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La pesca milagrosa

Quince días, antes el arrastrero noruego Unsenkbare (el Insumergible) había recogido en
sus redes, a lo largo de la costa del país, dos enormes cajas de madera en las que los
pescadores hallaron con gran sorpresa un hombre y un caballo. En treinta años
navegando las aguas de Noruega habían recogido basura a montones, zapatos huérfanos,
paraguas con varillas rotas, bidones de gasolina vacíos, y bolsas de plástico de
supermercados venidas de los cuatro rincones del mundo. Decenas de bolsitas que el
mar tardaría siglos en digerir, que le acababan dando a Mårten, el hijo de Gunnførd, el
dueño de la tienda del pueblo. Se había puesto a coleccionarlas desde hacía algún
tiempo. De hecho, el conocimiento geográfico del joven se limitaba a los logos de las
diferentes marcas que colgaba en las paredes de su cuarto. Carrefour, Leclerc, Tesco,
Sainsbury’s, Corte Inglés, Eroski, Lidl, Neukauf, Conad, Esselunga, Walmart, todos
ellos nombres exóticos que dibujaban en el papel pintado y en su imaginación los
contornos de un nuevo continente. Esta vuelta al mundo en ochenta marcas habría
resultado más graciosa si no hubiera dado lugar a ciertas consecuencias perturbadoras
para Mårten en el colegio. El profesor no olvidaría nunca aquel examen en el que pidió
a sus alumnos que citasen los monumentos más famosos de las capitales europeas. En la
hoja del hijo del tendero la torre Eiffel, el Big Ben, y la puerta de Brandemburgo habían
sido reemplazados por Monoprix, Waitrose y Lidl.
Un día, los pescadores llegaron a sacar la puerta de un Volvo con sus redes, en otra
ocasión, un motor, también sacaron unos neumáticos, pero nunca suficientes piezas para
reconstruir un coche entero. Esto no habría sido un lujo, el viejo Škoda del comandante
Vebjørn Hansen le había dejado dos años antes y ahora solo se movía en bicicleta. Sí,
habían recogido todo tipo de cosas, pero nunca jamás habían llegado a pescar dos
pedazo de cajas con un ser humano y un caballo en su interior.
Los cuatro noruegos, atónitos ante semejante hallazgo, sacaron inmediatamente el
cuerpo de su ataúd para examinarlo más de cerca, dejando de lado de momento al
animal. Ya que el caballo no era más que un caballo, al fin y al cabo, y tampoco es que
fuese a huir al galope.
El rostro del hombre tenía una expresión serena, y si no lo hubieran encontrado
prisionero en una caja hallada a varias decenas de metros de profundidad en las
glaciales aguas de las costas islandesas, hubiérase podido pensar que se encontraba
sumido en el más dulce de los sueños. Y sin duda estas mismas aguas glaciales eran las
responsables de su admirable estado de conservación.
Lo habían tendido sobre un colchón de bacalao. Con cuidado. Más por los bacalaos, que
se acabarían vendiendo al gigante francés del pescado empanado Findus, que por el
cadáver, del que no sacarían ningún beneficio. Y, a juzgar por la cantidad de peces que
cubría, parecía ser de corta estatura. «¡1,68 metros!» había dicho el comandante del
Unsenkbare, acostumbrado a calcular con una sola ojeada el tamaño de su pesca. La
ropa del hombre, una gran camisa de color crudo manchada de sangre oscurecida por
los años, un extraño pantalón y unos pequeños zapatitos de hebilla, parecía de otro
siglo.
Cuando el comandante ordenó a uno de sus hombres de poner rumbo a puerto cada uno
tenía ya su hipótesis. «Un austríaco» propuso un pescador. «Un oficial alemán»
exclamó otro, antes de que el patrón indicase con dedo inquisidor los negros cabellos
del difunto y su corta estatura.
— Alguien del mediterráneo. Un español o un italiano. Quizás hasta un francés.
— Comandante, venga a ver esto — exclamó el tercer pescador tras abrirse paso hasta
la caja más grande entre los bacalaos que se retorcían en el suelo.
Arrodillado junto al caballo, pasaba su ajada mano sobre el suave pelaje del animal.
Vebjorn Hansen se acercó. Examinó la lujosa montura de terciopelo rojo. No era un
cualquiera. Sobre la rienda habían bordado una N con hilo de oro rodeada por un sol.
Encontró la misma inscripción con una corona encima marcada con hierro candente
sobre el muslo del animal. De sobra conocía él ese símbolo.
— Muchachos, si este hombre no es Napoleón Bonaparte me como el barco entero —
anunció entonces el hombre barbudo asintiendo con la cabeza.
¿Napoleón? Los demás marinos miraban a su jefe con cara de merluzo, sorprendidos,
aunque conocían la pasión del viejo lobo de mar por la historia de Francia.
— ¿Quiere decir ese Napoleón?
— Ni que hubiera tropecientos mil.
En efecto, Francia había sobrevivido a cuatro
Una vez en el puerto, descargaron disimuladamente su preciado cargamento. Así fue
como el emperador y su fiel montura, El Visir, acabaron en la cámara frigorífica de la
empresa Hansen og Sonn entre el bacalao destinado a rellenar las estanterías de los
supermercados franceses en sus pequeños embalajes de cartón reciclable. Según el
comandante ambos cuerpos debían aclimatarse a la tempreatura que, pese a ser baja para
cualquier persona no acostumbrada al clima noruego, y especialmente baja para un
corso, no dejaba de ser más baja que la temperatura a la que habían estado expuestos
hasta entonces. Así que, durante dos semanas el francés y su caballo estuvieron
descongelándose en el frigorífico. Resguardados de las miradas indiscretas y protegidos
por Vebjorn y si hijo. Nadie habría sobrevivido a semejantes cambios de temperatura.
Nadie excepto Napoleón, que estaba ya curado de espanto. Al fin y al cabo, ¿Qué es un
frigorífico al lado de la helada Barézina en plano invierno?

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