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Ábdelmalek Sayad

LA DOBLE AUSENCIA
De las ilusiones del emigrado a
los padecimientos del inmigrado

Prefacio de Piene Bourdieu

Traducción coordinada por


Enrique Santamaría Lorenzo

@ANTHR0l>0S
La doble ausencia: De las ilusiones del emigrado a los padecimientos del
inmigrado / Abdelmalek Sayad; prefacio de Pieire Bourdieu. — Rubí
(Barcelona): Anthropos Editorial, 2010
429 p .; 20 cm. (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales ; 77)
Bibliografía p. 417-424. Indices
ISBN 978-84-7658-983-0
1. Emigración e inmigración - Aspectos sociales 2. Sociología de las migraciones
3. Inmigrantes - Francia I. Bourdieu, Pierre, pref. II. Título HL Colección

Obra publicada en colaboración con Casa Árabe


e Instituto Internacional de Estudios Árabes y del Mundo Musulmán
www.casaarabe.es

Título original: La double absence. Des illusions de l’émigie


aux souffrances de Vimmigré
Primera edición: 2010
© Éditions du Seuil, 1999
© Anthropos Editorial, 2010
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
www.anthropos-editorial.com
ISBN: 978-84-7658-983-0
Depósito legal: B. 26.834-2010
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 697 22 96 / Fax: 93 587 26 61
Impresión: Novagrafik. Vivaldi, 5. Monteada y Reixac
Impreso en España - Printed in Spain
NOTA DE PRESENTACIÓN A
LA TRADUCCIÓN EN CASTELLANO

Esta traducción viene a enmendar una lacerante anomalía,


pues si bien la obra de Abdelmalek Sayad había sido traducida a
múltiples lenguas, quedaba por tener una amplia y sustantiva
traducción al castellano. Al respecto, teníamos un lejano y des:
catalogado libro escrito con Pierre Bourdieu sobre la crisis de la
agricultura tradicional en Argelia, algunos artículos o apartados
de libro y, desde este mismo año, una selección de textos realiza­
da por Sandra Gil e Iñaki García y editados por la revista Empi­
na, pero faltaba por traducir el grueso de su trabajo y, más con­
cretamente, sus dos obras fundamentales: La inmigración, o las
paradojas de la alteridad y esta que aquí estamos preludiando: La
doble ausencia. De las ilusiones del emigrado a los padecimientos
del inmigrado.
Las causas de esta anomalía seguramente son múltiples, pero,
como nos permitirá entender mejor una atenta lectura de su pro­
pia obra, entre ellas no cabe desestimar el estatuto intelectual y
académico que presenta un fenómeno social como es el de la
«inmigración» en las sociedades en las que los migrantes se esta­
blecen. De hecho, este fenómeno, como el propio autor nos re­
cuerda, es mi fenómeno que antes de ser académico es social y
político, constituyendo un problema impuesto, un problema que
es sociopolíticamente definido y tras lo cual es recogido y pro­
fundizado por la investigación y el pensamiento sociales.
Así mismo, esta anomalía pone de manifiesto de manera su­
mamente ilustrativa la situación del pensar e investigar las mi­
graciones y los migrantes, pues una de las causas principales por
las que, pensamos, se ha hecho difícil la traducción de esta obra
es que trata de un colectivo de migrantes, como es el de los arge­
linos que, a diferencia de Francia, no está significativamente pre­
sente ni en España ni en América Latina. Es esta suerte de loca­
lismo el que coloca el conocimiento de las migraciones en la des­
cripción y análisis de los colectivos que la conforman, en detri­
mento de las lógicas que subyacen al fenómeno de la emigra­
ción/inmigración y que en definitiva lo explican, así como expli­
can el mundo del que forma parte.
En efecto, el hecho de no tener inmigración argelina signifi­
cativa hace que pueda pensarse, de manera reductora, que es un
trabajo que no incumbe, que queda lejos, y por tanto que no
tenga gran cosa que decir o dar a pensar a aquellos que intentan
pensar y desentrañar fenómenos que ocurren en otras latitudes
y para otras afluencias y presencias. No obstante, el gran valor
que presenta el trabajo de Sayad para explicar y comprender la
emigración y la inmigración de argelinos en Francia, durante la
segunda mitad del siglo XX, radica en el modo en que desvela las
lógicas que están presentes, y que lo están de manera socialmen­
te inconsciente en un determinado proceso migratorio, más allá
del caso ejemplar que analiza magistralmente. Es aquí donde la
traducción de Sayad se hacía y era del todo necesaria, ineludi­
ble. Y ello mucho más cuando los procesos migratorios que ac­
tualmente nos sirven de referencia tanto social como académica
están basculando cada vez más hacia dos polos: 'el que fija toda
reflexión en las propias colonias migratorias, y los problemas
con los que se las asocia, y el que se focaliza en las migraciones
que tienen su campo de concreción alrededor de 1á frontera mexi-
cano-estadounidense.
En este sentido, el valor de la obra de Sayad inos parece que
se incrementa al planteamos otro escenario para desvelar las
lógicas que transitan y configuran las migraciones contemporá­
neas. Un escenario que, articulado en tomo a la frontera medite­
rránea, nos habla entre otras cosas del origen dé la cuestión «in­
migración» en Francia, y por extensión en la Ünión Europea,
que lejos de lo que pudiera parecer para el casoide España, que
es percibida como recientemente concernida, se sitúa, incluso
en este último caso, a mediados de los años setenta del siglo
pasado, cuando surge el fenómeno «inmigración» tal y como en
gran medida hoy lo conocemos, a partir de la dénominada «cri­
sis del petróleo». Es, por tanto, la obra de Sayad de un valor
fundamental también a este respecto, pues nos recuerda la géne­
sis y la evolución, las generaciones, para un caso muy particular
de migración, del «problema de la inmigración» en Europa. Ade­
más, el valor de Sayad es que ya en su momento plantea la im­
portancia que tiene el Estado, con su particular forma de pensa­
miento, así como la cuestión colonial, como ejemplo de clara
interdependencia sociopolítica entre distintos países, en la con­
formación de los procesos de emigración/inmigración.
No es tampoco menor el hecho de que nos permita, asimis­
mo, comprender mejor aquellos aspectos de la «inmigración» en
Francia sobre los que hoy se insiste tanto en las sociedades que
toman lo que en ese país acontece como referencia, al menos por1
lo que concierne a algunos fenómenos que, como el de las perió­
dicas revueltas en los suburbios, de tanto en tanto asaltan los
medios de comunicación masiva y los discursos políticos, reve­
lando ciertas inquietudes y aprehensiones, cuando no ciertos
temores proyectados sobre la presencia de los inmigrados.
Por otro lado, hay que decir que la tarea de traducir esta obra
no ha sido fácil, pues se ha visto dificultada, no sólo por la com­
plejidad de una obra y de un estilo muy particular, en el que las
voces y hablas de los migrantes están muy presentes, sino tam­
bién por múltiples y distintos avatares que han retrasado su con­
clusión, así como por el hecho de que haya querido ser un obra
colectiva. De todas maneras, bien valgan los esfuerzos que han
sido necesarios si ya tenemos en castellano la primera de las
grandes obras de Sayad, lo que, además de hacerla mucho más
accesible a estudiosos e interesados en las migraciones en gene­
ral, hará que también esté mucho más presente de lo que hasta
ahora estaba en el campo de reflexión epistemológica y teórico-
metodológica de las migraciones en España y en América Latina.
En este sentido, hay que decir que el equipo de traducción,
coordinado por Enrique Santamaría, ha estado compuesto por
Andrés Alonso Martos (caps. 3 y 7), Daniel Barreta (cap. 9), Leo­
nardo Bejarano (cap. 3), Andrés Dávila (cap. 2 y 6), Juan de la
Haba (cap. 8), Nathalie Hadj (cap. 4), Katia Lurbe (cap. 7 y 9),
Mohatar Mohatar Marzok (cap. 13), Nadja Monnet (cap. 11),
Danielle Provansal (cap. 1) y Enrique Santamaría (Prefacio, In­
troducción y caps. 5, 10 y 12). La revisión ha corrido a cargo de
Mohatar Mohatar Marzok y Enrique Santamaría.
Para acabar quisiéramos aprovechar la ocasión que nos pro­
porciona esta nota de presentación para dar las gracias a todas
aquellas personas que han alentado y que se han involucrado en
esta traducción, y muy especialmente a la editorial Anthropos
que ha apostado decididamente por ella, y esto a pesar de los
obstáculos que podrían haberla llevado a cejar en el empeño, así
como por divulgar a través de otras iniciativas que seguro nos
depara el futuro la penetrante obra de Abdelmalek Sayad. Una
obra que, estamos seguros, nos ayudará a elaborar una mirada
más abierta y más compleja, mucho más incisiva y lúcida, de las
migraciones y de los tiempos contemporáneos.
E nrique S antamaría
AGRADECIMIENTOS

Permítaseme manifestar mi agradecimiento a Fierre Bourdieu sin


quien esta obra no hubiera podido aparecer en su forma acabada.
Desde hace muchos años, Abdelmalek Sayad tenía el propó­
sito de reunir, de poner en perspectiva sus estudios, sus reflexio­
nes sobre el hecho migratorio y, más especialmente, sobre la in­
migración argelina en Francia. La fatiga, la enfermedad, no le
dieron tiempo para llevar a cabo su proyecto. No obstante, la
víspera de una operación a la que temía, envió a Pierre Bourdieu
un fajo de textos y un esbozo de plan de trabajo, con una especie
de «índice» del libro que deseaba publicar.
Así que, después del fallecimiento de mi marido, seguro de la
confianza que siempre le había demostrado, de su proximidad
de espíritu nunca desmentida en el curso de los años, Pierre Bour­
dieu se dispuso, con toda naturalidad, a construir este libro, a dar­
le coherencia, aliento y su mismo título. Vista la abundancia de los
textos, fue una tarea pesada, repleta de elecciones difíciles y sal­
picada de interrogantes. Hizo falta para emprenderla y para lle­
varla a cabo ese tipo de coraje que sólo proviene del corazón.
Por haber hecho posible este libro, quiero expresar a Pierre
Bourdieu mi profunda gratitud.
Los colegas, los amigos de mi marido del Centro de Sociolo­
gía Europea, del departamento de Sociología del Colegio de Fran­
cia, M. Mohammed Boudoudou, de la "Universidad de Rabat,
han aportado también, con mucha generosidad y buen oficio, su
ayuda a esta publicación; pienso especialmente en el equipo cons­
tituido por Éliane Dupuy, Salah Bouhedja y Patrick Champagne
a los que saludo muy particularmente.
A todos ellos quiero darles una y mil gracias.
R ebecca S ayad
PREFACIO

Hace mucho tiempo que Abdelmalek Sayad había concebi­


do el proyecto, al que de golpe me había asociado, de reunir en
una obra sintética el conjunto de los análisis que había presen­
tado, en conferencias o en artículos dispersos, a propósito de la
emigración y de la inmigración —dos palabras que, como él no
dejaba de recordarlo, expresan dos conjuntos completamente
diferentes de cosas pero indisociables que era preciso pensar
juntas. En uno de los momentos más difíciles de su difícil vida
—ya no contábamos los días que había pasado en el hospital ni
las operaciones que había sufrido—, en vísperas de una inter­
vención quirúrgica de mucho riesgo, me había recordado este
proyecto con una gravedad poco habitual entre nosotros. Unos
meses antes, me había confiado un conjunto de textos, algu­
nos ya publicados y otros inéditos, acompañados de indicacio­
nes tales como plan de trabajo, proyectos de notas o preguntas,
para que, como ya había hecho muchas otras veces, las releyera
y las revisase, con vistas a su publicación. Hubiese debido —y
es algo que he sentido a menudo cuando he tenido que asumir
solo ciertas elecciones difíciles—ponerme enseguida a trabajar,
pero había superado tantas pruebas en el pasado que nos pare­
cía sencillamente eterno... Pude, no obstante, discutir con él cier­
tas decisiones fundamentales, particularmente la de hacer una
obra coherente, centrada en los textos esenciales, más que una
publicación literal e íntegra. Pude también, en nuestros últimos
encuentros (nada lo animaba más que esas conversaciones de
trabajo), someter a su consideración varios de estos textos retraba-
jados, que yo había a veces profundamente transformado, en
particular para liberarlos de las repeticiones vinculadas al re-
agrupamiento e integrarlos en la lógica del conjunto, y también
para despojarlos de las asperezas y de las complejidades estilís­
ticas que, necesarias o tolerables en publicaciones destinadas al
mundo docto, no eran ya admisibles en un libro que se trataba
de hacer lo más accesible posible, en particular a esos mismos de
los que hablaba, y a los que estaba prioritariamente destinado y
en cierto modo dedicado.
A medida que avanzaba en la lectura de estos escritos, algu­
nos que conocía bien, otros que descubría, veía dibujarse la figu­
ra ejemplar del sabio comprometido que, debilitado y obstaculi­
zado por la enfermedad, no pudo encontrar el valor y las fuerzas
necesarias para cumplir hasta el final, y sobre un terreno tan
difícil, todas las exigencias del oficio de sociólogo, más que a
costa de una inversión sin vacilar en una misión (a él no le ha­
bría gustado esta palabra mayor) de pesquisa y testimonio, fun­
dada en una solidaridad activa con aquellos a los que tomaba
por objeto. Lo que hubiera podido parecer como una obsesión
por el trabajo —no cesaba nunca, ni incluso durante sus estan­
cias en el hospital— de indagar o de escribir era de hecho un
compromiso humilde y por entero con el ejercitíio de un oficio
de servicio público, concebido como un privilegio y como un
deber (de tal modo que, dando la última mano a éste libro, tengo
el sentimiento no sólo de cumplir con un deber de amistad, sino
de contribuir un poco a la obra de toda una vida consagrada al
conocimiento de un problema dramáticamente difícil y urgente).
Este compromiso, más profundo que todas Jas profesiones
de fe políticas, estaba enraizado, creo, en una participación a la
vez intelectual y afectiva en la existencia y en la experiencia de
los inmigrados. Habiendo conocido él mismo la emigración y la
inmigración, en las que todavía participaba a trávés de mil lazos
familiares y de amistad, Abdelmalek Sayad estaba animado por
un deseo apasionado de saber y de comprender, <|ue era sin duda
ante todo voluntad de conocerse y de comprenderse a él mismo,
de comprender lo que él mismo era y su posición imposible de
extranjero perfectamente integrado y sin embargo perfectamen­
te inasimilable. Extranjero, es decir, miembro de esa categoría
privilegiada a la que los verdaderos inmigrados no tendrán nun­
ca acceso, y que puede, en el mejor de los casos, acumular las
ventajas vinculadas a dos nacionalidades, dos lenguas, dos pa­
trias, dos culturas, no había dejado, en el curso de los años, de
acercarse a los verdaderos inmigrados, empujado por las razo­
nes del corazón y de la razón, encontrando en las razones que la
ciencia le hacía descubrir el principio de una solidaridad de co­
razón cada vez más total a medida que pasaban los años.
Esta solidaridad con los más desprovistos, principio de una
formidable lucidez epistemológica, le permitía desmontar o des­
truir de pasada, como quien no quiere la cosa, numerosos dis­
cursos y representaciones comunes o doctas que conciernen á
los inmigrados, y entrar al mismo nivel en los problemas más
complejos, el de las mentiras orquestadas por la mala fe colecti­
va o el de la verdadera enfermedad de los enfermos médicamen­
te curados, como entraba en una casa y en una familia descono­
cidas como si fuera un familiar respetuoso y siendo de inmedia­
to amado y respetado. Le permitía también encontrar las
palabras, y el tono justo, para describir experiencias tan contra­
dictorias como las condiciones sociales de las que son el produc­
to, y analizarlas movilizando indistintamente las fuentes teóri­
cas de la cultura cabileña tradicional repensada por el trabajo
etnológico (con nociones como elghorba o la oposición entre thay-
mats y thadjjaddith), o el equipamiento conceptual del grupo de
investigación integrado del que sabía obtener los efectos más
extraordinarios a propósito de los objetos más inesperados.
Todas estas virtudes, de las que no tratan nunca los manuales
de metodología, y también un incomparable dominio teórico y
técnico, asociado a un conocimiento íntimo de la lengua y de la
tradición beréberes, eran indispensables para afrontar un obje­
to que, como los problemas denominados de la «inmigración»,
no son de los que se pueden dejar al primero que llega. Los prin­
cipios de la epistemología y los preceptos de la metodología son
de poca ayuda, aquí, si no pueden apoyarse en disposiciones más
profundas, vinculadas, por una parte, a una experiencia y a una
trayectoria social. Y"está claro que Abdelmalek Sayad tenía mi­
les de razones para ver de entrada lo que, antes de él, escapaba a
todos los observadores: abordando la «inmigración» —la pala­
bra misma lo dice— desde el punto de vista de la sociedad de
acogida que no se plantea el problema de los «inmigrados» más
que en tanto que los inmigrados le «planteanjproblemas», los
analistas omitirían en efecto preguntarse sobre la diversidad de
causas y de razones que habían podido determinarlas partidas y
orientar la diversidad de las trayectorias. Primer gesto de ruptu­
ra con este etnocentrismo inconsciente, Sayad devuelve a los «in­
migrados», que son también «emigrados», su origen, y todas las
particularidades que les están asociadas y que explican las nu­
merosas diferencias constatadas en los destinos posteriores. En
un artículo aparecido en 1975, es decir, mucho antes de la entra­
da de la «inmigración» en el debate público, desgarra el velo de
ilusiones que disimulaba la condición de los «inmigrados», y re­
voca el mito tranquilizador del trabajador importado que, una
vez proveído de un peculio, regresaría de nuevo a su país para
dejar sitio a otro. Pero, sobre todo, mirando de cerca los detalles
más ínfimos y más íntimos de la condición de los «inmigrados»,
introduciéndonos en el corazón de las contradicciones constitu­
tivas de una vida imposible e inevitable a través de una evoca­
ción de las mentiras inocentes por las que se reproducen las ilu­
siones a propósito de la tierra de exilio, dibuja a pequeñas pince­
ladas un retrato sorprendente de estas «personas desplazadas»,
desprovistas de sitio apropiado en el espacio social y de lugar
asignado en las clasificaciones sociales. En manos de un analista
como éste, el inmigrado funciona como un extraordinario anali­
zador de las regiones más oscuras del inconsciente.
Como Sócrates según Platón, el inmigrado es atopos, sin lu­
gar, desplazado, inclasificable. Comparación ésta que no sola­
mente sirve para ennoblecer, con la virtud de lá referencia. Ni
ciudadano, ni extranjero, ni verdaderamente del lado de lo Mis­
mo, ni totalmente del lado de lo Otro, el inmigrado se sitúa en
ese lugar «bastardo» del que habla también Platón, en la fronte­
ra del ser y del no-ser social. Desplazado, en el sentido de incon­
gruente e inoportuno, suscita cierto embarazo; y la dificultad
que se experimenta al pensarlo —hasta en la ciencia, que retoma
a menudo, sin saberlo, los presupuestos o las bmisiones de la
visión oficial— no hace más que reproducir el embarazo que
crea su molesta inexistencia. Por todas partes, f, en lo sucesivo,
tanto en su sociedad de origen como en la sociedad de acogida,
obliga a repensar de arriba a abajo la cuestión de los fundamen­
tos legítimos de la ciudadanía y de la relación entre el ciudadano
y el Estado, entre la nación o la nacionalidad. Doblemente au­
sente, en el lugar de origen y en el lugar de llegada, nos obliga a
poner en cuestión no solamente las reacciones de rechazo que,
teniendo al Estado por una expresión de la nación, se justifican
pretendiendo fundar la ciudadanía en la comunidad de lengua y
de cultura (si no de «raza»), sino también la falsa «generosidad»
asimilacionista que, confiada en que el Estado, armado de la
educación, sabrá producir la nación, podría disimular un chovi­
nismo de lo universal. Los padecimientos físicos y morales que
soporta revelan al observador atento todo eso que la inserción
nativa en una nación y un Estado oculta en lo más profundo de
los espíritus y de los cuerpos, en el estado de cuasi-naturaleza, es
decir, fuera de las tomas de conciencia. A través de las experien­
cias que, para quien sabe observarlas, describirlas y descifrarlas,
son como tantas experimentaciones, nos fuerza a descubrir los
pensamientos y los cuerpos «estatizados», como dice Thomas
Bemhard, de los que una historia completamente singular nos
ha dotado y que, a pesar de todas las profesiones de fe humanis­
tas, continúan impidiéndonos muy a menudo reconocer y respe­
tar todas las formas de la condición humana.
P ierre B ourdieu

Salah Bouhedja, Éliane Dupuy y Rebecca Sayad han participa­


do en la puesta a punto del manuscrito, en el establecimiento de
la bibliografía y en la confección del índice.
INTRODUCCIÓN

No se puede hacer la sociología de la inmigración sin esuu-


zar, al mismo tiempo y de una vez, una sociología de la emigra­
ción; pues inmigración aquí y emigración allá son las dos ca­
ras indisociables de una misma realidad, que no pueden expli­
carse la una sin la otra. Estas dos dimensiones del mismo
fenómeno no están separadas ni autonomizadas más que de
manera determinativa, al venir esta cesura en sí misma im­
puesta por la división de las competencias, de los intereses y
de las apuestas políticas entre interlocutores políticos situa­
dos, uno por lo que respecta al otro, en una relación funda­
mentalmente disimétrica: emigración, por un lado, como hay
países, sociedades y economías de emigración y como hay o
debiera de haber una potencia (política), un Estado y una polí­
tica (la del Estado) de emigración y, también, y por qué no,
una ciencia de la emigración; e, inmigración, por el otro, como
hay también sociedades y economías de inmigración, políticas
de inmigración seguramente y, solidaria con todo esto, una cien­
cia de la inmigración. El fenómeno migratorio, que es un obje­
to que se encuentra disgregado entre las potencias políticas
más que entre las disciplinas y entre los intereses sociales y
políticos divergentes en el interior de cada uno de los conti­
nentes que separan la frontera trazada entre la emigración y la
inmigración, no puede encontrar una intelección total más que
a condición de que la ciencia vuelva a anudar los hilos rotos y
recomponga los pedazos quebrados —la ciencia y no la políti­
ca, e incluso la ciencia contra el empeño que la política pone
en mantener esta división.
La subordinación objetiva de la ciencia a lo político,1tal como
acaece en este ámbito (posiblemente más que en cualquier otro)
a causa de la imposición de una problemática que no es otra que
la del orden social (bajo todas sus formas: demográfica, econó­
mica, social, cultural y, por encima de todo, política), obliga a
preguntarse por las condiciones sociales de posibilidad de la cien­
cia global (que toma préstamos de todas las disciplinas de la
ciencia social) del fenómeno migratorio en su doble componen­
te de emigración y de inmigración; obliga a preguntarse, más
particularmente, por las condiciones sociales de emergencia de
ciertas cuestiones sociales que no existen como objetos sociales
más que a condición de que se las constituya, primero, como
objetos de discurso y, solamente después, como objetos de cien­
cia. Una de las particularidades de la reflexión sociológica sobre
la emigración y sobre la inmigración es que esta reflexión debe
ser también y necesariamente una reflexión sobre sí misma: en
ningún otro objeto social la sociología está tan vinculada a la
sociología de sí misma como en este caso; la ¡sociología de la
emigración y de la inmigración son inseparables de esa actitud
reflexiva que consiste en preguntarse, a propósito de cada as­
pecto estudiado, por las condiciones sociales que han hecho po­
sible el estudio, es decir, por la constitución del aspecto conside­
rado en objeto de estudio y por los efectos sobre ese mismo as­
pecto del estudio que se realiza. La primera constatación que se
desprende de este esfuerzo de reflexión con vistas a construir
realmente el objeto social que es la inmigración (y/o la emigra­
ción) en verdadero objeto de ciencia es que la empresa compro­
metida sobre esta base es indistintamente una historia social
del doble hecho de la emigración y de la inmigración; es una
historia social del discurso sobre el hecho en' cuestión —aquí,
como en muchos otros objetos sociales, el discurso sobre el ob­
jeto forma parte del objeto y debe ser integrado al objeto de
estudio o convertirse él mismo en objeto de estudio—, del dis­
curso sobre la emigración o la inmigración que puede ser man­
1. Esta subordinación es objetiva, es decir, que se Srealiza a espaldas de
todos los participantes; y es en esto que es terriblemente eficaz y que puede
perpetuarse. Estamos aquí ante un límite, socialmente determinado, impuesto
a una ciencia todavía demasiado tributaria de lo político, incluso de la opi­
nión pública (dos factores en interacción, que se influyen el uno al otro),
para poder constituir su propio objeto con toda autonomía.
tenido, de manera alternativa, desde el punto de vista de la in­
migración y en la sociedad de inmigración y desde el punto de
vista de la emigración y en la sociedad de emigración; y, final­
mente, es una historia social de las relaciones recíprocas entre
sociedades, esto es, entre la sociedad de emigración y la socie­
dad de inmigración, y entre los emigrados-inmigrados y cada
una de las dos sociedades.
Sin entrar en los pormenores de las condiciones que han he­
cho posible, hoy, cierto número de nuevos interrogantes, y uná
nueva intelección, que está por comunicarse, del fenómeno mi­
gratorio, no se puede más que constatar el surgimiento, a propó­
sito de la emigración y de la inmigración, de cuestiones antes
reprimidas. Así, entre los nuevos temas, tanto de discursos como
de estudios, la problemática conocida bajo la denominación de
«teoría de los costes y beneficios de la inmigración», que es el
producto de la extensión a las cuestiones «culturales» de la pro­
blemática constituida inicialmente para el estudio únicamente
de los aspectos económicos de la inmigración (y, en menor gra­
do, de la emigración), podría tener como efecto —benéfico—
contribuir a la elaboración de una verdadera «economía total»
del fenómeno migratorio, al integrar la economía de lo no-eco-
nómico, y en particular de los aspectos que convenimos en cali­
ficar de «culturales».
Es necesaria una verdadera ceguera convencionalmente man­
tenida para aceptar y reproducir, a causa de las comodidades de
todo tipo que procura, la reducción que se produce del fenóme­
no migratorio, cuando lo definimos implícitamente como un sim­
ple desplazamiento de fuerza de trabajo; sin más: allá, como una
mano de obra excedentaria (relativamente) —y no nos interro­
gamos por los mecanismos que han producido este «excedente»,
ni por la génesis del proceso que ha vuelto este «excedente» dis­
ponible (para emigrar)—; y, aquí, como empleos disponibles, y
no nos interrogamos por los mecanismos que han convertido
estos empleos en disponibles para los inmigrados. Sin duda es
necesario esperar a que sean levantadas las determinaciones que,
en la práctica, sólo fuerzan a retener, de un objeto tan vasto, su
función inmediata, fenoménica, que es también una función ins­
trumental (la función de mano de obra), para que aparezcan las
múltiples otras funciones y cualidades que la definición «instru-
mentalista» ha contribuido a enmascarar, siendo esta operación
de ocultamiento la condición misma de la constitución y de la
perpetuación del fenómeno.
Pero al perdurar más allá de ciertas condiciones sociales, la
emigración y la inmigración acaban por traicionar sus otras di­
mensiones ocultadas en un principio, y sus dimensiones políti­
cas y culturales en particular. Sin lugar a dudas es necesario que
la función primera de la inmigración se difumine, dejando de
aparecer como la única función que, de hecho y de derecho, co­
rresponde a la inmigración, para que se desvelen las implicacio­
nes de todo tipo que la inmigración comporta. Esto parece pro­
ducirse cuando la inmigración deja de ser una inmigración ex­
clusivamente de trabajo, es decir, una inmigración solamente de
trabajadores —si es que puede existir una inmigración de traba­
jo pura— para convertirse en inmigración familiar (o en inmi­
gración de población). Se establece de este modo una separa­
ción arbitraria entre, por una parte, una inmigración de trabajo
que no estaría constituida más que por trabajadores (aporte de
mano de obra sin más) y que no plantearía más] que problemas
de trabajo, y, por otra parte, una inmigración deipoblación cuya
significación y consecuencias son de otro alcande, al ser sus im­
plicaciones mucho más amplias y los problemas que suscita
múltiples y de una extensión tal que afecta a todas las esferas de
la sociedad y en particular a la esfera que podemos denominar
cultural y política.
Así, inmigrar es inmigrar con su historia (siendo la inmigra­
ción misma parte integrante de esta historia), con sus tradicio­
nes, sus maneras de vivir, de sentir, de actuar y de pensar, con su
lengua, su religión así como todas las demás estructuras socia­
les, políticas y mentales de su sociedad, no siendo las primeras
más que la incorporación de las segundas, en suma, con su cultu­
ra. Hoy descubrimos esto y nos extrañamos (por no decir que
nos escandalizamos), mientras que era algo completamente pre­
visible desde el primer acto de la inmigración, es decir, desde la
llegada del primer inmigrado: previsible en derecho, pero im­
previsto de hecho, pues era necesario negarse a prever para que
la inmigración naciese y continúe en la forma én que la conoce­
mos. Es, en particular, el sentido para parte del discurso actual
sobre las aportaciones culturales o sobre los efectos culturales
de la inmigración, de los que nos regocijamos o que deploramos,
que loamos o que denunciamos, lo que es siempre una manera
de reconocerlos, una manera de confesión y también una mane­
ra de hacer figurar estas aportaciones en concepto, unas veces,
de «beneficios» y, otras veces, de «costes» en esa gran contabili­
dad a la que da lugar la presencia de inmigrados y que, aquí,
integra lo que no depende del orden de lo contable {i.e., de la
economía, en el sentido estricto).
Aunque no basten, para llegar a ello, únicamente los cambios
internos al fenómeno de la inmigración y a la población inmi­
grada y las transformaciones correlativas que se han producido
en la relación con la inmigración. Ha sido necesario que se aña­
da esa especie de disposición cultural general (es decir, transpo-
nible, entre los mismos individuos o grupos de individuos que
son sus portadores, a todas las esferas de la existencia) y amplia­
mente compartida, al menos en tanto que afirmación de princi­
pios de la que no hay motivo para sacar las consecuencias prác­
ticas, que conocemos con el nombre de relativismo cultural, y
que es actitud cultivada —de gente que tiene una relación culti­
vada con su propia cultura— respecto a la cultura de los otros
que constituyen de esté modo un objeto de cultura que pueden
apropiarse y que pueden añadir a su cultura. «Todas las culturas
son igualmente valiosas», como todas las lenguas son igualmen­
te valiosas o, aún (pero con más reparos, salvo en el caso de algún
escéptico o de algún agnóstico que tendería a confundirlas en la
misma indiferencia o la misma negación), como todas las reli­
giones son igualmente valiosas, pero eso solamente en un «cielo
puro de las culturas» (o de las lenguas o de las religiones), esta
profesión de fe relativista, al generalizarse y vulgarizarse o, en
cierto modo, al secularizarse (es decir, al abandonar el territorio
que es el suyo o para el que fue inventada la esfera epistemológi­
ca), ha acabado, en contradicción con el realismo sociológico,
por erigirse en una suerte de absoluto (o de dogma) que no sufre
ninguna relativización.
Sería necesario hacer toda una historia social del relativismo
cultural, una historia de las condiciones sociales de su inven­
ción, de su difusión y de los efectos que ha producido, es decir,
de las apuestas y de las luchas para esas apuestas que fueron y
que son todavía las luchas para la definición legítima de la no­
ción de cultura. Cada clase social, que es también una clase cultu­
ral, tiende a imponer la definición con la que está más de acuer­
do o tiende a contestar, al menos por lo que se refiere a las clases
sociales dominadas, la definición que la cultura hegemónica (i.e.,
los dominantes culturalmente) da de la cultura. Pero en este com­
bate entre interlocutores culturales desiguales, el encarnizamien­
to que la cultura que se reivindica como «popular» pone en tra­
tar en condiciones de igualdad a la cultura que objetivamente
reconoce, por el solo hecho de entrar en competencia con ella,
como cultura de referencia, ¿no es una manera de homenaje?
Es éste el sentido de la disputa, nunca del todo apagada, entre la
«cultura popular» y la «cultura cultivada» (académica, domi­
nante), que es cultura a secas, sin más especificación. La con­
frontación implícita con la cultura «francesa» endógena de la
«cultura de los inmigrados» —las «culturas de origen», a las que
nos gusta redefinir como «culturas de aportación»,2 o «cultura
en creación» que injertaría sobre el sustrato importado los prés­
tamos impuestos por el contexto de inmigración y a menudo ya
adoptados en parte mucho antes de la inmigración—, que está
constituida en tanto que apuesta no tanto por los inmigrados
mismos y explícitamente por ellos, sino más bien por la socie­
dad de inmigración interrogándose sobre sus componentes cul­
turales, no es al parecer, a reserva de todas las distinciones que
caracterizan la situación sui generis que realiza la inmigración
desde este punto de vista, más que una variante paradigmática,
una variante actualizada del antiguo y siempre; actual conflicto
entre culturas en competencia.
La emigración tampoco es y no puede ser lo que queremos
que ésta sea, lo que creemos o finjamos creer que es, para que
pueda advenir y continuarse, para que podamos aceptarla sin
mala conciencia y, a fin de cuentas, al modo de eso-cae-por-su-
propio-peso: una exportación de fuerza de trabajo sin más, una
suerte de mano de obra disponible para ser utilizada y disponi­
ble puesto que no es utilizada en el lugar; es ¡la definición del
emigrado, constituido primero como parado y, seguidamente,
como parado que emigra para dejar de ser parado; nada más y
nada menos que eso. La emigración y la inmigración son de ese
tipo de mecanismos sociales que tienen necesidad de ignorarse
como tales para poder ser como deben ser. Pero, con el tiempo,
la emigración acaba, también, por confesar y confesarse lo que
2. J. Berque, L'immigration a. l'école de la République, informe al ministro
de Educación Nacional, La Documentation Frangaise, CNDP, París, 1985.
fundamentalmente es, a saber, algo más y otra cosa que una sim­
ple emigración (una defección) de cierta cantidad de fuerza de
trabajo; acaba por sacar a la luz todas las otras dimensiones,
todos los otros aspectos de sí misma que debía enmascarar para
poder perpetuarse. Aun cuando, mutatis mutandis, las mismas
causas produjesen los mismos efectos, el desvelamiento que se
produce a propósito de la inmigración en la sociedad de inmi­
gración contribuye a provocar y a acelerar el desvelamiento co­
rrelativo que se anuncia a propósito de la emigración en la socie­
dad de emigración. Así, poco a poco, se emplaza en todas las
esferas de la sociedad, y hasta en el discurso científico3sobre el
fenómeno de la emigración, el calco del discurso que es produci­
do en otro lugar sobre el objeto y sobre el tema de la inmigra­
ción; estos dos discursos que, en lo sucesivo, se hacen eco, son
homólogos, pues son producidos en definitiva, los dos, según los
mismos esquemas de pensamiento y las mismas categorías (apli­
cados a objetos simétricos) de percepción y de apreciación o de
evaluación del mundo social y, aquí, más precisamente, de los
mundos respectivos de la emigración y de la inmigración.

3. Puesto que no hay nada en el hecho de la emigración ni, por otra parte,
en el hecho de la inmigración que no se pueda enunciar sin constituir al
mismo tiempo un acto de denuncia, muchos datos, incluso aquellos que po­
dríamos calificar de científicos, de producidos o utilizados por la ciencia, no
escapan a la lógica del discurso mantenido para justificar y legitimar el fenó­
meno o, al contrario, para condenar y denunciar su ilegitimidad.
LA FALTA ORIGINAL Y LA MENTIRA COLECTIVA

El texto que figura a continuación es la traducción más lite­


ral posible del discurso de un emigrado cabileño que fue recogi­
do en Francia, en 1975, en dos periodos distintos, esto es, antes
y después de sus vacaciones en Cabilla. El comentario que aquí
se propone no vale para atenuar, mediante notas lingüísticas o
etnográficas, la opacidad del discurso auténtico, de ese discurso
que moviliza todos los recursos originales de una cultura y de
una lengua para expresar o explicar experiencias que esa lengua
y esa cultura ignoran o rechazan. Esta opacidad de un lenguaje
que no se desvela de inmediato es, sin duda alguna, la informa­
ción más importante, y en todo caso, la más preciada en un
momento en que hay tantos portavoces bienintencionados que
ponen en boca de los emigrados su propio lenguaje.
«Me quedé huérfano a muy corta edad. En realidad, soy hijo
de un anciano... o como se suele decir, soy "hijo de una viuda”.1
Fue mi madre la que me educó, lo que no es ningún motivo de
vergüenza. Mi padre me "dejó”, cuando tenía 8 años... soy, pues,
el último de la prole... Ya, antes de la muerte de mi padre —que
era una persona muy mayor— era ya mi madre la que se ocupa­
ba de todo; era ya "¡el hombre de la casa!”. De todos modos, ¡la
esposa de ion anciano es siempre una anciana! Yo no sé la edad
de mi madre, pero era mucho más joven que mi padre, incluso
es más joven que mis hermanas mayores [en realidad, sus her-
1. La expresión «hijo de viuda», tradicionalmente utilizada como una in­
juria, se aplica al hombre criado por mujeres y cuya masculinidad y honor
son dudosos. La inversión de los antiguos valores hace que hoy sea una cua­
lidad que puede ser reivindicada: es el «hacerse a uno mismo».
manastras]; pues mi padre se casó, creo, tres veces y tuvo hijos
de dos mujeres distintas.

Soy el hijo de una viuda

»Por más atrás que recuerde, siempre he -visto a mi madre


trabajar, dentro y fuera de casa... hasta ahora, ha sido así. No
para nunca. De mi padre, el recuerdo que tengo es el de un an­
ciano que apenas podía ir más allá de la puerta.
»Mi madre es una persona difícil; eso es lo que dicen de ella,
es la fama que tiene, pero creo que necesitaba crearse esta fama
para defenderse, para no dejarse "comer" por los demás. Una
viuda que está a merced de sus cuñados, que debe esperar a que
sus hijos crezcan para que haya un hombre que entre y salga de
casa, eso es algo que no contribuye en absoluto a su felicidad. Si
ella no se defiende, se la comen, se lo quitan todo. Ella, por su
lado, tampoco ha tenido contemplaciones con ellos. Hoy se lo
puedo asegurar: ¿quién de mis tíos no la ha insultado? ¿Cuántas
veces le habrán pegado? Y siempre han sido lós más cercanos y
no los extraños. Si tu pariente más próximo "nó puede contigo”,
no será aquel que te es más lejano el que lo conseguirá. ¿De dón­
de saldrá aquel que no te es próximo? En cuanto al extraño abso­
luto, es inútil hablar de él; éste tendrá miedo, pues ella sigue
siendo una mujer de los A.2En cambio, un pariente, ¿qué puede
temer? Siempre podrá decir: es una mujer nuestra; convirtién­
dose en un asunto entre parientes y cuanto más cercano es como
pariente, más se permite andar sin rodeos. A un tipo como él...
—aunque, ahora, se ha calmado mucho— ¿quién lo pararía? ¿Tú
crees que “se le caería la cara de vergüenza”? ¿Crees que se diría
a sí mismo: "mi tío [esto ocurría cuando vivía todavía el padre
del emigrado] es mayor, no tiene nada, no tiene a nadie, no pue­
de hacer nada, solamente la tiene a ella y es una suerte para
nosotros que ella esté aquí, pues es ella la que le garantiza tener
la casa “llena, a rebosar”? Pero, nada de eso...
«Cuando comparo los primeros años de mi infancia con al­
gunos años más tarde, puedo incluso decir que a mi madre se la
2. Esta letra designa el linaje del que depende su madre por matrimonio
(N. de T.).
respetaba más después de la muerte de mi padre que cuando
vivía él. De verdad, parece que los "corazones” han cambiado a
partir de entonces [...] ¡Esto es la vida de un "hijo de viuda"! Muy
pronto, tuve mi parte de penas, preocupaciones y molestias. No
es la edad la que forma a los hombres, es lo que ha pasado por
encima de sus cabezas; el hombre se va haciendo a través de sus
actos y no porque ha recibido un nombre de sus antepasados...
Puede ser fulano de tal... y sin embargo, ¿y si no hay nada dentro
de él? ¿Y "si su mercado está vacío”?

Tú que te has levantado tarde, ¿por qué vas al mercado?

»[...] Crees que en su época [alusión a hechos c¡ue se remon-


tanalosaños 1942-1944 y a personajes fallecidos, uno en 1954y
el otro en 1958], mis tíos M.E. y N.L., los mismos que han expo­
liado a mi padre del único trozo de tierra que poseía y que les
había dejado en anticresis,3 durante los duros años de elboun
[alusión a los años durante los que fue instituido en la Segunda
Guerra Mundial el sistema de bonos de racionamiento] para
poder comprarles, según se cuenta —pues yo no había nacido
todavía—, cebada para sobrevivir; ¿tú crees que hubieran hecho
lo que han hecho hoy sus hijos? "¿Quieres construir una casa?
Mira, aquí tienes la mitad de una parcela, te la regalamos, ¡ya
puedes comenzar a cavar los cimientos!". Con ellos, ¡era imposi­
ble una cosa semejante! ¿Será que el odio ha abandonado los
corazones o que los estómagos están ahora más llenos? Primero,
ahora no encuentras a nadie con quien pelearte, pues no existen
ya motivos para pelearse. Los insultos, los gritos, el odio, los
golpes de antaño, ¿por qué eran? Porque uno había atravesado
el campo de su vecino o había desviado el agua de su acequia
durante su tumo de riego. Eran todas esas cosas las que ocasio­
naban las riñas, "una parte está ahí, otra parte es añadida”. Todo
eso, todo ese odio, esos malos sentimientos, esa ira, esa cólera,
esas enemistades ancestrales de padres y antepasados, como se
suele decir, proceden de la tierra; ahora que no hay nadie para
ocuparse de ella, no hay pretexto para las disputas. ¿Por qué
3. Modalidad de contrato según la cual un acreedor percibe los usufruc­
tos de una propiedad que pertenece a su deudor, hasta que sea extinguida la
deuda (Ai. de T.).
seguir teniendo rencor a una mujer? Sobre todo cuando, des­
pués, habrá que ir a pedirle que se ocupe de esa tierra que ya no
se quiere. Todos los que, antes, no podían soportar que mi ma­
dre se acercase a sus árboles, a las vallas de sus campos, hoy le
suplican para que explote sus tierras, cuando ella no tiene ni
siquiera una gallina. La paz ha vuelto así a la tierra; a pesar de
que, entre los hombres, existan siempre motivos de querellas,
las mujeres están apartadas de éstas.
»El “hijo de una viuda" no se olvida de su madre más que
cuando demuestra que es un hombre; si no seguirá siendo siem­
pre el hijo de fulana de tal... ¿Cómo quieres que, en estas condi­
ciones, no se anhele ir deprisa? Pero esto es precipitarse cuando
no se puede nada; cuando no se sabe adonde se va: pues puede
ser hacia la 'luz" [el éxito, la felicidad], como puede ser hacia la
“oscuridad” [el fracaso, la desgracia]. Se necesita mucho valor.
¿Cómo acabar con esta situación? ¿Cómo salir de esto?
»No me queda más que trabajar. Al principio, trabajé mucho.
Veía a mi madre que trabajaba mucho y trabajé en todo cuanto
pude. Trabajé en todas partes, para todo el mundo, haciendo de
todo, por dinero, "por el bien” [benévolamente]: he labrado, he
segado todas las tierras de todos los parientes, no esperaba ni si­
quiera a que me lo pidiesen. Ofrecía mis servicios por iniciativa
propia. ¿Qué podía perder? Me pagaban de unmodo u otro. Me­
jor actuar así que cruzarse de brazos. Y, efectivamente, me han
pagado por mi empeño. Me han pagado con''dinero, con inter­
cambio de otros servicios, con víveres y, en particular, con cerea­
les. Podía “entrar en las cosechas de todos los parientes", no me lo
negaban porque no solía escatimar esfuerzos. He recibido felicita­
ciones, aliento por todas partes. En todas partes, se decía "M. es
trabajador... tiene miramiento con la tierra".
»He cogido tierras en aparcería e incluso He tenido un par de
bueyes, lo que nunca se había visto en casa: nadie se acuerda de
haber visto un par de bueyes franqueando el dintel de la puerta,
y no hablo de la puerta actual, sino de la de nuestros antepasa­
dos... Me he convertido, en el plazo de unos años, en un verdade­
ro fellah. Pero esto duró sólo un tiempo hasta1que me desperté y
me di cuenta de que la misma condición de fellah [thafaláhth]
me afectaba porque era despreciada por todos los demás. Como
se suele decir: "tú que no has madrugado, ¿por qué vas al merca­
do?”. Entonces me dije a mí mismo: "¡descansa!".
Me convertí en un fellah ocasional

»Me invadió el cansancio, ¿ror qué afanarme tanto? Yo soy


como todo el mundo. ¿Acaso valgo menos que todos aquellos
que tienen tierras, pero que se contentan con mirarlas de vez en
cuando y que me las confían a mí para que las cultive? Y, sin
embargo, ¡no tienen los brazos paralizados! Hay momentos en
que me digo a mí mismo: "eres tonto de remate; mientras tú te
matas a trabajar, él [el propietario de la parcela] está a sus anJ
chas, bien cómodo, y le importa todo un pepino (cien entran y
cien salen’).4Y tú, ¿qué beneficio has sacado de todo eso?".
«También me sorprendí a mí mismo al comportarme como
todo el mundo. Me convertí en un fellah ocasional, como los
eventuales: “un fellah a falta de otra cosa", por obligación. "Na­
dería tras nadería" [progresivamente], me encontré, al poco
tiempo, molesto por todos los hábitos adquiridos, por los com­
promisos pasados, por las tierras aceptadas. Por su parte, mi
madre cargó también las tintas: furiosa como estaba contra
mí, no paraba de echar pestes en mi contra, de día y de noche,
delante de mí, cuando estábamos juntos, o a espaldas mías,
cuando encontraba a alguien que quisiera escucharla. Creyó
que me iba a presionar al renunciar a muchas de las faenas que
tenía fuera de casa: "Si tú ya no quieres hacer nada, yo tam­
bién estoy harta de trabajar, no vale la pena que me mate sola.
Mientras eras pequeño, te he dado un hogar, pero ahora que
eres adulto, es asunto tuyo; depende de ti, si quieres Henar tu
casa o vaciarla'. Yo, ahora, ya no puedo hacer nada más”. Y,
efectivamente, se liberó de las tierras que había tomado en apar­
cería, guardó solamente la huerta y una pequeña parcela cer­
cana a la casa, que se ha convertido en su dominio y de la que
se ocupa sola.
«Nuestro país es bueno para quien no aspira más que a vivir
[a alimentarse], y aun a vivir "según las .condiciones del país":
trabajas todos los días sin medida, todos los días que Dios ha
hecho, sacas lo que necesitas para vivir y únicamente -vives de
lo que has sacado. Todo lo demás está excluido. Si te sacias con
eso, tanto mejor; si no tendrás que ponerte a correr. ¿Como si
se tratara solamente del hambre de estómago? Es verdad, na­
4. Dicho cabileño (N. de T.).
die tiene hambre ahora; pero el hambre, no es solamente lo que
hay que meter en el estómago, es también el hambre de la es­
palda [que se ha de vestir], de los pies [que hay que calzar], del
dolor de vientre [que hay que curar], del techo [que hay que
cubrir], de la cabeza [de los niños que deben escolarizarse].
¡No es solamente si te falta sal o si comes soso o si te falta
petróleo y te acuestas a oscuras! Por consiguiente, no has de
tener ganas de algo y sobre todo no has de necesitar dinero.
Pues es de dinero de lo que tiene necesidad todo el mundo;
incluso en el pueblo, todo se compra como en la ciudad. En
esto se ha convertido el pueblo, en "elfilaj”.3

La única puerta es Francia

«Aunque haya liquidado todo lo relativo a la agricultura, ven­


dido los bueyes, el burro, devuelto las tierras a sus propietarios,
eso no quiere decir que todo esté acabado y que haya dejado
completamente de trabajar. No, he seguido trabajando, pero de
otro modo... en otra cosa, en cualquier cosa. Si tengo que traba­
jar en los campos de otro, es o bien porque me apetece echarle
una mano y le ayudo con una, dos, tres jomadas; o bien porque
trabajo como jornalero y entonces, por la noche, debe poner ante
mí mi jornal. Eso está claro... El trabajo de la tierra es un trabajo
como otro cualquiera mientras me proporciona dinero. No es
más duro que trabajar con albañiles o incluso; en un camión,
como ya he hecho. ¿Qué es lo que todavía no; he hecho para
ganar dinero? He ido incluso a que me dieran guantazos porque
me proporcionaron 11.000 francos6[se sigue cdntando en fran­
cos antiguos aun cuando se trata de dinares].
5. Esta palabra es el equivalente fonético de «le village» («el pueblo» en
francés) según la pronunciación local (N. de T.).
6. Esta frase alude a la práctica que consiste en vigilar la colocación de
controles de policía en las carreteras que conectan el pueblo con las ciudades
vecinas para avisar a los numerosos «transportistas clandestinos» de viaje­
ros (coches y camiones) para que hagan bajar a sus «clientes» antes de llegar
a estos controles; si, a cambio, los vigilantes recibían parte de las sumas que
estos últimos hubieran tenido que pagar como multa en caso de flagrante
delito, en contrapartida se arriesgaban a que la policía que no se dejaba en­
gañar por su tejemaneje los sometiese a duras reprimendas y, a veces, a san­
ciones físicas.
»Mi madre participó también; daba la impresión de que que­
ría seguirme en todas mis empresas: retomó su máquina de co­
ser, cuando decía que estaba harta de ella; retomó su próspero
comercio entre las mujeres y se puso a vender de todo: huevos,
telas que su hermano, asimismo “una verdadera serpiente” él tam­
bién, le traía de Francia, joyas buenas o falsas, pero la mayor
parte de las veces de "cobre y embuste”.7Nos hemos convertido
todos en "espigadores de céntimos”. Nuestra única preocupa­
ción es cómo recogerlos.
»A pesar de nuestro empeño en correr tras el dinero, a mi
madre y a mí siempre nos faltaba. No dejé nunca de trabajar
hasta el punto de tener callos en la espalda, pero seguía sin tener
dinero, no tenía ni siquiera para comprar cigarrillos. ¿Por qué
trabajar para tener un resultado semejante? La cabeza se me
llenó de preocupaciones, me hervía como una olla. Fumaba cada
vez más, tenía cada vez más necesidad de dinero y cada vez me
faltaba más. En un abrir y cerrar de ojos, sin saber cómo, me
encontré con 450.000 francos de deudas. ¡450.000! Apenas 50.000
más, y es ¡medio millón! ¡Menuda suma! Entonces, tuve miedo y
¡me desanimé totalmente! ¿Qué podía hacer? ¿Dónde encontrar
refugio para mi cabeza? ¿De dónde sacar el dinero que tengo
que devolver? Es un verdadero callejón sin salida; no hay otra
salida, la única "puerta" que queda, es Francia... No me queda ya
otra solución. Todos los que tienen dinero, todos los que han
hecho algo como comprar o construir son los que tenían dinero
de Francia.

La gente no hace otra cosa que hablar de Francia

»Es así como Francia se nos cuela a todos hasta el tuétano.


Una vez que se te ha metido eso en la cabeza, se ha acabado, ya
no sale de tu mente; se han acabado para ti las faenas del cam­
po, se han acabado las ganas de hacer otra cosa, no ves más
solución que irte. A partir de ese momento, Francia se ha insta­
lado en ti y ya no te abandonará nunca; la tienes siempre ante
7. Tratándose de joyas, los témdnos natías (cobre) y sakka (acero) son
sinónimos de hipócrita, de falso, de mentiroso y de egoísta, porque son es­
tructuralmente equivalentes según la lógica y el vocabulario mítico-ritual.
tus ojos. Nos convertimos en poseídos. Si alguien te decía: "si tal
shaif te escribiera, te marcharías",9seguro que irías a verle. ¡Es
una locura! Es así para todos los “J3 de ahora” [los jóvenes]10
que quieren irse. En cuanto uno de ellos empieza a "rehusar” [a
desobedecer], a poner pequeñas objeciones, declina trabajar, hace
piña con los demás, está siempre en los “lugares que no están
llenos" [fuera del pueblo]; puedes estar seguro de que trama
marcharse. Antaño, eso se hacía para casarse, cuando los pa­
dres no se preocupaban demasiado por ello. Ahora, si uno está
casado y tiene ganas de irse a Francia, se enfada hasta el punto
de echar a su mujer. Es una locura, no hay otra palabra, es como
beber o jugar. Es un gusanillo que “excava en nosotros galerías
como en la mina”. Cuando pienso ahora en todo lo que he corri­
do, en todo lo que he esperado, en todos los viajes que he hecho,
en todas las personas a las que he suplicado, hay que estar total­
mente obsesionado para aceptar todo eso, nada más que para
poder llegar a Francia.
»Yo también, como todo el mundo, he tenido las mismas
palabras respecto a Francia, y eso a lo largolde los días, de las
noches y de los años. "¡Qué Dios me haga desaparecer de este
país!". El país de la "estrechez", el país de la pobreza, el país de
la miseria, el país "torcido”, "al revés”, el país "al contrario”, el
país del declive, el país que suscita desprecio por parte de los
suyos, el país incapaz de retener a los suyos, él país dejado de la
mano de Dios... Y juramos, prometimos: "El día en que yo salga
de aquí [del país] nunca más pronunciaré tu nombre; no miraré
hacia ti; no volveré a ti". Yo mismo, cuando me acuerdo de ello,
cuántas veces me he encomendado, no a la {"facilidad” ni tam­
poco a todos los buenos augurios que se desean a quien se mar­
cha, sino a la fuerza de los demonios. "Que;' me arrastren, que
me lleven lejos de aquí” era una expresión más habitual en mí
8. Jefe religioso o tribal (N. de T.).
9. Se trata de los amuletos que escriben o confeccionan a veces los letra­
dos (un taleb o un shaij), otras veces, los adivinos y magos; estos amuletos a
los que atribuyen toda suerte de poderes mágicos se llevan ya sea por su
virtud curativa (curan algunas dolencias), profiláctica (protegen del mal de
ojo) o propiciatoria, como debería ser el caso aquí: traerían suerte y favore­
cerían los proyectos más difíciles.
10. Durante las restricciones de la Segunda Guerra Mundial y de la pos­
guerra, los J3 representaban a los adolescentes a efectos de la distribución de
alimentos, según la terminología al uso.
que la que se usa para invocar la gracia: “Que Dios abra o ‘faci­
lite’ el camino”.
»En realidad, todo esto no son más que mentiras, como se
suele decir, "una mentira tras otra”. ¡Qué amargo eres, oh país,
cuando se sueña abandonarte! ¡Ycuán deseada eres, oh Francia,
antes de que se te conozca! Todo esto porque nuestro pueblo
sólo está lleno de Francia. La gente no hace otra cosa que hablar
de Francia.
»En nuestro pueblo, tenemos más gente en Francia que en el'
pueblo. Por mucho que cuente "cómo encontrar la punta de esto"
[y verifique], cada vez encuentro más hombres en Francia que
en mi pueblo. Cuando estaba allí en mi pueblo, había momentos
en que nosotros [los pocos hombres del pueblo] estábamos inva­
didos por la "soledad salvaje” [el espanto]. Estaba a punto dé
marcharme y todo el mundo me decía: "sólo quedabas tú y aho­
ra vas a reunirte con los demás... nos dejarás un vacío"’. No so­
mos muchos en el país; todo nuestro mundo está en Francia;
"llenamos" Francia y "vaciamos" el país. Y además, ¿quién hay
en el pueblo? Únicamente todos los "cascaos" y los "retorcidos”
que no valen para nada.
«Sólo quedan en el pueblo los ex [los que han regresado] de
Francia. Volvieron porque estaban cansados de Francia o quizás
porque Francia se cansó de ellos, si eso sólo hubiera dependido
de ellos... pues sigue estando [Francia] en sus corazones. Por un
lado, están éstos, por el otro, están quienes se preparan para irse
cualquier día de éstos. Hay además irnos pocos —son todos los
jóvenes de mi edad— a los que nadie daría su aprobación si em­
pezara a "rondarles la idea" de marcharse también ellos. Incluso
ésos, quizás, en su fuero interno, tengan ganas de marcharse:
son ellos los que están situados en Argelia y poco importa dónde.
Están, pues, todos aquellos que son nuestros hombres en el lu­
gar. Están aquellos de quienes se habla, cómo se suele hablar del
guardián del hogar, de "el jefe del kanún",-n "su nombre está ahí,
pero a él no se le ve nunca” [para decir que es fantasmal]; consti­
tuyen un ejército, el ejército de los que —como yo— no cesan de
ir y venir entre el país y Francia; ir y volver es todo lo que hacen.
Éstos forman una categoría aparte; algunos de ellos acaban, por
11. El kanún es el nombre cabileño del hogar en el sentido literal y figura­
do de la palabra (N. de T.).
la edad, renunciando a Francia, pero los que les sustituyen, aquí
en Francia, son más numerosos; hay muchos más que llegan a
Francia que los que regresan al país. Están los que acabarán por
morir en Francia y no sé por qué en el pueblo son contados como
hombres del pueblo: se cuenta con ellos, se cuenta "su cabeza"
en cada ocasión [se los descuenta para cualquier contribución o
para cualquier reparto según el número de hombres de una fami­
lia], no se les olvida aun cuando, ellos, han olvidado a su pueblo,
a sus parientes [...] algunos están en Francia desde hace 20 años
por lo menos. S. es un pariente que no conoció a su hijo antes de
que éste fuera un hombre; se marchó cuando nació su hijo, su
mujer se murió entre tanto, y cuando ha vuelto, ha encontrado a
su hijo casado, "con su propia casa", ha encontrado a una nue­
ra... esto parece sacado de un cuento.
»Los hombres que permanecen en el pueblo han trabajado
prácticamente todos en Francia. Si se cuenta a los hombres que,
en el pueblo, no han ido nunca a Francia, creo que no llegarían ni
siquiera a una docena... No cuento a los jóvenes de ahora, los que
tienen mi edad. Entre nosotros [en el grupo de sus parientes],
¿quién no ha estado en Francia? ¡Uno solo! Y ello porque la "má­
quina [el tren] le ha dejado” [perdió el tren, la ocasión]. Todos los
demás son aquellos que Francia ha reventado; ellos han regresa­
do completamente “sacudidos", completamente "vareados” [como
los olivos]. De todos modos, ya no pueden trabajar; ya no son
"trabajadores” ni en casa [es decir, en el país]; ni fuera [es decir,
en Francia]; sirven sólo para permanecer en el pueblo sin hacer
nada. Los ves deambular, ir y venir por las calles del pueblo, son
ellos los que "llenan" el pueblo. No puedes eiitender lo que son,
son lo que tú quieras: si quieres, son los sabios ;del pueblo aunque
sean jóvenes, son los "hombres ociosos” del püeblo con gandura
y turbante [atuendo de los hombres generalmente desocupados],
están en el pueblo como si estuviesen siempre de vacaciones; en
su casa, en su propia casa, les gusta ser [tratados] como si fueran
invitados permanentes. Pero, si quieres, son también los trabaja­
dores forzosos con los que cuenta el pueblo.
»Afortunadamente, hoy en día no es como antes, no hay que
tener miedo a las grandes riñas de antaño, pues en caso de ser
atacado, no habrá ningún hombre con quién contar. No valen ni
para el trabajo, ni para la pelea, están completamente rotos, sola­
mente valen para dormir hasta "el momento más cálido del me­
diodía". A esos hombres, el país les conviene, ya que de Francia
no han traído más que huesos; es todo lo que Francia les ha
dejado: un montón de huesos que han salvaguardado; solamen­
te les queda eso; lo esencial, lo "vivo", lo han dejado en Francia.
De todos modos, han regresado todos [de Francia] con algo: al­
gunos, con una jubilación, otros con una pensión de invalidez.
Con ellos han traído "de Francia, su parte". Francia sigue "soco­
rriéndolos" y lo que les da les basta. ¡Que les quiten lo bailao! Es
"como encontrar en su sopa de habas ¡un trozo de grasa!". De
ellos, se dice que [sus asuntos] "están solucionados": que no tie­
nen grandes preocupaciones.
»Lo que ahora les falta a todos estos ex de Francia es poder
marcharse cuando les apetezca, y si la vía estuviese abierta, se mar­
charían así... de vez en cuando, como turistas, por uno o dos
meses.12Cada uno de ellos tiene un hijo, un hermano, un yerno o
incluso una hija a los que les gustaría ir a visitar, estar algún
tiempo con esa persona, cambiar de aires y regresar con dinero,
objetos y regalos. ¡Es así como actúa el turista! Esto se parece a
unas vacaciones. Si fuese así, esto no pararía; sería una feria, un
perpetuo ir y venir; los de Francia irían a Argelia de vacaciones
en verano y los de allí vendrían a Francia en invierno, de vaca­
ciones también. Incluso, en las conversaciones, ¿de qué hablan
los hombres del pueblo? ¡De Francia! Los ex de Francia reme­
moran sus recuerdos... Los que "están de permiso” hablan de
Francia, en medio de su pueblo, se creen que están todavía
en Francia; los jóvenes que esperan marcharse sueñan con Fran­
cia. Solamente se oye hablar de Francia: Francia es de tal mane­
ra o de tal otra; parece que en Francia es así, o bien que fulano en
Francia ha dicho esto o lo otro, ha hecho esto u otra cosa; o que
mengano ha comprado un taxi [es decir, un coche; en este senti­
do el término francés taxi se opone a camión], una moto, y así
continuamente... Nuestro pueblo es un pueblo "carcomido" por
Francia, nadie escapa de ella.
»En realidad, nadie sabe nada [de ella]. La gente habla de ella
a sus anchas y Francia aparece para todos como iluminada. Es
12. La entrevista se realizó en 1975, es decir, menos de dos años después
de que Argelia prohibiese una nueva emigración hacia Francia y menos de
un año después de que Francia suspendiese por motivos económicos toda
nueva inmigración de trabajadores; en esto, las palabras de A. Mohand tie­
nen algo de predictivo. [Nota del autor en 1989.]
así. Francia nos gusta a todos, es hermosa a ojos de todo el mun­
do [...] Pero verdaderamente, de Francia, ¿qué quieres que se
diga? No se la conoce. Se dice... dicen que es "el país de la felici­
dad", ¡eso es todo!
«Antes de conocerla, no creía que Francia fuera [una tierra]
extraña. Pensaba que era como ir a uno de los pueblos de los alre­
dedores, salvo que estaba más lejos... igual que ir a un país conoci­
do [...] No soy yo quien ha inventado Francia, sino cuantos me
han precedido, y desde tiempos inmemoriales, no soy ni el prime­
ro ni el último. Empezando por mi hermano, hace 40 años que
está en Francia. Mi padre también, en su época, había venido ya a
Francia; había trabajado en las minas de carbón del norte y tam­
bién en Bélgica, y había conocido la época en que había caballos
en el fondo de las minas, siempre hablaba de ello. [...] En cuanto a
mí, desde que nací, he oído hablar de Francia todos los días, diez
veces al día. Es por ello que mé la imaginaba completamente dife­
rente. Ni siquiera pensaba que pudiese ser como Argel. En Argel,
en donde, sin embargo, no hay muchos [hombres] del pueblo, no
creo que me dejaran [abandonado a mí mismo]. Lo creía aún
menos de Francia en donde se encuentra todo el pueblo, en donde
están reunidos todos los parientes, los tíos paternos y los tíos ma­
temos. Bastaba pues, así me lo parecía, salir de Argel... Por lo
demás, era como si me fuera hacia su casa... Tener tantos hom­
bres en Francia y tener miedo [hasta el punto de dar] un paso
adelante, un paso atrás, ¡no vale la pena!
«Pensaba que, sin que fuese del todo como en el pueblo, me
iba a encontrar un poquito como en un barrio de Argel pero en
un barrio en el que encontraría a todos mis: parientes. No era
nada más que ir a un pueblo vecino: quien ya allí sabe adonde
va, sabe lo que le lleva allí; cuando lo ven, todo el mundo sabe a
casa de quién va; se espera que haya llegado para que, después,
todo el mundo le pueda invitar. No es como aquellos que deben
esperar para que les traigan comida o para que les lleven a la
mezquita porque no tienen a nadie en el lugar. Pensaba que, para
mí, ocurriría igual en Francia. Por supuesto, me iría primero a
mi destino, a casa del más próximo, es decir, d casa de mi herma­
no, y, a partir de allí, todos los parientes son míos. Pero de he­
cho, no ha ocurrido así.
»[...] He tenido muchas dificultades para poder llegar a Fran­
cia. No son pocos los trámites que hay que hacer,13el tiempo que
hay que esperar; lo más pesado es oír todo lo que te dicen en
todas partes, cada vez que te ven hacer algo. “¿Para quién se
hace? Espero que no lo consiga. Es mejor que se quede aquí, lo
necesitamos. Aquí, no le falta el pan, ¿qué más quiere? De todas
maneras, no tiene ninguna posibilidad; cuántos, antes que él,'
han solicitado marcharse y siguen esperando desde hace años.
No va a echarse a volar por sí solo; ¡que se quede donde está!”.
Todo eso lo sabía y me decía a mí mismo: “si quieres marcharte,
sobre todo no tienes que pasar por la gente de aquí’ Das autori­
dades locales]”. Ya me la habían jugado en otro asunto [...] mien­
tras duraron los trámites para marchamie, ¡lo que he podido
oír! En mi pueblo, cada cual hacía su comentario; aseguraban
que corría mucho para nada, que gastaba mi dinero inútilmen­
te. "¡Quédate quieto!", me aconsejaban. Yo dejaba hablar. Inclu­
so mi tío, aquel con el que podía contar un poco, no paraba de
decir de mí: "Se romperá la cabeza sin conseguir ningún resulta­
do; no hace más que correr. Os lo digo yo, al fin y al cabo, se
cansará labrando L”.14 Cuántas veces he llorado... me mareaba
al oír las burlas; la gente tiene mucho tiempo para ocuparse de
los asuntos de los demás. Hubiera pagado lo que hubiera hecho
falta para demostrarles lo contrario. Rezaba para no caer en la
deshonra. Gracias a Dios, me he salvado de esa vergüenza. He
esperado un año para poder conseguir todos los permisos nece­
sarios y para ello he necesitado tener apoyos. Mi gran alegría, en
cambio, ha sido poder marcharme sin tener que pedir nada a la
gente del pueblo. Cada "papel” que conseguía era, por sí solo,
toda una historia.
»El pasaporte, cuando lo conseguí, ¡fue mi primera victoria!
Cuando lo tuve en las-manos, ¿convenía blandirlo o esconderlo y
13. Para poder marcharse, Mohand tuvo que sacarse un pasaporte y con­
seguir un permiso de salida.
14. L. corresponde a una parcela que pertenecía a su tío en la que el joven
emigrado confiaba mucho; al estar alejada del pueblo y abandonada desde
hacía muchos años, se había convertido en un pastizal disponible para todos
los rebaños del pueblo. El hecho de ir a labrar este campo significa haber
alcanzado el grado extremo de la indigencia.
esperar a ver lo que pasaba? Nunca se sabe lo que va a ocurrir
después... ¡paciencia! A pesar de ello, la noticia se difundió...
»No tuve que quedarme así a medio camino. [...] La segunda
victoria fue cuando conseguí mi permiso de salida. Entonces,
¡erguí la cabeza! Me decía a mí mismo: "ahora me puedo mar­
char”. Pero en el fondo de mí mismo, no estaba tranquilo, esta­
ba más preocupado que nunca, no bastaba con poder dejar Ar­
gel, había que llegar allí, y ¡no ser expulsado! Era una apuesta; y
yo he apostado. Dentro de mí, las cosas estaban claras: o bien
atravesaba el mar, aunque fuese para pocos días, veía entonces a
mi hermano, a mis sobrinos, y me quedaba satisfecho, aunque
hubiese ido solamente para eso; o, por el contrario, era expulsa­
do de Argel o de Francia y, entonces, no pondría nunca más los
pies en el pueblo, pasase lo que pasase. ¿Cómo podría dar la
cara y atreverme a encontrarme frente a la gente cuando, ape­
nas ido, tenía que estar ya de vuelta? Dirían: "Ha regresado con
las provisiones que llevaba consigo" y solamente oiría este ru­
mor: "parece que..., parece que...”. El peor de los exilios vale
más que este espectáculo infamante. Dios mé ha protegido de
semejante escándalo.
»Mi madre había propagado ya la noticia de que me iba por
todos los sitios por donde pasaba. No sé si era de alegría o de
tristeza por lo que anunciaba la noticia a todo;el mundo, o si era
para desafiarme. Entre tanto, las deudas continuaban amonto­
nándose en mis espaldas, todos los gastos comprometidos para
obtener los papeles, el precio del viaje de ida y vuelta. Con las
prisas que tenía, las pagué el día mismo en que tuve la autoriza­
ción [de salida]... Una semana después estaba en Francia.

En esta Francia nuestra, no hay más que Anieblas


«Pero, ¡qué Francia he descubierto! No era en absoluto lo
que me esperaba encontrar [...] Yo que creía que Francia no sig­
nificaba el exilio [elghorba]. Verdaderamente, hay que llegar aquí,
a Francia, para saber la verdad. Aquí se oyen’Ias cosas que no se
dicen allá en el país; se suele oír todo; "esto no es vida para seres
humanos, esta vida no se puede admitir; la vida de los perros en
nuestro país es mejor que esto...”. Me acordaré siempre de esta
imagen de mi llegada a Francia, fue lo primero que vi, lo prime­
ro que oí: llamé a una puerta y se abrió dando a un cuarto peque­
ño que olía a una mezcla de olores, a humedad, a ambiente vicia­
do, al sudor de hombres dormidos.15 ¡Qué tristeza! Cuánta des­
gracia en sus ojos, en sus voces —hablaban en voz baja—, en sus
palabras. Se me reveló a partir de entonces lo que es la soledad,
lo que es la tristeza: la oscuridad del dormitorio, la oscuridad en
el.dormitorio [...], la oscuridad de la calle... la oscuridad de toda
Francia, pues, en esta Francia nuestra, no hay más que tinieblas.
»[...] Le hablaban de mí a mi tío que me había llevado consi­
go: "¿Por qué lo has atraído a esta ratonera, por qué lo has enga­
ñado, por qué le has tendido esta trampa?”. Pero, ¿qué es lo que
oía? No entendía nada. ¿Dónde estoy, pues? ¿Estoy en Francia o
se trata solamente de una etapa intermedia, de una prueba su­
plementaria antes de llegar a Francia? Sin embargo, el aeropla­
no [el avión], ¿me ha dejado en Francia, no? Además, a estos
hombres, los conozco a todos, sé que están en Francia, me acuer­
do muy bien de ellos: los he visto en el pueblo, no hace tanto
tiempo; volvían de Francia, estaban contentos. ¿Son los mismos?
Entonces me parecían grandes, muy grandes, y aquí son peque­
ños, pequeños, ¡escondidos en sus camas! ¿Qué es todo esto?
¿Cómo uno puede engañarse de esta manera? En el fondo de mí,
me agarraba a otra cosa, prefería achacar todo eso a los celos, al
egoísmo de los hombres. Me decía a mí mismo: "es siempre la
misma historia, ocurre como en el país; en cuanto alguien sale
adelante, le gustaría ser el único en 'conseguirlo'. Aún no he lle­
gado a Francia y ya se esfuerzan para asquearme, para anunciar­
me las peores cosas... ¿A qué has venido?”. No sé lo que me impi­
dió responder: “Y vosotros, ¿a qué habéis venido? ¿Lo habéis
olvidado? ¿Os pensáis que vais a ser los únicos en ‘haberlo con­
seguido’? Si no dije nada, es porque tenía todavía la mente com­
pletamente confundida’, no sabía todavía dónde estaba, no esta­
ba aún ‘estabilizado’, instalado".
«Después, todo ftie muy deprisa. Cuando, después de haber
visto a unos y a otros, después de haber ido a casa de éste y de
aquél, te das cuenta de que siempre es el mismo cuento: lo que
uno te ha contado, el otro lo repite; lo que has visto en casa de
15. Es un dormitorio completamente similar al que Mohand comparte
también en la actualidad, con otros tres compañeros, en un hotel regentado
por compatriotas en una de las puertas del norte de París.
uno, lo encuentras de nuevo en casa de otro, y acabas por ad­
mitir las cosas tal como son. Ésa es la verdad. He descubierto
lo que es el exilio [elgorba]. Aunque, cuando vuelven al país, les
gusta bromear acerca de "la tierra natal que se ha convertido
en tierra extraña [elgorba]", el exilio es siempre el exilio. Aun­
que digan: "el país se ha convertido para mí en el exilio [elgor-
baj’, cuando están "encerrados en la oscuridad”, en el fondo,
no se lo creen.

Todo lo que decimos es mentira

»No, nunca nos habían explicado cómo es Francia, antes de


que la conociéramos. Los ves regresar, van bien vestidos, traen
maletas repletas, dinero en los bolsillos, los ves despilfarrar ese
dinero sin miramientos; están guapos, están gordos. Y cuando
hablan, ¿qué dicen? Hablan de su trabajo. Y cuando dicen: "ten­
go un trabajo difícil”, los admiramos... y, si se sospecha que mien­
ten, es por vanagloriarse de tener un trabajo difícil, un trabajo
duro; el trabajo es siempre duro, hay que ser fuerte para realizar­
lo, esto quiere decir que ganan mucho dinero. Esto es lo que uno
entiende cuando no lo ha visto con sus propios ojos... De todo lo
demás, nadie habla.
»Cuando vuelven en vacaciones, es verano; hay un gran gen­
tío en el pueblo, hay alegría por todas partes, es el tiempo de las
bodas. Antes de saber, pensaba que en Francia también era siem­
pre así, que eran ellos los que traían consigo toda esta alegría...
Pero no, ¿qué esperar de los rostros de la desolación? Me he
dado cuenta de que la alegría no provenía de ellos, más bien era
lo contrario, volvían para encontrarla en el país, a pesar de lo
que podían decir. [...] Yo también, como ellos,1cuando regreso al
pueblo, ¿qué quieres que diga? Incluso si hablara de mi trabajo y
dijese la verdad, si les dijera, por ejemplo: "Mi trabajo es sucio,
es un veneno que se me mete en la tripa; me mato en el trabajo,
los franceses con los que trabajamos y nosotros nos llevamos
como perros y gatos".16Todo eso es como si no les dijese nada.
16. Mohand ha tenido un solo empleo desde que está en Francia: ha sido
contratado en una pequeña empresa de bruñido y decorado de metales gra­
cias a un pariente que es jefe de equipo; al trabajar en la muela, se queja de
respirar todo el polvo desprendido por el rozamiento, y que, como dice, se le
Lo que cuenta para ellos es qué les diga que trabajo, es lo único
que entenderán. ¿Por qué entonces hacer caer sobre ellos 'la os­
curidad"? De todas maneras, nada quebrantará su fe. Para en­
tender algo de Francia, hay que haber pasado antes por allí. [...]
Aquel que no ha visto nada [de Francia], éste escucha y perma­
nece convencido de que la felicidad es algo "futuro", de que le
espera allá y que no tiene más que avanzar sin reparar en obstácu­
los... Si hay que llegar hasta Francia para saber la verdad, es un
poco tarde... demasiado tarde.
»[...] Yo también contestaré a las preguntas que me hacen.
¿Se puede hacer otra cosa? No es mentir... pero, lo que no se
debe hacer, es cargar las tintas por orgullo o jactancia. Entonces,
preñero callarme que hablar a diestro y siniestro... ¡Eso sí que es
mentira! Es culpa nuestra, de los emigrados, como nos llaman,
pues cuando volvemos de Francia, todo lo que hacemos, todo lo
que decimos, es mentira; es nuestra falta. Si diésemos algún va­
lor a nuestro dinero, no ocurriría así. Sacamos con demasiada
facilidad nuestro dinero, parece que saltara por sí mismo de nues­
tros bolsillos; lo tiramos, según cómo, por las puertas y por las
ventanas. Todo el mundo se puede imaginar que lo hemos gana­
do sin esfuerzo. Ahora se hace realidad la historia que contába­
mos antes: parece que allá basta con agacharse para recoger "ho­
jas” de 10.000. En realidad, si supieran cómo ganamos este dine­
ro, en qué miseria vivimos para poderlo ahorrar, sería suficiente
para odiar este dinero, es demasiado amargo, es una verdadera
"adelfa”.17Estamos aquí y no nos acordamos de nada... Cuando
uno ha comido, se olvida del hambre que tenía, se lanza a hacer
gastos, así como ya se suele decir, "igual que los que vuelven de
Francia”. Cuando se tiene necesidad, es como si la necesidad le
hiciese olvidar todo por lo que ha pasado. Si no fuera por esto,
por qué regresar a Francia cuando ya se ha conocido lo que es
Francia. Ha de ser verdaderamente porque la necesidad obliga.
Somos todos así; se diría que es Dios quien nos ha "golpeado",
mete «en la tripa». Además, al situarse del lado de los trabajadores extranje­
ros que, en la empresa, son muy poco numerosos (dos portugueses, uno pro­
cedente de Malí, un marroquí y cinco argelinos en total, o sea, nueve obreros
extranjeros sobre unos cincuenta), tiene tendencia a encerrarse en sí mismo
y a incrementar intencionadamente su aislamiento.
17. La adelfa es el símbolo de la amargura engañosa, de la amargura que
se esconde bajo una apariencia agradable.
basta con que nos encontremos en un sitio para que, en el acto,
Dios nos presente como más dulce el otro lugar. Apenas "apear
do" [desembarcado, para decir "llegado al país”], ya está ahí el
olvido. Empieza todo de nuevo y se parte hacia Francia, como si
nada hubiese pasado.
«Ahora que ya he visto, ¡juro que ya no engañaré a nadie
más! Este verano, por primera vez regresé al pueblo —no hacía
ni un año— y los he visto llegar a todos, yo estaba allí mucho
antes que ellos, yo ya estaba allí en el mes de agosto. Me han
encontrado en el pueblo como en años anteriores, estaba con
atuendo de trabajo, cosechaba como antaño. No había cambia­
do; ¡es el Mohand del pueblo, el de siempre, eso es todo! Cuan­
do nos encontramos todos en grupo, quienes regresan y quie­
nes no se han ido todavía: ¡anda ya! Fanfarronadas, mentiras:
"he hecho esto, he hecho lo otro; tengo esto, tengo lo otro"; ¡y
así todo! Dejo hablar y cuando el que habla ya no puede añadir
nada más, le pincho y le sobresalto: "yo también vuelvo de allí...".
Muchos son los que todavía no saben que estoy en Francia;
aquí, en París, [los inmigrados procedentes He su pueblo] no
son muy numerosos y en Lyon [en donde se encuentra concen­
trada la inmigración procedente del pueblo]/ solamente lo sa­
ben los más cercanos. A todos los demás, en el fondo de mí
mismo les digo: "¡sigan así que yo 'sacaré' todas vuestras menti­
ras por más que engalanéis las cosas y adornéis vuestras pala­
bras!". Y cuanto más miserables son, más exageran. —Mira, tú,
estoy al corriente, conozco todas tus circunstancias, cómo vi­
ves... te he visto allá. —Bromeas, ¿cómo has conseguido verme,
tienes unos anteojos que ven desde aquí hasta allí? —Porque yo
también, si quieres saberlo, estaba allí; acabo de regresar, estoy
aquí solamente desde hace muy pocos días,jeso es todo... En­
tonces, no mientas, miente a los demás pero-no a mí que sé de
qué va la cosa. ¿O te imaginas que voy a encubrirte y ponerme
de tu lado? Ahora, si quieres, vamos a decir la verdad a esos
que nos escuchan, a esos que no han visto nada. Te vanaglorias
de ganar tanto... y la verdad es que no ganas ni siquiera la mi­
tad... No llegas a hacer las "dos partes" de Ib que yo gano. Tu
dormitorio no es tuyo, sino de B., pues, ¿no es él quien te ha
acogido? ¿Cuántas veces te ha faltado dinero para pagarlo? Tuvo
que ser él o D. el que pagase eri tu lugar, sin lo que hubieras
tenido que recoger tu maleta en la calle; en el café donde comes
te crédito; estoy seguro de que, hoy en día, a pesar de estar
aquí con nosotros, tienes todavía deudas; de que no has pagado
lo que comiste el mes pasado. Sois todos testigos, podéis ir a
preguntar a Ch., a Y., si el viaje que le ha traído hasta aquí lo ha
pagado con su dinero. Si lo ha pagado, ¡el mentiroso soy yo y
no él!... Porque allá también, como aquí, llevas "tu cabellera”
siempre al aire. Se deja crecer bien largo el pelo y ha ido a la
peluquería al llegar a Argel. Tiene un poco de dinero en su "bol-
sita” dos días después de haber cobrado su paga, eso es todo;
dos días, no hay para más. Ni siquiera para un ciganillo, si no
lo mendiga a alguien, no podrá filmárselo. He aquí el "hombre­
cito" que tenemos en Francia, ese que arma todo este jaleo aquí
ante vosotros... Allá, cuando el señor tiene dinero, lo ves salir,
porque yo lo he visto salir así y me han contado sus hazañas,
apretado en su "trajecito”, está aquí, está ahí, de un café a otro,
la primera persona que encuentra puede arrastrarle adonde
quiera... Y así hasta que los bolsillos estén completamente va­
cíos. Sacúdelos, ponlos al revés, y no caerá ni un céntimo. En­
tonces ves a nuestro hombre regresar al barrio en donde está
todo el mundo, cabizbajo, sin pronunciar una palabra, cami­
nando a ras de la pared; una vez dentro de su cuarto, ya no sale
de ahí, porque no tiene ni un solo "grano” en su bolsillo. Se
parece entonces a un "creyente ascético”... Y ahora, sin prisas,
cuando 'la situación es más holgada para él”, se pone a divagar
a sus anchas...».

Una teoría espontánea de la reproducción

A. Mohand es un joven inmigrado, que tiene 21 años, y que


llegó a Francia sólo hace poco más de un año. Originario de un
pueblo que, como él mismo dice, cuenta con «mucha más gente
en Francia que en el lugar», pertenece a esa generación de jóve­
nes rurales que, en una región con una muy antigua y muy fuer­
te tradición de emigración (los macizos de Cabilia), no tiene otra
perspectiva de futuro e, inicialmente, otra ambición que mar­
charse. En efecto, por una parte, porque no ha podido benefi­
ciarse a tiempo del esfuerzo de escolarización recientemente
emprendido en el medio rural (apenas, según sus propias pala­
bras, ha «pasado furtivamente» por «la escuela circunstancial»
abierta en el local en que se reunía la djemaá, la asamblea dél
pueblo), no podía, como otros jóvenes dotados de un mínimo de
instrucción y a veces de los títulos exigidos (Certificado de Estu­
dios Primarios, CAP) para determinadas tareas, pretender en­
contrar en la ciudad o en los pueblos de los alrededores, ni tam­
poco en el lugar, un empleo estable que le dispensara de emigrar;
por otra parte, como no pertenecía a ninguna de aquellas gran­
des familias rurales de alcurnia, propietarias de campos, árboles
y ganado, no podía, independientemente de la desafección gene­
ral que afecta a la agricultura tradicional y a la que ni siquiera
escapan los propios miembros de las familias terratenientes, re­
signarse a su condición de aparcero, es decir, de fellah en tierra
ajena y por cuenta de otro.
Teniendo una conciencia muy aguda de la posición particu­
lar que ocupa dentro del conjunto de los varones del pueblo,
incitado a no emprender nada que no fuese bajo la fornia de
desafío o de réplica a lo que está percibido como desafío, A. Mo-
hand vivió, por espacio de algunos años, en una sorprendente
síntesis y a modo de experiencia directa, todo el trastorno que se
ha apoderado del antiguo orden social campesino. En una co­
munidad rural en plena disgregación, y donde, bajo la influencia
de diversos factores (y principalmente de la emigración con to­
das sus consecuencias, que no son únicamente económicas), no
son solamente las tareas agrícolas tradicionales/ de las que se des­
cubre el desuso y la inanidad, las que están cada vez más abando­
nadas, sino que es toda la mentalidad campesina la que está se­
riamente mermada y todos los antiguos valores los que están
siendo afectados; creer todavía (o aparentar creer), aunque no
sea más que momentáneamente, en la condición campesina,
adherirse (o aparentar adherirse) a la tierra coñ todo el vigor del
neófito, no puede ser, en estas circunstancias, más que una acti­
tud de desafío. ¡
En efecto, tentar el reto de labrar, como él ínismo lo recono­
ce, «tierras que, hasta no hace tanto tiempo, le estaba prohibido
atravesar», adquirir un par de bueyes «en una casa que, por más
que se remonte en el tiempo, no se ha visto a ningún buey fran­
quear el umbral», no obedece en absoluto al simple deseo de
singularizarse y, aún menos, al impulso anacrónico de unirse al
clan de los «cultivadores de antaño», sobrevivientes de otra épo­
ca, que se esfuerzan en seguir trabajando la tierra como si nada
hubiese cambiado, de los bou-niya,18de los necios, de los «hom­
bres de otra época» y de todas las viudas ancianas, que se deses­
peran al ver las tierras de su casa convertirse en eriales o ser
cultivadas con descuido.
Para este «hijo de viuda», como le gusta designarse, que pro­
cede de una «familia que no haposeído nunca ni campo ni buey»,
que se glorifica de haberse hecho «hombre, por sí solo, mediante
sus actos y no por su nombre» (el cual se hereda como el resto
del patrimonio), de haber entrado en la vida adulta y de impo-;
nerse conformándose primero con las normas tradicionales ilus­
trativas de la excelencia campesina (thafallatth), es, en cierto
modo, tomarse la revancha sobre aquella antigua «aristocracia»
terrateniente, cuyos hijos se han apartado también del trabajo
de la tierra al igual que los otros hombres del pueblo, y que, en la
actualidad, son o bien asalariados locales o bien emigrados, o
simplemente una variante nueva de «desocupados», de marthah.
En efecto, al contrario que los hombres (la mayoría de las veces,
jefes de familia) cuya posición social les permitía beneficiarse
antaño del estatuto de «hombres con la posibilidad de estar des­
cansando», que estaban liberados del trabajo de la tierra (o al
menos de las tareas más pesadas), y podían dedicarse a funcio­
nes prestigiosas que se pueden llamar de representación, los «des­
ocupados» de ahora tenderían a considerarse como «parados»
si, con tal de no confesarse como tales, no se las ingeniasen para
darse toda clase de coartadas: enfermedades, estatuto ambiguo
de antiguo y futuro emigrado.
Antes de caer demasiado deprisa y con demasiada facilidad
en este despecho comúnmente compartido hacia las actividades
tradicionales, ¿no era menester que, primero, se convenciera a sí
mismo, y, en segundo lugar a los otros, de que conocía y podía
conformarse con el antiguo ideal de hombre de honor y de con­
sumado campesino? Probarse a sí mismo y comprobar que era
capaz, incluso partiendo de la nada, de «tener una casa», de con­
vertirla en una «casa llena» en el sentido' originario del término,
es decir, tener su tierra, su ganado, sus producciones, no deja de
ser un objetivo eminentemente meritorio que solamente puede
18. Trascripción fonética de la palabra francesa bougnat que designaba
antiguamente a los portadores de carbón procedentes de una zona rural muy
rústica y que llevaban su carga a París y a las grandes ciudades. El término
ha acabado siendo sinónimo de necio (N. de T.').
suscitar admiración; pero el hecho de que fue preciso realizarlo
a contratiempo, le debió suscitar desilusiones, en particular, la
de haber invertido demasiado tarde en un mercado que había
perdido valor. En efecto, debido al valor demostrativo que quiso
asignar a la empresa que se proponía, y justamente por su mis­
ma naturaleza, ha resultado que, apenas alcanzada, y precisa­
mente por estar alcanzada, desaparezca su función. Se genera
entonces todo un proceso que, de abandono en abandono, obli­
ga a tomar conciencia de la vanidad de querer perpetuar la agri­
cultura en su forma antigua; conlleva acumular deudas, y, de
desafío en desafío, lleva a enfocar la emigración como el único
recurso, la última solución que permite romper el círculo infer­
nal de la proletarización de la gente del campo y, también, como
el acto de «emancipación» por excelencia: «¡Quien quiera ser un
hombre que vaya a Francia!». No sirve de nada hoy en día de­
mostrar que se puede trabajar la tierra de los terratenientes «me­
jor que ellos», «que se puede vivir tan bien como vivían ellos
antes», que se puede poseer como ellos su rebano, cuando lo que
importa para ser reconocido es «dar la talla» en otro ámbito,
fuera del pueblo y según otra lógica, es decir, de otra manera que
trabajando la tierra. •
El pueblo de donde es originario A. Mohand, así como todo
el grupo de sus parientes patrilineales, está fuertemente marca­
do por la emigración. Según A., al que, con algunos otros emi­
grados, le gusta proceder al recuento de los hombres del pueblo
que se encuentran en Francia o que han permanecido o regresa­
do al país, este pueblo ha visto partir hacia Francia a 92 familias
y a 197 hombres. Frente a esta emigración, solamente permane­
cen en el lugar 146 hombres entre los cuales 105 son antiguos
emigrados. A él solo, y con la condición de excluir a los hombres
que, en Argelia mismo, han emigrado con sus familias hacia las
ciudades, el grupo agnático al que pertenece A. cuenta con 33 hom­
bres en Francia (13 de ellos han emigrado con su familia) frente
a únicamente 18 que permanecen en el pueblo. En el seno de
esta minoría que asegura la presencia del grupo en el pueblo,
sólo 10 hombres no han vivido nunca en Francia, y si exceptua­
mos a los más jóvenes, no hay más que uno solo, que tiene unos
50 años, que no ha emigrado nunca por motivos de salud. Entre
los otros, todos con menos de 30 años, solamente 2 podrían ser
eventuales candidatos a la emigración porque, al contrario de
los otros, no han podido encontrar en el lugar un empleo asala­
riado relativamente estable.
La emigración descansa en una larga tradición. Sobre un con­
junto de 51 hombres que constituyen actualmente el mismo gru­
po de parentesco (adhnim), 38 tienen un padre que ha emigrado
a Francia (durante el tiempo en que está todavía capacitado para
trabajar en Francia) o que ha sido, en su tiempo, obrero en Fran­
cia (incluso en Bélgica, como fue el caso del padre de A. Mo-
hand), y 11 un abuelo. La antigüedad de este movimiento migrad-
torio resalta aún más si se intenta reconstruir la evolución del
número de hombres que entraban sucesivamente en el ciclo de la
emigración a partir del año 1913, fecha a la que, al parecer, se
remonta la salida del primer emigrado del pueblo (por supuesto,
se toman en cuenta solamente a los emigrados de los que, por un
motivo u otro, se ha guardado el recuerdo). De 1913 a 1920, es
decir, durante toda la Primera Guerra Mundial, hubo 11 hom­
bres que emigraron a Francia, de 1921 hasta 1928, hubo otros
10; hay que esperar a 1936 para que haya nuevos emigrantes que
se vayan y hubo 7 hasta 1939; la Segunda Guerra Mundial inte­
rrumpió el movimiento pero, a partir de 1946, se dan las salidas
más numerosas, ya que en el intervalo de tres años hubo 15 nue­
vos emigrados, todos menores de 24 años de edad; durante las
dos décadas de 1952 a 1962 y de 1963 a 1973, se dan respectiva­
mente 15 y 10 nuevas salidas para la emigración.
No solamente la duración de las estancias fuera del país se
alarga cada vez más (a veces es superior a una década) y se rea­
liza de manera casi continua (son numerosos los emigrados que,
en el intervalo de dos décadas, no han regresado al pueblo más
que una o dos veces y únicamente durante sus vacaciones anua­
les), sino que, además, es la condición misma del emigrado la
que tiende a convertirse en permanente y es también el estatuto
del emigrado el que, de este modo, se estabiliza. En efecto, den­
tro de la categoría de los emigrados más jóvenes, llegados por
primera vez a Francia a partir de 1946 (su media de edad, en la
fecha de la primera emigración, era muy baja, teniendo el mayor
de ellos menos de 24 años), sobre un total de 34 hombres (a
excepción de los emigrados fallecidos mientras tanto, fallecimien­
tos ocurridos todos ellos en Francia), solamente 5 han regresado
definitivamente al país; y, por otro lado, 3 de ellos se han estable­
cido, tras su retomo a Argelia, en ciudades.
Entre los emigrados que más tiempo llevan y que aún se
encuentran en Francia —son también los de más edad—, algu­
nos han pasado casi toda su vida activa en Francia; algunos de
ellos han superado la edad de la jubilación (es lo que les ocurre
a dos hermanos que emigraron en 1919 y en 1937 y que en la
actualidad tienen respectivamente 73 y 61 años; o bien a otros
dos, de 67 y 59 años, que llegaron a Francia, uno en 1928 y el
otro en 1938, etc.).
No es de extrañar que, en definitiva, toda la vida del pueblo
dependa estrechamente de la vida de los emigrados, pues es toda
la comunidad local la que vive como «colgada» de su emigración
a la que llama «Francia»; está constantemente al acecho y a la
escucha de esta parte de sí misma que está separada de ella,
encargándose de amplificar a su manera los ecos que le llegan y
adoptando los ritmos impuestos por las noticias —cartas o gi­
ros— que provienen de allá así como por los regresos que tienen
lugar en fechas periódicas.
Más fundamentalmente, es la posición misma de cada fami­
lia o grupo de familias en la estructura del pueblo la que está
determinada por la antigüedad y la importancia de su emigra­
ción: las primeras familias en haber «delegado» emigrados en
Francia han sido también las primeras en disponer de capital
monetario; y, hoy en día, las familias que son suficientemente
ricas en hombres como para estar presentes a la vez en el pueblo
y en la emigración tienen asegurado poder acumular las venta­
jas y los signos de dos tipos de capital que están en la base de la
jerarquía social, el capital económico (que está cada vez más
alimentado por la emigración) y el capital simbólico (que es fun­
ción del «buen uso» que, de este capital económico, saben hacer
los hombres que han permanecido en el país);
En última instancia, el estatuto de cada individuo no se de­
fine más que en relación con la emigración: los hombres del
pueblo se distinguen según si, como ocurre con muy pocos,
pueden evitar emigrar (al menos encontrando un empleo asala­
riado relativamente estable) o, al contrario, como ocurre con
muchos más, están obligados a ello o viven su emigración repe­
tida como una imposición; estos últimos se reparten a su vez
entre, por una parte, los que, estando en regla con las exigen­
cias impuestas para la entrada y estancia en Francia, tienen la
posibilidad institucional de emigrar en la fecha y por el tiempo
que les conviene y, por otra parte, aquellos que, al no poderse
conformar a la reglamentación, no les queda más remedio que
mantener la esperanza ilusoria de estar un día entre los que,
posiblemente, se van a marchar. De hecho, tanto unos como
otros (a excepción de los que voluntariamente se han excluido
del grupo de los posibles emigrados) viven solamente en el pue­
blo de «forma provisional», como «si estuviesen allí sólo para
pasar las vacaciones», en la medida en que es toda su práctica
cotidiana la que está determinada por el proyecto de la emigra­
ción. A éstos se les llama «los hombres del mal menor» o «los
hombres del momento», por oposición a la fuerza viva que ha
desertado del pueblo; o incluso, «los hombres de la casa, del
interior», es decir, aquellos que se dedican a las tareas ingratas
y oscuras del trabajo de la tierra, por oposición a los «hombres
de fuera», a los de las relaciones públicas, de las relaciones con
el exterior, del mercado y, por supuesto, del trabajo fuera, es
decir, del trabajo en Francia. Al contar únicamente por su pre­
sencia física en el pueblo, son «emigrados en el lugar»: los más
jóvenes, liberados de la necesidad de emigrar, tienen tendencia
a romper, o han roto, con motivo precisamente de los empleos
que ya ocupan, estables y suficientemente prestigiosos, con la
condición campesina tradicional; los otros, aun cuando volvie­
ron de Francia hace mucho tiempo, continúan comportándose
en calidad de «emigrados», es decir, «como invitados en su pro­
pia casa» o bien «como amos de esta casa no estarían de vuelta
al país más que para volver a marcharse tarde o temprano»,
pero que quieren perpetuar «mientras dure el dinero de Fran­
cia», como dicen, una situación que quieren aparentar como la
más cómoda posible.
Invitado a rendir cuentas de su experiencia de emigrado, en
particular de la contradicción que descubre entre la realidad de
su condición de inmigrado y la imagen encantada que se hacía
antes de Francia (ya que es la que su grupo le proponía), el infor­
mante revela por eso mismo las condiciones sociales que produ­
cen esta contradicción. Debido a que se traslada sin cesar de un
mundo al otro, es toda la visión que tiene de la emigración —de
lo que llama «Francia»—, así como el discurso mediante el que
comunica esta visión, los que están condenados a tomar présta­
mos de los dos universos en los que participan todos los emigra­
dos. En tanto que expresión de esta situación en el aire, el len­
guaje mismo «juega» con la posibilidad de recurrir a los dos re­
gistros que se le ofrecen. Independientemente de los numerosos
préstamos que hace al francés (están subrayados en el texto),
nnos utilizados en su sentido original, otros reinterpretados, es
la estructura misma del lenguaje la que aparece así como el re­
sultado de combinaciones «insólitas» entre una forma y un fon­
do que, aparentemente, no parecen tener que concordarse per­
fectamente.
A veces, por medio de expresiones nuevas tomadas presta­
das del francés, o reinterpretadas, el informante consigue trans­
mitir mejor una experiencia que, incluso cuando se presenta
como nueva, remite siempre al orden de la tradición. Así tha-
jannat (la jomada) designa la jomada de trabajo asalariado o
su salario, por oposición a la jomada de trabajo como ayuda o
intercambio (ass urattcil). A veces, a la inversa, es la forma tra­
dicional del discurso, con las locuciones, los dichos, las for­
mas de hablar y todos los giros propios a las: formas de pensar
tradicionales los que se utilizan para expresar un contenido
nuevo: elghith (el socorro), que pertenece al Vocabulario de los
ritos de lluvia mediante los que «se implóra la piedad (del cie­
lo), sacrificando una víctima», sirve para nombrar las peque­
ñas rentas (homologas a la lluvia que en la tradición campesi­
na aseguraban la prosperidad durante el año) que cobran los
antiguos emigrados.
La experiencia de la inmigración está en sí misma organiza­
da y relatada según esquemas tradicionales y mediante el re­
curso al vocabulario del sistema mítico-ritual el informante da
cuenta de «Francia». La descripción de las condiciones de exis­
tencia de los emigrados toma elementos prestados de las gran­
des oposiciones de la tradición: interior-exterior, lleno-vacío,
claro-oscuro, etc. Que Francia sea presentada como lo estricta­
mente opuesto al país natal (cuando se le¡ atribuye todas las
cualidades que se deniega al país natal, o cuando, a la inversa,
se le atribuye numerosos males desconocidos del país) o, al
contrario, como su equivalente, al menos respecto a algunos de
sus aspectos (la fuerte presencia de los parientes), está, en cada
caso, caracterizado por una serie de atributos que constituyen,
con la serie antitética aplicada al país natal, un conjunto de
oposiciones homologas:
Cabilia Francia Cabilia Francia
Estrecho Amplio Débil Fuerte
Torcido Recto Mal Bien
Revés Derecho Pobre Rico
Invertido Enderezado Oscuro Claro
Atrás Delante Maldito Bendito
Contrario Favorable Soledad Compañía
Difícil Fácil Temor Confianza
Declive Auge Tristeza Alegría
Desprecio Valor Etc. Etc.
Para que la misma sede pueda expresar la experiencia inver­
sa, basta con proceder a un cambio de signo o, más directamen­
te, a invocar el vocabulario del cambio de 180° del que se sabe él
papel que juega en las prácticas rituales de la inversión (aqlah);
de ahí, el empleo de todo un vocabulario con connotaciones mí­
ticas (abedel: el cambio, a'waj: la torsión, la puesta al revés, aquí:
dar la vuelta, etc.) y las inversiones a las que está sometida la
oposición entre la tierra de exilio (elghorba) y la tierra natal:
«elghorba se ha convertido en el país»; «la tierra natal se ha con­
vertido en elghorba».
Todo el discurso del emigrado se organiza en tomo a la triple
verdad de elghorba. En la lógica tradicional, elghorba está aso­
ciado al «poniente», a la «oscuridad», al alejamiento y al aisla­
miento (entre los extranjeros, por tanto, a su hostilidad y a su
desprecio), al exilio, al espanto (aquel que suscita la noche y el
hecho de perderse en un bosque o en una naturaleza hostil), al
extravío (por pérdida del sentido de la orientación), a la desgra­
cia, etc. En la visión idealizada de la emigración, fuente de rique­
za y acto decisivo de emancipación, elghorba, intencional y vio­
lentamente negado en su significación tradicional, tiende (sin
conseguirlo, no obstante, plenamente) a llevar otra verdad que
lo identificaría más bien con la felicidad, la luz, la alegría, la
seguridad, etc. La experiencia de la realidad de la emigración
viene a desmentir la ilusión y a restablecer elghorba en su verdad
original. Es toda la experiencia del emigrado la que oscila conti­
nuamente entre estas dos imágenes contradictorias. A falta de
poder resolver la contradicción dentro de la que está encerrado,
pues precisaría renunciar a la emigración, no tiene más remedio
que enmascararla.
Al utilizar los recursos de la tradición mítica, el informante
produce el modelo mismo del mecanismo según el cual se repro­
duce la emigración y en el que la experiencia alienada y mistifi­
cada de la emigración cumple una función esencial. El descono­
cimiento colectivo de la verdad objetiva de la emigración que es
mantenida por todo el grupo, por los emigrados que seleccionan
las informaciones que dan cuando permanecen en el país, por
los antiguos emigrados que «encantan» los recuerdos que guar­
dan de Francia, por los candidatos a la emigración que proyec­
tan sobre «Francia» sus aspiraciones más irrealistas, son todos
ellos la mediación necesaria a través de la que puede ejercerse la
necesidad económica.
LAS TRES EDADES DE LA EMIGRACIÓN

Quedarse o irse...
Irse o quedarse...
Estribillo
Mi corazón, sin embargo, reflexiona
Si debe quedarse o irse,
Si debe irse o quedarse;
Ni se ha ido ni se ha quedado,
Ni se ha quedado ni se ha ido.
Su enfermedad se ha hecho crónica,
Y su vida, desdichado, pende de un hilo.
Me ha pedido consejo. Le he dicho que se quede
Mientras que él quería irse;
Le he dicho, entonces, que se fuera
Mientras que él quería quedarse.
Le he dicho que se fuera, y él se quería quedar;
Le he dicho que se quedara, y él se quería ir.
Si tuviera un guía se quedaría o se iría.
Espero a ver si cambia de opinión,
Si se queda o si se va.
Le he dicho, entonces, que se quede,
Él me responde es a ti a quien le corresponde irse.
Cuando le digo que se vaya, se quiere quedar;
Cuando le digo que se quede, se quiere ir.
Cuando le aconsejo, ya hable o me calle,
Él no sabe si debe quedarse o irse.
Un día se fue pero con el pensamiento
Y ha vuelto antes de haber partido..
Nuestro derecho no ha regulado ni decidido nada,
Nuestra suerte es poca.
Si me fuera, quiere quedarse
Si me quedara, quiere irse
En tanto que yo permanezco perplejo
Él sangra por sus heridas.
S u m a n Azzem
Cantautor cabileño y narrador de la emigración
Todo estudio de los fenómenos migratorios que descuide las
condiciones de origen de los emigrados está condenado a no dar
más que una visión a la vez parcial y etnocéntrica del fenómeno
migratorio: como si, por una parte, su existencia comenzara en
el momento en que llega a Francia, de manera que es al inmi­
grante —y sólo a él— y no al emigrado a quien se toma en cuenta;
y, por otra parte, la problemática abordada explícita e implícita­
mente es siempre la de la adaptación a la sociedad de «acogida».
En consecuencia, y por muy útiles que sean,1los análisis del uni­
verso de los inmigrados corren el riesgo de encerrarse en dos
discursos tan abstractos y tan reductores uno como otro, que las
conductas de los emigrados, referidas a las conductas, así cons­
tituidas en normas, de la sociedad dominante que es la sociedad
de inmigración, no pueden aparecer sino como «faltas», no que­
dando, para explicarlas, más que imputarlas o bien a las condi­
ciones de existencia, que se tienen de este modo como responsa­
bles de comportamientos «disfuncionales», o bien a las caracte­
rísticas socioculturales de origen, si bien ;en este caso son
consideradas genéricamente como una simplé herencia cultural
y tratadas como «frenos», como «obstáculos», que se oponen al
proceso de adaptación al nuevo entorno social.
En lugar de dedicarse a explicar la situación de los emigrados
(en realidad, de los inmigrados), única y exclusivamente, por la
historia de su estancia en Francia,2 hay que tomar por objeto la
1. En efecto, estos análisis, que han contribuido á suministrar un buen
conocimiento de las condiciones de vida de los inmigrados en Francia (sobre
todo de las condiciones de trabajo y de alojamiento), se han extendido re­
cientemente a dominios nuevos como los problemas de formación profesio­
nal o cultural, las prácticas culturales o las actitudes políticas (el compromi­
so político de los inmigrados, su actitud respecto a loS sindicatos, respecto a
las huelgas y las diferentes formas de acción y de reivindicación específicas,
incluso respecto a los regímenes políticos de origen o de sus representaciones
diplomáticas). Se encontrará un balance crítico de esta literatura en A. Sa-
yad, «Tendances et courants des publications en sciences sociales sur l’im-
migration en Francia depuis 1960», Current Sociology, vol. 32, n.° 3, invierno
de 1984, pp. 219-304.
2. Esta tendencia ha conducido a producir alrededor del tema de la adap­
tación de los inmigrados a las condiciones de trabajo y de vida en Francia
numerosas tautologías del tipo: si algunos inmigrados parecen relativamen­
te privilegiados con relación a otros (en el empleo, en el alojamiento, etc.) es,
se dice, porque están mejor «adaptados» a la sociedad francesa, siendo su
«éxito» un indicio de esta buena «adaptación»; e inversamente, si están me­
jor «adaptados» a la sociedad francesa—siendo el criterio, a grandes rasgos,
relación entre el sistema de disposiciones de los emigrados y el
conjunto de los mecanismos a los qué están sometidos como efec­
to de la emigración. No se puede comprender plenamente esta
relación más que a condición de interrogarse acerca de los proce­
sos diferenciados que los han llevado a su posición actual y cuyo
origen se debe buscar fuera de la emigración. Únicamente las tra­
yectorias emigrantes reconstituidas íntegramente pueden dar cuen­
ta del sistema completo de determinaciones que, habiendo actua­
do antes de la emigración y siguiendo actuando, con una forma
modificada, durante la inmigración, han llevado al emigrado a la
actual situación. En pocas palabras, para poder ser explicadas
por completo, las diferencias así registradas en la actual situación
exigirían ser relacionadas al mismo tiempo tanto con las condi­
ciones de vida y de trabajo en Francia como con las diferencias
que, micialmente, es decir, con anterioridad e independencia res­
pecto a la emigración, ya distinguían a los emigrados y a los gru­
pos de emigrados. A grandes rasgos, a través de cada una de esas
trayectorias, donde el periodo de inmigración no es más que una
fase, se construyen dos sistemas mutuamente solidarios de varia­
bles: por una parte, las variables que podrían denominarse de ori­
gen, es decir, precisamente ese conjunto de características socia­
les, de disposiciones y aptitudes socialmente determinadas del que
los emigrados ya eran portadores antes de su entrada en Francia
(características que permitían apreciar la posición que el emigra­
do ocupaba en su grupo de origen, tales como el origen geográfico
y/o social, características económicas y sociales de su grupo, acti­
tud del grupo, del propio sujeto a la luz del fenómeno migratorio,
tal como se establece por la tradición local de emigración, etc.); y,
por otra parte, las variables resultantes, es decir, las diferencias
que separan a los inmigrados (en sus condiciones de trabajo, há­
bitat, etc.) en la propia Francia. La confrontación de estas dos
series de variables, tal como puede ser realizada tras la reconstitu­
ción y el análisis de cierto número de biografías de emigrados
elegidos en razón de la ejemplaridad de su itinerario en la emigra­
la adopción de cierto número de comportamientos, a menudo superficiales,
considerados significativos de los cambios que se han producido en el siste­
ma de las prácticas del inmigrado—, es porque conocen mejores condicio­
nes de existencia, es decir, tienen un mejor empleo, un mejor alojamiento o,
lo que viene a ser lo mismo, saben sacar mejor partido de las posibilidades
que les ofrece la sociedad de acogida.
ción, ha permitido establecer cómo unas se retraducen en las otras,
lo que ha llevado a romper con la representación demasiado fácil­
mente admitida de una inmigración homogénea, indiferenciada,
sometida paralelamente a las mismas acciones y los mismos me­
canismos.
Reintroducir las trayectorias al completo supone asimismo
romper con la imagen «eternizada» de la inmigración que, en el
mejor de los casos, ha sido adecuada en el pasado para un esta­
do bien distinto de la inmigración. De hecho, aún continúa apli­
cándose a todos los inmigrados la imagen estereotipada de la
noria:3la inmigración sería un movimiento que llevaría a Fran­
cia —y retomaría de Francia— en una renovación continua a
hombres siempre nuevos (aun cuando no se trate ya ni de su
primera emigración ni de su primera estancia en Francia) y siem­
pre idénticos, fijando así de una vez por todas al inmigrado en la
imagen del hombre de campo (o del campesino) que emigra solo
(Le., sin familia) y por un periodo necesariamente limitado.
Esta representación, que ciertamente ha respondido a la ver­
dad, al menos en parte, en los comienzos de la emigración arge­
lina a Francia (probablemente hasta los años 1945-1950, con tal
de desdeñar las diferencias entre las regiones o en una misma
región entre los grupos separados por su historia reciente) ha
dejado de corresponderse —con algunas pocas excepciones—
con la emigración actual. Si sobrevive a pesar de los desmenti­
dos que le infringe la realidad se debe a que ofrece la ventaja de
tranquilizar a todo el mundo, sea la sociedad de acogida, el país
(o los grupos) de origen o los propios emigrados. En efecto, unos
y otros tienen interés en mantener de este modo la ilusión re­
trospectiva de una emigración relativamente inofensiva, que no
perturba orden alguno: ni el orden campesino de la sociedad de
origen que, para garantizar su salvaguarda y su perpetuación, se
ve obligada a «delegar» en algunos de sus miembros la función
de emigrar, ni el orden moral, político y social del país de acogi­
da que puede así recibir y utilizar a los emigrados tanto más
3. Es esta representación de la emigración la que está implícitamente
contenida en la manera de establecer las «estadísticas de la inmigración»
que miden el volumen de los «flujos» (el número de inmigrados que entran
en Francia) y de los «reflujos» (el número de inmigrados que salen de Fran­
cia), sin preguntarse nunca sobre la naturaleza y la composición de estos
saldos cuando son positivos.
fácilmente y en número cada vez mayor cuanto más se autoriza
a tratarlos como si no hicieran más que «transitar»; ni el orden
de los emigrados mismos que, divididos entre dos países, dos
universos sociales, dos condiciones absolutamente divergentes,
se esfuerzan por enmascarar, también a sí mismos, las contra­
dicciones de su situación, convenciéndose de su carácter provi­
sional, aun cuando ésta tenga todos los visos de ser definitiva o
de cubrir toda la vida activa. Dado que oculta los efectos indirec­
tos y diferidos del fenómeno migratorio (es decir, los efectos a
menudo negativos) para no retener más que las ventajas inme­
diatas, la imagen de la emigración como «rotación» continua
ejerce en cada cual un fuerte poder de seducción. La sociedad de
acogida tiene la convicción de poder disponer eternamente de
trabajadores (hombres solos, con la edad y las condiciones físi­
cas para comenzar a trabajar de inmediato) sin tener que «pa­
gar» por ello (o muy poco) en términos de problemas sociales; la
sociedad de origen cree poder procurarse indefinidamente los
recursos monetarios que precisa, sin que de ello se derive la me­
nor alteración; y los emigrados están persuadidos de cumplir las
obligaciones respecto a su grupo (mientras están separados de
él), su tierra (mientras trabajan en una fábrica) y su condición
de campesinos (mientras se hacen obreros) sin por ello tener el
sentimiento de estar renegando de sí.

Tres generaciones, tres modos de generación

El análisis conjunto de las condiciones diferenciales, que han


producido tanto diferentes «generaciones» de emigrados (en el
auténtico sentido de conjuntos de emigrados producidos según
un mismo modo de generación), y de las clases diversificadas de
trayectorias (o itinerarios), que realizan en la inmigración esos
diferentes tipos de emigrados, revela la extrema diversidad de la
población de los inmigrados: emigrados que pertenecen crono­
lógicamente a la misma fase de emigración (i.e., sensiblemente
de la misma edad y del mismo periodo), pero cuyo modo de ge­
neración ha sido diferente, pueden diferir en todos sus compor­
tamientos, e, inversamente, emigrados separados en el tiempo
pueden estar relativamente próximos unos de otros, como si los
más antiguos hubieran sido precursores tanto por la génesis de
su emigración como por el itinerario de su inmigración. De he­
cho, al retraducirse la historia de una en la historia de la otra, en
el fondo las fases de la emigración se corresponden con las fases
que pueden distinguirse en el proceso de transformación inter­
na de las comunidades rurales que producen a los emigrados. Es
así como a cada uno de los grandes periodos de la historia re­
ciente de la sociedad rural argelina, a cada uno de los estados
sucesivos de las estructuras fundamentales de la economía y del
pensamiento campesino así como de todo el orden social del mun­
do rural, les corresponde una «edad» distinta de la emigración,
es decir, un modo de generación diferente de la emigración y
una «generación» diferente de emigrados: en un primer tiempo,
hasta el final de la Segunda Guerra Mundial (aproximadamen­
te), la historia de la emigración de los argelinos hacia Francia se
confundía con la historia de una sociedad campesina que lucha­
ba por su supervivencia y que esperaba de la emigración que le
diera los medios para perpetuarse como tal. En un segundo tiem­
po, para una masa de campesinos no sólo empobrecidos sino
totalmente proletarizados, la emigración constituía la ocasión
privilegiada —quizá la única dada— de realizar las aspiraciones
que su nueva condición autorizaba y prohibía al mismo tiempo.
Más recientemente (desde la independencia de Argelia, sobre
todo), y finalizando el proceso ya iniciado desde hace más de
tres cuartos de siglo, la emigración ha terminado por determi­
nar la implantación en Francia de una comunidad argelina rela­
tivamente autónoma tanto respecto a la sociedad francesa con la
que se codea como por lo que se refiere a la scjciedad argelina de
la que toma sus orígenes.

La primera «edad»: una emigración ordenada

Consecuencia al mismo tiempo que indicio de la ruina del


antiguo equilibrio en el que perseveraban la sociedad y la econo­
mía campesinas tradicionales, la emigración en Francia tenía
por función primera dar a las comunidades campesinas, incapa­
ces de abastecerse a través de sus actividades agrícolas, los me­
dios para perpetuarse en tanto que tales. También el emigrado
de entonces, campesino que no se había separado de los suyos,
de su tierra, de sus actividades más que física y provisionalmen­
te, era comisionado por su familia y más ampliamente por la
sociedad campesina para una misión bien precisa, limitada en el
tiempo puesto que estaba limitada en sus objetivos. Este emigra­
do, campesino consumado, que en nada se distinguía de los otros
campesinos, quizás era elegido, a causa de la gravedad de la res­
ponsabilidad que le era conferida, entre los «mejores» de ellos.
En efecto, antes que el reparto de tareas entre los diferentes hom­
bres válidos de la familia o del grupo llegara progresivamente a
una cuasi-especialización, antes de que se distinguiera entre el
«trabajador del interior» (i.e., el campesino que, al no estar «he­
cho» más que para el trabajo de la tierra, no emigraba) y el «tra­
bajador del exterior» (i.e., el hombre cuya función esencial y pron­
to exclusiva era la de emigrar con el fin de proveer de dinero
líquido), era el mismo trabajador, el mismo campesino, el que
cultivaba la tierra y el que emigraba, ya que al ser un «buen tra­
bajador de la tierra y de la casa» (un campesino consumado) era
también un «buen trabajador para la tierra y para la casa» (el
buen emigrado).4 Era, pues, según los criterios que definían la
excelencia campesina como eran elegidos los «delegados» a la
emigración: depositarios de la confianza de su grupo, los emi­
grados no podían ser ni jóvenes (o demasiado jóvenes) ni solte­
ros, a pesar de que la propia tradición campesina, al valorar en
extremo el trabajo de la tierra al que subordinaban todas las
demás actividades, quema que las tareas «exteriores» a la agri­
cultura (i.e., las menos consideradas para la dignidad campesi­
na) correspondieran prioritariamente a los más jóvenes. La emi­
gración estacional en calidad de obreros agrícolas constituía un
«banco de pruebas», de manera que era habitual que en dicha
ocasión los emigrados en Francia hubieran dado pruebas de que
sabían ser solidarios con su grupo así como fieles a su condición
y honor de ser campesinos.
«[...] ¿A quién se envía al mercado para comprar o vender?
Envías a ese al que tienes confianza. No envías a un niño que
puede "dejarse estafar”. dejarse seducir hasta "ser embaucado”,
a éste lo envías acompañado de alguien del que estás seguro;
4. La certidumbre proverbial establecida por la tradición de que «El (buen)
trabajador, igual que lo es en casa, lo es fuera» tiende a ser sustituida cada
vez con mayor frecuencia por esta otra fórmula más conforme con la expe­
riencia actual de la emigración: «Es fuera donde el hombre es hombre, pues
en casa a todo hombre le es dado ser hombre».
tampoco envías a ese que pueda abusar de tu confianza, porque
volverá con las manos vacías [...]. Francia es como el mercado,
es otro mercado, un gran mercado: un mercado más alejado que
el mercado semanal [local], un mercado que dura mucho más
tiempo, no un día sino meses y años [...]. Cuanto más lejos esté y
más importante sea el mercado, más precauciones se han de
tomar [...]. Es así como se iba a Francia. Aquel "del que no se
estaba seguro", ya sea porque era joven o porque no está acos­
tumbrado, había que confiárselo a otro, de más edad, con más
experiencia, que le enseñara [...]»(un antiguo emigrado, 73 años,
11 años pasados en Francia entre 1934 y 1957).
Al servicio del mundo campesino, subordinado a la actividad
agrícola de la que era un complemento, la emigración seleccio­
naba a sus agentes según los principios del habitus campesino.
Esto no era todo. Las estancias en Francia se plegaban a la tradi­
ción campesina en su duración (o, lo que -viene a ser lo mismo, la
duración de las ausencias del país), su frecuencia, los periodos
de partidas y regresos, etc. El ritmo de estos últimos obedecía al
calendario de los trabajos agrícolas y a los momentos álgidos de
la vida social del campo antes que a las exigencias de la actividad
de las industrias que empleaban a los emigrados: las partidas
generalmente tenían lugar tras las labores, a finales del otoño o a
principios del invierno, y los retornos coincidían con el periodo
de las cosechas y de las recolecciones así como'con el periodo del
año en que las relaciones sociales son más intensas (estación de
bodas y de todo tipo de transacciones tras las recogidas de las
cosechas). La misión que suponía la emigración exigía que ésta
fuera cumplida en el mínimo de tiempo: ni lós emigrados ni su
grupo querían que las estancias en Francia durasen demasiado.
Si excepcionalmente la ausencia del emigrado debía prolongar­
se más allá de lo permitido, esto acarreaba sobre sus protagonis­
tas la reprobación que le esperaba a quienes carecían de mode­
ración y no sabían ajustarse a la ética campesina: al propio emi­
grado porque parecía tomarle gusto a la ciudad y a su condición
de emigrado, a su familia porque ésta se mostraba incapaz de
«recuperarlo» o porque, demasiado «chupóri» (más que dema­
siado pobre), le obligaba o le incitaba a permanecer ausente más
tiempo {i.e., a ganar, sin saciarse, más y más dinero).
Cuando las estancias en Francia debían repetirse por parte
de un mismo emigrado (lo menos frecuente posible), éstas eran
vividas por los emigrados y por el grupo como otros tantos actos
únicos sin vínculo con la estancia precedente o con la siguiente
(eventualidad cada vez más frecuente cuanto que resultaba cada
vez más inevitable); se trataba así de un «perpetuo recomenzar»
de la misma experiencia de la emigración con la misma búsque­
da de trabajo y alojamiento, el mismo reaprendizaje de la vida
de inmigrado: «Somos como pulgas, en cuanto hemos calentado
nuestros sitios saltamos de ellos».
Llevado a afrontar la vida urbana y a sufrir todos los me1
canismos de ésta (especialmente en materia de consumo y de
gastos), el «buen» emigrado, aquel al que se alaba porque ha­
bía sabido seguir siendo el campesino auténtico (bou-miya)
que era, debía de hacerse manifiesto que podía soportar su
nueva condición de emigrado y continuar, a pesar del exilio,
viviendo y pensando como un auténtico campesino. Era con
esta condición con la que, por ejemplo, podía adoptar ese com­
portamiento tan alabado (entre los campesinos) de trabaja­
dor porfiado y ahorrador. Como si se temiera que el contacto
con la ciudad debilitara las virtudes campesinas, se recomen­
daba a los emigrados guardarse ante todo de imitar a los de la
ciudad: no había que comer, ni vestirse, ni gastar como ellos,
no había que trabajar como aquellos a los que «les gusta de­
masiado su persona», «que no trabajan más que para su estó­
mago», pues para ser remedo de los de la ciudad no hay más
que «tomar con codicia», con «avidez», con «insaciabilidad»
—esa sed inextinguible de dinero cuando se ha comenzádo a
ganarlo— y con «desmesura» —esa «pretensión que tienen
todos aquellos que quieren el mundo en una sola de sus ma­
nos y en un solo día».
Entre una y otra exigencia (quizás, en el fondo, no sean
más que una y la misma cosa), el emigrado que debía atener­
se a los valores campesinos no debía renegar de los valores
del grupo. Dado que el país, thamourtfi (la familia, el grupo
agnático, el pueblo, la comunidad en su conjunto), ocupa to­
dos sus pensamientos e inspira todas sus preocupaciones y
todos sus comportamientos, para los emigrados supone una
confortación excepcional poder reagruparse en Francia se­
gún el esquema de las estructuras sociales y de la red de rela­
ciones que le eran familiares. Al vivir entre sus próximos, el
emigrado sacaba del grupo de sus compañeros la fuerza que
necesitaba para resistir las tentaciones y los efectos disolven­
tes de la vida urbana.5
Confrontado, en pro de su exilio, a maneras (urbanas) de ser
y de actuar, de sentir, de percibir y de gastar, de vivir y de consu­
mir, todas ellas rechazadas como incompatibles con su estado
de campesino, el emigrado se refugiaba en esta forma de «pe­
queño país» reconstituido en Francia para prolongar el «gran
país» natal y manifestaba así su rechazo generalizado a adherir­
se a un universo (el de la inmigración) que descubría como deci­
didamente extranjero.
«La emigración es un clan. Él [el emigrado] va solamente allí
donde están los de su país [...]. Están todos agrupados: [...] tú vas
entonces allá, porque es allá donde se encuentran aquellos con
quienes cuentas, los hijos de tu país [...]. Nosotros, nuestro mal,
nuestra enfermedad, es [...] vivir en sociedad, vivir siempre entre
nosotros. Existe un temor en la vida, encontrarse totalmente solo;
no hay muchos que tengan la valentía de expatriarse solos. No
pueden distanciarse, separarse del otro, alejarse de las gentes del
país: aquél, emigrado en casa de su hermano; aquel otro en casa
de su padre, de su tío, de su cuñado, y ellos llaman a eso la emi­
gración; es elghorba [el exilio] por encima del'hanoun [el hogar
de la casa]. Uno se queda siempre en un país conocido: tanto allí
[en el país], como se ha venido, como aquí [...]» (S.B.).
Mantenerse a distancia de aquellos que estaban objetivamente
mantenidos a distancia, usar el alejamiento psicológico y cultural
que les mantenía apartados de la sociedad frarícesa y de sus prác­
ticas (al menos de lo que les era accesible), éra el precio de los
sacrificios que debían pagar en una actividad! de la que no siem­
pre podían percibir su fundamento (actividadprovisional, «men­
tirosa» , de un estatuto social fáctico por ser cultural y socialmente
«extraño» a la actividad campesina, que es la única legítima) y
una condición (la condición asalariada) todavía poco familiar que,
a menudo, se acompañaba del sentimiento dé «contravención».
5. «Esto ayuda, esto alivia, esto anima, cuando nos encontramos así entre
nosotros, a discutir de las cosas del país. [...] Yo hago esto [dar una recepción a
todos los amigos] al menos una vez al mes. Antes, cuando vivía abajo [en una
casa independiente y más espaciosa, y no en un apartamento de tipo HLM], era
todos los sábados por la noche», explicaba antes de separarse de sus invitados un
emigrado (de 63 años de edad, que había llegado a Francia por primera vez en
1937 y que estaba instalado con su familia en Pontoise desde 1948) a quien le
gustaba organizar así reuniones entre parientes y amigos, todos ellos emigrados.
Un acto oculto

Campesino mandado a la emigración, campesino que se es­


fuerza en pasar la prueba de la emigración sin negarse nunca
como campesino, el emigrado se reintegraba, más campesino
que nunca, a su comunidad y a su condición de origen, y reto­
maba entre los suyos, como si nada hubiese ocurrido, el lugar
que era el suyo y que nunca hubiera debido dejar. Como si qui­
sieran borrar todo rastro de la emigración, el emigrado y su gru-!
po se ponían de acuerdo con ocasión de sus reencuentros para
comulgar en la celebración de las virtudes campesinas y, de re­
tomo a su pueblo, el emigrado era objeto de un proceso de «rein­
tegración» cuasi ritual. «Exorcizando» las tentaciones de la ciu7
dad de las que podía ser portador, renunciaba al traje traído de
la ciudad, cuidaba su lenguaje, censurando todos los préstamos
del hablar de la ciudad y del francés, y, el grupo, por su parte,
atento a los menores indicios de cambio perceptibles en los com­
portamientos y las intenciones del emigrado, no dejaba de seña­
lar y de sancionar como es debido todas las faltas respecto a la
conveniencia campesina. Como si esta vigilancia no fuera sufi­
ciente, el emigrado entendía que era a través de sus gestos como
mostraba respeto al orden campesino: sus primeras atenciones
eran para la tierra (que visitaba y «cultivaba», incluso fuera de
estación, trazando en ella algunos surcos simbólicos), para el
ganado (sobre todo el par de bueyes a los que había que «sacar»
especialmente), para la comunidad del pueblo (se dejaba ver en
la asamblea del pueblo, en la mezquita). En pocas palabras, en
tanto que la emigración quedaba sometida al orden tradicional y
continuaba estando al servicio de la condición campesina, en
tanto que el grupo podía controlarla y plegarla a sus valores e
imperativos, los emigrados (con algunas pocas excepciones) abor­
daban su partida como campesinos y como campesinos sufrían
su estancia en Francia; e igualmente era en tanto que campesi­
nos como volvían a su actividad y existencia antiguas.
Destinada a salvaguardar el orden campesino, la emigración,
bajo el orden de la primera «edad», era también una emigración
ordenada. Asimismo se pusieron en práctica múltiples mecanis­
mos de control, en todos los momentos del proceso (antes de las
partidas, durante las estancias en Francia y en los retornos al
país), para neutralizar los efectos virtualmente nefastos y para
que, en definitiva, no resultara de ello ninguna alteración pro­
funda ni para los emigrados ni, a través de ellos, para su socie­
dad. Entre todas las mediaciones por las que se efectuaban estos
diferentes controles, la más segura consistía todavía en la fide­
lidad al grupo de origen y, siendo ésta la condición de aquélla,
una de las funciones esenciales de las comunidades de emigra­
dos era la de asegurar precisamente el «orden» en la emigración
y, perdurando el recuerdo del país en el contacto constante con los
«paisanos», la de perpetuar y sostener el orden campesino.

Una «misión»

«[...] Antes, la emigración era más sana: eran los campesinos,


era la Francia de los campesinos. El desgraciado, dejaba el ara­
do y partía hacia Francia; partía a Francia como partiría a la
tumba. De mala gana. [...] Antes, salían de sus casas a reculones;
si no fuera por la necesidad que los empujaba; en sus traseros, no
avanzarían. [...] Y si los desgraciados viven míseramente, si vi­
ven con muy poco, es porque existe un objetiyo, un único objeti­
vo: es porque tienen en la cabeza casar a su hermano o recons­
truir la vieja casa; tienen un objetivo que alcanzar y se sacrifican:
el primo va a vender allá las tierras y no se las puede dejar esca­
par; tienen que quedarse en la familia, uno se' endeuda y se envía
a alguien a Francia para poder pagar las deudas. Es así como
venían antes. Antes, era para comprar unas tierras, para tener
una gran casa: una casa con sus tienras, sii par de bueyes, su
mulo, sus hombres importantes y modestos, mucha gente. [...]
Es una cuestión de nif [honor]: seguir siendo importantes [gran­
des casas campesinas], siempre con los bueyes, el mulo, incluso
si hace falta comprarles todo para alimentarlos. [...] Yo sé que
había casas que desde el verano comenzaban ya a comprar paja,
forraje, cebada [...] para sus animales, para sus bueyes y su mulo.
Y para todo eso, se necesita dinero. [...] Es por eso que se va a
Francia [...]. Pero en Francia es el sálvese quien pueda, y no pi­
den más que huir. [...] Es la emigración provisional, que es episó­
dica: yo vengo [a Francia] porque me veo obligado a ello, traba­
jo, y la obligación desaparece, regreso a mi casa y si es necesario
volver [a Francia], vuelvo tres años o cuatro años después. [...]
La emigración es un compromiso. Cuando tú te consagras, tú te
comprometes por un tiempo definido: por dos años, por tres
años, cuanto menos sea, mejor. [...].
»[...] El emigrado sabe por qué [ha emigrado] y se aprieta el
cinturón. Dice: "voy a sacrificarme" [...], conseguiré la suma que
hace falta; para eso, voy a apretarme el cinturón. [...] Es una vida
de animal. [...] Se dice: "he venido a trabajar" y trabaja día y no­
che, si puede. Date prisa, apresúrate, cuanto más ganes más pue­
des ahorrar, y menos tiempo tendrás que pasar en Francia. Si vie­
ras cómo comen, en qué condiciones viven, cómo habitan. [...]:
Hay que comprenderlos. Todo eso para ahorrar y volver rápido a
sus casas, para vivir como todo el mundo. [...] No hay nadie que
no se quiera a sí mismo, pero el hombre [de honor] es aquel que se
olvida de sí mismo, es esto lo que se repiten una y otra vez. Y ello;
para poder soportar todas las privaciones. [...] Es mucho más que
economía entre los nuestros. [...] Los desgraciados se privan y co­
men patatas cocidas para poder ahorrar [...].
»[...] \Thamourthl ¡Thamourthl [el país]. Ellos parten con el
pensamiento vuelto a pesar de todo hacia allá [el país]. [...] Es
gracias a eso que [el emigrado] aguanta, cada uno piensa en el
país y en lo que ha venido a hacer aquí [...]. El país, la casa, están
siempre ahí ante nuestros ojos: no desaparecen nunca, ni siquie­
ra en el sueño, ni en la vigilia ni en los sueños; su sombra está
siempre ahí, ante nosotros, es lo que no paran de decir de sí
mismos los hombres [los emigrados] de corazón [...]» (S.B.).6

La segunda «edad»: la pérdida de control

A pesar del empeño que la comunidad campesina ponía en


controlar la emigración de sus miembros, no podía dominar siem­
pre sus consecuencias, ni sustraerse eternamente a sus efectos
6. A causa de la posición singular que ocupa primero en el seno de la
comunidad de origen (relativamente bien escolarizado sobre todo en rela­
ción con los emigrados de su generación, no tiene en absoluto el habitus
campesino) y, después, en la emigración, en el seno de la comunidad de los
emigrados (ha roto con todos los comportamientos que eran entonces la
norma), S.B., reputado amjah, es decir, «marginal», «desviado», «individua­
lista», estaba bien posicionado para hacerse una representación particular­
mente lúcida de la población de los emigrados y de las transformaciones que
la misma ha conocido durante las cuatro últimas décadas (de 1936, año en
que emigró a la edad de 16 años, hasta la actualidad).
desintegradores. Aunque el espíritu campesino, que sustentaba
la emigración, no hubiera sufrido otras «agresiones», empezan­
do por todas aquellas que resultaban del contacto con la socie­
dad colonial y sobre todo de la generalización de los intercam­
bios monetarios, habría bastado con la emigración para provo­
car su desaparición. En efecto, esta actitud con relación al mundo
y a los demás, que es constitutiva del campesino tradicional, e
inherente al apego a la tierra y a la comunidad campesina, y por
consiguiente incapaz de soportar un alejamiento prolongado, no
podía resistir mucho tiempo al desarraigo. Además, al ser la emi­
gración fuente principal si no exclusiva de las rentas monetarias
que circulaban por el medio rural, contribuyó a extender más
ampliamente la mentalidad de cálculo ligada al uso de la mone­
da y, a través de las demás incidencias económicas y sociales, a
transformar la vida campesina, ya de por sí alterada, al haberse
modificado la actitud con relación a la economía. Añadiendo así
sus propios efectos a los de otros trastornos, entre los que se
cuentan los que habían estado en su origen y que, por sus con­
secuencias, tienden a reforzar, la emigración ha acabado por ven­
cer la resistencia del espíritu campesino que animaba y susten­
taba a los primeros emigrados; y así es como aceleró y reforzó el
ya comenzado proceso de «descampesinización»7(en grados des­
iguales en función de las regiones, los grupos) sociales y los indi­
viduos). Como consecuencia de todas las transformaciones eco­
nómicas y culturales que se han producido eri el seno de la socie­
dad campesina (en parte por el efecto mismo de la emigración),
la descampesinización habrá tenido necesariamente como efec­
to la completa modificación de las condiciones iniciales de la
emigración. Las nuevas condiciones que conoce el mundo rural,
en la medida en que reflejan una pérdida de interés por el traba­
jo de la tierra y por las condiciones de vida de antaño, y porque
conllevan una modificación sistemática de los comportamien­
tos y del ethos campesino, iban a generar una nueva forma de
emigración y un nuevo tipo de emigrado: entre el emigrado de la
primera «generación» y el emigrado de la segunda, hay la mis­
ma distancia que entre bou-niya, es decir, el campesino «auténti­
co» (cada vez más raro) o, al menos, el campesino todavía «cam-
7. P. Bourdieu y A. Sayad, Le dé-acinement, la ctise de l'agiiculture traditionne
lle en Algéiie, Minuit, París, 1996(l.2ed. 1964), en particular pp. 15-60.
pesinizado» que, a pesar del empobrecimiento, se esfuerza con­
tra todo y contra todos por seguir siendo campesino, y el campe­
sino «descampesinizado» que, llevando en sí todo lo que es la
negación del campesino tradicional (aspiración al pleno empleo
asalariado no agrícola, al individualismo económico y también
social, a la urbanización y a su sistema de comportamientos,
especialmente, en el ámbito del consumo, etc.), no tiene más que
la apariencia del campesino. Mientras que el primero podía se­
guir considerándose campesino, aunque no tuviera la oportuni-1
dad de comportarse como tal, el de la siguiente «generación» ha
dejado de ser campesino tanto en su fuero interno como en su
intención, independientemente de la emigración y, muy a menu­
do, mucho antes de haber emigrado. Si el primero no se exilaba
fuera de su universo familiar más que para perpetuarse como
campesino, y si él no sacrificaba en su emigración más que lo
mínimo (de tiempo, interés y atención), el nuevo emigrado pare­
ce esperar de su condición de emigrado que ésta dé sentido y
función a su existencia y a su actividad.
Al contrario de la emigración de la primera «edad», la emi­
gración de la segunda «edad» iba a dar a la ruptura con la comu­
nidad campesina, que estaba inscrita objetivamente en las ca­
racterísticas sociales de los emigrados de entonces, la oportuni­
dad de actualizarse. Sin duda, varios factores podían incitar a
los emigrados a ir de negación en negación, pero una reconver­
sión total de sus prácticas en el sentido de un individualismo
más afirmado no era posible —y una ruptura comporta otra—
más que a condición de que renunciasen, por lo menos, a mante­
ner relaciones privilegiadas con la comunidad de los emigrados.
«Buenos días, buenas noches, correcto con todo el mundo Dos
otros emigrados], pero quiero vivir solo. Cada cual según sus
ideas: ellos, tienen sus costumbres, pero yo soy diferente. Me he
alejado de ellos y todo es para mejor. Así no hay historias [...]. No
es que reniegue de ellos, pero es que no quiero vivir siempre con
ellos, todos juntos [...]» (S.B.).
Al dejar de ser una misión que el grupo confía a uno de sus
miembros y pasar a ser el acto de un individuo que actúa por sí
mismo y por su cuenta, la emigración devenía una empresa indi­
vidual desprovista de su objetivo inicialmente colectivo. Al emi­
grar ya no para ayudar al grupo sino para emanciparse de sus
obligaciones, ya no para ponerse al servicio del objetivo comuni-
tarín —y todavía según la modalidad consagrada— sino para
servir a un objetivo singular, y, en definitiva, ya no para vivir
como se vivía antaño entre los demás emigrados y a su manera,
sino para intentar una experiencia individual original, esta for­
ma de emigración resultaba ser una «aventura» fundamental­
mente individualista.
«Ahora también existe la emigración-aventura; tienes la aven­
tura y tienes al tipo que se aventura: ése está solo, incluso si "aven­
turero” no es del todo la palabra. Es decir, que se defiende solo,
que se las arregla solo, sin contar con nadie [...]. Estás solo, estás
obligado a hacer algo porque ya no cuentas con nadie, tienes que
protegerte, pues los otros ya no te protegen; estás solo, estás obli­
gado a hacer algo, a trabajar e incluso a trabajar además más de lo
que haría falta [...]. He probado fortuna solo, y cuando se quiere
actuar así, hay que saber asumir sus responsabilidades» (S.B.).
La emigración proporcionaría asimismo, a condición de que
sea abolido el antiguo apego al grupo y a los valores que lo fun­
damentan, la ocasión de un largo y laborioso aprendizaje de com­
portamientos nuevos, absolutamente contrarios a las actitudes
comunitarias que eran la norma en un estadio anterior de la
sociedad rural y de la emigración.
Afectados más vivamente por las transformaciones del mundo
campesino y por las nuevas condiciones de vida en el medio rural,
los jóvenes, que también son en menor medida «hombres de la
tierra» y de la comunidad campesina, presentan en un grado ma­
yor las disposiciones adecuadas para desviarlos más de la agricul­
tura tradicional y del estilo de antaño y para haberles buscar como
estado definitivo un empleo permanente en el sector moderno. Tam­
poco es sorprendente que sean los primeros y los más numerosos
en buscar la emigración. Esta evolución aparece de forma muy
clara cuando se comparan las características sociales de los
emigrados de una y otra «generación», de tal manera que de
los emigrados de la segunda «generación» muy pocos eran cam­
pesinos —y ello más por falta de habitus que de tierra—, eran por
término medio más jóvenes en el momento de su llegada a Francia,8
8. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la edad media de los inmi­
grados argelinos en Francia estaba entre los 35 y los 45 años, de tal manera
que el 67 % de los trabajadores inmigrados (norteafricanos) de la región pa­
risina tenían entre 30 y 45 años (véase R. Sansón, «Les travailleurs nord-
africains de la région parisieime», Documente sur l'Immigration, trabajos y
y er"r¡ con mayor frecuencia solteros —y esto no sólo porque fue­
ran jóvenes.9
«[...] La mayor parte de estos emigrados [los de la segunda
"generación"] llegaron siendo jóvenes. [...] Puesto que tenían otras
ideas en sus cabezas, no se casaron. Y bien, cuando buscas aven­
tura, cuando has decidido llevarla a cabo en tu cabeza, seguir tu
propio criterio, trabajar para ti y no para los demás, para tu
estómago, para tu cabeza —es lo que se te reprocha—, en ese
caso no hay que casarse [...]» (S.B.).
Sin duda porque ellos emigraban cada vez más jóvenes, pero
más verosímilmente porque eran campesinos «descampesiniza-
dos», habían sido, antes de emigrar, menos a menudo labrado­
res y con mayor razón pastores.
Amedida que se extiende el proceso de «descampesinización»
que está en el origen de la segunda «generación» de la emigra­
ción, se extienden las bases de la emigración hasta alcanzar (des­
igualmente) al conjunto del campo y, más recientemente, a una
fracción de la población urbana. En los grupos de personas del
campo que la misma ya ha marcado con fuerza, e independien­
temente de su posición en la familia, de su actitud respecto a la
condición campesina (por regla general, no se trata ya de cam­
pesinos bou-niya sino de campesinos que mantienen sólo exte-
riormente, y más o menos bien, la ilusión del «campesinado»),
son todos los hombres válidos (y no únicamente los de una clase
de edad determinada) los que están igualmente concernidos por
la emigración. Del mismo modo, ninguna de las familias que, en
documentos del INED, cuaderno n.° 2, 1947, pp. 169-170). En 1954, mien­
tras que los inmigrados con una edad entre 35 y 45 años no representaban ni
siquiera el 20 %, los inmigrados más jóvenes, los que teman entre 20 y 35
años, representaban el 60 % de los efectivos (véase «Les frangais musulmans
originaires de l’Algéñe»,Bulletin de Statistique, n.‘ 391 y 392,29 de octubre y
5 de noviembre de 1955). En el intervalo de dos años solamente, entre 1966
y 1968, la proporción de personas que partían con menos de 25 años pasó del
40 al 50 % (véase Revue Mgérienne du Travail, julio de 1967).
9. Si emigrar joven equivalía tendencialmente a emigrar antes de casarse
—paralelamente a la bajada de la edad media de los emigrados, observamos
un incremento del número de los solteros (28,4 %) y de los hombres casados
padres de a lo sumo un hijo (33,6 %)—, los emigrados solteros de la segunda
fase de la emigración querían emigrar antes de haber contraído, a través del
matrimonio, un lazo que les uniera de manera más sólida con su familia y
con su grupo, mientras que sus predecesores sólo emigraban entonces cuan­
do aún eran solteros (probablemente a una edad superior) para poder «ga­
nar su boda».
otro tiempo, se mostrarían refractarias a la emigración escapa
hoy al fenómeno: ni las familias marabúticas que se vanagloria­
ban de su «prestigio» (incluso si está caduco), de su «vocación»
social (incluso si ella es desmentida por la realidad presente)
para producir «clérigos» (en todo caso bou-niya pero no trabaja­
dores manuales) y se prohibían por ello «contravenir», sobre todo
emigrando, es decir, dedicándose a una actividad en última ins­
tancia ilícita, el más profano de todos los trabajos profanos; ni
las antiguas familias terratenientes, las últimas en ser contami­
nadas y para quienes era una cuestión de honor «no trabajar la
tierra de otros, ni en casa de otros, ni al servicio de otros». Sin
exceptuar a nadie, la emigración se ha convertido no en la condi­
ción común de la mayoría de los hombres sino en la de todos.10
Además, puesto que un amplio éxodo de poblaciones rurales
(sobre todo provenientes de regiones tradicionalmente genera­
doras de emigración a Francia) ha trasladado hacia las ciuda­
des, en Argelia mismo, a los emigrados potenciales hacia Fran­
cia,11es la corriente antigua la que tiende a invertirse: la urbani­
zación del futuro emigrado (en otros casos', es la familia del
emigrado, que ya se encuentra en Francia, la que se ha urbaniza­
do en una ciudad argelina) tiende a convertirse en una etapa
anterior a la emigración a Francia, mientras que antes, cuando
la emigración se daba casi exclusivamente entre el campo argeli­
no y Francia, era excepcional que se convirtiera en una emigra­
ción urbana en Argelia.
Esta nueva forma de emigración de la que se espera que aporte
los medios para una «urbanización» forzada,; a la vez inscrita en
10. Casi todos los emigrados preguntados dan testimonio de esta ampliación
extrema de la emigración al conjunto de hombres de su grupo o de su pueblo.
11. En constante progresión (en cifras absolutas iy en valor relativo), la
población urbana de Argelia ha conocido un fuerte aumento, pues ha pasado
de un cuarto al 38 % de la población total del país, entre 1960 y 1966. Por su
parte, las diez ciudades más grandes de Argelia (capitales de departamento)
absorbieron el 75 % de las migraciones internas en el país, entre 1954 y 1966,
y, a título de ejemplo, véase que, a pesar de la salida de los europeos, la pobla­
ción de Argel se dobló en ese mismo intervalo, la de Constantina estuvo por
encima de la duplicación (índice de crecimiento: 2,16), la de Sétif se cuadri­
plicó, etc. Paralelamente a este aumento de la tasa de urbanización, se cons­
tata, entre la población urbana, una tendencia más acusada a emigrar a Fran­
cia: así, en 1968, el departamento de Argel, que es el departamento más urba­
nizado de Argelia, registró un número de salidas (6.000 emigrados) superior
al de Constantina (5.433 salidas), que es un departamento mucho más rural.
la realidad del mundo rural e imposible para él, alberga en ella
los mecanismos que le permiten perpetuarse; es uno de los me­
dios —en algunos casos el más fácil, o incluso el único accesi­
ble— de satisfacer las nuevas exigencias económicas y sociales
que se imponen a la sociedad campesina. Debe proporcionar, en
cantidades cada vez mayores, las rentas monetarias que las co­
munidades rurales en adelante necesitarán de forma ordinaria y
continua. Entre sus predecesores, unos, los de la primera olea­
da, ahorraban su dinero en Francia hasta constituir el patrimo-1
nio que necesitaban y que llevaban con ellos (en ocasiones, pues­
to que lo habían pedido prestado a su llegada a Francia a parien­
tes emigrados, dedicaban su estancia a devolver la deuda
contraída), y los otros, que salieron más tarde, y que tenían la
obligación de prolongar o de multiplicar sus estancias en Fran­
cia, transferían la totalidad de sus ahorros bajo la forma de en­
víos (más que bajo la forma de giros) de una cuantía relativa­
mente importante, la idea misma de conservar para sí una parte
de sus caudales les parecía escandalosa. El emigrado de la se­
gunda fase, por el contrario, preocupado únicamente por hacer
frente a sus gastos corrientes —los suyos en Francia y los de su
familia en su país de origen—, se dedica a dar a esta última una
simple asistencia alimentaria: así, los giros son regulares, a me­
nudo mensuales, y están calculados para que cubran las necesi­
dades identificables y previsibles.12

Toda mi vida está aquí...

«Toda mi vida está aquí [muestra una gruesa carpeta que con­
tiene nóminas, certificados de trabajo, hojas de servicios, cartas
de la Seguridad Social y de la caja de jubilación, papeles que no
ha dejado, durante toda la entrevista, de ordenar en su carpeta
para retirarlos un instante después]. Todo está aquí dentro; mi
trabajo, mi sudor, mi sangre. Sí, mi sangre, porque en ocasiones
he sangrado, cuando me he herido. No he parado con el fin de
12. Para estar completo, no es únicamente por la proporción de las rentas
transferidas a la familia, por la manera en la que se realizan los ahorros y se
hacen los envíos, por lo que se distinguen los emigrados de las diferentes
«edades» de la emigración, sino que es por toda la estructura de su presu­
puesto y por todo el sistema de sus gastos por lo que se diferencian.
reunir todo esto, y creía que me lo iban a robar, que se me iban a
comer todo mi trabajo. [...] Aquí hay 23 años de trabajo; y toda­
vía me han robado, como mínimo, 4 años. Los primeros años no
había nada de esto y nosotros no sabíamos todas estas cosas: has
trabajado, aquí tienes tu dinero y allá te las compongas. [...] Menos
mal que he sido precavido —desde que soy [hombre], he guarda­
do siempre mis papeles— y eso que es algo aparente, porque
ellos también conservan todo, se acuerdan de todo, y no pierdes
ni una sola jomada [de trabajo] si aparece en el registro. Sin eso
todo se habría desvanecido; así es como perdí los primeros años
[de trabajo]. ¡Mi Francia se hubiera reducido a nada, no hubiera
sacado nada de ella! Sería como si no hubiera venido nunca,
como si no hubiera trabajado nunca, como si no me hubiera
esforzado. ¡Dios protegió mis fatigas! No quiso que se perdieran.
[...] Está bien guardar todos estos papeles: los buenos y los ma­
los, pues no se sabe nunca, y ya que no sabes cuál tienes que
guardar, los guardas todos. [...] Está bien conservar las cosas, es
una precaución [...]; no sabes nunca lo que te puede pasar maña­
na. El papel que tiras hoy igual es el que necesitarás mañana
[...]» (antiguo emigrado de 63 años, que reside en Francia tem­
poralmente a la espera de la liquidación de su jubilación, en el
mismo hotel en el que había vivido cuando era obrero, y donde se
ha encontrado, como dice él, «tal vez no exactamente con las mis­
mas personas que en el pasado, pero sí con süs hijos, puesto que
todo está como estaba: las paredes, los propietarios, los clientes»).
La emigración al cambiar de significadoiy de función, ha te­
nido que reorganizarse de arriba abajo: de; una generación de
emigrados a otra han cambiado las modalidades de permanen­
cia en Francia y, en consecuencia, las relaciones con la emigra­
ción misma, con la condición de emigrado y también con el país
de origen. Los periodos de permanencia han ido alargándose
hasta convertirse en casi permanentes,13entrecortados solamen­
13. J.J. Rager (administrador de un municipio mixto en Argelia), caracte­
rizaba ya al emigrado argelino, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial,
«como un trabajador que se instala en Francia durante un largo periodo de
tiempo, entrecortado por retornos frecuentes a su país de origen donde ven­
drá a terminar sus días» (iLes miisulmans algéiieits en France et dans les pays
islamiques, Université d’Alger, Argel, 1950, p. 126). A falta de datos correcta­
mente recogidos (pues no concuerdan ni sobre la definición de la primera
emigración y los retomos a considerar, ni sobre las fechas de una y otros) y
válidos para el conjunto de emigrados sobre unos periodos relativamente
te por esos breves periodos que son las vacaciones anuales. Co­
rrelativamente, los retornos a su lugar de origen, sometidos en
adelante al calendario de la actividad industrial, se hacen cada
vez más regular y frecuentemente en el momento de las vacacio­
nes y por la duración de las vacaciones.
«Has venido a Francia por un tiempo, haces como si estuvie­
ras allá por algún tiempo, que es algo provisional, pero un año
tras otro hacen 5 años, 10 años, 20 años y hete aquí ¡la jubilación!
Cuando haces la cuenta, es toda nuestra existencia. De 30 años,
o 25, si se quedan hasta la jubilación aquí, cuántos han vivido, lo
que yo llamo vivido —un mes sobre 12, trabajar 11 meses para
vivir un mes—, pero vivir en medio de su familia, cerca de los
suyos, de sus hijos y de su mujer. Haciendo la media de 12 meses
en 12 años, el [emigrado] habría vivido un mes, un año en su
casa, el duodécimo. Es esto lo que hay que decir» (S.B.).
Al dotar al emigrado, que no es ya un «campesino» ni tampoco
un «obrero», de un empleo real y duradero, la emigración le pro­
cura, desde luego, no sólo ganancias en dinero sino que le confiere
también un estatuto definido. La aspiración al «oficio» (Le., para
muchos a la emigración), además de su significación económica,
es también una aspiración a un estatuto susceptible de ser nom­
brado y capaz de arrancar al campesino «descampesinizado» de
la indefinición que caracteriza su posición: ni fellah tradicional,
totalmente ocupado, ni trabajador asalariado definido por la acti­
largos, las evaluaciones en cuanto a la duración de la permanencia en Fran­
cia cambian según los autores: 4 años como máximo según Rager; entre un
año y medio y 2 años según Montagne (L’Afrique et l'Asie, n.° 22,1953, p. 13);
entre 3 y 4 años para los obreros de las fábricas Renault según Andrée Mi-
chel (Les travailleurs algériens en France, CNRS, París, 1957, p. 177). Queda
patente que la tendencia general es a un alargamiento progresivo de los pe­
riodos de emigración: «En 1954, se estimaba que un emigrado permanecía
de media de 3 a 4 años en Francia antes de volver a su país. En nuestros días
(en 1962), la duración es netamente superior (10 años)... Nuestra emigración
tiende a convertirse en una emigración que abarca toda la vida activa, lo que
significa una permanencia en el extranjero entre 20 y 30 años» (Seminario
Nacional sobre la Emigración, Argel, agosto de 1966, p. 40). Esta evolución
ha sido confirmada por el censo de 1968 que muestra que casi el 30 % de la
población argelina censada (incluyendo a las mujeres) reside en Francia des­
de hace al menos 13 años (emigración anterior a 1955), un 13,5 % desde
hace al menos 18 años; y más recientemente, otra evaluación mostraba que
más del 32 % de los argelinos llevan viviendo más de 16 años de manera inin­
terrumpida en Francia (según las estadísticas proporcionadas por la Amicale
des Algériens en France, Revuede la Formation Permanente, mayo de 1975).
vidad que ejerce, ni verdaderamente desempleado, sino al partici­
par un poco de todos estos estados, vive con un intenso sentimien­
to de malestar la ambigüedad de un estatuto que no tiene defini­
ción legítima. Al no tener (y lo saben) las aptitudes necesarias o
requeridas para imponerse en Argelia en un mercado de trabajo
extremadamente restrictivo y dominado por la competencia de
los trabajadores (o desempleados) urbanos, la gente del campo
emigrada a Francia de la segunda «generación» saben —no por
experiencia directa sino por costumbre y por ton sentido social de
lo que está a su alcance— que su única posibilidad de encontrar
un verdadero empleo pasa por emigrar a Francia.
El convencimiento de no poder encontrar en Argelia el tan
deseado trabajo es tan fuerte entre los campesinos «desruraliza-
dos» candidatos a la emigración que les impide buscarlo o, me­
jor, les prohíbe hasta la idea misma de buscarlo in situ antes de
emigrar. Ninguno de los emigrados entrevistados había intenta­
do o se había visto tentado a buscar en Argelia un trabajo en la
ciudad. E, incluso más tarde, cuando vuelven a su país de forma
regular y frecuente (a lo sumo, cada 2 años), sólo algunos —6 de
280— habían presentado realmente, al menos una vez, su candi­
datura a un empleo dirigiéndose directamente o por escrito a un
eventual empleador, mientras que otros 19 emigrados solamen­
te habían «buscado para tranquilizar su conciencia», es decir,
contando a su alrededor que les gustaría «poder encontrar un
trabajo para poderse quedar y no tener que volver a Francia» o
aun poniéndose en manos de un intermediario «familiar, amigo
o compatriota bien situado para procurar trabajo»)
«Argelia, país del paro», «En Argelia no hay traíbajo, no hay
fábricas»: «Argelia, donde los brazos son demasiado numerosos,
tan numerosos que no hay trabajo para ellos» o incluso «cuando
no cuentas con nada, cuando no tienes un oficio, cuándo no sabes
hacer nada, no vas a presentarte en Argel para encontrar trabajo
[...]; vienes a Francia [...]. En Francia hay trabajo, eso todo el mundo
lo sabe; nunca oirás decir que fulano se ha ido, o que zutano o
mengano no trabajan, que están en paro. Eso no pasa [...]. Enton­
ces, te vienes a Francia: tu hermano, tu vecino, todos los de tu
pueblo, todos los de tu edad —te pareces a ellos, ellos se parecen a
ti—, todos encuentran trabajo en Francia, tú también vienes a
Francia y estás seguro de encontrar trabajo [...]. En Argel, no tie­
nes esta seguridad. ¿Cómo estar seguro, cuando nadie [nadie que
conozcas] ha encontrado trabajo? En mi pueblo, no he oído nun­
ca decir que alguien haya encontrado trabajo: [alguien], desde lue­
go, como yo; si es "hijo de la ciudad", si es instruido, si tiene un
oficio, así claro que lo encontrará» (emigrado de origen rural pero
escolarizado en francés durante 5 años seguidos; llegado a Fran­
cia en 1954 con 21 años, más tarde, en 1957, llegó su familia, llegó
su esposa y una hija. Apenas ha vuelto cuatro veces a su pueblo,
dos veces solo, antes y después de que hubiera emigrado su fami­
lia, y dos veces con su familia).
El alargamiento y la continuidad de los tiempos pasados en
Francia, el ritmo de los retornos y la calidad de las estancias
efectuadas en el país aportan, de ser necesario, la prueba de la
subordinación de la vida económica y social de las comunidades
rurales de origen a la actividad industrial del país que utiliza los
servicios de los emigrados. La integración económica de los emi­
grados en el mercado de la sociedad de acogida se manifiesta de
mil maneras siendo las más significativas, por un lado, la actitud
de los emigrados respecto a su trabajo, a su oficio y todo lo que
participa en ello, y, por otro lado, los esfuerzos por los cuales
traicionan la conciencia que tienen de su nueva identidad social
—o al menos de la búsqueda de esta nueva identidad— definida,
esta vez, más por la calidad de trabajador (por tanto de inmigra­
do) que por la calidad de campesino emigrado.

La identidad del emigrado

«[...] Las nóminas, las nóminas, ¡sólo existe eso! Allí donde
te presentes, ¡no te piden otra cosa! [...] Como si tuvieran mie­
do de que te les comas el pan, el pan que no te has ganado.
¡Menuda confianza! Es increíble la confianza que hay en esta
sociedad, ¡lo que se confía en los trabajadores! ¡Dejémoslo es­
tar! Pero es que con nosotros los inmigrados, es algo que lo
supera todo: con nosotros, enseguida aparece ía sospecha, y no
sólo por una cuestión legal. Es más que la cuestión legal. Con
nosotros hay que demostrar que te ganas tu dinero, o si no es
que lo robas y te conviertes en sospechoso; hay que demostrar­
les que tienes para vivir, o si no es que robas o mendigas, y en
los dos casos es lo mismo; no se acepta, sobre todo cuando se
es un inmigrado. Un extranjero, un inmigrado, está hecho para
trabajar; un inmigrado que no trabaja, ¿qué utilidad tiene? ¿Para
qué sirve? ¿Qué pinta aquí? [...] Vas a correos a enviar tu dine­
ro y tienes que demostrar que lo has ganado, lo que quiere de­
cir que no lo has robado; en la Seguridad Social tienes que
demostrar que trabajas. Creo que hasta para morirte en Fran­
cia tienes que demostrar que has trabajado, que te has muerto
trabajando. [...] Cuando no te mueres por accidente, es necesa­
rio que encuentren entre tus cosas tus nóminas, si no tú no
tienes derecho a morirte. Entonces, ¿qué eres aquí? No eres
más que una nómina al mes. Sin nómina no te aceptan; no
confían en ti; las nóminas son para eso: tienes que demostrar
que trabajas, que has trabajado para ellos, sin lo cual te con­
viertes en sospechoso de vivir a sus expensas [...]» (emigrado
de 28 años; en Francia desde hace 3 años solamente; escolari-
zado hasta un nivel relativamente alto [3 años de enseñanza
secundaria]; empleado en el sector terciario, en una compañía
de seguros donde trabaja a la vez de peón y;de empleado de
oficina: «cuando tengo que bajar a los archivos para ordenar
paquetes, eso es un trabajo de peón [...]; cuando tengo que ayu­
dar en las oficinas, eso es un trabajo de plumilla, ¡un trabajo
intelectual! Es así, hay que hacer de todo [...]»).
Conscientes de que deben insertarse más activamente en el
mundo profesional al que están consagrados en Francia, los
emigrados actuales han tenido que modificar completamente su
actitud, sobre todo y principalmente con relación al trabajo. Al
revés que sus mayores, han adoptado una relación más estrecha
y más «interesada» que se traduce en una mayor estabilidad en
el trabajo o en la empresa14 (o, en su defecto, en el sector de
actividad) y también en la localidad de residencia,15 y prestan
14. En las fabricas Renault —empresa que ofrece, ;es verdad, numerosas
ventajas relativas (ambiente de trabajo general, protección social, sindicatos,
condiciones de trabajo y de remuneración, etc.)—, la antigüedad media de la
mano de obra argelina era a 1 de enero de 1968 de 7 u 8 años, aunque el 39 %de
los efectivos contaba con más de 11 años de servicios.
15. De manera general, a medida que aumenta la antigüedad de la emi­
gración, a medida que disminuye el ritmo de las idas y venidas de los emigra­
dos entre Francia y su país de origen, la relativa «movilidad» profesional y
geográfica de los trabajadores inmigrados tiende a reducirse. La emigración
familiar que no es totalmente independiente de esta evolución acrecienta
más esta estabilidad: «Cuando tienes a tus hijos aquí tienes que pensar en
ellos, pues ya no es lo mismo: [...] ya no puedes ser "superficial", como si
una mayor atención (relativamente y dentro de los estrechos lí­
mites autorizados por su situación de emigrado) a la actividad
profesional, a la «carrera», a las ventajas relacionadas con la an­
tigüedad, al tipo de remuneración y a su cálculo, a la vida de la
empresa, a las actividades sociales o sindicales, a las posibilida­
des de promoción, etc.
En el aprendizaje de la mentalidad de cálculo que favorece la
experiencia del trabajo asalariado y de la vida en Francia, el cálcu­
lo de las horas extraordinarias —se comprende fácilmente— des­
empeña un papel importante. Al contribuir en gran parte a los
ingresos mensuales globales, y al ser responsables en lo esencial
de las variaciones que padece el salario, las horas extraordinarias
son objeto de una atención minuciosa y perseverante por parte de
todos los emigrados, incluso de los analfabetos, y sobre todo de
los analfabetos se podría decir.16
Cuando las horas extraordinarias se reducen o desparecen
es, a menudo, hasta un cuarto de su valor lo que el salario men­
sual se encuentra reducido, así como también la adopción de la
disposición al cálculo, que atraviesa, de parte a parte, el trabajo
asalariado, no se adquiere de forma abstracta (o intelectual), sino
a través de una dura experiencia que se renueva día a día (quin­
cena a quincena, mes a mes) con o sin horas extras, puesto que
hay quincenas o meses que son más «escasos» que otros, y cada
vez que esto pasa, se restringe o desaparece el envío previsto
para la familia, «hay que apretarse un agujero más del cinturón
ese mes». A reserva de ciertas condiciones salariales y de cualifi­
cación uno se puede abstener, como atestiguan las palabras de
este emigrado, de tener que recurrir a las horas extras. «[...] Alas
horas extras no puedo ni verlas. Sólo benefician al patrón. Hay
estuvieras solo en Francia, no puedes parar de trabajar, no puedes ni incluso
¡cambiar de trabajo! Y, ¿si caes en el paro? No puedes ni siquiera pasar una
noche fuera de casa, pues ¿dejarás a tu mujer y a tus hijos solos en un país
extranjero? Entre aquel que.está sólo y aquel que está con elfamilia [la fami­
lia] hay una gran diferencia».
16. Aunque analfabetos, casi de manera unánime (93 %) los emigrados
entrevistados declaran «comprobar su nómina» y verificar en particular si el
montante percibido se corresponde con la suma que ahí figura y si el número
de horas trabajadas se ajusta: el 30 % realizan esta verificación por sí mis­
mos corriendo el riesgo de tener que requerir ayuda o de tener que «pregun­
tar» cuando encuentran dificultades o tienen alguna duda; el 50 % se hacen
«explicar» su nómina.
que ser idiota, idiota como un obrero o como un inmigrado [ri­
sas] para pensar que te puedes hacer rico con ellas [...]. Sí, los
nuestros van detrás de las horas extras: viven gracias a ellas, con
los sueldos de miseria que tienen como peones de la construc­
ción: 160.000,180.000, nunca 200.000. Ellos tienen también que
vivir y se agarran a las horas extras para enviar dinero a casa
[...]. Pero ésa no es la solución. Por otra parte, las horas extras,
son para los peones, para los OS, y no será alguien como yo
quien hará horas extras. [...] Ahí tienen sus horas extras, hay que
vivir y el trabajo no es únicamente para ganar dinero [...]» (emi­
grado de 30 años, escolarizado aunque de origen rural, cuenta
con 2 años de enseñanza profesional en Argelia y con formación
de electromecánico en Francia; obrero cualificado, con un sala­
rio mensual entre 3.000 y 3.200 francos; soltero; casi no envía di­
nero a Argelia; pasa sus vacaciones anuales en países europeos,
habiendo visitado Italia, España, las islas Baleares y Austria; y
para una vez que decidió ir de vacaciones 25 días a Argelia, pasó
en el camino de regreso 17 días en Marruecos)!
A medida que el contacto de los emigrados! con la organiza­
ción social del trabajo en la fábrica se prolonga y se intensifica, y
que los determinismos inscritos en el trabajo por cuenta ajena se
hacen cada vez más pesados, es una nueva identidad social la
que se les impone. La antigua identidad que, a pesar de la emi­
gración, permanece indisociable de su pertenéncia al grupo de
origen, a la condición campesina y al sistema de valores del que
es solidario, viene a ser sustituida por otra manera de definirse,
por otra representación de sí mismo basada eh antiguos esque­
mas de percepción y de apreciación que reinterpreta en cada
momento.17La mediación responsable de dicha conversión pa­
rece ser «efecto», en primer lugar, de las nóminas que, a ojos de
los emigrados, encaman y simbolizan su nueva condición de obre­
ros o más exactamente de emigrados «instalados» en la condi­
ción de emigrado.
17. Las nóminas se convierten en «productos» —o, por lo menos, se habla
de ellas en esos términos— que conviene reservar, que conviene constituir en
provisiones con el fin de asegurarse el futuro: «mi jubilación, mis hijos, es
eso (las nóminas). Mi jubilación es lo primero de todo. Cuando la tenga,
nadie me la podrá quitar mientras que con la descendencia de ahora tú no
puedes contar con ella: si es "recta" (literalmente: lícita), te tira un trozo de
pan y aun hace falta que lo mendigues».
Más allá de la relación con el trabajo, lo que se ha transforma­
do es toda la relación del emigrado respecto a la sociedad france­
sa (al menos tal como le es accesible). Al contrario de su predece­
sor, que era confinado y se confinaba por deseo propio en el «uni­
verso-refugio» formado por los emigrados y que sobresalía por
mantener comportamientos de «reserva» o de autosegregación,
el nuevo emigrado, relativamente más «integrado», al menos en
la condición obrera, se ve forzado a una confrontación (relativa­
mente) más estrecha con la sociedad francesa. La diferencia en­
tre estas dos actitudes reside en la diferente percepción que los
emigrados de una y otra «edad» tienen de su posición en la emi­
gración, al igual que en las reacciones que sus comportamientos
exigen por parte de la sociedad francesa: si la «prudencia» (o ese
sentido social de los límites que, en ciertas condiciones, es como
la propiedad específica de los dominados) de uno tiene por efec­
to prevenir el racismo (al menos en su forma más manifiesta), la
audacia (social) del otro le predispone para tener una experien­
cia más aguda y más frecuente del racismo.

Segregación y autosegregación

«[...] Como hace todo el mundo, hay que pasar por tonto, pare­
cer más tonto de lo que eres: cierras los ojos y no ves nada; te tapas
las orejas y no oyes nada. Este racismo tiene una solución: que­
darte en tu casa, mantenerte dentro de tus límites, permanecer
alerta, y nada más; ya estamos acostumbrados. El tiempo pasa,
nada permanece, no es aquí [en Francia] donde echarás raíces,
sólo estás de paso [...]. Considera que no estás en tu casa. No lo
olvides, eres un extranjero en país extranjero [...]. Ésta es la ver­
dad y la verdad es tu salvación [...]. No provoques; de hecho, la
prudencia es esto: es vigilarse, es tomar precauciones con todo,
nunca colocarse en una situación en la que se corre el riesgo de ser
ridiculizado. Peor para ti, si no has tenido cuidado. [...]. Todo lo
que te pasa es por tu culpa, tú te lo has buscado. [...] Mantén tus
límites, no les agredas —como si fuéramos nosotros los que les
agredimos, mientras que somos siempre los agredidos. ¿Por qué
entonces tienes trato con ellos [los franceses]? ¿Qué haces mez­
clándote con ellos? [...] Cuanto menos lo hagas mejor [...]. Man­
tente entre nosotros y verás: el racismo, los racistas, ¡no existen!
Esto es lo que oías, lo que te repetían los viejos antes cuando te
quejabas del racismo. Si ahora se habla mucho de racismo en
aquella época no se hablaba de ello. El racismo ha existido siem­
pre, pero no existe cuando estamos entre nosotros. Quédate en tu
habitación, entre tus hermanos, todos semejantes a ti, y no ten­
drás que temer nada, nadie te conoce y tú no conoces a nadie. ¿De
dónde vendrá el racismo, por dónde pasará? ¿Por la puerta o por
la ventana? ¡No saltará por encima del kanoun [del hogar]! Tu
racismo es tu miseria, tu hambre, tus preocupaciones. Con eso
tienes bastante, no necesitas ir a buscar el de los demás: el de los
franceses, déjaselo a ellos, déjalo donde está, aléjate de él [...]. Ven
a vivir entre nosotros, ven a vivir conmigo, con todos los que ves
aquí, puedo asegurarte que no sabrás lo que es el racismo. [...]
Entre nosotros, esa palabra no existe, es una palabra que nosotros
no pronunciamos nunca, no la oirás nunca. Yo no sé lo que es [...].
Pero si lo buscas lo sentirás todos los días y no podrás quejarte.
[...] Si no te mezclas con ellos [los franceses] no te tropezarás nun­
ca con el racismo; el racismo [lo sufre] aquel que quiere [...].
» [...] Tenemos cuidado. Los ves [a los franbeses] vestidos el
domingo, y te dices: después de todo, soy como ellos, gano la
misma paga que ellos y tengo yo también que ser como ellos. [...]
Los más decepcionados son ésos: se dan cuenta de que no se
visten como ellos, ves que no vas a la moda, que hay siempre una
frontera, que no eres como ellos. [...] Él [el emigrado] se interesa
desde la juventud: va al baile y es ahí donde descubre el racismo;
donde descubres que siempre hay una barrera. El peor de los
racismos es el del bañe, sobre todo cuando te introduces de este
modo entre los franceses. [...] Aunque el racismo no sólo está pre­
sente en los bañes. Incluso en el trabajo, no puedes ser más que
peón, pues no están acostumbrados a ello. Si ellos ven que quie­
res progresar un poco, te dicen: "Tú no eres cómo los demás”. Y
después, eso depende: si no les molestas, eso les divierte, a ellos
también, se ríen de ti, te conviertes, pues, erí el hazmerreír de
todo el mundo [...]; ahora bien, si les molestas un poco, si se
imaginan que los pisoteas, en ese caso se revuelven contra ti.
“Vuélvete a tu pueblo, vuélvete allí de donde vienes, no eres más
que un árabe”. Eso quiere decir, vuelve con tus hermanos, a tu
casa, y eso puede ser tanto a tu poblacho como a Barbes. [...] Es
así: o se ríen de ti o te aplastan [...]. Es necesario trabajar, desde
luego, pero hay siempre cierto racismo y eso existirá siempre.
Nunca han visto a un jefe de equipo cabileño, a un argelino, a un
árabe como jefe. Eso no lo han -visto nunca en su país. Entonces,
hacen de todo para ponerte zancadillas: y eso va hasta la cuaren­
tena, eso es así [...]. Antes de ser capataz, fui primero jefe de
equipo y, ya entonces, eso no les hacía mucha gracia, pues no les
gusta que les mande un árabe. Cuando esto es así, es siempre el
patrón quien lo arregla, pues tiene interés en ello: es porque te
necesitan, eso es todo, y les resultas más barato. Sin eso, un ex­
tranjero es un extranjero; cualificado o no eres siempre un extran­
jero. [...] No somos muchos [los obreros cualificados] pero aun
así somos demasiados; nuestro lugar está en otro sitio, en los
trabajos de los inmigrados, como dicen ellos, esos trabajos as­
querosos donde te dejas la salud y quizás incluso la piel» (S.B.).
Distinguiéndose de los otros emigrados de su época hasta en
su actitud respecto a la sociedad francesa, el emigrado «margi­
nal» calificado de audaz (socialmente) confronta la experiencia
que tiene del racismo a través de sus propias categorías de per­
cepción (en el baile o en el trabajo sobre todo como obrero cua­
lificado), con la experiencia de los emigrados, de los que se sepa­
ra y que, como le recuerdan, prefieren excluirse por sí mismos
más que correr el riesgo de la segregación.
Al volver con su familia, a su pueblo, a su comunidad campesi­
na, el emigrado vuelve como «persona que está de vacaciones» e
incluso como «extranjero» a un mundo que le parece cada vez más
extraño.18Todo en su comportamiento —su uso del tiempo, sus
horarios, sus actividades, sus desplazamientos, su ocio, sus gastos,
su alimentación (el número, las horas y los menús de sus comi­
das), su traje— debe recordar a todo el mundo su estatuto de emi­
grado (i.e., de «hombre de ciudad»), su posición de «invitado en su
propia casa», es decir, la distancia que la emigración le permite
adoptar con relación a su grupo y con relación a la condición co­
mún de los campesinos. Es manifiesto que rechaza, por regla ge­
18. Se cuentan, para reírse de ellos, los numerosos «errores» que cometen
o que fingen cometer los emigrados de «vacaciones en su pueblo». Invirtien-
do las situaciones, se sorprenden, mientras se encuentran en medio de la
djemad del pueblo, jurando por elghorba (el exilio) tal como tienen la cos­
tumbre de hacerlo en Francia («¡por elghorba en el que estamos!»), precisa­
mente cuando están en elghorba, y se complacen también en confundir, a
causa de la animación y de las actividades extraordinarias de ese día, el día
de mercado con el domingo.
neral, participar en las tareas agrícolas cuando éstas se efectúan
todavía con alguna convicción.
Si por casualidad el emigrado «de vacaciones» acepta partici­
par en las tareas agrícolas y en otros actos de la piedad campesina
(visitas realizadas a los campos, ritos agrarios) es a condición de
que pueda hacerlo «a su antojo», en tanto que «emigrado», es de­
cir, tal como mejor le parezca (un poco por juego y un poco por
exhibición) y según sus «costumbres de Francia» («como se tra­
baja en Francia», según «el ritmo de Francia», según «la vesti­
menta de trabajo y la ropa de Francia», etc.). En efecto, si acepta
tomar parte en las manifestaciones de la comunidad, en los actos
de fervor religioso (oraciones, peregrinaciones, limosnas) o de la
sociabilidad tradicional es, a menudo, por pura ostentación, y con
una especie de «hipercorrección». El emigrado no se ajusta a to­
das esas prácticas, que sabe de lo más ajustadas a la tradición
campesina pero también caducas, más que de manera gratuita y
totalmente exterior: probar que puede ser un «emigrado» y que
después de todo sabe que puede todavía rivalizar en excelencia
campesina con los mejores campesinos (trabajar tan bien, comer
tan sobriamente, hacer honor a sus obligaciones tan dignamente
como el campesino de la tradición).
«Por mucho que seamos emigrados todavía sabemos traba­
jar [la tierra] cuando hace falta. [...] Como hemos pasado por
ello [el estado de campesino], podríamos volver a 'la" de nues­
tros padres y abuelos, si nos viéramos obligados... y quizás con
mayor facilidad y mejor de lo que lo harían todos ésos de ahora,
todos esos jóvenes que no han trabajado nimba, ni en la “casa"
[en el lugar, en la agricultura], ni "fuera de ella" [i.e., en la emi­
gración]. Nosotros también podemos ser feltahs, no se nos ha
olvidado en absoluto [...].
»¡No nos gusta hablar más que del trabajo de Francia! En
realidad, si trabajáramos aquí [cultivando la tierra] tanto como
trabajamos en Francia, con jomadas de 8, de 10 horas, hubiéra­
mos sido unos “agraciados" [...]. El trabajo en Francia nos gusta,
eso es todo: pero en el fondo, es más pesado, más fatigoso, más
largo, pues no se acaba nunca, ni en verano ni en invierno, ni de
día ni de noche. Labrar o cosechar durante todo el día es mucho
menos fatigoso que "echar un día en la fábrica" »(palabras de un
emigrado que, en un tono medio en broma medio en serio, se
justifica por pasar algunos días de sus vacaciones cosechando
los campos de su tía, viuda, mayor y sola, mientras que, por lo
que respecta a sus propias tierras, ha confiado la explotación de
las mejores de ellas a un aparcero, abandonando las demás).
No son sólo los «comportamientos de alguien que está de
vacaciones» lo que el emigrado introduce en el seno de su grupo,
sino que son también, y con peores consecuencias, un gran nú­
mero de actitudes impregnadas por la mentalidad de cálculo y
por el individualismo económico y social que va con ella.

Así va el mundo actual...

«Hoy en día, para “terciar” con tu hijo, hay que halagarle, hay
que tener mucho cuidado con él, hay que corresponderle con bue­
nas palabras, con golosinas; no hay que llevarle la contraria y
eso sin estar totalmente seguro del resultado; hay que hacer
todo eso y agarrarse las tripas [tener miedo]. No hay más que
mentiras. Admiro el valor de los padres que se atreven a decir
que sus hijos son malos hijos, pues eso no es agradable para
nadie, salvo que se diga en voz baja y para que se mantenga en
secreto. Quedamente al oído, te cuentan la verdad y entonces no
oyes más que esto: “Por Dios, [el hijo o el hermano emigrado]
me ha abandonado, no he tenido ni siquiera una carta de él, yo le
he hecho decir esto o aquello, le he enviado a tal o a cual, está
por tanto al corriente de todo, lo sabe todo [se sobrentiende: de
nuestras necesidades] [...]. Hacemos solamente como que...”. Y
son muchos los que "sólo fingen”. ¿Qué puedo decir? ¡Que mi
hijo me ha dejado! ¡Que es un mal hijo! Hay algunos todavía que
no pueden con eso, que sienten vergüenza de sí mismos. Y si se
les pregunta por sus hijos responden: "Está bien, está bien. Le va
todo muy bien. —Tu hijo, ¿se acuerda de ti? ¿Te recuerda [te
envía dinero]? —Sí, ¡gracias a Dios!". Incluso si, a decir verdad,
el pobre infeliz está sin un duro y sin tener noticias de su hijo.
[...] Así va el mundo actual en el que estamos. Un poco por repa­
ro, por sentido de la medida, por autoestima [honor]; xm poco
por interés y por precaución, por lo que pueda pasar —nunca se
sabe, no hay que precipitarse, pues tal vez un día Dios lo pondrá
en el buen camino, y se enmendará—, es preferible no decir de­
masiado alto que tu hijo te ha abandonado. ¿Para qué decirlo?
No harán más que reírse de ti y despreciarte todavía más [...]. Al
contrario, si se sabe, hay que desmentirlo, hay que decir que la
carta llegó la semana pasada, aunque date [en realidad] del año
pasado; hay que decir que el último giro aún no se ha gastado,
aunque llegara hace 5 años. [...] Nadie te llevará la contraria, aun­
que por tus maneras sea muy fácil darse cuenta de que no es
verdad [...]. Pero si empiezas a quejarte públicamente a fulano y
mengano [al primero que pase], se convertirá en vox populi y,
muy rápidamente, lo que podría verse como un error de juven­
tud, como un error de elghorba [del exilio, esto es, de las seduc­
ciones de la ciudad], se convertirá en separación entre el padre y
el hijo [...]. Evidentemente, cuando el padre actúa de esta mane­
ra, teme la vergüenza de tener que reconocer que tiene un mal
hijo, y ciertamente al hijo tampoco le gustaría aparecer, a ojos de
todos, como un mal hijo. Tendrían al menos que ponerse de acuer­
do. Tenemos mucha gente en Francia, y allá también es como
aquí, pues hay cosas que se esconden, y cosas que no se pueden
esconder, y una de esas cosas que no se puede esconder es el
comportamiento [...]. En Francia, yo también he pasado por allí,
se sabe todo, no se puede esconder nada. Supongo que aquel que
bebe, aquel que juega, eso se ve, eso no puede pasar desapercibi­
do, y no vale la pena preguntarle [preguntar al padre del emigra­
do que se comporta así] si su hijo es un '"buen hijo", si trabaja
para sus padres. Pero a pesar de eso, hay cosas que todavía se
esconden. "¿Has enviado un giro a tu padre? —Sí, se lo envié la
semana pasada". Siempre es la semana pasada.-Supongo que hay
muchos que mienten. Más vale de todas maneras que sea así, pues
eso es la baraka: lo que nos llega por su parte [por parte del emi­
grado], es más de lo que es necesario y que la baraka sea con él»
(padre de dos emigrados, que son sus dos únicos hijos: uno solte­
ro, en Francia desde hace más de 15 años, está totalmente «perdi­
do», pues no ha escrito nunca, no ha enviado (dinero nunca y no
ha vuelto a «poner los pies» en el pueblo, y el otro, más joven,
casado y con tres hijos, contando con más de 10 años de emigra­
ción, es apenas un poco más afanoso respecto a su familia).
Minado y mermado por la emigración, descompuesto y afec­
tado hasta en lo más profundo de sí mismo, es decir, en todas sus
estructuras (morfológicas, económicas, espaciales y temporales),
el grupo campesino pierde la fe en sus propios valores. A la mise­
ria material que estuvo en el origen de la emigración y de su
cortejo de efectos perturbadores, añadirá en adelante una mise­
ria moral que pone en evidencia la crisis interna que lo habita y
lo vuelve particularmente vulnerable a todos los préstamos y a
todas las transformaciones. Al dejar de ejercer progresivamente,
conforme a los progresos de la emigración, su labor de control y
regulación, la comunidad campesina se estructura enteramente
respecto a una emigración cuyas consecuencias ya no puede in­
tegrar. Una buena prueba de estas perturbaciones imputables en
parte a la acción indirecta de la emigración la tenemos en los
cambios que afectan a la estructura de la familia campesina.
La relación que unía inicialmente la emigración a la indivi­
sión familiar, esa antigua forana de organización interna de la
familia y de la producción doméstica, se invierte también, como
se invierten las relaciones entre la emigración y la actividad agrí­
cola. Mientras que en un principio la indivisión preexistía a la
emigración que la hacía posible, hoy en día es con la única fina­
lidad de poder emigrar que se reconstituye temporalmente una
indivisión de circunstancias: el emigrado se dota de un sustituto
que «pueda entrar y salir para los suyos en su nombre y lugar», y
el familiar que permanece en el país se contenta con administrar
los fondos que le son enviados y no se puede decir que toda con­
sideración de interés esté excluida en la aceptación de los servi­
cios así rendidos (muy a menudo el emigrado concede a su des­
tinatario un «ligero excedente» en cada uno de los giros que le
dirige, sin contar con el envío de paquetes y de otros regalos).
Acostumbrados a calcular y a rentabilizar al máximo el produc­
to de su trabajo, los emigrados tienden, cada vez más, a conside­
rar la indivisión más como una carga que como una garantía de
seguridad. El cálculo y la mentalidad de cálculo introducidos
por la emigración hasta entre los más allegados (entre hermanos
bajo la autoridad de un padre aún vivo, y por tanto necesaria­
mente en indivisión, entre el hijo y su padre, etc.), socavan las
bases de la antigua solidaridad y amainan el sentimiento de fra­
ternidad que soldaba-la unidad familiar.,

Es su «tarifa»...

«[...] No les envío más que lo que buenamente me parece pues­


to que ellos piden cientos y cientos de miles [de antiguos fran­
cos]. No es poco lo que piden [...]. Les mando un giro y les pido
que pasen cuentas, que me digan cómo han gastado el dinero:
hemos comprado esto por tanto, hemos pagado tanto por esto y
tanto por aquello. Solamente entonces me planteo enviarles otro
giro y si no me rinden cuentas del dinero, peor para ellos, pues
no tendrán nada. [...] De todas maneras, ya sé lo que necesitan,
no me engañarán repitiéndome siempre lo mismo: necesitamos
sémola, tenemos que pagar a los obreros [a los jornaleros reclu­
tados para los trabajos agrícolas]. Siempre la misma cantinela.
[...] 100.000 francos [antiguos] cada 3 meses, es su "tarifa”; y eso
les basta, salvo que tengan gastos excepcionales. [...] Me convier­
to en su "proveedor mensual" [achahar, de achhar. el mes], eso
basta; no se trata de que algunos trabajen y otros se contenten
con cruzarse de brazos [literalmente: se anuden los miembros]
y con comer de lo que [los primeros] han trabajado; no voy a
“reventar” yo aquí en Francia y que, allá, todo les llegue bien
hecho. [...] Mi dinero está mejor [colocado] aquí: yo también ne­
cesito tenerlo cerca, pues me mantiene caliente, me hace com­
pañía. La confianza se ha agotado en el mundo; hoy en día ya no
existe ni entre hermanos ni entre padres e hijos. [...] Es para mí,
mi estómago pasa por delante. Mi estómago está lejos de todos
los demás: si está saciado, es para él; si tiene hambre, es el único
en tener hambre y que los demás estómagos tengan hambre o que
estén saciados, eso no cambia nada para él: [...]» (emigrado
que pertenece a una familia relativamente rica en tierras, que
cuenta con tres emigrados en Francia, es decir, con todos los
hombres adultos de la familia, a excepción de su padre, un hom­
bre mayor que, en su momento, también vivió como emigrado
en Francia).

La separación

«[...] Todo eso [la desavenencia con el padre], todo eso viene de
que él [el padre] ha querido que las cosas continuaran como siem­
pre [...]. Ya me engañó con mi boda, me agarró cuando yo no
quería casarme; me agarró con 21 años. ¡Te tienes que casar! Mi
madre también estaba de su lado: ¡tú te casas!, ¡tú te casas! Hicie­
ron eso para que siguiera tranquilo; tenían miedo no sé de qué: de
que me largara, de que fuera a diestro y siniestro, de que les traje­
ra a una francesa [...]. Pero una vez casado, nada de dejar la casa,
teníamos que vivir todos juntos los irnos con los otros, a pesar de
que la casa es pequeña. [...] Tenía que traer la paga y dejarla allá
abajo en la chimenea y esperar a que el señor tuviera a bien darme
algo. [...] Eso no es vida, mi mujer vivió un verdadero martirio
durante 2 años: no podía poner un pie en la calle. [...] Entonces,
encontré un apartamento que, de acuerdo, era caro, que estaba en
un estado desastroso, lo reformé, y tanto peor si eso me costó
dinero, lo pedí prestado y lo devolví [...]. Salimos con una mano
delante y otra detrás, sin nada de nada, ni siquiera nuestra ropa,
sin un plato, nos escapamos. Felizmente, después, poco a poco,
mi madre y mis hermanas nos traían algo todos los días. [...] Me­
nos mal que mi madre y mi mujer siempre han estado de acuerdo,
que siempre se han entendido entre ellas; es entre mi padre y yo.
Como decía él mismo: antes las disputas eran entre la suegra y la
nuera, era la suegra la que echaba a la nuera, ahora es entre el
padre y el hijo, es el padre el que hace que el hijo se vaya. Creo que
lo ha entendido. Quería retenerme casándome y es el matrimonio
el que me ha hecho dejar la casa [...]»(emigrado de 30 años, llega­
do a Francia en 1951 a la edad de 11 años; titular de un CAP
[certificado de aptitud profesional] en contabilidad, ha seguido
cursos de Derecho —capacitado en Derecho— y otras disciplinas
de gestión empresarial en el CNAM [Conservatorio Nacional de
Artes y Oficios]; el mayor de los chicos de la familia, casado en
Francia con una chica originaria de su pueblo natal —boda nego­
ciada por su madre—, ella misma titular de un CAP en adminis­
tración; ambos trabajan en la misma casa, una pequeña empresa
de tránsito aduanero).
La negación de la comunidad y de la antigua solidaridad, oca­
sionada por la emigración, tiende a generalizarse y es tanto más
fuertemente sentida como que cada uno —los emigrados más que
los demás, ya que, en última instancia, sólo su trabajo remunera-
dor es considerado como verdadero trabajo— tiene el convenci­
miento de trabajar para los demás. También se constata una modi­
ficación total, en el seno de la familia, de las relaciones entre las
diferentes generaciones. En muchos casos, la emigración ha sido
la ocasión para los jóvenes de emanciparse de la tutela familiar y
de liberarse definitivamente de las servidumbres de un trabajo
agrícola desvalorizado, garantizando su promoción y suscitando
una reinterpretación de los papeles familiares y un cambio en las
viejas jerarquías. Puesto que son los únicos que cubren las necesi­
dades monetarias de la familia, los emigrados, incluso jóvenes y
ausentes, tienden a acaparar las funciones y la autoridad del cabe­
za de familia que era patrimonio de los de mayor edad. Hoy en
día, no sólo no rinden ya cuentas,19 como antaño, al cabeza de
familia, de su trabajo y del uso que hacen del fruto de su trabajo,
sino que, por el contrario, piden cuentas, sobre la base de la conta­
bilidad que mantienen, de sus envíos, de la parte de su dinero que
han destinado a su familia.
Sin embargo, por importante que sea la contribución del
emigrado a la economía doméstica, nadie —ni él ni los suyos—
se resigna fácilmente a unas relaciones totalmente desencanta­
das: «[...] Me ha enviado dinero, pero ni una sola palabra de
acompañamiento [...], yo sé que es él porque sé que tengo un hijo
en Francia». «[...] No nos ha "abandonado" por lo que se refiere
al dinero, pero en cuanto al resto, nada de nada [...]. Es parco en
todo: ni una carta, ni una palabra, ni un saludo, ni su cara; [...]
nunca nos ha alegrado con su vuelta» (madre de emigrado a
alguien que le preguntaba por su hijo).
«Le dirás: "Francia no es solamente dinero. Esté dinero, si se
encuentra, tanto mejor; si no se encuentra hoy, se encontrará
mañana. De todas maneras, nada será bastante, por más que
trabajes, por más que perseveres, más vale volver como todo el
mundo y al mismo tiempo que todo el mundo”.;Le dirás: “Tu
madre, tu madre te dice que vuelvas con las manos:vacías, yo me
encargo del resto [de los regalos para los padres opara entregar
a cambio de los recibidos]”. No tiene más que venir, salir y en­
trar [por la puerta de casa]; y todo el mundo verá que nosotros
también tenemos un hombre». Y para sí misma: «el día de su
llegada vale para mí más que todo lo que ganará en un mes, más
que el precio de su viaje: 100.000, 200.000, ¡eso es todo!, ¡y peor
para ellas [las sumas]!» (madre insistiendo ante ún intermedia­
19. Mientras que el emigrado de antaño se sentía contable, en última
instancia, de toda su emigración (tiempo, trabajo, dinero), es decir, de esa
parte de sí mismo y de su existencia que había distraído a su única función
legítima (servir indistintamente al grupo y al ideal campesino permane­
ciendo en el seno del grupo), el emigrado actual, liberado de todas esas
obligaciones, no se somete más que a las exigencias administrativas y a las
constricciones reglamentarias (se está más sometido a estas ultimas que a
aquéllas) de la sociedad de acogida (papel de los documentos justificativos
de su estatuto, permiso de residencia, permiso de trabajo; y de la conformi­
dad a este estatuto, las nóminas).
rio para que su hijo se decida a volver como todo el mundo, es
decir, en vacaciones).
«Naturalmente, aquel que tiene un trabajador en Francia no
espera solamente dinero. Tiene también necesidad de una multi­
tud de pequeñas cosas a las que llamamos tsafakour, el recuerdo;
no es nada, sólo pequeñas cosas: los buenos días, una palabra»
(padre de un emigrado que se dice «abandonado por el corazón
pero no por el bolsillo de su hijo [su dinero]»).
Al mismo tiempo que se transforman las relaciones internas
en la familia también se modifica todo el sistema de intercam­
bios económicos (y simbólicos) entre las generaciones. «Antes,
los caminos estaban totalmente trazados: los hijos trabajaban
para los padres, sin más. "Brotaban" [crecían] en casa entre los
que trabajaban, y trabajaban con ellos; y entre los que no traba­
jaban, que eran los "mayores” de la casa. Cuando esos "mayo­
res” se hayan ido, otros vendrán para reemplazarlos y así conti­
nuamente; quizás un día llegará su tumo [el tumo de los jóvenes
del momento] y llegará. ¿Por qué no? En todo caso, es lo que
dicen. Mientras tanto, no les queda más que trabajar, tanto en
casa como fuera de ella, tanto en el país como fuera de él. En
aquel tiempo cada uno tenía su sitio, cada uno conocía su lugar,
y cada uno trabajaba para todos, para la casa y la casa para to­
dos; no había "pequeñas casas en la casa” [...]. Todo estaba en
orden porque nadie tenía adonde ir. ¿A dónde ir? ¿A dónde mo­
verse? La casa te tenía cogido [...]».
Este antiguo estado que describe un anciano ha sido sustitui­
do por otro estado de relaciones entre las generaciones en el que
los jóvenes se han constituido en «protectores» de los padres. Si
sabemos lo que los jóvenes (emigrados), cuando cumplen toda­
vía con sus obligaciones, aportan en la nueva estructura de dis­
tribución de tareas, a saber: esencialmente recursos monetarios,
podemos preguntamos qué es lo que los mayores devuelven como
compensación. Sin duda/para restablecer eLequilibrio, deben
«pagar» abundantemente en elogios y en gratificaciones simbó­
licas —o, por lo menos, deben guardarse de abrumar al emigra­
do cuando está desfalleciendo: «desvistiendo a los suyos, uno se
desviste»—, pero esto es cada vez menos suficiente. A menudo,
también están obligados a dar carta de naturaleza a las nuevas
pretensiones del emigrado, soporte principal de la familia: en
efecto, ya no hay lugar para reservarle solamente algunos privi­
legios en la herencia (solución tradicional aunque excepcional)
o en las adquisiciones posibles gracias a sus subsidios, sino que
se le debe reconocer, cada vez más, el derecho a disponer como
crea oportuno de una parte de su dinero, de ahorrar en el lugar,
en Francia incluso, de constituir para su uso personal un peculio
distinto de la economía doméstica. Si, tradicionalmente, se alaba­
ba a los «hijos de bien» que «se hacen cargo de sus padres», que
«se hacen cargo de la casa», hoy en día no es sólo en broma
que se habla de «padres de bien», de tal manera que las fórmulas
antiguas, que ordenaban a los hijos «trabajar para sus padres»,
se doblarán en adelante con fórmulas simétricas que consagran
también los deberes de los padres (i.e., de los «asistidos») hacia
sus hijos (i.e., sus «protectores»). Los padres mismos reconocen
los nuevos «deberes» que se imponen al prometer y jurar «no
comerse el trabajo» de su hijo emigrado: «lo mismo que hay bue­
nos hijos, hay malos padres», «la maldición caiga también sobre
los padres que “se comen" el esfuerzo de sus!hijos», «son tam­
bién los padres los que hacen la casa de sus hijos», «no puede ser
que uno solo trabaje para que los demás se aprovechen después
[i.e., después de la ruptura de la indivisión]».
En resumen, es la dialéctica entre las estructuras familiares y
las estructuras de emigración, primero en Argelia, y después en
Francia, la que está en el corazón del proceso de transformación
de las condiciones y de las posiciones de los emigrados.

La tercera «edad»: una «colonia» argelina en Francia

Una vez comenzado el proceso, las características de la segun­


da «generación» de emigrados no pueden más que ir acentuándo­
se, de tal modo que el alargamiento continuo de las permanencias
en Francia, la «cuasi profesionalización» del estado de emigrado20
y sobre todo el aumento del volumen de la emigración y su gene-
20. A todas las razones invocadas hay que añadir la últixna en el tiempo, y
ésta no es otra que el efecto de la restricción de las salidas, tal como ha sido
fijada por los acuerdos bilaterales, y de la obligación de contar con un permiso
de residencia en Francia. Estas medidas han acabado por arrebatar a las últi­
mas familias que disponían de varios hombres en edad de emigrar la libertad
que hasta entonces tenían de hacerles turnarse los tinos con los otros, viéndose
atribuido totalmente el papel de emigrado al titular del permiso de residencia.
ralización a todas las regiones de Argelia, a los hombres de todo el
grupo, campesinos y no campesinos, jóvenes y menos jóvenes,
familias y niños, etc.,21 no podían más que prolongar hasta su
límite las tendencias contenidas en el estadio anterior.
Ahora bien, una de las propiedades fundamentales de la emi­
gración argelina es que ha tenido siempre tendencia a constituir-
se.en Francia como una estructurapennanente: cada nueva ola
de emigrados que llegaba a Francia encontraba ya establecida allí
una comunidad foimada por emigrados más antiguos, a la que'
podía sumarse. Puesto que la tradición de emigración le ha per­
mitido tejer, en su propio seno, una red de vínculos de solidari­
dad sin la cual le hubiera sido imposible perpetuarse,22la comu­
nidad emigrada se ha asegurado, de alguna manera, poder enf
contrar en sí misma todas las condiciones para su propiá
cohesión. Búsqueda de un empleo, ayuda en periodos de desem­
pleo o de enfermedad, ante la muerte o el accidente, ante las
dificultades no sólo materiales sino, sobre todo, morales, todos
estos mecanismos de solidaridad actúan, a su vez, como podero­
sos factores de cohesión. Así, especie de pequeñas «sociedades
de compatriotas», los grupos que forman los emigrados, aunque
no sean más que transposiciones mutiladas, pálidas copias de
las estructuras sociales de sus comunidades de origen, constitu­
yen una manera permanente de recordar a los emigrados de la
primera «generación» sus obligaciones respecto a la tierra y a la
condición campesina, y a los de la segunda «generación» sus
deberes más limitados respecto a la familia. En tanto que órga­
nos de presión, intermediarios entre la sociedad de origen y aque­
llos de los suyos que la han dejado, actúan como factores de
regulación y de control de los emigrados que, así reagrupados,
pueden mantener de manera más vivaz y más continua los víncu­
los que les unen a su país. En última instancia, es la naturaleza
21.Almenoshastala interrupción primero de la emigración decidida por
Argelia en septiembre de 1973 y seguidamente de la inmigración decidida
por Francia en julio de 1974.
22. Si, en el estado inicial de la emigración, los vínculos de solida
internos de la comunidad de emigrados estaban anudados al modo de las rela­
ciones antiguas (Le., sobre el modelo del parentesco y/o de la proximidad geo­
gráfica), tienden, a la manera de lo que se produce entre las poblaciones tras­
plantadas por el éxodo hacia las ciudades argelinas (aunque tal vez con más
acuidad), a desarrollarse sobre otra base, en este caso la identidad de las con­
diciones de existencia propias de los emigrados (¿e., la condición de emigrado).
misma de las relaciones que el emigrado mantiene con la socie­
dad de inmigración y con su país de origen la que está estrecha­
mente determinada por la forma y la intensidad de las relacio­
nes que le vinculan al grupo de emigrados del que está próximo;
y es su actitud respecto a ambas sociedades (aquella en la que
vive el inmigrado y aquella de la que es originario) la que parece
estar mediatizada por sus relaciones con la comunidad de com­
patriotas. Especie de proyección, en Francia, del «gran país» de
donde es originario el emigrado, el «pequeño país», tal como se
establece en Francia, asegura a los emigrados funciones ambiva­
lentes. Así, si, a su manera, permite adaptarse a la condición de
inmigrado, es por el contrario a través de su intermediación como
se refuerzan y se revivifican las relaciones con el país de origen.
Si asegura la permanencia del emigrado, mantiene al mismo tiem­
po el sentimiento deprovisionalidad. Entre otros resultados, con­
tribuye ayudando a superar las contradicciones inscritas en la
condición de emigrado aunque redoblándolas; concurre a con­
firmar a los emigrados en la condición que les;es dada y que es la
resultante de dos datos complementarios: por una parte, la ex­
clusión de la sociedad de acogida que, en grados desiguales, afecta
a todos los inmigrados y, por otra parte, el corte que no es sólo
espacial con su tierra natal.
Aun cuando cada emigrado tiene la convicción de estar obje­
tivamente comprometido en una condición que puede durar,
continúa viviendo esta condición con el sentimiento de lo provi­
sional y comportándose en muchos ámbitos/como si su emigra­
ción no fuera más que pasajera. Este sentimiento de «provisio-
nalidad duradera» que determina en el caso del emigrado todo
un conjunto de prácticas específicas, condiciona también su per­
cepción del mundo social y político. Característica fundamental
de la condición de emigrado, la contradicción temporal que lo
habita termina por dejar su impronta sobre, toda su experiencia
y sobre su conciencia de la temporalidad.
Sacudida entre dos «tiempos», entre dos países, entre dos
condiciones, es toda una comunidad la que vive como en «trán­
sito». Condenados a referirse simultáneamente a dos socieda­
des, los emigrados sueñan con acumular, sin percatarse de la
contradicción, las ventajas incompatibles de dos opciones opues­
tas: unas veces, idealizando Francia, hubieran querido que se
añadiera a las ventajas que ella les procura (empleo estable, sala­
rio, etc.) esa otra cualidad que es la de ser pará ellos una «segun­
da» tierra natal —lo que hubiera bastado para transfigurar la
relación y conjurar todos los motivos de la insatisfacción que
sienten en Francia—, y, otras veces, idealizando Argelia, en sue­
ños o después de una de sus estancias con motivo de las vacacio­
nes anuales, les hubiera gustado que ésta se correspondiera con
una Francia idealizada (i.e., con una Argelia que ofrece lo que se
va a buscar a Francia). Se entiende entonces cómo la ambigüe­
dad de las relaciones mantenidas con las dos sociedades y cómo
las contradicciones encerradas en su condición, algunas de ellas
engendradas, y otras transformadas y agravadas por la inmigra­
ción, no pueden más que llevar a los emigrados -a perpetuar, a
pesar de los desmentidos que les aporta la realidad, la ilusión
colectiva de una emigración provisional. De hecho, esforzándo­
se en disimular y disimularse la verdad de su condición la emi­
gración argelina ha acabado por congregar en Francia a una
población de emigrados que, sin darse cuenta, se ha constituido
en una «pequeña sociedad» relativamente autónoma.

El universo de las contradicciones


«¿Se le puede llamar vida si para alimentar a tus hijos te ves
obligado a alejarte de ellos? ¿Es vivir si para "llenar” tu casa,
empiezas por marcharte, tú el primero, y si para trabajar por tu
país, lo has de abandonar? [...]; su país está allí, su casa está allí,
su mujer y sus hijos están allí, todo está allí, tan sólo su esqueleto
está aquí [en Francia] y a eso se lo llama "vivir" [...]. Vivir un mes
cuando se vuelven a encontrar allí, con todo el mundo. [...] La
existencia del emigrado, está siempre allí —allí en el país cuando
regresa a él— y no aquí [en Francia]; mañana —mañana, más
tarde cuando regrese al país y no hoy. El emigrado, es eso; todo
es siempre para más tarde: "después de", "a continuación” [...].
Hombres que tienen derecho de estar en sus casas durante un
mes, eso es todo, ellos son hombres un mes al año en su existen­
cia, el resto del tiempo no se sabe lo que son: ser hombre no es
eso, no hay nada de hombre en su existencia; mujeres, tampoco
es eso, las mujeres que han dejado en su país son más hombres
que ellos, ellas los superan, pasan de sus maridos, y son ellas los
hombres; los hijos, tampoco. ¿Quién es esta gente? Hombres,
pero hombres sin mujeres: sus mujeres están sin hombres, viu­
das, pero no lo son puesto que sus maridos están vivos; sus hijos
están sin padre, huérfanos mientras que los padres están vivos
[...]. Me pregunto de unos y otros quiénes son en realidad los viu­
dos, los huérfanos: ¿son ellos [los hombres emigrados] o sus
mujeres?, ¿son ellos, con barbas y bigotes, o sus hijos? [...] El
porvenir es siempre incierto. Construyes, cavas cimientos, si es­
tás seguro de vivir. Dices: es mi casa, la voy a construir poco a
poco, y terminaré por vivir en ella; entonces tienes un porvenir,
tienes un objetivo. Pero aquí, en Francia, ellos no viven verdade­
ramente, desde el momento en que no viven como los de aquí
[los franceses]; entonces, ninguno tiene un porvenir aquí, nadie
tiene su porvenir. Un porvenir cierto en un país extranjero, eso
es algo que no existe, es un reloj que da vueltas y más vueltas, eso es
todo; los días, los meses, los años... Estás en un país, pasas toda
tu juventud, tu salud, cuando estás en el esplendor [de la vida],
trabajas, pero no estás en tu casa. Haces como si estuvieras allí
por algún tiempo. [...] Es como para volverse1loco; hay muchos
que están enfermos de eso, todos [tantos] lo estamos. Es la incer-
tidumbre para todos y esto no es vida, todo lo que emprendes
dices que eso no puede hacerse dado que, tarde o temprano, no
sé lo que puede suceder, y estás alerta. Mañana, ¿qué pasará? ¿Y
si...? ¿Y si...? ¿Y si nos retoman, en qué me cpnvertiré? [...] Eso
es la emigración, eso es vivir como extranjero en un país. [...]
Nuestro elghorba [exilio] es como alguien que llega siempre con
retraso: llegamos aquí, y no sabemos nada, hay que descubrirlo
todo, aprenderlo todo —para aquellos que nó quieren quedarse
como vinieron—, llevamos retraso con relación a los demás, a
los franceses, siempre en la cola; más tarde, cuando [el emigra­
do] vuelve a su pueblo, se da cuenta de que nó tiene nada, que ha
perdido el tiempo. Alguien como yo, por ejemplo, ya no conozco
a nadie; hay que volver a partir de cero, volver a comenzarlo
todo. Lo ves que con 55 años, con 60, con 65 se casa como un
joven isli [hombre joven en su primera boda]: que empieza a
tener hijos cuando ya es viejo, a hacer una casa, todo lo que se
hace con 20 años, con 25, y eso no es normal. Ahora, a mi edad,
tengo un hijo que tiene 3 años. [...] Toda la emigración, todos los
emigrados, en tanto que lo son, son así: [...] el emigrado es el
hombre de dos lugares, de dos países; tiene que poner un poco
aquí y un poco allí. Si no lo hace así, es como si no hubiera
hecho nada, no es nada. Todo está dividido en ellos [entre los
emigrados]: ellos, todas sus ideas¡ lo que piensan, sus proyectos.
Están divididos entre aquí y allí [el país]: un poco para aquí, un
poco para allí, lo que hace que ni aquí, ni allí. Como se suele
decir, "no disfrutan ni de este mundo [en la tierra], ni les impor­
ta [ponen su confianza en] Dios”; son perdedores en todo, todos
sus cálculos son falsos [...]. Su cuerpo está aquí, su cabeza está
aquí —y no puede ser de otra manera, ya que su sudor está aquí—,
pero todo el resto, su espíritu, su corazón, su mirada, está allí1
[...]. Ésta es la situación de la emigración: un «aprieto» [una si­
tuación opresiva] para ellos».
Unos 900.000 argelinos en Francia, de los que 550.000 son
hombres y 71.000 son mujeres adultas (de más de 16 años) —una
mujer por cada siete hombres adultos inmigrados—, forman la
más numerosa comunidad extranjera.23 Esta comunidad ini-
cialmente constituida sobre todo por hombres adultos ha evo­
lucionado muy rápidamente. En efecto, en el estadio alcanzado
por la segunda forma de emigración se encuentran las condi­
ciones para que se inicie y se desarrolle el movimiento migrato­
rio de las familias: si los primeros signos aparecieron a partir de
1938, la emigración familiar se incrementó sobre todo después
de 1952, dado que la lucha por la independencia, en particular,
por las aceleradas transformaciones y las catastróficas reaccio­
nes en cadena que determina, iba a proporcionar en la sociedad
rural, al igual que en otras partes, la excusa necesaria para asu­
mir un proceso virtualmente realizado. Y hoy, con unos efecti­
vos de aproximadamente 100.000 familias que totalizan unos
270.000 niños de menos de 16 años (es decir, el 30 % de la po­
blación argelina en Francia), la emigración argelina ha dejado
de ser una emigración «de trabajo», masculina y adulta. Las
transformaciones morfológicas que conoce la comunidad po­
nen de manifiesto su tendencia a compensar los desequilibrios
estructurales (excedente de adultos con relación a los niños, de
hombres con relación a las mujeres, de hombres solos con rela­
ción a hombres en familia, etc.) que resultaban de las condicio­
nes iniciales de su formación, puesto que encuentra en sí mis­
ma los recursos necesarios para responder a las cargas indis­
23. En este conjunto de 620.000 adultos se cuentan 460.000 activos, de
los que menos de 10.000 son mujeres.
pensables para su funcionamiento; así como se dan también los
medios necesarios para su reproducción. De este modo, tiene
sus artesanos y sus comerciantes cuya función consiste en res­
ponder a necesidades específicas: restauración, hostelería, cui­
dados corporales, diversión y ocio, viajes, alimentación y con­
fección, hasta pompas fúnebres; tiene sus notables, homólogos
de los sabios de la sociedad tradicional, provistos de cargas reli­
giosas o «marabúticas», de funciones de conciliación y media­
ción, e incluso de poderes mágico-rituales (prácticas terapéuti­
cas, adivinatorias, etc.); tiene sus cuadros y sus miembros de
profesiones liberales, abogados y médicos (en París sobre todo).
Puesto que constituye una clientela nada despreciable, y puesto
que es objeto, por esta razón, de ciertas atenciones, la comuni­
dad argelina se ha visto conducida a producir por sí misma el
cuerpo de numerosos intermediarios encargados de asegurar
lo mejor posible las pocas relaciones indispensables con la so­
ciedad francesa: es el caso, en particular, de las múltiples ges­
tiones cuyo papel es ganar a la clientela argelina por cuenta de
las compañías de seguros (seguros de automóviles, seguros de los
comercios y de los despachos de bebidas, sobre todo), de los co­
merciantes de tejidos y de aparatos electrodoínésticos, de los jo­
yeros, de los revendedores de automóviles, de las agencias de
viajes, etc.; ni siquiera la clientela femenina en los barrios dor­
mitorio de las afueras de París, en los HLM (pisos de protección
oficial) del suburbio parisino, sobre todo cuando las mujeres
son mantenidas al margen del mercado,24escapan a las pros­
pecciones de los «visitadores» (otras mujeres argelinas más «ur­
banizadas» y más a propósito de los circuitos comerciales) que
les proponen a domicilio, sin que lo sepa el marido y en condi­
ciones a menudo elevadas, tejidos y joyas (joyas de las que se
dice a veces ¡que provienen de La Meca!). Mediadores son asi­
mismo los «jefes de equipo» que, en algunas empresas (de la
construcción sobre todo), no tienen cualificación ni otra fun­
ción que la de asegurar, de la manera más barata, la disciplina y
la autoridad en formaciones compuestas únicamente por traba­
jadores argelinos.
24. Muchas esposas, sobre todo las menos jóvenes, conocen en Francia las
condiciones de vida de la mujer recluida, de la mujer rural trasplantada a la
ciudad y destinada —signo de «aburguesamiento» y también defensa contra el
universo «extraño» de la ciudad— al enclaustramiento en el interior de la casa.
Como consecuencia de estas transformaciones morfológicas,
la comunidad de los emigrados se ha dotado de mi verdadero
mercado matrimonial que atestigua la relativa autonomía que
ha adquirido respecto a la sociedad francesa. Sea cual sea el tipo
de matrimonio que se proyecte —«tradicional», es decir, llevado a
cabo en la endogamia parental o lugareña, o más «moderno»—,
ya no es necesario volver al país para que un joven pueda casar­
se. En 1973, se celebraron 2.298 matrimonios de argelinos y 1.172
de argelinas en Francia, de los que 827 matrimonios (el 36 % de
los matrimonios de los hombres y el 70,5 % de los matrimonios
de las mujeres) fueron internos en la propia comunidad argeli­
na. Además, más de la mitad de los argelinos (52,7 %) y el 15 %
de las argelinas se casaron con francesas y franceses.25
Todos estos factores contribuyen a hacer que la comunidad
de los emigrados argelinos encuentre en sí misma, y ya no, como
sucedía fundamentalmente en el pasado, en la relación con los
grupos de origen, los principios de su cohesión; sin embargo,
bajo el efecto de aportes nuevos, esta comunidad tiende a am­
pliarse cada vez más. El nacimiento en Francia de cerca de 20.000
niños argelinos al año, la llegada al mercado laboral de niños
criados y escolarizados en Francia, la llegada también de inmi­
grados recientes relativamente más escolarizados y más aptos
que sus predecesores para adquirir una formación o una mejor
formación profesional, la ligera tendencia a partir, no por moti­
vos estrictamente de «trabajo» sino por razones más bien de or­
den cultural, de jóvenes de ambos sexos (de origen urbano, dota­
dos de un capital escolar más alto, incluso de una cualificación
profesional, y que vienen de Argelia para actividades más inte­
lectuales que directamente productivas) cuyos comportamien­
25. Si confundimos las dos poblaciones, la población argelina y la po­
blación de franceses musulmanes de Argelia, el total de los matrimonios
alcanza los 3.193 para los hombres y 1.690 para las mujeres. De dichos
matrimonios 1.257 (el 39,4 % para los hombres y el 74,4 % para las muje­
res) se celebraron en el interior de las dos comunidades reunidas. La pro­
porción de matrimonios con cónyuges franceses se eleva a un 54 y a un
20 %. Si bien las francesas musulmanas de Argelia que optan por casarse
con franceses son dos veces más numerosas (aproximadamente el 32 %)
que el de las argelinas, la diferencia es mucho menor en el caso de los
hombres: un 57,4 % en el caso de los franceses musulmanes y un 52,7 % en
el caso de los argelinos (INSEE —Instituí National de la Statistique et des
Etudes Économiques—).
tos se asemejan a los de los hijos de las familias inmigradas, no
pueden más que propiciar una mayor diversificación de la com­
posición social de la colonia argelina en Francia. Aunque resulte
todavía poco perceptible (estadísticamente) y no afecte profun­
damente a la estructura de los empleos ocupados, la evolución
de la población de inmigrados argelinos aparece como el proce­
so por el que ésta elabora su jerarquía interna y trabaja en su
propia estratificación.
UNA INMIGRACIÓN EJEMPLAR

Al hablar de «inmigración ejemplar» no se quiere sugerir que


la inmigración argelina sea un «ejemplo» para las demás inmigra­
ciones, pasadas, presentes y futuras; un modelo por el que pasa­
rían necesariamente todas las inmigraciones. Todo lo contrario,
es necesario entender que se trata de una inmigración sin par:
una inmigración excepcional en todos los aspectos, tanto de for­
ma global, por toda su historia, como por cada una de sus caracte­
rísticas detalladas —estos dos aspectos no pueden desvincularse
el uno del otro—, una inmigración que, por salirse de lo común,
parece contener la verdad de todas las demás inmigraciones y de
la inmigración en general, que parece llevar a su punto más alto y
a su más alto grado de «ejemplaridad» los atributos que hallamos
dispersos y difusos en las demás inmigraciones.
Sin querer analizar en detalle las características pasadas y
presentes de la inmigración argelina para mostrar en qué es
«ejemplar», desde cualquier punto de vista que se la considere,
nos contentaremos con un inventario, sucinto y solamente indi­
cativo, de los aspectos que parecen ser los más significativos. El
itinerario migratorio, que es a un tiempo itinerario individual de
cada mío de los emigrados-inmigrados e itinerario colectivo, que
es la historia misma del proceso de la emigración y de la inmi­
gración, siendo también un itinerario epistemológico, que ofre­
ce en sí mismo un orden, a la vez lógico y cronológico, un hilo
conductor, un marco general o un telón de fondo para todos los
interrogantes sobre el fenómeno migratorio en su totalidad (emi­
gración e inmigración); puede constituir un excelente soporte o
medio mnemotécnico para hacer surgir y ordenar las diferentes
preguntas que, a grandes rasgos, consisten en el análisis de las
condiciones que han conducido al futuro emigrado, primero, a
romper con su condición de origen y con todo su universo indis­
tintamente social, económico y cultural (sus maneras de vivir y
trabajar, sus maneras de ser socialmente, etc.) y, luego, a sumer­
girse en otro universo social, económico, cultural y político, do­
tado también, pero en total oposición al orden original, de una
lógica interna, de un espíritu y de un estilo propios, de una in­
tención fundamentalmente distinta.

Una génesis singular

Que la errügración-inmigración sea producto del subdesairo-


11oy que sea su expresión más manifiesta, que no pueda explicar­
se de otro modo que como uno de los efectos más importantes de
la relación de dominación de los países «ricos» (países de inmi­
gración) sobre los países «pobres» (países de emigración) y, por
encima de todo esto, que sea, por un efecto rebote, un factor de
subdesarrollo al contribuir a mantener la relación de domina­
ción de la que es producto, todo esto son ideas que comienzan a
ser admitidas; pero al remontamos por encima de esta primera
causalidad, que la emigración-inmigración es «hija» directa de la
colonización, la misma que engendró el subdesarrollo (antes de
ser el producto del subdesarrollo), lo ilustra ¡ejemplarmente toda
la historia de la colonización de Argelia y del campesinado arge­
lino colonizado y, correlativamente, de la emigración argelina.
Esta última, auténtico «experimento de laboratorio», especie de
«cirugía social» que es en sí misma el resultado o la consagración
de una infinidad de otras intervenciones todás ellas tan brutales y
cargadas de consecuencias catastróficas, fue, en su génesis, tan
«ejemplar» como fue «ejemplar» la colonización de Argelia: colo­
nización, primero, en el sentido literal del término (como ocupa­
ción y apropiación del suelo por los recién llegados) y, luego, en el
sentido histórico de intrusión violenta de un nuevo sistema de
relaciones sociales y de un nuevo modo de producción. Y como
esta confrontación entre órdenes radicalmente opuestos se ins­
cribía en una relación de fuerzas de lo más desiguales, de ello
resultó un trastorno total al cual el antiguo sistema no pudo so­
brevivir más que desmenuzado, extenuado y de manera anacró-
nica. Y como toda la historia (social) de la emigración se confun­
de por completo con la del campesinado argelino, es decir, con la
historia de la expropiación de tierras (y, de fomia más precisa,
con la historia de las leyes de tierras que, al permitir estas expro­
piaciones, arruinaron los fundamentos de la economía tradicio­
nal y desintegraron todo el armazón de la sociedad original),1fue
apenas en las cinco o seis primeras décadas de la colonización, y
a partir del día siguiente de la gran insurrección de 1871, cuando
se abrió, para nunca más detenerse, la era de la emigración a
Francia y a las fábricas francesas (al trabajo asalariado indus­
trial), y no solamente de la emigración local, estacional o perma­
nente, a las granjas de la colonización. Estando como están aso­
ciadas, la «ejemplaridad» de la causa y la «ejemplaridad» de los
efectos se remiten mutuamente la una a la otra: la «ejemplari­
dad» de la emigración argelina, antigua y «joven» a la vez, deriva,
en buena medida, de la «ejemplaridad» de la colonización que ha
conocido Argelia; y correlativamente, esta colonización «ejem­
plar» —colonización total, sistemática, intensiva y colonización
de población, colonización no solamente de bienes y riquezas,
del suelo y del subsuelo, sino también de hombres, de «cuerpos y
almas», como se ha dicho, y sobre todo colonización relativa­
mente precoz— no podía más que acarrear, entre su efectos más
importantes (efectos que iban a sobrevivirle), una emigración ex­
cepcional o «ejemplar», tanto por su importancia numérica, su
continuidad y su carácter sistemático, como por sus formas par­
ticulares de organización, su modo particular de presencia aquí
(en la inmigración) y de ausencia allá (en la emigración), etc., y,
sobre todo, su precocidad. En efecto, y de manera retrospectiva,
la emigración argelina aparece como la primera emigración (al
menos a Francia) originaria de un país perteneciente a lo que hoy
se conoce como Tercer Mundo. De otra fornia no se comprende­
ría la naturaleza actual de la inmigración de argelinos en Francia
y, en especial, el hecho de que es, a la vez_, una inmigración ya
antigua (tiene una larga historia detrás de ella) y una inmigra­
ción siempre «joven» (en el sentido, precisamente, de que es ori­
1. Hemos intentado esbozar muy sumariamente las correspondencias en­
tre estas dos historias paralelas, la de la colonización y de la expropiación de
tierras, y la de la emigración, en A. Sayad y A. Gillette, L'immigration algé­
rienne en France, París, Entente, col. «Minorités», 1984 (1.a ed. 1976) (véase
más en particular las pp. 15-38 y 69-85).
ginaria de un país «joven», como se dice que son «jóvenes», desde
el punto de vista de su existencia nacional y de sus proyectos
futuros, o desde el punto de vista del «atraso a recuperar», los
países del Tercer Mundo); no se comprendería tampoco la natu­
raleza de las relaciones que, bajo el pretexto de la emigración por
un lado y de la inmigración por el otro, vinculan a los dos países
implicados, si se olvida esta característica primordial (se volverá
más adelante sobre uno y otro punto).
Sin querer sacrificarla a cualquier precio al esquema según
el cual toda inmigración sería el resultado de la conjunción de
dos fuerzas complementarias: una «repulsiva», que «cazaría»
a los emigrados en su propia tierra —y que daría cuenta de la
emigración— y, la otra, «atractiva» —y que daría cuenta de la in­
migración—, ésta es una particularidad de la inmigración (y
no solamente de la emigración) argelina en Francia que se aña­
diría, esta vez, al carácter «experimental» (provocado a propó­
sito) de la empresa. Cuando se sale a buscar los testimonios de
la llegada a Francia de los primeros inmigrados —todavía no
se Ies llamaba de esta manera— argelinos, se descubre que
hubo ahí, en un contexto que explicaría esta innovación, una
empresa deliberada, conscientemente querida y llevada a cabo
casi con total conocimiento de causa. Si se añaden los efectos
del reclutamiento y los alistamientos provocados para servir
en el ejército francés o incluso los efectos del requerimiento de
trabajadores para la industria de guerra o-para cavar trinche­
ras durante la Primera Guerra Mundial, 240.000 argelinos (más
de una tercera parte de la población masculina entre los 20 y
los 40 años) fueron movilizados o requeridos,2 pudiéndose
medir cuán deliberadamente impuesta fue, en su origen, la
inmigración de argelinos. En este caso, pero quizás no sólo en
este caso, la historia permite resolver el siguiente dilema: ¿es
la inmigración la que ha constituido el «trabajo para inmigra­
dos» o es a la inversa? Al mismo tiempo, permite romper con
el círculo o el ajuste mutuo entre la discriminación objetiva y
los discriminados o discriminables: la inmigración argelina,
en sus comienzos, fue una inmigración solicitada, pero para
esto era necesario que previamente los argelinos se hubieran
2. Véase C.R. Ageron, Les algériens miisulmans et la France (1871-1919),
París, PUF, 1962, 2 t.
vuelto disponibles para la emigración, que hubieran sido trans­
formados en emigrados potenciales esperando realizarse (i.e.,
esperando inmigrar) o en inmigrados virtuales a la espera de
que la inmigración los llame y los erija en inmigrados reales;
la colonización hará este trabajo, intencionalmente o no, y lo
hará muy rápido, incluso antes de que la inmigración (en Fran­
cia) llegue a necesitar ese suplemento de emigrados y de inmi­
grados futuros.
Al realizarse las condiciones de la emigración, la tentación de
recurrir a esta inmigración ya disponible que se hace sentir acá y
allá —tentación que aumenta a medida que esta inmigración
tiene la ventaja o la seducción de parecer «virgen» de toda expe­
riencia (y de toda idea) de la condición social obrera, apreciable
beneficio aun si la patronal (lo que es lícito) la silencia o trata de
minimizarla al preferir lamentar con claridad y en voz alta la
inexperiencia técnica de esta mano de obra totalmente nueva,
incluso inédita—, y la prueba de la buena utilización de este au­
mento de fuerza de trabajo que fue aportada, era todo lo que
hacía falta para que se iniciara primero, y se mantuviera a sí
mismo luego, amplificándose bajo sus propios efectos, el movi­
miento de emigración-inmigración de argelinos a Francia (y
únicamente a Francia, hasta el día de hoy).

Una «inmigración de trabajo»

Más por comodidad que por verdad científica, se cree que


hay que distinguir entre una «inmigración de trabajo» (y de tra­
bajo solamente), que no sería más que el hecho o prioritaria­
mente el hecho de trabajadores adultos y masculinos, y una «in­
migración de población» (por añadidura, pues es también una
«inmigración de trabajo», como se reconoce implícitamente)
donde la proporción de familias (hombres y mujeres, adultos y
niños, activos e inactivos) es notablemente mayor. Apoyada por
toda una serie de indicios objetivos y por observaciones morfo­
lógicas y de comportamientos, esta distinción se constituye como
una oposición sistemática de la cual se espera que ofrezca dos
formas de inmigración radicalmente antitéticas: diferencias en
las tasas de adultos, las tasas de masculinidad, las tasas de activi­
dad y, correlativamente, en los índices de nupcialidad, de natali­
dad, de mortalidad y de morbilidad, en la duración y más aún en
las modalidades de estancia en Francia y en el país de origen,
etc. Lo que es discutible en esta construcción no son las dife­
rencias así constatadas, sino el uso que de ella se ha hecho y que
raya en el contrasentido: las dos inmigraciones así distinguidas
se erigen en realidades autónomas y se separan como si fueran
contrarias de entrada y para siempre, como si fueran separables
por naturaleza, es decir, independientes de todas las determina­
ciones sociales o históricas, y, sobre todo, como si se pudiera
escoger una separadamente de la otra o decidirse por una sin
que acarree la otra. Al no ser cada una más que lo que quiere
verse en ella, cada una está condenada a ser y a seguir siendo lo
que nos gustaría que fuera y siga siendo (al menos en nuestras
categorías mentales, en nuestros hábitos), a saber, para una, in­
migración de trabajo, y, para la otra, inmigración de población.
La «inmigración de trabajo» es y seguirá siendo siempre inmi­
gración de trabajo y la «inmigración de población» ha sido siem­
pre, desde sus comienzos, de entrada, una inmigración de po­
blación. Dado que esta división está hecha a priori, no es siquie­
ra cuestión de considerar que las formas así; separadas puedan
estar unidas por alguna relación de continuidad, incluso de filia­
ción, prolongando la una a la otra o derivando la una de la otra;
toda evolución necesaria de la una a la otra, por muy evidente
que parezca, sólo puede ser sentida como un escándalo, el «es­
cándalo» al que da lugar la inmigración argelina ahora que, de
«inmigración de trabajo» (se continúa pensándola y decidiéndo­
se por ella como tal, tal como era en sus orígenes), se ha conver­
tido contra todo pronóstico en una «inmigración de población»
—eso que ninguna de las partes concernidas osa reconocer ple­
namente hasta el punto de extraer todas sus consecuencias. Todo
el mundo sabe, desde luego, cuán simplista es una oposición
semejante, cuán arbitraria es, cuán falsa; y si, continúa a pesar de
eso encontrando una relativa audiencia, se sabe también a qué
presupuestos obedece el favor que le es así concedido. Toda la
historia de las migraciones muestra que no hay inmigración ca­
lificada de población —salvo, a decir verdad, los casos de éxodo
de poblaciones de un país a otro (situaciones alejadas de eso que
llamamos hoy inmigración, es decir, del desplazamiento por ra­
zones esencialmente económicas de una mano de obra disponi­
ble, aquí, hacia empleos vacantes, allá)— que no haya comenza­
do como «inmigración de trabajo» durante más o menos tiem­
po;3y, al contrario, quizás no haya inmigración denominada de
trabajo y querida como tal a lo largo de toda su historia y por
todo el mundo (por los emigrados-inmigrados mismos, por su
país de origen, desde luego, y también por el país de inmigra­
ción), que no concluya tarde o temprano, a condición de que
perdure, en «inmigración de población». Éste es el caso por ex­
celencia de la inmigración argelina que, desde esta perspectiva,
puede todavía parecer «ejemplar».
Primera inmigración procedente del mundo subdesarrollado,
es la inmigración que más tuvo que luchar contra el «individualis­
mo» (y contra la moral que le está vinculada), que, en cierta mane­
ra, estaba ya en su origen y que, además, contribuye a reforzar y a
instaurar en todos los ámbitos de la existencia. Si hay que insistir
sobre esta característica de origen, característica inédita en el caso
de la inmigración argelina, entonces cabe decir que se trata de una
inmigración-emigración de hombres que siguen siendo o que si­
guieron siendo durante mucho tiempo, en lo más profundo de sí
mismos, hombres «comunitarios», hombres fuertemente impreg­
nados delhabitus comunitario, hombres que no existen (idealmen­
te) más que como miembros de un grupo; sucede también que al
principio de esta identificación masiva de cada uno con su grupo
de pertenencia y al principio de la fuerte integración del grupo mis­
mo, se encuentran, claro está, el trabajo campesino o, mejor, la con­
dición de campesino así como todo el arte de vivir, la forma de ser,
de pensar y de actuar, la manera de percibir el mundo, en fin, todo
un ethos que hacía que pertenecer a su comunidad y a su tierra (que
3. No escapa a esta regla ni siquiera la inmigración transcontinental de
los europeos en América (Estados Unidos primero, América Latina después)
durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta las dos primeras décadas del
siglo XX (de 1840 a 1920); esta inmigración, que cierta imaginería (literatu­
ra, cine, canciones, folclore) se complace en describir como un traslado ma­
sivo de familias «heroicas», que marchan a la conquista de tierras vírgenes,
presenta, en realidad y salvando todas las distancias, las mismas característi­
cas demográficas, sociales, económicas, etc., que las inmigraciones europeas
(intraeuropeas o procedentes de países no europeos) posteriores a 1945; véa­
se A. Sayad, «Qu'est-ce qu'un ímmígré?», Peuples Méditerranéens, n.° 7, abril-
junio de 1979; véase también A. Bastenier y F. Dassetto, L’étranger nécessaire,
capitalisme et inégalités, Louvain-la-Neuve, FERES, 1977; y para los datos
estadísticos, véase en particular W.F. Willcox (ed.), International Migrations
(Nueva York, Bureau of Economical Research, 1929), reeditado en Nueva
York - Londres - París, Gordon and Breach Publication, 1962, 2 vols.
era una y la misma cosa) era para cada uno la única manera de ser
y de estar excelentemente.
La emigración-inmigración, al no hacer más que rematar, sin
duda, la acción perturbadora de numerosos factores (transfor­
maciones de todos los órdenes, demográficos, económicos, so­
ciales y morales, de los que se puede decir que todos tienden,
grosso modo, hacia la individuación), consagra la ruptura con el
grupo, con sus ritmos espacio-temporales, con sus actividades,
en pocas palabras, con el sistema de valores y el sistema de dis­
posiciones comunitarias que están en la base del grupo. Se com­
prende desde ese momento que emigrar no puede ser, como hay
a quien le gusta creer, un acto fácil. Para comprender que el
emigrado viene al «infierno» de la inmigración y que soporta
este «infierno», es necesario postular que el emigrado creía co­
rrer, emigrando, hacia algún «paraíso» creado a partir de fantas­
mas y de la serie de «mentiras sociales» con las que los inmigra­
dos «pagan» su condición.
Se comprende así por qué la emigración ño puede concebir­
se ni llevarse a cabo, ni puede sostenerse ni perpetuarse más
que a condición de que se acompañe de un intenso trabajo de
justificación, es decir, de legitimación, a ojos del emigrado mis­
mo y a ojos de todo su entorno: al ser, en sí misma, ya desde su
origen, el producto de un trastorno inicial interior del grupo, la
emigración constituye, sin lugar a dudas, una amenaza grave
—en otro tiempo solamente virtual, pero h'oy en día muy ac­
tual— para la integridad y para la supervivencia del grupo y
también del propio emigrado (para la fidelidad a sí mismo, a
su calidad de miembro del grupo y a su calidad de campesino,
siendo todo ello una sola y misma cosa). Se comprende enton­
ces la insistencia que los emigrados ponen todavía hoy en día,
de manera muy anacrónica, en probar, con todos sus actos y
todas sus intenciones, que su emigración nó ha sido pura «de­
serción» o «fracaso» total, que no ha sido un acto singular, in­
dividualista y egoísta, sino que es, por el contrario, un acto «al­
truista», una conducta colectiva de abnegación al grupo y lle­
vada a cabo por el bien de todos, un «sacrificio» concedido a la
causa y al servicio del grupo.
De por sí no es fácil, ni siquiera para un hombre solo, emi­
grar; ni, para su grupo, dejarlo emigrar. Con más razón, esto es
^finitamente más difícil para una mujer o en el caso de la fami­
lia entera; sobre todo, cabe sospechar, para el grupo que, al mu­
tilarse progresivamente de su sustancia a medida que deja partir
en emigración a familias enteras, asiste de este modo a su propia
descomposición sin poder yugularla. Es entonces cuando, a fuerza
de emigración, el grupo tiene mayores dificultades para contro­
lar y ordenar la emigración de sus hombres, y se deja llevar por
la emigración familiar. Para que la emigración llegue a esta últi­
ma fase en que se lleva familias enteras, es necesario que esté
peligrosamente avanzado el trabajo de zapa que desestructura ál
grupo al abolir los lazos que unen a los miembros entre sí, así
como al grupo mismo. Es necesario que las causas iniciales res­
ponsables de la primera forma de emigración, de la emigración
de hombres solos, se hayan considerablemente (casi catastrófi­
camente) agravado, lo más frecuentemente bajo el efecto mismo
de la emigración, para que se inicie el segundo movimiento de
emigración, la emigración de las familias. Si los primeros signos
de esta última forma de emigración se anunciaban ya, desde antes
de la Segunda Guerra Mundial, al menos en las regiones más
antiguas y más fuertemente marcadas por la emigración de hom­
bres y por los efectos imputables a esta emigración, habrá que
esperar una veintena de años más para que se establezca real­
mente la verdadera comente de emigración familiar.
En este caso también, los años de guerra (de 1955 a 1959),
por sus efectos directos (la inseguridad) e indirectos (el «reagru-
pamiento» que se realiza de la población rural, sobre todo mon­
tañesa, en los centros creados a tal efecto bajo el control del ejér­
cito francés, un modo de «emigración» forzada y, más particular­
mente, un modo de.vencer definitivamente los últimos lazos y
las últimas formas de solidaridad familiar o aldeana), fueron para
la emigración femenina y, más ampliamente, para la emigración
familiar, lo que habían sido los años de la Gran Guerra para la
emigración de los hombres: mientras que todas las condiciones
indispensables para la actualización, cada una en su tiempo, de
estas dos formas de emigración estaban ya virtualmente reuni­
das, la guerra y sus obligaciones —caso de fuerza mayor— apor­
taban la coartada indispensable para el cumplimiento de aque­
llo que estaba completamente listo para ser cumplido, servían
de pretexto para admitir aquello que ni siquiera podía admitir­
se. Durante mucho tiempo, aun cuando era querida (o porque
era querida) individualmente por el emigrado y por su esposa
(por la pareja, que la emigración instituirá) que, actuando de
este modo, sabían que infringían la regla comunitaria y que fal­
taban a la moral del grupo, la emigración familiar se llevaba a
cabo, y sobre todo se sentía, como un acto vergonzoso, como un
acto que se procuraba esconder hasta el punto de abandonar el
pueblo durante la noche. Es necesario que el desperdigamiento
de las familias se generalice y alcance sus límites extremos con
la familia de tipo conyugal (la familia que encontramos en la
inmigración), es necesario que el éxodo rural hacia las ciudades
de Argelia (del que es responsable en gran parte la emigración a
Francia) se lleve pueblos enteros, para que la emigración de fa­
milias hacia Francia se haga a plena luz del día, sin ningún repa­
ro y sin más resen/as.
Así, aun cuando la emigración de familias parece ser, desde
siempre, una especie de tentación permanente que, sin duda, ha
debido habitar en todos los emigrados y acompiañar constante­
mente a la emigración de hombres, habrá sido necesario casi
medio siglo de emigración ininterrumpida de hombres solos para
que esta «emigración de trabajo» se prolongue con la emigra­
ción familiar, la «emigración de población». Sin desestimar las
oposiciones que puedan proceder de la sociedad de inmigración,
éstas parecen ser segundas (en orden cronológico) y secundarias
(por orden de importancia) respecto a las resistencias y las pro­
hibiciones propias de la sociedad de emigración: todo sucede
como si el trabajo de censura (que es también un trabajo de pre­
vención, de preservación), puesto que estaba hécho y bien hecho
en el orden de la emigración, eximiera de que se hiciese lo mis­
mo en el orden de la inmigración; se sabe que ese trabajo de
control, de reglamentación, es decir, de reajuste de la emigra­
ción a las necesidades de la inmigración, había sido efectuado
durante la emigración-inmigración de hombres, todas las veces
que fue necesario. Si, todavía hoy, independientemente de las
dificultades técnicas que plantea la reagrupación familiar, mu­
chos emigrados no se deciden o no se deciden más que excepcio­
nalmente, y excusándose por actuar de este modo, a la solución
que continúan considerando como extrema, la de la emigración
de su familia, es porque presienten más o menos confusamente
que esta solución no carece de riesgos: en efecto, la emigración
familiar, aunque aparentemente remedia la ausencia del emi­
grado de cara a los miembros de su familia (conyugal) y aunque
asegura efectivamente la «presencia» mutua de unos a otros (pero
en la inmigración), comporta siempre el riesgo, primero, de re­
matar la ruptura iniciada por la emigración del hombre y, luego,
de comprometerle más profundamente (de forma irreversible,
teme él y teme con él todo su grupo que reprueba la emigración
de las familias, esa emigración superflua que nada puede justifi­
car por lo que se refiere al coste desastroso que le acompaña)
respecto a la sociedad en la que hace «inmigrar» ahora a su mujer
y a sus hijos; y, por último, comporta el riesgo de ver multiplicar­
se y agravarse, de este modo, los problemas, y de reforzarse cuan­
titativa y sobre todo cualitativamente las contradicciones que
hasta ahí sólo había conocido el hombre (emigrado). Así, la emi­
gración familiar, aunque inscrita en la primera emigración, es
decir, en la conducta del primer emigrado, introduce una dife­
rencia de naturaleza: de trabajar en casa de los otros y también
para los otros (aunque la ilusión constitutiva del fenómeno mi­
gratorio se esfuerce por restablecer el equilibrio de otro modo: el
emigrado-inmigrado trabaja también para sí mismo, para su fa­
milia, para su grupo, para su país, al trabajar para los otros), el
emigrado se convierte en genitor en casa de los otros y también
(lo quiera o no) para los otros.
Así pues, con la inmigración de las familias se trata realmen­
te de asimilación, cualesquiera que sean los términos, las varian­
tes eufemísticas con las que se designe esta realidad social (adap­
tación, integración, inserción, etc.). Nadie se hace ilusiones: ni
aquellos que temen la emigración de las familias, ya que ésta
implica la disolución y la fusión de estas últimas en la sociedad
que se las agrega, su identificación más o menos lenta y más o
menos total a esta sociedad; ni aquellos que sienten repugnancia
por la inmigración de las familias a las que (prejuzgan como
difícilmente «asimilables». Y la clásica distinción entre «inmi-
gración de trabajo» e «inmigración de población» no es, en defi­
nitiva, más que una manera encubierta de expresar, bajo una
apariencia de neutralidad (ética) y al amparo de un vocabulario
que se pretende objetivo, la oposición entre una inmigración
«asimilable» (puesto que está en principio integrada por indivi­
duos casi semejantes a «nosotros», aunque, en los hechos, esta
similitud sea relativa), que se trasformará rápidamente (y si es
preciso se le ayudará a ello) en «inmigración de población», y
una inmigración «inasimilable» (pues es, de entrada, de una al-
teridad y de una heterogeneidad radicales) que no puede ser más
y que no puede seguir siendo más que (y, si es preciso, se asegu­
rará de ello) una «inmigración de trabajo».4
Hablar de «inmigración de población», por un lado, es una
manera de nombrar la inmigración de aquellos que, en su vida
familiar y en su vida social, se comportan como «nosotros», de
aquellos que se han dado las mismas estructuras sociales y fami­
liares que «nosotros», así como, asociada a esas estructuras, la
misma moral familiar (la moral conyugal y parental) que «noso­
tros», y también, derivándose de esas mismas estructuras, el
mismo habitus familiar que «nosotros», es decir, todo un con­
4. A menudo se escucha decir, para lamentarlo, que Francia no tiene en
materia de inmigración una política coherente, significando esto que no puede
decidirse —como si la «elección» fuera posible— a optar, ya sea por una
«inmigración de población» (aportando ésta al mismo tiempo su capacidad
de trabajo) con todas las consecuencias que resulten de ello y, también, si se
teme y si se quiere evitar el «peligro de núcleos inasimilables enquistados en
el país» (véase J. Beaujeu-Gamier, La popu.la.tion frangaise, aprés le recense-
ment de 1975, París, Armand Colín, col. «U2», 1976, p.¡ 74), con todas las
precauciones que se imponen en cuanto al origen geográfico, social y cultu­
ral de los inmigrados, o ya sea por una «inmigración de trabajo» que será
querida y tratada como tal. Éste fue el caso, en particular, del periodo de
entreguerras en que era necesario paliar un déficit demográfico esencial­
mente masculino de 2,5 millones debido a los efectos conjuntos de una larga
disminución de la natalidad agravada por la mortalidad de la guerra y por las
enormes pérdidas sufridas durante las hostilidades (véase a este respecto J.-C.
Bonnet, Les pouvoirs publics frangais et l'immigration dans l'entre-deux-gue-
rres, Lyon, Université de Lyon, Centre d’Histoire Économique et Social de la
Région Lyonnaise, 1976, y R. Schor, L’opinion frangaise et les étrangers en
France, 1919-1939, Aix-MarseiUe, Université de Provence, 1980, 4 t.); y éste
es todavía el caso, hasta el día de hoy, de la inmigración posterior a 1945.
Lamentar esto es olvidar que en esta materia no hay otra política posible que
una «ausencia de política» o una política contradictoria como contradicto­
rio es su mismo objeto: la «inmigración de trabajo», por muy controlada que
esté, no puede, sobre todo en la época en que no era «contractual», es decir,
convenida de Estado a Estado (y a fortiori cuando era extraída en el seno del
imperio colonial), enmendarse y comportar una fracción de «inmigración de
población», y, a la inversa, la «inmigración de población», por muy útil y
deseada que sea, no basta para autorizar la conversión de cualquier pobla­
ción en franceses o la conversión en franceses de cualquier población.
junto de prácticas y de representaciones comunes, como, por
ejemplo, las relaciones entre los diferentes miembros de la fami­
lia según la posición que ocupen, la edad, el sexo, la división del
trabajo entre los sexos, la educación de los niños, la gestión
del presupuesto, las prácticas de ocio, en pocas palabras, todo
un arte de vivir, toda una atmósfera doméstica impregnada de
«intimismo» y marcada por el repliegue sobre sí de la familia (es
sin duda esto lo que se designa con la palabra «cultura»); esos
inmigrados no soportan estar separados por mucho tiempo, por
más tiempo del que es necesario, de sus mujeres y de sus hijos, y
no paran hasta estar reunidos con su familia (tienen la misma
moral doméstica que «nosotros», es una señal de «civilización»),
mostrando así la «confianza» que tienen en aquellos hacia los
que inmigran, hasta el punto de ir hacia ellos sin reserva, de
abandonarse a ellos, de confiarles lo más querido y esencial que
tienen (mujeres y niños, es decir, todo el futuro) —ésos son, en
suma, los buenos inmigrados.
«Inmigración de trabajo», por otro lado, es también otro modo
de nombrar la inmigración de aquellos que, en su vida familiar y
en su vida social, se comportan completamente de manera dife­
rente a «nosotros», de aquellos que se han dado estructuras so­
ciales y familiares totalmente extrañas, una moral doméstica en
la que «nosotros» no nos reconocemos: esto lo demuestra la pri­
macía del grupo y del espíritu comunitario que, como se opone
al triunfo del individualismo, se convierte en instinto gregario;
la familia indivisa o la familia extensa que se convierten en una
especie de magma con límites indefinibles, donde se mezclan
confusamente, y sin que se puedan reconocer las unidades perti­
nentes, colectivos de hombres, de mujeres y de niños; las prácti­
cas domésticas opuestas a nuestras tradiciones como, por ejem­
plo, la endogamia parental, de la que siempre se sospecha que
roza los límites del incesto, o, también, la poligamia, tan contra­
ria a nuestros «usos y costumbres» (ésta es un atentado contra el
«orden público», en el sentido en que lo entiende el derecho civil
o el derecho internacional privado, y puesto que es chocante para
la sensibilidad y para la moral social, puesto que es un factor que
contraría sin lugar a dudas la «asimilación», es incompatible con
la naturalización —véase el art. 69 del Código de la Nacionali­
dad—); las relaciones en el interior de la familia que proceden de
otra moral, regidas por otros principios y que se conforman a
otros valores como, por ejemplo, la fuerte discriminación y la
fuerte jerarquización entre los sexos y entre las edades, etc. Tan­
tos indicios de una «cultura» (según el lenguaje actual, o de una
«raza», según el vocabulario de ayer) diferente; estos inmigra­
dos se acomodan fácilmente a ser separados de su(s) mujer(es) y
de sus niños a quienes, por otra parte, no profesan los mismos
sentimientos que los que albergamos nosotros hacia nuestras
mujeres y hacia nuestros hijos (lo que es una manera de decir
que no tienen sentimientos, pues, como cada uno sabe, no hay
más verdaderos sentimientos —legítimos o los únicos dignos de
ser así calificados— que nuestros propios sentimientos, como
no hay más cultura que nuestra cultura); los hombres se empe­
ñan en inmigrar solos y, por eso, movilizan todos los elementos
susceptibles de oponerse a la inmigración de sus mujeres e hijos
(patriotismo, «comunitarismo», y todo eso de lo que este integris-
mo nacional, patriótico, comunitario, se alimenta: la lengua, la
religión, las tradiciones culturales, así como la serie completa de
los otros signos por los que se reconocen entré ellos y se distin­
guen de «nosotros»): en estas condiciones, inmigrar sin su familia
equivale, como se suele pensar, a una actitud de desconfianza.
Así pues, cuando se habla de inmigración de trabajo, no se
trata de un tema puramente demográfico, sino de un conjunto
más amplio de consideraciones que se refieren a diferentes ór­
denes (social, cultural, político y étnico); y, desde esta perspecti­
va, la ejemplaridad de la inmigración argelina no tiene valor sola­
mente en tanto que ha sido durante mucho tiempo y que todavía
es —incluso hoy que hay que constatar su transmutación («ilegí­
tima») en inmigración de población— el ejemplo mismo de in­
migración de trabajo, sino que tiene valor también, y más am­
pliamente, para todos los demás aspectos y para todas las otras
dimensiones, para todas las demás significaciones ocultas de la
oposición entre «trabajo» y «población».

Ilusiones y disimulos compartidos


La inmigración argelina, para que pueda seguir siendo lo que
es, está obligada a mantener más que cualquier otra y, por consi­
guiente, a desvelar la serie de ilusiones, simulaciones y disimu­
los que están en el origen del engendramiento y la perpetuación
del fenómeno migratorio. En efecto, sabemos la suma de ilusio­
nes colectivamente mantenidas que son necesarias, primero, en
la emigración para que ésta pueda, en un primer momento, con­
cebirse y, en un segundo momento, realizarse, y, a continuación,
en la inmigración para que pueda, ella también, reproducirse y
continuarse, inicialmente, mediante una renovación rápida de
sus efectivos («inmigración-noria») y, más tarde, con los mismos
hombres cuya estancia en la inmigración no cesa de alargarse
(inmigración «estabilizada»). Ya hemos señalado en otra parte
cuán consustanciales a la emigración y a la inmigración son la
ilusión de lo provisional y, correlativamente, la coartada del tra­
bajo. Por un lado —es la definición del inmigrado—, extranjero
que permanece provisionalmente (al menos en teoría) y por ra­
zones de trabajo exclusivamente, y, también, extranjero al que el
monopolio de lo político que está reservado a los indígenas o a
los nacionales, así como la cortesía, excluyen de lo político; por
otro lado —es la definición del emigrado—, indígena o nacional
ausente provisionalmente (al menos en teoría) y por razones de
trabajo esencialmente (por no decir exclusivamente) y que, de
este modo, continúa disfrutando siempre (al menos en teoría)
de los atributos y las competencias políticas de la nación de la
que sigue siendo natural (contrapartida ésta de la exclusión polí­
tica que le afecta en tanto que residente de una nación extranje­
ra). Éstas son, solidarias entre sí y complementarias, las dos de­
finiciones dominantes (u oficiales) que instituyen al mismo indi­
viduo respectivamente como inmigrado y como emigrado. Esta
doble definición no produce todos sus efectos más que a condi­
ción de quedar oculta y para ello es necesario todo un trabajo
colectivo de disimulo de la verdad de la emigración y de la inmi­
gración —al que se prestan todas las partes concernidas, esto es,
las sociedades de emigración y de inmigración y los emigrados-
inmigrados mismos. Y, como por una especie de necesidad his­
tórica (necesidad constitutiva de la inmigración misma, desde
las condiciones de su génesis hasta su forma actual) que, a causa
sin duda de los orígenes de la inmigración argelina, de su anti­
güedad (la cual, por otra parte, no ha sido posible más que al
precio de este intenso trabajo de disimulo) y, resultado de todo
esto, de su voluntad de seguir siendo o de fingir seguir siendo
igual a sí misma, pesa sobre esta inmigración más que sobre
cualquier otra, más que sobre sus contemporáneas que le son
todas diferentes, pues son todas intra-europeas —más que sobre
sus homologas, sus similares por los orígenes y las condiciones
sociales, pero que han sido todas ellas más tardías—, la inmigra­
ción argelina parece haber verdaderamente cultivado las ilusio­
nes colectivas propias al género y, también, haber llevado al más
alto punto de cumplimiento el trabajo de disimulo necesario a
este efecto. Este trabajo no es solamente un mecanismo abstrac­
to que el análisis debe sacar a la luz; pues, vivido y experimenta­
do de la manera más intensa por los mismos emigrados-inmi­
grados, este trabajo consiste para ellos en un esfuerzo, a veces
desesperado, por superar el conjunto de contradicciones inhe­
rentes a la condición de emigrado-inmigrado: la contradicción
fundamental de lo «provisional que dura» (de la emigración-in­
migración que no es ni un estado pasajero ni un estado perma­
nente) se traslada del orden temporal al orden espacial —«ubi­
cuidad» imposible: continuar estando presente incluso estando
ausente y allá donde se está ausente (que es la suerte del emigra­
do) y, correlativamente, no estar totalmente presente allí donde
se está presente, lo que equivale a estar ahí parcialmente ausente
(que es la paradoja del inmigrado)— y al orden comunitario (con­
tradicción entre, por una parte, el orden comunitario de origen y
el hahitus que le es inherente y, por otra parte, el orden «indivi­
dualista» que se descubre, se padece y aprende en la inmigra­
ción). Duramente confrontado a todas estas contradicciones que
constituyen su universo social, el emigrado-inmigrado está obli­
gado, por el hecho de no poder resolverlas, a redoblarlas a veces
con riesgo de su equilibrio social o psíquico!
No es solamente de manera individual como cada una de las
tres partes involucradas del fenómeno migratorio —el país de
emigración, el país de inmigración y los emigrados-inmigrados
mismos, que son los primeros concernidos— debe mantener la
serie de ilusiones necesarias para la perpetuación del proceso,
sino que es también de manera cómplice, y objetivamente cóm­
plice (es decir, sin que haya necesidad para esto de concertación
previa), como le es necesario colaborar en esta indispensable
empresa de disimulo; y esta complicidad es tanto mayor cuanto
mayor es el interés que cada uno tenga en esta empresa (un inte­
rés que es tanto mayor cuanto más antiguas son la emigración y
la inmigración y cuanto más contradicen la definición teórica
que de ellas se puede dar).
Al día siguiente de la independencia, Argelia había «hereda­
do» de su pasado colonial una larga tradición de emigración de
más de medio siglo —en las regiones de gran y muy antigua
emigración, casi todos los hombres de un mismo pueblo habían
tenido la experiencia, breve o corta, única o repetida, de residir
y de trabajar en Francia—, una población emigrada considera­
ble de unas 350.000 personas (que contaba ya ciertamente con
más de 50.000 familias, mientras que a finales de 1954 eran
6.000 familias, lo que incluía a 15.000 niños que habían emigra1
do ya a Francia). Esto imponía sin duda «contratar» y regular
con el país de inmigración (el antiguo país colonizador) el nuevo
estatuto de esta población emigrada-inmigrada y, eventualmen­
te, la emigración-inmigración de nuevos contingentes; pero, ló­
gicamente, esto no autorizaba a ninguno de los interlocutores,
ni aquí ni en otro lugar, a firmar, por así decirlo, un contrato de
traslado definitivo o casi definitivo (hasta el punto de estar con­
sagrado políticamente por la atribución de la nacionalidad fran­
cesa a los niños nacidos en Francia en el seno de las familias así
trasladadas), para uno (Argelia), de una parte de su población,
sus emigi'ados y, para el otro (Francia), de una parte de su pobla­
ción futura, los inmigrados. Esto es imposible, pues se trata nada
menos que de todo el orden nacional y de la nación de inmigra­
ción y de la nación de emigración (habiendo sido esta última
muy recientemente instituida y además a muy alto precio). Se
comprende de este modo por qué son los dos países que tienen,
respectivamente, desde el punto de vista de la emigración y de la
inmigración, la historia más cargada —a menos que, lo que tam­
bién es cierto, esta cargada historia repercuta sobre la emigra­
ción/inmigración, que no es en definitiva más que una resultan­
te de ello—, que mantienen (y tienen el mayor interés en mante­
ner) con el máximo empeño, despreciando todas las evidencias e
incluso despreciando las leyes del cambio social, todas las ilusio­
nes y todos los disimulos que hacen que la emigración e inmi­
gración continúen siendo experimentadas, pensadas y tratadas
como si fueran aún lo que fueron inicialmente o, mejor, lo que
son ideal y abstractamente (fuera de toda determinación social o
fuera de la historia, es decir, eterna y universalmente). Semejan­
te trabajo colectivo de disimulo es indispensable si se quiere, por
un lado, que el emigrado (i.e., el natural de la nación) siga siendo
siempre emigrado incluso cuando, propiamente hablando, no
haya emigrado del país del que, al haber nacido en Francia de
padres emigrados, es natural y, por otro lado, que el inmigrado
siga siendo siempre un inmigrado, por permanente y continua
que sea su presencia, por grande que sea su compromiso con la
vida económica, social, cultural e incluso política de la nación, y
por más «integrado» que esté. Aquí hay, por una parte y por otra,
como un «integrismo» nacional (alimentado por todas las de­
más características distintivas, culturales, sociales, lingüísticas,
religiosas, políticas e incluso étnicas) que hace que, en un caso,
la emigración no pueda corresponder a una exclusión ni incluso
a una auto-exclusión nacional de los emigrados y, correlativa­
mente, a su identificación plena (i.e., incluso y sobre todo políti­
ca) con una población y con una nación en las que son extranje­
ros; y que, en el otro caso, la inmigración no pueda corresponder
a la integración total (es decir, más que política, pues, en estas
circunstancias, es frecuente que la naturalización o la posesión
de la nacionalidad francesa no sean suficientes) a la nación y
sobre todo a la población nacional de personas que le son ex­
tranjeras (más por la historia y por el origen étnico que por la
nacionalidad, que pueden poseer ya o adquirir). Así, a pesar de
las divergencias y de los intereses objetivamente antitéticos que
oponen el país de emigración y el país de inmigración y, tam­
bién, a través precisamente de esas mismas divergencias de todo
tipo y de esas mismas oposiciones, una complicidad objetiva vin­
cula sin embargo necesariamente entre sí a losados interlocuto­
res del fenómeno migratorio.

Los costes y los beneficios de la inmigración

¿Qué cuestan y qué aportan los inmigrados? Como si estuvie­


ra contenida en la definición implícita de la inmigración, esta
cuestión parece atravesar todos los discursos posibles sobre la
presencia de los inmigrados. La inmigración no tiene sentido, y
no es inteligible para el entendimiento político, más que a condi­
ción de que sea fuente de «beneficios» o, por'lo menos, que los
«costes» que se le imputan no excedan los «beneficios» que pue­
de procurar. A partir de este presupuesto se ha constituido todo
un método de anáfisis que consiste en inventariar los efectos,
algunos positivos (los «beneficios»), y otros negativos (los «cos­
tes»), de la inmigración.3Pero puesto que no es solamente una
pura investigación de las incidencias de todo tipo que pueda te­
ner la inmigración, la manera habitual de los economistas y so­
bre todo de los económetras de «tratar los problemas de la mi­
gración en términos complementarios o antitéticos de costes y
de ventajas»6 no es posible más que a condición de que no se
pregunten ni sobre la manera como está constituido eso que se
ha convenido en llamar respectivamente «beneficios» y «costes»,
nj ^bre la significación política de la operación misma que se
pi aita como algo que no es, en última instancia, más que una
técnica «contable» o una técnica administrativa del tipo de estu­
dios de «racionalización de las elecciones presupuestarias» o más
aún de los trabajos preparatorios de las comisiones del plan.
La práctica económica o el cálculo econométrico proceden
aquí como si la definición que dan de lo que es «coste» y de lo
que es «beneficio» tuviera un valor absoluto, es decir, invariable
y de alcance universal, y como si la frontera trazada arbitraria­
mente entre unos y otros fuera necesaria e inmutable. Al hacerse
esta división de una vez por todas, no queda más que afinar la
investigación de los elementos que hay que tomar en considera­
ción para establecer el balance de cada una de las rúbricas y, a
fin de cuentas, el balance global de la inmigración; no queda
más que precisar las evaluaciones a las que se procede a este
efecto, introduciendo en particular cierto número de distincio­
nes, como por ejemplo la distinción entre efectos a corto y a más
largo plazo, efectos ocultos que no aparecen más que tardíamen­
te, o incluso, en el mejor de los casos, entre efectos cuantitativos
(los efectos económicos esencialmente y, aún más, aquellos de
estos que son los más fácilmente cuantificables) y efectos cuali­
5. Véase, entre otras referencias, N. Scott, «Grandes lignes d’une méthode
pour l’analyse des coüts et des avantages des migrations de main-d’oeuvre»,
Bulletin de ilnstitut International des Étiides Sociales, febrero de 1975, pp. 55-
72; E.-J. Mishan, «Does Immigration Confer Economic Benefits on the Host
Country?», Economic Issues in Immigration, Londres, Insütute of Economic
AfEairs, 1970, pp. 91-122; G. Tapinos, L'économie des migrations intemationa-
les, París, FNSP, 1974; A. Le Pors, Immigration et développement économique
et social, París, La Documentation Francaise, «Études prioritaires interminis-
térieües», 1977; y F. Bourguignon y G. Gallais-Hamono, Choix économiques
lies aiix migrations intemationales de nmin-d’oeuvre, París, OCDE, 1977.
6. N. Scott, Principes d'iine analyse comparativa des coüts et avantages des
migrations de main-d'oeuvre, OCDE, Seminario de Atenas, octubre de 1966.
tativos, es decir, y a grandes rasgos, toda una serie de otros pre­
supuestos (o prejuicios) sociales, políticos, culturales, etc.,7que
la economía en el sentido estricto del término no puede apre­
hender y aún menos medir, contentándose con mencionarlos o
sugerirlos. De hecho, cada uno de los elementos que son toma­
dos en consideración para elaborar esta especie de balance con­
table de «costes» y «ventajas» de la inmigración constituye un
objeto de luchas, no sólo entre teóricos de la economía de la
inmigración, ni siquiera entre especialistas de la gestión social
de los inmigrados, sino un objeto de luchas sociales: la lucha por
la representación de la inmigración y de los inmigrados en tér­
minos económicos de «costes» y «beneficios» es, en realidad, el
ejemplo mismo del trabajo político que se disimula bajo las apa­
riencias de una simple operación de orden económico. Raciona­
lizar en el lenguaje de la economía un problema que no es (o no
es solamente) económico sino político, lleva a convertir en argu­
mentos puramente técnicos los argumentos éticos y políticos.
Está en la «naturaleza» misma de la inmigración que nos inte­
rroguemos, e incluso que polemicemos sobre lo que ésta «cuesta»
y sobre lo que ésta «aporta». Esta problemática se impone por sí
misma hasta el punto de que aparece como algo totalmente evi­
dente y como la única que es posible; de tal manera que no sola­
mente exime de formular cualquier otra pregunta, sino que impi­
de que se la someta a una reflexión crítica. El ejercicio contable
que la traduce de nuevo no puede reducirse a lo que éste cree y
quiere ser, una simple técnica que apunta a «racionalizarlas elec­
ciones» de las decisiones a tomar. Puesto que sé aplica a una po­
blación que goza de un estatuto particular, no tiene nada en co­
mún con tal o cual ejercicio análogo efectuado sobre otro grupo:
cuando se trata, por ejemplo, de la primera infancia, de jóvenes o
de personas mayores, la cuestión planteada es solamente la de
prever y poner de manifiesto los medios que requiere el trato que
7. En este caso, como en eLcaso de las descripciones que se ofrecen de las
economías «subdesarrolladas», suele gustar evocar, porunlado, los aspectos
«cualitativos» de ciertos hechos económicos (aspectos definidos negativa­
mente en tanto que escapan a la medida cuantitativa) y, por el otro, los facto­
res «culturales», demasiado numerosos (i.e., demasiado molestos, ya que son
frecuentemente denunciados como «obstáculos» al desarrollo económico o
como faltas a la «racionalidad» económica), que conllevan las economías
subdesarrolladas.
se quiere reservar a la población concernida, mientras que, en el
caso de la población inmigrada, se trata de estimar los beneficios
y costes de la política que consiste en recurrir a la inmigración, es
decir, de la existencia o de la «desaparición» de la población inmi­
grada. Así, a través de una cuestión aparentemente técnica, todo
el problema de la legitimidad de la inmigración, un problema que
obsesiona a todos los discursos de esta naturaleza, es objetiva­
mente planteado... No hay casi ninguna declaración que se for­
mule sobre los inmigrados, sobre todo cuando esta declaración se
refiere explícita y conscientemente, como es el caso de la «teoría
económica de los costes y beneficios comparados de la inmigra­
ción», a la función de la inmigración, que no consista, unas veces,
en legitimar y, otras, en denunciar, la ilegitimidad (consustancial)
de la inmigración.8
La lucha en tomo al «balance social de la inmigración» po­
dría ser, como muchas de las luchas en tomo a las apuestas polí­
ticas, una lucha sin fin a causa de las numerosas construcciones
y reconstrucciones a las que dan lugar los múltiples efectos de la
inmigración —en número indefinido—, todos ellos susceptibles
de ser constituidos en «costes» o en «beneficios». Puesto que la
«teoría económica de los costes y beneficios comparados de la
inmigración» no ha suscitado, hasta ahora, más que divergen­
cias referidas a la evaluación de los elementos que procede tener
en cuenta, al haberse llegado a un acuerdo de entrada sobre todo
lo que esta teoría pide que le sea otorgado previamente a toda dis­
cusión, a saber, entre otras cosas, el principio de división entre lo
que es «coste» y lo que es «beneficio», el principio de estableci­
miento de un saldo positivo o negativo de la inmigración, etc.,
ha ocultado toda una serie de otras cuestiones que se han con­
vertido en impensables, como, por ejemplo, la cuestión de saber
a quién «cuesta» y a quién «beneficia» la inmigración. Pero, más
fundamentalmente, calificar exclusivamente de «coste» o de «be­
neficio» a cada uno de los elementos discemibles, y arbitraria­
mente disociados, de un conjunto que sólo tiene realidad (eco­
8. La reciente «batalla de cifras» sobre la importancia numérica de la
población inmigrada no escapa a la lógica de la reconversión de los argu­
mentos políticos en argumentos técnicos que se pueden más fácilmente con­
fesar y proclamar públicamente: cuanto más numerosa es la población inmi­
grada, y se sobrentiende que es numerosa en «inmigrados clandestinos», más
elevados son los «costes» que acarrea para la sociedad.
nómica y política) en tanto que totalidad, conduce a imponer el
sentido que se quiere dar a cada uno de esos elementos y a impo­
nerlo tanto más imperativamente cuanto que no se dude de la
operación de imposición que se lleva a cabo de este modo. Baste
como ejemplo de este trabajo de «tecnificación» de la política el
estudio que Anicet Le Pors consagra a los flujos monetarios de
los que la inmigración es responsable, así como las divergencias
que separan, por ejemplo, sus conclusiones de las que Femand
Icart extrae de datos sensiblemente idénticos.9
Si son «costes» lo que hay que imputar a la inmigración, el
primero en el que se piensa es, desde luego, en el «coste» mone­
tario que soporta todo país que recurre a la inmigración a causa
de las trasferencias de fondos que realizan, por una parte, los pro­
pios inmigrados «sobre sus ahorros» y, por otra parte, los orga­
nismos sociales (subsidios familiares, prestaciones de la Seguri­
dad Social, jubilaciones, pensiones diversas, etc.). Pero este «cos­
te» en sí mismo, que se puede considerar como evidente e
indiscutible, no tiene lugar sin conllevar «beneficios» de alguna
otra especie: «En particular, podemos preguntamos cuál es la
incidencia de las transferencias de ahorros al exterior [...]. Aho­
ra bien, parece ser que un millón de francos de menos transferi­
do al exterior significa una mejora del equilibrio exterior [...] de
solamente 38.000 francos aproximadamente. En efecto, una dis­
minución ex ante de las transferencias al exterior aumenta el
consumo de los hogares; una buena parte dé este aumento se
satisface no con un crecimiento de la producción interior, sino
con un crecimiento de las importaciones o con una disminución
de las exportaciones. Por otro lado, una reducción de las transfe­
rencias de ahorro a países extranjeros limita la adquisición de
divisas de estos países y por consiguiente de sus importaciones,
y por tanto de aquellas que proceden de Francia».10
Al contrario, si hay para los países de inmigración un «bene­
ficio» inmediato, un «beneficio» inicial y aparentemente neto de
todo coste en compensación, es aquel que consiste en «impor­
tar» hombres adultos y más aún jóvenes y, por tanto, útiles y
productivos desde el primer día de su llegada; este «beneficio»,
9. F. Icart, diputado del Var, autor del informe Le coüt des travailleurs
étrangers en France, note de synthese, París, Asamblea Nacional, 1976.
10. A. Le Pors, op. cit, p. 185.
que consiste en el ahorro realizado sobre lo que Alfred Sauvy
llamó «el coste de crianza», está considerablemente atenuado en
el informe de Femand Icart, por no decir que ha sido transfor­
mado en «coste»; pues la «calidad» de estos hombres que han
sido criados en los países pobres, subdesairollados, y, por tanto,
a un «coste» menor que el «coste medio francés»,11hace que se
vuelvan más «caros» (o al menos más «caros» de lo que se pien­
sa) a causa del «coste» que es necesario pagar por su adaptación
a la sociedad y al trabajo de quienes los utilizan.
En este juego, todo puede ser «coste» y «beneficio»: lo que es
«coste» según tal visión política del fenómeno de la inmigración
puede ser «beneficio» según tal otra, y a la inversa. Podríamos
continuar enumerando ampliamente aún las «contradicciones»
de este tipo, enumerando cada uno de los criterios aducidos que
pueden clasificarse como «coste» o como «beneficio» o, al me­
nos, que pueden incluir su parte de «coste» y su parte de «bene­
ficio». Y cuanto más nos alejamos de los aspectos a los que con­
duce tradicional y prioritariamente la economía o, en otros tér­
minos, cuanto más nos acercamos a los factores que desatiende
la técnica económica, puesto que son reacios a la «medida» (cuan­
titativa), mayor es la indeterminación y, por consiguiente, más
fáciles y frecuentes son las manipulaciones y las inversiones de
sentido que se pueden efectuar; más parece que los hechos que
se analizan y que se interpretan como datos puramente econó­
micos son también, y tal vez ante todo, hechos y realidades polí­
ticas, sociales y culturales. Así, por ejemplo, ocurre con la tasa
de natalidad de las familias inmigradas en general y de las fami­
lias originarias de los países de África del Norte más particular­
mente: unas veces se felicita oficialmente por el excedente de­
mográfico que esas familias aportan a una población que tiende
a decrecer y a envejecer, y otras veces se lamenta (también ofi­
cialmente) ese mismo incremento de una población que se con­
tinúa llamando «población inmigrada» (aunque las jóvenes ge­
neraciones nacidas en Francia no hayan emigrado de ninguna
parte), y ello porque es «costoso», porque pesa demasiado en los
11. Lo que daría a entender que los países de origen, puesto que han
«producido» sus emigrados más «baratos» que el «coste» que Francia «paga»
por sus hombres, pueden «exportarlos» a un menor «precio», es decir, a un
menor «coste» para el país que los «importaría».
mecanismos de ayuda a las familias —por no decir porque es
«fastidioso»—, unos argumentos «económicos», o una formula­
ción en términos económicos de argumentos de otra naturaleza,
que son más fácilmente o más inocentemente confesables. Y lo que
se ha dicho de la ambigüedad de la tasa de fecundidad de la
población inmigrada, es decir, en el fondo, de la inmigración
familiar y del tránsito del inmigrado antiguo, simple trabajador
aislado y sin familia, al genitor, vale hoy en día, a causa de las
dificultades del mercado de empleo, para esta otra caracteriza­
ción del inmigrado que, sin embargo, lo constituye y lo define, a
saber, su estatuto de trabajador: el «beneficio» representado por
la fuerza de trabajo que aporta —y que tiene como contraparti­
da el salario que se le paga y que puede transferir— tiende a ser
redefinido como un «coste»,12un «coste» directo cuando el in­
migrado está desempleado, perdiendo por tanto personalmente
la justificación que constituía su existencia, y un «coste» indirec­
to cuando el inmigrado está ocupado, como si el empleo que
ocupa constituyera una especie de falta de ganancia, de daño
virtual ocasionado a la mano de obra nacional.1
Al depender de una operación de construcción cuya géne­
sis y significación objetivamente políticas pueden escapar a
sus autores, la comparación de lo que «cuesta» y de lo que
«aporta» la inmigración no puede más que oponer a los dife­
rentes grupos que, puesto que están desigual ó diferentemente
«interesados» por la inmigración, se ven llevados a producir
definiciones antagonistas. Aunque es más fácil y más agrada­
ble enunciar esos «costes» y esos «beneficios» —sobre todo los
«costes»— en el lenguaje técnico y relativamente neutro (o
querido y percibido como tal) de la economía, sin embargo
este lenguaje no puede enmascarar que se trata, en realidad,
de «costes» y «beneficios» que se refieren a sistemas de valo­
res extraños a la esfera de la estricta economía. Para ser acep­
table, hubiera sido necesario que esta clase de «economía de la
inmigración» fuera una economía total, es decir, que integrara
todos los demás «costes» y todos los demás «beneficios», que
12. Independientemente de la situación del empleo, es frecuente que el
recurso a la mano de obra inmigrada sea denunciado como un «coste» en
tanto que constituye una solución fácil adecuada para comprometer o, al
menos, para retrasar las innovaciones técnicas que hubiera sido necesario
inventar en ausencia de la inmigración.
ha dejado de lado o que son totalmente ignorados por la teoría
estrictamente económica.13
Las cosas se complican todavía más cuando se sabe que, pro­
cedente de la misma lógica y siendo merecedora de las mismas
interrogaciones y de las mismas críticas, «la teoría económica
de los costes y beneficios comparados de la inmigración» puede
trasladarse al país de emigración y dar lugar a la constitución de
una teoría homologa. Esta «teoría económica de los costes y be­
neficios de la emigración» comienza, por otra parte, a producir
sus primeros resultados, obtenidos según el mismo esquema de
análisis, la misma combinación de simulaciones y disimulos, de
descubrimientos y encubrimientos parciales de la significación
real de los criterios deducidos de las luchas en las que la emigra­
ción es una apuesta. Y a través de esas dos «contabilidades» pa­
ralelas, la de la inmigración por un lado y la de la emigración por
el otro, se dibuja una especie de «contabilidad» de todo el fenó­
meno migratorio que es, ella también, objeto de luchas entre las
dos partes, el país de inmigración y el país de emigración, que se
encuentran y se enfrentan en esta ocasión. Los tratados conveni­
dos, «los convenios bilaterales de mano de obra y de Seguridad
Social», y las negociaciones que llevan a cabo a tal efecto, al ex-
plicitar los intereses de cada uno de los contratantes, instituyen
el terreno donde se objetivan las luchas por la definición a la vez
económica y política de los costes y beneficios respectivos.

La verdad de las relaciones de fuerza

La problemática de la «teoría de los beneficios y costes com­


parados de la inmigración» (y de la emigración), que obsesiona
intrínsecamente a todo el fenómeno migratorio, está también
13. Sucede que la teoría económica ignora también, además de los datos
no directamente económicos, algunos datos que atañen, sin embargo, a su
dominio; se ha descubierto hoy en día que la inmigración puede ser generado­
ra de toda una «economía subterránea», muy importante, altamente «prove­
chosa» en algunos aspectos y «perjudicial» en otros: las transferencias directas
sobre los ahorros de los trabajadores inmigrados argelinos se han parado casi
totalmente y han sido reemplazadas por transferencias de bienes de consumo
comprados en Francia por los «turistas» argelinos con el dinero de los inmi­
grados —un verdadero mercado paralelo, que es un mercado «negro», se ha
instituido de esta manera entre el diñar argelino (DA) y el franco— o compra­
dos por los mismos inmigrados y revendidos por ellos con esmero en Argelia.
presente, implícitamente y a modo de esquema generador de
comportamientos y de discursos, en la emigración y en el país de
emigración, en la manera de pensar la emigración, en la actitud
global respecto a ella (es decir, en la relación que mantienen el
conjunto de emigrados, por un lado, y la sociedad de emigra­
ción, por el otro) y, por encima de todo eso, en el sistema de
relaciones que vincula al país de inmigración.
«Ejemplares» a este respecto, las relaciones entre Francia y
Argelia con motivo de la inmigración proporcionan la mejor ilus­
tración que se pueda encontrar de la relación de dominante a do­
minado, objetivamente inscrita en la relación de país de inmigra­
ción a país de emigración. Esta disimetría aparece de manera to­
davía más clara, pues es todavía mayor y más conflictiva, cuando
las dos partes se ponen de acuerdo y se afanan en ocultar, en ocul­
tarse a sí mismas y en ocultarse mutuamente, la verdad de su
relación; cuando cada una de las partes finge creer —es la condi­
ción implícita para poder establecer un contrato— en el carácter
bilateral e incluso recíproco de la relación contractual en la que
concuerdan, relación que no es bilateral más que en sus formas,
en el tiempo del contrato, y que no es recíprocajmás que en teoría
(nada hará que el «inmigrado» reciba en el país de su inmigración
un tratamiento paritario con el que le está reservado al «coope­
rante» en el país de su cooperación). El país dominado (el país de
emigración) se esfuerza, en la medida de sus medios, políticos,
económicos e incluso técnicos e intelectuales (el conocimiento que
puede proporcionarse de su emigración y de toda la inmigración
de su contraparte), en reducir la distancia o la distorsión de la que
es víctima; el país dominante (el país de inmigración), haciendo
como que ignora la ventaja intrínseca que debe a su posición de
dominante, puede, también, aceptar concesiones, ya sea por con­
descendencia, ya sea porque le proporcionan ventajas de otra na­
turaleza (económica, política o diplomática) —y, lo más frecuen­
te, las dos cosas al mismo tiempo—, tratando de reducir de la
misma manera en apariencia el desajuste, incluso negando la des­
igualdad de las relaciones y, por ello mismo, negando la violencia
que las habita.
Siendo como es desigual, el intercambio es en este caso, in­
trínseca e incontestablemente, favorable al país proveedor de em­
pleos excedentes y, no menos incontestablemente, a costa del país
exportador de una fuerza de trabajo que se ha convertido en dis-
¡a conciencia de que está desempleada.14La tesis, muy frecuente y
demasiado fácilmente admitida, según la cual la inmigración cons­
tituiría para los países de emigración una especie de «válvula» en
el plano social e incluso político, una manera para estos últimos
de deslastrarse de su excedente, siempre peligroso, de «desem­
pleados», etc., pesa —y cada una de las partes lo sabe, incluso
cuando finge e incluso cuando fingen conjuntamente (es una bue­
na estrategia) que la confrontación bilateral es paritaria— sobre 1
todas las negociaciones relativas a la transferencia de mano de
obra; y, en caso de dificultades (periodos de crisis del mercado
de empleo, de crisis en las relaciones entre los dos países), ese
mismo dato no está lejos de constituir la ocasión y el medio para¡
un auténtico chantaje sobre el país de emigración.
La ventaja inherente que corresponde al país de inmigración,
al igual que su corolario, la debilidad intrínseca del país de emi­
gración, pueden expresarse también (con tal de salirse de la esfera
estrictamente económica) en términos de presencia y de ausencia:
«ventaja» para el país de inmigración por tener presentes en su
territorio, bajo su soberanía y autoridad (la autoridad de su ley, de
sus instituciones, de sus tribunales, de su policía, de su reglamen­
tación, etc.), a los inmigrados, es decir, a los nacionales (a los emi­
grados) de alguna otra nación; y, a contrario, «debilidad» —«tara»
original de la emigración— para el país de emigración por tener
ausentes, fuera de su territorio, de su soberanía y de su autoridad
y, más ampliamente, fuera de toda acción de los mecanismos inte-
gradores y de los procesos de identificación propios de toda socie­
dad, en una palabra, fuera de la cultura común (y, correlativamen­
te, en el territorio y bajo la soberanía y autoridad y, más amplia­
mente, bajo la acción integradora y bajo la cultura de alguna otra
nación), a sus nacionales emigrados (que son inmigrados en terri­
torio de los otros e inmigrados de los otros).
La historia conjugada de la colonización y de la emigración-
inmigración hace y seguirá haciendo durante mucho tiempo to­
davía que una parte de esa comunidad, los jóvenes nacidos en
Francia después del 1 de enero de 1963 (paradójicamente, des­
de que los argelinos en Francia se convirtieron en verdaderos
14. Véase A. Sayad, «Immigration et conventions intemationales», Peuples
Méditerranéens, n.° 9, octubre-diciembre de 1979, pp. 29-52.
inmigrados, en el sentido jurídico-político del término), esté di­
vidida y se dividirá no solamente entre dos estatutos (el de emi­
grado y el de inmigrado), entre dos países, dos sociedades y dos
naciones, sino también entre dos nacionalidades, la nacionali­
dad argelina, que la obtienen como consecuencia de su filiación
(hijos nacidos de un padre argelino), y la nacionalidad francesa,
que la obtienen automáticamente, sin ninguna posibilidad de
oposición, ni del gobierno francés aunque quisiera impedírselo
(salvo infringiendo su propia ley, las prescripciones del Código
francés de la Nacionalidad), ni de ellos mismos (aunque quisie­
ran sustraerse a esta obligación y a los efectos vinculados a la
posesión de la nacionalidad, el servicio militar principalmente),
ni, a fortiori, de Argelia —a causa de lo que el derecho francés de
la nacionalidad llama el «hecho del doble nacimiento». Una de
las consecuencias de esa «división» es que si permanecen como
«emigrados» (i.e., argelinos, naturales de la nacionalidad argeli­
na), incluso si no han emigrado nunca, de hecho, fuera de Arge­
lia, desaparecen como inmigrados (en el sentido jurídico del tér­
mino), pues la nacionalidad francesa que les es concedida los
niega en tanto que extranjeros inmigrados jen Francia. Están
«divididos» hoy en día entre la nación de su inmigración (y su
nacionalidad) y la nación de su emigración (y su nacionalidad)
y la nación de su emigración o de la emigración de sus padres (y
su nacionalidad, la nacionalidad de sus padres), al igual que
Argelia entera había sido «dividida» entre la «nación» conquis­
tadora (y su nacionalidad impuesta) y la «nación» conquistada
(y su «nacionalidad» denegada, prohibida).' Como productos y
víctimas de esta doble historia, estos jóvenes son su vivo recuer­
do; son una actualización anacrónica de esa historia: el conflic­
to de nacionalidad que en ellos tiene lugares tanto más agudo
cuanto que reenvía fundamentalmente a lá definición dada de
la competencia territorial de la soberanía francesa (arts. 6 y 8
del Código de la Nacionalidad). Francia, al negarse (por el mo­
mento) a «infringir» (o a revisar) su propia legislación, se niega
a volver, incluso implícita y retrospectivamente, sobre el estado
que ha prevalecido hasta la independencia de Argelia (es decir,
bajo la colonización); Argelia, por su parte, además de las consi­
deraciones de amor propio (nacional) y de los intereses que po­
demos llamar propiamente simbólicos, al negarse a aceptar la
«naturalización» automática y unilateral (por voluntad de la le­
gislación ixancesa) de sus «hijos» (de sus «naturales» o de aque­
llos que considera como tales) y, por ello, el «atentado» perpe­
trado así, a través de la integridad de su población (aun cuando
ésta, nacida en el extranjero, resida fuera del territorio nacio­
nal), contra su integridad nacional, se niega de hecho a suscri­
bir, incluso implícita y retrospectivamente, el antiguo orden co­
lonial que combatió y del que se liberó. Es, pues, con toda obje­
tividad (como si esto fuera independiente de la voluntad de los
agentes) como las dos partes se ven llevadas a reivindicar la leal­
tad exclusiva de los niños que se disputan en la nacionalidad de
uno u otro Estado.
Otra singularidad de esas relaciones de Estado a Estado es
que los emigrados (para uno) y los inmigrados (para el otro) no,
son aquí, en definitiva, más que la «materia» prima de un fenó­
meno sobre el que estos Estados están obligados a discutir: in­
migrados como no se puede serlo más (es decir, totalmente «su­
mergidos» y profundamente comprometidos en la sociedad fran­
cesa y en todas sus manifestaciones, como no podría estarlo nunca
cualquier otro extranjero), pero, a pesar de eso, emigrados casi
como en el primer día de la historia de su emigración (es decir,
todavía fuertemente ligados a Argelia, el país de su emigración o
de sus orígenes, incluso si no lo conocen más que muy poco o
nada en absoluto). Esta posición paradójica, que es una de las
características ejemplares de los emigrados-inmigrados argeli­
nos en Francia, los sitúa, de hecho, al margen de los intereses
inter-estatales que reconocen las dos partes que convienen a pro­
pósito de la emigración y de la inmigración. Si en su origen los
intereses de los emigrados se correspondían efectivamente con
los intereses de su país —o, más precisamente, con los intereses
más cercanos a sus familiares, a sus grupos de parentesco, a sus
comunidades, y ello más que con los intereses más lejanos, indi­
rectos y abstractos (intereses políticos) de su Estado—, esos sis­
temas de intereses tienden a divergir inevitablemente a medida
que perdura la emigración y a medida que, a la larga, se distien­
den las relaciones entre el país de emigración y sus emigrados.
Con excepción, al parecer, del ámbito simbólico en el que los
intereses del Estado y de los individuos (intereses de amor pro­
pio) están totalmente confundidos, son indisociables y se man­
tienen mutuamente, al ser el honor un capital siempre indiviso,
en cualquier otra parte, los intereses propios de los emigrados-
inmigrados tienden a constituirse en intereses autónomos, dis­
tintos, incluso opuestos (al menos parcialmente) a los intereses,
a la vez, del país de emigración y del país de inmigración y, de
manera más indudable, a los intereses concertados de los dos
países. En un verdadero trabajo de imposición de intereses ofi­
ciales, siendo los únicos que son considerados dignos de ser teni­
dos en consideración a ojos de lo político, se libran todas las
negociaciones a las que dan lugar la emigración y la inmigra­
ción; ése es, además, otro lugar donde se objetiva la «complici­
dad» intrínseca que vincula necesaria y fundamentalmente a los
dos países para que haya emigración e inmigración. Que los in­
tereses de los emigrados-inmigrados y, correlativamente, de su
país de emigración puedan ser contrarios a los intereses oficia­
les, estatales, del país de inmigración (y puedan ser contrariados
por estos intereses), es, en última instancia, fácil o más fácil de
admitir, habida cuenta de la experiencia que se tiene de la inmi­
gración y de los superbeneficios que procura a sus usuarios (hay
en esta oposición y en la oposición más amplia entre población
inmigrada y sociedad de inmigración una variante paradigmáti­
ca de la oposición más profunda entre mano de obra asalariada
y patronal, entre proletariado y burguesía, etc.). Pero para que
los intereses de esos mismos emigrados-inmigrados puedan dis­
tinguirse, hasta oponérseles, de los intereses del país de emigra­
ción —intereses que a ese país le gusta a ménudo presentar e
imponer a todos como intereses «superiores», como «intereses
primordiales de la nación»—, es necesario el grado de compleji­
dad (y de excepción) que ha alcanzado la inmigración argelina; y
esto para que, como decimos, pueda observarse una situación
semejante que raya en el escándalo. La duplicidad indispensable
(se impone en sí misma) que supone el fenómeno migratorio
impone la ilusión de que los intereses de las tires partes enjuego
(los países de emigración y de inmigración y los emigrados-in-
migrados para los que y en nombre de los que deciden las dos
primeras partes al fingir ignorar que éstos pueden tener intere­
ses específicos), no obstante contradictorios, pueden ser conci­
llados y mirados como complementarios y como mutuamente
dependientes, pero ello a condición de que les convenga sola­
mente a los dos. El país de inmigración se ve así llevado a reco­
nocer implícitamente que los intereses de los inmigrados (en tanto
que son «emigrados») y los intereses del país del que son los
emigrados se confunden, y que suscribir los intereses del país
de emigración (o de origen) es servir, al mismo tiempo, a los
intereses de los emigrados y de los inmigrados; la identificación
de los intereses, que se quieren solidarios, de una y otra parte es
tal que, después de haber planteado (no sin ninguna razón) que
los intereses de los inmigrados son también y necesariamente los
intereses de su país, se llega a admitir con toda naturalidad que
los intereses del país de emigración, cuando ocurre (en el mejor
de los casos) que se discute realmente de ello, no pueden más
que coincidir, aquéllos también, con los «verdaderos» intereses
de los inmigrados, y que no hay, en última instancia, más intere­
ses «verdaderos» para los inmigrados que aquellos que los dos
países reconocen que son también los intereses del país de emi-;
gración.15Se sacrifican tanto más, y tanto más fácilmente a esta
ilusión, del lado del país de inmigración, cuanto que contribu­
yan a «moralizar» el recurso a la inmigración y, más aún, la rela­
ción que hay, en estas circunstancias, con el país (o los países) de
emigración —sobre todo ahora que la inmigración, convertida
en el resultado de un asunto contractual entre Estados, se grati­
fica con esta otra virtud que es la de ser un dato nuevo de la
política de cooperación y de ayuda al desarrollo. Es, en todo caso,
el papel «ejemplar» que se hace desempeñar a la política de «for­
mación-retomo» convenida entre los dos países, y que, indepen­
dientemente de la aplicación que de ella se haga y de los resulta­
dos que dé o no dé, aparecerá de ahora en adelante como «ejem­
plar», tanto en su génesis como en sus funciones y su significación
15. Se podría hacer el análisis (que sobrepasa el marco de este artículo) de
los últimos «acuerdos» franco-argelinos cerrados bajo la forma de un inter­
cambio de cartas firmadas, por parte de Francia, por el secretario de Estado
para los Trabajadores Inmigrados (miembro del gobierno francés) y, por parte
de Argelia, solamente por el secretario general del Ministerio del Trabajo (por
tanto, por un administrador, aunque ocupe la función administrativa y políti­
ca más alta del Ministerio), a fecha de 18 de septiembre de 1980. Este inter­
cambio ha sido ratificado por la Asamblea Nacional el 27 de noviembre de
1980 (Journal Officid, 28 de noviembre de 1980). Estos «acuerdos» constitu­
yen una excelente ilustración de la creciente antinomia que hay entre los inte­
reses reales de los individuos (intereses ignorados, en parte, y, en consecuen­
cia, sacrificados) y los intereses que Argelia (y, con ella y en total acuerdo,
Francia, que encuentra ahí también sus intereses) les presta en tanto que son
sus «emigrados», imponiendo de este modo la definición que tiene de sus inte­
reses, y que no es, en el fondo, más que la definición que da de sus propios
intereses de Estado, intereses materiales pero también simbólicos.
global: o ni «formación» ni «retomo» (sin formación porque no
hay retomo); o «formación» separada del «retomo» (por no de­
cir «sin retomo», en el sentido de que el hecho de que no haya
obligación de retomo constituye algo así como la garantía de la
formación), como lo entiende el país de emigración; o «retomo»
prioritaria y principalmente como tiende a entenderlo el país de
inmigración, al no ser la «formación», en este caso, más que un
«acompañamiento», por no decir un pretexto (al menos según el
espíritu con el que se había definido inicialmente la formación y
se habían fijado los contingentes a «formar» y a «retomar» anual­
mente). Indudablemente, una formula semejante traduce a las
maravillas esta suerte de doble juego de la fe y de la mala fe, de la
fe definida como mala fe, en la que se instala toda relación a
propósito de la emigración-inmigración.
No podemos concluir sin evocar al menos otro aspecto de la
inmigración argelina, también ejemplar por más de un motivo:
se trata del tipo de relaciones que los inmigrados argelinos en
Francia mantienen con Argelia, como representación (política,
cultural, nacional), como «voluntad», es decir; como represen­
tación de sí mismos (como argelinos «por voluntad») y como
realidad (social, económica, cultural, etc.); se trata de la histo­
ria de esas relaciones, que no son siempre serenas, incluso si
esta historia es, en el fondo, la historia de sus ¡relaciones consi­
go mismos. Para introducir solamente el tema, que por otro
lado no es posible tratar aquí, habría que hacer el análisis de
todo el discurso que Argelia mantiene sobre 'su emigración (y,
en cierta manera, sobre sí misma) respecto, en primer lugar, a
los propios emigrados y, todavía más, al país hacia el que han
«emigrado», y, seguidamente, respecto a sí misma; habría que
analizar más especialmente la génesis y las funciones (sobre
todo simbólicas) del discurso sobre la «reinserción», particu­
larmente revelador de la relación que la sociedad argelina man­
tiene consigo misma a través de su emigración, a través de la
imagen que le devuelve de sí misma su emigración, otra varian­
te (envidiada y detestada) de sí misma y otra variación (que
hubiera podido ser posible) de su historia; habría que determi­
nar el papel exacto que Argelia, es decir, la política que ha adop­
tado respecto a su emigración, ha jugado, al contrario de como
se lo esperaba y en contradicción con el fin pretendido y los
resultados que se daban por descontados (política de incorpo­
ración y de reintegración a distancia o a pesar de la distancia),
en la constitución progresiva de esa autonomía (relativa) de la
que la comunidad inmigrada argelina se ha dotado a sí misma,
por una parte, y de la que ha sido dotada, por otra: el papel de
todo el discurso que denuncia la emigración como un «acci­
dente de la historia», que alaba (oficialmente) a la población
emigrada como «parte integrante de la nación», que hace de la
«reinserción» de los emigrados una «obligación» nacional (dis­
curso que no deja de suscitar envidias y de imponer la repre­
sentación del emigrado como un «aprovechado» y, por consi­
guiente, de crear alrededor y respecto a él un clima de suspica­
cia y el sentimiento de su culpabilidad, incluso de su «traición»
puesto que se ha retirado del «juego nacional»);16los efectos de
los seminarios y conferencias nacionales sobre la emigración,
de la Jomada Nacional de la Emigración; el papel de encuadra-
miento y «moralización» de los emigrados en la misma Fran­
cia, confiado a una asociación casi «oficial», dotada de impor­
tantes medios técnicos y financieros y de un numeroso perso­
nal retribuido con cargo al presupuesto del Estado argelino
—asociación con arreglo al derecho francés (que está regida
por la ley de 1901), pero que aparece, a ojos de todos (a sus
propios ojos, a ojos de Argelia, a ojos de los emigrados-inmi-
grados, desde luego, y también, pero con cierta mala fe y cuan­
do le interesa, a ojos de la misma Francia), como una organiza­
ción oficial argelina y como la representación del FLN en Fran­
cia y es tratada casi oficialmente como tal (por el lado francés)—;
la existencia en Francia de una prensa «oficial» del país de emi­
gración (un semanario en francés y una revista en árabe); etc.
Esperamos que este cuadro, muy amplio y groseramente
esbozado, de la inmigración argelina en Francia, incluso si no
aporta nada nuevo sobre el objeto, contribuya por poco que
16. Detener la emigración es hacer algo; pero .eso no es suficiente. No
basta con decidir sobre la emigración actual, es necesario volver sobre la
emigración pasada: el discurso sobre la «reinserción» es, independientemente
de sus efectos, una manera de «revancha» sobre la historia antigua (sobre la
colonización y sobre la emigración), una manera mágica de negar esta histo­
ria «reintegrando» y negando sus efectos; el emigrado, en tanto que es un
nacional en el extranjero, no tiene más solución legítima en su condición de
inmigrado que el «retomo» lógico, necesario, ineluctable, al país (aunque
sea al final de su vida activa, en vísperas de su muerte o solamente para ser
enterrado allí).
sea a explicar el lugar particular y particularmente significa­
tivo que esta inmigración ocupa en el panorama conjunto de
las inmigraciones pasadas y presentes, originarias de países
europeos o de países del Tercer Mundo y, en este último caso,
del antiguo imperio colonial francés o de países que no han
estado antiguamente colonizados por Francia, etc.; que con­
tribuya a hacer comprender el valor simbólico de esta inmi­
gración, tanto para el país de inmigración, en sus relaciones
con la población inmigrada, como para los inmigrados mis­
mos y para todos los inmigrados.
NACIONALISMO Y EMIGRACIÓN

¿Es necesario recordar que toda emigración es ruptura, que


es ruptura con un territorio y por lo mismo con una población,
un orden social, un orden económico, un orden político y un
orden cultural y moral? Pero, además de ser causa de rupturas,
la emigración es ella misma el producto de una ruptura funda­
mental: tienen que derrumbarse todos los marcos que asegura­
ban la cohesión de la sociedad para que la emigración pueda
aparecer y perpetuarse. Y sabemos que esta ruptura inicial es,
en el caso de la emigración argelina a Francia (y, desde luego, en
el caso de muchas otras emigraciones), el producto directo de la
colonización. Toda la historia de esta ruptura y, por ende, de
la emigración consecutiva a esta ruptura se confunde con la his­
toria del campesinado que fue y sigue siendo todavía el gran
proveedor de la emigración; un poco menos hoy que en el pasa­
do y menos directamente, puesto que los mismos candidatos a la
emigración a Francia que, antaño, habrían partido de su pueblo
natal sin otra etapa intermedia, transitan hoy en día (cuando
pueden emigrar) por una estancia, más o menos larga y en fami­
lia, en una ciudad argelina, antes de emigrar a Francia.

Un acto objetivamente político

Emigrar constituye objetivamente (es decir, sin que lo sepan


todas las partes e independientemente de su voluntad) un acto
que, sin lugar a dudas, es fundamentalmente político incluso si
está en la naturaleza misma del fenómeno migratorio, en la for-
ma en que se lo conoce en Francia por ejemplo, ocultarlo y ne­
garlo. Esto es aún más cierto en el caso de una emigración que
se inscribe en un contexto colonial: ésta es política a pesar del
hecho de que tenga por destino la metrópolis o, más precisa­
mente, porque se dirige a la metrópolis. Aunque sea totalmente
solidaria de su génesis pero también, aunque de manera menos
directa y menos visible, de esa otra emigración que estuvo por
entero y de manera inmediata al servicio y beneficio de los colo­
nos (la emigración de los trabajadores agrícolas permanentes o
temporeros vinculados a los dominios de la colonización), no
podía dejar de ser percibida por el colonato como una emigra­
ción competidora que venía a disputarle de manera «desleal» la
mano de obra ya disponible en abundancia y, más aún, la mano
de obra potencial a la que se permitía considerar como definiti­
va y estructuralmente adquirida, en su provecho exclusivo. Cual­
quier otra posibilidad de empleo que se ofreciese a esta mano de
obra, sin embargo superabundante, no podía aparecer en estas
condiciones más que como una especie de desviación. Es tam­
bién de este modo, es decir, en tanto que la emigración es nece­
sariamente un acto político, que los emigrados mismos, aunque
se defiendan de ello, han vivido su emigración a Francia, al exi­
mirles ésta de esa otra emigración a la que se sabían destinados,
la emigración a las granjas de la colonización. Hayan sido o no
obreros agrícolas (temporeros o permanentes), que es la prime­
ra forma de emigración rural y de proletarización de los fellahs,
los emigrados a Francia sabían más o menos conscientemente
que actuando de esa manera se sustraían a la explotación colo­
nial en su forma más directa y más visible y se liberaban así
objetivamente de la sumisión a la que estaban Obligados respecto
al orden colonial. Aquélla fue la expresión, pór parte de los pri­
meros emigrados, de un «nacionalismo» necesariamente políti­
co, incluso si éste no podía todavía formularse en términos pro­
piamente políticos. Cada inmigrado de la colonia o cada indíge­
na de cualquier colonia emigrante a la metrópolis no puede
olvidar que es en primer lugar y ante todo un colonizado (y no
un simple inmigrado como lo pueda ser cualquier otro extranje­
ro). Colonizado, es decir, negado políticamente en su ser político
e histórico nacional, el emigrado argelino fue conducido a des­
cubrir, con motivo de su emigración, la política y el nacionalis­
mo —puesto que, en última instancia, no existe, para el coloni­
zado, otra política que la nacionalista.1En todos estos sentidos
se puede afirmar que el exilio reviste necesariamente una signi­
ficación política. Más que cualquier otra ocasión apta para crear
y para reforzar los vínculos de solidaridad, el exilio al que obliga
la emigración, es decir, a la existencia minoritaria tal como se
impone y debe ser sufrida cuando uno debe vivir en el país de
otros (que, en estas circunstancias, vienen a encontrarse, por
añadidura, los colonizadores),2 no podía más que forjar, entre
los unos y los otros, una comunión inédita de pensamientos y de
esperanzas, cuando no de reivindicaciones y de acciones mili­
tantes, o incluso de ambiciones propiamente políticas. Y aunque
sólo hubiese producido ese efecto, el rodeo por la inmigración
aún habría tenido eso de positivo, pues el exilio, mediante el
distanciamiento que impone a cada uno de los emigrados, los
lleva a relativizar su condición originaria. Es ésa una necesidad
imperiosa, no solamente intelectual, sino de orden totalmente
práctico. Ya impuesta al colonizado, incluso al menos expuesto
al nuevo orden de la colonización, esta necesidad se impone im­
perativamente a todos los inmigrados, y más aún a los coloniza­
dos inmigrados en la sociedad metropolitana: tanto unos como
otros se encuentran comprometidos en una partida que no sa­
brían abandonar, ni incluso, en el último caso, esquivar mante­
niéndose al margen, al modo de lo que se podía hacer aún en la
colonia aprovechando las bolsas de «tradicionalismo» que se
habían mantenido y perpetuado, pero que la emigración comen­
zaba a hacer mermar. Esta situación no es más que un caso, una
variante paradigmática, de lo que puede ser considerado, en es­
tas circunstancias, como la ley del género: en efecto, en todo
1. Es independientemente de la intención política que lo habita que todo
acto político del colonizado (ya sea éste un inmigrado en la metrópolis o no)
es objetivamente un acto «nacionalista».
2. Una relación de profunda similitud une al emigrado y al colonizado aun
cuando el primero no es tampoco ni al mismo tiempo el segundo, y aun cuan­
do las dos condiciones no son simultáneas y no vienen a reforzarse mutuamen­
te. Así, colonizado de nuevo modo o colonizado de última hora (en la era de la
descolonización, después de que la colonización haya temiinado), el inmigra­
do está en posición minoritaria, en posición dominada cuando está fuera de su
país, cuando está en el país de otros —lo que puede ser un consuelo—, mien­
tras que el colonizado está, por el contrario,-reducido a una posición domina­
da, a una posición minoritaria en su propio territorio, posición que se yuxtapo­
ne a la existencia bajo el modo mayoritario que los otros, los conquistadores,
los dominantes, los colonizadores, han podido lograr en su país.
contacto entre culturas, es a la cultura que está en posición do­
minada a la que se le pide el esfuerzo de re-invención mayor y
más urgente, así como una intelección relativamente más verda­
dera y más justa de la cultura dominante. El etnocentrismo es,
en primer lugar, algo inherente a los dominantes, y forma parte
de la cultura de los dominantes (cultura que pretende ser univer­
sal, absoluta, la única cultura que sea cultura), pues, estando
completamente seguros de sí mismos y de su cultura, no hay
para ellos nada que «re-inventar», nada que comprender de modo
práctico. Y cuando, de manera excepcional, se dan los medios
para comprender a esos «otros» que les son culturalmente extra­
ños, los dominados, eso sigue quedando en el orden de la inte­
lección, de la reflexión teórica, y su comprensión más compren­
siva, incluso cuando trata de preservarse contra el etnocentris­
mo, continúa siendo todavía el producto de su propia cultura.
Sin duda, la primera reacción de los primeros emigrados fue
una reacción de extrañeza en el sentido más fuerte del término:
la «relativización» que el emigrado y también, antes que él, el
colonizado han experimentado, el primero más intensamente
que el segundo, equivale al descubrimiento no sólo de lo «arbi­
trario» cultural, casi en el sentido en el que lo entiende la antro­
pología docta, sino también de la historia. Descubrimiento tanto
más amplio y más profundo cuanto más se prolonga la inmigra­
ción, es decir, cuanto más se amplían y se intensifican, por una
parte, la investigación y el conocimiento que el emigrado se da
de ese otro mundo en el que ha sido arrojado j—un cosmos muy
alejado del suyo, un mundo que es a un tiempo un modo de
relaciones, un modo de existencia, un sistema de intercambios,
una economía, una manera de ser, etc., en dos palabras, una
cultura— y, por otra parte, la comparación que esta investiga­
ción por sí misma impone a quienquiera que efectúe el aprendi­
zaje de dos existencias sociales diferenciadas y de lo que las dife­
rencia. Por el mero hecho de que contribuye a romper con la
condición primera del colonizado (del colonizado-en-la-colonia),
la emigración autoriza una nueva visión del mundo social y tam­
bién político, una nueva representación de la relación que se
mantiene con el mundo, y de la posición que se ocupa en él:
contra la antigua actitud, histórica y culturalmente determina­
da, que hacía que uno pareciera adherirse profundamente a la
condición de colonizado y que se la percibía —¿podía ser de otro
modo?— no como el producto de la historia sino como una es­
pecie de dato «natural», se ha venido a descubrir la historicidad
de esta condición, es decir, a asignarle un origen y una génesis
social y, por consiguiente, una significación histórica. La condi­
ción de emigrado, por la experiencia que aporta de un mundo
social, económico, cultural y, en suma, político, diferente del
universo familiar, y también por ese mínimo de seguridad que
procura en cuanto al presente —y a través del trabajo relativa­
mente estable y organizado en cuanto al futuro—, tiene sobre la
condición de colonizado la superioridad y la ventaja, se podría
decir, de contener en germen el principio de la diferencia que
separa el estado de los proletarios (que son tendencialmente los
emigrados llegados a Francia), que son capaces de proyectos vir­
tualmente revolucionarios, y el estado de los sub-proletarios (que
son tendencialmente los campesinos desarraigados en el propio
lugar y «descampesinizados»), que están destinados a las esperas
escatológicas. Y si la condición de asalariado tiene, desde este
punto de vista, efectos diferenciales, no es en absoluto como efecto
de alguna metamorfosis mágica que haría padecer a cualquie­
ra que acceda al salariado, sino más bien a causa de la inculca­
ción que efectúa de cierto tipo de disposiciones: esto es, de aque­
llas que exigen las estructuras de las que se hace el aprendizaje
social; de aquellas también que se expresan tanto en las prácticas
cotidianas de la existencia como en la proyección de un porvenir
que, en estas condiciones, no puede ser en sí mismo más que
revolucionario. Tal es la «virtud» política de la inmigración
que hay que entender, aquí, en el sentido de experiencia del tra­
bajo asalariado y de todo lo que en el trabajo asalariado es ade­
cuado para estructurar una nueva conciencia temporal y una nueva
conciencia social (aun cuando esta «enseñanza» no produzca siem­
pre los efectos que se pueden esperar de ella o los produzca de
manera desigual a causa, en particular, de las disposiciones dife­
renciales de los emigrados y grupos de emigrados).
Cuando la misma experiencia es realizada en Argelia, y con
la condición de que sea posible en Argelia, aquélla no tiene nada
que envidiar a su homologa de la emigración. Dicha experiencia
aporta tanto, si no más, pues el origen social y el capital social y
cultural de ese primer núcleo de la clase obrera argelina (muy
diferentes desde estas dos perspectivas de la franja de población
que proveía tanto la mano de obra agrícola local como la emi­
gración a Francia) parecen capaces de favorecer, en el país más
que en la emigración, una integración más rápida y segura,
más verdadera al mundo obrero y a sus modos de organización
(sindicalización después de que la ley de 1884 se extendiera a
Argelia, compromiso con las luchas obreras y dominio de ese
arma que es la huelga, etc.). Desde luego, la estructura misma de
la economía colonial —la colonia no fue nunca una gran creado­
ra de empleos industriales—, junto a la naturaleza esencialmen­
te discriminatoria del régimen colonial —al estar las escasas po­
sibilidades de empleos asalariados no agrícolas reservados prio­
ritariamente a la población europea que, ella también, tenía su
proletariado— dejaban poco espacio para la formación de una
clase obrera argelina. Pero, aunque minoritaria, ésta comenza­
ba, contra viento y marea, a constituirse muy tímidamente. Y es
significativo constatar que durante el periodo de entreguerras,
de 1920 a 1937, fueron los sectores que empleaban, aunque en
número limitado, la mano de obra argelina (los mataderos, las
dársenas portuarias, las minas, etc.) los más activos en el frente
de las reivindicaciones sociales y de las huelgas (por ejemplo, la
huelga de los mineros de Beni-Saf, la de los obreros del tabaco
de la manufactura Bastos de Orán, la de los sindicatos de la ciu­
dad de Orán en 1919; la huelga de los ferroviarios en 1920; la
huelga de los mataderos de Argel en 1921; las huelgas múltiples,
sobre todo en 1924 y en 1929, de las dársenas de Mostaganem,
de Arzew y de Orán, de los basureros de Argel en 1927, etc.):
participación, desde luego, en las huelgas comunes decididas por
los sindicatos o lanzadas por la fracción europea de ese proleta­
riado —participación que tiene objetivamente significado de so­
lidaridad y que es como su grado más elemental—3 pero tam­
bién, hecho éste más significativo, la asunción más autónoma de
algunas huelgas (en este caso al modo de lo que pasa hoy en día,
en la inmigración en Francia).
3. «[...] Si los europeos hacen huelga (supuestamente, contra su propio
sistema y contra el sistema del que son los principales beneficiarios, los pri­
vilegiados), no seré yo (sobrentendiéndose, que soy el dejado-de-la-mano de
este sistema y, en última instancia, el que es su enemigo y ello por ser su
víctima) el que trabajará», debía decirse; es esta misma reacción la que im­
ponía e impone todavía parcialmente la participación en las huelgas de los
trabajadores inmigrados argelinos (y de otros probablemente) hasta el pe­
riodo actual.
Pero, exactamente, ¿quiénes eran por tanto los emigrados de
la época que iban a suministrar el armazón sobre el que se apoya­
ría la Estrella Norteafricana? Para apreciar adecuadamente lo que
era esta generación de emigrados argelinos, sería necesario man­
tener, dentro de una misma perspectiva y bajo una misma mira­
da, varias historias paralelas y mostrar cómo han concurrido a la
constitución de una verdadera formación política entre los traba­
jadores emigrados. Así, la historia, primero, de la colonización y,
con más precisión, después de 1880, de la viticultura, esa especu-,
lación que sellaría, mucho después de las quimeras, el destino
colonial de Argelia; seguidamente, la historia del trabajo (asala­
riado) ofrecido al «ejército de reserva» que fue constituido a me­
dida que tuvo lugar la desposesión y, peor aún, la «descampesini-
zación» de los fellahs', después, y como resultado de todo esto, lá
historia de la emigración propiamente dicha; y, finalmente, la his­
toria de los movimientos políticos así como de todo el contexto
sociopolítico (en Argelia, desde luego, pero también en Francia)
del que la emigración da necesariamente testimonio.
Restituir todas estas condiciones es también caracterizar el
perfil que podían tener los emigrados de entonces, esos emigra­
dos de entreguerras (1920-1938), que iban a ser, a la vez, los ac­
tores y los espectadores, los militantes, los simpatizantes o sola­
mente los testigos de la formación y de la acción de la Estrella
Norteafricana (ENA). Dicho esto, hemos de guardamos de creer,
como cierta hagiografía podría darlo a entender, que la ENA fue
una creación ex nihilo, que fue la obra inédita de algunas indivi­
dualidades o de un grupo de pioneros que no habrían tenido
para sí más que sus virtudes o su fe «revolucionaria». Así mis­
mo, sólo se puede mantener bajo sospecha, al menos hasta que
tengamos una mayor información, la tesis oficial de la continui­
dad «revolucionaria» que conduce sucesivamente de la Estrella
Norteafricana (primera versión) a la Gloriosa Estrella Norteafri­
cana (nueva formación), después al PPA-MTLD (Partido del Pue­
blo Argelino y Movimiento para el Triunfo de las Libertades De­
mocráticas) y, finalmente, al FLN, el Frente de la guerra de inde­
pendencia y el partido único de la Argelia independiente. El
interés político y el carácter ideológico de esta tesis son demasia­
do evidentes para que no se pueda sospechar que hay en ello una
lectura interesada de la historia, que es necesario incorporar,
junto con otras, condición ésta de la objetividad del trabajo his­
tórico, a la historia misma de la Estrella.
E l campo de las asociaciones

Puesto que no son más que los elementos de una estructura


más amplia, las formaciones orgánicas, ya sean de orden políti­
co (partidos o como partidos políticos) o ya sean asociaciones de
otra naturaleza —lo que fue, en su tiempo, la ENA y lo que es
todavía hoy en día el movimiento asociativo que se observa entre
los inmigrados—, reclaman un análisis en términos de campo:
cada pieza aisladamente (es decir, cada formación) debe su fun­
ción y su significado a la posición de las demás piezas, a las
relaciones que mantiene con cada una de ellas y con el todo que
constituyen. Hace falta, por tanto, reconstruir la totalidad del
campo, o también el conjunto de las posibilidades socialmente
posibles en un momento dado y en aquel contexto, para poder
comprender la posición que ocupa en este campo uno de sus
elementos constitutivos, en este caso la ENA. A decir verdad, la
ENA, a reserva de las características que le son propias, no es ni
la única ni la primera «asociación» que vio la luz entre la emigra­
ción o con el pretexto de la emigración de trabajadores argelinos
en Francia. Aunque la función reconocida y oficialmente procla­
mada por las asociaciones no sea más que una función de ayuda
mutua, de auxilio y de asistencia mutua, de filantropía, el con­
texto colonial imprimió a estas asociaciones, incluso a las más
«apolíticas» en apariencia, una sobredetermihación que les con­
firió objetivamente un significado y una función políticos. Ya se
tratara de asociaciones de solidaridad, de asociaciones de defen­
sa de intereses materiales y morales (es decir, sociales y cultura­
les, que diríamos hoy en día) o de asociaciones caritativas; ya se
tratara de asociaciones que se inspiraban ó se fundaban sobre
bases realmente políticas, ya fuesen asimilaeionistas, reformis­
tas y, a fortioii, nacionalistas revolucionaríais, el hecho de «aso­
ciarse», en el caso de los emigrados de la colonia, constituyó, por
sí solo, un acto necesariamente político, al igual que el acto mis­
mo de emigrar fuera de la colonia. Desde este punto de vista —y
la administración colonial, tanto la de la metrópolis como la de
la colonia, que persiguió a estas asociaciones (incluso a aquellas
que fueron creadas casi a instigación suya) con sus rigores, su
control vigilante y sus represiones, no se equivocó en esto—, todo
ocurrió como si cualquier forma de organización declarada, que
aspirara a una existencia pública y a una actividad visible, cons­
tituyese, por así decirlo, la forma embrionaria de ese nacionalis­
mo antes de que encontrase su enunciación explícita y su expre­
sión propiamente política. Pero, a excepción de la ENA, el doble
aislamiento que afectaba a estas asociaciones las condenaba a
un inevitable decaimiento, por defecto de arraigo; las solidarida­
des de hecho, que abrazaban el marco tradicional de las relacio­
nes propias a los emigrados (parentesco según los diferentes ni­
veles jerarquizados, pueblos, regiones de origen, etc.), eximían
de recurrir a las fórmulas que teman la preferencia de las asocia1
ciones explícitamente organizadas, como las asociaciones loca­
les, los partidos políticos, los sindicatos, etc., y que estaban más
institucionalizadas, más burocratizadas, tanto en su constitu­
ción como en su funcionamiento, o menos personalizadas.
Estas asociaciones, o tentativas de asociación más o menos
efímeras, necesitaban todas apoyarse en estructuras de otra na­
turaleza (partidos políticos de derecha o de izquierda, organiza­
ciones sindicales u otras corrientes de opinión, etc.) de las que se
sentían solidarias o próximas, o de las que no eran a veces más
que simples emanaciones, al mismo tiempo que intentaban ser
transposiciones en Francia de las tendencias políticas que se
perfilaban en Argelia tanto en la opinión colonial como en la
opinión musulmana (el Movimiento Joven-Argelino, la Federa­
ción de los Elegidos, la corriente reformista musulmana, etc.).
Se pueden citar, entre las agrupaciones que aspiran a una noto­
riedad o a dimensiones de orden nacional, el Comité de Acción
para la Defensa de los Indígenas Argelinos, la Liga de Defensa de
los Musulmanes Norteafricanos, el Comité de Acción y de Soli­
daridad a favor de las Víctimas de la Represión de Constantina,
el Comité de Organización de los Norteafricanos de París, el Co­
mité de Acción para el Retomo del emir Khaled, el Nadi al-ta’dib
(el «círculo» o los «círculos de educación»), etc., y, en fin, la Es­
trella Norteafricana, y, por encima de ésta, en unión con el sindi­
cato (la CGTU), las Amicales de Protección destinadas a movili­
zar a los obreros argelinos durante los desfiles y mítines (el 8 de
noviembre de 1924, día del aniversario de la revolución bolche­
vique; el 23 de noviembre del mismo año por el traslado de las
cenizas de Jaurés al panteón).
El mismo fenómeno se vuelve a encontrar a nivel local, ya sea
que estas asociaciones hayan intentado multiplicarse en las ciu­
dades y las regiones de fuerte implantación, o ya sea que asocia-
dones ad hoc hayan sido creadas ¡ocalmente: así, en Lyon, la
Asociación de Trabajadores Argelinos, y, en Marsella, la Amical
Protectora de los Norteafricanos; la Solidaridad Argelina, el Co­
mité de Defensa de los Derechos e Intereses de los Argelinos, el
Círculo de Educación de Marsella, la Asociación Franco-musul-
mana y el Comité Provisional de la mezquita de Marsella. Por
supuesto, podríamos encontrar otros tantos ejemplos en todas
las regiones de Francia (especialmente en el Norte y en el Este)
donde se encontraba fuertemente concentrada la población de
emigrados argelinos.
La ENA es indiscutiblemente la organización más conocida,
pues fue también la más explícitamente política, la más activa, y
desde luego, la más reprimida y, a pesar de ello, la más perseve­
rante (algunos de sus adheridos y miembros fundadores se volvie­
ron a encontrar en el PPA, formación propiamente política —des­
pués en el PPA-MTLD, forma legalista y electoralista del PPA— y,
por qué no, en el FLN). A algunos les gusta ver en ella el origen
mismo del movimiento nacionalista —genealogía que, en tanto
que reconstrucción histórica, es un verdadero objeto de luchas
sociales y políticas, cada una esperando de la historia así recons­
truida una especie particular de beneficios, de beneficios simbóli­
cos como el de, por ejemplo, legitimar la historia ulterior y, a tra­
vés de ésta, la posición actualmente ocupada o;reivindicada.
Pero, en todo caso, el doble error de la historia necesaria­
mente «nacionalista» de la organización que fue la ENA, organi­
zación nacional y nacionalista a pesar de la especie de cobertura
comunista e intemacionalista que podía y debía darse, ha con­
sistido, por una parte, en no leer la historia ,de esta formación
más que referida a un elemento exterior a ella, el Partido Comu­
nista Francés, y las formaciones políticas argelinas; y, por otra
parte, en confundir las posiciones de todas las partes de esta
confrontación, la Estrella misma, el PCA, y cada una de las for­
maciones políticas contemporáneas o posteriores a la Estrella
Norteafricana, que verían la luz en Argelia, en el seno de la socie­
dad argelina.
Por un lado, la manera en la que se han enfocado las relacio­
nes ENA-PCF ya prefiguraba la oposición, convertida en clásica
y llevada hasta una total irreductibilidad, entre nacionalismo y
comunismo. Mientras que hubiera sido más prudente plantear­
se como hipótesis de trabajo la posible complementariedad, no
sólo ideológica (en aquélla se está, por el contrario, en una total
incompatibilidad teórica), sino también de orden práctico, de
los dos movimientos y formaciones que se inspiran en ellas y las
realizan. Puesto que muy astuto ha de ser el que pueda separar,
en la conjunción que realiza la inmigración de colonizados entre
el hecho colonial (y el nacionalismo que es su producto y res­
puesta) y la dimensión social de la condición obrera de la que los
trabajadores inmigrados son una de sus nuevas componentes, la
parte distinta que le corresponde a uno y a otro movimiento en1
la lucha común contra el yugo colonial. Una aproximación se­
mejante no tuvo nunca el favor de los historiadores, sino que
tiene todavía que triunfar respecto a toda otra serie de oposicio­
nes, variantes paradigmáticas de esta oposición mayor que se
complace en constituir entre nacionalismo y comunismo, consi­
derados la mayoría de las veces como puras abstracciones. Una
de estas variantes, la más sutil de todas y la más perniciosa, pues
se impone por sí misma por el mero hecho de que se trata de
trabajadores y de colonizados obreros en la metrópolis, concier­
ne a la definición y a la localización que se le da al «proletariado»
argelino, puesto que, para algunos, Argelia es una sociedad que
tiene su proletariado en Francia (ver C.R. Ageron: «el proletaria­
do argelino se ha formado, en lo esencial, en Francia antes de
regresar a Argelia») y, para otros, los emigrados argelinos que se
encuentran en Francia no son más que una «componente del
proletariado francés» (R. GaOissot).
Por otra parte, la especie de preeminencia «revolucionaria»
que se le otorga a la ENA, además de que participa de una visión
complaciente de la historia que tiende a perpetuar y a reforzar,
contribuye a retrasar la toma de conciencia de la necesidad de
proceder a un verdadero trabajo histórico y, como consecuen­
cia, a retrasar ese mismo trabajo, verdadera revaluación de la
historia del nacionalismo, es decir, de toda la historia de la colo­
nización y de sus efectos estructurales en la sociedad argelina, al
haber salido ésta de la-prueba colonial radicalmente transfor­
mada y, a fin de cuentas, de toda la historia de Argelia, historia
abocada, tanto hoy como ayer, a causa (en los dos casos) de las
consideraciones parciales de las que ha sido siempre objeto (con­
sideraciones diametralmente opuestas, desde luego, pero que lle­
van al mismo resultado), a ser una historia siempre mutilada de
una parte de sí misma.
¿Cómo lo político (en este caso, el nacionalismo) llega a los in­
migrados y cómo algunos inmigrados (y cuáles) llegan a la política
y al aprendizaje de lo político? Y, con más precisión, ¿no habría que
decir, más bien, cómo llegan al nacionalismo políticamente consti­
tuido y formulado puesto que, en estas circunstancias, no puede
haber aquí más política que la política nacionalista? Es a este tipo
de preguntas a las que conviene contestar con prioridad.
Justo después de finalizar la Gran Guerra, mientras que la
emigración concernía a un efectivo permanente de un centenar
de miles de trabajadores (sin duda más, debido, especialmente,
al rápido ritmo de renovación de los emigrados de entonces),
una emigración de una naturaleza totalmente distinta empeza­
ba a dibujarse: una emigración que, en oposición a la emigra­
ción que se denomina «de trabajo», se puede calificar de «emi­
gración política», incluso si no está constituida exclusivamente
por políticos, por hombres conocidos como tales antes de su
emigración e independientemente de su emigración, que se ha­
brían exiliado para actuar mejor políticamente. Toda emigra-
ción-inmigración, sobre todo cuando es de origen colonial, aca­
ba siempre o por atraer hacia ella o por engendrar o suscitar en
sí misma un componente explícitamente político, ya sea porque
la comunidad de los colonizados emigrados a la metrópolis por
motivos de trabajo sirve de terreno de acogida;, unas veces a exi­
liados realmente políticos, otras veces sólo &individualidades
que, más tarde, se revelarán como militantes políticos, o ya sea
porque miembros de la comunidad de emigrados que, por pre­
sentar un gran número de características distintivas y un capital
social y cultural de cierta especie particular, acaban transformán­
dose en agentes políticos. Desde luego, todos estos emigrados
«políticos» son también «emigrados laborales» al mismo tiempo
y del mismo modo que todos los otros. Pero, con todo rigor, esta
identidad de estatuto no podría autorizar una total identifica­
ción de los unos con los otros.
En realidad, hay ahí, relativamente distintas una de otra, dos
formas (o dos modalidades) diferentes de emigración y, correla­
tivamente, dos categorías diferentes de emigrados, pero que su
condición común de colonizados iba a convertirlos, a pesar de
todo lo que podía separarlos y separar su emigración, necesaria-
mente en solidarios; y, a través de estas dos emigraciones, dos
formas diferentes de un mismo nacionalismo. En efecto, en el
contexto colonial de la Argelia de entonces, que prohibía a los
colonizados toda posibilidad de expresión y a fortiori toda posi­
bilidad de acción política, sobre todo cuando esta expresión, a
causa precisamente del origen social de sus partidarios y de sus
portavoces, se teñía de un nacionalismo un poco más radical
que el de las «élites» (o, como se decía entonces, de los políticos
indígenas «evolucionados»), ¿cómo no sentirse tentados a emi­
grar hacia la «metrópolis», a esa metrópolis que se descubría
diferente porque se quería que fuera diferente? ¿Cómo no dejar­
se llevar por la emigración cuando ésta, además de su función
estrictamente económica, ofrecía la oportunidad de sustraerse a
la represión a la que estaba sometido cualquiera que se atreviese
a transgredir el orden deseado e instaurado por la colonización?
En efecto, para comprender el éxito que pudo tener la emigra­
ción entre una nueva categoría de militantes políticos, la de los
que carecían de lugar en el espacio político de la Argelia de ese
tiempo (e incluso en el campo concedido a los «indígenas»), es
necesario recordar que las únicas voces que podían hacerse oír,
y aun en esferas restringidas, eran las que sabían componer con
las limitaciones impuestas por la dominación colonial, las que
sabían conformarse a los mecanismos institucionales específi­
cos de la colonia y a las reglas del juego político inherente a la
situación colonial, las que sabían observarlas exigencias de fon­
do y de forma a las que se debía sacrificar, so pena de prohibi­
ción, todo discurso político dominado, y, en resumidas cuentas,
las que sabían, para afirmar su posición dominada, adoptar el
lenguaje mismo de los dominantes, que es el único que puede
ser comprendido al menos formalmente (el lenguaje dominante
tal como habla de los dominados, tal como designa él mismo la
posición dominada de los colonizados), las que sabían adoptar
también las formas de representación institucionalmente pre­
vistas a tal efecto, que eran las únicas toleradas.
La seducción, por no decir la necesidad de la emigración,
parecen tanto mayores cuanto que se descubre, retrospectiva­
mente, que la estancia en Francia es susceptible de procurar el
beneficio de unas condiciones infinitamente más liberales para
el compromiso político (es decir, nacionalista) que aquellas que
se conocían en la colonia. En efecto, tanto unos como otros, tan­
to los militantes como los no militantes, experimentaban, algu­
nos con ocasión del servicio militar realizado en la metrópolis de
entonces (fue el caso de Messali, en particular), algunos, más
raramente, con ocasión de una estancia por estudios (la primera
generación de estudiantes norteafricanos en París), y otros, de
manera más trivial, al modo de los emigrados comunes con oca­
sión de la vida laboral (luchas sociales, huelgas, sindicalización,
etc.), las condiciones, nuevas para todos de la vida política en la
misma Francia: mayor libertad en los movimientos y en los pro­
pósitos; mayor libertad de expresión y de acción; diversidad de
las corrientes políticas con las que era posible entenderse; for­
maciones políticas y sindicales y, más ampliamente, vasto movi­
miento anticolonialista del que cabía esperar múltiples manifes­
taciones de solidaridad y la participación en diversas acciones
de lucha; encuentros «internacionales», en primer lugar, entre
los nacionalistas de diferentes colonias francesas (todos refugia­
dos en París por las mismas razones) y, luego; entre estos últi­
mos y sus homólogos en las otras capitales europeas, etc. Todo
esto prefiguraba la posibilidad o la eventualidad de un movi­
miento unitario anticolonialista o antiimperialista en el que se
reencontrarían todos los nacionalistas bajo colonización france­
sa. Así, desde esa época, cuando la sociedad colonial es una,
metrópolis y colonia confundidas, cuando el r¡égimen colonial y
el sistema imperialista son uno y comprometén en primer lugar
a la metrópolis, se veía cómo se constituía entre los colonizados,
a causa, por una parte, de su experiencia dirécta, es decir, de la
experiencia de las relaciones objetivamente diferentes que man­
tienen con los colonos, los «franceses» de la; colonia, y con los
franceses de la metrópolis, que están menos directa y menos in­
mediatamente interesados por la colonia, el mito de una Francia
«liberal», «generosa», «buena» (o, al menos, mejor que su colo­
nia), la Francia de los «verdaderos» franceses, opuesta a la Fran­
cia «represiva», «malvada», «injusta», «racista», encamada por
los «franceses» de Argelia, «falsos» franceses, neo-franceses y
franceses neófitos, «hechos franceses» por las circunstancias, por
las necesidades de la colonización; este mito, mantenido conti­
nuamente por la historia misma de la colonización y, a veces,
complacientemente, por los «buenos» franceses (que tienen, tam­
bién ellos, interés en este mito), tendrá una larga vida puesto que
se perpetuará más allá de la era colonial propiamente dicha.
¿Pero quiénes son estos emigrados a los que se acuerda desig­
nar emigrados «políticos»? Dicho dé otro modo, ¿de qué capital
social, de qué disposiciones sociales están dotados estos emigra­
dos que no son como los otros? ¿En qué se distinguen de los emi­
grados comunes? ¿Qué determinaciones sociales les llevan a im­
primir en su emigración una trayectoria distinta, incluso excep­
cional? Mientras la inmensa mayoría de los emigrados estaba
constituida, como hemos visto, por campesinos pauperizados que,
sin ignorar los riesgos que la emigración conllevaba para ellos, es
decir, para su propio equilibrio y para el equilibrio vacilante de su
sociedad (el orden comunitario y el orden económico de la socie­
dad tradicional), recurrían a la solución extrema, incluso desespe­
rada, de la emigración, pues estaban convencidos de que contri­
buían, al hacerlo, a salvaguardar su estado de campesinos, los
emigrados «políticos», sus contemporáneos, por el contrario, eran
las más de las veces ciudadanos o, cuando no lo eran, formaban
ya parte de esa categoría de personas rurales que habían descu­
bierto in situ algunas formas de urbanización. Una buena parte
de ellos había sido escolarizada, algunos habían gozado de una
buena instrucción primaria —característica que no estaba muy
extendida en la época, ni siquiera entre la población de las ciuda­
des—, otros, de un nivel más elevado (enseñanza primaria supe­
rior) y, a veces, muy elevado (enseñanza superior), característica
totalmente excepcional sobre todo si la referimos a lo que era en­
tonces el orden global de la escolarización de los argelinos, y, tam­
bién, a lo que era el origen social, siempre modesto, de estos emi­
grados relativamente privilegiados. Muchos de ellos habían reali­
zado también el servicio militar en las filas del ejército francés.
Como trabajadores inmigrados, habían ocupado empleos que, sin
ser de un rango elevado, no eran propiamente hablando empleos
de peones como los de otros emigrados y que dejaban «tiempo
libre» susceptible de ser consagrado a otras actividades o que les
ponían en contacto con el público, ya fuera éste emigrado o francés.
Llevados a ampliar su red de relaciones sociales más allá del uni­
verso muy limitado y relativamente cerrado del trabajo (y del tra­
bajo entre compatriotas, por no decir entre contribuios) y, aún
más, de la vida doméstica; llevados a efectuar estancias en Fran­
cia mucho más prolongadas y también más intensas, en todo caso
más largas que las de los otros emigrados que regulaban su ausen­
cia fuera del país según las necesidades del calendario de trabajos
agrícolas; curiosos por conocer su nuevo entorno, que tienen el
cuidado de investir y comprender—como lo demostraría su bue­
na voluntad cultural, su sed por aprender, sus grandes esfuerzos
autodidácticos; y su propio compromiso político que no es, en
gran medida, más que otra manifestación de estas mismas dispo­
siciones intelectuales—, acabaron por entablar sólidas relaciones
e incluso amistades (políticas, sindicales, etc.) en la sociedad fran­
cesa, y a menudo se casaron o tuvieron como pareja a mujeres
francesas y, algunas veces, adquirieron la nacionalidad francesa.
Mientras que las estructuras ordinarias de la familia, es decir, la
distribución de las funciones y el reparto de las responsabilidades
tal como se realizaban entre todos los hombres de la misma unidad
indivisa, designaban para la emigración cierto tipo de hombres, y
necesariamente hombres casados, y por tanto vinculados por su
matrimonio —hombres seguros, que han demostrado sus capacida­
des, que no eran ni muy jóvenes, y por eso expuestos a fallar en sus
obligaciones, ni muy viejos, y por eso liberados de la servidumbre de
las tareas más materiales, y, por tanto, menos nobles—, los emigra­
dos que se convertirían en militantes políticos en la emigración y a
favor de la emigración eran solteros y a menudo habían emigrado
cuando eran solteros, por no decir porque eran solteros. Estar solte­
ro era estar disponible, en particular para una acción política que no
estaba exenta de riesgos. Son las estructuras mismas de la sociedad
las que, negando todo estatuto legítimo al celibatd (incluso masculi­
no), destinaban a la reprobación general el estatuto de soltero empe­
dernido que es frecuente entre los militantes, en todos los movi­
mientos revolucionarios y, a fortiori, en los movimientos nacionalis­
tas en situación colonial y, más aún, en los partidos nacionalistas
argelinos, en particular los más expuestos a la represión colonial (la
ENA, el PPA-MTLD y, en menor medida, la UDMA). El incumpli­
miento de la moral social no conlleva a pesar de tbdo más que repri­
mendas a menudo dejadas caer de manera implícita o reproches
discretos que no se formulan más que a modo de pesar. Una especie
de acuerdo se encuentra en tomo ala significación política que vincula
el celibato y, llevando una cosa a la otra, la renuncia del celibato.
Todo el mundo —la familia y el entorno familiar de los militantes
solteros, las organizaciones políticas y los compañeros de lucha, las
fuerzas de represión (es decir, todas las formas de policía)— se po­
nen de acuerdo para ver en el matrimonio de los militantes más
activos, enfants terribles de cierto orden social y político que sitúan el
ideal militante por encima de sus intereses privados, un indicio o
mejor dicho una prueba de la voluntad que ponen en «entrar en
vereda», prestándose de este modo a lo que se puede calificar, según
los puntos de vista, como desmovilización o aburguesamiento.
Esto es lo que eran, según toda verosimilitud, los emigrados
que iban a estar entre los pioneros de la acción política en Fran­
cia, entre los pioneros del nacionalismo militante, y que iban a
ser, unos, los fundadores, y otros, más numerosos, el armazón
de la Estrella Norteafricana, y de manera especial, la de la pri­
mera generación (1926-1929), puesto que muy rápidamente, en
el intervalo de menos de una década, algunas de las característi­
cas sociales que eran distintivas de los pioneros (como, por ejem­
plo, la escolarización elemental, la familiaridad con el ordén ur­
bano o incluso su origen urbano, etc.) iban a generalizarse y a
extenderse a conjuntos relativamente más importantes. Se en­
contrarán algunas ilustraciones de estas figuras en el excelente
diccionario biográfico que Benjamín Stora consagró, a base de
pacientes investigaciones, a los «militantes nacionalistas argeli­
nos (1926-1954)».

El emigrado militante

Sin embargo, si hiciera falta, sobre la base de las característi­


cas así enumeradas, definir a los emigrados de este tipo de modo
diferente a como ellos mismos se definen y de modo también dife­
rente a la manera con la que los define una tradición histórica
que, a veces, lleva a la hagiografía (la de los héroes y los mártires
del nacionalismo) y, otras veces, al etnocentrismo que no sabe
más que resucitar individuos únicos, ya sean éstos singulares o
colectivos —y que, por su parte, el lenguaje común tiene tenden­
cia a escribir con mayúscula: Proletariado, Revolución, Nación,
etc.—, no podríamos "hacerlo más que a través de la relación que
hay que construir entré dos estados de lo social: la historia objeti­
vada en las instituciones, en las estructuras a la vez sociales, eco­
nómicas y políticas (la colonización, el Partido Comunista, pero
también la religión, la lengua, la escuela, etc.), y la historia incor­
porada, encamada en las personas a modo de sistemas de disposi­
ciones duraderas socialmente determinadas, suerte de estructu­
ras estructuradas en tanto que son el producto de la historia, pero
que actúan como estructuras estructuradas en tanto que determi­
nan la forma particular de presencia en el mundo social que supo­
ne la acción sobre ese mundo. A falta de esta relación entre la
historia y el habitus de los agentes y, en este caso, el habitas que
comparten globalmente todos los emigrados de la época y, en el
seno del cual, el kabitus más específico de los emigrados militan­
tes, no queda más remedio que ajustarse a esa visión de la historia
que pretende que el principio de la acción histórica, la del político,
la del intelectual pero también la del militante o la del obrero,
reside tanto en un sujeto que se enfrentaría a la sociedad (la colo­
nización o el colonialismo, la administración, el capitalismo, la
burguesía, el imperialismo, etc.) como en un objeto exterior; no
queda entonces otra alternativa que la de hacer como si el princi­
pio de la historia estuviera o en la conciencia o en las cosas, en la
conciencia de las cosas, todas ellas hábitos de pensamiento aso­
ciados a las polémicas políticas o ideológicas cuando es menester
a toda costa encontrar responsables, y responsables tanto de lo
mejor como de lo peor. i
En resumidas cuentas, los militantes dotados de este habi-
tus están muy cerca del caso extremo de aquellos emigrados
que sus propias comunidades califican dejayhin (plural deja-
yah, o imjahen, plural de amjah en cabileño). En este caso, es
totalmente legítimo retomar el lenguaje de la.jmoral que la so­
ciedad de entonces (y particularmente la sociedad campesina)
compartía y reinvestía en su emigración. Pero, ¿qué es un emi­
grado jayah? Literalmente, es aquel que está perdido, destrui­
do, aniquilado —debido a una desgracia o a una catástrofe—;
es aquel que ha cambiado de camino, de vía durante el trayec­
to, que se ha desviado o ha sido desviado de su camino, que no
ha tenido éxito, que se ha convertido en un ríial sujeto, en hol­
gazán, cobardé, asustadizo, etc.; así como se dice del animal
que es poco dócil, que se mantiene siempre apartado del reba­
ño y presto a huir —una especie de «oveja negra». El emigrado
jayah es también aquel del que se puede decir aproximada­
mente que es un «desviado», un «marginal», un «individualis­
ta»; alguien que no se «conforma» a la norma ambiente o do­
minante. Un «perdido» para su propio grupo y para sí mismo,
y para sí mismo puesto que «perdido» para su grupo, es el que
ha «desertado» de su comunidad, que no es ya de ningún pro­
vecho —material o simbólico—, ni para sí ni para los suyos (y
no serlo para los suyos es también no serlo para sí). Es el «ex­
traviado», y ello tanto en el sentido propio como en el figura­
do, tanto en el sentido físico como en el moral: el hecho de
«perderse» en un mundo físico o humano desconocido, hostil,
donde uno no puede orientarse, encontrarse, reponerse, por
carecer de las categorías necesarias para ello (perder el orien­
te y extraviarse en poniente) y, también, al estar una cosa vincu­
lada a la otra, el hecho de estar «extraviado», «perdido» para
los suyos y de ser considerado como tal por su comunidad, es
decir, respecto a la norma social que es la verdad del grupo en
un momento dado de su historia (esta aceptación del término
concuerda completamente, por otra parte, con el significado
de la raíz jyh cuyos derivados se aplican tanto a la fruta como
a la cosecha que se ha deteriorado, tanto al campo, al árbol,
como a las hembras del rebaño que no han cumplido sus pro­
mesas, que han fallado, que han defraudado las esperanzas
puestas en ellas).4
Desde múltiples perspectivas, los emigrados jayah están en
situación de ruptura con el orden común de la emigración; y, sin
duda, porque estaban ya, antes mismo de su emigración, en si­
tuación de ruptura con el orden social que alimentaba la emigra­
ción y con la moral común a ese orden. Al contrario de los emi­
grados que se hallan en conformidad con la doxa de la época, es
decir, que están conformados socialmente de tal manera que res­
ponden a las necesidades sociales del momento y contribuyen
por eso mismo al mantenimiento del statu quo, al emigrar en­
tonces sólo para ajustar su emigración a lo que se esperaba de
ellos, los emigrados tildados dejayhin no habían emigrado más
que porque contravenían o porque eran propensos a contravenir
la moral de su grupo, una moral que se proyectaba en la emigra­
4. Curiosamente, jayah, en esta última aceptación, engarza con el antiguo
sentido de la palabra francesa épave (del latín, expavefacta): «era propiamen­
te de ese modo como se designaba a los animales asustados que se habían
alejado del rebaño, y de los que no se sabía quién era su amo»; épaves, ese
nombre que se empezó a dar en las Costumbres (es decir, en el siglo IX) a
ciertos extranjeros —el otro nombre, que era el de aubains, estaba reservado
a otra clase de extranjeros—, al designar a «los hombres y mujeres nacidos
fuera del reino, de tan lejanos lugares que no se puede en el reino tener cono­
cimiento de su natividad» (extracto de los registros de la Cámara de Cuentas,
citado por C. Demangeat, Histoire de la coniition civile des étrangers en tran­
ce, París, 1844).
ción y que regulaba su curso. Su emigración, de carácter anémi­
co, no hacía, en cualquier caso, más que consagrar la ruptura
más o menos explícita que estaba en su principio.
En referencia a la situación del emigrado jayah las caracte­
rísticas sociales diferenciales, las que los historiadores y otros
observadores leen en la persona misma de ciertos emigrados y
grupos de emigrados, pueden tomar toda su significación. Así
pues, se puede citar este ejemplo entre muchos otros: si en 1938
(y, con mayor motivo, antes de esta fecha, cuando la ENA estaba
todavía más estrechamente localizada en la región parisina y la
metrópolis de Lyon y que, al estar ambas cosas vinculadas, la
emigración argelina, menos numerosa y sobre todo menos dife­
renciada socialmente, no comportaba todavía ningún compo­
nente susceptible de ser receptivo a la ideología militante), la
ciudad de París congregaba al 76 % del efectivo de militantes
«estrellistas», mientras que la región parisina en su totalidad,
primera región de emigración de trabajadores argelinos, no re-
agrupaba, en 1937, más que al 38 % del conjunto de la población
argelina emigrada, es necesario recordar que París tenía reputa­
ción (fama que sigue conservando todavía para una parte de la
emigración instalada más firmemente en provincias y que es, al
mismo tiempo, causa y efecto de la gran concentración en la
capital de los emigrados de tipo jayah) de ser una «ciudad de
perdición» o, al menos, una «ciudad-trampa», una ciudad de ten­
taciones, una ciudad que no es especialmente indicada para los
trabajadores «honestos», es decir, que miran por su dinero, claro
está, pero también, y más aún, por su tiempo] por sus preocupa­
ciones y por sus aspiraciones, para los trabajadores que no se
dejan seducir por el hedonismo ciudadano (tal como lo ven los
campesinos austeros y severos) ni por las diversas distracciones
que les ofrece la ciudad (en particular París) y la vida a la france­
sa, siendo el compromiso político, aunque sólo sea sindical, la
más subversiva de estas distracciones. Emigración mayoritaria­
mente obrera a pesar de ser (y, sin duda, porque lo es) de origen
campesino en su casi totalidad; emigración que se mantiene a
igual distancia tanto del trabajo agrícola como del trabajo «libe­
rado» o apto para «liberar» de la condición de proletario (co­
merciantes, tenderos, etc.); emigración igualmente desconfiada
o igualmente reservada respecto a una u otra actividad, sin duda
porque exigen, cada una a su manera, una inversión en tiempo,
en espera y en intereses incompatible con lo que se espera del
emigrado corriente o tradicional cuya atención no sabría des­
viarse, en ningún momento y bajo ningún concepto, del único
objetivo que da un sentido a su emigración, a saber, sacrificarlo
todo a la familia (en el sentido amplio), al grupo, al orden social
del que se es el emigrado: he aquí algunas de las características
históricamente determinadas de toda emigración campesina, es
decir, de toda emigración de campesinos pobres y empobrecidosi
por su confrontación con los efectos económicos, sociales y cul­
turales del orden urbano.
Así pues, si la ENA podía alentar a sus militantes y a sus
simpatizantes a convertirse en compradores de comercios (y, en
particular, de hoteles-restaurantes), incluso si confiaba bien poco
en sus propietarios, esta nueva categoría de «patronos», emigra­
dos como los demás, pero emigrados «salidos» de la condición
común a todos los demás emigrados, no era sólo para obtener
mediadores y buenos agentes reclutadores o propagandistas, para
aumentar su influencia en la masa de inmigrados, clientes obli­
gados de estos mismos hoteles y restaurantes, verdaderos cen­
tros de vida que ofrecían en realidad una multitud de servicios
(alojamiento y hospedaje asegurados para los recién llegados,
bolsa de noticias y red de búsqueda de trabajo, créditos consen­
tidos a los parados, préstamos de dinero, no siempre usureros,
asistencia moral, etc.), sino que era también, y de fonna más
significativa, a causa de afinidades, que podrían decirse estruc­
turales, entre el sistema de disposiciones propias a esta pequeña
notabilidad comerciante surgida en el seno de la emigración y so
pretexto de la emigración, y el sistema de esperas objetivas ins­
critas en la función militante, al poder la misma categoría social
desempeñar simultánea o alternativamente los dos papeles, el
de «comerciante» (trabajador de «manos blancas» o trabajador
que dispone de tiempo libre) y el de «militante», dos formas o
dos maneras de ser, ya, «personas notables».
En pocas palabras, no exactamente personas notables, pero
tampoco por ello obreros, ni incluso «verdaderos» trabajadores,
tal como debían ser los primeros emigrados argelinos que asu­
mieron lanzarse a las luchas sociales de su época con vistas a
su emancipación indisociablemente social y nacional: emanci­
pación, en primer lugar, solidaria de toda emancipación de la
clase social al contacto de la cual, incluso en el seno de la cual, y
con el apoyo de la cual, se comprometieron en las mismas lu­
chas, antes de llegar a una autonomía mayor, tanto en la finali­
dad misma de estas luchas como en la manera de conducirlas
(programas, reivindicaciones, medios de acción y de organiza­
ción, etc.). Por primera vez, sin duda, desde el comienzo de la
conquista colonial y, con toda seguridad, desde el final de las in­
surrecciones populares campesinas y tribales, comandadas por
la aristocracia de espada (la gran insurrección de 1871 parecía
clausurar este periodo e incluso esta primera forma de resisten­
cia a la intrusión colonial), la emigración, cuyos comienzos son
precisamente contemporáneos al paso de una era a otra (es de­
cir, de la era del «patriotismo» de la tierra a la era del nacionalis­
mo político o de la oposición política y políticamente constitui­
da frente a la colonización), habrá tenido como efecto, incluso
antes de que ello fuera posible en Argelia, realizar el encuentro,
o al menos, la posibilidad de un encuentro entre, por una parte,
la masa de emigrados corrientes (campesinos expatriados a Fran­
cia y a la condición obrera; campesinos convertidos en obreros
durante el tiempo que dura su emigración) y, por otra parte, los
emigrados «políticos», individualidades cuyo proyecto migrato­
rio, cuya trayectoria social antes y durante su emigración, cuyos
comportamientos y toda la experiencia acumulada son comple­
tamente diferentes. Este encuentro histórico,! que es un aconte­
cimiento propiamente político, sin precedentes durante toda la
historia de la Argelia colonizada, anunciaba y prefiguraba ya toda
la evolución ulterior del nacionalismo argelirio. El hecho de que
este encuentro capital se lleve a cabo (paradójicamente) en Fran­
cia y no en Argelia, que se lleve a cabo mucho tiempo antes de
que se reedite en Argelia—fue necesario, para esto, esperar a que
acabase la Segunda Guerra Mundial—, es, al parecer, uno de los
efectos específicos de la emigración; es también como el aporte
decisivo a través del cual los emigrados contribuyeron al avance
y a la radicalización de la idea nacionalista. Y si, hoy en día,
descubrimos el papel particular desempeñado por la emigración
en la formación del nacionalismo para asombramos del enorme
desfase que existía entre el discurso político (que es un discurso,
a su vez, social, por no decir socialista, y nacionalista) sostenido
en Francia en la emigración, y, en parte, por los emigrados, y el
discurso de rigor en Argelia, todo a base de compromisos (com­
promisos que, a la postre, a algunos pudieran parecerles con-
temporizaciones), de medias tintas, de simulaciones y disimu­
los, sería ingenuo atribuir este hecho pura y simplemente a la
emigración en sí o no ver en ello más que una de las virtudes
intrínsecas a la emigración, o en otras palabras, una de esas con­
versiones milagrosas que provocaría, como por alquimia social,
el hecho mismo de la emigración. En efecto, sin negar por com­
pleto la importancia pedagógica y política de la experiencia de la
emigración así como el papel positivo que ha jugado desde este
punto de vista, no hemos de dejamos llevar, únicamente por dar-'
se el gusto, por la exageración de su alcance; no se debe magnifi­
car, sucumbiendo al efecto de alguna ilusión romántica, el resul­
tado de una experiencia de la que no se conocen aún todos sus
pormenores. La metamorfosis social (y política) que se pone en
el haber de la función educativa de la emigración, si bien existé
efectivamente, no es más que el resultado, en primer lugar, de
algunos casos singulares sobre los que no dejaríamos de hacer­
nos preguntas; y antes de unlversalizar el «milagro» de la con­
versión que la emigración generaría por sí misma en el conjunto
de los emigrados, lo que importa es no perder nunca de vista el
carácter excepcional de esta conversión. Y, además, cuando esta
conversión puede ser documentada, no es, en suma, más que
una actitud condicionada en la mayoría de los casos por el con­
texto del momento. Además, a menudo, no es más que una acti­
tud pasajera, revocable o, al menos, susceptible de regresión. De
este condicionamiento relativamente efímero, completamente al
contrario de lo que se puede tener por una disposición perma­
nente, profundamente interiorizada, inmutable y transferible a
cada ámbito de la existencia, se tiene como una prueba a contra­
rio el hecho de que los emigrados de esa época, salvo algunas
excepciones, han seguido siendo «hombres de tradición» y, las
más de las veces, hombres que querían aparecer como tales, por
fidelidad a sí mismos, hombres a los que la emigración no ha
«cambiado» en nada (es decir, que no ha alterado).
En tanto que situación excepcional, la emigración habría ac­
tuado a modo de catalizador precipitando una evolución que era
inevitable. En Argelia, por el contrario, puesto que la situación
era diferente, hubo que esperar todavía mucho tiempo para que
se produjera lo que la emigración había realizado de manera
experimental (es decir, como en una experiencia de laboratorio y
a tamaño reducido, pero que prepara para una experiencia real
que tendría lugar en el terreno, a gran escala y según un tamaño
natural), pero, también, es menester decirlo, un poco artificial­
mente y, en suma, superficialmente. Fue necesario esperar prác­
ticamente al desencadenamiento de la guerra de independencia
para que se realizara —y todavía de manera episódica, durante
algunos grandes momentos revolucionarios solamente— la con­
fluencia entre el nacionalismo popular, pasablemente sincrético
(o patriotismo espontáneo), y el nacionalismo políticamente ela­
borado, dotado de una teoría, de mi programa y de una línea de
acción propiamente políticos. Los nuevos vínculos que se tejie­
ron a favor de la emigración entre estas dos formas de naciona­
lismo y, por consiguiente, entre las dos categorías de emigrados
vinculados a una u otra forma, no pueden ser, desde luego, total­
mente diferentes de las relaciones habituales (corrientes) que la
solidaridad tradicional y la ayuda mutua consuetudinaria tra­
ban entre todos los emigrados y con las que, lo que se compren­
de fácilmente, estos últimos reanudan lazos todavía de manera
más activa e intensa; pero más que esto, constituyen la condi­
ción de posibilidad misma de la emigración que dice ser explíci­
tamente «política». Destinados, de entrada, a respaldarse y a sos­
tenerse mutuamente, los emigrados de las dos categorías no
pueden unirse únicamente sobre la base de una especie de con­
nivencia o de complicidad, totalmente natural en suma, que cada
uno podía encontrar o reencontrar en ese terreno de acogida, en
esa segunda patria, que constituía la comunidad de los emigra­
dos. En efecto, es la existencia misma de toda ja emigración con­
siderada «política» la que no puede concebirse sin la presencia
simultánea de los emigrados comentes («losi emigrados del tra­
bajo»); es toda esta emigración la que no toma su verdadero sen­
tido «político» a ojos mismos de los interesados —la coartada de
lo político es aquí algo homólogo a la coartada del trabajo en el
caso de los otros emigrados o, al menos, una coartada suple­
mentaria que se sobreañade a la coartada del trabajo— más que
gracias a la otra emigración y a los otros emigrados, «la emigra­
ción y los emigrados del trabajo». Es esencial para la emigración
«política» que exista una emigración de trabajo que le sirva como
nueva «tíeira natal» (como una tierra natal «expatriada»). No es
más que a condición de poder tomar apoyo en una emigración
de trabajo, necesariamente más numerosa y más antigua, que la
emigración «política», necesariamente más restringida —no,
como podría creerse, porque se encontrara todavía en sus ini­
cios, sino, de manera más fundamental, porque está, parece ser,
en la naturaleza misma de esta emigración ser muy minoritaria,
no ser más que algo propio a algunos individuos o individualida­
des—, puede encontrar sentido y razón, y más aún, las condicio­
nes de su eficacia. Esta conjunción que comienza en los años
veinte continuará y se reforzará a lo largo de la historia de la emi­
gración, de tal manera que la generación de después de la Se­
gunda Guerra Mundial, que desempeñará respecto al PPA, de'
manera más masiva todavía, el mismo papel que había desem­
peñado la generación de después de la Primera Guerra Mundial
respecto a la ENA —hay en esto, de una generación a otra y de
una formación política a otra, la misma continuidad política—,
será hablando con propiedad la gran propagadora (y también la
gran propagandista) del nacionalismo verdaderamente político
entre las poblaciones rurales.
En suma, sin el encuentro cuasi experimental y providencial,
por francamente anticipado, que la emigración realizaba entre
una categoría y otra de emigrados y, en definitiva, entre dos cate­
gorías socialmente diferenciadas de la población argelina, la
emigración «política» de los colonizados habría estado obliga­
da, como mal menor, a ponerse totalmente al servicio de las fuer­
zas políticas que, en Francia, podían serle favorables; recupera­
da por todos aquellos que podrían ayudarla (ya sea por ideolo­
gía, por «buenos sentimientos» o por caridad, o ya sea por
condescendencia) y en quienes podía reconocer unos aliados ob­
jetivos de su causa, pero que, en contrapartida por la ayuda que
le hubieran aportado, esperarían sin duda unos beneficios polí­
ticos, hubiera sido reducida a no ser más que una nueva cliente­
la para algunos partidos políticos, una especie de caución ético-
política aportada al movimiento anticolonialista en general, fuer­
za suplementaria para los sindicatos y fuerza tanto más valorada
cuanto encuentre la lógica misma de la acción sindical (en la
base de la acción sindical y de su eficacia se encuentra, como ya
se sabe, el número, siendo así también la manifestación como
medio de lucha, desde luego, la manifestación del número y del
número mayor). Si los emigrados «políticos» argelinos (y de
manera más amplia, los emigrados «políticos» de las colonias)
han logrado, mal que bien, escapar a una total subordinación a
estas formaciones políticas (en el sentido más amplio del térmi-
no) cuya ayuda militante ya habían logrado, deben esta relativa
autonomía al hecho de que podían contar en Francia mismo con
una clientela que les era «genéticamente» (en el sentido social de
la palabra, es decir, en concepto de clientela producida por las
mismas condiciones de «génesis»: de los colonizados y de los
emigrados) y «nacionalmente» similar. Alianza pero no someti­
miento; afirmación del objetivo «nacionalista», incluso prima­
cía concedida a este objetivo por encima de los otros imperati­
vos característicos de las luchas sociales y políticas propias del
campo político francés: era toda la historia de los altercados en­
tre el nacionalismo argelino y las fuerzas políticas y sociales cons­
titutivas de la izquierda francesa la que comenzaba. Así hay que
entender, sin duda, las difíciles relaciones entre el PCF y la Estre­
lla Norteafricana (la primera y más aún la segunda) y, de manera
más amplia, entre el comunismo (francés primero y argelino
después) y el nacionalismo argelino, desde el comienzo de su
constitución hasta su fase final representada pdr la tumultuosa
rivalidad entre el PCA y el FLN durante la guenrá de independen­
cia —-tentativas de constitución de un maquis «comunista» au­
tónomo; relajamiento de las relaciones entre el PCA y el PCF, su
ascendiente, en particular después del voto de este último a los
«poderes especiales»; negación del PCA por una buena parte de
su clientela pied-noir; y, del lado del FLN, voluntad hegemónica
y lucha por un monopolio total del nacionalismo combatiente—
y, finalmente, por el hundimiento del PCA tras la independencia
como consecuencia de la fe común de una y citra formación en
las virtudes del partido único.
LAS CONSECUENCIAS
SOBRE LA SOCIEDAD DE ORIGEN

Los efectos de la emigración son objeto, desde los años seten


ta, de un proceso instruido contra lo que se denomina en Argeli;
la «inmigración» (por un cambio de vocabulario muy significa­
tivo) a través del discurso sobre la «reinserción» de los emigra­
dos —en parte impuesto por el discurso, que se mantiene en
Francia tras la interrupción de la inmigración en 1974, sobre la
«reinserción» de los inmigrados en «su» sociedad, «su» econo­
mía y «su» cultura. A favor de este discurso oficial y nacionalista
y de las «medidas» tomadas o por tomar con vistas a la reinser­
ción de los emigrados, el conflicto subterráneo y reprimido en­
tre la sociedad argelina encerrada en sí misma —era el tiempo
de los «permisos de salida»—, privada de bienes de consumo de
los que tiene conocimiento y a la que está acostumbrada (pro­
ductos comestibles, pero también trabajo, escuela, salud, etc.), y
los «emigrados» estalla abiertamente. Traidores y saciados, es­
tos malos argelinos acumulan las ventajas al añadir a todos los
beneficios que sacan de la sociedad de emigración aquellos que
les son prometidos por su reinserción: franquicias aduaneras,
escolarización en francés, cuotas reservadas en el parque de vi­
viendas y en los empleos, etc.
Antes de llegar a los efectos de la emigración sobre la socie­
dad argelina o, más exactamente, al discurso que hay sobre es­
tos efectos (sean reales o supuestos), es conveniente describir el
proceso de autonomización (relativa) en la que se encuentra in­
mersa la población argelina presente en Francia (ya sea que haya
emigrado de Argelia o que se haya reproducido en la misma Fran­
cia) con relación a la sociedad argelina. La emigración de las
familias, que rompe de manera radical con una larga tradición
de emigración de hombres solos, ha iniciado este proceso de
autonomización que más tarde acelerarán las nuevas condicio­
nes correlativas al acceso de Argelia a la independencia nacional
(cambio de naturaleza política que tendrá efectos inmediatos
sobre la población argelina emigrada en Francia al cambiar su
estatuto jurídico: de población de colonizados o de «franceses-
musulmanes» de Argelia que trabajan en Francia, especie de con­
tinuadores de sus predecesores los «trabajadores coloniales», se
convertirá en población «extranjera» —en derecho— inmigrada
en Francia). Y, paradójicamente, es el «trabajo» político de Arge­
lia en su voluntad encarnizada de integrar en sí misma esta par­
te de sí que está fuera de ella (a través del discurso ritual que
tiende a reafirmar el indefectible apego de la población emigra­
da a la nación madre y de ésta a sus emigrados), lo que más
habrá contribuido a constituir la población «emigrada» como
realidad autónoma.1Y, aún, al contrario unas de otras, las reaccio­
nes de la sociedad de inmigración y de la sociedad de emigra­
ción respecto a sus inmigrados y emigrados son estructuralmen­
te idénticas: la «paradoja del montón de arena», figura metafórica
para dar cuenta de la formación de una población de inmigra­
dos —conviene ver a los inmigrados como unidades individua­
les que llegan por separado, pero nunca prever la totalidad que
éstas recompondrán—, encuentra su equivalente en la emigra­
ción, al concebirlas como ausencias aisladas que, acumulándo­
se, acaban por cavar, sin que nos demos cuenta, una sima: una
especie de «paradoja del abismo» y de un «abismo hecho de pe­
queños vacíos». A la antigua polvareda de individuos «emigra­
dos», es decir, sólo ausentes aquí y, correlativamente, sólo pre­
sentes allí, la sustituye otra realidad, otra representación y otra
definición del emigrado (como personaje abstracto, como pura
denominación o puro estereotipo) y, por consiguiente, otro
modo de relación con la emigración (en tanto que proceso y en
tanto que categoría social) y, si se presenta el caso, con el emigra­
do concretamente definido.2 No hay quizás ni una sola familia
1. Para el análisis de estos mecanismos, remitirse a A. Gillette y A. Sayad,
L’immigration algérienne en France, op. cit.
2. Es significativo que la sociedad argelina denomine a sus emigrados
inmigrados, retomando en esto el término por el que los interesados mis­
mos se denominan en Francia y por el que allá son denominados: limigri o el
argelina que no tenga «su» emigrado en Francia (un miembro
j e la familia, un pariente o un aliado, o solamente un amigo
jüuy cercano), pero esto no impide que se pueda hablar de los
emigrados (i.e., del emigrado en general) en términos de denun­
cia, de acusación, de estigmatización; y esto, sin el menor senti­
miento de contradicción entre el juicio global que se acaba de
emitir, que es una condena genérica, y la experiencia directa que
se tiene de la emigración por la relación inmediata, concreta,
efectiva y afectiva (y afectuosa) que se da con su emigrado.
No se trata de un discurso genérico sobre el emigrado, con­
vertido en una especie de personaje social, de personaje históri­
co —se habla del emigrado como, en otras circunstancias, se
habla del campesinado, de la clase obrera o de la burguesía, etc.—¿
y, al contrario, no es discurso del inmigrado sobre su «país» —el
país abstracto, el país en tanto que entidad (aquella que se escri­
be con mayúscula, Argelia) y no el «pequeño» país, el país «lo­
cal» que sigue siendo todavía el país familiar, el país del interco-
nocimiento, país efectivo y afectivo (el balad o, en cabileño, tha-
mourth)—, que no tiende hoy a tomar la forma de un juicio que
cada parte entabla contra la otra. Si los términos de este enjui­
ciamiento recíproco se toman prestados con frecuencia, en un
primer momento, de la economía, es en primer lugar porque la
competencia por los aspectos económicos (por todos los bienes
de consumo) es la primera que se descubre, sobre todo en una
economía indigente y de penuria; después, porque el recurso al
lenguaje de la economía permite, por la «tecnicización» que pro­
duce, poder enunciar y denunciar lo que, de otra manera, no
puede decirse sin riesgo, sin acarrear en cierto modo la descalifi­
cación (relativa) de lo que es dicho y de quien lo dice —en esto, el
préstamo que se toma del vocabulario de la economía actúa como
un factor de eufemización. Así, mientras que durante mucho
tiempo se alabó el sacrificio, la abnegación de todos estos hom­
bres que, para poder trabajar y subvenir a las necesidades de su
migri, a-migri (immigri o migra: inmigrar, tiene inmigrado, en cabileño y en
árabe respectivamente); el inmigrado se convierte entonces en una manera
de designación social e incluso profesional —aquella en la que el estatuto
social y la actividad son ser un «inmigrado» (entre los otros)—, una especie
de reconocimiento dado prioritaria, e incluso exclusivamente, al hecho de
ser un «inmigrado» en Francia y, cada vez más frecuentemente, al hecho
de haber sido solamente un antiguo «inmigrado» en Francia.
familia y, por ello, contribuir a la economía del país, se ven for­
zados a exiliarse, es decir, a afrontar las pruebas, la hostilidad y
la adversidad a las que expone este exilio (ellas son el sino de
todo inmigrado y, todavía más, del inmigrado colonizado o ex
colonizado, u originario de los países del Tercer Mundo), hoy en
día se les reprocha, públicamente, y de la manera más oficial,
que ya no provean como lo hacían en el pasado o que no provean
mejor —en divisas— al equilibrio de la balanza de pagos.3 Los
«cambios de dinero» que se han convertido en una práctica co­
rriente entre argelinos no emigrados (suministradores de dina­
res en Argelia) y emigrados argelinos (suministradores de fran­
cos en Francia), son objeto de ásperas recriminaciones por am­
bas partes, apareciendo los emigrados como sórdidos usureros
de nuevo cuño, y los argelinos de visita en Francia como vulga­
res «aprovechados», como consumidores ávidos y pretenciosos
del «lujo» producido en Francia y que nada autoriza ni legitima
a tener semejante modo de consumo.

El visitante argelino y su «emigrado-banquero»

Pero es necesario citar aquí a un argelino de unos 50 años, que


vive en una vieja habitación en Saint-Denis y que trabaja en Francia
desde 1949: «Si ellos no tienen dinero, que se queden en su casa-
no se puede jugar a los turistas cuando no se tiene ni un céntimo...
ellos desembarcan ennuestra casa [Le., en Francia], [...] y creen que
aquí [en Francia] es como en su casa [en Argelia], [...] ellos no ven
cómo ganamos nuestro dinero aquí y cómo 16 economizamos; a
cambio de privaciones, pues yo no compro nunca para mis hijos o
para mi mujer lo que ellos vienen a comprar aquí [...]. Y todo eso,
¿con qué dinero? Con el nuestro [...]. ¿Su dinero? Es papel de perió­
dico; si valiese algo, ellos lo sacarían aquí, lo mostrarían... Allá [en
3. La disminución de las sumas transferidas voluntariamente sobre sus
economías por los emigrados argelinos (giros postales que han desaparecido
totalmente, transferencias con motivo de los viajes) es tal que el Ministerio
de Finanzas argelino ha tenido que instituir, para compensar lo que debía
ingresarse, una verdadera «tasa de entrada en el territorio nacional» que afecta
a todos los argelinos no residentes en Argelia que ejercen una actividad en el
extranjero: la obligación de cambio así impuesta se convierte de facto en una
manera de alcanzar el límite de las transferencias, pues raros son los emigra­
dos que cambian en el curso legal sumas superiores al mínimo exigido.
Argelia] se les da diñares y se les dice "apañároslas" para comprar
todo lo que queráis [...]. Y aun así, nos reprochan a nosotros que
arruinamos el erario argelino... pero son ellos los despilfarradores;
ellos los que tiran su dinero por la ventana. Y nos lo hacen pagar
caro, nos lo hacen pagar con la misma moneda: 1.500 francos, y
allá, te dan ¡815 dinares! Mientras que cuando vienen aquí, buscan
el dinero francés a cualquier precio: te ofrecen 2.400,2.500 dinares
por 1.000 francos, pues ¡necesitan este dinero!... Mientras no nos
acusen de robarles, de arruinarlos, de traicionarlos, es todo lo que
nosotros pedimos; lo demás, es asunto de ellos, los asuntos de su
gobierno, no es el nuestro. ¡No soy yo quien va a Argelia a mendigar
dinares, son ellos los que vienen a Francia a mendigar francos!...».
Con frecuencia, como respuesta al enjuiciamiento que el
emigrado hace así sobre su contraparte argelina, se escucha este ’
otro modo de acusación que el argelino hace a su «emigrado-
banquero» (en Francia, y en francos): «[...] Nos chupan la san­
gre, nos arruinan. Son unos acaparadores; se imaginan que noso­
tros, aquí [en Argelia], no tenemos más que agachamos para
recoger los diñares [recuperación, para adaptarla a este otro con­
texto, de la anécdota en la que el emigrado, a quien inicialmente
estaba atribuida, se representaba el espejismo de la emigración].
Cuando yo llego allí y veo la miseria en la que viven, los cuchitri­
les, el trabajo que hacen, el racismo que sufren y que aceptan...
yo, en su lugar, no habría aceptado eso nunca, habría preferido
la miseria material en mi tierra, es normal, habría conservado
mi dignidad... antes que todo el oro del mundo. Siento vergüen­
za por ellos, sufro en su lugar. Y, aun así, nos provocan con su
dinero, nos deslumbran con él... como saben... o no saben hacer­
lo... todos los advenedizos; para impresionarte, hacen un gran
esfuerzo, salen contigo para mostrarte que conocen París... Yo
me divierto viéndolos actuar de ese modo. Te llevan de manera
manifiesta a los lugares que creen elegantes... y que por otro lado
no conocen. Eso se ve-claramente... no están a gusto, no es algo
que les sea familiar. Se les ve totalmente desconcertados, no sa­
ben sentarse en la mesa, no saben pedir [la bebida]. [...] En ulti­
ma instancia, yo les perdono todo eso, y, por otro lado, yo no les
pido tanto. Es quizás muy amable por su parte, se lo reconoz­
co... Pero está también esa desagradable impresión de que tie­
nen ganas de mostrarte que han tenido éxito, de que tienen dine­
ro... que pueden hacerte un favor... hacer que les estés agradeci­
do, es eso... Tú te conviertes en alguien que les está obligado.
Cuando el problema no está del todo ahí. Yo no lo sitúo ahí. Todo
lo que pido es, ¡vaya!, mira, aquí yo puedo darte esto... y tú, cuando
llegues a Argel, tú me das esto otro... ésta es la dirección. Eso es
todo, yo vengo para hacer un trato. No tiene que haber senti­
mientos de por medio. Y a menudo, después de haberte dado
largas así, durante horas y horas, cuando llegas a discutir de
verdad, te dice: "¡Ah, yo no tengo el dinero, voy a intentar encon­
trártelo en otro lugar, vuelve mañana! [...]". Me acuerdo, la pri­
mera vez que estuve en Saint-Denis, yo no me imaginaba lo que
era eso. Nunca había puesto allí los pies, era tan sólo una direc­
ción que me habían dado en Argel. Nada más coger el taxi, el
taxista ya me advirtió: "Señor, lo dejaré a distancia, pues es un
barrio peligroso, y yo no me aventuro ahí.” ¡Eso sólo ya te pro­
duce escalofríos, cuando el taxista te dice eso! Yo llego allá, efec­
tivamente... un laberinto oscuro, con bairo... mi par de zapa­
tos... yo sentía vergüenza de vuelta al hotel. Éstas son las relacio­
nes con nuestros "hermanos", los emigrados en Francia» (médico
de Argel, hijo de un antiguo agente de ferrocarriles en la época
de la SNCFA, originario de un pueblo y de una región de muy
fuerte y muy antigua emigración hacia Francia).
Cuando se conoce la condición social real de una y otra parte
que son los interlocutores de este «diálogo», la verdad de la rela­
ción y la significación profunda de ésta aparecen bajo otra luz.
«Es un médico de casa... de la familia; todos nosotros conocía­
mos a su padre... que era un buen hombre. Él no era un advene­
dizo, él siguió siendo un fellah como todos nosotros. "Dio estu­
dios" a sus hijos —lo sabemos—, él se privó de muchas cosas
para eso, sufrió mucho, y no se le puede más que felicitar por
eso, fue un hombre [de bien]. Cuando su hijó llegó un día aquí y
llamó a nuestra puerta fue una sorpresa, úna alegría, una in­
mensa felicidad. Porque no le habíamos visto nunca, simplemente
conocíamos su existencia, eso es todo. Sabíamos que el hijo de
Untel es médico en Argel, eso es todo. Por supuesto, ha ido a la
escuela, ha vivido en la ciudad, se ha casado allá, y ya no volvía
nunca al pueblo. Todo eso, es normal. Cuando llegó aquí, todos
lo habíamos acogido y recibido muy bien. Nos sentíamos muy
halagados. Tenemos un médico en la familia. Es, para quien que­
ría verlo, para quien quería discutir con él, un hombre inteligen­
te... y alguien de la familia. [...] Nosotros ya lo sabemos... cuando
alguien de Argel viene a verte, ya sabes por qué: tiene necesidad
de dinero. Ésta no es realmente la primera vez que viene a París,
él ha hecho sus estudios aquí en París, pero, esta vez, él ha veni­
do hasta nosotros, a nuestra casa. Y le encontramos dinero. Tan­
to como queríay a un interés sumamente ventajoso para él... Se
le ha dado tona parte en paridad, 1.000 aquí y 1.000 allá, y, otra al
curso "normal" mejor que para todo el mundo. Está bien. Des­
pués, se ha convertido en una costumbre, regresaba regularmente,
nos escribía antes de venir. Pero he aquí, como hacen ellos... que
han olvidado la manera de hacer de sus padres y abuelos. Cuan­
do tiene necesidad de dinero, es él quien viene y únicamente a
por el dinero, pero para recuperar el dinero en Argel somos noso­
tros los que tenemos que ir detrás... de nuestro dinero. Él te deja
una tarjeta de visita con su dirección, su número de teléfono,
doctor y todo eso... Tú llegas a Argel —tú ya sabes lo que es eso,
descendemos del avión, la aduana, y afuera hay siempre taxis,
que de dos en dos o de tres en tres cogemos y directamente al
pueblo. Dejas París por la mañana y comes en tu casa por la
tarde, a 200 km de Argel. No hay tiempo que perder y Argel no
nos interesa, nosotros no somos turistas en Argel. [...] Tú tienes
un número de teléfono, llamas y te topas con una francesa como
aquí... No, su mujer es argelina, una cabileña, pero al teléfono y
no solamente al teléfono, incluso en su casa, supongo, es una
francesa, es como una francesa, no hay ninguna diferencia. En­
tonces oyes: "Señor, ¿quién es usted? Mi marido no está, señor,
¿qué desea de él? Si es para una cita, vaya al hospital [...], señor, yo
no le conozco. Vuelva a llamar esta noche...". ¿Qué vas a decirle
a esta mujer? Ya, aquí en Francia, donde estamos entre france­
ses, yo no sé hablar por teléfono, hay que hablar muy bien fran­
cés para hablar bien al teléfono. Luego a una mujer, ¿qué es lo
que le puedo decir por teléfono? Aquí, en Francia, no es más que
con la secretaria de la fábrica con quien yo puedo hablar por
teléfono, y, por otro lado, ella me conoce.. Tan pronto reconoce
mi voz, me dice: “¡Ah! Belaid, ¿qué es lo que sucede?... ¿está
enfermo?”. Es ella quien habla por mí. Pero allá, en Argel, ¿qué
es lo que le puedes decir a esta mujer que no has visto nunca
[...]? Cuántas veces me he dicho: "voy a hablarle en cabileño,
estoy seguro de que me comprenderá... pero sé también que hará
como si no supiera hablar en cabileño, como yo estoy seguro de
que me conoce —su marido ha debido decirle algo de mí—, pero
ella hace como si no supiera quién soy. [...] No voy a decirle: 'le
he dado cimero a tu marido, quiero que me lo devuelva"... Des­
pués de eso, cuelgo. [...] ¿Ir a llamar a la puerta? Como te he
dicho: yo no voy a ir a jugar al turista en Argel. ¿Eso qué cambia­
ría? Voy a encontrarme ante la puerta de un inmueble, allá, arri­
ba del todo de la antigua calle Michelet... llamaré a la puerta y
será el mismo diálogo que en el teléfono. [...] Entonces lo dejo
correr, espero que mi dinero llegue solo... y acaba por llegar. En
esto, reconozco que no ha habido nunca desacuerdo al respecto.
Pero sé por qué siempre acaba por llegar... para que se vuelva de
nuevo a buscar aquí... Eso es así... Lo que quiere decir también
que, siendo incluso parientes, no somos del mismo mundo. Ellos
están allá lejos; nosotros, nosotros estamos aquí. Cuando regre­
samos allá, o nos reencontramos en nuestra casa, en el pueblo,
en la familia, o nos reencontramos entre inmigrados de Francia.
Pero con todos los demás, cada uno por su lado... creo que es
definitivo».
Detrás de las divergencias que versan, aparentemente, sobre
los modos de consumo, sobre los objetos de consumo, sobre el
precio apagar—sobre el precio que hay que pagarles, para unos,
y sobre el precio que los otros «hacen» pagar a los primeros—,
sobre la manera legítima o ilegítima de consumirlos, etc., detrás
de todas estas disputas, son las relaciones sociales, y las relacio­
nes de competencia, entre grupos o fracciones de clase que sus
propias trayectorias o su historia comienzan a separar y a opo­
ner, las que constituyen la apuesta real de las luchas que se dibu­
jan en el interior de los grupos sociales (que se lo continúa iden­
tificando según un modo de percepción y un principio de unifi­
cación que deben todavía mucho al orden social anterior: la
unidad parental en tanto que tal o, poco a poco, en tanto que
modelo arquetípico de toda relación social, pudiéndose exten­
der este modelo hasta englobar a toda la nación, todos los arge­
linos son «hermanos» o «como hermanos», etc.).4
4. La disputa a propósito de las operaciones de cambio (clandestinas) nc
es más que una variación paradigmática de toda una serie de otras «acusa­
ciones» de la misma naturaleza que son como derivaciones: así conflictos
(algunos, ruidosos, y otros enmascarados y como «reprimidos» con fines de
estrategia) con el aduanero —pues todo comienza ahí, en el momento en que
se ha atravesado la frontera y que se ha tomado contacto con este otro espa­
cio, esta otra sociedad, este otro mercado a los que se vuelve—, la operación
Mo se comprende la rabia de las palabras que unos pronun­
cian sobre los otros —los no emigrados por otra parte, más que
los emigrados—, si no se tiene bien presente en mente el efecto
«perturbador» que suscita la emigración de manera general y la
emigración de las familias más particularmente. El efecto más
inesperado de la emigración parece ser el de haber trastornado
las fronteras que separan a los grupos sociales y también la jerar­
quía social dándoles a los emigrados la ocasión y los medios so­
ciales de una promoción que sólo puede parecer «ilegítima» de­
bido a que es adquirida fuera de las normas socialmente admiti­
das, fuera de la ortodoxia que regula las transformaciones incluso
las más aceleradas y las más totales (i.e., las más «revoluciona­
rias»). La promoción social (relativa) que la emigración asegura
(o, más exactamente, de la que da la ñusión) irrita tanto más
cuanto que es fundamentalmente sospechosa: pues ella es reali­
zada en otro orden social, económico, político, lingüístico, en
una palabra cultural, y con los medios que da este orden alóge­
no. El punto débil, la tara indeleble de esta especie de promo­
ción (más aparente que real) es que no resulta, al parecer, direc­
tamente de las luchas internas, de los conflictos reglados en el
interior del orden nacional y según una lógica histórica propia­
mente interna; y si participa en algo de este orden (en los dos
extremos al menos del itinerario del emigrado), la promoción
que aporta la emigración se realiza como por poderes. Es, sin
duda, esta «fullería» objetiva (i.e., no querida a sabiendas y cons­
cientemente) a la que se puede llamar el «ardid social» de la
emigración, la que es espontánea y unánimemente denunciada.
de control aduanero constituye la ocasión para objetivar el sistema de consu­
mo «hedonista», del que participa el emigrado y que importa particularmen­
te a título privado, incluso a título colectivo o «clandestinamente» público
(siempre se puede sospechar que la importación alimenta el mercado públi­
co, es decir, el mercado negro); así las «acusaciones» efectuadas contra la
afluencia estacional de las vueltas de vacaciones al país de emigrados que
lleva a consumos excesivos y ostentosos y una de cuyas consecuencias es el
encarecimiento de la vida durante los meses de verano, en un mercado ya
marcado por la penuria —los «emigrados» hacen subir los precios de las
mercancías; así acusaciones efectuadas contra los «malos conductores» que
son los emigrados cuando vuelven al país, ellos que no conducen en Francia,
que sólo compran coche para sus vacaciones y para «impresionar»; así, evi­
dentemente, de todos los otros «costes» económicos y no económicos que se
atribuye a los emigrados. Pero sin duda hay que insistir más sobre lo que es
denunciado como «costes» no económicos, es decir, culturales.
Lo que sus homólogos que no han emigrado o que han emigrado
de manera diferente reprochan retrospectivamente a los emi­
grados actuales de mil maneras (implícita y explícitamente), es
haber dejado la patria, haberla dejado casi por «cobardía», a
«traición»,5para volver mejor a ella con otras armas que las que
la sociedad ha convenido socialmente. Se comprende de este
modo que todos los reproches dirigidos a los emigrados, la de­
nuncia o la estigmatización de las que son objeto, toman la for­
ma del discurso «nacionalista», sometido a las categorías que
oponen «nacional» y «no-nacional», el segundo término de
la oposición (el «no-nacional») pudiendo decirse aquí (y se dice)
por su equivalente estructural: «desnacionalizado» o «desnatu­
ralizado», «nacional» que ya no lo es, «nacional» fuera de la na­
ción, etc. Se comprende, pues, que, bajo múltiples relaciones, el
emigrado aparece en cierto modo como el «colonizado de últi­
ma hora», como el «colonizado» que sobrevive a la colonización
de la que no puede «liberarse», el «colonizado de la poscoloniza­
ción» y, por consiguiente, como un «colonizado por voluntad»
(i.e., por el hecho de su voluntad de seguir siendo un emigrado).6
Como el lenguaje de la economía, el lenguaje de la cultura
constituye una manera de eufemización, por la «tecnicización»,
al permitir formular todas estas denuncias abiertamente, sin
comedimiento, a menudo con una condescendencia que viene
autorizada por las «buenas intenciones». La emigración «des­
cultura», porque «acuitara» a alguna otra cultura extranjera; la
emigración «desnaturaliza» porque «naturaliza» en conformi-
5. La sospecha de traición, incluso de apostasía (social y cultural más que
propiamente religiosa), es una constante que persigue a la emigración en
tanto que conducta práctica y en tanto que categoría de pensamiento; en
esto, la emigración es una ausencia tan «ilegítima»; una ausencia que de­
manda un intenso y constante trabajo de legitimación, tal como es funda­
mentalmente «ilegítima» la presencia del inmigrado que llama también, se­
gún el mismo esquema de pensamiento, a otra operación de legitimación.
6. El mismo discurso científico participa con toda la autoridad que se le
reconoce de esta empresa global de puesta en acusación; así, viviendo bajo la
soberanía efectiva, en el sentido político y en el sentido «cultural», de un país
extranjero, los emigrados pueden ser calificados de «soportes publicitarios
de los productos franceses» y de «hombres-anuncio de la política francesa»
(véase M.N. Bourenane, «Éléments pour une approche critique de la ques-
tion de rimmigration algérienne en France», en Lesalgériens en France, gené-
se et devenir d'une. migration, CNRS, Actes du colloque du GRECO 13 [Gre-
noble, 26-27 de enero de 1983], París, Publisud, 1985; véase p. 67).
dad con alguna otra «naturaleza» extranjera; la emigración «des­
personaliza», etc. Y es significativo que el juicio así realizado ala
ejnigración y, por lo mismo, a los emigrados, trata prioritaria­
mente y de modo más violento sobre la población femenina emi­
grada y, más precisamente, sobre el cuerpo de las mujeres, a tra­
vés de la vestimenta, la hexis corporal, los modos de estar, de
hablar, de comportarse, sobre todo en público, en una palabra
de las maneras de portar su cuerpo y de comportarse con su
cueipo. Es inútil —y también demasiado largo— insistir sobre !
la significación simbólica concedida al cuerpo femenino, objeto
de una intensa y dramática inversión, y al «cueipo» de las muje­
res (en el sentido del conjunto de las mujeres) que se consagra a
la «tradición», yendo hasta celebrar la fidelidad a esta tradición
y a los valores femeninos que son respetuosos con ella. ¡Sólo hay
innovación posible para los hombres y por parte de los hom­
bres! Fuera del mundo masculino, toda innovación está prohibi­
da sin más consideraciones.
UNA RELACIÓN DE DOMINACIÓN

La literatura sobre la inmigración en los países de inmigra­


ción, y para las necesidades de la sociedad de inmigración, és
tan sobreabundante como indigente, e incluso desfalleciente, es
la literatura sobre la emigración, tal como estamos en nuestro
derecho de esperar de los países de emigración. Así como la pri­
mera es sumamente diversificada, yendo del periodismo hasta
la literatura científica, pasando por el ensayo, la literatura mili­
tante, los escritos legislativos, políticos e incluso la novela, la se­
gunda, en cambio, cuando ésta existe, sólo trata a los emigrados
en tanto que son inmigrados entre los otros, es decir, a grandes
rasgos, de la misma manera que hablan de ellos esos otros, que
están preocupados por la inmigración. Es decir, hasta qué punto
el discurso que se mantiene sobre los emigrados, en los países de
emigración, está desprovisto totalmente de autonomía; está su­
bordinado al discurso sobre la inmigración del que retoma los
temas esenciales y del que toma prestado a menudo sus catego­
rías de pensamiento y su material de análisis, y al no haber lo­
grado hacer de la emigración y del emigrado un objeto de cien­
cia, se condena, a pesar o quizás a causa de la intención polémi­
ca que lo anima, a no ser más que el páJido reflejo de lo que se
dice de la inmigración: al producir una extraña transformación
del orden, al menos cronológico y genético del fenómeno migra­
torio, la emigración de la que habla parece haberse vuelto el pro­
ducto de la inmigración y este discurso invertido se contenta
habitualmente con sustituir los términos emigración y emigrado
por inmigración e inmigrado. Esto no son meros juegos de pala­
bras o meras sutilezas del lenguaje, sino que, lejos de ello, la
significación y, más aún, los efectos de estos cambios de nom­
bres no son tan anodinos como pudiera parecer.

La dependencia en el discurso

Como prueba de esta subordinación al lenguaje dominante


sobre la inmigración baste referirse al coloquio que tuvo lugar
en Argel el 28, 29 y 30 de marzo de 1981, bajo el auspicio del
CREA (Centre de Recherches en Économie Appliquée, de la Uni­
versidad de Argel), acerca del tema: «La emigración magrebí en
Europa, ¿explotación o cooperación?». ¿Cómo hay que entender
este título? La costumbre de oír y pensar en «inmigración» e
«inmigrados» cuando se dice y escribe así como cuando se oye y
lee «emigración» y «emigrados» está tan arraigada que todo el
mundo (oradores, oyentes, autores y lectores) ha efectuado di­
recta y «naturalmente» el trabajo de corrección y de restableci­
miento de sentido necesario para restituir al discurso su auténti­
ca significación. A este respecto, resulta significativa la extrañe-
za general de que se puedan tomar las palabras al pie de la letra
como si estuviera admitido por todos que «emigración» e «inmi­
gración», por una parte, y «emigrados» e «inmigrados», por otra,
fueran intercambiables y pudieran servir a los mismos discur­
sos, al no referirse entonces el uso diferencial que de ellos se
hace más que a los lugares desde donde se habla de ello así como
a la intención con la que se habla.
Este coloquio que se quería sobre la emigración, en un país
de emigración, fue, en realidad, un coloquio sobre la inmigra­
ción para mayor beneficio de las sociedades de inmigración y,
sobre todo, de la ciencia de la inmigración; ¡y beneficio tanto
mayor cuanto que este coloquio sobre la inmigración (que no
pronuncia su nombre) se lleva a cabo en un país de emigración.1
1. No nos cansaríamos de destacar en la literatura consagrada de manera
totalmente autónoma, créase, a la emigración, las numerosas inversiones y
sustituciones de este tipo, algunas de las cuales engendran verdaderos con­
trasentidos y a veces falsificaciones extremadamente perjudiciales para la
reflexión y el conocimiento de la emigración; así, en La emigración magrebí
en Europa, ¿explotación o cooperación? (Argel, SNED, sin fecha), obra que
recoge las comunicaciones presentadas en el coloquio de Argel, se puede
leer, entre otros ejemplos tomados, un poco al azar, de las primeras páginas
¿No habría, por consiguiente, más discurso y ciencia que sobre
la inmigración? Teniendo en cuenta que las relaciones de fuerza,
las mismas que han engendrado la emigración-inmigración, no
hacen excepción con la ciencia, y en particular, con la ciencia del
fenómeno migratorio, ¿la inmigración se subordinaría a la emi­
gración, que no es sin embargo más que el otro aspecto de la
misma realidad, hasta el punto de ocultarlo? He aquí una verda­
dera cuestión de sociología de la ciencia, una cuestión sobre la
que la historia social de las ciencias sociales nos proporcional
numerosos ejemplos: al igual que la ciencia de la inmigración
tiene sus condiciones de posibilidad que ella misma ha sabido
realizar, la ciencia de la emigración tiene, ella también, sus con­
diciones sociales de posibilidad que ésta todavía no ha encontra­
do (si pueden encontrarse), siendo la primera de estas condicio­
nes, sin lugar a dudas, rechazar la identificación de las dos cien­
cias, es decir, de la segunda con la primera. Del mismo modo
que la «sociología del desarrollo» y la antropología cultural del
«subdesarrollo», es decir, la sociología y la antropología de las
sociedades «precapitalistas», así como la reflexión sobre la eco­
nomía de esta mismas sociedades en el momento en el que su­
fren el dominio global (económico y cultural) de las sociedades
desarrolladas con todos los efectos (sobre todo económicos) que
resultan de ello, han contribuido enormemente al avance de las
ciencias sociológica, antropológica y económica en sí mismas,
llevándolas a reflexionar sobre sus propios postulados (postula­
dos de la «racionalidad», del Homo oeconomicus, etc.) y, al mis-
de las actas (A. Benachenhou: «Los verdaderos retos de la emigración ma­
grebí en Europa», pp. 6-19; los ejemplos están tomados de las pp. 6 y 8): «El
conocimiento científico de la crisis y de sus efectos sobre la emigración en
Europa». ¿De qué emigración se trata? ¿De la emigración futura? Entonces
habría que haber escrito: «la emigración a Europa». ¿Se trata de la emigra­
ción ya efectuada? Entonces, con todo rigor, se trata de «la inmigración en
Europa», ya que los «efectos de la crisis» se ejercen sobre la inmigración y
sobre los inmigrados y no sobre la emigración y los emigrados. Y, de manera
aún más flagrante: «a pesar del paro (en los países de inmigración) no hay un
descenso sensible de la parte relativa al empleo emigrado [?] total»; el empleo
del que se trata, aquí, para que la frase adquiera sentido, es el empleo que
ofrece el mercado del país que recurre a la inmigración y a los inmigrados. 0
incluso: «la diversidad de las actitudes de los capitales franceses frente al
problema de la fuerza de trabajo emigrada»; estos capitales franceses no
pueden estar más que «frente al problema de la fuerza de trabajo inmigrada»
y no de otra fuerza de trabajo, etc.
mo tiempo, a salir un poco de su «etnocentiismo», contribuyen­
do, por ello mismo, a los progresos del conocimiento que tales
sociedades y sus economías capitalistas pueden tener de sí mis­
mas, asimismo la reflexión sobre la emigración, a pesar de que
permanezca a remolque de la reflexión sobre la inmigración, no
puede más que servir a la ciencia de la inmigración al llevarla a
preguntarse acerca de la ciencia de la inmigración, acerca de sus
condiciones de posibilidad, acerca de las intenciones que se en­
cuentran en el origen de esta ciencia (y, correlativamente, acerca
de la ciencia de la emigración y acerca de su ausencia). La des­
proporción, de la que tenemos cotidianamente la experiencia,
entre el lenguaje sobre la inmigración y el lenguaje (o el no-len­
guaje) sobre la emigración, ¿no sería más que un efecto de la
disimetría que caracteriza al fenómeno migratorio? ¿No puede
verse en ello otro indicio útil para juzgar las relaciones de fuerza
particularmente desiguales entre los países de emigración y los
países de inmigración?
Evidentemente, es más fácil hacer la ciencia de la inmigración y
de los inmigrados (i.e., la ciencia de la sociedad de inmigración)
que la ciencia de la emigración y de los emigrados (le., la ciencia de
la sociedad de emigración). Para ello, existen varias razones: unas,
técnicas y sociales, son de orden práctico; otras, ideológicas, son de
orden político. Pero en la base de unas y otras se encuentra un
hecho mayor mientras la inmigración se salda con una presencia,
la emigración se traduce en una ausencia. La presencia se impone,
la ausencia se constata sin más; la presencia se regula, se reglamen­
ta, se controla, se gestiona, mientras que la ausencia se disfraza, se
colma, se niega. Estas diferencias de estatuto determinan diferen­
cias en el discurso que se puede mantener sobre úna y sobre otra, la
presencia (la inmigración) que es susceptible de discurso y la au­
sencia (la emigración) de la que no hay nada que decir sino que
requiere una sustitución. La inmigración, es decir, la presencia de
los inmigrados como cuerpos extraños (a la sociedad, a la nación),
es el objeto de una problemática que se puede decir totalmente
impuesta, exterior al objeto del que trata. El discurso explícito so­
bre la inmigración y, en particular, el discurso científico han toma­
do la costumbre, para responder a la exigencia de orden a la que
deben sacrificarse, de «acoplar» a los inmigrados a las diferentes
instituciones a las que están necesariamente confrontados a causa
de su inmigración: «los inmigrados y el trabajo» (o «el paro»), «los
inmigrados y el alojamiento», etc., y de plantear al respecto cuestio­
nes que conciernen, en última instancia, al orden público, y que
vienen impuestas por consideraciones de orden público. Todo este
discurso, que se estima que es producido sobre los inmigrados y
para los inmigrados, no es en realidad más que el discurso de la
sociedad (nacional) frente a los inmigrados de los que ésta tiene
necesidad, con los cuales tiene que contar, y que podrían, de no
tener cuidado, perturbar el orden público.2Es una necesidad del
orden nacional, cuando está confrontado a la inmigración {i.e., a la1
presencia de no-nacionales en la nación, de lo no-nacional y no-
político en lo nacional que tiene el monopolio de lo político), la de
«perorar» (política, legislativa, reglamentaria, social, económica,
sociológica, culturalmente, etc.) sobre la inmigración para neutrali­
zar los peligros de perturbación y de subversión; el lenguaje cientí­
fico sobre la inmigración no escapa a esta regla.
Lo cierto es que este trabajo, incluso si responde a una pro­
blemática impuesta, incluso si procede objetivamente {i.e., sin
saberlo) de una intención de orden, incluso si consiste en un
trabajo de puesta en guardia (sobre la inmigración y contra la
inmigración) y de puesta en orden, ha tenido por resultado dar
cuenta de las condiciones de vida y de trabajo de los inmigrados,
de su modo de presencia en la sociedad de inmigración, de su
modo de relación con ésta y con ellos mismos en tanto que son
inmigrados inmersos en un orden social, económico, político,
cultural, etc., que no es el suyo. Todo esto, al acumularse, ha
acabado por producir una suma de saberes de una importancia
capital, tanto desde el punto de vista práctico {i.e., para el con­
2. El orden público en el doble sentido en que lo entienden el derecho
administrativo y el derecho internacional privado o el derecho civil: esto es,
en primer lugar, como orden municipal, es decir, el orden en la calle, la segu­
ridad policial, la tranquilidad y la seguridad públicas —orden al que se quie­
re reducir, para objetivarlo mejor, el orden global que es el orden nacional—
y, en segundo lugar, como.orden próximo de lo que se denomina la «asimila­
ción a las costumbres y a los usos» (véase el art. 69 del Código de la Naciona­
lidad francesa). El derecho civil, precisamente, define el «orden público» por
las «costumbres y los usos» y según esta concepción, la bigamia, por ejem­
plo, contraria a las «costumbres y usos de Francia», es contraria al «orden
público» en derecho de las personas (la naturalización, por esta misma ra­
zón de «orden público» que hay que entender aquí como factor que contra­
ría la «asimilación» y como incompatibilidad con las «costumbres y usos de
Francia», por tanto, con la nacionalidad francesa, puede serle rechazada a
un extranjero bigamo).
trol, la adaptación, la domesticación y la inserción de los inmi­
grados, es decir, para su neutralización o la reducción de la alte-
ridad, de la heterogeneidad, que introducen con ellos) como des­
de el pinito de vista heurístico (i.e., para la comprensión de los
mecanismos sociales, demográficos, económicos y culturales que
presiden la inmigración desde ese acto inicial que es el acto de
emigrar hasta el acto final de disolución, de fusión total, de ab­
sorción o de asimilación, en el sentido de la metáfora digestiva,
en la sociedad en la que los inmigrados acaban por agregarse e
identificarse). En última instancia, no habría que hablar propia­
mente de observación y de medidas posibles (por ejemplo, los
empadronamientos) más que en la inmigración y sobre los inmi­
grados, es decir, sobre una presencia y sobre cantidades y cuali­
dades presentes. Este «privilegio» que tienen los países que reci­
ben en ellos (en calidad de inmigrados) a los emigrados de otros
países se retraduce muy rápido en ventaja política y económica
y, en particular, en ventaja en las negociaciones que tienen que
llevar a cabo con los países de emigración: tienen el «privilegio»
de poder controlar, censar, medir en sus países, en su propio
territorio, a los emigrados de los otros; de poder darse sobre sus
inmigrados el conocimiento apetecido (conocimiento que los paí­
ses de emigración, por diversas razones, no tienen y no pueden
tener de sus emigrados) y el poder que otorga este conocimiento
(poder que no tienen los países de emigración); de poder reunir
a su voluntad todo un conjunto de informaciones útiles así como
todo un aparato de datos estadísticos, necesarios para constituir
«buenos» informes, bien provistos y bien argumentados («cien­
tíficamente» elaborados, como se suele decir).
Al contrario, para conocer a su emigración y a sus emigra­
dos, es forzoso interrogar a la inmigración y a los inmigrados,
remitirse a lo que se ha dicho de ellos en otra parte y retomar por
su cuenta lo que el país de inmigración produce sobre la inmi­
gración y sobre los inmigrados, según su punto de vista, para sus
propias necesidades y también para sus propios intereses.3¿Cómo
3. Hasta en este aspecto, en apariencia, puramente técnico de las nego­
ciaciones, las posiciones respectivas son desiguales. No se cuentan los daños,
las pérdidas (abuso, injusticia o falta de ganancias, como se verá) que sufren
los países de emigración (y, aveces, más directamente, las familias de los emi­
grados), a falta de tener solamente una buena evaluación de su población
emigrada: población global, número de familias emigradas, proporción de
desasirse de la dependencia obligada hacia el país de inmigra­
ción, cómo acceder a la plena autonomía en este dominio y cómo
darse un conocimiento de la emigración y de los emigrados que
no deba nada al conocimiento reflejado que el país de inmigra­
ción se da de la inmigración y de los inmigrados? Por razones
que no tienen que ver solamente con la inmigración ni única­
mente con la historia de la inmigración argelina en Francia, ya
que se desbordan más ampliamente sobre el conjunto de las re­
laciones entre ambos países así como sobre la historia que tie­
nen en común (historia de una colonización intensa y sistemáti­
ca como existen pocos ejemplos de ello), Argelia aparece sin duda
como uno de los países de emigración más «dependientes», pero
también como uno de los más impacientes por emanciparse de
esta dependencia: la intensa actividad de negociaciones mante­
nidas con el país de inmigración que es, en este caso, por añadi­
dura, la antigua potencia colonizadora, no podía más que hacer
sentir a Argelia, quizá más duramente que a los demás países, su
dependencia en la materia (dependencia que, en tiempos actua­
les, podía permanecer enmascarada); así como no podía más
que llevarla a tratar de romper esta dependencia cuanto antes.
Sin duda es así como hay que entender todos los esfuerzos lleva­
dos a cabo, en Argelia mismo, para «censar» a los emigrados y,
en Francia, para ayudar al empadronamiento francés de los in­
migrados argelinos (por tanto, argelinos emigrados a Francia) y
para proceder a estudios en tomo a la comunidad argelina en
Francia. Los dos empadronamientos generales de la población
efectuados en Argelia en 1966 y en 1976 han tratado ciertamente
de incluir en los recuentos efectuados a los «ausentes fuera de
Argelia» (Le., los emigrados, manera indirecta y elegante de de­
signar a los argelinos emigrados a Francia que constituyen la
apabullante mayoría de los argelinos «fuera de Argelia»); pero
esta tentativa, totalmente loable, tropieza con un escollo más
trabajadores emigrados que han dejado a sus familias en el país, estructura
de la población por edad, estructura socio-profesional de la población emi­
grada activa, etc. Estas evaluaciones son, a veces, explícitamente demanda­
das y casi siempre tomadas prestadas del país de inmigración, que es la úni­
ca fuente de informaciones fiables; las negociaciones se emprenden sobre la
base de los datos que el país de inmigración vierte en el debate en apoyo de
sus tesis, sin que los países de emigración puedan contestar válidamente la
validez y lo bien fundado de estos datos, a falta de poder producir otros para
sustituirlos.
profundo y, al mismo tiempo, plantea una excelente reflexión
epistemológica sobre el arte de la estadística y la técnica del cen­
sado: ¿qué significa censar a los «ausentes»? Una tentativa se­
mejante parece ignorar que, al hacer esto, más que medir efecti­
vamente la suma de los individuos ausentes, lo que registra es su
grado de integración en sus grupos de origen y por ello la integra­
ción de los grupos mismos o, si se quiere, la memoria que los
diferentes grupos interrogados han conservado de sus emigra­
dos, memoria que se sabe selectiva y diferencial, determinada
socialmente según el sexo, la edad y toda una serie de otros indi­
cadores sociales (origen social, posición social, tamaño de la pro­
piedad y de la posteridad de la persona, prestigio social, etc.)
propios de la persona ausente.4
4. Hay censo, sobre todo cuando se trata de «ausentes», como hay genealo­
gías, que son otro tipo de recolecciones de «ausentes» (los difuntos, las generacio­
nes anteriores): el primero, recolección sincrónica y, las segundas, recuentos dia-
crónicos, solicitan de la misma manera la memoria colectiva. Al tratarse de ge­
nealogías, se podía constatar que siendo «la fuerza del recuerdo» proporcional al
valor que el grupo asigna a cada individuo (presente o ausente) en el momento de
la recolección, conservan mejor a los hombres, sobre todo cuando han produci­
do una numerosa descendencia masculina (dando razón'en esto a la teoría indí­
gena que ve en todo nacimiento una resurrección)', registran los matrimonios
próximos mejor que los matrimonios lejanos, los matrimonios únicos más que la
serie completa de los múltiples matrimonios que ha contraído un individuo —y,
por consiguiente, los productos de todos estos matrimbnios memorables, que
contribuyen ellos mismos a la memoria de estos matrimonios. Todo incita a su­
poner que líneas enteras de un mismo árbol genealógico pueden ser definitiva­
mente silenciadas cuando el último representante muere sin ninguna descenden­
cia o, lo que viene a ser lo mismo, sin descendencia masculina (véase P. Bourdieu
y A. Sayad: «Stratégie et rituel dans le mariage kabylé», en J. Peristiany [ed.]:
Medite/ranean Family Structures, Cambridge UniversityPress, 1976, y también P.
Bourdieu: Esquisse d’une tliéorie de la pratique, Ginebra, Droz, 1972, p. 76). Del
mismo modo, la memoria que el grupo ha conservado de sus «ausentes» es más
fiel en el campo que en la ciudad, cuando se trata de lospróximos más que de los
parientes más lejanos, de los hombres que han emigrado relativamente adultos
más que de los más jóvenes, de los emigrados que rellaman al recuerdo de cada
uno y de todos, por sus cartas, sus envíos de dinero, sus retomos en vacaciones,
más que de aquellos que han olvidado y de los que se dice que se han olvidado, de
los hombres más que de las mujeres, de los hombres emigrados solos más que de
las familias instaladas en Francia, etc. La situación limite se alcanza cuando la
familia emigrada ni siquiera ha dejado una habitación vacía (es el caso de
las familias urbanas emigradas a Francia) y, en los casos extremos, cuando las
familias han sido fundadas en la misma Francia, en la comunidad inmigrada, así
como en el caso de todos los niños (de los cuales algunos son ahora adultos)
nacidos en estas familias (véase A. Sayad, «Immigration et conventions iníema-
tionales», op. cit.).
Condiciones sociales de una ciencia de la emigración

¿Quiere decirse que no puede haber un verdadero discurso


sobre la emigración y sobre los emigrados, que toda ciencia au­
tónoma de la emigración y de los emigrados es imposible? No lo
parece. Sin embargo, un discurso y una ciencia semejantes tie­
nen sus condiciones sociales de constitución, de tal manera que
es necesario que exista, lo primero de todo, y en particular en el
caso de las emigraciones-inmigraciones en situación colonial,
una voluntad técnica y políticamente (por tanto, estatalmente)
garantizada de conocer la emigración, de instituirla como obje­
to de estudio, y, para ello, condición indispensable, es necesario
que exista, como se ha visto a propósito de la inmigración y de la
ciencia de la inmigración, un interlocutor que tenga interés (in­
terés económico, interés político, interés en las negociaciones,
interés de poder, etc.) en la emigración y en la ciencia de la emi­
gración. Es necesario que la emigración cese de ser esa «cosa»
vergonzosa de la que no se puede hablar (al modo de los «costes»
y «beneficios» comparados) más que, unas veces, para homena­
jear a los emigrados (ie., a los nacionales emigrados) por su sa­
crificio, por su contribución a la vida y obra de la nación, es
decir, a los «beneficios» de los que la nación les es deudora; y,
otras veces, para magnificar, retomando en esto lo que se dice en
el país de inmigración, el trabajo que cumplen en la inmigración
y para el país de inmigración, es decir, los «beneficios» que pro­
curan a este país (lo que es una manera de designar a contrario
los «costes» que soporta el país de emigración debido a sus emi­
grados). Es necesario que se instaure una manera de percibir y
de aprehender la emigración, en sí misma y para sí misma, como
una realidad autónoma o como una realidad que se ha vuelto
decisivamente independiente de la inmigración, que es la otra
cara de sí misma; es necesario que se instituya un discurso autó­
nomo sobre la emigración y, antes que esto, las razones constitu­
tivas de este discurso. :
Como las dos caras de una misma moneda, como aspectos
complementarios y dimensiones solidarias de un mismo fenó­
meno, la emigración y la inmigración se remiten mutuamente la
una a la otra y el conocimiento de la una se extiende necesaria­
mente al conocimiento de la otra. Interrogar de manera comple­
ta a la inmigración lleva inevitablemente a interrogarse, a re­
monte, sobre las condiciones de producción y de reproducción
de los emigrados y, en descenso, sobre los mecanismos sociales
que presiden su transformación de alógenos en indígenas. De
igual modo, interrogar completamente a la emigración conduce
también, e inevitablemente, a interrogarse sobre los efectos de la
emigración y de los emigrados sobre la sociedad de emigración
y sobre lo que ellos devienen en el país de los otros.
A la contradicción de orden temporal —un «provisional» que
se vuelve definitivo o un «definitivo» vivido como provisional—,
de la que se puede decir que es constitutiva de la naturaleza de la
emigración (y de la inmigración) y de la condición del emigrado
(y del inmigrado), corresponden otras contradicciones en todos
los demás dominios de la existencia: contradicción en el orden
espacial, en el orden comunitario, en el orden cultural y, cada
vez más, coronación o consagración suprema de todas estas con­
tradicciones parciales o «regionales», en el orden político (o na­
cional). Ausencia en el extranjero (y allí, presencia extranjera), y
por eso ausencia necesariamente provisional y que debe ser jus­
tificada por alguna razón exterior a sí misma: ausencia por razo­
nes de trabajo y totalmente subordinada al trabajo, lo que supo­
ne ausencia de trabajo en el interior del país y en tanto que dure
esta falta de trabajo; y, solidariamente, para decir lo mismo pero
de otro modo, presencia extranjera, y por eso presencia necesa­
riamente provisional, que debe ser justificada no por sí misma
sino por alguna otra razón exterior a sí misma: presencia por
razones de trabajo y presencia totalmente subordinada al traba­
jo (en tanto que dure el trabajo), estando ahí, correlativas la una
a la otra y mutuamente dependientes —cada una contiene a to­
das las otras—, tres características respectivas de la ausencia del
emigrado y de la presencia del inmigrado. Pero, de todas estas
contradicciones, hay una de ellas que determina más fundamen­
talmente la significación de la emigración, que pesa con un peso
específico sobre el sentido de la emigración y la condición del
emigrado y, en tanto que tal, no puede ser ignorada por la socie­
dad de emigración (y, por consiguiente, por la ciencia de la emi­
gración) a la que se impone: se trata, simétricamente de la pre­
sencia que realiza según una modalidad particular el inmigrado
en su tierra de inmigración, de la ausencia que realiza también,
según una modalidad particular, el emigrado en su tierra de emi­
gración. Al igual que la inmigración, es decir, esa presencia par­
ticular que afecta a la sociedad de inmigración, ha determinado,
como ya se ha visto, una «ciencia» particular o al menos una
suma de conocimientos relativos a la inmigración y al inmigra­
do e impuestos por el hecho de la inmigración, la emigración, es
decir, esa ausencia particular que afecta a la sociedad de emigra­
ción, debería, ella también, determinar una «ciencia» homolo­
ga, o al menos una suma de conocimientos relativos a la emigra­
ción y al emigrado, impuestos también por el hecho de la emi­
gración. Y aun así, la paradoja de la ciencia de la emigración es
que sería una «ciencia de la ausencia» y de los ausentes.

Una «ciencia de la ausencia»

La emigración, para no ser pura «ausencia», recurre a una


manera de «ubicuidad» imposible, a una manera de ser que afecta
a las modalidades de la ausencia que ella conlleva (de igual modo
que afecta a las modalidades de la presencia por la que se mate­
rializa la inmigración): seguir estando «presente a pesar de la
ausencia», seguir estando «presente aun ausente e incluso allá
donde se está ausente» —que es tanto como «no estar más que
parcialmente ausente allá donde se está ausente»— es la suerte o
la paradoja del emigrado —y, correlativamente, al «no estar to­
talmente presente allá donde se está presente, lo que supone es­
tar ausente a pesar de la presencia», a estar «ausente (parcial­
mente) incluso presente e incluso allá donde se está presente»—,
es la condición o la paradoja del inmigrado. El riesgo para el
emigrado y para el inmigrado que es también radica en que es­
tas formas incompletas de ausencia y de presencia acaben, más
pronto o más tarde, por cumplirse íntegramente: la presencia
«física» y solamente física del inmigrado acabará por convertir­
se en una presencia también «moral» (por el cuerpo y por el
espíritu, por lo actual y por lo futuro, por el trabajo y por el engen­
dramiento —es decir, la sangre—, por el hecho y el derecho);
correlativamente, la ausencia material y únicamente material del
emigrado acabará por convertirse en una ausencia «moral» (y
«espiritual»), en una ausencia consumada, en una ruptura cum­
plida con la comunidad.
La emigración constituye una amenaza grave para la integri­
dad y la supervivencia del emigrado en tanto que miembro de su
comunidad o de su nación, y también para la integridad y la
supervivencia de las comunidades mismas, cuando son priva­
das, por la emigración, primero de sus hombres y, después y
cada vez más, de familias enteras. Hoy en día que el modo de
existencia «moderno» de las comunidades que proveen los emi­
grados toma la forma de la existencia nacional, la forma de la
nación (se es un argelino emigrado, y por el otro lado, se es un
inmigrado argelino), y que la emigración se ha convertido en casi
todas partes en un problema nacional (y no ya en el problema de
las comunidades confrontadas a la emigración de los suyos), es
la nación entera la que está amenazada de mutilación por la emi­
gración, la que está amenazada de perder «pedazos» de ella mis­
ma al perder «pedazos» de su población actual y futura (repro­
ducción fuera de la nación de las familias emigradas), la que está
amenazada en su integridad física (o morfológica) y en su sobe­
ranía al tener una parte de sí misma (una parte del conjunto de
sus naturales) fuera de sí misma y fuera de su soberanía. Se com­
prende de este modo la doble relación de atracción y de repul­
sión, de ligazón y de desligamiento que se instaura entre, por
una parte, los emigrados siempre sospechosos de «perdición»
(de la suya y de la de los suyos solidariamente, sospechosos de
«perder su alma» lo que, en el lenguaje actual, se formula en
términos de «aculturación», «despersonalización» o en térmi­
nos de alteridad y de alteración «cultural» y, al hacer esto, de
hacerla perder a sus comunidades, a su sociedad, a su nación,
etc.), de sedición, incluso de subversión, aunque no sea más que
por el ejemplo que constituyen y por los ejemplos que aportan
(los «modelos culturales que importan del extranjero», como se
afirma cada vez más a menudo), y, por otra parte, sus comunida­
des y su sociedad (o su nación) de origen. Éste es el trabajo recí­
proco de integración o de mayor integración, que los emigrados-
inmigrados y sus comunidades de origen llevan a cabo al reivin­
dicar, por un lado y por otro, la mutua pertenencia de los unos a
los otros: los primeros, inmigrados en alguna otra sociedad, se
reivindican en tanto que son siempre «emigrados», en cuanto
que pertenecientes siempre a su sociedad, a su país, a su nación
e, inversamente, los segundos, que tienen sus inmigrados en la
sociedad, país o nación de otros, los reivindican en tanto que son
siempre sus emigrados, en cuanto que son siempre una parte de
sí mismos. Trabajo de reintegración y de reapropiación mutuas
para los inmigrados, re-integrar, re-apropiarse su sociedad, su
territorio, su país, su nación (y su nacionalidad) y repatriarse
ahí e, inversamente, para los otros, re-integrarlos en su seno, re-
apropiarse, repatriar en sí a sus «emigrados» (el discurso argeli­
no sobre la «reinserción» de los emigrados, aun cuando no tu­
viera más que esta significación simbólica habría cumplido ple­
namente su función).5
Así como la presencia del inmigrado está en el origen de una
serie de estudios que no carecen de interés incluso si, en definiti­
va, se revelan de alcance limitado, la ausencia del emigrado de­
bería hacer surgir también una serie de estudios análogos a aque­
llos que se han producido para la inmigración inspirados por la
misma preocupación de orden —el orden de la sociedad de emi­
gración que necesita regular las ausencias acumuladas y el efec­
to de estas ausencias. Confrontada al riesgo de despedazamien­
to, ¿cómo se esfuerza toda sociedad de emigración, so pena de ir
hacia su descomposición, en controlar la emigración que la dis­
grega? ¿Cómo suple las ausencias? ¿Cómo Uega a neutralizar los
riesgos de contaminación, de alteración o de subversión que le
llegan de la emigración de los suyos, sobre todo cuando esta
emigración —efecto incontestable de cierto número de pertur­
baciones, que no puede más que reforzar, en cambio, las causas
que la han producido— se hace más numerosa y concierne, en
primer lugar, y prioritariamente, a los elementos más activos, es
decir, mayoritariamente a los jóvenes y, después, y más funda­
mentalmente, a la clave de bóveda de la sociedad? Hoy en día
este conjunto de preguntas puede reformularse en una sola, que
se enuncia en términos eminentemente políticos: ¿cómo se pue­
de ser argelino o un emigrado argelino {i.e., un argelino emigra­
do) cuando no se ha nacido en Argelia, ni se ha sido educado ni
se ha crecido en el seno de la sociedad argelina en Argelia, cuan­
do no se ha estado sometido al trabajo de socialización que toda
sociedad ejerce, para'conformarlos a sí misma, sobre sus miem­
bros efectivos y, a fin de cuentas, siendo esto el resultado de aque­
llo, cuando se es «llamado» a vivir y a trabajar durante toda su
vida fuera de Argelia y fuera de la sociedad argelina en Argelia?
En otros términos, ¿cómo se puede ser nacional de una nación,
cuando, desde el primero hasta el último de sus días, se está
5. Véase capítulo 3, nota 16.
fuera de la nación? E, inversamente, ¿cómo una nación puede
tener «nacionales» que, desde el primero al último día de su exis­
tencia, están fuera de la nación? Sí se sabe cómo, en una prime­
ra «edad» de la emigración, las comunidades lograban sujetarse
indefectiblemente a sus emigrados, neutralizar los riesgos que
corre todo emigrado de convertirse en un jayah (o en un amjáh),
subordinar a sus propios objetivos (objetivos comunitarios) la
emigración y sus efectos, incluso los más perversos o los más
perturbadores y los más disolventes —las comunidades seleccio­
naban a los emigrados a tal efecto; continuaban «habitándolos»
en el sentido verdadero del término durante toda su emigración,
no siendo el individuo más que el grupo incorporado; continua­
ban actuando sobre cada uno de ellos, a menudo por la interme­
diación del grupo que ellos constituían y que no era él mismo
más que una reconstitución limitada, reducida y mutilada de la
comunidad de origen. Hoy en día, por el contrario, no se ve bien
a la nación —ya que es de la nación de lo que ahora se trata, en
esta otra «edad» de la emigración que es como la fase última del
proceso— intervenir con la misma eficacia y lograr de igual modo
mantener perfectamente integrados en sí misma a todos sus na­
turales emigrados.
Al interrogar a la emigración como ausencia y al interrogarse
sobre los efectos de esta ausencia, se acaba por revaluar de otra
manera la separación que hace la teoría económica de los «cos­
tes y beneficios comparados de la inmigración» entre el país de
inmigración y el país de emigración que, respectivamente, sacan
«beneficios» y soportan «costes», uno, de la inmigración y, otro,
de la emigración. Se tengan las reservas que se tengan respecto a
esta teoría que no es, en el fondo, más que una operación conta­
ble, no se puede sino deplorar que la emigracipn no haya produ­
cido sobre ella misma y para ella misma una teoría económica
equivalente de los «beneficios y costes comparados de la emigra­
ción». Además, transponer la teoría de los «costes y beneficios
comparados de la inmigración» es, al mismo tiempo, producir,
aquí como allá, es decir, a propósito de la emigración, lo que se
hace y continúa haciéndose para la inmigración, una especie de
legitimación de la emigración; correlativas una y otra, la legiti­
mación de la inmigración y la legitimación de la emigración re­
caen una sobre la otra. Si la teoría económica de la inmigración,
que reduce ésta a un conjunto de «costes» y de «beneficios», con­
tribuye a legitimar la inmigración —esta presencia que, por du­
rar demasiado y por manifestarse demasiado por todas partes y
en todos los dominios de la vida pública, termina por convertir­
se en ilegítima—, la misma teoría económica aplicada a la emi­
gración, y aplicada de manera tan reductora, contribuiría, tam­
bién ella, a legitimar la emigración, esa ausencia que, de prolon­
garse demasiado hasta volverse total, acabaría por convertirse
en ilegítima. Descubrir que la emigración depende de un trabajo
de legitimación autónomo que no debe nada al trabajo homólo­
go que se efectúa en otro lugar para la inmigración, ya no es
tomar por verdad universal o por «artículo de fe» la verdad que
el país de inmigración ha constituido de la inmigración; no es
aceptar la división que hace para él y, correlativamente, para el
país de emigración de los «beneficios» y de los «costes» de la
inmigración, y de la emigración. Es descubrir que se puede ha­
cer otro balance de la emigración así como de sus «costes» y
«ventajas»; un balance diferente al simétrico de aquel que se hace
de la inmigración por el país de inmigración que, desde su punto
de vista, tiene toda la ventaja de minimizar sus «beneficios» y de
maximizar sus «costes» (y, en consecuencia, de maximizar los
«beneficios» y de minimizar los «costes» de la inmigración para
el país de emigración) y que es remitido tal cual a la emigración
y a sus autores. Es descubrir que puede haber «costes» insospe­
chados de la emigración, «costes» que no son nunca tomados en
cuenta en el balance que establece el país de inmigración, «cos­
tes» excedentes que no compensa ningún «beneficio» y también
«costes» específicos de la emigración (Le., «costes» que incluso
ni tienen su contrapartida en «beneficios» para el país de inmi­
gración), al igual que la inmigración tiene también sus «benefi­
cios» específicos («beneficios» que no tienen su contrapartida en
«costes» para el país de emigración); es proceder a una evalua­
ción completamente diferente del fenómeno en su totalidad, de
la emigración y de la inmigración, y es descubrir, por encima de
todo ello, que la ausencia, en sí misma o por sí misma, es un
enorme perjuicio y que conlleva un «coste» literalmente incon­
mensurable, es decir, sin medida común con los «beneficios»
que puede aportar (reducción del desempleo, entrada de divisas,
etc.). Tras lo cual, también es inventariar y desvelar todos los
efectos, habitualmente enmascarados, negados o transfigurados
(de «costes» en «beneficios»), de la ausencia. Pero, sin duda, esta
revaluación integral de los efectos de la emigración, al ser ella
misma solidaria de una reconversión completa de la actitud ha­
cia la emigración, no es posible más que en ciertas condiciones eco­
nómicas: ya sea que la emigración deje de cumplir la función
económica que es la suya y que se espera de ella —es entonces
pura «quiebra», pues no quedan más que los «costes», los incon­
venientes, los perjuicios, etc.—, o ya sea que las condiciones eco­
nómicas (aquellas mismas que estaban en el origen de la emigra­
ción) hayan conocido una transformación tal que el aporte de la
emigración se convierte en accesorio, o sea, en superfluo. Estas
dos condiciones parecen estar simultáneamente realizadas o en
vías de realización en el caso de la emigración argelina, ahora
que, bajo el efecto de diferentes factores, ésta parece haber per­
dido la función, la significación y la importancia que tenía ini­
cialmente. En tanto que causa o efecto, estas dos condiciones
anunciaban, por parte de Argelia y de toda la sociedad argelina,
primeramente, una reconversión total de la actitxid hacia el fe­
nómeno de la emigración misma y hacia los emigrados, y segui­
damente, una revaluación de todo el sistema de relaciones (de
derechos y deberes) que una y otra sostienen con la emigración y
la población emigrada. Si la emigración ha sido durante mucho
tiempo la primera fuente, si no la fuente exclusiva, de las rentas
monetarias disponibles, sobre todo en el medio ¡rural; si, a nivel
nacional, ha figurado durante largo tiempo como el origen prin­
cipal (en igualdad con las rentas de los productos petrolíferos
cuando no lo ha sido en una proporción superior) de los recur­
sos del presupuesto argelino, en la actualidad ha perdido com­
pletamente esta función; la ha perdido muy rápida y masiva­
mente y, por ello, ha perdido también su importancia, perdiendo
al mismo tiempo la especie de legitimidad que, derivaba de esta
función. Para que se llegue a denunciar la emigración, a denun­
ciar la ausencia que es (y, cada vez más, a denunciarla política­
mente), a denunciar la ilegitimidad de una ausencia tan total y
tan prolongada, es necesario que, por una razón o por otra, se
aniquilen todas las buenas razones que había entonces para jus­
tificarla y legitimarla; al haber desaparecido así los «buenos»
motivos, estalla entonces abiertamente la ilegitimidad de la emi­
gración, es decir, todo aquello por lo que es sospechosa, su ca­
rácter vergonzoso, incluso escandaloso, y también la especie de
deserción o de «traición» que representa. Toda una serie de fac­
tores han contribuido, en estos últimos años, a despojar la emi­
gración de sus atributos más positivos,6 así como de todos los
efectos compensatorios que se daban para poder redimirse de la
ausencia que suscitaba, al llegar incluso a tomar revancha sobre
aquellos para los que aceptaba la ausencia insoportable que le
era impuesta.7 Entre estos factores, se encuentran, los que no
6. Como si la función primera y iónica de la emigración, la función que está
en su origen, fuera procurar rentas monetarias (entradas de divisas, en térmi­
nos de tesorería nacional), que este «beneficio» esencial llegue a reducirse en
valor relativo o en valor absoluto (o los dos al mismo tiempo) —lo que es el
caso en la actualidad para la emigración argelina— no se perciben incluso los
otros «beneficios» que sustituyen a aquel que ha declinado o que se ha perdi­
do, como, por ejemplo, siempre en el caso de la emigración argelina, los bie­
nes (bienes de consumo o bienes de equipo) introducidos en Argelia por los
emigrados en lugar de los giros que expedían anteriormente; peor que esto,
no hay solamente ceguera ante esta sustitución de un «beneficio» por otro
«beneficio», sino denegación de este otro «beneficio» que viene a tomar el
relevo; más que considerar el ahorro realizado si hubiera sido necesario im­
portar el equivalente de los bienes debidos a la emigración —y esta importa­
ción hubiera sido hecha si la emigración no la supliera—y, en menor medida,
el impulso que resulta para el conjunto déla economía argelina, somos lleva­
dos a ver en este «beneficio», revertido en «coste», sólo la influencia nefasta
que ejercería sobre los hábitos de consumo de la nación (mientras que estos
hábitos estarían más bien en el origen, serían la causa más que el efecto, de la
demanda de bienes preferentemente a la demanda de numerario), creciendo
así las relaciones de dependencia con el país exportador (el país de inmigra­
ción), del mismo modo que estamos compelidos a ver en la reducción del
«beneficio» tradicional de la emigración (las entradas de divisas) no sólo una
«falta de ganancias» sino un perjuicio causado al tesoro o a la balanza de
pagos. Sin duda, por encontramos aquí en el centro de una economía «clan­
destina», de una economía que ninguno de las partes que contribuyen a ella
tiene interés en objetivar, es decir, en constituir en tanto que tal (algo a des­
contar, a evaluar, a medir), se procede por una parte y por otra, tanto por la
parte del país de emigración como por la parte del país de inmigración, a la
misma denegación de esta función nueva, y «vergonzosa», de la emigración y
de la inmigración; del mismo modo que se prefiere aquí ignorar el hecho de
que la emigración contribuye al equipamiento (sobre todo en el medio rural)
y a la satisfacción de las necesidades de una buena parte de la población
argelina (elevación del nivel de vida de las poblaciones rurales sobre todo;
mejor confort del hábitat, del equipamiento doméstico, de la vestimenta, mejor
higiene, etc.) —-ycuando se recuerda es para fustigar a la emigración en lugar
de para estarle agradecido por ello—, se tiene, aquí, interés en ignorar que,
por mediación de la inmigración argelina, son algunos millones de consumi­
dores «clandestinos» los que se ofrecen a la producción francesa.
7. De la misma manera que «beneficios» y «costes» de la inmigración son
objeto de luchas en el seno mismo de la sociedad de inmigración (antes incluso
de serlo correlativamente, entre el país de emigración y el país de inmigra­
ción), los «beneficios» y los «costes» que se reconocía ala emigración no son (o
están ligados directamente a la emigración, como el rápido in­
cremento del montante de las rentas que provienen de los pro­
ductos petrolíferos que ha reducido considerablemente la im­
portancia relativa de los recursos debidos a la emigración y, por
consiguiente, la importancia misma de la emigración. Por el con­
trario, se encuentran otros que proceden más directamente de la
emigración, de su propia evolución y de los efectos que conlleva:
unos, de orden estructural, tienen que ver con las transforma­
ciones que, a la larga, han acabado por modificar inevitablemente
la estructura de la población emigrada así como la naturaleza
misma del fenómeno de la emigración; otros, coyunturales, no
pueden comprenderse más que a condición de que se los refiera
a la política monetaria de Argelia (moneda no convertible, con­
trol muy riguroso de los cambios, etc.), esto es, a toda la econo­
mía argelina (nacionalización del comercio, institución del mo­
nopolio del Estado sobre todos los productos importados) y, más
particularmente, al sistema de consumo de la sociedad argelina
(de un nivel relativamente elevado y, en todo caso, desproporcio­
nado con relación al nivel y a las posibilidades de producción del
país; exigencias de consumo de bienes, materiales y simbólicos,
al nivel de los países desarrollados; hábitos de1consumo de pro­
ductos franceses y de consumo «a la francesa»). Estos segundos
se retraducen, por parte de los emigrados, pero esta vez en tanto
que son inmigrados, en toda una serie de estrategias que los com­
prometen y los instalan en Francia más de lq que los acercan a
Argelia, por no decir que los alejan, correlativamente, todavía
más de Argelia: estrategias de inversión, de préstamo, incluso, a
veces, simples atesoramientos, y todo ello en la misma Francia.8
no serán) objeto de un consenso en el seno mismo de ,1a sociedad de emigra­
ción; también constituyen objeto de luchas entre los diferentes componentes
de la sociedad de emigración y sobre todo entre los emigrados y los no emigra­
dos, al esforzarse unos y otros en imponer la definición más «ventajosa», es
decir, la definición más conforme a sus intereses, de lo que son los «beneficios»
y los «costes» de la emigración. La emigración se convierte asf en un terreno de
aplicación de las relaciones de fuerza entre los emigrados y su sociedad, y la
evolución actual del fenómeno no parece ser a favor de los emigrados, al inver­
tirse la relación de fuerza a medida que la emigración pierde su interés.
8. Cuántos emigrados abren, en el momento de jubilarse, una cuenta ban-
caria o postal —mientras que se han abstenido de ello a lo largo de su inmi­
gración en Francia, es decir, a lo largo de toda su vida activa—, únicamente
para poder ingresar en ella las prestaciones que les serán abonadas en lugar
de que éstas sean transferidas a Argelia (de esta forma, es el volumen global
Pero, más que eso, de todas estas estrategias responsables de
la reducción, incluso de la extinción de las transferencias que los
emigrados realizaban anteriormente sobre sus fondos economi­
zados a tal efecto, son las operaciones de «compensación» las que
dan lugar, por razones que no dependen siempre de considera­
ciones exclusivamente económicas, a la mayor reprobación así
como al discurso más acusador y más estigmatizante respecto a
los emigrados. Un verdadero mercado paralelo del cambio entre
el diñar argelino y el franco francés (y, más ampliamente, entre el1
diñar y cualquier otra divisa convertible en lugar del franco) se ha
instituido por intermediación de la emigración y de los emigra­
dos. El resultado de todo ello es que, en la actualidad, se ha llega­
do al agotamiento casi completo de los envíos de dinero por co-;
rreo, como lo hacían los emigrados no hace todavía tanto tiempo!
A título indicativo (véase cuadro 1), mientras que, en 1971, los
emigrados argelinos eran por esa época 697.000 (activos y no ac­
tivos, reunidos ambos sexos y confundidas todas las edades), o
sea, el 20,50 % del conjunto de la población extranjera residente
en Francia, y participaban todavía con un 16,4 % del total de las
sumas transferidas por los residentes extranjeros en Francia, esta
proporción no era más que de un 4,2 % en 1978 (sobre un mon­
tante total de transferencias evaluado en 10.102 millones de fran­
cos) y solamente de un 1,9 % (¡!) en 1979 (sobre 11.119 millones
de francos transferidos por el conjunto de los inmigrados en Fran­
cia), mientras que la población argelina no había cesado de au­
mentar entretanto (en valor absoluto), alcanzando las 819.000
personas (esto es, el 19,6 % de la población total de los extranjeros
en Francia). Para retomar una fórmula célebre,9 «al tener cada
argelino (no emigrado) su banquero (en francos) en Francia y,
correlativamente, al tener cada emigrado argelino su banquero
(en dinares) en Argelia», la casi desaparición de las transferencias
en las economías de los emigrados argelinos aparece de manera
de las transferencias sociales.efectuadas de organismos franceses a organis­
mos homólogos argelinos el que se ve afectado y no solamente el volumen de
las transferencias efectuadas por los emigrados mismos sobre sus econo­
mías por vía del giro postal); el objetivo, al actuar de esta manera, es dispo­
ner, permanentemente y en el exterior del país, de un peculio en «divisas»
(peculio tanto más precioso por estar en «divisas» y en el exterior del país, en
un país de muy alto nivel de consumo).
9. El rumor público o solamente el humor popular atribuía esta fórmula
a H. Boumediene, cuando todavía vivía.
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todavía más manifiesta cuando se compara el comportamiento
de estos últimos en relación con el comportamiento de los emi­
grados de otros países, esto es, con países próximos a Argelia que
tienen asimismo una moneda no convertible (Marruecos, Túnez)
y con países de Europa (Italia, España, Portugal).
Y una caída parecida extremadamente rápida —sin ser con­
tinua, la bajada de las transferencias sobre las economías se di­
bujaba desde hacía ya algunos años, pero no fue hasta el periodo
entre 1976 y 1977 (año que se puede considerar que marca una1
clara ruptura) cuando se acentúa y se precipita al punto de no
tener en 1977,1978 y 1979 apenas el equivalente respectivamen­
te de un 54,5, un 42,5 y un 21,2 % de las transferencias de 1976—,
en modo alguno puede explicarse únicamente, y habida cuenta
de las proporciones que ha alcanzado, por los cambios, incluso
masivos y súbitos, que se habrían producido en la estructura dé
la población argelina que reside en Francia. Prueba a contrario
de que la explicación es totalmente de otro orden, a la inversa de
las transferencias efectuadas por los trabajadores inmigrados
mismos; las otras transferencias hacia Argelia vinculadas al tra­
bajo en Francia de los emigrados argelinos (salarios transferidos
directamente por los empleadores en nombre de sus asalaria­
dos, remuneraciones anexas al trabajo y otras prestaciones so­
ciales como, en particular, las prestaciones familiares, las pen­
siones y las jubilaciones, etc.) no han disminuido, ni en valor
absoluto ni en valor relativo en las mismas proporciones; se pue­
de incluso decir que, globalmente, la proporción que vuelve a
Argelia en el conjunto de las transferencias de esta categoría ha
permanecido relativamente constante durante todo el periodo
concernido (como lo indica el cuadro 2, éste se mantiene para
los años 1971, 1978 y 1979 en un 20,9, un 19,4 y un 18,4 %,
respectivamente, del total de las transferencias sociales).
Esta constancia aparece, por contraste, tanto más significati­
va por cuanto el número de familias argelinas residentes en Fran­
cia, que por tanto perciben las prestaciones familiares (y también,
secundariamente, las demás prestaciones sociales), se ha acrecen­
tado considerablemente (de ahí, sin duda, el ligero descenso que
se constata entre 1971 y 1979:2,5 puntos; 1 punto de 1971 a 1978
y 1,5 puntos de 1978 a 1979). Además, a causa probablemente de
la antigüedad de la inmigración argelina en Francia, de la impor­
tancia y de la complejidad que alcanza esta inmigración, Argelia
C u a d ro
2. Transferencias sociales (montantes
y proporciones) procedentes del trabajo
de los inmigrados de seis nacionalidades
en 1971, 1978 y 1979 (en millones de francos)

1971 1978 1979

Inmigrados Montantes % Montantes % Montantes %


Argelinos 358 20,9 1.240 19,4 1.367 18,4
Marroquíes 77 4,5 400 6,2 - -
Tunecinos 25 1,4 152 2,4 616 8,3
Italianos 157 9,2 594 9,3 637 8,5
Españoles 61 3,6 249 3,9 329 4,4
Portugueses 53 3,1 242 3,8 288 3,9
Otros 980 57,3 3.523 55,0 4.207 56,5
inmigrados
Total 1.711 100 6.400 100 7.444 100
FUENTE: M igratiom -Inform ations, op.cit.

llegaba en 1979 en buena posición para todas las transferencias


distintas a los envíos voluntarios de los inmigrados mismos (936
millones de francos, el 26,5 % del conjunto dé las transferencias
de esta categoría), antes incluso de que el conjunto de los países
miembros de la CEE que no son países de emigración (es decir, a
excepción de Italia), siéndole asegurada esta primacía sobre todo
por las transferencias efectuadas en concepto de prestaciones fa­
miliares (241 millones, más del 41 % de las transferencias debidas
a este concepto). No es solamente respecto al cónjunto de las trans­
ferencias fuera de Francia derivadas de la inmigración que dismi­
nuye la parte que vuelve a las transferencias efectuadas por los
inmigrados argelinos sobre su haber, sino también respecto a la
suma de las otras transferencias sociales con destino a Argelia.
En el momento en que es más contestada, en el momento en
que se revela como un lugar de conflictos entre los emigrados y su
sociedad de origen, la emigración desvela mejor su verdad objeti­
va y la verdad de la condición del emigrado: una y otra no se con­
ciben, no se soportan más que si aquello que «proporcionan» es
superior a lo que «cuestan»; siendo también la definición de unos
y otros (al igual que en la inmigración) un objeto de luchas ince­
santes. Es sin duda así como hay que comprender la evolución de
las medidas financieras, decididas a principios de cada año (véa­
se, a este respecto, la serie de leyes de finanzas anuales), que to­
man todas en cuenta las incidencias de la emigración, incluyendo
en concepto de ingresos el aporte financiero de los emigrados (sin
indicar nunca los «costes» financieros o lo que deja de ingresarse,
el «coste» de la paridad, aunque sea nominal, entre el franco y el
diñar, la falta.de ingresos por las exoneraciones fiscales acorda­
das, etc.). A medida que se reducen, en valor absoluto y en valor
relativo, las rentas (monetarias) proporcionadas por la emigra­
ción, a medida que el «contador de divisas» de la emigración dis­
minuye, como para restablecer el balance positivo y, por ello, res-;
taurar la emigración en su función original y su legitimidad pri­
mera, los «privilegios» consentidos a los emigrados, es decir, lo
que en una contabilidad superficial de «beneficios» y «costes» es
tenido como el «coste» a pagar a la emigración, no cesan de res­
tringirse igualmente. El colmo parece alcanzarse con la medida
(los decretos de aplicación de la Ley de Finanzas de 1982, que
entraron en vigor en mayo de 1982) que impone a los emigrados
argelinos (a los asalariados, ya estén en paro o no, a los miembros
de sus familias, etc.) cambiar, durante todas sus estancias en Arge­
lia, el equivalente mínimo de 700 dinares argelinos (1.070 francos
franceses), e imponiéndose a los emigrados comerciantes y miem­
bros de profesiones liberales al parecer una suma superior. Los
emigrados ya no transferían, en 1979, por las vías más visibles (los
envíos postales), más que el 27 % (y ciertamente una proporción
aún menor en la actualidad) de lo que transfirieron en 1971 (¡!).
Más allá del carácter un poco infamante de esta medida para los
emigrados designados así como «parásitos» a los que es necesario
hacer pagar el precio de su estancia en su propio país, se trata de
un verdadero «ataque a su propia soberanía interior» lo que ha
efectuado Argelia al a'ctuar de este modo: uno de los atributos
inalienables del natural de una nacionalidad es el de poder entrar
en su país sin ninguna condición (si no es la de probar su perte­
nencia nacional, lo que es función de los documentos de identi­
dad) y sobre todo sin ninguna condición financiera. Al hacer esto,
no es el único ataque que Argelia dirige contra su propio crédito,
es decir, contra la imagen que debería tener de sí misma de cara al
emigrado, ese ser híbrido nacional y no nacional al mismo tiempo
(que es sin duda lo que menos se le perdona): el emigrado que no
puede cumplir con la obligación de la que se le hace objeto, esto
es, cambiar como mínimo 1.070 francos y disponer de su billete
de vuelta (obligación a la que está sujeto normalmente el extranje­
ro pero no el nacional) o de su equivalente en divisas (por encima
de 1.070 francos), se ve despojado, no de su pasaporte sino de su
«certificado de residencia» en Francia, que es un documento en­
tregado por una autoridad extranjera y sellado con el sello (i.e.,
con la soberanía) de un Estado extranjero, significando por ello
que se tiene este último documento por más «estimable» (lo que
es objetivamente cierto) que el primero y, por ello, su retirada por
más represiva o más disuasoria: la restitución de este documento
y de la libertad de circular, virtud de la que se les acredita objetiva­
mente (no se ve a emigrados abrazar, después de estas pruebas, su
«certificado de residencia», ese mismo certificado al que hacían
ascos y que denigraban en Francia a causa de todos los sinsabores
que les valía), al no haberlo obtenido más que cuando el emigra­
do, «turista» de vacaciones en su casa, hubiera- aportado, con el
recibo de apoyo, la prueba de que ha pagado la cantidad de divisas
para su «liberación». A pesar de todos estos motivos, sin embargo
extremadamente hirientes para el orgullo nacional del que se sabe
que son particulamiente celosos Argelia y los argelinos, esta medi­
da no ha levantado ninguna objeción, ninguna indignación ni tan
siquiera en la opinión pública y, en lugar de ello, ha gozado inclu­
so de cierta popularidad, al encontrar «normal» todo el mundo
que los emigrados «paguen» (como si todo emigrado que no cum­
ple con la obligación que ha contraído al emigrar, enviar dinero al
país, fuera un mal emigrado, un jayah, y también un mal nacio­
nal), que sean sometidos, ya que tienen dinero (entiéndase con
ello «divisas») y participan de la opulencia de los ricos (entiéndase
con ello que no sufren las restricciones y las penurias que son el
sino de los nacionales), a un «impuesto» («impuesto-sanción»,
ahora que ya no cumplen por sí mismos, voluntariamente) que
contribuya a la prosperidad del país (i.e., de los nacionales que
residen en él y no de los nacionales que tienen la «desgracia» o la
«suerte» de estar ausentes); no se indignan de esto más que los
emigrados, es decir, propiamente hablando, las «víctimas» de la
medida, llegando algunos de ellos hasta jurar «no volver a poner
más los pies en su país en tanto que éste exija de ellos un tributo
(maks)», una tasa fiscal para ¡poder volver a su casa!
Habiendo desaparecido realmente o en la representación que
uno se hace de los «beneficios», ya sean reales o supuestos de la
emigración (y, aquí, la realidad se encuentra toda entera en la re­
presentación que se tiene de ella, está hecha de esta representa­
ción y por esta representación), no queda entonces, en el pasivo
de aquélla, más que los «males» sociales que se le atribuyen: en­
carecimiento de la vida durante el periodo del año que concen­
tra el flujo más elevado de los retomos en vacaciones (julio-agos-
to) a causa de la fuerte demanda de la que son responsables los
emigrados, esos «turistas» ilegítimos (turistas en «su» país y, so­
bre todo, «turistas» desprovistos de las cualidades sociales y del
capital cultural que hacen a los verdaderos turistas) a los que se
otorga siempre un fuerte poder de compra (prestigio de la mo­
neda extranjera, consumo excepcional, incluso ostentatorio para
un periodo excepcional, sobrepuja de los gastos con vistas a re­
dimir su ausencia o redimirse de su ausencia ante los suyos, etc.);
multiplicación de los accidentes de carretera durante este perio­
do de vacaciones, al tener los emigrados la reputación de ser
«malos» conductores (no compran coches más que en vacacio­
nes y para «impresionar», no conocen las carreteras debido a su
ausencia, no tienen más que viejos coches de ocasión y en mal
estado); responsables de todos los «tráficos» posibles (todos los
bienes de consumo son objeto de tráfico, sin contar el oro y las
joyas, las escopetas de caza, el alcohol, etc.) y de los «ataques»
que dirigen a la estabilidad de la moneda nacional; etc. Hasta los
«beneficios» que tradicionalmente se le reconocían a la emigra­
ción (los recursos monetarios de los que ha sido la fuente princi­
pal si no exclusiva en el campo) se han vuelto retrospectivamen­
te «negativos», incluso nefastos: así, se descubre, de golpe, cómo
la inyección masiva de moneda ha sido causa de perturbaciones
sociales, económicas, culturales, etc., al provocar, a medida que
se generalizaban y se intensificaban los intercambios moneta­
rios, principalmente en el campo y para las poblaciones campe­
sinas, lo que se denomina la «descampesinización»;10efecto, en
10. Para un análisis más riguroso de los mecanismos que han determinado
la crisis de la agricultura tradicional, una vez que fue confrontada a las técni­
cas de producción y al habitiis capitalistas (espíritu de cálculo, conciencia eco­
nómica y conciencia de la temporalidad o estructuras económicas particula­
res y estructuras temporales que les están específicamente ligadas, nociones
de rendimiento, de rentabilidad, etc.), así como la desafección que siguió no
un primer momento, de la emigración (z'.e., del descubrimiento
del trabajo asalariado), ésta ha acabado, en un segundo momen­
to, por convertirse, como consecuencia, en causa de la extensión
y de la precipitación de la emigración (esta vez perennizada) y;
más en general, en causa de todo el éxodo rural.11
¿Es necesario esperar que se disipen todas las ilusiones cons­
titutivas de la emigración, que se saquen a la luz todos los disi­
mulos o todos los encantamientos que son la condición misma
de posibilidad de la emigración (de su advenimiento, de su difu­
sión, de su reproducción, de su perpetuación, en suma), para
que se constituyan las condiciones de posibilidad de una ciencia
de la emigración? Que la emigración cese de ser esta «ausencia»
que tan sólo tiene expresión afectiva (ausencia de seres queridos,
tanto más queridos en cuanto que están «ausentes», y ausencia
de seres queridos, en tanto que se está ausente), ¿es ésta la con­
dición indispensable para un conocimiento objetivo del fenóme­
no? ¿Es necesario, por tanto, que el objeto deje de ser, que esté a
punto de disolverse completamente, para que, por un extraño
trastocamiento, la ciencia sea, finalmente, posible?
solamente respecto al trabajo campesino sino a todo el estado campesino, al
estilo de vida y la manera de ser campesinos, véase P. Bourdieu y A. Sayad: Le
déracinement, la crise de l'agriculture traditionnelle en 'Algérie, op. cit.
11. Argelia decidió, el 18 de septiembre de 1973,'¡a raíz, parece ser, de la
campaña de muertes y de atentados perpetrados durante el verano de ese mis­
mo año sobre la persona y los bienes de los argelinos en Francia, «suspende»
toda emigración hacia Francia «en tanto que la seguridad de los naturales
argelinos no estuviera asegurada» y mientras la pruéba de esta seguridad no
fuera aportada; tantas condiciones que, independientemente de la medida fran­
cesa (y anteriormente a esta medida, puesto que ésta no fue tomada más que
un año más tarde, en julio de 1974) suspendiendo, ella también, toda inmigra­
ción de nuevos trabajadores, hacían que esta «suspensión» sobre la que Arge­
lia podrá difícilmente desdecirse, incluso si la coyuntura lo exigiera, equivalie­
se, de hecho, a una parada definitiva de la emigración. Pero más allá de la
razón oficialmente invocada, fueron otras razones objetivamente más impor­
tantes las que contribuyeron a imponer la decisión de poner fin a la emigra­
ción: era necesario que se añadiera la voluntad política de revivificar la agri­
cultura para que reapareciera de nuevo la relación que une al campesinado
proletarizado y a la emigración, de tal manera que la «revolución agraria», que
era la preocupación socio-económica y el gran designio socio-político del
momento, al faltar «voluntarios» incluso entre los campesinos más pobres (y,
quizá, sobre todo, entre aquellos que estaban más profundamente afectados
por la «descampesinización»), no podía más que sufrir aún más la «rivalidad»
directa e indirecta con la emigración o solamente la posibilidad (teórica) de
emigrar, es decir, de escapar a la condición de fellah proletarizado.
LOS ERRORES DEL AUSENTE

La relación «desdichada» que el inmigrado puede tener con


el trabajo y cuyos indicios abundan, tomando a veces la forma
de conductas próximas a la patología (ausencias desordenadas y
no motivadas, comportamientos «nostálgicos», «estrés», si el tér­
mino no estuviera habitualmente reservado a otra categoría so­
cial, la de los cuadros, etc.), depende tanto de lo que constituye
la condición del inmigrado como de las condiciones de trabajo
propiamente dichas. Lo que conduce inevitablemente a pregun­
tarse no sólo por el modo de presencia que se le atribuye al inmi­
grado en la inmigración, sino también, y más significativamen­
te, por los efectos de la ausencia. Por más justificada que esté la
emigración, siempre queda bajo sospecha. Salvo que se «morali­
ce» la emigración o, en otros términos, que se la «declare inocen­
te», «declarando inocentes» al mismo tiempo también tanto a
aquellos que van a «ausentarse» (los emigrados) como a aque­
llos que los dejan «ausentarse» y se vuelven cómplices de su «au­
sencia» (el conjunto de la sociedad de emigración), esta última
contiene secretamente en sí la sospecha de la «traición», de la
«huida» y, en última instancia, de la negación. Basta con que
sobrevenga un «percance», un ligero desvío en los comporta­
mientos, para que suxja el sentimiento de la falta, de la falta ori­
ginal, que es consustancial al acto de emigrar. Culpabilidad, culpa-
bilización y auto-culpabilización; acusación y auto-acusación: he
aquí lo que es indisociablemente constitutivo de la condición del
emigrado y de la condición del inmigrado.
El caso relatado aquí muestra de manera paroxística el coste
social de la emigración. El inmigrado argelino autor del relato
que aquí presentamos tenía 51 años en el momento de la entre­
vista a la que aceptó prestarse (en junio de 1985). Como muchos
de sus contemporáneos de la misma edad y de la misma condi­
ción social, había emigrado a Francia, por primera vez, a los 19
años (en 1953). Su inmigración aparece retrospectivamente corno
un resumen que capta de manera particular toda la historia de la
inmigración argelina en Francia en los años posteriores a la Se­
gunda Guerra Mundial. Emigrado joven, cuando todavía era sol­
tero, sólo volvía a su pueblo (y ello en la segunda mitad de su
inmigración, es decir, después de 1963 y tras su matrimonio,
relativamente tardío, a la edad de 30 años) durante las vacacio­
nes anuales («y, además, cada 2 años»), y la única interrupción
relativamente prolongada de esta inmigración fue en 1958-1959,
cuando, a causa de la situación de guerra de entonces, debió
permanecer en su país durante más de 15 meses (aiTesto, asig­
nación provisional de residencia, rechazo del permiso necesario
para salir de Argelia, etc.).
En Francia conoció los diferentes momentos importantes de
la inmigración argelina, es decir, de hecho, las distintas maneras
que el inmigrado tiene de ponerse a trabajar y también los dife­
rentes puestos de trabajo que correspondían a cada uno de estos
momentos: joven, recientemente inmigrado, tras muchas inde­
cisiones y numerosas dificultades y peregrinaciones, el primer
trabajo del que guarda un buen recuerdo, debido sin duda a la
fuerte integración que lo acompañó (integración al grupo de los
inmigrados, parientes o del mismo pueblo que él, en el lugar
mismo del empleo común a todo el grupo), fué el de minero en
una mina de carbón (en Valenciennes), en un periodo en el que
la producción de hulla era aún fuertemente álentada, incluso
exaltada. Fue, confía con un pequeño matiz de añoranza, el me­
jor periodo de su inmigración, pues «todo estaba claro» (o todo
le parecía claro), aun cuando, añade jugando con las palabras,
«trabajaba en lo negro de la tierra (i.e., bajo tierra) y durante el
tiempo negro (i.e., la noche), es decir, en la doble oscuridad, la del
cielo y la de la tierra»; y aún hoy, y quizás hoy menos que nunca,
no logra disipar la nostalgia que le dejó este periodo en el que
todo le parecía ordenado; fue sin duda el único momento en el
que la significación que atribuía a su inmigración y a su vida en
la inmigración correspondía a lo que todo el mundo, de una par­
te y de la otra de la línea que separa la emigración de la inmigra­
ción (es decir, tanto desde el punto de vista de la sociedad de
emigración como desde el punto de vista de la sociedad de inmi-
oración), esperaba de ello y a lo que él mismo concebía, a saber,
un ponerse a trabajar intensivo y que excluye cualquier otra pre­
ocupación, cualquier otra interrogación sobre la significación
real del acto de trabajar y, por consiguiente, del acto de emigrar
y de inmigrar.
Vino más adelante toda una serie de desencantos, es decir, la
disipación de todas las ilusiones que contribuían a dar sentido a
una situación que, reducida a su verdad más desnuda, no podía
ser ni inteligible ni soportable; y, sin duda, no podía ser soporta­
ble por no poder recibir un sentido, por no poder ser soportable
intelectualmente. Con la salvedad de que vuelva a investir cons­
tantemente de sentido (trabajo del que todos los inmigrados no
son capaces) una experiencia que, si dura demasiado, acaba por
convertirse en incontrolable —o, al menos, acaba por escapar al
control de los inmigrados menos aptos socialmente para reapro-
piarse de manera continua de un fenómeno que les sobrepasa y
del que no pueden dominar las múltiples transformaciones, a
cual más apremiante—, de tal modo que es la «absurdidad» mis­
ma de la condición del inmigrado la que acaba por explotar a
plena luz del día, la que acaba por imponerse a todos, a veces
hasta el punto de atentar contra la integridad psíquica de los
inmigrados más vulnerables.
¿Cómo dar cuenta de esta vulnerabilidad particular? No po­
dría hacerse sin remontar el curso de la inmigración en toda su
longitud y más allá, ir más arriba incluso de la emigración; sin
preguntarse por todo el itinerario del inmigrado y sin preguntar­
le a él mismo sobre su itinerario (su itinerario profesional y su
itinerario social) con el fin de poder abrirse camino con él y tra­
tar de reconstituir, retrospectivamente y con su ayuda, la trayec­
toria social que ha hecho de él el representante de cierto modo
de emigración y, como prolongación y confirmación de esto, de
cierto modo de inmigración. La primera lección que se impone
al término de esta tentativa de explicación consiste en un replan­
teamiento fundamental de la separación que se establece entre
el trabajo y lo que no es trabajo, es decir, entre todo lo que está
fuera del lugar y del tiempo cerrado del trabajo (esto es lo que
empiezan a descubrir los estudios sobre «la salud laboral» que,
inspirándose en una aproximación sintética, están preocupados
por reconstituir la unidad de un objeto que ha estallado entre
unas esferas planteadas como autónomas y entre las disciplinas
propias a estas esferas). Así, en el caso de X., si cierto número de
factores que dependen de la experiencia de la inmigración pro­
piamente dicha (factores fáciles de descubrir, bien localizados
en el tiempo y en el espacio como, por ejemplo, los múltiples
cambios de empleo que podrían dar a entender una «inestabili­
dad» profesional, las numerosas bajas por enfermedad que nin­
guna causa francamente patológica, y de patología orgánica, aca­
ban de originar hasta que provocan hospitalizaciones psiquiátri­
cas, etc.) pueden parcialmente dar cuenta de la relación conflictiva
con el trabajo (relación que va hasta la autoculpabilizaciónyla
autoagresión), no podrían proporcionar una explicación com­
pleta de ello. Puesto que, para poder ser plenamente explicati­
vos, estos factores piden ser en sí mismos elucidados y ser rela­
cionados con lo que podría ser su génesis. Ahora bien, esta géne­
sis está en otra parte; está en lo que el inmigrado no confesará
nunca, está en lo que no confesará a quien ¡no lo sabe ya, de
hecho y por experiencia directa, por participación; está en lo que
no se confesará nunca a sí mismo como la causa de su mal y la
causa de la relación de culpabilización que mantiene consigo
mismo en tanto que emigrado (es decir, en tanto que ausente de
su hogar) y, por consiguiente, con su inmigración y, en última
instancia, con su trabajo, al estar éste en el origen de la emigra­
ción y de la inmigración al mismo tiempo que es como su fin
último, por tanto, en el origen de lo que es considerado como la
«falta original». ¿Para qué confesar, a quién;confesar y por qué
confesar lo que ya saben todos aquellos que están interesados en
saber, todos aquellos que están concernidos hasta el punto de no
poder ignorar nada (aunque finjan ignorarlo todo), y hasta el
punto de que no se les puede esconder nada? Es en la naturaleza
públicamente «clandestina» o secretamente «pública» de la «in­
famia» —así se habla de esa «cosa» que está presente en la men­
te de todos los miembros del grupo pero que nadie quiere enun­
ciar, y de la que la inmigración se ha vuelto responsable en defi­
nitiva— donde reside el «mal» (la enfermedad y el malestar) que
corroe al inmigrado cuando se ve incapaz de dar un sentido creí­
ble a su inmigración o, más que eso, cuando se ve llevado a de­
nunciar su inmigración, a acusarla y a sentarla en el banquillo.
Cosa «clandestina» en el sentido de que el atentado contra el
honor y la moral de la persona incumbe a la estricta intimidad, y
de que toca lo hondo de la esfera doméstica y lo más profundo
de la vida privada; pero cosa «pública» también, puesto que es
inevitablemente conocida por todo el mundo, al menos en los
límites del interconocimiento, único mundo que cuenta y que
importa para quien se identifica totalmente con el grupo del que
es miembro, para quien sólo tiene existencia social real por este
grupo y en el seno de este grupo.
¿De qué «infamia» se trata? El entrevistado la relata en estos
términos; «Un día, recibo en una carta sellada en Argel el extrac­
to de una partida de nacimiento sin ninguna palabra de acom­
pañamiento. Ahora intuyo quién ha podido avisarme de esta ma­
nera, estoy casi seguro de saber quién es; esta persona no tiene
nada contra mí, ella ha debido sufrir tanto como yo, y no me
podía ocultar este asunto, tiene toda la razón. Si pudiera hacer­
lo, la abrazaría, le besaría los pies y la cabeza [...]. En ese mo­
mento, tardé bastante en darme cuenta y, sin embargo, el padre
mencionado en la partida era claramente yo, era mi apellido, mi
nombre [...]. Así, era padre de una chiquilla de la que era total­
mente ignorante. ¿De dónde salía? No había vuelto a mi casa en
Argelia, no había visto a mi esposa desde hacía más de 2 años
[...]. Recibí un enorme golpe en la cabeza». Más tarde, volviendo
sobre este «traumatismo», dirá; «¿Qué quieres? Ya no creo en el
"dormido" [i.e., en ‘la teoría del niño dormido”]. Quizás sea una
pena. Pero no creen en él más que los que quieren creer en él...».1
Retirado de la producción tras una decena de años de activi­
dad, X., que contaba con 15 años laborales en la misma empre­
sa, fue incorporado al servicio de limpieza a la vista de sus ante­
cedentes médicos, cuando esperaba ser destinado, como él dice,
al «servicio de la puerta». X. provoca extrañeza por su compor­
tamiento solitario, por su mutismo incluso cuando se encuentra
en grupo; los raros momentos en los que se anima, en los que
parece «recobrar el gusto por la vida» y adopta un punto de vista
comprometido con las cosas de las que se discute y también con
1. La teoría del «niño dormido» sostiene que, concebido en un momento
anterior, el bebé «se habría dormido» en el vientre de su madre donde habría
esperado más de 9 meses antes de «despertarse» en vísperas de un parto que,
en resumidas cuentas, habría llegado tarde. Se trata de la invención genial de
una cultura para la que ¡«no hay, como afimia ella misma, situación que no
tenga su puerta» (o «callejón que no tenga salida»)!
sus propios comportamientos, los raros momentos en los que
«parece bajar de las nubes», como dice a menudo él mismo, son
cuando se encuentra entre un pequeño grupo de familiares que le
son muy fieles y a los que ha sabido hacer cómplices. Son todos
aquellos de los que sabe que están al corriente de todo, hasta el
punto de comprenderlo y de compartir su confusión y su desdi­
cha, sin que tenga que decirles nada para ello y sin que ellos
mismos tengan que decirle nada de ello; todos aquellos de los
que sabe que saben y de los que sabe además que ellos saben que
él sabe que lo saben. Excepto este grupo de íntimos, no hay en­
torno para X. que no sea hostil; y el del trabajo no es menos
hostil que los otros.
Sin duda melancólico, X. es un melancólico que se complace
en su melancolía, lo que es la reacción nostálgica de alguien que
está ligado al orden y a un orden que ha sido definitiva e irreme­
diablemente roto. Aunque la inmigración ya es en sí misma una
ruptura, una ruptura inicial que será seguida ;de muchas otras,
ha acabado de todos modos por ser «ordenada», por dejarse im­
poner un «orden». Debe haber, en el seno o con ocasión de esta
primera ruptura colectivamente organizada y ordenada, una se­
gunda ruptura, una ruptura individual en este caso, para que el
desorden aparezca; para que resurja, irreductible, puesto que es
entonces desorden para una conciencia individual. No hay ilu­
sión eficaz, es decir, una ilusión que se ignota como tal (es la
condición común de todos los inmigrados), más que a condición
de que sea colectivamente mantenida: ilusión y colusión. El or­
den del que aquí se trata implica una relación con el mundo y
con el prójimo: con el mundo, a través de la minuciosidad, y X.
da ejemplos de esta minuciosidad que puede llegar hasta la ma­
nía (minuciosidad de los gestos que, trabajando en la máquina,
resulta extremadamente peligrosa; minuciosidad que pone en la
ordenación de sus papeles, en el examen de los detalles de su
vida así como de sus relaciones y, más ampliamente, del «espec­
táculo» del mundo); y, con el prójimo, a través de esa voluntad de
encerrarse en los límites de un mundo social organizado según
referencias sólidas y claras. Minuciosidad y concepción hiper­
trofiada del deber, pues se trata de la «indivisión de los contra­
rios» característica de la angustia. Y basta con que una tenden­
cia lo lleve a la otra para que se produzca el desequilibrio. Inclu­
so el grupo más unido de los íntimos y de los familiares, y quizás
prioritariamente este grupo (el grupo de los esposos, hijos, pa-
¿res, hermanos y hermanas, etc.), no basta para proteger de la
soledad. Ésta es una mortificación total del ser de la que no se
puede captar más que los síntomas, a saber, las transformacio­
nes de todos los ritmos, e incluso de los ritmos más ordinarios y
cotidianos que son otros tantos marcos de la vida social (comi­
das, vigilia-sueño, trabajo-ocio o vacaciones anuales, estancia en
Francia - retomo al país, etc.); estas transformaciones vividas en
el tiempo interior llevan al repliegue sobre sí mismo, sobre uní
tempo propio y, por consiguiente, llevan a la introspección minu­
ciosa y suspicaz, preocupada por descubrir la falta en todas par­
tes y en todos los actos de la vida y, en primer lugar, la falta origi­
nal que es la inmigración misma, esa falta esencial que ha engen­
drado todas las otras que nos complacemos en inventariar, faltas
menores, puntuales, que sólo son actualizaciones múltiples de la
falta principal. La exclusión que se impone y se busca, a la vez
dolorosa y muy apreciada por el confort que procura, puede sus­
citar la más espantosa de las monotonías, un infierno que escon­
de un sudario o, en apariencia, un tapiz inmóvil hecho de triste­
za, angustia y padecimiento. El factor decisivo reside en el senti­
miento de la falta, en la obsesión por retom ar al pasado.
Paradójicamente, en el caso particular en que el trabajo es obje­
tivamente puesto en tela de juicio en tanto que es la razón de ser
de la inmigración y, en última instancia, la razón última del mal
y del malestar que se siente en la inmigración y del que se hace a
la inmigración responsable, tiende a constituirse como pivote
central de una existencia desgarrada, minada en su interior (en­
frentada con una contradicción interna) hasta el punto de per­
der el sentido de la vida. Aquí también trabajar tiende a ser iden-
tificable y totalmente identificado con vivir, puesto que, en la
situación de encogimiento social en la que se refugia el «melan­
cólico», el trabajo fuerza a vivir y no solamente permite vivir.
Iiene, por esto, una función literalmente vital, una función sal­
vadora, incluso terapéutica: puesto que hay que continuar vivien­
do y que hay que continuar, por consiguiente, luchando con to­
dos los medios contra el bloqueo, contra esa especie de estanca­
miento en el estupor, lo que viene a ser, en el caso presente, lo
mismo que trabajar, al ser el trabajo la única razón para existir
en la inmigración. Con el sentimiento de la falta es todo el orden,
orden dóxico, establecido consigo y con los otros, el que está
constantemente en peligro, amenazado de desequilibrio. La rup­
tura con este orden, que es interior y exterior, puede alcanzar un
nivel en el que se convierta en intolerable: el mundo que lo rodea
—el mundo físico y, más aún, el mundo social (es decir, los otros)—
está constituido según el punto de vista, según la situación en la
que se encuentra propiamente el que lo percibe de ese modo. El
aparente desapego que afecta a aquel que parece estar de vuelta
de todo, la posición de «espectador» del mundo al que tiene cari­
ño, una suerte de puesta entre paréntesis del mundo en el que
tiene que evolucionar y vivir, una suerte de distancia respecto al
«siglo» en el que, sin embargo, se está comprometido se quiera o
no (y es imposible no quererlo), parecen consagrar el último tra­
yecto o el tramo último de un recorrido al término del cual ya no
hay «elección personal» posible, ya no hay alternancia creíble
que ofrezca una solución, ya no hay escapatoria al callejón sin
salida en el que se está metido. La desesperación o, mejor dicho,
la desesperanza cruelmente experimentada en todo momento,
es una especie de vaivén «interior» que nadie puede resolver, un
vaivén entre lo que era posible ayer y lo que no lo es ya hoy; entre
lo que, ayer, no era más que virtual, y lo que, hoy, se ha converti­
do en irrevocable, etc.
¿Qué es lo queda entonces? Únicamente la ruptura de la
«perspectiva de vida», el desgarrón, la autodestrucción; única­
mente, como dicen los mismos inmigrados cuando rozan esta
situación limite que les hace descubrir su «in-existencia» y su
incapacidad (social) para situarse en una «perspectiva» que dé
sentido a su existencia, la situación paradójica del «muerto vi­
viente» o del «vivo (ya) muerto».2 Volver a retomar el hilo más
allá de la ruptura, recomponer los pedazos rotos, es el empeño
desesperado que sostiene la vida, que guia la vida y llena toda la
vida, de manera que este esfuerzo acaba por identificarse total­
mente con la vida, por constituir la vida hasta el punto de que el
autor de esta empresa llega a olvidarse de vivir de otra manera;
2. El lenguaje de la sabiduría tradicional, lenguaje al que tienen afecto los
individuos cuya condición social incita, al hacer de la necesidad virtud, a «re­
tirarse» del compromiso mundano, traduce bien la serie de contradicciones
en las que una situación, en sí misma contradictoria (la inmigración), encierra
a sus agentes: a la fórmula relativamente optimista «no hay situación que no
tenga su puerta» se opone esta otra fórmula paradigmática según la cual «se
trata de muertos vivientes», así como se trata de ¡«vivientes muertos»!
llega a olvidar que vivir es vivir de otro modo que empeñándose
en vivir. ¡Necesidad y libertad!

La investigación como análisis y auto-análisis

«¿Cómo he acabado en este trabajo? No creas que me contra­


taron especialmente para hacer este trabajo, para barrer, para
limpiar la porquería [...]. Me dices que intentas ver a los "enchu­
fados”, que tratas de comprender cómo uno se convierte en un
“enchufado”. Créeme, no es ningún "chollo”... y si fuera un “cho­
llo” —lo que ya me gustaría—, habría que saber con qué lo he
pagado. Lo he pagado con mi sangre, con mis carnes [se tienta
para mostrar lo delgado que está, es decir, cuántas carnes ha
perdido... en el trabajo], con mis canas [...]. Muchos dicen esto:
"Ah, éste es un enchufado"'.3 Si tan sólo supieran... Tú también
te lo imaginas. ¿Es que no hay más que un chollo aquí; un "cho­
llo” en este lugar de trabajo, es que sólo existe un chollo en el
trabajo? Nadie se lo pregunta [...]. Sí, cuando se trabaja, se in­
tenta siempre ganar un minuto por aquí, un minuto por allá, se
intenta hacer alguna trampa, saltarse algo a la torera, como se
suele decir. Pero yo prefiero de todos modos hacer como todo el
mundo, como en los tiempos en los que estaba trabajando en la
cadena, antes de ahora en que estoy solo, y recorro con mi esco­
ba las calles de la fábrica [...].
»Tengo este trabajo por orden de los médicos, tras visitas y
visitas, tras los consejos de la Seguridad Social, los consejos de
los médicos del trabajo. Estuve mucho tiempo de baja laboral,
mi caso fue archivado por la Comisión de Invalidez. Fue nece­
sario que [la] rechazara; fue una enorme batalla que fue necesa­
rio emprender contra la Seguridad Social, contra la dirección,
contra los médicos para que aceptaran reciclarme [...]. A mí me
hubiera gustado estár en la puerta, estar en el servicio de la
3. Los términos árabes para decir «planque» [chollo] y «planqué» [enchu­
fado] son a menudo tomados prestados del francés y sometidos al molde de
la sintaxis de la lengua árabe: planeka (el chollo), planka roiúiou (está enchu­
fado) o mplanki (enchufado), planki (buscando enchufe); en raras ocasiones
se recurre al vocabulario propiamente árabe que es, en esta circunstancia,
más sugerente: mlchabbi, emboscado, disimulado, escondido (para decir
«enchufado»).
puerta. Eso era lo que hubiera querido tener, lo que había pedi­
do. Pero, según parece, hay que estar mejor enchufado que yo
para conseguirlo [...].
»¿Por qué me gustaba eso? Porque podías estar sentado todo
el día, podías estar al abrigo; porque no tienes a nadie [se sobren­
tiende: a ningún jefe] por encima de tí ni a tu lado para vigilarte
[...]. Pero, en definitiva, no estoy descontento de estar aquí, de
que me hayan puesto en la escoba en lugar de haberme puesto en
la puerta, como lo digo con mis palabras. En mi trabajo, tengo la
suerte de tener como único compañero a mi escoba; somos dos,
inseparables el uno del otro: mi escoba y yo. Nos conocemos bien
ahora, nos hablamos el uno al otro, mi escoba es testigo de todo
cuanto me pasa, de todo cuanto hago, de lo que pienso. Es otro
yo. Prefiero su compañía a la de cualquiera de aquí; ella tiene el
gran mérito de callarse, de no decir nada y, sin embargo, yo le
hablo, le digo todo, se lo cuento todo. No ignora nada de mí, es
otro yo. Es el hombre más fiel que conozco, nunca me ha traicio­
nado, nunca ha desvelado un secreto, nunca ha cambiado de lu­
gar: la dejo ahí, y estoy seguro de volver a encontrarla en el mis­
mo sitio todas las veces que tenga necesidad dejella, no se mueve
ni un palmo ni siquiera al cabo de un año de espera. No hay nada
más seguro, más fiel, más agradecido que mi escoba; mi escoba y
yo somos dos grandes amigos, somos hermanos [abraza el man­
go de su escoba, lo estrecha amorosamente; en varias ocasiones,
X. dará muestras del amor que siente por su herramienta y de la
complicidad que mantiene con ella: el hecho parece ser conocido
por todos sus familiares, que no dejan de asombrarse y de burlar­
se de la relación totalmente extraordinaria o, al menos, inespera­
da entre el obrero y su herramienta, al invertir aquél sobre ésta
más de lo que es tradicional y más de lo que es .convencional en la
relación puramente instrumental que el obrero puede tener con
su herramienta], nos entendemos de maravilla.
»En definitiva, no me arrepiento de que no me hayan colocado
en la puerta. Ahora veo que hubiera tenido muchos disgustos, que
tendría muchísimos disgustos. Mientras que aquí, con mi escoba
—y en un territorio—, estoy en paz. ¡Mejor! ¡La paz! Adiós, ¡muy
buenas! [...]. ¿Qué disgustos, me preguntas? No sé muy bien cuá­
les, pero estoy seguro de que habría tenido disgustos...
»[...] Me gusta estar solo, me gusta trabajar solo, solo ¡como
lo está Dios! Es por esta razón por la que he acabado amando
este trabajo. Sin embargo, no tiene nada de envidiable. ¿Qué
puedo decir? La basura... en la basura... barrer y recoger la ba­
sura de los demás... Basura entre la basura, ¡he ahí lo que uno
es! Por otra parte, ¡me han tirado ahí como a una basura, como
se tira la basura!... Pero, a pesar de eso, no me quejo. Solo, paso
a paso, trabajando a mi ritmo. Desde el momento en que me
visto con mi uniforme, desde que tengo entre las manos mi es­
coba, dejo atrás todas las demás preocupaciones, las dejo en el
vestuario con el resto de mis cosas. No hablo con nadie, nadie1
me habla, de vez en cuando buenos días, buenas tardes, hola
aquí o allá, a este o a aquel que acaba de pasar cerca de mí.
Pocas veces me tropiezo con una o dos personas que me resul­
tan agradables, como la persona que me oye en este momento,
como tú a quien me dirijo ahora [esto es una expresión de corter
sía], y con las que tengo el placer de charlar durante un minuto
o dos. Aparte de pequeñas cosas de este tipo, no me ocupo de
nadie y nadie se ocupa de mí. Yo voy a la mía: si alguien me
resulta agradable, le soy simpático, le saludo con la mirada, con
todos aquellos a quienes no tengo ganas de ver, prefiero mirar a
mi escoba antes que a él cuando pasa cerca de mí... Efectiva­
mente, me gusta mucho más mirar mi escoba antes que dirigir­
le la mirada... Trabajo con los ojos mirando al suelo, no veo ni sé
nada... Mala suerte. Dicen de mí: "Es un huraño...”; sí, prefiero
ser "huraño” a que me fuercen a sonreír: "¡Cómo estás, amigo
mío; cómo estás, hermano mío; cómo estás, tío!". Actuar así es
ser imbécil [elbassaí].4 No tener más que hermanos, no tener
más que tíos por todos lados; convertir al primero que llega en
su hermano, su padre, su tío, ciertamente hay que no ser nada,
no tener ninguna estima por sí mismo, para hacer el número de
ese modo. ¡A mí no me gusta eso, no estoy hecho para eso! Que
Dios me aleje de todo eso y de todos los que se comportan así.
No tienen ningún sentido del honor ni de la dignidad... Pueden
imaginarse que me ha caído toda la deshonra de la tierra, todas
las infamias, todas las vilezas, porque soy barrendero, pero pre-
4. Elbassal (imbécil), labsala (imbecilidad), yatbassal (hacer el imbécil),
etc.; el sentido que se da a la palabra árabe tomada prestada de la palabra
francesa está más cerca de fatuo y de fatuidad, de vanidoso, de infatuado (y
de infatuación) o incluso de inconsistente, falto de discreción y de considera­
ción y, en última instancia, de sin honor o al margen de las reglas del honor
(más que de faltando al honor).
fiero mi escoba a todos ellos, no valen lo que vale mi escoba. En
realidad, son ellos los que se rebajan, los que se arrastran, los
que dicen "señor por aquí, señor por allá", si no dicen apenas
“sidi" [señor en árabe] pues están todavía ahí, ven "sidis” en
todas partes, necesitan "sidis”. La deshonra, la humillación, no
están en la escoba que llevo en la mano, están en su alma. Si he
llegado a este estado, a preferirla escoba a su trabajo, a preferir
esta escoba que no oso nombrar ante cualquier persona respeta­
ble, es porque sé que son despreciables, que no merecen ni si­
quiera que se les mire [...].
«Hay determinados días en los que me paso el día entero
caminando. Esto me hace mucho bien. Mientras camino, no veo
nada, no oigo nada. Estoy conmigo mismo, con lo que llevo en el
corazón [es decir, en la cabeza]; estoy con mis pensamientos.
»[...] Repaso todo con el pensamiento, toda mi vida con el
pensamiento. La miro de cerca, trato de recordarlo todo, y, en
ciertos momentos, me acuerdo de todo, con el mínimo detalle. El
primer día de mi partida —tenía sólo 18 años: era un crío, pero
un crío que ya había vivido mucho puesto que había sufrido mu­
cho, [un crío] mayor para su edad—, ese día ló tengo siempre
ante mis ojos, es quizás el día [inaugural] de nú mayor desgracia.
Es sólo después, mucho tiempo después, cuando ya es demasia­
do tarde, cuando uno se da cuenta de las cosas. Todo parte de
ahí; ese primer día es la causa de todo lo que ha venido después.
De todo eso me acuerdo, punto por punto, con él menor detalle.
Hay cosas que no se olvidan, todo lo que quisiéramos olvidar.
Entonces, cuando estoy solo, pienso en todo eso, reflexiono so­
bre cada cosa, la examino en todos sus sentidos. Trato de com­
prender; de comprender cómo suceden las cosas. ¿Las cosas que
suceden dependen verdaderamente de mí o suceden por sí mis­
mas; están escritas? Podemos pasamos la vida entera intentando
buscar responsabilidades [...]. Sé que no hay nada que hacer, que
no se puede volver a hacer lo que ya ha pasado, pero lo que ha
pasado, al contrario de lo que se suele decir, no está muerto; está
siempre en nosotros, en nuestra memoria, en nuestro presente, y
lo que vivimos en este momento no es más que la continuación
de lo que ha pasado. Por eso, yo prefiero seguir con mis pensa­
mientos, eso me tiene suficientemente ocupado y no siento la
necesidad de mirar a derecha y a izquierda para añadir nada
más. Al contrario, mirar a derecha y a izquierda, eso disipa todo
lo que tengo en la cabeza... de todos modos, yo no veo nada, no
oigo nada. No hay más verdad que lo que tengo en ñadí [...].
»Sí, desde luego, todos necesitamos a alguien, a alguien a
quien contarle las cosas, pero ese alguien es difícil de encontrar,
ese alguien no existe. Entonces, ¿por qué perder el tiempo bus­
cándolo [...]? Sí, es muy agradable tener a alguien. Como se dice
en mi tierra: al único [es decir, al solitario], el derecho le prohíbe
tener una casa [es decir, una familia]. No se puede existir en
solitario. Pero nunca se está solo, siempre se tiene a alguien en sí
mismo... Y, además, yo siempre tengo mi escoba, ¡mi compañe­
ra en todo instante! A falta de encontrar ese compañero a quien
se le puede decir todo, más vale quedarse consigo mismo; antes
que ir al encuentro de los otros y, no se sabe nunca, al encuentro
de la hostilidad y del desprecio de estos otros, más vale meterse
en sí mismo, mirar al interior de sí mismo. No hay remedio más
verdadero que ese, que el que reside en sus propias fuerzas, en lo
que se tiene en el corazón [es decir, en su valor],
»[...] Más que hacer como todo el mundo, más que fingir olvi­
dar hasta el punto de olvidarse de todo, prefiero acordarme de
todo, tenerlo todo en la mente... Sólo de esta manera me quedo
tranquilo, sólo así puedo ver claro en mí porque hago todo lo
posible por encontrar la luz allí donde todo el mundo introduce
oscuridad.
»¡Si yo pudiera leer mi vida como se lee un libro! Y, sin em­
bargo, no sé leer. Pero con un poco de cerebro [índice apuntan­
do a la sien], cuando se reflexiona bien, se llega siempre a reto­
mar el hilo. Es por esta razón, en definitiva, que estoy bien ahí
donde estoy, no me arrepiento, más vale el trabajo en el que ten­
go paz que estar en el servicio de la puerta y ver a todo el mundo
pasar delante de mí, tanto a aquel que me gusta como a aquel
que no me gusta. Es como si estuvieras en medio de la feria, es el
zoco; es un escaparate, es un espectáculo... Tú miras el espec­
táculo, el espectáculo de la entrada y el espectáculo de la salida.
No hay de qué alegrarse [.;..]. Y yo, en esta barraca, doy también
el espectáculo con mi atuendo, con mi gorra. Todo lo tengo a la
vista [literalmente, todo está a mi cuidado] como un vigilante,
excepto que no tengo nada que vigilar; no hay nada que vigilar,
sólo hay que estar ahí para hacerse ver... y para ver quién entra y
quién sale. No sé si has visto a los vigilantes, no paran de hablar
entre ellos —me pregunto de qué; con el tiempo que hace que
están juntos, ¿cómo no han acabado de decírselo todo?—, y cuan­
do alguien pasa, no dejan de interpelarlo como si estuvieran con­
tentísimos de tener a alguien con quien hablar [...], no hay dife­
rencia entre ellos y las porteras de los inmuebles... y yo no tengo
ganas de ser una portera. Por tanto, prefiero mi escoba en vez
del manojo de llaves que aquéllos tienen en sus manos.
»[...] ¡Ah, sí! A muchos les gustaría tener este trabajo [el pues­
to de vigilante], hay que estar además enchufado de lo lindo para
que te pongan en ese puesto. Se dice que uno tiene que tener un
buen expediente allá, en las oficinas... Se dice incluso que ponen
a los espías ahí, pues se confía en ellos, se les pide que pongan el
ojo en todo como quien no quiere la cosa y ellos hacen su infor­
me [...]. Además, todo el mundo desconfía de ellos [...].
«Francia, voy a decírtelo, es una mujer de mala vida; es como
una puta. Sin que te des cuenta, da vueltas alrededor de ti, se
propone seducirte hasta que caes en sus redes y entonces te chu­
pa, te vacía de tu sangre, te hace actuar según su voluntad y
cuando ya se ha cansado de ti, te tira como un zapato viejo, como
algo que no tiene ninguna importancia [literalmente: sin signifi­
cación]. Es una hechicera. A cuántos no se ha llevado con ella.
Tiene mil maneras de tenerte prisionero. Sí, es una cárcel, una
cárcel de la que no se puede salir, una cárcel de por vida; es una
maldición. Desde el momento en que has metido la punta del
dedo, se apodera de ti y te arrastra totalmeñte, te moldea, te
pisotea hasta que ya no puedes levantarte. Nps ha tenido a to­
dos, es maligna. ¡Dichoso el que no la conoce p el que ha sabido
resistirse a la tentación!... ¡Incluso aunque haya que aceptar su
miseria [inicial], ya que es la miseria la que nos ha empujado a
los brazos de esta mujer de nada! No fuimos nosotros mismos
quienes realmente elegimos venir a Francia [...]. Sí, no nos pu­
sieron cadenas para traemos aquí bajo Qa obligación de la] ne­
cesidad [...]. Sí, es cierto, me acuerdo de esto: esperaba ese día
[el día de la partida a Francia] con impaciencia; cuando se tiene
18 años, se tiene toda la vida por delante. No se ve más que una
cosa, el estado de miseria en el que uno se encuentra; lo que
vendrá a continuación importa bien poco y, de todos modos, ¡no
puede ser peor de lo que ya se tiene! Sólo puede ser mejor, y por
eso se está dispuesto a aceptar todas las otras miserias que nos
saquen de nuestra miseria presente. Francia o cualquier otra
parte, creo que habría seguido a cualquiera que me hubiera di­
cho: te llevo conmigo, incluso al otro lado del mundo. [...] Since­
ramente, creo que en el fondo de mí mismo, nunca me engaña­
ron del todo; sabía que esto no era el paraíso, sabía que esto no
podía ser el paraíso. No estamos hechos [socialmente] para el
paraíso, no hay paraíso para nosotros, pero uno se lo imagina, se
convence de ello solamente. O uno se hace ilusiones... creo que
no soy el único en este caso, nadie es diferente de mí, sólo que
todos fingimos [...]. Sin ilusiones; sí, sin ilusiones, estaba. Si uno
estaba fascinado por Francia, era por un problema de dinero;
cuando estás sin blanca, no ves más que eso: cómo obtener dine­
ro, poco importa por lo que se tenga que pasar, poco importa el
precio que se tenga que pagar por eso. Además, no se tiene ni
idea de ello. El resto, uno se lo figura. Sólo hay que ver a todos
los demás inmigrados, aunque no digan nada. No dejan ver más
que el mejor aspecto de las cosas, y después, como todo el mun­
do tiene la vista puesta en ellos, todo el mundo tiene ganas de
mimarlos, halagarlos, son queridos por su familia, por todo el
entorno, es todo eso lo que se les envidia; ellos mismos se dejan
seducir por esto, son halagados, es eso lo que más les complace
cuando vuelven al país y tienen la impresión de que ese pequeño
momento agradable bien vale todo lo que soportan durante todo
el año. Entonces, no es el momento para ellos de decir a los de­
más lo que aquello es exactamente, y más vale callarse. Pero su­
cede que en grupito, entre famihares, ellos dicen otra cosa [...].
Una historia... que se cuenta en mi casa. Fue antes de la emigra­
ción a Francia, cuando la gente no marchaba todavía más que a
la región de Argel para trabajar en las granjas, en la patata, en los
tomates. Se trataba de un padre y de su hijo. Un año, el padre se
llevó a su hijo para enseñarle, para mostrarle lo que es el trabajo
en casa de los colonos. Al llegar al lugar, compraron un pan que
compartieron y comieron una sandía. El chico, maravillado, pre­
guntó a su padre si era así como iban a alimentarse todo el tiem­
po. El padre asintió, absteniéndose muy mucho de decirle que se
habían adueñado de la sandía a escondidas sin tener autoriza­
ción para cogerla y que no tendrían probablemente nunca tal
autorización. Entonces, el hijo, quitándose su gorro de la cabeza
y lanzándolo al suelo, gritó de alegría: "¡Que no vuelva nunca
más al país, que no lo vuelva a ver nunca más, aunque tenga que
vivir siempre de pan blanco y de sandía y uva!". Este caso sigue
siendo proverbial en nuestra tierra... Esto mismo sucede con to­
dos nuestros emigrados: mientras tengan con qué comprar su
pan, no tienen en cuenta su pesar, su tristeza [...].
«Quizás porque no puedo evitar pensar en todo esto, no pue­
do reír nunca como los demás, no puedo estar nunca tan alegre
como ellos o fingir como ellos [...]. Pero los tiempos cambian, y
la situación también ha cambiado, tanto allí como aquí, en Fran­
cia. Me doy cuenta por mí mismo. Cuando intento volver a pen­
sar en aquellos primeros años en que llegué a Francia, en que
comparo entre ese tiempo de entonces y la situación de hoy en
día, hay muchos cambios. ¿En qué? En todo. En el trabajo, en la
manera de vivir, en el dinero que se gana y que se gasta [...].
»Yo llegué en el mes de octubre de 1953 a Valenciennes...
Vine con todo un grupo de parientes que estaban ya en Francia.
Ellos habían vuelto al país, como era tradición, en verano y en
otoño, durante el buen tiempo, y en la época de las labores del
campo, un poco antes o un poco después, volvían todos a Fran­
cia. Eran todos mineros. Y, un año, cuando reuní bastante dine­
ro para pagar el barco, me vine con mi tío materno [...]. No co­
nocía nada, no había visto nunca una ciudad en mi vida, nunca
había cogido el tren. Iba de sorpresa en sorpresa; en Valencien­
nes, yo no salía más que si iba acompañado. En el barrio en el
que vivíamos todos, todo iba bien, y yo no andaba demasiado
despistado. Pero mi gran miedo era la idea de ir a trabajar, de ir
solo al trabajo y de regresar, y también de poder trabajar, com­
pletamente solo, sin comprender nada de lo que me dijeran, de
lo que se me pidiera. ¿Cómo trabajar? Todo lo que yo deseaba
era tener la suerte de encontrar, de trabajar con alguien del país
o solamente con un árabe para que nos entendiéramos. Lo ideal
era trabajar al mismo tiempo y al lado de un pariente. [...] Des­
graciadamente para mí, no pasó nada de todo esto. Nada de tra­
bajo en absoluto. Se decía que el periodo erá malo, que había
crisis, que había paro por todas partes. Me quedé así, 3 meses
sin trabajo. Mala suerte: cuando llegué a Francia, allá donde me
hallara me decían: eres demasiado débil [eres demasiado joven];
no te contratamos, pues no estás fuerte. Evidentemente, estaba
muy enclenque [...].
»Un día, recorriendo las obras o yendo de fábrica en fábrica
—no estaba nunca solo, éramos siempre dos o tres, todos parados
como yo, pero que conocían ya el país—, era de esta manera como
buscábamos un contrato, como se solía decir, me topé con un
vendedor de carbón. Era invierno, un invierno muy frío; empeza­
ba el trabajo por la mañana, muy temprano, a las 6 de la mañana,
todavía era de noche, tenía filo, no tenía muchas cosas para po­
nerme encima, llevaba a cuestas sacos de carbón, cargar el ca­
mión, descargarlo, bajar los sacos al sótano. Era agotador, sucio,
la marca del carbón siguió incrustada en mi piel meses y meses
después de que dejara ese trabajo. Y a fin de cuentas, después de
3 semanas de trabajo, le pedí un adelanto ya que no tenía ni blan­
ca, ni siquiera para tomarme un café, y cuando el cliente a quien
le proveíamos el carbón nos daba una propina, el conductor se la
quedaba toda para él, yo no tenía derecho a nada. Nada de adelan­
tos, y al final del mes, incluso ni salario o casi nada, con el pretexto
de que me daba de comer a mediodía. Descubrí más adelante que
no me había siquiera dado de alta en la Seguridad Social. Mien­
tras tanto, quería hacer como un mayor, como todo el mundo:
había tomado prestados 3.000 francos [antiguos] —lo que era
muchísimo para la época— que envié de inmediato a mis padres.
Mirad: ¡vuestro hijo está ya en Francia y ya os envía un giro! Era
una costumbre: en cuanto llegábamos a Francia, tomábamos pres­
tado dinero; además, todo el mundo ofrece dinero para eso. Todo
el mundo... es decir, los que deben hacerlo. Es una obligación.
Ciertamente hicieron lo mismo por ellos cuando llegaron a Fran­
cia. Aquí también la situación es la misma para todos: todos lo
saben... nada se esconde.
«Entonces, después de ese invierno de 1954... un pariente
que, por su parte, había venido del Este, de Longwy —llamába­
mos a eso Alemania como se dice de nosotros que estamos en
Bélgica—, vino a vemos. Me encontró en este estado... desgra­
ciado, en el paro, vivía en casa de uno y de otro... todo el mundo
me buscaba trabajo, pero no encontraban nada para mí... inclu­
so trabajé para unos campesinos. Entonces, me propuso llevar­
me con él. Se jactaba tanto de que me encontraría trabajo, que
allí es muy fácil, que'nadie está en el paro, que allá se gana mu­
cho dinero, en pocas palabras, el paraíso en la tierra, que me
dejé seducir; estaba encantado y todo el mundo lo estaba conmi­
go. Sentía que empezaba a ser un peso muy grande para todo el
mundo, alimentarme, alojarme, la preocupación por encontrar­
me trabajo. Eso está bien durante 1 mes, 2 meses, 3 meses, pero
más allá de ese plazo razonable la cosa empezaba a chirriar. Oía
murmurar que quizá debería regresar al país... se hablaba de
hacer una colecta para mí, de reunir un poco de dinero para
pagarme el viaje, para pagar mis deudas —los 3.000 francos y
algunas otras cosas más— y llevar un poco de dinero a casa.
¡Qué vergüenza! Cualquier cosa menos eso. Regresar por cuenta
de otros, sólo con una hija se actúa de ese modo. Mal comienzo
de "mi" vida en Francia. ¿Qué dirán? Si los últimos de los últi­
mos, los jorobados, los cojos, los estúpidos han llegado a Fran­
cia, han trabajado, han enviado dinero, lo han conseguido, ¿cómo
es que yo, que me considero más que ellos, cómo aceptaría vol­
ver a casa con las manos vacías, con la cabeza gacha? ¿Qué cara
debería poner ante la gente? ¡Nunca! Por tanto, no tenía nada
que perder, vayamos para "Alemania". Eso siempre será ganan­
cia para mí y menos carga para la gente de Valenciennes.
»Una vez llegados allí, nada de lo que me había prometido.
Era siniestro. Peor alojado, peor alimentado, nadie conocido, na­
die del país. La noche absoluta. Él mismo estaba en realidad para­
do y vi-vía a expensas de unos y de otros, pero eso ya era una cos­
tumbre para él. Aguanté 3 semanas, y le dije adiós al cabo de esta
pequeña estancia. No insistió. Una vez aquí, ¿regresar a Valen­
ciennes? Sería como volver a mi país, apenas jun poco menos.
Además, así como me trajeron a Longwy, no había nadie para
llevarme a Valenciennes, para conducirme hasta allí, o para invi­
tarme a regresar a Valenciennes. ¿Debo avisar, debo anunciar mi
regreso a Valenciennes? ¿A quién? Hacía ya 5 o 6 meses que vivía
en Francia, empezaba a arreglármelas un pocjo, a tener menos
miedo, a saber aventurarme. Entonces me dije: más vale cambiar
de región, vayamos a ver en otro sitio. Una buena mañana dejé
Longwy y me encontré en el Alto Mame, en Saint-Dizier exacta­
mente. Al llegar a Saint-Dizier, logré encontrar gente de mi pueblo
o de cerca de mi pueblo. Afortunadamente, mostraron tener muy
buena disposición conmigo, uno de ellos tuvo la amabilidad de
ocuparse de mí: me consiguió un contrato. ¿Para hacer qué? Des­
cargaba vagones de carbón, como los vagones de tren; dos por día
y espabílate: uno por la mañana, otro por la tarde, y había que
acabarlos. Y así todo el tiempo, todo el tiempo... Aguanté así de 54
a 56 días. Dos vagones cada día hasta que estuvieran vacíos; a
pala. Era una fábrica de acero, y yo estaba en una fragua, las fra­
guas del Alto Mame. Y de esta fragua sacábamos alambre, sacá­
bamos ruedas de carretillas y muchas otras cosas. Había también
un homo, lo llamábamos homo Martín; su aire caliente te empu­
jaba hasta allá; hasta allá [gesto con la mano]... Iba con carbón y,
por eso, hacía falta carbón, vagones enteros, uno tras otro; dos
personas aquí, dos personas allá; dos aquí, dos allá y así sucesiva­
mente, en cadena. Era demasiado pesado [...].
»En este asunto del carbón, el primer trabajo de mi vida...
ésta era "mi” Francia y había comenzado como es debido: el
carbón por vagones y a pala. Empecé el primer día, el 16 de
agosto de 1954, me acuerdo de ello como si fuera hoy mismo.
Aguanté así de 54 a 56 días, y acabé harto de ese trabajo... Pero'
los que vinieron después no fueron mejores. En el trabajo, siem­
pre he ido de un infierno a otro. ¿Es que tengo menos suerte que
otros o es que es lo mismo para todo el mundo? El trabajo, para
mí, fue siempre ir de un infierno a otro.
«Cambié y conseguí otro trabajo en un homo: era un trabajo
con ácido, con ese ácido para el decapado de metales y de otras
cosas. Si una gota de ácido te corre por el pantalón o por cual­
quier otra prenda, ésta se desgarra ahí mismo. Y respirábamos
ese olor [...]. Es lo mismo, todos los trabajos son iguales, no hay
un trabajo mejor que otro. Siempre es un trabajo duro. No sólo
pesado, sino peligroso también; ¡qué veneno! Desde que llegué a
Francia, no ha habido ningún trabajo en el que haya encontrado
un poco de misericordia, todos, tantos como han sido, desde el
primero al último, no han sido más que trabajos duros; y no sólo
duros, sino que incluso llegan a ser mortales. "Dan vueltas alre­
dedor de tu cabeza”, hasta obtener tu cabeza: de tal manera que
es el accidente, o es un poco de veneno el que, despacio, todos
los días, te penetra y, sin darte cuenta, cava tu tumba. Trabajos
duros y peligrosos, no hay nada más que eso.
«Después de este segundo trabajo —no me quedé mucho tiem­
po en ese puesto—, siguió siendo lo mismo. ¡Maldito sea el dia­
blo! No he tenido nunca suerte en el trabajo. Mientras que algu­
nos, cuando acaban su jomada de trabajo, pareciera que acaba­
ran de despertarse, yo; siempre he ido de un infierno a otro. Tenía
también otro pariente lejano, allí en Saint-Dizier, un amigo más
bien: él trabajaba en otra fábrica. Creyó correcto sacarme de
allá para meterme en esa otra fábrica en la que él trabajaba. Lo
hizo para que me dieran un trabajo más ligero, porque era toda­
vía demasiado joven y no tema la fuerza que tienen los hombres
que ya están hechos. Le daba pena. Pero, en realidad, era lo mis­
mo, el mismo calvario: como el primer trabajo, como el segundo,
como el tercero y como todos los otros que le siguieron, no había
ninguna diferencia, era lo mismo. Allá hacíamos galvanizados,
trabajábamos el alambre, el alambre de espino. Yo, mi trabajo...
yo era galvanizador. Montaba los rollos en la devanadora [divi-
douar] y devanaba [dividigh] así: conducía el extremo del rollo:
aquí, el baño de plomo, el alambre pasa por ahí, y, allá, el baño de
ácido. Cuando el alambre sale del baño de plomo entra en el áci­
do para ser decapado. Después del baño, el secado, y al final el
baño de zinc. El alambre se vuelve entonces totalmente brillante
[...], ese alambre se vuelve totalmente blanco. Aquí, están las bo­
binas que dan vueltas. Rollos de 120 kg, de 100 kg, de 80 kg, todo
depende de los pedidos; no había de menos de 70 o 60 kg.
»¡Hay que hacer el torneado con eso! Durante el tiempo en
que pasas la punta del alambre por el baño de plomo, el vapor
agarra, primero, el plomo, después tú pasas al ácido, y ahí, es el
humo el que te viene todo caliente... ¡Es increíble! Después, el
baño de sal y también el baño de secado, el baño de zinc y, por
último, la bobina toda entera. Y está la competencia entre noso­
tros y los demás obreros, sobre todo los franceses; se trata de
hacer más tonelaje que el resto, porque se hace en equipo. Nos
pagan mensualmente, pero tenemos primas de productividad
según el tonelaje. Hay tres equipos. Nosotros, cuando llegamos,
lo primero que hacemos es mirar en el tablero I, el equipo I, el
primero, desde las 4 de la mañana hasta las 12, que llegó a tantas
toneladas. ¡Competencia! Nuestro equipo empieza a trabajar a
las 12, y acaba a las 8 de la noche. Somos seis; cada uno en su
puesto: uno vigila el devanador, el otro vigila los baños, el tercero
está allá; dos transportan el material. Esto hace un total de cinco
obreros y a menudo uno más; es el barrendero, que recoge los
restos. Presencié un accidente. Que Dios nos libre.
»A fin de cuentas, en Saint-Dizier me quedé hasta el mes de
julio del 56, casi hasta finales de julio del 56. [...] Estaba cansado del
Alto Mame. Sabía que mientras me quedara en este país siempre
sería lo mismo: trabajo penoso y malos salarios. ¿Qué más había?
Hierro y nada más que hierro, siderurgia, no había más que eso; te
ibas de una fábrica a otra; de un homo a otro [...]. Yo era OS1;5no
5. En francés las siglas «OS1» designan la categoría laboral «Ouvrier Spé-
cialisé de Premiére», lo que se traduce en castellano por: obrero no cualifica­
do de primera categoría (N. de T.).
había sido más que en el carbón, en el primer trabajo, que había
sido peón ordinario [...].
«Dejé el Alto Mame y me volví a "mi casa", a Roubaix. Ahora,
podía volver a Valenciennes, puesto que era un trabajador como
cualquier otro, era ya un veterano. Y como todo el mundo, entré
en la mina, en la talla. Volví a encontrar un poco de eso que se
decía de la mina en la época en que, como siempre lo había escu­
chado, "se sacaba de la mina tanto dinero como carbón" [...]. Sí,
hay que decir que la mina en nuestro pueblo, en nuestra región,
viene desde muy lejos: la gente de mi casa ya empezó a trabajar
en la mina en 1930 o antes. Antes de que viniera a Francia, yo ya
sabía lo que era. En nuestro pueblo, entre nosotros, no hablába­
mos más que de eso. Incluso aquellos que no habían venido nunf
ca a Francia, que no sabían nada ni de Francia ni de la mina no
paraban de hablar de la mina, tenían todo el tiempo para eso
[...]. ¿Qué se decía? Era la época en que los mineros trabajaban
casi a destajo. Se trataba de quién descargaba más carbón. Y se
decía: "Sabes, Fulano, se dice que hace tanto al día y que gana
tanto...”. Y el otro contestaba: “¡Oh, no! Hay mejores... Mengano
ha hecho más que él”. Y había así tres o cuatro personas de las
que todo el mundo hablaba. Jóvenes, fuertes, trabajadores cor­
pulentos, y muy ahorradores, que enviaban mucho dinero. Eran
las estrellas. Todo el mundo quería ser como ellos.
»En la mina estuve 2 años, un poco más de 2 años [...]. Y en
1958, allá en el Norte con la guerra de Argelia... demasiadas his­
torias. La policía, los "hermanos”.6Fue necesario marcharse de
allí [...].Y, sin embargo, a pesar de que sólo temamos los malos
momentos de la guerra, fue la mejor época de mi vida en Fran­
cia. Estábamos entre parientes, nos echábamos una mano, el
trabajo marchaba muy bien, aquí también estábamos entre pa­
rientes, entre amigos. Era como cuando trabajábamos en el pue­
blo todos juntos: los mismos trabajos, en la misma época, para
6. Los «hermanos», alusión a los militantes nacionalistas de la federación
de Francia del FLN durante la guerra de Argelia: se denominaban «herma­
nos» y se llamaban con esta expresión para reafirmar la pertenencia a la
misma comunidad (comunidad de condición, los colonizados, y comunidad
militante), opuesta, aquí, implícitamente, a la «comunidad» de los coloniza­
dores, y también para diferenciarse, objetivamente, incluso si eso nunca se
decía explícitamente, del uso que se hacía de esa otra apelación marcada
ideológicamente de una manera completamente distinta, la de «camarada»,
del que, no obstante, se ha retomado el paradigma.
todo el mundo. Allí, trabajé muchísimo, como todo el mundo.
Tan sólo contaba el trabajo... Trabajábamos como muías, hubié­
ramos trabajado día y noche; contábamos y volvíamos a contar
nuestro dinero. Trabajaba hasta estar harto, hasta la saciedad;
me entregaba al trabajo hasta volverme uno con el trabajo, tra­
bajaba hasta estar ciego por trabajar, hasta dejar de ver claro por
el trabajo. Me zambullía en el trabajo... el trabajo y yo éramos lo
mismo; si hubiera podido, hubiese trabajado incluso los domin­
gos. El trabajo era como una droga, y cuando paraba, me daba
cuenta de que estaba drogado, borracho de trabajo. [...] ¿Qué
puedo decir? Vine para trabajar, estoy aquí por eso, y por tanto
me sumerjo en el trabajo [...]. Hay que decir que, en aquel tiem­
po, era joven, y estaba bien fuerte: ávido de trabajo y de dinero,
era el que más trabajaba y el que más dinero enviaba a casa [...].
«Estaba en paz... a pesar de la guerra, a pesar de todo lo que
se escuchaba del país, a pesar de que no podíamos volver al país,
ni ir allá tan a menudo como quisiéramos. Eá esa época, las
cosas estaban bien claras, todo estaba claro. El país estaba allá;
aquí estaba sólo porque había que trabajar, porque había que
ganar dinero para allá; aparte de esta preocupación, no existía
nada más y nada llegaba a disipar esta consideración que se te­
ma por el país. Era mucho mejor que ahora... aunque estábamos
en plena guerra, aunque asistíamos a detenciones todos los días,
cada día, aunque cada uno de nosotros esperaba su tumo, el
momento en que lo detuvieran [...]. Sí, las cosas estaban claras,
estaban resplandecientes; incluso la mina, la oscüridad de la mina,
era luz en comparación con el desorden, la niebla, lo "negro” [lo
que quiere decir también el error] de la situación presente [...].
Una luz, pues, que era dos veces, tres veces más grande que la
noche: la noche del exilio [de elghorba]-, la noqhe "subterránea",
la noche de las entrañas de la tierra; y el trabajo a menudo de
noche, ¡puesto que había también el equipo de noche! Es así; lo
"negro” está en los corazones que aquél se encuentra, que se for­
ma, dicen; cuando el corazón está límpido, “limpio” [para decir
sereno], cuando resplandece de luz, ¡la oscuridad “exterior” es
también luz!
«A pesar de todas las dificultades, fue todavía en el Norte
donde, quizás, pase la mejor época de mi estancia en Francia...
Tenía la moral alta todavía en esa época. Éramos como uña y
carne; fue gracias a eso que pudimos mantenemos, que aguan­
tamos el golpe, que nos sosteníamos. Hemos llegado a vivir has­
ta 16 en una sola habitación [...]. La carne... la carne, comíamos
carne una vez a la semana. No se comía... como hoy en día, to­
dos los días bistec. Lo que es la carne, no la probábamos... más
que una vez a la semana y ¡como mucho! El miércoles era el día
de mercado: uno de nosotros iba a buscar carne, no era que uno
se proveyera de carne y los otros no, era porque los dos, los tres,
a veces los cuatro compañeros se ponían de acuerdo para com­
partir su comida y comer juntos compartiendo los gastos. No
había, de todas maneras, nadie que hiciera la comida para él
solo: la comida la hacía cada uno según con quien se ponía de
acuerdo y nos apañábamos en función de los horarios. Estába­
mos bien organizados para esto, nos las apañábamos bien entre
todos nosotros [...]. Sin embargo, no éramos todos ni del mismo
pueblo ni siquiera del mismo país: dos eran [originarios] de lo
que se llamaba antes Affreville —ves, es lejos—, dos de Michelet,
y yo de Sétif. Ésta ha sido la mejor época que he pasado en Fran­
cia, sin embargo, en esa época, ¿qué se ganaba? 8.000,9.000 por
quincena, el mejor de ellos llegaba a 30, a 28 al mes. Eso es todo.
«Pero por otras razones, por los inconvenientes de la guerra,
hubo que dejarlo todo, dejar la mina, dejar el Norte y me vine a
París. Y después, siempre aquí, en París me quedé [en Francia]
durante todos los acontecimientos, no regresé al país. Entonces,
desde el 58 hasta el 60, volví a empezar aquí en París. Cuando
vine a París, estuve en el paro durante 9 meses, 9 meses de paro.
«Después, tuve un trabajo en la confección de colchones. No,
no era un trabajo de verdad, era sólo una tapadera.7[...] En este
trabajo de colchones, fui acolchador... Se trataba de una muy
pequeña "empresucha", pero entonces se trabajaba a duras pe­
nas. ¡Ah, sí! Te pagaban por pieza y nos ganábamos la vida, es
cierto. En esa época, ganábamos hasta 70 u 80.000... claro, era
contando las horas extras, 70 u 80.000 en esa época era mucho,
pero se trabajaba hasta 64 horas semanales. La prensa, por sí
sola, cuando hay que poner un colchón en la prensa y hay que
apoyarse encima, hay que levantar hasta 200 kg, la prensa y el
marco, para colocar el colchón. Y además, hay que ir deprisa
7. «Tapadera» para sus actividades políticas: «Yo no era un miembro per­
manente, estaba en la "qasma” (célula de militantes), eso es todo, estaba
como militante responsable de la “qasma" y del grupo de intervención y de
protección de la “qasma”».
para pespuntar y hacer los botones. Era muy pesado, pero nada
comparado con el trabajo que hice en Alto Mame. No hay nada
más pesado, creo, que el trabajo delante del fuego. La mina, a su
lado, es algo tirado. Pero tener el fuego delante, el fuego que arde
a 1.700° o encima el fuego que fluye, el ácido, eso es el infierno.
»En la siderurgia, en el ácido, a menudo hay accidentes. Y
que Dios nos guarde, no se trata de pequeños accidentes: o dejas
la vida o dejas una parte de ti mismo, un miembro. Si una herra­
mienta cae, es algo enorme, es un mastodonte. Siempre está hir­
viendo: la fundición, te parece, es un río de fuego. En cuanto al
ácido, guárdate, hay que acercarse con prudencia, no hay que
tropezar. Así es como he visto accidentes espantosos. En el tra­
bajo del alambre de espino, hubo un obrero, el pobre desgracia­
do, al que la bobina lo agarró. Gritaba como un águila. Afortu­
nadamente para él, cuando la bobina dio vueltas, no le engan­
chó más que el delantal, arrancándoselo y llevándoselo, si no
hubiera estado el delantal, le hubiera arrancádo la cabeza. El
delantal se desgarró y se lo llevó la bobina, quejo volvió a lanzar
por el otro lado. '
«Otro obrero —estábamos en el mismo equipo— se subió
por encima del baño para hundir, con una lanza, el alambre,
para decaparlo. Perdió el equilibrio y se cayó en el zinc, se hun­
dió en ese baño. Todo el pie hundido. Estuco 14 meses en el
hospital. Catorce meses para que se le curara el pie, al pobre
desgraciado. No le quedaban más que los huesos, tenía una que­
madura de primer grado... Más vale no decir hada.
«Otro —éste también trabajaba conmigo—, cinco dedos, tres
de la mano izquierda y dos de la mano derecha. Todos sus de­
dos se fueron con la bobina. Mientras daba vueltas, trató de
arreglar la bobina manualmente, para que ¡se enrollase bien,
para que no se enredara, para que estuviera bien enrollada. Quiso
darle un golpe así, con la mano. La bobina le agarró los dedos,
intentó arrancarlos con la otra mano, y aún le seccionó dos de­
dos más; en resumen, fueron cinco dedos los que se dejó en el
sitio... No sabía lo que era la maquinaria, y quiso arreglarla con
la mano cuando estaba en movimiento. ¡No se toca la maquina­
ria con los dedos! Este obrero es de mi tierra, está por otra
parte en Argel ahora. Me ha dicho que no volverá nunca [a Fran­
cia]; me ha dicho: "Voy a tratar por todos los medios de no
volver a Francia". En fin, él también tiene una pensión [...]. Sí,
había vuelto a trabajar aquí en Francia, sus dedos se habían
curado mientras tanto, no, se los había cortado; tres dedos de la
mano izquierda y dos de la mano derecha. Es un mutilado. Había
muchos accidentes en ese trabajo. El que ha trabajado allá [en
Saint-Dizier] y ha vuelto sano y salvo de allí, es un afortunado
ante el Eterno, pues nó escasean los accidentes. No pasa una
semana sin que se recoja a alguien; nunca sabes por dónde pue­
de venir el accidente.
»[...] Sí, hay que, por fin, llegar al empleo actual. Entre todos
estos trabajos y mi trabajo de hoy ha habido una larga interrup­
ción. En 1960, lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Fui detenido,
encontraron en mi casa listas de personas, de todos aquellos que
cotizaban. Afortunadamente, justo acababa de entregar el dine­
ro que tenía; algunas horas antes, hubieran encontrado millones
en mis manos. Me trincaron. Y pasé por todo esto... Algunas
semanas de cárcel, el fuerte de Noisy-le-Sec... el campo. Un poco
más de un año. Me trasladaron a Argelia, a Bone, y allí, llegó el
alto el fuego, y fui liberado en Argelia. Me quedé algún tiempo en
Argelia, en mi pueblo, probé suerte, como todo el mundo en aque­
lla época, en Argel. Podía hacer un poco de todo como todo el
mundo, encontrar dónde alojarme como todo el mundo, el alo­
jamiento era aún más fácil en esa época con todos los pisos deja­
dos vacíos. Pero cuando uno se ha acostumbrado a algo seguro,
uno no puede contentarse con una situación parecida [...].
«Evidentemente, me casé, y puede que sea la mayor tontería
de mi vida. ¿Pero qué quieres? Cuando uno regresa al país, uno
vuelve a encontrar su casa, ¿qué otra cosa quieres hacer? Des­
pués, yo tenía ya 30 años, y era viejo para el matrimonio. Es
verdad, dejé el pueblo de joven, antes de casarme, ya en esa épo­
ca, a muchos jóvenes de mi edad, de 18 años, de 19 años, ya los
habían casado antes de dejarles marchar a Francia [...]. Sí, era
una manera de retenerlos. Es cierto. Por otro lado, ninguno de
éstos se quedó como yo, 10 años en Francia, sin volver al país. Yo
estuve en Francia, desde el principio hasta ese día, dé un tirón.
Y eso deja huellas, no eres como los demás. Entonces, me casé,
anduve errando todavía algún tiempo y, finalmente, volví a to­
mar el camino de Francia; y, en noviembre de 1963, heme de
nuevo en Francia. Esta vez, en París directamente. Trabajé, aquí
y allá, en pequeñas cosas, en el pulido de metales en el distrito
XI, e incluso en el hospital, en el hospital de la Pitié-Salpétriére.
«Durante todo ese tiempo, casado, empecé a tener hijos, así
que tenía que regresar al país regularmente, pero no regresaba
más que el tiempo de las vacaciones anuales... un mes por año,
no más o, como máximo, una semana más. Y tampoco puedo
decir que regresara todos los años, es más exacto decir uno cada
dos años [...]. Ahora ya no tengo motivos para regresar, ya no
tengo nada que hacer allá. Eso ya no me interesa. Todo cambió,
tanto aquí como allá. Las cosas ya no tienen el mismo sentido.
Ya no sabes por qué estás aquí en Francia, para qué sirves. Ya no
hay orden, ese orden que había antes, cuando las cosas eran qui­
zás difíciles pero tenían sentido. Hoy, todo eso ha cambiado, ya
no tengo ganas, ni me gusta regresar allá ni siquiera en vacacio­
nes, o quedarme aquí... Sólo que, aquí, ya estoy, y tengo que que­
darme aquí. Yo no lo he elegido. [...] Mis hijos están con su ma­
dre, tengo una hija y dos chicos. [...] Me divorcié porque su madre
se marchó [...]. Más vale divorciarse. Cuando tu mujer está en un
sitio y tú en otro, no hay esposo ni esposa, y entonces más vale
devolverle su libertad. ¿Qué es eso de tener una mujer cuando tú
estás siempre ausente, una mujer cuyo marido nunca está ahí?
Lo he sentido, sé lo que es, con eso me basta.j Es lo que llama­
mos, en nuestra tierra, el hombre al que se le prohíbe tener una
casa, al que el derecho le prohíbe tener una casa. Entonces, más
vale no intentar tener una casa, una mujer. Es la viuda de un
marido vivo. Hay que estar loco, hay que ser un inconsciente
para aceptar una cosa semejante. Me arrepiento de ello [...].
»¿Traer a mi mujer aquí? ¡En la vida! ¡Es álgo imposible! No
envidio en absoluto la situación de los que están aquí con su
familia [...]. Sí, en apariencia; como tú dices,¡es la única mane­
ra... si no se tiene ganas de separar, de dividir a la familia: de un
lado, el marido que está en Francia, completamente solo; y del
otro, la mujer y los hijos. Pero cuando uno lo piensa bien, signi­
fica meter a la mujer y a los hijos en el mismo berenjenal que
uno, y es todavía más grave para ellos que para el hombre que se
marchó a trabajar para ellos. En mi familia no ha pasado eso.
Pero, a decir verdad, si hay que mirar por el lado de todos los
primos, no faltan casos; nada más que por el lado de mi madre,
y solamente en París, hay tres familias. ¿Cuál es su situación?
No puedo decir nada de eso, pues no nos vemos con frecuencia.
Uno de ellos no ha estado bien ni un momento: eran siete u ocho
personas, entre su mujer y todos sus hijos, y viven en una sola
habitación-cocina [...]. No hace mucho que están en Francia;
llegaron en 1971 o 1972. Por otra parte, los tres trabajan en el
hospital y han tenido sus hijos aquí. Uno compró un piso en
Iviy: dos habitaciones-cocina, con sus tres crios; y el otro vive en
una vivienda HLM en Champigny [...].
»Y son todos gente que mantienen todavía nuestras costum­
bres, que viven aún según las tradiciones. Sus mujeres, por ejem­
plo, no salen a menos que sea con ellos Dos maridos]; nunca, a
no ser que vayan acompañadas, y, eso, aunque sea para ir al
médico o para algo que valga la pena, que sea necesario. No es
en broma [ablagui, por gusto]. En casa, eso no constituye ningu­
na duda, es árabe lo que se habla necesariamente; desde luego,
entre ellos [entre adultos, los padres entre ellos] e incluso cuan­
do se dirigen a los hijos; en cuanto a los crios, es más fuerte que
ellos... sobre todo cuando se hablan entre ellos, es más fuerte, es
entonces el francés el que toma el relevo.
»Sí, la idea [de hacer venir a Francia a su mujer y a sus hijos]
me vino a la cabeza, claro. Como a todo el mundo, pues, por otra
parte, no hay nadie que, un día u otro, no haya pensado en eso.
Pero están los que se resisten, los que se niegan a aceptarlo, y los
que se dejan llevar [...]. Eso se me ocurrió, durante algún tiempo,
es cierto; no digo lo contrario. Pensé en hacerles venir por una
buena razón: por los hijos, pues, en esa época, no había escuela
en el pueblo, por tanto, era para escolaiizarlos. Tenía un hijo mayor
y una hija más pequeña. Por otro lado, a este hijo mayor me lo
traje conmigo, y ha ido a la escuela aquí, en Francia [...]. Terminó
su servicio militar y creo que está en una compañía nacional en
la que debe ocuparse del comercio [...]. Cuento un poco más con
él para cuidar a sus abuelos; me sustituye allá [...]. Lo que nos
pasa a nosotros, a los hombres, ya hace tiempo que comenzó
para él; es nuestro sino. Pero la mujer, nuestras desgraciadas
mujeres aquí, la mujer que traes aquí, ¿hacia qué la traes? ¿Auna
vivienda que valga la pena? ¿A la felicidad de aquí? ¿Dónde está?
Si ha ganado alguna cosa al venir aquí —está mejor alimentada,
mejor vestida, mejor cuidada—, lo paga caro, muy caro, pues
pierde su libertad. No es más que para su desgracia, para su sole­
dad, pues estará encarcelada en una sola habitación, sucia, oscu­
ra, con humedad. Eso es todo lo que le espera, envidiará el sol, el
cielo; echará de menos el sol [...]. En definitiva, no me arrepiento.
Dios sabe lo que hace, ha actuado en el buen sentido [...].
»[...] Prefiero que ellos [sus hijos] estén atrasados, si es preci­
so, pero que se queden allá. Lo sé: un hombre no instruido es un
hombre muerto. Y eso cada vez más; cuanto más se avanza, más
cierto es. El que no está instruido, ese desgraciado, no puede ha­
cer nada. Es una estatua, un jarrón [o una imagen]. Lo vemos por
todas partes; lo vemos aún hoy en día, en todo, en cada una de las
cosas, a cada momento, e incluso aquí en la Renault. Entre tú y
yo, lo que pasa entre toda la gente como yo que es OS y que segui­
rá siendo OS y los otros que tienen instrucción, que tienen diplo­
mas, oficios entre las manos, es que en seguida están por encima
de ti, se convierten en tu jefe. Eso es la instrucción [...].
»He aquí la idea que me venía durante algún tiempo, pero
que eliminé muy rápidamente. Por otra parte, los acontecimien­
tos no me dieron tiempo para ello. Me traje conmigo sólo al mayor,
al primogénito, y me quedé en París. Lo mantuve conmigo. Se
quedó 2 años aquí. Estábamos en el distrito XX. Al final, acabó
en una escuela de contabilidad, en la rama comercial, haciendo
contabilidad [...]. El primogénito únicamente y, además, volvió a
marchar suficientemente a tiempo. Cuando veo todos los hijos
[de familias argelinas inmigradas] de aquí, cuando veo en lo que
se han convertido, que no paran de vagar, que no sirven para
nada, que no sabes lo que son —no son franceses, no le llegan a
la suela de los zapatos al último de los franceses, no tienen los
medios para ello—; que no son argelinos, piies ahí, no tienen
nada de sus padres; no sabes de quién es la culpa: ¿la culpa es de
los hijos? ¿La culpa es de los padres? Pero, desde luego, la culpa
es de haber hecho venir aquí a las familias en lugar de dejarlas
allá [...]. Y a todo esto se le añaden muchas otras cosas. Franca­
mente, tenemos también mucha parte de culpa, pues nosotros
también, nosotros hemos añadido aquí nuestros errores. ¿Qué
es lo que oyes? Todos ios que vuelven de allá, [qué catástrofe! No
dicen ni una sola palabra positiva del país: no hay nada más que
males, “hacen que se caiga el cielo sobre la tierra”. Los jóvenes
de aquí, ¿qué es lo que piensan de eso, ellos que no lo conocen?
No es culpa suya. Para que les guste el país, éste tiene que ser
mejor que esto. Por tanto, ya desde un principio, parten con una
mala impresión. Y para alguien que no esté acostumbrado a aque­
llo no puede gustarle, eso seguro. Los padres no hacen nada, no
les explican nada, no los preparan, no les hablan del país. Cuán­
tos hijos de emigrados que yo conozco se avergüenzan de su
país. Cuando van una vez cada 10 años, y ¿qué dicen? "No nos
gusta la comida argelina... hace calor... enfermamos allá". Eso
cuando son pequeños; en cuanto a los más mayores: "No hay
cines, no hay cafeterías, no hay bailes, no nos divertimos". Re­
sultado de todo esto: es bueno apenas para las vacaciones. Y si
pudieran se quedarían en Francia y dejarían a sus padres irse
solos a Argelia. Es lo que ocurre, por otra parte, la mayoría de las
veces; de pequeños, escogen las colonias de vacaciones; de más
mayores, se quedan solos en Francia. Tanto los chicos como las
chicas [...]. Cuando los oyes, te das cuenta de que hablan de su
país como los franceses de aquí: "Como cocina argelina...” y no
saben el nombre del cuscús, la torta se ha convertido en el pan
argelino. Dicen: "Yo no sé hablar argelino”, lo que quiere decir;
no saber hablar árabe. Desde este punto de vista, creo que de los
hijos de aquí ya podemos despedimos de ellos. No sabemos lo
que son. No hay nada que comprender; no puedes tomarlos por
rumies [por franceses], ni por argelinos. Esto es un callejón sin
salida, una total incertidumbre. Considerándolo bien, más vale
dejarlos en el país, ahí son como todo el mundo, en medio de
todo el mundo [...].
»¿Es verdaderamente por esta razón, me preguntas? ¡Síyno!
[...] Es por eso y no es por eso. Te he dicho todo esto porque esto
tiene que ver con la pregunta que me has planteado. Es la con­
versación la que me ha llevado a decirte todo esto [literalmente:
son las palabras las que me han llevado a esto]. Pero en mi deci­
sión, hubo un poco de esto; hubo algo de esto, pero también
hubo otra cosa, muchas otras cosas más [...]. De todas maneras,
la pregunta no tiene objeto porque ahora estoy solo, ya no tengo
mujer; me divorcié. El problema ya no se plantea, por tanto. Es
quizás, es incluso, seguro, por esta razón que me divorcié. Eso
ya no podía durar entre nosotros, es una cosa que hay que saber,
que cada uno debería saber: ella, allá, en Argelia, en nuestro pue­
blo, y yo, aquí, en Francia; la mujer quedándose en el país y el
hombre viviendo aquí eri Francia. Eso no puede durar de mane­
ra indefinida. Hay que saber cortar un día. ¿Aquí o allá? La pre­
gunta debe recibir una respuesta. Aquí y allá por tumos, mucho
aquí y poco allá, no es una respuesta».
Fue mucho más tarde, y al cabo de muchas otras entrevistas,
unas con el entrevistado en el lugar mismo de su trabajo y, más
significativamente, fuera del trabajo; otras, gracias a su interme-
diación, con el grupo muy estrecho de sus relaciones más fami­
liares, entre las cuales están, principalmente, las dos o tres per­
sonas con las que está más unido, las que lo rodean de muchas
precauciones y que se deshacen en atenciones con él a causa de
su estado de salud extremadamente frágil, de su salud psíquica
más que física, que la confesión acabó por llegar: el entrevistada
acabó por «confesar lo que no había hasta ahora confesado a
nadie» —con la excepción, claro está, de sus confidentes, los cua­
les me habían advertido con mucha delicadeza y discreción de la
«desgracia» que le ocurrió, desgracia que fue ciertamente el ori­
gen de los trastornos psíquicos por los que fue asistido.
Evidentemente, ciertos silencios del entrevistado, algunas de
sus palabras desengañadas, bastante elípticas o más bien alusi­
vas y siempre muy sugestivas, plenas de sobrentendidos, no po­
dían comprenderse, tomar sentido más que a condición de que
se esté informado de toda la dimensión «inconfesable», indeci­
ble de la vida del entrevistado, que fue su relación conyugal.
No es nunca sin emoción, y aquí más quejen cualquier otra
circunstancia, que se reciben las confidencias más íntimas de
un entrevistado, señal de la extrema confianza que acaba por
otorgar al investigador, ese sempiterno preguntador, curioso
por todo, fisgón en el pasado y en el presente de cada uno,
tanto en los comportamientos visibles, manifiestos y patentes,
como en las razones de ser de estos comportamientos así como
en su finalidad última, cosas todas éstas secretas o latentes;
este «inoportuno» que tiene la pretensión de'detentar la verdad
de los sujetos mejor que los sujetos que la llevan en ellos, que la
actúan y que la ponen en obra; y que, al término de su trabajo
de espectador y de analista exterior, interviniendo siempre a
posteriori, pretende querer enseñarla a sus prppios autores. Uno
no puede más que dejarse llevar por esta especie de fascinación
y de seducción que ejerce sobre cualquier observador lúcido el
esfuerzo constante que se ve en el entrevistado: esfuerzo encar­
nizado, -visible en cada una de sus conductas y en cada una de
las palabras pronunciadas; esfuerzo sobre sí, dramático y con­
tinuo, prodigio de lucidez allá donde cualquiera no tendría ne­
cesidad más que de mantener banal y comúnmente las ilusio­
nes útiles para la justificación de su situación presente, es de­
cir, todas las ilusiones necesarias para enmascarar la verdad de
su condición.
Una larga costumbre, o, mejor, una larga práctica de lo que
podemos llamar los «contactos culturales», sobre todo cuando
en esos contactos se ocupa la posición dominada, lleva a fijar
sobre sus propios comportamientos y sobre los comportamien­
tos de los otros (de los que se está separado fundamentalmente,
en todo y por todo) una mirada asombrosamente crítica y a adop­
tar, por esto, una actitud profundamente reflexiva. Esta especie
de experiencia del mundo social que está hecha de asombro y
«desconcierto» parece reproducir, a su manera, la actitud que 1
precisamente estuvo en el origen de la tradición etnológica y que
parece haber inspirado a los profesionales de la etnología ese
valor esencial de su disciplina que es el «relativismo cultural».
Semejante disposición mental socialmente constituida no puede ¡
más que conducir a comprender prácticamente (de una com­
prensión que implica la práctica) la intención que habita en las
preguntas del sociólogo y que está también objetivamente conte­
nida en el objeto del que se debate. Toda empresa sociológica
verdadera, puesto que es también, en parte, un socio-análisis,
supone una parte de «auto-análisis»; sin estar siempre bien con­
trolado y aunque sea una empresa «salvaje» y una obra entera­
mente personal, este auto-análisis, que es también una respues­
ta a las obligaciones que imponen ciertas situaciones particula­
res (entre las que está, en primer lugar, la situación que comparten
los inmigrados), se une aquí al socio-análisis que la sociología
efectúa para adquirir la comprensión de estas situaciones par­
ticulares; el producto del anáfisis sociológico se convierte de este
modo, a su vez, en el instrumento de un socio-análisis. Sólo con
la condición de poder darle de nuevo al entrevistado los medios
para reapropiarse de los esquemas de percepción y de aprecia­
ción del mundo social y político, la carencia de estos medios,
que están precisamente en el origen de la miseria propiamente
social y moral, característica de toda una clase social; sólo con la
condición de poder llevar a cabo, al mismo tiempo, su función
de liberación, la sociología no desmerecerá, pues, al hacer esto,
no se contentará con despojar al entrevistado de su discurso, es
decir, de una parte de sí mismo.
No se sabe quién es el servidor del otro, si el que confía a
algún confidente un secreto demasiado pesado de llevar, dema­
siado profundamente arraigado en la estructura social y psíqui­
ca de la persona, un secreto literalmente incorporado, hecho cuer-
po, pero dotado, a pesar de ello, de una relativa autonomía que
lo vuelve susceptible de objetivación, o si el que recibe la confe­
sión. Como lo dice el propio entrevistado: «Primer extraño (para
su "desgracia") en ser el confidente al que ha confiado su desgra­
cia» —«desgracia que se le prohíbe nombrar y publicar», dirá
además—, uno no puede no estar asustado al tener que soportar
el peso de la carga que le ha sido confiada y al tener que asumir
las obligaciones que de ella se derivan, comenzando por la pri­
mera de todas, la obligación de no revelar nada del mensaje sa­
grado. «Sagrado» en el sentido más fuerte del término: en el sen­
tido, primero, de que la palabra es algo «sagrado» y, sobre todo,
aquella que «habla de un secreto», aquella que «habla de lo que
no se quiere hablar»; y, en el sentido, a continuación, del que se
trata aquí, del universo de «lo sagrado» por excelencia, del ha-
ram que, como lo quiere la lógica del honor, depende del do­
minio de lo que está «prohibido» y de lo que es «querido», de lo
que es «precioso», prohibido porque es precioso y precioso por­
que está prohibido.8 ;
Si hay algo que puede autorizar y alentar aidisponer del dis­
curso recogido, y, recogido, seguro, con toda confianza (es decir,
olvidando la relación de entrevistado a entrevistador, y, por mo­
mentos, la relación simétrica de entrevistador a entrevistado —
«olvido» que es, sin ninguna duda, la condición de la confianza,
pero también, aun más ciertamente, el efecto de la confianza es­
tablecida—), es la especie de alivio, incluso de alegría muy visi­
ble aunque efímera, que siguió al momento jiecisivo en el que
las palabras más dolorosas, las más «retenidas», fueron solta­
das. Fue, tal como lo confesó el entrevistado y sus testigos, «como
un velo que se había levantado». La confesión —puesto que lo
es; confesión más que confidencia— aparece como una ganan­
cia de libertad, como una liberación, como un trozo arrancado a
la «inexistencia», por tanto, como una nueva parcela de existen­
cia: un pequeño espacio, un pequeño encuentro, un pequeño
intercambio, una relación intermitente, una charla de unos ins­
tantes en los que y gracias a los que podemos existir, parcial­
mente desde luego, pero de una existencia socialmente confir­
8. No podíamos hacer más que multiplicar también las precauciones para
no revelar nada que pudiera identificar a la persona entrevistada, pero sin
alterar en nada sus palabras, sus características propias, esenciales para la
comprensión de su discurso y de sus conductas.
mada. El discurso recogido no se entrega sólo con toda confian­
za e incluso con todo el cariño (o, como gusta decir y como me
dijeron el entrevistado y sus allegados —sin los que hubiera sido
imposible obtener del entrevistado más de lo que tenía por cos­
tumbre decir—, «de manera fraternal»); está impregnado de una
profunda sinceridad y de una innegable autenticidad; sino que
es tanto más sincero y auténtico cuanto que todos, el entrevista­
do y sus allegados así como el entrevistador mismo, en más de
un momento, acabaron por olvidar la finalidad última de la ope­
ración que consistía, para unos, en producir a demanda un de­
terminado discurso sobre sí mismos, y, para el otro, en recoger
ese discurso con el fin de analizarlo. Este olvido compartido, en
el que se puede ver la condición misma de la autenticidad del
discurso, puede ser considerado también, muy justamente, como’
el producto de la confianza que está en el principio de la rela­
ción de investigación más fructífera. Producido como para sí
mismo y como teniendo su finalidad en sí mismo, y no como
una respuesta a una situación de investigación, el lenguaje de
verdad que se puede sostener sobre sí es también, y necesaria­
mente, tanto un lenguaje de comunicación de sí consigo mismo,
de información de sí sobre sí mismo, como (y quizás más aún)
un lenguaje de comunicación con el prójimo y de infonnación
para el prójimo.
EL INMIGRADO, «OS DE POR VIDA»

La reflexión sobre «la doble condición de trabajador inmigrado


y de OS»,1es decir, sobre la relación que vincula la una a la otra, y
sobre los efectos mutuos de la una sobre la otra, constituye a nues­
tro entender el requisito indispensable para comprender, a la vez,
la función de la inmigración, la situación de trabajador inmigrado
(su estatuto social, la relación con su trabajo) y la cualificación
(social más que técnica) de OS. La fábrica Renault de Billancourt
ofrece la mejor ocasión y también el terreno más apropiado, en
más de un aspecto, para aprehender el efecto de la conjunción casi
sistemática de la condición de inmigrado y de la condición de OS.2
1. OS es el acrónimo con el que se designa en Francia a los «obreros
especializados», cuyo desempeño, muchas veces como asistentes de un «obre­
ro profesional» (OP), no exige el aprendizaje formalizado e institucionaliza­
do de un oficio, como es el caso de este segundo (N. de T.).
2. Este texto es una contribución a una obra colectiva que presenta los
resultados de una investigación, llevada a cabo entre 1984 y 1986, que ha sido
producto de un convenio entre el CNRS y la dirección nacional de las fabricas
Renault (RNUR) y que debía tratar sobre el conjunto de los «OS en la industria
del automóvil». De hecho, semejante título extendido al conjunto de los OS de
la industria automovilística no es más que una manera elegante de nombrar,
sin designarlo especialmente, un objeto social más^restringido: los OS que son
también trabajadores inmigrados (la mayoría, sin duda, de los OS, pero no la
totalidad) de un único fabricante, la Renault. Como si la designación precisa
del objeto real del estudio, los OS inmigrados, tuviera algo de discriminatoria.
La denominación genérica tiene la virtud del eufemismo y juega aquí el papel
de la eufemización. ¿Cómo y por qué manifestar en términos moralmente
aceptables, es decir, limpios de toda sospecha de discriminación «étnica», in­
cluso de todo racismo, la función que ejercen los trabajadores inmigrados, el
lugar que ocupan en el sistema de producción y, más ampliamente, en la socie­
dad? Es un poco de todo esto también de lo que tratará este artículo.
Un sistema de relaciones determinadas

Como la colonización, de la que Sartre había dicho, en otro


tiempo, que formaba sistema, la inmigración constituye un sis­
tema de «relaciones determinadas, necesarias e independientes
de las voluntades individuales» en función del cual se organizan
todas las conductas, todas las relaciones así como todas las re­
presentaciones del mundo social en el que uno es llevado (a cau­
sa, respectivamente, de la colonización y de la inmigración) a
vivir. Ignorar esto, es decir, el efecto de sistema, equivaldría a
borrar por medios subrepticios aquello que constituye la verdad
objetiva de la situación de inmigrado.
En efecto, entre las características que conducen a constituir
la inmigración en sistema figuran, y en primer lugar, las relacio­
nes de dominación que prevalecen a escala internacional. La es­
pecie de bipolaridad que es la marca del mundo actual, dividido
en dos conjuntos geopolíticos desiguales —un mundo rico, des­
arrollado, mundo de la inmigración, y un mundo pobre, «sub-
desarrollado», mundo de la emigración (real o solamente vir­
tual)— puede ser considerada como la condición generatriz del
movimiento migratorio y, con mayor seguridad aún, de la fornia
que reviste actualmente la inmigración, la única verdadera in­
migración (socialmente hablando), es decir, aquella que provie­
ne de todos los países, y ciertamente de los continentes que se
reagrupan bajo la denominación de Tercer Mundo. La relación
de fuerza que está así en el origen de la inmigración se retraduce
en efectos que se proyectan en las modalidades de la presencia
de los inmigrados, en el lugar que les es asignado, en el estatuto
que les es conferido, en la posición (o, más exactamente, en las
diferentes posiciones) que ocupan en la sociedad que los cuenta
entre sus habitantes de hecho (si no de derecho). Resultado de
una doble evolución que se dirime, a la vez, en las relaciones
internacionales y en sus repercusiones en el área ofrecida pro­
piamente a cada inmigración, ésta ha acabado por dotarse de su
lógica intrínseca, por segregar sus principios de funcionamien­
to y de reproducción y, a fin de cuentas, por realizar las condi­
ciones de su autonomía relativa o, al menos, de la autonomía
que se le concede en el interior del espacio y en los límites que se
le asignan. Por todas estas razones, no se puede caracterizar
mejor la inmigración que cuando se renuncia a situarse en la
perspectiva puramente histórica, o dicho de otro modo, al con­
siderarla como una forma social que ha acabado por imponerse
a todos: una forma que se impone, en primer lugar, imperativa­
mente y de modo práctico, a todos aquellos que están sujetos a
ella, y a los inmigrados en primer lugar, en la medida en que son
tenidos en cuenta en todos sus actos y en cada una de sus repre­
sentaciones del mundo social sobre el efecto de sistema que es
característico de su situación presente; y, en segundo lugar, se
impone también a la sociedad de inmigración, pero esta vez de i
modo teórico y de manera totalmente especulativa, a todos aque­
llos que están en posición de observadores o que quieren em­
prender su estudio.
La manifestación, sin duda, más visible que hay hoy del ca­
rácter sistemático de la inmigración, y también la más pesadá
en sus consecuencias y la más rica en significaciones, reside en
la identificación casi total que se lleva a cabo entre la condición
de inmigrado y la posición de OS (cualificación que se pretende
solamente técnica). Entre los términos de «inmigrado OS» y de
«OS inmigrado», o, mejor, entre estas dos categorizaciones, hay
una relación que, al parecer, supera la coyuntura actual, es decir,
el hecho de que la gran mayoría de OS de la industria se reclute
hoy en día entre los trabajadores inmigrados, o, más significati­
vamente aún, el que la inmensa mayoría de los trabajadores asa­
lariados inmigrados esté constituida por OS. La similitud que
hay de este modo entre las dos condiciones, la condición de in­
migrado y la condición de OS, ciertamente no tiene necesidad
de ser confirmada empíricamente, pues es, en cierta manera,
independiente de la experiencia que se pueda tener y más allá
incluso de esta experiencia, como si «todo inmigrado trabajador
asalariado fuese por definición OS» y esto tanto si lo es como si
no lo es técnicamente —y, correlativamente, como si «todo OS
fuese necesariamente un trabajador inmigrado». O, para decir
las cosas de otro modo y de manera quizás más sociológica, la
condición de inmigrado no funciona sin cualificar socialmente
el trabajo que es efectuado por el trabajador inmigrado o, a decir
verdad, que le es atribuido. La definición de OS ya no es en este
caso una definición estrictamente técnica o solamente técnica
tal como figura y tal como se usa en la taxonomía de las cualifi-
caciones técnicas, sino que es, más bien, y fundamentalmente,
una definición social.
Mucho antes que las otras categorías sociales que pueden aún
abastecer a los OS (o a los equivalentes profesionales de OS) y
más, por ejemplo, que los últimos tránsfugas del mundo rural
hacia la ciudad y el trabajo industrial o que los últimos reclutados
(que son mujeres por regla general) del mercado de trabajo no
cualificado, el trabajador inmigrado constituye la figura ideal del
OS. Objetivamente inseparables la una de la otra, las cualificacio-
nes de inmigrados y de OS se confunden totalmente; y no sola­
mente en parte, en la realidad material, sino también en las con­
ciencias individuales, tanto entre los inmigrados, que son los pri­
meros concernidos, como entre los observadores.3En efecto, aun
cuando la confusión que se produce de este modo entre la catego­
ría de los inmigrados y la categoría de los OS no fuera más que el
producto de la pura subjetividad o, mejor aún, de la intersubjeti-
vidad, puesto que realiza alrededor de ella un acuerdo objetivo,
un acuerdo que es el fruto no de alguna concertación previa sino
de condiciones sociales comunes, ésta es capaz, de transmutaren
dato objetivo la relación subjetiva comúnmente compartida.
La evolución actual de la división social del trabajo entre
mano de obra «nacional» y mano de obra inmigrada, junto a la
evolución técnica de los puestos de trabajo que es, en parte, res­
ponsable de la primera en la medida en que contribuye a refor­
zar la doble concentración de los trabajadores inmigrados al
mismo tiempo en ciertas actividades (el trabajo en la cadena o
lo que queda de él en la industria del automóvil, el BTP, etc.) y
en algunos de los niveles de cualificación más"bajos (tales como
los de OS, los de agentes de producción segúnjla nueva termino­
logía y, más generalmente, de todos aquellos que se calificaban
anteriormente de peones, etc.)4 habrían hecho que ambas con­
3. En cierta manera, es toda la realidad social y, más en particular, son
todos los mecanismos que presiden todas las formas de jerarquización y de
selección social, que no son más que los productos de esta suerte de dialécti­
ca entre las posibilidades objetivas, inscritas en las estructuras objetivas de la
sociedad (en las relaciones de fuerza o en las posiciones de clase internas a
la sociedad) y la representación subjetiva que los individuos, según el capital
(en todas sus especies) del que disponen y según la posición que ocupan,
tienen de sus posibilidades objetivas; imas y otras determinándose mutua­
mente, es a la vez el inmigrado quien hace al OS que es (o que no es, hablan­
do propiamente, es decir, hablando el lenguaje de las cualificaciones técni­
cas) y el OS el que hace al trabajador inmigrado.
4. Es la lógica misma del recurso a la inmigración o, en otros términos, la
regla propia del mercado de trabajo cuando recurre a la inmigración, es decir,
daciones, la de inmigrados y la de OS, tiendan a redoblarse y a
reforzarse mutuamente, llevando hasta sus últimas consecuen­
cias las características propias de cada una de ellas. La conjun­
ción entre estas dos condiciones, tal como se puede producir de
hecho, en un momento dado y en un lugar dado o en un tipo
dado de sociedad y, en el seno de ésta, en un tipo dado de activi­
dad, no puede más que confirmar de modo práctico y de mane­
ra casi experimental la identificación que el anáfisis permite es­
tablecer entre el obrero inmigrado y el OS; al mismo tiempo,
proporciona la ocasión de verificar más intensa y más concreta­
mente esta misma identificación. Esta conjunción parece pro­
ducirse en la industria de la construcción de automóviles, que
es hoy en día una de las principales industrias empleadoras de
OS (y de inmigrados) y, más particularmente, en la compañía
Renault, en la unidad de producción de Boulogne-Billancourt,
fábrica que, a causa de su emplazamiento en plena aglomera­
ción parisina (por tanto, en el centro de una cuenca de empleo
relativamente restringida), por su antigüedad y por la posición
central que ocupa en el conjunto de los establecimientos de la
compañía, debido sobre todo a la importancia relativa que tiene
o, aun, del peso específico del que está dotada y, más aún, dado
el enorme capital simbólico y de prestigio que ha acumulado a
lo largo del tiempo, presenta características propias que la dis­
tinguen de las otras fábricas.
a una mano de obra dominada, que hace que se tenga necesidad de trabajado­
res inmigrados prioritariamente para los puestos y los sectores menos aprecia­
dos, aqueEos que son el sino habitual de los «obreros OS» en el sentido amplio
de la expresión (en sentido genérico). La lógica que preside de este modo la
división del trabajo se deja apercibir a través de sus efectos y se deja imponer
a los trabajadores inmigrados que descubren, tal como lo dicen ellos mismos,
que «cuando el compañero de trabajo que tienen a su lado no es otro inmigra­
do, hay muchas posibilidades de que éste sea una francesa y no un francés (es
decir, una mujer y no un hombre)» -—es una de las homologías estructura­
les características del mercado de trabajo—; lo mismo podemos decir de re­
giones enteras que, porque añaden a las determinaciones que, de ordinario,
han suscitado en ciertos sectores del trabajo industrial y sobre todo en el BTP
verdaderos «guetos profesionales» las razones que les son propias (estructu­
ras demográficas, estructura de las empresas y estructura del empleo, merca­
do de trabajo relativamente estrecho dividiéndose, en lo esencial, como es el
caso de Córcega, entre la agricultura y la construcción, etc.), han sido conduci­
das a ejecutar la casi totalidad de los trabajos manuales que no requieren una
gran cualificación (son, precisamente, los trabajos de los OS y de sus equiva­
lentes) por los trabajadores inmigrados.
La industria del automóvil, que es una gran empleadora de
mano de obra inmigrada (el 59 y el 45 % respectivamente del
conjunto del personal obrero de las fábricas de Boulogne y de
Flins está constituido por trabajadores inmigrados), parece te­
ner que concentrar la casi totalidad del personal inmigrado en
los puestos de menor cualificación, es decir, en los puestos de
OS —y, en contrapartida, reservarlos empleos de obreros cuali­
ficados por cuenta únicamente, más o menos, de los trabajado­
res franceses—; así, en la fábrica de Boulogne-Billancourt, si
decidimos considerar como mano de obra realmente cualifica­
da al menos al conjunto constituido por los agentes técnicos de
producción, los ajustadores, los agentes profesionales de los es­
calones más elevados —los P2 y P3, con la excepción de los P1
que se pueden asimilar a los OS—, la parte de la mano de obra
inmigrada en ese conjunto no supera el 8 % del efectivo total de
esa mano de obra.
Inmigrados y OS son, en derecho, dos condiciones distintas
la una de la otra pero que, al estar reunidas en las mismas per­
sonas, al ser portadas por las mismas personas, han acabado
por confundirse hasta el punto de convertirse en intercambia­
bles. Ciertamente, esto no es nuevo. La historia de las migracio­
nes, comenzando por la historia de las migraciones internas del
país, enseña que ha sido, mutatis mutandis, siempre así: al últi­
mo en llegar a la condición de proletario en la civilización urba­
na e industrial le corresponde casi sistemáticamente la posición
más baja en la jerarquía social y solidariamente en la jerarquía
de los oficios. El único cambio que habría habido, creando la
ilusión de un progreso al respecto, tendría ;que ver principal­
mente con el hecho de que la inmigración ha introducido modi­
ficaciones en el reclutamiento y en el origen nacional y social de
la fracción de la clase obrera abocada a las tareas de OS. Pero
este cambio, en apariencia de orden solamente morfológico
—cambio en el reclutamiento, y por lo tanto en la composición
de la categoría de OS y en el estatuto social que le corresponde
en el trabajo y fuera del trabajo—, acarrea una transformación
en el contenido y la naturaleza misma de la clasificación profe­
sional así como en la significación social que se atribuye a sus
diferentes divisiones.
La percepción que unos y otros, los obreros inmigrados (OS
o no) y los obreros no inmigrados, tienen de la posición que co­
rresponde casi invariablemente a los trabajadores inmigrados
en la escala de las cualificaciones, la posición de OS, y por lo
mismo, de los mecanismos sociales que presiden el reclutamien­
to y el desarrollo de la carrera (ya sea, la mayoría de las veces, un
estancamiento por un tiempo indefinido en la posición de OS, o
ya sea, en el mejor de los casos, una pequeña y excepcional pro­
moción), lleva a identificar todo puesto de OS con un puesto
para trabajador inmigrado e, inversamente, a todo trabajador
inmigrado con un OS posible.
La cualificación de OS se transforma y cambia totalmente
de significación, descubriéndose como el producto de una ver­
dadera «discriminación» que alcanza al trabajador inmigrado
hasta en su trabajo; como una posición en el seno de la jerarquía
interna del trabajo pero cuya razón última es extraña al orden
del trabajo. Es, por otro lado, en este sentido que todo el mundo
entiende la expresión OS inmigrado (o inmigrado OS), inclu­
yendo a los trabajadores inmigrados mismos que, con toda la
seriedad del mundo, y sin la menor intención de bromear, ha­
blan con toda inocencia, sin darse cuenta de las contradicciones
internas de sus palabras, de «capataz-OS», de «jefe de equipo-
OS», de «ajustador-OS», etc., para designar al obrero inmigrado
que es capataz, jefe de equipo, ajustador, etc., lo mismo que los
no inmigrados que, tanto en el lugar de trabajo (los oficiales, los
jefes directos, etc.) como fuera del trabajo, estigmatizan como
«trabajo para inmigrados» todos los trabajos sin gran cualifica­
ción, despreciados técnica y socialmente, es decir, los trabajos
de OS precisamente.5

5. La relación de reciprocidad entre el inmigrado y el OS supera el caso


estricto del trabajador manual o del trabajador obrero, pues marca a toda
la población que se vincula con las diferentes categorías sociales constitu­
tivas del fenómeno de la inmigración. Así, ser un abogado «inmigrado» o
un médico «inmigrado», es decir, ser un abogado o un médico que compar­
ten el mismo origen nacional que muchos otros trabajadores inmigrados,
sus «compatriotas» (es así como les dicen y como se dicen entre ellos mis­
mos), es ser, casi inevitablemente, «el abogado o el médico de los inmigra­
dos» (o ser, como se dice en otro contexto, «el abogado o el médico de los
árabes»; y, efectivamente, uno se hace (o deviene) «el abogado o el médico
de los inmigrados» por razones que no son sólo de orden moral (solidari­
dad, militancia, filantropía, etc.), sino que tienen también que ver con las
necesidades o las oportunidades del mercado, que hacen que eso ocurra
imperativamente así.
Ya sea verdadera o falsa, objetiva o puramente subjetiva, la
identificación inmigrado-OS se impone a todos. Es un hecho
que pertenece a esa clase de datos que son constitutivos de la
experiencia que se tiene del mundo —datos a posteriori, datos
que resultan de la experiencia, pero que, muy rápidamente, se
convierten en formas apriori, a través de las cuales se aprehende
la realidad. Como si la indignidad social que sufre el obrero re­
percutiera en el trabajo que le está destinado (el trabajo de OS),
es precisamente en el momento en el que la realidad técnica y
estrictamente profesional del OS se constituye en el pivote cen­
tral de toda la existencia del inmigrado, cuando resulta más des­
acreditada, más desvalorizada. Es también en el momento en el
que las preocupaciones principales del inmigrado (y sin duda,
para ser más exactos, del emigrado) se reorganizan totalmente,
invirtiendo el orden de las prioridades que hasta entonces hacía
que la emigración (es decir, el punto de vista dél emigrado) pre­
valeciera sobre la inmigración (es decir, el puiito de vista de la
inmigración), y en el que, como consecuencia de la evolución
reciente que ha conducido de la inmigración de trabajadores ais­
lados a la inmigración de familias, aparece un compromiso más
total con la vida del país de inmigración, y, por consiguiente, una
desimplicación en relación con la vida social én el país de emi­
gración, mientras que la realidad social del inmigrado, que es de
una naturaleza distinta a la de la cualificación profesional de OS
(la primera es, a la vez, de orden jurídico y político, social y eco­
nómico, étnico y cultural, mientras que la segunda podría no ser
aparentemente más que técnica), se pone a contaminar y absor­
ber en el mismo descrédito social la significación propiamente
profesional del trabajo de OS. Desde ese momento, la relación
que el obrero inmigrado mantiene con su trabajo no depende
únicamente del trabajo. Se proyectan en éste los efectos de todo
el entorno en el que vive el inmigrado, de su entorno material,
social, político y sobre todo cultural. Redefinido de este modo y
resituado en el marco general de la vida en la inmigración, es
todo el trabajo del inmigrado y con él la apelación misma de OS
los que dejan de reducirse a su dimensión técnica. Esta defini­
ción que se pretende técnica remite, de hecho, a determinacio­
nes múltiples, la más importante de las cuales es de naturaleza
política, con el criterio supremo de la nacionalidad y, en última
instancia, a la discriminación que está en el fundamento mismo
de la inmigración y que, a partir de esto, es experimentada hasta
en el territorio del trabajo.
La discriminación de base política (es decir, según el criterio
de la pertenencia nacional) es justificada por las diferencias de
naturaleza social que pueden separar, por ejemplo, la mano de obra
formada técnicamente o que es susceptible de serlo (y de serlo
más), por cuanto ya ha sido escolarizada, de la mano de obra no
cualificada, no formada técnicamente y poco susceptible de ser­
lo, en tanto que no ha sido escolarizada, que no tiene tradición
industrial, etc. —y esto sin consideración aparente del criterio de
la nacionalidad, salvo que, por un lado, está esencialmente la
mano de obra nacional que tiene para ella todos los atributos
positivos y, del otro lado, casi exclusivamente la mano de obra
inmigrada, carente de todas las cualidades—; y, a la inversa, la
diferenciación social que se produce en detrimento de los obre­
ros inmigrados es referida, a fin de ser explicada (por no decir
justificada), a toda una serie de factores que reenvían todos ellos
al origen nacional, lo que reenvía por tanto a una distinción de
naturaleza fundamentalmente política. Entre lo que es político y
lo que es social en estas circunstancias, se instaura de este modo
una relación circular. Cuando una de las dos funciones tiende a
desdibujarse, corresponde a la otra reactivarla. Es así en el caso
de la dimensión política cuando, tras la adquisición de la nacio­
nalidad (numerosos inmigrados y a veces incluso inmigrados OS
son de nacionalidad francesa), deja de ser distintiva, pero sin por
ello hacerse olvidar, pues la dimensión social, es decir, la perte­
nencia a la clase obrera y en el seno de ésta la pertenencia a la
categoría más baja (la categoría de los OS), no deja nunca de
recordarla subrayando el origen nacional del inmigrado o recor­
dando simplemente que es un inmigrado. Lo mismo sucede, tam­
bién, con la dimensión social cuando el inmigrado, en la medida
en que ocupa en la jerarquía interna de la sociedad de inmigra­
ción una posición social claramente por encima de la posición
que comparten comúnmente todos los inmigrados ordinarios,
es designado por su calidad de extranjero —en tanto que es de la
incumbencia de la definición jurídica y solamente jurídica del
término— antes que por el estigma de inmigrado (en el sentido
social del término), de manera que la dimensión política retoma
entonces todo su sentido. Puesto que la discriminación política,
llevada a cabo sobre la base de la pertenencia a una nacionali­
dad, puede proclamarse con toda legitimidad, sirve de máscara
a la discriminación social que no dejaría de aparecer técnica,
ética e intelectualmente como aún más escandalosa. El inmigra­
do encama la alteridad por excelencia: es siempre de otra «et-
nia» y de otra «cultura» (en el sentido más amplio o más vago,
más sincrético, más etnocéntrico de esos dos términos); es tam­
bién de una condición social y económicamente pobre, esencial­
mente porque es originario de un país social y económicamente
pobre; pertenece a otra historia y su modo de agregación a la
sociedad presente no depende de la historia de esta sociedad;
pertenece o es originario de un país, de una nación, de un conti­
nente que ocupa sobre el tablero internacional, sobre todo res­
pecto a los países de inmigración, una posición dominada, y do­
minada bajo todos los aspectos (económica, cultural, militar,
políticamente, etc.). De diferenciación en diferenciación, se llega
así a la diferencia que está en el principio de todas las demás y
que las contiene a todas, la diferencia de ordenípolítico entre el
obrero (OS o no) que es preciso llamar «nacional» (puesto que se
considera y se le considera como tal) y el obrero (OS o no) que no
se le puede considerar como plenamente «nacional» (incluso si
se considera como tal, jurídicamente al menos). Así, el obrero
inmigrado es, ciertamente, un obrero como todos los demás. Sin
embargo, a pesar de la voluntad de autonomía e incluso de inde­
pendencia con que quiere prevalecer respectó a lo político, el
orden del trabajo y del derecho del trabajo no escapan por ello a
los efectos de la sobredetexxninación que lo político ejerce sobre
todo aquello que concierne a la inmigración.
Nada, al parecer, puede romper la identificación entre la con­
dición de inmigrado y el estatuto de OS que se impone de ma­
nera general a todos los trabajadores inmigrados: ni la forma­
ción profesional de la que no se puede dejar de hablar, pero
que, a través de la indispensable alfabetización, aparece como
una empresa que tiene su fin en sí misma (pues raramente es
avalada por la adquisición de una cualificación técnica recono­
cida y sancionada por una promoción profesional) y de la que
nadie, y sobre todo los primeros concernidos, es decir, los inmi­
grados mismos, parece esperar gran cosa, ni las tentativas de
«reconversión» propuestas solamente a causa de la coyuntura y
bajo la presión de las necesidades del momento, es decir, en
respuesta a las operaciones de despido de los OS;6ni el desarro­
llo continuo de la carrera que debería terminar lógicamente en
alguna «promoción»; ni la posibilidad de cambiar de empleo,
de trocar un empleo fuertemente estructurado y estereotipado
(el de OS), como ofrecen las grandes empresas industriales, por
algún otro empleo más «flexible», donde la distribución de ta­
reas sería menos rígida (empresas más pequeñas, servicios, etc.),
al impedir el estado actual del mercado de trabajo toda espe­
ranza de esta naturaleza. ¿Qué queda entonces? O la resigna­
ción o la perspectiva del «retomo», es decir, con el fin de la
inmigración, la negación casi mágica del destino social que la
crisis contribuye a objetivar.
El inmigrado y el OS están uno y otro sujetos a la misma
codificación, aquella que fija en cualquier cosa el mínimo que le
es necesario conceder, el mínimo vital, la mínima ganancia para
el mínimo de consumo, el mínimo de cualificación para el traba­
jo de cualificación mínima, el mínimo de consideración, el míni­
mo de autonomía, de libertad de movimiento, de disponibilidad
de tiempo, etc. El inmigrado, OS de los tiempos actuales, consti­
tuye sin lugar a dudas la única figura obrera a la cual le es dado,
hoy, realizar, en toda su verdad, la condición de su homólogo de
ayer, de su predecesor en esta doble genealogía de inmigrado y
de obrero situado en lo más bajo de la escala social y técnica de
los oficios que provenía entonces de esa otra forma de inmigra­
ción, el éxodo rural interno del país: la de un «hombre trabajo»,
de una pura fuerza productiva que basta con alimentar, primero,
6. La alfabetización aparece también como una empresa interminable, al
plantearse el analfabetismo como tina de las características constitutivas del
inmigrado o, al menos, de ciertos inmigrados; la formación profesional, en el
caso de trabajadores inmigrados, tiene la particularidad de hacer coincidir
dos tipos de imposibilidad: una imposibilidad de orden objetivo, inscrita en
las estructuras mismas de la inmigración y del mercado de trabajo, en la
medida en que se le ha pedido a la inmigración responder, grosso modo, a
una demanda de mano de obra no cualificada que el mercado local no puede
satisfacer o no tiene interés en satisfacer; y una imposibilidad de orden sub­
jetivo, inscrita, ésta, en las estructuras del sistema de disposiciones propias
de los agentes concernidos, al estar vinculadas a la precariedad intrínseca de
la condición de inmigrado (y a toda una experiencia de la temporalidad que
da forma a una relación particular con el futuro) van en contra de las condi­
ciones requeridas para que se forme la actitud prospectiva y planificadora
que exige todo proyecto de formación.
manteniéndola y restaurándola, reparándola y dejándola repo­
sar y reposarse, y de la que es necesario asegurar la perpetua­
ción mediante una incesante renovación, mediante una ola de
nuevos inmigrados que sustituye a otra. Verdaderos tópicos del
discurso «obrero», del discurso de los obreros sobre ellos mis­
mos y del discurso sobre los obreros, el tema de la comida y su
corolario y simétrico, el de la miseria, incluso si han envejecido
un poco (sin desaparecer nunca completamente) y si parecen
anacrónicos respecto al estado presente de la mano de obra na­
cional, encuentran una nueva actualidad en las palabras de to­
dos los trabajadores inmigrados: «ganarse un mendrugo de pan»,
«correr tras el pan», «el pan manda», «qué no hará y qué no
soportará por un pedazo de pan», «necesita abandonar su país
para ganar el pan de sus hijos», o incluso «mi país es mi pan, es
el país de mi pan», «no pedimos más que nuestro pan», etc.; y,
por efecto de simetría, «salir de la miseria», «acabar con la mise­
ria», «la miseria (el mizirya) nos ha echado de nuestra casa»,
«pagamos el precio de la miseria», «es una situación de miseria
y el producto de la miseria que es la inmigración», «un salario de
miseria», «una vida de miseria que nos ha obligado a venir aquí»,
«un estado de miseria», «el trabajo de la miseria» (el de OS).
Tantas expresiones que, no solamente reanudan, según una mo­
dalidad particular, el lenguaje propio de la condición obrera, sino
que, además, revisten en boca de los trabajadores inmigrados la
significación de un pretexto, de ese pretexto indispensable, a ojos
de todos, para pensar y para decir la doble condición de emigra­
do y de inmigrado. '
Más que para cualquier otra categoría de obreros, el tema del
«sustento que hay que ganar» donde es posible ganarlo y, por con­
secuencia, el tema conjunto de la «miseria (o,'del hambre) de la
que conviene huir» (es decir, emigrar), temas que aparecen obse­
sivamente en todas las conversaciones, contribuyendo de esta
manera a fundar en la experiencia la división establecida de una
vez por todas entre, por una parte, «los países del pan» (del traba­
jo), es decir, los países de inmigración, y por otra parte, «los países
del hambre» (del desempleo), es decir, los países de emigración,
se presentan aquí como datos objetivamente constitutivos de la
condición del inmigrado y del OS. Todo el mundo, patronal, sindi­
catos, los inmigrados mismos, se ponen de acuerdo para no ver en
el OS de hoy, en el trabajador inmigrado, más que una «máquina»
que alimentar, una «máquina» que es necesario alimentar, que se
debe alimentar, que no pide más que alimentarse y que no trabaja
más que para alimentarse y alimentar a los suyos.
Por regla general, el trabajador inmigrado añade a las carac­
terísticas que le vienen dadas de las condiciones de la inmigra­
ción y del trabajo en la inmigración cierto número de otras ca­
racterísticas que importa consigo y que conviene llamar aquí, a
falta de un término más preciso, «características de origen» o
«capital de origen». Herencia de una historia social y de una1
tradición cultural en las que la noción misma del trabajo tiene
una significación diferente de aquella que le otorga habitualmente
la sociedad industrializada, todas estas características no dejan,
desde luego, de experimentar transformaciones como efecto de
la trasplantación. También se debe evitar a la vez hacer de ellas
un dato despegado de sus condiciones sociales de producción,
de funcionamiento y de perpetuación, e ignorar completamente
este sistema de determinaciones que los trabajadores inmigra­
dos llevan aún consigo y que aportan con ellos. Cada una de
estas dos actitudes opuestas comporta un riesgo de error que les
es propio: ya sea la reificación que se tiene tendencia demasiado
fácilmente a realizar del sistema de disposiciones originales, y
que impide ver que este sistema está, ante todo, desestructurado
a causa de la expatriación y de la descontextualización llevada a
cabo por la inmigración —y, en verdad, comenzada ya mucho
antes de la inmigración—y, por eso mismo, condenada a conver­
tirse en totalmente inoperante y que, por otra parte, es contradi­
cha hoy en su propia tierra natal; o ya sea la denegación compla­
ciente que se cree inteligente hacer, bajo el pretexto de «moder­
nidad», de esa herencia importada en la inmigración, y que
conduce a enmascarar uno de sus mayores efectos, el de infor­
mar la percepción que los trabajadores inmigrados tienen de su
trabajo en el marco de la inmigración y, más ampliamente, de
su posición en el seno de la sociedad de inmigración.

El ser y el trabajo

Obrero como son todos los obreros, el trabajador inmigrado


es a un tiempo, y sin ninguna excepción, idéntico a sus otros
compañeros no inmigrados y diferente de ellos. El principio de
esta especificidad reside no tanto en el trabajo de los inmigra­
dos y en el ejercicio efectivo de su trabajo, sino en su relación
con el trabajo, no siendo ésta, por otro lado, más que una reali­
zación particular de la relación más amplia que mantienen con
el sistema económico que descubren al amparo de su inmigra­
ción. El inmigrado OS, inmigrado originario la mayoría de las
veces de países no industrializados y, por este hecho, no tenien­
do para sí o en sí esa adquisición que sólo una larga tradición
de economía moderna puede conferir, se encuentra sumergido
con ocasión de su inmigración en un cosmos económico del
que no tiene siquiera la intuición inmediata, pues nada en su
tradición económica y cultural lo ha preparado con suficiente
anterioridad para poder apropiarse del tipo de disposiciones
(disposiciones económicas, sociales, culturales, y entre ellas en
particular las disposiciones temporales, prospectivas y calcula­
doras) que requiere el sistema económico en el que la inmigra­
ción hace entrar, ni para adquirir esa familiaridad que es pro­
pia del «indígena» de esa economía y que es el resultado de toda
educación explícita e implícita, que es experimentada indivi­
dualmente desde la primera infancia y colectivamente desde hace
varias generaciones.
En consecuencia, no puede investir la significación del siste­
ma económico al que en lo sucesivo está vinculado, como tam­
poco puede investirse —investidura que se haría, en primer lu­
gar y principalmente, en el campo del trabajo y por la vía del
trabajo y, después, de manera más amplia, en ¡el conjunto de las
conductas económicas y sociales. Y, sobre todo, no puede men­
tirse a sí mismo o contentarse con palabras huecas en cuanto al
interés que puede encontrar en su trabajo. A falta de esta investi­
dura cuyas condiciones de constitución, cuyas condiciones ma­
teriales y condiciones culturales, no parece que se reúnan, la única
finalidad que el trabajo puede tener a ojos del inmigrado OS, la
única que conoce y la única que le es accesible, es el salario que
ese trabajo proporciona. Además no se trata, para el obrero in­
migrado, de una consideración relativa al trabajo, que no consis­
te, con tal de que siempre lo esencial, es decir, el salario que es
toda la razón del trabajo, sea salvaguardado, más que en volver a
poner en cuestión directa o indirectamente el trabajo mismo:
hacer de tal manera que uno pueda escapar al trabajo o a más
trabajo, ese bien sin embargo tan raro y tan precioso (que hasta
tal punto tiene valor que se paga al doble precio de la emigración
y la inmigración). Así, las reivindicaciones del trabajador inmi­
grado, tanto aquellas que comparte con todos los obreros como
aquellas que puede tener como propias, tanto si las proclama
como si las mantiene en secreto en el fondo de sí mismo, no
apuntan, en definitiva, más que a reducir la constricción del tra­
bajo, la constricción en el trabajo y por el trabajo. Todo esto debe
ser entendido, en este caso, como si por el trabajo (en la inmigra­
ción) fuera posible escapar a la inmigración que es, precisamen-'
te, producto del trabajo (o de la búsqueda de trabajo) y fuente de
trabajo. Inmigración y trabajo son dos estados consustancial­
mente vinculados hasta tal punto que no se puede poner en cues­
tión uno sin, al mismo tiempo, poner en cuestión el otro y poner-:
se propiamente en cuestión. No se puede negar uno sin negar el
otro y sin negarse a sí mismo (en tanto que inmigrado); no se
puede detestar uno sin detestar el otro y sin detestarse a sí mis­
mo (en tanto que trabajador inmigrado).7 La contradicción es
tanto más difícil de superar en el estado actual de la inmigración
cuanto que ésta se ha «profesionalizado» y adopta, al hacerse
continua, la forma de una verdadera carrera; por eso se han pro­
hibido todos los subterfugios y todas las simulaciones o disimu­
los con los que se pagaba anteriormente, mientras era intermi­
tente y alternaba, según un viejo hábito de rotación, «secuencias
de trabajo» (es decir, de inmigración) y «secuencias de no-traba-
jo» (es decir, de no-inmigración), siendo las primeras el precio
que es necesario pagar por las segundas.
El trabajo no puede tener, para el inmigrado, la significación
que le otorga la sociedad de inmigración, como no puede tener
tampoco la significación que le da, fuera de la inmigración, la
economía del país de origen, forma degradada e incompleta del
sistema económico más acabado tal como funciona en las socie­
dades de inmigración: la primera significación, porque no ha
sido adquirida ni incorporada (en el sentido literal del término),
la segunda, porque está prohibida debido al contexto mismo de
la inmigración. Además, puesto que la inmigración se traduce en
7. «Aborrezco mi vida», «mi vida es amarga», son expresiones que se repi­
ten muy frecuentemente en las palabras de los OS argelinos cuando hablan
de sus condiciones de trabajo, deplorando la atmósfera general en la que
trabajan, las relaciones de trabajo y, en el trabajo, las relaciones con la jerar­
quía más inmediata de manera más vehemente que el trabajo mismo.
una forma de inmersión brutal y total en una economía plena­
mente acabada, no deja lugar a las múltiples formas intermedias
y compuestas que las sociedades «subdesarrolladas», sociedades
globalmente confrontadas a las estructuras de la economía mo­
derna, han sabido darse como para proporcionarse un continuum
que contiene supervivencias «culturales» del antiguo orden de la
sociedad, cuando se encontraba más integrado a las formas más
o menos acabadas de la economía capitalista. Ni pura actividad
de lucro, a la manera como la quieren la economía capitalista y
la ética que le está asociada, ni función social total y actividad
moral en el sentido en el que la entiende la tradición precapitalis-
ta, es decir, actividad que ningún cálculo remite a su rendimien­
to, y todavía menos a su rentabilidad, ¿qué significación puede el
inmigrado, totalmente extraño a la moral que la sociedad en la
que trabaja asocia al trabajo que le encomienda, y, más aún, el
inmigrado OS situado en lo más bajo de la jerarquía social y
técnica interna del trabajo al que está abocado, otorgar a su tra­
bajo? Sino la significación del trabajo como actividad de lucro
por el único beneficio que aporta en lo inmediáto; sino el senti­
miento de la pura constricción de la ocasión nefcesaria e inevita­
ble (ocasión buscada y detestada, deseada y odiada) para «ven­
der su fuerza de trabajo» sin ninguna otra compensación que el
salario que se puede sacar de él. En estas condiciones, este o ese
otro trabajo, el de aquí o el de allá, el resultado es el mismo. Y si
es una diferencia la que puede inclinar hacia un trabajo más que
hacia otro, ella se reduce siempre, directa o indirectamente, a
menos trabajo: menos trabajo, porque el salario es relativamente
mejor; menos trabajo, porque es menor el tiempo pasado en el
trabajo o consagrado al trabajo cuando se le añade el tiempo y la
fatiga de los transportes; menos trabajo, porque el trabajo es
menos fatigoso, etc. Sin duda, esta relación con el trabajo es co­
mún a toda condición social. Y denunciar como la única causa
de descontento las dificultades técnicas más exteriores y las más
objetivadas del trabajo (trabajo en cadena, trabajo fragmentario,
trabajo repetitivo, monótono, desprovisto de interés, e incluso
de sentido a ojos de sus ejecutantes, etc.) en lugar de interrogar
la naturaleza de la relación mantenida con el trabajo indepen­
dientemente de las características técnicas de éste, es, en el me­
jor de los casos, condenarse a no producir explicaciones más que
partiendo de los efectos, es decir, de la constatación de la repug­
nancia sentida al efectuar ciertas tareas, para remontarse a las
causas y a las razones de esta repugnancia, que se sitúan de ma­
nera muy natural en el contenido mismo de las tareas.8Que cier­
tos trabajos —los de OS, por ejemplo— sean, en tanto que tales,
fuente de descontento y de malestar, de desagrado difuso, lo que
conduce a evitarlos totalmente, cuando se puede, o cuando se
está forzado, a trampear con ellos, a escapar de ellos al menos
episódicamente, es un dato constitutivo de la condición de prole­
tario que no puede explicar nada y que no explica en nada ni la
naturaleza del trabajo incriminado, ni la insatisfacción experi­
mentada, ni la relación entre la una y la otra. Pero a este dato
común, se añade, en el caso de los trabajadores inmigrados, esos
«últimos en llegar» a la condición de proletario, o mejor, esos «no­
vicios» del proletariado, una connotación suplementaria que, ins­
crita en su estatuto político-jurídico, le es propia.
Empeñados de mala gana en un juego al que no pueden re­
nunciar, pues Ies va en ello la supervivencia, los trabajadores in­
migrados descubren con motivo de su inmigración un mundo
económico, un mundo del trabajo, una organización del trabajo
—todos estos elementos del patrimonio objetivado de una socie­
dad, de una cultura, de una historia distintas de las suyas— que
no pueden aprehender en su totalidad y en toda su claridad, res­
tituyéndoles su coherencia y su plena inteligibilidad. Los obre­
ros inmigrados por regla general y, sin duda, los OS más que los
demás, tienen del universo del trabajo una visión tanto más con­
fusa y desordenada cuanto que el lugar que ocupan en el aparato
de producción, en lo más bajo de la escala técnica y social, y
como si no fueran más que simples accesorios (lo que son esta­
tutariamente los inmigrados, incluso después de haberlos con­
vertido en permanentes e irreemplazables), no los predispone a
adquirir una conciencia suficientemente clara de la lógica pro­
pia del sistema económico en el que están inscritos, ni siquiera
de la contribución que pueden aportarle. Si cada OS puede decir
en qué consiste actualmente su trabajo y, acaso, el de su vecino,
el sistema de clasificación en diferentes categorías profesionales
sigue siendo, en su principio, algo bastante oscuro para casi to­
dos los trabajadores inmigrados. Al atenerse a su experiencia
directa, es decir, a aquello que les es dado observar, lo que apare-
8. Véase D. Mothé, Autogestión et conditions de travail, Cerf, París, 1976, p. 5.
ce ante sus ojos es un desorden total. No pueden establecer nin­
gún vínculo razonable, es decir, regular y constante, fundado
sobre algún principio que les sea perceptible, entre los diversos
casos de OS que pueden conocer. Igual que ese obrero que cuen­
ta con 10,12,15 años de servicios en la compañía es siempre OS
pero, de hecho, efectúa un trabajo de obrero profesional, mu­
chos OS se encuentran en esa situación en la que hacen un tra­
bajo que se supone que no conocen, un trabajo que, teóricamen­
te, supera sus competencias profesionales apreciadas por el ran­
go que ocupan en la clasificación. El mismo «desorden» aparente
reina también en la distribución de las especialidades, por lo
poco que el OS tiene que conocer de ella, juzgándola por la histo­
ria profesional de sus compañeros que son también familiares:
ese ajustador de formación y también de experiencia es ahora
obrero de máquinas; ese obrero promovido a una categoría su­
perior no puede continuar ejerciendo el oficio que ejercía antes
de su promoción, no ganando con el cambio de denominación
más que, en el mejor de los casos, un aumento (efectivo o poten­
cial) de salario. Este «desorden» aparente no es ¡completamente
gratuito y el obrero que se escandaliza de él no está lejos de des­
cubrir la verdadera razón y la significación real de ello: la em­
presa dispone de su personal del modo más ventajoso para sus
intereses en cada momento y dispone de él de manera tanto más
libre y arbitraria cuanto que éste esté situado en lo más bajo de
la jerarquía y destinado a las faenas más ordinarias, a las más
repulsivas, las menos cualificadas y las menos prestigiosas, a sim­
ples tareas de ejecución. ’
Verdadera o falsa, conforme a la realidad o totalmente erró­
nea y contradicha por ésta —éste no es, por lo demás, el proble­
ma—, la percepción que el inmigrado, este «OS de por vida»,
tiene de la organización del mundo del trabajó, su propio mun­
do, hace de ésta algo oscuro, misterioso, incomprensible y, por
tanto, arbitrario. Sin duda, esta percepción no es propia del
obrero inmigrado, sino que ésta fue durante mucho tiempo y
sigue siendo aún, allá donde las condiciones sociales que están
en su origen persisten todavía, la percepción común a todos los
obreros abocados a las simples tareas de ejecución. Es el modo
banal de relación del obrero con su empresa, el modo según el
cual vive su relación con el trabajo. Si se la descubre hoy más
fácilmente o de manera más dramática y más acusada entre los
inmigrados, esto no debe hacer olvidar que es y que sigue sien­
do todavía la característica intrínseca de la posición que los
obreros, sobre todo de aquellos que están situados en lo más
bajo de la escala y de la jerarquía de mando, ocupan en el pro­
ceso de producción.
«Yo, todo lo que yo sé, es que soy OS y que moriré como OS.
Poco importa el trabajo que yo hago. Me dicen que haga eso, y
yo lo haré [...]. No es ni siquiera una cuestión de dinero: puedo
trabajar como "profesional", yo sé hacerlo, yo lo he hecho; pue­
do trabajar de ajustador, ya lo he hecho. Desde que estoy en el
taller, he visto pasar a mucha gente, he visto pasar a capataces,
los he visto llegar sin que supieran nada, teniendo que aprender­
lo todo, y antes de que te des cuenta, hete aquí que te mandan,
que te ordenan lo que es necesario hacer, que se convierten en
tus jefes. Y eso sin que tú sepas nada: ni quiénes son, ni por qué
están ahí y por qué han sido contratados, ni adonde van a llegar.
Todo eso sin que tú desconfíes: primero, no son más que jovenci-
tos, novicios, novatos [boujadí], y te ves llevado a tratarlos como
tales, pero algunos meses más tarde, están por encima de ti.
Entonces uno no sabe qué es lo que tiene que ver con ellos [...].
»De todas maneras, la paga es la misma, es siempre la mis­
ma cantidad de dinero la que entra en mis bolsillos y esto sea el
que sea el trabajo que haga, el trabajo de OS o el de OP; siempre
me pagan lo mismo, lo mismo que si hiciera el trabajo de OS, y
menos cuanto que "he servido para labrar [como los bueyes de
labor] por cuenta de otros” [es decir, que he sido explotado a
mis expensas]. Son gilipollas del todo aquellos que se dejan en­
gañar de esta manera: cobrar como un OS y trabajar de OP,
conmigo, ya se pueden guardar para ellos sus halagos. O sé ha­
cer el trabajo de ajustador, y entonces quiero la paga de ajusta­
dor, o no valgo más que la paga de OS, y entonces que me den el
trabajo de un OS; yo no estoy de acuerdo en hacer más de lo que
se me paga o que me paguen menos de lo que hago. Son ellos
quienes han establecido:todo, quienes han establecido lo que
debe hacer un OS y lo que debe hacer un OP, lo que le debe tocar
a un OS y lo que le toca a un OP, pues entonces que respeten sus
propias consignas [...].
»No se te contrata por aquello que sabes hacer, sino por lo
que tú eres; se te paga no por tu trabajo, el trabajo que haces,
sino por lo que eres. O eres francés o eres inmigrado, lo que no
es lo mismo, y no es el mismo trabajo ni es el mismo salario; y
cuando es el mismo trabajo, nunca es el mismo salario: por el
mismo trabajo, el salario de los franceses es al menos una vez y
media el salario de los inmigrados. Si eres inmigrado, no es lo
mismo si eres árabe o si eres negro —árabe y negro, que viene a
ser equivalente, es poco más o menos igual— o, por el contrario,
si eres español, portugués o yugoslavo, esto, ya es diferente. Se
te contrata y se te paga por aquello que has aprendido en la
escuela, por los diplomas que tienes, ya sea un CAP u otra cosa,
y no por el trabajo que haces: tienes un CAP, has aprendido el
ajuste, el tomo, y se te paga como ajustador, como tornero, in­
cluso si haces el trabajo de OS durante tanto tiempo como ellos
quieran. Es así, eres tú el que está bajo sus botas; son ellos los
que mandan, y tú tienes que seguir y callarte. Tú cumples. Ellos
mandan y, con eso, se las arreglan siempre para no decir la ver­
dad [...]. ¿Cuál es esa verdad? Pues, por ejemplo, decir que todos
los inmigrados, sobre todo los árabes, son todos OS, y que entre
los franceses no hay ningún OS. Esto, por ejemplo, es la verdad.
Más vale decirlo tal como es, antes que fingir que todo el mundo
es igual [...]. j
»[...] No hay nada que comprender; cuanto más buscas com­
prender las cosas, menos comprendes nada. Entonces, más vale
no intentarlo. Si miras todo e intentas comprender un poco lo
que pasa alrededor tuyo, cómo van las cosas, entonces pronto te
asquearás, pues todo va mal; te darán ganas de echarlo todo a
rodar, de enviarlo todo a hacer puñetas. Este mismo milagro de
que los coches salgan de la fábrica y que aguanten mecha; verda­
deramente es necesario que la técnica esté á punto. Los jefes
dirán todo lo que quieran, que estamos embrutecidos, que no
comprendemos nada, que hacemos todo mal, que es trabajo “ára­
be”, que es trabajo “inmigrado", como antes se decía trabajo
“árabe", el trabajo es repugnante, todo lo que ellos quieran, pero
es así [...]. Si los oyes hablar, sólo son ellos los que dan el callo. Si
esto marcha, es siempre gracias a ellos; a nosotros no se nos
hace ni caso [...]. En todo esto, hay algo que es seguro: son los
inmigrados, son ellos, los que más pagan el pato».
LA ENFERMEDAD, EL PADECIMIENTO
Y EL CUERPO

Más que la constancia misma del fenómeno, más que la ex­


tensión que actualmente ha adquirido, lo que hoy importa en la
inmigración, a causa precisamente de los efectos específicos que
ha suscitado en todos los ámbitos de la vida social, es la perma­
nencia en Francia de una misma población de inmigrados (de
trabajadores y de familias). Y, puesto que están presentes de
manera permanente, los inmigrados se han hecho presentes en
todo y en todas partes, así como también están presentes en to­
dos los discursos (económico, social, jurídico, político, moral e
incluso ético): todos escuchamos hablar de ellos y todos habla­
mos de ellos. Pero quizás sea necesario preguntarse sobre lo que
el objeto del que se habla, el inmigi'ado, debe al hecho de que se
hable de él y, sobre todo, a la manera en la que de él se habla. No
es por cultivar la paradoja que afirmaremos que el inmigrado,
aquel del que se habla, no es en realidad más que el inmigra­
do tal como se lo ha constituido, tal como se lo ha determinado
o tal como se lo piensa y define. Quizás no hay un objeto social
más fundamentalmente determinado por la percepción que se
tiene de él, percepción ella misma determinada por la defini­
ción abstracta y a priori que se ha dado, del objeto, que la po­
blación de los inmigrados. El discurso sobre el objeto al formar
parte del objeto de estudio y pedir ser tomado como objeto de
estudio, necesita romper con la fenomenología habitual para
transformar en problema sociológico lo que no era más que un
problema social propicio para provocar la indignación o el es­
cándalo antes que el estudio científico.
E l discurso sobre el inmigrado

Es casi una constante en el discurso sobre el inmigrado y so­


bre las condiciones de vida en la inmigración hacer abstracción
del emigrado y de las condiciones sociales que generan la emigra­
ción. Y como se opta así por ignorar completamente aquello que
está más allá, colectivamente (en la historia social de la emigra­
ción) e individualmente (i.e., en la trayectoria social singular de
cada emigrado), no podemos percibir por eso mismo que éstas
son las condiciones que están en el origen de la emigración y,
sobre todo, las transformaciones que estas condiciones han pa­
decido en el transcurso del tiempo, es decir, a lo largo de la histo­
ria del fenómeno migratorio y, en parte, bajo el efecto mismo de
la emigración, que son responsables de las diferencias que se
constatan entre los inmigrados en la inmigración, al engendrar
cada clase de condiciones iniciales una clase diferente de emi­
grados que darán en la inmigración una clasé diferente de in­
migrados. Al mutilar el fenómeno migratorio, como se acostum­
bra a hacer, de una parte de sí mismo, nos exponemos a consti­
tuir a la población de inmigrados como una jsimple categoría
abstracta y al inmigrado como un puro artefacto.
Al asociar a los inmigrados a las diversas instituciones que
tienen que saber de ellos, y a las que están, ellos mismos, nece­
sariamente confrontados, se cree diagnosticar y formular toda
la serie de problemas que se dice que son los problemas sociales
de los inmigrados: los inmigrados y el paro (cuando ser inmi­
grado y parado es, en sí mismo, una contradicción), los inmigra­
dos y la vivienda (cuando la vivienda, tanto la de los hombres
aislados como la de las familias, constituye un test proyectivo
revelador de la condición de inmigrado), los inmigrados y la
formación (cuando ser inmigrado y aspirar á una formación o
simplemente a hacer valer una cualificación ya adquirida es
otra contradicción objetiva de la condición de inmigrado), los
inmigrados y sus oportunidades de promoción social o de ple­
na inserción en la vida social (lo que viene a significar las opor­
tunidades que los inmigrados tienen de no ser más inmigrados,
al ser estas mismas oportunidades estrechamente dependien­
tes de su condición de inmigrados), los inmigrados y la escuela
(suprema paradoja ésta de niños no franceses, por definición,
pero que están sometidos a la acción de la escuela francesa, que
es una instancia que tiene por función objetiva formar cultu­
ralmente sujetos franceses) y, finalmente, y por lo que aquí nos
concierne, los inmigrados y la institución médica, el inmigrado
y la medicina o el inmigrado y su salud. Aunque se trate de
problemas muy reales, que se plantean en términos prácticos y
en situaciones concretas, que movilizan mucha energía, esfuer­
zos, tiempo y competencia, podríamos proseguir durante mu­
cho tiempo todavía con este inventario sin que sepamos si to­
dos estos «problemas» son verdaderamente los problemas de 1
los inmigrados o, por el contrario, los problemas de la sociedad
francesa y de sus instituciones frente a los inmigrados. ¿Son
verdaderamente los problemas que se plantean a los inmigra­
dos y que se plantean los inmigrados? E, incluso en este caso,
nos podemos preguntar si estos problemas no se plantean a los
inmigrados en la medida solamente en la que se les plantea y
porque se les plantea a propósito; o si éstos no son, más bien,
problemas que plantea, en realidad, la presencia permanente
de inmigrados, de esa suerte de cuerpos extraños, en el seno de
la sociedad francesa.
Si no nos preguntamos por la génesis misma de estos proble­
mas y sobre lo que deben a la representación que nos hacemos
de los inmigrados, es sin duda porque el discurso abundante­
mente producido sobre estos diferentes problemas cumple, por
sí mismo, dos funciones esenciales: en primer lugar, regular un
fenómeno que corre peligro de perturbar el orden público (so­
cial, político, moral, etc.) y, en segundo lugar, y paradójicamen­
te, enmascarar la paradoja esencial de la inmigración, apartar o
neutralizar la cuestión de saber lo que es el inmigrado y lo que es
la inmigración.
La virtud epistemológica de esta interrogación previa, que
no podríamos sin embargo ahorramos, es que nos devuelve unas
evidencias, unas verdades primeras —la verdad del inmigrado
y de la condición de inmigrado— que tenemos demasiada ten­
dencia a olvidar bajo el efecto, sin duda, de una grandísima
familiaridad con el fenómeno de la inmigración y con los inmi­
grados. Proceder al desvelamiento de estas verdades enmasca­
radas y, por ello mismo, al análisis, primero, de la paradoja de
la inmigración y, después, de las implicaciones contenidas en
esta paradoja así como de las repercusiones profundas que tie­
ne en la condición social y en la persona misma del inmigrado,
remite a la cuestión primera entre todas y anterior a todas las
consideraciones sobre las condiciones de vida y sobre la suerte
de los inmigrados.1

E l mal de inmigración

Cualquiera que sea la perspectiva —emigración o inmigra­


ción— desde la que se considere la situación del emigrado y del
inmigrado, no serán las contradicciones las que falten. Una de
las contradicciones más importantes es, sin duda, la que afec­
ta a las relaciones que el inmigrado tiene con su propio cuerpo
—cuerpo como objeto de representación y de presentación de sí,
cuerpo como sede del afecto y también del intelecto (puesto que
el cuerpo está habitado por todo el grupo que uno lleva en sí),
cuerpo como instrumento de trabajo y cuerpo como lugar y como
expresión de la enfermedad: de igual modo que la contradicción
de la conciencia temporal, la contradicción de lá conciencia cor­
poral, contradicción incorporada, está en el origen de todas las
otras contradicciones; es ella la que, de alguna manera, vuelve el
cuerpo del inmigrado extraño e «incomprensible» a los otros.
Por eso, es con motivo de la enfermedad (o del accidente) y de sus
consecuencias que se pueden percibir mejor las contradiccio­
nes constitutivas de la condición misma de irimigrado. Puesto
que el inmigrado no tiene sentido, a sus propios ojos y a los de su
entorno, y puesto que no tiene existencia, en ¡última instancia,
más que a través del trabajo, la enfermedad pór sí misma, y qui­
zás aún más por la vacación que conlleva, no puede dejar de ser
experimentada como la negación del inmigrado. Al contrario de
la jubilación, de la prejubñación y del paro, qúe pueden condu­
cir también al inmigrado a descubrir que está «vacante», la en­
fermedad, sobre todo cuando impide hasta la idea misma de
poder volver a trabajar, parece tener el triste privilegio de pro­
nunciar de manera firme y definitiva la «negación» del inmigra­
do. En efecto, a pesar de que sus efectos tengan cierta analogía
con los de la enfermedad, el estado de jubilación como el de
desempleo, en el caso del inmigrado, conllevan en sí mismos la
justificación y los pretextos de la «vacación» que imponen: la
1. Véase capítulo 3.
jubilación puede legitimarse tomando como pretexto el hecho
de que no es más que la última fase de la larga historia de esa
provisionalidad que ha marcado la vida del inmigrado; y, en cuan­
to al paro, éste encuentra a pesar de todo una apariencia de jus­
tificación en su carácter accidental y temporal, al ser considera­
da en este caso, y por todo el mundo, la búsqueda de trabajo
como un acto que rehabilita y restaura al inmigrado en su fun­
ción de inmigrado —lo que no es verdad sin embargo más que a
condición de que el paro no dure hasta el punto de anular toda
esperanza de volver a ser contratado o, lo que viene a ser lo mis­
mo, a condición de que no se convierta en un dato estructural.
Con la enfermedad o el accidente es todo el equilibrio ante­
rior, ese equilibrio precario, forjado laboriosamente a costa de
una enorme y perseverante «mentira» social, lo que se viene aba­
jo. Mientras la emigración y la inmigración que la continúa eran
todavía simples accidentes, paréntesis, abiertos y luego cerrados
con la mayor rapidez, intercalados en la vida de los individuos y
de sus grupos, el accidente y la enfermedad, así como sus conse­
cuencias, podían aún ser dominados.2Pero a medida que la emi­
gración deja de ser una solución, incluyo de ser el último recur­
so, a una situación crítica para convertirse en la retraducción
permanente de una crisis que se ha convertido ella misma en
endémica, la enfermedad, el accidente, el paro, la edad que so­
brevienen en este estado permanente de crisis son vividas como
circunstancias paroxísticas, como casos límite que desembocan
en callejones sin salida.
Como si, entre otras situaciones difíciles, el trabajador inmi­
grado enfermo hubiera sido desprovisto por la enfermedad del
estatuto que tiene en la inmigración y del equilibrio que le es
2. En aquella época, como la emigración no tenía otra función que procu­
rar un mínimo de recursos monetarios, la pequeña renta por accidente labo­
ral que se «adquiría» podía ser todavía considerada como una manera de
resolver la contradicción de la emigración —como un efecto susceptible de
reducir la causa (la emigración) que la había provocado: la renta monetaria
traída al pueblo dispensaba de volver de nuevo a emigrar. Era la época en la
que los emigrados que querían regresar definitivamente al país se mutilaban
casi voluntariamente (algunas falanges, un dedo de la mano, un dedo del
pie). En tanto que el accidente se insertaba en aquella época en un conjunto
de comportamientos que le daban sentido puesto que estaba controlado, no
daba lugar, pues, a una interminable disputa con la institución médica y la
institución de la indemnización (la Seguridad Social).
correlativo, es conducido a esperar de la institución médica y de
la curación que ella puede aportarle que le restituyan como de
manera mágica su identidad de inmigrado y un equilibrio des­
aparecido, imposible de recobrar. Asimismo, lo inclina a vincu­
larse con frenesí a la institución médica y, por consiguiente, a la
enfermedad que lo une a esta institución. Perturbado en el siste­
ma de coartadas que se ha constituido para perpetuar su inmi­
gración, el enfermo se encuentra confrontado a la tarea de crear
el sistema de modelos de comportamiento y de pensamiento que
le permitan adaptarse a la nueva situación creada por la enfer­
medad. A semejanza de esas familias que, habiendo pasado bru­
talmente del barrio de chabolas a un apartamento dotado con un
mínimo de confort moderno, no consiguen tomar posesión del
espacio que les es concedido y «chabolizan» su vivienda por falta
de las disposiciones y de los recursos que les permitirían moder­
nizar sus modos de vida,3los inmigrados enfermos hasta el pun­
to de no poder superar, una vez curados, los efectos de su enfer­
medad, corren el peligro de regresar a sistemas dé adaptación o a
equilibrios más rudimentarios, ya sea porque sej complazcan en
un estado de morbilidad permanente y, por consiguiente, de liti­
gio permanente con la Seguridad Social, o ya sea porque se con­
tenten muy rápidamente con su condición de inválidos, única­
mente esperando de ésta y de la renta que les procura nada más
que el pretexto que les permita perpetuarse como «inmigrados
dispensados de trabajar». En efecto, a falta de poder transigir
con el hándicap que le sobreviene (enfermedad y accidente), y so­
bre todo con las repercusiones que este hándicap comporta sobre
su condición de inmigrado y, al mismo tiempo, con las sanciones
que le impone un aparato médico cuya intención objetiva está
completamente dirigida a la terapia de trastornos (orgánicos o
psíquicos) debidamente constatados y consignados o consigna-
bles en una nosología que no toma en consideración más que al
individuo portador de la afección, no le deja ya al inmigrado in­
seguro de su estatuto más que refugiarse en su enfermedad e
«instalarse» en ella como se había instalado antes en el estado de
inmigrado, o más aún, y como solución última, instalarse en ella
para poder continuar instalándose en la inmigración.
3. Véase P. Bourdieu, Algérie 60, stnictures économiques et stnictures tem-
porelles, París, Minuit, 1977, pp. 96-114.
Después del accidente o de la enfermedad, ¿qué es lo que el
trabajador inmigrado puede, en definitiva, esperar del hospital o
de la medicina? El inmigrado no espera solamente un restable­
cimiento de su salud, espera también, sin duda, que se le restitu­
ya el antiguo equilibrio en el que ha vivido hasta entonces. El
equilibrio venidero es tanto más difícil cuanto más se opone por
algunas de sus características al equilibrio antiguo, anterior a la
ruptura provocada por la enfermedad: mientras que este equili­
brio, ampliamente compartido por todos los inmigrados, tiene
una dimensión social fundamentalmente colectiva, el equilibrio
que debe sustituirlo, puesto que no concierne más que a un nú­
mero reducido de casos particulares y puesto que está vincula­
do, parece ser, a datos aparentemente más individuales (el trau­
matismo consecutivo a la enfermedad), se presenta más bien
como un hecho individual, y como el resultado de un trabajo
más individualista en el que no participa ninguna complicidad
amplia y colectivamente mantenida; además, es tanto o más in­
cierto cuanto más se tenga que elaborar en el momento en que, a
causa de sus antecedentes, el inmigrado —entonces más mayor,
más advertido de las realidades y de las desilusiones de la inmi­
gración, afectado por la enfermedad o el accidente, etc.— se ha
vuelto más frágil y más vulnerable.
Cuanto más le cueste al inmigrado así perturbado recobrar
su equilibrio, más tenderá a esperar de la medicina que, desde
luego, ésta le cure y le indemnice por el perjuicio sufrido, esto es
evidente, pero, sobre todo, y como por arte de magia, que haga,
a pesar de la indemnización así reivindicada, como si la enfer­
medad o el accidente no hubieran interrumpido nada ni pertur­
bado nada; de tal modo que cuanto más le decepcione la institu­
ción médica desde esta perspectiva, más tenderá a tenerla por
responsable de su estado. Invirtiendo el proceso completamen­
te, tiene tendencia a incriminar tanto más vivamente a la enfer­
medad y a los médicos, a la enfermedad y al hospital, cuanto
más sea presa de un sentimiento de malestar difuso, cuanto más
intensamente experimente tanto el «desorden» como la insatis­
facción general que se han instalado en él y que no puede más
que vincular a su enfermedad o a su accidente. Para colmo, por
el mismo acto este enfermo «reivindica» ser cuidado hasta cu­
rarse de su enfermedad, reivindica su enfermedad y se instala en
ella. Y, al reivindicar su enfermedad, «reivindica» de hecho su
condición de inmigrado ahora que esta condición está vinculada
a su estatuto de enfermo, incluso de enfermo incurable; y no hay
enfermo ni enfermedad más incurables que el enfermo y la en­
fermedad «discutidos», que aquéllos no reconocidos por las dos
instancias que tienen el poder de hacerlo, la instancia médica y
la instancia social. Cuando la enfermedad que es, en su esencia,
la negación misma del inmigrado acaba, a condición de que sea
cuestionada, por constituir una nueva coartada para el inmigra­
do (una coartada de sustitución, al haber sido la coartada prime­
ra, el trabajo, destruida por la enfermedad), se convierte, corno
por una extraña paradoja, en indispensable para el inmigrado
afectado de este modo; además la enfermedad no puede desapa­
recer más que si este último ya no tiene necesidad de ella, más
que si encuentra una solución a su malestar y a sus contradiccio­
nes, todas ellas cosas que revelan o que agudizan la enfermedad.
A falta de salida, la enfermedad se convierte en permanente y es
reivindicada de manera permanente; se convierte en la única
salida a una situación que no la tiene.4 Curados o considerados
como tales por la institución médica, estos enfermos (no como
los otros) se convierten en «enfermos» de su curación, en enfer­
mos curados pero de una única «enfermedad»: la de no aceptar
su curación. ¿Es necesario curarlos también de esta enfermedad
para que sean curados de la primera enfermedad generadora de
ésta, enfermedad por la que han sido cuidados y de la que se les
tiene por curados? Pero, ¿con qué condición pueden curarse, es
decir, aceptar la «curación» (que los médicos han constatado
según criterios muy objetivos)? Ciertamente a.'condición de que
enfermos y médicos se pongan de acuerdo sobre la enfermedad y
sobre su curación. Extraña situación la de, por una parte, estos
enfermos que continúan siendo objeto de cuidados hasta su cu­
ración después de que se les ha cuidado y declarado curados (o
4. No faltan los testimonios de esta actitud considerada «patológica» pues,
como se estima, está demasiado centrada en la enfermedad: todos aquellos
que, médicos, psicólogos, psicoterapeutas, trabajadores sociales, abogados y
otros expertos, etc., se han acercado a estos enfermos denominados «sinis-
trosados» o «sinistróticos» pueden dar ejemplos de esas conductas de enfer­
mos «incomprensibles» para un espíritu acostumbrado a considerar que todo
enfermo no pide normalmente más que curarse y que todo enfermo reco­
nocido como curado se reconoce, él también, normalmente como curado
—salvo que sea un «farsante», excesivamente «reivindicador», de «mala fe»
(la «fe» implícita de la buena relación médica) o, incluso, un «paranoico».
porque se les ha declarado «curados») y, por otra, la de esta me­
dicina que no puede hacer nada más que continuar curando. A
falta de un mínimo acuerdo entre enfermos y médicos, no es
extraño que la relación terapéutica se desvíe aquí hacia una rela­
ción litigiosa, hacia una relación pervertida en el sentido de que
está animada en el caso de unos y de otros por una intención
deliberadamente pleitista.

Condiciones de acceso a la «racionalidad» médica

De este modo, entre el inmigrado y la institución médica se


establece una relación ambivalente, hecha de malentendidos. En
el origen de esta relación desdichada se encuentra el discurso
que separa las exigencias comunes al cuerpo médico (exigencias
organicistas respecto a las cuales todo trastorno debería ser, en
última instancia, demostrado experimentalmente), por un lado,
y las expectativas, juzgadas «aberrantes», inadecuadas, mal ajus­
tadas, del paciente respecto a la medicina y respecto al poder
que éste le atribuye, por otro. Como espera del poder médico
(poder estrictamente técnico pero también poder social, político
e incluso mágico de los médicos) algo distinto de lo que está
objetivamente contenido en la lógica y la finalidad de este poder
puesto que no «habla» correctamente la «lengua» (cultural y fun­
cional) de la institución médica, el inmigrado enfermo está obli­
gado a un diálogo marcado por una mutua incomprensión. Y
semejante diálogo se vuelve rápidamente hacia la violencia. So­
bre un fondo conflictivo casi institucionalizado, la desconfianza
de los inmigrados respecto al veredicto médico, a sus ojos, siem­
pre demasiado apresurado, superficial, y, por consiguiente cul­
pable no tanto técnica como moralmente (no se dice: «éste no es
un buen médico» sino más bien: «es una injusticia»), pugna con
la desconfianza de los médicos respecto a todos estos enfermos
(cuando se trata de los inmigrados) que continúan estando en­
fermos o, más exactamente, que siguen diciéndose enfermos
después de que ellos les hayan dado el alta.
No es solamente el inmigrado quien, a su manera, -violenta la
«lengua» y la práctica de la institución médica yendo en contra
de su finalidad, es también esta última la que, de alguna manera,
animada por la preocupación, primero, de comprender mejor, y.
luego, de actuar más eficazmente, se otorga derogaciones de sus
propias exigencias, infringe sus propias reglas al recurrir a «prés­
tamos» terapéuticos de otra naturaleza (a barbarismos), pues
son contrarios por completo a sus intenciones: la práctica de la
«baja terapéutica» con la secreta esperanza de que el inmigrado,
al mismo tiempo que reencuentre el saludable entorno que le es
familiar, pueda beneficiarse, conforme a la tradición de su «cul­
tura», de «cuidados» salvajes de algún «psicoterapeuta» mago;
asistencia en los servicios hospitalarios de algunos «monitores»
que son compatriotas de los pacientes y que son utilizados tanto
como intérpretes, como en calidad de informadores o de divul­
gadores de la «cultura» de origen de los inmigrados, en todo
caso como mediadores entre los enfermos de una especie (cultu­
ral) particular y el cuerpo de los médicos y la instancia médica;
asistencia o, por lo menos, tolerancia (en los casos extremos) de
«servicios» que podrían aportar los brujos, los sanadores, los tol-
ba, singulares «cofrades» surgidos de la sombra—pero, ¡lo esen­
cial no es que el enfermo «crea» en ellos! Es de nuevo esta ten­
dencia a las reinterpretaciones más sincréticas de hechos que
dependen de órdenes radicalmente divergente la que sin duda
ha llevado a inventar el neologismo o nuevo «barbarismo» de
djinofobia (miedo del djinn, del «espíritu»), que es una nueva
«patología» y una nueva «teoría» de ritos de comportamiento.5
No podemos evocar todos los momentos de crisis que jalo­
nan la experiencia de un inmigrado sin hablar-j—incluso si, como
ya se ha visto, no se pronuncia nunca la palabra— de «sinistro-
sis». Es necesario recordar la célebre definición que el profesor
Brissaud daba de la sinistrosis: «La sinistrosis es una actitud
patológica del herido que rechaza reconocer su curación porque
considera, de buena fe, que no ha obtenido, en virtud de la ley,
imajusta reparación del daño sufrido; es en el’fondo un reivindi-
cador cuya reivindicación toma su punto de partida en una esti­
mación excesiva de su derecho a ser indemnizado. Esta actitud
de sinistrosis puede encontrarse de manera aislada, pero se com­
bina a menudo con otras actitudes neuróticas que realizan un
fondo de reivindicación, frustración o paranoia caracterial cuyo
exacto valor patológico es difícil de fijar, sobre todo cuando se
5. Véase el número especial que Tlzérapie Psychomotrice, n.° 45, mayo de
1980, ha dedicado al niño magrebí.
precita como el único síntoma real del que dependen todos los
síntomas alegados» [subrayado nuestro], ¡Extraña enfermedad
cUyo único síntoma seguro es que el enfemio alega síntomas
imaginarios! Pero, ¿estamos seguros solamente de este «sínto­
ma del que dependen todos los síntomas alegados» y estamos
seguros de que los otros síntomas son solamente «alegados»?
Si en el término «sinistrosis» está el radical «siniestro», si
numerosos accidentes (ya sean corporales o no) encierran entre
los inmigrados unos estados psicopáticos calificados de «sinis-
tróticos», es que la inmigración misma, en su totalidad, es o se
ha convertido en un siniestro.6A falta de tomar en consideración
la condición global del inmigrado y, más particularmente, la re­
lación que este último mantiene con las fases más críticas de su
condición (como, por ejemplo, la enfermedad), nos condenamos
a no retener más que los fenómenos, es decir, las apariencias, sin
poder remontamos a los principios constitutivos y explicativos
de estas apariencias ni reconstituir el sistema completo de sus
determinaciones. «Reivindicador» (incluso reivindicativo), «neu­
rótico», «histérico», «frustrado», «paranoico», «farsante», «tram­
poso», etc., son otros tantos rasgos y comportamientos cuyas
características sociales no generan dudas, cuya génesis y signifi­
cación no dependen siempre de la patología, pero que, en este
caso, son interpretados como indicios de patología; son otros
tantos rasgos y comportamientos que, abstraídos del contexto
social en el que pueden adquirir todo su sentido, olvidados en
tanto que son productos sociales, se prestan a ser erigidos (y, en
esto, unlversalizados) en síntomas de alguna entidad nosológica
constituida a propósito. En el centro de este síndrome se en­
cuentra sin duda alguna la constatación de una «reivindicación»
que se considera injustificada. Y esto sin ser nunca interrogada,
previamente, ni sobre la filosofía implícita o sobre los presu­
puestos que presiden el sistema de justificaciones compartido
6. La palabra «sinistrosis», que hoy en día se reserva casi exclusivamente
a los trabajadores inmigrados, se inventó a principios de siglo, es decir, en
otro estado del mercado de empleo y de mano de obra, en otra forma de
organización del trabajo y sobre todo en otro estado social (la cobertura
social de los riesgos laborales no era todavía lo que es en nuestros días), para
caracterizar con frecuencia el comportamiento de los obreros nacionales que
eran, es cierto, lo homólogo a los actuales inmigrados, ellos también hom­
bres del mundo rural y de la actividad agrícola expulsados del campo para
encontrarse inmigrados en el universo de la ciudad y de la fábrica.
por todos (institución médica y usuarios de esta institución), y
según el cual tal reivindicación es legítima y tal otra «excesiva»
hasta ser sospechosa de «patología»; ni sobre las condiciones de
formación de este sistema de justificaciones y, en el caso de los
inmigrados, ni sobre las condiciones de su participación de un
modo distinto al de víctimas o malos usuarios, en un sistema
que tiene unas exigencias propias de «racionalidad», de la que
hoy aprenden a sus expensas, sistema abstracto, postulado como
universal (cuando en realidad tiene sus condiciones económi­
cas, sociales y culturales de posibilidad).
Que el trabajador inmigrado incapacitado, accidentado o
enfermo trate de obtener la indemnización más ventajosa para
él, que intente sacar la mayor cantidad posible de dinero por el
perjuicio que ha sufrido, en ello no hay nada de anormal; por
otra parte, ¿no está previsto a este efecto, institucionalmente, es
decir, de la manera más legal, toda una serie de procedimientos
para imponer recursos ante tribunales e instancias jurídico-mé-
dico-sociales encargadas de pronunciarse sobre estos recursos,
todo un arsenal de comisiones de control, de ivisitas y contra­
visitas, de peritajes y contra-peritajes, etc.? Lo que extraña y cons­
tituye un problema (incluso un escándalo) hasta el punto de lle­
gar a considerarlo una patología, es decir, una anormalidad, es la
manera en que el inmigrado enfermo usa la enfermedad (y la
instancia médica) para solventar un litigio que es, según se dice,
de orden social (y no médico) o, más exactamente, que depende
determinantemente —puesto que tal es el reparto de las compe­
tencias entre las diferentes instituciones— de la instancia social
(y no médica); es la manera «irracional» cori la que utiliza la
medicina con fines que no son siempre terapéuticos, con fines
diferentes a aquellos que se asignan a la medicina. La reivindica­
ción es «excesiva» (a ojos de la medicina) puesto que es anárqui­
ca, desorganizada y no se somete a las exigencias de la «raciona­
lidad». La reivindicación no obedece a las reglas que rigen las
relaciones entre las instituciones, del mismo modo que no se
subordina (lo que es garantía de «racionalidad») a la especifici­
dad de cada una de ellas; enturbia el reparto «racional» que se
da entre sistemas diferentes de atribuciones y de competencias,
confundiendo así dos poderes que, en derecho, son independien­
tes el uno del otro, el poder de la medicina con su propio campo
y el poder de la Seguridad Social; no puede (o no quiere) distin­
guir entre las exigencias específicas de uno y otro poder, ni entre
las funciones que aseguran, funciones especializadas y conside­
radas autónomas incluso si, de hecho, están estrechamente co­
nectadas, al esperar la institución social de la institución médica
que ésta instruya y fundamente sus decisiones.
La reivindicación es aún «excesiva», y sobre todo «incom­
prensible» desde el punto de vista médico, puesto que mezclan­
do lo que la preocupación por la «racionalización» había separa­
do y, por esto, dirigiéndose de manera prioritaria a la autoridad
médica (y no a la Seguridad Social, como lo manda la «racio­
nalidad» de las instituciones), es entendida como la reafirma­
ción de la enfermedad (el «rechazo de reconocer la curación») o
como la contestación de la decisión médica (que concluye en la
curación) en su esencia misma, en su «verdad», y esto en nom­
bre de principios que no tienen nada que ver con la intención
(no sólo terapéutica, sino también científica) de la medicina.
Cuestionar el juicio dado por un médico, incluso por unos médi­
cos, esto es algo que puede a fin de cuentas pasar, pues es aún en
nombre de la medicina y ante la medicina que se efectúa este
cuestionamiento, pero negar la curación que toda la medicina,
es decir, en última instancia, la ciencia (y las cualidades del espí­
ritu científico) se han puesto de acuerdo en reconocer sobre la
prueba de criterios objetivos, ¡eso no puede ser más que produc­
to de un espíritu «ilógico» (o «prelógico»)! ¡No puede ser más
que resultado de una «aberración» o de una «locura» (respecto a
la razón científica que funda la medicina y a la razón social que
inspira la práctica médica)!
La distorsión que se aprehende aquí entre la institución mé­
dica y algunos de sus pacientes obliga a reflexionar sobre las
condiciones implícitas del diálogo coherente que se instaura
cuando todas las partes hablan la misma lengua y actúan según
los mismos modelos, la lengua y los modelos de la «racionali­
dad». No es más que a condición de adoptar y controlar el siste­
ma de exigencias objetivas con que se impone la instancia médi­
ca y, en esta ocasión, a condición de ponerse de acuerdo sobre el
sentido, la oportunidad y la legitimidad de la reivindicación con­
secutiva a la enfermedad o al accidente, o, más simplemente, de
tener el sentido (que es un sentido de clase) de la reivindicación
legítima (legítima no de manera absoluta sino en referencia a la
condición de clase), que se puede establecer el diálogo indispen­
sable entre, por una parte, el sistema de salud (del que forma
parte, desde luego, el sistéma de justificación y de apreciación
de la pertinencia de la reivindicación del enfermo) y, por otra
parte, el sistema de disposiciones de los agentes. Dicho en otros
términos, lo que pide ser aclarado, es la génesis misma de la
relación —unas veces ajustada, y otras en completa desarmo-
nía— entre las estructuras objetivas (de la economía o de la me­
dicina) y los hábitus, producidos por una parte de estas estruc­
turas aunque necesarios para el funcionamiento de estas estructu­
ras. Aquí como en otras partes (es decir, como en economía), no
por azar la pregunta surge en cierto modo de sí misma, en rea­
lidad, en forma de una discordancia permanente entre las dispo­
siciones de los agentes y el mundo en el que tienen que moverse
y actuar, entre, por ejemplo, las disposiciones económicas, por
un lado, y el mundo económico, por otro. La abstracción objeti-
vista sobre la que se ponen de acuerdo a menudo los economis­
tas se encuentra también entre los médicos, quienes parecen ig­
norar, ellos también, que el sujeto de los actos ¡médicos, como el
sujeto de los actos económicos, es un hombre concreto, el hom­
bre real tal como lo hace, en la práctica, la economía (o la medi­
cina) y no algún hombre abstracto, aquel que postula la teoría
económica (o médica).
El paralelismo entre el sistema económico y el sistema mé­
dico, entre la economía simplemente y la economía de la salud,
dos sistemas y dos manifestaciones de un mismo conjunto so­
cial, no se acaba aquí: las desigualdades ante la economía «ra­
cional» (o ante la «racionalidad» económica), por un lado, así
como las desigualdades ante la medicina «racional» (o ante la
racionalidad médica), por otro, o, en otros términos, los ritmos
desiguales (según los individuos y los grupos) de la transforma­
ción de las actitudes económicas, ante la economía como ante
la salud, se deducen de las desigualdades económicas y sociales.
También la economía y la medicina, al preferir ignorar las con­
diciones económicas y sociales generadoras de las disposicio­
nes que ellas exigen respectivamente de los sujetos económicos
y de los sujetos enfermos, tienen a menudo necesidad de proce­
der a la negación de estas condiciones y a la universalización
correlativa de una clase particular de disposiciones para poder
producir todo el discurso justificador y moralizador encamina­
do a transfigurar las exigencias objetivas de una economía y de
una medicina en preceptos universales de la moral: previsión,
ahorro, en un caso; y, sinceridad consigo y con los otros, valor,
primacía desinteresada concedida a la integridad física, etc., en
el otro caso.

El valor diferencial de los cuerpos

La lucha del trabajador inmigrado con la Seguridad Social


para una mejor indemnización del perjuicio provocado por la
enfermedad o el accidente se parece mucho a la lucha del cuen­
co de cerámica contra el cuenco de hierro. En esta lucha des­
igual, al inmigrado no le queda otra alternativa que armarse de
la mayor perseverancia, incluso refugiarse en una testarudez que
se juzga extrema. Aquí, para aquel que no está nunca seguro de
lo que le corresponde y de lo que puede exigir y, por consiguien­
te, que no sabe hasta dónde ir en sus «reivindicaciones», y que
tampoco sabe si se ha hecho justicia a sus pretensiones (alberga
siempre en sí la vaga sospecha de que ha sido perjudicado o,
más aún, que cualquiera diferente a él, esto es, que cualquier
otro socialmente mejor situado que él, habría obtenido más de
lo que él ha obtenido), la mejor estrategia parece ser la de nunca
«transigir» con la parte adversa: puesto que no tiene nada que
perder yendo hasta el extremo límite del proceso emprendido y
puesto que no tiene nada que ganar negociando «amistosamen­
te», el débil ¿no tiene interés en continuar apareciendo como
una víctima obligada a contentarse muy a pesar suyo con lo que
se le ofrece?
En el origen de esta relación fundamentalmente desconfiada
respecto a la Seguridad Social, se encuentran, desde luego, las
evaluaciones divergentes que se hacen, por una parte y por otra
y a partir de criterios en sí mismos discordantes, del daño pade­
cido: en un caso, el daño es observado desde el exterior y se mide
de manera objetiva, mientras que, en el otro, es sentido global­
mente por el inmigrado, que lo experimenta a sus expensas, como
un daño duraderamente producido a todo su ser. Así pues, estas
apreciaciones antitéticas darán lugar a unas «estimaciones del
derecho a ser indemnizado», que también están muy alejadas la
una de la otra: por un lado, una estimación objetiva, pero juzga­
da insuficiente por la víctima en la medida en que no hace justi­
cia a sus intereses inmediatos y que conlleva perjuicios para sus
intereses futuros y, por otro, una estimación subjetiva juzgada
«excesiva» por el aparato que detenta el patrón de la medida
(médicos y Seguridad Social) pues, a sus ojos, no está fundada
en ninguno de los criterios reconocidos oficialmente.
Hay discordancia no solamente porque los intereses de las
partes en causa no coinciden, sino más fundamentalmente por­
que sus respectivas concepciones del cuerpo, de su función eco­
nómica y sobre todo de su significación social, y, por consiguien­
te, de las consecuencias de todo lo que le afecta (enfermedad o
accidente), así como de la apreciación efectuada sobre estas con­
secuencias, divergen por completo. Para la Seguridad Social y la
medicina, el cuerpo, sobre todo el del trabajador manual y más
aún el del trabajador inmigrado, no es más que una herramienta
o, dicho con mayor precisión, un conjunto jerarquizado de he­
rramientas donde cada herramienta (es decir, cada órgano o cada
parte del cuerpo) tiene su propia función y también un lugar y
un valor (económico) que dependen de su implicación y su rol
en el ciclo de la producción; mientras que, para el otro, el traba­
jador inmigrado, el cuerpo es vivido como una manera de pre­
sencia en el mundo, en el mundo físico y en el mundo social y en
sí mismo. Además, frente al mismo cuerpo afectado por la en­
fermedad o mutilado por el accidente, por un lado se está pre­
ocupado por determinar la magnitud de la incapacidad que re­
sulta de ello, una incapacidad solamente física, es decir, instru­
mental, así como la «justa» estimación de la indemnización que
exige —el trabajador «vale» lo que vale su trabajo, su cuerpo es
indemnizado sobre esta misma base y según los límites de lo que
ha perdido de fuerza física o, en otros términos, en función del
«valor» del órgano mutilado o de la parte que está dañada: la
mutilación de la nariz o del pabellón de la oreja, sin duda porque
no disminuye la fuerza de trabajo, estará mucho peor indemni­
zada que la pérdida de una mano—; mientras que, por otro lado,
se inquieta por la repercusión que el traumatismo, no obstante
estar localizado, tiene globalmente sobre toda la persona, en to­
das las circunstancias de su existencia, y sobre todos los aspec­
tos de su identidad social. Es decir, que «la estimación del dere­
cho a ser indemnizado» está, de hecho, determinada socialmen­
te. Para que todas las partes, esto es, Seguridad Social, medicina
y particular, se pongan de acuerdo sobre esta estimación, inclu-
so si acaban discrepando sobre el montante, es necesario que
compartan las categorías sociales de las que procede esta esti­
mación y, en última instancia, las condiciones sociales que están
en el origen de estas mismas categorías: por ejemplo, la repre­
sentación del cuerpo, como entidad abstracta, que exige la eco­
nomía del trabajo, representación analítica y funcional del cuer­
po que hace posible todas las medidas y los cálculos que se lle­
van a cabo sobre el esfuerzo realizado por cada una de las partes
del cuerpo, así como las equivalencias monetarias por medio de ¡
las cuales se compensa una parte o la totalidad del trabajo que
no puede ser efectuado y, correlativamente, la manera de rela­
cionar la indemnización del daño sufrido, es decir, la incapaci­
dad (parcial o total) de trabajar, con el valor social de la profe­
sión ejercida, por tanto, con la calidad del titular de esta pro­
fesión y, en el fondo, con la posición social que ocupa y con las
características de las que está dotado. De este modo, si la estima­
ción del daño sufrido, tal como es fijada por la Seguridad Social
y la medicina, y, por consiguiente, la indemnización que éstas
proponen, son tanto o más fácilmente aceptadas en cuanto que
son, una, más ventajosa y, otra, más elevada, teniendo en cuenta
la profesión ejercida, no es siempre y solamente por razones eco­
nómicas, sino más probablemente por razones de orden social.
En efecto, cuanto más elevada sea en la jerarquía profesional la
posición del trabajador víctima de un accidente o de una enfer­
medad laboral, más tenderá a adoptar sobre sí mismo, sobre su
propio cuerpo, sobre su situación de incapacidad, sobre la orga­
nización social del mundo del trabajo y del mundo a secas, el
punto de vista implícito o la visión del mundo que inspira la
Seguridad Social y la medicina y de las que son sus productos.
Antes que el de un trabajador manual y con mayor razón que
el de un trabajador inmigrado, supongamos el caso de un direc­
tivo víctima de un accidente de trabajo. La «cobertura social» de
la que se beneficia (seguro complementario de los directivos,
seguros y garantías contractuales vinculados al comienzo en la
actividad laboral y al rango desempeñado en el trabajo, otros
seguros suscritos a título personal, etc.), el salario elevado que
percibe constituyen en este caso ion sistema de protección infini­
tamente más eficaz que aquel del que se puede rodear el obrero
que no tiene ni los medios económicos ni, sobre todo, los medios
culturales para prevenirse contra los riesgos venideros. Pero más
que la seguridad aportada por todos los otros recursos de los que
puede disponer además e independientemente del salario, el di­
rectivo tiene, respecto al obrero y a fortiori respecto al trabaja­
dor inmigrado, la inmensa ventaja de dominar mejor todo el
sistema de relaciones que está obligado a practicar con la Segu­
ridad Social y con la medicina. Al participar, primero, de los
postulados que éstas tienen en común y que, en este caso, están
completamente a su favor puesto que está socialmente mejor
«dispuesto» que otros para sacar provecho de ellas, sabe —por
experiencia y, sobre todo, a causa de un habitus de clase engen­
drado por las mismas condiciones sociales que han constituido
la intención objetiva de la instancia médica y social— sacar ade­
lante, es decir, conforme a su propia lógica, las relaciones abs­
tractas a las que apela toda institución (relaciones de consultor,
relaciones de requirente, relaciones de demandante, relaciones
de defensor; relaciones médicas y relaciones de justicia, etc.);
advertido, después, de la lógica interna y de los mecanismos de
funcionamiento tanto de la medicina como de la Seguridad So­
cial, sabe también, en todo momento, dónde intervenir, cuándo
intervenir, cómo y con qué argumentos hacerlo, al ser la oportu­
nidad de este «saber», esto es, la «racionalidad» de la que es
portador, pruebas de eficacia; y al tener, finalmente, una visión
más precisa, más ordenada y, sobre todo, más razonada del pro­
ceso terapéutico (evaluación de los cuidados, cronología de los
diferentes actos médicos y sucesión de las diferentes fases del
tratamiento) y de los procesos sociales (calendario del procedi­
miento), está al abrigo de ese desasosiego que éxperimentan los
trabajadores inmigrados. Nada en su condición le autoriza a
mantener el sentimiento, a la manera de estos últimos, de en­
contrarse perdido como ellos en el «embrollo» que la medicinay
la Seguridad Social les imponen, como por una voluntad maléfi­
ca, la impresión de haberse convertido en el juguete de estas dos
fuerzas («hacen lo que quieren», «nos responden cualquier cosa
para deshacerse de nosotros» o «se burlan de nosotros»). Con el
interlocutor que se muestra conforme al modelo que postula la
«racionalidad», contraparte «ideal» que no puede actuar de otro
modo que no sea «racionalmente», el «diálogo» es fácil; es acep­
tado por anticipado; en definitiva, se podría decir, que es un diá­
logo entre «cómplices»: por un lado, la víctima del accidente,
que sabe comportarse conforme a las exigencias implícitas de la
medicina y de la Seguridad Social, que sabe ir al encuentro de
las expectativas objetivas de una u otra instancia, como sabe pre­
verlas de manera totalmente práctica; y, por el otro lado, las ins­
tituciones que, al reconocer en su contraparte al hombre de sus
exigencias, al hombre de la «racionalidad», saben reconocer las
cualidades en apariencia individuales (con él es posible, con él es
incluso agradable «dialogar»: lo ha previsto todo, lo ha prepara­
do todo, posee toda la información necesaria, todos los docu­
mentos, todas las pruebas, es puntual, exacto, constante en sus
afirmaciones, incluso es afable, etc.), que son en realidad atribu­
tos de clase, maneras de ser socialmente determinadas y por esta
razón desigualmente repartidas. Las relaciones con las institu­
ciones al estar perfectamente regladas (incluso en caso de con­
testación) no tienen ninguna necesidad de dar prueba de violen­
cia. Esta violencia «gratuita» se deja para los más desprovistos
que, a falta de comprender su situación en relación con la Segu­
ridad Social y en relación con la medicina, a falta de saber dónde
están y dónde está la causa de sus dificultades y, también, a falta
de poder acercarse a las personas que están en el epicentro de las
decisiones (médicos-consejeros de la Seguridad Social, médicos-
jefe de los centros hospitalarios) para poder exponerles su punto
de vista sobre su situación, no pueden agarrarse más que al per­
sonal de rango más modesto que tiene que ocuparse de su caso
(auxiliares, enfermeras, recepcionistas y empleados de la Segu­
ridad Social, asistentes sociales, etc.) y tratan de manera incohe­
rente e «irracional» a las instituciones y a las personas, sobre
todo porque comprenden mal las funciones reales y la autoridad
de las mismas.7

7. Para medir hasta qué punto la evaluación de la tasa de la indemniza­


ción acordada está, del mismo modo que la declaración del accidente, en
función de las características sociales de la víctima, bastará recordar que,
aquí también, son las categorías más protegidas profesional (OQ [obreros
cualificados], maestría) y sindicalmente —al estar ambas cosas a menudo
unidas— las que se benefician con mayor frecuencia de las rentas de incapa­
cidad permanente; sin embargo, los OS [obreros especializados], los peones,
los aprendices, que están al menos tan expuestos a los riesgos laborales como
los OQ [obreros cualificados], se benefician en menor proporción de una
renta por accidente laboral.
El conflicto de las instituciones

Pero esto no es todo. Incluso si se denuncian como efectos de


la relación entre la medicina (o ciertas formas de su funciona­
miento) y una categoría particular de usuarios, enfermos «mal
dispuestos» a quienes les faltan las disposiciones adecuadas para
utilizar la medicina como ésta pide ser utilizada, los numerosos
estados particularmente críticos, en los que la medicina (somáti­
ca, psiquiátrica o psicosomática) ve comúnmente, pero quizás
también demasiado cómodamente, sinistrosis o tendencias si-
nistróticas, no podrían reducirse a simples faltas a la «raciona­
lidad» médica (y económica). No podemos ignorar lo que los
comportamientos «irracionales» de los enfermos denominados
«sinistróticos» deben, tanto en su génesis como en sus manifes­
taciones presentes, al funcionamiento de las instituciones (mé­
dicas, sociales, jurídicas) y a los determinismos que éstas hacen
pesar en particular sobre los inmigrados.
La experiencia que el trabajador inmigrado enfermo o acci­
dentado tiene de la Seguridad Social con la que casi siempre
anda en dimes y diretes y, por consiguiente, cbn la instancia
médica, dos instituciones que, a sus ojos, se han puesto de acuer­
do entre sí, es la de un tribunal; la de un proceso en el que se
encuentran aliados, en contra suyo, el poder jurídico, el poder
de la Seguridad Social y también el poder médico, todos ellos
cómplices y todos empeñados, según él, en perjudicarlo al máxi­
mo en los derechos que le abre el hándicap del que es víctima,
incluso en desposeerlo totalmente de ellos. En;efecto, como lo
apunta muy justamente Rémi Lenoir en un excelente estudio
dedicado a la noción de «accidente de trabajo»,8la declaración
de un accidente de trabajo, acto primero del largo procedimien­
to que debe desembocar en la atribución de una renta en com­
pensación por el daño sufrido, no se reduce ni a una simple
«constatación de los hechos» ni a un puro acto administrativo
de registro. Es el objeto de una relación de fuerzas, primero
entre la víctima y su empleador y, después, entre la víctima y la
Seguridad Social, al ser el reconocimiento del accidente de tra­
bajo objeto de luchas entre las partes separadas por intereses
8. R. Lenoir, «La notíon d’accident du travail: un enjeu de luttes», Actes de
la Recherche en Sciences Sociales, n.° 32-33, abril-junio de 1980, pp. 77-88.
antagónicos; los asalariados interesados en la obtención de una
renta —tan elevada como sea posible— y los empleadores en
una disminución o, al menos, en un no aumento de la tasa de
sus cotizaciones a los seguros sociales (cotizaciones que están
en función, para cada empresa y para cada industria, de la fre­
cuencia y de la gravedad de los riesgos de accidentes o de enfer­
medades que conllevan); del hecho de la relativa indetermina­
ción de la calificación jurídica de los accidentes vinculados al
trabajo, no son los fraudes o las intenciones o tentativas de frau­
de los que faltan por parte de unos y de otros. Igualmente, antes
incluso de que haya contestación de la decisión tomada, antes in­
cluso de que el inmigrado enfermo y enfrentado con la Seguri­
dad Social tenga que usar los recursos que le deja el procedi­
miento previsto a este efecto, tiene el sentimiento de tener que
vérselas siempre con una instancia jurídica que puede ser, se­
gún los momentos y según las instancias, a veces un médico,
otras veces un administrativo de la Seguridad Social y, otras,
una autoridad judicial. Y lo más soiprendente de estos tribuna­
les y, sin duda, lo más agotador también, es, paradójicamente, el
tribunal «médico». Las opiniones consultivas que el médico se
ve llevado a dar (generalmente solicitadas por colegas —o por
su intermediación—, son proporcionadas a sus colegas) consti­
tuyen, de hecho, otras tantas fuentes de derecho y otros tantos
relevos de la decisión final; este «tribunal» que tiene su propia
jerarquía, esto es, las diferentes comisiones médicas compues­
tas por médicos generalistas, por especialistas de diverso rango,
por expertos que unen la ciencia médica y la ciencia jurídica y
social, etc., y en las que la autoridad médica es también indiso-
ciablemente una autoridad «jurídica», tiene, él también, sus au­
diencias, su procedimiento administrativo, sus procesos de prue­
ba, sus prácticas de interrogatorio (incluso de contra-interroga­
torio) y de confrontación, sus prestaciones ampliamente análogas
a las del pretorio (alegatos del médico «abogado» de una u otra
parte, «requisitorias», deliberaciones), etc. El carácter, en estas
circunstancias, requisitorial de la instancia médica se afirma
todavía más cuando el inmigrado se enfrenta a los médicos de la
Seguridad Social («facultativos-consejeros», «médicos-contro­
ladores»), cuando es «traducido» ante el «control médico» de la
institución social, es decir, cuando debe responder a convocato­
rias, ajustarse a plazos imperativos y a reglas administrativas
rigurosas; cuando debe someterse a visitas médicas de control y
a informes periciales, pero también —en el caso en que las con­
clusiones de estas visitas e informes periciales, tanto impuestos
al inmigrado sometido a juicio en todos estos procedimientos
como provocados con su demanda, no den satisfacción a la Se­
guridad Social— a contra-visitas y a contra-informes periciales.
En todos estos casos, la medicina que descubre el inmigrado
demandante contra la Seguridad Social, es, en primer lugar, la
medicina de la Seguridad Social, esto es, un cuerpo de médicos
retribuidos por la Seguridad Social. «Son los médicos del segu­
ro, que están pagados por el seguro; conque ¡es normal que de­
fiendan al seguro, que es su patrón!», se dice de todos estos «mé­
dicos-consejeros» o médicos requeridos por la Seguridad So­
cial. Independientemente de las actitudes mejor intencionadas
que animan con frecuencia a los médicos de la institución, inde­
pendientemente también de la historia misma del funcionamien­
to de esta institución y de la filosofía en la que se fundamenta
(sistema fundado en el principio de la solidaridad y financiado
con las cotizaciones de los trabajadores), la representación que
el trabajador inmigrado se hace de la Seguridad Social y de la
medicina que le está vinculada contribuye, de hecho, a poner
separadamente a cada una de las tres partes o, más exactamen­
te, de las cuatro partes si se añade a los empleadores, y a oponer­
los irnos a otros en un sistema completo de relaciones antagóni­
cas. Autonomizada de este modo y constantemente solicitada
por la Seguridad Social (la mayoría de las vetes por ella sólo)
como si se tratara de un testigo y, por regla general, para resol­
ver en detrimento del inmigrado —ésta es en cualquier caso la
visión que este último tiene de las relaciones entre médicos y
Seguridad Social—, la medicina aparece a menudo en estas con­
diciones como un aliado objetivo de la Seguridad Social, inclu­
so como si estuviera totalmente a su servicio.
Dado que el trabajador inmigrado tiene mil razones aparen­
tes para percibir la medicina como parte interesada en el proce­
so que le opone a la Seguridad Social, cuando no se trata más
que de una fuerza suplementaria que interviene en el juego en
provecho de esta ultima, tiende a hacer uso de ella, también,
como si se tratara de un elemento procedimental o, en el mejor
de los casos, como si se tratara de un «abogado» que él constitu­
ye para confiarle la defensa de sus intereses. El mejor médico es,
en este caso, el mejor abogado. Ya que el contencioso con la Se­
guridad Social no se puede resolver más que al modo de un pro­
ceso, ya que la medicina está implicada a su pesar en este proce­
so, mejor hacer actuar a la medicina —a condición de tener los
medios que supone esta estrategia— como un armaprocedimen-
tal y con fines procedimentales. Así, hasta en el uso que el inmi­
grado puede hacer de ella (con ciertas reservas), la medicina se
presta casi a sus espaldas a esa especie de tejemaneje que impo­
ne el procedimiento juiídico-social; de tal manera que el «buen» !
médico es aquel que contribuye de la mejor manera a este teje­
maneje, aquel que dota a su cliente del mejor expediente ofre­
ciéndole los mejores argumentos para la negociación: sabiendo
que las visitas ante las comisiones médicas, que los futuros infor­
mes periciales, no tendrán otro objetivo que discutir sobre esta
tasa con el fin de rebajarla, debe poder concluir con la tasa de
invalidez más elevada. Se sabe que la apuesta en la que partici­
pan así los médicos es todavía más elevada que la tasa de incapa­
cidad «real», tal como la determina el médico, en aproximada­
mente un 50%, valor más allá del cual la tasa de renta es mayor
de la mitad y, por debajo de la cual se disminuye, en cambio, a la
mitad (art. L.453 del Código de la Seguridad Social). Ésta no es
solamente la percepción subjetiva, por tanto sospechosa, de la
víctima del accidente o de la enfermedad vinculada al trabajo;
esta apreciación efectuada sobre el rol atribuido al médico en la
evaluación de la tasa de incapacidad, y sobre el peso de éste en el
sistema de apuestas a las que da lugar el reconocimiento y la
reparación del daño padecido, confirma los datos de hecho. En
efecto, la relación, particular en este caso, entre el trabajador
inmigrado accidentado o enfermo debido a su trabajo y el médi­
co es una de las mediaciones posibles por las que pasa la evalua­
ción de las tasas de incapacidad.9Esta evaluación está, como se
sabe, «autodeterminada no solamente por las relaciones que
mantienen los médicos (ordenador de los gastos) con la Seguri-
9. Si la relación entre el enfermo víctima de su trabajo y el médico es
particularmente significativa en el caso del trabajador inmigrado, son en
realidad todos los tipos de relación entre las diferentes categorías sociales de
víctimas de accidentes de trabajo o de enfermedades laborales y los médicos
los que exigen ser observados y analizados con el fin de conocer y compren­
der el conjunto de las mediaciones que intervienen en la determinación de la
tasa de la renta.
dad Social (instancia de control) y con las empresas (organis
mos pagadores), sino también por la intensidad de la competen
cia en el mercado médico» (véase R. Lenoir, op. cit., p. 79): se ha
podido mostrar, por ejemplo, que la presencia de varios médicos
en una misma localidad tiende a elevar la tasa de frecuencia y ]a
duración media de las bajas laborales.10
Con la completa seguridad, adquirida por experiencia, de que
su «causa» puede ser pleiteada y mejor defendida si tiene de su
lado a un médico bien dispuesto a su favor, el trabajador incapa­
citado al que se denomina «sinistrosado» va de un consultorio
médico a otro en busca del médico más «competente» y, en este
caso, más complaciente; su expediente bien organizado bajo el
brazo, sus argumentos puestos a punto desde hace mucho tiem­
po, la historia de su enfermedad y de sus síntomas (y también de
los juicios pronunciados sobre su enfermedad) constituida y
aprendida de una vez por todas, tiene todas sus armas bruñidas
por adelantado. Se sabe de enfermos totalmente analfabetos, que
se supone habitualmente desorientados y desbordados por el
«raudal» de papeles que le acarrean sus relaciones con la admi­
nistración y que, en este caso, asombran por ¡el meticuloso cui­
dado, casi fetichista, y por el orden maniático1—es éste, por otro
lado, uno de los síntomas en que se funda el diagnóstico de sinis­
trosis— que ponen en clasificar todos los documentos importan­
tes o no (certificados médicos, informes periciales, notificacio­
nes de decisiones, pero también simples trozos de papel donde
se anotó para no olvidarla una dirección o un número de teléfo­
no de un médico o de un abogado, una fecha, etc.) de su expe­
diente médico, rápidos en presentar todos los documentos y en
tenerlos en cuenta en toda ocasión con el fin, sin lugar a dudas,
de intentar paliar las carencias y las incomprensiones de un diá­
logo que saben sesgado, al ser el único lenguaje que sus interlo­
cutores entienden, como ellos dicen, «el de los argumentos y el
de las pruebas con papeles y escritos en su apoyo»: «Era necesa­
rio ver la organización de esta carpeta: una clasificación meticu­
losa. Conocía el número de folios en cada subcarpeta con fechas
precisas, etc. Además —y dudo que supiera leer—, sacaba un
Código de Derecho Civil y lo enseñaba diciendo: “tengo dere­
10. P. Jardillier, L'organisation hu.ma.ine des entreprises, París, PUF,
1965, p. 290.
chos, mis derechos están aquí dentro, ¿por qué entonces no se
me quieren dar mis derechos?» (testimonio de una asistenta so­
cial del centro médico-social Bossuet en París). «El señor X se
quejaba de múltiples dolores en el costado izquierdo. Y para au­
tentificar bien este dolor, saca de su bolsillo una página arranca­
da de un diccionario que representa el cuerpo humano e indica
una zona con su dedo, la región en la que padece; la nombra: «es
el bazo»... otro magrebí [...] se queja de dolores cervicales que
indica apuntando con su dedo un lugar preciso y volviendo lige­
ramente la cabeza a una posición analgésica; lleva entre sus pa­
peles una foto de mujer que hace el mismo gesto [...], foto publi­
citaria de un laboratorio que menciona el Glifanan, que es un
medicamento analgésico».11
«Testigo» (de cargo o de descargo), «procurador» (requerido
para confundir al enfermo «farsante», «tramposo», etc.), «abo­
gado» (de una u otra parte), el médico ya no tiene nada, en estas
condiciones, de médico; es un auxiliar del tribunal de la Seguri­
dad Social. La función terapéutica de la medicina parece estar
olvidada a lo largo de todo el contencioso; está eclipsada por el
segundo rol que se le hace desempeñar: el de proporcionar las
pruebas y certificar los considerandos, justificar la decisión que
será tomada —y tomada a su costa, piensa siempre el inmigra­
do. Sin embargo, se puede decir que, aunque sean torpes al que­
rer imponerse a la medicina y sobre todo al querer obligarla a
considerarlos siempre enfermos, no faltan los esfuerzos por par­
te de los inmigrados para intentar, dicen ellos, «volver a llevar a
la medicina a una concepción más justa de su papel», es decir,
para disociarla de la Seguridad Social e intentar ponerla un poco
de su parte. Desde este punto de vista, el empeño puesto en ha­
cerse reconocer en tanto que enfermos, más aún que como anti­
guos enfermos («enfermos consolidados», según la terminología
médico-social) que vienen únicamente a buscar opinión y conse­
jos en vista del debate con la Seguridad Social y también a solici­
tar a la medicina que aprecie de la manera más ventajosa para
sus intereses las secuelas así cómo las consecuencias actuales y
futuras de la enfermedad o del accidente, todas estas demandas
de cuidado y consejos respecto a la conducta a mantener frente
a la Seguridad Social constituyen otros tantos llamamientos y
11. J. Bennani, Le corps suspect, París, Galilée, 1980, pp. 31-32.
otras tantas conminaciones dirigidas (en la práctica) a la prácti­
ca médica para que ésta se ajuste a su verdadera naturaleza, que
es curar antes que juzgar. La «neutralidad» de la medicina, al
menos tal como la postula, por regla general, la «racionalidad»
de la organización y del funcionamiento de las instituciones y tal
como la proclama también la deontología médica, no podría re­
sistir el desmentido que le aporta la experiencia. En los hechos,
dicha «neutralidad» estalla en mil pedazos: efectivamente, cuan­
do el trabajador en litigio con la Seguridad Social puede teórica­
mente apelar a la ciencia y al juicio de la medicina en las mismas
condiciones que la Seguridad Social, incluso en situación de igual­
dad con ella —así, siempre puede hacerse asistir, siempre puede
aconsejarse por su médico, el «facultativo que lo trata», y de cu­
yos honorarios puede incluso a veces hacerse cargo la Seguridad
Social—, tiene con frecuencia el sentimiento de que su voz no es
siempre escuchada, que cuenta bien poco (o para nada) respecto
al peso y la influencia que ejercen la muy «oficial» institución de
la Seguridad Social y de su poderosa medicina. Esto es así en
todos los estadios del contencioso, y tanto como dura el conten­
cioso. Como se trata de establecer los antecedentes y la naturale­
za laboral de la enfermedad o incluso de investigar las causas y
las circunstancias del accidente, se pide a la investigación que
sea diligente al efecto de proporcionar este conjunto de pruebas;
así se procede a menudo, sobre todo en caso de ¡accidente, a una
investigación que, incluso si no se le confía a>la policía, tiene
todas las apariencias de la investigación policial) pues, como esta
última, aspira a la producción de todo un apárato de pruebas
objetivas allá donde, para el inmigrado, la única prueba válida,
la única indudable, la única que merece consideración y dispen­
sa por tanto de todas las demás, es su enfermedad o su acciden­
te, es decir, en última instancia, él mismo en persona en tanto
que está o ha estado enfermo y en tanto que ha sufrido un acci­
dente: declaraciones de testigos, reconstrucción del accidente,
búsqueda de responsabilidades, etc., tantas pruebas que, a ojos
de los «jueces», son quizás indispensables para establecer la ver­
dad, pero que, a ojos del accidentado, son superfinas y, por con­
siguiente, sospechosas de no ser más que ardides burocráticos y
astucias procedimentales inventados para desorientar mejor y
expoliar más fácilmente a la víctima al conseguir negar el acci­
dente en tanto que accidente de trabajo.
Al tratarse de la evaluación «objetiva» del perjuicio padecido
y, más aún, de la «estimación del derecho a ser indem nizado»,
así como de la cuantía de esta indemnización, la objetividad pro­
clamada del lado de la institución, que tiene para ella la ciencia,
la experimentación y la medición objetiva, corre el peligro de
hacer recaer, como casi siempre, en la subjetividad (es decir, en
lo sensible, en lo cualitativo y en lo que podría obedecer a intere­
ses personales) el punto de vista o la opinión que se profesa en
contra. 1
Por último, al tratarse del ritual pleitista por el que se deci­
den la evaluación de la invalidez debida al accidente o a la enfer­
medad y el montante de su indemnización, y al término del cual
son pronunciados todos los veredictos (el veredicto médico, el
veredicto social y el veredicto jurídico), la partida es también de
las más desiguales. Así, salvo la fase terapéutica propiamente
dicha, en la que el enfermo y sus médicos están todavía solamen­
te preocupados, uno, por los andados a recibir, y, los otros, por
los cuidados a prodigar, toda la experiencia que el trabajador
inmigrado en curso de ser indemnizado tras su enfermedad o su
accidente hace de sus relaciones con la Seguridad Social y, en
esta ocasión, con la medicina y con la autoridad (en particular
social) que encama, le lleva a percibir ésta, primero, como parte
concernida en el litigio que le opone a la Seguridad Social, y,
después, en el mejor de los casos, como un árbitro o como una
simple pieza más en ese puzle o trampa jurídico-socio-médica
en la que el justiciable tiene el sentimiento de estar atrapado o,
en el peor de los casos, como una práctica y un poder totalmente
subordinados a los de la Seguridad Social; en efecto, es muy
fácil para el inmigrado convencerse de que la medicina no está
ahí más que para proporcionar al tribunal de la Seguridad So­
cial la serie de pruebas y de justificaciones que le son necesarias
para pronunciar su juicio, pruebas y juicio que el inmigrado no
encuentra casi nunca o raramente a su favor o en su beneficio.
Paradójicamente, cüando la medicina parece acceder a la de­
manda de esta clase particular de pacientes ávidos de ser tratados
como enfermos (y no como una parte comprometida en un proce­
so cuyo resultado descansa esencialmente en el juicio de los médi­
cos), es decir, cuando, al revisar íntegramente su posición, es lle­
vada a preocuparse por comprender más profunda y completa­
mente a estos «enfermos», a los que nos hemos acostumbrado
cómodamente a considerar insaciables pleiteantes (o «trapaceros»),
hasta el punto, a veces, de servirles como «abogados» (permane­
ciendo en la lógica del juicio) y, otras veces —o las dos cosas al
mismo tiempo—, de pretender curarlos de su actitud enfermiza
de «reivindicadores», se da cuenta de la oposición estructural en
la que se encuentra respecto a la Seguridad Social. Curar de «si-
nistrosis» es para la medicina una manera de reafirmar, en el con­
texto mismo del contencioso en el que está englobada del mismo
modo que la Seguridad Social y el trabajador demandante contra
esta última, su derecho a curar a aquellos a los que se ha «prohibi­
do los cuidados» puesto que no se quería ver en ellos más que
«tramposos», «simuladores» y «reivindicadores»;12 es también,
para ella, una manera de descubrir la posición objetiva de conflic­
to en que se encuentra respecto a la Seguridad Social, incluso si
semejante «conflicto» no debe ser nunca enunciado explícitamen­
te y no acaba nunca de ser actualizado: en efecto, curar «enfer­
mos» que no piden ser curados más que para poder, al mismo
tiempo, ser reconocidos y declarados como que están todavía y
siempre enfermos; curarlos para poder, piensan!, vencer mejor a
la Seguridad Social (incluso si, de hecho, esto puede aligerar ala
Seguridad Social que no tiene ningún interés ni en prolongar in­
definidamente hacerse cargo de «enfermos» indeterminables, ni
en aplazar el pago de una pensión de invalidez que en la mayoría
de los casos es adquirida en su comienzo) es, dé alguna manera,
tomar objetivamente partido por estos enfermos. De este modo,
puesto que nos obnubilamos, por todas partes, con las meras apa­
riencias externas, es decir, con la actitud calificada de reivindicati-
va y con la materialidad de esta reivindicación (con vistas a obte­
ner el porcentaje de invalidez más elevado), en lugar de interpre­
tarlas como signos de ion malestar que, en sí misino y en todas sus
causas, puede ser, en realidad, independiente dé la enfermedad y
del accidente, somos conducidos a una situación extrema y tam­
bién a una pregunta que roza lo absurdo: ¿cuál de ellas, la medici­
12. Ciertamente «simuladores» sin quererlo y «reivindicadores» de «buena
fe»: esto es, «simuladores» de síntomas (son los «síntomas alegados», según la
definición de Brissaud, pues estos síntomas no están objetivamente confinna-
dos por todos los medios de investigación de la medicina), que no saben que
«simulan» —por otro lado es con esta condición que hay «enfermedad», y
posibilidad para la medicina de ejercerse; y «reivindicadores», pero «porque
estiman de buena fe que no han obtenido, en virtud de las leyes, una repara­
ción justa» (véase la definición de Brissaud).
na o la Seguridad Social, es «responsable» de la sinistrosis en el
trabajador accidentado? ¿Es la Seguridad Social, en tanto que sis­
tema de compensación y de indemnización, quien engendra la
«reivindicación» que produce la sinistrosis? ¿O es, por el contra­
rio, la medicina la que ha inventado la sinistrosis, ese mal difícil­
mente indemnizable, para obligar a la Seguridad Social a ser más
conciliadora en el litigio que la separa de estos justiciables?

Una temporalidad perturbada

Malas relaciones personales con las instituciones que, en es­


tas circunstancias, están encargadas de definir para una buena
parte su estatuto (el trabajo, la medicina, la Seguridad Social y,
más ampliamente, la inmigración misma), malas relaciones con
el conjunto de su condición y con su propio cuerpo, todos estos
estados parecen conocer en el caso del inmigrado, con ocasión
de la enfermedad, su forma paroxística. Pero si esta situación al­
canza en el contexto de la inmigración su punto extremo, se en­
cuentra más allá de la inmigración de la que prolonga los efec­
tos, incluso fuera de la inmigración e independientemente de
toda inmigración.13En efecto, esta situación no ahorra ni a los
antiguos inmigrados retomados al país para recuperar su lugar
en su casa, ni, cada vez más a menudo, a los falsos campesinos
actuales, a esos «campesinos descampesinizados», a esa especie
de «emigrados in situ», las transformaciones sociales que se han
producido a un ritmo acelerado al tener lugar, a causa de efectos
idénticos que ellas provocan, una verdadera emigración, pero de
una «emigración en el mismo lugar». Los primeros no llegan ni
a volver a tomar posesión de su antiguo lugar, pues ésta ya no
existe —además de las transformaciones que han padecido ellos
mismos a causa de su inmigración y además de sus propias re­
13. Al producir las mismas causas los mismos efectos, todos los casos
críticos en extremo que se observan en la inmigración reaparecen, cuando
las condiciones se prestan a ello, en otros contextos bajo formas únicamente
larvadas; estas formas quizás han perdido, y aún apenas, lo que no está de
actualidad o no es oportuno para ellas, a saber; la confrontación directa con
las instituciones (de salud y de Seguridad Social) que no tiene, en este caso,
ningún objeto y, por consiguiente, la sospecha de exageración que se fija
sobre ellas, la exageración de la sintomatología, la exageración en la reivindi­
cación o en la «estimación (excesiva) del derecho a ser indemnizado».
acciones ante estas transformaciones, es todo el campo de las
posiciones posibles en el espacio social de su comunidad el que
ha sido modificado durante su emigración—, ni a conquistar ni
hacerse un nuevo sitio en el nuevo contexto; y, los segundos, sin­
tiéndose igualmente a disgusto en su cuerpo de campesinos que
ya no son y de obreros que no son verdaderamente (y que no
pueden serlo, a falta de un entorno económico propicio para
este fin), acaban también por descubrir la «virtud» que la enfer­
medad puede tener desde este punto de vista. La enfermedad en
todos estos casos no tiene ninguna necesidad de ser ficticia o
simulada para servir de coartada; y llega en el momento justo
para enmascarar y justificar la inactividad relativa (o absoluta)
que los antiguos emigrados y los demás descubren por referen­
cia explícita a la visión capitalista del trabajo y de la temporali­
dad. Tiempo Ubre que no se deja ya definir más que en términos
negativos: ni tiempo de ocio (de no-trabajo), ni tiempo de traba­
jo, el tiempo inhábil, noción ajena de hecho y por esencia a la
lógica de la economía precapitalista, se opone tanto al tiempo
(pleno, bien ocupado) que la economía vuelta hacia la producti­
vidad tiene por plenamente ocupado, como al ¡tiempo (que no
tiene que ser ni pleno ni vacío; ni perdido o gastado ni ganado u
ocupado) propio de la economía tradicional. Experimentado con
un malestar y un aburrimiento que reflejan la desorientación y
el desajuste del grupo en su conjunto, este tiempo que no tiene
ya, como antaño, por único fin permitir al gitipo perdurar, no
pide más que ser «amueblado», incluso ficticiamente. La ruptu­
ra consagrada con la antigua condición campesina y la tempora­
lidad que le era característica exige compensaciones y les pide
tanto —cuando es posible o, mejor, cuando no es posible hacerlo
de otro modo— a los oficios diversos (peones, periodistas, ca­
mareros, comerciantes, incluso albañiles, etc.) que se atribuyen
un gran número de fellahs (antiguos emigrados o no) de las re­
giones de fuerte emigración, como, y aprovechando el menor
pretexto, a la enfermedad. Comprobada (lo que, aquí, quiere decir
indemnizada o en vías de serlo), la enfermedad sirve para dar un
estatuto o para conferir una nueva identidad social; en este caso,
aunque provisional o socialmente virtual (en curso de solución o
en litigio, y el litigio, al mantener la expectativa, mantiene la ilu­
sión de un estatuto por venir, lo que es ya un estatuto), la más
pequeña pensión, en concepto de accidentado o de incapacitado
laboral o en concepto de jubilado, autoriza a quien se beneficia
de ella a denominarse «pensionista» o «jubilado» y a quien la
reivindica a denominarse «futuro pensionista» o «futuro jubila­
do». «Francia (es decir, la inmigración) que no da nada gratis»,
es la prueba —y una prueba que tiene para sí la autoridad de
Francia, de sus médicos, de sus expertos y de sus tribunales— de
que están bien enfermos, usados, incapacitados para trabajar y,
portanto, «viejos». Las visitas médicas alas que están obligados,
los controles regulares a los que tienen que responder, trámites
estos que no tienen lugar nunca de manera discreta, incluso sin
cierta ostentación, vienen a confirmar periódicamente esta prue­
ba. Pero, incluso cuando no está comprobada de manera tan
evidente, la enfermedad sirve para disfrazar, a ojos de quien no
quiere confesar su inactividad y no quiere reconocer la concien­
cia que tiene de ella, la ociosidad a la que está forzado; pero, en
este caso, es necesario saber fingir todas las apariencias de la
enfermedad (sin duda, lo que en otros lugares y medios se llama
la «simulación»). Seguramente, no son los signos exteriores so­
bre los que «jugar» los que faltan. Las condiciones de vida y tra­
bajo en Francia han usado ciertamente de manera precoz a los
inmigrados, han debido agotar prematuramente su resistencia
física y acarrear enfermedades hasta entonces desconocidas (tu­
berculosis, afecciones digestivas, cardiovasculares o venéreas,
trastornos psíquicos, etc.), así como múltiples hándicaps (trau­
matismos, mutilaciones, secuelas de accidentes, etc.), pero sólo
un cambio en la actitud que la moralidad campesina imponía
respecto al cuerpo podía llevarlos a utilizar la enfermedad como
la última justificación admisible.14
El descubrimiento del uso social de la enfermedad, la aten­
ción complaciente dirigida al cueipo no son otra cosa que expre­
siones del cambio más global de actitud respecto a la economía.
No es extraño que estos «hombres quebrados por Francia», como
14. Para darse cuenta de hasta qué punto la enfermedad o, más exacta­
mente, esa especie de complacencia consigo mismo y con su propio cuerpo
característica del aburrimiento que se ha apoderado de una sociedad campe­
sina que ha perdido fe en ella, así como todas las conductas en que se expresa
una actitud respecto a la enfermedad, constituyen el indicio más claro de la
ruptura con la tradición campesina y también del efecto de la desmoraliza­
ción correlativa de esta ruptura, se puede remitir a P. Bourdieu y A. Sayad,
op. cit., p. 227, y en particular al apéndice IV, «Un aspect de la dépaysanni-
sation: la découverte de la maladie», pp. 215-220.
ellos mismos dicen, y otros todavía que, aunque no hayan emi­
grado a Francia, están «quebrados» físicamente puesto que es­
tán «quebrados» moralmente en tanto que miembros de grupos
ellos mismos «quebrados» morfológica y socialmente, no encuen­
tran otra manera de designarse que, unos, por la antigua activi­
dad ejercida en Francia (la única mencionable) o los efectos de
esta actividad, es decir, como «antiguos» emigrados o como «ju­
bilados», «pensionistas» o inválidos y no aptos para el trabajo; y,
otros, por medio de los múltiples pretextos invocados para dar
cuenta de su inactividad. La inactividad forzada refuerza el sen­
timiento que todos tienen de estar ya sea enfermos, ya sea dema­
siado usados o ya sea demasiado viejos para poder aún trabajar.
Además de la enfermedad, o juntamente a ella, sólo la edad pue­
de ser, también, objeto de tantas manipulaciones: como si se pre­
ocuparan por ponerse de acuerdo con la situación de incapaci­
dad que les es impuesta, los antiguos emigrados se ven llevados
a «envejecerse» casi intencionadamente, precipitando de este
modo una «jubilación» (o, más exactamente, el estado que deno­
minan con este nombre), que no es, en este caso, más que un
poner fuera o al margen del trabajo. Todo ocurre como si, al no
estar seguros en absoluto de poder envejecer (normalmente) hasía
beneficiarse de la jubilación (legal) y, por consiguiente, al no te­
ner ningún interés en seguir siendo de algún; modo «jóvenes»
hasta esta edad, ajustasen sus comportamientos «envejeciéndo­
los» (convirtiéndolos en «comportamientos de¡viejos»). Al no ser
ya ni verdaderamente «jóvenes» para lanzarse a cualquier traba­
jo que se les presente, ni verdaderamente «viejos» para desem­
peñar plenamente el papel del «anciano», los antiguos emigra­
dos de este tipo deben darse un estatuto que los saque de esta
ambigüedad. Hombres «entre-dos-edades» y «entre-dos-posicio­
nes», no les queda ya más que jugar a representar a alguien de su
edad y también todo el lenguaje que permiten las expresiones
corporales, como otros «representan», con fines idénticos, la
enfermedad.
Esta imagen de mayores, que han construido de sí mismos y
que tienden a imponer, se proyecta en todos los actos de su exis­
tencia, y se refleja en sus prácticas, incluso en las más ordinarias
que, por ello, acaban por volverlos distintos de los demás hom­
bres del grupo. Así, sus itinerarios mismos se limitan al interior
del pueblo o no se alejan más que muy poco de él. Su empleo del
tiempo que, sin embargo, tiene tendencia a generalizarse inclu­
so entre los no emigrados, va en contra de los ritmos comparti­
dos todavía por la colectividad: marcada por un profundo tedio,
la organización de sus jomadas, más cercana a la organización
de las jomadas de simples desocupados que a la organización de
las jomadas de hombres mayores —que continúan siempre ple­
namente ocupados socialmente incluso después de haber deja­
do de trabajar—, no debe ya casi nada a la antigua división de las
tareas agrícolas. De la misma manera, todo en sus vestidos, ro -1
pas largas y anchas de «la gente que no trabaja ni con sus manos
ni con su cuerpo» (vestidos, albornoces, turbantes sencillos lle­
vados de manera que acentúan la palidez de su rostro y la impre­
sión de la enfermedad, zapatos planos, etc.) en oposición a las,
ropas ceñidas, atadas, apretadas por la cintura que conviene a
los campesinos activos, todo en sus posturas y gestos (paso lento
y precavido, costumbre de sentarse con las piernas cmzadas,
gestos impregnados de gravedad, todas ellas actitudes confor­
mes a la condición de enfermos, de viejos o de letrados, todos
gente ociosa) está hecho para recordar su estatuto de hombres
inactivos. Enfermos, están autorizados a levantarse o, por lo
menos, a salir de casa tarde por la mañana; al no ser ya jóvenes
pero sin ser realmente «viejos», se permiten quedarse el día en­
tero en el pueblo donde nada, y sobre todo los desplazamientos
femeninos, escapa a su atención: «hombre del interior» (es decir,
del espacio normalmente reservado a las mujeres), pasan la ma­
yor parte de su tiempo, imas veces en casa, otras en las calles del
pueblo, yendo de una djemaa a otra, o bien reunidos en el za­
guán de sus casas. Ociosos (puesto que no trabajan en los cam­
pos), se permiten hacer todas sus comidas en casa y a menudo a
deshora, es decir, grosso modo, según los hábitos urbanos que,
en este caso, están próximos a los hábitos femeninos.
Puesto que confunde las distinciones establecidas entre las
edades y, en consecuencia, la clasificación fundada sobre estas
distinciones así como los papeles habitualmente asociados a cada
una de las edades, la forma particular de «vejez» o de «enferme­
dad», nueva manera de ser (ya sea en la inmigración, o ya sea
tras la inmigración) engendrada por la emigración, constituye
un factor de desorden que va más allá de la simple relación entre
las edades: es la oportunidad de un verdadero cuestionamiento
de todo el orden antiguo, así como de todas las categorías sobre
las que reposa este orden: oposición, desde luego, entre una edad
joven, que tiene para sí la inexperiencia pero también la excusa y
la indulgencia que apela a esta inexperiencia, y una edad vieja,
que tiene el monopolio de la sabiduría y de la decisión; y, más
allá de la oposición entre las edades, oposición también entre un
tiempo y un espacio masculinos y un tiempo y un espacio feme­
ninos, entre una condición y una actividad de labor (como las
del campesino) y una condición y un estatuto de ocioso (como,
por ejemplo, los del letrado de la tradición).

La individuación del cuerpo

En el fondo de todas estas actitudes de enfermo y de estas


actitudes ante la enfermedad, se encuentra, a ciencia cierta, la
relación con el cueipo y, sobre todo, las transformaciones que
esta relación padece y que son, por regla general, correlativas a
los cambios que se han producido en el entornó físico y social en
el que nada el cuerpo, es decir, en las solicitaciones exteriores y
en los usos socialmente diferenciados que se hacen del cuerpo.
Si, en adelante, imputamos a la enfermedad, como si fuera la
única justificación posible no tanto de la inactividad forzada como
de la dimisión, de la renuncia al verdadero papel de cabeza de
familia, el malestar indefinible que suscita el abandono de la
antigua rutina que ya no es posible reanudar;; son, en realidad,
todos los esquemas corporales (incorporaciórí, en el sentido es­
tricto del término, del mundo natural y del mundo social) los
que son alterados a medida que el mundo incorporado (o incor-
porable) es él mismo alterado.
En el universo comunitario que era el suyo y para el hombre
comunitario que era, el emigrado tenía de su cuerpo otra repre­
sentación y, sobre todo, hacía de él otro uso: sin decir que el
cuerpo era ignorado como cueipo-labor —¿cómo era posible
cuando la experiencia que el emigrado tenía cotidianamente de
su cuerpo era la de un cueipo «laborioso»?—,15éste era sentido,
15. Más aún, en tanto que el campesino ignoraba las otras maneras de
trabajar (la del obrero asalariado, la del artesano, la del trabajador no manual,
etc.), es decir, en tanto que se ignoraba como campesino y de manera correla­
tiva ignoraba su «trabajo» {le., su condición) de campesino, fuera el que fuera,
como un trabajo entre tantos otros, podía considerarse como el único hombre
ante todo e indistintamente, como una manera de ser, de ser en
el grupo y en el seno del grupo: a través del cuerpo como objeto
cultivado, es decir, como producto de una pedagogía implícita o
de un trabajo de inculcación que no se nombra, se efectúa la
identificación de cada uno con el grupo y el grupo a su vez puede
estar presente en cada uno de sus miembros. El cuerpo no es
únicamente lo que hace al individuo como entidad distinta y al
grupo como suma de individuos biológicos identificables, con­
tables y mesurables; el cuerpo es el grupo incorporado, pues el
grupo hace cuerpo.
En la inmigración, el emigrado tiene otra experiencia de su
cuerpo; lo descubre a la vez diferente del de los otros y diferente
de la representación que se hacía de él hasta ese momento, tal,
como se la devolvía el grupo con el que se identificaba. Inmerso
en un universo social y económico cuyo individualismo genera­
lizado es la virtud cardinal, sometido a la acción de mecanismos
(económicos, sociales, jurídicos, culturales, etc.) que, más allá
de la reglamentación que imponen y más allá o al mismo tiempo
que la regulación de los comportamientos que funcionan, cada
uno en su dominio, tienen todos como efecto inculcar la moral
individualista de la que están impregnados los extranjeros, y los
extranjeros de baja condición social (los inmigrados), el trabaja­
dor inmigrado (sobre todo magrebí) hace el aprendizaje, con
frecuencia a su pesar y casi siempre a su costa, de la individua­
ción que es característica de la sociedad de inmigración. Al mis­
mo tiempo que descubre, al amparo del trabajo asalariado, el
tiempo matemático, que es un tiempo mensurable y contable
(cantidad de tiempo trabajado convertible en moneda), que es
un tiempo individualizado (que no compromete más que a su
persona y al trabajo de su sola persona) y, correlativamente, las
dimensiones individuales del trabajo efectuado (incluso en el tra­
bajo en equipo, el esfuerzo realizado así como el producto que
de éste resulta siguen siendo individualizados), de la remunera­
que trabajaba realmente, no solamente con sus manos, sino con todo su cuer­
po; como el único hombre que se esfuerza y se fatiga, al no ser todos los demás,
y principalmente los letrados (ya que, a diferencia de estos últimos, los comer­
ciantes y los artesanos siguen siendo siempre campesinos, labradores que se
han dedicado a una actividad secundaria), más que murthabin (o bien unos
imaríhaham, plural de murthah o bien amarthah), es decir, eternos «reposa­
dos» o eternos «reposantes».
ción recibida (descubre que está en relación directa con la du­
ración, la cantidad e incluso la calidad del trabajo llevado a cabo)
y, por consiguiente, del presupuesto que está obligado a adoptar
(presupuesto-tiempo, presupuesto-espacio o presupuesto de los
desplazamientos, presupuesto de los gastos y de los ahorros, etc.),
el trabajador inmigrado originario de las sociedades (y de las
economías) del Tercer Mundo descubre primero la individua­
ción de su cuerpo, en tanto que órgano o herramienta de traba­
jo, en tanto que sede de funciones biológicas y en tanto que «cuer­
po» social y estéticamente designado como cueipo extraño.
En tanto que individuo cuya única razón de ser es el trabajo
y cuya presencia, por este mismo motivo, no es legal, ni autori­
zada, ni legítima más que en cuanto está subordinada al trabajo,
el trabajador inmigrado tiene la doble experiencia de una exis­
tencia reducida al cuerpo que la materializa y que es también su
instrumento y, por consiguiente, de una existencia o, lo que vie­
ne a ser lo mismo, de un cuerpo, ambos situados totalmente
bajo la entera dependencia del trabajo: único trabajador en el
que las demás funciones se reducen todas a la función primera y
última del trabajo (en última instancia, estas otras funciones son
inexistentes), el único también que al no ser ciudadano, es decir,
miembro del cuerpo social y político (la nación) en el que vive,
no tiene por función más que el trabajo, el inmigrado no habría
tenido que ser, «idealmente», más que un cuerpo puro, una má­
quina puramente corporal, una pura mecánica, un sistema de
palancas que pidiera que le sea solamente coñcedido el mínimo
necesario para el mantenimiento del buen funcionamiento de
sus engranajes. El trabajador inmigrado es instruido en este ideal
a través de toda su experiencia de la inmigración.
En tanto que está aislado de los suyos, así como de todo el
grupo con el que está en comunión, el trabajador inmigrado expe­
rimenta también su cuerpo como una unidad biológicamente in­
dividualizada, no solamente en el trabajo que lleva a cabo con
todo su cueipo sino, de manera más banal y más cotidiana, a
través de la revelación de la naturaleza individual, habitualmente
enmascarada bajo apariencias comunitarias o bajo la apariencia
de un ceremonial colectivo, de cierto número de funciones orgá­
nicas del cuerpo: de este modo, puesto que su aislamiento, conse­
cutivo a la emigración, lo reduce, como él mismo dice, a su «única
manía» y exige de él que satisfaga individual y aisladamente, por y
para sí mismo (por su «única manía»), necesidades que le son
propias como, por ejemplo, tener, que prepararse él mismo, con
un presupuesto que le es característico, su propia comida y tener
que consumirla solitariamente (incluso cuando esto sucede, como
es el caso de todos los inmigrados alojados en los «hogares» para
trabajadores inmigrados, ante testigos ocupados, ellos también,
de la misma manera, es decir, por el mismo acto y para la misma
función o en el seno de un grupo cuyos miembros presentes asis­
tirían como espectadores indiferentes a este acto al que no pue­
den ser asociados), es llevado a descubrir la función puramente
orgánica e individualista de la toma de alimentos por oposición a
la función social de la comida como acto de comensalidad y de
comunión, es decir, como acto de comunicación por el que se afir­
ma la comunidad y como acto de integración en el que ésta sé
constituye. No es solamente la práctica alimentaria la que da lu­
gar así a un uso individualista que produce de este modo una
toma de conciencia del cuerpo propio o, más exactamente, una
reconversión de la relación con el cueipo; son, por regla general,
todas las técnicas del cuerpo (los modales de mesa, desde luego,
pero también el sueño, la indumentaria, etc.), los cuidados corpo­
rales, el individualismo de los usos que se hacen del cuerpo al
estar en la base de todos los comportamientos que se califica de
higiene (la higiene sanitaria pero también toda higiene, pues in­
cluso la higiene moral es, al fin y al cabo, una higiene corporal): de
este modo se comprende la desconfianza que sienten aquellos que
se han acostumbrado a compartir todo ante todo aquello que pue­
de dividirlos, ante todos los usos que no dejan de percibir como
usos individualizantes, es decir, que son susceptibles de separar y
dividir; se comprende también la desconfianza que las prácticas
individualistas, como la del «cubierto individual» (a cada uno su
plato, su vaso, su servilleta, etc.), que son también maneras de
cortesía, reglas de higiene y conductas de prevención, pueden sus­
citar a individuos que todas sus tradiciones culturales anteriores,
que eran fuertemente comunitarias, los habían predispuesto a
comulgar juntos hasta en el hecho de compartir el mismo plato, la
misma jarra, la misma servilleta: entre otros reproches que se hace
a estas prácticas individualistas está el que se las encuentra egoís­
tas, demasiado interesadas o, más exactamente, cínicamente inte­
resadas, y ello en la medida en que se eximen de enmascarar los
intereses que las animan y, por consiguiente, son vergonzosas.
En tanto que es un extranjero y que se designa como tal en el
panorama social, político, cultural y estético (se lo considera de
un «tipo» diferente) de la sociedad de inmigración, el trabajador
inmigrado experimenta la sospecha que le persigue por todos
los sitios y a lo largo de su inmigración: distinto de todos los
demás (es decir, de los nacionales), puesto que es el único que
acumula todos los signos distintivos posibles (a las distinciones
sociales habituales se añaden, aquí, distinciones étnicas, políti­
cas, jurídicas, lingüísticas, culturales, etc.), el inmigrado tiene la
sensación de ser vigilado permanentemente, como se vigila a un
cuerpo extraño; tiene la sensación de haberse convertido en un
eterno sospechoso del que cada uno de los hechos y gestos es
objeto de una acusación: en la calle y en las tiendas, en la vivien­
da, en los servicios públicos (sobre todo en los servicios sociales,
la Seguridad Social y el hospital) e incluso en el trabajo, la pre­
sencia del emigrado extraña y, cualesquiera que sean las inten­
ciones que se atribuyan a ésta, es en primer lugar sospechoso de
estar constantemente en falta, de causar perjuicios, imas veces,
cuando económicamente todo va bien, en el orden estético, polí­
tico, social y especialmente en el sanitario (los inmigrados cues­
tan «caro» a la Seguridad Social, sobrecargan los hospitales, in­
troducen enfermedades, y toda suerte de tópicos profesados en
su contra), en el orden cultural o moral (son incontables los com­
portamientos que se reprocha a los inmigrados como si fueran
infracciones del código de la «buena conducta», barbaridades o
faltas respecto a las reglas del correcto vivir), y, en resumidas
cuentas, en el orden nacional (son extranjeros a nuestra historia,
a nuestra existencia nacional, a nuestros intereses nacionales), y,
otras veces, en los momentos difíciles, en el orden económico,
para el que, sin embargo, son muy benéficos servidores (los in­
migrados que son percibidos inevitablemente más que nunca
como demasiado numerosos). Es esta sospecha generalizada que
los inmigrados sienten alrededor de su persona, la que les hace
decir que «hurtan su presencia en Francia», incluso si, de hecho,
pagan, desde todos los puntos de vista, esta presencia a un pre­
cio muy elevado. Como se puede ver, la desconfianza respecto a
la medicina y la Seguridad Social no solamente se debe a alguna
relación difícil o a un conflicto cualquiera con estas institucio­
nes; es un caso particular y particularmente crítico de una situa­
ción más amplia y más constante, una modalidad particular del
modo de desconfianza que impregna de manera más general al
conjunto de las relaciones del inmigrado con la sociedad de in­
migración. Independientemente de la naturaleza del litigio que
puede oponerle a una u otra instancia, el trabajador inmigrado
es tanto más llevado a sospechar y a desconfiar de la medicina y
de la Seguridad Social cuanto más haya aprendido a desconfiar de
la sociedad que lo mantiene bajo sospecha y que desconfía de él.
En cuanto el trabajador inmigrado descubre la individuación
de su cuerpo es desposeído de su cuerpo, pues al no tener los me­
dios culturales (por falta de los medios materiales de los que de­
penden estos medios culturales) indispensables para tomar po­
sesión de la individuación de su cuerpo, no descubre esta indivi­
duación más que para perder la posesión de su cuerpo.

El cuerpo del inmigrado

Al convertirse en objeto de múltiples investigaciones, el cuer­


po de este otro que es el inmigrado (o, lo que viene a ser lo
mismo, el inmigrado reducido a su cuerpo) acaba por suscitar
un abundante discurso, comenzando por el de los psiquiatras.
Lenguaje docto sobre el cuerpo y el lenguaje del cuerpo del in­
migrado, lenguaje elaborado y producido como detentador de
la verdad del lenguaje corporal que es un lenguaje inmediato, el
discurso psiquiátrico se apropia del cuerpo del inmigrado, es
decir, del lenguaje por el que el cuerpo se expresa, como si se
tratara de un sistema de signos a descifrar. Pero puesto que
ignora sus propias condiciones de producción, es decir, preci­
samente, las razones que le inclinan a otorgar, en la relación
con el inmigrado enfermo, una atención privilegiada al cuerpo
y a lo que llama el «lenguaje del cuerpo»,16el discurso médico
16. «El cuerpo [para los enfermos magrebíes] representa un medio habi­
tual de expresión [...]. El problema consiste pues, en primer lugar, en desci­
frar este lenguaje» (Dr. R. Berthelier, «Psychopathologie de la transplanta-
tíon chez le musulmán algérien», en 70.c Congrés de Psychiatrie et de Neurolo-
gie de Langue Francaise, Túnez, agosto-septiembre de 1972, París, Masson,
1973): «La estructura familiar magrebí tradicional valora mucho el cuerpo
del niño [...]. [El niño] tiene toda la libertad de ser [...] en un cuerpo a cuer­
po con su madre [...]. Toda esta importancia del cuerpo, todo este potencial
encuentra eco en el seno de las instancias médicas» (J. Bennani, op. cit., pp. 43-
46; el subrayado es nuestro).
de la psiquiatría se prohíbe, en este caso concreto, toda interro­
gación sobre su naturaleza, sobre su función social e incluso
sobre su razón de ser.17Así, bajo la pluma de psiquiatras exper­
tos en el «alma» o, para emplear un lenguaje más moderno, en
la «cultura» del inmigrado magrebí, la circuncisión y de modo
más general todas las técnicas del cuerpo desde el fajado o el
destete (el «cuerpo a cuerpo con la madre e incluso con otras
mujeres» del que habla Jalil Bennani o aun la madre como «en­
torno esencial para el niño que dispone de ella como señor ab­
soluto», la madre que, por su parte, «no renuncia nunca a su
hijo, sobre todo si es un niño, pues constituye para ella la ga­
rantía de un reconocimiento social», op. cit., pp. 43-44), hasta
el uso servil que se hace, en las obras o en los talleres, del cuer­
po del inmigrado durante todo el tiempo que dura su inmigra­
ción («el trasplante que priva al individuo de sus defensas so­
ciales habituales le hace perder de golpe este simili-phallus ne­
cesario —cabe entender con esto el trasplante “castrador’’,
alusión y evocación psicoanalítica de la “circuncisión-castra­
ción" del niño—, de ahí provienen regresiones masivas y, even­
tualmente, la búsqueda compensadora de una pensión de invali­
dez cuya obtención al compensar él fracaso profesional permite
al enfermo no perder su prestigio»),18 dan lugar a desarrollos
«doctos» que, mezclando etnología y psicoanálisis, intentan es­
17. Por ejemplo, «la relación edípica», de la que J. Bennani afirma que «se
encuentra reactualizada en el momento del matrimonio}) {op. cit., p. 45), o,
incluso, la circuncisión, «experiencia inesperada que llega muy oportuna­
mente, en el momento preciso como por el más afortunado de los azares o
como si estuviera determinada a medida y de manera expresa para prestarse
a todas las interpretaciones posibles, y que constituye una "herida” que algu­
nos califican de "primera y narcisista" y que otros miran como una "castra­
ción" cuyo recuerdo imperecedero puede llegar a explicar la intensidad de
los problemas de castración entre los magrebíes»; la relación «padre-madre-
castración» parece haber encontrado en la circuncisión el espacio ideal en el
que proyectarse y en el inmigrado magrebí portador de esta «marca» el terre­
no más favorable a sus aplicaciones: de este modo, siempre «en el momento
edípico», cuando el padre «manifiesta más fuertemente su presencia, sepa­
rando al hijo de su madre e invitándolo a las tareas adultas», la circuncisión,
en palabras de J. Bennani, «marca ese paso a la edad adulta» y constituye, de
este modo, el «equivalente a una amenaza de castración [...], castración di­
rectamente vivida en el cuerpo» o una «marca sobre el cuerpo que sobrevie­
ne en el momento del acceso al lenguaje y a lo simbólico [...], marca de una
castración simbólica» que preside la madre {op. cit., pp. 43-44).
18. Dr. R. Berthelier, op. cit.-, el subrayado es nuestro.
tablecer sobre la base de acercamientos a priori, incluso pura­
mente metafóricos, o aun de simples analogías, un vínculo (ra­
ramente fundado y, a veces, manifiestamente forzado) entre,
por una parte, ciertos rasgos culturales escogidos a propósito,
pero cuya pertinencia queda por demostrar (pues su especifici­
dad está lejos de ser adquirida) y, por otra, la práctica terapéu­
tica de la psiquiatría cuando se tiene que enfrentar a los «enfer­
mos» magrebíes o, dicho de otro modo, cuando introduce cier­
to número de enunciados —verdaderos lugares comunes en su
mayor parte— que quieren ser un esbozo de la «personalidad
básica magrebí» en la medida en que se postula que son suscep­
tibles de determinar una configuración psíquica propia a los
magrebíes (al menos tal como se revela en las manifestacioneis
patológicas que se toma de ellos), por un lado, y los comporta­
mientos que se tienen por patológicos así como las reacciones a
la relación terapéutica que se espera destacar, por otro. Así, para
no tomar más que un ejemplo, puesto que nos dispensa de pre­
guntamos sobre el alcance real de la acusada discriminación
entre los sexos, es decir, de la división sexual del espacio, del
tiempo, de la edad y de las actividades de todo tipo (todas vincu­
ladas necesariamente a los espacios, tiempos y edades así dis­
criminados sexualmente), comenzando por las actividades que
se ejercen de manera diferencial sobre el cuerpo masculino y
sobre el cuerpo femenino, nos vemos llevados a sobredetermi-
nar (sexualmente lo que está ya determ inado míticamente) el
lugar y el poder atribuidos a las mujeres y más particularmente
a la madre.19Nos vemos llevados, de este modo, a sobrestimar
la significación del papel atribuido a unas y a otra hasta el pim­
ío de ver este papel como el antecedente que puede, según el Dr.
Berthelier, «explicar» las «reacciones depresivas neuróticas»: la
inmigración con sus dificultades ofrece la ocasión de «acordar­
se de nuevo» y, por consiguiente, de sentir la frustración que
engendra la desaparición del «matemaje» que aseguraba, al
mismo tiempo que la «sociedad-madre», que la tierra nutricia,
etc. (no son metáforas lo que falta para expresar la relación
19. Así, para el Dr. R. Berthelier, los hombres no poseen más que las apa­
riencias de un poder que no poseen realmente, mientras que las mujeres
poseen la realidad de ese poder sin poseer sus apariencias; la sociedad de
origen «atribuye al hombre y valora las apariencias de un poder que la socie­
dad de las mujeres detenta en realidad».
encantada entre las dos experiencias siguientes: el destete déla
madre durante la infancia y, más tarde, por la inmigración, el
destete de la «sociedad-madre»), la madre a la que tanto gusta
presentar como omnipotente y omnipresente, primero en la in­
fancia y luego en el imaginario del adulto. No cabe duda de que,
para los psiquiatras, presurosos por «leer» en el comportamiento
y en el psiquismo de sus «enfermos» magrebíes las marcas de
estructuras sociales, afectivas y culturales que creen haber cap­
tado como constitutivas de la personalidad de estos enfermos,
la relación que presentan entre el «cuerpo», el «padre» y la «ma­
dre» es una relación directa e inmediata; así, incluso J. Ben-
nani, el más avezado de ellos, pues no halla para agregar más
que la dimensión «social» («todo sujeto se encuentra cogido en
estas dos dimensiones: la de una historia personal y la de una
historia social», p. 42), se permite establecer un vínculo, prime­
ro, entre el «cuerpo» y el «patriarcado» y, seguidamente, entre
la «circuncisión» (marca en el cuerpo) y la «madre»: «detengá­
monos un momento en esta circuncisión y eii la relación con la
madre [...]. Es la madre la que inicia al niño ten la ceremonia y
quien la organiza [...]. La madre marca, pues, al niño con esta
castración simbólica y detenta por ello un poder sobre el niño.
Sobre el padre también [...]. De este modo es la madre la que
nombra la ley. Al igual que "el nombre del padre”, que la madre
enseña al niño a pronunciar, la amenaza de castración, la ley de
prohibición del incesto es dada a conocer po'r la madre. Para el
magrebí, la relación con la madre es importánte. [...] La madre
significa la ley del padre pero su mirada queda fijada sobre su
hijo. Éste se queda cerca de ella, de su escucha, y continúa man­
teniendo el imaginario del niño [...]. Para el adulto, esta rela­
ción con la madre y con el cuerpo permanece siempre viva»
(pp. 42-45). De la misma manera, la relación privilegiada con la
madre está en el origen, según el Dr. Berthelier, de todas las
actitudes de «compensación» que es llevado a diagnosticar en­
tre sus «enfermos» magrebíes: «el trasplante como pérdida de
objeto [reenvía] a un modo de cría de los niños y a una relación
con la madre que se caracteriza por una fijación con ésta; nor­
malmente compensado por la pregnancia de una estructura
social protectora y generadora de seguridad en la que la socie­
dad realiza un sustituto del objeto materno perpetuando así la
situación infantil de dependencia, este carácter resurge cuandc
el trasplante aísla al individuo; de ahí, la frecuencia de las reac­
ciones depresivas neuróticas y la importancia de la exigencia
afectiva respecto al médico, por medio de la cual el enfermo
recrea la relación con la madre».
Lo que es ingenuamente olvidado en todas estas afirmacio­
nes (en un principio, ni verdaderas ni falsas), es que la relación
originaria con el padre y la madre o, si se prefiere, con el cuerpo
paterno y con el cuerpo materno, es decir, con el cuerpo ajeno y,
por consiguiente, con el propio cuerpo, pasa necesariamente a >
través de las categorías de percepción que sería ingenuo tratar
como «sexuales» (o como solamente sexuales) pues, de alcance
infinitamente más amplio y al tener un campo de aplicación in­
finitamente más extendido que únicamente la región de la afee-,
tívidad, contribuyen a la organización de todo el cosmos. En
tanto que es el producto, en cierta medida, de estas categorías, la
relación con el padre y con la madre participa, también (por no
decir que deriva), del conjunto de oposiciones míticas que es­
tructuran al mismo tiempo el mundo y paralelamente el mundo
y el yo, el mundo quizás antes que el yo y en cualquier caso de
manera más segura que el yo. Al constituir la ocasión más primi­
tiva y también la más dramática de experimentar la estructura­
ción mítica de todo el espacio (el espacio físico y el espacio so­
cial), es decir, la proyección de todas las oposiciones fundamen­
tales simbólicamente encamadas en la oposición entre lo
masculino y lo femenino (o, mejor, en la oposición, paradigma
de todas las demás oposiciones, entre el pene y la vagina, propie­
dades biológicamente definidas de los dos sexos), la relación con
el padre y con la madre no puede hallarse en el fundamento de la
adquisición de los principios de la estructuración del yo y del
mundo (y, más particularmente, de la distinción homosexual y
heterosexual) más que a condición —lo que se olvida a menu­
do— de que se instaure en un mundo y con un mundo de objetos
mitológicamente sexuados y no solamente con personas biológi­
camente sexuadas.20

20. Véase, a propósito de las relaciones entre el cuerpo y las estructuras


que actúan sobre el cuerpo y en las que se mueve el cueipo, P. Bourdieu,
Esquisse d’une théorie de la pratique, op. cit. (en particular, pp. 155-227).
E l cuerpo sustituto del lenguaje

El lenguaje «somático» es para unos, como J. Bennani, im


lenguaje que permanece vinculado al cuerpo que es su «fuente»
así como a toda la experiencia corporal, mientras que, para otros
como R. Berthelier, es un lenguaje que intenta suplir las insufi­
ciencias del «verbo»: «el cuerpo representa un medio habitual de
expresión [...], lo que calificamos frecuentemente de hipermimia
se inscribe en la norma [...]. La lengua originaria del enfermo
—el árabe dialectal—, semánticamente pobre, no consta o cons­
ta de pocos términos susceptibles de traducir lo que es del orden
del afecto. De ahí el uso metafórico del cuerpo que, en adelante
actuado, intenta decir lo que el verbo no puede expresar. El proble­
ma consiste pues, en primer lugar, en descifrar este lenguaje».
Hete aquí ahora que, para sus propias necesidades, el psiquiatra
redescubre, cuando le toca, la vieja concepción lingüística que
diferenciaba y jerarquizaba las lenguas según las capacidades y
virtudes intrínsecas que les atribuía o que le gustaba encontrar en
ellas; estas cualidades son siempre las mismas y se asocian siem­
pre con las mismas lenguas: por un lado, imas ¡«disposiciones» a
la abstracción, un poder apropiado de razonamiento y de intelec­
ción, una adecuación apropiada (ella también) a las exigencias
de la racionalidad del pensamiento, todas ellas características de
las que están dotadas las lenguas «hechas» para pensar y expre­
sar las grandes ideas del espíritu, las lenguas de cultura, de civili­
zación, de gran tradición intelectual y humanista, y en pocas pa­
labras, las lenguas cultivadas apropiadas a las cosas, a los hom­
bres y a las sociedades cultivadas; y, por otro Jado, la indigencia
conceptual o, en este caso, la «pobreza semántica» de las lenguas
de lo concreto (que es lo opuesto a lo abstracto), de lo empírico
(que es lo opuesto a lo teórico) y de la experiencia directa e inme­
diata (que es lo opuesto a la reflexión que necesita del «distancia-
miento» respecto a la acción y respecto a las cosas y el mundo),
lenguas que, sin grandes ambiciones intelectuales o sin grandes
pretensiones de pensar el mundo que se contenta con actuar, sólo
tienen un uso práctico. La «indigencia» que se atribuye así a las
lenguas calificadas de «primarias» y «elementales», al convenir a
las sociedades que no tendrían nada más que expresar que su
percepción y experiencia «primaria» y «elemental» del mundo
(el mundo físico, el mundo de los objetos materiales), al que es­
tán inmediatamente ceñidas, contrasta —otro reproche que se
les hace, y que es correlativo del primero— con la profusión des­
ordenada del léxico que sirve para designar a los objetos, a las
cosas concretas del mundo, incluso del yo (como, por ejemplo,
los movimientos corporales, los gestos, las posturas, etc., o, aún
más, todo lo que es del orden de lo vegetativo), así como a la
experiencia práctica que se tiene de lo uno y de lo otro. Si, habi­
tualmente, se reprochaba a algunas lenguas el hecho de ser de­
masiado «concretas», de no ser aptas para la abstracción —inca­
paces de acceder a ella e incapaces de expresarla— y, por consi­
guiente, de pecar más bien en el orden del concepto, hete aquí,
además, que la psiquiatría a su vez reprocha a la lengua árabe de
los inmigrados magrebíes pecar en el «orden del afecto». Es evi­
dente que es de manera completamente determinativa, esto es,
con independencia de las condiciones sociales que determinan el
uso que se hace de estas dos clases de lenguas (con independen­
cia de las características sociales de aquellos que hablan estas
lenguas e independientemente de las situaciones sociales en las
que son habladas), el que se les atribuya de manera respectiva
dos clases de características que se piensan como verdaderas en
sí (mientras que están socialmente determinadas) puesto que
proceden, para una, de la dignidad de las cualidades intelectua­
les y, para otra, del imperativo de la práctica o, en otros términos,
de las necesidades y de la urgencia que impone la práctica.
Es necesario, en efecto, ignorar del todo las determinaciones
que pesan sobre el lenguaje y que lo estructuran, a él también,
según las categorías míticas que estructuran todo el universo y
que oponen, por ejemplo, el lenguaje masculino y el lenguaje
femenino (eso de lo que hablan y la manera en que hablan dife­
rentemente los hombres y las mujeres, algunos temas de conver­
sación, algunos usos y algunas formas de lenguaje que pueden
ser femeninos en los hombres y otros temas, usos y formas, mas­
culinos en el caso de la mujer), el lenguaje oficial y el lenguaje
privado —el primero es más el lenguaje de los hombres, de las
circunstancias públicas, de las relaciones más fuertemente insti­
tuidas (la relación con la medicina es de aquéllas y el lenguaje
con el médico, con el psiquiatra, pertenece a esta categoría del
lenguaje, al lenguaje oficial); y, el segundo, lenguaje de la situa­
ción privada o íntima, lenguaje de la confesión (el tipo de len­
guaje que el psiquiatra espera precisamente de sus «enfermos»
magrebíes, pero que no puede, y con razón, obtener de ellos),
conviene más bien a las mujeres, a las relaciones íntimas y entre
íntimos o entre cómplices, a las situaciones y relaciones menos
formales, etc.—, el lenguaje de la sabiduría, de la moderación y
de la ponderación, de la experiencia, que es patrimonio de la
edad, y el lenguaje de la energía, de la prontitud, incluso de la pre­
cipitación, de la determinación (a menudo un poco excesiva o
demasiado radical), que tiene para él la excusa de la juventud; es
necesario ignorar del todo esto para afirmar que es solamente, o
principalmente, puesto que «la lengua original del enfermo [es]
semánticamente pobre, no consta o consta de pocos términos
susceptibles de traducir lo que es del orden del afecto», que este
enfermo, por mesura y por necesidad de «compensación», pre­
fiere hablar «corporalmente» (hacer hablar a su cuerpo o hablar
a través de su cuerpo) más bien que hablar «verbalmente», al
mantener su cuerpo el lugar del cuerpo (del verbo que no tiene
en este caso). ¡
Otra manera de formular la oposición entre cueipo y lenguaje
es sustituir el «cueipo» por su equivalente originario, la «madre»;
y el primado del «cuerpo», por el primado de- la «madre» y del
papel que tiene, primero, en la primera educación y, más tarde,
en el «inconsciente» del adulto. También abundante, el discurso
sobre la «madre» y sobre el «matemaje», sobré la relación con la
madre, es decir, sobre el recuerdo y la nostalgia de la seguridad
«maternal» perdida (la circuncisión que está caracterizada como
lo primero que marca esta pérdida) y sobre la’«frustración» que
resulta de ella (castración), sobre la virtud explicativa de esta re­
lación para dar cuenta de las conductas patológicas observadas,
sólo comparable a la de su homólogo, el discurso sobre el «cuer­
po» y sobre «el lenguaje del cueipo». Los dos discursos, el discur­
so de la relación con la madre en el caso del magrebí y sobre el
discurso del «cuerpo» en el caso de este mismo inmigrado, se
han puesto de acuerdo; están del mismo lado, en el polo opuesto
al lenguaje (es el caso del «cuerpo» opuesto al verbo y del «lengua­
je corporal» opuesto al «lenguaje verbal» o por el verbo) y al «cor­
te» que debe efectuarse «entre el cueipo y su símbolo» (es el caso
de la «madre» en tanto que se opone a este «corte»). Desde este
punto de vista, J. Bennani no se equivoca al ver en la «madre» y
también en el cuerpo (asociado a la «madre») la «fuente» del len­
guaje, pero del «lenguaje del cuerpo»: «[el niño] permanece cerca
de ella [la madre], de su escucha, y continúan manteniendo los
recuerdos del cuerpo. El acceso al lenguaje, a lo simbólico perma­
nece cerca de su fuente» (subrayado nuestro); y un poco más aba­
jo: «este cuerpo se hablará como un lenguaje:21 así los estados
depresivos se expresan a través del cuerpo y de los síntomas que
ofrece la escucha. El lenguaje hablado está ahí cerca de su fuente y
el corte entre el cuerpo y su símbolo, el lenguaje hablado, parece
ser menos importante que en el caso del "enfermo occidental”»
(op. cit., pp. 44-45). Por tanto, para uno —el enfermo occiden­
tal—, el lenguaje del pensamiento y de las ideas, lenguaje elabo­
rado que exige, en cuanto a él, un «corte entre el cuerpo y su
símbolo» más importante, con toda seguridad, que en el caso del
magrebí; y, para el otro —el enfermo magrebí—, el lenguaje so­
mático, lenguaje de lo orgánico y vegetativo, lenguaje que ha per­
manecido «cerca de su fuente», del «cuerpo» y de la «madre». Lo
que uno dice o puede decir verbalmente, el otro no puede decirlo
más que a través y por medio de su cuerpo; en uno, es la palabra
la que se ha hecho cuerpo mientras que en el otro es, al contrario,
el cuerpo quien se ha hecho palabra.

El inmigrado no es más que cuerpo

El lenguaje médico, por la oposición que establece o que su­


giere entre el cuerpo y el verbo y más allá del uso que hace de
esta oposición, ¿no expresa, a su manera, la situación general de
los inmigrados? Haciendo esto, ¿no traduce, en realidad, la ver­
dad objetiva de la condición o de un aspecto de la condición del
inmigrado? Sin duda, ¿no es tan abundante ni tan ampliamente
21. «El cuerpo se hablará como un lenguaje»: no se trata entonces ni del
«cuerpo que habla» ni «del cuerpo del que se habla», no se trata ni del «len­
guaje del cuerpo» ni del «lenguaje sobre el cuerpo»; como si el autor presin­
tiese toda la ambigüedad que encierran las metáforas que asocian cuerpo y
lenguaje, recurre al artificio estilístico de la fórmula pronominal que, al iden­
tificar el sujeto (la acción) y el complemento (aquello sobre lo que recae la
acción o el resultado de la acción), permite por la neutralización que realiza
de la relación de uno y otro —lo que, en cierta manera, viene a suprimir esta
relación uniendo mutuamente uno en otro el sujeto y el complemento— elu­
dir la dificultad, es decir, continuar hablando del cuerpo y del lenguaje sin
pronunciarse nunca sobre la naturaleza de la relación entre uno y otro, y sin
tener nunca que aclarar el equívoco que pesa sobre esta relación.
compartido como porque es producido, él también, por el con­
junto de las categorías de percepción y de análisis que presiden
habitualmente la imagen que nos hacemos de los inmigrados y
del tratamiento (práctico y teórico) que les reservamos? De este
modo determinado, podría no ser más que una simple variante
—una variante, desde luego, más elaborada y más autorizada
puesto que procede de la autoridad científica y moral de la medi­
cina— del discurso común sobre los inmigrados y sobre la con­
dición de inmigrado. El inmigrado no es más que su cuerpo. La
importancia de lo que se denomina el «lenguaje del cuerpo» o,
en otros términos, la importancia orgánica del cuerpo, no es, en
el fondo, nada más que la importancia del cuerpo como órgano,
es decir, esencialmente, como fuerza de trabajo, primero, y como
forma de presentación de sí, a continuación: el inmigrado es ante
todo su cuerpo, su fuerza corporal y su presencia por su cuerpo
biológico diferente de los otros cuerpos. Excepto el trabajo y las
otras circunstancias que no conciernen y que no solicitan del
inmigrado más que su cuerpo, el inmigrado sigue siendo un
menor. Así se explica el gran número de empresas de «solicitud»
filantrópica de las que el trabajador inmigrado (en particular el
magrebí o el originario de un país del Tercer Mundo) es su obje­
to: de tal manera que le aportan una asistencia (pública o priva­
da) que, en el fondo, corresponde a un trabajo pedagógico y a
una acción de inculcación comparables a la obra educativa que
se ejerce sobre el niño; incluso si actuando de este modo contri­
buyen también a mantener al inmigrado en una situación que
hace de él un eterno asistido y un eterno «aprendiz». Es en todo,
en todas partes y durante toda la inmigración que el inmigrado
es tratado como un «niño», o cual niño a quien es necesario en­
señar a portarse bien (técnica o moralmente), a ajustarse a las
normas y a las exigencias (técnicas o morales), en resumidas
cuentas, a «vivir» según las reglas de la sociedad de inmigración.
No es del todo sin motivo que el inmigrado llegue a sospechar
—ha aprendido a hacerlo— de todas las afirmaciones que de él se
hacen, sobre el origen (y la originalidad), sobre los efectos y la
importancia de la «somatización» de la que su cuerpo es el lugar.
Puesto que el «cuerpo» se percibe por lo general como lo opuesto
estructural a la «cabeza», puesto que el cuerpo y lo corporal, se
quiera o no, están implícita o explícitamente relacionados con la
cabeza y con lo mental para serle opuestos, la somatización, es
decir, el hecho de no poder expresarse (expresar su enfermedad)
de otra manera que por medio de su cuerpo —lo que se sobren­
tiende la exclusión del lenguaje verbal, del lenguaje de la «cabe­
za»— acaba por servir de coartada para negar la enfermedad del
cuerpo y el cuerpo enfermo: cuando el «cuerpo» habla y habla
demasiado, es con seguridad porque la «cabeza», la «cabeza» que
no puede decir el «cuerpo» (la «cabeza» que no verbaliza), está
enferma. Se comprende que la somatización, al ser tratada objeti­
vamente como la negación de la enfermedad somática, suscite la i
desconfianza del enfermo que «somatiza» de este modo; se com­
prende que se sospeche de la importancia que a ésta le atribuye el
discurso médico. La somatización no puede aparecer, a ojos de
este enfermo y también de manera objetiva, más que como una
manera de desplazar el «mal» del «cuerpo» que padece, pero al:
que se niega la enfermedad, a la «cabeza», a lo mental, que no
sufre, pero al que se asigna el mal; del campo somático en que el
inmigrado se empeña en situarla y en mantenerla, la enfermedad
es transferida al campo mental en que la medicina prefiere recha­
zarla. La «enfermedad» del «cuerpo» tiende así a convertirse en el
«mal» de la «cabeza» (en la locura); la afección (somática) de la
que el inmigrado se queja (sin razón se le dice) está en trance de
convertirse en una afección mental de la que no se queja (al me­
nos, por el momento) y de la que no tiene, según su punto de vista
y también según su propia experiencia corporal, por qué quejarse
pero de la que se queja, en realidad, creyendo el punto de vista de
la ciencia de los médicos y de los especialistas, de otro modo, que­
jándose de su cuerpo. Como si el inmigrado percibiese la apuesta
contenida en la oposición entre el cuerpo y el lenguaje en la que se
lo encierra, responde a esta oposición que para él reenvía a la opo­
sición homologa entre cuerpo y cabeza, mediante la afirmación de
su cuerpo. El «cuerpo» y, sobre todo, el cuerpo enfermo (y él sólo
enfermo) es reivindicado contra lo «mental», contra la tentación
de sustituirle la «cabeza» y el «mal de la cabeza»; la afirmación de
la enfermedad orgánica adquiere aquí, en última instancia, la sig­
nificación de un rechazo de la locura. El enfermo al creer hablar y
al querer, a propósito de su cuerpo, el mismo lenguaje que la medi­
cina, es decir, un lenguaje organicista, se queja de esta medicina y
sospecha que ésta no quiere tomar en consideración su cuerpo y
solamente su cuerpo: mientras que tiene el poder de volver el cuer­
po translúcido y, por consiguiente, de ver en él con toda transpa-
renda (lo que permite el examen radiológico o radioscópico, técni­
ca que muchos enfermos estiman soberana), para el inmigrado
enfermo negado en tanto que enfermo, no es más que con el fin de
volverle «loco» que la medicina se niega a mirar de cerca, a «leer»
y a diagnosticar en el cuerpo (y solamente en el cuerpo) los signos
de la enfermedad. Al querer a todo precio, sin nunca conseguir
este resultado, convencer al médico del cuerpo de lo que le parece
que es la evidencia misma, a saber, la enfermedad que reside en su
cuerpo, el inmigrado al que se niega su enfermedad acaba dudan­
do de la validez de su juicio y de la integridad de su razón —y
acaba dudando también y en primer lugar de la razón y del juicio
del médico a pesar de la autoridad social y científica de este últi­
mo. «Quieren volverme loco... acabarán por volverme loco»; «di­
cen que estoy loco, sospechan que estoy enloqueciendo... prefieren
que me vuelva loco antes que pagarme lo que me corresponde»;
«frecuentando a los médicos de los locos, te conviertes en loco... y
además todos esos médicos que curan a los locos están ellos mis­
mos locos», es casi por experiencia que los inmigrados atendidos
de este modo descubren la relación que la medicina efectúa entre
su estado de salud o su condición social y su estado psíquico.
Al dudar indefinidamente entre la presencia duradera que no
osa confesarse y el «retomo» que, sin ser nunca decididamente
descartado, nunca es considerado seriamente, el inmigrado está
condenado a oscilar constantemente entre, por un lado, las pre­
ocupaciones de hoy y de aquí y, por otro lado, las esperanzas
retrospectivas de ayer y de otras partes, expectativas escatológi-
cas del fin de la inmigración. Si ésa parece ser la condición del
inmigrado y, más particularmente, del inmigrado magrebí, la
mínima crisis en su itinerario de inmigrado —paro, enfermedad,
accidente, infracción, primero, en la reglamentación que le con­
cierne propiamente y, luego, más generalmente, en la reglamen­
tación común, etc.— tiene necesariamente repercusiones que al­
canzan al inmigrado en lo más profundo de sí mismo, en su iden­
tidad de inmigrado. Si cada una de estas crisis produce en su
sistema de comportamiento y en su sistema de representaciones
efectos que lo confinan en la patología, es sin duda porque no es
solamente una crisis en el entorno exterior de la persona sino que
es una crisis interna a la persona, una crisis en el estatuto que la
define y que le es enteramente impuesto desde el exterior.
EL PESO DE LAS PALABRAS

La integración es esa especie de proceso del que sólo se puede


hablar con posterioridad, y ello para decir que ha sido exitoso o
que ha fracasado; un proceso que, idealmente, consiste en pasar
de la alteridad más radical a la identidad más total (o al menos
deseada como tal); un proceso del que se constata el término, el
resultado, pero que no se puede asir en el curso de su cumpli­
miento, pues compromete a todo el ser social de las personas
concernidas y también al de la sociedad en su conjunto. Es un
proceso continuo, de todos los instantes de la vida, de todos los
actos de la existencia, al que no se puede asignar ni comienzo ni
final; un proceso que, en el mejor de los casos, se puede consta­
tar sin más, y del que no es seguro que pueda ser orientado,
dirigido o voluntariamente propiciado. Y sobre todo, es menes­
ter cuidarse mucho de imaginar que este proceso es totalmente
armonioso, que es indemne a todo conflicto. Es ésta una ilusión
que place mantener, al tener cada una de las partes concernidas
su propio interés en esta ficción después invertida, y, que, por
otro lado, encuentra en el vocabulario del mundo social y políti­
co todo el léxico designado para expresarla. En el imaginario
social, la integración, en tanto que fabrica identidad, es decir, de
lo idéntico, de lo mismo, y que, por ello, niega o reduce la alteri­
dad, acaba por tomar el valor común de principio y proceso de
acuerdo, de concordia, de consenso.
Sedimentaciones semánticas

La especie de irenismo (social y político) que se atribuye a la


palabra «integración» conduce no sólo a magnificar la historia
de las «integraciones» pasadas, ya consumadas, y, de manera
correlativa, a «ensombrecer» la historia de los conflictos presen­
tes, sino también a imaginarse que el proceso sociológico de in­
tegración puede ser el producto de una voluntad política, que
puede ser el resultado de una acción consciente y decisivamente
conducida mediante los mecanismos de Estado. Sin ignorar o
desatender los efectos que puede ejercer, es necesario ver que el
discurso (político) sobre la integración1es más la expresión de
una vaga voluntad política que de una verdadera acción sobre la
realidad. La verdad impone que nos desprendamos de todas las
mitologías (incluso de las científicas) que se adhieren a la noción
de integración para aprehender la agudeza de las apuestas socia­
les y políticas, y sobre todo identitarias, que ésta disimula.
Sabemos que en las luchas de clasificación, los individuos y
los grupos invierten todo su ser social, todo lo que define la idea
que se hacen de sí mismos, todo ese impensado social por el que
se constituyen como «nosotros» por oposición a «ellos», a los
«otros», y al que se mantienen sujetos por una adhesión casi
corporal. Esto explica, sin lugar a dudas, la fuerza excepcional
de movilización de todo lo que atañe a la identidad. El discurso
sobre la integración, que es necesariamente un discurso sobre la
identidad, ya sea propia o ajena, y, en última instancia, sobre la re­
lación de fuerzas desiguales en las que están implicadas estas
identidades, no es un discurso de verdad sino ún discurso hecho
para producir un efecto de verdad. En esta materia, la ciencia
social todavía vacila entre la ciencia y el mito. El discurso sobre
la integración es un discurso fundado en la’creencia2 (y en el
prejuicio), incluso si mira o mira codiciosamente hacia la cien­
cia. Es un discurso que entremezcla dos principios opuestos de
coherencia: de un lado, una coherencia proclamada, de aspecto
1. Sabemos hasta dónde el discurso sobre la identidad es un discurso
performativo, un discurso que tiene también por efecto, cuando los medios
para ello le son dados, hacer advenir a la existencia lo que enuncia y, por lo
mismo, anuncia.
2. Véase S. Laacher, «Lmtégration comme objet de croyance», Confluen-
ces, vol. I, 1992.
científico, que se afirma oficialmente mediante la multiplicidad
de los signos exteriores de la cientificidad y por la producción de
argumentos pseudotécnicos (o burocráticos); y, por otro, una
coherencia oculta, mítica en su principio.3
Al igual que la noción de cultura, con la que en parte está
vinculada, la noción de integración es eminentemente polisémi-
ca, con esa particularidad de que ningún sentido que le sobrevie­
ne de un contexto nuevo borra totalmente los sentidos antiguos.
Se produce una especie de sedimentación de sentido, una capa1
semántica que recupera una parte de la significación depositada
por las capas semánticas que le han precedido. La palabra inte­
gración, tal como se la entiende hoy en día, ha heredado senti­
dos de las otras nociones concomitantes como, por ejemplo, las
de adaptación o asimilación. Cada una de esas nociones se quie­
re inédita, pero, en realidad, todas ellas no son más que expre­
siones diferentes, formuladas en momentos diferentes, en con­
textos diferentes y para usos sociales diferentes, de una misma
realidad social, del mismo proceso sociológico. Éste tiene sus
condiciones de realización, tiene su propia historia, y es el pro­
ducto de un conjunto de circunstancias históricas bien determi­
nadas de las que conviene dar cuenta para comprender su géne­
sis y las formas que puede revestir.4
Es como si, al tener que nombrar el mismo proceso en con­
textos sociales y también mentales diferentes, cada época tuvie­
ra la necesidad de darse su propia taxonomía. Además de que las
3. En la era de la ciencia, la «mitología científica» se traduce en una for­
ma de pulsión inconsciente que conduce a dar a un problema socialmente
importante (como lo son todos los problemas de identidad o de integración)
una respuesta a la manera del,mito o de la religión, es decir, total o totalita­
ria, una y unitaria (véase P. Bourdieu, «Le Nord et le Midi: contribution á une
analyse de l’effet Montesquieu», Actes de la Recherche en Sciences Sociales,
n.° 35, noviembre de 1980, pp. 21-25).
4. Habría sido también necesario someter a análisis la noción de «mino­
ría» que tiende a imponerse en lugar de la de «inmigrados» y que sin lugar a
dudas debe el favor del que hoy goza a su extrema ambigüedad. Aplicada a
los inmigrados, la apelación a «minoría» no es más que una extensión de un
uso que prevalece para denominar a otras minorías (bretona, occitana, etc.).
Inspirada por la intención de reforzar una «causa» esta extensión indebida
reposa sobre la puesta entre paréntesis de lo que constituye la especificidad
histórica de la inmigración argelina, fundada casi exclusivamente en rasgos
que funcionan como estigmas (véase A. Sayad, «De "populations d'immigrés"
á “minorités”, l'enjeu des denominations», Educationál Policies and Minority
Social Groups, París, OCDE, 16-18 de enero de 1985).
variaciones exteriores pesan sobre el sistema de denominacio­
nes, éstas se usan apresuradamente, se pasan de moda, se car­
gan de significaciones parasitarias o de connotaciones demasia­
do precisamente localizadas y que, al estar demasiado directa­
mente vinculadas a un contexto (sociopolítico) particular, se
revelan con demasiada rapidez anacrónicas, y, por así decirlo,
pierden su rendimiento social y político.
Así pasa con adaptación, término que tuvo su tiempo de uso
cuando no se trataba más que de la adaptación al trabajo indus­
trial, a la máquina, a los horarios, al ritmo y las cadencias de
producción, o aun de la adaptación a la condición global de
obrero y, más ampliamente, a la vida urbana. El término desde
luego ha envejecido y, al envejecer, se ha manifestado en lo que
de más pasivo tiene, concepción que depende de un contrasen­
tido debido a reflejos puramente etnocéntricos. Asimismo pasa
con asimilación, término que los avatares de la historia no han
tratado con consideración hasta el punto de descalificarlo o, al
menos, de arrojar sobre él, ahora que el pasado cplonial parece
superado, una sombra de retrospectiva desconfianza. Para te­
ner una apreciación exacta del halo semántico qi¿e rodea a todo
este vocabulario «identitario» (y, necesariamente, nacional-iden-
titario), es importante recordar la historia pasada, es decir, la
historia de los usos sociales pasados de este vocabulario y, en
este caso, la historia de los usos que de él se han hecho en el
contexto colonial y con fines coloniales. Los antecedentes que
este vocabulario debe a su pasado, al contexto político e ideo­
lógico propio del tiempo de la colonización, en el que estaba
sometido más fácilmente aún que hoy, en el contexto de la inmi­
gración, a múltiples interpretaciones y reinterpretaciones, con­
tinúan pesando en su significación actual, continúan determi­
nando objetivamente (i.e., sin que lo sepa nadie y con indepen­
dencia de la voluntad de unos y de otros) el sentido que se le da
hoy en día; sentido y significación que se creen específicamente
actuales y del todo autónomos.
Por muy clarificadora que resulte la comparación entre las
dos situaciones, la situación colonial de ayer y la situación de la
inmigración hoy —ésta no es, por otro lado, más que la prolon­
gación de aquélla, de la que es una especie de variante paradig­
mática—, y también entre los dos momentos, los dos contextos
en los que se ha impuesto el uso de este vocabulario aparente­
mente idéntico (ayer, «asimilación» de los colonizados y, hoy,
«asimilación» de los inmigrados), dicha comparación no podría
enmascarar la diferencia esencial, la diferencia de naturaleza,
que separa las dos situaciones. En el primer caso, el de la coloni­
zación, son la sociedad «asimiladora» y la nacionalidad de esta
sociedad las que sobrevinieron y las que se impusieron a los co­
lonizados, en su propio país, en su propio territorio. En el segun­
do caso, el de la inmigración, es en cambio la población en vías
de «asimilación» y de «naturalización» la que ha venido a la so­
ciedad que la «asimila» y a la nacionalidad o la naturalidad que
la «naturaliza», en su país y en su territorio. Además, la solución
del nacionalismo, hostil a la asimilación, que era en el primer
caso la única salida a la contradicción impuesta por la coloniza­
ción, resulta totalmente inconcebible y por completo excluida
en el caso de la inmigración. Y la marginación social que se po­
dría en este caso imputar al rechazo de la asimilación no es ver­
daderamente hablando lo contrario de la asimilación, pues ésta
no es siempre garantía contra aquélla.
La mala conciencia, vinculada al recuerdo del pasado colo­
nial, ha acabado por burlarse de la metáfora digestiva que está
contenida en la palabra misma y deplorar la especie de «antro­
pofagia» de la que se ha hecho una característica específica­
mente francesa y que consiste en consumir y en asimilarlo todo,
individuos, grupos, etnias, culturas, lenguas, naciones, etc. A
decir verdad, la reacción respecto a esta reputación «asimila-
cionista» es muy ambigua: tanto se ha mofado cuando se trata
de reconsiderar su historia pasada y sus efectos olvidados, es­
pecialmente en situación colonial, como es aún y siempre cele­
brada en el estado presente y por sus efectos actuales (la asimi­
lación de los inmigrados) y continúa siendo magnificada como
una virtud prioritaria, incluso específicamente francesa. Una
virtud cívica que se presenta como una garantía o como una
protección contra la discriminación esencialista (por naturale­
za, y por tanto racista) y de la que nos congratulamos también:
¿el contrato social y político no tiene en Francia y en la tradi­
ción francesa la primacía sobre los lazos de pertenencia étnica,
y Francia (que se prefiere oponer entonces a Alemania) no acep­
ta hacer de cualquier hombre (en derecho) un francés? Es ad­
quirir con muy poco lo que este «universalismo» y el monopo­
lio que se cree detentar sobre este «universalismo» (he aquí
nna prueba de la manera francesa de hablar de los «derechos
universales del hombre») pueden tener de chovinista, e incluso
de imperialismo (es el «imperialismo de lo universal», del que
habla Pierre Bourdieu).
Como si continuase padeciendo el peso del pasado colonial,
la asimilación soporta connotaciones negativas que este pasado
le procura. Por otra parte, más que todos los otros términos ho­
mólogos, la aceptación que se vincula a la palabra «asimilación»
ilustra a las mil maravillas el punto de vista etnocéntrico, que es
el punto de vista dominante (o el punto de vista de los dominan­
tes), a partir del cual se define aquello que se produce y que debe
producirse, y por tanto se estima conveniente que se produzca
—siendo así aquí el punto de vista descriptivo un punto de vista
también prescriptivo—, entre los otros, los adaptables y los «adap­
tados», los asimilables y los «asimilados».
Este punto de vista del observador exterior, y de un observa­
dor seguro tanto de sí mismo como de su visión del mundo, atri­
buye un papel totalmente pasivo a aquellos de los que constata la
adaptación o la no-adaptación, la asimilación! o la no-asimila­
ción. El vocabulario muestra acaso este juicio preconcebido: es
la sociedad francesa la que «asimila» y sólo demanda a aquellos
que son el objeto de este proceso que se dejen asimilar, que acep­
ten la asimilación de la que son objeto, o aún menos que eso, que
no la contraríen. No escucharemos decir —y no lo escuchare­
mos porque no se piensa— que la calidad de francés puede ser
también asimilada, que al mismo tiempo que asimila a otros a
ella, y para poder asimilarlos a sí, ella misma fes también asimi­
lada por estos otros de ella. No nos acordamos de estos otros
más que para enjuiciarlos, para someterlos al juicio de la mala
asimilación; de tal manera que la falta les incumbe a ellos, mien­
tras que la buena asimilación es puesta en el haber y en los bene­
ficios de la sociedad que asimila.
El término asimilación que acaba de usarse, conviene susti­
tuirlo por otro que, nuevo en el uso que se hará de él, sea suscep­
tible de producir los mismos servicios y que esté destinado a un
mayor rendimiento social. Durante cierto tiempo, hemos creído
obtener este término a través de la palabra «inserción». Ésta pa­
rece estar llamada a una audiencia mayor, porque no ha estado
marcada en un momento dado por ninguna utilización particu­
lar. Parece más bien neutra, sin gran resonancia ideológica o
étnico-ideológica puesto que no apunta preferentemente a una
población particular que se distinga por su historia y menos aún
por sus orígenes. La inserción podría no concernir más que al
lazo social, al modo de relación en el seno de la sociedad y con el
conjunto de las instancias sociales y la posición de cada uno en
el sistema social. Se trata de volver a encontrar o de volver a dar
a cada uno, con la ilusión de que tan sólo se trata de una opera­
ción cuasitécnica (y, aquí, la tecnificación es pensada como opues­
ta a la politización; tecnificar un problema social es al mismo1
tiempo despolitizarlo), el lugar entero y coherente que le corres­
ponde en el centro del sistema y eso tanto como sea posible. De
este modo, la inserción, un concepto más social y más político
que étnico, parece tener una extensión más amplia, menos loca­
lizada que la adaptación y sobre todo que la asimilación, que es
un proceso que no trata más que de un cuerpo extraño y ello a
condición de que sea metabolizado, que es por otro lado todo lo
que se le pide y todo lo que de él se espera. Ésta parece ser, por
otro lado, la debilidad de este sustituto que ha tenido poco éxito;
pues al pecar de demasiado sincretismo y de querer abrazar to­
das las situaciones en las que el proceso de inserción (social,
política, económica, cultural, etc.) está en juego, acaba por no
identificar ningún caso preciso.

La integración, una noción cargada

El léxico social y la semántica tienen, a pesar de todo, sus


límites, pues no son inagotables y, además, están siempre com­
prometidos en un proceso a la vez de desgaste y de depreciación
vinculado al uso, y posteriormente de restauración y de rehabili­
tación. Esto es lo que ocurre con el término integración. Viejo
término él también, término que ha servido durante mucho tiem­
po, en diferentes contextos, pana calificar situaciones relativa­
mente diversas; que ha;tenido también sus dichas y desdichas,
sus momentos de prestigio y sus reveses; término que ha conoci­
do sus títulos de nobleza «intelectual» y sus referencias altamen­
te sociológicas (no se puede hablar de él sin pensar en la sociolo­
gía de Durkheim y sin revisitar sus escritos). En sociología, se
conoce mejor lo que se puede llamar una «sociedad bien (o mal)
integrada» que la integración individual, que la integración como
proceso individual. Se conoce mejor lo que es un grupo fuerte­
mente integrado, dotado de una cohesión interna, al ser así la
integración entendida como un estado, como un resultado, como
una cualidad a los que contribuyen diversos factores, unos obje­
tivos y materialmente objetivados, otros inmateriales, de orden
simbólico, que trascienden toda la sociedad y todo el grupo en
cuestión, confiriéndole lo que constituye su espíritu, su estilo
propio, su coherencia interna. Y, sin duda, la integración así com­
prendida, la integración como realidad social y por consiguiente
colectiva, es la condición misma de la integración en el segundo
sentido del término, esto es, la integración individual de las par­
tes al todo. De esta manera, cuanto mayor y más fuerte es la
integración del todo, cuanto más fuerte y mayor es el poder inte-
grador de este grupo, más necesaria y más fácil de realizar es la
integración a este grupo de cada una de sus partes constitutivas,
ya sean éstas antiguas o nuevas.
A falta de un término mejor o más apropiado, la palabra «inte­
gración» vuelve a encontrar un nuevo periodo de favor, y nos com­
placemos en distinguirla de la palabra «asimilación», al suponer
la integración la integridad de la persona fundida pero no disuelta
en el grupo mientras que la asimilación equivale, cómo suele de­
cirse, a la negación y a la desaparición de esta integridad.
Puesto que versa sobre la integración del conjunto mismo, y
no solamente de la integración en el conjunto de algunos indivi­
duos que le son extraños o exteriores, el discurso sobre la integra­
ción es necesariamente un discurso apasionado> un discurso
cargado simbólicamente, sobreinvestido de seguridas significa­
ciones que es capital sacar a la luz para aprehender la verdade­
ra naturaleza y el alcance exacto de este fenómeno. Por esta
razón, no puede ser (salvo raras excepciones) un discurso pre-
dictivo. Es un discurso que siempre va retrasado respecto a la
realidad social de la que intenta dar cuenta, ya sea porque haya
que lamentarla o porque haya, por el contrario, que promoverla
como éste parece ser el caso (de manera exitosa o no, pero esto
ya es otra cuestión). La histéresis es aquí un dato inevitable, las
transformaciones sociales más profundas, que comprometen a
todo el ser de la sociedad, como es el caso en esta ocasión, exi­
gen siempre, durante el tiempo en el que se cumplen y para
poder cumplirse, un relativo desconocimiento, una relativa ce­
guera colectiva.
Y se puede afirmar que el discurso sobre esta forma de reali­
dad constituye una especie de confesión, una suerte de acta de lo
que se habría podido prever pero no se ha querido ver, de lo que
se habría podido saber y conocer mucho antes, pero se ha prefe­
rido desconocer. Uno de los grandes malestares que suscita en­
tre unos y otros, entre los «integradores» (asimilacionistas o no)
y los «integrables» (integrados o no), el tema de la integración,
está sujeto para una buena parte de ellos a este desajuste: el dis­
curso sobre la integración no es audible ni es admisible entre
aquellos a los que de modo prioritario se dirige —el público que
es objeto de integración— más que por aquellos que son ya los
más integrados.
Por esta razón, el análisis de la integración vuelve a cuestio­
nar el proceso migratorio por entero, es decir, toda la trayectoria
del inmigrado y no solamente el estado que ha resultado de esta
trayectoria. Y desde este punto de vista se puede decir que la
integración ha comenzado desde la emigración,5 o incluso mu­
cho antes de este acto que no es más que la manifestación de
esta integración: integración al mercado de trabajo asalariado a
escala mundial de individuos que hasta ese momento vivían, de
buena o de mala gana, al margen y en la ignorancia de este mer­
cado y de todo el sistema económico del que formaban parte.
Esta primera integración que no se ve (porque no hay ningún
interés en verla) impone todas las otras formas de integración de
las que se habla sin parar; está en su principio y no se podría
hablar de éstas sin tener aquélla en mente.
Una vez situado en la inmigración, es la condición toda del
inmigrado, su existencia toda, las que constituyen el lugar de un
intenso trabajo de integración, un trabajo completamente anó­
nimo, subterráneo, casi invisible, al modo de un verdadero tra­
bajo de inculcación o de segunda socialización, trabajo hecho de
pequeñas naderías, pero de naderías que no dejan de acumular­
se cotidianamente hasta el punto de suscitar,’como si de nada se
tratara, sin que nos demos siempre cuenta de ello, y sobre todo
sin solución de continuidad aparente, profundos cambios —que
son por otra parte los cambios más duraderos.
5. O por lo menos cierta forma de integración, una integración desde la
perspectiva de la incoiporación al sistema económico que está en la génesis
de la emigración y de la inmigración.
Es necesario que la mirada dirigida a la inmigración cambie
bajo la presión de diversos fenómenos concomitantes, los unos
concernientes al fenómeno mismo,6los otros dependientes de la
coyuntura global,7 para que demos muestra de tener prisa en
una integración de la que no nos preocupábamos o lo hacemos
desde hace muy poco. Esta prisa, si no es completamente sospe­
chosa, es profundamente torpe y corre el riesgo incluso de ir en
contra de los objetivos que se propone.
Aquí, es conveniente recordar que es de la inmigración y de
la integración (de los inmigrados), como de numerosos otros
objetos sociales y sobre todo de estados mentales, donde uno se
pone a «querer lo que no puede ser querido», según la bella fór­
mula de Jon Elster. Es como querer olvidar, como querer ser
natural, como querer dormir. Basta con querer olvidar para no
olvidar; basta con querer ser natural para no parecer natural y
no se puede dar la impresión más que cuando no se intenta dar
la impresión. La integración es, ella también, de este orden de
cosas: al perseguir una integración que, hablando con propie­
dad, no depende objetivamente de la voluntad de los agentes, se
corre el riesgo de fracasar. La integración que se persigue tiene
por característica, como todos los otros estados, el no poder rea­
lizarse más que como efecto secundario de acciones emprendi­
das con otros fines.
A pesar de todo conviene no entender la integración como
una simple forma de promoción social,8 pues está al final de
acciones y de esfuerzos que no tienen la necesidad de ponerse la
integración como objetivo. Del mismo modo que el sueño puede
venir como «efecto secundario» de una acción que no se lleva a
cabo para dormir (contar ovejas para dormir no hace necesa­
6. Inmigración familiar; advenimiento de la generación de inmigrados
nacidos en Francia e «hijos de Francia»; disipación de todas las simulacio­
nes y disimulos, incluso mitologías constitutivas del hecho migratorio que
todas nuestras categorías mentales y nuestra manera de pensar la cuestión,
que es una forma de «pensamiento de Estado», nos inclinan a percibir como
«provisional», como «subordinado al trabajo» que es la razón de ello, y
como «neutro políticamente»; etc.
7. La crisis del empleo y sus consecuencias sobre todo el estatuto de la
inmigración y no solamente sobre el estatuto jurídico de los inmigrados.
8. La integración es más y es algo diferente a eso. Se puede ser pobre e
incluso marginal (o hasta delincuente) y estar «integrado» en la sociedad en
la que se vive.
riamente dormir, salvo en el caso de no saber que eso se hace
para dormirse), la integración, sin ser indiferente a lo que de ella
se dice y para ella se hace, no puede ser el resultado directo de
aquello que es hecho y dicho con esa intención. La incitación a la
integración, la sobreabundancia del discurso sobre la integra­
ción, no dejan de aparecer a ojos de los más advertidos o de los
más lúcidos en cuanto a su posición en el seno de la sociedad y
en todos los dominios de la existencia, como un reproche por
falta de integración, por déficit de integración, incluso como uná
sanción o un juicio preconcebido sobre una integración «impo­
sible», nunca total y nunca total y definitivamente adquirida.
Tratándose de la inmigración, es difícil hacer la distinción
entre moral y política. La cuestión es por definición más difícil
en el caso de la inmigración que en el caso de los otros objetos
sociales, aunque sean prioritariamente objetos de caridad. El ser
«a-político» que, puesto que «no es nacional», el inmigrado es,
por una parte, la ilustración por excelencia del carácter eminen­
temente político (incluso si no es reconocido) de la inmigración
y, por otra parte, el ejemplo paradigmático de esa especie de
objetos que se preferiría reducir totalmente a una cuestión pura­
mente moral. La manera más perniciosa de subvertir la inmi­
gración asegurando la dominación más total que pueda ejercer­
se sobre ella es despolitizarla. Pues, no hay mejor despolitiza­
ción de un problema social que su tecnificación o su total reflujo
en el campo de la moral.
Moral y política se complementan aquí y se conjugan para
convertir los derechos que posee esta categoría de sujetos (que
no tienen ningún derecho a tener derechos, puesto que no son
nacionales) en deberes, en obligaciones para consigo a los que
está obligada la otra parte. Antes que reconocer derechos a su
contraparte, se cuida de presentarlos y de representárselos como
deberes a los que uno se obliga, como actos de generosidad o dá­
divas unilaterales. Aunque, en los hechos y en pura contabilidad,
se pague el mismo precio, este precio es transfigurado desde ese
mismo momento en que es susceptible de ser apartado de la
base propiamente contractual y, por consiguiente, jurídicamen­
te garantizada, de los derechos.
LA «NATURALIZACIÓN»

Entre la inmigración (como proceso y como población de


inmigrados) y la nación, es decir, en el fondo, entre la inmigra­
ción y la naturalización, se ha establecido una relación dialécti­
ca. La naturalización se nutre de la inmigración, y ésta, a su vez,
cuando la eventualidad del retomo definitivo queda descartada,
se disuelve en aquélla y a través de aquélla. Desde el solo punto
de vista de la pertenencia nacional o, lo que viene a ser lo mismo,
según el único criterio de la nacionalidad, la inmigración realiza
una manera de existencia completamente particular, específica,
en el seno de la nación. En efecto, las exigencias del orden políti­
co hacen que, si acaso, no haya más que dos maneras de existir
políticamente en una nación: una manera «natural», que es con­
siderada evidente y que es inherente a los «naturales» de la na­
ción, a los nacionales, y también, y en todo caso, la de los «natu­
ralizados», la de los que se han hecho «naturales»; y una manera
extraordinaria que escapa a la ortodoxia «nacional» y que, en sí
misma, es fundamentalmente ilegítima y que, por esta razón, se
justifica por un trabajo intenso y continuo de legitimación.
En derecho y con tal de impulsar la lógica intrínseca al orden
nacional hasta sus últimas consecuencias,-no constituye una ver­
dadera inmigración, sobre todo cuando ésta, contrariamente a
lo que idealmente debiera ser, resulta ser «permanente», más que
la inmigración que se funde por vía de la naturalización en la
«naturaleza» o la «naturalidad» (como se denominaba antaño la
nacionalidad) francesa. Y, a la inversa, no constituye una verda­
dera naturalización más que aquella que «naturaliza» a los pos­
tulantes considerados como «naturalizables», cualidad de la que
conviene asegurarse previamente asegurándose en particular de
las condiciones requeridas (en primera fila de las cuales está la
condición de residencia) para su adquisición. Es ése, sin lugar a
dudas, el sentido de la operación jurídico-política denominada
«naturalización», verdadera transustanciación que, combinán­
dose con la inmigración (es decir, con el paso de un tenitorio a
otro, de una nación a otra) de la que prolonga los efectos, hace
pasar de una nacionalidad a otra, incluso de una «sangre» a otra
«sangre».
Si se define la inmigración como la presencia de no naciona­
les en el seno de la nación, y la naturalización como la fusión de
estos no nacionales en la nación (y en la nacionalidad) y su iden­
tificación total (al menos jurídicamente hablando) con los na­
cionales, se comprende que estén sometidas grosso modo a las
mismas reglas. Ingresar en la nación (i.e., inmigrar) y, con ma­
yor razón, adquirir la nacionalidad (ser naturalizado) son dos
operaciones que están subordinadas a la misma preocupación
de orden: de orden público, en el sentido administrativo del tér­
mino (art. 79 del Código de la Nacionalidad) y también en el
sentido más sociológico de «vida correcta y buenas costumbres»
(art. 68 del Código de la Nacionalidad); de orden moral o po­
lítico (en el sentido de orden institucional o para lo que está
instituido) y de orden cultural. Sin embargo, mirándolo más de
cerca, la similitud que se puede constatar entre las funciones
respectivas de la inmigración y de la naturalización y, por consi­
guiente, entre las maneras de legislar una y otra y también entre
las maneras de reglamentarlas parece menos evidente: la inmi­
gración y la naturalización dependen de dos ámbitos relativa­
mente autónomos, esto es, del orden económico, que tiene siem­
pre interés en la inmigración, sea cual sea la coyuntura, y del
orden cultural o político, que está más bien preocupado por la
integración nacional o la homogeneidad de la población nacio­
nal en todos los sentidos.1
1. Este estado no es por lo que parece nuevo. Si hay que fiarse de los testi­
monios históricos, se lo encuentra, con formas diversas y en grados variables
según los momentos —alcanzando su paroxismo en los momentos de crisis y
no solamente de crisis de empleo—, a lo largo de toda la historia de la inmigra­
ción masiva de trabajadores en el seno de sociedades fuertemente unificadas o
centralizadas políticamente. Como ejemplo, este estado ha sido excelentemente
descrito y analizado para la Alemania de finales del siglo pasado por Max
Si los imperativos del orden económico parecen ser más de­
terminantes en materia de inmigración, a condición sin embar­
go de que sea reservada la posibilidad de deportar a los inmigra­
dos cuando esto sea necesario (cuando ya no son necesarios), el
orden político sigue siendo, en principio, o idealmente, sobera­
no en materia de naturalización. Pase aún que se haga de cual­
quiera el trabajador que la economía nacional necesita, pero ¿se
puede y se debe hacer de este trabajador cualquiera, es decir, de
quien sea, un ciudadano de la nación? ¿Es necesario subordinar
la inmigración presente a la naturalización futura (o virtual) que
vendrá a concluirla y se tienen solamente los medios que requie­
re esta política? ¿Es necesario seleccionar previamente a los in­
migrados que se necesitan, y con qué criterios hay que seleccio­
narlos, para evitar perjudicar la homogeneidad cultural de la na­
ción, o para evitar provocar algún daño a la nacionalidad que
adquirirían si se diera el caso? O bien, siendo ésta imposible
como lo es la solución inversa, es decir, la subordinación total de
la naturalización a la inmigración, ¿es necesario conformarse
con la inmigración y con cualquiera que llegue con la inmigra­
ción, puesto que no se tiene la posibilidad de elegir, o, haciendo
de la necesidad virtud, abstenerse de escoger explícitamente (con
el fin de no incurrir en la acusación de discriminación), conten­
tándose entonces con esperar que la inmigración procederá ella
misma a su propia regulación haciendo que no haya más inmi­
grados o, por lo menos, más inmigrados «duraderos» que aque­
llos que son «naturalizables» o, en otras palabras, aquellos que
son susceptibles de convertirse y de dejarse convertir en buenos
ciudadanos nacionales? Se pasa continuamente, según las cir­
cunstancias, de una posición a otra. Y si se quisiera fijar una
política constante en la materia, se tropezaría con la imposibili­
dad de conciliar previamente los criterios que definen al trabaja­
dor inmigrado y los que distinguirían (en el sentido de separar y
en el sentido de calificar o de elegir) al-inmigrado-ciudadano
virtual. Sin duda es está antinomia fundamental entre los dos
fenómenos y las dos poblaciones a las que conciernen, inmigra­
Weber al estudiar, como buen «nacionalista», los efectos de la inmigración de
mano de obra agrícola polaca y rusa en la Prusia oriental (M. Weber, «Enquéte
sur la situation des ouvriers agricoles á l’est de ffilbe», Actes de la Recherche en
Sciences Sociales, n.° 65, noviembre de 1986, pp. 65-69, y también en el mismo
número M. Pollak, «Un texte dans son contexte», pp. 69-75).
dos y naturaüzables, la que está en el origen de eso que se suele
designar, a menudo para lamentarlo, como ausencia de política
en materia de inmigración. ¿Se quieren trabajadores o ciudada­
nos? Pero, desde esta perspectiva, ¿hay solamente una política
confesable? ¿Puede haber una verdadera política de inmigración?
La política, incluso la única política posible, ¿no es precisamen­
te la ausencia de política?
Está, desde luego, en el estatuto del inmigrado estar excluido
de derecho de lo político en tanto que es extranjero al orden na­
cional en el que vive, y esta exclusión está presente, a la vez, en el
principio y en el desenlace de todas las demás características
constitutivas de la condición de inmigrado: no tener más pre­
sencia, en calidad de extranjero, que «provisional» y, por consi­
guiente, subordinada a alguna razón distinta a sí misma (en este
caso, al trabajo) y, para coronarlo todo y acallar, sometida a la
obligación de la neutralidad política que es también una neutra­
lidad ética.
Está también en el estatuto del emigrado (que siempre es un
inmigrado) estar excluido de hecho, en tanto qüe está en el ex­
tranjero, de lo político en el seno del orden nacional del que es
natural. Y no se insistirá nunca bastante en lo que esta doble
exclusión, en la que una sirve de justificación a la otra, encierra
como peligros. Excluir y excluirse, de derecho, o de hecho, por
un lado, del orden político en el que se es conducido a vivir, y por
el otro, del orden político al cual se continúa perteneciendo (en
teoría) a pesar de la ausencia, es ser privado y privarse del dere­
cho más elemental y más fundamental, el derecho a tener de­
rechos, a ser sujeto de derecho, a pertenecer a un cuerpo político
teniendo en él su lugar, su residencia y su participación activa, es
decir, el derecho de dar sentido y razón a su acción, a sus pala­
bras, a su existencia. Es no poder tener una historia o, en otras
palabras, no poder tener ni un pasado ni un porvenir, ni, sobre
todo, la posibilidad de apropiarse de este pasado y de este porve­
nir, de dominar esta historia.2
Como acto aparentemente individual, la naturalización y, más
todavía, la naturalización de los inmigrados (sobre todo cuando
estos últimos son antiguos colonizados o provienen de antiguas
2. Véase lo que dice Hannah Arendt sobre las condiciones sociales, sobre
la privación de derechos políticos, que hicieron posible el exterminio de los
judíos bajo el nazismo (L’impéríalisme, París, Fayard, 1982).
colonias) está objetivamente determinada por la relación de fuer­
zas que se instaura en este caso entre dos nacionalidades que se
sustituyen la una a la otra y en el fondo, entre las dos naciones
que se enfrentan a través del acto que hace que el natural de una
se convierta en el natural de la otra.
Dado que la naturalización es, a decir verdad, una operación
de anexión —anexar por un lado, y dejarse anexar por el otro—
como pocas hay de tan profundas y tan totales, es necesaria una
gran fe (como puede serlo la mala fe) para que la relación inscri­
ta en la naturalización y dada como un intercambio equilibrado
desde el punto de vista de la nacionalidad jurídica (adquirir, al
mismo tiempo que la nacionalidad, los derechos que ésta com­
porta y, en contrapartida, aceptar los deberes que van con estos
derechos) no sea o no aparezca como lo que es en el fondo, á
saber, una relación de fuerza o una relación basada en el desafío
y la réplica, a la manera de las relaciones de honor. Y, ¿no es con
el lenguaje del honor que se expresa todo lo que tiene que ver
con la naturalización, ya sea que ésta sea solicitada o no, que
sea deseada (incluso si no es solicitada) o, por el contrario, des­
deñada, incluso rechazada; que sea concedida o, por el contra­
rio, rehusada? La naturalización se piensa como un honor que
es preciso merecer y que es preciso pagar antes y después —la
ceremonia tiene sus ritos propiciatorios y sus ritos ¡votivos! Como
ocurre con un favor insigne, la naturalización honra al naturali­
zado que integra, confiriéndole la calidad (de francés) y la digni­
dad (de francés).
Al naturalizarse, el naturalizado honra, a su vez, la nacionali­
dad que adquiere y, al jurarle lealtad, se honra de haberla adqui­
rido (o de haber sido adquirido por ella); y se honra más de lo
que él la honra. De las dos partes que se honran mutuamente, no
se sabe, en realidad, quién, en este juego, honra a la otra u honra
más a la otra; y, sin lugar a dudas, ni ellas mismas saben nada o,
más exactamente, no quieren saber nada, pues todas tienen inte­
rés, y el mismo interés, en no saberlo. Es todo este vocabulario,
más moral que político, del honor (dignidad, privilegio, mérito,
obligación, etc.) que se encuentra constantemente en todo lo que
se dice de la nacionalidad y de la naturalización. La naturaliza­
ción es de hecho, incluso en la coyuntura más favorable, es decir,
cuando las nacionalidades en juego están globalmente en pari­
dad y cuando el candidato a la naturalización mantiene con una
y otra (y sobre todo con la nacionalidad de origen) esa actitud
socialmente determinada de desapego que conviene a aquellos
que saben y pueden situarse por encima de las pequeñas suscep­
tibilidades, verdadero objeto en la contienda entre dos amores
propios nacionales y entre dos sistemas de intereses (simbóli­
cos) antitéticos. En consecuencia, reviste dos significaciones di­
ferentes según la posición ocupada respecto a la nacionalidad
solicitada y respecto a la naturalización. Cuando se trata de su
propia naturalización, a cada candidato le gustaría obtenerla al
menor coste (simbólico) o, al menos, convencerse y convencer
de que así ha sido; pero cuando se trata de la naturalización de
los otros, cada uno de los nacionales de la nacionalidad solicita­
da descubre, sin el menor sentimiento de contradicción, que tie­
ne interés en aumentar el precio al que quiere hacer pagar la
naturalización del extranjero.

Una suave violencia

El mercado de la naturalización no parece estar regido es­


tricta y exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda. Al ir
a adquirir la nacionalidad de los otros, a uno le gustaría que la
nacionalización, la suya propia, no fuera en este; caso más que
un trámite administrativo tan banal como todos los demás, una
simple atribución de nuevos documentos de identidad pedidos y
obtenidos únicamente para conseguir las comodidades prácti­
cas que procuran, no siendo este cambio más que un cambio
puramente técnico en el estado civil de la personá (o en su iden­
tidad jurídica) y no siendo para nada un cambio en su propia
identidad, y menos aún la negación de su identidad original. Pero
cuando se trata de la naturalización de los otros,’a uno le gusta­
ría que estos otros llegasen a la nacionalidad que les es concedi­
da como «irían a Canosa»; a un «pequeño Canosa», desde luego,
y que, además, no debiera confesarse como tal, pues, en esta
circunstancia, debe ser disimulado bajo las apariencias de ho­
menajes agradecidos, de reconocimiento y de satisfacción: se
celebra, se festeja y se «riega» su naturalización como es debido;
y en este ritual, en este rito de iniciación y ceremonia de entroni­
zación, se exige del impetrador que haga de la manera más ma­
nifiesta y solemne acto de lealtad: éste es, en particular, el senti­
do del «juramento cívico», juramento puramente formal, y es
también el sentido de todas las luchas alrededor de esta apuesta,
siendo el respeto de la forma una forma de respeto, incluso la
forma suprema del respeto.
En tanto que violencia simbólica y, por esta razón, -violencia
enmascarada y negada como tal, la naturalización es más fácil­
mente aceptable cuando tiene para ella la apariencia o la coarta­
da de ia violencia institucionalizada, jurídicamente fundada. Vio­
lencia por violencia, parece convertirse entonces en una suave
violencia: se infringiría una «suave violencia» al recibir, incluso
al apropiarse, sin tener necesidad de pedirla —ventaja suprema
en la medida en que genera la ilusión de una inversión de la
relación de fuerza—, una nacionalidad bien útil y bien cómoda
(una «nacionalidad de residencia»), y a la cual se habían ya he­
cho colectiva e individualmente, para unos desde hace mucho
tiempo (desde la época colonial para algunos inmigrados, pasa­
do al que añaden a menudo el capital constituido por numero­
sos años de inmigración en Francia) y, para los otros, que son
por norma general los hijos de los primeros, desde el día de su
nacimiento, la mayoría de las veces en Francia. Se encuentran
aquí, sobre todo en el caso particular de Francia y de su imperio
colonial, todas las imbricaciones que vinculan la una a la otra,
que vinculan la colonización de ayer y la inmigración de hoy,
siendo esta última la prolongación de aquélla. Se encuentran
también todas las similitudes o, más exactamente, todas las ho­
mologías que se pueden establecer entre una y otra situación,
tanto en su génesis, al ser en parte la primera causa de la segun­
da, como en su estructura; y, sobre todo, entre las relaciones que
cada una de estas situaciones mantiene con la nacionalidad fran­
cesa, es decir, en definitiva, entre la naturalización en situación
colonial y la naturalización en situación de inmigración.
Desde todos estos puntos de vista, el caso de Argelia, la Arge­
lia de la inmigración actual, parece ejemplar, pues determinis-
mos objetivos que pertenecen, unos, a la historia (como el esta­
tuto político de ciertas colonias y el estatuto jurídico de ciertas
categorías de habitantes de estas colonias), otros, a la situación
presente (como el hecho sociológico de la inmigración y, sobre
todo, de la antigüedad y de la continuidad de cierta inmigración
en su forma familiar), hacen que los inmigrados argelinos que,
entre otras características, tienen la particularidad de acumular
estos dos tipos de circunstancias, se encuentren en una situa­
ción completamente excepcional respecto a la nacionalidad fran­
cesa. La independencia de Argelia tuvo como efecto, lógico e
inmediato, un cambio en el estatuto político de los «inmigra­
dos» a quienes se designaba entonces con el nombre de «france­
ses-musulmanes originarios de Argelia que trabajan y residen en
la metrópoli» (argelinos inmigrados en Francia): de un día para
otro, los mismos inmigrados que, en el pasado, habían sido he­
chos franceses a través de una serie de medidas colectivas se
convertían en su inmensa mayoría, por medio de otra medida
colectiva, en inmigrados argelinos, es decir, en inmigrados como
los demás (extranjeros en el sentido jurídico o nacional del tér­
mino). Una de las primeras consecuencias de este hecho político
es que tuvieron que hacer el aprendizaje de su nueva condición a
través, por una parte, de la reglamentación ordinaria aplicada a
la inmigración y, por otra, de las disposiciones de los acuerdos
bilaterales convenidos entre los dos países especialmente a par­
tir de 1964.3 Entre estos inmigrados figuraban, la víspera de la
independencia de Argelia, cierta cantidad de agentes de los ser­
vicios o establecimientos públicos, cuyo estatuto estaba asimila­
do al de los funcionarios (un poco a la manera de los empleos
que ocupan hoy los «inmigrados» originarios de los departamen­
tos y territorios de ultramar).
Tras un periodo de transición que ha podido llegar, como
máximo, hasta el año 1965-1966 para las categorías privilegia­
das (mientras que se había suspendido en 1964 para las otras
categorías y en particular para los basureros), todo este personal
argelino, ayer francés y hoy inmigrado, fue conminado a ajustar­
se a las exigencias de la función pública, entre las que se encuen­
3. Fue, primero, la revisión de la cláusula especial (art. 7) de los acuerdos
de Évian (19 de marzo de 1962) que garantizaban la libre circulación de
personas entre los dos países; luego, la serie de acuerdos sucesivos del 10 de
octubre de 1964, del 27 de diciembre de 1968 (acta adicional al acuerdo
anterior); y, finalmente, la serie de intercambios de cartas —protocolo en
adelante clásico, sin duda, porque tiene la ventaja de dispensar a cada una de
las partes de comprometerse en las negociaciones más pesadas y más delica­
das— de 26 y 27 de diciembre de 1978, del 20 de diciembre de 1979, del 10 de
noviembre de 1983 y del 3 de diciembre de 1984, entre, por un lado, el secre­
tario de Estado de los Trabajadores Inmigrados y, por otro, el embajador de
Argelia en Francia. Es necesario mencionar también el acta adicional al acuer­
do del 27 de diciembre de 1968, con fecha 22 de diciembre de 1985, que es el
último acuerdo firmado entre los dos países.
tra, imperativamente, la posesión de la calidad de francés. Era
necesario elegir de manera apremiante entre los términos de esta
alternativa: o bien conservar el privilegio de los puestos de traba­
jo o, más exactamente, del estatuto asociado a estos puestos, y
para esto, cumplir con la obligación de optar por la nacionali­
dad francesa y, más concretamente, de volver a formar parte (a
título individual y por un acto individual) de la nacionalidad fran­
cesa que se había recibido anteriormente y que se había momen­
táneamente abandonado de manera colectiva —en definitiva,
renatumlizarse francés—; o bien conservar la posesión de la na­
cionalidad argelina recientemente adquirida y, entonces, acep­
tar renunciar no a los empleos ocupados mismos (pues, en el
estado del mercado del trabajo y, sobre todo, de la división del;
trabajo entre mano de obra inmigrada y mano de obra nacional,
se continuaba teniendo necesidad de ellos), sino al estatuto que
va con estos empleos en la medida en que es incompatible con la
no pertenencia a la nacionalidad francesa.
Muy pocos fueron, sobre todo en aquel contexto (los prime­
ros años de la independencia de Argelia), los trabajadores argeli­
nos que, puestos ante esta elección, optaron por la nacionalidad
francesa. Con todo, estos inmigrados que ocupaban todavía, como
por un privilegio adquirido (pero provisional), una posición que
no les correspondía ya de derecho (y en derecho) y que disfruta­
ban aún de uno de los «privilegios» reservados a los nacionales
(y por tanto prohibidos a los inmigrados), se encontraban, por
regla general, entre los primeros inmigrados argelinos estableci­
dos en Francia con sus familias. Parece ser que fueron estos in­
migrados que, objetivamente, tenían un mayor interés en volver
a formar parte de la nacionalidad francesa los que se negaron a
esta operación.
Pero, en esta circunstancia, ¿de qué intereses se trata exacta­
mente? Inmediatos y casi siempre de orden material, sólo pue­
den existir en la mirada objetiva del observador exterior y cons­
tituirse como intereses estrictamente económicos para la perso­
na que es social y culturalmente apta para objetivarlos, es decir,
para autonomizarlos; sólo pueden existir a condición de que, en
tanto que tal, se constituya el interés por la economía, lo que
supone que previamente se haya constituido la economía mis­
ma como dominio autónomo, y también a condición de que los
intereses económicos que denominamos objetivos, y que una
forma particular de conciencia «económica» lleva a rechazar, ya
no sean negados en beneficio de intereses individuales e indivi­
dualistas y también individualizadores. De hecho, los inmigra­
dos de la época, en su inmensa mayoría, prefirieron renunciar a
los intereses que se les atribuía (intereses de carrera sobre todo),
intereses «objetivos» que hubieran tenido que imponerles, si
hubieran existido para ellos como intereses reconocidos, reco­
brar la nacionalidad francesa.

La resistencia de los inmigrados

Son los inmigrados que ocupan los lugares más bajos en la


jerarquía social y en la escala de las profesiones (en el seno de la
población inmigrada en su conjunto, que está ella misma clara­
mente jerarquizada según nacionalidades, y también en el seno
de la población inmigrada de una misma nacionalidad) o, en
otras palabras, son los inmigrados más desfavorecidos econó­
mica y también culturalmente, los que son más in-eductiblemente
hostiles a la idea de naturalización. En una primera aproxima­
ción, semejante hostilidad a la naturalización se puede interpre­
tar, hasta que no se demuestre lo contrario, como un apego más
fuerte hacia la nacionalidad de origen; en el caso de los inmigra­
dos argelinos, a la nacionalidad argelina en adelante reconocida
y, anteriormente, al estatuto que celebraba, el de indígena, el de
musulmán, el de «francés-musulmán» de estatuto civil de dere­
cho local (o personal), el de «ciudadano de segundo colegio»
—electoralmente hablando—, que constituye úna especie de na­
cionalidad minimi iuris, una nacionalidad de sustitución o in­
cluso una «pseudo-nacionalidad» o «nacionalidad quimérica»4
que sólo tiene existencia en la intimidad, en el ámbito doméstico
y en la esfera de la afectividad. Invistiendo la nacionalidad de
una significación y de un simbolismo (sociales, culturales, reli­
giosos, míticos, por lo tanto políticos, e incluso raciales) infinita­
mente más vastos que la dimensión meramente jurídica, no pue-
4. Según la expresión de Marx en la respuesta que dio a su maestro Bruno
Bauer: «[...] El judío no puede tener respecto al Estado (cristiano) más que
tina actitud [...] de extranjero: a la nacionalidad verdadera, él opone su na­
cionalidad quimérica, y a la ley, su ley ilusoria». La question juive, París,
UGE, col. «10/18-Le Monde», 1968, p. 14.
den resolverse a tratar la naturalización, es decir, el cambio de
nacionalidad, como una simple operación administrativa.
Al contrario, son los inmigrados, o para hablar con más ri­
gor, son los extranjeros —porque en estos casos, ¿se puede ha­
blar todavía de inmigrados (en el sentido social del término) y se
les puede tratar todavía como inmigrados?—, los que ocupan
posiciones relativamente privilegiadas en el seno de la sociedad
francesa y en el seno del espacio de las profesiones autorizadas a
los inmigrados (al ser las dos cosas mutuamente dependientes, 1
nos encontramos aquí con los límites de este espacio), quienes
se muestran más propensos o, como mínimo, menos reticentes
a adquirir la nacionalidad francesa, una naturalización que se
complacen en presentar, no como la sustitución de una naciona-;
lidad por otra, sino como el cúmulo subjetivo de dos nacionali­
dades, la nacionalidad francesa en Francia y la nacionalidad ar­
gelina en Argelia, y también, como el cúmulo objetivo de las ven­
tajas de una y otra nacionalidad. De manera general, cuanto más
nos elevamos en la jerarquía social y, en consecuencia, cuanto
más nos alejamos de la condición (social) del inmigrado para
quedamos sólo con su calidad de extranjero, más se acerca la
naturalización a su verdad jurídica: todo el mundo, tanto los
pretendientes a la naturalización como la sociedad que los natu­
raliza, la tratan y la experimentan como si no fuera tendencial-
mente más que un procedimiento, un mecanismo de naturaleza
puramente administrativa, abstracción hecha entonces de las
demás significaciones que siempre están presentes, pero que nos
gusta ignorar, dando la impresión de que las hemos superado.3
Nos esforzamos en convencer y en convencemos de que «esta­
mos por encima» de las significaciones parasitarias, todas ellas
5. En todos los demás casos, es decir, todas las veces en que se trata de
«naturalizados» originarios más bien de las clases populares (clases populares
de la sociedad francesa y de su sociedad de origen), cualesquiera que sean las
circunstancias que los han llevado a naturalizarse o que les han valido la na­
cionalidad francesa, la naturalización, a falta de poder ser el objeto, aquí, de
una «racionalización», en el sentido de constitución del acto de naturalizarse
como acto estricta y abstractamente administrativo (esto al precio de la nega­
ción de los otros aspectos) y en el sentido de justificación aposteriori de este
mismo acto, debía acompañarse del rechazo obligado de todas sus otras di­
mensiones y significaciones que, siempre presentes, son solamente —al ser
necesario hacer de la necesidad virtud— descartadas, negadas, para no tener
que alimentar los remordimientos o el sentimiento de culpabilidad.
en «afectividad» y en «subjetividad», que «estorban» a la noción
de nacionalidad.
Sanción última de la ruptura contenida en la emigración pero
ya iniciada antes de la emigración, la naturalización de los inmi­
grados y, aún más, la naturalización de sus hijos son capaces de
iluminar retrospectivamente la función disolvente, para las co­
munidades de origen, de la emigración cuando es duradera, cuan­
do se repite y es continuada por una gran cantidad de indivi­
duos, ya sean hombres o mujeres, y al poco por familias. Emi­
grar es objetivamente «desertar», «traicionar». Es, en cierto modo,
«debilitar» la comunidad de la que uno se separa, incluso cuan­
do uno no se separa más que para reforzarla, para trabajar me­
jor en su prosperidad. Cada partida en emigración y cada emi­
grado constituyen otras tantas mutilaciones.
Es necesario encontrar el sentido original de la emigración
para comprender por qué cierta relación del emigrado con su
condición de emigrado le impide naturalizarse. Así, desde su
origen mismo, la emigración era sospechosa de encerrar los ries­
gos de una «ruptura espiritual» y no solamente corporal. Y se
comprende así que, para que el tabú de la naturalización funcio­
ne, no es suficiente con reprobarla y reprobar al naturalizado,
sino que es necesario «sacralizar» (en el sentido fuerte del térmi­
no) la comunidad y la pertenencia indefectible (una manera de
lealtad eterna) a la comunidad en tanto que grupo social y, más
allá del grupo, en tanto que estructura o conjunto de estructuras
comunitarias. Es necesario «sacralizar» los distintos vínculos que
unen a los diferentes miembros de la comunidad entre ellos, so­
bre todo cuando están dispersos, y que los unen a la comunidad,
sobre todo cuando están separados de ella, para poder exorcizar
el demonio de la contaminación «subversiva» a la que expone la
emigración, y que la naturalización consagra.
La forma moderna de pertenencia a la comunidad, al igual
que la representación moderna por la cual la comunidad, eleva­
da aquí al rango de la nación, continúa viviendo en cada uno de
sus miembros (y, sobre todo, en cada uno de los emigrados) resi­
den precisamente en la nacionalidad. A esto, hay que añadir que,
para la gran mayoría de los emigrados argelinos, la nacionali­
dad, es decir, la afirmación de su pertenencia nacional, está de­
terminada o sobredeterminada por dos hechos complementarios:
se trata, primero, de un nacionalismo aún joven, que fue durante
mucho tiempo negado y sofocado y, a continuación, de una na­
cionalidad adquirida demasiado recientemente y pagada a un
precio sumamente elevado.6 ¿Cómo, en estas condiciones, sería
posible sacrificar esta nacionalidad y este nacionalismo o inclu­
so adoptar respecto a ella una actitud de relativo desapego? Por
otro lado, dado que la relación de dominación de una nacionali­
dad sobre otra subsiste todavía, sobre todo en el caso de los inmi­
grados, esos colonizados de nuevo cuño, que están doblemente
dominados (en tanto que son naturales de países dominados y en
tanto que son residentes en el territorio, y por tanto están bajo la
soberanía de una nación a la que son extranjeros), la naturaliza­
ción no deja de tomar la forma de una «lealtad» al dominante de
aquel que busca y rebusca la protección, y de aquel que codicia
las ventajas que puede ofrecer a quienes adoptan su nacionali­
dad. Y, a la vez, no puede dejar de aparecer, por simetría, como
un acto por el que uno se desvincula del débil, del pobre, del
dominado: en este caso, del país de emigración, de sus emigra­
dos, de su nacionalidad, de todos los inmigrados ahora que po­
demos afirmar que no hay más verdaderos inmigrados que los
originarios de los países dominados, de los países del Tercer
Mundo, hayan sido éstos colonizados o no.
En el caso de los inmigrados argelinos, la acumulación de los
efectos de una doble dominación, la antigua (la dominación del
país colonizador sobre el país que es su colonia) y la actual (la
dominación de un país de inmigración sobre el país de emigra­
ción), confiere a la naturalización y a la relación de fuerza que
está en su origen una sobredeterminación de sentido que parece
alcanzar, aquí, su paroxismo. En efecto, si sucede lo mismo, en
grados diversos, con todos los inmigrados originarios de las an­
tiguas colonias, sobre todo de aquellas que fueron más intensa­
mente colonizadas (precozmente colonizadas y tardíamente des-
colonizadas) y, más ampliamente, con todos los inmigrados origi­
6. La historia de la colonización está hecha de demasiados años de aliena­
ción política y nacional, de un muy largo hábito de «lealtad» forzada a una
nación y a una nacionalidad extranjeras, de una relación entre colonizados y
colonizadores experimentada como una relación entre explotados y explota­
dores y, finalmente, del coste de las múltiples insurrecciones que se sucedie­
ron las unas a las otras y que, desde la primera hasta la última que se convir­
tió en «guerra de liberación», han ido siempre ganando en «nacionalismo»,
pero también en aumento de adversidades.
narios de los países del Tercer Mundo, países considerados «na­
cionalistas», el caso de Argelia y de los inmigrados argelinos es,
en este sentido, un caso extremo como extremas en su género
fueron la colonización y la descolonización de Argelia, es decir,
la violencia con la que la idea misma de nación fue negada, y
como reacción, la violencia con la que se encontró cargada la
institución de la nación y de la nacionalidad argelinas. De aquí el
culto (en el sentido fuerte del término) a la nacionalidad y el
apego furibundo de los argelinos y, sobre todo, de ciertos inmi­
grados argelinos, a su nacionalidad, especie de «integrismo» (al
modo del integrismo «religioso») político o nacional, y también
cultural. La nacionalidad, a causa propiamente de la historia
que ha presidido su formación, ha constituido el objeto y consti­
tuye todavía el objeto de una inversión intensa y multiforme:
patriótica y política, desde luego, pero también religiosa, cultu­
ral, lingüística, social, técnica (incluso «racial»), etc.

Una traición

Todo sucede como si, habiendo tenido, primero, que resistirá


la empresa de «asimilación» del colonizador7 y, a continuación,
como confirmando aquello, darse una conciencia nacional, es de­
cir, las condiciones de formación de la nacionalidad y también de
su afirmación, los países antiguamente colonizados —en cuyo
primer rango se encuentra Argelia, que ha conocido una forma
de colonización completamente excepcional— se vieron forza­
dos a movilizar todos los atributos de la nacionalidad o que eran
favorables a la nacionalidad, fuera cual fuera el ámbito al cual
perteneciesen: la historia, la geografía (i.e., el territorio y las fron­
teras que delimitan y sacralizan el territorio «nacional»), la polí­
tica, la lengua, la religión8y toda suerte de emblemas diferentes.
7. Se trata de la asimilación tal como se entiende en situación colonial, es
decir, en un sentido que es más político y sociológico que jurídico: asimila­
ción política a la soberanía francesa y asimilación sociológica a las costum­
bres francesas.
8. Entre todos los atributos que son susceptibles de servir a la idea de
nación y, en consecuencia, a la causa del nacionalismo, nunca insistiremos
lo suficiente en el papel que ha jugado la religión y que se le ha hecho jugar,
no simplemente como fuerza de resistencia para preservar la «personalidad»
nacional, sino como fuerza activa de adhesión a la causa nacional y al nacio-
En un contexto semejante, la identidad nacional, con razón o sin
ella, de manera efectiva o ilusoria, no puede ser más que una
identidad indistintamente étnica, religiosa, lingüística, social,
económica, etc., y, más ampliamente, cultural, antes de ser, a
medida que la patria coincide con la nación y se hace nación, una
identidad política, una identidad territorial.9Al contrario, a tra­
vés de un trabajo político dirigido a autonomizar el ámbito polí­
tico, fue necesario dar a estas diferentes identidades «regionales»
(parciales) o a estas diferentes dimensiones de la misma identi­
dad una forma unificada y coherente, por tanto, una forma polí­
tica. Fue necesario que estas identidades distintas, yuxtapuestas
en la sucesión de sus manifestaciones, se convirtieran en mani­
festaciones y expresiones diferentes de una misma identidad que,
esta vez, es una identidad política, una identidad nacional.
Constituida y adquirida de esta manera, la nacionalidad en
tanto que categoría política queda fuertemente impregnada por
todas las marcas que han abogado por su formación o que han
acompañado esta formación. Queda totalmente atrapada y to­
talmente entorpecida, «parasitada», por todo aquello que tene­
mos el derecho de considerar, racionalmente, como no político.
Tampoco hay, a fin de cuentas, nada de extraño en que la nacio­
nalidad, en este caso, muestre aún hoy en día aspectos de su
pasado y de las condiciones de su formación. Ayer, en la situa­
ción colonial, naturalizarse equivalía a desvincularse de la con­
dición de colonizado: mediante esta suerte de acto «contra natu­
nalismo; la religión puesta al servicio de la política, sobre todo cuando esta
política ha tomado distancias con la inspiración religiosa, la religión «some­
tida» ■—din (la religión, la fe), subordinada al dounya (el mundo, el siglo, el
aquí abajo en oposición al más allá, el-akhira) y, pronto, al dawla (el Esta­
do)— puede ser, en definitiva, tan sólo un inicio o una forma particular de
laicización, como puede invertirse y llegar a una sacralización del Estado, ya
que ambos movimientos no son completamente excluyentes entre sí.
9. En este caso, la identidad nacional se confunde respectivamente con:
«ser árabe», «ser musulmán», «ser de lengua árabe», ser del campo de los
colonizados (o de los antiguos colonizados) y de los dominados, es decir, com­
partir con ellos la misma posición en el sistema económico y, correlativamen­
te, en todos los sistemas impuestos por el hecho de la colonización o el hecho
de la dominación, y también las mismas disposiciones (el mismo habitus) res­
pecto a todos estos sistemas, en particular respecto al capital económico y a
todas las otras especies de capital (antes que ser del campo de los colonizado­
res y de los dominantes y compartir su sistema de disposiciones respecto a su
economía dominante); «ser de cultura árabe» en el doble sentido de cultura
antropológica y de cultura académica o docta.
ra» (social y políticamente), reverso de la naturalización que,
vista desde el polo opuesto, se vuelve una «contra-naturaliza­
ción», se pasaba del campo de los colonizados, de los «indíge­
nas» o incluso de los «franceses-musulmanes», como se decía
entonces, al campo de los colonizadores (o de los «colonizan­
tes», según la expresión del general Clauzel), de los «europeos,
franceses» (simplemente) o de los «roumi» como los denomina­
ban los colonizados.
La naturalización, «traición» nacional y social (de clase), que
es llamada, aquí, «cambio de chaqueta» (m’toumi),10valía a sus
autores algunas ventajas materiales, todas las ventajas discrimi­
natorias de las que estaban privados, desde luego, los demás co­
lonizados no naturalizados, como escapar, en un primer momen­
to, al estatuto de «indígena» y sobre todo al Código del Indigena-
do, es decir, alas obligaciones juzgadas infamantes que este código
imponía y, en un segundo momento, al estatuto de «ciudadano
de segundo colegio» así como a las limitaciones que este estatu­
to contenía. Esto sólo podía hacer la naturalización más sospe­
chosa y más reprobable aún, y ello por aparecer ¿omo más visi­
blemente, como demasiado visiblemente, interesada.11
Y todavía hoy en día, para prolongar este paralelismo entre,
grosso modo, dos momentos de una misma historia o dos fases
10. Respecto al tema o al anatema del cambio de chaqueta, véase A. Sa­
yad, «Les enfants illégitimes», Actes de la Recíterche en Sciences Sociales, 26-
27, marzo-abril de 1979, pp. 117-132 (especialmente pp. 130 y 131). Todo el
vocabulario popular relativo a la naturalización delata, mediante expresio­
nes a menudo llenas de imágenes, la idea de negación que) implica la natura­
lización y gira alrededor de nociones tales como las de cambio absoluto, de
transformación, de alienación, de travestimiento, de recubrimiento o de en­
mascaramiento-, no es cuestión más que de: «la ha cambiado...», «la ha arras­
trado por el suelo...», «la ha abandonado...», «la ha vendido...», «la ha que­
mado...», «la ha teñido...», «la ha saldado...», etc., sin duda, se trata de mane­
ra alusiva de la «identidad nacional» y, más que eso, de la identidad total, del
«ser», incluso del «alma», del naturalizado.
11. No es que la naturalización no debiera aportar beneficios o que sería
más aceptable si no fuera «interesada» y no se tradujera en algunos privile­
gios. Pero, puesto que no tiene, en última instancia, otra función que aquélla,
traiciona, de manera demasiado manifiesta, en ausencia de otras razones
que le darían otra significación, la intención que la habita; puesto que fuer­
zan a la naturalización a revelar los intereses cínicos (confesados) que com­
porta y a los que aspira también, la situación colonial y, en su continuación,
la inmigración tienen por ellas que sacar a la luz la verdad escondida de una
operación que, en todos los demás casos, se rodea de determinaciones más
simbólicas y más gratificantes simbólicamente.
de un mismo proceso o incluso entre las significaciones de la
naturalización aquí y allá, naturalizarse para un inmigrado con­
siste, en este caso también —quizás en un grado menor que en el
caso de la colonización—, en desvincularse de la condición co­
mún de los inmigrados puesto que, mediante su naturalización,
se incorpora al campo de los no-inmigrados, de los «nacionales»
de los que no formaba parte hasta ese momento y de los que no
puede, a pesar de su naturalización, formar parte plenamente.
Hay por su parte como una doble «traición», que sería a la vez
social y política (i.e., nacional) de su condición de inmigrado y
además de su condición de natural de una nación (i.e., de su
nacionalidad).
«Traicionar» socialmente la condición (social) del inmigrado
o no compartir ya el estatuto jurídico-político común a los in­
migrados (estatuto que hace a los inmigrados, que los distingue
de los «nacionales» y que, por ello, los reconoce implícitamente
como los «nacionales» de alguna otra nación), es también «trai­
cionar» políticamente esa forma identificadora «nacional» (o por
la nacionalidad) que acompaña siempre la condición del inmi­
grado. A esa forma de identificación, la naturalización no basta
para ponerle fin, pues es la forma misma que la condición social
del inmigrado reviste en la conciencia nacional de los inmigra­
dos: una «pseudo-identidad nacional» que tiene la particula­
ridad de forjarse sobre la base, en parte, de la nacionalidad de
origen (o de la conciencia nacional) y, en parte, de elementos de la
condición social (o de la condición de clase), por ser opuesta a la
identidad nacional y a la nacionalidad de los nacionales. Mien­
tras los vínculos comunitarios sigan siendo suficientemente fuer­
tes y el «espíritu del grupo» (o la «moral del grupo») suficiente­
mente vivaz, la especie de «traición» social y comunitaria (Le.,
nacional) que constituye la naturalización se dobla con otra «trai­
ción» : dado que la distinción entre inmigrados y nacionales está
fondada, en derecho, sobre una base nacional, incluso naciona­
lista, querer escapar a esta distinción y quererla denunciar al
naturalizarse viene a ser «traicionar» social y políticamente su
nacionalidad al denunciarla y renunciar a ella —al denunciarla
por el simple hecho de renunciar a ella. Paradójicamente, cuan­
do la relación de fuerza entre las nacionalidades concernidas
por la naturalización es tal que la nacionalidad que se repudia o
que se tiene el sentimiento de denunciar al naturalizarse tiene
menos realidad (una realidad oficial, sin más), se experimenta
de manera más imperativa la necesidad de permanecerle fiel.
Éste fue en particular el caso, en otro tiempo, de los colonizados
que no tenían «nacionalidad» propia más que interiormente, en
el fondo de sí mismos y bajo la forma de una creencia o de una
convicción última, o bajo la forma de una aspiración o de un
ideal de lucha nacionalista. Esto es cierto también, hoy en día,
para los inmigrados que, puesto que están fuera de su nación,
puesto que están desconectados de su nacionalidad, pues están
desconectados del campo de aplicación de ésta y, más amplia­
mente, de la vida cotidiana de su nación, ya no tienen la ocasión
ni de «practicar» activamente (como se practica una religión) ru
de sentir positivamente su nacionalidad; esto es, de practicarla
y de sentirla de una manera diferente a la de un estigma o un
pretexto para la exclusión y la segregación. Al no tener ya, de la
nacionalidad de origen, más que el sentimiento (difuso para unos
e intenso para otros) de una pertenencia a una nacionalidad des­
encamada, privada de sus atributos, los inmigrados llevan, ellos
también, su nacionalidad en el interior de sí mismos; pero, esta
vez, a diferencia de los colonizados, porque les es completamen­
te exterior, porque está a distancia.
El sentimiento de haberse excomulgado al naturalizarse si­
gue siendo suficientemente fuerte en casi todos los naturaliza­
dos. En los casos extremos, se confunde con urí intenso senti­
miento de culpabilidad hasta el punto de que, creyendo haberse
puesto y haber sido puestos al margen de la comunidad de per­
tenencia, muchos naturalizados se abstienen ellos mismos de
reaparecer en su comunidad, de reanudar la relación con la co­
munidad, considerando la ruptura que ocasiona su naturaliza­
ción como una negación definitiva e irremediable, cuyo inevita­
ble precio, justo retomo de las cosas, consiste en ser negados, a
su vez, por los suyos. Por regla general, estos naturalizados son
evidentemente los que no pueden considerar su naturalización
como un simple trámite administrativo y que, por las mismas
razones, parecen ser los menos legítimos para «naturalizarse»,
al no deber su naturalización más que a circunstancias excep­
cionales y forzadas. Pero para que la exclusión sea total, es ne­
cesario que el sentimiento de negación sea recíproco. Es nece­
sario que los naturalizados consideren que han renegado de su
comunidad y, de este modo, actúen efectivamente como rene­
gados, para que su comunidad se sienta con derecho de negar­
los también.
Como el antiguo destierro, debido a algún crimen, la natura­
lización es un acto público, que compromete públicamente a su
autor y, seguidamente, a su familia. Por esta razón, la naturaliza­
ción es, en el estado actual de la división de los roles y de los
estatus en la mayoría de las familias inmigradas, un acto emi­
nentemente masculino. Es el hombre, por las razones que se da
para actuar de esta manera y también por los usos futuros que
hará de la nacionalidad adquirida y que son todos de dominio
público, quien tiene sólo necesidad de naturalizarse. Esto quiere
decir también que es él, y sólo él, quien debe exponerse a las
sanciones de su acto, excomunión, maldición y condena eterna:
los demás, su mujer y sus hijos en particular, no están implica­
dos en su acto ni afectados por las consecuencias de este mismo
acto más que indirectamente. Prueba de esta actitud diferencial
es el hecho de que, incluso en el caso de los harkis, las esposas no
han adoptado siempre la nacionalidad francesa.12La mujer, pues­
to que se queda en casa, puesto que no tiene que conocer más
que las cosas domésticas y puesto que no tiene que exhibir su
identidad ni sus documentos de identidad, no está directamente
concernida por la naturalización. Asunto del hombre, la nacio­
nalidad de origen, la nacionalidad en la que se nace, de la que se
parte, pero que se repudia también, se convierte en una naciona­
lidad femenina, en una nacionalidad de la intimidad y de la vida
doméstica, de las cosas secretas, internas a la casa y a la familia,
mientras que la nacionalidad que se adquiere, la nacionalidad
hacia la que uno se dirige mediante un trámite, a veces conquis­
tador y triunfal y, otras veces, por el contrario, dubitativo o resig­
nado, es una nacionalidad masculina.
12. Esta situación no carece de ventajas. Si algunos «naturalizados», como
si extrajeran las consecuencias «lógicas» (que ellos creen lógicas) de su natu­
ralización, se abstienen de volver a Argelia, la mujer, en cambio, puesto que
ha mantenido la nacionalidad argelina, queda como el vínculo obligado, la
intermediaria querida con Argelia, es decir, con el «país» útil y con el conjun­
to de los parientes. A falta de disposiciones claras y constantes en esta mate­
ria, no se sabe demasiado si el naturalizado se prohíbe a sí mismo o si le es
prohibido regresar a Argelia; y sin lugar a dudas se prohíbe lo que sabe que se
le debe prohibir y se espera de él que se lo prohíba por sí mismo, y antes que
se le prohíba, lo que nos gustaría que le sea prohibido; la prohibición (incluso
si no se ha formulado) y la autoprohibición proceden grosso modo del mismo
habitus, es decir, de la misma disposición respecto a la naturalización.
Se entiende entonces por qué las mujeres, tan pronto como
han efectuado (ya sea por necesidad, como es el caso de las viu­
das o mujeres solas, que no cuentan con el apoyo de ninguna
relación familiar, ni de ningún prójimo, o ya sea al término de
una educación que les ha hecho romper con la socialización tra­
dicional) su conversión en mujeres «masculinas» que tienen pre­
ocupaciones, tareas y roles masculinos, tienden a oponer menos
resistencia que los hombres ala naturalización, a la suya y sobre
todo a la de sus hijos y, todavía más, a la naturalización de las
hijas. Sin lugar a dudas, porque han estado durante mucho tiem­
po y todavía son mantenidas al margen de la moral «oficial» (la
del honor) que es la moral de los hombres y que es infinitamente
más apremiante, las mujeres pueden hoy en día adoptar respec­
to a esta moral una actitud menos rigurosa o más permisiva.
Pueden disponer de esta moral y de sus imperativos con una
libertad (relativamente) mayor que los hombres. Pero, puesto
que las mujeres no son bien aceptadas en esos roles de hombre
que tienen que asumir cada vez con más frecuencia, tienen
más que perder si perpetúan una nacionalidad «femenina» que
las confirmaría y las confinaría en su estado tradicional. La evo­
cación de la tradición o, lo que viene a ser lo mismo, la estricta
observancia de la religión, siempre loable cuando concierne a
las mujeres, es una evocación para las mujeres de su estatuto y
esto en el momento en que su posición, sus actividades, sus nue­
vas responsabilidades las impulsan a adquirir una nacionalidad
«masculina» de la que tienen necesidad más imperativamente
que los hombres.
A modo de ejemplo, se puede citar el caso de esa mujer que,
tras quedarse viuda, se vio obligada a solicitar la nacionalidad
francesa que su marido ya había obtenido, inmediatamente des­
pués de la independencia de Argelia, cuando vino a Francia a
proseguir su carrera: «[...] Mi marido vino [a Francia], primero
sólo durante un tiempo. No sé si había trabajado o no. Esto no
son cosas que él me decía; no estoy al corriente de esto, son sus
asuntos, asuntos de su trabajo [...]. Lo que sé es que en Argel
tema un buen puesto en la administración y que vivíamos bien.
Era "cuando Francia” [z.e., durante el periodo colonial]. Cuando
los franceses se fueron, ya no fue como antes. Todo cambió. No
sé si realmente seguía trabajando o si sólo lo aparentaba, si espe­
raba. Esto duró así, como mínimo, durante 2 años. Venía a me­
nudo a Francia, supongo que era para regular su situación. En
todo caso, lo que era seguro, es que el dinero ya no entraba en
casa [...]. En 1965, vinimos todos a Francia [...]. Evidentemente,
para volver a encontrar su trabajo aquí en Francia, para conti­
nuar su carrera, para llegar hasta la jubilación —le quedaban
como mínimo 10 o 15 años para ello—, hacía falta que tomara la
nacionalidad francesa [literalmente: que tomara los papeles fran­
ceses]. Era como antes, como bajo los franceses en Argelia, ha­
bía guardado los mismos papeles. Era lo mismo para los niños,
al menos para los que estaban aún a nuestro cargo; sólo la ma­
yor, ya casada (en aquella época), no tenía los papeles franceses.
Ella vino a Francia después que nosotros con su marido, pero
vino como todo el mundo, con los papeles argelinos que todavía
tiene [...]. ¿Por qué cambiar mis papeles en aquel momento? No
tenía ninguna necesidad. Ni para trabajar—yo no trabajo—, ni
para salir —yo no salgo, yo no dejo la casa, aquí, en Francia,
como allá, en Argelia; no está en nuestros hábitos. Entonces, me
quedé con mis papeles argelinos. Para los niños, no es lo mismo:
ellos vinieron jóvenes, ellos han continuado o empezaron sus
estudios aquí en Francia; ellos tendrán que trabajar aquí en Fran­
cia. [...] Sí, tanto los chicos como las chicas... Por otra parte,
ellas ya trabajan. [...] Hoy en día, la situación ha cambiado. Mien­
tras él [su marido] estaba allá, yo no necesitaba los papeles fran­
ceses. Era cosa suya. Desde que vino a Francia y tomó los pape­
les franceses, ya no volvió a Argelia... No volvió más que para ser
enterrado allí [...]. Pero éste no era mi caso. Yo no tenía ningún
motivo para no volver a Argelia... salvo el dinero. Es algo que
sale muy caro. Cuando era necesario, cuando teníamos necesi­
dad de estar en Argelia, era yo la que iba con algunos de los hijos.
[...] Mi marido murió en 1978, estaba ya jubilado desde hacía 3
años. Después de su muerte, evidentemente, las cosas han cam­
biado. Primero, los ingresos han bajado; yo no tengo más que la
mitad de la jubilación.:, menos de la mitad, pues los hijos no
trabajan todos, ni trabajan siempre. Yo perdía más de 100.000
francos [antiguos] al mes porque no tengo los papeles franceses;
era demasiado lo que perdía. Mi hijo se informó bien, lo intentó
todo: hacía falta demostrar que yo ya residía en Francia con mi
marido en 1963; lo que no era posible. Entonces, era necesario
que yo también cambiase mis papeles [...]. Lo he pensado mu­
cho, he esperado mucho antes de lanzarme. No podía hablar de
ello con los demás, pues no se habla de estas cosas. Es necesario
que esto quede en familia, entre nosotros; no se habla de ello. No
es que haya que esconderlo, ya que es una cosa que no se puede
esconder, pero más vale que la gente lo descubra después mejor
que decírselo con antelación. Pero igualmente, a los más cerca­
nos, alos parientes de Argel, hay que decírselo. ¿Cuándo? ¿Cómo?
No es fácil. Entonces, suavemente, hay que preparar el terreno.
Comienzo a quejarme, lo que es verdad, de que pierdo mucho
dinero; les pido que se informen y que me informen de por qué
pierdo tanto dinero, ¿por qué no podría tener este dinero? Allá,
ellos descubren que hay que tener los papeles franceses. No he
parado de llamarlos por teléfono a Argel para ponerlos al co­
rriente, para preguntarles cómo puedo hacer para recuperar el
dinero que pierdo. Les he enviado todas las cartas que recibo
(sobre este tema). Por otro lado, han comprendido por qué hago
todo esto. Es una manera de ponerlos al corriente, sin que les
diga claramente que tomo los papeles franceses. Allá lo com­
prenden perfectamente, sin tener necesidad dé decirse mutua­
mente las cosas: yo sé que ellos me han comprendido y, ellos
también, saben que yo sé que han comprendido [...]. La idea
hace por tanto su camino. Hago como que les pido sus consejos,
pero en realidad los pongo al corriente, los pongo entre la espa­
da y la pared y los llevo a hacer el mismo camino que yo, es, en
realidad, una manera de informarlos, una manera de prevenir­
los respecto a mis intenciones, pero sin que lo parezca. Más vale
así. Así, ya no tengo que temer sus juicios hostiles, ni su reproba­
ción [...]. Después, mi única aprehensión es qúe no me den los
papeles franceses. Pedirlos, todo el mundo lo sabe, y después te
dicen: ¡Dios mío! Lo has perdido todo; para los tuyos, para ti,
para todos los que estaban al comente, se acabó; es como si
tuvieras los papeles franceses, pero para ti, no tienes nada, estás
en el mismo punto que antes. Entonces allá, eres una perdedora
de principio a fin. ¡Qué vergüenza! Yo no querría que eso pase
[...]. Pues, en el fondo, ¿qué les importo yo? No les importo nada.
¿Qué les puedo ofrecer? Nada. No tienen nada que ganar. Más
bien, podrían reprocharme el hecho de haber esperado tanto
tiempo, 15 años para pedir hacerme "francesa”. Cuando ya no
sirvo para nada. Y cuando sepan que todo esto no es más que
para tener 100.000 francos [antiguos] al mes. Entonces, ¡son ca­
paces, nada más que para ahorrarse estos 100.000 francos, de
rechazar el cambio de mis papeles! No es de buena gana que lo
he hecho. Mi miedo es que, la cosa es flagrante, no pido los pape­
les franceses más que por el dinero; por nada más, no es por el
gusto de ser "francesa”... ¡No es por su cara bonita! Yo soy la que
soy y sigo siendo la que soy. Es necesario que todo el mundo lo
sepa, y, entonces, para ellos, son ¡100.000 francos totalmente
perdidos! Nada más que para ahorrarse este dinero, son capaces
de decirme: "No queremos nada de ti, continúa siendo como
eres...”. Y tienen mucha razón... A cada uno su religión, a cada1
uno su sangre. No hay más verdad que ésta. [...] Sí. Aun así, ha
sido necesario dar el paso, ha sido necesario decidirse. Afortu­
nadamente, ¡no me han negado los papeles franceses! [...] No, no
se lo digo a nadie, ni siquiera a los que lo saben. A mí misma, no
me gusta ver estos papeles. ¡Menos mal que no tengo que mirar­
los cada día!».

La naturalización automática

Es incontestable que la actitud de los inmigrados argelinos


respecto a su eventual naturalización ha conocido una transfor­
mación extremadamente profunda.13Dos series de factores pare­
cen estar en el origen de esta evolución. Éstos son, en primer lu­
gar, la disipación con el tiempo de cierto número de actitudes que
se habían convertido en anacrónicas y, también, de los efectos
coyunturales inherentes a cualquier situación de crisis laboral:
por ejemplo, las amenazas que las dificultades del momento, difi­
cultades que no son sólo económicas sino también administrati­
vas, del ámbito de la reglamentación y de la legislación, y por lo
tanto políticas, hacen pesar sobre el porvenir de los inmigrados y,
en el fondo, sobre su estatuto tal como hasta aquí se había conve­
nido; las medidas restrictivas, legales o no, destinadas a limitar la
13, Éstos son los efectos.de esta evolución que, sin duda alguna, están en
el origen de las modificaciones que, parece ser, se proyecta llevar a cabo, en
un sentido más restrictivo, en las modalidades de adquisición de la naciona­
lidad francesa tal como están fijadas a día de hoy por el Código de la Nacio­
nalidad; sin duda, por el temor de ver constituirse «quistes» —es el término
que usan los geógrafos y los demógrafos cuando hablan de las «bolsas» (an­
tes que ellas no se conviertan en «guetos») que forman los inmigrados (véase
especialmente J. Beaujeu-Gamier, La population frangaise, Armand Colín,
París, 1976).
duración de la estancia de los inmigrados (sobre todo cuando son
parados) o a llevar a cabo su «expulsión»; y, en fin, todo el clima de
inseguridad que la crisis y, sobre todo, la explotación que de ella se
ha hecho han acabado por instaurar. Son también, en segundo
lugar, las transformaciones propias al conjunto de la población
inmigrada y, en consecuencia, los cambios que han resultado de
ello en las relaciones con la sociedad francesa y, de manera corre­
lativa, con la sociedad de origen —es, en particular, el caso de la
población de los jóvenes nacidos en Francia y, más frecuentemen­
te todavía, de los criados y escolarizados en Francia, situación
ésta que no deja de influir en la actitud de los padres.
Más que esto, el hecho de que la nacionalidad francesa sea en
adelante conferida de manera unilateral, mecánica y globalmen­
te, a todos los niños nacidos en Francia a partir del 1 de enero de
1963, ha constituido un prodigioso factor de aceleración en las
transformaciones de los sistemas de actitudes y de opiniones res­
pecto a la nacionalidad; y esto tanto en Francia como en Argelia,
tanto entre los inmigrados como entre la población argelina que
no puede permanecer insensible a la influencia y a la presión de
sus «emigrados». Por lo que respecta a la ley francesa (art. 23 del
Código de la Nacionalidad, tal como ha sido fijado por Ja ley del 9
de enero de 1973),14son automáticamente franceses desde su na­
cimiento todos los niños nacidos en Francia, a contar desde el 1
de enero de 1963, en las familias argelinas, es decir; de padres
nacidos, los dos, en Argelia, entonces departamento francés (por
tanto, en Francia).15Y esto, sin ninguna posibilidad de oposición
por parte de ninguna parte concernida: ni del gobierno francés
14. Art. 23: «Es francés el hijo, legítimo o natural, nacido en Francia cuando
uno de los dos padres haya nacido también en territorio francés»; el art. 24
añade: «No obstante, si uno solo de los dos padres ha nacido en Francia, el
hijo francés, en virtud del art, 23 tendrá la facultad de repudiar esta condi­
ción durante los 6 meses anteriores a su mayoría de edad».
15. Francia se entiende, aquí, en el sentido de los arts. 6 y 8 del Código de la
Nacionalidad: «en el sentido de este Código, la expresión “en Francia” se en­
tiende por el territorio metropolitano, los departamentos y los territorios de
ultramar». ¿Por qué el 1 de enero de 1963 es la fecha límite? Parece que esta
fecha, relativamente arbitraria, corresponde al término a partir del cual son
reputados de haber perdido la nacionalidad francesa todas las personas de
«estatuto civil de derecho local originarias de Argelia» que no han suscrito en
Francia (con fecha de 23 de marzo de 1967) la declaración prevista en el art
152 del Código de la Nacionalidad. Véase el art. 1 de la ley del 20 de diciembre
de 1966 que modifica la ordenanza del 4 de julio de 1962.
hasta nueva orden, con la salvedad de infringir su propia ley si
quisiera excluirlos de la nacionalidad francesa; ni, a fortiori, de
Argelia que no puede fingir ignorar indefinidamente que esta frac­
ción del conjunto de sus naturales «emigrados» disfruta en Fran­
cia de la nacionalidad francesa; ni, a fin de cuentas, de los intere­
sados mismos, salvo si dejan el territorio francés o si son libera­
dos de su demanda de lealtad a la nacionalidad francesa.
Sin embargo, todos estos jóvenes son también, por lo que res­
pecta a la ley argelina, argelinos y obligatoriamente argelinos, por
filiación.16Así, dos derechos diferentes que estatuyen en virtud,
uno del ius soli, y el otro del ius sanguinis, hacen y harán durante
mucho tiempo todavía —hasta que, de una manera o de otra, la
nacionalidad efectiva lo venza totalmente— hijos de la inmigra­
ción, nietos de la colonización (al menos para una buena parte de
ellos), hijos «divididos» entre dos naciones, dos nacionalidades y
dos sociedades. En efecto, productos y víctimas de una doble his­
toria, la de la colonización y la de la inmigración, son, muy a pesar
suyo, objeto de un litigio y pretexto para una discrepancia que no
es fácil para ellos resolver. Una y otra parte, a través de la defini­
ción dada de la competencia territorial de la soberanía francesa y,
por ello, a través del recuerdo que hay del pasado colonial, prolon­
gan y reactuaüzan la antigua relación de dominación.
Argelia, en tanto que es un país de emigración, y que tiene
por tanto que preocuparse por sus naturales ausentes, parece
estar más sujeta al principio de la soberanía en sí mismo o, si se
quiere, al aspecto estatal o incluso a la dimensión internacional
de la nacionalidad. Puesta ante el hecho consumado, y sin poder
influir en nada sobre la situación presente de la población emi­
grada, no puede más que atenerse a las posiciones de principio,
sin poder hacer otra cosa que empeñarse en hacer valer estos
derechos. Idealmente, Argelia no se consideraría libre, en esta
circunstancia, más que si una medida —en lo posible unilate­
ral—viniera a librar, colectiva y automáticamente, de la lealtad a
la nacionalidad francesa a.todos los argelinos que son franceses
16. El Código de la Nacionalidad argelina, tanto en su primera formulación
(ley del 27 de marzo de 1963 que trata de la nacionalidad argelina, JORA del 2
de abril de 1963, p. 306) como en la segunda (ordenanza del 15 de diciembre
de 1970, JORA del 18 de diciembre de 1970, p. 1.202), estipula: «es de naciona­
lidad argelina por filiación: 1. El hijo nacido de un padre argelino» (apartado 1
de los arts. 5 y 6 respectivamente de los códigos primero y segundo).
por el hecho de haber nacido en Francia. Para Argelia, una me­
dida como ésta —por muy inverosímil que sea— sería una ma­
nera de ver cómo se le hace justicia, de ver cómo se hace justicia
a su historia nacional (y nacionalista).
Francia, en cambio, estaría llevada a estar más atenta a los
casos individuales y a las situaciones particulares, a llevar las
negociaciones a un terreno que le es doblemente favorable: las
situaciones concretas, los casos individuales que se recuerdan
como a propósito en todas las discusiones (incluso cuando tra­
tan de principios), dando así la impresión de estar aparentemen­
te más cerca de la realidad y, al mismo tiempo, dispuesta a per­
mitir en este campo las «concesiones» necesarias —concesiones
que le es siempre posible hacer puesto que, para ella, lo esencial
está de todas maneras ya adquirido.
En el mejor de los casos, ¿Francia se mostraría dispuesta,
para prevenir los conflictos de nacionalidad, a librar de la leal­
tad que estima que le es debida a los jóvenes, franceses en Fran­
cia y argelinos en Argelia, que pidieran ser relevados de esta leal­
tad? Aunque todavía es necesario para ello que hagan la deman­
da, aportando así la prueba manifiesta de su voluntad, ¡ytambién
que se «merezcan» bien esta liberación, es necesarió para ello
que hayan «hecho» lo suficiente para convencer de su «argelini-
dad» (o su voluntad de «argelinidad») —y de su apego «nacio­
nal» a Argelia; y el servicio militar es, desde luego, el criterio más
indicado a causa del valor simbólico que le es reconocido en esta
circunstancia.
Sin poder distinguir lo que forma parte de la condescenden­
cia, lo que es debido al desprecio, lo que incumbe a la estrategia
más cínica y más racista aunque alimentada de las mejores in­
tenciones y, en fin, lo que pertenece al clásico regateo y al proto­
colario intercambio de «buenos servicios» entre países vincula­
dos por intereses comunes, sobre todo cuando mantienen una
relación de dominante a dominado, el mismo lenguaje, o sensi­
blemente el mismo, puede servir a las posiciones políticas más
radicalmente opuestas, a las profesiones de fe más antitéticas.
Tanto en la «izquierda» como en la «derecha» se puede, cuan­
do la coyuntura se presta a ello, es decir, todas las veces que se
cuenta con sacar algunos provechos, simbólicos y materiales, si
no denunciar en los mismos términos la «violencia» practicada
a los hijos de familias inmigradas argelinas por el hecho de na­
cer con la nacionalidad francesa (puesto que nacidos «doblemen­
te» en la nacionalidad francesa), al menos dudar de la oportuni­
dad (en la izquierda) y de la legitimidad (en la derecha) de seme­
jante estado de cosas. Devolver a estos niños su nacionalidad
argelina (la nacionalidad de sus padres) y devolverlos a la nacio­
nalidad argelina de la que están separados puede presentarse
como una medida de rehabilitación «histórica», como una repa­
ración de alguna «falta» pasada (el pecado colonial) que el con­
texto actual exige —posición que sería más bien de izquierdas—
pero que puede no ser también más que el resultado de una nue­
va discriminación. Una discriminación que afecta a aquellos que
se considera indignos de continuar una historia que la inmigra­
ción continua reavivando y perpetuando, y de continuar benefi­
ciándose plenamente de una nacionalidad que se les habría en
todo caso reconocido. Una discriminación que, además, no in­
fringe la letra del código, puesto que no se trata más que de libe­
raciones generosas de la lealtad a la nacionalidad francesa (una
manera sutil de anular los efectos del art. 23 sin tocar el artículo
en sí mismo) —una posición que sería de derechas.
El hecho es que, en los dos casos, tanto en la derecha como
en la izquierda, se encontrarían ventajas en cada una de las posi­
ciones adoptadas. Pese a las divergencias de intenciones, más
morales que políticas, de unos y otros, sus posiciones respecti­
vas llevan a acumular las ventajas que proporciona el doble he­
cho de «librarse» de algunos franceses (que no se quieren), «li­
brándolos» por medio de una extrema «liberalidad» de la lealtad
que han contraído, y además de ganar, haciendo eso, el favor del
país al que se restituye así sus «naturales», reconociendo por ello
que son original y fundamentalmente los suyos y que no ha sido
más que mediante un acto de fuerza pasado y presente que han
sido «anexados». De otro modo no se comprendería el empeño
que se pone en denunciar el carácter «automático» de algunas
atribuciones de la nacionalidad que se presentan como si fueran
otras tantas «violencias» realizadas contra la voluntad y la ini­
ciativa de la persona —«se ha hecho francés a gente que no que­
ría serlo»—; y tampoco se comprendería el cuidado que se tiene
de «reformar» el art. 23 del Código de la Nacionalidad, una em­
presa que, incluso jurídicamente, no parece fácil de llevar a cabo.
Más allá de este ejemplo que hace entrar enjuego el ius soli,
parece que la apuesta real, si es que hay alguna apuesta, no está
en el peso específico que pueda tomar uno u otro de los dos
derechos, el «derecho de sangre» y el «derecho de suelo», o en la
prioridad que se conceda a uno u otro, sino en algo diferente, de
otra naturaleza, que, por el momento, no pertenece al derecho
instituido: ni ius sanguinis, vía real de la existencia del todo con­
forme a la ortodoxia, ni ius soli que no es más que un mal menor,
una vía de acceso para quien no tiene el «nacimiento» de su lado
(sus «nobles ascendientes» de la nacionalidad), sino un derecho
a la nacionalidad (o a la ciudadanía) que no tendría como funda­
mento más que la residencia.
¿Cómo se ha llegado a esta situación objetiva de un conflicto
de nacionalidades entre Argelia y Francia, a pesar de que ningu­
no de las dos partes tiene ni ganas ni interés en explicitar este
conflicto, prefiriendo actuar cada uno de ellos unilateralmente
respecto a la materia en el territorio de su soberanía? Esta situa­
ción se deriva en lo esencial de las disposiciones del Código fran­
cés de la Nacionalidad. El art. 23 parece apuntar específicamente
a los niños nacidos en Francia en las familias argelinas inmigra­
das; algunos llegan incluso a imaginarse que se hizo «a su medi­
da» y por ellos (esperando que otros «departamentos» y «territo­
rios» hoy al abrigo de la nacionalidad francesa accedan algún día
a la independencia nacional). En realidad, la historia de la dispo­
sición contenida en el art. 23 en su formulación actual se remon­
ta por lo menos a mediados del siglo XIX: la ley de febrero de 1851
declaraba ya francés, salvo facultad de repudio, aj«todo indivi­
duo nacido en Francia de un extranjero (padre o madre) que él
mismo hubiera nacido en Francia», y modificaba el art. 9 del
Código Civil (ya ampliado por una ley de marzo de 1849) autori­
zando al niño nacido en Francia a reclamar sólo su calidad de
francés en el año siguiente a su mayoría de edad. Desde entonces,
esta ley ha sido retocada numerosas veces, especialmente a raíz
de las protestas diplomáticas, que es lo que acarreó las variacio­
nes que afectaron a la facultad de repudio de la nacionalidad fran­
cesa: de manera sucesiva, fue limitada (ley del 16 de diciembre de
1874), suprimida (en 1889), restablecida, pero solamente en el
caso en que fuera la madre quien hubiera nacido en Francia (ley
del 22 de julio de 1893), y mantenida en el actual estado hasta
1973. En la historia del derecho de la nacionalidad, la regla del
«doble nacimiento» atributivo (con o sin la facultad de repudio)
de la nacionalidad correspondía a una tendencia general caracte­
rística del espíritu de la época, así como a las estructuras jurídi­
cas y económicas que se estaban situando (o triunfaban ya) y a
una remontada del ius soli paralelamente al ius sanguinis, y, en
cierta medida, a la remontada del aspecto «privado» paralela­
mente al aspecto «estatal» de la nacionalidad. El privilegio otor­
gado de este modo al doble «derecho del suelo» procede de un
principio general según el cual la regla de nacimiento, como fac­
tor que milita a favor de la atribución de la nacionalidad, se con­
vierte efectiva y automáticamente en atributiva a condición de
que sea reforzada por algún otro factor de incorporación: en este
caso, el nacimiento en Francia de los dos progenitores. En la even­
tualidad de un doble nacimiento en Francia, es decir, en el térmi­
no de dos generaciones consecutivas, lo que no se debería más
que a una simple coincidencia al ser muy improbable, parece
completamente normal atribuir a este niño, desde su nacimiento
en Francia, la nacionalidad francesa; por lo que respecta a la fa­
milia del niño que recibe desde la cuna la nacionalidad francesa,
al estar establecida sin lugar a dudas en Francia —aunque todo
depende de lo que se entiende por «en Francia»— desde hace ya
tres generaciones, la atribución automática de la nacionalidad
parece no ser más que la consagración en derecho de un estado
de hecho, al estar la calidad de francés ya adquirida de hecho.17
Esto es lo que el legislador debió pensar. De otro modo habría
que dudar del poder de identificación de los mecanismos socia­
les, en cuya primera fila está la escuela, que sigue siendo el mejor
agente de naturalización en todos los sentidos del término; ha­
bría que perderla esperanza también en la facultad de los sujetos
para identificarse con el entorno humano —hasta en la dimen­
sión política de éste— en el que nacieron, crecieron y se socializa­
ron a lo largo de su existencia, para que fuera de otro modo y
para que pueda suponerse lo contrario. Y, ¿por qué lo que fue
posible ayer, durante décadas, no lo sería hoy en día?
El vínculo entre la naturalización y la escuela no es sólo el
que establece el Código de la Nacionalidad,18 sino que es tam­
17. Véase P. Lagarde, La nationalité frangaise, Dalloz, París, 1997, p. 62.
18. La escolarización es, por lo menos, prueba de un buen conocimiento
del francés, de esa capacidad considerada como el indicio más objetivo y
también como la condición más segura de la asimilación (véase el art. 69 del
Código de la Nacionalidad). Además, la escolarización es mencionada explí­
citamente por el código y equivale, cuando se ha alcanzado un nivel superior,
bién el que se instaura objetivamente, ateniéndose a la situación
propia de las familias inmigradas. En esta circunstancia, hay
una profunda homología entre la función de la escuela y la fun­
ción de la naturalización y también, salvando las distancias, en­
tre los sistemas de expectativas que se tienen por lo que se refie­
re, respectivamente, a una y otra institución. Los padres inmi­
grados esperan, a la vez, de la escuela (y no sin algunas ilusiones
que tienen que sacrificar) o, más exactamente, de la «metamor­
fosis» que la escolarización se supone que produce en sus hijos,
y de la naturalización de estos últimos, pero solamente después
de que haya tenido lugar (lo que, bastante a menudo, no dismi­
nuye en nada el sinsabor o el dolor que se siente al ver a sus hijos
cambiar de nacionalidad), que una y otra les autoricen lo que no
pueden autorizarse ellos mismos y lo que no puede autorizarles
ninguna otra instancia. Ni siquiera su residencia antigua y con­
tinua en Francia, ni el trabajo que han efectuado hasta la fecha y
que continúan realizando, ni todas las demás clases de capital
que puedan haber acumulado. Los padres implicados se autori­
zan de lo que está autorizado a sus hijos (escolarización y natu­
ralización) o de lo que se autorizan con audacia sus hijos, para
enraizarse ellos mismos, para adquirir a sus propios ojos y a
ojos de los demás otra legitimidad, de la que esperan que sea
menos discutible y menos revocable que la que les viene del tra­
bajo, para existir plenamente incluso si es por poderes, los pode­
res dados a sus hijos y los que estos últimos les devuelven a cam­
bio. En este sentido se puede decir que la escuela «naturaliza» y
que prepara para la naturalización.
A las naciones y los derechos de los que se han provisto en
materia de nacionalidad no les gustan los conflictos de naciona­
lidades. Todas y todos trabajan para prevenirlos; a todas y a to­
dos les gustaría una pertenencia nacional exclusiva de cualquier
otra forma de lealtad a cualquier otra potencia, incluso cuando
ésta no sea, propiamente hablando, política. Y esto en el mo­
mento en que la extraordinaria ampliación e imbricación de di­
ferentes espacios (espacios geográficos, económicos, Iingüísti-
a tana reducción del periodo de prácticas a 2 años: «El periodo de prácticas
mencionado en el art. 62 se reduce a 2 años: para los extranjeros que hayan
completado con éxito 2 años de estudios superiores con vistas a adquirir un
diploma expedido por una universidad o por un establecimiento de enseñan­
za superior francés» (art. 63, párrafo I).
eos, culturales, ideológicos, etc.) que son también espacios polí­
ticos o nacionales (en el estricto sentido del término) pueden
conducir a la posesión de diversas nacionalidades simultánea o
sucesivamente. Pero lo que no está permitido más que excepcio­
nalmente en ciertas situaciones, ¿puede serlo más amplia y más
ordinariamente, en el doble sentido estadístico (más frecuente­
mente) y social (para sujetos normales) de la palabra ordinario?
Sea cual sea la solución que haya que adoptar —liberalizar y
popularizar más de la cuenta el procedimiento que consiste en
liberar los vínculos de lealtad o reducir los efectos de la auto-
maticidad de la adquisición de la nacionalidad a través del ius
soli—, parece ser que la mayor preocupación es, en este caso
específico, disuadir el tipo de comportamiento que el jurista Ni-
boyet denomina «caso de gorronería internacional»19al preten­
der vivir en un país, a veces de generación en generación, conser­
vando una lealtad política extranjera.
Esta representación que se podría decir autorizada, pues está
enunciada por personas que tienen autoridad en la materia,
coincide y conforta a una opinión común a la que se lleva a ver
en esta nueva población de «inmigrados que gozan de la nacio­
nalidad francesa» una nueva clase de «parásitos» que se benefi­
cian de todos los derechos que asegura la calidad de nacional,
pero que escurren el bulto de los deberes que acompañan a estos
derechos. Son sospechosos, por ejemplo, de no pagar impues­
tos; de sustraerse al servicio militar, pecando entonces de falta
de patriotismo; y, en última instancia, de encerrar en sí mismos
el riesgo de una traición siempre posible, no siendo la adopción
de la nacionalidad más que circunstancial y motivada únicamente
por intereses de orden práctico y material y, en definitiva, no
siendo más que un simple ardid.20 Es, sin duda, con el fin de
19. J.-P. Niboyet, Traité de droit intemational privé, París, 1947,1.1; véase
también P. Lagarde, op. cit., p. 62.
20. De otro modo no se entendería que se exijan pruebas de civismo para la
adquisición de la nacionalidad ni que se impongan pruebas a este efecto, co­
menzando por la más solemne de ellas, que es el juramento de fidelidad a la
lealtad suscrita por el acto de naturalización: de la misma manera, es necesario
mencionar en este contexto de verdadera desconfianza la legislación relativa a
la inmigración para asir la verdadera naturaleza de la misma y comprender su
plena significación, a saber, que en lugar de ser una legislación que se dirige
simplemente a los trabajadores extranjeros, es una legislación que podría estar
concebida para prevenir el espionaje, pudiendo ser cualquier inmigrado (y lo
protegerse simbólicamente contra un riesgo semejante y contra
la subversión que comporta, que gusta someter al «neo-nacio­
nal» a la prueba del juramento cívico y a la solemnidad con la
que se acompaña—prueba puramente formal, sin duda alguna,
puesto que no hay ningún delito de perjurio, ningún juez para
condenar este delito ni ninguna sanción para castigar a su autor,
pero el respeto de las formas es sin duda en esta circunstancia la
forma mayor de respeto.
Que todos estos sujetos a los que se califica de «doblemente-
nacionales», por no decir que no son más que «bi-nacionales»
o, en el mejor de los casos, «semi-nacionales», se decidan a ser
o franceses, y solamente franceses, o argelinos, y solamente ar­
gelinos; está encaminado a aclarar, y ello a pedir de boca, la
situación para los dos países interlocutores y, al mismo tiempo,
a satisfacer el orden nacional de las dos partes, pero indudable­
mente el orden nacional que se anexa nuevos naturales más que
el orden nacional que se empobrece de naturales a los que deja
marchar. El cumplimiento total de esta lógica puede ir hasta
querer, incluso hasta pedir (si eso fuera posible), que Argelia,
en reciprocidad y para el equilibrio de la relación, libere, a su
vez, los vínculos de lealtad a la nacionalidad argelina a aquellos
que, entre estos argelino-franceses (o franco-argelinos, o como
se quiera llamarlos), habrían aportado la prueba de su apego y
de su identificación con la nación y con la nacionalidad france­
sas. Y esto hasta que la nacionalidad efectiva, borrando y ha­
ciendo olvidarla nacionalidad competidora, sea ja única nacio­
nalidad posible. :
Se discutirá y se disputará todavía durante mucho tiempo
sobre la pertenencia nacional o sobre las pertenencias naciona­
les —así como sobre las compatibilidades e incompatibilidades
que de ellas resultan— de estos hijos nacidos en Francia, que,
para Francia, son «niños de otro lugar» pero franceses porque
han nacido «doblemente» (por dos veces en el intervalo de dos
generaciones) en el territorio francés, y, para Argelia, «niños
argelinos» pero nacidos en otra parte y no en el territorio nacio­
nal argelino. Pero no es menos cierto que son, cada año, entre
es a su manera) un «espía» y pudiendo esconderse cualquier espía bajo las
apariencias de un «trabajador inmigrado», pues, «nacionalmente» hablando,
no hay nada que separe al trabajador inmigrado del espía (profesional), dado
que se presentan y atraviesan de la misma manera las mismas fronteras.
16.000 y 18.000 niños los que nacen así en las familias argelinas
(los dos cónyuges son argelinos) que viven en Francia, y que
reciben por este hecho la nacionalidad francesa desde su naci­
miento. Son por tanto casi otros tantos jóvenes que, cada año,
en su mayoría de edad, incluso desde la edad de 16 años ■ —edad
a partir de la cual habrían debido de disponer de un permiso de
estancia si la nacionalidad francesa no se les hubiera conferido
automáticamente— descubren que son, inevitablemente, fran­
ceses de nacionalidad. Estas cohortes anuales de jóvenes «arge­
linos franceses» (o de «franceses argelinos») por el solo hecho
de haber nacido en Francia constituyen con su ejemplo una
manera de «licitación» de la naturalización. Una manera de le­
vantar, a ojos de cada uno y a ojos de todos, la interdicción total
(social, moral, religiosa, comunitaria, política, etc.) que afecta­
ba a la adquisición de la nacionalidad francesa muy en particu­
lar. Tener un hijo «francés» de necesidad, pero que sigue sien­
do, a pesar de ello, a ojos de todos (y, sobre todo, si ello está
probado) tan «buen» hijo, o incluso mejor hijo, tan «buen» ar­
gelino, o incluso mejor argelino, tan «buen» musulmán, o in­
cluso mejor musulmán, etc. («buen hijo», «buen argelino», «buen
musulmán», que son una única y la misma cosa), todo esto no
puede más que «reconciliar» con la naturalización. ¿Cómo opo­
nerse desde ese momento a que, por ejemplo, el hermano ma­
yor (nacido antes de 1963) de este «buen hijo que es sin embar­
go francés» adquiera la nacionalidad francesa si ésta es su vo­
luntad y tal es la concepción que tiene de sus intereses? Y una
vez que la calidad de francés está introducida en una familia y
que ésta se percata por experiencia que no comporta ninguno
de los trastornos, ni ninguna de las «catástrofes» que se temían,
ni en el propio seno de la familia, ni en la red de relaciones que
había tanto en Argelia como en Francia, toda la aprensión acu­
mulada contra la naturalización se disipa y muchas otras per­
sonas que no pueden beneficiarse del ius soli acaban pidiendo
su naturalización. La «violencia», la suerte de «suave violen­
cia», que se ha hecho a la persona que ha recibido la nacionali­
dad francesa de esta manera (y a su familia más que a ella)
tiende a extenderse como una mancha de aceite.
Ambigüedades y doble conciencia

Los beneficiarios de la nacionalidad adquirida sin haberla


pedido previamente se acomodan bien a ella, y no son las protes­
tas circunstanciales (que pueden ser perfectamente sinceras, por
otro lado) las que pueden convencer de lo contrario. Su entorno
que no hubiera aceptado el acto de naturalización según el pro­
cedimiento ordinario, se muestra aliviado, posteriormente, de
que la nacionalidad francesa (los «papeles franceses», como se
dice) advenga por sí misma, cual una «coacción» o bajo la apa­
riencia de una coacción impuesta colectivamente: es el sino co­
mún de todos y no el resultado de un acto individual y volunta­
rio por el que algunos se singularizarían y se separarían de los
demás. Después de todo, la manera en que se adquiere la nacio­
nalidad francesa importa más que la relación que se puede con­
tinuar manteniendo efectivamente con la nacionalidad y tam­
bién con la nación de origen (lo que es diferente de la relación
íntima, puramente afectiva que se tiene respecto a una y otra).
Además, a pesar de las protestas de todo tipo que es de buen
tono proclamar, a pesar del sentimiento de culpabilidad o de
simple malestar que continúa habitando en los naturalizados,
la naturalización que se denomina «forzada» acaba por susci­
tar una especie de satisfacción que, por toda una serie de razo­
nes, pide mantenerse en secreto y, a veces, resignada. No se ve
como prueba de este cambio de actitud más que la preocupa­
ción cada vez más frecuentemente expresada por cada una de
estas familias que están «divididas» desde el plinto de vista de
la nacionalidad de rehacer su unidad y de reencontrar también
una relativa homogeneidad; y esto al precio, si es preciso (y lo
es necesariamente), de la naturalización. Desde luego, no es la
primera vez que una innovación, por muy amarga que sea, vie­
ne en auxilio de una exigencia que puede parecer anacrónica:
en este caso, la preocupación por la cohesión familiar que pare­
ce ser un manera de supervivencia de la moral «tradicional»; a
menos que, lo que viene a ser lo mismo, la aparente necesidad
de someterse al imperativo «tradicional» sirva, aquí, de justifi­
cación de la innovación.
«No podemos estar divididos: irnos de un lado, otros del otro;
unos argelinos y otros franceses. Son hermanos y hermanas, del
mismo padre y de la misma madre, no hay ninguna diferencia
._entre unos, más mayores, y otros, más jóvenes; entre los pri­
meros y los últimos. Es necesario que todos estén juntos, o fran­
ceses o argelinos y no una parte de ellos, argelinos, y la otra,
franceses. Esto es injusto... Pero como no pueden ser todos arge­
linos aquí en Francia, entonces que sean todos franceses. E in­
cluso nosotros, los padres, si se nos lo pidiese, seríamos france­
ses también. ¿Por qué no?... Salvo que no se nos pide, y es un
poco tarde para nosotros [...] No vamos a pedirlo nosotros mis­
mos. No tienen más que decir que todos aquellos que tienen hi­
jos "poseídos” por la nacionalidad francesa, están también "po­
seídos” por la misma nacionalidad, como sus hijos. ¡Y así se re­
suelve el problema!...».
Que algunos padres hablen de esta manera, no quiere decir
que la naturalización de sus hijos no pueda ser objeto de conflic­
to. Al contrario, esta manera de hablar es precisamente el pro­
ducto de este tipo de conflicto que la naturalización lleva objeti­
vamente en sí en la medida en que comporta siempre el riesgo
de añadir, cuando la ocasión se presenta, su parte de disensión
con todo lo que separa ya a dos generaciones cuya trayectoria
social opone completamente. La oposición de las nacionalida­
des y, sobre todo, la divergencia de las actitudes respecto a la
naturalización no hace, en este caso, más que agravar y, quizás
incluso, revelar la distancia que la inmigración ha introducido
entre las generaciones de los padres y de los hijos. Aunque los
conflictos de este tipo estallen abiertamente o permanezcan lar­
vados, o incluso se mantengan subterráneos, como simples vir­
tualidades que unos y otros acuerdan ignorar al precio de estra­
tegias de evitación conscientemente elaboradas e igualmente com­
partidas, todo el mundo —padres e hijos, así como todo el entorno
que se ha vuelto cómplice— se pone de acuerdo para deplorar,
más que el motivo de la disputa, la imposibilidad de la reconci­
liación sobre la base de una sola nacionalidad, la nacionalidad
francesa, la única posible, pues es la única que puede ser común
en la situación común a las dos generaciones {i.e., la situación de
inmigrados).
Incluso si se defienden de ello, los inmigrados argelinos abren
la vía a otra forma de naturalización y a otra categoría de candi­
datos posibles a la naturalización, y ello no sólo en el seno de la
población de los inmigrados de otras nacionalidades, sino, de
manera más fundamental, en la población de los argelinos en
Argelia misma. Una naturalización y unos postulantes a la na­
cionalidad francesa que, aunque participen de la misma historia
que ha producido la inmigración, se separan de ésta y de su pro­
pia historia, no aceptando deberles más que aquello de lo que
tienen necesidad en estas circunstancias, a saber, el ejemplo
que pueden cogerle prestado y la justificación que les aporta este
mismo ejemplo: ejemplo en el que saquen con qué justificarse,
con qué justificar y autorizar su propio comportamiento en este
ámbito.21 Y, añadiéndose las unas a las otras, todas estas razo­
nes, contribuyen a «desacralizar» en el sentido propio del térmi­
no y, a la vez, a «laicizar» la noción de nacionalidad y con ella la
noción de naturalización.
«Desacralización», en primer lugar, en el sentido religioso del
término, puesto que, a partir de entonces, es posible ser buen
musulmán (buen creyente y buen practicante) aun siendo de na­
cionalidad francesa: muchos musulmanes que, por una razón o
por otra, han obtenido la nacionalidad francesa se obstinan una
y otra vez en probarlo para sí mismos y los demás (sean musul­
manes o no), multiplicando las marcas más ostentosas de fideli­
dad a su fe. Desacralización, a continuación, puesto que se trata
21. Esta «banalización» se lee, por ejemplo, con motivo de los controles
en las fronteras, esos lugares donde se objetiva, en el momento de pasar de
un territorio a otro y de una soberanía a otra, la identidad nacional de los
pasajeros y donde se efectúa la discriminación entre los nacionales del país y
los extranjeros al país: el hecho de que, cada vez más a menudo y cada vez
más numerosos, argelinos de todas las características sociáles (obreros, «tra­
bajadores de cuello blanco» o comerciantes, del campo y urbanitas, hom­
bres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, etc.) tengan necesidad para entrar
en Argelia, y, lo que viene a ser lo mismo, para hacerse conocer y reconocer
como argelinos (y/o franceses), de alegar documentos de identidad france­
ses, no puede dejar de influir, en primer lugar, en el comportamiento de los
agentes encargados de dicho control y, después, de manera más amplia, en
toda la opinión pública. En número creciente amedidaque avanzan en edad,
estos argelinos que se dicen y a los que se dice en estas circunstancias (¡con
tal de que las apariencias se salven!) «franceses de oficio» o «franceses a
pesar de sí» acabarán por imponer otra representación de la identidad nacio­
nal y otra concepción de la naturalización, y esto a causa, desde luego, de
su número que no cesa de crecer y, por consiguiente, de la frecuencia de sus
viajes en los dos sentidos, pero, más aún, a causa de las características socia­
les que les son propias (nivel de instrucción en francés, nivel de cualificación
de sus profesiones y otros signos exteriores que delatan una posición social
más elevada: lenguaje, traje, soltura corporal, etc.) y que los alejan, por así
decirlo, del emigrado tradicional, y dando de esta manera más autoridad a
sus comportamientos a los que se podría acusar sin embargo de apostasía.
de disipar un tabú: la prohibición social y comunitaria, moral
más que estrictamente política, que afecta a la naturalización. El
nuevo uso, derivado de una nueva concepción, que tiende a ge­
neralizarse, de la nacionalidad y de la naturalización, impone
que se dé a éstas, en el futuro, una acepción más estrictamente
política y administrativa. Todo esto autoriza a pensar que el cre­
cimiento del número de «argelinos con nacionalidad francesa»,
algunos que han pedido serlo y otros sin haber podido rechazar
serlo, contribuirá a vulgarizar y a popularizar22 la naturaliza­
ción, al menos entre la población de inmigrados, que son los
primeros concernidos.
Se podría pensar también que toda esta reciente evolución
estaría encaminada a levantar las resistencias o al menos las re­
ticencias. Pero esto es ignorar que en este ámbito no hay ningu­
na actitud que no sea ambigua. La «licitación» de la naturaliza­
ción, que no es entonces más que una simple sustitución de «pa­
peles» por otros «papeles» —los «papeles amarillos» (del color
del documento de identidad francés) por los «papeles verdes»
(del color del documento de identidad y del pasaporte argeli­
nos), como gusta llamar por sus emblemas a las nacionalidades
en cuestión—, igual que la actitud .opuesta, la reprobación de la
naturalización en tanto que es la marca y la confesión de una
alineación y también de una alteración y de una negación de lo
que es fundamentalmente coexistente de manera contradictoria
en la misma persona, una reacción que aventaja a la otra según
el contexto, según las necesidades y los usos del momento. Para
expresar esta situación contradictoria no hay más que un len­
guaje que es él mismo contradictorio:
«Soy argelino a pesar de mis papeles franceses; soy francés, a
pesar de mis apariencias argelinas. Soy francés [esto dicho a
modo de constatación], francés como cualquier otro [como un
francés verdadero, de pura cepa, es decir, desde antiguo]. He
nacido aquí, me he criado aquí, he crecido aquí, me han fabrica­
22. Popularizar en el doble sentido de la palabra, en el sentido morfológi­
co y en el sentido social; esto es, en el sentido de volver más numerosos los
casos de naturalización y, como consecuencia de ello, en el sentido de hacer
compartir la naturalización hasta entre las clases populares, que son aque­
llas que han alimentado mayoritariamente la inmigración, incluso si seme­
jante comportamiento, al que se podría calificar de «burgués», les es tradi-
cionahnente extraño, es contrario a su ethos, e incluso a su ética.
do aquí, para aquí, para vivir aquí; tengo mis costumbres aquí y
las costumbres de aquí, tengo las ideas de aquí [...]. Pero, en el
fondo de mí, me siento a pesar de todo argelino; en mi fuero
interno, me siento... hay algo que me dice que soy argelino...
argelino únicamente por el nacimiento... nacido en una fami­
lia argelina. Se es siempre algo o alguien por nacimiento; nadie
me preguntó si nacer aquí o allá, no hay elección. Yo no he elegi­
do ni ser argelino ni ser francés. Eso no tiene ningún sentido.
Argelino sin haberlo querido y francés sin haberlo querido, in­
cluso cuando se pide su naturalización [...] mis padres no han
elegido inmigrar a Francia: han inmigrado, eso es todo; mis pa­
dres no eligieron ser franceses en su momento, no eligieron ser
colonizados: han sido colonizados, los han hecho franceses, eso
es todo [...]. Puedo incluso decir que yo he hecho más para ser
francés que lo que he hecho para ser argelino, ya que he ido a la
escuela francesa, con la mentalidad francesa, etc. ¿Es lo que se
llama cultura o no?».23
Otra variante, frecuentemente expresada, de esta ambigüe­
dad, incluso de esta antinomia, es decir, jugando sin saberlo con
las dos dimensiones constitutivas de la nacionalidad: «Francia
es solamente mi país, Argelia es mi patria», y añadiendo como
para explicitar mejor la distinción: «Se vive en un país, se trabaja
en un país e incluso se trabaja para ese país, pero se es de una
patria». Así se puede poseer un país o una nacionalidad y perte­
necer a otro país o a otra nacionalidad, ser poseído por otro país
y por otra nacionalidad.
Unas veces, se puede ser «francés de hecho», cómo pasa cuan­
do se ha nacido, se ha sido criado y escolarizádo en Francia,
cuando se ha crecido en el seno de la sociedad francesa y según
23. Joven de 18 años, que vive en Montreuil con sus padres; parado (no ha
trabajado realmente nunca); titular de un diploma en mecánica, quiso hacer
una especialización en «tratamiento de metales»; en total ha estado dos veces
en Argelia, la última vez a la edad de 13 años, y no muestra ninguna prisa por
volver allí; «De todas maneras, eso por ahora "está perdido”... con el servicio
militar»; rechaza categóricamente la idea misma de hacer su servicio militar
en Argelia... «ni siquiera en Francia», no se ha molestado en ir a hacerse censar
en el consulado; no rechaza la nacionalidad francesa pero «no hará nada para
pedirla». Invirtiendo sus propios términos, este mismo joven hubiera podido
decir; «No he nacido en Argelia, no he sido criado en Argelia, no tengo mis
costumbres en Argelia (o no tengo las costumbres de Argelia), no tengo las
ideas de Argelia... pero me siento sin embargo argelino...».
las normas francesas (incluso aproximadamente) y cuando se
está llamado necesariamente a vivir en Francia, pero sin ser sin
embargo completamente francés puesto que no se lo es de dere­
cho: esta situación puede encontrarse todavía, al contrario de lo
que podría esperarse, y ofrece además la posibilidad de denun­
ciar, como injusta y arbitraria, una situación de exclusión que es
no obstante conforme al derecho, pero que es percibida, parece
ser, como una variante paradigmática, como resumen y símbo­
lo, de todas las demás formas de exclusión. Es el caso, en particu­
lar, entre otros inmigrados, de todos los «jóvenes» argelinos que,
unos nacidos en Argelia (cuando era todavía Francia y mucho
después) y llegados aún niños a Francia, otros nacidos en Fran­
cia pero demasiado temprano (antes del 1 de enero de 1963)
para recibir automáticamente la nacionalidad francesa, han vi­
vido, unos y otros, siempre en Francia y, se puede añadir, sin
poder vivir en ningún otro lugar más que en Francia.24 Otras
veces, se es «francés en derecho» solamente (o, como se dice
cada vez más a menudo, «francés sobre el papel», «francés por
los papeles», sin más) como lo son ya y lo serán todavía en ma­
yor cantidad los jóvenes nacidos en Francia, pero sin serlo com­
pletamente en los hechos, ni objetivamente debido a las discri­
minaciones y exclusiones múltiples de que son víctimas (a cau­
sa, aparentemente, de sus orígenes), ni sobre todo subjetivamente
debido al sentimiento que tienen de ser víctimas de estas exclu­
siones y discriminaciones fundadas únicamente en sus orígenes.
Ésta es la paradoja que la inmigración ha acabado por en­
gendrar, hoy en día, al no hacer corresponder el estado de dere­
cho y la situación de hecho. La incompletud de hecho que reper­
cute sobre el derecho es un nuevo descrédito que es arrojado
sobre la naturalización a posteriori, después de que cada uno la
haya experimentado. Esto quiere decir que no se puede ser ple­
namente francés cuando uno no lo es de derecho: es como una
evidencia lógica respecto al derecho, un dato que tiene para sí la
certidumbre que confieren el derecho y la creencia en la fuerza
24. Volver sobre la atribución de la nacionalidad francesa, tal como está
instituida por los arts. 23 y 24 del Código de la Nacionalidad, no tendría otro
resultado que engrosar peligrosamente este grupo de sujetos cuya identidad
de hecho —son, sociológicamente hablando, franceses— no está corrobora­
da por la identidad de derecho, pues, por no haberla pedido, no tienen la
nacionalidad francesa.
del derecho. Es, por otro lado, con esta condición y también por­
que este dato del derecho lleva en sí el principio de su intelección
—en este caso, el principio que engendra la consolación— qUe
puede ser soportada, aceptada «naturalmente» incluso por aque­
llos que son sus víctimas. Pero, al contrario, saber en derecho
(teóricamente) que se es francés de derecho y ante la ley, y descu­
brir cotidianamente, de manera casi experimental, que eso no es
suficiente para ser verdadera y completamente francés, es un
dato que puede hacer que uno se vuelva contra la naturalización.
No se puede ser plenamente francés de derecho cuando no se lo
es plenamente en los hechos, es decir, en tanto que uno no lo es
de manera ordinaria en la vida comente; y, simétricamente, no
se puede ser plenamente francés en los hechos si uno no lo es
legítimamente de derecho. Identidad de asignación (o por asig­
nación), se es francés o se dice francés como si fuese un juego
(«no de verdad») cuando no se es francés o en tanto que no se es
francés oficialmente {i.e., de derecho). Inversamente, uno no
es francés —se niega en el fondo de sí a ser francés y a aceptar
ser francés— o, por lo menos, se es otra cosa qué francés o fran­
cés de otro modo, desde el momento en que se 'está asignado a
ser oficialmente {i.e., de derecho) francés.
En tales condiciones, ¿cómo poder entonces reprochar a toda
esta clase de «naturalizados en su nacimiento» y de «aproxima­
damente franceses» su falta de entusiasmo, el que no muestren
demasiada complacencia por poseer la nacionalidad francesa?
Y, sobre todo, ¿cómo reprocharles el que no us&n la naturaliza­
ción más que utilitariamente, con el fin de conseguir las únicas
ventajas (las escasas ventajas) que les puede procurar, y sin com­
prometerse «patrióticamente», ni incluso apasionadamente,
cuando toda la experiencia que tienen de su calidad de franceses
les confirma que el cambio de estatuto civil que han tenido al
adquirir la nacionalidad francesa no ha cambiado nada y no
puede cambiar nada en su condición de «inmigrados» (lo que
siguen siendo socialmente), de «árabes», de «inmigrados ára­
bes»? Incluso si no tiene más realidad que la jurídica, la natura­
lización les habrá permitido, a lo mejor, como dicen ellos mis­
mos, no sin ironizar sobre su propia suerte, «vacunarse contra la
expulsión». Quite jurídico contra una amenaza que no tiene más
fundamento que el jurídico y que descansa completamente so­
bre la oposición entre nacional y no-nacional, siendo el no-na­
cional en derecho expulsable, incluso si nunca puede ser expul­
sado. Lo que es todo y nada a la vez. La naturalización es todo,
en el sentido de que compromete todo el ser de la persona y
también toda su existencia: «cambiar sus papeles, eso es lo que
es la naturalización», esta perífrasis eufemizante deja entender
que «en el fondo de sí mismo, no se ha cambiado y no se puede
cambiar al no haber cambiado más que los papeles que se llevan
en el bolsillo...» y todavía menos que «se haya podido cambiar
hasta el punto de que haya necesitado después de esto cam­
biar sus papeles», pero significa también que eso consiste en
proporcionarse los medios elementales e irreductibles de existir
legalmente allá donde se existe actualmente y donde se tiene que
existir, allá donde uno se juega y donde se juega su existencia
presente y por venir (en la inmigración). Pero, a pesar de esto, la
naturalización no es nada verdaderamente hablando, en el sen­
tido de que no cambia nada y en tanto que no cambia nada, ni en
la «naturaleza de las cosas» ni en la identidad de la persona.
Subjetivas y objetivas a la vez —por un lado, porque están
inscritas en el ser mismo de los sujetos, en su habitus y su mane­
ra propia de estructurar el mundo social, y, por otro, porque
forman parte del mundo exterior en el que hay que moverse, y
que también hay que conquistar—, todas las constantes, que son
constitutivas de la identidad y que, por esta razón, aparecen como
diferencias que la naturalización, por sí sola, no podría borrar,
dan lugar a representaciones mentales al mismo tiempo que ob­
jetivas (en los objetos y en los signos), que tienen, sea cual sea el
signo (positivo o negativo) por el que estén afectadas, un valor y
una función emblemáticos. Así, el campo está abierto a toda una
serie de manipulaciones que tienden a imponer la representa­
ción que a uno le gustaría dar de sí, la representación que los
demás deberían tener, primero, de las características que se
coincide en considerar como distintivas y, a continuación, de los
portadores de estas mismas marcas diferenciales.
Al ser la lucha por la definición de las identidades (identidad
nacional, regional, étnica o cultural, etc.) una lucha por la mani­
pulación de las representaciones mentales, los niños de las fami­
lias inmigradas argelinas, tengan o no la nacionalidad francesa,
no son «argelinos» en Francia más que por «voluntad» (volun­
tad propia de ser, para sí mismos y en el fondo de sí mismos,
argelinos): «Yo soy francés cuando no me dicen nada, cuando no
me dicen ni francés ni argelino... Yo soy aún más y con más
fuerza francés cuando me dicen que tú no eres francés, y eso ya
sea en Francia o en Argelia... allá, no sé, pero aquí, sí; sí en la
Argelia que está aquí en Francia, pues hay una Argelia aquí, y
sospecho que es más terrible que la Argelia en Argelia. En todo
caso, incluso en Argelia, si estuviera allá, no aceptaría que me
dijeran tú no eres francés... ni tú no eres argelino, por otro lado
[...]. Yo no soy francés cuando me dicen tú eres francés, es decir,
cuando quieren que sea obligatoriamente francés, es decir, estar
a sus pies, besarles las rodillas; es como si me ordenaran ser
francés, entonces me niego [...]. Pasa lo mismo con Argelia y con
ser argelino. Si me dijeran, tú no eres argelino, aquí en Francia y
más aún allá en Argelia, me sublevaría [...]».
«Ser o no ser francés» y, de la misma manera, «ser o no ser
argelino», es la misma lógica la que preside en la definición que
uno da de sí y esta definición es también función del contexto y
de la intención que se adivina a través del contexto, es decir, a
través de la definición que los demás meten en el contexto: «Yo
soy argelino cuando no me dicen nada, cuando no me dicen que
tú eres argelino lo quieras o no... e incluso cuando me dicen
que tú no eres argelino, tienen que dejarme eso a mí, únicamente
yo puedo decir soy esto o eso, como a mí me venga en gana [...].
Y además todo depende de quién me dice tú eres francés o tú
eres argelino... dónde me lo han dicho... con qué intención y con
qué espíritu me lo dicen... Yo no soy argelino, ni francés cuando
quieren a toda costa que sea argelino, que sea francés; soy arge­
lino, soy francés, cuando veo que no quieren... que Ies jode que
sea argelino, que sea francés... Todo esto no es fácil... cansa... te
crea enemigos, provoca incomprensión ¡incluso en la familia!
Pero ¡me divierte a pesar de todo!».25
El empeño a veces patético, la voluntad casi desesperada que
«los argelinos de Francia», «inmigrados» a causa de su voluntad
de olvidar que son jurídicamente franceses, ponen en querer con­
tradecir constantemente todas las identificaciones que se les atri­
buyen, es decir, todas las representaciones que se dan de ellos
(tanto en Francia como en Argelia), no proceden por su parte de
un «mal instinto» social negadory autodestructor—negarlo que
25. Joven de 23 años que tiene, como él mismo dice, «dos lugares de
nacimiento», su familia argelina en Francia y Francia, «el país donde ha
nacido y donde ha hecho su aprendizaje de la vida».
se es, tan pronto como sea nombrado— pero encuentran su ex­
plicación en los efectos que produce toda estigmatización siste­
mática. Las reacciones de este tipo introducen en una verdadera
sociología del estigma que está en su origen; del estigma conside­
rado como debería serlo, es decir, como un conjunto de relacio­
nes entre posiciones socialmente determinadas (cualesquiera que
sean los ocupantes de estas posiciones) en el interior del campo y
no como una simple relación particular entre agentes singulares,
al no ser esta relación más que un efecto de la estigmatización.26
En este caso, en el seno de la sociedad francesa, estas relaciones
estructurales son la manifestación de relaciones ocultas (de rela­
ciones de dominación, de relaciones de fuerza, así como de la
historia de la génesis social de estas relaciones) que no se traicio­
nan más que por sus efectos en una relación de interacción por
completo interpersonal y que, por consiguiente, son totalmente
independientes de numerosas determinaciones coyunturales, unas
espaciales y otras temporales, que proporcionan la ocasión, el
lugar y el momento de la relación particular.
Es una ley de física social que toda estigmatización provoca
la rebelión contra el estigma. Esta rebelión comienza por la rei­
vindicación pública del estigma constituido de este modo en
emblema: «Soy argelino... soy un inmigrado y estoy orgulloso de
serlo»; y debería acabarse por la institución del grupo formado
con base en el estigma, es decir, producido, en una buena parte,
por los efectos económicos y sociales de la estigmatización. La
multiplicación de las asociaciones llamadas «extranjeras» o aso­
ciaciones de inmigrados muestra de manera evidente, primero,
la voluntad de los inmigrados (casi siempre jóvenes) que se jun­
tan en ellas de tener que denominarse, que constituirse en grupo
teniendo un nombre, es decir, una base de identificación común,
y, a continuación, la manera en que se denominan. Los nombres
que acuerdan para llamarse —«nueva generación», los «jóvenes
árabes de...», «asociación cultural de...», «asociación beréber
de...», etc.— y que no son más que reanudaciones por su cuenta
de la manera en que son nombrados por los otros, delatan el
principio mismo sobre el que se funda la identidad común que
26. Es a menudo bajo la forma de simples relaciones de interacción, de
relaciones de un individuo o de un grupo de individuos con otro, como el
interaccionismo considera las relaciones de estigmatización. Véase E. Goff-
man, Les usages sociaux des handicaps, Minuit, París, 1975.
se reconocen los unos a los otros y en la que se reconocen todos,
a saber, el estigma que constituye a ojos de todo su entorno so­
cial y, por consiguiente, a sus propios ojos, las discriminaciones
múltiples que les afectan: así, discriminación territorial (asocia­
ción de vecinos «para inmigrados»), étnica (asociaciones de «ára­
bes», de «beréberes», de «magrebíes», de «franceses originarios
de...», etc.), cultural, etc.
Desde esta perspectiva, se puede decir que los inmigrados,
quienesquiera que sean y cualesquiera que sean sus trayectorias
en Francia, no se comportan de manera diferente a como lo ha­
cen los demás dominados. Esto es todavía más cierto en el caso
de los jóvenes, hijos de familias inmigradas, cualquiera que sea
su situación respecto a la nacionalidad francesa. Porque, contra­
riamente a las apariencias, ocupan en el campo de las relaciones
de fuerza simbólicas una posición todavía más dominada y más
crítica que la posición de sus padres: en efecto, al contrario que
el inmigrado tradicional que todavía podía hacerse la ilusión de
estar «fuera de juego» y de ignorar el proceso mismo de la estig-
matización, no pueden ni dejar la partida en la que están com­
prometidos, ni siquiera hacer como si no estuvieran en absoluto
concernidos. No les queda más que aceptar (aceptación querida
o resignada, sometida o sublevada) la definición dominante, tal
como la dan los dominantes, de su identidad; o bien buscar —cuan­
do no son las dos cosas a la vez y al mismo tiempo— la asimila­
ción a través de un trabajo sutil de faroleo qué está dirigido a
disimular el estigma, o, al menos, a ocultar los signos exteriores
más visibles de éste, proponiendo de esta manera la imagen de sí
menos alejada de la identidad legítima, de la identidad domi­
nante. Como todas las veces en que se trata de luchar contra la
estigmatización y contra la dominación que es uno de los efectos
mayores de aquélla, o que se trata —lo que viene a ser lo mis­
mo— de luchar por la identidad de sí mismo (ya sea identidad
nacional u otra), de luchar para oponer una definición autóno­
ma de sí, es decir, para poder definir en conformidad con sus
intereses (materiales y simbólicos) los principios de definición
del mundo social, esto no lleva, la mayoría de las veces, a nada
más que a reproducir bajo una forma invertida el estigma vincu­
lado a la representación que se quiere combatir. Invertir, como
por una operación mágica, la relación de heteronomía y el tra­
bajo de heterodefinición que padecen todos los dominados, ¿equi­
vale a hacer e imponer la autonomía, la autodeterminación y la
autodefinición que se quiere conquistar? La negación puramen­
te simbólica de las primeras no puede bastar para instaurar efi­
cazmente las segundas. La elección difícil, si no imposible, es, en
este caso, entre estrategias diferentes, entre estrategias de reco­
nocimiento y estrategias de subversión. Mientras las primeras
encierran en sí mismas el reconocimiento de los criterios de en­
juiciamiento que fundan la identidad como identidad legítima,
las segundas se esfuerzan, atacando precisamente las relaciones
de fuerza simbólicas, en invertirla escala de valores que autori­
za la estigmatización más que en borrar los rasgos estigmatiza­
dos. Así, como lo ilustra la situación, ejemplar desde este punto
de vista, de los jóvenes (argelinos) nacidos en Francia, son inte­
reses poderosos, apasionados, los que son comprometidos por
cada uno en todo lo relativo a los criterios legítimos de evalua­
ción de la persona.
Esta lucha, que tiene para sí poder contar con la forma ex­
cepcionalmente movilizadora de todo lo que concierne a la iden­
tidad, pone enjuego intereses tanto más vitales cuanto la apues­
ta es el valor mismo de la persona socialmente reducida en este
caso a su identidad social. Los agentes se invisten aquí de todo
eso por lo que se constituyen en tanto que grupo distinto («noso­
tros, los...» en oposición a «ellos»). Tal es, sin duda, la especifici­
dad de la inmigración y de la situación de dominados que es
propia de los inmigrados: estar condenados a oscilar entre estra­
tegias de reconocimiento y estrategias de subversión sin tener
los medios ni de imas ni de otras, es decir, sin poder ni imponer
ni imponerse a sí mismo dicho reconocimiento,27 ni encontrar
en el contexto de la inmigración las condiciones de posibilidad
de una estrategia subversiva eficaz.28
27. Es, en definitiva, el carácter ilusorio de este reconocimiento (imposible)
lo que expresa la fórmula que se ha convertido en célebre: «Arabe, seguirás
siendo árabe aunque seas el coronel Ben Daoud», que se atribuye con razón o
sin ella —lo esencial no es esto— a un argelino naturalizado francés, antiguo
alumno de Saint-Cyr y oficial del ejército francés a principios del siglo XX.
28. El contexto de la inmigración difiere en esto del contexto colonial en la
medida en que éste puede engendrar el nacionalismo como estrategia subver­
siva destinada, no a abolir mágicamente el estigma a través de una inversión
simbólica de los signos de discriminación, sino a invertir totalmente la escala
de valores que funda el estigma, es decir, a destruir la relación de fuerza, que, al
constituir el estigma, engendra la búsqueda de la rehabilitación y, por consi-
Como todas las veces que es necesario transigir con una si­
tuación fundamentalmente contradictoria que no se puede re­
solver y de la que incluso no se puede salir, el sueño de todos los
«inmigrados» confrontados de esta manera a una doble identi­
dad (nacional) de asignación, es poder acumular, por un lado,
los beneficios simbólicos que procura el hecho de poseer una
identidad totalmente legítima, que se puede afirmar públicamente
y que puede ser reconocida también públicamente, y, por otro,
los beneficios (difícilmente compatibles con los primeros) de una
autonomía entendida como poder de construir y de evaluar por
sí mismo su propia identidad. Y, aquí, en el contexto de la inmi­
gración, el dominado está obligado a renunciar a su autonomía
(imposible) mientras que, para hacerse reconocer, está condena­
do a ser negado por sus semejantes que, a menudo, no se recono­
cen en su empresa de afirmación de sí y también, derivándose
de aquello, se ve forzado a negarse ante sus semejantes respecto
a los que ha tomado objetivamente distancias. Tanto es así que
unos y otros se encuentran atrapados en un proceso de mutua
negación que es también un proceso de mutua acusación de ne­
gación. Como los sub-proletarios que sueñan con gozar simultá­
neamente, a pesar de la incompatibilidad que hay entre los dos
sistemas, de las ventajas económicas ligadas al «riesgo» (venta­
jas que les hacen descubrir la economía capitalista) y de la segu­
ridad moral y material, así como de la solidaridad que les ase­
gura la tradición (ventajas propias al sistema social y al sistema
económico precapitalistas), los inmigrados, esos ótros «sub-pro­
letarios» en el orden de la identidad, no pueden mas que intentar
conciliar la doble ventaja, unas veces, de una heterogeneidad
querida, total y totalmente original, y, otras veces, de no estar ya
constreñidos por lo menos a someterse a una perpetua evalua­
ción ni a evaluarse ellos mismos de manera heterónoma, impo­
niéndose en esto todo el trabajo de corrección—experimentado
en la vergüenza— necesario para obtener y para concederse una
buena nota en conducta. Desde este punto de vista, la situación
guíente, de la auto-afirmación y de la confirmación del estigma; a la diferencia
también, más cerca de nosotros, de la reivindicación regionalista, que, si acaso
y yendo al fondo de las cosas, no puede más que tomar prestado de la reivindi­
cación nacionalista (véase P. Bourdieu, «L’identité et la représentation, élé-
ments pour une reflexión critique sur l’idée de région»,Actes de la Recherche en
Sciences Sociales, n.° 35, noviembre de 1980, pp. 63-72).
que engendra la inmigración no es comparable a ninguna otra.
En efecto, mientras que en otras circunstancias el estigma pue­
de dar a la rebelión (nacionalista o regionalista, por ejemplo) sus
fundamentos económicos y sociales, sus argumentos políticos y
simbólicos, sus principios de unificación y sus bases de movili­
zación, ¿es suficiente, en el caso de los inmigrados, para asegu­
rar verdaderamente su identidad cultural? A riesgo de contrade­
cir las ficciones que animan las políticas que se jactan de recono­
cer y de promover la «identidad cultural» de los inmigrados, ¿no
tenemos el derecho de preguntamos si una identidad cultural
puede estar fundada totalmente en el estigma, si puede todavía
prevalecer y hacerse reconocer en ausencia de todo tipo de ga­
rantía establecida por el Estado? Por una especie de irónica re­
vancha de la historia, son, precisamente, aquellos que han sido y
aún son, a la vez, las primeras y las últimas víctimas de las ideo­
logías nacionalistas, las «de la tierra y la sangre», los que están
obligados hoy en día, para realizar su identidad, a inventarse del
principio al fin la «tierra», la «sangre», la «lengua», la «etnia»
(que no es más que un eufemismo para decirla «raza») o la «cul­
tura», etc., todos los criterios «objetivos» que puedan servir de
«pruebas» a la identidad y de motivos para la reivindicación de
esta identidad. El colmo de la paradoja parece alcanzarse cuan­
do se llega a esa suerte de «nacionalismo sin nación», de «patrio­
tismo sin patria», de «territorialidad sin territorio», que puede
conducir a la reivindicación de un territorio y de la localización
en este territorio todavía imposible —imposible mientras el ius
solis no se haya convertido, «naturalizado», en ius sanguinis.
La estigmatización que es, en apariencia, el producto del te­
rritorio estigmatizado acaba siempre, en realidad, por producir
un territorio propio, un territorio reivindicado como territo­
rio estigmatizado y territorio de estigmatizados. Bajo el efecto
de la discriminación espacial, que es también y necesariamente
una discriminación social y cultural a través del espacio, algu­
nas ciudades de los suburbios de las grandes aglomeraciones
(París, Lyon, Grenoble, Marsella, etc.), ciudades de tránsito y ciu­
dades de HLM [viviendas sociales] habitadas exclusiva o mayo­
ritariamente por familias inmigradas, las más de las veces ma-
grebíes, han sido reivindicadas durante los enfrentamientos re­
cientes como verdaderos territorios «independientes», que tratan
de apropiarse contra la población francesa, nacional y social­
mente diferente, y sobre todo contra la policía guardiana del or­
den social y espacial: «¡nosotros estamos aquí en nuestra casa!»,
«¡estamos en nuestro territorio!», «¡el suburbio es nuestro!». Lo
que debe ser entendido como esto: «Nosotros (estigmatizados)
estamos en casa, en nuestro espacio estigmatizado que nos es­
tigmatiza y que estigmatizamos». En estas circunstancias, estos
eslóganes son otras tantas manifestaciones de auto-afirmación.
Ahora bien, ¿no es precisamente esta «apropiación imposible»,
no sólo por razones de orden cultural, sino por razones suple­
mentarias de orden jurídico, la que está en el origen mismo de la
violencia y de la cultura de la violencia, esto es, la voluntad paté­
tica de apropiarse de un mundo imposible?

E l cuerpo del naturalizado

Esperando que esta conversión de un derecho; en otro se pro­


duzca y que, en el mismo movimiento, se produzca tanto, en el
caso de las poblaciones inmigradas, la «naturalización», como
la realización al modo de eso-cae-por-su-peso, del proceso de na­
turalización, no queda ya más que hacer, como si naturalizarse
francés no fuera nada más que una simple operación técnica
que no afecta en nada a la identidad profunda de la persona, que
no fuera nada más ni nada menos que «cambiar sus papeles»,
que «tomar los papeles franceses». A riesgo dejdescubrir des­
pués «que no se es francés más que de papel», y que no se puede
ser y que no se quiere ser —porque no se puede, ser— más que
«francés de papel».
«¿Es que por el hecho de naturalizarme francés cambia algo
en mi cabeza? ¿Es que eso está escrito en mi frente para que se
pueda leer?, pues si hay algo escrito en mi cara, es mi propia
cara, la que me dieron mis padres trayéndome al mundo allá
donde me hicieron; esto es lo que se lee en mi careto y no la
nacionalidad francesa que yo puedo tener o no tener... O enton­
ces es necesario que proclame por todas partes: “Aquí estoy...
miradme bien, yo no soy el que creéis que soy y ni incluso aquel
que veis" y sacar entonces mi documento nacional de identidad
francés —¿de qué identidad se trata?— y decirles: "Puede ser
que no os hayáis dado cuenta aún, pero miradme bien: yo tengo
la nacionalidad francesa (lo que, dicho entre nosotros, no es en
absoluto lo mismo que: soy francés) y os lo voy a demostrar.
¡Mirad acá!” [,..]».29
Puesto que el estigma es ante todo, como lo recuerda Erving
Goffman, del orden de la visibilidad,30son los rasgos físicos más
aparentes, el físico de la persona, los que se dan a ver en primer
lugar. El inmigrado más que todos los otros dominados —pues
es cierto, por regla general, en todos los dominados— sólo tiene
su cuerpo; no existe más que por su cuerpo y, en última instan­
cia, más que en tanto que él es un cuerpo físico, un cuerpo-tra­
bajo. Son el nombre, la palabra (acento y pronunciación), las
marcas impresas en el cuerpo o llevadas en el propio cueipo
(tatuajes, cabellera, barba, bigote, etc.), la vestimenta y, en pocas
palabras, el cuerpo en su totalidad, los rasgos incorporados así
como todo lo tocante al cuerpo, los que sirven de soporte al es­
tigma, los que se convierten en rasgos estigmatizados. La estig­
matización (social, cultural, étnica, incluso política, etc.) produ­
ce el rasgo estigmatizado, en tanto que es, en apariencia y como
consecuencia, su producto. Son esos rasgos los que, por regla
general, son los primeros y los más fuertemente investidos por la
asimilación, ya sea que ésta se dirija a reducirlos o a hacerlos
desaparecer mágicamente, ya sea que se aplique a ellos un traba­
jo constante de corrección (que puede llegar hasta la hiperco-
rrección), de eufemización, de rectificación; e, incluso, hasta su
negación mágica. Si, para todos los estigmatizados, es decir, para
todos aquellos que ocupan en el espacio social posiciones estig­
matizadas, el cuerpo es el lugar geométrico de todos los estigmas
que les pueden ser infligidos, es, sin lugar a dudas, porque el
cuerpo, individualidad física pero también producto social, es a
la vez, por un lado, lo que menos o más difícilmente se deja mo­
dificar y, por otro, lo que es más trabajado, más controlado,
más pulido, más cultivado, o más susceptible de ser todo esto
cuando la presión social fuerza a ello. Porque el cuerpo es lo que
en primer lugar se ve de una persona, es un objeto de presenta­
ción y también de representación, nos presentamos y estamos
presentes por nuestro cueipo, el cuerpo lleva la identidad social;
es esta misma identidad. Por esta razón el cuerpo constituye el
29. Las expresiones utilizadas aquí son tomadas de Bou... Hammas de
quien más adelante ofrecemos un extracto —refiriéndose al uso social del
nombre— de la entrevista que nos ha concedido.
30. E. GofEman, op. cit., p. 11.
objeto de un trabajo que tiende a volverlo presentable, es decir, a
modelarlo para que se acerque lo máximo posible a la conforma­
ción tenida por legítima.
La relación con el propio cuerpo, la representación que se
tiene de ella o que se quiere dar de ella son una manera particu­
lar de probar la posición social que se ocupa, y de probarla a
través, en particular, de la experiencia que se hace de la distancia
entre el cuerpo ideal y el cuerpo real, tal como las reacciones de
los otros lo devuelven. Percibido y nombrado por los otros, obje­
tivado por la mirada de los otros, el cuerpo dominado es un cuerpo
vergonzoso, un cuerpo tímido, torpe, poco seguro de sí mismo,
un cuerpo que se experimenta en el malestar. Es un cuerpo que
se traiciona a sí mismo.
Encogimiento y soltura corporales se distinguen el uno de
la otra como se distinguen las dos maneras de naturalizarse
que hemos mencionado anteriormente. Encogimiento y soltu­
ra en la relación con el cuerpo son uno respecto a la otra lo que
la naturalización vergonzosa es en relación con la naturaliza­
ción plenamente asumida. Uno y otras suponen, en cada uno
de sus dominios respectivos, clases de agentes que, aun coinci­
diendo en el mismo reconocimiento, en un cáso, a lo que es
conformación física y comportamiento corporal legítimos y, en
el otro, a la nacionalidad legítima, están desigualmente arma­
dos para realizarlas.31 í
La relación desdichada con el cuerpo (y cprrelativamente,
con la nacionalidad) delata el malestar que condce quien se sien­
te traicionado por su cuerpo (y también por su nacionalidad) así
como por todo lo que en él está sometido a representación —a la
presentación ante los otros y a la representación que los otros se
hacen de él— y, por consiguiente, constituye o puede constituir
el objeto de un estigma: el nombre, el lenguaje, el acento y, más
ampliamente, todo lo que se llama «cultura», esa marca a la vez
escondida y manifiesta que se inscribe directamente en el cuer­
31. Para un análisis más detallado de la representación social del cuerpo
y de los usos sociales del cuerpo, por una parte, y de las apuestas que implica
la lucha por la definición autónoma déla identidad, por la otra, nos remitire­
mos útilmente a los artículos de Actes de la REcherclw en Sciences Sociales y,
respectivamente, al n.° 4, abril de 1977, «Présentation et représentation du
corps» (el número en su totalidad y, más particularmente, P. Bourdieu, «Re­
marques provisoires sur la perception social du coips», pp. 51-54), y al n.°
35, noviembre de 1980, P. Bourdieu, op. cit.
po, en los gestos, en las posturas, en las maneras de «llevar su
cuerpo y de comportarse con su cuerpo» (P. Bourdieu), siendo
el cuerpo lo que da cuerpo a la cultura. El malestar que uno ex­
perimenta en su cuerpo y a través de su cuerpo encuentra su
correspondencia en el malestar que se siente en su nacionalidad
o a través de su nacionalidad (tanto la antigua como la nueva) y,
en consecuencia, ante la naturalización. Se puede incluso decir
que es de las circunstancias en las que el cuerpo avergonzado no
hace más que reproducir y expresar el malestar o la «vergüenza» ¡
vinculados al hecho de la naturalización. Dudando, reprendién­
dose sin cesar, vigilándose constantemente como si tuvieran el
sentimiento de estar constantemente vigilados, corrigiéndose
incansablemente, a menudo corriendo el riesgo de cargarlas tin­
tas como se suele decir, pecando de hipercorrección (que es otrá
manera de traicionarse) más que de torpezas y de carencias.
Percibiéndose ellos mismos con la mirada de los otros (o lo
que se imaginan que es la mirada de los otros), como si estuvie­
ran en el exterior de sí mismos, vienen a ser en sí mismos dife­
rentes a sí mismos, extraños a sí mismos. Según se sea domina­
do o dominante, se es para sí mismo lo que se es para los otros y
por los otros y, en el otro caso, se es para los otros lo que se es
para sí mismo y por sí mismo. Y el nombre mismo, el nombre
que se lleva, el «nombre propio», como se dice, en la medida en
que forma parte del cuerpo y en que nombra al cuerpo, no esca­
pa a la estigmatización ni a los efectos de la estigmatización, es
decir, a la lógica propia de la dominación simbólica.32
«Cuando anuncio a Bou... Hammas [Hammas es el nombre],
todo el mundo ve al inmigrado, al árabe inmigrado como ellos
dicen, es decir, mi cabeza: el cabello negro, crespo y evidente­
mente largo —es así como se ve a la gente de mi oficio, un poco
artistas, por tanto con el pelo largo—, la tez morena como tam­
32. Es significativo que, por regla general, todos los códigos de nacionali­
dad —en todo caso, todos los códigos consultados, el código francés, desde
luego, los códigos argelino,'tunecino, marroquí, egipcio, turco y casi todos
los demás códigos de los países árabes, etc.— tratan de los cambios de nom­
bre de los naturalizados: el nombre aparece como una alteridad que es nece­
sario reducir y, por ello mismo, como un estigma (sonoro), real o potencial,
que es necesario abolir; se puede incluso añadir que cuanto más «extranje­
ro» (o «bárbaro») es el apellido original del naturalizado (o su nombre), más
se impone, social e incluso a veces institucionalmente, la adopción de un
nuevo apellido (o nombre) que parezca «natural».
bién se dice —es un cliché—, el bigote —los árabes llevan siem­
pre bigote, un árabe sin bigote casi no es un árabe; ellos no sa­
ben por qué los árabes llevan bigote, más a menudo que barba,
pero ven que lo llevan: grandes bigotes, pequeños bigotes, un
hilito, una sombra, una mancha de bigote, pero siempre un algo
por encima del labio para que no se diga: "¡se ha afeitado el bigo­
te!”— y, efectivamente, yo soy así: moreno, cabello crespo y lar­
go, bigote [...]. Pero si anuncio Bou... Bemard, es Bemard lo que
se oyeyno Bou... y es a Bemard que se representa [...]. Evidente­
mente, se sorprenden de descubrir que este Bemard, es en reali­
dad un Mohamed, no es un Bemard como los demás Bemard.
Pero, a menos que se caiga —y eso ocurre— en un racismo de­
clarado, en un racismo impenitente —porque los racistas ordi­
narios, son legión y niegan ser racistas; racista se ha convertido
en un insulto y nadie tiene ganas de ser insultado o de insultarse
diciéndose racista; se es racista en el comportamiento pero se
defiende de ser racista— la gente se arregla con esto, incluso
esto les halaga; en el fondo de sí mismos, están incluso contentos
[...]. Contentos de encontrar un inmigrado que no es como los
demás y evidentemente el mérito de esto les corresponde a ellos,
a su sociedad, a la sociedad francesa que los ha "civilizado": "es
un árabe... pero trabaja bien”; contentos de probarse a sí mis­
mos que no son racistas: "Es un árabe, pero le he idado trabajo;
árabe, negro, o judío, yo lo que veo es si el trabajo está bien
hecho, eso es todo, el resto no es asunto mío”; contentos tam­
bién porque, intuitivamente, sienten que están con fuerzas, sien­
ten que la ventaja está de su lado y que un árabe, para el m ism o
trabajo, les saldrá probablemente más barato —lo que es cierto,,
no hay más que verlo, por ejemplo, en los mercados donde están
los árabes, los negros y los asiáticos: cuando tienen un puesto de
fintas y verduras, ciñen un poco más los márgenes de beneficio
y con ellos resulta más barato—, son, pues, ganadores. Y ade­
más, con un árabe, siempre se puede decir: "es un trabajo ára­
be”; y siempre será un "trabajo árabe”: si está bien hecho, será
un buen trabajo aunque lo haya hecho un árabe; si está mal he­
cho, no es ninguna sorpresa, es un "trabajo árabe”. Y esto, el
árabe lo sabe; sabe que su trabajo, bueno o malo, es siempre un
"trabajo árabe", así pues, es necesario que sea mejor para ser tra­
bajo, puesto que es "trabajo" de árabe; y como es un "trabajo
árabe" es, pues, más barato. Esto hace que salgan ganando por
partida doble, en la calidad del trabajo y en el precio. Ahora en­
tiendes por qué los camareros se llaman Marcel. Tú ves a un
chente llamar: "¡Mohamed, un Ricard!”. Es Jeannot, ni siquiera
Jean. Un apodo, va aún mejor que el nombre. Incluso los intere­
sados aceptan mejor el apodo; lo reciben, se lo han dado a pesar
de ellos, no lo han elegido —como la nacionalidad (francesa) de
la que tú hablas— como se elige el nombre que uno se da [...].
Kader, Karim, Mus... (por Mustapha; todos estos nombres son
diminutivos de Abdelkader, Abdelkrim, etc.), esto comienza a
pasar, los franceses comienzan a acostumbrarse. Pero “Mo-amed,
ven aquí!", esto no se oye. Como mucho se oye en una obra;
Mohamed está hecho para eso, sin embargo entre nosotros
“si Mohamed”, eso sirve para interpelar respetuosamente a al­
guien al que no se conoce, se le llama "si Mohamed" como se
dice "Por favor, señor”. Entonces, comprendes que en los oficios
de servicios, sobre todo cuando tienes trato con la clientela, el
apodo es necesario y siempre llega; de la misma manera que
vigilas tu traje (corbata, chaleco, camisa blanca), tus gestos, tu
vocabulario, todos tus modales; si no eres tú quien te pones un
apodo, es tu patrón, tus compañeros, los clientes» (Bou... Ham-
mas, 25 años; originario del sur de Argelia, llegado a Francia en
1958, a los 5 años de edad; grafista en una agencia publicitaria;
después de haber «barloventeado», como él mismo dice, por el
mundo entero y más concretamente por los países nórdicos, si­
guió en Bélgica los cursos de una escuela de artes gráficas).
De este modo, lejos de poder regular, como se creía, la para­
doja de la inmigración, lejos de asegurar o de consagrar la inte­
gración total de los inmigrados en la sociedad y en la nación
francesas, la naturalización, en la medida en que no puede su­
primir la voluntad o las diferencias objetivas así como los con­
flictos que estas diferencias engendran objetivamente, de la mis­
ma manera que no puede suprimir la voluntad o el efecto obje­
tivo de la diferenciación que se le añade, tiende, contra todo lo
que se pudiera esperar, a perennizar los problemas de la inmi­
gración. O lo que es peor, parece agravarlos a causa de la con­
versión que les hace padecer. La naturalización, que no cambia
nada o gran cosa en la condición social de los inmigrados —in­
cluso si cambia su estatuto jurídico—, modifica a pesar de todo
la naturaleza de los problemas que se les plantean y que se plan­
tean: los problemas «ordenados», incluso «ordinarios», entan-
to que son constituidos como problemas de inmigrados, es de­
cir, de grupos «extraordinarios» a causa de la especificidad (en
primer lugar jurídica) de los inmigrados (y esta manera de iden­
tificarlos, asignándoles un origen y un grupo, constituye toda
la inteligencia que se tiene de la inmigración, el alfa y el omega
de todo lo que podemos pensar, saber y decir de ella), se con­
vierten en adelante en problemas de identidad en el seno de la
nación o, incluso, en problemas nacionales que conciernen a
grupos de nacionales.

ANEXO
Tres entrevistas sobre la identidad

«Te lo preguntas y te lo preguntan siempre. ¿Eres francés y


cómo es eso? ¿No eres francés y por qué? Se trata de una descon­
fianza total. De una desconfianza que ha cambiado de registro.
Con nuestros padres, la desconfianza tenía que ver ton el traba­
jo: ¿es que no les han quitado el trabajo a los franceses? ¿Ellos
pagan los impuestos? ¿No roban a Francia, con los subsidios
familiares, con la Seguridad Social...? Con nosotros, pasa lo mis­
mo, ¿son franceses?, ¿aman a Francia, o no? Hace falta que lo
demuestren, el servicio militar, la guerra; lo vimos Con la Guerra
del Golfo. Se ponen a preguntarte si has mantenido relaciones
con Argelia y con el argelino que eres. ¿Cuántas veces vas a Arge­
lia?, aunque no vayas y allí no tengas nada que hacer; ¿lees la
prensa de allá, escuchas la radio de allá?, aunque no haya nada
ni para leer ni para escuchar; ¿escuchas la música de allá? Todo
el mundo puede escuchar raí, la gente lo escucha como quien
escucha rock, pero si yo escucho raí, eso es sospechoso, es que
no soy francés o que soy un mal francés, el atavismo está en la
sangre. Y lo que yo digo es que son los doctos los que hacen este
trabajo, es la ciencia: yo he respondido a cuestionarios como
éstos, ahora incluso se plantean estas cuestiones a chiquillos, en
la escuela, ¿cuscús o bistec?, y todos los chiquillos contestan des­
de luego que bistec, desde luego que McDonald’s. Hacen que abo­
rrezcas el cuscús y ellos lo aborrecen... desde el momento en que
oyes por todas partes, incluso en la escuela, intercultural por
aquí, intercultural por allá... multicultural; identidad de esto,
identidad de aquello. [...] No sé quién hace estos cuestionarios,
ni quién apuesta, ni quién se beneficia—alguien debe ganar algo
con todo esto, pero no sé quién, quién puede tener interés en
ello—, lo que puedo decir es que los doctos, la sociología o la
psicología, no sé... no tienen ni idea, no son perspicaces, no son
inteligentes. Ellos llaman a eso el quid, la indagación sobre el
quid: ¿quién eres? Yo les diré quién soy. Como si tuviera proble­
mas conmigo, yo no estoy con un psiquiatra, en el manicomio.
Sé muy bien quién soy, no serán ellos quienes me enseñarán quién
soy. Ellos no saben nada. Y si quieren saber, no tienen más que
mirar a la gente. Pero son incapaces de entender nada, nada de
nada, entonces que dejen de preguntar, de preguntarte. Que se
pregunten a sí mismos sobre lo que son, a ver si pueden contes­
tar a sus propias preguntas sobre sí mismos, antes de contestar a
las preguntas sobre los otros... a las preguntas que estos otros ni
siquiera se plantean. Que se pregunten por qué preguntan, por
qué sacan placer de preguntar. ¿Quién eres? ¿Quid? Es enfermi­
zo... por favor, usted que es de ese mundo, que son sus colegas,
por favor, dígales esto. Dígales que son unos viciosos, unos enfer­
mos, unos voyeurs, unos interrogadores, con alma de poli, poli
de almas. Dígales esto, por favor. Esto da placer. No sólo a mí,
sino a ellos también. ¿Cuándo acabará todo esto? Para nosotros,
todas estas preguntas, son 24 horas sobre 24, los 365 días del
año, toda tu vida, desde que naces hasta tu muerte que oyes eso,
que lo ves, que lo lees portadas partes... y sobre todo en todas las
caras, en todos los ojos. Y ahora que los controles han vuelto, en
la cara del poli, tú ves eso, este imbécil, no se puede decir que
rebose de inteligencia, te dice: "¡Documentación!...”. No, perdón,
ahora les han enseñado, incluso Pasqua33ha tenido su lección,
les han enseñado a tratar de usted: "¡Su documentación, por fa­
vor!...”. Sacas tu DNI [documento nacional de identidad]: fran­
cés; nacionalidad: francesa. Mueve la cabeza. Seguro que para
sus adentros, se debe decir: "¡Otro!...". Seguro que le hubie­
ra gustado ser el único francés, el buen francés, con los otros
franceses como él. Llaman a esto ahora "francés de pura cepa".
¿De qué cepa? Una cepa está bien. Pero es una cepa con sus
raíces. Los otros franceses no serían más que franceses de rama­
33. Charles Pasqua, ministro de Asuntos Interiores del gobierno francés
de 1986 a 1988. Lo volvió a ser de 1993 a 1995 (N. de T.).
je, de follaje. Lees todo esto en la cara del poli, incluso si sus ojos
no muestran demasiadas luces. Entonces te dice: "Bien, bien,
toma..."; y te devuelve los papeles. Pero en mis adentros aña­
do: ''toma, ¡coma!”. Eso es lo que eres: una coma, y nada más.
Menos quizás, la coma es buena, la coma da sentido a la frase.
En la escuela se aprende la puntuación, que eso no se puede
poner de cualquier manera. Pero cuéntale eso al poli. Quién sabe
si sabe cómo poner comas. La coma, para él, es el aspecto, no
sabe que la coma puede dar sentido a Francia. Una Francia sin
coma, sería una Francia incomprensible. Pero esto, es la coma
quien lo dice, no Francia. No me engaño a mí mismo.
»[...] La integración que está de moda, y con la que nos ma­
chacan, ¿qué es lo que eso quiere decir? O eso existe y no hace
falta hablar de ello: es así, eso es todo, nos guste o no; o no existe
y entonces no vale la pena hablar de ella, o es hablar de ella lo
que la ha hecho existir. Todo lo contrario. Al ritmo al que van las
cosas, quizás son los mejor "integrados" los que ahora pondrán
el grito en el cielo, los que se rebelarán contra la integración.
Para mí, la integración es una acusación. ¿Cómo es posible, con
todo lo que hemos hecho por vosotros, habéis nacido |en nuestro
país, en nuestras clínicas; os habéis educado en nuestros parvu­
larios, en nuestras escuelas infantiles, os hemos escolarizado,
os habéis beneficiado de nuestro sistema educativo,: etc.; y aun
así no os habéis "integrado" aún? ¡Sois incorregibles; Árabes, y
seguiréis siendo árabes... Si esto no es racismo, ¿quéjes, pues? Y
esto lo vivimos todos los días, es humillante, es uña infamia.
Nos atraen hacia ellos, pero al mismo tiempo nos dan a enten­
der que nunca podremos alcanzarlos. Y es a eso a lo que llaman
integración».
AlCHA (una chica del grupo): «Integración, eso lo hemos apren­
dido en mates, en la escuela. Hemos aprendido las integrales, la
exponencial: es la curva asintótica que se puede alargar hasta el
infinito y que nunca tocará la abscisa. La integración es así, es
necesario correr detrás de ella, y cuanto más te acercas más te
recuerdan que no es completamente eso».
Said: «Mates por mates. Yo creo que es la teoría de los con­
juntos donde se tienen conjuntos integrados definidos por lími­
tes que separan lo que hay dentro de lo que está fuera. Éste es el
porqué no nos sentimos cómodos con este lenguaje: habrá los
"buenos inmigrados" integrados o "integrables" y los "malos in­
migrados” incorregibles. Nuestros padres son de aquéllos. No­
sotros, los productos de la sociedad francesa, somos "mejores"
que nuestros padres, la sociedad está obligada a consentir esto,
sin esto no vale nada, qué hace con su escuela —se insiste mu­
cho en la escuela—, pero entonces allá nosotros no queremos
nada en la sociedad francesa por culpa de nuestras raíces, por
culpa de nuestros padres. Me pregunto cómo es que todos los
políticos que hablan de esto no se dan cuenta de lo que hay de
provocador, de grosero, yo diría de racista, en el lenguaje bien
intencionado de la integración. Y acabará por provocar el resul­
tado contrario: serán los más integrados los que dirán “no que­
remos vuestra integración"; serán los más franceses los que di­
rán "¡no queremos vuestra nacionalidad si hay que pasar por las
horcas caudinas y por las humillaciones de vuestro nuevo Códi­
go de la Nacionalidad!”».
Aicha : «Es como la Guerra del Golfo de la que se habla a
todas horas. Yo he pensado en eso... y me he dicho: supongamos
que hay una guerra entre Francia y Brasil, cosa improbable. Me
pregunto si habría algún periodista que tendría la osadía, ni
siquiera se le ocurriría la idea de coger su micro y pasar por
todas las porterías de los distritos XVI, XVII y XVHI de París y
preguntar a los chiquillos portugueses ¡si están a favor de Fran­
cia o de Brasil! Es lo mismo conmigo: ¡yo no soy más iraquí que
brasileño es el hijo de una portera portuguesa! Si esto se hicie­
ra, estoy segura de que habría una lluvia de protestas; de que se
hablaría de deontología periodística, de libertad de opinión. Sin
embargo, con los "árabes” en Francia —que no tienen nada de
árabes—, esto ha pasado sin ninguna dificultad. No solamente
nadie ha protestado, sino que ha habido algunos de los "nues­
tros" (entre comillas) —y es de ellos de quienes me quejo más—
que se han aprovechado de ello, que han manipulado a los... y a
los... que han estado diciendo por todos lados, pues esto les be­
neficia y les beneficia a nuestra costa, ¡que .“es gracias a ellos
que los suburbios no se han convulsionado”! Pero, ¿se les ha
visto realmente? Pienso que no, pero se ha hecho como si así
fuera, todo el mundo tiene interés en ello... Y, ciertamente, han
sido pagados en consecuencia y ¡vendrán a decimos que nos
han defendido! Nos la han dado con queso, han abusado de
nosotros ¡para su propio provecho! Y a eso se llama los “herma­
nos”, la solidaridad».
n
—Yo luzco un pasaporte europeo. Me reconcilia conmigo mis­
mo. Desde que lo tengo, no me abandona, siempre lo llevo enci­
ma en mi bolsillo, lo beso [saca su pasaporte, le da unos golpeci-
tos y lo besa]. Es un pasaporte europeo, antes sólo tenía el pasa­
porte francés. Cada pasaporte tiene un color. Se les llama por su
color. Vosotros tenéis el verde, se le llama así, el «pasaporte ver­
de» [basbourlakhdar, en árabe] —en nuestra tierra tenemos una
canción popular que se llama Le passeport vert, era en la época
en que, en Marruecos, era muy difícil obtener un pasaporte para
emigrar, entonces se cantaba el pasaporte verde, el pasaporte de
la libertad—; vosotros tenéis el azul, el pasaporte francés ordina­
rio; vosotros tenéis el pasaporte marrón, el pasaporte europeo.
Éste abre todas las puertas, pasa todas las fronteras, aunque te
llames Mohamed, aunque tengas bigote, aunque tengas careto
de árabe. Es entonces cuando te das cuenta de; la fuerza que
tiene un pasaporte. El pasaporte te transforma.
—¿En qué le transforma? La nacionalidad francesa le trans­
forma en francés de derecho, por lo que respecta al derecho,
pero el pasaporte europeo no le transforma en ün alemán, por
ejemplo.
—Sí. Él me transforma completamente. La libertad no es so­
lamente la libertad de viajar: sin visado, sin contrariedades en
las fronteras. Es conmigo mismo. Me da la libertad de ser yo. Es
la libertad, es la vida.
—No entiendo. Con usted mismo, yo pensaba que era el pa­
saporte verde el que le daba la libertad de ser usted mismo. ¿Por
qué entonces el pasaporte azul no le da esta libertad y es sola­
mente el pasaporte marrón el que, como usted dice, le reconcilia
con usted mismo?
—Ciertamente porque el pasaporte europeo no existe en rea­
lidad, es una abstracción. Europa, ¿qué es? Es geografía pura y
simplemente. Nada más.
—Es un territorio, un conjunto de territorios nacionales don­
de se está dispensado de la lealtad que comporta toda pertenen­
cia a un territorio nacional particular, es decir, a una nación y a
una nacionalidad.
—Sí, totalmente. Se está dispensado de esta lealtad. Pues
hay lealtad, ¿cómo decirlo? La lealtad en la que se ha nacido,
ésta se olvida, nos parece totalmente natural, forma parte de
nosotros y uno no se da ni cuenta de ello. Está la lealtad que se
vive como una novedad, de la que se tiene conciencia, de la que
se sabe que hay que aceptarla, es la lealtad que está inscrita en
la naturalización, que se rinde a la nacionalidad que se adquie­
re. Es algo que cada uno vive, que cada uno experimenta. Y
cualquiera que haya frecuentado un poco el derecho aprende
esto en los manuales. Y se da entonces esa situación en la que
un territorio nacional que no es el tuyo, que no es aquel que tú
te apropias...
—O que te apropia.
—Sí, es en los dos sentidos, tú te lo apropias y él se te apro­
pia, apropiándote de la nacionalidad de este territorio y siendo,
apropiado por esta nacionalidad. Entonces este territorio nacio­
nal con el que no tienes ninguna relación de lealtad, puesto que
es eso la nacionalidad, se abre a ti como si estuvieras en tu casa
y te autoriza al mismo tiempo a seguir pensando que no estás en
tu casa.
—¿Es esto lo que usted llama la libertad con usted mismo, la
libertad de ser usted?
—Sí, es esto... Es mejor que esto. Ya no estoy encerrado en
mí, conmigo, entre yo, el marroquí, y yo, este otro yo (la na­
cionalidad francesa). Yo y yo mismo se miran con recelo. ¿Dón­
de está la verdad? Es el yo marroquí o es el yo francés, cada
uno recordando al otro. Eres francés, te tomas por francés, te
toman por francés, esto recuerda al marroquí que ha sido aho­
gado, que está allá abajo, silencioso, ausente, discreto, mudo,
que se esconde, que se oculta, que se encierra. Y, entonces, en
el fondo de ti mismo, no eres nunca tan marroquí como en
estas circunstancias. Eres marroquí, te consideras marroquí,
pero entonces, en el primer paso que das, te das cuenta de
que es falso, que no eres tan marroquí como eso. Te mientes
quizás para darte gusto. Pero eso no impide vivir. No exagera­
mos nada. -
—Pero, ¿en qué el pasaporte europeo libera de todo esto? El
encierro de sí, ¿es encerrarse en qué?
—¿Encerrado en qué? En mí mismo, nada más. En este
diálogo imposible con la Francia en que estoy. Como se dice en
árabe, «estoy en su vientre» [en árabe] y quizás ahora «ella
está en mi vientre» [en árabe]. ¿Soy francés o no soy francés?
Hay que responder a esto. Es entre Francia y yo. Y cuanto más
se responde a esto, a través de la naturalización o, como dicen
aquí, a través de la cultura, de la asimilación o de la integra­
ción —que hoy en día está de moda—, cuanto más se hace la
pregunta, más crucial y obsesiva se vuelve. Hay que hacerse el
sordo, hay que desear no oírla para que deje de plantearse.
Hay quienes juegan a esto... quienes hacen trampas o quizás
quienes son sinceros, pero entonces los admiro. No, ellos ha­
cen trampas, se cuentan historias. E indudablemente que se
desquitan en algún sitio. Pues sin desfogarse, sin escupir toda
la mentira, el teatro, la puesta en escena que se fabrican, es
imposible aguantar.

III
Dj. nació en Francia y, más precisamente, en él banio parisi­
no de Belleville en 1968, como a él le gusta decir. Su padre, que
entonces tenía unos 40 años, era ya un antiguo inmigrado en
Francia. Originario del Oranato y precisamente de esta región
montañosa del oeste argelino, de los montes de Lala Maghnia,
éste había emigrado, en primer lugar, según el modo de emigra­
ción común a los hombres de su generación: tras la Segunda
Guerra Mundial (en 1947-1948), todavía muy joven (a la edad de
19 o 20 años) y por tanto soltero (y lo seguirá siendo hasta bien
tarde, hasta pasados los 30 años), vino a Francia a reunirse con
todos los otros emigrados de su región empleados en las explota­
ciones agrícolas del norte de Francia y, más tarde, en los yaci­
mientos de hulla de la cuenca minera de la zona de Valencien-
nes. Como la mayoría de los emigrados, sus compatriotas y con­
temporáneos, no paró de ir y venir entre su aduar y Francia,
alternando el estado defellah, de campesino tradicional, y la con­
dición de obrero inmigrado, con la excepción del periodo de 1956
a 1962, durante el que se quedó bloqueado en Argelia a conse­
cuencia de las hostilidades. Inmediatamente después de la inde­
pendencia y de la vuelta a la libre circulación entre Argelia y
Francia, en la primavera de 1963, emigra de nuevo a Francia, pero
esta vez en familia (con su esposa y tres hijos). En Francia, con
la discreción más completa, pues ni siquiera se lo dijo a su pro­
pia mujer, optará por la nacionalidad francesa tomando la pre­
caución, según ahora dicen sus hijos, de no confundirse con los
«harkis».34A sus hijos (dos hermanos y su hermana más joven),
que han jugado el papel de informadores, les gusta precisar que
«no se ha beneficiado de ninguna de las ventajas previstas para
los repatriados» (porque no lo fue o no quiso ser uno de ellos),
que «se naturalizó francés al llegar a Francia [...]», que «fue titu­
lar de un pasaporte argelino» (y por tanto de la nacionalidad
argelina), que «había adquirido la nacionalidad francesa pen­
sando en nosotros, por nosotros, sus hijos, para facilitamos la
vida en Francia». Ellos mismos no descubrieron la nacionalidad
francesa de su padre y, por consiguiente, la suya hasta que no
tuvieron la necesidad, al menos para los tres mayores que nacie­
ron en Argelia antes de 1963, de pedir la nacionalidad francesa a
la que tenían derecho (como consecuencia de la naturalización
de su padre) sin saberlo.
Dj., el cuarto hijo de la familia, el primero en haber nacido en
Francia en la inmigración, es titular de un bachillerato. Fue un
milagro. Y de este milagro, Dj. tiene una conciencia aguda: un mi­
lagro social, puesto que es el único, dice todavía hoy, de todos
sus compañeros, niños de la misma barriada, niños que habían
frecuentado las mismas clases (en la escuela primaria y en el
instituto del barrio), «en haber acabado el instituto, en haber
llegado hasta el final de la secundaria y haber obtenido el bachi­
llerato». Un milagro escolar efectivamente en la medida en que
fue de manera totalmente inesperada que obtuviera este bachi­
llerato y que, antes de esto, realizara toda la escolaridad que le
condujo hasta ahí. Dj. fue tomado a cargo totalmente, y no sólo
escolarmente, por una familia francesa amiga y protectora, que
se había percatado de sus buenas disposiciones para el fútbol y
que, generosa y compasivamente, quiso aportar de este modo
una forma de asistencia a los padres y a toda la familia en un
momento difícil de su existencia: el padre, que era camionero,
acababa de ser víctima de un grave accidente del que nunca se
recuperó completamente, y tenía a sus espaldas una familia de
34. Este comportamiento parece haber venido dictado por un sombrío
asunto relacionado con los acontecimientos de los últimos años en la Argelia
colonial: ninguna de las preguntas hechas a sus hijos y a su mujer, y nunca a
él directamente, ha podido esclarecer este oscuro punto. Parece haber en
ello alguna intención de venganza a raíz de los daños materiales, y probable­
mente más simbólicos que materiales, sufridos durante la guerra.
siete hijos (tres chicos y cuatro chicas) en la que el mayor es
discapacitado mental.
DJ.—Yo comenzaba a hacerme el chulo, era el mayor de los
chicos puesto que mi hermano, mayor que yo, estaba fuera de
juego, no estaba del todo bien de la cabeza y estaba colocado en
instituciones de reeducación laboral [...]. Fue esta familia la que
me sacó las castañas del fuego, aunque aquello fuera muy duro
para mí... No aceptaba dejar mi casa, la ciudad, el barrio, a todos
mis amigos. Tuve una educación muy diferente allí, en su casa
[...]. Ahora lamento mucho no haberlo aprovechado más... ¿En
qué? Por ejemplo, ellos recibían a mucha gente... toda gente bien;
yo hacía el tonto, decía que eso me importaba un pepino, que
pasaba, ponía caras largas, no aparecía. O sea, que no aproveché
todo aquello [...]. Sí, fui un tonto... eso es. En el fondo debía
pensar que no tenía nada que ver con su mundo. Es cierto, por
ejemplo, ellos insistían en que me quedara con ellos el sábado y
el domingo, y yo nunca quise; el viernes al salir de la escuela
volvía inmediatamente a mi casa; en realidad, volvía al barrio,
con los amigos. Ése era mi mundo. ¡La libertad! Aquéllo era como
la cárcel, una jaula [...]. Sí, un animal enjaulado [...]! El fútbol, sí.
Lo hicieron todo para que me dedicara al fútbol. Estuve inscrito
en el Red Star. ¡Un sueño! pero entrené dos veces y abandoné
[...]. ¿Por qué? Allí también era lo mismo, no era nii mundo. En
el entrenamiento, nos hacían jugar a 15 o 17 por equipo, así
probaban a toda esta gente. No elegías tu puesto, te hacían jugar
en todos los puestos. Mientras que yo, yo sólo quería jugar. Así
que preferí ser la pequeña estrella que era en el equipo del barrio
que el trabajo que te hacían hacer en una escuela de fútbol.
Así que pasé. Quizás también fue un poco por venganza... que
dejé el fútbol [...]. Esto no quita para que haya sido esta familia
quien me haya sacado las castañas del fuego, aunque haya sido
muy duro para mí... y quizás para ellos también. Hoy, no me
hablan de ello, pero soy yo quien se lo dice. Es que era gilipo-
llas... les digo esto. Esto me hizo aborrecer el fútbol, pero me
valió mi bachillerato... Figúrate que de todos mis amigos, de todo
el barrio y quizás de toda la escuela, soy el único que ha ido al
instituto, que ha llegado hasta el bachillerato y que ha termina­
do el bachillerato. Todos los demás, nada. Y esto aquí te lo en­
cuentras hoy [...]. En todas partes, para todos, está el talego, el
paro y, peor aún, la droga y el sida. Acabo de perder a mi amigo,
la mejor persona del mundo, un genio a su manera, ¡drogata y
sida! Entonces, comprendes: yo, toda esta gente, habría podido
ser como ellos, yo también. De hecho, ha ido de poco. Entonces
comprendes: ahora, yo no puedo dejarlos plantados, no puedo...
serles infiel. Es así. Que yo haya salido adelante, que tenga un
curro y gane dinero, no significa que los otros no son nadie, que
son unos granujas, unos inútiles o que no son inteligentes.
NORA (la compañera de Dj.)—¡Ah!, eso sí. En cuanto puede.
Es así, cuando el señor gana unas perras, va a repartirlas. El
dinero, son casi 5.000 francos que ha repartido así. ¡El señor es
generoso! Cuántas veces vengo tarde a casa y tengo que andar en
mi casa sobre cuerpos tumbados por el suelo: son los amigos del
señor que no tienen adonde ir, la mayoría de las veces bebidos, y
que vienen a pedir hospitalidad. Entre nosotros dos, es una pe­
lea que nunca se acaba.
Dj.—Después de mi bachillerato, así, para ocupar el tiempo,
para ver qué era, me matriculé en la facultad, porque no sabía qué
hacer. Me matriculé en AES (administración económica y social)
porque con el bachillerato G, me dijeron que era lo que mejor me
iría. Me matriculé, pero ya no fui más allá. Esto se acabó ahí...
Entre tanto, descubrí la fotografía y encontré mi camino como se
suele decir. Ahora vivo de la fotografía [...]. Me gano la vida bien.
Y, además, esto me permite viajar, visitar países sin las prisas de
los turistas. Es así como he estado en todos los países del Este, en
Polonia, Hungría, Rumania y muchos otros países del Tercer Mun­
do, ideológica o políticamente cercanos al mundo comunista [...].
Viajaba para el ayuntamiento de mi dudad que era un ayunta­
miento comunista. De este modo he estado en Angola, Mozambi­
que, Namibia... Argelia, que ha sido la única vez que he ido allí... el
Sahara occidental. Y también en Asia, China, Vietnam, en Améri­
ca, en Cuba, Costa Rica, etc.
Efectivamente, armado con el ojo de la máquina fotográfica
y también con el ojo del antiguo niño de las barriadas del subur­
bio, trae de sus viajes reportajes con un fuerte componente so­
cial. Dj. sueña hoy con crear su propia empresa, su agencia de
fotografía, ayudado en esto por su pareja que está metida tam­
bién en esto. Nora, hija, ella también, de una familia argelina
inmigrada, se ha dotado de una formación en los oficios de la
comunicación, y había ya trabajado para un grupo de teatro
amateur, en los suburbios.
Dj. habla a menudo de las injusticias sociales que sufren los
jóvenes con los que se siente en comunión y en comunidad de
destino, compañeros de un mismo origen y de una misma condi­
ción social, compañeros de infancia a los que le gusta volver a ver
y con los que siempre ha mantenido el contacto, mostrándose
extremadamente generoso con ellos —y generoso con todo, con
el dinero pero también con los consejos— y que está tanto más
dispuesto a entender y a excusar cuanto más socialmente separa­
do está de ellos: «Soy el único de toda la pandilla que ha salido
adelante, soy el único que tiene el bachillerato y hoy el único que
trabaja, que gana dinero, todos los demás están en el paro, en la
trena, o son camellos, o se chutan o ya se han ido al otro ba­
rrio como mi mejor amigo al que lo mató la droga y el sida, o si
no, como mínimo, están fuera de juego, ya no forman parte ni de
la vida ni de la sociedad, que se contentan con mirarla y sólo
esperan de ella que les eche alguna cosa... Es duro, chiquillos de
tu misma edad, con los que has crecido, que eran'guapos, inteli­
gentes..., que lo podían todo y que te los encuentrás algunos años
más tarde como piltrafas. Uno tiene que preguntarse ¿por qué
esto?... ¿Por qué esta injusticia? ¿Qué diferencia hay entre ellos y
yo? ¿Por qué no son como tú, o por qué tú no eres como ellos?
Nada depende realmente de nada, es la conclusión a la que se
llega... Y entonces esto ya no tiene sentido. Y cuando vienen a
llamar a tu puerta... o a tu bolsillo, no puedes negarte... no puedes
hacerlo, no es posible... en ese momento no tienes agallas... ni
tienes huevos... Porque a pesar de todo hay que pensar un poco.
El mundo es duro, y no siempre están equivocados...».
Gracias a su propia experiencia en materia de escolaridad,
mide a su manera como son de arbitrarios tanto el éxito (en par­
te el suyo) como el fracaso escolar (el fracaso de todos sus demás
amigos), que pueden «depender, como él dice, de pequeñas na­
derías, de las circunstancias de la vida». El padre de Dj. es más
bien de esa generación de inmigrados que llegaron al nacionalis­
mo, por tanto a lo político, al amparo de la inmigración en Fran­
cia, es decir, en contacto con los militantes de la acción política
en general, en la escuela de los sindicatos y de todas las formas
de lucha política de los obreros y también al amparo de su expe­
riencia inédita de la vida urbana y de la vida obrera. E incluso si
esta doble experiencia no podía ser, en la época, y tanto en su
caso como en el de otros muchos inmigrados, de sus compatrio­
tas, más que fuertemente limitada, reducida al mínimo de las
relaciones más elementales y más indispensables, y por tanto de
una extrema pobreza, contribuyó sin embargo al despertar polí­
tico o al despertar a lo político de toda una generación de emi­
grados, cosa que el padre de Dj. no paraba de recordar a sus
hijos, chicos o chicas, y que ellos recibieron como un testamen­
to. «Es el testamento de nuestro padre, es quizás la única heren­
cia que nos dejará [...]. Nosotros tuvimos la televisión antes que
la nevera, con gran perjuicio para mi madre. Cuando éramos
chiquillos era lo único que nuestro padre nos hacía mirar juntos,
las noticias. Y nos las comentaba, a su manera. Ahora, cuando
pienso en ello, me río. Era tan inocente. Pero a todos nos ha
quedado algo de aquello [...]. Una sensibilidad por la vida políti­
ca, no por los partidos políticos, sino por las cosas de la vidá.
Estamos todos, mi hermano y mis otras hermanas, en asociacio­
nes locales, en asociaciones de barrio, en asociaciones de volun­
tarios. Hablamos, pensamos. Escuchamos a los políticos sobre
todo cuando se abren las campañas electorales, no nos perde­
mos una, escuchamos lo que dicen, leemos lo que dicen. Aunque
sea para reímos... Pues son inmensamente imbéciles y no dicen
más que tonterías sobre cosas que desconocen, como los jóve­
nes, los suburbios, la drogay el propio sida o los preservativos...».
No es por tanto extraño que se sigan, comenten, hablen y dis­
cutan, que analicen con atención y con mucho interés los debates
actuales sobre los jóvenes, los beurs,35 como se los llama —es
difícil encontrar a un «beur» y todavía más a una «beurette» a
quien le guste este apelativo—, sobre la nacionalidad francesa
que ya tienen o que les corresponderá un día, sobre lo que se
prejuzga de su relación (buena o mala) con esta nacionalidad y la
manera de asumirla y, más aún, sobre todo lo que se dice en
abundancia de la integración. Por otro lado, las ocasiones no fal­
tan, pues la actualidad se ocupa de proporcionar diversos ejem­
plos de esto. Es, en particular, el caso todas las veces que ha sur­
gido en la vida nacional algún acontecimiento de orden político o
solamente cultural susceptible de servir de pmeba de verdad o de
test con objeto de apreciar de manera, desde luego, necesaria­
mente contradictoria, pues varía en función de la representación
35. Beur es una expresión que, a través de una inversión argótica del tér­
mino árabe, designa a un joven nacido en Francia de padres procedentes del
norte de África, en particular de Argelia. En femenino: beurette (N. de T.).
diferente que unos y otros se hacen de la inmigración, es decir, en
el fondo, de la sociedad francesa (de ésta a través y mediante
aquélla), y también de un modo nunca totalmente despojado de
toda sospecha, la fidelidad que los niños franceses de esta catego­
ría de inmigrados deberían mostrar a la nación y a la nacionali­
dad francesas para las que serían como unos inoportunos. Así
fue, y Dj. y sus otros compañeros no dejan de recordarlo, con
cierto número de acontecimientos que, en su momento, habían
sido «primera plana» en los medios. Los discursos mantenidos
en aquella ocasión debieron marcar tanto a todos estos jóvenes
que fueron llevados a realizar un examen particularmente crítico
y a menudo —hay que decirlo— extremadamente lúcido de su
propia posición, que estos últimos son capaces, todavía hoy en
día, de citar y de fechar dando los nombres de sus autores —pe­
riodistas, políticos, responsables asociativos, etc.— las declara­
ciones que consideran más inconvenientes.
En primera fila de estos acontecimientos que los «dejan estu­
pefactos» y les aportan «la prueba de su impotencia» —«nos da­
mos cuenta de que no podemos hacer nada, que somos totalmen­
te impotentes... no disponemos de ningún mediopara actuar, he­
mos sufrido todo esto sin decir una palabra... un silencio que
convenía a todos, empezando por los nuestros... sobre todo a los
nuestros, a los nuestros más que a todos los demás»— figura des­
de luego la Guerra del Golfo o, más exactamente, los comentarios
que suscitó (los comentarios más que la propia guerra, pues al
escuchar las reflexiones y las protestas de estos jóvenes, es como si
esta guerra no hubiera existido más que por lo que se dijo de ella,
por lo que se contó y es así, ciertamente, como ha existido para
ellos) y a los que se reprocha ser «amalgamadores... y todo eso
para ser más sensacionalistas, para impactar, para añadir más
mieditis... se trata de producir escalofríos en las casas, ya no se
trata sólo de hacer que lloren en casa, sino de darles motivos para
que tengan su escopeta al lado y disparen al primer joven [...]. El
campo de batalla no está sólo allá en las dunas, también está aquí,
en los suburbios, el enemigo está aquí, entre nosotros, son los
árabes, y los árabes están aquí entre nosotros, aun cuando tengan
la nacionalidad... Sí, tienen la nacionalidad, pero no son france­
ses. Entonces... ¡mucho cuidado!». Antes de la Guerra del Golfo
hubo también toda una serie de asuntos en los que estuvieron
implicados a ojos de la opinión pública —como consecuencia en
particular del tratamiento que de ellos hicieron los periódicos y
por la interpretación que dieron de ellos— los Estados o sólo los
grupos de militantes árabes o musulmanes y, aquí en Francia, pues
una cosa lleva a la otra, las poblaciones inmigradas consideradas
árabes y musulmanas (incluso cuando son de nacionalidad fran­
cesa). Se trata, en primer lugar, del asunto denominado del «velo
islámico» y, a través de él, y de manera más general, de todo el
discurso sobre el islam (el islam ordinario y el islam «integrista»)
a propósito del que se llega a preguntar incluso si es compatible
con la nacionalidad francesa; y, secundariamente, la existencia de
la poligamia (y no habría más poligamia que la musulmana), con­
ducta totalmente extraña a las tradiciones culturales francesas (a
la identidad nacional, diríamos) y de la que se denuncia su coste
social, o incluso de la escisión, una práctica «bárbara» que atentá
contra la integridad física de la persona, etc. Incluso el discurso
más que abundante sobre la integración no escapa a una severa
puesta en cuestión. Éste confirma, por su significado objetivo, es
decir, secreto, no explícito, la función de denuncia que actúa en
todas las otras formas de discurso sobre la presencia siempre de­
masiado molesta de los inmigrados: presencia que es, para recor­
dar el efecto de estigmatización y de cuerpo estigmatizado —no
hay presencia real más que a través del cuerpo—, poco agraciada
y antiestética. Es, en todo caso, el sentido que toma a sus ojos la
reiteración, en todas partes y en todas las declaraciones de mane­
ra casi unánime, del discurso sobre la integración. Quiere decir
que ésta no se cumple nunca y que sin duda no llegará a cumplirse
nunca, puesto que no depende de ellos, «de lo que son, de lo que
hacen, de lo que piensan o creen, etc., sino de lo que queremos
que sean, que hagan, piensen, crean y sientan». Es un discurso
cuya función es la de recordar que la integración de la que se
habla y tal como se habla de ella es, en su caso, un asunto «que
siempre hay que empezar de nuevo, que siempre hay que conti­
nuar y que nunca se termina», que es una realización incumplida,
y por tanto siempre susceptible de ser revocada.
El discurso sobre la integración es un discurso de desconfian­
za, un discurso sentido por los propios interesados como descon­
siderado para con ellos, incluso hiriente para su amor propio —y
casi podríamos decir para su «amor propio nacional» tanto por­
que son franceses como porque habrían podido no ser franceses,
en referencia a esa otra posible nacionalidad que sigue obsesio­
nando a todos los espíritus, tanto al suyo como al de sus observa­
dores que los miran y que no dejan de preguntarles y de pregun­
tarse sobre ellos. El discurso de la integración, sea cual sea su
contenido, ya alabe su éxito y esto incluso sin conocer los crite­
rios de su evaluación (lo que equivale, en realidad, a alabar el
poder de integración, como se dice, de Francia, de su escuela, de
su bandera o del servicio militar, de sus instituciones y también
el poder integrador de la filosofía republicana) o, por el contra­
rio, juzgándola insuficiente, ya se empeñe en asegurar su promo­
ción, o, peor que todo eso, ya decrete su imposibilidad la mayo­
ría de las veces sobre la base de simples prejuicios (a causa del
origen étnico o nacional, a causa de cierto número de disposicio­
nes culturales, a causa de la pertenencia a una determinada con­
fesión, etc.), es percibido como un discurso de estigmatización,
un discurso de acusación que es en sí mismo un discurso funda­
mentalmente injusto e ingrato y que, contrariamente a las bue­
nas intenciones que, sin lugar a dudas, lo habitan, puede resultar
un discurso de discriminación y de exclusión. !
Lo que aquí se dice de Dj., de su relación con la nacionalidad
francesa que le sobrevino al nacer y cuya posesiónjes considera­
da, más que como un derecho, como un dato de hecho, guste ello
o no, y en todo caso nunca como «un favor que hay que solicitar
y esperar que le sea concedido»; lo que el propio :Dj. dice de la
nacionalidad francesa que él reivindica como un jestado, como
algo poseído de la misma manera que todos los naturales ordina­
rios, los naturales de esta nacionalidad —lo que, desde luego, es
distinto a la reivindicación de la naturalización, lo que no es en
absoluto reivindicar su adquisición, al caer o al deber caer ésta
por su propio peso—; lo que dice también de todo lo que se habla
sobre la inmigración y que no puede dejar de retomar por su
cuenta —«cuando se habla de tu padre, de tu madre, y no sólo
hoy, porque me imagino que siempre habrá sido así, no puedes
decir yo soy francés, esto no me concierne»— no vale sólo para él,
al parecer, sino que encuentra el acuerdo objetivo de todos, de
todos aquellos que comparten grosso modo la misma posición y
la misma posición en el seno de la sociedad francesa.
—Si tú no eres francés, ¿qué eres?
Dj .—No sé lo que soy, pero sé lo que no soy: no soy francés
ni siquiera teniendo la nacionalidad francesa y aún menos soy
argelino.
—¿Qué quiere decir esto? ¿Eres un apátrida? ¿Se trata de
una nueva forma de apatridia?
DJ.—Quizás... Pero es peor. Pues el apátrida, aquel al que se
ha desterrado de su patria, al que se le ha prohibido su país, o
aquel a quien se ha hecho desaparecer su patria, éste, en el fon­
do, sabe quién es, sabe qué es. Pero a mí, es decir, a usted, a
todos nosotros, nadie nos ha prohibido ser argelinos, y nadie
nos prohíbe ser franceses. No se nos ha desterrado de ninguna
parte. Francia está siempre ahí con la posibilidad para todos,
para todo el mundo, de ser francés, y somos aquí franceses; Ar­
gelia ahora está allá, ya no es como antes cuando no existía la
nacionalidad argelina, y Argelia tampoco nos prohíbe ser argeli­
nos. Al contrario. Nadie nos los ha prohibido. No se es argelino,
es así, y eso es todo. Así pues, no hay apatridia. Quizás incluso
hay demasiadas patrias, un excedente de patrias más bien, dos
patrias al mismo tiempo, es demasiado... ¿Cuál está de más?...
Pero quizás la cosa es que ¡ya no hacen ninguna patria! ¿Es esto
ser apátrida, quizás? Hay dos patrias posibles, pero ellas están
en el exterior... ¿Cómo decirlo? Están alrededor nuestro, forman
parte de nuestro entorno. Aquí. Esto es teórico. Todavía Francia,
estamos ahí, vivimos ahí, la aguantamos todos los días con sus
jodiendas y también con sus cosas buenas, porque también las
hay. Argelia, sin embargo, es una ficción total. Es como el plane­
ta Marte. Esto quiere decir que no tenemos ninguna patria en las
entrañas. En nuestras entrañas, dentro de nosotros, no hay nada...
Pero todo esto, ¿de quién depende? ¿Depende de nosotros o no?
Esto depende de nosotros, depende de mí; pero no sólo de mí, no
de mí únicamente, sino de todos nosotros. Depende de mi rela­
ción con, con la nacionalidad francesa que tengo, que siempre
he tenido. Incluso mi padre ahora bromea con esto... Pero es
una broma muy seria. Encuentro su fórmula más verdadera que
todo lo que se dice.
—¿Cuál es esta fórmula?
DJ.—Él nos dice esto: «Durante 130 años fuimos franceses
bajo dominio francés, pero esto no nos hizo franceses; ahora,
vosotros, a los 10 años ya sois franceses como los franceses...». Y
para consolarle, le digo: «Antes era Francia la que estaba en su
tierra... ahora, somos nosotros los que estamos en Francia; y
esto lo cambia todo».
INMIGRACIÓN Y «PENSAMIENTO DE ESIADO»

Fenómeno universal como es, la migración es siempre pen­


sada en el marco de la unidad local y, en lo que nos concierne, en
el marco del Estado-nación.1Esta universalidad del objeto quie­
re decir también universalidad de las categorías a través de las
que nos representamos y por las que definimos ese objeto. A
pesar de la extrema diversidad de las situaciones, a pesar de las
variaciones que reviste en el tiempo y en el espacio, el fenómeno
de la emigración-inmigración manifiesta constantes, es decir,
características (sociales, económicas, jurídicas y políticas) que
se encuentran a lo largo de toda su historia. Estas constantes
constituyen una suerte de fondo común irreducible, que es el
producto y al mismo tiempo la objetivación del «pensamiento
de Estado», forma de pensamiento ésta que refleja, a través de
sus propias estructuras (estructuras mentales), las estructuras
del Estado, así hechas cuerpo.2Estas categorías a través de las
1. «El estudio comparado del estatuto de los extranjeros [...] tema que puede
ser calificado de universal en el sentido en que este fenómeno social se encuen­
tra en todas las sociedades humanas del pasado y del presente. Por todas partes
y siempre han existido extranjeros que han tenido un estatuto más o menos
particular, diferente de aquél de las personas que no se consideran como extran­
jeras [...] Además de la universalidad geográfica e histórica del tema, el estudio
del estatuto de los extranjeros puede extenderse al conjunto de las ramas del
derecho y también al conjunto de las actividades sociales del hombre...». De esta
manera el jurista John Gilissen define la universalidad del fenómeno migratorio
de la que trata en la introducción a los trabajos de la Société Jean Bodin; véase
«Le statut des étrangers á la lumiére de lliistoire comparative», en L’étranger,
Bruselas, Éditions de la Librairie encyclopédique, 1958,1.1, pp. 41-52.
2. Véase P. Bourdieu, «Esprits d’État», Actes de la Recherche en Sciences
Sociales, n.° 96-97, marzo de 1993, pp. 49-62.
cuales pensamos la inmigración (y, más ampliamente, todo nues­
tro mundo social y político), categorías que son sociales, econó­
micas, culturales, éticas —no se recalcará nunca lo suficiente el
lugar que la moral ocupa en la percepción que se tiene del fenó­
meno de la inmigración— y, en suma, políticas, son indudable y
objetivamente (es decir, sin saberlo y, por consiguiente, indepen­
dientemente de nuestra voluntad) categorías nacionales, o inclu­
so nacionalistas. Las estructuras de nuestro entendimiento polí­
tico más ordinario, aquel que se retraduce espontáneamente en
nuestra visión del mundo, aquel que es constitutivo de una gran
parte de ésta y que es al mismo tiempo su producto, están en el
fondo de las estructuras nacionales y actúan también como ta­
les. Estructuras estructuradas en el sentido de que son produc­
tos social e históricamente determinados, pero también estruc­
turas estructurantes en el sentido de que predeterminan y orga­
nizan toda nuestra representación del mundo y, por consiguiente,
este mundo mismo. !
Es, sin lugar a dudas, a causa de todo esto qué el fenómeno
migratorio en su totalidad, emigración e inmigración, no pue­
de ser pensado, no puede ser descrito ni interpretado de otro
modo que a través de las categorías del pensamiento de Estado.
Este modo de pensamiento está por entero inscrito en la línea
de demarcación que, invisible o apenas perceptible, pero cuyos
efectos son considerables, separa de manera radical a «nacio­
nales» y «no nacionales»: o sea, que coloca, por un lado, a aque­
llos que tienen todo naturalmente o, como dicen los juristas,
que «poseen de estado» la nacionalidad del país (su país), es
decir, del Estado del que son los naturales, del territorio sobre
el que se ejerce la soberanía de este Estado; y, por otro lado, a
aquellos que no poseen la nacionalidad del país en el que tienen
su residencia.

El espíritu de Estado

Es también por todas estas razones por las que se puede afir­
mar que pensar la inmigración es pensar el Estado y que es «el
Estado el que se piensa a sí mismo al pensar la inmigración». Y
es quizás una de las últimas cosas que se descubren cuando se
reflexiona sobre el problema de la inmigración así como cuandc
se trabaja sobre la inmigración, mientras que hubiera sido nece­
sario comenzar por ahí o, al menos, saber esto antes de comen­
zar. Lo que se descubre así, es esta virtud secreta de la inmigra­
ción que hace de ella una de las introducciones, y quizás la me­
jor de ellas, a la sociología del Estado. ¿Por qué? Porque la
inmigración constituye el límite de lo que es el Estado nacional,
el límite que muestra lo que es, intrínsecamente, su verdad fun­
damental. Está en la naturaleza misma del Estado discriminar y,
por eso, le es consustancial dotarse previamente de todos los
criterios de pertinencia necesarios para proceder a esta discri­
minación, sin la que no hay Estado nacional, entre los «naciona­
les», que reconoce como tales y en los que se reconoce también,
como ellos mismos se reconocen en él (este efecto de doble reco­
nocimiento mutuo es indispensable para la existencia y para la
función del Estado), y los «otros», a los que no tiene que conocer
más que «material» o instrumentalmente, debido únicamente a
que están presentes en el campo de su soberanía nacional y en el
territorio nacional cubierto por esta soberanía. Se ha dicho que
esta función diacrítica del Estado, función propiamente hablan­
do de definición, i.e., de delimitación,3está en la naturaleza mis­
ma del Estado, y que es constitutiva del Estado bajo todas sus
formas y a lo largo de toda su historia, pero ella es, al parecer,
más imperativa y por lo mismo más prescriptiva en el caso del
Estado nacionalmente republicano, en el Estado que aspira a
una homogeneidad nacional total, es decir, a una homogeneidad
en todos los planos, político, social, económico, cultural (en par­
ticular lingüístico y religioso), etc.
La inmigración o, en otros términos, la presencia en el seno
de la nación de «no-nacionales» (más que de simples extranjeros
a la nación), además de que perturba todo el orden nacional, de
que enturbia la separación o la línea fronteriza entre el que es
3. Émile Benveniste define así el acto de definir; el acto de dividir, el acto
que consiste en decretar la continuidad y la ruptura, la introducción de la
discontinuidad en la continuidad, en «trazar en líneas rectas las fronteras»,
en separar «el interior y el exterior, el reino de lo sagrado y el reino de lo
profano, el territorio nacional y el territorio extranjero». Véase É. Benvenis­
te, Le vocabulaire des institutiom indo-eivropéennes, París, Minuit, 1969, t. 2,
«Povoir, droit, religión», pp. 14-15, p. 41, pp. 150-151 sq.', véase también P.
Bourdieu, «L'identité et la représentation», Actes de la Recherche en Sciences
Sociales, n.° 35, noviembre de 1980, pp. 63-72 (artículo al que nos referimos
a menudo y del que hemos tomado mucho prestado).
nacional y el que no lo es y, por lo mismo, perturba y enturbia el
orden fundado sobre esta separación, atenta contra la integri­
dad de este orden, contra la pureza o la perfección míticas de
este orden y por lo tanto contra el pleno cumplimiento de la
lógica implícita de este orden. Se comprende de este modo que
sin llevar al extremo la lógica implícitamente contenida en este
estado de cosas, es decir, hasta su perversión, sigue siendo gran­
de la tentación de verter en esa forma de integrismo umversal­
mente conocida y universalmente cultivada y magnificada, que
es el integrismo nacional (del que el integrismo religioso no es
hoy en día más que una variante, que no es ni incluso nueva
puesto que es anterior al integrismo nacional, al haber precedi­
do éste la realidad misma de la nación, y puesto que ha acompa­
ñado siempre a aquel integrismo). Si, por lo que hace a los «pu­
ristas» (o a los integristas) del orden nacional, se supone que la
inmigración es el agente de perversión del orden social nacional
en su totalidad y en su integridad, puesto que se trata de la pre­
sencia de gente que no tiene que estar ahí (si el orden nacional
hubiera sido perfecto, no comportaría esta falta, esta insuficien­
cia) pero que ahí está (que está ahí como la objetivación, como la
materialización de este defecto, de esta insuficiencia, del incum­
plimiento de la nación), ella es incontestablemente un factor de
subversión en la medida en que revela abiertamente la verdad
oculta, los basamentos más profundos, del orden'social y políti­
co que llamamos nacional. Reflexionar sobre la inmigración vie­
ne a ser en el fondo interrogar al Estado, interrogar sus funda­
mentos, interrogar sus mecanismos internos de estructuración
y de funcionamiento; e interrogar al Estado de esta manera, a
través de la inmigración, viene a ser, en última instancia, «desna­
turalizar», por decirlo así, lo que se tiene por «natural», «rehisto-
rizar» al Estado o lo que en el Estado parece haber sido afectado
de amnesia histórica, es decir, recordar las condiciones sociales
e históricas de su génesis. Cosas todas estas que el tiempo contri­
buye a hacer olvidar; pero no solamente el tiempo, pues el tiem­
po no logra tener éxito en esta operación de rechazo más que
porque tenemos interés en ello y porque el Estado mismo tiene
interés en el olvido de su historia.
La «naturalización» del Estado, tal como la llevamos en noso­
tros mismos, hace como si éste fuera un dato inmediato, como si
fuera un objeto dado en sí mismo, por naturaleza, es decir, eter­
no, liberado de toda determinación exterior a sí mismo, e inde­
pendiente de toda consideración de la historia y de su propia
historia, que se prefiere cortar para siempre, incluso si no se
cesa de elaborar y de contar esta historia. La inmigración —y es
sin duda en eso que molesta— obliga al desvelamiento del Esta­
do, al desvelamiento de la manera en la que se piensa el Estado y
de la manera en que se piensa él mismo, lo que delata en su caso
su manera propia de pensar la inmigración. Hijos del Estado
nacional y de las categorías nacionales que llevamos en nosotros
mismos y que el Estado ha introducido en nosotros, pensamos
todos la inmigración (es decir, esos «otros» que nosotros mis­
mos, lo que son y, a través de ellos, lo que somos nosotros mismos)
como el Estado nos pide pensarla y, a fin de cuentas, como la
piensa él mismo.
El «pensamiento de Estado» o el «espíritu de Estado», que
analiza Pierre Bourdieu, es un modo de pensamiento, una ma­
nera distinta de pensar. Pensamiento de Estado y pensamiento
del Estado serían inseparables, pues es el pensamiento de Esta­
do el que haría el pensamiento del Estado en todo lo que es y en
todos los ámbitos en los que se aplica, igual que el pensamiento
del Estado, por efecto de su constancia, de sus repeticiones, de
su fuerza misma, de su poder de imposición, podría haber aca­
bado por engendrar la manera durable de pensar típica del pen­
samiento de Estado. Uno se ve así conducido a someter a una
reflexión crítica los postulados del pensamiento de Estado, ope­
ración de «deslegitimación» de lo que es legítimo, de lo que cae
por su peso —deslegitimación en el sentido de objetivación de lo
que hay más profundamente arraigado en nosotros, de lo que
hay más profundamente oculto en nuestro inconsciente social—,
operación de ruptura desacralizante con la doxa. Se trata así de
una empresa en la que todo en nosotros se opone, todo nuestro
ser social (individual y colectivo) y todo lo que en él entablamos
con pasión, es decir, en éste caso, todo nuestro ser nacional. Pues
no se existe más que bajo ésta forma y en este marco, el marco y
la forma de la nación. Entre los juristas, sería necesaria toda la
audacia de un Hans Kelsen para liberarse del pensamiento de
Estado e incluso para sublevarse contra este pensamiento, y, a
fin de cuentas, para impugnar la oposición que es la regla en el
mundo de los juristas (y en otras partes) entre «nacional» y «no-
nacional» al mostrar el carácter arbitrario (o convencional) de
esta distinción: el nacional es de derecho, pertenece por natura­
leza o estado (la posesión de estado de la nacionalidad) a la po­
blación constitutiva del Estado; el extranjero (el «no-nacional»)
no está sometido a la competencia ni a la autoridad del Estado
del que no participa, pero en el territorio del cual reside, vive y
trabaja, más que a causa de su presencia y por el tiempo de su
presencia —presencia de un estatuto diferente de aquél del na­
cional en este territorio. Kelsen considera esta diferencia como
puramente accidental, como no esencial, lo que le induce a re­
chazar la idea de que el Estado sea necesariamente la expresión
jurídica de una comunidad.

Delitos y proceso de inmigración

¿Por qué este preámbulo sobre el pensamiento de Estado?


En primer lugar, porque la inmigración constituye el terreno
privilegiado en el que esta forma de pensamiento se proyecta
como si fuera un espejo. En segundo lugar, porque la delincuen­
cia es de todos los ámbitos de la existencia y de todos los sectores
de la vida social el que más debe, por así decirlo, a esta manera
de pensar. En este caso particular, la delincuencia no es sola­
mente la de los delitos que la policía tiene que conocer, la de los
deli tos que registran las estadísticas de la criminalidad, sino, que
es una delincuencia que oculta otra, es una delincuencia qué se
diría de situación o estatutaria (casi «ontológica»), pues se con­
funde, en lo más profundo de nuestro modo de pensamiento
{i.e., el pensamiento de Estado), con la existencia misma del in­
migrado y con el hecho mismo de la inmigración.
Inconscientemente, pues no se tendría plenamente concien­
cia de ello, el hecho de ser inmigrado está lejos de ser un ele­
mento neutro en todo el sistema de apreciaciones y de juicios
que se refieren, en caso de delito, al delincuente. Incluso sin
saberlo y casi siempre a pesar de aquellos que instruyen esos
juicios (tanto los juicios llevados a cabo por el aparato judicial
como los juicios del aparato social, los juicios sociales), el he­
cho de ser un delincuente inmigrado (o un inmigrado delin­
cuente) constituye por regla general una circunstancia más bien
agravante. Si se sigue la opinión expresada espontáneamente,
aquella que se lleva en sí del mismo modo que todo el mundo
alicdedor suyo (es la doxa), se encontrará incluso en esta cir­
cunstancia como un delito suplementario que se añadirá incons­
cientemente al delito cometido y que se tiene que juzgar, un
delito latente, camuflado (el de ser un inmigrado, delito en el que
el sujeto en cuestión no tiene ninguna responsabilidad), pero
que el delito cometido, el delito objetivado, y del que la justicia
tiene el deber de conocer, permite sacar a la luz. Todos los pro­
cesos a inmigrados delincuentes son un proceso a la inmigra­
ción esencialmente como delincuencia en sí misma y secunda­
riamente como fuente de delincuencia. Así, antes incluso de que
se pueda hablar de racismo o de xenofobia, la noción de doble
pena está contenida en todos los juicios que han cuajado sobre
el inmigrado (y no sólo las sentencias de los jueces de los tribu­
nales); pues está arraigada en el «pensamiento de Estado», base
antropológica en la que reposan todos nuestros juicios sociales.
La «doble pena» existe objetivamente en nuestra manera de
pensar, antes incluso de que se la haga existir bajo una forma
objetivada, ya se trate de la sanción de un tribunal judicial o de
una decisión administrativa.
Existe en nuestras cabezas de «nacionales», pues el hecho mis­
mo de la inmigración está mancillado con la idea de falta, con la
idea de anomalía o de anomia. La presencia inmigrada es siempre
una presencia marcada por la incompletud, una presencia falible
y culpable en sí misma. Una presencia desplazada en todos los
sentidos del término; desplazada físicamente, geográficamente, es
decir, espacialmente, pues la inmigración es en primer lugar un
desplazamiento en el espacio, y desplazada en el sentido moral
también, en el sentido en el que se habla, por ejemplo, de palabra
o de discurso fuera de lugar. Es como si fuera la inmigración la
que fuese en sí misma delincuencia, delincuencia intrínseca, res­
pecto a nuestras categorías de pensamiento que, en la materia,
son, no insistiremos nunca lo suficiente, categorías nacionales.
Es como si en el inmigrado, al estar ya en Mta por el solo hecho
de su presencia en tierra de inmigración, todas las otras faltas
estuvieran como redobladas, agravadas a causa de esta falta pri­
mera que sería la inmigración. Falta primera en el orden cronoló­
gico, puesto que es necesariamente anterior a todas las otras fal­
tas que podrían ser cometidas durante una vida de inmigrado, y
Mta generatriz, en el sentido de que es causa, no de las faltas en sí
mismas, sino del lugar, del momento, del contexto (es decir, del
conjunto de las condiciones sociales, económicas, políticas, etc.)
en las que se producen estas faltas, la inmigración como falta ob­
jetiva no puede nunca ser totalmente puesta entre paréntesis, neu­
tralizada, a pesar de que se pusiera en ello una total objetividad.
La inmigración deposita toda su carga de depreciación, de desca­
lificación, de estigmatización en todos los actos incluso en los más
ordinarios de los inmigrados y, a fortioñ, en los actos delictivos; y,
al contrario, todos los comportamientos de los inmigrados, sobre
todo los comportamientos desviados, repercuten en el hecho mis­
mo de la inmigración por acentuar la depreciación, la descalifica­
ción, la estigmatización, de la misma.
Tenemos así dos tipos de falta o de culpabilidad, una falta de
situación histórica (la falta de la inmigración) y unas faltas que
diríamos comportamentales, faltas efectivas que figuran en la taxo­
nomía o en el cuadro habitual de las faltas reprensibles, sanciona-
bles y sancionadas como tales (más o menos gravemente) por las
disposiciones del Código Penal, disposiciones que se aplican en
derecho (en teoría, lo que quiere decir según un derecho desreali­
zado) a todo contraventor, sea quien sea éste, ¿dué relación hay
entre estos dos órdenes de faltas? De un lado, una; falta no cometi­
da intencionalmente, y en esto no confesable por parte de todos
los que participan y que se implican a pesar de ellos —la emigra­
ción y el país de emigración, la «ausencia» del emigrado que es,
ella también, una falta (en el sentido propio y en él sentido figura­
do, en el sentido físico y en el sentido moral del término); la inmi­
gración y el país de inmigración, la «presencia» del inmigrado,
aun cuando está oficialmente autorizada, sigue siendo, como ya
hemos dicho, fundamentalmente una falta (es una presencia que
no podría tener su fin en sí misma y que, por consiguiente, ya sea
aceptada o denunciada, dependería de una constante justificación);
y, por último, los primeros concernidos, los emigrados-inmigra-
dos mismos que, en este caso, serían como las verdaderas vícti­
mas, los que pagan el pato de esa farsa gigantesca que se juega a
sus expensas—, y, del otro, la falta cometida, señalada y registrada
de manera canónica, mirada y tratada en sí misma, por lo que es,
en su materialidad, del mismo modo, a ser posible, que todas las
faltas del mismo género.
¿Qué relación hay entre ellas? En derecho, ninguna: la pri­
mera citada no podría servir de argumento en cargo o en des­
cargo de las faltas de segundo orden, aunque estas faltas expon­
drían a la sanción siempre posible de la expulsión, ya sea efecti­
va o no; la segunda o mejor las segundas no podrían servir de
pretexto para instruir un proceso todavía más severo y más in­
justo del proceso a la inmigración. Pero, de hecho, hay ahí, en la
práctica, una relación que no cesa de obsesionar a todas las men­
tes. Algunos se defienden vigorosamente de toda influencia de­
bida, en un sentido o en el otro, a esta relación; otros aparentan
la neutralidad más total y fingen ignorar totalmente los antece­
dentes del culpable y, aquí, de su estatuto y de su calidad de1
inmigrado; otros todavía, por el contrario, no se ocultan y no
ocultan para nada su satisfacción de ver cómo se acumulan y
refuerzan las dos faltas de modalidades diferentes y las dos pe­
nas que las sancionan —a sus ojos, esto no sería, piensan, más
que justicia y, en suma, algo totalmente normal y que debiera
ser la regla.
El proceso efectuado en todos los casos a la inmigración a
través, inseparablemente, del proceso efectuado al inmigrado
culpable de algún delito, incluso menor, compromete en reali­
dad a todo el sistema de representaciones por el que constitui­
mos la inmigración y la desviación o la delincuencia de la inmi­
gración, por el que definimos al inmigrado y definimos los ac­
tos, delictivos o no, que le son permitidos. Estas representaciones
son aquí de dos tipos: en primer lugar, representaciones menta­
les (representaciones) que se traducen en actos de percepción y
de apreciación, de conocimiento y de reconocimiento, esto es,
en toda una serie de actos en los que los agentes invierten sus
intereses materiales y simbólicos (simbólicos quizás más fuerte
y más apasionadamente que materiales), sus prejuicios socia­
les, sus presupuestos, o en pocas palabras todo su ser social; y,
después, representaciones objetuales, se podría decir, que con­
sisten en todos los signos exteriores, todos los indicios, todos
los rasgos, todas las características que pueden constituir el
objeto de estrategias de manipulación simbólica con vistas a
determinar la representación (mental) que los otros se hacen de
estas propiedades perceptibles externamente y de sus portado­
res (¿el individuo no está práctica y principalmente en lo que da
a ver por sí mismo; y la identidad de la que tanto se habla no
está en el fondo de este ser-percibido que cada uno es social­
mente y que no existe fundamentalmente más que por el reco­
nocimiento de los otros?). Así discurre la vida social que es una
lucha incesante de las percepciones y clasificaciones que éstas
implican: a cada uno le gustaría imponer, por medio de las pro­
piedades de las que dispone y de la representación (objetual)
con la que se autoriza, la definición o la representación (men­
tal) más halagüeña para él y también la más conforme con sus
intereses. Los tribunales en todas sus formas están llenos de
estas luchas de clasificación y la mayor descalificación consiste
precisamente en la denegación y en la desposesión impuestas
por anticipado, con toda autoridad y con toda legitimidad, de
todos los atributos sociales, incluso de los más elementales pero
que son también los más esenciales para poder tomar parte,
aunque sea en el nivel más bajo y más dominado, en el juego de
estas luchas de representaciones, en el doble sentido de imáge­
nes mentales y de manifestaciones destinadas a actuar sobre
las imágenes mentales.
La situación de la criminalidad en la inmigración —situa­
ción que encierra, más que la probabilidad objetiva, el riesgo
asegurado del racismo, pues se desarrolla siempre; en presencia
y bajo la mirada del otro— plantea la cuestión de la relación
entre política y cortesía. Infringir la ley, cuando se trata de un
inmigrado, es infringir también esa otra ley no escrita que impo­
ne la reserva, la neutralidad (real o fingida) que conviene al ex­
tranjero. Infringir la ley es en este caso algo más que la infrac­
ción designada, es un error de otro orden, es una falta de corte­
sía. Esta exigencia de simple cortesía, de buenasj maneras, sin
más, es, en realidad, el grueso de muchas renuncias. Las conce­
siones menores, puramente formales, de mera cortesía como suele
decirse, no cuestan nada más porque, en realidad, en el fondo de,
sí mismas, no son más que concesiones políticas: imponer el
respeto a las formas implica obtener todas las formas de respeto
debidas al orden. La neutralidad política exigida a la política de
residentes extranjeros, a los que se acuerda relegar a lo no-políti­
co, es seguramente más aceptada y más fácil de conseguir si se la
sitúa en el registro de la cortesía antes que en la esfera de lo
político, que es, sin embargo, su verdadero territorio. Es incons­
cientemente la cortesía la que impide al extranjero tomar parti­
do políticamente en los asuntos políticos (interiores y exterio­
res) del país huésped.
El inmigrado, sobre todo el de baja condición social, está
obligado a una especie de hipercoirección social. Socialmente, o
incluso moralmente sospechoso, debe ante todo tranquilizar en
cuanto a la moral: no se ha hablado nunca tanto en Francia de
«valores republicanos» más que para denunciar los comporta­
mientos desviados, respecto a la moral social y política de la so­
ciedad francesa, de los inmigrados musulmanes, que aparecen
como portadores de velo en la escuela, con un estatuto discrimi­
nado de la mujer, con un uso político de la religión que se desig­
na con el nombre de integrismo, etc. Consciente de la sospecha
que pesa sobre él y de la que no puede escapar, confrontado a
ella durante toda su vida de inmigrado y en todos los ámbitos de
su existencia, le corresponde a él disiparla continuamente, pre­
venirla y disuadir a fuerza de demostraciones repetidas de su
buena fe y de su buena voluntad. Puesto que el inmigrado se
encuentra comprometido a pesar suyo en las luchas sociales,
que son necesariamente luchas identitarias, y puesto que está en
ellas comprometido de manera aislada y casi por otro lado sin
quererlo —particularmente en las interacciones interindividua­
les de la vida cotidiana—, no tiene otra elección que ir más allá,
en un sentido o en otro. Haciendo de la necesidad virtud, el in­
migrado, sin duda a causa de la posición dominada que, para
una gran parte, ocupa en la estructura de relaciones de fuerza
simbólicas, tiende a exagerar, tanto una como otra, cada una de
las dos opciones contradictorias que cree haber elegido mien­
tras que en realidad no hace sino padecerlas. Está condenado a
sobresalir en todo, en todo lo que hace, en todo lo que vive y en
todo lo que es. A veces, debe asumir como inmigrado (cuando
está en lo más bajo de la jerarquía social en el mundo de los
inmigrados) los estigmas que, a ojos de la opinión pública, ha­
cen al inmigrado, aceptando de este modo (una aceptación re­
signada o rebelde, sumisa o reivindicativa e incluso provocado­
ra) la definición dominante de su identidad: recuérdese solamen­
te, a este respecto, el hecho de que el estigma genera la rebelión
contra el estigma, y que una de las primeras formas de esta rebe­
lión consiste en volver a tomar en cuenta la reivindicación del
estigma, convertido entonces en emblema, según el paradigma
clásico black is beautiful, esto hasta la institucionalización del
grupo que se da así el estigma por fundamento, esto es, a gran­
des rasgos, los efectos sociales, económicos, políticos y cultura­
les de la estigmatización de la que es a la vez el objeto y en parte
el producto. Otras veces, por el contrario, se consagra a la bús­
queda de la asimilación como se suele decir, lo que supone todo
un trabajo de presentación de sí y de representación (aquella
que los otros tienen de sí y aquella que se les quiere dar de sí),
por tanto un trabajo que se lleva a cabo esencialmente sobre el
cuerpo, sobre la apariencia física, sobre los comportamientos
exteriores (precisamente) más cargados precisamente de atribu­
tos o de significaciones simbólicas, con el fin, por una parte, de
hacer desaparecer todos los signos susceptibles de hacer recor­
dar el estigma (los signos físicos, la tez, el color de la piel, de los
cabellos, etc.) y, por otra parte, de fijar por mimetismo la adop­
ción de los rasgos que por contraste parecen ser características
emblemáticamente de aquellos a los que uno querría asimilarse.
Otras veces, sin ser excluyentes entre sí, las dos estrategias, o al
menos, una parte de cada una de ellas, se yuxtaponen simultá­
neamente, con el riesgo de multiplicar las contradicciones. En
todas estas situaciones, estén lo contrastadas que estén, la apuesta
parece ser darse a sí mismo y dar de sí por medio de estrategias
de simulación y de disimulo, de «hacer como si», de aparentar,
la imagen que agrada y en la que se complace, la imagen que se
quiere más acorde a sus intereses materiales y simbólicos, la
imagen menos alejada de la identidad de la que Se reclama: de
un lado, identidad original que se engalana de una mayor auten­
ticidad, identidad del «hombre viejo» que uno se niega a matar,
identidad conservada o que se cree conservada porque hay que
conservarla, se piensa, a riesgo, como se sabe, de tener que expe­
rimentarla en la vergüenza, en la timidez, en el desprecio y a
riesgo de pagarla al precio del exotismo, de la depreciación e
incluso del ridículo, cosas todas que tienden al racismo del que
son un componente; del otro lado, la identidad nueva que uno
espera fabricarse con vistas a apropiarse si no de todas las venta­
jas vinculadas a la posesión de la identidad dominante, de la
identidad legítima (i.e., de la identidad de los dominantes) que
no se obtendrá nunca, al menos, y por decirlo en negativo, de las
ganancias que se espera del hecho de que no tiene ya que ser
evaluado y que evaluarse según criterios que se sabe siempre y
necesariamente en su disfavor. Otro punto de acuerdo, en el fon­
do, entre estas dos estrategias es que tanto la una como la otra
encierran en sí, cada trna a su manera, el reconocimiento obliga­
do de la identidad legítima. La primera, defendiéndose de ella,
manteniéndose a distancia y lo más lejos posible de ella, evitan­
do en suma todo contacto superfluo con ella o que no sea indis­
pensable; y, la segunda, por el contrario, inspirándose en ella,
tomándola por modelo, imitándola, simulándola, aspirando en­
tonces a reproducirla lo más fielmente pero también de la mane­
ra más servil. En uno y otro caso —y es éste otro motivo de con­
vergencia—, la apuesta real de estas estrategias de luchas socia­
les, comunes a los dominados frente a los dominantes y frente a
la dominación, no estriba, como se dice comúnmente, en la con­
quista o la reconquista de la identidad, sino en el poder de re-
apropiarse la posibilidad de construir y de evaluar con total au­
tonomía su propia identidad, poder del que el dominado es for­
zado a abdicar a manos del dominante. Hasta tal punto que no le
quedan a aquel que se encuentra en posición de dominado en el
campo de relaciones de fuerza simbólicas más que dos posibili­
dades para hacerse reconocer o, más simple o más prosaicamente,
para continuar existiendo. Bien, en un caso, precisa ser negado,
y por lo mismo, aceptar negarse a sí mismo también y descalifi­
carse; y, sin poder retirarse propiamente hablando y completa­
mente de un juego que sabe que está en el fondo sesgado, que
sabe que es impuesto y en el que se sabe siempre perdedor, está
obligado a aceptar dimitir, como se le pide, solamente de las
luchas, es decir, está obligado a renunciar sin dejar no obstante
la partida {i.e., la inmigración) en la que se juegan estas luchas, a
aceptar ver cómo se juegan sin más, a través de sí y ante sí, sin
tener que intervenir en ellas; aceptar jugar a la víctima designa­
da, destino al que se está casi siempre abocado cuando se está
implicado en un juego del que no se tienen los medios y en el que
no se tiene nunca el control (un juego que uno no ha elegido
jugar, un juego que se juega siempre en el terreno de los domi­
nantes, a su manera, según sus reglas, según las armas que se
han dado). Bien, en el otro caso, es necesario aceptar esta vez el
riesgo que conlleva toda empresa de asimilación, esto es, toda
conducta pensada, querida y organizada explícita y voluntaria­
mente con vistas a ion cambio de identidad, al pasaje, como se
cree, de una identidad dominada a la identidad dominante; con
el riesgo de negarse a sí mismo y, correlativamente, de negar a
todos aquellos de sus semejantes que rechazan esta elección, que
no quieren o no pueden actuar de ese modo, de suerte que ellos
se niegan también. Dejar una identidad, ya sea social, política (o
nacional más precisamente, como en el caso de la naturaliza­
ción), cultural, religiosa, etc., sobre todo cuando se trata de una
identidad dominada desde todos los puntos de vista, de una iden­
tidad estigmatizada, despreciada, no carece de ambigüedades:
así, a ojos de unos, de aquellos de los que uno se separa y de los
que uno se desvincula, se acerca a la traición, mientras que a
ojos de los otros, de aquellos con los que se sueña juntarse, que
se ambiciona ser, equivale incontestablemente a sumisión, pero
perdura a pesar de todo cierta sospecha de pretensión y de cálcu­
lo interesado.
Tranquilizar, asegurar, tranquilizarse, asegurarse: es éste un
imperativo que se impone a toda presencia extranjera y es la
preocupación constante de todo extranjero o de cualquiera que
tenga el sentimiento de ser extranjero allá donde está, extranje­
ro al país, a la sociedad en los que vive, a menudo de manera
continua, pero que no vive siempre como si fueran!de los suyos,
extranjero a la economía, a la cultura de esta sociedad, extranje­
ro entre la población de este país —es el caso, por regla general,
de todos los inmigrados tradicionales que no acaban nunca de
emigrar fuera de sí mismos, y a veces incluso de sus hijos que,
sin embargo, no son siempre o pueden no ser extranjeros, na­
cionalmente hablando. Cuando no se está en situación de fuer­
za, cuando la relación de fuerzas, sobre todo de füerzas simbó­
licas, no es favorable (lo que es colectivamente el caso de los
inmigrados, es decir, repitámoslo de nuevo, de todos aquellos
que no tienen el sentimiento de estar realmente en su casa allá
donde están), no provocar miedo incluso si no hay objetivamente
ninguna razón para ese miedo (al no tener el inmigrado en sí
mismo los medios del miedo fantasmático que inspira) o, más
exactamente, no inquietar, al ser siempre la presencia extranje­
ra (con razón o sin ella, eso poco importa) motivo de inquietud
(los extranjeros son aquellos de los que gusta decir que no se
sabe lo que son... no se sabe cómo son... no se sabe cómo han
sido hechos... no se sabe lo que piensan, cómo piensan... no se
sabe lo que se les puede pasar por la cabeza... no se sabe cómo
reaccionarán... no se puede comprenderlos... no se sabe nunca
lo que puede pasar con ellos...).
Tranquilizar al otro es a menudo la condición de su propia
seguridad. No hay más que dos maneras de tranquilizar y de
tranquilizarse, dos maneras de conseguir estas dos seguridades
complementarias la una de la otra, la suya propia y la de los
otros, dos maneras de disiparlos miedos mutuos, su propio mie­
do (el miedo del extranjero de estar en el extranjero) y el de los
otros (frente al extranjero que está en su país), dos miedos com­
partidos, desigual y diferencialmente desde luego (dos miedos
diferentes en cuanto a la forma y en cuanto al fondo sobre todo),
por las dos partes, por los dominados y por los dominantes.
Estos dos miedos recíprocos conversan el uno con el otro; y
pese a todo lo que los puede separar, dependen de ron mismo
trabajo de reaseguramiento: uno, el «miedo» de los dominan­
tes, es decir, en este caso, de los amos de los lugares, de todos los
nacionales sea cual sea la clase social a la que pertenezcan, tiene
para él la fuerza de aquellos que se saben dominantes (porque
saben que están naturalmente en su país, que son los naturales
del país), que saben que están en posesión de fuerza puesto que
son detentadores de la legitimidad que se confunde aquí con la
dominación (una legitimidad que, en tanto que tal, se ignora
como dominante); y, el otro, el miedo de los dominados (i.e., de
los inmigrados), el miedo de los débiles desprovistos de todo
poder en esta situación así como de toda legitimidad. Para los
unos, los dominantes, ser tranquilizados (incluso si en los he­
chos no tienen nada que temer) corresponde a no tener que ase­
gurarse ya a sí mismos y por sí mismos contra cualquier peligro
aun cuando sea completamente imaginario y, al mismo tiempo,
a tranquilizar a los otros cuyo miedo es, por así decirlo, consti­
tutivo de su condición de inmigrado; para estos otros, los domi­
nados, que, a pesar de su debilidad estructural, o quizás a causa
de esta debilidad, son percibidos como peligrosos (o, por lo
menos, como constituyendo colectivamente un peligro) o, peor
aún, que son considerados como «enemigos» (y no solamente
como los «enemigos de clase» de antaño, con los que había el
hábito de enfrentarse), tranquilizar a los dominantes es incon­
testablemente el precio que es necesario pagar para asegurar su
propia seguridad (del todo relativa).
Para asegurarse de esta manera, con una seguridad que se
debe ganar sobre el otro o contra el otro, algunos inmigrados
prefieren retirarse, refugiarse en su miedo oculto, prefieren (o
preferían, en un estado anterior de la inmigración) optar por la
mayor discreción posible o, dicho de otro modo, por la menor
visibilidad, ayudados en esto por la relegación social y espacial de
la que son víctimas (relegación en el espacio y por el espacio),
relegación de la que hacen también y al mismo tiempo una auto-
rrelegación —relegación y autorrelegación en los mismos espa­
cios, el espacio de las relaciones sociales, el espacio de la vivien­
da, el espacio del trabajo principalmente, todos ellos espacios en
los que se vuelven a encontrar mayoritariamente entre sí, entre
inmigrados, y a menudo entre inmigrados de un mismo origen
(originarios del mismo país, de la misma región, del mismo pue­
blo, de la misma parentela); son los inmigrados de los que se
suele decir que «caminan a ras de las paredes», que pasan des­
apercibidos, lo que no puede ser más que del agrado de aquellos
que tienden a ver en esta reserva el signo de la cortesía, por no
decir de la sumisión, completamente tranquilizadoras que se es­
pera y que se exige del extranjero. Para otros inmigrados, sufi­
cientemente confiados en sí mismos, confiados en; poder dar el
pego, tranquilizar consistiría en simular la mayor‘semejanza o
similitud con todos aquellos a los que se espera tranquilizar de
este modo, encubriendo lo que se tiene de propio, borrando o, al
menos, atenuando los signos distintivos por los que se es designa­
do y que, comúnmente, son tratados como estigmas. Esta acti­
tud, que corresponde a la búsqueda de la mayor proximidad y
que, por este hecho, contiene en sí todas las marcas de la lealtad
rendida a los dominantes, no deja, pese a la intención objetiva
que la habita y la finalidad que se da, de retraducirse paradójica­
mente en conflictos potenciales, pues es siempre susceptible de
ser interpretada en términos de rivalidad, y de rivalidad indebi­
da, de rivalidad ilegítima y de competencia desleal, lo que indica
los límites relativamente estrechos asignados a la asimilación, los
límites en los que los dominantes inscriben la asimilación que
quieren imponer a sus obligados y que son satisfechos al mismo
tiempo que los obtienen de ellos,4al concederles la forma pero sin
siempre reconocerles el fondo.
4. Gershom Scholem, en su esfuerzo por fundar una ciencia del judaismo
que es a la vez una contribución capital a la constitución de la identidad
judía, distingue la «asimilación a lo extemo» de la «asimilación de lo exter­
no», siendo la primera una manera de alienación y la segunda la condición
de la supervivencia y de la perpetuación de la identidad en situación de do-
Pero el colmo de la descortésía a un mismo tiempo civil y
política, el colmo de la grosería y de lá violencia respecto al en­
tendimiento nacional, parece conseguirse con esos «inmigrados»
que no lo son, los hijos de los inmigrados, especie de híbridos que
no comparten totalmente las propiedades que definirían ideal­
mente al inmigrado integral, al inmigrado consumado, confor­
me a la representación que se hace de él, ni enteramente las ca­
racterísticas objetivas ni sobre todo subjetivas de los nacionales:
son «inmigrados» que no han emigrado a ninguna parte; «inmi­
grados» que no son, a pesar de esta designación, inmigrados como
los demás, es decir, extranjeros en el sentido pleno del término
—no son extranjeros ni culturalmente, puesto que son produc­
tos integrales de la sociedad y de sus mecanismos de repro-
ducción y de integración, como la lengua (la lengua en la que se
nace y que, en este caso, no es la lengua materna en el sentido
literal), la escuela y todos los otros procesos sociales; ni nacio­
nalmente, puesto que son la mayoría de las veces poseedores de
la nacionalidad del país. «Malos» productos sin duda de la socie­
dad francesa, a ojos de algunos, pero productos a pesar de todo
de esta sociedad. Especie de agentes turbios, equívocos, confun­
den las fronteras del orden nacional y, por consiguiente, el valor
simbólico y la pertinencia de los criterios que fundan la jerar­
quía de estos grupos y de su clasificación. Y lo que, sin lugar a
dudas, menos se le perdona a esta categoría de inmigrados es
precisamente que atenta contra la función y contra la significa­
ción diacríticas de la separación que el «pensamiento de Esta­
do» establece entre nacionales y no-nacionales. No se sabe en-
minado; esta última eventualidad es la única que permite escapar a la alter­
nativa, por una parte, de la identidad alienada, definida por los otros y para
los otros, constituida por la mirada exterior, y, por otra parte, de la autoafir-
mación que puede no ser más que una prolongación de la imagen que los
dominantes han producido y que les es reenviada como en un desafío. El
caso ejemplar de la identidad judía nos enseña que toda identidad dominada
es objeto de luchas, primero.entre dominados y dominantes, y después entre
miembros de esta identidad (entre judíos, entre inmigrantes), estando los
debates internos (alrededor de la naturalización, alrededor de la elección
entre país de inmigración y país de origen, alrededor de la pertenencia reli­
giosa y de sus modalidades, etc.) inevitablemente afectados por el hecho de
que se efectúan siempre bajo la mirada de los dominantes y que por esta
razón conllevan siempre la posibilidad (o la probabilidad) del racismo (véa­
se G. Scholem, «L’identité juive», Actes de la Recherche en Sciences Sociales,
n.° 35, noviembre de 1980, pp. 3-19).
tonces cómo considerar y cómo tratar a estos inmigrados de nue­
vo cuño, no se sabe lo que es menester esperar de ellos. Y, desde
ese momento, el miedo ordinario, si se puede decir así, el miedo
personal o individual que inspira el extranjero inmigrado, se muda
en angustia colectiva cuando son abolidas las separaciones tra­
dicionales y cuando desaparecen la seguridad y el consuelo a un
tiempo físico, moral y mental o intelectual que proporcionan
estas separaciones tan tranquilizadoras, y ello en la medida en
que constituyen una protección tras la que refugiarse afirmando
«estar en su casa», al abrigo de injerencias exteriores.
Esta forma de angustia o este nuevo miedo al inmigrado con­
tra los que la exigencia de cortesía se revela inoperante son aún
más difíciles de disipar, pues se difunden más ampliamente y se
transponen en toda una serie de objetos conexos, como los jóve­
nes, los barrios difíciles, los barrios calientes, los suburbios, los
parados, los delincuentes, etc., sobre todo cuando todo esto se
acumula en las mismas personas y en los mismos lugares (los
hijos de la inmigración, los inmigrados de «segunda generación»).
Desde este punto de vista, es una transformación radical la que
se ha producido en la inmigración, y la desconfianza que conti­
núa recayendo sobre estos inmigrados de un género nuevo está
hecha a la medida de los nuevos cambios introducidos por la
inmigración de las familias y por su reproducción; en el lugar. Y
es preciso entonces volver en estas nuevas condiciones sobre lo
que puede ser la falta genética, consustancial, de la1inmigración,
y sobre lo que pueden ser también las otras faltas'cometidas en
la práctica, es decir, en el fondo, las reacciones suscitadas por
estas faltas, los juicios que requieren así como las modalidades
según las cuales son apreciadas. No solamente toda falta, toda
infracción, está prohibida, sino que, cuando ésta acaece, enton­
ces es castigada en consecuencia, es decir, por lo que es incontes­
tablemente, pero también subterránea y secretamente, su autor,
ese tipo de autor que se continúa considerando, aunque el inmi­
grado que es haya cambiado respecto al modelo anterior, como
alguien que es siempre ilegítimo, que no está autorizado a co­
meter infracciones, que tiene prohibida toda falta, que no tiene
derecho al delito.
La desconfianza recae siempre sobre los mismos, sobre aque­
llos que todo en ellos, su historia y su nacimiento (y, aquí, su
inmigración y su nacimiento en la inmigración) y, correlativa­
mente, su posición social, su estatuto, su capital social y más
aún simbólico de que están dotados, designa la figura de perpe­
tuos sospechosos. La estigmatización que se descubre a través
de esta forma de desconfianza generalizada procede de un es­
quema de pensamiento y de percepción que ya conocíamos: se
trata, de manera más general, de la relación suspicaz y acusado­
ra que se tiene respecto a las clases populares asimiladas a clases
peligrosas. Este esquema, siempre el mismo, es tan verdadero
hoy como ayer, al tener cada época sus propias clases peligrosas.
Para que la situación propia del extranjero delincuente (y más
aún del «inmigrado», incluso cuando está dotado de la naciona­
lidad del país), doblemente culpable o culpable de ser culpable,
no juegue necesariamente en su contra, no juegue como circuns­
tancia agravante, es necesario una fuerte reserva por parte de los
jueces, es necesario un verdadero self control, un esfuerzo de
corrección sobre sí mismos. Esta conjunción implícita de las fal­
tas y también de las penas, aunque no se denuncia abiertamen­
te, se transparenta a través de esa otra sanción que se añade a
menudo a las dos primeras: una sanción intrínsecamente vincu­
lada a la condición de extranjero, al ser el extranjero por defini­
ción expulsable, incluso si se acuerda, como puede pasar, no ex­
pulsarlo. Haya expulsión o no, la expulsabilidad del extranjero
es el signo por excelencia de mía de las prerrogativas esenciales
de la soberanía nacional, y es ella también la marca del pensa­
miento de Estado, por no decir que es también el pensamiento
de Estado en sí mismo. En efecto, está en la naturaleza misma
de la soberanía de la nación expulsar a quien le parezca de los
residentes extranjeros (en el sentido de la nacionalidad) y está en
la naturaleza del extranjero (nacionalmente hablando) ser ex­
pulsable, y poco importa, pues, que sea efectivamente expulsado
o no. Sin tratarse propiamente hablando de una sanción jurídi­
ca, puesto que no es generalmente pronunciada por un tribunal,
la expulsión del territorio nacional, medida administrativa o po­
lítico-administrativa —decidida bajo el pretexto de la condena
judicial que ella prolonga más allá de sus efectos—, muestra a
las claras a lo que se expone el extranjero que infringe las reglas
de la buena conducta: al haber aportado en los hechos la prueba
de su indelicadeza, es también sancionado administrativamen­
te. Es además, a fortiori, esta misma lógica la que preside la ope­
ración de naturalización: la nación, la nacionalidad, no naturali­
zan, y no naturalizan a cualquiera. Acto fundamentalmente de­
cisorio, la naturalización puede ser incompatible con ciertas ca­
racterísticas sociales y culturales, con ciertos usos (en el sentido
de hábitos o de la expresión «usos y costumbres») —en el caso
francés, con la poligamia considerada como un atentado contra
el orden público en el sentido particular en el que lo entiende el
derecho privado internacional— o con ciertas condenas penales,
siendo variable según el contexto y el momento la naturaleza y la
jerarquía de estas penas descalificadoras para aspirar a la cali­
dad de francés. Como por casualidad, ellas reproducen las penas
o se alinean, en líneas generales, con aquellas que entrañan la
expulsión, como si las condiciones de entrada en la nacionalidad
obedecieran, sin duda más rigurosamente todavía, al mismo prin­
cipio que las condiciones de entrada y de estancia en la nación,
al estar éstas precedidas y al estar aquéllas ya prefiguradas.
13
RECAPITULACIÓN

Los movimientos migratorios actuales, tal como se efectúan'


a partir de los países del mundo subdesarrollado (países con
poblaciones mayoritariamente rurales y campesinas) hacia los
países del mundo desarrollado (países donde domina la civiliza­
ción urbana e industrial), son en cierto modo homólogos a las
antiguas migraciones internas, al éxodo rural que cada uno de
estos últimos países conoció en su tiempo. Tanto uno como otro
desplazamiento de población (de trabajadores y familias ente­
ras) participan de la misma lógica y a pesar de que estén muy
alejados en el tiempo y en el espacio y de que descansen respec­
tivamente en zonas y en distancias que no admiten compara­
ción, proceden de la misma génesis social y económica. Al obe­
decer, en contextos diferentes, a deterninismos de igual natura­
leza, las migraciones internacionales de hoy en día (procedentes
mayoritariamente de los países del Tercer Mundo) reproducen a
su manera y continúan la historia inaugurada por las migracio­
nes internas de ayer. Con la sola diferencia de que, sin embargo,
las migraciones consecutivas al éxodo de las poblaciones rurales
en los países industrializados se efectuaron dentro de los límites
de las fronteras nacionales, es decir, en el interior de un mismo
territorio, en el seno de una misma población y bajo la autoridad
de un mismo Estado, cosas todas ellas que están definidas y ca­
racterizadas nacionalmente. La homología y la continuidad de
las dos situaciones aparecen de manera tanto más manifiesta
cuanto se acuerda tomar alguna distancia con el pensamiento
de Estado, con esa forma de pensamiento que se impone por sí
misma, en este dominio más que en ningún otro, y que impone
al mismo tiempo la inevitable referencia, eminentemente «esta­
tal», a esa distinción tan arbitraria como pertinente entre nacio­
nal, por una parte, y no-nacional, por otra. Pero es necesario
para ello decidirse a ignorar de forma provisional (o a fingir ig­
norar) la existencia de las fronteras o de los efectos propiamente
políticos de éstas. Sin embargo, ¿se puede realmente hacer esto?
En tanto que es estrechamente tributario de nuestras categorías
de pensamiento, de esas categorías con las que construimos y
pensamos el mundo social y político, ¿el fenómeno migratorio a
escala internacional puede ser pensado, en su doble componen­
te de emigración allá y de inmigración aquí, es decir, respectiva­
mente a partir de un territorio y en un territorio que son siempre
estatalmente definidos, de otro modo a como se hace con las
categorías del pensamiento de Estado?
Esta tentativa de reconstitución de la génesis de las inmigra­
ciones que son reputadas como «inmigraciones de trabajo» (in­
migraciones del siglo XIX para las más antiguas, y que están las
más recientes en pleno proceso de actualización) no encuentra
toda su verdad más que cuando estas inmigraciones únicamente
concernían a los trabajadores, excluyendo a cualquier otro miem­
bro de la familia y, más en particular, cuando revestían todavía
la forma alternativa que se ha calificado de noria (o tum over).
En ese mismo orden de ideas, ¿es necesario recordar que, a ex­
cepción de los desplazamientos masivos de poblaciones vincula­
dos a coyunturas políticas, todas las inmigraciones de carácter
económico, incluso aquellas que pasan hoy por ser y por haber
sido desde sus inicios inmigraciones de población^ es decir, in­
migraciones familiares (la inmigración, por ejemplo, de los eu­
ropeos a Estados Unidos de América, en particular entre 1840 y
1920), comenzaron como inmigraciones de trabajadores aisla­
dos; y que, a la inversa, incluso aquellas que tienen la reputación
de no ser más que inmigraciones provisionales de hombres ex­
clusivamente (por ejemplo, la inmigración de trabajadores arge­
linos en Francia desde principios de este siglo hasta las últimas
décadas) acaban por convertirse, tarde o temprano, en inmigra­
ción familiar y, a fin de cuentas, en inmigración de población?
¿Cómo se produce esta conversión?
El caso de la inmigración argelina en Francia es un caso lími­
te por lo que hace a este aspecto y respecto a muchos otros. En
primer lugar, por las condiciones de su génesis. Producto directo
de una colonización que fue brutal y total, la inmigración que ha
resultado de ella es comparable a la amplitud y a la gravedad de
las transformaciones de todos los órdenes (del orden económi­
co, claro está, pero sin duda también del orden político, social y
cultural) que la han engendrado. Sin duda, la «ejemplaridad» de
la colonización en Argelia se debe al hecho de que ésta asoció
estrechamente los dos aspectos o los dos órdenes por los que se
retraducen los dos significados del hecho colonial: esto es, colo­
nización intensiva, colonización total, colonización de población,
colonización no solamente de la tierra, de los bienes y de las
riquezas, del suelo y del subsuelo, sino también de los hombres y
de los espíritus, de los «cuerpos y de las almas» como ya se ha
dicho, y, para acabar, colonización relativamente precoz. En esr
tas condiciones, no podía más que acarrear, entre sus principa­
les efectos (efectos que, en su mayoría, sobreviven a la desapari­
ción de la causa que los ha engendrado), una emigración-inmi­
gración excepcional o «ejemplar», y ello tanto por su intensidad,
su importancia numérica, su continuidad en el tiempo (que prác­
ticamente no ha conocido, con la salvedad de un corto periodo
durante la Segunda Guerra Mundial, ninguna interrupción sig­
nificativa) y a través del espacio (el espacio de la sociedad de
inmigración y el espacio de la sociedad de emigración, al acabar
el primero por presentarse como una proyección reducida del
segundo), su duración total, etc., como por sus formas particula­
res de organización, su modo particular de presencia aquí (en la
inmigración) y de ausencia allá (por la emigración) y, sobre todo,
su precocidad —inmigración de carácter colonial (se hablaba en
aquella época de «trabajadores coloniales» y éstos fueron duran­
te todo el tiempo que duró la Primera Guerra Mundial unos
240.000 hombres argelinos reclutados, alistados voluntarios, tra­
bajadores requeridos, o sea, más de un tercio de la población
masculina entre 20 y 40 años).1Fue sin dudas la primera inmi­
gración en Francia, y quizás también en-Europa, que no era de
origen europeo. Si la colonización parece haber tenido gran par­
te de responsabilidad en la emigración que suscitó hacia Francia
y en la inmigración en Francia de trabajadores argelinos coloni­
zados, esto se debe esencialmente al hecho de que, al atacar las
1. Véase Ch.R. Ageron, Les algériens musulnians et la France (1871-
1919), op. cit.
estructuras agrarias, no sólo arruinó los fundamentos de la eco­
nomía tradicional, sino que, a través de los golpes que le asestó
inseparablemente a la tribu y a la organización tribal, desintegró
la base sobre la que descansaba el orden social así como todo el
armazón de la sociedad original.
Recordar la génesis de la inmigración argelina en Francia,
que no es hoy más que un flujo entre otros, permite comprender
por qué este flujo sigue estando, por entero, orientado hacia Fran­
cia, como si, para los emigrados argelinos y los candidatos a la
emigración, no hubiese otra inmigración posible que a Francia.
Las transformaciones de todo tipo que se han producido en el
sistema agrario, en las estructuras de la distribución de la pro­
piedad, en los modos de explotación y de valorización y, quizás
también, en el mercado y los circuitos de comercialización de
los productos agrícolas, etc., han estado en el origen de las anti­
guas migraciones y pueden todavía ser responsables hoy en día
de los movimientos migratorios que tienen lugar un poco por
todas partes, impuestas por la búsqueda de trabajoi Estas situa­
ciones de crisis tienen en común el hecho de romper aquí y allá
los cordones umbilicales que unían a la población rural (y a las
capas más pobres de esta población) no sólo a su tierra, a su
territorio, sino también, y de modo más fundamental, a todo el
estilo de vida, a la manera de ser, a la manera de; pensar y de
actuar, a la manera de percibir el mundo, que confoiman todo el
ethos campesino. Tienen también en común el hecho de contri­
buir a la individuación de hombres que siguen siendo o que han
seguido siendo durante mucho tiempo, en lo más profundo de sí
mismos, hombres «comunitarios», hombres que no existen (ideal­
mente) más que como miembros de un grupo. Es necesario que
se produzca ese trabajo de ruptura y que el contagio se extienda
de manera progresiva para que el campesino tradicional tome
conciencia de su disponibilidad, para que se transforme en emi­
grado potencial a la espera de realizarse como inmigrado efecti­
vo, es decir, para que descubra que se ha convertido en disponi­
ble, en «libre» para la aventura de la emigración y, por ello mis­
mo, para la aventura de la proletarización —y eso en el mejor de
los casos, puesto que la condición de subproletario es desgracia­
damente comente.
Todas estas razones explican, en cierto modo, por qué la in­
migración no puede concebirse, no puede realizarse ni perpe­
tuarse más que a condición de que descanse en toda una serie de
ilusiones colectivamente mantenidas, compartidas por todas las
partes concernidas. La presencia inmigrada, y por lo tanto ex­
tranjera, equivale a una presencia provisional (en derecho), aúna
presencia subordinada a alguna razón exterior a ella y a algún
fín diferente a sí misma, que se denominan, aquí, trabajo, así
como equivale a una presencia siempre merecedora de la necesi­
dad de una legitimación constante (a través de lo que Pierre Bour-
dieu llama el «pensamiento de Estado»). En tanto que presencia
no nacional en la nación, esta presencia está excluida de lo políti­
co. La reducción de la inmigración a su sola dimensión econó­
mica es otra de las contradicciones del fenómeno. Y así, la con­
tradicción fundamental de lo «provisional que dura» se traslada
del orden temporal al orden espacial: ¿cómo continuar estando
presente ahí donde se está ausente?
De manera correlativa, ¿cómo contentarse con no estar presen­
te más que parcialmente y, por consiguiente, con estar, en cierto
modo, ausente (moralmente) ahí donde se está presente físicamen­
te? Contradicción ésta entre, por una parte, el orden comunitario
de la sociedad de origen y, por otra, el orden más bien «individua­
lista» que se descubre, que se padece y que se aprende en la inmi­
gración. El inmigrado, confrontado duramente a todas estas con­
tradicciones indispensables que constituyen su universo social, se
ve obligado, por no poder ni resolverlas en su lugar y tiempo ni
abandonarlas poniendo fin a su inmigración, a redoblarlas poniendo
en peligro, a veces, su equilibrio social y psíquico.
Es menester que el tiempo pase y que se cumplan sus efectos
para que empiecen a disiparse los disimulos y simulaciones la­
boriosa y continuamente cultivados. Desilusión, desenmascara­
miento, elucidación de la verdad objetiva del fenómeno migrato­
rio y ¡se llega al final de un proceso! Pero el desencantamiento
no hace más que evidenciar las contradicciones, acentuar el agu­
do sentimiento que de ellas se tiene. Causa y efecto de esta disi­
pación, ella misma indicio del profundo cambio en el significa­
do de la inmigración de los trabajadores argelinos, el adveni­
miento de la inmigración familiar viene a consagrar la ruptura
con el estado anterior que tenía, precisamente, la mayor necesi­
dad de alimentar todas las ilusiones de las que se alimentaba.
La otra gran «ejemplaridad» de la inmigración argelina resi­
de, en efecto, en la manera en la que ha efectuado, muy tardía­
mente, su transformación en inmigración familiar. Ya hemos
mencionado la distinción que habitualmente se suele hacer, den­
tro del fenómeno migratorio, entre, por una parte, las emigra­
ciones e inmigraciones que se denominan de trabajo y, por otra,
las emigraciones e inmigraciones que serían de población esen­
cialmente. Su «función de trabajo» que se reconoce implícita­
mente no sería más que una función segunda y secundaria res­
pecto a la «función de población». Las formas de inmigración
así distinguidas son erigidas en realidades autónomas como si
fueran opuestas de entrada y, sobre todo, como si se pudiese
escoger una separadamente de la otra. Al haberse hecho esta
separación a priori, cada una de estas inmigraciones está desti­
nada a no ser más que aquello que en ella se quiera ver. Cada una
de ellas está destinada a ser y a seguir siendo lo que se quiera que
sea y continúe siendo: inmigración de trabajo, para una, y desde
siempre, y, para la otra, inmigración de población, y esto de en­
trada. No puede ser cuestión de considerar que las dos formas
separadas de este modo puedan estar unidas por alguna rela­
ción de continuidad o de filiación, al prolongar y derivar la se­
gunda de la primera. Ahora bien, la inmigración argelina que se
ha constituido y pensado durante mucho tiempo como el ejem­
plo mismo de la inmigración de trabajo se ha convertido inopi­
nadamente en una «inmigración de población». Sin embargo,
ninguna de los partes concernidas, ni la sociedad de inmigra­
ción, ni la sociedad de emigración, ni los interesados mismos
(los emigrados-inmigrados), osa, cada tona por motivos que le
son propios, declarar y reconocer plenamente esto, hasta el pun­
to de extraer de ello todas las consecuencias.
La emigración se alimenta de sí misma. Si es «contagiosa» es
porque pertenece a esa forma de procesos sociales en que los
efectos se vuelven a convertir en causas, redoblando y perpe­
tuando la causa primera que los ha engendrado. Nacida de la
acción perturbadora de numerosos factores y del trastorno total
que resulta de ello, al agravar este mismo trastorno, el movi­
miento de emigración consagra, como ya se ha dicho, la ruptura
con el grupo, la ruptura con sus ritmos espacio-temporales, con
sus actividades y, en resumen, con el sistema de valores y con el
sistema de disposiciones comunitarias que se encuentran en la
base del grupo. Esta ruptura, a fuerza de generalizarse en todo el
territorio, en todas las capas de la sociedad, y al durar demasia­
do, acaba por producir efectos casi irreversibles. La emigración
deja de ser entonces esa conducta perfectamente ordenada (en
el doble sentido de la palabra) que fue inicialmente. Y es cuando,
a fuerza de emigración, el grupo tiene la mayor dificultad para
controlar y ordenar la emigración de sus hombres, cuando se
deja llevar por la emigración familiar. Es necesario para ello que
haya avanzado prodigiosamente el trabajo de zapa que deses­
tructura al grupo debilitando los vínculos que unen a los miem­
bros del grupo los unos a los otros y que los unen al grupo. Es
necesario que las causas iniciales que son las responsables de la
primera forma de emigración (la emigración de hombres solos)
se hayan agravado considerablemente, las más de las veces bajo
el efecto mismo de la emigración, para que se inicie el segundo
movimiento de emigración, la emigración de las familias. En
esta última fase, todo el proceso de la migración escapa al con­
trol moral del grupo, a la censura que éste le opone: los efectos
disuasorios de ésta (reprobación social, sentimiento de vergüen­
za, etc.) ya no son suficientes para contenerla.
Los primeros signos de la inmigración en Francia de familias
argelinas se anunciaban ya desde antes de la Segunda Guerra
Mundial, al menos en las regiones más hondamente trastorna­
das, que no son necesariamente aquellas que han alimentado
más y más tempranamente la inmigración de trabajo (en un pri­
mer momento, la inmigración de los hombres había contribuido
más bien a asentar las estructuras sociales, habiendo sido esta
estabilidad la condición misma de esta forma de inmigración),
sino, más a menudo, las regiones marginales, tanto en el sentido
físico (regiones del piamonte, regiones de contacto entre relieves
diferentes) como en el sentido cultural (regiones de transición
entre el hábitat agrupado montañés y el hábitat disperso de las
altiplanicies, entre zonas berberófonas y territorios poblados por
arabófonos, entre comarcas rurales y periferias urbanas, etc.),
de las que la mano de obra se dirige hacia la emigración local al
servicio de las explotaciones agrícolas de la colonización más
que a favor de la emigración lejana hacia Francia. Sin embargo,
habrá que esperar a la década de 1950 para ver cómo se estable­
ce realmente, procedente de Argelia, una verdadera corriente de
inmigración familiar. De nuevo, aquí, los años de la guerra de
independencia de Argelia, por sus efectos directos (la inseguri­
dad, sobre todo en el país rural) y sus efectos indirectos (tales
como los de los «reagrupamientos» de la población rural, sobre
todo montañesa, en los centros creados a este efecto bajo el con­
trol del ejército), serán para la inmigración femenina y, de mane­
ra más amplia, familiar, lo que habían sido los años de la Prime­
ra Guerra Mundial para la inmigración de los hombres. En estos
dos casos y, sin duda, en el segundo más que en el primero, la
guerra y sus violencias, caso de fuerza mayor, aportan el pretex­
to indispensable para cumplir lo que pedía que se cumpliera;
sirven de excusa para reconocer lo que no se osaba reconocer.
Durante mucho tiempo, aun cuando la emigración familiar po­
día ser deseada (individualmente) por el inmigrado y por su es­
posa, que no ignoraban que se exponían de este modo a infringir
la regla comunitaria y a faltar a la moral del grupo, aquélla era
efectuada y sobre todo era experimentada como un acto vergonzo­
so, un acto que uno se cuidaba mucho de ocultar hasta el punto
de tener que abandonar el pueblo de noche. Aquí también, es
necesario que la fragmentación de las familias se generalice y
alcance sus límites extremos con la familia de tipo conyugal (la
que encontramos en la inmigración), es necesario que el éxodo
rural hacia las ciudades argelinas (de las que la inmigración en
Francia es responsable en buena parte) se lleve pueblos enteros,
para que la emigración de las familias hacia Francia se haga a la
vista de todos, sin ninguna reticencia y sin más impedimento.
Especie de obsesión o de tentación que, sin duda, ha atravesa­
do la mente de todos los inmigrados, que ha debidq habitar per­
manentemente sus proyectos y acompañarlos dudante toda su
inmigración, la inmigración de las familias argelinas acusa a pe­
sar de ello un atraso de casi medio siglo en relación con la inmi­
gración ininterrumpida de los trabajadores. Sin menospreciar
las reticencias o las oposiciones que puedan proceder de la socie­
dad de inmigración—evidentemente, desde el punto de vista es­
trictamente económico, desde el punto de vista del mercado de
trabajo, la inmigración de trabajadores exclusivamente es mu­
cho más «ventajosa» que cuando está acompañada de la inmi­
gración de familias—, éstas parecen ser segundas e incluso se­
cundarias en comparación con las resistencias y prohibiciones
que habían sido propias de la sociedad de emigración; éstas con­
vierten incluso a aquéllas en superfluas o sin objeto. Todo ocurre
como si el trabajo de censura (que es también un trabajo de pre­
vención y de preservación), al haber sido hecho y bien hecho en
el orden de la emigración, dispensara de que se tuviera que hacer
en el orden de la inmigración. Éste se encontraba eximido de
tener que desalentar, controlar y reglamentar una inmigración
familiar que se podría no desear, desde el momento en que ésta
no se anuncia, no se presenta aún, bien porque la demanda no
existe o no existe todavía, o bien porque está socialmente contra­
riada. Así pues, a pesar de que estuviera ya contenida en la pri­
mera forma de inmigración, es decir, en la conducta del primer
inmigrado, la inmigración familiar no podría ser, sin embargo,
sólo la realización, tal como uno se la imagina y espera, del pro­
ceso emprendido por la inmigración de trabajadores. La inmi­
gración familiar no es sólo un incremento numérico de la inmigra­
ción, un aumento del número de inmigrados, como consecuen-,
cia del añadido de mujeres y niños, sino que introduce una di­
ferencia de naturaleza, es cualitativa y no sólo cuantitativamente
diferente, de tal manera que, de trabajador, el inmigrado se con­
vierte en progenitor, de trabajador en casa de otros y para la pros­
peridad o en la prosperidad de esos otros, aunque haga falta aña­
dir, así como él mismo lo hace y así como lo imponen varias
razones, que al trabajar en casa de otros y para otros trabaja al
mismo tiempo para sí mismo, para su propia prosperidad (total­
mente relativa), para la de su familia, la de su grupo y la de su
pueblo; el inmigrado se hace trabajador para la posteridad, la suya
pero también, objetivamente, lo quiera o no, para la de otros.
Así pues, por todas estas razones y por muchas otras, la inmi­
gración familiar no puede depender solamente del mismo orden
que la inmigración de hombres solos. No puede depender del
orden del trabajo solamente. Es de algo diferente de lo que se
trata, esto es, se trata de asimilación, cualesquiera que sean las
palabras (adaptación, integración, inserción), variantes más o
menos eufemizadas, por las que se designa esta realidad social.
Cada uno de estos términos tiene su propia historia social según
haya perdido su rendimiento social y político o que haya sido
más o menos vapuleado por la historia, en particular la de la
colonización y la de la inmigración que no dejan de tener ciertas
afinidades. Nadie se hace ilusiones a este respecto: ni aquellos
que temen la emigración de las familias, pues comporta el riesgo
de dañar la integridad del cuerpo social, el riesgo de disolución y
de fusión de las familias emigradas en la sociedad que las agrega
a ella, de su identificación más o menos lenta, más o menos total
pero inevitable a esta sociedad, ni aquellos a los que les repugna
la inmigración de las familias de las que se sabe, por pre-juicio
más que por post-juicio, y de las que se dice, que son «inasimila­
bles» o difícilmente «asimilables». Y la clásica distinción entre
«inmigración de trabajo» e «inmigración de familias» (es decir,
de población), ¿no es una manera disfrazada de nombrar, con la
apariencia de neutralidad (ética) y con la cobertura de un voca­
bulario que se pretende técnico (y, por ello, a-político) y que se
pretende objetivo, la diferencia que se haceaposteriori entre in­
migrados casi similares a «nosotros» e inmigrados radicalmente
diferentes, incluso disímiles de «nosotros»? Volvemos, pues, a la
separación, por una parte, de la inmigración que se juzga, re­
trospectivamente, digna de convertirse rápidamente en «inmi­
gración de población» —y, si es necesario, se le ayudará a con­
vertirse en ello lo más rápidamente posible—y, por otra parte, la
inmigración a la que se destina a ser y seguir siendo, aun cuando
la realidad contradiga esta afirmación, una «inmigración de tra­
bajo» —y, si es necesario, nos aseguraremos de qué lo siga sien­
do en cierta medida. Es ésta una contradicción interna, intrínse­
ca al objeto mismo: así, trabajo o población, trabajo y población,
lo primero no puede hacerse más que ignorando qué es lo otro y
qué hace lo otro, y el segundo no puede hacerse más que igno­
rándose como tal. Si la política de inmigración, política que debe
tener todo grupo de inmigración, debe resolver entre «trabajo» y
«población», se necesita que la mejor o incluso la única política
posible sea la ausencia de política; en esta materia, a condición
de no confundir política y reglamentación, a condición de no
reducir la primera a la segunda, la ausencia de política es toda­
vía una política. Esta indeterminación consustancial frente al
fenómeno de la inmigración que es intelectualmente una necesi­
dad del «pensamiento de Estado» se encuentra hoy en día pues­
ta a prueba: las inmigraciones que no habrían debido ser, ideal­
mente, más que «inmigraciones de trabajo» (inmigraciones ori­
ginarias de países del Tercer Mundo, y de países cada vez más
lejanos geográficamente) tienden, en efecto, a ser a la vez inmi­
graciones familiares; y esto, al contrario de la inmigración arge­
lina que, puesto que fue, en su tiempo, pionera, ha disociado
durante mucho tiempo las dos fases de su historia y de su pleno
cumplimiento.
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ÍNDICE DE NOMBRES

Ageron, C.R.: 104, 145, 407 Icart, E: 122, 123


Arendt, H.: 318
Azzem, S.: 55 Jardillier, P.: 276
Bastenier, A.: 107 Kelsen, H.: 389, 390
Beaujeu-Gamier, J.: 112, 337
Benachenhou, A.: 175 Laacher, S.: 304
Bennani, J.: 277, 291, 292, 294, Lagarde, P.: 343, 345
296, 298 LePors, A.: 119, 122
Benveniste, E.: 387 Lenoir, R.: 272, 276
Berque, J.: 24
Berthelier, Pr.: 291- 294, 296 Marx, K.: 324
Boirnet, J.-C.: 112 Michel, A.: 75,168, 221
Bourdieu, P.: 11, 17, 68, 180, Mirshan, E.-J.: 119
198, 258, 283, 295, 305, 308, Montagne: 75
360, 364, 365, 385, 387, 389, Mothé:, D. 249
409 Niboyet, J.-P.: 345
Bourenane, M.N.: 170
Bourguignon, E: 119 Pollak, M: 317
Brissaud, Pr.: 262, 280
Dasseto, E: 107 Rager, J.-J.: 74, 75
Demangeat, C.: 153 Sartre, J.-P.: 234
Durkheim, E.: 309 Scott, N.: 119
Stora, B.: 151
GaUais-Hamono, G.: 119
Gallissot, R.: 145 Tapinos, G.: 119
Gilissen, J.: 385
Gillette, A.: 103, 162 Weber, M.: 317
Goffman, E.: 357, 363 Willcox, W.F.: 107
ÍNDICE

Nota de presentación a la traducción en castellano,


por Enrique Santamaría................................................................. 7
Agradecimientos, por Rebecca Sayad................................................. 11
Prefacio, por Pierre Bourdieu............................................................... 13
Introducción............................................................................................. 19
1. La falta original y la mentira colectiva........................................ 27
Soy el hijo de una viuda........................................................................ 28
Tú que te has levantado tarde, ¿por qué vas al mercado?............ 29
Me convertí en un felláh ocasional..................................................... 31
La única puerta es Francia.................................................................. 32
La gente no hace otra cosa que hablar de Francia........................ 33
¡Poder marcharse, sin tener que pedir nada!................................... 39
En esta Francia nuestra, no hay más que tinieblas....................... 40
Todo lo que decimos es mentira......................................................... 42
Una teoría espontánea de la reproducción...................................... 45
2. Las tres edades de la emigración.................................................. 55
Tres generaciones, tres modos de generación................................. 59
La primera «edad»: una emigración ordenada............................... 60
Un acto oculto........................ ....................................’............................ 65
Una «m isión»......................... ................................................................. 66
La segunda «edad»: la pérdida de control........................................ 67
Toda mi vida está aquí............................................................................ 73
La identidad del emigrado.................................................................... 77
Segregación y autosegregación.......................................................... 81
Así va el mundo actual................................................................. .......... 85
Es su «tarifa»............................................................................................ 87
La separación....................................................................■..................... 88
La tercera «edad»: una «colonia» argelina en Francia................. 92
El universo de las contradicciones..................................................... 95
3. Una inmigración ejemplar.............................................................. 101
Una génesis singular.............................................................................. 102
Una «inmigración de trabajo»............................................................. 105
Hacia la «inmigración familiar»......................................................... 109
Ilusiones y disimulos compartidos..................................................... 114
Los costes y los beneficios de la inmigración................................. 118
La verdad de las relaciones de fuerza............................................... 125
4. Nacionalismo y emigración............................................................ 135
Un acto objetivamente político............................................................ 135
El campo de las asociaciones.............................................................. 142
Los emigrados y la política................................................................... 146
El emigrado militante............................................................................ 151
5. Las consecuencias sobre la sociedad de origen.......... ............. 161
El visitante argelino y su «emigrado-banquero» .............. ....... 164
6. Una relación de dominación............................................. ....... 173
La dependencia en el discurso.............................................. ........ 174
Condiciones sociales de una ciencia de la emigración................. 181
Una «ciencia de la ausencia»............................................................... 183
7. Los errores del ausente.................................................................... 199
La investigación como análisis y auto-análisis............................... 207
8. El inmigrado, «OS de por vida»...................................... ........ 233
Un sistema de relaciones determinadas............................................ 234
Inmigrado = O S ...................................................................................... 240
El ser y el trabajo.................................................................................... 245
9. La enfermedad, el padecimiento y el cu eip o ............................. 253
El discurso sobre el inmigrado............................................................ 254
El mal de inm igración........................................................................... 256
Condiciones de acceso a la «racionalidad médica»....................... 261
El valor diferencial de los cuerpos..................................................... 267
El conflicto de las instituciones........................................................... 272
Una temporalidad perturbada............................................................. 281
La individuación del cuerpo................................................................ 286
El cuerpo del inmigrado....................................................................... 291
El cueipo sustituto del lenguaje......................................................... 296
El inmigrado no es más que cuerpo.................................................. 299
10. El peso de las palabras.................................................................. 303
Sedimentaciones semánticas............................................................... 304
La integración, una noción cargada................................................... 309
11. La «naturalización»........................................................................ 315
Una suave violencia............................................................................... 320
La resistencia de los inmigrados........................................................ 324
Una traición............................................................................................. 328
La naturalización automática.............................................................. 337
Ambigüedades y doble conciencia..................................................... 348'
El cuerpo del naturalizado................................................................... 362
ANEXO. Tres entrevistas sobre la identidad...................................... 368
12. Inmigración y «pensamiento de Estado»......... ....................... 385
El espíritu de Estado.............................................................................. 386
Delitos y proceso de inmigración....................................................... 390
Desmentir la sospecha........................................................................... 395
13. Recapitulación................................................................................. 405
Fuentes utilizadas................................................................................... 415
Bibliografía de los trabajos de Abdelmalek Sayad......................... 417
índice de nom bres.................................................................................. 425

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