Está en la página 1de 140

c o I e o o i ó n

Cantares
JOAQUÍN GAUiGO&lARA

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
*
Joaquín Gallegos Lara

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
INDICE

Pág.
Estudio introductorio. 7
LAS CRUCES SOBRE EL AGUA
Joaquín Gallegos Lara Algunos juicios críticos.. 31
Derechos reservados conforme a la ley
Cronología. 39
LIBRES A
Murgeón 364 entre Jorge Juan y Ulloa Bibliografía recomendada. 48
P.O. Box 17 - 01 - 356
Tclfs. 230925 525581 Fax 502992 Temas para trabajo de los estudiantes. 51
E-rnail: libresa@interactive.net.ec
Quito - Ecuador Texto de la obra. 53
Cubierta: Jorge Hernández Pría
Levantamiento de texto y diagraniación: Editorial Ecuador
Supervisión editorial: Jaime Peña Novoa

Inscripción N° 4887 del 9-II-1990


ISBN. 9978 - 80 - 073 - 6
Depósito legal N° 204 del 9 - II - 1990
Décima quinta reimpresión: 3.000 ejemplares

Este libro se acabó de imprimir en los talleres de "Editorial Ecuador


F.B.T. Cía. Ltda.”, Santiago 367 entre Manuel Larrea y Versalles,
Tclfs.: 528 492 228 636, Fax: (593-2) 227 551.
E-mail: editecua@interactive.net.ec Quito, mayo del 2001.
http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
NOTA PRELIMINAR

Guayaquil es una ciudad sin memoria o, mejor,


con la memoria mutilada, y esto como consecuen¬
cia de su historia, aunque parezca contradictorio:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
varias y discutidas fundaciones, incendios asolado¬
res, pestes, incursiones de los piratas, materiales de
construcción de mantenimiento limitado, inclemen¬
cias del clima.
En este contexto ha luchado -y lucha- por tener
memoria, por afianzar su identidad, asumiendo pa¬
ra ello diferentes vías, una de ellas la palabra escrita,
la literatura.
De ahí parte la significación básica de Las cru¬
ces sobre el agua, cuyo rico intercambio de sentidos
propone, al final.la necesidad de recordar e ir coagu¬
lando, materializando una memoria colectiva.
La aseveración anterior hace ineludible citar el
diálogo con que concluye la novela:

De repente, por el extremo de los muelles, más


allá de canoas y barcas, Alfonso vio recortarse
escueto un grupo de negras cruces. Sq er¬
guían, flotando sobre boyas de balsa. Eran al¬
tas, de palo pintado de alquitrán. Las ceñían
coronas de esas moradas flores del cerro, que
se consagra a los difuntos.
A su alrededor, el agua se hacía claridad líqui¬
da, pareciendo querer serles aureola.
—¿Viendo las cruces, blanco?
Un zambo cargador, de cejas hirsutas y desnu¬
do tórax nudoso, reluciente de agua lluvia, se
había acercado. Puso la mano sobre el fierro
de la barandilla. Alfonso se volvió:
—¿Qué significan esas cruces?
—¿Cómo no sabe, jefe? ¿No es de aquí?

-9 -
—De aquí soy, pero he pasado algunos años no existe o ha variado y constituye lo que somos.
fuera.
Esta idea la desarrollaremos más adelante, porque
Ah¡ adebajo de donde están las cruces hay Las cruces sobre el agua es, en nuestra opinión, la
fondeados cientos de cristianos, de una mor¬ novela de la ciudad, una parte de esa memoria que
tandad que hicieron hace años. Como eran rebasa la matanza del 15 de noviembre, aun girando
bastantísimos, a muchos los tiraron a la ría por sobre ese hecho crucial.
squi, abriéndoles la barriga con bayoneta, a Se trata, en definitiva, de nuestra cultura, ese
que no rebalsaran. Los que enterraron en el "conjunto de información (...) acumulada, conser¬
panteón, descansan en sagrado. A los de acá vada y transmitida por las múltiples colectividades
¿cómo no se les va a poner la señal del cristia¬ de la sociedad humana", como escribiera Yuri
no, siquiera cuando cumplen años? Lotman2.
Entonces, Alfonso reparó en la extraña coinci¬ Usando esta definición, es importante enfatizar
dencia: ese día era el 15 de noviembre. el significado de uno de sus términos: transmitida.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—¿Quién las pone?
Es decir, el hecho cultural es, sobre todo, un acto
—No se sabe: alguien que se acuerda. comunicativo, y ahí radica la importancia de la difu¬
—¿Las ponen siempre? sión de este libro, importancia que aumenta por las
—Todos los años, hasta hoy ni uno han condiciones reales de una memoria problemática
faltado\
que carece de la concreción de esas casas, esos
barrios, esa "antigüedad" destruida por las incle¬
La propuesta de Gallegos Lara es nítida: sólo mencias del clima y de los hechos.
alguien que no fuera del lugar podría desconocer el Estos significados del texto, por lo demás, son
hecho. Además, siempre hay aquí alguien que se absolutamente coherentes con la actitud del autor,
acuerda, y ese alguien es plural, es todos (deben ser con su postura ante la vida. Y es por eso que no se
todos) acordándose, manteniendo la memoria, por¬ trata solamente de difundir el libro sino de, al mis¬
que colocar las cruces es recordar la matanza del 15 mo tiempo, difundir al hombre, al autor, exponerlo
de noviembre de 1922, reparar esa memoria mutila¬ a los jóvenes para que se vean en ese espejo, en ese
da de la ciudad. individuo que refleja y expresa las virtudes del gru¬
El texto incita, por lo demás, a seguir poniéndo¬ po, que fue (y debe seguir siéndolo, pese a su au¬
las, a que no falten un solo año, a que sigamos sencia física) un suscitador3, como lo definiera José
recordando, es decir, a que la memoria se esta¬ de la Cuadra.
blezca.
Los testimonios de esto son unánimes. Nadie,
al parecer, escapó a su seducción, a su capacidad de
PREFACIO convencimiento y de diálogo, a su fuerza polémica,
a la transmisión de su espíritu. Esto, desde luego,'
Es de particular importancia, entonces, difundir también es nuestra cultura, y ese espíritu debe se¬
este libro, a todos los niveles, y en especial entre los guir transmitiéndose.
jóvenes estudiantes. Su enseñanza es doble. En pri¬ Cabe transcribir aquí algunos de esos testimo¬
mer término por lo dicho al principio: propende al nios, todos de gentes que lo conocieron.
mantenimiento de la memoria colectiva sobre un Jorge Enrique Adoum, por ejemplo, escribe:
hecho concreto -la matanza del 15 de noviembre-,
pero también porque busca el mantenimiento glo¬ De una fuerza espiritual desconcertante, con
bal de esta memoria, porque invita a saborear los un poder de convicción absoluto, con una per¬
barrios de la ciudad, sus edificios, su atmósfera, su sonalidad humana tan grande, tan inmensa,
ritmo, su gente, sus creencias, todo aquello que ya Joaquín se iba apropiando de quienes lo ro-

-10 -
-11 -
deaban, y se metía adentro para señalarnos la una vasta cultura humanística. Los clásicos le eran
basura del alma, el polvo acumulado en los familiares y era frecuente que los dómines que le
rincones, las costumbres y las ideas ajenas salieron al paso quedaran derrotados en el reducto
que nos estorbaban para vivir nuestra propia donde se habían creído fuertes6".
vida. Pocas veces nos hemos encontrado con Para Demetrio Aguilera Malta: "Su literatura
hombres de su fortaleza, lleno de estallidos de (...) es experiencia, es vida" y "aunque trata otros
genialidad y de insolencias de rapaz atrevido. temas, sus predilectos son de Guayaquil, su amada
Aun quienes no fueron sus amigos, aun quie¬ ciudad. Nadie como él para buscar en el alma de la
nes no pensaban como él, se sentían atraídos, vieja tierra de los indómitos huancavilcas: nadie
terriblemente, por su voz, por su gesto, por su como él para expresarnos toda la grandeza humana
figura de combatiente después del combate4, del sufrido, pero esperanzado pueblo de ese cora¬
pero siempre completo para continuarlo. Y a zón del trópico".
su atracción inevitable, a su poder sobre pa¬ De su generosidad, de su papel de suscitador

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
rientes, tíos, amigos, camaradas, autoridades, nos da fe otro gran escritor nuestro, Adalberto Ortiz,
desconocidos y visitantes repentinos, había quien subraya' que con Gallegos Lara dieron "con el
que añadir tantas otras armas: su lealtad, su tema que más tarde sería la novela Juyungó" y que
decisión, su conocimiento de los hechos histó¬ cuando llegó a Guayaquil Pedro Saad, a quien cono¬
ricos definitivos, su manejo de los axiomas cía desde Esmeraldas, quiso presentarle a un amigo
políticos, su cultura clásica y contemporánea que sabía mucho de literatura. "Se trataba de Joa¬
casi totalb. quín Gallegos Lara", declara Adalberto Ortiz y aña¬
de: "Fue Joaco quien me habría de recomendar
La descripción es impresionante, no sólo por para la Página Literaria de El Telégrafo, y con una
quien la hace, cuyas virtudes se acercan a las que nota crítica suya salieron publicados mis primeros
testimonia, sino porque otros hombres de virtudes textos literarios, es decir poemas".
similares lo reiteran. En resumen, estos testimonios nos dan el perfil
En su "Carta a Joaquín", Alfredo Pareja Diez- del autor de Las cruces sobre el agua: personalidad
canseco, señala que Gallegos Lara creó "una litera¬ recia, capacidad de convencimiento, lealtad a sus
tura nueva" y quiso crear "un hombre nuevo". Lue¬ ¡deas, generosidad, inmenso acervo cultural, agu¬
go agrega: deza de polemista, amor por su ciudad, por su pue¬
blo, por los desposeídos, impulsador de otras voca¬
Te gustaba aconsejar en forma que no se ad¬ ciones, apasionado de una literatura nueva y de un
virtiera el consejo. Eso te lo habías aprendido hombre nuevo.
en los viejos diálogos socráticos, que reprodu¬ Lo dicho aquí justifica plenamente que no sólo
cías montado en tu hamaca, con tus pierneci- sus libros, en el caso específico de ahora su novela,
tas colgando, firme, la voz clara, conclusiva, sigan viviendo, sino también su memoria y su ejem¬
dirigiendo la polémica, indagando, indagan¬ plo. Eso es lo que intenta la presente edición de Las
do, siempre indagando, a las veces con una cruces sobre el agua, dirigida, por sobre todo, a los
curiosidad aterradora. estudiantes y a los maestros, forjadores ambos de
Sabías dialogar, porque empuñabas verdades ese futuro que queremos todos, de ese hombre
con la misma agilidad con que manejabas me¬ nuevo por el que luchó Gallegos Lara, de esos tiem¬
táforas. Por eso también sabías, sobre todo, pos nuevos a los que sólo se puede llegar fortale¬
escribir. ciendo una memoria colectiva que, con sucesivas
transformaciones, es capaz de mantener al hombre,
Angel F. Rojas, por su parte, nos dice: "Tenía ser imperfecto, en el camino que nunca acaba de la

-12 - -13 -
perfectibilidad, puesto que no existe lo perfecto. No
basta con ser bueno, decía Machado, de lo que se
trata es de ser mejores.
I valiosos de la ciudad, entre ellos los que conforma¬
rían con él el llamado "Grupo de Guayaquil", inte¬
grado por Alfredo Pareja Diezcanseco, José de la
BIOGRAFIA MÍNIMA 8
Cuadra, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gil-
bert. Joaco, como le decían con afecto, departía con
ellos a horcajadas sobre su hamaca.
Gallegos Lara nació en Guayaquil el 9 de abril
de 1909* y fue hijo único de Emma Lara Calderón y En 1930, con Aguilera Malta y Gil Gilbert, publi¬
Joaquín Gallegos del Campo, guayaquíleños am¬ có el volumen de cuentos Los que se van, libro
bos. Su padre, éscritor y político liberal, falleció en fundamental en la modernización de la literatura
1912. ecuatoriana. Simultáneamente desarrolló, como
El pequeño había nacido con las piernas atrofia¬ militante del Partido Comunista, una intensa activi¬
das, probablemente como consecuencia de una caí¬ dad política, así como una sólida formación marxis-
ta y una siempre polémica y combatiente actitud

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
da de la madre durante el embarazo, lo que le pro¬
teórica.
dujo lesiones al feto. Por este motivo, el niño no
pudo asistir a la escuela, pero recibió en casa una En su corta pero intensa vida, Gallegos Lara
instrucción esmerada, misma que fue ampliada desempeñó los más variados trabajos. En 1932, por
posteriormente en forma autodidáctica. ejemplo, fue Inspector Municipal en un camión que
acarreaba cascajo, y en 1936 fue amanuense en la
A la muerte del padre, la viuda y el pequeño
pasaron a vivir con el doctor Julián Lara Calderón, Dirección de Educación del Guayas. En 1944 fue
tío materno de Joaquín, y su familia, en un chalet Administrador Boletero de la Piscina Municipal N°
ubicado en la esquina de Chile y Puná (ahora Gómez 1, ubicada en Malecón y Loja. Tuvo otros empleos,
Rendón), frente a la fábrica "La Roma". En 1925 se por supuesto, y de varios de ellos fue despedido por
ubicaron en una casa -también de propiedad del retaliaciones políticas, uno de ellos durante la dicta¬
dura de Federico Páez.
doctor Lara Calderón, conocido médico de la ciu¬
dad- situada en Eloy Alfaro y Manabí, contigua al En 1935 Joaquín Gallegos Lara contrajo matri¬
Mercado Sur. monio con Nela Martínez Espinosa, pero el enlace
duró sólo unos meses.
Doña Emma se preocupó de la preparación in¬
telectual de su hijo quien, dotado de una gran inteli¬ Cabe anotar que Gallegos Lara participaba en
gencia y sensibilidad, aprovechó con creces sus es¬ mítines y manifestaciones callejeras. Según el doc¬
fuerzos. Madame Tousard le dio clases de francés a tor Rodolfo Pérez Pimentel, un compañero suyo del
domicilio y el doctor Caputti de italiano. De esta Partido Comunista, Juan Tacle, solía llevarlo carga¬
manera, Joaquín Gallegos Lara, a quien sus amigos do a estos actos, y durante doce años -de 1934 a

I
más cercanos llamaban Joaco, adquirió una cultura 1946- fue Juan Falcón quien lo transportó sobre sus
de gran amplitud, tanto clásica como moderna. Leía espaldas en diversas movilizaciones. Cuando Fal¬
en francés, italiano, alemán y ruso. Paulatinamente, cón se casó y dejó de acompañarlo, anota Pérez
y siempre con la ayuda de la madre, fue formando Pimentel, Joaco "mandó a confeccionar un triciclo a
una excelente biblioteca. pedales que se dañaba de continuo y terminó por
Hacia 1927 Gallegos Lara tenía ya una sólida abandonarlo". En 1946 concluyó Las cruces sobre
cultura y en su casa se reunían los intelectuales más el agua, la que se publicó en Artes Gráficas Senefel-
der el mismo año, con portada de Alfredo Palacio y
siete grabados de Eduardo Borja lllescas.
* Esta es la verdadera fecha de nacimiento de Gallegos Lara, como lo
atestigua su partida de nacimiento, publicada por Alejandro Guerra Cáceres en Pági¬ Según testimonian quienes lo conocieron. Ga¬
nas olvidadas de Joaquín Gallegos Lara, pp. 397 y 398, y no 1911 como han señalado llegos Lara escribía de las siete de la mañana a las
erradamente muchos tratadistas.
doce del día, con lápiz y en hojas de papel blanco sin

-14 -

-15 -
rayas, tomaba mucho café puro en ese lapso, almor¬ te. De estos autores arranca, sin duda, el realismo
zaba y luego dormía una corta siesta. Por las tardes social ecuatoriano, debiéndole a Campos sus as¬
salía a veces a tomar helados al salón "Chanchán" o pectos costumbristas, a Bustamante su interés so¬
a tomar una copa de vino donde "Lanatta". Fue ciológico y documental, y a Roberto Andrade y Luis
siempre sobrio en la bebida y de una rígida discipli¬ A. Martínez su actitud de enjuiciamiento político.
na intelectual. Por las noches recibía a sus amigos, En lo fundamental, sin embargo, nuestro realis¬
con quienes intercambiaba ideas y conocimientos, mo social se da, en sus inicios, a través del habla
discutía sobre literatura y política y, desde luego, popular. A este respecto, Jorge Enrique Adoum se¬
suscitaba y orientaba. ñala con acierto:
Agobiado por una dolorosa enfermedad y aten¬
dido solícitamente por el entonces estudiante de ... es ese lenguaje nuevo, descarado, insolen¬
medicina Fortunato Safadi Emén, según lo consig¬ te, incluso terrorista -con esa juguetona y a
veces gratuita deformación ortográfica en la
na Pérez Pimentel, Joaquín Gallegos Lara falleció en

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
que no volvieron a insistir sus autores-, contra
Guayaquil el 16 de noviembre de 1947, cuando sólo la forma académica y el colonialismo lingüísti¬
tenía 38 años de edad. co, lo que Los que se van aporta al nuevo
Postumamente se publicaron su ensayo Bio¬ relato: los autores escriben como los perso¬
grafía del pueblo indio y un volumen con sus Cuen¬ najes hablan y esa adhesión es prácticamente
tos completos, en 1952 y 1956, respectivamente. un manifiesto: al asumir para la literatura el
EL CONTEXTO LITERARIO habla popular, abolían esa distancia que el
costumbrismo solía establecer entre sus pro¬
En lo que respecta a la historia literaria. Galle¬ tagonistas toscos, rudos, que no saben hablar
gos Lara pertenece al Grupo de Guayaquil (dentro bien y el autor que sabe escribir correctamen¬
del realismo social ecuatoriano que se inicia con la te, según las normas de la gramática e incluso
década de los años treinta) y se dio a conocer en el de la retórica.
volumen colectivo de cuentos Los que se van (co¬ Abolir esa distancia entre el narrador culto y el
mo hemos señalado, los otros autores eran Deme¬ protagonista inculto es, entonces, lo que más desta¬
trio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert), publicado ca en el realismo social de la década de los años
en 1930 y considerado como el arranque de la mo¬ treinta, y es lo que marca su evolución frente al
dernidad en la narrativa del país, aunque en 1927 se costumbrismo, aun debiéndole mucho a José Anto¬
había publicado ya Plata y bronce, de Fernando nio Campos.
Chaves, punto de partida del indigenismo ecuato¬ Alejandro Moreano’1 consigna lo anterior con
riano, y Un hombre muerto a puntapiés y Débora, de las siguientes palabras: "...frente al lenguaje castizo
Pablo Palacio, libres iniciadores de la vanguardia en de la literatura colonial y decimonónica, la genera¬
nuestro relato. ción del 30 propició la producción de un lenguaje
El realismo social, a su vez, tenía (tiene) su más nacional y popular a partir de la recreación del habla
directo antecedente en novelas como Pacho Villa- del pueblo *. Se trataba, de hecho, de una tentativa
mar, de Roberto Andrade, publicada en 1900 y que
* A este respecto, Moreano hace la siguiente cita: “Abdón Ubidia señala, sin
incide sobre la batalla ideológica entre liberales y embargo, los limites de esa tentativa a propósito de José de la Cuadra: ...pero en la
conservadores; A la costa de Luis A. Martínez, que forma en que lo entendieron nuestros escritores, a nivel fonético simplemente, como
si el lenguaje no fuera otra cosa que una serie de signos inconexos entre si, o como si
data de 1904; Rayos catódicos y fuegos fatuos, de su conexión se redujera o se debiera a un conjunto de reglas mas o menos aceptadas,
José Antonio Campos, conjunto de narraciones heredadas de su propia tradición. Contra todo ello, ahora sabemos que el lenguaje es
fundamentalmente estructura, sistema de signos y que su poder de comunicación
costumbristas aparecido en 1907; y. Para matar el radica en esa estructura, pues los signos que la conforman poco a poco son separa¬
gusano, de 1912, novela de José Rafael Bustaman- dos de ella . Aproximaciones a José de la Cuadra', revista La bufanda del sol, Nos.
9-10, p. 38. 1975.”

-16 - -17 -
de toma del poder en el seno del lenguaje". Estas palabras de Gil Gilbert vendrían a respon¬
Uno de los principales narradores del realismo der la supuesta visión superficial, de simple nivel
social, Enrique Gil Gilbert, expresa en una conferen¬ fonético que habrían tenido los narradores de la
cia suya12, algo que puede responder a los plantea¬ década de los años treinta, y explicaría, asimismo,
mientos hechos hasta aquí. Dice: por qué no insistieron en las deformaciones orto¬
gráficas a las que se refiere Adoum, ya que, como
Debo confesar que al recibir la misión de ha¬ dice muy bien Enrique Gil, no se trataba "de las
blar en este ciclo de conferencias, se me ocu¬ formas exteriores, sino de algo más profundo y
rrió de inmediato hacerlo sobre alguno de los definitivo".
antecesores o precursores del movimiento de Desde este punto de vista, los narradores del
novelistas contemporáneos,' empero, vacilaba realismo social, dentro del cual está inscrito Galle¬
en escoger el personaje o la obra. Por proceso gos Lara, le deben la aproximación al habla popular

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
eliminatorio, hube de quedar muchos días du¬ a José Antonio Campos, pero rebasan su costum¬
dando entre estos dos: José Antonio Campos, brismo y se identifican más con la actitud de enjui¬
el extraordinario Jack de Ripper, cuentista tan ciamiento político d$ Roberto Andrade y de Luis A.
recientemente fallecido, y en quien, si había la Martínez, sobre todo de este último, que con el
proximidad geográfica y la otra cercanía más documentalismo naturalista de otros de sus antece¬
inmediata -la del elemento humano de sus sores, pero sin dejar de, en algunos casos, utilizarlo.
obras, el montubio-, en cambio no ofrecía la Cabe señalar, entonces, que ya Martínez, al que
afinidad de orientación, la contextura ideológi¬ se considera "el narrador del liberalismo", en un
ca, la actitud frente a lo telúrico y lo social que evidente error de apreciación ideológica, ponía en
formara una solución de continuidad con el boca de algunos de sus personajes, observaciones
movimiento de nuestros días, como acaece e ideas como estas:
con Luis A. Martínez. Los liberales tratan de quitar a los curas la
En este último me ha parecido encontrar presa para devorarla a su vez. Mientras tanto el
una fisonomía que no es, justamente, la de las que tiene hambre no es satisfecho, el que está
formas exteriores, sino algo más profundo y desnudo no es vestido, el ignorante no es en¬
definitivo. Algo así como el hondo rasgo fami¬ señado (...) el potentado aplasta a todos; o:
liar, marcador de una clase de hombres: los Soy, pues, socialista; aún más, anarquista de
dedicados a hurgar corazón adentro de la his¬ corazón, porque me sublevo contra tanto vicio,
toria. Una fisonomía que es la misma actitud y contra tanta farsa, contra tanto lodo y podre¬
semejante acción en la vida. Como sucede en dumbre.
los ríos que durante algunos tramos de su
trayectoria se deslizan subterráneamente, hay En esta línea, tomada especialmente por él y
entre esta generación que corresponde a la de Enrique Gil, ambos militantes del Partido Comunis¬
nuestros abuelos, y la de nosotros, una cierta ta del Ecuador, operó narrativamente Gallegos La¬
unidad, un cierto parecido, que no atino, por lo ra, significativo integrante del llamado "Grupo de
pronto, a decir en qué consiste (...) como hom¬ Guayaquil", equipo de relatistas que conformaron*
bre de oficio vengo a hablar de un novelista, un lo que se denominó "la época de oro de la narrativa
estupendo abuelo espiritual, con el mismo en¬ ecuatoriana".
tusiasmo y, acaso, con la misma ingenua ad¬
miración que lo haría, en las conversaciones
* Según la Academia la concordancia deberá hacerse en singular (por
familiares, del viejo Gil o del viejo Gilbert. equipo), pero como Cervantes solía hacerla en estos casos en plural (por relatistas), la
Academia admite también esta forma.

-18- -19-
Tras la masacre del 15 de noviembre de 1922, la políticas e ideológicas necesarias para el desarrollo
conciencia de clase, ya con una dimensión histórica, del capitalismo ecuatoriano en el marco de la pro¬
comienza a operar en la realidad del país y desde gresiva expansión del capital monopolista
luego en su literatura. internacional"14.
Luego, Moreano agrega:
EL CONTEXTO SOCIAL
El capitalismo ecuatoriano, a través de la revo¬
lución liberal, aseguró la creación de esa base
El marco histórico en que se mueven Joaquín política e ideológica, cuyos objetivos funda¬
Gallegos Lara y su narrativa es complejo y de una mentales fueron la creación y expansión de las
gran dinamia. Se trata, por un lado, de los finales del bases de circulación, reproducción y acumula¬
liberalismo heroico (de 1895, en que se inicia la ción del capital comercial, dependiente de los
gesta hasta 1912, en que Alfaro es asesinado y
centros metropolitanos, y la transformación
arrastrado en Quito), puesto que Gallegos Lara nace

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
acelerada de la fuerza de trabajo en
en 1909; del liberalismo institucionalizado, por otra
mercancía 15.
(que parte de la muerte de Alfaro); y, finalmente, de
los albores de las ideas socialistas en el país por la Así, la fuerza de trabajo liberada de las relacio¬
influencia de la revolución rusa y de las luchas de nes de servidumbre de las haciendas serranas (zona
los trabajadores marcadas, como uno de los hechos del país que basaba su economía en los latifundios y
fundamentales, por la matanza del 15 de noviembre en una especie de servidumbre de la gleba), pasó a
de 1922 en Guayaquil. Cabe recordar, por otra parte, constituir la masa de asalariados queterminaría por
que el padre de Gallegos fue un escritor y político ser el embrión de un proletariado incipiente.
liberal fallecido precisamente en 1912, como si mar¬ Como subraya Moreano, "el capitalismo co¬
cara, con esta fecha, un hecho simbólico familiar mercial no había creado las bases internas de una
entre los dos matices del liberalismo. real acumulación capitalista" sino que había "ope¬
Sin embargo, lo que más marcaría a Gallegos rado produciendo la descomposición de las relacio¬
Lara y a sus contemporáneos, sería el 15 de noviem¬ nes precapitalistas de producción"16. En efecto, "la
bre de 1922, durante cuyos sucesos sangrientos el producción cacaotera, base de la expansión del ca¬
joven y futuro narrador tenía trece años de edad. pitalismo" (en el Ecuador), "no había creado un
Esta fecha es, sin duda, clave en la historia so¬ mercado interno para la producción industrial
cial y política del Ecuador. nacional"17.
En "Capitalismo y lucha de clases en la primera Las medidas económicas de la burguesía ecua¬
mitad del siglo XX" —ensayo que integra el libro toriana ante la recesión de los años veinte (devalua¬
Ecuador: pasado y presente 13, de varios autores— ción monetaria y congelación de salarios, lo que
Alejandro Moreano señala algunos hechos básicos produjo un proceso inflacionario violento y, conse¬
de este período de la historia del país: 1. Desarrollo cuentemente, un alza notable del costo de la vida),
del capitalismo e integración de éste a los centros hicieron que el incipiente proletariado guayaquile-
hegemónicos del gran capital internacional; 2. For¬ ño se lanzara a la calle.
mación y transformación sucesivas de la burguesía Así los trabajadores del alumbrado, de los talle¬
dependiente; y 3. Formación del proletariado y de res mecánicos, del agua potable, de las panaderías,
las nuevas capas sociales. del cuerpo de bomberos, de los tranvías eléctricos,
Dentro de esto, la revolución liberal, encabeza¬ etcétera, convocaron a la huelga general.
da por Eloy Alfaro desde 1895 hasta 1912 fue, como Se trataba, pues, de un proletariado de servi¬
lo subraya el autor citado, “todo lo que puao ser”, cios que asumió el control de la ciudad. La represión
es decir, "creación y consolidación de las bases directa estuvo a cargo de los batallones Marañón y

-20 -
-21 -
Vencedores N° 1, el escuadrón Cazadores de Los
Ríos, los zapadores y la policía. Ésta y el ejército se por los gobiernos, fue ahogada en la forma
unieron para asesinar a más de dos mil trabajado¬ acostumbrada para las insurrecciones de los
res. Benjamín Carrión destaca que, en proporción, campesinos: el 15 de noviembre de 1922, más
el quince de noviembre de 1922 "se considera la de mil cadáveres quedaron tendidos en las
mayor matanza de obreros en la historia del calles del puerto (...) Este rápido recorrido (...)
mundo"18, ya que la ciudad tenía entonces entre nos lleva a las puertas de una fecha signo: el 9
sesenta y setenta mil habitantes. de julio de 1925, principio y fin de una etapa.
Moreano, por su parte, escribe que "la resisten¬ Término de la 'tiranía bancaria' que impusiera
cia de los trabajadores fue heroica y creadora de la plutocracia guayaquileña y comienzo de un
extraordinarias lecciones de lucha; hubo expropia¬ período, convulso como ningún otro, en el cual
ciones de varias armerías, fortificación de barrica¬ aparece, como catalizador y revulsivo, un ele¬
das, presión psicológica de las mujeres sobre la mento antes imponderable: el socialismo co¬
tropa , para recalcar luego que el quince de no¬ mo ideología política y como partido. Y como

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
viembre de 1922 fue la primera represión de la bur¬ posición ante la literatura y el arte.
guesía como clase dominante, lo que produjo "la
quiebra de los controles ideológicos clásicos (...) y la Es dentro de esta postura que tenemos que
posibilidad de un proceso de automatización políti¬ insertar a Gallegos Lara y al Grupo de Guayaquil,
ca e ideológica de los trabajadores ecuatorianos". pero sobre todo a Gallegos (y a Enrique Gil Gilbert)
Del lapso histórico que viene de 1895 a 1925, por su militancia en el Partido Comunista del
Angel F. Rojas señala19: Ecuador.
Entre estos hechos reales, concretos, históri¬
Fecundos son estos treinta años. Fecundos, cos, hay que señalar la fundación del Partido Socia¬
especialmente, en peripecia dolorosa. El capi¬ lista Ecuatoriano (que después se llamaría Partido
talismo timorato va implantando pequeñas in¬ Comunista del Ecuador^ en 192620 Estos “sucesos
dustrias. La extractiva ha sentado sus reales de reales, concretos" 21 son, resumiendo (en nuestro
modo firme, al empuje audaz del capital ex¬ caso), las luchas liberales, las primeras organizacio¬
tranjero. Y aun cuando no ha llegado todavía a nes de trabajadores y la confrontación de clases, en
la sierra, ya opera en forma de succión lo interno; la Revolución Rusa y la crisis de finales
atrayendo al trabajador indio, al cual enseña a de los años veinte en los Estados Unidos, en lo
ganar un salario. Los campamentos mineros externo.
están incubando al obrerismo. A poco, en el La Historia, pues, está en la literatura (y esto es
seno de éste, surgirá la conciencia de clase y la cierto, siempre a través de multitud de mediacio¬
postura sindicalista. Y en las ciudades de nes), lo que no niega la existencia de una Historia
Guayaquil, Quito, Ambato y Riobamba, donde literaria, de una Historia de la Literatura (de la que
hay una fábrica comienza a haber proletariado. también hemos hablado), nunca exactamente igual
Los artesanos siguen ocupando un sitio de re¬ a la Historia de la que proviene y a la que expresa a
lieve en la producción urbana. Pero a su lado través de "las necesidades mismas de su código"22.
ven surgir un nuevo tipo de trabajador, que los
maestros de taller nunca conocieron. Es enton¬ LAS CRUCES SOBRE EL AGUA
ces cuando surge la expresión, desusada an¬
tes, de conflictos entre capital y trabajo, a los Publicada en 194623, Las cruces sobre el agua
cuales se refiere, ya en 1920, el novelista presi¬ es una novela que corresponde a una época avanza¬
dente Baquerizo Moreno (.. .) Y la primera huel¬ da del realismo social ecuatoriano, menos costum-
ga obrera, este fenómeno antes desconocido

-22 -

-23 -
brista en esos años y desplazado a las ciudades.
Aunque la narrativa urbana moderna del Ecua¬ dos constantemente con motivos temáticos "libres
dor arranca de 1927 (Débora) y en 1932 (Vida dei dinámicos" 26. En estos términos, la trama se ensan¬
ahorcado)24, cabe anotar que en lo que podríamos cha, "argumenta"27, pero sin caer en lo declama¬
llamar su "consolidación" el realismo social ecuato¬ torio.
riano se hizo citadino (el éxodo del campesino a raíz El marco de la ciudad no es tratado con una
de la crisis de la década de los veinte varió sus óptica sociológica sino como un encuadre humano
intereses temáticos) y novelas como El muelle en movimiento. Y el barrio del Astillero
(1933), Baldomera (1938) y Hombres sin tiempo —tradicionalmente popular y combativo, pero
(1941), de Alfredo Pareja Diezcanseco; y Nuestro igualmente poblado por familias "de rango", tam¬
pan (1942), de Enrique Gil Gilbert (en este último bién en parte lumpen y en parte obrero, con lo que
se teje una verdadera colcha de bregué—es el pulso
caso su desarrollo va del campo a la ciudad) son un
buen ejemplo de esto. mismo, la representación de la urbe (cabe recordar
Por su visión totalizadora, Las cruces sobre el que Guayaquil se destacó, en los años coloniales,
agua es, en gran medida, la novela de Guayaquil, de por sus Astilleros28, los mejores y mayores de la Mar
del Sur, y que por ellos se conoció a sus habitantes,

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot
la ciudad, una de las iniciadoras—aun apareciendo
tardíamente— de nuestra novela urbana. de los que Jorge Juan y Antonio de Ulloa dijeron, en
Ya frente al texto, ante su organización discursi¬ su tiempo, que "son gente belicosa y resuelta y es
va, podemos señalar que Las cruces sobre el agua impondarable su valor y su desdén ante la muerte y
maneja y combina cuatro focos básicos de significa¬ los peligros, como soldados o como marinos. Se les
ción; la ciudad, las acciones de los protagonistas, la ha visto contra los piratas combatir sin armas, cuer¬
búsqueda de una identidad y la interpretación políti¬ po a cuerpo, o con viejos arcabuces de mecha, ma¬
ca de los acontecimientos. Su culminación y ai mis¬ chetes y chuzos").
mo tiempo detonante argumental es la masacre 25 De esa tradición proviene Alfredo Baldeón, uno
del quince de noviembre de 1922. de los personajes protagónicos de Las cruces sobre
Dije antes que uno de los focos básicos de signi¬ el agua; casi nos tienta decir del mismo barrio, aun
ficación de esta novela —debí decir de esta novela sabiendo que los Astilleros de la Colonia no estaban
totalizadora— es "la interpretación política de los en el sur de la ciudad sino en el norte, a la altura de la
acontecimientos", a lo que agrego ahora que, den¬ Atarazana.
tro de esto, es la expresión de una toma de concien¬ Se trata, pues, de una zona "brava" de la ciu¬
cia de los personajes a través de diferentes hechos dad, de un sector combativo y con tradición. Así, las
históricos y sociales, lo que pudiera hacer pensar vidas familiares, las peleas callejeras, los juegos de
que se trata de una novela histórica o, cuando me¬ los niños, las relaciones con las muchachas, los
nos naturalistamente sujeta a lo sociológico. trabajos, la lucha por subsistir, etcétera, van confi¬
Felizmente, la propia organización del discurso gurando la imagen de la ciudad a través de uno de
novelístico de Las cruces sobre el agua le da auto¬ sus sectores más representativos.
nomía y especificidad, convierte en materia literaria Alfredo Baldeón crece y vive en la ciudad, es testi¬
al referente real que, desde entonces, no es necesa¬ go en su niñez de la epidemia de peste bubónica, se
rio para su lectura y, sin embargo, está ahí. mueve dentro de su violencia primitiva, su sexuali¬
dad, sus prejuicios raciales, su división en clases,
Así, de esta manera, los diversos niveles signifi¬
las peleas callejeras (en las que tradicionalmente se
cativos se entrecruzan y se complementan para evi¬
producían choques de barrio a barrio, dentro de
tar la linealidad histórica y la obviedad del docu¬
indiscutibles enfrentamientos de clase), los recluta-
mento sociológico. Los motivos temáticos "asocia¬
mientos para la "Guerra de Esmeraldas
dos", en cuanto unidades narrativas, son reforza¬
—prolongación de las montoneras liberales bajo el

-24- -25-
liderazgo de Carlos Concha-, los viajes de la gente carbón, eso sí, no jetona: fina de labios y narices";
(el guayaquileno tiene, casi siempre, una época en ”(...) mejor me embarco de vaporino”; ”(...) me gus¬
que se va de vaporino, esto es, de marinero) y taría. ¡Hace días que no jalo trompón!"; "Sostenida
por matones a sueldo y por sus choferes domestica¬
v'iembmde waT hUe'9a 9eneral de dos, organizaron la Liga Sello Rojo (...) El pueblo
La ciudad es todos estos hechos y Baldeón lo indignado respondió al fin violencia con violencia,
organizando su propia liga: la de los Corta Nalga29.
tTiS p° qUe ^,fonsoCortés, es uno de sus habitán-
Los niños llevaron la peor parte. Muchos quedaron
I ?S°' 3S acc,ones de ,os Protagonistas, sus marcados como el nombre de la nueva liga lo indi¬
vidas, están constantemente reforzadas en su signi¬
ficación por el contexto en que se mueven. caba. Ante sus derrotas, empezaron a sacar los re¬
Lo importante, sin embargo, es que son indivi- vólveres (...)”, etcétera.
duos, seres humanos que actúan y sienten, no títe- Aquí se encuentran mezclados defectos y virtu¬
des: religiosidad, machismo (en todas sus varian¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
¡Hmra 6Se ctonteXt0' Su toma de conciencia no es tes, buenas y malas), atisbos de conciencia de clase,
idílica ni automática, menos aún metafísica, sino
que se da dentro de las contradicciones de una creencias mágicas, prejuicios raciales, afirmaciones
psicología social manipulada (la que hace, por de nacionalidad, en fin, de todo, en una gama de la
ejemplo, que Baldeón responda con una violencia cual se podría extraer, aislándolos de sus partes
indiscriminada por el sólo hecho de que “es del manipuladas por la ideología dominante, muchos
barrio bravo del Astillero”) y la presencia real de la elementos de una auténtica cultura popular.
represión sangrienta contra los trabajadores. Esto sirve, por lo demás, para desvirtuar la vieja
De esta manera, entonces, los focos de signifi¬ afirmación (ciertamente errada) de que los narrado¬
cación se complementan por la organización del res del realismo social ecuatoriano, en su totalidad,
discurso narrativo, argumentan, se amplían. trazaron sus textos en blanco y negro (los buenos
Baldeón y Cortés son amigos del barrio, pero de frente a los malos), sin matices ni hondura.
diferentes extracciones sociales, el primero proleta- Por otra parte, es notorio que Alfredo Baldeón
rto, el segundo de la pequeña burguesía, el primero piensa elementalmente, pero siente en profundidad
trabajador manual, el segundo un intelectual y actúa, mientras que Alfonso Cortés, como señala
pequeño burgués. Galo René Pérez30, "tiene en cambio, sobre sus atri¬
butos ingénitos” (?), "la influencia de la cultura que
<T?an en busca de una conciencia y de ha adquirido no sólo en las aulas del colegio, sino en
una identidad, inmersos en las contradicciones que
he señalado antes y que se manifiesta en diversas la atmósfera de la clase media a la que pertenece".
expresiones Jrecujmtes a lo largo de toda la novela, Pérez añade, como conclusión: "Alfonso Cortés vie¬
tales como: No hay como el Astillero"; "¡Somos ne a ser, de este modo, el hombre de reflexiones y
juicios”.
brazosi"-"Ue c3'!™’ mariconada cruzarse de Por distintos caminos, entonces —pero a partir
-'Se lar9° el condenado! (...) ¡Aunque
solo es de quince anos, ya es maltoncito! (...) Ido con del mismo detonante—, Baldeón y Cortés toman
los revoltosos ¿a quién reclamar? (...)—¡Qué vainai conciencia y encuentran su identidad. El primero se
reconoce en su pueblo y cae en la lucha. El segundo
h=nX.aSI ®S COrn° se hace h°nibre"; (...) "deme su
bendición que me voy a rodar tierras”; ”—;Cómo observa los acontecimientos y se reconoce en los
me le cortó el ombligo?/-Largo, pues, para que padecimientos de ese pueblo.
Hacia el final de la novela. Cortés mantiene este
"Yn nnVenta, 1d° y le mueran P°r él 'as jóvenes"; diálogo con el padre de Alfredo:
Yo no soy italiana. Soy muy criolla. Mi madre tam-
bien era ecuatoriana. Sólo mi padre es italiano”- ”Si
uno es pobre, ¿cómo no ser orgulloso?”; ”(...) bégra

-26- -27-
Si, si ¡se que mi hijo hizo bien en pelear!
Alfonso agacha las sienes vencidas de recuer NOTAS

dos. Baldeón añadió: —Yo me bromeaba con 1 Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua, Guayaquil, Casa
él: Zambo cangrejo, vos no tienes conciencia de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, colección Letras
de clase. Y él se reía. Pero ya sabia que los del Ecuador N° 42, 1977, p. 206.

viajes, las trompizas, las hembras, eran para


2. Yuri Lotman, “El problema de un tipología de la cultura”, en Los
ocupar su fuerza y que al fin la emplearía junto sistemas de signos (varios autores), Madrid, Alberto Corazón Edi¬
a su gente, como yo deseaba, como esta vez. tor. Comunicación N° 13, 1972, p. 86.

3 Demetrio Aguilera Malta, “Joaquín Gallegos Lara: breve esque¬


De esta manera, Alfonso Cortés comprende
ma biográfico, Páginas olvidadas de Joaquín Gallegos Lara (Ale¬
que "en nuestro infeliz país, toda alegría se la roba¬ jandro Guerra Cácerrs). Guayaquil. Editorial de la Universidad de
mos a alguien", que "no podemos ser dichosos sin Guayaquil, colección Rescate N°3. p. 339.
ser canallas", que no una posición en la lucha es una

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
actitud miserable, que no importan tanto "Las cru¬ 4. Adoum se refiere con esta imagen a la figura de Gallegos Lara, de
hercúleo torso y piernas atrofiadas.
ces sobre el agua" sino, como decía el cargador,
que exista ese "alguien que se acuerda". 5. Jorge Enrique Adoum, “Joaquín Gallegos Lara”, op. cit. (Alejan¬
Todos los significados de la novela confluyen dro Guerra Cáceres), p. 312.
para que esta toma de conciencia sea literariamente
verosímil, fluidamente admisible. 6. Angel F. Rojas, “Homenaje postumo a Joaquín Gallegos Lara”,
op. cit., p. 371.
En cuanto a la textura (lo exterior, la piel del
texto). Las cruces sobre el agua tiene a ratos una 7. Adalberto Ortiz, “A uno lo traen al mundo contra su voluntad: en¬
tesitura pegajosa y romanticona, costumbrista e idí¬ trevista con Adalberto Ortiz” (Carlos Calderón Chico), en la revis¬
ta Diners N ° 71. Quito, 1982, p. 13.
lica en otros, lo que contrasta y rompe la estructura
expresiva que, en su generalidad, es áspera y di¬ I
8. Los datos para esta biografía mínima fueron tomados de Rodolfo
recta. Pérez Pimentel, “Joaquín Gallegos Lara", en Diccionario Biográ¬
Pese a esto, se trata de una novela de gran fico del Ecuador, Guayaquil, Editorial de la Universidad de Gua¬
calidad, de un hito en el desarrollo de la modernidad yaquil, pp. 146-161.

narrativa ecuatoriana. Según el chileno Mariano La- 9. Op. cit. (Alejandro Guerra Cáceres), pp. 397 y 398.
torre (uno de los maestros del "criollismo" hispa¬
noamericano) debe considerársela entre "las gran¬ 10 Jorge Enrique Adoum, La gran literatura ecuatoriana del 30,
des novelas de América Latina"31. Quilo, editorial El Conejo, p. 40.

Creemos que es cierto. Sin embargo son los


11. Alejandro Moreano, “El escritor, la sociedad y el poder ” en La li¬
lectores—en este caso los estudiantes—y el tiempo teratura ecuatoriana en los últimos 30 años: 1950—1980 (varios
los que dirán la última palabra. autores). Quito, editorial El Conejo, p. 104.

12. Enrique Gif Gilbert, "Las coordenadas de una novela (orígenes y


antecedentes del realismo en el Ecuador)”, en Los comunistas en
la historia nacional (varios autores). Guayaquil, Instituto de Inves¬
tigaciones y Estudios Socioeconómicos del Ecuador, editorial Cla¬
ridad S. A., pp. 191 — 192.

13. Alejandro Moreano, "Capitalismo y lucha de clases en la primera


mitad del siglo XX”, en Ecuador: pasado y presente (varios auto¬
res), Quito. Instituto de Investigaciones Económicas, editorial de
la Universidad Central, pp. 137 — 224.

-28- -29-
14. Op. cit., p. 140.
algunos juicios críticos
15. Op. cit.. p. 144.
(...) la novela Las cruces sobre el agua nos
16. Op. cit., p. 150. ofrece un amplio mural de la vida caliente del trópi¬
co guayaquileño, en el cual, el personaje de fondo,
17. Op. cit., p. 151.
el motivo central, es aquella fecha dolorosa, trágica
18. Op. cit. (Alejandro Guerra Cáceres), p. 345. y heroica del pueblo de su tierra baja, que consti¬
tuye la inicial sacrificada de los trabajadores, en los
19. Angel F. Rojas, La novela ecuatoriana. Guayaquil, Publicaciones inicios de las luchas sociales ecuatorianas: el 15 de
Educativas Ariel N°29. sin fecha, pp. 99-100. noviembre de 1922.
20. Los comunistas en la historia nacional. Ibid., p. 13.
Novela grande y gran novela a la par; tipifica¬
ción certera y valiente de las clases sociales; poesía
21. Los grandes de la década del 30, Miguel Donoso Pareja, Quito, surgente de situaciones, paisajes y caracteres, y por

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Editorial El Conejo, colección La gran literatura ecuatoriana del 30 sobre todo, un gran calor de humanidad, una cauda¬
p. 10.
losa ternura viril, que todo lo engrandece y lo com¬
22.Op. cit., Ibid. prende. Sin que eso sea óbice para que se desborde
una gran rabia de hombre contra la injusticia, la
23. Las cruces sobre el agua apareció en Guayaquil bajo el sello edito¬ exaltación, la crueldad inútil, cebándose sobre la
rial Vera y Cía., impresa en Artes Gráficas Senefelder C A Ltda diamantina ingenuidad de un pueblo laborioso. Las
en 1946.
calidades literarias de esta novela, su potencia ex¬
24. Miguel Donoso Pareja, Nuevo realismo ecuatoriano: la novela presiva, hacen de ella uno de los libros más recios y
después del 30, Quito, editorial El Conejo, p. 13. más bellos de nuestra actual literatura.
25. Uso la palabra ‘‘masacre” con plena conciencia de que es un gali¬ Benjamín Carrión (ensayista, novelista y crítico literario),
cismo. en Obras, tomo 1, Quito, Ed. Casa de la Cultura Ecuato¬
riana, 1981. p.403.
26. Boris Tomachevski, Teoría de la literatura. Madrid, Akal Editor
serie Letras, 1982, pp. 187 — 188.
El más estructurado de los tres autores de Los
27 Uso la palabra “argumento” en su acepción de “razonamiento que que se van y el más exigente de todos, Joaquín
se emplea para demostrar una proposición”. Gallegos Lara, ha buscado hondo y con la angustia
28. En la época colonial los Astilleros estaban situados al norte de de la búsqueda. Exploró por zonas de la costa y de
Guayaquil (a la altura de la Atarazana) y no en la ubicación al sur la sierra, en la ciudad y en el campo, en pos de
del barrio del Astillero (donde se trasladaron después, ya en su temas dignos de su pluma, firmemente cortada.
decadencia) del que nos habla la novela de Gallegos Lara.
Anunció, a raíz del libro de cuentos ya citado, estar
29. Gallegos Lara usa con eufemismo el nombre de la liga. Su nombre preparando un libro: La bruja, que debía ser la no¬
verdadero fue el de Liga de los Corta Culos, cuya característica vela de nuestras haciendas de cacao, asoladas por
era que estigmatizaban a los contrarios que trataban de huir cor¬ la peste. Después, con ocasión de su permanencia
tándoles la nalga.
en el Azuay, planeó otra novela. Los guandos, en la
30. Galo René Pérez. “Introducción” Las cruces sobre el agua, Ibid., que se narraría las rudas peripecias de los indios
p. 11. que llevaron sobre sus hombros, a través de los
Andes, el menaje pesado y fastuoso de las casas
31. Jorge Enrique Adoum, Op. cit., p. 45.
señoriales de Cuenca. No sabemos qué ha sido de
estos dos libros. En cambio, nos ha sido dado leer,
en originales, el manuscrito de su novela Las cru-

-30- -31-
ces sobre el agua, de inminente publicación. El ha¬
berme impuesto la norma de no juzgar la obra inédi¬ el realismo de base social y política. En ese año
ta, no me impide anticipar que en esta novela Galle¬ apareció un volumen antológico titulado Los que se
gos Lara aparece ya en la plenitud de su talento, con van, cuento del cholo y del montubio cuyos autores
una concepción madura y acabada, firme en su eran Demetrio Aguilera Malta (1909-1980), Joaquín
orientación revolucionaria, diestro en el diseño de Gallegos Lara (1911-1947) y Enrique Gil Gilbert
situaciones y personajes, escribiendo así una de las (1912-1973). Preocupados intensamente con el des¬
novelas mejor logradas del Ecuador contemporᬠtino de su patria estos escritores dieron un fuerte
neo. contenido de crítica social a su obra. Describieron al
Angel F. Rojas (novelista y ensayista), en La novela ecua¬ Ecuador como un país de condición semi-colonial
toriana, Guayaquil, Publicaciones Educativas Ariel, colec¬ en el que la riqueza está acumulada en manos de
ción Clásicos Ariel, sin fecha, p. 193. unos pocos latifundistas, la industria y el comercio
son instrumento de poderosos consorcios extranje¬
ros que cuentan con la protección interesada de los

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Si hay alguien no indicado para escribir crítica
sobre Joaquín, ese soy yo, pues carezco de impar¬ capitalistas y políticos criollos, y el pueblo vive en
cialidad por haber estado muchos años entrañable¬ condiciones de miseria extrema, particularmente
mente ligado a su amistad. Tenía yo veinte años y en el campo. Ciertos aspectos de este conflicto se
un enamoramiento irremisible por la literatura, transforman en paradigmas literarios, por ejemplo:
cuando Joaquín correteaba a mi lado, sobre los el gamonalismo, la explotación del indio en la sie¬
hombros de Falcón, en los trajines de la publicación rra, del montubio en la costa y del cholo en la ciu¬
de este su libro maestro. Pero tal vínculo no me dad; la penetración imperialista; la huelga, el cuar¬
priva de la objetividad para señalar que Las cruces telazo, el choque de intereses dentro de la oligar¬
sobre el agua es un estupendo bajorrelieve de la quía misma (...) Muy acertadamente afirma Angel F.
masacre del quince de noviembre y un fresco de la Rojas que estos escritores trataban a sus personajes
lucha cotidiana del guayaquileño para sobrevivir en como hombres-masa y no como individuos, sin lle¬
el pantano. Para destacar la maestría del estilista en gar, entonces, a la creación del héroe individual.
el manejo de los materiales de su trabajo: situacio¬ Vemos moverse a la masa, al prototipo: al indio, al
nes, tiempos, climas, crítica, en los que se recrean cholo, al montubio, al gamonal, al cura, al empleado
los juegos increíbles, la sensualidad y la sentimen- público, al maestro de escuela, al esbirro, al gringo,
talidad tropicales, tan nuestras, que hicieron errar a en un invariable papel de víctimas o victimarios. Los
un avisado crítico afirmando que esta es una novela de arriba y los de abajo. Explotadores y explotados
de amor. Ese afectuoso vínculo no influye en apre¬ son caracteres convencionales (cf. Rojas, La novela
ciación cuando señalo la fuerza semántica de las ecuatoriana, México, 1948).
expresiones populares, tan plásticas y gráficas co¬ Femando Alegría (novelista, cuentista y ensayista chile¬
mo que son una traslación directa de la boca del no). en Nueva Historia de la novela hispanoamericana,
pueblo a las abejucadas páginas de este libro desti¬ Hanover (USA), Ediciones del Norte, serie Rama, 1986,
nado a no morir. pp. 220-221.

Rafael Díaz Icaza (poeta, cuentista y novelistá), en Las


Fueron precisamente tres de estos jóvenes los
cruces sobre el agua, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecua¬
toriana. Núcleo del Guayas, colección Letras del Ecuador que escribieron el libro poseedor de todos los títu¬
N°42, 1977, contraportada. los para ser considerado como la inicial de la edad
de oro del relato ecuatoriano: Los que se van, cuen¬
tos por Joaquín Gallegos Lara (1911-1947), Enrique
El año 1930 marca el comienzo de un vasto
Gil Gilbert (1912) y Aguilera Malta (1909). Es una
movimiento literario en el Ecuador orientado hacia
obra cruda —no cabe otro calificativo— que nos

-32 -

-33 -
presenta al montubio tal cual es: con su humanidad
inmensa desbordante de vitalidad; pero también Es decir. Gallegos Lara fue un hombre de esos
con su miseria económica y su temperamento apa¬ que integran arte y vida, porque aquel es necesario
sionado, sensual, primario como para llevarlo fácil¬ para vivir; ambos cohesionados en la práctica políti¬
mente a la violencia cruel. En un ambiente pacato ca solidaria con su ciase de extracción, el proletaria¬
como el ecuatoriano, era natural que escandaliza¬ do de Guayaquil, donde nació en 1911. El puerto es
ran las descripciones desembozadas del erotismo y el escenario de su novela que ahora nos interesa:
Las cruces sobre el agua.
las condiciones reales de vida del campesino coste¬
ño: y que en los cenáculos literarios causara revuelo (...) Las cruces sobre el agua es una novela
esa manera directa, económica, de narrar, que ve¬ urbana y sus personajes mantienen una relación
nia a romper definitivamente la tradición colonial de distante aunque fuerte con el campo. Alfredo Bal-
dorar con el arte la realidad. Mas el asunto tratado deón, obrero, y Alfonso Cortés, artista de clase me¬
en Los que se van era vital, y la forma consecuente dia, son los protagonistas de una narración tradicio¬
nal en su estructura —armada en capítulos relativa¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
con el: un lenguaje popular recio y hasta brutal
pero expresivo y poético, como la vida de quienes lo mente independientes entre sí, que funcionan, no
hablan. Por eso este libro, además de abrir grandes obstante, como cuadros dentro del mosaico realista
posibilidades para la literatura del país, no tardó en que es la totalidad de la obra—, que sufren, aman,
volverse famoso en escala continental. Hoy, mu¬ reflexionan, actúan conforme a supuestos estéticos
chos de sus cuentos son piezas de las que no puede que en momentos nos parecen cursis, sensibleros,
prescindir ninguna antología latinoamericana. pero en otros ganan al lector con la tensión de un
(...) Joaquín Gallegos Lara planea muchas no¬ lenguaje terso salpicado de notas poéticas. La voz
velas, pero su corta vida, consagrada a militar por la narrativa es omnisciente según otra tradición, ya
causa obrera, sólo le deja tiempo para terminar una' rota para 1946, año en que fue publicada la novela,
Las cruces sobre el agua (1946), bellísima historia por las vanguardias europeas que habían iniciado la
marcha de la narrativa actual.
de amor y dolor protagonizada por habitantes de los
barrios pobres de Guayaquil, que revive la masacre (...) la novela de Gallegos Lara nos reafirma en
la idea de que el arte es un camino distinto, pero
1922 rer°S en 6Sa c,u<^ac*' ^ de noviembre de equiparable a la ciencia, para llegar a la compren¬
sión de la Historia.
Agustín Cueva (sociólogo y ensayista), en Lecturas y rup-
turas/Diez ensayos sociológicos sobre la literatura del Armando Adame (poeta y crítico mexicano), en “San Luis
Ecuador, Quito, Letra Viva-Planeta del Ecuador, colec¬ en la Cultura de El Heraldo, San Luis Potosí, México
ción País de la Mitad, 1986, pp. 57/58. 27 — IX —81.

Joaquín Gallegos Lara ha tenido un doble desti¬ Según Mariano Latorre Las cruces sobre el
no en la literatura ecuatoriana: sus características agua debe considerarse entre "las grandes novelas
vitales y sus actos han sido tomados por Jorge de América Latina". Escapa, en parte, y entre otras
Enrique Adoum para integrar un personaje de su razones por ser una de las obras con que culmina la
novela Entre Marx y una mujer desnuda; Miguel novela realista de ambiente urbano en el Ecuador, al
Donoso Pareja tiene también una referencia basada esquematismo de la literatura de ambiente rural.
en Gallegos Lara en su novela Día tras Día. Los personajes no están "hechos" desde el comien¬
zo sino que se van formando: crecen desde la infan¬
* Cueva usa la palabra montubio, que es la forma en que decidió la cia, observan la realidad, dudan, toman conciencia,
Academia que debía escribirse, esto es, como proveniente de monte y actúan. Gracias a un doble personaje central
biología; los escritores del Grupo de Guayaquil usaron montuvio (dé
Alfredo Baldeón, hijo de panadero, mecánico y
monte y vida), antes de que la Academia fosilizara el término.
obrero del pan después, y Alfonso Cortés, de clase

-34 -

-35 -
media, estudioso y amante de ia poesía y de la otros la someten a la "filiación política". Eso se
música— Gallegos Lara distribuye entre ambos la ha hecho con Gallegos Lara.
acción y el pensamiento: ideológicamente identifi¬ Jorge Enrique Adoum (poeta, novelista y ensayista), en
cados y unidos por una amistad intacta. Cortés pue¬ La gran literatura ecuatoriana del 30, Quito, Editorial El
Conejo. 1984, pp. 45,46,47 y 48.
de decir las frases "literarias", siempre sobrias, que
en boca de Baldeón habrían parecido retórica del Biografía de un pueblo, novela total y completa,
autor. Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara,
Mucho se ha repetido en Ecuador que Las cru¬ es también un documento sociológico-político ex¬
ces sobre el agua es "la novela del 15 de noviem¬ cepcional, "antecedente de las grandes construc¬
bre . Es, ante todo, la novela de Guayaquil de co¬ ciones, verdadera constructora del hombre".
mienzos del siglo, con la peste bubónica, los tran¬ (...) los nuevos conceptos de nacionalidad, de
vías tirados por asnos, las primeras salas de cine, cultura y de historia que ella nos plantea (son):
los trabajos, el desempleo, la miseria. —Novela y documento histórico que toma al

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
(...) Pero los personajes tienen una capacidad pueblo como verdadero protagonista. No se sitúa
de amor y humor y de ternura, rara en la literatura ya la acción de la historia en manos de superhom¬
ecuatoriana. Transcurridos dos tercios de la novela, bres o de villanos; por el contrario, el constructor y
los acontecimientos se precipitan, literalmente, en el héroe real de lo nacional es el pueblo, "la fuerza
el libro: Gallegos Lara introduce una serie de seis de las masas que, en la adversidad, se crea su super¬
estampas, cuentos o retratos de personajes nuevos, vivencia, su dignidad y sus proyectos de justicia
que van a participar diferentemente en la escena deí (...);
desenlace con que culmina la acción y en que se —Propone una visión alternativa al esquema
disuelven los protagonistas. Cada uno de los que artificioso y muerto, de anécdotas y frases vacías, de
han aparecido en la tercera parte del libro así como la cultura oficial (...)
en los capítulos anteriores, es sorprendido en diver¬ —Literatura que rescata la lengua nacional, el
sos momentos del 15 de noviembre de 1922 y, cada cómo habla la gente, en contraposición a la correc¬
uno por su cuenta, de una manera o de otra, llega al ción que tratan de imponerle desde los medios ofi¬
sitio de la manifestación popular. Por esa técnica de ciales de cultura;
flashback la matanza aparece ante el lector, como —Literatura que unifica lo cotidiano con lo nacio¬
debió haberles parecido a sus testigos presenciales, nal: la conversación, la vida del barrio y de la calle,
repetirse a cada instante o durar interminable¬ la memoria de la gente que mantiene esenciales y
mente. vivos a "tayta" Eloy Alfaro, a Concha, a Montalvo, a
(...) Pese al tema y a la culminación dramática los principios y figuras de la patria;
de la acción, pocas obras de la literatura ecuatoriana —Que plantea sin contemplaciones el verdade¬
del período realista son menos "maniqueístas" que ro tirano de las masas: su propia debilidad, su inci¬
la de Gallegos Lara (sus personajes populares tie¬ piente capacidad de organización y su vacilante di¬
nen debilidades y errores, a veces son injustos, a rección política;
veces grandes: en la escena de la matanza hay un —Las "Cruces sobre el río Guayas": expresión
capitán a quien su superior asesina por negarse a de una conciencia social que rechaza la impunidad
disparar) y menos "propagandísticas” desde el de la violencia estatal del quince de noviembre, de
punto de vista del texto (más lo serían, por ejemplo, tantas jornadas en contra del pueblo.
las novelas voluntariamente políticas de Vera o Sal¬ Adrián Carrasco Vintimilla (crítico y analista literario),
vador. Pero hay quienes se empeñan en juzgar la en literatura y cultura nacional en el Ecuador (varios au¬
obra por el autor), y si algunos hacen depender la tores), Cuenca. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo
historia literaria del "psicologismo individualista" del Azuay e Instituto de Investigaciones Sociales de la
Universidad de Cuenca, 1985, pp. 231 y 232.

-36- 37
(...) la literatura, como toda forma de conoci¬
miento, tiene su propia esfera de acción, construye
su verdad a partir de su propio piso de verosimilitud
(...) esta verdad, siendo de distinto orden que la
verdad real, no está divorciada de ella.
(...) Si tomamos como ejemplo Las cruces so¬
bre el agua y la analizamos a la luz de este plantea¬
miento, encontraremos un primer dato significati¬
vo. la incorporación de un hecho real (la huelga de
1922) a la ficción. En efecto. Gallegos Lara escoge
iluminar una realidad: la del suburbio guayaquiie-
ño, y una historia: la de los personajes individuales
y colectivos protagonistas de la huelga general del

CRONOLOGÍA — JOAQUÍN GALLEGOS LARA Y SU TIEMPO

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
quince de noviembre. Esa realidad pasa a constituir¬
se en la realidad de la novela, y desde ese suelo
Joaquín Gallegos va a percibir la historia del Ecua¬
dor de su época.
Siguiendo el esquema de razonamiento ante¬
rior, habrá que decir que el hecho en sí de esta
incorporación poco sirve para la constitución de la
verdad interna de la novela: de hecho, ella no cam¬
biaría sustancialmente si en lugar de la huelga real
se relatara una ficticia (...)

María Augusta VintimilhM analista literaria) en Litera¬


tura y cultura nacional en el Ecuador (varios autores,
Cuenca, Casa de la Cultura Ecuatoriana. Núcleo del
Azuay. e Instituto de Investigaciones Sociales de la Uni¬
versidad de Cuenca. 1985,p.265.

-38-
-39 -
Muere en forma violenta el padre de Ga¬ Isaac J. Barrera funda la revista Letras. Eloy Alfaro y otros prominentes liberales
llegos Lara.
José Rafael Bustamante publica Para son asesinados en Quito.
matar el gusano. El argentino Leopoldo Los infantes de marina norteamericana
Lugones publica El Ubro fiel y el chileno ocupan Nicaragua. Se funda la Federa
Alberto Blest Gana lama Gladys Fair- ción Obrera Internacional (FOI) en Boli-
field
via.

El argentino Manuel Gálvez publica La


Se inaugura el Canal de Panamá.
maestra rural.
Estalla la primera guerra mundial.

Camilo Destruge publica en Guayaquil su


Se realiza el primer ensayo trasatlántico
Compendio de la Historia del Ecuador,
de la telegrafía sin hilos.
arreglado para las escuelas y colegios de
la República.

Alfredo Espinoza Tamayo edita en Gua¬


yaquil Ensayos de psicología y sociología
del pueblo ecuatoriano.
El mexicano Mariano Azuela publica Los
de abajo.

Revolución de Octubre en Rusia.

1918 Víctor M. Rendón edita su novela Loren¬ Se proclama la Unión de Repúblicas So l


zo Cilda. cialistas Soviéticas (URSS).
Manuel Gálvez publica Nacha Regules.

1919 Se suicida Medardo Angel Silva. El tratado de Versalles pone fin a la Gue¬
•*
rra Mundial.

1920 Se funda la Federación Nacional de Es¬


tudiantes.

1921 Pió Jaramillo Alvarado publica El indio


ecuatoriano.

1922 César Vallejo publica Trílce, Ricardo Güi- El 15 de noviembre se produce la matan¬
raldes, Rosaura y Oswald de Andrade, Os za de obreros de Guayaquil sobre la cual
condenados. giraría Las cruces sobre el agua.
Se constituye el Partido Comunista Bra¬
silero.

1925 Gallegos Lara y su madre pasan a vivir en Rómulo Gallegos publica La trepadora. 9 de Julio, la Revolución Juliana, que ter¬
un departamento en las Calles Eloy Aifa- mina con la tiranía bancaria guayaqui-
ro y Manabí, junto al Mercado Sur. lefta.

1926 Inicia sus estudios de italiano, francés y Güiraldes publica Don Segundo Sombra. Se funda el Partido Socialista Ecuatoria¬
ruso. José Carlos Maríátegui inicia la publica¬ no.
-41-

ción de su revista Amauta.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Comienzan a reunirse en su casa numero¬ Aparecen Un hombre muerto a puntapiés
sos intelectuales de la época, entre ellos y Débora, de Pable Palicio; Plata y bron¬
los que formarían después el famoso Gru¬ ce, de Fernando Chaves; y La mala hora,
po de Guayaquil. de Leopoldo Benites Vinueza.

K1 argentino Macedonio Fernández pu¬


blica No todo es vigilia en los ojos abier¬
tos y el peruano Martín Adán La casa de
cartón. El brasileño Mario de Andrade
lanza Macunaíma.
Se hace la primera traducción del Popol-
Vuh

El venezolano Rómulo Gallegos publica


Doña Bárbara y el argentino Roberto Arlt Se promulga una nueva Constitución Polí¬
Los siete locos. tica en el Ecuador como consecuencia de
la Revolución Juliana de 1925. Esta carta
política incorpora nuevos conceptos de
justicia social.

Con Demetrio Aguilera Malta y Enrique En Ecuador aparecen El amor que dor¬ Bajan las exportaciones de cacao en el
Gil Gilbert, Gallegos Lara publica el volu¬
mía, de José de la Cuadra, y Mapa de país. Muere José Carlos Mariátegui. Co¬
men colectivo de cuentos Los que se van. América de Benjamín Carrión. En Cuba mienza la dictadura de Trujillo en la Re¬
circula Motivos del son, de Nicolás Gui- pública Dominicana. Se fundan los parti¬
llén; el peruano José Diezcanseco lanza dos Comunistas de Colombia y El Salva¬
sus Estampas mulatas. dor.

José de la Cuadra publica Repisas y el Se proclama la 11 República Española.


argentino Roberto Arlt Los lanzallamas. El partido Socialista pasa a llamarse Par
tido Comunista del Ecuador.

1952 Trabaja como Inspector Municipal en un José de la Cuadra publica Horno y Pablo Una sublevación castrense inicia en Quito
camión que acarreaba cascajo. Palacio Vida del ahorcado. El chileno Ma- la llamada Guerra de los Cuatro días.
nuel Rojas lanza Lanchas en la Bahía y el
uruguayo Enrique Amorín La Carreta.

Viaja a Cuenca y visita a Nela Martínez, Se publican en el Ecuador El muelle, de Renuncia en el Ecuador el Presidente
a quien había conocido en Guayaquil unos Alfredo Pareja Diezcanseco; Don Goyo, Juan de Dios Martínez Mera. Paraguay
años antes. Se dedica a escribir la novela de Demetrio Aguilera Malta; Barro de la declara oficialmente la guerra a Bolivia.
Los guandos, texto que nunca terminó. Sierra, de Jorge Icaza; y Yunga, de Enri¬ En Cuba cae el presidente Machado.
Funda con Pedro Saad la primera célula que Gil Gilbert. El Brasileño Jorge Ama¬
del Partido Comunista en El Milagro. do lanza Cacao y el salvadoreño Salarué
Cuentos de barro.

José de la Cuadra publica Los sangurimas Se inventa la televisión,


y Jorge Icaza Huasipungo. Aparece el diario La Tierra de orientación
socialista.

Se casa en Ambato con Nela Martínez y Se publican en Ecuador En las calles, de


viven en un departamento de la calle Cle¬ Jorge Icaza; LaBeldaca, de Alfredo Pa¬
mente Ballén, en Guayaquil. El matrimo¬ reja Diezcanseco; Trabajadores, de Hum¬
nio dura sólo unos meses. Viaja luego a berto Salvador; y Canal Zone, de Deme¬
-43-

i Quito y trabaja como jefe de la sección de trio Aguilera Malta.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
s

Archivo del Ministerio de Educación,


hasta que es cancelado por retaliaciones
políticas durante la dictadura de Federico
Paéz.

1936 Regresa a Guayaquil; trabaja como ama¬ Jorge Fernández publica Agua. El argen¬ Termina la Guerra del Chaco. Se inicia en
nuense en la Dirección Provincial de Edu¬ tino Eduardo Mallea lanza La ciudad jun¬ Nicaragua la dictadura de Anastasio So¬
cación del Guayas. Termina su ensayo to al río inmóvil; el boliviano Augusto moza. Estalla la Guerra Civil Española.
Biografía del pueblo indio. Céspedes Sangre de mestizos y el domi-
nacano J uan Bosch La mañosa.

1938
Se publican en Ecuador Guasintón,- de
José de la Cuadra; Cholos, de Jorge Ica¬
za; y Baldomera, de Alfredo Pareja Diez-
canseco.

1939
Se publican en Ecuador Relatos de £m- Termina la Guerra Civil Española. Co
l
manuel, de Enrique Gil Gilbert; Hechos mienza la segunda Guerra Mundial.
y Hazañas de Don Balón de Baba y de su
amigo Inocencio Cruz de Alfredo Pareja
Diezcanseco; y Noviembre de Humberto
Salvador. César Valleio publica Poemas
Humanos El venezolano Miguel Otero
Silva Fiebre y el uruguayo Juan Carlos
Onetti El Pozo.

1940 César Vallejo publica España aparta de Sube al poder Carlos Alberto Arroyo del
mi este cáliz. Enrique Gil Gilbert obtiene, Río.
con su novela Nuestro pan, el segundo
premio del Concurso Internacional de No¬
vela de la Editorial Farrar & Rinehart, de
Nueva York. Mariano Picón Salas publi¬
ca Formación y proceso de la Literatura
venezolana.

1941 Se publica Hombres sin tiempo de Alfre¬ Perú invade el Ecuador.


do Pareja Diezcanseco.

1942 Sale de su empleo en la Dirección Provin¬ Enrique Gil Gilbert publica Nuestro Pan y Por el Tratado de Río de Janeiro, el Ecua¬
cial de Educación del Guayas. Se interesa Demetrio Aguilera Malta La isla virgen. dor ve desmembrado su territorio.
por terminar la novela Los monos enlo¬
quecidos, que dejara inconclusa José de
la Cuadra, pero no llega a un acuerdo con
la viuda del autor.

1943 Forma parte de Acción Democrática Se publica la novela Juyungo, de Adal¬


Ecuatoriana (ADE), liderada por Francis¬ berto Ortiz.
co Arízaga Luque, como miembro del par¬
tido Comunista Ecuatoriano.
-45-

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
1944 Premio de la Municipalidad de Guayaquil Isaac Barrera publica su Historia de la li- La revolución del 28 de Mayo, denomina¬
que le fue entregado el 9 de Octubre. Tra- teratura ecuatoriana. El argentino Jorge da La Gloriosa, derrota de Arroyo del Río.
baja como Administrador-boletero de la Luis Borges lanza Ficciones y Alfredo Pa- Accede al poder José María Velasco ¡ba¬
Piscina Municipal N° 1. reja Diezcanseco Las tres ratas. rra.
El Dr. Alfredo Vera Vera, Ministro de
Educación firma la constitución de la Ca¬
sa de la Cultura Ecuatoriana, idea y obra
de Benjamín Carrión.
1945 Termina la Segunda Guerra Mundial. El
seis de agosto se produce la explosión de
la primera bomba atómica.
Se firma la Carta de las Naciones Unidas.

1946 Publica su hovela Las cruces sobre el Se publica en Ecuador Los animales pu-
agua. ros, de Pedro Jorge Vera, y Un idilio bobo
de Angel F. Rojas. Miguel Angel Astu¬
rias lanza El señor Presidente. puesto en Bolivia y colgado en la Plaza
Murillo.

19(47 Fallece el 16 de Noviembre, a los 38 años Gonzalo Escudero publica Altanoche. F.l
de edad. mexicano Agustín Yáñez edita Al filo del
agua y el panameño Rogelio Sinán Ple¬
nilunio. cíproca (TIAR).

1951 Se publica póstumamente su ensayo Bio- Benjamín Carrión publica El nuevo rela-
grafía del Pueblo indio. to ecuatoriano.

Son publicados sus Cuentos Completos. José Guimaraes Rosa publica Gran Ser- Llega al poder Camilo Ponce Enriquez.
tón: veredas. Aparece La advertencia, El poeta Rigoberto López Pérez ajusticia
del ciclo Los nuevos años, de Alfredo Pa¬ al dictador Anastasio Somoza.
reja Diezcanseco.

Camilo Ponce: matanza del 3 de Junio en


Guayaquil.

1983 Nela Martínez termina Los Guandos, que Se publican las novelas El Rincón de los Ejerce el poder en el Ecuador Osvaldo
es publicada por editonal El Conejo, en justos, de Jorge Velasco Mackenzie, y Hurtado. Fuertes inundaciones golpean
®UIto‘ Háblanos, Bolívar, de Eliécer Cárdenas. gravemente el agro ecuatoriano.
-47-

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
(i980) Las cruces sobre el agua, La Habana, Co¬
lección Literatura Latinoamericana, Casa
de las Américas, cuarta edición.
(1980) Los que se van, en la antología Narrado¬
res Ecuatorianos del 30, Caracas, Biblio¬
teca Ayacucho, tercera edición.
(1982) Obras escogidas, Guayaquil, Serie Ree¬
diciones, Casa de la Cultura Ecuatoriana,
BIBLIOGRAFIA RECOMENDADA Núcleo del Guayas, cuarta edición de Los
que se van y quinta de Las cruces sobre
el agua.
OBRAS DE JOAQUÍN GALLEGOS LARA:
(1985) Los que se van, Quito, serie La Gran Lite¬
ratura Ecuatoriana del Treinta, Editorial El

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Cronología de sus ediciones Conejo, sexta edición.
(1985) Las cruces sobre el agua, Quito, Colec¬
ción Ecuador i etras, Editorial El Conejo,
(1930) Los que se van (con Demetrio Aguilera séptima edición.
Malta y Enrique Gil Gilbert), Guayaquil,
Zea & Paladines Editores (cuentos). Sobre Joaquín Gallegos Lara,
(1946) Las cruces sobre el agua, Guayaquil, Edi¬ su obra y su promoción
torial Vera & Cía. (novela).
(1951) Biografía del pueblo indio, Quito, Revista Adoum, Jorge Enrique, “Joaquín Gallegos Lara"
de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, volu¬ Revista de la Casa de la Cultura (Quito),
men 4, enero-diciembre, pp. 153 a 179 N°4 (1951).
(ensayo). “Gallegos Lara, Gil Gilbert y Aguilera
(1956) Cuentos completos, Guayaquil, Casa de Malta: el día primero de la creación", La
la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del gran literatura ecuatoriana del 30, Quito,
Guayas. editorial El Conejo, 1984, pp. 37 a 56.
(Sin fecha)Los que se van, Guayaquil, Biblioteca de Aguilera Malta, Demetrio, "Bibliografía", en El Telé¬
Autores Ecuatorianos, Clásicos Ariel, Pu¬ grafo, Página Literaria (Guayaquil), (14 de
blicaciones Educativas Ariel, segunda noviembre de 1948).
edición. Alegría, Fernando, Nueva historia de la novela his¬
(1975) Las cruces sobre el agua, Quito, Colec¬ panoamericana. Hanover, Ediciones del
ción Básica de Autores Ecuatorianos N° 4, Norte, 1986, pp. 220 y 221.
Casa de la Cultura Ecuatoriana, segunda Barriga López, Franklin y Leonardo, “Gallegos Lara
edición. Joaquín", en Diccionario de la literatura
(1975) El guaraguao y otros cuentos, Guayaquil, ecuatoriana, Guayaquil, Vol. II, Editorial
Colección Letras del Ecuador N° 7, Casa Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo
de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del del Guayas, 1980, pp. 104 a 106.
Guayas. Carrión, Benjamín, "Joaquín Gallegos Lara", en
(1977) Las cruces sobre el agua, Guayaquil, Co¬ Obras, Quito, Editorial Casa de la Cultura
lección Letras del Ecuador N° 42, Casa de Ecuatoriana, 1981, pp. 403 a 406.
la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Carrión Aguirre, Alejandro, “Joaquín Gallegos Lara,
Guayas, tercera edición. cuya muerte enluta a la cultura ecuatoria-

48-
-49-
na", en Letras del Ecuador (Quito), año III
N° 28/29, (noviembre-diciembre, 1947),
pp. 12 y 13.
Castillo, Abel Romeo, "Joaquín Gallegos Lara y el
romance", en El Telégrafo, Página Litera¬
ria (Guayaquil), (24 de noviembre de
1948). TEMAS PARA TRABAJO DE LOS ESTUDIANTES
Cueva, Agustín, "La edad de oro de la literatura
ecuatoriana", en Lecturas y rupturas, 1. Previa lectura de la novela Las cruces sobre el
Quitó, Editorial Planeta, 1986, pp. 52 a 65. agua, elaborar por lo menos seis fichas nemo¬
Donoso Pareja, Miguel, "Prólogo", en Las cruces técnicas sobre los antecedentes del realismo
sobre el agua, La Habana, Editorial Casa social en el Ecuador y la idea de cultura como
de las Américas, 1980, pp. Vil a XXX.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
comunicación, considerando el significado de
"El realismo social: un antecedente nece¬ Las cruces sobre el agua para una ciudad sin
sario", en Nuevo realismo ecuatoriano: la memoria monumental como es Guayaquil y
novela después del 30, Quito, Editorial El en los términos que lo hemos planteado en el
Conejo, 1984, pp. 9 a 12. estudio introductorio.
"Los que llegaron", en Los grandes de la 2. Discutir en grupos de trabajo las proposicio¬
década del 30, Quito, Editorial El Conejo, nes desarrolladas y elaborar, en una reunión
1985, pp. 76 a 80. plenaria, conclusiones.
Guerra Cáceres, Alejandro, páginas olvidadas de 3. Redactar estas conclusiones y discutirlas en
Joaquín Gallegos Lara, Guayaquil, Edito¬ clase.
rial de la Universidad de Guayaquil, Co¬ 4. Realizar un trabajo similar respecto a Las cru¬
lección Rescate N° 3, 1987, 414 pp. ces sobre el agua como una novela sobre
Heise, Karl H., "Joaquín Gallegos Lara", en Cuader¬ Guayaquil (y no estrictamente sobre el 15 de
nos del Guayas (Guayaquil), N° 45, (octu¬ noviembre), siguiendo las líneas temáticas
bre de 1977), pp. 50 a 56. que contiene el texto.
Itúrburu, Fernando, "Apuntes para una historiogra¬ 5. Señale el alumno los hechos de la vida de
fía de los grupos literarios desde el 30", Gallegos Lara que hayan determinado, a su
en La palabra invadida, Guayaquil, FEDE- juicio, para que optara por la escritura, y anali¬
SO, Colección La Catedral Salvaje, 1988, ce de qué manera coinciden su actitud frente al
pp. 46 a 60. mundo, su militancia política y su obra.
Pareja Diezcanseco, Alfredo, "Consideraciones so¬ 6. Explique el contexto histórico en el que se in¬
bre el hecho literario ecuatoriano", en Re¬ serta la experiencia vital de Gallegos Lara, así
vista de la Casa de la Cultura (Quito), N° 1 como la influencia que pudiera haber tenido
(1948), pp. 127 a 145. aquél en ésta y, consecuentemente, en la no¬
"Carta a Joaquín", en El guaraguao y vela. Asimismo, analice la matanza del quince
otros cuentos, Guayaquil, Editorial Casa de noviembre de 1922, tanto en sus anteceden¬
de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del tes como en sus consecuencias.
Guayas, 1975, pp. 7 a 12.
Pérez Pimentel, Rodolfo, "Joaquín Gallegos Lara",
en Diccionario biográfico del Ecuador,
Guayaquil, tomo III, Editorial de la Univer¬
sidad de Guayaquil, 1987, pp. 146 a 151.

-50 -
-51 -
6. Explique el contexto histórico en el que se inserta
la experiencia vital de Gallegos Lara, así como la
Joaquín Gallegos Lara
influencia que pudiera haber tenido aquél en ésta
y, consecuentemente, en la novela. Asimismo,
analice la matanza del quince de noviembre de
1922, tanto en sus antecedentes como en sus
consecuencias.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
i Las cruces sobre el agua
I
LA ARTILLERÍA

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
La calle herbosa, de pocas casas y covachas, y
de solares vacíos, no era casi más que un entrante
de la sabana. Alfredo Baldeón corría, rodando un
zuncho. El sol se ocultaba tras los cerros de Chon-
gón. ¿Qué habría dentro del sol? La señora Petita, la
dueña de la covacha, decía que el sol era una tierra,
la primera que creó el Niño Dios, donde hasta vivi¬
rían gentes, si no hiciera tantor calor.
—¡Alfredo! ¡Alfredo! ¿A qué horas entras,
chico?
Desde el boquerón sin puertas de en medio de
la cerca, su madre lo llamaba. Divisaba su traje
blanco, pero no su cara, a ver si de veras estaba
molesta. Adivinaba las cejas muy juntas, la frente
morena, por la que siempre se le revelaba un me¬
chón.
—Ya vengo, Trinidá —le contestó, acercán¬
dose.
—¿Por qué te demoras tanto? Sólo vos eres el
que queda vejetreando ingrimo.
—Solo no estoy, sino con mi zuncho.
—¿Acaso el zuncho es gente?
Y Trinidad puso la mano en la erguida cabeza
de su pequeño zambo, de mirada viva y pies descal¬
zos, reidor, con la camisa fuera del pantalón de
sempiterno1 largo al tobillo, y en la muñeca un jebe2.
A Alfredo, el patio le olía a tierra húmeda y la mano
de su madre a jabón prieto. Por las rendijas filtraban
palúdicos candiles.
1 sempiterno: de sempiterna, tela de lana antigua muy fuerte. Tela
fuerte como la de los jeans actuales.
2 jebe: americanismo por caucho; liga.

-55 -
—¡Correr da hambre! rumort sos del solar, lo tenía junto a sí o merodean¬
Ella le respondió blanqueando sonriente la do alrededor, alegre de respirar el acre burbujeo de
boca. la espuma escurridiza.
La habitación era en la planta baja de uno de los También jugaba en su cercanía, mientras ella
covachines. Apenas sobraba espacio entre las cabe¬ cocinaba. El fogón, al lado de la puerta, al abrigo del
zas de los grandes y el tumbado sin pintar; a Alfredo alero, era un cajón con ladrillos, tan bajo que Alfre¬
le parecía que iba a caerle encima. En la hamaca de do alcanzaba a punzar con un palo las brasas, que
deshilacliada mocora, se mecía su padre, quien le chisporroteaban antes de llamear. Sentada en un
palmeó el hombro: banco, Trinidad pelaba yucas o escogía las madres
—¿Qué húbole, zambo? del arroz. Entornaba los ojos y sacaba la punta de la
—Oye, Juan, yo corro como un perro. lengua. Él quería a Trinidad, y quería a la candela.
—Eres un fregado. ¿Los perros corren bien? —¡Abrete, ábrete! ¡Un día vas a quemarte,
—¡Agárrate a correr pareja con uno y verás! condenado!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Empezó a comer a cucharadas el cocolón de —¡Soy panadero como mi taita, déjame atizar
arroz. En todo momento ansiaba ser mayor, pero a el horno! —contestaba él.
las horas de comida le provocaba seguir siendo Pues en los últimos tiempos, jugar y vagar más
chico, para que Trinidad le diera los bocados con su remontado lo hacía olvidar su rabia contra el viejo.
mano, como antes. Se preguntaba si Juan saldría a Más bien comenzó a admirar sus puños y su genio.
la calle. Habitualmente, como en la panadería no Nadie en la covacha era más bravo que él y Baldeón
hacía turno de noche, quedábase en c^sa y venía a chico anheló, cuando creciera, ser igual a su padre.
la hamaca, donde la madre hacía dormir a su lado, a En las riñas más recientes de los dos, seguía inter¬
Alfredo. El habría permanecido con ambos, a pesar poniéndose entre las cuatro rodillas, pero ya sin
que no le gustaba abrazarla, pero en seguida el taita1 pegarle a Juan.
exigía: Peleaban mucho: Trinidad vivía rabiosa. Se
—Anda acuéstalo, Trini. quejaba del mercado caro, de las blancas
Ella obedecía, quizás con su gusto, quizás rece¬ angurrientas1 a las que lavaba ropa, de las vecinas
losa de que si no, le pegara. Desde el catre inmedia¬ perras y del marido, que le daba una miseria del
to, bajo el toldo2, Alfredo, oyéndolos cuchichear y jornal y correteaba detrás de otras.
reír, odiaba a Juan un largo instante, sin dormirse. Separando el plato vacío, Alfredo esperó ver si
Ocurría así desde que se acordaba. Más chico, era el taita le negaba algo de la plata de este sábado a
peor. No toleraba mirarlo junto a Trinidad, sin gritar Trinidad. Si disputaban, Juan se ¡ría a dejar pasar el
golpeábalo con sus menudos puños. El padre reía: mal rato. Mas, al contrario, dando una mecida a la
—Pero qué celoso el cangrejo este; parece hamaca, él, riendo, llamó:
hombre mayor. —¿Y qué milagro todavía no me has venido a
—Todo chico es enmadrado, Baldeón, y más bolsiquear? Toma, Trini. Sólo con una peseta para
éste que, por culpa de vos mismo, se cría tan con¬ el zambo y un sucre para una Pílsener me quedo.
sentido.
9
—¿Por dónde va a asomar el sol mañana? Ajá
El lo oía y se volvió más arrimado a Trinidad. pero ya huelo por qué es: vos has andado chupando
Pasaba el día a su lado. Desde lo más remoto, se trago, ¡bandido!
sentía en sus brazos. Ella le daba de comer, lo baña¬ Juan la cogió por el brazo atrayéndola.
ba, lo acariciaba. Cuando lavaba, en la vieja tina de —Ven, siéntate aquí a lado.
pechiche, cerca de la llave de agua, en las mañanas —Aguarda, hombre. Todavía tengo que lavar
i taita: palabra de origen quichua: padre o papá. 1 angurrientas: americanismo por ansioso, insaciable, ambicioso,
1 toldo: ecuatorianismo por mosquitero. hambriento.

-56- -57-
—¡Ahora conmigo! —propuso Alfredo.
tos platos de lo que ha comido Alfredito.
Segundo era una especie de jefe de los más
—Déjalos, los lavas mañana.
chicos. Formaban grupo separado. Los mayores no
—¿Para que amanezcan cundidos de
los admitían en sus juegos. A Alfredo le encantaría
cucarachas? Como vos no eres el que tiene que
ganarle. Los presentes, Nelson, el ombligón, que se
refregar las lavasas1.
paseaba por el patio sin pantalones; Aníbal, el que
Alfredo ya no miró. Ni un ratito siquiera podría
comía tierra; Lorenzo,el que era dueño de una caja
hallarse tranquilo, puesta la cabeza en la falda de
de soldados de plomo; los Morán y los Pizarro, que
Trinidad sintiendo sus dedos travesear entre sus
no eran de su misma covacha, sino de la vecina;
cabellos. Aunque continuaba diciendo que no, ella
todos aprenderían que él, aunque menor, podía
estaba ya sentada junto a Juan. ¿Por qué no irse de
contra Segundo. Pero no hubo lugar; los interrum¬
nuevo a correr? Nunca lo habían dejado salir de
pió, llegando a carrera, un cholo pelado a mate, que
noche. Cierto que no había porfiado: él mismo te¬
se llamaba Carlos Vaca, y era de los mayores.
mía; pero ya era de empezar.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—¿Quieren ver? Vengan. Voy a ponerle una do¬
—Trini, déjame ir un momentito a jugar.
cena de torpedos en los rieles al eléctrico.
Ella abría la boca, negando, cuando el padre
—¡No vayan! —rechazó §egundo—. Se friega
intervino.
el carro y vienen los pacos. El es grande y corre,
—Déjalo no más. No es una chica, que desde
pero a nosotros nos agarran.
huambra se haga hombre.
—¡Chiquitines zonzos! Si no quieren ver, bue¬
—Bueno, pero no te vas a alejar ni a demorar,
no: pero va a ser lindísimo.
Alfredo. /
Alfredo tenía que contradecir a Segundo.
—En seguida vuelvo.
—Yo sí voy, no tengo miedo. Además, pode¬
Se suponía todavía un poco de miedo. Afuera
mos ver la reventada escondidos en la zanja, delan¬
todo le infundió seguridad. La calle no era tenebro¬
te del chalet de Falconí.
sa como el patio: clareaba de gas. No era solitaria:
—¡Este es macho! —aprobó Vaca—. Si sigues
las mujeres conversaban a las puertas y los mucha¬
desarrollando así te dejaremos jugar con nosotros.
chos jugaban. Vio a los de donde él vivía, en el portal
Entre dientes, aseguró Segundo que, si todos
de La Florencia, en cuyos mosaicos lisos habían
iban, él iría; que él no tenía miedo de nada. Alfredo
trazado con carbón una rayuela. Junto a la pared de
pateaba de alegría. ¿Cómo pudo antes temer la
zinc, pintada color chocolate, olía cálidamente a ga¬
noche? Sólo en la noche se hacen cosas así. Parape¬
lletas.
tado junto a los demás, aguardó en la zanja, apre¬
—Ah, Baldeón, ¿y cómo así te dejaron salir?
tando un puñado de briznas resecas. Le parecía que
—¿Qué fue? ¿Juego?
fuera él y no Vaca quien colocara los torpedos en el
Con el costado del pie, hacía avanzar la pieza de
canal del riel. El rodar del carro se acercaba. Vislum¬
barro. Segundo, al que apodaban Chupo, por ser
braron el ojo tuerto del fanal. Sentían el corazón en
hijo de un policía alemán, de los de la misión que
el pescuezo.
instruía a los pacos criollos. Su pelo era más crespo
Un fulgorazo azulado abaniqueo bajo las rue¬
que el de Alfredo, pimienta, pero rubio. En su cara
das, acompañado de un estampido hueco. Ni se
oscura —la madre era zamba— contrastaban los
conmovió la trompa del tranvía verduzco, todo ilu¬
ojos, azules como las bolas de las botella de Soda
Water. minado y lleno de pasajeros. El que hizo la fiesta fue
el motorista. Soltando el breque, saltó, con la tiesu¬
—Tablita de descanso... Pasadita de zorro... Lle¬
ra de uno de esos títeres templados en trapecio, que
gué al solcito...
bailan al ajustar los palitroques. A decir de los chi¬
cos, la voz se le amariconó:
1 lavasas: sobras grasientas de comida.

-58- -59-
—jMe volaron, desgraciados! apresuró a Alfredo y a su madre. Cesó el cuchareteo
Frenó redondo, y descendió, tanteado con los en los cuartos donde se merendaba, y se cerraron
brazos abiertos: semejaba jugar a la gallina ciega. todas las puertas. Una mujer ordenó a gritos:
Los muchachos no pudieron contenerse en la zanja, —¡Cierne, Cierne! Anda a recoger la ropa almi¬
donde, acaso, no los habría visto; escaparon en donada que dejé tendida. ¿No ves que cierran y afue¬
todas direcciones, por las sombras. ra queda sólo el bacinero1 y se la puede agarrar?
—¡Ajá, maldecido! ¡Ahora te entrego a los Cada semana renovaban el barril del rincón del
pacos! ¡Sube, al carro, so vago! patio. El carretero trasladaba al hombro los
Alfredo había sido al que logró trincar el moto¬ abrómicos2, tapadas las narices con un pañuelo ata¬
rista por la orejá. Se la apretaba. Casi lo suspendía. do a modo de bufanda. Con frecuencia iba chorrea¬
Le dolía como cuando le cayó en los dedos la tapa do, fétidamente. Oyéndose vejar, replicó:
del baúl. —¡Bacinero! ¡Bacinero! ¡Si no hubiera quien la
—Déjelo, mire. Ya no lo volverá a hacer. ¿Ver¬ cargue, tendrían que comérsela, so fatales!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
dad, zambito? Trinidad había venido enojada todo el camino.
La que lo defendía, era una mujer joven, vestida Alfredo no sabía pouqué. Al entrar al cuarto, renegó,
de rojo. haciéndose oír de Juan, que ya aguardaba:
También había bajado del carro, en compañía — ¡Maldita covacha! ¡Si es peor que un
de un veterano. chiquero! ¡Apúrate!
—Pero señorita, si estos mataperros no dejan —En Daule dejaste palacios, princesa morena,
vida... Cada esquina tengo que estarme bajando a ¿no? En seguida se cogieron a disputar.
quitar las porquerías que ponen: palos, piedras, Calladamente, Alfredo se fue a sentar al filo de
hasta ratas muertas... ¡Tengo que escarmentar si¬ la entrada. El patio ya no hedía. Ella se mecía en la
quiera a alguno! hamaca, impulsándose con un movimiento inquie¬
—Por esta vez, suéltelo a este zambito... Es chi¬ to del pie. El se paseaba en tres zancadas, que se
co... Yo salgo de madrina. Lo suelta ¿no? repetían, aumentando en pesadez. Filtrándose por
Alfredo había olvidado el susto. Miraba fija¬ las rendijas, el viento desgarraba despacito el em¬
mente a su defensora. Jamás había conocido una papelado. De espaldas a ellos, Alfredo escuchaba.
persona igual. No sabía que existieran. Era una —Vos sabes que no soy de las que aguantan.
mujer blanca, era como si su madre fuera blanca. Se ¿Te crees que no te vi con la cholita esa?
parecía a la estampa de la virgen que había colgado, —¿Celosa?
junto a un pequeño espejo, en las cañas de la pared —Peor: te estoy agarrando tirria. ¡Ya nada me
de un rincón de su cuarto. Chispeaba luz en sus ojos importan tus perradas, nada me importas vos!
claros. La mano que le había puesto sobre la cabeza Los pasos se detuvieron. El puntazo fino del pie
era rosada y su olor, de suave, lo atontaba. y el ahogado gemido de la soga en la viga, prose¬
guían. Alfredo oyó tronar una carcajada en el arrv
2 plio pecho de su padre.
—¿Entonces?
Caminaba junto a Trinidad, cuyos hombros en¬ —Sólo por mi hijo no me he ido hasta ahora.
volvía una manta de seda negra y que calzaba zapa¬ La voz de Trinidad tembló un punto. Añadió,
tos de tacos altos. Regresaban a la covacha. Ante la más bajo:
entrada estaba parada una carreta, y una voz pesa¬ —Pero todo está en vos.
da se quebró en anuncio malhumorado: 1 bacinero: recolector de heces cuando no había canalización en la
—El cambiooo... ciudad.
La hediondez se esparció en entradora ola, que 2 abrómitos: heces.

-60 -
-61 -
—¿Te querrás largar con alguno?
—¡Desgraciado! Donde mi madre, a Daule. cas, en nubes que entraban y salían con los compra¬
Alfredo la había oído varias veces anunciar que dores, de las puertas pringosas de la tercena de
se iría. Uno de los motivos frecuentes de sus disgus¬ Yulán, hedionda a cuero podrido. Todas las maña¬
tos, era que no se acostumbraba en Guayaquil. Ex¬ nas, la blanca tomaba el tranvía en esa esquina.
trañaba su tierra. Aun cuando fuera muy humilde, Todas las mañanas Alfredo se apostaba a contem¬
querría casucha aparte y no solar de vecindad. plarla escondido.
—¡Cambiémonos, Baldeón! No aguanto aquí Lo asombraba lo.que le sucedía. Desde que la
¿Qué no ha de ser esta covacha que la llaman, la conoció y ella lo defendió de la represalia del moto¬
Artillería? rista del eléctrico, se le había vuelto una atracción
—¿Por qué le dicen la Artillería —había pregun¬ extraña, una brujería como esas de las que conver¬
tado Alfredo. saban las lavanderas del patio. La noche aquella, no
—Esto es como cuartel: los cañones son las durmió. Se revolvía bajo las sábanas tibias. ¿Volve¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
bocas de estas gallas1. 1 ría a verla? Trinidad lo sintió.
Le hizo gracia. Y era cierto: todo el mundo se ¿Todavía estás recuerdo?1.
insultaba y se pegaba allí. Hasta entonces, sus pa¬ —No tengo sueño.
dres sólo habían reñido a voces. Ahora, Alfredo se —Es la agitación. No te debía haber dejado co¬
alarmó. Las injurias engrosaban y se las escupían ya rrer tanto, tarde y noche.
a gritos. Alfredo sabía que era la blanca.
De pronto Juan barbotó la palabra por repetir la Tres días después, cuando ya creía perdida la
cual, una vez, la madre le pegó a Alfredo en la boca. esperanza de hallarla, en su misma calle se tropezó
El chico Baldeón se volvió y de un salto entró. con ella cara a cara: y ella lo reconoció.
Juan se abalanzaba contra Trinidad que, desafiante, —Hola, zambito, ¿eres de por aquí?
retrocedía apoyando la espalda en la hamaca, con Bendijo en su alma ser moreno para que ella no
los zambos alborotados y mordiéndose los labios. le notara lo que coloreaba. Asintió con un gesto de
Al recular, tropezó el mosquitero: el nudo se desató la boca.y la cabeza.
silenciosamente y las cortinas flamearon claras. —¿Cómo te llamas?
—Me largaré. —Alfredo Baldeón —contestó sin alzar los ojos.
Alfredo surgió en medio y se enfrentó al padre. Ella indicó, vagamente, como si hablara sola.
Ansió crecer en un segundo hasta ser de su mismo —Somos vecinos, yo vivo allá.
alto. Alfredo se encogió: la voz de la blanca le daba
—¡No le pegues. Si le pegas, cuando sea gran¬ calor. Aparentando mirar hacia donde señalaba
de, yo te pegaré! —era a la casa de dos pisos de la esquina— pudo
El padre detuvo el brazo. Calló un rato largo y verla. En sus ojos se quebraba la mañana cegadora.
lentamente lo bajó. El ceño le partía la frente. Los Sus cabellos le semejaron suave y peinada estopa
párpados le cubrieron el brillo de los ojos. Le fue de coco. Llevaba una boina oscura y un monedero
asomando casi una sonrisa. de malla de plata. En la polvorienta avenida Chile,
los rieles del eléctrico destellaban a la distancia,
3 hiriendo la vista.
A partir de ese día, nunca faltó a atisbarla, pero
Fingiendo jugar entre los estantes, esperaba sin dejarse ver. Nadie se percató de su raro acecho:
ver pasar a la blanca. Zumbaban millares de mos- ni ella ni tampoco Trinidad, en la casa. Cuando no
lograba avizorarla, algo le entristecía los juegos to-
1 gallas: de gallo, tipas, fulanas.
1 recuerdo: estar recuerdo, estar despierto.

-62 -

-63 -
da la jornada. Muchas ocasiones la acompañaba el 4
señor de bastón y leontina que iba con ella la noche
que lo salvó. Suponía que fuera su padre. El sordo croar poblaba las sombras. Debían ha¬
ber, tal vez, cientos de sapos, creía Alfredo, en los
Alfredo se acordaba de la blanca a todas horas.
fangales, en las zanjas, bajo las botijas.
Se dormía pensándola. Trasladado al momento que
Culebreó un relámpago, en un hueco azulado
le preguntó su nombre, le respondía: "Y usted, ni¬
ña, ¿cómo se llama?" Pero ella no estaba delante. de las nubes.
Apestaba a lodo abombado. Cerca de la venta¬
Delante estaba la cerca ruinosa, a cuyo pie se pulve¬
na de rejas del departamento donde vivía Alfonso
rizaban las flores de sapo1 del invierno pasado.
Cortés, todos los ruidos se ahogaron para Alfredo
Bien disimulado en su pilar, la vio ahora venir.
en una música que venía de allí, que le rozó la cara y
Su paso ágil apenas tocaba el suelo. Acalorada, las
que consideró mejor que la de cualquier guitarra.
mejillas le despedían fuego. La boina, echada atrás,
Alfonso, muchacho casi tan moreno como él,

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
dejaba al aire el pelo vaporoso. Pero el carro llegó,
pero calzado y con medias largas y pantalón a la
ella se embarcó en flexible salto, y a Alfredo las
calles blancas de calor se le volvieron un desierto. rodilla, salía ya.
—Vamos —dijo.
Al regresar, su padre, envuelto en la penumbra
Caminaron a brincos en las piedras. La luz de
de la habitación, sentado en el catre, con la frente
los faroles se rompía en las escamas de las charcas.
arrugada y los hombros caídos, le tendió la mano
Es todo silencio, a Alfredo lo asaltaba el recor¬
diciéndole:
dar a Trinidad. Cómo había variado su vida. Su
—Hijo a la cuenta te has quedado guácharo2.
partida fue para él un derrumbamiento. Dos días
¡Tu madre se ha largado!
seguidos lloró de bruces en la cama. Insultó a Nel-
Alfredo dio un salto atrás. La angustia en su
son y le pegó a Segundo un cabezazo en la nariz,
cara preguntaba. Juan completó, opacamente:
cuando el padre los hizo entrar, a ver si lo reanima¬
—A Daule... Dijo que para siempre, dijo que la
ban y lo atraían a los juegos, a comer, a seguir
perdones, que no puede llevarte, que yo, como pa¬
dre, te tenga... Recién ahorita salió... viviendo.
No quería que lo vieran llorar. De pronto se
El padre carraspeó, se sobó las manos, se puso
en pie. Alfredo estalló: acordó de la blanca. Deseó ir a mirarla. Pegada la
cara contra la almohada, con un sabor de tinieblas y
—¡Mamacita! ¡Mamacita mía!
de lana en los labios, antes de levantarse juró dos
Se le. enredaron al cuello las telarañas de los
cosas: fugarse a Daule a buscar a la madre y no
rincones: las vigas carcomidas se descoyuntaron y,
volver a llorar jamás.
ahora sí de veras, el tumbado le caía encima. El
Los meses volaron. Por encima de la sabana del
fogón, la tina, la hamaca, todos los sitios del cuarto
parque municipal, de muy lejos acudían arremoli¬
y del patio, lo rodearon, lo emparedaron, porque
quedaban vacíos. Y la calzada por donde se alejaron nándose cortinones de negras nubes. Se descolga¬
ban en aguaceros que eran como inundaciones.
sus pies queridos, la calle y el mundo, también que¬
daban vacíos. Y también iban a quedar vacíos sus Conoció a Alfonso Cortés en la panadería. Desde
ojos, porque lloraban hasta las últimas lágrimas. que partió Trinidad, su padre acostumbraba llevarlo
¡No lo llevó! ¡No lo llevó! allá, algunas mañanas.
Una, oscura de lluvia y barro, Alfonso, esa oca¬
sión descalzo, metiendo los pies en los baches, lle¬
gó a comprar dos reales de molletes. Tras el mostra¬
1 flor de sapo: un tipo de hongo o seta silvestre. dor, pintado de rojo, Alfredo asomó bruscamente la
2 guácharo: ecuatorianismo por huérfano. cabeza, haciéndole muecas y sacando la lengua.

-64- -65-
—¡No eres el diablo, porque yo no creo en el taitaco. Enterado de que ser el tigre era escapar,
diablo!— le gritó Alfonso, riéndose. fingiendo rugir e intentar morder, y de que ser taita¬
Conversaron de las cometas, de las hondas y de co era sólo servir de portalanza, pidió ser el cazador.
los trompos. Más tarde, bajo un sol borroso que Aquilino añadió, detallando:
hacía humear el lodo, jugaron largo rato. Admitie¬ —Pero, fíjate vos no puedes matar al tigre con la
ron al nuevo amigo de Alfredo en la pandilla de los primera lanza. Esto es como la corrida de toros
de la Artillería, si bien al principio, no lo querían, por ¿sabes? Con la segunda es la cosa.
ser bianco. Pero se reveló sangre ligera: supo ga¬ —Ya estuvo.
narse voluntades. Su familia se había mudado re¬ —Yo seré el tigre y Reinaldo que sea taitaco
cién al barrio. Últimamente, ningún juego salía bien —concluyó Aquilino.
sin él. Moneada se alegró: podría aporrearle a su gus¬
Un nuevo relámpago azufró el aire. to las costillas con el palo de escoba que era la lanza.
—i Si llueve, no lo vamos a ver a Moneada jugar Alentándolo más, Aquilino le advirtió:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
al taitaco! —Oye, pero no vas a ser tosco al alancear, que
Los divertía lo que iba a hacer el grupo, aunque todo no es más que juego.
ellos no querían participar. Naturalmente tampoco —Pierde cuidado, ñato, te alancearé sobre
se metían a avisarle a la víctima, chico con el que suave.
simpatizaban poco. Por el centro de la calle y por los portales, hasta
Se acercaron a los reunidos frente a la entrada el de La Florencia, correteó la cacería. Moneada era
de la covacha. Los principales urdidores de la tram¬ robusto y tenía empeño en apalear al tigre. Aquilino
pa eran los dos Morán, Aquilino y Vicente, y los dos era una pluma. Aún alcanzado sus quimbas1 evita¬
Pizarro, Fernando y Reinaldo, primos entre sí, nietos ban los porrazos. El cazador comenzaba a acezar.
de la señora Natalia, dueña del solar del lado de la Por sus ojos sudorosos, se cruzaban los estantes,
Artillería. A ésta acababa de cambiarse el maestro car¬ enredándose.
pintero, Moneada, con su mujer y con su hijo Jacinto, el —¡Taitaco, pásame la lanza! —gritó al fin, bo¬
cual pronto se había hecho odioso al chiquillerío. tando el primer palo.
Después de verlo pegarle a los pequeños, sal¬ Simulando esquivar al tigre, Reinaldo le entre¬
tarle un ojo a un perro, arrancarle de una en una las gó el otro. Alfredo y Alfonso se miraron.
plumas a un pollo, y meterle un palo en el trasero a Moneada empuñó el palo con ambas manos,
una muía, todos se volvieron contra él. Era fuerte, luego con una, tendiendo el brazo a lo lancero, co¬
de anchas espaldas y frentón. La barbilla saliente y rrió. Ahora sí, según el trato el tigre se dejaría atra¬
el gesto, daban el aire de un mayor a su cara de niño. par. Como de entusiasmo él se propasaría en rema¬
Nadie se oponía a que lo hicieran jugar al taitaco. tarlo. Mas Aquilino seguía huyendo. De repente
Al verlo venir, contuvieron la risa, y Aquilino le rompió en carcajadas y Reinaldo también se reía, y
propuso, llanamente. Segundo y Baldeón y Cortés y todos. Se paró, caute¬
—Hola, Moneada, ¿quieres jugar al taitaco? loso. Le gritaron:
—Yo no sé ese juego. —¿Qué fue, Jacinto? ¿No te huele?
—Eso no le hace, te lo podemos enseñar en Moneada los maldijo y les mentó las madres,
seguida, es facilísimo. loco de ira. No arrojaba el palo, embarrado y he¬
Le explicaron que representaba la cacería del diondo. Aquilino lo había sumergido dos veces en el
tigre: no con escopeta, como los blancos, sino co¬ barril: era jueves, los cambios eran los sábados, en
mo se caza en el monte, con lanza. Luego le dieron a la Artillería vivían cincuenta personas y los mucha-
escoger si quería hacer de tigre, de cazador o de
1 quimbas: esquives.

-66 -
-67 -
chos tragaban banano el día entero. esa hora, las lavanderas, huyendo del solazo, se
La cara de Moneada lividecía, hasta parecer de sotechaban1 con sus hijos, a echar la siesta.
sebo. Ajustaba las quijadas y le temblaban las aletas Cuando desapareció la última, Alfredo se levan¬
de las narices como a los burros hechores’ tras las tó. Un momento antes, había visto irse, sin duda por
yeguas. algún remedio, a Manuela, la madre de Segundo. Al
Sin una palabra más y antes de que pudieran pie de la puerta, una gallina de alas color tabaco,
preverlo, se echó contra Aquilino y Reinaldo. El pri¬ sacudiéndose, se bañaba en el polvo.
mero, rapaz aindiado, de duros huesos y tendones y El ardiente suelo lo obligaba a avanzar en punti¬
de ojillos de raposo, se alejó en dos brincos. A Rei¬ llas. Adentro, al principio, la oscuridad lo cegaba.
naldo lo alcanzó. ¿Cómo impedirlo, tan rápido? Me¬ Después, distinguió a Segundo en la tarima, y se
dio golpeando, le refregó el palo sucio contra la acercó. Gachos los párpados y reseca la boca, se
cara, el pelo, la boca. Más chico y asustado, Reinal¬ quejaba al son del aliento. Sentía Alfredo que, aun¬
do trataba de defenderse, balbuceaba: que disputaban tanto, el enfermo era un buen com¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—iSuelta, suelta! ¡Modérate, Moneada! pañero, un buen chico. El viruterio de su cabeza se
Al sentir que la pandilla se le abalanzaba tiró el derramaba en la almohada. Con precaución le tocó
palo y se cuadró en media calle, con los puños la frente; cálida, más cálida que el fondo de la falda
cerrados y adelantando la cabeza, baja como toro, la de Trinidad; sólo la candela podría ser más cálida.
frente. Retiró la mano y se apartó. Recelaba que lo sorpren¬
—¡Con engaño, desgraciados! Pero a mí sólo diera Manuela y, además, las mugrosas cobijas
fue en las manos y yo se la he hecho comer a este apestaban a pezuña y a ratón muerto.
mariconcito. Al trasponer la salida, se halló cara a cara con
No lo atacaron. Ya de sus casas los llamaban. Manuela, quien lo cogió de un brazo, sacándolo de
Precedida de creciente rumorear en los techos, en la un tirón.
tierra esponjosa, venía la lluvia. Callaban los sapos, —¿Quién te mandó meterte, chico bruto? ¡Có¬
Aisladamente, las ranas de enorme voz campanu¬ mo andas como perro sin collar!. ¿Y si se te pasa?
da, aventaron su grito, que se apagaba acolchonán¬ —¿Qué tiene Segundo ña Manuela?
dose, en los rincones en que se acumulaba el fango. —¿No lo viste fregado? ¡No vuelvas a dentrar!
—Jay. Jay. Jay. Jay. Medio le dio miedo: sería feo caer con.semejan-
te calentura y mal olor. ¡Pero qué va! Él era del
5 mismo palo que el algarrobo, que no admite polilla,
y les rompe los formones a los carpinteros.
El chorro de agua de la llave, que, gorgoritean¬ Manuela había sacado del cuarto un ladrillo:
do, caía en la botija, era la única frescura. Alfredo, agachándose, lo puso al rescoldo y empezó a atizar
sentado en una piedra, a la sombra de la cerca, el fogón.
volvía los ojos entrecerrados hacia las puertas de —¿Para qué, es ah? *
los cuartos, a través de las ondeantes ropas tendi¬ La zamba alta, gorda, de caderas pesadas y
das a secar en cordeles. patas costrosas, furiosamente, se volteó, gritán¬
Hacía más de tres días que Segundo no salía a dole:
jugar. Dizque se quemaba de fiebre. No lo dejaban —¡Entrometido! ¿Ya a vos qué te importa?
ver. Hasta a la hermana la recomendaron donde una Alfredo, sorprendido, de un salto se colocó fue¬
vecina. Para meterse a averiguar de él, era que Al¬ ra de su alcance. Ella se calmó inmediatamente.
fredo esperaba que el patio se vaciara; siempre a
1 sotechaban: de sotechado = cobertizo, techado; se sotechaban =
1 burros hechores: burros. se colocaban bajo techo.

-68 -
-69 -
Bajó tanto la voz, que parecía rogar. de los blancos que habían venido, más jóvenes,
—Es un remedio para Segundito... ¿sabes? Para conversaban bajo, y riéndose, cerca de donde curio¬
bajarle la hinchazón. Pero oye, zambo, no le digas a seaba Alfredo.
nadie que yo he estado haciendo esto... Vos eres —Fíjate, fíjate, Alvarez ya mismo se trompea
bueno ¿verdad? Si te callas, de que Segundo esté con la negra.
bien, hago jalea de guayaba y te doy, te doy bas¬ —¡Loco es este Cucaracha Eléctrica!
tante... —jLa morfina es, la que lo pone así!
Bueno, ña Manuela, no digo nada. No soy Los dientes de la señora Petita relucían, a las
chismoso. respuestas que daba, puesta en jarras. Con disi¬
Por más que no le incumbía, le extrañaba la mulo, cerraba el paso. El médico se impacientaba.
actitud de Manuela. ¿A qué se debería? La gente —No se puede dejar a los pestosos en sus ca¬
mayor vive tejiendo enredos. Se preguntaba Alfre¬ sas. Hay que aislarlos, contagian, se les pasa la
do, a veces, si, cuando él creciera, se volvería estúpi¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
enfermedad a los demás... ¿Entiende, señora?
do como casi todas las personas grandes que co¬ —¿Para matarlos es que se los llevan?
nocía.
—¿Cómo se imagina, señora? jNo sea bruta!
Silbó y se fue a la calle: afuera encontró nove¬ Para curarlos. Y mañana venimos a vacunar y fumi¬
dades. Un carretón cerrado, de cuatro ruedas, pare¬ gar. ¡Hay cincuenta casos de peste! Aquí dicen que
cido a los de cargar fideos de La Florencia, estaba Guayaquil es la perla del Pacífico; los extranjeros la
ante la puerta. Al costado del pescante, de una pérti¬ llaman el hueco pestífero del Pacífico —seguía su
ga, pendía una bandera amarilla. Un poco más vocecilla.
atrás, vio un coche, tirado no por muías, sino por —¿Quiere decir que me van a quemar mi
caballos. covacha? ¿Acaso yo tengo la culpa de la peste?
—¿Dónde está la dueña de esta covacha? —¿Me está cachorreando? ¡A fumíqar, he
Del coche había bajado un blanco, de bigote y dicho! Hablo claro.
lentes, vestido de negro. Lo acompañaban otros —Es que no hay humo sin fuego, dice el '’icho
futres y peones. Alfredo no supo quién fue a llamar dotor.
a la señora Petita, pero ella acudió, abrochándose la ¡Basta, negra del diablo! ¡Déjame en paz!
blusa y alisándose el pelo. Sacaron a Segundo en camilla. Lo cubría hasta
—¿Qué pasa? el cuello una sábana y abría los ojos inmensos a la
—Oiga señora, en su covacha hay un caso de luz. Casi aullando, desgreñada la ropa, entreabierto
peste bubónica. Venimos a llevárnoslo al lazareto. el seno, Manuela trataba de oponerse, se prendía a
Es un chico, hijo de la lavandera Manuela García. los enfermeros suplicaba, pretendía arañar, mor¬
¿Con peste? No, doctor; lo que tiene es tabar¬ der, golpear. Sus amigas la sujetaron. Correteando
dillo.
por el patio, los muchachos escandalizaban:
—jPeste, señora; no me va usted a enseñar a —¡Segundo! ¡Se lo llevan con bubónica a
mí!
Segundo! Sentada en un cajón, Manuela todavía, a
¿Acaso usted lo ha visto al chico, blanco? ratos, se levantaba en bruscas sacudidas; deseaba
—¡Bah! —replicó él, frunciendo el ceño. alcanzar a los que se llevaban a su hijo. La señora
Le daba risa a Alfredo cómo pestañeaba rapidí¬ Petita la contenía empuñada de un brazo; le pasaba
simo, el médico, y cómo le temblaban las manos, al la mano, ligera, por el enmarañado pelo, calmando.
gesticular. Habían salido varias vecinas. Corrió el Con el colchón y cobijas y con los trastos del
revuelo de muchas voces y abrir y cerrar de puertas, cuarto que consideraron contagiosos, hicieron en
ta tarde refrescaba: el viento sacudía la bandera del media calle una fogata, prohibiendo brincar sobre
carretón y traqueteaba, por ahí, un alero flojo. Dos ella a los chicos.

-70 -

-71 -
Alfredo apretaba los puños. Ansiaba arrebatar caras, puchos de cigarros; nadie barría o exigía ba¬
a Segundo. Le parecía que Manuela se hubiese rrer. Como Manuela al hijo Trinidad, a escondidas,
vuelto Trinidad. Crujió el carretón rodando. La ma¬ habría atendido a Juan.
dre de Segundo hundió la cara en el hombro de la —¡Ajo, qué sed! Anda cómprame una Pílsener,
señora Petita, abrazándola, sollozando, toma.
Se ahogaban, en jirones entrecortados, sus Le dio un sucre, de esos de antigua plata blanca,
quejas: que ya escaseaban, grandazos, pesados, llamados
—¡Señora Petita! ¡Señora Petita! ¡Si ya estaba soles, por su parecido con la moneda peruana. Salió
mejor mi Segundito! ¡Con los limones soasados y rápido: sólo en la avenida Industria alumbraba el
los ladrillos calientes que yo le ponía, se estaba gas. Pero Alfredo ya no temía la oscuridad. Por
curando! ¡Y ahora van a matármelo! ¡Me lo matan a Chile, caminó, cruzando los pies, por uno de los
mi zambo!... ¡Sólo por él seguí viviendo, cuando el rieles del eléctrico, hacia la otra cuadra. Balao, a la
gringo se fue, dejándome preñada! ¿Y ahora para pulpería del gringo Reinberg, desde la cual una lin¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
quién voy a vivir? ¡Segundo! ¡Segundito! ¡Mi hijo! terna proyectaba su fajo claro calle afuera.
Hileras de tarros del salmón y de frutas al jugo,
6
de latas de sardinas, de botellas de soda y cerveza,
Cruzaba su padre el patio, de vuelta del trabajo. repletaban las perchas. De ganchos en el tumbado,
Alfredo se fijó que apenas no lo veían de fuera, dejó colgaban racimos de bananos y de barraganetes1 de
fallar la pierna como aliviándose, y cojeó abierta¬ asar. Olía a calor y a manteca rancia. Alfredo pasó
mente. por entre altos sacos de arroz, fréjoles y lentejas y
El pensó, como un rayo: ¡tiene un bubón en la alzando la cabeza, pidió la Pílsener. El gringo probó
ingle! el sonido del sucre en el mostrador y con su habla
—¿Qué te pasa, papá? regurgitante, comentó.
—Ya me fregué. Creo que estoy con la peste. —¡Toda noche,tu padre: cerveza, cerveza! ¡Así
En poquísimos días, habían aprendido a cono¬ son los obreros! ¡En mi tierra igual, trabajador no
cerla. El carretón y su bandera se habían vuelto sabe vivir sino emborracha!
cotidianos. Condujeron decenas de enfermos al la¬ Alfredo no temía sus bigotazos ni su calva:
zareto: deesa calle, de las otras, de todo el barrio del —Mi padre no es borracho, es que está en¬
Astillero, dizque de todo Guayaquil. Nadie había fermo.
vuelto, aunque decían que algunos se mejoraban. —¿Se sana con cerveza? ¿Está bubónico? ¡Mu¬
De muchos se supo que murieron. El miedo se ex¬ cha bubónica es!
tendía por las covachas. Cogido de sorpresa, Alfredo calló. Si confesa¬
Con los dientes apretados, Alfredo dijo al ba, capaz el gringo de denunciar al enfermo. Y para
padre: él, como para todos, el lazareto era peor que la
—¿Por qué va a ser peste? Tal vez sea terciana. peste.
¿Te duele la ingle? —Si el panadero está bubónico— agregó el
—De los dos lados... Y veo turbio, estoy marea¬ gringo—, di a tu mamá ella no sea bruta como gente
do. Tengo una sed que me quemo. Enciende el de aquí. Con remedios caseros muere el hombre.
candil. Mándenlo pronto a curar al hospital bubónico...
¡Si Trinidad no se hubiera ¡do! Alfredo se traga¬ —¿Al lazareto? ¿Para que lo maten?
ba las lágrimas: tenía que cumplir: juró no llorar. —¡Ve tú, Baldeón: aunque chico, no estar
Ella podría cuidarlo. No sería el cuarto este pozo bruto! Piensa con la cabeza, no con el trasero. En
abandonado, que era, para los dos, sin mujer y sin 1 barraganetes: plátano de asar largo y curvo. La palabra proviene
madre. Al andar, sus pies tropezaban papeles, cás¬ de barr'aganete, pieza de las cuadernas de los barcos.

-72- -73-
casa, el hombre muere, ya está muerto. En el hospl- La Horencia y era un serrano joven, empalidecido,
tal bubónico también, por los médicos pollinos. Pe¬ de diente de oro y bigotillo lacio. Jugaba fútbol y
ro hay medicinas, inyección, fiebrómetro... Siempre creyó el bubón un pelotazo. Los sábados traía galle¬
hacen algo: muere, pero no tan seguro...
tas de letras y números y las repartía a los chicos,
—Se lo diré a mi mamá —contestó Alfredo quienes, de juego, le gritaban, confianzudos:
conmovido por la preocupación que le demos¬ —¡Murillo pata de grillo, que te cagas el
traban.
calzoncillo!
Salió con la cerveza, confuso por todo lo que Otra fue una viejita negra, menuda y andrajosa,
acababa de oír. Que aunque chico no fuera bruto.. apodada Mamá Jijí y también la Madre de los Pe¬
Lo contrario de lo que él opinaba, que la qente rros. Caminaba apoyada en un palo. Habitaba de¬
mayor es estúpida.
bajo de un piso: rincón de escasa altura donde en
'i cSe, asustaba de ,a resolución que dependía de una estera, dormía, juntamente con sus perros Ca-
el. bi Juan se moría, siempre se sentiría culpable: rajero y Lolila. Hazaña de Alfredo había sido regis¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
por no haberlo mandado o por haberlo mandado al trar a hurtadillas su baúl misterioso: halló clavos
lazareto. ¿Qué haría? ¡Maldita sea! ¿Cómo lo aga¬ mohosos, retazos, postales viejas, loza rota, alam¬
rraría la bubónica al viejo? ¡Si estaba vacunado, lo bres y más apaños de basura. A Mamá Jijí no la
mismo que él y todos! ¡Querría decir que la vacuna sacaron viva: extrajeron el cadáver, con los bubo¬
no servia para nada! Mejor: le daría peste a él tam¬ nes reventados y comidos de hormigas, e igual¬
bién y no quedaría solo en el mundo, mente muertos, ambos perros, con los hocicos
i duar> bebió la cerveza. Tenía los ojos sanguino¬ mojados de baba verde.
lentos. Alfredo lo ayudó a acostarse. Apenas posó la No se la oiría gritar más en el patio:
cabeza en la almohada, se hundió a plomo. Para —Respétenme, so cholas, que yo soy Ana Rosa
tenerlo visible, no cerró el toldo ni apagó el candil. viuda de Angulo, de la patria de Esmeraldas!
Se echo en la hamaca, tapándose con una cobija. Otros pestosos fueron la catira’ Teodora y su
El seboso fulgor era vencido por las sombras madre, Juana. Teodora era una muchacha alta,
que flameaban, tendiéndose a envolverlo. Nunca gruesa, pecosa, de nariz achatada y pelo claro. Reía
necesito decidir algo así. Imposible dormir. Al cerrar como cacareando. Era la única persona que sabía el
los ojos, se sentía hundir, como cayendo. El silencio secreto de Alfredo. Al verlo salir le decía risueña:
de Juan lo espantaba. ¿Se habría muerto? —¡Ajá. Baldeón, ya vas a aguaitar a la blanca!
La peste mataba pronto. Dos días alcanzó Ma¬ —¿Y a vos qué? ¿0 es que te pones celosa? Ella
nuela a acudir a la puerta del lazareto, a preguntar reía, esponjándose, y era toda una clueca.
por Segundo, suplicando que la dejaran verlo Al —¡Pero ve el mocoso! Descarado eres ¿no? ¿Te
tercero le anunciaron que había fallecido. Tampoco crees que a mí me faltan hombres grandes que me
e permitieron ni mirar el cadáver. La zamba se ca¬ carreteen2, para fijarme en vos?
lentó e insultó a las monjas enfermeras: les dijo que A Teodora y a su madre, veterana verduzca de
eran groseras, perras y sin entrañas, seguramente, paludismo, les nacieron los bubones en el cuello.
porque no habían parido. Al saberlo, él se rió. Calló Seguras con sus vacunas, supusieron que fuese
enseguida, recordando a Segundo. Siempre harían paperas. Delirando de fiebre las metieron en el ya
taita en la calle su risa y sus zambos rubios. Nadie le tan conocido carretón.
disputaría ya ser jefe de los muchachos, pero ¿de Alfredo reflotó de un salto del sopor en que
que valia? c
resbalara sin saber qué momento. El candil extin-
No era su padre el único con peste, a pesar de la
1 catira: americanismo, femenino de catire = rubio, hijo de blanco
vacuna. A todos vacunaron en la Artillería y habían
y mulata o viceversa.
llevado a varios. Uno fue Murillo, que trabajaba en 2 carreteen: enamoren.

-74 -

-75 -
guido a mecha carbonizada. La angustia regresó Siguiendo la calle Santa Elena hacia el camino
repentina en la piedra de la tiniebla que le aplanaba de La Legua, entre casas viejas, de techos de tejas y
el pecho. Se restregó los ojos. de galerías en los bajos, se abrían sucuchos1 de
—Viejo, viejo —llamó a soplos. zapateros o sastres, o chicherías hediondas a agrio
Respondió con un quejido. y a fritadas rancias. Cholas tetudas y descalzas, mi¬
—Dame agua, Alfredo. No hay qué hacer... Do¬ raban con ojos muertos, desde los interiores.
blé el petate. Por vos me importa: guácharo a la —Yo no me enseñara en estos barrios, no hay
cuenta de padre y madre... como el Astillero ¿no, verdad?
Pero, a través del sueño, venida de quién sabe Al fondo de la calle, blanqueaba el cementerio
dónde, en Alfredo se había ya abierto en luz la reso¬ en la ladera. La Legua corría hacia allá, por un des¬
lución. campado que llamaban El Potrero. ¿Se curaría su
—¡Juan Baldeón, vos te curas! Apenas claree, padre? Hacía cuatro días que lo hizo llevar. ¡Qué
busco el carretón y te hago llevar. ¡Vos te curas, te porfía le costó persuadirlo que era para mejor! Al

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
digo! partir, su voz quemada, anunció que no volvería.
¡Jesús! ¿Qué dices, hijo? Allá me matan. La señora Petita había llevado a Alfredo a su
Pero carecía de fuerzas para fulminar la indig¬ casa a comer y dormir y a la compañía de sus nietos.
nación que creía que merecía el hijo ingrato. Débil, El no sabía con qué palabras agradecerle; la miraba
febril, añadió, con dejadez quebrada: y suponía que ella lo entendía.
—¿Por qué quieres salir de mí más pronto? ¿O Todos los días había ido a preguntar por Juan,
es que tienes miedo que te pase la peste? ¡Hijo! Primero le informaron que seguía muy grave; luego
—No, viejo: vos te curas. ¡Somos machos, qué que estaba lo mismo; la víspera le dijeron que pare¬
vaina! ¡Es mariconada cruzarse de brazos! ¡Aquí cía mejorar. No quería ilusionarse: aguardaba lo
estás fregado de todos modos, y por muy porquería peor. Como para palpar su abandono, se había lan¬
que sea ese lazareto, allá hacen algo! zado a vagar. Fue solitario a través de las calles
calcinadas por el verano de fuego, azotadas por
7 raspantes polvaredas. Lo asombró cómo el terror
deformaba en gestos de pesadilla las caras de las
Ni bien entraron al aula, donde herían sus nari¬ gentes.
ces carrasposo polvo de tiza y pelusas del paño Desde el confín del Astillero hasta los recove¬
mugriento de las sotanas de los legos, les avisaron cos, donde la bubónica hacía su agosto, de la Quinta
que, a causa de la bubónica, las escuelas habían Pareja, el carretón de la bandera amarilla arrastraba
sido clausuradas por quince días. su rechinar lúgubre. Pero no bastaba: al hombro, en
—Lo que es yo no me voy a la casa todavía. La hamacas, Alfredo vio llevar otros pestosos.
mañana está macanuda y allá no saben que han Sudando, Alfonso y Alfredo dieron vuelta al
dado asueto —declaró Alfonso. cerro del Carmen. Con las ventanas tapadas con tela
Alfredo le contestó: metálica, lo que le imprimía el aspecto de un ciego;
—Yo también tengo ganas de vagar, pero vᬠpintado de color aceituna, se levantaba, a la vera de
monos yendo al lazareto, primero, a saber del viejo, la calzada rojiza de cascajo ardido de sol, el temido
y de ahí salimos por encima del cerro al malecón. lazareto. En el caballete del techo de zinc, se para¬
—Ya estuvo. ban gallinazos. Un gran silencio inundaba la sabana
Apretados bajo el brazo libros y cuadernos, ca¬ inmediata, con la yerba atacada de sequía.
minaron velozmente. Aunque a Baldeón lo mordía Se acercaron y sonaron el llamador. Olía a cam-
la inquietud, no podía sustraerse a la alegría de
andar. 1 sucuchos: rincones, pequeños locales como huecos.

-76- -77-
po mustio y a remedios. Apareció una monja de Bien visto, don Jacobo no era viejo. Sólo sus
rostro juvenil y sonrisa aperlada, con el hábito azul y miradas de chico podían apreciarlo así, pensó Alfre¬
la corneta tiesa limpísimos. Miraba suavemente y a do. O tal vez era que sus cabellos, de un rubio ceni¬
Alfonso sus ojos le parecieron uvas. ciento, su cautela, su labio inferior saliente y sus
—Madrecita, a ver si me hace el favor de pre¬ párpados gruesos, le daban aire de avejentado.
guntar cómo sigue Juan Baldeón, cama N° 17, ya Pero esta tarde, al descender Alfredo del tranvía
usted sabe cuál... de muías, ofreciendo,el arrimo de su hombro para
La monja se entró, llevándose el muelle rodar ayudarlo, a su padre, que regresaba convaleciente
de sus faldas pesadas. En medio de una calma cada del lazareto, no lo vio viejo. A grandes pasos y con la
vez más honda, Alfredo y Alfonso, por la reja, distin¬ cara roja, don Jacobo salió de su zaguán, subió a un
guían en el patio del claustro, unos arriates, cuyas coche que esperaba a! pie de la casa, y cerrando de
plantas y céspedes, en contraste con la tostada yer¬ un tirón la portezuela, le ordenó al cochero, amodo¬
ba de fuera, resplandecían de húmedo verdor. Al¬ rrado en el pescante:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
fonso respiró el olor a remedio nuevamente y preci¬ —Pronto, al consultorio del doctor García
só que era olor a éter. La monja volvía; sonrió más. Drouet.
—Juan Baldeón está muy mejor, quizá el do¬ Alfredo no le prestó atención a la frase, escu¬
mingo se le dé el alta. La Providencia te ampara, chada al vuelo. Jorrearon1 los caballos, chasqueó
chiquitín... un latigazo y el coche viró por la avenida Industria,
Era jueves: los dos muchachos, silbando, trepa¬ cambiando de son las ruedas, al pasar del polvo al
ron la cuesta, entre los algarrobos, como si ascen¬ empedrado. Dijo él a Juan, entrando al solar rumo¬
dieran al sol. roso:
—¿Ya viste, viejo, que te curaste?
8 —De buena me he escapado. ¡Pero si no te
emperras vos en hacerme llevar, a esta hora estaría
En los años que pasó —no enamorado— sólo en el hueco! Le ponen a uno en la pierna o en la
mirándola, Alfredo se enteró un poco de la vida de la barriga la inyección, y lo aguañoso2 del suero se
blanca. El veterano que de costumbre la acompaña¬ brinca a la boca... También es suerte: en el lazareto
ba, no era su padre, como él creyó, sino su marido. han muerto bastantísimos. ¡Conmigo fueron bien
Se llamaba Victoria y dizque era rica y hacía cari¬ buenas las madrecitas!
dades. Se acostó en seguida, doblado de debilidad y
Con los otros chicos, él había ido al puente del aún doliéndole uno de los bubones. Pero henchía el
Salado, de piso de tablas y techo de zinc, con glorie¬ pecho con placer de resucitado. Un desfile de coma¬
tas de barandilla abierta a ambos lados, donde gus¬ dres cayó de visita. Al acento de corazón de su
tó asomarse a contemplar la corriente: como el gratitud, la señora Petita, aturdida, contestaba:
agua del Salado, agua de mar penetrante de sol, —Calle, calle, compadre Baldeón: no hay de
eran los ojos de Victoria. qué, no hay de qué,..
Una ocasión, Alfredo había oído desde su es¬ Juan hundió los dedos entre su pelo, peinándo¬
condite del estante, que el esposo le decía, cogién¬ lo toscamente; sentenció:
dola del brazo: —Lo que es de esta le pongo madrastra a mi
—No corra así como una chiquitína, Toya. ¡Su¬ zambo. El hombre no puede vivir sin mujer...
ba con cuidado al eléctrico, sea más sosegada! Dejándolo acompañado, Alfredo salió a dar una
—Pero si no corro, Jacobo. ¡Es que no voy a ir 1 jorrearon: resoplaron.
lerda como muía de carro urbano! —contestó ella 2 aguañoso: ecuatorianismo por aguanoso o aguachento, acuoso,
taconeando, y su voz era de infantil resentimiento. lleno de agua.

-78- -79-
vuelta. Jugó pelota un rato. La tarde caía como en
alas del viento que comenzaba a soplar. El barrio
resurgía para él de una bruma, el mundo volvía a
andar.
Regresó.
Otra vez el coche aguardaba ante la casa de la
blanca. Ignorando por qué, le nació a Alfredo un
oscuro temor y se paró cerca del zaguán. Descendía
la escalera un señor de sombrero alto y barba negra. II
Detrás, vio bajar a don Jacobo, trayéndola a ella en EL PRIMER VIAJE
brazos, envuelta en colchas. Como quien pisa un DE ALFREDO BALDEÓN
sapo con el pie desnudo, comprendió. Resultaba
inútil la explicación que, a su lado, murmuraba

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Moneada, con voz de sombra: Negra de cisco de carbón, la rampa bajaba ha¬
—Se la llevan a la blanca con bubónica. cia la ría. A bañarse, a nadar, por el Muelle del Gas,
El luminoso óvalo de la cara, se arrebolaba, iba la muchachada de la plazuela Chile. A la cabeza,
entre los revueltos cabellos. Un segundo aún pudo Alfredo Baldeón husmeaba el olor de hulla unido al
Alfredo mirar entreabiertos los ojos de agua de mar soplo acuático. Había acoderados allí dos barcos,
penetrante de sol. uno de ellos de guerra, de casco gris, "El Cotopaxi".
Don Jacobo atravesó el portal dirigiéndose al —Ajo que hace frío. No provoca1 meterse al
coche. Escapada de entre las ropas que abrigaban el agua —dijo, al desvestirse. Moneada.
cuerpo juvenil, una mano, con la palma sonrosada —No seas flojo, nadando se quita.
vuelta hacia arriba, parecía llamar. Los cinco muchachos se echaron a la correnta¬
Ya era de noche: Alfredo Baldeón se echó de da. Volaban audaces gaviotas que se arrojaban de
bruces en la yerba. Había jurado no llorar. Bajo su pico, como flechas, sacando peces. Pesados de
pecho, bajo sus brazos que la apretaban, giraba la agua, se alisaban los zambos en la frente de Alfredo.
tierra. Algo se derrumbaba en él. Con él, nadaban afuera Moneada y Alfonso. Flotaba
Desde el fondo de todos los momentos de su ancha nata de tamo de arroz, que fluía del escape de
vida, después, siempre una mano blanca lo llama¬ una piladora.
ba. Sólo un día supo a dónde. —No naden en el polvillo que da sarna
—advirtió Alfredo.
Nadar era volar, era encimar desconocida hon¬
dura. Sus brazas domaban las telas frías del agua.
Cada día amanecía más fuerte, más crecido. Se mo¬
tejaba vanidoso por creer cumplido su deseo de
asemejarse a su padre. Claro que no podía igualár¬
sele, pero de él había aprendido a no dejarse pisar la
sombra de nadie.
En la plazuela Chile, a donde se cambiaron
dejando la Artillería, desde que su taita se sacó a
vivir con él a Madgalena, por duro y por pronto, lo
apodaron El Rana.

1 provocar: apetecer, tener ganas.

-80 - -81 -
fregar a tus mentados negros! —volvió a contrade¬
Entre la plazuela fiestera y la escuela de los
Hermanos, se le habían ido los años. Sin hacerse cir Moneada.
sentir aparecieron a su lado sus ñaños Juancito v Pequeñas olas fangosas tropezaban en "El Co-
Flora. topaxi" o se dormían en las lechugas de la playa.
El agua de la ría era un caldo de lodo; sólo de Habían callado la corneta. El orden de la marcha se
lejos blanqueba. Moneada propuso: perdía al cruzar el tablón y penetrar a bordo. Monea¬
—¿Regresamos ya? ¡Nos hemos abierto da echó afuera la barbilla en su ademán acostum¬
afuerísima! No le contestaron. A lado de Alfredo brado y cogiendo ambas muñecas a Baldeón, lo
soplaba Alfonso penachudas buchadas de agua y empujó, en simulacro de lucha, contra las cañas:
brincaba a lo bufeo, para abarcar de un vistazo la —¿Alemán o francés?
rada. Tres barcos oscuros anclaban en la mitad. En —¡Siempre francés, carajo! —y Alfredo se liber¬
frente, palmares y sabanas se desvanecían en leja¬ tó, con un ligero empellón.
nía violeta. A una cuadra de allí, roncaba la pilado- Moneada se rió:
ra. Pitó un vapor fluvial de ruedas. Gorgoteaba la —Es claro que el cholo adulón de Onésimo tie¬
corriente en el lodo orillero. Y todos los ruidos se ne que ser partidario de los negros, porque don
fundían en el pecho de Alfonso Cortés: y el puerto Torres, el patrón, es primo de Concha. Pero vos y
era una canción. Cortés ¿por qué están por los franceses que pierden
Ve, parece que va a zarpar "El Cotopaxi" siempre?
ahora mismo, fíjate como bota humo. —¡Hay que defender lo que es justo, aunque
Nadaban regresando y junto a las planchas de uno se joda! —contestó Alfonso.
los costados les vino de abordo olor a comida ca¬ Baldeón arrugó las cejas y se encogió de hom¬
liente, debía ser la hora del rancho. Saltaron bajo el bros:
muelle, donde habían dejado sus ropas y donde ya —Seguro que a mí no me gusta la gente que se
sus otros dos compañeros, el pelado Onésimo y un deja derrotar. Pero verás, por mucho que pataleen,
chico al que apodaban El Pirata, sin secarse, se los alemanes al fin la pierden... ¡Son esclavos del
vestían. Arriba, en los tablones, taloneaban, y por Káiser, que es un hijo de perra! Lee lo que dice El
las rendijas caían astillas de sol. Guante. ¡ No llegará mil novecientos quince, sin que
Ya mismo se va "El Cotopaxi". Se embarca para los caguen a tus alemanes, convéncete!
Esmeraldas un batallón. jA pelear se ha dicho! ¡A Ahora cruzaban el muelle las guarichas1, blan¬
descontar el sueldo, milicos manganzones! —dijo cas e indias abrumadas del ardor del día, de los
Onésimo. bultos de ropa y utensilios y de los guaguas carga¬
—¡A matar negros! —contestó Moneada. dos a la espalda. Baldeón oyó que una de ellas, con
Vos ¿por qué atacas a los negros? ¡Los ne¬ la cara acribillada por los mosquitos, se lamentaba,
gros van a darles la del zorro! dulce y lloriqueante:
Por la esquina de Industria, desembocaron en¬ —¡Virgen mía! ¡Jesús mío! ¡Viajar tanto para ir
tre los lados de solares cañizosos, sin edificios, de la a morir!
calle negruzca, marchando al son de clarines, los Caminaron esquivando el sol, por la sombra
soldados. Los muchachos se hicieron a una acera, a fresca de los portales. En las nubes blancas, platea¬
mirarlos pasar. Eran serranos colorados, que suda¬ das por el fulgor solar, casi eran tocables, entreve¬
ban en sus uniformes kaki, bajo el peso de los fusiles rándose, los pitos de las curtiembres, de las pilado-
que, desordenados por el cansancio, erizaban las ras, de las fábricas de cigarrillos y de fideos. Aulla¬
irregulares hileras de sus caños, sobre las cabezas. ban recordando la hora al Astillero entero. Moneada
—¡Tienen ojos de chancho!
1 guarichas: mujeres que acompañaban a los soldados, soldaderas.
—¡Vos Onésimo, los tiras al raje porque van a

-82- -83-
—¿Qué dices, Juan?
y El Pirata se quedaron en la Artillería y Alfonso en —Búscame una camisa, hija, que no hallo.
su casa. Onésimo y Baldeón siguieron a la plazuela. —¡Qué hombre más inútil! En el baúl chico...
—¿Quieres venirte a Esmeraldas, Baldeón? Espérate enjuagarme las manos, para vértela. Y
Onésimo tenía el pelo cortado a papa y la sonri¬ vos, Alfredo, ahí en la mesa está tu merienda.
sa bondadosa y humilde. Considerándolo, Baldeón Magdalena se acercó a coger el candil en la
pensaba que no aguantaría ni un día ser sirviente, mesa donde Alfredo comía. Sus morenos brazos
como él. Si no era panadero, sería herrero, y si no torneados, su cabello, graciosamente sujeto en la
cargador, o ladrón de gallinas. nuca, la envolvían en un encanto que no concorda¬
—¿Vos te vas? ba con su notorio malhumor.
—Fijo. El viejo abrochó la camisa sobre su pecho de
—¿Con tu patrón, a pelear? hombre blanco del pueblo, cubierto de espesa pe¬
—Fijo. lambre. Aumentaba en el techo el rumor de la ga¬
—¿Lo dices de veras? rúa. Las voces de los vecinos se transmitían por

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Fijo. toda la covacha, a través de la caña picada rala de
Maldita sea con tus fijos! ¡Ajo, tal vez me los tabiques.
resuelva! ¿Y cuándo es la ida? —Hasta mañana.
—Dentro de una semana. Resuélvete, si quieres —Hasta mañana —contestó lentamente Alfre¬
ir, te llevo. ¡Fijo! do, y su padre, sólo por el tono de la voz, se paró en
—Fijo que me he de resolver! —concluyó Alfre¬ la puerta:
do, mirándolo con gran seriedad. —¿Qué fue? ¿Por qué contestas con esa voz de
cajón vacío?
2 —Nada, viejo.
—Ah, es que estás en la edad del gallo ronco,
Cruzó silbando el patio y entró al cuarto. La cambiando la voz. ¡Baray, ya hecho un hombre!
garúa melosa no lograba refrescar la tarde sofocan¬ Mientras hablaba, Alfredo miraba la alzada ca¬
te. Antes, en las tardes así, salía a buscar en los beza de su padre, recortada en el marco de la puerta,
rincones de las cercas roídas, los hongos repugnan¬ en el cielo electrizado. ¿Qué diría mañana, cuando
temente aterciopelados que saben llamar flores de supiera que se había largado? Desde la víspera lo
sapo. Un resplandor mojado brillaba en las altas resolvió; pero no se lo dijo a nadie, ni a Alfonso a
yerbas. Alfredo venía a buen paso. Quería ver al quien todo le contaba.
taita antes que se fuera al trabajo nocturno en la Los pasos de Juan se distanciaron por el patio.
panadería. Magdalena hacía sonar las cacerolas. Se había lle¬
Llegaba a tiempo: ya había merendado y se vado el candil, al filo del lavadero. En el cuarto a
vestía. Entonces Alfredo se lo quedó mirando, al oscuras, Alfredo creyó sofocarse más. Salió al co¬
vislumbre del candil, que acusaba los rasgos ateza¬ rredor. La madrastra previno:
dos de su cara. Cómo se envejecía: los copos del —No pensarás irte a la calle con semejante
pelo echados hacia atrás se iban ya agrisando. aguacero. ¡Es lluvia de marea llena!
—Magdalena. —No es mucho lo que llueve, pero no voy a
La madrastra de Alfredo que, en el corredor, salir.
lavaba las ollas, entró a la pieza, donde Juancito y ¡Que dijera el viejo lo que quisiera! ¿Para qué
Flora, cansados de jugar, se refugiaban soñolientos andar con vueltas? No era él, El Rana, quien se
en la hamaca, y donde venía a recogerse prieto, el preocuparía. Su vida debía cambiar. Mientras no
olor de llovizna de afuera. Su voz borrosa averiguó: cambiara, siempre sería un chico. ¡Y él se sentía
crecer cada día! La escuela lo fastidiaba. Esos legos

-84- -85-
los muchachos* a'fménos ? "l?1" qUe leS «“«»»>■" —Nunca me arrepiento.
de ricos. Uegado irsexto ó?a^ 'anCf\ygordos hii°* —¡Hola, mocito! Bueno, pues, si te empeñas, te
do a *J.prjSarCtS' llevo. Yo ya te hecho ver las consecuencias. No es
_.p a escoela me lleva asado! cargo a mi conciencia. Y si eres hombre, esa fruta es
lo que siempre falta.
-le_insinuabaesonriendoerAS|¿nsSor *' Rocafuert^ La partida era ese amanecer. Magdalena se ha¬
bía entrado. ¿Qué no, más lo aguardaba entre los
a servid-A mi lovos 1! OA •mí de qué me va
negros, en los combates? Si vencían los suyos, él se
fierro en úna he'reriaf 9US,ará Será macha«r haría soldado. Bajo el aguacero, ahora torrencial, el
techo bramaba. El aire le acariciaba húmedo la cara.
a la farnhia a¿ero ya volvería En'r^ 2Ue extrañaría El patio, al pestañar de los relámpagos, templaba el
de su madrastra: de su mal n.cambio, se libraría
cuero de lagarto de su inmesa charca, pespunteada
de metérsele a la cama ruain6™0 V de ,a tentacíón de gotas. De adentro, Magdalena preguntó:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
taita trabajaba La muier qu,er "oche' cuando el
—¿Apago el candil, Alfredo?
¡V por nada del ^rmn^dn^if ca,pazd.e.no rechazarlo.
—Apaga no más.
Seguro que tampoco respondí íra,?,onar aí vieJo! —No vayas a quedarte hasta muy tarde, cuida¬
calientes, solos en eícu rto í de en ,as "oches do te resfrías.
Magdalena en el catre robánd^'e^ loachicos- V Arrimado al corredor, calculaba y recordaba,
olor de mujer. ¡Mejor era largare! Ue"° C°n SU con la frente fresca. Temprano, con disimulo, había
preparado un atado con su poca ropa, un cepillo de
chaba aígrdaeTunproSyeTtfdreSpartrra qUÍe" S°SPe’ dientes, una navaja y un retrato y dos cartas de

^SSSK£*?sa
Trinidad.
Al fin entró y se acostó vestido. Hoy no lo in¬
quietaba la cercanía de Magdalena. La guerra le
daría mujeres. Se durmió tranquilo, pero vigilante a
fregado.°Leevfetnedúe°aPmama. 65 medi° las horas. El taita vendría a eso de las tres. Cuando
amaneciera y no lo hallaran, él navegaría lejos.
ron. A!Adfa siguiente dTcuaandnamente? ~Y Se rie~ Hizo pininos de piedra en piedra, en el fangal
a los_so,dad|shA,freeddo,eUa^ 1'^- del patio. El cuarto en sombras quedó atrás. Ya no
patrón?0 °' Pelad°’ me llevas a hablar con tu llovía. Caminó alegremente por las calles chorrean¬
tes y mal alumbradas.
RÍlLmlSm° no ,e d¡l'e? Vamos. En el solar de su casa, lo recibió el señor Torres,
en medio de los últimos preparativos del embarque.
rió aUoven ^umario^ñ *“ b''9°te e"treca"°- — Acarreaban maletas y fardos. Al contestarle el salu¬
asomó u na 'preocupación SU ^ b'anC° Y Cu™° do, desplegó el poncho. Luego mandó:
—Bien, bien: ahora a embarcar, que no pode¬
Tal ve^¿no teeZoZ7lnne? ¡TÚ 6res una criatura! mos perder la marea. A ver, ven a ayudarles a cargar
fácil es que mueras gUerra Lo más
a estos morenos.
haya_n matado. ¿Y

modos ,a 00 dirá nada- Quiero '> de todos 3

—Hay que preguntarle al blanquito Cortés, que


pientes ya ^ S¡ 16 ^ es el más amigo de Alfredo. Tal vez él sepa para

-86 -

-87 -
dónde ha cogido el mangajo 1 este... Iré a verlo a su
casa. —¡ Barajo1 que se extraña a un ingrato de estos!
—Yo también —contestó Magdalena vagamen¬
El viejo Baldeón meneaba la cabeza, entre colé¬
te Y continuó—: ¿No le vas a escribir contándole a
rico y apenado. Con el pelo revuelto, abierta la cami-
sa, sentado en el catre, se rascaba la sien, mientras pa Trinidad?
Justamente la largada de Alfredo lo sacudía,
Magdalena soplaba las brasas del fogón. Al rayar
rayendo a flote días remotos dé su vida. ¡Hacía
hilos de luz por entre las cañas, ella, como todas las
tantos años y parecía ayer! ¿Qué había cambiado?
mañanas, había llamado al entenado para que fuera
Atravesando la avenida Industria en el zaguán de la
a comprar leche. Se dieron cuenta que no estaba y
familia Palomeque ¿no iba a surgir Trinidad
que faltaba su ropa. Baldeón roncó furioso:
¡Se largó el muy condenado! sonriéndole? Él ya pisaba fuerte en Guayaquil. Do¬
minaban donde quiera su fuerza y su simpatía. Casi
Anoche se estuvo en el corredor hasta tarde.
era un guagua al arroparse por primera vez en el
Lo sentí dentrar como a media noche. Si no fuera
calor costeño. La vida del puerto, que era dura, lo g
asi, me creyera que es la soga: ¡andan cogiendo
gente! templó pronto. Preguntaba ¿qué había cambiado? g
No tumbaría ya a un carretonero de un puñetazo en

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot
¡Adiós, aunque sólo es de quince años, ya es a quijada! ¡Tampoco aguantaría dos semanas se¬
maltón cito!
guidas bailando, tragando como agua los lapos de
No fue necesario que Baldeón anduviera en
mallorca, durmiendo de cada día tres horas, y con
averiguaciones. Al tender las sábanas, Magdalena
encontró en el catre una hoja de cuaderno escolar hembra a lado!
—Este invierno vais a ir a la escuela de taita cura
escrita con lápiz. Alfredo avisaba al taita que se iba a
Ramírez. El sábado que salí con las cargas a la feria
la guerra, a pelear del lado de los negros y por su
estuvo reclamando de vos. Yo le dije que para des¬
propio gusto; que estaba harto de la escuela* que
pués de la cosecha, el Pancho ha de llevar las ovejas
regresaría con plata y hecho militar. Si hubiera mar¬
chado con los del gobierno, podría pedir al Coman¬ al pastoreo, y vos has de ir.
Él ya ambicionaba partir más lejos. En Riobam-
do de la Zona que lo regresaran, ya que era menor
oa, en la panadería de la abuela, había oído a los
de edad. Ido con los revoltosos ¿a quién reclamar?
arrieros de la Vía Flores, hablar de la costa. No le
¡Maldición! ¡Ya fue a hacer su cangrejada!
Luego se encogió de hombros: satisfacían los proyectos del padre acerca de él.
Sabía leer porque la madre le había enseñado.
¡Que vaina! En fin, así es como uno se hace
hombre. Cuando en las noches de helada, ella reunía junto al
fogón a los hijos y a los indiecitos huasicamas, y les
¿No se vino él mismo, de muchacho, fugado de
contaba cuentos.lo que a Juan le gustaba era que,
los padres desde Cajabamba? No conseguía dejar
de extrañar a Alfredo. Todos los días, a la hora del en el relato, algún guambra, resuelto, dijera:
—¡Taitico, déme su bendición que me voy a
almuerzo, había que mandarlo a buscar a la plazue¬
la, donde se demoraba jugando a la pelota. Creía rodar tierras!
Los cerros pardos coronados de cactos; los are¬
verlo aparecer, caminando en eses, de piedra en
piedra, al compás de un silbo, por el patio que eva¬ nales silbantes en que había que andar leguas para
poraba bajo el sol deslucido, las aguas de la noche hallar un trozo verde propicio al rebaño; Cajabamba
y sus chatas casuchas de adobe, con las techumbres
anterior. Camisa blanca de cuello abierto, pantalón
largo de uniforme de la escuela, los zapatos sin de paja barridas por los vientos de las cumbres, que
medias, Alfredo daba el aire de más años de los que espejeaban sus nieves en los cielos incendiados de
tenía. luceros; dormir y levantarse con las gallinas, todo le
1 mangajo: ecuatorianismo por malcriado.
1 barajo: 'eufemismo por carajo.

-88 -
-89 -
pesaba. Breve le dieron el ejemplo los carneros tras donde la comadrona que parecía una bruja y su
las ovejas, a las longas que, como él, apacentaban hermana Amalia la mujer de Estrella, cuidaban a
sus rebaños en la soledad de los cerros, las acostó Trinidad. Al abrirle la puerta, preguntó:
dóciles. Los anacos 1 arremangados le ofrecieron el —¿Cómo sigue la zamba?
regalo de duraznos de las muchachas, y la borrache¬ —Ya está pariendo.
ra de jora ardida de su naciente juventud. ¡Pero ni Mal iluminada por el candil, la cara de la coma¬
ellas pudieron retenerlo! drona medio asustad^: corva nariz, boca hendida,
—jFiera es la costa: has de morir allá! piel de correa. A Baldeón le dio asco ver como veía a
Hartísimos van y vienen lo que quiera. su Trinidad. No lo afligían los gritos. Era como si no
¿Y la calor? ¿Y el mosco? ¿Y las tercianas? se tratara de su mujer y su hijo. Ella cerraba los
—¡Conmigo no han de poder! puños, aferrando la sábana. Bisojeaba y sus blancos
Por Babahoyo vino, pero no quiso desviarse a dientes brillaban entre una mueca. La habitación
las haciendas a buscar trabajo de monte, como trascendía a permanganato y —más penetrante— a

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
otros. Gastó la última plata del nudo en que atara lo sangre y a sebo. Chicoteó el largo berrear del que
que le dieron comprándole sus borreguitos, lo que nacía. La bruja chistó:
le regaló la abuela para Navidad, lo del poncho del —Machito había sido.
que se desprendió en las calles blancas y dormidas ■ Baldeón, como volviendo en sí, averiguó:
de Guaranda, cuando venía con los arrieros; pero —¿Cómo me le cortó el ombligo?
llegó a Guayaquil. Cayó inesperado una noche, en —Largo, pues, para que salga aventajado1 y se
casa de su hermana la que, casada con Belisario mueran por él las jóvenes.
Estrella, vivía ya años allí. No sabía si regresar o no al trabajo. Optó por
—¡Pero si es el Juancito! ¡Ñaño! ¡Te viniste! quedarse. Trinidad lo llamó. El no encontraba qué
La gente traficaba día y noche en las calles: decirle. Le cogió una mano y se la soltó en seguida
desde los soportales las picanterías respiraban porque estaba sudorosa y fría. Pero al mirarla, notó
vahos calurosos, resonantes de guitarras y de risas, que le volvía el calor a la cara. En los ojos le chispea¬
olientes a seco de chivo, a chicha y a sobaco dé ba la malicia cálida que le gustaba cuando eran
zambas. Juan resolvió no regresar más a la sierra. enamorados.
Para ver a sus viejos, los haría venir. Como sabía Los otros obreros no podían adivinar las visio¬
algo de amasijos, de frecuentar la panadería de la nes de Baldeón, mientras, a su lado, se agachaba
abuela, el cuñado le consiguió colocación de pana¬ sobre las artesas. Rugían los hornos colmados de
dero. Vivió su juventud como ahora su hijo se leña encendida. Sus entrañas fulguraban en la som¬
arrojaba a vivir la suya. bra del galpón, espesa a olor a manteca.
Hacía diez y seis años Trinidad servía en una
casa frente al lugar donde él trabajaba. Era una 4
mulata nativa de Daule: mocita ojos maliciosos, con
dos redondos mates por senos, fuertes ancas y Alfredo se había hundido hasta el fondo de la
dientes más blancos que la harina que él amasaba. guerra: en meses creció varios dedos, se curtió, se
A la madrugada, cuando salía ardiéndole la cara del le anchó el pecho, en los ojos le brilló fuego que ya
soplo del horno, soñoliento, Trinidad le abría el za¬ no se apagaría.
guán y lo recibía besándolo en la oscuridad. Al que¬ De la balandra desembarcaron en un estero de
dar preñada, la sacó a cuarto a vivir con él. la costa norte de Manabí. Trasponiendo sendas sólo
La noche que nació Alfredo, lo vinieron a llamar conocidas de los rumberos* más baqueanos, llega-
a la panadería. Pidió permiso y acudió a la covacha 1 aventajado: de miembro viril muy grande.
1 anacos: polleras de las indias. 2 rumberos: guías, que conocen el rumbo.

-90- -91-
ron a la hacienda del coronel, cuartel general de la de ataúdes hacia el panteón del cerro. Se iban las
revuelta. lavanderas, viejas y tosigosas, los obreros adoles¬
Después del mar y la montaña brava, ya nada centes que no resistían, las mujeres jóvenes que
de lo nuevo impresionaba a Alfredo. Se volvió pron¬ comían poco y parían mucho, los muchachos ama¬
to un soldado, o mejor un guerrillero más, de los rillos de fiebres y diarreas, compañeros de juegos,
acantonados allí. El clima era tremendamente ca¬ mocos y latigazos. Alfredo lo miró con la indiferen¬
liente: desde el amanecer hasta la noche la casa cia de lo que es así.
central, los covachones, las chozas, el placer de No lo preocupaban las boqueadas, los ojos em¬
tierra barrida, las palmas inmóviles y la manigua pañados, las manos heladas, o los ayes de los deu¬
chirriante de cigarras se aplastaban bajo el sol sin dos. Lo que le producía un rechazo era que se acaba¬
sombra, sin fin. sen. Y no le gustaba conversar de eso.
Hizo la vida de todos: de madrugada a bañarse Entre los negros, nadie hablaba de muertes.
en el río; practicar marchas y ejercicios; trabajar en Sólo una vez le cayó algo al famoso coronel Lastre

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
una que otra tarea de la hacienda; dormir siestas y —precisamente a él, ya legendario por su fiereza.
aguaitar a las negras sirvientes de la casa del jefe. La Siempre era muy escuchado y le gustaba con¬
disciplina no era estricta, pero tal vez sí dura. El no versar entre los negros conversones.
se había granjeado castigos. Según las acciones de Se había sentado junto aúna fogata, al pie de la
la campaña, a muchos de los negros les habían ramada. Las alas del fuego le batían el ébano de la
otorgado grados militares. Alfredo aprendió su ele¬ cara. Relumbraba la tagua tallada de sus dientes.
mental milicia en un grupo a las órdenes del negro Blancos los ojos, blanca la cotona1, blanco el panta¬
capitán Medranda. lón, a pedazos cogían manchas purpúreas de la
—¿Te gusta más er fierro o er fusil? hoguera, a pedazos la tiniebla de la noche esmeral-
—El fusil. deña olorosa a coco y a canela. Su voz hizo callar las
—¡Hombre! Y vos no eres serrano. ¿Tu padre? carcajadas. Quién sabe qué sucedido había conta¬
—Mi padre sí. Mi madre es costeña do. Lo remataba como con burla y como con pena:
—Ajá, bueno. Vos peleás der buen lao. —De veras que se ha dejado mortecina pa los
Y le dieron un fusil, pero no sabía usarlo. Con gallinazos. ¡Hemos puesto barata la carne serrana!
ahínco se dediéó a aprender. Pronto adquirió bas¬ Pura peinilla. Se ha virao cristianos como
tante tino. Perforó espantapájaros pajizos y cercas. beneficiar2 chanchos. ¡Con tal que ganemos!
Luego acertaba a los blancos vivos de conejos y En el silencio con que los negros encuclillados o
pati líos. sentados en torno, acogieron sus palabras, se sen¬
A su grupo le advirtieron que de un rato a otro tía un peso. Y la voz, que descubría al hombre, a
debía partir a la línea de fuego. ¿Qué cosa era matar Alfredo le insinuaba esa angustia que es más que la
y exponerse a que lo maten? sangre vertida, que escalofría sin saber por qué, que
En su casa, los días siguientes al de pago, le asusta hasta a los animales.
torcían el pescuezo a gallinas. Los tranvías eléctri¬ A los combates entró como sin hacer nada.
cos recientemente instalados mataban perros: los Nada conseguía hacerlo ni fruncir el ceño. Muertos,
partían como a hachazos sobre los rieles relucien¬ heridos, disentéricos, escuálidos, temblecosos de
tes. Días largos los cadáveres; zumbantes de mos¬ beri-beri, despedazados de clavos de buba, cruza¬
cas se podrían bajo soles malditos, en las calles ron en vértigo ante él. Peleando, los negros lo veían
abandonadas. Mas, eran animales. También moría
la gente. Cada invierno ardoroso y mojado, arrastra¬
ba en mayor número de su barrio —covachas des¬ 1 cotona: especie de guayabera sin bordados del campo montuvio.
tartaladas, patios herbosos, lodazales— una hilera 2 beneficiar: americanismo por descuartizar.

-92- -93-
¡r cara a cara hacia los fogonazos, entre los zumbi¬ —¡Los negros! ¡Los negros!
dos silbantes de la dumdum de los pupos. El capitán —¡Maldición! ¡Nos agarraron!
le palmeaba el hombro: —¡Dios nos ayude!
—¡Eres valiente, zambo, pa ser muchacho! ¡Y ¿Qué más gritarían? Alfredo no lo distinguió
aquí! entre el vocerío. El disparo rompió la tenebrosa
—¿Yo valiente? ¡Qué va! magia de la sorpresa. ¿Eran diablos u hombres? El
—Te hemos visto. sordo macheteo se desgarraba en las quejas de
—¡Dice el dicho que no mata la bala sino el muerte de los soldados y la discorde vocinglería de
destino! los negros. El estampido de uno que otro rifle se
Fue la sorpresa de Camarones lo único que ahogaba aislado. De la arena subía el vaho de limo¬
alcanzó a sobrecogerlo, lo que le trajo presentes los nes podridos de la sangre.
perros descuartizados, lo que le revivió las desapa¬ Carlos Concha levantó la rebelión de los negros
riciones de los compañeros de juegos, lo que supo para vengar a Alfaro. Ellos lo creyeron porque lo

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
capaz de enfriar la sangre de los mismos que ama¬ conocían y lo querían desde muchos años; ellos lo
ron el peligro. Jamás olvidaría aquel playón san¬ creyeron porque querían pelear. La primera vez que
griento. se tomaron la ciudad de Esmeraldas, capturaron un
Los mosquitos crepitaban en el aire salobre. cañón al que elogiaron después en sus canciones.
Pescaban tijeretas y alcatraces, oteando la mar En las canoas que remontan el río, en las chozas
quieta, que reflejaba el cielo amarillo y venenoso. de las vegas, en los muelles y balsas, el "Canto de
En la bocana había atracada una balandra, en cuya Fabriciand" vibró sus carajos de promesa y amena¬
cubierta se paseaba un perro. Una calma increíble za. ¡Cuántos bejucazos les habían dado! Les des¬
se extendía a lo largo del estero, en las fincas aban¬ cueraron las pardas espaldas. El negro es negro
donadas por la guerra. para que trabaje y para patearlo; la negra es negra
La tropa gobiernista entró a la arena muerta de para tumbarla y hacerle un mulato. Eran esclavos
la ancha playa con un arrastre de rebaño cansado. antes. ¿Y acaso habían dejado de serlo? ¿No los
¿Cómo iban ni a soñar que en lo alto del cantil metían al cepo? ¿No los golpeaban hasta matar, si
montuoso, Iqs aguardaban los negros, los en el puerto se negaban a vender su tagua al precio
machetes? Se quitaban las casacas. Se rascaban la que a ellos les daba la gana? Hoy les enseñaban de
plaga. Apenas podían pisar la brasa de la arena, sus filo los ojos, los dientes y los machetes. Era su hora.
pies desollados. La sed les acartonaba las lenguas. No le reprocharon a Alfredo no haber interveni¬
La mar cercana era el espejismo de su pesadilla. do; le dijeron:
Alfredo, el único que en el bando negro empu¬ —¿Y qué? ¿Te alarmas por un poco de longos
ñaba fusil, lo apoyó en un tronco, tropezando sus muertos? ¿Te crees que ellos no nos hacen peor si
dedos la cáscara rugosa como algo vivo. Por entre nos merecen?
ramas y follajes, veía cerro abajo a los que camina¬ Al siguiente anochecer volvieron a pasar por la
ban descuidados. Se oía el tamborear de sus pro¬ playa de la matanza. Al pie del cerro en tinieblas
pias sienes; no pensaba; sólo tenía calor. No que¬ blanqueaba el arenal, sembrado de bultos infor¬
rría ver. O querría ver. mes. Se oía el sordo remover de las quijadas de los
Bruscamente en los taguales se oyó gemir al perros y sus gruñidos. Aleteaban gallinazos pulu¬
catacao. Ráfagas de marimba surgieron absurdas, lantes en la penumbra ciega. Arriba la selva de
detrás de las casas del estero. Aulló el perro de la guayacanes y guarumos se remecía sedosamente
balandra. El tropel de pies descalzos de los embos¬
cados, formó blanda avalancha. Ladró secamente 1 canto de Fabriciano: o escuetamente El Fabriciano. canción revo¬
una pistola. Alfredo se agachó aún más. lucionaria de los montoneros de Concha.

-94- -95-
en el soplo puro del viento largo del mar. Abajo se lo dé tu mamacita!
amontonaba tal hedor como jamás Alfredo sintiera Alfredo la había cogido por los hombros. For¬
en sus narices. Un negro escupió por el colmillo. cejeaba buscándole la boca.
—¡Mardita sea! ¡La jedentina1 de cristiano! —¡Afloja o grito! ¡Mi viejo te machetea!
Pero a él le pareció que rápidamente devolvían
5 el beso sus labios de fruta montañera.
Se desprendió y agachada, enarcándose, llenó
Alfredo descansaba en el lomo de tortuga de la los bototos, separando la mano para que el agua no
canoa volteada. La corriente verdeoscura se iba len¬ saliera turbia de la inmediata al fango de la playita.
ta. El cau-cau gritaba en los guaduales de las orillas. Al volverse le sacó la lengua. Y corrió hacia el ran¬
A cada instante se secaba el sudor con el brazo. El cho cuyo techo de cadi1 blanqueaba en la verdura. El
sol lanzaba sus arpones casi horizontales entre los alcanzó a amenazarla:
empenechados troncos de la caña brava. —¡Esta noche me meto a tu tarima!
-^¿Qué hacés aquí, sentado, macuquito? No soñaba cumplirlo. Era sólo una chanza. Ha¬
No la había sentido acercarse y se asombró de cerlo fuera un malpago al viejo Remberto Mina, el

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot
oírla a su lado. Con un bototo en cada mano para padre de ella. Se hospedaba en su casa desde hacía
aguatear, la zambita se detuvo al pie de Alfredo. más de un mes. Esperaba órdenes. Se vivía un rece¬
Más allá del lodo de la orilla brincaba el aguacero de so. Los guerrilleros aguardaban por los rincones del
plata del salto de los camarones. monte, descansando y engordando en los ranchos.
—Siéntate, Trifila— le dijo, cogiéndola de una Al hallarse en el de Remberto frente a Trifila,
muñeca y atrayéndola hacia él. Alfredo había vuelto a inquietarse por las mujeres.
—¡Soltame, liso!2 —replicó, sentándose, pero En la vida de las ramadas y vivacs, en los combates,
retirándole la mano que le había puesto, acaricián¬ en las caminatas agotadoras a través de los espine-
dole la cadera. ros, bejucales y pantanos, no le había quedado
—¡No seas mala, pedacito de coco! ¿Vienes por tiempo de preocuparse.
agua? Al rancho de Remberto el eco de la guerra llega¬
—¿No ves los calabazos? ba lejano. El viejo tagüero de ojos bondadosos y
—¿Para tu mamá? barba gris, que lo hacía parecerse a los grandes
—Sí, está cocinando. monos cara blanca, había acogido a Alfredo con
Alfredo le contemplaba el cuerpo de caucho en brazos abiertos de tradicional esmeraldeño hospita¬
bruto. Olía a sol y a agua de río, pues se bañaba lario.
varias veces al día en el remanso cercano. Podía —¡Basta que me lo mande mi compadre Lastre
palparla con los ojos: vestía sólo una bata de tela y que sea conchista! Desde ahora busté se queda,
burda que sus pequeños senos levantaban agudos. joven. Y la casa de yo es de busté. Más que sea casa
Además, sus ojos eran dulces como los de una ve¬ de pobre.
nada, animados a ratos de burla y resolución. Para no hacerse gravoso, Alfredo le ayudaba a
—Me voy, la vieja ta esperando Tagua. cortar leña. A taguar no hacía falta: nadie compraba
—Espérate un ratito. corozo por la guerra; los enanos palmares de cadi
—Es que si no voy, baja a buscarme y me va retá permanecían desiertos. También lo secundó en la
si me encuentra con vos. pesca con atarraya, en las madrugadas; al pescar,
—Entonces antes de irte dame un beso. Remberto cantaba canciones que despertaban en
—¿Qué te has pensao? ¡Mulato bruto! ¡Que te Alfredo la sangre zamba que le venía de la madre.
1 jedentina: hedor.
1 cadi: hoja de palma seca.
2 liso: atrevido.

-97 -

-96 -
De noche apagando el candil para no gastar
kerosina, mientras Remberto y su mujer, ña Juana, afianzada en el hombro nervudo de Alfredo. No se
fumaban cigarros y Trifila se mecía en la hamaca, olvidó Trifila ya de su figura de guadua rolliza ni de
Alfredo conversaba con los tres, sentado en un como sabía mirarla, haciéndola decir:
poyo de raíz de sangre. —¡Feo, tenés.los ojos adulones!
Les contaba del taita, de los ñaños, de la ma¬ Alfredo era grato a Remberto, sí; no le seduciría
drastra, de la madre alejada del padre. Les pregun¬ la hija. No cumpliría la broma de metérsele a la
taba de sus vidas; ellos no sabían nada de más allá tarima. No fue suya la culpa. El sol hundió la cabeza
de su monte, no lo sabrían. Para Remberto la vida tras los cañales. Pasaban garzas por las nubes fla¬
entera había sido rajar leña o coger tagua y bajarlas mencas, tras la vuelta del río bramó una caracola.
al puerto. Cuando mozo, de sólo oír de lejos un Una canoa potrillo apegó a la balsita de Remberto.
guasá, ya bailaba; de viejo jque! Casi no podía se¬ El boga traía la orden para Alfredo de partir a la
guir las vueltas bailando un torbellino. Ya era viejo, madrugada. Concha atacaba la ciudad de Esme¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
sí, y con tres hijos en la guerra conchista, dos ya raldas.
muertos. ¿Volvería el tercero? ¿Con quién se queda¬ Temprano derrocharon kerosina, jugando a los
ría Trifila de que murieran los padres? Y no sp casa¬ naipes y haciendo el atado de la ropa de él, para
ría: habían caído como granos de mazorca fbs ne¬ verse unos momentos más.
gros jóvenes en la campaña. Bostezó ña Juana. Al último rescoldo del fogón,
Repentinamente, ayudándole él a dar de beber Alfredo vio aún la carita compungida y los ojos de
al chancho, o a desgranar maíz, cualquier rato. Trifi¬ venada llorosos. Su vida violenta le dio muchas
la le soltaba a Alfredo: mujeres después. Nunca más volvió a retumbarle
—jSos más aferrante que el marañón viche! así el corazón.
—¿Me has probado? Oyendo roncar a los viejos, avanzó en las tinie¬
—Ni falta que hace blas. Empujó despacio la puerta. Acercóse a la tari¬
—Ya te quisieras. ma y le cogió la mano. Respiraba su olor conocido
—¡Andá! —a sol y a agua de río— que ahora supo querido.
La joven negra inflaba de aire la mejilla y se la —¡Alfredo! ¡Malo! Ah, te vas mañana. Ven.
golpeaba con la punta de los dedos, por sarcasmo.
Le echaba una ojeada oblicua, torciendo la crespa
cabeza, y escapaba riendo. Alfredo aspiraba el ale¬
tazo de aire que abría al correr. Y sentía un vacío. Sin
proponérselo, al poco rato la buscaba.
No se habían dicho que se querían. ¿Qué sabía
de eso, entonces, Alfredo? De cuarto a cuarto, tras el
tabique, la oía en su tarima. Se imaginaba sus pier¬
nas, su barriga tersa. Espiaba los rumores de la
noche. Chapoteaban sábalos, cantaba el bujío. Al fin
el silencio le apagaba en sueño los deseos de acos¬
tarse a su lado.
Después de su permanencia en el rancho, ella le
lavaba la ropa, le hacía la cama, preparaba las comi¬
das que le gustaban más y, disimulándolo lo seguía
con la vista, cuando partía con Remberto. La llama
de paja del sol madrugado brillaba en el hacha

-99 -
Cloqueaban gallinas, gruñían chanchos. Alfre¬
do vivía con las orejas. Cogía hasta el rumor de las
pequeñas vainas amarillas del algarrobo, al caer al
techo y al suelo y que hacía relucir más el sol.
Los hermanos se apegaban a enseñarle sus
trompos mugrosos y quiñados, sus fichas de sacar
botones, las figuras de las petacas de los cigarrillos.
III Aunque sea con el cuchillo de cocina les cortaban el
remate a los trompos. En el sueño de la fiebre, a
LAS MONTIEL Alfredo se le ocurría por qué los muchachos
—incluso él, antes— decapitaban los trompos, gri¬
1 tando por esquinas y portales:
—¡Trompo con cabeza va al techo!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Contaba las traviesas de mangle, tostadas de La suy9 se le desvanecía. Movía las manos co¬
años, boca arriba en la cama. Seguía la forma de las mo apartando. A su alrededor todo era igual: las
telarañas: la claridad que penetraba por el escape caras del viejo, de Magdalena, de los ñaños, ahora
de humo de lo alto del cuarto, las tornasolaba. Alfre¬ preocupadas por él; el día casi sin distinguirse de la
do, cerrando los ojos, todavía las veía. Una tiesura noche; el cuarto con mesa, hamaca, baúles y catres,
dolorosa le envaraba las piernas: el oeri-beri. ¡Ya todo borroso, recordado y presente a la vez. ¿Era él
estaba casi bien! La cabeza le oscilaba. La boca se le el mismo Alfredo que se fugó para ir a la guerra un
diluía como si hubiera bebido barriles enteros de año hacía? En ese solo espacio había vivido más
agua de coco. que en todo lo anterior. No, ya no era el mismo. Al
—¿Quieres ya la medicina? partir, aún creyéndose mayor, era un chico como
—¿Será ya hora? Fíjate. Juancito. Ahora sí que era hombre. Había peleado,
—Veré como está el sol y de paso les echo mi se había acostado con mujeres. ¿Qué importaban la
vistazos a los fréjoles, no vayan a quemarse. fiebre palúdica y el beri-beri?
—No te embromes. —Ya ve lo que fue a buscar Alfredo —le decía
Se oía a sí mismo una voz de chico mimado. Baldeón a Magdalena—. Yo no quiero retarle, tras lo
Pero no quería alterarla. Se abandonaba al frío febril fregado que está. Pero de deveras que lo que ha
que le corría en las venas y le atenazaba las rodillas. sacado son las siete plagas del señor. ¡A ver si coge
¡Y Magdalena lo trataba tan bien! Lo cuidaba como experiencia!
a un hijo. Le conversaba; le traía a los ñaños en los Sin que él se diese cuenta, Alfredo lo escucha¬
momentos en que él salía de su sopor. ba. Tendría su razón como padre. Mas, ni los años
Al levantarse de dormir, el taita venía a tocarle de un mayor podían compararse para dar experien¬
la muñeca o la frente y a decirle con el tono burlón cia con los incendios que le deslumbraban los ojos,
que adoptaba su ternura: ni chasmusquear el cuero como la pólvora y la mon¬
—¡Cangrejo! taña se lo curtieran a él. No se arrepentiría.
Alfredo se reía y hasta el reír lo cansaba. Las Al mejorar, lo que lo molestaba era la pesadez
lavanderas en el patio despercudían ropa a golpa- de las horas. Desde la cama dominaba un pedazo de
zos. En los otros cuartos, los vecinos, obreros de las patio: piedras y polvo de verano. Hacía calor, y,
fábricas de chocolate, estibadores, policías, estalla¬ sobre la cerca, el cielo era una plancha caliente. Los
ban en disputas con sus mujeres o cantaban des¬ huecos de los clavos en el zinc del techo regaban
templadamente. Ellas lavaban, cocinaban o pelea¬
pesetas de sol por las tablas del piso.
ban a gritos, de puerta a puerta. Por las rendijas de las cañas atisbaba el patio de

-100-
-101-
te covacha de al lado. Los mediodías, antes, había al padre dueño de panadería. El viejo Adriano Rive¬
visto en los solares, bañarse mujeres en camisón, o ra le había cedido La Cosmopolita "para pagar co¬
aun desnudas. Ahora no veía ninguna. Bostezaba y mo fuera pudiendo". El negocio era bueno: en 1a
ansiaba que el médico le mandara levantarse. Aun¬ avenida Industria, a una cuadra del mercado sur.
que a lo mejor no podría ni tenerse en pie. Aún convalecía Alfredo, cuando se cambió la fami¬
—¡Hola, Alfonsito, qué gusto! lia, de 1a covacha al piso alto de la casita contigua al
Al día siguiente mismo de su regreso, hallándo¬ galpón de 1a panadería.
se todavía muy mal, lo visitó el amigo y ambos se Todavía Baldeón deseaba que el hijo terminase
alegraron. el último año de 1a escuela, y, como Alfonso, pasara
—¿Y qué, hermano? ¿Cómo te fue? al Rocafuerte. El se negó: ya no quería estudiar sino
La cara morena de Alfredo resaltaba en la ca¬ vivir.
ma; a través de la flacura se acusaban sus faccio¬ —No, viejo: yo ya estoy muy grande. Me corre¬
nes; 1a barba ya le tupía. ría de enfilarme con los chicos. ¡Me harían

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Lindo, aunque fregado, hermano. ¡No hay cháchara! ¡Lo que voy a aprender es a mecánico!
cómo figurarse lo que es esa vaina! Ya te he de —Como vos quieras, con tal que hagas algo.
contar de que me mejore. —Me voy a meter de oficial al taller de Mano de
—¿Peleaste? Cabra.
—Ahá—corroboró más que nada con la inclina¬ Y fue a engrasarse y tiznarse las manos pasan¬
ción de la cabeza, pues cualquier agitación le roba¬ do fierros.
ba el aliento. Alfonso había salido de su casa en seguida de
El otro columbró en ese solo gesto todo lo que merendar. La noche soplaba fresca. En 1a plazuela,
significaban para su amigo los días vividos. mientras los más chicos jugaban a 1a guerra, los
Se sentó cerca de 1a cama. Magdalena le gusta¬ más grandes ponían dos piedras a cada lado como
ba. Sus miradas la perseguían al disimulo. Conver¬ metas, a falta de arcos. La pelota que pateaban era
só más con Alfredo:Voco a poco para no fatigarlo. de trapos viejos. El polvo dificultaba el juego: suje¬
Sin proponérselo veía su camisa y sus sábanas re¬ taba los pies, subía por los cuerpos trenzados for¬
mendadas. El afecto fraternal le anudaba 1a gargan¬ cejeando. El viento lo echaba a cegar. Hacía tanto
ta y sin enseñarle nada qué decir, iba a volverse en viento que silbaba en tes cercas.
sus ojos una humedad tan leve que era apenas —Refrésquense un poco antes de beber agua.
calor. Las pantorrillas de Magdalena, que no llevaba ¡Están sudados y los puede agarrar una pulmonía!
medias, eran tersas y lampiñas. —Ahá —y Alfredo se comió un pellizco de
masa.
2 Venciendo el rugido del horno, las voces y el
trabajo, llegaba de dos cuadras el jadeo de 1a Frigo¬
Cansados de jugar, entraron a 1a panadería. La rífica.
agitación y el polvo les daban sed. Al cruzar la tien¬ —Se vendió todito lo de 1a tarde.
da, Alfredo rebuscó en el mostrador y tes perchas, —Ya vi. Al entrar vine pegando una aguaitada a
vacíos. Adentro, resoplaba el horno. Olía a masa las perchas y no ha quedado ni una rosca.
cruda y a cucarachas. Flameaba en sus picos, 1a luz —Arriba ha de haber pan de lata, porque enan¬
de gas. Los obreros se afanaban ante tes mesas. tes les mandé bastante a Magdalena y a tes chicas.
Baldeón viejo le sonrió como siempre a Alfonso. Suban para que le brindes a don Alfonso.
—Buenas noches, don Juan. —Ya, si vamos también a jugar naipe.
—Buenas ¿y cómo le va, blanquito? Del galpón a la casa se pasaba por un patio.
Al volver de Esmeraldas, Alfredo había hallado Saciaron 1a sed en 1a llave de agua de la botija.

-102-
-103-
Las p aredes empapeladas de celeste hacían pa¬
Alfonso preguntó: lidecer el oro de la lámpara. Se alargaban o se enco¬
—¿Estarán las Montlel? gían las sombras redondas de las cabezas de ellos,
Eran unas amigas de la hermana y de las primas los picos de las melenas de las de ellas. Subió hasta
de Alfredo, que se reunían con ellas a jugar. arriba la mano por los muslos, Margarita no se la
—Seguro, ¿pero a vos de qué te sirve? Margari¬ retiró, se limitó a cerrarlos. Al terminar un partida de
ta está que se te hace melcocha y vos no le entras. juego, se dirigió a él con secreta malicia:
Ajo que no sé qué es que te pesa. ¡Ya es de que le —¿Por qué no jugamos mejor a cartas vistas?
arrees1 los perros! —Para todo hay tiempo —contestó Alfonso.
—Buena es ¿no? Mas, sus miradas se habían entendido. Ella enroje¬
—Aprende, yo a Felipa la tengo mansita. ¡ Hasta ció, bajando los párpados. Él quitó la mano.
le toco los pechos! —Nada, vámonos ya, que creo que es tardí¬
—Pero yo sí la carreteo algo a Margarita. simo.
—No es nada para lo que te resulta.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—No son ni las once.
Las chiquillas los acogieron hablando a un —Juguemos otrita: nosotros las acompaña¬
tiempo como loras. Sonrió para, Alfonso la boca mos, -ofreció Alfredo.
pequeña y gruesa de Margarita. El pensaba que al
—¿Y si mi mamá nos reta?
lado de sus hermanas sería morena; sola, donde
Un cielo azul claro de luna de tantas estrellas,
quiera llamarían blanca su piel dorado claro. Felipa
viento y polvo de agosto, los acogió en las calles.
era gorda y de facciones más toscas. Le brillaban los
Era el barrio del Astillero, a medias construido, a
ojos incitantemente. medias esperando, hecho de covachas y de fábri¬
—¡Caray, nosotras aquí jugando pan con pan
cas, de tráfago en los días quemados y de silencio y
entre mujeres y ustedes hechos los lelos en la calle!
de aroma de jardines secos en las noches. Tras las
Margarita los justificó:
cercas de los solares se mecían frescamente palmas
—¡Adiós, son hombres! y algarrobos.
Felipa hizo sitio é su lado para Alfredo.
—¿Cogemos el eléctrico?
—Vengan, vengan a jugar briscán de compa¬
—¿Para qué si son tan poquitas cuadras?
ñeros. El patio de la covacha donde vivían Margarita,
Laura Baldeón, íntima de Margarita, dio asiento
Felipa y su familia, estaba oscurísimo. Alfredo se
a Alfonso entre las dos. Jugaron, pero él lo hacía
adelantó con Felipa, para besarla en la sombra, al
maquinalmente. A su pierna se transmitía el calor
despedirse, Margarita y Alfonso se estrecharon la
de la de ella. Al volverse hallaba su sonrisa. Hubiera
mano y se miraron a los ojos. Adentro, en los cuar¬
querido decirle algo allí, en voz baja; se le anudaba
tos, parpadeaban candiles.
la garganta. —¿Viene mañana?
¿Sería cierto lo que le contaba Alfredo, que se —Sí ¿a qué hora?
besaba con Felipa y le acariciaba los senos? ¡Qué
—A la que pueda... ¿No está estudiando?
haría Margarita si él le acariciara la rodilla? Bajo la
—Pero puedo venir a la hora que usted diga.
mesa, los demás no lo notarían. ¿Y si ella le daba
—A las siete de la noche, aquí a la puerta...
una bofetada? Mirando hacia otro lado comenzó a —Ya estuvo.
tantear. Margarita no se dio por enterada. Su rodilla Violentamente repercutió una voz aguda:
era ardorosa, elástica, pulida. Los caballos galopa¬ —¡Ajá, ajá, los pillé besándose! ¡Ahorita se lo
ban y las sotas guiñaban el ojo, al salto de las ba¬ aviso a mi mamá para te dé tu paliza! Cufiándolos
rajas. . estaba. ¿Y Margarita? ¡Ajá, también te conseguiste
1 arrear los perros: enamorar.

-105-

I -104 -
músico. Tenía que recompensar a Leonor, a las ña¬
gallo, condenada! ñas que hacían sacrificios por él.
—¡Silencio, Malpuntazo desgraciado! —replicó Se hundió en el estudio, mientras el alba iba
Felipa. descorriendo su impalpable cortina. Chisporrotea¬
Alfonso alcanzó a ver a un muchacho de unos ba la mecha de la lámpara; el tubo se ennegrecía
diez años, sin zapatos, haraposo y con el pelo greñu¬ desde la base. Bajo los mosquiteros se revolvían las
do y revuelto. Las chiquillas se entraron y los dos hermanas y trinaban las cujas. A través de las fór¬
amigos volvieron hacia sus casas. mulas matemáticas y la nomenclatura del mundo
—¿Algún hermano? horrible de la química, la visión de Margarita volvía
—Sí,se llama Emilio ¿no le alcanzaste a ver la con el nuevo encanto del día que nacía.
cara? Aun habiendo dormido poco y estudiado, se
—No. alzó de la mesa y los cuadernos claro y ágil. En las
—Te hubieras asustado, hombre. Es medio fe¬ vecindades clamaban gallos y a lo lejos campanas.
nómeno o yo qué sé. Es amarillísimo. Tiene una Por las rejas azuleaba. Pasos y voces de transeúntes

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
bocota de oreja a oreja; es bizco y con un ojo más crecían afuera con el aire nuevo. Se bañó, escuchan¬
grande que el otro. Malpuntazo lo llaman de apodo. do en su interior acordes, vagos cantos, oscuros
Alfonso se echó la carcajada. sones, que le daban alegría y fuerza. Cuando la
—No, no lo vi. ¿Y es hermano de ellas, que son ducha lo envolvía, silbaba.
buenas mozas? —Oigalo, mamá, cómo silba. Amanece ni ca¬
—SMa gente se admira de eso. Hasta mañana. cique.
—Oye, ya le entré pues a Margarita. Voy a venir —Desde las tres y media se levantó a estudiar.
a verla. Hasta mañana. —A ver si queda leche del café, para darle un
Un impulso embriagador arrebataba a Alfonso. vasito en el almuerzo.
Había hablado a la primera mujer. Tenía enamora¬ Desde su cama. Paca le gritó:
da. Ni sus primos mayores a él le ganaban. Margari- —¡Compro el pito!
ta era preciosa. An>es de entrar a su departamento —¡Aguárdate, so floja, que apenas salte de aquí
se quedó consigo mismo, en la calle, bajo el cielo voy y te saco de las patas y te traigo a echar al agua!
desnudo. Le pediría un beso. ¿Cuándo podría ya, sin —¡Ay, no ñañito! —respondió ella, con voz que
asustarla? ¡Cómo brincaban sus nalgas ceñidas por se escalofriaba ante la amenaza del agua, en medio
el vestido azul! Al ir por la calle la había llevado del del calor de regazo de las sábanas.
brazo.
—¿Eres tú, Alfonso? 3
—Sí, mamá.
—Te has hecho un poquito tarde. Margarita impaciente, se acercaba a mirar por
—Estuve jugando, perdona. Ja puerta, Felipa y ella se vestían. Dentro del cuarto
Ya acostado, el sueño se retrasó y la visión de la noche era más prieta.
Margarita fragante, dulce, misteriosa, vino desde la —¿A que horas vendrán?
sombra concéntrica a su frente. A la madrugada se —No seas apurada, si no hace mucho que oscu¬
levantó a estudiar. Tenía que cumplir con el colegio. reció.
A fin que fuera en tranvía, Leonor ahorraba medios Las habían invitado al cine y era un aconteci¬
y reales. Él, yéndose a pie, los utilizaba en reponer la miento para ellas: nunca habían ido. El cine era
kerosina que consumía al amanecer. Jugar a la pe¬ todavía una novedad en la ciudad. Sólo desde el año
lota y enamorar era bueno. La sangre le corría duro. anterior funcionaba. La gente del barrio qué había
Susquinee años le exigían. ¡Pero imposible fallar de estado, contaba maravillas. Alfredo llevaba a Felipa
estudiar! Debía ser médico: en secreto añadía: y

-107-

-106-
y Alfonso a Margarita. Las chicas saltaban de entu¬ de que los mozos que se reunían en la esquina
siasmo. Había costado guerra sacarle el permiso a decían:
la madre. —¡Parece mentira que Malpuntazo sea herma¬
—Mamá, pero si dizque son preciosas las no de las Montiel que son macanudas! Es ni peje
vistas. sapo el muy maldito.
—Déjenos ir, vea que sale tempranito, mamá Claro que lo peor eran sus repugnantes mali¬
Jacinta. k cias.
—Bueno, pues, pero como yo no puedo acom¬ Si se querellaban, la madre no les hacía caso.
pañarlas porque salgo un poco tarde de la cocina, —¡Baray que son de mal corazón! ¡No conside¬
tienen que ir con Emilio. ran a su hermanito que es maliquiento, el pobre!
No acababa de anochecer y ya habían cocina¬ —Vieja alcahueta. ¿Y qué vamos a hacer si nos
do, merendado y lavado platos y ollas. El candil vive fregando? ¡Capaz que cuando crezca quiere
mortecino no rompía las sombras amontonadas hasta que casticemos1 con él!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
contra las tablas del tumbado, entre la confusión de —Lo que es yo no lo aguanto. Ni bien se va
los catres con sus toldos recogidos. En ropa interior, acercando lo voy recibiendo con el taco del zapato.
ellas se peinaban y polveaban ante un pequeño En la calle culebreó un silbo.
espejo. Se apresuraban: querían estar preparadas — ¿Oíste? Ya están ahí.
cuando ellos llegaran. Felizmente el arreglo había terminado. Salieron
Un movimiento de Felipa, al ponerse el vestido, dejando amarrada la puerta con una cabuya. Emilio
descubrió un seno. Tras de las camas, en un rincón, se les acercó:
se escuchó una risotada. Ella brincó y se cubrió —Ajá, no se crean que a cuenta de bravas van a
rabiosamente. irse solas con los enamorados. Me tienen que llevar.
—¡Pero, ve, Margarita, si este Malpuntazo mal¬ ¡Jacinta dijo que si no, no van!
dito ya no deja vida! —¿Y quién dice que no vas, so renacuajo? —le
Asomó la cabezota de Emilio que escapaba sacudió Alfredo con aspereza confianzuda.
riéndose aún. Su rostro macilento, con los belfos de —Es que ha estado malcriadísimo con noso¬
oreja a oreja ^\un ojo mayor que otro —el grande tras.
bizco, así como sus persecuciones para verlas des¬ El viento corría, trayendo el vibrar de las plan¬
vestidas y hasta para pellizcarlas y darles manota¬ chas de zinc desclavadas de la cerca del Hipódromo
zos, causaban cólera y horror a Margarita y a Felipa. viejo.Felipa se la guardaba para cobrársela luego a
No podían acostarse o ir a orinar, tranquilas, sin que Malpuntazo, a tirones de pelo y a cocachos. Las
desde el lado menos esperado se les clavase el lechuzas siseaban en los aleros. Emilio les fijaba su
globo blancuzco siempre húmedo del ojo del her¬ ojo blanco, con rencor.
mano y estallase su carcajada de cfiirrido de bisa¬ —¡Los he de aguaitar todo el tiempo para que
gra. La madre lo cubría de mimos. El vagaba el día no se besen!
entero y comía a hartarse. A los chicos del barrio les Subieron ai carro de muías que rodaba con
pegaba de uno en uno. Ellos en pandilla lo apedrea¬ pesado rechinar. Alzado el cuello del saco hasta la
ban y lo perseguían gritándole: barba, el vagonero las azotaba, mascullando:
—¡Sapo tuerto! —¡Mulaaaa!... ¡Mulaaaa!... ¡Maldita sea tu ma¬
—¡Malpuntazo! dre, muía desgraciada!
—Ojo con baba! Tal vez las muías ya no podían más. Los pasaje¬
—¡Malpuntazo, que les aguaitas el trasero a tus ros parecían dormir. Eran serranas gordas, matan¬
hermanas! ceras de chanchos, que volvían del Camal; zambas
tilas se hablan enterado —y se avergozaban— 1 castizar: fornicar.

-108 -
-109-
de mala vida que iban a rebuscar al centro; mulatos
a los que se reconocía matones por el mechón de
pelo sacado bajo el sombrero tostado; policías za¬ abanicos de plumas y plumas en los sombreros.
rrapastrosos y de bigotes cerdosos. Una luz de velo¬ Sus trajes con ser los de los domingos ¡qué desluci¬
rio mortal se diluía en el aire hediondo del carro. dos quedaban! ¡Si hubieran sabido! Pero era tarde:
Felipa y Margarita sentían en los brazos las ma¬ y no quisieron dejarles notar a ellos el confuso rubor
nos de ellos. De verdad los querían locamente. Por que las invadía.
ellos, pensándolos, teniéndolos, podían soportar la La galería pateaba acompasadamente y pedía a
vida de la covacha, que antes las empujaba al mal gritos que empezara la función. La música de un
camino de tantas: sus amores las hacían olvidar el valse mecánicamente violentada salió de la pianola.
filo de la tina de palo que, en las largas jornadas de Por una reja alta entraba una corriente de aire. Tras
lavar, les marcaba su rojo betazo en la barriga; las un largo timbrazo se apagaron las luces y un chorro
insultadas de las vecinas, disputándoles el agua en de polvillo blancuzco pasó sobre las cabezas a con¬
la cañería del patio; las furias de la madre que les vertirse en un anuncio de jabón Águila de Oro, in¬
móvil, en tono rojizo.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
pegaba con un palo de escoba, por las noches, al
regresar, cansada y agriada, de la casa de blancos —¿Esta fue la cosa?
donde cocinaba. Conversando entre ellas, Felipa —Aguárdate, ya mismo.
decía: Negro y blanco, blanco y negro, sacudiéndose
—Por mí, yo sé que Alfredo me saca apenas le las figuras hasta hacer doler los ojos, aumentando a
aumenten lo que gana donde Mano de Cabra. ¡Pero cada rato de tamaño la cara risueña e inteligente de
vos, ñañita! Alfonso es buen muchacho, pero es un especiales bigotillos, Chaplin pisó cucarachas, reci¬
niño hijo de familia. Está en el colegio. Y aunque bió pasteles y jarabes en la cabeza, atravesó los pies
tuviera cómo, no te sacaría. haciendo caer a gordos policías, y dejó de su paso
—¡Ay, ñaña, lo que sé es que yo lo quiero! fugaz, la tristeza ligera que causa el reírse mucho,
Los días habían volado en su enamoramiento. Margarita y Felipa lo hicieron a carcajadas, entrela¬
Le parecía que había sido la víspera que le acarició zadas las manos apretándose con las de sus enamo¬
las piernas, al jugar naipes, donde las Baldeón. Por rados.
nada se hubiera dejado de otro. Era arisca: muchos Un blanco atleta que torcía los hierros empotra¬
habían recibido sus guantadas. Pero Alfonso la po- dos en mampostería de las ergástulas, que movía
J nía como mareada con sólo hablarle, con sólo mi¬ con los ojos ennegrecidos de ira las norias, que en la
rarla. noche —reflejada en la película en luz verde— azu¬
El Crono Proyector era un enorme canchón, con zaba a sus compañeros de esclavitud y, sublevado
galerías de tablas en armazón escueto, pantalla de con ellos, los conducía a las batallas contra los sol¬
lienzo, caseta de zinc con huecos rectangulares para dados romanos de armadura de bronce, era Espar¬
el aparato, y en el cuadrado de piso de tierra, cerca¬ taco, el cual moría salvando a su linda hermana y
do de alambre de púas, unos cientos de sillas de matando a su enemigo Norico.
palo, como lunetas. Resplandecía de bombillos —¿Les ha gustado?
eléctricos y olía fuertemente a pintura fresca. Delan¬ —Seguro.
te del telón había una pianola. —¿Y a ti Alfredo?
—¿Te fijaste en el cartelón? —Buena es la vaina. En este tiempo no hay
—La cinta es de Max Linder. esclavos; si los hubiera, se tendría que hacer como
—No, de Chaplin. Espartaco.
—Hay otra también, Espartaco —dijo Alfonso.
La concurrencia era ya numerosa. Las mucha¬ 4
chas observaban ios vestidos de las mujeres: sedas.
Había que decidir en seguida el asunto. Él no

-110-

-111-
era hombre que lo aguantara. No iba ninguna mu-
me gusta pelear! No solamente cuando sale un ale¬
chachuela a burlarse de él. Esa noche se tenía que
voso buscando pendencia, sino siempre. Claro que
romper a puñetazos con Moneada, a quien conside¬
por plata o de borracho o de buenas a primeras, no
raba digno del apodo de La Víbora, que reciente¬
vale. ¡En cambio, yo veo motivo de veras cuando
mente le habían puesto. Baldeón se lo había adver¬
me gusta la hembra de otro o a otro le gusta la mía!
tido: —¿Y si ella no te quiere?
—Óyeme, Alfonso: La Víbora te anda rondando
—Si me ve que soy el que pego más duro, sí me
a la Márgara. Vos verás lo que haces, pero creo que
quiere. Si es mía se queda conmigo, si de otro, sólita
desde el primer envión debes plantarlo. Hasta ahora se me viene.
no te he visto recular...
Curiosos unos, interesados otros, muchachos,
—Claro, hermano. ¡No te preocupes: esta no¬
mozos y viejos, desfilaron por los portales, olfatean¬
che o me pega en buena ley, o se le quita la
do la trompiza. Alfonso en compañía de Alfredo,
palanganada!1

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
llegó a la esquina y de allí envió recado a Moneada,
—¿Te acuerdas de cuando lo hicieron jugar al
pidiéndole que saliera. Un poco pálido, sonreía sin
taitaco? afectación. No se sabía cómo, todo el barrio parecía
—¡Cómo voy a olvidarme!
enterado. Se abrían ventanas y a las puertas de los
A Alfonso no le preocupaba demasiado la posi¬
solares, salían muchachas, mujeres —algunas con
ble variación de Margarita: en unos cuantos meses,
crío— y hasta veteranas. La noche era clara y de
empezaba a aburrirse de ella. Si peleaba, sería por la
lechosas nubes bajas. Moneada, al allegarse, les
hombría. Él y Átfredo habían vuelto a hacerse fami¬ estrechó la mano.
liares de la Artillería. Visitaban, con tácito consenti¬
—¿Qué pasa. Cortés? ¿Dizque vienes hecho el
miento de Jacinta, la madre de las muchachas, a jaque1 conmigo?
cualquier hora. Se había acariciado con Margarita, a
—Nada de eso, el que busca, busca pegar y que
solas, sin que hubiera podido llegar a más allá. Pero le peguen.
no era la dificultad en hacerla suya lo que lo desga¬
—No me hago el sordo a esas llamadas. Pero
naba. Es que leía y-que sus inquietudes musicales
dime ¿por qué estás bravo conmigo?
crecían. Amigas de sus hermanas, blancas, educa¬
—No te hagas—terció Baldeón— Todo el mun¬
das como él, le coqueteaban. Besaba a Margarita, se
do sabe que estás queriendo atravesarte entre éste
miraba en sus ojos, juntaban sus frentes, cuchi¬ y su muchacha.
cheando: y él se sentía solo. No, no podía llegar a su
—¿Y qué? Si el gusto de uno es libre. En ella
alma la pobre lavanderita querida. Se reprochaba está resolver.
por ello. Margarita se quejaba:
—¡Ajo que tienes concha! —volvió Alfonso—.
—Alfonso, vos ya no me quieres.
Pero yo, como macho, no consiento que me enamo¬
Podía insensiblemente irse alejando, pero, na¬
ren a la que ya está agarrada conmigo.
turalmente, no se la podía dejar quitar. Mucho me¬
—¿Y qué quieres?
nos de Moneada cuya insolencia atribuiría a miedo
—Jalarnos pues a los golpes.
el que le cediese el sitio. Pelearía; cambiaría con él
—Ya que busca... ¿Aquí mismo?
unas buenas trompadas. Él creía lo mismo que Al¬
—No porque llegan en seguida los pacos. Va¬
fredo, quien opinaba:
mos a la calle Independencia, detrás del Hipó¬
—Dicen que es cangrejada pelear por una dromo.
mujer, habiendo mujeres a patadas. Vo digo ¿si no
El círculo de espectadores se abrió y formó cola
es por las polleras, por qué se va a pelear? ¡V a mí
tras ellos que iban sacándose ya las chaquetas. Die-
1 palanganada: balandronada.
1 hecho el jaque: hecho el bravo.

-112 -
-113-
ron la vuelta a la interminable cerca de zinc, en la i El pecho y los hombros eran mole; la cara no.
que faltaban muchas planchas, robadas a media ] Remachó, remachó, tres, cinco, diez veces en una
noche. súbita encendida. Daba en el blanco porque al otro
—¡Aquí sí pueden darse hasta que uno de los lo cegaban la rabia primero y la sangre después. La
dos renuncie! cabeza no servía sólo para el sombrero; servía para
Un estibador a quien apodaban Verrugate, que golpear. Vuelto bestia completa la inclinó y como
conocía a ambos contendores, y cuyos hombros los carneros topadores, se le lanzó de lleno contra el
cuadrados le daban la autoridad de media calle,: pecho. Lo oyó hipar á lo que caía.
asumió con asentimiento general, la libre justicia —¡En el suelo no! —se metió Verrugate.
del encuentro. —Si no voy a darle. Si quiere más que se pare
—¿Qué hubo hermano, estás aculado? —dijo Alfonso.
—preguntó Alfredo. Los brazos se le doblaban de cansancio.
—No todavía. Tenme el saco... también la ca¬ —¿Quién lo hubiera creído capaz al blanquito?

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
misa. Bragado había sabido ser.
Verrugate los puso frente a frente, desnudos de Emilio se acercaba blanqueando más el ojo y
medio cuerpo arriba, de ocre barro Moneada y Al¬ una voz de chico gritó:
fonso más pálido que hacía un momento, pálido —¡Ah, Malpuntazo, ya ganó la pelea tu cuñado!
hasta blanquear, el moreno, en la sombra. El estiba¬
dor les hizo darse las manos.
—Empiezan cuando les grite "ya”- Pero advier¬
to: cuidao con pegar al que esté en el suelo. ¡Cual¬
quiera de los dos que pegue al caído, ahí le pego yo!
Dejó cuajar el silencio un momento. Alguien
averiguaba en voz baja:
—¿Quién es el que anda con el blanquito?
—El Rana Baldeón, uno que estuvo peleando en
Esmeraldas.
Repentinamente tronó Verrugate:
—¡Ya!
A los cinco minutos a Alfonso le sabía salada la
boca del labio partido. Veía verdosas estrellas con el
ojo izquierdo golpeado. ¿A qué diablos se metería?
La noche se le había vuelto rojiza ante el ojo sano.
Moneada era mucho más corpulento que él. Sus
trompadas eran mazazos. Bajo el puño de Alfonso,
su pecho, sus hombros resultaban una mole. Oía su
acezar furioso y veía sus labios ferozmente reco¬
gidos.
Desde la escuela había peleado Alfonso, pero
nunca con tanta desventaja. ¿Y por qué creerse
vencido? ¿Qué diría Alfredo viéndolo retroceder? ¿Y
Margarita, qué diría cuando dijeran delante de ella
que Moneada le pegó? ¿Con qué cara volvía al
barrio? Lo oyeron roncar.
—¡Maldita Víbora!

-114- -115 -
—Se busca otro trabajo, pues. ¡Cómo lo van a
dejar profanar así!
—¡Es que es una vaina eso de andar de parte en
parte viéndoles las caras a tantos! ¡ Dicen que uno es
veleta y piden certificados!
—Entonces aguántense, claro, tienen razón. Y
esperen, a que Mano de Cabra les ponga una vela en
la nalga.
IV —Es que solamente es malgenio: no es mal
corazón, el hombre. Ya ve los suplidos que ade¬
LOS APUROS DE lanta...
MANO DE CABRA Alfredo se encogía de hombros y no seguía la
1 conversación. Podía ser o no ser bueno, pero para

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
tratar a los oficiales era una bestia. Les tiraba a la
El tarro de hojalata del esmeril cayó al suelo y el cabeza por cualquier causa el primerfierro que tenía
pequeño ruido, aun entre la bulla del taller, hizo a mano. Cierto que también trataba mal a los obre¬
girar el cuello de vasta papada, de Mano de Cabra. ros y a los mismos maestros, al blanco Calderón, el
El aprendiz Daniel, que, sobre un banco restregaba tornero, o a Chérrez, el jefe de fragua. Evidentemen¬
con la pomada una pieza de acero, se agachó azora¬ te sobre los oficiales —que eran numerosos, pues
do a recoger; ello lo salvó de una rotura de cabeza, con el pretexto de que eran muchachos aprendien¬
pues una llave de tubo volaba hacia él por los aires, do el oficio, les pagaba salarios ínfimos— llovían
juntamente con la carretada de maldiciones del con más frecuencia sus insultos y exclusivamente
maestro. sus puntapiés o porrazos.
—¡Ah, hijo de una gran perra! ¡Como no son El sudor le chorreaba por el estómago. En el
tuyas las cosas, ni eres vos el que pierde, tratas todo yunque más chico de los dos que había en el fondo
como tus sucias patas! del covachón, machacaba, con un combo mediano,
Daniel era pálido, de hombros estrechos y ojos un fierro al rojo. Los brazos de Alfredo, ya nudosos,
negros que parecían de turco o de muchacha. Silen¬ se elevaban y bajaban, asestando firmes los golpes.
cioso, continuó esrherilando: de cerca hubiera podi¬ Su ritmo era lento e igual.
do verse en su boca una mueca de rabia y llanto. Y si Con ojos grandotes se detuvo. ¿Qué brutalidad
el abejoneo del taller lo consintiera, se habría perci¬ hacía? Le habían encomendado achataren determi¬
bido la semejanza que adquiría su respiración con el nada forma. Y por atender al requinteo que le pega¬
sordo resoplar del fuelle. ron a Daniel, y pensar en las pellejerías1 de Mano de
—¡Que fuera conmigo!... —rezongó Alfredo. Cabra, había estado, desde hacía un rato metiendo
Lo había visto todo. El no lo aguantaría. Y Mano en la fragua el fierro, sacándolo y golpeándolo, tan
de Cabra lo sabía ya. Por eso no se metía sino ape¬ maquinalmente que lo redujo a una especie de mu¬
nas con él. Así son todos los bravos: cuando se les ñón, hasta sangriento por estar vivo de brasa.
planta, reculan. Pero a él no lo enfurecían solamente —¡Malhaya!
sus propias cosas. A Daniel, a Mesa, a Pirata, les Y empezó a corregir sacando una puntita de la
tenía pena. ¿Cómo iban a soportar así? Por su mis¬ lengua, cornos los escolares en la clase de escritura.
ma culpa se envalentonaba el gordo. ¡Que no fueran a darse cuenta! Tendría que armar
—¡Hasta les mienta la madre y se quedan su chivo con el gordo. De un momento a otro podía
callados!
—¿Y si nos bota si brincamos? i pellejerías: contratiempos, molestias.

-117-
-116 -
acercarse. A cada instante dejaba lo que hacía para traves de las paredes, lanzaba su voz chillona, tan
dar un recorrido. aguda que resultaba ridicula por su falta de acuerdo
con las iras de su dueño y con su corpachón
—¿Cómo va el trabajo?
Ahora, de reojo, y aunque la fragua lo tenía Al, “T¿Qué, dices vos —le decía El Pirata a
Alfredo—, el maestro será maricón?
encandelillado, lo vio que se movía en una de sus
¿Yo qué sé? Pero no parece.
vueltas habituales. Metía su corpachón, vestido de
grasiento overol, más sucio en la cima de la panza, —Yo les voy a explicar de veras lo que pasa con
entre las mesas, de pie ante las cuales trabajaban ¡f* había intervenido el viejo Chacón—. Conozco a
los obreros. Se detenía a escuchar el ronco zumbar Mano de Cabra desde tiempísimos. Lo que dicen
de la banda de transmisión del torno y a observar ustedes ¿no es por la voz y por el cuerpo achancha¬
do que tiene?
sus grandes ruedas negras. Atisbaba las altas repi¬
—Ah, ¿y qué es lo que le pasa?
sas, tan tiznadas como él, y atestadas de una confu¬
sión de piezas de hierro y bronce, de variadísimas —Mano de Cabra no es de la ciudad. Hace años
formas, que conocía tanto que sabía cuándo y dón¬ era teniente político de Jujan. Una vez para la fiesta
de faltaban el último remache. del patrón del pueblo, una meca que había ¡do de
—¡Ajo, que no se puede desamparar esto un Guayaquil, le pasó una de esas que llaman de garro-
minuto! A ver Pirata vos que manganzoneas de este tillo. Lo curaban con jugo de limón y con cáscaras de
lado ¿dónde has metido el piñón cono y la caja con maduro calentadas. Ya le estaban carpinteando la
los rulimanes del camión Wichita de La Roma? caja Lo trajeron al hospital y al fin se sanó pero
—Ahí estaban... quedo capado. Ya saben, no es maricón; lo que hay
es lo que les digo. y
—Ahí estaban... —lo remedó— ¡pero ya no
J-Pero si tiene mujer.
están!
El Pirata, rascándose a la altura del estómago, Chacón arrugó más la cara maliciosamente:
donde le daba comezón la soga con que, en vez de —Si, y por eso es el malgenio y lo amargado
cinturón, se amarraba los pantalones, metió la ma¬ que anda todo el tiempo. Ella ha de pedir ¿y él que
va a dar? M
no en la ferretería de la repisa y se volvió triunfante,
—¡Está fregado!
con el guiño de la picardía que lo caracterizaba y
originaba su apodo. Debía ser feísima tal situación, pensaba Alfre¬
—Ya vio como están aquí, maestro. do. Si a el le pasara, se mataría. No comprendía
—Ajá, es queuomo revuelves todo. como se podía existir, siendo hombre, sin loqrar
—Más, ¡de gana le habla a uno! que la mujer, saliendo de los brazos de uno se des¬
—¡Ya te callas! perece agradecida y gozosa, como lo hacía Felipa de
ios de el, susurrándole al oído:
—Lo que debía hacer es comprar guaipe1 que
aquí no hay con qué sacarle el tizne a un fierro ni —¡Mi querido, mi machito, qué bruto eres!
limpiarse los dedos. Sin necesidad de sacarla a cuarto, llegó a hacer-
—Sí, ¿no señorito? ¡Limpíatelos con los calzo¬ suya. Tener mujer de asiento siempre es pesado
nes de tus ñañas! siendo tan joven. Además, comprendía que no la
Los demás rieron y hasta Alfredo sonrió, admi¬ quene suficientemente para unírsele. Claro que no
rándose de que le hubiera salido una broma, aun¬ era tacañería. El le daba dinero, cuando podía, ya de
que grosera. Porque lo que no le faltaba a ninguna costumbre. Alquilo un cuarto en la calle Santa Elena
hora era malgenio. Jamás una obra lo satisfacía. Fph>!S?,PaSar0n,muy buenas horas- La P^mera vez
Reáidía en una covacha vecina al taller. Desde allá, a ,° y_,a 6 e Parecler°n auténticas las prue-
rob Jm W6,^6 an,eS nunca- Su cuerpo
1 guaipe: del inglés wape, estopa.
usto, redondeado y duro, no era terso como él

-118 -
-119-
yerba y los muros de enredaderas: por allí un piar
recordaba el de Trifila Mina, sino con asperezas furtivo.
insospechadas. No había andado vivo Alfonso con —Paz... —dijo él.
Margarita. Pudiendo haber hecho lo mismo que él Los ojos de Pepina sonrieron. Apoyaba la mano
con Felipa, más bien se separó, a poco de la pelea en la cabeza del perro, acariciándosela.
con Moneada. A él le dijo que la lavanderita lo fasti¬ —¿Ha leído, Alfonso, a Dante Alighieri?
diaba. Riñó de puro capricho. ¡Y para eso hasta se —Sí, lo malo que en una traducción en prosa.
jaló a los golpes! A veces no entendía a Alfonso. Usted que es italiana lo habrá leído en su propia
lengua.
2 —Yo no soy italiana. Soy muy criolla. Mi madre
también era ecuatoriana. Sólo mi padre es italiano.
—¿No estudias? Pero sí sé el idioma, es muy fácil. Bueno, le pregun¬
—No. A la noche, o a la madrugada. Voy a oír taba si lo ha leído, porque a mí me entusiasma el

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
piano. episodio, eso de Francesca, ¿sí recuerda? Por el aire
—No vengas tarde, cuidado llueve... y Leonor vacío, como vuelan las palomas, van los amantes
sonrió. unidos en un beso eterno por la eternidad. Yo hubie¬
Alfonso marchó rápido por las calles. Las come¬ ra querido que me pongan el nombre de Francesca,
tas en el aire lila, volaban solas. Si se alcanzaba a ver pero me pusieron el que tengo porque la madre de
alguno de sus hilos perdidos, era la punta devanada mi veterano lo llevaba.
del ovillo del sol. ¡Cuánto había amado las cometas! Alfonso le dijo que había leído una traducción
Aún las quería. Antes de entrar al colegio, se cons¬ española en verso del trozo de "Francesca", del
truía él mismo unas pandorgas1 altas, de su tamaño. pqeta mexicano Antonio Flores, pero por desgracia,
Con una humildad que no sabía como era, a la vez voluntariamente infiel, como algunas mujeres. Pe-
soberbia, y que le inspiraba todo lo de su tierra, las pina se rió y le pidió que si la tenía se la prestase.
empapelaba oro, azul y rojo. —¿Enseñan literatura en su colegio? A mí me
¿Le silbaría al profesor Albert la música que gusta la poesía más que la música. No soy buena
todo el día le había murmurado en los oídos, límpi¬ heredera del viejo ¿No?
da desde su interior? No, no valía. El maestro se —Sí enseñan literatura en el Rocafuerte, pero
reiría. Y también se reiría Pepina. Llegó a la puerteci- tengo que confesarle una cosa: no sé si será por la
ta verde y de rejas, del jardín del chalet. literatura misma o por la manera como la enseñan,
—No está papá, Alfonso, pero espérelo. pero yo le tengo odio a esas clases. La música, en
—Más-bjen regresaré. cambio...
—Como guste. Ya mismo ha de venir. Vamos, —¿Por qué? ¿Qué son? ¿Son aburridas? Yo de¬
mejor entre. , . seaba estudiar en el colegio pero papá no quiso.
Alfonso, colegial de pantalón recién alargado, Aquí las muchachas no estudian secundaria y él
había dejado de ser tímido con las muchachas. dice que si yo fuera al colegio escandalizaría, y me
—Quedémonos aquí en el jardín, hace fresco. apodarían la bachiche1 bachillera...
Pepina jugaba con un perrazo lebrel, de piel Se esforzaba Alfonso por apartar la mirada que
castaña que se encogía nerviosa. Se oía el viento en sin querer volvía hacia sus senos, que la blusa disi¬
los saúcos, en los muyuyos y en una acacia que la mulaba poco y cuya blancura se suponía por el
humedad invernal encendía en flores. Vagaba den¬ cuello y los brazos de Pepina. ¿Estaría enamorado
so olor de diamelas. La dulce quietud de la tierra de ella? No podía ser. Le gustaba, le tenía simpatía.
emanaba de los arríales, los rincones tapizados de
1 bachiche: ecuatorianismo por italiano.
1 pandorgas: cometas.

-121-

-120 -
Al amor hay que pedirle mucho más. ¿Para qué destellar de las luciérnagas. La brisa nocturna metía
repetir lo de Margarita? La enamoró ilusionada¬ una punta de olor a aguacero en el aroma de las
mente. Obtuvo que le correspondiera, obtuvo sus diamelas.
besos. Al fin se aburrió, sin remedio. Margarita tenía —Va a llover y no viene papá. ¿Nos entramos?
espíritu, pero Pepina demasiado. Era parlanchína; —Ahí creo que llega.
Albert acertaba al denominarla bachiche bachillera. Albert se acercó sonriente a su hija y Alfonso.
¿Qué le inspiraba? Su bigote, barba y cabello, que usaba corto, eran
—¿En qué piensa? ¿Por qué se queda callado? rubios rojizos. Tras los cristales de los lentes sin
—En nada, la oía. aros, sus ojos azules miraban con limpidez infantil.
—¿Hablo demasiado? Así dice papá. ¡Pero qué Daba clases de música, particulares y también ense¬
quieren! La lengua es para hablar. No voy a dejar naba en el colegio. Allí lo había conocido Alfonso.
que le críe moho a la mía. La mía es grandota, Albert le atribuyó especiales disposiciones ar¬
grandota c<*mo la tuya ¿verdad, Hatschis? tísticas en bruto. Al conversar, le fue simpático. Lo

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
El lebrel ladró ronco y Pepina, familiarmente, invitó a su casa. Le presentó a la hija. Conversaba
en el banco donde estaba sentada, cerca de Alfonso, con ambos largamente. Tocaba para que lo oyeran
le cogió la cabeza con las manos y le miró los ojos: los dos muchachos, y para oírlos, sus clásicos, a
los tenía el lebrel enormes, dorados, en nada pareci¬ cuya cabeza ponía la cumbre de Beethoven. Enseñó
dos a los de una persona, mas tan chispeantes, de a Alfonso a amar a Beethoven.
lucidez, que hacían imaginar una inteligencia no Oyeme, Alfonso, un consejo: nunca vayas a
humana, de un ser de otro planeta... la porquería esa de la ópera. En mi país gusta mu¬
—Oiga, Pepina. cho, ma...
—¿Qué? ¿Se me va a declarar? \ Y meneaba la rubia y rapada testa.
—No, no lo he pensado... todavía. Oiga esto que Alfonso, vivió tardes de éxtasis. La salita, con
silbo... ventanas de reja volada, a cuyos hierros se entrela¬
Silbó de corrido aquella especie de melodía zaban esas flores que crecen en varas y que se
oscura, en partes jubilosa, en partes melancólica, llaman estefanotes, era henchida por el pienso mila¬
con ecos de yaravíes serranos y de danzones ne¬ groso. Contra su propia suposición primera, no se
gros, acudida sin saber de dónde a su mente. Pepina había enamorado de Pepina. Claro que ella esparcía
tenía unas menudas pecas en la frente y en las el embrujo de su femineidad en torno. Pero él la
mejillas. Un puntito de luz lloviznada le fulgía en consideraba como una a modo de exteriorización
cada uno de los negros ojos: ya no quedaba frivoli¬ tangible de la música. Separaba la atracción que su
dad en ellos. Al terminar, Alfonso creyó sentir que lo cuerpo, joven y sensual, le producía, de la ¡dea del
^ había entendido. amor, para el que tenía una espera testaruda y ro¬
—¿De quién es eso? Es nuestro y no es pasillo. mántica.
¿Tenemos acaso músicos? Es hermoso, aunque ex¬ Cuando Pepina le contó que Alfonso le había
traño. Hace evocar la sierra, pero también suena a silbado una música hecha por él, sacada de su cabe¬
sol y a negrerías. ¿Dónde lo ha oído? za, le dijo:
—En ninguna parte, yo lo he hecho. —¿Cierto, oye tú? A ver repítelo.
—¿Usted? ¿usted escribe música? Al escuchar, Albert, reduciendo la exageración
—No, si no sé. de su hija, no halló ningún prodigio, pero se emo¬
—¿Entonces cómo compone? cionó de la fuerza original que se revelaba en aque¬
—Oigo, oigo dentro, lo recuerdo y lo silbo. llos sonidos, los que quiso copiar en notas. Con
—¡Es brutal! No lo hubiera supuesto. algún trabajo lo lograron. Alfonso pudo oír en el
En los arriates ensombrecidos volaba el verde Piano, fuera de él, lo que hasta allí había sido sólo
ensueño interior.

-122 -

-123-
3 pata^etaf P°C°’'Y qUe n° ,e vaya 8 dar aquí ,a

Los pitos de las fábricas culebreaban unos tras Mano de Cabra hizo la última inspección a la
otros por el barrio del Astillero. Nunca daban la hora fragua apagada, el torno parado, las mesas sobre
de salida al mismo tiempo. as que tintineaban las herramientas que soltaban
—¿A cuál se cree? ¿Son o no son ya las doce? os obreros. Alfredo salió, hallándose con que Al-
Barco, otro de los aprendices, que trabajaba en fonso lo esperaba a la puerta. Se oía gritar a un
la mesa al lado de Alfredo, le contestó: vendedor de chicha. Un sol de castigo tostaba las
—Una cosa dice la muía y otra el carretonero. yerbas y el polvo de las calles del barrio obrero
Para nosotros desde que pita El Progreso, que es el suene1 oso en el intervalo de descanso del medio
primero, ya es hora. Para Mano de Cabra no lo es día Alfonso no vestía el uniforme del colegio; anda¬
ba de corbata.
hasta que pita La Universal, donde son más angu-
rrientos y tienen el reloj atrasado. Hace tiempísimos que no nos veíamos. ¿Qué

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
te has hecho?
—Nos roba un cuarto de hora lo menos.
—Como una hora diaria, contando entrada y . ¡Por a^*- Quería contarte una cosa: estoy tra¬
bajando. 7
salida, mañana y tarde.
—¡Así es como hacen plata estos gran perras! —¡Ajá, macanudo! ¿Dónde?
De todas maneras ya el retraso le había hecho —En una oficina de cacao, allá por el Malecón.
fracasar su propósito, que era pararse en la esquina Bien hecho, si ya era hora de que te em¬
plearas.
a la hora que salieran las empaquetadoras de ciga¬
rrillos de El Progreso. Entre ellas, una le gustaba y Esto de estar estudiando sin medio en el bol¬
había empezado a picarla. Varias mañanas acudió a seo es una vaina. No hay como tener qué gastar
—Seguro.
verla entrar. Ella también comenzó a sonreírle y a
virar hacia él la cara cuando la seguía. Alfredo no se Hombre, y yo también estaba por verte para
había fijado antes en otra mujer tan guapa: era contarte otra cosa. ¡A que no adivinas!
—No. A ver, cuenta.
blanca, rosada, de cabellos y ojos negros y con un
cuerpo estupendo. Oportunidad de hablarle es que —Margarita se largó con Moneada ¿no sabías?
escaseaba: su camino era corto pues vivía cerca, a Ah, ¿sí? Bueno, a mí nada me importa ya, tú
tres cuadras, en el chalet de caña al lado de la caba¬ sabes, pero me parece que ha hecho una gran tonte¬
lleriza de La Florencia. ra. Ese Víbora es un desgraciado. No le ha de ir bien
con él. ¡Pobre muchacha!
—¡Condenado Mano de Cabra!
—¿Qué hay, Alfredo? ¿Salimos? Pensó con una ternura irremediable en la lavan-
Se volvió colérico, reconociendo la voz de Mal- denta que otros días lo amara. Sin duda eran incom¬
puntazo que desde hacía dos o tres meses había patibles. Pero siempre hay no sé qué de pena en las
cosas que pudieron ser.
ingresado también de oficial al taller. Cuando Jacin¬
—¿Y cuánto ganas?
ta lo trajo. Mano de Cabra le chilló:
—¿Y de qué va a servir este mastuerzo, señora? —Ciento veinte hasta que aprenda a escribir en
maquina.
No ha de tener sino diez años. Póngalo a la escuela.
—No crea, señor Ortega, si tiene trece. Lo que Se encogió de hombros.
—¡Qué ajo!
hay es que se ha quedado revejidito. El pobre sufre
—¿Por qué lo dices?
de mal. ¡Pero es vivo!
—Déjelo, pues, aunque sea para guaipero1. Eso —Pensaba en Margarita.
—¿La quisiste?
1 guaipero: que limpia con el guaipe.
—No, no la quise...

- 124-
-125-
Se despidieron porque ambos tenían que ir a —¿Tü eres el hijo de Alfonso Cortés? ¡Estás un
almorzar para regresar a los trabajos. hombre grande, muchacho! ¿Y en qué te ocupas?
—¿Nos vemos el sábado? ¿Estudias o trabajas? ¿Y tu mamá y tus hermanos?
—Sí... pero no, hombre, mejor el domingo para Creo que ustedes eran varios ¿no?
irnos a jugar carnaval. Es el primer carnaval que voy Alfonso le dio promenores y le explicó lo que
a pasar con plata, hermano. venía a pedirle y por qué, sin exagerarle ni ocultarle.
—De veras. Ya estuvo. El viejo se emocionó* tal vez sincero.
Alfonso se alejó, buscando la sombra de los —¡Si me parece ayer! Éramos como hermanos
portales. La piel de Margarita era dorada y tan fresca con tu padre. El panzón, le decíamos, los de la esqui¬
que cuando él, en las noches en que se sentaban a na de Chimborazo y Bailón. Y tú eres igual a él. ¡Me
conversar en las alfajias arrumadas en la calle frente has evocado la juventud! Qué broncas las que ar¬
a la covacha, le acariciaba las piernas, sabía decirle mábamos de barrio a barrio, catedráticos y merce-
que esa frescura en las manos le quitaban la sed, darios...

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
igual que beber agua. Le iba a ir mal con La Víbora, Una tarjeta de recomendación y una llamada
de seguro. ¿Sería culpa de él que se hubiese metido telefónica bastaron para obtenerle el puesto.
con Moneada? Mas no, ¿por qué? ¿No le cerró el ¿Cómo decírselo a Leonor? Iba a serle doloroso.
paso hasta a trompadas? Y qué sorpresa le causó a Tampoco podía soportar más. Imposible seguir to¬
él mismo, el haberlo derrotado. Semanas anduvo lerando el lento sacrificio que hacían para que él
con la cara hecha cisco La Víbora. Le contaron que terminara los estudios. A! comenzar, quizás aún era
había dicho que él no era hombre que se quedase admisible. Era un niño y su sueldo hubiese sido
así; que de sorpresa, haciéndose primero el inútil y irrisorio. Las costuras abundaban y eran mejor paga¬
encendiéndolo a la descuidada, era que Alfonso das. Actualmente se ganaba mucho menos y la vida
había podido tumbarlo, pero que se cuidara. era más cara. Al pellizcarle los brazos a Paca la
Se recordó deí taitaco y de Reinaldo Pizarro, hallaba adelgazada; en cuanto a Carmela era un
previniéndose que no lo sorprendería La Víbora. espectro. ¡Y cómo encanecía a ojos vistas su madre!
Se prometía un carnaval regular siquiera. Lo —¿Cómo vas a abandonar los estudios,
había calificado de juego estúpido. Hoy le parecía Alfonso? Pase lo que pase, tienes que ser algo en la
que esa opinión fuera como la de las uvas verdes. vida. ¡Hay puesta en ti tantas esperanzas!
Sin dinero para divertirse y resuelto a no aceptar un El hule de la mesa de comer, aunque lavado y
centavo de la madre —trabajo sagrado— con fines corcusido, era una hilacha. De codos en él, Alfonso
tan superfluos, trataba despectivamente lo que veía se sostenía la frente, escuchando el tic de la piedra
fuera de su alcance. Esta ocasión las cosas serían de filtrar del tinajero, como si las gotas le cayeran
distintas. Su sueldo era pequeño y se lo entregaba dentro del cráneo. El café del desayuno había vuelto
íntegro a Leonor, pero podía, sin cargo de concien¬ a ser sin leche. Por no pagar varios meses de arrien¬
cia pedirle algo para satisfacer ese viejo anhelo. do, les pedían el departamento. El traje rojo, el
La mañana en que quedó empleado fue un ins¬ mejor de los dos de Paca, tenía las axilas mancha¬
tante de gozo. Para él se tornasolaba el iris de la pila das y los codos gastados. ¿Cómo seguir de señorito
de la plaza de San Francisco, espumeaban de sol las mantenido por fomentar esa esperanza, a lo mejor
toldas de lona de los almacenes; para él repicaban loca? Sus hermanas tenían poquísimas amigas, no
alegres campanillas las herraduras de los caballos iban al cine, no bailaban nunca: coser, coser, ir a
de los coches en espera, con sus negros durmiendo misa los domingos ¿era eso juventud?
en los pescantes. Sin que Leonor lo supiera, había
ido al estudio de un antiguo amigo de su padre,
abogado de cómoda situación social.

-126-
-127-
4
somos amigos!
Desde una varenga, una lámpara ahumada,
La pelota —un blery 1 nuevo— pateada por Al¬ mal alumbraba el cuartucho de tumbado de tablas
fredo tropezó con fuerza en los cables del tranvía pegado contra las cabezas. Las paredes eran de
eléctrico y regresó como proyectil a rebotar al suelo. caña sin empapelar. Un catre de fierro con un petate
El Pirata, cuadrándose, quiso recibirla y se enreda¬ y con el mosquitero recogido, un baúl, una mesa
ron de pies. Arriba de ellos, era una mesa hermética coja, arrimada a un rincón, y sobre la cual había
el edificio de La Florencia, contra el claro cielo noc¬ libros, constituían todo el moblaje. Los obreros y
turno, y la chimenea ancha semejaba una caseta. aprendices reunidos allí, se sentaban en la cama, en
Barco se impacientó: el baúl y algunos hasta en el piso, conversando con
—¿Qué hubo? ¿Van a pasarse la noche como un recogimiento tan grande que a Alfredo le dio
muchachitos, pateando la cangrejada esa? ¡Ya es de risa.
que entren! —¿Qué pasa con este municipio roba chan¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Espérate, ya vamos. Eres un anciano perfec¬ chos, que sesiona tan en secreto como un
to, Barco: y tienes diez y ocho años. ¡Tírate ai río! conchavo1 de brujos?
—¡Velo al nene: busca tu mama que te dé a —¡No interrumpas, majadero!
mamar la teta! —¡Vea que son zoquetes! ¿Para qué dizque
—No ¿para qué, si más me gustara que me la dé dejan entrar este peje-sapo aquí? ¡Lárguenlo!
tu ñaña? Se refería a Malpuntazo, que sentado entre los
Con secos estallidos bajo las puntas de las bo¬ demás, clavó su ojo blanco en Alfredo, con rabia y
tas, la bola brincaba por la polvareda. Barco, de temor de que lo fueran a hacer salir. Chacón ío
overol nuevo, las manos casi limpias de manchan defendió:
de lubricante, peinado pulcramente con raya a la —¡No seas mal corazón, Baldeón! Aunque biz¬
entrada del cuarto puerta a la calle, del viejo Cha¬ co, también es trabajador este pobre. Y él sufre
cón, insistía, sin alterar su habla pausada: doble injusticia: la de los patrones, como todos no¬
—Al fin ¿entran o no entran— Ya los demás sotros, y !a de Dios que lo ha hecho así.
están todos. —Dios no lo ha de haber hecho a éste, sino el
En buenas cuentas, a Alfredo no le interesaba chapijo —bromeó El Pirata.
mucho la reunión; bastante más le preocupaba, —Adiós ¿y no era tu cuñado? —le preguntó
mientras pateaba sin concierto la pelota, aproxi¬ Barco a Alfredo.
marse hasta frente al chalet contiguo a la caballeri¬ —Bueno, bueno, basta de latear. Vamos al
za. A su ventana se veía asomada, contemplando la grano.
noche monótona, a la cigarrerita de quien se había —Al fin ¿qué es lo que hay? ¿Para qué nos han
prendado en esos días. Su nombre era Leonor. Sa¬ hecho venir?
bía él que también la enamoraba Darío, el chofer del Las cabezas se alargaban en calabazas de som¬
Wichita de la fabrica, cuyo garaje estaba en la vecin¬ bra sobre las cañas. Alfredo descubrió repentina¬
dad. Desventaja para Alfredo que se aumentaba con mente y le causó un malestar humillante, que la
la cercanía de la covacha donde vivía Felipa y con la mandíbula inferior hundida y, especialmente, los
lengua chismosa de Malpuntazo. belfos moraduzcos, de Malpuntazo, guardaban un
El Pirata recogió la bola con las manos, la azotó disimulado parecido con la pequeña jeta de Felipa,
dos o tres veces contra el suelo y declaró sin gana: que ella tenía la costumbre de pintarse sólo en par¬
—¡Bueno, hay que ir. Si no vamos, dirán que no te, a fin que, de lejos se le creyera la boca menos
1 blery: vejiga interior de las viejas pelotas de fútbol. 1 conchavo: barbarismo americano por conchabo = reunión, acuer¬
do.

-128-
-129-
grande. El ojo más pequeño de Malpuntazo se pare¬
cía también a los de la hermana en su mirar igual al
del peje guanchiche1. Hizo una mueca de desgano.
¿No sería que le notaba el parecido con Emilio y la
hallaba fea, comparándola con la que ahora le
gustaba?
—¡Yo creo que, bien palabreados, todos po¬
dríamos, si a mano viene, hacer huelga! ¡No nos V
aguanta Mano de Cabra! ¡Lo quebramos!
—¿Hey? ¿Qué dijeron? ¿Cómo es eso de hacer LA HERMANA
huelga? ¿Por qué?
1
—¿De dónde caes, idiota?
Le explicaron que la reunión había sido hecha Para Alfonso, desde que amaneció el domingo

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
para discutir qué harían, sabiendo que Mano de principió el jaleo. Viendo venirse sospechosamente
Cabra había asegurado, en la pulpería2 del gringo a Paca, se sentó de un salto en la cama, tirando la
Reimberg, que los negocios andaban muy malos y colcha. El dormitorio, cerradas las ventanas, estaba
que iba a tener que rebajar los jornales a todos, aún en penumbra. Ella —la cabeza cubierta de nu¬
maestros, obreros y oficiales. Alfredo frunció el ce¬ dos de cintas, con las que se rizaba todas las noches
ño. No se había imaginado que valiera la pena y que semejaban florecillas— se le abalanzó,
atender. riendo:
—¿Y qué? ¿Que pensaban que haríamos —¡Mangajo! ¡Que te desnudas delante de una!
huelga? Sin dejarlo ni replicar y sin fijarse en que se
—Ahá. ¿Qué te parece a vos? ' hallaba en pijama, le restregó, con sendos puñados
—Bueno, si la huelga se hiciera, yo estoy con de polvo de arroz, la cara, y le hizo masa los despei¬
ella en cuerpo y alma. Pero ni me gusta ni creo que nados crespos.
pueda hacerse con lo cobardes y desunidos que —¡Carnavalón, ñaño, carnavalón!
somos. ¡En el taller no es sólo a Mano de Cabra que Alfonso consiguió finalmente escapar y ence¬
le falta lo que contienen los pantalones! rrarse en el cuarto de baño. Abriendo de sorpresa, le
—¿Y entonces? arrojó una lavacarada de agua, que la ensopó de la
—Lo que yo aconsejo es que, si rebaja los jorna¬ cabeza a los pies.
les le cojamos entre dos o tres, resueltos de veras, y —¡Ajá, lo que es esta me le desquito! —y regre¬
le demos una pateada que no le quede ni el grito. só con el jarro enlozado de la tinaja.
— Estos niños han hecho la pieza un encharcade-
ro, mamá —denunció Carmela, y no concluía cuan¬
do el polvo que le metía entre el cabello Paca y el
agua que le tiraba Alfonso la convirtieron en una
\ máscara cuyo aire cómico de payaso, hizo contraste
con sus ojos, que eran bellos y de expresión dolo¬
rida.
—¡Muchachos, respeten a su hermana mayor!
—¡Qué mayor! ¡No te hagas la vieja! —dijo
Paca—. ¡Es carnaval!
1 guachiche: pez de río. —¡Paca! ¡Paquita! —clamaba Alfonso, tapiado
2 pulpería, americanismo por tienda. en el baño.

-130 - -131-
—¿Qué? olletas, los corrían, pegados los vestidos ai cuerpo,
—Te traigo dulces si me dejas salir sin con las caras contraídas en gesto de una fiebre he¬
mojarme. cha de alegría sensual y de furia. Sirvientes descal¬
—¿Sí? Quieres llegar flamantito donde Pepina zas; calatas1 de agua, pasaban como exhalaciones
Albert. ¡Pero, hijo, es mucho cuidarse para el ma¬ de zaguán a zaguán.
marracho que te ha de mandar hecho ella! —¡A la pipa de agua! ¡A la pipa!
No se avenía, alegando que la había bañado y Entre cuatro zambas, palpables tras la clara de
ella sólo lo empolvó, pero la renovada promesa de huevo de las zarazas de sus trajes escurriendo, alza¬
los dulces y la venida al dormitorio de la madre, ron a un mozuelo de unos trece años, de pantalones
acabaron por convencerla. de casimir bombachos, que al forcejear les mano¬
Después de almuerzo, Alfonso se fue a buscar a teaba las nalgas, y a pesar de su resistencia, se
Alfredo. Al pie de la panadería se desparramaba una metieron, llevándoselo, dentro del solar de una co¬
charca en que flotaba harina, por el portal hasta la vacha.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
acera. Desde la ventana de la casita, la hermana de Si te llegan a coger son capaces de cargarte a
Baldeón y su prima Laura, lo alcanzaron con medio ti también a la botija, esas arpías.
balde de agua. Él les tiró algunos de los globos de ¡Al catre es que yo me las remolcara!
goma de colores llenos de agua, de los que llevaba Alfonso quiso pasar por el chalet de Pepina, y
un montón en un pañuelo grande, atado por las por allí fueron, pero las maderas de la ventana vola¬
puntas. Alfredo apareció destilando y se marcharon da se veían cerradas y la puertecita verde con can¬
a jugar. dado. Por la verja, columbró el jardín, tranquilo a la
Baldeón apuntaba, con descaro, y con un tino sombra del acacia y los saúcos.
infaltable, sus globos de agua a los senos de Jas —Entonces vamos al barrio de mi negra
muchachas y se las oía reír a carcajadas nerviosas. Leonor.
Por precipitación, Alfonso erraba algunos. Iban em¬ —Primero pasemos por la casa de las Moreno.
papados y empolvados, pero el calor pedía más Eran las primas de Alfonso, hijas de Enrique,
agua. La sed se extendía de la garganta a toda la el hermano de su madre. Con alegre sorpresa, vio
piel. Los oídos mismos bebían el esparcirse de las que en el balcón y con fuertes huellas del juego,
jarradas. De las puertas brotaban traicioneros jerin¬ junto con María, Gloria y Piedad, se asomaba la
gazos. Bullicio de batalla de agua y polvo, se alarga¬ mismísima Pepina. Alfonso se acercó cauteloso
ba por barrios, se ahogaba en zaguanes y patios, se hasta la acera y empezó a aventarles globos, con
entreóhocaba en carreras, forcejeos y alaridos en bastante suerte o puntería. Pasado un momento de
los interiores de las casas. tiroteo general, se detuvieron de espectadoras las
—¡Con agua no, con agua no, que me hace otras y Gloria quedó frente a Alfonso, aparándole y
daño! —gritaba un catarroso, de nariz colorada. Un devolviéndole vertiginosamente los bombazos.
\ balde de agua que empuñaba con ambas manos Colgada sobre la baranda, con el busto entero echa¬
una serrana, que salió de una zapatería, ahogó su do hacia fuera, sus brazos se movían veloces. En la
voz, y luego lo hizo barbotar en maldiciones y estor¬ boca le florecía húmeda la sonrisa. Brillaban sus
nudos. ojos azules oscuros. La melena rubia se le sacudía.
—¡Cójanlo, cójanlo a ese futre que ya seco! El movimiento, y la respiración entrecortada, le co¬
—Pásame un poco de maicena. loreaban el rostro y le hacían brincar elásticos los
Bandas de muchachos armados de tarros se senos a los que se adhería la ropa, mojada, mode¬
apostaban en las esquinas. Diluviaban los balcones. lándolos.
Los policías huían mojados y embadurnados, e hile¬
ras de mujeres de los patios, con baldes, latas y 1 calatas: desnudas.

-132- -133 -
—Sube, sube, primito.
de jugar con esas cuatro muchachas, que entre sus
—¿Ah, sí? ¿Para llevarme a la bañera? ¡Buen
trajes encharcados, se hallaban como casi todas las
cándido sería! mujeres de la ciudad ese momento: desnudas.
—Por Dios que no te hacemos nada.
—Sólo un poquito de polvo y un chisguete.
2
—¿Cómo no iba a subir si Gloria lo llamaba? Allí
además, estaba Pepina, aunque ahora lo entendía
Malpuntazo se sentó, junto a la madre, en la
¿qué le importaba Pepina? Lo malo era que andaba
riostra de mangle de la puerta del patio. Ella, que
acompañado de Alfredo. Hacerlo subir con él, no
pensaba en algo o descansaba, mansos los ojos, ni
podía. El no querría, ni a ellas les gustaría: tenían
lo miró. Acababa de regresar de la casa donde coci¬
sus pretensiones. Mas, para eso era su confianza de
naba. Dejó sobre la cobija del catre su manta y vino
hermanos. Ese no se resentía por nada que provi¬
afuera a coger aire, pues la noche sin viento aplasta¬
niera de él. Se allegó a la esquina donde lo aguar¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
ba la covacha. Alrededor del tronco de la palma
daba. daba vueltas una luciérnaga. Ni una cana pintaba el
—Oye, hermano ¿me esperas? Tú no te calien¬
cabello lacio de Jacinta. Sólo su frente, sus mejillas,
tas, voy a subir. su cuello, cancagua india, se astillaban como las
—¡Qué me voy a calentar por eso! ¡Pero no seas cañas picadas de las cercas.
vivo! ¡Como dizque te vas a meter solo en esa
Mamá, ¿por qué no le metes su cueriza a
tigrera! ¡Te agarran entre tantísimas y te hacen
Felipa? ¡ Llorando a todo moco la bruta, ahí echada ■
masa! —¡Cállate!
—Allá está mi primo Enrique y seguro se hace Emilio molesto, torció el ojo hacia la bocacalle
de mi lado. para ver pasar el tranvía eléctrico, llevando a través
—Bueno, ya estuvo. Yo me voy al Astillero a ver
del barrio pobre un pedazo de centro. Chistaron dos
si juego con Leonor, esa que te conté, la cigarrera.
o tres golpes de timbre y se apagó el rodar. Los
¿Salimos mañana?
rieles se alejaban, pero se quedaban. De tarde, un
—Claro. Yo te voy a ver, como hoy.
chico rompió el farol de la esquina, de una pedrada.
Ni bien traspuso el portón Alfonso, cuando se
Las calles se veían blanquear como almidonadas: y
trabó la fantástica refriega. Las tres primas y la Al-
era sólo lodo oprimido por la tiniebla tórrida.
bert, como se lo anunciara Alfredo, lo empastelaron
¿Eres mal natural Emilio? ¡Cómo voy a pegar¬
de mixtura y polvo y le volcaron verticales baldes de
le tras lo sufrida que está la pobre! ¡Al perro ese del
agua sobre la cabeza. Enrique un muchacho delga¬
zambo Baldeón es que quisiera agarrarlo!
do, tres o cuatro años menor que él, se declaró
—¡Adiós! Si de veras quieres cogerlo, aquí a la
como había previsto, su aliado.
vuelta nomás está, conversando por la ventana con
El huracán de carrera por toda la casa, azotó Leonor la del chalet.
puertas, tumbó muebles, manchó alfombras y linó¬
—De malo lo hace, venir a enamorar a las vistas
leos, y esparció verdaderos torrentes. ¡Alfonso ja¬
de la otra. ¡Como si donde quiera no hubieran
más se supuso el incendio que aquello provocaba polleras!
en la sangre! Se presentaba sólo como furia de —Cigarrera es ella.
represalia, pero era mucho más: el perfume del
Pero la madre es aplanchadora como una. Y
polvo y el aroma del sudor femenino, las luchas
ella, lo único que tiene es ser de color lavadita
cuerpo a cuerpo que sin querer lo hacían rozar pun¬
Porque después hasta poto1 le falta.
tas endurecidas de senos, muslos y talles cimbrean¬
tes, manzanas cálidas de los bajovientres; y el agua,
el agua que calmaba el calor pero no la borrachera * poto: nalga.

-134-
-135-
—Así es que vamos yendo a requintearlo al lanudos! No la desamparó un minuto, hasta que le
cerró los ojos.
Rana... Otro tranvía cruzó la bocacalle sordamente, ilu¬
—¡No, si son ímpetus que me dan no mas!
minando de paso fango, bledos y cascajos.
¿Qué dizque voy a hacerle yo? ¡Vos estuvieras más
—Vea, mamá ¿quién será esa futre a estas
mayorcito! horas? Ahorita se bajó del eléctrico.
—Algún día venado, yo suelto y vos amarrado.
—j Hijo, pero si es Margarita! Hablando de ella...
Jacinta volvió a esconderse en su hosco silen¬
¡Hija, hijita! saltó, yéndole al encuentro, con las
cio. Desgraciado su vientre: Emilio salió maliento y piernas temblorosas.
ambas chicas habían corrido gallo. ¡A Margarita —¡Mamá!
quien sabe dónde la habría remontado el sinver¬
Se abrazaron y abrazadas entraron, haciendo
güenza de Moneada! Y hoy Baldeón, que siempre
crujir a sus pisadas el cisco del rellano del patio.
pareció buen muchacho, cometía su perrada aban¬
—¡Felipa! ¡Felipa, aquí está tu ñaña, ha vuelto

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
donando a Felipa ¡y en qué forma! tu ñaña!
Ella no les había ambicionado grandezas a las
Sin zapatos y en camisón, se levantó Felipa con
hijas. No soñó ni en que se casaran. Sin cura y sin
os ojos hinchados, que se cubrió con la mano, apa¬
político ¿no fueron felices con el finado Montiel,
rentando defenderlos de la luz del candil. Emilio,
toda la vida? Tampoco exigía dineros. ¡Si a ellas
que de tantos cocachos y aguantadas se había he¬
Dios las hizo pobres! Pero que al menos los hom¬
cho hipócrita, sólo de reojo se permitía contemplar
bres que dijeran quererlas resultasen consecuen¬
su alta grupa apenas velada, mientras las dos her¬
tes. Claro que de ellas mismas era la culpa por no
manas se abrazaban. Y reía bonachón.
darse a estimar. Ya ve Felipa, acceder a ir a encerrar¬
—¿Vienes de visita, ñaña?
se con Alfredo, en lugar de sostenerse en que, si la
Si mi mamá me coge, vengo a quedarme. No
deseaba, la sacara a vivir a su lado como su mujer
quiero nada más con ese bandido con quien para
propia. mal de mis pecados me metí. ¡Felizmente está en la
—Oye, Emilio ¿y es cierto que vos has visto por
' árcel y gracias a Dios ahí ha de seguir por tiempos!
el centro a Margarita?
—Palabrita de Dios.
3
—¿Con el hombre ese?
—Sí, la llevaba de gancho por allí por San Fran¬
Desde que dejaron las aguas anchas del
cisco. Ella andaba con la cara bien chapeada, con
Guayas y entraron al estero, para Alfonso fue una
vestido de seda y zapatos de taco alto.
sacudida. La tierra venía a meterse a su pecho en el
—¿No digas? olor a almizcle, a monte y a barro de barrancos. El
—Yo les hice la quimba por los estantes, para
motor de la lancha chocaba su golpe, contra las
que no me vieran. ¡Si al Rana le tengo tirria, a Mon¬
orillas. La corriente verdinegra arrastraba raíces,
eada donde le veo las patas quisiera verle la cabeza!
erbas o flotantes natas de ocres o morados póle¬
Debía ser enseñada por él la ingratitud de Mar¬
nes. En las copas gritaban pájaros. Se sorbía la vida
garita. Meses de meses, quizás más de un año,
directamente. Y a cada vuelta del cauce nuevas
habían transcurrido desde que se fue. Nunca dio
playas, con resaca de garzas y martín-pescadores,
señales de vida: ni un recado, menos venir. Y no
traban el horizonte, infundiéndole una calma vas-
sería porque temiera reprensiones o reproches. Sa¬ ta, algo como una presencia inmensa.
bía que Jacinta con tal de verla, se callaría. Lo que
—¿Cuántos años hace que no salías al campo?
ocurría es que así eran las hijas estos tiempos:
—Muchísimos. Desde que era chico.
¡cuándo ella con su vieja, allá en el pueblito de
Daular escondido entre los ceibos gigantes y

-137-
-136-
—Te va a gustar La Gloria. le brillaron en fuego los ojos:
—Ya sabes que ELLA me gusta desde hace mu¬ —¿Quieres que venga?...
cho. Siempre me ha gustado y más, mas no ignoras Gloria se mordió el labio inferior.
desde cuando. —Sí, quiero.
—¡Calla, tonto, cuidado te oyen! Su melena se hacía de cobre en la penumbra.
—No, nada se alcanza a oír con el motor. Una bandurria tocaba, suscitadora, en la casa de la
Había una vivacidad agresiva en la manera co¬ esquina, cuyos balcones resplandecían de arañas
mo oteaba el estero ante la proa, firme una sola de gas, y por los cuales se cruzaban parejas bai¬
mano sobre la rueda del timón. Vestía una blusa de lando.
malla de lana azul. El viento acuático le agitaba un —¿Sabes por qué te he preguntado si querías tú
rizo por la frente. Asu lado, y mientras las hermanas que viniera?.
de ambos se agachaban encima de las bordas, me¬ —Me imagino... No lo digas.
tiendo los dedos en el agua tibia, que, en dos orlas —Porque te quiero, Gloria.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
de turbia espuma, pasaban a los lados, y charlotea¬ —Calla, Alfonso.
ban alegres, Alfonso calcaba el perfil de su rostro —Por qué me pides que calle?
blanco ligeramente aguileño. ¿Lo querría Gloria? Ella había hablado sin mirarlo, dejando ir lejos
Venía preguntándoselo hacia algún tiempo. Y de la vista. En sus labios que se movían nerviosos, se
verdad le era imposible contestarse, tan variable era trenzaban los pensamientos. De pronto cara a cara,
su conducta para con él. le fijó sus anchos ojos azules negros, y soltó como si
A veces, creía que el amor había venido. Dadas no quisiera confesarlo:
las relaciones un poco frías entre su tío Enrique y su —Porque tengo miedo de quererte yo también.
madre, rara vez veía a las primas. A Gloria, de quien La atrajo por el talle y la besó. Cayeron los
tenía el recuerdo de una mocosa engreída y pen¬ párpados, se estremeció su cuerpo, apretándose al
denciera, le pareció descubrirla. Se enamoró de ella de Alfonso, y separaba, como si le florecieran, los
en el momento en que le aparaba'bombas de agua, labios, dando, con el beso, la más húmeda y apreta¬
en el balcón. Los tres días de carnaval jugó en su da entrega. Él no supo cómo —la locura del carnaval
casa. El martes por la noche bailaron. María, ia le relampagueaba en la cabeza— una de sus manos
mayor de las Moreno, fue en auto, de tarde, y se la oprimía hacia sí por la cadera, y la otra acariciaba
trajo consigo, a pesar de su resistencia y excusas, a un seno. El quejido melódico de la bandurria, les
la^madre y a las hermanas de Alfonso. Enrique, penetraba agudo en el corazón, pasándoles por la
voluble de temperamento tuvo una racha de encari¬ piel un caliginoso escalofrío.
ñamiento con su hermana y sus sobrinos pobres. En los días que siguieron, el reacercamiento
¿Cómo podía haberse despreocupado a tal punto de familitar se acentuó. Menudearon las visitas. Las
la buena ñaña Leonor, viuda, hermana suya de pa¬ Moreno se llevaron al cine y a paseos a las primas.
dre y madre? Debía repararlo. Enrique fue a la casa de Leonor, que, desde lejanas
Olor de agua florida y de polvos baratos, subía rencillas con el padre de Alfonso, no había pisado.
de las calles en que, luego de la locura de bullicio del Alfonso era asiduo todas las noches a charlar, a
día, la soledad retornaba extraña. La predilección al tocar el piano, a llevarles novelas o a jugar dominó.
bailar, el sentarse en puestos inmediatos en la me¬ Debido a la conducta extraña de Gloria, su vida se
sa, las sonrisas indescifrables y las miradas sor¬ fue volviendo ocultamente atormentada. No podía
prendidas, les tejían la invisible red de un ignorado explicarse sus actitudes. Era una constante contra¬
vínculo. Conversaron del juego, de vaguedades in¬ dicción. Por días era cariñosa u hostil, tierna o burlo¬
diferentes, solos, en el saliente del balcón. na, lejana o íntima y atrayente.
—¿Vienes mañana para echarte la ceniza? A él

-138-
-139-
Enrique, en breve de tratarlo, tomó afecto al da, un vago anhelo de regazo y de llanto.
sobrino. No se suponía hallarlo correcto e inteligen¬ Gloria, apenas fatigada de timonear la lancha,
te. ¡Si tuviera más espíritu práctico, si quisiera dejar
miró a su lado a su primo contemplativo, de codos
esas gansaditas de la música y las novelas! Por su en la borda.
propio bien y el de la madre y las hermanas, debía —¿Qué te pasa? ¿Te entristece el monte? Así les
procurar usar su capacidad en cosas beneficiosas. pasa a los niños de la ciudad...
¿Era tan falto de ambición que se conformaba a —¿Y a ti?
quedarse en un empleíllo? ¿Y cuando se enamorara —¿A mí? No, yo soy montuvia.
y quisiera casarse con una muchacha decente, de su —Una especie de espíritu grave y dulce emerge
propia clase? ¿Qué le ofrecería? Experimentó asom¬ de la tierra con la noche. Las cigarras no sólo cantan
bro y no entendió, cuando, al conversar, se conven¬ en los brusqueros sino aquí dentro, en mi cráneo.
ció que Alfonso sabía pensar prácticamente y que si Los hogares humanos llenos de calor, qué luz son
no se orientaba mejor era por una velada despreo¬ frente a la tiniebla del monte. Las cocuyas que sal¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
cupación desdeñosa. tan en las yerbas, van a volar, a metérsete entre los
—María, hijita —conversaba— sabes que he lle¬ cabellos. Si cuando se apagaran las lámparas de las
gado a la conclusión de que tu primo es así románti¬ casas, tú aparecieras desnuda aquí afuera, serían la
co, mala cabeza, en cierto modo voluntariamente; única claridad del mundo, y la estrella de las estre¬
tal vez por educación o por herencia, por una parte llas. ¡Y yo te escribiría un pasillo como no se ha
de herencia, pero no por falta de comprensión. Has¬ tocado nunca en las guitarras de tu hacienda!
ta sobre negocios lo he oído opinar con sensatez. —Si saliera desnuda aquí afuera, en primer lu¬
¡Es una lástima que se desperdicie así! ¡Claro que es gar, aun siendo de noche, sería una indecente, y en
muchacho! segundo, los mosquitos no me dejarían ni un rin-
Conversaba con frecuencia con él, quizá con la concito del pellejo sin enronchar.
intención de influir lentamente en sus inclinaciones, —La noche es música ¿no sientes?
induciéndolo a interesarse pof su conveniencia. Le —Yo lo que sé es que es la hora de atrancar el
charló de negocios, pidiéndole sus criterios acerca gallinero para que no se metan los zorros, de correr
de algunos. Elogió la justeza con que aquel vulgar los guacayes de las puertas de las cercas para que
pianista, que no quería ser más que eso en el vida, le los terneros no se pasen a los corrales de las rejeras1
discernía, coincidiendo en ocasiones con su madu¬ y al ir a ordeñar no se halle leche, de...
ro reflexionar. En tal forma surgió la invitación a la —De acomodar las cobijas y acunar dos pues¬
hacienda. Alfonso recordaba que siendo muy pe¬ tos en las camas...
queño pasaron él y su familia un mes allí para que —¡Zonzo! ¡Parece mentira que sepas besar co¬
convaleciera Carmela. mo yo sé que sabes!.
Reconoció o creyó que reconocía la casa de La Después de la merienda y la velada, corta, pues
Gloria. En las huertas de la otra orilla del estero se todos tenían cansancio, Alfonso se tendió en la ha¬
apagaba la queja de los olleros. Detrás de la casa se maca de la galería. Una brisa como el aliento de una
extendían entablados de potreros con palmas. Mez¬ boca, soplaba, casi espesa. El monte era el gran
quinas luces parpadeaban en las chozas de techo de susurro de una marea remota. Los mosquitos pulsa¬
paja y sin paredes. La claridad se escapaba toda al ban un sordo bordón roto de guitarra. ¡Qué
cielo de nubes flamencas, surcado de hileras de absurdo! Nunca supo que existiesen mosquitos así.
loros. En las espesuras, en los tendales, bajo las Asomaban por la baranda mirándolo con ojos curio¬
copas de los naranjos y de los mangos, quedamente sos. Su tamaño aparecía extravagante: eran mos-
la sombra nacía. Como se dormían los campos, en
el alma de Alfonso se dormía una nostalgia indefini¬ 1 rejeras: ecuatorianismo; de rejo = ordeño, reses de o en ordeño.

-140-
-141-
quitos del porte de gallinas o lechuzas. Era imposi¬ tricos, ante la otra los de muías. Bostezó. En el cen¬
ble, eran mentira. Mas, allí volaban, zumbando al tro, la gente debía entrar a los cines, dirigirse a los
aletear, con aire de ridículos pollos, alas de jailes o pasear en automóvil. Con seda ciñéndole
chapulete1, ojillos de murciélagos malévolos y las caderas, rojo en labios y mejillas y vaselina en
aquella púa larga como un alfiler de sombrero. ¿Es¬ los párpados, los hombres —hasta los vestidos de
taría dormido? Aunque repugnándole, iba a coger casimir, corbata al cuello y plata al bolsillo y que
uno por la púa y a reventarlo contra el piso. Si conducían del brazo a señoras gordinflonas— vira¬
semejantes mosquitos pulularan, la hacienda, la co¬ ban la cara para no perder la vista su meneo.
marca, Guayaquil, el Ecuador entero, todos los tró¬ En la calle se oyó agitación de voces y tropel de
picos, tendrían que ser abandonados por el hom¬ pasos. ¿A ella qué le importaba? Sería algún chivo,
bre. ¿Acaso el éxodo inexplicable de los mayas?... alguna puñetiza de enamorados bobos y rivales- así
—¡Alza arriba, Alfonso! ¡Si te duermes aquí en como pelearon por ella esa ocasión Cortés y Monea¬
la galería mañana estarás tiritando de fiebre da. ¡Qué gusto le dio que Alfonso rompiera a La

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
palúdica! Víbora! De verdad, el único hombre a quien ella
4 abia querido era Cortés: sus ojos, sus palabras,
sus manos siempre atrevidas en el cuerpo de ella, la
Mala era la suerte de las mujeres y la de Felipa y
uvieron loca. ¿Por qué se alejó? Los blancos son así
ella peor que la de otras. Puso la olla de barro en la
raros. Pero si se fue Margarita con Moneada, de su
repisa. Con jabón prieto y un estropajo de cabuya se
desvio fue culpa, o podían aguantar que las vecinas
restregó las manos. Vació el agua del techo sobre el se le rieran en la cara.
rescoldo que olió a humo y luego a tierra mojada.
¿Valía la pena andar tras un hombre, como Felipa —¿Ya viste Margarita, por meterte con futres
decentes en lugar de fijarte en tus iguales? ¡Te dejó
tras Alfredo? ¡Y sabiendo que no la quería!
por alguna señorita!
—Toma el plato para que lo laves. No se lo dejes
Y La Víbora que insistía y se hacía el bueno...
sucio a mi mamá, que viene cansada.
Mas, la noche que la tumbó sobre la cama sucia de
Era Malpuntazo que, sentado en una piedra,
terminaba de merendar. ia posada donde la llevara, Margarita cerró los ojos
con el absurdo pensamiento de que era Alfonso
—pSaray que atracas demorado y la tienen aquí quien se le echaba encima.
a una de fregona hasta la media noche!
Sabía que no quería a ese hombre grosero que
—Mansita, mansita, que del jornal de este sába¬
ya desde el día siguiente le echó palabrotas. Nunca
do te compro un par de medias.
se imaginó lo que era en realidad. En el primer
—¿Vos? ¡Para tacaño que te busquen!
instante de su vuelta lo confesó aquí en su casa. Tal
En la estrecha lumbre de zinc, unida, sirviéndo¬
vez no debía haberlo revelado. Tres meses después
le de cocina al cuarto que Jacinta y sus hijas ocupa¬
de tenerla con él, hospedados donde una tía, una
ban en la covacha, los cacharros quedaron ordena¬
noche le sacó a la calle dizque a pasear, la emborra-
dos al retirarse al dormitorio Margarita, candil en
no y la condujo a un sitio que resultó burdel. ¡Para
mano. Adentro, lo sopló y se sentó en el filo del
eso le había comprado trajes de seda y zapatos de
catre. El patio negro con el uniforme grito de los
taco alto! Quiso huir, quiso matarse con una tijera
sapos, entró a acompañarla. Malpuntazo se había
Moneada le dio una tunda que la dejó enferma una
salido a vagar por el barrio. Allá por la esquina se
mana. De día la vigilaba él. Por las noches queda¬
oyó que la pandilla lo acogía:
da entre sus compañeras de la vida, al cuidado de
—¡Ojo con baba!
;jna vieja gorda, blancuzca, con llagas sifilíticas en
Ante la una bocacalle pasaban los tranvías eléc-
as pantorrillas y a la que llamaban la Señora Empe¬
1 chapulete: libélula. ratriz. K

- 142-
-143 -
Ante la puerta del cuartucho con un camastro,
—Pregúntele a Emilio que la ha visto.
una vela, una bacinilla y una estampa de santo,
La señora Tomasa era una viejecita trigueña y
Margarita se emperraba. fina, que olía a ropa aplanchada y a bondad. Como
—Yo no entro. queriendo volverlo al regazo había tendido al hijo
—¡Arrea, arrea, que te están esperando! ¡Por j
en su propia cama: cuatro velas de a real, en fras¬
las buenas, o se lo aviso a tu Víbora, para que te
cos, hasta que trajeron la caja y los mohosos cande¬
saque la porquería a patadas! ¡Anda!
labros de la funeraria de tercera. La policía se había
Como adelanto, la vieja Emperatriz le pegaba
ido para volver al día siguiente a la autopsia. El
su par de bofetadas y a empellones le echaba sobre
cuarto pequeño, lleno de comadres y vecinas y del
el colchón sin sábanas, cubierto de manchas repug- j
humo de las velas se hacía atosigante. Sentada en
nantes. Cada mañana. Moneada acudía a recibir el
un banco cerca de la entrada, la Teodora moqueaba
dinero que los hombres pagaban por Margarita.
ruidosamente. La viejita, sin manta, con blusa blan¬
La noche que supo que lo habían metido en la

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
ca y falda negra, parecía infinitamente quebradiza.
cárcel, complicado en un robo cuantioso, fue ella la
—¡Comadre Jacinta! —Y se le echó en los bra¬
que se volvió terrible con la vieja Emperatriz. La
zos. Poseía una vocecita de muchacha, suave y so¬
desconcertó, abofeteándola, a su vez hasta sangrar¬
nora. Hasta ese rato no había tenido a quién pedír¬
le el labio sobre los sarrosos y cuarteados dientes,
selo: quería que fueran a avisara la familia Villafuer-
cuya forma puntiaguda como de espina, siempre le
te y a la familia Lara, a quienes ella lavaba la ropa.
habían producido risa y asco. 1 uvo que salir con lo
Margarita se acercó y levantó el lienzo que tapa¬
que llevaba puesto. Y nada quiso reclamar después.
ba la cara de Ignacio. La frente, la sien, el ojo, esta¬
—Márgara, hija. ¿Por qué te has quedado a
ban hinchados monstruosamente y con coágulos.
oscuras? ¿Se te acabó la kerosina? ¿Por qué no lo
Bajo el delgado bigote oscuro, la boca serena, deja¬
mandaste a Emilio a comprar? ba entrever la blancura de los dientes. A las doce le
—Todavía hay. Es que no quise prender por
dio sueño y se volvió ai cuarto y se acostó. Felipa no
gusto; como nada estoy haciendo. había regresado. Pareciéndole ver en lo oscuro la
—Ni sabes, Ignacio Mora, el hijo de la señora
cara del muerto, lentamente se adormeció con pe¬
Tomasa se ha matado. Tenemos que ir al velorio.
sadez sobresaltada. Repentinamente incómoda,
¿Qué es de Felipa? despertó.
x —De tarde salió a la calle a encontrarse con
—¡Quita! ¡Quita! ¡Suéltame, Víbora!
Alfredo. Dizque él se va a ir a Lima. Yo le guardé de
El peso de ese cuerpo caliente era insoportable,
todos modos la merienda. ¿Qué le pasó a don
y no era Moneada: era Malpuntazo. Ella se había
Ignacio? ¿Se cayó del andamio pintando? quedado dormida bocarriba: él jadeaba, levantaba
—No. Se pegó él mismo un tiro en la sien.
su camisa, la oprimía asfixiándola. Y la hurgaba.
—¿Sí? ¿Por qué habrá sido? Sintió que le mordía un hombro baboseándola. El
—Dizque porque la Teodora lo traicionaba.
aliento le hedía a cebollas acedas. En la sombra le
Ahorita lo trajeron de allá de la calle Maldonado
parecía distinguir su bocaza de sapo y su enorme
donde vivía, a la casa de la señora Tomasa. ¡Está
ojo blanco. Luchó, golpeándolo, clavándole las
como loca, la pobre! ¿No oíste la bulla? uñas en el costado, percibiendo las arpadas costi¬
—Creí que fuera alguna pelea. ¡Pero ha sido
llas bajo la piel costrosa de roña, pues nunca se
cangrejo! ¡Por esa galla que los mediodías que don bañaba. La risa de Malpuntazo era un cloqueo y un
Ignacio estaba pintando cartelones en el cine Ideal,
rechinar. Y no callaba, no callaría. Un filo de madru¬
ella se iba a rebuscar a las balsas con los fleteros y
gada hachaba el marco de la puerta. ¿Por qué no
los vaporinos! regresaba Felipa? ¿A qué hora se venía la madre del
—¿No digas? velorio? Ya no podía más. Las manos de Malpunta-

-144- -145-
zo eran frías y sebosas; la boca un chupón caliente
en que los dientes herían.
— ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Venga vea a este
desgraciado! ¡Quita, maldecido, que soy tu
hermana!
Callado, él le mordía los brazos, los senos. Un
escalofrío paralizaba a Margarita. Arqueó el cuerpo
en una loca sacudida, y se ahogó en sollozos, por¬
que ya era tarde.
VI

EL SEGUNDO VIAJE DE ALFREDO BALDEON

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
1

A las cinco y media comenzaban a guardarse


las carretas. Leonor no volvía de la fábrica hasta las
seis y cuarto.
—¿Está cansada, hijita? Ya mismo le sirvo. Ya
eché el arroz y la menestra hierve.
En el dormitorio, ya a oscuras, entre su cama y
la de su madre, colocadas frente a frente, se quitaba
el vestido de trabajo y se ponía la bata de casa.
Miraba con cariño las estampitas de la virgen de
Lourdes prendidas en los mosquiteros. Después de
la atmósfera apestosa a tabaco y engrudo de la sala
de empaquetadoras de la fábrica, con qué suavidad
respiraba la limpieza del cuarto. Tanto la madre
como ella sé empeñaban en que fuera así. La señora
Panchita decía:
—¡No porque sea pobre, debe abandonarse ni
volverse desgreñada y sucia, como la gente baja,
que hasta enriquecida es patarra!
Se apresuraba, para asomarse todavía con res¬
tos de claridad, a la puerta de la cocina que daba a la
cabelleriza. Vivía con una constante ilusión del cam¬
po. Ignoraba de dónde le provenía. Nunca había ido.
Pero contemplando la cuadra contigua, de la cual
ellas eran cuidadoras, le gustaba figurárselo así.
Anunciadas por la cigarra de su chindo, venían
¡as carretas colmadas de fajos, del tamaño de un
hombre, de janeiro1 verdecito, jugoso, que olía a
janeiro: ecuatorianismo, gramínea común que se usa para alimen¬
tar el ganado.

-146-
-147-
vegas y a aguaceros en las sabanas. El suelo empe¬ de mal hablados, pero éstos se remiraban sin duda
drado se aterciopelaba de dorada boñiga» entre¬ por consideración a las vecinas. Las saludaban
mezclada de briznas secas. Su vaho tibio ¿no sería atentos y cambiaban algunas frases.
igual al hálito de los corrales en las lecherías? Los Si por algo se retiraba Leonor de su mirador de
dormideros de las muías eran techados de zinc, con la cocina, era porque atravesara el portalón de la
piso de tablas que retumbaban sonoras bajo las cuadra Darío, el chofer del camión, con un tarro
herradas coces. Había también los roncos ladridos vacío de gasolina a buscar agua para el radiador.
de los tres perros grises, guardianes de La Floren¬ —¡Hola, Virgilio! ¡En la llave del garaje se ha
cia. Pasaban el día encadenados en la caballeriza. A acabado el agua y tengo el radiador más seco que
la hora en que Leonor contemplaba el sol de mico mi guargüero el sábado! Tú sabes que si se raja el
enrojecer los cogollos de las palmas de los solares cabezote me lo cobran a mí los bachiches...
del barrio, los llevaba a soltar en el interior de la —¿Y dirás que vos chupas sólo los sábados?
fábrica. jumísimo te he visto a media semana donde Guay-

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
No se asomaba al balcón de la sala, abierto a la lupo. Porque vos eres chichero.
calle, sino ya de noche. O cuando, aún claro, las —Y tú purero.
pandillas de chicos gritaban: —¡No, con el favor de Dios me alcanza la plata
—¡Las muías! ¡Las muías! para Pilsener helada!
Desde hacía mucho tenía la costumbre de
Darío le hacía conversación al carretero, mien¬
aguardar su paso. Le agradaba y la apenaba la vein¬ tras chorreaba el agua, mas sin dejar de mirar a la
tena de mulares con los lomos florecidos en las puerta de la cocina, buscando a vistazos a Leonor.
rosas horribles de sus mataduras aquerezadas1. En
Ella se quitaba de golpe: Darío le parecía un
cansado trote, se dirigían al depósito de los vetustos
viejo antipático. La mortificaba, hasta la indignaba
tranvías a los que cotidianamente arrastraban. El
que se atreviera a enamorarla.
sol horizontal se dormía en los cadillos2. Hacia los
Al irse a su trabajo, tenía que pasar ante el
covacheríos de las afueras regresaban también los garaje. Y la carreteaba:
trabajadores de fábricas y talleres de las calles cer¬
—¡Cuánto será que me quiere, mamacita linda,
canas a la orilla de la ría. Conservaba el recuerdo tan bonita!
que en una convalecencia de su niñez, una vecina le
Leonor le sacaba la lengua y replicaba:
había dicho a su madre, respecto a ella: —¡Calle la boca, viejo liso!
—¡Esta se ha puesto flaca como una muía de los
Casi lo odiaba en su facha cínica, en su overol,
carros! mugriento o, a veces, desnudo de cintura arriba,
De allí le quedó la ¡dea rara de que algo la
lavando el carro. Era viejo, picado de viruelas, con
identificaba con esas muías. Las de las carretas de
patas de gallina rodeándole los ojos de agua turbia.
La Florencia no eran esqueléticas ni matadas3. Leo¬
Se le había vuelto una más de las molestias
nor y la señora Panchita oían hasta en el dormitorio
cotidianas que nunca faltan: rebajas de salarios,
sus coces, sus jórreos y los colazos vivaces con que
reprensiones groseras, malos tratos y hasta humi¬
se espantaban las moscas. Desuncidas, podían ver-
llaciones en la fábrica; deseos insatisfechos de una
las gordas, panzudas, de ancas como caderas de
tela para un vestido, o de una prenda; pena del
mujeres, la piel de madera cepillada y luminosos los
cansancio que la cocina, la tina y la plancha marca¬
vidrios de los ojos.
ban en el rostro de la madre. No la preocupaba, en
Los carreteros eran buena gente; tienen fama
t fin; pero cuando se le hizo intolerable su cortejo fue
1 aquerezadas: supuradas. cuando Alfredo apareció a inquietarla.
2 cadillos: planta umbelífera. Había tenido antes simpatías y coqueteos de
3 matadas: con mataduras.

-148-
-149-
muchacha. Desde que entró en la fábrica debió an¬ dosos, si apretaran sus manos esos puños. Súbita¬
dar muy derechita, sin pensar en enamorados. Era mente la invadió el anhelo tonto de reclinar la cabe¬
la única forma de rehuir el asedio del que llamaban za en su hombro.
el Primero, un calzonazos hijo del gerente, que ma¬ —Después de almuerzo la espero aquí mismo y
taba el tiempo persiguiendo a las obreras. la acompaño...
¡A cuántas no había desgraciado! Después las —¡Bueno, pero váyase ya, porfiado!
botaba: en ocasiones hasta preñadas. La corrección Respiraba aceleradamente y el corazón le latía
estricta de una muchacha lo llenaba de odio pero lo con fuerza. Reposó la vista en la sombra del cuarto.
contenía, por cobardía. Frecuentemente le dolía, de mantenerla toda la jor¬
Así, Leonor, desde que trabajaba había vivido nada fija en las cajetillas a las que pegaba timbres y
sin soñar en nadie, ni en el amor, solamente sintien¬ cerraba, embadurnándolas de engrudo. A la salida,
do muchas noches al dormirse, que le castigaba los al caminar, entrecerraba las pestañas para defen¬
párpados una misteriosa ansiedad. derse del reflejo que el mediodía, desde la punta del

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Mi suerte está en sus ojos ¿la acompaño? cielo, arrancaba al polvo.
Era una mañana asoleada, al volver a almorzar. Ese día sentía los ojos más deslumbrados que
Hubiera querido replicarle áspera. ¡Era un des¬ de costumbre: acababa de ver el amor.
conocido y le proponía acompañarla! Contra su vo¬ r*

luntad, el mozo le gustaba. Su cara despejada, su 2


manera de mirar, su sonrisa de chico que exige,
todo le inspiró simpatía. Hasta encontró no sé qué En la atmósfera de fondo de estero del cuarto,
encanto en la frase que le lanzaba. No le agradaba Alfonso esperaba. Tamizada por la tela metálica,
que la gente como ella, los pobres, se metiesen a entraba la sombra, constelada de cocuyos y estre¬
sacos de casimir, a corbatas. Alfredo iba en mangas llas, a envolverle la vaguedad del mosquitero.
de camisa, remendada pero pulcra, fuera de una ¿Cumpliría Gloria? Le había prometido venir. Nada
pequeña mancha de aceite que la hizo suponer fue¬ le costaba faltar. Le bastaría reírse a la mañana
ra mecánico. siguiente.
Apresuró el paso. Aunque se esforzaba en pare¬ Aparte de la espera que lo hacía jadear, lo man¬
cer serena, la cara le ardía. Alfredo debía verle rojas tenía insomne la agitación del día transcurrido. Le
las mejillas. ¿Era todavía un desconocido? Hacía dejaba huellas no sólo en el corazón sino en san¬
como una semana que venía a pararse en la esqui¬ grantes arañazos sobre la piel, que ya no se borra¬
na, a la salida de las obreras. Y sabía que venía por rían.
ella. Averiguando con disimulo, supo que se llama¬ —¿Mando ensillar para irnos a sabanear? ¡No
ba Alfredo, hijo de don Baldeón el de la panadería, va a haber mucho sol, apenas resolana, así que no
queriendo y no queriendo, le había devuelto mira¬ temas hacerte más gordito! —le insinuó Gloria, al
das por miradas. Cuando él le sonrió, no pudo impe¬ levantarse del desayuno.
dirse sonreírle también. La madre de Alfonso, con las otras muchachas,
Llegaban a la bocacalle de su casa y seguía tras más sosegadas, se iban a recorrer el jardín y el
ella. Entonces se volvió, pidiéndole: gallinero, a ver comer a los chanchos o a sentarse a
—¡No sea así, váyase ya, que mi mamá va a la orilla del estero a la sombra de los aguacates y
verlo! mameyes espesos. Picaban frutas, adelantando el
Alfredo se le acercó más: le clavó los ojos, de un almuerzo.
negro de metal o de miel. Leonor recordó que ya —¡Pero mujer, cómo eres tan machona! —le
varias veces se había fijado en la sonrisa de él. decía Paca a Gloria.
Pensaba cómo sería si la rodearan esos brazos nu¬ —¡Vente tú también y verás que es lindo! Si

-150-
-151-
quieres te presto pantalón de montar. Casi soy tan —Yo espondo.
gordita como tú. —Pe'o es que, niña... Que el que gane la pelea
—¡No, Jesús! ¿Para que me boten esas fieras se agarra a la potranca... y si la agarra aquí misma¬
de tus caballos? Anda no más con Alfonso. No se mente... ¡Cómo va a ver la niña!
besen demasiado. —¿Y se figura, ño Hortensio, que no he visto
—¡Jay, primita! ¡Pregúntale si ha probado el nunca a los caballos cubrir a las yeguas? Mi papá
pobre! Volaba la tierra llana bajo el bronco tambo¬ nos ha explicado que no hay por qué asombrarse.
reo de los cascos. El gelizal, que, desde los corrales A cien varas fuera del corral, se desplegaba la
de junto a la casa, era una línea oscura, al parpadear caballada. Triscaba a un lado la potrilla disputada,
se convertía en un macizo de arboleda tupida. Con¬ nube de verano por lo redondeada y blanca, y de
tra él se ceñían las alambradas. Al virar la cara, el crines de pelusa de choclo, que Alfonso, entre sí,
caserío, a su turno, era una aldea de nacimiento de comparó, sonriendo, con la melena de su prima.
navidad. Reses en los pastos, quitasoles de algarro¬ —¿Son el negro y el manchado los peleones,

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
bos, sartenejas, caballos, era cuanto se hallaba en no?
tierras de tierras, zumbadas a los costados del ga¬ —¡Esos! —sentenció ño Hortensio.
lope. Con las cabezas gachas y los remos tensos, los
Alfonso tenía conocidos, con el olvidadizo vis¬ dos machos se buscaban verija desprevenida.
tazo de pocos días los cuatro horizontes de la ha¬ El uno era un retinto de testa roma y ojo sangui¬
cienda. nario. Su petral era de toro. El otro, negro y blanco a
—¡Vamos a Las Jiquimas? manchones floreados, tenía más finos remos y el
—Vamos. nervioso cuero le nadaba en olas de pliegues.
Dentro de La Gloria las fincas o cuarteles lleva¬ De pronto el retinto se lanzó en estirón de perro.
ban nombres especiales. Las Jiquimas era el des¬ Tabletearon sus dientes a un dedo del pescuezo del
monte de un viejo colono, con su casucha y con el manchado. En volteada instantánea los cascos de
éste le aporrearon el pecho. Se trenzaron, como
potrero de los caballos finos del patrón. Un plantío
tigres por lo ágiles, mordiéndose y coceándose tan
de esas yucas salvajes, más dulces y jugosas que las
de rallar, daba su nombre al sitio. Cruzaron un puen- rápido que se oían sin verse. Sudor y espuma les
bañaron ijares, cuellos y hocicos. Por un momento
tecillo de tablas y techo de paja llorona. Gloria sin
se les distinguió pecho contra pecho, erguidos so¬
desmontar, quitó las trancas y entraron al corral,
bre los cascos traseros, abrazándose, cara a cara,
terraplenado de bosta. Olía a fréjoles quemados.
recogidas las orejas, contraídos los belfos, mascan¬
—¡Hey, ño Hortensio!
do aire las dentaduras.
Se erguía un bramadero, macheteado de betas,
Al desplomarse el grupo, se derrumbaron fuer¬
que parecía hecho de la majada pisoteada del suelo.
za y vida del retinto. Un pitón de sangre le saltaba
Al fin salió el viejo, cojeando, del sembrío veci¬
del pescuezo. Su aliento se hacía silbido. Los cascos
no. Se disculpó y les brindó jiquimas que poseían el
del manchado aún le pisotearon el cráneo, los ojos,
sabor dulzón del agua recién vuelta savia.
el hocico, mientras el tronco, de lado, pataleaba en
Iban a regresar, cuando escucharon bruscos
la yerba.
relinchos. El viejo Hortensio explicó, desenrollando
—¿No dije que saben matarse? ¡Carne para
un lazo, que tenía que separar a unos caballos enca¬
gallinazos! ¡Con tal que no se caliente conmigo don
rados para reñir, disputándose a una potranca.
Enrique!
—No los coja, para ver nosotros le pelea —dijo
Gloria. Olfateando a la potranca, trompeteó su relincho
el vencedor. Ella alzó la cabeza y viéndolo írsele,
—¿V si se matan, niña Gloria? ¿Qué dirá el
patrón? volvió grupas, huyendo al galope. La barda del co-

-152-
-153-
—¿Eso querías?
rral la detuvo. Las narices enarcadas del manchado —¿No te gustaría una ama como yo?
recogían el olor de las ancas de la talamoca1, que
La piel del brazo de Gloria se encendía de rosa¬
giró en redondo, procurando salida, pero ya lleván¬
do en el codo, apoyado en la baranda. Cerciorándo¬
dolo encima. Se oyó un relincho breve y gimiente.
se de que nadie los escuchaba, sin transición cam¬
Gloria, que clavaba las uñas en la montura, tiró bió de tono, soplándole al oído:
de las riendas tan brutalmente que el freno tintineó.
—Esta noche, espérame. Iré a tu cuarto. No, no:
Se alejó, sin mirar a Alfonso. Él la siguió despacio,
no es una broma más: te juro que voy. ¿No lo
recogiendo en su oído de ensoñador de música, el querías?
doble relincho del manchado y de la talamoca, que
Alfonso dudaba, pero le era imposible no
en escalas de carcajadas se extendió por la sabana.
aguardar. ¿Quién diablos entiende a las mujeres?
En la proximidad de las casas se juntó a Gloria
De costado, para no rozar los rasguños, no dormía.
que cabalgaba a trote lento. Sobresaltándose, ella
Flotaba abiertas las alas del mosquitero. Se hundía
lo encaró:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
en una vaguedad de hora soñada. De todo el monte,
—¡Cómo me vengas a pedir un beso, te juro que
desde los resquicios, de las más remotas raíces, se
te cruzo la cara a riendazos!
levantaba un sordo vibrar unido, al que se incorpo¬
—No vengo a eso. Regresaba.
raba la marea debilitada de sus venas. Era parecido
Durante el almuerzo y a la hora de la siesta, en
al rumor de las caracolas o al grito de la quinina en el
que la familia bajó al jardín a beber agua de coco, cráneo de los palúdicos.
Gloria no cesó de burlársele, en bromas casi insul¬
Repentina, sin siquiera hacer crujir el piso, vio a
tantes. Hacia la tarde, viéndolo regresar, desde la
Gloria ante él, en pijama, destacándosele los labios
hamaca en que se mecía en el soportal, lo desafió a
muy rojos en el blanco rostro. Le puso la mano en la
que saltara a caballo una cerca de alambre de púas. boca y en silencio se deslizó a su lado.
Los árboles se incendiaban de sol; el aire olía a
yerba caliente y a sudadero de bestia: la alambrada
3
era de un potrero próximo a la casa.
—¿Qué fue, niño de ciudad, saltas o no saltas?
Arrancó al bordón un último son rudo y dejó a
—^Sin vacilar, Alfonso taloneó los ¡jares y, toman¬
su lado la guitarra. Las dos parejas dejaron de bai¬
do viada, lanzó al animal. La cincha crujió como un
lar. Eran Alfredo y El Pirata, su compañero de taller,
palo cortado de un hachazo. Fue lanzado de espal¬
con Rosa Elena y Rosa Miche; Alfonso tenía a su
das a las púas. No se desmayó. Con la camisa en¬
lado a Rosa Ester: y las tres eran dueñas de la chi¬
sangrentada, lívido, entre el susto de los familiares,
chería que, por eso, se llamaba Las Tres Rosas.
avanzó sonriente hacia ella.
—¡Ahora toca tú, Alfredo, para bailar yo!
—Ya ves como sí salté, Gloria.
—¿Después de vos, hermano? ¡Me tiran pie¬
—No te lo dije para que lo hicieras. dras éstas!
—¿Entonces para reírte viéndome recular? —¿Y tú. Pirata?
Aunque la madre de Alfonso, en su callado re¬
—¡A buen santo te encomiendas!
sentimiento, quiso evitarlo, Gloria lo curó con sus
Hacía un calor meloso, que pedía a gritos des¬
manos. Más tarde, asomados a la galería, ella
nudarse; un calor que a ellos les parecía salir de los
sonrió:
ojos y de bajo de las faldas de las muchachas. Be-
—Vas a quedar marcado como los esclavos
Oian y bailaban desde temprano, en la pieza interior
azotados.
de la chingana. Era sábado, y a la guitarra de Alfon¬
so replicaban otras por los recovecos del barrio de
La Quinta: pero era imposible bailar con música
1 talamoca: ecuatorianismo por albina.

-154 -
-155 -
ajena. Rosa Ester se arrimó más contra Alfonso, que que el simulacro del instante anhelado, el del cami¬
se había encogido de hombros, sonriendo y pes¬ no que han de seguir por el mundo, unidos, el hom¬
punteando de nuevo las cuerdas. bre y la mujer.
—¡Me pican los pies por bailar, pero con vos! Los tragos se le habían ido a la cabeza a Rosa
—¡Si hubiera fonógrafo! Miche:
—¡Buena fregadera: o no hay música o yo me —Rosa Elena ¿y qué dizque fuera si en este
quedo chulla! ratito viniera Manyoma?
No era el claro de jora lo que le encandilaba la La otra se sobresaltó Detuvo el baile suelto
vista: era Rosa Ester. Palpaba sus brazos de piel apoyándose en Alfredo. Manyoma, el más famoso
canela sudorosa. La atraía, juntando las frentes, matón de La Quinta por esos tiempos, vivía con ella.
confundiendo los alientos que olían a chicha fuerte Se había necesitado su ausencia y todo el empuje
y a deseo. Ella tenía celos de la guitarra: Alfonso la entrador de Alfredo para rendirla. Miró con rabia a
abrazaba como a una mujer. la hermana.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Jarifa, toco para ti. —No hay que mentar cosas malas, Rosa Miche.
—¿Por qué me dices Jarifa? ¡Me llamo Rosa —Pero si Manyoma está en la cárcel —dijo Rosa
Ester! Ester.
—¡Ujá! —gritó Rosa Miche, la que tenía un lu¬ —Era juego no más, ñañas.
nar en la mejilla—. A ver, negro, si te tocas un serra- —Bueno, y sí viniera ¿qué? —aseguró Alfredo,
nito. ¡Acuérdate que somos serranas! apretándola contra sí.
Rosa Elena abrazaba a Alfredo, bailando, se El vaho de La Quinta dejaba de ser de grosello al
golpeó la frente: anochecer: se iba volviendo de comida mala, de
—Pero qué tontas hemos sido ñañas: si aquisi- aguardiente mataburro, de catre con chinches. El
to teníamos música. ¡El ciego Macario es taita para ciego Macario tocaba cerca de la puerta y lo olfatea¬
un sanjuanito! ba. Sobre las cuencas hueras le yacían los pétalos
—De veras: al arpa no hay taco para el cie- cobrizos y secos de los párpados. También él, un
guito. día, había bailado sanjuanes en su sierra. Esta no¬
—¿Y estará en su jurón? che, la música que sus dedos lanzaban despertaba
~^Los sábados de tarde no sale a mendigar. su angustia, diciéndole que la desgracia de sus ojos,
Andá, china, corriendo a verlo. Dirásle que la niña por ser tan grande, provenía de Dios.
Rosa Elena dice que se traiga el arpa. A Rosa Ester le brincaba el cuerpo de gusto.
Vaciaron otro vaso, aéreo y ardiente, de claro —Oye, ¿tú tienes una enamorada que se llama
de jora. Subía y bajaba el zapateo de un baile, en la Jarifa?
casa de madera de la esquina. Por los huecos del —Tenía. Ahora te quiero a ti.
ruido, el viento se deslizaba en el grosello del patio. —Mentiroso.
—¡Ciego lindo! ¡Démosle primero un buen cla¬ El brazo de Alfonso le ceñía de fuego la cintura,
ro para que agarre calor y toque como Dios manda! parecía alzarla. Sentía sus senos aplastarse contra
Rompió el arpa un sanjuan triste y cálido, de el pecho de él. No llevaba cuenta de los vasos. Debía
esos que en la sierra abrigan más que un canelazo. estar borracho. Tres veces había salido a orinar al
Para tres parejas el cuarto lleno de catres, sillas, patio. No dejó que la siguiera. Le había pedido lo
lavatorio, trajes, y sobre todo por el aroma espeso a que le había pedido. Y ella quería darlo. La detenía
mujer y a chicha, se volvió demasiado estrecho. La un recelo de las hermanas mayores.
curva de las caras y el pañuelo que flamea, las vuel¬ —Es casi de noche. Verás que tus ñañas no les
tas que mostraban que cada pareja, acercándose o niegan nada a Baldeón y al Pirata. ¿Qué dices,
repeliéndose, iba inseparable, eran en los seis, más Jarifa?

-156- -157 -
¡Qué gracia! Si hace días, después que a
Manyoma lo enchironaron que Rosa Elena lo mete a —Ya va a terminar el trabajo en el corral.
dormir a Alfredo. Pero no te niego, lo que te digo es —Los azahares se cierran de día, y aún huelen.
que te esperes... —¿No ves la claridad que entra por las rejas?
No era sólo sed de vida lo que arrojaba a Alfon¬ —Es la luna.
so, a la diversión. Era también pose romántica de la —Tonto, ¡si no era noche de luna!
que se burlaba él mismo. Abrazaba a Rosa Ester La retuvo todavía, haciéndole cosquillas, cuchi¬
evocando a Gloria, a la que todavía llevaba en la cheando. Gloria ahogaba la risa en la almohada.
sangre. Hacía el papel del desesperado de la orgía —Déjame, negrito, que por los juegos nos van a
sarcástica. Espronceda inmortalizó una de sus bo¬ pillar.
rracheras con una hembra llamada Jarifa. ¿Cómo —¿Qué importa? Nos casamos un poco más
no acordarse de los versos deslumbrantes, este ra¬ pronto.
to, al digerir, amargura y claro de jora, menos so¬ —¿Qué dices?
lemne pero más sabroso que muchos vinos?

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Su voz se había hecho de hielo. Creyó él percibir
Ven, Jarifa, trae tu mano, ven y rózala en mi su conocida sonrisa de desdén. Como si involunta¬
frente". ¡Maldita sea! ¿Y el alma? riamente se retrajera, se cubrió pudorosa con la
Su alma había ido siempre sola, aspirando a sábana.
una fusión espiritual, en la que ponía el interés de —¿Y quién te ha dicho que vamos a casarnos?
que constituyese casi una justificación de la vida. —Esta noche... Tus besos... Creía...
¿Fue el amor o fue Gloria la que no respondió? ¿Qué Se odiaba por su balbuceo.
importaba ya? Se tenía rabia por haber creído que el —¡Ja, ja, ja! ¡Valiente negocio! ¿Con que te
ensueño se alcanza. Fue el delirio de beber su queja gusta la plata de mi padre? ¡Todo en casa, como
virginal, el de sus ojos en éxtasis, el del sueño de sobrino y como yerno!
abismoque parecía hacervolvera nacery ser culmi¬ Alfonso se levantó. A sus pies se abría un preci¬
nación de millares de noches anteriores del mundo. picio. Apuntó con el índice a la puerta. Su voz, a su
Una frescura de seda les bañaba las sienes. Sus vez glacial, le escupió:
bocas murmuraban palabras eternas. Gloria recli¬ —¡Ándate!...
naba la cabeza en su brazo. De los corrales, al pie de —Alfonso...
la casa, subían los ruidos del ordeño. Tibios y espu¬ —¡Ándate, antes que te pegue!
mosos, debían chorrear como de azahares, entre los Cuando volvió a darse cuenta de lo que lo ro¬
dedos morenos del peón, los hilos de leche que deaba, habrían minutos o meses que se había ¡do.
azotaban los fondos de los tarros. Escuchaban. Le quedó su fragancia en las manos, en la piel, en el
Ya está rosadito por el estero, ya mesmo cla¬ alma. Aún hoy que hacían siglos ya de esa noche, no
rea ¿no patrón?
lograba olvidarla, ni con otra mujer en los brazos,
Gloria le apretó el brazo. bailando medio ebrios.
Mi viejo ha bajado, hijito. ¿Y si me ve, ahora al No podían faltar en la chichería fritadas y horna-
salir a la galería? Me voy. do. Rosa Elena encendió dos lámparas que hicieron
—Espera, todavía está oscuro. fulgir el empapelado y las caras brillosas. Alrededor
Apartó la gasa del mosquitero: en el cuarto de una mesita de palo, comieron, enlazando las
aparecían los objetos. Los ojos se agrandaban en manos y restregando las piernas por debajo. Conti¬
las caras vagas. nuaban bebiéndose el sol de la chicha. El arpa,
No me retrases, chiquito. ¿O es que jugamos fina, fina, cosquilleaba las nucas. A intervalos baila¬
a Romeo y Julieta? Ya amanece, oye los olleros. ban, apretándose. Al compás, Alfredo hundía un
—No. Es el estero en el barranco. muslo entre los de Rosa Elena, se le adhería del bajo
vientre al pecho, como había aprendido en los caba-
-158-

-159-
res de la avenida Quito. Ella alzaba la cara, con los
ba el barrio sin impedimento, pues a sus tinieblas
labios entreabiertos, bebiéndoselo. Sus noches
no se atrevían a entrar los pacos. Alfredo Baldeón
eran fiestas de caricias desde que se conocieron,
encamotado con una mujer era invencible; traguea¬
pero seguían teniéndose sed. do era loco para pelear. Manyoma y los suyos huye¬
—¿Tienes miedo de que venga Manyoma? ron. Por meses, por años, se habló en La Quinta de
—¿Contigo? ¡Loco! ¡Me gustara! aquella pelea. Por esa noche, las tres Rosas premia¬
A través del arpa, remota y a veces dolorosa, ron entre sus brazos, entre sus piernas a los vence¬
oía Alfonso como el rumiar de un animal, los dien¬ dores. La boca de Alfonso sangraba.
tes del ciego, mascando cuchicaras. La habitación El Pirata comentó:
era una jaula escasa, que olía a agrio. Saliendo, los —¡Hemos peleado como gatos boca arriba!
aguardaba el patio, bajo el cielo desnudo, a la som¬
bra y al rumor del grosello. 4
—Jarifa ¿no te gusta mirar las estrellas?

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—¡Hijito, no me acuestes aquí, que me vas a Silbó frente a las persianas del departamento
hacer una pushca el vestido! de su amigo. Supuso que la familia estaría almor¬
—¿Y entonces? zando. Alfredo iba a marcharse, para volver más
—¡Pon el saco en el suelo! tarde, cuando se asomó Paca. Al mismo tiempo que
La brisa olía a yerba tibia y a distancias noctur¬ le respondía el saludo, inclinando la cabeza, llamó al
nas. Encima de los chatos techos sombríos, ascen¬ hermano:
día el halo del alumbrado de la ciudad, lejos, lejos. —Alfonsito, te buscan.
Del cálido regazo de Rosa Ester, de sus caderas, en Alfredo esperó, pateando el filo del portal con la
ondas de goce, tan perfectas que eran musicales, punta roma de su zapato. Pensaba en las mujeres
trepaban a él la ardentía de la tierra y la de la mujer. que eran sus recuerdos y en Leonor que era como
Los párpados de ella velaron el platino de luceros su novia, su esperanza; la más lejana. Trifila, allá en
que le rieló fugaz. ¿De dónde venía ese escándalo su tierra esmeraldeña. Venía a él porque su suerte o
importuno? Golpeaban voces: su gusto otra vez lo aventaban lejos del Guayas.
—¡So perra! Ahora no era fugado. El taita no sólo consentía sino
—¡Manyoma! que aprobaba: porque el viaje era a tierra extranje¬
—¡Fuera de aquí, matón desgraciado! ra, a Lima, y es bueno que los mozos corran mundo;
—Alfonso, al acudir, aún deslumbrado, pudo ver¬ porque Alfredo no iba solo sino con su tío Miguel;
lo: mulato mal encarado, melena revuelta, frente por último porque había comenzado a notar al hijo
estrecha, cicatriz en el pómulo y ojo sanguinolento. demasiado enamorado de la obrerita esa, y le pare¬
Reía, trompudo, desdentado, sólo con los colmillos cía conveniente que se alejara una temporada, no
salientes, en gesto de animal amenaza. Había veni¬ fuera a salir con la temeridad de casarse tan mucha¬
do con varios otros. No hubo tiempo de entretener¬ cho. Se iba, pues.
se en suponer cómo saldría de la cárcel o en admirar Alfonso, que acababa de regresar del trabajo y
su aspecto y su hedor a mallorca. A voz en cuello reposaba en la hamaca, salió con ese aspecto de
puteaba a Rosa Elena. gato deslumbrado de los empleados de oficina des¬
—Bueno,basta de profanar, largo de aquí—se pués de sus labores.
adelantaba Alfredo. —¿Qué hubo, hermanito?
Él, Alfonso y El Pirata, resueltos, se enredaron a —Vengo a despedirme, Alfonso. Me voy a
puñetazos contra los intrusos. Las muchachas, chi¬ Lima.
llando, salieron tras ellos a la calle. Se escandaliza¬ —¿Te vas a Daule? ¿No quedamos en ir juntos
la próxima vez que fueras a visitar a tu mamá?

-160-
-161-
—Me voy a Lima. —¡Ya hiciste tu brutalidad, ya no la bajas
—¿No digas? ¿Cuándo? ¿Cómo así? nunca!
—Me voy esta noche, con mi tío Miguel, en el Las voces de los chicos discutiendo, se aleja¬
pailebot en que él anda embarcado. Me da un poco ron. Leonor, sin poder soportar la visión de la calle,
de pena por la hembra, pero ya volveré. Lo mismo vencida de abandono, se fue a llorar a su cama.
dije de Esmeraldas. Cuántas noches la vida le había parecido suya
En esta ocasión Alfonso le extrañaría más. propia, asomada ella y él de pie en el portal, muy
—Tú eres medio trastornado. ¡De repente ese ¡untos, secreteándose, mirándose. Al revés que
viaje! ahora, el barrio sin transeúntes y más tarde sin
—Leonor está tristísima. Dice que no he de re¬ muchachos jugando, les parecía una bendición. Al¬
gresar, que me he de quedar con las peruanas, que fredo la besaba y su mano le buscaba los senos. Ella
son macanudas... Pero yo la quiero. ¡Aquí también temblaba, pero sin manifestarle su temor, le aparta¬
he tenido hembras a todo pasto, y siempre ella es ba la mano; un instante después él volvía. Si estu¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
ella! viera, hoy lo dejaría no más acariciarla y hasta le
—¿A qué hora te embarcas? contaría al oído esa especie de suave frío estremeci¬
—A las ocho, el pailebo^zarpa a las nueve. do que la embargaba, atrayéndola a él, cuando acer¬
—Yo voy a tu casa para ir hasta a bordo contigo. taba las puntas.
Alfredo se alejó y el amigo siguió con la vista su La cometa, reducida a dos cahitas cruzadas y a
camisa gris, hasta la esquina. Claro que iba a echar¬ harapos de papel descolorido, al paso del viento
lo de menos. En los últimos tiempos las jaranas y cabeceaba sin desprenderse. ¿Sería cierto que las
bailes los hacían verse casi a diario. Se quedaba sin lechuzas son de mal agüero? En la palma de la
compañero para la diversión, en la que, desde el fin cuadra anidaban muchas. Volaban sobre el chalet y
con Gloria, refugiaba su soledad. La soledad au¬ cuando estaba acostada, ella entre sueños arrebuja¬
mentaba: pero hacía tiempo ya que se proyectaba da, tenía miedo y oía complacida la voz de la madre,
ante él, como se ve avanzar por el suelo el borde de solemne, entre las tinieblas, maldiciendo primero a
la sombra de una nube. la pájara y luego rezando alto. ¿Anunciaba quizá
que Alfredo no regresaría?
5 —Leonorcita, no te vas a pasar llorando todo el
tiempo que él esté lejos. Oye: don Darío, el de aquí
A paso lento, había vuelto de la fábrica. Se aso¬ al lado, me ha traído su ropa para que se la lave. Y va
mó, por hacer algo en su vacío. Una cometa, desem¬ a venir esta noche a visitarnos.
papelada ya por la intemperie, pendía del alambre —Usted lo recibe, yo no salgo.
telefónico, frente a su ventana. Hacía tres días, la —Sería menosprecio. Tienes que salir. El es un
tarde en que, antes de embarcarse, se vino a despe¬ hombre serio, no es un muchacho. Así distraes un
dir Alfredo, juntos la vieron interrumpir su leve ses¬ poco las penas, hija.
go, enredarse y quedar aprisionada. Leonor conocía Ya la señora Panchita lo atendía, afuera. Desde
al muchachito de la covacha cercana que, hasta su cuarto, apagada la luz, Leonor pensaba en Alfre¬
anochecido y cuando ya su zambo estaría lejos, tal do, golpeaba el suelo con el pie, y, atisbando, veía
vez en la mar, pugnaba por soltarla, acompañado de de espaldas al antipático ese: su overol azul sucio,
otros. su nuca raspada con navaja como de cura, los movi¬
—¡Honda! ¡Honda! mientos falsos de sus brazos. El brillo de la lámpara
—¡Jálala con el hilo de allá! caía sobre la cara de su madre. A la primera imperti¬
nencia lo plantaba. Sin mirarse al espejo siquiera,
1 pailebot: del inglés pilot’s boat, goleta pequeña. cruzó la puerta.

- 162-
-163 -
con su suerte. Y éí sabía encontrar a su modo el
gusto a la vida.
Indudablemente había cosas peores, como el
dolor de su madre cuando abandonó los estudios.
Leonor se empeñaba en que siguiese una carrera.
Habría dado la existencia por lograrlo. Pero la po¬
breza era cada día peor en la casa. Alfonso no podía
ver destrozarse más a la madre y palidecer de ham¬
bre espiritualizada a las hermanas. Era demasiado.
Vil —Mamá, desde mañana no voy más al Vicente:
tengo un empleo, un empleo bueno.
INTERMEDIO DE AMOR Y DE RECUERDOS —¡Hijo!
Se derrumbaban las ilusiones en su frente. Las

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
FELICES venillas azules de las sienes temblaban. Parecía en¬
canecer a la vista. Sus labios se fruncieron en una
1 mueca de infantil desencanto. Él la besó en los cabe¬
llos. Rió por alegrarla. Se oía su propia risa. Nunca la
había oído. Dejaba de ser niño.
Al paso del tranvía eléctrico, Alfonso leyó un Luego, fueron cerrándole los horizontes las diez
cartel medio despegado: “¡Viva Tamayo!". horas diarias sobre la máquina de escribir, en una
La tarde amarilla flotaba entre las casas. Se oía, atmósfera densa de polvo de papeles archivados,
al rodar, un crepitar en los rieles y se alzaban leves de las toses de los empleados viejos, aferrado por la
chispazos ultraviolados. De pronto Violeta se le ro¬ sed, que el agua del lavabo tibia como el caldo, era
bó los ojos. Marchaba a lo largo de los portales. incapaz de saciar.
Vestida de negro, su silueta fina se marcaba en la Violeta le abría confines de imposible es¬
hora borrosa. Se encontraron cara a cara. Luego, pejismo.
siempre la vio así, casi en símbolo, venir hacia su Quiso alejarse de ella, desde el principio, y no
vida. pudo. A los pocos días de ser vecinos, los presenta¬
—¿Es muy burlona? Se ríe mucho. ron. Recordando la sonrisa de su primer segundo, le
—No de usted, sino con usted. fue duro hallarla amable e indiferente. Ahora, desde
La mañana que la conoció, acababa de regresar el tranvía, la veía después de días.
de la oficina. La familia de ella se cambiaba al piso Bajó con paso vehemente. A sus puertas conti¬
alto de la casa donde Alfonso habitaba. Aún trasla¬ guas llegaron iguales. Luisa, hermana de ella, con¬
daban muebles unos cargadores. En la acera, Viole¬ versaba ante las ventanas, con Paca, que les sonrió:
ta hablaba con uno de sus hermanos. El silbo crista¬ —¡Ajá, vienen juntitos!
lino de un pasillo de moda, hizo que ella buscara con ¿Y qué fuera que éstos se salieran
la mirada. La vio: el día le caía en la cara y en su enamorando?
blancura resaltaban las pestañas. En ambos fue in¬ Violeta, ruborizada, se lanzó a la escalera. Arri¬
voluntaria y fugaz la sonrisa. ba tocaban piano. La calle perdía a lo lejos sus filas
¿Enamorarse? ¿Qué era enamorarse? ¿Qué te¬ de casas y covachas, bordeadas por los faroles de
nía que ver el amor -Gloria era una prueba- con sus gas. Luisa le puso la mano en el hombro.
temos gastados, su sueldo miserable, sus obliga¬ —Vea.
ciones, que sentía sagradas? No vivía amargado. La En el cielo, azul líquido, ascendía la luna, ente¬
vida no era buena, cierto, pero es que cada cual nace ramente metálica.

-164-
-165-
—¿Vamos esta noche a la avenida Olmedo, a con camisolas, con el tubo ahumado de la lámpara
comer chirimoyas? de su sala, que limpiaba Paca y que dejaban oliendo
—¡Ya estuvo! —intervino Paca—. ¡Qué luna! a cebolla sus manos que habían cocinado. Si uno es
Al ir junto a Violeta, bajo los ficos negros, la pobre ¿cómo no ser orgulloso?
miró con nuevos ojos. Ella, riéndose, le preguntó si
era romántico. El alegó que, a su lado ¿cómo no lo Violeta se adelantó la primera, a recibirlo El
sería? Se cubrían de brujería deformadora las casas traje blanco, amplio y suelto, de corte antiguo, ad¬
con las ventanas ciegas, los rincones de penumbra, quiría una gracia viva sobre su cuerpo joven. Alfon¬
las parejas de enamorados. Palidecían losfaroles de so se contentó de haber accedido a subir a visitar y a
los tendidos de fruta, adosados a los troncos cho¬ tocar piano. Gozó la pequeña vanidad de que ella
rreados de resina. fuera a oírlo.
—Nadie duerme esta noche. ¿Que no se ama¬ —¿Se ha sacado la lotería?
—¿Yo?

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
nece en la calle? Hasta los perros están alegres y
hasta yo. Violeta rió:
—¡No sea bruto, Alfonso, no se iguale con los —Como no quiere ver a los pobres.
perros! —echó ella la risa. Luego seria, añadió: El reclamo lo alegró más. Pero lo cortaba no
—¿Acaso es triste siempre? saber qué conversar. Todo lo cohibía: los ojos de la
—A menudo. señora Elvira, a través de sus lentes; el arreglo de la
Violeta alzó la vista a la camisa roja que él lleva¬ sala, que le pesaba extraño; la atención proyectada
ba y a su cara tosca, como tallada desde dentro por hac«a el; el fastidio de que Violeta se fijara en sus
sentimientos silenciosos. uñas deshilachadas por la máquina de escribir. Res¬
Las cholas vendedoras, vestidas de blanco per¬ piro cuando le ofrecieron el piano.
cal, en el aura lunar y a los aletazos de sus faroles, •i T2CÓ var'as P^zas de moda. El instrumento dó¬
semejaban tinajas. La brisa del río disolvía aromas cil y afinado, se ganaba las manos. Las notas vulga¬
de mujer, el olor a flores y almíbar de las chiri¬ res de valses y mazurcas, buscaban las capas pro¬
moyas, vaho de marea. tundas de su emoción. Una apremiante violencia le
—¡Las más dulces, caserita, las más dulces! azoto las muñecas. Alrededor se borraron los retra¬
—¡Estas son verdaderas de Puná! tos, las consolas, las alfombras, hasta los rostros
—¡A tres por dos las sin pepas! que lo circundaban.
Violeta dejó de estar bulliciosa. Las familias Nada le quedaba del deseo mezquino de agra¬
iban adelante. En grupos, conversaban y escupían dar El vino de las músicas viejas le vertía su vapor
las menudas semillas. Zarpaba una balandra en la en los ojos. La noche alada de fuera, la noche de la
luz de la ría: las velas audaces y el casco se perfila¬ ciudad, de calles de cascajos y bledos, de cercas
ban en manchón agudo. Estaba tibio, en la mano de coronadas de reseda, de mulatas calientes y de pe-
Alfonso, el brazo de Violeta, que cogiera, no sin fros sin dueño, venía a poner su letra de miseria y
timidez. Lo invadía cálida exaltación. abandono, a las músicas europeas henchidas de
—¿En qué piensa que va tan callado? otro aliento, desgarradas ae otra nostalgia, anhelo¬
—Voy oyendo su silencio. sas acaso de otro bien.
—Qué lindo sabe silbar, lo oí ese día. Hubiera querido tocar la música que soñaba
—Es que soy un músico hipotético. syy,a- ¿Cómo esparcir los vírgenes ríos sonoros, que
Le huyó Alfonso, desde esa noche. Callaría para en las horas de esperanza creadora, vertían en su
no exponerse. El padre era alto empleado de banco, Pecho y en su cráneo, sus torrentes diluviales?
los hermanos también tenían buenos empleos. Vi¬ Amaba estas otras músicas con el secreto orgullo
vían bien. Alfonso comparaba sus arañas de gas e que ama voces hermanas, aunque nadie sepa de

-166- -167 -
Violeta y el piano lo habían estremecido hasta
la suya, no dicha. Pero sabía que su vibración íntima
¡as raíces de su ser. Por ella volvía a oír en sí las
era distinta, y le era fiel. Aquellos músicos, tal vez
armonías que, arrullando su niñez, le dieran la ilu¬
hasta el Beethoven oceánico, eran saciados. Él era
sión de haber nacido músico; recobraba la fertilidad
pobre y era americano con el indio en los ojos y el
de su espíritu. El misterio musical retornaba cotidia¬
mulato en los labios. Su propia vida y la vida de su
no, a obsesionarlo en la casa, en la oficina, en la
tierra, lo hacían ser un sediento. Qué orgullo y qué
calle.
desgracia haber nacido en Guayaquil. ¡Pero qué
Los cholitos jugando, golpeaban con un palo un
fuerza saber que nuestro destino es nuestro mundo
aro de zuncho o pateaban una pelota. Un negro,
y que ni se quiere ni se puede salir de él!
construido en el mismo metal del yunque sobre el
Para Violeta, de pie a su lado, mirándolo vaga¬
que se curvaba, arrancaba con un mazo, chispas y
mente, querría Alfonso, por un prodigio, tocar de
sones, en la sombra de una herrería. La risa de las
corrido su música aún no escrita. Ya no por agradar¬
mujeres tras las puertas era un clamor de papagayo.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
le sino por entrar en su espíritu. Que brotara de sus
Con campanas pesadas de sol, una iglesia daba la
dedos la magia perseguida, que la penetrara como
hora. Reclinaban en el empedrado las ruedas de las
una comunión religiosa, y suscitara, fundiéndoles,
carretas. Alfonso amaba los ruidos: venían a arran¬
el hecho siempre perfecto del amor.
car ecos límpidos en su alma y a unirlo con las
De pronto Violeta le puso la mano en su mano;
gentes, los cielos, las yerbas y las piedras.
le buscó los ojos: Hasta ahora no había intentado clavar notas.
—Usted no ama su destino. ¿No escribe poe¬
Había aprendido música con el profesor Albert, a
sías o música? quien conoció en el colegio Rocafuerte, y cuya hija
—¿Cómo lo sabe? Para usted la escribiré. Notó
Pepina, con la que trabó gran amistad, le ayudó
que ella temblaba. también a abrir el enrejado simbólico por el que se
—Calle. penetra al universo de los sonidos. Albert, una oca¬
La brisa mecía las cortinas de encajes de las
sión, escribió uno de los ritmos que Alfonso escu¬
puertas y los finos heléchos de las macetas.
chaba en sí, y que sólo silbando podía expresar.
—Siga —insinuó alguien.
Pero a él algo se le rehuía, no sé que le faltaba.
Tocó la serenata deSchubert, gusto romántico
¿Cómo encontrarlo? Un día lo sabría, un milagro re¬
de su madre. Abajo, en el departamento, desde su
pentino de cielo en que nacen las estrellas.
hamaca, tal vez escucharía. No la tocaba para ella
¿Cuándo?
desde hacía años, desde que vendieron el viejo pia¬
Lo que hasta hoy alcanzaba, en sus noches,
no familiar en que Alfonso aprendiera de oído. A
ante la ventana de su cuarto o en un baile cualquiera
través de muchas hambres lo respetaron. Todos en
era el rascar de sus uñas roídas contra las cuerdas
la casa lo adoraban. Por una enfermedad de la ñaña de la guitarra femenina y doliente. Le parecía una
Carmela, hubo que sacrificarlo. Entre la máquina de adivinación de sonámbula, la de Violeta al hablarle
coser y los muebles de bejuco, quedó el vacío de un
del destino y de la música.
ser querido. Y en las noches en que, ya tarde, caía de
conversación sobre muertos, las hermanas de Al¬ Había venido, como venía ahora casi todas las
fonso, aseguraban que luego, desde el dormitorio, noches, a conversar en general, e insensiblemente
oían el paso de los acordes del piano ausente. más con ella. Lo intimidaba hallarse solos. Violeta le
—Se nota que le gusta tocar. No es sólo amabi¬ sonreía. No acertaba con el tono cercano y reticen
lidad para con nosotros ¿Por qué no viene siempre a te de siempre. No quería, no podría decirle que era
hacerlo? Hágalo cuando guste, tenga el piano como su obsesión cada una de sus horas.
suyo... —animó la señora Elvira. Parecía extraño a las gentes.
—Oye, ve, desgraciado, cuidado te aplasta un

-168 -
-169-
carro, ¿es que vas en babia? —le había dicho ese lejos, más mundos y más mundos.
mismo día un amigo, al cruzarse. Con el rumor de las olas de sus propias sangres,
Sobre la mesita interpuesta entre ellos, en me¬ bajaba a ellos un rodar infinito. Él se detuvo y se
dio de los objetos de adorno, las manos de Violeta atrevió a cogerle la mano que le tendía. Sus caras se
reposaban puras, blancas, las uñas hacia abajo. Le hallaron muy próximas. Al mirarse, creyeron en el
brillaba en los labios una sonrisa nueva. Cogió un éxtasis. Se dijeron lo que siempre se ha dicho, lo
cubilete con dados. que siempre se dirá.
—¿Probamos? Por sus aficiones musicales, Alfonso trataba un
Alfonso asintió, mirándola a los ojos. Cayeron tanto a los del oficio en la ciudad: entre ellos, al
ases. Extendió la mano y echó a su vez. Enrojecía, maestro Odilón Cervantes. Lo divertían sus camisas
pensando en que ella lo observaba y debía encon¬ chillonas, su melena embetunada y su panza, donde
trarlo feo, cosa que nunca le había importado. Tam¬ metía sin tregua guineos. Pero lo admiraba transfi¬
bién él sacó ases.
gurado, cuando entre la papada y la mano regorde-

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Violeta rió suavemente y tiró por segunda vez, ta, sostenía el violín. Esa noche afirmó:
un tres en cada dado. De inmediato, Alfonso sacó —Lo que le digo Cortés: si con el sereno que le
iguales puntos. Saltó ella: demos, no vuelve con usted la niña, ¡no me paga!
—¿Qué? ¡A ver, tiremos otra! —Una cosa es con violín y otra con guitarra,
Por tercera vez marcaron ¡guales suertes: maestro, y la guitarra la voy a tocar yo.
cincos.
La nocturnidad de la calle, sin policías y sin
—¿Y esto qué es, Alfonso? ¡Me da miedo! perros, densa bajo los profundos portales, se volvió
—Es la sangre que late igual. más criolla al ascender la queja del violín y, desde
—¿La sangre es el destino? las cuerdas de la guitarra, el reclamo viril. En manos
Callaron, sintiendo lo desconocido que había de un segundero de Odilio, una mandolina terciaba
en sí mismos. Tras la mampara movían una silla, se sus cuchicheos de alcahueta. Olía a viento, a flores
oían pasos familiares. Lejos, rodaba una canción en lejanas. El instante fugaba en las notas efímeras.
un fonógrafo. Alfonso se despidió. Por el claustro, ¿Cuál es la guayaquileña tan desdichada que no
más allá de la escalera, se divisaba un trozo macizo le hayan dado siquiera un sereno en su vida? La
de cielo, nocturno. A decirle hasta mañana, ella se guitarra de Alfonso llamaba sus otras horas con
arrimó al corredor, tan blanca, tan fina. En sus pes¬ Violeta. Le preguntaba si se acordaba cuando en el
tañas se dormía todo el hechizo de la noche de la corredor, a la entrada de la escalera de su casa, en
tierra. Tendió la mano. medio de todos, jugaban al cine haciendo que las
—Las estrellas están despiertas. siluetas de sus cabezas, distantes sin embargo, se
—¿Recuerda la otra noche, al volver del teatro? besaran en la pared. ¿Había olvidado ya los libros
También sentimos las estrellas, las hicimos algo que leyeron juntos, las cabezas de niños que acari¬
nuestras, Violeta. ciaron al pasar, cuando cruzaron, pareja feliz, por
—Los que se aman, se vuelven hacia ellas. los parques evaporantes de calor? La guitarra tam¬
Son un espejo demasiado grande para el bién quería oírla repetir lo que palideciendo, mur¬
amor.
muraba:
Supieron que ambos las amaban y a Alfonso le —Imposible.
evocaron su niñez, cuando el abuelo le enseñaba a ¿No regateaban todas las madres a sus hijas el
conocer la osa y el carro. Acostumbraba entonces derecho al amor? ¿No amenazaban siempre los her¬
tenderse cara al cielo, frente a las noches encendidas. manos, patear al que pretendía hacerlos cuñados?
Sentía, no un tumbado claveteado de plata, sino la El violín floreció la ilusión de un aroma de azahares:
vastedad abisal, en que palpitan, más cerca o más insinuó los ribazos con luna roja en el agua, donde

170
-171-
crecen limoneros y no existen suegras. La mandoli¬ La desesperación con que amaneció Alfonso,
na bajaba su voz hipócrita: apenas sugería las bocas tras la noche de insomnio, no era de las que se
mojadas de besos, las manos trémulas, la embria¬ alivian con aspirinas. Pero la vida se rehízo en ale¬
guez de los alientos que se funden. gría inesperada, cuando muy temprano, una mu¬
—¿Imposible? chachea le trajo un papel: "Querido: Anoche, des¬
La letra de los pasillos aludía al frío de la ausen¬ pués que hablé contigo, sentí que te quería más. No
cia, a las distancias vacías en que se extienden las puedo vivir ni pensar ni leer, sólo tú ocupas mi
manos, buscando las manos amadas. Tres piezas pensamiento, mi alma. Sin tu amor, no podría se¬
son de rigor en un sereno: la tercera, inevitablemen¬ guir. Todavía conservo en mis párpados tus besos.
te, tiembla de adioses, se queja por los días futuros. Te besa muy despacito, Violeta".
¿Se verían mañana? ¿Marcharían sus vidas por ru¬
Caía el cielo sobre los postes y los alambres, los
tas distintas? Una vez más, la guitarra y la voz varo¬
aleros picudos, la calle oscureciendo. Aromas, tami¬
nil, advertían que la noche se iba, formulaban la

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
zados de distancias llegaban hasta el balcón. De los
postrera pregunta. portales subían gritos de niños que jugaban. Violeta
—¿Imposible? y Alfonso se encontraban en el silencio: no podían
¿Se habría despertado Violeta a escuchar? Al¬
hablar íntimamente, pero estar juntos era ya una
fonso sabía la vieja creencia, olvidada en los sere¬ embriaguez.
nos de hoy, de que sería risueño el porvenir, si la
Se aislaban de los rumores de la casa y del
muchacha se levantaba y él conseguía a través del
barrio, del vuelo de las nubes y del vapor de luz que
canto y los instrumentos, oír sus pasos al acercarse
se extinguía. Sólo quedaba la mutua presencia. Era
al balcón. Espiaba, onda tras onda, la magia sonora,
como si recién se conocieran o como si se hubieran
que volaba sobre el barrio dormido. Leve, le llegó el
conocido siempre. La penumbra se hacía pesada en
roce de los pies descalzos de Violeta. Crujió la venta¬
los párpados de ella. Su rostro, de óvalo puro, vol¬
na: en la sombra se dibujó claro su rostro, entre las
víase irreal. Y únicamente la sonrisa se delineaba
trenzas fragantes. ¿Pero acaso los augurios no
con la cercanía de un beso.
mienten, como las personas?
—Sólo a tu lado, vivir es vivir.
Con palabras difíciles le hablaba ella del final
—Sin ti, es la soledad.
irremediable. No le daría detalles, él debía suponer¬
—¿Tú también sientes lo que es la soledad? Las
los. La oposición contra su amor, era tai vez más
manos se tocan, no se enlazan. Nada dicen las pala¬
grave, por su misma delicadeza. No habían surgido
bras. Mundos separan mis sueños de los otros sue¬
escenas. No le habían lanzado una mala razón. Ape¬
ños. Mi sangre es solamente mía; y nada más que
nas se deslizaron insinuaciones y se proyectaron
con la tuya tiembla igual.
sobre ella silencios amargos. Hubo preguntas suel¬
Volvieron fuera la vista, palomas, irisadas por ‘
tas. Insensiblemente había entrado en juego el po¬
finales retazos de sol, se posaban en la guardalluvia.
der espiritual que su madre había sabido crearse, y
La noche bruñida, palpable, pero traslúcida, comen¬
que la erguía sobre la casa en amplia figura domi¬
zaba a envolverlos. Por encima de la extensión con¬
nante, envuelta en dulzura e imperio, como las geni-
fusa de tejados, en el aire metálico, se perfilaban
toras virginales de Murillo.
sombrosas colinas.
¿Con qué fuerzas iba a resistir Violeta? Las ma¬
Peones con mecheros encendían el alumbrado.
nos le temblaban, ¡las manos! Alfonso pensaba en
Entre un traqueteo de latas mal unidas, una voz que
la sonrisa de la señora Elvira, en su frente; en la
no se sabía si era triste de sí o si la doblegaba el
ternura y la rigidez de su mirada.
crepúsculo, se extendió sin alzarse, parecida a un
—¡Adiós! —a él también le tembló un instante
lamento.
el puño.
—Basuraa... Basuraa...

-172- -173-
Era vulgar la calle de caserones de quincha, Al contárselo a Alfonso, Violeta titubeaba:
infecta la carretilla de desperdicios, un vencido el —No sé por qué te cuento. Con nadie tengo ni
hombre cobrizo que la conducía y con su grito mar¬ he tenido confianza como contigo. ¡Son cosas de
caba el paso del instante; mas, sin motivo, Violeta y chica!
Alfonso se sobrecogían. Los faroles de gas agitaban Se abrían sus ojos a la vida. Era una chiquitína
sus Mamitas sangrantes: su claridad pobre, por los frágil, de breves trenzas gruesas, con su gestito de
estantes, los boquerones de los zaguanes y los cha¬ timidez. Acostumbraba andar apegándose a las pa¬
tos grifos de hierro, se encogía y se alargaba sobre redes, tal vez por temor a la avalancha de juegos de
las piedras. los hermanos.
Una onda de vida que llevaban consigo tam¬ —Tenía un pollo que me regaló mamá y que yo
bién las suyas venía de fuera, hacia sus frentes. mimaba. Era una mota chiquita de plumón amarillo,
—¿Sientes la noche? con los ojos de cabezas de alfileres y el piquito
—Contigo he aprendido a sentirla. tierno. Para que veas lo que entonces era el tiempo

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Cuando no esté a tu lado... para mí: una tarde dejé mi pollo siendo pollo; y, al
—Calla. día siguiente amaneció grande, gallina. Ya no lo
—Y sin embargo, la alegría existe y es natural. Y quise.
tú eres la alegría. Con las hermanas se levantaban al amanecer, a
Ella le miraba la frente que tenía una aspereza correr por los piñales. En la yerba, los pies desnudos
de corteza de árbol, pero de cuya forma emergía se bañaban de frescura, rompiendo las lentejuelas
una serenidad que resultaba infantil. ¿Cómo había del rocío. Sorprendían el primer mascarón rojizo del
llegado a quererlo así? Al principio no se lo imagina¬ sol, tras los carrizales. En la galería cantaban en sus
ba. Había amado antes. ¿Qué eran esos amores ante jaulas caciques, azulejos y colembas.
esto que la mantenía despierta las noches y colma¬ —Cuidaban la casa dos perros grandes. El uno
ba cada minuto y cada segundo sus días? se llamaba Pilo y el otro Sultán. Los chicos jugába¬
Espontáneamente sus infancias afluyeron a los mos con ellos. El uno tenía las lanas pardas y el otro
labios de ambos. La voz de Violeta y las cosas que negras. Eran tan altos que mi cabeza no les alcanza¬
evocaba, se mezclaron para Alfonso en una oleada ba ni por el lomo, pero muy mansos. Por la expre¬
de íntimas resonancias que iban a despertar los sión de sus ojos brillosos parecían gente.
ecos de una música como nunca se oyera en el Para la hora en que las sombras trepaban al par
corazón. Sintió que si lograra cifrarla en notas, ha¬ que las enredaderas, por los muros de la casa, no
bría al fin hallado su voz. La oía como se oye en los había nada como la falda de mamá. Era tibia y olía a
sueños. manzana igual que los cajones de las cómodas. La
Del misterio de su memoria se levantaba un falda se la disputaban entre Violeta y Pancho, el
mediodía de sol en el campo. El padre trasladaba la hermano de un año más que ella. ¡Qué bien se iban
familia a una casa nueva, en la hacienda que admi¬ durmiendo suavemente allí!
nistraba. A Violeta, pequeñuela, la conducía a caba¬ —Mamá era muy hermosa, Alfonso, espera voy
llo un peón. La casa de mirador se erguía sobre la a ver si encuentro a mano un retrato de esa época.
sabana. Negros tilingos volaban en los algarrobos. De la atmósfera diluyente que se ahueca en las
Tórtolas tierreras se alzaban del pasto. Al llegar, el antiguas fotografías surgía la galería de una casa de
peón la entregó a los brazos de una sirvienta. hacienda. Don Leandro, con su fisonomía franca y
La casa nueva trascendía a maderas frescas, en recia, pero entonces juvenil, vestido de cotona ce¬
choque con la vasta luminosidad de fuera, el cuarto rrada al cuello, presidía de pie el grupo. La señora
donde la llevaron a hacerla dormir, pues no podía Elvira sonreía, rodeada de las filas desiguales de
más de cansancio, se veía un rincón casi azul. hijos e hijas. Se crfeía una hermana mayor por su

-174-
-175-
esbeltez y su cara de chiquilla. o el aguacero en los techos, al dormirse, aspirando
—¿Cuál de nosotras se le parece a lo que ella el olor de los vestidos de sus ñañas, con una dulzura
era? inexplicable.
—Tú. Sin ser grande la semejanza física, es la —También yo te cuento todo, Violeta.
misma ligereza de la actitud y la misma manera de
—Todo lo tuyo posee algo mío desde siempre.
mirar tímida y curiosa. Oye, y esta otra foto yo me la —Era mío un algarrobo...
llevo...
El departamento donde vivían, tenía ventana y
Era Violeta, apoyada en el alféizar de un venta¬ puertas laterales al patio en que se levantaba ese
nal. Afuera, en un cielo borroso, se desplegaban las árbol de tronco roqueño y copa inextricable, ¿Para
ramas de una palma. Volvía ella la cara, seria, no qué robar nidos, si residía entre ellos? Costó tiempo
triste, bañada de la claridad interior que él amó para que le dieran permiso de subirse. Enhorqueta-
desde que la conociera. Se guardó el retrato. do entre el follaje, amaba las montañas, los casti¬
Le había contado sus sueños: Violeta sabía de llos, los jinetes desmelenados, las doncellas angeli¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
la armonía que él perseguía en sí, y conocía su gesto cales, los osos, todo lo que dura unos segundos en
de ironía por el contrastre de sus ambiciones con su el paso de las nubes cambiantes. Olía a jugo de
vida. Ella protestaba: hojas tiernas, a plumón de lechuzas huidas de ma¬
—Tú escribirás tu música, lo sé. Yo la adivino, la drugada, y el humillo que se elevaba de las vecinda¬
conozco. A veces la oigo en tu voz. des, a menestra batida. ¡Y debía dejar todo eso, para
—Si lo consiguiera, sería por ti. Desde que te he ir a la escuela!
conocido he vuelto a escucharla. Hacía mucho que Poco después, él mismo fue quien deseó ir.
ya no la oía. j Por ti vuelve a cantartriunfalmente! La Una tarde había preguntado por qué no co¬
oigo tan clara como de niño: menos clara pero más mían. Carmela, la mayor de sus hermanas, le res¬
intensa. pondió:
—¡Si nos hubiéramos conocido entonces!
—No tenemos hoy. De que estés grande, tra¬
—Cuando contaba, decían que yo era loco, que bajarás y no nos faltará. Para poder trabajar enton¬
oía cosas que no oyen los demás. ces, ahora debes ir a la escuela...
Comenzó a oírla a causa de la iglesia. Muy pe¬ —¿A la escuela? Yo odio la escuela.
queño, la madre lo llevaba, las madrugadas. Gol¬ Carmela lo miró sin decir nada; y él, frunciendo
peaba remota de sueño la campana de la catedral. el ceño, rectificó suavemente.
Cruzaban de prisa las calles. Arrodillados en una —Odio la escuela, ñaña, pero iré.
banca, Alfonso se cogía de la falda de Leonor, con Pocas veces le dejaba Leonor que, en tanto que
miedo a las beatas. Se respiraba la frescura encerra¬ ella cosía, él diese vueltas a la manivela de la vieja
da a humo de incienso y ceras. Brillaba el altar. La Selecta. Pero a Alfonso le gustaba ayudarle. Cuando
voz del armonio crecía hacia las bóvedas altas. Pa¬ no se lo permitía, siquiera permanecía en el cuarto,
saba sobre las cabezas estremeciéndolo y transfor¬ tirando de un cochecillo de carretes de hilo. Y le
mándolo todo. El aire vibraba con una dulzura so¬ contaba a ellas las palabras que oía en el golpeteo
lemne y Alfonso experimentaba un estremecimien¬ acompasado de la máquina. Eran muchas y según
to lúcido y supremo. ios días distintas:
Al salir, no era el mismo chico de antes. El —Carrera, carrera, carrera... —unas veces, y
mundo que lo rodeaba, se había vuelto un inmenso otras:
juguete sonoro. Algo oía, algo dentro de sí, pero que —Las tres de la tarde, las tres de la tarde, las tres
era a la vez las palabras de su madre, las canciones de la tarde...
con que lo arrullaban antes, el rodar de los co¬ —¿Las tres de la tarde? ¿Por qué? A esa hora
ches. los Dreaones asoleados de los vendedores naciste.

-176-
-177 -
Quizás las palabras dependieran del más o me¬ de escoba. A veces libertaba al avecita temblorosa,
ya de las mismas garras.
nos cansancio del brazo de Leonor.
—No sé qué es nacer, Leonor. La máquina dice. Influyó mucho en mí, ver sufrir a mi madre.
A fin que ella reposara y por el placer que le —¿Por qué padecía doña Elvira?
producía, antes que oscureciese, Alfonso le rogaba —Por el veterano. Lo que hacía, no lo hacía de
que viniera junto a la ventana, a leerle. Su voz era malo, pero acaso por eso resultaba peor.
—¿Bebía?
suavemente monótona, pero tan precisa que él dis¬
tinguía lo que decía el libro de lo que decían las —No. Era violento y mujeriego. Viéndolo como
gentes que vivían en el libro. es, no puedes hacerte idea de como fue.
Eran las veladas de La Quinta. El Robinson sui¬ Quería a la señora Elvira; ni amor ni pan les
zo, la Geografía Universal, de Gregoire, María, de faltaron nunca a ella y sus hijos. ¿Qué iba a hacer si
Isaacs, la Historia de los Girondinos, otros. su sangre llameaba y ante él se extendía la tierra
Después de leer el asesinato de Marat o la llega¬ abierta? Mantuvo mozas en todos los pueblos y

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
da de los marselleses a París, el año II, Leonor le recintos del contorno. Sus ojillos irradiaban un fue¬
mostraba un grabado en acero. go imperioso. Lo mandaron a matar muchas veces,
—Un descamisado. sin conseguir ni rasguñarlo. Machete en mano se
—¿Por qué era descamisado? metía entre las peonadas borrachas y las dispersa¬
—No tenía camisa o tenía una sola desgarrada. ba a planazos. Jamás bebió una copa de licor, pero
Alfonso simpatizaba con el rostro fiero y son¬ ni los más ebrios lo igualaron en violencia.
riente, de los cabellos remecidos, la mirada franca, La figura de la señora Elvira cruzaba sola, con la
los zuecos sobre los adoquines del arroyo parisien¬ palmatoria en la diestra, por entre los mosquiteros
se y, detrás, el farol con el grotesco aristócrata ahor¬ de las camas de sus hijos, en las noches de espera.
cado. Cuando Leonor, en el viejo piano, le tocó La Ya no lloraba como los primeros años. Le nacía una
Marsellesa, se la hizo repetir tres días, hasta apren¬ fuerza parecida a la de él. Sin un reproche lo dejó
■fl¡
derla. La silbaba al acostarse y al levantarse. No desbocarse afuera. Apagó sus celos de mujer. Se
logró enseñársela a los pájaros del algarrobo, aves consagró a los chicos. El se imponía con el puño en
de ciudad, chagüices brujos, viviñas, todos la sabana. Ella en la casa dominaba con una mirada.
mudos... El profesor al que pagaban para que permane¬
Ahora la vaga luz de la noche confluía en la cara ciese en la hacienda, enseñando a los chicos —un
de Violeta. Ya no era irreal, sino intensamente pró¬ español anciano, decidor y bondadoso— tuvo que
xima. ausentarse. Debieron ir a educarse a la ciudad. Allí
—Yo, de chica, defendía las golondrinas... se instaló con ellos la señora Elvira. Don Leandro
Los corredores se tapaban de la resolana, con siguió en su trabajo en el campo. A solas, ella termi¬
cortinas de lienzo. El viento sabanero, inflándolas, nó de hacer su mundo suyo de su casa. La modeló
parecía que quisiera hacer navegar la casa. Una de como quiso, sintiéndose responsable sólo ante su
Dios.
ellas, permanecía atada, formando un hueco, una
especie de regazo. Allí anidaban golondrinas. —Al fin en esa forma hizo su dicha; pero en mi
—¿Hay golondrinas en nuestra tierra? casa, Violeta, mi madre viuda luchaba sola. Si existo
—No sé, los montuvios las llaman así. es porque ella, trabajando, daba a pedazos su vida
Por las tardes, una tras otra, abrían a lo alto sus para que mis hermanas y yo viviéramos.
alas triangulares. El gordo gato romano espiaba el ¿Qué noche de su niñez no la vio junto a la
instante en que una aparecía, para cazarla al vuelo. lámpara, erguida, alegre, con una costura entre las
La chiquitína Violeta vigilaba interminablemente, manos? En este instante, creyó percibir que las manos de
cuidando el nido y espantando al gato con un palo

-178-
-179-
Violeta se parecían extrañamente a las de su madre. ¡Si le pagara mañana uno con lo del vestido!
Las formas de los dedos y las uñas, el tamaño, eran ¿Pero el revólver de Alfonso? ¡Pobrecito!
iguales. Ni bien amaneció él le declaró a Leonor que ya
—Presta la mano. no le gustaba el revólver. Ahora le encantaba un
Se la tendió y él pudo ver la semejanza también barco; él y su amigo Baldeón tenían conseguido un
de la trama de rayitas entrecruzadas en las palmas trozo de palo de balsa e iban a construirlo. Sería
sonrosadas. balandra de dos mástiles. La ñaña Carmela les cose¬
—¿Para qué? ría las velas. ¿Para qué revólver?
—Acabo de fijarme en que tus manos se pare¬ —No era sacrificio, Violeta. Algo más sencillo:
cen a las de mi vieja. era hacer coincidir el gusto con la obligación.
—¿Cierto? Ella lo miró, sonriéndole como a él le gustaba. Y
—En todo, sólo que las de ella están ajadas por volvió a su vez, a contar:
el tiempo y el trabajo. Pero son lo mismo, de suaves —Cuando vine a la escuela por primera vez, era

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
y frágiles; ¡y de poderosas! No sé dónde he leído una perfecta montuvia. Me quedaba aislada y hura¬
algo acerca de la fuerza sin esfuerzo de los ángeles... ña en mi banca.
¿Qué muchacho no tiene una matraca, un pito, —Adivino como eras. En tu rostro actual reveo
en nochebuena? Una, ya lejana, Alfonso no tenía. tus rostros anteriores...
Leonor no alcanzó de tarde a terminar una costura. —Yo también sé cómo eras. Bueno, de verdad
Algarabía de carricoches, gritos, petardos, bengalas que era tímida, absurdamente tímida.
y risas se derramaba por las calles. Ceñía él los —¿Más que ahora? —sonrió Alfonso.
fierros de la reja de la ventana contra la frsnte. Violeta compartió la sonrisa:
—Alfonsito, mañana que entregue el vestido, te —¡Mucho más! —Y siguió:
compraré el revólver de juguete que te gustaba. —Me agradaba vestirme de amarillo claro. Con
¿Estás llorando? un lazo de cinta del mismo color, me ataba el pelo
—Mamá, los hombres no lloran. Estoy viendo. que llevaba raya a un lado.
Tras él la luz de la esquina, cortaba un retazo en La profesora era una solterona que tenía lejano
el piso. Los grupos se habían alejado. La pulpería parentesco con don Leandro. Por eso a Violeta la
cercana se cerró. Para el revólver necesitaba siquie¬ cuidaba y la mortificaba más que a las otras alum-
ra un rollo de fulminantes. El silencio soploba por nas. Una vez le dio para que aprendiera y lo decla¬
las bocacalles perdidas. ¿Pediría que se los mara en una fiesta escolar, el poema "El cuervo" de
compraran? ¿No sería demasiado? Paca tenía mu¬ Edgardo Poe. A ella la horrorizó esa ave con su
ñeca. El viento removía un ramaje. La voz del armo¬ agüero inexorable. Por lo mismo, se le grabaron en
nio lenta. Con ella se iba la tarde llena de carretas seguida los versos. Pero se negó a ensayar. Callaba
retrasadas y de olor a yerba. Palabras casi cuchi¬ obstinada,fijos los ojos en la madera del pupitre,
cheantes lo despertaron bruscamente, en la cama. garabateada de lápices. La maestra, bajo su capa de
Lo habrían traído dormido. Aunque hasta él venían colorete, se encendía de furia:
confusas, reconoció las voces de su hermana Car¬ —¡Pero dilos, Violeta! ¡Si los sabes, si los has
mela y Leonor. dicho a tus compañeras! Delante mío es que no
—Sí, mamá, con eso son veinte, pero ¿y lo de la quieres. Tendré que darle las quejas a Leandro. Le
casa? Yo no le dije temprano. La sirvienta de la avisaré a Elvira.
señora de arriba, trajo el recado si no podemos Al fin le retiró el papel y se lo confió a otra.
pagar, que desocupemos, que son tres meses... —Después dicen que una no hace por la familia.
—Todavía no son tres cumplidos; podría es¬ ¡Pretenciosa!
perar. En la escuela atribuían su retraimiento a orgu-

-180 -
-181-
lio, cuando era, en el fondo, timidez.
—Pero sí era orgullosa, te confieso, Alfonso. Así Ella le hizo una mueca:
me criaron. Aunque sin ser lo que se llama rico, a mi —¿Dame? Compra con tu plata.
padre le ha gustado siempre vivir bien. No he expe¬ Y la miró con la expresión con que los niños
rimentado pobreza sino una ocasión, ya grande, en desafían superioridad. Los ojos de la otra molesto¬
que él estuvo unos meses sin empleo. ¡Niña mima¬ samente claros, reflejaban reproche humilde,
da, figúrate! asombro y todavía avergonzada con la gana de las
En el departamento bajo, de la casa en que ciruelas. Eran de la misma edad. En ocasiones juga¬
habitaban cuando recién se trasladaron a Guaya¬ ban juntas. Conocían la risa de Germania, que le
quil, vivía una familia con numerosas chicas. Eran despegaba los labios, descubriendo las encías ané¬
huérfanas de madre. El viejo, al que Violeta y sus micas y los dientes que parecían de palo.
ñañas veían por el claustro pasearse en chaleco, Volvía, como Violeta, de la escuela. Como ella
semejaba un loro, disecado de puro hético. Ganaba debía traer la lengua seca y las axilas tibias de

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
un sueldo miserable. Los hijos llevaban callados su sudor. A Violeta le daba su mamá todos los reales
ropa usada y su hambre. Eran demasiados. Proba¬ que quería. A ésta nadie le daba reales. Cuando les
blemente la madre había muerto de tanto parir. faltaba el almuerzo, Germania y sus hermanas, se
Formaban un coro de manos céreas, trenzas rapo¬ metían juntas en una hamaca grande que tenían, y,
sas, labios exangües, cuellos de paraguas y párpa¬ meciéndose a vuelo ancho a través de su cuarto sin
dos morados bajo los que brillaba la mirada inteli¬ muebles, cantaban interminable y chillonamente el
gente y tísica. Himno Nacional. En las voces que salían de sus
—Las Mendoza están faltas de alpiste’ estómagos vacíos, el canto se convertía en una es¬
—murmuraban las vecinas. pecie de queja salvaje, que ni por lo cotidiana deja¬
Lo que voy a contarte es para que tú que me ba de espeluznar.
crees buena, veas cómo, sin saberlo, se puede ser —Era de juego que te negaba. Toma.
monstruo. Y me castigo todavía, con el dolor de que —Gracias, mejor ya no —contestó con suavi¬
lo sepas tú que quiero que me quieras... dad Germania, entrándose a su casa.
Acalorada, ardidas las mejillas, con la boina Una opresión confusa estranguló el pecho de
echada a la oreja, volvía de la escuela. Sol de las Violeta. Ya arriba, apenas reteniendo los sollozos,
cuatro, anaranjado pero quemante, azotaba de la¬ tiró el puñado de ciruelas sobre el hule de la mesa
do, marcando los estantes sobre el portal. La gar¬ del comedor, pasó a su cuarto y se echó de bruces
ganta seca de las lecciones, y las axilas húmedas de cara a la almohada. Acababa de aprender a no con¬
sudor —le cayó como una bendición el grito del siderar extraño el dolor de los demás. Desde ese día
frutero que asentaba su charol en la esquina: ella y sus ñañas llamaban por el claustro, a las horas
—¡Ciruelas del cerro! de comer, a las chicas vecinas.
Antes de pagar el real, sus dedos, manchados —Germania... Meche...
de tinta oprimían ya las ciruelas jugosas. A su lado, —No se molesten. Pero si ya...
un chicuelo descalzo encogió el hombro, alzando el —Tomen, tomen no más. No es sino un boca¬
tirante del rotoso pantalón y gritó remedando. dito.
—¡Tu abuela en el cerro! —Sí coge, coge, para tu ñaño chico.
Germania, una de las vecinas pobres, le tocó el El Himno se escuchó un poco menos. Germania
brazo: jugó otra vez con Violeta. Pero a ésta no se le des¬
—¿Ciruelas? Violeta... Dame. prenderían ya sus ojos, en el instante en que le negó
las ciruelas. Aún ahora, al encontrarla, los creía ver
1 faltas de alpiste: faltas de comida, mal alimentadas. ¡guales.
—Esto casi insignificante conmovió mis nueve

-182 -

-183-
años. cuello de camisa, de pronto viviente, cotidiano. Uno
Alfonso hubiera querido besarle las manos len¬ de los sepultureros comentó:
tamente, mas, por momentos, cruzaban presencias —Ajo que este cristiano ha de haber sido forzu¬
tras los encajes de las cortinas. do: vea usté los huesos pegados por las coyunturas
—A la misma edad también yo tuve una conmo¬ y los nervios, ¡ni cogollo de palma!
ción. No como la tuya, lección de amor, aunque Para que cupieran en la pequeña caja de már¬
dura, sino el primer encuentro con la angustia. Co¬ mol hubo que quebrarlos: el crujido erizó el vello de
mo en tu caso, nada en sí; sólo que chocaba con mi Alfonso. ¿Con que era esto? ¿Así, terminan el amor
temperamento y con mis años. Después he visto y la música? ¿Así concluirían él y su madre y sus
cosas peores, pero ya sabía sonreírles... hermanas y todos? ¿A qué seguir si es así el final?
Desde que subieron al tranvía de muías, a Al¬ ¿Para qué haber nacido? Se miró las manos ateridas
fonso la espera le contraía el estómago. Lo atenaza¬ y las uñas; miró la sien surcada de venillas flexibles,
ba un presentimiento de horror. Días antes Leonor de Leonor. Ansió gritar. Le pareció que hasta el cielo

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
le había dicho: fuera a derramarse sobre su cabeza, en lluvia de
—En estos días, hijito, vas a tener que acompa¬ polvo.
ñarme al cementerio. Imposible seguir pagando —¡Mamá, yo no quiero que te mueras, yo no
cuatro bóvedas con el aumento del arriendo, en quiero morirme!
Guayaquil, jya uno no puede ni morirse! De acuer¬ Ella se volvió y le cogió la mano: la mano de su
do con tu tío, vamos a hacer exhumar, y poner los madre estaba tibia y sus ojos serenos.
restos en un solo nicho. Vienes conmigo; eres el Experimentaba frío en los párpados. El aire hú¬
hombrecito de la casa. medo hizo rozar su corbata escocesa contra su meji¬
—Claro, mamá, iremos. lla. Ya no se estremecía. Dentro de sí continuaba
Bañaba las calles un puerco lodo plomizo: y viendo el broche de cuello, los tendones secos, el
semejaba no sólo embadurnar los pies de los tran¬ polvo. ¿Cómo arrojar esa visión?
seúntes y salpicar las carretas y los coches, sino En él siempre vencía la sangre precoz y corren¬
trepar arriba de los techos podridos, a hacer más tosa. Desde hacía meses andaba curioso del miste¬
cenizas las nubes cenizas. rio que eran las mujeres. Creyó descubrirlo sólo
—¿No te impresionarás demasiado? porque su prima Rosa, en cuya casa se halló de
—Creo que no. visita, dio de mamar a su bebé delante de él. Nunca
No recordaba por qué razón no pudieron ir el tío había visto un seno. No fue malicia lo que le desper¬
o los primos. En las baldosas, las alpargatas de los tó. Le ardía la cara. Apartaba la vista. Volvía a mirar.
pantconeros amasaban la rojiza cangagua del ce¬ El chiquitín chupeteaba la teta, henchida, deli¬
rro. El viento mojado remecía las palmas de la ave¬ cada. Quitaba la boquita y en el rosado pezón se
nida, entre los blancos cuerpos de bóvedas y las detenía una perla de una gota. Los ojos de Rosa eran
estatuas y cruces de las tumbas lujosas. ¿Había con¬ de un verde dorado y transparente; se posaban con
fiado demasiado en sus fuerzas? Pálido, los dientes fijeza en la carita del hijo. El corazón de Alfonso
apretados, hundía las manos en los bolsillos, tieso, palpitaba loco. El mundo era maravilloso: el cuerpo
junto a la madre, vestida de negro, también pálida, de las mujeres, un misterio atrayente, cálido. Cono¬
firme. ciéndolo, acariciándolo ¿qué importaba morir?
Al quitar la lápida, la mezcla vieja cayó a troci-
tos, pulverizándose. En lo hondo se entrevio el hue¬ —¡Alfonso! ¡Cómo hemos conversado!
so caoba de un cráneo. Sacaron un manojo de en¬ —No hemos sentido las horas.
marañados cabellos, jirones de ropas, la cruz de La criada había encendido silenciosamente el
latón del ataúd, tierra, carcoma. Saltó un broche de gas. Sobre el piano yacían hojas de música dor¬
mida.

-184-
-185-
La noche venía hacia ellos por el balcón, en —Ajá, ya sé. No me interesa.
densa humareda. Ventanas, tiendas, cuartos, rega¬ La había visto: también se distinguía desde sus
ban abajo hileras de luces de interior. De nuevo ventanas la chaza desparramada de la casona, que
envolvía a Violeta y Alfonso la onda de vida, de otras dejaba ver un cuarto sin barrer, camas destendidas,
vidas, que juntaban también las suyas, deshaciendo lavacara llena y, paseándose en medio, aquella
la soledad de las almas en el latido unísono de los mujer desgreñada, de ancas de rana, con la camisa
corazones. pegada a las formas.
¿Cruzarían aún presencias, tras las cortinas? Luisa detuvo a Jorge:
¿Como así los dejaban solos tanto rato? ¿Los —Cierto, cierto, tú tampoco ves.
verían? Sus manos se juntaron. Sentían sus confi¬ Para Alfonso fue revelador que Luisa siguiera el
dencias vibrar aún, entrelazándose, adquiriendo gesto de Violeta. No era sólo un escrúpulo de su
existir único bajo sus frentes. De aquellas raíces pudor de muchachas. Era un impulso de oscuro
brotarían como flores los sueños. Los imposibles sentido femenino.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
podrían acechar. El calor de sus manos era uno solo. —¿Ya ves? Tú que no quieres quererme... Algo
La cara de Violeta, definitivamente no era ya irreal: significaba no dejarme ver.
estaba allí en el prodigio sencillo de su frente pura, —¿Y quién te ha dicho que no quiero quererte?
de sus pestañas pesadas de noche, de sus labios en Después quedaron solos al lado del balcón don¬
los que brillaban la pasión y la juventud. Al unirse de acostumbraban conversar. Se hallaban como
sus bocas, temblaron sus almas hasta lo más hon¬ hundidos en la tarde amarilla, ya medio invernal. En
do. Con eléctrica tibieza, el beso ponía en los párpa¬ la pared, el retrato de Carlos, el hermano mayor de
dos de ambos una dulzura de eternidad. Violeta, hacía años muerto parecía sonreír sobre
ellos. Los rodeaba con su rtiirada, en la inmovilidad
2 vibrante con que viven las cosas. Al notar como veía
él ese cuadro y el piano, la mampara, los muebles,
Conversaban los dos, en compañía de Luisa y que los días le habían hecho acogedores, ella, ju¬
de Jorge, su novio. Alfonso no atendía a la charla. gando, lo remedó:
Frente a él, Violeta se mecía en un sillón. Calzaba "Violeta, las cosas tienen alma, tienen vida..."
sandalias sin medias; un fino vello cubría sus pier¬ Las hermanas le hacían bromas, asegurando
nas. Vestía una blusa de seda roja a rayas. La piel se que había cogido al hablar, el acento de él nervioso
le encendía en un rubor sólo suyo, con una palabra, y veloz.
con una mirada. Y él no podía dejar de mirarla. Luisa —¿No tocas piano?
se volvió de pronto: La música vino una vez más a identificarlos
—Vean, vean a la galla esa. ardientemente.
Violeta se levantó rápida y se asomó. Cuando
Alfonso se acercaba, le puso las manos en los hom¬
bros, deteniéndolo. Rió:
—No, usted no ve eso. Eso no ven los niños.
El fingió insistir, por el roce de sus manos y de
sus brazos, que le causaba suave estremecimiento.
—Pero ¿qué es?
—No, no mire. Es una vecina de la casa de
enfrente, que se pasea medio desvestida, con las
persianas abiertas.

-186-
-187-
—¡Le acumulan un robo comadrita! Yo especu¬
lo que no ha de ser. ¡Pero capaz! ¡La desgraciada! ¡Y
estas perras mujeres! Para darle sedas y chapas a la
Margarita ha de haber sido...
—No, María, hay que reconocer lo que es, aun¬
que sea contra una. Si él fue el que la fregó: le
pegaba y hasta dizque la tuvo en el burdel de la
Emperatriz. ¡Malucón mismo es el ahijado!
VIII —¿Y ahora qué fes de ella, de la Margarita?
—Yo no sé que le pasaría, regresó, estuvo un
LOS BARRIOS SILENCIOSOS
tiempo con la mama, y de nuevo se largó. ¡Y que no
1 se fue con nadie! ¡Quién sabe! Habría quedado ya
maleada.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Resaltando en sus manos negras, secas como
—Bueno comadre Petita, aunque él sea como
bejucos, la ropa almidonada se veía de leche. Des¬
quiera, siempre una es madre y le duele. Yo me vine
ganadamente, la vieja tiraba de una en una, de las
donde usted que es mi paño de lágrimas, a ver si le
prendas, recogiéndolas del cordel. Al fin las abarcó
habla al señor Pareja para que él influya con el
entre los palitroques caobas de sus brazos. Iba a
comisario Garaicoa, el que le mientan Guayacán,
entrarse a su pieza, por la tabla mugrosa tendida
que lo tiene a sus órdenes y que dizque lo va a
sobre el lodo, cuando la llamaron:
mandar a Galápagos o a picar piedras a la cantera
—jComadre, Petita!
del cerro y cortándole el pelo a papa. ¡Hasta lo va a
¿Quién querría molestarla? Quien quiera que
hacer retratar entre los mañosos!
fuese era un intruso en semejante día. Nadie le
—¿Y qué es del maestro Moneada? Él como
traería consuelos, ni ella los toleraba. Toda su vida tío...
había pasado tiesa como palo de escoba, sin apoyos
—Se fue a Vinces a un trabajo que se le presen¬
ni lloriqueos. A lo más se había rascado con rabia
tó. ¡Y allá le han caído unas tercianas que lo han
las pimientas de la cabeza, renegando en voz baja,
dejado en los huesos! ¡Si no se gana para penas en
que no la oyera el Niño. ¡Sí era su consentido! Por el año!
él, más que por sí misma o por los nietos, la afligió la
—Eso sí que es de veras, comadre. ¡Las que yo
actual desgracia. Lentamente viró la cara: estoy pasando!
—¿Quién me busca?
A otra no le hubiera contado. María era su co¬
—Yo, su comadre María.
madre y vieja amiga. ¿Cómo ocultarle lo que de
La voz de Petita era entre ronca y cascada:
todos modos se sabría? Ese día había ido, envol¬
—¡Ajá, comadre, qué milagro! Véngase. viéndose en su manta de seda, intacta, aunque ha¬
Como los de todas las covachas, el cuarto era cía tantos años que Pareja se la trajo de Lima, a la
de tumbado bajo, y estaba ya oscuro en la tarde Escribanía, a firmar la venta de la covacha.
invernal. La cama de hierro poseía pilares para colo¬ —¡Ya los pobres no podemos tener casa! ¡Mi
car toldo.
covachita, María, mis cuatro cañas viejas! Cuando
—No la veía desde que se cambió. ¿Qué sabe vine al barrio casi nadie había... Todo era algarro¬
del ahijado? ¿Sigue preso o ya anda dándole dolo¬ bos. Al poner la fábrica en la otra cuadra hubo gente
res de cabeza? que quería alquilar. Así fui parando lo demás...
—¿Le contaron, comadre? ¡Quién me iba a decir que la misma fábrica me
—En el barrio se supo cuando regresó la hija de quitaría!...
la vecina Jacinta. Perder la covacha era perder un pedazo de la

-188-
-189-
existencia. Aunque últimamente era un engaño lla¬ Petra Martínez!
marse dueña: no era más que carne en butifarra, Creía que el Niño no se resentiría. ¡Para quedar
entre los bachiches de La Florencia que le cobraban mal, mejor no hacer nada! Guardaba los juguetes
los intereses de la hipoteca, y los inquilinos —en su de años pasados ¿y no se agregaría ni uno nuevo?
mayoría obreros de la misma fábrica— que no pa¬ Los nacimientos de ella habían sido afamados: has-
gaban los arriendos. Y lo peor era que ella creía que a blancos habían parado sus autos a la puerta de la
no era culpa de los inquilinos: les habían rebajado covacha, viniendo a conocerlos. Siempre les hacía
los jornales y la vida se ponía cada día, cada hora decir tres misas: en Navidad, Año Nuevo y para los
más cara. Santos Reyes. La víspera de cada una, hacía velorio
—Señora Petita, por favor, espere unos diítas... con el fin de madrugar mejor: reunía un pueblo de
Cuatro años he vivido en su covacha y siempre he invitados, del barrio e incluso de otros barrios. Brin¬
cumplido... dos chicos enfermos... daba, sabiendo portarse. ¿Con qué iba hoy a soste¬
Ella no tenía corazón para botarlos, plantándo¬ ner el esplendor de sus agasajos al Niño? El año

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
les los trastos en la acera como hacían otros. ¿Cómo entero era un largo preparativo de sus navidades.
iba a hacerlo si vivía ella entre ellos y veía sus vidas? Nada igualaba su gusto en las alboradas, al partir a
De cada diez, nueve estaban tísicos de hambre. Las la iglesia—¡con su Niño!—y con el cortejo de pasto¬
mujeres lívidas parecían desenterradas. Los mu¬ ras vestidas de blanco, cantando en la calle, al son
chachos eran verdosas arañas barrigudas que co¬ de una banda del pueblo que ella contratara. Era un
mían tierra. Los hombres hinchaban lomos y pier¬ desfile alegre en que marchaban danzando ángeles
nas duros, pero sus costillares eran de arpa y sus de alas doradas, en compañía del diablo de colora¬
caras escuálidas. ¿Y qué era su covacha, todas las do y cachos, y los tres Reyes, el negro, el blanco y el
covachas semejantes entre sí, que ocupaban man¬ yumbo. Solamente el diablo y el rey yumbo se que¬
zanas de manzanas? ¡Barracones de caña con los daban a la puerta, fuera del sagrado templo.
techos perforados y los pisos, podridas las riostras, — El Niño mismo la tiene que desquitar, hasta
flotando las tablas sobre agua y fango! ¿A eso lla¬ oara recuperar sus misitas. Así es que, comadrita
maban ciudad, solamente porque en el centro los ¿me le habla al señor Pareja?
ricos poseían unas cuantas mansiones de lujo? Ella ¡Claro, por mi ahijado! En cuanto venga le
era una pobre negra vieja y no un señorón propieta¬ digo.
rio; nada tenía y hasta su covachín se lo arrancaban, Al quedar sola, la aflicción la hizo pensar como
pero antes se dejaba morir de hambre que botar a en un refugio en él. Aunque tenía dos hijos, Petita
un infeliz a la calle. era joven cuando se metió con Pareja. Él, a pesar de
Los bachiches de La Florencia no iban a dejar en su familia, supo serle consecuente. No se casó por
el barrio casa o solar de que no se apoderaran. no hacer más escándalo. Pero transcurrió a su lado
Apenas compraban una más, la hacían pintar de la existencia sin desamor ni cansancio ni riñas conyuga¬
color chocolate, producto que elaboraban. E iban les: él blanco, rubio, de ojos aleonados, con
ganando esquina tres esquina, los pardos edificios ella no solamente amarcigada o morena sino negra
y cercas. carbón, eso sí no jetona: fina de labios y narices.
—¡Comadre, Dios los ha de castigar! ¡El Niño, el Juntos a través de las vicisitudes, ella lo cuidó,
Niño, usted que toda la vida ha sido su devota! Y lo salvó, cuando un tranvía eléctrico —maldita'
ahora que caigo ¿la semana que viene no es novelería le cortó la pierna derecha, muslo arriba,
Nochebuena? ¿Cómo así todavía no ha hecho el -erca de la ingle. Desde entonces el barrio lo veía
Nacimiento? Otros años a esta fecha ya ha estado... con su enorme muleta, ya que era corpulentísimo,
La vieja suspiró: saco café, pantalón blanco y sombrero tostado, acu-
—Este año no hago... ¡El primero desde que soy

-190-
-191-
Juana? ¿Y qué era lo que a él se le amarraba en el
dir como siempre a la covacha de la negra que era guargüero cuando el chico hecho una lagartija, se
su mujer, que había sido su esposa, su destino. arrastraba por las tablas terrosas, y le jalaba el pan¬
—¿Qué habrá visto el Cojo Pareja en esa negra talón, hablándole con una vocecilla quebrada?
mohína? —decían. —Papacito ¿y yo cuándo camino?
—Deben haberse querido cuando están juntos ¿Y que haría él si le sucediera lo que al Loco
cuarenta años. Becerra, cacaotero como él y su vecino en La
Para él también sería un rudo golpe la pérdida Quinta?, egresando de un embarque, a la madruga¬
de la covacha. Sabía de la hipoteca; no las últimas da, al entrar a su cuarto, en las tinieblas cayó una
exigencias ni el final ocurrido esa tarde. Petita ten¬ silla y una sombra pesada brincó por la ventana a
dría que contarle: sin lágrimas porque ambos eran los callejones y vericuetos del barrio, más que ba¬
fuertes. rrio, madriguera. Raspó un fósforo y la Julia, su
mujer, desnuda, se le arrodilló, tapándose y pidién¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
2 dole perdón. El Loco le ofreció perdonarla si le decía
quien era el tipo.
Extendió su pata, su pata grandota, polvosa, de —El gordo Fantasía, el cobrador del arriendo...
uñas de cacho, descalza toda la semana y sólo los Debían seis meses. Al Loco le había ofrecido
domingos engrillada por los botines, al sacar a pa¬ prestarle la plata en esos días. Pero a Julita chica, la
sear a Juana de Jesús y a los chicos. Jugó con el hija de los dos, se le veía el cuerpecito por los rotos
yute del tendal y entre el dedo grande y el segundo, del vestido e iba a la escuela descalza. Si la plata del
atenazó una pepa y de un apretón la hizo saltar al arriendo... Fantasía le prometió entregarle cancela¬
lado opuesto del patio de la Casa Exportadora. Otro dos los recibos si lo dejaba entrar. Becerra cogió un
del grupo de cacaoteros descansando, le gritó: cuchillo y fue a buscar al gordo cobrador. Sólo con¬
—Hecho el chiquito entretenido. ¡Gallinazo siguió herirlo e ir a la cárcel. ¿Y qué haría él, el
manganzón!
Gallinazo Morales, si Juana de Jesús hiciera lo que
—¿Qué fue? ¿Hay o no hay el embarque? Julia? ¡No, ella no lo haría! ¿Y acaso no debían el
—Hay que esperar todavía. arriendo y la comida? La otra no era una perra. Si lo
No era entretenimiento: antes pensaba, como hizo fue por su hija. ¿Y no tenían dos chicos Juana y
raras ocasiones se lo permitían los sacos de cacao, él? ¿Cómo condenarla si caía, ajo, maldición? De él
doblegándole el hombro. Aprovechaba de la espe¬ dependía, de él.
ra. Se le había ocurrido preguntarse el porqué de —Pueden largarse, ya no hay embarque hasta
una porción de cangrejadas.
mañana.
¿Por qué antes le alcanzaban para el arriendo Con el olor a hembra del cacao seco en las
de su puerco cuarto en la Quinta Banife, para el narices y la piel. Gallinazo salió al Malecón. Se pren¬
pulpero, la ropa de ella, de los chicos y de él, y hasta dían focos eléctricos y corría viento. El empedrado,
para echar trago, los cuatro sucres diarios, y ahora aún estaba tibio de la jornada de sol. En La Quinta
debía tanto a todos, que ya nadie le fiaba? no había alumbrado. Entre la copa de un árbol de
¿Por qué su hijo era tan mapioso que tenía tres mate titilaba un enorme lucero azul. En la sombra de
años y todavía no caminaba, siendo él tan recio que, los covachones amontonados se oía chorrear agua.
con sacos de dos quintales al hombro, se andaba Al pie de un último nubarrón sangriento del ponien¬
ciento cincuenta veces al día la distancia entre el te, detrás de unas cercas negras, se apagaban la¬
tendal y los lanchones muelle afuera, atravesando
dridos.
el Malecón, ciegos de sol y sudor los ojos, y después Gallinazo cruzó de piedra en piedra el fangal de
de noche le quedaban fuerzas para darle gusto a su la plaza de San Agustín y subió la escalera de la
Sociedad de Cacaoeros ''Tomás Briones".

-193-
3
La criaron en una casa de blancos, a puntapiés y
cocachos. A los doce años la tumbó el jovencito hijo
Salió de la pulpería, desesperada. ¡No querer
de los patrones, en la soledad de una buhardilla,
fiarle ni un real de sebo la hija de perra esa de la
dejándola medio muerta. No bien sanada, la mamá
negra Dominga! Para lo que servía era para revol¬
del joven la botó, motejándola de arrastrada y vo¬
carse con los choferes y los lamperos de la cantera.
lantusa.
Claro, como su Cirilo era viejo y no se ocupaba de
Odiaba ser sirvienta y rodó de casa en casa. Se
semejante espantajo, pues la tenía a ella, su Rosa,
largó con un policía que la mantuvo con palizas y
no era capaz ni de prestar un cabito para embarrarle
concluyó por hacerse cuartelera. Un mal contagio la
en el cuello, el pecho y la nariz, al pobre, que se
moría de tos. tiró al hospital. Al darle el alta, no tenía donde ir.
Vagó, sin fuerzas para alejarse del contorno. Santia¬
Iba a llover: se respiraba lluvia en el aire noctur¬
na que era barretero en la cantera, la recogió, des¬
no que, por el lado del camino del Hospicio, traía
mayada de hambre, a la puerta del panteón, tres

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
también el olor a mangle del Salado. Caerían gote¬
días más tarde. La llevó a su cuarto donde vivía solo.
ras hasta encima de Santiana. Lo podían matar con
Le habló con dulzura, le dio de comer, no le exigió
la tos, la calentura y el costado que lo hería.
nada. Repuesta, cocinó, lavó, cosió para él. Lo quiso
—¿Dónde va tan sólita, negrita linda? ¿No quie¬
re que la acompañe? como quieren los perros. Una noche, al fulgor del
candil, desde el tendido donde dormía, frente al
¡Sepárese, ábrase, o lo rompo a piedrazos!
catre de él, Rosa lo miró extrañamente a los ojos;
—replicó Rosa inclinándose y cogiendo un pedruz- sonrió:
co como el puño.
—¿No viene?
¡Va ve a lo que uno se expone por
Llovía ya, y el viento se lanzó a patear la puerta.
acomedido! ¡Brava había sabido ser!¡Deje ese ge¬
El techo era de zinc y crepitó como apedrado. Rosa,
nio, vea! ¡No es para pasar bien la vida!
contrayendo el vientre, separó el catre, empujándo¬
—¡Váyase al diablo, so liso!
lo con ambas manos. ¿A qué horas se acababa la
—¿Iría hasta la tienda La Estrella frente a la
kerosina del candil? Era inútil mover el catre. El
cárcel, o hasta la puerta de Zinc, donde tenía una
techo era un cedazo. Había goteras para los huesos
conocida, dueña de un puesto de carbón? Le daban
de los dos. Con la cobija gris hasta el cuello, Cirilo
miedo El Potrero y el camino de La Legua, que eran
tosía y temblaba. El estrépito del zinc se hacía infer¬
lodazales y yerba que tapaba, más alta que las cabe¬
nal. Tocar el piso era flotar. Las cañas filtraban filos
zas de la gente. No había piedras para defenderse y
de vidrios rotos de aire. El candil se apagó y Rosa
podían caerle entre varios. A cuántas mujeres y
sintió un terror de niña. Se acostó suavemente ai
muchachas no les habían hecho fusilicos’, por
lado de Santiana. Percibía entrechocarse sus rodi¬
arriesgarse de noche, o aun de tarde, por allí. Cirilo
se lo había prevenido. llas. Entre tos y tos, le habló con la mandíbula sacu¬
dida:
Caminando hacia la covacha, las primeras go¬
—Vos sabes lo que tengo Rosa, Rosita... Ya no
tas de llovizna le cayeron en la cara. Al entrar vio que
se puede aguantar más. Te matas trabajando, y yo
todavía duraba el candil: ai trasluz, la botella mostró
llevo tres meses aquí acostado, sin ir a la cantera.
terminada la kerosina. Acarició con su mirada el
Vendimos mi barreta, todo... ¡Veinticinco años
rostro excavado, febril, en que surgía la calavera,
acompaño a estos blancos y el pago es éste, des¬
del viejo cholo, que era su marido y la única persona
pués de haberles sudado la vida! No puedo más. De
en el mundo que había sido buena con ella.
que claree, quiero que me lleves al hospital, no
1 fusilicos: estupro en pandilla.
mejor dicho al Calixto Romero...
—¡Al Calixto no! ¡Al Calixto no!

-194 -

-195-
Se había hecho un rugido su voz de mujer y lo lanchas, vapores y canoas; comía lo que le daban,
abrazaba. El asilo de tísicos era el zaguán de la casi no hablaba; recibía las bromas brutales de los
muerte misma. El pueblo entero vivía bajo el horror marineros y boteros, respondiendo con la silencio¬
de verse obligado a caer allí, de donde no se sale. sa espuma de su sonrisa, bajo los cuatro pelos de
Ella, trabajando, conseguiría para darle de comer y los bigotes.
para los remedios. Si fuera necesario, hasta mendi¬ —¿Extrañas el agua. Cuero Duro?
garía. Cirilo no estaba tísico. Iba a curarse. ¿Podía
—Sí. Alia era orilla.
perecer así el único hombre bueno que existía en el Arrastraba las palabras: tal vez más allá de ellas
mundo? Ambos se recogían ateridos, huyendo a las veía tembladeras de lechugales flotantes o vegas de
goteras. El aguacero retumbaba más. Rosa trataba gramalote y pausadas corrientes verdinegras, re¬
de transmitirle un poco del calor de su regazo. mansándose o acordonándose, según las curvas de
—i Al Calixto no! ¡Al Calixto no! los barrancos y playones.
—Yo me creo que vos no extrañas nada el

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
4 agua...
Cuero Duro interrogaba con los ojos.
En la balsa creían que Cuero Duro era idiota. —No, no extrañas el agua, lo que pasa es que
Hacía todo el trabajo que le mandaran, sin cobrar allá adentro veías lejos los fréjoles...
jornal ni propina, solamente por la comida. Llegó un Cuero Duro no se reía; hacía un gesto de aflic¬
año antes, el veintiuno, en una canoa que venía del ción cómica con las cejas y se iba a buscar qué
campo, de arriba. Descalzo, con ojos de buey man¬ hacer. Pero las tardes de los domingos no había
so, bigotes achinados y gestos lentos, le gustaba trabajo ni tampoco ociosos chacoteando en las bal¬
muy poco hablar.
sas. El Paiteño se iba, cerrando con candado la case¬
—Vengo a quedarme. Allá no hay trabajo... ta. Se quedaba él afuera cuidando, y mirando correr
—dijo y extendió el brazo vagamente sobre el plu¬ las cobrizas ondas turbias. ¿Pensaría en su familia,
món de garza del río con sol. en su choza, en su monte? Esa tarde siempre fuma¬
—¿Por qué no hay trabajo? ba un cigarro. A ratos, con el humo se deslizaba la
—La escoba de bruja1... la peste... el cacao se queja de un amorfino ebrio.
acabó. Franco, el balsero, al que apodaban El Paite-
ño, recordó, en efecto, haber visto mucho montuvio 5
quedado en la ciudad. Trataban de ganar cargando El reloj de pared dio las ocho. Áurea, inquieta,
en el mercado. Comían guineos como antes sólo los dejó la costura. Se asomó a la ventana. Seguro que
cargadores serranos: guineos y nada más. Invierno ya Gabriel andaba bebiendo. Si no, no se tardaría
y verano se encontraban costaladas de ellos dur¬ así. En el mal alumbrado Paseo Colón no vio un
miendo en los portales del Malecón. Morían y no se alma. Más allá del fortín, distinguió la estación de
sabía: los llevaban a la morgue.
tranvías de muías, igualmente desierta. Una luz, de
Cuero Duro tenía caras conocidas en la balsa: alguna balsa, señalaba el filo de la ría en tinieblas.
—Don Franco, yo le ayudo. Deme una posadita. Apretó los dientes de despecho.
No me gusta el trabajo tierra adentro. Extraño el —¡Zoila! —llamó, involuntariamente, impe¬
agua...
riosa.
Barría, baldeaba, cargaba fardos, se levantaba —Mande, niña
a media noche a meter mano en la acoderada de —Anda hasta la esquina de Malecón y ve si
viene el carro urbano.
—¡De gana la hace caminar a una! ¿Se cree que
1 la escoba de bruja: peste que ataca al cacao.
porque yo las aguaite vienen más duro las muías?

196-

-197-
—jAnda so mierda! —taconeó Áurea, chis¬ como cuando miró cara a cara a un rayo. Fue en la
peando sus ojos azules. plaza más pequeña de las dos de Portoviejo, ciudad
La chola obedeció. Acodada en la baranda, Áu¬ donde nacieran. Las crecientes del río la inundaban
rea sintió tras sí casi como una presencia, la soledad hasta hacerla navegable. Los dos, en vestido de
del departamento bajo, que Gabriel y ella llamaban baño, cada cual en su balsilla, bogaban con los
su nido. Soplaba la sombra de los cuartos de servi¬ rostros y los cuerpos salpicados de lentejuelas de
cio, el corredor donde tendía su petate la Zoila, el gotas, y los cabellos —de betún de él, de oro de
dormitorio con el amplio lecho, los tabiques cremas ella— chorreados y pegados a las sienes.
y el retrato de los dos, cabeza con cabeza; hasta la —¿Tú eres Áurea, la mocosa de enfrentre de
salita donde ella esperaba, dotada de muebles de don Fermín?
bejuco, cuadros y un armario a través de cuyos —¿Tú eres el antipático que cantaba "Rosa de
vidrios asomaban sus lomos de cuero Las vidas Castilla"?
paralelas, de Plutarco y las Poesías, de Olmedo. Se enamoraron de la calle al balcón, de la carta

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—¿Qué fue, chola? a la carta y de la mano a la mano, en misa, los
—Viene lo menos por la calle Padre Aguirre. domingos.
Ya adentro, la sirvienta se rascó la cabeza y Pero por ello Gabriel tuvo que pelear a puño
bostezó: limpio con tres hermanos de Áurea a la vez. Al
—¿Me voy a mi pulguero, niña? mayor hubo que llevarlo a una clínica. Pero la madre
—jPero ya sabes que si te necesito te levanto, de ella conocía la vida y comprendía los corazones.
aunque patalees! Y ponle primero llave a la puerta. —¡Mi hijo Carlos mismo tiene la culpa si el
Volvió a coger la costura. ¡Mas, la sacudió una enamorado de la hermana lo ha malparado! ¡Atacar
rabia repentina y la arrojó. Que se fuera al diablo entre tres! Esto no se había visto nunca en Manabí.
Gabriel con todos los piojosos oficiales con quienes Si no fuera porque es mi hijo, diría: ¡bien hecho, ve!
bebía! Las nubes blancuzcas descendían hasta las Áurea, hazle decir al joven ese que venga a hablar
palmas del parque. El carro había llegado: se veía su conmigo.
interior vacío y en penumbra. Una racha de aire de Un mes después pasaban la luna de miel en una
la ría dilató las aletas de la nariz de Áurea. hacienda de la madre de Gabriel, gozando de un
—¡Verás lo que te pasa, condenado! —chistó invierno tropical en el monte, con temporales y
entre dientes. aguaceros dignos de su violento amor.
Mirando alrededor como se mira a solas, rió Llevaron quinina, pero no la tomaron. Nada
cálidamente. Lo cumpliría. Desde que, hacía año y podían pantanos ni mosquitos contra su dicha y su
medio, de guarnición en Riobamba, Gabriel, que salud. Creían vivir una luna de miel como ningunos
antes siempre fuera sobrio, se dio a embriagarse, otros vivieran.
Áurea lo sentenció sin vacilar: ¿Qué importaba toda la vida anterior? ¿Qué im¬
—¡Tú sabes, mi capitán, lo que te quiero! Tú lo portaría la de después? La pasión les concedía su
sabes. Pero lo que es borracheras no te aguanto. Las instante infinito. En las noches, el calor oprimía la
noches que vengas tragueado, tienes que hacer casa de hacienda, asfixiaba la alcoba, los apretaba a
cuenta que no soy tu mujer. No dormirás conmigo los dos, que mutuamente se veían fosforescer los
ni me tocarás ni un dedo. ¡Antes me mato! ojos. Mezclaba su sudor, su placer, su saliva, su
El sacrificio de ella era tan grande como la pri¬ sueño y su sangre.
vación de él. Se adoraban no sólo en alma y destino Otras veces los juntaba la tempestad en el río.
sino en cuerpo y deseo. Al sólo ruido de sus pasos, Llovía en los Andes. El agua preñada se abalanzaba
latía más loco el corazón de Áurea. Lo amaba. en turbia carrera, derribando barrancos y árboles.
La tarde que lo conoció quedó deslumbrada.

-198-
-199 -
Bramaba como los toros tras las rejeras. Áurea y —Au*,ta, ¿despierta todavía?
Gabriel sabían nadar. Ni peones ni aves ni pejes los Sin contestar, giró la llave abriéndole. Procura¬
miraban. Seguramente sólo Dios los veía. Desnu¬ ba apartarse. Gabriel la miraba con la sonrisa rígida
dos y besándose se echaban a bracear. ¿Cómo de la embriaguez. Su frente, que ella amaba, amplia
olvidar esas tardes en el agua, a la luz de los cuerpos y curtida por el sol de los soldados, estaba dividida
tibios y los cielos retaceados de rayos, dejándose hasta el entrecejo por la gran vena henchida. Los
arrastar entrelazados, río abajo, sin miedo a nadie ni ojos inyectados veían hacia adentro. Le lanzaba el
a nada? Más tarde, cuando ell a lo hacía rezar acom¬ aliento acezante y alcohólico.
pañándola, ambos le pedían perdón a Dios por tanta —Mi hijita... —balbuceó estropajoso.
dicha. Traía desabrochada la casaca azul de botones
Al conocer a Áurea La Torre, Gabriel Basantes dorados. Los crespos cabellos se enmarañaban su¬
era cadete recién egresado como subteniente. De dorosos. Su brazo vacilante ciñó el talle de Áurea.
vuelta, encontraron en Portoviejo un telegrama de —¡Imbécil! Gabriel... Mi capitán... ¿Y no me ha¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Quito, que lo ascendía y lo destinaba a Loja. bía jurado no volver a ajumarse?
De allí, en los nuevos años vagaron por cinco o —¿La úl... la última!
siete ciudades al azar, de donde acantonaba su regi¬ Pretendió besarla.
miento. Era una vida de gitanos, como decían las —¡Quita ese hocico, apestoso a puro!
esposas de otros oficiales. Pero a ellos, especial¬ —No es puro, sino cogñac francés... finísimo...
mente a Áurea, les gustaba. oye, pero óyeme... Mujercita... Aurita.... /
En Riobamba, al pie del Chimborazo, en jorna¬ Mordiéndose el labio inferior de ira, Aurea lo
das plomizas y noches glaciales, Gabriel aprendió a condujo del brazo al dormitorio. Lo ayudó a desves¬
beber. De nada valieron quejas, riñas o llantos de tirse. La atmósfera del cuarto se hacía densa y pe¬
ella. Las cervezas y los canelazos se vertieron en su gajosa, de calor y de tufo a licor. Con toda la amar¬
garganta y en su vida, ya sin detenerse. Áurea esta¬ gura de su vida, ella evitaba las manos de él. Busca¬
lló al fin: impuso su separación total las horas de ban su cuerpo, esta ocasión no con anhelo de hom¬
embriaguez. El se contuvo un poco, pero no se corri¬ bre sino con lujuria de ebrio. Gabriel quiso fingirse
gió. A mediados de año lo ascendieron a capitán y lo resentido.
adjuntaron al grupo de Estado Mayor de la Zona —¡Ajá! Me rechaza ¿no? Ya no te acuerdas...
Militar de Guayaquil. ¿Cómo no me botabas allá... en... el río?
Esta vez Gabriel pareció corregirse. El puerto —¡Si así borracho vuelves a mentar una cosa
alegre, ruidoso, asoleado pero azotado de frescura sagrada, te juro que te vuelo los dientes de un
por el verano, volvió a incendiar sus noches. Mas el bofetón!
renacido idilio no duró mucho. El jefe de zona, el Gabriel, recibiendo la flecha en el blanco donde
general Panza, era un serrano, chupista insigne. ella apuntara, echó atrás la cabeza y cerró los ojos.
Pronto Gabriel volvió a emborracharse con él y Áurea recobró la pureza que amaba en su frente y en
otros oficíales. sus labios. Ahora que él ya no la veía sonrió con
—¡Maldita sea! Y al fin ¿a qué horas piensa dolorosa ternura. Lo tapó con la colcha. Él levantó
venir? los párpados, mirándola tímido. Susurró.
Pensando dolorida en el pasado se le había ¡do —Áurea... Te juro...
el tiempo. El aire olía a polvo lloviznado. La baranda —No jures nada.
le dolía bajo los pechos. Acababa de dar la media Ya no parecía ebrio, apenas soñoliento. Exten¬
noche, hora penosa, cuando lo vio aparecer por la dió la diestra, pero no a los senos de la mujer, sino a
esquina de la Aduana, tambaleándose hecho una entrelazarla con una de sus manos. Áurea se la
uva. estrechó.

-200-
-201-
Gabriel volvió a bajar los párpados, durmiéndo¬ les de maíz, ayudaba a desgranarlo, y a molerlo en
se acaso, con una expresión de enorme cansancio. un molino de manivela, sujeto con tornillos, al guas-
Afuera la llovizna se deslizaba cayendo sedosa en mo del solar. Más que la escuela, le gustaba atisbar
las piedras. por las rendijas de las cercas los mediodías, a las
mujeres que se bañaban junto a las botijas. O brin¬
car sin quemarse sobre las rojas llamas de las foga¬
tas en que cocinaban los chinéanos. O bien atracar¬
se de caldo de salchichas y de chicharrones, los
Con la franela sobó el radiador, sacándole bri¬
sábados, días que la mama beneficiaba chanchos,
llo. Agachándose, echó un vistazo a las llantas. A él
para elaborar ayacas.
no le gustaba que lo sorprendieran desinflándose
en calles apartadas. La gata se hundía en el fango al —¿Quieres dentrar, Ernesto, a servir a una
levantar el carro y cerco, vaso, rueda y llanta, se casa? Pagan buen sueldo y los blancos son buenísi-
mos, tratan bien...
volvían una cochinada. Desde que aprendió el oficio

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
fue así, muy pronto se ganó el apodo de Tubo Bajo, Al tercer día regresó, con el cuero acardenalado
precisamente porque no los soportaba. y la boca hinchada, sin querer explicar lo ocurrido.
—¿A qué horas te guardas vos Pancho Loco? Afirmó que no volvería donde los patrones y sólo a
muchas insistencias, contó:
El otro, poniendo un pie en el estribo de su carro
que hacía plantón inmediato al de Tubo Bajo, le —El niño me pegó porque no quise darle mi
contestó. horqueta de algarrobo, nuevecita que me le llevé en
el bolsillo... Me dio duro y yo le hice paro y le saqué
—Si no hubiera llamada, me guardara a las
diez, pero se me pone que van a venir a darse los chocolate de la ñata. La mama gritaba ni clueca y el
Sellos Rojos: y me gustaría. ¡Hace días que no jalo taita salió bravísimo y me cayó a patadas y yo no le
trompón! pude hacer nada, porque es viejote. Y me botó di¬
El Chino Sánchez que, sentado frente al volante ciendo que en su casa no quería atrevidos que no
de su Buick, leía Los tres mosqueteros, a la luz del conocen su puesto. Yo lo que es no seré paje. Mejor
farol de gas de la esquina de Ballén, levantó la cabe¬ me embarco de vaporino1...
za y como midiéndolos les apuntó las arrugas de Los autos comenzaban a correr las calles. Arro¬
sus ojos: llaban perros, chanchos y muchachos. Dominaban
—Van a venir y la cosa va a ser de las buenas. en verano. Levantando cortinones de polvo, pasa¬
¡Puede haber hasta bala y pueden encontrarse lo ban. Se les veía y ya no se les veía. A las puertas de
que no se figuran esos niños! las covachas, las viejas se santiguaban y llamaban a
gritos a los nietos.
Entre el ramaje de los ficos. Tubo Bajo buscó
ver la hora en la torre de la catedral. Debían ser las Su imperio se acababa al llegar los aguaceros.
nueve. El parque Seminario dormía bajo su alum¬ El auto que se arriesgaba a rodar fuera de las pocas
brado de velorio. La hilera de los autos irregular, calles pavimentadas del centro, iba a clavarse hasta
adelantadas las trompas de unos y otros, tendidas el chasis, en un lecho de lodo suave. El chofer pedía
las aletas de los guardafangos, emitía tufos de gaso¬ ayuda al vecindario. Se trababa una batalla que
lina cruda, polvo y fierros recalentados. duraba día y noche, haciendo palanca con vigas,
Tubo Bajo no odió a los blancos sino al tratarlos lastrando de piedras los surcos, atando sogas a las
de cerca. Poco los conocía, antes de meterse a ruedas y empujando con motor y hombros el
aprendiz de chofer. Trabajaba con la madre que vehículo cuyos rugidos escandilizaban la barriada.
vendía tortillas de maíz en un solar de La Quinta. Le Tubo Bajo fue oficial del Chino Sánchez. Pronto
quedaba tiempo para ir a la escuela. Cargaba costa¬
1 vaporino: marinero mercante, embarcado en un vapor.

-202 -
-203-
cogió volante. Y sólo entonces comprendió el carác¬ De pronto chilló el claxon del último auto, un
ter de su maestro y el de los otros choferes más Hoodson de medio uso, apostado en la esquina de
conocidos, los primeros, el Chino Pedro, Gerardi el la calle Municipalidad.
Viejo, Vaya Vaya, Seloguardo, Gringo Viejo, Cacapi- —¡Ya se vinieron! —y el Chino Sánchez con
cha, Schaffry, el Gato Pagés y el Negro Waterloo. ¡Al toda calma metió bajo el asiento el libro de Dumas,
tener el volante en las manos, el mundo era de uno! y empuñando un sacallantas se botó del carro.
¡Más que cuando uno se achispa! Unos tras otros, diez o doce autos se adelanta¬
Si se le metía un puñete a un paco, teniendo el ban veloces. De ellos salían brazos armados de ga¬
carro con el motor encendido, quedaba sentado y rrotes.
no sabía ni quién le había pegado. Por el auto se —¡Viva la Sello Rojo!
podía hacerles perro muerto a las mecas, y escapar Se estrellaron metálicamente las pedradas en
sin pagar de las cantinas. El mismo patrón se sentía las portezuelas y capós. Se quejó un parabrisas he¬
intimidado sabiendo que su ilustre panza dependía cho añicos y hubo algo como un aullido y sordas

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
del cholo hocico estirado que conducía. Ser chofer maldiciones. Alguien sollozó a voz en cuello:
era ver la vida a través de un parabrisas roto. Tubo —¡Me dejaron ciego, maricones!
Bajo, sin perder su corazón, se halló en un mundo En pocos segundos se generalizó la pelea de
de palabrotas, borracheras, golpizas y velocidad. bocacalle a bocacalle. Arreciaba la lluvia de piedras.
La catástrofe vino cuando los señoritos apren¬ Se oían los portazos de la funeraria y del bar de la
dieron a conducir. Ellos también se sintieron due¬ acera opuesta al parque, que cerraban de prisa.
ños del mundo y con más razón. Los autos en sus Menudeaba el golpeteo de garrote contra garrote.
manos se volvían monstruos devastadores: muje¬ Por segundos las bocinas y cláxones cargaban en
res levantadas en vilo, eran embarcadas a la fuerza, un estrépito simultáneo que ahogaba todo otro rui¬
trasladadas a las afueras y violadas; se apaleó a los do. Los faroles más cercanos habían sido apagados
transeúntes; se asaltó las fiestas y bailes de las con certeros cantazos. Las voces templadas de rabia
casas de la gente pobre, de arroz quebrado, como se hacían ininteligibles. Una, elevándose, se dio a
ellos las llamaban. Aristocráticos mozos, hijos y nie¬ entender.
tos de presidentes y gobernadores, encabezaban la —¡Los Corta Nalga! ¡Los Corta Nalga!
ola de violencia. Sostenidos por matones a sueldo y Tubo Bajo, que aporreaba hombros y costillas
por sus choferes domesticados, organizaron la Liga por no apuntar a las cabezas ya que no quería car¬
Sello Rojo. Los choferes de los autos de alquiler garse la conciencia con un muerto, se supuso que
tuvieron la Sello Gris. Eran nombres tomados del era esa la sorpresa que el Chino anunció que recibi¬
cine. rían los de la Sello Rojo. ¿De dónde saldrían tan
La policía, obedeciendo órdenes superiores, se oportunamente? Quizás habrían aguardado escon¬
cruzaba de brazos. El pueblo indignado respondió al didos en el parque. Contra los jóvenes ricos, de
fin violencia con violencia, organizando su propia casimir y finos sombreros, blandiendo flexibles
liga: la de los Corta-Nalga. Los niños llevaron la bastones resultaban aliados sin par los cholos y
peor parte. Muchos quedaron marcados como el zambos, de pantalón, y camiseta blancos, torva mi¬
nombre de la nueva liga lo indicaba. Ante sus derro¬ rada y mechón agresivo. No se les notaba garrote ni
tas, empezaron a sacar los revólveres. No sabían cachiporra: se sabía que atacaban con sus pesados
dónde acometer a los del pueblo. A los choferes de puños de carreteros, estibadores o cacaoeros, y que
la Sello Gris los iban a agredir al paradero de los sólo como remate de su triunfo, la barbera relampa¬
carros de arriendo. Un ataque de esos era el que le gueaba azulada, rasgando el tajo que daba su nom¬
había anunciado el Chino a Tubo Bajo para aquella bre a la liga.
noche. Desigual ahora, la lucha concluía. Los Sellos

-204-
-205-
Rojos cargaban sus contusos, en los autos. Callaban
los tableteantes garrotes. Las figuras blancas y ági¬ ahora en Santiago, esto si no ha logrado pasar hasta
les, dominaban el confuso entrevero. Los motores Buenos Aires. Allá quería ir... Y yo hubiera ido.
de los autos jadearon. Una manivela rechinaba im¬ Quién sabe por qué...
paciente, vuelta sobre vuelta, sin lograr encender. Dejó caer el brazo hasta rozar el suelo con la
Un tiro superó al rebullicio. maleta. Tostada de viento de mar, su cara era de un
—¡Me mataron! Así no se friega a un hombre, moreno más cálido. También él se había acabado
¡desgraciados! ¡Dios mío! de construir hombretón, con pectorales bombea¬
Con una ola de hedor a caucho quemado y de dos y el cuerpo entero nerviosa trabazón sin grasa.
humo de gasolina se alejaban los atacantes. El —Ajá te has puesto diente de oro —le observó
muerto era un chofer joven, de apellido Guzmán y Flora.
apodado Zorro Ciego. Él la cogió del brazo y le preguntó si no tenía
enamorado, lo que la hizo enrojecer y mirar de reojo
al padre.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
7
—¿Y vos, Juancito? ¿Trabajas? ¿Y tu mamá y
Alfredo de dos saltos traspuso la plancha. Entre tus ñañas bien, Alfonso?
los que lo aguardaban en el muelle, irguió la cabeza, Al padre y a Magdalena los juntó en una mirada
girándola con su gesto de gallito de pelea. Se tem¬ cariñosa. Pero adentro lo seguía hostigando—¿por
plaban los cabos, tirados por los marineros, talo¬ qué ahora que era tarde?— la pregunta de por qué
neando en las tablas que debían quemar del sol, y no prosiguió hacia el Sur. No hubo razones para no
lentamente se arrimaba al muelle el cuerpo de balle¬ realizarlo. El embarque era bueno. Miguel había
na muerta del pailebot. Vio a su viejo con la cabeza comprado en pocos soles, dos "descharches"1, en
más gris; a su hermana Flora, espigada; a Juancito un velero holandés. Fueron a la agencia y la gestión
hecho un hombre; y a Magdalena gorda y fofa, resultó. ¿Lo que lo retenía era el recuerdo de Leonor
como no se hubiera figurado cuando le gustaba, en Jarrín, la obrerita cigarrillera? Sí la pensaba, pero
el tiempo que se fue a Esmeraldas, por ejemplo. ¿Y ambos eran jóvenes. Si de veras lo quería, lo sabría
cómo no reconocer en el acto a Alfonso? Por más esperar. Por eso no iba a perder de conocer Santia¬
que parecía cambiadísimo: barba fuerte, rasurada; go y Buenos Aires. No era ella ni el padre tampoco ni
hombros más anchos y en todo él un no sé qué de el extrañar Guayaquil. No olvidaría su rincón calien¬
firme, de seguro de sí mismo. te aunque viera mejores ciudades; mas no era eso
— ¡Hola viejo! Ñaños... — incluyendo a tampoco: ¡ya regresaría! No supo al fin lo que le
Alfonso—. ¿Y tú, Magdalena? plantó las piernas y lo mantuvo con el papel amari¬
Los brazos y las exclamaciones alegres se per¬ llo, impreso en azul, apretado en la mano, y la male¬
dieron en el chirrido de una polea, al arriar una ta arrimada contra un riel, en la dársena vasta del
última vela que desnudó el mástil de popa, escueto Callao. Los ruidos de la embarcada tenían por fondo
y amarillo, entre el cordaje. De la caseta, por una sonoro la mar gruesa en el rompeolas. Izaban el
chimenea de cocina, salían nubecillas blancuzcas. velamen agrisado por la tarde ya gris. Detrás se
El río, más allá de la borda del muelle, evaporaba encendían las luces de las calles orilleras. ¿Eran las
fango. Alzó la maleta. luces? Cogió la maleta. Lo volvió a poner en las
—Vamos no más, ya. A Miguel no hay que espe¬ tablas, brillosas de carbonilla. Miguel lo abrazó. El
rarlo, no viene. adiós al sobrino lo impresionaba, sintiéndose me¬
—¿Y por qué? ¿Qué es de él? dio padre:
—Se fue al Sur. Casi me largo yo también. Algo —Como vos quieras. ¡Si te repugna mismo!...
me agarraría: quién sabe qué. Miguel ha de estar 1 descharches: del inglés discharge, desempeño, certificado de ha-
baer trabajado correctamente en otro barco.

-206 -

-207 -
Tal vez Juan esté enfermo y le hagas falta. dero voy a emplearme: claro que no allí... Aunque
—¡No sé qué es, pero algo me jala! Escribe. En quién sabe...
el Guayas, después de ver a mi gente, seguro que Alfonso se despidió al pasar cerca de su casa.
me resuelvo. Ya se verían. Entró Alfredo, sin cambiar de paso ni
Manoteó como a una mosca al recuerdo. ¿Qué de sonrisa, a la covacha de su niñez, la de la bocaca¬
importaba él? Ahora ansiaba ayudar al padre. No lle de la plazuela Chile. Baldeón había regresado a
comprendía por qué antes no lo acompañó en el arrendar, por la querencia. Tomó dos cuartos, para
negocio, prefiriendo el mal genio y el mal jornal que comodidad de la hija ya crecida. Además, eran de
le daba Mano de Cabra. Esta vez iba a ser distinto. puertas y ventanas a la calle. Por el lavadero de la
Se le sentía mucho más cercano. cocina, Alfredo vio el patio, las construcciones inte¬
—Vea, viejo, esta ocasión quiero trabajar a su riores, las flores de sapo, el algarrobo y los
lado en La Cosmopolita. Todo Baldeón es panade¬ muyuyos, todo igual. Sólo el vecindario era nuevo,
ro: ¡la sangre chuta! desconocido de él.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Las cejas grises de Juan se reunieron dolo- —Vamos a rodear por el barrio, a ver las con¬
rosas. ciencias.
—Ya no hay Cosmopolita. Ahora se llama La En compañía de Juan, vagó al anochecer. Una
Flor del Guayas. ¡Me la quitó el viejo Rivera! Estaba asfixiante tristeza aplanaba los portales sin chicos,
atrasado en los pagos... los perros vagabundos hozando la basura, que los
Alfredo no contestó: en el pecho le hervían las carretilleros aún no recogían.
maldiciones. Era una perrada abusar así con un —Oye, Juan ¿vos conoces a una tal Leonor que
hombre como su padre. ¿Cómo también, pudo ima¬ era mi muchacha, que es obrera de la fábrica de
ginarse que un desgraciado, podrido en plata, haga cigarrillos y vive o vivía, al lado de la caballeriza de
nada bueno? ¡El que no daba la patada a la entrada, La Florencia?.
la daba a la salida! —Sí, ahí vive todavía. Bien la he visto, hasta
—¿Le devolvió algo de lo que tenía abonado? ahora último.
—Ni medio. Eran como mil setecientos... Lo Tenía un confuso recelo de ir directamente.
único, me da jornal de maestro: sigo allí... Era difícil ¡Qué, resplandecer era el alumbrado de Lima hasta
conseguir otro trabajo igual. Y la familia... en los arrabales! No se haría el superior por haberlo
Alfredo convino callando. ¿Cómo reprocharle? conocido. Ni menospreciaría lo suyo: ¡estas cañas y
Su gente tenía que comer; y el taita era viejo. ¿Qué estos lodos! Pero comparaba, con ansias de mejora
hubiera hecho sino? Él, él, El Rana, ¡jamás se habría para su tierra. Se separó del hermano y avanzó
quedado después del despojo! Ni repagado, y aun hacia el chalet.
cuando se hubieran muerto de hambre él y todos Llegó sigiloso al soportal y salió de pronto, de
los suyos. En Lima había aprendido a mirar la vida detrás de un pilar: ella, de codos en el balcón, con su
de cara. Actualmente es que era de veras un hom¬ expresión de costumbre, dulce y recogida, abrió los
bre. Y era pueblo: nada quería con blancos y ricos. ojazos y le blanqueó la dentadura en la penumbra.
¿Y Alfonso? ¿Acaso era blanco? Esa palabra blanco Se tendieron los brazos, nombrándose. Se miraban
era una palabra zonza: ricachones de jeta había, a ojos a ojos. Ardía la palma de él, en el hombro suave
los que les llamaba así: en Guayaquil ser blanco es de Leonor.
tener plata. Su padre era más blanco que cualquier —¡Alfredo! ¡Mamá, si es Alfredo! —y se echó a
gamonal. Y Alfonso Cortés era pobre tanto como llorar en su hombro.
Alfredo, y carecía de presunciones y era hombre de —¡Va estoy aquí, mi hijita, ya estoy aquí! ¿Por
verdad. qué llorar? ¿Ya ves Leonorucha? ¡Las limeñas son
—Bueno, taita. Veremos qué se hace. De pana¬ lindísimas de veras, pero aquí estoy!

-208 -
-209-
Él recordó algún pasillo, oído no sabía dónde, al
ver la sonrisa alternar con los pucheros, mojadas de
lágrimas las mejillas.
Acudió la señora Panchita. Lo hicieron entrar: la
lámpara, el portarretratos, la mesa, las viejas sillas
eran antiguas amistades. A la madre de Leonor el
cabello le había emblanquecido completamente. La
voz se le había rajado. Una imperceptible desola¬
ción, velaba sus movimientos, sus miradas, sus pa¬ IX
labras. Entonces él notó lo mismo pero hecho an¬
gustia en las manos de Leonor. PUERTO DUARTE
La señora los dejó solos y allí sí que el corazón
de Alfredo se encogió mordido. Repetía machacón, 1

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
mentalmente: ¡han quitado una y han puesto otra!
Averiguó, increpó, suplicó, consiguiendo única¬ Por lá puerta de par en par, veía el interior del
mente lágrimas. aula: esperaban ya padres de familia; el vidrio del
—¡Maldita sea mi alma! ¿Para qué volvería? Iba armario de libros enviaba un reflejo mate. Alfonso
a seguir al Sur y algo me jalaba: ¡creí que eras vos! se volvió: entre los grupos que entraban y salían por
Y, ¡vos has dejado de quererme! el pasillo. Violeta, vestida de blanco, le pareció una
Tiró sobre una silla el paquete del corte de tela colegiala más: sólo su aire de espiga la diferencia¬
de seda que le traía de Lima. ba. Habían venido con Antonio, conversando y rién¬
Apretaba una mano de Leonor entre las suyas. dose, hacia la escuela de Carolina. Los balcones
Desesperaba arrancarle la causa de su frialdad. La metían la claridad de la mañana, lavada por el agua¬
besó en las uñas y a lo largo de los dedos. Luego la cero reciente. De las calles, todavía no fangosas, de
viró, para besarla en la palma: y con un vago espe¬ principios de invierno, subía un aroma de tierra
luznar, encontró que era igual a la mano tendida de mojada.
la blanca Victoria, la vecina de su niñez, que parecía —Primera vez que vienes a un examen de tu
llamar, cuando la llevaban con bubónica. Pero en el mujer.
acto desechó esa idea como abusión estúpida. —Ella misma no quería. Ahora nos ha invitado
—¿Qué te pasa, Alfredo? —se interesó Leonor porque es el tercer año seguido que enseña en pri¬
al percibir su silencio. mer grado y cree que lo de hoy puede salirle un
—Nada, es que viéndote la mano he creído sa¬ tanto interesante.
ber por qué he vuelto a Guayaquil. El bullicio escolar sacudía como un jaulón, la
Todavía no sabía a dónde lo llamaba la mano de casa de madera. Alfonso se fijaba en la sonrisa de
la blanca. Antonio frente a chicos y chicas. Resaltaban bajo su
bigote, negro como sus ojos, recuerdo en él de que
los árabes hace siglos estuvieron en su España. Le
había oído referirse a cuánto le agradaban la viveza,
la vitalidad de los rapaces guayaquileños: ni el palu¬
dismo ni el hambre conseguían quitarles la esbelta
gracia de los movimientos, el brillo de los ojos y la
vivacidad de la charla. Y las muchachitas se mostra¬
ban más precoces y más listas.

-210- -211-
Los abecedarios a colores en las paredes, los —Créame, Carolina —le dijo luego— y usted
pizarrones, las viejas bancas sin pintar, le traían a sabe que soy demasiado sincero para lisonjear: me
Alfonso el eco de lejanos coros de voces infantiles ha entusiasmado lo que acabo de ver. Yo no sé
que deletreaban cantando. nada, pero conozco nuestras escuelas y quiero a los
—¿No pasan adelante? Cómo van a quedarse chicos. Por eso la creo maestra, una verdadera
allí. No verían nada y ya vamos a empezar. Véngan¬ maestra, como pocas. No digo más por no rubori¬
se, vénganse —los invitó una profesora. zarla...
Quizás hasta su amistad con Antonio y Caroli¬ A la salida, marcharon comentando los exá¬
na, había ignorado Alfonso que enseñar es ciencia y menes y el ambiente de la escuela. A Carolina la
arte: algo a lo que se puede dar la pasión y la vida, contentaba su ubicación en esa barriada. Coinci¬
que puede ser el modo de realizarse de un destino. diendo con el sentir de su marido, para ella los niños
Carolina con sus alumnos ponía en acción las fuer¬ del pueblo eran más niños —acaso por su desam¬
zas creadoras de su ser, verificaba lo mejor de su paro.
Las fachadas de las casuchas, en esas calles, se

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
alma. Sintió que ella ante los chicos actuaba como
él ante el piano. desmoronaban grisáceas. Parecían arrugarse de
De blusa ligera y falda oscura, las trenzas reco¬ vejez prematura: era el barrio sobre el que debía
gidas en la nuca, sonriente, Carolina se deslizaba crecer la ciudad, ¡barrio del porvenir, y ya caduco!
entre los cholitos de mirar de pericote, las nenas Alquitranados y gigantes, los dos Gasómetros alza¬
reflexivas de lacias trencitas, los negritos que se ban sus masas a la comba esmerilada de las nubes.
rascaban con confianza los chicharrones del pelo. Antonio condujo la conversación hacia sus preocu¬
De sus ademanes, de su voz, de la claridad de su paciones: la política del país, la actividad obrera, la
frente dinámica, de los símbolos que se volvían las miseria que aquel año crecía como antes jamás se
líneas de su cuerpo, de su persona entera fluía una viera en la ciudad. Carolina subrayó:
atracción a la vez infantil y maternal: así debía ense¬ —Los chicos vienen a la escuela en su mayoría
ñar siempre, y era juego y amor. sin desayunar ni almorzar. El otro día en clase se
Les contó un cuento simple como el agua y les desmayó uno: ¡no estaba enfermo sino que hacía
distribuyó los recortes de un rompecabezas que dos días que no comía y lo avergonzaba pedir!
cada uno se puso a armar apasionado. Ella perma¬ Afirmó Antonio que tenía ya raíces en la patria
necía adueñada y entregada a los pequeños ojos de su mujer. A España no podía regresar. Amaba
atentos, a los deditos tanteantes. Y les hablaba. esta tierra y su pueblo sufrido pero que poseía tres o
Conversaba con ellos, diciéndoles otras cosas, pero cuatro momentos de ira en su historia. Además,
con la misma sencillez con que sus madres en los dondequiera que fuese él ocuparía su puesto en la
sucuchos de los covachones, los mandarían a la lucha. Comenzaba una era en que todos los pueblos
pulpería o intentarían explicarles por qué no podían se unían para la gran liberación. La guerra había
darles de comer. No supieron el segundo preciso en iniciado el derrumbe. Europa entera ardía al con¬
que rasquetearon sus lápices en los cuadernos y cluir ese año veintiuno, desde Rusia hasta España.
dieron explicaciones de lo que sabían. Y sabían. Las chispas caían en América que tenía el Io de
Alfonso que conocía las viejas escuelas a la mayo de Chicago en su tradición, y donde las huel¬
criolla en que se deletrea y se aprende la tabla a gas de Brasil y la Semana Sangrienta de Buenos
cocachos y palmetazos, aun ignorándolo todo en Aires, eran las primeras rachas.
asuntos pedagógicos, considerando aquella clase —¿Tú crees que puedan ocurrir esas cosas
nada más que como un hecho humano, lo hallaba aquí? —preguntó Carolina.
henchido, como por milagro, de un intenso sentido —Sin meterme a profeta, estoy seguro de que
vital. llegarán. La miseria aumenta, tú misma acabas de

-212- -213-
contarnos que lo ves hasta en tu escuela. ¿Piensas —¿Por qué?
que puede soportarse indefinidamente? ¡Y este Le dio gana de reír a carcajadas.
pueblo no es cobarde! Quién sabe lo que se avecina. ■—¿Cómo por qué? ¡Porque no alcanzan ni para
morirse de hambre! ¡Porque no tengo porqué rega¬
2 lar mi sudor! Si otros lo hacen, allá ellos. ¡El tiempo
de los esclavos se acabó!
—Alfredo, pero cómo vas a haber hecho eso Al oírse a sí mismo, le vino el recuerdo de la
ahora, jahora! ¿Nada te importa eso? película Espartaco que hacía años viera en el Crono
Tarda en sus movimientos por la preñez, que Proyector. Entonces supo decir que, si en la actuali¬
también alteraba ligeramente sus facciones, Leonor dad hubiese esclavos, habría que hacer como ese
lo miraba, con angustia, tragándose el llanto. En que se alzó. Soportar como hacían los demás pana¬
seguida calló. ¿Cómo se le pudo escapar aquel deros ¿no equivalía a someterse a un amo? Por lo
reproche? No había sido ella la que habló: fue la mismo había rechazado de muy chico ser paje de

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
sofocación que le subía a la cara, su espera dulce y casas de blancos.
dolorosa; los tenues golpes que en su vientre reper¬ —Como sea tu gusto, Baldeón. Yo no ruego a
cutían extraños a ella misma: ¡fue el hijo! nadie. Pero vos eres loco: difícilmente conseguirás
Con voz opaca, él contestó: otro trabajo... ¡Con estos tiempos!
—¡Quisiera no haber tenido que hacerlo! Pero —Eso es cosa mía.
vos me conoces, si la ocasión se presentara, ¡lo Adentro le remordía ya. ¡Si hubiera sido cuan¬
volvería a hacer! do era solo! Nada le pesaba. Casa y comida no le
Leonor pareció aguardar, tímida otra vez, rece¬ faltaban donde el padre. Hoy tenía a quienes mante¬
lando haberlo resentido y recelando que su silencio ner y respondía ante sí por el hijo que iba a nacerle.
acusara sin querer. Regresó con un andar fatigado que raramente se
—Si otro hubiera brincado, ¡quizás yo me la notaba en su paso. En las covachas palidecían can¬
aguanto! diles y velas de sebo. Se escondía en la sombra el
Reaccionó por él y por todos los que no se lodo del suelo. El incidente fue muy poco después
atrevieron. No se enorgullecía, porque se hizo un de comenzada la jornada nocturna. Su vieja no lle¬
mal, y porque no conocía esa clase de vanidad. Pero gaba aún. Ahora seguramente ya le habrían conta¬
se sentía en paz con su pecho: cuando Rivera, entró do. Rodaban por el cielo restos quemados del día.
al galpón, sonándose las narices con un sucio resta¬ —Alfredo ¿cómo así te has venido? ¿Estás
llido acuoso, y anunció la nueva rebaja de jornales enfermo? Alumbraba la lámpara los muebles hu¬
—¡cuarta en ese año!—Alfredo esperó no una que¬ mildes, las tablas limpias del piso, la paz de sus
rella de todos, que sabía imposible, mas, siquiera meses de dicha en el pequeño departamento, y el
que alguno protestara: el silencio de las cabezas cuerpo engrosado de Leonor, medio recogido den¬
gachas se prolongó. En él se volvió una molestia tro de la hamaca donde cosía.
intolerable, algo que palpaba, que goteaba repug¬ —Vengo botando el trabajo. Otra vez rebajó los
nante como si el viejo rapaz escurriese sus mocos jornales el viejo Rivera. Yo no aguanté...
encima de ellos. No pudo más. Leonor se puso de pie. Contra la pared se
Empujó a un lado la bola del amasijo, se sacu¬ proyectaron su figura, su vientre. Se le escaparon
dió las manos polvorosas de harina y desató el aquellas palabras. Alfredo se asomó: en la plazuela
delantal. oscura no se veía ni muchachos. El poste de la
—¿Qué pasa, Baldeón? bandera de la bomba contra incendios, blanqueaba,
—Que por ese jornal yo no trabajo, don Rivera. recto como un enorme fósforo. La noche invernal,
sorda de sapos remotos, oprimía la vida, oprimía

-214- -215-
su corazón vacilante por un momento.
la esquina, y a ella le vino súbitamente el anhelo de
—No importa, Leonor. No tengas miedo. Yo
reclinarse en su hombro. Guardaba como recuerdo
encontraré aunque sea adebajo de las piedras...
la camisa que él llevaba puesta aquel día, remenda¬
Ella ya había alejado sus temores. Aunque el
da y con manchitas de aceite que la hicieron supo¬
mundo se hundiera, su hombre varonil era seguro.
ner fuera mecánico.
Nada era capaz de vencer la dulzura y la firmeza de
¡Qué riesgo había corrido su unión de romper¬
ese hombre, su hombre. ¿Por qué no había de con¬
se, de no ser nunca: por el viaje a Lima! En el barrio
seguir otra ocupación? Imposible no era. La com¬
murmuraban que Alfredo no volvería. Quizá era el
placía ya que hubiese gritado las verdades al des¬
mismo Darío, que se había introducido al chalet con
graciado ese. ¿No le robó La Cosmopolita a don
pretexto de encargar a la señora Panchita el lavado
Baldeón viejo? Que viese que el hijo, no se agacha¬
de su ropa, el que propalaba los rumores.
ba como los demás trabajadores que parecían bo¬
—¿No molesto, señora Panchita, niña
rregos. Leonorcita? Uno que no es casado, ni chupista, no

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Alfredo...
sabe qué hacer en las noches... Y el cine me hace
Lo conmovió su voz de niña atemorizada; se
doler los ojos. El temblequeo de las vistas es fre¬
aproximó y la rodeó con sus brazos. Se hallaron
gado.
mutuamente en los ojos su fuego de siempre.
Con disimulo, se hizo infaltable. A Leonor se le
—Alfredo, ¿vos estás molesto conmigo?
fingía respetuoso. Le demostraba una hipócrita
—No. Los quiero más a ti y a mi hijo.
amistad. Al transcurrir los meses, fue presentando a
La besó en la frente y poniéndole la mano sobre
la madre sus proyectos. Quería ser novio de la niña.
el vientre la acarició con la levedad de una infinita
Él sabía que había tenido amores con Baldeón. Pe¬
delicadeza. Ella le rodeó el cuello con la frescura de
ro, según él, ese era un error. El zambo no regresa¬
sus brazos. Percibía el olor de él, tan íntimo, a sudor
ría. Vanamente se le aguardaba. En cambio él era un
limpio, a pan caliente. El cuerpo tibio y fecundo de
hombre serio, no un plantilla; estaba ahí, y le ofrecía
Leonor se le adhería.
un porvenir.
—Y yo, ya no tengo miedo. Hiciste bien, todo lo
— Mamacita, ¡nunca le haré caso a ese viejo
que tú haces está bien. ¡Vos eras el que tenías que
sinvergüenza! ¡A Alfredo lo esperaré siempre!
hacerlo porque eres el más hombre!
Pero era ya más de un año la ausencia. La seño¬
—¿Qué dirá tu mamá?
ra Panchita se sentía enferma o lo exageraba, con¬
—Ella es buena... Enantes estaba con la jaqueca
vencida por la labia de Darío. Para colmo, en la
y por eso se fue tempranito a acostar. Mañana le
fábrica cambiaron a la jefa de empaquetadoras. La
decimos. antigua, la señora Lucinda, era buena. La nueva que
Se sentaron a la hamaca juntos, acariciándose
dizque era moza de un alto empleado, trataba a las
con la ternura que ella había tenido que enseñarle,
obreritas con grosería inaguantable. Pretendió has¬
pues él había sido tosco con las demás mujeres
ta registrarlas, ofendiendo su pudor, buscándoles
antes de tenerla a ella. Así unidos no le temían a la
entre las ropas íntimas si no se sacaban escondidos
vida. cigarrillos. Las llamaba sin reparo, ladronas.
—Nacerá para Navidad.
—¡Hija, yo no quiero contrariarte, pero para mi
—¿Qué nombre le pondremos?
gustg vos debías aceptar a don Darío!
—Si es hombre, el mío; si no, el tuyo.
Él afinaba su cara de zorro, con arrugas y pun¬
No, no había sido disgusto lo que tuvieron.
tos negros de espinillas, como olfateando. ¡Y Leo¬
Conservaban intacto, desde que estaban juntos, su
nor aceptó! Habían sido por eso sus lágrimas al ver
fuerte amor. Leonor creía sentir por él más, mucho
a Alfredo de vuelta. Le pesaba el nuevo noviazgo.
más que cuando Alfredo le habló por primera vez en
No sabía como confesarle este compromiso... Pero

216-
-217-
Alfredo exigía saber. Supo, y lo destruyó con su —Ahá, con la última rebaja que hizo, yo ya no
acostumbrada violencia. Darío no alcanzó ni a recla¬ pude soportármela callado: ¡el jornal quedaba a un
mar. Leonor se fue con su zambo, sin casarse ni sucre cincuenta por la noche entera! Figúrate: con
nada, al departamento que él le arrendó, al que muy eso no se tiene ni la mitad de lo que hay que darle a
poco después se vino la madre, y donde el amor y la hembra para la plaza.
los días le habían llenado el vientre y los ojos. —¿Y sólo vos te alzaste?
—Ajo, ¡me admiro lo aguantona que es la
3 gente! ¡Yo ingrimo!
—Por eso ya no aguardé ni eso: apenas La Cos¬
Esquivando el aliento del horno, Alfredo atrajo mopolita se acabó y regresó a manos del raposo, fui
con la pala la brazada de pan. Olía bien. Era la últi¬ enrollando mi petate y buscando la manga.
ma: con ella se completaban las dos canastas que —Hiciste bien. Yo no creía: cuando vine de
su socio sacaba al centro y lo que se vendía por el Lima, antes que estar buscando en otra parte, entré

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
contorno, que era poquísimo, debido a lo despobla¬ allí por trabajar cerca del veterano que se había
do de aquel extremo de arrabal. Amanecía: el viento quedado de maestro. Me arrepiento, ¡maldita sea!
despertaba, remeciendo las latas de la covachita Si entro a otra panadería, otro gallo me cantara: el
que se achataba junto al horno, y trayendo a echar condenado del Rivera, caliente por lo que me salí de
encima del olor sabroso del pan, el vaho a chamus¬ su chiquero, me ha tirado bandera negra con los
cado de la colina de desperdicios, humeante día y demás patrones.
noche, del basurero de Puerto Duarte. —¿Cómo así?
—¿Te vas ya, Samborondeño? Todavía no —No me dan trabajo en las panaderías: que hay
clarea. malos informes, que soy alzado, que doy mal ejem¬
—Pero ya mismo. Y mejor es que el día me coja plo... ¡Los chismes! Y de mecánico no he consegui¬
ya por calles donde la gente esté saliendo a ver los do tampoco: he ¡do donde Mano de Cabra, donde
molletes para el café. trabajé antes, y donde Falconí, donde el negro Ca¬
—Hombre, café ¿no quieres otro pocilio? món, donde Margary, a toditos los talleres: ¡y están
—Apenitas hace que tomé, cuando me dio sue¬ botando a los que tienen!
ño. Con una de las grandes canastas en cada brazo, El Samborondeño concluyó proponiéndole:
envuelto en el delantal que lo hacía destacarse, se —Si vos quieres, ¡vente a trabajar conmigo!
alejó el Samborondeño. No pregonaba aún por ser El no había querido depender de nadie: quería
demasiado temprano y porque no le gustaba que lo ser libre. Su madrastra, Mercedes Reyes, años atrás
oyera Alfredo: éste lo aburría a bromas acerca de su tuvo una pequeña panadería allá lejísimos, cerca de
voz y dictándole dichos burlescos que le aconsejaba Puerto Duarte. Como no hacía negocio, abandonó el
gritar. Claro que no era con ánimo de mortificarlo, solar, el ranchito de latas y el horno. El Samboron¬
se estimaban como hombres. Manejaban sin pelear deño compuso el horno que tenía el cielo descon¬
el mísero negocio, repartiéndose las ganancias co¬ chado y ladrillos salidos; cogió las goteras y remen¬
mo hermanos. El Samborondeño había sido obrero dó las paredes de la casucha; limpió el solar, entre
en La Cosmopolita y respetaba y quería a don Bal- cuyos bledos habían esparcidas millares y millares
deón, habiéndose hecho entonces íntimo de Alfre¬ de defecaciones del vecindario: y se instaló:
do: supo cuando él le botó el trabajo al viejo Rivera y Al principio no tumbaba ni medio saco de hari¬
lo fue a buscar espontáneamente: na. Trabajaba en una soledad de volverse loco. Lle¬
—¿Qué fue, zambo? ¿Cierto que le dejaste tira¬ gaba, cargando al hombro y con la ayuda de algún
do el trabajo al raposo ese de Rivera? chico, los materiales de su tosca panificación: leña,
manteca, harina y hasta el agua, pues el sitio carecía

-218-
-219-
mente en menor número que meses anteriores. El
de grifo. Había iniciado el trabajo a salidas del in¬
verano de fuego traía jornadas como jamás cono¬
vierno. El viento convertía la choza en una matraca,
ciera Guayaquil.
sacudiéndole las latas. Los vecinos, y los traperos,
—¡Yo no sé qué es que pasa! La gente está sin
que merodeaban en el inmediato basurero, lo cree¬
plata: las mismas caseras no quieren coger ni al
rían un brujo o un diablo, removiendo la candela del
fiado. Otros se han ido al Hospital. Ajo, parece men¬
horno, integras las noches, solitario, emperrado.
tira que no vaya a quedar quien compre una triste
Durante las mañabas, vendía su pan en canastas. En
semita de chicharrón o un medio de roscas.
las tardes dormía. El Samborondeño se pasaba los dedos por los
—¡Chócala, hermano! —saltó Alfredo, estre¬
ralos pelos de sus bigotes achinados1. Fruncía en
chándole la mano—. Seguro que trabajo con vos:
una mueca su bocaza desdentada y bondadosa.
¡una cosa así es lo que yo necesitaba!
Con ambas manos levantaba sus pantalones, que la
Ahora eran socios y panificaban todo lo que el
piola con que los sujetaba dejaba caer en seguida de
Samborondeño alcanzaba a meter en sus canastas

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
nuevo sobre la verija, dándole su facha descacha¬
Por dos veces. No se harían ricos, pero, sin morirse
landrada, que lo hacía suponer siempre borracho. Y
de hambre, defendían lo que ellos llamaban su mal¬
se plantaba ante su socio.
genio y no dejarse de ningún arrastrado.
—¿Qué dices vos que hagamos, zambo?
El rancho tenía dos piezas. Leonor acabó por
Alfredo no le contestaba; no sabía qué contes¬
venirse a vivir allí. Arreglaron el asunto arrendando
tarle. El comprendía que la baja de su negocio no
a pocas cuadras un cuarto para el Samborondeño.
era cosa pasajera: provenía de la maldición general,
La mujer de Alfredo y la señora Panchita, acomoda¬
de esa como brujería que había traído la mala para
ron hasta dejarlo irreconocible el montón de latas
todos, para los hombres.
destartaladas. En bacinillas recogidas del basurero,
Iba los más de los días, a la hora de hallar
cultivaron plantas. El solar nevó de ropa lavada,
despierto a su taita, a conversar con la familia. En
tendida en cordeles. Ellas les preparaban café para
esa covacha y en las demás del barrio y de otros
la vigilia y los acompañaban hasta tarde. Criaron
barrios, hombres desnudos de medio cuerpo arriba,
unas pocas gallinas. Quien más se contentaba era
revueltos los pelos, bostezaban y cogían el sol. Los
Leonor: le gustaba la caballeriza en cuya vecindad
habían botado de sus trabajos. No tenían ni con qué
residía de soltera, porque le parecía campo: esto sí
emborracharse. Hechos carretas sin uso, permane¬
que era campo y campo suyo, donde trabajaba cer¬
cían en los patios, conversando de hembras y lan¬
ca de su hombre, cerca de su madre, donde crecería,
zando bromas en palabrotas a las lavanderas. Las
sano y bien macho como su taita, el hijo que tanto le
mujeres hacían novenas a los santos, traían agua
pateaba la barriga. bendita los lunes de San Vicente, y procuraban cal¬
Al venírseles las lluvias comprarían hule para
mar a los chicos que no comían ni guineos. Las
cubrir las canastas de la venta y confeccionarle una
secas calles se aventaban en polvaredas sobre los
especie de poncho al Samborondeño. Ya habría
covacheríos, míseros siempre y hoy hambreados.
nacido Alfredo chico. Tendrían que reparar más la
—Vecinita ¿me presta unos pedacitos de
covacha y fabricar una ramada que tapara el horno.
carbón? ¡Jesús! ¡Hoy no he prendido ni candela!
Lo que comenzaba a preocuparles era la marcha del
—El pobre Juancho fue a la curtiembre donde
negocio. ¿Cómo seguirían los tiempos?
trabajaba antes y que le han ofrecido pega: ¡ojalá
Sus compradores eran de los barrios pobres o
consiga!
de las entradas de los lugares de trabajo. Y había ya
—Dios quiera comadrita.
días en que el Samborondeño retornaba con las
canastas sin terminar y los grillos y cucarachas,
1 bigotes achinados: bigotes lacios y caídos.
como llamaban a los medios y reales, considerable¬

-221-
—Dos noches ya que acuesto a los chicos sin medio enterrado en su propio polvo. De lejos, repe¬
verde asado ni café puro siquiera. lía solamente; lo que Leonor y Alfredo hallaban
—San Vicente lindo, ¡el mundo se va a acabar! intolerable era su contigüidad. Las cucarachas de
De allí nacía la ruina de la venta: y contra eso no las grietas, en la abundancia, adquirían tamaños
había remedio. O Alfredo no lo conocía. A él no le gigantes. Alacranes, salamanquesas blancuzcas,
había importado nunca la vida ajena. Lo que estaba chindoros cornudos, hormigas, pugnaban allí, con
ocurriendo, sin querer, daba grima, rabia, ahogo. Al una pululante audacia, contra los perros, los chan¬
regresar, antes de que oscureciera, para empezar la chos hocicones, vueltos salvajes por el vagabun¬
labor nocturna, podía ver lo peor: los muchachos. deo, los gallinazos hediondos y los mendigos,
Por aquellas calles apartadas, jugaban todavía por¬ viejos o chicuelos.
que todavía no habían muerto. Quizás era la prime¬ —Si pudiéramos irnos un par de cuadras más
ra vez que se fijaba en ellos. No eran como los de su adentro: el muladar es lo que friega aquí.
época. El pellejo moreno se les hacía gris. Andaban —Pero allá adentro el arriendo nos come vivos:

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
medio desnudos, con las panzas hinchadas y las ¡los dueños de casa son peor que las ratas del
perinolas de los ombligos brotadas. Movían sus muladar!
brazos y piernas resecos como los escuálidos tallos Al anochecer, al alejarse las carretas, estallaba
de los bledos, con torpe tanteo de arañas. De niños, la lucha por la basura recién volcada, que traía más
hijos de los hombres, no les quedaban sino los ojos: vida. La quemazón alumbraba azufrada, electrizada,
excesivamente blancos y con la gotita de luz del rojiza. Los chanchos, arqueando el lomo, gruñendo,
miedo, bajo las pelambres piojosas. ¿Su hijo sería peleaban a mordiscos con los perros. Un anciano de
así? Una angustia nueva le estranguló las costillas. cara de santo, a cuyas barbas y calva sólo faltaba un
Iba a nacer en el diciembre que venía; Leonor y halo, sentado sobre su alforja, roía un hueso, bus¬
él lo esperaban como el juguete de Navidad que les cando con torva ojeada de bestia, quien se lo dispu¬
pondría el Niño Dios. En diciembre, en diciembre, taba. Era una tarde en que Alfredo se había aproxi¬
igual que él, que nació en ese mes, el 900, ¡con el mado, atraído por curiosidad del rumoreo más ele¬
siglo! La maldición se le apagaba en la boca. ¿A vado que otros instantes. Ni la costalada de cadáve¬
quién maldecir? res comidos por los gallinazos del playón de Cama¬
—Buenos días, hijo—lo saludó, apareciendo en rones, le produjo igual choque: ¡y eso que apestaba
la puerta, la señora Panchita—. Dejé una ropa almi¬ a muerte!
donada al sereno y no sé por qué me pareció que —¡Barajo, que haya esto en Guayaquil, y que la
con el día iba a garuar. gente duerma tan fresca en el centro!
Le respondió suavemente, ensimismado. Aho¬ Ratas de dientes de espina de pescado, tiraban,
ra percibió la madrugada deliciosa, fría: la sangre le arrancándose a trozos, el cadáver de un gato de
corrió más duro y se desperezó. Aunque no hubiera angora. Los muchachos rebuscaban en pandilla:
dormido, se despertaba con la tierra. Y esa tierra separarse hubiera significado ser víctima de los pe¬
viva, hasta en aquel rincón donde lo había traído la rros y chanchos feroces, o de los mendigos adultos,
suerte, rincón dominado por la presencia del basu¬ no menos bestializados. No había adolescentes:
rero. allá adentro, en la ciudad, los varones eran rateros y
Visto desde donde él estaba, era una colina la chiquillas mecas1
sombría, veteada de serpientes fulgurantes. De Había ido solo. El Samborondeño no aceptó
unos lados se quemaba a fuego lento; de otros en unírsele por no descuidar el leudo del amasijo. Al¬
rápido llamear. Era un montón de restos informes, fredo habría querido hablar con alguien. Dio un
cáscaras, sobras de comidas podridas, trapos, pe¬
dazos de muebles, fierros torcidos, todo revuelto 1 mecas: prostitutas, putas.

-222 - -223-
puntapié a una bacinilla desportillada, que rodó rondeño Sería desconsideración arrimarle el peso
cantando campanazos lúgubres. Ojos de rescoldo de la tar^a. Pero iba a hablarles. ¿Por qué se queda¬
se volvieron hacia el intruso. No distinguían su ove¬ ban atrás? ¿Qué tenían de menos para ser los únicos
rol limpio, sus gruesos zapatos ni su sonrisa de en aguantar? Desde la primera huelga, la de los
fuerte, que por ellos se plegaba en amargo rictus ferroviarios de Durán, pensó en ellos. ¡Qué desgra¬
antes desconocido. cia que el gremio anduviera así aplanado? Su taita y
—¿Qué jué? |Si vienes a la rebusca, sigue más su tío Adolfo le habían conversado cómo eran los
adelante! obreros de panadería, de otros años. Recién estaba
—¡Aquí no queda puesto ni para uno! fundada la Sociedad. Fue la época de los garroteros
—Esto está lleno de chanchos y hombres... de Albuquerque, centroamericano que organizó a
—¡Hombres que jueron! —concluyó la primera los trabajadores de Guayaquil para luchar por la
voz, cascada y con dejo de cholo. revolución de Alfaro. Los panaderos marcharon en
Avanzó Alfredo. Ya no podía detenerse. ¿Lo primera fila, con el sombrero a lo patriota y el cora¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
atacarían los mendigos? Qué va: si tuvieran fuerza, zón sin miedo ¿Iban los de hoy a desdecir de los
trabajarían o robarían. Dio vuelta, contorneando las mayores?
laderas irregulares del muladar. El agua bruñida de Claro que, al comenzar, él mismo no creía mu¬
sol final, del corte del Salado metía lengüetazos cho en estos ajetreos. La lucha ferrocarrilera sólo se
dorados entre los terrosos escombros. Los mangla¬ sintió en la escasez de víveres de la sierra. Alfredo
res de las orillas, negros encima del reflejo aún casi mantenía la opinión de cuando trabajaba don¬
diurno de la corriente, se dormían en la calma de la de Mano de Cabra: antes que declararse en huelga
tierra sin hombres, emanando húmedos vahos a es preferible darle una pateada a los patrones. Lo
mar lejana y a tinta salvaje. Alfredo miró hacia el que siguió, le pareció increíble y lo sacudió más y
cielo lila encapullado de luceros: pensaba en Dios. más.
Cuchicheos en el suelo, a lado de éj, lo hicieron Pararon los tranviarios y basureros: el vienteci-
virar la cara y, aguzando la vista, columbrar bultos llo húmedo del día de difuntos removió desperdi¬
que se agitaban en hueco de la basura. Al ver cabal, cios entre los obligados peatones. Los huelguistas
¡quedó estupefacto! ¿Era posible? aprovecharon el ocio yéndose a la romería del pan¬
La pordiosera tuerta, a la que le daban ataques, teón, a comer mazamorra morada y ofrendar coro¬
se acostaba ahí, de espaldas, jadeante, babosa, nas de papel picado a sus deudos. De negro hasta la
echándose encima al mayor de los chicos de la camisa, como era de rigor, Alfredo fue a dejar flores
pandilla, uno paliducho, de camisa rota y gorra de a la cruz de palo, perdida entre cascajos, a la sombra
visera de cartón. A ambos los había conocido mero¬ de los ciruelos tranquilos, donde yacía un hermani-
deando por los contornos. to de Leonor, muerto chico. En el suelo, ante la
Un cacho de luna rasgaba la noche azulada. puerta, había regados miles de pétalos y ramas de
ficos. Una chiquilla, de talle cimbreño y ojos reido¬
4 res, se cruzó con él; llevaba una rosa cogida entre
Alfredo se resolvió: iría a buscarlos, ¡a los labios y canturreó:
requintearlos1 si fuera necesario! Tenía tiempo: Noviembre, dichoso mes
ellos no salían hasta las tres. Aún no acallaba el \ que empieza con Todosantos
sueño el rumor del basurero. Altas estrellas se que¬ y acaba con San Andrés...
maban en el horno hondo que era el cielo sin viento.
Debía dejar poco por hacer sin su ayuda, el Sambo- Entre los hormigueantes romeros, se encontró
con un conocido, vagonero de los carros de muías,
1 requintearlos: reprenderlos, castigarlos. quien le contó lo compacto y firme del paro, y le

-224 - -225-
nos, con el aliento de los pueblecillos tenebrosos,
anunció que se extendería, abarcando al puerto en¬
haciendo volver a la Viuda del Tamarindo1, a!
tero. Un vago olor a flores marchitas y a savia, pasó
Tintín2, y la memoria de olores a janeiro, a bosta y a
en el aire. Alfredo movió la cabeza: cacao.
—Si así llueve que no escampe: ¡ése es otro
—Oye, Samborondeño, me voy al centro.
cantar! Lo que me ha disgustado siempre de las —¿Al centro? ¿A qué?
huelgas es que se friegan unos pocos y la mayoría
Voy a ver qué mismo pasa con los panaderos.
reculan ni borregos...
Ya vas a meterte en cangrejadas. ¿A vos qué
—¡Ahora se han calentado de deveras y
te va ni te viene? ¿Para eso no hemos parado casa
toditos! ¿y los panaderos?
aparte? Si a ti te meten preso o te largan tu terraja-
Allí dio una respuesta cualquiera, pero el desa¬
zo, ¿crees que nadie va a darle de comer a tu mujer
sosiego ya no lo soltó. Compró los periódicos todas ni a tu hijo, de que ella para?
las mañanas: las huelgas están como los granos de
En el oscuro, el Samborondeño no columbraba
una mazorca de maíz flojo. Cada una era un golpe

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
la cara de Alfredo, fue solamente en su voz que notó
adentro de su pecho. Los de las curtiembres hedían
una extraña seriedad, un metal desconocido, que lo
a mangle podrido. Las manos de los de las jabone¬ hizo convenir, no por indiferencia sino por sorpresa.
rías eran langostas: las cocinaba la lejía. Los párpa¬
El zambo se sacudió las manos y se puso en pie.
dos de los de las piladoras, lagrimeaban, esmerila¬
Paramos casa aparte por no aguantar a los
dos por el tamo. De los talleres mecánicos le son¬
industriales ladrones: no para meternos como tor¬
reían, aceitosos y amigos, el Pirata, Barco, Mesa, el
tuga en el carapacho. ¿No has visto cómo rebaja y
tímido Daniel y hasta el mismo pejesapo de Mal- rebaja la venta del pan de tus canastas? Me he
puntazo. Envidiaba ios cuerpos de matapalo grande
convencido de una cosa, ¡carajo! mientras quede
de los cacaoeros. Las cigarreras, antiguas compa¬
uno solo teniendo hambre, ¡todos tendremos
ñeras de su mujer, también habían plantado. El si¬
hambre! Convéncete vos hermano. Ya vuelvo.
lencio soplaba desde las pétreas fauces de las can¬
En la soledad de las sombras de las calles, el
teras. El martilleo de las construcciones calló: car¬
chirriar del polvo bajo sus zapatos, se crecía. Notó
pinteros y albañiles, silbando, metían las manos en
extraña las Cinco Esquinas, al pasar. Allí había sido
los bolsillos. ¿Y los panaderos?
su primera pelea a puñetazos, todavía estudiaba
—¿Y qué sabes vos, Samborondeño? ¿Se uni¬
donde los legos. Era por una flaquita, cabellos de
rán al paro los del gremio de nosotros?
pelusa de choclo, que vivía tras las ventanitas sin
—Algunos andaban medio alborotados, según
pintar, en el portal de tablas. La falta de alumbrado
supe. Pero en serio todavía dizque no hay nada.
resucitaba cosas muertas en las calles.
Quién sabe, pues. ¡Como son así!
Golpeó con el puño la puerta de la chingana3de
El debía acercarse a hablar, a averiguar. Le era
Anormaliza donde sabía que los encontraría, pues
imposible cruzarse de brazos. Esto no era una huel¬
allí se reunían los panaderos a jugar y a tomar café
ga en que únicamente se romperían los más hom¬
con leche, al salir, con desvelados ojos de lechuza,
bres; era más que una huelga: era que todos se de su labor nocturna.
habían vuelto más hombres. Todos, ante la vida
—¿Qué fue? ¿Quién toca? —averiguó de aden-
esclava, los salarios ínfimos y el hambre, levanta¬ troii el serrano.
ban la voz y la mano, exigiendo vivir.
Dos días antes había leído que fuerza armada viuda de tamarindo: personaje de leyenda que atrae a los hombres
con la apariencia de ser una mujer muy bella y que, al darse vuelta
ocupó los aljibes potables, deteniendo la garra de la es una calavera.
sed. A la Planta Eléctrica llegó tarde: había ya para¬ Tintín: gnomo sombrerudo del campo montuvio que seduce y em¬
do, junto con la de Gas. A la ciudad penetró la baraza a las mujeres. ,

noche, como regresando de los montes circunveci- $ chingana: covacha, tugurio.

-226-
-227 -
Se oía un entrevero de voces conocidas y ruido
de platos y vasos: había acertado: allí estaban.
—Abre, Anormaliza, soy yo, Baldeón.
Se quejó el cerrojo y lo acogió la cara bostezante
del fondero, que lo hizo pasar junto al mostrador
hediondo a seviche y a seso de chivo acedo.
—Hola, Baldeón, ja qué buen tiempo llegas
hermano!
—¿Dónde te remontas vos que nunca se te ve? X
—Se ha casado y le corre al trago y a la guitarra.
^-¡De deveras que a buen tiempo! Si éste ha FUEGO CONTRA EL PUEBLO
sido azote de los industriales. ¡Le botó el trabajo al
raposo Rivera! 1

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Lo cogían del brazo de una y otra de las mesas
de palo, alrededor de las cuales se sentaban. El
tumbado, bajo, oprimía casi las cabezas. Una linter¬ La agitación se comunicaba a través de la gente
na hacía bailar las sombras: apenas distinguía los en grandes oleadas. Su contacto venía a sacudir la
rostros brillosos, los pelos caídos sobre las frentes, tensión de Alfonso. No hallando puesto en las ban¬
los ojos con las venillas rojizas incendiadas de al¬ cas, se arrimó de espaldas a un balcón. Alfredo, con
cohol, las bocas hipantes. El aire era viscoso, pesa¬ quien vino a la asamblea, tuvo que subir a sentarse
do de tufos de aguardiente, sudor, babas, puchos de a la mesa del comité de huelga: representaba a los
cigarro y vómitos. Cuando se sentó, al azar, voces de su ramo.
quebradas lo reprocharon: Desde donde estaba, codo con codo con la mul¬
—Esas son las desigualdades, Rana, ya ni cono¬ titud, Alfonso lo veía, entre los otros dirigentes,
ces a tus ñaños. imperturbable la sonrisa y más inquieta que nunca
—En La Cosmopolita me desvirgué de panade¬ su cabeza de gallo.
ro, ¡ajo! Al entrar, le había preguntado:
—¡Viva el paro! —¿Así que vos no creiste hallar tanta gente?
—¿Qué hay del paro? —preguntó Alfredo. —No me figuré.
—Que ya nos alzamos, pues, ¡maldita sea! —Claro, a mí me pasaba lo mismo: y peor cuan¬
—¡Al fin se resolvieron a ser hombres! do sólo sabía del paro por los periódicos. Alharacas,
—Desde de día estábamos aconchavados... decía: ¡porque para alharaquientos búsquennos!
hip... Andaban comisiones de la Gremial del Astille¬ Pero es algo más.
ro... hip... Hip... A las once comenzó el paro en todi¬ También Alfonso lo creía ya. Empezaba a respi¬
tas las pa... Hip... Desde esa hora estamos jalando rar fuerte. La sangre le corría más. A su alrededor,
trago... ¿Dices que no somos hombres?... hip... ¡Tó¬ dentro del salón de la Sociedad de Cacaoeros, "To¬
mate este lapo, si vos eres hombre, Baldeón! más Briones", y fuera, en la oscura plazoleta de San
—Lo tomo porque mañana no demos la pata y Agustín, la muchedumbre se estriaba de impulsos,
reculemos. Lo tomo por el paro hasta ganar: o hasta don la unanimidad de las espigas del arroz en las
morir. vegas. Cuanto lo rodeaba era inverosímil e intenso
Era un buen aguardiente, cosa rara en esa chin¬ como los sueños.
gana: el fondo del sabor le trajo a la memoria los Las paredes de tablas sin pintar, encrudecidas
cañadulzales, el monte, Daule, su madre. por la luz de las linternas, las reconocía, viejamente
vistas, ignorando dónde. Pendían de ellas retratos

-228-
-229-
de los fundadores de la institución, anónimos hé¬
roes obreros de duras mandíbulas y frentes curti¬ empapelando sus cometas color iris, y remontándo¬
das. Asomaba entre ellos, sin diferenciarse, la cara las, con una mezcla de humillación y orgullo. Ante
de viejo criollo exaltado del general Alfaro. todo lo propio de su tierra, surgía en él igual oscuro
No, no era Alfonso un extraño allí. Cada minuto sentimiento.
lo sentía mejor. Como gato en tempestad, sus ade¬ Las palabras pueblo y libertad las aprendió en
manes se hacían espantadizos y seguros: ¡a sus los libros de Montalvo, que le legó el abuelo, en
anchas! Viró hacia el ruedo de casas de la plazoleta. quien veía un lector de ellos y un rompedor de la
El suelo, de lomas y bajíos, marcaba la desigual montaña brava. También pensó en don Leandro, el
colocación de las miles de personas. Los movimien¬ padre de Violeta, cabalgador de la sabana y hoy
tos y las voces bullían. Trepaban las torres inconclu¬ como desterrado en la ciudad. ¿Y no coincidían las
sas de la iglesia, hacia las nubes de garúa. Arriba del infamias de su madre y de Violeta misma, en haber¬
andamiaje, brotaba una erizada cabellera de espi¬ se deslizado, nutridas de dulces savias, allá en el
fondo de los campos que son la patria? Y su amistad

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
gones de fierro.
¿Extraño? ¡Qué iba a serlo! Por lo que le había con Baldeón, venciendo diferencias aparentes ¿no
contado Alfredo, se le hacía pasión lo que discutían provenía de una afinidad que los acercaba más allá
los del comité. Y tanto en sus rostros de impreciso de lo cotidiano?
barro humano, contraídos por el esfuerzo que po¬ —¡La sangre jala!
nían en la tarea desacostumbrada de pensar, como Pero si le venían tales pensamientos era porque
en los demás apiñados, llenando el salón, descubría en la agitación de este instante, aprendía a encon¬
borrados el miedo y la apatía de los ojos. Eran los trar la patria en el pueblo. Baldeón le había repetido
mismos hombres a quienes el exceso de trabajo una frase que oyó en Lima:
embrutecía, cuyo horizonte terminaba incendiado —¡Los que se avergüenzan de ser pueblo no
en un vaso de aguardiente, cuyo entusiasmo sólo son hombres!
estallaba como espectadores del boxeo de Vizcaíno La multitud tenía alma, tenía alas. Acaso Alfon¬
y Chinique; eran los mismos pero con el chispazo de so volaba con ellas. Se liberaba de la rutina diaria.
otra llama en la mirada. Vencía de veras la soledad. Cada una de las fisono¬
Alguna vez Antonio le había dicho que sólo mías innúmeras de hombres, de mujeres, talladas
encontraría su propia alma y su propia música en su en guayacán o en roble opalino, saltaba del nebulo¬
pueblo. Vaga, la idea se le quedó. Era ahora, en el so anonimato a la cercanía de la voluntad compar¬
balcón de la "Tomás Briones", que de verdad la tida.
comprendía. Únicamente el pueblo es fecundo. Su La causa de ellos era su propia causa. Y también
gente se alzaba y él ascendía en su marea. Hallaba sería suyo el fracaso que se perfilaba ya: invisible
en sí mismo las raíces que, como con su madre, lo aún para la gente desprevenida, pero no por eso
unían con su tierra. menos inexorable. ¿El destino? Para los pueblos
Cuando era chico, los otros muchachos empa¬ como para los individuos, el destino lo constituían
pelaban sus cometas con banderas francesas o ale¬ las propias fuerzas y los propios límites. Lo llevaban
manas. en las sienes y en los puños.
—¡Ve a Cortés, ya fue a forrar el abejón con , Alfredo le había contado las interioridades del
bandera ecuatoriana, que es una pendejada! movimiento. El zambo, quemándose de ansia, olfa¬
—Pero es la de nosotros. teaba la derrota. ¡Y era ínfimo lo que podía hacer
—¿Y eso qué hace? ¿Qué guerras ha ganado, contra ella!
qué ha hecho, qué es el Ecuador? Meses antes, Alfonso había hecho a Baldeón
Alfonso no sabía qué contestar, pero seguía amigo de Sierra. Aunque casi de los mismos años
que ellos, por el terhple de su carácter y la amplitud

-230-
-231-
de su experiencia y su cultura, él influyó decisiva¬ Así era el choque del que Alfonso escuchaba los
mente en Alfonso y Alfredo. Con él, Baldeón sin ecos de un tronar, y en el cual, en esta noche húme¬
perder su empuje, había aprendido a reflexionar. En da y cálida, poblada de una inmensa espera, partici¬
estos días, la furia de las ¡deas lo hacía morderse paba arrebatadamente.
ambos labios a un tiempo. Conversaba con confianza con gentes a quie¬
El paro carecía de unidad. La tendencia inde¬ nes nunca viera. Le corría el sudor, cosquilleándole,
pendiente era minoritaria. Dominaban los viejos en las cicatrices de la espalda. Se quitó el saco.
mutuaíistas. Abundaban los agentes patronales, del Rechiflaba y aplaudía. Pensaba en Violeta. Sus pes¬
gobierno y de los políticos de oposición. La lucha tañas eran una noche como ésta. Apretaba los pu¬
interna se entablaba precisamente acerca de los ños. ¿Qué iba a resolver el pueblo? Desconocidos,
objetivos. Las huelgas habían comenzado recla¬ figuras humildes, hablaban. Era un balbuceo casi
mando mejores salarios y menos horas de trabajo: infantil, que a veces, en un acento, en una palabra
cumplimiento de la ley de ocho horas. Alegando perdida, mostraba el fondo de una angustia eterna.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
que el alza de salarios no serviría de nada ante la Del público brotaban gritos:
desvalorización de la moneda, se pedía que el paro —¡Pan es lo que hay que exigir!
exigiese al gobierno la baja del cambio. —¡Que suban el jornal esos caimanes!
—¡La causa real del hambre es que el dólar ha —¡Queremos la baja del cambio!
subido de dos a cinco sucres, casi de golpe! —¡No! ¡No! ¡No!
Los independientes replicaban que tal deman¬ —¡No! ¡Fuera esos vendidos!
da sólo era útil a ciertos banqueros y políticos de —¡Abajo el hambre!
oposición y que la lucha obrera a cada alza del costo En la marejada que lo envolvía, nada consegui¬
de la vida debía replicar exigiendo nuevas alzas de ría asombrar a Alfonso: no lo extrañó, entre un
jornales. En el comité las dos tendencias balan¬ grupo de mujeres que entraban al salón, reconocer
ceaban. la cara de Margarita. ¿Salía de él mismo, de su
Alfredo creía que lo urgente era combatir el fiebre, esa cara? Era ella. ¿Y qué le ocurría? Casi no
hambre ya. Adivinaba que la fuerza del pueblo po¬ la reconoce. No era la chiquilla abejucada1 de años
día y tenía que aspirar a más. Pero como de costum¬ antes. Estaba más alta, más gruesa, hermoseada.
bre, no lo satisfacían sino los hechos. Además, en el Atraían la atención, por lo pintados, sus labios, sus
caso actual, conocía el turbio origen del pedido de la mejillas y sus ojos.
baja del cambio. Luchaba: ¡ah, si no hubiera sido —¿Quiénes son esas gallas?
tan joven! , —Del Rosa Luxemburgo.
Los contrarios lo llamaban bolchevique. El, en Cada jornada se fundaban comités populares
sus caras, los afrentaba de traidores. En una sesión, de sostén de las huelgas: Vengadores de Eloy Alfa-
llegó a esgrimir una silla contra dos de los jefes de ro, Luz y Acción, Pueblo Monterista, otros. Entre
Confederación Obrera que, se aseguraba, estaban ellos nació uno, de obreras, al cual el viejo artesano
sobornados por uno de los bancos de la ciudad. Mena, que lo asesoraba, le puso el nombre de la jefe
—Si el comité hace suyo el reclamo del cambio, de la revolución alemana de hacía tres años, leído
ahí sí que nos salamos —le había dicho a Alfonso. con remota pasión en los diarios. Las del Rosa Lu¬
Por quinta vez se discutía el asunto. Hoy ya no xemburgo hacían colectas para las familias de los
más a puertas cerradas, sino en asamblea popular. huelguistas, cosían banderas rojas, acudían a las
Ventaja, pues la multitud era un cielo tempestuoso, asambleas y desfilaban en las manifestaciones,
cargada de anhelo de lucha y peligro: por la debili¬ cantando el himno Hijos del Pueblo. El cristal feme-
dad de la tendencia independiente y la demagogia
de los provocadores. 1 abejucada: delgada y fuerte como un bejuco.

-232- -233-
nino de sus voces dulcificaba el canto viril y hacía que se achicharraba. Si Gallinazo se hubiera figura¬
más hombres a los hombres. do esto, se habría quedado a echar la siesta, en la
Al aproximarse la delegación del Rosa Luxem- hamaca, con la hembra. A él no le gustaban muchas
burgo, desde un grupo delantero en las bancas, palabrerías; no era una comadre de solar.
barbotaron pifias y silbidos, y luego una disputa de Manoteaba el hombro del Loco Becerra, a quien
voces contenidas. Al fin se desencadenó un coro se remolcó al salir de la covacha, después de al¬
agresivo: muerzo. El día anterior había terminado su prisión.
—¡Fuera la hamaca Montiel! ¿A dónde ir? Volvió a La Quinta, a su cuarto con la
—Esa meca profana la asamblea. Julia, aunque hubiera sido por ella que hirió al pi¬
—¡Anda, vete, Margarita, que te aguardan en el pón Fantasía y le cayó sumario. Gallinazo lo entu¬
burdel de Generoso! siasmó:
Ahora caía Alfonso en el porqué del colorete y —Véngase, hermano, que le estamos haciendo
los andares de la antigua lavanderita de su barrio. roncha al blancaje.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Vestía de rojo, como era su ilusión de muchacha. No —¿A dónde?
logró disimular. Se detuvo, enfrentó con el llanto al —A la manifestación, a la plaza de San Agustín.
borde de los párpados tiznados, a los que la veja¬ De la “Tomás Briones" va a arrancar la gente.
ban, y quebrando el brazo en gesto obsceno, les Becerra nada tenía que hacer en la tarde. Mirar¬
escupió: se las caras con la Julia, le daba no sé qué. Salieron
—¡Maricones! por las callejuelas, en cuyo polvo caía casi morada
Sin más, en inesperada estampida, huyó hacia la sombra de las estacas de las cercas o del encaje
la escalera, rompiendo campo a codazos y empello¬ floreado de los algarrobos. Mujeres y muchachos se
nes, y dejando atrás un alboroto de risas relinchan¬ asomaban a las puertas. Hombres en camiseta o
tes. El viejo que presidía, llamó a silencio y retó: con las cotonas entreabiertas, seguían el mismo
—¿Se creen que es mala porque es de la vida? camino que ellos.
Durísimo que trabaja en el comité: ¡y es de corazón! —¡Al centro! ¡Al centro!
¡Pero así es la desgracia! —¡Al centro de una vez!
Sus ojos ancianos resbalaron la mansa mirada —¡El dólar a dos sucres!
sobre la gente, como calmándola. Sartenejales de Gallinazo silbó rabioso. Él era de los que que¬
arrugas le recorrían la parda frente, limitada por el rían que se luchara por los jornales, no por el
corto cabello de blancura de algodón. Una sonrisa cambio.
de suavidad increíble le plagaba la boca atabacada. —¿Qué tenemos que meternos en negocios de
Detrás de su cabeza, el péndulo del reloj, por la blancos? ¡Allá entre ellos se entiendan, como dice el
brecha de silencio que se había formado, introducía dicho! ¡Con ellos es de balde cabildear: o nos matan
su palpitar monótono. Todos volvieron a las discu¬ o los matamos!
siones. Pero no sabía qué lo retenía en San Agustín: tal
vez el roncar del pueblo. Sonaban como el mar los
2 millares de seres apretujados en la plaza caldeada.
El vocerío golpeaba los paredones mohosos de la
—Me llevan asado los discursos. iglesia, volaba hacia el centro o iba a estrellarse
—¡Y a mí, hermano! contra la ladera del Santa Ana, entre cuya verdura
El polvo, enfurecido de sol, mordía los pies. se destacaban casuchas y el edificio amarillo del
Para más de resolver si se botaban en manifesta¬ hospital. De un tirón se abrió la camisa, para dar aire
ción, los del comité palabreaban dos horas. ¡Claro, al sudor del pecho.
como a ellos los guarecía techo! La poblada era la —¡Ajo que charlan ni loras mangleras!

-234-
235
El que hablaba ahora era uno de los de la Fede¬ rarla, se irguió un asta de caña y flotó una bandera,
ración Regional, en la que él confiaba; y atendió. Y una bandera roja.
se rascó la cabeza. No entendía: la Regional, que era La plaza de San Francisco, sin autos, sin coches,
siempre la organización más resuelta, pedía que no sin público, inundada de luz en sus baldosas, en el
se hiciera la manifestación, prevenía cuidado al bronce de la pila, en los follajes secos, los aguarda¬
pueblo. Cuando el orador se retiró de la chaza, al¬ ba para que la llenaran. Becerra y Gallinazo se aho¬
zando los brazos como quien cae al río y no alcanza gaban, confundidos, perdidos en la gente; en su
pie, a Gallinazo se le opacó el día. sudor olían el sudor de todos. Hombros, codos,
¿Sería traición? ¡Imposible! Quizás era miedo. costillas, los echaban y los traían. ¿Qué hora era?
¿Quién es el valiente que no ha reculado una vez en Decían que la punta de la manifestación escuchaba
su vida? El que no reculaba, ahora, era el pueblo. Lo un discurso del gobernador. ¿Cuántas cuadras col¬
habían convencido: el aguaje humano se arrojaba maba la poblada? Esas ventanas de barajas, ese
con empuje de ganado por las bocacalles hacia la poste, ese cartelón con letras azules del Edén ¿de

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
avenida Nueve de Octubre. qué esquina eran? Lejos, descargas de fusiles for¬
—¡Los presos! ¡Los presos! maron insensiblemente parte del calor. Las pregun¬
—¡Viva la baja del cambio! tas pasaban de unos a otros.
—¡A la gobernación! —¡Allá están dando bala!
El gentío les rodeaba los hombros como el agua —¿Dispararán al aire?
al nadar. Avanzaban en silencio, preñado del in¬ —¡Nos matan, carajo!
menso mover de pies, sólo a momentos rotos en ¡Podía suponer que barrieran la manifestación
gritos. El empedrado les tenía su tablero. No lo a sablazos, pero que tiraran a dar a gente
habían soñado. Lo hacían y no lo creían: como due¬ desarmada!
ños pisaban el centro con sus patas descalzas y —Vamos, Loco, a ver qué es:
terrosas. Y nadie lo impedía. —¡No friegues! ¿No oyes lo que dicen?
Los dos lados de casas, de tres y cuatro pisos, —Si la cosa anda fea, corremos.
de mampostería o maderas pintadas de claro, man¬ —Si vos vas, yo voy, ¡pero vea que vos eres!
tenían cerradas sus hileras de ventanas. Las criadas, Increíble, pero era: lo vieron allá adelante don¬
atrancando los zaguanes, chillaban: de llegaron marchando en contra de los que venían
— ¡ Cierrapuertas, San Vicente lindo, huyendo. Sobre el cuadriculado de piedras que el
cierrapuertas! sol tostaba, hombres, chicos, mujeres, rodaban, tie¬
Era demasiada gente. Nunca se había lanzado sos ya, o aún retorciéndose. Eran gente, gente como
tanta de golpe a las calles. Gallinazo suponía que ellos, que salían de iguales covachas y comían la
era todo Guayaquil, menos los ricos. Iban tan apre¬ misma hambre. ¡Y eran chicos muchísimos! Eran
tados que no se diferenciaban los zarrapastrosos zapateadores de rayuela, vendedores de diarios, be¬
pantalones, las camisas mojadas de sudor, las oscu¬ tuneros, chicos, como hoy sus hijos y como ellos un
ras bocas con los dientes bañados de sol y risa. Las día.
mujeres, recogiéndose las faldas, empujaban con La marea de la multitud en fuga los arrastró.
los puños, buscando sitio en las primeras filas; los —¡No son pacos, son milicos!
pilluelos ágiles como ratones de pulpería, brillosa la —¡Pupos del Marañón!
piel morena, se cruzaban entre las piernas, blan¬ —¡Criminales del Cazadores de Los Ríos!
diendo palos, azuzando. 3
De repente, adelante, sostenida por muchas
manos, sobre las cabezas que se levantaban a mi¬ Del empedrado del patio subía un vaho húme¬
do, a basura y orines de caballo. Guitarreaban miria-

-236- -237-
das de moscas en la boñiga de los rincones. De —¡Si fuera contra los peruanos!
todas las puertas, la tropa se precipitaba a formar. A Todo macho tropical se cría esperando su hora
Gabriel le recordaba los enjambres de escarabajos de empuñar el fusil a repeler a los del sur. Las ma¬
en los trigos de la sierra. dres aceptan y las muchachas incitan. La pasión de
—Pero no habrá orden de fuego ¿verdad, la defensa incendia más a los que han nacido para el
general? oficio de combatir.
—Recuerde, capitán, que no se pregunta a los Acosado por su íntima pugna, Gabriel se allegó
superiores en acción. a uno de los grupos de oficiales.
—Pero, mi general... —¡No se la aguardan, los zambos éstos
—¡Silencio, capitán Basantes, o lo hago alzados!
arrestar! —Los vamos a coger cagando, como dicen.
Del parque sacaban ametralladoras. Sólo hacía —¡Hay que comerse a algunos, para que el res¬
media hora, al venir de la Zona al Marañón, Gabriel to se les quiten las ganas de joder la pita!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
había empezado a preocuparse. —¡Si dizque lo que quieren es saquear, incen¬
—Son puras novelerías—le explicaba a Aurea, diar, tirarse a las mujeres!
en días anteriores. El capitán Mora, veterano de los combates de
No era matar lo que podía desagradarle. El mili¬ Tumbes y Angoteros, que en veinte años no pasaba
tar se ha hecho para matar. Matar inermes era lo de capitán, cortó calmosamente:
que rechazaba. Aunque sin sol, la tarde ardía. Solda¬
Aqu,^n crees que le cuentas cachos,
dos, clases, oficiales, corrían, mandaban, respon¬ Hecalde? A ti y a mí juntos nos leyó el general el
dían, preguntaban, en mezcla pataleante. oficio del Ministerio en el que mandan rodar esa
—Oye, Gabriel, acércate. bola. ¡No hay tales incendiarios! El baleo es de or¬
—General. den superior.
Sudoroso, desabotonada la casaca. Panza le ¿Volvería Gabriel a intervenir ante Panza? Lo
puso la mano en el hombro. Lo miró con sonrisa conocía: no era una bestia ni un malvado. Tal vez
franca: lograra conmoverlo. Iba a hablarle, cuando una
—¿Qué pendejadas se te están ocurriendo? ¡ No oteada de fuego le ascendió a la cabeza. Sin un
seas loco! Bien sabes que, además de tu jefe, soy tu trago, lo encendía un arranque de vértigo. A su
amigo. Pero no me vengas con vainas cuando tengo alrededor, las caras, convirtiéndosele en mascáro¬
que cumplir órdenes superiores. nos, le guiñaban grotescas muecas. Cogiendo a Mo¬
Gabriel asintió. ¿Para qué seguir? Oscuramente ra del brazo, le sopló:
sentía marchar lo inevitable. Al apartarse, el general —¡Si fuera contra los peruanos!
se dedicó a pasear por el corredor. Un sutil tufo de El otro lo miró sin contestar. El corazón de Ga¬
polvo viejo emanaba de los cuartos del edificio de briel encogió las zarpas. Ahora ya sabía qué iba a
quincha. En la comandancia tecleaban una máquina nacer. Nada lo detendría. Aurea misma no lo conse¬
de escribir. Volaban trozos de conversaciones. guiría. Cuando Aurea estaba con la regla, sus ojos
Abajo, el enredo se transformaba en filas firmes, azules se le ponían verdes y de un brillo fulgurante,
armas al hombro. ^or amor a ella, hacía dos meses ya, que no se
Desde chico, Gabriel soñaba en la guerra. El mborrachaba. La furia de quererse renació en am¬
clarín, los gatillazos de los cierres de los rifles, la os, en desborde parecido a las correntadas del río
bandera, todo en este instante, le encrespaba la ■montañero aquel de los recuerdos.
sangre en un ciclón que iba a estrellarse contra el —Aurea tú me apruebas aunque me maten
remordimiento de ametrallar civiles. Una voz, como ¿no?
ajena, le martilló las sienes desde dentro:
Otra vez relinchaba el clarín. Aurea era hija y

-238-
-239-
de bejucazo. No irrumpía mancha en el pecho del
nieta de viejos alfaristas que vencieron a los godos uniforme azul oscuro. Pero, al caer Gabriel, doblán¬
del Obispo Shumaker, fraile gringo de moza y cara¬ dosele las rodillas, en su boca varonil, que se hacía
bina, en lustros de montoneras de la Revolución. más amplia y como luminosa al paliceder, se notaba
Aprendió desde la cuna que matar y morir es algo que sonreía la muerte.
natural. —¡Fuego!
Al bajar, en la poterna, a lado de la casamata del Trescientos desarrapados jadeantes, de rostros
centinela, se oía ya, hacia el centro, truenos lejanos de ladrillo y actitudes de perros apaleados, a treinta
de descargas. pasos, recibieron la descarga. Una mujer de manta
—¡Adelante, que nos gana el Cazadores de Los raída y arrugada frente, sonrosada y sudorosa, qui¬
Ríos! zás había visto y comprendido a Gabriel. Levantó
Panza estrechó la mano al jefe del Marañón: como él la mano. Herida pero no sintiéndolo, de¬
—Buena suerte, comandante, y no olvide: lo rrumbándose, arrojó su grito, cuyo final se ahogó

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
principal es no perder el contacto conmigo. No me en sangriento vómito:
moveré de aquí, sin avisarle la dirección de opera¬ —¡Viva el Marañón a favor del pueblo!
ciones.
Los centenares de botas golpearon, marcando 4
el paso. En la esquina los distintos grupos se sepa¬
raron, a sus rumbos asignados. Con el general entre El Paiteño le confió la balsa.
los de Estado Mayor debía permanecer Gabriel. —Ve, Cuero Duro, quédate cuidando. Dizque
Mas, había jugado su suerte: en el revuelo de la van a haber bullas y no vale dejar mujeres solas, a
partida, se deslizó en las filas de los que marchaban. mi vieja y a mi zamba. Toma la llave del candado: si
En la avenida Olmedo, el oficial que mandaba, pasa algo, te metes a la caseta.
dio el alto al pelotón. Desplegados, rodilla en tierra, Cuero Duro quedó solo, como los domingos.
prepararon y apuntaron. Todo hacía que el día lo pareciera: la ida de Franco;
—¡Alerta a la orden de fuego... Arr! el sol talamoco que enredaba las crines en los más¬
Al fondo, en torno a la estatua negruzca, y más tiles de las balandras haraposas, donde las cholas
allá hasta el río, la gente se desbordaba, con el ciego cocinaban, empolladas por las velas caídas; el so¬
empuje de las reses atacadas por el tigre o el oso plo del silencio. No rechinaba una cabría; no se
banderón. El sol, como curioso, bajaba ese rato a estibaba un saco. La locomotora de la Aduana no
lustrar las copas verdeoscuras de los fíeos y a albear recorría el malecón, tirando su trenza de platafor¬
en las piedras. Los pata al suelo se venían. Gabriel, mas cargadas de fardos. En el puesto de la capita¬
de un salto en que la espada le tintineó en la bota, se nía, los guardas dormían, arrullados por las moscas
irguió delante de los fusiles. Su corazón extendía las y por el roce del río en los pilotes.
garras. Clavando sus ojos en los ojos de los rasos Al principio, él había preguntado:
rugió, con el acento con que los tambores tocan —¿Qué pasa?
prevención: —Es el paro. No se trabaja ni aquí ni adentro, en
— ¡Ecuatorianos, no tiremos contra las fábricas.
ecuatorianos! I —¿Por qué?
Nació un silencio como el que sigue al estallar —Para obligar a aumentar los jornales.
de una granada. Gabriel echó atrás la cabeza. La —¡No diga! Aquí los patrones son más buenos
gorra le brincó, derramándole los cabellos. Sonreía que en el campo.
dominador. Alzó la mano abierta. < —¿Cómo así?
—¡Pendejo! —gruñó el oficial del pelotón. —¡Si alguien se alza de trabajar allá, lo meten al
El tiro de pistola zumbó apenas un chasquido

241-
-240-
cepo o, por lo muy menos, le dan su paliza!
la Julia y estarían bien empiernados. En cambio
Las vaciantes arrastraban de la montaña tron¬
aquí la muerte lo rodeaba. No había ya escape. Del
cos podridos, natas de pólenes, bancos de yerba
fondo de todas las calles avanzaban soldados dispa¬
con martín pescadores o patillos. Querría irse hacía
rando. Acorralaban al pueblo hacia el malecón, ha¬
allá —jvolver!— con las crecientes, en el rollo entra¬
cia la ría. No había sido traición de la Regional, sino
dor de limpias aguas. Pero él era una brizna en la
sospecha. ¡Morir! Si lo viraban, ¿quién mantendría
repunta. Aún lo retenía la marea muerta, aunque
a Juana de Jesús, a los chicos, al lisiadito? Pero lo
estuviera al filo de la nueva marea. ¿Hasta cuándo
iban a matar de todos modos. Lo que querría es
tendría que permanecer en Guayaquil?
conseguir un arma con qué morir comiéndose a los
Las aguas mecían las canoas como hamacas,
que más pudiera.
como mujeres. Oía el arañar de los cangrejitos en
los palos de las balsas. —Están sacando revólveres en la calle Pichin¬
cha... de las tiendas...
A las tres se acordó de ir a almorzar, a una
—Vamos allá, ¡carajo!
chingana del Conchero, que se llamaba El Cabotaje.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Antes de ser cacaoero fue cargador en el co¬
Un sueño de avispero abandonado soporizaba los
mercio. De los cajones de pino que vienen del ex¬
viejos caserones, los sucuchos de los portales y el
tranjero, embalados en rubia paja, vio sacar los Colt,
cisco mugriento del suelo. La viuda de Garrido le
los Smtih, las escopetas de munición que compran
puso un plato en la tabla grasienta de la mesa.
los mqntuvios. El y todos sabían en qué almacenes
—Hoy, por el paro, solamente hay esto: tres se adquirían.
cositas de Piura: pan, queso y raspadura.
Becerra corría tras Gallinazo que se arrancaba
Al salir, oyó las rachas de tiros. ¡Y eran cereal El
los últimos jirones de la camisa. Polvo y sudor es¬
agarrón parecía por el Paseo Montalvo. Los rurales
triaban su nudosa espalda. Se volvió: le saltaban los
colgaban a los peones de los dedos, quemaban las
ojos en la prieta cara, bajo el nido de colembas de
chozas. Allá de donde venía Cuero Duro, lo mismo
los zambos alborotados. Le gustaría parecérsele. ¡Si
se le largaba un balazo a una gallina que a un cristia¬
él no fuera así, flaco, zapallento! ¡Si siquiera hubiera
no. Tranquilo atravesó las callejuelas, regresando.
matado a Fantasía! Ojalá lo tropezara por allí al
En un segundo se halló envuelto en los tropeles de
pipón maldito.
fugitivos abaleados. Quiso gritar que no era huel¬
J —¡Merecerlo antes de que me tumben!
guista, que no era de Guayaquil, que era del monte.
Adelantaban en carrera cruzada y por los porta¬
¿Quién iba a oírlo? Un tiro no dolía: era igual a una
les en medio de la gente que fugaba por fugar, sin
pedrada. Cayó redondo a tierra, sin un suspiro, sin
un recuerdo más. saber a dónde, enloquecida. Una cuadra atrás, la
tropa se venía, disparando a bulto. Pero en la calle
5 Pichincha era peor. Los soldados habían entrado ya
por otras esquinas. Hedía al vaho crudo de las ma-
¡Si salgo de ésta, en agosto que viene le llevo
tancerías en el momento en que se saca el tripaje a
manda a Yaguachi a San Jacinto! — prometió Bece¬
las reses. En toda la anchura del pavimento, yacen
rra, mientras corría, entrecortada la voz.
cien, trescientos, quién sabe cuántos muertos y he¬
-¿Y sabes lo que le debes llevar de manda?
ridos, cuyos andrajos ensangrentados parecían hu¬
replicó Gallinazo—. Lo que te está faltando: un mear en el aire pesado.
corazón.
En vano soñaron en armas. Habían roto las
—¡Solitos nos vinimos a meter!
puertas de los almacenes que las tenían, pero de¬
A Gallinazo lo acusaba la conciencia por Bece¬
masiado tarde. Los habían sorprendido adentro.
rra. Fue él quien lo remolcó. Si no lo trae, capaz que
Gallinazo, remordido de rabia y horror, vio a los
a esa hora, en su casa, ya habría hecho las paces con
soldados que, comó quien dispara en campo de tiro.

-242-
-243
con calma, a la voz de sus oficiales, hacían fuego por
las puertas rotas, a los interiores. Unos apuntaban a del Justo Juez, plegaria de los perseguidos. Con ella
en el corazón, el gran Severo Villamar, en campo
las perchas, otros a los rincones. Entre descarga y
descarga se iban apagando los alaridos de miseri¬ abierto, rodeado por todos lados de rurales, se les
cordia de los atrapados. hacía humo. A traición, sorprendiéndolo dormido,
¿Cómo no lo mataban aún? Imposible seguir el debajo de una canoa, en Playas de Vinces, fue que
pudo matarlo Barcia Pico.
entrevero de insultos, quejas agónicas, súplicas, en
el vértigo que hacía girar la calle, las fachadas, el Por el portal de la Lusitania, una cincuentena de
mismo cielo que se creería llovía fuego. Ya no te¬ sobrevivientes escapaba en avalancha. Un pelotón
los perseguía, tirándoles.
mía. Se contaba como muerto. Todo lo que lo envol¬
vía era borroso, aunque pegado a la piel. Los caídos, —¡A la bomba! ¡A la Belisario, hermanos!
los que corrían, los matadores, todos eran muertos. Gallinazo se les juntó. ¿Cuántos llegarían? Al
andar, del montón, segundo a segundo, alguno to¬
Eran caras rasgadas en muecas, con miradas que no

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
se ven en el mundo. Le recordaban las alimañas de cado daba un traspiés y caía en golpe de fardo.
Seguro que no les daban asilo. ¿No eran bocas
sus sueños de chico, las noches en que le narraban
el cuento de la angurrienta y el finado... Pero lo más fruncidas los zaguanes, tanto de las mansiones par¬
feo era pisar los cuerpos. Cedían, blandos, comuni¬ ticulares como de las casas posadas donde las me¬
cándole frío a las patas. Muchos se removían. Una cas aguardan a los marinos, que componían el ba¬
mano húmeda le cogió un tobillo. rrio del puerto? Las iglesias mismas, estaban ta¬
piadas.
—Agua...
Se soltó y al soltarse brincó. ¿Dónde estaba —¡Ayudante! ¡Ayudante Maiavé! ¡Amparo!
¡Amparo!
Becerra? ¿Dónde se le separó? ¡Ya lo tenían que
haber matado! ¿Cuál sería entre los innumerables Tras la verja entreabierta. Gallinazo vio a un
cadáveres tirados en las piedras? Él era el culpable, blanco con la casaca roja desabrochada, sin casco,
el asesino, porque él lo trajo. despejada la ancha frente. En el fondo del depósito
—¡Loco! ¡Loco! ¿Dónde te metes? ¡Loco! {Loco se hacinaban mangueras, carros, hachas, pitones
Becerra! cobrizos: desde esa sombra Maiavé sonrió y se le
vpían brillar los dientes.
Casi a su lado se precipitaba una carrera. A un
muchacho de unos catorce años, con la camisa des¬ —Pasen y suban al otro piso, aquí no entra ni el
Papa.
garrada, acosaban dos milicos. A Gallinazo no lo
vieron. ¿Era invisible? El chico se asió, con brazos y Se volvió. Diez fusiles le apuntaban al pecho.
piernas, a un poste de alumbrado, y trepó por él. Sin dejar de sonreír, lentamente aprobó los botones
Mostraba un remiendo oscuro en el fundillo del dorados de la casaca... El militar de espada avanzó
pantalón. su rostro mestizo, perlado de sudor.
—Deja que llegue arriba y lo palomeó. —Entréguenos en seguida a esos ladrones.
—Un tiro cada uno, para ver quién tiene más Gallinazo rezaba otra vez, en voz baja, La Mag¬
punto. nífica. Maiavé, burlando a los que tendían las ma¬
Pendía en el aire, remecido en un temblor, el pie nos a forzar paso, tranquilamente cerró la verja y
puso el candado. Sonreía más.
moreno, de talón amarillento, manchado de tierra.
Gallinazo se tapó los oídos y viró la cara. —No son ladrones ¿sabe? Es el pueblo.
—Magnífica de la Blanca...
Acudía sola a su mente, a su boca, la Oración 6
I
1 lo palomeo: lo cazo como a una paloma, lo derribo de un tiro.
Así es que esta tarde, ni un minuto salir de
casita... No lo vayas a dejar, hermana.

-244-
-245
Más allá de la voz que aconsejaba, Alfonso llantas al cinturón: ¡capaz que saltaba chivo! Al
atendía al gotear —eterno en sus más remotos dejar el garaje, el día lo encandelilló. La prisa le
recuerdos— de la musgosa piedra en el tinajero de entontecía las manos al cerrar el candado. Entre los
filtrar, fluyendo en la paz del comedor. Almorzaban estantes, el costado del río de gente salido de ma¬
cuando llegó su tío Enrique. Debía ser verídico lo dre, lo rozó. Se echó en él, y sin pensarlo, halló en su
que anunciaba. El tenía relaciones que eran fuentes boca los gritos de los otros.
de información creíbles. —Los presos.
—Al Jefe de Zona le han dado orden de darle —El Gobernador ofreció soltarlos.
bala... —¡A la policía! ¡A la policía!
—Al pueblo —completó Alfonso. Las filas delanteras no eran apretadas. Pudo ir
—El pueblo está engañado, jinchoneado. El Je¬ en ellas. Cerraban el fondo de la calle los penachos
fe de Zona tiene ya su plan táctico. Me cuentan que de las palmas del Paseo Montalvo y la torre de San
en el plano de la ciudad han señalado con alfileres Alejo, fina en la distancia.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
de colores, las calles por donde acorralar al enemi¬ Se retrasó después del almuerzo. No estuvo a
go. ¡Va a haber muertos, pero se impone el orden! tiempo en la "Tomás Briones". Siquiera aquí ocupó
El ánimo de Alfonso se sublevaba. Lo que su sitio. No podía faltar. El paro era cosa suya. Le
proyectaban esos poderosos, era un crimen frío, parecía que las bullas hacían volver las épocas de la
premeditado. Lo asombraba que su tío Enrique Sello Gris y de los cortanalgas. No le gustaban; cada
aprobara, pero pensó que estaba ante el palo del vez menos le gustaban los blancos. Siempre los vio
cual era astilla Gloria. El viejo se levantó para irse. tragones, abusando de las muchachas pobres, vo¬
—Te repito que no salgas, pues, pianista. ¡Y tú, mitando sus borracheras sobre el pueblo.
Leonor, como madre imponte! Sé las cosas de bue- Con la llave del garaje se había hecho el gato
nísima tinta... bravo. El patrón, aguardando soluciones pacíficas,
La angustia de Alfonso, su duda, había sido no se resolvía a hacer romper el candado. Dormía
preguntarse qué hacer. Ya lo sabía: tenía que avi¬ allí. Sólo a almorzar y merendar iba a la covacha,
sarle a Alfredo, para que advirtiera a los del comité, donde su veterana.
para que siquiera se salvase él. t —Pero, hijo, jvos estás trastornado! ¿A qué te
—Supongo que no pensarás salir, Alfonsito. / metes? Mira que, hagamos lo que hagamos, los
¿De dónde sacó fuerzas para resolver? Venció pobres siempre salimos malparados...
la crisis de llanto y recriminaciones convulsivas de El se reía. No la contradecía. Andaba medio
sus hermanas; venció su propio remordimiento por ebrio, como si tuviera varios días bebiendo. Pero
la mirada, el abrazo y las lágrimas mudas de su era una embriaguez clara y alegre, una vuelta a los
madre. Era su dignidad lo que procuraba salvar. diez y ocho años: hambre, risas,canciones. Pellizca¬
Lo impresionaron las calles pobladas sólo del ba al pasar a las chicas del patio. Pensaba que había
sol vago. Hacia las afueras, se cruzó con uno que que comenzar a zurrar palo a los corbatones.
otro obrero apresurado. ¿Alcanzaría aún a Alfredo —¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Tiran!
en Puerto Duarte? Chispeaban azulados los fogonazos. Gritaba la
descarga en sus oídos. Apenas se les divisaba. Se
7 acomodaban tras los postes. Debía correr. ¿Qué
valía su sacallantas contra los rifles?
Metiendo el torso por la portezuela del auto, tiró Abejoneaban dentro de su cabeza los silbidos
el cojín a un lado. Hurgó entre las herramientas, zumbantes. Bramaba la gente, aterrorizada. Las ro¬
escurridizas de grasa. Oyendo el clamoreo de la dillas le flaquearon. Alrededor se esparcían los caí¬
manifestación, afuera. Tubo Bajo se cruzó el saca- dos. Su aullido erá tan desgarrado que semejaba

)
-246-
-247-
lavazas, carnes fláccidas y de piel resbalosa, bocas
brotar de las entrañas sorprendidas. La veterana
heladas y babeantes en las que chocaba con la dure¬
tenía el pelo niquelado como radiador de auto. Re¬
za repentina de los dientes.
verdecía el romero del solar de la covacha. La boca
Los ojos le rebosaron de luz. El soldado dijo:
se le inundó tibia, salada. Las fogatas en que cocina¬
—¡Hemos sudado, mi teniente, con estos
ban las tortillas de maíz le hacían parecer que todas
pendejos! ¿Para botarlos al agua es que los hemos
las noches de su niñez hubiera sido de año viejo,
acarreado acá a la orilla?
con las calles pobladas de muñecos llameantes.
—¡Claro, pues, bruto! ¿Para qué si no? Es por si
Oyó decir que los patos cuervos, que son de mal
acaso una exhumadera, no hallen tantos en el pan¬
agüero, volaban en el puerto. No vería más a su
teón.
vieja. ¿Por qué se había acostado? La cal deconcha¬
—Pero van a flotar.
da del alero de esa casa enorme contra el cielo
—¿No ve que para eso, antes de largarlos, les
demasiado luminoso, formaba una cara de quincha
abrimos la panza? Y aquí adelante hay poza.
gris. Nada le dolía. Cerró los ojos.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
Tubo Bajo veía crecer en el cielo, rayado de
Rodaba por un derrumbadero de peñas y espi¬
luces de acero, las sombras del oficial y del soldado.
nas. Al manotear tropezaba en piedras planas en
Todo el final del muro del malecón, en la extensión
que se partía las uñas. ¿Estaría ciego? ¿Le habrían
tal vez de una cuadra, estaba cubierto de amontona¬
hecho brujería? Tenía que botar el sacallantas que
dos cuerpos. Sobre ellos se inclinaban, como perros
se le incrustaba en las costillas. Deseaba arrastrarse
hurgadores, los milicos. Delante de cada uno, su
como un ciempiés, meterse debajo de un piso, des¬
brazo se quebraba en brusco gesto: así había visto
tapar una alcantarilla y esconderse.
Tubo Bajo, de chico, beneficiar chanchos en el
Suelas de palo, de hierro, lo machacaron. Un
camal.
escalofrío le subió hormigueante: como si pusiera
A dos pasos, abajo, en el lodo y las lechugas de
el pie desnudo en una batería de Ford. Esta vez no
agua, lengüeteaba suavemente la pleamar. Más
rodó: cayó en un negro pozo de garaje, que no tenía
allá, la confusión de embarcaciones se destacaba
fondo.
negra en las ondas, que absorbían lo que quedaba
Había quedado mancornado en las tablas cu¬
de fuegos de la tarde. La curva orillera de la ciudad
biertas de paja del muelle donde iba, con su camión,
se perdía al sur, en una brumosa línea gris. Quiso
a transportar víveres de la sierra. Llo\4a sobre el río. gritar. Gritó.
Olía las aguas y las hortalizas podridas. ¿Cómo po¬
—¡A mí no, que estoy vivo!
dían verlo, en semejante noche, los longos
Seguramente ahora tampoco sonaba su voz.
cargadores? Le echaban fardos encima.
Luceros lívidos le estallaron en la vista. La cabeza se
—¡Cachicaldo! ¡Chivato! ¡Estoy aquí! ¡No me
le desvanecía. El hielo de la punta del yatagán le
tiren sacos de papas, que me ahogan!
penetró en el bajovientre, cerca del ombligo y, des¬
Se horrorizó, porque sus gritos no sonaban.
garrando, corrió hacia el estómago, hacia el pecho.
La carga venía dañada: jugos de cebollas pe¬ El dolor dividió su ser entero en un hachazo de
gajosas le chorreaban por la mejilla. El peso de los negrura final.
bultos lo oprimía, lo paralizaba.
—¡Dios mío! ¿Muertos?
A través del yute de los sacos, tocaba hombros,
nalgas, narices, zapatos. Adelantó las manos y se le
enredaron brazos y piernas elásticos. Parecían pre¬
tender aplastarlo, retenerlo. ¡Cadáveres! Como car¬
nero sacó topando la cabeza entre sobacos de vellos
ásperos y húmedos, faldas revueltas que hedían a

-249-
-248-
los galpones a oscuras, los patrones los recibían
medio desvestidos, alumbrándose con velas de se-
UaU.a , i • r | ^ y a sus madres. Allí no
había trabajo; no faltaban mayores pruebas.
Alfredo y su socio se retiraron juntos. En la calle
Santa Elena debían tomar distintas direcciones. El
amanecer olía a tierra húmeda. Tras una cerca aulló
un perro. El Samborondeño se persignó y sacándo¬
XI se una de las alpargatas, la puso bocabajo en el
polvo.
EL ÚLTIMO VIAJE DE ALFREDO BALDEON —¿No oyes a ese maldecido como agüera? Le
hago la contra.
1
—¡Vos estás jumo, ve! Anda, vete a dormir.
Desde la hamaca, nada se escapaba a Alfredo. —¡ No seas increyente, hombre! ¡ Fíjate como se

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
¿Estaba despierto o lo soñaba? Las latas se entre¬ calla el hocico!
chocaban a cada soplo de aire. Saturaba el cuartu¬ El perro, como respondiéndole, volvió a aullar
cho el olor inconfundible de fuera: a quemazón, a Alfredo iba a lanzarle una broma, mas el Samboron¬
desperdicios, a manglar. Rondaban los pasos de su deño se santiguó otra vez, recogió la alpargata y se
suegra, parecidos al roce de las briznas del suelo. alejo, meneando la cabeza con persistencia.
Leonor entraba y salía. Al pasar, le mecía la hamaca. Seguía revolviéndose en la hamaca.
Él se estiró, con una tibieza serena, que no era so¬ —Oye, Leo.
por. La soga crujió en la viga y ella se detuvo. —¿Quieres ya el café?
—Arrú, mi niño... No es eso. ¿Te gustaría que nos fuéramos al
Y cambiando el tono de mimo maternal por el monte?
de mimo de mujer: ¡Seguro! ¿Lo dices de deveras? ¿Donde tu
—¡Negro engreído! mama?
La atrajo por el talle. Leonor le hundía los dedos Le había prometido llevarla a que la conociera.
entre los cabellos, reteniendo la frente entre las Hoy, pensaba en irse a trabajar a su lado. Desde
palmas cálidas. t ^chico vivió lejos de su vieja. Al fin se acercarían.
—Sigue durmiendo o siquiera descansa. Y ¿Congeniaría con Leonor?
cuando quieras el café, me avisas: te lo tengo al —¡Ella tiene su genio! —¿le había explicado el
rescoldo. padre de la separación?
Antes pudo confundir su cariño con el orgullo Pero Leonor tenía carácter de ángel. Y luego
de llevar del brazo a una muchacha blanca, o con el vendría el nieto. Se veía ya en las calles de Daule,
hechizo de las noches en el catre, de las caricias. dormidas todos los días, panderetas ios domingos,
Ahora lo irreal de que fuera suya se había hecho con el río de plata, entre los naranjales. Le placería
cotidiano. Y caricias, ya era tan difícil, a causa de su un rancho en las afueras. Trifila Mina tenía los ojos
vientre, lo toleraba ella con tan sumiso rubor, que de venada y el regazo limpio oloroso a pan caliente.
espontáneamente no las buscaba. Quererla era una Sobre el techo, junto a la cruz que ampara las casas,
adhesión de ser a ser. Le quedaba ella contra el montuvias, se alzaría la chimenea del horno. El ne¬
despecho con aue había regresado abrumado a la gocio prosperaría. ¡Qué bien se criaría el chico! Al¬
madrugada, por el final del paro, que ya se entreveía. fredo impulsaba la hamaca, más lenta, pues Leonor
Grupos de panaderos habían recorrido los loca¬ se había reclinado a su lado.
les, cuidando que no metieran rompehuelgas. En —¿Te acuerdas de la caballeriza de La

-250- -251-
Florencia? ¡Me parecía el campo!
—¡A veces salen las cosas que uno sueña! polvo del sol de las rendijas, lo asfixiaba.
El calor de los cuerpos acunados se compe¬ —¿Dormiste, mi zambo?—le preguntó Leonor,
netraba. Los fundía en un solo anhelo la presencia al verlo regresar.
en ella del hijo, carne de los dos. Cerraban los ojos. —-Ya se me fue el sueño. Nunca he podido dor¬
¿A qué ver las latas herrumbrosas, el candil roto, la mir bien de día.
cobija remendada? En la puerta sonrió la madre de Se echó agua en la cabeza con un tarro vacío de
Leonor. salmón. No le importaba que otros lo motejaran
—Señora, pensamos en irnos a vivir a Daule. cobarde. No podía aguantar que se lo dijera su pro¬
¿Qué le parece? ¿Le gustará? pio corazón. El sol, ahora a todo fuego, tostaba la
— En siendo con ustedes ¿por qué no? Pero no ha sabana. La yerba se encartuchaba, se pulverizaban
de ser hasta que salga ésta, supongo. los terrones. ¿Cómo cambiar con Leonor? Claro que
el que monta manda, pero la pobre chiquita nunca
—Seguro, que nazca guayaquileño.
—Pueden servirse ya, si quieren: ya abrió el arroz. pedía a las malas. Él cedió porque se acusó de lo que
ella padecía, aceptó que no hay que ocuparse sino

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Sí, porque yo tengo que irme temprano a la
de su gente.
manifestación. —Eso era lo que me decía el Samborondeño...
Leonor empequeñeció la voz: —¿Qué cosa? Ve, mienta al diablo y se aparece.
—No vaya, negro.
Venía sofocado, con la cara chorreando sudor.
Alfredo se volvió, con la sonrisa que a ella le —Ahora sí que meten gente extraña a trabajar,
parecía que le asoleaba los ojos y la dentadura. Sin Alfredo. Los compañeros te mandan a llamar...
contestarle, le sacó en peso afuera, a un banco junto Leonor no necesitó preguntar. Él le puso la ma¬
al horno. La señora les dio los platos de arroz con no en el hombro: vio que sus ojos se convenían.
fréjoles. —¿Qué van a hacer, Alfredo? ¿Vienes prontito?
—¿Vas?
—Nada, nada, Leo. Prontito. Hasta luego.
—Ha de ser una de las últimas veces. Ya el paro El almuerzo y el calor la sonrosaban. Alfredo no
se está acabando. supo por qué le miró el vientre: su delicada redon¬
—¡Gracias a Dios! ¡Y perdona que me entrome¬ dez elevaba la tela clara del vestido. Querría decirle
ta, Alfredito! —intervino la señora— vos me cono¬ muchas cosas. Ella, silenciosamente, sonrió y él se
ces que yo no soy una suegra fregada. Pero ni vos ni
llevó la sonrisa.
nadie saca nada de andarxen huelgas y bochinches.
Siempre el peje grande... 2
—Usted es una gran suegra, señora Panchita:
demasiado buena para el mataperro de su yerno y Junto al grifo contra incendios, el viento, calien¬
para lo que va a ser el malcriado de su nieto. te, desparramaba un montón de basura. Aparte del
Le dolía ver el almuerzo de Leonor sin leche, sin grupo de obreros que los aguardaba en la esquina
pan. ¿No era su culpa? ¿No fue él quien le botó el de La Flor del Guayas, la calle aparecía desierta.
trabajo a Rivera? Sobre el basurero volaban gallina¬ ¿Era corazonada remontarse tanto a Esmeraldas?
zos. El horno enseñaba sus ladrillos en los ijares Enantes fue de Trifila. Este rato confundía la nuca
desconchados. ¿Quién lo mandó a meterse al paro? parda, sembrada de motas de Mosquera, con la del
El perro ni por la perra se afana; el gallo escarba
capitán Medranda.
sólo para la gallina. —¿Los sacamos o no los sacamos a patadas?
—¿Sabes, Leo? He resuelto no ir.
—También han metido pacos con rifles: van a salir
Entró y se hundió en el regazo de la hamaca.
¿Durmió? la sombra del cuarto, perforada por el de madrinas.
—¿Te crees que dispararán? Y si disparan ¡qué

-252-
-253-
carajo!
Era lo que esperaban de él. Un relámpago les —En una tabla podemos llevar al Samboronde¬
chispeó en los ojos. En la entrada de la panadería. ño. ¡Pero qué vamos a ir hasta Puerto Duarte! Lo
Rivera gritó, gangoso: velaremos en casa de mi viejo.
—¡Ah Baldeón desgraciado! ¡Habías de ser Antes de moverlo, el barrio se encabritó en el
vos! cierrapuertas. A los clamores salieron al portal. Gru¬
—Este pendejo vive moqueando todo un siem¬ pos dispersos corrían hacia el Astillero.
pre —y Alfredo lo sentó de un empellón. —¡Baleo! ¡Baleo! Están matando a la gente.
El covachón hostil volvía a ser La Cosmopolita. Alfredo supo lo que le anunciaba la corazonada
Las perchas, los tubos del gas corroídos, el olor a de Esmeraldas. Figurándose lo que se proponía,
leudo y a cucarachas, eran los de los otros tiempos. entró tras Mosquera, que recogió del suelo un fusil
En la sombra en cuyo extremo resplandecía el de los pacos y lo miró a los ojos: él asintió.
horno, se rompió la tibieza que desde de mañana lo Mosquera rabiaba, porfiando por rastrillar el
serenaba. Los soldados jugaban barajas en un ban¬ arma.
—¡Creo que esta pendejada está dañada!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
co. Contra la pared, dormían los fusiles. Los rom¬
pehuelgas, que de una ojeada conocieron no eran —Trae, te ayudo. ¿Ya ves? ¡Lo que hay es que
del oficio, amasaban atareados. Entre los golpes y cuando la partera es mala, le echan la culpa al coño!
maldiciones de la sorpresa, fogueó el revólver del Alfredo se asombró de poder reír. El tiroteo se
clase. escuchaba a lo lejos. Los cinco para quienes alcan¬
—¡Me jodieron! —gritó el Samborondeño, zaban los fusiles, sin previo acuerdo ni vacilación,
cayendo, crispadas las manos sobre la barriga, don¬ fueron allá. La marcha despejaba a Alfredo, le alige¬
de, en la camisa pringosa, se extendía la rápida raba los pies. Las bocacalles familiares se le abrían
araña de la sangre. luminosamente acogedoras. Las cortinas de la pelu¬
Alfredo había cogido de un rincón una botella. quería de Naranjo, los pilares de la Bomba Bolívar,la
El clase lo recibió encañonándole a él también el verdosa estatua de Olmedo, parecían venirle al en¬
revólver. Sin gorra, le brillaba el cuerpo de la frente. cuentro. Sobre los almendros del parque Montalvo
El brazo de Baldeón fue más veloz que la bala. Bajo se enredaban copos de humo; le retumbaron en la
el botellazo, el cráneo dio un gemido de madera cara las detonaciones. A media cuadra distinguió
astillada. Cayó cerca del Samborondeño, que, sos¬ tos cuerpos tumbados y a la tropa que tiraba. ¡Quien
tenida la cabeza por un compañero, más que ningu¬ ^\e hubiera dicho que acabaría así el paro!
na vez tenía cara de borracho. —¡Que nos rajen y que no acostemos ni uno!
—¿Ya viste, Alfredo, que fue agorero el perro de Iba a dispararles. Mosquera lo detuvo.
anoche? —Aguarda, vamos pasando al centro por Villa-
Boqueó y la mirada se le hizo de vidrio. Las mil. Corriendo los callejones deantiquísimas casas,
encías en la sonrisa, los bigotes y los pantalones, perforadas hasta los calces por comejenes de si¬
todo era en él desastrado y alegre. ¡Y cómo lo llamó glos, raspando apresurados el carbonoso arroyo,
a compartir un pan en Puerto Duarte! traspusieron al fin el último portal, y se echaron al
Habían encerrado a los pacos. Los rompehuel¬ centro, a la matanza. Aún no llegaban los soldados a
gas huyeron. En el piso, en las varengas, en las la calle Pichincha. El pueblo espantado corría. Las
mesas, nevaba la harina. El silencio, en el galpón, se descargas entraban por las bocacalles, matando: a
exhalaba de los dos muertos, que empezaban a uno, a otro, a otro, todavía a otro. En la desespera¬
engarrotarse, que les imponían su presencia, los ción que mareaba, estallaron gritos:
retenían. Mosquera y otros rezaban. Alfredo estiró —¡A las tiendas de armas!
un suspiro, henchiendo el pecho. —¡A coger revólveres!
—¿Y vamos a romper las puertas?

254-
-255-
—¿Y vamos a dejarnos tirar como animales?
—Eso es saqueo... de las calles borrachas de ardor, era agradable la
—¡No mierda: es defensa! frescura encerrada, olorosa a goma, a barniz, a telas
Un montuvio del Cazadores de Los Ríos fue el nuevas.
primero que Alfredo volteó: cayó de hocico, abrien¬ —¡Sólo revólveres y balas! ¡Nadie me toca más
do los brazos, como si se tirara a nadar delante de nada! —roncó Alfredo y las tablas del tumbado re¬
sus asombrados compañeros que, aunque avanza¬ volvieron sobre sí misma su voz sonora.
ban, se hallaban muy lejos para vislumbrar a los — ¡Una gran perra! ¡Hasta las balas se
panaderos, apostados tras los pilares. jUno! ¡Había conspiran!
castigado a uno! Y era uno menos asesinando. ¡Si No coincidían los calibres. El jadeante remover
de verdad pudiera el pueblo sacar armas de las se desahogó en maldiciones. ¡En la mano las armas,
tiendas! A breve distancia un grupo fracasaba en y que resultaran inútiles!
romper las puertas de un almacén. —¡Estamos salados!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Vamos a ayudatles a esos. ¡Habremos más Al conseguir al fin cargar los revólveres, rugie¬
para joder a estos desgraciados! ron. Llenándose los bolsillos de proyectiles, se bota¬
Unas letras blancas, en fondo rojo oscuro, se ban afuera. Alfredo salió también, riendo sudoroso,
les reían. Disponían de segundos. El tronar de las fusil en mano, acariciando la canana bien provista
descargas, venía a chocar contra sus sienes. Ataca¬ que juntamente trajo. Era a ras a tiempo. La tropa
ban los candados y las puertas, a patadas los calza¬ llegaba, disparando a boca de jarro y al cuerpo. A
dos; los demás, con piedras, con los puños. A lo tres pasos de Alfredo, de quien se separaban sus
largo de la calle, pugnaban ante muchísimas tien¬ compañeros, una serrana gorda, de manta, pulpera
das iguales grupos. o barraquera, al correr cayó de rodillas. Su cara
—¡Maldición! ¡Así es imposible! cobriza se arrugó como para aguantar un golpe. Un
Alfredo querría ser como el camión de la Eléctri¬ soldado, demasiado próximo, no acertaba a enca¬
ca que sacaba de raíz postes de la tierra, con una ñonarle el rifle. Ella se le abrazaba a las piernas
garra de acero conectada al motor. La culata del empolainadas.
fusil no bastaba: se rompería, y él no quería quedar —¡Perdoncito! ¡Por su mamita, bonito!
desarmado. ¡Si pudiera hacer como el camión De un envión con ambas manos, el milico le
aquel: afirmarse en los pies, empuñar los postes /' desplomó la culata en la frente. Alfredo oyó el crujir
con ambas manos y, encogiendo hombros y riño¬ del hueso, no vio los hilos de sangre. Tuvo delante
nes, arrancarlos <}el pavimento! ¡Si pudiera quitarle las manchas de sudor de los sobacos del uniforme
un estante a una casa, como se le arrebata una aceitunado, una manga chamuscada. Sus miradas
muleta a un cojo! Aulló: chocaron. Si le hubiera hallado la furiosa ceguera
—¡Los tablones! ¡Las planchas de las balsas! que podía esperar, todavía lo habría creído hombre;
Ligeras nubes plomizas se plateaban al roce del pero reía. Alfredo, con la sensación de aplastar un
sol. La marea crecía. Olor de almizcle se aplanaba alacrán, le descerrajó el balazo en el pecho. En el
sobre la cálida pereza dormida en los muelles y zapatazo del fusil, sus dedos cogieron el traquear de
embarcaciones del puerto solitario. las costillas al romperse. Las bembas del soldado se
Las maderas de las puertas ladraron al rajarse, desgoznaron en una mueca de espanto; luego a la
despidiendo nubarradas de polvo. Veinte hombres vísta de Alfredo, su bestial cara se volvió de piedra.
impulsaban cada plancha. Las astillas les rasgaban —¡Se meten a matar y no saben ni morir!
los pellejos al penetrar. A oscuras, tropezándose, En la esquina de Pichincha y Sucre, los cinco
rebuscaron en los mostradores, treparon por las panaderos bisoños, dieron cara a la tropa de línea.
escaleras de mano a las perchas elevadas. Después Saltando de estante en estante, esquivando, retro-

-256-
-257-
cediendo, les tiraban. La cercanía y no el punto los de muertos, el pueblo continuaría adelante. Quisie¬
hacía infalibles; y los alegraba oír que los revólveres ra conversar de esto con Baldeón su viejo, con Al¬
restallaban latigazos aislados, entre la gruesa voz fonso su hermano.
de los rifles. ¿Por qué no le acertaban? Ya le disparaban del
—¡No te adelantes tanto, cuidado! —le advirtió pedestal de la estatua, a diez pasos. Entre descarga
Mosquera, sin dejar de disparar, guiñando un ojo, y descarga, podía hacerse oír. Al abrir la boca para
sonriente. insultarlos, el balazo le apagó el grito: el golpe seco
El corazón de Alfredo se satisfacía de poder en la garganta, sin tocar los dientes, lo precipitó en
devolver golpe por golpe, muerte por muerte. Lo las tinieblas.
atraía, como en Esmeraldas, la borrachera que es el
peligro. Disparaba. Volvían los años; no habían co¬ 3
rrido; no había perdido su viejo tino adquirido allá.
La cotona rasgada, tempestuoso el pelo, tiznada

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
una mejilla, Alfredo fruncía el ceño bajo la alta fren¬ Chistaban chagüices entre las altas yerbas.
te y, el fusil a la cara, aún sonreía. Los milicos les Aunque caía la tarde, el barrio no terminaba de salir
hacían ahora descargas cerradas. Tenían que recu¬ del sopor de la siesta. Temprano hubo un ajetreo
lar a grandes pasos, sí, pero todavía marcándoles desusado, pero Rosa, ocupada, no pudo hablar con
blancos. Era un gusto de muchachos, que juegan a ninguna vecina ni saber qué era. El rumor de la
la guerra con los peruanos. ciudad llegaba remoto. Sentada a la puerta de su
En la entrada del parque Montalvo, con balas en cuarto, se sacaba los piojos con un peine de cacho.
el pecho, se doblaron dos de los panaderos. Frente a Adentro, en el catre, Santiana tosió.
la Vienesa cayó Mosquera, sin soltar una queja. —¿Quieres un jarrito de agua caliente, Cirilo?
Ordóñez, agotados sus cartuchos, tiró el rifle, mas —Aguarda, mejor de una vez con la merienda.
no se resolvía a correr abandonando al amigo. —Ya mismo te sirvo.
Alfredo comprendía que era inútil huir y seguía La tos lo golpeteaba como si su pecho fuera de
disparándoles, locamente, uno contra treinta. ¡Fue madera. La atormentaba oírlo, no poder aliviarlo
locura venir, pero así es la vida del hombre! Los como con la mano, en un segundo. Ultimamente ya
proyectiles le zumbaban, raspantes a los lados. En¬ no escupía sangre: sólo gargajos amarillos; eso sí
cima de su cabeza, uno arrancó astillas del tronco x mucho. Tal vez ya iba a mejorarse. No serían vanos
del fico en que se parapetaba: gotas pegajosas le sus sacrificios.
llovieron, le llenaron de un sabor dulzón los labios. El burro atado frente a la pulpería, rebuznó con
Si escapaba, sabía, en lo sucesivo, que el pueblo prolongaciones que para Rosa fueron tristes como
debe armarse. ¡Pero qué iba a escapar! El Potrero, como las zarrapastrosas casuchas, como
Lo cernían. A sus pies brincaba el polvo como la enfermedad de su hombre, como todo. Un mu¬
agua apedreada. Los perros arrollados por los tran¬ chacho de la vecindad se detuvo a la orilla de las
vías, los serranos del playón de Camarones, las yerbas. Mirándola con indiferencia se sentó, baján¬
lavanderas tísicas y los niños hambrientos, adelan¬ dose los pantalones. La brisa tibia trajo la hediondez
taban sus sombras a recibirlo. También fue corazo¬ y ella se rió y le gritó desde su puerta:
nada, al venir, mirar el vientre de Leonor, donde —¡Ajá!, Bartolo, con que vos sabes que el bravo
latía su hijo al que no conocería; corazonada traerse no caga lejos.
la callada sonrisa con que lo despidió. Por ella y por El chico le sacó la lengua:
el chico nada más le importaba. Pues él sabía por —¡Espera no más, que esta noche voy yo tam¬
qué moría: e iba contento. Libre escogió su camino. bién a castizar con vos donde la Dominga!
Otros lo seguirían mañana. Dejando cerros y cerros Rosa calló asustada. ¡Si oyera Cirilo! Porque

-258-
-259 -
—¡No seas perra, Dominga!
era cierto. Lo hacía por él: para que no fuera a morir Recordó cuando se negó a fiarle el real de sebo.
al Calixto, para que tuviera qué comer, para com¬ Ni cuartillo le fiaba entonces, intencionalmente: pa¬
prarle remedios, iba donde la negra Dominga, por ra bajarle el orgullo y conseguir que viniera mansita
las noches, con pretexto de ganar algo, ayudándole a la tarima, a recibir a los hombres, tal como ella, lo
a coser. En la trastienda de la pulpería, ambas se que Rosa le había enrostrado. Dominga sopló, blan¬
acostaban con peones de las canteras vecinas. Rosa queando los ojos:
lo hacía por él, pero si él lo supiera la botaría, le —A la gringuita la hija del italiano de la otra
escupiría la mala palabra. ¡Preferiría perecer como pulpería, que es niña, la han acostado como diez en
perro en basurero, lo conocía, antes que tocar nada el patio: ¡yo la vi! ¡Capaz que la matan! ¡Qué grito
de esa plata! que pegó!
—Rosa, Rosita... El kerosín quemado desparramaba tufos de in¬
Entró, oyéndose los brincos del corazón. No, no cendio, provocaba broncas toses. Aleteaban las ma¬
había oído. Encendió el candil. Que nunca lo supie¬ riposas de fuego de los mecheros. Clareaban san¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
ra, que la creyera honrada, sólo de él. ¿Y acaso no lo grientas las covachas. Las sombras de los soldados
era? Aquello en la tarima chinchosa de la negra, era bailaban contra las cercas, agitando los picos de
una obligación sucia, de la que se levantaba apre¬ gallinazos de las viseras de las gorras. En la algara¬
tando los dientes, tambaleándose, borracha sin ha¬ bía se mezclaban maldiciones, lamentos, muebles
ber bebido. destrozados, alaridos de perros clavados a bayone¬
Por la puerta entreabierta se reflejó en el inte¬ tazos.
rior del cuarto un resplandor violento y afuera rom¬ —¡Bueno, si vos quieres, friégate sola! ¡Mos¬
pieron en gritos y carreras. quita muerta, a lo mejor es de arrecha que te que¬
—¡Hija, creo que es incendio, anda ve! —y Cirilo das, a gozar de tu parte del fusilico!
apartó la cobija. La negra se había ido. Rosa se restregó angus¬
—No te destapes, que toses. tiada las manos: tenía que hacer algo. No sufriría
Nada distinguía en el covacherío y las yerbas, ese atropello: ¡mejor morir! A él lo asesinarían.
ya casi perdidos en la noche. Después, entre la vo¬ ¿Qué haría sin él? Dos años llevaba enfermo. ¿A
cinglería de los perros, vio correr hombres, con esos quién cuidaría? Cocinaría, lavaría, ¿para quién? Lo
mecheros de kerosín con que alumbran los entie¬ volvía a ver como era cuando sano, cuando la reco¬
rros de los bomberos. A distancia, doraban las ta¬ gió golpeada, hambrienta, podrida. Era un viejo
pias del cementerio. Dominga se acercaba jadearíte, fuerte, de hombros de piedra azul de la cantera: se
alborotada la cabezota. sujetaba la pava con barbijo; el sol le burilaba la
—¿Qué pasa, negra? atezada cara.
—¡Es el juicio, mujer! ¡Escapemos! ¡Ya vienen! —¡Ven, Cirilo!
¡Andar*forzando a las mujeres, ven Rosita! Le explicó, entrecortadamente: y aunque él no
—Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que hay? quería, se lo echó a la espalda, rodeándolo con la
—¡Los milicos, te digo! ¡Se han metido, por La cobija, cuyas puntas en nudo oprimió sobre su pe¬
Quinta, acá al Potrero, correteando a los huidos y cho. Si no pesaba, era hueso y pluma, como los
forzando a toda mujer, hasta a las doncellas y ro¬ chagüices. Apenas se le templaban las pantorrillas.
bándose los vestidos, los trastos y las prenditas! Salió por la puerta de la cocina. Ya no los alcanza¬
—¡Ayúdame a sacar a Cirilo! rían. Las voces se extinguían tras ellos, al alejarse.
—¿Te crees que al viejo lo van a forzar? ¡Ven tú, Marchando entre las yerbas y la noche, a la
te digo! derecha del camino de La Legua, podían atravesar
—¡Pero lo matan seguro! los lodazales de marea baja del Salado y esconderse
—¡Tanto amor y te revuelcas con otros! en los algarrobos, en la sabana.

-261-

-260-

V
4 qué lo fidedigno de mis informes, que los tengo
desde hace días. En guerra avisada... ¡Pero como él
Pepina se arrepentía de haber salido. Con felici¬ es así, capaz que no me hizo caso y anda metido en
dad, el baleo no la sorprendió en la calle. Allí donde la pelotera!
las Moreno no había temor. Más bien todo infundía Glgria observó:
tranquilidad: la mansión a la antigua, con galería y —El mismo tendrá la culpa si algo le pasa. Por
balcones salientes—por los que se miraba después mi tía Leonor es que es de sentir.
de la esquina las copas de los ficos de la Avenida Acaloradamente saltó Pepina:
Olmedo— encerraba un aire de refugio en la pe¬ —¡Tu primo es un gran muchacho y un artista!
numbra con los viejos retratos y las consolas de su ¡Sería una lástima, un horror!
sala. Lo que la inquietaba era el padre. ¿Dónde lo Gloria la miró con discreta extrañeza. A Pepina
habría cogido la bulla? misma le llamó la atención su viveza al responder:
—¡Si le hubiera pasado algo, ya se sabría, ñaña! sería la nerviosidad. Mas no se le borraba la simpa¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Y Gloria le cogió una mano. tía de Alfonso, estremeciéndose al pensar que fuese
Toda la familia procuraba calmarla. Si bien los rota esa frente henchida de música, de que yaciesen
tiros no se oían muy lejanos, la calle dormía ante los inertes esas manos que embrujaban el teclado y de
balcones desde los que ellos atisbaban. En las ven¬ las que le era familiar el gesto de pudor viril con que
tanas de las vecindades también había curiosos. trataban de ocultar las uñas, roídas por la máquina
Don Enrique se pasó un pañuelo de seda por la de escribir.
cara, que el calor le enrojecía. Pensando en su pa¬ —¿No notan? El tiroteo se acerca por la calle de
dre, Pepina le clavaba sus ojos atontados. Al verlo allá, más allá de Industria.
gesticular, sus dedos amarillentos de tabaco, le cau¬ Las descargas parecían casi inmediatas, a dos
saron vago asco. cuadras tal vez. Don Enrique dispuso que, si avanza¬
—¡Esto tenía que ser, tenía que ser! Habían ban más, todos se retiraran a las habitaciones inte¬
dejado insolentarse al pueblo. Debieron contener¬ riores. Pero no se iban. Y al fin por la bocacalle
los a tiempo. Ahora será doloroso, pero es necesa¬ surgió la avalancha en fuga.
rio: dura /ex... —¡Ve, si van hasta chiquitos! —señaló Pepina.
—¡Tres días sin leche, papá! ¡dizque en las bal¬ Al correr agitaban los brazos y sus ojos conge¬
sas regaban al río los tarros que llegaban! lados no veían. Detrás aparecieron sus perseguido¬
—¡El populacho alzado! Negras jetón ai desde res con los rifles a la cara o en bandolera. Las chiqui¬
el arroyo les gritaban a señoras, a damas: ¡blanca, llas en el balcón querían mirar, querían huir. Con el
pronto vendrás a ser tú mi cocinera! temblor prohibido con que percibirían la desnudez
—Han de ser exageraciones —suavizó de un hombre, contemplaron una docena de cuer¬
Pepina—.v pos rodando en el polvo.
—¡No crea, niñita! —replicó don Enrique—. A Pepina, los estampidos, encajonados entre
Nuestro pueblo es bueno, pero es bruto. Y ahora lo las fachadas, la aturdían. Creyó que fue la sacudida
azuzan los anarquistas y los políticos. ¡Si no se hi¬ del aire lo que le golpeó el pecho, así como hacía
ciera lo que se está haciendo, qué sería de las tintinear cual finos diapasones los alambres de telé¬
familias! fonos, que cruzaban a la altura de los aleros. Le
—Pero, como usted dice, debieron con habían hechado tinta en los párpados. Lejos, oyó a
tiempo... Gloria:
—Eso sí, claro. Aunque sean tan bestias, son ¡Papá! ¡Papá! ¡Han matado a Pepina!
gente. A propósito: no sé a¡ tener recelo por Alfon¬ Tendida, recta, se hundía en negros abismos.
so. A la hora de almuerzo lo fui a prevenir. Le recal- Muerta, sabíase muerta. Su padre la llamaba. Pro-

-262-
-263 -
nunciaba su nombre, desgarrado en lamento. la manifestación, que ya ha salido de la “Tomás
Junto a ella se extendía Alfonso, también muer¬ Briones". Y hay que avisarle en seguida: ¡van a
to. El dejaría su inmovilidad, la abrazaría, pondría en darle bala a la gente! Lo sé seguro.
los suyos sus labios de hielo. Serán un beso más Baldeón se puso la cotona y se encasquetó la
allá de la vida, el beso de Francesca del que ella tostada. La mujer y la hija lo retuvieron, llorosas,
habló un día. Luego, abrazados, marcharían hacia preguntando por Alfredo.
los soles de los últimos horizontes. Llevarían la gla¬ —¡Esténse quedas no más! Nada le ha pasado.
cial dulzura sin fin de su beso. ¿A contra cuerpo? Vamos, blanquito.
Que su descomposición se fundiera en un rezumar No pudieron hallarlo. Les salvó la vida el azar de
único que quizás, después, retornaría en la savia de no haber entrado en el cerco con que las tropas
los reverdeceres nuevos de la tierra. envolvieron al desfile. Pero vieron matar. El padre
—El balazo le ha atravesado el pulmón derecho. de Alfredo contraía las cejas. Alfonso obtenía res¬
Con Alfonso se unían en la muerte sólo por la puesta a las preguntas de su vida, en las horas

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
manera dulce y cruel con que, en la época que visita¬ sangrientas de esa tarde.
ba su casa, le miraba los senos, ruborizándola. Pues A las seis, los soldados marchaban por la Ave¬
no se habían amado. ¿No se habían amado? nida Nueve de Octubre, deshonrando en sus clari¬
—El doctor Heinert dice que vivirá. nes La Marsellesa. Sus mecheros de Kerosín beju¬
Las cortinas del mosquitero celeste semejaban queaban cárdenamente las fachadas. El poniente,
el alba. Un alfiler de oro prendía una estampa de la por encima de los boscajes sombríos de la plaza del
Virgen. Gloria, pálida, con las gruesas trenzas ru¬ Centenario, se desgarraba en prietas nubes. Entre
bias recogidas en la nuca, arremangados los brazos sus jirones, teñidos de púrpura, en lo alto de la
en cuya blancura restallaban las azuladas venas, se columna de los padres de la patria, la libertad levan¬
inclinaba hacia ella, sonriéndole. ta un faro, que se destacaba negro sobre la última
—¡Pepina, ñañita, qué angustia nos has dado! llama de sol. Alfonso clavaba allá la mirada, mor¬
—¡Dónde estoy? diendo en su corazón el sarcasmo del canto y el del
—En mi dormitorio, en mi cama. Note muevas, bronce.
te hirió una bala perdida. Tu papá está aquí en el —Ahora sí creo que me han matado a mi hijo.
cuarto de al lado. Ya viene. ¿Dónde más ir? —se quejó Baldeón.
—Oye, ñaña ¿por qué en el tiempo en que Al¬ —Vamos ai hospital. Allí debimos ir primero.
fonso iba todos los días a mi casa, nunca se me Esquivaron las patrullas. La soledad, la oscuri¬
declaró? dad, su temor por Alfredo, los espoleaban. El beso
Gloria volvió la cabeza y la mirada, porque lo de la llovizna se confundía con su sudor. A la puerta
sabía. del hospital brillaba una lámpara de gasolina. Entra¬
ba y salía gente y al pie roncaba un Ford.
5 —Suba, don Juan, y averigüe. Yo voy hasta el
panteón. Aquí nos reuniremos de nuevo. Reconoce¬
Después de buscar inútilmente a Alfredo en ré a todos los que pueda, de los que lleven. Veremos
Puerto Duarte y en la Sociedad de Cacaoeros “To¬ quién lo encuentra y quiera Dios que no sea yo.
más Briones" a la que supuso habría acudido, Al¬ Las plataformas chirriaban y los cascos de las
fonso, sorteando las caíles centrales, para acortar, muías se ahogaban en el polvo. Lo escalofrió que
se dirigió a donde vivía Baldeón padre. El veterano los bultos amontonados encima, cubiertos de lonas
se sobresaltó: en las que se distinguían amplias manchas oscuras,
—¿Le ha pasado algo al zambo? fueran la gente matada temprano. Al vaho de tierra
—No, pero no está en su casa y dizque no va en mojada del suelo se unía el olor a sangre. Los arma-

-264-
-265 -

1
tostes de hierro le rodaban en las sienes. Tras las Rompería todo yugo, se erguiría sobre el planeta,
tapias del cementerio, las palmas erguían sus plu¬ lanzaría el puño humano armado de la herramienta,
meros funerarios. a las ilímites vías lácteas.
Junto al cerro se detenían las plataformas. Alguien lloraba: no en el soñado lamento de los
Alumbrándose con linternas, los soldados carga¬ oprimidos del mundo, sino en cercanas voces de
ban los cadáveres por pies y sobacos. Llevar vestido mujeres, quebradas en sollozos. Como se oye al
de casimir y zapatos, no parecer pueblo, facilitó a acercarse a un velorio. De los algarrobos de la cima
Alfonso que lo dejaran acercarse. en tinieblas venía un coro de llantos. El oficial mal¬
—¿Qué quiere aquí, ajo? dijo:
—Busco a un familiar y pido que me permitan —¡Acallen aunque sea a bala esas gran putas!
reconocerlo. —¿Quiénes son?
El militar apestaba a cerveza vomitada. A Alfon¬ —¡Madres y viudas! ¡Vienen a rodear las perras
so le satisfizo oírse que su voz no temblaba. por sus perros!

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
—Suba, pues, aunque no va a poder ver nada. La mano de Alfonso estremeció la linterna.
Al ascender, el viento lo acompañaba, remecía Echaban ya al hoyo los muertos. De pronto vio
el follaje de los ciruelos, traqueteaba las cruces de Alfredo: su overol, su frente, su pelo. Iba a gritar,
palo que eran un bosque, entreveradas en la ladera, reclamándolo, cuando de ese cuerpo, claro, distin¬
a la agonía de las linternas. Arriba había cavada una to, brotó un gemido. Rápido le enfocó la luz: no, no
fosa ancha: a un lado, montones de tierra; al otro, era Alfredo; ¡pero no un muerto, no, no, no! El
los cadáveres. Pidió luz. soldado también había oído; roncó:
—¿Y a quién es que busca? —¿Son quejidos o que jodes? —y aplicándole
—A un hermano. en las costillas la suela de la bota, antes que Alfonso
Miedo no le erizaba los vellos: era horror sagra¬ pudiera intervenir lo arrojó al hueco.
do de esas caras, las de todos los días, caras del —¡Mire lo que hace! ¡Ese hombre está vivo!
paludismo y de la tisis, en que la disolvente miseria —gritó, sacudiéndolo del brazo.
guayaquileña respeta sólo los ojos. Las horas, los —Más muerto o menos muerto ¿qué mierda
meses, iban a borrarlas, a deshacerlas, confundién¬ importa uno de estos?
dolas eternizadas en los cascajos del cerro. En esto Se violentó, llamó al oficial, protestó con toda
paraba la esperanza exaltada de la asamblea de la su alma. No logró hacer sacar al herido. Sus oídos
otra noche. Querían pan, alegría para sus hijos: por se llenaban de otros gemidos. La turba de cadáve¬
ello, con su fuerza sin armas, habían luchado. Más res clamaban sordamente a él. Con los ojos desorbi¬
que en la ternura, más que en el amor, en estos tados y el pelo revuelto, bajó y se dirigió a buscar a
rostros muertos hallaba Alfonso la solidaridad defi¬ Baldeón.
nitiva.
—Nada, nada pero me dicen que vayamos a la
Sin que la llamara, la música irrumpió en su Maternidad.
frente. Hecha dolor, pero también promesa, creció Al hospital de niños, por inmediato a los luga¬
hacia la noche, en ondas siempre más altas. No res del baleo, habían llevado centenares de heridos.
llovía él cielo en cenizas sobre él, como de chico al Les consintieron revisar, ávidamente, filas de ca¬
descubrir que existe la muerte. Al contrario: sabía mas: tampoco.
que morir luchando reafirma la vida triunfal. ¿Qué —¡Hombre —dijo un barchilón—. Deben ver,
importaba cada uno, él, como todos, mañana? La por si acaso, a dos que trajeron por heridos y que
vida, el hombre, el pueblo, no sólo se libraría aquí resultaron muertos. Los pusimos ahí abajo, hasta
de estos gusanos del lodo del trópico, estos presi¬ ver...
dentes, generales y abogados asesinos. ¡Más! En una ramada de cachivaches, entre santos de

-266-
-267-
bulto, de madera apolillada, reposaban Mosquera y que fueron a ver a Leonor. Alfonso permanecía a su
Alfredo. Mosquera tenía una enorme herida en el lado; hablaban una que otra palabra. Ambos pensa¬
pecho. Un cuajarón de sangre se prendía a una de ban en que nunca sabrían las circunstancias inme¬
las comisuras de la boca de Alfredo. diatas en que cayó Alfredo, quiénes le dispararon ni
—jMi hijo! ¡Mi zambo! dónde.
Los mechones grises del viejo Baldeón se abo¬ Cuando entró Ordóñez, único sobreviente de
rrascaban, como Alfonso había visto enantes, en lo los cinco, escapado de milagro, apenas pudo alcan¬
alto del cerro, los algarrobos, bajo el viento. Sus zar su casa y lavarse, resolvió ir a contar lo ocurrido
arrugas repentinas casi, sus gestos tardos, le revela¬ con Alfredo, al veterano Baldeón. No esperaba en¬
ban el alma. En su hombro y en el de Alfonso se contrar al amigo recobrado y velándose.
sostuvo la hamaca en que, a falta de camilla, lo Rojos los ojos y brillantes, pero siempre secos,
condujeron al chalet de Belisario Estrella, para ve¬ Baldeón persiguió en la cara rosada de serrano, con
larlo. La lluvia menuda clavaba sus agujas en la rala barba rubia, de Ordóñez, los últimos momentos

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
frente de Baldeón. de su hijo. Alfonso apretaba los puños y lo veía
—j Lo que son las cosas, blanquito, que el padre inclinar aprobadoramente la cabeza.
tenga que velar al hijo, que el viejo entierre al mozo! —No había más: ¡eso era lo que tenían que
Si la garganta se le anudaba, la voz no se rom¬ hacer!
pió. Sus pasos caían pesados como paletadas de Los tres conversaban delante del féretro. Calla¬
tierra. ron. Baldeón avanzó un paso, hundido en sí mismo.
Con hostigar de malos sueños vinieron los llo¬ Lo tenía al fin y no podría irse más tras las mujeres,
ros familiares, los tratos con la funeraria de Ricardo los viajes o las luchas. Ya no se movería del ataúd de
Ortiz, la salida presurosa de Amalia, de Magdalena y palo, todavía fresco de barniz barato. Tal vez era la
los hermanos de Alfredo, Anita y Juan, a dar la mueca del balazo en la garganta; tal vez una sonrisa
noticia a Leonor. ¿Transcurrían minutos u horas? la que se le asomaba a los labios y se le dormía en
Baldeón miraba al hijo con los ojos colorados, pero los párpados. Sobre la serenidad de la frente, de la
secos. nariz afilada, de las facciones todas vueltas guaya-
Algunos vecinos los acompañaban y poco a cán recién tallado, el fulgor de los velones, el fla¬
poco acudían otros. Contra el empapelado, tieso de mear, devolvía su vigor a aquella cara donde Bal¬
engrudo, de las paredes, crepitaban grillos y polillas deón buscaba mirada ausente.
nocturnas, y en torno a las flámulas de los cirios, —¡Sí, sí yo sé que mi hijo hizo bien en pelear!
que envolvían el cuarto con el vago aceite de su luz, Alfonso agachaba las sienes vencidas de re¬
revolaban miríadas de menudos bichos. Una coma¬ cuerdos.Baldeón añadió:
dre de Baldeón murmuró: — Yo me bromeaba con él: "Zambo, cangrejo, vos
—Vea usted el bicherío: la de esta tarde ha sido no tienes conciencia de clase". Y él se reía. ¡Pero yo
la primera garúa de entradas de aguas. sabía que los viajes, las trompizas, las hembras,
Alguien añadió: eran para ocupar su fuerza, y que al fin la emplearía
—En los campos ya ha de llover duro: en las junto a su gente, como yo deseaba, como esta vez!
cabeceras de los ríos. Laura, su sobrina fulgiéndoie las lágrimas en
Una chiquilla, después de bostezar, dijo con los negros ojos, cortó los pabilos crecidos de los
disimulo a uno que se sentaba a su lado: cirios. Finalmente, a media noche, regresó la familia
—Mejor fuera criaturita el finado, para siquiera sollozante, con la señora Panchita. Baldeón pregun¬
bailar. ¡En velorios de mayores no se baila, porque tó por Leonor; la habían dejado malísima en la Ma¬
trae la de malas! ternidad.
Baldeón se preocupaba por la tardanza de los —Apenas supo que el zambo estaba en la sala.

-268-
-269
por más que se lo dijimos con rodeos, la agarraron ciones. Acababa él de vivir los días de noviembre y
los dolores...¡Tu nieto ha nacido muerto! —le expli¬ hallaba este drama pequeño y vulgar; mas, era el
có su hermana Amalia. suyo, el de su ensueño, el de la mujer a quien amaba
—Nada queda de él —y fue ahora que los ojos su ardiente juventud.
de Baldeón se humedecieron. Todas cuando aman siguen al que aman... Vio¬
Alfonso le apretó la mano. leta lo seguiría. De antemano había triunfado el
—Nos queda todo él. Y ya no es sólo su hijo y tierno e implacable yugo maternal. No lo asombró
nuestro hermano: pertenece al pueblo. Lo que Al¬ la carta que había recibido esa mañana en su ofici¬
fredo enciende hoy en el alma del pueblo, ya no se na: tenía que ser así. Sólo que era inevitable que lo
apagará. Ni él ni ninguno de los que han caído esta rompiera, como habría dicho Alfredo. La letra de
tarde, muere en vano. Violeta en estos renglones se hacía más fina, más
No hallaba Alfonso cómo expresarse. Lo que vibrante.
pensaba lo ponía en su apretón de manos. En los “Alfonso: Esperas una carta mía. Ella no te lle¬

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
obreros momentáneamente derrotados, en el Ecua¬ vará, como otras veces, la dulce persuasión de una
dor, vuelto a hundir sin reclamo en la noche de la dicha profunda y tierna, que latía en el ritmo de
esclavitud y del hambre. El 15 de noviembre y la nuestros corazones y golpeaba lágrimas de emo¬
lucha de Alfredo quedaban grabados como la mor¬ ción a nuestros ojos.
dedura del hacha en el tronco del guayacán: los El ambiente grato y tibio de nuestras reunio¬
lustros ampliarían su huella en las capas de los nes familiares ya no existe. Tu voz ya no resuena en
nuevos años. esta casa, donde siempre aceleraba los latidos de
A las cinco de la madrugada, lo enterraron en el un amante pecho. Hoy sólo estamos frente al más
cerro, cerca de la tumba grande de los otros. grande sacrificio de nuestras vidas. Y yo te exijo que
seas fuerte. Si el destino nos ha señalado víctimas,
6 tenemos que afrontarlo con valentía, igual como
defendimos nuestro amor. Le ofreceremos el silen¬
Descendió del tranvía y entró al parque, aún cioso sacrificio de dos almas, la mejor enseña del triste
caliente de sol de siesta. Pensativo, se detuvo ante caminar.
un brocal de cemento, que servía de maceta a una Quiero saberte sereno ante el designio de una
palmera salvaje, de tronco despeñado en cogollos voluntad que no es la nuestra. Cuando mañana se
leñosos, y cuyas hojas se abrían sólo en la punta de haya callado el corazón, veremos que más grande
sus brazos verdes. ¿Vendría Violeta? La aguardó, es la llama de nuestro sacrificio que esas bellas
apretando su carta con dureza de caricia. horas de dulzura y regalo con que engañamos a la
Día antes, ella le había dicho. pobre esperanza alucinada.
—No sé, no sé, Alfonso... Te quiero como nun¬ Soy una mujer que no vale la pena hayas pues¬
ca. Pero es imposible seguir una vida como la mía. to toda la ilusión de tu vida en amarme, ya que en la
Por tí la quería aceptar: ¡no puedo más! Soy como hora de prueba no he sabido ser rebelde y sustraer¬
una extraña, peor, como una culpable, en mi casa. me al pupilaje de los míos. No me quieras; siente
Mi madre no me habla ni me responde. Y en los ojos sólo una inmensa piedad por un ser débil y desvali¬
de todos mis hermanos hay una acusación. Si no do como un niño.
fuera una queja, diría que me martirizan... Llevo el signo de la cobardía; pero todo lo que
Convinieron en que ella reflexionaría todavía, te amé y te quiero, no lo mancilles, con una maldi¬
Alfonso nada esperaba ya. Las mujeres que aman, ción o un cruel rencor. Estoy sola como nunca, hos¬
por sus hombres, no sólo abandonaban a sus pa¬ til frente al camino de esta mi vida con su cosecha
dres sino hasta sus dioses, en la lucha de las genera¬ de dolor. Te envío el manso ardor de mis manos que

-270- -271-
tanto amaste. Adiós, Violeta". nuestro dolor, pero hay otros ante los cuales el
Regresó de la oficina como desenterrado del nuestro es pequeño... ¿Cómo pretender ser felices
cementerio. El almuerzo se le hacía tierra en la boca. en un mundo en que reinan el hambre y la muerte?
Salió y pidió prestado un teléfono en una pulpería En nuestro infeliz país, toda alegría se la robamos a
de la vecindad. alguien. ¡Aquí no podemos ser dichosos sin ser
—Quiero verte. Decirte adiós es más que morir. canallas!
¿Y no se ve los rostros de los muertos queridos, Un estupor infantil coloreó la frente de Violeta,
todavía una vez, la jornada que se los vela? Unos magnolia que parecía increíble que existiera.
minutos, unos segundos más... —¿Quieres? —¿Era malo querernos? Por lo que te oigo aho¬
La voz de Violeta le llegaba frágil, remota: ra me da idea como que ya no me quisieras.
—Por todos los días que vendrán y en que no —Seguramente nunca te he querido tanto co¬
nos veremos, sí... ¿Dónde? mo hoy, con la desesperación de medir que no es
—En el rincón de la palabra, allí donde viniste sólo tu familia lo que nos separa: es el abismo de

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
esa ocasión con tu hermana, a confirmar de mi boca nosotros mismos... Tú eres una señorita y yo soy un
tu seguridad de que eran mentiras las infamias que, pedazo de bestia, un pobre diablo que no sabe dón¬
para alejarnos, te habían contado que yo había di¬ de va, y que busca el camino...
cho contra ti. ¿A las cuatro? —Pero yo te quiero, Alfonso, y soy yo la deses¬
El cielo se veía muy alto sobre los chalets de la perada. ¿Por qué has cambiado? ¿Por qué no me
calle Vélez, que Violeta cruzaba. La contempló Al¬ hablas como enantes en el teléfono? Ah, ya tengo
fonso llena de leve gracia, percibiendo todo lo que que irme...
de la elegancia de ella distanciaba su propia tosque¬ —¿Quéte importa que yo te quiera? ¿No me has
dad. Concordaba su traje, de un matiz azul, con el dicho tú misma, adiós?
cielo despejado, pero invernal, su cartera, sus finos Con los dientes apretados, añadió:
zapatos y una pequeña gema que llevaba en el dedo —¿Qué te habría dado de regalo de bodas? Na¬
y que él diera en su último cumpleaños. Se estre¬ da es mío en el mundo y no quiero que nada sea
charon las manos. A través del abejoneo del parque, mío.
se deslizaba hacia ellos el silencio, anticipo de la —Aparta esa amargura... Te he querido por ti
ausencia. mismo, no por lo que tuvieras o no tuvieras. No
—Nuestro imposible era más imposible de lo tienes derecho a hablarme así.
que creíamos... —Perdona, Violeta.
Por los huecos del follaje veían pasar niñeras —Nada tengo que perdonarte. Oye una última
con bebés, colegiales retrasados, parejas de ena¬ cosa: una vez me dijiste que nunca me darías tu
morados. El sol pegaba de costado, haciendo coger adiós ni me lo responderías si yo te lo diera. ¿Nos
tonos de carne femenina al pedestal de mármol decimos adiós?
rosa de la columna. —No soy yo el que hace que nuestros caminos
—En este parque nos vimos por primera vez a se alejen opuestamente.
solas.
—¡Y yo soñaba con la dicha, Alfonso, la dicha
de tener una casa contigo, de tener un hijo tuyo y
mío!
—También yo soñaba contigo, Violeta. No me
sé arrepentir de nada, ¡pero tal vez de esto! Y no es
por tu adiós. Es por las cosas que he visto en estos
días y que me han cambiado el alma: no profano

-272- -273-
Tampoco quedaba nada de las quintas. Antes
no las tenía más que por rincones, donde beber
claro de jora y acostarse con zambas: hoy evocaba
el salvaje atractivo de esos barrios esclavos, deno¬
minados con los apellidos de sus amos. También
como un sueño se habían borrado La Legua, la Puer¬
ta de Zinc, el Hipódromo viejo, los tranvías de mu-
las, el puente de tablas del Salado, cambiado por
XII uno de cemento que se llamaba Cinco de Junio.
Las ciudades viejas guardan recuerdos. Pero
LA ESPERANZA Alfonso Cortés, autor de música sinfónica, que ex¬
presaba el destino y la esperanza de su gente, ejecu¬
Iba con lentitud, bajo la pesadez de los pensa¬ tada en América entre el entusiasmo del pueblo y el

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
mientos. La campana de San Alejo, cuyos sones escándalo rabioso de los críticos, no era de los que
aleteaban en la llovizna, sobre el parque Montalvo, se apegan a la carcoma histórica. Se habían robado
fresco de húmedo aroma de flores de almendro, al viejo Guayaquil; mas eso no era lo importante,
despertaba en Alfonso remotos ecos. sino ¿qué habían puesto en su lugar? Unos cuantos
¡Otra vez estaba en Guayaquil. parques, unos muelles y algunos edificios de mani¬
Aunque tenía más de una semana de haber postería, eran todo lo nuevo. Fuera de cincuenta
regresado, todavía tropezaba novedades. No en va¬ manzanas centrales, la ciudad continuaba achatada
no vuelan los años. Aun lo que seguía igual, era y no en casuchas y covachas, sin agua y azotadas de
era lo mismo, alterado por el roce impalpable de los pestes. Subsistían intactos los tugurios de donde
millones de segundos. salió a reclamar pan y a recibir plomo, el pueblo
—Ñaño —bromeaban las hermanas—. Que no ceñudo e ilusionado del 15 de noviembre.
vaya a pasarte como a Tama, ese que le decían Lord Respiró la brisa almizclada de la marea y el olor
Caca, que al volver del extranjero, viendo a la mamá a pescado frito de las balandras cholas, al desembo¬
preguntaba quién era esa señora; y, de los tamales, car al malecón, por el Conchero. No debía ser sólo
qué eran esas cosas envueltas en hule. Guayaquil la que seguía igual. En los calientes cam¬
—¡Descuiden, que yo soy montuvio viejo! pos costeños, los hacendados y la Rural continua¬
Cuando Alfonso viajó, llevando consigo a su rían manteniendo a balazos la esclavitud de los
madre, sus dos hermanas habían quedado casadas. montuvios, y más adentro, en la sierra, la acial cae¬
Leonor no sabía si reencontraba a sus hijas felices. ría siempre, monótono, inacabable, sobre las espal¬
Alfonso le hacía observar que al menos estaban das de los indios.
gordas. En los pocos días después del regreso, leyendo
Todas las mañanas, desde que retornaron, los diarios, conversando con unos y otros, lo había
dejaba a la madre mimando a los nietos, y salía a percibido: su pueblo proseguía a ciegas, a tropezo¬
sentir la ría, a la Rotonda, que con sus follajes reem¬ nes y caídas, sin hallar ruta. Ecuador con sus tra¬
plazaba al malecón pedregoso de antes. bajadores oprimidos, sus juventudes asfixiadas, su
Cruzó el portal de una farmacia: el cisco de heroísmo aparentemente muerto. Permanecía eso
carbón de las callejuelas coloniales del barrio de que, al separarse, le dio a Violeta: una tierra en que
Villamil había desaparecido: no más Tahona, taller reinan el hambre y la muerte, donde aspirar a ser
de Obando, casa de las cien ventanas. Se habían feliz es una canallada.
robado el viejo Guayaquil, que dibujó, para mien¬ Arreciaba la llovizna. Al cruzar el malecón, es¬
tras haya ojos, Roura Oxandaberro. pejeaba el pavimento pulido. Los cargadores se cu-

-274- -275-
brían los hombros chorreantes, con sacos de crudo. cristiano, siquiera cuando cumplen años?
Los transeúntes se refugiaban en los portales. En Entonces, Alfonso reparó en la extraña coinci¬
fría vaharada, crecía el olor del río. dencia: ese día era 15 de noviembre.
Alfonso amaba el aguacero: siempre había des¬ —¿Quién las pone?
pertado en su pecho salvajes fuerzas. Sobre sus —No se sabe: alguien que se acuerda.
sienes, aún jóvenes, donde los últimos años neva¬ —¿Las ponen siempre?
ban rápidas canas, le resbalaban mechones —Todos los años, hasta hoy ni uno han faltado.
mojados. Las ligeras ondas hacían cabecear bajo la lluvia
Llegó a la barandilla final. El espacio se abrió las cruces negras, destacándose contra la lejanía
ante él. El Guayas hinchaba el rugoso lomo de su plomiza del puerto. Alfonso pensó que, como el
vaciante. Lo marcaba el azote de la lluvia. Arrastra¬ cargador lo decía, alguien se acordaba. Quizá esas
ba troncos podridos e invernales bancos de yerbas. cruces eran la última esperanza del pueblo ecuato¬
Corría. Arriba había sido puro, precipitándose en riano.

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com
vestisqueros por los pétreos costillares del Chimbo-
razo. En su camino se mezclaba con sudor y sangre. Guayaquil, enero-abril, 1941
Pero corría; dejaba atrás lodosos sedimentos; co¬
rría a volverse amarga y pura agua de océano.
De repente, por el extremo de los muelles, más FIN
allá de canoas y barcas, Alfonso vio recostarse es¬
cueto un grupo de negras cruces. Se erguían, flotan¬
do sobre boyas de balsa. Eran altas, de palo pintado
de alquitrán. Las ceñían coronas de esas moradas
flores del cerro, que se consagra a los difuntos.
A su alrededor, el agua se hacía claridad líqui¬
da, pareciendo querer serles aureola.
—¿Viendo las cruces, blanco?
Un zambo cargador, de cejas hirsutas y desnu¬
do tórax nudoso, reluciente de agua de lluvia, se
había acercado. Puso la mano sobre el fierro de la
barandilla. Alfonso se volvió:
—¿Qué significan esas cruces?
—¿Cómo no sabe, jefe? ¿No es de aquí?
—De aquí soy, pero he pasado algunos años
fuera.
— Ahí adebajo, de donde están las cruces hay
fondeados cientos de cristianos, de una mortandad
que hicieron hace años. Como eran bastantísimos, a
muchos los tiraron a la ría por aquí, abriéndoles la
barriga con bayoneta, a que no rebalsaran1. Los
que enterraron en ei panteón, descansan en sagrado.
A los de acá ¿cómo no se les va a poner la señal del

1 rebalsaran: de balsa = reflotaran.

-276- -277-
rcvUccÁáv.
NTARES

NOVELA

Esta obra recrea un episodio trágico: la masacre obrera


del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil, tras la
violenta represión del gobierno a los trabajadores que,
por primera vez, habían logrado organizarse para
enfrentar la explotación económica a la que se veían
sometidos. El obrero Alfredo Baldeón, principal
protagonistas de la novela, es el prototipo de los
sectores populares que protagonizaron el suceso.

Nunca se supo la cantidad de muertos; las cifras


oficiales hablaron de decenas, mientras los testigos
mencionaron más de mil, arrojados al río Guayas. Lo
cierto es que durante muchos años, los pobladores de
Guayaquil, cada 15 de noviembre, lanzaban al río
arreglos florales en forma de cruz, hecho que da título a
la novela.

Además de sus méritos literarios, pues es una de las


mayores producciones de la generación ecuatoriana dei
30, Las cruces sobre el agua es un valioso testimonio
sobre la irrupción del movimiento obrero en la historia
nacional.

LAS CRUCES SOBRE EL AGUA


ISBN 978-9978-80-954-9

Tñm
789978 809549

http://anochecioalamitaddeldia.blogspot.com

También podría gustarte