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EL AZAROSO OFICIO DEL TRADUCTOR

Traducir es algo más que pasar algo a otro idioma, es intentar hacer en
éste una réplica de un texto. Pero la traducción de un poema no es como
la copia de un pintor, que puede llegar a la perfección si el copista o el
falsificador disponen de los mismos materiales (para una obra del
Renacimiento, por ejemplo, óleos, pinceles y tela de similares
características a las que se usaban en esa época). El traductor de poesía,
en cambio, no puede ni siquiera traducir literalmente un poema. Alguno o
muchos pueden llegar a creer que lo han logrado, pero hay en el medio en
que trabajan —la lengua, y la lengua llevada a su máxima densidad por el
poeta— un elemento que no se puede del todo imitar, no uno en realidad,
sino dos, porque la música de un idioma es propia y única —y no se puede
ni siquiera “imitar” en un idioma afín— y porque tampoco se puede
reproducir la especificidad de las palabras: su historia, su relación con
otras, su empleo quizás especialidado en la poesía, todo lo que piensan
quienes las dicen o las leen, los ecos que despiertan en ellos, tanto en el
iletrado como en el poeta, sólo que en éste, y en la medida de su grandeza,
las sugerencias —la ambigüedad intrínseca— de esas palabras son
inmensas y multiformes, y la materia con la que hace su poema es
precisamente esa especie de infinitud de la lengua.
Las palabras, en cada lengua, dependiendo de quien las use, tienen uno
o varios significados que caben en los diccionarios (fuera de los que cabrán
en el futuro por obra de los escritores, filósofos y científicos, y por la
creatividad del pueblo que la habla), y otro tanto pasa en la lengua del
traductor, que se ve así enfrentado a múltiples dificultades: tantas
interpretaciones de cada palabra como lo permita el original —en la
medida de sus conocimientos— y tantas como lo permita su propio idioma.
Además, las lenguas, la suya al igual que la del original están en un

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proceso constante de cambio; son como el río de Heráclito, nunca son las
mismas. El lenguage se altera constantemente, y cada obra literaria, cada
poema, cada creación espontánea no sólo aumenta su caudal sino que lo
modifica. El poeta trabaja con la lengua de su tiempo, llevándola a un
grado máximo de expresión que la amplía y enriquece, pero su obra, el
poema, queda plasmado y fijo para siempre. El hecho de traducirlo plantea
no una nueva creación —que implica adornar o podar, con la soterrada
intención de “mejorar” el poema o de someter el poema a una forma
similar a la del original— sino un trabajo tan exigente o más que el acto de
escritura original, porque no puede salirse de un marco inmodificable, que
en su momento sin embargo fue hecho con la maleable materia del idioma.
La más ardua, la ineludible tarea del traductor es comprender el poema.
Es obvio, es lo que hacemos todos al escuchar las palabras de otro, pero
lo que no es tan claro es que cada gran poema es como un microscomo de
su universo lingüistico. Dice Steiner que es “lenguaje en la forma más
intensa de integridad expresiva, lenguaje bajo una tal pasión ceñida de
singular necesidad, de energía particularizada, que ningún otro enunciado
puede ser equivalente, que ningún otro poema aún si difiere en una sola
frase, tal vez en una sola palabra, puede tener el mismo efecto”.
El traductor debe entonces —idealmente— meterse en todos los
recovecos de la lengua original, y en los de la suya propia. Además, debe
conocer lo bastante al autor como para decidir qué quiso decir él con todas
y cada una de las palabras del poema, o en últimas, qué no pudo querer
decir. No se le debe escapar nada. Debe limitarse a decir lo mismo que el
poeta, en ningún caso traicionando el significado a favor de la forma,
puesto que parte del hecho de que ésta no es traducible. Cada lengua tiene
su música peculiar y la poesía es la máxima expresión de esa música. Hay
afinidades tonales —así como semánticas, más claras éstas aunque se
presten a frecuentes confusiones—entre las lenguas romances, por

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ejemplo, o entre las lenguas de origen germánico, pero se trata de un
parecido superficial que sólo permite distinguir familias de idiomas, dentro
de las cuales cada una tiene su peculiar “música”.
Para aclarar estos problemas del traductor de poesía, acudo a las tres
clases de propiedades que percibió el gran poeta y traductor, Ezra Pound.
Son éstas la melopeia, “donde las palabras están cargadas, por encima de
su significado sencillo, de alguna propiedad musical, que dirige el valor o
la tendencia de esa significado”; la phanopeia —la única que puede ser
realmente traducida—, es “el lanzamiento de imágenes sobre la
imaginación visual”; y la logopeia, o “danza del intelecto entre las
palabras”, es decir, su empleo no por su “significado directo” sino
teniendo en cuenta “su uso acostumbrado, el contexto que esperamos
encontrar en la palabra, sus acompañamientos usuales, sus recepciones
conocidas y su juego irónico”.
Esta última propiedad, es decir, este último recurso tanto del poeta
como del mismo idioma, tiene según Pound, “un contenido estético que es
peculiarmente el dominio de la manifestación verbal, y que de ningún
modo puede encontrarse en la plástica o en la música”. Estamos aquí en el
nivel connotativo de los matices, de las cosas que le dice a un nativo una
palabra fuera de su significado central —denotativo— o de lo que adquiere
al ser usada dentro de un determinado contexto. O si son obsoletas,
neologismos caducos o simplemente palabras arrasadas por el tiempo que
sobreviven sólo para multiplicar las páginas de los diccionarios. O si son
especializadas en cualquier sentido, para lo cual hay que encontrar el
exacto equivalente.
De estas tres propiedades no se puede, decía Pound, traducir la
primera, la musical; la segunda, la que le habla a la facultad imaginativa
del lector, se puede traducir perfectamente; y el “tono” propiamente verbal
de la tercera con frecuencia pasa a otro idioma mediante la paráfrasis.

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Lo que es peculiar a cada idioma —en el plano semántico— son las
asociaciones históricas de una palabra cualquiera, o su uso normal,
coloquial, o la tradición sintáctica en la que se inscribe. Incluso las
palabras más sencillas en cada lengua, aunque se refieran al mismo
objeto, le sugieren cosas distintas a sus hablantes. George Steiner, el
autor del libro fundamental sobre la traducción, Después de Babel, da el
ejemplo de pain —pan—, y de bread, en inglés. La palabra francesa, señala
Steiner, “tiene resonancias de escasez, de exigencias radicales que no tiene
la palabra inglesa; las dos palabras difieren en textura histórica tanto
como una hogaza francesa de una inglesa”. Podríamos extender la
comparación a “pan” en Colombia, donde como alimento vital quizás
pueda aun perder la guerra con la arepa, o a bread en Estados Unidos,
donde la mayor parte del pan es un producto afín al plástico.
Por otro lado, los idiomas tienen características, carencias —y ventajas—
que los demás pueden suplir con sus particulares recursos. Pero es
frecuente que carezcan de estos por razones históricas, culturales o
geográficas. Steiner anota que en algunas lenguas africanas el símil
“blanco como la nieve” (del Salmo 51: “He aquí tú amas la verdad en lo
íntimo / y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría. / Purifícame
con hisopo, y seré limpio; / lávame, y seré más blanco que la nieve”) se
traduce “más blanco que plumas de garza… ‘equivalente’ perfectamente
despojado de las alusiones táctiles, emotivas, de las metáforas latentes de
frialdad y mortaja, y hasta del espectro de colores de nuestra palabra del
inglés medio, sánscrita en fin de cuentas”.
Sin embargo, el africano de nuestro tiempo y el traductor isabelino de la
Biblia hablan de lo mismo: el blanco. No existe la posibilidad de que lo
equivoquen con alguno de los otros colores del espectro. Este estrato de
universales del idioma —los mismos de Platón— es el vocabulario de ese
“lenguaje puro” que para Walter Benjamin es la fuente de todas las

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lenguas y su fin último, así como lo que misteriosamente permite la
traducción. Es la lengua única anterior a la torre de Babel y la que según
los cabalistas se hablará en el final de los tiempos. Todos pensamos las
mismas cosas pero las decimos en una forma distinta, y en el último día
las diremos en igual forma, justo como cuando Adán le puso nombre a
todas las cosas. Hablaremos como ese mítico primer hombre, pero entre
tanto reina la confusión de las lenguas y éstas, más que las religiones o
cualquier otro factor cultural, diferencian a los pueblos. Como lo dijo
Schelling, el filósofo romántico alemán: “[…] sólo aquellos pueblos que
hablan un distinto idioma son en realidad distintos, no se puede separar
la génesis de las lenguas de la génesis de los pueblos”.
Se habla mucho de la riqueza relativa de las lenguas, pero el vocabulario
de una lengua es un accidente histórico. Hace unos años se hizo un conteo
de las palabras usadas por Shakespeare (32.000) y por Cervantes (16.000),
es decir casi el doble, y si se comparara el de Shakespeare con el de Racine
fácilmente lo triplicaría. Esta riqueza del inglés se debe a lo que Borges
llama su doble registro, el gérmanico y el latino. Los normandos de habla
francesa, con todo el bagage de las palabras de origen latino y griego,
conquistaron a Inglaterra en el siglo XI y la gobernaron durante dos siglos.
Los ingleses se unieron más al continente, los escandinavos desecharon su
afán de conquista de las islas, y el idioma inglés adquirió el registro latino
y griego, sin cambiar su sencilla gramática, que le permitió a Shakespeare
crear centenares de palabras, muchas de las cuales sólo las uso él.
Después, el inglés vorazmente —sin una academia que lo frenara—
adoptó una inmensa cantidad de palabras de todos los idiomas, y vive
aumentando los significados de las palabras ya existentes y creando miles
y miles de palabras para denominar nuevos inventos, descubrimientos y
técnicas. ¿Quiere esto decir —aparte del hecho de que ese vocabulario, en
un constante proceso de cambio y expansión, le complica enormemente la

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vida al traductor— que el inglés y sus escritores sean en algún sentido
mejores que los franceses, los españoles o los chinos? Todos sabemos que
no es así: Henry James no es mejor ni más profundo que Proust. Y a la
inversa podemos preguntarnos si Rimbaud o Vallejo, tuvieron rivales
contemporáneos suyos —si es que se puede hablar de rivalidad entre los
poetas, lo que dudo— tan visionarios o intensos en otras lenguas. No, cada
tribu tiene sus cantores, iletrados o cultos, que expresan su dolor o su
alegría y que en una forma misteriosa y mágica encarnan su espíritu. No
sobra, además, repetir que el nativo africano y el culto europeo hablan de
lo mismo.
La verdad es que cada idioma es algo así como el desarrollo imperfecto
de una lengua universal, ese algo que todos compartimos en una forma
oscura de la que no somos muy conscientes. “Todas las lenguas —dice
Walter Benjamin en su ensayo, “La tarea del traductor”— son fragmentos
cuyas raíces, en un sentido tan algebráico como etimológico, existen y se
justifican gracias a die reine Sprache (“el lenguaje puro”)… La traducción
de una lengua A a una lengua B volverá tangible la implicación de una
tercera presencia activa. Revela la filosofía del “lenguaje puro” que precede
y subyace a las dos lenguas. Una traducción genuina evoca los contornos
vagos pero inconfundibles de este modelo congruente del que después de
Babel, se desprendieron los mellados fragmentos del habla”.
Steiner piensa que en algunas traducciones, como la de la tercera Oda
Pítica de Píndaro por Hölderlin, “se funden de alguna manera el alemán y
el griego”. Y añade, “Que tal fusión puede y debe existir lo confirma el
hecho de que los seres humanos quieren decir las mismas cosas y la voz
manifiesta los mismos miedos y las mismas esperanzas, aunque las
palabras pronunciadas sean diferentes. O para decirlo de otro modo: a una
mala traducción se le escapan las ataduras de la significación”.

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La confusión de las lenguas es, lo sabemos, el castigo de Dios, temeroso
de que los hombres al entenderse entre sí pudieran hacer una torre cuya
cúspide llegara efectivamente a su morada. Por eso dijo: “He aquí el pueblo
es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y
nada les hará desistir de lo que han pensado hacer. Ahora pues,
descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el
habla de su compañero”. El traductor desafía entonces la sentencia divina,
y trata de restablecer esa unidad lingüística perdida. Pero tal vez se trata
de una batalla perdida de antemano, pues como dice Borges,

Todas las cosas son palabras del


Idioma en que Alguien o Algo, noche y día
Escribe esa infinita algarabía
Que es la historia del mundo. En su tropel
Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,
Mi vida que no entiendo, esta agonía
De ser enigma, azar, criptografía
Y toda la discordia de Babel.

Es esta palpable y constante discordia entre las lenguas lo que le ha


hecho pensar a muchos que la traducción no es posible. Hay una larga
tradición que la denigra. San Jerónimo decía “no versiones sino
perversiones”, y Cervantes escribió: “Traducir de una lengua a otra… es
como quien mira los tapices flamencos por el revés que, aunque se ven las
figuras, son llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y la
tez de la haz…”. Voltaire pensaba que traducir era tarea imposible y
preguntaba con sorna: “¿Se puede traducir la música?”; opinaba, además,
que “las traducciones aumentan las fallas de una obra y dañan sus
bellezas”. Y hace pocos años, Vladimir Nabokov hizo estos versos:

¿Qué es la traducción? En una bandeja


la pálida e hiriente cabeza de un poeta,

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el chillido de un loro, los gruñidos de un mono,
y la profanación de los difuntos.

Los escribió el escritor ruso, gran prosista inglés, después de la


publicación de su traducción al inglés del Eugenio Onieguin de Pushkin, la
obra que más admiraba y la más celebrada de la literatura rusa. A lo largo
de su vida, Nabokov nunca había dejado de atacar con virulencia las
diversas versiones al inglés del poema y en su inmenso comentario
presenta la suya como la definitiva —que es, por supuesto, el mayor delirio
del traductor—, pero su amigo, Edmund Wilson, gran conocedor de la
literatura rusa, la demolió a causa de lo que llamó, “su lenguaje desnudo y
torpe que no tiene nada que ver con el de Pushkin o con la escritura
habitual de Nabokov”, y de su “adicción a las palabras raras y poco
comunes que, en vista de su intención declarada de apegarse tan de cerca
al texto que la versión se puede tomar como literal, resultan del todo
inadecuadas”.
Aunque, creo yo, se debe buscar la mayor literalidad posible (si se
entiende, aunque no sea exactamente lo mismo, como un sinónimo de
fidelidad al sentido, o como se decía antes, “a la letra y al espíritu”) la
literalidad absoluta es imposible, como parece demostrarlo el fracaso de
Nabokov. Doy un ejemplo para demostar esta imposibilidad, incluso la de
un fragmento de un poema bastante “fácil” de traducir. Se trata de los
primeros versos de “La canción de J. Alfred Prufrock” de T. S. Eliot,
vertidos al colombiano por Jaime Tello y al español por José María
Valverde. Dice el original:

Let us go then, you and I,


When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherised upon a table:
Let us go, through certain half-deserted streets,
The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster shells…

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Traduce Tello:

Vámonos, pues, tu y yo,


Cuando el atardecer se haya tendido sobre el cielo
Cual un paciente eterisado sobre una mesa:
Vámonos a través de ciertas calles semidesiertas
Retiros murmurantes
De noches sin descanso en hoteles baratos de una noche
Y restaurantes llenos de aserrín y de conchas…

Y Valverde:

Vamos entonces, tú y yo,


cuando el atardecer se extiende contra el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vamos, por ciertas calles medio abandonadas,
los mascullantes retiros
de noches inquietas en baratos hoteles de una noche
y restaurantes con serrín y conchas de ostras…

Los dos traductores son fieles al significado, pero lo expresan en distinta


forma, porque no pueden prescindir del habla que usan, en primer lugar, y
además porque son a veces más o menos literales —es decir, que
conservan el vocabulario y el estilo del original—, y a veces son más o
menos fieles, o sea exactos. Sin embargo, esta fidelidad de intención se
pierde o se conserva con la escogencia de las palabras españolas. El
“vámonos” y el “pues” de Tello son colombianos, y fracasa en el segundo
verso al hacer activo el verbo —lo que hay que hacer frecuentemente al
traducir del inglés, que abunda en la forma pasiva, pero no precisamente
en este caso donde Valverde sigue correctamente la estructura de la frase
— y al usar el poético “cual”, que desentona en un texto con un
vocabulario deliberamente prosaico. Por otro lado es mejor el paciente
“eterizado” de Tello que el anestesiado de Valverde, aunque los puristas
puedan objetarlo; la vívida metáfora es la de un lívido y neblinoso

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atardecer londinense, es decir del cielo en el que los antiguos postulaban
el éter, que además se usó antes que los métodos anéstesicos modernos.
Tello acierta al hablar de “calles semidesiertas” que reproduce en una
palabra la combinacion, “half-deserted”, pero Valverde en un absurdo afán
de literalidad usa el débil “calles medio abandonadas”. Enseguida, ambos
usan “retiro” —un lugar tranquilo a donde la gente va a rezar o a meditar
—, sustantivo nada apropiado para describir los hoteles de mala muerte
del verso siguiente, como tampoco lo es el adjetivo “murmurante” de Tello,
más a tono con un retiro espiritual. “Mascullante”, en cambio, es la
palabra precisa con un eco además de la aliteración del original —la
repetición de sonidos como en el “ya vienen los claros clarines” de Rubén
Darío—, que además amplía en la siguiente línea: “noches inquietas en
baratos hoteles de una noche”. Tello usa el débil “sin descanso”, con el
obvio propósito de darle a estos versos un ritmo que muestre, en otra
forma, la desazón y el aburrimiento del gris personaje pintado por Eliot,
especie de caricatura de sí mismo, en ese tiempo un modesto empleado
bancario.
Hasta el último verso, Tello y Valverde han seguido el orden de las
palabras; en éste ya no pueden hacerlo porque se encuentran ante un
recurso del inglés que no tiene equivalente en español. En inglés se
pueden adjetivar los sustantivos, de modo que la traducción literal de
“sawdust restaurants” sería el absurdo “restaurantes de aserrín”. Tello
resuelve el problema con el muy colombiano “llenos de”; Valverde, que usa
el serrín, más común en España, sigue en lo demás el orden de las
palabras inglesas, una por una.
He tocado, superficialmente, estos fragmentos desde el punto de vista
del traductor para mostrar una mínima parte de los incontables y diarios,
percances língüisticos que tiene que resolver todo el tiempo; pero sobre
todo para comparar cuál es preferible para el lector. Para hacerlo debo

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despojarme de mis hábitos de traductor. Pero no puedo. Me suena mejor,
tal vez por ser colombiano , la traducción de Tello, pero no puedo dejar de
preguntarme por qué puso ese “cual” y por qué dijo “retiros
murmurantes”, más propio para describir los ruidos en un convento de
monjas. Entiendo que Tello está más interesado en hacer un equivalente
musical del texto inglés; y Valverde, en la exactitud. Creo que un buen
lector percibiría lo mismo.
Aquí estamos en el terreno de la poesía. El traductor de un poema debe
hacer un poema que tenga, fuera de una música equivalente en el idioma
al que traduce, y también, lo que para mí es más importante, sin que
deseche el valor musical, una precisión tal que no se pueda objetar, ni
cambiar una sola palabra, tal como sucede en el poema original. Creo
también que la búsqueda de ese sentido, cuando hay una comprensión
total e incluso una identificación con el poeta que traduce, impone un
ritmo. Me permito citarme para explicar lo que podría llamar mi credo —
negativo— de traductor. Se trata de unas frases de la glosa que escribí
para la edición de “El Barco Ebrio” de Rimbaud: “Incluso lenguas tan
cercanas como el francés y el español tienen grandes diferencias
fonológicas y gramaticales que excluyen una visión rígidamente formal.
Sujetar un poema a un verso más extenso —para parafrasearlo— equivale
a añadir; reducirlo a uno más corto obliga a excluir. Conservar rimas y
metros puede llevar, de todos modos, a inventar o sustituir”.
Quiero darles otro ejemplo para ilustrar mi posición. Se trata del primer
cuarteto del soneto 29 de Shakespeare traducido por Miguel Antonio Caro
y por William Ospina. El original dice así:

When in disgrace with fortune and men’s eyes


I all alone beweep my outcast state,
And trouble deaf heav’n with my bootless cries,
And look upon myself and curse mi fate…

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Traduce Miguel Antonio Caro:

Cuando a los rudos golpes de la suerte


Siento el dolor de mi infelice estado
Viendo en mi daño el mundo conjurado
y sordo a mi querella el cielo inerte…
Y Ospina:

Cuando, infeliz, postrado por el hombre y la suerte


en mi triste destierro lloro a solas conmigo
y agito al sordo cielo mi grito vano y fuerte,
y volviendo a mirarme mi destino maldigo…

Lo de Caro no es una traducción, es una versión que sigue en forma


vaga el contenido y en la que se pierden la concreción y las múltiples
diferencias de estos cuatro versos. En el resto del poema, Caro sostiene la
misma medianía deformante; quita o añade sin necesidad y apelando al
lugar común poético, como en el primer verso, que traduce bien Ospina —
“Cuando, infeliz, postrado por el hombre y la suerte”—, escribe él un
vacuo, “Cuando a los rudos golpes de la suerte”; o como en otro verso del
soneto en el que Shakespeare dice literalmente, “…menos contento con lo
que más me alegra” y él formula este vulgar lamento: “y más refugio no
hallo que la muerte”. Caro, en suma, hace un poema de su propia cosecha
—mediocre, por lo demás—, hasta el punto de que si no supiéramos que se
trata de una traducción de Shakespeare, sería difícil, si no imposible, decir
que lo fuera.
Ospina, para poder introducir lo más posible de las múltiples
sugerencias —enriquecidas por el tiempo y por las montañas de
comentarios sobre su obra— de los versos de Shakespeare, escoge el
alejandrino, el verso clásico francés que, apoyado en el mecánico conteo
silábico de la poesía española —en inglés la medición de la poesía es
métrica, como en griego y en latín—, es lo más lejano posible de la

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maravillosa ductilidad de Shakespeare. Sin embargo, de todos los ejemplos
que he dado, Ospina es quien más se acerca a la traducción perfecta,
perfecta para su tiempo, no definitiva. Las grandes traducciones quedan
como monumentos de la lengua, pero no son definitivas —ni perfectas—
en cuanto traducciones.
El poeta trabaja en un dimensión extra temporal, antes se decía que
para la eternidad; su traductor trabaja para su propio tiempo. La
traducción quedará como un dato más en la historia, también viva, de la
obra original. Algunas traducciones quedarán porque se han unido al
caudal de su lengua. Buena parte de ellas son versiones de grandes
poetas, hasta cierto punto más obras suyas que de los poetas que han
vertido a su lengua. Las versiones tienen una larga historia. En Francia,
en el siglo dieciocho, y un poco antes en Inglaterra, se pusieron de moda lo
que llamaban “imitaciones”; los traductores adornaban los textos.
En el siglo veinte, Ezra Pound, con sus traducciones de los trovadores y
el “Libro de las Odas” chino, inició lo que Hernando Valencia Goelkel
condena como “libertinaje”, también una impostura, según él, como la
“inmodesta” pretensión de traducir “en forma ceñida al espíritu y a la
letra”. Consiste aquella actitud, nos dice el gran crítico y traductor, “en un
disparate engreído: de haber sido un norteamericano exiliado en los
dichosos (o ansiosos) años veinte, Arnaut Daniel hubiera escrito así. Otra
cosa es que las hipotéticas traducciones de Pound, al igual que las más
recientes de Robert Lowell, sean poemas fastuosos. Pero de Pound, no de
Cavalcanti; de Lowell, no de Baudelaire”.
Todos los traductores somos más o menos presumidos o más o menos
libertinos, pero esto no quita que todos busquemos captar el espíritu de
las obras, y quizás Pound se acerque más a esa intangible esencia de la
poesía que los pedestres obreros ceñidos a la letra. Y es que tal vez se
puede llegar a esa esencia, a ese elusivo espíritu que nos acosa y que se

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nos escapa, de diversas maneras. Pound contaba que a veces trabajaba
seis meses para “fijar una emoción instántanea compleja” en unas pocas
palabras, y que ese largo tiempo se le iba menos en encontrar las palabras
que en concentrar la emoción”; otros, me cuento entre ellos, trabajamos en
forma más humilde y laboriosa. Pero en todo caso, todos buscamos —y
este es el mayor problema del traductor— captar ese “algo” que se le
escapa a la mayor parte. El poeta rumano, Marin Sorescu, lo dice con
gracia en su poema, “Traducción”:

Estaba presentando un exámen


En una lengua muerta
Y tenía que traducirme a mí mismo
De hombre a mono.

Lo tomé con calma,


Primero introduciendo el texto
De un bosque.

Pero la traducción se hizo más difícil


A medida que me acercaba a mí mismo.
Con algún esfuerzo
Encontre, sin embargo, equivalentes satisfactorios
Para las uñas y el pelo de los pies.

En torno a las rodillas


Empecé a tartamudear.
Ya casi en el corazón, mi mano empezó a temblar
Y manchó de luz el papel.

Aún así traté de remediar la cosa


Con el pelo del pecho,
Pero fracasé totalmente en el alma.

El poema esta ahí, fijo, inserto en su idioma, aunque enriquecido por el


tiempo y sus sucesivas lecturas, y su traducción, si no es en sí misma
una creación, es víctima del devenir incesante de su propia lengua. La
función del traductor —dice Benjamin— “consiste en encontrar en la

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lengua a la que traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua
un eco del original”, sólo, añado yo, que no debe ser como en Caro un eco
casi inaudible, o muy débil como en Tello y en Valverde. Pero, y este es el
milagro de la literatura, gracias a los traductores buenos y malos, es que
la gran obra pasa al otro idioma, y que sus lectores pueden por lo menos
intuir esa profundidad, y conocer a tantos y tantos escritores. De no existir
los traductores, los lectores vivirían, dice Steiner en alguna parte, como en
aldeas aisladas.
Sospecho que en estas notas, la mayor parte prestadas —por lo cual me
excuso— he dado una idea quizás demasiado grandiosa, heróica del
traductor, pero estoy convencido de que sus principales virtudes son la
humildad y la paciencia. “El traductor —dice con razón Valéry Larbaud—
es un desconocido; está sentado en la última fila; no vive, por decirlo así,
sino de limosnas”. En el fondo, además, no es distinto del resto de los
mortales. Todos somos traductores, tanto quien dialoga en su propia
lengua, como el lector inmerso en un texto, sobre todo de otra época. Estos
procesos de traducción son hasta cierto punto automáticos. El cerebro se
encarga por sí solo de interpretar, es decir de “traducir”, lo que el otro está
diciendo, o lo que ve en la página.
La diferencia con el traductor es que éste repite este proceso en forma
consciente, y que conoce bien, es decir, que piensa en otra lengua. No
requiere del laborioso trabajo de quien la conoce a medias o de quien
empieza a estudiarla. No muy distinta de la de éste es, sin embargo, la
situación del traductor que sabe que vive de limosnas. Como el novato
tiene que mirar los diccionarios una y otra vez, y buscar sin descanso
alternativas sintácticas y semánticas. Y después, echar los dados, jugador
por necesidad, cuidando de que no estén cargados.
Pero, y termino con un lúcido párrafo de Hernando Valencia Goelkel, “…
a diferencia del poeta, el traductor no juega su juego personal. La poesía

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puede seguir abrigando la ilusión de que su presencia renovada sea tan
vigorosa y tan sólida que pueda en alguna forma irrumpir en la realidad y
modificarla. Algo que, de acuerdo a todas las definiciones, es inaccesible
por principio al traductor. El reconocimiento es baladí y carece de
importancia; lo que cuenta es la aprobación, y si esta se produce, la
victoria, al cabo, no consiste sino en que el lector haga suya la obra de un
tercero, el poeta. No pocas veces es mucho lo que se ha comprometido, lo
que se ha apostado, y en este campo resbaloso, desconocido, precario, no
queda en última instancia sino aguardarlo todo de la suerte. De la sola
suerte pues, como lo recordaba Walter Benjamin, ‘no existe una musa de
la filosofía, como tampoco existe una musa de la traducción’”.

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William Shakespeare

Sonnet 29
When in disgrace with fortune and men’s eyes,
I all alone beweep my outcast state,
And trouble deaf heav’n with my bootless cries,
And look upon myself and curse my fate,
Wishing me like to one more rich in hope,
Featured like him, like him with friends possessed,
Desiring this man’s art, and that man’s scope,
With what I most enjoy contented least;
Yet in these thoughts myself almost despising,
Haply I think on thee, and then my state,
Like to the lark at break of day arising
From sullen earth, sings hymns at heaven’s gate:
For thy sweet love rememb’red such wealth brings,
That then I scorn to change my state with kings.

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William Shakespeare

Retractación

Soneto 29

Cuando a los rudos golpes de la suerte


siento el dolor de mi infelice estado,
viendo en mi daño el mundo conjurado
y sordo a mi querella el cielo inerte,

Tal vez el cofre henchido, el cetro fuerte


envidio de soberbio potentado;
olvido el bien que reserva el hado
y más refugio no hallo que la muerte.

Mas si revuelvo a ti mi pensamiento,


como la alondra que, rayando el día,
sube, y su vista el cielo abarca,

Canto de gozo, y tan feliz me siento,


que el caudal de mi amor no trocaría
por los tesoros del mayor monarca.

(traducción de Miguel Antonio Caro)

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William Shakespeare

Soneto 29

Cuando hombres y fortuna me abandonan,


lloro en la soledad de mi destierro
y al cielo sordo con mis quejas canso
y maldigo al mirar mi desventura,

soñando ser más rico de esperanza,


bello como éste, como aquél rodeado,
deseando el arte de uno, el poder de otro,
insatisfecho con lo que me queda;

a pesar de que casi me desprecio,


pienso en ti y soy feliz y mi alma entonces,
como al amanecer la alondra, se alza
de la tierra sombría y canta al cielo:

pues recordar tu amor es tal fortuna


que no cambio mi estado con los reyes.

(traducción de Manuel Mujica Lainez)

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William Shakespeare

Soneto 29

Cuando, infeliz, postrado por el hombre y la suerte,


en mi triste destierro lloro a solas conmigo,
y agito al sordo cielo mi grito vano y fuerte,
y, volviendo a mirarme, mi destino maldigo,

Y sueño ser como otro más rico en esperanza,


tener su mismo aspecto, gozar sus compañías,
y envidio el arte de éste, del otro la pujanza,
hastiado aun de aquello que me daba alegrías.

Si en estos pensamientos mi desprecio me espanta,


pienso en ti felizmente, y entonces mi consuelo
como una alondra a orillas del día se levanta

Del mundo oscuro, y canta en las puertas del cielo.


Tal riqueza me ofreces, dulce amor recordado,
que desdeño cambiar con los reyes mi estado.

(traducción de William Ospina)

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William Shakespeare

Soneto 14

Cuando en desgracia a ojos de los hombres y sin suerte, / muy solo lloro
mi estado de destierro, / y perturbo al sordo cielo con mis gritos inútiles, /
y me veo a mí mismo y maldigo mi destino / queriendo ser como alguien
más rico en esperanza, / con sus mismos rasgos y teniendo como él
amigos, / deseando el arte de éste y el poder de aquel / menos contento
con lo que más disfruto / pero por estos pensamientos casi
despreciándome / soy feliz pensando en ti, y luego mi estado / como la
alondra que se eleva al amanecer / de la tierra sombría, canta himnos en
la puerta del cielo; / pues tu dulce amor recordado tal riqueza me trae /
que desdeño cambiar mi estado con los reyes.

(traducción literal en prosa)

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