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Anuario de Estudios Americanos, 74, 2

Sevilla (España), julio-diciembre, 2017, 705-728


ISSN: 0210-5810. DOI: 10.3989/aeamer.2017.2.11

Marginalidad y vanguardia en la posguerra:


los inicios del teatro crítico en Chile (1883-1913)/
Marginality and Postwar Avant-Garde: the Dawn
of the Critical Theatre in Chile (1883-1913)

Carlos Donoso Rojas


ORCID iD: http://orcid.org/0000-0003-0154-6446
Universidad de Tarapacá, Chile

Nuestra investigación analiza las características definitorias de un formato teatral


alternativo, surgido en Chile tras el término de la Guerra del Pacífico, paralelo al de los
circuitos obreros y de sectores aristocráticos . Invisibilizado en su época, sin estar sujeto a
presiones comerciales, o a la observancia de la crítica, su importancia debe dimensionarse
tanto en su connotación testimonial, como por su aporte a la renovación de las artes escé-
nicas nacionales . Estas se expresaron en el desarrollo de nuevas técnicas de representación
y, en particular, en una profunda innovación a partir de la escenificación de lo cotidiano,
sentando las bases del teatro social chileno .
Palabras clave: Crisis moral; Dramaturgia; Chile; Historia cultural.

Our research analyzes the defining characteristics of a different theatrical format,


which emerged in Chile after the end of the War of the Pacific, parallel to the working-class
circuits and aristocratic groups . Almost imperceptible in its time, without being subject to
commercial pressures or the approval of critics, it should be taken into account both in its
testimonial connotation as well as its contribution to the renewal of the national performing
arts . These were expressed in the display of new techniques of representation, and particu-
larly, in a deep innovation, laying the groundwork for the subsequent development of the
Chilean Social Theatre .
Keywords: Moral crisis; Dramaturgy; Chile; Cultural history.

Copyright: © 2017 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de una
licencia de uso y distribución Creative Commons Attribution (CC-by) España 3.0.

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CARLOS DONOSO ROJAS

La historia del teatro en Chile ha sido estudiada, preferentemente, des-


de perspectivas literarias, sin establecer vínculos definidos con la coyuntura
social y política de sus ciclos de producción.1 Sobre esa base, existe consen-
so en que la actividad dramática, a partir del último tercio del siglo XIX, no
tuvo mayor trascendencia, tanto en lo que respecta a la calidad de las obras
como en el nivel de sus montajes.
Sin un hito temporal que permita suponer un nexo con la contin-
gencia, diversas investigaciones han optado por consensuar el año 1890
como el año en que se inicia una nueva era en el teatro chileno (ligándola,
aparentemente, al fin del antiguo orden político), cerrando el ciclo con la
conmemoración del centenario de la independencia, un referente paradig-
mático en lo político que, para el caso de las artes escénicas, es irrelevante.
De acuerdo con estos criterios, la irrupción de un nuevo Chile habría per-
mitido el giro desde creaciones teatrales de menor valor hacia otras con un
enfoque social crítico, desde donde emergieron las bases de la dramaturgia
nacional.2
En ese contexto, la producción dramática del período se analiza, pre-
ferentemente, como parte de un proceso mayor de cambios en la sociedad
chilena. Bernardo Subercaseaux, siguiendo a Raphael Samuel, sostiene que
a fines del siglo XIX, con la ampliación y diversificación del universo sim-
bólico, comienza la conformación de un circuito cultural de masas, orienta-
do a un público de interés creciente y sensible a las demandas sociales y de
mercado. Solo a partir de entonces, el teatro comenzó a entregar contenidos
digeribles por los sectores medios y populares, transformándose «en un
espectáculo cuyo propósito fuese, en definitiva, la gratificación inmediata o
simplemente la diversión del espectador».3
En la misma línea, Eduardo Santa Cruz, ha propuesto lo que denominó
«esfera pública plebeya», con formas, medios y espacios de formación de
una identidad común, vinculada con un proceso de instalación de una cul-
tura de masas emergente hacia fines del siglo XIX, que no fue excluyente
para las artes escénicas.4 Esta postura, a su vez, avala la premisa de Grinor
Rojo, quien años antes había dado cuenta del surgimiento, en ese entonces,
de una estructura teatral definida como «el primer movimiento de moder-
nidad en América Latina», esto es, un teatro europeo de importación y uno

1 Bravo y Munizaga, 1987, 31.


2 Piña, 2009, 16-31. Catalán, 1985, 72. Pradenas, 2006, 203-212.
3 Subercaseaux, 1988, 270-279. Samuel, 1985.
4 Santa Cruz, 2014, 23.

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profesional (integrados en función de su rentabilidad), y un teatro popular,


de consumo masivo y sin pretensiones intelectuales.5
La distinción de Rojo en torno a formatos teatrales consolidados no es
azarosa, reflejando, para el caso del popular, los prejuicios que diseñan la
idea polarizada de la estructura dramatúrgica finisecular chilena. En efecto,
además del teatro de la «alta cultura», el cambio de siglo se asocia, casi sin
excepción, al teatro militante (entendido como aquel escrito por y para tra-
bajadores, basándose en temáticas inherentes a su condición), identificable
en Chile como político, anarquista, revolucionario o de redención, transfor-
mado en un medio para llevar cultura a sectores marginales y orientarlos
ideológicamente.6 Desde este principio, en los últimos años se ha insistido
en la continuidad de una dramaturgia ácrata, la que habría logrado un re-
conocido arraigo en sectores proletarios, manifestando, a través de él, una
forma de resistencia cultural a un sistema excluyente.7
Es importante destacar que los rasgos definitorios del teatro militante,
propuestos en estudios que acentúan su impacto en núcleos obreros (esto
es, trabajar con códigos literarios propios, representar una realidad hetero-
génea y rescatar de la memoria las experiencias colectivas), son cualidades
transversales del teatro chileno del período. Esto, sumado al cuestionamien-
to riguroso y asertivo planteado por Sergio Grez,8 respecto a la connotación
más amplia de la postura ideológica del teatro aludido, reduce el impacto
de la dramaturgia anarquista a un núcleo legítimo e influyente, pero de re-
presentación limitada en el espectro social de su época.
Como una característica que lo define, el teatro militante tampoco
se centra espacialmente en el mundo urbano, situándose, en cambio, en
el mundo de las salitreras o el ámbito rural, y solo de modo marginal en
las ciudades, aludiendo al migrante que busca una mejor calidad de vida.9
En contraste, los registros de obras que aluden a temáticas obreras siguen
siendo escasos para el período que precede al año 1913, y su relevancia se
enmarca, fundamentalmente, en el ascendiente moral de autores como Juan
Rafael Allende, Luis Emilio Recabarren y Antonio Acevedo Hernández.10
Llama la atención que, a juicio de este último, considerado el precursor
de la dramaturgia social en Chile, la transformación del teatro hacia un
5 Rojo, 1992, 9.
6 Bravo-Elizondo, 1986, 121-122.
7 Pereira, 2003, 149-166; 2008. Rojo, 2008.
8 Grez, 2011, 19.
9 Bravo-Elizondo, 1982; 2013, 99-118. Ward, 2003, 10-45. Correa, 2004.
10 Rodríguez y Piga 1964, 26-49.

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discurso reivindicativo la iniciasen autores como Víctor Domingo Silva,


Aurelio Díaz Meza y Juan Manuel Rodríguez, identificados en los albores
de siglo XX con la sátira y el drama urbano.11
La insistencia en tomar al costumbrismo o al naturalismo como ele-
mentos basales del teatro militante de las últimas décadas del siglo XIX,
no permite distinguir variables temáticas con interpretaciones complejas,
caracterizadas por una dinámica de conflictividad, evidenciable incluso en
comedias. Así, la evolución del teatro chileno se reduce a la imposición de
modelos políticos y culturales hegemónicos, definidos en torno a símbolos
abstractos, como el patriotismo enardecido, la idea de unidad, y la simpleza
de la narración de costumbres.12
La difusión de estas ideas y principios se encuadraba en la propuesta
de construcción del concepto de lo nacional, que condicionó la evolución
de la dramaturgia en buena parte de las nacientes repúblicas del continente,
haciéndola parte de la fuerza cultural dominante del período en estudio. El
teatro paraguayo resaltó la figura del personaje corriente, como un elemen-
to clave de la reconstrucción nacional tras la guerra de la Triple Alianza
(1864-1870), rescatándolo en su heroicidad, pero también en elementos
prehispánicos que definieron una simbiosis cultural hasta hoy reconoci-
ble.13 En México, en los primeros años del porfiriato se generó un activo
debate respecto a la necesidad de promover el teatro con obras, actores y
directores locales, y temáticas que aludiesen a valores, espacios sociales
y modelos reconocibles como nacionales.14 En Brasil, el «teatro moraliza-
dor» o «civilizador», surgido tras el término de la monarquía, se basó en
el rescate de lo cotidiano, enfocándose en la representación del mundo po-
pular. Desde esa perspectiva, la dramaturgia (con apoyo estatal) se orientó
a las masas, transformándose en una efectiva herramienta de integración
cívica, que facilitó la transición a la república.15
El teatro latinoamericano, a partir del último tercio del siglo XIX, pro-
puso la representación de sujetos activos y constituyentes de las nacientes
repúblicas, heterogéneos con sus conflictos y contradicciones que, desde
espacios marginales, enunciaban un mensaje de lo que eran y a lo que as-
piraban. De este modo, la cultura de los sectores marginales y medios en

11 Acevedo Hernández, 1982, 52-61.


12 Souriau, 1950, 38-55. Salaün, 2001, 131.
13 Sant’Anna, 1987, 40-52.
14 Conway, 2003, 148-149.
15 Silva, 2013.

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los incipientes estados nacionales se transformó, a través de las artes dra-


máticas, en una práctica articuladora, formativa e integradora. Como fenó-
meno histórico, la dramaturgia tuvo el mérito de poner en escena a sectores
excluidos, minimizados o satirizados, transformándose en un espejo de las
necesidades simbólicas del receptor en cada momento histórico.16
En Chile, en cambio, el teatro se alejó de los preceptos básicos que
definían los discursos asociables a principios raciales, eugenésicos o na-
cionalistas, recurrentes en ensayos y estudios sociológicos del período.17
Si bien se reconocen excepciones, la dramaturgia chilena se estructuró en
torno a elementos culturales distantes a esos cánones, y no llegó a cons-
tituirse en un instrumento manipulable como estrategia de legitimación
política.18
La vía propia desarrollada por un sector del teatro chileno, en las úl-
timas décadas del siglo XIX, evidenció un claro compromiso social, pero
sin una identidad arraigada en discursos oficiales o de clase. Esto ha sido
interpretado como una postura ambigua, lo que justificaría su contribución
poco significativa al desarrollo cultural del país.19 Su limitada relevancia,
a su vez, minimizó su posterior apreciación crítica, reduciendo su análisis
al contenido ideológico de su propuesta (esto es, con un mensaje político
preciso y unívoco), diferenciándolo de las artes escénicas triviales, como la
lírica, la zarzuela y el drama europeo, que no pretendían asimilar la realidad
de su entorno como propia. Como señala Juan Villegas, mientras uno postu-
laba como un rango definidor de su código estético, el carácter intransable
de la belleza y la calidad del teatro, el otro aspiraba a realizar con él solo
una función práctica educativa. En ambos casos, se daba por sobreentendi-
da la idea de una relación absoluta de la verdad, o al menos la convicción
de que «su razón» merecía ser erigida como modelo.20
En un contexto donde el concepto de lo no burgués se asimilaba a la
clase proletaria, la escasa importancia dada al emergente teatro crítico no
supone su inexistencia, sino su invisibilidad para la memoria oficial de la
historia de la cultura y del teatro.21 Tratándose, por tanto, de modos de re-
presentación disímiles en formas y contenido a la dramaturgia tradicional,

16 Pelletieri, 1989, 180-181. Pedraza, 2005, 157-160.


17 Gazmuri, 2001, 7-20. Subercaseaux, 2010. Sánchez, 2015.
18 Balandier, 1994, 15-44. Bryan, 1983. Rubio, 1989.
19 Orrego, 1927, 17-18. Morgado, 1943, 14-17.
20 Villegas, 1997, 138. Pronko, 1969, 97.
21 Una excepción, en Ochsenius, 1982, 5-6.

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su estudio debe realizarse a partir de la comprensión de patrones y defini-


ciones propios que dan cuenta de su particularidad.22
Indistinta a las temáticas que aborda, y a las coyunturas temporales
que enfrenta, durante al menos treinta años se gestó en Chile una terce-
ra vía de desarrollo teatral, que se caracterizó por ser marginal y austera,
pero inserta en un mercado cultural en continuo crecimiento, dispuesto a
absorber influencias foráneas. Fue un movimiento de vanguardia genuino,
sin pretensiones de profesionalismo ni organización reconocible, que pro-
movió una ruptura consciente de los «estilos formales», creando tipos y
prácticas que adquirieron una importancia creciente para el orden social.23
Su estructura y objetivos asemejaban al Theâtre Libre de André Antoine en
Francia (1887), o la Freie Bühne de Otto Brahm en Alemania (1889), crea-
dos como una plataforma al drama realista,24 y a las condiciones propuestas
en el Théâtre du Peuple de Romain Rolland y Maurice Pottecher, quienes,
a inicios del siglo XX, se apartaron del teatro burgués, creando uno popular
con argumentos basados en la experiencia.
Rolland sugería una dramaturgia que representase la rudeza de lo
cotidiano, pero alejada del diletantismo aleccionador. La moralidad de su
modelo teatral se insertaba en una mirada del género como «una luz para
la inteligencia», orientado a poner en escena vivencias significativas para
la audiencia, invitándola a reflexionar a través de la dramatización de sus
propias experiencias.25 Pottecher, al igual que Rolland, apoyaba un teatro
no propagandístico sino uno formativo, diferenciándose en que este de-
bía destinarse a pequeñas audiencias, dispuestas a asimilar un mensaje que
forjara una identidad y formación cívica en torno a un pasado común que
rescatar e imitar.26
Aunque parezca anacrónico, el teatro crítico chileno del cambio de
siglo, que apostaba por la economía de medios escénicos, privilegiando la
intensidad de la interpretación, se aproxima al modelo parateatral (Tercer
Teatro) como el sugerido por Eugenio Barba (1995). Este funcionaba en la
periferia de los circuitos tradicionales, con sus propios modos de producción
y de edición, ocupando espacios improvisados y actuando para un público
reducido. Sin trasfondo comercial, pudo probar formas de representación

22 Obregón, 2000, 69-70. Pavis, 1992, 17.


23 Williams, 1981, 77-78.
24 Oliva y Torres, 2014, 298-300. Bouchardon, 2009.
25 Rolland, 1953, 94-96. Castagnino, 1981, 111-113.
26 Carlson, 1993, 316- 317.

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originales, lo que impulsó técnicas de actuación y dirección innovadoras,


arriesgando puestas en escena experimentales que insinuaban la decadencia
de la sociedad.27
Fue, en esencia, un teatro en que lo dominante era el criterio de la
verosimilitud. No buscaba la agitación política, sino la representación de
una realidad asociable a sectores marginales, que postulaba, a través de
él, sus inquietudes y valores. Es, en todos los casos, un modelo único, una
manifestación divergente y paralela a las estructuras clásicas que se inser-
tan entre lo popular y lo político, antecediendo formas de teatralidad que,
a mediados de la década de 1910, se radicalizaron hacia un compromiso
social exacerbado, en particular cuando ideas integradoras, como la de na-
cionalidad y raza, fueron definitivamente validadas y asimiladas por la elite
intelectual chilena.28

Los albores del teatro crítico

Durante la Guerra del Pacífico (1879-1883), la dramaturgia chilena


experimentó un florecimiento excepcional, asumiendo un papel clave al
alimentar un imaginario simbólico y estético, mediante argumentos simples
que sirvieron para involucrar en el conflicto a una población mayoritaria-
mente analfabeta. El teatro surgido de esa contingencia supuso un intere-
sante cambio en el paradigma de la dramaturgia chilena, hasta entonces
orientada a mostrar espacios aristocráticos o de sectores emergentes. El
teatro patriótico, en contraste, encumbró a personajes comunes que, a partir
de episodios relevantes, representaron un ideal de moralidad transversal de
los chilenos, sin distinción de género ni posición social.29 Si bien perduró
solo durante la vigencia de la guerra, su estructura trascendió el conflicto,
orientándose, desde entonces, a criticar el establishment político y denun-
ciar la progresiva crisis valórica.
El nuevo estatus de la dramaturgia nacional fue una respuesta a las
profundas transformaciones derivadas del cambio en las bases estructurales
de un Estado en crecimiento inorgánico y, en especial, con la ampliación
del mercado cultural derivada de ese proceso. A diferencia de lo que ocu-
rrió en países como México, Perú o Argentina, donde existía una tradición
27 Watson, 1987; 2015.
28 Cordua, 2007, 138.
29 Donoso y Huidobro, 2015.

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dramática previa y se consolidaron tempranas propuestas orientadas hacia


sectores populares,30 su desarrollo en Chile surgió a partir de la conforma-
ción de un circuito marginal y paralelo a la denominada «alta cultura» y al
creado por organizaciones obreras.
El teatro crítico, además de poner en escena una realidad identificable
para el espectador, se forjó limitado espacial y materialmente, al margen de
la crítica literaria y con una mínima difusión en medios de prensa tradicio-
nales. Influenciado por autores españoles como Jacinto Benavente, Benito
Pérez Galdós y, en especial, José Echegaray, el nuevo formato dramático
logró un profundo arraigo en sectores urbanos, a partir de la puesta en esce-
na de conflictos irreconciliables donde el protagonismo del chileno, siem-
pre apasionado y virtuoso, se enfrenta a un antagonista intrínsecamente
perverso. Dicho rol, asignado en el teatro patriótico a militares peruanos y
bolivianos, se traspasó al término de la guerra a la clase política, asumiendo
un discurso que buscó poner de manifiesto las profundas contradicciones
socio-económicas de la época.31
La abundante producción teatral en el período (estimamos una exis-
tencia total de alrededor de doscientas obras publicadas entre 1883 y 1913)
sigue siendo desconocida, fundamentalmente, por la omisión de la prensa
tradicional y de la crítica literaria de su época, desinteresada en difundir, y
menos valorar, cualquier esfuerzo de proyecciones estéticas alternativas a
la de sus respectivos círculos. Mientras en países como España o México la
recurrente teatralización de sectores marginales en la época ha sido inter-
pretada como un intento de los grupos intelectuales por evitar ser desplaza-
dos de sus privilegios, en Chile lo que se percibía era un abierto desprecio
hacia ellos. En 1888, un crítico literario, aludiendo a la producción teatral
independiente de su época, se preguntaba por qué existían autores y actores
que insistían en dedicar todo su tiempo y recursos a obras que nadie escu-
chaba, juzgaba, aplaudía o pagaba.32
El juicio peyorativo apuntaba a cuestionar, a priori, los estándares de
la producción nacional, una actitud que formaba parte de una idea precon-
cebida de lo que debía entenderse por cultura. El recurrente arribo a Chile
de compañías líricas francesas e italianas, o de zarzuelas españolas, y la ex-
cepcional visita de figuras de reconocimiento mundial, como Rafael Calvo

30 Salaün, 1995, 176.


31 Donoso y Huidobro, 2016, 9-21.
32 Rubio, 1989. Beverly, 2004, 185-212. Covarrubias, 1888, 125.

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en 1885, Sarah Bernhardt en 1886 o Clorinda Pantanelli en 1894, dejó claro


que la «alta cultura» estaba reservada para un segmento muy limitado.33
Así también lo entendían los emergentes sectores medios. En 1889,
el diario La Época, orientado a ese segmento, definía a la zarzuela como
«un jénero anfibio repleto de retruécanos de dudosa moralidad». Mucho
más concluyente era la impresión sobre las representaciones líricas y lo que
representaban:

La ópera lírica no es espectáculo para el hombre de trabajo, porque, en pri-


mer lugar, es espectáculo caro, a propósito solo para las grandes fortunas, i,
en segundo lugar, irá mas que a oir música i a ver vistosos trajes i hermosas
decoraciones, toda vez que se canta en un idioma que le es extraño… Por otra
parte, muchos de los dramas líricos, mas que enseñanzas de moral, son un
tejido de crímenes que deben dañar el corazón del pueblo.
Dejemos el teatro lírico para la jente rica que lo puede pagar i para la jente
instruida que con su instrucción se teje una coraza, no siempre invulnerable a
los tiros del escándalo melodramático.34

La distancia y la distinción de la elite para con lo inferior eviden-


ció el profundo desconocimiento de la existencia de circuitos culturales
alternativos, y condicionó la posibilidad de congregar en el teatro a las
muchedumbres integrales, según Pérez Galdós, donde asistiese «desde el
ser refinado que mucho sabe y poco siente hasta el analfabeto que ignora
todo y siente con poderosa intensidad».35 En noviembre de 1888, un mitin
organizado por el Club del Progreso, una sociedad integrada por «hom-
bres liberales y jóvenes estudiosos» de Santiago, concluyó que en Chile
no existía un arte genuinamente nacional. El problema, de acuerdo con la
opinión mayoritaria, pasaba por la ausencia de «sentimiento artístico del
pueblo» y la falta de un carácter propio, definido por factores culturales y
raciales, que distanciaba a la sociedad chilena de las naciones civilizadas.
Es interesante constatar que la única voz disonante en la reunión plantease
que la causa de que no hubiese arte y cultura de calidad debía buscarse
en un argumento más sencillo: la arraigada costumbre de subestimar las
producciones nacionales.36

33 Varela, 1889, 275-277.


34 La Época, Santiago, 21 de junio de 1889, 3.
35 Citado en Salaün, 2001, 132.
36 Revista de Artes y Letras, XV, Santiago, 1889, 275-288, 3.

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Un ejemplo del prejuicio de parte de determinados sectores se eviden-


ció en 1902, con el estreno de la ópera Lautaro, de Eliodoro Ortiz de Zárate.
Formado en el Real Conservatorio de Milán y reconocido como uno de los
principales autores líricos chilenos, Ortiz de Zárate logró estrenar su obra
en el Teatro Municipal de Santiago, un espacio entonces reservado para una
aristocracia que vio en el montaje «una afrenta a su noble tradición».37 Tras
un breve período de ensayos, Lautaro fue presentada el 7 de agosto, siendo
vilipendiada por la prensa tradicional, y también por la obrera, que recha-
zaba toda forma de representación del modelo político o económico que
no supusiese una idea de regeneración implícita.38 Un crítico teatral (que
inicialmente valoró Lautaro como una pieza solo regular), centraría con
posterioridad su análisis en la imposibilidad de desarrollar el teatro en Chi-
le, a partir de la recurrencia de juicios arbitrarios que precedieron la crítica:
Lo ocurrido con Lautaro ya es suficiente para que, en lo sucesivo, ningún artista se
atreva a llevar sus producciones al teatro. Aquí, donde se considera una infamia el
hecho de que un hombre se atreva a demostrar en público sus conocimientos sobre tal
o cual ramo, donde hai cien mil pigmeos dispuestos a colgarse de los pies de quien
tenga la osadía de querer subir, no es caso de estrañarse que el señor Ortiz de Zárate
no haya sido apedreado en público.
En Chile para surgir es indispensable empezar por negar la nacionalidad i hacerse
rodear de todos esos doctores que dispensan sonrisas i favores, no al mérito i la mo-
destia, sino a los buenos apellidos.39

Lautaro era la primera parte de la trilogía patriótica La Araucana, sin


que Ortiz de Zárate alcanzase a estrenar las restantes. Al no poder cubrir
los costos del montaje, el músico terminó solicitando una subvención al
Senado para continuar su carrera en Europa.40
El «prurito de causticidad» de los literatos y críticos chilenos hacia
temáticas nacionales, denunciado tempranamente por el filólogo Rodolfo
Lenz,41 quedó de manifiesto con la sobrevalorada comedia Don Lucas Gó-
mez o un huaso en Santiago, de Mateo Martínez Quevedo. Presentada por
primera vez en 1885, hasta su quinta edición, de 1894, había vendido sobre
treinta mil ejemplares y se había representado en más de doscientas ocasio-
nes, por distintas compañías, a lo largo del país. Su enorme e inesperado
37 El Diario Ilustrado, Santiago, 23 de julio de 1902, 7.
38 El Defensor de la clase proletaria, Iquique, 10 de noviembre de 1902, 3.
39 El Entre-Acto, Santiago, 12 de agosto de 1902, 67.
40 Cámara de Senadores de la República de Chile. Sesión Extraordinaria n.º 23, 15 de
noviembre de 1902, 496.
41 La Lira Chilena, 49, Santiago, 1904, s.p.

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éxito le ha valido, hasta hoy, ser considerada como una pieza de referencia
para identificar el teatro popular chileno del cambio de siglo.
Con rasgos próximos al teatro bufo español o al tardío grotesco crio-
llo argentino (hay notables similitudes con la adaptación teatral de Juan
Moreira, de Eduardo Gutiérrez, de 1886),42 narra la difícil inserción del
protagonista homónimo, en el entorno de su enriquecido hermano residente
en Santiago. Gómez, proveniente de un sector rural próximo a la capital,
confronta con picardía a un grupo familiar aristocrático que, ridiculizado
en sus formas y expresiones, resulta funcional para destacar su carácter
ladino. La deformación del personaje de Lucas Gómez convierte la obra en
una confrontación implícita entre civilización y barbarie, donde abunda la
risa fácil por medio de diálogos simples que no apuntan a una problemática
específica que le dé sentido, sino a resaltar el carácter del personaje erigido,
por contraste con los secundarios, en el eje de la trama.
En un medio en donde existía la convicción de que los trabajadores
urbanos no tenían ilustración ni gusto intelectual, Don Lucas Gómez pare-
ció ser una genuina aproximación popular al teatro, al combinar elementos
dramáticos con elementos circenses (baile, música y demostraciones de
habilidades físicas), que formaban parte constituyente del gusto masivo. En
febrero de 1893, un editorial del periódico El Porvenir, titulado «Pensemos
en el pueblo», advertía, precisamente, que el circo era el único medio de
moralizar a las masas trabajadoras, al ser, probadamente, el espacio de so-
ciabilidad que las alejaba de los vicios:
El obrero no halla en que gastar sus días i sus horas de descanso. Los elevados goces
del espíritu, los placeres del arte, de la sociabilidad i el lujo no están a su alcance. La
plática cuotidiana [sic] con los suyos no le satisface: se lanza a la calle en busca de
algún entretenimiento i de la compañía de amigos i camaradas: tropieza con el bode-
gón, i allí, a la embriaguez, la crápula i las pendencias, dilapida el fruto de su trabajo
i el pan de su familia...43

Don Lucas Gómez simbolizó un modelo de representación teatral que


se ajustaba a ese discurso: sin pretensiones estéticas, de consumo fácil, y
sin más intención que divertir mediante la burla emanada de diálogos in-
congruentes. El objetivo de poner en escena un personaje cuyo oponente
fuese un orden social que lo condenaba al fracaso, y ante el cual respon-
día con astucia, se reiteró en una vasta producción literaria orientada a los
42 Golluscio de Montoya, 1984, 143. Legrás, 2002, 54.
43 El Porvenir, Valparaíso, 4 de febrero de 1893, 4.

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sectores populares, aludiendo a acciones sencillas, de carácter verosímil y


diálogos animados.44
En el teatro, sin embargo, el retrato del chileno astuto y pícaro no tuvo
continuidad alguna. Una posterior obra de Martínez Quevedo, La mujer
de don Lucas Gómez (1895), escrita en la misma línea de su predecesora,
fue un fracaso comercial. En contraste, piezas contemporáneas que por su
título permiten suponer la secuencia de una sátira liviana, eran en realidad
creaciones complejas, con un trasfondo siempre explícito. El roto en las
elecciones, de Carlos Lathrop (1898), presentada como un juguete cómico,
se centra en la angustiante espera de un candidato a diputado en la víspera
del día de votación. Ilusionado con ser elegido al Congreso para tener un
ingreso con que pagar las deudas que lo tenían al borde de la ruina, recurre
al electorado campesino, ofreciéndoles comida y alcohol. La banalidad de
la clase política es tan evidente en la obra como la superficialidad de los
votantes, representados en escena como un liberal, un radical y un conser-
vador, quienes, no obstante sus diferencias, están dispuestos a favorecer con
su voto al mejor oferente.
El roto en las elecciones es una obra amarga, que evidencia la profun-
da crisis moral de un sistema político envilecido por la riqueza del salitre.
La decadencia institucional del país, exacerbada tras la guerra civil de 1891,
se reiterará con particular crudeza en la producción teatral de fines de siglo,
a través de la representación de personajes oscuros, críticos de una nación
a la deriva. El ya aludido Martínez Quevedo advertía en Los comediantes
políticos en vísperas de elecciones (1896) que su obra, lejos de replicar el
molde de Lucas Gómez, buscaba exponer «una crítica espiritual i verídica
de las malas artes i costumbres que se ejercitan con nuestros ciudadanos
en las elecciones, por los partidos i los políticos aventureros que esplotan
nuestro atraso social, cubriendo sus ambiciones con un falso oropel de pa-
triotismo mentido i embustero».45
El teatro crítico reflejaba una realidad, no planteaba reivindicaciones
ni aspiraba a un cambio mayor de la sociedad, recurriendo a la alegoría y la
fuerza simbólica implícita en ella. Sin amor y por dinero, de Juan Francisco
Ureta (1885), vuelve sobre la trama costumbrista de la familia aristócrata,
habitual en el teatro nacional antes de la Guerra del Pacífico, esta vez empo-
brecida e incapaz de asimilar su ruina. En tono de comedia, el esfuerzo del
grupo por conservar las apariencias y ocultar el drama que los avergonzaba,
44 Cornejo, 2013. Palma, 2006. Salinas, 2004.
45 Martínez Quevedo, 1905, 5.

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MARGINALIDAD Y VANGUARDIA EN LA POSGUERRA

denota un conflicto moral tan profundo como el de aquellos que, en la obra,


los ridiculizan una vez conocida su mísera realidad. La República de Jauja,
de Juan Rafael Allende (1889) es, por su parte, una fina parodia en donde se
confrontaban las virtudes cívicas (La Verdad, La Democracia y El Trabajo)
con los intereses gremiales y económicos ligados al sistema político (La
Aristocracia, El Presupuesto, La Industria). Escrita como una crítica contra
el gobierno de José Manuel Balmaceda (Camaleón II), fue censurada tras su
primera representación, en donde La Verdad apareció literalmente desnuda,
un gesto que, en la época, no se comprendió en un sentido simbólico.
El teatro chileno de postguerra puede definirse como uno «que centra-
ba su atención en el drama humano surgido de estructuras sociales injustas
y que buscaba, a la vez de sacar a escena a sectores marginados, investirlo
de los derechos que le son inherentes».46 Exceptuando a Don Lucas Gómez,
incluso cuando se recurre a la comedia, los protagonistas eran expuestos
como sujetos conflictuados, insertos en un contexto de decadencia material
y espiritual que incomoda al lector o espectador, pero a la vez lo seduce e
identifica. Platicando (1899), comedia firmada por Juvencio, propone un
diálogo entre dos chilenos y un visitante uruguayo, a quien buscan conven-
cer de la pretendida superioridad cultural chilena, en un diálogo inteligente
y lleno de ironía que trasunta la pobreza intelectual del país. De igual modo,
El cuento del tío (1904), comedia del aludido dramaturgo Juan Rafael
Allende, ambientada en Santiago del año 2000, involucra desde campesinos
hasta ministros de Estado, en una trama absurda de ambiciones y engaños
que denuncia, con lucidez, la crisis moral de inicios de siglo.

Moldeando la vanguardia

Salvo un número acotado que alude a principios ideológicos defini-


dos —el drama Suprema Lex, de Rufino Rosas (1895), es reconociblemen-
te anarquista, y el monólogo Don Pascal Guerra, de Marcos de la Barra
(1899), asume un papel ideológico explícito al identificarse como socialis-
ta—, el teatro del período 1883-1913 se presenta crítico del sistema político
y económico, el que exacerbaba el abatimiento del habitante urbano o del
migrante rural. Los personajes, casi sin excepción, sufren por los abusos y
la carestía, ante una realidad que los inmovilizaba. El castillo de naipes, de

46 García Pavón, 1962, 18-19.

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CARLOS DONOSO ROJAS

Armando Hinojosa (1909), revisa en tres actos la historia republicana de


Chile, desde la opulencia lograda por el salitre hasta su decadencia a inicios
del siglo XX. Es una sátira agria, que se centra en criticar la pasividad de
los sectores populares al tolerar, en plena crisis, la continuidad de una clase
política corrupta, carente de una visión de Estado.
Sin esperanza en el futuro, no es extraño constatar cómo la decadencia
que cada personaje trasunta se asimila a la de la patria, socavada por el des-
crédito y la inmoralidad. Fuese escenificada como mujer (Javiera Carrera
en Luis Carrera o la conspiración de 1817, de Pedro Urzúa, 1883; o Crís-
pula en Fuera de su centro, de Antonio Espiñeira, 1887), niño (Huérfano!,
de Juan Rafael Allende, 1890), o como un joven común (Redención o El
grumete del Cochrane, de Teodosio Martínez Ramos, 1912), la patria fue
un elemento recurrente en el teatro crítico, ejerciendo el rol de una superes-
tructura, que le confería sentido a la acción de los representados.
Un caso paradigmático es La Mendiga, de Ricardo Fernández, estre-
nada en mayo de 1888. La obra entrega una trama clásica centrada en las
desventuras de Mercedes, una mujer de pasado aristocrático que, tras la
muerte de su esposo, se ve forzada a vivir en la calle. Mercedes es auxiliada
por dos jóvenes, que viven en la casa de Pablo, su antiguo amor, a quien
dejó elegir las comodidades ofrecidas por su difunto esposo. La Mendiga
destaca por el tenso y pasional diálogo entre Mercedes y Pablo, cuya fuerza
dramática vislumbra, desde una particular perspectiva, la paradoja social
del Chile de su época. En estricto rigor, Mercedes y Pablo simbolizan a la
patria en dos períodos próximos en el tiempo. Pablo, descrito por Mercedes
como «virtuoso, feliz y amante», representa al Chile anterior a la Guerra
del Pacífico, cuya pureza se ve enfrentada al envilecimiento causado por la
ambición material. Mercedes, aludiéndose como una mujer que «quería ser
tan rica como lo soñaba», simboliza en su matrimonio por conveniencia la
dependencia chilena del salitre, y las consecuencias de su efímera riqueza.
El arrepentimiento de Mercedes no fue razón suficiente para obtener
el perdón de Pablo, quien, además de despreciarla, la culpa por destruir sus
convicciones, sumiéndolo en una crisis moral que lo transformó en un ser
escéptico. La Mendiga finaliza con la muerte de su protagonista, en una
escena que hace suponer su asesinato. El crimen, sin embargo, no tuvo un
sentido expiatorio: el dolor de Mercedes aparenta más el sufrimiento resul-
tante con una condición no prevista, que la culpa por el dolor provocado a
Pablo. Enfrentado a la superficialidad de su antiguo amor, este enloquece
en medio de una horrible tormenta que alude a su desvarío.

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MARGINALIDAD Y VANGUARDIA EN LA POSGUERRA

La transfiguración de la decadencia nacional, a través de representa-


ciones simbólicas, puede entenderse como un proceso de transición hacia
la búsqueda de una necesaria renovación valórica de la sociedad. Sin apun-
tar al cambio del modelo político, esta idea denota el distanciamiento del
teatro de figuras reconocibles, y que tanto la narrativa como la historiogra-
fía finisecular destacaban como determinantes en el proceso de formación
republicana.
Salvo casos aislados que tomaron la figura de Arturo Prat, un joven ca-
pitán de marina que, tras su muerte heroica a inicios de la Guerra del Pací-
fico, se erigió en Chile como modelo de virtud cívica, la producción teatral
del período optó por rescatar a personajes reconocibles, pero de segunda
línea, cuyos méritos comprobables eran menos excepcionales que lo que
simbolizaban. La puesta en escena de la vida del último gobernador espa-
ñol en Chile, de un paradójico Alonso de Ercilla patriota, de una distintiva
mujer del siglo XVII, o del guerrillero independentista Manuel Rodríguez,
lograron crear expectativas que se reflejaron en un particular éxito de taqui-
lla. Paralelamente, la representación de un pasado idealizado a partir de la
simbiosis entre la herencia española con la sabiduría indígena fue exaltada
en piezas como La ciudad encantada de Chile, de Jorge Klickmann (1892),
presentada como un drama patriótico-histórico-fantástico, y en el rescate de
dos referentes del pueblo mapuche, como el aludido Lautaro, Caupolicán,
o la reivindicación de caciques araucanos personificados en hombres de
esfuerzo.47

Consideraciones finales

La historiografía chilena ha dado cuenta de una falta de atención ha-


cia la cultura popular y los sectores medios desde el siglo XIX, reflejando
su relativización, principalmente por parte de los sectores ilustrados de la
sociedad chilena.48 Esta representaba los cánones de un sistema que se asu-
mió como válido para generalizar los intereses colectivos, apartando a otras
expresiones paralelas al consenso preestablecido por la tradición. Desde
esta perspectiva, no se ha cuestionado en profundidad qué ocurría a nivel
de prácticas cotidianas con los sujetos marginados del análisis, y tampoco
47 El Padre Padilla, Santiago, 7 de noviembre de 1895, 3. El Entre-Acto, Santiago, 12 de
agosto de 1902, 7.
48 Catalán, 1985, 87-89. Tala, 2011.

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CARLOS DONOSO ROJAS

sobre el potencial existente en sus contenidos para desarrollar un proyecto


cultural alternativo.49
La invisibilidad de la dramaturgia crítica, inserta en el contexto de des-
precio hacia manifestaciones culturales de menor valía, fue consecuencia
de la irradiación de la «civilización europea moderna», que tenía en el tea-
tro, como género y espacio material, uno de sus elementos más identitarios
e imitables.50 La idea de modernidad implícita en ella también apuntaba a
dimensionar los alcances de la actividad dramática en cuanto a su trasfondo
comercial y, ciertamente, en las expectativas que generaba. En 1888, un
crítico recordaba que, independientemente del valor abstracto de la idea de
arte, todas las manifestaciones de la actividad humana estaban sometidas a
la ley económica de la oferta y la demanda. Esto no excluía a la producción
intelectual, condicionando la libertad creativa a elementos subjetivos y de
compleja evaluación, como la calidad y el gusto del público.51
Estos factores estaban directamente relacionados con la restringida
demanda de espectáculos teatrales del período. Un cronista, al cuestionar
la ausencia de «un teatro de temáticas nacionales», se preguntaba si existía
en Chile un número suficiente de dramaturgos y actores para impulsarlo.
Bajo el supuesto de que efectivamente los había, su duda era si estos podían
fidelizar al público con temáticas variadas y de calidad, para satisfacer sus
exigencias, de modo tal de crear una demanda continua. Su conclusión fue
negativa:
Aunque tengamos autores dramáticos y aunque los actores sean de primer orden y la
censura no deje nada que desear, nos falta la vida literaria y el amor al arte en la socie-
dad. Nos falta el ambiente en que la dramática nacional puede desarrollarse y prospe-
rar. Pasado el primer entusiasmo, como la atmósfera que nos rodea no es propicia para
el drama, nos faltarían los actores y después los autores y volveríamos á quedar como
estábamos y con un desengaño más.52

La aparente decadencia de las artes dramáticas nacionales tenía com-


ponentes adicionales a considerar, que no tenían relación directa con la im-
posición hegemónica de una idea de cultura. El pago de derechos por pro-
piedad intelectual fue regulado en Chile solo a partir del año 1925. Hasta
entonces, la publicación de obras literarias y teatrales extranjeras careció de

49 Barr-Melej, 2003. Yeager, 1991. Silva Avaria, 2008.


50 Hurtado, 2007.
51 Covarrubias, 1888, 126.
52 Revista de Artes y Letras, XII, Santiago, 1888, 106.

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MARGINALIDAD Y VANGUARDIA EN LA POSGUERRA

todo tipo de control, favoreciendo la temprana difusión de textos clásicos.


Entre 1885 y 1889, la Imprenta y Librería Americana reprodujo libremente
obras de Shakespeare, Cervantes, Flaubert y Dumas, entre otros autores,
en ediciones de bajo costo. Su dueño, Carlos Lathrop, también incluyó en
su catálogo a autores españoles, como Francisco Camprodón y José Eche-
garay, y editó un número significativo de zarzuelas, alterándolas y recono-
ciendo, en algunos casos, solo los créditos de autoría musical.53 No existían
mayores objeciones frente a ello: en 1889, un autor consideraba que el ma-
yor anhelo de un literato era que se le tributase en el extranjero el honor de
traducir o editar sus escritos, pues, salvo excepciones, «nuestra literatura
está en principio i, por tanto a menester de estímulo progresar». A su juicio,
un autor extranjero no tendría por qué sentir lo contrario.54
Desde la perspectiva del empresario teatral, la idea de financiar el
montaje de una pieza teatral extranjera y de reconocido interés era más via-
ble que la de arriesgar recursos por una producción nacional, que implicaba
un pago al autor y sobre la que pesaban prejuicios de origen. El Expósito, de
Fernando Muriel Reveco (1892), una obra extraordinaria que se presentaría
en el teatro Politeama en diciembre de 1893, fue retirada del programa al no
tener espectadores en su primera función.55
Sin capacidad para afrontar la competencia, sujeto a la crítica parcial,
o al nulo apoyo del público, el teatro de creación chilena cayó en un prema-
turo descrédito. Esto también explica que entre 1894 y 1904 se representa-
sen solo tres obras líricas de doce escritas y publicadas por autores chilenos
en el período. Algunos teatros particulares, levantados en Valparaíso y San-
tiago entre 1886 y 1901 para montar espectáculos populares, no lograron
continuidad y cerraron al poco tiempo. Otros, como el Santiago o el Romea,
que intentaron innovar ofreciendo obras por tandas (muy comunes en Mé-
xico y Perú), fueron denunciados por círculos conservadores como «antros
de paganismo» y «escenarios de inmoralidad i bajas pasiones».56
Hacia el cambio de siglo, el teatro como espectáculo debió enfrentar
nuevos elementos asociados a la modernidad, y que le restaban el interés
público. Las peleas de gallos y, en particular, las corridas de toros, prohi-
bidas desde el inicio de la República, siguieron gozando de popularidad en

53 La Lira Chilena, Santiago, 6, 1899, s.p.


54 El Moscardón, Santiago, 28 de marzo de 1889, 3.
55 La Escena, Santiago, 5 de diciembre de 1893, 5.
56 Boletín de Actas y Documentos de la Ilustre Municipalidad de Santiago, 1894, 262. La
Opinión, Santiago, 22 de octubre de 1894. La Nueva República, Santiago, 28 de enero de 1899, 3.

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sectores populares y medios, ante la inacción de las autoridades. El «añejo


i sangriento espectáculo de la Edad Media»,57 denunciado reiteradamente
por la prensa, se complementó con la irrupción del boxeo y el fútbol, trans-
formándose en prácticas culturales insertas en lo que Norbert Elias deno-
minó «proceso civilizador», asociadas a nuevos mecanismos de autocontrol
social.58
El reemplazo del teatro como medio de esparcimiento se confrontó, de
modo decisivo, con la irrupción del cine. A partir de la primera proyección
cinematográfica en Chile, en agosto de 1896, gran parte de las salas del
país fueron adaptadas como biógrafos. En 1913, se registraban 51 locales
destinados al cine en Santiago, y solo el Teatro Municipal seguía orientado
a representaciones líricas y teatrales.59
La dramaturgia tradicional chilena, entendida como comedias de cos-
tumbres, zarzuelas y sainetes, hasta los años veinte se sumió en un período
de decadencia. Esto hizo que la escena nacional se mantuviese monopoli-
zada por compañías dramáticas extranjeras, fundamentalmente españolas
e italianas, relegando las presentaciones nacionales a espacios reducidos o
improvisados, pensadas para pocos actores (excepcionalmente, Certamen
Nacional Chileno, de Carlos Lathrop, 1894, puso a 36 personajes en esce-
na) y publicadas en editoriales o imprentas menores, creando un circuito
paralelo al tradicional. Víctor Domingo Silva, uno de los principales refe-
rentes teatrales de la primera mitad del siglo XX, inició su vida en escena
actuando en la comedia Por la Patria (1899), de Onofre Avendaño, presen-
tada en la Sociedad de Sastres de Santiago. Arturo Bührle, precursor del
teatro profesional chileno, actuaba en obras nacionales montadas en una
carpa junto a la Vega Central, un popular mercado del centro de la capital.
Juan Pérez Berrocal, protagonista de los primeros largometrajes naciona-
les, recordaba sus comienzos representando piezas de contenido crítico,
actuando en el patio de casas y en centros obreros y parroquiales a lo largo
del país.60
Como una paradoja a considerar, la diversificación de medios de es-
parcimiento, que condicionó el desarrollo de la dramaturgia formal chile-
na, validó la proliferación de espacios teatrales populares, con obras que
confrontaban el imaginario de bienestar creado por el cine y el deporte,

57 Ecos Teatrales, Santiago, 15 de enero de 1900, 6.


58 Elsey, 2011, 20.
59 Santa Cruz, 2005, 206-207. Villarroel, 2012, 10.
60 Sienna, 1933, 34. Pérez Berrocal, 1980, 13.

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en su función evasora. En 1912, el reconocido crítico Pedro Nolasco Cruz


advertía la existencia de un circuito teatral paralelo a la «alta comedia»,
refiriéndose a él —sin identificarlo directamente— como un medio válido
para renovar un sistema de producción teatral chileno a partir de repertorios
literariamente más ambiciosos, sostenido por actores identificados con sus
personajes, no reactivos a las exigencias del público.61
La crítica que sostenía la elite intelectual respecto al «otro teatro»,
esto es, a su falta de profesionalización y la precariedad material de las re-
presentaciones, se transformó en un sello distintivo de un género destinado,
en esencia, a denunciar sin asociarse a discursos reivindicativos. El drama-
turgo Benjamín Morgado, que inició su carrera teatral presentando piezas
de crítica social, defendía el sentido «puro y arcaico» del teatro, distante del
facilismo tradicional:
El teatro aficionado, por su misma condición de masa obrera, por el hecho de estar
más en contacto con el hombre que no espera nada de nadie, sino en su propia reivin-
dicación, su propio mejoramiento, tiene un contenido social que nadie había querido
tocar en el teatro […] El teatro aficionado debería terminar de una vez por todas con
el drama de la niña que el galán abandonó cuando iba a ser madre, para hacer un teatro
eminentemente depurado y sociológico, donde hubiera un latido, una esperanza, una
puerta abierta hacia el futuro de nuestra clase explotada.62

El carácter del teatro crítico chileno fue mutando en la medida que


la crisis social y económica se profundizó, a la vez que comenzaba a ser
permeado por posiciones ideológicas definidas, transformándose, desde
inicios de la década de 1910, en un efectivo foro político y de discusión de
ideas. Como ha propuesto María de La Luz Hurtado, a partir de entonces
su conexión con la contingencia implícita contribuyó a generar espacios de
identidad colectiva en los sectores más pujantes, combativos y autocons-
cientes del momento.63
Las transformaciones impulsadas por el teatro crítico, en función de la
coyuntura histórica del período, permiten establecer un nexo directo con la
aparición, en 1913, de la Compañía Dramática Nacional, la primera instan-
cia formal creada para mostrar un repertorio chileno con intérpretes locales,
bajo criterios comerciales.64 La formación de la Compañía coincidió con el
estreno, ese año, de Un hombre, de Adolfo Urzúa Rozas (1911, publicado
61 El Diario Ilustrado, Santiago, 2 de agosto de 1912, 9.
62 Morgado, 1943, 10.
63 Hurtado, 2011, 36.
64 Bravo-Elizondo, 1982, 100-101.

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en 1914), y La vuelta de héroe, de Braulio Rodríguez López (1912), dos


piezas que representan, con una simple crudeza, la decadencia de un país
envilecido a partir del triunfo en la Guerra del Pacífico, y los profundos
conflictos que derivaron en los años que siguieron a la Revolución de 1891.
La publicación y montaje de estas piezas, seguidas de un apasionado debate
asociado a la crisis social de su época, a nuestro juicio, marcan la transición
hacia un teatro que, desde entonces, asumirá un discurso abiertamente con-
frontacional, abriéndose a opciones ideológicas inclusivas. De este vínculo
emergerá, a inicios de los años veinte, el Teatro Social Chileno, un género
literario en sí mismo, cuya influencia en el desarrollo de la dramaturgia
nacional se extiende hasta hoy.
Recibido el 11 de abril de 2016
Segunda versión el 25 de octubre de 2016
Aceptado el 3 de noviembre de 2016

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