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EL MUNDO DE LA VIOLENCIA EN LA LITERATURA COLOMBIANA

LAURA DANIELA HERNANDEZ HERNANDEZ


1101
SEMINARIO DE ESPAÑOL
ALFREDO SANCHEZ AGUILAR

COLEGIO RAMON B JIMENO

Bogotá D.C.

2022
TESIS: En obras como “Los Ejércitos” de Evelio Rosero, evidenciamos que la violencia en la
literatura colombiana nos hace vivir dentro de otros mundos sin darnos cuenta
EL MUNDO DE LA VIOLENCIA EN LA LITERATURA COLOMBIANA

-“Jugar para un niño y una niña es la posibilidad de recortar un trocito


de mundo y manipularlo para entenderlo.” - Ernst Nufert

Nosotros los seres humanos tenemos una

habilidad bastante particular que nos diferencia del resto de seres vivos en el planeta,

nosotros podemos vivir lo que no existe, esperar lo que no llega, ¿esto que quiere decir?

Quiere decir que es posible para nosotros inferir que algo ocurrirá o ocurre sin tener que ser

testigo visual de los hechos, creamos constantemente realidades, unas donde morimos, otras

donde triunfamos y así sucesivamente, la violencia en la literatura es una oportunidad de

vivir un mundo adaptado para ser parecido a aquella experiencia atroz de los colombianos

que vivieron la cruda realidad del mundo físico.

En el libro de “los Ejércitos ”, La ilustración que Kamil Vonjar hace a la portada de la

novela presenta a una mujer que mira hacia atrás mientras se va alejando de un lugar que

parece devastado. La imagen remite a la historia bíblica de Lot, que huye con su familia de

Sodoma antes de que ésta sea ajusticiada por la furia de Dios. Sodoma y Gomorra eran,

recordemos, lugares perdidos por la injusticia y maldad de sus habitantes. Al no haber

siquiera cincuenta justos entre toda la población, el lugar es arrasado por la mano

inmisericorde del creador. En la novela, en cambio, el pueblo en el que ocurre la narración

está condenado a su desaparición aunque los injustos no sean los habitantes del pueblo sino

los que vienen de afuera: los ejércitos que se enfrentan en los alrededores del pueblo y
progresivamente se lo van tomando sin que se pueda reconocer “a qué ejército pertenecen,

los rostros igual de despiadados” (p. 98). “Sea quienes sean, las mismas manos” (p. 110).

Como vemos, la ilustración de la novela sugiere una actualización del mito bíblico en el

que, a diferencia del original, no hay Dios ni ley que castigue a los injustos que se toman el

pueblo progresivamente y terminan por desplazar a sus habitantes. El destino del pueblo,

igual que el de Lot y su familia, es el de marcharse sin mirar atrás. Ismael, en la tradición

judeocristiana, fue el primer hijo varón que tuvo Abraham a los ochenta y seis años. Ismael,

celoso por el nacimiento de su hermano Isaac, fue condenado a vagar por el desierto de

Parán junto a su madre, Arán. Ismael Pasos, en cambio, parece condenado a vagar sin

encontrar un oasis que lo libre del infierno en el que se convierte San José.

No es el único intertexto de Los ejércitos. Antes de empezar la novela, como epígrafe, se

lee la siguiente cita de Molière: “¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?”. La

referencia, tomada de la comedia El enfermo imaginario, nos sitúa en el momento en el que

Argan, un hipocondríaco y sobreprotector patriarca burgués francés, decide pasar por

muerto para descubrir qué tanto lo aman sus allegados. El simulacro de la muerte de Argan

se actualiza, en tono trágico, en la figura de don Ismael Pasos. El viejo profesor, en su

peregrinar por el pueblo buscando a su esposa, deambula como muerto por las allanadas

calles de San José: “A este viejo no hace falta matarlo, ¿no lo ven? Parece muerto. ¿Le

damos chumbimba de la buena? No es el mismo viejo que vimos muerto hace un minuto?

Sí, el mismo. Mírenlo qué rosado, no huele a muerto, a lo mejor es un santo” (187). La

comedia de Molière termina con un final feliz: Argan descubre el falso amor de su esposa

—a quien piensa dejarle toda su fortuna— y el verdadero amor que le profesa su hija. En la
novela de Rosero, por el contrario, la posibilidad de un final feliz para don Ismael —que

implicaría el reencuentro con su esposa y la resurrección del pueblo— es imposible. De

hecho, el final de la novela sugiere la próxima muerte del narrador y protagonista del relato:

“Quieto”, gritan, me rodean, presiento por un segundo que incluso me temen, y me temen

ahora cuando estoy más solo de lo que estoy, “Su nombre” (...); les diré que me llamo

Simón Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez,

creerán que me burlo y dispararán, así será (203).

El segundo intertexto bíblico de la novela inicia con la descripción del patio de la casa en la

que viven Ismael y Otilia —profesores jubilados que llevan juntos cuarenta años. Mientras

se sube en el árbol a coger naranjas, Ismael aprovecha para espiar a su vecina, que se

acuesta desnuda al lado de la piscina a disfrutar del sol. La risa de las guacamayas, la

presencia acusadora de los gatos que desde el piso escrutan al viejo profesor, los peces, el

palo de naranjas y el mismo sol hacen parte de una naturaleza rebosante, que parece

sincretizarse en Geraldina, su vecina. “Geraldina no habla, aúlla” (p. 16); su sonrisa es “una

bandada de palomas explotando intempestiva a la orilla del muro” (p. 17). Además, camina

desnuda con la naturalidad y desvergüenza de un animal. Ella se sabe observada por su

vecino pero eso no la perturba. En cambio, se le acerca, le recibe y muerde una naranja.

Entonces: “un efluvio amargo y dulce se remontó desde la boca enrojecida” (p. 17). De esta

manera se constituye una correspondencia natural entre los seres humanos y la naturaleza

que nos remite a la idea del Edén. Este locus amoenus de San José, en el que Geraldina
camina desnuda con la desvergüenza anterior al pecado original y muerde un fruto que le

ofrecen de un árbol, nos recuerda la historia del pecado original. En la novela de Rosero,

empero, el destierro del paraíso no es responsabilidad de quienes habitan este lugar sino,

más bien, de fuerzas externas que con el uso de la violencia transforman progresivamente

este pueblo en un locus horribilis.

Los ejércitos, en la medida en que van cercando el pueblo, van creando una atmósfera

“irrespirable (...) un lento desasosiego, [que] se apodera de todo, no solo del ánimo

humano, sino de las plantas, de los gatos que atisban alrededor de los peces inmóviles” (p.

83). De esta forma, la naturaleza, antes exultante, parece congelarse por efecto de la

violencia, que cae como un “paño de niebla, oscureciéndolo todo” (p. 84), e incluso se

manifiesta como un “aire oscuro” (p. 84) que persigue a Ismael por las calles. Así, pues,

conforme los ejércitos se toman a San José la atmósfera se materializa como algo que

persigue a las personas e invade a los animales. “Es la muerte viva”, dirá el narrador

desconsolado.

La progresión de la violencia desuela a San José. Lo que era antes un pueblo tranquilo —

con episodios de violencia, pero aislados y no frecuentes— ha cedido su lugar a un pueblo

oscuro, sin vida, en el que la naturaleza descrita en las primeras páginas de la novela ha

sido aniquilada: Ismael encuentra su naranjo incendiado y cortado, el cadáver de uno de sus

gatos en las raíces del árbol y las guacamayas de Geraldina flotando en la piscina vecina.

Algunos animales son salvados, como en el diluvio, pero no por compasión con ellos, sino
porque son objetos de lujo del general Palacios. En este caso, el intertexto alude claramente

a la priorización que el máximo representante de la policía hace de la mercancía sobre el

valor de la vida de los habitantes del pueblo. No obstante, lo que constituye el principal

acto transgresor hacia la naturaleza es la violación que un grupo de soldados hace al cuerpo

sin vida de Geraldina, máxima expresión de la naturaleza, Eva asesinada y violada:

Olvidándome de todo, sólo buscando a Geraldina, me sorprendí avanzando yo mismo hacia

ellos [soldados de algún ejército]. Nadie reparó en mi presencia; me detuve, como ellos,

otra esfinge de piedra, oscura, surgida en la puerta. Entre los brazos de una mecedora de

mimbre, estaba —abierta a plenitud, desmadejada— Geraldina desnuda, la cabeza

sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la violaba (202).

Como hemos visto, los intertextos orientan una mirada desesperanzadora sobre la población

civil de San José. Este pueblo pequeño, caluroso y con nombre de santo —como tantos

otros que existen en Colombia—, está condenado al éxodo sin que haya un Dios que guíe a

los desprotegidos hacia una tierra prometida. La misma situación la había presenciado

Ismael: “Hace años, antes del ataque a la iglesia, pasaban por nuestro pueblo los

desplazados de otros pueblos, los veíamos cruzar por la carretera, filas interminables de

hombres y niños y mujeres, muchedumbre sin pan y sin destino” (116). Así pues, la

repetición de los desplazamientos forzosos permite pensar en una circularidad de la

violencia. Ésta, por lo tanto, se entrona en el lugar de Dios, y la gente comenta su

inexistencia o su impiedad: “ ‘Mataron a una recién nacida’, y se persignan:


‘Descuartizada. No hay Dios’ ” (35), concluyen unas ex alumnas de Ismael que conversan

entre sí. Un soldado de alguno de los ejércitos se burla de su existencia: “¿No quieres un

pedazo de pan, santo? Pídele a Dios” (187). Para concluir, el mismo Ismael parece

constatar la carcajada que el creador está echando desde el cielo: “Escucho las primeras

gotas de lluvia, gordas, aisladas, caer como grandes flores arrugadas que estallan en el

polvo: el diluvio, Señor, el diluvio, pero cesan de inmediato las gotas”

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