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El colegio
Terror de la Llorona
Hace mucho tiempo, en un pueblito del México rural, vivió una muchacha de
largos cabellos negros cuya belleza era tal, que todos los jóvenes del pueblo la
pretendían. Desde los más ricos hasta los más pobres, todos habían tratado de
distintas maneras de conquistar su corazón, pero ella no se decidía por ninguno.
Casi parecía estar esperando por alguien más, alguien que llegaría de afuera.
Hasta que un día, esa persona llegó: un comerciante que iba de pueblo en pueblo
vendiendo sus enseres, y que quedó perdidamente enamorado de ella. Y para
sorpresa de todo el pueblo, ella le correspondió. Su amor fue tan fuerte que el
mercader decidió instalarse en el pueblo y juntos fundaron un hogar, en el que no
tardaron en nacer tres hijos preciosos. La gente del pueblo miraba a la familia
reciente y soñaba con tener algún día un destino. Pero el amor es un ave
pasajera, y el matrimonio pronto hizo frente a sus primeros problemas. Los besos
y abrazos con que el mercader había colmado a su esposa comenzaron a hacerse
escasos, y comenzó a pasar más y más tiempo fuera de casa, bebiendo en la
taberna y en compañía quién sabe de quién. La mujer, cada vez más sola y triste,
pasaba sus días encerrada en la casa, esperando a que su esposo volviera para
intentar encender de nuevo la llama. Y a menudo se quedaba hasta altas horas de
la noche esperándolo. Finalmente ocurrió lo que estaba anunciado. Su esposo,
encaprichado con otra mujer, más joven y sin hijos, se fue de casa para no volver.
La mujer, enloquecida por el desamor y el abandono, fue presa de una furia
incontrolable y quiso romper todo lo que le recordara a su marido. Destruyó fotos,
regalos, vestidos, hecha un torbellino de rabia. ¿Por qué le ocurría eso a ella,
justamente a ella, que había podido tener a cualquiera a sus pies? ¿Por qué se
había enamorado de aquel hombre que ahora la abandonaba a su suerte? ¡Ya
vería de lo que ella es capaz! ¡Lo haría arrepentirse para toda la vida de haberla
traicionado! Cuando los vapores de la rabia finalmente se disiparon, ya era
medianoche y la mujer se encontraba fuera de casa. No reconocía nada a su
alrededor, como si estuviera despertando de un mal sueño. Se encontraba en el
río que corre no muy lejos del pueblo, sumergida hasta los muslos en el agua fría
y transparente. A su alrededor flotaban los cuerpecitos inmóviles de sus tres hijos
pequeños, a los que había llevado a rastras porque en sus caras inocentes veía
también el rostro del esposo traicionero. El arrepentimiento entonces la sacudió
como un temblor. ¿Cómo había sido capaz de hacer algo semejante? ¿Qué culpa
tenían sus hijos de aquel desamor? El dolor la hizo aullar como un animal herido
durante toda la noche. Y fue así que el sol de la mañana, asomándose en el
horizonte, la encontró a la orilla del río: muerta literalmente de tanto dolor en su
alma.