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Hasta anoche, andando por las calles mojadas de Vallcarca, no comprendí que nacer en esa familia había sido un

error imperdonable. De repente había entendido que siempre había estado solo, que nunca había podido contar con
los padres ni con un Dios al que encargar la búsqueda de soluciones aunque, a medida que crecía, me hubiera
acostumbrado a delegar en creencias imprecisas y en lecturas muy diversas el peso del pensamiento y la
responsabilidad de mis actos. Ayer martes por la noche, volviendo de casa de Dalmau, mientras tomaba el
chubasco, llegué a la conclusión de que esta carga me pertenece sólo a mí. Y que mis aciertos y mis errores son
responsabilidad mía y sólo mía. Me han hecho falta sesenta años para verlo. Espero que me entiendas y que
comprendas que me siento desamparado, solo y absolutamente añorado de ti. Pese a la distancia que nos separa,
tú me sirves de ejemplo. A pesar del pánico, ahora ya no acepto ninguna madera para flotar. A pesar algunas
insinuaciones, me mantengo sin creencias, sin sacerdotes, sin códigos consensuados que me alisen el camino
hacia no sé dónde. Me siento viejo, y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil
negro y me invita, con un gesto educado, a proseguir la partida. Sabe que voy muy corto de peones. Sin embargo,
todavía no es al día siguiente y miro qué pieza puedo mover. Soy yo solo frente al papel, mi última
oportunidad. No te fíes mucho de mí. En este género tan proclive a la mentira cómo es el recuerdo escrito para
un solo lector, sé que tenderé a caer siempre con las cuatro patas en tierra, como los gatos; pero haré un
esfuerzo por no inventar mucho. Todo fue así y peor. Ya sé que tenía que haberte hablado hace tiempo; pero es
difícil y ahora mismo no sé cómo pondremos.
Todo empezó, en el fondo, hace más de quinientos años, cuando ese hombre atormentado decidió pedir el ingreso
en el monasterio de Sant Pere del Burgal. Si no lo hubiera hecho, o si el padre prior dom Josep de Sant
Bartomeu se hubiera mantenido en la negativa, ahora no te estaría explicando todo esto que quiero contarte.
Pero no soy capaz de remontarme tan allá. Empezaré más acá. Mucho más acá.
–El padre... A ver, hijo mío.. Al padre...

No, no; tampoco quiero empezar por ahí, no. Es mejor empezar por el despacho desde donde estoy escribiendo,
delante de tu impresionante autorretrato. El despacho es
mi mundo, mi vida, mi universo donde cabe casi todo excepto el amor. Cuando yo corría por el piso con pantalón
corto y las manos llenas de penellones por el
frío de los otoños y los inviernos, tenía vedada la entrada si no era en momentos puntuales. Si no, lo tenía
que hacer de forma clandestina. Me conocía todos los rincones, y durante unos años tuve una plaza fortificada y
secreta tras el sofá, que debía desmantelar después de cada incursión porque Lola Xica no me la
descubriera cuando pasara la bayeta. Pero siempre que entraba legalmente tenía que comportarme como si
estuviera de visita, con las manos detrás mientras papá
me enseñaba el último manuscrito que he encontrado en una tienda depauperada de Berlín, fíjate, y alerta donde
pones las manos, que no quiero tener que regañarte. Adrià se va inclinar sobre el manuscrito, muy curioso.

–Es en alemán, ¿no? –adelantando la mano, como quien no quiere.


–Pst! ¡La vista a los dedos! –Le golpeó la mano–: Qué decías?
–Que es en alemán, ¿no? –frotándose la mano dolorida.
–Sí.
–Yo quiero aprender alemán.
Fèlix Ardèvol miró con orgullo a su hijo y le dijo pronto podrás empezar a aprender, hijo mío.
De hecho, no era un manuscrito sino un paquete de folios marrones: en la primera hoja, con una letra muy
historiada ponía Der bregabene Leuchter. Eine Legende.

–¿Quién es, Stefan Zweig?


El padre, con la lupa en la mano, distraído mirando una corrección al margen que existía en el primer párrafo,
en vez de decirme un escritor, hijo mío, sólo
me comentó pues mira, un tipo que se suicidó en Brasil a diez o doce años. Durante mucho tiempo lo único que
supe de Stefan Zweig era que era un tipo que se había suicidado en Brasil hacía diez o doce, o trece, catorce o
quince años, hasta que pude leer el manuscrito y supe un poco quién era.

Y entonces se acabó la visita y Adrià salió del 16 despacho con la recomendación de no hacer nada de ruido: en
casa nunca se podía ni correr ni gritar ni charlar la lengua porque si el padre no estaba estudiando un
manuscrito con la lupa, estaba repasando el inventario de mapas medievales o pensando dónde tratar de encontrar
nuevas adquisiciones de cualquier objeto que le hiciera temblar los dedos. Lo único que podía hacer que
produjera ruido, en la mi cuarto, era estudiar el violín.

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