Está en la página 1de 19

MAXIMILIANO MARÍA KOLBE

Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de


enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola, que en
ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue
bautizado con el nombre de Raimundo en la iglesia
parroquial.

A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres


franciscanos en la ciudad polaca de Lvov, la cual a su
vez estaba ocupada por Austria. Fue en el seminario
donde adoptó el nombre de Maximiliano. Finaliza sus
estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote.
Devoto de la Inmaculada Concepción, pensaba que
la Iglesia debía ser militante en su colaboración con
la Gracia divina para el avance de la fe católica.
Movido por esta devoción y convicción, funda en 1917
un movimiento llamado "La Milicia de la Inmaculada"
cuyos miembros se consagrarían a la bienaventurada
Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante
todos los medios moralmente válidos, por la
construcción del Reino de Dios en todo el mundo. En
palabras del propio San Maximiliano, el movimiento
tendría: "una visión global de la vida católica bajo una
nueva forma, que consiste en la unión con la
Inmaculada."

Verdadero apóstol moderno, inicia la publicación de


la revista mensual "Caballero de la Inmaculada",
orientada a promover el conocimiento, el amor y el
servicio a la Virgen María en la tarea de convertir
almas para Cristo. Con una tirada de 500 ejemplares
en 1922, en 1939 alcanzaría cerca del millón de
ejemplares.

En 1929 funda la primera "Ciudad de la Inmaculada"


en el convento franciscano de Niepokalanów a 40
kilómetros de Varsovia, que con el paso del tiempo se
convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen y,
en palabras de San Maximiliano, dedicada a
"conquistar todo el mundo, todas las almas, para
Cristo, para la Inmaculada, usando todos los medios
lícitos, todos los descubrimientos tecnológicos,
especialmente en el ámbito de las comunicaciones."

En 1931, después de que el Papa solicitara


misioneros, se ofrece como voluntario y viaja a Japón
en donde funda una nueva ciudad de la Inmaculada
("Mugenzai No Sono") y publica la revista "Caballero
de la Inmaculada" en japonés ("Seibo No Kishi").
En 1936 regresa a Polonia como director espiritual de
Niepokalanów, y tres años más tarde, en plena
Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y
enviado a campos de concentración en Alemania y
Polonia. Es liberado poco tiempo después,
precisamente el día consagrado a la Inmaculada
Concepción. Es hecho prisionero nuevamente en
febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para
ser después transferido al campo de concentración de
Auschwitz, en donde a pesar de las terribles
condiciones de vida prosiguió su ministerio.

En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los


prisioneros de toda huella de personalidad
tratándolos de manera inhumana e inpersonal, como
un simple número: a San Maximiliano le asignaron el
16670. A pesar de todo, durante su estancia en el
campo nunca le abandonaron su generosidad y su
preocupación por los demás, así como su deseo de
mantener la dignidad de sus compañeros.

La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la


misma sección a la que estaba asignado San
Maximiliano escapa; en represalia, el comandante del
campo ordena escoger a diez prisioneros al azar para
ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba
el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como
San Maximiliano, casado y con hijos.

San Maximiliano, que no se encontraba entre los diez


prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar.
El comandante del campo acepta el cambio, y San
Maximiliano es condenado a morir de hambre junto
con los otros nueve prisioneros. Diez días después de
su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le
administran una inyección letal el 14 de agosto de
1941.

Es así como San Maximiliano María Kolbe, en medio


de la más terrible adversidad, dio testimonio y ejemplo
de dignidad. En 1973 Pablo VI lo beatifica y en 1982
Juan Pablo II lo canoniza como Mártir de la Caridad.
Juan Pablo II comenta la influencia que tuvo San
Maximiliano en su vocación sacerdotal: "Surge aquí
otra singular e importante dimensión de mi vocación.
Los años de la ocupación alemana en Occidente y de
la soviética en Oriente supusieron un enorme número
de detenciones y deportaciones de sacerdotes
polacos hacia los campos de concentración. Sólo en
Dachau fueron internados casi tres mil. Hubo otros
campos, como por ejemplo el de Auschwitz, donde
ofreció la vida por Cristo el primer sacerdote
canonizado después de la guerra, San Maximiliano
María Kolbe, el franciscano de Niepokalanów." (Don
y Misterio).
San Maximiliano nos legó su concepción de la Iglesia
militante y en febril actividad para la construcción del
Reino de Dios. Actualmente siguen vivas obras
inspiradas por él, tales como: los institutos religiosos
de los frailes franciscanos de la Inmaculada, las
hermanas franciscanas de la Inmaculada, así como
otros movimientos consagrados a la Inmaculada
Concepción. Pero sobretodo, San Maximiliano nos
legó un maravilloso ejemplo de amor por Dios y por
los demás.
Con motivo de los veinte años de la canonización del
padre Maximiliano Kolbe (10 de octubre de 1982), los
Frailes Menores Conventuales de Polonia abrieron el
archivo de Niepokalanow (Ciudad de la Inmaculada,
a 50 kilómetros de Varsovia), construido por el mismo
mártir de Auschwitz. Entre los manuscritos del santo,
destaca la última carta que escribió y que acaba con
besos a su madre. Una carta que refleja una ternura
que no aparecía en otros escritos, y que hace pensar
que el sacrificio con el que ofreció la vida
voluntariamente en sustitución de un condenado a
muerte fue algo que maduró a lo largo de su vida. Este
es el texto del escrito: «Querida madre, hacia finales
de mayo llegué junto con un convoy ferroviario al
campo de concentración de Auschwitz. En cuanto a
mí, todo va bien, querida madre. Puedes estar
tranquila por mí y por mi salud, porque el buen Dios
está en todas partes y piensa con gran amor en todos
y en todo. Será mejor que no me escribas antes de
que yo te mande otra carta porque no sé cuánto
tiempo estaré aquí. Con cordiales saludos y besos,
Raimundo Kolbe».

Juan Pablo II, un año después de su elección, en


Auschwitz, dijo: «Maximiliano Kobe hizo como Jesús,
no sufrió la muerte sino que donó la vida». La
expresión remite a unas palabras escritas por el padre
Kolbe unas semanas antes de que los nazis
invadieran Polonia (1 de septiembre de 1939): «Sufrir,
trabajar y morir como caballeros, no con una muerte
normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza,
sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando
como auténtico caballero la propia sangre hasta la
última gota, para apresurar la conquista del mundo
entero para Ella. No conozco nada más sublime».

A continuación, el texto de la homilía mediante la cual


se canonizó a San Maximiliano:

1. «Nadie tiene amor más grande que el que da


la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Desde hoy la Iglesia quiere llamar «santo» a un
hombre a quien le fue concedido cumplir de manera
rigurosamente literal estas palabras del Redentor.
Así fue. Hacia finales de julio de 1941, después que
los prisioneros, destinados a morir de hambre, habían
sido puestos en fila por orden del jefe del campo, este
hombre, Maximiliano María Kolbe, se presentó
espontáneamente, declarándose dispuesto a ir a la
muerte en sustitución de uno de ellos. Esta
disponibilidad fue aceptada, y al padre Maximiliano,
después de dos semanas de tormentos a causa del
hambre, le fue quitada la vida con una inyección
mortal, el 14 de agosto de 1941.
Todo esto sucedía en el campo de concentración de
Auschwitz (Oswiecim), donde fueron asesinados
durante la última guerra unos cuatro millones de
personas, entre ellas la Sierva de Dios Edith Stein (la
carmelita sor Teresa Benedicta de la Cruz), cuya
causa de beatificación sigue su curso en la
Congregación competente [fue canonizada por Juan
Pablo II el 11 de octubre de 1998]. La desobediencia
al mandamiento de Dios creador de la vida: «No
matarás», causó en ese lugar la inmensa hecatombe
de tantos inocentes. En nuestros días, pues, nuestra
época ha quedado así horriblemente marcada por el
exterminio del hombre inocente.
2. El padre Maximiliano Kolbe, prisionero del
campo de concentración, reivindicó, en el
lugar de la muerte, el derecho a la vida de un
hombre inocente, uno de los cuatro millones.
Este hombre (Franciszek Gajowniczek) vive todavía y
está aquí presente entre nosotros. El padre Kolbe
reivindicó su derecho a la vida, declarando la
disponibilidad de ir él mismo a la muerte en su lugar,
ya que ese hombre era un padre de familia y su vida
era necesaria para sus seres queridos.
De este modo, el padre Maximiliano María Kolbe
reafirmó así el derecho exclusivo del Creador sobre la
vida del hombre inocente y dio testimonio de Cristo y
del amor. Así, escribe, en efecto, el Apóstol Juan: «En
esto hemos conocido la caridad: en que Él dio su vida
por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida
por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).
El padre Maximiliano, al que la Iglesia venera ya como
«Beato» desde 1971, al dar su vida por un hermano,
se asemeja a Cristo de manera particular.

3. Reunidos aquí hoy, domingo 10 de octubre,


ante la basílica de San Pedro en Roma,
nosotros queremos poner de relieve el valor
especial que a los ojos de Dios tiene la muerte
por martirio del padre Maximiliano Kolbe:
«Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los
justos» (Salmo 115 [116],15). Así hemos repetido en
el Salmo responsorial. ¡Verdaderamente es preciosa
e inestimable! Mediante la muerte de Cristo en la cruz
se realizó la redención del mundo, ya que esta muerte
tiene el valor del amor supremo. Mediante la muerte
del padre Maximiliano Kolbe, un límpido signo de tal
amor se ha renovado en nuestro siglo, que en tan alto
grado y de tantos modos está amenazado por el
pecado y la muerte.
Parece como si en esta liturgia solemne de la
canonización se presentara entre nosotros aquel
«mártir del amor» de Oswiecim (como lo llamó Pablo
VI), diciendo:
«Yo soy tu siervo, Señor, siervo tuyo, hijo de tu
esclava; rompiste mis cadenas» (Salmo 115
[116],16). Y, como recogiendo en uno sólo el sacrificio
de toda su vida, él, sacerdote e hijo espiritual de San
Francisco, parece decir: «¿Qué podré yo dar al Señor
por todos los beneficios que me ha hecho? Alzaré el
cáliz de salvación, invocando tu nombre, Señor»
(Salmo 115 [116], 12s).
Estas palabras son palabras de gratitud. La muerte
sufrida por amor, en lugar del hermano, es un acto
heroico del hombre, mediante el cual, junto al nuevo
Santo, glorificamos a Dios. De Él, en efecto, proviene
la gracia de semejante heroísmo, la gracia de este
martirio.

4. Glorifiquemos, por tanto, hoy las grandes


obras de Dios en el hombre.
Ante todos nosotros, reunidos aquí, el padre
Maximiliano Kolbe levanta «el cáliz de la salvación»,
en el que está recogido el sacrificio de toda su vida,
sellada con la muerte de mártir «por un hermano».
Maximiliano se preparó a este sacrificio definitivo
siguiendo a Cristo desde los primeros años de su vida
en Polonia. De aquellos años data el sueño arcano de
dos coronas: una blanca y otra roja, entre las que
nuestro santo no elige, sino que acepta las dos.
Desde los años de su juventud estaba invadido por un
gran amor a Cristo y por el deseo del martirio.
Este amor y este deseo lo acompañaron en el camino
de su vocación franciscana y sacerdotal, para la que
se preparó en Polonia y en Roma. Este amor y este
deseo lo siguieron a través de todos los lugares de su
servicio sacerdotal y franciscano en Polonia, y en su
servicio misionero en Japón.

5. La inspiración de toda su vida fue la


Inmaculada, a la que confiaba su amor por
Cristo y su deseo del martirio.
En el misterio de la Inmaculada Concepción se
desvelaba a los ojos de su alma aquel mundo
maravilloso y sobrenatural de la gracia de Dios
ofrecida al hombre. La fe y las obras de toda la vida
del padre Maximiliano indican que entendía su
colaboración con la gracia como una milicia bajo el
signo de la Inmaculada Concepción. La característica
mariana es particularmente expresiva en la vida y en
la santidad del padre Kolbe. Con esta señal quedó
marcado todo su apostolado, tanto en su patria como
en las misiones. En Polonia y en Japón fueron centro
de este apostolado las especiales ciudades de la
Inmaculada («Niepokalonów», polaco, «Mugenzai no
Sono», japonés).

6. ¿Qué sucedió en el búnker del hambre del


campo de concentración de Oswiecim
(Auschwitz), el 14 de agosto de 1941?
A esta pregunta responde la liturgia de hoy: «Dios
probó» a Maximiliano María «y lo encontró digno de
sí» (cf. Sab 3,5). Lo probó «como oro en el crisol y le
agradó como un holocausto» (cf. Sab 3,6).
Aunque «a los ojos de los hombres padecía un
castigo», sin embargo, «su esperanza estaba llena de
inmortalidad», ya que «las almas de los justos están
en las manos de Dios y no les tocará tormento
alguno». Y cuando, humanamente hablando, les llega
el tormento de la muerte, cuando «a los ojos de los
hombres parece que mueren...», cuando «su partida
de este mundo es considerada por nosotros como
una desgracia...», «ellos están en paz»: tienen su vida
y su gloria «en las manos de Dios» (cf. Sab 3,1-4).
Semejante vida es fruto de la muerte a la manera de
la muerte de Cristo. La gloria es la participación en su
resurrección. ¿Qué sucedió, pues, en el búnker del
hambre, el día 14 de agosto de 1941? Se cumplieron
las palabras de Cristo a los Apóstoles, al «enviarlos a
dar fruto y un fruto que permaneciese» (Jn 15,16). El
fruto de la muerte heroica de Maximiliano Kolbe
perdura de modo admirable en la Iglesia y en el
mundo.

7. Los hombres miraban lo que sucedía en el


campo de «Auschwitz» (Oswiecim).
Y, aunque a sus ojos les parecía que «moría» un
compañero de su tormento, aunque humanamente
podían considerar su «partida de este mundo» como
«una desgracia», sin embargo, en su conciencia ésta
no era simplemente «la muerte». Maximiliano no
murió, «dio la vida... por el hermano».
En esta muerte, terrible desde el punto de vista
humano, estaba toda la definitiva grandeza del acto y
de la opción humanas: voluntariamente se ofreció a la
muerte por amor.
En esta su muerte humana había un testimonio
transparente de Cristo: el testimonio dado en Cristo a
la dignidad del hombre, a la santidad de su vida y a la
fuerza salvadora de la muerte, en la que se manifiesta
la fuerza del amor.
Por esto, la muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió
en un signo de victoria. La victoria conseguida sobre
todo el sistema de desprecio y odio hacia el hombre y
hacia lo que de divino existe en el hombre; victoria
semejante a la conseguida por nuestro Señor
Jesucristo en el calvario.
«Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn
15,14).

8. La Iglesia acepta este signo de victoria,


conseguida mediante el poder de la
redención de Cristo, con veneración y con
gratitud.
Intenta leer su elocuencia con toda humildad y amor.
Como sucede siempre que proclama la santidad de
sus hijos e hijas, también en este caso intenta obrar
con toda la precisión y responsabilidad debidas,
penetrando en todos los aspectos de la vida y muerte
del Siervo de Dios.
Sin embargo, la Iglesia, al mismo tiempo, ha de estar
atenta, leyendo el signo de santidad dado por Dios en
su Siervo aquí en la tierra, a no dejar pasar su plena
elocuencia y su significado definitivo.
Por eso, al juzgar la causa del Beato Maximiliano
Kolbe –a partir de su beatificación–, se tomaron en
consideración las diferentes voces del Pueblo de
Dios, y, sobre todo, de nuestros hermanos en el
Episcopado, tanto de Polonia como de Alemania, que
pedían proclamar Santo a Maximiliano Kolbe como
mártir.
Ante la elocuencia de la vida y la muerte del Beato
Maximiliano, no puede dejar de reconocerse lo que
parece constituye el contenido principal y esencial del
signo dado por Dios a la Iglesia y al mundo con su
muerte.
¿No constituye esta muerte, afrontada
espontáneamente, por amor al hombre, un
cumplimiento especial de las palabras de Cristo?
¿No hace esta muerte a Maximiliano, de modo
especial, semejante a Cristo, modelo de todos los
mártires, que ofreció su propia vida en la cruz por los
hermanos?
¿No tiene una muerte semejante una especial y
penetrante elocuencia precisamente para nuestra
época?
¿No constituye un testimonio de especial autenticidad
de la Iglesia en el mundo contemporáneo?

9. Por todo esto, en virtud de mi autoridad


apostólica, he decretado que Maximiliano
María Kolbe, que después de la beatificación
era venerado como confesor, sea venerado
en lo sucesivo también como mártir.
«Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los
justos».

EL PADRE PÍO

El Padre Pío, Francesco Forgione, o también


conocido como Pío de Pietreicina, nació en esa
localidad de Italia en 1887, en el seno de una
familia humilde y muy devota por la religión católica.
Desde niño mostró que era piadoso y no tenía
inconvenientes en hacer penitencias en nombre de
Dios.
Su salud era muy frágil, siempre estaba
enfermo. Desde muy pequeño quiso ser
sacerdote, tras conocer a un monje capuchino en el
convento de Morcone, Fray Camilio, que pasó por
su casa pidiendo limosna. Los amigos y vecinos del
niño testificaron que sufría de “encuentros
demoníacos” y que más de una vez lo vieron
peleándose con su sombra.
A los 16 años decide convertirse en fraile. Su
maestro fue el padre Tommaso, severo pero de gran
corazón, con mucha caridad a los internados. La
vida allí fue muy dura, debía ayunar por períodos
prolongados, y eso modificó su carácter y espíritu.
Sus enfermedades fueron en aumento y nunca lo
abandonarían. En 1904 pronunció sus votos
temporales y se trasladó a otro convento.
En 1907 hizo sus votos permanentes y tuvo que
partir hacia otro recinto, cerca del mar, algo que no
le hizo bien porque su salud empeoró, por lo que
tuvo que regresar. En 1910 se instaló en
Benevento y en 1916 fue enviado al convento de
San Giovanni Rotondo, donde vivió hasta su
fallecimiento en 1968, 50 años después de haber
recibido su primer estigma.
Durante su vida sufrió en total cinco estigmas en
todo el cuerpo, que corresponden a las cinco
heridas que tuvo Jesús en la cruz. Le sangraron
durante medio siglo, pero nunca enfermó de
anemia. Se decía también que Pío tenía la
capacidad de estar en dos sitios al mismo tiempo,
que podía realizar milagros y que era clarividente.
En 1915 sintió dolores fuertes en sus pies, sus
manos y en el costado derecho de su torso. Los
médicos no pudieron encontrar la razón de esta
dolencia. Tres años después, dejando escapar un
grito de agonía y cayendo al suelo, comenzó a
sangrar en estos lugares, apareciéndole los
primeros estigmas.
Tras recobrar el conocimiento regresó a sus tareas
y los médicos comenzaron a analizar su caso, pero
sin conseguir los motivos reales de lo que le
ocurría. Las autoridades ordenaron que se le
fotografiara para que quedara constancia del
hecho.
En estas imágenes se puede ver al Padre Pío con
una gran expresión de tristeza, muy pálido, con el
rostro cansado y torturado, pero además con mucha
vergüenza por tener que posar con sus manos
ensangrentadas.
Una vez que el clamor inicial disminuyó un poco Pío
regresó a su monasterio, donde muchas veces se
sentía transportado por un gran éxtasis que
concluía en estas hemorragias, las cuáles no
dañaban su salud.
A partir de allí se extendió en toda Italia la fama
de santo de este hombre. Cientos de personas
llegaban desde muy lejos para conocerlo y para
confesarse con él. Muchos de ellos decían que el
párroco sabía sus pecados antes de que se los
contaran.
Los primeros milagros no tardaron en ocurrir. El
primer caso es el de Gemma di Giorgi, quien
nació sin pupilas en sus ojos. Después de que el
fraile la visitara comenzó a ver, como si nada. Un
médico que se interesó en sus historias dijo que en
varios casos podría tratarse de una respuesta
psicosomática de tanto creer en Pío, pero en otros,
no.
Entre sus extraños “poderes”, la gente hablaba de
que podía estar en dos sitios a la vez. El caso
más conocido es el de monseñor Damiani,
sacerdote uruguayo que en 1941 fue visitado en su
lecho de muerte en la ciudad de Salto, Uruguay, por
el Padre Pio, a pesar de que este se hallaba en el
convento de San Giovanni Rotondo, en Italia.
Este fenómeno, conocido como bilocación, fue
narrado también por el arzobispo de Montevideo,
Monseñor Antonio María Barbieri, quien afirmó que
en la noche de la muerte de monseñor Damiani un
desconocido fraile capuchino llamó a su puerta y le
informó sobre el fallecimiento. Siete años
después el arzobispo viajó a Italia para conocer
al Padre Pío y, para su sorpresa, lo recibió en el
convento el mismo fraile que lo había despertado
aquella noche.
Lo mismo ocurrió durante la guerra, cuando el
Comandante Mayor estaba pensando
en suicidarse y apareció ante él este personaje,
diciéndole que no lo hiciera. Cuando lo convenció,
desapareció como por arte de magia. El general
ingresó a una iglesia donde Pío brindaba misa,
esperó a que terminara y se le acercó. El religioso
le dijo: “tuvo suerte de escapar, amigo mío”.

También podría gustarte