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Dos pepitas de oro

SOBRE MINAS, MUQUIS Y HOMBRES


CUENTO DE LUIS PAJUELO FRÍAS

Eduardo M. Pacheco Peña


Víctor T. Vargas De la Cruz

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Dos pepitas de oro
SOBRE MINAS, MUQUIS Y HOMBRES
CUENTO DE LUIS PAJUELO FRÍAS

Eduardo M. Pacheco Peña,


Víctor T. Vargas De la Cruz
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La presente publicación ha sido elaborada con fines
estrictamente académicos y en concordancia, sobre autoría
intelectual, al artículo 69 de la Ley 13714.

Primera Edición, 2022, 200 ejemplares

© 2022. Dos pepitas de oro: SOBRE MINAS, MUQUIS Y


HOMBRES, CUENTO DE LUIS PAJUELO FRÍAS.

© 2022. Víctor T. Vargas De la Cruz


© 2022. Eduardo M. Pacheco Peña

Carátula: Freepik Fotografía 3100 x 2030px JPEG. Hecho el


depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2022-

Hecho e impreso en el Perú.


Rurasqa quellqaspa Perú llactapi.
Printed and made in Perú

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Resumen

Luis Pajuelo Frías poeta e intelectual peruano, representa


una de las figuras más importantes de la literatura de la
región de Cerro de Pasco, quien publicó Dos pepitas de
oro cuento fantástico que entraña la concepción
cosmogónica del muqui personaje mítico que habita los
socavones de las minas; hace su presencia en la historia
fabulada de una forma particular que solo el personaje
testigo es capaz de caracterizar a aquel ser fabuloso, del
que se ha hablado por generaciones desde antaño y sin
lugar a duda seguirá sucediendo de acuerdo a las
necesidades imaginarias de los hombres próximos a las
entrañas de los yacimientos de plata. Dos pepitas de oro,
revela el sentido de la guardianía de las minas por el ser
tan mentado del que se han generado una infinidad de
caracterizaciones mitológicas, así como también las
implicaciones socioculturales alrededor del minero en sus
simbolismos más próximos.

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Summary

Luis Pajuelo Frías, Peruvian poet and intellectual,


represents one of the most important figures in the
literature of the Cerro de Pasco region, who published
Dos pepitas de oro, a fantastic tale involving the
cosmogonic conception of the mythical character who
inhabits the mine pits. ; makes his presence in fabled
history in a particular way that only the witness character
is capable of characterizing that fabulous being, who has
been spoken of for generations since yesteryear and will
undoubtedly continue to happen according to the
imaginary needs of men next to the bowels of the silver
deposits. Dos pepitas de oro, reveals the sense of mine
guardianship for being so mentioned that an infinity of
mythological characterizations have been generated, as
well as the sociocultural implications around the miner in
its closest symbolisms.

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Resumo

Luis Pajuelo Frías, poeta e intelectual peruano, representa


uma das figuras mais importantes da literatura da região
de Cerro de Pasco, que publicou Dos pepitas de oro, um
conto fantastico que envolve a concepção cosmogônica
do caráter mítico que habita as minas; faz sua presença na
história lendária de uma maneira particular que apenas o
personagem testemunha é capaz de caracterizar aquele
ser fabuloso, de quem se fala há gerações desde o
passado e, sem dúvida, continuará a acontecer de acordo
com as necessidades imaginárias dos homens. próximo às
entranhas dos depósitos de prata. Dos pepitas de oro,
revelam o sentido de guarda de minas por ser
mencionado, que uma infinidade de caracterizações
mitológicas foi gerada, bem como as implicações
socioculturais em torno do mineiro em seus simbolismos
mais proximos.

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I. La literatura minera

La literatura minera se centra en el mundo material y


mitológico del minero y su dialéctico coexistir con la
mina, mundo peligroso donde los hombres retan a las
fuerzas de la naturaleza en una oscuridad imperecedera y
devastadora. Narradores y poetas han echado mano de
esta rica cantera socio-cultural y la han recreado con
desigual éxito en una aún poco difundida producción
literaria, así lo testimonia el educador, filólogo y literato
astureño Benigno Delmiro Coto en su estudio Literatura
y minas en la España de los siglos XIX y XX (Comisiones
Obreras de Asturias/Fundación Juan Muñiz
Zapico/CajAstur/editorial Trea, España, 2003), que
además comunica con fines comparativos de la literatura
minera internacional (de fuera de España, haciendo el
recuento del Germinal de Emilio Zola, Las indias negras
de Julio Verne, El Tungsteno de César Vallejo…).

Uno de los dominios sublimes de esta literatura: la


cuentística de corte minero, en Sudamérica, entre los
pocos nombres conocidos que exhibe están los de

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Baldomero Lillo (Chile, 1867-1923) y Víctor Montoya
(Bolivia, 1958); faltando difundir muchos nombres más.

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II. Cerro de Pasco y la literatura minera

las sombras de mi tristeza.


Ilusiones y esperanzas,
que mueren una por una,
en el alma tienen vida
y en el alma tienen tumba.
Mercedes de V.

Una vertiente de esta última forma narrativa se


desenvuelve en la ciudad de Cerro de Pasco, capital de la
región Pasco. Sus tramas echan mano de la vasta
experiencia económica, cultural e histórica del quehacer
minero cerreño, y de su reflejo en el imaginario colectivo
de los obreros, los técnicos (artesanos e ingenieros), los
intelectuales o los dueños de minas (si la vemos en una
perspectiva histórica); forjando un universo cosmogónico
propio que le da identidad. Su escenario principal son los
socavones del subsuelo, el tajo abierto descomunal
(extracción minera a luz de cielo) y los espacios urbanos
vinculados a las minas.

En los textos que la representan esencialmente se


capta la ardua labor dirigida a demoler el objeto de

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trabajo: las vetas de cobre, plata, zinc…, en la fragilidad
temeraria de las galerías. Pues es justamente en ese lugar,
en las galerías subterráneas, donde se desarrolla en un
replique melódico de incontables palas, perforadoras,
barrenos…, el quehacer legendario y ancestral del minero
cerreño; un trabajo recio en dura competencia con la
muerte, en una noche infinita y tórrida. Y en el sitio, sino
son los accidentes, por la fina capa de óxidos o sulfuros
que caen a sus rostros, los semblantes obreros, con sus
tonos grises y plomizos, ocultan un silencio de
emanaciones letales que día a día, de a poquito a poquito,
les arrancan la vida. Manuel Scorza con encantadora
ironía y gracia nos recrea sobre los semblantes
multicolores de los obreros en su novela/cuentos Redoble
por Rancas, en la pieza titulada: “De los diversos colores
de las caras y cuerpos de los cerreños”, visión fantástica
que idealiza este mundo polimetálico y la peligrosidad de
su atmósfera (que en otros asientos mineros es más
funesta debido al plomo que respiran sus mujeres y niños
[La Oroya] o el mercurio que contamina sus suelos y
aguas [Cajamarca]); esta pieza la complementa “Sobre
los hombres-topos y los niños que estuvieron a punto de
llamarse Harry”, dándonos un espectáculo irreal de esta
ciudad y minas.

Pero antes de Scorza, en sus conversaciones en


quechua o castellano, los proletarios (esos pómulos
salientes de matiz cobrizo rosáceo que
extraordinariamente retratara La agonía del minero,
lienzo de Carlos Palma Tapia), desde muchas centurias

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atrás, ya construían sobre las minas, con fantasía y magia,
una ficción en la cual los mitos se eslabonan a la historia,
descifrándose supersticiosa toda circunstancia vivencial.
Así, en cuentos fabulosos transmitían a toda la
colectividad de sus alegrías, meditaciones,
mezquindades, esperanzas, temores... Con ellos nació la
literatura genuina del Cerro de Pasco.

Vivencias, evocaciones, anhelos vitales, confluían en


esta atmósfera reservada al trabajo y lo arcano. Por
influjo suyo, la crónica objetiva, los testimonios
sentimentales del imaginario andino y el hombre
concreto, se fusionaban para constituirse en las fuentes
esenciales de la creación escrita y qué, como apunta el
literato Víctor Montoya (autor de El laberinto del pecado
y Cuentos de la mina, clásicos de la literatura minera
boliviana):

«…, además de rescatar las costumbres


ancestrales y los ritos pagano-religiosos de los
mineros, se ocupa de reflejar sus sueños y
pesadillas, sus tragedias y esperanzas.»

Los cuentos populares sobre duendes, toros


maravillosos, diablos, aparecidos, condenados…,
narrados en compañía del cañazo y la coca, la lluvia y el
granizo, la helada o la nieve, en el ocaso (que anuncia la
melliza oscuridad del socavón) o el amanecer (adiós
cotidiano a un firmamento accesible a todas las estrellas),
formaron parte de ese cimiento literario.

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La ciudad minera fue otro fanal de inspiración para
los escritores que la habitan.

Don Zenón Aira Díaz y su hermano Geremías, en


Fantasmandino (Editorial Andeamericana, Cerro de
Pasco, 1972 [2da. Serie], 1978 [3ra. Serie]) con los
encantamientos, embrujos y aparecidos que desfilaban en
sus relatos cerreños, hechizaron con gracia nuestra niñez
y adolescencia. César Pérez Arauco, recorriendo esta
misma veta literaria popular, acopió sugestivos relatos
folclóricos en dos valiosas obras: El folclore literario del
Cerro de Pasco y Cuentos y leyendas de Pasco (que
fueron reproducidas luego en Voces del socavón, [Cerro
de Pasco, C.T.E. “Volcan” S.A., 2003]); escritos
populares, que unida a otras vetas, se extendieron
literariamente, entre muchas otras creaciones, al
poemario Raíz de uno de Alfredo Palacios, la plaqueta
Versos sedientos de Hugo Apéstegui Ramírez, Las
aventuras de Lamparita y sus amigos de Alejandro
Padilla Mayuntupa y Oro y Cenizas de Luis Pajuelo Frías
(no obstante esta última, más ecuménica en el
sentimiento, funde una nueva mitología del Cerro de
Pasco).

Y son los cuentos literarios, los que en estos confines


atiborrados de mineral, se encendieron primero. Una
preciada tradición que pensamos se inició con Ricardo
Palma y Las desdichas de Pirindín (que contó de la
picardía de los hermanos Izquieta y de las zumbas
socarronas que le infringieron al diablo en el Cerro de

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Pasco colonial, pero que en estricto no es un relato
minero, pero es cautivante), y que se prolongó hasta el
cuento Dos pepitas de oro (que narró el fatal encuentro
del pequeño Julián con un Muqui, feérico morador de las
minas que sujeta el argumento). Dos pepitas de oro,
muestra del fino poder creativo de Pajuelo Frías, y que es
fusión del imaginario popular y lo estético.

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II. Luis Pajuelo Frías y Cerro de Pasco

«Era el poeta. Sus críticas, sus cuentos…


eran de poeta»
Rubén Darío

El escritor Luis Pajuelo Frías nació en 1945 en Cerro


de Pasco, ciudad de campamentos obreros, viejos
socavones y barrios añejos con tradiciones épicas,
heráldicas, heroicas, míticas y de nostalgia. Chaupimarca,
Yanacancha, Ayapoto, la pampa de Paragsha, La
Esperanza…, son su reducto. Su niñez con seguridad
tramontó esas calles en desnivel, empedradas y estrechas
de la ciudad antigua, réplica descomunal en su suelo y
subsuelo del ancestral laberinto de Dédalo. Creo que
como Jorge Morales Galarza que exhibía su ascendencia
decimonónica en el Cerro, Pajuelo Frías debe ostentar la
suya, pues su familia tiene larga estancia y posición en la
ciudad. En cierta ocasión, Jorge Luis Borges refirió que
con sólo ocho años de residencia en una patria adoptiva
uno la incorporaba al alma; conjeturamos que el asiento
de varias generaciones en una misma tierra hace
inevitable su pertenencia, en cuerpo y espíritu, a ella. Nos

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señalaron que estudió en la ‘época de oro’ de La Cantuta,
allá por los sesentas; tiempo en que esta institución
pedagógica ostentó la más exquisita plana docente de su
historia. Y para nuestros días, es de los pocos en el país
que ha frecuentado el imaginario cosmogónico minero,
auscultando con religiosidad y pasión sus creaciones.

Ameno conversador y fraterno maestro, practica


diligente distintas parcelas del arte literario. Es crítico,
ensayista, editor cultural, narrador y poeta…, sobretodo
poeta. Intelectual de breve pero esencial obra, con una
prosa muy cuidada, puntual y necesaria.

Es esencialmente el poeta de la nostalgia por el Cerro


de Pasco, su gente y la tradición, ha pergeñado
calmosamente su faena letrada en pocos pero sustanciales
trabajos («…Convirtió el acto de escribir en una manía
clandestina…»), que para nuestros días son clásicos de la
bibliofilia regional.

Sólo en los 90 tendremos su ensayo: Pérdida,


búsqueda, y encuentro del sentido histórico.
Aproximación a “Los Tres Toros” (en: Juglar, fascículo
Nº 1, setiembre, Lima, 1992, 11 pp.), análisis de una
leyenda fundacional, mágico-mítica del mineral cerreño.
La examina e interpreta; y en la Pág. 7 presenta su
versión de la leyenda reconstituida «…del acervo
literario cerreño», que con fines pedagógicos reproducirá
más tarde en Hora del cuento (ediciones de la
Municipalidad Provincial de Pasco, Lima, 1997, 41 pp.),

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su antología del cuento infantil destinado a niños entre
los 8 y 12 años. Su otra antología en los 90 es Antología
inevitable —cuento latinoamericano— (ediciones
UNDAC, Lima, 1994, 92 pp.), con una selección de seis
relatos y notas biográficas exquisitas sobre Borges,
Rulfo, Cortázar, Roa Bastos, Ribeyro y Arreola. En sus
prólogos persevera aún inquebrantable su fe en la lectura
de cuentos (de los que proporcionen felicidad, como
vindicara J.L. Borges).

En Anatomía del sufrimiento –lectura interpretativa


de la muliza “A ti”- (Instituto Nacional de Cultura-Pasco,
Nº 1, Cerro de Pasco, 1996, 10 pp.), frecuentó otra de sus
grandes pasiones: la muliza, a través de “A tí”, emblema
melódico cerreño. Los versos que figuran en las letras de
esta muliza, son unas estrofas que Mariano V. Collao
usurpó de Cantares, poema de la redescubierta escritora
Mercedes de V. y Rodríguez. Poema que Pajuelo Frías,
con el aporte de Daniel De la Torre Tapia, contribuyó a
recuperar en su integridad y reeditó al inaugurar Estribo
de Plata Nº 1, revista de cultura y artes. Esta publicación
periódica que hasta su Nº 6 (salido de prensas en octubre
del 2004), con kamaq maki y Ciudad Letrada/Caballo de
Fuego (Huancayo) y Enconjunto (Huánuco), forzando el
enlace, son de lo mejor que se hizo por las letras en la
región central en la última década. En el Nº 2 de la
revista, el maestro ejercerá la crítica literaria al glosar la
novela Cinco días en la vida de Lucrecia Parker de
Felipe de Lucio Pezet, despertando con su lectura la
inquietud de profesores y estudiantes del Cerro de Pasco;

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a raíz del estudio y por su intermedio, la obra se volvió a
hoy, desde setiembre de 1997, de lectura imprescindible
en la ciudad minera. Del mismo modo, en Estribo de
Plata Nº 4 salió su análisis genético, comparativo y
morfológico: El muqui y su mundo. Aproximación al
maravilloso duende de las minas (Cerro de Pasco, junio,
1998, 8 pp.), magistral y definitivo estudio sobre este
mágico ser; estudio que emocionó a don Jorge Morales
Galarza, cerreño hasta los húmeros, que alborozado
comentó el texto liándola a su propia vida y memoria.
Rematando este último trabajo sobre los muquis,
ubicamos su único cuento (el único que conocemos de
Luís Pajuelo Frías): “Dos pepitas de oro”; cuento que de
aquí en adelante escudriñaremos.

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IV. “Dos pepitas de oro”, cuento maravilloso

«Todo hombre tiene horas de niño


y desgraciado del que no las tenga»
Marcelino Menéndez Pelayo

Si en su poemario Oro y cenizas (Ediciones muliza y


mandolina, Cerro de Pasco, 1983), Pajuelo Frías
«…pretende universalizar el sentimiento de agonía y
resurrección que tipifican a las sociedades mineras» y en
concreto, busca dar a conocer su firmamento visionario
(aciago, profético y nostálgico) del paisaje, la ciudad e
historia del “pueblo” de Cerro de Pasco; en “Dos pepitas
de oro” abrevia todo ese universo en sólo un día de la
jornada laboral de un obrero. La centenaria tragedia
colectiva se transforma aquí en el paradigma de la
tragedia individual. Del canto de añoranza que es Oro y
cenizas, reminiscencia de un Cerro de Pasco mítico e
inverosímil, quimera del sector social albacea de la
heredad opulenta de los blasones y títulos de los dueños
de minas («El olvido canta un himno/en los muros…»);
con “Dos pepitas de oro” se adhiere al encanto de la
mina, espacio mucho más definido del Cerro de Pasco e

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indómito universo del obrero minero, a la vez que
cotidianamente más próximo a nosotros y
conmovedoramente más fantástica (siendo incluso para
muchos poderosamente metafísica).

“Dos pepitas de oro” es un cuento de niños, qué si


alguno de ellos lo lee inmediatamente lo creerá veraz.
Pues sabemos que el niño como el obrero minero
conllevan en su ser una percepción maravillosa del
mundo. La presencia del muqui, así sea etérea entre sus
líneas, la torna ya mágica.

Sublime relato, sólo exige del lúdico lector, como


única condición, poseer conocimientos previos sobre el
muqui.

Las ideas que fuimos deshilvanando de su lectura las


exponemos a continuación, culpando de ello a estas
literaturas del siglo XX en qué, según dicen los versados,
el lector participa activamente del texto. Disculpen el
pretexto.

A. Resumen
Un obrero lleva a Julián, su hijo, a la mina un día
que aparentemente era igual a los demás. Antes
de ingresar en ella lo confía a ‘Don Shepo’, el
bodeguero, a quién encuentra fumando. El
bodeguero, por pedido del padre, manda al niño a
ordenar las lámparas dejando como dadiva «…en

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el tablero del mostrador dos billas radiantes,
impecables».

Don Shepo oyendo el ajetreó del niño ordenando


las lámparas metálicas no lo echa de menos.
Mucho después, al no oírlo, «salió y no encontró
a nadie». No le importó.

Julián, desaparecido en la mina, inquieta por vez


primera a su padre. El minero va a buscarlo y lo
encuentra en el zigzagueo de dos luces que
juegan a los ‘quinchos’ en la oscuridad. Sigiloso
se aproxima a ellas. Una luz se apaga, la otra es
de Julián y sigue brincando. La luz que se disipa
es del muqui, clave de la ficción.

El desenlace es imprevisible y contundente. Al


ubicar a su hijo intuye que su extravío fue
excepcional. Antes de retornar a su sórdida e
indolente vida, le ordena al niño: «…ve a la
pensión, comes y me esperas en el cuarto». Por la
noche, retorna a su cuarto y encuentra a su hijo
«cubierto por una manta extensa y descolorida,
pensó que dormía…», se acerca, lo destapa, lo
ciñe en sus brazos y lo descubre álgido, rígido,
extinto... «Quiso reanimarlo, habló, gritó su
nombre, le cogió la frente, el pecho, buscó en sus
bolsillos, sacó unos objetos y en la palma de su
mano, cuarteada y sufriente, brillaron dos
pepitas de oro».

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B. Personajes

El minero, padre de Julián, personaje anónimo,


martillado por el trabajo y el sufrimiento, que
sobrelleva las explosiones oscilantes de la
invención y naturalmente conoce los misterios de
la mina y sus profundidades; su emotividad es
variable (indolente/sensible, tierno/rencoroso,
sosegado/inconsolable…) a diferencia de la
inmutabilidad sentimental de los otros
personajes. La evocación de su mujer: Eli, el
abandono y ausencia de ésta, aclara la postración
y dejadez hacia el niño, explica también la
forzosa presencia de Julián en la mina y su trato
con don Shepo, así como la nostalgia del minero
y la muerte en orfandad del hijo. El minero es un
personaje que en la adversidad o el preludio de la
fatalidad instintivamente responde con afecto,
apego y ternura;

Julián, el niño desprotegido, es con el muqui, los


personajes medulares del cuento; «tendrá unos
diez años, un halo de tristeza bordea su rostro
frágil y cobrizo, de ojos zarcos y vivaces, vestía
ropa usada, de abandono, estaba delgado,
solitario, tenía zapatos rotos, envejecidos».
Conmueve su desamparo y soledad en la bodega
de don Shepo, la pensión y su cuarto, lugares que
al mismo tiempo marcan el compás de la
narración. Su ingreso a la mina, su amistad con el

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muqui y sus quinchos, destejen la trama y el
título del cuento. Sólo la mina y la muerte tienen
la fuerza de interrumpir su tránsito entre la
bodega, la pensión y su cuarto. Sólo la muerte
libera al pobre del desamparo, la postración y la
marginalidad. Muerte cuya oscuridad insondable
es igual a la oscuridad de la mina, y en ambas
juega como intermediario el muqui. La felicidad
en una situación así es sólo ilusión momentánea,
que Julián ocultará en sus bolsillos. Pero para
alcanzarla debe asociarse con la mina, traspasar
su realidad.

Don Shepo, el bodeguero, hombre indiferente


poco solidario, que obsequia a Julián dos billas
‘chilladitas’ a cambió de trabajo (en la mina sólo
nos aguarda trabajo). Esas esferas de acero que
en el encuentro con el Muqui, se transmutan en
‘dos pepitas de oro’ y cambian la vida por muerte
y el sufrimiento por paz;

El muqui, misterioso personaje que por el juego


de las billas tiene relación con Julián. Se sabe
bien que este ser imaginario tiene una gran
fascinación por el juego de los quinchos, lo que
muchas veces lo pone en aprietos y le obliga a
desprenderse de su oro, cuando pierde el juego.

Eli, la madre de Julián, que ejemplifica el medio


socio-cultural donde trajina el minero. Fue vox

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populi en otra época la deshonestidad marital o
adultera reinante en algunos campamentos.
Apiñados los cuartos unos a otros y por causa de
la deslealtad y los turnos de trabajo, se sucedían
situaciones familiares trágicas en su señorío. Por
los vínculos casi promiscuos que ahí se
desenvolvían se destruían los hogares, se
mancillaban los honores, los hijos quedaban
desprotegidos…, la irracionalidad campeaba y el
infortunio abrumaba a la gente. Así como el
padre de Julián, muchos se protegían en el trabajo
desatendiéndose el hogar, y otros muchos
aplacaban el dolor en licor. Negamos tajantes que
haya sido costumbre general, pero se dio… Eli,
en el cuento, simboliza esa situación.

C. Imágenes y objetos

La soledad. Se desprende del relato, que la


bodega de la mina, los campamentos, las galerías
y frontones, el cuarto del minero, son espacios
confinados al aislamiento y la soledad. Estas
cubren con su densidad las acciones de cada
personaje («Don Shepo se fue al fondo de su
misteriosa bodega/vestía ropa usada, de
abandono, estaba delgado, solitario/una mujer
fantasmal y lejana lavaba en la pila/una soledad
sin término inundó su mirada/ ¿con quién
jugabas?... —Solo/Ve a la pensión, comes y me
esperas en el cuarto»). Los escenarios son

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desolados, fríos y glaciales como el amanecer
escarchado («en la penumbra brillaron los
diamantes») o como las almas solitarias de sus
ocupantes. Los contactos que se establecen entre
el minero, Julián y don Shepo no quiebran esa
inundación de soledad, por el contrario la hacen
patente y notoria ante los demás. Cada quién
sigue su propia tarea, inconmovible, sin importar
los otros. Salvo cuando ocurre un quiebre en la
monotonía, cotidianeidad y costumbre de sus
ocupantes y el minero vaya en busca de Julián, lo
halle tirando ‘quinches’ o lo entrevea echado en
su tarima. En definitiva, esa soledad es cómplice
de las sombras, la oscuridad y el silencio.

La oscuridad de las minas y las lámparas. Las


lámparas son los ojos de la gente en las minas,
sin su auxilio insalvablemente las envolvería la
oscuridad. Ellas son un objeto forzoso en el
relato y en las minas. El minero precisa de ellas y
su luz para desplazarse por la oscuridad de las
galerías y frontones («cogió la lámpara de
cáburo/prendió la lámpara, fue de un frontón a
otro»). Y en el cuento a cada paso se registra su
presencia. Don Shepo mandó a Julián ordenar las
lámparas, desencadenando las acciones. El
minero encuentra a Julián en una ‘emplanada
breve’ de una galería; él le dice: «me traje una
lámpara para estar en la mina». Asimismo, esta
es la lámpara que ayuda al niño a encontrar

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amistad y felicidad (quebrando el «halo de
tristeza» inicial que «bordeara su rostro frágil y
cobrizo»). Al final, tras el crepúsculo y de cara a
otra oscuridad, en su cuarto, el minero enciende
la luz de otra lámpara para descubrir la muerte.

Sólo en un momento del cuento se retraen los


dominios de la oscuridad y las lámparas. Cuando
el minero deja la mina al medio día y se basta de
su mirada para abarcar un horizonte distante,
desconocido al fluir de su existencia, ignoto e
irreal pero igualmente solitario: «Después de las
doce, volvió el minero. Al no encontrar a su hijo,
oteó por fuera, en la distancia un paisaje de
acero y un cielo húmedo apagaban la vida. En
los campamentos no se veía un niño».

Pero la oscuridad que lo acompaña no es


ordinaria, es una oscuridad asombrosa e
inaccesible a la luz. Puede envolver al minero,
desaparecerlo con su carga (dos barrenos) y su
ficha, y hacerlo reaparecer muchas veces.
Oscuridad que esconde a Julián. Oscuridad donde
dos luces pueden resplandecer intermitentes y
jugar, y al aproximarnos ‘una de ellas’ apagarse,
ocultando su verdadera esencia. Esta es una
oscuridad sorpresiva que custodia y rige la
penumbra de la vida y la muerte, y como tal
despierta ternura y temor en los hombres.
Oscuridad lóbrega que nos cobija y protege de

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los recuerdos, de la memoria, pero que con su
poder los convoca cruel y dolorosamente («mina
tentadora»). Oscuridad que tiene su propio
devenir y su propio universo, que el minero sólo
puede alejar con la sencilla lámpara de carburo,
pues la conoce bien y le teme.

El juego de las billas o ‘quinchos’. En la niñez,


la de ayer y anteayer, jugar a los ‘quinchos’ (las
canicas de cristal o las billas de acero), fueron
una febril pasión. Los pueblos campesinos aún
conservan la costumbre. Tantas variantes
tuvieron el juego de canicas, y junto al trompo…,
se hacen extrañar, en nuestras ciudades y en
especial en el Cerro de Pasco, en estos tiempos
del videojuego o los juegos electrónicos en red.
“Dos pepitas de oro” narra amenamente una
partida de ‘quinchos’: «descubrió dos luces
moviéndose. Saltaban, corrían, se agachaban,
volvían a levantarse…, una de ellas se apagó. La
otra, seguía deslizándose de un lado a otro, en
torno a un objetivo pequeño». Era la danza de los
‘quinchos’ radiantes que cogió Julián del
«tablero del mostrador, sucio de polvo oscuro».

Luis Pajuelo Frías en su estudio sobre los


muquis, apunta lo fundamental del juego: «el
juego, mundo específico del niño y la forma que
tiene para expresar sus profundos anhelos, es
una actividad que le permite liberar energías y

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avivar la imaginación». Y hay juego de niño con
todos sus alcances en el relato.

El juego al ‘quincho’ de Julián es el único acto


lúdico del cuento y es a la vez, el definitivo, el
que trasciende a la insensibilidad de su hábitat.
Su juego se desenvuelve en confidencia íntima
con la mina, traspasando su soledad,
socializándole y dándole compañía. Mediado por
el juego, acepta al muqui. No comunica a nadie
ni a su padre de su existencia, ni exterioriza su
experiencia. No lo entenderían o le negarían la
posibilidad de esa felicidad y esa compañía…:

«—Julián— llamó.
¿Papá?... —contestó el niño.
—¿Con quién jugabas?...
—Solo»

Todo en virtud a las billas, causantes de su


extravío y decisivas en el destino de su dolida
existencia. ¿Acaso no es la vida un juego? En el
relato, ruedan las billas como rueda la vida del
niño.

El muqui, un misterio. El cuento delinea una


concepción incorpórea del muqui. En el texto no
existe la descripción del personaje, las palabras
lo evitan a cada momento, lo rehúyen, no lo
consignan, escapan de él. Más él está presente en

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toda la trama. Y se le retrata como es, un hálito
inmaterial, imaginario, fantástico, que sólo
podemos presentirlo al leer sobre el juego de las
billas o al atender el fulgor serpentino de dos
luces intermitentes en la oscuridad. Sin duda, una
de las luces era la lámpara de Julián y la otra,
sólo podía ser del... Y el hecho de esfumarse,
revela que es él, el único que elige a quien
evidenciarse, por ello apaga su luz cuando siente
la proximidad del minero. En su misteriosa
desaparición o la aparición de las dos pepitas de
oro ¡Eh ahí lo fantástico!

El minero es consciente de lo que representa el


muqui, pues es un personaje que puebla su
mundo interior. Mundo que para él, complementa
y prolonga la realidad exterior. Al muqui no lo
puede ver el minero. Aun lo adivine o presagie
cerca, el siempre estará fuera del alcance de su
lámpara.

Es el pequeño Julián el único que lo avista y


juega con él. Sólo con quinchos puede jugar el
muqui y el niño sólo eso tiene para jugar. Su
unión se debe a que como Julián, el muqui es
pequeño, travieso, juguetón y ambos sienten
fascinación por los quinchos. Y más que su padre
o Don Shepo, su amigo es alegre, sorprendente,
festivo, asombroso…

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Y por sobre la soledad, las lámparas y la
oscuridad, las canicas y la insensibilidad del
hombre, es el muqui lo que explica este cuento.
Y sin necesidad de estudios analíticos, “Dos
pepitas de oro”, lo evidencia al leerse.

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Epílogo

Sabemos del muqui por nuestros abuelos, padres o


paisanos que laboraron en las minas; nos acercamos a su
ser gracias a los estudios de Efraín Morote Best, José
Tapia Aza, Alfonsina Barrionuevo, Simeón Orellana
Valeriano, Luis Pajuelo Frías y Carmen Salazar-Soler
(quién hermosamente lo bautizó como “la divinidad de
las tinieblas”); en la infancia su picardía traviesa nos
causó alegría o temor al oír de él o leerlo en los cuentos
populares que pueblan el imaginario de nuestra tierra; en
los últimos años, el poema “Muki” de Alfredo Palacios y
El password del muqui de Jorge Luis Travesaño Remigio
nos recordaron parte de su majestuosidad. Pero son “Dos
pepitas de oro”, la que despertó con su trágica ternura un
nuevo acercamiento a él…

En esta época de tajos abiertos (del Cerro de Pasco o


Colquijirca), donde se empequeñece el dominio del
muqui y retroceden las tinieblas silenciosas de la mina,
las fabulaciones sobre su mundo exigen ser estrictamente
literarias. Esta aseveración no es exagerada, la planteó

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para espacios análogos Jacqueline Held Los niños y la
literatura fantástica. Función y poder de lo imaginario.

Para finalizar, un día ya lejano oímos afirmar a don


Luis Monguio que los análisis literarios devienen en
muchos casos en ideas distantes a las motivaciones del
escritor. Olvidamos que los literatos disfrutan ejercitando
la pluma con placer y pasión, y que las invenciones suyas
seduzcan al lector. “Dos pepitas de oro”
espléndidamente lo consiguió y este acercamiento a su
composición es sólo un atrevimiento de nuestro
pensamiento.

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Dos pepitas de oro
Cyrano de B.

Cuando el minero apareció con el niño, Don Shepo


daba una pitada al «Nacional» recibió su ficha, cogió la
lámpara de carburo y dos barrenos. En la penumbra
brillaron los diamantes. Acomodó la carga, al salir dijo:
«Le dejó al chiuche, encárguele algo para hacer» y
desapareció. El bodeguero, entonces, lanzó el pucho y su
bota lo aplastó contra el suelo. Levantó la cabeza y su
mirada inundó al pequeño, estaba despeinado, tendría
unos diez años, un halo de tristeza bordeaba un rostro
frágil y cobrizo, de ojos zarcos y vivaces, vestía ropa
usada, de abandono, estaba delgado, solitario, tenía
zapatos rotos, envejecidos.

—Anda, ordena esas lámparas, aquí tienes unas billas,


son chillanditas— dijo Don Shepo, luego volteó y se fue
al fondo de la misteriosa bodega, rengueando,
apoyándose en los andamios, lento, a disponer
fulminantes y mechas para el disparo. Antes, había
dejado en el tablero del mostrador, sucio de un polvo
oscuro, dos billas radiantes, impecables. Mucho tiempo,
sintió aún, el ruido, el ajetreo del niño ordenando las
lámparas metálicas del turno anterior. Después hubo
silencio. Cuando salió, no encontró a nadie.

Después del disparo de las doce, volvió el minero. Al


no encontrar a su hijo salió, oteó por fuera, en la distancia
un paisaje de acero y un cielo húmedo apagaba la vida.
En los campamentos no se veía un niño.
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Una mujer fantasmal y lejana lavaba en la pila.
Recordó a Eli, la extrañó, un brochazo de rencor borró su
recuerdo. «Mina Tentadora», pensó. Ingreso, entonces, a
la galería mayor, una soledad sin término inundó su
mirada. Así estuvo, envuelto en la oscuridad, prendió la
lámpara, fue de un frontón a otro, desorientado, sin
rumbo, en la lejanía, en una emplanada breve, descubrió
dos luces moviéndose. Saltaban, corrían, se agachaban,
volvían a levantarse. Apagó su lámpara, sigiloso, fue
acercándose en silencio, intrigado. No había duda, eran
luces. Cuando estuvo cerca, una de ellas se apagó. La
otra, seguía aún deslizándose de un lado a otro, en torno a
un objetivo pequeño.

—Julián— y llamó.
—¿Papá? …— contestó el niño.
—¿Con quién jugabas?...
—Solo. Estuve tirando quinches. Me traje una lámpara
para estar en la mina…

El minero incrédulo, dudoso, desconcertado dijo:


—Vamos— y salieron. Una vez de vuelta las lámparas y
su ficha, sorprendido todavía, ordenó: - Ve a la pensión,
comes y me esperas en el cuarto.

Por la noche, luego del crepúsculo, llegó al


campamento. Abrió la puerta, encendió la luz, vio al niño
en su tarima. Estaba cubierto por una manta extensa y
descolorida, pensó que dormía, impávido. Se acercó, lo
destapó, estaba lívido, frío, yerto. Quiso reanimarlo,

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habló, gritó su nombre, le cogió la frente, el pecho, buscó
en sus bolsillos, sacó unos objetos y en La Palma de su
mano, cuarteada y sufriente, brillaron dos extrañas
pepitas de oro.

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Referencias
Pajuelo, L. (2004). Oro y cenizas, tercera edición. Lima:
San Marcos.
Pajuelo, L. (1998). El muqui y su mundo, aproximación
al maravilloso duende de las minas. Estribo de plata.
Año II, N° 4. Junio. Cerro de Pasco.
Delmiro, B. (2003). Literatura y minas en la España de
los siglos XIX y XX. Madrid: Trea.
Held, J. (1981). Los niños y la literatura fantástica.
Función y poder de lo imaginario. Barcelona: Paidós
Lillo, B. (2010). Subsuelo. Bolivia: Zigzag.
Montoya. V. (2003). El laberinto del pecado. Chile:
kipus.
Montoya. V. (2004). Cuentos de la mina. Chile: Editora
del norte.
Padilla, A. (2011). Las aventuras de Lamparita y sus
amigos. Lima: San Marcos .
Palma, R. (2010). Tradiciones Peruanas. Vol. IV. Perú:
Epensa.
Scorza, M. (1983). Redoble por Rancas. Barcelona: Plaza
& Janes.
Travesaño, J. (2004). El password del Muqui y otros
cuentos mineros. Lima: San Marcos.

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Verne, J. (2016). Las Indias Negras. Madrid: Debolsillo.
Zola, E. (2012). Germinal. Madrid: Cátedra.

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