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EL TIEMPO DE LAS CEREZAS Y LOS ZAPATEROS

LUJO COMUNAL, ESPLENDORES FUTUROS

Y REPÚBLICA UNIVERSAL EN LA COMUNA DE PARÍS

Michel Suarez é historiador, escritor e filósofo anarquista.

“VIVA LA HUMANIDAD”

La cronología de los acontecimientos es conocida. En marzo de 1871, el pueblo


parisino se negó a ser desarmado por el gobierno republicano que acababa de
capitular de forma deshonrosa ante los prusianos, y en una clara referencia a la
Gran Revolución proclamó la Comuna autónoma de París. Bajo la atenta mirada del
ejército de Bismark, y mientras la reacción se replegaba a Versalles para preparar
el asalto militar de la capital, los comuneros no esperaron que la historia les hiciera
un guiño y eligieron por sí mismos el momento de ocuparse de sus propios asuntos.
Sin alardes ni retórica vacía, prescindiendo de gobernantes y jerarquías, los
ciudadanos organizaron la defensa de la ciudad e introdujeron cambios radicales en
la vida cotidiana.

A nadie le pareció descabellado que, tras la huida de aquellos que representaban un


obstáculo para la libertad y la igualdad (militares, monárquicos, clero militante,
burgueses, republicanos de orden), fuera la propia ciudadanía quien pusiese
remedio a sus problemas. Sin embargo, lo que nos deja mudos es la clarividencia
para detectar los mecanismos de la opresión y el alcance de las propuestas del
pueblo de París. Dado el grave problema de la vivienda popular, y con el propósito
de alojar a todos los sin techo, la Comuna se arrogó el derecho de requisa de
inmuebles deshabitados; prohibió la expulsión de inquilinos, eximiéndoles, además,
del pago de atrasos; combatió el desempleo; abolió la prostitución en tanto que
forma de “explotación comercial de criaturas humanas por otras criaturas
humanas”; democratizó el trabajo, un olvido frecuente en las “democracias”
actuales; reconoció la unión libre; reforzó el poder de las municipalidades y otorgó
amplios márgenes a la autogestión; acordó la revocabilidad de los funcionarios
elegidos; equiparó salarialmente a hombres y mujeres: a igual trabajo, igual
remuneración; dio cobertura legal a concubinas e hijos no reconocidos; sancionó el
derecho al divorcio; decretó la separación del Estado y la Iglesia; estableció una
educación laica, gratuita y universal; abrió teatros, bibliotecas y museos; propuso
la abolición de la pena de muerte y ordenó la restitución gratuita de los objetos
empeñados en el Monte de Piedad municipal.

A pesar de su carácter embrionario, esta medidas fueron tan radicalmente justas en


aquel entonces como lo serían hoy si alguien se atreviese siquiera a imaginarlas.
Comparar nuestras libertades cívicas y políticas con el programa de la Comuna es
un ejercicio desmoralizador. Ciento cincuenta años después, excitar temores
infundados, o mejor dicho, hacer negocio con el temor de los hombres (Melville),
elogiar la opresión o avivar el odio al extranjero continúan siendo deportes
extraordinariamente populares. Lo que hoy sorprende, si acaso, es la desenvoltura
y el tono feroz con que se reivindican cosas odiosas; a la vista está que pregonar
abiertamente el racismo, la xenofobia, la desigualdad o el patriotismo ha dejado de
ser algo vergonzoso.

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En relación a estas lacras, resulta increíble comprobar hasta qué punto la Comuna
se mostró radicalmente contraria a la fuerza de las costumbres. Como no había la
menor ambigüedad en su “Estamos aquí por la humanidad”, la cuestión de los
derechos de los extranjeros fue resuelta sin demasiados rodeos. En un bando se
leía: “Considerando que la bandera de la Comuna es la de la República Universal;
considerando que toda ciudad posee el derecho de otorgar el título de ciudadano a
todo aquel que la sirva…, la comisión es de la opinión que los extranjeros pueden
ser admitidos y propone la admisión del ciudadano Frankel”. Acto seguido, otorgada
la ciudadanía, el húngaro Leó Frankel fue nombrado miembro de la Comisión de
Cambio y trabajo.

En cuanto al patriotismo, el grito de “¡Viva la Humanidad”! dejaba poco a las


interpretaciones. Un comunero lo expresaba así: “Me importa tanto la libertad de
otros pueblos como la de Francia”. Este internacionalismo, fundado en la certeza de
que el patriotismo era el más poderoso disolvente de la solidaridad entre los seres
humanos, tuvo un colosal refrendo en el derribo de la columna erigida a Napoleón
en la Place Vendôme con motivo de la victoria en Austerlitz.

Es imposible disimular el alcance simbólico de la acción más espectacular de la


Comuna. La Place Vendôme no era un lugar sin importancia; “conservatorio del
gusto y refugio de la tradición” de una ciudad cuya belleza “no se parece a la de
ninguna otra ciudad”, escribió André Maurois,

“la Place Vendôme, construida en tiempos del Gran Rey y dedicada posteriormente
a las victorias del Emperador, participa de esta doble grandeza. Ella es […] a la vez
el corazón de la ciudad y el símbolo más perfecto de su historia […] ¿De qué está
hecho su estilo? De una mezcla inimitable de orden y de fantasía. En ningún lugar
del mundo la potencia de los artistas ha sido más constante ni más hábilmente
renovada, aunque la nueva invención siempre ha sido sumisa a las reglas de un
gusto exquisito y seguro. ¿Cómo sorprenderse? Es natural que, viviendo en un
decorado perfecto, herederos de una tradición tan antigua, todos aquí, artesanos,
diseñadores, obreros, sean fieles sin esfuerzo a lo que hay de mejor en el genio
francés”.

El caso es que fue precisamente un artista, Gustave Courbet, a la sazón presidente


de la Federación de Artistas de la Comuna, quien sugirió arrimar una grúa al
emblema del imperio francés. En el bando de demolición de la columna erigida al
tirano corso, en sí mismo una obra maestra de la literatura revolucionaria, la
Comuna de París dejó claro “que la columna imperial de la Place Vendôme es un
monumento a la barbarie, un símbolo de la fuerza bruta y la falsa gloria, una
afirmación del militarismo, una negación del derecho internacional, un permanente
insulto de los vencedores a los vencidos, un atentado perpetuo contra uno de los
tres grandes principios de la República Francesa: la fraternidad”.

La demolición de la columna, convertida en fiesta popular, ahondó el resentimiento


de los enemigos de la Comuna. El dramaturgo, Catulle Mèndes, quien escribió
“Madame París, asesinada por la Comuna”, supo ver el valor de esta irreverencia:

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“No os basta, en una palabra, con haber destruido el presente y puesto en peligro
el futuro, ¡queréis aniquilar también el pasado! ¡Chiquillada funesta! Pero la
columna Vendôme es Francia, la Francia de otro tiempo (…). Se trata aquí de
nuestros padres victoriosos, magníficos, ¡atravesando el mundo para plantar la
bandera tricolor cuya asta está fabricada con una rama del árbol de la libertad!
Echad abajo la columna Vendôme. No penséis que esto es sólo derribar una
columna de bronce culminada con la estatua de un emperador; es desenterrar a
vuestros padres para abofetear las mejillas sin carne de sus esqueletos y decirles:
¡os equivocasteis al ser valientes, al ser orgullosos, al ser grandes! Os
equivocasteis al conquistar ciudades, al ganar batallas. Os equivocasteis al hacer
que el mundo se maravillase ante la visión y una Francia deslumbrante”.

Obviamente, los ciudadanos que se dieron cita en la Place Vendôme a las cinco y
media de la tarde del dieciséis de mayo de 1871 no tenían a aquellos antepasados
por valientes, orgullosos o grandes, ni creían que conquistar ciudades o erigir
imperios fuese algo de lo que enorgullecerse. La “deslumbrante” Francia de Mèndes
no era la suya, como tampoco lo era la Francia del Terror.

Con anterioridad al repudio del Imperio, en uno de sus bandos públicos, no


confundir con el BOE, la Comuna ya había puesto sus cartas sobre la mesa:
“Ciudadanos: Nos han informado de la construcción de un nuevo tipo de guillotina
encargada por el odioso gobierno, una que es más rápida y más fácil de
transportar. El Sub Comité del distrito undécimo ha ordenado el decomiso de estos
instrumentos serviles de la dominación monárquica y ha votado que la destruyan
para siempre jamás. Por lo tanto, será quemada a las diez en punto del 6 de abril
de 1871 en la Plaza de la Mairies, para la purificación del distrito y la consagración
de nuestra nueva libertad”.

El día previsto, el seis de abril, la guillotina instalada en la prisión de París se


trasladó hasta la estatua de Voltaire, donde fue desmontada y reducida a cenizas
ante el entusiasmo popular. El Journal de la Commune conmemoró el suceso: “El
jueves a las nueve de la mañana, el 137º batallón perteneciente al undécimo
distrito se presentó en la rue Folie-Mericourt; requisó y tomó la guillotina, se hizo
trizas la horrorosa máquina y fue quemada ante el aplauso de una inmensa
multitud”. El mensaje era inequívoco: no se lograría una sociedad más justa
“masacrando a la gente”, incluidos sus enemigos. Para los comuneros, la Guillotina
simbolizaba la violencia legal y monopolística del Estado y el furor revanchista de
los revolucionarios jacobinos, que habían acomodado en su base más cuellos de
pobres y disidentes que de aristócratas. Paradojas del progreso, el dato es
abrumador, el Estado francés dejó de engrasar la guillotina en 1977, en pleno
apogeo de las proezas supersónicas del Concorde.

La Comuna fue una insurrección minuciosa; además de abordar cuestiones de


calado, incluyó entre sus quehaceres asuntos aparentemente intrascendentes,
como la prohibición del servicio de préstamo de la Biblioteca Nacional. Esta
suspensión venía motivada por la práctica habitual de sustraer ejemplares para
engrosar espléndidas bibliotecas particulares. ¿Una menudencia? Basta con
preguntarles a las bibliotecarias universitarias por la morosidad para comprobar la
actualidad de la medida. A buen seguro, más de un profesor se vería en serios
apuros si tuviera que poner al día su carné.

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En el terreno pedagógico los comuneros fueron aún más puntillosos. El proyecto de
guarderías elaborado por la Sociedad de Amigos de la Educación recomendaba a los
cuidadores evitar la ropa negra y los colores pesimistas debido a su impacto
negativo en el ánimo de los niños.

La Comuna estuvo muy atenta a cuestiones enormes que aún poseen plena
vigencia. Sin pérdida de tiempo, legisló sobre desigualdad social, mendicidad,
xenofobia, machismo, desempleo y vivienda digna. A pesar de albergar diversas
concepciones del poder, separadas, en ocasiones, por un abismo, el principio de
fraternidad orientó en todo momento sus resoluciones: “Los comités de vigilancia
de Montmartre no dejaban a nadie sin asilo, a nadie sin pan”, escribió Louise
Michel. Y todo esto, recordémoslo, en apenas setenta y dos días.

Habida cuenta de las dicrepancias internas y la ausencia de un programa común,


¿cómo es posible que se tomasen decisiones de tal envergadura en un periodo tan
breve? Creo que la respuesta a esta cuestión está en que el peso de la jerarquía
cedió ante el empuje de la autogestión, lo que impidió que los profesionales de la
política tuviesen la última palabra. La Comuna escuchó las demandas que procedían
directamente de la calle, de los trabajadores, de las mujeres. En lugar de
languidecer en las agendas de los representantes políticos o atascarse en los
laberintos de las burocracias partidistas, estas reivindicaciones fueron atendidas sin
dilación por los mismos interesados. De este modo, los comuneros evitaron que, en
virtud de la aritmética electoral, cualquier zoquete se hiciese con el derecho a
gobernar.

Es absurdo pensar que las medidas de la Comuna despertarían la menor simpatía


en Versalles. ¿Tenían los comuneros el derecho a esperar clemencia? Por supuesto
que no; avisados por la experiencia, sabían que cuando las gentes de orden
tomasen conocimiento de lo que habían hecho en su ausencia, aumentarían sus
temores y con ellos la posibilidad de una respuesta histérica. Con todo, la crueldad
de la represión impresiona. Decididos a cortar por lo sano, a “purificar por medio de
un sacrificio expiatorio” (Tácito), los militares elevaron su furia a cotas de violencia
extra legal verdaderamente chocantes. ¡Qué sacrificio tan colosal! En una semana
se contabilizaron alrededor de veinte mil ejecutados, más que en la guerra franco
prusiana o durante el Terror. Además del rosario de deportados y represaliados, se
calcula en decenas de miles los ciudadanos detenidos y condenados.

Institucionalizada la venganza, la represión no presentó ningún dilema moral. Como


es habitual en estos casos, se apeló a la condición patológica y criminal de los
insurgentes. Victor Desplats, médico de convicciones republicanas y testigo
involuntario de los sucesos, no veía más “que sinverguenzas de figura siniestra,
cabezas de canallas que van y vienen como sombras sepulcrales”. París estaba “en
poder de cincuenta mil bandidos que viven como parásitos, del mismo modo que
miles de seres inmundos nacen y viven como un cadáver en putrefacción. ¡No, y
mil veces no! No es posible excusar a esos sinverguenzas que saquean, se
apoderan de los bienes de los demás, quieren destruir todos los monumentos
históricos y empujan al combate a los hombres prometiéndoles todo lo que otros
han ganado con su trabajo e inteligencia. ¡Esto es la Comuna! Esto es desde el
punto de vista moral”. La muerte era “un castigo demasiado dulce para semejantes
ataques”: “¡Qué criminales! ¡Que salvajes! ¡Qué monstruos!¡Cuantas riquezas
perdidas! ¡Cuánta sangre vertida por los miserables asesinos incendiarios!”

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Por ello, proseguía Desplats, “es necesario que el gobierno actue y no dialogue, es
necesario que los cuarenta mil hombres de Versalles marchen con decisión sobre
París. Solamente a este precio la lucha será justa y se pondrá fin a los disturbios”
(Lettres d’un homme à femme qu’il aime pendant le siège de Paris et la Commune).

Con el fin de restituir los bastiones del orden burgués, el republicano Adolphe
Thiers se empleó a fondo. Tenía razones personales: acusado de mentir e incitar a
la traición, el Comité de salud pública de la Comuna había ordenado desmontar
piedra a piedra su casa de París. Pero esa fue una motivación menor en relación a
la principal: el cuestionamiento popular de un concepto de sociedad fundada sobre
un autoritarismo que consideraba imperdonable el recurso a la rebeldía.

Por su parte, la Iglesia católica, lejos de darse prisa en poner freno a la matanza, la
alentó en nombre de la fe y la propiedad, e invitó a todos los hombres de buena
voluntad a jalear el atronador sonido de los fusilamientos. El clero no fue el único
que cubrió de elogios a los represores. En un ensayo dolorosamente esclarecedor,
Paul Lidsky analizó el sentir general de los escritores sobre la Comuna. Pocos se
privaron de recurrir a los más repugnantes sofismas zooloógicos, y menos aún
fueron los que se libraron de la vergüenza de aplaudir los crímenes de los
versalleses. Eso era, como diría Diderot, a lo que llamaban gente de bien.

La premura de tiempo, las destrucciones materiales que le atribuyó la maquinaria


de embustes de Versalles y un desenlace expeditivo contribuyeron a difuminar
posteriormente la memoria de la Comuna de París. A pesar de todo, nunca se pudo
ocultar del todo su carácter seminal e iconoclasta. Pero, además de un hito en la
historia de las insurrecciones populares y piedra de toque de los procesos de
emancipación y autogobierno, la Comuna ha dado pie a una lectura nada evidente
que ha enriquecido de forma extraordinaria su legado. Apoyándose en la afirmación
de que la Comuna había sido una “revolución de zapateros” (Frank Jellinek), Kristin
Ross ha analizado en un bello y admirable libro (Lujo Comunal. El imaginario
político de la Comuna de París, Madrid: Akal, 2016) la figura de un maestro
zapatero y su asombroso papel en las barricadas.

El treinta de abril de 1871, un zapatero llamado Napoleón Gaillard es nombrado


Jefe de Barricadas de la Comuna de París. De inmediato, se pone manos a la obra
con la colaboración ciudadana: “Esta mañana, relata Victor Desplats, han hecho
una barricada en la Place Vendôme y cada persona que desee pasar debe colocar
un adoquín”. Los parapetos de Gaillard son la comidilla de los viandantes por su
espectacularidad y fastuosidad. Observador de excepción, Albert Robida admira en
la Rue Castiglione una barricada “de tierra muy hermosa, con bonitas troneras
rectilíneas de la que Vauban se habría sentido satisfecho”. ¿Vauban? La
comparación es llamativa; no se trata de un diletante, sino de Sébastien Le Preste,
Marqués de Vauban, mariscal de Francia, ingeniero real y Comisario general de
fortificaciones de Luis XIV.

Entre la rue de Rivoli y la rue Saint-Florentin, el ciudadano Gaillard erige su obra


maestra: una barricada de dos pisos de altura, con tejado a dos aguas y pabellones
laterales. El imponente aspecto del “Château Gaillard” despertó tanto asombro
como resquemor, no del todo injustificado, si tenemos en cuenta que su coste se
elevó a dos millones de francos. “No es necesario que estas barricadas estén

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perfectamente construidas; pueden muy bien hacerse con carruajes volcados,
puertas arrancadas de sus goznes, muebles arrojados desde las ventanas,
adoquines cuando los hay, vigas, barriles, etc.”, le reprocharon al zapatero.
Cuestionado por el uso de sacos rellenos de telas en lugar de escombros, Gaillard
se encogió de hombros.

Un testigo de la época observó que, “Gaillard padre, el jefe de la construcción de la


barricada, parecía tan orgulloso de su creación que en la mañana del veinte de
mayo lo vimos con el uniforme completo de comandante, cuatro galones de oro en
la manga y gorra, solapas rojas en la túnica, grandes botas de montar, pelo largo y
suelto, una mirada firme. Mientras los guardias nacionales impedían al público
caminar por un lado de la plaza, el constructor de la barricada posaba
orgullosamente a unos veinte pies delante de su creación, haciéndose fotografiar
con una mano en la cadera”.

Una interpretación apresurada de estas extravagancias nos llevaría a concluir que el


artesano también tiene sus vanidades. Pero, vista con detenimiento, la actuación
del Jefe de Barricadas de la Comuna encierra grandes sorpresas. Sin duda, Gaillard
pensaba que contemplar la barricada como una simple construcción defensiva era
abrazar una imagen falsa, no sólo de la propia barricada, sino también del
constructor. Su propósito, observa Kristin Ross, era ser reconocido como artista,
como alguien que “firma” su creación; eso tenía en mente “cuando se hizo
fotografiar en pie delante de la barricada que había diseñado para la Plaza de la
Concordia, ‘firmando’ así de hecho su creación, apropiándose de la condición de
autor o artista”.

Pero detengámonos un momento en el personaje; ¿quién era esta figura inaudita y


un poco delirante? Nacido en Nimes en 1815, Napoleón Gaillard aprendió el oficio
con su padre, quien también le enseñó a leer y escribir, y desde muy jóven
desarrolló un gran interés por el arte y sus relaciones con la artesanía. Fruto de
estas preocupaciones fueron dos tratados sobre el calzado que, junto a la creación
de un tipo de zapato de goma y madera, los “chanclos”, le granjearían una
reputación de maestro consumado. A raíz de sus reflexiones, Gaillard tomó
conciencia de su condición de artificex, esa peculiar fusión de artesano y artista
pulverizada por el sistema industrial. En una carta se definía como “un trabajador,
un ‘artista’ del calzado, y aunque haga zapatos, tengo derecho a tanto respeto
como los que se creen a sí mismos trabajadores por blandir una pluma”. Su arte
era el arte del zapato, que “se diga lo que se diga, es la más difícil de todas las
artes, la más útil y, sobre todo, la menos comprendida”, anotó en uno de sus
tratados.

En su afán de superar el papel de artesano, de constructor de zapatos, Gaillard se


adentró en los dominios de la belleza, insistiendo una y otra vez en la hermosura
de los pies “bien proporcionados”. El público, afirmaba, tenía que exigir un calzado
hecho, “no para los pies como son, sino como deberían ser”. En Philémon, vieux de
la Vieille, el escritor Lucien Descaves vio en Gaillard a un “zapatero experto,
conservador y clásico en su métier, o más bien ‘artista-zapatero’, como quería ser
llamado; consideraba, con razón, que había devuelto a su noble oficio los principios
anatómicos y las normas de higiene de las que se había alejado. Quería que el
zapato fuera racional, es decir, hecho para el pie, oponiéndose a la moda bárbara
de ajustar el pie al zapato”.

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Pero sus inquietudes no eran solo de orden estético; paralelamente a sus
cavilaciones sobre el papel del artesano en la sociedad, el maestro Gaillard fue un
asiduo de los clubes políticos de su tiempo, lugares de encuentro y discusión que,
como bien señala Kristin Ross, resultaron decisivos en el desarrollo de la Comuna.
Orador volcánico y ferviente defensor de la tradición republicana radical, dos bustos
de Marat y Danton flanqueaban su cama, Gaillard se encaramaba cada noche en el
escenario con un gorro frigio para dirigirse a un público que le escuchaba divertido.

Tras la derrota, Gaillard consiguió escapar de la escabechina y encontró refugio en


Ginebra, donde regentó, junto a su hijo, también zapatero, un bar y una zapatería.
Según parece, sus zapatos gozaron de gran estima entre su acaudalada clientela.
Eso sí, el tozudo Napoleón Gaillard no aceptaba sugerencias de los compradores; el
maestro era él y sus creaciones no se discutían.

Sus convicciones políticas permanecieron inalterables hasta el final de su vida. En


1875 “Thiers tuvo el descaro de venir a dar un paseo por Ginebra con su familia
para burlarse de nosotros, comenta un communard exilado; el père Gaillard fue el
único en manifestarse, colocando la bandera negra en su tienda. Se la quitaron de
inmediato”. Gaillard falleció en París en 1900, el mismo año que Ruskin y Oscar
Wilde, con quienes se habría entendido de maravilla.

A la luz de la desconcertante figura de Gaillard y su papel en la Comuna se


acumulan las preguntas: ¿Cuáles eran sus credenciales para asumir el cargo de Jefe
de Barricadas? ¿Qué estimulaba su extravagante virtuosismo barricadista? Y lo más
importante: ¿qué clase de insurrección otorga responsabilidades públicas a un
chiflado? ¿Por qué en lugar de un arquitecto o un ingeniero, la Comuna designó
como responsable de barricadas a un maestro zapatero?

Las respuestas a estas preguntas, que nos desvelan una lado insólito de la Comuna
de París, debemos procurarlas en el manifiesto de la Federación de Artistas.

QUE CADA UNO SEA ARTISTA A SU MANERA

El trece de abril de 1871, el pintor Gustave Courbet convocó una reunión en el


Anfiteatro de la Facultad de Medicina a la que acudieron cuatrocientos artistas. Allí,
tras una discusión sobre las bellas artes y su papel en la sociedad, se acordó la
constitución de la Federación de Artistas de la Comuna de París, presidida por el
propio Courbet. Talentos de primer orden como Jules Dalou, Pilotell, Auguste Ottin,
Manet o Daumier participaron directamente en la Federación o mostraron su
simpatía. Otros, fue el caso de Corot o Millet, refugiados en provincias, también
hicieron llegar su solidaridad.

La intervención social de los artistas en tiempos revolucionarios no era una


novedad. En 1790, Jacques-Louis David había fundado, junto a Resoult, una
Comuna de Artistas, y en 1848, una Asamblea General de Artistas, presidida por
Delacroix y François Rude, tomó su relevo. Poco antes de la Comuna, durante el
cerco prusiano, el cuatro de septiembre de 1970, se había creado una Comisión
artística encabezada, a instancias del Ministerio de Educación, por Gustave Courbet,
cuya misión era preservar los museos de la ciudad.

Como sus antecesoras, la Federación de Artistas de la Comuna alimentó grandes


esperanzas para el futuro de las artes. Las medidas se sucedieron sin demora; la

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Biblioteca Nacional, bajo la dirección de Élie Reclus, retomó su actividad el
veinticuatro de abril de 1871, y la Biblioteca Mazarine, con Gastineau al frente, lo
haría el ocho de mayo. En cuanto a los museos, el del Luxemburgo abrió el quince
de mayo, seis días después de que se reanudaran los cursos del Museo de Historia
natural.

La Federación fomentó “la construcción de amplios salones para la educación


superior, conferencias sobre estética, historia y filosofía del arte”, y organizó un
nuevo tipo de salones artísticos en los que únicamente se admitían obras firmadas
por sus autores, rechazando “rotundamente cualquier exposición mercantil que
tienda a sustituir el nombre del verdadero creador por el del editor o el fabricante”.
Además, se dejó claro que en estos salones no se otorgaría “ningún premio”.

Sin embargo, a pesar de la relevancia de estas medidas, la excepcionalidad de la


Federación de Artistas de la Comuna residía en su propósito de reconstruir la
sociedad sobre las bases de un sentido estético de la existencia, un deseo
expresado de forma soberbia en su manifiesto de abril de 1871. El manifiesto
estaba firmado por Eugène Pottier, poeta, escritor (autor de la letra de la
Internacional) y artesano polivalente (fue decorador, tapicero, diseñador de tejidos,
encajes y cerámicas), que antes de la Comuna había dirigido un taller en el que se
hacían “todo tipo de producciones artísticas”. En su Manifiesto, Pottier escribió:
“Vamos a cooperar esforzándonos por nuestra regeneración, el nacimiento del lujo
comunal, esplendores futuros y la República Universal”. Estas dos líneas, que no
descuidan absolutamente nada, resultan tan insólitas como fulgurantes. Por un
lado, invitando a elevarse por encima del espíritu del tiempo, el lujo comunal
proponía el reencuentro del placer y el trabajo, dos amigos enfrentados en otro
tiempo inseparables; esta reconciliación era crucial, ya que daba pie a un debate
sobre la clase de trabajos que resultan individualmente gratificantes y socialmente
necesarios.

Por otro lado, restituía a las artes decorativas una dignidad olvidada, aupándolas al
cielo de las bellas artes mayores. De este modo, la cerámica, el vestido, los útiles
de cocina, los productos de ebanistería, orfebrería y carpintería abandonaban su
vitola de artes subisdiarias en relación a la pintura o la escultura. Como resume
Kristin Ross, el concepto de lujo comunal, proponía “un tipo de mundo claramente
diferente, en el que todos, y no sólo unos pocos, compartirían lo mejor”. Apelaba,
en palabras de Jean Nayrolles, a “un arte de élite para todos”.

Esta propuesta constituía la radicalización de una corriente heterogénea del arte


social que atravesó de cabo a rabo el siglo XIX. Ya en 1834, en nombre de un
pálido reformismo, Theophile Thoré había propuesto “descender al corazón de la
época y otorgar a las bellas artes su carácter social” (“El arte social y progresivo”,
1834); ese mismo año, el periodista y dramaturgo republicano Étienne Arago, “La
República y los artistas”, 1834, abogaba por una “teogonía brillante” del arte;
basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad, esta teogonía defendía las
virtudes del trabajo: devoción, resignación y paciencia, como armas contra la
ambición, el interés material y la indiferencia propias de un lujo al alcance de unos
pocos. “¿Quién se parece más al artista que el trabajador?”, se preguntaba el
periodista Pierre Vinçard en “Los artistas y el pueblo” (1850); y siguiendo los pasos
de Fourier, críticos como Eugène d’Izalguier (“Ley de la correlación de la forma
social y la forma estética”, 1836) o Auguste de Gasperini (“Del arte y sus relaciones

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con el medio social”, 1850), entre otros, denunciaron la influencia corruptora del
dinero en el arte y entablaron una fecunda discusión sobre la importancia de la
forma en la vida cotidiana.

Esta crítica tuvo en John Ruskin y William Morris sus máximos exponentes. En el
trabajo de todo hombre, escribió Morris, siempre debe haber algo de esperanza y
de placer”; pero la civilización moderna, “en su prisa por obtener una prosperidad
material desigualmente repartida”, había suprimido por completo “el arte popular”,
impidiendo a la mayoría participar del arte. Para Morris, reintegrar la esfera
artísitica en el magma social no consistía en estetizar la política o politizar la
estética, sino en sumergir el arte en la vida cotidiana. La idea de que la experiencia
estética debía iluminar todos los ámbitos de actividad de los individuos chocaba
frontalmente con la “gestión cultural”, los Ministerios de cultura o la existencia de
un “público”; su objetivo era transformar las bases estéticas y sociales del
capitalismo.

Al cuestionar el fondo de la organización social, al encerrar tantas y tan profundas


implicaciones políticas y económicas, esta propuesta no podía abrirse paso sin
enfrentar, antes o después, el escollo del Estado. El Manifiesto de la Federación,
que no templaba gaitas ni caía en convencionalismos, se apresuró a proclamar “la
libre expresión del arte, libre de toda tutela gubernamental y de todo privilegio”.
Utópico desvarío para unos, desesperada ridiculez para otros, lo que este simpático
párrafo ponía de manifiesto es que los artistas no hallaban motivos para sentirse
verdaderos creadores más que liberados del control estatal. Y del mismo modo que
se negaba al Estado la inciativa en el terreno del arte, se desposeía a las academias
nacionales de Bellas Artes de su potestad para sancionar el gusto oficial. También
aquí se oye el rumor de la Gran Revolución, cuando, a instancias de David, la
Comuna de Artistas abolió la Academia en 1791.

Al rechazar por igual las subvenciones y el mecenazgo, el lujo comunal se


desmarcaba tanto del patrocinio estatal como de la filantropía. Traducido a la
pegajosa nomenclatura actual, no era liberal ni socialdemócrata. Su objetivo era
que cada ser humano, si así lo deseaba, dispusiese de la facultad de dar rienda
suelta a su imaginación. “El arte es enteramente individual y no es para cada
artista más que el talento resultante de su propia inspiración y sus propios estudios
sobre la tradición”, hacía constar Gustave Courbet en 1860. “El verdadero impulso
artístico sólo puede proceder de la gente”, de la base social, aseguraba Francisco
Salvador-Daniel, hijo de un carlista español y responsable del Conservatorio de
París.

En definitiva, el manifiesto de Eugène Pottier decretaba la independencia absoluta


del artista en relación al poder, invalidaba el gusto oficial impuesto por las
academias nacionales e invocaba un arte por y para todos. Pero este llamamiento a
que cada uno fuera artista a su manera llevaba de inmediato a colocar el foco sobre
la producción. ¿De dónde sacarían un obrero fabril o un albañil el tiempo para
emprender ese viaje a “las regiones profundas de sí mismos, donde comienza la
verdadera vida del espíritu” (Proust)? ¿Cómo conciliar la obligacion de vender la
fuerza de trabajo en el mercado laboral con la abundancia de ocio?

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Los efectos del lujo comunal afectaban de lleno al sentido colectivo de la existencia
y, por ende, a la organización económica. La Federación de Artistas reconoció “el
derecho de cada uno a su parte de vida intelectual”, porque el ser humano “no vive
de pan solamente”; no obstante, “es necesario que haya ese pan”, constataba
Walter Crane, un aventajado discípulo de Morris, en Le Socialisme et les Artistes
(1893).

Procurar tiempo de ocio para todos obligaba a reorientar los objetivos de la


civilización de la máquina. El productivismo y el desarrollo ilimitado de la
tecnología, el progreso, en una palabra, era la apoteosis “mecanismo, es decir, lo
contrario del arte” (Ruskin). Sin embargo, combatir los dictados del productivismo
no significaba condenarse a la penuria, a la escasez; era preciso dar con una
organización social tal que permitiese a cada individuo dedicarse a una actividad
placentera y variada tras haber cumplido con un trabajo socialmente necesario,
previamente consensuado. “El sentido artístico, el amor por lo bello, el espíritu de
invención, el crecimiento de todas nuestras facultades, liberadas del ganapán, del
trabajo forzado”, demandaban una vida “unida por la solidaridad” (Crane).

Estas consideraciones, esbozadas aquí con cierto aire utópico, y que a buen seguro
suscitarán sarcasmos entre los doctrinarios, no eran ninguna quimera. Kristin Ross
apunta que la Comuna fue el primer movimiento revolucionario que se desmarcó de
la ortodoxia económica que afirmaba la superioridad del trabajo intelectual sobre el
trabajo manual, una superioridad que hacía derivar del mismo orden natural que
reservaba para unos pocos las disciplinas del espíritu y condenaba a la mayoría a
tareas físicas, rutinarias y con frecuencia vejatorias.

La Comuna, insurrección contra “el mecanismo”, apostó por una existencia basada
en la imaginación que permitiese a hombres y mujeres la posibilidad de explorar
talentos insospechados. Sólo la abundancia de tiempo, y no la mejora salarial, por
importante que fuera, permitiría imaginar una nueva relación con la vida. Inspirada
por el mismo deseo de “cambiar la vida” (Rimbaud) que animaba al lujo comunal,
la Comuna, redujo la jornada laboral y abolió el trabajo nocturno de los panaderos.
El secreto para cambiar la vida era librarse del trabajo asalariado.

A la luz de lo expuesto anteriormente, volvamos ahora a nuestro zapatero para


tratar de entender la esencia de su grandeza. ¿Qué nos dice su forma, en
apariencia insensata, de acometer la construcción de barricadas en medio de una
situación de emergencia? Al aplicar un esmero de artesano a la erección de
barricadas Gaillard reivindicó su orgullo de hacedor; al ensalzar la forma se reclamó
artista. Se tratase de unos zapatos o de una barricada en la rue de Rivoli, para él la
belleza era un requisito ineludible. Incluso un artefacto como la barricada debía
resultar agradable a la vista.

Demasiado estrambótico como para no levantar un murmullo burlón entre los


pragmáticos, bajo ese mimo por la forma de Gaillard es fácil adivinar un desafio.
¿Desafío a qué? Al orden social, naturalmente. Abandonando momentaneamente su
oficio para construir barricadas de autor, Gaillard renunció a su rol de artesano y
cuestionó el mito del trabajador responsable. Porque, ¿qué sucede cuando los
individuos no siguen el guión que el orden capitalista ha escrito para ellos?; “¿qué
le ocurre a un Estado, se pregunta Ross, si zapateros y artistas no ocupan el lugar

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que les corresponde? ¿Cómo vamos a reconocerlos?” (Kristin Ross: El surgimiento
del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París, Madrid: Akal, 2018).

Al abandonar temporalmente su oficio, al pasar de una cosa a otra y hacer acto de


presencia donde no se le espera, Gaillard se revela como un genio del
desplazamiento social. El maestro zapatero lanza un órdago a la separación entre
artesanía y arte. Su gesto constituye una trangresión a la identidad. No se somete
al prototipo del “buen trabajador”, tan querido por la izquierda, sino que se situa,
junto a vagos, bandidos y enemigos del trabajo asalariado, en los intersticios del
statu quo.

Tal y como están las cosas, pensaba Goethe, la humanidad “seguirá oscilando de
un extremo a otro y una de sus partes sufrirá mientras a la otra todo le irá bien, el
egoísmo y la violencia seguirán campando a sus anchas como demonios malignos y
la lucha de los partidos no tendrá fin. Lo más razonable es que cada uno cumpla
con su oficio, con aquello para lo que ha nacido y para lo que haya estudiado, y que
no impida a los demás que hagan lo suyo”. Así pues, sugería Goethe, “el zapatero a
sus zapatos, el labrador a su arado, y que el soberano sepa gobernar, pues éste
también es un oficio que exige aprendizaje y que no debería ejercer nadie que no
esté preparado para ello”.

Elogio del oficio artesano, la versión del “zapatero a tus zapatos” de Goethe es,
sobre todo, un apelo al orden político. Para el genio alemán, gobernar es un saber,
un conocimiento empírico que compete únicamente a especialistas, a individuos
nacidos para llevar las riendas de un Estado. Siguiendo este razonamiento, en su
Histoire de la Commune de Paris en 1871 (1876), el abate Auguste Vidieu no se
anduvo con rodeos: “La historia despertó a esta turba de gente holgazana que,
aunque decidida a permanecer inactiva toda la vida, también reclama su parte de
fama y riqueza. En 1871 partieron del principio de que, para obtener algo de un
hombre basta con decirle que se encuentra por encima de su situación”; para llevar
adelante su cometido criminal, el populacho, “que apenas representa al conjunto de
convictos del presente y del futuro”, comenzó “a explotar las atrevidas energías que
son prerrogativa de todos los bandidos que no tienen nada que perder. Así que,
muy perezosos e indefensos, hasta entonces privados de la facilidad y notoriedad
que conlleva el trabajo, descubrieron una manera de vencer simplemente diciendo
que amaban a la gente y la gente les creía. Fueron miembros de un ministerio,
ministros, incluso soberanos, ya que cada uno en su esfera era un déspota
irresponsable”.

Aquí se muestran sin disimulo los auténticos temores de los hombres de orden.
Para Vidieu, nada incita tanto al desorden como la posibilidad de que esos hombres
que se encuentran “por encima de su situación” participen en la toma de
decisiones. El republicano Victor Desplats no se refería a otra cosa cuando
lamentaba el “horrible espectáculo de desorden y desorganización”. Quienes no
cumplen “con su oficio, con aquello para lo que han nacido y para lo que han
estudiado”, resultan peligrosos. Corren el riesgo de que se les metan en la cabeza
ideas nocivas sobre la organización social y los privilegios. Como mucho, de la
plebe se puede esperar que se ilustre en su tiempo de descanso, que se entregue a
pasatiempos anodinos o se muestre moderada en los vicios; su deber es cumplir en
el trabajo y resignarse a ocupar su lugar en la jerarquía social. Bajo ningún
pretexto puede atribuirse un papel en la dirección de los asuntos de la ciudad.

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En poco más de un mes, la Comuna dio al traste con estas convenciones. El treinta
de abril de 1871, día en que Gaillard es nombrado Jefe de Barricadas, Gustave
Courbet escribe a sus padres: “¡París es un verdadero paraíso! Sin policía, sin
tonterías, sin exacciones de ningún tipo, sin discusiones. París va por su cuenta
como un reloj. Habría que permanecer siempre así. En resumen, es una auténtica
delicia. Todos los organismos estatales se han constituido en federación y se
pertenecen entre sí […]. Los sacerdotes también están en su propio lugar, como los
demás, como los trabajadores, etc., etc., los notarios y los alguaciles pertenecen a
la Comuna, y son pagados por ella como registradores de la propiedad”.

Como se desprende de esta carta, la Comuna repartió nuevas cartas en el juego


social. No sólo los zapateros encontraron acomodo en el campo de la creación
artística; la reestructuración comunal del parque de viviendas y los inmuebles
reubicó a notarios y alguaciles, y los curas pasaron a ocupar “su propio lugar”: “Si
desean predicar aquí en París, aunque nosotros no queremos, les alquilaremos
iglesias”, anota Courbet.

Quien escribía esto no era uno de esos “bandidos que no tienen nada que perder” a
los que se refería Vidieu: “No tuve suerte, confesaba, sin lamentaciones, Courbet.
Perdí todo lo que me había costado tanto conseguir, es decir, mis dos talleres, el de
Orleans a manos de los prusianos, y el edificio de mis exposiciones en el Puente de
l’Alma que había hecho transportar a la Villette y fue utilizado como barricada
contra los prusianos”.

Para la República francesa de mayoría orleanista y legitimista, poner en su sitio a


los comuneros era una cuestion espacial, pero fundamentalmente política. Durante
setenta y dos días, todos aquellos a los que Haussmann había arrastrado a la
periferia volvieron a ocupar el centro de la ciudad. No eran sólo zapateros como
Gaillard. También había músicos. Francisco Salvador-Daniel, el saintsimoniano
amigo de Élisee Reclus a quien Courbet había encargado la dirección del
Conservatorio, fue uno de los promotores de los multitudinarios conciertos a cielo
abierto, donde, a cambio del óbolo de la entrada, los asistentes recibían una
escarapela roja. El veintiuno de mayo, Salvador-Daniel organizó en los jardines de
las Tullerías un espectáculo en beneficio de viudas y huérfanos en el que
participaron más de mil músicos. Ese mismo día, las tropas de Thiers entraron en
París. Tras la dispersión general, Salvador-Daniel reapareció días después
combatiendo en la barricada de la rue Jacob. Acorralado, halló refugio en un
inmueble próximo, pero fue denunciado por los vecinos. Su movilidad espacial y su
capacidad de deslizamiento social (federación, conservatorio, calle, barricada)
constituía una transgresión imperdonable a ojos de los represores. Arrastrado hasta
su barricada, Francisco Salvador-Daniel fue fusilado de inmediato y enterrado en
una fosa común.

“Aquí estoy, por el pueblo de París, metido hasta el cuello en los asuntos políticos,
les contaba Courbet a sus padres. Presidente de la Federación de Artistas, miembro
de la Comuna, delegado en el Ayuntamiento, delegado en la Instrucción Pública:
cuatro de los cargos más importantes de París. Me levanto, desayuno, ocupo mi
escaño y presido doce horas al día. Empiezo a tener la cabeza como una manzana
asada. A pesar de todo este tormento de cabeza y de comprensión de asuntos a los
que no estaba acostumbrado, estoy encantado”.

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Los versalleses no desaprovecharon la oportunidad para mostrarse implacables y
restaurar el orden, es decir, devolver a la chusma a su lugar. No cabía imaginar
otra respuesta del poder cuando un zapatero levantaba barricadas (Gaillard), un
músico convertía los jardines en salas de concierto (Salvador-Daniel), un orfebre
húngaro (Leó Frankel) dirigía la economía y un reconocido pintor se metía “hasta el
cuello” en política (Courbet).

Aplastada la Comuna, el brillo del “lujo comunal, los esplendores futuros y la


República Universal”, se apagó rápidamente. Con todo, la estela de ese brillo aún
sería visible en las décadas posteriores. Impregnada del ideario anarquista y al
margen de los canales oficiales y la Academia, una potente interpretación del arte
social ejercería una cierta influencia durante el Fin de siècle. Partiendo de las tesis
del arte social de la primera mitad del siglo XIX y del rechazo del “arte por el arte”
alentado por Proudhon en “Del principio del arte y su destino social” (1865), un
texto, por cierto, decepcionante y teñido de utilitarismo moralista en el que las
mujeres no salían bien paradas, un grupo de artistas, pintores en su gran mayoría,
trató de recuperar el impulso artístico popular que había animado el programa de la
Comuna.

El arte por todos y para todos se convirtó en la divisa de artistas como Camille
Pissarro, que descubriría el anarquismo en 1880 gracias a su amigo Paul Signac,
Seurat, Maximilien Luce y Félix Valloton, todos ellos libertarios. Al igual que
Gaillard, los Neo Impresionistas, como los bautizaría otro anarquista, el
extraordinario Félix Féneon, negaron la cesura entre bellas artes y artes
decorativas: “En el momento en que platos, cucharas, sillas, camas adopten formas
ingeniosas y colores fabulosos el artista dejará de mirar con desprecio al
trabajador”, afirmó Fénéon, quien mantuvo vivo el legado de la Comuna desde su
puesto de editor jefe de la Reveu Blanche.

Entrado el siglo XX, los communards más veteranos transmitieron la memoria de


aquellos días a las generaciones posteriores. En la primavera de 1905, una mujer
llamada Janine Champol acudió al ayuntamiento del distrito XVIII de París en
calidad de madrina de un niño llamado Jean Vigo, “Nono”, de quien se haría cargo
en sus primeros años de vida. Gran amiga de su padre, Miguel Almereyda, un
anarquista muy influyente en la prensa de combate de la época y hombre de
acción, Janine rememoraba con frecuencia sus recuerdos infantiles de la Comuna.

Permanentemente en pie de guerra contra el Estado y los grupos ultradechistas,


Miguel Almereyda, buen orador, declaró ante un juez: “Hay una Francia que
detestamos en el pasado y en el presente, la Francia del despotismo real y clerical,
la Francia de los emigrados y los chouans, la Francia imperial, la Francia
capitalista”, en otras palabras, la “deslumbrante” Francia de Mèndes. Sin embargo,
proseguia el bello Miguel, “hay también una Francia a favor de las Jacques, la
Francia de los hugonotes contra el despotismo de los reyes y los curas, la Francia
de los Enciclopedistas, la Francia de los que demolieron la Bastilla, la Francia de los
librepensadores, la Francia de los insurgentes que vertieron su sangre en las
barricadas de 1830, 1831, 1834, 1848 y 1871”. Esa Francia, confesaba, “la
amamos, ¿cómo podríamos no amarla”.

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Los esplendores futuros que profetizó la Comuna asomaron de forma intermitente
aquí y allá, y tuvieron su punto culminante en el mayo parisino del 68. En otro
ensayo magnífico (Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la
despolitización de la memoria, Acuarela & Antonio Machado libros, 2008), Kristin
Ross recoge el testimonio de Gérard Fromanger, miembro del Atelier populaire des
Beaux-arts creado por los estudiantes de bellas artes donde se imprimieron los
carteles que forraron los muros de la capital francesa: “El arte, afirmaba
Fromanger, es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte”. Guiados
por esa convicción, “los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya
no podían trabajar, porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones.
Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier
populaire des Beaux-arts y hacíamos carteles. Hacíamos carteles día y noche. Todo
el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en nuestras vidas. Al fin
éramos necesarios”, recuerda un miembro del Atelier.

No es casualidad que Mayo del 68 devorase los libros sobre la Comuna. “La cultura
burguesa”, reza el texto que acompañaba la fundación del Atelier populaire, “separa
y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición
privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos
decidido transformar nuestro papel en esta sociedad”.

El zapatero Gaillard habría sido el primero en aplaudir este manifiesto. ¿No era
precisamente eso lo que él había pretendido con sus majestuosas barricadas? Tanto
la Comuna como Mayo del 68 impulsaron la idea de que cada uno fuese artista a su
manera, que constituyese “gustos, pensamentos, actitudes estéticas” que lo
liberasen de la jaula en la que la cultura de clase lo había encerrado; la
emancipación se basaba en el principio de que “quien trabaja con las manos puede
transformarse em esteta” (Rancière).

Medio siglo después de la primavera parisina, queda poco de aquellos esplendores


futuros imaginados por Pottier. En relación a los días de la Comuna, resulta
asombroso lo mucho que hemos retrocedido a fuerza de progresar. Cuando se
comprueba el grosor moral del programa educactivo de la Comuna cuesta entender
cómo hemos sido capaces de desviarnos tanto: “Enseñar a los niños a amar y
respetar a los demás, suscitando en ellos el amor a la justicia; enseñarles también
que su instrucción va en interés de todos: esos son los principios morales sobre los
que descansará de ahora en adelante la educación comunal”. ¿Amar y respetar a
los demás? ¿Interés de todos? ¿Principios morales? ¿Qué ha agregado nuestra
esplendorosa cultura del dinero, el despilfarro y la marrullería a estos fines?

En relación a la República Universal hay poco que decir; tras la derrota de la


Comuna, Napoléon regresó a la Place Vendôme y en el lugar donde todo comenzó,
la explanada de Montmartre, los vencedores, también ellos expertos en el manejo
de los símbolos, erigieron la horripilante basílica de Sacré Coeur a modo de
expiación por los crímenes del pueblo de París contra Dios y la propiedad. Hoy la
fraternidad es pasto de hienas patrióticas y lo único que se ha universalizado es la
voracidad del capital, la truculencia y la servidumbre digital.

“Siempre amaré el tiempo de las cerezas, ese momento que guardo en el corazón”,
se decía en “El Tiempo de las cerezas”, la popular cancioncilla escrita por Jean
Baptiste Clément que se canturreaba en las barricadas del París insurgente. Su

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autor se la dedicó a la valiente jóven que el veintiocho de mayo de 1871, en los
estertores de la Comuna, decidió compartir la suerte de los comuneros que
resistían sin esperanza en las inmediaciones de los Jardines del Luxemburgo. “Sólo
sabíamos que se llamaba Louise y que era trabajadora, escribió Clément. Por
supuesto, tenía que estar con los rebeldes y los cansados”.

“El tiempo de las cerezas fue breve”, pero su recuerdo perdurará en quienes sepan
reconocer el valor de su ejemplo. “De aquel tiempo guardo en el corazón / una
herida abierta…”. A nosotros sólo nos queda respirar por esa herida mientras
esperamos un nuevo tiempo de las cerezas y los zapateros. Tal vez, un día, entre
tanta basura, surja un Gaillard que nos hable del poder redentor de la belleza y la
bondad. Nunca hubo un zapatero como él. ¡Salud, citoyen Gaillard!¡Viva la Comuna
de París!

Texto de Michel Suárez enviado para o IEL (agosto de 2021)

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