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KERYGMA

VIDA NUEVA PARA TI

ÍNDICE
INTRODUCCIÓN: Los huesos secos……………………………………………………………………….…… 3

1. El amor del Padre…………………………………………………………………….…………………………….. 5

2. El pecado y sus consecuencias………………………………………..…………………………………….. 8

3. Sólo Jesús salva………………………………………………………………………………………………………. 11


Acepta a Jesús como tu Salvador…………………………………….……………………………………. 14
4. Conviértete al Señor………………………………………………………………………………………………. 16
5. Renuncia a Satanás y a sus obras…………………………………………………………………………… 19
Inicia tu conversión……….………………………………………………………………………………………. 23
Sanación interior………………………………………………………………….………………………………… 26
6. Jesús es el Señor…………………………………………………………………..……………………………….. 30
Proclamación del Señorío de Jesús……………………………….………………………………………. 33
7. La promesa del Padre…………………………………………………….………………………………………. 34

8. Pentecostés…………………………………………………………………………………………………………….. 37

9. La promesa es para ti………………………………………………….…………………………………………. 41

La efusión del Espíritu Santo……………………………..………………………………………………….. 44

10.La comunidad cristiana………………………………………………………………………………………….. 46


CONCLUSIÓN: Crecimiento espiritual……………..……………………………………………………. 50

INTRODUCCIÓN
(Cfr Ez 37,1-14)
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Un día, Dios tomó al profeta Ezequiel y lo llevó a un lugar extraño. De repente, Ezequiel se encontró en un
gran desierto, en medio de la soledad, de la nada. Su sorpresa fue grande al verse en ese lugar, pero no se
comparó con lo que sintió al darse cuenta de que el lugar no estaba completamente solo. Ezequiel estaba
rodeado por una enorme cantidad de huesos. Comenzó a caminar hacia un lado y hacia otro, y hacia donde se
dirigía encontraba siempre lo mismo: huesos regados por todo el suelo, huesos completamente secos. ‘¿Qué
tragedia habrá pasado en ese lugar?’, se preguntaba. ‘¿Una guerra? ¿Una epidemia? ¿Algún desastre de la
naturaleza?’.

Mientras pensaba esto, escuchó la voz del Señor, que le preguntaba: “Hijo de hombre, ¿podrán revivir
estos huesos?”. El profeta no se atrevió a decir lo que pensaba: ‘¿Cómo van a cobrar vida un montón de
huesos secos? ¿Cómo se van a poner de pie si ni siquiera se puede ver a quién pertenecieron?’. Pero no se
atrevió a decir nada de esto. Solamente pronunció unas palabras que delataron su inseguridad, sus dudas, su
falta de fe: “Señor Yahveh, tú lo sabes”. Entonces, el Señor pidió a Ezequiel que hiciera una locura: ¡le pidió
que le hablara a ese montón de huesos secos! Yahveh le ordenó: “Les dirás: Huesos secos, escuchen la palabra
de Yahveh. Esto dice Yahveh a estos huesos: Haré que entre el Espíritu en ustedes y vivirán. Pondré en
ustedes nervios, haré que brote en ustedes la carne, extenderé en ustedes la piel, infundiré mi Espíritu en
ustedes y vivirán, y sabrán que yo soy Yahveh”.

Imagínate lo que sintió Ezequiel al recibir esta orden. ¿Cómo se vería predicando a un montón de huesos
secos? Pero Ezequiel, como buen profeta que era, aun sin saber a dónde quería llegar Dios con todo esto,
obedeció. Claro que se sintió un poco raro al dirigirle la palabra a un montón de huesos. Pero no le dio tiempo
ni siquiera de pensar en esto porque, al comenzar a hablar, escuchó una gran agitación. Y casi se quedó sin
respiración al ver que los huesos se juntaban unos a otros, que se comenzaban a unir y que se cubrían de
nervios, de carne, de piel. Ya no eran un montón de huesos secos: se habían transformado en un montón de
cadáveres regados por el suelo, porque aún no había vida en ellos.

Entonces el Señor le dijo: “Llama al Espíritu. Le dirás al Espíritu: Esto dice Yahveh: ¡Espíritu, ven desde
los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan!” Y así lo hizo Ezequiel, y no podía creer lo que
veía, porque el Espíritu entraba en esos cuerpos, y los cuerpos se movían, y se llenaban de vida, y se ponían
de pie, y ya no eran un montón de huesos secos ni de cadáveres tirados en el suelo, era un pueblo grande,
numeroso, de pie, resucitado por el poder del Espíritu.

Ezequiel todavía no salía del asombro cuando Dios le explicó el significado de lo que acababa de suceder.
Le dijo: “Hijo de hombre. Estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: ‘Se han secado
nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha acabado para nosotros’. Por eso, profetiza.
Les dirás: ‘Así dice el Señor Yahveh: Voy a abrir sus tumbas; los haré salir de sus tumbas, pueblo mío, y los
llevaré de nuevo al suelo de Israel. Infundiré mi Espíritu en ustedes y vivirán. Y sabrán que yo, Yahveh, lo
digo y lo hago’”.

¿Qué tiene qué ver este pasaje de la Biblia contigo? Mucho; más de lo que de imaginas. Porque si miras a
tu alrededor te darás cuenta de que vives como en un desierto, rodeado de gente, pero solo. Y la mayoría de
la gente que ves en realidad no está viva, sino muerta. Porque alguien que vive con odio en su corazón no
puede decir que está vivo; alguien que está lleno de dolor, de tristeza, de resentimientos, de desesperación,
no puede decir que está vivo; alguien que vive en la soledad y ha perdido el sentido mismo de su vida no
puede decir que está vivo.

Quizás tú mismo estés como el pueblo de Israel, creyendo que ya no hay solución a tus problemas, que se
ha desvanecido toda ilusión, que ya no hay esperanza. Quizás no encuentres un sentido a tu vida, o ya
perdiste aquello que te motivaba a seguir adelante. Quizás el dolor o la angustia o la soledad han secado tus
huesos y te sientes desesperado. No sé cuál sea tu situación. No sé qué hayas vivido en el pasado. No sé qué
te duele o qué tiene aprisionado tu corazón. Lo que sí puedo asegurarte es que ese Señor que le dio vida a un
montón de huesos secos quiere hacer lo mismo hoy contigo, porque el Señor está vivo, es el mismo de ayer,
con el mismo poder y el mismo amor, y en este momento está pensando en ti porque le importas y se interesa

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por todo lo que te pasa. Nuestro Dios no está lejos, está cerca de ti y quiere infundir su Espíritu sobre ti para
que vivas.

Dime qué es más difícil: darle vida a un montón de huesos completamente secos o darle vida a un corazón
como el tuyo. Entonces, ¿por qué dudar, por qué creer que Dios no puede hacer nada por ti, por qué no hacer
la prueba y abrirle el corazón al Señor? Si sigues adelante te encontrarás con las palabras que el Señor quiere
decirte a ti, y te pasará lo mismo que a esos huesos secos del desierto: mientras las estés escuchando notarás
en ti una agitación, y sentirás que algo se mueve dentro de ti, que algo comienza a cambiar. En una palabra,
sentirás cómo el Señor sana tu corazón. Y al final pedirás a Dios que cumpla su promesa, que infunda su
Espíritu sobre ti para que vivas, no como quizás has vivido hasta este momento, sino que vivas de verdad.

Este libro es para aquellos que se sienten necesitados de vida. No es para los que ya se sienten satisfechos
con la vida que llevan, ni para los que creen que lo pueden todo. Es, en primer lugar, para aquellos que en
alguna ocasión se han sentido muertos, para aquellos a quienes el dolor, la tristeza, la soledad o la angustia
han ido secando sus huesos, es para aquellos que se sienten ya sin esperanza. Pero también es para aquellos
que ya han sido bendecidos por Dios pero saben que la vida no consiste únicamente en tener paz y bienestar,
sino que hay algo más, algo más grande en esta misma vida e indescriptible en la vida futura. Este libro es
para todos aquellos que quieran abrir su corazón y crean en la Palabra del Señor:

“Infundiré mi Espíritu en ustedes y vivirán. Y sabrán que yo, Yahveh, lo digo y lo hago” (Ez 37,14).

1. EL AMOR DEL PADRE

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Se dicen muchas cosas acerca de Dios. Muchas cosas y muy variadas. Hay quienes niegan su existencia y
hay quienes dicen que Dios lo es todo. Hay quienes atacan todo lo que tiene que ver con la fe y hay quienes
defienden todo lo que tenga que ver con la religión. Hay quienes dicen que el hombre inventó a Dios y hay
quienes afirman que Dios creó al hombre. Se dicen muchas cosas sobre Dios y, finalmente, ¿a quién creerle?

Yo también quiero hablarte de Dios, pero no de lo que yo he leído o de lo que yo he aprendido. Te voy a
hablar de lo que he vivido, porque es lo único que puedo asegurar que es verdad, porque yo lo vi. Te voy a
hablar de una experiencia, no de una teoría. Dejemos la teoría para los sabios, es momento de hablar de un
Dios verdadero, vivo, no de un Dios de libro o de catecismo.

¿Qué es lo primero que puedo decirte sobre Dios? Pues simplemente lo que me cambió la vida: que Dios es
amor, que su amor lo llena todo, que su amor le da vida a todo. Muchas veces al escuchar la palabra “amor”
pensamos en algo muy superficial. Relacionamos al amor con el sentimentalismo, el romanticismo, las
emociones, en fin, con el enamoramiento. En este momento deja a un lado estas ideas. Dios es amor, pero no
es un sentimiento bonito. Es mucho más.

El amor de Dios es vida. Mira a tu alrededor: todo lo que ves es signo de ese amor. Por amor Dios creó el
universo. Por amor todo se mueve, todo tiene vida, todo existe. El amor de Dios le dio la existencia a todo lo
creado y lo mantiene en orden.

Lo único que motivó a Dios a crear tantas maravillas fue el amor. Pero el amor se debe compartir o pierde
todo sentido. Pues bien, Dios decidió compartir su amor con alguien: contigo. Porque la mejor noticia que
puedes recibir en tu vida es la siguiente: DIOS TE AMA. Dios te ha escogido para darte todo el amor que tiene.
Dios te ama a ti.

Quizá te hayas preguntado alguna vez por qué estás aquí, para qué viniste al mundo. Quizá alguna vez
hayas deseado no haber nacido, porque no le ves sentido a tu existencia. Sin embargo, si estás vivo no es por
casualidad, es porque Dios te ama y, por su amor que es vida, te ha dado el regalo más maravilloso que jamás
te hayan dado: la vida misma.

DIOS TE AMA CON UN AMOR ETERNO

Dios te ama con un amor eterno. Por eso creó el universo pensando en ti, pues sabía que ibas a venir a la
existencia. Así como unos padres preparan el nacimiento de su hijo y compran todo lo necesario para que
cuando nazca no le falta nada, de la misma manera Dios creó todo lo que ves, todo lo que te rodea, todo lo
que te agrada, pues quería preparar el lugar en el que ibas a estar.

Por eso dice Dios en su Palabra: "Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti" (Jr
31,3). Dios es eterno y, por lo tanto, su amor también lo es. Desde siempre te ha amado y por siempre te
amará. Es cierto que desde hace apenas algunos años existes, pero para él no existe el tiempo y ya antes de
que nacieras pensaba en ti: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía" (Jr 1,5).

Antes de que tú nacieras, ya te amaba; antes de que existieran tus padres, ya te amaba; incluso antes de
que existiera el mundo, ya te amaba. Él no se conformó con darte solamente la vida, sino que quiso darte el
sol, la luna, los cielos, las estrellas, las flores, los ríos, las montañas, el mar, los animales, las plantas, en fin,
toda la creación. Este el gran regalo con el que Dios te recibió cuando llegaste a este mundo. Y, cuando ya
estaba preparado este hermoso escenario, te dio tu cuerpo, tu mente, tus capacidades, tu personalidad. Y
todo porque te ama.

DIOS TE AMA CON UN AMOR PERSONAL

El amor de Dios es eterno y la creación es una muestra visible de ese amor. Pero quizá puedas pensar que
si la creación es la misma para todos, entonces el amor de Dios es el mismo para todos, y que a Dios le da lo
mismo mirarte a ti que mirar a los demás. Esto no es así. ¿Conoces a alguien que tenga un cuerpo como el
tuyo? ¿Conoces a alguien que tenga tu mismo tono de voz, tu misma manera de expresarse, tu misma
personalidad? ¿Existe alguien idéntico a ti, con el mismo color de tus ojos, de cabello; con la misma forma de

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tu nariz, con las mismas huellas digitales, con los mismos rasgos de tu rostro? ¿Acaso no eres distinto a los
demás? ¿Acaso no eres único?

Dios te creó distinto a cualquier otra persona. Aunque tuvieras un hermano gemelo, no sería idéntico a ti.
Dice Dios en su Palabra: "No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre, tú eres mío” (Is
43,1). Dios te ha llamado por tu nombre, un nombre distinto al de los demás, porque aunque haya muchos se
llamen igual que tú, no existe nadie idéntico a ti. Dios te hizo único. Para distinguirte de los demás te dio un
cuerpo y una mente únicos, porque te ama con un amor personal, como si fueras el único ser sobre la tierra.

Muchas veces en lugar de darle gracias a Dios por habernos hecho únicos e irrepetibles, nos quejamos
porque no nos gusta alguna parte de nuestro cuerpo. Hay quien se siente gordo o flaco; hay quien está
inconforme con el color de su piel; a algunos no les gusta su nariz, sus ojos, sus orejas, su cara. También hay
quien se siente mal por su carácter o porque le cuesta trabajo aprender y se siente un tonto, o porque se
enoja y entristece con mucha facilidad. Quizá tú tengas defectos que no te agradan, pero forman parte de la
personalidad única que Dios te dio para que fueras diferente de los demás. Por eso, Dios mismo te dice: "Eres
precioso a mis ojos" (Is 43,4).

Si eres precioso a los ojos de Dios, ¿por qué no te aceptas tal y como eres y empiezas a amarte desde hoy?
¿Por qué no dejas ya de preocuparte por cómo te ven los demás? Si Dios te ama tanto, ¿quién eres tú para
despreciarte? Alégrate, porque para Dios no tienes defectos físicos ni mentales. Para él tú eres la persona más
bella que ha creado: una verdadera obra maestra.

Dios te ama con un amor personal. A pesar de que existan millones de seres humanos en el mundo, Dios se
preocupa por ti de una forma muy personal. Imagina lo que significa esto: Dios piensa en ti, se acuerda de ti,
te tiene presente en todo momento. A cada momento cuida tus pasos, él sabe qué piensas, cómo te sientes,
qué necesitas. Incluso tiene contados todos los cabellos de tu cabeza y no cae ninguno de ellos sin que él lo
permita. Él mantiene con vida cada célula de tu cuerpo. Él conoce tus sentimientos más profundos, porque se
interesa de una manera muy especial en ti. Si en este momento le hablaras, él te escucharía, porque siempre
está atento a tus palabras.

Dios no es un ser lejano, ajeno a todo lo que te pasa. Al contrario, es la persona que se encuentra más
cercana a ti, siempre. En todo momento y en todo lugar está contigo. Si alguna vez te sientes solo, alégrate al
saber que siempre tienes su compañía. Si en algún momento tienes miedo, alégrate al saber que siempre
cuentas con su protección. Si tomas conciencia de su presencia en tu vida, echarás fuera todo temor, toda
tristeza, toda soledad. Ya no habrá más angustia, porque si Dios se preocupa por mantener con vida a la
planta que mañana puede ser destruida y por alimentar al insecto que mañana morirá, ¿qué no hará por ti,
que eres el destinatario de su amor, eterno y personal?

DIOS TE AMA INCONDICIONALMENTE

Dios te ama a pesar de tus defectos físicos y a pesar de aquellos rasgos de tu personalidad que no sean
agradables. Pero, ¿qué decir de tus pecados? ¿Podrá amarte Dios si muchas veces te has comportado mal?
¿Podrá amarte a pesar de que hayas pecado, de que no te haya importado obedecerlo, de que tantas veces lo
hayas rechazado? Piensa un momento en tu forma de relacionarte con los demás. ¿Eres egoísta? ¿Te importan
los demás o sólo te importas tú mismo? ¿Eres vanidoso? ¿Piensas sólo en lo que más te conviene y no te
importa dañar a los demás? ¿Eres rencoroso? ¿Piensas que perdonar es una debilidad y que guardar rencor te
hace ver más fuerte? ¿Eres lujurioso? ¿Sólo te importa aquello que pueda darte placer? ¿Crees que Dios puede
amarte así?

A veces nuestros pecados nos hacen sentir rechazados por Dios. Pensamos que por ser pecadores ya se
olvidó de nosotros. ¿Ya se habrá olvidado Dios de ti? Escúchalo: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (Is 49,15).

Nos han enseñado que el amor debe merecerse, que si quieres ser amado debes portarte bien. Amamos
sólo si nos corresponden. Estamos acostumbrados a poner mil condiciones antes de entregar nuestro amor a
alguien. Pero el amor no es así. El verdadero amor es desinteresado, incondicional. Dios no se alegra por tu
maldad; a él no le gusta tu egoísmo, tu odio. No le agrada que mientas, que insultes, que seas chismoso. Dios
no acepta tu pecado, pero te acepta a ti. Su amor es más grande que todos tus pecados, y por eso te ama a

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pesar de ellos. Dios te ama con un amor incondicional. No te pone requisitos para merecerlo. Podrás ser de
lo peor, pero él te sigue amando, “porque los montes se correrán y las colinas se moverán, más mi amor de
tu lado no se apartará” (Is 54,10). En otras palabras, podrá caerse el mundo por tu culpa, pero Dios te seguirá
amando.

Dios es misericordioso y clemente, lento para enojarse y rico en amor y fidelidad (Ex 34,6). Su
misericordia nunca se acaba. Por amor, todo lo perdona, todo lo disculpa, todo lo soporta. Por amor, confía
siempre en ti, espera lo mejor de ti, cree siempre en ti. No se desespera, permanece a tu lado esperando,
porque sabe que un día escucharás su voz. Hay quien cree que pecando más y más puede alejarse de Dios. Si
tú piensas que por haber cometido un pecado grave Dios anda detrás de ti para condenarte, y que pecando
más te puedes alejar de él, te equivocas. No seas tonto, no pretendas rechazar su amor. Aunque cometas el
crimen más abominable, Dios permanece fiel a su amor, porque en Dios siempre hay misericordia y perdón.

DÉJATE AMAR POR DIOS

Dios te ama con un amor eterno, personal e incondicional. Esto es lo primero que quiero decirte acerca de
Dios. No se trata de una teoría, ya te lo dije. No se trata de que te lo aprendas, se trata de que lo vivas.
¿Cuántas veces has sufrido por falta de amor? Quizá te ha faltado el amor de tu padre o de tu madre, quizá la
persona que creías que te amaba te engañó. No te preocupes, Dios no es así. Dios no miente, y si él te dice:
“Te amo”, es porque te ama de verdad. El no te va a engañar.

Si has sufrido por falta de amor, ¡alégrate! Dios te ama, y su amor es capaz de acabar con cualquier
tristeza que haya en tu corazón. Su amor puede destruir cualquier complejo o trauma que tengas. Su amor
puede sanar cualquier herida. Sólo él puede llenarte de paz y alegría. Sólo él puede darle una razón a tu vida.
Solamente déjate amar por Dios. En este momento no pienses en nada, no intentes amarlo ni corresponderle.
Sólo pídele que te muestre su amor, que te llene con su amor, que te transforme con su amor. Sólo déjate
amar. Abre tu corazón y verás que así como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su
amor... (Sal 103,11).

Si deseas experimentar el amor de Dios, continúa, porque hay otras cosas que debes saber para que
puedas vivir ese amor. Por ahora, hazte estas preguntas en tu corazón y contéstalas sinceramente: ¿Necesitas
ese amor eterno, personal e incondicional de Dios o estás bien así? ¿Deseas conocer ese amor y que ese amor
transforme tu vida o tu vida no necesita cambios? Si tu respuesta es sí, adelante.

2. EL PECADO Y SUS CONSECUENCIAS

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Dios te ama con un amor eterno, personal e incondicional. Sin embargo, existen situaciones que te pueden
hacer dudar de esto. Por ejemplo, quizá te preguntes por qué habrá tantos conflictos en tu casa, por qué
tienes tantos problemas personales, por qué a veces estás tan triste, tan solo o tan angustiado. O bien, al
mirar a tu alrededor y al oír hablar de asesinatos, guerras, odios, mentiras, corrupción, injusticias y todas
esas cosas, te preguntarás por qué existe tanta maldad en este mundo. ¿Dónde está el amor de Dios? ¿Por qué
Dios permite todo eso? Si en verdad te ama, ¿por qué no hace algo por ti? A veces le hablamos a Dios y parece
que no nos hace caso, que está muy lejos de nosotros o simplemente que no existe. En verdad pareciera que
Dios no nos oye.

Pero Dios nos contesta: "No, no es que el brazo de Yahveh no alcance a salvar, ni que su oído esté
demasiado sordo para oír, sino que las maldades de ustedes han cavado un abismo entre ustedes y su Dios.
Sus pecados han hecho que él vuelva su cara para no atenderlos” (Is 59,1-2).

Si Dios parece tan lejano no es porque nos haya abandonado. Es porque nuestros pecados nos han separado
de él. El pecado es la causa de todos nuestros males. Si te das cuenta, toda situación que te causa dolor es
resultado de algún pecado, ya sea tuyo o de alguna otra persona. Toda herida, toda tristeza, toda angustia,
toda infelicidad proviene del pecado, tuyo o de algún ser cercano a ti. El pecado es como un muro que impide
que llegue a ti la luz de Dios. El pecado es como una sombrilla que no te deja empaparte de sus bendiciones.
Por el pecado tú no puedes experimentar el amor de Dios.

TODOS SOMOS PECADORES.

Dice la Palabra de Dios: "Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios" (Rm 3,23). Este es el gran
problema: todos somos pecadores y por eso no experimentamos el amor de Dios. La Escritura asegura: "No
hay quien sea justo, ni siquiera uno solo... Todos se desviaron, todos se corrompieron; no hay quien obre el
bien, no hay siquiera uno" (Rm 3,10-12).

Quizá pueda parecerte exagerado asegurar que no hay ni uno solo que sea bueno, pero es la verdad. Todos
hemos pecado, y no una, sino muchas veces. Creo que nadie podría ser capaz de contar los pecados que ha
cometido, porque son innumerables.

El pecado es una desobediencia a Dios. Es rechazar su voluntad para cumplir la mía. Es querer arreglar las
cosas yo mismo sin necesidad de consultarlo a él. En fin, pecado es rechazar voluntariamente a Dios.

¿Y por qué debo cumplir su voluntad? ¿Por qué quiere mandarme a cada momento lo que debo hacer? ¿Por
qué no me deja libre para hacer lo que yo crea conveniente? Si te haces estas preguntas es porque no has
comprendido quién es Dios: si Dios te da un mandamiento no es porque sea alguien autoritario que quiere
controlar tu vida; es porque sabe lo que te conviene, y su mandato no es tanto una orden, sino un consejo
mediante el cual puedes caminar sin peligro de desviarte. Cada vez que oyes este consejo las cosas te salen
bien; al contrario, si no lo escuchas, las cosas pueden salirte mal, y a veces tan mal que desearíamos jamás
haberlas hecho. Una vez más recuerda: la mayoría de los momentos dolorosos y tristes de tu vida se debieron
a que no escuchaste su voluntad, o bien, a que otra persona no escuchó su voluntad y con su actitud te
lastimó.

A veces creemos que no somos pecadores porque no cometemos faltas graves, pero cualquier pecado, por
pequeño que sea, implica un rechazo voluntario a Dios. No esperes ser un asesino, un narcotraficante o un
terrorista para considerarte pecador. Esa pequeña mentira, ese tomar lo que no es tuyo aunque sea de poco
valor, ese resentimiento que no estás dispuesto a dejar, ya es un pecado y te aparta del amor de Dios.

Quien no quiere aceptar que es pecador se encuentra en un grave problema, porque el peor de los pecados
es aquel que no queremos reconocer.

EL PECADO NOS ESCLAVIZA

Cuando alguien descubre un problema busca de inmediato la forma de solucionarlo. En este caso, nuestro
problema es el pecado, pero aquí hay una pésima noticia: nosotros no podemos solucionarlo. No existe medio
alguno por el cual te puedas librar tú mismo de tu pecado. Vamos a ver por qué.

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Jesús aseguró: "En verdad, en verdad les digo: todo el que comete pecado es un esclavo" (Jn 8,34). Si
todos hemos pecado, entonces todos somos esclavos de nuestro propio pecado. San Pablo confiesa: "Yo soy
de carne, vendido al poder del pecado. Realmente mi proceder no lo comprendo: pues no hago lo que quiero,
sino que hago lo que aborrezco" (Rm 7,14-15). Y más adelante asegura: "En realidad, ya no soy yo quien obra,
sino el pecado que habita en mí" (Rm 7,17).

¿Has sentido alguna vez esto? Seguramente sí. Seguramente en muchas ocasiones te has propuesto dejar de
cometer algún pecado y no has podido. Prometemos: “A partir de hoy ya no voy a decir tantas mentiras”,“a
partir de hoy seré amable con todos y perdonaré a quien me ofenda”, “hoy prometo no volver a maldecir”,
“ya no me voy a emborrachar”, “ya no veré más pornografía”, en fin, nos prometemos una y otra vez no
volver a pecar. Y, ¿qué pasa? A la primera oportunidad mientes, a la primera vez que ves a tu vecina la
criticas, a la primera fiesta que vas te emborrachas, a la primera mujer que ves la desnudas con la mirada.
Acéptalo: eres un esclavo.

Todos somos esclavos. El pecado nos domina, y ya no actuamos como queremos, sino como el pecado nos
manda. Por no querer obedecer a Dios terminamos obedeciendo al pecado. Vivimos en la peor de las
esclavitudes. ¿Cómo salir de ella?

Un esclavo puede tener la esperanza de verse libre algún día si su amo es una buena persona y se gana su
confianza. Pero en nuestro caso no tenemos esperanza, porque nuestro amo es terrible: el pecado jamás te
soltará de sus garras. Un esclavo puede ser liberado si otro hombre, que sea libre, acepta tomar su lugar para
convertirse en esclavo. Pero en nuestro caso, ¿dónde hallaremos un hombre libre que quiera tomar nuestro
lugar si todos hemos pecado y, por lo tanto, todos somos esclavos? Es triste saberlo: ningún hombre, ni
nosotros mismos, podemos solucionar este problema.

NUESTRO SALARIO

Todo esclavo, aunque viva en las condiciones más deplorables, recibe un pago por sus servicios. Al menos
su dueño le proporciona un lugar para dormir y el alimento suficiente para no morir de hambre. Pues bien,
nuestro dueño, el pecado, también nos da un salario: "El salario del pecado es la muerte" (Rm 6,23).

¡El salario del pecado es la muerte! ¡Esto quiere decir que todos estamos irremediablemente condenados
a muerte, puesto que todos somos pecadores!

El pecado paga con la muerte, misma que ya estamos experimentando diariamente. Seguramente tú has
experimentado ya esta muerte en tu cuerpo, en tu mente y, sobre todo, en tu espíritu. Vamos a ver unos
ejemplos.

En primer lugar, el pecado produce muerte en tu cuerpo, pues todos conocemos enfermedades que se
adquieren debido a algún pecado. En segundo lugar, el pecado produce efectos graves a nivel mental o
psicológico: la angustia, la ansiedad, los traumas y complejos, todo tipo de resentimientos y odios, la
frustración, la depresión, la incapacidad para amarte a ti mismo o a los demás, la inseguridad, el miedo, la
timidez, etc. Todo esto es consecuencia del pecado. Y por último, el pecado te produce una muerte
espiritual, que es peor que las anteriores, y que se manifiesta como falta de fe, poco gusto por las cosas de
Dios, dificultad para orar y para entender la Palabra de Dios, incapacidad para vivir adecuadamente los
sacramentos, etc. La muerte espiritual tiene su culminación en el infierno, que es la peor de las desgracias,
porque significa estar separados para siempre de Dios. Con esto nos damos cuenta de que si a Dios no le
agrada el pecado es porque éste nos daña profundamente; por eso nos dice en la Escritura: "El que me ofende
hace daño a su alma" (Pr 8,36).

Esta muerte no la estamos viviendo solamente a nivel personal, sino que se manifiesta de una manera
especial a nivel comunitario. Todos somos pecadores, y a causa de esto hemos hecho de nuestra sociedad un
lugar en el que reina el pecado. Las guerras, la delincuencia, la violencia, la explotación de los más pobres, la
marginación, la corrupción, etc., son tan solo algunas de las consecuencias del pecado a nivel colectivo. Por
otra parte, fíjate en el deterioro de la naturaleza, en la pérdida de bosques y selvas, en la contaminación de
ríos y mares, en la extinción de varias especies de plantas y animales. La creación está siendo destruida a

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causa de la ambición, el egoísmo y la irresponsabilidad del hombre. En verdad, el pecado es la causa de todos
nuestros males.

SALIDAS FALSAS

El hombre nunca se queda con los brazos cruzados. Aunque se le diga que un problema no tiene solución,
trata de buscar alivio por cualquier medio. Ha querido quitarse de encima la esclavitud del pecado; ha
querido arrancar de su ser todas las consecuencias que éste le produce. Sin embargo, lo único que ha logrado
es aumentar su dolor y deteriorar aún más su condición, porque las salidas que ha buscado son falsas.

Dice la Palabra de Dios: "Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para
hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen" (Jr 2,13). Esto es lo que hemos hecho.
Dejamos a Dios y nos dedicamos a pecar. Cuando empezamos a sufrir las consecuencias de nuestros malos
actos, en lugar de buscar regresar a Dios, preferimos solucionar las cosas a nuestro modo. En vez de acudir al
único Manantial de aguas vivas para saciar nuestra sed, quisimos hacernos cisternas para retener la poca agua
que aún teníamos y, por cierto, cisternas agrietadas, inservibles.

¿Cuáles son las salidas falsas que ha buscado el hombre? Son muchas y de las más diversas características.
Por ejemplo: búsqueda desesperada de poseer riquezas, de disfrutar placeres, de estar por encima de los
demás, incluso utilizando la violencia, de tener poder; o bien, alcoholismo, tabaquismo, drogadicción.
Algunos buscan salidas aparentemente positivas, como yoga, meditación trascendental, esoterismo, etc., las
cuales son doctrinas e ideologías falsas con las cuales se busca apagar la sed de Dios. Algunos practican
supersticiones, magia, brujería, usan amuletos y talismanes, acuden al curanderismo, a limpias, etc. Incluso
cosas que son buenas, como la economía, la ciencia y la tecnología, han servido como salidas falsas, ya que el
hombre ha querido dar solución a los grandes problemas de la humanidad poniendo una confianza ilimitada en
ellas. Los resultados están a la vista.

La lista sería interminable. En lugar de continuarla, te invito a que hagas la siguiente reflexión: ¿Cuáles
son las salidas falsas que tú has empleado para tratar de arreglar tus problemas? ¿Te han servido de algo o han
empeorado tu situación? ¿Será lo que Dios espera de ti?

¿QUÉ HACER?

Estamos metidos en un gran problema. Por un lado está el pecado, que nos esclaviza y nos conduce
inevitablemente hacia la muerte, y por otro, está nuestra incapacidad para librarnos de él y de sus
consecuencias. ¿Qué podemos hacer?

Por lo pronto, lo primero que debes hacer es reconocer tu pecado. No te quedes con la idea de que no
eres pecador, de que no has hecho nada malo, de que no tienes nada de qué arrepentirte. Esta es otra salida
falsa. Reconoce tu pecado, acéptalo, confiésalo, llóralo. Arrepiéntete de haber aceptado voluntariamente
esta esclavitud. Tu peor pecado es aquél que no estás dispuesto a reconocer y del cual no te arrepientes. Ya
no busques más salidas falsas lejos de Dios.

Si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia (1Jn 1,9).

3. SÓLO JESÚS SALVA

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“Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). Esta es nuestra situación y esta nuestra
suerte: vivir alejados del amor infinito de Dios. El que comete pecado es un esclavo, incapaz de salir de su
esclavitud. Si tú has pecado ya no hay forma de que salgas de esa cárcel por tus propios medios. No hay sobre
la tierra alguien que sea capaz de romper las cadenas que te aprisionan; por más que te ofrezcan soluciones
fáciles no son más que salidas falsas, que al final acabarán por hundirte más.

Sin embargo, Dios, infinito en misericordia, tiende su mano al hombre. Como el hombre, por su propia
culpa, no puede llegar a Dios, es Dios quien se inclina y le ofrece una solución, la única solución verdadera: su
Hijo Único, Jesús. Y esta es la mejor noticia que alguien te puede dar, la verdadera Buena Nueva:

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino
que tenga vida eterna. Dios no mandó a su Hijo a este mundo para condenar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).

Jesús es el Salvador del mundo. Solamente Jesús es capaz de perdonar al hombre sus pecados, pero no
sólo eso, sino que es capaz de liberar al hombre de sus miserias, de sanar sus heridas, de cambiar su vida y
destruir definitivamente la consecuencia más grave del pecado: la muerte. Jesús es única solución verdadera
para el hombre. Jesús es la única solución verdadera para ti.

JESÚS MURIÓ EN LA CRUZ PARA SALVARTE

“El salario del pecado es la muerte” (Rm 6,23), dice la palabra de Dios. Por lo tanto, si has pecado
mereces la muerte. Suena duro pero es cierto; parece exagerado pero es la realidad que vives a diario: a
diario pecas y a diario mueres un poco más, mueres espiritualmente, emocionalmente, físicamente. Pero
Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva, no podía permitir esto. ¿Puede una
madre o un padre ver morir a su hijo sin hacer nada para salvarlo? ¿Puede una persona ver morir al ser amado
y no hacer nada para impedirlo? Claro que no. Por eso el Padre, al cumplirse el tiempo que él mismo había
elegido, envió a su Hijo Único para salvarnos, y fue entonces cuando Jesús realizó el acto más grande de amor
que jamás se haya realizado. Siendo Dios, se hizo hombre, y amándote, se entregó a sí mismo para morir por
ti.

Ya lo había dicho el profeta Isaías: “Eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los
que le pesaban... Fue tratado como culpable a causa de nuestras rebeldías y aplastado por nuestros pecados.
Él soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados. Todos andábamos como ovejas
errantes, cada cual seguía su propio camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de nosotros... Él ofreció su
vida como sacrificio por el pecado” (Is 53,4-6.10).

Y aquí es donde debes hacer un alto para reflexionar. Por tu pecado tú merecías la muerte, pero Jesús no
quiso que murieras. Tú eras el esclavo, pero él quiso hacerse esclavo en tu lugar y aceptar tu salario, que era
la muerte. Él tomó tu lugar y decidió morir por ti. Eras tú el que debería estar en la cruz, pues tú eres el
pecador, no él. Pero él te ama tanto que con tal de no verte morir, aceptó dar su vida en el sacrificio más
injusto, más cruel, más doloroso pero, por eso mismo, el más valioso que jamás se haya realizado: el
sacrificio de su propio cuerpo en la cruz. Así pagaba la condena que pesaba sobre ti; así pagaba tu culpa. Y el
Padre, desde el cielo, prefirió ver morir su Hijo amado, en lugar de verte morir a ti. Tanto te ama; tanto así
vales para él.

Siguiendo al profeta Isaías, leemos que eran tus pecados los que el cargaba. Esto quiere decir que al morir
en la cruz murieron también tus pecados: eres libre de ellos. Y aunque peques una y otra vez, esos pecados ya
están perdonados, tu deuda ya está pagada. Y en el momento que aceptes a Jesús como tu Salvador, serás
libre de la esclavitud que hasta este momento te hace pecar a cada rato. Ya no estás condenado a morir:
Jesús ya te salvó.

JESÚS RESUCITÓ PARA DARTE VIDA ETERNA

Estamos tan acostumbrados a ver imágenes de Cristo crucificado que fácilmente se nos olvida lo que
sucedió al tercer día de su muerte: Jesús resucitó. Ya habíamos dicho que la consecuencia más grave del
pecado es la muerte. Pues bien, si Jesús tomó sobre sí todos tus pecados, también tomó sobre sí el pago

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merecido por esos pecados, y ese pago no fue otra cosa más que la muerte. Pero Jesús no se quedó en la
tumba: se levantó glorioso, resucitó para demostrarte que ya no debes temer a la muerte, porque desde su
pasión la muerte ha sido vencida.

La resurrección de Jesús tiene tanta importancia que San Pablo dijo: “Si Cristo no resucitó vana es su fe y
siguen con sus pecados” (1Co 15,17). Y esto es así, porque si Jesús no hubiera resucitado tú tampoco podrías
hacerlo y seguirías condenado irremediablemente a una muerte definitiva. Ahora, ya tenemos una esperanza:
aunque muramos, sabemos que vamos a resucitar para vivir al lado de Aquél que nos salvó. Gracias a Jesús la
muerte ya no es el fin, sino el paso hacia la vida verdadera, la vida eterna.

Jesús parecía derrotado por la muerte, pero se levanta victorioso como el Señor de la vida, como el único
que tiene poder sobre la muerte. Hay muchos que le temen a la muerte, no quieren ni pensar que van a morir
y al ver que envejecen se llenan de angustia al comprender que su fin es irremediable. Otros, prefieren
ignorarla y hasta se burlan de ella, y lo hacen no porque sean valientes, sino porque en el fondo le temen.
Incluso hay quienes le rinden culto y le rezan y le piden su protección. Cuando le tienes miedo a alguien
quisieras hacerte su amigo para que no te haga daño. Pero ante Jesús la muerte no tiene poder. Ante Jesús, la
muerte que antes parecía invencible ahora aparece derrotada. Como dice la Escritura: “La muerte ha sido
destruida en esta victoria ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (1Co
15,54-55). La muerte ya no puede hacer nada contra los que son de Cristo, porque con su resurrección Cristo
demostró ser más poderoso que ella. “El salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios, la vida eterna
en Cristo Jesús.” (Rm 6,23).

JESÚS TE OFRECE VIDA EN ABUNDANCIA

Jesús en una ocasión dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Obviamente, una vida llena de dolor y de pecado no puede ser una vida en abundancia. Una vida llena de
tristeza y soledad, de odio y resentimientos, de deseo de venganza, de angustia y desesperación, de
enfermedad y miseria, no puede ser lo que Jesús desea de ti.

Ya habíamos mencionado que el pecado es la causa de todos los males, que todo lo que nos daña y nos
lastima es consecuencia del pecado. Pues bien, si Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,
también es quien puede remediar todas estas consecuencias del pecado. Jesús no sólo perdona, también
sana. Precisamente en esto consiste la salvación: no sólo en perdonarte y prometerte la vida después de la
muerte, sino en lograr que esa vida eterna comience desde hoy. Jesús no te dice que te resignes a vivir una
vida llena de dolor. Al contrario, el quiere sanar tu corazón, vendar tus heridas, consolarte, secar tus
lágrimas, acompañarte en tu soledad, fortalecerte en tu enfermedad, darte paz en las horas de angustia, en
fin, estar a tu lado demostrándote en cada momento su amor. Recuerda que él soportó el castigo que nos
trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados (Is 53,5)

Jesús salva al hombre completo. En primer lugar, salva tu alma y te ofrece la resurrección después de la
muerte para que vivas por toda la eternidad unido a él. No cabe duda que esto es lo más importante y es el
único deseo que deberíamos tener, nuestra meta más importante. Pero también salva tu corazón, sanando las
heridas que has recibido a lo largo de tu vida, llenándote del amor que te ha hecho falta, de la paz que no has
alcanzado, de una alegría que desconoces. Y, finalmente, también salva tu cuerpo, y eso lo puedes comprobar
leyendo el Evangelio, en donde encontramos cómo Jesús sanaba a muchos enfermos y lo sigue haciendo hoy
en día. Hay veces que Jesús permite la enfermedad o alguna prueba porque le va a servir a la persona para
purificar su alma y para madurar espiritualmente. En esos casos, aunque Jesús no sane a la persona, le da la
fortaleza necesaria para vivir con gozo aun en una situación que para otros sería desesperante.

Esta es la vida en abundancia que Jesús te ofrece. Es cierto que los problemas van a seguir, vas a seguir
recibiendo heridas, vas a seguir padeciendo pruebas, porque Jesús no te aísla del mundo para que nadie te
toque. No es como esas madres sobreprotectoras que hacen más mal que bien a sus hijos. No te digo que ya
no vas a sufrir; sería mentirte. Lo que sí te aseguro es que a pesar del sufrimiento, no perderás la paz, y a
pesar de las pruebas, no perderás la confianza en salir adelante, porque ya no estarás solo, sino que tendrás a
Jesús a tu lado.

SÓLO JESÚS SALVA

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Dice la Escritura: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros podamos ser
salvados” (Hch 4,12). Ya no busques salidas falsas, ya no busques soluciones en donde no las vas a encontrar.
Quizá veas que el mundo corre tras el dinero creyendo que ahí va a encontrar el remedio para sus males, o
que muchos van en busca del poder creyendo que así alcanzarán el bienestar que necesitan, o que una
multitud se deja esclavizar por cualquier cantidad de vicios creyendo que en el placer está la felicidad. No
seas uno más del mundo: sólo Jesús salva.

Otros, ciertamente sienten en su corazón que la solución a sus vidas no la van a encontrar sobre la tierra,
así que buscan lo sobrenatural. Pero se equivocan al buscar una solución en la astrología, en los horóscopos,
en el tarot, en la adivinación del futuro, en el esoterismo, en la magia, en la brujería, en los talismanes, los
amuletos, etc. Es inútil: sólo Jesús salva.

Hay quien no le encuentra el sentido a la vida y lo busca en otras religiones, como el budismo, y
comienzan a practicar la meditación, yoga, y todas esas cosas que están de moda. Hasta se vuelven
vegetarianos y arreglan sus casas según el feng shui, y hacen mil cosas más, pero aunque aparentemente se
sientan bien, no tiene caso que continúen: sólo Jesús salva.

Acepta a Jesús como tu Salvador, confiesa que es el único que puede salvarte. Si tu vida está marcada por
la soledad, la tristeza, el odio, el dolor, acepta la invitación que hace el Señor: “Vengan a mí los que se
sienten cansados y agobiados, porque yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Jesús con su muerte y su resurrección te salva y te ofrece una vida nueva, una vida plena, una vida en
abundancia. ¿La aceptas?

ACEPTA A JESÚS COMO TU SALVADOR

Hasta el momento has escuchado tres noticias que forman parte de la Buena Nueva de Jesús:

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1. En primer lugar, has oído que Dios te ama con un amor eterno, con un amor personal e incondicional,
y no sólo sabes que te ama sino que quiere demostrarte ese amor, quiere que lo sientas, que lo vivas,
que te llenes de él, que no te quede duda de que su amor es verdadero y que es para ti.

2. También sabes que si no has experimentado el amor de Dios es por culpa del pecado, ya que el
pecado es una barrera que te impide sentir el amor de Dios, una barrera que te separa de él y hace
que lo creas lejano, extraño, ajeno a ti y a todo lo que te pasa. Y lo peor de todo es que el pecado te
esclaviza y termina por llevarte a la muerte, muerte que seguramente has empezado a experimentar
en tu interior en algún momento de tu vida.

3. Y, finalmente, has escuchado el mensaje central del Evangelio, la noticia más importante: que Jesús
murió en la cruz por ti, es decir, en tu lugar, para salvarte del pecado y de la muerte que el pecado
te produce, y que resucitó para darte una vida nueva, una vida en abundancia. Jesús te libera del
pecado y de sus consecuencias, de manera que puedas comenzar en paz una nueva vida.

Pero no basta con escuchar el mensaje de la salvación: esto no es suficiente. Muchos lo han escuchado y
no por eso han cambiado. Que no te pase lo mismo.

La Escritura te dice qué debes hacer si quieres apropiarte de la salvación, es decir, si quieres hacerla
efectiva en tu vida, si quieres experimentarla realmente. Dice la Palabra de Dios:

“Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para
conseguir la salvación” (Rm 10,9-10).

Aquí está la clave. Para alcanzar la salvación debes creer en tu corazón y confesar con tu boca. Vamos a
explicarnos.

CREE EN TU CORAZÓN

Ya sabes que Dios te ama, que el pecado te impide experimentar su amor, que Jesús murió por ti y
resucitó para darte una vida nueva. Ya sabes todo esto. Ahora te pregunto: ¿lo crees? Cualquiera puede
saberlo, muchos lo han escuchado, muchos se lo han aprendido de memoria, pero eso no sirve de nada. La
cuestión es otra: ¿lo crees? ¿Crees en tu corazón que Dios te ama? ¿Crees en tu corazón que el pecado te daña?
¿Crees en tu corazón que Jesús murió por ti? ¿Crees en tu corazón que sólo Jesús puede salvarte? Porque la
Escritura dice muy claro que si lo crees en tu corazón serás salvo. Saberlo no sirve de nada, lo que realmente
sirve es creer.

Si crees en tu corazón que Jesús es el Salvador, debes dar un segundo paso: confesarlo con tu boca.

CONFIESA CON TU BOCA

A muchos de nosotros nos da miedo abrir la boca para decir lo que pensamos. Y es que expresar lo que
sentimos nos compromete ante los demás. Por eso Dios te pide que abras tu boca y confieses tu fe en Jesús.
Porque si abres tu boca para decir que crees en Jesús ya no puedes vivir como has vivido hasta hoy: debe
haber un cambio en ti. Y precisamente eso es lo que quiere Dios de ti: un cambio, no sólo que digas que sí,
sino un cambio de verdad. Esto implica un compromiso muy grande con Dios y, desgraciadamente, muchos le
temen a los compromisos.

Por eso, si eres de los que sienten que su vida ya está bien y no necesitan nada más, no sigas adelante. Y si
te conformas con seguir viviendo como hasta hoy, no sigas adelante. No hay ningún problema. Pero si sientes
que necesitas un cambio, si crees que hay algo en tu vida que puede mejorar, si crees que el Señor te puede
ayudar en algo, si crees en tu corazón que Jesús es el Salvador y quieres que Jesús se convierta en tu Salvador
personal, te invito a que abras tu boca y lo confieses. Dile las siguientes palabras, o mejor, dile las palabras
que nazcan de tu corazón, porque esas son las que más le agradarán a Dios:

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SEÑOR JESÚS:

Me presento ante ti tal como soy. Tú mejor que nadie conoces mi corazón. Tú sabes cuáles son mis
pecados, cuáles mis vicios, cuáles mis heridas. Sé que hasta hoy he vivido lejos de ti; perdóname por ignorar
tu amor, por despreciar tu salvación, por vivir de una forma desordenada. Sé que he actuado mal, pero es
porque no te conocía.

Hoy he conocido tu bondad y he sentido tu amor. Hoy me han dicho que moriste en la cruz por mí, porque
me amas. Yo lo creo. Creo que eres el Salvador y confieso que no hay salvación fuera de ti. Gracias a ti
puedo comenzar de nuevo, porque tú resucitaste para darme Nueva Vida. Este es un regalo que no merecía y
que nunca terminaré de agradecerte.

Te proclamo como mi único Salvador. Ya no buscaré la solución a mis problemas en otra parte, sino en ti.
Ya no me refugiaré en otra persona, ya no buscaré mi consuelo en las cosas que me ofrece este mundo,
porque nada se compara con la salvación que tú me ofreces, y sólo en ti quiero confiar.

Confieso que tú eres el único Salvador y por eso hoy te entrego mi vida para que me salves. Sálvame de lo
que me daña; sálvame de lo que me ata; sálvame de lo que no me deja ser feliz. Te entrego mi corazón para
que empieces a hacer en él lo que tú quieras, lo que sea necesario.

Y también te pido que me des la vida en abundancia que prometes. Quiero comenzar de nuevo, quiero
resucitar contigo a una nueva vida. Quiero mi vida tenga sentido, que sepa hacia dónde debo caminar, que
encuentre una razón para vivir. Sé que tú puedes darle ese sentido a mi existencia, por eso te pido que a
partir de hoy me acompañes y nunca me dejes caminar solo. Te invito a formar parte de mi vida.

Gracias, Señor, por tu amor, por tu salvación, por tu perdón. Gracias porque me das la oportunidad de
comenzar de nuevo. Bendito y alabado seas, Señor.

4. CONVIÉRTETE AL SEÑOR

Dice la Escritura:

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“Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para
conseguir la salvación” (Rm 10,9-10).

Por eso, debes decirle a Jesús que lo aceptas como tu Salvador. Debes confesar con tus labios que sólo en
él puedes alcanzar una vida plena. Debes abrir tu corazón al Señor, invitarlo a tu vida y decirle que ya no se
vaya de tu lado.

¿Ya lo hiciste? Pues bien, decir todo esto es fácil, aceptarlo de corazón no. Y es que si confiesas que Jesús
es tu Salvador, debes renunciar a cualquier cosa o persona que pueda ocupar su lugar. Si dices que Jesús te
liberó del pecado, debes luchar por no volver a caer en el mismo pecado. No tiene caso que el Señor te
purifique si inmediatamente después de haber sido lavado vas a volver a ensuciarte.

Si Dios hizo su parte, ahora te corresponde a ti hacer la tuya. Jesús inició su predicación precisamente
indicándonos qué debemos si lo hemos aceptado en nuestro corazón:

"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva" (Mc
1,15).

“Conviértanse”, es la invitación de Jesús. La conversión es el paso que debes dar después de haber
aceptado a Jesús como tu Salvador.

LA CONVERSIÓN

La conversión es un cambio de vida. Pero no un cambio superficial ni pasajero. Brota de un encuentro


profundo con Dios y comienza con un cambio de mentalidad, de tal manera que ya no se ven las cosas como
antes y, por lo mismo, ya no se vive como se vivía antes.

Por lo tanto, convertirte significa:


- Dejar de vivir como viven todos,
- Dejar de actuar como actúan todos,
- Dejar de sentirte justificado cuando cometas actos malos o dudosos sólo porque los demás hacen lo
mismo.

En fin, convertirse significa comenzar a ver la vida con los ojos de Dios.

Muchos dicen que la conversión es darle la espalda al pecado. Esto es verdad, pero no es suficiente. La
conversión comienza con el firme propósito de dejar la vida de pecado, pero no se queda ahí. Quien quiera
convertirse completamente, debe luchar por agradar a Dios con su manera de vivir. No basta con no hacer el
mal: es necesario hacer el bien.

Por lo tanto, si deseas convertirte debes:


- Tratar de hacer el bien, aunque a veces resulte difícil o incómodo,
- Dejar de estar pendiente de la opinión de los demás y empezar a buscar ante todo hacer la voluntad
de Dios.

En pocas palabras, si deseas convertirte debes buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.

CÓMO INICIAR TU CONVERSIÓN

¿Cómo iniciar este camino de la conversión? A continuación vamos a mencionar tres pasos que debes seguir
si deseas convertirte. Pero debe quedar claro que una verdadera conversión no depende de que sigas ciertos
pasos, como si se tratara de una receta de cocina; un cambio de vida depende sobre todo de un encuentro
profundo con Dios, ya que el conocer a Dios es lo que da la seguridad de querer cambiar y la fuerza para
poder hacerlo.

Pues bien, si quieres convertirte comienza por hacer lo siguiente:

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1. Debes reconocer tus pecados y arrepentirte de ellos:

Este es el primer paso: si no reconoces que eres pecador y que debes cambiar tu manera de vivir, entonces
no podrás recibir la salvación de Jesús, ya que él mismo aseguró: "El Hijo del hombre ha venido a buscar y
salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10), y en otro lado: "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt
9,13).

Haz un examen de conciencia, revisando cada aspecto de tu vida y aceptando en qué has fallado. Y una
vez que hayas reconocido tus pecados delate de Dios, arrepiéntete de ellos. Muchos reconocen sus pecados,
pero hasta parece que se alegran de ellos o que se sienten orgullosos de haberlos cometido. Tú, en cambio, si
deseas convertirte debes arrepentirte de tus faltas.

El arrepentimiento no consiste en sentirse mal ni en alimentar complejos de culpabilidad. Consiste en un


dolor profundo de haber pecado, el cual brota desde el interior y se manifiesta externamente con un sincero
propósito de no volver a pecar. Si reflexionamos acerca de lo que es el pecado, de las consecuencias que nos
trae y del gran amor de Dios que, a pesar de portarnos así, quiso enviar a su Hijo para salvarnos, no es difícil
experimentar un verdadero arrepentimiento. Pero si alguien no se arrepiente es porque no ha entendido nada
del mensaje de salvación.

El arrepentimiento conduce al segundo paso, que es de gran importancia y que, desgraciadamente, es


rechazado con frecuencia.

2. Debes confesar tus pecados:

La confesión es el segundo paso de la conversión. Si no hay confesión, no hay conversión sincera. Y la


confesión no debe hacerse como a nosotros se nos antoje, sino como Jesús lo ordenó: con un sacerdote.

El día en que Jesús resucitó, se apareció a sus apóstoles y les dijo: "Como el Padre me envió, también yo
los envío... Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se
los retengan, les quedan retenidos" (Jn 20,21.23). En ese momento, el Señor dio a sus apóstoles el poder de
perdonar los pecados. Posteriormente, ellos transmitieron ese poder a sus sucesores y así hasta nuestros días.
Actualmente, los sacerdotes son los encargados de perdonar los pecados, ya que poseen ese mismo poder que
Jesús dio a los apóstoles.

Cada vez son más los que se niegan a confesarse con un sacerdote y ponen miles de excusas. Es común oír:
"¿Por qué voy a decirle mis pecados a un hombre que es como yo?" O: "¿Por qué debo confesarme con alguien
que a lo mejor es más pecador que yo?". Esas personas no tienen idea de lo que dicen, porque el sacerdote no
es como uno de nosotros por el simple hecho de estar consagrado a Dios, y quizá sea pecador, pero cuando
confiesa a alguien sus pecados no interfieren porque en ese momento ya no es una persona como nosotros: es
el representante de Cristo y tiene el poder de perdonarnos o dejarnos con nuestros pecados.

¿Por qué quiso Dios perdonar los pecados por medio de una persona? Seguramente lo hizo por dos motivos:
En primer lugar, el acercarse a un confesionario es un acto de humildad, y dice el Salmo: “Un corazón
contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 51,19). Por eso, quien llega a un confesionario nunca es
rechazado por Dios. En segundo lugar, el sacerdote está preparado para ayudarte: él puede darte la
orientación que necesitas o las palabras de consuelo que jamás escucharías si te confesaras directamente con
Dios. Es por eso que debes ver al sacerdote como un amigo, no como un juez.

3. Debes reconciliarte con tus hermanos:

Si la confesión es difícil, lo que sigue quizá lo es más. Aquí es donde la conversión comienza a mostrar sus
frutos y sus dificultades. Si has ofendido a alguien, debes pedirle perdón; y si alguien te ha hecho daño, debes
perdonarlo.

A veces parece imposible. Ya sé que es difícil y que para realizarlo se necesita de mucho valor, pero no te
preocupes, porque Dios te dará la fortaleza necesaria para hacerlo, sólo que tú debes tomar la decisión.
Porque el perdonar es ante todo una decisión. Claro que vas a seguir recordando lo que te hicieron; claro que
no vas a sentir bonito. Pero créeme que el perdón sana las heridas y libera los corazones de la amargura, del

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rencor, de la tristeza. Perdonar es el principio de una sanación interior profunda. Perdonar es una decisión
pero también una acción: tú tomas la decisión de hacerlo y Jesús te da la fuerza para llevarlo a cabo.

La siguiente parábola de Jesús nos muestra la importancia de perdonar y la necedad de quien se niega a
hacerlo:

“Un rey decidió arreglar cuentas con sus siervos. Cuando estaba empezando a hacerlo, le trajeron a uno
que le debía diez millones de monedas de oro. Como el hombre no tenía para pagar, el rey dispuso que fuera
vendido como esclavo, junto con su mujer, sus hijos y todas sus cosas, para pagarse de la deuda.
El siervo se arrojó a los pies del rey, suplicándole: ‘Ten paciencia conmigo y yo te pagaré todo’. El rey se
compadeció, y no sólo lo dejó libre, sino que además le perdonó la deuda.
Pero apenas salió el siervo de la presencia del rey se encontró con uno de sus compañeros, que le debía
cien monedas; lo agarró del cuello y casi lo ahogaba, gritándole: ‘Paga lo que me debes’. El compañero se
echó a sus pies y le rogaba: ‘Ten un poco de paciencia conmigo y yo te pagaré todo’. Pero el otro no aceptó.
Al contrario, lo mandó a la cárcel hasta que le pagara toda la deuda.
Los compañeros, testigos de la escena, quedaron muy molestos y fueron a contarlo todo al rey. Entonces
el rey lo hizo llamar y le dijo: ‘Siervo malo, todo lo que me debías te lo perdoné en cuanto me lo suplicaste.
¿No debías haberte compadecido de tu compañero como yo me compadecí de ti?’ Y estaba tan enojado el rey,
que lo entregó a la justicia, hasta que pagara toda su deuda.
Y Jesús terminó con estas palabras: ‘Así hará mi Padre celestial con ustedes si no perdonan de corazón a
sus hermanos’. (Mt 18,23-35).

Acéptalo: si Dios perdonó tu deuda, que era inmensa, ¿no es una necedad negarte a perdonar una ofensa?
¿Cuántas veces has ofendido tú a Dios? ¿Y acaso te ha negado su perdón? ¿Acaso te ha echado en cara tus
pecados, te ha reclamado por haberlo ofendido o se ha negado a perdonarte? Si Dios volteara su rostro para
no mirarte cuando le pides perdón, no tendrías obligación de perdonar a quien te ha ofendido. Pero si Dios te
recibe con misericordia no tienes pretexto para no hacer lo mismo con los demás.

Toma la decisión ya: perdona. Y si te sientes sin fuerzas o sin la convicción necesaria para hacerlo, no te
angusties: tienes a tu Salvador, quien libera los corazones del resentimiento y da la capacidad de perdonar.
Invócalo y él te ayudará.

LA CONVERSIÓN NUNCA SE ACABA

Por último, es importante mencionar que la conversión es un proceso que nunca se acaba, porque siempre
existirán cosas que puedes mejorar en ti. No se realiza de una sola vez y para siempre, sino que es algo que
debemos practicar todos los días. Es imposible que cambies de la noche a la mañana, así que debes luchar
diariamente por ser cada vez mejor.

Pues bien, si deseas hacer tuya la salvación que Jesús te da comienza hoy con tu conversión. Acepta a
Jesús como tu único Salvador, renuncia completamente al pecado y busca vivir en todo conforme a la
voluntad de Dios. El Señor te invita:

"Busquen a Yahveh ahora que lo pueden encontrar, llámenlo ahora que está cerca. Que el malvado deje
sus caminos y el criminal sus proyectos. Vuélvanse a Yahveh, que tendrá compasión de ustedes; a nuestro
Dios, que está siempre dispuesto a perdonar" (Is 55,6-7).

¿Qué le respondes?

5. RENUNCIA A SATANÁS Y A SUS OBRAS

Jesús dijo que nadie puede servir a dos señores porque quedará mal con uno con tal de obedecer al otro.
Si te decides a seguir al Señor, debes renunciar a cualquier otro que intente ocupar su lugar. Por eso, una de

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las exigencias que el Señor impone a aquellos que lo aceptan como su Salvador y se convierten a él es la de
renunciar a todas aquellas cosas o personas que estén en su contra, entre las cuales se encuentran Satanás y
sus obras.

Satanás no es invento, no es un mito. Existe, es una persona. Es un ángel que se apartó de Dios y está en
contra de las obras de Dios. San Pedro nos advierte: "Sean sobrios y estén despiertos. Nuestro adversario, el
Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar" (1Pe 5,8). Para hacerle daño a los hijos de Dios
busca actuar a escondidas, engañando, mintiendo. Jesús dice que es mentiroso y padre de la mentira (Jn
8,44). Puede disfrazar las cosas malas para que parezcan buenas o al menos inofensivas. Así es como trata de
hacerte daño.

Jesús, al morir en la cruz, lo venció definitivamente. La Escritura asegura: "El Hijo de Dios se manifestó
para deshacer las obras del Diablo" (1Jn 3,8). Ahora, Satanás se encuentra atado como un perro rabioso que
sólo puede morder a quien se le acerque. Desgraciadamente muchos se acercan a él, ya que son varias las
formas de meterse en sus terrenos. Quizá tú hayas pisado alguno de sus terrenos, a los cuales llamamos obras
de Satanás. Estas obras son las que denunciaremos enseguida.

OBRAS SATÁNICAS

Existen ciertas cosas que a todas luces son satánicas. Por ejemplo, todo mundo sabe que existen ritos
satánicos, misas negras y otras prácticas cuyo fin es rendir culto a Satanás. Las personas que las practican se
sienten orgullosas de asegurar que el diablo es su único dios. En estos ritos abundan las ofensas hacia Dios y a
su Iglesia. Se trata de ridiculizar todo lo que tenga que ver con Dios y se llegan a extremos tan serios como el
de los sacrificios humanos. También existen de ciertos ritos en los cuales se utilizan Hostias consagradas que
han sido robadas con la finalidad de ofender al Cuerpo de Cristo.

No está de más mencionarlo: quien practica tales cosas está irremediablemente condenado a la perdición
eterna cuando Jesús arroje a Satanás y a sus ángeles al infierno y ahí los encadene para siempre.

Pero hay otro tipo de actividades que aunque sean satánicas son practicadas por miles de supuestos
cristianos. Un ejemplo muy claro es la música satánica. Antes estaba de moda la música que contenía
mensajes subliminales, en los cuales se promovía tanto la violencia, el sexo desenfrenado y la drogadicción,
como el culto a Satanás. Actualmente, ya no hacen falta los mensajes subliminales. Estas invitaciones a
utilizar la violencia, a drogarse, a entregar el alma al diablo, a dejarse arrastrar por el desenfreno sexual,
etc., pueden escucharse diariamente en varias canciones interpretadas principalmente por grupos de rock, a
plena luz del día y sin que nadie diga nada. Es triste ver cómo los jóvenes aceptan con agrado esta música a
pesar de saber que sus mensajes están totalmente en contra de Dios.

Pues bien, un cristiano no puede aceptar esto. No puedes decir que tienes a Jesús por Salvador si sigues
escuchando música en la cual se insulta a Dios. Si de verdad amaras a Cristo te sentirías indignado de que
alguien hable mal de él. En este aspecto también debes tomar una decisión: con Jesús o contra él. Decídete:
o aceptas el camino que Dios te enseña, o el mensaje de ciertas personas que, con tal de ganar dinero y fama,
se enorgullecen de estar en contra del Señor.

BÚSQUEDA DE CONOCIMIENTO AL MARGEN DE DIOS

Hay otro tipo de obras que, aunque son satánicas, parecen inofensivas. Aquí es donde Satanás trata de
engañarte, ya que aparentemente no tienen nada de malo y son aceptadas como algo normal por toda la
gente. Como primer ejemplo tenemos todo tipo de adivinación y conocimiento del futuro. Estas cosas son
pecado grave, porque el querer conocer el futuro o la respuesta a nuestros problemas por estos medios es
desconfiar totalmente de Dios y de su amor providencial. En efecto, Jesús nos dice: "No se preocupen del
mañana" (Mt 6,34).

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Como ejemplo podemos mencionar la astrología y los horóscopos, los cuales son muy populares. Quizá por
juego, quizá por ignorancia, la mayoría nos hemos interesado por saber cuál es nuestro horóscopo. Muchos
cristianos no saben qué decir si se les pregunta por qué creen en Dios o por qué van a Misa. Pero eso sí, si se
les pregunta cuál es su signo zodiacal responden inmediatamente.

Creer en los horóscopos es una tontería. ¿Cómo es posible que los astros controlen hasta los detalles más
pequeños de tu vida, cuando el mismo Dios, a pesar de su poder, no te controla, sino que te da libertad para
que tú mismo vayas forjando tu futuro? ¿Acaso los astros tienen vida propia y pueden seguir el curso que
quieran? ¿No están sujetas al orden que Dios les dio? Entonces, ¿podrán las estrellas ser más poderosas que
Aquél que las creó?

Otro ejemplo son la lectura de las cartas, la mano, el café, el tarot, etc. Hasta da risa ver tantas cosas
que se "leen" para saber el futuro. ¿Para qué quieres saber el futuro? ¿Acaso no confías en Dios? Lo que tú
prepares para tu futuro, con la ayuda de Dios, es lo que vas a vivir. Si quieres saber qué te espera es porque
no has hecho nada por superarte y mejorar tu vida. En lugar de querer saber tu futuro, ya levántate y
empieza a construir ese futuro.

Hay quien busca alguna respuesta a sus dudas o problemas mediante la invocación a los muertos o
espiritismo; también hay quien "juega" a la ouija con este propósito. Pero otros lo hacen por curiosidad, para
ver "qué se siente" ¿Te clavarías un cuchillo para ver "qué se siente"? Pues no, porque sabes que te causaría
daño. Entonces, ¿seguirías practicando estas cosas aún sabiendo que te hacen daño? Si lo que quieres es saciar
tu curiosidad y conocer cosas nuevas, ocultas, no es necesario que acudas a estas obras de Satanás. Mejor
acude a Dios, que te dice: "Llámame y te responderé, y te mostraré cosas grandes, inaccesibles, que
desconocías" (Jr 33,3).

BÚSQUEDA DE PODER AL MARGEN DE DIOS

Otro terreno en el que se manifiesta Satanás es la búsqueda de poder, con el que se pretende tener
influencia sobre las cosas, las personas y los acontecimientos, de manera que podamos obtener algún
provecho de ellos.

Un ejemplo claro de esto es la magia y la brujería. Mucha gente acude a personas que hacen este tipo de
cosas cuando tienen necesidad de dinero, trabajo, salud, amor, etc., como si Dios no pudiera darnos todo
esto. Unos dicen que sólo creen en la "magia blanca", porque esa es buena. Por ejemplo, una joven me decía
que la utilizaba para conquistar a su pareja, y eso era un buen propósito, porque lo amaba mucho. Esto es
absurdo; mientras se busque manipular a las personas o controlar las cosas para obtener algún beneficio
personal seguirá siendo un pecado grave, tanto de egoísmo como de desconfianza en Dios.

Todavía es peor buscar ayuda en la magia negra o brujería, ya que mediante ella se acude directamente al
poder de las tinieblas para satisfacer nuestras necesidades.

Algo muy relacionado con lo anterior es el curanderismo. Hay curanderos que tratan de aliviar a sus
“pacientes” ahuyentando de ellos a los malos espíritus. A veces con una “limpia” es suficiente, pero no es
raro que se “diagnostique” algún “trabajo” de brujería en contra del cliente y que, por lo tanto, se
recomiende acudir a un brujo más “poderoso” para alcanzar la salud.

Ah, pero como más vale prevenir que lamentar, muchos recomiendan el uso de amuletos para evitar que
les vaya mal y para protegerse de la "mala vibra". También hay quien tiene amuletos para la buena suerte,
para la salud, el amor, el dinero, la felicidad, el éxito profesional y un sinfín de cosas más. Es el colmo que
alguien crea que un simple objeto tenga poder para tantas cosas. ¿Podrá un objeto protegerte mejor que Dios?
¿Cambiarías al Todopoderoso por un amuleto? Pobre gente: cambiaron al Dios de la gloria por un objeto hecho
por la mano del hombre. Y lo peor de todo es que también hay "cristianos" que guardan algún talismán de
repuesto "por si Dios falla".

Cuando alguien deja de confiar en Dios se vuelve muy supersticioso. Empieza a creer que existe la buena y
la mala suerte y busca cualquier manera de atraer la primera y alejar la segunda, llegando incluso a extremos
ridículos. Es más, hay personas que confunden fe con superstición, como aquellas que creen que por sacar

20
varias copias de alguna cadena de oración se les va a cumplir su petición. Toda superstición aleja de Dios y
hace que el hombre confíe más en las cosas que en el Creador.

OTROS TERRENOS PELIGROSOS

Otros terrenos peligrosos son ciertas doctrinas que se han puesto de moda por todas partes. Algunas, como
el esoterismo, inducen a sus seguidores a participar en varias de las obras que hemos mencionado
anteriormente, sobre todo en la astrología, la magia y los amuletos. Otras doctrinas, como el espiritualismo,
mezclan todas estas obras anticristianas con prácticas cristianas; incluso llegan a aparentar que dan culto a
Jesús y a la Virgen, pero se trata de trampas para engañar a la gente. Esto es un serio pecado, porque se
utiliza el nombre de Dios en prácticas que están claramente en contra de él y de su doctrina.

Otras doctrinas que representan gran peligro para los cristianos son todas las corrientes orientales que se
van difundiendo cada vez más. Aunque es verdad que en ellas no se da culto a Satanás ni se habla mal de
Dios, conducen a quienes las practican a rendirle culto a otro dios: el hombre. En efecto, la meditación
trascendental, el yoga, la new age, ciertas prácticas budistas, etc., lo que fomentan es el culto al hombre,
diciendo que en él está todo lo necesario para alcanzar la felicidad. Primero comienzan por decirte que
dentro de ti está el poder para controlar tus emociones y alcanzar así la paz; después, que con la meditación
puedes alcanzar un estado de perfección, en el cual te sentirás profundamente unido a toda la creación y a
Dios; por último, terminan afirmándote que tú mismo eres Dios. Hay cristianos que utilizan ciertas prácticas
como el yoga para poder concentrarse y orar mejor. Este no es el lugar para hablar detalladamente sobre este
asunto, sólo diremos que existen ciertas recomendaciones que la Iglesia ha dado a este respecto, y quien
tenga alguna duda debe acudir con alguien de experiencia para no desviarse de la doctrina del Señor.

Pues bien, la gran mayoría de estas doctrinas orientales son una forma de idolatría, porque el hombre deja
de acudir a Dios y termina sintiéndose todopoderoso. ¿De qué te sirve alcanzar un dominio perfecto de todo tu
ser y sentirte en paz si Cristo, camino, verdad y vida, no está en tu corazón? Tú no eres el centro del
universo, como estas corrientes enseñan: el centro es Cristo.

Por otro lado, estas doctrinas enseñan cosas contrarias a nuestra fe, como la reencarnación, confundiendo
así a los cristianos que se acercan a ellas. La Escritura nos previene: "Habrá entre ustedes falsos maestros que
introducirán doctrinas perniciosas" (2Pe 2,1). Pero, ¿cómo saber si una doctrina es contraria a la voluntad de
Dios, cuando en muchas de ellas se habla de paz, amor, perdón y otras tantas virtudes? La Palabra de Dios nos
da la respuesta: "Queridos, no se fíen de cualquier espíritu, sino examinen si los espíritus vienen de Dios,
pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podrán conocer en esto el espíritu de Dios: todo el que
confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo el que no confiesa a Jesús, no es de Dios" (1Jn 4,1-
3). Pues bien, si alguien niega que Jesucristo es el único Salvador, el único Camino y no uno de tantos, aléjate
de él, porque no es de Dios.

¿POR QUÉ DEBES RENUNCIAR A TODO ESTO?

Quizá hayas participado en alguna obra de Satanás. Si es así, debes renunciar explícitamente a ella por dos
motivos:

En primer lugar, toda obra de Satanás es un pecado grave y su práctica está prohibida enérgicamente por
Dios.

Dice la Escritura:

"Que no haya en medio de ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego; que nadie practique
encantamientos o consulte a los astros; que no se halle a nadie que se dedique a supersticiones o consulte los
espíritus; que no se halle ningún adivino o quien pregunte a los muertos. Porque Yahveh aborrece a los que
se dedican a todo esto" (Dt 18,10-12).

Es curioso ver que aunque Dios mismo prohíbe estas cosas, algunos que las practican aseguran que fue Dios
quien les dio el poder de ver el futuro o realizar magia. Consideran sus prácticas como un don de Dios y dicen
ayudar a mucha gente. Simplemente son unos mentirosos y es el mismo Dios quien los reprueba:

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"Quédate, pues, con tus encantamientos y con tus numerosas brujerías, a las que te has dedicado desde tu
juventud. ¡A ver si te ayudan en algo o si puedes con ellos atemorizar a la desgracia! Te cansas con tantos
consejos. Que se presenten, pues, y que te salven los que describen los cielos, los que observan las estrellas y
te dan a conocer cada mes lo que te sucederá. Mira, ellos serán como la paja que devora el fuego. Ninguno
de ellos podrá salvarse de las llamas... En esto vendrán a parar tus magos, por los cuales tanto te has
preocupado desde tu juventud. Se irán corriendo uno tras otro y no podrán salvarte" (Is 47,12-15).

Por otro lado, las obras de Satanás causan en ti un daño, que puede ser físico, psicológico o espiritual. Por
ejemplo, hay personas que tienen enfermedades que ningún médico ha podido explicar y menos curar. Otras
tienen complejos y temores que no pueden quitarse. Hay quienes no pueden orar y les cuesta mucho trabajo
aprender la Palabra de Dios o resistir a las tentaciones. Y todo por haber participado en estas obras. Es más,
aunque lo hayas hecho por ignorancia o curiosidad, puedes ser alcanzado por alguno de sus efectos negativos.
En estos casos, el principio de una sanación completa está precisamente en la renuncia explícita a todas las
obras de Satanás. Así, junto con la confesión de tus pecados y la oración, podrás alcanzar la verdadera paz
interior.

Sólo renunciando a Satanás y a sus obras podrás vivir plenamente tu vida de hijo de Dios. Sólo así tu
conversión será completa. El mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2Co 11,14) con tal de alejarte de
Dios, y si no tienes cuidado puede engañarte, ya que muchas cosas malas las disfraza como buenas para que
caigas en ellas. Cuando te sientas atraído nuevamente por alguna de las cosas que te hemos mencionado, por
más buena que parezca, recuerda lo que advierte la Escritura:

"Hay caminos que parecen rectos, pero al cabo son caminos de muerte" (Pr 16,25).

INICIA TU CONVERSIÓN

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Para los cristianos la conversión no es algo opcional: es una exigencia. Si deseas seguir a Cristo y recibir su
salvación debes convertirte. El que se niega a convertirse de sus pecados no puede recibir la salvación ni la
vida en abundancia prometida por Jesucristo.

Pero la conversión no debe verse como una obligación. No es un requisito que te pone Dios para poder
ayudarte. La conversión es, ante todo, esa segunda oportunidad que te da Dios para rehacer tu vida. La
conversión es un nuevo comienzo.

EXAMEN DE CONCIENCIA

Si deseas comenzar de nuevo y empezar a andar por el camino del Señor te invito a que inicies tu
conversión. Comienza por examinar qué has hecho mal en tu vida, en qué le has fallado al Señor. Las
siguientes preguntas te ayudarán a hacerlo:

1. ¿Conozco bien las principales verdades de la fe católica? ¿Las he negado o he dudado alguna vez de
ellas?
2. ¿Creo en supersticiones? ¿Acepto doctrinas contrarias a las que enseña la Iglesia?
3. ¿He jurado en el Nombre de Dios sin necesidad? ¿Cumplí las promesas que hice?
4. ¿He comulgado alguna vez con conciencia o con duda de pecado mortal?
5. ¿He faltado a Misa los domingos o días de precepto por culpa mía?
6. ¿Cumplo con los días de ayuno y abstinencia?
7. ¿He callado en la confesión, con plena conciencia, algún pecado mortal?
8. ¿Manifiesto cariño y respeto hacia mis padres, familiares y superiores?
9. ¿Atiendo bien mi hogar y me preocupo del bien material y espiritual de mi esposa (o), hijos o padres?
10. ¿He dado mal ejemplo a quienes me rodean? ¿Los he inclinado o ayudado a cometer algún pecado?
11. ¿Corrijo con enojo o injustamente a mis hijos o a otras personas?
12. ¿Peleo frecuentemente con otros? Si me ofenden, ¿tardo en perdonar?
13. ¿Procuro ayudar a resolver los problemas de los demás? ¿He negado mi ayuda cuando me la piden?
14. ¿Descuidé mis deberes familiares o cívicos? Por ese descuido, ¿fui causa de que otros no cumplieran
con los suyos?
15. ¿He hecho daño a otros de palabra o de obra? ¿Siento odio o rencor contra alguien?
16. ¿Me he embriagado o drogado? ¿He animado a otros a hacerlo? ¿He comido más de lo necesario?
17. ¿He realizado actos impuros? ¿Solo o con otra persona?
18. ¿He aceptado pensamientos o miradas obscenas?
19. ¿Me he puesto voluntariamente en peligro de pecar, por ejemplo, viendo fotografías, películas y
programas de televisión, o leyendo revistas y novelas inmorales?
20. ¿He tomado o retenido dinero o cosas que no son mías?
21. ¿He devuelto las cosas prestadas a tiempo, o he tardado en devolverlas, causando daño con ese
retraso a quien me las prestó?
22. ¿He engañado a otros cobrando más de lo debido?
23. ¿Doy limosna según mis posibilidades?
24. ¿He malgastado el dinero en vanidades o caprichos, o comprando cosas innecesarias o que van más
allá de mis posibilidades?
25. ¿He dicho mentiras? ¿Con ellas he perjudicado a otros?
26. ¿He hablado o pensado mal de otros? ¿Levanté falsos testimonios contra alguien?
27. ¿He tenido envidias? ¿He sido orgulloso? ¿He despreciado a otros?
28. ¿Me he dejado llevar por la pereza?
29. ¿Trabajo con cuidado y responsabilidad y soy puntual con mis horarios?
30. ¿Ofrezco a Dios mi trabajo de cada día? ¿Me acuerdo de Dios para orar?
ACTO PENITENCIAL

Si ya examinaste tu conciencia pide perdón a Dios por tus faltas. El siguiente Acto Penitencial te puede
ayudar:

A cada enunciado responderás: “Perdón, Señor, perdón”.

1. Por no amarte con todo el ser y sobre todas las cosas.


23
2. Por tener ídolos que te sustituyen a ti.
3. Por poner mi confianza en otras personas o cosas en lugar de confiar en ti.
4. Por toda superstición y consulta a adivinos, astrólogos, magos, curanderos, brujos, etc.
5. Por toda obra de Satanás en la que haya estado metido.
6. Por no respetar tu Nombre ni las cosas sagradas y utilizarlos a mi conveniencia.
7. Por no asistir a Misa los domingos.
8. Por no comulgar ni hacer oración ni leer tu Palabra.
9. Por la falta de amor a mis hermanos.
10. Por no respetar y obedecer a mis padres.
11. Por toda falta de amor y atención a mis hijos.
12. Por no amar y respetar a mi esposo o esposa.
13. Por toda infidelidad a mi pareja.
14. Por mantener resentimientos y rencores y no perdonar.
15. Por desearle el mal a alguien y por todo deseo de venganza.
16. Por juzgar y hablar mal de los demás.
17. Por cualquier ofensa, injusticia o daño a los demás.
18. Por toda mentira, engaño, difamación y calumnia en contra de algún hermano.
19. Por las envidias, los celos y las discordias.
20. Por toda codicia y afán de poseer, teniendo al dinero como un ídolo.
21. Por todo robo o daño a los bienes de otro.
22. Por no restituir lo robado ni restaurar los daños causados.
23. Por todo deseo desordenado de tener poder o placer.
24. Por toda impureza, sensualidad, fornicación o adulterio.
25. Por toda imaginación, deseo, palabra o acción impura.
26. Por ser causa de tentación para los demás.
27. Por no disciplinarme en el consumo del alcohol.
28. Por utilizar drogas o promover su uso.
29. Por vivir en pecado y no hacer nada para salir de él.
30. Por toda situación de pecado que he mantenido en mi vida voluntariamente.

RENUNCIA A SATANÁ Y A SUS OBRAS

Ya conoces las obras de Satanás y ya sabes que debes renunciar a ellas. El Hijo Te invito a que lo hagas
respondiendo a cada enunciado: “Sí, renuncio”.

1. ¿Renuncias a Satanás?
2. ¿Renuncias a todas sus obras y seducciones?
3. ¿Renuncias al pecado?
4. ¿Renuncias al odio, a la envidia y a la maldad?
5. ¿Renuncias a la vanidad, a la soberbia, al egoísmo y a la pereza?
6. ¿Renuncias a la lujuria y a la codicia?
7. ¿Renuncias a toda asistencia o participación en ritos en donde se invoque o rinda culto a Satanás?
8. ¿Renuncias al conocimiento del futuro al margen de Dios?
9. ¿Renuncias a la astrología y los horóscopos?
10. ¿Renuncias a la lectura de la mano, cartas o café?
11. ¿Renuncias a todo tipo de espiritismo o invocación a los muertos?
12. ¿Renuncias al juego de la ouija?
13. ¿Renuncias a adquirir algún tipo de control sobre ti o los demás al margen de Dios?
14. ¿Renuncias a todo tipo de magia o brujería?
15. ¿Renuncias a todo tipo de curanderismo?
16. ¿Renuncias al uso de amuletos o talismanes?
17. ¿Renuncias a toda doctrina contraria a la fe como el esoterismo, dianética, nueva era y doctrinas
orientales?
18. ¿Renuncias al culto a la santa muerte?
19. ¿Renuncias completa y definitivamente a todo esto?
20. ¿Renuncias en tu nombre y en nombre de tus antepasados?

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PROFESIÓN DE FE

Una vez que has renunciado a las obras que no son de Dios, te invito a que proclames tu fe en él,
contestando a cada enunciado: “Sí, creo”.

1. ¿Crees en un solo Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo?


2. ¿Crees que Dios Padre te ama y te creó por amor?
3. ¿Crees que por salvarte entregó a su Hijo Único?
4. ¿Crees que Jesús se hizo hombre naciendo de la Virgen María?
5. ¿Crees que Jesús murió en la cruz por ti, es decir, en tu lugar?
6. ¿Crees que Dios lo resucitó de entre los muertos?
7. ¿Crees que con su muerte te salva y con su resurrección te da nueva vida?
8. ¿Crees que Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre?
9. ¿Crees que vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos?
10. ¿Crees en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida?
11. ¿Crees que el Espíritu Santo puede cambiar tu corazón?
12. ¿Crees que el Espíritu Santo puede darte la fuerza que necesitas para convertirte?
13. ¿Crees en la Iglesia del Señor, que es una, santa, católica y apostólica?
14. ¿Crees que al bautizarte naciste de nuevo como hijo de Dios?
15. ¿Crees en el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna?

CONFIESA TUS PECADOS

Recuerda que un paso importante para la conversión es la confesión de los pecados con un sacerdote. Si ya
hiciste tu examen de conciencia y pediste perdón al Señor por tus pecados; si ya renunciaste a Satanás y a sus
obras y proclamaste tu fe en el único Dios, ahora procura dar este paso importantísimo para tu salvación:
confiésate.

Ya dijimos que existen muchos pretextos para no hacerlo, que hay excusas que parecen muy buenas. Pero
no se trata de dar buenos argumentos para convencerte: se trata de tener fe. Si tienes fe en el Señor haz caso
a sus palabras y confiésate, porque el sacramento de la reconciliación lo instituyó nada más ni nada menos
que Jesús. Si no sabes con quién ir acércate a alguna persona que pueda orientarte, pero no lo dejes para
después porque Jesús te quiere perdonar hoy.

SANACIÓN INTERIOR

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No basta con hacerse el firme propósito de cambiar para poder conseguirlo. Hay veces que, aunque no
queramos, seguimos sintiendo la misma tristeza de antes, la misma angustia, la misma soledad. Hay veces
que, aunque luchemos todos los días, seguimos cayendo en los mismos vicios, en los mismos pecados, en los
mismos errores. No basta con el propósito de cambiar: necesitamos algo más.

Lo que pasa es que nuestros corazones no están sanos porque a lo largo de nuestra vida hemos sido heridos
muchas veces. A veces, aquellas personas que deberían amarnos más, como nuestros padres, hijos, hermanos
o cónyuges, son los que terminan lastimándonos más. A veces algún acontecimiento doloroso o algún
recuerdo hacen que nos comportemos de cierta forma o que sintamos tristeza, odio, angustia, soledad, etc.
Nuestros corazones necesitan ser sanados.

También el pecado nos ha dañado. A veces nos hemos metido tanto en un pecado que parece que estamos
encadenados a él, y por más que luchamos nos damos cuenta de que estamos atados y no podemos dejarlo tan
fácilmente. El pecado deja consecuencias desastrosas en nuestro corazón que deben ser sanadas.

En este momento pídele al Señor que sane esas heridas, que limpie tu corazón, que te libere de cualquier
atadura. Sólo Jesús salva y sana toda herida. Sólo Jesús libera de cualquier esclavitud y rompe toda atadura.
Ábrele tu corazón al Señor y deja que él lo toque. Cuéntale que te ha dañado, qué te ha lastimado, por qué te
has sentido triste o solo o desesperado. Muchas veces no queremos recordar ciertas cosas porque el simple
hecho de hacerlo hace que nos volvamos a sentir mal. No tengas miedo de contarle estas cosas al Señor,
porque si hay alguien que puede arrancar de tu corazón todo ese dolor es él. Escucha su invitación:

“Vengan a mí los que se sientan cansados y agobiados por la carga, que yo los aliviaré” (Mt 11,28).

¿Te sientes cansado por alguna situación? ¿Llevas una carga pesada y sientes que ya no la aguantas más?
Acepta la invitación de Jesús. Ve a él y cuéntale lo que te pasa, porque su promesa es muy clara: él te
aliviará.

SANACIÓN DE RECUERDOS DOLOROSOS

Busca un lugar donde puedas estar en silencio, donde nadie te interrumpa. Acércate al Señor con humildad
y confianza y entra en oración. Ve recordando los acontecimientos de tu pasado y, en el momento en que te
sientas movido a hacerlo, deja de leer la oración y comienza a hablar al Señor desde tu corazón. No tengas
miedo de recordar los momentos dolorosos de tu vida: Jesús te acompaña y quiere sanar tu corazón. Si sientes
dolor pídele al Señor que sane tus heridas y arranque ese dolor de tu corazón. Pero no dejes de hablarle, no
dejes de decirle qué te duele, qué necesitas, qué quieres que haga por ti. Ten confianza y ora: Jesús te está
escuchando.

SEÑOR JESÚS:

Tú puedes volver atrás conmigo y caminar a mi lado a través de mi vida desde el momento de mi
concepción. Ayúdame, Señor; límpiame y líbrame de todo lo que pudo causarme dificultades en el momento
de mi concepción. Tú estabas presente en el momento en que fui formado en el seno de mi madre; líbrame y
sáname de cualquier atadura o herida en mi alma que pudiera haberme llegado desde mi madre, de
cualquier situación de tristeza, angustia o rencor por parte de mis padres. Y si fui un hijo no deseado,
sáname del rechazo que existió en mi contra; sáname del deseo que tuvieron mis padres de deshacerse de
mí. Gracias, Señor, porque a pesar de todo me diste la vida.

Sáname, Señor, del trauma de nacer. Sáname de todo dolor que haya sentido durante el momento del
parto; de la angustia que pude haber sentido al verme de repente en otro ambiente, sin la seguridad que me
proporcionaba el cuerpo de mi madre. Te doy gracias, Señor, porque tú estabas allí para recibirme en tus
brazos cuando nací.

Señor Jesús, te alabo porque en los primeros meses de mi vida estuviste siempre a mi lado. Sáname de la
falta de amor y de atención por parte de mi madre. Quizá mi madre tuvo que estar lejos de mí por alguna
situación y no pudo estar a mi lado todo el tiempo que yo hubiera necesitado. Sáname de esas veces en que
yo necesité a mi madre y ella no estuvo ahí, a mi lado; de aquellas veces que me sentí desprotegido,

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abandonado o como un estorbo para ella. Abrázame en este momento y dame el amor que ella no pudo
darme.

También sáname de la falta de amor por parte de mi padre. Quizá mi padre nunca tuvo una palabra de
cariño para mí; quizá nunca me dio un abrazo o un beso. Abrázame tú en este momento, como si fueras mi
padre, y dame todo el amor paterno que me hizo falta.

Cuando fui creciendo tú sabes que recibí muchas heridas por parte de mis padres. No entiendo por qué
aquellas personas que deberían haberme amado más pudieron lastimarme tanto. Sáname de todos los
maltratos, de los regaños, de los gritos, de los golpes queme dieron. Sáname de aquellas palabras que me
lastimaron, cuando me dijeron que no me querían, que era un inútil, que no servía para nada. Sana cualquier
trauma o complejo que pudieron haber creado en mí. Y si guardo rencor contra alguno de mis padres,
arráncalo de mi corazón y ayúdame a perdonar. Gracias, Señor, porque en esos momentos dolorosos siempre
estuviste a mi lado.

Sáname, Señor, de las heridas causadas por las relaciones con alguno de mis hermanos o de mis
familiares. Dame un gran amor por ellos, y si existe algún resentimiento arráncalo de mi corazón y ayúdame
a perdonar.

Sáname del trauma que sufrí al ir por primera vez a la escuela. Sáname de ese momento en el que me
sentí solo, rodeado de gente desconocida, lejos de mi casa y de mi madre. Quita todo el temor que sentí y
que aún siento cuando me enfrento a una situación nueva y desconocida. También te pido que sanes todos
esos años en la escuela. Sáname de todas las dificultades que pasé para relacionarme con los demás; quizá
todavía no lo supero y sigo siendo tímido, retraído, callado. Sáname también de esas heridas causadas por las
burlas de mis compañeros, de las veces que me sentí ridiculizado por aquél apodo que no me gustaba o por
aquél defecto físico del que se burlaban. Quita también cualquier trauma que pude haber recibido por los
regaños de mis profesores, por sus actitudes, por sus palabras, por sus castigos. Y si guardo rencor contra
alguno de mis compañeros o profesores de la escuela, arráncalo de mi corazón y ayúdame a perdonar.

Señor, cuando entré en la adolescencia empecé a experimentar cosas que me asustaron, me avergonzaron
y me causaron dolor. No he podido sobreponerme del todo a algunas experiencias que tuve en esos años. Te
pido, Señor, que sanes todas las experiencias que tuve como adolescente, sobre todo aquellas que tienen qué
ver con mi sexualidad, las cosas que hice y que me hicieron y de las que no he sanado. Entra en mi corazón y
hazme sentir cómo estabas a mi lado en todos esos momentos que me causaron sufrimiento o dolor. Hazme
comprender lo que quieres de mí, en mi vida, para mi futuro. Que yo pueda entender cuál es mi vocación en
la vida, para qué me has traído a este mundo. Te doy las gracias por el don de la vida, que es un regalo
maravilloso; enséñame a vivirla mejor y a no desperdiciarla.

También pongo en tus manos todas aquellas relaciones sentimentales que he tenido desde mi juventud;
sana el recuerdo de aquellas relaciones fallidas, de aquellas veces que jugaron conmigo, de aquellas veces
que yo entregué mi corazón y sólo fue para que lo lastimaran. Quizá desde aquel tiempo me he sentido solo y
no me he atrevido a abrirle mi corazón a nadie por miedo a ser herido de nuevo. Quizá he perdido la
confianza en los demás y me cuesta mucho trabajo relacionarme con otras personas. Sana estos recuerdos y
hazme capaz de amar, de abrir mi corazón nuevamente, de tener amigos y una pareja. Quita de mí esa
tendencia a alejarme, a esconderme, y dame la capacidad de amar.

Señor, también quiero pedirte que sanes todos esos momentos difíciles que he tenido en mi matrimonio.
Tú conoces todas las heridas que me ha causado mi pareja, todas las desilusiones, las discusiones, las peleas,
todas esas situaciones que me han hecho pensar incluso que estaría mejor solo. Ayúdanos a redescubrir el
amor, ese amor que un día nos hizo planear una vida juntos y que se ha ido desgastando con el tiempo.
Enséñanos a perdonarnos mutuamente, a comprendernos, a sacrificarnos el uno por el otro. Bendice nuestro
matrimonio y concédenos ser un ejemplo para nuestros hijos, que sepamos cómo educarlos y guiarlos a través
de la vida que apenas empiezan. Gracias, Señor, porque el amor es un don tuyo y puedes hacer que renazca
ahí donde nuestros propios errores parecen haberlo destruido. Gracias por lo que empiezas a hacer en mi
familia a partir de este momento.

Gracias, Señor, porque me escuchas, porque estás conmigo, porque te interesa todo lo que me pasa,
porque mi vida no te es indiferente. Te doy las gracias y te alabo por lo que eres, no sólo por lo que haces o
lo que me puedes dar, sino principalmente por lo que eres, un Dios bueno, un Dios misericordioso, un Padre

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que siempre tiene los brazos abiertos para recibir a quien se acerca a ti. Ahora, quiero acercarme a ti para
descansar en tus brazos. Quiero que me abraces y me llenes del consuelo de tu amor. Ahora, no quiero
decirte nada más, sólo quiero quedarme en silencio junto a ti para experimentar tu paz, tu amor, tu abrazo.

Permanece un momento en silencio delante de Dios. Déjalo que te tome en sus brazos, que te vaya
sanando, que vaya vendando cada herida, y confía en su amor. El Señor quiere vaciar tu corazón de todo lo
que lo que lo pueda destruir. Deja que lo vacíe y que, una vez vacío, comience a llenarlo con su Amor.

ORACIÓN DE PERDÓN

El perdón es esencial para la sanación del corazón. Si no estás dispuesto perdonar no podrás sanar
completamente porque el resentimiento y el odio son todo lo contrario al amor que Dios quiere derramar en
tu corazón. Si quieres llenarte del amor de Dios debes renunciar al rencor y perdonar a aquél que te hirió. El
perdón libera y rompe ataduras. El perdón arranca la amargura del corazón y lo hace capaz de amar. El
perdón sana: date la oportunidad de sanar.

Te invito a que vayas siguiendo la siguiente oración y te detengas un momento cuando algo de lo que se
menciona en ella tenga qué ver contigo. Muchas veces nos negamos a recordar un momento doloroso porque
tenemos miedo de volver a sentir el mismo dolor de aquella ocasión. No tengas miedo. Invoca primero al
Señor, pídele que te acompañe en este momento. Cuéntale qué te pasó, qué te hicieron, cómo te lastimaron
y si sientes dolor pídele que lo arranque de tu corazón. No tengas miedo: él te ayudará. Después trae a tu
mente a esa persona que te hizo daño y muéstrasela a Jesús, pídele que la perdone y que te ayude a
perdonarla. Háblale en tu mente a esa persona y dile que la perdonas en el nombre de Jesús. Si no puedes
decírselo no te desesperes; pídele a Jesús que te ayude, que llene tu corazón con su amor, que te permita
ver a esa persona de la misma manera que él la ve, sin juzgarla, sin condenarla, sino tratando de
comprenderla. Verás cómo va cambiando el sentimiento que llevas en tu corazón y finalmente lograrás
perdonar.

SENOR JESÚS:

Quiero pedirte que me acompañes en este momento porque quiero perdonar a quien me ha ofendido y
necesito de tu ayuda. Tú sabes que mi corazón ha sido lastimado y no quiero volver a sentir el mismo dolor
de antes; quiero pedirte que vayas arrancando todo dolor, todo rencor, todo odio de mi corazón. Lléname
con tu amor y enséñame a perdonar.

 Perdono a mis padres porque no me dieron todo el amor y atención que yo necesitaba. Les perdono
las veces que me hicieron a un lado, los castigos injustos, los golpes y los gritos con los que me
hirieron. Les perdono también su silencio e indiferencia para conmigo. Les perdono las veces que se
gritaron y pelearon delante de mí. Les perdono sus incomprensiones o preferencia por otro de mis
hermanos.
Papá, mamá, yo les perdono de todo corazón con el mismo perdón de Cristo. Que Dios te bendiga,
papá; que Dios te bendiga, mamá. Yo les doy el abrazo de la paz y la reconciliación.

 Perdono a mis hermanos por todas las veces que no me tomaron en cuenta. Por hacerme a un lado en
sus juegos y diversiones. Porque a mí no me tenían la misma confianza que a sus amigos, por las
veces que se aprovecharon de mí y por las veces que me acusaron delante de mis padres.
Hermano, yo te perdono de todo corazón con el mismo perdón de Cristo. Que Dios te bendiga,
hermano. Te doy el abrazo de la paz y la reconciliación.

 Perdono también a mis compañeros de escuela por todas las burlas que hacían de mí o de mi familia.
Perdono al compañero que me puso aquél apodo que no me gustaba. Perdono a todos los que se reían
y burlaban de un defecto físico o de mi manera de ser.
Compañeros de escuela, yo les perdono de todo corazón como Cristo me ha perdonado a mí. Que Dios
los bendiga a todos en este momento. Yo les doy el abrazo de la paz y reconciliación, especialmente
a quien más me ofendió.

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 Perdono a mis profesores por las veces que me humillaron delante de mis compañeros, por sus
reprensiones o calificaciones injustas. Por no haberme apoyado o ayudado. Por los complejos que en
mí crearon con sus actitudes.
Maestros y profesores, en el nombre de Jesús los perdono de corazón por todo el mal que consciente
o inconscientemente me hicieron. Que Dios los bendiga a cada uno de ustedes. Yo les doy el abrazo
de la paz y reconciliación.

 Perdono igualmente a mis jefes y superiores que no reconocieron lo que yo era y hacía. Les perdono
sus favoritismos y arbitrariedades, porque por desconfianza nunca me dieron un cargo de verdadera
responsabilidad, por las veces que fui víctima de sus injusticias y de sus burlas. Les perdono el abuso
de autoridad, sus presiones y chantajes.
Jefes y superiores, en el nombre de Jesús yo los perdono de todo corazón. Que Dios los bendiga
abundantemente a todos ustedes. Yo les doy el abrazo de la paz y reconciliación.

 Perdono al novio(a) que hirió mi corazón, dejándolo lastimado y desconfiado. Perdono a la pareja
que se burló de mí y me usó como un mero pasatiempo en su vida. Lo perdono por no saber
corresponder con amor a mi amor.
Yo te amo ahora con el amor de Cristo, por eso te perdono de todo corazón. Que Dios te bendiga. Yo
te doy el abrazo de la paz y reconciliación.

 Perdono a mi esposo(a) por no haber sido lo que yo esperaba el día que nos casamos. Lo perdono por
todas las peleas y discusiones, incluso por sus golpes y heridas. Lo perdono por dejarme toda la
responsabilidad de la casa, por no interesarse ya en mí, por olvidar los detalles y todas aquellas cosas
que un día me hicieron enamorarme. Le perdono sus infidelidades, sus mentiras, sus engaños.
Yo te amo ahora con el amor de Cristo, por eso te perdono de todo corazón. Que Dios te bendiga. Yo
te doy el abrazo de la paz y reconciliación.

Del mismo modo, si hay otra persona a la que debas perdonar, hazlo. Algunos también deben perdonarse a
sí mismos por algún error cometido, una falta grave o simplemente porque no aceptan su forma de ser. Si hay
algo que no te puedas perdonar es momento de reconciliarte contigo mismo. Finalmente, si tienen algún
resentimiento contra Dios perdónalo. Algunos necesitan perdonarlo por permitir la muerte de algún ser
querido o por algún defecto físico que tienen o por algún otro motivo. Si este es tu caso también perdónalo a
él.

Finaliza tu oración:

En el nombre de Cristo yo perdono a todos los que han ofendido. En el nombre de Cristo renuncio a todo
odio, rencor y resentimiento que exista en mi corazón. De una manera especial perdono a la persona que más
me ha ofendido, que más mal me ha hecho. La perdono de todo corazón y para siempre con el mismo perdón
que Cristo ha tenido para conmigo. Pienso en esta persona y veo a Cristo junto a ella. Cristo la bendice y
abraza. Yo también la abrazo y le doy el perdón que Cristo me ha dado.

Quédate unos minutos más en presencia del Señor, dándole gracias por lo que comienza a hacer en tu
corazón. La sanación interior es un proceso que a veces lleva tiempo; lo importante es que Jesús ha
comenzado a tocar tu corazón. Él sabe qué es lo que más necesitas en este momento y te lo va a dar. Él sabe
qué necesita ser sanado primero y qué después. Confía en él; pon tu corazón en sus manos y deja que él haga
lo que sea necesario.

5. JESÚS ES EL SEÑOR

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La conversión no es cosa fácil. Muchos piensan que es suficiente con portarse bien y ya, pero esto es
mentira. Es imposible cambiar de la noche a la mañana, por lo que nuestro deseo de conversión debe
renovarse día con día.

Por otro lado, no es suficiente dejar de cometer pecados graves o con renunciar a Satanás. Algunos creen
que ya se convirtieron porque dejaron sus vicios, o porque ya van a la iglesia, pero esto también es falso.
Jesús nos invita a no conformarnos con lo que ya hemos logrado, sino que debemos seguir adelante. Nuestra
conversión nunca acaba, porque aunque lleguemos a la santidad aun así seguiremos luchando por no caer.

Pues bien, cuando alguien comienza a andar por este camino, debe tener una meta. Si tú has decidido
seguir a Jesús y deseas comenzar con ese proceso de conversión, debes tener un objetivo: hacer a Jesús el
centro de tu vida. Es decir, hacer a Jesús el Señor de tu vida, tu Señor. ¿Qué significa esto? Vamos a
explicarlo.

JESÚS ES EL SEÑOR

Quizá no entiendas qué significa hacer a Jesús el Señor de tu vida. Y es que en nuestra época la palabra
"señor" se utiliza tan corrientemente que ya ha perdido el significado que originalmente tenía. Ahora
llamamos "señor" al vecino, al desconocido, al que vende el pan, al de la tortillería, hasta al delincuente o
asesino. Pero antes no era así.

El primero en decir que Jesús es el Señor fue Pedro, quien afirmó: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de
Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien ustedes han crucificado" (Hch 2,36). Al oír
estas palabras, muchos se escandalizaron. ¡Cómo era posible que aquél hombre que murió de la forma más
humillante y dolorosa que existía fuera llamado "Señor"! Para ellos eso era una blasfemia. Vamos a explicar
por qué.

Los judíos a los cuales habló Pedro, tenían mucho respeto al Nombre de Dios: Yahveh. Con el fin de evitar
cualquier mal uso del Nombre divino, decidieron no pronunciarlo nunca. Cuando leían la Escritura, si había
algún pasaje en donde se encontrara "Yahveh", sustituían este nombre por el de "Señor". Así, se hizo común
que a Yahveh se le diera el nombre de Señor. Por eso, llamar a cualquier otra persona "Señor" era una falta de
respeto muy grande, porque se le estaba igualando con Dios.

Los apóstoles sabían esto, pero en vez de callar afirmaban cada vez con mayor fuerza que Jesús es el
Señor. Y aunque la gente no podía aceptar que un crucificado fuera igualado con Dios, ellos no dejaron de
proclamarlo. Es por eso que Pablo, hablando de Jesús, escribe una de las páginas más solemnes de toda la
Biblia:

"Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí
mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición
humana, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al Nombre de
Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús
es SEÑOR para gloria de Dios Padre" (Flp 2,6-11).

Jesús es ese Señor que merece todo honor, que posee todo el poder y toda la gloria. Ante él todos
doblarán la rodilla. Los que lo aman para adorarlo, los que lo niegan para pedir perdón, pero todos se
arrodillarán tarde o temprano ante él y confesarán la verdad: que Él es principio y fin de la creación, el alfa y
la omega, como dice la Escritura; que Él es dueño absoluto de todo: de lo que hay en el cielo, de lo que hay
en la tierra e, incluso, de lo que hay en los abismos; que Él es el Rey del universo, a quien todos deben no
sólo respeto o reverencia, sino adoración. Ante él nos postramos y ponemos el rostro en tierra, porque, como
dice la Palabra, su Nombre es "Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19,16).

FRÍO, TIBIO O CALIENTE

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Ahora te invito a que examines tu vida. Jesús es Señor de todo el universo y la creación entera está a sus
pies, pero, ¿y tú? ¿Estará Jesús reinando en tu vida?

Es común ver a los niños jugando a las adivinanzas. Si alguien está a punto de descubrir la adivinanza
decimos que está caliente. Si de plano anda perdido decimos que está frío. Pero hay un punto intermedio: de
repente parece que sí va a adivinar, luego parece que no y, de seguir así, el juego nunca acabaría. En este
caso decimos que está tibio.

Pues bien, en nuestra relación con Jesús también podemos estar fríos, tibios o calientes. Vamos a explicar
esto con tres dibujos:

YO YO
YO

En el primer dibujo vemos que en el centro del círculo, que representa mi vida, estoy yo. Yo soy el centro
de mi vida. En mi vida se hace lo que yo mando. No admito que venga alguien a decirme cómo debo vivir,
porque yo soy mi propio rey. Jesús está completamente afuera. Una persona así no desea conocer a Dios y,
aunque puede creer en él, no lo toma en cuenta en los asuntos de su vida. Sus asuntos personales los quiere
arreglar solo, sin importarle si a los ojos de Dios actúa mal. El primer círculo representa, pues, a la persona
fría.

El segundo círculo ha cambiado un poco. Jesús está ya dentro de mi vida. Creo en él, voy a misa los
domingos, trato de portarme bien, hasta voy a un grupo en la Iglesia. Pero da lo mismo que en el dibujo
anterior, porque el centro de mi vida sigo siendo yo. Aunque crea en Dios, sólo acudo a él cuando me
conviene o cuando tengo una necesidad. Pero nada más se presenta la oportunidad de pecar y ya ni me
acuerdo de él. Nada más tengo la oportunidad de mentir o de inventar un chisme y lo hago. Nada más se
presenta la oportunidad de burlarme de mi hermano y ni me acuerdo del mandamiento del amor. Nada más
veo una botella de vino y no me importa que a Jesús no le guste que me emborrache. Nada más se me
presenta la oportunidad de tener relaciones sexuales y mando a volar al Señor. Pero eso sí, no falto a misa ni
al grupo, porque si no el Señor se enoja. El hombre tibio es un hipócrita; para él Dios es sólo un adorno en su
vida.

Finalmente, vemos el tercer dibujo muy diferente. El centro ya no lo ocupo yo, sino Jesús. He reconocido
que solo no puedo, por eso me hago a un lado para que el Señor tome las riendas de mi vida. Ahora Jesús es
mi Rey: cumplo su voluntad porque sé que es lo que más me conviene, y no me importa privarme de algunos
gustos o dejar a un lado vicios que a nada me llevan porque estoy seguro que Jesús me puede dar todo lo que
necesito. Ahora no soy cristiano sólo de labios para afuera, sino de corazón. Pues bien, este es el hombre
caliente, el único capaz de agradar a Dios.

Ahora bien, reflexiona un poco: ¿cuál de estos tres es tu caso? ¿Eres frío, tibio o caliente? Pero no te
engañes ni trates de engañar al Señor, porque él te conoce a la perfección:

"Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que
eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca" (Ap 3,15-16).

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¡Qué palabras tan duras para la gente tibia! Si Jesús habla así es porque a él lo que más le molesta es la
hipocresía. Si vas a ser caliente, síguelo. Si no estás seguro, mejor quédate en la frialdad, porque es más fácil
que una persona fría se arrepienta y crea, a que alguien tibio tome a Dios en serio. Y es que Dios no acepta
que tengas otros "señores" en tu vida. Él no va a ver cuánto le das, sino con cuánto te quedas. No se conforma
con una parte de ti: lo quiere todo.

Por eso, debes tomar una decisión: seguir tu vida con Jesús o sin él. Si decides hacer a Jesús el centro de
tu vida debes renunciar formalmente a todo lo que se oponga a su señorío: a todo pecado, vicio,
resentimiento y estilo de vida que lo contradiga. Y no se trata de que tengas que cambiar de un día para otro;
se trata de hacer el compromiso de esforzarte seriamente por vencer en ti todo lo que esté en contra de tu
Señor.

CONVIERTE A JESÚS EN EL SEÑOR DE TU VIDA

Jesús es Señor de todo el universo; todos los ángeles le obedecen, millones de seres lo sirven. Sin
embargo, nunca va a reinar sobre ti si tú no lo dejas. Aunque tenga todo poder en el cielo y en la tierra,
respeta tu decisión. Él no quiere entrar a la fuerza a tu vida, sino que respetuosamente toca a la puerta:

"Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré a su casa y cenaré
con él y él conmigo" (Ap 3,20).

Si tu deseo es abrirle la puerta de tu corazón, díselo. Entrégale cada área de tu vida, desde lo más
exterior, como tu cuerpo, hasta lo más profundo, como tu corazón. Y cuando llegues a esas cosas tan ocultas
que a veces tenemos, a esos pecados que no queremos que nadie sepa, también dáselos, porque aunque sean
desagradables él desea adueñarse también de ellos. Sólo así podrá purificarte y sanar tu corazón. Pero no le
escondas nada; recuérdalo: o frío o caliente, o todo o nada.

Si ya le entregaste todos los aspectos de tu vida con la firme voluntad de rendirte a él, ahora proclámalo
tu Señor; confiesa con tus labios que él es tu Dueño y cree en tu corazón que él es el Rey de tu vida. Porque si
confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos,
serás salvo (Rm 10,9).

PROCLAMACIÓN DEL SEÑORÍO DE JESÚS

32
Si quieres que Jesús sea el centro de tu vida, tu Señor, ponte delante de él y háblale. Invítalo a tu
corazón, ábrele la puerta y déjalo entrar a tu vida. No te preocupes si nunca has orado o si no sabes cómo
hablarle a Jesús. Él no quiere palabras bonitas sino palabras sinceras. Él no quiere un gran orador sino un
corazón humilde y dispuesto a entregarse.

Si te ayudan las siguientes palabras, díselas; pero sería mejor si le dijeras las palabras que vayan naciendo
de tu corazón:

SEÑOR JESÚS:

Hoy vengo ante ti porque quiero alabarte. Quiero bendecir tu Nombre, exaltarte, darte toda la gloria y
todo honor. Eres el Señor del Universo, el Dueño de todo cuanto existe, el Rey de reyes y Señor de señores.
Y, ahora, quiero que seas también el Señor de mi vida.

Por eso te abro de par en par mi corazón. Ven a mi corazón; entra en mi vida. Sé que ahí puedes
encontrar cosas que no te gustan, pero aduéñate de todo: saca lo que no te gusta, limpia lo que está sucio,
ilumina aquellos momentos oscuros de mi vida. Conviértete en el centro de mi vida. Desde hoy quiero que
todo lo que haga y diga sea inspirado por ti, que en todo momento estés presente con tu amor. Desde hoy tu
Palabra será la luz que guíe mis pasos; desde hoy lucharé por cumplir tu voluntad en todo momento y lugar.

Quiero que tú seas Señor de todo lo que soy, pero también de todo lo que tengo. Por eso te entrego a mi
familia, a mis amigos y a todas las personas que amo; te entrego mi trabajo, mi escuela, mis pasatiempos y
diversiones; te entrego mi tiempo y mi esfuerzo de todos los días. Quiero llevarte a todos los lugares a donde
vaya y encontrarte en todas las personas que vea. Quiero que me acompañes en cada momento de mi vida.

Te proclamo como el Señor de mi vida. Sé que no es fácil cumplir lo que hoy te digo, por eso te pido tu
ayuda. Úngeme con tu Espíritu, revísteme con la Fuerza que viene de lo alto. Que tu Espíritu me vaya
transformando en un nuevo ser, y que con mi vida pueda darle la gloria al Padre de los cielos, a quien deseo
amar con todo mi ser, con toda mi alma y con todas mis fuerzas.

Hoy, te proclamo mi Señor, mi único Señor, y me comprometo a seguirte todos los días de mi vida.

7. LA PROMESA DEL PADRE

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Seguramente te has dado cuenta de que las exigencias del Señor son grandes. Lo que pasa es que Dios te
pide mucho porque también quiere darte mucho.

Dios tiene un regalo muy grande, un Don muy grande que quiere darte. Este Don es para todos aquellos
que creen en Jesús y lo aceptan como su Salvador; es para todos aquellos que hacen a Jesús el Señor de sus
vidas. Ya lo había prometido numerosas veces a lo largo de muchos siglos a través de los profetas. Jesús
también habló de esta promesa y le pidió a los apóstoles que la esperaran con fe. Finalmente, los apóstoles,
después de recibir este Don, predicaron que la Promesa del Padre era para todos los que recibieran al Señor
en su corazón.

¿Cuál es esa Promesa del Padre tan anunciada y tan esperada por los profetas y los apóstoles? ¿En qué
consiste ese gran Don de Dios? A continuación hablaremos de la Promesa del Padre.

LA PROMESA DEL PADRE

Recordemos que el hombre se alejó de Dios a causa de su pecado. Pasaron muchos siglos antes de que
Jesucristo se hiciera hombre para morir en la cruz, y en todo este tiempo el pueblo de Dios mantenía viva su
esperanza de salvación gracias a las promesas hechas por Dios.

Así, al hombre que se sentía lejos de Dios, al hombre que creía que Dios le había ocultado su rostro para
no verlo más, Dios le promete:

“No les ocultaré más mi rostro, porque derramaré mi Espíritu sobre la casa de Israel” (Ez 39,29).

Y quienes vivían como muertos a causa del pecado, a quienes no podían liberarse de las pesadas cadenas
con las que el pecado los había atado y que vivían cada día deseando morir, Dios les dice:

“Infundiré mi Espíritu en ustedes y vivirán” (Ez 37,14).

Pues bien, esta es la promesa del Padre: Derramar su Espíritu sobre el hombre, Espíritu que da vida, que
libera, que transforma, Espíritu que une al hombre con Dios, porque el Espíritu de Dios no es otra cosa que
Dios mismo habitando en el corazón del hombre. El Espíritu de Dios es el gran Don que el Señor promete para
todo hombre; el Espíritu de Dios, llamado también Espíritu Santo, es la gran Promesa del Padre.

EL ESPÍRITU SANTO ES PARA TODOS

Antes de la muerte y resurrección de Jesús, Dios sólo daba su Espíritu a ciertas personas elegidas, las
cuales tenían una misión importante qué cumplir. Por ejemplo, la Escritura nos dice que hombres como
Moisés, Josué, Samuel, David y Elías, sólo por nombrar a algunos, estaban llenos del Espíritu Santo. Él era
quien los guiaba, y gracias a su inspiración pudieron cumplir la tarea que Dios les encomendaba. Otros, como
Saúl y Salomón, por no escuchar al Espíritu terminaron por perderse.

Y cómo dejar de mencionar a la llena de gracia, María, la llena del Espíritu de Dios. Ella Se dejó guiar en
todo momento por ese Espíritu que la cubrió desde el día de la Anunciación. Y antes de la llegada de Jesús el
Espíritu llenó a otro hombre: Juan el Bautista. Ungido para preparar el camino de Dios, fue este último quien
anunció mientras bautizaba en las aguas del río Jordán: “Yo los bautizo con agua; pero viene el que es más
fuerte que yo. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego.” (Lc 3,16).

Porque Dios ya no deseaba llenar con su Espíritu a unos cuántos. El Espíritu no iba a ser un Don para
algunos elegidos. Dios quería derramarlo sobre todos sus hijos, porque todos sus hijos eran elegidos para la
vida eterna. Por eso prometió:

“Esto es lo que ha de suceder después: Yo derramaré mi Espíritu sobre cualquier mortal. Tus hijos y tus
hijas profetizarán, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas
derramaré mi Espíritu en aquellos días. Y habrá señales prodigiosas en el cielo y en la tierra.” (Jl 3,1-3).

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Dios deja de escoger a unos pocos y quiere dar su Espíritu a todos, porque quiere vivir cerca de todos. Y
también te lo quiere dar a ti, para que ya no te sientas lejos de Dios, para que ya no te dejes dominar por el
pecado, sino que tengas vida, vida en abundancia. Dios quiere darte su Espíritu porque quiere que vivas. Esta
es la Promesa del Padre para ti.

TRANSFORMACIÓN INTERIOR

Dios anunciaba la venida del Espíritu como un acontecimiento que estremecería al mundo entero. Por eso
hablaba de señales prodigiosas en el cielo y en la tierra. Sin embargo, la imagen que más utilizaban los
profetas era la de una renovación: el Espíritu Santo vendría atraer nueva vida. Así, por ejemplo, el profeta
Isaías anunciaba:

“Derramaré agua sobre el suelo sediento, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi Espíritu sobre tu
raza y mi bendición cubrirá tu descendencia” (Is 44,3).

En verdad el Espíritu santo vendría a cambiar las cosas, a restaurar aquello que estaba destruido, a dar
vida a aquello que había muerto. Pero el cambio más importante se realizaría dentro de las personas que lo
recibieran, en su corazón mismo. Porque el corazón del hombre se había endurecido con el pecado.

Tú mismo puedes ver que tu corazón quizá sea duro como piedra. Quizá a tu corazón l e cuesta trabajo
amar y mucho más perdonar; se le hace más fácil guardar rencor, buscar venganza, o simplemente olvidarse
de los demás para ocuparse egoístamente de sí mismo. Tu corazón quizá ya no sienta paz, al contrario, las
preocupaciones de la vida lo han llenado de angustia, desesperación, frustración. ¿Cuántas cosas te roban la
paz en este momento? A tu corazón le falta alegría, y no hablo se esa sonrisa superficial que todos podemos
dar, sino del gozo que nace de lo más profundo, que te hace sentir una gran deseo de vivir. ¿Cuántas tristezas
guardas en tu corazón en este instante?

Pues bien, este es el corazón de piedra que Dios quiere cambiar. Por eso promete:

“Los rociaré con agua pura y quedarán purificados; de todas sus impurezas y de todas sus basuras los
purificaré. Y les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo, quitaré de su carne el
corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que se conduzcan
según mis preceptos y observen y practiquen mis normas” (Ez 36,25-27).

Veamos con detenimiento en qué consiste su promesa. En primer lugar, quiere limpiarte, quiere quitar de
tu corazón toda impureza. No basta con perdonar tu pecado, porque tu interior necesita ser purificado, ser
sanado. No tiene caso que Dios te limpie si después vas a volver a ensuciarte. Por eso, el Señor quiere cambiar
tu corazón para que ya no viva esclavizado por el pecado, quiere fortalecerte para que ya no caigas ante
cualquier tentación. Así, si ese corazón de piedra que tienes ahora comienza a transformarse en un corazón
de carne, podrás cumplir con sus mandamientos.

¿Y cómo lo hará? Por medio de su Espíritu. Su Espíritu será el que cambie tu corazón; su Espíritu te
purificará, te sanará; su Espíritu te enseñará cuál es la voluntad de Dios; su Espíritu te guiará y te fortalecerá
para poder cumplirla. Su Espíritu es quien te transformará interiormente. Es como si el Espíritu te hiciera
nacer de nuevo. Por eso dice: “les daré un corazón nuevo”.

JESÚS REPITE LA PROMESA

Jesús también habló acerca de la promesa del Padre. Varias veces lo hizo, pero fue durante la última cena
donde lo vemos hablar con más insistencia del Espíritu Santo, anunciando su venida como algo ya muy
cercano. Imagínate la importancia que esta venida tenía que llegó a decir a sus apóstoles:

“Pero yo les digo la verdad: les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el
Paráclito; pero si me voy, se los enviaré” (Jn 16,7).

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Finalmente, después de resucitar de entre los muertos y antes de ascender a los cielos, Jesús habló de
esta forma a los apóstoles:

“Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad
hasta que sean revestidos del poder desde lo alto” (Lc 24,49).

“Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch
1,5).

Así, todo quedaba preparado para el cumplimiento de la Promesa. El Espíritu sería derramado sobre todos
los hombres, incluyéndote a ti, para darles una nueva vida y colmarlos de bendiciones. Nadie imaginaba lo
que el Espíritu estaba preparando para aquellos que le abrieran su corazón. Tú tampoco te imaginas lo que el
Espíritu tiene preparado para ti si le abres tu corazón el día de hoy.

8. PENTECOSTÉS

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“Derramaré mi Espíritu sobre todos los mortales…” (Jl 3,1), prometió el Padre. Y Jesús también recordó
en varias ocasiones a sus discípulos esta Promesa. Antes de volver al Padre, Jesús anuncia como inminente la
llegada del Espíritu:

“Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Por su parte permanezcan en la ciudad
hasta que sean revestidos del poder desde lo alto” (Lc 24,49).

“Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch
1,5).

Y bien, ¿cuándo se cumplió esta Promesa? Ahora lo veremos.

PENTECOSTÉS, CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA.

El Padre cumplió su promesa durante la celebración de una fiesta judía muy importante en aquel tiempo,
llamada Pentecostés. Habían pasado diez días desde que Jesús había ascendido al cielo y cincuenta días desde
que había resucitado.

La fiesta de Pentecostés se llamaba también Fiesta de la Siega o de las Semanas, porque se celebraba
siete semanas después de la Pascua. En un principio, se trataba sólo de una celebración agrícola que marcaba
el fin de la cosecha, pero después adquirió un significado muy profundo: ese día recordaban la Alianza que
Dios había hecho con el pueblo de Israel, aquel día en que Yahveh dio las Tablas de la Ley a Moisés. Por eso
acudía mucha gente al Templo de Jerusalén, incluso gente que vivía en otros países y que hablaba otros
idiomas, pero que tenía la misma fe.

Pues bien, ese día había una gran cantidad de personas en la ciudad. Los apóstoles, en compañía de María
y otros discípulos, también estaban en Jerusalén como Jesús les ordenó. Pero no estaban en la fiesta:
permanecían juntos en el sitio en donde se había realizado la última cena, orando, esperando el cumplimiento
de la Promesa. La Escritura nos cuenta:

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un
ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les
aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron
todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse.

Había en Jerusalén hombres piadosos que ahí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el
cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de admiración al oírles hablar a cada uno en
su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: “¿Es que no son galileos todos estos que están hablando?
Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?… Todos les oímos hablar en
nuestra lengua las maravillas de Dios.”… Otros en cambio decían riéndose: “¡Están borrachos!”. (Hch 2, 1-
17).

Fue increíble esta manifestación del Espíritu; no había lugar a dudas: el Padre había cumplido su Promesa.
El Espíritu manifestó su presencia mediante signos maravillosos, algunos de los cuales fueron inmediatos y
visibles para todos; otros, por el contrario, por ser internos, se fueron descubriendo a través del tiempo.

SIGNOS EXTERNOS

Fueron los más visibles y, por lo mismo, los que atrajeron más la atención de la gente. Esto no quiere decir
que sean los más importantes, pero gracias a ellos los apóstoles comprendieron, sin lugar a dudas, que el
Padre cumplía la promesa de enviar su Espíritu. Mencionaremos tres:

1. Una ráfaga de viento:

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En la Biblia se menciona con frecuencia al viento como símbolo del Espíritu de Dios. De hecho, la palabra
hebrea “Ruaj” significa al mismo tiempo viento, soplo y espíritu. Por ejemplo, cuando Dios creó al hombre
soplo sobre él y le dio un aliento de vida (cfr.Gén 2,7). Ahora, Dios volvía a soplar sobre toda la humanidad
para darle un nuevo Espíritu, que es señor y dador de vida. Ya lo había pedido el profeta Ezequiel: “Ven,
Espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan” (Ez 37,9).

2. Lenguas de fuego:

El fuego es señal inequívoca de la presencia de Dios. Así se manifestó Dios a Moisés en la zarza ardiendo,
en el monte Sinaí. Así contestó a la oración de Elías en el monte Carmelo. Por eso, en la Escritura vemos al
fuego como un signo importante de la presencia de Dios.

Además, el fuego tiene otros significados: da luz, da calor y sirve para purificar. A esto ha venido el
Espíritu: a iluminar nuestra mente con su luz, a encender en nuestro corazón la llama del amor y a purificar
nuestra alma.

3. Se pusieron a hablar en otras lenguas:

El Espíritu Santo manifestó su presencia de una forma nueva y sorprendente. La Escritura nos cuenta que
los apóstoles se pusieron a hablar en otras lenguas, de tal manera que las personas que los escucharon, a
pesar de que venían de otros países y hablaban otros idiomas, pudieron escuchar las maravillas de Dios.

De esta manera quedaba claro que la salvación era ofrecida por Dios a todos los pueblos y que todas las
personas de cualquier raza o nación estaban llamadas a participar del Don del Espíritu. También se anunciaba
la predicación del Evangelio que se realizaría a partir de ese momento, predicación que llegaría hasta los
confines del mundo y en las más diversas lenguas.

SIGNOS INTERNOS

Ya vimos que el día de Pentecostés el Espíritu manifestó su presencia por medio de signos que todos
pudieron ver y oír. Pero también se manifestó interiormente, transformando el corazón de los apóstoles y
preparándolos para su misión de evangelizar el mundo. Entre los signos internos más importantes tenemos los
siguientes:

1. Una fuerte experiencia de conversión:

El Espíritu Santo transformó los corazones de lo apóstoles. Ya había prometido Dios a través del profeta
Ezequiel: “Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un Espíritu nuevo” (Ez 36,26). Y así fue: es como
si Dios hubiera cambiado el corazón de cada uno de los que recibieron el Espíritu, porque a partir de ese
momento se sintieron liberados, sanados, purificados, con un deseo muy grande de agradar a Dios, de cumplir
sus mandamientos, de serle fieles en todo. En una palabra, experimentaron un profundo cambio en su forma
de pensar y de actuar, una verdadera conversión.

2. Deseo de alabar a Dios:

“Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’, si no es inspirado por el Espíritu” (1Co 12,3). Es el Espíritu Santo
quien despierta en nuestro corazón el deseo sincero de alabar a Dios, siendo la alabanza un signo claro de su
presencia. Y esto es lo que sucedió a los apóstoles. Ellos, al recibir el Espíritu Santo, comenzaron a alabar a
Dios y a proclamar sus maravillas, incluso en lenguas desconocidas para ellos.

3. Valentía para predicar la Palabra de Dios:

Antes de Pentecostés, los apóstoles estaban llenos de temor, escondidos por miedo a los judíos. Ya se ha
mencionado que permanecían juntos orando, pero una de las razones por las cuales no se separaban era que
estaban temerosos de salir a la calle, de ser vistos y reconocidos por aquellos que mataron al Maestro.

Pensemos en Pedro. Una vez dijo a Jesús: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte”
(Lc 22,33). ¿Y qué pasó? Por miedo, abandonó a Jesús en Getsemaní y, aunque pretendió defenderlo con la

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espada, terminó huyendo con los demás. Por miedo, lo negó tres veces al ser interrogado sobre su relación
con el Señor. ¿Dónde quedó la promesa de seguirlo hasta la muerte? ¿Dónde su valor y su fe? El miedo lo hizo
olvidar sus promesas, su compromiso, su amor. Ahora, en Pentecostés, este mismo Pedro es quien toma la
palabra para predicar a Cristo. ¿Te acuerdas que algunos decían que los apóstoles estaban borrachos? Mira lo
que les dijo Pedro:

Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: “Judíos y habitantes todos de
Jerusalén: Que les quede esto bien claro y presten atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como
ustedes suponen,… sino que es lo que dijo el profeta: ‘Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi
Espíritu sobre toda carne’…” (Hch 2,14-17).

El Espíritu quitó de su corazón todo temor y lo llenó de fortaleza para dar testimonio de Jesús. Porque
después de estas palabras, arriesgando el todo por el todo, da la cara y anuncia con poder la resurrección del
Señor. Sin temor a ser arrestado, acusa a los judíos de haber matado al Mesías. Y, finalmente, con sus
palabras, pero sobre todo, gracias a la acción del Espíritu Santo, ese día tres mil personas que escucharon su
predicación se convierten y piden ser bautizadas en el Nombre de Jesús. Un cambio tan admirable sólo puede
ser obra de Dios.

A partir de ese momento, cada vez que se sentían amenazados, los apóstoles invocaban al Espíritu Santo.
¿Y qué pasaba? Nos dice la Escritura: Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios
con valentía (Hch 4,31). Así, seguían predicando con fuerza la Palabra de Dios. Ya no había temor, al
contrario: cada prueba era una oportunidad para dar testimonio del Señor.

NACIMIENTO DE LA IGLESIA

A partir de ese momento, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta cómo fue predicada la Palabra
de Dios, primero en Jerusalén y luego en lugares cada vez más alejados. Pero los apóstoles no estaban solos
en esta predicación: el Espíritu los acompañaba haciendo signos prodigiosos. Nos dice la Escritura:

“Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con
las señales que la acompañaban” (Mc 16,20).

Así, era común que los apóstoles realizaran milagros y señales prodigiosas al anunciar la Palabra, lo cual
despertaba la fe de las personas que los escuchaban y se unían cada vez más miembros a la primera
comunidad cristiana.

Así nació la Iglesia. Por eso podemos decir que Pentecostés fue el día en que nació nuestra Iglesia, ya que
ese día tres mil personas abrazaron nuestra fe y se convirtieron al Señor.

Pero esta Iglesia tenía una característica muy especial: aunque Pedro y los apóstoles estaban a la cabeza,
se podía constatar que era el Espíritu Santo quien la guiaba. Él era el que daba a los apóstoles la sabiduría
para dirigirla. Él era quien hacía señales milagrosas para despertar la fe de la gente. Él repartía a los
miembros de la Iglesia dones para poder edificarla. Él daba a quienes deseaban servir al Señor dones para
poder hacerlo. Estos dones se llaman carismas y son ciertas capacidades que el Espíritu da para poder servir al
Señor y a los hermanos. Estos carismas son para todos aquellos que se abren a la acción del Espíritu. Estos
carismas edifican a la Iglesia y la mantienen viva.

Actualmente el Espíritu sigue repartiendo carismas en su Iglesia. Algunos son sencillos, como la capacidad
de animar a la gente, de acogerla, de aconsejar al hermano, de ayudar al pobre, etc. Otros llaman más la
atención, como el don de lenguas, la profecía, el don de sanación, etc. Pero todos tienen un mismo fin:
edificar la Iglesia. Y aunque algunos nos parezcan extraordinarios en realidad no lo son, porque el Espíritu
puede actuar como quiere y en quien quiere, ya que para él nada es extraordinario. Lo que pasa es que ya no
tenemos la misma fe de los apóstoles y por eso no vemos los mismos prodigios que ellos veían. Sólo basta que
creamos para ver nuevamente estas maravillas.

TÚ PUEDES EXPERIMENTAR LOS EFECTOS DE PENTECOSTÉS EN TU VIDA

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Pues bien, estos son solamente algunos de los signos que acompañaron al Espíritu Santo en su efusión. Así
cumplió el Padre su Promesa. Pero la Promesa del Padre no es algo que quedó en el pasado, algo ajeno a ti.
Esto no es así. El mismo Pedro dijo a la gente que lo escuchaba aquella mañana de Pentecostés:

“Pues la Promesa es para ustedes y para sus hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el
Señor Dios nuestro” (Hch 2,39).

A ti también te ha llamado el Señor y, por lo tanto, te hace la Promesa de derramar su Espíritu sobre ti,
como en un nuevo Pentecostés. El Espíritu puede cambiar tu corazón, puede transformarte como lo hizo con
los apóstoles, puede darte carismas para servirlo, puede darte una vida nueva, porque la Promesa es para ti.

9. LA PROMESA ES PARA TI

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“Esto es lo que ha de suceder después: Yo derramaré mi Espíritu sobre cualquier mortal. Tus hijos y tus
hijas profetizarán, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas
derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2).

Esta es la Promesa del Padre. Ya vimos cómo se cumplió el día de Pentecostés y cómo los apóstoles fueron
revestidos del poder del Espíritu. Ya vimos cómo el Espíritu transformó sus corazones y les dio valentía para
dar testimonio de Jesús.

Pues bien, todas estas cosas no tendrían sentido si no hubiera otra Palabra del Señor, que es la que
ahora te presentamos:

“La Promesa es para ustedes y para sus hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el
Señor Dios nuestro” (Hch 2,39).

Esta es la noticia más importante: que la Promesa del Padre es para ti y no sólo para los profetas, no sólo
para el pueblo de Israel, no sólo para los apóstoles, sino para ti. Muchos creen que los sucesos de Pentecostés
son sólo historia que no puede volver a repetirse, que todo lo que cuenta la Escritura es cosa del pasado.
Muchos dicen que ya no puede darse una efusión del Espíritu de la misma forma, con la misma fuerza, y esto
es falso. ¿Acaso no dice la Escritura que la Promesa del Espíritu es para todos los mortales? ¿Acaso dice que
sólo era para los apóstoles y para los primeros cristianos? ¿O será que el Espíritu ya no tiene poder para
transformar los corazones? ¿Ya no puede dar vida, ya no puede sanar, ya no puede purificar, ya no lo
necesitamos para evangelizar?

La Promesa es para ti, dice la Palabra de Dios. Si lo crees, puede cumplirse hoy mismo. Hoy puedes recibir
la Fuerza de lo Alto, hoy puedes revestirte de una nueva vida, hoy puedes recibir un nuevo corazón. Hoy
puedes experimentar lo que vivieron los apóstoles. Hoy puedes vivir un nuevo Pentecostés.

PREPÁRATE PARA RECIBIR EL ESPÍRITU

¿Qué tienes que hacer para que la Promesa del Padre se cumpla hoy en ti? Todo es cuestión de que creas;
todo depende de la disposición que tengas.

1. Deséalo en tu corazón:

Una vez Jesús se puso de pie y gritó con voz potente: “El que tenga sed, que venga a mí. Pues el que cree en
mí tendrá de beber. Lo dice la Escritura: de su seno brotarán ríos de agua viva” (Jn 7,37-38). Y a
continuación la Biblia explica que decía esto Jesús refiriéndose al Espíritu Santo que recibirían los que
creyeran en él (Jn 7,39).

Pues bien, lo primero que tienes que hacer para recibir la Promesa del Padre es desearlo de verdad, es
tener sed de esa vida nueva que quiere darte el Espíritu. No le pidas al Padre su Espíritu si lo único que tienes
es curiosidad. Hazlo sólo si sientes una verdadera necesidad de él. Dice el Salmista: “Como anhela la cierva
estar junto al arroyo, así mi alma desea, Señor, estar contigo. Sediento estoy del Dios de la vida” (Sal 42, 2-
3). Así también tú debes estar sediento de Dios, debes anhelar recibir esa vida abundante para poder
acercarte a beber del agua de la vida:

“El que tenga sed, que se acerque; y el que lo desee, reciba gratuitamente el agua de la vida” (Ap 22,17).

2. Invócalo con fe:

Si deseas recibir al Espíritu Santo, pídeselo a Dios hoy. Háblale al Padre y pídele que cumpla su Promesa.
Jesús nos enseña: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y se les abrirá. Porque todo el
que pide recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta se le abrirá. ¿Habrá un padre entre todos
ustedes que dé a su hijo una serpiente cuando le pide pan? Y si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a quienes se lo pidan!” (Lc 11,9-13).

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Háblale también a Jesús y pídele que envíe al Espíritu, porque también él lo prometió. “Miren, yo voy a
enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre” (Lc 24,49). “Les conviene que yo me vaya, porque mientras no
me vaya, el Paráclito no vendrá a ustedes. Yo me voy, y es para enviárselo” (Jn 16,7).

Háblale al Espíritu, invócalo, invítalo a tu corazón. Aquí es necesario aclarar una cosa. Si estás bautizado,
el Espíritu ya habita en ti. El problema es que no puede actuar si tú no se lo pides. Ha vivido en ti ignorado y
ahora quiere manifestarse, si así lo deseas. Por eso, el decirle “ven” no quiere decir que tenga que venir de
lejos, sino que quieres que manifieste su presencia en ti. Decirle “ven” es lo mismo que decirle “hazte
presente en mi vida”, “muévete en mí”, “manifiéstate en mí”.

Dile que quieres sentir su presencia, que lo necesitas, que quieres llenarte de vida nueva. Dile que cambie
tu corazón, que transforme tu vida. Y díselo con fe, no para ver qué pasa, sino con la seguridad de que
escucha tu oración y hace caso a tu súplica.

3. Ábrele tu corazón:

Dice el Señor: “Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en cu casa
y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

¿Qué esperas? Ábrele la puerta, déjalo pasar. Dile que tu corazón está abierto, que tu alma está dispuesta.
¿Tú serías capaz de entrar a una casa ajena sin no te invitan a pasar? Lo mismo pasa con el Espíritu: no pude
adueñarse de tu corazón si tú no lo invitas. No puede hacer nada sin tu permiso, porque respeta tu libertad.

Y al Espíritu no le importa si sabes orar o no. No le interesa escuchar palabras bonitas: le interesa
encontrar un corazón abierto, dispuesto a recibirlo. El Espíritu no se deja llevar por apariencias, sino que lee
los corazones, y si ve en ti un corazón sediento, deseoso de una vida nueva, te colmará del agua de la vida.

EXPERIMENTA A DIOS

¿Qué se siente abrirle el corazón al Espíritu? ¿Qué se siente recibir la fuerza de lo alto? La experiencia de
Dios es algo muy difícil de describir. Nadie te puede decir qué es lo que vas a vivir al recibir la Promesa del
Padre en tu vida. Pero no te preocupes: no es tan importante lo que se siente, sino lo que el Espíritu Santo
hace en tu interior. Algunas personas no sienten nada y no por eso vamos a dudar de la acción del Espíritu,
porque a veces su obra es muy discreta. Otros sienten un gozo que nunca habían sentido, una paz muy
profunda, un amor que nunca habían experimentado. Estos son algunos de los frutos del Espíritu Santo
mencionados por San Pablo (cf Gál 5,22-23), y los pueden experimentar todos aquellos que se abren a la
acción del Señor. Algunos más lloran, pero no es un llanto desesperado, doloroso, sino un llanto lleno de paz y
de alegría.

En general, cuando el Espíritu se hace presente se experimenta una gran paz. No es simplemente estar
tranquilo o sentirse relajado. Muchos dicen que al realizar meditación, yoga, etc., pueden alcanzar la paz. La
paz que te da el Espíritu es algo totalmente distinto, es algo que supera por mucho al a paz artificial
producida por estas disciplinas. La paz que da el Espíritu es una sensación de bienestar, una seguridad de que
no hay nada qué temer, una convicción muy profunda del amor y de la protección del Señor. Esta paz no se
va, se queda contigo a pesar de lo que puedas vivir, de lo que puedas sufrir, porque la paz de Dios permanece
en tu corazón siempre. Cuando no hay paz es muy difícil creer que el Espíritu pueda estar presente.

CARISMAS

Finalmente diremos una palabra sobre algunas manifestaciones sobrenaturales. Dice la Palabra de Dios:

Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo… A cada cual se le otorga la manifestación del
Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de
ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único
Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, don de

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lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu,
distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad (1Co 12,4-11).

Puede ser que en el momento de orar recibas algún carisma, como por ejemplo el don de lenguas. Hay
quienes ven alguna visión en la cual el Señor les manifiesta algo; otros pueden escuchar a Dios mediante una
inspiración interior o una cita bíblica revelada en ese momento. En fin, el Espíritu puede manifestarse de
múltiples maneras que quizá no hayas visto antes. No tengas miedo: cuando Dios actúa siempre lo hace en un
ambiente de paz y orden. Si tú tienes alguna de estas experiencias no te cierres, no la rechaces. Acepta con
gozo y agradecimiento cualquier regalo del Señor y después cuenta tu experiencia a algún hermano que pueda
ayudarte a entender lo que pasó.

Dice la Palabra de Dios que el Espíritu reparte sus carismas según su voluntad. Esto es, da el carisma que
quiere a la persona que él elige. Muchos desean en su corazón tener algún carisma, sobre todo alguno de los
más extraordinarios, y lo piden insistentemente. Sin embargo, es Dios quien decide qué da y a quién lo da. A
ti no te corresponde decidir qué carisma es el mejor para ti. A ti te toca abrir tu corazón con sinceridad y Dios
decidirá si es el tiempo de que recibas algún don o todavía no.

En fin, no te preocupes por lo que puedas sentir, y mucho menos intentes imitar a otros. Cada quien vive
su experiencia de Dios de manera distinta. Lo que sí es seguro es que tu vida va a cambiar y que ya no vas a
ser el mismo de antes, porque comenzarás a notar una transformación interior. El Espíritu cambiará tu
corazón de piedra en un corazón de carne. El Espíritu Santo que es Señor y dador de vida, te dará una nueva
vida.

Pues bien, dispongamos nuestro corazón para recibir la promesa del Padre, y pidamos que se cumplan en
nosotros las palabras del Señor:

“He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49).

LA EFUSIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

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La efusión del Espíritu Santo en Pentecostés fue un acontecimiento comunitario. Era una comunidad de
creyentes la que se reunió para orar, no personas aisladas. Del mismo modo, en nuestros días, la efusión del
Espíritu se debe pedir en un ambiente de oración comunitaria; debe ser la comunidad la que ore por aquellos
que no han tenido esta experiencia. De hecho, el gesto de la imposición de manos que se usa con frecuencia
tiene este carácter comunitario: como soy tu hermano te apoyo en tu oración, oro junto a ti, intercedo por ti.

Sin embargo, si quieres recibir esta efusión puedes ir preparando tu corazón desde este momento, aunque
estés a solas. Puedes orar a Dios pidiendo que se cumpla esta promesa en tu persona. Puedes abrir tu corazón
al Espíritu Santo e invitarlo a entrar en él. Dios no tiene reglas para actuar. Jesús dijo que el Espíritu Santo
sopla donde quiere, y si quiere soplar sobre ti no hay quien le pueda decir que no. Al Espíritu no le podemos
poner reglas, así es que, si él quiere, te puede regalar tu propio Pentecostés hoy.

ORACIÓN PARA PEDIR LA EFUSIÓN DEL ESPÍRITU

Ponte delante de Dios, piensa en él, en sus promesas, en la vida nueva que quiere darte, y háblale con las
palabras que salgan de tu corazón. La mejor oración es la que nace de tu interior en forma espontánea.
Básicamente debes hacer dos cosas: pedir que se cumpla en ti la promesa del Padre y abrir tu corazón al
Espíritu Santo e invitarlo a entrar en él. La siguiente oración de puede ayudar:

Padre bueno, quiero alabarte y bendecirte por tu inmenso amor, por tu misericordia, por tu majestad y
poder. Quiero abrirte mi corazón y dártelo como ofrenda, porque eres bueno y me llenas de bendiciones.

Mira mi corazón: no es como tú quisieras que fuera. Está endurecido; el pecado lo ha hecho como de
piedra. Quiero pedirte que cumplas tu promesa: que infundas tu Espíritu sobre mí para que este corazón de
piedra sea convertido en un corazón de carne. Necesito renacer, renovarme. Lléname de tu Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, para que me llene de una vida nueva.

Tú prometiste derramar tu Espíritu sobre todos los hombres y mujeres. Tú prometiste derramarlo sobre
jóvenes y ancianos. Yo sé que la promesa es también para mi, no por mis méritos sino por tu misericordia.
Derrama tu Espíritu sobre mí, dame de beber del agua de la vida, infunde sobre mí tu Espíritu para que viva
de verdad.

Señor Jesús, tú que fuiste ungido por el Espíritu Santo, envía ese mismo Espíritu sobre mí para que
también yo sea ungido con la Fuerza de lo alto. Tú prometiste que cuando te fueras no nos dejarías
huérfanos, sino que enviarías otro Abogado, otro Maestro, otro Consolador. Yo necesito a ese Abogado para
que me defienda; a ese Maestro para que me haga entender todas las cosas que aún no comprendo; a ese
Consolador para que esté a mi lado en los momentos difíciles y me sostenga en la adversidad. Envíalo sobre
mí; que hoy quede revestido del poder del Espíritu para ser testigo tuyo hasta los confines de la tierra.

Espíritu Santo, ven sobre mí. Te abro mi corazón. Enciende en mí ese fuego que no se apaga. Entra en mi
corazón y transfórmalo. Purifica lo que esté sucio, endereza lo que esté torcido, sana lo que esté herido,
quita lo que te estorbe. Haz lo que sea necesario para renovar mi corazón; yo me ofrezco para que actúes en
mí con toda libertad.

Y sobre todo, lléname de amor. Que mi corazón se inflame de amor para Dios y para mis hermanos. Que
mi corazón se llene de tus dones, de tus carismas, pero sobre todo, de tu amor. Que desde hoy dé gloria a
Dios a través de mis buenas obras, de mi oración, de mi alabanza, de mi servicio, de mi vida entera.

Gracias, Señor, porque me amas. Gracias por tu Espíritu que santifica y que da vida. Gracias porque soy
tu hijo y me tratas como si fuera el mejor de tus hijos. Gracias por todas tus bendiciones. Bendito y alabado
seas por siempre, Señor.

Continúa en la presencia del Señor y sigue alabándolo. La alabanza es la mejor forma de abrirle la puerta
del corazón al Espíritu para que actúe. La alabanza sana, libera, transforma, renueva. La alabanza es la mejor
forma de disponer el corazón para recibir las bendiciones del Señor. Alábalo y bendícelo de corazón. Si no
sabes cómo hacerlo no te preocupes. Pide al Espíritu Santo que te inspire una alabanza agradable a Dios:

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verás como llegan a tu boca esas palabras agradables al Señor. No te canses de ofrecérselas; no te canses de
alabar al Señor.

10. LA COMUNIDAD CRISTIANA

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El Espíritu Santo produce abundantes frutos en quien lo recibe. También regala a quien quiere múltiples
carismas. Sin embargo, no servirían de nada si no hubiera con quién compartirlos. Por eso, el mismo Espíritu
suscita en el recién convertido la necesidad de reunirse con otras personas para compartir la misma fe e
intercambiar sus experiencias. De hecho, uno de los frutos más preciosos de Pentecostés fue el nacimiento de
la primera comunidad cristiana. Nos dice la Escritura que a los apóstoles se les unieron aquél día unas tres mil
almas (Hch 2,41), constituyéndose así la Iglesia.

NECESIDAD DE UNA COMUNIDAD

Lo que pasa es que conocer a Dios es la experiencia más importante de toda la vida, y algo tan grande no
puede vivirse aisladamente. Por otro lado, esa primera experiencia pronto perdería su fuerza si no se
mantuviera viva dentro de una comunidad conformada por personas que han vivido algo similar.

¿Qué pasaría si sacaras una brasa ardiendo de una fogata y la pusieras en otro lugar? Después de un rato se
apagaría. Lo mismo te sucederá si no te integras a una comunidad. Por más grande que sea tu experiencia de
Dios, por más profundo que sea tu cambio, terminará por apagarse ese fuego que el Espíritu ha encendido en
ti si no lo alimentas constantemente dentro de una comunidad.

¿Qué pasaría si trataras de arrancar una hoja de un directorio telefónico para romperla? Lo conseguirías
fácilmente. Pero si en lugar de una hoja trataras de partir a la mitad el directorio completo, sería muy difícil
lograrlo. Lo mismo sucederá contigo: estando solo caerás fácilmente ante las dificultades, pero en comunidad
obtendrás la fuerza necesaria para resistir las pruebas que se te presenten en el futuro.

Esto lo comprendieron bien los primeros cristianos, los cuales le dieron una gran importancia a sus
reuniones comunitarias. Por eso nos dice la Escritura:

“Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones (Hch 2,42).

Estas son las cuatro características de una comunidad cristiana, y son los cuatro medios de crecimiento
que el Señor te da para no estancarte.

Vamos a revisar cada uno de ellos en el siguiente orden: en primer lugar, las oraciones, las cuales
prolongan y hacen vivir de forma permanente ese primer encuentro con Dios que cambió tu vida; en segundo
lugar, la enseñanza, la cual encontramos fundamentada en la Palabra de Dios, que debe ser estudiada
personalmente y en comunidad; en tercer lugar, la fracción del pan, la cual corresponde a nuestra actual
Misa, centro de todo culto en nuestra Iglesia; y por último, la comunión, que no consiste en la simple
convivencia, sino en el compromiso de unos con otros de vivir en la caridad y en la ayuda mutua.

EN LA COMUNIDAD SE ORA

Existen muchas definiciones de oración. La mayoría concuerda en que la oración en un diálogo con Dios, en
donde le hablamos y él nos responde, aunque hay veces en que en la oración no hay palabras. Por eso, otros
dicen que la oración consiste en permanecer en la presencia de Dios con la atención puesta en él. Nosotros
nos limitaremos a decir una cosa: la oración es un encuentro con Dios, en donde, ya sea con palabras o en el
más profundo silencio, con cantos de alabanza o con lágrimas suplicantes, nos ponemos en presencia de
nuestro Dios con el fin de abrirle el corazón.

Quizá tú no sepas orar; quizá cuando te dicen que le hables a Dios no sabes ni cómo empezar. Pues bien,
la oración comunitaria es esa gran escuela en donde aprenderás a orar cada vez mejor. Además, la oración
que se realiza en comunidad tiene una gran efectividad, ya que Jesús prometió: "Les aseguro que si dos de
ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que sea, lo conseguirán de mi Padre que está
en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt
18,19-20).

Por eso, es importante que una vez que hayas conocido al Señor te integres a una comunidad que ore.
Existen muchos grupos en la Iglesia, pero en realidad son pocos los que oran. Si quieres crecer

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espiritualmente, si quieres conocer más profundamente al Señor y deseas ser transformado por él, debes
buscar hermanos que te enseñen a orar y que oren contigo, y no solamente un grupo en donde se hagan miles
de actividades pero sin que realmente sea el Señor el centro de ese grupo.

Es importante señalar que la oración comunitaria no sustituye a la oración que tú debes hacer
personalmente. Es necesario que busques un momento del día para estar a solas con Dios. La gente que no ora
se estanca y ya no crece. Si no oras, la vida nueva que empiezas a experimentar terminará por marchitarse. Si
no oras, la experiencia de conocer a Dios irá quedando poco a poco en el olvido. Si no oras, de nada te servirá
haber abierto tu corazón al Señor.

En una comunidad donde todos sus miembros oran diariamente, las asambleas comunitarias se convierten
en verdaderas experiencias de Dios. Al contrario, si muy pocos son los que oran, las asambleas serán
monótonas y se sentirá una sensación de vacío, de sequedad, porque será más difícil entrar en la presencia
del Señor. Así pues, la oración personal y comunitaria es el primer medio de crecimiento que el Señor pone a
tu alcance.

EN LA COMUNIDAD SE ENSEÑA

Todo lo que has aprendido hasta este momento no es sino una pequeñísima parte de la doctrina cristiana;
solamente es la introducción. De hecho, algunos le llaman primer anuncio o evangelización inicial. Es lo que
los apóstoles predicaban a aquellos que no conocían a Cristo.

Obviamente, esto no es suficiente. Para crecer espiritualmente es necesario continuar aprendiendo más
cosas. Es por eso que la enseñanza es de gran importancia en una comunidad, sobre todo en nuestros tiempos,
en donde a cada paso que damos nos encontramos con personas que cuestionan nuestra fe. ¿Qué vas a hacer
cuando alguien te pregunte para qué vas a Misa? ¿O qué le vas a contestar a quien te diga que la Biblia es pura
fantasía? Y si te encuentras a algún hermano separado mejor ni te cuento, ¿cómo vas a defender tu fe? Es
indispensable que empieces a aprender algo sobre las cuestiones básicas de tu religión.

Es muy importante que te integres a una comunidad en donde se dé una enseñanza progresiva y bien
programada. Dentro de la Iglesia numerosas personas se dedican a la enseñanza, pero ten presente que en
este momento lo que necesitas es ante todo una enseñanza práctica, no teórica. Necesitas que te enseñen a
vivir como un hombre espiritual; necesitas aprender a orar, a leer la Biblia; debes saber cómo aprovechar los
sacramentos, cómo sacar mayor fruto de la Reconciliación, cómo sacar más fruto de la Misa. En una palabra,
necesitas que te enseñen a vivir como cristiano.

La enseñanza impartida en una comunidad debe estar 100% basada en la Palabra de Dios. La Escritura es la
fuente de donde brota toda enseñanza. No se trata de aprender conceptos difíciles ni teorías novedosas; no se
trata de llenarnos de conocimientos puramente humanos. Se trata de alimentarnos con la Palabra de nuestro
Señor, que es luz que ilumina toda oscuridad, alimento para el alma, lluvia que hace germinar la fe. La
lectura de la Biblia es uno de los medios de crecimiento más importantes.

Dice la Escritura: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que una espada de doble filo” (Hb
4,12). Esto quiere decir que la Palabra de Dios tiene un poder muy especial: penetra hasta lo más profundo de
tu alma y la transforma, cambiando tu forma de pensar y de actuar. Si no tienes Biblia, es mejor que vayas
consiguiendo una, porque la utilizarás durante toda tu vida.

Y es que es necesario que además de la enseñanza recibida en la comunidad, comiences a leer la Biblia.
No importa que leas poco o que vayas muy lento, lo que importa es que empieces a hacerlo ya. Quizá te
desesperes al ver que la Biblia es un libro muy grande y que a veces es difícil de entender. Esto es lógico; es
como si quisieras entender de inmediato un libro de medicina o de física o de matemáticas. Debes empezar
por lo más sencillo, que son los Evangelios. Posteriormente puedes continuar con todo el Nuevo Testamento.
En tu comunidad te dirán la mejor forma de seguir tu lectura y te explicarán lo que no entiendas.

Hay gente que pretende estudiar la Palabra de Dios individualmente y cree que no necesita de nadie para
entenderla. Es verdad que en nuestra casa debemos leer y estudiar la Escritura, pero siempre debe haber
alguien que nos guíe, porque podemos equivocarnos y entender las cosas de manera diferente. Por eso,
aunque leas la Biblia de forma individual, no dejes de consultar a algún hermano cuando tengas dudas.

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EN LA COMUNIDAD SE CELEBRA LA FRACCIÓN DEL PAN

Quizá nunca hayas oído este nombre. Fracción del pan es el nombre que anteriormente se le daba a la
Misa. También se le ha llamado Cena del Señor o Eucaristía, que significa acción de gracias. Desde los
primeros tiempos de la Iglesia los cristianos acudían a Misa porque sabían de su importancia. Es más, la Misa
siempre ha sido la celebración más importante de toda comunidad cristiana verdadera.

Actualmente hay mucha gente que asiste a la comunidad pero no va a Misa. Y las excusas son muchas, y a
veces hasta razonables. Pero, ¿para qué hacerse el tonto? El que no acude a Misa simplemente desaprovecha
el medio por el cual el Señor regala sus bendiciones de una manera más abundante. No hay celebración más
grande en la Iglesia ni lugar donde la presencia de Dios se manifieste de manera más admirable. Quien
desprecia la Misa, desprecia al Señor que se hace presente de manera real en ella. Quizás a veces estés
cansado, o tengas mucho trabajo o mil cosas más, pero bien vale la pena hacer un esfuerzo por asistir a Misa.

Si deseas crecer espiritualmente debes fortalecerte, y esa fortaleza la encuentras en la Eucaristía. Por eso
es importante comulgar, ya que la Comunión es el mejor alimento para el alma. Ir a Misa y no comulgar, es
tan ilógico como ir a una cena y no cenar. Muchos dicen que les gustaría comulgar pero no pueden porque no
se han confesado en mucho tiempo. Si este es tu caso, ¿qué esperas? No seas de los que por pena o miedo a la
confesión se quedan sin recibir al Señor. No seas de los que no se confiesan porque piensan que el sacerdote
no tiene derecho a saber su vida, o dicen que no se van a confesar con alguien que quizá sea más pecador.
Porque si existen muchos pretextos para no ir a Misa, existen muchos más para no confesarse. Lo único cierto
es que quien no se confiesa y no comulga, demuestra que ni conoce ni ama al Señor.

Jesús dijo: "En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su
sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna" (Jn 6,53-54).
Muchos se quejan de que no encuentran paz en sus vidas, de que Jesús no los sana de sus heridas, de que no
pueden resistir a las tentaciones. Pues bien, si no comulgan, ¿cómo lo van a lograr? Jesús lo dice claramente:
quien no comulga no tiene vida. Por eso, si no comulgas no te quejes de que el Señor no te escucha, de que el
Señor está lejos, de que el Señor no te sana, de que el Señor no te ayuda, etc., etc.

Pues bien, si quieres tener esa vida en abundancia que Jesús promete, haz el propósito de asistir
continuamente a Misa y comulgar, si se puede, todos los días. En la medida que vayas comprendiendo el
significado de cada una de sus partes sacarás mayor provecho espiritual de ella. En la medida que dejes de ser
sólo oyente y participes sirviendo de alguna forma, en algún ministerio, te irá gustando más, y el ir a Misa no
será una obligación sino una necesidad.

EN LA COMUNIDAD SE VIVE EN COMUNIÓN CON LOS HERMANOS

Durante la Última Cena, Cristo resumió su enseñanza diciendo a sus apóstoles: “Les doy un mandamiento
nuevo: que se amen los unos a los otros. Que como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a
los otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13, 34-
35). Pues bien, después de la efusión de Pentecostés los apóstoles pusieron en práctica este mandato del
Señor. La primera comunidad cristiana se distinguió por el amor que se tenían unos a otros.

Nos dice la Escritura: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (Hch
4,32). Esto habla de la unión tan grande que existía entre los primeros cristianos. La primera comunidad
cristiana no era simplemente un grupo de personas que creían en lo mismo. Tampoco era un lugar donde la
gente acudía buscando un remedio a sus necesidades. Mucho menos era un club en donde se hacían nuevos
amigos. Era algo mucho más profundo; algo que ellos llamaban “koinonía”, que significa comunión.

“Comunión” es una palabra muy mal entendida. Existen dentro de la Iglesia numerosos grupos, sobre todo
de jóvenes, que confunden la comunión con la convivencia. Creen que es suficiente reunirse con otros
hermanos para realizar actividades recreativas. Creen que basta con buscar nuevos amigos y servir de alguna
forma en la Iglesia junto con ellos. Consideran que lo importante es tener un lugar en donde se pueda ocupar
el tiempo libre de una forma positiva y, de paso, divertirse sanamente. Todo esto está muy bien, pero no es la

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comunión de que nos habla la Biblia. Debido a esta forma incompleta de ver las cosas, existen muchos grupos
que en lugar de parecer una comunidad parecen un club social.

La comunión de que habla la Biblia es ese acercamiento que debemos tener con nuestros hermanos, a tal
grado, que seamos capaces de compartir con los demás nuestras ideas, nuestras necesidades, nuestras
alegrías y tristezas, nuestros bienes materiales, nuestro tiempo, en fin, nuestras vidas. Vivir en comunión
significa tener una misma forma de pensar, de sentir, de vivir. Las personas que viven en comunión tienen
algo que los une de una forma especial: el amor de Dios derramado en sus corazones. Es el amor el alma de
toda comunidad cristiana, de tal modo que sus miembros son capaces de sacrificarse los unos por los otros por
amor. Quizá esto te parezca algo muy difícil. Pues tienes razón: lo es, y requiere de un esfuerzo muy grande
por parte de todos para poder conseguirlo.

Y lo más importante: si Cristo no es el Señor en la vida de cada hermano de la comunidad, nunca podrá
esta persona vivir en el amor. Si Cristo no es el centro de la comunidad completa, jamás se podrá llegar a una
verdadera comunión.

LA COMUNIDAD NO ES ALGO OPCIONAL

La comunidad no es algo opcional. Es indispensable para aquél que quiera crecer en la vida nueva en el
Espíritu. Si deseas progresar espiritualmente, busca de inmediato una comunidad a la cual puedas integrarte.
Y no seas como la mayoría de la gente: muchos comienzan a asistir a su comunidad por un tiempo, pero
cuando se les pasa el entusiasmo empiezan a faltar hasta que la abandonan totalmente. Tú no seas
inconstante: persevera en el camino que comienzas.

Y, cuando llegues a una comunidad, no esperes encontrar gente perfecta. Todos los que asisten a ella se
encuentran como tú, luchando por ser mejores. El aceptar a los demás es el primer paso para llegar a la
comunión verdadera. Recuerda que tú también tienes cosas que quizá a los demás no les gusten. Cumple con
la regla que Jesús nos manda: "Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos" (Mt 7,12). En
otras palabras, debes tratar a los demás como te gustaría que los demás te trataran a ti. Haciendo esto,
pronto serás parte importante de tu comunidad y experimentarás lo hermoso que es estar unido a tus
hermanos en el amor de Jesús.

CONCLUSIÓN
CRECIMIENTO ESPIRITUAL

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Toda vida que nace debe ser alimentada para que pueda crecer. Lo mismo pasa con la vida nueva que
Jesús te da. Para que esta vida en abundancia comience a crecer debes alimentarla; de lo contrario, poco a
poco se irá perdiendo todo aquello que el Señor te ha dado. Ya mencionamos la importancia de que te
integres a una comunidad en la que puedas compartir tu fe con otros hermanos. Sin una comunidad cristiana
es muy difícil que puedas crecer; es muy difícil que puedas mantener encendido el fuego que el Espíritu Santo
ha puesto en tu corazón.

Pero la comunidad sola no es suficiente: muchos van una vez a la semana a su comunidad y el resto de
tiempo se olvidan de Dios. Así nunca van a crecer. La vida espiritual debe vivirse a diario; el alimento
espiritual debe buscarse a diario. Por eso dice san Pedro:

“Como niños recién nacidos, busquen la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcan para la
salvación” (1Pe 2,2).

San Pedro al hablar de una leche espiritual necesaria para crecer se refiere al alimento espiritual que
debes buscar todos los días. Un recién nacido debe alimentarse para crecer. Un recién nacido en el Espíritu
también debe alimentarse para crecer; de lo contrario, se quedará siendo un niño toda su vida y no podrá
recibir más bendiciones del Señor.

El principal alimento espiritual lo encontramos en la Eucaristía, aunque también son muy importantes la
Palabra de Dios y la oración personal.

a) La Eucaristía.

“En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen
vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6,53-54).

Más claro no puede estar. Si no comemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no podremos tener esa vida
nueva que Jesús nos da. ¿Y dónde podemos comer este alimento tan precioso? En la Santa Misa. La Misa es el
tesoro más grande y más ignorado que tiene la Iglesia. El más grande porque en él se nos da Jesús mismo en
alimento; el más ignorado porque a la mayoría de los católicos no les interesa ni la muerte ni la resurrección
de Jesús y mucho menos comer de ese Cuerpo que fue entregado para salvarnos del pecado y rescatarnos de
la muerte. Casi nadie tiene tiempo para cosas como estas.

Esos mismos que rechazan el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ¿serían capaces de pasar varios días sin comer?
Seguramente no, porque el cuerpo necesita alimentarse a diario y al faltar el alimento inmediatamente nos
sentimos mal. Entonces, ¿por qué pasamos días, meses y hasta años sin comulgar? Nuestra alma también
requiere de alimento. Por eso, asiste a Misa frecuentemente, lo más seguido que puedas. Y comulga. La
mayoría de los católicos no tiene vida en abundancia porque no comulga. Trata de comulgar lo más seguido
que puedas y, de ser posible, todos los días. No es exageración, no es fanatismo. Deja que la gente muerte
siga muerta: tú recibe la vida en abundancia que Cristo te da en la Eucaristía.

b) La Palabra de Dios.

“No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

La Palabra de Dios también es alimento espiritual. Consigue una Biblia y comienza a leerla poco a poco, sin
prisa. A fin de cuentas tienes toda la vida para acabarla. Comienza a leer los Evangelios, para que veas todo
lo que Jesús hacía y enseñaba. Y no te conformes con leer: pon en práctica lo que aprendiste. Si no entiendes
algo, no te preocupes: todas las biblias católicas tienen una pequeña explicación de los pasajes más difíciles.
Si no, acude con uno de tus hermanos mayores de la comunidad: ellos te podrán ayudar.

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La Palabra de Dios también puede ser escuchada en la Santa Misa. Cada vez que asistas, pon atención a lo
que dice la Escritura que se proclama. La mayoría de la gente desperdicia la oportunidad de alimentarse con
el pan de la Palabra. Mientras Dios habla, mucha gente platica y se distrae con otras cosas que no tienen
importancia. Tú no seas así. Ya sea en Misa, ya sea en casa, dale a la Palabra de Dios la importancia que tiene
y trata de acercarte a ella diariamente, ya que es un medio excelente para crecer.

c) La Oración Personal.

Cuando un niño necesita algo, lo pide. No se detiene a pensar si se puede o no se puede, si es oportuno o
no hablar. Él lo pide porque confía en sus padres. Tú también, como niño espiritual, puedes hablarle a tu
Padre Dios cuando necesites algo. Lo que debes hacer cuando te sientas mal, cuando tengas dudas o cuando
quieras pedir algo, es orar. Y como diariamente tenemos necesidades, debes orar todos los días.

¿Cómo orar? ¿Qué podemos decirle a Dios? Quizá tengas dificultades para hacerlo las primeras veces. No te
preocupes; simplemente háblale a Dios de la misma forma que un niño le habla a su papá cuando necesita
algo. Ten confianza, pídele lo que quieras y dale las gracias por lo que te ha dado. Más adelante aprenderás a
orar más y mejor, lo importante es comenzar a hacerlo ya.

Pero no ores solamente para pedir cosas. Es muy triste que muchos católicos se acuerdan de hablarle a
Dios sólo cuando necesitan algo. La oración que más deberíamos hacer es la alabanza, no la petición. Dios
merece ser alabado por lo que es, por su grandeza, por su amor. Aunque no recibieras nada de él, merecería
ser alabado. Por eso dice la Escritura:

“Ríndanle alabanza, exalten al Señor todo lo que puedan: ¡Él merece mucho más! Exáltenlo con todas sus
fuerzas, no se cansen, que nunca será suficiente” (Eclo 43,30).

Alaba al Señor todo lo que puedas, en todo momento, en todo lugar. Nunca será suficiente, porque
siempre se merece más.

CONCLUSIÓN

Tener una experiencia de Dios y recibir la efusión de su Espíritu no es una meta: es un principio. Si tú has
vivido estas cosas, entonces inicias un camino muy largo, un camino de toda la vida. Lo que has vivido hasta
hoy es nada comparado con lo que el Señor quiere darte después. Conforme vas creciendo, vas recibiendo
cosas mucho más grandes y maravillosas de Dios. Dios no te muestra ahora toda su gloria y todo su poder
porque, simplemente, no podrías con tanto.

Si quieres vivir grandes cosas con Dios, persevera, sigue adelante. Inicias un camino difícil, pesado, lleno
de sacrificios, pero lleno de tantas bendiciones y tantas satisfacciones que todo lo demás te parecerá poco.
No te dejes vencer por la apatía que veas a tu alrededor ni por las críticas o las burlas que seguramente
escucharás si saben que has abierto tu corazón a Jesús. Tú ya no eres como los demás y por eso ya no puedes
vivir como los demás.

“Así pues, hermanos míos muy amados, manténganse firmes e inconmovibles. Dedíquense a la obra del
Señor en todo momento, conscientes de que con él no será estéril su trabajo” (1 Co 15,58).

“Permanece fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Ap 2,10).

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