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y
Procedimientos
del Coaching
Ontológico
(Primera parte)
Rafael Echeverría
y Alicia Pizarro
Newfield Consulting
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© Newfield Consulting 1998
ETAPAS Y PROCEDIMIENTOS DEL COACHING
ONTOLÓGICO
(PRIMERA PARTE)
Hemos señalado que el coaching ontológico es un proceso de aprendizaje a través del
cual transformamos el tipo de observador que somos con la ayuda de una persona que
sirve de coach. Al modificar el tipo de observador que somos transformamos también la
forma como actuamos. La modificación conjunta de nuestra forma de observar y de
actuar, nos permite decir que éste es un proceso que compromete y transforma nuestra
forma de ser. De allí el apelativo “ontológico” que lleva este tipo de coaching.
I. LA ETAPA DE LA INTRODUCIÓN
Esta etapa suele iniciarse con una declaración de quiebre. Normalmente esta
declaración es efectuada por quién se transformará posteriormente en el coachado.
Junto con la declaración de quiebre, esa misma persona suele declarar también la
necesidad de que otra persona le sirva de coach, dado que considera que dicho quiebre
apunta a insuficiencias del observador que es, y dado que juzga que, por si sola, no es
capaz de resolver el quiebre que declara. Como decimos, es frecuente que la
declaración de quiebre y la consiguiente petición de coaching provengan del coachado.
Cuando ello es así, esta fase inicial se simplifica dado que junto con la petición de
coaching, el coachado suele conferirle al coach la necesaria autoridad para que lo
ayude, como suele también otorgarle la confianza necesaria para que éste asuma ese
rol.
Sin embargo, hay circunstancias en las que el quiebre inicial no es declarado por el
coachado, sino por quién asumirá enseguida el rol de coach. Ello sucede
particularmente en entornos organizacionales donde, por ejemplo, un directivo evalúa
que algún miembro de su equipo no está rindiendo de acuerdo a lo esperado o está
creando una situación difícil por el tipo de relación que mantiene con otros en la
dinámica de funcionamiento del equipo. Cuando el quiebre inicial no es declarado por el
coachado, esta fase inicial reviste la mayor importancia, pues requiere producir las
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condiciones de autoridad y confianza que se creaban de manera mucho más
espontánea cuando el quiebre provenía del coachado.
En lo dicho hay al menos dos elementos que nos interesa destacar. Lo primero, es la
creación de un contexto previo. Con ello no sólo apuntamos a que exista un acuerdo
inicial entre los miembros del equipo para permitir procesos de coaching no solicitados.
Además de ello, es tanto o más importante que exista una tradición que legitime esos
procesos, que muestre su importancia, los resultados positivos que de ellos se obtienen
y el reconocimiento de que ellos se realizan desde el respeto y el cuidado a quienes son
coachados.
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Otra faceta, guarda relación con el hecho de que en las manos del directivo no sólo está
el proceso de coaching que éste desencadena, sino también la evaluación global de
desempeño del coachado y, en último término, la permanencia del mismo en la
organización. Todo ello, como es comprensible, puede hacer que el coachado entre en
el proceso con diversas aprensiones que comprometan su real apertura. Es
responsabilidad del directivo el mostrar que cuando los procesos de coaching se
realicen, estos aspectos sean minimizados y que cuando estas aprensiones surjan
puedan ser conversadas abiertamente de manera de no generar rutinas defensivas que
compliquen todavía más el funcionamiento del equipo.
Dicho lo anterior, queremos destacar algunos elementos que van en dirección opuesta
a lo señalado. El coach deberá ser muy cuidadoso en cómo y cuando los integra.
Aunque, por cuestiones de identidad personal, pueda ser conveniente el realizar
procesos de coaching en privado, es indiscutible que el espacio público presenta a
veces algunas ventajas. Destacamos dos de ellas. Primero, el espacio público le
confiere al coaching una dimensión ritual que hace que sus resultados tengan muchas
veces una mayor resonancia y profundidad para el coachado. Un mismo proceso de
coaching tiene para el coachado efectos muy diferentes si es efectuado en un espacio
público. El espacio público sirve positivamente la transformación que busca el coaching.
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Segundo, es también necesario reconocer que el espacio público puede implicar una
expansión del efecto del coaching en todo el equipo y no sólo en el coachado. Éste
provee una ganancia de aprendizaje en términos organizacionales. Muchas veces
acontece que aquello que se encuentra en el centro de una determinada interacción de
coaching, no sólo es válido para el coachado, sino para muchas otras personas en el
equipo. Por lo tanto, cuando ellos participan del proceso, suele producirse un efecto
indirecto de coaching que transforma el observador y las acciones de otras personas,
más allá del coachado.
Todo ello nos lleva a entender que en la medida que el contexto adecuado para el
coaching se vaya desplegando, es muy posible que se vaya creando, simultáneamente,
una cultura que permita ir progresivamente incrementando tanto la profundidad de
algunas interacciones como el carácter más público de las mismas. El equipo aprenderá
a participar respetuosamente en procesos de coaching y muy posiblemente creará un
cordón de confidencialidad y cuidado de los miembros del equipo, evitando llevar esas
conversaciones a otros ámbitos de la organización.
Hemos insistido en otro lugar en el hecho de que el proceso de coaching es abierto, que
al iniciarlo no sabemos donde podrá conducir, que es fundamentalmente incierto, que
no podemos anticipar con claridad sus resultados. El que frecuentemente nos
sorprenda por los resultados positivos que a la postre arroja, depende de la capacidad
que tengamos durante el proceso para ir creando y recreando un contexto adecuado.
Muchas de las cosas que acontecen en la dinámica del proceso, surgen no tanto
porque alguien las hizo pasar, sino porque el contexto existente las indujo. Un buen
contexto es como un “caldo de cultivo” milagroso, en el que emergen cosas casi
espontáneamente o con un mínimo de actividad de quienes participan en él. Muchos de
los méritos que le atribuimos al coach, debieran ser compartidos con el contexto.
Uno de los objetivos más importantes de esta etapa introductoria es sentar las bases
para la creación del contexto que permitirá el arranque del proceso de coaching. A este
respecto, es necesario revisar las expectativas con las que tanto el coachado como el
coach entran en dicho proceso. El coachado viene con determinadas expectativas que
es importante que coach conozca y, si corresponde, corrija. Expectativas sobre los
resultados posibles de la interacción y sobre lo que ella demandará de parte del
coachado. Es importante que el coach defina con el coachado lo que éste puede
legítimamente esperar del proceso y verifique con él los límites que éste impone en la
interacción.
A menudo, el coach termina llevando a cabo una conversación errática pues este
quiebre no ha sido adecuadamente reconocido. En ciertas ocasiones, observamos que
el coach termina coachando un quiebre que no es el declarado, sino uno que él se
imaginó. Aunque ello parezca absurdo, se trata de errores habituales. Ellos se
resuelven asegurándose que ambos coinciden en la identificación del quiebre. El
quiebre sirve de norte a la interacción de coaching y ordena su desarrollo.
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Pero es necesario hacer una advertencia a este respecto. Identificar el quiebre de
apertura, aquel originalmente declarado por el coachado, no necesariamente significa
que ese tenga que ser el quiebre hacia el cual se dirija, en definitiva, el proceso de
coaching. Muchas veces, un quiebre conduce a otro y tras éste se descubre que existe
otro que sustenta a los demás. Es muy posible que la interacción de coaching termine
alejándose del quiebre de apertura y abocándose a otro. Pero ello no debe suceder
porque el quiebre de apertura no fue identificado. Este desplazamiento resulta, por el
contrario, de una clara identificación del quiebre de apertura y de un intento de
profundizar en él. De allí que sostengamos que la etapa introductoria debe concluir con
la clara identificación de este quiebre inicial.
Volvamos a decir algunas palabras sobre los quiebres que sirven para desencadenar un
proceso de coaching. Hemos señalado que este quiebre puede ser visto como una
grieta en la estructura de coherencia del coachado y que él ofrece el primer espacio
para acometer el cuestionamiento y la eventual transformación de tal estructura de
coherencia. Examinemos, por lo tanto, la naturaleza de un quiebre. Para tener un
quiebre se requieren dos elementos que se fusionan: una determinada situación o
experiencia y una forma de interpretarla. Ninguna situación o experiencia, por si
mismas, son capaces de constituir un quiebre. La misma situación, para un observador
diferente, puede no constituir quiebre alguno. Lo que convierte una situación en un
quiebre es la interpretación que hacemos de ella, es la manera como le conferimos
sentido. El quiebre resulta de esta confluencia entre experiencia e interpretación. Para
que haya un quiebre no puede faltar ninguna.
Cuando sostenemos que un quiebre involucra una situación que es interpretada por el
coachado de una determinada manera, estamos reconociendo que esta es una
situación que éste juzga de una particular forma. Tener un quiebre es hacer un juicio de
una situación o experiencia, juicio que precisamente convierte tal situación o
experiencia en el quiebre declarado. Y todo juicio, lo sabemos, no sólo habla de la
situación que enjuicia, habla también de la persona que emite tal juicio. Todo juicio es
una ventana al alma humana.
El filósofo Martin Heidegger sostiene que los seres humanos representan un tipo de ser
particular que él llama Dasein. Uno de los rasgos del Dasein es que puede ser
caracterizado como un ser-en-el-mundo, donde ser y mundo no pueden ser del todo
separados. Todo ser, que responde a la figura del Dasein, conlleva un mundo consigo;
todo mundo es sólo un mundo para un determinado ser que así lo constituye. Ambos
términos de la ecuación se definen mutuamente y es sólo una vez que hemos
reconocido esta unidad entre ser y mundo que podemos hablar -- y siempre
deficientemente -- de cada uno de ellos por separado.
Pues bien, esta unión entre ser y mundo podemos descubrirla en dos ejes diferentes. El
primero de ellos es el eje del observador. El observador es una primera expresión de
unión entre ser y mundo. Y una de las formas en las que esta unión se realiza al nivel
del observador es precisamente mediante los juicios. Los juicios, como hemos visto,
conectan ser y mundo y miran para ambos lados. Nuestra forma particular de ser,
nuestra forma particular de estar en el mundo, nuestra manera de dar expresión al
Dasein, se concreta, en un primer nivel, en nuestros juicios. La segunda expresión de
unión entre ser y mundo es la acción. Allí la unión es de carácter práctico y se
manifiesta en cómo nos servimos del mundo, cómo intervenimos en su transformación,
cómo nos hacemos cargo de él, como forma de hacernos cargo de nosotros.
Muchas veces el coachado declara su quiebre de una manera que uno de los
elementos del quiebre, la experiencia o la explicación, quedan en la penumbra. Cuando
ello sucede, el coach no logra capturar cabalmente el quiebre. Veamos algunos
ejemplos. El coachado sostiene lo siguiente: “Mi jefe me llama todas las mañanas a su
oficina y me pide que le informe lo que voy a ser durante el día. Muchas veces me
pregunta detalles de las diferentes tareas que tengo por delante. Luego, mientras estoy
trabajando, entra en mi oficina y me hace varias peticiones adicionales. Además, tiene
estándares explícitos para la redacción de los informes que requiero someterle”. Aquí
tenemos un conjunto de afirmaciones. No hay juicios. Por lo tanto, no sabemos cual es
el quiebre, si es que alguno hubiera. Podemos intuir que en relación de esas
afirmaciones el coachado tiene juicios que convierten esas experiencias en un quiebre.
Pero mientras no nos entregue esos juicios, no conocemos el quiebre.
Veamos ahora una segunda situación. El coachado nos dice: “Mi jefe es insoportable.
Su grado de obsesión me tiene loco. No me deja tranquilo un minuto. Yo creo que es
tremendamente inseguro. Si no lo fuese, confiaría más en mí y no me haría la vida
miserable. Simplemente no lo tolero”. Es evidente que el coachado tiene un quiebre.
Pero, en rigor, no sabemos cual es. Todo lo que nos entrega son juicios. No nos
informa de hechos concretos, no hay ninguna afirmación en lo que nos dice. Mientras
no conozcamos los hechos, no podremos iniciar la interacción de coaching.
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Sin los hechos sólo podemos operar al interior de la interpretación del coachado. Al
hacerlo así, “compramos” su historia, su cuento. Y, cuando ello sucede, dejamos de
tener un punto de apoyo desde el cual podamos poner en cuestión sus juicios.
Quedamos atrapados en ellos y terminamos viendo el mundo con los mismos lentes del
coachado. La diferencia entre el tipo de observador que es el coach y el tipo de
observador que es el coachado desaparece y con ello se desvanece la posibilidad
misma del coaching. Una de las características que exhibe el coaching consiste en que
el quiebre del coachado es observado con lentes diferentes de los propios, con los
lentes del coach.
Pero todo esto es parte de etapas posteriores del proceso de coaching. Lo que nos
interesa destacar ahora es la importancia de detectar el quiebre del coachado y, al
hacerlo, de asegurarse que disponemos tanto de los hechos que conforman el quiebre,
como de los juicios que lo constituyen. Una vez que el quiebre ha sido identificado,
podemos dar por cerrada la etapa introductoria del proceso de coaching.
El coachado acude al coach porque tiene un quiebre que no puede resolver por si
mismo y porque sospecha que ello resulta de algunas insuficiencias del tipo de
observador que es. Como vimos anteriormente, una primera posibilidad que se le abre
al coach es trabajar con el quiebre declarado o con algún otro quiebre en el que el
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quiebre de apertura pareciera descansar. El coach puede, por lo tanto, trabajar en la re-
interpretación del quiebre lo que eventualmente podría conducir a su disolución. Pero el
coach también puede aceptar la interpretación de quiebre del coachado y trabajar con él
en su resolución, en las acciones que son necesarias para superarlo.
A nivel de la corporalidad, podemos señalar que la manera como una persona se para
en el mundo, la forma como ella se desplaza y mueve en él, sus posturas, gestos y
movimientos, condicionan tanto la manera como observa el mundo, como sus
posibilidades de acción en él. Muchas veces basta ver cómo alguien está sentado, o
como camina, para captar el tipo de persona que es y el mundo en el que se
desenvuelve. El observar y el actuar generan posturas corporales diferentes y ellas a su
vez permiten nuevas posibilidades de observación y acción. Para que el coachado
pueda emprender determinadas acciones es a menudo necesario trabajar con su
corporalidad.
Recuerdo a este respecto, un proceso de coaching que realizara hace años atrás con la
Presidente de un importante canal de televisión en los Estados Unidos. Su quiebre
consistía en que el Directorio del canal se negaba a cumplir con los términos
establecidos con ella cuando le solicitara hacerse cargo del canal. En esos momentos,
el canal estaba en una crisis profunda. Ella asumió bajo el compromiso de que si
lograba la recuperación del canal, se le pagaría un determinado porcentaje de las
utilidades generadas. Su estilo gerencial era muy abierto y participativo y una de sus
primeras medidas fue entregarle a su gente un mayor nivel de autonomía y descansar
fuertemente en sus iniciativas. Al poco tiempo, el canal respiraba otros aires y se
realizaban programas que tenían gran éxito. Al cabo de tres años las utilidades
obtenidas sobrepasaban las expectativas de los más optimistas. El porcentaje que le
correspondía a la presidente representaba un ingreso sustancial, de varios millones de
dólares.
La corporalidad es una dimensión crucial de la práctica del coaching. Sin embargo, los
elementos con los que con mayor frecuencia trabaja el coach se encuentran en los
otros dos dominios primarios de la estructura del observador: en los dominios de la
emocionalidad y el lenguaje. Las mayores trabas con las que se encuentran las
personas para resolver algunos de sus quiebres más importantes son las emociones y
los juicios. Estos son los materiales más importantes del trabajo del coach. Las
limitaciones de mayor gravitación en la capacidad de observación y acción de una
persona nos remiten a estos dos elementos. No estamos diciendo que sean los únicos.
Muchas veces las personas no logran observar algo por falta de algunas distinciones y
el trabajo que el coach hace en el terreno de las distinciones no puede ignorarse. Sin
embargo, los quiebres más frecuentes con los que debe operar no son el resultado de
falta de distinciones. Ellos normalmente remiten a emociones y juicios.
Sostenemos que las emociones y los juicios constituyen el núcleo del alma
humana. Somos de la manera particular que somos, por la emocionalidad que nos es
propia y por los juicios que hacemos en determinados dominios. Entre los dominios
importantes destacan los siguientes. En primer lugar, los juicios que hacemos con
respecto a nosotros mismos y a través de los cuales generamos la narrativa de cómo
somos. Para un coach es siempre importante indagar sobre estos juicios y no olvidar
nunca que los juicios que cada persona tiene sobre si mismo son muy diferentes. Áreas
criticas, por ejemplo, son la auto confianza, la dignidad personal y el amor a si mismo.
Muchos de los quiebres que enfrentamos en la vida suelen llevarnos a esas áreas.
En segundo lugar, tenemos los juicios sobre el mundo, las posibilidades y amenazas
que consideramos que éste encierra. Una pregunta importante que siempre debe
hacerse el coach es qué es aquello que al coachado le importa en el mundo en el que
vive. ¿Cuales son sus inquietudes más importantes? ¿Cómo se sitúa a si mismo en ese
mundo? ¿Qué lugar o posición ocupa? Nuestros mundos no sólo están poblados de
objetos, también están habitados por personas. Es importante procurar conocer los
juicios que tenemos sobre los demás. Por ejemplo, ¿quienes consideramos como
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posibilidad? ¿Quiénes consideramos como amenaza? ¿En quienes confiamos? ¿En
quienes desconfiamos? ¿Cómo separamos a unas personas de otras?, etc.
Existen también las preguntas sobre el peso relativo que sobre nuestra existencia
presente tienen los tres componentes de la temporalidad. Por ejemplo, hay personas
que traen fuertemente consigo el peso del pasado. Su presente está consumido en gran
medida por los recuerdos, sean estos positivos o negativos. Hay otros que viven
fundamentalmente en el presente. El pasado no los distrae mayormente y tampoco se
preocupan por las consecuencias de lo que hoy hacen. De eso, parecieran decir, se
preocuparán cuando corresponda, cuando el presente llegue al futuro. Hay, por último,
aquellos que, a diferencia de los anteriores, se hayan volcados hacia el futuro. Ellos
están pensando en lo que quisieran ser, donde quisieran llegar, y cómo el presente
puede ayudarlos a llegar allí. De acuerdo a estas distintas ponderaciones que tengan en
nuestra existencia pasado, presente o futuro, definimos diferentes modalidades de ser.
Hemos dicho que juicios y emociones constituyen el núcleo del alma humana. Podemos
decir también que las fronteras, los límites del alma humana, están también
conformados por juicios y emociones. Llegamos hasta donde llegamos y no más allá
en nuestra manera de ser por el papel que juegan en nosotros determinados juicios y
emociones. Si hay algo que no nos atrevemos a hacer, algo que sentimos que “no va
con nosotros”, que de hacerlo nos desintegraríamos, ello muchas veces remite a juicios
y emociones desde los cuales decimos lo anterior. Es tarea de coach identificar estos
juicios y emociones, mostrar los efectos que ellos ejercen en nuestras vidas y trabajar
para sustituirlos por otros desde los cuales se expandan nuestras posibilidades.
El coach, en este sentido, es alguien que busca identificar estas barreras, estas
“trancas” que impiden el natural fluir de la vida y que limitan nuestras posibilidades de
desarrollo y aprendizaje. Toda situación de coaching es normalmente una situación de
estancamiento, en la que el coachado percibe que no le es posible seguir fluyendo
como quisiera. Lo que el coach hace es identificar y remover esas barreras, permitiendo
así la recuperación del movimiento y asegurando que el ser que somos se reintegre en
el proceso del devenir.
En efecto, al transitar en ese espacio de la nada dejamos parte del ser que somos, hay
una parte del ser que somos que se sacrifica, pero se sacrifica en pos de la creación.
Con el tránsito accedemos a otras modalidades de ser, modalidades que no siempre
podemos anticipar desde el ser que somos. Sólo el producir el tránsito una y otra vez
nos genera la confianza -- y a veces incluso la alegría -- para seguir dando estos pasos
hacia nuevas modalidades de ser. Coachar es desafiar la historia y apostar por un
futuro diferente.
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El punto, por lo tanto, consiste en cómo desplazarse del quiebre declarado y de las
emociones y juicios secundarios que suelen acompañarlo a un nivel de mayor
profundidad en el que comienzan a reconocerse las emociones y juicios maestros. Para
entender la manera de efectuar este desplazamiento es importante reconocer que tanto
emociones como juicios son asociativos, que se presentan en una estructura
secuencial, como en una cadena, donde de una emoción se puede pasar a otra y donde
un juicio se relaciona con otro y así sucesivamente hasta conducirnos a aquellas
emociones y aquellos juicios maestros que son las verdaderas “pepas de oro” tras las
que anda el coach. Una vez alcanzados estas emociones y estos juicios maestros el
coach comienza a sentir que cuenta con las piezas claves de la estructura de
coherencia del coachado. De repente todo pareciera iluminarse y a tener sentido.
Aspectos que previamente se mostraban desconectados, ahora se ven relacionados.
Cuando se llega a esa fase, el coach suele sentir la necesidad de comprobar la fuerza
de su interpretación. Para hacerlo, procede a verificar si esa misma estructura de
coherencia puede ser reconocida en otras situaciones, a veces muy distantes del
quiebre declarado. Cuando llega ese momento hará preguntas que suelen sorprender al
coachado. “¿Y como sabe?”, se dice el coachado. “¿Cómo adivinó esto, si nada le he
contado?” “¿Cómo descubrió lo que pasa con mis hijos, o con mi esposo, si sólo hemos
hablado de mis problemas en el trabajo?”
Para llegar a ese punto, el coach ha debido pasar por muchas incertidumbres y
posiblemente ha errado varias veces en sus interpretaciones. De ello es posible que el
coachado no se haya percatado, particularmente si enfrenta a un coach experimentado.
Pero el coach si lo sabe. Sabe que lo que el coachado percibe como un camino recto y
limpio, ha sido, en rigor, un camino sinuoso y lleno de obstáculos. Pero su misma
experiencia le ha mostrado ya muchas veces que, manteniéndose en el camino, se
termina llegando a puerto. Es muy importante la confianza que el coach tenga durante
el proceso. Preguntas que en un momento puede parecer inútiles, ofrecen respuestas
que junto con otras, irán a la postre iluminando el sendero hasta que se llega a ese
momento en el que pareciera que “se abren las agua” y que es posible cruzar hacia la
otra ribera sin ser arrastrado por la corriente.
El camino del coaching hace uso de varios procedimientos y técnicas. Este trabajo hará
mención de varios. En él, sin embargo, tiene un rol no menos decisivo la intuición.
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Queremos ser claros en esto que decimos. De ninguna forma sostenemos que la
práctica de coaching sea esencialmente intuitiva. Defendemos la práctica del coaching
como una disciplina rigurosa. Pero este rigor no excluye el importante papel de la
intuición.
¿Qué es la intuición? Hablamos de intuición cuando creemos saber algo sin saber por
qué lo sabemos y de donde viene ese conocimiento. La intuición habla de un saber que
no se sabe tal. Cuando operamos desde la intuición y las cosas funcionan, ello tiene un
aire de magia o de misterio. En rigor, el fenómeno no es tan misterioso. Este es un
punto que ha sido destacado por el terapeuta Milton Erikson. Erikson insistía que los
seres humanos tienen reservas de conocimientos que desconocen. En otras palabras,
saben muchas cosas que no saben que las saben. Lo que creemos saber no es todo lo
que sabemos. Se trata de una suerte de ceguera cognitiva.
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Como decíamos antes, el conocimiento intuitivo es particularmente importante para la
producción de hipótesis. Sin recurrir a él, nuestras interpretaciones pueden
empobrecerse muy severamente. Pero una vez que echamos mano a la intuición para
producir hipótesis, es prudente intentar corroborarlas. De lo contrario, podemos estar
optando por un estilo de coaching que descansa en la falta de fundamentación y ello
nos expone a grandes riesgos. El cuerpo nos da todo tipo de señales y muchas de ellas
no son lo suficientemente confiables para garantizar un desempeño efectivo. Pero
podemos usar esas señales y procurar corroborarlas. Sir Karl Popper, hablando del
conocimiento científico, insiste en una idea similar. No importa de donde obtenemos
nuestras hipótesis, lo que importa es el proceso de corroboración (Popper no habla de
un proceso de falseabilidad).
Ello nos lleva a otro punto que creemos altamente relevante. La práctica de coaching no
consiste en explicarle algo que el coachado no entiende. El coaching no es sobre
explicaciones. Las explicaciones muchas veces matan el coaching. Lo que el coach
debe hacer es “mostrarle” al coachado lo que acontece con él, las consecuencias de
sus acciones. Cada vez que el coach procura explicar se sitúa en un terreno de
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debilidad que saca al coachado del espacio en el que requiere estar para que el
coaching sea efectivo.
Queremos ahora abordar la cara opuesta del tema tratado en la sección anterior. En
ella el énfasis estaba en reconocer la dimensión intuitiva del coaching. En ésta
queremos colocar el énfasis en la dimensión reflexiva del coaching. Con ello queremos
apuntar a la importancia que reviste en el proceso de coaching la actividad consciente.
El coaching ontológico es un arte, no una ciencia que se rija por leyes estrictas o una
tecnología que podamos aplicar mecánicamente. En su ejercicio intervienen factores
personales y circunstanciales que escapan nuestra pretensión de someterlos a normas
estrictas. El que sea un arte no desconoce que el coaching ontológico se apoya en
bases teóricas sólidas. Pero no basta con conocerlas adecuadamente para
transformarse en un buen coach. Bien podemos concebir a alguien que se maneja
perfectamente en la ontología del lenguaje y en sus fuentes y que, sin embargo, no
funciona adecuadamente como coach. No descartamos la posibilidad opuesta, de
alguien que sin saber nada de las bases teóricas del coaching ontológico logre
desempeñarse como un coach excelente por su profunda capacidad perceptiva sobre
cuestiones humanas.
Las bases teóricas y el conjunto de competencias que surgen de ellas abren un camino
para enseñar esta disciplina y formar coaches que, de otra manera, no se formarían,
pero será siempre necesario advertir la importancia de aspectos relacionados con la
intuición, con la edad y las experiencias de vida del coach, con su estructura de carácter
y forma de ser, con la práctica recurrente en el ejercicio del coaching, etc. Todos estos
factores influyen en el adecuado desempeño del coach.
En segundo lugar, sabrá, por experiencia propia, lo que significa estar en el lugar del
coachado, lo que se siente desde esa posición. Ello le entregará una experiencia
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insustituible para escucharlo y entenderlo mejor. No existe escrito que pueda sustituir
este aprendizaje. Todo esto nos lleva a la conclusión que para enseñar la práctica del
coaching el proceso de formación debe incluir sucesivas experiencias donde se
experimenta el coaching desde el lugar del coachado. De allí que normalmente
insistamos que uno de los requisitos de un programa de aprendizaje de coaching
ontológico incluye el que aprendiz se abra a la experiencia y, para ello, visite el espacio
de su propia nada.
Todo esto es importante en el aprendizaje del arte del coaching ontológico. Concebirlo
como un arte, no implica, sin embargo, que debamos distanciarnos de la enseñanza de
un conjunto de competencias concretas, ni que tengamos que abandonar el rigor.
Dentro de estas competencias destaca todo un territorio que se refiere a la reflexión en
la acción.
Tal como lo hemos dicho muchas veces, el coaching ontológico es un proceso abierto
que impide una planificación lineal a través de la cual se establezca la naturaleza del
proceso desde principio a fin. Precisamente porque esto no es posible, tenemos una
razón adicional para concebirlo como un arte. El coach requiere ir definiendo muchos de
sus pasos en el momento, según lo que haya acontecido inmediatamente antes,
siguiendo quizás la pista que le abre un pequeño gesto del coachado.
El que de repente, ante una pregunta del coach, el coachado se pase la mano por la
frente, se eche para atrás en su silla o abra los ojos de una determinada manera,
pueden ser señales suficientes para reorientar por completo la dirección de la
conversación. El proceso del coaching está plagado del efecto de detalles muy
pequeños, que pueden redefinir el curso de la interacción entre el coach y el coachado.
Ellos pueden provenir de cualquiera de los tres dominios primarios: de su corporalidad,
de su emocionalidad o de sus palabras.
A la vez, el propio coach va permanentemente evaluando cada uno de los pasos que
ejecuta y, de acuerdo a la evaluación que haga, diseña las acciones sucesivas que
emprenderá. Este proceso lo hemos llamado el proceso de reflexión en la acción. La
noción de reflexión en la acción la hemos tomado de la propuesta realizada por Donald
Schön. Según su planteamiento, todo practicante, todo profesional, requiere desarrollar
competencias para reflexionar constantemente desde y sobre su propia práctica. Debe
ser capaz de identificar tanto lo que funciona como lo que no funciona y lo que requiere
ser modificado tanto en su desempeño y el cómo en el desempeño de otros que tienen
una práctica similar. Preguntas como las siguientes son expresión de la reflexión en la
acción. ¿Qué hice que produjo esa reacción positiva en el coachado? ¿Qué dije que
pareciera haberlo cerrado en la conversación? ¿Qué recurso me hizo falta en el
momento aquel donde sucedió tal o cual cosas? ¿Qué podría hacer ahora que
aconteció “x”? ¿Cómo puedo hacerme cargo del problema que se acaba de producir?,
etc. Estas son preguntas que el coach requiere hacerse constantemente.
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Muchas de ellas son preguntas que emergerán de manera casi espontáneas durante el
proceso. Ello no impide que podamos aprender a hacerlo mejor. Es más, no sólo
deberíamos preocuparnos por ser cada vez más competentes en el proceso de
reflexión en la acción que se realiza durante el coaching, debiéramos también aprender
a hacerlo entre una sesión de coaching y otra. De esta forma seremos capaces no sólo
de reorientar de manera más efectiva lo que estamos haciendo, sino también de
identificar mejor nuestros recursos eficaces, detectar nuestras incompetencias e iniciar
procesos posteriores de aprendizaje. De allí, por ejemplo, la necesidad de
acostumbrarnos a llenar una bitácora de registro y evaluación, cada vez que
completamos una interacción de coaching.
Siempre señalo que una de las primeras competencias que uno debe aprender cuando
le enseñan a manejar un automóvil es saber detenerlo, las competencias propias del
manejar vienen después. Podemos decir también que si el cirujano no sabe cerrar al
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paciente, más vale que no lo abra. Lo mismo es válido para el coaching. Saber detener
a tiempo una interacción de coaching, aunque representa el reconocimiento de algunas
incompetencias, manifiesta sin embargo una competencia importante: el coach está
consciente y atento a sus propias limitaciones.
Anteriormente nos referíamos a los dominios en los que solemos encontrar las
emociones y los juicios maestros de las personas. Hablábamos de los dominios del si
mismo, del mundo y los demás, y de la estructura de la temporalidad. Ello representa
un primer mapa de ruta para este proceso de indagación. En cada uno de esos
dominios, resultará importante detectar los juicios de posibilidad y amenaza que
sustenta el coachado y algunas emocionalidades que suelen situarse muy cerca de lo
que hemos llamado el núcleo del alma humana.
Entre estas emocionalidades, cabe destacar algunas negativas como el miedo, la rabia,
el resentimiento y la tristeza. No se trata de que las emociones negativas sean más
importantes que las positivas. Nuestra forma de ser las integra a ambas y el coach debe
prestar atención a las unas y las otras. Pero las emociones que se constituyen en
obstáculos para un adecuado fluir de la vida y que conforman las fronteras de nuestra
forma de ser, suelen ser las negativas. Ellas son las que nos detienen, las que nos
apresan y limitan y, por lo tanto, las que tienen una mayor probabilidad de estar
asociadas con los quiebres que el coachado nos declare.
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La manera de indagar sobre ellas es normalmente indirecta. No se trata de preguntarle
de entrada “¿A qué le tienes miedo?” o ¿”De qué estás resentido?” El coach debe ir
abriendo lentamente distintos espacios para ir detectando en ellos (más que
preguntando por) determinadas emocionalidades. Debe buscar traer el miedo o el
resentimiento al proceso de coaching y sólo una vez que están presentes, puede
preguntar más directamente sobre ellos.
Existe una razón adicional que hace de la escucha del coach una escucha
particularmente profunda y que toca un área de la mayor importancia para el éxito de la
interacción. Tal como sabemos, escuchamos de acuerdo a como somos, de acuerdo a
las experiencias que hemos tenido en la vida. Es así como conferimos sentido a lo que
el otro dice y no podemos hacerlo de otra forma. Pues bien, el proceso de coaching
requiere hacer un esfuerzo por balancear el peso de nuestra propia forma de ser y de
nuestras experiencias en nuestra escucha del otro. El coach no puede olvidar nunca
que el otro es diferente de sí, que ha tenido otras experiencias y tiene otra forma de
mirar la vida. El coachado no puede ser reducido a nosotros, ni podemos usar nuestras
experiencias y nuestros valores como medida de evaluación del otro. Debemos estar
siempre dispuestos a conferirle al otro su propio espacio y a respetar su autonomía y
sus diferencias con nosotros.
A la vez, por cuanto ambos somos seres humanos y, muchas veces, porque además
solemos compartir varios discursos históricos y posiblemente tenemos como referente
una misma comunidad, mi vida, mis experiencias, son también fuentes poderosas para
hacer sentido del otro y discurrir cursos de acciones posibles. No se trata, por lo tanto,
de dejar a un lado quienes somos. Primero, ello no es posible. Segundo, ello será una
fuente de sentido a la el coach tendrá que echar mano muchas veces para entender al
otro. No podemos reducir al coachado al sentido de nuestras experiencias. Debemos
mantener siempre abierto un espacio para aceptar la legitimidad su diferencia. Hacerlo
es operar desde el respeto, uno de los pilares éticos fundamentales de la práctica del
coaching.
Algunas veces, quienes se están formando en las competencias de coaching nos dicen
que creen que no podrán hacerlo. Apuntan a la larga historia de dificultades y fracasos
que encuentran en sus vidas. “¿Cómo voy a servir a otros a encarar sus quiebres,
cuando yo he tenido tantos en mi propia vida?” Nuestra respuesta es siempre la misma:
“Puedes ser un buen coach precisamente porque has tenido todas esas dificultades y
esos fracasos. No se hace coaching desde la perfección. Se hace coaching desde
nuestras heridas.” Es porque somos profundamente imperfectos que nos es posible
entender y trabajar con la imperfección. Nuestras heridas son uno de nuestros más
preciados activos cuando se trata de hacer coaching.
Lo primero que es importante recalcar es que el preguntar del coach tiene un propósito
y que este propósito debe guiar la acción de preguntar. Al inicio se trata de preguntar
para entender el quiebre. Aquí, no lo olvidemos, tenemos que tener siempre en mente
que nuestras preguntas deben estar dirigidas en dos direcciones diferentes: la
información de los hechos (situaciones y experiencias) y la información de los juicios
que el coachado tiene sobre los primeros y que lo constituyen como quiebre.
Pero una vez que el quiebre ha sido identificado, el propósito del preguntar cambia. Lo
que ahora le interesa al coach es la construcción del rompecabezas, el avanzar hacia
su interpretación de la estructura de coherencia del coachado que lo lleva a tener el
quiebre que declara. Éste es el principal objetivo del preguntar.
A veces nos encontramos con otro peligro. Lo podemos llamar el preguntar insaciable.
Independientemente del nivel de profundidad del preguntar, se tiene la sensación que el
aspirante a coach quiere tener el cuadro completo, antes de decidirse a intervenir.
Pareciera que siempre le faltara alguna información de importancia y, por lo tanto, sigue
y sigue preguntando, hasta que, nuevamente, la confianza del coachado comienza a
comprometerse. El coach experimentado sabe que el rompecabezas que busca
construir no tiene un número finito de piezas y que no se completará jamás. Lo que
busca es que aparezca la imagen, los rasgos básicos de la estructura de coherencia del
coachado o, al menos, parte de esa imagen, para desde allí iniciar su intervención.
Muy relacionado con lo anterior, tenemos el preguntar como una forma de cuestionar
las opciones de coachado, sin aparecer haciéndolo directamente. La pregunta lo induce
a preguntarse a sí mismo sobre el por qué de su actuar y con ello nuevamente
contribuimos a disolver su trasfondo de obviedad. Hay coaches que utilizan la pregunta
como su principal herramienta de intervención. Al hacerlo desarrollan una técnica que
hemos llamado “hot pursuit”. Este es un término que a menudo se utiliza cuando en
acciones militares cuando un grupo desgasta al otro persiguiéndolo, pisándole los
talones, produciéndole un elevado desgaste y obligándole a entregar algunas de sus
posiciones.
La metáfora puede no ser la más adecuada para un proceso tan diferente como el de
coaching. Pero nos da una idea de lo que puede acometer el preguntar. Al final del
proceso, el desgaste puede llegar a ser tan significativo, que es el mismo coachado
quién constata algunos aspectos absurdos de su interpretación y la suelta. Éste es un
particular estilo de coaching y no necesariamente el más efectivo.
Por último, la técnica de la pregunta también le sirve al coach para verificar posibles
reacciones de parte del coachado e identificar puntos neurálgicos, de alta sensibilidad.
Nuevamente, constatamos que la pregunta es una forma algo más inocente y menos
comprometedora para verificar algunas hipótesis. Pero lo que interesa en este caso no
es tanto la respuesta del coachado sino su reacción emocional o corporal a la pregunta.
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resulte del diseño efectuado por el coach y no de una inhibición personal para preguntar
sobre ciertos asuntos. Toda inhibición personal limitará las posibilidades del coach y se
traducirá en una restricción para su efectivo desempeño. En principio, el coach debiera
estar dispuesto, si llega a considerarlo necesario, a preguntar cualquier cosa. Sólo así
puede evitar quedarse a medio camino, cuando se dirija al encuentro del alma del
coachado.
¿Cuándo se llega a ese punto? ¿Cómo se sabe que efectivamente se llegó a él? Estas
son preguntas que se nos hacen frecuentemente. Es muy difícil dar una respuesta
precisa. Se llega a ese punto cuando el coach se considera satisfecho con lo que ha
logrado construir.
Es el juicio del coach el que determina que la etapa de la interpretación se ha
completado. Ello es similar a la respuesta dada por una maestra de pintura cuando sus
alumnos le preguntaban cómo podían saber si el cuadro que se hallaban pintando
estaba terminado. Ella respondía, “Cuando un pajarito se te pare en el hombro y te diga
suavemente ‘¡Está listo!’”. Lo mismo sucede con esta etapa. Hay un momento en el que
el coach escucha una voz que le dice, “¡Está listo!”
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Durante este proceso algo curioso ha pasado en la interacción entre el coach y el
coachado. El coach ha estado muy activo, haciendo preguntas, pidiendo aclaraciones,
chequeando su escucha. Nadie podría decir que ha estado ausente. Es él quién ha
estado, en buena medida, conduciendo el proceso. Sin embargo, lo ha hecho tan
volcado hacia el coachado que, a pesar de su presencia, simultáneamente tenemos la
sensación de que ella es transparente. La forma particular de ser del coach se ha
replegado y su actividad no ha impedido que quién ocupe todo el escenario sea el
coachado. Ello ha acontecido, en buena medida, porque el actuar del coach ha sido
fundamentalmente indagativo. En su hablar él no ha tomado posiciones, sino que ha
permitido el despliegue extenso del ser del coachado.
De alguna manera, la presencia del coach está allí para contener al coachado. Cuando
esto no sucede. Cuando quién se ve reflejado en la interacción es el coach y no el
coachado, podemos sospechar que algo no ha andado bien. El hablar del coach debe
ayudarlo a un progresivo desaparecimiento. Podemos señalar que su presencia está allí
para hacer de espejo, para limitarse a reflejarle al coachado su propia imagen de
una forma a la que, muy probablemente, él no está acostumbrado. Pero es muy
importante que al término de la etapa de interpretación el coachado pueda mirarse en la
imagen que le proporciona el coach y decir, “Si, claro, éste soy yo. Y, sin embargo, creo
que nunca me había visto así. Y ahora entiendo por qué me pasa lo que me pasa”.
El cierre de esta etapa debe asegurar el cumplimiento de la regla de oro del coaching
ontológico: el coachado debe validar la interpretación construida por el coach. Si el
coach concluye con una interpretación que el coachado no valida, ésta sirve de muy
poco. El papel del coach no es el de imponer nada. Sus pasos requieren que el
coachado los apruebe. Su rol no es el de dirigir al coachado en una dirección que él (el
coach) estima adecuada. No debemos olvidar nunca que el coach es un facilitador.
Quién lleva el principal timón del proceso no es él, a final de cuentas es el coachado.
Todo lo que el coach hace y para lo cual tiene una amplia libertad de acción, requiere,
en último término, ser validado por el coachado. El cierre de la etapa de interpretación
es un momento importante donde se requiere asegurar esta validación.
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