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Indice

EN ESPÍRITU Y EN VERDAD
Sobre el Autor
En Espíritu y en Verdad
I. Revisemos Nuestra Religión
1. La Religión puede ser una máscara
La liberación de temores
Los buenos y los malos
Los contrasentidos
No podemos engañarnos
2. Los robots no tienen Religión
Perfeccionar la ley
Asesinar con los ojos
Nuestro pensamiento
La operación quirúrgica
El divorcio
Un mundo de luz
Nada de barro
3. Religión de “ondazos”
La maldición
Religión a la medida
Como ramas
Como templos de Dios
4. ¿Una Religión Mercantilista?
Religión mercantilista
Un cáliz, un bautismo
Primero el último
Ensuciarse las manos
Aprendan de mí
5. ¿Una Religión de Masas?
¿Superstición?
Con su cabeza
Un proceso indispensable
6. Un Látigo para Nuestra Religión
Un encuentro con Dios
Encuentro con los hermanos
En espíritu y en verdad
Religión y vida
Un látigo
II. Jesús: Centro de Nuestra Religión

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7. Para Usted ¿Quién es Jesús?
Segunda conversión
Perder para ganar
¿Sociedad cristiana?
Abran las puertas
8. ¿Qué Dice La gente de Jesús?
Muchas opiniones
Los varios pasos
Hay que arrodillarse
9. Jesús: Camino, Verdad y Vida
Jesús es el camino
Jesús es la verdad
Jesús es la vida
Conocer - Experimentar
10. Jesús, ¿A quién iremos?
Las palabras de Jesús son duras
Las palabras de los maestros del mundo
¿Por qué se alejaron?
Nada a la fuerza
Los trece de la fama
11. ¿Es Jesús Señor de nuestra vida?
¿Maestro o Señor?
Si me aman
Camino, verdad y vida
Indispensable proclamar
¿Jesús o Barrabás?
III. El Amor: Lo Esencial de la Religión
12. El mandamiento Principal (1)
Amor a Dios
El amor al prójimo
Como Yo…
A la par nuestra
13. El mandamiento Principal (2)
¿Amamos a Dios?
¿Existen los ateos?
Si me aman…
Una pauta
Los dos brazos de la cruz
Dos casos
14. Como buenos Samaritanos
El amor en teoría
Los más religiosos

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Nuestra gran mentira
¿Qué debo hacer?
Hacerse prójimo
El primer buen samaritano
Parábola de todos los días
15. Hay que multiplicar el pan
Lavarse las manos
El anónimo
La lógica humana y la divina
Algo muy actual
IV. No solo bautizados, sino discípulos
16. Todos somos Discípulos
Un discípulo
Las directivas
Lobos en medio de corderos
No con espadas y con ejércitos
Vendedores de paz
Con poder…
De tiempo completo
17. Todos somos enviados
La conversión
El silencio de los buenos
De dos en dos
Sin túnica de repuesto
Sacudir el polvo
¿Y los signos?
Vayan
18. Todos somos profetas
La dura realidad de profeta
La debilidad del profeta
Ambiente adecuado
Para construir
Nuevamente crucificado
19. Todos Somos Misioneros
El proceso de los apóstoles
“Vayan a todas partes”
Compromiso para todos
Testimonio
Los signos
Hacer discípulos
Algo urgente

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P. Hugo Estrada s.d.b.

EN ESPÍRITU Y EN VERDAD

«Los adoradores verdaderos


adorarán al Padre
en espíritu y en verdad».
Jn 4, 23

EDICIONES SAN PABLO


GUATEMALA

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NIHIL OBSTAT:

Pbro. Lic. Rolando Echeverría, s.d.b.

P. Ricardo Chinchilla, s.d.b.

Inspector de C.A.

CON LICENCIA ECLESIASTICA

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Sobre el Autor

EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del


Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en
la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección.
ᅠAdemás de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: ᅠ“Veneno

tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía
para un mundo postmoderno”.

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En Espíritu y en Verdad

El primer capítulo de este libro, "La religión puede ser una máscara", da la pauta acerca del contenido de
esta obra del P. Hugo Estrada. En este libro hay una invitación constante para revisar seriamente nuestra manera
de "relacionarnos" con Dios, para que evaluemos nuestra religión. Por momentos parece que el autor, al igual que
Jesús, echara por el suelo muchas mesas y sillas del templo. Abundan los latigazos. Lo hace con amor y con
celo por la Casa de Dios, por la Iglesia. Se descubre un deseo sincero de que muchos de nuestros ritualismos
sean purificados por el fuego del Espíritu Santo, hasta que se consiga lo que Jesús quería: Adorarán al Padre EN
ESPÍRITU Y EN VERDAD.

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I. Revisemos Nuestra Religión

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1. La Religión puede ser una máscara

La historia de la palabra hipócrita es muy curiosa. Entre los griegos se llamaba


HIPÓCRITES al actor. Los actores usaban grandes máscaras para amplificar su voz;
también empleaban COTURNOS, zapatos de tacones muy altos, para elevar su estatura.
Hipócrita es el que representa algo que no es; lleva una máscara; se pone de puntillas
para aparentar mayor estatura.
Una religión mal llevada con facilidad desemboca en la hipocresía. Los ritos y
ceremonias pueden servirle a la persona para aparentar ser buena, para representar ante
los demás una piedad que no brota del corazón.
Jesús fue implacable contra los que se servían de la religión para aparentar santidad;
a los fariseos -tan ceremoniosos y ritualistas-, los llamó “ hipócritas”.
Casi inconscientemente somos llevados a “inventarnos” una religión a nuestra
medida; nos sirve para convencernos de que no somos tan malos.
Los ritos y ceremonias religiosas pueden llegarnos a dominar y nos pueden llevar a
servirnos de ellos como pantalla para ocultar nuestra verdadera identidad. Es más fácil
hacer una áspera peregrinación hacia un santuario que ir a la casa de enfrente para pedir
perdón al vecino que hemos ofendido. Es más fácil llevar sobre el hombro las pesadas
andas de Jesús que acudir a un confesionario para que sea Cristo el que cargue con
nuestros pecados. Es más fácil encender una veladora ante un altar, que apagar el fuego
del resentimiento que está en lo profundo de nuestra subconsciencia.
El Señor fue muy explícito en esto con el pueblo de Israel; no permitió que se
estuviera engañando; les dijo: Cuando ustedes levantan las manos para orar, yo aparto
mis ojos de ustedes; y aunque hacen muchas oraciones, yo no las escucho. Tienen las
manos manchadas de sangre. ¡Lávense, límpiense! ¡Aparten de mi vista sus maldades!
¡Dejen de hacer el mal! ¡Aprendan a hacer el bien, esfuércense en hacer lo que es
justo, ayuden al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan los derechos de la
viuda (Is 1, 15-17). Jesús también lo advirtió con claridad: Si me aman, practiquen mis
mandamientos. Ya sabemos que todos los mandamientos se resumen en la palabra Amor.

La liberación de temores

No es raro encontrarse con personas que cuando se refieren a determinado tema,


dicen: “Toco madera”. ¿Qué significa para un cristiano eso de “tocar madera” como
conjunro contra algún mal? Lo único que indica es que la persona ha aceptado en su vida

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el poder liberador de Jesús.
Las personas que llevan amuletos, signos zodiacales, herraduras y elefantes para
que les “traigan suerte”, no deberían rezar: “Creo en Jesús”, sino : “Creo en el elefante”,
“Creo en la herradura”.
Me ha tocado llegar a alguna casa para bendecirla; de pronto veo que en lo alto de
una puerta hay “un manojo de ajos”. Los moradores de la casa alegan que es para
librarse de todo mal. Yo les dijo: “Aquí sale sobrando Jesús; ustedes ya tienen los ajos”.
Nunca he bendecido una casa en donde se quiere poner a Jesús a la par de fetiches y
amuletos. No tendría ningún sentido. Nuestros antiguos indígenas ofrecían incienso a los
espíritus buenos y a los malos. En el fondo, les tenían miedo. No los amaban. No eran
libres. Muchos de los “llamados cristianos” no son libres. Todavía se sienten
“encadenados” por muchos temores.
Monseñor Zea cuenta con emoción cómo fue el día de su bautismo. El venía de una
religión pagana. Llegó a conocer a Jesús. El día de su bautismo, ya no sintió miedo de
nada, ni de determinado río, ni de determinado árbol. El obispo afirmó que se sentía
como el libre Adán en el paraíso terrenal.
Muy bien dice San Pablo: “Donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad” (2
Co 3, 17). Así debe ser. Si de corazón creemos en Jesús liberador, ya no podemos seguir
-como paganos- apegados a fetiches y amuletos.

Los buenos y los malos

Una parábola evangélica narra que un fariseo, dentro de sus múltiples ritos, elevó
una retorcida oración: “Señor, te doy gracias porque no soy como los demás...”. En su
manera de pensar, todos los demás eran adúlteros, ladrones, indignos. Jesús, que
sondeaba los corazones, afirmó que el fariseo había salido con un pecado más del
templo, y que el publicano, que sólo se atrevía a golpearse el pecho, se había retirado del
templo con su alma olorosa a jabón.
Una religión ritualista, que no llegue a profundizar en nuestro propio corazón, tiende
con facilidad a despreciar a los que no piensan y practican lo mismo que nosotros. San
Pedro, un día, recibió una dura lección al respecto. Mientras hacía oración, se le sugiere
ir a la casa de un pagano llamado Cornelio. Pedro cree que se trata de una tentación,
pues a los judíos les estaba prohibido poner pie en casa de un “no judío”. El Señor le da
una señal: dos hombres llegarán a buscarlo. Así sucede. Pedro va a la casa de Cornelio, y
allí recibe otra señal de Dios: aquellos paganos reciben el Espíritu Santo. Más tarde,
cuando Pedro relataba su experiencia a los demás apóstoles, les decía: El Señor me
enseñó que no hay que llamar IMPURO a ningún hombre. Ese fue el paso decisivo de la

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iglesia hacia la comprensión y evangelización de los que no eran judíos.
Jesús en sus enseñanzas, muchas veces, presentó como ejemplares a personas que
precisamente no eran judías. El que se bajó de su cabalgadura para atender a un
necesitado, fue un “samaritano”, tenido como indigno por los judíos. La que dio ejemplo
de una oración a toda prueba, fue una “cananea” -también no judía-. Ante un centurión
romano que se reconocía indigno de que Jesús entra en su casa, y que le suplicaba una
sola palabra para sanar a su hijo, Jesús afirmó que entre los israelitas no había
encontrado tanta fe como en ese hombre.
Es tan fácil creer que los que no piensan como nosotros son malos. Es tan fácil
despreciarlos y, a primera vista, extenderles su “pasaporte”, hacia el infierno. Se nos
olvida que solamente Dios puede ver lo profundo del corazón; se nos olvida que Dios no
tiene “favoritismos”, que Dios está con todos los de buena voluntad. La buena voluntad
es algo “de corazón” que solamente Dios mismo puede escrutar.
Jesús dio al respecto una norma muy sabia para saber si somos buenos o malos.
Nos dijo que había que analizar detenidamente, no nuestras formas externas de culto,
sino las profundidades de nuestra conciencia. Jesús aseguró que de allí salen los asesinos,
las fornicaciones, las envidias, los adulterios, los robos. Todo lo podrido se esconde en lo
más íntimo de nosotros. Nuestros ritos y ceremonias, que no procedan de un corazón
recto, no agradan a Dios. El profeta jeremías lo entendió perfectamente cuando, de parte
de Dios, habló al pueblo: ¿Para qué me traen ustedes incienso de Sabá y plantas
olorosas de países lejanos. A mí no me agradan sus holocaustos ni sus otros sacrificios
(Jr 6, 20). Lo que no llega de un corazón limpio no le puede agradar a Dios. La religión
que nos lleva a despreciar a otros, a creernos mejores, sólo sirve para que salgamos con
un pecado más del templo, como le sucedió al fariseo de la parábola.

Los contrasentidos

Una religión falsa nos hace incurrir en contrasentidos, en verdaderas aberraciones.


Los musulmanes llevan una estera para usarla cuando toque la señal de oración en
cualquier lugar en que se encuentren. Se cuenta de un musulmán que, cuchillo en mano,
iba persiguiendo a un individuo. Tocó la hora de la oración; el musulmán sacó su estera,
hizo la oración, y continuó persiguiendo a su enemigo. La religión sin autenticidad no
lleva a cambiar de vida; nos sirve para “drogarnos” un momento, para hacernos creer
que no somos tan malos como los demás, y para seguir con el cuchillo en la mano.
Se me presentó una señora que me pedía que orara por ella para que le fuera bien
en un viaje que haría a los Estados Unidos. Iba para que la examinaran, con las grandes
técnicas de ese país, para saber acerca de la posibilidad de que su hijo naciera

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“mongólico”. Le pregunté: “¿Y si el dictamen del médico asegurara esa posibilidad que
usted teme? ”. La señora respondió que ya se había puesto de acuerdo con su esposo
para que se procediera a un aborto. “ Señora -le dije-, yo no puedo orar con usted para
que se consume el asesinato de su hijo; solamente puedo rezar para que Dios toque su
corazón y renuncie a ese viaje en el que se pone en la tentación de eliminar a su hijo”. La
señora se fue muy disgustada.
Podemos llegar al colmo de intentar usar la oración para pedir que se haga “nuestra
voluntad” y no la de Dios; para pedir que “venga el pecado”, que nos favorece, y no el
“reino de Dios”, que nos exige fe, renuncia, audacia.
Una religión auténtica no sirve para ser “opio”, que nos haga olvidar nuestras
realidades y obligaciones, sino para sacarnos de nuestro sopor y para abrir los ojos ante
el ramalazo de luz que nos obliga a salir de lo tenebroso.

No podemos engañarnos

El apóstol Santiago fue tajante en lo que respecta a la religión. No anduvo con


paliativos. Si alguno cree ser RELIGIOSO -dice Santiago-; pero no sabe poner freno a
su lengua, se engaña a sí mismo y su religión no sirve para nada. La religión pura y
sin mancha, delante de Dios el Padre, es ésta: ayudar a los huérfanos y a la viudas en
sus aflicciones, y no mancharse con la maldad del mundo (St 1, 26-27). Todo muy
claro: la verdadera religión es pureza de corazón y caridad activa hacia el necesitado. Si
pasáramos a través de este colador muchas de nuestras prácticas de piedad, nos
quedaríamos sorprendidos de ver cómo lo que nosotros llamamos con facilidad
“religión”, ante Dios no es más que “ritualismo” vacío que puede ser una enorme
máscara para disimular nuestra pobreza espiritual.
Resulta tan cierto lo que decía San Pedro: “Dios me enseñó que no hay que llamar
impuro a ningún hombre”. No podemos darnos el lujo de despreciar a nadie, de
creernos superiores a otros por nuestros ritos de iglesia.
Cuando el Espíritu Santo se convierte en detector de conciencias, entonces sólo nos
resta, como el publicano, decir: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Este
puede ser el inicio de una religión en espíritu y en verdad.

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2. Los robots no tienen Religión

Una religión mal entendida puede ser una trampa para que nos creamos buenos
cuando, tal vez, estamos lejos de serlo. Puede ser careta con la cual intentamos esconder
nuestro verdadero rostro de cristianos mediocre. Una religión mal encaminada puede
llevarnos a vivir una doble personalidad; a simular ser “buenas personas” en la iglesia, y
paganos “de marca” en la vida diaria. Es posible ser lectores asiduos de la Biblia y, al
mismo tiempo, llevar bajo el brazo la revista “Playboy”. Con la misma lengua que
recibimos la Sagrada Comunión podemos levantar falsos testimonios y proferir insultos
contra nuestro hermano.
En el Sermón de la Montaña, Jesús nos invitó a bucear en lo profundo de nuestro
corazón para revisar si nuestra religión brota de los labios o del corazón. Jesús nos obliga
a ser sumamente sinceros con nosotros mismos y a analizar los motivos profundos que
rigen nuestro obrar.

Perfeccionar la ley

Expresamente Jesús acentuó que no venía a eliminar la ley, sino a perfeccionar su


cumplimiento. A Jesús lo vemos sentirse libre ante algunas interpretaciones de la ley que
daban los maestros religiosos de su tiempo. Jesús platica con una mujer en la calle -algo
que estaba prohibido-. Jesús cura a muchos enfermos en sábado; para El valía más el
hombre que el rigorismo de la ley. Para Jesús lo que contaba era la voluntad de Dios y no
las retorcidas interpretaciones de la ley a las que habían llegado los Rabinos de su tiempo.
Jesús dijo claramente: Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y
fariseos, no entrarán en el reino de los cielos. Los judíos se habían convertido en
Robots con respecto a la ley; habían mecanizado la religión. Si acumulaban determinado
número de ritos, se conceptuaban como muy buenos. Según Jesús, si la religión no brota
del corazón, no logra acercar a Dios.
San Agustín comprendió perfectamente estas pautas de Jesús con respecto a la
religión, cuando escribió: “Ama y haz lo que quieras”. Parece una frase que propicia el
libertinaje. Todo lo contrario. Es la ley del amor que nunca puede hacer nada que ofenda
a la persona amada. Si alguien ama a Dios sinceramente, todas sus obras estarán
encaminadas a agradar al Señor. El que ama no ofende conscientemente.

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Asesinar con los ojos

Para Jesús no hace falta usar puñales y lanzas para asesinar a alguien; basta que se
deje anidar el odio en el corazón. Según Jesús, el que con ira le diga a su hermano: “Raca
o moros” -palabras muy denigrantes en el idioma que hablaba Jesús-, es digno de la
Gehenna. La Gehenna era el crematorio en la ciudad de Jerusalén. Según Jesús el que
denigra a su hermano con ira es alguien muy despreciable, digno del basurero.
En tiempo del Señor, las personas empleaban los sacrificios de corderos y de toros
para pedir perdón por sus pecados. Mientras el sacerdote sacrificaba la víctima, el
oferente le ponía la mano sobre la cabeza al corderito o al toro como para trasmitirle sus
pecados. Jesús asegura que todo eso se convierte en un rito vacío, si hay rencor en el
corazón del oferente. Si al ir a presentar tu ofrenda ante el altar -dice Jesús- te
acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve
primero a reconciliarte con tu hermano (Mt 5, 23-24). No podemos engañarnos. Dios
no nos puede perdonar, si ante nosotros no estamos dispuestos a perdonar.
Nuestras ceremonias pueden ser muy vistosas y solemnes; pero si en nuestro
corazón no hay perdón, si se han depositado el odio o el rencor, allí solamente existe un
rito vacio que no nos acerca a Dios.
Jesús da un consejo muy práctico en lo que respecta a nuestras relaciones con los
demás. Nos dice que mientras vamos a un juzgado para presentar una querella, mejor
arreglemos antes nuestro asuntos con el hermano. Cuando chocamos, en la vía pública,
nos resulta más cómodo ponernos de acuerdo con la otra persona; de otra forma, en el
juzgado, tendremos que perder mucho tiempo y desembolsar mucho dinero.
Todos vamos hacia el tribunal de Dios. Jesús nos alienta a arreglar ahora nuestros
asuntos. No es el caso de llegar al tribunal de Dios con cuentas pendientes con respecto a
nuestros hermanos. Jesús nos anima a aprovechar nuestro “hoy” de gracia; más tarde ya
no habrá nada que hacer.

Nuestro pensamiento

Algo de lo que más sorprende en la orientación de Jesús con respecto a nuestro


comportamiento es que podemos cometer un adulterio con nuestro pensamiento. Si
alguno -dice Jesús- ve a una mujer con mal deseo, ya pecó en su corazón. Para Jesús
cuenta el corazón y no el hecho material.
Norman Vicent Peale cuenta que cuando era joven, una noche, no podía conciliar el
sueño; tenía pensamientos muy deshonestos. Se acercó su papá a su cama y le dijo: “Tú

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no puedes impedir que las aves vuelen alrededor de tu cabeza pero sí que hagan allí su
nido”. En nuestra condición de humanos siempre estaremos atacados por los
pensamientos inconvenientes; pero en nuestra mano está abrirles la puerta o dejarlos en
la calle. Mientras nuestra puerta permanezca cerrada, allí hay mérito delante de Dios.
Dios ve la lucha de su hijos.
Es posible que algunos piensen que los santos únicamente pensaban en los ángeles
del cielo. Fueron tentados como todos nosotros. Y, tal vez, más. Los que avanzan en la
vanguardia son más atacados. El joven Santo Domingo Savio, llegó a confesar que
muchas veces sufría fuertes dolores de cabeza por la tensión de tener que rechazar los
malos pensamientos.
Jesús es muy explícito en indicarnos el cuidado que hay que tener con la
purificación constante de nuestro corazón para que no se deposite la basura en lo
profundo de nosotros. Nuestros actos tienen siempre su origen en nuestros pensamientos.
Jesús dijo: El hombre bueno de su buen corazón saca cosas buenas; el hombre malo de
su mal corazón saca cosas malas. Jesús, por eso, aseveraba que del corazón salen los
adulterios, los robos, los asesinatos. Como procuramos tener limpia la fuente de la cual
bebemos agua pura, también debemos tomar todas las precauciones para que nada
manchado se deposite en nuestro corazón.

La operación quirúrgica

El Doctor William Duncan Silkworth era un médico especializado en la enfermedad


del alcoholismo. Después de atender durante bastante tiempo a un individuo con
problemas de alcoholismo, le dijo que ya no podía hacer nada por él; seguramente había
alguna parte de su cerebro que no quería responder. Aquel individuo le suplicó que no lo
dejara abandonado. El médico le dijo que lo remitiría a un doctor muy exigente, que le
pediría todo lo que tenía. Era el único que lo podía salvar. Ese médico poderoso era
Jesús. El enfermo aceptó el reto. Se curó.
En lo que respecta al pecado, para Jesús no vale las soluciones intermedias. El sólo
acepta los cambios radicales. Por eso dice: Si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te
vale entrar con un solo ojo en el cielo que ser echado con los dos ojos en el infierno.
Si tu mano derecha te es ocasión de pecado, arráncatela; más te vale entrar en el cielo
con una sola mano que ser precipitado en el infierno con las dos manos (Mt 5, 29-30).
Jesús no puede contemporizar con el cáncer del pecado. Se trata de vida o muerte
eternas.
La ilusa Eva creyó que podría entretenerse un momento con la serpiente para darle
algunas explicaciones de su actitud moral. Cuando se dio cuenta, el pecado la había

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vencido. Con el mal no se puede dialogar, El mal hay que cortarlo de tajo.
Iluso el que tiene una relación extramatrimonial y pretende salir a “refaccionar” con
la otra persona para “dialogar” acerca de su situación pecaminosa. Iluso. En lugar de
apagar el fuego va a encender más la hoguera de la ilícita pasión.
Para Jesús no valen “paños tibios” en estas cuestiones en que entra en juego la vida
eterna. Solamente hay un camino: la operación quirúrgica que extirpe el cáncer maligno.
Es cierto que nadie quiere someterse a una dolorosa operación. El asunto es que se trata
de vida o muerte. Infierno o cielo, dice Jesús.

El divorcio

Muchos divorcios no se hubieran consumado si se hubiera seguido la ley de pureza


de corazón, que exige Jesús. Muchos divorcios nacieron aquel día en que la persona
comenzó a coquetear con pensamientos de adulterio, o que permitió que el rencor se
fuera anidando en su corazón.
Jesús, con toda evidencia, afirma que no bendice el divorcio. El divorcio no formó
parte del plan de Dios, cuando instituyó el matrimonio. Jesús no exige algo imposible. Si
Dios regala el Sacramento del matrimonio -Dios no regala frutas podridas-, se
compromete a donar también la gracia necesaria para vivir en matrimonio. De parte de
los cónyuges está impedir que pensamientos divorcistas se cuelen en sus mentes. De
parte de los casados está cuidar esa lámpara encendida del amor consagrado, que Dios
les entregó el día del matrimonio.
Es posible que alguno, en su vida pasada, haya dado algún mal paso con respecto a
su matrimonio, y que, en la actualidad, no sepa cómo salir de ese atolladero. El famoso
moralista P. Bernardo Haring aconseja que en estos casos la persona debe consultar a un
sacerdote “sabio y piadoso” para que le ayude a considerar su situación ante Dios.

Un mundo de luz

Con frecuencia las personas hablan de “mentiras piadosas”. Un término totalmente


antievangélico. Jesús indica que nuestro hablar deber ser: Sí, sí, no, no. Para Jesús el
“juramento” sale sobrando en una sociedad cristiana en donde las palabras deben
responder a la religión del corazón. Si los cristianos somos luz, nuestras palabras deben
traducir la luz del Espíritu Santo que habita en nosotros. Para Jesús sólo existe la verdad

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o la mentira. Blanco o negro. Sí o no. Todo lo demás sale sobrando.
Vivimos en una sociedad “mentirosa”. Los niños aprenden a mentir en sus mismas
casas cuando ven a sus padres llenos de mentiras en sus excusas y actitudes. La prensa,
muchas veces, es mentirosa. La política es un campo demasiado desprestigiado con
respecto a la verdad. El comercio, las reuniones sociales, la llamada buena educación,
todo está tiznado de mentira. En ese ambiente, los cristianos son los que procuran
construir un mundo de luz. Sí o no. Lo demás es una falsa pose. Auténticas mentiras que
bullen de un corazón mentiroso.

Nada de barro

La Biblia narra que Nabucodonosor tuvo un sueño extraño: vio una enorme estatua
que tenía la cabeza de oro, el tronco de plata, las piernas de bronce y los pies de hierro y
barro. Se desprendió de lo alto una piedra que chocó contra la parte de barro de la
estatua, y se resquebrajó totalmente.
La religión auténtica no admite extrañas mezclas: no tolera nada de barro. De otra
forma se desmorona toda estructura de nuestra religión. Por eso Jesús exige que nuestro
obrar brote de un corazón limpio, de un corazón sincero.
Aquí el problema. Bien decía el profeta Jeremías que nada hay tan engañoso como
el corazón humano. Ese misterioso corazón que nos juega tan malas partidas. Jesús
hacía ver que del corazón es de donde brotan los adulterios, los homicidios, los robos. Se
nos pide, por eso mismo, una actitud de continua vigilancia para que nada manchado
ingrese y se deposite en nuestro corazón.
En las Bienaventuranzas, Jesús dijo: Bienaventurados los limpios de corazón
porque ellos verán a Dios. Solamente el que tenga un corazón limpio puede tener
también una religión auténtica. Solamente el que pueda levantar con sinceridad sus
manos limpias hacia el cielo puede hablar de un “culto agradable a Dios”. Solamente la
oración que brota de la mente y del corazón, al mismo tiempo, es la que agrada a Dios y
constituye la religión “en Espíritu y en verdad”, que Jesús exige a sus seguidores.

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3. Religión de “hondazos”

Cuando se le pregunta a alguno el motivo por el cual no va a misa o no frecuenta los


sacramentos, responde: “No me nace”. Para él la religión es asunto de “emoción”, de
“sentimiento”, de “ondazos”, como dicen los jóvenes en su jerga.
¿Qué tal sería que la madre prepara la comida solamente cuando se siente fascinada
por la cocina? ¿O que pagáramos nuestros impuestos sólo cuando nos impulsa una fuerza
irresistible; o que el joven fuera a la escuela únicamente cuando se siente “impelido” por
el deseo de estudiar?
Jesús fue muy práctico cuando nos habló de religión. Si me aman -dijo- cumplirán
mis mandamientos (Jn 14,23). Para Jesús la religión consiste en hechos realizados por
amor. No en limosnas que le damos a Dios cuando estamos de buenas.
El libro del Deuteronomio consigna la palabras del Señor el día que entregó la ley a
su pueblo. En este día -decía el Señor- les doy a elegir entre bendición y maldición.
Bendición, si obedecen los mandamientos del Señor su Dios, que hoy les he ordenado.
Maldición, si por seguir dioses desconocidos, desobedecen los mandamientos del
Señor su Dios y se apartan del camino que hoy les he ordenado (Dt 11, 26-27). Es muy
clara la opción que el Señor nos propone. Somos nosotros los que escogemos bendición
o maldición.

La maldición

Cuando hablamos de maldición, no lo hacemos en sentido pagano; los dioses


paganos enviaban rayos y truenos sobre los rebeldes seres humanos. Decimos que
estamos en “estado de bendición” cuando nos encontramos en “comunión” con Dios.
Estamos en “estado de maldición” cuando nos zafamos de su mano de Padre y nos
metemos en el mal del mundo que nos zarandea y nos desequilibra.
Un caso clásico lo encontramos en la vida de Saúl. Aparece en la Biblia, al principio,
como un joven insignificante; anda buscando unas burritas. El Señor envía al profeta
Samuel para que lo consagre como rey de Israel. El Espíritu Santo invade la vida de Saúl
y se convierte en un rey y profeta. Pero comienza a apartarse de los senderos del Señor;
el Espíritu se retira de él. Dice la Biblia que “un mal espíritu” lo comenzó a atormentar.
Saúl se vuelve neurótico, con impulsos diabólicos. Había caído en estado de maldición.
Cuando en nuestra vida hay pecado, cuando nos hemos alejado de Dios, las fuerzas
del mal nos poseen, y todos notan nuestro desequilibrio espiritual, nuestro mal carácter,

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nuestra falta de serenidad. La bendición de Dios no está con nosotros.
Una mujercita del pueblo quiso alabar a la Virgen Madre, y cuando pasaba Jesús le
gritó: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que alimentaron. Jesús añadió:
Dichosos más bien los que ESCUCHAN LA PALABRA DE DIOS Y la PONEN EN
PRACTICA (Lc 11,28). Jesús redondeó la alabanza en favor de su madre; su mérito
estaba, sobre todo, en haber estado “pendiente” siempre de la palabra de Dios, y en
“vivirla”. Aquí Jesús estaba especificando en qué consistía la “verdadera” religión. En
buscar en todo la voluntad de Dios y de ponerla en práctica.
Santiago, con su experiencia pastoral, nos hace ver cómo es fácil dejarse “fascinar”
por la palabra y no vivirla. Dice que no hay que contentarse con ser “oidores de la
Palabra, sino hacedores” (St 1,22). El joven rico de la parábola evangélica se dejó
fascinar por la Palabra. Se presentó a Jesús preguntando por el camino de la salvación.
Jesús fue tajante: Debes cumplir con los mandamientos. El joven rico alegó que él
cumplía los mandamientos. Según él, “su” religión la practicaba perfectamente. Jesús le
hizo ver en que consistía para él la “verdadera” religión; lo invitó a dejar sus riquezas y a
seguirlo. El Evangelio describe a aquel muchacho que se aleja sin gozo en su corazón.
No iba con la bendición de Dios. Le había dicho que no al mismo Dios. El había creído
que ser bueno consistía en hacer muchas cosas buenas a su antojo. Se le olvidó que lo
indispensable era “hacer la voluntad de Dios”. Por eso se alejó sin la bendición de Dios.

Religión a la medida

Es fácil fabricarse una religión “al gusto”. Es fácil creer que damos culto a Dios, y
es culto a nuestra comodidad lo que estamos realizando. Un matrimonio alegaba que no
llegaba a la misa porque estaba asistiendo a un “curso bíblico”. ¡Qué curioso! Estudiaban
la Biblia, pero no caían en la cuenta de que algo esencial en la escritura es “santificar el
día del Señor”.
A algunos les encanta hacer largas y penosas peregrinaciones a santuarios famosos,
pero no visitan a los enfermos ni a los necesitados. A otros les complace, sobremanera,
llevar flores a Jesús; pero no le han entregado su corazón, sus negocios, su hogar. Son
muchos los que se sienten “muy espirituales” cuando cargan sobre sus hombres pesadas
“andas” de Jesús; pero diariamente están renegando de la cruz que Dios les ha asignado.
Es muy fácil fabricarse una religión “a la medida”, y resultar “realizando un sin número
de prácticas piadosas, pero descuidando lo que está explícitamente mandado por el
mismo Dios.
La revista española, “Vida nueva”, traía una encuesta acerca de los cristianos
españoles. Entre los que tenían más de cincuenta años, privaba el “legalismo” en cuanto

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a la religión. Se cumplía porque estaba mandado. ¡Qué triste debe ser para un papá que
su hijo le dé los buenos días “por obligación”! ¡Qué triste para la novia que su prometido
le obsequie algo por obligación! A la madre se le escapa el beso para su hijo porque lo
quiere mucho. A Dios le debe repugnar que sus hijos cumplan “por obligación”. La
religión entonces se convierte en “récord” de obras que hay que hacer para llenar un
requisito. A todo esto el escritor Papini lo llamaba “mecánica devocional”. Algo que no
sale del corazón, sino del miedo, de la autocomplacencia de sentirse buenos. Jesús, en
cambio, reduce la religión a algo puramente de corazón: Si me aman, cumplirán mis
mandamientos (Jn 14, 23).

Como ramas

Jesús se comparó a una vid, y dijo que nosotros somos los sarmientos. Yo soy la vid
-decía Jesús- y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí y yo unido a él, da
mucho fruto. También decía: Si ustedes permanecen unidos a mí, y si permanecen fieles
a mis enseñanzas, pidan lo que quieran y se les dará (Jn 15, 5-7).
La verdadera religión, en el concepto de Jesús, hace que el individuo se torne “útil”
a la sociedad, que dé “mucho fruto”. Que todos se puedan beneficiar de su santidad. La
santidad para Jesús no consiste en convertirse en isla solitaria de espiritualidad, sino en
“producir” mucho fruto en favor de los hermanos.
Para Jesús la persona que, como rama, permanece íntimamente unida a la vid, se
convierte en un poderoso intercesor en la oración en favor de la comunidad necesitada.
“Si permanecen unidos a mí y si permanecen fieles a mis enseñanzas, pidan lo que
quieran y se les concederá” (Jn 15,7). El poder de la oración de los santos tiene su raíz
en la fidelidad total a la Palabra de Dios. El Señor los convierte en instrumentos por
medio de los cuales llega con su gracia a la comunidad.
Jesús, cuando quiso definir en breves rasgos la “auténtica” religión, dijo:
Bienaventurado el que escucha la Palabra del Señor y la pone en práctica (Lc 11, 28).
Para Jesús una religión auténtica convierte en “bienaventurado” al individuo;
“bienaventurado”, en el sentido bíblico, significa feliz. El que con sinceridad practica la
religión, no a su manera, sino como Dios lo ordena, tendrá la bendición de Dios.

Como templos de Dios

Gedeón aparece en al Biblia, al principio, como alguien frustrado, escondido y

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atemorizado. El Señor le envía un mensajero para que le notifique que Dios lo quiere
como líder del pueblo; antes se le pide destruir un altar idolátrico; esto le traerá muchos
problemas. Gedeón obedece; en ese momento, dice la Biblia que el Espíritu de Dios “se
revistió de Gedeón”. Gedeón comenzó a ser un instrumento poderoso de Dios. Dice
Jesús: EL que me ama hace caso de mi Palabra; y mi Padre lo amará, y mi Padre y yo
vendremos a vivir con él (Jn 14,23). Gedeón antes de ser marcado con el poder de Dios
tuvo que obedecer. La bendición de Dios está condicionada a nuestra obediencia
amorosa a los mandatos del Señor.
Si en nuestra vida hay conflicto, desilusión, desequilibrio espiritual, habría que
preguntarse si la bendición de Dios está con nosotros; si estamos haciendo su voluntad; si
nuestra religión es “en espíritu y en verdad”.
Las palabras del libro del Deuteronomio, -bendición o maldición- no fueron
solamente para una época de la historia; siguen siendo una realidad para nosotros ahora,
En nuestra vida o estamos en el sendero de Dios con su “bendición”, o estamos fuera de
los mandatos de Dios y, entonces, “la maldición” es el signo de nuestra vida. A nosotros
nos toca escoger.

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4. ¿Una Religión Mercantilista?

Una pregunta esencial en la vida de todo creyente debería ser: ¿por qué practico la
religión? Cuando asistimos a una iglesia, cuando rezamos, cuando participamos en
determinados ritos religiosos, ¿qué es lo que buscamos en los profundo de todo eso? No
sería raro que nos anduviéramos buscando a nosotros mismos y no a Dios. No sería
nada raro.
La religión se presta con facilidad para montar una especie de negocio con Dios. Le
doy algo para recibir mucho más. Los paganos ofrecían sacrificios a sus dioses, no
porque se estuvieran muriendo de amor por ellos, sino porque buscaban ser librados de
males y obtener muchos bienes de sus dioses. No seria raro tampoco que si pasáramos
por un delgado colador nuestra religión, nos encontráramos con que hay mucho de
pagano en nuestra manera de relacionarnos con Dios. Es muy posible, que si sometemos
a un duro examen nuestra manera de relacionarnos con Dios, lleguemos a concluir que,
en el fondo, nos estamos buscando a nosotros mismos y no a Dios. El pasaje de los
hermanos Santiago y Juan, que se acercaron a Jesús para pedirle el primero y segundo
lugar en su reino, puede darnos pie para profundizar más en nuestra manera de
relacionarnos con Dios.

Religión mercantilista

A Santiago y a Juan con razón los apodaban “hijos del trueno”; eran impetuosos y
altaneros. No querían quedarse atrás de nadie. El evangelio los presenta acercándose al
Señor para pedirle que en su reino los coloque uno a la derecha y al otro a la izquierda.
Querían las dos “carteras” principales en el reino de Jesús. Hay que tener en cuenta que
la madre de estos hermanos era Salomé, hermana de María, la madre de Jesús. Santiago
y Juan eran primos hermanos de Jesús. Se creían, por tanto, con derechos adquiridos
para ocupar los puestos principales en el reino de que les había hablado Jesús y que ellos
habían interpretado al estilo mundano.
Lo impactante del acontecimiento es que Santiago y Juan pidieron a Jesús este
favor, precisamente, después de que Jesús les acababa de confiar con tristeza que
tendrían que ir a Jerusalén para que lo crucificaran. Como que no les importaba la
muerte terrible de Jesús. Como que ese tema no tuviera ninguna relevancia. A ellos lo
que les interesaba, en ese momento, era tomarles la delantera a sus otros compañeros en
lo referente a las dos carteras principales en el reino de Jesús.
Es muy importante que, más tarde, en la Ultima Cena, cuando Jesús les abre con

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angustia su corazón, hablándoles de su inminente muerte, los apóstoles nuevamente,
eludan el tema de la cruz y se pongan a discutir acerca de quién merece el primer puesto
entre ellos.
Tanto Santiago y Juan, como los demás apóstoles, estaban pasando por su época de
inmadurez espiritual. Querían una religión para “sacar ventaja”. En ese entonces,
soñaban con un reino material en el que ocuparían puestos destacados.
Para muchos la religión se vuelve un medio para conseguir cosas de Dios: para
evitar males y lograr favores. Algunos se especializan en buscar a los santos más
milagrosos; a la Virgen que tenga un mejor récord de favores a sus devotos.
No son pocas las personas que han entendido la religión como un “seguro contra
accidentes”. Si se portan bien, piensan que no les puede suceder nada malo. De aquí su
rebeldía y su enojo con Dios cuando la tragedia se acerca a su vida, cuando los negocios
no van viento en popa.
Se estila una religión “mercantilista”: te doy para que me des. Si se ha cumplido con
determinado número de prácticas religiosas, Dios tiene la obligación también de
concederles los favores solicitados. Si no sucede así, las personas se “pelean con Dios”;
dejan de ir a la iglesia; ya no rezan. Hasta se dan el lujo de proferir alguna frase blasfema
contra el Señor. ¡Total: tienen todo el derecho porque su Dios les ha fallado!
Esta es una fe “mercantilista”, infantil. Una RELIGIÓN auténticamente pagana en
la que no se busca propiamente a Dios, sino los favores que Dios pueda conceder. Por
esa etapa de inmadurez espiritual estaban pasando los apóstoles -todos-, cuando Santiago
y Juan se precipitaron hacia Jesús para que no les quitaran los primeros lugares en su
reino.

Un cáliz, un bautismo

A los pretenciosos apóstoles, que vorazmente buscaban los primeros puestos, Jesús
les hizo dos preguntas clave, para definir a los verdaderos seguidores de Jesús. Les dijo
Jesús: “ ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? ¿Pueden recibir el bautismo que yo
voy a recibir?”.
Ese cáliz al que se refiere Jesús nos hace pensar en la noche del Getsemaní, cuando
Jesús rogó a su Padre: Que pase de mí este cáliz. Para Jesús, ese cáliz representaba la
tremenda voluntad del Padre para que fuera hacia la pasión para cumplir su obra
redentora.
El bautismo al que se refiere Jesús, es el bautismo en su propia sangre. Un día Jesús

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se había hundido en el río Jordán. Dentro de poco sería hundido en su sangre redentora
para salvar al mundo.
Para Jesús, entonces, el auténtico seguidor suyo, el que aspire a tener un “lugar” en
su reino, debe beber el mismo cáliz y ser bautizado en sangre.
El verdadero discípulo es el que en el Padrenuestro dice: Venga Tu reino. Y sabe
que para que ese reino venga debe hacer la voluntad del Padre así en la tierra como en el
cielo. EL verdadero discípulo es el que ha sido bautizado en agua, pero no se queda con
un simple simbolismo, sino vive a diario su bautismo, hundiéndose en Jesús, es decir,
muriendo al hombre viejo para que renazca el hombre nuevo en él.
Estos conceptos los resumió Jesús cuando definió a sus verdaderos seguidores como
los que “TOMAN SU CRUZ Y LO SIGUEN”. Jesús no habló de “aguantar” la cruz; de
“soportarla”, sino de ”tomarla” voluntariamente.
Los pretenciosos apóstoles todavía no habían logrado asimilar, de corazón, estos
conceptos que Jesús les había repetido en múltiples ocasiones. Por eso cuando Jesús les
preguntó que si estaban preparados para beber su mismo cáliz y a ser bautizados como
él, respondieron inmediatamente que sí estaban preparados.
Lo cierto fue que, al poco tiempo, cuando vieron aparecer la sombra de la cruz en el
Huerto de los Olivos, salieron huyendo. Dejaron solo a Jesús. Ya no lo seguían porque
ahora, como prisionero, ya no le podía ofrecer ningún puesto de honor. En ese momento
se derrumbó su fe en Jesús. De todos los apóstoles, solamente Juan se va a atrever a
estar junto a la cruz de Jesús. Los demás apóstoles, en su examen acerca de su religión,
de su seguimiento de Jesús, estaban demostrando que había mucho de interés personal.
Se buscaban a ellos mismos y no a Dios.
Ya no podían comerciar con Jesús, por eso lo abandonaron. Esta es la historia que
se repite continuamente en los que reducen su religión a un mero comercio “con Dios”.
Si su “Dios comerciante” no les complace en sus pretensiones, se revelan se alejan.
Hasta amenazan a Dios con no hacerle más peregrinaciones ni ofrecerle candelas y
flores. No volverán a cargar las pesadas andas de las procesiones porque el trato
comercial no les resultó favorable.
A la hora de la multiplicación de los panes, Jesús tenía muchos seguidores, muchos
admiradores. Lo seguían porque de por medio había algo muy halagador. Cuando, al día
siguiente, a esos mismos admiradores, el Señor les pidió un acto de fe: debían comer su
cuerpo y beber su sangre, lo dejaron plantado y se fueron porque eso no les interesaba:
ellos querían milagros, panes, favores.
A los voraces hermanos, Santiago y Juan, el Señor les hizo una profecía; les
garantizó que un día lejano ya estarían preparados para beber su cáliz y para ser
bautizados en sangre. La profecía se cumplió. Santiago fue el primer apóstol a quien
martirizaron: le cortaron la cabeza. Juan se salvó de ser echado en una caldera hirviente a

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Juan le tocó estar prisionero en la isla de Patmos.

Primero el último

El Evangelio no deja de describir la rabia que invadió a los demás apóstoles cuando
vieron que los “Hijos del trueno” les habían tomado la delantera. Sintieron resentimiento
contra los primeros hermanos de Jesús que se valían de su parentesco para obtener
ventaja. Cada uno de los apóstoles había soñado ocupar el primer puesto. Por eso
estaban rabiosos los diez apóstoles.
Jesús aprovechó este incidente para hacerles una catequesis acerca de la nueva tabla
de valores y puestos en su reino. En el nuevo reino -el de Dios-, las cosas eran al revés.
Allí sería primero que el se hiciera servidor de todos. El que se sacrificara más por los
otros.
Esta nueva manera de pensar la va a ilustrar bellamente Jesús con una estampa
vívida, que no se le olvidaría nunca a los apóstoles. En la Ultima cena, mientras ellos se
enardecían, alegando sus méritos para ocupar el primer lugar, Jesús comenzó a lavarles
los pies. Luego sacó la conclusión: Yo, el Maestro, les he lavado los pies, para que
ustedes hagan lo mismo con los demás. ¡ Qué iban a entender en ese momento los
apóstoles lo que Jesús les estaba enseñando! Pero Jesús era buen sembrador y sabía que
la semilla, poco a poco, va saliendo de la tierra y se convierte en árbol.

Ensuciarse las manos

Bruce Barton, uno de los fundadores de la industria de automóviles en Inglaterra,


decía que la mejor manera de atraer a los clientes es demostrarles que se está en la mejor
disposición de ensuciarse las manos de grasa más que los representantes de las demás
compañías competidoras.
En el reino de Dios lo que cuenta es el servicio al otro. El que se sacrifique más por
los otros, ése es el primero. Claro está, esta tabla de posiciones no nos gusta. A nadie nos
interesa ocupar el último lugar. Todos queremos dar órdenes. Todos anhelamos ser
servidos. Todos queremos ocupar la cabecera de la mesa. Ansiamos que nuestro nombre
aparezca de primero en la lista.
Jesús, además, preventivamente, nos puso sobre aviso acerca de lo que va a contar
ante Dios en el último día. No se averiguará nuestro récord de comuniones, confesiones

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y plegarias. Se nos juzgará en base al servicio prestado a los demás: Tuve hambre y...
tuve sed y... estuve enfermo y... estuve en la cárcel y....
También Jesús señaló que cuando él volviera quería encontrarnos con los “lomos
ceñidos”, es decir en, actitud de servicio. En la época de Jesús, cuando se usaban largas
túnicas, el que trabajaba se recogía la túnica con un cordón para poder actuar mejor. Así
quiere el señor encontrarnos: con los lomos ceñidos, en actitud de servir a sus hijos. Y
dice el Señor: que para ese servicio no hay una hora estipulada. Puede ser a la media
noche.
San Francisco de Asís había captado en plenitud el pensamiento de Jesús. Por eso
en su famosa oración pedía no tanto ser amado como poder amar. No tanto ser
comprendido, como comprender a los demás.
La tabla de posiciones del mundo es muy distinta de la de Jesús. En el mundo se le
teme a los que tienen poder. A los que mandan. La gente se doblega ante ellos. Les tiene
miedo. Los honra por necesidad, pero no los ama. Ante Hitler se doblaron millones de
gentes. Pero no lo amaban. Pasó su momento de poder, y ahora a nadie, a nivel mundial,
se atreve a presentarlo como un modelo. Ante Nerón se postraron muchísimos personas
por necesidad. Pero no lo amaron. A los perros la gente le pone el nombre de Nerón.
El evangelio es el mensaje de amor. Y los que sigue a Jesús deben hacerlo todo por
amor. Sin intenciones mercantilistas: te doy para que me des. En nuestra Iglesia tenemos
una honrosa galería de santos; ellos fueron los que aceptaron servir a los demás, ocupar
el último lugar. Por eso ahora están en los primeros puestos, en un altar, como señal de
que todos reconocemos que merecen ese lugar porque supieron escoger los últimos
lugares, porque fueron los sirvientes de los demás.
Todo esto parece una enorme tontería desde un punto de vista puramente humano.
Desde la perspectiva del mundo de Superman en el que vivimos, ¿Quién quiere lavarles
los pies a los demás? ¿Quién quiere servir al otro? ¿Quién quiere humillarse? Vivimos en
un mundo de competencia. Se nos enseña a abrirnos campo a codazos para ocupar el
primer puesto. Para no permitir que otro nos tome la delantera. Por eso somos, como
Santiago y Juan, cuando todavía no habían aceptado el mensaje de Jesús, unos “Hijos
del trueno”, hijos de la violencia, de las guerras, de los misiles, de las envidias, de los
secuestros.

Aprendan de mí

Jesús aseguró que el no había venido para ser servido sino para servir. A Jesús
siempre se le encuentra, en el Evangelio, en actitud de servicio. Siempre está predicando,
curando enfermos o expulsando demonios. Lo encontramos durmiendo en medio de la

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tormenta porque estaba totalmente fatigado.
Un buen día el Señor dispuso tomarse un fin de semana en compañía de los
apóstoles. Buscaron un lugar solitario para descansar porque, dice el Evangelio, que “no
tenían tiempo ni siquiera para comer”. Cuando llegaron al lugar que ellos pensaban que
era “solitario” se encontraron con un gentío que se les había adelantado. Era como para
perder la paciencia. Como para estallar en nerviosismo. San Marcos afirma que Jesús
sintió compasión de aquella gente porque eran como ovejas sin pastor. Jesús suspendió
su “Weekend” y se puso a atender a aquella gente. Se les vino la tarde encima. Los
apóstoles, muy cómodamente, le sugirieron al Señor que despidiera a la gente para que
fueran a buscar comida. Jesús muy tajantemente le dijo: DENLES, USTEDES de
COMER (Mc 6,37).
Los apóstoles se vieron en la urgencia de movilizarse para servir a aquel gentío.
Jesús les enseñó a no evadir el sacrificio en favor de los necesitados. En última instancia,
Jesús usó su poder y multiplicó los panes. Esta era la religión que Jesús venía a enseñar:
el servicio al que está en necesidad. Quiso que sus auténticos servidores se especializaran
en servir a los demás.
Abundan las personas que acuden a la iglesia y se imponen determinada cuota de
prácticas religiosas porque quieren conseguir favores de Dios. Propiamente están
buscando los dones del Señor, pero no al Señor de los dones. Es una religión en que el
individuo se busca a sí mismo y no a Dios. Una religión de tipo comercial.
La religión que nos enseñó Jesús es otra: él quiere seguidores que estén a su lado,
no para buscar los primeros puestos, no sólo para buscar favores. Al esposo le desagrada
sobremanera que la esposa se muestre zalamera con él solamente cuando necesita algo
material. A Dios, ciertamente, le disgusta que lo busquemos únicamente porque estamos
pasando por un mal rato.
A Jesús lo amamos y lo seguimos porque nos ha amado primero; nos ha salvado;
nos sigue guiando y favoreciendo por medio de su Espíritu Santo. Todo lo que hagamos
nunca podrá equiparse con lo que Jesús ha hecho por nosotros. Nuestra manera de
corresponder a su amor es amarlo a él en los otros. Por eso nos lo dijo muy claro: Todo
lo que hagan a estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen (Mt 25, 40).
Santiago y Juan, buscando los primeros lugares, y los apóstoles rabiando porque los
dos hermanos se les habían adelantado en lo que ellos también querían obtener, nos
vienen a cuestionar acerca de nuestra manera de acercarnos a Jesús. Nos preguntan si,
de veras, amamos a Dios por lo que él ha hecho por nosotros, o si en la religión lo que
buscamos es nuestro beneficio personal. Cuando estemos lavando los pies a los demás,
podemos estar seguros de que vamos por el camino que Jesús quiere para sus seguidores:
el camino del servicio al necesitado. A Jesús se le demuestra el auténtico amor
sirviéndolo a él en los demás. Esta no es una religión “agradable”, pero es la religión de
Jesús.

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5. ¿Una Religión de Masas?

¡Peligrosa una religión de masas!: la masa no tiene sentido crítico; la masa se deja
manipular por el que grita más, por el que ofrece más. Una religión de masas es de lo
más peligroso, y, por desgracia, ¡abunda en nuestra Iglesia!
El día que Jesús entró en Jerusalén, en un burrito, el gentío lo aclamaba gritando:
¡BENDITO el que viene en nombre del Señor! Todos extendían sus mantos para que se
conviertieran en alfombras para Jesús… Ese día Jesús se habrá sentido el hombre más
solitario del mundo. Lo que aquella masa enardecida gritaba no era para él. Los
entusiastas que levantaban sus ramos tenían en la mente “otro mesías” distinto de Jesús.
Pensaban en un líder político que llegaba para conducirlos contra los romanos, para
tomar el mando en el mundo. No pensaban en el Mesías que venía para ser colgado y
humillado en una cruz. Es masa, enardecida por el fervor religioso, a los pocos días iba
gritar: ¡Que su sangre caiga sobre nosotros! Ahora la dirigían otros líderes. Habían
cambiado de parecer en menos de una semana.
La masa que agitaba sus ramos de Jesús el día de su ingreso en Jerusalén,
propiamente, no buscaban a Jesús; buscaban la solución de su problema político y social.
Muchas de las personas que abarrotan las iglesias, no buscan, propiamente a Jesús.
Buscan solucionar sus problemas, muchas veces de tipo material.

¿Superstición?

Me preocupa observar cómo nuestras iglesias se llenan de más gente para el


miércoles de ceniza y para el domingo de ramos, que para el domingo de resurrección,
que es el día principal de nuestro año litúrgico. ¿Por qué? ¿No será que en el fondo la
gente busca algún efecto mágico en la ceniza y en los ramos? Quieren algo que produzca
efectos instantáneos, sin tener que molestarse mucho. Piensan que la ceniza en la frente
solucionará los problemas de su vida. Que el ramo de palmas les traerá “abundancia” de
bienes; los librará de todo mal. Algunos hasta aseguran que ese ramo de palmas libra de
los rayos. Propiamente ese gentío, que colma las iglesias para los Miércoles de Ceniza y
para el Domingo de Ramos, no busca a Jesús. Busca la ceniza, busca el ramo. Ellos los
pueden librar de males y traerles muchos bienes. Van en busca de “fetiches”. ¡Es muy
duro encontrarse con esta realidad en nuestra Iglesia! ¡Es desconsolador! ¡La gente le da
más importancia al miércoles de ceniza que al domingo de resurrección!
Esa es precisamente la religión de masas que se ha creado sus propias creencias y
que las defiende tenazmente contra viento y marea. Si alguien se atreve a levantar la voz

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contra la superstición que hay de por medio, luego le achacan que está matando la
“religión popular”. ¿No habría, mas bien, que hablar de la “superstición popular”?
Muchos se agarran de un ramo o de un poco de ceniza porque tienen miedo de
agarrarse de la cruz de Jesús que exige cambio de vida, rectitud, cumplimiento del
Evangelio. Muchos, en Semana Santa, pretenden que con cargar unas andas muy
pesadas ya sus pecados van a quedar perdonados. Lo cierto es que si un día en vez de
una túnica morada o negra para cargar en las procesiones, se exigiera constancia de
“confesión y comunión” , ¡la mayoría de los cucuruchos cargadores se quedarían sin
poder participar en las procesiones!
La religión de masas se fabrica sus normas, sus reglas; fabrica su propio credo que
no es ciertamente, el mismo del Evangelio de masas: por un lado, un fervor desbordante,
y por el otro lado, la persona que solamente se emociona, pero no se convierte. Va a
cargar en adulterio y después de la procesión continúa en el mismo pecado. Acaba de
cargar al Señor Sepultado, y, al rato, ya está pasándose de copas para celebrar su
“emoción” de haber podido llevar en sus hombros las “pesadísimas” andas del Señor. No
se le teme al peso de las andas; pero se le teme a las consecuencias de tener que cargar
con la cruz que Jesús exige. Por eso, mejor se quedan con las andas.

Con su cabeza

La religión de masas lleva a las personas a no pensar con su cabeza, sino con la de
los que gritan más , de los que tienen la mejor propaganda. Los que vitorean a Jesús el
día de ramos fueron los mismos que pidieron su condena a los pocos días: “¡Suéltanos a
Barrabás!” “¡Que su sangre caiga sobre nosotros!” La masa hoy aclama a sus ídolos en
el estadio; mañana los abuchea cuando pierden el partido y ya no los hacen sentir
superiores a los del equipo contrario.
Está de moda que muchos cambien de iglesia como se cambia de camisa. Se les
pregunta el por qué de iglesia; que hay mejor música; que se “sienten mejor”. No logran
dar motivos profundos. No los tienen. En el fondo no quieren pensar con su cabeza. No
analizan lo que hay de verdad o falsedad en una u otra iglesia. Lo que les interesa a los
de las masas es “sentirse a gusto”. Que los entretengan. Que los emocionen.
Junto a la cruz de Jesús había más mujeres que hombres. La mayoría de los
beneficiados por Jesús habían sido hombres: leprosos, ciegos, paralíticos, mudos… ¿Qué
había sido de ellos? Brillaban por su ausencia. Ya se les había pasado la emoción. Para
algunos “la emoción” es algo determinante en su religión de masas. Pero la emoción sin
la razón es mala consejera. Nos juega malas partidas. Puede acelerar los latidos del
corazón, pero no nos lleva a una conversión profunda. En la iglesia abundan los

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“emocionados”; pero escasean los “convertidos”.
Después de que Jesús entró triunfante en Jerusalén, lo primero que hizo fue hacer
un cordel y encaminarse al Templo de Jerusalén para echar por el suelo las mesas de los
cambistas y de los mercaderes Su explicación fue: La casa de mi Padre es casa de
oración, y ustedes la han convertido en cueva de ladrones.
Muchas de nuestras manifestaciones masivas de religiosidad popular deberían ser
sometidas al látigo del Señor. Un látigo de amor que busca una religión auténtica, “en
espíritu y en verdad”.
El día de la multiplicación de los panes, la multitud se puso eufórica ante el milagro;
se les ocurrió que Jesús debía ser coronado rey. El Señor; tuvo que escaparse. La
multitud entusiasmada no quedó satisfecha hasta encontrar nuevamente a Jesús. Se le
fueron encima al hombre clave para que fuera el líder tan esperado por el pueblo. Jesús,
en esa oportunidad, les puso un examen defe. Les dijo que si no comían su cuerpo y no
bebían su sangre no tendrían la vida eterna. Eso desilusionó a los fanáticos. Pensaron
que Jesús estaba loco. Lo dejaron solo con los apóstoles.
También, en esta ocasión, la masa demostró lo débil de sus convicciones. El día
anterior querían coronar rey a Jesús. Al día siguiente lo consideraban un loco. La masa
busca ser complacida en sus exigencias; en la religión de emociones, que se ha fabricado
a su manera; una vez que no se la complace, da la media vuelta y va a buscar a alguien a
quien pueda coronar “rey”. La masa con facilidad coloca sobre el pedestal a sus líderes.
Con facilidad también los deja abandonados. Una religión de masas no es garantía de
nada sólido.

Un proceso indispensable

En la vida de Nicodemo puede apreciar un duro y lento proceso hacia una religión
madura. Es el lento proceso que las masas rechazan porque no quieren ser sometidas a
una conversión profunda.
La primera vez que Nicodemo fue, de noche, a visitar a Jesús, le dijo: Nadie hace
las señales que tú haces, si Dios no estuviera con él (Jn 3,2). Nicodemo había analizado
la actitud de Jesús; la había examinado intelectualmente. Jesús le dijo algo que
desconcertó totalmente a Nicodemo: Tienes que volver a nacer del agua y del Espíritu.
El Señor le estaba indicando que tendría que volver a comenzar de nuevo en lo
concerniente a su vida espiritual. Que necesitaba una conversión profunda. Fue un balde
de agua fría sobre el orgullo de aquel autosuficiente “Maestro en Israel”. No dice la
Biblia que Nicodemo se convirtiera esa misma noche. Es más probable que esa noche se
iniciara su proceso de conversión.

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Más adelante, San Juan cuenta que Nicodemo se atrevió a defender a Jesús ante los
dirigentes religiosos que querían condenarlo. Nicodemo alegó que nadie podía ser
condenado, si antes no había sido juzgado. Fue un “tímido” testimonio de Nicodemo.
Todavía no se atrevía del todo a declararse seguidor de Jesús. El día de la crucifixión,
Nicodemo ya no tuvo temor. Salió a confesar su fe en Jesús. Bajo el sol de mediodía, allí
estaba Nicodemo junto a la cruz, mientras tantos otros discípulos se escondían y se
avergonzaban de Jesús. El proceso de conversión de Nicodemo había fructificado.
Para librarse de pertenecer a una religión masiva, de ambiente cultural cristiano, hay
que someterse a este proceso de conversión. Dos cosas esenciales puso en práctica
Nicodemo para poder llegar a una religión auténtica. Primero, dejó de observar de lejos a
Jesús: buscó un “encuentro personal” con el Señor. En segundo lugar, Nicodemo aceptó
que tenía que “volver a nacer”, es decir, que necesitaba una “segunda conversión” más
sincera y más profunda. Mientras las masas no acepten ser sometidas a ese lento y duro
proceso de conversión, por el que pasó Nicodemo, seguirán sólo emocionándose ante los
acontecimientos. Hoy dirán que sí. Mañana dirán que no. Hoy gritarán: ¡Bendito el que
viene en el nombre del Señor!, mañana vociferarán: “¡Qué su sangre caiga sobre
nosotros!”.
En tiempo del profeta Daniel, salió un edicto del rey que prohibía dar culto a
cualquier dios extraño al del pueblo. Daniel, no obstante, todos los días abría su ventana,
se hincaba y adoraba al único Dios: a Yahvéh. Daniel sabía que le traería problemas;
pero no por eso renunció a dar testimonio de su fe en el Señor. Fue llevado al foso de los
leones. El Señor lo salvó milagrosamente. Cuando hay profundas convicciones religiosas,
ya nada puede apartar a los cristianos del amor de Jesús. Ya no se esconden, sino que
mas bien se colocan en la vanguardia para proclamar sin fanatismos, su fe sincera en el
Señor Jesucristo. Y sus palabras las respaldan con su testimonio de vida. Estos cristianos
maduros no cambian de iglesia de un día para otro. Estos cristianos auténticos no se
dejan manipular por los que tienen mejores altoparlantes y mejor propaganda televisiva.
No hay que dejarse encandilar por las demostraciones masivas de religiosidad.
Mientras haya más bandas y procesiones que comuniones y confesiones, la cosa anda
mal. Mientras nuestras iglesias se llenen más el miércoles de ceniza y el domingo de
ramos que el domingo de resurrección, no podemos quedarnos tranquilos diciendo:
“¡Qué católico es nuestro pueblo!” Mas bien con tristeza, deberíamos decir: “Qué
supersticioso es nuestro pueblo!”. Esto duele mucho decirlo y oírlo. Es mejor que nos
duela y no que sigamos pensando tranquilamente que la mayoría de nuestro pueblo es
muy cristiano.

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6. Un Látigo para Nuestra Religión

¿Jesús con un látigo en la mano? No deja de desconcertar ese Jesús que derriba
mesas y sillas. Jesús con la mirada de fuego y un látigo en la mano. ¿Habrá perdido Jesús
el control de sí mismo? ¿Se le olvidó la mansedumbre: Aprendan de mí que soy manso y
humilde de corazón?
Este pasaje del Evangelio sólo se puede comprender en su justa medida, si se piensa
cómo Jesús se tuvo que enfrentar, él solo, a centenares de personas muy celosas de sus
monedas, de sus mercancías. Hemos observado cómo la policía bien organizada no logra
desalojar en algunas calles a los comerciantes que, furibundos, no permiten que los
aparten de sus puestos de venta. Jesús solo, se impuso a centenares de personas
ambiciosas y agresivas.
Para comprender mejor este suceso de la vida de Jesús hay que recordar otro
momento importante de la vida del Señor. Se encontraba en el huerto de los Olivos.
Muchos soldados armados, acompañados de muchas otras personas, afirman que buscan
a Jesús. Cuando el Señor les dice: “Yo soy”, caen todos por el suelo. En ese momento
les impactó la extraordinaria personalidad de Jesús: aquellos rudos soldados no pudieron
resistir su mirada; cayeron por el suelo. Y no fue sólo una vez. Fueron dos. Esa
personalidad extraordinaria de Jesús fue la que se impuso ante los vendedores que habían
convertido el templo de Dios en un mercado. Nadie se atrevió a oponerse. Se quedaron
pasmados ante Jesús que, con látigo en la mano y con su mirada de fuego, les echó por
el suelo sus sucias monedas, producto de la extorsión.
Con motivo de la fiesta de Pascua llegaban al Templo peregrinos de muchos lugares
lejanos. Los cambistas se aprovechaban de la gente pobre y, al efectuar el cambio de
moneda, los estafaban. Al mismo tiempo, los inspectores del templo, se industriaban en
encontrarles defectos a los corderos o palomas que los peregrinos compraban fuera del
atrio del templo. Así los obligaban a hacer sus compras dentro del atrio en donde
costaban 15 veces más. Esto indignó a Jesús. No pudo soportar que la gente sencilla
fuera explotada de manera tan infame. Tomó un látigo en la mano y comenzó a voltear
las mesas de los cambistas y de los fraudulentos vendedores de corderos y de palomas.
Nadie se le enfrentó. Todos quedaron atónitos ante la personalidad, fuera de serie, de
Jesús.
Este pasaje tan impresionante de Jesús les ha servido a muchos para intentar
presentar a Jesús como una especie de Che Guevara. Nada tan alejado de la realidad.
Nunca hubo odio en el corazón de Jesús. Nunca la violencia fue una solución para el
Señor. Jesús reprochó a Pedro por sacar su espada para defenderlo. Fue Jesús quien dijo:
Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29).
Más que buscar presentar a Jesús como un guerrillero, deberíamos preguntarnos:

33
¿Qué haría Jesús con nosotros que acudimos al templo para nuestro culto? El templo, la
iglesia, esencialmente, es un lugar de encuentro con Dios y con los hombres. Si no existe
esta doble dimensión, posiblemente se busca el templo como un lugar de evasión. Y eso
no sería tolerado por el Señor. Al templo no vamos para ver un “show” ni para evadirnos
de nuestros problemas por medio de una droga de tipo religioso. Al templo vamos para
tratar de encontrarnos con Dios por medio de la comunidad reunida en su nombre.

Un encuentro con Dios

Un encuentro con Dios siempre es muy comprometedor. Moisés se encontró con


Dios a través de una zarza ardiente; al punto oyó la voz de Dios que le exigía quitarse las
sandalias. El Señor le pedía pureza de mente, de corazón. Una de las primeras cosas que
el Señor nos exige, al encontrarlo, es sinceridad. No podemos afirmarle que lo amamos,
mientras lo estamos crucificando por medio del pecado. Una de las inconsecuencias más
grandes es creer que podemos rezar mientras no nos apartamos del pecado.
Peregrinaciones, candelas, cantos, ceremonias, todo se convierte en “paja” cuando
nuestras manos no están limpias; cuando hay injusticia en nuestro corazón.
El pueblo judío era muy dado al ritualismo, a las ceremonias elegantes. Un día el
Señor les envió a decir por medio del profeta Isaías: Aborrezco sus fiestas de luna nueva
y sus reuniones; ¡ se me han vuelto tan molestas que ya no las aguanto! Cuando
ustedes levantan las manos para orar, yo aparto mis ojos de ustedes; y aunque hacen
muchas oraciones, yo no las escucho. Tienen las manos manchadas de sangre.
¡Lávense, límpiense! ¡Aparten de mi vista sus maldades! ¡Aprendan a hacer el bien,
esfuércense en hacer lo que es justo! (Is 1, 14-17).
Las palabras del señor son muy claras. De nada sirven las peregrinaciones, las
ceremonias, los cantos; si hay pecado en el corazón, el Señor no escucha esas supuestas
oraciones. Para que exista auténtica oración, debe haber amistad con Dios, estado de
Gracia.
Un encuentro con Dios, es como una lucha con El Señor. Jacob quería arrancarle a
Dios su bendición; tuvo que luchar con el ángel del Señor. El ángel tuvo que darle un
golpe y dejarlo inmóvil. Sólo en ese momento pudo recibir la bendición de Dios.
Al templo no llegamos a ganarle la batalla a Dios a base de oraciones. Llegamos
para “ser vencidos” por Dios. No acudimos para que se “ haga nuestra voluntad”,
nuestro antojo o nuestro capricho, sino para tratar de conocer la voluntad de Dios y de
ponerla en práctica, aunque no nos agrade.
Prevalece en muchos la idea de llegar al templo para “convencer” a Dios de que se
acople a su plan. Eso es perder el tiempo. A la iglesia se llega para ser vencidos por Dios.

34
Cuando Dios nos gana la batalla, entonces podemos, como Jacob, recibir la bendición de
Dios.
Muchos se han empeñado, desde hace muchos años, en vencer a Dios. Allí están
con sus necias peticiones. Lo que Dios quiere de ellos es que se dejen vencer para
poderlos bendecir.
Al templo no veamos para ser los vencedores de Dios. Vamos para pedirle al Señor
que nos ayude a inclinar la cabeza y decir, como María: Que se haga en mí según tu
Palabra (Lc 1, 38).

Encuentro con los hermanos

Al templo vamos para encontrarmos con los hermanos. Nada de piedad “intimista”:
creer que podemos llegar directamente a Dios sin antes pasar por la puerta de la
comunidad. La iglesia es asamblea de los hijos de Dios. Somos pueblo de Dios. Que
nadie pretenda ser un privilegiado que no necesita de los demás. El que se creyera “clase
aparte”, no sería aceptado por Dios.
El fariseo de la parábola creyó que era un privilegiado. En su oración dijo: Señor, te
doy gracias porque no soy como los demás. Su oración no fue aceptada por Dios. No
sabía que nadie puede comulgar con Dios, si antes no ha intentado relacionarse con las
“imágenes vivas de Dios”, sus hijos, que están a nuestra derecha y a nuestra izquierda.
El Señor fue muy explícito cuando dijo: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo
aquí en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre, que está en el cielo, se los dará.
Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt
18,19-20). Ese “ponerse de acuerdo”, es básico. La comunidad no se forma con
números, sino con corazones que buscan romper barreras de egoísmo para “ponerse de
acuerdo” en nombre del Señor.
Al templo acudimos porque allí se puede realizar una de las promesas más bellas de
Jesús: su presencia entre sus hijos que se han puesto de acuerdo en su nombre. La
oración comunitaria tiene la garantía de la presencia de Dios.
Jesús, cuando instituyó la Eucaristía, el jueves santo, la quiso como una cena
familiar. Para Jesús los ritos sin amor, no cuentan para nada. Fue durante la institución de
la Eucaristía que Jesús les lavó los pies a los apóstoles y les dijo que lo mismo debían
hacer entre ellos. Los cantos, las oraciones comunitarias, el darse la mano, el sonreír, el
abrazo de la paz no son simples formulismos de etiqueta religiosa. Son signos de lo que
debe existir dentro de cada corazón. Cuando hay encuentro con los hermanos, allí está
Dios. Allí se hace realidad la promesa de Jesús de estar en medio de la comunidad.

35
La Biblia afirma que el sacrificio de Caín le desagradó al Señor. Caín pretendía que
su oración fuera escuchada mientras su corazón estaba carcomido por el odio. Nuestra
oración no puede subir a Dios mientras estemos atados por el rencor o por el egoísmo.
Una de las primeras cosas que hacemos, al llegar al templo, es revisar nuestro corazón.
Buscar que nuestras manos se puedan elevar limpias al Señor.
El libro del Génesis describe una bella oración comunitaria del pueblo de Israel.
Moisés se encuentra en la Carpa de los Encuentros consultando a Dios. Mientras tanto
todos los del pueblo se unen a su oración desde la entrada de sus respectivas tiendas de
campaña. A la iglesia no vamos a presenciar el espectáculo de un sacerdote que acapara
la liturgia. Al templo vamos a tomar parte en la gran orquesta de alabanza al Señor. Nadie
puede quedarse rezagado. El Señor quiere escuchar la melodía del instrumento de cada
uno de sus hijos. Al templo no se va a ejercer una piedad “intimista” -egoísta-, sino a
unirse a los hijos de Dios que forman una asamblea de adoración a Dios.

En espíritu y en verdad

Una mujer de Samaria le preguntó a Jesús que cuál era el lugar ideal para adorar a
Dios: Jerusalén o Garizim, Jesús le contestó que lo que importaba era hacerlo todo “en
espíritu y en verdad”. Allí está todo. El lugar no importa: puede ser una iglesia gótica de
la edad media o puede ser un simple salón. No son las paredes las que oran. Son los
corazones.
El peligro del “ritualismo” está siempre presente en nuestras iglesias. Para algunos lo
que cuenta son las matemáticas, las fórmulas. Creen que por haber completado
determinado número de oraciones ya pueden quedar tranquilos. Nada de eso. Si no se ha
hablado con el corazón, las matemáticas no pueden suplir la voz del corazón. Todo debe
ser hecho “en espíritu y en verdad”.
Algunos parecen brujos en su manera de orar. Otros tienen tendencias a lo mágico.
Quieren resultados instantáneos después de determinadas fórmulas que pronuncian. Sólo
falta que digan: “ABRACADABRA”. Algunos sólo pueden rezar ante determinada
imagen; otros, sólo pueden orar en su iglesia preferida.
Cuando para el jueves santo veo a la gente que, a la carrera, va de monumento en
monumento observando, criticando, charlando, me pregunto: ¿Que buscan estas
personas? Creen que por haber visitado siete monumentos eucarísticos ya rezaron? ¿No
les valdría más quedarse una hora de quietud ante el Santísimo, en vez de andar como
turistas de iglesia en iglesia? Cuando veo al gentío que para la semana santa va de
procesión y procesión y luego no participan en la misa, pienso para mis adentros: ¿No
habrán convertido en un carnaval religioso la semana Santa?

36
Muchos andan buscando entretención en las cosas religiosas; pero al templo no
vamos a entretenernos. Vamos a luchar con Dios, como Jacob. Lástima que la mayoría
de las veces le ganamos la batalla a Dios: El no logra vencernos. Por eso salimos del
templo un poco sentimentales, pero sin la Gracia de Dios.
“En espíritu y en verdad” nos remacha el Señor. Si lo que hacemos no sale del
corazón, todo se convierte en una “mecánica devocional”, pero de ninguna manera en un
diálogo con Dios, en auténtica oración.

Religión y vida

Saúl, al ver que tardaba el sacerdote Samuel, se metió a hacer de sacerdote; ofreció
un sacrificio antes de la batalla. No era porque Saúl fuera un hombre piadoso. Era un
supersticioso: tenía miedo de perder la batalla, si no se ofrecía un sacrificio; así se
estilaba. Para Saúl, la religión se había convertido en cosa de costumbre y no de corazón.
Cuando esto sucede, hay una división visible entre lo que se es en la iglesia y lo que se
vive fuera del templo. La religión se torna algo de costumbre, de etiqueta social.
Si se acude al templo es porque de allí se va a salir lleno de luz para meterse en
medio de tantas oscuridades del mundo. Lo impactante es que la misma gente que ha
frecuentado, el domingo, la iglesia es la que luego va a colmar los bares, los burdeles, los
centros de evasionismo. Cuando Moisés bajó del Monte Sinaí, nadie se atrevía a verlo al
rostro: despedía deslumbrantes rayos de luz. El que baja del Calvario místico -la Misa-
debería ir lleno de luz. Todos deberían notarlo.
Al templo no acudimos para ponernos un uniforme de cristianos durante una hora.
El cristiano es el que no puede quitarse nunca su distintivo de seguidor de Jesús. Lo
mismo en la iglesia, que en la fiesta; en la asamblea constituyente que en el Palacio
Nacional, en el estadio. Si de veras se viene de platicar con Dios, en el templo, todos
deben notarlo. Debe apreciarse la diferencia entre el que ha acudido a la iglesia y el que
no ha ido al templo.
Al templo no vamos a jugar a ser buenos durante una hora. Al templo vamos como
los vehículos que son llevados al taller de mecánica para ser reparados y salir del taller en
perfectas condiciones. Del templo debemos salir aceitados por el santo crisma del
Espíritu Santo. Ya no deben escucharse esos chirridos que indican algún desperfecto.

Un látigo

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Cuando se ve a Jesús con un látigo en la mano, existe la posibilidad de pensar en
alguien para quien los latigazos de Jesús vendrían muy al caso. De esta forma, se pierde
el mensaje impactante del evangelio. Cuando vemos a Jesús con un látigo en la mano,
debemos preguntarnos qué mesa mía derribaría el Señor, si viniera. Qué monedas
lanzaría al suelo. Tal vez, a quienes más latigazos nos caerían sería a los sacerdotes. Sin
lugar a duda . El Señor nos ha encomendado su templo y lo hemos cuidado tan mal.
Hasta hemos logrado que la gente se aleje de él. Cuando Moisés estaba en lo alto del
monte, rezando por el pueblo, se cansaba y los brazos se le venían abajo. Tuvieron que
ponerle a dos ayudantes que le sostuvieran los brazos. Los sacerdotes necesitamos ser
sostenidos por los fieles. Necesitamos que con su perdón y sus plegarias nuestros brazos
no se vengan hacia abajo.
Tanto el fariseo como el publicano fueron al Templo. Los dos iban para recibir la
bendición de Dios. El fariseo salió con un pecado más, por haberse creído superior a los
demás. Por su orgullo refinado. El publicano salió oliendo a jabón porque se sintió el más
pecador de todos y creía que no tenía derecho ni siquiera a avanzar unos cuantos metros
hacia el altar.
Esta historia, se repite cada vez que vamos a la iglesia. Al salir del templo unos salen
como el fariseo. Otros como el publicano. Que el Señor tenga piedad de nosotros para
que podamos salir de la iglesia con su bendición.

38
II. Jesús: Centro de Nuestra Religión

39
7. Para Usted ¿Quién es Jesús?

Hace 500 años que el Evangelio llegó a las tierras latinoamericanas. Con la espada
del conquistador también vino la cruz de Jesús. Después de tantos años, ¿qué es lo que
encontramos de cristianismo? Es algo alarmante. Si alguien va a un centro yoga, ve una
imagen del DIVINO MAESTRO. Pero ese “divino maestro” de los centros yogas no
predica lo mismo que el Jesús del Evangelio. En los centros espiritistas hay cuadros del
Sagrado Corazón, veladoras y candelas; pero el Espiritismo espía expresamente
prohibido en el capítulo 18 del Deuteronomio, en la Biblia. Muchos jóvenes hablan de
Jesús, tienen “posters” de Jesús, entonan canciones a Jesús; pero no siguen la “moral” de
Jesús en lo que respecta a las relaciones prematrimoniales. En la Universidad san Carlos
de Guatemala, pintaron un enorme mural del Che Guevara; había un letrero que decía:
“EL CHE SI, JESÚS NO”. Más del noventa por ciento de los universitarios se profesan
cristianos; pero no fueron capaces de pintar un mural más grande en que se lea: JESÚS
SI. Nuestras pacíficamente se llaman cristianas; pero no se reza en familias, por lo
general; no son familias de sacramentos, sino cristianos ocasionales.
Mucho de lo que se llama “religión” es una mezcla de paganismo y cristianismo, de
superstición y religión. Este triste tablero de lo que llamamos cristianismo latinoamericano
es alarmante bajo todo punto de vista.
Jesús, después de haber predicando y hecho milagros, cuando ya estaba cercano a
su pasión, les hizo una pregunta quemante a SUS apóstoles: Ustedes ¿qué piensan de
mí? (Mt 16,15). La pregunta era de suma importancia; los tres evangelistas sinópticos la
dejaron consignada en sus evangelios. Esta pregunta es básica para todo cristiano. En
medio de un sinnúmero de teorías e hipótesis acerca de Jesús, el cristiano debe
preguntarse: “Para mí ¿quién es Jesús?
Cuando el Señor les formuló esta pregunta a sus apóstoles, Pedro, inspirado por
Dios, contestó: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Hasta que no haya brotado esta
respuesta del corazón de cada uno de nosotros, no podemos estar tranquilos. Debe brotar
del corazón. No sólo de la mente.

Segunda conversión

En nuestra vida deben darse dos conversiones; una es la ingenua conversión de


nuestra niñez. Con facilidad el niño acepta todo lo que le dicen cuando se prepara para su
primera comunión. Lo importante es la conversión en la edad adulta. El sí definitivo que
se le debe dar al señor cuando ya no somos niños. Son muchas las personas que nunca

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han tenido un “encuentro personal” con el Señor; se han contentado con vivir un
cristianismo de “ambiente”; en el fondo de sus corazones nunca le han dicho un sí
definitivo al Señor.
Santa Teresa cuenta que ella tuvo su segunda conversión hacia los cuarenta años.
Este dato es muy impresionante porque esta santa había vivido en un convento desde su
niñez.
Mientras una persona no haya llegado a su segunda conversión, se dará, muchas
veces, en su vida una ambigüedad con respecto a la religión. Nuestras familias van a misa
para navidad, cantan villancicos, y luego vuelven a sus casas para celebrar una fiesta
pagana. Los novios se presentan ante el altar para recibir la bendición de Dios; pero al
domingo siguiente ya no van a misa, y no vuelven a rezar juntos. Muchos llegan a la
iglesia el día domingo; están en su banca muy devotos, muy religiosos; pero durante la
semana viven como si no fueran cristianos. A estas ambigüedades se llega porque las
personas no han tenido su segunda y auténtica conversión.
Pedro le acababa de decir a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; pero cuando
Jesús comenzó a explicarles que debía ir a Jerusalén para que lo crucificaran, Pedro se lo
llevó aparte para decirle que no debía permitir eso. Jesús lo llamó SATANÁS, porque
Pedro estaba repitiendo la tentación del espíritu del mal en el desierto: quería apartar a
Jesús de su cruz.
Pedro no aceptaba un Mesías derrotado. Pedro, como los demás del pueblo judío,
quería un Mesías triunfador que aplastara a los enemigos del pueblo de Israel.
Muchos cristianos no quieren un Jesús con cruz. Un Jesús que exija compromiso,
sacrificio. Quieren un Jesús que deje vivir en paz. Optan por una “religión” más cómodas
que consista en “prácticas piadosas”: procesiones, flores, candelas, peregrinaciones,
novenas. Todo este ritualismo, si no lleva a un cambio de vida, es vano. Hasta puede
convertirse en superstición, en idolatría.
En nuestra iglesia, lastimosamente, priva mucho el “sacramentalismo”; muchos
acuden rutinariamente a la confesión, a la comunión, a la unción de los enfermos, sin las
debidas condiciones; casi creen en un valor mágico de los sacramentos. Tienen miedo de
tomar la cruz de Jesús y por eso se agarran de prácticas piadosas para tranquilizar su
conciencia, para hacerse pasar por cristianos, cuando, en realidad, son unos paganos
llenos de supersticiones. Mientras no llegue la “segunda conversión”, el individuo puede
engañarse a sí mismo: puede creerse cristiano, cuando, en realidad, es un pagano que se
ha aferrado a ciertos ritos religiosos para “tener contento a Dios”, y que no le suceda
nada malo.
Hubo un momento en que el mal ladrón simuló ser religioso; estaba crucificado
junto a Jesús, y le dijo: Si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz y bájanos a nosotros.
Parecía una oración; pero era la desesperación de alguien que se dirigía a Jesús, no

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porque lo amara, sino porque quería servirse de Jesús para que lo bajara de la cruz.
Muchas de las prácticas religiosas de nuestro pueblo -mal llamada, a veces “religión
popular”- no son más que un repetir la actitud del mal ladrón: se acude a Jesús no porque
se le ame, sino porque se quiere ser bajado de la cruz de la enfermedad, del sufrimiento,
del apuro económico.

Perder para ganar

Cuando Jesús vio que se querían servir de él con fines no espirituales, fue muy
tajante y les advirtió a sus apóstoles que si se querían llamar sus discípulos, tenían que
“negarse a sí mismos y tomar su cruz” (Mc 8, 34). También les puntualizó que si querían
ser sus seguidores, tenían que “perder su vida para ganarla” (Mc 8, 35).
¿Qué significa negarse a sí mismo? En nosotros existen dos personalidades: la del
hombre viejo y la del hombre nuevo. El “hombre viejo” nos inclina hacia lo fácil, lo
torcido, lo impuro. El “hombre nuevo” apareció en nosotros el día de nuestro bautismo;
el hombre nuevo nos lleva por un difícil camino del Evangelio. Cuando le decimos no a
nuestro hombre viejo, le decimos sí a Jesús, y tomamos la cruz de nuestros compromisos
y responsabilidades de cristianos.
Perdemos nuestra vida, cuando ante oportunidades fabulosas que el mundo nos
exhibe, pero que implican injusticia, falsedad, corrupción, le decimos no al mundo, y
pasamos por “grandes tontos” ante el criterio mundano. Perdemos ante el mundo; pero
ganamos nuestra vida para Dios. Escogemos el camino estrecho, la puerta angosta de la
salvación que Jesús nos señala. Estas directivas evangélicas son muy estrictas y por, eso,
los que tienen miedo de tomar la cruz de Jesús, mejor se agarran de algunas prácticas
piadosas por medio de las cuales pretenden ser buenos cristianos.

¿Sociedad cristiana?

Pacíficamente nuestra sociedad se llama cristiana. Abundan los signos “religiosos”,


que no equivalen a cristianismo. Pero nuestra sociedad no resiste un examen serio acerca
de su mentado cristianismo, de su religión acomodaticia, que da grandes “facilidades a
todos”.
Nuestra economía está basada en el egoísmo. Cada quien busca con egoísmo
acaparar cosas para sí mismo. De allí que los ricos cada vez se hagan más ricos, y los
pobres se queden cada vez más, sin lo poco que tienen. Se olvida un principio

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evangélico: somos simples administradores. Todo lo que tenemos se nos ha entregado
para administrarlo, para negociarlo en servicio de los demás. Un día nos pedirán cuenta
de nuestra administración.
Nuestra política dista mucho de ser cristiana. Un político se supone que es alguien
que se siente llamado a “servir” al pueblo. En la realidad, con mucha frecuencia, el
político es el que se sirve del pueblo para sus aviesas intenciones de poder y
enriquecimiento.
A los primeros dirigentes de su Iglesia, Jesús les lavó los pies, y les hizo ver que así
como él, Maestro, les lavaba los pies a ellos, así debían ellos lavar los pies a sus
hermanos. El auténtico político en sentido cristiano es el que está dispuesto a lavar los
pies del pueblo, a sacrificarse por el bien del pueblo. Este principio evangélico hasta
causa risa a algunos; si hubiera de ponerse en práctica, ni siquiera habría que hablar de
política.
Nuestra cultura en su raíz más profunda no es cristiana. Esa cultura se proyecta,
sobre todo en nuestros medios de comunicación social: televisión, radio, prensa. Allí se
retratara la ideología egoísta de nuestra facilidad; la corrupción, la violencia, la falsedad.
Muchas tinieblas y apenas unos tímidos rayos de luz.
Nuestras familias cómodamente se autodenominan cristianos; pero no se reza en
familia; esposo y esposa hasta se avergüenzan de orar juntos. No son familias en las que
florezca una rica vida espiritual Son familias de un cristianismo tradicional basado, las
más de las veces, en ritos religiosos para determinadas ocasiones.
Ser cristiano no consiste en llevar signos religiosos en la solapa del saco o en la
blusa. Ser cristiano significa llevar a Jesús en el corazón. Este, por desgracia, no es el
denominador común de nuestra sociedad.

Abran las puertas

Hay un cuadro en que se ve a Jesús tocando los inmensos ventanales del edificio de
las Naciones Unidas. El cuadro es impresionante, pero, al mismo tiempo, provoca
tristeza: Jesús todavía está fuera del edificio; no ha logrado que lo inviten a pasar
adelante. Este cuadro nos viene a la mente cuando pensamos en los 500 años en que del
Evangelio de Jesús llegó a nuestras tierras latinoamericanas, que se llaman cristianas. La
realidad es que el Evangelio de Jesús no ha logrado penetrar en esa mañana de ritos
religioso que son una mezcolanza de paganismo y cristianismo, de religión y superstición.
El Papa Juan Pablo II, en sus discursos, menciona mucho la “nueva evangelización” que
urge en Latinoamérica. Esa nueva evangelización no consiste precisamente en nuevos
datos acerca de Jesús, sino en una manera más convincente de presentar el Evangelio

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que lleve a las personas a una “segunda” conversión, a una entrega consciente a Jesús en
la edad adulta.
El Señor, antes de su pasión les preguntó a sus apóstoles: ¿Quién soy yo para
ustedes? Pedro respondió en nombre de todos: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.
Ahora, nadie puede responder en lugar nuestro. El Señor necesita la respuesta personal
de cada uno de nosotros. Ante un tablero de teorías e hipótesis acerca de Jesús en
nuestro mundo latinoamericano, Jesús nos pide una respuesta personal: “¿Quién soy yo
para ti?”.
No podemos quedarnos tranquilos hasta poderle decir como Pedro: “Señor, tú para
mí eres Dios”. O, también: “Señor, ¿a quién voy a ir?; sólo tú tienes palabras de vida
eterna”.

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8. ¿Qué Dice La gente de Jesús?

Algunas veces me pregunto cómo es posible que nuestro pueblo “aparente” ser tan
devoto, y luego viva una religión tan “mediocre”, en una “volubilidad” constante en lo
que respecta a las cosas de Dios. Personas que el domingo van a misa y frecuentan
también centros espiritistas. Personas muy devotas en la iglesia, y luego, a las pocas
horas, pasadas de copas en fiestas que tienen poco de cristiano.
Nuestro pueblo dice que es “eminentemente” cristiano, pero resulta que en los
medios de comunicación masiva, que se supone son los que reflejan el “sentir” de
nuestro pueblo, como que se tiene miedo de hablar de Dios, del Evangelio. Jesús es un
gran ausente en la televisión, en la radio y en los periódicos. Algunos periodistas hasta
hacen gala de “ateísmo” y se permiten hacer bromas de lo que cree nuestro pueblo,
como que fueran cosas “medievales”, muy pasadas de moda.
En la raíz de todo esto existe un cristianismo de ambiente cultural. La gente se llama
cristiana porque desde niños les dijeron que “eran cristianos”, pero en la realidad nunca
han hecho una opción definitiva por Jesús. Por eso se vive una “religión” de apariencia,
de ritos y no de corazón.
Jesús a sus apóstoles les preguntó en cierta oportunidad: “¿Qué piensa la gente de
mí?”. Para Jesús existían dos clases de personas: los discípulos, que lo conocían y lo
seguían, y los otros -la gente- los que se contentaban con repetir lo que escuchaban de
los demás acerca de Jesús. Y, en efecto, el enfoque que un discípulo hace acerca de
Jesús es muy diferente del que hace uno que no es seguidor del Señor. Y aquí se
encuentra una primera pauta para darnos razón acerca de la actitud religiosa de un
individuo. Algunos son simples “admiradores” de Jesús, pero no sus discípulos. Todavía
no han hecho la opción de seguirlo hasta las últimas consecuencias. Son personas
tambaleantes que están a merced de las circunstancias.

Muchas opiniones

Los discípulos comenzaron a poner al tanto a Jesús acerca de los miles de


comentarios y “chismes” que se ventilaban acerca de su persona. En realidad a Jesús el
pueblo lo colocaba en un sitial de gran importancia. Lo comparaban con Elías, con
Jeremías, con Juan Bautista, personajes destacados en la espiritualidad del pueblo judío.
No estaba mal. Pero ese no era el lugar conveniente para Jesús.
En la actualidad, pululan sinnúmero de opiniones acerca de Jesús. Los musulmanes

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lo respetan como gran profeta. Los judíos lo conceptúan entre los grandes enganadores
del mundo. Los mormones y Testigos de Jehová no aceptan que Jesús sea Dios. Algunos
se profesan cristianos y al mismo tiempo frecuentan salas espiritistas y carpas en donde
les tiran las cartas. Algunos creen en el Jesús de quien les hablaron en un templo yoga,
como el divino maestro, que es muy distinto del Jesús del Evangelio. Otros quieren
introducir a Jesús en la sociedad como un “Che Guevara” con ojos que echan chispas de
violencia. Otros dicen : “Jesús, Jesús”, a toda hora, pero no hacen lo que el manda en el
Evangelio. Total, en nuestra sociedad existe un mosaico de opiniones acerca del concepto
de Jesús.
El Señor, después de escuchar a sus apóstoles cuando le informaban acerca de lo
que la sociedad de su tiempo pensaba acerca de El, los llevó al plano de lo “personal” y
les preguntó: Bueno, y yo ¿quién soy para ustedes? Jesús antes de hacerles esta
pregunta, como el maestro que prepara a los alumnos para el examen, los había ido
preparando con antelación. Ya les había explicado su “evangelio”. Ya les había hecho
presenciar varios milagros, multiplicaciones de panes, cambio de agua en vino, múltiples
curaciones de enfermos, expulsiones de malos espíritus, poder contra la tempestad en el
mar. Ahora, los interrogaba para ver que habían comprendido de su mensaje. Pedro fue
quien interpretó el sentir de todos. Tú eres el Mesías, el hijo de Dios (Mt 16, 16).
A cada uno el Señor quiere hacernos la idéntica pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”.
Al Señor no le interesa que sepamos de memoria lo que dijo Napoleón acerca de El. No
le interesa que repitamos lo que ha dicho los santos Padres de la Iglesia, o los literatos y
pensadores de moda. Al Señor le interesa nuestra respuesta de tipo personal. Y esa
respuesta es la que muchos todavía no tienen ni en su corazón ni en sus labios.
A muchos el día de su bautismo los llevaron a una iglesia. Sus padres se
comprometieron a ayudarlos a crecer espiritualmente y acompañarlos hacia la
“Confirmación”, para que de jóvenes pudieran hacer su “opción personal” por Jesús.
En nuestra iglesia el bautismo de niños y la confirmación de los jóvenes forman un
solo bloque.
Lo lamentable del caso es que a muchos se les ha ido pasando ese momento. Se han
seguido llamando cristianos, pero en el fondo de su corazón, no son cristianos porque
nunca se han preguntado quién es Cristo para ellos, y, por eso mismo, nunca lo han
“aceptado personalmente”. Puede ser que los hayan “llevado” para recibir el sacramento
de la Confirmación, pero ese sacramento lo recibieron por fuerza de la “tradición” y no
porque sentían la viva necesidad “de darle su sí” definitivo al Señor. Esta es la gran
tragedia espiritual de muchos en nuestra iglesia. Se llaman pacíficamente cristianos; pero
su vida demuestra que su cristianismo es un cristianismo basado en ritos y no en la fe de
su corazón.
Pilato durante el juicio, le hizo a Jesús una quemante pregunta: ¿Eres tú el rey de
los judíos? Jesús le devolvió otra pregunta más quemante todavía: ¿Eso lo dices por ti

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mismo, o te lo han dicho todos de mí?
Esa es la pregunta decisiva que Jesús nos plantea a cada uno de nosotros: “Lo que
piensas acerca de mí es producto de lo que se dicen en el ambiente en que vives o es lo
que tienes dentro del corazón?”
Nuestra “religión” no consiste en “repetir” lo que otros dicen de Jesús. Nuestra
religión auténtica debe consistir en “haber dicho sí personalmente al Señor, sin que nadie
nos haya tenido que “empujar”, a no ser el Espíritu Santo y los instrumentos que el
emplea para llegar a nosotros.
San Pablo se caracterizó por su inquina contra todo lo que sonaba a “Jesús”. Quiso
borrar ese nombre del pueblo judío. Hasta que un día se encontró, en una visión, con el
Señor, y, entonces, se entregó a El en cuerpo y alma. Pablo llegó a decir; Para mí el
vivir es Cristo (Flp 1, 21). También afirmó que todo lo consideraba BASURA
comparado con el hallazgo de Cristo (Flp 2,8). A su amigo Timoteo, le escribía: Yo sé en
quién he creído. Pablo no afirmaba que creía lo que se decía de Jesús, sino que creía en
Jesús. Por eso era un cristiano a carta cabal.
Esa es la opción que muchos no han hecho todavía. Y mientras permanezcan en ese
letargo espiritual, seguirán imitando a las “veletas”: un día hacia la derecha ritualista y
otro día hacia la izquierda erótica.

Los varios pasos

El evangelio de San Juan describe bellamente los pasos que dio Nicodemo para
descubrir quién era Jesús. Una noche fue a visitarlo -no quería todavía dar la cara- y le
dijo a Jesús: Si no vinieras de Dios, no podrías hacer los milagros que haces (Jn 3, 2).
Nicodemo había venido siguiéndole la pista a Jesús. Lo había escuchado y lo había visto
actuar milagrosamente. Según él, tenía la clave en sus manos. Jesús le rectificó algo que
él nunca se hubiera podido imaginar. Le dijo que tenía que “volver a nacer” por el “agua”
y por el “Espíritu”. Jesús le subraya a Nicodemo que el llegar a descubrirlo como el Hijo
de Dios requería, además de la inteligencia, la acción directa del Espíritu Santo.
Esta es una verdad que muchos todavía no han descubierto. Creen que se puede
conocer a Jesús solamente a través de los libros. La inteligencia, nos acerca a Jesús, los
signos que vemos fuera y dentro de nosotros, nos acercan, como Nicodemo, a Jesús
pero necesitamos la “luz que viene de lo alto”: necesitamos el poder del “Espíritu Santo”
que nos ayude a romper el envoltorio que recubre la figura humana de Jesús.
Cuando Pedro descubrió quién era Jesús, dijo: Tú eres el Cristo el Hijo de Dios
vivo. Jesús lo hizo razonar asegurándole que no era “la sangre y la carne” -su intelecto de

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pescador- el que lo había llevado hasta ese descubrimiento; había sido Dios por medio de
su Santo Espíritu el que lo había iluminado para llegar a ese descubrimiento (cf. Mt 16,
17). Con nuestras solas fuerzas humanas no podemos llegar a saber quién es, en verdad,
Jesús. Necesitamos el poder del Espíritu Santo. Para llegar a El, son indispensables la
razón y la iluminación de Dios.
Los primeros maestros de este mundo para ganar prosélitos prometen cosas
halagadoras… La gente va tras ellos esperando que se realicen todas esas promesas. Si
quisiéramos hacer una síntesis de lo que prometen esos maestros, diríamos que ellos van
diciendo que sus alforjas llevan SALUD, DINERO y AMOR. Y por eso muchas
personas llevan cadenas, pulseras, incienso, cenizas, toda clase de amuletos. Sus famosos
maestros les han asegurado que allí está la solución de sus problemas.
Jesús no andaba buscando prosélitos fáciles. Cuando los apóstoles descubrieron que
Jesús era el Hijo de Dios, Jesús no les prometió la solución de todos sus problemas, sino
que les garantizó que lo llevarían a la cruz, y que si ellos querían ser sus discípulos,
tendrían también que tomar su cruz y seguirlo.
El cristianismo lo definió Jesús como un “camino estrecho”. El cristiano es el que no
quiere ir por donde va el montón, sino por donde va Jesús, que es una senda de justicia,
de verdad, de servicio. Un camino estrecho. Por eso mismo sabe que le toca llevar una
cruz.
Cuando Jesús habló de que lo llevarían a la cruz, sabía bien lo que decía. Cuando él
era niño de 11 años, un hombre llamado Judas Galileo se había revelado contra el
dominio romano. La conjuración había sido aplastada y 2000 personas habían sido
crucificadas. Toda la gente supo qué era morir en la pena máxima, en la cruz. Jesús
hablaba de algo espantoso. A sus seguidores les dijo precisamente que eso era lo que a El
le esperaba. Y que si querían llamarse sus “discípulos” también ellos debían llevar una
cruz.
Este es un punto álgido para muchos en el seguimiento de Jesús. Buscan un Jesús
fácil; un Jesús que no hable de “camino estrecho”, un Jesús sin exigencias, un Jesús
bonachón que sólo predique paz y amor, y no exija nada para conseguir esa verdadera
paz y ese amor, que son tan distintos de la paz y el amor que el mundo promete. Por eso
tienen miedo de decirle al Señor que quieren ser sus discípulos y se quedan como simples
“oyentes” de Jesús, como admiradores de Jesús, y no como verdaderos discípulos.

Hay que arrodillarse

Todos los que un día se encontraron de veras con Jesús, no pudieron seguir de pie;
sintieron la urgencia de echarse a sus pies. Cuando Pedro, ante el mandato de Jesús,

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obtuvo una pesca milagrosa, se echó a sus pies y le dijo: Apártate de mí que soy un
pobre pecador. El centurión, que estaba junto a la cruz, y que fue testigo de todo lo que
sucedió alrededor de la Cruz, terminó diciendo: Verdaderamente éste era el Hijo de
Dios. Tomás, cuando vio a Jesús resucitado ante él, cayó de rodillas y dijo: “Señor mío y
Dios mío”.
Una persona cuando, de veras, se encuentra con Jesús y se decide a ser su
discípulo, no puede seguirlo como los que “admiran a un cantante” o a un artista de cine.
El que se entrega a Jesús cae de rodillas ante El, y acepta la cruz que El le ofrece para su
salvación. Eso es lo que ha faltado a muchos que se siguen llamando cristianos, pero que
todavía no se han decidido a declararlo con los hechos el Señor de su vida. A Jesús no le
agrada que sólo de noche se le visite, como Nicodemo. El quiere que se le confiese a
pleno sol, como el convertido Nicodemo el día viernes santo. Que el Espíritu Santo nos
ilumine también a nosotros para que sepamos descubrir a Jesús como el Hijo de Dios, y
para que no le tengamos miedo a la cruz salvadora que el nos ofrece.

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9. Jesús: Camino, Verdad y Vida

Me contaba una señora que en un momento muy crítico de su vida, cuando estaba
totalmente turbada, apareció una amiga y la llevó a un lugar en donde se le dijo que le
ayudarían en su problema. Cuando se dio cuenta la señora, todos juntos estaban tomados
de las manos rezándole a JUPITER. ¡Parece algo del pasado, del tiempo del paganismo,
eso de rezarle a Júpiter! En la actualidad hay mucha confusión; las personas no tienen el
suficiente espíritu crítico para analizar lo que se les presenta. Aceptan sin más lo que se
les ofrece como la solución de sus problemas.
Antes de la pasión, Jesús les dio a sus apóstoles un consejo muy determinante; les
dijo: No se turbe el corazón de ustedes (Jn 14, 1). El verbo griego del que se traduce
“turbar”, “equivale a” no dejarse llevar de un lado para otro, como las olas del mar. Ese
fue el consejo de Jesús ante la inminencia del escándalo de la Cruz: no se dejen llevar de
un lado para otro. Y para no ser arrastrados de un lado para otro, como las olas, Jesús les
dio la clave; les dijo: Crean en mí… Yo soy el camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 1 y 6).

Jesús es el camino

Platicaba con un amigo que maneja una avioneta; me contaba la turbación que
experimenta cuando el aparato de radio ya no enlaza con la torre de control. Se siente
como perdido. El temor le invade. Ese es el caso de muchas personas: van de un lado
para otro porque ignoran el camino que los conduce hacia Dios. Nosotros venimos de
Dios y vamos hacia Dios. Lo más decisivo en nuestra vida es conocer el camino de
regreso hacia Dios.
Son muchas la personas que intentan señalarnos ese camino; con ellas sucede como
cuando, en un país extraño, le pedimos a alguien una dirección: nos dan tantas
indicaciones que nos quedamos como antes. Jesús no hace así; él no se limita a darnos
“indicaciones”; él nos toma de la mano y nos dice: “Sígueme a mí; yo soy el camino”.
Esa es la gran diferencia con todos los demás.
Con razón la Carta a los Hebreos llama a Jesús “nuestro precursor”. La palabra de
la que se traduce precursor, en griego, es PRODOMOS, que significa: el que va adelante.
Esta palabra griega, según los técnicos, tiene mucha relación con lo que sucedía en el
antiguo puerto de Alejandría. Cuando llegaba un barco muy grande, lo hacían preceder
de un barquito que lo iba dirigiendo para que no topara con algún escollo. ¡Bella figura
para aplicarla a Jesús! Jesús es nuestro PRODOMOS, nuestro barquito que nos precede
para que no seamos destrozados al chocar con algún escollo. Esto nos trae a la memoria

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los versos del salmo 23: Nos guía por el sendero recto, haciendo honor a su nombre. El
salmo nos describe al Señor como el buen pastor que no se puede desprestigiar
llevándonos por barrancos peligrosos; nos guía por el “sendero recto”.
Seguir a Jesús, es encontrar el camino seguro que nos conduce de regreso hacia
Dios, de donde hemos venido.

Jesús es la verdad

Superabundan los maestros espirituales en las esquinas, en los parques, en la


televisión, en la radio, en la prensa; aseguran que tienen la verdad. Nuestro gran
problema es saber discernir qué es de Dios y qué no es de Dios.
Jesús anticipó que los falsos maestros -lobos- se iban a presentar con piel de ovejas.
Harían cosas portentosas. Jesús dio una norma inequívoca para saber si son ovejas o
lobos; dijo Jesús: Por sus frutos ustedes los pueden conocer (Mt 6,20).
Debemos someter a examen a estos maestros; sobre todo en la vida privada, en su
doctrina con relación a la Biblia; en su obediencia al magisterio de la Iglesia.
A los que no le querían creer, Jesús les dijo: Crean al menos por lo que hago.
En la tormenta en el mar, los apóstoles se cuestionaron, al ver a Jesús que
apaciguaba al mar, y dijeron: ¿Quién es éste a quien el mar obedece? Los apóstoles
habían tenido múltiples oportunidades de analizar las obras y la vida de Jesús. Por eso
aquel día, en que todas las personas abandonaban a Jesús porque no se doblegaba ante
ellos haciendo milagros, Pedro tomó la palabra y dijo: Señor, ¿a quién iremos? Solo tú
tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Pedro y los demás apóstoles se quedaron con
Jesús, después de haberlo sometido, a detenido examen. ¡Sólo él tenía palabras de vida
eterna! ¡Sólo él era la verdad!
Pablo escribió: El Evangelio es poder de Dios para los que creen (Rm 1, 16).
Pablo analizó despaciosamente el mensaje de Jesús y se dio cuenta que era poder de
Dios para transformar vidas. Por eso se quedó con Jesús. Muchos todavía no han hecho
su opción definitiva por Jesús. Continúan frecuentando a los varios maestros. Les
encanta lo exótico, lo novedoso, y, sobre todo, lo fácil, lo que no hable de cruz, de
renuncia, de sacrificio. Quieren buscar ilusorias “gangas” de salvación; por eso se quedan
con los maestros que les ofrecen “melcochas” en lugar del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Jesús es la vida

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Un hombre de rostro adusto me decía: “Sólo suena mi despertador, todas las
mañanas, y yo tomo conciencia, con tristeza, de que debo continuar viviendo”. ¡Esta no
es la vida “abundante” de que nos habló Jesús! El Señor aseguró que él venía para traer
“vida abundante” (Jn 10, 10).
Jesús, ante de retornar hacia el Padre, les dijo a los apóstoles que les dejaba la paz.
Pero la paz que el mundo ofrece es “de plástico”; está fabricada a base de cosas que hoy
podemos tener y mañana podemos perder. La paz del mundo es “artificial”, mometánea,
porque no está en el interior de la persona, sino en el exterior de la persona misma.
Son muchísimos los que van en pos de la paz de “plástico” que el mundo les ofrece.
Muchas personas andan llevando amuletos; buscan afanosamente inciensos mágicos que
traen gozo; preguntan por técnicas sicológicas que afirman que los pueden hacer felices;
frecuentan centros espirituales no cristianos en donde les han asegurado que pueden
transformar su tristeza en gozo.
Hay una leyenda en que se cuenta que un hombre cayó en un pozo. Pasó Buda y le
dijo: “Si hubieras cumplido lo que yo enseño, no te habría sucedido eso”. Pasó Confucio,
y le dijo: “Cuando salgas, vente conmigo y te enseñaré a no caer más en el pozo”. Pasó
Jesús, vio a aquel hombre desesperado, y bajó al pozo para ayudarlo a salir. Esa es la
gran diferencia entre Jesús y los demás maestros. Jesús es el único que nos puede dar
vida abundante porque él mismo es la Vida. “Yo soy la vida”, dijo Jesús. Y los que lo
hemos experimentado, podemos dar fe que, de veras, la paz -la vida abundante- que
Jesús proporciona no es artificial, sino algo muy real.
Santa Teresa fue una mujer muy perseguida porque quiso reformar muchos
monasterios religiosos, que se habían apartado de la santidad. A Santa Teresa hasta
llegaron a meterla a la cárcel. Fue precisamente esta santa la que, en su libro “Las
moradas”, afirmó que sentía una paz y una serenidad muy profundas. Se valió de una
comparación muy típica; dijo que sentía por dentro como un brasero con inciensos muy
olorosos. Una característica muy notoria en los santos es el gozo espiritual, su serenidad.
Es la paz que Jesús les ha regalado. Es la vida abundante de Jesús que se manifiesta en
ellos.

Conocer - Experimentar

En la última cena, Felipe le pidió algo a Jesús: “Muéstranos al Padre”. La respuesta


de Jesús fue muy importante para él y para nosotros. Jesús respondió: Felipe, hace tanto
tiempo que estoy con ustedes y ¿todavía no me conoces? El que me ve a mí ve al Padre.

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En la Biblia “conocer” significa “experimentar algo”. Los apóstoles habían vivido durante
varios años con Jesús, pero no se habían entregado del todo a él; no lo habían
“experimentado”. Después de la resurrección, cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo,
conocieron en profundidad quién era Jesús, lo experimentaron. Ya no preguntaron quién
era el Padre, sino que, al saber quién era Jesús, supieron al mismo tiempo quién era Dios
Padre.
Son muchísimas las personas que no han “experimentado” a Jesús. Lo conocen
como un maestro bueno y sabio, pero no lo han encontrado como un Jesús vivo en su
experiencia. Como los discípulos de Emaús, caminan junto al Señor, pero sus ojos
todabía están cerrados y no lo han descubierto. No lo han llegado a “experimentar” como
el camino que lleva a la verdad en la que se encuentra la Vida abundante.
Es llamativo el caso de las golondrinas que, al emigrar, atraviesan larguísimas
distancias, pero no se pierden; siempre vuelven a su lugar de origen. Lo mismo sucede
con las personas mensajeras: vuelan y vuelan a través de largos kilómetros, y no fallan
cuando vuelven a su hogar. Sólo el hombre va dando tumbos; sólo el hombre es como
una golondrina desorientada que va de un lado hacia otro, en busca de varios maestros
espirituales y de las varias escuelas que afirman que tienen el secreto de la felicidad. Sólo
el hombre es como desoreintada paloma mensajera que no logra llevar el mensaje.
Jesús afirmó: Si alguno está agobiado y cansado, venga a mí y yo lo haré
descansar. También dijo: Si alguno tiene sed, venga a mí, del que cree brotarán ríos de
agua viva. Los que se han atrevido a acercarse al Señor, no se han sentido defraudados.
En él han encontrado una respuesta auténtica para sus vidas. De personas melancólicas e
insatisfechas se han convertido en personas llenas de un gozo espiritual que nadie les
puede arrancar.
Jesús es verdaderamente nuestro “precursor” nuestro buen pastor “que nos guía a
aguas tranquilas y verdes pastos, haciendo honor a su nombre”. Sólo Jesús ha podido
asegurar: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).

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10. Jesús, ¿A quién iremos?

Por todas partes se ven rótulos que denotan la prisa con que las personas quieren las
cosas: “Rapi-offset”, “Revelado en 45 minutos”, “Café instantáneo”, “Tortiyá”,
“Rapicopias”,… Todos queremos al instante nuestras cosas. La vida nos empuja hacia el
vértigo.
Hay muchas personas que también andan buscando una religión de efectos
instantáneos, casi mágicos. Eso fue lo que les sucedió a los que fueron a buscar a Jesús
al día siguiente de la multiplicación de los panes. Se les había olvidado el mensaje
espiritual del Señor. Ahora sólo buscaban al líder carismático que tenía poder para
solucionar el conflicto político que el pueblo de Israel tenía con los romanos.
Jesús, en esta oportunidad, los paró en seco; les invitó a hacer un acto de fe en su
Palabra. Les dijo: “Les aseguro que si ustedes no comen el cuerpo del Hijo del hombre
y no beben su sangre, no tendrán vida” (Jn 6, 53). La multitud alegó que esas palabras
eran “muy duras”, y se alejó del Señor. Se quedaron solos los apóstoles con Jesús. El
Señor los invitó a hacer una opción. Les dijo: Si ustedes quieren también pueden
marcharse. Pedro respondió por todos: Señor ¿a quién iremos?: sólo tú tienes palabras
de vida eterna (Jn 6. 68).

Las palabras de Jesús son duras

Las palabras del Señor continúan siendo “duras”; Jesús siempre pide una CRUZ.
No habla de “aguantar” la cruz, sino de tomarla voluntariamente. Nos indica que somos
como “granos” de trigo que deben ser sembrados en la tierra para ser destruidos y dar
fruto. Hay mucho del hombre viejo que debe ser destruido en nosotros.
Jesús señala que no basta poner la otra mejilla; hay que rezar por los enemigos.
Nuestra ofrenda no puede ser aceptada por Dios, si hay algo contra nuestro hermano.
Para Jesús un adulterio también se puede cometer con una mirada licenciosa.
El mensaje de Jesús no es difícil de entender; él habla claramente para la gente
sencilla. Lo difícil del mensaje de Jesús no es entenderlo, sino vivirlo. Si alguien va por
un camino torcido, si alguien tiene una “relación pecaminosa”, la Palabra de Jesús le
suena como un cohete en el oído. Prefiere, entonces, seguir con su religión “a su
manera”, es decir, con su capricho convertido en religión.
La misma Biblia no oculta que las palabras del Señor son siempre “duras”. Santiago
dice que la Palabra es como un “espejo”; un frío espejo que nos pone delante nuestra

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triste realidad a la que le andamos huyendo. La Palabra de Dios -dice la Carta a los
Hebreos- es como una espada cortante que se nos hunde y nos desinfecta. La Palabra es
martillo que quebranta nuestro duro corazón (Jr 23, 29). Las palabras de Jesús son
siempre las mismas. Si el Señor viniera, nos repetiría lo mismo que está escrito en los
evangelios. Bien dijo Jesús: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Las palabras de los maestros del mundo

Las palabras de los maestros del mundo, por el contrario, son azucaradas; no hablan
de cruz; más bien tienden, por todos los medios, a evadir la cruz, el compromiso con los
marginados, con los que sufren pobreza, miseria.
Muchas seudorreligiones hablan también de oración; si se examina esa “oración” se
verá que se reduce a una “terapia mental”. Las personas centran su atención en su yo, en
sus nervios, en sus problemas. Se olvidan de los demás. Propiamente allí no está Dios.
Cuando el Señor está presente, siempre habla, siempre cuestiona, siempre compromete.
En la oración de las seudorreligiones nunca se escucha la orden del Señor que diga:
Abraham, sal de tu tierra y de tu parentela; Moisés quítate las sandalias.
Cuando, de veras, habla Jesús, repite: “Entren por la puerta angosta. Porque la
puerta y el camino que llevan a la perdición son anchos y espaciosos, y muchos entran
por ellos; pero la puerta y el camino que llevan a la vida son angostos y difíciles, y
pocos los encuentran” (Mt 7, 13-14).
Los maestros de este mundo parece que se esfuerzan en convencer a la gente de
que ya le añadieron unas pulgadas más a la puerta del cielo. En su religión, dan
“facilidades”, concertan “gangas” para hacerla atractiva. Muchos, por eso, prefieren esas
religiones “fáciles”, esas religiones que no hablan de cruz, de compromiso, de vida
limpia.

¿Por qué se alejaron?

El gentío que buscó a Jesús el día después de la multiplicación de los panes, había
perdido el sentido espiritual del mensaje de Jesús. Ahora lo buscaban por intereses
puramente materiales y políticos. Por eso lo abandonaron, cuando el Señor les pidió un
acto de fe en él mismo. No eran seguidores de Jesús por amor, sino por interés.
Esta es la prueba de fuego para saber por qué seguimos a Jesús. Si lo seguimos

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únicamente para que nos cure a nuestros enfermos, para que nos saque del atolladero en
que nos encontramos, para que nos resuelva nuestro problema económico, entonces lo
vamos a abandonar apenas no se adapte a nuestras pretensiones.
Mucha gente habla de que “está peleada” con Dios. ¡Qué lujo pelearse con Dios,
como que Dios necesitara de nuestras plegarias!
El día que todos abandonaron a Jesús y se quedaron sólo los apóstoles, también
Judas se quedó. Siguió llamándose discípulo, apóstol. Pero en su corazón, Judas ya había
traicionado a Jesús. Lo seguía porque creía en él como en un líder carismático que
arrastraría a las multitudes contra el yugo romano. Cuando vio que Jesús tomaba otro
camino, Judas comenzó a desconfiar. No se atrevió a irse con todos los del gentío que
abandonó a Jesús.
Son innumerables las personas que continúan llamándose “cristianos”, seguidores
del Señor; pero en sus corazones son infieles a Dios porque lo buscan únicamente por
conveniencia. Para ellos la religión es como una ambulancia: para momentos de
emergencia nada más. Nadie se preocupa por el chofer de la ambulancia; nadie le
pregunta por su salud. Únicamente se requieren sus servicios. Pasada la emergencia, ya
nadie piensa en el que conducía la ambulancia. Los que buscan a Jesús por intereses
materiales, nada más, se olvidan inmediatamente de él, una vez que ha pasado la
emergencia.
El joven rico se presentó a Jesús haciendo gala de sus prácticas de piedad. Afirmó
que desde niño cumplía con la ley. Cuando Jesús le pidió que se comprometiera de lleno
en el reino de Dios, aquel muchacho no pudo dar el paso porque sus riquezas lo tenían
aprisionado. El joven rico quería una religión “elegante”, que consistiera en cumplir con
una “cuota” de prácticas de piedad nada más. Cuando Jesús lo bajó a la realidad, al
compromiso, aquel joven optó por abandonar a Jesús.
Par muchos la religión consiste en acumular ritos, ceremonias; pero de allí no pasan.
Se sienten a gusto con una religión “elegante” que los ayude a considerarse mejores que
los demás. Esta no es la religión de Jesús.
Pilatos se encontró cara a cara con Jesús. Se dio cuenta de que era inocente. Al
principio se valió de varios recursos para liberarlo; pero cuando le comenzaron a sugerir
que iba a perder su “puesto”, entonces optó por lavarse las manos. Condenó a Jesús.
Lavarse las manos es una bonita ceremonia para tratar de tranquilizar la conciencia
cuando alguien no se atreve a declararse abiertamente seguidor del Señor. En el ambiente
intelectual, en las reuniones sociales, muchos se lavan las manos como Pilatos; niegan a
Jesús. Se avergüenzan en público de ser sus seguidores, aunque el domingo aparezcan en
la Iglesia pidiéndole que les resuelva sus problemas.
Los que se alejan de Jesús, en el fondo, es porque buscaban un Jesús fácil, un Jesús
sin cruz, un Jesús que les diera “facilidades” en su manera de ser y actuar.

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Es cierto que Jesús dijo: Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados
que yo los haré descansar; pero también es cierto que Jesús añadió: Tomen su yugo y
aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón. Entonces encontrarán descanso
para sus almas (Mt 11, 28-29). Jesús promete “hacernos descansar”; pero antes
debemos tomar nuestro “yugo”, su ley, su enseñanza.

Nada a la fuerza

Es admirable que Jesús no coacciona a nadie a seguirlo. Tampoco ilusiona a nadie


con falsas promesas. No es demagogo. Jesús nos presenta todos los signos para que
creamos en él como el enviado de Dios; luego nos deja en libertad de hacer nuestra
propia opción.
A la multitud, que lo comenzó a abandonar porque les pidió que comieran su cuerpo
y bebieran su sangre, Jesús no les fue detrás suplicándoles que volvieran, que les iba a
dar facilidades, que no tomaran las cosas tan en serio.
Al joven rico le hizo ver su compromiso; cuando el joven no se atrevió a dar el
paso, Jesús lo dejó marchar.
A Pilatos el Señor le habló, al principio, para iluminar su mente. Cuando Pilatos se
cerró, Jesús se quedó en silencio. Jesús no quiso que los apóstoles lo siguieran por
“obligación”. Los invitó a hacer su respectiva opción con toda libertad. Jesús no quiere
seguidores que están como galeotes amarrados a una barca por miedo a un látigo.
Muchos se han aferrado a una religión porque tienen miedo de que les suceda algo malo,
si se retiran de la Iglesia. Siguen a Jesús no por amor, sino por miedo.

Los trece de la fama

Hubo un momento en el pueblo de Israel en que muchos se desviaban hacia dioses


extraños, hacia la idolatría. Fue en esa circunstancia cuando el líder Josué les recordó
todo lo que Dios había hecho por ellos. Luego los invitó a hacer su opción. Josué terminó
diciendo: “Mi familia y yo seguiremos al Señor”. Este pasaje bíblico nos hace recordar a
Pizarro, el conquistador español. Quería ir a la conquista del Perú. Muchos de sus
seguidores se encontraban indecisos. Pizarro trazó una línea en la playa del mar. Invitó a
los que quisieran seguirlo a dar un paso adelante. Trece nada más pasaron la raya. La
historia los recuerda como los trece de la fama.

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En nuestra Iglesia muchas personas fueron bautizadas de niños. Sus padres se
comprometieron a ayudarlos a crecer espiritualmente, a llegar a la Confirmación. Gran
número de los que se llaman cristianos todavía no han hecho su “opción personal” a
favor de Jesús. Se siguen llamando cristianos, pero no lo son de corazón. Siguen en la
Iglesia de Jesús, no por amor y convencimiento, sino por fuerza de la costumbre, por
conveniencia. El Señor pide que se haga una opción que se dé un paso adelante
conscientemente. No por rutina, no por tradición.
Cuando todos abandonan a Jesús, Pedro le dijo: Señor, ¿a quién iremos?: sólo tú
tienes palabras de vida eterna. Esa es la opción que Jesús quiere de sus seguidores. Que
entre todas las teorías, hipótesis, pautas que el mundo nos presenta como caminos de
salvación, podamos quedarnos con Jesús como nuestra “única” respuesta. Los demás
pueden ser muy inteligentes, geniales, pero no por eso dejan de ser falibles, como
humanos que son. Jesús es Dios y hombre. Sólo él puede tener palabras de vida eterna.
Divinas. Es cierto que sus palabras son “duras”, pero al mismo tiempo, son las únicas
palabras que nos pueden llevar a la salvación. Nuestra auténtica religión comienza
cuando de corazón podemos decirle a Jesús. “Señor, sólo tú tienes palabras de vida
eterna. Me quedo contigo”.

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11. ¿Es Jesús Señor de nuestra vida?

A los primeros seguidores de Jesús el nombre de cristianos les costaba sangre; había
sido un apodo que les habían puesto en Antioquía; ser cristiano equivalía a ser marginado
en la sociedad, a exponerse a ser llevado al circo romano para ser devorado por las
fieras. Bastaba que los cristianos pusieran unos granitos de incienso ante al estatua del
César, y dijeran: “César es el Señor”, para que sus vidas fueran salvadas. Pero los
auténticos seguidores de Jesús no aceptaban postrarse ante nadie que no fuera Jesús. Su
credo, al principio de la iglesia, fue: “JESÚS ES EL SEÑOR”.
En la actualidad, ser cristiano no implica ningún riesgo para muchos; hasta es un
título de honor en el campo social. Es porque ser cristiano, para muchos, no conlleva
ningún compromiso vital. Cuando los primeros cristianos llamaron a Jesús KYRIOS,
Señor, en griego, entendían ser sus esclavos en todo el sentido de la palabra. El esclavo
llamaba “señor” a su dueño, y estaba las 24 horas del día a su servicio. Para muchos se
ha perdido el sentido de “Señor”, referido a Jesús. Para ellos es un simple título
honorífico. Jesús fue muy concreto cuando aseguró: No todo el que diga: Señor, Señor,
entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad del Padre que está en
los cielos. El reino de Jesús nunca puede ser efectivo en nosotros, mientras no hagamos
en todo la voluntad de Dios.
Con tristeza, un día, Jesús le dijo al apóstol Felipe: Hace tanto tiempo que estoy con
ustedes y todavía no me conocen. Es posible que, pacíficamente, nos llamemos
seguidores de Jesús, pero que todavía no hayamos penetrado en el sentido de lo que
significa ser seguidores de Jesús; que todavía Jesús no sea el Señor de nuestra vida.
Es bueno que nos planteemos algunas preguntas para saber si Jesús es el Señor de
nuestras vidas.

¿Maestro o Señor?

Cuando los fariseos se dirigen a Jesús, en el Evangelio, lo llaman “maestro”. Para


ellos era un simple rabino con mucha sabiduría, pero nada más. Es llamativo observar
cómo en el Evangelio de San Mateo, en la última Cena, cuando Jesús anuncia que uno
de los apóstoles lo va a traicionar, Judas pregunta: ¿Seré yo maestro? En el Getsemaní,
cuando Judas vende a Jesús con un beso, le dice: ¡Salve, maestro! Para Judas, Jesús ya
no era su Señor. Había perdido la fe en él; por eso, inconscientemente, lo llamaba
maestro.

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Los apóstoles, en cambio, lo llamaban Señor. En la última Cena, cada uno pregunta:
¿Seré yo, Señor? Cuando toda la gente abandona a Jesús. Pedro dice: Señor, ¿a quién
iremos?: sólo tú tienes palabras de vida eterna. Cuando, Pedro ve que Jesús camina
sobre el mar, le dice: Señor, mándame ir a ti caminando sobre el agua. Una de las
confesiones de fe más bellas, en el Evangelio, es la del apóstol Tomás; después de su
larga duda, cae de rodillas ante el Resucitado y le dice: Señor mío y Dios mío. Otra bella
confesión de fe la hace el soldado romano que se postra ante Jesús y le dice: Señor, yo
no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo quedará
sano. Para todos los discípulos Jesús era SU SEÑOR, su KYRIOS. Creían firmemente
en él.
Hay un dato intersante. Durante la tormenta en el mar, los apóstoles, enojados, se
dirigen a Jesús y lo regañan: Maestro, ¿no te das cuenta de que nos estamos hundiendo?
(Mc 4, 38). Los apóstoles, en ese momento crítico, pierden la confianza en Jesús. Por
eso lo reprochan por estar durmiendo, y lo llamaban simplemente “maestro”.
Algunas personas hablan de que se han “peleado con Dios”. Para un verdadero
seguidor de Jesús, esto no tiene sentido. Si Jesús es nuestro Señor, no podemos darnos el
lujo de reprenderlo, de pelearnos con él, de pedirle cuenta de sus acciones. Podemos
despertarlo por medio de nuestros ruegos en la oración, pero nunca regañarlo. Los
discípulos de Emaús iban desalentados por el camino; Jesús, como viajero anónimo, se
puso en medio de ellos. Le dijeron que era poderoso en hechos y en palabras; pero, en
realidad, estos discípulos hablaban sólo “de memoria”, intelectualmente, nada más,
porque no estaban viviendo la experiencia de Jesús en su camino de derrota, sino que
sintieron la urgencia de ir a anunciar a todos su encuentro con el Señor. Ahora Jesús ya
no era para ellos un “maestro” bueno, sino el Señor de sus vidas. Es posible, que, como
los discípulos de Emaús, estemos repitiendo de memoria datos acerca de Jesús; pero que
sólo los creamos intelectualmente, sin estarlos viviendo. Jesús, sólo será el Señor de
nuestras vidas, cuando vivamos de corazón la experiencia de Jesús como Señor de
nuestra vida.

Si me aman

Jesús fue tajante cuando dijo: ¿Por qué me llaman Señor, si no hacen lo que yo
digo? (Lc 6,46). En nuestros tiempos han aparecido movimientos llamados de Jesús. Ha
habido mucho entusiamo; jóvenes que llevan “posters” de Jesús; camisolas con la imagen
de Jesús; pero esos mismos entusiastas de Jesús llevan una moral distinta a la del
Evangelio. Se han fabricado una religión a su manera.
Jesús, en la última Cena, les dio a los apóstoles una clave para saber si eran
auténticos discípulos; les dijo: Si ustedes me aman, practicarán mis mandamientos. No

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podemos decir que Jesús es nuestro Señor, si no practicamos sus mandamientos. Nuestra
gran tentación consiste en llevar en el bolsillo unas tijeras para recortar alguno de los
mandamientos; o para tijeretear algún pasaje del Evangelio que nos resulte molesto.
Jesús advirtió: No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos,
sino el que haga la voluntad de mi padre que está en el cielo. No basta ser “entusiasta”
de Jesús para que él sea el Señor de nuestra vida. Hay que cumplir todos sus
mandamientos.
El Señor, además, especificó que todos sus mandamientos, toda la Biblia, la ley y
los profetas, se resumían en un solo mandamiento: amar a Dios y al prójimo. Es el
mandamiento más difícil. Es fácil caer en la tentación en que incurrieron el sacerdote y el
levita de la parábola: ellos querían encontrar a Dios sólo en el templo. Por eso evadieron,
olímpicamente, al malherido que estaba a la vera del camino. Pero Dios estaba allí en ese
necesitado. El sacerdote y el levita no pudieron encontrar a Dios ese día porque no
abrieron bien los ojos de la fe para reconocer a Dios en la figura demacrada del
malherido que reclamaba su ayuda, a la vera del camino.
No podemos asegurar que Jesús es el Señor de nuestra vida, mientras no nos
hayamos especializado en reconocerlo en los varios “disfraces” con que se nos presenta.
Jesús dice: Todo lo que ustedes les hagan a estos mis hermanos pequeños, a mí me lo
hacen. No habla Jesús de lo que hacemos a nuestros amigos, a las personas importantes,
se refiere a los más pequeños, los necesitados, los enfermos, los marginados.
Jesús no es todavía el Señor de nuestra vida, si no hemos aprendido a descubrirlo
en los más necesitados, que son los retratos más perfectos de Jesús.

Camino, verdad y vida

Jesús no habla de “caminos”, en plural, sino de “camino”, en singular. Para Jesús


solamente existe una vía: es él mismo. A nuestro alrededor pululan los maestros
espirituales y científicos: todos nos aseguran que tienen la verdad, el camino auténtico.
Todos nos quieren descifrar el misterio del más allá, del dolor, de Dios mismo. Para
nosotros, en un mundo pluralista, hay respeto y caridad para todos; pero nos quedamos
con el camino de Jesús, con su verdad, porque para nosotros Jesús es Dios y, por eso, es
el Señor de la historia, de lo presente y del futuro.
El libro de los Hechos narra que los cristianos de Berea acudían continuamente a la
Biblia para consultar la Palabra de Dios con respecto a lo que les enseñaban de los demás
maestros. Esta es una actitud muy cuerda; sobre todo en tiempos de tanta confusión
como los nuestros. Debemos tener muy presente las palabras de Jesús, y aferrarnos con
todo el corazón a ellas.

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Entre los partidos políticos, a veces, se dan alianzas. En el cristianismo no puede
haber alianzas. Jesús dice claramente que no se puede servir a dos señores al mismo
tiempo. Y este es el gran error de muchos llamados cristianos: tienen dos candelas
encendidas, una para Jesús y otra para el mundo. Visitan el Santísimo, pero también
acuden a centros de magia o de espiritismo. “El que no está conmigo, está contra mí”,
dice Jesús. Muy claro: no se puede ser cristiano de dos candelas; o nuestro señor es el
mundo, con sus criterios ambiguos, o es Jesús el Señor de nuestra vida, y lo tenemos
como nuestro camino, verdad y vida.

Indispensable proclamar

San Pablo, como buen maestro espiritual, señaló algo indispensable para el que se
quiera llamar discípulo de Jesús; dijo Pablo: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el
Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación”
(Rm 10, 9).
Hay que creer con el corazón; debe ser una experiencia de vida. En segundo lugar,
hay que proclamar a Jesús como Señor. Este es un punto muy débil para muchos laicos.
En nuestra Iglesia ha predominado durante muchos años el “clericalismo”. Se ha
domesticado al laico; y por eso, el laico hasta ha llegado a creer que la proclamación del
mensaje es oficio del religioso, del sacerdote. Según Pablo en su carta a los romanos, la
proclamación de Jesús como Señor es para todos, y esta proclamación está íntimamente
conectada con la salvación del individuo.
En la vida del buen ladrón se patentiza cómo su conversión lo lleva a proclamar a
Jesús como Rey, Señor. El buen ladrón comienza insultando a Jesús, blasfemando. Al
permanecer varias horas junto a la cruz de Jesús, escucha sus palabras que tocan su
corazón, y se convierte. Primero confiesa sus pecados; le dice al otro ladrón que ellos
con razón están allí por ser delincuentes, pero que Jesús es justo. Luego se dirige a Jesús
rogándole que le acepte en su reino. Muy elocuente esta escena: cuando el buen ladrón
entrega su corazón a Jesús, siente la urgencia de proclamarlo como Rey, Señor, y le pide
un lugar en su reino: Acuérdate de mí cuando estés en tu reino.
Abundan los cristianos “de armario”; sólo son cristianos dentro de la iglesia. Fuera
de la iglesia nadie los distingue como seguidores del Señor por su manera de ser y de
hablar. Señal de que una persona se ha convertido en profundidad, es que comienza a
sentir la urgencia de llevar el mensaje de Jesús a los demás. Señal de que una persona es
un seguidor mediocre de Jesús es que tiene temor de hablar de las cosas de Dios.

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¿Jesús o Barrabás?

Si se nos pidiera que dentro de un círculo marcáramos con una cruz el lugar que
Jesús ocupa en nuestra vida, ¿en qué sitio la colocaríamos la cruz? Para muchos estaría
en un extremo del círculo. Otros, tal vez, pondrían la cruz fuera del círculo: señal de que
Jesús no controla sus vidas. Si Jesús es el Señor de nuestra vida, sólo puede estar en el
centro del círculo, en el centro de nuestra vida.
Pilato a los del pueblo los puso en un dilema: les preguntó: “¿A quién quieren, a
Jesús o Barrabás?” Barrabás era un criminal. Jesús era el santo. El pueblo escogió a
Barrabás. Parece increíble, pero esa es la historia que continuamente se da a nuestro
alrededor: se desprecia el camino de justicia y de verdad que propone Jesús; se opta por
el camino de corrupción, de mentira, de injusticia, de pecado, que propone el mundo,
que representa a Barrabás.
Dice la Biblia: “Ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la
tierra y en los infiernos, y toda lengua proclame que Jesús es el Señor” (Flp 2, 10).
Mientras Jesús no sea Señor de nuestra mente, de nuestro corazón, de nuestro trabajo,
de nuestro hogar, de nuestras diversiones y PROYECTOS, NO PODEMOS,
pacíficamente, llamar a Jesús el Señor de nuestra vida.

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III. El Amor: Lo Esencial de la Religión

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12. El mandamiento Principal (1)

Al finalizar el año escolar, a los alumnos se les acumula la materia que deben
estudiar. Ansiosos esperan que el maestro les ayude a elaborar una síntesis; lo principal,
lo secundario. Algo parecido les sucedía a los del pueblo judío. Se encontraban
abrumados por centenares de preceptos negativos y positivos. En eso apareció Jesús y
les hizo una síntesis maravillosa. Les dijo que toda Escritura -“la ley y los profetas”- se
resumía en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y en
amar al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 37-40).
La síntesis de Jesús nos asombra por su sabiduría; pero, al mismo tiempo, nos
“asusta” porque poner en práctica esa síntesis es lo más difícil que se pueda concebir en
la vida espiritual.

Amor a Dios

Es fácil ilusionarse con respecto a nuestro amor a Dios. Es fácil inventar una
“religión” a nuestra vida, y creer que amamos a Dios. Se puede caer en la trampa de
confundir amor de Dios con emoción religiosa.
El fariseo de la parábola creyó que amar a Dios consistía en llevar escrupulosa
cuenta de todo lo que hacía de bueno. En la parábola se adivina que este hombre,
propiamente, no buscaba a Dios, sino que se estaba buscando él mismo. Quería
conseguir favores de Dios.
Es posible que en nuestras prácticas de piedad no estemos buscando a Dios de
corazón, amándolo con toda la mente, con todo nuestro ser. Es posible que, como el
fariseo, nos estemos buscando a nosotros mismos: que pretendamos “arrancarle” a Dios
alguna gracia, el arreglo de una situación conflictiva. No es nada raro que en nuestras
“supuestas” oraciones, muy subconcientemente, con refinado egoísmo, no pensemos
propiamente en la gloria de Dios, sino en nuestro bien.
EL JOVEN RICO del Evangelio llegó a creerse muy amante de Dios. Se había
especializado en no faltar a ninguno de los mandamientos de la ley. Se creía muy seguro
de su “religión”, en su relación con Dios. Fue sometido a examen por el mismo Jesús, y
quedó “aplazado”. Jesús le invitó a seguirlo. El joven no respondió palabra. Unicamente
se alejó. Todas sus prácticas de piedad, todo el récord de legalismo no le sirvieron para
entregarse él mismo en manos de Dios.
La única manera de demostrarle a Dios que lo amamos es decirle sí en todo lo que

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nos pida. Como la Virgen María. Ella buscó cómo expresarle a Dios que estaba dispuesta
a decirle sí en todo; le dijo que la considerara como su esclava.
Pedro, le aseguró a Jesús que no lo dejaría nunca. Aunque todos lo abandonen -
fueron las palabras de Pedro-, yo jamás te abandonaré. Pedro se creía muy seguro de su
amor hacia Jesús. El momento de prueba le demostró que todavía le faltaba mucho en su
relación de auténtico amor a Jesús.
Se puede confundir el amor a Dios con emoción religiosa. La noche en que Pedro le
juró a Jesús que “jamás lo abandonaría”, estaba emocionado por las palabras tan
espirituales de Jesús. Cuando se encontró con la realidad, en la noche en el Huerto de los
Olivos, toda su emoción religiosa se la llevó el viento de la prueba.
De un retiro espiritual se puede salir con euforia espiritual; en una Eucaristía nos
podemos emocionar por los cantos, la prédica, el ambiente místico. La realidad de todos
los días nos demostrará si es “emoción” o auténtico amor lo que sentimos hacia Dios.
Con gran sabiduría Jesús, que conocía el voluble corazón humano, dijo: No todo el
que diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino el que cumpla la
voluntad del Padre que está en el cielo (Mt 7, 21). Para Jesús lo que contaba eran los
hechos. Cumplir a cabalidad la voluntad de Dios. En todo. Fue muy precioso cuando, al
despedirse, les dijo a sus apóstoles: Ustedes serán mis amigos, si hacen lo que yo les
digo. Aquí está la esencia del verdadero amor: cumplir lo que Dios manda, no con
segundas intenciones, como el fariseo y el joven rico, sino como María, que se entrega
totalmente en manos de Dios para ser su “esclava”.

El amor al prójimo

Superabundan las canciones de tipo erótico en las que la palabra amor se menciona
en cada verso. Se confunde amor con satisfacción de la sensualidad, con emoción
erótica, con simpatía, con diplomacia.
Ante la confusión con respecto al concepto de amor, es muy iluminadora la
indicación de Jesús en lo que respecta al auténtico amor: “Amar al Prójimo como a ti
mismo”. Ahí está el problema. ¡Qué difícil decir que amamos al otro como a nosotros
mismos!
Cuando una señora llega a un almacén, la empleada le teme porque ya sabe que
tendrá que bajar muchas cajas de sombreros hasta que la señora quede satisfecha; la
señora quiere para sí el mejor sombrero. Cuando vamos al cine, escogemos la mejor
butaca para gozar, plenamente, de la película. Así nos amamos nosotros mismos. Jesús
nos ordena que amemos a los otros como ese refinamiento con que nos amamos a

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nosotros mismos.
En la sociedad mercantilista en la que vivimos, se nos enseña a buscar siempre una
ganancia. De allí nace el AMOR MERCANTILISTA. Doy para que me des. Si me das
cinco, no puedo darte seis, sino cinco. Así estamos equilibrados. Este es un amor de
comerciante. El comerciante se muestra amable con el cliente; en realidad no lo ama; lo
que le interesa es el dinero del cliente. El amor “mercantilista”, no pasa de una simple
relación utilitaria.
Existe el AMOR ROMÁNTICO. Los novios llegan al altar con la euforia de lo que
ellos creen amor. Sólo el tiempo podrá decir si es amor lo que sienten el uno por el otro;
o si es simplemente una atracción, una simpatía.
El amor “romántico”, en el fondo, es un amor egoísta: amamos nuestro yo en el tú
de la otra persona. Nos enamoramos del momento agradable que pasamos junto a
determinada persona; pero no nos enamoramos de la persona misma con sus defectos y
virtudes. El amor de los enamorados, por eso, es difícil de ser evaludado. Solo el tiempo
tendrá la última palabra: El tiempo dirá qué capacidad de perdón y comprensión existe
entre ellos. Es la única manera de poder valorar el auténtico amor.
El AMOR HUMANISTA nos saca de la realidad y nos lleva a sentirnos
“redentores” de la humanidad. Tal vez un caso clásico de un amor puramente humanista
se encuentra en la novela de Dostoyevski. Un individuo habla a troche y moche de amor
a la humanidad. Pero odia a una persona porque se suena la nariz con estrépito. A otro
no lo soporta porque come demasiado despacio. Es fácil sentirse redentor en la mesa de
una cafetería. Amar al otro con sus defectos, con sus lacras, es el mandamiento más
difícil para el que se quiere llamar cristiano.
Los hippies hablaron en demasía de amor. Pero fueron los verdugos de sus propios
padres que se quedaron en sus casas llorando la ingratitud de sus hijos que por las calles
iban gritando: “Amor y paz”.
El único amor al que se refiere Jesús es el AMOR DIVINO. Para Jesús todos somos
hijos de un mismo Dios. Somos hermanos. Por más que el color de nuestra piel sea
distinto y hablemos diferentes lenguas. Jesús dice: Todo lo que ustedes hagan a estos mis
hermanos pequeños, a mí me lo hacen (Mt 25, 40). Este es el punto de partida del amor
divino.
Hay muchos retratos -disfraces- en que Jesús se nos presenta cuando menos lo
pensamos. El retrato de Jesús resucitado son las personas que nos caen bien; nos
sentimos a gusto a su lado; no tenemos dificultad en amarlos. Otro retrato es el de Jesús
crucificado: maloliente, escupido, amoratado. Son las personas que nos caen mal, que
nos estorban en la vida, que son piedras de tropiezo en nuestro camino; son los pobres
que siempre acuden a “molestar”; son los viciosos y tarados, que nos causan repulsión.
También ellos son Jesús con un disfraz desagradable.

67
San Juan afirmó sin tapujos: El que dice que ama a Dios y odia a su hermano, es
un mentiroso. El mismo San Juan advierte: No hay que amar de palabra y de lengua,
sino de obra y en verdad (1 Jn 3, 18). Para San Juan el amor no es teoría, sino hechos
de vida en favor de los otros.

Como Yo…

Un paso más delicado: Jesús nos lleva más adelante todavía; nos ordena: Ámense
unos a otros COMO YO LOS HE AMADO. Ningún otro podía decir cosa semejante.
Sólo Jesús.
¿Amar como amó Jesús? ¿Es posible eso? Nunca vamos a imitar totalmente el
modelo; pero en lo referente al amor, Jesús es nuestro punto de llegada. En Jesús
encontramos un AMOR DE SACRIFICIO. La noche del Huerto de Getsemaní, Jesús no
experimentó ningún gozo, ningún deleite en avanzar hacia la cruz. Dijo: Hágase tu
voluntad, aunque se le revolvían las entrañas. Jesús sabía que pagaría con su sangre el
rescate de nuestra liberación. Con sobrada razón, Jesús pudo afirmar: Nadie tiene más
amor que el que da su vida por el amigo. Amor implica sacrificio. Se da, no con
propósitos mercantilistas, sino porque se quiere el bien de la otra persona. Es posible que
esa persona hunda su lanza en nuestro corazón como lo hizo el centurión en el costado
de Cristo.
El amor de Jesús es COMPRENSIVO. Es desconcertante ver a Jesús en la Última
Cena; ya sabe que sus “escogidos” lo van a traicionar. A pesar de todo, los llama
“amigos” y les abre su corazón. Ora por ellos para que “puedan recuperarse” de su
traición.
El enfermo de la piscina de Betesda (Jn 5, 5-9), tiene 38 años de llevar a cuestas su
enfermedad. No le pide nada a Jesús. El Señor le pregunta: “¿Quieres ser curado?” La
inconsolable viuda de Naín no le suplica nada a Jesús. Su hijo está muerto y no hay nada
más que hacer. Jesús detiene el entierro y le resucita a su hijo.
El amor evangélico es el que piensa en el bien del otro; deja a un lado la ingratitud y
la indiferencia del otro para pensar en buscar su bien, para aliviarlo de su pena.
El amor de Jesús es un AMOR DE PERDÓN. En la última Cena, Jesús ya conoce
la afrenta que va a padecer de parte de sus llamados “amigos”. En esa misma cena, Jesús
ya estaba orando por ellos. A Pedro hasta le dio una señal de tipo auditivo -el canto del
gallo- para que ante la tragedia de su negación, no se desesperaba, sino que recordara
que Jesús ya lo sabía y lo había perdonado de antemano. Una de las características
indispensables del amor es el perdón. Los enamorados pueden repetirse hasta la saciedad
que se aman. Se lo pueden repetir mañana, tarde y noche. Si no se saben perdonar, su

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amor es simplemente un bombón para gozarlo con egoísmo, pero no auténtico amor. El
verdadero amor implica, sobre todo, capacidad de perdonar sin límite. Por eso San Pablo
llega a decir: Les ruego que se soporten (Ef 4, 1). El apóstol era muy práctico cuando
habla de amor.
Seguramente a San Pablo nunca lo hubieran invitado para componer la letra de una
canción de amor como las que se estilan en las estaciones de radio o televisión. San
Pablo comprendió totalmente lo que Jesús quería decir cuando hablaba de amor. Nadie
como él para resumir prácticamente lo que es el amor evangélico. Dice Pablo: Tener
amor es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni
orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de
las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo
todo, soportarlo todo (1 Co 13, 4-7). ¡Qué distinto el lenguaje de Pablo del de las
canciones llamadas de amor!
Es posible que se llegue a pensar que lo que pide Jesús con respecto al amor al
prójimo sea algo irrealizable. Los santos demostraron que no es así. En ellos hay una
nota característica: el amor evangélico.
San Francisco se encuentra con un leproso y comienza a besar sus llagas. La madre
Teresa de Calcuta ve a un hombre que está en las calles de Bombay, engusanado.
Comienza a limpiar sus llagas. Aquel hombre que se le queda viendo y le pregunta: “¿Por
qué hace esto?” La Madre Teresa le contesta: “Yo en usted veo a Jesús”. Aquel hombre
murió rezando. Había sentido el amor de Dios a través del amor de una religiosa santa.

A la par nuestra

La gran tragedia del día del juicio para los malos será cuando Jesús les diga: Tuve
hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber, tuve frío y no me
vestiste. Ellos alegarán que nunca vieron a Jesús en su vida. Lo que no hicieron con
estos pequeños no lo hicieron conmigo, les dirá el Señor. A Dios no hay que buscarlo en
las alturas. Está a nuestro lado. Hay que saberlo descubrir bajo sus innumerables
disfraces.
A Pedro el Señor le dio una pauta muy segura para controlar si su amor a Jesús era
auténtico. Primero le preguntó si lo amaba. Pedro respondió que sí. Entonces -le dijo
Jesús-, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. El amor a Dios debe traducirse en
servicio a los hijos de Dios, a sus corderos a sus ovejas.
El programa que Jesús propone, en lo concerniente al amor a Dios y al prójimo, nos
deja temblando. Nos sentimos impotentes. Cuando Dios exige algo, se compromete a
proporcionar la Gracia necesaria. Dice la Carta a los romanos: El amor de Dios ha sido

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derramado en nosotros por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5).
Es el Espíritu Santo el que derrama en nosotros el auténtico amor de Dios, que, como un
aceite, fluye de Dios a nosotros y de nosotros al prójimo.
Amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo como a nosotros
mismos, es el resumen más sabio que nos queda presentar acerca de la auténtica religión
que agrada a Dios.

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13. El mandamiento Principal (2)

Un discípulo se presentó al Rabino, Hillel, y le formuló una curiosa pregunta:


“¿Cómo resumiría usted toda la ley, en lo que logra estar parado en un pie?” Esta
expresión, muy oriental, significa cómo resumiría toda la ley en un dos por tres. El
Rabino se quedó pensando y le respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres para
ti”.
Es sumamente significativo comparar esta respuesta del rabino judío con la que dio
Jesús a un escriba que le preguntó que cuál era el mandamiento principal de la ley. Jesús
respondió: Ama a Dios con toda tu mente, con todo tu corazón, con toda tu alma. Este
es el más importante y el primero de los mandamientos. Y el segundo es parecido a
éste; dice Ama a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos son la base de
toda ley y de las enseñanzas de los profetas (Mt 22, 37-40).
Entre la respuesta del Rabino y la de Jesús hay una diferencia muy marcada. El
rabino propone algo negativo: NO HAGAS. Jesús indica algo muy positivo: DEBES
HACER, debes amar a Dios y al prójimo. Para Jesús, toda la Biblia se compendia en
esos dos mandamientos que vienen a convertirse en uno solo.

¿Amamos a Dios?

Antes de responder a la pregunta de si amamos a Dios, tenemos que comenzar por


preguntarnos si CONOCEMOS A DIOS. No se puede amar a un desconocido. Debemos
cuestionarnos acerca de si conocemos al Dios que Jesús nos vino a revelar. Lo bello en la
historia de los que se han encontrado con Dios, es que es Dios mismo el que se presenta,
el que sale al encuentro. Los discípulos de Emaús iban desconsolados, fracasados. Un
viajero anónimo se les metió en medio y comenzó a librarlos de sus dudas de fe y de su
frustración. Cuando se dieron cuenta habían estado hablando con Jesús resucitado, con
Dios. Zaqueo se encontraba perdido en la vorágine del pecado de avaricia. Jesús se le
metió en su casa, y llegó la salvación para Zaqueo.
Dios mismo es el que sale en el camino y el que se nos presenta. Al pueblo de Israel
el Señor le dijo: Yo soy el que te sacó de Egipto… Yo soy el que te llevó por el desierto,
y no te faltó nada. Dios se presenta exponiendo algo muy concreto que nos liga a él. El
es el primero que ama; el primero que se presenta.
Jesús resaltó el amor de Dios cuando dijo: Tanto amó Dios al mundo que envió a su
Hijo único para que todo el que crea en él, no se condene, sino que tenga vida eterna

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(Jn 3, 16). Dios en Jesús, viene a poner su casa entre nosotros. Viene a meterse en
nuestra vida para provocar nuestra salvación.
Cada uno de nosotros tiene su recóndita historia personal de cómo Dios se
introdujo, misteriosamente, en su vida. Como sacerdote, me toca, con gusto, escuchar
tantas historias conmovedoras. Una señora narraba que estaba por suicidarse. Fue en ese
momento en que se sintió rodeada por todos lados de Dios. Casi lo palpaba. Así lo
encontró. Un hombre contaba, emocionado, que se hallaba en un burdel, cuando
experimentó que todo se llenaba de luz a su alrededor. Tuvo que ponerse a rezar. En ese
lugar, tan “fuera de lugar”, encontró a Dios.
Dios siempre se presenta como se presentó Jesús en la sinagoga de Nazaret. Viene
para traernos la “mejor” noticia del mundo -el evangelio-. Llega para romper toda
atadura que nos impida salvarnos (cf Lc 4, 18-19).
Sólo podremos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la
mente, si antes lo hemos experimentado en nuestra vida, si lo hemos identificado con el
Padre de amor que nos ama, no porque seamos buenos o tengamos muchos méritos,
sino, simplemente, porque somos sus hijos.

¿Existen los ateos?

Encontrarse con un ateo convencido y sincero es muy difícil. En el fondo todos


creemos en algo superior a nosotros. Encontrarse con “ateos de pose” es muy fácil. El
novio universitario, para darse importancia, le dice a su ingenua novia que él no cree en
Dios. Pero a la hora de los exámenes, le pide a Dios que lo ayude.
Recuerdo a un profesor de la Universidad; tenía fama de no creer. Su actitud de
descreído le valía simpatías dentro de cierto grupo de estudiantes. Cuando estaba en su
lecho de agonía, me mandó a llamar; quería confesarse, comulgar muy en secreto. Le
hice notar que la secretividad en ese momento era una “infidelidad” más a Dios. Aquel
catedrático murió después de haberse confesado y después de haber recibido la Unción
de los enfermos. Mientras tenemos salud, no es difícil “hacer teatro”. Cuando estamos
en la frontera entre la vida y la muerte, ya no hay cabida para las comedias, para los
sainetes.
El Concilio Vaticano II hacía constar que el ateísmo es uno de los fenómenos más
graves de nuestro tiempo. Más que un ateísmo de tipo intelectual, priva un “ateísmo
práctico”: el de las personas que viven como si Dios no existiera. Lo tienen reservado en
sus vidas para los momentos críticos. Creen en Dios, pero para ellos es un Dios olvidado
y ocasional. No es el Señor de sus vidas.

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La asistencia a la iglesia el día domingo es un buen índice para enfrentarnos con una
terrible estadística: la inmensa mayoría de los que creen en Dios, no cumplen con lo que
ese Dios manda.

Si me aman…

A sus discípulos, Jesús les entregó una clave para que pudieran evaluar su amor. Si
me aman -les dijo-, practicarán mis mandamientos. Son muchas las personas que creen
que todos los mandamientos se resumen en no matar y no robar. Por eso, con la mayor
naturalidad, acuden a “centros de cartas”; son devotos de los horóscopos, de las salas
espiritistas. No han caído en la cuenta de la “infidelidad” hacia Dios que estas prácticas
prohibidas por la Biblia representan delante del Señor.
Se tiene la idea de que la “idolatría”, únicamente, tenía cabida entre pueblos
paganos y primitivos. Un hombre moderno no acepta que pueda ser idólatra. Se ha
perdido el concepto bíblico de idolatría. Según la Biblia, ídolo es todo aquello que le quita
el primer lugar a Dios en nuestra vida.
Con un dejo de incredulidad, se va a Fausto que vende su alma al diablo. Parece
una fábula, nada más, y es una realidad muy de moda. Mucha gente ha vendido su alma
al diablo por el dinero. Es cierto que no se han sacado sangre para firmar ningún pacto
con el demonio. Es cierto que no ha mediado un diálogo teatral, como en la obra de
Goethe; pero muchos se han vendido al diablo por medio del dinero que los hace olvidar
todos los principios de rectitud y de justicia.
La “sexomanía” es otro de los ídolos ante los que se postra nuestra sociedad. Es
espantoso ver cómo el padre de familia es capaz de abandonar a su bondadosa esposa y
a sus hijos por irse con la “amante”. Es terrible ver cómo una madre puede llegar hasta a
dejar a sus hijos para dar cabida a alguna pasión fuera del matrimonio. La sexomanía
está haciendo estragos no sólo entre los jóvenes, sino entre los que ya habían formado su
hogar. La sexomanía es una de las idolatrías más solapadas de nuestra época.
Otro ídolo, no de piedra, ni de metal, pero sí de realidad, es el ansia desmedida de
poder. En pos de una cuota de más poder, se roba, se mata, se pasa encima de todo lo
santo y bello. La voracidad de poder es otro de nuestros grandes ídolos ante los que
nuestra sociedad se postra en bloque. Todos estos ídolos, ante los cuales nos postramos,
impiden que podamos amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con toda el
alma.

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Una pauta

En la noche, cuando el niño se cae del sueño, la mamá lo lleva a acostar; antes le
dice: “Dele un beso a su papá”. El niño mecánicamente, besa a su padre. No es un beso
de amor, es un beso de rutina. Así es, muchísimas veces, nuestra oración: algo rutinario.
Por cumplir, por fuerza de la costumbre, por medio de que algo malo nos suceda, si no
rezamos. Es una comunicación “impersonal” con Dios. Como cuando queremos tener
una plática por teléfono con un amigo y nos contesta una grabadora: DEJE SU
MENSAJE. Y nosotros le hablamos a la grabadora. Nada de intimidad, de emoción, de
corazón.
Si examináramos nuestras oraciones con seriedad, nos quedaríamos asombrados de
su automatismo, de su falta de corazón. Más aún, la oración, frecuente, se emplea sólo
como medio de obtener algo de Dios. Algunas veces, en grupos no muy acostumbrados a
la oración, he invitado a la gente a orar. Al momento comienzan las peticiones: “Señor, te
pido por…”. “Te pido que…”. Para nada aparece la alabanza, la acción de gracias. Para
muchos orar es únicamente pedir. Como no hay amor en su corazones, no brotan de
esos corazones oraciones de agradecimiento, de alabanza. Nuestra oración puede ser un
buen indicador de nuestro amor a Dios. Si se pudieran pesar nuestras oraciones, tal vez,
la balanza del amor apenas se movería.
Si un día nos pasaran un test para evaluar cómo tratamos a Dios y cómo tratamos a
nuestros vecinos, nos quedaríamos asombrados al comprobar que en nuestras relaciones
interpersonales, Dios no ocupa ni siquiera el quinto lugar.
¡Cosa dificilísima poder asegurar que amamos a Dios con todo el corazón, con toda
el alma, con toda la mente!

Los dos brazos de la cruz

Para Jesús la religión es como una cruz: consta de dos brazos, uno vertical y otro
horizontal. El auténtico amor a Dios debe demostrarse en el amor al prójimo. Allí está
toda la clave de la Biblia.
Hay algunos libros que al final traen un cuestionario para comprobar si el lector ha
asimilado el contenido del libro. El Evangelio de San Mateo sigue un procedimiento
similar: hacia el final, el Señor nos presenta, por adelantado, el examen que nos pasará el
día último. Todo se refiere a obras de amor en favor del prójimo. Dar de comer, de
beber; vestir al desnudo, visitar al enfermo y al preso… En los últimos capítulos del
Evangelio se nos entrega ese difícil cuestionario que, desde ahora, podemos comenzar a

74
contestar.
Jesús, además, nos especifica de qué manera quiere que amemos al prójimo. Dos
cosas manda el Señor: Ama al prójimo COMO A TI MISMO… y Ámense unos a otros
COMO YO LOS HE AMADO. Como a nosotros mismos. Como Dios nos ama.
Muy fácilmente se cree que nos amamos a nosotros mismos; es cierto que priva
mucho en nuestro actuar y pensar, el egoísmo. Es cierto que queremos ser el centro de
todo. Pero eso no indica que nos amemos a nosotros mismos. Es muy posible que no
nos amemos. Que no nos hayamos aceptado como somos, con nuestras virtudes y
limitaciones. Es posible que no nos hayamos perdonado por algo malo del pasado, que
continuamente nos estemos martirizando con ese recuerdo. Es posible que no hayamos
aceptado nuestra condición económica, nuestro físico, nuestro trabajo. Todo esto influye
en nuestra relación con los demás. No podemos amar a los otros, si antes no nos
amamos a nosotros mismos. No los podemos aceptar, si antes no nos hemos aceptado a
nosotros mismos. No los podemos perdonar, si no nos hemos perdonado.
También afirma Jesús que debemos amarnos COMO EL NOS AMÓ. El amor de
Jesús consistió, esencialmente en entregarse por nosotros. No nos pidió nada en cambio.
El amor con que el Señor quiere que nos amemos es un amor de oblación, un amor que
se entrega; que no comercia con la amistad. Un amor que está dispuesto a dar sin recibir.
Amar al prójimo, como Jesús indica, es algo muy serio. Raramente podemos
afirmar que estamos satisfechos de cómo amamos a nuestro prójimo. Esto no debe llevar
a la frustración, sino al empeño mayor en no escatimar todo servicio que podamos
prestar a nuestro prójimo, todo acto de amor con el que podamos hacerle efectivo
nuestro amor.
Muy a menudo, Jesús exhibió una galería de personajes muy piadosos que estaban
seguros de sí mismos y se creían muy buenos. Jesús, por su parte, indicó que iban fuera
del camino. Uno de ellos es el fariseo. Ante el altar, hizo un detallado recuento de todo lo
que hacía de bueno. En su interminable lista de obras buenas, no le dio importancia a las
obras de caridad. Se quedó con las ceremonias, con lo ritual, nada más. El sacerdote y el
levita de la parábola le dieron mayor importancia a llegar a tiempo a los oficios del templo
que a atender al malherido que reclamaba su atención a la vera del camino. Quisieron
encontrar a Dios en el Templo, y no se fijaron que Dios estaba allí, en la vera del
camino.
Cuando Zaqueo fue evangelizado por Jesús, en lo primero que pensó fue en los
pobres. Afirmó que iba a entregar la mitad de su riqueza a los pobres. Muy evidente la
conversión de Zaqueo: su amor a Dios lo quería demostrar en su amor a los pobres.
Los seguidores del Señor comprendieron muy bien este compendio de toda la ley y
los profetas, que expuso Jesús. Por eso San Pablo decía: El que ama a su prójimo ya ha
cumplido con todo lo que la ley ordena (Rm 13, 8).

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Dos casos

Uno de los últimos santos del Antiguo Testamento fue el profeta Zacarías. Lo
apedrearon en la calle. Antes de morir, vio hacia el cielo y pidió justicia a Dios. San
Esteban también fue apedreado en la calle. También él antes de morir vio hacia el cielo,
pero no pidió justicia, sino perdón para sus enemigos. Aquí la gran diferencia entre el
Antiguo Testamento -la ley- y el Nuevo Testamento -el amor en su plenitud-.
El rabino Hillel resumía la ley en una forma negativa: “NO HAGAS a otro lo que no
quieres que te hagan a ti”. Jesús resumió toda la Escritura -la ley de los profetas- en
ALGO MUY POSITIVO: Ama a Dios y al prójimo. Ese altísimo ideal que propone el
Señor es imposible conseguirlo con sólo las fuerzas humanas. Es indispensable la Gracia.
San Pablo dice: El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del Espíritu
Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Es Dios el que nos regala su amor. En la medida
que nos abramos al amor de Dios, puede seguir fluyendo hacia los demás. Necesitamos,
entonces, exponernos, por todos los medios, a ser penetrados por el amor de Dios para
conocerlo más a fondo y así poderle demostrar nuestro amor amando a sus hijos muy
queridos, nuestros prójimos.

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14. Como buenos Samaritanos

Una de las parábolas más explosivas del Evangelio es la del “buen samaritano”. Al
irla leyendo, despaciosamente, nos vamos encontrando retratados en algunos personajes.
Sentimos como que alguien nos estuviera dando una bofetada. Es difícil leer esta
parábola y quedarse tranquilos. Jesús, al narrar este bello cuento, es como que derribara
nuestras mesas de seguridad, de ritualismos, de una religión que, nos puede servir para
ilusionarnos creyendo que podemos amar a Dios sin tomar en cuenta al hermano, sobre
todo al más necesitado.
Si sometemos a un detenido examen a cada uno de los personajes de la parábola,
sin lugar a dudas, nos podremos identificar con alguno de ellos. Ciertamente no será con
el buen samaritano.

El amor en teoría

El teólogo que se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para “alcanzar la
vida eterna”, recibió una contestación muy concreta. El Señor le dijo que debía amar a
Dios y al prójimo. Pero como Jesús era muy práctico, le relató una parábola en la que se
evidencia cómo se debe amar al hermano para poder decir con seguridad que se ama a
Dios.
El letrado escuchó la parábola; como persona inteligente, captó al vuelo lo que Jesús
quería decir. El en contexto evangélico, se intuye que únicamente se quedó satisfecho
con la explicación de Jesús; pero que su corazón no se convirtió. Al finalizar la parábola,
Jesús le preguntó: “¿Quién obró como prójimo?”. El sabio judío no dijo: “El
samaritano”, sino: “El que tuvo misericordia”. Se guardó muy bien de reconocer que
había sido un “inmundo” samaritano el que había obrado con amor. Optó por la
circunlocución, y, por eso, respondió: “El que tuvo misericordia”. Quiere decir, que, en el
fondo de su corazón, no hubo una conversión. Al letrado lo que le interesó fue el
concepto claro que Jesús había expuesto acerca de la palabra “prójimo”. Intelectualmente
se quedó satisfecho. Espiritualmente, su corazón permaneció intocable.
Continuamente estamos repitiendo hasta la saciedad, que toda la Biblia se resume en
la palabra amor. Pero, muchas veces, nos quedamos únicamente con el concepto de
amor; intelectualmente nos fascina hablar de amor, de su proyección, de su belleza.
Citamos el caso de personajes que se han distinguido por su entrega a los demás; pero,
como el letrado del evangelio, nuestro corazón se queda en su caracol de indiferencia.
Podemos conocer toda la teoría acerca del amor; podemos citar de memoria los mejores

77
pasajes de la Biblia acerca del amor; pero si no sabemos tener ojos y corazón para
atender al necesitado, nuestra religión no deja de ser un bonito pasatiempo. Eso fue lo
que Jesús quiso demostrar descarnadamente por medio de la parábola del buen
samaritano.

Los más religiosos

La intención de Jesús de denunciar una religión falsa, que se reduce sólo a


ceremonias y no baja a la realidad del compromiso con el necesitado, aparece
meridianamente en la parábola. A propósito, Jesús describió al sacerdote y al levita -un
seminarista- que al ver a un hombre malherido a la vera del camino, dan un rodeo y
pasan de largo. No hablan, no comentan nada. No hacen nada. Tal vez en el fondo de
sus corazones pensaron que no podían detenerse porque podrían llegar tarde para la
liturgia del tiempo.
El sacerdote y el levita de la parábola para Jesús representan una religión falsa,
consistente sólo en exterioridades de tipo religioso. Jesús claramente está denunciando
que se puede ser “muy religioso” y al mismo tiempo muy malo.
En otra parábola, la del fariseo y el publicano, el fariseo para congraciarse con Dios
expone una larga lista de obras buenas que hacía semanalmente. Es significativo que en
esa lista de oraciones, de ayunos, de ofrendas al templo, no se detallan obras de
“caridad”. Para el fariseo su religión se realizaba solamente entre Dios y él: los demás no
contaban. Jesús, por lo contrario, en el Evangelio nos da por adelantado la lista de obras
de amor acerca de las cuales se nos va a juzgar el último día: “Tuve hambre y… ¿me
diste o no me diste de comer? Tuve sed… ¿me regalaste un vaso de agua? Estuve
desnudo… ¿me proporcionaste ropa? Estaba enfermo… ¿me visitaste o te fuiste de
paseo?”.
Con lenguaje moderno y “comunista”, podríamos afirmar que según Jesús, la
religión que se queda sólo en ritos religiosos y no baja a atender a los hermanos con
problemas es un “opio”, una “droga” que no lleva a Dios, sino a un egoísmo refinado.
Según el pensamiento de Jesús, si a alguien se le ocurriera poner una calificación a
nuestra religión, no debería fijarse en nuestra manera de cantar, de leer la Biblia, de
asistir con puntualidad a la iglesia, de hablar de Dios; debería evaluar nuestra manera de
salir de nosotros mismos para evidenciar nuestra compasión activa hacia los que están en
dificultades.
El letrado, que se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para alcanzar la
vida eterna, recibió una respuesta muy concreta: debes obrar como el buen samaritano.
La única manera de salvarse es tener fe en Jesús; y esa fe se demuestra por medio de la

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caridad. No hay otra manera. No existen extravíos para llegar al cielo.

Nuestra gran mentira

Nuestra gran mentira puede ser creer que vamos a contentar a Dios a base de
prácticas religiosas sin tener en cuenta a los necesitados. El sacerdote sin tener en cuenta
a los necesitados. El sacerdote y el levita pretendieron encontrar a Dios en la sublime
liturgia del templo. No lo encontraron, pues Dios se les presentó disfrazado a la vera del
camino; llevaba el antifaz de un hombre malherido. No lo pudieron descubrir; por eso
pasaron de largo. Jesús nos lo advirtió: “Todo lo que hagan a estos mis hermanos
pequeños, a mí me lo hacen”. Jesús “especifica”: “Mis hermanos pequeños”. Es decir,
los que no tienen quién los pueda ayudar, los marginados, los despreciados, los que están
en necesidad, en apuros de cualquier clase. No se puede encontrar a Dios si no se le sabe
descubrir detrás del antifaz de los más pequeños, no de estatura, sino de situación
económica, social y espiritual.
Fue San Juan el que llamó “mentiroso” al que afirma que ama a Dios, y no ama a
su hermano (1 Jn 4, 20).
Santiago también nos cuestiona cuando dice: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene
fe, si sus hechos no lo demuestran? Santiago, en su carta, sin paliativos nos dice que si
vemos a un hermano sin comida y ropa, y no hacemos nada por él, esa fe que decimos
tener, no sirve para nada. Santiago llama esa religión “cosa muerta” (cf St 2, 14-17).
Cien rosarios sin caridad, cien comuniones sin amor al prójimo pueden resultar una
“droga” de tipo espiritual para evadirnos de nuestro compromiso de ser buenos
samaritanos, involucrándonos en los problemas de los demás. ¡Y no es raro que seamos
adictos a esa “droga espiritual” que nos hace sentirnos cerca de Dios, cuando estamos
muy lejos de los hermanos! No es ninguna exageración.
Fue el mismo Jesús quien nos expuso cómo el sacerdote y el levita se nos
adelantaron en el ejercicio de esa religión engañosa, postiza.

¿Qué debo hacer?

“¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”, le preguntó a Jesús el letrado. El
Señor le respondió gráficamente con una parábola. En resumidas cuentas, el Señor le
dijo: “Tienes que hacer lo mismo que el buen samaritano”.

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El buen samaritano no tuvo miedo de ver al hombre malherido a la vera del camino.
Había sido asaltado por los ladrones. El sacerdote y el levita, y otros más que pasaron
junto al hombre maltrecho, tuvieron temor de enfrentarse con aquel “caso delicado”.
Mejor siguieron adelante.
Cuesta atreverse a ver la dura realidad que nos rodea. Es fácil voltear el rostro y
ponerse a buscar bonitas excusas. Alguien me decía que ya no lee periódicos ni ve
telenoticieros para no amargarse la vida. No es una actitud evangélica. El seguidor de
Jesús está con el periódico en una mano y con la Biblia en la otra mano. No evade la
realidad, sino que busca una solución cristiana a los problemas que lo circundan.
El buen samaritano no se quedó especulando acerca de la violencia y de los
asaltantes. Dice el Evangelio que “sintió compasión”. Esta es una nota decisiva: la
compasión. En el lenguaje evangélico tener compasión significa involucrarse en la
situación de la persona que está en un conflicto, de cualquier clase que sea. El samaritano
se dio cuenta de que el hombre asaltado era un judío; los judíos despreciaban a los
samaritanos; eran enemigos. Pero al samaritano la compasión lo llevó a salvar esa barrera
social. Y pensó ayudarlo.
Dice el Evangelio que el samaritano se “bajó” de su cabalgadura para atender al
herido. Ese es el paso “más difícil” en la caridad: bajarse de la propia comodidad, de la
seguridad, para meterse en problemas. Bajarse implica involucrarse, enredarse en algo
peligroso, molesto.
El samaritano se bajó, no para decir: “¡Pobrecito!”, sino para actuar. Comenzó por
desinfectarle las heridas con lo que tenía a mano: un poco de vino. Luego suavizó el
dolor con un poco de aceite. No fue suficiente: tuvo que ponerlo sobre su cabalgadura y
llevarlo a un lugar en donde pudieran atenderlo mejor. Por supuesto que le cobraron.
Ese es el distintivo de los que tienen compasión y se involucran en los problemas de
los demás: su amor los lleva a encontrar soluciones prácticas para ayudar “en algo”. El
Hermano Pedro no pensó primero en hacer planos para levantar un hospital para los
indígenas que se quedaban tirados en medio de la calle. Los hospitales, en esa época,
eran sólo para los españoles. El Santo Hermano Pedro comenzó recogiendo a los que
encontraba por el camino; los acomodaba en donde podía; “hacía algo”: lo que estaba al
alcance de su mano. Terminó por fundar el primer hospital de Guatemala para los
indígenas.
Don Bosco no tenía ningún orfanato cuando se llevó a los primeros jóvenes que
encontró a altas horas de la noche por la calle. Eran los que iban a parar a las cárceles de
Turín (Italia). Esos primeros internos le robaron sábanas, colchas y almohadas. Don
Bosco tenía compasión y por eso continuó llevándose a su casa a los jóvenes
abandonados. Terminó también él construyendo grandes edificios para atender a esa
juventud pobre y marginada.

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Un distintivo de los grandes santos de nuestra historia eclesiástica es que su religión
auténtica los llevó a encontrar canales prácticos para convertirse en buenos samaritanos y
atender a los que los rodeaban.
En la base de toda religión auténtica está la compasión que nos lleva a meternos en
los problemas de los que están en necesidad para tratar de cooperar en alguna forma
efectiva. La verdadera religión obliga a abrir el corazón para que tengan compasión y
sepa llorar con el que llora y reír con el que ríe.

Hacerse prójimo

El letrado que se acercó a Jesús le preguntó acerca del concepto de prójimo. Jesús
no se detuvo en disquisiciones abstractas; por medio de una parábola le indicó cómo
debía hacerse prójimo del necesitado. Es lo más difícil: “hacerse prójimo”, aproximarse
al que está pasando un mal momento. Eso implica involucrarse en los problemas del otro.
Ser alcanzado por los problemas del otro. Se trastorna nuestro horario; se altera nuestra
tranquilidad; hasta nuestro bolsillo tiene que tomar parte. ¿A quién le gusta aumentar sus
propios problemas? Pero, en la ley evangélica, a eso se llama “hacerse prójimo”; no tener
miedo de acercarse al que está en problemas: ayudarlo en alguna forma; no contentarse
con palabras almidonadas, sino buscar un medio de poderle ser útil en la situación de
conflicto por la que está pasando el prójimo.
Los prójimos en necesidad abundan por todas partes; se nos presentan cuando
menos lo esperamos; podríamos decir que nos asaltan a la vera del camino. Lo difícil es
aceptar “hacerse prójimo”; aproximarse sin miedo de mancharse las manos con la sangre
del que está malherido.
La política del caracol consiste en sacar despaciosamente la cabeza para buscar lo
que le hace falta; luego vuelve a meterse en su concha. Este es el sistema moderno de
vida: cada uno piensa en su propia conveniencia nada más; el dolor de los otros, a veces,
solamente sirve para hacer comentarios sentimentaloides, pero no para mirarlo de frente.
Para Jesús, una religión de “caracol” solamente nos convierte en sepulcros blanqueados:
muy limpios por fuera -muchos ritos religiosos-, pero muy negros por dentro -con un
corazón endurecido por el egoísmo-.
Alguien escribió que si cada uno limpiara el frente de su casa, toda la ciudad estaría
limpia. Nosotros añadiríamos que si cada uno tratara de ser buen samaritano con el caído
que está frente a su casa, a su vida, habría un mundo menos injusto.

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El primer buen samaritano

Algunos Padres de la Iglesia -entre ellos San Agustín-, además del sentido claro en
la parábola del buen samaritano, encontraron un sentido alegórico, oculto.
Para estos Padres de la Iglesia, Jesús es el primer buen samaritano. Vio a la
humanidad caída y derrotada por el pecado; por eso “se hizo carne y vino a poner su
tienda entre nosotros”. Jesús con el vino de su sangre curó las heridas del pecado; con el
aceite del Espíritu Santo nos llenó de su amor. Nos llevó a todos a la cruz para salvarnos,
luego nos condujo a su Iglesia para que fuéramos atendidos por sacerdotes por medio de
los Sacramentos.
Jesús, en efecto, no nos amó de lejos; como el samaritano se bajó de su
cabalgadura. Jesús “viene a vivir entre nosotros”; se hizo igual a nosotros en todo, menos
en el pecado. Jesús durante toda su vida no hizo más que dejarse involucrar en los
sufrimientos de todas las personas dolientes que se le acercaban. Detuvo el entierro de la
viuda de Naín y le resucitó a su hijo; nadie le estaba pidiendo nada; pero él no pudo
resistir las lágrimas de aquella viuda que iba a enterrar a su único hijo. El Señor no tuvo
ningún reparo en tocar a los leprosos y orar para que quedaran curados. El Señor no sale
huyendo ante la mujer adúltera: se involucra en su situación y trata la manera de salvarla
de la muerte física y espiritual. El Señor se le sienta en el brocal del pozo a la samaritana
pecadora para ayudarla a romper su cadena de adulterios. Jesús va contra los prejuicios
de su época y aceptar comer con los pecadores porque quiere llegar con su palabra a
ellos y convertirlos. Jesús es el buen samaritano que en todo momento anda buscando a
los “enfermos”; por eso invita a todos: Vengan a mí los que están agobiados y cansados
que yo los haré descansar (Mt 11, 28). La religión que enseñó Jesús no consiste
solamente en ritos religiosos; la religión de Jesús conduce a la compasión que lleva al
individuo a involucrarse con los problemas de sus hermanos necesitados con los
problemas de sus hermanos y a tratar de encontrarles una solución efectiva.

Parábola de todos los días

La televisión de Francia realizó una experiencia interesante. Simularon, en una


carretera, un accidente; los camarógrafos estaban escondidos filmando la situación.
Inmensas caravanas de carros de todas las marcas pasaban delante; nadie se detenía;
algún curioso miraba y hacía algún comentario. Al fin, se detuvo una camionetilla
desvencijada. Se bajó el conductor para ver si podía ayudar en algo. Aquel individuo, al
momento se vio rodeado de periodistas que lo felicitaron porque había sido el único que
se había detenido para ofrecer sus servicios.

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Esa es la historia de todos los días. A la vera de nuestro camino, de nuestro diario
vivir, hay tantos que han sido dejados malheridos por la dura existencia: borrachos,
drogadictos, solitarios, frustrados, sin pan, sin ilusiones, sin dinero. Como el sacerdote y
el levita de la parábola, pasamos de largo: siempre tenemos una excusa “excelente” para
no detenernos, par no complicarnos la vida. Lo cierto es que una invisible cámara está
filmando nuestra actitud: es la cámara de Dios. Todo lo que hagan a estos pequeños, a
mí me lo hacen, significa: “No esperen encontrarme entre las nubes; yo vivo disfrazado
entre ustedes; sobre todo llevo antifaz de pobre, de necesitado, de persona con
problemas. Lo que hagan estos hermanos en apuros, a mí me lo hacen”. Y nosotros
pasamos de largo. Siempre buscando a Dios en otras partes: en el templo, en una oración
formulista, en un rosario, en una misa. Dios está a la vera del camino con cara de
necesitado. Nunca lo podremos encontrar, si antes no nos bajamos de nuestra
cabalgadura de seguridad y de comodidad para atender al hermano caído.
La parábola del buen samaritano es como el examen diario que Dios nos presenta
para evaluar nuestra manera de ser cristianos. Si ante la necesidad del otro, apartamos la
vista y pasamos de largo, aunque sea para ir a comulgar, somos pésimos seguidores de
Jesús.
Si ante el dolor ajeno, sentimos que se nos abre el corazón, y, aunque nos repugne,
nos bajamos de nuestra cabalgadura, de nuestra situación de bienestar, entonces el Señor
nos dirá: “Eres un buen samaritano”. Ese es el único camino para alcanzar la vida eterna.
¡Qué difícil pasar ese examen diario! ¡Qué difícil asegurar que uno es cristiano después
de leer la parábola del buen samaritano!

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15. Hay que multiplicar el pan

Hace poco leí un comentario sobre la multiplicación de los panes. El autor afirmada
que lo que sucedió fue que, ante la predicación de Jesús, las personas se concientizaron y
comenzaron a sacar cada uno lo que llevaba escondido en sus alforjas. De ahí que el
alimento alcanzó para todos. “¡De veras -me decía yo- que le tenemos miedo al
milagro!”. El milagro interpela nuestra poca fe, nuestra religión tiznada de
intelectualismo. Por eso andamos buscando soluciones “fáciles” para explicar los
milagros de Jesús. Pero las famosas “hipótesis” que proponen algunos para solucionar el
problema de los milagros, resultan más “milagrosas” que lo que narran llanamente los
evangelistas.
La afirmación tajante de Jesús fue que los que tuvieran fe, verían “señales” (Mc 16,
17). San Juan, en su Evangelio, llama “señales” a los acontecimientos milagrosos en que
se aprecia la mano de Dios de manera extraordinaria. También dijo Jesús, al referirse a
sus milagros: “Si tienen fe harán estas cosas y mucho más” (Jn 14, 12). En nuestra
tradición católica, los milagros acompañan a los santos. Ellos son los que tienen fe muy
arraigada y por eso son testigos de los milagros de Dios.
En la vida de San Juan Bosco -santo moderno- se cuenta que el panadero no quiso
darle un día más pan porque le debía mucho. Don Bosco tomó la canasta en que
solamente había 15 panes con los que dio de comer a 300 jóvenes pobres. Don Bosco
multiplicó no sólo panes, sino también castañas y hostias consagradas en momentos de
necesidad. El creyó firmemente y por eso pudo ver “señales” muchas veces en su vida.
El evangelista San Juan hace resaltar el impacto que produjo en la multitud la
multiplicación de los panes, tanto así que intentaban coronar como rey a Jesús; el Señor
se tuvo que escabullir para apartarse de la euforia peligrosa de la gente. Según San Juan,
la multiplicación de los panes no fue un festivo picnic, producto de la camaradería, sino
una auténtica “señal”, un signo de Dios.
El hombre moderno le tiene miedo a lo que “huele” a milagro; se siente molestado
por lo sobrenatural porque es una dura interpretación de su fe mediocre. El que tiene fe,
no encuentra problemas en admitir una multiplicación de panes por parte de Jesús, ya
que tantos santos también multiplicaron panes por su fe en Dios.

Lavarse las manos

Los apóstoles, cuando se vieron con el gentío hambriento, lejos de los poblados,

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rápidamente acudieron a Jesús para aconsejarle que los despidiera para que fueran a
buscar alimento. No sospechaban la salida del Señor: Denles ustedes de comer. Que
equivalía a: “Movilícense… vean cómo se arreglan para alimentarlos”. Los puso en
apuros. Jesús sólo esperaba que ellos pusieran su parte para poder pedir a Dios un
milagro.
Uno de los problemas más difíciles en la religión es lograr conciliar la fe con la vida.
Lo peligroso es reducir la religión a emocionantes oraciones y descuidar los compromisos
que la vida nos impone; los retos de la vida diaria para que enfrentemos nuestras duras
realidades: el hambre, la necesidad del otro. Una gran tentación -en la que se cae con
facilidad- es decirle a Jesús: “Despídelos… que se arreglen por su cuenta…”. Jesús, que
no vino a enseñar una religión “evasionista”, nos para en seco y nos repite: “Nada de
eso; vean qué pueden hacer para darles de comer”. Este es uno de los desafíos de la
religión auténticamente evangélica. Esta es una de nuestras más comunes derrotas,
cuando nos preguntamos, si de veras, estamos cumpliendo con lo que Jesús nos ordena.
El apóstol Santiago, en este punto, se puede decir, que fue el que habló más
descarnadamente. Supongamos -dice Santiago- que a un hermano o a una hermana les
falta la ropa y la comida necesarias para el día; si uno de ustedes les dice: Que les
vaya bien; abríguense y coman todo lo que quieran, pero no les da lo que su cuerpo
necesita, ¿de qué sirve? Así pasa con la fe: por sí sola, es decir, si no se demuestra con
hechos, es una cosa muerta (St 2, 15-17). El lenguaje de Santiago hasta parece
sarcástico. Es porque el apóstol había comprendido a plenitud lo que significaba la
religión que Jesús practicaba y enseñaba.
Nos ilusiona cuando acudimos a la oración para decir: “¡Pobrecitos los hermanos
que sufren, que no tienen nada que comer; ayúdalos, Señor!”. Como los apóstoles,
estamos buscando quitarnos esa “brasa caliente” de las manos. Pero Jesús nos responde:
“Denles ustedes de comer”.
La religión, que exige Jesús, es “dura”, porque nos enfrenta con lo desagradable de
la vida y nos pide meternos de lleno en los problemas. Por eso, se tiende a buscar una
religión más “llevadera”; una religión de cantos bonitos y sentimentales; oraciones que
nos hagan creer buenos, mientras nos fugamos de nuestra realidad.

El anónimo

Ni siquiera tiene nombre el joven, que según nos cuenta San Juan, ofreció unos
panes y unos peces para ayudar a los hambrientos. Es significativo que se silencie el
nombre de este joven; la caridad no tiene nombre, siempre se presenta anónima: alguien
que ayuda, pero no quiere que su nombre salga en los periódicos.

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Este jovencito hubiera podido “hacer su agosto” con el hambre de la multitud; es lo
que se acostumbra tantas veces en el comercio: la necesidad de muchos hace ricos a
unos pocos. Alguien describió el mundo actual como una nave espacial en la que viajan
cinco individuos. Uno de ellos se ha apropiado el 85% de las provisiones y lucha por
llegar al 90%. Este es nuestro mundo egoísta en donde unos pocos nos quejamos de no
poder gozar de “lujos refinados”, mientras otros no tienen ni lo indispensable para la
“decencia” humana.
El jovencito, que entregó para el servicio de la comunidad sus pocos panes y peces,
provocó el milagro de Jesús. El Señor no se podía quedar atrás. El puso el poder de su
oración.
José Cottolengo fundó en Turín, Italia, una casa para las personas desvalidas de la
sociedad: algunos de ellos, pequeños monstruos; para ellos la sociedad no tenía ningún
lugar. El santo Cottolengo se fió de la Providencia. Comenzó la obra y, mientras vivió,
nunca faltó lo necesario para sus “desechos de la sociedad”. Cada día era una sorpresa
de la Providencia para alimentar a sus hijitos más pequeños. Lo que Dios quiere para
hacer milagros son personas, como el jovencito del evangelio, que con generosidad
pongan lo mucho o lo poco que tengan al servicio del necesitado. Lo demás corre por
cuenta del Señor. Lo que importa es comenzar, confiando en la bondad de Dios que no
nos dejará mal parados.

La lógica humana y la divina

El apóstol Felipe no dejó de mostrarse “molesto” por la salida de Jesús: ¿En qué
estaba pensando el Maestro? ¿Darles de comer a cinco mil personas? Con matemática
pura, Felipe hizo los cálculos y llegó a la conclusión de que ni entregando entero su
sueldo de seis meses podrían ellos alimentar a tanta gente. Desde el punto de vista
humano, Felipe estaba en lo cierto. Por eso no dejaba de translucir su mal humor. Le
parecía una broma de mal gusto la del maestro en ese momento en que la gente ya
comenzaba a causar problemas, debido al hambre que nos hace cambiar de personalidad
en determinados momentos.
Muchas de nuestras obras fracasan de raíz porque, como Felipe, consideramos las
cosas solamente desde un punto de vista puramente material. Se nos olvida que por
encima de nuestras matemáticas está Dios.
El caso del apóstol Andrés es muy llamativo. ¿Por qué Andrés salió con que por ahí
había encontrado cinco panes y dos peces? El mismo Andrés se asustó de lo que había
dicho. El mismo dijo: “¿Qué es esto para tanta gente?” Sin embargo, en el fondo, aquí
hay algo. No es posible que Andrés fuera tan ingenuo para no creer que iba a hacer el

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ridículo. Eso es precisamente lo que el Señor quiere de los hombres de fe. Que se
atrevan a hacer el ridículo, confiados en la Providencia, en el poder de Dios.
Algunos afirman que Andrés había presenciado el milagro de Caná de Galilea,
cuando Jesús cambió el agua en vino, y que, por eso, se acercó a Jesús como para
sugerirle algo. Puede ser. Al Señor le encanta que con fe le sugiramos algo. Así lo hizo
María en Caná. Así lo hizo también Andrés. A los dos les dio magnífico resultado.
Una fábula narra que una mosca y una rana cayeron en un cubo de leche. La mosca
se puso a llorar y se ahogó. La rana comenzó a patalear, y, cuando se dio cuenta, la leche
se había convertido en algo sólido, en crema. Se salvó. A Dios le gusta vernos “patalear”
en las situaciones apuradas. Cuando lo hacemos con fe, en favor de otros, nunca permite
que nos ahoguemos. A Dios le fascina que, en un mundo desconfiado y que sólo cree en
las matemáticas, alguien se le acerque y le sugiera algo fuera de serie, algo “ridículo”.

Algo muy actual

El milagro de la multiplicación de los panes no es un vistoso milagro para ser


recortado, sino para ser “actualizado”. Los panes se van a multiplicar en las canastas de
los que tengan fe y se pongan al servicio de los necesitados.
En la actualidad, existen inmensas multitudes hambrientas de pan espiritual y pan
material. Abundan los que extienden sus manos suplicando migajas. La tentación nuestra
vuelve a ser las de los apóstoles: despacharlos para que se arreglen por su cuenta. La
actitud de Jesús en nuestro hoy y nuestro ahora, vuelve también a ser la misma de antes:
“Tienen ustedes que darles de comer”. Jesús insiste en que él no vino a enseñarnos una
religión “espiritualista”, que busca deliquios místicos, sino una religión encarnada en
nuestra realidad de turbas de necesitados que nos exigen que les demostremos que Jesús
sigue viviendo en nosotros. Que aprendimos de Jesús a multiplicar los panes.
Los apóstoles, con su respectiva canasta al hombro, distribuyendo a todos el pan,
nos recuerda que todos hemos recibido una “canasta” de “dones” para que los pongamos
al servicio de la comunidad. Quién más, quien menos. El muchacho de la escena
evangélica solamente disponía de cinco panes y dos peces. Contribuyó con lo que tenía y
su generosidad provocó el milagro de Jesús. En una sociedad de acaparamiento, en
donde cada uno, con refinado egoísmo, sólo vela por su propio interés. Jesús nos desafía
a sacar algo de nuestra canasta para que él pueda multiplicar los panes en beneficio de
millares de personas necesitadas.
Lo único que nos exige Jesús para que se multipliquen los panes es que no seamos
como Felipe; que no le atemos las manos con nuestra falta de fe. Jesús nos pide que,
como Andrés, no tengamos reparo en atrevernos a “hacer el ridículo” ofreciéndole unos

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pocos peces y panes. Pero, sobre todo, Jesús nos pide que en medio de las dificultades
acatemos su orden de “sentarnos”.
El problema más difícil, antes de la multiplicación de los panes, fue que la gente se
confiara en la palabra de Jesús. Todos, hambrientos, tenían ganas de marcharse a buscar
algo, el nerviosismo era visible entre la muchedumbre: sin darse cuenta se habían alejado
de los poblados, y, ahora, se sentían torturados por el hambre. Cuando alguien tiene
hambre, llega a perder la serenidad. Fue en ese momento preciso en que Jesús les
ordenó: “Siéntense”. Se fiaron de él. Se sentaron, y vino el milagro.
“Sentarse” en los momentos de apuros económicos, de fracaso, de incertidumbre
significa “sentarse ante Jesús”, orarle, pedirle iluminación, fuerza, gozo. Lo más
importante es, como la hermana de Lázaro, saberse sentar ante Jesús para no perder la
“mejor parte”.
Es indispensable que también en nuestra vida haya multiplicación de panes; pero
para eso primero hay que aprender a “sentarse”, precisamente cuando menos ganas
tenemos de sentarnos y nos acorrala la obsesión de la prisa.
En el evangelio hay varias multiplicaciones de panes. Muy significativo. Quiere decir
que si en nuestra vida no hay multiplicaciones de panes, no estamos viviendo el
Evangelio. Así de fácil y de difícil.

88
IV. No solo bautizados, sino discípulos

89
16. Todos somos Discípulos

En pleno día apareció por las calles de Atenas, Diógenes; llevaba una lámpara en la
mano. Afirmaba que andaba buscando “un hombre”. Se refería a un hombre “de
verdad”. Como Diógenes, habría que buscar a los verdaderos seguidores de Jesús.
Abundan los cristianos de “medio tiempo”, pero escaseaban los que no han tenido miedo
de involucrarse totalmente en la obra del Señor.
Cuando Jesús envió a sus discípulos, no los mandó sólo a “bautizar”. Les ordenó
“hacer discípulos”, enseñarles todo lo que él les había enseñado. Nosotros, en la
actualidad, tenemos “inflación” de bautizados; pero a los verdaderos discípulos de Jesús,
hay que buscarlos, como Diógenes, con una lámpara en pleno día.
Abundan los cristianos de “caracol”; están bien resguardados en su concha; hablan
de “su salvación”. Se olvidan de que Jesús no quiso discípulos para que se salvaran sólo
ellos, sino para que difundieran, “hasta los últimos confines”, el reino de Dios, la nueva
sociedad que el había venido a fundar.

Un discípulo

Por las calles de Atenas, también apareció un filósofo llamado Sócrates. Comenzó a
cuestionar a los transeúntes; les planteaba problemas básicos del ser humano. Varias
personas comenzaron a admirarlo; luego determinaron “convivir” con su maestro:
formaron una comunidad. Jesús apareció en Palestina. Comenzó a predicar el evangelio
del reino, del reinado de Dios en la vida del hombre y de la sociedad. La gente curiosa
comenzó a aglomerarse alrededor. Hubo algunos que comenzaron a seguirlo más de
cerca. Entre ellos se cuenta Andrés y Juan. Iban detrás de Jesús; el Señor se volteó y les
preguntó: “¿QUÉ BUSCAN?”. Son las primeras palabras que Jesús pronuncia en el
Evangelio de Juan. Andrés y Juan determinaron convivir con Jesús. Luego sintieron la
urgencia de irse a hablar a otros del Maestro. Andrés fue a buscar a su hermano Simón
(Pedro) y le dijo: Hemos encontrado al Mesías, al Cristo. Juan, por su parte, fue a
buscar a su hermano Santiago. Y, en cadena, se le fueron sumando discípulos al Señor.
Todos afirmaban que habían encontrado al “Mesías”, al enviado de Dios.
Para ser discípulo de Jesús, en primera instancia, hay que tener un “encuentro
personal” con él. Hay que haberlo encontrado como el Mesías de Dios. Nadie lo puede
encontrar en lugar de nosotros; tiene que ser un asunto de tipo personal. Es lo que
muchas veces, no se quiere aceptar.
Nuestra Iglesia está repleta de bautizados. Pero no son muchos los que han tenido

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un verdadero encuentro personal con el Señor. Lo conocen de oídas. En la sociedad, que
es socioculturalmente cristiana, han oído hablar de Jesús. Lo han aceptado como el que
hizo milagros fabulosos y habló bellamente del reino de los cielos; pero no han tenido un
encuentro personal con él; como Juan y Andrés, no han ido a buscarlo para
comprometerse como sus seguidores. Sobran cristianos de “medio tiempo”; faltan
auténticos discípulos del Señor que con alegría y convencimiento se puedan acercar a los
demás, sin complejos, para decirles: “Hemos encontrado al Cristo; vénganse conmigo”.
Hasta que eso no suceda, habrá inflación de bautizados y escasez de discípulos en
nuestra Iglesia.

Las directivas

Después de algún tiempo de convivencia, cuando los que al principio eran simples
admiradores de Jesús, comenzaron a convertirse en seguidores, el Señor principió a
enviarlos a sus primeras misiones evangelizadoras. El capítulo 10 de San Lucas recoge
las indicaciones que Jesús les dio a sus primeros seguidores antes de enviarlos como
novatos predicadores del Evangelio. Estas indicaciones siguen conservando su validez.
No puede haber discípulo cristiano, si antes no se ha embebido de la mentalidad que
Jesús quería que llevaran sus seguidores en su misión evangelizadora.
El Señor, ante todo, les indicó que debían ORAR AL DUEÑO DE LA MIES. Es lo
primero e indispensable: la oración. Dice el salmo 127: Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles. Para intentar construir el reino de Dios, debemos ir
llenos de Dios por medio de la oración. No se trata de una campaña publicitaria; se trata
de cosas “de Dios”, y por eso hay que ir con la bendición de Dios.
En el capítulo noveno del mismo San Lucas, se habla del caso de los apóstoles que
no lograron curar a un joven epiléptico. El Señor les hizo ver que su fracaso se debía a
su falta de fe. San Mateo recuerda que en esta oportunidad, el Señor les dijo: Esta clase
de demonios no se van sino con la ORACIÓN y el ayuno (Mt 17, 21).
El seguidor de Jesús intenta ser “otro Jesús” en medio de la sociedad; por eso debe
estar lleno de Jesús por medio de la oración.

Lobos en medio de corderos

Jesús fue muy explícito al asegurarles a sus discípulos que debían ser como
CORDEROS en medio de LOBOS. Los enviaba a una sociedad en que predominaba el

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egoísmo, el rencor, el odio. En esa sociedad gana el que mata primero, el que tiene más
músculos; el que sabe jugar sucio. ¡Nada de querer imitar al lobo! Tenían que seguir
siendo corderos: humildes, perdonadores, compasivos.
Caín y Abel son los prototipos de nuestra sociedad. A Caín le caía mal su hermano
Abel porque escogía lo mejor para Dios; porque iba por un camino justo. Caín se veía
reflejado en su hermano, y se sentía malo. El ofrecía también sacrificios, pero sólo por
fuerza de la tradición; no de corazón; lo le ofrendaba a Dios lo mejor de sus frutos.
Jesús definió a sus discípulos como “sal de la tierra y luz del mundo”. La sal causa
escozor cuando cae en la llaga purulenta. La luz estorba al que se ha especializado en ser
hijo de las tinieblas. El cristiano es sal que causa escozor en las purulentas llagas de un
mundo en putrefacción: El cristiano es chorro de luz que impide la clandestinidad del que
está acostumbrado a triunfar en medio de las tinieblas. La historia de Caín y Abel se
repite siempre que aparece un discípulo de Jesús.
Cuando Santiago y Juan estaban en su aprendizaje de discípulos, un día que los de
Samaria no quisieron recibir su evangelización, le propusieron a Jesús que hiciera llover
fuego sobre aquel pueblo. El Señor los reprendió con dureza. La gran tentación del
cordero en medio de una sociedad de lobos, es emplear la misma táctica violenta del
lobo: se triunfa, se resuelven más rápido los problemas, se elimina a los contrincantes.
Pero el Señor no nos envía “a hacer llover fuego”, sino a regar el terreno con lágrimas
para que la semilla de la Palabra pueda penetrar más fácilmente.
Algunos interpretaron mal la orden del Señor de “sacudir el polvo de las sandalias”
en los lugares en donde no somos bien recibidos. Piensan que se trata de una especie de
“maldición”. Pero no es así. Jesús nunca envió a maldecir, sino a convertir. Ese polvo de
las sandalias, que hay que sacudir, sólo indica las polvorientas carreteras que el
predicador tuvo que recorrer para llevar el mensaje. Allí queda ese polvo como
testimonio de que cumplió su misión de llevar el Evangelio. Nada más. Nada de
maldiciones. Nada de hacer llover fuego.

No con espadas y con ejércitos

Con frase impresionista, Jesús les ordena a sus discípulos que no llevaran ni bolsa,
ni bastón, ni túnica de repuesto. Hasta el más humilde peregrino llevaba bastón y alforja.
El Señor quería subrayar que no debían poner su confianza en las cosas materiales, sino
en el poder de Dios. No se trataba de una campaña bélica en dónde contaban las muchas
armas y los miles de soldados. La difusión del reino es una obra esencialmente espiritual;
nuestras armas son eminentemente espirituales. “No con espadas y con ejércitos, sino
con tu santo Espíritu”. Esa era la norma del profeta Zacarías. La gran tentación nuestra,

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en una sociedad acostumbrada a confiar plenamente en la técnica, en los recursos
financieros, en el poder, es intentar montar una evangelización con los medios del
mundo, nada más, sin darle la prioridad a los medios de Dios.
San Pablo con mucho realismo y humildad, se dio cuenta de que no dependía de su
talento y de sus dotes teológicas y escriturísticas el triunfo. Por eso escribió: Yo sembré,
Apolo regó, pero el crecimiento espiritual lo da solamente Dios (1 Co 3, 6). Somos
simples sembradores. Nadie de nosotros puede convertir a nadie. Esa es obra únicamente
del Espíritu Santo. A nosotros únicamente nos toca poner a disposición de Dios nuestros
talentos, con humildad y confianza. Nada de confiar en nuestra bolsa, en nuestro bastón,
en nuestra alforja. Podemos disponer de muchos bastones, de muchas alforjas; pero si
nos falta el poder de Dios, nos exponemos a “entusiasmar” a la gente, pero no a
convertirla. Los oyentes pueden decir: “¡Qué fabuloso discurso!”, pero sus corazones
quedan cerrados al reino de Dios.

Vendedores de paz

El Señor les indicó a sus discípulos cómo debían introducirse en una casa; debían
decir: La paz con esta casa… El reino de Dios ha llegado a ustedes…
Vivimos en mundo atolondrado. Todos buscamos la paz, y cada día hay más gente
desequilibrada, tensa, descontrolada. El mundo promete paz a base de cosas materiales,
de placeres prohibidos, de poder. Muchísimas personas, que aceptan la oferta de paz del
mundo, no pueden dormir, sino a base de pastillas. Viven con tranquilizantes al alcance
de la mano. El discípulo de Jesús llega con una oferta de paz diferente. Es la paz de
Jesús. El Señor les decía a sus discípulos: Les dejo la paz; no se las doy como la da el
mundo…
El discípulo del Señor es el que ha experimentado lo que significa vivir en paz con
Dios y con los hermanos. Ese es el Evangelio que lleva a los atormentados hombres del
mundo. Más que un discurso, les lleva una vivencia. Ya vive en paz y quiere invitarlos
para que ellos también vivan en esa situación que nos da la amistad con Dios, el reinado
de Dios en nosotros.
San Pablo decía que el reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo
(Rm 14, 17). El discípulo del Señor ya ha aprendido a vivir en la justicia, en el camino
recto que Dios indica; por eso goza de paz con Dios y con sus hermanos. Por eso tiene
gozo en el Espíritu Santo. Es una cadena de bendiciones que llegan con el reino de Dios.
El discípulo de Jesús se acerca a los demás, no para gloriarse de ganar un prosélito
para su iglesia, sino para hacer partícipes a los demás de lo que significa en su vida el
reinado de Dios. Ese es el gran Evangelio, la maravillosa noticia, que el discípulo quiere

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compartir con las personas que le abren la puerta de su casa. Y también con los que
rehusan recibirlo en su hogar.

Con poder…

El discípulo de Jesús no es un teórico. Ya comenzó a vivir las bienaventuranzas del


reino de Dios. Se siente investido del poder que su Señor le ha entregado. El Señor les
advertía a sus seguidores que debían expulsar a los malos espíritus y que debían curar a
los enfermos (Mc 6, 12). El discípulo ferviente no es un “acomplejado” ante el mal. Sabe
que su Señor le ha dado poder para caminar “sobre serpientes y escorpiones” (Lc 10,
19).
Habría que revisar si en nuestra Iglesia todos creen en estos poderes que el Señor
entrega a sus servidores. Algunos creen que eso de curar enfermos y enfrentarse al mal
está reservado para los santos “de primera categoría”. El Señor aseguró que esas señales
iban a seguir “a los que creyeran”. A todo el que cree, sea sacerdote o laico. Si el laico
cree más que el sacerdote, le acompañarán más señales de Dios. No hay que tener miedo
de decirlo sin ambages (cf Mc 16, 17-18).
El discípulo que va con fe, sabe que es un simple heraldo de Dios; su mensaje no es
“suyo”, es del Señor. El heraldo solamente presta su voz al Señor para ser su micrófono
que difunda la Palabra. El enviado reconoce que el poder que se manifiesta en él contra
el mal, en la sanación de los enfermos, no es propia; es un poder prestado para beneficio
de los pobres, de los necesitados. Por eso no se gloría. Cuando los 72 volvieron de su
gira misionera, le decían al Señor: “Hasta los demonios nos obedecían en tu nombre”. Se
habían convencido de que el Poder de Dios los acompañaba. Estaban seguros de ese
poder. Habían experimentado lo que era “caminar sobre serpientes y escorpiones”.
¡Qué difícil creer en una Evangelización carente de signos! Muchos le tienen miedo
a los signos. ¡Qué difícil que puedan evangelizar! Posiblemente se convertirán en
distribuidores de conocimientos acerca de Jesús; pero muy difícilmente verán que los
corazones se quebranten y se entreguen de lleno al Señor.
A los mismos discípulos, que, emocionados, contaban sus hazañas misioneras, Jesús
les decía: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Los comentaristas de la Biblia,
nos dicen que es un pasaje difícil de interpretar. Los Padres de la Iglesia, como San
Ambrosio y San Jerónimo, entendieron que Jesús recordaba que Satanás, por soberbia,
había caído al infierno. Dicen estos padres de la Iglesia que, en este pasaje, Jesús quería
prevenir a sus discípulos contra el orgullo del triunfo apostólico. Es fácil olvidarse de que
somos simples siervos y no protagonistas del triunfo espiritual. San Pablo decía: Todo lo
puedo en Cristo que es mi fortaleza. San Pablo especifica claramente que era por el

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poder de Jesús que él obraba maravillas. La historia de nuestra Iglesia está llena de
personas que por el orgullo cayeron de un alto pedestal. Y el golpe fue demasiado duro.

De tiempo completo

Jesús quiso una Iglesia jerárquica. Primero seleccionó sólo a doce; los instruyó, los
preparó. De entre los doce, escogió a Pedro: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia. Sólo a Pedro le entregó las llaves. Pero Jesús también escogió, más tarde, a
72 discípulos. También a ellos los envió y les dio poderes. Estos 72 representan a los
laicos en nuestra Iglesia.
Durante años, en la Iglesia, predominó el “clericalismo”. El laico estuvo marginado
por el sacerdote, que acaparaba todo. Los tiempos han cambiado, y esos 72 discípulos,
los laicos, están redescubriendo el lugar que Jesús les dejó en la Iglesia. Durante muchos
años también, ha prevalecido la idea de que Jesús entregó “poderes” para predicar,
exorcizar y sanar, sólo a los sacerdotes. El laico se creía sin esos “carismas”. En la
actualidad, el laico también se ha dado cuenta de que en la Iglesia los “carismas” son
para todos; para cada uno, según su vocación y su fe. El capítulo 16 de San Marcos es
muy claro: Estas señales van a acompañar a los que crean… Si el laico cree más que el
sacerdote, más señales verá en su vida, en su apostolado. Si el sacerdote cree menos que
el laico, su “poder sacerdotal” se verá menguado por su falta de fe.
Los laicos, que regresaron de su primera campaña evangelizadora, le decían a Jesús:
Hasta los demonios nos obedecían en tu nombre. Habían comprobado el poder que les
llegaba de Jesús. Son muchos en nuestra Iglesia los que deben descubrir el poder de Dios
en sus vidas cuando obran “en nombre de Jesús”.
Jesús nos envió no sólo a “bautizar”, sino también a “hacer discípulos”. Ya es
tiempo de que se termine esa fase de la Iglesia con inflación de bautizados y con carestía
de discípulos. Cuando las personas tengan un “encuentro personal” con Jesús, cuando ya
no vivan sólo de referencias que tienen acerca del Señor, entonces dejarán de ser
cristianos “de medio tiempo” para convertirse en cristianos “de tiempo completo”, en
verdaderos seguidores del Señor.

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17. Todos somos enviados

En la antigüedad, no existían nuestros maravillosos medios de comunicación social;


cuando un rey quería anunciar su llegada a un pueblo, a una ciudad, enviaba a un
HERALDO. El heraldo no llevaba un mensaje “propio”; se limitaba únicamente a
proclamar el mensaje de su señor. “Mi señor dice…”, así iniciaba su anuncio el heraldo.
Jesús antes de iniciar su obra evangelizadora, fue precedido por un heraldo enviado
por Dios: Juan Bautista le preparó el camino al Señor.
Más tarde, cuando Jesús inició su evangelización, se hizo ayudar por sus discípulos;
los comenzó a enviar como heraldos para que le prepararan el camino. Luego los nombró
apóstoles y les enseñó cómo tenían ellos mismos que llevar el mensaje.
Es de suma importancia resaltar las directivas que Jesús les dio a sus discípulos para
su obra de evangelización. Estas normas continúan conservando toda su validez.

La conversión

Uno de los errores que, a veces, se ha cometido es el de considerar como discípulos


a los que todavía no se han convertido. Es como pretender que la semilla penetre dentro
de la piedra. Lo primero que Jesús les indicó a sus apóstoles era que debían predicar la
“conversión”, es decir el cambio de manera de pensar y de actuar.
Esa fe la obra de Juan Bautista; llegó para prepararle el camino a Jesús. Juan
Bautista propiamente no llevaba un mensaje estructurado; el Bautista se limitaba a
predicar la conversión necesaria para poder aceptar el reino de Dios que se acercaba. Lo
mismo hicieron los apóstoles. Dice San Marcos: Entonces salieron y predicaban a los
hombres para que se arrepintieran (Mc 6, 12).
El día de Pentecostés, la gente quedó admirada de la predicación de Pedro; les
había tocado el corazón; por eso le preguntaron: ¿Qué debemos hacer? Pedro, que había
aprendido muy bien la lección de su Maestro, no dudó en decirles que debían comenzar
por “arrepentirse”, así serían perdonados sus pecados y recibirían el Espíritu Santo (Hch
2, 38).
Una persona que no se ha arrepentido es alguien que tiene bloqueado su corazón.
Puede “oír” la Palabra, pero esa no logra penetrar en su corazón porque la persona
conscientemente todavía no le ha dicho sí a Dios. Son muchísimos los individuos que
concurren a la iglesia; se emocionan, tal vez, ante la predicación, pero esa palabra pronto

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se la lleva el viento porque se ha quedado “a la vera del camino”; se la llevan las aves
que pasan. No puede haber una auténtica “evangelización” hasta que no se haya
preparado previamente el terreno en que pueda penetrar la semilla de la Palabra.

El silencio de los buenos

A los maestros les gusta tener alumnos “callados” que no molesten, que los dejen
tranquilos mientras sirven su cátedra. Por lo general, esos alumnos silenciosos no son los
que hacen progresar la clase; nunca llevan propuestas arriesgadas; nunca promueven
nada provechoso en favor de toda la clase. Entre los feligreses de una iglesia, abundan
los “calladitos”, los que desde hacen años ocupan un lugar en la banca de la iglesia, pero
nunca han hecho nada por la edificación espiritual de la iglesia. Ante un mundo
convulsionado y desorientado, el silencio de los “buenos” es una gran traición a Jesús. El
Señor a todos los que le invitó para participar en su reino, los envió, a la vez, para llevar
la buena noticia. Alguien que no cumpla con esta “orden” del Señor, no se puede llamar
su discípulo.
El falso profeta Amasías había sido comprado por las autoridades; a su alrededor el
profeta veía injusticias, violaciones, profanaciones, y él no decía nada. Se quedaba en
silencio. Un día, apareció el profeta Oseas; estaba lleno del fuego de Dios, y comenzó su
misión profética de anuncio y denuncia. Amasías lo fue a visitar para que los dejara en
paz, para que se fuera a otra parte. Oseas no admitió contemporizar con la situación de
pasividad de Amasías. Siguió en su misión profética; Dios lo había enviado y no se podía
callar.
Este aspecto es en el que no han reflexionado muchos, o tienen miedo de
reflexionar. Priva entre gran número de fieles la falsa idea de que ellos “son buenos”
porque no fallan a misa el día domingo. Pero se les olvida la misión profética que el
Señor les ha encomendado. Viven en medio de un mundo entenebrecido, pero ellos se
contentan con rezar en su casa y en la iglesia; de allí no pasan. Son como los alumnos
“silenciosos” que ocupan su lugar en un pupitre de la clase, pero no se esmeran en hacer
algo bueno en beneficio de sus compañeros. Estos “cristianos silenciosos” no le sirven a
Jesús para difundir el reino de Dios. Jesús no envió a sus discípulos a sentarse en la
banca de la iglesia (sinagoga), sino a llevar a todas partes el Evangelio. Vayan a todas
partes y prediquen el Evangelio (cf Mt 28, 19-20).

De dos en dos

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El Señor no quiso que sus enviados se creyeran “indispensables”, superhombres.
Los envió de dos en dos. Quiso que sintieran la necesidad de apoyarse el uno en el otro.
Que no se creyeran autosuficientes.
Los primeros cristianos siguieron fielmente la directiva de Jesús. Pedro forma pareja
evangelizadora con Juan. Pablo se une a Bernabé; más tarde, Pablo va en compañía de
Silas; Bernabé va con Marcos. Cada uno sentía la necesidad de el apoyo de su hermano.
Una iglesia evangelizadora es una comunidad. Nos necesitamos unos a otros. Lo
cierto es que los que no trabajan en algún movimiento apostólico de la Iglesia, en alguna
actividad específica, comienzan a llevar un cristianismo “comodón”. Se contentan con
realizar algunas prácticas de piedad y nada más. Su cristianismo se reduce a participar en
la misa del domingo.
El que se ha adherido a algún movimiento apostólico de nuestra Iglesia -hay para
todos los gustos-, se siente “empujado” por la comunidad para se “piedra viva” dentro de
la Iglesia. La comunidad, al mismo tiempo, impide que alguien se quede hundido o
rezagado.
Una evangelización efectiva no se puede llevar a cabo, si previamente no se ha
formado una comunidad evangelizadora. Somos enviados por Jesús, de dos en dos, para
que nos sintamos comunidad, para que nos apoyemos mutuamente en la ardua labor de
evangelizadores.

Sin túnica de repuesto

Entre las normas que el Señor les dio a sus seguidores está la de no llevar “túnica de
repuesto”. Muy indicativo. Jesús quería señalarles que su confianza no debía descansar
sobre las cosas materiales, sino sobre el poder de Dios.
En nuestra obra evangelizadora, tal vez, le damos mucha importancia a la técnica, a
los medios audiovisuales, a la organización; y nos olvidamos de lo esencial: el poder del
Espíritu Santo en nosotros. Bien dice la Biblia: “No con espadas y con ejércitos, sino
con tu Santo Espíritu” ( 4, 6).
El padre Emiliano Tardif ha recibido de Dios un bello ministerio evangelizador por
medio de la sanación de los enfermos. Cuenta el Padre Tardif que en sus giras
apostólicas por Africa, le regalaron un enorme colmillo de elefante. El lo recibió con toda
naturalidad; pero pronto en la primera aduana le hicieron ver que ese colmillo de marfil
era “valiosísimo”. Entonces el padre Tardif comenzó a preocuparse; lo guardaba debajo
de la cama; cuando volvía de sus predicaciones iba a ver si todavía estaba allí el colmillo.
Total: aquel colmillo de elefante le había quitado su paz. En la oración el Señor le señaló

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este defecto. Entonces el Padre Tardif tomó el colmillo de elefante, lo envolvió en papel
periódico y se lo regaló a la primera persona que pasó frente a él. La serenidad volvió a
su corazón.
Las cosas materiales tienen el poder de fascinarnos, de amarrarnos. De
esclavizarnos. Un seguidor de Jesús no puede estar encadenado por las cosas materiales.
Constato, con frecuencia, que, muchas veces, aquellos que más bienes materiales
han recibido de Dios, son los menos generosos para estar al servicio del Señor. Están
amarrados por sus compromisos de tipo material. No tienen tiempo para colaborar con
Jesús en difundir el reino de Dios.
El poeta italiano Dante escribió “La Divina Comedia” en la que expuso con belleza
inigualable elevados conceptos teológicos. En su misma época predicó el sencillo
frailecito Francisco de Asís. No tenía las dotes literarias de Dante para hablar de Dios,
pero llevaba dentro de su corazón el poder del Espíritu Santo. Dante con toda su teología
no logró tantas conversiones como aquel diminuto frailecito Francisco de Asís.
Lo que cuenta en la obra evangelizadora no son “las espadas y los ejércitos”, sino
“el poder de Dios” en nosotros.

Sacudir el polvo

Algunos han malinterpretado la indicación de Jesús de sacudir el polvo de las


sandalias en los lugares en donde no es recibido el mensaje. Lo han interpretado como
una maldición para los que no reciben la predicación. Así lo había entendido Santiago y
Juan; ellos fueron a predicar, y como no los recibieron, querían que Jesús hiciera llover
fuego sobre los rebeldes. El Señor los reprendió severamente. El Señor no envió a nadie
a maldecir; él vino para salvar para redimir.
Cuando Jesús ordena sacudir el polvo de las sandalias quiere dar a entender que si el
enviado no es recibido, debe dejar constancia de su presencia en el lugar por medio del
polvo de sus sandalias. Todos somos enviados; no se nos garantiza de que nos van a
ovacionar, a aplaudir. Unicamente se nos pide que cumplamos con nuestro deber de
llevar el mensaje de nuestro Señor; que seamos heraldos de nuestro rey.
El Señor tampoco nos envía a doblegar a los demás a base de dialéctica o de presión
psicológica. El Señor no intentó doblegar a Judas. Se limitó a demostrarle todo su amor, a
sembrar la semilla del reino. Judas dijo que no. Jesús respetó su libertad después de
haber agotado todos los medios humanos y divinos para salvarlo.
San Pablo comprendió muy bien lo misterioso del corazón humano para convertirse;

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por eso escribió: Yo sembré, Apolo regó, pero el crecimiento espiritual solamente lo da
Dios (1 Co 3, 6). Pablo estaba plenamente convencido de que convertir a los demás no
es obra de hombre, sino de Dios. El evangelizador va a llevar el mensaje; no va a
maldecir a nadie, a doblegarlo. Va como heraldo portador de un mensaje que no es suyo,
sino de su Señor. El evangelizador debe tener la suficiente humildad de saber que le
pueden cerrar una puerta en la cara. No debe extrañarse, ni montar una tragedia.

¿Y los signos?

Un día, un sacerdote, con mucha humildad, me contó que al oírme hablar de que
deben darse los “signos” en la predicación, se puso furioso y ya no pudo seguir
escuchando con serenidad la plática. A los pocos días, después de que este sacerdote
acababa de celebrar la misa, una madre muy pobre le llevó a una niña para que le
impusiera las manos; la niña, decía la madre, tenía la “sangre envenenada”. La niña
estaba gravísimamente enferma. El sacerdote se molestó al ver que la madre de la niña
insistía en que le impusiera las manos. El sacerdote, al fin, accedió, no por caridad, sino
para librarse de aquella señora. Cuenta el sacerdote que sintió un fuego que le comenzó a
bajar del hombro hasta la mano. La niña quedó curada. Para la sencilla madre todo fue
muy natural, normal. Para el sacerdote aquel “signo” fue un reproche muy duro de Dios
para él. Tuvo que volver a reconsiderar el poder de sanación que Dios le había dado
junto con su ministerio sacerdotal.
En el evangelio se aprecia con claridad que el Señor a sus apóstoles y también a sus
72 discípulos los envió para tres cosas: a predicar, a expulsar espíritus inmundos y a
sanar a los enfermos. El evangelio expone que los discípulos parten a cumplir su obra de
evangelización y Echaban demonios -dice en San Marcos- ungían con aceite a muchos
enfermos, y los sanaban (Mc 6, 13).
Cuando el Señor nos envía nos equipa con su poder para cumplir la misión que nos
ha encomendado. Pero el mismo evangelio de Marcos anticipa que esas “señales” las
verán únicamente los que creen (cf Mc 16, 17). Muchas veces no vemos “signos”
porque no creemos, porque la sociedad materialista nos ha convencido de que ahora todo
lo puede resolver la ciencia; que el milagro ya no está de moda.
El padre Tardif, en su libro “Jesús está vivo”, cuenta algo muy consolador. Se
encontraba predicando en una universidad acerca del poder sanador de Jesús; un médico
tomó la palabra y comenzó a querer poner en ridículo al sacerdote; habló de psicología,
de parasicología, de términos médicos. El padre Tardif le respondió que él no
comprendía la mayor parte de los términos técnicos que el doctor había empleado; peros
seguía creyendo firmemente que Jesús continuaba curando a los enfermos. En ese
momento, desde el fondo del auditorium, por el pasillo, comenzó a caminar una persona

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muy conocida en la universidad que desde hacía muchos años no se podía mover de su
silla de ruedas. Todos quedaron asombrados. Aquel médico cayó de rodillas llorando y
pidiendo perdón a Dios por su incredulidad.
El teólogo alemán Heribert Mühlen, afirma que nuestra iglesia, en la actualidad, se
encuentra en estado de misión: existe un gran materialismo y secularismo. Y así es.
Tenemos muchas computadoras, rascacielos y vuelos espaciales pero se ignora el
mensaje de Jesús.
Por eso mismo se necesitan “signos” que atraigan, que llamen la atención de la
gente, y crean que Jesús vive hoy.
En los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los cristianos eran duramente
perseguidos, se reunieron en una casa -así lo cuenta el libro de los Hechos- y pidieron al
Señor que les concediera “signos y milagros” para que todos conocieran a Jesús (cf Hch
4, 30). Nada extraño que nosotros, en esos tiempos, no de persecución directa, pero sí
de total indiferencia religiosa, pidamos signos al Señor. Jesús ya nos garantizó que, al
enviarnos, él nos concedería poder para predicar, para expulsar espíritus malignos y para
curar enfermos. Sólo resta que nosotros pongamos nuestra parte: la fe. Estas señales -
aseguraba Jesús- seguirán a los que crean (Mc 16, 17). En el momento que nos
decidamos a tomar en serio la palabra -promesa- de Jesús, los signos se verán
palpablemente para impactar a tantas personas que necesitan de un mundo que
vertiginosamente se precipitan en las tinieblas.

Vayan

En la novela “Los miserables”, el Víctor Hugo, hay un obispo muy simpático. El


cometa con gracejo que a donde él va, ve cómo todos se sienten incómodos; se dan
cuenta de que se ha abierto una puerta y entra chiflón: entra aire puro. Este es el papel
del cristiano: abrir puertas por doquiera en los lugares malolientes para que entre el olor
de Cristo; abrir las ventanas en todas partes para que entre luz de Jesús. Muchos, como
el falso profeta Amasías, se han dejado amansar por la sociedad: están silenciosos en su
banca de la iglesia, mientras a su alrededor las fuerzas del mal hacen de las suyas. Con
ellos Jesús no puede contar para implantar el reino de Dios.
Antes, cuando la misa se decía en latín, se despedía a los fieles diciéndoles: “Ite
missa est”, “váyanse, la misa ha terminado”. Al concluir la misa somos enviados. Jesús
nos envía a invadir la ciudad y los pueblos; a llevar su buena nueva. Todos somos
multiplicadores de la Palabra del Señor. Somos heraldos que vamos a prepararle el
camino. Si alguien permanece sentado en su banca de iglesia, en silencio, y no hace nada
para llevar el Evangelio a todas partes, debería preguntarse, muy en serio, si merece el

101
nombre de cristiano.

102
18. Todos somos profetas

Para una inmensa mayoría el concepto de profeta no tiene nada que ver con su
vida; para ellos un profeta es el que se viste exóticamente como Juan Bautista, o lleva
una larga barba como Isaías. Son muchísimas las personas que ignoran que ellos son, o
deberían ser, “profetas”.
Llamamos profetas bíblicos a los que tenían un mensaje de Dios para toda la
humanidad. Ese mensaje quedó recopilado en la Biblia. Hay otra clase de profetas:
somos todos los bautizados, los seguidores de Jesús. A todos sus discípulos, Jesús les
ordenó: Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio. Todo bautizado es un
profeta.
El profeta es el que lleva un “mensaje” de parte de Dios. Todos los que nos
llamamos seguidores de Jesús, tenemos el encargo de llevar un mensaje de Dios a todas
las personas con las que nos relacionamos. Este es el concepto de profeta que muchos no
terminan de aceptar en sus propias vidas. Ni siquiera les pasa por la mente que son
profetas con un mensaje caliente entre las manos.

La dura realidad de profeta

El profeta Jeremías nos cuenta cómo fue su vocación para ser profeta de Dios. El
Señor le aseguró que cuando todavía estaba en el seno materno, ya lo había apartado
para que fuera su profeta. Jeremías se puso a llorar ante tamaño compromiso. El Señor
le dijo que no debía temer, pues él estaría siempre a su lado (cf Jr 1, 4-6).
A Ezequiel el Señor le advirtió que lo enviaría a un pueblo rebelde, y le dijo: Te
escuchen o no te escuchen, todos sabrán que allí hubo un profeta (Ez 2, 2).
El profeta no va para arrullar los oídos de los oyentes con bonitas palabras. El
profeta lleva un mensaje de fuego. La Palabra de Dios es “espada” y causa dolor cuando
penetra; pero, al mismo tiempo, sana y salva. Al profeta nunca se le garantiza que le
aplaudirán, que se le abrirán todas las puertas. Todo lo contrario. Las más de las veces,
se le anticipa, que será -como su Maestro- un “signo de contradicción”.
San Pablo fue a predicar al Areópago. Pablo tenía el fuego del Espíritu Santo; era
un hombre muy preparado en la cultura de su tiempo. Sin embargo, los sabios griegos lo
dejaron plantado con la palabra en los labios. Tal vez Pablo, en esa oportunidad, creyó
que fracasaba. El mismo Pablo, en esa circunstancia, no sabía que entre los oyentes
estaba Dionisio Areopagita a quien su discurso lo dejó pensativo. Más tarde Dionisio

103
Areopagita llegó a ser un gran santo.
Bien dice la Escritura que la Palabra de Dios es como la lluvia que una vez que cae
no regresa vacía. Pablo, con el tiempo, aprendió la lección, y nunca se creyó fracasado al
no ser atendido o al ser despreciado en la predicación. Pablo, con mucho acierto, llegó a
escribir: Yo sembré, Apolo regó, pero el crecimiento lo da solamente Dios (1 Co 3, 6). Y
así es. Nadie de nosotros puede cambiar el corazón de otra persona. Esa es obra
exclusiva de Dios. A nosotros únicamente nos toca sembrar; a otros les tocará regar. Lo
importante es que haya profetas sembradores del mensaje de Dios en todas partes.

La debilidad del profeta

A Dios no le interesa que alguien sea un superdotado o un débil para hacerlo su


profeta. Lo único que Dios quiere es que el individuo sea “barro en sus manos” para
poderlo modelar a su manera.
Pablo, en sus escritos, habla de “su espina” que lo humillaba. Según algunos
comentaristas de la Biblia, Pablo sufría de ataques epilépticos que lo humillaban, ante sus
enemigos. Pablo confesó que, en repetidas ocasiones, le había pedido a Dios que lo
librara de esa cruz. Un día, Pablo recibió la respuesta del Señor: esa espina se la había
dejado para que se conservara humilde después de haber tenido tantas revelaciones.
Pablo, entonces, aprendió que él “era fuerte cuando era débil, porque allí se manifiesta el
poder de Dios”.
En Francia se dio el caso de un humilde seminarista que se presentó para el examen
para optar al Sacerdocio. Apenas pudo pasarlo. Lo aprobaron porque vieron que era muy
piadoso. Al mismo tiempo, que aquel seminarista de poco talento, se examinaron otros
estudiantes de altos vuelos. Pasaron los años, aquel humilde seminarista se convirtió en el
cura de Ars. De todas partes de Francia acudían al pueblecito de Ars para escuchar los
sermones de aquel sacerdote provinciano que estaba lleno de la Sabiduría del Espíritu
Santo. Ese sacerdote llegó a ser el famoso Santo Cura de Ars.
El profeta Jeremías se puso a llorar cuando Dios lo llamó para ser su profeta;
alegaba que era muy joven. El Señor le dijo: No digas que eres muy joven… Yo te
convertiré en una fortaleza frente a ellos (Jr 1, 7-8).
Al Señor no le interesan las cualidades del candidato. Solamente le interesa su
generosidad, su confianza. Solamente quiere que, como Isaías, le diga: Señor, envíame a
mí. Cuando alguien le da su sí, al Señor, él lo convierte en fortaleza contra el mal. Lo
hace caminar victorioso sobre dragones y serpientes.

104
Ambiente adecuado

Es impresionante lo que apunta San Marcos con respecto a Jesús. Hace constar que
cuando el Señor fue a predicar a Nazaret “no pudo” hacer allí milagros por la falta de fe
de sus paisanos. No dice: “No quiso”, sino “no pudo”. La falta de fe de aquel pueblo le
ató las manos a Jesús. Lo bloqueó.
Jesús, en la sinagoga de Nazaret, comenzó advirtiendo que el “Espíritu Santo estaba
sobre él”, que había sido enviado para anunciar la buena noticia. Los de Nazaret, en
lugar de centrar su atención en la buena noticia de Jesús, se fijaron en que era hijo de un
carpintero y de una sencilla mujercita de pueblo. Además, se sintieron molestos por lo
que les decía. Intentaron precipitarlo en un barranco. Jesús tuvo que escapárseles de las
manos.
Un profeta necesita un ambiente adecuado para sembrar la semilla de la Palabra. El
terreno tiene que estar abandonado. Jesús antes de iniciar su predicación, dejó que Juan
Bautista le preparara el terreno. Una asamblea debe estar preparada para que la semilla
caiga en buen terreno y pueda dar fruto. La mejor manera de preparar una asamblea es
por medio de la oración, de la Caridad, de la fe. Cuando se da estos elementos, el poder
de Dios se manifiesta con abundancia en la asamblea.
Uno de los grandes defectos de los oyentes es que repiten la escena de Nazaret:
fijan su atención en el predicador, en sus cualidades o defectos, y se les va de las manos
-del corazón- el mensaje que Dios les enviaba por medio de su profeta.
Cuando Dios le habló a Moisés en el desierto no lo hizo por medio de un manojo de
olorosas rosas, sino de un puñado de espinas. Dios se sirve de cualquier instrumento para
llegar a su comunidad. Lo que importa es la fe, no en el profeta -puede ser bueno, malo
o regular-, sino en el mensaje mismo que Dios envía.
Alguien aseguró que la mitad de la prédica la hace la asamblea. Y así es. Una
asamblea de fe, de oración, de caridad es como los árboles que atraen la lluvia. Una
asamblea de fe provoca que el poder de Dios se manifieste de diversas maneras. Una
asamblea sin fe se parece a los de Nazaret: impide que Jesús haga milagros.

Para construir

Un profeta es enviado por Dios para construir su Iglesia, no para dividirla. Jesús, al
mismo tiempo que habló de tener fe en el mensaje, instruyó para que se discirniera
acerca de los profetas. Algunos vendrán con piel de oveja. Jesús dio la clave para saber si
son lobos y ovejas. Por sus frutos los conocerán, indicó Jesús.

105
En nuestra Iglesia hay una rica historia de profetas que encontraron contradicción
por todos lados. Tenían arrastre de masas; podían haber fundado sus propias iglesias.
Pero ellos, con humildad y obediencia, supieron esperar el tiempo de Dios. A San
Alfonso María de Ligorio sus hermanos de religión lo expulsaron de la Congregación que
él mismo había fundado. Cuando Santa Teresa inició la reforma de varios conventos
disipados, sus religiosas la metieron a la cárcel. A San Juan Bosco, un obispo, por
envidia, le prohibió celebrar misa y confesar. Al Padre Pío hermanos del convento le
hicieron la vida imposible. Estos profetas perseguidos se comportaron como santos. Por
sus frutos se pudo detectar que eran profetas de Dios.
No se puede afirmar lo mismo de Martín Lutero. Un hombre talentoso. Muchas de
las cosas que él sostenía eran ciertas. Martín Lutero no tuvo la suficiente humildad del
santo para saber esperar el tiempo de Dios. Dividió la Iglesia. Después de él muchos de
sus seguidores, siguieron su ejemplo. Y la Iglesia ha seguido siendo fraccionada.
Tampoco el obispo, Marcel Lefevbre, tuvo la suficiente santidad para no caer en la
tentación del divisionismo. En los tiempos modernos, este obispo francés ordenó a cuatro
obispos contra las órdenes del Papa. Cayó automáticamente en la excomunión, y
provocó un nuevo cisma en la Iglesia. La historia tendrá mucho que decir acerca de este
obispo “cismático” que no quiso acatar las disposiciones del Concilio Vaticano II. Con la
vana pretensión de ser un “enviado de Dios”, provocó un nuevo cisma en la Iglesia.
Jesús, en la última Cena, rogó: Padre, que TODOS SEAN UNO. Un profeta que
divide, que desobedece, es un falso profeta. Por sus frutos se les puede conocer. La
división no es un fruto del Espíritu Santo.

Nuevamente crucificado

El novelista ruso, Dostoyevski, escribió que si Jesús volviera hoy, la gente lo


volvería a crucificar. A alguno, tal vez, le parezca sin sentido. Lo cierto es que si Jesús
volviera, lanzaría nuevamente su quemante mensaje que molestaría a muchos,
comenzando, seguramente, por los dirigentes religiosos y políticos. Muchas personas se
volverían a sentir molestos, como en tiempos de Jesús se sintieron incómodos los que se
encontraron señalados en los mensajes de Jesús.
Jesús a sus seguidores -sus profetas-, les aseguró: Así como me persiguieron a mí,
así los perseguirán a ustedes. El peor enemigo de las tinieblas es la luz. Donde hay luz
no puede haber tinieblas. Todo profeta que sigue el camino recto, que no hace pacto con
los criterios del mundo, que continúa difundiendo el mensaje purificador de Jesús,
lógicamente tiene que ser perseguido. Por eso, si alguien, nunca ha recibido persecución
por causa de la justicia del Evangelio, debería revisar si está ejerciendo su misión de

106
profeta.
A todos los que se decidieron a seguirlo, Jesús no los dejó inactivos: Los envió:
Vayan a todas partes y prediquen el Evangelio. Este no es un consejo. Es una orden
expresa de Jesús para todos los que dicen que son cristianos. Bajo esta óptica habría que
revisar si muchos, que nunca se atreven a llevar el mensaje, a mostrar su identidad de
seguidores de Jesús, merecen ser, de veras, llamados cristianos.

107
19. Todos Somos Misioneros

Hay un concepto muy romántico acerca de lo que es un misionero; las personas se


lo imaginan con una larga barba, en la selva, entre leones, tigres y elefantes. En realidad
esta es una idealización folklórica de lo que es un misionero. Lo que muchos no han
captado es que son también lugares de misión la ciudad, el pueblo en donde urge llevar el
mensaje evangélico.
Unos datos que impresionan: el pueblo judío tuvo el gran privilegio de tener a Jesús
predicando en sus mismas calles y sinagogas. En la actualidad, el 70% del pueblo judío
no practica ninguna religión. España siempre fue considerada como un pueblo
eminentemente católico. Últimamente sus obispos y pueblo se han dado cuenta que
España necesita una segunda evangelización. Estados Unidos dispone de maravillosos
medios para difundir el mensaje; en esta culta nación solamente el 20% practica la
religión cristiana. A nuestros pueblos latinoamericanos, hace 500 años que llegó el
mensaje de Jesús. Al revisar lo que muchas veces parece religión, encontramos una
mezcolanza de superstición y cristianismo; existe una desorientación religiosa increíble
que se manifiesta en criterios y modos de vida que nada tienen que ver con el
cristianismo.
Nuestra selva es ese mundo intrincado de secularización en que vivimos, en donde
abundan las serpientes de la inmoralidad, los elefantes de la indiferencia religiosa, los
leones y panteras del odio y la violencia. Vivimos en situación de auténtica misión en
donde urge la proclamación del Evangelio.
El Papa Juan Pablo II, muchas veces, habló acerca de la necesidad de una NUEVA
EVANGELIZACIÓN. No se trata de nuevas verdades; el Evangelio ya lo tenemos; la
nueva evangelización, a la que se refiere Juan Pablo II es nuevo ardor en la predicación y
los nuevos métodos para presentar el mensaje de salvación al hombre de nuestro tiempo.

El proceso de los apóstoles

Los apóstoles fueron provistos de una magnífica instrucción religiosa. Tuvieron al


mejor Maestro que se pueda imaginar. Pero después de tres años de enseñanza, todavía
no estaban “evangelizados” porque no había entregado su corazón del todo a Jesús. Le
entendían una cosa por otra. No se atrevían a tomar en serio la doctrina del Señor.
Antes de ascender, el Señor les dio una orden: No se muevan de Jerusalén hasta
que no hayan recibido la PROMESA DEL PADRE (Hch 1, 4). Durante nueve días

108
estuvieron en Jerusalén en oración y meditación. Perseveraban unánimes en la oración,
apunta el libro de los Hechos (Hch 1, 14). Durante esos días vieron, retrospectivamente,
todos los acontecimientos a la luz de la resurrección de Jesús. Fue, entonces, cuando le
dieron su sí total al Señor. Vino sobre ellos el Espíritu Santo -la Promesa del Padre-, y
todo lo comprendieron de una nueva forma. Sintieron la urgencia de salir a predicar el
Evangelio que Jesús les había encomendado. Lo hicieron con tanto poder que la gente,
compungida, les preguntaba: “¿QUÉ DEBEMOS HACER?” (Hch 2, 37).
La esencia de la predicación de los apóstoles era Jesús. Cómo había sido anunciado
por los profetas. Cómo había obrado milagros prodigiosos; cómo había muerto y
resucitado. A esta predicación, los técnicos le han dado el nombre griego de KERIGMA,
es decir ANUNCIO.
Esa predicación gozosa no fue algo momentáneo, dictado por la emoción pasajera.
En el capítulo quinto del libro de Hechos, se describe a los primeros cristianos que van
llevando el mensaje de casa en casa. Más tarde -Cap. 8- se narra que durante una fuerte
persecución, los de la jerarquía de la Iglesia se quedaron escondidos en Jerusalén, y que
los laicos tuvieron que salir a los pueblos vecinos. No se quedaron pasivos los laicos.
Aprovecharon para llevar el mensaje a esos pueblos a donde había ido a refugiarse.
Todos ellos habían sido ya “evangelizados”; le habían dado su sí decidido al Señor; por
eso sentían la urgencia de llevar el mensaje a todas partes.
Y aquí una primera constatación. Nadie puede ser un buen evangelizador, si antes
no ha sido evangelizado él mismo. Si no ha tenido un encuentro personal con Jesús, no
puede contarles a otros quién es Jesús y qué es lo que ha hecho en su propia vida. No
puede llevar un KERIGMA gozoso a los demás, si antes no ha experimentado la verdad
de la Buena noticia de Jesús.
En muchas casas se ve un Cristo en la pared; lastimosamente ese Cristo sólo está en
la pared y no en el corazón. Muchos han sido instruidos acerca de las verdades
fundamentales de nuestra religión; pero no se han convertido; y, por eso mismo todavía
no están evangelizados. El Cristo sigue para ellos en la pared de su casa; aún no está en
sus corazones.
Lugares propicios para ser evangelizados son las “comunidades de base” en nuestra
Iglesia. Allí hay abundancia de predicación de la Palabra; se da importancia a la oración y
se encuentra una comunidad de amor. Las comunidades de base -abundan en nuestra
Iglesia- son lugares muy adecuados para que las personas no sólo sean instruidas en la
religión, sino también sean ayudadas para entregarse al Señor y tener su Pentecostés
personal.

“Vayan a todas partes”

109
San Pablo tenía gran experiencia de cómo las personas eran evangelizadas. Fue
Pablo el que escribió: La fe viene como resultado de oír la Palabra de Dios (Rm 10,
17). Por medio de la predicación o de la lectura de la Biblia, la Palabra toca el corazón;
llega la fe y de allí viene la conversión. Este es el proceso para ser evangelizado.
Pablo también escribió: Yo planté, Apolo regó, pero el crecimiento espiritual lo da
solamente Dios (1 Co 3, 6). Pablo se había dado cuenta de que cada uno de nosotros
tenemos una misión que cumplir -plantar, regar-; es lo que Dios nos pide que pueda llegar
la fe y la conversión a otros.
Las últimas palabras de Jesús en el Evangelio de San Mateo son: Vayan, pues, a las
gentes de todas las naciones, y háganlas mis DISCÍPULOS; bautícenlas en el nombre
el Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he
mandado a ustedes (Mt 28, 18-19).
A los que querían llamarse sus “seguidores”, Jesús los envió a llevar a todos lados la
Buena Noticia -el Evangelio-. Era el medio de sembrar y de regar la semilla del Mensaje
salvador.
El seguidor de Jesús lleva un “mensaje” que no es propio, es de su Señor. Lleva una
Buena noticia que ya ha experimentado en su propia vida. El mensaje no lleva “teorías”,
hipótesis, sino un mensaje que está contenido en la Biblia. San Pablo tenía fe absoluta en
lo que la Palabra de Dios puede obrar en las personas que la escuchan. Por eso llegó a
afirmar que el Evangelio es poder de Dios para salvación de los que creen (Rm 1, 16).
En su predicación, tanto Pedro como Pablo y los demás apóstoles, eso hacían:
contaban quién era Jesús y qué había obrado en sus respectivas vidas. Era el Kerigma de
salvación. Al oír esa buena noticia de mensajeros llenos del poder del Espíritu Santo, las
personas eran tocadas y terminaban preguntando: “¿QUÉ DEBEMOS HACER?”. Toda
proclamación del mensaje debe llegar a eso: las personas deben quedar cuestionadas y
preguntar: “¿Qué debemos hacer?”. Ese es el principio de la salvación.

Compromiso para todos

Me encontré con un experto en televisión. Con entusiasmo me mostraba todos los


aparatos y me hablaba de todo lo que se podía hacer con ellos. Le pregunté si se servía
de esos medios maravillosos para evangelizar, y me respondió: “No soy fanático”. Son
muchas las personas que no se han dado cuenta de que la misión de evangelizar no es
algo “optativo”, sino una obligación que nos incumbe a todos los que nos queremos
llamar cristianos.

110
San Pablo expuso dos condiciones que todo cristiano debe cumplir para poder
salvarse. Dijo Pablo: Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor y crees en tu
corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación (Rm 10, 9). Dos cosas:
creer con el corazón y confesar con los labios.
Todo el que se quiera llamar cristiano debe examinar seriamente si “cree con el
corazón”. Muchos creen sólo con la mente, es decir, tienen instrucción religiosa, pero no
le han entregado todavía su corazón al Señor. No se han convertido. No están
evangelizados.
La otra condición: Hay que “confesar con los labios”. Si no siente la urgencia de
llevar el Evangelio a los demás, es clara señal de que todavía no está evangelizado.
Todavía no ha tenido su Pentecostés personal, y, por eso mismo, no tiene clara
conciencia de su obligación de llevar el Mensaje. Razón tenía Pablo cuando decía: Ay de
mí si no evangelizo.
Son muchos los que se avergüenzan de hablar de Jesús. Tendrán que recordar las
palabras del Señor: Si alguno me confiesa ante los hombres, yo lo confesaré ante mi
Padre. Si alguno se avergüenza de mí ante los hombres, también yo me avergonzaré de
él ante mi Padre (Mt 10, 32-33). Muy claro y muy comprometedor.
Entre el pueblo judío, durante la cena de Pascua, el niño más pequeño preguntaba:
“¿Por qué hacemos esto?”. El papá aprovechaba para catequizar a su familia acerca de la
historia del Éxodo. En la actualidad, los padres han perdido el papel de evangelizadores
de su propia familia. El maestro de los niños en el hogar es, muchas veces, el televisor.
Los instruye acerca del adulterio, de las drogas, de la violencia, de los criterios
antievangélicos. Se repite lo de la parábola de Jesús: mientras “dormían” los trabajadores,
el enemigo les sembró cizaña. Los padres de familia frecuentemente, duermen, y el
espíritu del mal aprovecha para sembrar cizaña en sus hogares.
Los padres de familia deben ser los primeros evangelizadores de su casa. Son
sacerdotes en su propio hogar. No pueden renunciar a esta misión ineludible. ¿De qué
sirve que les proporcionen pan, vestido, cultura a sus hijos, si los dejan sin el alimento
para el alma? Jesús dijo: ¿De qué le sirven al hombre ganar todo el mundo, si pierde su
alma? (Lc 9, 25).

Testimonio

El cristiano se presenta como portador de una Buena Noticia, de un Evangelio; pero


no debe pasar como un “soñador”, un “teórico”. Debe mostrar fehacientemente que esa
buena noticia ya la ha experimentado en su vida. Que es una realidad que surte efecto.

111
Cuando la mujer samaritana fue evangelizada por Jesús, salió corriendo hacia el
pueblo diciendo: ¡Vengan a ver a este hombre que me ha dicho todo lo que he hecho!
Todos los del pueblo conocían a esa mujer amargada que se había alejado de todos, que
rehuía encontrarse con ellos. Al ver el cambio repentino del odio al amor, quedaron
impactados; dice el Evangelio que muchos creyeron por el testimonio de aquella mujer.
Jesús se sirvió de dos imágenes muy plásticas para indicar lo que debía ser un
cristiano en medio del mundo; dijo Jesús: Ustedes son sal de la tierra y luz del mundo.
La sal sirve para preservar. En tiempo de Jesús no había refrigeradoras; la carne se
conservaba cubierta de sal.
En medio de una sociedad en putrefacción, en donde predominan las costumbres
licenciosas, las conservaciones obscenas, el cristiano es sal. Es cierto que la sal causa
escozor cuando cae en la llaga; pero impide que continúe la putrefacción.
En medio de una sociedad que se caracteriza por las tinieblas de la mentira, de la
injusticia, de la corrupción, el cristiano es como reflector que impide que las tinieblas
avancen y cubran con su manto todas estas lacras.
Cuando Mateo se convirtió quiso que sus amigos tuvieran la misma dicha que él.
Los invitó a su casa el día que Jesús iba a llegar. Quiso acercarlos a Jesús. Cuando
Zaqueo se convirtió, también quiso que sus amigos -explotadores como él-; quiso que
conocieran quién era Jesús. Delante de todos se confesó y expuso su testimonio de
cambio de vida. A muchos les ha ayudado en su camino hacia Dios, el libro de San
Agustín, “Las confesiones”. Allí Agustín expone, descaradamente, la manera cómo Jesús
lo rescató de su vida de sensualidad y de paganismo. El testimonio es una evangelización
muy poderosa. Anima, sobre todo, a los que creen que el Evangelio es una utopía. No
puede haber una evangelización eficaz, si no hay un testimonio fehaciente de lo que es
vivir según el Evangelio de Jesús.

Los signos

Fue el mismo Jesús quien se adelantó a prometer “signos” milagrosos a las personas
que creyeran (Mc 16, 20). Cuando llevamos el mensaje con el poder el Espíritu Santo,
tienen que evidenciarse los signos carismáticos. Si vamos solamente con nuestro poder,
claro está, esos signos estarán ausentes.
En el atrio del Templo, Pedro curó a un tullido; la gente, con novelería, se reunió al
punto. El signo cuestiona, interpela a la persona misma. Pedro se aprovechó de ese
gentío para hablarles de Jesús que había obrado ese milagro (cf Hch 3, 11-26).
En nuestra Iglesia existe cierto temor de los signos carismáticos, en algunos

112
ambientes. Se desconfía. Se tiene miedo de exageraciones. Habría que preguntarse si el
“exceso” de prudencia no lleva a la ausencia de signos.
Jesús empleó signos en su predicación; lo mismo los apóstoles y los santos. Los
primeros cristianos, según el Libro de los Hechos, en un momento que arreció la
persecución, no pidieron que cesara la persecución, sino que hubiera signos y milagros
para que todos pudieran creer (cf Hch 4, 29-30).
Nuestro hombre tecnificado necesita signos de Dios. Tiene que ser interpelado y
cuestionado por esos signos sobrenaturales para los que no tienen una respuesta de tipo
científico. Si nosotros les “tenemos miedo a los signos”, lógicamente, esos signos no van
a aparecer, pues nuestro temor refleja nuestra falta de fe, y los signos solamente están
prometidos “a los que creen” (Mc 16, 20).

Hacer discípulos

Jesús, antes de ascender al cielo, ordenó a sus seguidores que HICIERAN


DISCÍPULOS a todas las personas. El discípulo no es un oyente ocasional del mensaje,
alguien que acude a una iglesia pasivamente. El discípulo ya se ha comprometido con
Dios y con la Iglesia.
Después de la Evangelización, del primer anuncio del mensaje, debe venir el
CATECUMENADO. Es decir la catequesis que consiste en las mismas verdades del
primer anuncio, pero ampliadas, explicadas con mayor profundidad. El catecumenado
debe llevar a la persona a vivir su conversión, a perseverar en el camino del Evangelio.
José Prado tiene un libro titulado: “ID Y EVANGELIZAD A LOS BAUTIZADOS”.
Me parece título desafiante. Se supone que un evangelizado ya está evangelizado.
Nuestra realidad es todo lo contrario. En nuestra Iglesia nos encontramos con una masa
inmensa de gente que fueron bautizados de niños. El día de su bautismo los padres y
padrinos del niño se comprometieron a ayudarlo a crecer espiritualmente hasta llegar a la
Confirmación. La mayoría de veces, no se ha cumplido con ese compromiso. El niño,
luego el joven, no han encontrado un ambiente propicio para su crecimiento espiritual en
su hogar. De allí que se hayan quedado “enanitos espirituales”. Están bautizados, pero no
están “evangelizados”, porque no le han dado su sí de corazón a Jesús. No están
convertidos.
Esa es nuestra ingente tarea en la actualidad: ayudar a muchísimos a descubrir qué
significa su bautismo, su confirmación. Ayudarlos a valorar los sacramentos, la Iglesia. A
sentirse cristianos, seguidores de Jesús, no solamente para algunas ocasiones, sino en
todo momento y circunstancias. Pienso que los lugares apropiados para esta
evangelización son las “comunidades de base”. Allí, más personalmente, los individuos

113
pueden ser acercados a Jesús para que se conviertan y reciban su Pentecostés personal.
Son las “comunidades de base” los lugares en donde el cristiano deja de ser un “don
nadie”, como en las grandes concentraciones de fieles en las misas dominicales, y
comienza a ser identificado con sus penas y cualidades. Allí es donde los evangelizadores
pueden ser “enviados” por la comunidad para la obra evangelizadora.

Algo urgente

Una madre de familia me contaba su caso. Su hija adolescente se acercó a ella para
pedirle que resolviera una duda con respecto a la Biblia. La madre se sintió impotente
para poder ayudar a su hija. La jovencita le dijo: “Mamá, siempre me has ayudado en
mis deberes de Matemáticas, de Historia, de Geografía, ¿cómo es que no puedes
ayudarme en Religión?” Me contaba la mamá que eso la puso en crisis. No se quedó
satisfecha hasta buscar una escuela de catequesis en donde ha permanecido ya durante
varios años.
San Pablo decía: ¿Cómo van a creer si no hay quién los evangelice? Jesús nos dio
la orden de llevar el mensaje a todas las personas. No podemos rehusar cumplir con esta
obligación.
San Pedro afirma que debemos ser PIEDRAS VIVAS en la Iglesia. Hay muchas
piedras muertas en nuestra Iglesia. Muchos cristianos que solamente llegan a la iglesia
para recibir, pero no dan nada a los demás. Es muy difícil que ya se hayan convertido.
Con ellos Jesús no puede construir el reino de Dios.
Todos somos misioneros en el lugar en donde la Providencia nos haya colocado. Si
alguien lleva a Jesús dentro de su corazón, debe demostrarlo. Si alguien ya le dijo que sí
de corazón al Señor, ya no puede dejar de ser sal de la tierra y luz del mundo, eso es
evangelizar, ser misionero.

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Índice
EN ESPÍRITU Y EN VERDAD 5
Sobre el Autor 7
En Espíritu y en Verdad 8
I. Revisemos Nuestra Religión 9
1. La Religión puede ser una máscara 10
La liberación de temores 10
Los buenos y los malos 11
Los contrasentidos 12
No podemos engañarnos 13
2. Los robots no tienen Religión 14
Perfeccionar la ley 14
Asesinar con los ojos 15
Nuestro pensamiento 15
La operación quirúrgica 16
El divorcio 17
Un mundo de luz 17
Nada de barro 18
3. Religión de “ondazos” 19
La maldición 19
Religión a la medida 20
Como ramas 21
Como templos de Dios 21
4. ¿Una Religión Mercantilista? 23
Religión mercantilista 23
Un cáliz, un bautismo 24
Primero el último 26
Ensuciarse las manos 26
Aprendan de mí 27
5. ¿Una Religión de Masas? 29
¿Superstición? 29
Con su cabeza 30
Un proceso indispensable 31

116
6. Un Látigo para Nuestra Religión 33
Un encuentro con Dios 34
Encuentro con los hermanos 35
En espíritu y en verdad 36
Religión y vida 37
Un látigo 37
II. Jesús: Centro de Nuestra Religión 39
7. Para Usted ¿Quién es Jesús? 40
Segunda conversión 40
Perder para ganar 42
¿Sociedad cristiana? 42
Abran las puertas 43
8. ¿Qué Dice La gente de Jesús? 45
Muchas opiniones 45
Los varios pasos 47
Hay que arrodillarse 48
9. Jesús: Camino, Verdad y Vida 50
Jesús es el camino 50
Jesús es la verdad 51
Jesús es la vida 51
Conocer - Experimentar 52
10. Jesús, ¿A quién iremos? 54
Las palabras de Jesús son duras 54
Las palabras de los maestros del mundo 55
¿Por qué se alejaron? 55
Nada a la fuerza 57
Los trece de la fama 57
11. ¿Es Jesús Señor de nuestra vida? 59
¿Maestro o Señor? 59
Si me aman 60
Camino, verdad y vida 61
Indispensable proclamar 62
¿Jesús o Barrabás? 63
III. El Amor: Lo Esencial de la Religión 64

117
12. El mandamiento Principal (1) 65
Amor a Dios 65
El amor al prójimo 66
Como Yo… 68
A la par nuestra 69
13. El mandamiento Principal (2) 71
¿Amamos a Dios? 71
¿Existen los ateos? 72
Si me aman… 73
Una pauta 74
Los dos brazos de la cruz 74
Dos casos 76
14. Como buenos Samaritanos 77
El amor en teoría 77
Los más religiosos 78
Nuestra gran mentira 79
¿Qué debo hacer? 79
Hacerse prójimo 81
El primer buen samaritano 82
Parábola de todos los días 82
15. Hay que multiplicar el pan 84
Lavarse las manos 84
El anónimo 85
La lógica humana y la divina 86
Algo muy actual 87
IV. No solo bautizados, sino discípulos 89
16. Todos somos Discípulos 90
Un discípulo 90
Las directivas 91
Lobos en medio de corderos 91
No con espadas y con ejércitos 92
Vendedores de paz 93
Con poder… 94
De tiempo completo 95

118
17. Todos somos enviados 96
La conversión 96
El silencio de los buenos 97
De dos en dos 97
Sin túnica de repuesto 98
Sacudir el polvo 99
¿Y los signos? 100
Vayan 101
18. Todos somos profetas 103
La dura realidad de profeta 103
La debilidad del profeta 104
Ambiente adecuado 105
Para construir 105
Nuevamente crucificado 106
19. Todos Somos Misioneros 108
El proceso de los apóstoles 108
“Vayan a todas partes” 109
Compromiso para todos 110
Testimonio 111
Los signos 112
Hacer discípulos 113
Algo urgente 114

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