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El documento describe la infancia del autor y su fascinación por trepar y balancearse en las hamacas del parque cercano a su casa. A pesar de su pequeña estatura, el autor aprendió a hamacarse solo y a mayores alturas. Con el tiempo, comenzó a trepar por la estructura de las hamacas y a coleccionar lugares para trepar. Aunque tuvo miedos como quedar atrapado entre las vías de un tren, la culpa y los sueños, también disfrutó superar esos miedos, como gritar en un juego
El documento describe la infancia del autor y su fascinación por trepar y balancearse en las hamacas del parque cercano a su casa. A pesar de su pequeña estatura, el autor aprendió a hamacarse solo y a mayores alturas. Con el tiempo, comenzó a trepar por la estructura de las hamacas y a coleccionar lugares para trepar. Aunque tuvo miedos como quedar atrapado entre las vías de un tren, la culpa y los sueños, también disfrutó superar esos miedos, como gritar en un juego
El documento describe la infancia del autor y su fascinación por trepar y balancearse en las hamacas del parque cercano a su casa. A pesar de su pequeña estatura, el autor aprendió a hamacarse solo y a mayores alturas. Con el tiempo, comenzó a trepar por la estructura de las hamacas y a coleccionar lugares para trepar. Aunque tuvo miedos como quedar atrapado entre las vías de un tren, la culpa y los sueños, también disfrutó superar esos miedos, como gritar en un juego
Cuando era chico vivía con mi mamá y mi hermana en el sexto piso de un edificio, que
junto a otros cuatro de similares características estaban emplazados en una manzana
parquisada rodeada de unas rejas verdes de máximo tres metros de altura. Ahí pasé todas las tardes libres de mi niñez. Los fines de semana o en las vacaciones bajaba a jugar y me encontraba con mis amigos. En la plaza había juegos: dos areneros, varias trepadoras, un par de subibajas y unas hamacas, que, para mi pequeña estatura, eran de respetar. Eran tres las hamacas más grandes que colgaban abatidas y estáticas con sus largas cadenas. Siempre que bajaba a jugar y no encontraba a nadie, me sentaba a esperar en una hamaca. Me empujába con la punta del pie haciendo movimientos circulares y sin darme cuenta comenzaba a balancear la hamaca. Mis piernas comenzaban a flexionar y estirarse casi automáticamente, mis manos aferradas a las cadenas, no tensionaban lo suficiente hasta no reclinarme sobre mi espalda y buscar una posición horizontal. Así descubrí que no necesitaba que alguien me empuje para hamacarme. En ese momento ya me podía hacerlo solo y como volando me despegaba unos dos metros del piso pero sentía que podía hacerlo más fuerte. Con el tiempo fui mejorando la técnica, la coordinación del cuerpo, un esfuerzo, para mi, lógico, natural, que rompía el equilibrio del sistema para alcanzar un alto vuelo. Recuerdo hamacarme durante largos periodos, el olor a la cadena oxidado invadía mis manos, la tabla percudida por las inclemencias meteorológicas perdía su pintura y cada día alcanzaba mayor altura hasta sobrepasar los ciento ochenta grados que hacian que la hamaca se desestabilice. La técnica precisa combinaba cuerpo y hamaca en un solo movimiento, me gustaba esa sintonía, esa frecuencia de resonancia. El siguiente paso fue cuando la hamaca estaba en la altura correcta, soltar las cadenas e impulsarme para caer dentro del arenero que estaba enfrente. El desafío era saltar la reja que no tenía mas de un metro de altura y lo que amortiguaba la caída era la arena donde pocas veces, por no decir ninguna, caía parado sobre mis pies. Pero para mi yo infante no era suficiente. Cuando perdí interés en la hamaca propiamente dicha, comencé a intentar trepar por la estructura de la que colgaban. Y era aún más difícil o más temeroso hacerlo mientras alguien se estaba hamacando ya que transmitía a la estructura las vibraciones propias del balanceo. A veces trepaba por las mismas cadenas de las hamacas y llegaba hasta arriba. Comencé a coleccionar lugares donde me había trepado. Donde los niños comunes veían una hamaca, una estatua o un simple cantero yo veía la oportunidad de treparme. Una vez estaba saltando de un lado a otro en el laberinto, previo a cruzar las vías del tren, mientras esperaba que pase y por algún atolondrado movimiento quedé del lado equivocado, es decir del lado de las vías. Pienso que si me hubiese quedado quieto probablemente no me habría pasado nada. Pero no estaba solo y para ella, quien me había dado la vida, no era suficiente solo advertirme del peligro de perderla. De pronto sentí que algo me cubría la cara y, quizás un poco bruscamente, me empujaba contra el caño frio que me llegaba a la nuca, el aire comenzó a chuparse por el avasallante vagón que pasaba a pocos centímetros de nosotros. El sonido era ensordecedor, y aunque hubiese gritado nadie me habría escuchado. Solo quedaba aguantar unos segundos más y después, la culpa. La culpa de haber puesto en peligro a ambos. No recuerdo si me retaron pero ella se asustó, tuvo miedo de que me pasara algo y me protegió. No se si empezó ahí pero en algún momento la culpa que sentí ese día se convirtió en miedo. Empecé a tener pesadillas de que caía por acantilados y me levantaba sobresaltado, y también que trepaba hasta nuestro departamento del piso seis pero cuando estaba a la mitad, me agarraba pánico y no podía bajar, ni subir, quedaba paralizado hasta que no despertaba. La primera vez que detuve un juego fue en uno de esos barcos piratas, que estaba en el Abasto, decidimos subir con mi papá y pensé que estar en la punta era lo menos grave, eso me había dicho él. Cuando el barco comenzó a balancearse me dio mucho miedo y pedí que lo parasen. Por suerte solo estábamos nosotros en el juego. Justo para la época que empezaba a tener que demostrar una supuesta valentía en mi se desvanecía. Íbamos al parque de la costa y a la única atracción que me subía era además de a la montaña rusa de agua, al Vigía porque no tenía mucha altura. Una vez nos llevó papá a mi hermana y a mi, cuando me convenció para subirme al desorbitado con él, ese martillo gigante que da vueltas de traslación y a la vez de rotación generando de manera eficaz lo que su nombre indica. Me subí y nos sentamos uno al lado del otro. El mecanismo de seguridad a el le apretaba el pecho y no lo dejaba respirar, en cambio el mío no ajustaba ni siquiera a unos centímetros de mi pequeño cuerpo. Sino que permitía un movimiento por el que parecía que yo podía escurrirme con facilidad. El juego comenzó y no supe cómo explicar el miedo que me generaba, y ante la mirada incisiva de mi padre decidí en vez de pedir que lo paren, no parar de gritar y sostenerme con todas mis fuerzas del cinturón mismo. Debo haber terminado agotado, cada vuelta que dábamos mis gritos aumentaban y subían de tono. Al terminar el juego me sentía destrozado físicamente, pero algo de lo que pasó me empezó a gustar. Punctum: A los niños pequeños cuando les sacan una foto y miran directo al lente hay algo de ese vidrio cóncavo que les llama la atención. Algo de ese ojo mecánico, que los observa desde la frialdad de una cámara, parece recordarles el porqué están ahí. Parecen observar el mecanismo por el que se inmortaliza esa imagen y ver como sierra el diafragma de la cámara antes de que se animen a pestañar. Ahora con las fotos de celular ya no sucede lo mismo, los niños buscan otras cosas ahí distraerse con un nuevo mundo digital. Por eso cuando ves una foto donde un niño o niña te mira directamente transpórtate a la situación en la que fue disparada la cámara. Vemos a través de sus ojos, como si pudiéramos imaginar a quien les está sacando la foto, la situación, el momento, la época. Las fotos de esos niños impactan porque leemos algo en su mirada infantil. Hay algo más en su mirada. Un rayo que traspasa la fotografía para posarse en la mente de quien la está apreciando. Quizás sea una búsqueda, un deseo, que por más que en ese momento no sepamos lo que va a suceder, está presente, un deseo profundo de crecer, de trascender. También es una mirada incisiva que cuestiona tu mundo actual, que parece decir: “donde más podías terminar”. Si miramos los ojos de este niño podemos entender qué quería ser de grande. No quería sentir solo el calor de una familia, la contención de una casa, el sostén de un trabajo de oficina o conformarse con formar una familia. Si miramos a ese niño podemos saber que quería aferrar su destino con su puño. Si miramos hacia donde el mira, nos miramos a nosotros mismos, porque eso es lo que logran las miradas de los niños en las fotos. Hacernos pensar en lo que hicimos para estar donde estamos, qué nos ocurrió, qué decisiones tomamos. Deseamos a los largo de la vida muchas cosas y algunas, solo algunas, son posible de alcanzar. Porque hablamos de deseos profundos, esos que cuestan, para los que hay que entrenar, hay que aprender, hay que vivir experiencias cada vez más desafiantes, hay que enfrentar miedos. Y todo eso que ese niño pequeño sabe en ese instante, al cabo de unos años se nos olvida, se enmudece, nos protegemos en nuestro entorno, nos trabamos en conflictos estériles, sin motivos profundos, sin sentido, con nuestros familiares, amigos o hasta enemigos. ¿Cuánto más podríamos haber hecho por nuestros sueños, por esos primeros sueños, los que en su momento no nos dejaban dormir? ¿Qué es más importante que enfrentar los miedo? ¿Cuán felices podemos estar si somos capaces de enfrentar ese miedo, de ocultarlo por tan solo un momento? Esa voluntad, la de un niño que aún no sabe que existe el riesgo, no sabe que es, es la que deberíamos perseguirla incansablemente.