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LA DOBLE AUSENCIA
De las ilusiones del emigrado a
los padecimientos del inmigrado
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La doble ausencia: De las ilusiones del emigrado a los padecimientos del
inmigrado / Abdelmalek Sayad; prefacio de Pieire Bourdieu. — Rubí
(Barcelona): Anthropos Editorial, 2010
429 p .; 20 cm. (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales ; 77)
Bibliografía p. 417-424. Indices
ISBN 978-84-7658-983-0
1. Emigración e inmigración - Aspectos sociales 2. Sociología de las migraciones
3. Inmigrantes - Francia I. Bourdieu, Pierre, pref. II. Título HL Colección
3. Puesto que no hay nada en el hecho de la emigración ni, por otra parte,
en el hecho de la inmigración que no se pueda enunciar sin constituir al
mismo tiempo un acto de denuncia, muchos datos, incluso aquellos que po
dríamos calificar de científicos, de producidos o utilizados por la ciencia, no
escapan a la lógica del discurso mantenido para justificar y legitimar el fenó
meno o, al contrario, para condenar y denunciar su ilegitimidad.
LA FALTA ORIGINAL Y LA MENTIRA COLECTIVA
Quedarse o irse...
Irse o quedarse...
Estribillo
Mi corazón, sin embargo, reflexiona
Si debe quedarse o irse,
Si debe irse o quedarse;
Ni se ha ido ni se ha quedado,
Ni se ha quedado ni se ha ido.
Su enfermedad se ha hecho crónica,
Y su vida, desdichado, pende de un hilo.
Me ha pedido consejo. Le he dicho que se quede
Mientras que él quería irse;
Le he dicho, entonces, que se fuera
Mientras que él quería quedarse.
Le he dicho que se fuera, y él se quería quedar;
Le he dicho que se quedara, y él se quería ir.
Si tuviera un guía se quedaría o se iría.
Espero a ver si cambia de opinión,
Si se queda o si se va.
Le he dicho, entonces, que se quede,
Él me responde es a ti a quien le corresponde irse.
Cuando le digo que se vaya, se quiere quedar;
Cuando le digo que se quede, se quiere ir.
Cuando le aconsejo, ya hable o me calle,
Él no sabe si debe quedarse o irse.
Un día se fue pero con el pensamiento
Y ha vuelto antes de haber partido..
Nuestro derecho no ha regulado ni decidido nada,
Nuestra suerte es poca.
Si me fuera, quiere quedarse
Si me quedara, quiere irse
En tanto que yo permanezco perplejo
Él sangra por sus heridas.
S u m a n Azzem
Cantautor cabileño y narrador de la emigración
Todo estudio de los fenómenos migratorios que descuide las
condiciones de origen de los emigrados está condenado a no dar
más que una visión a la vez parcial y etnocéntrica del fenómeno
migratorio: como si, por una parte, su existencia comenzara en
el momento en que llega a Francia, de manera que es al inmi
grante —y sólo a él— y no al emigrado a quien se toma en cuenta;
y, por otra parte, la problemática abordada explícita e implícita
mente es siempre la de la adaptación a la sociedad de «acogida».
En consecuencia, y por muy útiles que sean,1los análisis del uni
verso de los inmigrados corren el riesgo de encerrarse en dos
discursos tan abstractos y tan reductores uno como otro, que las
conductas de los emigrados, referidas a las conductas, así cons
tituidas en normas, de la sociedad dominante que es la sociedad
de inmigración, no pueden aparecer sino como «faltas», no que
dando, para explicarlas, más que imputarlas o bien a las condi
ciones de existencia, que se tienen de este modo como responsa
bles de comportamientos «disfuncionales», o bien a las caracte
rísticas socioculturales de origen, si bien ;en este caso son
consideradas genéricamente como una simplé herencia cultural
y tratadas como «frenos», como «obstáculos», que se oponen al
proceso de adaptación al nuevo entorno social.
En lugar de dedicarse a explicar la situación de los emigrados
(en realidad, de los inmigrados), única y exclusivamente, por la
historia de su estancia en Francia,2 hay que tomar por objeto la
1. En efecto, estos análisis, que han contribuido á suministrar un buen
conocimiento de las condiciones de vida de los inmigrados en Francia (sobre
todo de las condiciones de trabajo y de alojamiento), se han extendido re
cientemente a dominios nuevos como los problemas de formación profesio
nal o cultural, las prácticas culturales o las actitudes políticas (el compromi
so político de los inmigrados, su actitud respecto a loS sindicatos, respecto a
las huelgas y las diferentes formas de acción y de reivindicación específicas,
incluso respecto a los regímenes políticos de origen o de sus representaciones
diplomáticas). Se encontrará un balance crítico de esta literatura en A. Sa-
yad, «Tendances et courants des publications en sciences sociales sur l’im-
migration en Francia depuis 1960», Current Sociology, vol. 32, n.° 3, invierno
de 1984, pp. 219-304.
2. Esta tendencia ha conducido a producir alrededor del tema de la adap
tación de los inmigrados a las condiciones de trabajo y de vida en Francia
numerosas tautologías del tipo: si algunos inmigrados parecen relativamen
te privilegiados con relación a otros (en el empleo, en el alojamiento, etc.) es,
se dice, porque están mejor «adaptados» a la sociedad francesa, siendo su
«éxito» un indicio de esta buena «adaptación»; e inversamente, si están me
jor «adaptados» a la sociedad francesa—siendo el criterio, a grandes rasgos,
relación entre el sistema de disposiciones de los emigrados y el
conjunto de los mecanismos a los qué están sometidos como efec
to de la emigración. No se puede comprender plenamente esta
relación más que a condición de interrogarse acerca de los proce
sos diferenciados que los han llevado a su posición actual y cuyo
origen se debe buscar fuera de la emigración. Únicamente las tra
yectorias emigrantes reconstituidas íntegramente pueden dar cuen
ta del sistema completo de determinaciones que, habiendo actua
do antes de la emigración y siguiendo actuando, con una forma
modificada, durante la inmigración, han llevado al emigrado a la
actual situación. En pocas palabras, para poder ser explicadas
por completo, las diferencias así registradas en la actual situación
exigirían ser relacionadas al mismo tiempo tanto con las condi
ciones de vida y de trabajo en Francia como con las diferencias
que, micialmente, es decir, con anterioridad e independencia res
pecto a la emigración, ya distinguían a los emigrados y a los gru
pos de emigrados. A grandes rasgos, a través de cada una de esas
trayectorias, donde el periodo de inmigración no es más que una
fase, se construyen dos sistemas mutuamente solidarios de varia
bles: por una parte, las variables que podrían denominarse de ori
gen, es decir, precisamente ese conjunto de características socia
les, de disposiciones y aptitudes socialmente determinadas del que
los emigrados ya eran portadores antes de su entrada en Francia
(características que permitían apreciar la posición que el emigra
do ocupaba en su grupo de origen, tales como el origen geográfico
y/o social, características económicas y sociales de su grupo, acti
tud del grupo, del propio sujeto a la luz del fenómeno migratorio,
tal como se establece por la tradición local de emigración, etc.); y,
por otra parte, las variables resultantes, es decir, las diferencias
que separan a los inmigrados (en sus condiciones de trabajo, há
bitat, etc.) en la propia Francia. La confrontación de estas dos
series de variables, tal como puede ser realizada tras la reconstitu
ción y el análisis de cierto número de biografías de emigrados
elegidos en razón de la ejemplaridad de su itinerario en la emigra
la adopción de cierto número de comportamientos, a menudo superficiales,
considerados significativos de los cambios que se han producido en el siste
ma de las prácticas del inmigrado—, es porque conocen mejores condicio
nes de existencia, es decir, tienen un mejor empleo, un mejor alojamiento o,
lo que viene a ser lo mismo, saben sacar mejor partido de las posibilidades
que les ofrece la sociedad de acogida.
ción, ha permitido establecer cómo unas se retraducen en las otras,
lo que ha llevado a romper con la representación demasiado fácil
mente admitida de una inmigración homogénea, indiferenciada,
sometida paralelamente a las mismas acciones y los mismos me
canismos.
Reintroducir las trayectorias al completo supone asimismo
romper con la imagen «eternizada» de la inmigración que, en el
mejor de los casos, ha sido adecuada en el pasado para un esta
do bien distinto de la inmigración. De hecho, aún continúa apli
cándose a todos los inmigrados la imagen estereotipada de la
noria:3la inmigración sería un movimiento que llevaría a Fran
cia —y retomaría de Francia— en una renovación continua a
hombres siempre nuevos (aun cuando no se trate ya ni de su
primera emigración ni de su primera estancia en Francia) y siem
pre idénticos, fijando así de una vez por todas al inmigrado en la
imagen del hombre de campo (o del campesino) que emigra solo
(Le., sin familia) y por un periodo necesariamente limitado.
Esta representación, que ciertamente ha respondido a la ver
dad, al menos en parte, en los comienzos de la emigración arge
lina a Francia (probablemente hasta los años 1945-1950, con tal
de desdeñar las diferencias entre las regiones o en una misma
región entre los grupos separados por su historia reciente) ha
dejado de corresponderse —con algunas pocas excepciones—
con la emigración actual. Si sobrevive a pesar de los desmenti
dos que le infringe la realidad se debe a que ofrece la ventaja de
tranquilizar a todo el mundo, sea la sociedad de acogida, el país
(o los grupos) de origen o los propios emigrados. En efecto, unos
y otros tienen interés en mantener de este modo la ilusión re
trospectiva de una emigración relativamente inofensiva, que no
perturba orden alguno: ni el orden campesino de la sociedad de
origen que, para garantizar su salvaguarda y su perpetuación, se
ve obligada a «delegar» en algunos de sus miembros la función
de emigrar, ni el orden moral, político y social del país de acogi
da que puede así recibir y utilizar a los emigrados tanto más
3. Es esta representación de la emigración la que está implícitamente
contenida en la manera de establecer las «estadísticas de la inmigración»
que miden el volumen de los «flujos» (el número de inmigrados que entran
en Francia) y de los «reflujos» (el número de inmigrados que salen de Fran
cia), sin preguntarse nunca sobre la naturaleza y la composición de estos
saldos cuando son positivos.
fácilmente y en número cada vez mayor cuanto más se autoriza
a tratarlos como si no hicieran más que «transitar»; ni el orden
de los emigrados mismos que, divididos entre dos países, dos
universos sociales, dos condiciones absolutamente divergentes,
se esfuerzan por enmascarar, también a sí mismos, las contra
dicciones de su situación, convenciéndose de su carácter provi
sional, aun cuando ésta tenga todos los visos de ser definitiva o
de cubrir toda la vida activa. Dado que oculta los efectos indirec
tos y diferidos del fenómeno migratorio (es decir, los efectos a
menudo negativos) para no retener más que las ventajas inme
diatas, la imagen de la emigración como «rotación» continua
ejerce en cada cual un fuerte poder de seducción. La sociedad de
acogida tiene la convicción de poder disponer eternamente de
trabajadores (hombres solos, con la edad y las condiciones físi
cas para comenzar a trabajar de inmediato) sin tener que «pa
gar» por ello (o muy poco) en términos de problemas sociales; la
sociedad de origen cree poder procurarse indefinidamente los
recursos monetarios que precisa, sin que de ello se derive la me
nor alteración; y los emigrados están persuadidos de cumplir las
obligaciones respecto a su grupo (mientras están separados de
él), su tierra (mientras trabajan en una fábrica) y su condición
de campesinos (mientras se hacen obreros) sin por ello tener el
sentimiento de estar renegando de sí.
Una «misión»
«Toda mi vida está aquí [muestra una gruesa carpeta que con
tiene nóminas, certificados de trabajo, hojas de servicios, cartas
de la Seguridad Social y de la caja de jubilación, papeles que no
ha dejado, durante toda la entrevista, de ordenar en su carpeta
para retirarlos un instante después]. Todo está aquí dentro; mi
trabajo, mi sudor, mi sangre. Sí, mi sangre, porque en ocasiones
he sangrado, cuando me he herido. No he parado con el fin de
12. Para estar completo, no es únicamente por la proporción de las rentas
transferidas a la familia, por la manera en la que se realizan los ahorros y se
hacen los envíos, por lo que se distinguen los emigrados de las diferentes
«edades» de la emigración, sino que es por toda la estructura de su presu
puesto y por todo el sistema de sus gastos por lo que se diferencian.
reunir todo esto, y creía que me lo iban a robar, que se me iban a
comer todo mi trabajo. [...] Aquí hay 23 años de trabajo; y toda
vía me han robado, como mínimo, 4 años. Los primeros años no
había nada de esto y nosotros no sabíamos todas estas cosas: has
trabajado, aquí tienes tu dinero y allá te las compongas. [...] Menos
mal que he sido precavido —desde que soy [hombre], he guarda
do siempre mis papeles— y eso que es algo aparente, porque
ellos también conservan todo, se acuerdan de todo, y no pierdes
ni una sola jomada [de trabajo] si aparece en el registro. Sin eso
todo se habría desvanecido; así es como perdí los primeros años
[de trabajo]. ¡Mi Francia se hubiera reducido a nada, no hubiera
sacado nada de ella! Sería como si no hubiera venido nunca,
como si no hubiera trabajado nunca, como si no me hubiera
esforzado. ¡Dios protegió mis fatigas! No quiso que se perdieran.
[...] Está bien guardar todos estos papeles: los buenos y los ma
los, pues no se sabe nunca, y ya que no sabes cuál tienes que
guardar, los guardas todos. [...] Está bien conservar las cosas, es
una precaución [...]; no sabes nunca lo que te puede pasar maña
na. El papel que tiras hoy igual es el que necesitarás mañana
[...]» (antiguo emigrado de 63 años, que reside en Francia tem
poralmente a la espera de la liquidación de su jubilación, en el
mismo hotel en el que había vivido cuando era obrero, y donde se
ha encontrado, como dice él, «tal vez no exactamente con las mis
mas personas que en el pasado, pero sí con süs hijos, puesto que
todo está como estaba: las paredes, los propietarios, los clientes»).
La emigración al cambiar de significadoiy de función, ha te
nido que reorganizarse de arriba abajo: de; una generación de
emigrados a otra han cambiado las modalidades de permanen
cia en Francia y, en consecuencia, las relaciones con la emigra
ción misma, con la condición de emigrado y también con el país
de origen. Los periodos de permanencia han ido alargándose
hasta convertirse en casi permanentes,13entrecortados solamen
13. J.J. Rager (administrador de un municipio mixto en Argelia), caracte
rizaba ya al emigrado argelino, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial,
«como un trabajador que se instala en Francia durante un largo periodo de
tiempo, entrecortado por retornos frecuentes a su país de origen donde ven
drá a terminar sus días» (iLes miisulmans algéiieits en France et dans les pays
islamiques, Université d’Alger, Argel, 1950, p. 126). A falta de datos correcta
mente recogidos (pues no concuerdan ni sobre la definición de la primera
emigración y los retomos a considerar, ni sobre las fechas de una y otros) y
válidos para el conjunto de emigrados sobre unos periodos relativamente
te por esos breves periodos que son las vacaciones anuales. Co
rrelativamente, los retornos a su lugar de origen, sometidos en
adelante al calendario de la actividad industrial, se hacen cada
vez más regular y frecuentemente en el momento de las vacacio
nes y por la duración de las vacaciones.
«Has venido a Francia por un tiempo, haces como si estuvie
ras allá por algún tiempo, que es algo provisional, pero un año
tras otro hacen 5 años, 10 años, 20 años y hete aquí ¡la jubilación!
Cuando haces la cuenta, es toda nuestra existencia. De 30 años,
o 25, si se quedan hasta la jubilación aquí, cuántos han vivido, lo
que yo llamo vivido —un mes sobre 12, trabajar 11 meses para
vivir un mes—, pero vivir en medio de su familia, cerca de los
suyos, de sus hijos y de su mujer. Haciendo la media de 12 meses
en 12 años, el [emigrado] habría vivido un mes, un año en su
casa, el duodécimo. Es esto lo que hay que decir» (S.B.).
Al dotar al emigrado, que no es ya un «campesino» ni tampoco
un «obrero», de un empleo real y duradero, la emigración le pro
cura, desde luego, no sólo ganancias en dinero sino que le confiere
también un estatuto definido. La aspiración al «oficio» (Le., para
muchos a la emigración), además de su significación económica,
es también una aspiración a un estatuto susceptible de ser nom
brado y capaz de arrancar al campesino «descampesinizado» de
la indefinición que caracteriza su posición: ni fellah tradicional,
totalmente ocupado, ni trabajador asalariado definido por la acti
largos, las evaluaciones en cuanto a la duración de la permanencia en Fran
cia cambian según los autores: 4 años como máximo según Rager; entre un
año y medio y 2 años según Montagne (L’Afrique et l'Asie, n.° 22,1953, p. 13);
entre 3 y 4 años para los obreros de las fábricas Renault según Andrée Mi-
chel (Les travailleurs algériens en France, CNRS, París, 1957, p. 177). Queda
patente que la tendencia general es a un alargamiento progresivo de los pe
riodos de emigración: «En 1954, se estimaba que un emigrado permanecía
de media de 3 a 4 años en Francia antes de volver a su país. En nuestros días
(en 1962), la duración es netamente superior (10 años)... Nuestra emigración
tiende a convertirse en una emigración que abarca toda la vida activa, lo que
significa una permanencia en el extranjero entre 20 y 30 años» (Seminario
Nacional sobre la Emigración, Argel, agosto de 1966, p. 40). Esta evolución
ha sido confirmada por el censo de 1968 que muestra que casi el 30 % de la
población argelina censada (incluyendo a las mujeres) reside en Francia des
de hace al menos 13 años (emigración anterior a 1955), un 13,5 % desde
hace al menos 18 años; y más recientemente, otra evaluación mostraba que
más del 32 % de los argelinos llevan viviendo más de 16 años de manera inin
terrumpida en Francia (según las estadísticas proporcionadas por la Amicale
des Algériens en France, Revuede la Formation Permanente, mayo de 1975).
vidad que ejerce, ni verdaderamente desempleado, sino al partici
par un poco de todos estos estados, vive con un intenso sentimien
to de malestar la ambigüedad de un estatuto que no tiene defini
ción legítima. Al no tener (y lo saben) las aptitudes necesarias o
requeridas para imponerse en Argelia en un mercado de trabajo
extremadamente restrictivo y dominado por la competencia de
los trabajadores (o desempleados) urbanos, la gente del campo
emigrada a Francia de la segunda «generación» saben —no por
experiencia directa sino por costumbre y por ton sentido social de
lo que está a su alcance— que su única posibilidad de encontrar
un verdadero empleo pasa por emigrar a Francia.
El convencimiento de no poder encontrar en Argelia el tan
deseado trabajo es tan fuerte entre los campesinos «desruraliza-
dos» candidatos a la emigración que les impide buscarlo o, me
jor, les prohíbe hasta la idea misma de buscarlo in situ antes de
emigrar. Ninguno de los emigrados entrevistados había intenta
do o se había visto tentado a buscar en Argelia un trabajo en la
ciudad. E, incluso más tarde, cuando vuelven a su país de forma
regular y frecuente (a lo sumo, cada 2 años), sólo algunos —6 de
280— habían presentado realmente, al menos una vez, su candi
datura a un empleo dirigiéndose directamente o por escrito a un
eventual empleador, mientras que otros 19 emigrados solamen
te habían «buscado para tranquilizar su conciencia», es decir,
contando a su alrededor que les gustaría «poder encontrar un
trabajo para poderse quedar y no tener que volver a Francia» o
aun poniéndose en manos de un intermediario «familiar, amigo
o compatriota bien situado para procurar trabajo»)
«Argelia, país del paro», «En Argelia no hay traíbajo, no hay
fábricas»: «Argelia, donde los brazos son demasiado numerosos,
tan numerosos que no hay trabajo para ellos» o incluso «cuando
no cuentas con nada, cuando no tienes un oficio, cuándo no sabes
hacer nada, no vas a presentarte en Argel para encontrar trabajo
[...]; vienes a Francia [...]. En Francia hay trabajo, eso todo el mundo
lo sabe; nunca oirás decir que fulano se ha ido, o que zutano o
mengano no trabajan, que están en paro. Eso no pasa [...]. Enton
ces, te vienes a Francia: tu hermano, tu vecino, todos los de tu
pueblo, todos los de tu edad —te pareces a ellos, ellos se parecen a
ti—, todos encuentran trabajo en Francia, tú también vienes a
Francia y estás seguro de encontrar trabajo [...]. En Argel, no tie
nes esta seguridad. ¿Cómo estar seguro, cuando nadie [nadie que
conozcas] ha encontrado trabajo? En mi pueblo, no he oído nun
ca decir que alguien haya encontrado trabajo: [alguien], desde lue
go, como yo; si es "hijo de la ciudad", si es instruido, si tiene un
oficio, así claro que lo encontrará» (emigrado de origen rural pero
escolarizado en francés durante 5 años seguidos; llegado a Fran
cia en 1954 con 21 años, más tarde, en 1957, llegó su familia, llegó
su esposa y una hija. Apenas ha vuelto cuatro veces a su pueblo,
dos veces solo, antes y después de que hubiera emigrado su fami
lia, y dos veces con su familia).
El alargamiento y la continuidad de los tiempos pasados en
Francia, el ritmo de los retornos y la calidad de las estancias
efectuadas en el país aportan, de ser necesario, la prueba de la
subordinación de la vida económica y social de las comunidades
rurales de origen a la actividad industrial del país que utiliza los
servicios de los emigrados. La integración económica de los emi
grados en el mercado de la sociedad de acogida se manifiesta de
mil maneras siendo las más significativas, por un lado, la actitud
de los emigrados respecto a su trabajo, a su oficio y todo lo que
participa en ello, y, por otro lado, los esfuerzos por los cuales
traicionan la conciencia que tienen de su nueva identidad social
—o al menos de la búsqueda de esta nueva identidad— definida,
esta vez, más por la calidad de trabajador (por tanto de inmigra
do) que por la calidad de campesino emigrado.
«[...] Las nóminas, las nóminas, ¡sólo existe eso! Allí donde
te presentes, ¡no te piden otra cosa! [...] Como si tuvieran mie
do de que te les comas el pan, el pan que no te has ganado.
¡Menuda confianza! Es increíble la confianza que hay en esta
sociedad, ¡lo que se confía en los trabajadores! ¡Dejémoslo es
tar! Pero es que con nosotros los inmigrados, es algo que lo
supera todo: con nosotros, enseguida aparece ía sospecha, y no
sólo por una cuestión legal. Es más que la cuestión legal. Con
nosotros hay que demostrar que te ganas tu dinero, o si no es
que lo robas y te conviertes en sospechoso; hay que demostrar
les que tienes para vivir, o si no es que robas o mendigas, y en
los dos casos es lo mismo; no se acepta, sobre todo cuando se
es un inmigrado. Un extranjero, un inmigrado, está hecho para
trabajar; un inmigrado que no trabaja, ¿qué utilidad tiene? ¿Para
qué sirve? ¿Qué pinta aquí? [...] Vas a correos a enviar tu dine
ro y tienes que demostrar que lo has ganado, lo que quiere de
cir que no lo has robado; en la Seguridad Social tienes que
demostrar que trabajas. Creo que hasta para morirte en Fran
cia tienes que demostrar que has trabajado, que te has muerto
trabajando. [...] Cuando no te mueres por accidente, es necesa
rio que encuentren entre tus cosas tus nóminas, si no tú no
tienes derecho a morirte. Entonces, ¿qué eres aquí? No eres
más que una nómina al mes. Sin nómina no te aceptan; no
confían en ti; las nóminas son para eso: tienes que demostrar
que trabajas, que has trabajado para ellos, sin lo cual te con
viertes en sospechoso de vivir a sus expensas [...]» (emigrado
de 28 años; en Francia desde hace 3 años solamente; escolari-
zado hasta un nivel relativamente alto [3 años de enseñanza
secundaria]; empleado en el sector terciario, en una compañía
de seguros donde trabaja a la vez de peón y;de empleado de
oficina: «cuando tengo que bajar a los archivos para ordenar
paquetes, eso es un trabajo de peón [...]; cuando tengo que ayu
dar en las oficinas, eso es un trabajo de plumilla, ¡un trabajo
intelectual! Es así, hay que hacer de todo [...]»).
Conscientes de que deben insertarse más activamente en el
mundo profesional al que están consagrados en Francia, los
emigrados actuales han tenido que modificar completamente su
actitud, sobre todo y principalmente con relación al trabajo. Al
revés que sus mayores, han adoptado una relación más estrecha
y más «interesada» que se traduce en una mayor estabilidad en
el trabajo o en la empresa14 (o, en su defecto, en el sector de
actividad) y también en la localidad de residencia,15 y prestan
14. En las fabricas Renault —empresa que ofrece, ;es verdad, numerosas
ventajas relativas (ambiente de trabajo general, protección social, sindicatos,
condiciones de trabajo y de remuneración, etc.)—, la antigüedad media de la
mano de obra argelina era a 1 de enero de 1968 de 7 u 8 años, aunque el 39 %de
los efectivos contaba con más de 11 años de servicios.
15. De manera general, a medida que aumenta la antigüedad de la emi
gración, a medida que disminuye el ritmo de las idas y venidas de los emigra
dos entre Francia y su país de origen, la relativa «movilidad» profesional y
geográfica de los trabajadores inmigrados tiende a reducirse. La emigración
familiar que no es totalmente independiente de esta evolución acrecienta
más esta estabilidad: «Cuando tienes a tus hijos aquí tienes que pensar en
ellos, pues ya no es lo mismo: [...] ya no puedes ser "superficial", como si
una mayor atención (relativamente y dentro de los estrechos lí
mites autorizados por su situación de emigrado) a la actividad
profesional, a la «carrera», a las ventajas relacionadas con la an
tigüedad, al tipo de remuneración y a su cálculo, a la vida de la
empresa, a las actividades sociales o sindicales, a las posibilida
des de promoción, etc.
En el aprendizaje de la mentalidad de cálculo que favorece la
experiencia del trabajo asalariado y de la vida en Francia, el cálcu
lo de las horas extraordinarias —se comprende fácilmente— des
empeña un papel importante. Al contribuir en gran parte a los
ingresos mensuales globales, y al ser responsables en lo esencial
de las variaciones que padece el salario, las horas extraordinarias
son objeto de una atención minuciosa y perseverante por parte de
todos los emigrados, incluso de los analfabetos, y sobre todo de
los analfabetos se podría decir.16
Cuando las horas extraordinarias se reducen o desparecen
es, a menudo, hasta un cuarto de su valor lo que el salario men
sual se encuentra reducido, así como también la adopción de la
disposición al cálculo, que atraviesa, de parte a parte, el trabajo
asalariado, no se adquiere de forma abstracta (o intelectual), sino
a través de una dura experiencia que se renueva día a día (quin
cena a quincena, mes a mes) con o sin horas extras, puesto que
hay quincenas o meses que son más «escasos» que otros, y cada
vez que esto pasa, se restringe o desaparece el envío previsto
para la familia, «hay que apretarse un agujero más del cinturón
ese mes». A reserva de ciertas condiciones salariales y de cualifi
cación uno se puede abstener, como atestiguan las palabras de
este emigrado, de tener que recurrir a las horas extras. «[...] Alas
horas extras no puedo ni verlas. Sólo benefician al patrón. Hay
estuvieras solo en Francia, no puedes parar de trabajar, no puedes ni incluso
¡cambiar de trabajo! Y, ¿si caes en el paro? No puedes ni siquiera pasar una
noche fuera de casa, pues ¿dejarás a tu mujer y a tus hijos solos en un país
extranjero? Entre aquel que.está sólo y aquel que está con elfamilia [la fami
lia] hay una gran diferencia».
16. Aunque analfabetos, casi de manera unánime (93 %) los emigrados
entrevistados declaran «comprobar su nómina» y verificar en particular si el
montante percibido se corresponde con la suma que ahí figura y si el número
de horas trabajadas se ajusta: el 30 % realizan esta verificación por sí mis
mos corriendo el riesgo de tener que requerir ayuda o de tener que «pregun
tar» cuando encuentran dificultades o tienen alguna duda; el 50 % se hacen
«explicar» su nómina.
que ser idiota, idiota como un obrero o como un inmigrado [ri
sas] para pensar que te puedes hacer rico con ellas [...]. Sí, los
nuestros van detrás de las horas extras: viven gracias a ellas, con
los sueldos de miseria que tienen como peones de la construc
ción: 160.000,180.000, nunca 200.000. Ellos tienen también que
vivir y se agarran a las horas extras para enviar dinero a casa
[...]. Pero ésa no es la solución. Por otra parte, las horas extras,
son para los peones, para los OS, y no será alguien como yo
quien hará horas extras. [...] Ahí tienen sus horas extras, hay que
vivir y el trabajo no es únicamente para ganar dinero [...]» (emi
grado de 30 años, escolarizado aunque de origen rural, cuenta
con 2 años de enseñanza profesional en Argelia y con formación
de electromecánico en Francia; obrero cualificado, con un sala
rio mensual entre 3.000 y 3.200 francos; soltero; casi no envía di
nero a Argelia; pasa sus vacaciones anuales en países europeos,
habiendo visitado Italia, España, las islas Baleares y Austria; y
para una vez que decidió ir de vacaciones 25 días a Argelia, pasó
en el camino de regreso 17 días en Marruecos)!
A medida que el contacto de los emigrados! con la organiza
ción social del trabajo en la fábrica se prolonga y se intensifica, y
que los determinismos inscritos en el trabajo por cuenta ajena se
hacen cada vez más pesados, es una nueva identidad social la
que se les impone. La antigua identidad que, a pesar de la emi
gración, permanece indisociable de su pertenéncia al grupo de
origen, a la condición campesina y al sistema de valores del que
es solidario, viene a ser sustituida por otra manera de definirse,
por otra representación de sí mismo basada eh antiguos esque
mas de percepción y de apreciación que reinterpreta en cada
momento.17La mediación responsable de dicha conversión pa
rece ser «efecto», en primer lugar, de las nóminas que, a ojos de
los emigrados, encaman y simbolizan su nueva condición de obre
ros o más exactamente de emigrados «instalados» en la condi
ción de emigrado.
17. Las nóminas se convierten en «productos» —o, por lo menos, se habla
de ellas en esos términos— que conviene reservar, que conviene constituir en
provisiones con el fin de asegurarse el futuro: «mi jubilación, mis hijos, es
eso (las nóminas). Mi jubilación es lo primero de todo. Cuando la tenga,
nadie me la podrá quitar mientras que con la descendencia de ahora tú no
puedes contar con ella: si es "recta" (literalmente: lícita), te tira un trozo de
pan y aun hace falta que lo mendigues».
Más allá de la relación con el trabajo, lo que se ha transforma
do es toda la relación del emigrado respecto a la sociedad france
sa (al menos tal como le es accesible). Al contrario de su predece
sor, que era confinado y se confinaba por deseo propio en el «uni
verso-refugio» formado por los emigrados y que sobresalía por
mantener comportamientos de «reserva» o de autosegregación,
el nuevo emigrado, relativamente más «integrado», al menos en
la condición obrera, se ve forzado a una confrontación (relativa
mente) más estrecha con la sociedad francesa. La diferencia en
tre estas dos actitudes reside en la diferente percepción que los
emigrados de una y otra «edad» tienen de su posición en la emi
gración, al igual que en las reacciones que sus comportamientos
exigen por parte de la sociedad francesa: si la «prudencia» (o ese
sentido social de los límites que, en ciertas condiciones, es como
la propiedad específica de los dominados) de uno tiene por efec
to prevenir el racismo (al menos en su forma más manifiesta), la
audacia (social) del otro le predispone para tener una experien
cia más aguda y más frecuente del racismo.
Segregación y autosegregación
«[...] Como hace todo el mundo, hay que pasar por tonto, pare
cer más tonto de lo que eres: cierras los ojos y no ves nada; te tapas
las orejas y no oyes nada. Este racismo tiene una solución: que
darte en tu casa, mantenerte dentro de tus límites, permanecer
alerta, y nada más; ya estamos acostumbrados. El tiempo pasa,
nada permanece, no es aquí [en Francia] donde echarás raíces,
sólo estás de paso [...]. Considera que no estás en tu casa. No lo
olvides, eres un extranjero en país extranjero [...]. Ésta es la ver
dad y la verdad es tu salvación [...]. No provoques; de hecho, la
prudencia es esto: es vigilarse, es tomar precauciones con todo,
nunca colocarse en una situación en la que se corre el riesgo de ser
ridiculizado. Peor para ti, si no has tenido cuidado. [...]. Todo lo
que te pasa es por tu culpa, tú te lo has buscado. [...] Mantén tus
límites, no les agredas —como si fuéramos nosotros los que les
agredimos, mientras que somos siempre los agredidos. ¿Por qué
entonces tienes trato con ellos [los franceses]? ¿Qué haces mez
clándote con ellos? [...] Cuanto menos lo hagas mejor [...]. Man
tente entre nosotros y verás: el racismo, los racistas, ¡no existen!
Esto es lo que oías, lo que te repetían los viejos antes cuando te
quejabas del racismo. Si ahora se habla mucho de racismo en
aquella época no se hablaba de ello. El racismo ha existido siem
pre, pero no existe cuando estamos entre nosotros. Quédate en tu
habitación, entre tus hermanos, todos semejantes a ti, y no ten
drás que temer nada, nadie te conoce y tú no conoces a nadie. ¿De
dónde vendrá el racismo, por dónde pasará? ¿Por la puerta o por
la ventana? ¡No saltará por encima del kanoun [del hogar]! Tu
racismo es tu miseria, tu hambre, tus preocupaciones. Con eso
tienes bastante, no necesitas ir a buscar el de los demás: el de los
franceses, déjaselo a ellos, déjalo donde está, aléjate de él [...]. Ven
a vivir entre nosotros, ven a vivir conmigo, con todos los que ves
aquí, puedo asegurarte que no sabrás lo que es el racismo. [...]
Entre nosotros, esa palabra no existe, es una palabra que nosotros
no pronunciamos nunca, no la oirás nunca. Yo no sé lo que es [...].
Pero si lo buscas lo sentirás todos los días y no podrás quejarte.
[...] Si no te mezclas con ellos [los franceses] no te tropezarás nun
ca con el racismo; el racismo [lo sufre] aquel que quiere [...].
» [...] Tenemos cuidado. Los ves [a los franbeses] vestidos el
domingo, y te dices: después de todo, soy como ellos, gano la
misma paga que ellos y tengo yo también que ser como ellos. [...]
Los más decepcionados son ésos: se dan cuenta de que no se
visten como ellos, ves que no vas a la moda, que hay siempre una
frontera, que no eres como ellos. [...] Él [el emigrado] se interesa
desde la juventud: va al baile y es ahí donde descubre el racismo;
donde descubres que siempre hay una barrera. El peor de los
racismos es el del bañe, sobre todo cuando te introduces de este
modo entre los franceses. [...] Aunque el racismo no sólo está pre
sente en los bañes. Incluso en el trabajo, no puedes ser más que
peón, pues no están acostumbrados a ello. Si ellos ven que quie
res progresar un poco, te dicen: "Tú no eres cómo los demás”. Y
después, eso depende: si no les molestas, eso les divierte, a ellos
también, se ríen de ti, te conviertes, pues, erí el hazmerreír de
todo el mundo [...]; ahora bien, si les molestas un poco, si se
imaginan que los pisoteas, en ese caso se revuelven contra ti.
“Vuélvete a tu pueblo, vuélvete allí de donde vienes, no eres más
que un árabe”. Eso quiere decir, vuelve con tus hermanos, a tu
casa, y eso puede ser tanto a tu poblacho como a Barbes. [...] Es
así: o se ríen de ti o te aplastan [...]. Es necesario trabajar, desde
luego, pero hay siempre cierto racismo y eso existirá siempre.
Nunca han visto a un jefe de equipo cabileño, a un argelino, a un
árabe como jefe. Eso no lo han -visto nunca en su país. Entonces,
hacen de todo para ponerte zancadillas: y eso va hasta la cuaren
tena, eso es así [...]. Antes de ser capataz, fui primero jefe de
equipo y, ya entonces, eso no les hacía mucha gracia, pues no les
gusta que les mande un árabe. Cuando esto es así, es siempre el
patrón quien lo arregla, pues tiene interés en ello: es porque te
necesitan, eso es todo, y les resultas más barato. Sin eso, un ex
tranjero es un extranjero; cualificado o no eres siempre un extran
jero. [...] No somos muchos [los obreros cualificados] pero aun
así somos demasiados; nuestro lugar está en otro sitio, en los
trabajos de los inmigrados, como dicen ellos, esos trabajos as
querosos donde te dejas la salud y quizás incluso la piel» (S.B.).
Distinguiéndose de los otros emigrados de su época hasta en
su actitud respecto a la sociedad francesa, el emigrado «margi
nal» calificado de audaz (socialmente) confronta la experiencia
que tiene del racismo a través de sus propias categorías de per
cepción (en el baile o en el trabajo sobre todo como obrero cua
lificado), con la experiencia de los emigrados, de los que se sepa
ra y que, como le recuerdan, prefieren excluirse por sí mismos
más que correr el riesgo de la segregación.
Al volver con su familia, a su pueblo, a su comunidad campesi
na, el emigrado vuelve como «persona que está de vacaciones» e
incluso como «extranjero» a un mundo que le parece cada vez más
extraño.18Todo en su comportamiento —su uso del tiempo, sus
horarios, sus actividades, sus desplazamientos, su ocio, sus gastos,
su alimentación (el número, las horas y los menús de sus comi
das), su traje— debe recordar a todo el mundo su estatuto de emi
grado (i.e., de «hombre de ciudad»), su posición de «invitado en su
propia casa», es decir, la distancia que la emigración le permite
adoptar con relación a su grupo y con relación a la condición co
mún de los campesinos. Es manifiesto que rechaza, por regla ge
18. Se cuentan, para reírse de ellos, los numerosos «errores» que cometen
o que fingen cometer los emigrados de «vacaciones en su pueblo». Invirtien-
do las situaciones, se sorprenden, mientras se encuentran en medio de la
djemad del pueblo, jurando por elghorba (el exilio) tal como tienen la cos
tumbre de hacerlo en Francia («¡por elghorba en el que estamos!»), precisa
mente cuando están en elghorba, y se complacen también en confundir, a
causa de la animación y de las actividades extraordinarias de ese día, el día
de mercado con el domingo.
neral, participar en las tareas agrícolas cuando éstas se efectúan
todavía con alguna convicción.
Si por casualidad el emigrado «de vacaciones» acepta partici
par en las tareas agrícolas y en otros actos de la piedad campesina
(visitas realizadas a los campos, ritos agrarios) es a condición de
que pueda hacerlo «a su antojo», en tanto que «emigrado», es de
cir, tal como mejor le parezca (un poco por juego y un poco por
exhibición) y según sus «costumbres de Francia» («como se tra
baja en Francia», según «el ritmo de Francia», según «la vesti
menta de trabajo y la ropa de Francia», etc.). En efecto, si acepta
tomar parte en las manifestaciones de la comunidad, en los actos
de fervor religioso (oraciones, peregrinaciones, limosnas) o de la
sociabilidad tradicional es, a menudo, por pura ostentación, y con
una especie de «hipercorrección». El emigrado no se ajusta a to
das esas prácticas, que sabe de lo más ajustadas a la tradición
campesina pero también caducas, más que de manera gratuita y
totalmente exterior: probar que puede ser un «emigrado» y que
después de todo sabe que puede todavía rivalizar en excelencia
campesina con los mejores campesinos (trabajar tan bien, comer
tan sobriamente, hacer honor a sus obligaciones tan dignamente
como el campesino de la tradición).
«Por mucho que seamos emigrados todavía sabemos traba
jar [la tierra] cuando hace falta. [...] Como hemos pasado por
ello [el estado de campesino], podríamos volver a 'la" de nues
tros padres y abuelos, si nos viéramos obligados... y quizás con
mayor facilidad y mejor de lo que lo harían todos ésos de ahora,
todos esos jóvenes que no han trabajado nimba, ni en la “casa"
[en el lugar, en la agricultura], ni "fuera de ella" [i.e., en la emi
gración]. Nosotros también podemos ser feltahs, no se nos ha
olvidado en absoluto [...].
»¡No nos gusta hablar más que del trabajo de Francia! En
realidad, si trabajáramos aquí [cultivando la tierra] tanto como
trabajamos en Francia, con jomadas de 8, de 10 horas, hubiéra
mos sido unos “agraciados" [...]. El trabajo en Francia nos gusta,
eso es todo: pero en el fondo, es más pesado, más fatigoso, más
largo, pues no se acaba nunca, ni en verano ni en invierno, ni de
día ni de noche. Labrar o cosechar durante todo el día es mucho
menos fatigoso que "echar un día en la fábrica" »(palabras de un
emigrado que, en un tono medio en broma medio en serio, se
justifica por pasar algunos días de sus vacaciones cosechando
los campos de su tía, viuda, mayor y sola, mientras que, por lo
que respecta a sus propias tierras, ha confiado la explotación de
las mejores de ellas a un aparcero, abandonando las demás).
No son sólo los «comportamientos de alguien que está de
vacaciones» lo que el emigrado introduce en el seno de su grupo,
sino que son también, y con peores consecuencias, un gran nú
mero de actitudes impregnadas por la mentalidad de cálculo y
por el individualismo económico y social que va con ella.
«Hoy en día, para “terciar” con tu hijo, hay que halagarle, hay
que tener mucho cuidado con él, hay que corresponderle con bue
nas palabras, con golosinas; no hay que llevarle la contraria y
eso sin estar totalmente seguro del resultado; hay que hacer
todo eso y agarrarse las tripas [tener miedo]. No hay más que
mentiras. Admiro el valor de los padres que se atreven a decir
que sus hijos son malos hijos, pues eso no es agradable para
nadie, salvo que se diga en voz baja y para que se mantenga en
secreto. Quedamente al oído, te cuentan la verdad y entonces no
oyes más que esto: “Por Dios, [el hijo o el hermano emigrado]
me ha abandonado, no he tenido ni siquiera una carta de él, yo le
he hecho decir esto o aquello, le he enviado a tal o a cual, está
por tanto al corriente de todo, lo sabe todo [se sobrentiende: de
nuestras necesidades] [...]. Hacemos solamente como que...”. Y
son muchos los que "sólo fingen”. ¿Qué puedo decir? ¡Que mi
hijo me ha dejado! ¡Que es un mal hijo! Hay algunos todavía que
no pueden con eso, que sienten vergüenza de sí mismos. Y si se
les pregunta por sus hijos responden: "Está bien, está bien. Le va
todo muy bien. —Tu hijo, ¿se acuerda de ti? ¿Te recuerda [te
envía dinero]? —Sí, ¡gracias a Dios!". Incluso si, a decir verdad,
el pobre infeliz está sin un duro y sin tener noticias de su hijo.
[...] Así va el mundo actual en el que estamos. Un poco por repa
ro, por sentido de la medida, por autoestima [honor]; xm poco
por interés y por precaución, por lo que pueda pasar —nunca se
sabe, no hay que precipitarse, pues tal vez un día Dios lo pondrá
en el buen camino, y se enmendará—, es preferible no decir de
masiado alto que tu hijo te ha abandonado. ¿Para qué decirlo?
No harán más que reírse de ti y despreciarte todavía más [...]. Al
contrario, si se sabe, hay que desmentirlo, hay que decir que la
carta llegó la semana pasada, aunque date [en realidad] del año
pasado; hay que decir que el último giro aún no se ha gastado,
aunque llegara hace 5 años. [...] Nadie te llevará la contraria, aun
que por tus maneras sea muy fácil darse cuenta de que no es
verdad [...]. Pero si empiezas a quejarte públicamente a fulano y
mengano [al primero que pase], se convertirá en vox populi y,
muy rápidamente, lo que podría verse como un error de juven
tud, como un error de elghorba [del exilio, esto es, de las seduc
ciones de la ciudad], se convertirá en separación entre el padre y
el hijo [...]. Evidentemente, cuando el padre actúa de esta mane
ra, teme la vergüenza de tener que reconocer que tiene un mal
hijo, y ciertamente al hijo tampoco le gustaría aparecer, a ojos de
todos, como un mal hijo. Tendrían al menos que ponerse de acuer
do. Tenemos mucha gente en Francia, y allá también es como
aquí, pues hay cosas que se esconden, y cosas que no se pueden
esconder, y una de esas cosas que no se puede esconder es el
comportamiento [...]. En Francia, yo también he pasado por allí,
se sabe todo, no se puede esconder nada. Supongo que aquel que
bebe, aquel que juega, eso se ve, eso no puede pasar desapercibi
do, y no vale la pena preguntarle [preguntar al padre del emigra
do que se comporta así] si su hijo es un '"buen hijo", si trabaja
para sus padres. Pero a pesar de eso, hay cosas que todavía se
esconden. "¿Has enviado un giro a tu padre? —Sí, se lo envié la
semana pasada". Siempre es la semana pasada.-Supongo que hay
muchos que mienten. Más vale de todas maneras que sea así, pues
eso es la baraka: lo que nos llega por su parte [por parte del emi
grado], es más de lo que es necesario y que la baraka sea con él»
(padre de dos emigrados, que son sus dos únicos hijos: uno solte
ro, en Francia desde hace más de 15 años, está totalmente «perdi
do», pues no ha escrito nunca, no ha enviado (dinero nunca y no
ha vuelto a «poner los pies» en el pueblo, y el otro, más joven,
casado y con tres hijos, contando con más de 10 años de emigra
ción, es apenas un poco más afanoso respecto a su familia).
Minado y mermado por la emigración, descompuesto y afec
tado hasta en lo más profundo de sí mismo, es decir, en todas sus
estructuras (morfológicas, económicas, espaciales y temporales),
el grupo campesino pierde la fe en sus propios valores. A la mise
ria material que estuvo en el origen de la emigración y de su
cortejo de efectos perturbadores, añadirá en adelante una mise
ria moral que pone en evidencia la crisis interna que lo habita y
lo vuelve particularmente vulnerable a todos los préstamos y a
todas las transformaciones. Al dejar de ejercer progresivamente,
conforme a los progresos de la emigración, su labor de control y
regulación, la comunidad campesina se estructura enteramente
respecto a una emigración cuyas consecuencias ya no puede in
tegrar. Una buena prueba de estas perturbaciones imputables en
parte a la acción indirecta de la emigración la tenemos en los
cambios que afectan a la estructura de la familia campesina.
La relación que unía inicialmente la emigración a la indivi
sión familiar, esa antigua forana de organización interna de la
familia y de la producción doméstica, se invierte también, como
se invierten las relaciones entre la emigración y la actividad agrí
cola. Mientras que en un principio la indivisión preexistía a la
emigración que la hacía posible, hoy en día es con la única fina
lidad de poder emigrar que se reconstituye temporalmente una
indivisión de circunstancias: el emigrado se dota de un sustituto
que «pueda entrar y salir para los suyos en su nombre y lugar», y
el familiar que permanece en el país se contenta con administrar
los fondos que le son enviados y no se puede decir que toda con
sideración de interés esté excluida en la aceptación de los servi
cios así rendidos (muy a menudo el emigrado concede a su des
tinatario un «ligero excedente» en cada uno de los giros que le
dirige, sin contar con el envío de paquetes y de otros regalos).
Acostumbrados a calcular y a rentabilizar al máximo el produc
to de su trabajo, los emigrados tienden, cada vez más, a conside
rar la indivisión más como una carga que como una garantía de
seguridad. El cálculo y la mentalidad de cálculo introducidos
por la emigración hasta entre los más allegados (entre hermanos
bajo la autoridad de un padre aún vivo, y por tanto necesaria
mente en indivisión, entre el hijo y su padre, etc.), socavan las
bases de la antigua solidaridad y amainan el sentimiento de fra
ternidad que soldaba-la unidad familiar.,
Es su «tarifa»...
La separación
«[...] Todo eso [la desavenencia con el padre], todo eso viene de
que él [el padre] ha querido que las cosas continuaran como siem
pre [...]. Ya me engañó con mi boda, me agarró cuando yo no
quería casarme; me agarró con 21 años. ¡Te tienes que casar! Mi
madre también estaba de su lado: ¡tú te casas!, ¡tú te casas! Hicie
ron eso para que siguiera tranquilo; tenían miedo no sé de qué: de
que me largara, de que fuera a diestro y siniestro, de que les traje
ra a una francesa [...]. Pero una vez casado, nada de dejar la casa,
teníamos que vivir todos juntos los irnos con los otros, a pesar de
que la casa es pequeña. [...] Tenía que traer la paga y dejarla allá
abajo en la chimenea y esperar a que el señor tuviera a bien darme
algo. [...] Eso no es vida, mi mujer vivió un verdadero martirio
durante 2 años: no podía poner un pie en la calle. [...] Entonces,
encontré un apartamento que, de acuerdo, era caro, que estaba en
un estado desastroso, lo reformé, y tanto peor si eso me costó
dinero, lo pedí prestado y lo devolví [...]. Salimos con una mano
delante y otra detrás, sin nada de nada, ni siquiera nuestra ropa,
sin un plato, nos escapamos. Felizmente, después, poco a poco,
mi madre y mis hermanas nos traían algo todos los días. [...] Me
nos mal que mi madre y mi mujer siempre han estado de acuerdo,
que siempre se han entendido entre ellas; es entre mi padre y yo.
Como decía él mismo: antes las disputas eran entre la suegra y la
nuera, era la suegra la que echaba a la nuera, ahora es entre el
padre y el hijo, es el padre el que hace que el hijo se vaya. Creo que
lo ha entendido. Quería retenerme casándome y es el matrimonio
el que me ha hecho dejar la casa [...]»(emigrado de 30 años, llega
do a Francia en 1951 a la edad de 11 años; titular de un CAP
[certificado de aptitud profesional] en contabilidad, ha seguido
cursos de Derecho —capacitado en Derecho— y otras disciplinas
de gestión empresarial en el CNAM [Conservatorio Nacional de
Artes y Oficios]; el mayor de los chicos de la familia, casado en
Francia con una chica originaria de su pueblo natal —boda nego
ciada por su madre—, ella misma titular de un CAP en adminis
tración; ambos trabajan en la misma casa, una pequeña empresa
de tránsito aduanero).
La negación de la comunidad y de la antigua solidaridad, oca
sionada por la emigración, tiende a generalizarse y es tanto más
fuertemente sentida como que cada uno —los emigrados más que
los demás, ya que, en última instancia, sólo su trabajo remunera-
dor es considerado como verdadero trabajo— tiene el convenci
miento de trabajar para los demás. También se constata una modi
ficación total, en el seno de la familia, de las relaciones entre las
diferentes generaciones. En muchos casos, la emigración ha sido
la ocasión para los jóvenes de emanciparse de la tutela familiar y
de liberarse definitivamente de las servidumbres de un trabajo
agrícola desvalorizado, garantizando su promoción y suscitando
una reinterpretación de los papeles familiares y un cambio en las
viejas jerarquías. Puesto que son los únicos que cubren las necesi
dades monetarias de la familia, los emigrados, incluso jóvenes y
ausentes, tienden a acaparar las funciones y la autoridad del cabe
za de familia que era patrimonio de los de mayor edad. Hoy en
día, no sólo no rinden ya cuentas,19 como antaño, al cabeza de
familia, de su trabajo y del uso que hacen del fruto de su trabajo,
sino que, por el contrario, piden cuentas, sobre la base de la conta
bilidad que mantienen, de sus envíos, de la parte de su dinero que
han destinado a su familia.
Sin embargo, por importante que sea la contribución del
emigrado a la economía doméstica, nadie —ni él ni los suyos—
se resigna fácilmente a unas relaciones totalmente desencanta
das: «[...] Me ha enviado dinero, pero ni una sola palabra de
acompañamiento [...], yo sé que es él porque sé que tengo un hijo
en Francia». «[...] No nos ha "abandonado" por lo que se refiere
al dinero, pero en cuanto al resto, nada de nada [...]. Es parco en
todo: ni una carta, ni una palabra, ni un saludo, ni su cara; [...]
nunca nos ha alegrado con su vuelta» (madre de emigrado a
alguien que le preguntaba por su hijo).
«Le dirás: "Francia no es solamente dinero. Esté dinero, si se
encuentra, tanto mejor; si no se encuentra hoy, se encontrará
mañana. De todas maneras, nada será bastante, por más que
trabajes, por más que perseveres, más vale volver como todo el
mundo y al mismo tiempo que todo el mundo”.;Le dirás: “Tu
madre, tu madre te dice que vuelvas con las manos:vacías, yo me
encargo del resto [de los regalos para los padres opara entregar
a cambio de los recibidos]”. No tiene más que venir, salir y en
trar [por la puerta de casa]; y todo el mundo verá que nosotros
también tenemos un hombre». Y para sí misma: «el día de su
llegada vale para mí más que todo lo que ganará en un mes, más
que el precio de su viaje: 100.000, 200.000, ¡eso es todo!, ¡y peor
para ellas [las sumas]!» (madre insistiendo ante ún intermedia
19. Mientras que el emigrado de antaño se sentía contable, en última
instancia, de toda su emigración (tiempo, trabajo, dinero), es decir, de esa
parte de sí mismo y de su existencia que había distraído a su única función
legítima (servir indistintamente al grupo y al ideal campesino permane
ciendo en el seno del grupo), el emigrado actual, liberado de todas esas
obligaciones, no se somete más que a las exigencias administrativas y a las
constricciones reglamentarias (se está más sometido a estas ultimas que a
aquéllas) de la sociedad de acogida (papel de los documentos justificativos
de su estatuto, permiso de residencia, permiso de trabajo; y de la conformi
dad a este estatuto, las nóminas).
rio para que su hijo se decida a volver como todo el mundo, es
decir, en vacaciones).
«Naturalmente, aquel que tiene un trabajador en Francia no
espera solamente dinero. Tiene también necesidad de una multi
tud de pequeñas cosas a las que llamamos tsafakour, el recuerdo;
no es nada, sólo pequeñas cosas: los buenos días, una palabra»
(padre de un emigrado que se dice «abandonado por el corazón
pero no por el bolsillo de su hijo [su dinero]»).
Al mismo tiempo que se transforman las relaciones internas
en la familia también se modifica todo el sistema de intercam
bios económicos (y simbólicos) entre las generaciones. «Antes,
los caminos estaban totalmente trazados: los hijos trabajaban
para los padres, sin más. "Brotaban" [crecían] en casa entre los
que trabajaban, y trabajaban con ellos; y entre los que no traba
jaban, que eran los "mayores” de la casa. Cuando esos "mayo
res” se hayan ido, otros vendrán para reemplazarlos y así conti
nuamente; quizás un día llegará su tumo [el tumo de los jóvenes
del momento] y llegará. ¿Por qué no? En todo caso, es lo que
dicen. Mientras tanto, no les queda más que trabajar, tanto en
casa como fuera de ella, tanto en el país como fuera de él. En
aquel tiempo cada uno tenía su sitio, cada uno conocía su lugar,
y cada uno trabajaba para todos, para la casa y la casa para to
dos; no había "pequeñas casas en la casa” [...]. Todo estaba en
orden porque nadie tenía adonde ir. ¿A dónde ir? ¿A dónde mo
verse? La casa te tenía cogido [...]».
Este antiguo estado que describe un anciano ha sido sustitui
do por otro estado de relaciones entre las generaciones en el que
los jóvenes se han constituido en «protectores» de los padres. Si
sabemos lo que los jóvenes (emigrados), cuando cumplen toda
vía con sus obligaciones, aportan en la nueva estructura de dis
tribución de tareas, a saber: esencialmente recursos monetarios,
podemos preguntamos qué es lo que los mayores devuelven como
compensación. Sin duda/para restablecer eLequilibrio, deben
«pagar» abundantemente en elogios y en gratificaciones simbó
licas —o, por lo menos, deben guardarse de abrumar al emigra
do cuando está desfalleciendo: «desvistiendo a los suyos, uno se
desviste»—, pero esto es cada vez menos suficiente. A menudo,
también están obligados a dar carta de naturaleza a las nuevas
pretensiones del emigrado, soporte principal de la familia: en
efecto, ya no hay lugar para reservarle solamente algunos privi
legios en la herencia (solución tradicional aunque excepcional)
o en las adquisiciones posibles gracias a sus subsidios, sino que
se le debe reconocer, cada vez más, el derecho a disponer como
crea oportuno de una parte de su dinero, de ahorrar en el lugar,
en Francia incluso, de constituir para su uso personal un peculio
distinto de la economía doméstica. Si, tradicionalmente, se alaba
ba a los «hijos de bien» que «se hacen cargo de sus padres», que
«se hacen cargo de la casa», hoy en día no es sólo en broma
que se habla de «padres de bien», de tal manera que las fórmulas
antiguas, que ordenaban a los hijos «trabajar para sus padres»,
se doblarán en adelante con fórmulas simétricas que consagran
también los deberes de los padres (i.e., de los «asistidos») hacia
sus hijos (i.e., sus «protectores»). Los padres mismos reconocen
los nuevos «deberes» que se imponen al prometer y jurar «no
comerse el trabajo» de su hijo emigrado: «lo mismo que hay bue
nos hijos, hay malos padres», «la maldición caiga también sobre
los padres que “se comen" el esfuerzo de sus!hijos», «son tam
bién los padres los que hacen la casa de sus hijos», «no puede ser
que uno solo trabaje para que los demás se aprovechen después
[i.e., después de la ruptura de la indivisión]».
En resumen, es la dialéctica entre las estructuras familiares y
las estructuras de emigración, primero en Argelia, y después en
Francia, la que está en el corazón del proceso de transformación
de las condiciones y de las posiciones de los emigrados.
El emigrado militante
La dependencia en el discurso
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todavía más manifiesta cuando se compara el comportamiento
de estos últimos en relación con el comportamiento de los emi
grados de otros países, esto es, con países próximos a Argelia que
tienen asimismo una moneda no convertible (Marruecos, Túnez)
y con países de Europa (Italia, España, Portugal).
Y una caída parecida extremadamente rápida —sin ser con
tinua, la bajada de las transferencias sobre las economías se di
bujaba desde hacía ya algunos años, pero no fue hasta el periodo
entre 1976 y 1977 (año que se puede considerar que marca una1
clara ruptura) cuando se acentúa y se precipita al punto de no
tener en 1977,1978 y 1979 apenas el equivalente respectivamen
te de un 54,5, un 42,5 y un 21,2 % de las transferencias de 1976—,
en modo alguno puede explicarse únicamente, y habida cuenta
de las proporciones que ha alcanzado, por los cambios, incluso
masivos y súbitos, que se habrían producido en la estructura dé
la población argelina que reside en Francia. Prueba a contrario
de que la explicación es totalmente de otro orden, a la inversa de
las transferencias efectuadas por los trabajadores inmigrados
mismos; las otras transferencias hacia Argelia vinculadas al tra
bajo en Francia de los emigrados argelinos (salarios transferidos
directamente por los empleadores en nombre de sus asalaria
dos, remuneraciones anexas al trabajo y otras prestaciones so
ciales como, en particular, las prestaciones familiares, las pen
siones y las jubilaciones, etc.) no han disminuido, ni en valor
absoluto ni en valor relativo en las mismas proporciones; se pue
de incluso decir que, globalmente, la proporción que vuelve a
Argelia en el conjunto de las transferencias de esta categoría ha
permanecido relativamente constante durante todo el periodo
concernido (como lo indica el cuadro 2, éste se mantiene para
los años 1971, 1978 y 1979 en un 20,9, un 19,4 y un 18,4 %,
respectivamente, del total de las transferencias sociales).
Esta constancia aparece, por contraste, tanto más significati
va por cuanto el número de familias argelinas residentes en Fran
cia, que por tanto perciben las prestaciones familiares (y también,
secundariamente, las demás prestaciones sociales), se ha acrecen
tado considerablemente (de ahí, sin duda, el ligero descenso que
se constata entre 1971 y 1979:2,5 puntos; 1 punto de 1971 a 1978
y 1,5 puntos de 1978 a 1979). Además, a causa probablemente de
la antigüedad de la inmigración argelina en Francia, de la impor
tancia y de la complejidad que alcanza esta inmigración, Argelia
C u a d ro
2. Transferencias sociales (montantes
y proporciones) procedentes del trabajo
de los inmigrados de seis nacionalidades
en 1971, 1978 y 1979 (en millones de francos)
El ser y el trabajo
E l mal de inmigración
Una traición
La naturalización automática
ANEXO
Tres entrevistas sobre la identidad
III
Dj. nació en Francia y, más precisamente, en él banio parisi
no de Belleville en 1968, como a él le gusta decir. Su padre, que
entonces tenía unos 40 años, era ya un antiguo inmigrado en
Francia. Originario del Oranato y precisamente de esta región
montañosa del oeste argelino, de los montes de Lala Maghnia,
éste había emigrado, en primer lugar, según el modo de emigra
ción común a los hombres de su generación: tras la Segunda
Guerra Mundial (en 1947-1948), todavía muy joven (a la edad de
19 o 20 años) y por tanto soltero (y lo seguirá siendo hasta bien
tarde, hasta pasados los 30 años), vino a Francia a reunirse con
todos los otros emigrados de su región empleados en las explota
ciones agrícolas del norte de Francia y, más tarde, en los yaci
mientos de hulla de la cuenca minera de la zona de Valencien-
nes. Como la mayoría de los emigrados, sus compatriotas y con
temporáneos, no paró de ir y venir entre su aduar y Francia,
alternando el estado defellah, de campesino tradicional, y la con
dición de obrero inmigrado, con la excepción del periodo de 1956
a 1962, durante el que se quedó bloqueado en Argelia a conse
cuencia de las hostilidades. Inmediatamente después de la inde
pendencia y de la vuelta a la libre circulación entre Argelia y
Francia, en la primavera de 1963, emigra de nuevo a Francia, pero
esta vez en familia (con su esposa y tres hijos). En Francia, con
la discreción más completa, pues ni siquiera se lo dijo a su pro
pia mujer, optará por la nacionalidad francesa tomando la pre
caución, según ahora dicen sus hijos, de no confundirse con los
«harkis».34A sus hijos (dos hermanos y su hermana más joven),
que han jugado el papel de informadores, les gusta precisar que
«no se ha beneficiado de ninguna de las ventajas previstas para
los repatriados» (porque no lo fue o no quiso ser uno de ellos),
que «se naturalizó francés al llegar a Francia [...]», que «fue titu
lar de un pasaporte argelino» (y por tanto de la nacionalidad
argelina), que «había adquirido la nacionalidad francesa pen
sando en nosotros, por nosotros, sus hijos, para facilitamos la
vida en Francia». Ellos mismos no descubrieron la nacionalidad
francesa de su padre y, por consiguiente, la suya hasta que no
tuvieron la necesidad, al menos para los tres mayores que nacie
ron en Argelia antes de 1963, de pedir la nacionalidad francesa a
la que tenían derecho (como consecuencia de la naturalización
de su padre) sin saberlo.
Dj., el cuarto hijo de la familia, el primero en haber nacido en
Francia en la inmigración, es titular de un bachillerato. Fue un
milagro. Y de este milagro, Dj. tiene una conciencia aguda: un mi
lagro social, puesto que es el único, dice todavía hoy, de todos
sus compañeros, niños de la misma barriada, niños que habían
frecuentado las mismas clases (en la escuela primaria y en el
instituto del barrio), «en haber acabado el instituto, en haber
llegado hasta el final de la secundaria y haber obtenido el bachi
llerato». Un milagro escolar efectivamente en la medida en que
fue de manera totalmente inesperada que obtuviera este bachi
llerato y que, antes de esto, realizara toda la escolaridad que le
condujo hasta ahí. Dj. fue tomado a cargo totalmente, y no sólo
escolarmente, por una familia francesa amiga y protectora, que
se había percatado de sus buenas disposiciones para el fútbol y
que, generosa y compasivamente, quiso aportar de este modo
una forma de asistencia a los padres y a toda la familia en un
momento difícil de su existencia: el padre, que era camionero,
acababa de ser víctima de un grave accidente del que nunca se
recuperó completamente, y tenía a sus espaldas una familia de
34. Este comportamiento parece haber venido dictado por un sombrío
asunto relacionado con los acontecimientos de los últimos años en la Argelia
colonial: ninguna de las preguntas hechas a sus hijos y a su mujer, y nunca a
él directamente, ha podido esclarecer este oscuro punto. Parece haber en
ello alguna intención de venganza a raíz de los daños materiales, y probable
mente más simbólicos que materiales, sufridos durante la guerra.
siete hijos (tres chicos y cuatro chicas) en la que el mayor es
discapacitado mental.
DJ.—Yo comenzaba a hacerme el chulo, era el mayor de los
chicos puesto que mi hermano, mayor que yo, estaba fuera de
juego, no estaba del todo bien de la cabeza y estaba colocado en
instituciones de reeducación laboral [...]. Fue esta familia la que
me sacó las castañas del fuego, aunque aquello fuera muy duro
para mí... No aceptaba dejar mi casa, la ciudad, el barrio, a todos
mis amigos. Tuve una educación muy diferente allí, en su casa
[...]. Ahora lamento mucho no haberlo aprovechado más... ¿En
qué? Por ejemplo, ellos recibían a mucha gente... toda gente bien;
yo hacía el tonto, decía que eso me importaba un pepino, que
pasaba, ponía caras largas, no aparecía. O sea, que no aproveché
todo aquello [...]. Sí, fui un tonto... eso es. En el fondo debía
pensar que no tenía nada que ver con su mundo. Es cierto, por
ejemplo, ellos insistían en que me quedara con ellos el sábado y
el domingo, y yo nunca quise; el viernes al salir de la escuela
volvía inmediatamente a mi casa; en realidad, volvía al barrio,
con los amigos. Ése era mi mundo. ¡La libertad! Aquéllo era como
la cárcel, una jaula [...]. Sí, un animal enjaulado [...]! El fútbol, sí.
Lo hicieron todo para que me dedicara al fútbol. Estuve inscrito
en el Red Star. ¡Un sueño! pero entrené dos veces y abandoné
[...]. ¿Por qué? Allí también era lo mismo, no era nii mundo. En
el entrenamiento, nos hacían jugar a 15 o 17 por equipo, así
probaban a toda esta gente. No elegías tu puesto, te hacían jugar
en todos los puestos. Mientras que yo, yo sólo quería jugar. Así
que preferí ser la pequeña estrella que era en el equipo del barrio
que el trabajo que te hacían hacer en una escuela de fútbol.
Así que pasé. Quizás también fue un poco por venganza... que
dejé el fútbol [...]. Esto no quita para que haya sido esta familia
quien me haya sacado las castañas del fuego, aunque haya sido
muy duro para mí... y quizás para ellos también. Hoy, no me
hablan de ello, pero soy yo quien se lo dice. Es que era gilipo-
llas... les digo esto. Esto me hizo aborrecer el fútbol, pero me
valió mi bachillerato... Figúrate que de todos mis amigos, de todo
el barrio y quizás de toda la escuela, soy el único que ha ido al
instituto, que ha llegado hasta el bachillerato y que ha termina
do el bachillerato. Todos los demás, nada. Y esto aquí te lo en
cuentras hoy [...]. En todas partes, para todos, está el talego, el
paro y, peor aún, la droga y el sida. Acabo de perder a mi amigo,
la mejor persona del mundo, un genio a su manera, ¡drogata y
sida! Entonces, comprendes: yo, toda esta gente, habría podido
ser como ellos, yo también. De hecho, ha ido de poco. Entonces
comprendes: ahora, yo no puedo dejarlos plantados, no puedo...
serles infiel. Es así. Que yo haya salido adelante, que tenga un
curro y gane dinero, no significa que los otros no son nadie, que
son unos granujas, unos inútiles o que no son inteligentes.
NORA (la compañera de Dj.)—¡Ah!, eso sí. En cuanto puede.
Es así, cuando el señor gana unas perras, va a repartirlas. El
dinero, son casi 5.000 francos que ha repartido así. ¡El señor es
generoso! Cuántas veces vengo tarde a casa y tengo que andar en
mi casa sobre cuerpos tumbados por el suelo: son los amigos del
señor que no tienen adonde ir, la mayoría de las veces bebidos, y
que vienen a pedir hospitalidad. Entre nosotros dos, es una pe
lea que nunca se acaba.
Dj.—Después de mi bachillerato, así, para ocupar el tiempo,
para ver qué era, me matriculé en la facultad, porque no sabía qué
hacer. Me matriculé en AES (administración económica y social)
porque con el bachillerato G, me dijeron que era lo que mejor me
iría. Me matriculé, pero ya no fui más allá. Esto se acabó ahí...
Entre tanto, descubrí la fotografía y encontré mi camino como se
suele decir. Ahora vivo de la fotografía [...]. Me gano la vida bien.
Y, además, esto me permite viajar, visitar países sin las prisas de
los turistas. Es así como he estado en todos los países del Este, en
Polonia, Hungría, Rumania y muchos otros países del Tercer Mun
do, ideológica o políticamente cercanos al mundo comunista [...].
Viajaba para el ayuntamiento de mi dudad que era un ayunta
miento comunista. De este modo he estado en Angola, Mozambi
que, Namibia... Argelia, que ha sido la única vez que he ido allí... el
Sahara occidental. Y también en Asia, China, Vietnam, en Améri
ca, en Cuba, Costa Rica, etc.
Efectivamente, armado con el ojo de la máquina fotográfica
y también con el ojo del antiguo niño de las barriadas del subur
bio, trae de sus viajes reportajes con un fuerte componente so
cial. Dj. sueña hoy con crear su propia empresa, su agencia de
fotografía, ayudado en esto por su pareja que está metida tam
bién en esto. Nora, hija, ella también, de una familia argelina
inmigrada, se ha dotado de una formación en los oficios de la
comunicación, y había ya trabajado para un grupo de teatro
amateur, en los suburbios.
Dj. habla a menudo de las injusticias sociales que sufren los
jóvenes con los que se siente en comunión y en comunidad de
destino, compañeros de un mismo origen y de una misma condi
ción social, compañeros de infancia a los que le gusta volver a ver
y con los que siempre ha mantenido el contacto, mostrándose
extremadamente generoso con ellos —y generoso con todo, con
el dinero pero también con los consejos— y que está tanto más
dispuesto a entender y a excusar cuanto más socialmente separa
do está de ellos: «Soy el único de toda la pandilla que ha salido
adelante, soy el único que tiene el bachillerato y hoy el único que
trabaja, que gana dinero, todos los demás están en el paro, en la
trena, o son camellos, o se chutan o ya se han ido al otro ba
rrio como mi mejor amigo al que lo mató la droga y el sida, o si
no, como mínimo, están fuera de juego, ya no forman parte ni de
la vida ni de la sociedad, que se contentan con mirarla y sólo
esperan de ella que les eche alguna cosa... Es duro, chiquillos de
tu misma edad, con los que has crecido, que eran'guapos, inteli
gentes..., que lo podían todo y que te los encuentrás algunos años
más tarde como piltrafas. Uno tiene que preguntarse ¿por qué
esto?... ¿Por qué esta injusticia? ¿Qué diferencia hay entre ellos y
yo? ¿Por qué no son como tú, o por qué tú no eres como ellos?
Nada depende realmente de nada, es la conclusión a la que se
llega... Y entonces esto ya no tiene sentido. Y cuando vienen a
llamar a tu puerta... o a tu bolsillo, no puedes negarte... no puedes
hacerlo, no es posible... en ese momento no tienes agallas... ni
tienes huevos... Porque a pesar de todo hay que pensar un poco.
El mundo es duro, y no siempre están equivocados...».
Gracias a su propia experiencia en materia de escolaridad,
mide a su manera como son de arbitrarios tanto el éxito (en par
te el suyo) como el fracaso escolar (el fracaso de todos sus demás
amigos), que pueden «depender, como él dice, de pequeñas na
derías, de las circunstancias de la vida». El padre de Dj. es más
bien de esa generación de inmigrados que llegaron al nacionalis
mo, por tanto a lo político, al amparo de la inmigración en Fran
cia, es decir, en contacto con los militantes de la acción política
en general, en la escuela de los sindicatos y de todas las formas
de lucha política de los obreros y también al amparo de su expe
riencia inédita de la vida urbana y de la vida obrera. E incluso si
esta doble experiencia no podía ser, en la época, y tanto en su
caso como en el de otros muchos inmigrados, de sus compatrio
tas, más que fuertemente limitada, reducida al mínimo de las
relaciones más elementales y más indispensables, y por tanto de
una extrema pobreza, contribuyó sin embargo al despertar polí
tico o al despertar a lo político de toda una generación de emi
grados, cosa que el padre de Dj. no paraba de recordar a sus
hijos, chicos o chicas, y que ellos recibieron como un testamen
to. «Es el testamento de nuestro padre, es quizás la única heren
cia que nos dejará [...]. Nosotros tuvimos la televisión antes que
la nevera, con gran perjuicio para mi madre. Cuando éramos
chiquillos era lo único que nuestro padre nos hacía mirar juntos,
las noticias. Y nos las comentaba, a su manera. Ahora, cuando
pienso en ello, me río. Era tan inocente. Pero a todos nos ha
quedado algo de aquello [...]. Una sensibilidad por la vida políti
ca, no por los partidos políticos, sino por las cosas de la vidá.
Estamos todos, mi hermano y mis otras hermanas, en asociacio
nes locales, en asociaciones de barrio, en asociaciones de volun
tarios. Hablamos, pensamos. Escuchamos a los políticos sobre
todo cuando se abren las campañas electorales, no nos perde
mos una, escuchamos lo que dicen, leemos lo que dicen. Aunque
sea para reímos... Pues son inmensamente imbéciles y no dicen
más que tonterías sobre cosas que desconocen, como los jóve
nes, los suburbios, la drogay el propio sida o los preservativos...».
No es por tanto extraño que se sigan, comenten, hablen y dis
cutan, que analicen con atención y con mucho interés los debates
actuales sobre los jóvenes, los beurs,35 como se los llama —es
difícil encontrar a un «beur» y todavía más a una «beurette» a
quien le guste este apelativo—, sobre la nacionalidad francesa
que ya tienen o que les corresponderá un día, sobre lo que se
prejuzga de su relación (buena o mala) con esta nacionalidad y la
manera de asumirla y, más aún, sobre todo lo que se dice en
abundancia de la integración. Por otro lado, las ocasiones no fal
tan, pues la actualidad se ocupa de proporcionar diversos ejem
plos de esto. Es, en particular, el caso todas las veces que ha sur
gido en la vida nacional algún acontecimiento de orden político o
solamente cultural susceptible de servir de pmeba de verdad o de
test con objeto de apreciar de manera, desde luego, necesaria
mente contradictoria, pues varía en función de la representación
35. Beur es una expresión que, a través de una inversión argótica del tér
mino árabe, designa a un joven nacido en Francia de padres procedentes del
norte de África, en particular de Argelia. En femenino: beurette (N. de T.).
diferente que unos y otros se hacen de la inmigración, es decir, en
el fondo, de la sociedad francesa (de ésta a través y mediante
aquélla), y también de un modo nunca totalmente despojado de
toda sospecha, la fidelidad que los niños franceses de esta catego
ría de inmigrados deberían mostrar a la nación y a la nacionali
dad francesas para las que serían como unos inoportunos. Así
fue, y Dj. y sus otros compañeros no dejan de recordarlo, con
cierto número de acontecimientos que, en su momento, habían
sido «primera plana» en los medios. Los discursos mantenidos
en aquella ocasión debieron marcar tanto a todos estos jóvenes
que fueron llevados a realizar un examen particularmente crítico
y a menudo —hay que decirlo— extremadamente lúcido de su
propia posición, que estos últimos son capaces, todavía hoy en
día, de citar y de fechar dando los nombres de sus autores —pe
riodistas, políticos, responsables asociativos, etc.— las declara
ciones que consideran más inconvenientes.
En primera fila de estos acontecimientos que los «dejan estu
pefactos» y les aportan «la prueba de su impotencia» —«nos da
mos cuenta de que no podemos hacer nada, que somos totalmen
te impotentes... no disponemos de ningún mediopara actuar, he
mos sufrido todo esto sin decir una palabra... un silencio que
convenía a todos, empezando por los nuestros... sobre todo a los
nuestros, a los nuestros más que a todos los demás»— figura des
de luego la Guerra del Golfo o, más exactamente, los comentarios
que suscitó (los comentarios más que la propia guerra, pues al
escuchar las reflexiones y las protestas de estos jóvenes, es como si
esta guerra no hubiera existido más que por lo que se dijo de ella,
por lo que se contó y es así, ciertamente, como ha existido para
ellos) y a los que se reprocha ser «amalgamadores... y todo eso
para ser más sensacionalistas, para impactar, para añadir más
mieditis... se trata de producir escalofríos en las casas, ya no se
trata sólo de hacer que lloren en casa, sino de darles motivos para
que tengan su escopeta al lado y disparen al primer joven [...]. El
campo de batalla no está sólo allá en las dunas, también está aquí,
en los suburbios, el enemigo está aquí, entre nosotros, son los
árabes, y los árabes están aquí entre nosotros, aun cuando tengan
la nacionalidad... Sí, tienen la nacionalidad, pero no son france
ses. Entonces... ¡mucho cuidado!». Antes de la Guerra del Golfo
hubo también toda una serie de asuntos en los que estuvieron
implicados a ojos de la opinión pública —como consecuencia en
particular del tratamiento que de ellos hicieron los periódicos y
por la interpretación que dieron de ellos— los Estados o sólo los
grupos de militantes árabes o musulmanes y, aquí en Francia, pues
una cosa lleva a la otra, las poblaciones inmigradas consideradas
árabes y musulmanas (incluso cuando son de nacionalidad fran
cesa). Se trata, en primer lugar, del asunto denominado del «velo
islámico» y, a través de él, y de manera más general, de todo el
discurso sobre el islam (el islam ordinario y el islam «integrista»)
a propósito del que se llega a preguntar incluso si es compatible
con la nacionalidad francesa; y, secundariamente, la existencia de
la poligamia (y no habría más poligamia que la musulmana), con
ducta totalmente extraña a las tradiciones culturales francesas (a
la identidad nacional, diríamos) y de la que se denuncia su coste
social, o incluso de la escisión, una práctica «bárbara» que atentá
contra la integridad física de la persona, etc. Incluso el discurso
más que abundante sobre la integración no escapa a una severa
puesta en cuestión. Éste confirma, por su significado objetivo, es
decir, secreto, no explícito, la función de denuncia que actúa en
todas las otras formas de discurso sobre la presencia siempre de
masiado molesta de los inmigrados: presencia que es, para recor
dar el efecto de estigmatización y de cuerpo estigmatizado —no
hay presencia real más que a través del cuerpo—, poco agraciada
y antiestética. Es, en todo caso, el sentido que toma a sus ojos la
reiteración, en todas partes y en todas las declaraciones de mane
ra casi unánime, del discurso sobre la integración. Quiere decir
que ésta no se cumple nunca y que sin duda no llegará a cumplirse
nunca, puesto que no depende de ellos, «de lo que son, de lo que
hacen, de lo que piensan o creen, etc., sino de lo que queremos
que sean, que hagan, piensen, crean y sientan». Es un discurso
cuya función es la de recordar que la integración de la que se
habla y tal como se habla de ella es, en su caso, un asunto «que
siempre hay que empezar de nuevo, que siempre hay que conti
nuar y que nunca se termina», que es una realización incumplida,
y por tanto siempre susceptible de ser revocada.
El discurso sobre la integración es un discurso de desconfian
za, un discurso sentido por los propios interesados como descon
siderado para con ellos, incluso hiriente para su amor propio —y
casi podríamos decir para su «amor propio nacional» tanto por
que son franceses como porque habrían podido no ser franceses,
en referencia a esa otra posible nacionalidad que sigue obsesio
nando a todos los espíritus, tanto al suyo como al de sus observa
dores que los miran y que no dejan de preguntarles y de pregun
tarse sobre ellos. El discurso de la integración, sea cual sea su
contenido, ya alabe su éxito y esto incluso sin conocer los crite
rios de su evaluación (lo que equivale, en realidad, a alabar el
poder de integración, como se dice, de Francia, de su escuela, de
su bandera o del servicio militar, de sus instituciones y también
el poder integrador de la filosofía republicana) o, por el contra
rio, juzgándola insuficiente, ya se empeñe en asegurar su promo
ción, o, peor que todo eso, ya decrete su imposibilidad la mayo
ría de las veces sobre la base de simples prejuicios (a causa del
origen étnico o nacional, a causa de cierto número de disposicio
nes culturales, a causa de la pertenencia a una determinada con
fesión, etc.), es percibido como un discurso de estigmatización,
un discurso de acusación que es en sí mismo un discurso funda
mentalmente injusto e ingrato y que, contrariamente a las bue
nas intenciones que, sin lugar a dudas, lo habitan, puede resultar
un discurso de discriminación y de exclusión. !
Lo que aquí se dice de Dj., de su relación con la nacionalidad
francesa que le sobrevino al nacer y cuya posesiónjes considera
da, más que como un derecho, como un dato de hecho, guste ello
o no, y en todo caso nunca como «un favor que hay que solicitar
y esperar que le sea concedido»; lo que el propio :Dj. dice de la
nacionalidad francesa que él reivindica como un jestado, como
algo poseído de la misma manera que todos los naturales ordina
rios, los naturales de esta nacionalidad —lo que, desde luego, es
distinto a la reivindicación de la naturalización, lo que no es en
absoluto reivindicar su adquisición, al caer o al deber caer ésta
por su propio peso—; lo que dice también de todo lo que se habla
sobre la inmigración y que no puede dejar de retomar por su
cuenta —«cuando se habla de tu padre, de tu madre, y no sólo
hoy, porque me imagino que siempre habrá sido así, no puedes
decir yo soy francés, esto no me concierne»— no vale sólo para él,
al parecer, sino que encuentra el acuerdo objetivo de todos, de
todos aquellos que comparten grosso modo la misma posición y
la misma posición en el seno de la sociedad francesa.
—Si tú no eres francés, ¿qué eres?
Dj .—No sé lo que soy, pero sé lo que no soy: no soy francés
ni siquiera teniendo la nacionalidad francesa y aún menos soy
argelino.
—¿Qué quiere decir esto? ¿Eres un apátrida? ¿Se trata de
una nueva forma de apatridia?
DJ.—Quizás... Pero es peor. Pues el apátrida, aquel al que se
ha desterrado de su patria, al que se le ha prohibido su país, o
aquel a quien se ha hecho desaparecer su patria, éste, en el fon
do, sabe quién es, sabe qué es. Pero a mí, es decir, a usted, a
todos nosotros, nadie nos ha prohibido ser argelinos, y nadie
nos prohíbe ser franceses. No se nos ha desterrado de ninguna
parte. Francia está siempre ahí con la posibilidad para todos,
para todo el mundo, de ser francés, y somos aquí franceses; Ar
gelia ahora está allá, ya no es como antes cuando no existía la
nacionalidad argelina, y Argelia tampoco nos prohíbe ser argeli
nos. Al contrario. Nadie nos los ha prohibido. No se es argelino,
es así, y eso es todo. Así pues, no hay apatridia. Quizás incluso
hay demasiadas patrias, un excedente de patrias más bien, dos
patrias al mismo tiempo, es demasiado... ¿Cuál está de más?...
Pero quizás la cosa es que ¡ya no hacen ninguna patria! ¿Es esto
ser apátrida, quizás? Hay dos patrias posibles, pero ellas están
en el exterior... ¿Cómo decirlo? Están alrededor nuestro, forman
parte de nuestro entorno. Aquí. Esto es teórico. Todavía Francia,
estamos ahí, vivimos ahí, la aguantamos todos los días con sus
jodiendas y también con sus cosas buenas, porque también las
hay. Argelia, sin embargo, es una ficción total. Es como el plane
ta Marte. Esto quiere decir que no tenemos ninguna patria en las
entrañas. En nuestras entrañas, dentro de nosotros, no hay nada...
Pero todo esto, ¿de quién depende? ¿Depende de nosotros o no?
Esto depende de nosotros, depende de mí; pero no sólo de mí, no
de mí únicamente, sino de todos nosotros. Depende de mi rela
ción con, con la nacionalidad francesa que tengo, que siempre
he tenido. Incluso mi padre ahora bromea con esto... Pero es
una broma muy seria. Encuentro su fórmula más verdadera que
todo lo que se dice.
—¿Cuál es esta fórmula?
DJ.—Él nos dice esto: «Durante 130 años fuimos franceses
bajo dominio francés, pero esto no nos hizo franceses; ahora,
vosotros, a los 10 años ya sois franceses como los franceses...». Y
para consolarle, le digo: «Antes era Francia la que estaba en su
tierra... ahora, somos nosotros los que estamos en Francia; y
esto lo cambia todo».
INMIGRACIÓN Y «PENSAMIENTO DE ESIADO»
El espíritu de Estado
Es también por todas estas razones por las que se puede afir
mar que pensar la inmigración es pensar el Estado y que es «el
Estado el que se piensa a sí mismo al pensar la inmigración». Y
es quizás una de las últimas cosas que se descubren cuando se
reflexiona sobre el problema de la inmigración así como cuandc
se trabaja sobre la inmigración, mientras que hubiera sido nece
sario comenzar por ahí o, al menos, saber esto antes de comen
zar. Lo que se descubre así, es esta virtud secreta de la inmigra
ción que hace de ella una de las introducciones, y quizás la me
jor de ellas, a la sociología del Estado. ¿Por qué? Porque la
inmigración constituye el límite de lo que es el Estado nacional,
el límite que muestra lo que es, intrínsecamente, su verdad fun
damental. Está en la naturaleza misma del Estado discriminar y,
por eso, le es consustancial dotarse previamente de todos los
criterios de pertinencia necesarios para proceder a esta discri
minación, sin la que no hay Estado nacional, entre los «naciona
les», que reconoce como tales y en los que se reconoce también,
como ellos mismos se reconocen en él (este efecto de doble reco
nocimiento mutuo es indispensable para la existencia y para la
función del Estado), y los «otros», a los que no tiene que conocer
más que «material» o instrumentalmente, debido únicamente a
que están presentes en el campo de su soberanía nacional y en el
territorio nacional cubierto por esta soberanía. Se ha dicho que
esta función diacrítica del Estado, función propiamente hablan
do de definición, i.e., de delimitación,3está en la naturaleza mis
ma del Estado, y que es constitutiva del Estado bajo todas sus
formas y a lo largo de toda su historia, pero ella es, al parecer,
más imperativa y por lo mismo más prescriptiva en el caso del
Estado nacionalmente republicano, en el Estado que aspira a
una homogeneidad nacional total, es decir, a una homogeneidad
en todos los planos, político, social, económico, cultural (en par
ticular lingüístico y religioso), etc.
La inmigración o, en otros términos, la presencia en el seno
de la nación de «no-nacionales» (más que de simples extranjeros
a la nación), además de que perturba todo el orden nacional, de
que enturbia la separación o la línea fronteriza entre el que es
3. Émile Benveniste define así el acto de definir; el acto de dividir, el acto
que consiste en decretar la continuidad y la ruptura, la introducción de la
discontinuidad en la continuidad, en «trazar en líneas rectas las fronteras»,
en separar «el interior y el exterior, el reino de lo sagrado y el reino de lo
profano, el territorio nacional y el territorio extranjero». Véase É. Benvenis
te, Le vocabulaire des institutiom indo-eivropéennes, París, Minuit, 1969, t. 2,
«Povoir, droit, religión», pp. 14-15, p. 41, pp. 150-151 sq.', véase también P.
Bourdieu, «L'identité et la représentation», Actes de la Recherche en Sciences
Sociales, n.° 35, noviembre de 1980, pp. 63-72 (artículo al que nos referimos
a menudo y del que hemos tomado mucho prestado).
nacional y el que no lo es y, por lo mismo, perturba y enturbia el
orden fundado sobre esta separación, atenta contra la integri
dad de este orden, contra la pureza o la perfección míticas de
este orden y por lo tanto contra el pleno cumplimiento de la
lógica implícita de este orden. Se comprende de este modo que
sin llevar al extremo la lógica implícitamente contenida en este
estado de cosas, es decir, hasta su perversión, sigue siendo gran
de la tentación de verter en esa forma de integrismo umversal
mente conocida y universalmente cultivada y magnificada, que
es el integrismo nacional (del que el integrismo religioso no es
hoy en día más que una variante, que no es ni incluso nueva
puesto que es anterior al integrismo nacional, al haber precedi
do éste la realidad misma de la nación, y puesto que ha acompa
ñado siempre a aquel integrismo). Si, por lo que hace a los «pu
ristas» (o a los integristas) del orden nacional, se supone que la
inmigración es el agente de perversión del orden social nacional
en su totalidad y en su integridad, puesto que se trata de la pre
sencia de gente que no tiene que estar ahí (si el orden nacional
hubiera sido perfecto, no comportaría esta falta, esta insuficien
cia) pero que ahí está (que está ahí como la objetivación, como la
materialización de este defecto, de esta insuficiencia, del incum
plimiento de la nación), ella es incontestablemente un factor de
subversión en la medida en que revela abiertamente la verdad
oculta, los basamentos más profundos, del orden'social y políti
co que llamamos nacional. Reflexionar sobre la inmigración vie
ne a ser en el fondo interrogar al Estado, interrogar sus funda
mentos, interrogar sus mecanismos internos de estructuración
y de funcionamiento; e interrogar al Estado de esta manera, a
través de la inmigración, viene a ser, en última instancia, «desna
turalizar», por decirlo así, lo que se tiene por «natural», «rehisto-
rizar» al Estado o lo que en el Estado parece haber sido afectado
de amnesia histórica, es decir, recordar las condiciones sociales
e históricas de su génesis. Cosas todas estas que el tiempo contri
buye a hacer olvidar; pero no solamente el tiempo, pues el tiem
po no logra tener éxito en esta operación de rechazo más que
porque tenemos interés en ello y porque el Estado mismo tiene
interés en el olvido de su historia.
La «naturalización» del Estado, tal como la llevamos en noso
tros mismos, hace como si éste fuera un dato inmediato, como si
fuera un objeto dado en sí mismo, por naturaleza, es decir, eter
no, liberado de toda determinación exterior a sí mismo, e inde
pendiente de toda consideración de la historia y de su propia
historia, que se prefiere cortar para siempre, incluso si no se
cesa de elaborar y de contar esta historia. La inmigración —y es
sin duda en eso que molesta— obliga al desvelamiento del Esta
do, al desvelamiento de la manera en la que se piensa el Estado y
de la manera en que se piensa él mismo, lo que delata en su caso
su manera propia de pensar la inmigración. Hijos del Estado
nacional y de las categorías nacionales que llevamos en nosotros
mismos y que el Estado ha introducido en nosotros, pensamos
todos la inmigración (es decir, esos «otros» que nosotros mis
mos, lo que son y, a través de ellos, lo que somos nosotros mismos)
como el Estado nos pide pensarla y, a fin de cuentas, como la
piensa él mismo.
El «pensamiento de Estado» o el «espíritu de Estado», que
analiza Pierre Bourdieu, es un modo de pensamiento, una ma
nera distinta de pensar. Pensamiento de Estado y pensamiento
del Estado serían inseparables, pues es el pensamiento de Esta
do el que haría el pensamiento del Estado en todo lo que es y en
todos los ámbitos en los que se aplica, igual que el pensamiento
del Estado, por efecto de su constancia, de sus repeticiones, de
su fuerza misma, de su poder de imposición, podría haber aca
bado por engendrar la manera durable de pensar típica del pen
samiento de Estado. Uno se ve así conducido a someter a una
reflexión crítica los postulados del pensamiento de Estado, ope
ración de «deslegitimación» de lo que es legítimo, de lo que cae
por su peso —deslegitimación en el sentido de objetivación de lo
que hay más profundamente arraigado en nosotros, de lo que
hay más profundamente oculto en nuestro inconsciente social—,
operación de ruptura desacralizante con la doxa. Se trata así de
una empresa en la que todo en nosotros se opone, todo nuestro
ser social (individual y colectivo) y todo lo que en él entablamos
con pasión, es decir, en éste caso, todo nuestro ser nacional. Pues
no se existe más que bajo ésta forma y en este marco, el marco y
la forma de la nación. Entre los juristas, sería necesaria toda la
audacia de un Hans Kelsen para liberarse del pensamiento de
Estado e incluso para sublevarse contra este pensamiento, y, a
fin de cuentas, para impugnar la oposición que es la regla en el
mundo de los juristas (y en otras partes) entre «nacional» y «no-
nacional» al mostrar el carácter arbitrario (o convencional) de
esta distinción: el nacional es de derecho, pertenece por natura
leza o estado (la posesión de estado de la nacionalidad) a la po
blación constitutiva del Estado; el extranjero (el «no-nacional»)
no está sometido a la competencia ni a la autoridad del Estado
del que no participa, pero en el territorio del cual reside, vive y
trabaja, más que a causa de su presencia y por el tiempo de su
presencia —presencia de un estatuto diferente de aquél del na
cional en este territorio. Kelsen considera esta diferencia como
puramente accidental, como no esencial, lo que le induce a re
chazar la idea de que el Estado sea necesariamente la expresión
jurídica de una comunidad.
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