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¡Diles que no me maten!

[Cuento - Texto completo.]

Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles.
Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo
haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver
allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber
quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del
corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de
los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas
haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de
dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el
hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a
matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un
recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan
enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No
nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus
razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,
Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que,
siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo
se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don
Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la
cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de
comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que
él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y
de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca,
siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder
probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una
vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son
inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un novillo.
“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de
mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba
nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir
junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi
hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para
viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe
era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda
pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde
unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y
seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días
comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran
correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo
tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos
esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte;
de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los
sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por
los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció
con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención
de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con
tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter
las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como
diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para
que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron
cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como
sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le
hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa
cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le
pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que
lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal
vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio
Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era
oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena
de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de
sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir
sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de
la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si
fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles
que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”,
iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los
veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No
sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver
por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había
bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se
detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver
a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que
hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No
tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en
un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía
la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando
se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran
venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en
algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en
medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a
él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado
de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto.
Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está
muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en
el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron
tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a
su familia.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar
a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de
la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se
haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo
perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado
de viejo. ¡No me mates…!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron
de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,
siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así,
coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me
maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.
Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido
su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer
por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y
luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado
todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no
eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de
boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN
Antón Chéjov

LA TRISTEZA (1886)
[Otro título en español: “Tristeza”]
(“Тоска”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo, 26 (27 de enero de 1886);
Relatos abigarrados (1886);
Obras completas (1899, vol. III)

      LA CAPITAL ESTÁ envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae


lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se
extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
      El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el
pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo
humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese
encima le sacaría de su quietud.
      Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas
rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de
cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un
copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados
del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y
su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado
grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y
angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
      Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han
salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
      Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más
intensa, más brillante. El ruido aumenta.
      —¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
      Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un
militar con impermeable.
      —¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
      Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar
toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un
cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y,
sin apresurarse, se pone en marcha.
      —¡Ten cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a
atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
      —¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!
      Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeunte que
tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso,
avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece
aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un
sueño profundo.
      —¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —
dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las
patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
      Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus
labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
      El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
      —¿Qué hay?
      Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
      —Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
      —¿De veras?... ¿Y de qué murió?
      Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
      —No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el
hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
      —¡A la derecha! —óyese de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás
ciego, imbécil!
      —¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no
llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
      Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un
modo torpe, pesado, agita el látigo.
      Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la
conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a
escúchale.
      Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el
cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante
una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la
nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
      Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
      Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres
jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
      —¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
      Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero,
no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
      Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay
dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se
decide que vaya de pie el jorobado.
      —¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su
espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en
toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
      —¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro...
      —¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos
nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
    —Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—.
      Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
      —¡Eso no es verdad! —responde el otro— Eres un embustero, amigo, y sabes
que nadie te cree.
      —¡Palabra de honor!
      —¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
      Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los
dientes, ríe atipladamente.
      —¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
      —¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o
no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
      Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo,
está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces
humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se
le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
      —Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
      —¡Todos nos hemos de morir!—contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más
aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
      —Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo —le aconseja uno de sus
camaradas.
      —¿Oyes, viejo estafermo?—grita el chepudo—. Te la vas a ganar si esto
continúa.
      Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
      —¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor,
señores!
      —Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes.
      —¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me
espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se
ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
      Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en
este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
      —¡Por fin, hemos llegado!
      Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue
con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
      Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más
dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la
calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera
escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
      Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera
salir de su pecho inundaría el mundo entero.
      Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de
entablar con él conversación.
      —¿Qué hora es? —le pregunta, melifluo.
      —Van a dar las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted
permanecer delante de la puerta.
      Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes
pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
      Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el
látigo.
      —No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar.
      El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo,
emprende un presuroso trote.
      Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia
habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de
cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
      Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi
nada. Quizá por eso —piensa— se siente tan desgraciado.
      En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y
busca algo con la mirada.
      —¿Quieres beber? —le pregunta Yona.
      —Sí.
      —Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana
pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
      Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha
hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y
momentos después se le oye roncar.
      Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible,
de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de
su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de
corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles.
Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha
pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su
difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar.
¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se
prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando,
compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su
aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos
palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
      Yona decide ir a ver a su caballo.
      Se viste y sale a la cuadra.
      El caballo, inmóvil, come heno.
      —¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se le va a
hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que
contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir
verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un
verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos.
Desgraciadamente, ha muerto...
      Tras una corta pausa, Yona continúa:
    —Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se
muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
      El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento
húmedo y cálido.
      Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón
contándoselo todo.

Notas sobre la peste


[Cuento - Texto completo.]

Charles Bukowski
Peste, s. (del latín pestis, plaga, peste; de donde pestilente, pestífero; la misma raíz que
perdo, destruir [PERDICIÓN].) Una plaga, pestilencia o enfermedad epidémica y
mortífera; toda cosa nociva, maligna o destructiva; persona destructiva y maligna.
La peste es, en cierto modo, un ser muy superior a nosotros: sabe dónde encontrarnos y
cómo hacerlo… normalmente en el baño o en plena relación sexual, o dormidos. Hace muy
bien también lo de cazarte en el cagadero a media cagada. Si ella está a la puerta, puedes
gritar: «¡por Dios, espera un momento, no fastidies, ahora mismo salgo!». Pero el sonido de
una dolorida voz humana no hace más que alentar a la peste: su llamada, su campanilleo, se
hace más animado. La peste suele llamar y campanillear. Has de dejarla entrar. Y cuando se
va (al fin), estás enfermo una semana. La peste no solo te mea el alma… hace también
magníficamente lo de dejarte su agua amarillenta en la tapa del inodoro. Deja apenas lo
suficiente para que se vea; no sabes que está allí hasta que te sientas y es demasiado tarde.
A diferencia de ti, la peste tiene tiempo de sobra para fastidiarte. Y todas sus ideas son
contrarias a las tuyas, pero ella nunca lo sabe porque habla constantemente y aun cuando
aproveches una oportunidad para discrepar, la peste no oye. La peste jamás oye tu voz, en
realidad solo es para ella una vaga zona de ruptura, después prosigue su diálogo. Y
mientras la peste prosigue, te preguntas cómo es que siempre consigue meter su sucio
hocico en tu alma. La peste tiene también muy clara conciencia de tus horas de sueño y te
telefoneará una y otra vez cuando duermes y su primera pregunta será: «¿te desperté?». O
irá a tu casa y estarán todas las persianas cerradas, pero ella llamará y llamará salvaje,
orgiásticamente. Si no contestas, gritará: «¡sé que estás ahí! ¡He visto el carro afuera!».
Esos destructores, aunque no tienen la menor idea de tu forma de pensar, perciben que los
detestas, pero por otra parte esto no hace más que estimularlos. Comprenden también que
eres un determinado tipo de persona: es decir, ante la disyuntiva de herir o ser herido,
aceptarás lo último, y las pestes corren detrás de los mejores filetes de humanidad. Saben
dónde está la buena carne.
La peste siempre desborda vulgares y secas idioteces que considera sabiduría propia.
Algunas de sus observaciones favoritas son:
“no es cierto eso de TODOS malos. Dices que todos los policías son malos; pues bien, no
lo son. He conocido algunos buenos. Existe el policía bueno.”
No te concede posibilidad de explicarle que cuando un hombre se pone ese uniforme es el
protector pagado de las cosas del tiempo presente. Está aquí para procurar que las cosas
sigan como están. Si te gusta como están las cosas, entonces todos los policías son policías
buenos. Si no te gusta cómo están las cosas, entonces todos los policías son malos. Sí existe
lo de TODOS malos. Pero la peste está impregnada de estas hueras filosofías caseras y no
las abandonará. La peste, incapaz de pensar, se aferra a la gente… hosca y definitivamente
y para siempre.
“no estamos informados de lo que pasa, no tenemos las soluciones auténticas. Hemos de
confiar en nuestros gobernantes.”
Esta es tan jodidamente estúpida que no quiero ni comentarla. en realidad, bien pensado,
no enumeraré más comentarios de la peste porque empiezo ya a ponerme malo.
En fin. Pues bien, esta peste no necesita ser una persona que te conozca por el nombre o la
dirección. La peste está en todas partes, siempre, dispuesta a lanzar su apestoso y
envenenado rayo mortífero sobre ti. Recuerdo una época concreta en la que tuve suerte con
los caballos. Estaba en Del Mar con auto nuevo. Todas las noches después de las carreras
elegía un motel nuevo, y después de una ducha y de cambiar de ropa, me metía en el carro
y recorría la costa y buscaba un sitio bueno para comer. Por un sitio bueno quiero decir un
lugar en el que haya poca gente y den buena comida. Parece una contradicción. Quiero
decir, si la comida es buena, habrá mucha gente. Pero como muchas aparentes verdades,
esta no lo es necesariamente, a veces la gente va en manadas a sitios donde dan absoluta
basura. Así que todas las noches hacía el peregrinaje buscando un sitio en que diesen bien
de comer y que no estuviese lleno de chiflados. Me llevaba tiempo. Una noche tardé hora y
media en localizar un sitio. Estacioné el carro y entré. Pedí una tajada de carne a la
neoyorquina, patatas fritas, etc., y allí me quedé sentado tomando café y esperando que
llegara mi comida. El comedor estaba vacío; la noche era maravillosa. Luego, justo cuando
llegó mi filete a la neoyorquina, se abrió la puerta y allá entró la peste. Por supuesto, te lo
suponías. Había treinta y dos taburetes allí, pero TUVO QUE coger el que estaba a mi lado
y empezar a charlar con la camarera mientras comía su dona. Era un auténtico imbécil. El
diálogo rasgaba las tripas. Apestosas y necias tonterías, el hedor de su alma bailoteaba en el
aire destrozándolo todo. Me metía justo suficiente codo en la bandeja. La peste hace muy
bien lo de meter justo suficiente codo en la bandeja. Tragué el filete Nueva York y luego
salí y me emborraché tanto que perdí las tres primeras carreras del día siguiente.
La peste está en todo lugar en que trabajes, en todos los sitios en los que estás empleado.
Yo soy carne de peste. Una vez trabajé en un sitio en que había uno que llevaba quince
años sin hablar con nadie. Cuando yo llevaba dos días allí, me soltó un rollo de más de
media hora. Estaba completamente loco. Una frase era sobre un tema y la otra sobre otro
sin relación alguna. Lo que me parece muy bien, si no fuera que lo que decía era material
rancio muerto soso y apestoso. Lo conservaban en su puesto porque era un buen obrero.
«Un buen día de trabajo por un buen jornal». Hay por lo menos un loco en cada lugar de
trabajo, una peste, y siempre me eligen a mí. «Les gustas a todos los locos», es una frase
que he oído en trabajo tras trabajo. No es alentadora.
Quizás las cosas mejoraran si todos comprendiéramos que quizás hayamos sido pestes para
alguien una u otra vez, aunque no lo supiéramos. Mierda, que horrible pensamiento, pero es
muy probable que sea cierto y quizás nos ayude a soportar la peste. No hay, en realidad, un
hombre cien por cien. Todos poseemos locuras y taras diversas de las que nosotros no
somos conscientes pero todos los demás sí. ¿Cómo íbamos a quedarnos si no quietos en el
corral? sin embargo, debemos admirar al hombre que toma medidas contra la peste. Frente
a la acción directa, la peste tiembla y pronto se aferra a otro sitio. Conozco a un hombre,
una especie de poeta—intelectual, del tipo animoso y lleno de vida, que tiene un gran
letrero colgado en la puerta de su casa. No lo recuerdo exactamente, pero más o menos dice
así (y lo dice en una maravillosa letra de molde):
A quien pueda interesar: telefonéame, por favor, para concertar una cita cuando quieras
verme. No contestaré a quien toque en mi puerta a menos que hayamos acordado la visita.
Necesito tiempo para mi trabajo. No permitiré que asesines mi trabajo. Comprende, por
favor, que lo que me mantiene vivo me hará más agradable contigo y para ti cuando por
fin nos veamos en condiciones cómodas y sin restricciones.
Admiré aquel letrero. No lo consideré algo presuntuoso o una sobrevaloración egoísta. Era
un buen hombre en el buen sentido y tenía el valor y carácter necesarios para afirmar sus
derechos naturales. Vi el cartel por primera vez por casualidad, y después de mirarlo y de
oírlo a él dentro, volví a mi carro y me largué. El principio de la comprensión es el
principio de todo y hora es de que algunos de nosotros empecemos. Por ejemplo, nada
tengo contra las orgías públicas siempre que NO SE ME OBLIGUE A ASISTIR. Ni
siquiera estoy contra el amor, pero hablábamos de la peste, ¿no es cierto?
Incluso yo, que soy carne de peste selecta, incluso yo me enfrenté una vez a una peste.
Andaba, por entonces, trabajando doce horas de noche, Dios me perdone y Dios perdone a
Dios, pero, aun así, aquella apestosísima peste no podía evitar telefonearme todas las
mañanas hacia las nueve. Me acostaba sobre las siete y media y, tras un par de botellas de
cerveza, solía arreglármelas para dormir un poco. Lo tenía todo minuciosamente
cronometrado. Y él me hacía siempre la misma vieja y vulgar jugada. Solo quería saber que
me había despertado y oír mi voz destemplada contestarle. Él tosía, maullaba, carraspeaba,
escupía. «Escucha», le dije por fin, « ¿por qué demonios me despiertas siempre a las
nueve? sabes que trabajo toda la noche. ¡Tengo un turno de doce horas! ¿Por qué diablos
insistes en despertarme a las nueve? »
—Creí —dijo— que pensabas ir a las carreras. Quería cogerte antes de que salieras para el
hipódromo.
—Escucha —dije—, la primera apuesta es a la una y cuarenta y cinco, además ¿cómo
diablos piensas que voy a apostar en las carreras trabajando doce horas de noche? ¿Cómo
demonios crees que puedo trabajar tanto? tengo que dormir, cagar, bañarme, comer, coger,
comprar cordones nuevos para los zapatos. Toda esa mierda. ¿Es que no tienes sentido de la
realidad? ¿No te das cuenta de que cuando llego del trabajo me han estrujado totalmente?
¿No te das cuenta de que no queda nada? no podría llegar siquiera al hipódromo. no tengo
fuerzas ni para rascarme el culo. ¿Por qué diablos sigues telefoneándome a las nueve todas
las mañanas?
Su voz tembló de emoción, como se dice…
—quería cogerte antes de que te fueras al hipódromo.
Era inútil. Colgué el aparato. Luego cogí una caja grande de cartón. Y cogí el teléfono y lo
metí en el fondo de aquella caja grande de cartón. Y rellené la maldita caja sólidamente con
trapos. Lo hacía todas las mañanas cuando llegaba y sacaba el teléfono cuando me
despertaba. Así maté a la peste. Vino a verme un día.
— ¿cómo es que ya no contestas al teléfono? —me preguntó.
—meto el teléfono en una caja de trapos cuando llego a casa.
— ¿pero no te das cuenta de que al meter el teléfono en una caja de trapos, simbólicamente
estás metiéndome a mí en una caja de trapos?
Lo miré y dije, muy lenta y calmosamente:
—sí me doy cuenta.
Nuestra relación nunca volvió a ser igual a partir de entonces. Un amigo mío, un hombre
mayor que yo, pero lleno de vida y no artista (gracias a Dios) me dijo: «McClintock me
telefonea tres veces al día. ¿Aún te llama a ti?
—no, ya no.
Todos se ríen de los McClintocks, pero los McClintocks no se dan cuenta nunca de que son
los McClintocks. Es muy fácil distinguir a un McClintock: llevan todos una libretita de
tapas negras llena de números de teléfono. Si tienes teléfono, cuidado. La peste se
apoderará de tu teléfono, asegurándote primero que no es conferencia (lo es) y luego
empezará a descargar su interminable y venenosa perorata en el oído del desdichado
oyente. Esos tipos peste-McClintock son capaces de hablar horas, y aunque intentes no
escuchar es imposible no hacerlo y sientes una especie de melancólica simpatía por el pobre
individuo que está al otro agónico extremo del hilo.
Quizás algún día se construya, reconstruya, el mundo, de modo que la peste, en virtud de la
generosidad de sistemas claros y vida decente no sea ya la peste. Existe la teoría de que
crean la peste cosas que no deberían existir. Mal gobierno, atmósfera viciada, relaciones
sexuales jodidas, una madre con un brazo de madera, etc. nunca sabremos si llegará o no la
sociedad utópica. Pero de momento aún tenemos esas áreas jodidas de humanidad con las
que hay que tratar: las hordas del hambre, los negros los blancos y los rojos, las bombas
que duermen, las orgías públicas de los hippies, los no tan hippies, Johnson, las cucarachas
de Albuquerque, la mala cerveza, la gonorrea, los editoriales apestosos, esto y lo otro y lo
de más allá, y la Peste. La peste aún está aquí. Yo vivo hoy, no mañana. Mi utopía significa
menos peste AHORA. Y estoy seguro de que me gustaría oír tu historia. Estoy seguro de
que cada uno de nosotros soporta uno o dos McClintocks. Puede que me hicieses reír con
tus historias sobre la McClintockpeste. ¡Coño, ahora me doy cuenta!!! ¡NUNCA HE OÍDO
REÍRSE A UN MCCLINTOCK!!!!
Piénsalo.
Piensa en todas las pestes que hayas conocido y pregúntate si se han reído alguna vez. ¿Se
han reído?
Coño, ahora que lo pienso, no es que yo tampoco me ría gran cosa. No puedo reírme más
que cuando estoy solo. ¿Habré estado escribiendo sobre mí mismo? una peste apestada por
pestes. Piénsalo. Toda una colonia de pestes retorciéndose y clavando colmillo y haciendo
sesenta y nueves. ¿Haciendo sesenta y nueves? encendamos un cigarrillo y olvidemos el
asunto. Hasta mañana. Mañana te veo. Metido en una caja de trapos y tocando tetitas de
cobra.
Hola. ¿No te desperté, verdad?
Ajá, no creo.

FIN

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