menos de ocho años. [Getty Images / Giorgio Cosulich]
Nunca se había visto una imagen como esta: dos papas se saludan
fraternalmente. El 30 de junio de 2015, el papa Francisco visita a su
predecesor en el monasterio Mater Ecclesiae, sito en los Jardines Vaticanos.
«Benedicto me protege la espalda con sus plegarias», afirma Bergoglio; su
sabiduría es «un regalo de Dios». [KNA / Servizio Fotografico Vaticano]
NOTAS

PRIMERA PARTE
EL NIÑO Y ADOLESCENTE

1. Sábado de Gloria
[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996 [trad. esp.: La sal
de la tierra, Palabra, Madrid 20054].

[2]  Cf. «Personalakt Ratzinger I im Hauptstaatsarchiv in München», en J.


NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» Wurzeln, Kindheit und Jugend von
Papst Benedikt XVI., Rimsting 2010.
[3] Ibid.

[4]  Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.

[5] Cf. W. STEIN, Der große Kulturfahrplan, München 1979.

[6] Cf. Die Weimarer Republik (cf. supra, nota 4).

[7] B. HUBENSTEINER, Bayerische Geschichte, München 1992.

[8] Entrevista con el autor.

[9] J. RATZINGER, entrevista en Bayerischer Rundfunk, 18 de diciembre de 1998.


[10] Entrevista con el autor.

2. El impedimento
[1] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» Wurzeln, Kindheit und Jugend von
Papst Benedikt XVI., Rimsting 2010.

[2] Entrevista del autor con Georg Ratzinger.


[3] AYUNTAMIENTO DE MARKTL DEL ENO (ed.), Geburtshaus Papst Benedikts
XVI. - Marktl am Inn, Marktl am Inn 2009.

[4] Archivo del autor.

[5] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).

[6]  Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.

[7] Ibid.

[8] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).

[9] Genealogía en el archivo del autor.


[10] Entrevista con el autor.

3. El país de los sueños


[1]  J. RATZINGER, «Homilía in Marktl (Lunes de Pentecostés, 19 de mayo de
1986)».

[2] ÍD., Meditationen zur Karwoche, Freising 1969 [trad. esp.: La muerte de Cristo:
Meditaciones sobre la Semana Santa, Encuentro, Madrid 2013].
[3]  Cf. L. FEUCHTWANGER, Erfolg. Drei Jahre Geschichte einer Provinz, Berlin
1930.

[4]  Cf. B. HOLZHAUSER, Lebensgeschichte und Gesichte, nebst dessen Erklärung


der Offenbarung des heiligen Johannes, Berlín 2011.

[5]  J. RATZINGER, entrevista con M. Lohmann en Bayerisches Fernsehen, 18 de


diciembre de 1998.
[6]  Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.

[7] A. HITLER, Mein Kampf, München 1938 [trad. esp.: Mi lucha, Verbum, Arganda
del Rey (Madrid) 2018].
[8] Cf. Die Weimarer Republik (cf. supra, nota 6).

[9] Cf. H. W. WURSTER, Das Bistum Passau und seine Geschichte, Straßburg 2010.
[10] Entrevista con el autor.
[11] Ibid.
[12] G. RATZINGER, entrevista con el autor.

[13] Der Gerade Weg, 31 de julio de 1932.

4. 1933, «Año Santo»


[1]  Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
[2] Cf. en ibid.

[3]  J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998 [trad. esp.: Mi vida:
Autobiografía, Encuentro, Madrid 2013].
[4]  E. HEINRICH, Auf Dein Wort hin. Erstkommunion in Aschau am Inn, Aschau
2007.

[5] Archivo del Instituto Papa Benedicto XVI, de Ratisbona.


[6] Entrevista con el autor.

[7] J. GOEBBELS, Tagebücher 1924-1945, München 1992 [trad. esp.: Diario, Plaza &
Janés, Barcelona 1979].

[8]  Cf. E. VON ARENTIN, Fritz Michael Gerlich. Lebensbild des Publizisten und
christlichen Widerstandskampfers, München 1983.

5. Los «Cristianos Alemanes»


[1] Entrevista con el autor.
[2]  Cf. Joseph Ratzinger - Die Jugend des Papstes, documental de la cadena de
televisión ZDF, emitido en agosto de 2005.

[3] Entrevista con el autor.


[4]  Cit. en K. STIMMER-SALZEDER, Joseph Ratzinger - Papst Benedikt XVI.,
Kinderjahre in Aschau am Inn, Aschau 2006.

[5]  Cit. en K. WAGNER y H. RUT (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von
München und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[6] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.

[8] Cit. en Die Zeit, 31 de octubre de 2012.


[9] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich (cf. supra, nota 7).

[10] Cf. https://bit.ly/2KYYEUJ.
[11] M. LUTERO, Von den Juden und ihren Lügen, München 1936 [trad. esp.: Sobre
los judíos y sus mentiras, El Cid Editor, Buenos Aires 2004].
[12] Así lo citó en 1936 el Prof. Maximilian Meichßner, superintendente de Wittenberg
y especialista en Lutero, en su sermón con motivo del 390.º aniversario de la
muerte del reformador: cf. R. KABUS (ed.), Schriftenreihe der Staatlichen
Lutherhalle Wittenberg, 4/1988.

[13] Cit. en Die Zeit, 31 de octubre de 2012.


[14] Cf. J. W. FALTER, Hitlers Wähler, München 1991.
[15]  W. BECKER, Presse und Kommunikation der Katholiken im Kirchenkampf des
«Dritten Reiches», accesible en https://bit.ly/34VRR5n.
[16] H. PROLINGHEUER, Das kirchliche «Entjudungsinstitut» 1939 bis 1945 in der
Lutherstadt Eisenach, manuscrito en la versión revisada por el profesor
universitario y publicista protestante después de su última conferencia, impartida el
12 de noviembre de 1997 en el Memorial del Campo de Concentración de Dachau.
[17]  Cit. en M. DOMARUS, Hitler: Reden und Proklamationen 1932-1945.
Kommentiert von einem deutschen Zeitgenossen, Würzburg 1963.

[18]  Cit. en W. HANNOT, Die Judenfrage in der katholischen Tagespresse


Deutschlands und Österreichs, Mainz 1990.
[19] Entrevista con el autor.

[20] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich (cf. supra, nota 7).

6. Mit brennender Sorge [Con viva preocupación]


[1] Cit. según un folleto de la ciudad de Altötting.
[2] Entrevista con el autor.
[3]  Cf. U. VON HEHL y C. KÖSTERS (eds.), Priester unter Hitlers Terror. Eine
biographische und statistische Erhebung, Paderborn 1997.
[4] Entrevista con el autor.
[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[6] Entrevista con el autor.

[7] Accesible en www.vatican.va.
[8] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[9]  Cf. K.-J. HUMMEL y C. KÖSTERS (eds.), Kirche, Krieg und Katholiken.
Geschichte und Gedachtnis im 20. Jahrhundert, Freiburg i. Br. 2014.
[10] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.
[11] Cf. Die Tagespost, 23 de abril de 2015.
[12]  Cit. en Wikipedia, «Mit brennender Sorge»,
https://de.wikipedia.org/wiki/Mit_brennender_Sorge.
[13] Mit brennender Sorge 1, accesible en www.vatican.va.
[14] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

7. La calma que precede a la tempestad


[1] Entrevista con el autor.

[2] J. RATZINGER, «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der


Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.
[3] Entrevista con el autor.
[4] Ibid.
[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[6] Entrevista con el autor.


[7] Ibid.
[8] Ibid.
8. El seminario
[1] Entrevista con el autor.
[2]  H. VAN CAPELLE y A. P. VAN DE BOVENKAMP, Der Berghof, Hitlers
verborgenes Machtzentrum, Fränkisch-Crumbach 2010.
[3] Entrevista con el autor.
[4] Der Spiegel, 18 de noviembre de 1964: Pius XII. und die Deutschen.

[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.


[6] Cf. V. LAUBE, Das Erzbischöfliche Studienseminar St. Michael in Traunstein und
sein Archiv, Schriften des Archivs des Erzbistums München und Freising, vol. 11,
Regensburg 2006.
[7] Ibid.
[8] Ibid.

[9] Ibid.
[10]  K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln-Mühlheim 2010.

[11] BENEDICTO XVI, Die Ökologie des Menschen. Die großen Reden des Papstes.
München 2012 [el discurso citado puede encontrarse en www.vatican.va].
[12] B. HUBENSTEINER, Bayerische Geschichte, München 1992.

[13] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).


[14] Ibid.
[15] Entrevista con el autor.
[16] Ibid.

[17] Ibid.
[18] P. FREIWANG, entrevista para el documental del canal de televisión ZDF Joseph
Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.

[19] Entrevista con el autor.


[20] Consultada en el archivo del condiscípulo Franz Weiß.

[21]  V. LAUBE, Das Erzbischöfliche Studienseminar St. Michael in Traunstein (cf.


supra, nota 6).

[22] P. FREIWANG, entrevista para la ZDF.


[23] H. ALTINGER, entrevista para la ZDF.
[24] Entrevista con el autor.
[25]  V. LAUBE, Das Erzbischöfliche Studienseminar St. Michael in Traunstein (cf.
supra, nota 6).

9. La guerra
[1] A. BEEVOR, Der Zweite Weltkrieg. München 2014 [trad. esp. del orig. inglés: La
segunda Guerra Mundial, Pasado & Presente, Barcelona 2014].
[2]  Cit. en S. HAFFNER, Anmerkungen zu Hitler, München 1978 [trad. esp.:
Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002].
[3] Cit. en F. ESCHER y J. VIETIG, Deutsche und Polen. Eine Chronik, Berlín 2002.
[4] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[5] Entrevista con el autor.

[6] G. RATZINGER, en Die Tagespost, 3 de enero de 2006.


[7] Entrevista con el autor.
[8] Crónica del Instituto de Traunstein.
[9] J. RATZINGER, entrevista en Bayerischer Rundfunk, 18 de diciembre de 1998.
[10] ÍD., Aus meinem Leben (cf. supra, nota 4).
[11] Cit. en A. TOOZE, Ökonomie der Zerstörung. Die Geschichte der Wirtschaft im
Nationalsozialismus, München 2007.

10. Resistencia
[1] H. UHL, entrevista para el documental de la ZDF Joseph Ratzinger - Die Jugend
des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[3] W. GEISELBRECHT, entrevista para la ZDF.

[4] Entrevista con el autor.


[5] Ibid.
[6] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016 [trad. esp.:
Últimas conversaciones, Mensajero, Bilbao 2016].
[7]  Cit. en L. MÖLLER, Widerstand gegen den Nationalsozialismus, von 1923 bis
1945, Wiesbaden 2017.
[8] R. GUARDINI, Freiheit und Verantwortung. Die Weiße Rose - Zum Widerstand im
«Dritten Reich», Kevelaer 2010.
[9] Cit. en Die Tagespost, 18 de febrero de 2015.
[10] Cit. en ibid., 24 de noviembre de 2017.
[11] Cit. en ibid., 7 de abril de 2015.
[12] Cit. en ibid.

[13]  Cf. J. KNAB, Ich schweige nicht. Hans Scholl und die Weiße Rose, Darmstadt
2018.
[14] Carta en el archivo del autor.
[15] Ibid.

11. El final
[1]  W. VOLKERT, entrevista para el documental de la cadena de televisión ZDF
Joseph Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[3] Archivo del condiscípulo Franz Weiß.


[4] Entrevista con el autor.
[5] K. J. HUMMEL y C. KÖSTERS (eds.), Kirche, Krieg und Katholiken: Geschichte
und Gedachtnis im 20. Jahrhundert, Freiburg i. Br. 2014.
[6] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 2).

[7] Entrevista con el autor.


[8] Cf. Heimatbuch der Gemeinde Surberg, Tittmoning 1990.
[9] Entrevista con el autor.
[10] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 2).
[11] Cit. en Der Spiegel, n.º 18/2015, 25 de abril.
[12]  Cf. A. KISSEER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005.

[13] Cf. M. REISS, Die Schwarzen waren unsere Freunde. Deutsche Kriegsgefangene


in der amerikanischen Gesellschaft 1942-1946, München 2002.
[14]  Cf. K.-D. MÜLLER, Sowjetische und deutsche Kriegsgefangene in den Jahren
des Zweiten Weltkriegs. Stiftung Sächsische Gedenkstätten zur Erinnerung an die
Opfer politischer Gewaltherrschaft, Dresden 2004.
[15]  Cf. C. STREIT, Keine Kameraden. Die Wehrmacht und die sowjetischen
Kriegsgefangenen 1941-1945, Bonn 1997.
[16] Entrevista con el autor.
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 2).

[20]  H. SCHELSKY, Die skeptische Generation. Eine Soziologie der deutschen


Jugend, München 1957.

SEGUNDA PARTE
EL ALUMNO MODÉLICO

12. La «hora cero»


[1]  Cit. en K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von
München und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[2] Entrevista con el autor.
[3] G. RATZINGER, Mein Bruder der Papst. Aufgezeichnet von Michael Hesemann,
München 2011 [trad. esp.: Mi hermano, el papa, San Pablo, Madrid 2012].
[4] J. RATZINGER, cit. en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat - Papst Benedikt XVI. und
das Erzbistum München und Freising, München 2011.
[5] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[6] Cit. en Der Spiegel, n.º 18/2015, 25 de abril.


[7] Cit. en P. SEEWALD, «1945: Absturz ins Bodenlose»: Der Spiegel, 29 de abril de
1985.
[8] Erzbischöfliches Archiv München, EAM, NL Faulhaber 6381.
[9] M. GRESCHAT, Protestanten in der Zeit: Kirche und Gesellschaft in Deutschland
vom Kaiserreich bis zur Gegenwart, Stuttgart 1994.

[10] Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel. Glaube in Deutschland seit 1945,


Göttingen 2013.
[11] Cit. en ibid.
[12] Cit. en ibid.
[13] Th. MANN, Das essayistische Werk. TB-Ausgabe in 8 Bänden. Politische Reden
und Schriften, vol. 3, Frankfurt a. M. 1960.

[14] Cit. en Die Tagespost, 5 de noviembre de 2016.


[15] Cf. Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel (cf. supra, nota 10)
[16]  Cit. en F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik – Von der
Staatskirche zur Säkularisation»: Blätter für deutsche und internationale Politik 41
(1996).

[17] Cit. en B. BOUDGOUST y G. SALTIN (eds.), Alfred-Delp-Jahrbuch 2016, vol.


9, Berlin 2016.
[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

13. El Monte de los Sabios


[1] Cf. A. BRÜGGEMANN, en KNA-Bericht, 18 de febrero de 2016.
[2] Entrevista con el autor.
[3] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[4] Entrevista con el autor.
[5] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[6] Entrevista con el autor.


[7] Ibid.
[8] Prof. A. LÄPPLE, entrevista con G. Valente y P. Azzaro, en 30Tage 1/2006 [trad.
esp. del orig. italiano en: https://bit.ly/2Th2z3v].
[9] J. RATZINGER, en P. Winterer (ed.), Der Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein
Leben für die Regensburger Domspatzen, Regensburg 1994.

[10] Cit. en Focus, 23 de abril de 2005.


[11] Cit. en Kath. Net, 22 de febrero de 2016.
[12] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[13]  G. RATZINGER, Mein Bruder der Papst (con la colaboración de Michael
Hesemann), München 2011.
[14] Prof. A. LÄPPLE, entrevista con G. Valente y P. Azzaro (cf. supra, nota 8).
[15] Cit. en Mittelbayerische Zeitung, 30 de marzo de 2016.

[16] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz del Erde (cf. supra, nota 12).
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] Entrevista con el autor.
[20] Sursum corda, «¡Arriba los corazones!»: así rezan las palabras con que se iniciaba
el prefacio litúrgico en la misa en latín habitual antes del Concilio Vaticano II.

14. Culpa y expiación


[1] B. HUBENSTEINER, Bayerische Geschichte, München 1977.
[2]  R. GOERGE, «Der “Vater des Dombergs” und energische Gegner des
Nationalsozialismus: Das Wirken von Dr. Michael Höck»: fink- das Magazin aus
Freising, marzo de 2011.

[3]  Cf. A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[4] Cf. Die Tagespost, 23 de abril de 2015.
[5] M. VON FAULHABER, en J. Neuhäusler, Kreuz und Hakenkreuz. Der Kampf des
Nationalsozialismus gegen die katholische Kirche und der kirchliche Widerstand,
München 1946.
[6] Cf. Süddeutsche Zeitung, 7 de mayo de 2016.
[7]  G. RATZINGER, Mein Bruder der Papst (con la colaboración de Michael
Hesemann), München 2011.
[8] Cit. en Kirche heute 11/2014.
[9] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[10] Ibid.

[11] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.


[12] Ibid.
[13] Cf. https://bit.ly/2Ntg7pi (orig. inglés).
[14]  Cit. en A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005.
[15] J. RATZINGER, «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der
Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.
[16] ÍD., Aus meinem Leben (cf. supra, nota 9).
[17] ÍD. y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

15. Cambio radical de pensamiento


[1] Cf. C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996 [trad. esp. del orig. inglés: Su
Santidad: Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo, Planeta, Barcelona
1996].
[2] Lucas 1, 49.
[3] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[4] Entrevista con el autor.
[5]  G. VALENTE, Student, Professor, Papst. Joseph Ratzinger an der Universität,
Augsburg 2009 [trad. esp. del orig. italiano: El profesor Ratzinger. 1946-1977: los
años dedicados al estudio y la docencia en el recuerdo de sus compañeros y
alumnos, San Pablo, Madrid 2011].
[6] Entrevista con el autor.
[7] Cit. en «Die Philosophen im Krieg»: Die Tagespost, 18 de septiembre de 2014.

[8]  Cit. en P. WOLF, Ein Abschiedswort. Christliche Philosophie in Deutschland


1920-1945, Regensburg 1949.
[9] A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln. Was sein Leben und seinen Glauben
prägte, Augsburg 2006.
[10] Cita tomada de https://bit.ly/30vj4uP.
[11] Entrevista con el autor.

[12] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.


[13] Entrevista con el autor.
[14]  Fuente de lo anterior: «Gott und die Welt in Zitaten»: http://dreifaltigkeit-
altdorf.de/zitate.htm (citas tomadas de las ciberpáginas «Was führende
Naturwissenschaftler über Gott und Religión dachten» y «Was denken
Naturwissenschaftler über Gott?!»).

[15]  Cf. C. SCHORCHT, Philosophie an den bayerischen Universitäten 1933-1945,


Erlangen 1990.

[16]  Th. STEINBÜCHEL, Der Umbruch des Denkens. Die Frage nach der
christlichen Existenz erläutert an Ferdinand Ebners Menschdeutung, Regensburg
1936.
[17] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 12).

[18] Cf. J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[19]  J. RATZINGER, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das
Apostolische Glaubensbekenntnis, München 1968 [trad. esp.: Introducción al
cristianismo: Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 20132].
[20] ÍD., Aus meinem Leben (cf. supra, nota 12).

[21] Entrevista con el autor.


[22] ÍD., «Discurso con motivo del centenario de la muerte del cardenal John Henry
Newman» (28 de abril de 1990) [la versión italiana puede consultarse en el
ciberportal del Vaticano: https://bit.ly/367c2gU].
[23] A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln (cf. supra, nota 9).

[24] Cit. en ibid.

16. El juego de los abalorios


[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.

[3]  J. HAMBERGER, Joseph Ratzinger und Freising (Predigt am 14.09.2006),


Freising 2007.

[4]  Esta cita y las siguientes están tomadas de H. HESSE, Das Glasperlenspiel,
Frankfurt a. M. 1977 [trad. esp.: El juego de los abalorios, Alianza, Madrid 2012].
[5] J. RATZINGER, Im Angesicht der Engel, Freiburg i. Br. 2008.

[6] H. HESSE, Das Glasperlenspiel (cf. supra, nota 4).

[7]  S. O. HORN, «Zum existentiellen und sakramentalen Grund der Theologie bei
Joseph Ratzinger - Papst Benedikt XVI.»: Didaskalia 38/2 (2008), 301-310.
[8]  M. SCHLOSSER, «Ein Versuch zum Verhältnis von Liturgie und Kontemplation
im Werk Joseph Ratzingers», en R. Voderholzer, Chr. Schaller y F.-X. Heibl (eds.),
Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB), Regensburg 2009.

[9]  J. RATZINGER, entrevista con M. Lohmann en Bayerisches Fernsehen, 28 de


diciembre de 1998.

[10]  J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie, Freiburg i. Br. 2000 [trad. esp.: El
espíritu de la liturgia, Cristiandad, Madrid 20074].
[11]  ÍD., «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der
Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.

17. San Agustín


[1] Cit. en Spiegel online, 20 de febrero de 2017.
[2] Cit. en ibid.

[3] J. RATZINGER, en el diario Süddeutsche Zeitung, 18 de mayo de 1977.

[4] Entrevista con el autor.


[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[6] BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 16 de enero de 2008 (2.ª catequesis sobre


san Agustín)».
[7] ÍD., «Audiencia general del 9 de enero de 2008».

[8]  H. LANG, Augustinus, das Genie des Herzens, München 1930 (las expresiones
citadas se toman de Soliloquios I 2).

[9] BENEDICTO XVI, «Discurso al mundo de la cultura en la Universidad de Pavía»


(22 de abril de 2007).
[10] J. RATZINGER, en la presentación (Roma, 21 de septiembre de 1998) del libro
de L. Cappelletti y M. P. Comunale, Il potere e la grazia. L’attualità di
sant’Agostino [hay trad. esp. de las palabras de Ratzinger en el número 5/2005 de
la revista 30Días: https://bit.ly/32AwkPU).
[11] AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones III 4, 7.

[12] AGUSTÍN DE HIPONA, De vera religione 39, 72s.


[13] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

[14] AGUSTÍN DE HIPONA, De vera religione 39, 71.

[15] BENEDICTO XVI, «Discurso a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica


(27 de abril de 2006)».
[16] ÍD., «Homilía en la concelebración eucarística en Pavía» (22 de abril de 2007).

[17] AGUSTÍN DE HIPONA, Sermón 340, 3.


[18] ÍD., Sermón 339, 4.

[19] ÍD., Contra los académicos III 20, 43.


[20] J. RATZINGER, en la presentación del libro L. Cappelletti y M. P. Comunale, Il
potere e la grazia (cf. supra, nota 10).
[21]  BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 27 de febrero de 2008» (5.ª catequesis
sobre san Agustín).

[22] Cf. Der Spiegel, 9 de julio de 1958.

18. Sturm und Drang [Tormenta e ímpetu]


[1]  J. RATZINGER, en un programa de Bayerischer Rundfunk, 18 de diciembre de
1998.

[2] ÍD., entrevista en Süddeutsche Zeitung, 18 de mayo de 1977.


[3] ÍD., Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[4] K.-E. LÖNNE, Politischer Katholizismus im 19. und 20. Jahrhundert, Frankfurt a.


M. 1986.
[5]  Cf. K. GABRIEL, «Die Kirchen in Westdeutschland: Ein asymmetrischer
religiöser Pluralismus», en Bertelsmann Stiftung (ed.), Woran glaubt die Welt?
Analysen und Kommentare zum Religionsmonitor 2008, Gütersloh 2009.
[6]  M. SPIEKER, «Der Beitrag der katholischen Kirche zur Entwicklung der
Bundesrepublik Deutschland», en Bayerische Landeszentrale für politische
Bildung (ed.), Normen - Stile - Institutionen. Zur Geschichte der Bundesrepublik,
München 2000.
[7] K. ADENAUER, Reden 1917-1967, ed. H. P. Schwarz, Stuttgart 1975.

[8] W. MÜNCH, en Die Tagespost, 10 de febrero de 2015.


[9]  F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur
Säkularisation»: Blätter für deutsche und internationale Politik 41 (1996).

[10] Entrevista con el autor.

[11] Cf. Süddeutsche Zeitung, 18 de mayo de 1977.


[12] J. RATZINGER, carta inédita a Franz Mußner con fecha de 16 de mayo de 2007
(archivo del autor).
[13] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).

[14]  J. RATZINGER, en Íd. y Heinrich Fríes (eds.), Einsicht und Glaube [Gottlieb
Söhngen zum 70. Geburtstag am 21.5.1962], Freiburg i. Br. 1962.

[15] Entrevista con el autor.


[16] Ibid.

[17] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).


[18]  ÍD., en un programa de Bayerischer Rundfunk emitido el 28 de diciembre de
1998.

[19]  N. HARTMANN, Ethik, Berlin-Leipzig 1925 [trad. esp.: Ética, Encuentro,


Madrid 2011].

[20]  J. RATZINGER, en un programa de Bayerischer Rundfunk emitido el 28 de


diciembre de 1998 (cf. supra, nota 18).
[21] Entrevista con el autor (6 de agosto de 2012).

[22] El texto de la homilía se reproduce en la revista 30Giorni, 1 de febrero de 2006.

[23] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[24] Entrevista con el autor.

[25] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 22).
[26] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[27]  U. RANKE-HEINEMANN, «Mein Leben mit Benedikt»: Zeit-online, 13 de


febrero de 2013.

[28] E. BETZ, entrevista con mi colaborador Manuel Schlögl.


[29]  J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000 [trad. esp.:
Dios y el mundo: Creer y vivir en nuestra época, Debolsillo, Barcelona 2005].

[30] BENEDICTO XVI, en un encuentro con seminaristas en la Jornada Mundial de la


Juventud de 2005, celebrada en Colonia.
19. Una lectura clave
[1] G. RATZINGER, Mein Bruder, der Papst. Aufgezeichnet von Michael Hesemann,
Stuttgart 2011.

[2]  Cf. K.-E. LÖNNE, Politischer Katholizismus im 19. und 20. Jahrhundert,
Frankfurt a. M. 1986.

[3]  Cf. G. SCHMIDTCHEN, Protestanten und Katholiken. Soziologische Analyse


konfessioneller Kultur, Bern 1973.
[4]  Cf. Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel, Glaube in Deutschland seit
1945, Göttingen 2013.

[5]  F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur


Säkularisation»: Blätter für deutsche und Internationale Politik 41/9 (1996).

[6] W. BRANDMÜLLER, Licht und Schatten, Kirchengeschichte zwischen Glauben,


Fakten und Legenden, Augsburg 2007.
[7] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[8] Ibid.

[9] Ibid.
[10] Entrevista con el autor.

[11] J. RATZINGER, en H. U. von Balthasar e Íd., 2 Plädoyers. Warum ich noch ein
Christ bin. Warum ich noch in der Kirche bin, München 1971 [trad. esp.: ¿Por qué
soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca
20132].

[12]  ÍD., en Íd. y H. Fríes (eds.), Einsicht und Glaube. Gottlieb Söhngen zum 70.
Geburtstag am 21.5.1962, Freiburg i. Br. 1962.
[13] ÍD., Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.

[14]  ÍD., «Erinnerungen», en K. Wagner y H. Rui (eds.), Kardinal Ratzinger. Der


Erzbischof von München und Freising in Wort und Bild. Mit dem Beitrag Aus
meinem Leben, München 1977.

[15] Entrevista con el autor.


[16] Cit. según R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen, Augsburg 1999.
[17]  H. DE LUBAC, Glauben aus der Liebe, Einsiedeln 1992 [trad. esp. del orig.
español: Catolicismo: Aspectos sociales del dogma, Encuentro, Madrid 1988).

[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 7)


[19] Entrevista con el autor.

[20] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 7).


[21] Cit. según R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen (cf. supra, nota 16).

[22] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[23] A. LÄPPLE, entrevista con G. Valente y P. Azzaro: 30Tage, 1/2006 [trad. esp. del
orig. italiano en: https://bit.ly/2Th2z3v].

[24] Cit. según R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen (cf. supra, nota 16).

[25]  H. DE LUBAC, Die Kirche: Eine Betrachtung, Einsiedeln 2011 [trad. esp. del
orig. francés: Meditación sobre la Iglesia, nueva ed. revisada, Encuentro, Madrid
2008].
[26] Cf. 30Tage, 10/2005 [trad. esp. del orig. Italiano: https://bit.ly/3cljmp7].

20. Las órdenes mayores


[1] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[2] Entrevista con el autor.

[3]  J. RATZINGER, en Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIBP) 2,


Regensburg 2009.
[4] Ibid.

[5] ÍD., Aus meinem Leben (cf. supra, nota 1).


[6] Entrevista con el autor.

[7] Ibid.
[8]  CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Pontifical romano. Ritual de las
órdenes, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1998.
[9] Entrevista con el autor.
[10] BENEDICTO XVI, «Discurso con ocasión de la ciudadanía de honor de Frisinga
(16 de enero de 2010)».

[11]  J. RATZINGER, «Primizpredigt für Franz Niedermayer in Kirchanschöring (10


de julio de 1955)», en Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIBP) 2,
Regensburg 2009.
[12]  J. RATZINGER, Diener eurer Freude. Meditationen über die priesterliche
Spiritualität, Freiburg i. Br. 1988 [trad. esp.: Servidor de vuestra alegría:
Meditaciones sobre la espiritualidad sacerdotal, Herder, Barcelona 20072].
[13] Ibid.

[14]  Homilía pronunciada por BENEDICTO XVI en Roma el 29 de junio de 2011,


solemnidad de los Santos Pedro y Pablo.

[15] Entrevista con el autor.


[16] J. RATZINGER, entrevista en Bayerisches Fernsehen, 28 de diciembre de 1998.

[17]  M. VON FAULHABER, cit. en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das
Erzbistum München und Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven,
Beiträge und Erinnerungen, Regensburg 2006.

21. El coadjutor
[1]  Cf. F. FISCHER, Papst Benedikt XVI. Eine Reise zu den Orten seines Lebens.
München 2006.

[2]  H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines


Denkens, Darmstadt 2007.
[3] Entrevista con el autor.

[4] Ibid.
[5] Ibid.

[6] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[7] Cf. Surberger Heimatkalender 2011.


[8]  «Predigt zur Priesterweihe von Fr. M. Robert Hirtz am 15. 9. 1991 im Kloster
Mariawald», en Mitteilungen des Instituts Benedikt XVI. (MIBP) 2. Regensburg
2009.
[9] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[10] K. KRUIS, Erinnerungen an Joseph Ratzinger in Bogenhausen, manuscrito, 11 de


diciembre de 2005.
[11] Cf. ibid.

[12] E. BETZ, entrevista con mi colaborador Manuel Schlögl.


[13] Cit. en Süddeutsche Zeitung, 27 de febrero de 2005.

[14] H. THEISSING, en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München
und Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven. Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.

[15] J. RATZINGER, en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat. Papst Benedikt XVI. und das
Erzbistum München und Freising, München 2011.
[16] Cit. en A. STRUKELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.

[17] Cit. en ibid.

[18]  E. GROSS, cit. en R. Hartung y G. Saltin (eds.), Alfred-Delp-Jahrbuch, vol. 7.


Berlin 2013.
[19] Ibid.

[20] Entrevista con el autor.


[21] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 6).

[22] Cit. en Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel, Glaube in Deutschland seit


1945, Göttingen 2013.

[23] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 6).


[24] H. THEISSING, entrevista con mi colaborador Manuel Schlögl.

[25] Cit. en P. PFISTER (ed.), Geliebte Heimat (cf. supra, nota 15).

22. El examen
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Ibid.

[4] Ibid.
[5]  J. RATZINGER, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des
Gottesdienstes, Einsiedeln 1981 [trad. esp.: La fiesta de la fe: Ensayo de teología
litúrgica, Desclée De Brouwer, Bilbao 20052].

[6]  ÍD., discurso como arzobispo de Múnich en el Antiquarium del Palacio Real
[Residenz] el 12 de febrero de 1982, con ocasión de su despedida de la diócesis.

[7]  Cit. en P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[8] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.

[9] BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 16 de enero de 2008 (3.ª catequesis sobre


san Agustín)».

[10] Entrevista con el autor.


[11] Publicado en Augustinus magister: congrès international augustinien, Paris, 21-
24 septembre 1954, vol. II, París 1954.

[12] J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik. Nene Versuche zur Ekklesiologie,
Einsiedeln 1987.

[13] Cit. en A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[14]  E. GRUBER, en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat. Papst Benedikt XVI. und das
Erzbistum München und Freising, München 2011.
[15] Entrevista con el autor.

[16] Ibid.
[17] Ibid.

[18]  Cf. U. GÖTZ (ed.), 39. Sammelblatt des historischen Vereins Freising. Papst
Benedikt und Freising, Freising 2006.
[19] Cf. P. PFISTER (ed.), Geliebte Heimat (cf. supra, nota 13).

[20] Cf. ibid.
[21] E. GRUBER, en P. Seewald (ed.), Der deutsche Papst, Augsburg-Hamburg 2005.

[22]  ÍD., en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising (cf. supra, nota 7).
[23] Ibid.

[24] Entrevista con el autor.


[25] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

23. Al borde del abismo


[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[2]  H. VERWEYEN, Ein unbekannter Ratzinger: Die Habilitationsschrift von 1955


als Schlüssel zu seiner Theologie, Regensburg 2010.

[3]  J. RATZINGER, Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 2: Offenbarungsverständnis


und Geschichtstheologie Bonaventuras, Freiburg i. Br. 2009 [trad. esp.: Obras
Completas de Joseph Ratzinger, vol. 2: Comprensión de la revelación y teología de
la historia de san Buenaventura, BAC, Madrid 2015].

[4] ÍD., Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura, München 1959 [trad. esp.:
La teología de la historia de san Buenaventura, Encuentro, Madrid 2004].
[5] J. RATZINGER, Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura, nueva ed., St.
Ottilien 1992 [la trad. esp. mencionada en la nota anterior sigue la edición
original].
[6] Ibid.

[7] Ibid.
[8] Cf. Münchner Abendzeitung, 2 de junio de 1949.

[9] J. RATZINGER, «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der


Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.

[10] Entrevista con el autor.


[11] Ibid.

[12] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.


[13] J. FINKENZELLER y G. GRUBER, entrevistas con el autor.

[14] Entrevista con el autor.


[15] Ibid.

[16] Ibid.
[17] H. VERWEYEN, Ein unbekannter Ratzinger (cf. supra, nota 2).

[18] Entrevista con el autor.


[19] Ibid.

[20] A. LÄPPLE, en P. Pfister (ed.) Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.

24. Los nuevos paganos y la Iglesia


[1]  Cf. A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.

[2]  J. RATZINGER, «Primizpredigt für Franz Niegel in Berchtesgaden», en


Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009.

[3] Ibid.
[4]  J. RATZINGER, «Der Priester - ein segnender Mensch. Primizpredigt für Franz
Niedermayer in Kirchanschoring», en Mitteilungen des Instituts Papsi Benedikf
XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009.
[5]  M. P. LEHNERT, Ich durfte ihm dienen. Erinnerungen an Papsi Pius XII,
Würzburg 1982 [trad. esp.: Al servicio de Pío XII: Cuarenta años de recuerdos,
BAC, Madrid 1984].

[6] Cf. www.spiegel.de, 8 de noviembre de 2008.

[7] J RATZINGER, «Die neuen Heiden und die Kirche»: Hochland, octubre de 1958.
[8] Ibid.

[9] Ibid.
[10] H. DE LUBAC, Glauben aus der Liebe (Catholicisme), Einsiedeln 1992.
[11] J. RATZINGER, «Die neuen Heiden und die Kirche» (cf. supra, nota 7).

[12] G. MAY, entrevista con Manuel Schlögl para este libro.


[13] Entrevista con el autor.

[14] Ibid.
[15] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[16] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[17] Archivo del Collegium Albertinum, Bonn.

TERCERA PARTE
EL CONCILIO

25. Nace una estrella


[1] Entrevista con el autor.
[2] Cf. C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. - Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.

[3] Entrevista con el autor.

[4] Ibid.
[5]  Cf. M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papsi. Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br., 2007.

[6] Archivo del Albertinum, Bonn.


[7] Archivo personal del autor.

[8] Entrevista con el autor.

[9] Cf. M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges. Joseph Ratzinger in Bonn und
Köln, Regensburg 2014.
[10] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[11]  A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[12] Archivo del Albertinum, Bonn.
[13] Entrevista con el autor.

[14] Ibid.
[15]  Z. HAYES, cit. en M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra,
nota 9).

[16] Entrevista con el autor.


[17] J. RATZINGER, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen, München
und Zürich 1960 [trad. esp.: El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Encuentro,
Madrid 2006].
[18] Entrevista con el autor.
[19] Ibid.

[20]  H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.

[21] Entrevista con el autor.

26. La red
[1]  N. BLÜM, cit. en M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges. Joseph
Ratzinger in Bonn und Köln, Regensburg 2014.
[2]  H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.

[3] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.


[4] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.
[5] Ibid.

[6] Cf. K. HARDT (ed.), Bekenntnis zur katholischen Kirche, Würzburg 1955.


[7]  H. SCHLIER, Exegetische Aufsätze und Vorträge II. Besinnung auf das Neue
Testament, Freiburg i. Br. 1964 [trad. esp.: Problemas exegéticos fundamentales en
el Nuevo Testamento, Fax, Madrid 1970].
[8] ÍD, Exegetische Aufsätze und Vorträge III. Das Ende der Zeit, Freiburg i. Br. 1971.

[9] Ibid.
[10] Entrevista con el autor.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).

[12] ÍD., prólogo a H. Schlier, Sulla risurrezione di Gesù Cristo, 30Giorni, Roma 2004
[el libro y el prólogo aparecieron en español como suplemento de la revista
30Días; el prólogo de Ratzinger puede consultarse en https://bit. ly/33ARzSg].
[13] J. RATZINGER, cit. según M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra,
nota 1).
[14] Entrevista con el autor.
[15] P. HACKER, en carta escrita a Hans Urs von Balthasar el 16 de febrero de 1966,
cit. en U. Hacker-Klom, Hackers Werk wird eines Tages wieder entdeckt werden!,
Universitäts - und Landesbibliothek Münster 2013.

[16] ÍD., cit. en M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra, nota 1).
[17] Entrevista con el autor.
[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).

[19] Ibid.

27. El Concilio
[1] Cf. https://bit.ly/33N7vB2.
[2] JUAN XXIII, cit. en X. Rynne, Die zweite Reformation. Die erste Sitzungsperiode
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964.
[3]  K. WOJTYLA, cit. en C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes
Paul II. - Macht und Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[4] Der Spiegel, 1 de octubre de 1962.
[5] Inédito del santo padre Benedicto XVI, publicado con ocasión del quincuagésimo
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (véase https://bit. ly/33I6HNG).
[6] Ibid.
[7] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en ÍD., Gesammelte Schriften, vol. 7/1,
Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «El primer periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II: Una mirada retrospectiva», en Obras completas de Joseph Ratzinger,
vol. 7/1: Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 2019].

[8] Ibid.
[9] D. TARDINI, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[10]  JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988 [trad. esp. del
original inglés: El Rin desemboca en el Tíber: Una historia del Concilio Vaticano
II, Criterio, Madrid 1999].
[11]  El discurso de Juan XXIII puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/2xolmR3.
28. La lucha comienza
[1] Cit. en https://bit.ly/2VmrdRe.

[2] Cit. en Spiegel online, 2 de marzo de 2014.

[3]  Cit. en R. DE MATTEI, Das Zweite Vatikanische Konzil. Eine bislang


ungeschriebene Geschichte, Ruppichteroth 2011 [trad. esp. del orig. italiano: El
Concilio Vaticano II: Una historia nunca escrita, Homo Legens, Madrid 2018].

[4] JUAN XXIII, cit. en ibid.

[5] ÍD., cit. en ibid.

[6] A. OTTAVIANI, cit. en. ibid.

[7] JUAN XXIII, cit. en «Zweites Vatikanisch.es Konzil», kathpedia: www.kath.net.

[8] K. RAHNER, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer
Freundschaft, München 2008.

[9] JUAN XXIII, cit. en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 19 de abril de 2014.

[10] Der Spiegel, 1 de noviembre de 1962.

[11]  S. TROMP, cit. en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite


Vatikanische Konzil im Spiegel Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.

[12]  Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.

[13] Cf. ibid.
[14]  Cf. L. J. SUENENS, «Aux Origines du Concile Vatican II»: Nouvelle Revue
Théologique 107 (1985), 3-21, aquí 4; ÍD., «Souvenirs et espérances», 65-80, cit.
según R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf. supra, nota 3).

[15] Y. CONGAR, Mon journal du concile, vol. 1, París 2002, 4 [la primera parte de
este volumen, correspondiente al primer periodo de sesiones, no está traducida al
español].

[16] H. KÜNG, Erkämpfte Freiheit, München 2002 [trad. esp.: Libertad conquistada,
Trotta, Madrid 2003].
[17] L. JAEGER, cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[18] J. DÖPFNER, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten Vatikanischen
Konzil, Regensburg 2006.

[19] Ibid.

[20] G. de PROENÇA SIGAUD, cit. en R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil


(cf. supra, nota 3).

[21] Ibid.

[22]  A. OTTAVIANI, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra,
nota 8).

29. La conferencia de Génova


[1]  J. RATZINGER, Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1: Zur Lehre des Zweiten
Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: Obras completas de Joseph
Ratzinger, vol. 7/1: Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid
2019].

[2] Ibid.

[3] Ibid.

[4] Entrevista con el autor.

[5] Ibid.

[6] Ibid.
[7] J. FRINGS, Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alt-Erzbischofs von Köln
Josef Kardinal Frings, Köln 1973.

[8] Entrevista con el autor.


[9] J. FRINGS, Für die Menschen bestellt (cf. supra, nota 7).

[10] ÍD., cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.


[11] Entrevista con el autor.

[12] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 10).
[13] Ibid.

[14] Cf. H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.


[15] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 10).

[16] ÍD., cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[17]  J. RATZINGER, «Stellungnahmen in Latein zu den von Kardinal Cicognani
übersandten Konzils-Schemata», en Íd., Gesammelte Schriften, vol. 7/1 (cf. supra,
nota 1) [trad. esp.: «Tomas de posición, en latín, sobre los esquemas conciliares
enviados por el cardenal Cicognani», en Obras Completas, vol. 7/1].

[18] ÍD., «Bemerkungen zum Schema “De fontibus revelationis”», en Mitteilungen des


Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009; también en JRGS, vol.
7/1 [trad. esp.: «Observaciones sobre el esquema “De fontibus revelationis”», en
OCJR, vol. 7/1].

30. La eminencia gris


[1] Entrevista con el autor.

[2]  J. RATZINGER, «Grundgedanken der eucharistischen Erneuerung des 20.


Jahrhunderts» (1960), en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1: Zur Lehre
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Ideas
fundamentales de la renovación eucarística del siglo XX», en Obras completas de
Joseph Ratzinger, vol. 7/1: Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC,
Madrid 2019].

[3]  ÍD., «Der Eucharistische Weltkongress im Spiegel der Kritik» (1961), en JRGS,
vol. 7/1 (cf. supra, nota 2) [trad. esp.: «El Congreso Eucarístico Internacional en el
espejo de la crítica», en Obras Completas de Joseph Ratzinger, vol. 7/1].
[4]  Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.

[5]  E. BETZ, cit. en M. Kopp (ed.), Und plötzlich Papst. Benedikt XVI. im Spiegel
personlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[6]  A. R. BATLOGG, «Karl Rahner auf dem Zweiten Vatikanischen Konzil», en P.
Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil im Spiegel
Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[7] Cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.

[8] K. RAHNER, cit. en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus (cf. supra, nota 6).
[9]  ÍD., cit. en J. Ddpfner, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten
Vatikanischen Konzil, Regensburg, 2006.
[10]  ÍD., cit. en A. R. Batlogg, SJ, «Karl Rahner SJ auf dem Zweiten Vatikanischen
Konzil», en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus (cf. supra, nota 6).

[11] Ibid.

[12] Entrevista con el autor.


[13]  Cf. J. KIRCHINGER y E. SCHÜTZ (eds.), Georg Ratzinger (1844-1899). Ein
Leben zwischen Politik, Geschichte und Seelsorge, Regensburg 2008.

[14] J. RATZINGER, «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967G


ahora también en JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Para el cardenal Frings. En ocasión
de su octogésimo cumpleaños», en OCJR, vol. 7/1].
[15] Entrevista con el autor.
[16]  J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens», en N. Trippen (ed.), Kardinal Josef
Frings auf dem Zweiten Vaticanum. Festschrift, Köln 1976, ahora también en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Una voz de confianza. El cardenal J. Frings en el
Vaticano II», en OCJR, vol. 7/1].
[17] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 7).
[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[19] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[20] J. RATZINGER, JRGS, vol. 7/1.
[21] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 7).
[22] J. RATZINGER, JRGS, vol. 7/1.

[23] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 7).


[24] Cf. ibid.
[25] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens» (cf. supra, nota 16).
[26] Ibid.

[27] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 7).


[28] Entrevista con el autor.
31. El mundo, en situación crítica
[1] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en ÍD., «Die erste Sitzungsperiode des
Zweiten Vatikanischen Konzils», en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1,
Freiburg i. Br. 2012.

[2] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de


febrero de 2013)».
[3] Entrevista con el autor.

[4]  R. DE MATTEI, Das Zweite Vatikanische Konzil. Eine bislang ungeschriebene


Geschichte, Ruppichteroth 2011.

[5] E. RUFFINI, en L’Osservatore Romano, 24 de agosto de 1961.


[6] R. DE MATTEI, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf. supra, nota 4).
[7] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.
[8]  J. RATZINGER, Theologische Prinzipienlehre: Bausteine zur Fundamental-
theologie, München 1982 [trad. esp.: Teoría de los principios teológicos:
materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 2005].

[9] Ibid.
[10]  J. RATZINGER, en Mitteilungen des Instituts Benedikt XVI. (MIPB) 2,
Regensburg 2009; también en JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Observaciones al
esquema “De fontibus revelationis”», en OCJR, vol. 7/1].
[11] J. DÖPFNER, cit. en G. TREFFLER, «Der Konzilstheologe Joseph Ratzinger im
Spiegel der Konzilsakten des Münchener Julius Kardinal Dópfner», en P. Pfister
(ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising. Dokumente und
Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen, Regensburg 2006.
[12] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.
[13] Ibid.

[14] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.


[15] Entrevista con el autor.
[16] G. SIRI, Diario, 356, cit. según R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf.
supra, nota 4).
[17] Cf. Die Zeit, 4 de octubre de 2012.

32. Siete días que cambiaron a la Iglesia católica para siempre


[1] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de
febrero de 2013)».
[2] Cf. R. DE MATTEI, Das Zweite Vatikanische Konzil. Eine bislang ungeschriebene
Geschichte, Ruppichteroth 2011.

[3] Cf. ibid.
[4] W. GROSSE, cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[5] Entrevista con el autor.
[6] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens. Kardinal Josef Frings auf dem Zweiten
Vatikanum», en N. Trippen y W. Mogge (eds.), Ortskirche im Dienst der
Weltkirche. Das Erzbistum Köln seit seiner Wiedererrichtung im Jahre 1825.
Festgabe für die Kölner Kardinale Erzbischof Joseph Höffner und Alt-Erzbischof
Josef Frings, Köln 1976, ahora también en Joseph Ratzinger Gesammelte
Schriften, vol. 7/1.
[7] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II» (cf.
supra, nota 1).
[8] Entrevista con el autor.
[9]  L. J. SUENENS, Souvenirs et espérances, Paris 1991 [trad. esp.: Recuerdos y
esperanzas, EDICEP, Valencia 2000].
[10]  J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens», en N. Trippen y W. Mogge (eds.),
Ortskirche im Dienst der Weltkirche (cf. supra, nota 6).
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).

[14] J. RATZINGER, «Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils.


Ein Rückblick», en JRGS 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[15] ÍD., «Stimme des Vertrauens» (cf. supra, nota 6).

[16] Y. CONGAR, Mon Journal du concile, vol. 1, Paris 2002, 4.


[17] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens» (cf. supra, nota 6).
[18] R. DE MATTEI, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf. supra, nota 2).
[19] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).

[20]  Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.

[21] Cf. ibid.
[22] J. RATZINGER, «Einleitung zur Konstitution über die göttliche Offenbarung», en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Introducción a la constitución sobre la divina
revelación», en OCJR, vol. 7/1].
[23] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[24] J. RATZINGER, «Die erste Sitzungsperiode des zweiten Vatikanischen Konzils»
(cf. supra, nota 14).

[25] Ibid.
[26] J. DÖPFNER, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten Vatikanischen
Konzil, ed. P. Pfister, Regensburg 2006.
[27]  JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf.
supra, nota 20).
[28] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).

[29]  G. RUGGIERI, en G. Alberigo y K. Wittstadt (eds.), Geschichte des Zweiten


Vatikanischen Konzils (1959-1965), vol. II, Mainz 2000 [trad. esp. del orig.
italiano: Historia del Concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 2001].
[30] J. RATZINGER, «Die erste Sitzungsperiode des zweiten Vatikanischen Konzils»
(cf. supra, nota 14).
[31] Ibid.
[32] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.
[33] Ibid.
[34]  K. RAHNER, cit. en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite
Vatikanische Konzil im Spiegel Münchener Kirchenarchive, Regensburg, 2012.

33. La onda alemana


[1] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften
(JRGS), vol. 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[2]  G. SIRI, cit. en R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil. Eine bislang
ungeschriebene Geschichte, Ruppichteroth 2011.
[3] Der Spiegel 50/1963.
[4]  J. RATZINGER, cit. en M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges. Joseph
Ratzinger in Bonn und Köln, Regensburg 2014.
[5] Cit. en ibid.
[6] Cf. ibid.
[7] K. RAHNER, «“Erneuerung in Christus”, Brief von Karl Rahner an Hugo Rahner
vom 2.11.1963»: Stimmen der Zeit, septiembre de 2012.
[8] Ibid.
[9] Todas las citas en F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer
Freundschaft, München 2008.
[10]  H. DE LUBAC, cit. en Mitteilungen des Instituts Benedikt XVI. (MIPB) 1,
Regensburg 2008.
[11] Entrevista con el autor.
[12] Cf. F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 9).
[13] K. BARTH, cit. en Der Spiegel, 20 de diciembre de 1961.
[14] Der Spiegel, 17 de abril de 1963.
[15] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 9).
[16] H. KÜNG, cit. en Der Spiegel, 20 de diciembre de 1961.

[17]  Cf. J. DÖPFNER, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten


Vatikanischen Konzil, ed. P. Pfister, Regensburg 2006.
[18] J. FRINGS, referido por J. Ratzinger en entrevista con el autor.
[19]  H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...», Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), Rekonstruktion anhand der Akten der
Fakultátsratssitzungen der Kath.-Theol. Fakultät Bonn, manuscrito inédito.
[20] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

34. Fuentes de energía


[1] F.-J. DÖMER, entrevista con mi colaborador Manuel Schlögl.
[2] Entrevista con el autor.
[3]  J. RATZINGER, cit. en M. Schlögl, Joseph Ratzinger in Münster 1963-1966,
Münster 2012.
[4] Entrevistas con Manuel Schlögl.
[5] E. DEWRERMANN, entrevista con el autor para el suplemento de fin de semana
del Süddeutschen Zeitung, junio de 1993.
[6] Entrevista con el autor.
[7] Ibid.
[8] Der Spiegel, 11 de diciembre de 1963.
[9] J. RATZINGER, cit. por H. Schütte, entrevista con mi colaborador M. Schlögl.
[10] Entrevista con el autor.
[11] S. WIEDENHOFER, «Der Anfang einer langen wunderbaren Begegnung», en M.
Kopp (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[12] V. PFNÜR, cit. en M. Schlögl, Joseph Ratzinger in Münster 1963-1966 (cf. supra,
nota 3).

[13] Entrevista con el autor.


[14] Ibid.
[15] Cit. en V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[16] BENEDICTO XVI, carta de 4 de julio de 2009 al arzobispo de Paderborn Hans-
Josef Becker, cit. según M. Schlögl, Ratzinger in Münster (cf. supra, nota 3).

35. En la escuela del Espíritu Santo


[1] Cf. Der Spiegel, 12 de junio de 1963.
[2] R. RAFFALT, Wohin steuert der Vatikan?, München 1973 [trad. esp.: ¿A dónde va
el Vaticano? El papa, entre la religión y la política, Unión Editorial, Madrid 1974].
[3] Cf. F. M. WILLAM, en Geist und Leben 2/1979.
[4] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.

[5]  PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[6]  PABLO VI, cit. en A. von Teuffenbach, «Weg vom Schauspiel, hin zur
Diskussion»: Vatican-Magazin 6/2013.
[7] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.

[8]  ÍD., «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de febrero de
2013)».
[9] J. RATZINGER, Gesammelte Schriften, vol. 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[10] Ibid.
[11] PABLO VI, «Discurso de apertura del segundo periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II (29 de septiembre de 1963)».

[12]  J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg - Rückblick auf die zweite
Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, ahora también en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «El Concilio en camino. Mirada retrospectiva al
segundo periodo de sesiones del Concilio Vaticano II», en OCJR, vol. 7/1].

[13] PABLO VI, «Discurso al Capítulo General de la Sociedad Salesiana de San Juan


Bosco (21 de mayo de 1965)».
[14] J. RATZINGER, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[15] ÍD, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein Rückblick,
Köln 1963, ahora también en ÍD., «Die erste Sitzungsperiode des zweiten
Vatikanischen Konzils», en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1, Freiburg i.
Br. 2012.
[16]  ÍD., en A. R. Batlogg, SJ, «Karl Rahner SJ auf dem Zweiten Vatikanischen
Konzil», en A. R. Batlogg, SJ, C. Brodkorb y P. Pfister (eds.), Erneuerung in
Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil (1962-1965) im Spiegel Münchener
Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[17] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[18] ÍD., cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra, nota 5).
[19] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg (cf. supra, nota 12).
[20] ÍD., «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967), ahora también
en JRGS, vol. 7/1.
[21] Der Spiegel 50/1963.

[22] A. WENGER, cit. en J. Ratzinger, «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»


(cf. supra, nota 20).
[23] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens. Kardinal Josef Frings auf dem Zweiten
Vatikanum», en N. Trippen y W. Mogge (eds.), Ortskirche im Dienst der
Weltkirche. Das Erzbistum Köln seit seiner Wiedererrichtung im Jahre 1825.
Festgabe für die Kölner Kardinale Erzbischof Joseph Höffner und Alt-Erzbischof
Josef Frings, Köln 1976, ahora también en Joseph Ratzinger, Gesammelte
Schriften, vol. 7/1.
[24] G. GROTTI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 5).
[25]  J. FRINGS, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng: Die Geschichte
einer Freundschaft, München 2008.
[26] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 25).
[27]  J. FRINGS, «Erinnerungen», en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra,
nota 4).
[28] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg (cf. supra, nota 12).
[29] B. O’REILLY y M. DUGARD, Killing Kennedy. Das Ende eines amerikanischen
Traums, München 2013 [trad. esp. del orig. inglés: Matar a Kennedy: El fin de la
corte de Camelot, Esfera de los Libros, Madrid 2013].
[30] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

36. El legado
[1] Cit. en R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[2] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[3] IGNACIO PEDRO XVI BATANIAN, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt
in den Tiber (cf. supra, nota 1).
[4]  J. RATZINGER, «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967),
ahora también en JRGS, vol. 7/1.
[5] ÍD., «Zum 100. Geburtstag von Kardinal Frings»: Communio 3/16 (1987).
[6] ÍD., Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] J. HEENAN, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1).
[8] Y. CONGAR, cit. en H. Jedin, Lebensbericht, Mainz 1984.
[9] J. HOECK, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 2).
[10]  J. RATZINGER, Gesammelte Schriften (JRGS), Zur Lehre des Zweiten
Vatikanischen Konzils, vol. 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[11]  ÍD., «Ergebnisse und Probleme der dritten Sitzungsperiode», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «Resultados y problemas del tercer periodo del Concilio», en
OCJR7/1].
[12] Ibid.
[13] Cf. P. PFISTER (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil im
Spiegel Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.

[14] O. SEMMELROTH, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 2).
[15] PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1) [el breve puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/3cMQeeu].
[16]  J. RATZINGER, «Die letzte Sitzungsperiode des Konzils», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «El último periodo de sesiones del Concilio», en OCJR, vol. 7/1].
[17] Ibid.
[18] PABLO VI, «Audiencia de 29 de diciembre de 1965», cit. según R. Voderholzer,
«Der Geist des Konzils. Ein Blick auf seine Deutungsgeschichte»: Tagespost, 8 de
marzo de 2014.
[19] C.-P. MÄRZ, «50 Jahre Konzil - Die Dogmatische Konstitution über die gotthche
Offenbarung “Dei Verbum”»: Theologie der Gegenwart 1/2015.

[20] J. RATZINGER, «Kommentar zu “Dei Verbum”», en Lexikon für Theologie und


Kirche2, ahora también en ÍD., Gesammelte Schriften, vol. 7/2: Zur Lehre des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Comentario a la
Dei verbum», en Obras Completas de Joseph Ratzinger, vol. 7/2: Sobre la
enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC. Madrid 2019].
[21]  JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf.
supra, nota 1).
[22] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[23] Entrevista con el autor.

CUARTA PARTE
EL MAESTRO

37. Tubinga
[1] Entrevista con el autor.
[2]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[3] Ibid.

[4] H. KÜNG, Erkämpfte Freiheit, München 2002.


[5] D. DECKERS, Der Kardinal. Karl Lehmann - Eine Biographie, München 2002.

[6] M. KARGER, « Walter Jens - Hans Küng und Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB 2), 2, Regensburg 2009.
[7] Entrevista con el autor.
[8] Der Spiegel, 14 de enero de 1980.

[9] Entrevista con el autor.


[10] Ibid.

[11] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 2).
[12] Entrevista con el autor.

[13] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 2).
[14]  M. SCHLÖGL, «Joseph Ratzinger und die Nouvelle Théologie»: Klerusblatt
2017.
[15] N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.

[16] Entrevista con el autor.


[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

38. Profundamente asustado


[1]  G. VALENTE, «Benedikt XVI. 1966-1969. Die schwierigen Jahre»: 30Tage
5/2006.

[2]  J. RATZINGER, Das neue Volk Gottes, Düsseldorf 1969 [trad. esp.: El nuevo
pueblo de Dios, Herder, Barcelona 2005].

[3]  J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg - Rückblick auf die zweite
Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964.
[4] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[5] Kirche + Leben, 1966.


[6] G. VALENTE, «Benedikt XVI. 1966-1969» (cf. supra, nota 1).

[7]  J. RATZINGER, «Weltoffene Kirche? Überlegungen zur Struktur des Zweiten


Vatikanischen Konzils», en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/2: Zur Lehre
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «¿Iglesia
abierta al mundo? Reflexiones sobre la estructura del Concilio Vaticano II», en
OCJR 7/2].
[8]  J. RATZINGER, «Der Katholizismus nach dem Konzil», en Zentralkomitee der
Deutschen Katholiken (ed.), Auf dein Wort hin. 81. Deutscher Katholikentag vom
13. Juli bis 17. Juli 1966 in Bamberg, Paderborn 1966; ahora también JRGS, vol.
7/2, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «El catolicismo después del Concilio», en
OCJR 7/2].

[9]  S. WIEDENHOFER, «Joseph Ratzinger und die nachkonziliare Auseinanderset-


zung um den zukünftigen Weg katholischer Theologie», en U. Irrgang y W. Baum
(eds.), Die Wahrheit meiner Gewissheit suchen. Theologie vor dem Forum der
Wirklichkeit. Festschrift für Albert Franz, Würzburg 2012.

[10] H. de LUBAC, Meine Schriften im Überblick, Einsiedeln 1996 [trad. esp. del orig.
francés: Memoria en torno a mis escritos, Encuentro, Madrid 2000].
[11] Kirche + Leben, 13 de febrero de 1968.

[12] Kirche + Leben, 6 de marzo de 1968.


[13] Entrevista en la revista Communione et Liberazione, Chile, verano de 1988.

[14] R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen, Augsburg 1999.

[15] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.


[16] A. LORENZER, Das Konzil der Buchhalter, Frankfurt a. M. 1984.

[17] M. SCHLÖGL, Joseph Ratzinger in Münster 1963-1966, Münster 2012.


[18] Die Tagespost, 2 de febrero de 2016.

[19]  H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines


Denkens, Darmstadt 2007.

[20]  F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur


Säkularisation»: Blätter für deutsche und internationale Politik 41 (1996).
[21] N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.

[22] Entrevista con el autor.


[23] N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 21).

[24] M. GURTNER, en kath.net, 11 de octubre de 2012.

[25] F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik» (cf. supra, nota 20).


39. 1968 y la leyenda del giro
[1] Süddeutsche Zeitung, 7 y 8 de abril de 2018.

[2] Süddeutsche Zeitung, 3 y 4 de febrero de 2018.


[3] Entrevista con el autor.

[4]  Entrevista en Bayerischer Rundfunk con Martin Lohmann, 28 de diciembre de


1998.
[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[6] Die Tagespost, 19 de diciembre de 2017.

[7]  S. COURTOIS (ed.), Das Schwarzbuch des Kommunismus. Unterdrückung,


Verbrechen und Terror, München 1998 [trad. esp. del orig. francés: El libro negro
del comunismo, Ediciones B, Barcelona 2010].
[8] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

[9] K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von München
und Freising in Wort und Bild, München 1977.

[10]  B. SEPP, «Schwenken, Schmücken und Studieren», en A. JASPERS, C.


MICHALSKI y M. PAUL, Ein kleines rotes Buch: Die Mao-bibel und die
Revolution der Sechzigerjahre, Berlín 2018.

[11] Ibid.
[12] Die Zeit, 19 de abril de 2012.

[13] Süddeutsche Zeitung, 14 de mayo de 2016.


[14] Ibid.

[15] Entrevista con el autor.


[16] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

[17] G. ALY, Unser Kampf: 1968 - ein irritierter Blick zurück, Frankfurt a.M. 2009.
[18] Lausitzer Rundschau, 29 de abril de 2018.

[19] Entrevista con el autor.


[20] H. HERRMANN, Benedikt XVI.: Der neue Papst aus Deutschland, Berlín 2005.
[21] Ch. FELDMANN, Papst Benedikt XVI.: Eine kritische Biografie, Hamburg 2006.

[22] H. HÄRING, Theologie und Ideologie bei Joseph Ratzinger, Düsseldorf 2001.
[23] Ch. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[24] J. L. ALLEN, Kardinal Ratzinger, Trier 2002.

[25] J. L. ALLEN, Worum es dem Papst geht, Freiburg i. Br. 2008.


[26] Ibid.

[27] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.


[28] Ibid.

[29] Ibid.
[30] G. VALENTE, «1966-1969. Die schwierigen Jahre»: 30Tage 5/2006.

[31] Entrevista en Bayerischer Rundfunk.

[32]  H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines


Denkens, Darmstadt 2007.
[33]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.

[34] Entrevista con el autor.

[35] H. HALBFAS, Das Christentum, Mannheim 2004.

40. La crisis católica


[1] Der Spiegel, 5 de agosto de 1968.
[2] Entrevista con el autor.

[3] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.


[4] Ibid.

[5] Ibid.
[6] J. RATZINGER, Einführung in das Christentum, München 1968.
[7] Ibid.

[8]  A. KISSLER, Der deutsche Papst-Benedikt XVI. undseine schwierige Heimat,


Freiburg i. Br. 2005.

[9] J. RATZINGER, Einführung in das Christentum (cf. supra, nota 5).


[10] H. VERWEYEN, Ein unbekannter Ratzinger: Die Habilitationsschrift von 1955
ais Schlüssel zu seiner Theologie, Regensburg 2010.

[11] Ibid.
[12] Die Tagespost, 8 de abril de 2016.

[13] M.-G. LEMAIRE, «Joseph Ratzinger und Henri de Lubac», en Mitteilungen des


Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 8, Regensburg 2015.

[14]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Preundschaft,
München 2008.
[15] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.

[16] Entrevista con el autor.


[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[18]  Entrevista en Bayerischer Rundfunk con Martin Lohmann, 28 de diciembre de


1998.

[19] Entrevista con el autor.


[20] G. ORWELL, Farm der Tiere, Zürich 1982 [trad. esp. del orig. inglés: Rebelión
en la granja, DeBolsillo, Barcelona 2019].

[21] Entrevista con el autor.

41. Un nuevo comienzo


[1] H. KÜNG, Umstrittene Wahrheit, München 2007 [trad. esp.: Verdad controvertida,
Trotta, Madrid 2009].

[2] Entrevista con el autor.


[3]  K. BIRKENSEER, Hier bin ich wirklich daheim. Papst Benedikt XVI. und das
Bistum Regensburg, Regensburg 2005.

[4] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.


[5] Carta de Benedicto XVI al profesor Mußner, 28 de enero de 2011.

[6] Entrevista con el autor.


[7] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.

[8] Rheinische Post, 26 de abril de 1970.


[9] Ch. FELDMANN, Papst Benedikt XVI.: Eine kritische Biografie, Hamburg 2006.

[10] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.


[11] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.

[12] V. TWOMEY, «Sermón en la misa mayor con motivo del sexagésimo aniversario
de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger», impartido en la iglesia de los
Santos Pedro y Pablo, Cork (Irlanda).

[13] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.


[14] Ibid.

[15] Entrevista con el autor.

[16] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.

42. Tensiones
[1]  F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur
Sakularisierung»: Blätter für deutsche und internationale Politik, vol. 41, 1996.
[2]  R. VODERHOLZER, «Der Geist des Konzils. Ein Blick auf seine Deutungsge-
schichte»: Die Tagespost, 8 de marzo de 2014.

[3] J. RATZINGER y H. MAIER, Demokratie in der Kirche. Möglichkeiten, Grenzen,


Gefahren, Limburg 1970 [trad. esp.: ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo,
Madrid 2005].

[4] G. VALENTE, «Ratzinger in Regensburg»: 30Tage 8/2006).


[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[6] K. RAHNER, Erinnerungen, Innsbruck 2001.
[7]  M.-G. LEMAIRE, «Joseph Ratzinger und Henri de Lubac», en Mitteilungen des
Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 8, Regensburg 2015.
[8] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

[9]  J. RATZINGER, «Éloge du Cardinal de Lubac», en France Catholique, 22 de


mayo de 1998. El propio De Lubac había sido nombrado chevalier de la Légion
d’honneur en 1967.

[10] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).


[11]  Entrevista en Bayerischer Rundfunk con Martin Lohmann, 28 de diciembre de
1998.

[12] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[13] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).

[14]  J. RATZINGER, Glaube und Zukunft, München 1970 [trad esp.: Fe y futuro,
Desclée de Brouwer, Bilbao 2007].

[15] H. KÜNG, Umstrittene Wahrheit (cf. supra, nota 1).


[16]  S. WIEDENHOFER, «Joseph Ratzinger und die nachkonziliare
Auseinandersetzung um den zukünftigen Weg katholischer Theologie», en U.
Irrgang y W. Baum (eds.), Die Wahrheit meiner Gewissheit sachen. Theologie vor
dem Forum der Wirklichkeit. Festschrift für Albert Franz, Würzburg 2012.
[17]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.

[18] Entrevista con el autor.


[19]  H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines
Denkens, Darmstadt 2007.
[20] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.

[21]  K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln-Mühlheim 2010.
[22] Cit. según Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 1, Regensburg
2008.
[23] Entrevista con el autor.

[24]  K. RAHNER, «Widersprüche im Buch von Hans Küng», en Íd. (ed.), Zum
Problem Unfehlbarkeit. Antworten auf die Anfrage von Hans Küng (Quaestio
disputata), Freiburg i. Br. 1971 [trad. esp. en La infalibilidad de la Iglesia:
Respuesta a Hans Küng, BAC, Madrid 1978].
[25] katholisch.de, 19 de marzo de 2018.

[26] J. RATZINGER, «Wer verantwortet die Aussagen der Theologie?», en H. U. von


BALTHASAR et al., Diskussion über Hans Küngs «Christ sein», Mainz 1976.

[27] Ibid.
[28] Frankfurter Allgemeinen Zeitung, TL de mayo de 1976.

[29] H. KÜNG, Umstrittene Wahrheit (cf. supra, nota 1).


[30] Ibid.

[31] Ibid.

[32] Ibid.
[33] Ibid.

[34] Ibid.

43. La visión de la Iglesia del futuro


[1] J. RATZINGER, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter, Salzburg
1971 [trad. esp.: La unidad de las naciones, Cristiandad, Madrid 2011].
[2]  J. RATZINGER, Gesammelte Schriften vol. 7/1, Zur Lehre des Zweiten
Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012.

[3] Ibid.

[4] Ibid.
[5]  J. RATZINGER, «Zehn Jahre nach Konzilsbeginn - wo stehen wir?», en J.
RATZINGER, Dogma und Verkündigung, München 1973.

[6] J. RATZINGER, Glaube und Zukunft, München 1970.


[7] Entrevista con el autor.
[8] Carta a Raymund Kottje, 16 de septiembre de 1971 (copia en el archivo del autor).

[9]  J. RATZINGER: «Zur Frage der Unauflöslichkeit der Ehe. Bemerkungen zum
dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung», en F.
Henrich y V. Eid (eds.), Ehe und Ehescheidung. Diskussion unter Christen
(Münchener Akademie-Schriften 59), München 1972.

[10] J. RATZINGER / BENEDICTO XVI, «Zur Frage nach der Unauflöslichkeit der
Ehe», en J. RATZINGER / BENEDICTO XVI, Gesammelte Schriften (JRGS), vol.
4, Freiburg i. Br. 2014 [trad. esp.: «Sobre la cuestión de la indisolubilidad del
matrimonio: Consideraciones sobre el dato dogmático-histórico y sobre su
significado actual», en OCJR 4, 559-580].

[11]  J. RATZINGER, Tradition und Fortschritt in der Kirche, programa de


Bayerischer Rundfunk, Sección Radio Eclesiástica, 9 de diciembre de 1973
(manuscrito en el archivo del autor).
[12] Hochland, Zeitschrift für alle Gebiete des Wissens und der Schönen Künste, vol.
60, München/Kempten, agosto/septiembre de 1968.
[13]  K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln/Mühlheim 2010.

[14]  H. U. von BALTHASAR y J. RATZINGER, 2 Plädoyers. Warum ich noch ein


Christ bin. Warum ich noch in der Kirche bin, München 1971.

[15] Ibid.

44. Reconquista
[*] En lengua española en la edición original alemana [N. del T.].
[1] BENEDICTO XVI, «Discurso del papa al Colegio Cardenalicio y a los miembros
de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 de diciembre de
2005)»: https://bit.ly/2ORVuUe.

[2] A. KISSLER, «Ich, Küng», en The European, 9 de octubre de 2012.

[3]  J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985 [trad. esp.: Informe sobre la fe, BAC, Madrid 2015].
[4] Ibid.

[5] Entrevista con el autor.


[6] BENEDICTO XVI, «Discurso del papa al Colegio Cardenalicio y a los miembros
de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas» (cf. supra, nota 1).

[7] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.


[8] M. SCHMAUS, «Internationale Katholische Zeitschrift “Communio”»: Wissen und
Leben (www.2198-Artikeltext-3336-1-10-20150722-2.pdf).

[9] Entrevista con el autor.

[10]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[11] H. U. von BALTHASAR, «Communio - ein Programm»: Communio 1 (1972).

[12] D. DECKERS, Der Kardinal. Karl Lehmann - eine Biographie, München 2002.
[13] H. U. von BALTHASAR, «Communio - ein Programm» (cf. supra, nota 11).

[14]  C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.

[15] Ibid.
[16] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.

[17] G. VALENTE, «Ratzinger in Regensburg»: 30Tage 8 (2006).


[18]  K. J. HUMMEL y Ch. KÖSTERS (eds.), Kirche, Krieg und Katholiken:
Geschichte und Gedächtnis im 20. Jahrhundert, Freiburg i. Br. 2014.
[19]  M. KÄSSMANN (ed.), Gott will Taten sehen. Christlicher Widerstand gegen
Hitler, München. 2013.

[20] K. JASPERS, Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung, München


1962 [trad. esp.: La fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1968].

[21]  M. LUTERO, «Von den Juden und ihren Lügen, Schrift aus dem Jahr 1543»,
citado según el pastor Dirk von Jutrczenka, de la iglesia de San Remberto en
Bremen.
[22] J. RATZINGER y H. MAIER, Demokratie in der Kirche. Möglichkeiten, Grenzen,
Gefahren, Limburg 1970.
[23]  Joseph Ratzinger, en un programa de Bayerischer Rundfunk, 8 de octubre de
1972.

[24] Entrevista con el autor.


[25] Katholische Nachrichtenagentur (KNA), 12 de septiembre de 2011.

[26] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.


[27] Ibid.

[28] Archivo privado de la hermana Maria-Gratia Köhler.

45. La doctrina de la vida eterna


[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[2]  J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977 [trad.
esp.: Escatología: La muerte y la vida eterna, Herder, Barcelona 2007].
[3] Ibid.

[4] H. HOPING, «Die Auferstehung der Toten bei Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 10, Regensburg 2017.

[5] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nähe zu sein», publicado bajo el título
de «Dass Gott alies in allem sei»; Klerusblatt 72 (1992), luego recogido en ÍD.,
Auferstehung und Ewiges Leben, Beiträge zur Eschatologie und zur Theologie der
Hoffnung (JRGS vol. 10), ed. G. L. MÜLLER, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Mi
felicidad es estar cerca de ti: Sobre la fe cristiana en la vida eterna», en OCJR 10,
430-436].

[6] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[7] Ibid.

[8] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).

[9] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[10] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).

[11] Ibid.
[12] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[13] Entrevista con el autor.

[14] Ibid.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 1).

[16] Ibid.
[17] Entrevista con P. Gereon Michael Strauch, antiguo estudiante en Ratisbona.

[18] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.

[19]  M. LOCHBRUNNER, Hans Urs von Balthasar und seine Philosophenfreunde.


Fünf Doppelportrats, Würzburg 2005.
[20] Ibid.

[21]  K. BIRKENSEER, Hier bin ich wirklich daheim. Papst Benedikt XVI. und das
Bistum Regensburg, Regensburg 2005.

[22] Entrevista con el autor.


[23] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[24] Ibid.
[25] Ibid.

[26] Entrevista con el autor.


[27]  P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising.
Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen,
Regensburg 2006.
[28] Der Spiegel, 4 de abril de 1977.

[29]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.

46. El ministerio episcopal


[1] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[2]  P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising.
Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen,
Regensburg 2006.
[3] Deutsche Zeitung/Christ und Welt, 1 de abril de 1977.

[4] Süddeutsche Zeitung, 25 de marzo de 1977.


[5] Neue Zürcher Zeitung, 31 de marzo de 1977.

[6] Entrevista con el autor.


[7] J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.

[8] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[9] Ibid.

[10] K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von München
und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.

[12] Ibid.
[13]  P. PFISTER (ed.), Joseph Raztinger und das Bistum München und Freising (cf.
supra, nota 2).
[14] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 11).
[15] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit. Fünfundzwanzig Jahre nach
dem Konklave, bei dem Papst Luciani gewahlt wurde», en 30Tage 9 (2003) [trad.
esp. del orig. italiano: «El Señor elige nuestra pobreza», accesible en
https://bit.ly/3g26JVU).
[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[18] Entrevista con el autor.


[19] J. RATZINGER, «Erster Hirtenbrief vom Juni 1977», en K. WAGNER y H. RUF,
Kardinal Ratzinger (cf. supra, nota 10).
[20] K. GABRIEL, Die Kirchen in Westdeutschland: https://bit.ly/3f4Bubn.
[21]  Carta del arzobispo de Múnich de 24 de agosto de 1977 sobre la decisión de
Roma referente al orden de la primera confesión y la primera comunión.
[22]  Procedente de una contribución para un programa de radio de Bayerischer
Rundfunk, 1978.
[23] Münchner Ordinariatskorrespondenz, 2 de septiembre de 1977.
[24] Süddeutsche Zeitung, 7 de enero de 1978.
[25] Süddeutsche Zeitung, 13 de julio de 1977.

[26] Entrevista con el autor.


[27] Ibid.
[28] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[29] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit
ais Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger
(Monographische Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[30] Entrevista con el autor.

47. El año de los tres papas


[1] P. MACCHI, Paul VI. in seinem Wort, Roma 2003.

[2] U. NERSINGER, en Die Tagespost, 2 de agosto de 2018.


[3] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit. Fünfundzwanzig Jahre nach
dem Konklave, bei dem Papst Luciani gewahlt wurde», en 30Tage 9 (2003).
[4] kath.net, 5 de marzo de 2014.
[5] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit» (cf. supra, nota 3).
[6] Ibid.

[7] Ibid.
[8]  C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.

[9] J. CORNWELL, Wie ein Dieb in der Nacht, München 1991.


[10]  Die Tagespost, 6 de noviembre de 2017. Stefania Falasca, con motivo de la
presentación de su libro Papa Luciani. Cronaca di una morte, prólogo del cardenal
Parolin, Milano 2017.
[11] Kathpress, Viena, 24 de agosto de 2018.
[12] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit» (cf. supra, nota 3).
[13] Ibid.
[14] C. WIDMANN, en Süddeutsche Zeitung, 10 de octubre de 1978.

[15] Entrevista con el autor.


[16] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[17] U. NERSINGER, en Tagespost, 2 de agosto de 2018.
[18] Süddeutsche Zeitung, 18 de octubre de 1978.

[19] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit


ais Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger
(Monographische Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[20] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II (cf. supra, nota
8).

48. El caso Küng


[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.

[3]  W. RÖHMEL (ed.) y OFICINA DE PRENSA DE LA ARCHIDIÓCESIS DE


MUNICH Y FRISINGA, Wir leben vom Ja. Dokumentation der Verabschiedung
von Joseph Kardinal Ratzinger, München 1982.
[4]  J. RATZINGER, prólogo a Ch. SCHÖNBORN, Leben für die Kirche: Die
Fastenexerzitien des Papstes, Freiburg i. Br. 1997 [trad. esp.: Amar a la Iglesia:
Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de su S. S. Juan Pablo II,
BAC, Madrid 1997].
[5]  A. KISSLER, Der deutsche Papst-Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[6] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[7] Ordinariats-Korrespondenz (ok), n.º 24 del 19.6.1980.
[8] Cit. según A. ŠTRUKELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.
[9] Todas las citas se toman de los sermones en A. ŠTRUKELJ, Vertrauen (cf. supra,
nota 8).
[10] Entrevista con el autor.
[11] Ibid.

[12] Süddeutsche Zeitung, 14 de noviembre de 1979.


[13] Ibid.
[14] Entrevista con el autor.
[15] H. MAIER, Böse Jahre, gute Jahre. Ein Leben 1931 ff., München 2011.

[16] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit


ais Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger
(Monographische Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[17] Entrevista con el autor.
[18] ok, n.º 37,13 de diciembre de 1997.

[19]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng. Geschichte einer Freundschaft,
München 2006.

[20]  CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, «Declaración sobre


algún punto de la doctrina teológica del profesor Hans Küng»; https://bit.ly/3flitXi.
[21] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 19).

[22] Entrevista con el autor.


[23] L’Osservatore Romano, edición en alemán, 18 de enero de 1980.
[24]  J. RATZINGER, Zeitfragen und christlicher Glaube. Acht Predigten aus den
Münchner Jahren, Würzburg 1982.
[25] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 1 de enero de 1980.
[26] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

49. El legado de Munich


[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[4] Entrevista con el autor.

[5] Chronik-Bildbiografie Papst Johannes Paul II., Gütersloh/München 2003.


[6] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[7]  F. J. STRAUSS, «Ansprache des bayerischen Ministerpräsidenten, Franz Josef,
beim Empfang im Antiquarium der Münchner Residenz am 12. Februar 1982», en
Wir leben vom Ja. Dokumentation der Verabschiedung von Joseph Kardinal
Ratzinger, München 1982.
[8]  J. RATZINGER, «Predigt beim Gottesdienst mit den Priestern und Diakonen am
28. Februar 1982 im Freisinger Dom», en Wir leben vom Ja (cf. supra, nota 7).
[9] Ibid.
[10] Die Welt, 27 de octubre de 1981.
QUINTA PARTE
ROMA

50. El prefecto
[1] M. LÜTZ, Der Skandal der Skandale. Die geheime Geschichte des Christentums,
Freiburg i. Br. 2018.

[2] Meyers Große Enzyklopädie.

[3] W. BRANDMÜLLER, Licht und Schatten, Kirchengeschichte zwischen Glauben,


Fakten und Legenden, Augsburg 2007.

[4] G. BLÜML, «Dichtung und Wahrheit»: Die Tagespost, 21 de julio de 2017.

[5] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit ais
Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger (Monographische
Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.

[6] Süddeutsche Zeitung, 5 de marzo de 1983.

[7]  J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.

[8] Entrevista con el autor.

[9] Ibid.

[10] Ibid.

[11] Ibid.

[12] Ibid.

[13] Cit. según A. ŠTRUEELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.

[14] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[15]  J. RATZINGER, «Brief des scheidenden Erzbischofs von München an die


Priester, Diakone und Mitarbeiter in der Seelsorge», en Wir leben vom Ja.
Dokumentation der Verabschiedung von Joseph Kardinal Ratzinger, München
1982.
[16] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[17] Entrevista con el autor.

[18] Süddeutsche Zeitung, 9 de diciembre de 1982.

51. El Informe de Ratzinger


[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.

[2] Die Tagespost, n.º 45,16.4.2005.

[3] G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung. Johannes Paul II. Eine Biographie, Paderborn
2002 [trad. esp. del orig. inglés: Biografía de Juan Pablo II: Testigo de esperanza,
Plaza & Janés, Barcelona 1999].

[4] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 7 de noviembre de 1984.

[5] Entrevista con el autor.

[6] J. ARIAS, Das Rätsel Wojtyla. Eine kritische Papst-Biographie, Bad Sauerbrunn
1991 [orig. esp.: El enigma Wojtyla, El País, Madrid 1985].

[7] Ibid.

[8] Ibid.

[9] Der Spiegel 19/1983, 9 de mayo.

[10]  J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.
[11] Ibid.

[12] Ibid.
[13] Die Zeit 41/1985, 4 de octubre.

[14] Süddeutsche Zeitung, 5 de febrero de 1998.


[15] Die Welt, 30 de mayo de 1988.

52. La lucha en torno a la teología de la liberación


[1] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit ais
Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger (Monographische
Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[2] Carta de 23 de febrero de 1988, transcripción en el archivo del autor.

[3] H.-J. FISCHER, Benedikt XVI.: Ein Portrat, Freiburg i. Br. 2005.


[4] Süddeutsche Zeitung, 29 de enero de 1988.

[5] Die Welt, 1 de junio de 1988.


[6]  K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln/Mühlheim 2010.

[7]  J. RATZINGER, Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamental-


theologie, München 1982.
[8]  H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines
Denkens, Darmstadt 2007.

[9] kath.net, 20 de marzo de 2014.


[10] J. RATZINGER, Eschatologie. Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977.

[11] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[12] Entrevista con el autor.

[13] J. RATZINGER y V. MESSORI, Rapporto sulla fede, Milano 1984.


[14] Die Welt, 1 de junio de 1988.

[15] H.-J. FISCHER, Benedikt XVI.: Ein Portrat, Freiburg i. Br. 2005.


[16] Entrevista con el autor.

[17] katholisches.info, 21 de diciembre de 2018.


[18] K. BRUNNER, religion.ORF.at, 7 de mayo de 2017.

[19] Süddeutsche Zeitung, 1 de agosto de 2018.

53. Trabajo en equipo


[1] kath.net, 12 de junio de 2012.
[2] Entrevista con el autor.

[3] Die Tagespost, 9 de julio de 2013.


[4] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit ais
Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger (Monographische
Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.

[5]  «Nota informativa de la Santa Sede, 16 de junio de 1988», en L’Osservatore


Romano, ed. en lengua española, 26 de junio de 1988, 6.

[6] kath.net, 12 de junio de 2012.


[7] Tim 2, 2-5.
[8] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[9] Entrevista con el autor para la Magazin der Süddeutschen Zeitung, 5 de marzo de
1993.
[10] Communio, vol. 2001.

[11]  J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gesprach mit Vittorio Messori,
München 1985.
[12] Entrevista con el autor.

[13] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 8).
[14] Entrevista en Deutsche Tagespost, 18 de mayo de 1995.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 8).
[16] Entrevista con el autor.

[17] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.


[18] Entrevista con el autor.
[19] Ibid.
[20] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[21] Die Tagespost, 22 de noviembre de 2017.


[22] Ibid.
[23] Ibid.
[24] Deutsche Tagespost, 25 de noviembre de 1986.
[25] A. ENGLISCH, Benedikt XVI. Der deutsche Papst, München 2011.
[26] Süddeutsche Zeitung, 17 de enero de 1990.

[27] Entrevista con el autor para la Magazin der Süddeutschen Zeitung (cf. supra, nota
9).
[28] Ibid.

[29]  Ch. FELDMAN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[30] H.-J. FISCHER, Benedikt XVI.: Ein Porträt, Freiburg i. Br. 2005.

[31] Ibid.
[32] Entrevista con el autor.
[33]  Carta de agradecimiento del cardenal Joseph Ratzinger de mayo de 1987, en el
archivo del autor.
[34] Deutsche Tagespost, 25 de noviembre de 1986.

54. El derrumbe
[1]  G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung, Johannes Paul II. Eine Biografie, Paderborn
2002.

[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] S. BAIER, en Tagespost, 23 de agosto de 2018.
[5] https://www.zeit.de/wissen/geschichte/2010-03/gorbatschow-sowjetunion.

[6]  A. RICCARDI, Johannes Paul II. Die Biografie, Würzburg 2012 [trad. esp. del
orig. italiano: Juan Pablo II: La biografía, San Pablo, Madrid 2011].
[7]  Stricker, en una entrevista con la organización humanitaria «Kirche in Not»:
kath.net, 15.9.2009 (https://www.kath.net/news/23949).
[8]  S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig 2007 [trad. esp. del orig.
italiano: Una vida con Karol, La Esfera de los Libros, Madrid 2014].
[9] Spiegel Special, n.º 3 (2005).
[10] Der Spiegel, 15/2005, 11 de abril.
[11] Die Welt, 30 de mayo de 1988.

[12]  F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur


Säkularisation»: Blätter für deutsche und Internationale Politik, vol. 41, 1996.

[13] Deutsche Tagespost, 18 de mayo de 1995.


[14] Deutschlandfunk Kultur, 6 de octubre de 2012.
[15] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 27 de octubre de 1994.
[16] Münchner Merkur, 4 de enero de 1989.

[17] Süddeutsche Zeitung, 3 de septiembre de 1990.


[18] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[19] Entrevista con el autor.
[20] Tarjeta de 21 de mayo de 1994.
[21] Ibid.

[22] Entrevista con el autor.


[23] Ibid.
[24] Carta al autor.
[25] Die Tagespost, 6 de diciembre de 2018.

[26] Entrevista con el autor.


[27] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[28] Entrevista con el autor.
[29] Die Zeit, 29 de noviembre de 1991.

[30] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit


ais Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger
(Monographische Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[31] Entrevista con el autor.
[32] Die Welt, 1 de junio de 1988.
[33] Entrevista con el autor.
[34] J. RATZINGER, Dogma und Verkündigung, München 1973.
[35] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[36] Entrevista con el autor.

[37] Ibid.
[38] Ibid.
[39] Ibid.
[40] E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.

[41] Entrevista con el autor.


[42] Ibid.
[43] Entrevista con el autor.
[44] Süddeutsche Zeitung, 28 de diciembre de 1992.
[45] Entrevista con el autor.
[46] Ibid.

55. El largo sufrimiento de Karol Wojtyla


[1]  S. TRASATTI, A. MARI y H. van BERGH, Johannes Paul II.: Leidensweg der
100 Tage 13. Mai-16. August 1981, St. Ottilien 1982.
[2] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig 2007.
[3] Cit. según R. de MATTEI, en Catholic Family News, 4 de enero de 2019.
[4] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 2).
[5] Ibid.
[6] Der Spiegel, 17 de noviembre de 1980.
[7] Der Spiegel, 30 de enero de 1995.
[8] Der Spiegel, 20 de septiembre de 1999.
[9] K. WALLBAUM, Der Überläufer: Rudolf Diels (1900-1957) - der erste Gestapo-
Chef des Hitler-Regimes, Frankfurt a.M. 2010.
[10] Der Spiegel, 24 de mayo de 1999.
[11] Der Spiegel, 26 de marzo de 2005.
[12] Texto de solapa en J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik. Neue Versuche
zur Ekklesiologie, Einsiedeln 1987 [trad. esp.: Iglesia, ecumenismo y política:
Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid 1987].
[13]  J. RATZINGER, «Probleme von Glaubens- und Sittenlehre im europäischen
Kontext», en Íd., H. Staudinger y H. Schütte (eds.), Zu Grundfragen der Theologie
heute, Paderborn 1992.
[14] Ibid.
[15] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.

[16] J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik (cf. supra, nota 12).
[17] Ibid.
[18] Der Spiegel, 16 de diciembre de 1996.
[19] P. COELHO, Der Weg des Bogens, Zürich 2017 [trad. esp. del orig. portugués: El
camino del arquero, Planeta, Barcelona 2020].
[20] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[21]  M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[22] Carta a Esther Betz de 9 de agosto de 1997, transcripción del archivo del autor.

56. El milenio
[1] Carta a Esther Betz de 16 de febrero de 1998, transcripción del archivo del autor.
[2] Radio Vaticano, 18.11.2017.
[3] Transcripción del archivo del autor.
[4] Marcos 16, 15; Mateo 28, 20.
[5] Der Spiegel, 7 de diciembre de 1998.
[6] Der Spiegel, 24 de mayo de 1999.

[7] P. SEEWALD, Jesus Christus. Die Biografie, München 2009.


[8] Entrevista con el autor.
[9] J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.
[10] Domradio.de, 13 de julio de 2017.
[11] JUAN PABLO II, Erinnerung und Identität: Gespräche an der Schwelle zwischen
den Jahrtausenden, Augsburg 2005 [trad. esp. del polaco: Memoria e identidad:
Conversaciones al filo de dos milenios, La Esfera de los Libros, Madrid 2015].
[12]  F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2006.
[13]  CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus
Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia,
Roma, 6 de agosto de 2000: https://bit.ly/3hzase2.
[14] Die Tagespost, 15 de marzo de 2018.
[15] F. DERWAHL, Benedickt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 12).
[16] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 22 de septiembre de 2000.
[17] Entrevista con el autor.
[18] Die Zeit, 1 de marzo de 2001.
[19] Die Welt, 2 de diciembre de 2002.

[20] Entrevista con el autor.


[21] Frankfurter Rundschau, 9 de septiembre de 2018.
[22] kath.net, 16 de enero de 2003.
[23] Die Welt, 2 de abril de 2002.
[24] Süddeutsche Zeitung, 26 de septiembre de 2005.
[25]  E.-W. BÖCKENFÖRDE, «Die Entstehung des Staats ais Vorgang der
Säkularisierung», en Íd., Kirche und christlicher Glaube in den Herausforderungen
der Zeit, Münster 2004.
[26] J. HABERMAS y J. RATZINGER, Dialektik der Säkularisierung. Über Vernunft
und Religión, Freiburg i. Br. 2005 [trad. esp.: Dialéctica de la secularización:
Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid 2006].
[27]  De: J. MANEMANN, Befristete Zeit. Jahrbuch politische Theologie, Münster
1999.
[28] Cit. según Deutsche Tagespost, 16 de junio de 2014.
[29] Passauer Neue Presse, 26 de octubre de 2000.

57. La agonía
[1]  Al respecto, véase también: S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig
2007.
[2] Der Spiegel, 26 de marzo de 2005.
[3] Ibid.
[4] Ibid.

[5] Ibid.
[6] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 1).
[7] Juan 12, 24.
[8] L’Osservatore Romano, ed. en alemán, 8 de abril de 2005.
[9] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 1).
[10] Ibid.
[11] Entrevista con el autor.
[12] Según declaración de Georg Gänswein en la entrevista con el autor.

[13]  J. RATZINGER, «Conferencia en Subiaco, 1 de abril de 2005»:


https://bit.ly/3f0qdsP.
[14] Tagebuch der Schwester Maria Faustyna Kowalska, Hauteville/Schweiz 2013 [en
español existe solo una antología comentada: El corazón de la misericordia:
antología comentada, Freshbook, Rivas-Vaciamadrid 2016].

[15] Según www.vaticannews.va.
[16] Citado según Christ in der Gegenwart, ed. especial con motivo de la muerte del
papa, abril de 2005.
[17] L’Osservatore Romano, ed. en alemán, 15 de abril de 2005.

58. El cónclave
[1] Copia del archivo del autor.
[2] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Licht der Welt, Stuttgart 1996.
[3] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000.
[4] Abendzeitung, 6 de abril de 2005.

[5] Copia de la carta en el archivo del autor.


[6] Süddeutsche Zeitung, 5 de abril de 2005.
[7] Der Spiegel, 18 de abril de 2005.
[8] https://www.wissen.de/lexikon/alexander-iii-papst.
[9] Spiegel online, 4 de abril de 2005.
[10] U. NERSINGER, Tatort Konklave, Künzell 2013.
[11] Todas las citas proceden de la constitución apostólica Universi Dominici gregis:
https://bit.ly/2D2Jwo2.
[12] Pur-Magazin, abril de 2005.
[13] Der Spiegel, 18 de abril de 2005.
[14] Die Welt, 18 de abril de 2005.
[15] Según explicó el papa emérito en contestación a mi repregunta.
[16] Entrevista con el autor.
[17] Ibid.
[18] Entrevista de Messerer con el autor.

[19] Entrevista con el autor.


[20] Ibid.
[21] Die Zeit, 14 de abril de 2005.
[22] Ibid.
[23] Der Spiegel, 18 de abril de 2005.
[24] Spiegel online, 18 de abril de 2005.
[25] Süddeutsche Zeitung, 19 de mayo de 2010.
[26] H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg 2005.

[27] Entrevista con el autor.


[28] https://bit.ly/3jEG6bL.
[29] Ibid.

59. Habemus papam


[1] Hamburger Abendblatt, 24 de septiembre de 2005.
[2] R. HARRIS, Konklave, München 2016.
[3] Entrevista con el autor.
[4] Datos según el «Verbotenes Tagebuch», consultado en Hamburger Abendblatt, 24
de septiembre de 2005.

[5] Katholische Nachrichtenagentur (KNA), 26 de mayo de 2015.


[6] Cit. en katholisch.de, 6 de noviembre de 2017 [edición orig. esp.: Latinoamérica:
Conversaciones con Hernán Reyes Alcaide, Planeta de Libros, Buenos Aires
20171.
[7]  BENEDICTO XVI, «Discurso a los peregrinos alemanes (25 de abril de 2005)»:
https://bit.ly/3chQmmm.
[8] Entrevista con el autor.
[9] St. KULLE, Papa Benedikt: Die Welt des deutschen Papstes, Frankfurt a.M. 2007.
[10] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[11] Süddeutsche Zeitung, 25 de abril de 2005.
[12]  BENEDICTO XVI, «Primeras palabras (19 de abril de 2005)»:
https://bit.ly/336SqvV.

SEXTA PARTE
EL SUMO PONTÍFICE

60. El primer papa del tercer milenio


[1] Die Weltwoche 16/2005.
[2] Cf. Die Tagespost, 21 de abril de 2005.
[3] Cf. Die Welt, 21 de abril de 2005.
[4] Süddeutsche Zeitung, 20 de abril de 2005.
[5] Der Spiegel 17/2005, 25 de abril.
[6] Spiegel online, 25 de abril de 2005.
[7] Cit. en M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[8] Die Zeit, 28 de abril de 2005.
[9] Cit. en Die Welt, 21 de abril de 2005.
[10] Cit. en Die Tagespost, 21 de abril de 2005.

[11]  Cit. en H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg
2005 [este primer mensaje de su santidad Benedicto XVI, pronunciado en la missa
pro Ecclesia del 20 de abril de 2005, puede consultarse en español en el ciberportal
del Vaticano: https://bit.ly/2YK4v7Q].

[12] Ibid.
[13] Cit. en Die Welt, 21 de abril de 2005.

[14] Entrevista con el autor.


[15] Cf. Süddeutsche Zeitung, 20 de abril de 2005.

[16] Cf. Die Tagespost, 21 de abril de 2005.


[17] Jerusalem Post, 18 de abril de 2005.
[18] Entrevista con el autor.
[19] BENEDICTO XVI, «Homilía en la santa misa de inicio del ministerio petrino del
obispo de Roma (24 de abril de 2005)»: https://bit.ly/2Weo0nl.

[20] BENEDICTO XVI, «Discurso a los peregrinos alemanes (25 de abril de 2005)»:


https://bit.ly/3chQmmm.

61. En las sandalias del Pescador


[1] Entrevista con el autor.
[2] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[3] Carta a Franz Mußner en Passau, 5 de mayo de 2005 (archivo del autor).

[4] BENEDICTO XVI, «Mensaje para la 92.ª Jornada del Migrante y el Refugiado (18
de octubre de 2005)»: https://bit.ly/2LgtPuk.
[5] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000.

[6]  En M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst. Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2008.

[7] H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg 2005.
[8] Süddeutsche Zeitung, 5 de abril de 2005.

[9] Ibid., 23 de abril de 2005.


[10] Spiegel online, 25 de abril de 2005.

[11] kath.net, 2 de julio de 2005.


[12] KNA, 21 de mayo de 2005.

[13]  BENEDICTO XVI, «Audiencia general (27 de abril de 2005)»:


https://bit.ly/2Wn5Y2x.

[14] Ibid.
[15] Entrevista con el autor.

[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt (cf. supra, nota 5).
[18] Entrevista con el autor.

62. La «Benedictomanía»
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.

[3] Ibid.
[4] Ibid.

[5] kath.net, 20 de mayo de 2005.


[6] Neue Zürcher Zeitung, 21 de noviembre de 2005.

[7] Die Tagespost, 14 de mayo de 2005.

[8] Süddeutsche Zeitung, 25 de diciembre de 2005.


[9] C. FELDMANN, Papst Benedikt XVI.: Eine kritische Biografie, Hamburg 2006.

[10] Entrevista con el autor.


[11] Ibid.

[12] Domradio Köln, 18 de noviembre de 2019.


[13] Entrevista con el autor.

[14]  Cit. en M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel
persönlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.

63. El discurso de Ratisbona


[1] katholisch.de, 2 de octubre de 2014.

[2] kath.net, 19 de junio de 2005.


[3] Die Tagespost, 8 de agosto de 2005.

[4] Ibid., 5 de octubre de 2005.


[5] Entrevista con el autor.

[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Ibid.

[9] Ibid.
[10] Cf. Ch. HURNAUS, 33 Reisen mit dem Papst. Unterwegs mit Johannes Paul II.
und Benedikt XVI., Linz 2009

[11] Cf. L’Osservatore Romano, edición semanal en alemán, 2 de junio de 2006.

[12]  Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013.
[13]  BENEDICTO XVI, «Discurso durante la visita al campo de concentración de
Auschwitz (28 de mayo de 2006)»: https://bit.ly/2y2edHT.

[14] Ibid.

[15] Cf. A. KISSLER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 12).


[16] E. WIESEL, Die Nacht: Erinnerung und Zeugnis, Freiburg i. Br. 2008 [trad. esp.:
«La noche», en Id., Trilogía de la noche, Austral, Barcelona 2013].

[17] B. KRUGER, en M. Kopp (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel
persönlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.

[18] Ibid.
[19] A. KISSEER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 12).

[20]  BENEDICTO XVI, «Discurso en la Universidad de Ratisbona: Fe, razón y


universidad. Recuerdos y reflexiones (12 de septiembre de 2006)»:
https://bit.ly/2WAKkYt.
[21] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.

[22]  Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den


dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011
[trad. esp. del orig. italiano: En defensa del papa, Martínez Roca, Madrid 2011].

[23]  BENEDICTO XVI, «Ángelus (17 de septiembre de 2006)»:


https://bit.ly/2WzKlMt.

[24] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota


22) [este discurso puede consultarse en español en: https://bit.ly/3bBzYMv].
[25] Der Spiegel, 11 de abril de 2005.
[26] En M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst (cf. supra, nota 17).

[27] Cit. en E. GUERRIERO, Benedikt XVI. (cf. supra, nota 21).


[28] Vatican News, 31 de enero de 2019.

[29] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota


22).

64. Deus caritas est


[1] A. SMOLTCZYK, Vatikanistan. Eine Entdeckungsreise durch den kleinsten Staat
der Welt, München 2008.

[2] Cf. ibid.
[3] Cf. G. SAILER, Frauen im Vatikan. Begegnungen, Porträts, Bilder, Leipzig 2007.

[4] Entrevista con el autor.


[5] Ibid.

[6] Ibid.

[7] «Declaración común del papa Benedicto XVI y el patriarca ecuménico Bartolomé I


(30 de noviembre de 2006)»: https://bit.ly/2T7Yqi3.
[8] BENEDICTO XVI, cit. en P. Rodari y A. Tornielli. Der Papst im Gegenwind. Was
in den dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg
2011.
[9] Spiegel online, 2 de mayo de 2005.

[10] Cf. A. SMOLTCZYK, Vatikanistan (cf. supra, nota 1).


[11] BENEDICTO XVI, cit. en Die Welt, 22 de febrero de 2013 [el texto en español
puede consultarse en https://bit.ly/2Z87TK5].

[12] Spiegel online, 25 de enero de 2006.

[13] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 20 de enero de 2006.


[14] H. POMPEY, en Rheinischer Merkur, 26 de enero de 2006.
[15]  BENEDICTO XVI, Deus caritas est, Edibesa, Madrid 2006 [el texto de la
encíclica está disponible en el ciberportal del Vaticano: https://bit.ly/2Lzx4NH].

65. Sal de la tierra, luz del mundo


[1] Cf. P. SEEWALD y J. SEEWALD, Welt auf der Kippe. Zu viel, zu laut, zu hohl -
macht Schluss mit dem Wahnsinn, München 2015.

[2]  Cit. en A. AMBROGETTI (ed.), Über den Wolken mit Papst Benedikt XVI.,
Gespräche mit Journalisten, Kißlegg 2017.
[3]  J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt. Die Geheimnisse des
christlichen Glaubens, München 2000.

[4]  Cit. en A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005 [el texto español puede consultarse en:
https://bit.ly/2WJ3Thg].

[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.


[6] Entrevista con el autor.

[7] Ibid.

[8]  Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den


dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[9] Entrevista con el autor.

[10] Ibid.
[11] B. MENKE, en Die Zeit 15/2017, 6 de abril de 2017.

[12]  kath.net, 1 de diciembre de 2009 [el texto español puede consultarse en:
https://bit.ly/3bPbcbw].

[13] F. MUSSNER, «Hermeneutische Überlegungen zu den Evangelien. Ein Versuch


im Anschluss an Joseph Ratzingers/Papst Benedikts XVI. Jesús von Nazareth», en
Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009.
[14] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe salvi: https://bit.ly/3bIclTG.

[15] Ibid.

[16] Entrevista con el autor.


66. La fractura
[1] Entrevista con el autor.

[2] Carta del 17 de febrero de 2008, copia en el archivo del autor.


[3]  Cit. en A. AMBROGETTI (ed.), Über den Wolken mit Papst Benedikt XVI.,
Gespräche mit Journalisten, Kißlegg 2017.
[4] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche 2005-
2013, München 2013.

[5] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.


[6] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 4) [la homilía del papa
puede consultarse en español en: https://bit.ly/2XahRaY].

[7] BENEDICTO XVI, «Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes (Muelle


Barangaroo, Sídney, 17 de julio de 2008)»: https://bit.ly/2zhYe9a.

[8] Entrevista con el autor.


[9] Cit. en P. BADDE, Benedikt XVI. Seine Papstjahre aus nächster Nähe, München
2017 [la versión española de la conferencia puede consultarse en la ciberpágina del
Vaticano: https://bit.ly/2AT3mBf].
[10] L’Osservatore Romano, edición semanal en alemán, 25 de enero de 2008.

[11] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 4).


[12]  Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.

[13] kath.net, 9 de septiembre de 2008.

[14] Der Spiegel 4/2009,19 de enero.


[15] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota
12).

[16] Cit. en ibid.
[17] Cit. en P. BADDE, Benedikt XVI. (cf. supra, nota 9).

[18]  CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, «Decreto de levantamiento de la


excomunión latae sententiae a los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San
Pío X (21 de enero de 2009)»: https://bit.ly/3edbzOG.

[19] Süddeutsche Zeitung, 26 de enero de 2009.


[20]  BENEDICTO XVI, «Audiencia general (28 de enero de 2009)»:
https://bit.ly/3gfSgpZ.

[21] Cit. en Die Tagespost, 31 de enero de 2009.

[22] Kathpress, 7 de septiembre de 1976.


[23] Revista Vaterland, Lucerna, 16 de mayo de 1979.

[24] H. KÜNG, Umstrittene Wahrheit. Erinnerungen, München 2007.


[25] Der Spiegel, 2 de febrero de 2009.

[26] Neue Zürcher Zeitung, 12 de febrero de 2009.


[27] kath.net, 26 de febrero de 2009.

[28] Ibid., 17 de febrero de 2009.


[29] Ibid., 24 de octubre de 2014.

[30] Katholische Nachrichtenagentur, 1 de septiembre de 2015.

[31] P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 12).
[32] BENEDICTO XVI, «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la remisión
de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre (10
de marzo de 2009)»: https://bit.ly/2yuFPFH.

67. La «crisis del condón»


[1] Entrevista con el autor.

[2] Ibid.

[3] Un informante del autor.


[4] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[5] Entrevistas con el autor.


[6] Carta de BENEDICTO XVI, fechada el 14 de mayo de 2008 (copia en el archivo
del autor).
[7] «Informe provisional de la visita en curso a la Katholische Integrierte Gemeinde en
la archidiócesis de Múnich y Frisinga, 1 de octubre de 2019».

[8]  Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den


dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[9] Entrevistas con el autor.

[10] Ibid.
[11] Cit. en Spiegel online, 20 de marzo de 2009.

[12] «Entrevista concedida por el santo padre Benedicto XVI a los periodistas durante
el vuelo hacia África (17 de marzo de 2009)»: https://bit.ly/3cqDM31.

[13] Cf. P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 2).
[14] Ibid.

[15] Ibid.
[16] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[17] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota
2).

[18]  Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [la trad. esp. del discurso de despedida del papa está
disponible en la ciberpágina del Vaticano: https://bit.ly/3ct9X2i].

[19] Entrevista con el autor.


[20] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 18) [la trad. esp. de la
conversación del papa con los periodistas puede consultarse en:
https://bit.ly/2Xs2oVl].

[21] kath.net, 7 de diciembre de 2009.

[22]  Cf. R. FOURREY, Der Pfarrer von Ars: Das Leben des Heiligen auf Grund
authentischer Zeugnisse, Heidelberg 1959 [trad. esp. del orig. francés: El cura de
Ars, Herder, Barcelona 1959].
[23] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 16).
68. El escándalo de los abusos contra menores
[1] Entrevista con el autor.

[2] Ibid.

[3] Katholische Presseagentur Kathpress, 30 de octubre de 2019.


[4]  Cf. P. RODARI, y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.

[5] Cf. kath.net, 11 de marzo de 2010.


[6] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[7] Entrevista con el autor.

[8] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 4).
[9] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.

[10] Cf. Süddeutsche Zeitung, 20 de enero de 2014.


[11] Ibid.

[12] Cf. Radio Vaticano, 16 de febrero de 2010.


[13]  BENEDICTO XVI, «Carta pastoral a los católicos de Irlanda (19 de marzo de
2010)»: https://bit.ly/2MvndZw.
[14] Der Tagesspiegel, 7 de febrero de 2010.

[15] BR24, 18 de julio de 2017.


[16]  H. KEUPP y P. MOSSER, Die Odenwaldschule ais Leuchtturm der
Reformpädagogik und ais Ort sexualisierter Gewalt: Eine sozialpsychologische
Perspektive, Wiesbaden 2019.
[17] Entrevista con el autor.

[18] kath.net, 16 de mayo de 2010.


[19] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota
4).
[20] Cf. Süddeutsche Zeitung, 23 de mayo de 2019.

[21] Ibid., 20 de marzo de 2018.


[22] Die Tagespost, 23 de junio de 2016.

[23] Spiegel online, 20 de mayo de 2015.


[24] Ibid., 12 de noviembre de 2014.

[25] Bild online, 12 de noviembre de 2014.


[26] Spiegel online, 31 de agosto de 2019.

[27] Vatican spezial, mayo de 2010.

[28]  BENEDICTO XVI. em., Ja, es gibt Sünde in der Kirche. Zum
Missbrauchsskandal in der katholischen Kirche, Kisslegg 2018 [una trad. esp.
puede consultarse en el ciberportal Paraula, de la archidiócesis de Valencia:
https://bit.ly/3eXdUhf].

[29] katholisch.de, 29 de agosto de 2019.


[30] Klerusblatt, Múnich, abril de 2019.

[31] kath.net, 21 de febrero de 2019 [la trad. esp. de la conversación del papa con los
periodistas puede consultarse en: https://bit.ly/2MCuiaK].
[32] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 6).

[33]  C. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.

[34] Zenit.org, 15 de julio de 2014.


[35] PAPA FRANCISCO, «Conferencia de prensa durante el vuelo de regreso de los
Emiratos Árabes Unidos a Roma (5 de febrero de 2019)»: https://bit.ly/2Uk25df.

69. El pastor
[1] Entrevista con el autor.

[2]  Cf. S. GRABNER, Im Auge des Sturms: Gregor der Große. Eine Biografie,
Augsburg 2009.
[3] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.

[4] Ibid.
[5] Cf. https://bit.ly/3eVtzxF.

[6] Cit. en kath.net, 24 de abril de 2010.


[7] Entrevista con el autor.

[8]  kath.net, 12 de mayo de 2010 [las palabras pronunciadas por el papa en el


aeropuerto de Lisboa se encuentran en español en: https://bit.ly/379CsRD].

[9] Ibid.
[10] «Palabras del santo padre Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo hacia
Portugal»: https://bit.ly/379CbxO.

[11]  kath.net, 6 de junio de 2010 [el texto en español puede consultarse en


https://bit.ly/2Uk7ukg].

[12]  Cf. P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den


dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[13]  Cit. en E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018 [el
texto de la homilía del papa en Birmingham, que incluye la frase de Newman,
puede consultarse en: https://bit.ly/2AQX7gW].

70. La ecología humana


[1] Cf. Der Tagesspiegel, 8 de septiembre de 2010.
[2]  BENEDICTO XVI, «Palabras durante la visita a la catedral de Santiago (6 de
noviembre de 2010)»: https://bit.ly/2YkDSEW.

[3] Cf. BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und
die Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.

[4]  Cf. H. HÄRING, Im Namen des Herrn. Wohin der Papst die Kirche führt,
Gütersloh 2009.
[5]  Cf. H. OSCHWALD, Im Namen des Heiligen Vaters. Wie fundamentalistische
Machte den Vatikan steuern, München 2010.
[6]  A. POSENER, Benedikts Kreuzzug. Der Angriff des Vatikans auf die moderne
Gesellschaft, Berlín 2009

[7] Süddeutsche Zeitung / El País, 15 de abril de 2010.


[8] U. NERSINGER, Päpste, Ditzingen 2019.

[9] Spiegel online, 5 de marzo de 2019.

[10] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate.


[11]  Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [las citas corresponden al discurso del papa a los
participantes en un congreso sobre la ley moral natural organizado por la Pontificia
Universidad Lateranense (Roma, 12 de febrero de 2007); puede consultarse en:
https://bit.ly/3dONEBr].
[12]  Ibid. [la cita corresponde al discurso pronunciado por el papa en el Bundestag
alemán el 22 de septiembre de 2011; la trad. esp. oficial puede consultarse en:
https://bit.ly/37qYlM4].

71. Desmundanización
[1]  Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[2] F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien. Wie Papstund
Kommunikationsexperten das Medienimage von Papst Benedikt XVI. erklären,
tesis doctoral defendida en la Universidad de Viena, Wien 2012.

[3] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 1).

[4] Spiegel online, 2 de marzo de 2011.


[5] Die Welt, 15 de junio de 2011.

[6]  F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien (cf. supra,
nota 2).
[7] Cit. en L. MAASBURG, Mutter Teresa: Die wunderbaren Geschichten, München
2016 [trad. esp. del orig. inglés: Madre Teresa: Un retrato personal, Palabra,
Madrid 2012].
[8] Entrevista con el autor.
[9] Ibid.

[10] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[11] ÍD. e ÍD., Letzte Gespräche, München 2016.

[12] Der Tagesspiegel, 20 de abril de 2005.

[13] https://bit.ly/2zAF6DA.
[14] Die Zeit, 21 de septiembre de 2011.

[15] Die Welt, 7 de diciembre de 2019.


[16]  Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [la trad. esp. del diálogo del papa con los periodistas
puede consultarse en: https://bit.ly/2UPqHL6].

[17] BENEDICTO XV, Die Ökologie des Menschen. Die großen Reden des Papstes,
München 2012 [la trad. esp. del discurso en el Bundestag puede consultarse en:
https://bit.ly/37Cpqfm].
[18] Entrevista con el autor.
[19] Ibid.

[20] Badische Zeitung, 25 de septiembre de 2011 [la trad. esp. de la homilía del papa
puede consultarse en el ciberportal del Vaticano: https://bit.ly/2C5ma0r].

72. La traición
[1]  GREGORIO MAGNO, Der heilige Benedikt: Buch II der Dialoge, ed. bilingüe
latín/alemán al cuidado de B. M. Lambert, St. Ottilien 1995 [trad. esp. del orig.
latino: Vida de san Benito y otras historias de santos y demonios: Diálogos, Trotta,
Madrid 2010].

[2] M. POLITI, Joseph Ratzinger. Crisi di un papato, Roma 2011.


[3] Entrevista con el autor.
[4] Extracto de la carta fechada el 15 de diciembre de 2011 (archivo del autor).
[5]  W. D’ORMESSON, Der Stellvertreter Christi. Papst und Papsttum, Würzburg
1962.
[6]  G. NUZZI, Sua Santità - Le carte segrete di Benedetto XVI, Milano 2012 [trad.
esp.: Las cartas secretas de Benedicto XVI: El libro que ha destapado el escándalo
vaticano, Martínez Roca, Madrid 2012].

[7] Cf. Spiegel online, 28 de septiembre de 2012.


[8]  C. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.

[9] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.


[10]  Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch, Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [las palabras relativas al Vatileaks no están recogidas
en la trad. esp. de la intervención del papa (30 de mayo de 2012):
https://bit.ly/2Z2wa2w].
[11] Entrevista con el autor.
[12] Cit. en Der Tagesspiegel, 30 de mayo de 2012.

[13]  Cf. C. KRAMER VON REISSWITZ, Macht und Ohnmacht im Vatikan. Papst
Pranziskus und seine Gegner, Zürich 2013.
[14] Ibid.

[15] Entrevista con el autor.


[16] Die Welt online, 15 de julio de 2012.
[17] Ibid.
[18] katholisches.info, 1 de diciembre de 2015.

[19] kath.net, 25 de noviembre de 2019.

73. La renuncia
[1] Entrevista con el autor.

[2] Ibid.
[3] Cf. Spiegel online, 11 de febrero de 2013.
[4] Entrevista con el autor.
[5]  J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth. Prolog. Die
Kindheitsgeschichten, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: Jesús de Nazaret: La
infancia de Jesús, Claret, Barcelona 2012].
[6] Entrevista con el autor.
[7]  BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 27 de febrero de 2013»:
https://bit.ly/2BbiY3d.
[8] Cf. Spiegel online, 11 de febrero de 2013.

[9] Cit. en kath.net, 31 de agosto de 2017.


[10] Entrevista con el autor.

74. El inicio de una nueva era


[1] Entrevista con el autor.

[2]  BERNARDO DE CLARAVAL, Was ein Papst erwägen muss, Einsiedeln 1985
[trad. esp. del original latino: «Tratado sobre la consideración al papa Eugenio», en
Bernardo de Claraval, Obras Completas, vol. II, BAC, Madrid 1994, 49-233].
[3] Entrevista con el autor.
[4] Ibid.

[5] Vatican News, 12 de marzo de 2018.


[6] BENEDICTO XVI, «Discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones
de Navidad, 21 de diciembre de 2012»: https://bit.ly/2YBEwPC.

[7]  ÍD., «Lectio divina en la capilla del Pontificio Seminario Romano Mayor con
ocasión de la fiesta de la Virgen de la Confianza, 8 de febrero de 2013»:
https://bit.ly/2NydWQT.
[8] Entrevista con el autor.
[9] Ibid.

[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] kath.net, 16 de febrero de 2013.
[13] Ibid., 19 de febrero de 2013.
[14]  Entrevista con J. Schidelko para la alemana agencia católica de noticias KNA,
febrero de 2013.
[15] kath.net, 18 de febrero de 2013.

[16] Entrevista con el autor.


[17] Cit. en kath.net, 18 de febrero de 2013.
[18] Ibid.
[19] Entrevista con el autor.

[20]  kath.net, 23 de febrero de 2013 [la trad. esp. de las palabras del papa puede
consultarse en: https://bit.ly/38ctWS9]

[21] Entrevista con el autor.


[22]  kath.net, 24 de febrero de 2013 [la trad. esp. de las palabras del papa puede
encontrarse en: https://bit.ly/2NF047x].

[23] Entrevista con el autor.


[24] Ibid.
[25] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.

[26]  kath.net, 27 de febrero de 2013 [la trad. esp. puede consultarse en:
https://bit.ly/3ik5oeW].

Epílogo: Papa emeritus


[1] F. EHLERS, en Spiegel online, 9 de marzo de 2013.
[2] Entrevista con el autor.
[3] Ibid.
[4]  FRANCISCO, cit. en kath.net, 22 de marzo de 2013 [expresiones tomadas de la
«Audiencia al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede», 22 de marzo de
2013].
[5] Entrevista con el autor.
[6] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[7] FRANCISCO, kath.net, 20 de marzo de 2014.
[8] ÍD., kath.net, 27 de junio de 2016.

[9] FRANCISCO, 28 de junio de 2016: https://bit.ly/2ygLoYg.


[10] E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[11] H. WOLF, en katholisch.de, 11 de agosto de 2017.
[12]  F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien. Wie
Papstund Kommunikationsexperten das Medienimage von Papst Benedikt XVI.
erklären, tesis doctoral presentada en la Universidad de Viena, Wien 2012.
[13] Entrevista con el autor.
[14] katholisch.de, 23 de julio de 2018.
[15] J. RATZINGER, en kath.net, 11 de abril de 2019 [el texto íntegro en traducción
española puede encontrarse, por ejemplo, en el ciberportal de la archidiócesis de
Valencia: https://bit.ly/2KSzIgU].
[16] Spiegel online, 11 de abril de 2019.
[17] deutschlandfunk.de, 12 de abril de 2019.
[18] Spiegel online, 3 de febrero de 2020.

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