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BENEDICTO XVI. Una Vida. Peter Seewald
BENEDICTO XVI. Una Vida. Peter Seewald
Peter Seewald
BENEDICTO XVI
Una vida
BIOGRAFÍA
Prólogo
Uno no tiene por qué compartir todas sus posiciones, pero de lo que no
cabe duda es de que de Joseph Ratzinger puede hablarse no solo como de
un destacado intelectual –uno de los mayores teólogos que se hayan sentado
en la sede petrina–, sino también como de un maestro espiritual que
convence por su franqueza y autenticidad. La señalización que nos hizo del
camino a seguir no ha perdido ni un ápice de actualidad; antes al contrario.
«Un gran papa», así lo encomió su sucesor: «Grande por la fuerza y lucidez
de su inteligencia, grande por su importante contribución a la teología,
grande por su gran amor a la Iglesia y a los hombres». Y, no menos
importante, «grande por su virtud y su religiosidad».
PETER SEEWALD
Múnich, 11 de febrero de 2020
PRIMERA PARTE
EL NIÑO Y ADOLESCENTE
1
Sábado de Gloria
Desde hace dos años vela por el pueblo, ahora ya como comandante de la
gendarmería y responsable de un subordinado al que en el pueblo se
conoce, no sin razón, como el «mojao» Sepp. La iglesia, el bar y el
ayuntamiento conforman el centro de la localidad. Hay incluso una tienda
donde uno puede encontrar de todo. En el escaparate se exponen
herramientas, delantales para mujeres y juguetes, entre ellos un pequeño
oso de peluche que todavía habrá de desempeñar un papel en esta historia.
Se sobrentiende que, como gendarme que es, Ratzinger no se mezcla con
todo el mundo. Los domingos canta en el coro de la iglesia. En casa toca
con pasión la cítara, herencia de su madre, oriunda de Bohemia. Por otra
parte, es dado a estallidos temperamentales.
Un certificado de la Dirección Regional de la Gendarmería, con fecha de
29 de octubre de 1920, lo califica de «diligente en el servicio, fiable,
aprovechable, suficientemente capacitado». Pero también señala:
«Irascible». De todas formas, puntualiza la anotación, «nada hay que
objetar ahora» a su conducta [2]. El periódico local confirma que, «en el
relativamente breve tiempo que lleva entre nosotros», el jefe de policía se
ha «ganado, merced tanto a su sentido de la justicia como a su buena
disposición y su amabilidad en el trato, el respeto de los habitantes de
Marktl» [3].
El viento ha arreciado, el frío le congela a uno la nariz. En un intento
último de rebelión, el invierno parece defenderse de la primavera que
irrumpe; pero la quietud de la Semana Santa le da al pueblo algo así como
la paz que sigue a una batalla perdida. Hace diez días, el gendarme
Ratzinger cumplió los cincuenta. ¿No es entretanto más un abuelo que un
padre? ¿Y Maria, su esposa? Con 43 años, ya difícilmente puede decirse
que sea una madre joven. Hay gente en el pueblo que critica que «una mujer
tan mayor se haya quedado de nuevo embarazada». Ahora, Maria está
tendida en la cama en el primer piso de la vivienda familiar en la
gendarmería y espera entre dolores a su tercer hijo.
1927 es un año turbulento. El salto del Imperio a la democracia, del
Estado autoritario monárquico a la cogestión y la emancipación, ha
transformado a Alemania. Las mujeres pueden votar; a los trabajadores se
les han reconocido algunos derechos. Los cambios sociales, además de
suscitar un nuevo sentimiento ante la vida, reclaman también nuevos
modelos de vida. «Nos encontramos en una situación especial», escribe
Klaus Mann con 20 años, «la de considerar de continuo que todo es
posible».
A los habitantes de Marktl del Eno el año 1927 se les quedó grabado en
la memoria al principio por una historia muy distinta. Después de largo
tiempo de trabajos, por fin quedó listo el nuevo puente sobre el río Eno. Fue
inaugurado con una solemne procesión, encabezada por la cruz y con
monaguillos, párroco y mucho incienso. A la ceremonia siguió un banquete
festivo con cerveza y música de viento. El comandante Ratzinger estuvo
presente y cuidó de que todo transcurriera en orden. No podía imaginar que
el niño que su esposa Maria había traído al mundo este año se convertiría
asimismo en un «constructor de puentes», un pontífice o pontifex, como se
dice en latín.
2
El impedimento
N o fue culpa suya que Maria y él se casaran tan tarde. Solo después de
ser ascendido a guardia con un sueldo mensual de 150 marcos pudo
atreverse Ratzinger a planear la formación de una familia. Y por muy
diferentes que parecieran a primera vista, luego no podían pasarse por alto
sus afinidades.
Ambos eran inteligentes, trabajadores y bien parecidos. Ambos
procedían de familias bien consideradas y con muchos hijos. Ambos habían
perdido pronto al padre (Maria, con veintiocho años; Joseph, con
veintiséis). Ambos cultivaban una sincera piedad católica. Pero sobre todo:
ambos estaban todavía libres. Entre otras razones, porque el maestro
panadero Schwarzmeier, un viudo muniqués con dos hijos, al que Maria
había sido presentada en su día, terminó decidiéndose por su hermana
Sabine. Esta era nueve años más joven que Maria.
El padre del futuro papa era, después de una niña, el primer hijo varón de
una familia de campesinos con nueve vástagos. Nació el 6 de marzo de
1877 en Rickering, una aldea de la Baja Baviera con seis casas y unos
cuarenta habitantes. Al terminar la escuela, tiene que ponerse a servir como
mozo en otras granjas. Con 20 años es llamado a filas. Comienza a prestar
el servicio militar de dos años el 14 de octubre de 1897 en el 16.º
Regimiento Real Bávaro de Infantería, con sede en Passau, la bimilenaria
ciudad fundada por los romanos a orillas del Danubio. Llega hasta cabo e
incluso es ascendido a suboficial. Un muchacho gallardo y apuesto, con
bigote a la moda, distinguido con el Cordón Dorado de Tiradores por su
sobresaliente puntería.
Al terminar el servicio activo el 19 de septiembre de 1899, permanece
aún tres años más en el Ejército. Entretanto su padre envejece y enferma; y
en la granja de Rickering, que le corresponde por herencia, se han instalado
no solo la hermana mayor, sino también su hermano Anton. El 22 de agosto
de 1902 pasa, como suboficial de la reserva, a la Gendarmería Real Bávara.
Cuando en abril de 1919 el Consejo Obrero Revolucionario formado
alrededor de los literatos anarquistas Erich Mühsam y Ernst Toller proclama
en Múnich la primera República Socialista de los Consejos en suelo
alemán, Ratzinger renuncia a su puesto: «He jurado fidelidad al rey»,
afirma, «no puedo servir ahora a la República» [2]. Solo retoma el servicio
cuando el destronado rey Luis III de Baviera libera explícitamente de su
juramento a los funcionarios estatales.
Los Ratzinger tampoco eran un linaje cualquiera. Casi podría hablarse de
una familia sacerdotal. En cualquier caso, estaban al servicio de la Iglesia
desde tiempos remotísimos. Las primeras huellas de ello se remontan al
siglo XIV; están en el principado-obispado de Passau, diócesis que fue
fundada por el monje misionero irlandés Bonifacio y llegó a extenderse
hasta Hungría. En un documento del cabildo catedralicio del año 1304 se
menciona la granja de Recing, ubicada en Freinberg. Recing se convirtió en
Ratzing; los Recinger (esto es, los habitantes, pobladores de Recing) se
convirtieron en los Räcingers y luego en los Ratzinger. La más antigua
mención del nombre, alrededor de 1600, es la de un Georg Räzinger; y
después está la de Jakob Räzinger, quien con su primera esposa Maria y, a
la muerte de esta, con su segunda esposa Katharina engendró en total la
considerable prole de diecisiete hijos [3].
Con 15 años de edad, la madre del futuro papa fue «transferida», tal
como figura en su cartilla de escolaridad, a Kufstein para servir en casas. A
continuación, desde el 1 de octubre de 1900 hasta el 19 de abril de 1901,
trabajó –según un formulario de registro de la ciudad de Salzburgo– como
empleada doméstica de Maria Zinke, «esposa del primer violín». La
dirección era: Priesterhausgasse, 20, 2.º. Después marchó a casa del general
Zech, cerca de Francfort. Mientras sus hermanos combatían en la Primera
Guerra Mundial, llevó la panadería en Rimsting con su madre y su hermana
Ida; y luego, poco antes de conocer a Joseph Ratzinger, recaló en el Hotel
Neuwittelsbach, en el distinguido barrio muniqués de Nymphenburg, como
repostera [5].
Nada se sabe del primer encuentro de los padres del papa. En cualquier
caso, parece que enseguida se pusieron de acuerdo. El tiempo apremiaba. Y
es que en 1920 estalló en la casa de la familia Rieger una suerte de fiebre
nupcial. Ida se casó el 6 de enero; Benno, el 3 de febrero; e Isidor, otro de
los hermanos, el 16 de octubre. Joseph y Maria aprovecharon la ocasión y
planearon la boda para el 9 de noviembre. Para entonces, hacía justamente
dos años que había concluido la Primera Guerra Mundial, la «catástrofe
originaria» que imprimió su sello al siglo XX. Más de dos millones de
soldados alemanes habían perdido la vida en los campos de batalla. 720.000
hombres habían regresado del frente gravemente heridos. «Lo viejo y
podrido se ha desmoronado», gritó el político del SPD [Partido
Socialdemócrata de Alemania] Philipp Scheidemann el 9 de noviembre de
1918 desde el balcón del Reichstag berlinés a una multitud enardecida.
«¡Los Hohenzollern han abdicado! ¡Larga vida a la República alemana!»
[6].
Una y otra vez pasean los dos hermanos en esta iglesia, joya histórica,
delante de una imagen del Cristo sufriente, asombrados de que Jesús los
siga con los ojos como si acabara de recobrar la vida. Georg no tardará en
ser –ataviado con túnica blanca– ministro portabáculo cuando una de las
hermandades de Tittmoning realice aquí, en la casa de Dios, su procesión
mensual. A su asombrado hermano pequeño se le ve con los ojos abiertos
como platos cuando contempla los murales entre raros y místicos, reza con
su madre una letanía o se sumerge con sonámbula facilidad en el para él tan
fantástico como emocionante mundo de la fe, lleno de ternura, belleza y
misterio. En este lugar, dirá Ratzinger en una homilía el 28 de agosto de
1983, vivió «las primeras experiencias personales en una casa de Dios». Y
«como todas las primeras experiencias de algo» que uno vive, todo esto le
causó una «perdurable impresión». No se trató solamente de las «imágenes
superficiales e ingenuas» que, como es natural, pueden impresionar con
facilidad el alma de un niño; al contrario, detrás de ellas ya pronto
«arraigaron ideas profundas» [5].
Maria tenía once años, Georg ocho y Joseph cinco: los tres llegaron con
el ceño fruncido. Solo la otra Maria, la madre, se alegró al ver su nuevo
hogar: «Una auténtica mansión», exclamó, con cocina-comedor. El paisaje
abierto y anchuroso, con sus llanas praderas, sosegaba el alma; estaba
además el arroyo, que confería al pueblo una nota romántica. Pero ¿cómo
podía competir aquello con la magia «de la pequeña ciudad de la que tan
orgullosos estábamos»? En la memoria de Joseph hijo, nada puede
compararse «con aquello a lo que nos habíamos acostumbrado en
Tittmoning». Y para colmo, «el áspero dialecto» de los habitantes del
pueblo «hizo que al principio no entendiéramos algunas palabras» [3].
A principios de la década de 1930, Aschau del Eno es el ejemplo
perfecto de la Baviera castiza que se conoce por las estampas de los
calendarios nostálgicos. Las grandes granjas se agrupaban en torno a la
iglesia y las demás flanqueaban a derecha e izquierda la alargada y única
calle del pueblo. No había farmacéutico ni médico; en compensación, los
aproximadamente seiscientos habitantes del pueblo podían elegir entre
varias tiendas de baratillo, dos posadas –una de las cuales elaboraba su
propia cerveza–, dos panaderías y una carnicería. Un herrero, un carpintero,
un taller de bicicletas y el incansable señor Brand, con su peluquería, que
era a la vez tienda de fotografía y electrodomésticos, completaban la
infraestructura. El sastre venía de fuera para arreglar en las granjas las ropas
de propietarios y criados.
Cuando en Aschau las campanas repicaban más fuerte de lo habitual, se
debía a que era domingo o festivo, Pentecostés o Corpus Christi, o a que
una procesión estaba a punto de doblar la esquina, precedida por la cruz y el
estandarte, para dar sepultura, tras una vida cargada de trabajo, a un
habitante del municipio. Las mujeres del lugar visitaban por turnos a Fanny
Kifinger, que estaba postrada en cama, y a su hermana Wally. Fanny
padecía tuberculosis osteoarticular y otras enfermedades. Especialmente
dolorosas eran las úlceras bucales. La joven modista había asumido
humildemente sus padecimientos, «ofrecidos» por Jesús, como entonces se
decía. En cualquier caso, nadie la oía quejarse. En tanta mayor medida
hacía suyas las preocupaciones de todo el pueblo y prometía sus oraciones a
cuantos le suplicaban ayuda. También Georg y Joseph acompañarán pronto
al sacerdote como monaguillos cuando todos los días, al amanecer, se dirija
–con estola y ciborio, o sea, el copón con las hostias consagradas– desde la
iglesia, cruzando el puentecillo, a casa de Fanny, para llevarle la sagrada
eucaristía.
La «mansión» de los Ratzinger en la Hauptstraße, 29, alquilada a un
granjero rico, alberga en la planta baja la comisaría y una vivienda para el
gendarme auxiliar. Una oscura cámara en una construcción suplementaria
sirve como cárcel para quienes son detenidos por breve tiempo. En el
primer piso, los recién llegados disponen de cocina-comedor, sala de estar y
dos dormitorios, uno de los cuales es para la madre y la hija (puesto que no
hay un cuarto propio para esta) y el otro lo comparten el padre y los dos
chicos. Frente a los grandes granjeros y comerciantes arraigados en el lugar,
los Ratzinger eran al principio, como familia de un modesto funcionario del
Estado, «de una categoría algo inferior», revive Joseph. Y el carácter poco
comunicativo del gendarme Ratzinger no facilitó la aproximación. «Estaba
siempre serio», apunta una testigo de la época, «era un hombre severo, una
persona que imponía respeto» [4].
Tanto más accesible se muestra su «bondadosa esposa», que con su
cordialidad y calidez compensa en parte la severidad del gendarme. Circula
el rumor de que de vez en cuando invita a comer a escolares pobres. «En
realidad, enseguida nos integramos», evoca Georg. Y también el benjamín
de la casa «le tomó pronto cariño al pueblo y aprendió a valorar sus
bellezas». A posteriori se sentía muy contento, afirmó cuando era ya
cardenal, «de haber pasado una parte de mi vida temprana tan inmerso en
un pueblo, de haber conocido el olor de la tierra y de la agricultura y la vida
con la naturaleza».
Y luego está también el Año Santo que el papa Pío XI había convocado
para 1933. Se pretendía llevar a cabo una humilde rememoración de la
Pasión de Cristo, acaecida 1900 años antes. Muchos católicos esperaban
que aquel fuera un año de gracia, pero esa conmemoración de Cristo se
convertiría de hecho en un periodo de terribles pruebas. Análogo a la
catarsis que tuvo lugar, según relata el episodio evangélico de la crisis de
Cafarnaúm, cuando muchos de los seguidores de Cristo se alejaron de él
porque tenían una idea distinta del Mesías y del camino de salvación.
«¿Quién dice la gente que es este hombre?», les preguntó Jesús a sus
discípulos. «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». La opción estaba entre
confesar a Cristo o adherirse a un movimiento salvífico guiado por ideales
político-mundanos.
Los Ratzinger habían llegado a su nuevo hogar a principios de
diciembre; justo ocho semanas más tarde, el lunes 30 de enero de 1933, se
izó en Aschau la bandera con la esvástica. Es el día de la subida al poder de
Hitler, acontecimiento que condicionará durante doce años el destino de
Alemania, Europa y el mundo entero. El año en que debía conmemorarse la
muerte de Jesús se convierte en el año de la muerte del derecho y la
libertad, de la fe, la esperanza y la caridad; un descenso al Sábado de
Gloria, a la oscuridad de la muerte y el terror, a un estrago apocalíptico sin
parangón en toda la historia de la humanidad.
El nombramiento de Hitler como canciller del Reich alemán no fue
resultado de unas elecciones, sino de una decisión de Paul von Hindenburg.
El presidente del Reich confiaba en que la integración del movimiento
nacionalsocialista en las instituciones contribuyera a la pacificación interna
del país. No tardaría en descubrir cuán ingenua había sido esta reflexión.
«Ya está», escribió en su diario la noche del 30 de enero el jefe de
propaganda nazi, Joseph Goebbels: «Somos los nuevos inquilinos de la
Wilhelmstraße [la calle donde se encuentra la sede de la Cancillería]. Hitler
es canciller del Reich. Como en los cuentos. Ayer a mediodía en el [hotel]
Kaiserhof: todos esperándolo. Por fin llega. Resultado: es canciller. El
“viejo” [el presidente Hindenburg] ha cedido; al final estaba muy
emocionado. Mejor así. Ahora debemos ganárnoslo. Todos con lágrimas en
los ojos. Estrechamos la mano a Hitler. Se lo merece. Gran júbilo. Abajo
alborota el pueblo. Hay que ponerse enseguida manos a la obra. El
Reichstag será disuelto» [7].
Una de las noticias en las dramáticas semanas de la toma del poder por
los nazis debió de afectar de manera especial al comisario Ratzinger. El
semanario Der gerade Weg se había opuesto apasionadamente a Hitler.
«Agitador, delincuente y trastornado mental»: este había sido uno de sus
titulares. La insobornable actitud antifascista del semanario fue apreciada
por los lectores. La tirada subió hasta los 100.000 ejemplares. El 30 de
enero de 1933, el redactor jefe Dr. Fritz Gerlich escribió sobre el discurso
de Hitler en el Reichstag: «El pueblo alemán volverá a ser un pueblo de
moral cristiana y de toda tradición cultural y se avergonzará de este día, se
avergonzará perdurablemente de que un canciller alemán [...] pudiera leer
un programa de gobierno que hace tanta violencia a la verdad objetiva
como este».
También Maria se plantea optar por la vida religiosa. «Voy a ser monjita
entre los negros», anuncia en casa. Quiere ayudar a los niños pobres en
África. En verano va a diario en bici al instituto de enseñanza media para
muchachas en el convento de Au, dirigido por franciscanas. Durante el
invierno permanece en el internado anexo al instituto. Que los hijos
continúen estudiando tiene su precio. «Podíamos comer hasta quedar
satisfechos», rememora Georg, «pero también teníamos que ahorrar aún
para la casa, la vieja cabaña» en Hufschlag. Es la delicada situación
económica de la familia la que lleva a la esposa del comisario a
incorporarse al grupo local de la Organización de Mujeres
Nacionalsocialistas. Su esposo espera atenuar con ello la presión para que
él, como policía, se haga miembro del partido. Y lo consigue. Al menos, el
club de mujeres nacionalsocialistas en Aschau no es una organización
belicosa. En las reuniones se intercambian recetas de cocina y se reza el
rosario. Simultáneamente, el comisario se toma con creciente frecuencia la
baja médica, para tener que servir al régimen nazi lo menos posible durante
su último año en activo.
Con la marcha de los hermanos, a Joseph se le plantea una nueva
situación. El hecho de quedarse solo, reconoce, posibilitó que «para mí se
desarrollara, por así decir, un reino propio», aunque estuvo a punto de
ahogarse es un estanque de carpas que pertenecía a la gendarmería. Apenas
tiene compañeros de juegos. Cuando termina la jornada escolar, los hijos de
los campesinos suelen estar ocupados con tareas varias en granjas y
campos. Pero Joseph disfruta entregándose sin ser estorbado a su vena
romántica. Le encanta cortar flores y escribir poemas sobre la naturaleza y
la Navidad; disfruta con los animales, sueña con estar «en bellas iglesias o
castillos» y lee a autores románticos, porque «este sentimiento vital del
romanticismo lo conmueve hondamente».
Se ve a los dos Joseph haciendo juntos caminatas a campo través. En
excursiones en bici y en marchas por las montañas exploran la comarca.
«Éranse una vez un hombre y una mujer...»: así comienzan las interesantes
historias que el padre le relata al hijo en estos ratos que comparten. «En
realidad era todo un fabulador», evoca el futuro papa. En el curso de estas
excursiones en común surgieron «auténticas novelas regionalistas» en
episodios, «y yo creo que él mismo aguardaba expectante cómo continuaría
la historia».
Paseando y contando historias, entre ambos se desarrolló «una relación
de gran cercanía». Resultaba ideal asimismo que el matrimonio Ratzinger,
con lo distintos que eran entre sí, se complementaran tan bien. A su madre
la experimentaba el futuro papa como «muy cariñosa y a la vez
interiormente muy fuerte»; a su padre, como «racional y voluntarista, con
reflexiva convicción de fe». Siempre «tenía juicios asombrosamente
certeros»; y a él le obsequió, ya desde niño, con reconocimiento y amor.
«En definitiva, con los años mi padre me fue gustando más», añade.
La madre sabe cómo crear comodidad con los medios más sencillos,
«una suerte de mundo idílico en el que nos sentíamos felices y en casa»,
refiere Georg. Junto a los viejos manzanos, perales, cerezos y ciruelos,
planta un huerto con hortalizas y hierbas aromáticas, pero también un jardín
con lo que más ama: flores. Flores en abundancia. La familia se
autoabastece. Una parte de lo que recoge se lo puede intercambiar Maria a
la tendera por otros alimentos. Los vecinos la aceptan enseguida, y ella se
encarga de cocinar en algunas casas cuando una vaca pare o cuando hay que
recolectar el cereal.
Maria es absolutamente apolítica. El periódico empieza a leerlo por el
final, por las esquelas. Entre sus lecturas se cuentan principalmente autores
católicos populares que escriben sobre temas históricos. Ben Hur, Quo
vadis, pero también la novela El hombre que el mundo no vio, de Hanns
Marschall. Esta última no trata de Jesús de Nazaret, sino de un artista que se
hacía invisible. Como regalo de cumpleaños para su marido, encargó una
enciclopedia manual, el Kleiner Herder, que los tres hijos llevaron
orgullosos a casa desde la oficina de correo. Cuando al caer la tarde va a
casa de los vecinos a por leche fresca, cuenta de vez en cuando un chiste
sobre Hitler; por lo demás, es conocida como maternal y como
profundamente religiosa, pero sin beaterías. «Era sencillamente una mujer
bondadosa», resume Xaver Zeiser, de la granja vecina; «es imposible ser
más humilde».
C uando sobre los tejados colgaban pesadas nubes de color gris perla
que podían descargar en cualquier momento, el nuevo camino hacia el
instituto era una tortura. Durante dos años había «caminado día tras día de
casa a la escuela con gran alegría». Pero ahora marchaban en fila de dos
bajo supervisión, como en el Ejército.
Joseph se sentía como un pájaro arrojado del nido al que le cuesta
levantarse. Incorporado al instituto antes de tiempo, también en el internado
era el de menor edad. Y uno de los más bajos. Cuando por la mañana salían
del seminario camino del instituto, la tropa cerrada infundía un sentimiento
de seguridad y comunidad. Quizá incluso la conciencia de pertenecer a una
élite. Pero ¿qué perspectivas de futuro tiene una élite sobre la que pesa la
amenaza de una pronta aniquilación?
Los pupilos del seminario diocesano experimentan a diario en su camino
hacia el instituto qué implicaría llegar a ser sacerdotes. Las cerraduras y
puertas de entrada al internado eran inutilizadas una y otra vez con yeso.
Sobre el letrero con el nombre de la calle: «Kardinal-Faulhaber-Straße»
podían leerse otras inscripciones como: «Calle de los Hermanos Sarasas», o
también: «Cardenal Faulhaber [...] reo de alta traición». «Quien ríe el
último, ríe mejor», van gritando miembros de las Juventudes Hitlerianas
detrás de los «aprendices de párroco», burlándose de ellos por su aspecto
uniforme: el pantalón pirata, que apenas llega a los tobillos, y la chaqueta
oscura, que les da un aire un tanto humilde. ¿No recuerdan un poco
también, cuando marchan así por la calle, a los corderos que son llevados al
matadero?
Este régimen había logrado victoria tras victoria. Nadie parece
obstaculizarle el camino. A tan solo unos kilómetros de Traunstein estaba el
lugar por el que Hitler había comenzado en 1938 la invasión de Austria.
Casi hasta aquí había llegado el júbilo de las masas: «Un Reich, un pueblo,
un Führer». Ya a las siete de la mañana estaba totalmente abarrotada en la
ciudad casi fronteriza la plaza de Salzburgo en la que se alza el Teatro del
Festival. A partir de las ocho se informa por los altavoces de cuál es la
situación: «El Führer acaba de salir del Obersalzberg. [...] El Führer se
acerca a su patria. [...] El Führer llegará en pocos minutos». Una enorme
columna de vehículos precedía al austríaco. Los padres alzaban ya a los
niños para tendérselos al Führer. «Los avisos por la megafonía anunciaban a
un cada vez más cercano salvador procedente del Sacro Imperio de la
Nación Alemana», evoca Walter Brugger, que a la sazón tenía 10 años.
«Con su sencilla vestimenta y el brazo extendido, Hitler ejercía una
inmensa fascinación. Yo quería gritar “Heil”, pero no podía, de lo excitado
que estaba» [1].
Pero ya el transcurso del día, fijado hasta el último minuto, no podía por
menos de causar en un espíritu libre como Joseph la impresión de que no
había ido a parar a un «jardín de plantas», sino a una pesadilla viva. Se
despiertan y se lavan a las 5:20. Justo 25 minutos después comienza la
oración personal de la mañana, a la que sigue la santa misa en la capilla. A
las 6:30 hay un rato de estudio, dedicado a la repetición de las tareas del día
anterior; y a las 7:00 es el desayuno. A las 7:20 están formados los
alrededor de 170 pupilos, listos para ir caminando juntos al instituto. La
comida es de 12:05 a 12:45. Después de un breve tiempo libre, vienen las
clases de la tarde y luego una hora de juegos, deporte o tiempo libre. A las
16:30 se sirve café o leche con cacao; de 17:00 a 19:00 toca estudiar de
nuevo. De 19:00 a 19:30 es la cena, después de la cual disponen de nuevo
de 35 minutos de tiempo libre, hasta que a las 20:05 se reúnen para una
meditación de 15 minutos o la escucha de una lectura espiritual o una
conferencia. A las 20:20 se hace la oración nocturna. Y diez minutos
después, a partir de las 20:30, debe reinar silencio absoluto en los
dormitorios [6].
Casi parecía que los nazis y la Iglesia no eran solo dos adversarios
cosmovisionales, sino dos religiones contrapuestas. Las concentraciones
nazis se desarrollaban cual liturgias, con «órganos de luz» que iluminaban
el cielo hacia lo alto. El ideólogo del partido, Alfred Rosenberg, se servía de
la «religión de la sangre» y del «Reich venidero». El Führer mismo
mezclaba ritos y signos de origen religioso en un mejunje de fantasías de
omnipotencia. Hablaba del «Omnipotente», conjuraba con ayuda de una
retórica de sangre y suelo la «resurrección del pueblo alemán» y concedía a
los «mártires» del movimiento una aureola de santidad: «La sangre por
ellos derramada se ha convertido en agua bautismal para el Tercer Reich».
Pocos días más tarde, en las primeras horas del 1 de septiembre de 1939
comienza la invasión de Polonia, que Hitler llevaba preparando cinco
meses. A las 4:37, aviones Stuka alemanes arrojan bombas sobre Wielun,
capital de distrito en la parte occidental de Polonia, y arrasan su centro.
Ocho minutos más tarde, a las 4:45, el acorazado alemán Schleswig-
Holstein, amarrado en el puerto de Gdansk [Danzig en alemán], para una
«visita de cortesía», dispara al cuartel polaco enclavado junto a la
desembocadura del Vístula (en el Báltico).
Sin embargo, en los terribles años de la guerra y el terror queda tan poco
espacio para la realización de sueños artísticos como para el despliegue de
la pubertad. Joseph está en una edad en la que resulta difícil la relación con
uno mismo, con los padres, con todo el mundo exterior. Sin embargo, los
conflictos propios del desarrollo personal –por ejemplo, con la autoridad
paterna– no tienen lugar. Mientras que una generación posterior elevará
verdaderamente la rebelión antiautoritaria a forma cultural, a quienes eran
adolescentes en estos años se les recuerdan sin cesar sus obligaciones. Una
confrontación dura con los padres queda descartada ya solo por el hecho de
que, como perseguidos del régimen, la dependencia es mutua, para bien o
para mal.
Por mucho que se retire a solas cuando los demás arman jaleo, el
muchacho del campo, que aún parece un chiquillo, no es un cobarde.
Cuando en una gélida noche de invierno el suboficial se entera de que
algunos de los ayudantes de baterías antiaéreas se han escaqueado de la
guardia junto a los cañones, entra en el cuarto gritando: «¿A quién le tocaba
guardia?». Silencio sepulcral. Los jóvenes son obligados a salir al frío de la
noche y realizar un intenso y prolongado pseudoejercicio, hasta quedar, casi
exhaustos, tendidos en el suelo. El suboficial mira al más enclenque, del que
supone que, tras tamaño esfuerzo, está más muerto que vivo. «¿Quién tiene
más aguante?», brama, «¿vosotros o yo?». Joseph permanece totalmente
impertérrito y responde en bávaro cerrado: «Nosotros». Sin decir palabra, el
tirano se da la vuelta y se marcha. «A partir de entonces», relata Peter
Freiwang, «nos dejó en paz».
El grupo de católicos activos consigue que en el campamento se les
permita recibir catequesis y acudir a las misas marianas del mes de mayo.
Algunos domingos logran incluso escaparse a misa a la catedral muniquesa.
En el cuarto de Ratzinger se instala un aparato de radio Philips para
escuchar las emisiones de la BBC. Para no ser descubiertos in fraganti,
colocan las taquillas detrás de la puerta; escuchar «emisoras enemigas» se
castiga como un acto de resistencia. «De repente éramos adultos y nos
atrevíamos a hacer cosas que hasta entonces nos parecían impensables»,
dice Josef Strehhuber. Los seminaristas no son traidores a la patria, pero se
encuentran en un terrible dilema. «Sabíamos que Hitler estaba en contra de
la Iglesia, que estaba en contra de nosotros», prosigue, «y queríamos que
Alemania perdiera la guerra» [4].
Nadie sabe qué curso seguirán ahora las cosas. «La guerra hacía estragos,
pero nosotros estuvimos cuasiolvidados tres semanas». La extraña situación
concluyó cuando el 11 de diciembre una orden de incorporación inmediata
requirió la presencia de Joseph en la oficina de asignación militar en
Múnich. Le preocupaba cuál sería su siguiente destino. «Pero el oficial que
debía asignarnos destino era muy humano y estaba, a todas luces, cansado
de la guerra –o quizá incluso era crítico con esta– y me preguntó: “¿Qué
hacemos con Ud.? ¿Dónde vive?”. “En Traunstein”, respondí. Y entonces él
dijo: “Allí tenemos un cuartel. Váyase Ud. a Traunstein, pero no empiece
de inmediato; tómese un par de días libres y disfrute”».
Joseph es ahora soldado, de infantería. El número de su placa de
identidad: 759. Su unidad: la 1.ª Compañía de Formación de Tiradores del
179.º Batallón de Reemplazo y Formación de Granaderos. Los miembros
del último resto de las fuerzas armadas visten uniforme de dril. Tienen
además un uniforme de gala, recién confeccionado. El juramento de
fidelidad al Führer tiene lugar el día de Nochevieja. La formación básica de
la tropa, a la que también pertenecen alemanes antiguamente residentes en
Besarabia y Rusia de 35 y 40 años, se lleva a cabo en el cuartel
Badenweiler de Traunstein. El 7 de enero de 1945, los reclutas son
estacionados en un «alojamiento en campo abierto», a cinco kilómetros del
centro de la ciudad. El dormitorio para cada grupo de doce hombres es un
búnker de madera excavado en el suelo y cubierto de tierra para camuflarlo,
junto al bosque. De la «cocina de campaña» se encarga un restaurante
cercano; la mayoría de las veces solo les dan rebanadas de pan con
mantequilla. El toque de diana es a la seis de la mañana; a las seis y media
hay que formar. Luego viene la gimnasia matutina, tan poco del agrado de
Ratzinger, con carrera de obstáculos y escalada de paredes, que resultaban
difíciles de superar.
E ste invierno hace un frío terrible. Se retira la nieve de las calles, pero
estas no tardan en cubrirse otra vez de blanco. A los carruajes de
caballos les cuesta mantener la rodada. Los tres jovencísimos muchachos
que, cada cual con su maleta, suben jadeando la colina de la ciudad de
Frisinga el 3 de enero de 1946 parecen tímidos y serios. Avanzan
lentamente, como si apenas se atreviesen a pisar suelo sagrado con sus
recios zapatos.
Sea como fuere, las impresiones de las que Joseph se empapa con la
avidez de un descubridor de nuevos mundos resultan «abrumadoras». En
verdad «arrebatadora» e «impresionantemente bella» le parece sobre todo la
catedral. En el atrio le reciben las estatuas del emperador Federico
Barbarroja y su esposa Beatriz. Las pinturas del techo permiten asomarse al
cielo, donde en frescos de alegres colores impone Cristo la corona de la
vida eterna a san Corbiniano, el primer obispo de Frisinga. En el altar
mayor, la copia de un inmenso cuadro de Peter Paul Rubens muestra con
dramática escenificación a la «mujer del Apocalipsis». La escena se refiere
al capítulo 12 del Apocalipsis de Juan, en el que una mujer, revestida del sol
y coronada por doce estrellas, da a luz a un hijo. Y mientras un dragón
amenaza a la madre, el niño es llevado al cielo por los ángeles.
También en una de las columnas en la cripta de la catedral se ven
dragones. Caballeros con cota de malla, espada y escudo luchan contra las
rugientes bestias. A uno de ellos se le ha quedado atrapado el pie en las
fauces de un dragón. La Ecclesia, la Madre Iglesia, mira en la
representación hacia oriente, segura de la victoria, al tiempo que con las
manos rodea un lirio. ¡En efecto! ¿No acababa también esta Ecclesia de
resistir a una gran bestia, al dragón que amenazaba con precipitar al abismo
a todas las naciones?
La suerte está echada. «Volver a vivir en libertad, un eón en el que la
Iglesia puede ponerse de nuevo en camino y es requerida y buscada»,
suscitó energías totalmente nuevas, cuenta Ratzinger. Todo lo precedente ha
sido mero prólogo. Es ahora cuando hay que tender los cimientos. En esa
tarea, el Mons Doctus, el Monte de los Sabios, se convertirá en hogar
intelectual y troquel para la obra que Joseph Aloisius Ratzinger va a llevar a
cabo con su vida. A excepción de Roma, en ningún otro lugar permanecerá
tanto tiempo como en el Domberg [Monte de la Catedral] de Frisinga. Aquí
descubre y desarrolla su talento teológico y literario. En la atmósfera
espiritual del Domberg surge su tesis doctoral. Aquí escribe también la tesis
de habilitación. Aquí enseña por primera vez, como jovencísimo docente,
desde un atril universitario. Y, sobre todo, en Frisinga recibe las órdenes
mayores que hacen de él un presbítero.
En algún momento, tras una odisea de nueve días vía París y Milán,
Frings y Von Galen llegaron por fin a la estación de Roma Termini. En el
tren, algunos viajeros ofrecieron al arzobispo de Colonia té y galletas. El
obispo Von Preysing estaba ya en Roma, pero también él había tenido que
arreglárselas para llegar desde Berlín vía París. Habían dado «imagen de
pobreza», anotó Frings en su diario; «he venido con una maleta cerrada con
una cuerda, y Von Galen con una gran sombrerera en la que llevaba el
capelo púrpura». Cuando los 32 cardenales recién nombrados entraron en la
basílica de San Pedro el 18 de febrero de 1946, Von Galen fue quien, como
decidido adversario de los nazis, recibió el mayor aplauso de todos. «A mí
no me conocía nadie», escribió lacónicamente Frings. El viaje de vuelta
transcurrió, gracias a Dios, sin problemas. El cardenal neoyorquino Francis
Spellman, compadeciéndose de sus hermanos alemanes, les compró billetes
de avión [1]. El de Von Galen sería, sin embargo, un cardenalato muy
breve. Al poco de regresar de Roma, con 68 años de edad, tuvo una
apendicitis y dos días después, el 22 de marzo de 1946, entregó su alma al
Creador, como decían los obituarios. Frings, por el contrario, desempeñaría
aún un importante papel. Para la Iglesia universal, pero también como
mentor de aquel joven que justamente se dispone a empezar su carrera
teológica con el estudio de la filosofía en el Domberg de Frisinga.
El principado-obispado de Frisinga fue antaño el centro cultural de
Baviera y superó en rango incluso a la capital y corte, Múnich. Solo
cuando, a consecuencia de la Revolución francesa, el Sacro Imperio
Romano de la Nación Alemana colapso en 1802-1803, se produjo también
el fin del antiguo obispado de Frisinga. La sede episcopal fue trasladada a
Múnich, y el nuevo arzobispado de Múnich-Frisinga sucedió a la antigua
diócesis de Frisinga. El obispado creció considerablemente en extensión al
incorporar casi todos los territorios bávaros del añejo arzobispado de
Salzburgo, del obispado de Chiemsee y de la antigua prepositura
principesca de Berchtesgaden. Pero, como bastión espiritual, el Mons
Doctus, el Monte Sabio, continuó siendo el centro de los estudios católicos
clásicos, en el que el legado de la Antigüedad podía conjugarse a la
perfección con los conocimientos de la Modernidad.
El historiador local Benno Hubensteiner describe el genius loci con estas
palabras: «La ciudad vivía del clero. Todo lo recibía de su carácter
espiritual, de sus iglesias y conventos». Así como Altötting se tenía por el
corazón piadoso de Baviera, Frisinga era, en cierto modo, la joya espiritual-
intelectual. Con la catedral, la facultad de teología, las bibliotecas y los
soportales, el asentamiento en el monte –en el que desde hacía un milenio
se formaba a la élite clerical de la diócesis–, era una suerte de república
presbiteral en la que regían reglas propias, un espíritu singular de fe, ciencia
y culto a Dios. «Por fin había llegado la hora»; Ratzinger no cabe en sí de
gozo por la novedad. Todo en él, explica retrospectivamente, es un
sentimiento de «esperanza y expectativa». Vive como una auténtica
«realización» el «empezar por fin [los estudios] e ingresar en el mundo del
saber y de la teología, así como en la comunidad de camino formada por los
seminaristas» [2].
El patio interior del antiguo palacio de los príncipes-obispos, con su
fuente de cristalino murmullo y los soportales azotados por el viento, no
conserva en estos días, sin embargo, nada del alegre y bello aspecto que
tuvo en siglos pasados. En una de las esquinas del patio se desempaquetan
zapatos. Material enviado desde Nueva Zelanda por un comité de ayuda. En
otra, un grupo de refugiados arrastra un carro de adrales cargado con
enseres domésticos. La mayor parte del cuadrado patio es ahora un hospital
militar. Las enfermeras atienden a soldados heridos y a víctimas de ataques
aéreos. Es una suerte que la facultad de teología disponga de una granja
propia, aunque en estos meses el menú se compone casi siempre de patatas
cocidas con piel.
Cuando se reúnen por primera vez, los 120 aceptados para estudiar en
Frisinga como seminaristas mayores parecen más un grupo de forajidos que
una nueva élite clerical. La selección ha sido rigurosa. Algunos candidatos
han sido rechazados porque no se les ha considerado capaces de soportar las
tensiones nerviosas que conlleva la vocación sacerdotal. Entre los
principiantes hay también exoficiales del Ejército con el rango de mayor,
viejos «guerreros» de 40 años que, como evoca Ratzinger, «nos miraban a
los jóvenes por encima del hombro como a niños inmaduros que no
habíamos vivido aún los sufrimientos necesarios para ejercer el ministerio
presbiteral ni atravesado las noches oscuras sin las que el “sí” al sacerdocio
no puede encontrar su forma plena» [3].
Con su severo orden y su atmósfera clerical, el Monte de los Sabios es un
mundo en sí, católico sin fisuras. «Existía una unidad: la catedral, los
docentes, los catedráticos, la vida litúrgica del seminario», señala el
entonces seminarista Walter Brugger; «aquí surgía una conciencia especial.
Y había un ideal determinado, que marcó a generaciones de presbíteros»
[4]. Cerradamente católico no quiere decir cerradamente retrógrado. Al
contrario, «nos sentíamos progresistas», rememora Ratzinger: «Queríamos
renovar la teología de raíz y, por lo tanto, también configurar a la Iglesia de
forma nueva y más viva» [5]. Los jóvenes se sentían afortunados de vivir en
una época «en la que se abrían nuevos horizontes, nuevos caminos». A
pesar de una cierta opresión, porque «de algún modo aún se respiraba la
guerra en el ambiente», el «estar ahora todos juntos era motivo de alegría».
La gratitud y la voluntad de ponerse en marcha eran los sentimientos que
marcaban tanto a estudiantes como a profesores en esta nueva «comunidad
de camino». Enseguida surgió una «atmósfera muy viva» y «un gran ímpetu
intelectual por el que uno era realmente arrastrado» [6].
Pero en la maleta que Joseph trae de casa hay también obras de ciencia
ficción, como Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley publicada en
1932 que describe la sociedad anónima y deshumanizada del año 2540. Sus
padres le habían regalado Señor del mundo, la novela apocalíptica del
escritor y sacerdote inglés Robert Hugh Benson. La traducción alemana de
este libro, elogiado como «novela católica sobre el futuro» y «novela sobre
el fin del mundo», vendió 40.000 ejemplares entre 1923 y 1939. Es la visión
de un Anticristo moderno, que so capa de progreso y humanitarismo llega a
convertirse en el señor de la Tierra. Tras eliminar el cristianismo, imponer
una unificación política universal y fundar una nueva religión de la
humanidad, es adorado como un nuevo Dios. Setenta años después también
el papa Francisco encomiaría Señor del mundo. Con este libro, Benson,
según Bergoglio en una de sus meditaciones matutinas, «se percató pronto
del drama de la colonización ideológica; les recomiendo que lo lean» [11].
En las clases, Joseph toma diligentemente apuntes. En una ocasión le
preguntó el rector Höck: «¿Sabe Ud., por casualidad, que dice Tomás de
Aquino sobre este punto?». Respuesta: «Sí, hay ocho pasajes donde alude a
él. ¿Cuál de ellos quiere que le comente?». Perder inútilmente el tiempo no
es una opción para él. Mientras los demás pasan el fin de semana, conforme
a lo prescrito, paseando para recuperarse, haciendo una excursión o
bañándose, él dice que no con un gesto. «Joseph también podía ser jovial»,
relata su amigo Berger; «no es un tipo que se aísle ni que esté ensimismado,
pero tampoco ningún tarambana». Lo que no quiere decir que en las fiestas
no recite de vez cuando poemas, algunos en latín, otros en griego, en los
que, a la manera de los antiguos, tributa un pequeño homenaje, por ejemplo,
al cumpleañero. O que no provoque risas aprobatorias cuando, echando un
rápido vistazo al menú y viendo que de postre hay compota de manzana,
proclame: Habemus Apfelmus!
La nueva vida en Frisinga había empezado con buen pie: «Nada más
llegar hicimos ejercicios. Los dirigió el Prof. Angermair, el moralista de la
facultad, y fueron muy buenos. Angermair era un pensador fresco, nuevo,
que sobre todo quería sacarnos de la reprimida piedad del siglo XIX hacia
espacios más abiertos». Para Joseph se abre un mundo nuevo. Ahí están
Heidegger y Jaspers, la nueva fenomenología de Edmund Husserl y los
escritos de Jean Anouilh y Jean-Paul Sartre. «Sartre era, por supuesto, un
autor que uno no podía dejar de leer. Había traducido a lo concreto el
inteligente existencialismo de Heidegger» [6]. Ratzinger tenía la impresión
de que el hecho de que el francés «[hubiera] escrito la mayor parte de su
filosofía en los cafés» hacía que su pensamiento fuera «menos profundo,
pero más enérgico, más realista».
Si esta obra de Wenzl fue para Joseph impulso para pensar e inspiración,
el libro de Theodor Steinbüchel Cambio radical de pensamiento [16] se
convirtió para él en auténtica «lectura clave», en una bomba que impacta
como un meteorito procedente de otro astro. Quería conocer «lo nuevo» en
lugar de limitarse de uno u otro modo a una filosofía «manida» y
«envasada». El novel estudiante se sentía muy decepcionado por profesores
que habían dejado de ser personas indagadoras y, en su estrechez
intelectual, se contentaban con «defender lo hallado frente a cualquier
pregunta» [17] o administrarlo sin más. «¡Qué pérdida de tiempo!», le
susurraba a su compañero de pupitre al final de tales clases. De repente
parecía haber encontrado lo que buscaba.
Steinbüchel, con quien Alfred Läpple estaba escribiendo su tesis
doctoral, había enseñado originariamente en la Universidad Ludwig
Maximilian de Múnich. Cuando los nazis cerraron en 1939 la Facultad de
Teología Católica, marchó a Tubinga, donde hasta su muerte en 1949 ocupó
una cátedra de Teología Moral. Entre sus trabajos se contaban obras como
Europa como idea y realización intelectual o Actitudes cristianas de vida en
la crisis de nuestra época y en la crisis del hombre, temas que más tarde
estarán presentes también en Ratzinger. Por ejemplo, en los libros Verdad,
valores, poder y Valores en una época de cambio, Joseph leyó frases que le
conmovieron profundamente. «El ser humano se da solo ante Dios y solo en
libertad; únicamente bajo ambas condiciones es persona», había afirmado
Steinbüchel. El «conviértete en lo que eres» tiene sentido solo si se sabe
realmente qué es el hombre: ser hacia Dios. Y llegar a ser uno mismo, como
exigía Heidegger, solamente es auténtica realización del yo si es
incorporado a la relación con Dios, en la que se cumple lo que de verdad
son el «hombre» y el «yo». De ahí que Dios no sea, como sostiene
Nietzsche, la muerte y la ruina del hombre, sino su vida: «El garante de su
libertad es Dios, porque este lo ha creado como el ser que se trasciende
hacia el tú y porque esta trascendencia de su ser tan solo se realiza en la
vida de la libertad personal».
En el fondo, la doctrina de Steinbüchel se basaba en la interpretación del
mundo y del hombre de Ferdinand Ebner, cuyas conclusiones fue capaz de
expresar mejor que el propio Ebner. Este maestro de primaria y filósofo del
lenguaje austríaco se dedicó al principio a la «pneumatología», a la
«doctrina del espíritu», o más exactamente: del espíritu de la palabra. Su
primera obra, escrita entre 1913 y 1914, no llegó, sin embargo, a publicarse.
Ello se debió quizá al excéntrico título: Ética y vida: Fragmentos de una
metafísica de la existencia individual. Su obra principal: La palabra y las
realidades intelectuales: Fragmentos pneumatológicos, fue recibida con
devastadoras críticas. En cambio, Steinbüchel demostró que Ebner no solo
había desarrollado una filosofía del lenguaje religiosamente fundada y había
preparado el existencialismo cristiano de, por ejemplo, Gabriel Marcel, sino
que había sido uno de los primeros en percatarse de una «realidad nueva»,
erigiéndose con su filosofía de la relación yo-tú entre la criatura y el
Creador en el cofundador del «pensamiento dialógico».
Para el estudiante de Traunstein era como si alguien –por usar una
imagen del escritor Karl Krolow– hubiera hecho entrar por la ventana luz a
raudales. ¿Cómo podía uno no entusiasmarse por los nuevos comienzos que
ahora se tornaban posibles? ¿No debía afectarle también personalmente lo
que Steinbüchel había escrito sobre la precaria situación del cristiano? ¿No
estaba también él desgarrado por la pregunta por el sentido de su
existencia? No porque anduviera perdido, sino como un espíritu en
búsqueda que debía reajustarse. La fe no destruye ni condena el
pensamiento, había leído en la obra de Steinbüchel; antes al contrario, en la
fe se manifiesta esta capacidad, la de pensar, nada menos que como el
elevado don del Logos divino, mediante el cual todo, incluida ella misma,
ha sido creado, acentuaba el filósofo. La época pedía a gritos, en su opinión,
pensar de un modo nuevo. Y ello obligaba a «reexaminar también las viejas
respuestas de la fe tradicional». Pero si eran reafirmadas, podían hacer de
nuevo fecunda la vida.
En Cambio radical de pensamiento, Steinbüchel esboza la evolución de
la filosofía desde la Antigüedad hasta Hegel, Schelling y Feuerbach. Hegel
se entendió a sí mismo como consumador de la filosofía y anunció sus ideas
como «plenitud de la verdad». Su filosofía idealista contiene la
autocomprensión de la idea como el espíritu pensante que todo lo configura,
sostiene y es. Ya dos siglos antes de él, con el filósofo y matemático René
Descartes, el orden medieval del ser, sostenido por Dios, se había disuelto.
Si hasta entonces se había entendido la realidad desde la relación viva entre
el ser humano y Dios, el pensador francés puso en juego al sujeto encerrado
en sí mismo. Pero el cartesiano Cogito, ergo sum, «Pienso, luego existo»,
no tenía interlocutor alguno ni realidad frontera. Era el hombre referido a sí
mismo, solitario, que se encierra en el yo-prisión del autorreflejo. Con
Hegel, toda trascendencia que se extienda más allá de una realidad mundo-
Dios quedó suprimida definitivamente. Su concepto de «razón», en la que él
veía lo único real, se convirtió en base de la Ilustración y conquistó el
mundo intelectual. Dios ya solo era, resume Steinbüchel, «el espíritu
pensante intramundano que asciende a la conciencia de sí en la única
realidad, engendrada y sostenida por él mismo».
Ferdinand Ebner volvió a reconocer la realidad allí donde la filosofía
idealista no quería buscarla ni encontrarla. Criticó al idealismo por pasar de
largo no solo ante la realidad del hombre personal, sino también ante la
realidad del Dios personal. A su juicio, esta filosofía había fracasado sobre
todo ante las apasionadas preguntas, ahora resurgidas, del ser humano por el
sentido de su vida personal. Ebner tenía claro que, con respecto al
pensamiento, la palabra de la revelación no era ya construcción, sino
hallazgo y recepción; una comprensión de sentido de aquello que el
pensamiento no ha ideado por su propio poder. Y este ser conocido tampoco
es «ya lo absoluto como totalidad de la razón-realidad», afirma Steinbüchel,
«sino la realidad del Dios personal, quien, en su palabra, se dirige al
hombre perceptor». Y solo en este dinamismo vivo y decisivo se constituye
la existencia humana en su singularidad ontológica más profunda,
misteriosa y responsable.
Joseph había confiado en obtener respuesta y la había obtenido. Por
doquier se manifestaba la dimensión configuradora del mundo inherente a
la fe cristiana, que muchos seguían confundiendo con una mera convicción.
El muchacho cobró conciencia de que el Dios de la Biblia no es una «idea»
ética como el Dios de los filósofos, sino una persona supramundana que
llama al yo real y personal y se manifiesta al hombre concreto en el tiempo
real y en su situación personal y propia. «La realidad del Dios personal,
experimentada en la fe», acentúa Steinbüchel, «es el fundamento más
profundo, religioso, del cambio radical del pensamiento sistemático, del
giro del pensamiento hacia la existencia humana». Hacia la existencia del
hombre como «el yo que es interpelado y requerido por su Dios personal, y
del que Dios espera la respuesta, el giro personal más profundo hacia él,
hacia este Dios».
Al misterio del amor que crea el ser y que hace libremente donación de sí
le correspondía, en el otro extremo, el acto primigenio de la oración,
enraizado en el ser del hombre. Así entendida, la oración auténtica, afirma
Ebner, no es sino un «diálogo con Dios». La esencia de la oración solo
devino comprensible desde la relación yo-tú de Dios con el ser humano y
del ser humano con Dios. En la oración, «la palabra regresa al lugar de
donde procede». En la oración, el hombre descubre qué es: no un yo
solitario, sino una existencia en la dualidad dialógica y viva del yo y el tú.
El descubrimiento de tal dualidad supone un temprano avance en el
pensamiento ratzingeriano. El principio yo-tú dio una orientación a su
teología. Hay tantos caminos hacia Dios «como personas», postulará más
tarde [18]. «Yo» y «tú»: eso significa también, justamente, que Dios tiene
un camino específico para cada persona. Al menos se lo ofrece. Si no fuera
así, ¿de qué otra forma podría entablar relación compasivamente? ¿Cómo
podría fortalecer al hombre caído? ¿Cómo podría asegurar Cristo: «Quien
me ve a mí ve al Padre»? El avance, la transformación del estudiante Joseph
tiene lugar en su mente. Pero no como engendro mental, sino desde el
Logos, desde la razón reveladora, tal como se expresa en la «Palabra», en el
«Logos» del Evangelio de Juan, en el que quizá sea el pasaje más bello y
luminoso de la Biblia:
«Al principio ya existía la Palabra
y la Palabra se dirigía a Dios,
y la Palabra era Dios.
Esta al principio se dirigía a Dios.
Todo existió por medio de ella,
y sin ella nada existió de cuanto existe.
En ella había vida,
y la vida era la luz de los hombres».
Ferdinand Ebner había advertido de que el término griego lógos debe
traducirse por «palabra», nunca por «razón». Las palabras portan en sí
sentido ontológico. Todo reduccionismo hace que se pase por alto la
dimensión profunda. Los misteriosos poderes activos ínsitos a la palabra
bíblica no tienen nada que ver con las artes mágicas, sino con el principio
intelectual real, al que le es inherente la fuerza innovadora de la idea judío-
cristiana de creador. Ratzinger expresó esto veinte años más tarde en una
frase algo enrevesada de su ya clásica Introducción al cristianismo, en la
que se echa de ver hasta qué punto resuenan aún los frutos de su primer
semestre de estudios filosóficos:
«Si la fe cristiana en Dios es, antes de nada, una opción por el primado del Logos,
fe en la realidad del sentido creador –que es una realidad precedente y sustentadora
del mundo–, entonces, en cuanto fe en el carácter personal de ese sentido, es
simultáneamente fe en que la idea primigenia, cuyo ser pensada constituye el
mundo, no es una conciencia anónima y neutra, sino libertad, amor creador,
persona» [19].
En sus largos paseos por las vegas del Isar en los alrededores de Frisinga,
a Ratzinger y Läpple les unía una amistad «que giraba por entero alrededor
de los grandes problemas de la filosofía y la teología» [22]. Se trataba de
«la importancia intelectual del lenguaje», a la que Ferdinand Ebner
introducía; de la afirmación de Karl Jaspers: «La paz solo es posible en
virtud de la libertad; y esta, solo en virtud de la verdad». En ocasiones,
Läpple levantaba el dedo en señal de advertencia a su compañero más
joven: «La teología no es una huida al refugio de las seguridades racionales
y religiosas. ¡Al contrario, es un riesgo que se corre en Cristo, un plus de
peligros y tensiones!» [23]. El amigo introducía en la conversación el
concepto de teología de la existencia. Recordaba las palabras del filósofo
danés Kierkegaard: «El cristianismo no es una doctrina, sino una
transmisión de existencia». Cristo no designó profesores, sino seguidores.
Joseph y Alfred coincidían: con las realidades de la revelación no puede
encontrarse uno desde la neutralidad y sin presupuesto alguno, de manera
meramente científica y abstracta. Esas realidades subyugan la existencia
entera. Y exigen una decisión.
Ratzinger hizo suya una de las frases preferidas del cardenal inglés John
Henry Newman: teólogo no es quien dispone de conocimientos para
aprobar un examen, sino aquel que realiza en sí la teología, aquel en quien
la revelación y el dogma devienen una forma de vida existencial-efectiva.
16
El juego de los abalorios
Las lecturas del estudiante novel son reveladoras. Permiten hacerse una
idea de su naturaleza y su carácter, no solo de sus sentimientos, sino
también de sus intereses. Con llamativa frecuencia se cuentan entre sus
autores literarios y teológicos favoritos conversos, algo que no cambiará
con el tiempo. Así, por ejemplo, Gertrud von Le Fort, hija de un oficial
protestante del Ejército prusiano, narró su conversión al cristianismo en una
novela en dos volúmenes El velo de la Verónica. Este libro es un ajuste de
cuentas con el mundo intelectual liberal, tanto en la forma del optimismo
protestante-prusiano del progreso como en la de la fe en el ser humano
como dueño de su destino.
Por su parte, Ernst Wiechert, otro de los autores leídos por Ratzinger,
estuvo dos meses preso en el campo de concentración de Buchenwald tras
defender públicamente al pastor protestante Martin Niemöller. Al igual que
otros muchos campos, Buchenwald fue creado inicialmente para acoger a
personas contrarias a los nazis por motivaciones políticas y religiosas. Que
la resistencia contra el régimen no disminuyó se echa de ver en los 42
atentados que, solo en los años de la dictadura nacionalsocialista, se
planearon o realizaron contra Hitler. Wiechert estaba en el punto de mira de
los nazis desde que el 6 de julio de 1933, en un discurso a los jóvenes
alemanes pronunciado en el aula magna de la Universidad de Múnich, había
afirmado: «En efecto, es posible que un pueblo deje de distinguir entre la
justicia y la injusticia y que toda lucha sea “justa”; pero entonces ese pueblo
se halla sobre un plano deslizante cuya pendiente aumenta bruscamente, y
la ley de su decadencia está ya escrita».
Sobre la obra de Wiechert La vida sencilla dictaminó la autoridad
competente –que se denominaba: Oficina del Reich para la Promoción de la
Literatura Alemana, adjunta al Delegado del Führer para el Conjunto de la
Educación Intelectual y Cosmovisional del NSDAP– en un informe de
1939: «La acentuación de ciertos aspectos cristianos es un claro signo del
mundo totalmente distinto en el que viven estas personas. [...] La novela no
es recomendada». Al terminar la guerra, el literato se dirigió de nuevo a los
jóvenes en un discurso pronunciado el 11 de noviembre de 1945: «No
éramos un pueblo de analfabetos», sostuvo en el Schauspielhaus muniqués
criticando la tesis de la culpa colectiva; «la historia de nuestro espíritu era
una historia que nos llenaba de orgullo y estaba honrosamente inscrita en
los libros de la humanidad». Pero sin miramientos les puso a sus
compatriotas un espejo delante. Pues el sistema diabólico podría, más aún,
debería haber sido reconocido como tal mucho antes: «Vieron una nueva
cruz, y en sus maderos no estaba inscrito el antiguo mensaje: “Venid a mí,
los que estáis cansados y agobiados”, sino el nuevo mensaje: “¡Que estire la
pata Judá!”».
Pero Hesse también sabe que su héroe solitario «tuvo que sufrir mucho
en silencio».
Las reglas y misterios del juego de los abalorios en la Castalia de Hesse
no son expresables en palabras. Solo el iniciado los reconoce. En alusiones,
en glosas y, sobre todo, en la participación. No dejan de tener cierta
similitud con el propio «juego» de Ratzinger, quien en el curso de muchas
décadas ha expuesto su mensaje en miles de catequesis, conferencias,
homilías y libros, siempre de forma distinta y nueva, al igual que un
caleidoscopio, cuyas piedras componen un número aparentemente infinito
de figuras sin cambiar, no obstante, el contenido. En Hesse, el «juego» es en
último término el intento de combinar la ciencia [en el sentido amplio de
saber sistemático] y el arte en una síntesis que, mediante una suerte de
lenguaje universal, reúna todos los campos en un gran conjunto, con el fin
de acercar al «jugador» al espíritu, en sí uno, del universo.
De forma del todo consciente recurre para ello al catolicismo: «Por lo
demás, las expresiones de la teología cristiana, en su formulación clásica y,
por tanto, como bienes culturales en apariencia universales, habían sido
incorporadas también, por supuesto, al lenguaje semiótico del juego; así,
por ejemplo, uno de los conceptos fundamentales de la fe o el tenor literal
de un pasaje bíblico, una frase de un padre de la Iglesia o de un texto latino
de la misa podían ser expresados e incorporados al juego con la misma
facilidad y exactitud que un axioma geométrico o una melodía de Mozart.
Difícilmente exageraremos si afirmamos que, para el estrecho círculo de los
auténticos jugadores, el juego de los abalorios era casi sinónimo de culto a
Dios, si bien se abstenía de toda teología propia».
«La fuerza no reside en las ramas», tal era el lema de Hesse, «sino en las
raíces. Solo quien está profundamente enraizado sobrevivirá a las tormentas
y hará frente a los temporales». Por lo que respecta a Ratzinger, sus raíces
están en su familia, así como en la tradición de su patria bávara y en su fe.
Pero, con el comienzo de sus estudios, algo cambió. Si de niño había
percibido el culto católico como una honda experiencia emocional, ahora
estaba en cierto modo en diálogo con los grandes de la historia de la Iglesia.
Al igual que una planta joven que de repente comienza a crecer sin parar,
así cobró conciencia el joven Josef Knecht de su talla, se afirma en El juego
de los abalorios. Descubrió nuevas armonías con el mundo, fue capaz de
realizar tareas que aún quedaban lejos de su edad y, al mismo tiempo,
anheló –con la entrega que le era característica– escuchar al viento o la
lluvia, «sin comprender nada, intuyendo todo, empujado por la empatía, por
la curiosidad, por el deseo de inteligir, pasando del propio yo a otro yo, al
mundo, al misterio y al sacramento, al juego de los fenómenos, tan bello
como doloroso».
De este modo, brotando y creciendo desde dentro, «la vocación de Josef
Knecht se consumó en pureza perfecta»: «Pudo quitarse el traje que se le
había quedado insoportablemente viejo y estrecho; ya había preparado uno
nuevo para él».
17
San Agustín
En una de las páginas más famosas de las Confesiones narra Agustín que,
estando en el jardín de un amigo en Milán, escuchó de repente la voz de un
niño que, cantando una melodía inaudita para él, repetía: Tolle, lege, tolle,
lege!, «¡Toma y lee! ¡Toma y lee!». Hallando en la casa una edición de las
cartas del apóstol Pablo, la abrió al azar por una página que lo conmovió:
«La noche está avanzada, el día se avecina: despojémonos, pues, de las
acciones tenebrosas y vistámonos la armadura luminosa. Procedamos con
decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en orgías y
desenfrenos, no en riñas y contiendas. Revestíos del Señor Jesucristo y no
satisfagáis los deseos del instinto» (Rom 13, 12-15).
Agustín quiere descubrir cuáles son las fuerzas e ideas motrices en las
que se realiza el plan de Dios. Su corazón inquieto, afirma el papa
Benedicto, «se convierte en expresión del deseo de conocimiento, de la
búsqueda de la verdad, del anhelo de consumación y de paz perfecta. En
ello experimenta una y otra vez que debe inclinarse ante una guía
insondable y que está envuelto por Dios».
«Quizá».
¿O sea, que sí?
«Más».
El seminarista tenía claro que «la vocación sacerdotal incluía mucho más
que el deleite en la teología». Y que el trabajo en una parroquia planteaba
exigencias muy distintas. «No podía estudiar teología», confiesa, como ya
se ha mencionado, «para ser catedrático. Aunque ese era mi deseo secreto».
El camino de Ratzinger hacia la fe fue existencial. Se veía como un
«cristiano del todo normal». Nunca sintió una «iluminación en el sentido
clásico, medio mística o así». Con todo, habla también de un encuentro con
Dios desde la belleza y el carácter misterioso de la antigua liturgia católica
romana. «El aspecto estético», explica, «era tan abrumador que constituía
para mí un verdadero encuentro con Dios». En Fürstenried terminó
triunfando la llamada de su corazón. Sintió que la pregunta que le había
atormentado, la de «si sería capaz de arreglárselas con las personas, de
animar grupos de jóvenes, etc.», no tenía tanta relevancia. Había algo más
importante. No se atrevía a imaginar qué podía ser eso exactamente. Pero le
tranquilizaba la idea de que la mano protectora de Dios le dirigiría de
manera acertada. Se le exigía un sacrificio. Una renuncia. Pero no se
decidió contra la amiga, sino a favor de algo; a favor de aceptar un encargo.
La lucha interior se prolongó muchos meses. Hasta la ordenación como
diácono, cuando, en el otoño de 1950, finalmente «pudo decir un “sí”
convencido». «En efecto, Dios siempre quiere también que se continúe
avanzando», me dijo en una de nuestras conversaciones; uno debe seguir
«descubriendo sin cesar» qué es lo que Dios quiere de él. Pues el ser
humano no ha sido arrojado por casualidad al mundo, como dice Heidegger,
«sino que a mí me precede un conocimiento, una idea y un amor. Todo ello
está presente en la base de mi existencia». Y prosigue: «Para mí, eso,
descendiendo a lo concreto, significa que mi vida no se compone de
casualidades, sino que alguien prevé y, por decirlo así, me antecede y piensa
antes que yo y prepara mi vida. Puedo negarme a lo que se me ofrece, pero
también puedo aceptarlo y entonces reparo en que realmente soy guiado por
una luz “providente”. Ahora bien, eso no implica que el ser humano esté
por entero determinado, sino que ese destino supone un reto justo para su
libertad». Cada cual debe «tratar de descubrir a qué soy llamado en mi vida
y cuál es la mejor manera de responder a la llamada que en ella se me
dirige» [29].
A Joseph Ratzinger se le exigirán todavía muchas otras renuncias a lo
largo de su trayectoria vital. Pero la de Fürstenried fue probablemente una
de las más duras. Sobre este trasfondo, la confesión que hace desde el
instante de la decisión se lee como una queda profecía: «Estaba convencido
–ni yo mismo sé cómo– de que Dios quería algo de mí que solo se podría
alcanzar si me ordenaba sacerdote».
Eso vale asimismo para la directriz que asumió directamente del teólogo
francés. «Nunca he pretendido ofrecer un sistema filosófico ni una visión
teológica global», proclama De Lubac; «mi única intención ha sido recordar
la gran tradición de la Iglesia, que entiendo como la experiencia común de
todas las épocas cristianas. Pues esta experiencia [...] protege [a la Iglesia]
de confusiones, la sumerge en profundidad en el Espíritu de Cristo y le abre
caminos hacia el futuro» [21]. ¡Qué gran consonancia! También Ratzinger
ve su tarea en pensar junto con los grandes maestros de la fe. Y ello, «sin
detenerse en la Iglesia antigua», sino «sacando a la luz el auténtico núcleo
de la fe oculto bajo las incrustaciones, a fin de devolverle su fuerza y
dinamismo». «Tal impulso», reafirma una y otra vez, «es la constante de mi
vida» [22].
«Cuando la mano del obispo reposa sobre la cabeza de uno, esta mano,
que en realidad no pertenece ya a un ser humano», señala Ratzinger, es
«símbolo e instrumento de la mano paternal de Dios, que se extiende hacia
una persona, del dedo de Dios, el Espíritu canto, quien ahí es enviado a una
persona» [11]. En uno de sus libros recordará más tarde Ratzinger un
pequeño rito que durante su ordenación le «llegó hasta lo más profundo del
alma» [12]. Ese rito consiste en atarle al ordenando las dos manos después
de habérselas ungido, para que con las manos así atadas tome el cáliz: «Las
manos –y, con ellas, el ser de uno– parecían en cierto modo anudadas al
cáliz». A Joseph le vino entonces a la cabeza, según refiere él mismo, la
pregunta que Jesús planteó a los hermanos Santiago y Juan: «¿Podéis beber
del cáliz del que yo he de beber?». Pero también creyó oír la voz del Señor,
que le decía: «Me perteneces; no eres sin más propiedad tuya; te quiero
junto a mí, estás a mi servicio». Al mismo tiempo era consciente «de que
está imposición de manos es gracia; de que no solo instituye un deber, sino
que es ante todo un don; de que él está conmigo y su amor me protege y
guía» [13].
Hay un dicho popular que asegura que merece la pena desgastar la suela
de los zapatos para recibir la bendición de un misacantano. Y con mucha
más razón si se trata de tres misacantanos de la misma localidad: ¡en cierto
modo, una sensación mundial! El padre de Rupert había puesto su
Mercedes 170, con chófer incluido, a disposición de los neopresbíteros; así,
justo después de la ordenación sacerdotal y el ágape subsiguiente en
Frisinga, los tres magníficos tomaron asiento en la parte trasera del
vehículo. El convoy estaba formado por tres coches. Desde el asiento del
copiloto, el párroco de Traunstein, Georg Elst, el Cohete Schorsch, les daba
las últimas instrucciones. No había vacilado en incorporar el pueblo de
Hufschlag a la parroquia de Traunstein, con el fin de que Georg y Joseph
pudieran celebrar su primera misa en San Osvaldo. Como a la sazón no
estaba permitido concelebrar, tendría que haber tres eucaristías. A Joseph le
correspondía una misa temprana, horario poco propicio para batir récords
de asistencia. Además, ese día iba a tener lugar una gran carrera ciclista.
Ya la recepción en la Markplatz de Traunstein a las siete de la tarde –con
repique de campanas y la presencia de los notables del lugar y de todo el
clero– fue abrumadora. Acudieron miles de personas para festejar con una
procesión hasta la iglesia la llegada de los neopresbíteros. Urgido por
Rupert y Georg, que pensaban que alguien debía decir unas palabras,
Joseph habló sobre la eucaristía. Y luego explicó el «quíntuplo encargo»
que se les había encomendado como sacerdotes: «Celebrar el sacrificio de la
santa misa, bendecir, presidir, predicar y bautizar». A continuación se
expuso el Santísimo, para que los fieles pudieran adorarlo.
La primera de las tres misas, la de Rupert Berger, se celebró el 1 de julio
de 1951 a las nueve de la mañana. Joseph y Georg hicieron las veces de
diácono y subdiácono; unos altavoces posibilitaron el seguimiento de la
misa mayor desde la explanada situada delante de la iglesia. Una semana
más tarde les tocó a Joseph y Georg. La tarde anterior, los vecinos de
Hufschlag adornaron sus casas y levantaron un arco del triunfo. La tibia
noche veraniega olía a flores y hierbas aromáticas; los escarabajos
sanjuaneros fulguraban en el cielo vespertino. Sobre el tejado de la casa
vecina resplandecía una enorme cruz formada por bombillas. Cuando una
procesión de antorchas, a la que se habían unido un número creciente de
personas y un grupo coral de jóvenes, llegó a la casa de los Ratzinger, el
párroco Elst no pudo ya contenerse. Se subió a la mesa de la sala de estar y
pronunció con entusiasmo un discurso: «Del pedernal ha saltado una
chispa», empezó diciendo, en referencia al humilde Hufschlag, frecuente
objeto de burlas. El suburbio, en apariencia tan insignificante, había
producido no solo un sacerdote, sino dos de golpe.
La primera misa del futuro papa se celebró el 8 de julio de 1951.
Comenzó a las siete de la mañana. Nadie ayudó a Joseph en el altar. Se
interpretó la Misa de Cristo Rey opus 88 para fieles y órgano, de Joseph
Haas. El deseo de Joseph era que se cantaran himnos del cantoral,
conocidos por los asistentes, pero el párroco Elst no había dado su brazo a
torcer. La Misa de Cristo Rey era solemne y bella, había insistido, idónea
para una ocasión tan importante. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: los
fieles no pudieron sumarse al canto; ni siquiera el coro juvenil fue capaz de
ejecutar la composición acertadamente. Elst gesticulaba fuera de sí y, entre
canto y canto, pedía a gritos al pueblo que hicieran el favor de cantar, y de
cantar mejor: «Están goteando un par de gorriones del coro de la parroquia,
y eso no es canto ni es nada». La asistencia a la misa no fue mala, pero el
templo no estaba lleno, algo que se atribuyó a lo poco conocido que era el
misacantano en la ciudad. Salvo para los admiradores y admiradoras que
habían acudido ex profeso para ver «al joven y bello don Joseph», al que se
tenía por enormemente inteligente [1].
«Confiemos en la vida, porque no tenemos que vivirla solos, sino que Dios la vive
con nosotros» [19].
Las profecías del abate Joaquín crearon gran agitación ya solo por el
hecho de que un grupo creciente de franciscanos radicalizados creían
reconocer en Francisco de Asís, nacido veinte años antes de la muerte del
calabrés, al alter Christus, el otro Cristo, el segundo Cristo, anunciado por
este. La tercera edad, la del Espíritu, estaría precedida, según Joaquín, por
un enviado de Dios que al final de los tiempos derrotaría al Anticristo,
aparecido de nuevo con todo su poder.
Las ideas del abad se difundieron con enorme velocidad. Influyeron,
entre otros, en Dante Alighieri, que eternizó a Joaquín en la Divina
comedia. Las repercusiones de Joaquín pueden seguirse hasta la época de la
Reforma –en Thomas Müntzer, por ejemplo– y se prolongan hasta Hegel,
Marx y el «principio esperanza» de Ernst Bloch. Por lo demás, el vidente
calabrés nunca ha sido condenado por la Iglesia católica. Fue cabalmente
Joseph Ratzinger quien en 1960 redactó la entrada «Joaquín de Fiore» para
el prestigioso diccionario teológico Lexikon für Theologie und Kirche y
subrayó que Joaquín nunca adoptó una actitud antijerárquica. En la liturgia
de la Iglesia católica, el día de su fiesta anual (como beato), el 29 de mayo,
se reza durante la misa la oración: «Oh Dios, que en el monte Tabor
revelaste tu gloria a los tres apóstoles, en el mismo lugar manifestaste al
beato Joaquín la verdad de las Escrituras».
Por anticiparlo ya: en contra de todas las expectativas, Ratzinger
descubrió que en Buenaventura, al igual que probablemente en todos los
teólogos del siglo XIII, no existía todavía nada que se correspondiera con el
concepto de «revelación» tal como lo conocemos en la actualidad. Es cierto
que este vocablo se consolidó con el tiempo como término genérico para
referirse a las Sagradas Escrituras; sin embargo, Buenaventura, en el
lenguaje de la Alta Edad Media, hablaba de «revelación» solo cuando se
refería a «desvelamientos de lo oculto». La revelación divina ya acontecida
debía entenderse como definitiva; pero por definitiva que fuera, también era
inagotable, porque siempre toleraba nuevas profundizaciones del
conocimiento.
1 959 no es uno de esos famosos «años cruciales», pero los signos de los
tiempos anuncian ya el cambio de mentalidad que terminará
transformando a las sociedades del hemisferio occidental más de lo que
había sido capaz de hacerlo la guerra. Hace tiempo que no se trata ya de
sobrevivir de cualquier modo. El pedazo de pan, que en los años de hambre
se consideraba quintaesencia de la felicidad, todavía sacia, pero no satisface
las ganas de vivir.
Sin embargo, el encuentro más importante para Ratzinger estaba aún por
venir. Es la colaboración con un hombre que se convertirá en el promotor
determinante del joven talento. En honor a la verdad habría que añadir que
no está claro quién promocionó más a quién, si el mayor al joven o el joven
al mayor. Pues sin el treintañero recién llegado de Baviera el anciano habría
sido incapaz de afrontar las tareas y esfuerzos que lo aguardaban. Pro
hominibus constitutus, «Nombrado para servir a los hombres»; así rezaba su
divisa. Se trata del cardenal Josef Richard Frings, segundo de los ocho hijos
de un fabricante de tejidos, quien –como una de las voces destacadas del
inminente concilio– desarrollaría, con ayuda de su «teológicamente
adolescente» asesor, alas de águila.
El padre –hijo de campesinos del Bosque Bávaro, sin más estudios que
los elementales, sin una gran carrera profesional, un hombre sencillo y, sin
embargo, culto, ingenioso, honesto y justo– fue su profesor, su maestro
espiritual, su mentor literario. Habían compartido el pan de escasez, el
trabajo en la granja, la oración y las fiestas. De niño, su padre le había
contado historias llenas de suspense y aventuras; le había iniciado en las
conexiones de la fe cristiana; se había convertido para él en una referencia.
La severidad que le era connatural se había transformado en una
sentimental benevolencia senil. Cuán importante fue para él también como
consejero lo deja claro Ratzinger en un breve apunte del prólogo escrito a
posteriori para la publicación de su lección inaugural en Bonn en forma de
libro. Mi padre, confiesa en dicho prólogo, «ha acompañado todos mis
trabajos con solícito interés».
El pequeño Joseph era un hijo tardío, el agregado, el regalo. Ahora, a los
32 años, se había quedado medio huérfano. El padre había hecho su trabajo
y podía marchar tranquilo. El joven estaba encaminado, aprendería rápido a
arreglárselas solo. El relato de Ratzinger sobre su primer año en los grandes
escenarios teológicos concluye con una nota melancólica: «Cuando regresé
a Bonn después de esta vivencia, sentí que para mí el mundo estaba ahora
un poco más vacío y que una parte de mi hogar había sido transferida al
otro mundo» [19].
27
El Concilio
«De hecho», comentó el semanario alemán Der Spiegel diez días antes
de la apertura del Concilio, «la Iglesia católica ha alcanzado en la
actualidad –después de casi dos mil años de historia– una unidad y
uniformidad en su doctrina y su estructura como nunca antes y constituye
hoy el modelo ejemplar e inalcanzable de una comunidad intelectual: posee
“una única verdad”, y esta se halla custodiada por un único guardián». En
este sentido supera, prosigue el artículo, «incluso al único de sus rivales
actuales que está a su altura en lo que respecta a influencia en las masas: el
comunismo mundial» [4].
Sobre todo, esta Iglesia anunciaba un mensaje no sobrepujable y, con él,
a un Señor al que no solamente le pertenecía el mundo, sino el universo
entero. Y, sin embargo, ¿no debían interpretarse los signos de los tiempos
también como preludio de una tempestad acechante? Nadie hablaba de
crisis. Era más bien una sensación. Una sensación de que esta Iglesia, tal
como era, no encajaba ya en la época.
En medio de la multitud, Joseph Ratzinger, a sus 35 años, vivió este
«momento de extraordinaria expectación». «Tiene que ocurrir algo grande»,
le decía una voz interior. En los últimos quinientos años, el instrumento
«concilio» no se había utilizado más que dos veces. Una, en el Concilio de
Trento, el Tridentinum, convocado por el papa Pablo III el 22 de mayo de
1542. Y la otra, en el Vaticano I, convocado por Pío IX el 29 de junio de
1868 con ocasión del 1800 aniversario del martirio de los santos Pedro y
Pablo. En Trento, unos cien padres conciliares buscaron en veinticinco
sesiones celebradas entre 1545 y 1563 la respuesta correcta a la Reforma de
Lutero. Entre las decisiones más importantes se contaron medidas contra los
abusos del sistema de indulgencias, la prohibición de que los obispos
acumularan cargos y la creación de seminarios sacerdotales para mejorar la
formación de los pastores. El Concilio Vaticano I (1869-1870) hubo de
interrumpirse a causa de la declaración de guerra de Francia a Alemania. El
resultado final fue un nuevo cisma –con la separación de un grupo que se
autodenominó «veterocatólicos»– y la desmembración de los Estados
Pontificios, que se habían extendido por toda la zona central de Italia y
poseían incluso flota naval propia.
«El tema me atrajo y acepté», cuenta Frings. Sin embargo, poco después
le entró pánico. «Vi que yo solo no estaba en condiciones de tratar la
cuestión a fondo» [7]. Pero de pronto su problema parecía resuelto. «Este
joven modesto que le imponía y en el que confiaba», cuenta el secretario de
Frings, Hubert Luthe, «podía abordar todas las cuestiones que a él le
quedaban grandes. Y [Frings] sabía que podía fiarse de él» [8].
El apretón de manos que selló el pacto tuvo lugar en un concierto de la
Bach-Verein en el distrito colonés de Gürzenich al que ambos melómanos
habían sido invitados, justo tras haber escuchado el oratorio El Mesías de
Georg Friedrich Händel. El cardenal aprovechó el intermedio del concierto
para hablar con el teólogo: «Sr. Prof., me he comprometido a dar una
conferencia en Génova. ¿Podría escribírmela Ud.?». Frings acentuó que le
dejaría total libertad para redactarla; a cambio le exigió la más absoluta
confidencialidad. Ratzinger se puso manos a la obra, y al cabo de tan solo
unos días el comitente tenía en las manos el texto. Le pareció tan bueno que
«únicamente en un lugar hice un ligero retoque» [9].
¿No era curioso que también el tío abuelo Georg estuviera relacionado
con un concilio? Como secretario de su director de tesis, Georg Ratzinger
preparó materiales para el escrito anticonciliar de Döllinger Cartas de Jano,
publicado en 1868, que –junto con una obra del crítico francés del Concilio
Henri Louis Charles Maret– desencadenó una ola de protestas contra Roma.
«Por lo demás, es absolutamente necesario», instruyó Döllinger a una
colaboradora, «que Ratzinger se encargue de la revisión tanto de lo escrito
como de lo impreso». El lector de la editorial agradece de corazón: «Ha
sido muy positivo que el Sr. Dr. Ratzinger se encargara de la revisión, pues
ha introducido considerables mejoras». Todavía poco antes del inicio del
Vaticano I, Ratzinger hizo un llamamiento a «la resistencia abierta de los
eruditos católicos alemanes». «Es hora», dijo, de levantarse «contra las
mezclas jesuítico-romanas a las que se quiere estampar el sello de dogmas».
Cuando Döllinger se radicalizó progresivamente en su enemistad contra
Pío IX, su protegido se distanció de él. «No es el lenguaje de un hombre
que se opone por razones intelectuales; es el lenguaje de alguien que se
burla de la religión, el tono de un Voltaire», afirmó Ratzinger sobre su
antiguo mentor. La agitación de Döllinger contra el Concilio llevó a la
fundación de los «veterocatólicos», que se separaron de Roma. El propio
Döllinger no se sumó al movimiento cismático. Su antiguo profesor estaba,
sin su cargo, «rodeado por completo de enemigos de la Iglesia», anota
Georg Ratzinger a principios de 1883. Todos los esfuerzos para «reconducir
al anciano al camino recto» han resultado «por desgracia infructuosos».
Ratzinger mantuvo su posición crítica con el Vaticano. Compartía la
opinión de un coetáneo de que «la curia romana» no tenía «ya energía
intelectual alguna». Esto era «signo de una pronta derrota». El exdiputado
en el Reichstag y en el parlamento bávaro se retiró: En este servilismo ya
no encajo», admitió resignado. ¿A qué resultado llegaría, después del
concilio de su tío abuelo, ahora su concilio, el Vaticano II?, se preguntaba
Joseph. ¿Qué consecuencias tendría? ¿Seguiría todo como estaba:
dominado por la restauración y la neoescolástica, cerrado, angosto? ¿O
habría oportunidad de redescubrir y vivir el mensaje del Evangelio?
En el Albergo Genio deshizo Joseph la pequeña maleta que le había
preparado su hermana Maria. El diccionario lo había metido él luego. Sabía
todos los idiomas imaginables, salvo italiano. Apenas tendría tiempo, sin
embargo, para disfrutar de la belleza de la ciudad. Ya al día siguiente, lunes
10 de octubre, víspera de la ceremonia oficial de apertura del Concilio,
estaba prevista a las cinco de la tarde la reunión de todos los padres
conciliares de lengua alemana convocada por Frings, en la que él debía
presentar una ponencia. Iba a haber, sin duda, un gran número de asistentes.
Il cardinale Frings, por su actitud íntegra y objetiva durante el periodo
preparatorio, se había hecho merecedor de una posición sobresaliente. «El
nombre Frings era, como si dijéramos, garantía de calidad», explicó
Ratzinger más tarde [14].
Los grandes esfuerzos del periodo preparatorio habían extenuado al
cardenal. Una nueva subcomisión, creada de la noche a la mañana a
propuesta suya, tuvo que ocuparse el 16 de julio de 1962 de cuatro
esquemas, revisar a toda prisa el día 17 el esquema De Ecclesia, examinar
el día 18 más de veinte capítulos del esquema De religiosis [Sobre los
religiosos] y terminar el día 20 otros cuatro esquemas. Sus breves
vacaciones de recuperación antes del inicio del megacongreso las pasó en el
Hotel Glacier en Saas Fee, Suiza, y luego en el Palazzo Doria de Génova.
«Veo como un pollo», se burló de sí mismo cuando Luthe le leyó en voz
alta un documento. Empezó a tener siempre a mano una linterna, para poder
leer él mismo al menos textos breves. Pero el glaucoma siguió avanzando.
En adelante, dictaba sus homilías en latín a última hora de la tarde, para
memorizarlas y poder predicar sin apoyo escrito. «¿Se la leo?», le
preguntaba Luthe. «No, déjeme mejor que trate de formular lo que me
gustaría decir. Ud. asegúrese de que no me olvido de nada». Nadie le oyó
nunca quejarse. «¿Cómo puedo yo, un anciano ciego, seguir sirviendo a la
diócesis?»: ese era todo el comentario que se permitía sobre su sufrimiento.
«Señor cardenal», lo consolaba luego Luthe, «Ud. nos está enseñando a
llevar la cruz con dignidad» [15].
Ratzinger vio aún otro aspecto: «Esta apertura a los países vecinos
muestra que aquí en modo alguno hubo una conjura. Frings quería que
precisamente la Conferencia Episcopal Italiana también supiese lo que
hacía la alemana; y a la inversa, tenía interés en que los obispos alemanes
forjaran vínculos con otros ámbitos lingüísticos» [12]. Hubert Jedin
confirma en sus memorias: «Para no alimentar sospechas de conspiración,
Frings ofreció al cardenal Ottaviani incorporar [en la lista] a sus candidatos,
algo que fue rechazado por los cardenales italianos, incluidos Montini y
Siri». Así pues, según Ratzinger, no se trató «precisamente de un bloque, de
una “Alianza Renana”, sino de una amplia representación de todas las
partes de la Iglesia en los órganos conciliares».
Fue una sensación. Según el reglamento, tras la votación del día anterior,
el esquema debía considerarse aprobado. Pero cuando el arzobispo Felici
empezó a hablar a través del micrófono, en el aula conciliar se hizo el
silencio. El papa tenía la impresión, leyó Felici un comunicado del
secretario de Estado, de que el debate sobre el esquema amenazaba con
tornarse largo y laborioso, por lo que consideraba más sensato retirar De
fontibus revelationis para que fuera revisado por una comisión ad hoc. La
nueva comisión tendría dos presidentes: Ottaviani y Bea, y se completaría
con seis cardenales más, entre ellos Frings y Liénart. Al principio, nadie
daba crédito. «El papa hizo valer su autoridad en beneficio del Concilio»,
observó Ratzinger [25]. Con ello no solo se arrumbaba un borrador que
Ratzinger había criticado por estar «determinado por la mentalidad
antimodernista» y tener un tono «gélido, es más, realmente
escandalizador», sino que se abría por principio la posibilidad de rechazar
cualquier esquema presentado por las comisiones romanas. «Ahora me
sorprendo del tono tan descarado en el que hablaba en aquellos días», me
confesó Ratzinger en una de nuestras entrevistas, «pero lo cierto es que,
gracias a que uno de los textos presentados fue descartado, aconteció un
giro de verdad y fue posible comenzar el debate desde cero».
El efecto psicológico del giro del 21 de noviembre fue enorme. «Aunque
estaban en minoría, los progresistas se sintieron por primera vez mayoría»,
señala el observador Wiltgen. Retrospectivamente se evidencia con cuánta
coherencia había evolucionado el Concilio hacia este punto. Al comienzo
de la asamblea, parecía más allá de toda duda que la abrumadora mayoría
de los padres apoyaban la orientación de Ottaviani. «Pero todo lo ocurrido
había cambiado de raíz la situación», afirma Ratzinger en su informe sobre
el primer periodo de sesiones. «Los obispos no eran ya los mismos que
antes de la apertura del Concilio». Las tornas habían cambiado. Aquí, «en
lugar del antiguo “anti”, de la negación», había surgido, prosigue Ratzinger,
«una nueva y positiva posibilidad de abandonar la actitud defensiva y
devenir cristianamente proactivos, de pensar y actuar positivamente. Y esa
chispa había prendido».
El 24 de noviembre Juan XXIII recibió a los obispos alemanes en
audiencia privada a las siete de la tarde. Los visitantes no sospechaban que
el papa, a causa de reiteradas hemorragias, estaba desde hacía semanas bajo
rigurosa vigilancia médica. El santo padre se mostró optimista. El Concilio
«debe convertirse», les dijo, «en signum caritatis, en un signo universal de
amor». Estaba esperanzado y tenía razones para la esperanza, prosiguió;
tampoco en el futuro debía hacerse nada precipitadamente, sino que había
que buscar más bien una clarificación profunda [26]. Los cardenales
Suenens y Döpfner le habían pedido previamente que eliminara la
celebración de la misa al comienzo de las sesiones. Pero en este punto el
pontífice permaneció inflexible. Estaba convencido de que el Concilio
«quizá necesitaba más orar que pensar».
Al día siguiente, en un discurso impartido con motivo de su octogésimo
primer cumpleaños, manifestó la convicción de que Dios guiaba el
Concilio: «La prueba de ello la tienen en los sucesos de las últimas
semanas. Estas semanas pueden considerarse una suerte de noviciado para
el Concilio Vaticano II». Era natural, sin embargo, que existiera disparidad
de opiniones y propuestas: «Esta es una libertad santa que la Iglesia no
puede por menos de respetar, máxime en las presentes circunstancias» [27].
Fue, por largo tiempo, la última aparición pública del responsable
máximo de la Iglesia. El papa se había exigido a sí mismo en exceso. A sus
demás obligaciones había añadido como tarea recibir a lo largo del mes de
noviembre a 37 conferencias episcopales. Las reiteradas hemorragias
internas le habían obligado a cancelar todas las audiencias. El 8 de
diciembre, al dar por concluido el primer periodo de sesiones, afirmó que el
transcurso del Concilio había sido hasta entonces una prolongada y solemne
introducción. El Concilio había mostrado que en la Iglesia prevalece la
libertad de los hijos de Dios. El enfermo terminal que ya era Juan XXIII
deseó que la asamblea eclesial prosiguiera su curso con la bendición divina
y anunció que las sesiones se reemprenderían al año siguiente, en concreto,
el 9 de septiembre de 1963 [28].
«Cabe decir sin temor a exagerar», resume Giuseppe Ruggieri,
catedrático de Teología Fundamental en Bolonia, «que especialmente la
semana del 14 al 21 de noviembre de 1962, dedicada al debate sobre el
esquema De fontibus revelationis, fue el momento en que se produjo el giro
decisivo para el futuro del Concilio y, por consiguiente, para la Iglesia
católica misma. De la Iglesia de Pacelli, que en lo esencial se situaba
hostilmente frente a la Modernidad [...], a la Iglesia amiga de todos los seres
humanos, aunque estos sean hijos de la sociedad moderna, su cultura y su
historia» [29].
Podían verse las cosas así. Otros las veían de forma distinta. «El Concilio
ha desvelado que se perfila una forma difusa de gobernar la Iglesia,
representada por el grupo de lengua alemana y sus parientes o vecinos»,
afirmó el cardenal Siri, de Génova, el 1 de enero de 1963 en una carta a
monseñor Alberto Castelli, el secretario de la Conferencia Episcopal
Italiana. Siri estaba furioso por algunas tendencias que, en su opinión, se
estaban avivando: «1) Antipatía, cuando no auténtico odio contra la
teología. 2) Propuesta de una nueva teología. 3) Propuesta de un nuevo
método para la teología. 4) Predominio de la ejecución retórica y literaria.
5) Predilección extática por nuevas palabras y nuevos paradigmas». De
súbito todo debe subordinarse a la «pastoral», a la «finalidad ecuménica» y
a las «expectativas del mundo», sintetiza sarcásticamente. Es su intento de
«eliminar la tradición, la Ecclesia, etc.», apoyado por quienes quieren
adaptarlo todo a los protestantes, los ortodoxos, etc.». Ergo: «La tradición
divina es destruida» [2].
En las facultades de teología católica, las curias diocesanas y las
redacciones de periódico alemanas no solamente se hablaba del sensacional
giro en Roma. No menos interesante resultaba otra transformación: la de
Josef Frings. El cardenal de Colonia era tenido hasta entonces por un
conservador riguroso. Era tenido por un líder eclesial cercano al pueblo que
se relajaba de las preocupaciones de su cargo escuchando música de Mozart
y Stravinsky mientras bebía vino blanco del Mosela y fumaba cigarrillos.
Disfrutaba leyendo los dramas de Shakespeare al menos tanto como los
textos de los padres de la Iglesia. Ahora también el semanario Der Spiegel
se fijó en el anciano purpurado colonés. La revista ilustrada sacó al príncipe
eclesiástico en portada. El titular: «La onda alemana». Con ello se refería a
la onda expansiva que había desencadenado Frings en Roma. Como
epígrafe precedía al reportaje una cita del cardenal inglés John Henry
Newman: «Vivir significa cambiar. Ser perfecto significa haber cambiado a
menudo».
El cardenal colonés, al que hasta entonces se había tenido por
especialmente fiel al papa, había liderado, según el semanario, «un ataque
sin precedentes en la historia reciente de la Iglesia contra la dictadura de los
guardianes supremos de la fe, que gobiernan autoritariamente». Los tonos
por él empleados «no pueden parecerles a los católicos, tanto conservadores
como cándidos, sino pura revolución». Como inspirador de la «asombrosa
transformación del pastor de la diócesis renana», Der Spiegel señalaba a su
«principal asesor», uno «de los teólogos reformistas alemanes más
talentosos». Su nombre: «Prof. Joseph Ratzinger, de 36 años de edad». El
artículo sintetizaba: «De las múltiples conversaciones» con Ratzinger, «el
estudioso al que dobla la edad», el cardenal había extraído «la
teológicamente fundamentada convicción teológica que hoy defiende en el
Concilio» [3].
Al igual que Joseph Ratzinger, un año mayor que él, también Hans Küng
quiso ser sacerdote desde pequeño. Las afinidades resultan asombrosas.
Ambos practicaban una piedad más bien discreta. Ambos eran originarios
de comarcas alpinas y amaban sus lagos y montañas. Ambos crecieron en
familias convencidamente cristianas y tuvieron una estrecha relación con
sus hermanos. Ambos recibieron una formación humanística y sentían amor
por Mozart y debilidad por Francia. Ambos poseían una inteligencia ágil y
talento para la comunicación. Su común admiración por estudiosos como
De Lubac, Congar, Hans Urs von Balthasar y el teólogo evangélico-
reformado [es decir, calvinista] suizo Karl Barth era algo natural tratándose
de gente joven y despierta como ellos. Y los dos se veían a sí mismos como
suficientemente progresistas para imprimir con chispa un tono nuevo a su
misión, superar lo recibido y revelar a una época nueva lo «liberadoramente
jesuánico» (Küng) o «toda la profundidad de la figura de Cristo»
(Ratzinger).
Estos dos jóvenes e indómitos teólogos se sentían acuciados por la
preocupación por la fe cristiana: si dejaba de proclamarse, ¿podría subsistir?
En una conferencia dictada en Viena en 1958, Ratzinger abogó por «la
fraternidad cristiana», tema al que también dedicó su primer libro,
homónimo. Küng había publicado un año antes en la editorial de Hans Urs
von Balthasar La justificación, su tesis doctoral sobre la doctrina de la
justificación de Karl Barth, un alegato a favor de la búsqueda ecuménica de
lo común a las diferentes confesiones cristianas. Küng tomó
agradecidamente nota de que su colega Ratzinger no tardó en recomendarla
a la opinión pública, no en una, sino en dos recensiones.
Cuando Juan XXIII convocó por sorpresa en enero de 1959 el Concilio
Vaticano II, Ratzinger entró en escena con las conferencias de Bensberg y
Génova, con el fin de formular directrices para la futura asamblea eclesial.
Él veía el gran desafío del Concilio en la confrontación con la Modernidad.
Un tema análogo eligió Küng para impartir, a invitación de Karl Barth, una
conferencia en la Facultad de Teología Protestante de Basilea el 19 de enero
de 1959. Habló sobre la «Iglesia en permanente reforma». Esa conferencia
la convirtió el suizo, entretanto ayudante de Hermann Volk en Münster, en
un «librito de bolsillo». Título: El Concilio y la unión de los cristianos. El
subtítulo del original alemán: «La renovación como llamamiento a la
unidad». La orientación de Küng estaba clara: si el Concilio se
comprometía con la unidad de las confesiones cristianas, ello exigía, en
consecuencia, una disposición ilimitada al diálogo, la reforma y la
reconciliación. Por eso, el Concilio no debía proclamar nuevos dogmas
marianos ni adoptar ninguna otra decisión que acentuara lo que separa a las
Iglesias. Küng formuló sus tesis como «preguntas» o «interpelaciones», lo
que lo dejaba menos expuesto a ataques. Además, fundamentó su alegato
con reverencias ante la tradición y con citas del papa.
Originariamente, la obra iba a llamarse Concilio, reforma y reunificación.
Pero Barth le desaconsejó ese título. Tanto formal como estilísticamente
convenía evitar todo «olor a protestantismo». Al teólogo evangélico le
habían surgido entretanto dudas de que el joven compañero hubiera
reflejado correctamente la doctrina romana. Barth a Küng: «Si lo que Ud.
desarrolla en la segunda parte [de su libro] como doctrina de la Iglesia
católica de Roma es de hecho la doctrina que esta enseña, entonces debo
ciertamente admitir que mi doctrina de la justificación coincide con la
católica» [13]. Lo que faltaba era un prólogo encomiador. El primer editor
de Küng, Von Balthasar, estaba «quemado». El cardenal Döpfner declinó.
Cuando Küng visitó al cardenal Franz Kónig en el hospital donde
convalecía tras un accidente, el arzobispo vienes –escayolado de arriba
abajo– le dictó unas líneas en las que hacía referencia a «las fieles
convicciones eclesiales» del autor y deseaba al libro «una recepción
comprensiva y una amplia difusión».
El libro de Küng se convirtió en un éxito de ventas. En un año, la
friburguesa editorial Herder sacó al mercado cuatro ediciones y vendió
derechos de traducción a varios idiomas. Más de 150 periódicos y revistas
publicaron recensiones elogiosas, algunas incluso ditirámbicas. El
semanario estadounidense Time dedicó en junio de 1962 una página entera
a Küng y lo celebró como el «mayor talento teológico de Alemania desde la
Segunda Guerra Mundial». Der Spiegel observó en su número navideño de
20 de diciembre de 1961: «El Prof. Dr. Hans Küng se aventura por terrenos
teológicamente ignotos. El prominente erudito exige al concilio ecuménico
una reforma de índole protestante en la Iglesia católica». El semanario
añade: «Cualesquiera dudas de lectores creyentes sobre si el autor es
suficientemente fiel a la Iglesia son acalladas mediante afirmaciones en el
texto –todo católico debe a los responsables de la Iglesia siempre y en todo
lugar “obediencia auténtica, fiel, sincera y libre”– y las palabras
introductorias de príncipes de la Iglesia» [14].
Küng tiene olfato certero para los desarrollos que están en el ambiente y
que pueden electrizar a las personas. Según Freddy Derwahl, biógrafo de
Küng, en su libro sobre el Concilio el teólogo suizo escribió frases «que nos
tocaban la fibra sensible a los jóvenes. No solo porque sonaban sinceras,
sino porque acababan resueltamente con el pretencioso baño de azúcar de la
autopresentación eclesial que aún era habitual en los ambientes católicos a
principios de la década de 1960» [15]. La Iglesia católica necesitaba, según
el suizo, un clima de libertad», sobre todo para sus teólogos. La gente
sencilla, por el contrario, no desempeñaba papel alguno en la teología de
este hijo de familia burguesa. En el futuro, «las élites católicas decisivas
serán más importantes», profetizó Küng, «que las masas católicas, a
menudo apáticas» [16]. Muy distinta era la actitud de su compañero
Ratzinger, quien quería decididamente defender la fe del hombre sencillo
frente a «la fría religión de los catedráticos».
Durante el Concilio, Küng no participó en la elaboración de los textos
como tal. No escribió ningún discurso para ningún obispo ni era miembro
de comisión alguna. La Iglesia era, en esencia, comunión eucarística,
communio, argumentaba Ratzinger. Küng tenía otra opinión. Para él, la
Iglesia era asamblea consultiva, o sea, concilium. Mientras en Roma otros
discutían sobre pasajes secundarios en textos incomprensibles, Küng se
percató de que, junto al aula conciliar en la basílica de San Pedro, había
otro escenario mucho mayor y más relevante en el que podía sacar partido a
sus talentos: el escenario de los medios de comunicación. Su estilo poco
convencional, sus ademanes de crítico progresista, su dominio de varias
lenguas, el encanto y el saber estar de un hijo de la alta burguesía y el don
de formular las ideas de forma enérgica y aguda lo predestinaban como
interlocutor ideal de la prensa, la radio y la televisión. Y con ello, en cierto
modo como una suerte de portavoz independiente del Concilio, que no tenía
problema alguno en, por decirlo así, tomar la colina desde donde el Estado
Mayor ejerce la soberanía interpretativa. Pues a los bandos habituales del
Concilio se había sumado uno nuevo, con el que nadie contaba: el bando de
la «opinión pública», representado por un grupo al que Ratzinger
denominaría más tarde el «Concilio de los periodistas». Y mientras que la
mayor parte de los padres conciliares ni siquiera se habían percatado de
que, a diferencia de todos los concilios precedentes, en este existía una
poderosa industria mediática autónoma, Küng manejaba las teclas de la
prensa como un virtuoso. Había nacido la teología posmoderna, y era una
teología periodística.
En Roma, el cardenal Ottaviani le pidió a Küng que «no diera una rueda
de prensa en directo en la plaza de San Pedro justo después de cada
debate». Pero de la estrategia del teólogo suizo formaba parte, afirma su
biógrafo Freddy Derwahl, «la instrumentalización de los medios, que aún
domina a la perfección». Ironía del destino: Ratzinger contribuyó de manera
determinante a formular los enunciados conciliares y, por consiguiente, a
moldear el rostro moderno de la Iglesia. Durante cincuenta años tuvo que
luchar luego por defender y llevar a la práctica el «verdadero Concilio» y se
vio condenado a escuchar durante décadas el reproche de que había
traicionado al Concilio. Küng no participó en la redacción de los textos
aprobados ni tenía intención alguna de reconocer los documentos
conciliares, por ejemplo, en lo relativo al celibato o al papado. En vez de
ello operó con un indeterminado «espíritu del Concilio»... y fue tenido en
adelante por el custodio del sello del progreso.
A partir de un cierto momento, uno aparecía en un Alfa Romeo, siempre
bien vestido. El otro llegaba pedaleando en una bicicleta de segunda mano,
con la boina vasca y el traje ajado que eran sus distintivos. El uno cultivaba
la crítica a la Iglesia y se convirtió en el favorito de la prensa. El otro retaba
al espíritu de la época y se convirtió en diana de aquel poder mediático que
celebraba como cristiano modélico a Küng, quien para millones de
seguidores del mundo entero devino en figura de referencia de la Iglesia
reformista.
En Roma, durante el Concilio, Ratzinger y Küng se reunían en una
cafetería de la Via della Conciliazione, la grandiosa avenida que conduce a
la plaza de San Pedro. «Tenía buenos planteamientos», dice Benedicto XVI
en una de nuestras conversaciones. El hecho de haber tardado tanto en
percatarse de la tendencia de Küng debe achacarse a su candidez: «Tenía la
ingenua convicción de que Küng, a pesar de que se le calentaba con
facilidad la boca y decía insolencias, en el fondo quería ser teólogo
católico».
De los años del Concilio procede, por lo demás, una historia con que la
que a Hans Küng le gusta predisponer los ánimos. Aún durante el Concilio,
Pablo VI afirmó, según cuenta Küng, que la Iglesia necesitaba tener en
posiciones relevantes a personas jóvenes como Ratzinger y él mismo.
Luego, el papa, en una audiencia privada, le había ofrecido un cargo
eclesiástico, con la única condición de que se adaptara un poco. Él, por
supuesto, había rechazado airado la propuesta. Ladinamente añadía: «No sé
qué hablaría el papa con Ratzinger, pero desde entonces empezaron a
divergir nuestros caminos». Joseph Ratzinger no recuerda nada al respecto.
Asegura que en aquella época nunca fue recibido por Pablo VI en audiencia
privada.
Si ya el Concilio había sido un maratón, a la vuelta de Roma esperaba a
Ratzinger una verdadera prueba de resistencia. Del 28 al 30 de diciembre
tenía que hacer en Múnich –junto con los compañeros Rahner,
Schnackenburg y Semmelroth– una valoración del primer periodo del
Concilio en presencia de los obispos Döpfner, Schröffer y Volk. Incluso el
Prof. Schmaus, su antiguo adversario, había anunciado su asistencia [17]. El
5 y el 6 de febrero de 1963 había sido invitado a una reunión de todos los
padres conciliares de lengua alemana. El 7 de febrero iba a dar una
conferencia en la casa internacional de formación de la Compañía de Jesús
en Innsbruck, el Canisianum, sobre la «relevancia dogmática y ascética de
la fraternidad cristiana». Del 9 al 10 de febrero tenía previsto participar en
las jornadas de la Academia Católica de Baviera sobre «Esencia y límites
de la Iglesia». Durante los años de Bonn publicó en total tres libros, 33
artículos, 20 recesiones de libros y 22 entradas de diccionario. En el cajón
se quedaron los primeros borradores, cientos de páginas, para un manual de
teología dogmática, cuyas características había acordado en 1961 con la
editorial muniquesa Wewel (si bien nunca llegó a publicarse).
La lucha por la correcta interpretación del Concilio había empezado.
Ratzinger escribió una serie de artículos divulgativos en el diario Bonner
Rundschau, así como diversos artículos para revistas especializadas. Su
libro sobre el primer periodo de sesiones llenaba los escaparates de las
librerías de Bonn. «La sobreabundancia de reconocimiento que, por decirlo
así, se le vino encima a Ratzinger», cuenta el teólogo Hansjürgen
Verweyen, se puso de manifiesto también en la conferencia que dictó en la
Universidad de Bonn el 18 de enero de 1963. Mil quinientos oyentes se
apiñaron en el aula magna, llena a rebosar, y en el aula IX, donde las
palabras del conferenciante pudieron seguirse a través de altavoces. Al
concluir Ratzinger su exposición, «los estudiantes golpeaban y golpeaban
con los nudillos en las mesas [gesto equivalente al aplauso] y parecía que
no fueran a acabar nunca», relata Doris Heitkötter, testigo de los hechos.
«Ratzinger, todo azorado, no paraba de saltar de un pie a otro».
También Norbert Blüm, estudiante de Teología, estuvo ese día entre los
oyentes. «La conferencia de Ratzinger fue una intervención casi
revolucionaria», cuenta quien más tarde sería ministro alemán de Trabajo.
Desde luego que lo fue. Ya al inicio del Concilio, empezó diciendo el
conferenciante, las acciones del cardenal de Colonia y de los obispos
europeos crearon algo nuevo: la catolicidad horizontal, que tiene en cuenta
la autoridad de los obispos y establece una relación viva entre la periferia y
el centro de la Iglesia. La polémica desatada en torno el esquema Sobre las
fuentes de la revelación permitió avanzar de una actitud defensiva a un
nuevo espíritu de apertura y encuentro. Es verdad, admitió, que de
momento no cabe extraer más que un balance provisional, pero ya con el
primer periodo de sesiones se ha abierto paso una transformación radical
que hará época y que invita al optimismo. El cambio en la actitud
fundamental ante la Modernidad puede caracterizarse, prosiguió, con las
palabras: «“Sí” en vez de “anti”». El Bonner Rundschau concluye el
artículo sobre el «informe de vivencias» de Ratzinger con la frase: «Para
terminar, los asistentes, puestos en pie, oraron con el conferenciante por la
gracia de un buen desenlace para el Concilio».
Ratzinger encontró incluso tiempo de hacer el 19 de marzo de 1964 una
rápida visita a un congreso ecuménico que se estaba celebrando en la abadía
benedictina de Eibingen, fundada por Hildegarda de Bingen. La crónica del
monasterio consigna: «Todos escuchaban absortos, fascinados por las
elevadas y pías ideas, la diáfana argumentación y la humilde e inteligente
personalidad sacerdotal». Ya desde la infancia se había sentido atraído
Joseph por la «profetisa de los alemanes». Casi cincuenta años después de
su visita a este monasterio cercano al Rin, el 10 de mayo de 2012,
Benedicto XVI canonizó a la clarividente sabia universal, médica, poeta,
compositora y mística del siglo XI, quien plasmó en sus visiones una
amplia enciclopedia de medicina natural, terapia nutricional y cosmología,
y también de la relación del Creador con el mundo. El 7 de octubre de ese
mismo año la declaró doctora de la Iglesia, honor que hasta entonces
solamente se había concedido a tres mujeres. Hildegarda, acentuó
Benedicto, fue una mujer que amó a Cristo en su Iglesia, pero sin mostrar
un ápice de ingenuidad ni timidez.
Tuvo que ver una vez más con la tesis doctoral de Dörmann, el discípulo
de Ratzinger, que había sido rechazada por razones formales. «Quieren
hacerle a Ud. la vida imposible para que se vaya», le cuchicheó Jedin, su
compañero de Concilio. Ratzinger se hartó. El 17 de diciembre notificó por
carta al decano Keßler de la Facultad de Münster que no rechazaría una
nueva propuesta de Münster, siempre que se cumplieran ciertas
condiciones.
El futuro papa, en sus memorias, no dice quiénes fueron las personas que
lo empujaron a marcharse. Alude, sin embargo, a un juramento que hizo:
«Recordé el drama que había vivido con mi habilitación y vi en Münster el
camino que la providencia me señalaba para poder ayudar a ambos» [20].
De todos modos, no cabe duda de que él se sentía vocacionado a la teología
dogmática, «que me abría un campo de acción mucho más amplio que la
fundamental». Por lo demás, sus dos discípulos ortodoxos se convirtieron
con el tiempo en metropolitas del patriarcado ecuménico de Constantinopla.
«Hasta entonces conocía la Iglesia oriental por libros y fotografías», les
agradeció más tarde su director de tesis doctoral, «pero solo a través del
encuentro personal se me hizo más próxima su fuerza viva, que influyó en
mi pensamiento teológico, así como en mi fe y mi vida».
34
Fuentes de energía
Todos están entusiasmados con él, en especial sor Mechtild, del convento
de las hermanas de la Santa Cruz de Aquisgrán, que no se pierde curso
alguno de Ratzinger. Ningún otro profesor tiene tantos oyentes como él.
Unos 350 alumnos se matriculan en los curaos de Ratzinger, pero a las
clases acuden de hecho 600 personas como mínimo, pese a la inconveniente
hora de comienzo: las ocho de la mañana. «Entraba en el aula como un
modesto coadjutor, se dirigía hacia la parte delantera y, sin más preámbulos,
empezaba la clase», relata Franz-Josef Dömer, a la sazón estudiante de
Teología. De golpe se hacía un silencio sepulcral, y todo el mundo se
quedaba absorto, pendiente de sus labios. Y cuando uno creía que ya lo
había dicho todo, entonces él empezaba a exponer su propia teología y nos
decía cosas que nunca habíamos oído ni leído» [1]. «Teníamos claro que no
nos hablaba solo un sabio y erudito catedrático», corrobora sor Emanuela,
«sino un hombre de gran profundidad espiritual».
Por otra parte, el credo cristiano no es, a su juicio, un tutelaje, sino una
ley de libertad. «Dios es el Creador, el mundo es creación, yo he sido
creado»: esta es una declaración que engendra confianza radical y
serenidad. «Antes de que nos demos sentido a nosotros mismos, el sentido
está ya ahí, envolviéndonos. El sentido no es una función de nuestro actuar,
sino una posibilitación que lo precede. Es decir: la pregunta por nuestro
destino está respondida ya en nuestro origen». A su juicio, la prueba de la
existencia de Dios es Jesucristo, en el que Dios ha adoptado rostro humano,
un rostro lleno de bondad y misericordia. Dado que Jesús es plenamente
hombre, en él encuentro «lo más propio de mí» y a Dios como «el centro
más íntimo de todo ser». Quien intenta honestamente darse a sí mismo –y
dar a otros– razón de la fe cristiana siempre debe, sin embargo, cobrar
conciencia también «de la desprotección de su propia fe, del asediante
poder de la increencia en medio de la propia voluntad de creer». Con todo,
quizá de ese modo «pueda la duda, que impide tanto a una como a otra
encerrarse en lo meramente propio, devenir lugar de la comunicación».
En Münster parece como si el catedrático de 36 años irradiara una fuerza
meditativo-hipnotizadora a la que pocos pueden sustraerse. «Lo que me
llamó la atención de Ratzinger fue sobre todo su emocionalidad. No piensa
solo con la cabeza; piensa con el corazón», opina Maria-Gratia Köhler,
alumna de Ratzinger en Münster: «Precisamente a aquellos que se
mostraban inseguros y planteaban sus preguntas tartamudeando él los
trataba con cariño y dulzura y reformulaba con sus propias palabras las
preguntas que le dirigían, ¡de suerte que al final se sentían orgullosos de
haber hecho preguntas tan inteligentes!». «Otros teólogos causaban al
principio impresión de grandeza e intelectualidad, pero luego aquello nos
dejaba interiormente vacíos», cuenta Erhard Bögershausen: «La teología de
Ratzinger me ha llevado una y otra vez ante el misterio de Dios. A través de
él se comunica el Otro. Él es el ojo de la aguja a través del cual el Otro se
enhebra en nuestra historia». Otro testigo de aquellos días: «Nos aguzaba el
oído para el mensaje bíblico de que nuestro actuar debe guiarse por el
actuar de Jesús. En virtud de esta orientación bíblica, lo nuevo que nos
enseñaba no resultaba vanguardista, sino verosímil y, en cierto modo,
piadoso» [4].
Una percepción totalmente distinta procede del crítico de la Iglesia,
psicólogo y exsacerdote Eugen Drewermann: «Recuerdo un encuentro que
tuve con Ratzinger en 1965 en una clase. De repente veo delante de mí un
rostro pálido como la cera, un tipo flaco, con voz de falsete; y me puse
malísimo, como si me faltara oxígeno. La clase trataba de la realidad del
mundo, de todo el ámbito de la experiencia sensorial. Y aunque mi
capacidad de detectar olores es casi nula, tenía la sensación de que emanaba
sin cesar un determinado tipo de perfume; algo muy extraño. En ninguna
otra clase he experimentado este fenómeno. Una existencia totalmente
artificial, cohesionada por una voluntad que mueve todas las partes del
cuerpo y también las ideas de forma semejante a una marioneta. Con suma
disciplina y facilidad, cual realidades por entero inertes» [5].
Una sola vez intervino Juan XXIII en el Concilio. Pero con esa
intervención, al decidir que se reelaborara el esquema sobre la revelación
que Ratzinger había criticado tan vehementemente, posibilitó el cambio.
«Estaba convencido de que su pontificado duraría solo unos cuantos años»,
escribe el vaticanista Reinhard Raffalt; de ahí que tuviera tanto mayor deseo
de «poner a la Iglesia en un movimiento tan vertiginoso que resultara
imposible retornar a la impronta casi bizantina de la época de Pío XII» [2].
El carácter rústico de Roncalli confirió rasgos humanos a la imagen hasta
entonces casi supraterrenal del summus pontifex. A juicio de muchos, il
papa buono era un pastor bondadoso, pero también algo ingenuo,
inconsciente de la trascendencia de sus decisiones. El sacerdote y escritor
austríaco Franz Michel Willam demuestra, por el contrario, que el camino
de Juan XXIII hacia el Concilio comenzó ya en septiembre de 1954 cuando,
como patriarca de Venecia, inauguró el primer Corso di aggiornamento, un
concilio provincial para la renovación intelectual de su diócesis. Roncalli
empezó también pronto a hablar de «unificación de las Iglesias separadas»,
así como de una modernización de la «causa católica», conforme a su lema:
«Antiquísima en la doctrina, absolutamente moderna en la formulación
lingüística». El término aggiornamento no fue el único tópos que surgió
para referirse a la renovación eclesial; circuló asimismo la expresión
«nuevo Pentecostés». «Él sabe perfectamente lo que quiere», confirmó Don
Giuseppe de Luca, interlocutor durante muchos años de Roncalli; «no lo
dice ni encarga a nadie que lo diga. Sonríe, bromea, pero lleva su secreto
dentro» [3]. También en esto se sentía Ratzinger semejante a su papa.
Según el derecho canónico, con la muerte del pontífice quedaba
suspendido el Concilio. El nuevo papa tendría toda la libertad para
continuarlo o darlo por concluido. El cónclave comenzó el 19 de junio de
1963. Como sucesor de Pedro podía ser elegido, según el derecho canónico,
«todo varón bautizado en la Iglesia católica con pleno uso de razón», con
independencia de que fuera clérigo o laico. Pero en los últimos mil años
había sido siempre un sacerdote; en los últimos seiscientos, siempre un
cardenal; y en los últimos cuatrocientos, siempre un italiano.
Roncalli no había ocultado a quién le gustaría ver como sucesor suyo en
la sede petrina, y Giovanni Battista Montini era visto por todos como
papabile. El cardenal, como representante de una línea orientada más bien a
la reforma, era uno de los pocos líderes eclesiásticos italianos
comprometidos con el movimiento ecuménico. Desde hacía nueve años
gobernaba la diócesis de Milán, cuatro de ellos sin la púrpura cardenalicia.
Antes había trabajado tres décadas en la curia y entre 1937 y 1954 había
sido estrecho colaborador de Eugenio Pacelli. Al igual que su jefe, Montini
controlaba, examinaba, supervisaba todo. Quería ser igual de perfecto; por
otra parte, no tenía la fuerza de Pío XII, bajo cuyo troquel había sufrido.
Aunque no había hablado con el cardenal Frings en las fechas
inmediatamente anteriores al cónclave, Ratzinger sabía que su jefe no había
desaprovechado los días que siguieron a la muerte de Juan XXIII. El
historiador italiano Andrea Riccardi vio en Frings al más destacado de los
grandi leaders conciliari y hacedores de papas. Giulio Andreotti, amigo
personal de Montini y posterior primer ministro italiano, observó que en
estas fechas, «para gran sorpresa de los habitantes de Grottaferrata»,
pequeña ciudad cercana a Roma, allí se reunió «un grupo bastante
numeroso de cardenales, convocados por el cardenal Frings, de Colonia».
Según el político democristiano, uno de los asistentes, «medio en serio,
medio en broma», comentó: «Está presente aquí la mayoría canónica
requerida para la elección papal» [4].
Todo participante en el cónclave está obligado a preparar una breve
declaración para el caso de que sea elegido papa. Montini redactó, en un
pulido latín, un discurso de toma de posesión de una hora de duración.
Cuando el 21 de junio de 1963, después de la sexta votación, pronunció sus
primeras palabras como Pablo VI a la ciudad de Roma y al orbe entero,
aclaró que pensaba dedicar «la parte más importante» de su pontificado a la
«prosecución del Concilio Vaticano II»: «Esta será nuestra principal tarea, a
la que Nos tenemos intención de dedicar toda la energía que Nos ha dado
nuestro Señor» [5]. Hasta qué punto temblaba interiormente se echa de ver
en una de las meditaciones personales que el nuevo pontífice consignó por
escrito en aquellos días: «Mi posición es singular; quiero decir, me conduce
a una soledad extrema. Si ya era grande antes, ahora se ha tornado absoluta
y terrible. Cerca de mí no hay nada ni nadie. He de apoyarme en mí, actuar
desde mí, hablar solo conmigo mismo, reflexionar y pensar en lo más
íntimo de mi conciencia». Y para concluir afirma: «También Jesús se quedó
solo en la cruz. No debo tener miedo, no debo buscar apoyos externos que
puedan exonerarme de mi obligación» [6].
«No nos sorprendimos al enterarnos de que el arzobispo Montini había
sido elegido papa», confesó Ratzinger retrospectivamente en una entrevista
publicada en el diario La Repubblica. Montini, dice, «personificaba para
nosotros la continuación del Concilio en el espíritu del papa Juan». A
diferencia de su «absolutamente carismático» predecesor, quien «vivía de la
inspiración del instante y en la cercanía del pueblo», Pablo VI brindó ahora
la experiencia de una personalidad muy distinta, de «un intelectual que
reflexionaba sobre todas las cuestiones con increíble seriedad» [7].
La coronación de Montini fue la última ocasión en la que la tiara papal
adornó la cabeza de un sucesor de Pedro. Un año más tarde, Pablo VI
vendió la corona en beneficio de los pobres. El nuevo papa no se concedió
tiempo alguno de transición y enseguida se puso a trabajar sin descanso.
Sus colaboradores valoraban en Montini el celo, la amabilidad y el arte de
la reservatio mentalis, la reserva interior no articulada que hacía de él un
oyente interesado sin necesidad de que se posicionara personalmente. Pero
el ambiente en el Vaticano se enfrió y la elegancia se convirtió en fórmula
de cortesía a medida que el pontífice incrementaba el ritmo de trabajo.
También el Concilio cambió. Pablo VI sustituyó la presidencia de diez
miembros, hasta entonces poco efectiva, por cuatro moderadores –entre
ellos, el cardenal muniqués Julius Döpfner–, con el fin de agilizar la
asamblea mediante una dirección más resolutiva. Simultáneamente, eliminó
el deber de confidencialidad para las congregaciones generales; pues, de
todos modos, en Roma todo salía antes o después en los periódicos.
Nadie se había atrevido antes a formular una crítica tan dura contra el
aparato del cardenal Ottaviani. El Santo Oficio vigilaba la pureza de la
doctrina, condenaba desviaciones y herejías, definía qué era católico y qué
no, incluía libros en el Índice y retiraba a teólogos la licencia de enseñanza.
El Santo Oficio era conocido también como la Suprema, porque estaba por
encima de todos los demás dicasterios pontificios. «La valentía» de Frings
«solo consistió en exponer los sensacionales textos de Ratzinger», afirma el
escritor Freddy Derwahl. «Todos sabían que, salvo por algunos retoques
estilísticos, habían sido escritos por Ratzinger». Prosigue Derwahl:
«Ratzinger practicó un juego peligroso, quizá más peligroso que el de
Küng, quien operaba fuera de las puertas del aula conciliar con las fuerzas
“extraparlamentarias” de los medios de comunicación críticos mientras que
Ratzinger actuaba en el corazón de la Iglesia. Frente a la arrinconada, pero
todavía muy poderosa curia, Ratzinger tenía mucho que perder, si bien no
todo» [26].
Ottaviani tuvo que aguardar todavía dos intervenciones más hasta que
llegó su turno. «Debo protestar con toda contundencia (altissime protestor)
contra lo que acaba de decirse contra el Santo Oficio, dicasterio presidido
por el papa», comenzó diciendo. «Tales palabras han sido pronunciadas
desde el desconocimiento –no empleo ninguna otra palabra para no resultar
ofensivo– del modo de proceder del Santo Oficio». Al menos en los casos
investigados por su institución siempre se solicitaba, aseguró, el dictamen
de expertos de universidades católicas. En su intervención, Ottaviani se
dejó llevar por la rabia. Testigos presenciales hablaron incluso de un ataque
de ira. «Ambos cosecharon aplausos mientras hablaban», anotó en su diario
el observador conciliar Wolfgang Große; «pero el héroe fue el cardenal
Frings». Esa misma tarde-noche, el obispo auxiliar Tenhumberg escribió en
el suyo: «El 8 de noviembre ha sido, de hecho, un punto álgido del
Concilio. El cardenal Frings fue el primero en tener la valentía de llamar
por su nombre a las prácticas del S[anto] Of[icio] y reclamar enérgicamente
que cambien. [...] Este discurso ha conseguido que muchos padres se
sientan liberados de una suerte de pesadilla».
Un árbol debe ser juzgado por sus frutos, dijo luego, por ejemplo,
Ignacio Pedro XVI Batanian, el patriarca armenio de Cilicia, con sede en
Beirut, rompiendo una lanza a favor de la con frecuencia denostada curia,
«y debemos reconocer que la Iglesia, no obstante las catástrofes que asolan
el mundo, vive una era gloriosa, si consideran Uds. la vida cristiana del
clero y de los fieles, la propagación de la fe y la saludable influencia
universal que hoy ejerce la Iglesia en el mundo» [3].
Hasta qué punto era importante para los padres la continuidad se percibe
en las más de mil referencias al magisterio de Pío XII realizadas en las
contribuciones tanto orales como escritas. Con ello, este papa es, después
de la Sagrada Escritura, la fuente más citada en los textos conciliares. En
modo alguno legitimó el Concilio una retórica conducente a una
secularización de la fe. Ni se zarandeó el celibato ni se prometió el
sacerdocio femenino ni se niveló la «potestad suprema» del papa. Ni se
excluyó el latín de la liturgia ni se prohibió a los sacerdotes que se sintieran
llamados a ello celebrar en el futuro la santa misa mirando junto con el
pueblo ad orientem, hacia el sol naciente y hacia el Salvador que retorna. Sí
se permitía, sin embargo, que el latín, la lengua cultual clásica, se
complementara con las lenguas vernáculas.
Joseph Ratzinger había sido el más joven en el seminario mayor. Había
sido asimismo el catedrático de Teología Sistemática más joven de
Alemania. En el Concilio, siendo el perito teológico más joven, se convirtió
en el juvenil spiritus rector de la mayor y más importante asamblea eclesial
de todos los tiempos. La investigación más reciente sobre el Concilio
muestra que su contribución fue mayor de lo que él mismo da a entender.
Empezando por la conferencia de Génova en noviembre de 1961, con el
llamamiento a que la Iglesia prescinda de todo lo que pueda entorpecer el
testimonio de fe, hasta los once grandes discursos que escribió para el
cardenal Frings y pusieron en ebullición el aula conciliar, pasando por los
informes periciales sobre los esquemas de la curia, en los que criticó la
ausencia de ecumenismo y de estilo y lenguaje pastorales. A ello hay que
sumar su participación, como miembro de diversas comisiones conciliares,
en la redacción de los documentos definitivos.
Sobresalen especialmente varios hechos. Ratzinger desempeñó un papel
decisivo en la «asamblea golpista» celebrada en el Anima, presentando un
proyecto alternativo al esquema sobre la revelación. Escribió el discurso
con el que Frings tumbó el 14 de noviembre de 1962 el procedimiento
conciliar pensado por la curia. Estuvo detrás del punto de inflexión del
Concilio, marcado por el rechazo del esquema sobre las fuentes de la
revelación el 21 de noviembre de 1962, cuyo tono él había criticado por
«gélido, es más, realmente escandalizador». A partir de este momento pudo
acontecer algo nuevo, pudo empezar ya el verdadero Concilio. Con ello,
Joseph Ratzinger: a) definió el Concilio; b) lo encauzó en una dirección
orientada al futuro; y c) influyó con sus aportaciones decisivamente en los
resultados.
El nuevo hogar, una austera casa adosada que hace esquina, se encuentra
en la Friedrich Dannemann Straße, 22, ubicada en una zona tranquila de las
afueras con vistas a la Capilla de Wurmlingen. El catedrático disfruta de la
«magia de la pequeña ciudad suaba», con sus alemánicas casas de paredes
entramadas, las soñolientas plazas del casco histórico y las silenciosas
vegas a orillas del río Neckar. La hermana Maria se encarga de llevar la
casa. Y también hay un gato negro en el vecindario, llamado Panther, que
quiere acompañar cada mañana al sacerdote en su celebración de la misa
allí cerca. Peter Kuhn, su ayudante, lo lleva por la ciudad con un oxidado
Citroën 2CV. Esther Betz viene de vez en cuando de visita, y el «tío
Ratzinger», como lo llaman los sobrinos de Betz, se apresura para recoger a
su amiga en la estación, llevarle la bolsa de viaje y deambular juntos por la
ciudad.
Al principio, Ratzinger recurre al tren para combinar la asignatura
troncal de Teología Dogmática en su nuevo destino con clases y exámenes
pendientes en Münster. En Tubinga visita, acompañado de un estudiante
libanés, a Ernst Bloch y se divierte al ver al celebrado filósofo de izquierdas
manejar con poca destreza una pipa de agua, a pesar de que este había
afirmado que usaba su shisha con regularidad. La devolución de la visita
nunca llega a concretarse. Que cenara todos los jueves con Küng es pura
fantasía. Lo que sí es cierto es que los dos se entendían bien.
«En principio, coincido con el compañero Ratzinger», es lo que escuchan
los estudiantes en el aula de Küng. El compañero se expresa en términos
similares: «En eso estoy de acuerdo con Küng». Sin embargo, cuando los
dos teólogos dogmáticos aparcan delante de la universidad se observa una
marcada diferencia: el extrovertido suizo conduce un rápido Alfa Romeo
blanco, se viste de forma elegante y con mucho gusto; en cambio, el bávaro,
de apariencia discreta, dobla por la esquina montado en su vieja bicicleta y
con su chapela vasca en la cabeza. Esa entrada parecía «simbolizar dos
mundos teológicos», refiere Freddy Derwahl, biógrafo de Küng, quien
describe la escena como imagen del contraste entre dos teologías, «una que
avanza a toda velocidad y otra perseverante, una sofisticada y otra
humilde»: «Pero aunque Küng pasara junto a uno volando, Ratzinger iba
sentado a más altura. Uno era rapidísimo, el otro tenía una visión más
completa».
Con 400 oyentes, ambos profesores tenían el mismo número de público.
Ambos editaban la colección Ökumenische Forschungen [Investigaciones
Ecuménicas], en la que apareció La Iglesia de Küng, texto que iniciaría su
posterior conflicto con Roma. La colaboración entre ambos no podía ser
mejor. Quizá también porque ninguno de los dos explicitaba al principio las
«importantes diferencias teológicas existentes entre ellos», observa
Wiedenhofer, ayudante de Ratzinger [7]. Y esto, a pesar de que Ratzinger se
negó en una ocasión a evaluar el trabajo de un doctorando de Küng, Josef
Nolte. Y es que no quería impedir, explica, la tesis doctoral de este, un
trabajo en la línea de la más pura teología de Küng. Posteriormente, Nolte
se distanciaría de Küng. ¿Quién sino su antiguo maestro «puede envolver
sus dogmas de tal manera que la mente apenas lo note»? Así polemizaba en
un artículo en Der Spiegel: «Solo Küng es capaz de hacerlo. Con el truco
del coche deportivo y aires de James Bond nos enseña que los católicos
también pueden prescindir de todos los envoltorios y, aprovechando el
viento general del mundo, ascender al cielo» [8].
Como anteriormente en Bonn y Münster, los estudiantes de Tubinga
perciben a Ratzinger como servicial y accesible, si bien, dice el ayudante
Kuhn, a veces también resulta «un tanto raro». Como colaborador había que
tener cuidado «con no acercársele demasiado», dice. Ratzinger «nunca
reprendía a nadie», si bien es verdad que casi todo lo hacía él mismo. Dada
la «personalidad casi única» de Ratzinger, Kuhn sentía que su cometido
consistía en «eliminar la distancia, romper la campana de vidrio que no le
permitía respirar. Pues pensaba que, si alguien la rompía, él se alegraría».
Toda persona es un enigma, reflexiona Kuhn, «y este Ratzinger lo es en
especial medida. Lo conozco y, a la vez, no lo conozco» [9].
En compañía de sus doctorandos, Ratzinger visita en Basilea a Hans Urs
von Balthasar, así como al teólogo protestante Karl Barth, uno de los
«padres teológicos con los que me he criado por influencia de Gottlieb
Söhngen». La costumbre de Ratzinger de iniciar sus coloquios de
doctorando con una santa misa resultaba bastante exótica en Tubinga. «El
sentido de ello era: primero hablar con Dios y después sobre Dios», como
explica Cornelio del Zotto, discípulo italiano de Ratzinger. Del Zotto sigue
diciendo que Ratzinger tiene «una visión armónica del hombre y del
mundo, así como una increíble capacidad de captar el núcleo de las
cuestiones y la verdad de todas las cosas. Por lo que a mí respecta, puedo
afirmar que me ha revelado el maravilloso despliegue de la palabra de Dios,
mostrándome así el sentido del hombre, del mundo y de la historia». El
lema de Ratzinger: «Colaborador de la verdad», no representaría una obra
individual sino colectiva. «Por tanto, no se trata de algo exterior, sino de un
devenir interior. El devenir en el espíritu es una nueva dimensión del ser»
[10].
En una ocasión tuvo lugar en el aula un debate público sobre el primado
del papa. Küng discutió con varios profesores y afirmó que Juan XXIII
había personificado el verdadero tipo de papa cuyo ejercicio del primado no
tenía carácter jurisdiccional, sino pastoral. Ratzinger se hallaba entre el
público cuando los estudiantes comenzaron a proferir su nombre: «¡Rat-zin-
ger!, ¡Rat-zin-ger!». Querían saber qué opinaba él. El interpelado respondió
con acentuada calma que la imagen descrita por Küng debía ser corregida,
pues había que considerar todos los aspectos relacionados con el ministerio
petrino. Si se acentuaba unilateralmente el aspecto pastoral, se corría el
riesgo de no representar al pastor de la Iglesia universal, sino más bien a
una marioneta fácilmente manejable.
El denominador común entre Küng y Ratzinger era la libertad como
requisito del diálogo ecuménico. Al respecto, Küng le envió al compañero
su Meditación teológica. Ratzinger contestó que no era necesario señalar
«lo mucho que estoy de acuerdo con Ud. en este asunto». En enero de 1967,
ambos reivindicaron en la colección de libros que dirigían conjuntamente
«que se suelte todo el lastre teológico innecesario» y se solucionen «las
cuestiones que dividen a la Iglesia». «¡Y entonces ese golpe de suerte!»,
exclamaba jubiloso el catedrático de Retórica, Walter Jens, en la revista
universitaria Attempto!, alabando a los dos campeones de la teología: «Un
artículo sobre principios teológicos salido de la pluma de Ratzinger,
fundamento de reflexiones de influencia perdurable; y a su lado, elevándose
audazmente hacia el cielo, un cohete, disparado desde marcas helvéticas»
[11].
A Küng se le consideraba una de las figuras destacadas de una nueva
Iglesia abierta al mundo. Era capaz de expresar la fe cristiana en un
lenguaje que irradiaba un aura de libertad e independencia. «Confiaba en
que entre Ratzinger y él elevarían la teología conciliar a alturas
inalcanzadas», informa Kuhn. «A pesar de que Ratzinger personificara un
aspecto de la Iglesia que odiaba, Küng lo respetaba» [12]. Según la visión
de Küng, en Tubinga podía surgir, en comandita con Karl Rahner, Johann
Baptist Metz y profesores de segunda fila –como Hermann Häring, Walter
Kasper, el ayudante de Küng, y Karl Lehmann, el ayudante de Rahner–, un
bastión de la teología alemana del más alto nivel. La revista Concilium
serviría de foro.
El plan era bueno, pero se basaba en un craso error de cálculo. Karl
Rahner, por ejemplo, hacía tiempo que se había apartado de Küng. De
compañeros de armas habían pasado a sentir antipatía el uno hacia el otro.
Incluso aliados suyos progresistas como Henri de Lubac habían trazado una
línea divisoria. Respecto de las ideas ecuménicas de Küng, el francés
consideraba que de nada le serviría a la causa del entendimiento entre las
confesiones el que, por parte católica, algunos teólogos, por falta de
diligencia, fingieran precipitadamente la existencia de un consenso donde
no lo había.
Lo que sobre todo pasó –o quizá quiso pasar– por alto el suizo fue que su
colega Ratzinger, un año mayor que él, venía alertando desde tiempo atrás
precisamente de esos desarrollos que Küng tenía en mente como
continuación del Concilio con otros medios. «Les deseo el don del
discernimiento de espíritus» fueron las palabras con las que Ratzinger se
había despedido tras su última clase en Münster, el 25 de mayo de 1966:
«¡Será importante para el futuro de la Iglesia!». No se trataba de una frase
pronunciada inocentemente. A sus compañeros catedráticos de Münster, a
los que volvió a sacar a cenar, les confesó que durante los debates del
Concilio se «había dado cuenta de que la tradición, es decir, el perseverar, el
permanecer, son palabras clave y coordenadas esenciales también en el
Nuevo Testamento» [13].
Ratzinger todavía se veía a sí mismo como parte de las fuerzas de
progreso. A diferencia de Küng, él nunca se separaría de los compañeros de
camino de los días del Concilio. Simpatizaba con todos los teólogos que en
Roma habían sido considerados y perseguidos como disidentes. Así, por
ejemplo, con el dominico belga MarieDominique Chenu, cuyo Manifiesto
había sido incluido en el Índice por decreto del Santo Oficio. Por su parte,
el francés Yves Congar era para él «una de las personas que más venero»
[14]. Gracias a la lectura de Henri de Lubac adquirió, según propia
confesión, «nuevos e importantes conocimientos». Y Jean Daniélou le
proporcionó el material histórico sobre el que fundamentó la tesis de que el
cristianismo es, «en esencia, fe en un suceso», en la entrada y el
acompañamiento de Dios en la historia de la humanidad y que, por ende, no
es una religión cósmica o mística como otras.
A muchos les parecía que se había formado una oscura nube que velaba
la comprensión de la fe y de la Iglesia. Sacerdotes que se tenían por
emancipados se inventaban misas privadas; otros predicaban como si
estuvieran dando un discurso de carnaval. Los bautizos, las bodas y la
asistencia a la misa dominical disminuyeron dramáticamente: las
confesiones se convirtieron en algo excepcional. Los párrocos rurales se
quejaban de que, incluso en las familias que hasta entonces habían sido muy
devotas, la vida se tornaba cada vez más secular. Y lo mismo podía decirse
de las universidades. El estudiante tubingués Helmut Moll señala que «en
las clases los profesores parecían haber perdido cualquier tipo de consenso
en relación con las cuestiones esenciales de la fe. Siempre tenían que
posicionarse sobre asuntos que hasta entonces habían sido indiscutidos:
¿existe o no existe el diablo?, ¿son siete los sacramentos o solo dos?,
¿existe un primado del obispo de Roma o es el papado sencillamente un
régimen despótico que debe abolirse?» [1].
A Ratzinger le inquietaba profundamente «el cambio cada vez más
notorio del ambiente en la Iglesia». Ante sus ojos se presentaba con más y
más nitidez el peligro de la falsificación del Concilio. En su valoración de la
tercera sesión aún había señalado que no existían «motivos para el
escepticismo y la resignación» y que, por el contrario, todos tenían «razones
para la esperanza, la alegría y la paciencia». Pero ya antes del inicio de la
cuarta sesión su tono había cambiado. En una ponencia ante la comunidad
universitaria de Münster el 18 de julio de 1965 expresó una primera
advertencia clara. Habló sobre la «Auténtica y falsa renovación en la
Iglesia». Mediante dos ejemplos de la historia quiso ilustrar los peligros. El
primero fue el gnosticismo en Corinto en tiempos del apóstol Pablo, que
había tornado erróneamente la «libertad cristiana» en un «afán de reforma
por la reforma». Y el segundo, la tendencia a un «entusiasmo exaltado y
caótico» en tiempos de Lutero. Incluso en una ciudad tan juiciosa como
Münster había habido un movimiento de exaltación entusiasta en contra de
la jerarquía y a favor de una renovación de la sociedad mediante la
subversión de los valores. Esa exaltación entusiasta terminó dando lugar a
un régimen de terror. Se refería a la secta radical de los anabaptistas que,
tras la Reforma protestante, establecieron en Münster en 1533 un régimen
que trataba de emular a la comunidad cristiana primitiva. Esta «teocracia»
trajo terror y hambre hasta que un regimiento de lansquenetes puso fin al
disparate.
Las dos experiencias históricas contenían para Ratzinger dos tipos
básicos de falsa renovación de la fe: por una parte, el anquilosamiento en la
propia tradición y, por otra, la disolución de esa tradición para adaptarse al
mundo. En cambio, subrayó el ponente, la auténtica renovación cristiana
lleva a una nueva «sencillez». En el lenguaje conciliar, el antónimo de
«conservador» no sería «progresista», sino «misionero». Para Ratzinger, en
esta antítesis reside en esencia el sentido de qué significa y qué no la
apertura al mundo promovida por el Concilio. Y no proporcionaría al
cristiano mayor comodidad, dándole libertad para sumirse en el
conformismo secular de una moderna cultura de masas, sino que exigiría el
inconformismo de la Biblia: «No hagáis vuestro este tipo de mundo» [2].
Una frase, sobre todo, pronunciada por su profesor en junio de 1965 hizo
que los asistentes aguzaran el oído: muchos de los que en las primeras tres
sesiones del Concilio habían «luchado y sufrido codo a codo para lograr la
renovación» ahora se sentían, según Ratzinger, como triturados por muelas
de molino.
Ya un año antes, Ratzinger había llamado la atención con unas
observaciones críticas. Reprobó la cobertura informativa del Concilio, por
parte de algunos medios, al señalar que muchos periodistas tendían a
reducir asuntos complejos a eslóganes, con lo que trasladaban a la opinión
pública una impresión errónea. Y esta se habría visto reforzada por algunos
peritos conciliares, que ante la prensa hacían pasar sus propios intereses y
demandas por los propósitos y objetivos de los padres conciliares [3]. A
esto se sumó posteriormente una crítica con la que Ratzinger se posicionó
frente a su propio gremio: «El papel que habían asumido los teólogos en el
Concilio fue creando entre los eruditos una nueva seguridad en sí mismos,
pues ahora se veían como los auténticos fiduciarios del conocimiento, por lo
que no aparecían ya como subordinados a los pastores». En su análisis
resaltaba las consecuencias de la revisión: «Tras esa tendencia al
predominio de los especialistas ya se hacía perceptible lo otro, la idea de
una soberanía popular en la Iglesia, la cual suponía que el pueblo decide por
sí mismo qué ha de entenderse por Iglesia» [4].
En realidad, pues, ya mucho antes de su traslado a Tubinga nadie podía
albergar duda alguna acerca de las intenciones de la joven estrella de la
teología. Desde principios de 1966, Ratzinger aprovechó toda ocasión que
se le presentaba para expresar claramente su preocupación. Por ejemplo, en
las clases de una hora de duración que impartió del 13 de enero al 24 de
febrero se mostró a favor de la correcta interpretación y aplicación de las
resoluciones del Concilio. Sostenía que la intención básica de los padres se
expresaba especialmente en la constitución pastoral Gaudium et spes; a
saber, acercar a Cristo al mundo de hoy. Por lo demás, un borrador del
prólogo de este documento, manuscrito por Joseph Ratzinger, se custodia en
el Archivo del Instituto Papa Benedicto XVI de Ratisbona. El teólogo
bávaro suena desilusionado cuando afirma que «aunque la Iglesia ha tratado
de abrir sus puertas al mundo, este, lejos de acudir en masa a la casa abierta
de la Iglesia, más bien ha acrecentado su hostigamiento» [5].
El autor italiano Gianni Valente lo describió diciendo que los avances,
que tanto habían ilusionado a Ratzinger durante el Concilio –la renovación
bíblica, la apertura al mundo, la cuestión de la unión con los demás
cristianos, la liberación por parte de la Iglesia de todos los artificios que
entorpecen su misión–, «no guardaban parecido alguno con el progresismo
destructivo y casi iconoclasta con el que algunos de sus colegas parecían
obsesionados» [6]. En el marco de un ciclo de clases magistrales durante el
semestre de verano de 1966, Ratzinger recuerda anteriores concilios que
también se habían definido como concilios reformadores, pero al mismo
tiempo «siempre se habían opuesto a la secularización de la Iglesia».
Estaban «inspirados por el impulso a la espiritualización, a la radicalidad de
lo cristiano que se purifica de lo mundano y, en su pretensión y sentido
incondicional, se presenta de nuevo claramente como alejamiento de lo que
no es Cristo». Sin embargo, «parece que» la opinión pública percibe el
Concilio Vaticano II de forma completamente diferente. Como si «su
objetivo no fuera la desmundanización [Entweltlichung], sino la apertura al
mundo». Esto habría provocado, entre otras cosas, «un extraño
desplazamiento de los frentes»: «El aplauso vino inicialmente desde fuera,
de aquellos que no comparten ni la fe ni la vida de la Iglesia, mientras que
los fieles partícipes de la vida eclesiástica se podían sentir más bien como
los condenados» [7].
Como teólogo formado en la escuela de san Agustín, Newman y
Guardini e influido por la Nouvelle théologie, Ratzinger no ocultaba que no
le decían gran cosa los lemas del nuevo triunfalismo «progresista». Gracias
a sus estudios sobre san Buenaventura era inmune a la ciega confianza en el
futuro, y más aún a la esperanza de un continuo progreso en la evolución de
la humanidad. Al contrario, en el mencionado ciclo de clases magistrales
del año 1966, Ratzinger veía que el cristianismo europeo se dirigía hacia
«una posición radicalmente minoritaria». El Katholikentag [Jornadas
Católicas] de 1966 en Bamberg lo aprovechó el 14 de julio para tomar el
pulso, ante un gran auditorio, al «catolicismo posconciliar», incluyendo su
lado oscuro: «Seamos francos: se percibe un cierto malestar, una sensación
de desencanto y frustración. [...]. Para unos, el Concilio aún no ha hecho lo
suficiente [...]; para otros, sin embargo, se trata de una ofensa, de una
rendición de la Iglesia al espíritu malévolo de una época que, con su loca
obsesión con lo terrenal, ha ocasionado un eclipse de Dios. Estos últimos
ven, consternados, cómo se tambalea aquello que había sido lo más sagrado
para ellos y, atónitos, se apartan de una renovación que parece propagar un
cristianismo que está de rebajas y, de esa forma, se asemeja a una
disolución, cuando lo que haría falta es un aumento de la fe, de la esperanza
y del amor» [8].
A posteriori, Ratzinger hablará de una «primera señal de aviso» que
quiso dar en Bamberg. Sin embargo, a ese aviso, dirá él mismo, «apenas se
le prestó atención». Las Jornadas de Bamberg pasaron a la historia como
«el Katholikentag de la inquietud». El 18 de julio de 1966, el semanario
Der Spiegel lo resumía así: «La discordia –hasta ahora particularidad
evangélica– se extiende también entre los católicos del Katholikentag». Al
respecto, la revista citaba al obispo de Essen, Franz Hengsbach: «Tiempos
tormentosos se ciernen sobre la Iglesia».
Que sus ideas de futuro no tenían mucho que ver con el paraíso
anticipado del socialismo real del Lejano Oriente lo sospechaban pocos de
los jóvenes idealistas. Y los que lo sospechaban no querían saberlo con
tanta exactitud. El «Gran Salto Adelante» de Mao, un gigantesco proyecto
de modernización con el que en 1957 China había anunciado que pronto
adelantaría a Occidente, resultó ser un desastre. Se desplomó el número de
cabezas de ganado, gigantescas obras de construcción se convirtieron en
verdaderas bombas de relojería. Así, por ejemplo, en 1975 reventaron dos
grandes presas en Henan y 230.000 personas se ahogaron. De acuerdo con
nuevas estimaciones, unos dos millones y medio de personas, informa el
semanario Die Zeit, fueron víctimas de las purgas y, al menos, 45 millones
murieron durante el «Gran Salto Adelante» a causa del hambre, la pobreza
y la miseria [12].
La campaña se canceló. Sin embargo, pocos años después, en concreto el
16 de mayo de 1966, mientras maoístas occidentales comenzaban a reunirse
bajo el retrato del «Gran Líder», Mao Zedong dio el pistoletazo de salida
para la «Gran Revolución Cultural Proletaria», una nueva «erupción de
idealismo y violencia, de celo religioso y sadismo» [13], en palabras del
Süddeutsche Zeitung. Con la ayuda de niños y jóvenes organizados en los
Guardias Rojos, Mao recuperó el poder tras el fiasco del «Gran Salto
Adelante». Según el citado diario muniqués, «fue esta la época en que las
alumnas mataban a golpes a las directoras de su colegio, en que los
estudiantes universitarios ahogaban a sus profesores, en que los hombres
enviaban a sus esposas a los campos de trabajos forzados y los hijos a sus
madres al patíbulo. A algunos enemigos de clase se les enterraba vivos; a
otros se les cortaba la cabeza o se les lapidaba. En la región de Guangxi se
les arrancaron a docenas de “enemigos” de Mao Zedong el corazón y el
hígado para ser cocinados». Según relata cincuenta años más tarde un
testigo de los hechos, el problema es «que nuestro “sistema inmunológico”
colapso y, desde entonces, nuestra sociedad no dispone de defensas contra
ningún tipo de enfermedad». Se refería a la pérdida de valores y de la
capacidad de empatía. «Todo esto se debe, entre otras cosas, a la catástrofe
de aquel entonces» [14].
En el campus de Tubinga aparecían ahora octavillas denunciando la cruz
como símbolo del enaltecimiento de una especie de dolor sadomasoquista.
Futuros teólogos acompañaban el reparto de los pasquines con cánticos de
«Maldito sea Jesús». «De repente, se convirtió en práctica habitual», cuenta
Helmut Moll, «que la misa se celebrara en casa, mientras cada asistente
disfrutaba de un vaso de vino tinto» [15].
Ratzinger está harto. Veintitrés años después del totalitarismo
nacionalsocialista, la situación le recuerda el periodo más oscuro de la
historia alemana. «He visto el cruel rostro descubierto de esta devoción
atea», son las dramáticas palabras que emplea en sus memorias para
describir aquel momento; «el terror psicológico, el desenfreno a la hora de
abandonar toda consideración moral como si fuese el último resto de la
sociedad burguesa, con el único fin de lograr los objetivos ideológicos». Ve
ante sí, de forma renovada, lo que ya había vivido en su juventud. Le
repugna que la ideología «se declame en nombre de la fe y que la Iglesia
sea utilizada como su instrumento»: el lugar de Dios «lo ocupa ahora el
partido y, con ello, un totalitarismo de una veneración atea, dispuesta a
sacrificar toda humanidad a su falso dios» [16].
Ratzinger fue atacado sin cesar por estas declaraciones. Se consideraban
en extremo exageradas a la vez que históricamente falsas. Entretanto,
investigadores de prestigio comparten este análisis. «Quien entonces
llegaba al bando neomarxista desde el cristianismo quería erigir el reino
mesiánico en el aquí y ahora», indica el cronista y politólogo Wolfgang
Kraushaar. El historiador Götz Aly –quien fue miembro de un grupúsculo
comunista en 1968 y, en consecuencia, se vio afectado en los años setenta
por el «Decreto de los radicales» (que regulaba la interdicción profesional
en el sector público)– concluye, a partir del análisis de octavillas y folletos
de los activistas del 68, que una parte importante del movimiento era
abiertamente terrorista, se adhería a fantasías totalitarias, veneraba a
asesinos en masa como Lenin, Stalin, Mao y, más tarde, Pol Pot,
simpatizaba con los asesinatos de la Fracción del Ejército Rojo (RAF, por
su sigla en alemán), rechazaba la democracia, el Estado de derecho, la
constitución y la economía de mercado y camuflaba el antisemitismo con el
«antisionismo». Sostiene además que, con esa «idea de comunidad
hogareña», muchos de su generación seguían, parcialmente, el mismo
principio estamental básico «que entre 1933 y 1945 hizo estragos en la
Cámara de Farmacéuticos del Reich, el Cuerpo de Automovilistas
Nacionalsocialistas, la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas o el
Estamento de Alimentación del Reich» [17].
El estallido de la revuelta de estudiantes se considera un punto de
inflexión en el pensamiento y la actuación del futuro papa. En libros y
semblanzas se repite una y otra vez que, en consecuencia, existen dos
Ratzinger: uno antes y otro después de Tubinga. Un joven teólogo con
rasgos progresistas, y un conservador resignado con arrebatos en ocasiones
apocalípticos. Especialmente, se ha cimentado la tesis de que Ratzinger
sufrió en Tubinga un «trauma», algo así como un Waterloo disgregador de
la personalidad. De ahí en adelante habría percibido todo lo que oliera a
progreso únicamente como peligro.
Entonces, ¿qué hay del supuesto «trauma»? Ya solo por su forma de ser,
Ratzinger no es alguien a quien se le pueda achacar «el rancio olor
milenario bajo las sotanas» [este era uno de los eslóganes sesentayochistas
en Tubinga]. Los bravucones gestos de fuerza de los revolucionarios
difícilmente podían causar un efecto traumático a alguien que había vivido
el terror de la guerra, ya con 25 años se había situado por primera vez frente
a un auditorio, irradiaba autoridad natural y en la pugna por la orientación
del Concilio había demostrado ser un intrépido luchador. Es un hecho que,
al contrario de lo que dice la leyenda, Ratzinger en absoluto se vio afectado
por ataques personales de los estudiantes. Ni fue acallado en Tubinga a base
de abucheos, ni se marchó asustado. ¡Que hable Ratzinger! ¡Que hable
Ratzinger!», fue el cántico en el que estallaron los coros de voces durante
una mesa redonda en la que participaba junto con Küng y el teólogo belga
Edward Schillebeeckx y aún no había tomado la palabra. «Nunca he oído ni
experimentado que a Ratzinger se le haya echado de la cátedra», señala el
entonces estudiante Helmut Moll. Y Schmidt-Sommer, condiscípula de
este, confirma que «Ratzinger siempre tuvo buena relación con los
estudiantes».
Ratzinger negó haberse referido con ese «Juan con suerte» a su colega
suizo. No obstante, Hans Küng podría haberse reconocido en aquella figura.
Al fin y al cabo, el autor de la Introducción al cristianismo habla de una
«teología moderna» que indudablemente «respalda en parte una tendencia
que en efecto lleva del oro a la piedra de afilar». Según Ratzinger, esta
tendencia, «naturalmente, no puede ser contrarrestada con la mera
insistencia en el metal precioso de las fórmulas fijas del pasado». Por eso, él
mismo estaría dispuesto a «ayudar a llegar a una nueva comprensión de la
fe como facilitadora de la auténtica condición humana en el mundo actual,
de interpretarla sin reacuñarla, pues, de lo contrario, se convertiría en
charlatanería que solo con dificultad disimula un completo vacío espiritual»
[7].
Por muy influyente que Communio llegara a ser –en los años ochenta y
noventa casi todos los obispos y cardenales nombrados por el papa Wojtyla
procedían del entorno de la revista–, su fundación marcaría de forma
evidente el punto de inflexión en el posterior distanciamiento entre los dos
campos teológicos y eclesiales: ambos se etiquetaban «católicos», pero se
resultaban tan extraños el uno al otro como un esquimal y un habitante de
Tierra del Fuego. Mientras que Concilium de Küng se ocupaba de temas
como «Comunicación en la Iglesia» y «Mujeres en una Iglesia de
hombres», Ratzinger hablaba de «Unidad de la Iglesia, unidad de la
humanidad» (1972) o sobre «Lo variable y lo invariable en la Iglesia»
(1978), por mencionar dos de las contribuciones del editor. A la estrategia
del «contra» de Küng –contra el papa, contra la tradición, contra los
dogmas–, Von Balthasar contestaba en Communio con el planteamiento:
«Quien quiera más acción necesita mejorar la contemplación, quien quiera
formar más debe escuchar y rezar con mayor profundidad»: «Solo
reflexionando sobre lo cristiano mismo –purificando, profundizando y
centrando sus ideas– podremos defenderlo de forma creíble» [16].
Por primera vez tiene que cancelarse una cita en la diócesis porque el
médico, a causa del exceso de trabajo y de un resfriado, le ordena guardar
reposo. Cada vez con mayor frecuencia, Ratzinger se retira también a su
casa de Pentling. La planta baja está alquilada a un matrimonio mayor, pero
en la primera planta puede trabajar en sus libros sin ser molestado y
encontrar un poco de tranquilidad y reposo; eso sí, solo hasta que lo
alcanzan aquellos sucesos que actuarán como una aceleradora del tiempo y
pondrán la nave espacial de San Pedro en una nueva órbita, de la que nadie
sabe a dónde conduce.
47
El año de los tres papas
P oco a poco, el obispo se fue haciendo con las funciones del cargo. Su
vida cotidiana comenzaba con la santa misa a las 7:30. Por la mañana,
a Ratzinger solo le gustaban las celebraciones muy breves y sencillas, sin
preces. A mediodía, tras la comida, pasaba un breve rato con su hermana. Y
hacia las diez de la noche se apagaba la luz en su vivienda. «Como jefe era
ideal», según el secretario Bruno Fink, «tomaba apuntes de todo, tenía
humor e indicaba cómo había que proceder» [1]. Todo se desarrollaba con
mucha paciencia. Como mucho, cuando se le oía inspirar profundamente se
sabía que el jefe no estaba contento con la situación.
Los ejercicios espirituales en la abadía de Scheyern constituían una parte
fija del programa anual. Allí quería estar a solas. «Allí se disfrutaba de la
amplitud del campo, de los grandes bosques, del silencio y del espíritu
abierto», decía entusiasmado; a ello se sumaba «la sencillez de la abadía y
la constancia del ritmo» [2]. Cuando el obispo visitaba las zonas rurales, la
gente sentía como si su «corazón bávaro» floreciera. Una parte del territorio
central de la diócesis se denomina terra benedictina: tierra cultivada por los
monjes benedictinos y, a la vez, bendita. Ratzinger amaba la profundidad de
las almas y la amplitud de los corazones de sus coterráneos, sus elevados
sentimientos, su arte de vivir, caracterizado por lo que los une, por lo
inclusivo en lugar de la aspereza de lo exclusivo. «Que Dios te acompañe,
tierra de los bávaros» es, hasta el día de hoy, el himno oficial del Estado
federado. Aquí no gusta el exceso de arrojo y afectación. Lo que sí se
aprecia es el inconformismo. «Esta tierra siempre ha estado, pues, volcada
en realidad hacia su interior y ha sido obstinada, pero justo eso la ha hecho
también resistente», declaró Ratzinger en una ocasión; «porque ha estado
abierta, porque ha sabido participar en el gran intercambio de las culturas; y
quizá el imperfecto encaje de Baviera en la historia alemana se deba a que
esta tierra no se ha dejado encorsetar en una cultura meramente nacional,
sino que ha seguido siendo siempre un espacio abierto a un amplio e intenso
intercambio intelectual» [3].
El mismo mes, por enérgica petición del papa, presidió el sínodo mundial
de los obispos sobre el matrimonio y la familia en calidad de relator.
Pronunció la conferencia inaugural y durante cinco semanas se encargó de
recoger las diversas contribuciones de los obispos para elaborar la
correspondiente síntesis. Exhausto, regresó a Múnich, preparó para sus
parroquias un folleto sobre los resultados del sínodo (incluida la cuestión de
la comunión de los católicos divorciados y casados de nuevo) y se metió de
lleno en la preparación del siguiente gran evento: el primer viaje a
Alemania del papa polaco.
La gira llevó a Juan Pablo II a Colonia, Osnabrück, Maguncia, Fulda,
Altötting y Múnich, un programa intensísimo con dos grandes misas al día
y alrededor de veinte alocuciones. En Altötting, Ratzinger lo acompañó a la
capilla de la Gracia. El cardenal era un modesto anfitrión que no buscaba
llamar la atención. Lo que se evidenció, sin lugar a duda, era cuán íntima se
había hecho la relación entre el alemán y el polaco. No daban la impresión
de ser severos príncipes eclesiásticos, sino colegas, dos compañeros que se
lo estaban pasando bien juntos y que irradiaban buen humor y una
extraordinaria vitalidad. «Ya descansaré en el cielo», dijo Wojtyla cuando el
amigo le ofreció una sala para echarse una siesta. El papa estaba exultante y
bromeaba en todo momento. Que tenía planes para Ratzinger lo sabían los
dos, pero no se habló de ello.
Cuando el 19 de noviembre comenzó la gran celebración final en el
Theresienwiese de Múnich, la explanada donde tiene lugar la Oktoberfest,
había congregada allí, a pesar del mal tiempo, una multitud de medio millón
de personas, algo nunca antes visto en Alemania con ocasión de una misa.
Con el fin de sentar un precedente, Ratzinger dispuso que el monaguillo
encargado de sostener el báculo papal no fuese un chico, sino una chica.
Una representante de los jóvenes desató un «escándalo» al criticar en sus
palabras de saludo la doctrina moral y social de la Iglesia. Los periodistas
construyeron la tesis de que la joven había decidido de forma espontánea
hacer frente al papa. En realidad, el texto había sido presentado con
antelación al cardenal que no tuvo dudas al respecto. Preguntado por la
polémica de la interpelación crítica, Ratzinger le quitó hierro al asunto. Dijo
no entender el alboroto. Al fin y al cabo, preguntas como esa estaban a la
orden del día.
Entre los asuntos menos agradables del episcopado de Ratzinger figura
un escándalo relacionado con los negocios financieros del obispado. Los
sucesos se remontaban a los años sesenta y setenta, pero fue ahora cuando
tuvo lugar el proceso judicial ante la Audiencia Regional. Los acusados
eran el agente inmobiliario Karl Heinz Bald y el deportista olímpico Armin
Hary. Ambos habían defraudado tres millones de marcos a la archidiócesis
en unos negocios inmobiliarios. Pronto quedó claro que la estafa solo había
sido posible por la mala gestión de la administración eclesiástica. El juez
ordenó un registro en las oficinas de Asuntos Económicos de la
archidiócesis y citó a Ratzinger en calidad de testigo para el 13 de marzo de
1981. Inmediatamente, el secretario Fink recibió el siguiente encargo:
«Traiga a la Dra. Marianne Thora. Esa mujer sí que sabe» [1].
La experimentada abogada preparó a Ratzinger durante tres sesiones para
el juicio inminente. Según Fink, «el cardenal se fijó en qué argumentos eran
adecuados y cuáles meramente superficiales» [2]. Tras su declaración, los
acusados fueron condenados, pero el daño a la imagen de la Iglesia de
Múnich fue enorme. Ratzinger aprendió de los errores. Nombró a un nuevo
director económico y, mediante severos mecanismos de control, se aseguró
de que no se repitieran sucesos similares.
Ya en Ratisbona, Ratzinger se había interesado por la Comunidad
Integrada (posteriormente se llamaría Comunidad Católica Integrada, KIG,
por su sigla en alemán), cuyos líderes trataron de embaucarlo. La larga
relación con este grupo es uno de los aspectos más peculiares en la
biografía del posterior papa. El hecho de que la considerara una de esas
nuevas iniciativas que podían proporcionar nuevos impulsos a una
burocratizada Iglesia del pueblo era, sin duda, una de las razones que
motivó su actitud abierta hacia ella. Por otra parte, debió de sentirse como
electrizado al encontrarse con un proyecto católico que también aspiraba a
lograr una mejor relación con el judaísmo.
El punto de arranque de la comunidad formada en torno a los fundadores
Traudl y Herbert Wallbrecher eran las experiencias del Holocausto, que
debían servir para aprender del pasado. Habitualmente, en los años setenta y
ochenta la renovación de la Iglesia se identificaba con movimientos
alternativos y una pretendida laicización. Por ejemplo, el «Katholikentag
desde abajo», que comenzó a celebrarse a partir de 1980, se correspondía,
según el historiador Franz Walter, con la «corriente predominante de
carácter ecológico-pacifista» de aquella época. «Por cierto, el evento no
resultaba ni innovador ni original», según Walter, pues la escena estaba
dominada por «café nicaragüense y fruta biológica, lemas a favor del
desarme militar, problemas del Tercer Mundo y teologías de la liberación».
En lugar del papa, los católicos alternativos tenían «pequeños antipapas a
los que adoraban: durante un tiempo fue Hans Küng, después Eugen
Drewermann». La Comunidad Integrada, sin embargo, aspiraba a recuperar
la «fuerza de la fe de la comunidad primitiva» y a vivir «una comunidad
diferenciada», tal como se dice en un escrito programático de junio de
1969. Al fin y al cabo, «la Iglesia solo puede cumplir su misión para el
mundo si representa una comunidad de contraste, si constituye la sal para el
mundo, si no es igual que el mundo». Una frase de ese programa debió de
resultar especialmente atractiva para Ratzinger: «En el principio no era la
teología, sino la comunidad, con su experiencia de cómo Dios actúa en
ella».
La aparición del movimiento católico de comuna, en consonancia con el
espíritu entusiasta de la rebelión del 68, atrajo rápidamente a más de mil
adultos y jóvenes –laicos y sacerdotes, solteros y familias– que querían
vivir, trabajar, rezar y celebrar la eucaristía juntos, en formas modernas,
estéticamente pulidas y coreografías con estilo. Entretanto se había visto
reforzado por catedráticos de Teología con renombre como Gerhard
Lohfink y Rudolf Pesch y el grupo se guiaba por la exégesis moderna, las
raíces judías del cristianismo y la filosofía de los existencialistas franceses.
Se dio a conocer a nivel suprarregional en verano de 1976 mediante
sentadas en las iglesias episcopales de Múnich, Münster, Paderborn y
Rotemburgo. Las ocupaciones de las iglesias eran una reacción a campañas
de difamación y a la indiferencia por parte de las autoridades eclesiásticas.
Pocos días después, el soliviantado cardenal Döpfner, que hasta entonces
había ignorado todas las peticiones para reunirse con él y no había
contestado las cartas que había recibido, mandó declarar públicamente que
la Comunidad Integrada era un «grupo libre dentro del espacio de la
Iglesia», no una secta. En 1978, la Comunidad fue legitimada como grupo
apostólico por los cardenales Johannes Degenhardt y Joseph Ratzinger
conforme a los números 18 y 19 del decreto conciliar Apostolicam
actuositatem. En concreto, el obispo de Múnich ordenó: «Con este paso se
reconoce la forma de vida de la Comunidad Integrada como una posibilidad
de realizar la fe dentro de la Iglesia católica, y de su catolicidad forma parte
el hecho de integrarse en el conjunto de la Iglesia sin pretensión de
exclusividad [cursiva añadida por el autor] y de reconocer, además de la
propia, otras maneras de realizar la fe, ya sean consolidadas o nuevas» [3].
abía habido alguna vez un papa más viajero? ¿O que congregara tales
¿H
multitudes? ¿O que anunciara con tanta frescura y poca convencionalidad el
kerigma, el mensaje en el que se basa la fe cristiana: «¡Tú eres el Mesías, el
Hijo del Dios vivo!»?
Y, sin embargo, con cada mes que pasaba quedaba más patente que las
personas al mando de la Iglesia católica formaban un equipo compenetrado,
capaz de mantener a flote un barco incluso en medio de una tormenta. Pues,
por más que las diferencias fueran grandes, también lo eran las similitudes.
Ya por la experiencia personal que ambos habían tenido del racismo, del
terror y de los millones de víctimas que habían provocado los experimentos
ateos del siglo XX, ya por la capacidad de reconocer qué corrientes de la
época moderna conllevaban oportunidades y cuáles más bien peligros.
Wojtyla sentía «gratitud hacia el Espíritu Santo por el gran regalo del
Concilio Vaticano II», según afirmó en su testamento, Y al igual que los dos
líderes eclesiales defendían el Concilio, también convenían en su rechazo a
todo lo que, a su modo de ver, suponía dilución y desviación.
El bávaro formula así su lealtad a Wojtyla: «Llegué como cardenal, por
lo que no necesito participar en los juegos por el poder ni reivindicar mi
carrera profesional». Él se veía a sí mismo como moderador de una gran
comunidad de trabajo. Además, «nunca me atrevería a imponerle a la
cristiandad mis propias ideas teológicas a través de las decisiones de la
Congregación» [1]. El filósofo Robert Spaemann afirmó que, en el fondo, el
nombramiento de Ratzinger había sido necesario porque, en vista de la
complejidad de la teología moderna, «una inteligencia media ya no sabe
calibrar el alcance de las posibles conclusiones».
En muy poco tiempo, Ratzinger reorganizó el Sant’Uffizio y amplió la
plantilla. Estableció planes de trabajo y amplió los derechos de los autores,
concediendo a los teólogos acusados de desviación dogmática el derecho a
defensa. Con el nombramiento del antiguo catedrático, la prefectura estaba
ahora en manos de un hombre «al que, en términos teológicos, nadie podía
engañar», ni personas ajenas a la Congregación ni la comunidad de
consultores. Como perito conciliar había criticado el estilo de «ordeno y
mando» del Santo Oficio. Tras la toma de posesión de su nuevo cargo, se
dejó de sermonear a los obispos, teólogos o sacerdotes cuestionados y, en
casos importantes, se les invitaba a Roma para contrastar opiniones.
Ratzinger tenía una idea clara de qué le esperaba a la Iglesia en las
décadas subsiguientes. Apenas se había avanzado en lo relativo al
ecumenismo. Los protestantes se aferraban a la exigencia de una eucaristía
común; los ortodoxos habían prohibido a los católicos predicar el Evangelio
en la Unión Soviética. Por otra parte, los episcopados de Europa Occidental
se habían acomodado. Como si de oleadas antirromanas se tratara, las
peticiones de los grupos de oposición amenazaban con inundar la tierra
firme del catolicismo. A esto se sumaba una hostilidad notoria por parte de
los medios de comunicación liberales que veían en el Vaticano un bastión
en contra de cualquier avance civilizatorio, por lo que había que derribarlo.
El psiquiatra Manfred Lütz señaló que, sobre todo en la prensa alemana, se
había impuesto un «complejo del santo padre». En ningún otro país del
mundo se estaría «hablando sin cesar en relación con el papa, con tan pobre
nivel intelectual y sin ton ni son, sobre la píldora, el condón, el sexo
prematrimonial, extramatrimonial y posmatrimonial; ni se estarían
reduciendo en esencia a asuntos del bajo vientre temas como el de la mujer
y el del celibato». Los «interminables chismes de naturaleza sexual» son
«típicamente adolescentes»; «y eso que se dan entre contemporáneos
adultos que, por lo demás, saben diferenciar» [2].
En 1970 había 448.508 sacerdotes católicos en todo el mundo.
Veinticinco años después, esa cifra se había reducido a 404.750, a pesar de
que el número de católicos había crecido considerablemente. Cerca de
46.000 sacerdotes habían abandonado el ministerio [3]. Cientos, quizá miles
de teólogos católicos, se habían alejado de principios elementales: negaban
bien la filiación divina de Cristo o la resurrección, bien el primado del papa.
Los ingresos en los seminarios habían descendido fuertemente. La
disciplina en el clero iba disminuyendo y crecía la mundanización. La
verdadera magnitud del tumor de los abusos sexuales la pondrían de
manifiesto décadas después los incontables delitos cometidos por diáconos,
sacerdotes e incluso obispos.
Ratzinger estaba convencido de que no solo se hallaba en juego la
disolución de dogmas considerados indisolubles hasta la fecha, sino
también, tras la escisión de los seguidores de Lefebvre, un nuevo cisma,
esta vez por la izquierda. De todas formas, la división interna de la
comunidad de creyentes era ya más que evidente. En 1984, el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe presentaba su diagnóstico en una
contribución para el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung: «Tengo la
impresión de que los daños que ha sufrido la Iglesia a lo largo de estos
veinte años se deben a que en su interior se han desatado fuerzas latentes,
agresivas, polémicas, centrífugas, quizá incluso irresponsables; y fuera [de
la Iglesia], al choque con un giro cultural: se impone la clase media alta en
Occidente, la nueva burguesía del sector terciario, con su ideología liberal-
radical de sello individualista, racionalista y hedonista». En estos
momentos, la tarea principal de la Iglesia consistiría en buscar un nuevo
«equilibrio en las orientaciones y los valores dentro del conjunto católico»
[4].
Las convulsiones que se estaban produciendo en la Iglesia se
correspondían con los terremotos intelectuales que sacudían el conjunto del
globo terrestre. Ratzinger predicaba que, cabalmente en tiempos inestables,
la Iglesia debía redoblar sus esfuerzos por centrarse en sus esencias, tal
como Jesús se lo había encargado: enseñar, ayudar, curar. Solo con su ética
decidida podía convertirse en consejera y compañera para las difíciles
cuestiones de la civilización moderna. En lugar de una Iglesia desde arriba
o desde abajo, él recomendaba una «Iglesia desde dentro».
Ratzinger era consciente de que Wojtyla, en cuestiones de estrategia,
pensaba de manera distinta. Grosso modo, sin embargo, el papa y el
cardenal coincidían en casi todo lo demás. «Nunca se sabe qué es objetivo
del papa y qué idea de Ratzinger», señalaba con un suspiro el redactor jefe
de la revista jesuita Stimmen der Zeit, Wolfgang Seibel [5]. Juan Arias,
autor español, apuntaba: «A menudo, cuando uno escucha los discursos de
Juan Pablo II, da la impresión de que los ha escrito Ratzinger. Y viceversa:
cuando uno lee los artículos del prefecto del Santo Oficio, se llega a la
convicción de que han sido inspirados por el propio papa Wojtyla» [6].
Según Juan Arias, alguien que a menudo cenaba con el santo padre había
asegurado «que Juan Pablo II, en cuanto al ámbito teológico en su conjunto
y en cuanto a la doctrina, realmente confía por completo en las sólidas ideas
del cardenal y teólogo alemán, con excepción de algunos aspectos de la
pastoral social, en la que Wojtyla se siente más seguro y tiene un enfoque
más personal» [7]. Además, Ratzinger solía estar mejor informado, pues los
obispos, en sus visitas ad limina, abrían espontáneamente su corazón al
pequeño bávaro. Se trataba de quejas y preocupaciones que no se atrevían a
manifestar ante la autoridad suprema o que esta no recibiría de buen grado.
Según Arias, ni de Ratzinger ni de Wojtyla podía afirmarse «que se trate de
personas que no viven en nuestro mundo o suscriben ideas teológicas
antediluvianas. Más bien son reformadores inteligentes que se sienten, con
toda la razón del mundo, progresistas y conciliadores». Además, «ambos
cuentan con amplios estudios, disponen de innegable sensibilidad, son
jóvenes, buenos polemistas y tienen ganas de iniciar una reforma auténtica
en la Iglesia» [8].
Ratzinger no solo reorganizó la Congregación, sino que también quería
darle una voz. La ofensiva mediática del antiguo catedrático se inició el 9
de mayo de 1983 con una entrevista en el semanario Der Spiegel, que tuvo
considerable repercusión. En ella, el teólogo jefe en cuestiones de fe habló
sobre el armamento atómico de Francia bajo el mandato de Mitterrand e
igualmente sobre la «debilidad actual de la Iglesia», que estaría motivada,
principalmente, por un «debilitamiento de la moral»: «La verdadera miseria
en el mundo se debe a que solo cuentan los meros hechos y los principios
morales son básicamente descartados como irreales». La Iglesia quizá debía
asumir en mayor medida «el profético papel de crítico, quien, si es
necesario, busca incluso la confrontación». Sería importante «tener el
valor» de «situarse en contra de la sociedad, siempre que así lo requiera la
posición moral». No obstante, la Iglesia «no debe extralimitarse en su
autoridad, pues fácilmente podría imponer falsas obligaciones de
conciencia».
En cuanto a la creciente influencia de la nueva «teología de la
liberación», el cardenal señalaba: «Que la Iglesia en Latinoamérica ejerza
su responsabilidad social, que trate de limitar las dictaduras a través de su
oposición moral, que se esfuerce por hacer valer la justicia, porque, de lo
contrario, la paz será imposible: todo eso me parece correcto y necesario».
Cosa bien distinta es «que en algunos teólogos lo cristiano se esté diluyendo
y amalgamando con lo marxista». De esta forma, «se neutraliza la fuerza
moral del Evangelio» [9].
Sus fuerzas se ven mermadas no solo por los ataques a la Iglesia, sino
también, y sobre todo, por el mal en la Iglesia. Aún no se conocía el alcance
de los casos de abusos contra menores, pero ya la inmundicia –también en
forma de abusos litúrgicos– a la que se tiene que enfrentar como
responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe supone una carga
considerable. «Me duele en mi interior cuando pienso cómo se está tratando
a nuestro Señor» [31]. También conoce el peligro que conlleva su cargo:
«Cuando se piensa que la vida en su conjunto es hostil, y uno se obsesiona
esencialmente con el papel de acusador, entonces se identifica cada vez más
con el objeto de sus acusaciones. La vida solo puede funcionar si se lleva
dentro la voluntad de aspirar a lo positivo» [32].
Apenas dos meses después llegaría el siguiente golpe del destino, esta
vez más duro que nunca. Como siempre en Todos los Santos, Maria quería
viajar a Pentling para ocuparse de la tumba de los padres. Reservó un billete
de avión con Lufthansa y le suplicó a su hermano que no se alojara en la
residencia de religiosas, como solía hacer cuando ella se ausentaba. Maria
había leído en la prensa sobre robos en domicilios. Joseph no se resistió y se
alojó en la casa de ejercicios espirituales de la comunidad Figlie della
Chiesa, construida sobre una loma en La Storta, a una veintena de
kilómetros al nordeste de Roma. Fue una bendición; pues, gracias a que no
se encontraba lejos del aeropuerto, pudo tomar inmediatamente un avión
después de recibir una alarmante llamada telefónica de su hermano
avisándole de que Maria había sufrido un infarto. Sin embargo, a su llegada
al hospital de los hermanos de la Caridad en Ratisbona, su hermana ya
había perdido la conciencia. «Estaba tendida en la cama como si durmiera
en paz» [42]; a las pocas horas, entregó el espíritu. Maria Ratzinger,
miembro de la Orden Tercera de San Francisco, falleció el 2 de noviembre
de 1991, el día de los Difuntos, de un infarto de miocardio y un
subsiguiente derrame cerebral.
Que en enero de 1995, con ocasión de una gira por Asia, el pontífice
recorriera 33.000 kilómetros en once días, que mantuviera treinta
conversaciones con diversas personalidades y celebrara en Manila una misa
con cinco millones de personas –la de mayor afluencia de la historia– no
podía quedar sin contestación por parte de Der Spiegel. Una semana
después de lo de Manila, Augstein exclamaba en tono desafiante: «Estoy en
contra del papa Wojtyla porque no permite otra opinión que no sea la suya
propia, aunque provenga del ideario del “ratzingerismo”». Con la «Iglesia
de Wojtyla» se estaría emprendiendo un camino «hacia un futuro sin
esperanza», profetizaba el autor. Para ilustrar lo dicho, el artículo venía
acompañado de una foto que mostraba al pontífice, bostezando y agarrado a
la férula papal. El pie de foto decía: «Cementerio de un pasado museístico»
[7].
Tras un mordaz reportaje de portada del 26 de enero de 1998, Augstein
trató de asestar un nuevo golpe con una contribución del 20 de septiembre
de 1999: «El polaco Wojtyla quiere que a las mujeres se les siga haciendo la
vida imposible». Ese era su comentario respecto de la decisión de Roma de
que la Iglesia alemana abandonara el asesoramiento a las embarazadas en
situación de conflicto. En su ataque generalizado, Augstein acusaba a la
Iglesia de haber estado en connivencia con Hitler: «La bendición de la
Iglesia la necesitaba [Hitler] para poder iniciar y ganar su guerra». El furor
de Augstein culminaba en la acusación de que «los martirios y las torturas
de consecuencias letales escenificadas por la Iglesia romana» eran
«comparables a los crímenes de Hitler y Stalin» [8]. Y eso que era un
secreto a voces que, tras el final de la guerra, varios nazis se habían
colocado en Der Spiegel, entre ellos antiguos capitanes de la SS o también
el primer jefe de la Gestapo, Rudolf Diels. A principios de 1934, el jurista
entregó a Hitler, a través de Hermann Göring, una compilación de los
«casos individuales más llamativos de disturbios políticos por parte de
religiosos católicos en contra del Estado y del movimiento
nacionalsocialista». Para Der Spiegel escribió las series «La Noche de los
Cuchillos Largos... no tuvo lugar» y «Lucifer ante portas». De acuerdo con
un estudio científico de su biógrafo Klaus Wallbaum, Rudolf Diels fue «uno
de los actores más importantes del régimen nazi» y tenía acceso directo a
Adolf Hitler [9].
En una reseña del libro de Augstein, Jesús, hijo de hombre, Karl Rahner
había relacionado los ataques contra el papado y la Iglesia con la idea de
que el periodista quería liberarse con violencia de los miedos de su pasado
católico. En cuanto a Cristo, Augstein había llegado a la conclusión de que
se trataba muy probablemente de «una síntesis a partir de varias figuras y
corrientes, elaborada por judíos con mucha fantasía y formación helenística
como personificación de la salvación del pueblo judío». Sería un «hecho»
«que la religión, tal como la entienden tanto los que son como los que no
son fieles a la Iglesia, ya no tiene futuro, se trate del dios que sea. No existe
ningún dios al que podamos conocer o del que podamos hablar, como
tampoco ninguno que sea omnipotente. Que un dios haya actuado hace dos
mil años de una vez para siempre es mito y magia de los días de infancia de
la humanidad» [10].
Solo cuatro meses después de la muerte de Augstein, el 7 de noviembre
de 2002, redactores de Der Spiegel, en un arrebato de sinceridad, de repente
caracterizaban en sus artículos a Juan Pablo II como «maratoniano de Dios»
y «papa extraordinario». «Los romanos lo aman», se decía en un reportaje
de portada. El papa «lucha contra la ideología del comunismo, que
desprecia la dignidad humana, con la misma decisión con la que lucha
contra la secularización, el cinismo y la falta de compasión del ajetreado
capitalismo». Y también: «En el mundo entero, muchas personas parecen
adictas a sus mensajes», que «gustan especialmente a los jóvenes» [11].
El final de la Guerra Fría, la globalización y los nuevos medios
electrónicos catapultaron el mundo a una nueva era, con retos para los que
aún no había respuestas. Ratzinger resultó ser, de nuevo, un superviviente:
tras la fase de agotamiento, volvió a recuperar su antigua fortaleza. Siendo
el indiscutido pensador jefe del Vaticano, daba conferencias ante los
principales políticos y juristas de Europa, recibía invitaciones a Cambridge
y Nueva York y se le concedieron nueve doctorados honoris causa. En cinco
ocasiones visitó Estados Unidos, en seis Sudamérica. Su compromiso a
favor del levantamiento de la condena a Galileo Galilei le granjeó tantas
simpatías entre los científicos que en el año 2000 pusieron su nombre a un
planeta. La editorial Johannes Verlag de Hans Urs von Balthasar lo
celebraba con entusiasmo como «el intrépido analista de la situación actual
de la Iglesia»: «No hay asunto demasiado candente para que deje de tocarlo,
no hay selva teológica demasiado densa o enmarañada que le impida el
paso» [12]. Todos sus estudios reflejarían coraje, inteligencia y un
pronunciado sentido de la moderación y la justicia.
Además, como interlocutor de los medios de comunicación, el bávaro era
el obispo más entrevistado del mundo. Pero incluso cuando se trataba de
análisis para la propia institución, no había forma de esquivar al prefecto.
«El tema me vino dado», explicó en relación con los preparativos para una
reunión de obispos procedentes de todas las partes de Europa a principios
de los años noventa. «Se esperaba de mí un esbozo de los problemas a los
que la teología tiene que enfrentarse en la actual situación intelectual en
Europa». Además, debía iluminar «las razones profundas de la lucha actual
en torno a la Iglesia y contra ella, invitando así a que se prosiga la
reflexión».
No son solo los preparativos para el milenio los que dificultan el trabajo
del prefecto. Ratzinger sigue sintiéndose cansado y viejo. «Con el paso de
los años, uno siente cada vez más el peso de días como este», le confiesa a
Esther en febrero de 1998; «En el futuro tendré que dosificarme con tales
aventuras aún más de lo que, de todos modos, ya hago» [1]. A principios de
agosto de 1999 disfruta, junto con su hermano Georg, de unas vacaciones
en el convento de las franciscanas de Mallersdorf. «¡Qué deliciosa la
atmósfera de silencio después del ruido y la avalancha de reuniones en
Roma!», le dice a Betz. Elogia con entusiasmo la «fabulosa comida» y, en
general, «el amplio y fértil paisaje que, con sus suaves colinas y valles,
transmite paz y relajación por contraste con el recio mundo montañoso de
los Alpes».
La firma de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación,
en la que iban a participar la Federación Luterana Mundial, el Consejo
Metodista Mundial y la Iglesia católica, estaba prevista para el 31 de
octubre de 1999. Se consideraba un hito en el diálogo ecuménico, ya que la
Iglesia católica, a pesar de todas las «diferencias restantes», expresaba su
comprensión por la doctrina protestante de la justificación del hombre «solo
por la fe». Realmente, sin la intervención del prefecto «esta declaración no
se habría producido», señala el teólogo Theodor Dieter, director del
Instituto de Investigación Ecuménica en Estrasburgo, un centro de la
Federación Luterana Mundial [2]. Cuando las conversaciones sobre la
Declaración llegaron a un punto muerto, Ratzinger se recluyó en Ratisbona
con el obispo regional evangélico Johannes Hanselmann, primero en el
Hotel Münchner Hof y, al día siguiente, en la vivienda particular de su
hermano, con el propósito de apartar del camino los últimos escollos
teológicos, en apariencia insuperables. Al final se logró acordar una adenda,
que rápidamente fue remitida a la sede de la Federación Luterana Mundial
en Ginebra. El acuerdo histórico pudo ser salvado.
En favor de Ratzinger hay que señalar que no se escondió detrás del papa
ni de ninguno de sus colaboradores, sino que asumió toda la
responsabilidad. Por otra parte, el desarrollo de una buena estrategia de
comunicación en medio de un conflicto al rojo vivo no era precisamente su
fuerte. En una conferencia de prensa en la Sala Stampa de la Santa Sede, el
prefecto declaró que Dominus Iesus en modo alguno constituía una «nueva
doctrina». Se trataba simplemente de recordar los dogmas de la Iglesia
católica, que también habían sido puestos de relieve por el Concilio, a la
vista de ciertos «errores y malentendidos». Con Dominus Iesus se habría
pretendido salir de la indiferencia que considera iguales a todas las Iglesias.
La declaración sería un documento interno de la Iglesia católica romana. En
cuanto a «nuestros amigos luteranos», añadió el prefecto en el típico tono
ratzingeriano, no terminaba de entender el porqué de tanta exaltación. Le
parecía «por completo absurdo» que «formaciones históricas casuales»
pretendieran ser reconocidas como Iglesias en la misma medida «en que
nosotros creemos que lo es la Iglesia católica, en virtud de la sucesión
apostólica del episcopado». Al fin y al cabo, ninguna de estas comunidades
quería ser como Roma. En ese sentido, tampoco se estaría ofendiendo a
nadie [16].
Todavía hoy se especula sobre si el documento lo escribió Ratzinger
mismo. En una de nuestras entrevistas, él lo niega. «Colaboré, por supuesto,
y también contribuí a reformularlo críticamente, y cosas por el estilo. Pero
no redacté en persona ninguno de los documentos, tampoco Dominus
Iesus». Deliberadamente, «nunca escribía yo mismo los documentos de la
Congregación para que no pareciera que quería difundir e imponer mi
teología privada». También negó las interminables especulaciones de que, a
causa del documento, se había producido una disputa con Juan Pablo II. «El
papa me apoyó, mostrándome una lealtad y una bondad extremas. Me dijo
que, dada la agitación que se había desatado en torno a Dominus Iesus,
quería defender inequívocamente el documento en un ángelus». Wojtyla,
sin embargo, consideraba que lo más apropiado era que el propio Ratzinger
escribiera el texto para esa ocasión. El texto debía reflejar «sin lugar a
dudas» que él [Juan Pablo II] aprobaba el documento incondicionalmente».
Sigue diciendo Ratzinger que después redactó «un breve discurso, pero
tampoco quería que sonara demasiado duro e intenté escribirlo de tal forma
que resultara claro, pero sin dureza. Tras la lectura del texto, el papa me
volvió a preguntar: “¿Resulta suficientemente claro?”, a lo que le respondí
afirmativamente» [17].
Ratzinger se equivocaba. Un día radiante de febrero de 2001, mientras
Juan Pablo II anunciaba la creación de nuevos cardenales en la plaza de San
Pedro, los medios de comunicación comenzaron a alimentar las
especulaciones de que Ratzinger estaba a punto de ser despedido, después
de que el papa se hubiera distanciado en cierta medida de Dominus Iesus.
«No solo fue el primer consistorio y la primera creación de nuevos
cardenales del recién estrenado tercer milenio», anotó Robert Leicht del
semanario Die Zeit, «sino también el adiós a una era. Esta era lleva el
nombre de Ratzinger». Al parecer, ello se reflejaba en la elevación de los
obispos Lehmann y Kasper, adversarios de Ratzinger, a la dignidad de
cardenales. Para el «guardián de la ortodoxia católica romana, un hombre
eminentemente competente y eminentemente controvertido», ese día
supondría el inicio «del fin, si no del poder en sí, al menos del monopolio
del poder espiritual bajo el primado del papa». «Con los recientes
nombramientos de nuevos cardenales, el papa se ha distanciado claramente
tanto del centralismo romano de Ratzinger como también de la importancia
central de Ratzinger en el Vaticano» [18].
El desacierto del análisis del corresponsal de Die Zeit quedaría patente
poco tiempo después. El 30 de noviembre de 2002, día de la fiesta de san
Andrés Apóstol, Juan Pablo II confirmó oficialmente el ascenso de
Ratzinger al puesto de decano del Colegio Cardenalicio. A partir de
entonces, era el único cardenal con acceso permanente al papa [19]. En
cuanto a la elevación de Lehmann y Kasper al cardenalato, el antiguo
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en este pasaje de una
de nuestras entrevistas, que se publica aquí por primera vez, revela lo
siguiente: «Juan Pablo II comentó conmigo los dos nombramientos. Por
supuesto, él jamás habría nombrado a ningún cardenal de Alemania o de
cualquier otro lugar al que yo me hubiera opuesto. Claro que hubo amigos
que le dijeron al papa que, en casos así, yo actuaba con excesiva
caballerosidad y no calibraba la situación con suficiente realismo. Pero a mí
me parecía que en el Colegio Cardenalicio también debían estar
representados otros temperamentos y posiciones distintas de las mías,
siempre que se situaran dentro del ámbito de la fe católica» [20].
Pasó completamente desapercibido que en 2001 la congregación de
Ratzinger se vio reforzada al hacerse cargo de los casos de abusos contra
menores, ampliando así sus competencias. El prefecto se había dado cuenta
de que los delitos, ya fuese en Estados Unidos o en otros lugares, a menudo
quedaban encubiertos o, como mínimo, no se perseguían con la necesaria
atención. El propio papa podría haber subestimado el problema o influido
en mantenerlo oculto. Con la carta De delictis gravioribus [De los delitos
más graves] de 18 de mayo de 2001 –que el prefecto hizo llegar a todos los
obispos titulares, así como a otros ordinarios y superiores– se informó a la
Iglesia universal de las nuevas normas relativas a delitos contra la fe, la
santidad de los sacramentos y las costumbres. El nuevo reglamento
reemplazaba a un artículo de la instrucción Crimen sollicitationis [Delito de
solicitación] de 1962 que exigía que no se mantuviera oculto más que lo
que estuviera relacionado con el secreto de confesión. Además, en los casos
de abusos contra menores, la jurisdicción pasó a manos de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Esta podía perseguir ahora los delitos con
independencia de consideraciones nacionales o locales, y no solo podía
suspender a los sacerdotes, sino también reducirlos al estado laical.
«Reformulé el derecho penal», comenta Ratzinger en una de nuestras
conversaciones, «porque resultaba demasiado débil». Se trataba de poner la
protección de las víctimas en primer plano y de crear las condiciones para
poder «intervenir con más celeridad».
Al igual que había que «respetar y defender los derechos del embrión
humano», era necesario «asegurar la protección y promoción de la familia,
que se basa en el matrimonio monógamo entre personas de diferente
género». A un tiempo, importaba la «protección social de los menores» y el
«desarrollo de un orden económico que esté al servicio de la persona y del
bien común y que respete la justicia social y los principios de solidaridad
humana y la subsidiariedad» [22]. En cuanto al futuro, el prefecto no se
hacía ilusiones. «Lo que hemos de constatar es que la situación de las
Iglesias de masas en Europa está cambiando», afirmaba en abril de 2002:
«Como consecuencia de la decreciente identificación de Europa [con el
cristianismo], tendemos a convertirnos en una minoría». En tanto no se
pueda parar este proceso, «la Iglesia, como institución minoritaria, debe, no
obstante, hacer todo lo que esté en sus manos para mantener vivos y
efectivos sus valores. En ningún caso hemos de retirarnos a un cómodo
gueto y decir: “Ahora ya estamos entre nosotros”» [23].
El «papa veloz» llegó a besar el suelo en 129 países del mundo. En 697
ciudades fuera de Italia dio un total de 2.415 alocuciones. A esto hay que
sumar una catequesis casi inabarcable compuesta por 14 encíclicas, 44
escritos apostólicos y cientos de discursos. En 104 viajes internacionales
recorrió en torno a 1,2 millones de km, el equivalente a 29 vueltas alrededor
del globo terráqueo o tres veces la distancia de la Tierra a la Luna. Y todo
ello, con el fin de anunciar la idea del catolicismo como lo universal, de la
unidad interior del yo, tú y nosotros.
Karol Wojtyla se mezclaba entre las «Little Flowers», niñas bailarinas de
Taiwán, pellizcaba narices, daba abrazos y gesticulaba. O se dejaba ver
entre tanques destrozados y cráteres a causa de las bombas en Angola, con
el fin de manifestarse a favor de la paz. En sus audiencias generales en
Roma llegó a recibir 16,8 millones de peregrinos y visitantes. Se calcula
que unos 250 millones de personas en todo el mundo llegaron a conectarse
por televisión para ver al papa en directo. También en cuanto a la emisión
de «pasajes para el cielo» se superaron todos los registros anteriores: 1338
católicos fueron beatificados y 482 canonizados (más que los elevados a los
altares por todos los papas anteriores juntos). Entre ellos, el padre Pío, un
monje capuchino que en 1947 le había profetizado lo siguiente a Wojtyla
(estudiante en aquel momento): «Serás papa, pero también veo sangre y
violencia viniendo sobre ti» [5].
Nadie sabía aún qué legado recibiría Ratzinger de Juan Pablo II. El
propio Ratzinger no era consciente de que con la conferencia de Subiaco
había escrito el modelo de aquella homilía que 16 días después durante la
misa pro eligendo pontifice (para la elección del pontífice) adquiriría una
importancia como la había tenido en su día la conferencia de Génova, con
la que marcó el rumbo del Concilio. En el mundo moderno, decía su frase
clave de Subiaco, Dios queda excluido «de la conciencia pública como
nunca antes se ha experimentado en la historia de la humanidad, ya sea
negándolo por completo, ya sea juzgando que su existencia no es
demostrable, que es incierta, encasillándolo, por tanto, en el ámbito de las
decisiones subjetivas, que, en cualquier caso, no es relevante para la vida
pública».
Con los papas de los últimos tres o cuatro siglos, la Iglesia había tenido
suerte, algo que en absoluto se podía decir de todos en la larga historia del
papado. A Alejandro VI –el famoso papa Borgia–, por ejemplo, acabó
brotándole espuma de la boca tras una vida desmedida llena de lujos. Se le
deformó la lengua, gases sibilantes escapaban por todas sus aberturas
corporales. Y el cuerpo estaba tan hinchado que los enterradores,
supuestamente, tuvieron que saltar encima de su tripa para poder cerrar la
tapa del ataúd. Sin embargo, lo que resulta llamativo es que, incluso en el
caso de los papas que resultaron ser cualquier cosa menos santos, ninguno
de sus documentos haya tenido que ser reescrito o desechado a posteriori.
En el capítulo VI, Wojtyla establecía que, tras la muerte del papa, «en
todas las ciudades y en otras poblaciones, al menos las más importantes,
[...] se eleven humildes e insistentes oraciones al Señor [...] para que
ilumine a los electores y los haga tan concordes en su cometido que se
alcance una pronta, unánime y fructuosa elección, como requiere la
salvación de las almas y el bien de todo el pueblo de Dios» [11].
En la «bolsa de los vaticanistas», como se llamaba una columna del
Corriere della Sera, Ratzinger cotizaba en todo lo alto al inicio del
cónclave. En sus años romanos, el cardenal se había ganado una gran
reputación en el conjunto del episcopado universal. No solo era respetado
como atento guardián de la doctrina católica, sino también por su teología,
que hunde sus raíces en una profunda religiosidad. Aún era pronto para un
brasileño como el cardenal Cláudio Hummes, y el nigeriano Francis Arinze
tenía pocas posibilidades. El experto del tabloide alemán Bild, Andreas
Englisch, estaba seguro de que el cónclave duraría «mucho tiempo» y que,
muy probablemente, sería elegido un sudamericano. Pero también se podía
«inclinar la balanza a favor del cardenal Pulji, de Sarajevo. Conoce bien a
los musulmanes, conoce el Corán al dedillo, y fue un héroe, porque resistió
en Sarajevo durante la guerra» [12].
Es la fase del murmureo, los trucos, las amabilidades deliberadas y las
pullas maliciosas. «Es el momento de los encuentros, de comer juntos y
beber Sambuca», con esas palabras entusiastas describe el cardenal Kasper
sus «encuentros informales a primera y última hora de la tarde», que «no
debían ser subestimados» [13]. Mientras, el cardenal Lehmann no
desaprovechaba ocasión alguna para conceder entrevistas y describir las
cualidades que debía reunir el nuevo pontífice. Entre ellas, todas aquellas de
las que Ratzinger, supuestamente, carecía. El corresponsal de Die Welt, Paul
Badde, informó de un encuentro secreto en el que, tan solo tres días después
del entierro de Wojtyla, los cardenales Achille Silvestrini, Karl Lehmann y
Walter Kasper, así como cardenales ingleses, belgas, lituanos e italianos,
habían intentado «fijar una estrategia para la elección de uno de sus
candidatos favoritos» [14]. Uno de los grupos se habría mostrado a favor de
apoyar a Carlo Maria Martini. No porque se le considerase idóneo. El
cardenal de 78 años pasaba la mayor parte de su tiempo en Tierra Santa y
padecía párkinson. Pero después de confirmarse que Ratzinger era un serio
aspirante, con los votos de los partidarios del cardenal de Milán se
produciría una situación de empate. Y este solo se resolvería con la
búsqueda de un nombre completamente nuevo.
La pregunta que se planteaba era: ¿qué papa hace falta en estos tiempos?
Para la homilía, Ratzinger reunió las fuerzas que le quedaban. Debía ser
un último servicio, el acto final de una biografía agotadora. Entre las
sencillas mitras blancas de los obispos destacaba la suya, ornamentada con
una gran cruz dorada. Más tarde se diría que su homilía había sido un
discurso de presentación de candidatura. Otros apuntarían a un sorprendente
paralelismo con el anterior cónclave. Entonces, un cardenal de Polonia
había convencido a todos con un profundo análisis de los retos que suponía
el marxismo para la Iglesia. Pero el sermón de Ratzinger no fue nada de
eso. «Quiero decir, como cardenal decano simplemente me tocó pronunciar
la homilía», señalaba en retrospectiva; «me limité a interpretar la Carta a los
Efesios, así es como ocurrió» [27]. «Cari fratelli e sorelle»: esas son sus
primeras palabras. Su voz suena débil, pero es el «día de Ratzinger», según
titula con grandes letras en primera página Il Tempo en su edición del día
siguiente. Quien menos se percató de la fuerza colosal que contenía su
homilía fue el propio orador.
«En sí, no. A decir verdad, volví a hablar con Martini para decirle: “No lo quiero;
y si Ud. les dice a sus amigos que no lo quiero, le estaré agradecido”. De todas
formas, él no me apoyaba a mí, por lo que no resultó ser tan importante».
¿Hubo un instante en el que aún pensó si debía aceptar la elección?
«Sí, por supuesto. En realidad, todo el tiempo. Pero, de alguna manera, llegó un
momento en el que supe que no podía decir que no».
¿En qué momento pensó en el nombre?
«En el curso de los días de votación. Al fin y al cabo, ya se dejaba entrever el
primer día que la decisión posiblemente iba a recaer en mí. Yo, sin embargo, seguía
albergando la esperanza de que no fuese así. Y entonces se me ocurrió que el papa
Benedicto XV y, a través de él, el propio san Benito, eran los referentes adecuados».
¿Por qué no se puso Juan Pablo III?
«Me habría resultado inadecuado, porque ahí se había establecido un patrón que
yo no podía reproducir. Yo no podía ser un Juan Pablo III. Yo era un personaje
distinto, de otro corte, con otro tipo de carisma».
Entonces estira los brazos hacia arriba, alegre, aliviado, un poco torpe,
con las palmas de las manos erguidas, pero en ese mismo instante emerge
del caparazón del prefecto un hombre de gran soltura. Una impresión que
confirma la corresponsal del Süddeutsche Zeitung: «Ahora, Benedicto XVI
sonríe liberado y relajado a la gente, levanta los brazos y saluda de todo
corazón: Joseph Ratzinger ha ganado la batalla, incluso el peso de la mitra
sobre su cabeza parece menor que antes» [11].
Cada día era distinto. Un día daba una catequesis de comunión a niños
italianos, otro visitaba enfermos en un hospital o bautizaba, como obispo de
Roma, a recién nacidos en la Capilla Sixtina. Los miércoles había audiencia
general; los domingos, durante la bendición del ángelus, informaba de en
qué parte de la Tierra se necesitaba ayuda humanitaria a consecuencia de
una guerra, una epidemia o una catástrofe natural. Con ocasión de la
Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado exhortaba a mostrar mayor
comprensión por las necesidades de las personas que se habían quedado sin
hogar y de los solicitantes de asilo. Pedía que se les tratara con respeto y se
defendieran sus derechos y animaba a interrogarse por las razones que les
habían impulsado a huir de sus países [4]. En la audiencia al gran rabino de
Roma condenó el resurgimiento del antisemitismo: «Nosotros os amamos y
no podemos dejar de amaros, a causa de los padres: para ellos sois
hermanos nuestros amadísimos y predilectos». Simultáneamente ordenó
que se examinara el procedimiento contra el sacerdote francés Léon Dehon
(1843-1925), fundador de la congregación de los sacerdotes del Corazón de
Jesús, cuya beatificación estaba prevista inicialmente, por voluntad de Juan
Pablo II, para el 24 de abril de 2005. El fallecimiento del papa polaco
obligó a posponerla. Tras iniciarse el nuevo pontificado, el proceso se
detuvo a instancias de Benedicto, puesto que a Dehon se le reprochaban
manifestaciones antisemitas.
Cuando Karol Wojtyla inicio su ministerio petrino con 58 años, no sabía
bien cómo tenía que ser exactamente un papa. Venía, como él mismo dijo,
de «un país lejano». El Telón de Acero lo había apartado del desarrollo de
los países occidentales. En cambio, Ratzinger, a sus 78 años, hacía tiempo
que era también romano. Y mientras que Wojtyla se disculpaba de su mal
italiano y pedía que se le corrigiera si cometía errores al hablar, a su sucesor
le precedía el bon mot, el chiste de que los italianos podían hablar italiano
sin vergüenza... que ya les corregiría él si pronunciaban algo mal.
En la vida de Ratzinger, todo tendía hacia su consumación. Ya fuera en
consonancia con la voluntad del afectado o en contra da ella. El ser humano
no ha sido arrojado al mundo por azar, había acentuado el cardenal. Nace
precedido por un amor y una idea. Más tarde añadió que había tenido «sin
cesar la punzante sensación de no haber cumplido con mi vocación. De no
haber cumplido con la idea que Dios tenía de mí, con lo que yo podría y
debería haber dado» [5].
Pero ¿no era cierto, le pregunté, que esta actitud no podía dejar de
repercutir en el programa global de su pontificado? «Claro que sí. Era
consciente de que sobre todo debía tratar de restablecer la centralidad de la
fe en Dios, alentar a las personas a creer y a vivir concretamente la fe en
este mundo. Fe, razón, fueron cosas que percibí como misión mía y para las
que no importaba si el pontificado duraba largo tiempo o no» [18].
Una de las principales preocupaciones del papa era el alejamiento del
hombre respecto de la fe que Johann Baptist Metz caracteriza como «crisis
de Dios». Si Dios desaparece, un Dios que nos conoce y nos habla, advierte
Benedicto, la sociedad pierde el fundamento de una existencia civilizada.
La tarea de la Iglesia la ilustra con una frase que se atribuye a Teresa de
Jesús: «Somos los ojos con los que Cristo mira compasivamente a los que
pasan necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar,
somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios con
los que se proclama su Evangelio». Y de su propia cosecha añade:
«Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y
reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje de
esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a
compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más
desafortunados».
«Lo único que hubo fue una conversación en privado entre mi predecesor
y yo», recuerda Gänswein. «En el curso de la misma me puso un sobre en la
mano, en el que había algunos documentos y la llave de una caja fuerte.
Una caja fuerte antiquísima, de marca alemana». En la caja fuerte había
números de cuenta y un revoltijo de valiosos anillos que le habían regalado
a Juan Pablo II, pero también cruces pectorales y joyas de la época de Pío
XII y Juan XXIII. El sobre contenía datos personales de la curia que se
transmiten de secretario papal a secretario papal. «Monseñor Stanislaw
Dziwisz se limitó a decir: “Tienes ahora una tarea muy importante, muy
bella, pero también muy difícil. Lo importante es que el papa no se sienta
abrumado. Tiene que poder respirar. Hay que procurar que tenga alrededor
de él una zona de amortiguación. Eso es lo único que te aconsejo. Por lo
demás, tendrás que descubrir tú mismo cómo funcionan las cosas”» [1].
El nuevo papa, aunque había observado desde muy cerca el pontificado
de su predecesor, no podía imaginar cuán enormes son las exigencias a las
que ha de hacer frente el gobernante principal de la Iglesia católica. «En
realidad, no me sentía mal», cuenta Benedicto, «pero es cierto que al
principio esta carga amenaza con aplastarte» [2]. Solo su disciplinada
organización del tiempo y su rapidez en el estudio de los expedientes le
permitieron cumplir el programa de los primeros meses, sencillamente
abrumador. Sin embargo, cuando «había sobre su escritorio documentos que
ya debían estar revisados, se inquietaba conforme pasaba el tiempo», refiere
su secretario; «no lo soportaba, y había que retirarlos de allí» [3]. Tras una
«salida a todo gas», Gänswein se percató enseguida de que «el ritmo que se
le exigía era demasiado elevado». Partir de la pole position es una cosa;
«resistir vuelta tras vuelta y llegar a la meta, otra muy distinta». De lo que
se trataba ahora era de «encontrar el ritmo adecuado».
Un punto delicado era cómo abordar las innumerables peticiones de
audiencias privadas, «todas ellas realizadas por nobles motivos». Dadas las
«solicitudes sin cuento» –a las que acompañaban observaciones como:
«Solo un minuto», o: «Solo esta vez, una excepción», o: «El papa me
conoce desde hace mucho tiempo»–, resultó absolutamente necesario
«instalar un filtro más tupido», lo que a su vez propició la crítica de que era
imposible acercarse al santo padre, de que este estaba aislado en una jaula
de oro.
Su primer viaje como papa llevó a Ratzinger el 29 de mayo de 2005 al
XXIV Congreso Eucarístico Nacional en el sur de Italia, a Bari, la ciudad
de san Nicolás. En el vuelo de ida pidió al piloto de. helicóptero que hiciera
una parada en su pueblo natal de la Apulia y charló relajadamente con los
habitantes de la localidad, que acudieron en masa a saludar al papa. Cuando
el helicóptero, ya en Bari, sobrevoló en círculos los terrenos a orillas del
mar donde se celebraba el congreso, estalló una primera ola de entusiasmo.
Al fin y al cabo, había congregadas allí unas 200.000 personas, la mayoría
de ellas jóvenes, casi el doble de las esperadas. El papa habló sobre el
domingo y el imprescindible alimento de la eucaristía, y todo el tiempo de
su intervención reinó un silencio conventual. Pero en cuanto el anciano, ya
tras el altar, entonó con su voz quebradiza el sánctus, se desbordó el júbilo.
En ese instante, Ratzinger fue confirmado como papa por aclamación de su
pueblo italiano. «La Iglesia no es vieja ni inmóvil. ¡No, es joven!», había
proclamado Ratzinger antes de su entronización. Las imágenes del estreno
de Benedicto ante su público juvenil causaron, en cualquier caso, la
impresión de que alguien, siguiendo los pasos de Juan Pablo II, le había
dado un nuevo aire al catolicismo, una suerte de toque pop, del que se creía
que solo tenía que ver con el sexo, las drogas y el rocanrol.
Algo había cambiado. Desde que la persona y su forma de actuar podían
ser percibidas por la opinión pública sin filtros ni deformaciones
ideológicas, «no cesa la simpatía de la opinión pública por el papa
Benedicto XVI, alias Joseph Ratzinger», tuvo que admitir hasta Der
Spiegel. «Si le soy sincera, no podía soportarlo», le dijo Teresa La Peruta,
ama de casa de 59 años, a un reportero de The New York Times; pero ahora
Ratzinger estaba empezando a convencerle: «Espero que siga actuando
siempre así». Una peregrina bávara contó que durante una misa del papa
«algo en ella había hecho de repente clic» y se había percatado de que «en
él no hay nada artificial, ninguna sonrisa forzada; antes al contrario, ahí hay
un hombre cuya alma se asoma por los ojos».
Ya antes de la elección de Benedicto como papa, entre los intelectuales
alemanes había surgido una cierta «moda Ratzinger». Su agudeza
argumentativa, su erudición y la precisión de sus análisis suscitaban
también entre agnósticos el anhelo de confrontarse con la obra filosófica del
teólogo y cardenal. Muchos se habían dado cuenta, apuntó el semanario Die
Zeit, «de que Ratzinger no es un hombre ávido de poder, que su talante
conservador no es sinónimo de pacto con el statu quo, sino más bien de
inconformismo en un presente que idolatra el progreso».
«Aquí está ocurriendo algo nuevo», decía Antonio Tedesco, director del
Centro de Peregrinos Germanohablantes en Roma; «nunca había visto tanta
gente: en plena canícula veraniega, en medio del frío invernal. Y hay
muchos que no vienen porque esté de moda, sino que quieren mostrar que
son parte de esto» [4]. Wojtyla era un hombre de imágenes, prosigue
Tedesco; su sucesor, en cambio, es un hombre de la palabra. A uno la gente
venía a verlo; al otro vienen a escucharlo. «Si en los casi veintisiete años de
su pontificado aprendimos a ver al papa Wojtyla como el celoso e
incansable “párroco del mundo”», se afirmaba en un primer balance de
L’Osservatore Romano, «en los dos primeros meses de su ministerio petrino
hemos comenzado a ver en el papa Ratzinger al sensible y atento “director
espiritual” de un pueblo de Dios sediento de verdad y esperanza».
En Italia fue donde primero cambió la dirección del viento. El antiguo
«cardenal No», el severo guardián de la fe, se había convertido de la noche
a la mañana en los medios de comunicación en un anciano sensible, un
hombre de actitud aristocrática, retórica brillante y humildad modélica, al
que la revista Panorama reconoció un «poder bendito». Los periodistas
estuvieron días informando sobre Ratzinger como un cordial prefecto de la
Congregación de la Doctrina de la Fe que salía a pasear por las callejuelas
alrededor la plaza de San Pedro, hablaba con gatos, preguntaba al frutero
qué tipo de manzanas eran las mejores para hacer hojaldre relleno de
manzana y era amigo íntimo del entrenador de fútbol Giovanni Trapattoni
(quien a su vez reveló que el nuevo papa era un hombre «que sabe marcar
goles»). Algunos filósofos se pavoneaban de tener buena relación con el
exprefecto. «Los comecuras de antaño», escribió el analista Pietrangelo
Buttafuoco, «han desaparecido, ya que esta vez el cura es de una
extraordinaria calidad humana y profundidad espiritual».
Sea como fuere, nunca antes había sido escuchada la palabra de un papa
por tantas personas a la vez alrededor del planeta. Los titulares de la prensa
mundial se hacían eco de los discursos de Benedicto XVI. Sus libros
tomaban por asalto las listas de superventas por doquier y desencadenaban,
por así decir, el mayor cursillo acelerado de fe de todos los tiempos. No era
humo de paja. Anticipándonos un poco: por primera vez en la historia se
vendieron un millón de ejemplares de la encíclica de un papa, un hito hasta
entonces inimaginable. Del primer escrito doctrinal de Benedicto hubo que
reimprimir en Italia hasta la edición en latín... tras agotarse los 450.000
ejemplares de la primera edición italiana. El antiguo catedrático de Teología
se vio favorecido por el hecho de que no hablaba solo a una determinada
clientela, sino que también podía llegar tanto a intelectuales como a
creyentes sencillos. Hasta 60.000 personas lo esperaban los domingos y
miércoles en la plaza de San Pedro. A principios de mayo se congregaron
para la oración del Regina coeli incluso 100.000 fieles y turistas, y el
encuentro fue para muchos un momento mágico. Coraggio, ti vogliamo
bene, podía leerse en una pancarta alzada por unos jóvenes mientras
saludaban desde lejos al pontífice: «¡Ánimo, te queremos!». Existe una
«actitud de constante expectativa», observó el diario alemán Die Tagespost,
«como si en cada acción, en cada gesto, en cada palabra del papa hubiera
que encontrar algo que señala nuevos caminos» [7].
Solo en su primer año de pontificado, Benedicto congregó alrededor de sí
a casi cuatro millones de personas, más que cualquiera de sus predecesores
en un periodo de tiempo comparable. «Ha conquistado Ud. los corazones de
numerosas personas», le dijo entusiasmada al nuevo papa Franca Ciampi, la
mujer del presidente de la República italiana, «y eso no era nada fácil
después del brillante pontificado de Juan Pablo II». Los responsables
máximos del Estado comprendieron de inmediato que en este proyecto
había también una oportunidad para la regeneración del país. El catolicismo
difícilmente sería pensable sin Italia... al igual que Italia sin el catolicismo.
El «modelo Italia», con su separación de Iglesia y Estado y el simultáneo
reconocimiento de los valores cristianos, servirá pronto de ejemplo en otros
lugares, proclamó el presidente Ciampi.
Había puntos de partida para ello. «Alemania no es un país de temerosos
de Dios, y la afluencia masiva de paganos a las iglesias se da solo en
Semana Santa y Navidad», apuntó el periodista Hans Leyendecker en el
Süddeutsche Zeitung; así y todo, «hasta los miembros de la sociedad
codiciosa» perciben, según él, «que existe algo mayor que Mamón y la
riqueza. ¿Y quién personifica la modestia mejor que el intelectual católico
que camina deslizándose?». Benedicto XVI, afirma, es «alguien que
encuentra fondo firme donde no lo hay» [8].
Rolf Hille, presidente del Grupo de Trabajo de Teología Evangelista, se
mostró convencido de que «el entusiasmo por el catolicismo que
manifiestan algunos protestantes» se debe seguramente a que «los católicos
tienen con el papa a alguien que llama a las cosas simple y llanamente por
su nombre». El crítico cultural e historiador Gustav Seibt afirmó que «el
sorprendente atractivo de un catolicismo que vuelve a representarse
ritualmente de manera rigurosa no se nutre tanto de la piedad renovada
cuanto del contraste con la indiferencia del presente liberal y su abundancia
de ofertas cosmovisionales, pero también con la búsqueda en la religiosidad
moderna de un descomprometido bienestar integral. Si hay que tener alguna
religión, directamente el catolicismo, por favor». Nada impresionada se
mostró, en cambio, la obispa de la Iglesia regional evangélico- luterana de
Hannover, Margot Käßmann. Se limitó a decir que no podía comprender
esta «euforia papal de inédita magnitud».
Se había predicho que no sería capaz de tratar con personas, menos aún
con multitudes. Pues supuestamente le repugnaba el contacto corporal y era
incapaz de tocar a nadie. El exsacerdote franciscano Leonardo Boff
vaticinó: «Será difícil amar a este papa». Pero de golpe una gran multitud
vio cómo aquel a quien muchos tenían por tímido, reservado y duro de
corazón abrazaba niños y estrechaba manos. «Mira a todo aquel con quien
se relaciona, a veces indagadora, a veces tiernamente; toma con gusto
ambas manos de sus interlocutores», observó el escritor Christian
Feldmann; «va de una persona a otra con acentuada lentitud, se toma
tiempo para el par de frases que dice a cada cual, se detiene un rato con una
anciana o con un niño y hace esperar a los obispos, que también quieren
hablar con él» [9].
Otra controvertida decisión relativa a cargos tuvo que ver con el cese de
Joaquín Navarro-Valls, veterano portavoz del Vaticano. El español,
miembro del Opus Dei, era muy querido y reconocido por la prensa
internacional a causa de su profesionalidad y su solicitud con los
compañeros periodistas. Su relación directa con Juan Pablo II lo ayudaba a
transmitir el mensaje del papa sin artificialidad ni lenguaje burocrático, así
como a reaccionar con presteza en situaciones delicadas. Benedicto XVI
había dejado a Navarro-Valls inicialmente en el cargo; pero cuando llegó a
la edad de jubilación, lo sustituyó por el jesuita italiano Federico Lombardi,
que había sido recomendado por Sodano. Lombardi era estimado por los
periodistas por su nobleza; pero, como jefe de la televisión vaticana CTV,
responsable de Radio Vaticano, director de la Oficina de Prensa y uno de los
delegados del superior general de los jesuitas, había acumulado tantísimos
cargos que la nueva tarea no podía sino desbordarle. Le fue posible ignorar
las voces que le reclamaban que abandonara parte de sus funciones porque
su jefe último se lo permitió.
Por lo que atañe a la reforma de la curia, al principio se habló de una
reducción considerable. De hecho, el nuevo papa fusionó cuatro de los
consejos pontificios en dos, entre otras razones para recortar gastos. Pero
ahí se quedó todo. Es cierto que el papa encargó a Bertone que reflexionara
sobre reformas adicionales, pero los asuntos diarios no tardaron en acaparar
otra vez la agenda. Nunca se volvió a hablar de nuevos cambios en el
aparato. Por otra parte, la sustitución del maestro de ceremonias en
ejercicio, Pietro Marini, fue interpretada por los críticos como un giro de
180 grados en los usos litúrgicos. Benedicto justifica esta decisión
aludiendo a los largos años de servicio de Marini: «Era y es un hombre muy
bondadoso. Bueno, litúrgicamente es más progresista que yo, pero eso no
importa. Él mismo opinaba también que, después de veinte años, era hora
de poner fin a esa dedicación» [8]. Los críticos quisieron ver en el
nombramiento de su sucesor, Guido Marini (en la jerga del Vaticano,
«Marini II»), un retorno a formas más tradicionales, en especial también en
el código de indumentaria litúrgica. De hecho, Marini había propuesto al
pontífice utilizar alguna que otra vez vestimentas litúrgicas empleadas por
Pablo VI o incluso por papas anteriores (siempre con justificación escrita),
pero también Juan Pablo II había procedido así. La única diferencia era que
Benedicto, en lugar del báculo rematado con el cuerpo de Cristo crucificado
(que hasta Pablo VI no existía como insignia del papa), usaba una sencilla
férula, una cruz procesional sin el cuerpo de Cristo, algo a lo que le había
instado también su amigo Robert Spaemann. Por una parte, para expresar
no la gravedad de la fe cristiana, sino el gozo que suscita: por otra,
sencillamente porque era más ligera y, por tanto, más fácil de llevar.
Gänswein considera «injustificado» el reproche de «haber “vendido” mal al
papa, de haberlo vestido erróneamente». Benedicto XVI usaba la mayoría
de las veces bien la misma mitra que cuando era cardenal, bien la de Juan
Pablo II [9].
Cada paso del papa parecía cargado de simbolismo. Por ejemplo, cuando
en el santuario mariano de Altötting se demoró más tiempo que en
cualquier otro sitio en la capilla de la Adoración Eucarística. O cuando en
Ratisbona, nada más terminar la lección magistral en la universidad, se
dirigió a la catedral, como para mostrar que el camino entre la ciencia y la
fe es corto y transcurre en ambas direcciones. Una vez en la catedral gótica
de la antigua ciudad imperial, reunió al final ya del día al Antiguo y el
Nuevo Testamento, a Occidente y Oriente en unas vísperas ecuménicas:
católicos y judíos, ortodoxos y protestantes. «En ninguna otra ocasión de
este viaje vi al papa en tan gran armonía emocional e intelectual consigo
mismo como en estos momentos de ecumenismo convencidamente vivido»,
escribe Kruger [18].
La última parada del viaje fue Frisinga, escenario de los comienzos de
Ratzinger como teólogo, sacerdote y obispo. «En la biografía de mi
corazón», dirá más tarde, esta ciudad «desempeña un papel muy especial.
En ella fui moldeado de una forma que desde entonces determina mi vida».
Sobre todo el ingreso en el seminario poco después del final de la guerra
habría tenido una importancia capital. «Sabíamos que Cristo era más fuerte
que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y sus mecanismos de
opresión» [19]. Como papa aludió ahora, ante unos mil sacerdotes y
religiosos y religiosas congregados en la catedral, a un «gran discurso» que
había traído consigo. Se trataba, naturalmente, de una de las ironías típicas
de Ratzinger. Pues él, desde luego, nunca caracterizaría un texto propio
como «gran discurso». La conferencia prevista para Frisinga era la única
del viaje a Baviera que no había elaborado él mismo. La noche anterior
había vuelto a estudiar el texto. Al final, estaba tan lleno de anotaciones a
lápiz que apenas resultaba descifrable. En la catedral, el papa dejó las hojas
a un lado. Quien quisiera conocer el contenido de ese discurso podría leerlo
luego, dijo brevemente. Y entonces improvisó una reflexión cautivadora,
lista para la imprenta, sobre las tareas del pastor de almas. Reconoció que
no disponía, por supuesto, de ninguna receta ideal para impedir, dadas las
cargas cada vez mayores que deben asumir los sacerdotes, el burnout, el
agotamiento. Lo importante es, por una parte, conservar «la mentalidad de
Jesucristo» y, por otra, admitir los propios límites. «Habría que hacer tantas
cosas, veo que no llego [...]. Esto le pasa también al papa; ¡debería hacer
tantas cosas! Y mis fuerzas sencillamente no dan para tanto. Así que debo
aprender a hacer lo que puedo y dejar el resto a Dios y a mis colaboradores,
diciendo: “Al final debes hacerlo tú, pues para algo es tu Iglesia. Y tú me
das las fuerzas que tengo, no más”».
¿Qué había ocurrido? ¿Había jugado el pontífice con fuego sin percatarse
de ello? ¿O quizá incluso con toda intención? A las protestas les subyacía la
convicción de que en Ratisbona el papa había ofendido de la forma más
infame al islam y, por ende, a todos los musulmanes. Pero ¿qué es
exactamente lo que figura en la lección magistral? En el párrafo sobre el
diálogo entre el emperador bizantino y el persa culto que desató la polémica
se dice literalmente:
«Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: “Ninguna
constricción en las cosas de fe”. Según dice una parte de los expertos, es
probablemente una de las suras del periodo inicial, en el que Mahoma mismo aún
no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía
también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca
de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los
que poseen el “Libro” y los “incrédulos”, con una brusquedad que nos sorprende,
brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor
llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en
general, diciendo: “Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y
encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir
por medio de la espada la fe que predicaba”. El emperador, después de pronunciarse
de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la
difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en
contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. “Dios no se complace
con la sangre”, dice; “no actuar según la razón (sýn lógo) es contrario a la
naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere
llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar
correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas. [...] Para convencer a
un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes
ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona”»
[20].
Ratzinger quería ejercer su ministerio como alguien que lava los pies a
otros. Para él, la Iglesia es una comunidad que debe esforzarse por llenar de
vida la máxima de Cristo: «Sabéis que entre los paganos los que son tenidos
por gobernantes tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su
autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera
llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el
primero que se haga esclavo de todos» (Mc 10, 42-44). El papa estaba
convencido de que su ejemplo personal, sus libros y sus catequesis debían
surtir efecto. La paradoja del ministerio petrino consiste en que, si bien está
asociada a una enorme plenitud de poder, al mismo se halla sometida al
primado del amor y de la misericordia. Ser sucesor de Pedro consiste en
mantener presente el poder de Cristo como contrapoder frente al poder del
mundo, había afirmado Ratzinger siendo prefecto de la Congregación para
la Doctrina de la fe; consiste en llevar una carga sobrehumana sobre
hombros humanos. En este sentido, el lugar auténtico del vicario de Cristo
es la cruz.
Una de las múltiples penas que le afligieron la sufrió en y a través de su
entorno más próximo. En el Vaticano era un secreto a voces que entre el
antiguo secretario de Ratzinger, Josef Clemens, y el nuevo, Georg
Gänswein, quienes en su día habían sido amigos, existía animadversión. En
vano había presionado Clemens, tras la elección papal, a su antiguo jefe
para que lo nombrara a él secretario personal, no a Gänswein; ahora no
tenía reparo alguno en hablar abiertamente a cualquiera sobre los errores de
este. Acusaba a su joven sucesor no solo de falta de profesionalidad, sino
también de aconsejar mal al papa y de ponerse él mismo en primer plano en
cuanto tenía ocasión. El cardenal Meisner recomendó insistentemente
trasladar a Clemens fuera de Roma. Sin embargo, el papa no quería agraviar
a quien durante tantos años había sido estrecho colaborador suyo.
Preocupado por la salud de Clemens, le pidió que lo invitara a cenar en su
apartamento del Palazzo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La relación con Ingrid Stampa, a la que algunos curiales llamaban ya «la
papisa», constituía también un caso perturbador. Esta profesora de Música,
nacida en 1950 en el Bajo Rin, había puesto punto final a su carrera, como
explicó en una entrevista a la revista ilustrada alemana Bunte, porque el
Señor había irrumpido en su vida: «Me pidió que decidiera si quería
continuar mi carrera y vivir, por lo tanto, solo para mí o si estaba dispuesta
a abandonarme por entero en sus manos divinas, a fin de servirle en
adelante única y exclusivamente a él» [9]. Un primer intento de vivir como
carmelita en un convento lo interrumpió ella misma; el segundo, la
superiora. Más tarde marchó a Roma a cuidar al arzobispo Cesare Zacchio,
enfermo de cáncer. Cuando este murió, Ingrid, por recomendación del Dr.
Buzzonetti, el médico personal de Juan Pablo II, entró en 1991 como ama
de llaves en casa de Ratzinger, quien acababa de perder a su hermana.
«Uno intima otra vez con el tema de forma totalmente nueva. Tiene que releer
todo, reflexionar sobre ello. Por una parte, desde los textos mismos; por otra, en
diálogo también con las obras exegéticas más importantes. Para mí, eso supuso
asimismo un progreso espiritual: descender una vez más al fundamento. En lo
tocante, por ejemplo, a la comprensión de los discursos escatológicos de Jesús o a la
cuestión de la expiación, que son puntos tan difíciles. Y ahí, creo, se me ha
concedido una forma nueva de ver las cosas, cuando pensaba que ya disponía de las
ideas básicas».
¿Podría decirse que este trabajo fue una fuente de energía para su pontificado?
«Sin duda; para mí fue, como si dijéramos, un continuo sacar agua del fondo del
pozo».
Benedicto XVI entendía Spe salvi como impulso para asomarse por una
vez más allá del horizonte del pensamiento puramente mundano. En la
encíclica se confronta con san Agustín, Kant, Marx, Horkheimer, Adorno y
Dostoievski, y trata de responder al escepticismo frente a la promesa de una
existencia ultraterrena. «¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?»,
pregunta. «Seguir viviendo para siempre, sin fin, parece más una condena
que un don». Pero ¿no existe al mismo tiempo en todo ser humano la
intuición de una vida que no es sino pura felicidad? «Hay momentos en que
de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera “vida”,
así debería ser». Benedicto nos invita a imaginar que «la eternidad no sea
un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno
de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la
totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito,
en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos
únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno,
sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos
desbordados simplemente por la alegría» [14].
La promesa del paraíso, que todas las culturas del mundo conocen desde
hace milenios, no es un consuelo vano en virtud de un mañana imaginario
ni, menos aún, un rechazo del compromiso social. Si la fe cristiana volviera
a verse como una esperanza que sostiene la vida y transforma el mundo,
argumenta el papa, entonces la «oscura puerta del futuro» se abriría y el
presente podría vivirse de forma por completo distinta. La esperanza capaz
de cambiar realmente el mundo y la sociedad brota de la experiencia del
amor incondicionado. Es encuentro con un Dios que ama a todo ser humano
hasta el final. «Solo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día
con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que
por su naturaleza es imperfecto». Hay algo de lo que todos, sin excepción,
podemos estar seguros: «Soy amado definitivamente; y con independencia
de lo que me acontezca, este amor me espera. Y así, mi vida es buena».
La aparición de Jesús, dice Benedicto, trajo al mundo «el encuentro con
el Dios vivo». Desde entonces, el ser humano puede saber cuál es el orden
de la vida y lo que le espera una vez que su corazón deje de latir. De ahí que
la esperanza cristiana «no es solamente un tender de la persona hacia lo que
ha de venir», sino que en cierto modo «atrae al futuro hacia el presente».
¿Por qué? Porque reconfigura la vida ya mucho antes de la consumación
definitiva. «El hecho de que existe este futuro», asegura el papa,
«transforma el presente». En otras palabras, el reino de los cielos anunciado
por Cristo es ya presente y está ya siempre allí donde su luz encuentra una
contraparte y puede, por tanto, crear una nueva dimensión de la realidad. Es
un poco como lo que ocurre con un rayo de sol, que solo deviene realidad
cuando cae sobre un cuerpo firme. Por desgracia, «el cristianismo moderno
[...] ha reducido el horizonte de su esperanza», observa crítico el pontífice,
«y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido».
Tanto más importante es, a su juicio, volver a hablar de eternidad y de vida
eterna. La humanidad debe cobrar conciencia: «No son los elementos del
cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el
hombre, sino [...] un Dios personal. [...] La última instancia no son las leyes
de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una
Persona» [15].
Tres años después del comienzo del pontificado de Benedicto había
muchas cosas que uno antes ni siquiera se habría atrevido a imaginar. Así,
por ejemplo, la declaración de intenciones para el restablecimiento de la
«unidad plena y visible» con las Iglesias ortodoxas, las ofertas a grupos
anglicanos para formar mediante ordinariatos personales una suerte de
diócesis propia o la eliminación de elementos anticuados de las insignias y
usos lingüísticos papales. Nunca antes había estado tan presente la palabra
de un papa. Con récords de asistencia a los actos papales en los más
diferentes lugares y libros con tiradas millonarias. Dentro de la curia y en
los sínodos episcopales reinaba una nueva cultura de debate. Se había
logrado consolidar la relación entre el judaísmo y el cristianismo; y el
diálogo con el islam, tras los enfados iniciales a causa de la manipulación
de la conferencia de Ratisbona, era más intenso que nunca. Y no menos
importante, una serie de discursos e iniciativas sobre la crisis ecológica, que
propiciaron que Benedicto XVI fuera caracterizado como el «primer papa
verde», inspiraron el debate público sobre las cuestiones más candentes en
la sociedad. Con mayor claridad que ninguno de sus predecesores advirtió
el papa no solo de las consecuencias que conllevaría la destrucción del
medio ambiente, sino también de la recaída en la barbarie que se produciría
si el cristianismo desapareciera y, con él, sus valores, su ética, su esperanza,
su forma de conjugar fe y razón y también, cómo no, su pedagogía, que
ayuda a la sociedad a educar a los niños y a respetar las normas.
La gran catequesis que había iniciado se reveló espiritualmente
conmovedora, lingüísticamente impresionante e impregnada de una
agudeza intelectual desconocida tratándose de la Santa Sede. Millones de
jóvenes vieron en el anciano con el solideo blanco no a un ultra, a un hard
liner, sino a un heart breaker, a un rompecorazones en el sentido bíblico,
que bajaba del cielo el sol, la luna y las estrellas para familiarizar a los
hombres con la realidad de Dios. El papa había hecho historia con la carta
apostólica, en forma de motu proprio, Summorum Pontificum, que añadía al
rito ordinario otro extraordinario y volvía a poner de relieve la importancia
de la liturgia. Había empezado además una cristología científica –el primer
papa de la historia en hacer algo así– con el fin de impulsar una corrección
que la teología necesitaba con urgencia. «Él [Benedicto] es el gran
pensador», experimentaba desde una gran cercanía física al Vaticano el
teólogo y jesuita austríaco Franz Xaver Brandmayr, rector del Anima en
Roma: «En una época atosigada por el irracionalismo y la pérdida de la
verdad, él responde de forma racional, aunque sin quedarse en el
racionalismo» [16].
Benedicto XVI no consideró necesario introducir cambios en la política
exterior de la Santa Sede, tal como la había reorientado Wojtyla con su
nueva Ostpolitik. En general, su intención era corregir tan solo en algunos
matices el rumbo impreso por su predecesor. La continuidad del ministerio
petrino se contaba para Benedicto entre lo más importante; lo único que
tenía prioridad sobre ella era enderezar algunas cuestiones de fe que se
hallaban en situación impropia. No todo salió bien. Ciertos nombramientos
episcopales terminaron revelándose errores de juicio. Desafortunada fue la
sustitución del cardenal secretario de Estado. Sin embargo, tras el zorro
viejo Angelo Sodano, Ratzinger quería tener cerca de él, con Tarcisio
Bertone, a un hombre que supuestamente no llevaba su propio juego.
Dentro de la curia le faltaba una persona, un prefecto que asumiera la tarea
que él mismo había desempeñado en su día, un prefecto con talento y
voluntad para proteger profesionalmente los flancos del papa.
El pontificado seguía siendo frágil. Cuán vacilante eran las piernas sobre
las que se alzaba se evidenció en el siguiente ataque contra Ratzinger, que
iba a resultar un golpe decisivo para el resto del tiempo que el papa alemán
continuó ejerciendo el ministerio petrino.
66
La fractura
Durante cuatro años, Ratzinger había estado sostenido por una ola de
simpatía. Había dialogado con el judaísmo y el islam; y con sus catequesis
y su libro sobre Jesús, había logrado hacer de nuevo interesante la doctrina
eclesial. Ni siquiera el escándalo del discurso de Ratisbona lo había
perjudicado. Sin embargo, en enero de 2009 apareció un punto de rotura
potencial a causa del cual terminaría frustrándose el pontificado del papa
alemán –con síntomas de fatiga que, en último término, llevarían a la
histórica decisión de la renuncia–.
El desencadenante fue una medida del papa que parecía indicada tanto
por razones canónicas como por consideraciones cristianas: el
levantamiento de la excomunión decretada en 1988, por desobediencia a la
autoridad papal, contra los obispos de la cismática Fraternidad Sacerdotal
San Pío X, fundada por el arzobispo Marcel Lefebvre. Este caso sigue
coleando en la actualidad. Junto con el Vatileaks, se tiene por el
«escándalo» por excelencia del pontificado de Benedicto. La reconstrucción
exacta de los acontecimientos revela, sin embargo, una campaña de
desinformación que recuerda a algunos rasgos del caso Dreyfus en la
Francia decimonónica. Pero también arroja luz sobre la nefasta gestión de la
crisis por parte del Vaticano y sobre la falta de apoyo de obispos y
cardenales, que dejaron que el chaparrón cayera entero sobre el sucesor de
Pedro.
Agosto de 2005: llega a Castel Gandolfo Bernard Fellay, el superior
general de la Fraternidad Sacerdotal, para pedirle al papa el levantamiento
de la excomunión de los cuatro obispos ordenados ilícitamente por el
arzobispo Marcel Lefebvre. Como prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Ratzinger había conseguido convencer en 1988 a
Lefebvre para que aceptara un acuerdo que comportaba el pleno
reconocimiento del Concilio Vaticano II. Sin embargo, el prelado francés
retiró luego su firma de ese documento. También en esta ocasión se
interrumpieron las conversaciones. El motivo: uno de los obispos de la
Fraternidad, el británico Richard Williamson, hizo público el confidencial
encuentro. Para el anglicano converso, Benedicto XVI es un hereje, peor
incluso que Lutero. La Fraternidad, afirma, puede «estar agradecida por la
involuntaria protección» que le proporciona la excomunión. Esta la protege
del contagio.
1 de noviembre de 2008, sábado: el periodista Ali Fegan entrevista a
Williamson en el seminario de la Fraternidad en Zaitzkofen, al lado de
Ratisbona, para un programa de la televisión sueca llamado Uppdrag
Granskning [Misión: Investigar]. En el curso de la grabación, el periodista
confronta al entrevistado con afirmaciones suyas sobre el Holocausto,
realizadas veinte años antes. Williamson responde que, «basándome en las
pruebas que he estudiado», está convencido de que «no hubo cámaras de
gas». Es verdad que «en los campos de concentración nazis murieron entre
200.000 y 300.000 judíos», pero ninguno de ellos gaseado [12]. Este obispo
de la Fraternidad, de 68 años, es profesor de Literatura titulado en
Cambridge y vive desde 1972 en Argentina. En 1989 se cernió sobre él la
amenaza de un juicio en Canadá, por sus alabanzas a los libros de un autor
negacionista del Holocausto. Según información publicada por el diario
alemán Die Welt, el padre de Williamson murió en 1944 en el campo de
concentración de Sonnenburg, después de haber ayudado a huir a judíos.
Verdaderamente cínicos suenan los titulares con los que Der Spiegel
adornó el 2 de febrero un reportaje de portada elaborado a toda prisa: «El
extasiado. Un papa alemán convierte a la Iglesia católica en el hazmerreír»,
como si precisamente para el semanario de Hamburgo fuera un problema
que la Iglesia católica se torne impopular. «Tan amargo, tan triste»: así reza
el titular en el interior de la revista [25]. A lo largo de once páginas,
Benedicto es caracterizado como un tecnócrata, envuelto en una «frialdad
distante». Se afirma que está dominado por un «abstracto fanatismo de la
verdad» y que guía a la Iglesia «de vuelta a la torre de marfil del dogma
teológico». Con complacencia cita la revista ilustrada a una «persona
religiosamente comprometida»: «¿Qué pasaría si Williamson hiciera estallar
una bomba en una sinagoga? El papa ¿lo crearía cardenal?». Un año más
tarde, la redacción de Der Spiegel considera que ha llegado el momento de
declarar, con una nueva portada dedicada a Benedicto, definitivamente
acabado el pontificado del papa bávaro. Tras «El extasiado», la
caracterización reza ahora: «El infalible». El subtítulo proclama: «La
fracasada misión de Joseph Ratzinger».
«A la sazón existía una enorme batalla propagandística contra mí. Las personas
contrarias a mí habían encontrado por fin motivo para decir que yo no era apto para
el ministerio petrino. En ese sentido, fue un momento tenebroso, una temporada
difícil».
Cuando poco más de dos años después Maciel murió en Estados Unidos
a los 87 años, salieron a la luz detalles adicionales sobre sus actividades. Se
supo así que Maciel no solo había abusado de seminaristas, sino que había
fundado dos familias, hijos incluidos, en España y México. Muchos fines de
semana, el sacerdote cambiaba las vestiduras clericales por ropa de calle, le
pedía un montón de dinero al administrador de la congregación y
desaparecía durante dos o tres días, sin informar a nadie de su paradero.
Diversas mujeres contaron luego que el mexicano se había presentado como
trabajador de una empresa petrolífera o como agente de la CIA. Un
periodista español informó de que en el lecho de muerte el padre había
renegado de la fe y rechazado los últimos sacramentos [5].
Ratzinger inició las investigaciones sobre el fundador de los Legionarios
de Cristo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y las
concluyó como papa. Disculpa el que tales investigaciones comenzaran
muy tarde, demasiado tarde, con el argumento de que «estas cosas las
fuimos abordando muy poco a poco y con demora. De algún modo, estaban
muy bien ocultas». Al fin y al cabo, era necesario encontrar «testimonios
inequívocos para tener verdaderamente certeza de que las acusaciones se
correspondían con la realidad» [6]. Después de una visita apostólica que,
ordenada por él, tuvo lugar en marzo de 2009, el papa nombró como
superior de los Legionarios a un delegado suyo, quien, junto con un grupo
de colaboradores, debía llevar a cabo las reformas necesarias en la
congregación.
Las revelaciones sobre Maciel influyeron también en el proceso de
beatificación de Juan Pablo II. En sus andanzas, Maciel se sirvió de la
inmunidad que le confería su condición de fundador de los Legionarios de
Cristo. Su influencia era suficientemente grande –y los daños que habría
causado el desvelamiento de sus tejemanejes demasiado graves– como para
que debiera temer un ataque. Además, parecía inconcebible que un hombre
ya casi venerado como santo pudiera cometer los delitos de los que se le
acusaba. La pregunta era si había habido una implicación personal de
Wojtyla en la red secreta del P. Maciel. ¿Había influido el papa
personalmente para que las acusaciones se mantuvieran ocultas? «Esas
preguntas nos las hemos hecho todos», admite Georg Gänswein. «Nunca he
entendido cómo fue posible que nadie se diera cuenta de nada». Por otra
parte, Wojtyla pasó esta espinosa cuestión al prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe precisamente porque, para esclarecer los delitos,
no confiaba más que en él [7]. En el proceso de beatificación de Juan Pablo
II, el cardenal William Levada, en nombre de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, explicó: «Los demandantes enviaron algunas cartas y
peticiones a Juan Pablo II. Sin embargo, no se conoce ningún tipo de
involucración personal del Siervo de Dios en el proceso contra el P. Marcial
Maciel» [8]. El exportavoz del Vaticano, Joaquín Navarro-Valls, aseguró
que Wojtyla «nunca había retenido ni encubierto nada». Simultáneamente
admitió que Benedicto XVI «carga con la responsabilidad de errores que,
como todos sabemos, no son suyos».
A lo largo de 2009 se originó, sin embargo, un tsunami que iba a
conmover los cimientos de la Iglesia católica, incluso durante el pontificado
del papa Francisco. Algunos han llegado a hablar de la mayor crisis en la
historia de la Iglesia. El arzobispo Gänswein acuñó, en referencia a estos
hechos, la expresión «el 11-S de nuestra fe», una sacudida que traumatizó a
la Iglesia católica de modo semejante a como los atentados terroristas del 11
de septiembre de 2001 conmocionaron a Estados Unidos. Pero, en el fondo,
ningún término bastaba para expresar la magnitud de los abusos ni la
enorme pérdida de confianza que le iban a ocasionar a la Iglesia.
El escándalo estalló primero en Irlanda, un país tradicionalmente católico
que había permanecido fiel a la fe a despecho de numerosos hostigamientos
a lo largo de los siglos y que en su día fue punto de partida para la misión
de amplias regiones del continente europeo. Es el 20 de mayo de 2009. El
Vaticano no acaba sino de superar las turbulencias del caso Williamson y de
la «crisis del condón» cuando se publica el «Informe Ryan», llamado así
por el juez Sean Ryan, coordinador de una comisión gubernativa que –a raíz
de un reportaje cinematográfico sobre abusos en escuelas católicas– tenía el
encargo de elaborar una visión de conjunto.
Por mencionar tan solo unos cuantos ejemplos más: en Estados Unidos
salió a la luz que durante décadas aproximadamente 12.250 niños fueron
víctimas de abusos sexuales en los Boy Scouts of America. Los superiores
de los abusadores no informaron a la policía ni tampoco a los padres de los
niños [20]. Según un informe del Pentágono, en las fuerzas armadas
estadounidenses padecieron violencia sexual durante la década de 2010 en
torno a 100000 varones y 13000 mujeres. En mayo de 2015, un escándalo
de pederastia en el que estaban implicados soldados franceses sacudió la
ONU: en un campo de refugiados africano, los militares habían exigido a
niños hambrientos sexo a cambio de comida y agua potable. Aunque
estaban informados de la situación, los responsables de Naciones Unidas
toleraron durante un año esta conducta.
Según un estudio de la bruselense Foundation for European Progressive
Studies (FEPS), en Europa seis de cada diez mujeres son víctimas de
sexismo en su lugar de trabajo; en Alemania lo son hasta el 68 % de las
encuestadas. La tenebrosa cifra de los niños sistemáticamente maltratados y
víctimas de abusos sexuales en los clubs deportivos y en las instituciones
estatales de la RDA, sobre todo en residencias, es legión. En la primavera
de 2018 salieron a la luz abusos contra mujeres incluso en las
organizaciones benéficas Médicos sin Fronteras, Oxfam y la alemana
Weißer Ring. Los pederastas utilizan en especial a organizaciones de ayuda
a la infancia para tener acceso a menores [21]. En Londres, la primera
ministra Theresa May convocó en noviembre de 2017 una sesión de crisis
de la Cámara Baja británica tras hacerse pública la «Sex Pest Liste», que
contenía los nombres de unos cuarenta parlamentarios conservadores
(tories), entre ellos secretarios de Estado y ministros, a quienes se acusaba
de haber perpetrado abusos sexuales e incluso violaciones. En Suecia, en
noviembre de 2017 mil cien personas respondieron en un solo día a un
llamamiento a notificar abusos sexuales padecidos en la industria del
entretenimiento del país.
Hubo de transcurrir más de una década para que la mirada dejara de
fijarse en la charca y se dirigiera al océano de los escándalos. El psiquiatra y
perito judicial Reinhard Haller señala que, por ejemplo, en Austria el 99,7
% de los abusadores no actúan en el ámbito eclesial. La sociedad
hipersexualizada proyecta los abusos que se dan en su seno sobre la Iglesia,
que, por su parte, ha hecho mucho «para atraer hacia sí la flecha» [22]. Los
casos del productor cinematográfico Harvey Weinstein y el inversor
financiero Jeffrey Epsteinz entre otros, evidenciaron el encubrimiento
sistemático de los abusos en los ámbitos del poder y los medios de
comunicación. Weinstein fue acusado de abusos sexuales por unas ochenta
mujeres. El productor tenía influencia suficiente para impulsar carreras
artísticas con un pestañeo, o para acabar con ellas haciendo una seña.
Inmejorablemente relacionado con los medios de comunicación y con el
mundillo político, muchos sabían de sus ultrajes, pero todos callaban.
Conductas, por lo demás, que también caracterizaban los entornos de otros
famosos, como Kevin Spacey o Michael Jackson, cuyos abusos sexuales
fueron tabú durante décadas. Por su parte, a Jeffrey Epstein se le acusaba de
haber abusado de docenas de muchachas menores de edad y de haber
creado una red de comercio sexual en Nueva York y Florida. Tras ser
detenido y encarcelado, se libró del juicio al suicidarse en su celda el 10 de
agosto de 2019.
No obstante el ánimo más bien pesimista del papa, algo había cambiado.
Estaban los numerosos jóvenes que en Jornadas Mundiales de la Juventud,
peregrinaciones y grupos de oración encontraban nuevas vías de acceso a la
fe católica. Como fuego por la paja se extendió después de la Jornada
Mundial de la Juventud de Ratzinger en Colonia la iniciativa night fever,
que reunía en muchas ciudades a jóvenes para celebrar recogida y
emocionalmente la eucaristía. Estaban asimismo los sacerdotes jóvenes, que
volvían a reflexionar sobre los clásicos católicos. Por doquier surgían
iniciativas nuevas. Se montaban redes sociales y se creaban ciberportales
específicos que, como kath.net, difundían noticias y opiniones ignoradas en
la prensa burguesa o volvían a hacer, con un gran proyecto como «YouCat»,
de la catequesis un auténtico acontecimiento. La «generación Benedicto» y
los incipientes movimientos espirituales estaban aprendiendo a conjugar
tradición y Modernidad. Hacía tiempo que organizaban reuniones –en
Alemania, por ejemplo, el «Treffpunkt Weltkirche» [Punto de encuentro de
la Iglesia universal], el congreso «Freude am Glauben» [La alegría de creer]
o la «MEHR-Konferenz» [Conferencia MÁS] de la Casa de Oración de
Augsburgo– no solo más vivas, sino más multitudinarias que las de las
organizaciones católicas establecidas. Existían las habituales disputas con
los progresistas, pero todo el mundo sabía que había que ser católicos allí
donde figuraba el nombre «católico» y que este papa era el garante de que
no se perdía la orientación.
Benedicto disfrutaba especialmente de los encuentros con obispos y
sacerdotes. Se tomaba al pie de la letra el encargo dado por Jesús a Pedro:
«Confirma a tus hermanos». Los viajes le gustaban menos. Aun así, 2010
fue para él, ya con 83 años, el año más intenso en viajes de todo el
pontificado. Con situaciones tan diferentes entre sí como las de Malta,
Portugal, Chipre, Gran Bretaña y España. Después de las visitas a América
y África, estos viajes pusieron de manifiesto la relevancia histórica y actual
de la Iglesia universal católica en el continente europeo, al que imprimió su
sello y en el que ella misma encontró su forma.
La gira por Europa comenzó en abril por Malta. El motivo fue el 1950
aniversario de la llegada del apóstol Pablo a la costa de la isla en su travesía
hacia Roma [...] a consecuencia de un naufragio sufrido junto con otros
prisioneros. «Cuando fuimos salvados», se dice en los Hechos de los
Apóstoles, «nos enteramos de que la isla se llama Malta». El medio millón
de malteses se refieren a su patrón como «padre», orgullosos de haber sido
evangelizados en persona por el «apóstol de las naciones». Todavía hoy, el
97 % de los habitantes de la isla son católicos bautizados. La isla –que tiene
una superficie de 316 km²– es, por tanto, el país más católico del mundo. En
los actos con el papa, que se reunió también con víctimas de abusos,
participó el 50 % de la población.
Un mes más tarde, el 11 de mayo de 2010, partió Benedicto hacia
Portugal. Como siempre, el «mariscal de viajes» Alberto Gasbarri, un padre
de familia al que Benedicto confió –como primer laico en asumir esta
responsabilidad– la organización de sus viajes al extranjero, había
preparado todo insuperablemente. Antaño era tarea del caballerizo mayor
en los viajes del santo padre preceder a caballo a la carroza papal: ahora,
Gasbarri tenía que ocuparse de que en los vuelos de larga distancia se
dispusiera para el papa un pequeño espacio privado, con cama incluida, en
la parte delantera de la aeronave. Altötting, Czestochowa, Lourdes, Loreto,
Mariazell: Benedicto XVI había visitado ya todos los grandes santuarios
marianos de Europa. Fátima constituía, como si dijéramos, el punto cimero
y final. El mensaje de este lugar, en el que la Madre de Dios se apareció el
13 de mayo de 1917 a tres pastorcillos, lo había caracterizado Benedicto en
una ocasión como la visión profética de la Modernidad. El «tercer secreto
de Fátima» lo interpretaba como símbolo del camino de la Iglesia a través
del siglo XX, y como una advertencia todavía válida. Una advertencia
frente al alejamiento de la fe. El premio nobel de Literatura peruano Mario
Vargas Llosa se mostró tan impresionado por el viaje de Benedicto que
habló de él como de uno de los intelectuales más destacados de la
actualidad, cuyas «nuevas y audaces reflexiones» daban respuesta a los
problemas morales, culturales y existenciales de nuestra época.
Nada más aterrizar, Benedicto afirmó que llegaba como peregrino y que,
como tal, «deseo unirme así a esa larga hilera de hombres y mujeres que, a
lo largo de los siglos, han llegado a Compostela desde todos los rincones de
la Península y de Europa, e incluso del mundo entero, para ponerse a los
pies de Santiago y dejarse transformar por el testimonio de su fe». Llenos
de esperanza, estos hombres y mujeres fueron creando una vía de cultura,
oración, misericordia y conversión que ha cobrado forma en iglesias y
hospitales, en albergues, puentes y monasterios. De este modo, España y
Europa desarrollaron poco a poco, prosiguió, «una fisonomía espiritual
marcada de modo indeleble por el Evangelio». Aseguró sentir «una
profunda alegría al estar de nuevo en España, que ha dado al mundo una
pléyade de grandes santos, fundadores y poetas, como Ignacio de Loyola,
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco Javier, entre otros muchos».
N o podía pasarse ya por alto que la imagen del papa que transmitían los
medios de comunicación se había convertido en el problema decisivo
del pontificado. Benedicto XVI no se dejaba condicionar ni manipular, tal y
como ha demostrado en un estudio la experta en comunicación Friederike
Glavanovics: pero los periodistas se habían hecho con la soberanía
interpretativa en lo relativo a su figura, y eso resultó decisivo.
Tras las celebraciones de la Semana Santa, las fuerzas del papa habían
disminuido tanto que su secretario tuvo que «reducir la frecuencia de las
audiencias». Pero Benedicto XVI quería volver a darlo todo para el viaje a
casa en septiembre. No había preparado tan intensamente ningún otro viaje.
Se pasaba horas y horas redactando los discursos que quería pronunciar
para dejar a la Iglesia alemana una suerte de legado. Para el encuentro con
los hermanos en la fe protestantes había pensado en un gesto de magnitud
histórica. Pero en los días previos al comienzo del viaje no pudo dormir. El
reto le oprimía el alma... «y también el estómago», añade Gänswein: «Se
puso a sí mismo tanta presión psíquica que decía: “No voy a poder con
ello”».
Este padre de familia con tres hijos había comenzado su carrera en una
de las cuadrillas que pulimentaban el suelo de mármol de la basílica de San
Pedro para que estuviera siempre resplandeciente. Desde 2006 trabajaba
como mayordomo o ayuda de cámara de Su Santidad en el apartamento
papal, aunque su predecesor, Angelo Gugel, tenía al entonces recién
cuadragenario por demasiado ingenuo y no quiso avalarlo. Un puesto así –
de absoluta confianza, en la inmediata proximidad de Su Santidad– exigía,
según Gugel, un carácter maduro. El arzobispo Paolo Sardi, de la Secretaría
de Estado, había recomendado en su día a Gabriele al arzobispo james
Harvey, prefecto de la Casa Pontificia, quien a su vez se lo recomendó a
Gänswein cuando se jubiló Gugel. «Pensé que se trataba de una persona
noble, leal, no ambiciosa. Así me lo presentó también Harvey». A Paolo se
le asignó para él y su familia una bonita vivienda en un edificio situado
detrás de la iglesia de Santa Ana. Ingrid Stampa vivía dos pisos más abajo y
visitaba a menudo a la familia. El mayordomo ayudaba al papa a levantarse,
le servía la comida, recibía en las audiencias los regalos que se le hacían al
pontífice y preparaba a última hora de la tarde el dormitorio de Benedicto
de forma que estuviera listo para el descanso nocturno. Le hacía la maleta
para los viajes y acompañaba a su jefe a los países más lejanos. Todo el
mundo consideraba al reservado mayordomo, al que muchos llamaban
Paolino, un poco cándido, pero también absolutamente leal. El propio papa
«quería» a Paolino «como un hijo», informó Bertone.
Con todo, aún no se cerró el lazo alrededor del ladrón del Palazzo
Apostólico. En la audiencia general del miércoles, Benedicto prosiguió sus
meditaciones sobre la oración de san Pablo. Recordó que el apóstol había
sufrido con frecuencia terriblemente, pero nunca se había desalentado.
Luego, aludió por primera vez al caso Vatileaks: «Los sucesos de estos días
que afectan a la curia y a mis colaboradores han colmado de tristeza mi
corazón», admitió. Sin embargo, las informaciones publicadas en algunos
medios están, dijo, con frecuencia infladas. Van «bastante más allá de los
hechos» y «no» se corresponden «con la realidad». Luego, el papa
proclamó: «Por eso me gustaría manifestar de nuevo mi confianza y mi
aliento a mis colaboradores más estrechos, así como a todos los que a diario
me ayudan con fidelidad, espíritu de sacrificio y sosiego a desempeñar mi
ministerio» [10].
Según afirmaciones de los cuatro policías que el 24 de mayo de 2012, de
las 15:00 a las 23:00, registraron la vivienda familiar del mayordomo del
papa, se encontraron con una imagen terrible. Pues Gabriele, quien
entretanto contaba 46 años, había acumulado durante años, como un
auténtico cuervo, todo lo que le caía en las manos. En un montón de
material arrojado sin orden ni concierto, los investigadores encontraron
innumerables papeles y también documentos extraídos del Palacio
Apostólico (algunos con la anotación a mano en alemán: Vernichten!,
«Destrúyase»). Pero Gabriele no solo había hecho acopio de
documentación, sino que también se había apropiado de una pepita de oro
peruano que una familia le había regalado al papa en una audiencia, un
cheque por valor de más de 100.000 euros extendido por la Universidad
Católica San Antonio de Murcia y una valiosa edición de la Eneida de
Virgilio de 1581.
Los policías terminaron llevándose de la vivienda de Gabriele 82 cajas
llenas de documentos fotocopiados. Cartas de políticos, correspondencia
entre el papa y los cardenales, documentos sobre la masonería y diversas
logias y servicios secretos, además de estudios sobre cómo ocultar archivos
JPG y Word o cómo utilizar un teléfono móvil sin dejar rastro, así como
varios portátiles, innumerables lápices USB, dos discos duros, diversos
chips de memoria, una Playstation, un iPad, dos maletas de piel y dos
bolsas de plástico amarillas llenas de más cartas.
Gabriele fue detenido in situ y encerrado en los calabozos de la
gendarmería vaticana cuatro días después de la publicación de Sua Santità.
Resulta extraño que no aprovechara los dos días transcurridos tras su
desenmascaramiento por el secretario del papa para llevar su botín a lugar
seguro, casi como si hubiera esperado al arresto como una liberación.
Georg Gänswein se sentía culpable de haber faltado a su deber de
supervisión y solicitó ser relevado del cargo: «Santo Padre, soy responsable
de la contratación de esta persona. Formalmente soy su superior. Le pido
que me encomiende otra tarea». La respuesta de Benedicto fue concisa y
clara: «Ni hablar de ello» [11].
Quien sí que realmente perdió su puesto ese mismo día fue el
responsable del Banco Vaticano, el IOR, Ettore Gotti Tedeschi. El consejo
de administración le retiró la confianza por unanimidad. En el acta de cese,
que se hizo llegar a la prensa, se dice que el catedrático de Ética Financiera
no había «cumplido alguna de sus más importantes tareas» y había
difundido de «forma imprudente» informaciones falsas, dividido al personal
y mostrado una conducta «extravagante» [12]. Sin embargo, poco tiempo
después el Consejo de Europa, tras una auditoría en profundidad, dio al IOR
una buena nota intermedia. Según Moneyval, una comisión para la lucha
contra el blanqueo de dinero, la Santa Sede «ha conseguido mucho en poco
tiempo». En muchas categorías, se decía en su informe, el Banco Vaticano
había obtenido mejor valoración que algunos países de la UE. El caso
siguió siendo sospechoso. En el IOR, Tedeschi estaba enfrentado con la
junta directiva y el director general, Paolo Cipriani. Era evidente que
también se había ganado como enemigo al cardenal secretario de Estado,
Bertone, quien nunca le perdonó que colaborara con las autoridades
estatales en el escándalo de blanqueo de dinero. Un año más tarde, el 7 de
febrero de 2013, Benedicto le reiteró su confianza al banquero, aunque no
consideró conveniente revertir el cese. En sustitución de Tedeschi nombró
al asesor financiero y jurista alemán Ernst von Freyberg, al que encomendó
expresamente el encargo de seguir limpiando el Banco Vaticano y hacer
transparente el sistema.
Justo a la mañana siguiente del arresto de Gabriele, el viernes 25 de
mayo de 2012, la fiscalía empezó a interrogarlo. «Para mí era importante
que precisamente en el Vaticano se garantizara la independencia de la
justicia», explicó el papa en una de nuestras entrevistas, «que no dijera el
monarca: ahora tomo yo esto en mis manos; en un Estado de derecho, la
justicia debe llevar su propio camino. Después, el monarca, si quiere, puede
indultar; eso es otra cosa».
Quedaban bastantes preguntas por responder, para iluminar la oscuridad.
El propio Gabriele había contactado con Nuzzi. Pero ¿entregó realmente
una copia de los documentos al antiguo cardenal secretario de Estado,
Sodano, antes de pasárselos al periodista de investigación [13]? ¿Quiénes
eran las personas del grupo de «María», de las que Nuzzi habló tanto en su
intervención televisiva como en su libro? ¿Y a quién beneficiaban
realmente las revelaciones?
El año 2012 fue uno de esos años que, a juzgar por los sucesos
exteriores, pasan a la crónica de la humanidad como más bien anodinos y
corrientes. No tienen grandes cimas ni acontecimientos mundialmente
relevantes, ni siquiera la magia asociada a un cambio de década. Barack
Obama continuaba siendo presidente de Estados Unidos; y Angela Merkel,
canciller de la República Federal de Alemania. El boxeador Vladimir
Klitschko consiguió su quincuagésima victoria por nocaut, revalidando así
su título de campeón del mundo. Los medios de comunicación celebraron la
84.ª ceremonia de entrega de los Premios Óscar en Los Ángeles, el nuevo
sistema operativo Windows 8, el 20.º aniversario del Short Message Service
(SMS) y el aterrizaje de un robot en Marte. Curiosamente, el rover de la
NASA había sido bautizado con el nombre de Curiosty. Por lo que atañe a
sucesos y catástrofes naturales, en febrero hubo una ola de frío, a causa de
la cual en Europa murieron congeladas 600 personas, en su mayoría
sintecho. En las Filipinas, un terremoto de escala 6,7 causó al menos 51
víctimas; y en Italia, dos terremotos de escala 6,1 y 5,8 se cobraron 24 vidas
humanas. Estados Unidos fue golpeado en julio por una terrible sequía, con
las temperaturas más elevadas jamás registradas en esta época del año. El
30 % de las plantas de maíz se secaron. ¡Ah, claro que sí: España se
proclamó campeona de Europa de fútbol!
La verdad era que a esas alturas luchaba ya desde hacía tiempo con la
pregunta de cuándo exactamente debía renunciar a su ministerio. La
decisión estaba poco menos que tomada, pero la lucha interior aún no había
concluido. Quienes formaban su entorno más próximo nunca lo habían visto
tan exhausto, desganado y desmotivado, casi depresivo. Su rostro parecía
chupado; y su aspecto general, débil y apagado. Se quejaba de fatiga
continua. Todo nuevo expediente que llegaba a su mesa desde la Secretaría
de Estado se le antojaba un atentado contra su vida. Aún le atormentaba la
sensación de haber dado demasiado poco; al mismo tiempo escribía a sus
discípulos que la próxima reunión de antiguos doctorandos sería
probablemente la última.
La obra sobre Jesús era una de las cosas que el papa quería sacar aún
adelante a toda costa; la otra, dotar a la nueva evangelización de la base
organizativa necesaria. Benedicto estaba convencido de que la nueva
evangelización se contaba entre los proyectos más importantes y con
proyección de futuro de la Modernidad. Si le va mal a la fe, no puede irle
bien a la sociedad. Y ello es así, aunque en el debate público siga
ignorándose que la pérdida de los recursos espirituales tendría
repercusiones tan catastróficas como la extinción de especies o el cambio
climático. Para él se trataba de reforzar no las fuerzas centrífugas, sino el
corazón de la fe cristiana. La tarea consistía en dar al mundo anclaje, un
punto de referencia, y mostrarle un fu ture que trascienda los límites
terrenales, en dirección hacia el auténtico destino del ser humano. Los
logros técnicos pueden empujar a la humanidad hacia delante y resultar
fascinantes; sin embargo, sin la realizadora fe en la grandeza y misericordia
de Dios, todo eso no es más que páramo y soledad espectral. El 29 de junio
de 2010 pude por fin anunciar el Vaticano la creación de un Pontificio
Consejo par: la Promoción de la Nueva Evangelización. «El papa no solo
creó el Consejo», explica el presidente de este, el arzobispo Rino Fisichella
«sino que también puso poco a poco de relieve cuáles eran las preguntas y
dijo que el Consejo debía responder a esas preguntas... sin imponer unas
directrices imperativas ni limitar la libertad de nuestro trabajo» [6].
Que todo papa tiene, sin duda alguna, derecho a renunciar a su ministerio
es algo que figura en el Codex Iuris Canonici (CIC). En el canon 332 § 2
del Código de Derecho Canónico se dice: «Si el Romano Pontífice
renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y
se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». En la Edad
Moderna, Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II prepararon, al menos por
escrito, una renuncia al ministerio petrino. Pío XII dispuso su renuncia
inmediata al papado en el caso de que fuera secuestrado por los esbirros de
Hitler, un temor en modo alguno injustificado. En relación con Pablo VI, en
el otoño de 1971 circuló por Roma el rumor de que el papa quería liberarse
de la carga de su ministerio en cuanto cumpliera 75 años. De hecho, el papa
Montini había encargado un dictamen que valorara pros y contras de una
eventual renuncia (dictamen que desaconsejó esta posibilidad). En agosto
de 2017, el cardenal Giovanni Battista Re confirmó haber visto dos escritos
de renuncia de Pablo VI. Respondían al deseo de impedir que, si perdía sus
facultades mentales, la Iglesia quedara paralizada por un papa incapaz de
desempeñar ya el ministerio. También Ratzinger se enteró de la existencia
de tales declaraciones en octubre de 2003. Según refirió más tarde Don
Ettore Malnati, su reacción fue: «Eso es algo muy sabio que todo papa
debería hacer» [9].
Conscientia mea iterum atque iterum coram Deo... ¿Cómo? ¿Qué está
diciendo el papa? ... explorata ad cognitionem certam perveni vires meas
ingravescente aetate... Las palabras de Benedicto XVI cayeron en la Sala
del Consistorio como migas de pan en el mar; y los cardenales, cual peces
con la boca abierta, las pillaron al vuelo... Iterum atque iterum..., se le oyó
decir. Pero ¿qué significa aquello en realidad, ese «después de haber
examinado reiteradamente»?
Para octubre estaba anunciada la encíclica Lumen fidei [La luz de la fe],
pero la fecha de promulgación se pospuso silenciosa y discretamente. El
propio papa había intervenido. El texto no le parecía aún suficientemente
maduro. Todavía no poseía el aliento de una encíclica. Con ello tuvo claro
que su pontificado no produciría cuatro, sino solo tres encíclicas. La versión
revisada de Lumen fidei se podría haber publicado a finales de enero; pero
en la agitación causada por su renuncia, argumentó Benedicto en una
conversación con su secretario, el escrito magisterial no tendría apenas
repercusión y caería pronto en el olvido. Y no quería que eso ocurriera.
Además, a posteriori podría parecer que, terminando la encíclica a toda
prisa, había pretendido condicionar a su sucesor. La encíclica papal, casi
lista, fue promulgada finalmente como la primera encíclica del papa
Francisco, una «obra a cuatro manos». En el prólogo, Bergoglio señala que
asume el «precioso trabajo» de su predecesor «en la fraternidad en Cristo»,
«añadiendo al texto algunas aportaciones».
Hubo otras muchas voces en el país natal de Benedicto XVI. Según una
encuesta relámpago para el programa de televisión ARD-Morgenmagazin,
el papa obtuvo la aprobación del 69 % de los católicos alemanes y del 53 %
de los protestantes. Solamente el 24 % de la población declaró no estar tan
de acuerdo o estar en desacuerdo con el desempeño del papa [12]. El
arzobispo Robert Zollitsch declaró: «Como presidente de nuestra
conferencia episcopal, me gustaría pedir perdón al papa por todos los
errores que en relación con su persona hayan podido cometerse en el ámbito
de la Iglesia en Alemania» [13]. El cardenal alemán Walter Kasper,
miembro de la curia, mostró respeto y reconocimiento al papa renunciante.
Ratzinger, dijo, ha contribuido «mucho a la consolidación de la Iglesia en la
fe y a la profundización de esta. Y ha ejercido su ministerio de forma muy
clemente y humana, aun en situaciones difíciles». Kasper concluyó con las
palabras: «Tardaremos mucho en volver a tener un papa de la altura
intelectual y espiritual de Benedicto XVI» [14].
***
El pontificado de Benedicto XVI había durado apenas ocho años, justo lo
mismo que el tiempo de sufrimiento de Juan Pablo II. El papa alemán
estaba convencido de que no debía menoscabar la pasión de su predecesor
mediante su propio sufrimiento público. Y de que no podía dejar que su
fragilidad ocasionara un vacío de poder que, dados los retos a los que a la
sazón se enfrentaba la Iglesia, resultaría funesto para esta. «Mi predecesor
tenía su propia misión», explica Benedicto. Está persuadido de que «una
fase de sufrimiento formaba parte de este pontificado [el de Wojtyla], y de
que era un mensaje específico». Sin embargo, también está seguro «de que
no debía repetirse arbitrariamente. Y de que a un pontificado de ocho años
no podían añadírsele otros ocho años en los que uno apareciera así [como
Juan Pablo II]».
En sus reflexiones, el papa contaba, según dice él mismo, con que su
renuncia suscitaría perplejidad. Sin embargo, reconoce a posteriori, la ola
de decepción fue mayor «de lo que pensaba. El hecho de que precisamente
amigos y personas para las que mi mensaje era importante y orientador se
quedaran aturdidos unos instantes y se sintieran abandonados me afectó
mucho. Pero tenía claro que debía hacerlo y que aquel era el momento
adecuado. De todas maneras, antes o después moriría y mi pontificado
terminaría. La gente al final aceptó también esto. Muchos agradecen que
ahora el papa salga a su encuentro con un estilo nuevo». Cuando tomó la
decisión, estaba convencido, insiste, de que «mi hora había pasado y de que
ya había dado lo que podía dar» [16].
Una era llegaba así a su fin, uno de esos periodos de tiempo que
caracterizan los grandes cambios. Benedicto fue el último papa que conoció
de primera mano el terror del mal en el siglo XX. El último que había
contribuido a dar forma al Concilio. Y el último que venía de una
configuración en la historia del espíritu y de una teología cuya altura no
volverá a alcanzarse. A Benedicto XVI no solo se le considera uno de los
mayores teólogos que se hayan sentado en la sede de Pedro, sino también
uno de los pensadores más destacados de nuestra época. El historiador
inglés Peter Watson lo incluye en la lista de personalidades, como
Beethoven y Hegel, a las que se les coloca el marbete de «genio alemán».
En adelante se echarán de menos muchas cosas de él. Su sonrisa tímida.
Sus movimientos con frecuencia algo torpes al desplazarse por un estrado.
Sus inteligentes discursos, capaces de enfriarle a uno la razón y calentarle el
corazón. La elegancia con la que hace fácil lo difícil, sin despojarlo de su
misterio ni banalizar lo sagrado. Y, sobre todo, su disposición a escuchar,
algo en lo que resulta insuperable. Es un pensador y un orante a la vez, para
el que los misterios de Cristo constituyen la realidad decisiva de la creación
y de la historia universal, un filántropo que, a la pregunta de cuántos
caminos hay hacia Dios, no necesita reflexionar mucho para responder:
«Tantos como personas existen».
Apenas quedan doce días para el inicio del cónclave. Al igual que ocho
años antes, peregrinos, delegados, funcionarios, religiosos y religiosas y
políticos se apresuran hacia Roma, con cardenales de 50 países a la cabeza.
Se han acreditado 6.000 periodistas, más que nunca antes. En Castel
Gandolfo no se recibe a nadie. No hay contacto alguno con el mundo
exterior, para no dar pie a la sospecha de que se intenta influir en la elección
papal. Cuando el 13 de marzo de 2013, después de cinco votaciones, se ve
ascender hacia el cielo desde la chimenea de la Capilla Sixtina la fumata
blanca, el papa emérito, su segundo secretario (Alfred Xuereb) y las cuatro
laicas de la asociación Memores Domini que lo asisten permanecen
hechizados delante del televisor. Benedicto no imagina que en estos
momentos su sucesor intenta desesperado ponerse en contacto con él. «Me
gustaría hablar por teléfono con el papa Benedicto. ¿Cómo puedo
hacerlo?», le ha preguntado un momento antes a Georg Gänswein, quien,
como prefecto de la Casa Pontificia, se ha quedado en el Vaticano. «Muy
fácil. Yo tengo el número. ¿Cuándo quiere llamarlo?». «Ahora mismo». De
Castel Gandolfo, sin embargo, no llega, casi simbólicamente, más que la
señal de que la línea está libre. Gänswein llama a uno de los gendarmes de
guardia en Castel Gandolfo y le pide que se acerque a ver qué ocurre. Pero
tampoco reacciona nadie al timbre de la puerta. Al parecer, el volumen de la
televisión está un poco más alto de lo normal.
Buona notte!, «¡Buenas noches!»: esas habían sido las últimas palabras
del pontificado de Benedicto XVI. Buona sera!, «¡Buenas tardes!»: fueron
las primeras palabras del nuevo pontífice, trece días más tarde. Casi como si
el mundo se hubiese echado un breve sueño o hubiese hecho guardia
nocturna, a semejanza de los soldados que custodiaban el sepulcro de Jesús.
Poco antes de las ocho de la tarde se movieron las cortinas de terciopelo
rojo que hay detrás de los ventanales que dan acceso al balcón de la basílica
de San Pedro. Viva il papa!, resonaban los gritos de cientos de miles de
gargantas. Pero de golpe la muchedumbre enmudeció. Pues con Jorge
Mario Bergoglio, hasta entonces arzobispo de Buenos Aires, había salido a
aquel balcón un hombre que no solo aparecía sin la habitual muceta o
esclavina roja de los papas, sino que, como él mismo dijo, venía del «fin del
mundo».
Nunca había habido tantas novedades juntas: el primer americano en la
sede de Pedro; el primer jesuita; el primer pontífice que, después de mil
años, elegía un nombre papal nuevo. ¡Y menudo nombre! Pues hasta aquel
día ningún papa se había atrevido a llamarse Francisco, como el santo de
Asís, que en la Edad Media fue venerado como «segundo Cristo», pero
también –a causa de sus estigmas, de las cicatrices de Jesús que llevaba en
su cuerpo– como el «ángel del sexto sello» del que habla el libro del
Apocalipsis. Una voz que oyó mientras oraba y que identificó como la voz
de Cristo desde la cruz se convirtió para el «juglar de Dios» en una
indicación del camino a seguir: «Francisco, reconstruye mi casa, que, como
ves, está en completa ruina».
La elección de Bergoglio fue tan inesperada que la mayoría de los
comentaristas no tenían a mano datos sobre su persona y su vida. Pero
también Benedicto XVI se quedó de piedra: «Cuando oí el nombre, al
principio no estaba seguro. Pero luego vi cómo hablaba con Dios, por una
parte, y con la gente, por otra, y me alegré de verdad. Me sentí feliz» [2].
Las primeras palabras que pronunció Francisco en el balcón fueron en
recuerdo de Benedicto, a quien dio las gracias y por quien permaneció unos
instantes en silenciosa oración junto a los cientos de miles de personas
congregadas en la plaza. A continuación, se inclinó ante los fieles con la
súplica de que imploraran sobre él la gracia del cielo. Y solo después
impartió la bendición apostólica.
Para Benedicto, con esta elección quedó claro «que la Iglesia permanece
siempre viva y dinámica, que está abierta y que en ella acontecen
desarrollos nuevos». Que «no está congelada en esquemas de uno u otro
tipo», sino que es portadora de un dinamismo «capaz de renovarla sin
cesar». De algún modo, dice, era de esperar «que a Sudamérica le
correspondiera antes o después un papel importante», aunque su sucesor es
italiano y sudamericano a la vez, lo que remite al «entrelazamiento del
Viejo y el Nuevo Mundo, en el que de repente se manifiesta la unidad
intrínseca de la historia» [3].
Con la entrega del testigo a orillas del lago Albano se subrayó una vez
más la relevancia histórica de la renuncia. Benedicto XVI no solo había
reformado el papado, sino que a la par había allanado el camino para que
hubiera un pontífice del continente en el que viven más de la mitad de todos
los católicos. El hecho de que un imaginero, un tallista cediera paso a un
leñador hizo el cambio aún más palmario. Uno es poeta; el otro, una suerte
de rebelde que recorre las calles con su bandera. Reclamando, urgiendo. Un
hombre que se arremanga y dice sin rodeos a la gente qué hay que hacer. A
veces predica como un párroco de pueblo, desahogándose con
espontaneidad. Ni necesita «chuleta» ni tiene pelos en la lengua. Y mientras
que su predecesor dejaba a la discreción del oyente o lector seguir o no sus
argumentos, Francisco grita a la multitud en Domingo de Ramos: «Y en ese
momento viene el enemigo, viene el diablo –tantas veces disfrazado de
ángel–, e insidiosamente nos dice su palabra».
Por resumir: el eco fue devastador. Antes incluso de que saliera el libro
de la imprenta, se desató una tormenta que ensombreció todos los ataques
previos al papa emérito. En el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Daniel
Deckers escribió que Benedicto había liberado definitivamente de la botella
al «espíritu de división eclesial» y de que la Iglesia universal, con 1.300
millones de fieles, estaba autodestruyéndose. El Bild-Zeitung tituló con
gruesas letras que había estallado la «guerra de los papas». El ciberportal de
la Conferencia Episcopal Alemana, katholisch.de, publicó diez extensos
artículos en los que diferentes teólogos daban rienda suelta a su
indignación. El alboroto, sin embargo, se debió en parte a la conducta
inapropiada de colaboradores del entorno del cardenal Sarah y a la agresiva
estrategia comercial de la Editorial Fayard, que utilizó en la cubierta del
libro el nombre y una foto de Benedicto sin conocimiento de este, e incluso
su firma en facsímil al final del prólogo y del epílogo, sin haberle mostrado
siquiera estos textos.
En el ensayo de Benedicto, el celibato es solo un tema al margen, y a
nadie puede sorprender que se pronuncie a favor de mantener su carácter
obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia católica de rito latino. Pero no
era eso lo que interesaba. La publicación del libro, cual «inaudita
intromisión», había sido prevista para una fecha precisa, rezaba la
acusación, con el propósito de atacar por el flanco al papa Francisco, quien,
como era sabido, pretendía pronunciarse próximamente a favor de la
relajación del celibato obligatorio. Con el titular: «Dos papas se enfrentan a
causa del celibato», también Der Spiegel asumió el modelo interpretativo
del Bild-Zeitung. En la entradilla se decía: «En la disputa sobre el celibato,
el papa emérito Benedicto XVI pone una vez más a prueba la paciencia de
su sucesor Francisco. ¿Por qué lo hace?» [18]. El artículo de Der Spiegel se
basaba en una buena investigación, pero justo ese era el problema. De él se
deducía que Benedicto XVI en modo alguno había redactado una
contribución específica sobre el celibato y que la génesis del texto tampoco
tenía nada que ver con el Sínodo de la Amazonia. Del supuesto disenso
entre su sucesor y él no se ofrecía prueba alguna. Ahora bien, al menos el
titular debía mostrar la línea del semanario, aunque esta estuviera en
absoluta contradicción con el contenido del artículo. Ese mismo día, Der
Spiegel hizo públicas sus nuevas directrices: En este libro de estilo
solemnemente presentado puede leerse: «La historia que se cuenta debe ser
verdad. [...] “Ser verdad” no significa solo que los hechos sean ciertos, que
sus protagonistas existan, que los lugares donde se sitúan sean los
auténticos. “Ser verdad” quiere decir que el texto, en su dramaturgia y su
desarrollo, dé a conocer la realidad». Y, además: «Un texto de Der Spiegel
debe guiarse por una idea y una tesis, pero no puede obedecer a una
intención propagandística a la que se subordine la argumentación». No
tardó en evidenciarse que la «guerra de los papas» era un bulo periodístico.
En la exhortación apostólica publicada por Francisco el 12 de febrero de
2020 tras el sínodo de obispos sobre la Amazonia, el celibato no se
menciona siquiera en nota a pie de página. En una conversación con
obispos estadounidenses, el papa se había quejado poco antes de que el
amplio espectro de cuestiones abordadas en el sínodo quedara reducido al
problema del celibato y al de los ministerios. Pero para él, según les
reconoció, el foco estaba en los retos sociales, pastorales, ecológicos y
culturales. Asimismo, a principios de febrero, en el prólogo a un libro
aclaró: «Siguiendo las huellas de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI,
siento hondo deber mío entender el celibato como una gracia decisiva».
La vida de Joseph Ratzinger no está contada todavía hasta el final. Fue el
papa pequeño que escribía a lápiz grandes obras. Ya su Introducción al
cristianismo se convirtió en un clásico de la enseñanza católica. Ningún
otro pontífice nos ha legado una obra tan inmensa como la suya sobre Jesús
ni ha escrito siquiera una cristología. Aunque no tiene personalidad de
gestor, que sea incapaz de gobernar es un mito. Durante su pontificado, la
Iglesia católica ganó en el mundo entero cien millones de miembros, en
proporción mayor de la que le habría correspondido por el crecimiento
global de la población. En Alemania reemplazó por primera vez a la Iglesia
evangélica como la comunidad religiosa más numerosa.
La historia juzgará qué importancia le corresponde a Benedicto XVI y su
obra más allá de su época. Ciertamente, no todo lo ha hecho bien, pero ha
sabido reconocer sus errores, incluso aquellos que, como el escándalo
Williamson, no podía evitar en modo alguno. Revitalizando la doctrina, el
pontífice alemán se erigió en renovador de la fe y tendió puentes para la
llegada de lo nuevo, con independencia de qué aspecto pueda tener. «Su
espíritu –eso lo tiene ya claro su sucesor en el ministerio petrino– se
presentará de generación en generación cada vez más grande y poderoso».
«Mi amistad personal con el papa Francisco no solo
perdura, sino que es cada vez más profunda»
Últimas preguntas a Benedicto XVI
Sí.
Como papa, inició Ud. de inmediato el proceso de canonización de su
predecesor, Juan Pablo II, sin respetar el habitual plazo de cinco años. ¿A
qué se debió tanta prisa?
Al evidente anhelo de los fieles y al ejemplo del papa, que yo mismo
tuve ante mí a lo largo de más de dos décadas.
Se dice con frecuencia que, durante su pontificado, Ud. tropezó con
numerosas obstrucciones por parte de la curia.
Las obstrucciones venían antes de fuera que de la curia. Yo no quería
limpiar solo el pequeño mundo de la curia; eso ni siquiera era lo más
importante para mí. Quería limpiar la Iglesia como un todo. El papa no es
primordialmente el papa de la curia; su responsabilidad se extiende más
bien a la Iglesia entera en un momento histórico concreto. Entretanto, los
acontecimientos han mostrado que la crisis de la fe ha propiciado también,
y sobre todo, una crisis de la existencia cristiana. Esta es la medida que el
papa debe tener en mente.
¿Contribuyó el Vatileaks a su decisión de renunciar al ministerio
petrino?
En mis Últimas conversaciones con Ud. aclaré enérgicamente que mi
renuncia no tenía nada que ver con el asunto de Paolo Gabriele. Si hubiera
tenido que salir huyendo de incidentes semejantes, habría habido más
ocasiones de esa clase. Pero hacerles frente y no doblegarse ante ellos me
sigue pareciendo parte esencial del mandato del papa. Por eso, mi renuncia
no tiene absolutamente nada que ver con todo ese tema.
Su visita en 2009 a la tumba del papa Celestino V, el único papa que
había renunciado al ministerio petrino antes de Ud., ha dado pie a
numerosas conjeturas, y sigue dándolo hasta hoy. ¿A qué se debió esa
visita?
La visita a la tumba del papa Celestino V fue más bien casualidad, pero
era plenamente consciente, claro, de la singularidad de su situación y en
modo alguno podía servirme de modelo.
El periodista estadounidense Rod Dreher afirmó: «Un amigo próximo a
Benedicto me ha contado que el papa renunció al ministerio petrino cuando
se percató de que la corrupción en la curia desbordaba con mucho lo que él
podía combatir». ¿Es esto una invención?
Sí.
Una frase de la homilía que Ud. pronunció en la santa misa de inicio de
su pontificado quedó grabada especialmente en la memoria de muchos:
«Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos». ¿Preveía
todo lo que se le iba a venir encima?
También aquí debo decir que el radio de aquello que un papa puede
temer se concibe de forma demasiado limitada. Por supuesto, asuntos como
el Vatileaks son desagradables y, sobre todo, resultan incomprensibles y
perturbadores en sumo grado para las personas en el mundo en sentido
amplio. Pero la verdadera amenaza para la Iglesia y, por tanto, para el
ministerio petrino no radica en tales incidentes, sino en la dictadura
universal de ideologías en apariencia humanistas a las que solo cabe
contradecir al precio de quedar uno excluido del consenso social básico.
Hace un siglo, todo el mundo habría considerado absurdo hablar de
matrimonio homosexual. Hoy, quien se opone a él es socialmente
excomulgado. Otro tanto ocurre con el aborto y la producción de seres
humanos en laboratorios. La sociedad moderna está formulando un credo
anticristiano, y la resistencia a ese credo se castiga con la excomunión
social. Es normal, muy normal, tenerle miedo a este poder intelectual del
Anticristo, y realmente hace falta el apoyo oracional de una diócesis entera,
de la Iglesia entera para oponerse a él.
PRIMERA PARTE
EL NIÑO Y ADOLESCENTE
1. Sábado de Gloria
[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996 [trad. esp.: La sal
de la tierra, Palabra, Madrid 20054].
[4] Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
2. El impedimento
[1] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» Wurzeln, Kindheit und Jugend von
Papst Benedikt XVI., Rimsting 2010.
[5] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).
[6] Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
[7] Ibid.
[8] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).
[2] ÍD., Meditationen zur Karwoche, Freising 1969 [trad. esp.: La muerte de Cristo:
Meditaciones sobre la Semana Santa, Encuentro, Madrid 2013].
[3] Cf. L. FEUCHTWANGER, Erfolg. Drei Jahre Geschichte einer Provinz, Berlin
1930.
[7] A. HITLER, Mein Kampf, München 1938 [trad. esp.: Mi lucha, Verbum, Arganda
del Rey (Madrid) 2018].
[8] Cf. Die Weimarer Republik (cf. supra, nota 6).
[9] Cf. H. W. WURSTER, Das Bistum Passau und seine Geschichte, Straßburg 2010.
[10] Entrevista con el autor.
[11] Ibid.
[12] G. RATZINGER, entrevista con el autor.
[3] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998 [trad. esp.: Mi vida:
Autobiografía, Encuentro, Madrid 2013].
[4] E. HEINRICH, Auf Dein Wort hin. Erstkommunion in Aschau am Inn, Aschau
2007.
[7] J. GOEBBELS, Tagebücher 1924-1945, München 1992 [trad. esp.: Diario, Plaza &
Janés, Barcelona 1979].
[8] Cf. E. VON ARENTIN, Fritz Michael Gerlich. Lebensbild des Publizisten und
christlichen Widerstandskampfers, München 1983.
[5] Cit. en K. WAGNER y H. RUT (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von
München und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[6] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.
[10] Cf. https://bit.ly/2KYYEUJ.
[11] M. LUTERO, Von den Juden und ihren Lügen, München 1936 [trad. esp.: Sobre
los judíos y sus mentiras, El Cid Editor, Buenos Aires 2004].
[12] Así lo citó en 1936 el Prof. Maximilian Meichßner, superintendente de Wittenberg
y especialista en Lutero, en su sermón con motivo del 390.º aniversario de la
muerte del reformador: cf. R. KABUS (ed.), Schriftenreihe der Staatlichen
Lutherhalle Wittenberg, 4/1988.
[20] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich (cf. supra, nota 7).
[7] Accesible en www.vatican.va.
[8] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[9] Cf. K.-J. HUMMEL y C. KÖSTERS (eds.), Kirche, Krieg und Katholiken.
Geschichte und Gedachtnis im 20. Jahrhundert, Freiburg i. Br. 2014.
[10] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.
[11] Cf. Die Tagespost, 23 de abril de 2015.
[12] Cit. en Wikipedia, «Mit brennender Sorge»,
https://de.wikipedia.org/wiki/Mit_brennender_Sorge.
[13] Mit brennender Sorge 1, accesible en www.vatican.va.
[14] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 5).
[9] Ibid.
[10] K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln-Mühlheim 2010.
[11] BENEDICTO XVI, Die Ökologie des Menschen. Die großen Reden des Papstes.
München 2012 [el discurso citado puede encontrarse en www.vatican.va].
[12] B. HUBENSTEINER, Bayerische Geschichte, München 1992.
[17] Ibid.
[18] P. FREIWANG, entrevista para el documental del canal de televisión ZDF Joseph
Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.
9. La guerra
[1] A. BEEVOR, Der Zweite Weltkrieg. München 2014 [trad. esp. del orig. inglés: La
segunda Guerra Mundial, Pasado & Presente, Barcelona 2014].
[2] Cit. en S. HAFFNER, Anmerkungen zu Hitler, München 1978 [trad. esp.:
Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002].
[3] Cit. en F. ESCHER y J. VIETIG, Deutsche und Polen. Eine Chronik, Berlín 2002.
[4] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[5] Entrevista con el autor.
10. Resistencia
[1] H. UHL, entrevista para el documental de la ZDF Joseph Ratzinger - Die Jugend
des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[3] W. GEISELBRECHT, entrevista para la ZDF.
[13] Cf. J. KNAB, Ich schweige nicht. Hans Scholl und die Weiße Rose, Darmstadt
2018.
[14] Carta en el archivo del autor.
[15] Ibid.
11. El final
[1] W. VOLKERT, entrevista para el documental de la cadena de televisión ZDF
Joseph Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
SEGUNDA PARTE
EL ALUMNO MODÉLICO
[16] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz del Erde (cf. supra, nota 12).
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] Entrevista con el autor.
[20] Sursum corda, «¡Arriba los corazones!»: así rezan las palabras con que se iniciaba
el prefacio litúrgico en la misa en latín habitual antes del Concilio Vaticano II.
[3] Cf. A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[4] Cf. Die Tagespost, 23 de abril de 2015.
[5] M. VON FAULHABER, en J. Neuhäusler, Kreuz und Hakenkreuz. Der Kampf des
Nationalsozialismus gegen die katholische Kirche und der kirchliche Widerstand,
München 1946.
[6] Cf. Süddeutsche Zeitung, 7 de mayo de 2016.
[7] G. RATZINGER, Mein Bruder der Papst (con la colaboración de Michael
Hesemann), München 2011.
[8] Cit. en Kirche heute 11/2014.
[9] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[10] Ibid.
[16] Th. STEINBÜCHEL, Der Umbruch des Denkens. Die Frage nach der
christlichen Existenz erläutert an Ferdinand Ebners Menschdeutung, Regensburg
1936.
[17] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 12).
[24] Cit. en ibid.
[4] Esta cita y las siguientes están tomadas de H. HESSE, Das Glasperlenspiel,
Frankfurt a. M. 1977 [trad. esp.: El juego de los abalorios, Alianza, Madrid 2012].
[5] J. RATZINGER, Im Angesicht der Engel, Freiburg i. Br. 2008.
[7] S. O. HORN, «Zum existentiellen und sakramentalen Grund der Theologie bei
Joseph Ratzinger - Papst Benedikt XVI.»: Didaskalia 38/2 (2008), 301-310.
[8] M. SCHLOSSER, «Ein Versuch zum Verhältnis von Liturgie und Kontemplation
im Werk Joseph Ratzingers», en R. Voderholzer, Chr. Schaller y F.-X. Heibl (eds.),
Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB), Regensburg 2009.
[10] J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie, Freiburg i. Br. 2000 [trad. esp.: El
espíritu de la liturgia, Cristiandad, Madrid 20074].
[11] ÍD., «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der
Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.
[8] H. LANG, Augustinus, das Genie des Herzens, München 1930 (las expresiones
citadas se toman de Soliloquios I 2).
[14] J. RATZINGER, en Íd. y Heinrich Fríes (eds.), Einsicht und Glaube [Gottlieb
Söhngen zum 70. Geburtstag am 21.5.1962], Freiburg i. Br. 1962.
[25] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 22).
[26] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[2] Cf. K.-E. LÖNNE, Politischer Katholizismus im 19. und 20. Jahrhundert,
Frankfurt a. M. 1986.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Entrevista con el autor.
[11] J. RATZINGER, en H. U. von Balthasar e Íd., 2 Plädoyers. Warum ich noch ein
Christ bin. Warum ich noch in der Kirche bin, München 1971 [trad. esp.: ¿Por qué
soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca
20132].
[12] ÍD., en Íd. y H. Fríes (eds.), Einsicht und Glaube. Gottlieb Söhngen zum 70.
Geburtstag am 21.5.1962, Freiburg i. Br. 1962.
[13] ÍD., Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.
[24] Cit. según R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen (cf. supra, nota 16).
[25] H. DE LUBAC, Die Kirche: Eine Betrachtung, Einsiedeln 2011 [trad. esp. del
orig. francés: Meditación sobre la Iglesia, nueva ed. revisada, Encuentro, Madrid
2008].
[26] Cf. 30Tage, 10/2005 [trad. esp. del orig. Italiano: https://bit.ly/3cljmp7].
[7] Ibid.
[8] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Pontifical romano. Ritual de las
órdenes, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1998.
[9] Entrevista con el autor.
[10] BENEDICTO XVI, «Discurso con ocasión de la ciudadanía de honor de Frisinga
(16 de enero de 2010)».
[17] M. VON FAULHABER, cit. en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das
Erzbistum München und Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven,
Beiträge und Erinnerungen, Regensburg 2006.
21. El coadjutor
[1] Cf. F. FISCHER, Papst Benedikt XVI. Eine Reise zu den Orten seines Lebens.
München 2006.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[14] H. THEISSING, en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München
und Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven. Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[15] J. RATZINGER, en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat. Papst Benedikt XVI. und das
Erzbistum München und Freising, München 2011.
[16] Cit. en A. STRUKELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.
[17] Cit. en ibid.
22. El examen
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] J. RATZINGER, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des
Gottesdienstes, Einsiedeln 1981 [trad. esp.: La fiesta de la fe: Ensayo de teología
litúrgica, Desclée De Brouwer, Bilbao 20052].
[6] ÍD., discurso como arzobispo de Múnich en el Antiquarium del Palacio Real
[Residenz] el 12 de febrero de 1982, con ocasión de su despedida de la diócesis.
[7] Cit. en P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[8] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[12] J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik. Nene Versuche zur Ekklesiologie,
Einsiedeln 1987.
[13] Cit. en A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[14] E. GRUBER, en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat. Papst Benedikt XVI. und das
Erzbistum München und Freising, München 2011.
[15] Entrevista con el autor.
[16] Ibid.
[17] Ibid.
[18] Cf. U. GÖTZ (ed.), 39. Sammelblatt des historischen Vereins Freising. Papst
Benedikt und Freising, Freising 2006.
[19] Cf. P. PFISTER (ed.), Geliebte Heimat (cf. supra, nota 13).
[20] Cf. ibid.
[21] E. GRUBER, en P. Seewald (ed.), Der deutsche Papst, Augsburg-Hamburg 2005.
[22] ÍD., en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising (cf. supra, nota 7).
[23] Ibid.
[4] ÍD., Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura, München 1959 [trad. esp.:
La teología de la historia de san Buenaventura, Encuentro, Madrid 2004].
[5] J. RATZINGER, Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura, nueva ed., St.
Ottilien 1992 [la trad. esp. mencionada en la nota anterior sigue la edición
original].
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Cf. Münchner Abendzeitung, 2 de junio de 1949.
[16] Ibid.
[17] H. VERWEYEN, Ein unbekannter Ratzinger (cf. supra, nota 2).
[20] A. LÄPPLE, en P. Pfister (ed.) Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[3] Ibid.
[4] J. RATZINGER, «Der Priester - ein segnender Mensch. Primizpredigt für Franz
Niedermayer in Kirchanschoring», en Mitteilungen des Instituts Papsi Benedikf
XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009.
[5] M. P. LEHNERT, Ich durfte ihm dienen. Erinnerungen an Papsi Pius XII,
Würzburg 1982 [trad. esp.: Al servicio de Pío XII: Cuarenta años de recuerdos,
BAC, Madrid 1984].
[7] J RATZINGER, «Die neuen Heiden und die Kirche»: Hochland, octubre de 1958.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] H. DE LUBAC, Glauben aus der Liebe (Catholicisme), Einsiedeln 1992.
[11] J. RATZINGER, «Die neuen Heiden und die Kirche» (cf. supra, nota 7).
[14] Ibid.
[15] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
TERCERA PARTE
EL CONCILIO
[4] Ibid.
[5] Cf. M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papsi. Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br., 2007.
[9] Cf. M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges. Joseph Ratzinger in Bonn und
Köln, Regensburg 2014.
[10] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[11] A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[12] Archivo del Albertinum, Bonn.
[13] Entrevista con el autor.
[14] Ibid.
[15] Z. HAYES, cit. en M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra,
nota 9).
[20] H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.
26. La red
[1] N. BLÜM, cit. en M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges. Joseph
Ratzinger in Bonn und Köln, Regensburg 2014.
[2] H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.
[9] Ibid.
[10] Entrevista con el autor.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).
[12] ÍD., prólogo a H. Schlier, Sulla risurrezione di Gesù Cristo, 30Giorni, Roma 2004
[el libro y el prólogo aparecieron en español como suplemento de la revista
30Días; el prólogo de Ratzinger puede consultarse en https://bit. ly/33ARzSg].
[13] J. RATZINGER, cit. según M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra,
nota 1).
[14] Entrevista con el autor.
[15] P. HACKER, en carta escrita a Hans Urs von Balthasar el 16 de febrero de 1966,
cit. en U. Hacker-Klom, Hackers Werk wird eines Tages wieder entdeckt werden!,
Universitäts - und Landesbibliothek Münster 2013.
[16] ÍD., cit. en M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra, nota 1).
[17] Entrevista con el autor.
[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).
[19] Ibid.
27. El Concilio
[1] Cf. https://bit.ly/33N7vB2.
[2] JUAN XXIII, cit. en X. Rynne, Die zweite Reformation. Die erste Sitzungsperiode
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964.
[3] K. WOJTYLA, cit. en C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes
Paul II. - Macht und Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[4] Der Spiegel, 1 de octubre de 1962.
[5] Inédito del santo padre Benedicto XVI, publicado con ocasión del quincuagésimo
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (véase https://bit. ly/33I6HNG).
[6] Ibid.
[7] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en ÍD., Gesammelte Schriften, vol. 7/1,
Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «El primer periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II: Una mirada retrospectiva», en Obras completas de Joseph Ratzinger,
vol. 7/1: Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 2019].
[8] Ibid.
[9] D. TARDINI, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[10] JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988 [trad. esp. del
original inglés: El Rin desemboca en el Tíber: Una historia del Concilio Vaticano
II, Criterio, Madrid 1999].
[11] El discurso de Juan XXIII puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/2xolmR3.
28. La lucha comienza
[1] Cit. en https://bit.ly/2VmrdRe.
[8] K. RAHNER, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer
Freundschaft, München 2008.
[12] Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[13] Cf. ibid.
[14] Cf. L. J. SUENENS, «Aux Origines du Concile Vatican II»: Nouvelle Revue
Théologique 107 (1985), 3-21, aquí 4; ÍD., «Souvenirs et espérances», 65-80, cit.
según R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf. supra, nota 3).
[15] Y. CONGAR, Mon journal du concile, vol. 1, París 2002, 4 [la primera parte de
este volumen, correspondiente al primer periodo de sesiones, no está traducida al
español].
[16] H. KÜNG, Erkämpfte Freiheit, München 2002 [trad. esp.: Libertad conquistada,
Trotta, Madrid 2003].
[17] L. JAEGER, cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[18] J. DÖPFNER, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten Vatikanischen
Konzil, Regensburg 2006.
[19] Ibid.
[21] Ibid.
[22] A. OTTAVIANI, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra,
nota 8).
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] J. FRINGS, Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alt-Erzbischofs von Köln
Josef Kardinal Frings, Köln 1973.
[12] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 10).
[13] Ibid.
[16] ÍD., cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[17] J. RATZINGER, «Stellungnahmen in Latein zu den von Kardinal Cicognani
übersandten Konzils-Schemata», en Íd., Gesammelte Schriften, vol. 7/1 (cf. supra,
nota 1) [trad. esp.: «Tomas de posición, en latín, sobre los esquemas conciliares
enviados por el cardenal Cicognani», en Obras Completas, vol. 7/1].
[3] ÍD., «Der Eucharistische Weltkongress im Spiegel der Kritik» (1961), en JRGS,
vol. 7/1 (cf. supra, nota 2) [trad. esp.: «El Congreso Eucarístico Internacional en el
espejo de la crítica», en Obras Completas de Joseph Ratzinger, vol. 7/1].
[4] Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[5] E. BETZ, cit. en M. Kopp (ed.), Und plötzlich Papst. Benedikt XVI. im Spiegel
personlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[6] A. R. BATLOGG, «Karl Rahner auf dem Zweiten Vatikanischen Konzil», en P.
Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil im Spiegel
Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[7] Cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[8] K. RAHNER, cit. en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus (cf. supra, nota 6).
[9] ÍD., cit. en J. Ddpfner, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten
Vatikanischen Konzil, Regensburg, 2006.
[10] ÍD., cit. en A. R. Batlogg, SJ, «Karl Rahner SJ auf dem Zweiten Vatikanischen
Konzil», en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus (cf. supra, nota 6).
[11] Ibid.
[9] Ibid.
[10] J. RATZINGER, en Mitteilungen des Instituts Benedikt XVI. (MIPB) 2,
Regensburg 2009; también en JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Observaciones al
esquema “De fontibus revelationis”», en OCJR, vol. 7/1].
[11] J. DÖPFNER, cit. en G. TREFFLER, «Der Konzilstheologe Joseph Ratzinger im
Spiegel der Konzilsakten des Münchener Julius Kardinal Dópfner», en P. Pfister
(ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising. Dokumente und
Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen, Regensburg 2006.
[12] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.
[13] Ibid.
[3] Cf. ibid.
[4] W. GROSSE, cit. en N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[5] Entrevista con el autor.
[6] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens. Kardinal Josef Frings auf dem Zweiten
Vatikanum», en N. Trippen y W. Mogge (eds.), Ortskirche im Dienst der
Weltkirche. Das Erzbistum Köln seit seiner Wiedererrichtung im Jahre 1825.
Festgabe für die Kölner Kardinale Erzbischof Joseph Höffner und Alt-Erzbischof
Josef Frings, Köln 1976, ahora también en Joseph Ratzinger Gesammelte
Schriften, vol. 7/1.
[7] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II» (cf.
supra, nota 1).
[8] Entrevista con el autor.
[9] L. J. SUENENS, Souvenirs et espérances, Paris 1991 [trad. esp.: Recuerdos y
esperanzas, EDICEP, Valencia 2000].
[10] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens», en N. Trippen y W. Mogge (eds.),
Ortskirche im Dienst der Weltkirche (cf. supra, nota 6).
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[20] Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[21] Cf. ibid.
[22] J. RATZINGER, «Einleitung zur Konstitution über die göttliche Offenbarung», en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Introducción a la constitución sobre la divina
revelación», en OCJR, vol. 7/1].
[23] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[24] J. RATZINGER, «Die erste Sitzungsperiode des zweiten Vatikanischen Konzils»
(cf. supra, nota 14).
[25] Ibid.
[26] J. DÖPFNER, Konzilstagebücher, Briefe und Notizen zum Zweiten Vatikanischen
Konzil, ed. P. Pfister, Regensburg 2006.
[27] JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf.
supra, nota 20).
[28] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[5] PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[6] PABLO VI, cit. en A. von Teuffenbach, «Weg vom Schauspiel, hin zur
Diskussion»: Vatican-Magazin 6/2013.
[7] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.
[8] ÍD., «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de febrero de
2013)».
[9] J. RATZINGER, Gesammelte Schriften, vol. 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[10] Ibid.
[11] PABLO VI, «Discurso de apertura del segundo periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II (29 de septiembre de 1963)».
[12] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg - Rückblick auf die zweite
Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, ahora también en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «El Concilio en camino. Mirada retrospectiva al
segundo periodo de sesiones del Concilio Vaticano II», en OCJR, vol. 7/1].
36. El legado
[1] Cit. en R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[2] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[3] IGNACIO PEDRO XVI BATANIAN, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt
in den Tiber (cf. supra, nota 1).
[4] J. RATZINGER, «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967),
ahora también en JRGS, vol. 7/1.
[5] ÍD., «Zum 100. Geburtstag von Kardinal Frings»: Communio 3/16 (1987).
[6] ÍD., Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] J. HEENAN, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1).
[8] Y. CONGAR, cit. en H. Jedin, Lebensbericht, Mainz 1984.
[9] J. HOECK, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 2).
[10] J. RATZINGER, Gesammelte Schriften (JRGS), Zur Lehre des Zweiten
Vatikanischen Konzils, vol. 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[11] ÍD., «Ergebnisse und Probleme der dritten Sitzungsperiode», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «Resultados y problemas del tercer periodo del Concilio», en
OCJR7/1].
[12] Ibid.
[13] Cf. P. PFISTER (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil im
Spiegel Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[14] O. SEMMELROTH, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 2).
[15] PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1) [el breve puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/3cMQeeu].
[16] J. RATZINGER, «Die letzte Sitzungsperiode des Konzils», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «El último periodo de sesiones del Concilio», en OCJR, vol. 7/1].
[17] Ibid.
[18] PABLO VI, «Audiencia de 29 de diciembre de 1965», cit. según R. Voderholzer,
«Der Geist des Konzils. Ein Blick auf seine Deutungsgeschichte»: Tagespost, 8 de
marzo de 2014.
[19] C.-P. MÄRZ, «50 Jahre Konzil - Die Dogmatische Konstitution über die gotthche
Offenbarung “Dei Verbum”»: Theologie der Gegenwart 1/2015.
CUARTA PARTE
EL MAESTRO
37. Tubinga
[1] Entrevista con el autor.
[2] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[3] Ibid.
[6] M. KARGER, « Walter Jens - Hans Küng und Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB 2), 2, Regensburg 2009.
[7] Entrevista con el autor.
[8] Der Spiegel, 14 de enero de 1980.
[11] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 2).
[12] Entrevista con el autor.
[13] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 2).
[14] M. SCHLÖGL, «Joseph Ratzinger und die Nouvelle Théologie»: Klerusblatt
2017.
[15] N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[2] J. RATZINGER, Das neue Volk Gottes, Düsseldorf 1969 [trad. esp.: El nuevo
pueblo de Dios, Herder, Barcelona 2005].
[3] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg - Rückblick auf die zweite
Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964.
[4] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[10] H. de LUBAC, Meine Schriften im Überblick, Einsiedeln 1996 [trad. esp. del orig.
francés: Memoria en torno a mis escritos, Encuentro, Madrid 2000].
[11] Kirche + Leben, 13 de febrero de 1968.
[9] K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von München
und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[11] Ibid.
[12] Die Zeit, 19 de abril de 2012.
[17] G. ALY, Unser Kampf: 1968 - ein irritierter Blick zurück, Frankfurt a.M. 2009.
[18] Lausitzer Rundschau, 29 de abril de 2018.
[22] H. HÄRING, Theologie und Ideologie bei Joseph Ratzinger, Düsseldorf 2001.
[23] Ch. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[24] J. L. ALLEN, Kardinal Ratzinger, Trier 2002.
[29] Ibid.
[30] G. VALENTE, «1966-1969. Die schwierigen Jahre»: 30Tage 5/2006.
[5] Ibid.
[6] J. RATZINGER, Einführung in das Christentum, München 1968.
[7] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Die Tagespost, 8 de abril de 2016.
[14] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Preundschaft,
München 2008.
[15] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[12] V. TWOMEY, «Sermón en la misa mayor con motivo del sexagésimo aniversario
de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger», impartido en la iglesia de los
Santos Pedro y Pablo, Cork (Irlanda).
42. Tensiones
[1] F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur
Sakularisierung»: Blätter für deutsche und internationale Politik, vol. 41, 1996.
[2] R. VODERHOLZER, «Der Geist des Konzils. Ein Blick auf seine Deutungsge-
schichte»: Die Tagespost, 8 de marzo de 2014.
[14] J. RATZINGER, Glaube und Zukunft, München 1970 [trad esp.: Fe y futuro,
Desclée de Brouwer, Bilbao 2007].
[21] K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln-Mühlheim 2010.
[22] Cit. según Mitteilungen des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 1, Regensburg
2008.
[23] Entrevista con el autor.
[24] K. RAHNER, «Widersprüche im Buch von Hans Küng», en Íd. (ed.), Zum
Problem Unfehlbarkeit. Antworten auf die Anfrage von Hans Küng (Quaestio
disputata), Freiburg i. Br. 1971 [trad. esp. en La infalibilidad de la Iglesia:
Respuesta a Hans Küng, BAC, Madrid 1978].
[25] katholisch.de, 19 de marzo de 2018.
[27] Ibid.
[28] Frankfurter Allgemeinen Zeitung, TL de mayo de 1976.
[31] Ibid.
[32] Ibid.
[33] Ibid.
[34] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] J. RATZINGER, «Zehn Jahre nach Konzilsbeginn - wo stehen wir?», en J.
RATZINGER, Dogma und Verkündigung, München 1973.
[9] J. RATZINGER: «Zur Frage der Unauflöslichkeit der Ehe. Bemerkungen zum
dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung», en F.
Henrich y V. Eid (eds.), Ehe und Ehescheidung. Diskussion unter Christen
(Münchener Akademie-Schriften 59), München 1972.
[10] J. RATZINGER / BENEDICTO XVI, «Zur Frage nach der Unauflöslichkeit der
Ehe», en J. RATZINGER / BENEDICTO XVI, Gesammelte Schriften (JRGS), vol.
4, Freiburg i. Br. 2014 [trad. esp.: «Sobre la cuestión de la indisolubilidad del
matrimonio: Consideraciones sobre el dato dogmático-histórico y sobre su
significado actual», en OCJR 4, 559-580].
[15] Ibid.
44. Reconquista
[*] En lengua española en la edición original alemana [N. del T.].
[1] BENEDICTO XVI, «Discurso del papa al Colegio Cardenalicio y a los miembros
de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 de diciembre de
2005)»: https://bit.ly/2ORVuUe.
[3] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985 [trad. esp.: Informe sobre la fe, BAC, Madrid 2015].
[4] Ibid.
[10] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[11] H. U. von BALTHASAR, «Communio - ein Programm»: Communio 1 (1972).
[12] D. DECKERS, Der Kardinal. Karl Lehmann - eine Biographie, München 2002.
[13] H. U. von BALTHASAR, «Communio - ein Programm» (cf. supra, nota 11).
[14] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[15] Ibid.
[16] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[21] M. LUTERO, «Von den Juden und ihren Lügen, Schrift aus dem Jahr 1543»,
citado según el pastor Dirk von Jutrczenka, de la iglesia de San Remberto en
Bremen.
[22] J. RATZINGER y H. MAIER, Demokratie in der Kirche. Möglichkeiten, Grenzen,
Gefahren, Limburg 1970.
[23] Joseph Ratzinger, en un programa de Bayerischer Rundfunk, 8 de octubre de
1972.
[2] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977 [trad.
esp.: Escatología: La muerte y la vida eterna, Herder, Barcelona 2007].
[3] Ibid.
[4] H. HOPING, «Die Auferstehung der Toten bei Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 10, Regensburg 2017.
[5] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nähe zu sein», publicado bajo el título
de «Dass Gott alies in allem sei»; Klerusblatt 72 (1992), luego recogido en ÍD.,
Auferstehung und Ewiges Leben, Beiträge zur Eschatologie und zur Theologie der
Hoffnung (JRGS vol. 10), ed. G. L. MÜLLER, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Mi
felicidad es estar cerca de ti: Sobre la fe cristiana en la vida eterna», en OCJR 10,
430-436].
[6] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[7] Ibid.
[8] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).
[9] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[10] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).
[11] Ibid.
[12] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[13] Entrevista con el autor.
[14] Ibid.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 1).
[16] Ibid.
[17] Entrevista con P. Gereon Michael Strauch, antiguo estudiante en Ratisbona.
[21] K. BIRKENSEER, Hier bin ich wirklich daheim. Papst Benedikt XVI. und das
Bistum Regensburg, Regensburg 2005.
[24] Ibid.
[25] Ibid.
[29] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[9] Ibid.
[10] K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von München
und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[12] Ibid.
[13] P. PFISTER (ed.), Joseph Raztinger und das Bistum München und Freising (cf.
supra, nota 2).
[14] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 11).
[15] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit. Fünfundzwanzig Jahre nach
dem Konklave, bei dem Papst Luciani gewahlt wurde», en 30Tage 9 (2003) [trad.
esp. del orig. italiano: «El Señor elige nuestra pobreza», accesible en
https://bit.ly/3g26JVU).
[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[7] Ibid.
[8] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[19] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng. Geschichte einer Freundschaft,
München 2006.
50. El prefecto
[1] M. LÜTZ, Der Skandal der Skandale. Die geheime Geschichte des Christentums,
Freiburg i. Br. 2018.
[5] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit ais
Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger (Monographische
Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[7] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Cit. según A. ŠTRUEELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.
[3] G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung. Johannes Paul II. Eine Biographie, Paderborn
2002 [trad. esp. del orig. inglés: Biografía de Juan Pablo II: Testigo de esperanza,
Plaza & Janés, Barcelona 1999].
[6] J. ARIAS, Das Rätsel Wojtyla. Eine kritische Papst-Biographie, Bad Sauerbrunn
1991 [orig. esp.: El enigma Wojtyla, El País, Madrid 1985].
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[10] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Die Zeit 41/1985, 4 de octubre.
[11] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[12] Entrevista con el autor.
[11] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gesprach mit Vittorio Messori,
München 1985.
[12] Entrevista con el autor.
[13] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 8).
[14] Entrevista en Deutsche Tagespost, 18 de mayo de 1995.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 8).
[16] Entrevista con el autor.
[27] Entrevista con el autor para la Magazin der Süddeutschen Zeitung (cf. supra, nota
9).
[28] Ibid.
[29] Ch. FELDMAN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[30] H.-J. FISCHER, Benedikt XVI.: Ein Porträt, Freiburg i. Br. 2005.
[31] Ibid.
[32] Entrevista con el autor.
[33] Carta de agradecimiento del cardenal Joseph Ratzinger de mayo de 1987, en el
archivo del autor.
[34] Deutsche Tagespost, 25 de noviembre de 1986.
54. El derrumbe
[1] G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung, Johannes Paul II. Eine Biografie, Paderborn
2002.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] S. BAIER, en Tagespost, 23 de agosto de 2018.
[5] https://www.zeit.de/wissen/geschichte/2010-03/gorbatschow-sowjetunion.
[6] A. RICCARDI, Johannes Paul II. Die Biografie, Würzburg 2012 [trad. esp. del
orig. italiano: Juan Pablo II: La biografía, San Pablo, Madrid 2011].
[7] Stricker, en una entrevista con la organización humanitaria «Kirche in Not»:
kath.net, 15.9.2009 (https://www.kath.net/news/23949).
[8] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig 2007 [trad. esp. del orig.
italiano: Una vida con Karol, La Esfera de los Libros, Madrid 2014].
[9] Spiegel Special, n.º 3 (2005).
[10] Der Spiegel, 15/2005, 11 de abril.
[11] Die Welt, 30 de mayo de 1988.
[37] Ibid.
[38] Ibid.
[39] Ibid.
[40] E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[16] J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik (cf. supra, nota 12).
[17] Ibid.
[18] Der Spiegel, 16 de diciembre de 1996.
[19] P. COELHO, Der Weg des Bogens, Zürich 2017 [trad. esp. del orig. portugués: El
camino del arquero, Planeta, Barcelona 2020].
[20] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[21] M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[22] Carta a Esther Betz de 9 de agosto de 1997, transcripción del archivo del autor.
56. El milenio
[1] Carta a Esther Betz de 16 de febrero de 1998, transcripción del archivo del autor.
[2] Radio Vaticano, 18.11.2017.
[3] Transcripción del archivo del autor.
[4] Marcos 16, 15; Mateo 28, 20.
[5] Der Spiegel, 7 de diciembre de 1998.
[6] Der Spiegel, 24 de mayo de 1999.
57. La agonía
[1] Al respecto, véase también: S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig
2007.
[2] Der Spiegel, 26 de marzo de 2005.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 1).
[7] Juan 12, 24.
[8] L’Osservatore Romano, ed. en alemán, 8 de abril de 2005.
[9] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 1).
[10] Ibid.
[11] Entrevista con el autor.
[12] Según declaración de Georg Gänswein en la entrevista con el autor.
[15] Según www.vaticannews.va.
[16] Citado según Christ in der Gegenwart, ed. especial con motivo de la muerte del
papa, abril de 2005.
[17] L’Osservatore Romano, ed. en alemán, 15 de abril de 2005.
58. El cónclave
[1] Copia del archivo del autor.
[2] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Licht der Welt, Stuttgart 1996.
[3] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000.
[4] Abendzeitung, 6 de abril de 2005.
SEXTA PARTE
EL SUMO PONTÍFICE
[11] Cit. en H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg
2005 [este primer mensaje de su santidad Benedicto XVI, pronunciado en la missa
pro Ecclesia del 20 de abril de 2005, puede consultarse en español en el ciberportal
del Vaticano: https://bit.ly/2YK4v7Q].
[12] Ibid.
[13] Cit. en Die Welt, 21 de abril de 2005.
[4] BENEDICTO XVI, «Mensaje para la 92.ª Jornada del Migrante y el Refugiado (18
de octubre de 2005)»: https://bit.ly/2LgtPuk.
[5] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000.
[6] En M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst. Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2008.
[7] H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg 2005.
[8] Süddeutsche Zeitung, 5 de abril de 2005.
[14] Ibid.
[15] Entrevista con el autor.
[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt (cf. supra, nota 5).
[18] Entrevista con el autor.
62. La «Benedictomanía»
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[14] Cit. en M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel
persönlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Cf. Ch. HURNAUS, 33 Reisen mit dem Papst. Unterwegs mit Johannes Paul II.
und Benedikt XVI., Linz 2009
[12] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013.
[13] BENEDICTO XVI, «Discurso durante la visita al campo de concentración de
Auschwitz (28 de mayo de 2006)»: https://bit.ly/2y2edHT.
[14] Ibid.
[17] B. KRUGER, en M. Kopp (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel
persönlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[18] Ibid.
[19] A. KISSEER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 12).
[2] Cf. ibid.
[3] Cf. G. SAILER, Frauen im Vatikan. Begegnungen, Porträts, Bilder, Leipzig 2007.
[6] Ibid.
[2] Cit. en A. AMBROGETTI (ed.), Über den Wolken mit Papst Benedikt XVI.,
Gespräche mit Journalisten, Kißlegg 2017.
[3] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt. Die Geheimnisse des
christlichen Glaubens, München 2000.
[4] Cit. en A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005 [el texto español puede consultarse en:
https://bit.ly/2WJ3Thg].
[7] Ibid.
[10] Ibid.
[11] B. MENKE, en Die Zeit 15/2017, 6 de abril de 2017.
[12] kath.net, 1 de diciembre de 2009 [el texto español puede consultarse en:
https://bit.ly/3bPbcbw].
[15] Ibid.
[16] Cit. en ibid.
[17] Cit. en P. BADDE, Benedikt XVI. (cf. supra, nota 9).
[31] P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 12).
[32] BENEDICTO XVI, «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la remisión
de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre (10
de marzo de 2009)»: https://bit.ly/2yuFPFH.
[2] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Cit. en Spiegel online, 20 de marzo de 2009.
[12] «Entrevista concedida por el santo padre Benedicto XVI a los periodistas durante
el vuelo hacia África (17 de marzo de 2009)»: https://bit.ly/3cqDM31.
[13] Cf. P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 2).
[14] Ibid.
[15] Ibid.
[16] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[17] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota
2).
[18] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [la trad. esp. del discurso de despedida del papa está
disponible en la ciberpágina del Vaticano: https://bit.ly/3ct9X2i].
[22] Cf. R. FOURREY, Der Pfarrer von Ars: Das Leben des Heiligen auf Grund
authentischer Zeugnisse, Heidelberg 1959 [trad. esp. del orig. francés: El cura de
Ars, Herder, Barcelona 1959].
[23] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 16).
68. El escándalo de los abusos contra menores
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[8] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 4).
[9] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[28] BENEDICTO XVI. em., Ja, es gibt Sünde in der Kirche. Zum
Missbrauchsskandal in der katholischen Kirche, Kisslegg 2018 [una trad. esp.
puede consultarse en el ciberportal Paraula, de la archidiócesis de Valencia:
https://bit.ly/3eXdUhf].
[31] kath.net, 21 de febrero de 2019 [la trad. esp. de la conversación del papa con los
periodistas puede consultarse en: https://bit.ly/2MCuiaK].
[32] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 6).
[33] C. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
69. El pastor
[1] Entrevista con el autor.
[2] Cf. S. GRABNER, Im Auge des Sturms: Gregor der Große. Eine Biografie,
Augsburg 2009.
[3] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[4] Ibid.
[5] Cf. https://bit.ly/3eVtzxF.
[9] Ibid.
[10] «Palabras del santo padre Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo hacia
Portugal»: https://bit.ly/379CbxO.
[3] Cf. BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und
die Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[4] Cf. H. HÄRING, Im Namen des Herrn. Wohin der Papst die Kirche führt,
Gütersloh 2009.
[5] Cf. H. OSCHWALD, Im Namen des Heiligen Vaters. Wie fundamentalistische
Machte den Vatikan steuern, München 2010.
[6] A. POSENER, Benedikts Kreuzzug. Der Angriff des Vatikans auf die moderne
Gesellschaft, Berlín 2009
71. Desmundanización
[1] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[2] F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien. Wie Papstund
Kommunikationsexperten das Medienimage von Papst Benedikt XVI. erklären,
tesis doctoral defendida en la Universidad de Viena, Wien 2012.
[3] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 1).
[6] F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien (cf. supra,
nota 2).
[7] Cit. en L. MAASBURG, Mutter Teresa: Die wunderbaren Geschichten, München
2016 [trad. esp. del orig. inglés: Madre Teresa: Un retrato personal, Palabra,
Madrid 2012].
[8] Entrevista con el autor.
[9] Ibid.
[10] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[11] ÍD. e ÍD., Letzte Gespräche, München 2016.
[13] https://bit.ly/2zAF6DA.
[14] Die Zeit, 21 de septiembre de 2011.
[17] BENEDICTO XV, Die Ökologie des Menschen. Die großen Reden des Papstes,
München 2012 [la trad. esp. del discurso en el Bundestag puede consultarse en:
https://bit.ly/37Cpqfm].
[18] Entrevista con el autor.
[19] Ibid.
[20] Badische Zeitung, 25 de septiembre de 2011 [la trad. esp. de la homilía del papa
puede consultarse en el ciberportal del Vaticano: https://bit.ly/2C5ma0r].
72. La traición
[1] GREGORIO MAGNO, Der heilige Benedikt: Buch II der Dialoge, ed. bilingüe
latín/alemán al cuidado de B. M. Lambert, St. Ottilien 1995 [trad. esp. del orig.
latino: Vida de san Benito y otras historias de santos y demonios: Diálogos, Trotta,
Madrid 2010].
[13] Cf. C. KRAMER VON REISSWITZ, Macht und Ohnmacht im Vatikan. Papst
Pranziskus und seine Gegner, Zürich 2013.
[14] Ibid.
73. La renuncia
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Cf. Spiegel online, 11 de febrero de 2013.
[4] Entrevista con el autor.
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth. Prolog. Die
Kindheitsgeschichten, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: Jesús de Nazaret: La
infancia de Jesús, Claret, Barcelona 2012].
[6] Entrevista con el autor.
[7] BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 27 de febrero de 2013»:
https://bit.ly/2BbiY3d.
[8] Cf. Spiegel online, 11 de febrero de 2013.
[2] BERNARDO DE CLARAVAL, Was ein Papst erwägen muss, Einsiedeln 1985
[trad. esp. del original latino: «Tratado sobre la consideración al papa Eugenio», en
Bernardo de Claraval, Obras Completas, vol. II, BAC, Madrid 1994, 49-233].
[3] Entrevista con el autor.
[4] Ibid.
[7] ÍD., «Lectio divina en la capilla del Pontificio Seminario Romano Mayor con
ocasión de la fiesta de la Virgen de la Confianza, 8 de febrero de 2013»:
https://bit.ly/2NydWQT.
[8] Entrevista con el autor.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] kath.net, 16 de febrero de 2013.
[13] Ibid., 19 de febrero de 2013.
[14] Entrevista con J. Schidelko para la alemana agencia católica de noticias KNA,
febrero de 2013.
[15] kath.net, 18 de febrero de 2013.
[20] kath.net, 23 de febrero de 2013 [la trad. esp. de las palabras del papa puede
consultarse en: https://bit.ly/38ctWS9]
[26] kath.net, 27 de febrero de 2013 [la trad. esp. puede consultarse en:
https://bit.ly/3ik5oeW].