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El Silencio: El legado del trauma en la niñez

X—

Hace una semana volví a Amherst. Han pasado años desde la última vez que estuve ahí,
desde que nos conocimos. Esperaba que te aparecieras de nuevo, incluso te busqué, pero
no apareciste. Recuerdo que hablabas con orgullo sobre Nueva York cuando nos
encontramos, así que supuse que podrías haberte regresado, que tal vez no tuviste
tiempo de ir ese día o que simplemente no sabías que estaba en la ciudad. Tengo la
imagen clara de ti esperando en la línea de firmas, sin hablar con nadie, con una mirada
muy intensa. Asumí que me pedirías que leyera un manuscrito o que te ayudara a
encontrar a un agente. Pero, en lugar de eso, me preguntaste sobre las alusiones a abuso
sexual en mis libros. Me preguntaste, con calma, si me había pasado a mí.

Me tomaste por sorpresa.

Me gustaría haberte dicho la verdad en ese momento, pero en esos días yo estaba
demasiado asustado de decir cualquier cosa. Muy asustado y muy comprometido con mi
máscara. Te respondí con alguna estupidez para evitar el tema. Y eso fue todo. Firmé
tus libros. Pensaste que iba a decir algo más y, como no lo hice, te decepcionaste. Pero,
más que eso, te veías como si te hubiera abandonado. Podría haber dicho algo, cualquier
cosa, pero sólo pasé a la siguiente persona en la fila y sonreí. Por el rabillo del ojo, vi
cómo tomaste tu mochila, guardaste tus libros y te fuiste lentamente. Cuando la firma de
libros se terminó quise alejarme rápido de Amherst, de ti y de esa pregunta, pero no
pude. Hui de la misma forma en que huyo siempre. Como si la muerte misma me
persiguiera. Por un par de días estuve intranquilo. Me preocupaba haber dejado que
alguien se enterara. Pero después mi viejo impulso de olvidar tomó el control. Lo
guardé todo, lo enterré. Como siempre.

Pero nunca lo olvidé en realidad. No olvidé nuestra conversación ni tu decepción.


Tampoco olvidé la forma en que saliste del auditorio con los hombros recogidos.

Sé que estoy atrasado en muchos años, pero lamento no haber respondido tu pregunta.
Lamento no haberte dicho la verdad. Lo lamento por ti y por mí. A los dos nos habría
servido esa verdad. Creo que podría haberme salvado de muchas cosas (y quizás a ti
también). Pero estaba asustado. Todavía estoy asustado. Mi miedo es como los
continentes y los océanos entre medio. Pero hablaré de todos modos, porque, como
Audre Lorde nos ha enseñado, mi silencio no me protegerá.

X—

Sí, me pasó a mí.

Me violaron cuando tenía ocho años. Fue un adulto en el que realmente confiaba.

Después de que él me violó, me dijo que debía regresar al día siguiente o iba a estar en
“problemas”.
Y porque estaba aterrado y confundido, volví al día siguiente y me violó otra vez.

Nunca le conté a nadie qué sucedió, pero hoy te lo cuento a ti.

Y a cualquiera que le interese escuchar.

Esa violación. No hay páginas en el mundo que sean suficientes para describir lo que
me hizo. El planeta entero podría ser mi tintero y aun así no bastaría. Esa mierda me
fracturó el mundo, me sacó de órbita, me arrojó a regiones oscuras del espacio en las
que la vida no es posible. Puedo decir, con honestidad, que casi me destruyó. No sólo
las violaciones, sino las consecuencias: la agonía, la amargura, la auto recriminación, el
asco, la necesidad desesperada de mantenerlas escondidas y en silencio. Me jodió la
niñez. Me jodió la adolescencia. Me jodió toda la vida. Más que ser dominicano, más
que ser inmigrante, más, incluso, que tener ascendencia africana, fue mi violación la que
me definió. Gasté más energía huyendo de ella que la que gasté en vivir. Estaba
confundido porque no opuse resistencia, porque tuve una erección mientras me
violaban, pensaba que me lo merecía. Y siempre tuve miedo, miedo a que la violación
me “arruinara”, miedo a que me “descubrieran”. Miedo, miedo, miedo. A los hombres
dominicanos de “verdad” no los violan. Y si yo no era un hombre dominicano de
“verdad”, no era nada. La violación me había excluido de la hombría, del amor, de todo.

Del chico de antes, sólo quedan fragmentos. Es difícil recordarlo. El trauma es un


viajero del tiempo, un uróboros que alcanza y devora todo lo que hubo antes. Recuerdo
que me encantaban los códigos, la Enciclopedia Brown y los pastelones. Caminar largas
distancias en un esfuerzo de conocer qué había más allá de mi barrio de Nueva Jersey.
En la noche tenía sueños muy vívidos, a menudo sobre Star Wars y sobre mi vida en
República Dominicana, en Azua, mi propia Tatooine. Recién empezaba a conocer a esta
nueva versión anglo de mí, estaba empezando a ser su amigo. Y, de pronto, se fue.

No hubo más sueños sobre naves espaciales, no hubo más Azua, no hubo más yo. Sólo
una permanente sensación de estar mal y una insoportable recolección de haber sido
violentamente penetrado.

Cuando alcancé los once años sufría de depresión y de una ira incontrolable. A los trece,
dejé de ser capaz de mirarme en un espejo y las pocas veces en que me topé con mi
reflejo por accidente, reaccionaba con rechazo como si me hubiera golpeado el aguijón
de una medusa en la cara (¿qué veía? Veía el crimen, mi humillación medrosa y si
alguien me miraba por mucho tiempo yo corría o peleaba).

A los catorce, sostuve una de las pistolas de mi padre contra mi cabeza. (Él se había ido
hacía unos años, pero dejó, generosamente, algunas armas de fuego). Tuve problemas
en casa. Tuve problemas en la escuela. Tenía cambios de ánimo que no te imaginas.
Como nunca le dije a nadie lo que había pasado, mi familia asumió que ese era yo, un
maldito loco. Y mientras otros niños experimentaban flechazos y el primer amor, yo
lidiaba con memorias intrusivas de mi violación, que eran tan aplastantes que tenía que
golpearme la cabeza contra la pared.

Por supuesto que nunca obtuve ninguna ayuda, ningún tipo de terapia. Como dije, nunca
le conté a nadie. En una familia tan grande como la mía -con cinco hijos- era fácil
perderse, incluso si te estabas desmoronando. Recuerdo a mi madre decirme después de
una de mis depresiones que debía rezar. Ni siquiera me molesté en reír.

Cuando no estaba completamente enloquecido, leía todo lo que llegaba a mis manos,
jugaba Dungeons & Dragons por varios días seguidos. Intenté olvidar, pero nunca
olvidas. La noche era lo peor, porque ahí venían los sueños. Las pesadillas en las que
era violado por familiares, por mi padre, por mis profesores, por desconocidos, por
niños de los que quise ser amigo. A menudo los sueños eran tan perturbadores que me
mordía la lengua y al día siguiente, escupía sangre en el lavamanos.

Y al poco tiempo empecé a reprobar en todo. Pruebas, trimestres y luego, asignaturas


completas. Primero me echaron del programa de superdotados de mi secundaria y
después del registro de honores. Iba a clases a dormitar o a leer libros de Stephen King.
Finalmente dejé de ir. Mis amigos de la escuela se alejaron, mis amigos de casa no
podían comprender lo que me pasaba.

En el año de graduación, mientras todos recibían sus cartas de aceptación a


universidades, yo tomé otro camino: intenté matarme. Lo que pasó fue que, en medio de
una profunda depresión, de pronto me vi enloquecido por una chica preciosa de la
escuela. Por un par de semanas, mi angustia se aligeró y estuve convencido de que si
esta chica salía conmigo, si se acostaba conmigo, iba a sanarme de todo lo que me
aquejaba. No más malos recuerdos. Vi “Excalibur” muchas veces, así que creía
ciegamente en las regeneraciones milagrosas. Cuando finalmente conseguí el valor de
invitarla a salir y me dijo que no, se sintió como si el mundo me cerrara la puerta.

Al día siguiente me tragué todas las drogas sobrantes del tratamiento de cáncer de mi
hermano. Un contenido equivalente a tres botellas.

No funcionó.

¿Sabes por qué no lo volví a intentar al día siguiente?

Porque la única carta de aceptación que recibí de una universidad había llegado por
correo. Asumí que no iba a quedar en ninguna parte, así que olvidé que quedaba una
universidad sin responder. Pero mientras leía la carta se sintió como si esa puerta se
abriera un poco nuevamente, muy despacio.

No le dije a nadie que había intentado matarme. Esa es otra cosa que enterré
profundamente.

Muchas veces le cuento a la gente que la Universidad me salvó. Lo que en parte es


cierto. Rutgers, a una hora en bus de mi casa, estaba tan lejos de mi vieja vida y tan
llena de oportunidades que, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo próximo a
seguridad, algo próximo a esperanza. No sé si fue por la distancia, por el asco que me
tenía o por algún desesperado impulso por vivir después del impulso de suicidarme,
pero ese primer año me rehíce por completo. Por el tercer año, dudo que alguno de mis
antiguos compañeros de secundaria podría haberme reconocido. Me convertí en atleta,
practiqué halterofilia, fui activista, tuve novias y fui “popular”. En Rutgers enterré no
sólo la violación, sino que también al niño que había sido violado y, dentro de ese
mismo agujero, arrojé a mi familia, a mi sufrimiento, a mi depresión, a mi intento de
suicidio, por muchas razones. Todo lo que fui antes de Rutgers, lo encerré detrás de una
máscara de normalidad hecha de adamantio.

Y, déjame decirte, una vez puesta la máscara, no había poder en la tierra que pudiera
quitármela.

La máscara era fuerte.

Pero, como cualquier freudiano podría decirte, el trauma es más fuerte que cualquier
máscara: no puede enterrarse, no puede eliminarse. Sobrevive y regresa, un fantasma
que siempre viene por ti. Las pesadillas, las intrusiones, el esconderse, las dudas, la
confusión, la culpa, las ideas suicidas. Nada desapareció sólo porque enterré mi barrio,
mi familia y mi cara. Las pesadillas, los pensamientos intrusivos, el esconderse, las
dudas, la confusión, la culpa, las ideas suicidas, me siguieron. Me siguieron en la
universidad, en mi vida profesional, en mi vida íntima. (También se colaron a mi
escritura. Pero te sorprenderías de lo fácil que es editar la verdad hasta hacerla
desaparecer).

No importó cuán lejos corrí, ni mis logros, ni con quién estuviera. Todo me siguió.

¿Recuerdas cómo hablé sobre intimidad durante nuestra conversación en Amherst? Creo
que dije que la intimidad es nuestro único hogar. Es muy irónico que escriba y hable de
intimidad todo el día. Es algo en lo que siempre he soñado y en lo que nunca tuve
mucha suerte de conseguir. Después de todo, es difícil tener amor cuando te resistes a
mostrarte, cuando te encierras detrás de una máscara.

Recuerdo cuando empecé con mi primera novia en la universidad. Pensé que eso era
todo, que estaba salvado, que podría borrarse oficialmente mi antiguo yo. Todos mis
sueños horribles podrían desaparecer. Pero así no funciona el mundo. Esta chica y yo
íbamos en serio con lo nuestro. Pasábamos todo el tiempo en nuestras estrechas camas
de universidad. Pero ¿sabes qué? Nunca tuvimos sexo. Ni una vez. No pude. Cada vez
que estuvimos cerca de hacerlo, las intrusiones me poseían: asquerosos recuerdos de mi
violación. Por supuesto que no le dije. Sólo le decía que quería esperar. Ella nunca
creyó mis excusas, me preguntaba si algo andaba mal y yo nunca le dije nada. Guardé
silencio. Después de un año, terminamos.

Pensé que con otra chica podría ser más fácil. Pero no lo fue. Lo intenté y lo intenté y lo
intenté. Me tomó hasta tercer año perder mi virginidad. La conocí en una clase escritura
creativa. Ella era ex-hippie, ex-hardcore, tenía un tatuaje en la cabeza y era una belleza.
Además, escribía maravilloso. La primera vez que lo hicimos, ni siquiera preguntó si yo
era virgen: simplemente se quitó el vestido y pasó. Casi hice una fiesta.

Pero debí saber que no sería tan fácil. J— y yo salimos por dos años, pero yo estuve
siempre actuando y escondiéndome. La máscara era fuerte.

Estoy seguro de que ella intuía que yo era un completo desastre en todo sentido, pero
supongo que lo asociaba a una típica locura de gueto. Ella me amó con todo. Me llevó a
conocer a su familia y ellos también me amaron. Esa fue la primera familia sana con la
que me relacioné. Lo que podrías pensar que fue bueno.

Error. Mientras más estuvimos juntos, mientras más me quiso su familia, más
insoportable se volvió todo. Había un límite en la cercanía que una persona como yo
podía soportar antes de huir. Tuve largas luchas con la depresión, bebí más de lo que
jamás había bebido, especialmente durante las fiestas, cuando todos estaban muy
felices. Un día, sin razón alguna, me encontré diciendo “tenemos que terminar”. No
hubo ninguna advertencia. Había alcanzado mi límite. Recuerdo haber llorado hasta
quedar ciego la noche anterior (no lloraba en ese tiempo). Yo no quería terminar con
ella. No quería. Pero no pude soportar ser amado. Ser visto.

¿Por qué? Me preguntó. “¿Por qué?”

Y realmente no tenía respuesta.

Después de eso fue C—, quien hizo un montón de trabajo comunitario en Dominicana.
Y luego fue B—, una chica adventista del Séptimo Día de St. Thomas. Ninguna de las
relaciones funcionó. Pero seguí adelante.

Y así fueron las cosas por un tiempo, desde la universidad hasta mi escuela de grado en
Brooklyn. Conocí chicas intimidantemente inteligentes, salía con ellas con la esperanza
de que podrían sanarme y el miedo empezó a subir en mí, el miedo a ser descubierto y a
que la máscara se empezara a romper. Así que el impulso de escapar, de esconderme,
crecía hasta que ya no podíamos ser amigos y entonces alejaba a la novia o huía.
Empecé a encamarme también. La droga de la relación estable no era suficiente.
Necesitaba dosis más fuertes para mantener la herida a raya y evitar que me consumiera.
El brother que no podía acostarse con nadie, se convirtió en el brother que se acostaba
con cualquiera.

Me estaba escondiendo, estaba emborrachándome. Era como estar en un gimnasio:


Estaba coqueteando con otras mujeres, creando hogares ejemplares y luego, cuando ya
estaban construidos, los abandonaba. Psicología clásica del trauma: enfrentarse y
retroceder, enfrentarse y retroceder. Y dañar a otras personas en el camino. Mis
depresiones se quedaron conmigo durante meses y en esa oscuridad, el impuso suicida
brotaba pálido y mortal. Tenía amigos con armas y les pedí que jamás las trajeran a mi
casa. Algunas veces me escucharon y otras no.

De alguna manera seguía escribiendo sobre un hombre dominicano joven que, a


diferencia mía, sólo fue un poco abusado. Alguien que no podía mantener una relación
porque era un mujeriego. Creaba mi coartada perfecta, de hecho. Y como nosotros, los
hombres afrolatinxs, somos vistos por la sociedad como amenazas sexuales, muy pocas
personas se dieron cuenta de lo escrito entre líneas en mis ficciones: los hombres
afrolatinxs a veces somos amenazados sexualmente.

Justo antes de graduarme y de mudarme a Brooklyn, publiqué mi primer cuento, sobre


un chico dominicano que va a visitar a otro chico, cuya cara había sido devorada. En el
camino lo abusaban sexualmente. (En serio). Y después, en uno de esos giros locos del
destino, me gané la lotería literaria. De ese cuento conseguí un agente, conseguí un
contrato para una novela, aparecí en el New Yorker, publiqué mi primer libro, “Drown”,
que no vendió mucho, pero que me consiguió más prensa que la que un escritor joven
debería tener. Cualquiera podría haber montado esa ola de buena suerte hasta ver el
atardecer, pero no fue así como resultó. Claramente quería ser conocido y, hasta cierto
punto, estaba muriéndome por una oportunidad de mostrar mi verdadera cara. Pero,
cuando el momento llegó, no pude hacerlo. Me até la máscara a la cara con mucha más
fuerza. Después de “Drown”, podría haberme quedado en Nueva York, pero me fui a
Siracusa, donde la nieve nunca para y la soledad era asfixiante. Dejé de escribir del
todo.

Carreras literarias completas podrían caber en los años en que no escribí. En el


intertanto conocí a S—. Si el “Black is Beautiful” hubiera tenido una presentadora,
habría sido ella. Ella podría haber desperdiciado cien años en familia para hacerlo
funcionar. Pero no importó. Nunca pudimos tener sexo. Las intrusiones siempre
golpeaban cuando podían hacer más daño. Nunca supe con quién podía tener sexo y con
quien no hasta que lo intentaba. S— encontró a alguien más y terminó por casarse con
él. Yo pasé a otras mujeres. Pasaron los años. Nunca me quité la máscara. Nunca
conseguí ayuda.

Y, por un tiempo, estuve estable. Por un tiempo.

Nadie se puede esconder por siempre. Eventualmente, lo que antes conseguía contener
la verdad deja de funcionar. Se te acaban los escapes, se te acaban las salidas, se te
acaban los trucos, se te acaba la suerte. Eventualmente, el pasado te encuentra.

Lo que pasó, fue que conocí a alguien: Y—. En la novela que publiqué once años
después de “Drown”, le di a mi narrador, Yunior, un amor supremo llamada Lola,
porque en la vida real tuve un amor supremo llamada Y—. Ella era la matadora de mis
sueños. Una chica de educación pública, criada en Washington Heights, que trabajaba
demasiado, nunca abandonada una pelea y podría haber opacado a Ochún con un simple
baile.

Conectamos como locos. Como si nuestros ancestros nos apoyaran. Yo era el nerd
dominicano que ella siempre soñó. De hecho, me lo dijo. No tenía idea de nada. Me
enamoré de su familia y ella de la mía. Y su madre, dios mío, cuánto me quiso la señora.
Yo era el hijo que nunca tuvo. Y antes de que pudieras decir “huye” yo ya había creado
otra de mis experiencias románticas, pero esta vez, era más elaborada y más desquiciada
que cualquier otra. Compramos un apartamento juntos en Harlem. Nos comprometimos
en Tokio. Hablamos sobre tener hijos juntos. Incluso la escritura comenzó a fluir de
nuevo. Algunos mulatos, que nunca había conocido, estaban orgullosos de nuestra
relación y nos lo decían. ¿Dos dominicanos “exitosos” del barrio que se amaban? Tan
raro y precioso como una ciguapa.

Por supuesto que había señales de problema. Pasé por lo menos seis meses al año
deprimido y/o borracho o drogado. Podíamos tener sexo, pero no muy seguido. Las
intrusiones solían entrometerse, un infernal bloqueo de miembro ménage à trois.

Con o sin sexo, la amaba más de lo que jamás amé a alguien. Incluso le comenté, en un
momento de vulnerabilidad, que algo me había ocurrido en el pasado.

Algo malo.

Y porque la “amé” más de lo que he amado a nadie y porque le conté sobre mi pasado,
la engañé más de lo que he engañado a nadie en mi vida.
La engañé como un maldito perro.

Conocí a muchos hombres que tenían una doble vida. Qué mierda, hasta mi padre tuvo
una, para el eterno pesar de mi familia. Y aquí estaba honrando mi destino patrimonial.
Tuve una doble vida como si fuera un personaje de cómics.

Y— conoció tanto de mi yo verdadero como fui capaz de mostrar. Ella vivió con mi
depresión y mi ira de no poder escribir, así como con los raros momentos de calma y
claridad. Las otras mujeres sólo vieron mi máscara antes de que yo desapareciera de sus
vidas sin decirles nada.

La máscara era fuerte.

Pero ninguna máscara es tan fuerte. Nadie es tan perfecto. El amor de nadie es tan tonto.
Un día, a Y— no le gustó una de mis respuestas sobre dónde había estado. Estoy
seguro de que estaba dudando desde hacía un tiempo (especialmente después de que una
mujer llegó a una lectura y se llenó de lágrimas cuando la saludé). Y— decidió revisar
mis emails y, como yo no era ningún genio para las contraseñas ni para eliminar
correos, le tomó menos de 5 minutos encontrar lo que estaba buscando.

Un corazón roto puede destruir un mundo. Sé que el suyo lo destruyó. Destruyó su


mundo y el mío.

Otra mujer podría haberme disparado a muerte desde un principio, pero Y— sólo
imprimió mis correos con todas las otras chicas, todos mis patéticos intentos por
seducirlas, todas las fotos. Tenía la evidencia de mis engaños encuadernada y, cuando
llegué a casa de uno de mis viajes, me la entregó.

Cuando me di cuenta de lo que me estaba entregando, quedé en blanco.

Que es lo que suele ocurrir cuando se acaba el mundo.

Un par de meses después, gané el Pulitzer por una novela contada por un brother
dominicano que pierde a la mujer de sus sueños porque no puede dejar de serle infiel.
Cuando supe que había ganado el premio, mi primer pensamiento no fue “lo logré”, sino
“tal vez ahora ella se quedará conmigo”.

No fue así. Un par de meses después, Y— tomó la decisión de sacarme de su vida. Se


quedó con el apartamento, el anillo, su familia, nuestros amigos. Yo me quedé con
Boston. Nunca volvimos a vernos.

Cuando era un niño, escuché que los dinosaurios eran tan grandes que, incluso si
recibían un golpe mortal, le tomaría un rato a su sistema nervioso darse cuenta. Eso era
yo. Después de que perdí a Y—, me mudé a Cambridge y, más o menos, por todo el año
siguiente, intenté que se “me pasara”. Por un tiempo seriamente pensé que iba a estar
bien. La máscara había explotado en pequeños fragmentos, pero yo seguí intentando
vestir esas piezas como si nada nunca hubiera pasado. Sería cómico si no fuera tan
trágico. Intenté usar sexo para llenar el vacío que había hecho en mi corazón y no
funcionó. Pero lo seguí intentando.
Perdí semanas, meses, años (dos). Hasta que un día desperté y, literalmente, no pude
salir de la cama. Un archipiélago de pesar yacía sobre mí, como un mar de dolor con la
oscuridad del vino. Apenas pudiendo sostenerme de lo borracho que estaba, intenté
saltar de la azotea del departamento de un amigo en República Dominicana. Me agarró
antes de que pusiera el pie en la baranda y no me soltó hasta que dejé de temblar.

En el mundo de las terapias, dicen que en muchos casos debes tocar fondo para poder
buscar ayuda. No siempre funciona así, pero así fue conmigo. Tuve que perder todo y
un poco más. Y un poco más. Antes de ser capaz de estirar la mano y pedir ayuda.

Tuve suerte. Estaba rodeado de amigos listos para dar un paso al frente. Tenía un buen
seguro en la universidad. Me topé con una gran terapeuta. Ella ya había tratado con
gente como yo y se comprometió con mi proceso de sanación. Tomó años (duros,
extenuantes años), pero ella recogió lo que quedaba de mí. Creo que ella nunca conoció
a alguien que opusiera tanta resistencia a ser tratado. Luché en cada paso del proceso.
Pero no dejé de asistir y ella nunca se rindió. Después de mucho forcejeo y muchos
retrocesos, logró poner mi máscara a un lado. No para siempre, pero lo suficiente para
dejarme respirar, para dejarme vivir. Y cuando estuve listo para regresar al lugar en el
que me deshicieron, ella sostuvo mi mano y no la soltó.

Siempre asumí que, si volvía a ese lugar, a esa Isla donde me hicieron náufrago, nunca
podría escapar. Me arrastrarían y me destruirían. Y, aun así, ironía de las ironías, lo que
me esperaba ahí no era mi destrucción, sino lo contrario: mi salvación.

Durante ese tiempo escribí muy poco. Me ocupé más en subrayar pasajes de mis libros
favoritos. Esta línea en particular, la encerré por lo menos una docena de veces:
“Entonces me llevó la oscuridad y me quedé fuera de la razón y del tiempo. Vagué lejos
por caminos que no nombraré”.

Y después estaba esta sección de mi propia novela:

Antes de que toda esperanza muriera, yo tenía este estúpido sueño en


que la mierda podría salvarse y estaríamos juntos en la cama como en
los viejos tiempos, con el ventilador prendido, el humo de nuestra
hierba yéndose sobre nosotros y yo diciendo, finalmente, esas palabras
que podrían habernos salvado.

——— ——— ———.

Pero antes de que pudiera dar forma a esas vocales, desperté. Mi cara
estaba mojada y así es como sabes que jamás se hará realidad.

Nunca jamás.

Ya es casi una década desde esta crisis. No soy quien era antes. Ya no soy el brother
que no puede tocar a las chicas ni tampoco el imbécil que se acuesta con cualquiera.
Voy a terapia dos veces por semana, no bebo (excepto si estoy en Japón, donde me
permito tomar una cerveza), no le hago daño a la gente con mis mentiras ni mis
decisiones y, siempre que puedo, intento reparar mis errores, me hago responsable por
ellos. He llegado a aprender que la reparación nunca cesa.

Estoy en una relación y mi pareja sabe todo sobre mi pasado. Le conté todo lo que me
pasó. Le conté a ella y le conté a mis amigos. Incluso a mis amigos más rudos. Les
conté a todos, a la mierda con las consecuencias.

Y eso es algo que nunca pensé posible.

Tanto ha cambiado desde entonces. Pero algunas cosas no cambian. Todavía hay
tiempos en los que la depresión me golpea y los meses se desvanecen por debajo de mí,
cuando las ideas de suicidio regresan. El impulso de escribir no ha regresado, no
realmente. Pero hay buenas rachas que ya están comenzando a superar las malas. Cada
año me siento menos muerto y más como un miembro de los vivos. Los pensamientos
intrusivos son menos ahora y, cuando vienen, ya no me hacen colapsar por completo.
Aún tengo de esos sueños horribles de vez en cuando y todavía son jodidamente
asquerosos, pero por lo menos, ahora tengo herramientas para enfrentarlos.

Sin embargo—

Sin embargo, a pesar de toda esta sanación, todavía siento que algo importante, algo
vital, se me ha escapado. El impulso de esconderme, de mantenerme alejado de mis
colegas, de mis compañero/as escritores, de mis estudiantes, de la gente que me rodea,
ha permanecido inquebrantablemente fuerte. He hablado en algunas charlas de
universidades y conferencias, acerca del daño intergeneracional que la violencia sexual
sistemática ha provocado en las comunidades africanas en diáspora, en mi comunidad.
Pero, ¿he sido capaz de realmente salir y reconocerme como una víctima de violencia
sexual? He dicho algunas cosas evasivas, nunca algo que tome acción, ninguna
declaración definitiva.

Durante las últimas semanas, esa rumiante sensación de que hay algo sin hacer sólo ha
crecido. Ha crecido con ese miedo antiguo, ese miedo a que alguien se dé cuenta de que
me violaron cuando era un niño. No es casual que cuente esto en el mismo momento en
que hago un tour por un libro infantil que publiqué. De pronto me vi rodeado de niños y
todo este tiempo he tenido que hablar sobre mi infancia, más de lo que he hablado de
ella en toda mi vida. Me he encontrado mintiendo, hablando sobre un niño que nunca
existió. Uno que no revisaba las cerraduras de las puertas cuatro veces por noche, ni se
atravesó la lengua de una mordida. Las historias en las que me escondía están
reapareciendo. Incluso hay mañanas en las que mi cara se siente rígida de tanto mentir.

Y ahí, en uno de estos eventos, en otra línea de firmas (esta en Brattle Theatre, en
Cambridge), una mujer camina hacia mí y me agradece por mi novela, por una de sus
protagonistas. Beli. Beli, la madre dominicana que ama con dureza, quien también
sufrió un abuso sexual catastrófico a lo largo de su vida.

Tuve una vida muy parecida a la de Beli, dijo esta mujer. Y, luego, sin previo aviso, se
ahogó en llanto. Ella quería seguir hablándome, pero antes de que pudiera, el llanto la
sobrepasó y se fue. Podría haber intentado detenerla. Podría haberla llamado y decir “yo
también, yo también”. Podría haberle dicho: yo también fui violado.

Pero no tuve el valor de hacerlo. Sólo pasé a la siguiente persona en la línea y sonreí.
Y, ¿sabes qué? se sintió bien estar detrás de la máscara de nuevo. Se sintió como estar
en casa.

Pienso en ti, X. Pienso en esa mujer de Brattle, pienso en el silencio. Pienso en la


vergüenza y pienso en la soledad. Pienso en el daño que causé, pienso en todos los años
y en toda la vida que perdí ante el deseo de ocultarme, ante el miedo y ante el dolor. La
máscara se quedó con más de mí de lo que yo pude conservar. Pero, sobre todo, pienso
en cómo se sintió decir, a mi terapeuta, hace todos estos años, a mi pareja y a mis
amigos, que había sido violado y en cómo se siente decir estas palabras aquí, donde
todo el mundo -y quizás tú- pueden oírlas.

Toni Morrison escribió “algo muerto hiere al resucitar”. En español decimos que
cuando un niño nace, se da a luz. Y así es como se siente decir estas palabras, X-. Como
si me dieran una segunda oportunidad a esa luz.

Anoche tuve otro sueño. No fue uno malo. Era joven. Sólo un niño. Nadie me había
hecho daño todavía. Un avión lanzaba volantes que anunciaban una pelea de Jack
Veneno. Y todos los niños de Villa Juana estábamos corriendo emocionadísimos,
recogiendo los volantes.

Ya casi no recuerdo a aquel niño, pero, por un breve instante, soy él de nuevo y él soy
yo♦

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