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“VIVA LA HUMANIDAD”
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En relación a estas lacras, resulta increíble comprobar hasta qué punto la Comuna
se mostró radicalmente contraria a la fuerza de las costumbres. Como no había la
menor ambigüedad en su “Estamos aquí por la humanidad”, la cuestión de los
derechos de los extranjeros fue resuelta sin demasiados rodeos. En un bando se
leía: “Considerando que la bandera de la Comuna es la de la República Universal;
considerando que toda ciudad posee el derecho de otorgar el título de ciudadano a
todo aquel que la sirva…, la comisión es de la opinión que los extranjeros pueden
ser admitidos y propone la admisión del ciudadano Frankel”. Acto seguido, otorgada
la ciudadanía, el húngaro Leó Frankel fue nombrado miembro de la Comisión de
Cambio y trabajo.
“la Place Vendôme, construida en tiempos del Gran Rey y dedicada posteriormente
a las victorias del Emperador, participa de esta doble grandeza. Ella es […] a la vez
el corazón de la ciudad y el símbolo más perfecto de su historia […] ¿De qué está
hecho su estilo? De una mezcla inimitable de orden y de fantasía. En ningún lugar
del mundo la potencia de los artistas ha sido más constante ni más hábilmente
renovada, aunque la nueva invención siempre ha sido sumisa a las reglas de un
gusto exquisito y seguro. ¿Cómo sorprenderse? Es natural que, viviendo en un
decorado perfecto, herederos de una tradición tan antigua, todos aquí, artesanos,
diseñadores, obreros, sean fieles sin esfuerzo a lo que hay de mejor en el genio
francés”.
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“No os basta, en una palabra, con haber destruido el presente y puesto en peligro
el futuro, ¡queréis aniquilar también el pasado! ¡Chiquillada funesta! Pero la
columna Vendôme es Francia, la Francia de otro tiempo (…). Se trata aquí de
nuestros padres victoriosos, magníficos, ¡atravesando el mundo para plantar la
bandera tricolor cuya asta está fabricada con una rama del árbol de la libertad!
Echad abajo la columna Vendôme. No penséis que esto es sólo derribar una
columna de bronce culminada con la estatua de un emperador; es desenterrar a
vuestros padres para abofetear las mejillas sin carne de sus esqueletos y decirles:
¡os equivocasteis al ser valientes, al ser orgullosos, al ser grandes! Os
equivocasteis al conquistar ciudades, al ganar batallas. Os equivocasteis al hacer
que el mundo se maravillase ante la visión y una Francia deslumbrante”.
Obviamente, los ciudadanos que se dieron cita en la Place Vendôme a las cinco y
media de la tarde del dieciséis de mayo de 1871 no tenían a aquellos antepasados
por valientes, orgullosos o grandes, ni creían que conquistar ciudades o erigir
imperios fuese algo de lo que enorgullecerse. La “deslumbrante” Francia de Mèndes
no era la suya, como tampoco lo era la Francia del Terror.
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En el terreno pedagógico los comuneros fueron aún más puntillosos. El proyecto de
guarderías elaborado por la Sociedad de Amigos de la Educación recomendaba a los
cuidadores evitar la ropa negra y los colores pesimistas debido a su impacto
negativo en el ánimo de los niños.
La Comuna estuvo muy atenta a cuestiones enormes que aún poseen plena
vigencia. Sin pérdida de tiempo, legisló sobre desigualdad social, mendicidad,
xenofobia, machismo, desempleo y vivienda digna. A pesar de albergar diversas
concepciones del poder, separadas, en ocasiones, por un abismo, el principio de
fraternidad orientó en todo momento sus resoluciones: “Los comités de vigilancia
de Montmartre no dejaban a nadie sin asilo, a nadie sin pan”, escribió Louise
Michel. Y todo esto, recordémoslo, en apenas setenta y dos días.
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Por ello, proseguía Desplats, “es necesario que el gobierno actue y no dialogue, es
necesario que los cuarenta mil hombres de Versalles marchen con decisión sobre
París. Solamente a este precio la lucha será justa y se pondrá fin a los disturbios”
(Lettres d’un homme à femme qu’il aime pendant le siège de Paris et la Commune).
Con el fin de restituir los bastiones del orden burgués, el republicano Adolphe
Thiers se empleó a fondo. Tenía razones personales: acusado de mentir e incitar a
la traición, el Comité de salud pública de la Comuna había ordenado desmontar
piedra a piedra su casa de París. Pero esa fue una motivación menor en relación a
la principal: el cuestionamiento popular de un concepto de sociedad fundada sobre
un autoritarismo que consideraba imperdonable el recurso a la rebeldía.
Por su parte, la Iglesia católica, lejos de darse prisa en poner freno a la matanza, la
alentó en nombre de la fe y la propiedad, e invitó a todos los hombres de buena
voluntad a jalear el atronador sonido de los fusilamientos. El clero no fue el único
que cubrió de elogios a los represores. En un ensayo dolorosamente esclarecedor,
Paul Lidsky analizó el sentir general de los escritores sobre la Comuna. Pocos se
privaron de recurrir a los más repugnantes sofismas zooloógicos, y menos aún
fueron los que se libraron de la vergüenza de aplaudir los crímenes de los
versalleses. Eso era, como diría Diderot, a lo que llamaban gente de bien.
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perfectamente construidas; pueden muy bien hacerse con carruajes volcados,
puertas arrancadas de sus goznes, muebles arrojados desde las ventanas,
adoquines cuando los hay, vigas, barriles, etc.”, le reprocharon al zapatero.
Cuestionado por el uso de sacos rellenos de telas en lugar de escombros, Gaillard
se encogió de hombros.
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Pero sus inquietudes no eran solo de orden estético; paralelamente a sus
cavilaciones sobre el papel del artesano en la sociedad, el maestro Gaillard fue un
asiduo de los clubes políticos de su tiempo, lugares de encuentro y discusión que,
como bien señala Kristin Ross, resultaron decisivos en el desarrollo de la Comuna.
Orador volcánico y ferviente defensor de la tradición republicana radical, dos bustos
de Marat y Danton flanqueaban su cama, Gaillard se encaramaba cada noche en el
escenario con un gorro frigio para dirigirse a un público que le escuchaba divertido.
Las respuestas a estas preguntas, que nos desvelan una lado insólito de la Comuna
de París, debemos procurarlas en el manifiesto de la Federación de Artistas.
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Biblioteca Nacional, bajo la dirección de Élie Reclus, retomó su actividad el
veinticuatro de abril de 1871, y la Biblioteca Mazarine, con Gastineau al frente, lo
haría el ocho de mayo. En cuanto a los museos, el del Luxemburgo abrió el quince
de mayo, seis días después de que se reanudaran los cursos del Museo de Historia
natural.
Por otro lado, restituía a las artes decorativas una dignidad olvidada, aupándolas al
cielo de las bellas artes mayores. De este modo, la cerámica, el vestido, los útiles
de cocina, los productos de ebanistería, orfebrería y carpintería abandonaban su
vitola de artes subisdiarias en relación a la pintura o la escultura. Como resume
Kristin Ross, el concepto de lujo comunal, proponía “un tipo de mundo claramente
diferente, en el que todos, y no sólo unos pocos, compartirían lo mejor”. Apelaba,
en palabras de Jean Nayrolles, a “un arte de élite para todos”.
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con el medio social”, 1850), entre otros, denunciaron la influencia corruptora del
dinero en el arte y entablaron una fecunda discusión sobre la importancia de la
forma en la vida cotidiana.
Esta crítica tuvo en John Ruskin y William Morris sus máximos exponentes. En el
trabajo de todo hombre, escribió Morris, siempre debe haber algo de esperanza y
de placer”; pero la civilización moderna, “en su prisa por obtener una prosperidad
material desigualmente repartida”, había suprimido por completo “el arte popular”,
impidiendo a la mayoría participar del arte. Para Morris, reintegrar la esfera
artísitica en el magma social no consistía en estetizar la política o politizar la
estética, sino en sumergir el arte en la vida cotidiana. La idea de que la experiencia
estética debía iluminar todos los ámbitos de actividad de los individuos chocaba
frontalmente con la “gestión cultural”, los Ministerios de cultura o la existencia de
un “público”; su objetivo era transformar las bases estéticas y sociales del
capitalismo.
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Los efectos del lujo comunal afectaban de lleno al sentido colectivo de la existencia
y, por ende, a la organización económica. La Federación de Artistas reconoció “el
derecho de cada uno a su parte de vida intelectual”, porque el ser humano “no vive
de pan solamente”; no obstante, “es necesario que haya ese pan”, constataba
Walter Crane, un aventajado discípulo de Morris, en Le Socialisme et les Artistes
(1893).
Estas consideraciones, esbozadas aquí con cierto aire utópico, y que a buen seguro
suscitarán sarcasmos entre los doctrinarios, no eran ninguna quimera. Kristin Ross
apunta que la Comuna fue el primer movimiento revolucionario que se desmarcó de
la ortodoxia económica que afirmaba la superioridad del trabajo intelectual sobre el
trabajo manual, una superioridad que hacía derivar del mismo orden natural que
reservaba para unos pocos las disciplinas del espíritu y condenaba a la mayoría a
tareas físicas, rutinarias y con frecuencia vejatorias.
La Comuna, insurrección contra “el mecanismo”, apostó por una existencia basada
en la imaginación que permitiese a hombres y mujeres la posibilidad de explorar
talentos insospechados. Sólo la abundancia de tiempo, y no la mejora salarial, por
importante que fuera, permitiría imaginar una nueva relación con la vida. Inspirada
por el mismo deseo de “cambiar la vida” (Rimbaud) que animaba al lujo comunal,
la Comuna, redujo la jornada laboral y abolió el trabajo nocturno de los panaderos.
El secreto para cambiar la vida era librarse del trabajo asalariado.
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que les corresponde? ¿Cómo vamos a reconocerlos?” (Kristin Ross: El surgimiento
del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París, Madrid: Akal, 2018).
Tal y como están las cosas, pensaba Goethe, la humanidad “seguirá oscilando de
un extremo a otro y una de sus partes sufrirá mientras a la otra todo le irá bien, el
egoísmo y la violencia seguirán campando a sus anchas como demonios malignos y
la lucha de los partidos no tendrá fin. Lo más razonable es que cada uno cumpla
con su oficio, con aquello para lo que ha nacido y para lo que haya estudiado, y que
no impida a los demás que hagan lo suyo”. Así pues, sugería Goethe, “el zapatero a
sus zapatos, el labrador a su arado, y que el soberano sepa gobernar, pues éste
también es un oficio que exige aprendizaje y que no debería ejercer nadie que no
esté preparado para ello”.
Elogio del oficio artesano, la versión del “zapatero a tus zapatos” de Goethe es,
sobre todo, un apelo al orden político. Para el genio alemán, gobernar es un saber,
un conocimiento empírico que compete únicamente a especialistas, a individuos
nacidos para llevar las riendas de un Estado. Siguiendo este razonamiento, en su
Histoire de la Commune de Paris en 1871 (1876), el abate Auguste Vidieu no se
anduvo con rodeos: “La historia despertó a esta turba de gente holgazana que,
aunque decidida a permanecer inactiva toda la vida, también reclama su parte de
fama y riqueza. En 1871 partieron del principio de que, para obtener algo de un
hombre basta con decirle que se encuentra por encima de su situación”; para llevar
adelante su cometido criminal, el populacho, “que apenas representa al conjunto de
convictos del presente y del futuro”, comenzó “a explotar las atrevidas energías que
son prerrogativa de todos los bandidos que no tienen nada que perder. Así que,
muy perezosos e indefensos, hasta entonces privados de la facilidad y notoriedad
que conlleva el trabajo, descubrieron una manera de vencer simplemente diciendo
que amaban a la gente y la gente les creía. Fueron miembros de un ministerio,
ministros, incluso soberanos, ya que cada uno en su esfera era un déspota
irresponsable”.
Aquí se muestran sin disimulo los auténticos temores de los hombres de orden.
Para Vidieu, nada incita tanto al desorden como la posibilidad de que esos hombres
que se encuentran “por encima de su situación” participen en la toma de
decisiones. El republicano Victor Desplats no se refería a otra cosa cuando
lamentaba el “horrible espectáculo de desorden y desorganización”. Quienes no
cumplen “con su oficio, con aquello para lo que han nacido y para lo que han
estudiado”, resultan peligrosos. Corren el riesgo de que se les metan en la cabeza
ideas nocivas sobre la organización social y los privilegios. Como mucho, de la
plebe se puede esperar que se ilustre en su tiempo de descanso, que se entregue a
pasatiempos anodinos o se muestre moderada en los vicios; su deber es cumplir en
el trabajo y resignarse a ocupar su lugar en la jerarquía social. Bajo ningún
pretexto puede atribuirse un papel en la dirección de los asuntos de la ciudad.
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En poco más de un mes, la Comuna dio al traste con estas convenciones. El treinta
de abril de 1871, día en que Gaillard es nombrado Jefe de Barricadas, Gustave
Courbet escribe a sus padres: “¡París es un verdadero paraíso! Sin policía, sin
tonterías, sin exacciones de ningún tipo, sin discusiones. París va por su cuenta
como un reloj. Habría que permanecer siempre así. En resumen, es una auténtica
delicia. Todos los organismos estatales se han constituido en federación y se
pertenecen entre sí […]. Los sacerdotes también están en su propio lugar, como los
demás, como los trabajadores, etc., etc., los notarios y los alguaciles pertenecen a
la Comuna, y son pagados por ella como registradores de la propiedad”.
Quien escribía esto no era uno de esos “bandidos que no tienen nada que perder” a
los que se refería Vidieu: “No tuve suerte, confesaba, sin lamentaciones, Courbet.
Perdí todo lo que me había costado tanto conseguir, es decir, mis dos talleres, el de
Orleans a manos de los prusianos, y el edificio de mis exposiciones en el Puente de
l’Alma que había hecho transportar a la Villette y fue utilizado como barricada
contra los prusianos”.
“Aquí estoy, por el pueblo de París, metido hasta el cuello en los asuntos políticos,
les contaba Courbet a sus padres. Presidente de la Federación de Artistas, miembro
de la Comuna, delegado en el Ayuntamiento, delegado en la Instrucción Pública:
cuatro de los cargos más importantes de París. Me levanto, desayuno, ocupo mi
escaño y presido doce horas al día. Empiezo a tener la cabeza como una manzana
asada. A pesar de todo este tormento de cabeza y de comprensión de asuntos a los
que no estaba acostumbrado, estoy encantado”.
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Los versalleses no desaprovecharon la oportunidad para mostrarse implacables y
restaurar el orden, es decir, devolver a la chusma a su lugar. No cabía imaginar
otra respuesta del poder cuando un zapatero levantaba barricadas (Gaillard), un
músico convertía los jardines en salas de concierto (Salvador-Daniel), un orfebre
húngaro (Leó Frankel) dirigía la economía y un reconocido pintor se metía “hasta el
cuello” en política (Courbet).
El arte por todos y para todos se convirtó en la divisa de artistas como Camille
Pissarro, que descubriría el anarquismo en 1880 gracias a su amigo Paul Signac,
Seurat, Maximilien Luce y Félix Valloton, todos ellos libertarios. Al igual que
Gaillard, los Neo Impresionistas, como los bautizaría otro anarquista, el
extraordinario Félix Féneon, negaron la cesura entre bellas artes y artes
decorativas: “En el momento en que platos, cucharas, sillas, camas adopten formas
ingeniosas y colores fabulosos el artista dejará de mirar con desprecio al
trabajador”, afirmó Fénéon, quien mantuvo vivo el legado de la Comuna desde su
puesto de editor jefe de la Reveu Blanche.
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Los esplendores futuros que profetizó la Comuna asomaron de forma intermitente
aquí y allá, y tuvieron su punto culminante en el mayo parisino del 68. En otro
ensayo magnífico (Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la
despolitización de la memoria, Acuarela & Antonio Machado libros, 2008), Kristin
Ross recoge el testimonio de Gérard Fromanger, miembro del Atelier populaire des
Beaux-arts creado por los estudiantes de bellas artes donde se imprimieron los
carteles que forraron los muros de la capital francesa: “El arte, afirmaba
Fromanger, es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte”. Guiados
por esa convicción, “los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya
no podían trabajar, porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones.
Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier
populaire des Beaux-arts y hacíamos carteles. Hacíamos carteles día y noche. Todo
el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en nuestras vidas. Al fin
éramos necesarios”, recuerda un miembro del Atelier.
No es casualidad que Mayo del 68 devorase los libros sobre la Comuna. “La cultura
burguesa”, reza el texto que acompañaba la fundación del Atelier populaire, “separa
y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición
privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos
decidido transformar nuestro papel en esta sociedad”.
El zapatero Gaillard habría sido el primero en aplaudir este manifiesto. ¿No era
precisamente eso lo que él había pretendido con sus majestuosas barricadas? Tanto
la Comuna como Mayo del 68 impulsaron la idea de que cada uno fuese artista a su
manera, que constituyese “gustos, pensamentos, actitudes estéticas” que lo
liberasen de la jaula en la que la cultura de clase lo había encerrado; la
emancipación se basaba en el principio de que “quien trabaja con las manos puede
transformarse em esteta” (Rancière).
“Siempre amaré el tiempo de las cerezas, ese momento que guardo en el corazón”,
se decía en “El Tiempo de las cerezas”, la popular cancioncilla escrita por Jean
Baptiste Clément que se canturreaba en las barricadas del París insurgente. Su
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autor se la dedicó a la valiente jóven que el veintiocho de mayo de 1871, en los
estertores de la Comuna, decidió compartir la suerte de los comuneros que
resistían sin esperanza en las inmediaciones de los Jardines del Luxemburgo. “Sólo
sabíamos que se llamaba Louise y que era trabajadora, escribió Clément. Por
supuesto, tenía que estar con los rebeldes y los cansados”.
“El tiempo de las cerezas fue breve”, pero su recuerdo perdurará en quienes sepan
reconocer el valor de su ejemplo. “De aquel tiempo guardo en el corazón / una
herida abierta…”. A nosotros sólo nos queda respirar por esa herida mientras
esperamos un nuevo tiempo de las cerezas y los zapateros. Tal vez, un día, entre
tanta basura, surja un Gaillard que nos hable del poder redentor de la belleza y la
bondad. Nunca hubo un zapatero como él. ¡Salud, citoyen Gaillard!¡Viva la Comuna
de París!
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