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Capítulo 1
A los seis años se me apareció el diablo. Un rayo de luna que se filtraba por la ventana de mi habitación
iluminó su rostro peludo y dos cachos grandes, colmillos de lobo y una lengua roja repleta de saliva que se
dilataba hacia fuera. Los ruidos de los grillos, abejones y chicharras que solían venir del jardín se aquietaron.
Sus ojos negros y redondos -brillaban como la noche tropical- se clavaron en los míos, aterrados, inmóviles.
Cuando el monstruo se acercó al borde de mi lecho, el cuarto se transformó en una réplica del infierno del que
salían llamas de las almohadas de ganso de Polonia. Belcebú salió por la ventana y subió por los árboles de
aguacate; el sudor de mi frente se impregnó de azufre.
Había visto esa mañana una foto en el periódico La Nación de un hombre muerto con una gran barba a la
usanza antigua y una mirada maléfica. Su familia rogaba por el alma y lo describía como un venerable varón,
pero su cara producía miedo: había una ausencia en su rostro como si la fotografía se hubiera tomado en el
cementerio. Que le tuviera miedo a los difuntos me lo había infundido la criada católica que creía en un dios
que llevaba cuentas: “Los perversos y los aberrados se mueren y se queman en el infierno. Como nunca
descansan, vienen a llevarse a los niños malos”.
Mis padres habían dejado de creer en un todopoderoso que retribuyera a los maléficos y protegiera a los
buenos. Cuando los confronté un día de tantos, me respondieron: “Si un dios nos protegiera, hubiera arrasado
con las cámaras de gas”.
Muchos años después, haría mis elucidaciones. No esa noche en que mi respiración se agitó, mis ojos se
encontraron con dos garras y un rabo de rata gigante que me perseguía desde el suelo. Durante unos segundos
no pude moverme, ni gritar, ni reaccionar; apenas pude emitir un pequeño aullido, luego otro más grande y
finalmente salí corriendo hacia el cuarto de mis padres. “¿Pero qué te pasa?”- preguntó mi mamá, medio
dormida y embarrada de crema de pepino, que según ella, era la máscara de la eterna juventud. No adivinaba
la razón de mis gemidos, los que cuando me metí en su cama, y empujé a un lado a mi padre, habían crecido a
tal magnitud que la casa se estremeció.
Electra dijo que mi escándalo se asemejaba al bombardeo de Varsovia y que me callara porque despertaría a
mi padre, que como de costumbre, dormía plácidamente o se hacía el ruso, como decimos por estas villas de
los que se hacen de la vista gorda. No pude callarme; seguí aullando como loco. Mis hermanos que dormían
en habitaciones contiguas, oyeron tal conmoción y fueron a la mía para averiguar qué había provocado tanto
escándalo, pero no encontraron ningún rastro y me dirían- días después- que había tenido una alucinación; me
explicaron que seguramente me había asustado un gato o un zorro, animales que venían del jardín y que había
escapado por la ventana.
Nunca les creí. Desde esa fatídica noche, sentí que ese jardín de mi progenitora, inserto en lo que en esa época
eran los suburbios de una ciudad capital en expansión, guardaba los peores bichos de la tierra. No volvería a
asomarme de noche a ese jardín, que –en cuestión de minutos- pasaba del verde impetuoso al negro azabache
y cuarenta y cinco años después, cualquier ruido nocturno me asusta y si volví a vivir en casas con enormes
vergeles, es porque aprendí a enfrentar los demonios.
Después de mucho analizarlo, he llegado a la conclusión de que este monstruo fue creado por mi propia mente
para representar lo que me estaba mortificando: mi primera experiencia sexual. El hecho de que la asociara
con el demonio se debía a que era con el jardinero y vivía en un país centroamericano en la década de 1950 en
que la homosexualidad la traía el pisuicas. En las tardes en que mis padres no estaban, Ramón, el robusto
jardinero de frente ancha, boca de labios carnosos, pelo negro peinado hacia atrás y quien nunca llevaba
zapatos, me tomaba de la mano y me llevaba a su cuarto. En medio de pequeños árboles que sembraba otro
día y sacos de cuita de gallina, tenía su gran cama blanca; nos metíamos debajo de ella para bajarnos los
pantalones y tocarnos los pipíes.
Otros días Ramón me pedía que lo acompañara a hacer un mandado por La California. Esta zona estaba llena
de cafetales, pequeñas comarcas de árboles de sombra y plantas llenas de frutos verdes y rojos. El jardinero
sacaba su miembro que para mí era tan grueso como un tronco de café y empezaba a masturbarse con hojas de
plátanos.
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Nuestros juegos continuaron hasta que un día me dijo que no más: ni deslices debajo de la cama, ni paseos a
los cafetales. Los besos cariñosos y los abrazos fuertes se acabaron. Una tormenta tropical se me vino en la
cabeza y aunque no hubo lágrimas de mi parte, sentía que llovía en el interior, como ríos subterráneos.
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Capítulo 2
Amé a mis paisanas y odié a los varones. Mis padres, en 1951, nos llevaron a vivir a Los Yoses, el elegante
barrio residencial al Este de San José. Aunque incómoda en virtud de su lejanía de la sinagoga, nuestra casa
era una hermosísima construcción en Art Decó, que llamaría la atención hasta nuestros días. Nuestro jardín
era espacioso porque Electra esperaba sembrar flores y frutas, cosa que nunca había podido hacer en
Duglosiodlo. La habitación de mis padres era cómoda y llena de ventanales, con amplios clósets, un precioso
baño interno de baldosas rojas y el lujo de la época: bañera. Mi madre, a diferencia de sus hijos que nos
acostumbramos a bañarnos en la mañana y con agua caliente, otro invento moderno, se metía en ella en la
tarde y duraba su buen rato. Esto siempre me pareció extraño porque las duchas eran la regla en este país
centroamericano.
Las habitaciones de los niños daban al jardín; la mía frente a dos inmensos árboles de aguacate, que eran las
delicias de ardillas y de zorros. Nuestra sala era enorme, con un rojizo piso de madera de caoba que reflejaba
como un espejo la cara de envidia de todos los que nos visitaban. Los sillones eran largos y albergaban hasta
cuarenta socias de la WIZO, la organización que presidía mi progenitora y su calidad se hacía evidente en el
hecho que solo doña Perla pesaba unas doscientas libras y si tomamos en cuenta que cada sillón albergaba
quince tuges (trasero), hablamos de más de una tonelada.
En teoría, debíamos tener una fortuna para vivir en el barrio más prestigioso y ser los primeros judíos en
hacerlo, y además, ¡era propia! Los demás paisanos debían contentarse con aposentos más sencillos y
alquilados lejos de la aristocracia cafetalera y de las embajadas, casi todas alrededor de nuestra casa.
“¿Quién diría que nosotros terminaríamos viviendo en un castillo tan soñado?”- nos decía nuestra tía Esther,
que se ufanaba que un familiar suyo lograra el éxito que nunca llegó en Polonia. Sin embargo, la mujer vivía
en El Paso de la Vaca, cerca del Mercado Central y su orgullo no era más que una pobre transferencia, como
diría nuestro amigo Freud.
Aunque la casa valía una fortuna, vivíamos sencillamente. Paquita, la empleada, nos servía en vasos cortados
de botellas de Coca Cola o en platos corrientes del Mercado Central; nunca llevó a la mesa algo fino como
camarones, langosta, uvas, cerezas, vino o un buen licor. Cuando aparecía un plato suculento, era porque
nuestra vecina, Eulalia, nos lo regalaba.
Otra más espinosa era vivir en un barrio lejos del resto de la comunidad judía, lo que nos convertía en
doblemente extraños. Por un lado, al residir al Este de la ciudad, nuestras opciones de kinders y escuelas se
limitaban a aquellos en que no había otros judíos. El contacto con los demás paisanos se producía entonces en
dos formas: las visitas de las compañeras de mi madre, alguna que otra fiesta y la asistencia a la escuela
hebrea.
Los té de las tres de la tarde eran memorables. Unas treinta o cuarenta correligionarias asistían mensualmente
a las reuniones de la WIZO, una organización sionista de mujeres. Para la ocasión, la sala – la que solo se
usaba para nuestros invitados- se engalanaba. Las convidadas eran tratadas como reinas y princesas, la
aristocracia de La Sabana. “Electra, no sé cómo haces para vivir tan lejos del shil (sinagoga)” –decía doña
Rebeca- que pensaba que venir a Los Yoses era una travesía como la de Marco Polo.
Eran personalidades avasallantes; maquilladas y peinadas se miraban mucho más exquisitas que sus maridos,
gordos, calvos y feos, con la excepción de Ernesto. Además, eran artistas de la repostería. Traían queques y
postres que no se veían en la capital: tarta de chocolate, mousse de limón, pastel de cerezas, suspiros de leche,
canastas de pistachos, famosos struddles (pastel de manzana), arrollados de tallarines dulces con pasas y una
interminable lista de golosinas.
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Las pláticas eran apasionadas. Cada señora tenía su punto de vista acerca del país. Doña Sarita, la que
figuraba como intelectual, pero su verdadera pasión era el juego de naipes, consideraba a Costa Rica como el
paraíso, el mero Gan Eiden (Edén) y su marido, que laboraba de buhonero en Turrialba, decía que la
democracia recién instalada nos protegería. Mientras se echaba un pastel de piña en la boca, doña Sisa la
refutaba. Para ella, el gobierno de Figueres estaba repleto de ex nazis y de alemanes que habían apoyado a los
antisemitas criollos: estaríamos mejor con el Doctor Calderón Guardia, al que habían expulsado del país. La
mujer que vivía en Puntarenas y olía a palo de almendras, se había casado con un industrial que le triplicaba la
edad; se ufanaba de ser la única polaca calderonista.
“Poo! ¿Cómo se te ocurre decir tal tontería?”-irrumpía doña Golche, la que siempre padecía de jaqueca.
Según ella, si regresaba Calderón, seríamos enviados al extranjero, cosa que ya había intentado en 1940.
“Gedenkst? (¿Entiendes?)”- preguntaba. De un momento a otro, doña Regina y doña Raquel que
conversaban sobre la peluquera española antisemita que no las quiso atender, interrumpieron para estar en
discordancia con todas y sugerir que lo mejor era irse algún día a Israel. “Pisk-malogeh!” (Mucho habla y
nada hace)- respondía doña Pepa –quien no creía en promesas vanas- con desdeño. En ese momento, reinaba
el pandemonium y cada una apoyaba a la que su marido le debía plata.
“¡Sha (Silencio), compañeras!”- gritaba Electra que usaba su poder de anfitriona. Ninguna chistaba porque no
quería quedarse en la lista negra de los Tzipora, que significaba el ostracismo político.
Para muchas, las reuniones eran un respiro en sus vidas, condenadas a pequeñas tiendas o fábricas de ropa. En
algunos momentos, entre un pedazo de struddle y un suflé de banano, alguna de ellas fijaba los ojos en la
ventana, pensando quizás en algún familiar mientras que la otra suspiraba por algún pueblo polaco-judío. Otra
pasaba de un mal español a un ídish nada mejor, o entonaba algunas canciones, de las que sus amigas se
habían olvidado.
Las invitadas eran besuconas, amables y me hacían sentir como el varoncito más lindo. Madres judías que
querían sobre todo a los niños, aunque consideraban que ninguno era mejor que el suyo. No se cansaban de
hablar de la shainkeit (belleza) de Evita, o las aptitudes artísticas de Rebequita o la inteligencia de Lazarito.
Cada una había engendrado un genio, un nuevo Einstein que dominaría la matemática y la física. Si tenían
niñas, eran tan hermosas como Elizabeth Taylor o Ava Gardner.
Si los té de la tarde eran maravillosos, nada semejante sería mi experiencia en la Escuela Hebrea. No era
propiamente una institución porque consistía en un moré o maestro que nos contaba, en un viejo salón
contiguo a la sinagoga, historias sobre la Biblia Judía. Nuestro moré se llamaba Pablo Koplovich, un hombre
renco de agraciadas facciones, una mueca de sonrisa y el peor aliento del mundo. Ruth era su esposa y
maestra también, una mujer rubia y agraciada, algo sumisa, de la que apenas tengo recuerdos. La pobre
moriría en un accidente automovilístico en Guatemala.
Asistir a estas clases era una odisea porque se impartían en el Centro Israelita, situado ahora en el Paseo
Colón, cerca del barrio judío. Para los ojos de los compañeros, nosotros, los que vivíamos en el Este,
constituíamos bichos raros, una sub especie de judíos rusos, que habitaban en la periferia de la patria ídishe.
No sé si fue por los orígenes geográficos distintos, el amaneramiento incipiente, una timidez acentuada, o
alguna razón desconocida, lo que hizo convertirme en blanco de burlas. Jacques, para mi moré, era el niño
tonto al que le costaba aprender hebreo y que no entendía las moralejas de sus charlas bíblicas. Al
ridiculizarme, los demás niños se echaban risotadas como hienas flatulentas. Esto no tenía nombre en ese
tiempo, ahora se le conoce como “bullying” y las consecuencias eran ayer, igual que hoy, terribles.Odiaba ir a
esta escuela y les temía a estos pequeños monstruos, nada diferentes de los diablos que veía en el lecho de mi
cama. Chiquillos malvados que sacaban la cólera con el más débil y a quienes nunca perdonaré.
Para evitarlos, muchas tardes me quedaba en el banco en el Parque Morazán. Otras veces, me hacía el
enfermo. Sin embargo, por desgracia, no podía caer en cama diariamente y cuando agotaba los resfríos y las
diarreas, le suplicaba a Electra que no me mandara más. Pero no, Si no acudía a oír sobre la historia judía y
las leyes de la Torá (Biblia Judía), podría terminar sin creer en nada y la nada era algo espantoso, una especie
de hoyo negro en el espacio.
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Samuelito, un compañero gordo, blanco y feo, me daba una cachetada; Tuqui, su primo, aún más deforme, me
empujaba. Abrahamcito, un matoncito pequeño, me tocaba la cara; Johnny, un pelirrojo pecoso y flaco como
un fideo, me remedaba. El peor de todos era Mono Rubio quien me perseguía con una tenacidad enfermiza y
que solía hacerlo con los hijos de Ernesto, un buen amigo de mi madre.
Las niñas no eran crueles; a ellas no les molestaba que viniera del otro lado del mundo, o que fuera tímido y
callado, o que tuviera exceso de kilos. Mucho menos Lisa, mi amor de la infancia. Era la hija de una amiga de
mi madre. Tenía el pelo rubio, la mirada pícara y una sonrisa apacible y juguetona; no se burlaba de mi forma
de hablar, ni creía que fuera un niño tonto.
Cuando observamos las quemas en las montañas que rodeaban a San José, le decía que eran de los indios que
venían a liberar Los Yoses. La convencí de que nos les uniéramos ya que en la nueva república indio-judía,
ningún niño sería forzado a aprender hebreo, ese extraño idioma que se escribía al revés.
Miro mis fotos a los seis y siete años de edad y observo que era un niño llamativo. Tenía los ojos negros de
mi madre y sus enormes pestañas. Los que ven estas fotografías concuerdan en que debí haber sido el
polaquito más bonito de ese tiempo. Sin embargo, me sentía grotesco y despreciable.
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Capítulo 3
La entrada al cristianismo estaba en la puerta de la Escuela Buenaventura Corrales. Mi madre, consciente de
mi renuencia a asistir, me dijo que tuvo que hacer fila y dormir toda la noche en un saco de café para
conseguir espacio en lo que era la mejor escuela pública del país. La Buenaventura Corrales estaba en el
Edificio Metálico, una construcción que terminó en Costa Rica porque los belgas no supieron enviarla
correctamente al país sudamericano que la encargó. Era una aglomeración de cuadros de metal unidos por
grandes tornillos, un Frankenstein tropical. Dentro de sus frías y altas paredes había un gran patio en que
debíamos congregarnos para conocer a nuestras maestras; cientos de varones esperábamos con ansiedad.
Existía un orgullo generalizado de que la educación obligatoria y gratuita era uno de los grandes triunfos de
este país centroamericano. Electra me dijo que en Polonia los niños judíos no habían ingresado hasta hace
poco en las escuelas públicas y que los cristianos les tiraban piedras. En Costa Rica, por el contrario, teníamos
la obligación y el derecho de asistir. Claro que para mí, la realidad de que uno no tuviera que ir a la escuela,
no sonaba tan mal. Después de todo, ¿si mis padres no habían asistido y tenían tanto poder sobre mí, ¿por qué
diablos no podía quedarme en la casa?
Después de unos minutos que parecieron horas, una mujer madura, de complexión blanca y de mirada
profunda, con una expresión de enojo y un toque de amargura, traje de sastre negro y blusa blanca, empezó su
discurso. Era la directora de la Escuela, la señorita Virginia, quien nos dio la bienvenida. “Para los
costarricenses la educación es lo más importante y estamos felices de tenerlos aquí con nosotros. Esperamos
que se porten bien y que obedezcan a sus niñas, las que van a ser sus segundas mamás. Para empezar, vamos a
oír nuestro himno nacional y pido el mayor silencio”.
Tan pronto como acabó, la señorita Victoria nos pidió que rezáramos el Padre Nuestro. No sabía qué hacer ya
que nunca lo había oído: “Padre Nuestro que estás en los Cielos”. Miré para todo lado y cientos de niños
repetían: “Santificado sea tu nombre”. Moví mis labios sin emitir ningún sonido: “No nos dejes caer en la
tentación maligna”. Estaba absolutamente intimidado. “¿En dónde se habían aprendido este rezo y por qué yo
no lo sabía?”, pensé. Sentí que algo importante no se me había transmitido y que lo mejor que podría hacer
era mover los labios.
Al finalizar el rezo, la directora empezó a leer nuestros nombres y a enviarnos con nuestra maestra. Doña
Virginia no pudo dejar de fingir una expresión de repugnancia cuando se encontró el Schirano y luego, aún
más evidente, el Jacques. “No había dudas -debió pensar- se nos introdujo un polaco”. “¿Cómo se pronuncia
este apellido?”- alzó la voz con doblez. Cientos de ojos, me volvieron a ver. Sentí una gran vergüenza. “Con
sh”- respondí tímidamente. Doña Virginia no la pudo entonar y le salió el “ch” de chorizo y de chupeta; todos
se rieron a carcajadas. Desde este entonces la mujer no me lo perdonaría o simplemente, hiciera lo que
hiciera, era yo un maldito polaco para ella, un mierdoso inaceptable.
La señorita Virginia dijo que “Chirano” iba con la niña María del Carmen, la maestra “de ojos gatos” que
estaba a un costado del piano. Era preciosa: ojos verdes, pelo castaño, piel de porcelana y la sonrisa más
dulce. Aún no entiendo por qué los pequeños reaccionamos a la belleza física, que no es otra cosa que una
simple simetría. Me enamoré de ella desde ese momento, nunca la dejaría de amar, ni siquiera hasta hoy día.
La mujer nunca me fallaría. Fue una amiga fiel y la mayor defensora de los derechos polacos en la escuela.
Desde el primer momento, me consideró tico y ningún compañero se atrevería jamás a mandarme para
Palestina, a Polonia o la Cochinchina, como había sido el caso de mi madre. “Jacques nació aquí, solía decir,
y es tan tico como el camote”. María del Carmen amaba su país y no era para menos: éramos un oasis de
tranquilidad en medio de una América Latina convulsionada. La niña pudo haber notado, igual que Pablo, mi
timidez. Pero distinto de la crueldad del moré (maestro), nunca respondió con un trato diferente. Es más,
intuyó que me esperaba una vida difícil; supo darse cuenta que no las tendría fácil y entonces, se puso más de
mi lado que de los demás compañeros. Años después me contarían que ella tuvo un hermano como yo.
Las cosas cambiarían cuando empezaron las clases de religión. Estela, la maestra, le gustaba condenar a los
pecadores y a los que habían “matado” a Cristo:
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Un día nos preparábamos para celebrar el Día de la Independencia. Ese año me había portado muy bien y
María del Carmen me escogió para llevar el estandarte de Costa Rica. Para mí era un gran honor. Sin
embargo, una mañana, mientras ensayábamos, no pudimos dejar de oír la conversación de María del Carmen
con doña Virginia:
Observé a mi niña en una actitud muy sospechosa esa semana. Por un momento pensé que había cedido, pero
no fue así: estaba preparando un plan de rescate. Tuvo que aceptar que no llevara la bandera porque no era
tonta, pero nunca olvidaré sus palabras:
- Jacques, ¿usted sabe que hay gente que no quiere que un polaquito lleve la bandera?
- Sí, maestra, lo sé. En realidad, no la quiero llevar.
- Claro que quiere, no me diga mentiras. Yo también lo deseo. Pero la directora está empeñada en que no.
¿Qué le parece si hacemos un plan? Usted no lleva la bandera pero canta el Himno Nacional.
Es por esta razón que el himno me lo aprendí de memoria. Nada de mover los labios como hacían algunos
compañeros. Esta letra me la tenía que saber porque me sustituía el padrenuestro.
Pusimos a funcionar nuestro plan: “Noble Patria, tu hermosa bandera…”. La directora casi se cae del banco
cuando me vio y odió ahora a María del Carmen igual que a los judíos.
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Capítulo 4
Hanna Arendt en su libro, Los Orígenes del Totalitarismo, cuenta un chiste de la Primera Guerra Mundial.
Un antisemita le dice a otro que la guerra ha sido iniciada por los judíos. El otro está de acuerdo y agrega: “La
culpa es de estos y de los ciclistas”. “¿Por qué los ciclistas?”- indaga el primero. “¿Por qué los judíos?”-
cuestiona el segundo.
Esto mismo podríamos hacer con la homosexualidad. En tiempos griegos, esta era una actividad aceptada y en
muchos sectores, apoyada. Es más, no era, como diría Foucault, un problema, un asunto que ameritara mucha
preocupación. Para las culturas pre modernas, perseguir la práctica homosexual sería como condenar a los
ciclistas en la modernidad.
En los primeros siglos del cristianismo, tampoco hubo mucha persecución, no obstante las condenas bíblicas.
Pero la tolerancia no duraría más allá del siglo XII. Una vez que se inició la persecución de todos aquellos
que no calzaban con las expectativas de los cleros, la homosexualidad pasó a la clandestinidad. Esto hasta que
apareciera Sigmund Freud y otros médicos alemanes.
De la misma manera podríamos decir que la homosexualidad es causada por los padres y por los genes. Freud
apoyó lo primero, aunque nunca presentó una teoría desarrollada acerca de la naturaleza de la
homosexualidad.
Como todo jogem (sabio), el hombre tuvo contradicciones y él dijo cosas diferentes en tiempos distintos sin
preocuparse por resolverlas. El científico postuló que uno se hace homosexual por problemas con el Complejo
de Edipo, o sea el supuesto deseo del niño por su madre. Según su tesis principal, el crío tiene una tarea que
llevar a cabo cuando antes de los tres años se enamora de su progenitora y desea eliminar a su competidor, el
padre. Al temer el castigo, en lugar de desear su liquidación, opta por identificarse con este último y termina
reprimiendo su amor por la mamá. Este saldrá nuevamente durante la adolescencia cuando se traslada a otras
mujeres. El fracaso de resolver el Complejo de Edipo en esta forma puede tomar muchas formas que se
convierten en la base de una amplia variedad de desórdenes de la personalidad, entre ellos la homosexualidad.
Una de las vías sexuales para explicar la homosexualidad, según este teórico, era la relación con la madre. En
1921, Freud llega a la siguiente conclusión: "La génesis del homosexual es la siguiente: el joven ha
permanecido con gran frecuencia fijado a su madre, en el sentido del Complejo de Edipo, durante un lapso
mayor del ordinario y muy intensamente. Con la pubertad llega el momento de cambiar a la madre por otro
objeto sexual y entonces se produce un súbito cambio de orientación; el joven no renuncia a la madre, sino
que se identifica con ella, se transforma en ella y busca objetos susceptibles a reemplazar a su propio yo y a
los que amar y cuidar como él ha sido amado y cuidado por su madre”. Freud no responde cuáles son los
mecanismos y causas específicas que llevan a una identificación "intensa" con la madre.
En mi caso, la teoría freudiana parecía explicar mi latente homosexualidad. Mi padre, un Galitsianer (de una
región asociada con la pobreza y la falta de fineza), distante y medio autista, frío, indiferente, solo
obsesionado con el trabajo, era el clásico padre del triángulo amoroso. Mi progenitora, dominante, narcisista y
vigorosa, era la otra pieza del rompecabezas. El matrimonio, cuando nací, no servía y ninguno quería un hijo
más. Electra me contaría que mi padre le solicitó que se hiciera un aborto. No sé si los fetos perciben estos
deseos herodianos pero no me extrañaría que cuando dio a luz, salió un bebé que miraba con recelo: “¿Estás
segura que puedo salir?”
Tenía, al nacer, igual que mi padre, ojos celestes y el cabello rubio. A los pocos meses, no sé si producto o no
del rechazo, me volví moreno y empecé a perder peso hasta quedar casi en esqueleto. Ningún doctor supo lo
que tenía y más bien culparon a Electra porque me forzaba la comida. Al verme como uno de los niños de los
guetos polacos, surgió la idea salvadora: irnos a Nueva York. Electra, que le temía a los aviones más que a los
alemanes, decidió -para ver si podían hacer algo por mí- llevarme al Hospital Roosevelt. La partida dio
resultados. Según ella, después de una semana de exámenes, me puse amarillo y los médicos norteamericanos
dieron con el origen de la enfermedad: hepatitis.
Opino, como Lacán, que Freud no le dio importancia a otros factores no sexuales. Por mucho tiempo pensé
que los hijos de inmigrantes tienen serios problemas en las relaciones con sus progenitores. Si uno lee del
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lenguaje las leyes del patriarcado, como dice Lacán, el idioma podría ser un factor que influya en la
identificación ya que en mi caso, el español de Electra –por ejemplo- era impecable, sin acento, con la
excepción de un casi imperceptible susurro en la erre, mientras que el de Antonio sonaba a un tractor
descompuesto. Él hablaba y la gente se reía o nos gritaba cosas; su español me ponía en peligro. El
antisemitismo hacía que prefiriera hablar como Electra. Obviamente, que con el acento se adherían las
entonaciones y manierismos femeninos.
En mi infancia, la religión fue el problema principal, no la homosexualidad ya que me alejaba de las personas
que amaba. Un caso fue mi amiga Lisa que su madre decidió llevársela de mi barrio para que se mantuviera
judía. Así perdía a la niña querida, mi amiga y compañía; en mi mente infantil, secuestrada por esa religión
con acentos extraños.
No solo Freud descuidó el factor del lenguaje, sino que no llevó a buen término sus propias hipótesis. Si el
niño entra en su etapa edípica con una sexualidad poliforme, o sea, el objeto sexual es binario y no es hasta
su "resolución" que opta por uno u otro progenitor como objeto amoroso, ¿qué hace a Freud presumir que el
objeto único de amor en la fase edípica sea la madre?
Mario Mieli ha señalado que también está presente el deseo homosexual. La "rivalidad" que, según Freud,
siente el crío hacia su padre debe entenderse así como un deseo erótico "transformado" por el inconsciente. Si
se sigue un desarrollo lógico de las premisas freudianas, el Complejo de Edipo es una tríada: el niño bisexual
y poliformemente perverso siente atracción por ambos progenitores o por otros que lo cuidan. Mieli postula
que en los casos en que uno de los progenitores, o un cuidador, no resiste de plano el deseo erótico del niño, la
homosexualidad encuentra una avenida para evitar la represión.
Mi homosexualidad, pensé, fue promovida por una seducción cristiana. Ramón no solo me iniciaba sino que
me prometía el español perfecto y el amor por la conversión; mi padre, por el contrario, me invitaba al mundo
de las burlas y el ostracismo; mi identificación con él hubiera sido con el exilio.
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Capítulo 5
En cuestiones de amor, una cruzada se gestó en esta apacible casa de Los Yoses. Mi padre sentía una
suspicacia genética hacia todo aquello que no fuera judío; nunca creyó que una amistad era posible entre
personas de credos distintos. Siglos de persecución lo habían convencido de que, tarde o temprano, los
cristianos lo repudiarían. Electra, también víctima del antisemitismo polaco, tuvo una experiencia menos
traumática. Después de todo, era una hermosa niña y la belleza da pasaporte para el buen trato, aún en
sociedades intolerantes.
La hermosura de mi progenitora tenía una contraparte. Electra gustaba de lo bonito y apreciaba que había
llegado a uno de los lugares más exóticos de la tierra. No era un secreto que los ticos eran tan lindos como la
fauna y la flora; la mujer se encariñó tanto con su nuevo país que, en seis meses, se olvidó del polaco.
Amaba su judaísmo y sentía una lealtad hacia el pueblo sufrido. Sin ser religiosa, disfrutaba las ceremonias y
respetaba los días más sagrados, como lo eran el Día del Perdón y la Semana Santa.
No obstante, dejó de hacer algo que sería, a la larga, crucial: cambiar de barrio. Una razón era que Electra
solía decir que no quería vivir en un gueto. Tampoco quiso testigos paisanos de sus problemas sentimentales.
Se había casado con Antonio porque el hombre que amó prefirió a una mujer tonta pero rica. Este shidaj, o
matrimonio arreglado, era frecuente en Europa Oriental en donde los padres escogían a los maridos de sus
hijas y las razones tenían poco que ver con el atractivo físico. En Costa Rica, harían lo mismo; después de
todo, el número de los correligionarios no pasaba las mil almas y no había mucho qué elegir. Nadie la
obligaría a casarse pero cuando se es pobre uno compra en la sección de baratillos.
Mi mamá sentía hacia su pueblo una ambivalencia. Por un lado, amaba el judaísmo pero aquél de la historia,
la filosofía y la justicia social. Por otro lado, detestaba en lo que se había convertido en los shteitls (pueblos
con grandes poblaciones judías) polacos: una minoría atemorizada, indefensa y pasiva.
Su integración en la cultura del amor romántico que llegaba por el cine desde Hollywood y que, además,
contaba con una rica tradición en América Latina, la convirtió en una apasionada empedernida. Si uno
defendía el amor pasional y la libertad de escoger, había un corto brinco a optar por otra religión o quizás,
otro género. Electra, sin embargo, aspiraba a una reforma y no una revolución social. Sus metas eran
limitadas: que sus hijos se casaran con los judíos que amaban. Algo parecido a las de Tevie, el lechero de los
cuentos de Sholem Aleijem.
La primera que hizo la conexión fue mi hermana Derek. Cursó sus estudios en el famoso Colegio Superior
de Señoritas y perdió su título de señorita, con un don Juan, antes de graduarse. Electra estaba horrorizada;
sus deseos de tener una profesional se veían amenazados por un don nadie. Le imploró a mi hermana que lo
dejara y que como estímulo, la enviaría a estudiar a los Estados Unidos de América.
Mucha gente gana batallas para perder la guerra y pronto desde Washington D.C. llegaría una carta que, como
dice la canción, “traen noticias que destrozan el alma”. Derek se enamoró de un sajón protestante que con tal
de que no lo mandaran a Viet Nam, quería casarse inmediatamente.
Nunca podré olvidar los quejidos en mi casa el día en que Electra comunicó el matrimonio de su hija querida.
Anita, mi abuela, solo podía decir que se desmayaba; mi Zaideh (abuelo), don David, se quejó de que ni a sus
enemigos le deseaba esta suerte: “Oif maine sonim” (¡Que esto le pase a mis enemigos!) para luego llamar a
mi madre desde kurveh (prostituta) hasta nazi. Imploró que la boda se evitara por medio de secuestros,
chantajes, raptos y amenazas, pero Electra estaba decidida a escudar el amor de mi hermana, tan firme y
sólido como un suflé de guanábana. “Si Derek considera que este es el amor de su vida, ¿quién soy yo para
evitarlo?”- decía mi madre. Antes que a mi abuela le dieran otras jaloshes (mareos) y soltara lágrimas de
cocodrilo, imploraba mirando el cielorraso: “¡Vamos a desaparecer como pueblo si continuamos entregando
nuestras hijas!”. “Pero madre, ¿no era que en Polonia no te preocupaba tanto nuestro pueblo?”-le cuestionaba
Electra, quien sabía cómo parar su manipulación. “No sé de qué hablas”- respondía mi abuela y se callaba,
porque algo la hacía sentir culpable.
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Mi padre pegó otros gritos similares y amenazó, cosa que cumplió, con no ir al matrimonio, ni nunca hablarle
al hombre que se robaba el corazón de su hija, lo cual no cumplió. Aunque nunca se ocupó de la vida de sus
retoños, el hombre culpó a Electra de no haber educado apropiadamente a su primogénita. “En Galicia,
fusilaríamos a una hija que no obedece a sus padres”- decía con cólera. Mi zaideh (abuelo) estaba de acuerdo:
“Y también liquidaríamos al padre que consiente”.
No obstante la unión masculina en contra del matrimonio, mi abuela se había pasado de lado y haciéndose la
mártir, opinaba ahora que nada podía hacerse:“Gai shlog zich mit Got arum” (¡Vaya a pelear contra los
molinos de viento!) y le aconsejaba a mi padre que no rompiera con su hija porque algún día dependería de
ella. “Cuando estés viejo y enfermo, Derek será quién te cuide y no permitirá que termines en un asilo de
ancianos”- le amenazó. Probablemente esto que era su miedo mayor, lo convenció de que no se opusiera a la
boda.
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Capítulo 6
Un problema, fuera del sexo, era tabú para los judíos. Era una cuestión que se evitaba, que daba pena, que se
reprimía y que se guardaba en gavetas mentales secretas. A cuenta gotas, tuve que descubrirlo. Una vez
enfrentado, produciría cambios inexorables.
Carecía de algo que les sobraba a mis compañeros de escuela. Como inmigrantes, nuestra familia era
reducida. Había casos de niños que tenían decenas de tíos, de primos, y de otros parientes cercanos. En mi
casa, solo conocía a mis abuelos maternos. Una nube negra cubría el pasado. ¿Dónde diablos estaba mi
familia? ¿En qué gaveta de escritorio se escondían decenas de primos y tíos que no tenía?
Con mi padre, ella hablaba ídish y no polaco, pero me decía que era un idioma que apenas dominaba. Después
de unas palabras elementales, mi progenitora intercalaba el español y demostraba que su ídish era igual de
malo. Con mi padre, las cosas no eran nada distintas; su acento hacía evidente que el hombre no dominaba el
castellano pero tampoco lo oía balbucear nada mejor.
Si la historia familiar era un hoyo negro del universo que todo se tragaba, los fantasmas del pasado se hacían
presentes. El único rezo al que Electra no faltaba era el kadish, el de los muertos. “¿Por qué lloras mamá?”- le
cuestionaba. “Por nada, ni nadie”- respondía. Sin embargo, “nadie” debía haber sido algo importante porque
sus lágrimas eran, en su vida, escasas.
Luego, estaban las miradas y los suspiros. En ciertos momentos, alguna remembranza hacía, sin ninguna
explicación, que mi madre clavara los ojos en el vacío; si le preguntaba, me respondía que cuando se da el
silencio, es que un ángel pasaba por la alcoba. La música no hacía las cosas mejor porque en ciertas canciones
en ídish, una que otra ópera en que la heroína se moría de tos, un bolero que hablaba de un pueblo perdido, o
una sinfonía de Tchaikowsky, principalmente la que escribió después de sus intentos de suicidio, provocaban
depresiones.
Había un gran secreto y duraría en descubrirlo. A pesar de lo bien guardado, lo saqué del clóset en las
actividades culturales de la WIZO. Un evento anual tenía una importancia enorme: El Levantamiento del
Gueto de Varsovia. Este conmemoraba la resistencia judía armada y era generalmente vedado a menores.
Pero un día asistí gracias a la ventaja de ser el hijo de la organizadora y observé que la mujer no rendía
homenaje para congraciarse ni con dios ni con el diablo. Electra enfrentaría sus peores tragedias estoicamente,
sin flaquezas, lágrimas o súplicas; pero no a esta ceremonia. El acto contaba con discursos de dirigentes que
hablaban de cómo Polonia con sus tres millones y medio de judíos había sido la Jerusalén del exilio, la patria
de sus padres, la que los recibió cuando fueron expulsados de España y de Europa Occidental, la que no creó
guetos obligatorios y en la que vivieron buenos y malos mil años de historia. Luego, vinieron los nazis y tres
millones de ellos fueron liquidados. Para ubicarme, tenía que pensar en cómo me sentiría si, de un momento a
otro, desapareciéramos todos los costarricenses de la tierra: mis maestros, mis compañeros, mis vecinos, los
que conocí y con los que nunca había cruzado una palabra. Todos desaparecidos, esfumados, liquidados.
Tan pronto como los líderes nos daban las recetas de lo que podría y no volver a suceder, nuestra obligación
de ayudar al nuevo Estado de Israel y de mantenernos judíos para el momento en que el Mesías le diera la
gana de venir a rescatarnos, continuaban las narraciones de los sobrevivientes de los campos de
concentración. “¿Qué puedo decirles?- hacía la pregunta retórica doña Lodka, que había estado cuatro años en
Auschwitz.
Ella estuvo empleada en una factoría textil y narró cómo llegó a tal estado de desnutrición que hizo fila cuatro
veces para que la gasearan. No tuvo suerte o tuvo suerte, de acuerdo con la interpretación, porque las cámaras
estaban llenas. Cuando dinamitaron una de ellas y los nazis buscaron a los culpables, la interrogaron y en
vista de que no sabía la identidad de los saboteadores, le cortaron los dedos de la mano. Mientras la mujer
relataba su historia, miro a las madres judías, sobre protectoras y amorosas, y a las amigas de la WIZO que
me empachaban con sus dulces y pasteles, y pienso en el gas de las duchas. Un infinito número entró, con sus
hijos, en ellas para descubrir el engaño y cuando era demasiado tarde para hacer nada. Solo poder tratar de
abrazarlos para ayudarlos a morir lo más rápidamente posible.
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Resulta irónico que los nazis contemporáneos nieguen el Holocausto y culpen a los judíos de inventar las
cámaras de gas. En la época en que crecí, los principales negadores de la Shoa o Jurbn (Holocausto) eran los
mismos paisanos que como mis padres, sentían una vergüenza infinita sobre la manera en que nos
masacraron. Nada más irónico que ahora nos toque a los judíos servir de testigos de que las cámaras
existieron y a los nazis, de negarlas. Yo hubiera preferido también que todo fuera una mentira, un truco de
algunos para obtener, como dicen los antisemitas, para que nos devolvieran nuestra tierra.
Electra, como los presentes, había quedado golpeada por la Jurbn. Pudo salir antes de 1939, sin anticipar lo
que se vendría. Las cosas empezaron a calzar: la culpa de la supervivencia, ganada por chiripa, por decisiones
intrascendentes, sin ningún mérito específico, la había llevado a enterrar su pasado, su familia, su país, su
lengua. Además, para protegernos, había optado por borrarlo, lo que fue una decisión de dudosos resultados.
Por un lado, me ofrecía la posibilidad de empezar, como Adán en el paraíso, desde cero. No obstante, estaba
consciente de que si hubiera nacido en Dlugosiodlo, una década antes, habría terminado en una cámara de
gas.
Cuando terminó la ceremonia y nos dirigimos en silencio para la casa, tomé una decisión: como recomienda
Fackenheim, no le daría a Hitler una victoria póstuma: no abandonaría mi identidad judía. Aunque detestara
las clases de hebreo y de religión, no me convertiría jamás en un judío con odio introyectado, el mismo caso
de los homosexuales que odian a las locas y de los paisanos que se autodenominan como ateos para ocultar su
religión.
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Capítulo 7
Cuando se publicó en Estados Unidos mi libro sobre prostitución masculina, este fue criticado porque algunos
no podían creer que los prostitutos que se vendían a hombres gays, fueran en realidad heterosexuales. La idea
de que uno puede tener relaciones sexuales con hombres y no considerarse homosexual, era insólita para
muchos en la cultura sajona. Creían que los muchachos me habían engañado y que me había tragado la
historia de que no sentían deseos por sus clientes. Irónicamente, el crítico era un homosexual y no sé por qué
muchos de estos también resultarían en mis más severos detractores. Creo que estos resienten a los gays que
tienen algo de éxito en el mundo heterosexual.
Sin embargo, en la cultura latina, la división entre la teoría y la práctica sexual es más marcada y tiene raíces
históricas antiguas.
El hecho de que países como Costa Rica fueran conquistados por España, un imperio que buscó explotar más
que colonizar, y que la migración desde la Madre Patria, contraria a la de los ingleses hacia los Estados
Unidos, fue relativamente pequeña, hizo que la creación de mercados de manufactura dependiera de la mano
de obra local.
Los indios empezaron a sucumbir ante el embate de las enfermedades y los trabajos forzados, lo que redujo su
población en lo que se ha llamado la catástrofe demográfica: se cree que millones de aborígenes murieron. En
el caso de Costa Rica, cuando los españoles colonizaron el país, la influenza había llegado desde Guatemala y
no quedaban más de unos pocos miles. Los conquistadores se encargaron de reducir aún más este número.
España era un reino católico que luchó por siglos contra los musulmanes y, en 1492, expulsó a medio millón
de judíos. Su intolerancia religiosa no fue menos severa que su mojigatería sexual. Al imponer los dictados
del Vaticano, la única reproducción permitida sería la que se diera dentro del matrimonio. Al racionalizar su
ocupación y destrucción de las civilizaciones nativas con base en la evangelización de los paganos, la Corona
Española impuso su restrictiva sexualidad. Sin embargo, a diferencia de la España continental, la americana
empezó a quedar despoblada. De ahí que para crear un mercado de trabajo y utilizar la mano de obra local, se
utilizaron tres alternativas: la traída de esclavos, la tolerancia de la sexualidad no monogámica y la aceptación
de los hijos ilegítimos.
Pronto se daría un desfase entre la teoría y la práctica. La primera decía que se vivía en una sociedad católica
en que toda trasgresión sexual sería condenada con el ostracismo, la cárcel y la persecución, inclusive la de la
temida Inquisición. Pero la práctica apuntaba a que, si se quería progresar, la monogamia era imposible. El
resultado sería hacerse, como se dice, de la vista gorda, o sea no aplicar las leyes y dejar que la población, en
materia de sexualidad, tuviera amplias libertades. Hasta un refrán crearon: “Obedezco pero no cumplo”.
Es lo que he llamado en otros trabajos, la compartamentalización de las cabezas, o sea la creación de gavetas
sexuales, muchas desconectadas de las otras. Se podía ser casto en público y promiscuo en privado; se podía
ser religioso y tener hijos regados; se podía ser virgen y haber practicado sexo oral; se podía practicar la
sodomía y no ser homosexual.
Mi vida sexual después de la iniciación temprana se mantuvo en gavetas inconexas: el deseo y la práctica. Por
un lado, siempre supe que me atraían los varones; por el otro, no llegué a aceptar hasta los dieciocho años que
era homosexual. Para lograr reconciliar esta contradicción, mi deseo sexual quedó en una gaveta y mi
identificación pública, en otra.
Por la homofobia, los gays tienen grandes dificultades en admitir su orientación sexual. Sin embargo, cuando
optan por hacerlo y “salir del armario”, como dicen los norteamericanos, existen dos patrones distintos de
acuerdo con la cultura. Los sajones hacen pública una verdad que ya sabían; los latinos reconocen que lo que
venían haciendo, constituye una identidad.
Para los europeos, los homosexuales constituyen una personalidad y una historia. Tan pronto como se
establece la orientación sexual, la persona asume características particulares que se vuelven permanentes. Si
se es o no afeminado, no cambia la realidad sexual porque tanto uno como el otro es miembro de la
comunidad homosexual. En América Latina, existe una interpretación distinta que el mismo Foucault refiere
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como la dicotomía entre lo “activo” y lo “pasivo”. Como los griegos lo entendieron, es la práctica, no el
objeto del deseo, lo que importa: el hombre es hombre siempre y cuando sea el que penetre. En este marco,
uno puede poseer a otro hombre sin ser homosexual: el objeto es irrelevante. Esta tolerancia hacia el activo
permite que más de ellos puedan practicar la homosexualidad sin que, por hacerlo, se les vea como gays. Los
cacheros, o activos sexualmente, pueden, a la vez, buscar jovencitos que independientemente de la práctica
sexual, son vistos como no hombres. En ninguno de estos contactos, los socios son estigmatizados.
Al crecer en una comunidad basada en el modelo europeo de sexualidad, estaba más consciente de las
consecuencias de mis acciones. Temía que lo que hacía determinaría mi futuro y tuve muy pocas experiencias
genitales.
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Capítulo 8
Después de Ramón, se presentó una relación erótica con el limpiabotas del Parque Central al que mi padre me
llevaba todos los domingos. Este hombre solía pellizcarme y sobarme las piernas mientras Antonio, que
siempre estaba más allá del bien y del mal, no se percatara.
Luego, estuvo Pepe, el famoso paidófilo de Barrio Escalante. Jorge –mi compañero de escuela- me contó que
ese hombre tenía un equipo de béisbol de niños y que tarde o temprano, “los terminaba tocando”.
Otro lugar de juegos eróticos era el cine. Las famosas salas en San José, como el Cine Rex, el Cine Raventós
y el Cine Capri, eran hervideros, en sus funciones de las tres de la tarde, de amantes de los muchachitos. Uno
de ellos era un atractivo ingeniero al que le encantaba asistir a las películas de Drácula. En estas, hacía que se
asustaba por los brincos y mordidas del conde de Transilvania, se corría del asiento y tropezaba con mis
piernas. En el Cine Capri, se proyectaban películas europeas y los muchachos jugábamos entre los asientos.
Uno ponía el brazo en la silla y tocaba el del compañero; el roce era sutil y no se pasaba a más.
Y si no eran los cines, los buses públicos eran pequeños bares gays ambulantes. Al ingresar, buscaba siempre
el lugar contiguo al del hombre más guapo. Sabía que con las calles llenas de huecos y con los camiones
viejos y destartalados, uno terminaría encima del pasajero. “¡Perdón señor!”, decía con mendacidad, mientras
le ponía la mano en la pierna. En este paraíso de paidófilos, lo lógico hubiera sido que terminara en la cama
con alguno. Soñé muchas veces con esta posibilidad, pero nunca la llegué a realizar. No lo hice porque estaba
consciente del modelo europeo de sexualidad que me decía que cuando hiciera algo malo, se me convertiría
en una tara permanente.
Los judíos no teníamos esta división entre la teoría y la práctica. La rigidez de la sociedad polaca y la
obsesión por respetar las leyes religiosas, que nos hace el pueblo de las regulaciones, creaban una actitud más
intolerante.
Mi religión era inflexible en todo lo sexual y tenía condenas severas contra el adulterio y los hijos ilegítimos.
Si los padres eran mamzerim, o sea que estaban casados con otros o relacionados por parentesco, los hijos se
consideraban no personas, sin identidad. Los hijos ilegítimos eran percibidos como defectuosos, igual que los
homosexuales: no tenían personalidad definida. Algunos historiadores nos dicen que por esta vinculación,
ambos grupos prefirieron ingresar en las artes del disimulo como el teatro y el espionaje.
Los matrimonios eran arreglados y el sexo no era visto como un factor crucial para ser feliz y aunque no era
interpretado como pecaminoso, se percibía como algo Prost, vulgar. Si así veían lo heterosexual, peor sería
con lo homosexual. Cuando se pertenece a una minoría amenazada, ni el rabino podía eximirse de la
reproducción; la obsesión por los hijos era enorme y quedarse Bocher, soltero, una catástrofe. Doña Sarita,
por ejemplo, mostraba sus nietos como uno se enorgullecería de haber descubierto la cura contra el cáncer y
doña Perla era de la opinión que no existía mejor naches (bendiciones) que una gran familia.
Finalmente, no había dispensas para los activos. La visión hebrea de la homosexualidad no era basada, como
lo indica la historia bíblica de Yonatán y David, en parejas de uno masculino con otro femenino. Estos dos
famosos héroes bíblicos que se amaron “más que a las mujeres” eran ambos guerreros y no tenían nada de
amanerados. En ningún lugar de la Biblia se nos dice que uno cocinaba latkes (tortas de papa) al otro o que el
rey David se vistiera de mujer.
Estas actitudes se hacían evidentes en la homofobia. La comunidad judía que vino de Polonia perseguía a los
homosexuales u Feiguelehs (maricones) porque veía el celibato como una enfermedad. Los Feiguelehs eran,
según ella, fallidos en la reproducción.
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El famoso Beto, que mis compañeros con desprecio llamaban Cápale, era visto como un soltero empedernido,
y por ello, un maniático sexual. El hombre fue el único judío gay público en la década de 1950 y era dueño de
una de las cafeterías de la capital. Mis compañeros solían montarse encima uno del otro al grito de Cápale,
que se convirtió en el sinónimo de “sodomía”. La burla no era porque fuera femenino, sino porque tenía sexo
solo por placer.
A broj! (Por Dios!) Lo encontraron un día con dos compañeros en la cama. Su madre interpretó que de no
hacer algo drástico, se haría homosexual y nunca podría tener el gusto de casarlo; no le pasó por la mente que
si él lo era, también sus socios de cama y que los padres cristianos de sus novios, por el contrario, miraban
estas prácticas como inocentes.
Las palizas fueron tan horrendas y las intervenciones de especialistas tan acertadas que pronto oí en mi casa
que se había tratado de suicidar. Dos días después, como si nada hubiera pasado, llegó a visitarnos y le contó
a Electra que se había comido unos camarones descompuestos. En otra ocasión, llegó con golpes en la cara y
con su cigarrera, de metal, partida en la mitad; me dijo que lo habían atacado. Luego, vino con sangre en la
boca. “Me peleé con un tipo”- sería su respuesta. Derek le contó a mi madre que sus padres habían decidido,
como última medida, mandarlo a una escuela militar en Florida, Estados Unidos: ahí lo reformarían.
Un día, después de que Otto partió, fuimos invitados donde Eulalia a conocer a los perritos que habían nacido.
Su casa estaba llena de parientes y amigos. Además, estaba mi amiga Lisa con su hermana y aprovechamos
para jugar con las lámparas fluorescentes. Mientras prendíamos y apagábamos las luces, suena el teléfono: la
mamá de Lisa contesta y se oye el chillido más horrible.
No fue un grito sino decenas y, después, golpes en la pared, desmayos, llantos y frases cortadas: “Eulalia está
descompuesta, que llamen a Alexis, que mejor traigan un médico, que no sé qué hacer, que Alda, su hermana,
se descompuso, que alguien cuide a los cachorritos, que dejen que Marieta, la otra hermana, se encargue de
todo”. Minutos que hicieron que se olvidaran de nosotros y nos quedáramos impávidos, aterrorizados. En lo
que pareció horas, irrumpe mi progenitora y nos dice que una tragedia ha sucedido. Vemos personas
corriendo, una ambulancia y de un momento a otro, el rabino. Después de unas horas, Electra entra en busca
de un suéter, le pregunto qué había sucedido: ¡Otto se mató!”
El mundo se me vino encima. “Mamá, mamá, ¿cómo es eso que se mató? ¿Por qué?, ¿por qué?” Electra, que
estaba de mal genio, irritable, confusa y adolorida, tuvo la torpeza de responderme: “Era homosexual y no
podía tener familia”. En la interpretación de los hechos, unos se reproducen y los que no, se pegan un tiro.
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Capítulo 9
En América Latina la gente gusta de la asimetría. Si uno acude en San José a un restaurante notará que en vez
de parejas de la misma edad, encontrará más comúnmente al jefe con la secretaria, al marido rico con la
amante pobre, al viejo verde con la adolescente, a la mujer madura con su chofer, o a un paidófilo con un
niño. Las personas gustan de complementarse.
En el caso norteamericano, mostrado hasta la saciedad en el cine, las parejas son similares. La gente se
enamora más por cosas en común, como las revelaciones sentimentales. Antes de darse cuenta de su pasión,
los filmes norteamericanos nos presentan una escenita de confesión de sentimientos. Quien oye se enternece:
el macho comparte algo íntimo, un secreto, una vulnerabilidad. En este momento, después de la musiquita
cursi, se da el primer beso. En las telenovelas mexicanas, por el contrario, el amor llega por el cuerpo y los
sentidos. No hay confesiones del macho acerca de lo que sufrió cuando niño, ni compartir debilidades. Solo
con mirarse a los ojos y con la ayuda de una musiquita de fondo, es suficiente para prometerse amor de por
vida.
En la cultura latina, esta revelación de fragilidades no es el pasaporte para el amor. Basada más en el cuerpo y
en la acción, la forma de demostrar cariño es a través de las cosas que se hacen, no las que se comparten.
Cuando se está enamorado, la persona debe hacer: lo más típico es darse de golpes con un rival o, en el caso
de una desilusión, tomar licor hasta más no poder.
Estos dos modelos de amor estuvieron, desde niño, presentes en mi cabeza. Prevaleció el norteamericano
porque en una familia tan influida por el psicoanálisis, la mayor interacción de los corazones tenía que darse
por medio de las revelaciones y no por el contacto físico. Pero hubo también influencia latina: mis relaciones
se construyeron con personas de religión y de clase distintas.
Estábamos conscientes de que nuestros padres enfrentaban un desafío que se llamaría modernidad. Costa
Rica, gracias a los altos precios del café en los años cincuentas, sufría una transformación de una sociedad
pobre a una más desarrollada. Con solo mirar programas como El Doctor Ben Casey, Yo quiero a Lucy o
Mister Ed, se avistaban los artículos producidos por una modernidad creciente. Pronto estos se mostraban en
las vitrinas del centro de San José, pero a precios que la mayoría no podía adquirir. Estas demostraciones de
riqueza iniciaron divisiones sociales nuevas; los niños que tenían televisión pertenecían a una clase social
distinta; los que habían adquirido una lavadora, habían llegado al rango de la aristocracia, y los que
compraron auto, a la nobleza josefina.
Diferencias siempre hubo. Aunque debíamos llevar el pantalón azul y la camisa blanca, existían contrastes
enormes entre las telas de algodón y las de lino y entre los casimires y las gabardinas.
La aristocracia costarricense, contrariamente al fenómeno hoy día, era antisemita. Costa Rica contó, por
ejemplo, antes de la guerra, con un partido nazi conformado de la clase gobernante y además, había aprobado,
en 1942, la expulsión de los hebreos después del conflicto mundial. La clase popular era más democrática y
más abierta a los judíos. Así que todos mis amigos serían de clases populares y nada ricos.
Habiendo aprendido de mi mamá que amar era oír y que para hacerlo había que preguntar, empecé un largo
camino de confesor de niños; esta carrera se convirtió, a la vez, en mi vida amorosa principal.
Uno de ellos, mi primera relación después de la partida de Lisa, era Vieto. El niño era una réplica de Daniel
El Travieso, inquieto, atrevido, cazador de bichos y excursionista en los ríos y en los tajos de la ciudad de San
José. Éramos inseparables y más nos unimos cuando su madre enfermó; la mujer tenía leucemia y el pobre
Vieto se quedaba huérfano a los ocho años de edad. Pude ofrecerle el apoyo que necesitaba en momentos tan
terribles.
Otro era Marcelino, hijo de inmigrantes españoles dueños de una cafetería en el centro de la ciudad. De tez
blanca y cachetes rosados, una voz aguda, pelo absolutamente liso y peinado en flequillo, el niño era rebelde y
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objeto de las peores palizas. Marcelino me confiaba sobre la disciplina militar con la que querían educarlo:
una nota mala en la escuela, le deparaba las peores tundas. Lo ayudé en lo que podía para que mejorara sus
calificaciones.
Luego, estaba Jorge, el hijo de un fotógrafo protestante que había realizado una pequeña revolución al
cambiarse de religión en un pueblo tan católico. Habló mal de los curas y de la virgen; criticó al Papa y al
Vaticano. Traté de hacerle ver que nosotros teníamos un problema similar y que no todos éramos católicos.
Finalmente, tenía a Daniel. Este muchacho era judío y opuesto a mí: ostentaba la libido heterosexual más alta
del universo y tocaba a cuanta polaquita podía. El niño era bonito, con ojos enormes y una boca exquisita. Me
encantaba su compañía porque envidiaba su virilidad y su seguridad en sí mismo.
Desde niño, he sostenido relaciones asimétricas y he disfrutado de ellas. En vez de encontrar regocijo en
compartir lo mismo, hallo más interés en lo distinto. Si me relaciono con alguien de baja clase social aprendo
cosas importantes acerca de la sobre vivencia que me enseñan a mejorar mi vida; si la persona es cristiana,
logro comparar y mirar lo relativo del factor religioso.
No creo que las relaciones adultas tengan que ser todas genitales. Desde pequeño he continuado con el
platonismo como alternativa a no tener nada con ciertos individuos. Si uno de ellos es heterosexual, ¿para qué
perder el tiempo en seducirlo? Por otro lado, ¿por qué no establecer una relación emocional? Los hombres
heterosexuales pueden amar a los homosexuales, aunque no se acuesten con ellos y he tenido una gran lista de
este tipo de relaciones.
La asimetría latina en las relaciones no es producto del subdesarrollo o la inmadurez, como se mira en Estados
Unidos o en Europa. Es más bien una forma de aprovechar en la pareja las fortalezas de cada uno de sus
miembros y neutralizar las debilidades. Si uno tiene dinero y el otro no, por ejemplo, la relación –en lugar de
analizarse como explotadora- se construye para mejorar los recursos de ambos: el más rico obtiene apoyo
emocional y el más pobre, recursos para avanzar.
Capítulo 10
¡Qué Dios nos salve de nuestros deseos!
No fui el preferido de mi madre. Electra se identificó con su hija primogénita y estuvo obsesionada con ella
hasta el día de su muerte. Derek era una niña en la que puso sus esperanzas para que consiguiera lo que a ella
le había sido negado: cultura y educación. Mi hermano, por el contrario, salió demasiado parecido a mi padre
y al lado de su familia para contar con el apoyo materno. Aunque no lo admitió nunca, Electra no tuvo gran
cercanía con él y el muchacho se lo recriminaría toda la vida. Así que en vez de odiar a mi madre y
traicionarla como haría su hijo del medio, yo hice lo posible para ganarme su amor. Desde niño aprendí que
nada se me daría de forma gratuita.
Experimenté preferencias también con mi maestra. La mujer, de la misma manera que mi madre, adoraba la
belleza y la inteligencia y en mi clase, un niño sobresalía en ambos rubros: Castro. De rizos de oro, perfil
griego y ojos cafés, el pequeño era hermoso. Sin embargo, era también, para la matemática y para la ciencia,
un diminuto Einstein. María del Carmen lo adoró porque era el alumno perfecto.
No podía competir con su habilidad matemática y tampoco era, en los primeros dos años, un excelente
estudiante. Sin embargo, mi anticastrismo fue compartido. De la misma forma en que Fidel Castro gestó una
reacción política en su contra, nosotros formamos nuestra célula y conté con un gran aliado: Chavarría, el
niño aristocrático. Sentía celos de Castro y adoraba a la niña, la que como una amante infiel, lo traicionaba
con otro. Para luchar contra esta predilección, Chavarría me necesitaba y yo lo quería de mi lado. Como el
Hamas y el Jihad Islámico contemporáneos, gestamos planes terroristas. Un día a Castro se le desapareció el
cuaderno de vida; en otra ocasión, lanzamos su examen al basurero.
El movimiento anticastrista, a diferencia del que se gestó en Miami, creció y me enseñó a organizarme. Mis
reuniones para planear los próximos atentados, que iban desde dejar un chicle en la silla, manchar los dibujos,
o cambiar una respuesta en un exámen, fueron una escuela en empoderamiento. Sin embargo, la madre de mi
aliado decidió no dejarme jugar más con su hijo porque no quería a un polaco.
Después de él, me dediqué con Vieto y Marcelino a rondar por los parques, los ríos, los trenes y los barrios
alejados de la ciudad de San José.
Una de esas tardes en que caminábamos por el centro, una escena nos llamó la atención. Un negro y extraño
carruaje, con dos caballos blancos, se había detenido en una tienda. Desde adentro se oían los peores alaridos
que me recordaron los de la casa de Eulalia. “¡Quiero ir en el carro, quiero ir en el carro!”- imploraba la mujer
agarrada al ataúd. Una muchedumbre se acercó, nosotros incluidos. Pronto noté que se trataba de una familia
judía; sentí vergüenza por estar como espectador, sin intervenir para calmarla.
Oí que se llamaba Ivonne y que su madre había muerto. También que “era una polaca y que este espectáculo
no era acostumbrado por los cristianos”. Estuve sobrecogido. Percibí hostilidad del público. Una invisible
pared de alteridad hacía que la gente solo mostrara interés morboso. Por último, me observé como un
impostor, del otro lado de la barrera.
Este incidente sería una señal de tormentas en la mira. Mis dos años de aventura escolar, con amigos
cristianos que no hacían diferencias y que me aceptaban como era, estaban por terminar. María del Carmen
anunciaba que pronto empezarían las clases de religión y en mi casa, que tendría que asistir a la Escuela
Hebrea.
Estudio mis notas en la escuela y observo un cambio radical de los dos primeros años al tercero. En los
primeros, había sietes, ochos y nueves; en los siguientes, solo nueves y dieces; esto significa que me quedé
más en mi hogar. De segundo a tercer grado, la nota de conducta se deteriora; lo que insinúa que estudio más
23
pero me siento prisionero. Leo un cinco en un semestre y una observación de la niña: “Jacques, a la maestra
se le respeta. Usted se ha puesto algo malcriado en clase”.
Existe mucho cacareo con respecto al abuso sexual y físico de los niños pero muy poco sobre el emocional.
Defino este último como obligar a los pequeños a oír temas para los que no están preparados. Esto es lo que
pasaría ahora con mi mamá: me tornó en su confidente. Mis pequeños oídos no estaban listos para estas
confesiones: problemas de intimidad, de aislamiento, de frustración y de desesperación. Además, tenía que
entretener a un adulto con una cabeza infantil: sentí que una caja de cartón se me insertó en ella, un objeto
artificial con bordes que me hacían sentir estrechez.
Mi papel de consejero me creó serios problemas porque no estaba listo para resolver una sola de las tragedias.
Si la relación con Antonio era mala, ¿qué podía hacer? Si nadie la entendía, ¿podía yo? Si la casaron por
dinero, ¿era mi culpa? ¿Podía anular el matrimonio? Como nada podía hacer, más poquita cosa me sentía.
Si este incesto emocional no fuera suficiente, mi otro mundo alterno, el de la escuela, empezaría a
convulsionarse con la aparición de Jesucristo. Una vez en clases de religión, mis relaciones se agriaron, por
razones distintas, con los cristianos y con los judíos.
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Capítulo 11
Doy varias vueltas a la manzana y espero para ingresar en el edificio. He llegado varios minutos antes de las
dos de la tarde pero no quiero esperar y prefiero dar una vuelta.
Me quedo mirando las ventanas de la Avenida Central y observo, cuidadosamente, si no hay algún
comerciante conocido. Para colmo de males, me encuentro con doña Sarita, la más Yenteh (chismosa) de la
comunidad. “Hola Jacques, ¿qué hatzes por aquí?”- pregunta con su fuerte acento. “Vengo a comprar un
cuaderno para la escuela”- le respondo.
Decido meterme en el edificio. La ventaja es que hay oficinas de varios especialistas y si me encuentro a otro
paisano, me muevo a la del cardiólogo. Ingreso lleno de aprensión al consultorio. La mujer me mira de reojo y
me pide mi nombre, la edad, la dirección de la casa, el colegio en que estudio, los nombres de mis padres.
Hago que leo una revista Bohemia y me pongo a echar un vistazo a mis alrededores. El lugar es lúgubre, no
tiene adornos; el título del doctor está en la pared, detrás de la secretaria.
No puede escribir mi apellido. “¿Cómo se deletrea Schirano?” “¿De dónde viene?” – indaga la asistente.
Deseo mandarla a la escuela para que aprenda español. Luego, comenta que no parezco judío, que le recuerdo
a un sobrino... Pienso que la señora habla más de la cuenta y que medio San José sabrá que vine.
En los años cincuentas, acudir a un loquero no era fácil para adultos y mucho menos para los niños. La gente
estaba acostumbrada solo a confesarse con los sacerdotes. Por suerte, suena el teléfono y la secretaria se
ocupa de la llamada: “Consultorio del doctor Castro, para servirle”.
En una trifulca con Electra le había dicho que me gustaban los hombres. La mujer, furiosa, me hizo la
pregunta equivocada: “¿Te gustaría darle un beso en la boca a Pita?” “¡Pues claro que no!”, le contesto
sinceramente porque era un gordo feo. Pienso que de haberme preguntado por Daniel le hubiera dicho que sí.
Mi madre es astuta; quiere oír lo que le conviene. Mi franqueza me trajo nefastas consecuencias: la mujer
acudió a su médico de huesos y le preguntó qué podía hacer.
El doctor Chavarría me ordenó testosterona. Según la explicación de Electra, necesitaba crecer pero el galeno
me dijo la verdad: la hormona era para hacerme masculino. Aunque especialista en problemas de fracturas, se
decía perito en sexualidad de la Universidad Autónoma de México. Duramos dos años con sus inyecciones,
las que esperaba como mi tabla de salvación; las secuelas no se hicieron esperar: dejé de crecer y mi cepillo
contenía más y más cabellos. Es irónico pero ahora están otra vez de moda las tesis que las hormonas
determinan la orientación sexual. La diferencia es que no se cree más que actúan en la adolescencia para esto
sino que antes de nacer. Los sociobiólogos hipotetizan que la testosterona, o la falta de ella, crean senderos
neuronales en el hipotálamo durante el embarazo. Estos caminos son los que son responsables del género y de
la orientación sexual. Si a un feto le falta testosterona durante sus primeras semanas, opinan estos, su cerebro
se hará “femenino”. Igual hoy que ayer, estas teorías no tienen gran validez y los estudios que las
fundamentan, tienen grandes defectos de rigurosidad.
Electra se tragó el engaño de su médico, quien vio la oportunidad de hacer su aguinaldo. Los tratamientos de
este tipo habían sido descontinuados en los Estados Unidos y las teorías de que la homosexualidad era
producto de la falta de hormonas, estuvieron de moda cuarenta años atrás. El doctor Chavarría estaba
convencido de que su fórmula servía: “Fíjese, Electra, cómo ha cambiado su voz”- le señalaba mientras le
pasaba la cuenta. Y mi madre no tuvo tiempo de acudir donde un experto; después de todo, el doctor
Chavarría tenía su oficina a la par de su peluquera y era la mar de conveniente.
Nadie me pregunta cómo me siento con las inyecciones. Me las hubieran dado hasta el Día del Juicio Final si
no fuera por mi calvicie prematura. Lo que pasa en la mente debajo de esos cabellos no importa. Un niño
calvo de diez años hace que la gente murmure y para una mujer narcisista, las críticas son una afrenta; de ahí
que, finalmente, acudió al doctor Castro, el primer psicoanalista graduado en los Estados Unidos de América,
para “una segunda opinión”. “Ahora tenemos grandes avances como los choques eléctricos y la lobotomía,
pero mi especialidad es el psicoanálisis y creo que este ofrece grandes oportunidades de cura”, le comentó.
25
¿Qué registra uno cuando recibe hormonas? En primer lugar, la certeza de estar defectuoso, como un fular que
se rompe fácilmente. Pero a diferencia de una tela rota, mi mal no es visible. Me miro en el espejo y no
entiendo en qué lugar está. Años después un abogado homosexual lo puso en perspectiva: “El amaneramiento
es como el mal aliento; uno es el último en enterarse”.
Cada uno de nosotros tiene una vocecita interna, un diálogo incesante con uno mismo que identificamos con
el yo. Esta voz a veces nos engaña y juega con nosotros. En mi confusión sexual, los juegos eran incesantes.
La Voz de Que No Sirvo Para Nada, me dice que estoy podrido; luego, la Voz del Fin del Mundo, augura una
catástrofe; finalmente, la Voz de la Muerte, insinúa que el suicidio es la única alternativa.
Mi cabeza es un campo de batalla. Cree que las voces quieren lo mejor aunque buscan mi destrucción. ¿Pero
cómo dudar de ellas?
Si esto no fuera suficiente, tengo que preocuparme por Electra. Desde que le hablé de mis gustos, no puede
dormir. Dice que me aceptará pase lo que pase, en las buenas y en las malas, en la salud y como en mi caso,
en la enfermedad, pero si no hago un esfuerzo por cambiar, no tendrá descanso. Promete que no se lo dirá a
mi padre porque si se entera, le dará un patatús. ¡Qué santa es mi madre! ¡Qué buena! ¡Si tan solo hubiera
tenido mejores hijos!
El doctor Castro es parco. Me siento frente a su escritorio que no tiene más que una foto de dos niños; me
imagino que son sus hijos. Me hace unas pocas preguntas generales y luego se calla. No sé qué hacer, ni qué
decir.
“¿Sabes por qué estás aquí?”- finalmente, después de minutos de silencio, me pregunta. “Creo, doctor, que es
porque le dije a mi mamá que me gustan los hombres”. Yo siento un gran alivio: ha salido de mi boca y ahora
solo tengo que esperar el fin del mundo. El psiquiatra no reacciona; por lo menos, no me grita y no me dice
que le arruino su vida; me siento mal, nada querido.
Siguen preguntas sobre mi madre. Quiere que le cuente mi relación con ella. ¿La quiero mucho? ¿Estamos
juntos a menudo? ¿Me gusta jugar con muñecas? ¿Qué pasa con mi padre? ¿Por qué no lo quiero? Empiezo a
figurar por qué el doctor Castro quiere que esté menos tiempo en mi casa; me sugiere que vaya más a la tienda
y visite a don Antonio. ¡No eran las hormonas, es Electra!
Obedezco pero mi padre no está contento de verme en el negocio; se siente abrumado con el niño a la par y no
sabe qué hacer. “Gai Avek! ¿Por qué no vatz a dar una volta y se compra un helado?”- me dice para
deshacerse de mí. No solo no hay futuro con Antonio sino que Electra, lo más cercano que tengo, la única que
dice amarme y aceptarme como soy, es mi supuesta enemiga. ¿Cómo puedo alejarme de ella? El doctor
Castro me está quitando el único apoyo que tengo; es lo que entiendo. Empiezo a descubrir el juego: la
homosexualidad, según el galeno, se suscita por mi estrecha relación con la madre.
Hay cierto alivio porque Electra no puede ahora hacerme sentir culpable. Después de todo, ella me hizo así.
- Mamá, me siento bien, ¿no crees que podría dejar la terapia?
- Eso depende de vos. ¿Cómo te sientes con respecto a Pita?
- Pues bien. No siento atracción por él. Fue una locura lo que dije.
- Si es así, me siento contenta. Después de todo, el doctor Castro cuesta una fortuna. Haz lo que te parezca
mejor y díselo en la próxima sesión.
Capítulo 12
La situación en la comunidad judía se tornó en un infierno. Si en la escuela pública la maestra me protegía,
conté con pocos aliados en la hebrea. Durante los primeros años, el acoso era principalmente del moré Pablo.
Sin embargo, pronto me matricularon en el Ken, una especie de Boy Scouts sionistas. Era un centro más de
carácter militar que deportivo o recreativo: marchas, himnos, visitas al campo, majanés (paseos), defensa
personal, uniformes y liderazgo vertical.
La nueva generación nacida en el país había asimilado el discurso machista. Lo que a sus padres no les
importó de los gestos o las formas de hablar de otros hombres, en ellos se convirtió en obsesión. Este cambio
de mentalidad estuvo ligado al trauma de la guerra. Después de 1945, la Shoa promovió un activismo sionista
ya que la comunidad quedaba en shock ante la desaparición del noventa por ciento de la judería polaca; sentía
que debía hacer algo al respecto. El cambio se planeó para sus hijos y trajeron del extranjero a instructores
militares que trataron de formar una nueva generación que nunca más fuera como ovejas al matadero.
La reacción de los jóvenes fue primero contra sus padres: en primer lugar, si el machismo significa poder y
control, estos, como inmigrantes, conocían menos el nuevo idioma, la cultura y la sociedad que sus mismos
hijos; se tornaron en dependientes en ellos. Además, no eran súper viriles, no jugaban más deporte que los
naipes, no tomaban ni bailaban, recibían insultos sin chistar y le huían a los enfrentamientos callejeros;
finalmente, vendían cosas femeninas, como ropa, telas y artículos para el hogar.
Los críos rechazaron la construcción polaca del género: fumaron, bebieron, bailaron, cogieron y, por
supuesto, pelearon. Esta generación de muchachos era una versión ídishe de las pandillas norteamericanas:
adolescentes rebeldes que odiaban a sus padres y, finalmente, a ellos mismos; adoptaron modismos de
pachucos, trataron mal a las mujeres y buscaron “playos” para castigarlos. En uno de los manuales se da una
interpretación:
Una de las pocas cosas que se han encontrado en los estudios comparativos entre gays y
heterosexuales es la disconformidad con el género. Los niños gays, en mayor proporción, -aunque
no en forma universal- suelen realizar juegos de forma más libre con respecto al género y rechazar
los que están más asociados con los de los varones. Principalmente aquellos como deportes rudos y
peleas. Es probable que la atracción sexual se inicie primero y que influya en las prácticas del
género y no al revés, como suele aducirse. Así que no sería tanto que los niños gays nacen
“femeninos” sino que más bien lo aprenden porque quieren atraer a su mismo sexo. Sin embargo,
esto no explicaría la gran cantidad de homosexuales que son masculinos. No obstante, este gusto por
el género femenino y sus actuaciones constituye muchas veces una fuente de burla y agresión por
parte de los demás niños y de sentimientos de anormalidad en los gays.
Particularmente perversos eran Mono Rubio y los hijos de Ernesto. El primero, tal y como lo dice su apodo,
era feo, prehistórico y bestial. Los de Ernesto eran más agradables de ver pero no menos execrables;
esperaban que bajara del camión para tocarme la cara, darme de porrazos, llamarme maricón o burlarse de mi
manera de caminar. Con este recibimiento, que se hacía en público, me daban la bienvenida al mundo
sionista.
Luego, estaba Abraham, que era un pequeño monstruo de corta estatura que trataba de compensarla con una
súper masculinidad. Después de darme una tunda en la que me rompía la nariz, o la boca, traía a Mono Rubio
y a los hijos de Ernesto. “¡Maricón, maricón!- cantaba con ellos al unísono. “¡Jacques es un maricón!”-
mientras que en son de broma, les tocaba la verga.
En el año 1960 tuvimos la primera sesión sobre el caso Eichman y el Holocausto. Nuestro madrij (maestro
juvenil) nos explicó acerca de la Shoa, asunto que nuestros padres no habían tocado. La masacre de seis
millones de judíos fue, finalmente, reportada con detalle, quizás demasiado para niños de ocho años y se nos
detalló, además, que el nazi que había deportado a nuestro pueblo al matadero, había sido capturado en
Argentina y enviado a Israel. Nos pidió, como encargo de su gobierno, que sugiriéramos la sentencia y la
manera de implantarla; esta sería nuestra contribución a la causa sionista.
27
Algunos niños ni siquiera sabían lo que les estaban departiendo, de ahí que las puniciones que imaginaron no
se equipararon con el tamaño de los crímenes. Unos pidieron la cámara de gas; otros el azote y la mayoría que
lo colgaran. En mi caso, tenía una alternativa más acorde con sus acciones: deberían traerlo al Ken y dejarlo
en manos de Mono Rubio y sus amigos; no podía concebir peor castigo. Los demás compañeros se quedaron
callados.
Se dio el silencio porque no pudieron hacer la conexión. Estábamos en una organización que nos decía que
debíamos aprender a luchar por nuestros derechos, que la pasividad nos había llevado al peor de los destinos.
Sin embargo, conmigo, estos mismos niños y adolescentes actuaban como nazis. Estoy seguro que hasta la
fecha no han hecho el click en sus cabezas para comprender el daño que hicieron. Seguro lo racionalizan
como juegos inocentes de niños, pero para mí, significó estar todo el tiempo alerta, produciendo infusiones de
adrenalina que debieron haber provocado un estado permanente de estrés, de lo que hoy se conoce como el
síndrome post estrés. Un daño químico permanente.
El nacionalismo hebreo empezó a tener un impacto. Empecé a visualizar la posibilidad, por pequeña que
fuera, de que con la homosexualidad pasara lo mismo. ¿No era que decían también que era algo del demonio,
una depravación, un acto criminal?
Hanna Arendt que asistió al proceso de Eichman en Israel, nos habla de la banalidad del mal. El hombre que
deportó a nuestro pueblo no resultó ser el monstruo que esperaba: era más bien un absurdo y pequeño
burócrata que siguió órdenes y que nunca las cuestionó porque como la mayoría de su pueblo, había sido
entrenado para obedecer. No reveló nada que no se supiera sobre el alma humana; no añadió una nueva
perspectiva de la mente criminal y mucho menos se arrepintió, ni tuvo conciencia, de haber entrado en la
dimensión desconocida. Pero si Hanna se hubiera quedado durante todo el juicio, y no escrito su libro con
base en las primeras impresiones, se hubiera dado cuenta que Eichman no era un simple burócrata sino un ser
profundamente perverso que buscó a los judíos con una devoción religiosa para matarlos a todos. En
Argentina, existen grabaciones que se le hicieron en que lamentaba que no pudo hacerlo. Y tal vez como ella
se enredó con un nazi, su profesor de filosofía, el famoso Heidegger, trató así de excusarlos a todos.
No solo los criminales no ofrecen una respuesta clara de sus actos, tampoco los rescatadores. Los europeos
que salvaron judíos durante la Jurbn, a costa de sus propias vidas, no tienen nada en común. Algunos fueron
protestantes y otros católicos, unos mujeres y otros hombres, unos comunistas y otros monárquicos, unos
ricos y otros pobres; en fin, toda la gama humana. Fueron personas que por razones distintas, ante el mal,
lucharon en su contra. Y si queremos más contradicciones, muchos polacos antisemitas, como los de la
organización Zegota, decidieron que una cosa era odiar a los judíos y otra, matarlos. Pues ellos se dedicaron a
salvarlos y miles les deben la vida. Como se decía antes en Costa Rica: ¡Chingo de contradicciones!
Hubo cientos de miles de campesinos polacos que delataron a los judíos. Sin embargo, los vecinos de mi tía,
nada más ricos, pobres, cultos, inteligentes o católicos que los demás, decidieron sujetarla, meterle un pañuelo
en la boca para que no gritara, mientras veía, horrorizada desde la ventana, lo que hacían con sus padres e hijo
y la escondieron, por cuatro años, en el sótano de la casa. Este sótano lo descubriría una prima mía que era
directora de cine y aún está en este pueblito ucraniano.
Muchos libros y análisis después, seguimos sin poder predecir quién tomará uno u otro camino.
28
Capítulo 13
En el caso de la homofobia se han hecho algunos estudios. Contrario a lo que se cree, muchos hombres
machistas no son homofóbicos. Esto sería mi experiencia porque entre más seguros están los heterosexuales
de su orientación, menos amenazados por la de los gays.
En resumen, las investigaciones han creado un perfil de las personas que odian a los gays. Los homofóbicos
han sido menos expuestos al contacto personal con lesbianas y con hombres gays. De ahí que la homofobia
sea mayor en las zonas rurales que en las urbanas. En aquellos grupos en que la homosexualidad es más
reprimida, como en los ejércitos o en la policía, la intolerancia es mayor. Trabajan con personas que también
son homofóbicas y han vivido en lugares conservadores donde la norma es el prejuicio; tienen menos
educación y más edad que el promedio de la población. Suelen asistir a la iglesia, ser más religiosos y
políticamente más conservadores. Sus ideas acerca de los papeles sexuales son más tradicionales. En otras
palabras, creen que los hombres deben ser masculinos y las mujeres femeninas; están menos liberados
sexualmente y sienten más culpa y desencanto con la sexualidad. Tienen personalidades autoritarias y son
más propensos a la violencia. Asisten a iglesias fundamentalistas y están más inseguros respecto a su
heterosexualidad.
Siempre hubo personas no homofóbicas. Un compañero de la comunidad, Mario, cuyo hermano se convertiría
en un líder político, nunca hizo nada en mi contra; más bien siempre me brindó su amistad y cuando emigró a
Israel, fue una gran pérdida. Otro fue Daniel que como pequeña bomba heterosexual aceptó fácilmente otras
alternativas. Finalmente, está Gilbert que también fue mi amigo. Fueron pocos pero seres importantes para
mantener mi sanidad; no sé cuál era el factor que los hacía más humanos: me dio vergüenza preguntarles.
El juicio de Eichman marcó mi camino. Intuí que para salvarme, debía huir a una Argentina imaginaria,
refugio de nazis y de judíos. No podía exponerme a más embates porque terminaría como Otto. Empecé a
quedarme más a menudo en el banco del Parque Morazán y a huir de mi casa. Mi mundo se hizo más y más
cristiano, lejos de La Sabana y del movimiento sionista.
El punto final llegaría con la Bar Mitzvah o la confirmación de los trece años, la que lo convierte a uno en un
judío adulto
.
Para ese tiempo, estaba harto de los abusos en el Ken. En la Escuela Hebrea tuve más suerte porque el moré
Koplovich se fue del país y en el sector Este de San José el horario para los niños y las niñas era opuesto al de
La Sabana. Esto significó un alivio: me tocaron las clases con mis compañeras. En un salón absolutamente
femenino, el acoso se redujo.
La Bar Mitzvah implica leer, en la sinagoga, una parte de la Biblia en hebreo. Como mi dominio del idioma
era pobre, hubo que contratarme un moré (maestro) para que me hiciera memorizar los versos; no era asunto
fácil porque eran más de dos páginas y fueron necesarios seis meses de preparación.
La ceremonia constituía mucho más que un deber religioso. Los padres debían mostrar a tirios y a troyanos
que podían ofrecer y costear un gran banquete en el Centro Israelita, actividad para ser evaluada sin
misericordia. Había que entretenerlos, darles de beber y además, prepararles los más suculentos platos como
el Guefilte fish, kreplajs, férfeles, pan jale, arenque, pepinos agrios, borscht, sopa de pollo con matza balls,
latkes, struddles y un sinfín de Mejeihes o exquisiteces judías.
Un error en la cocción del pollo, un poco más de azúcar en el pescado, unas tortas de papa demasiado blandas,
o unos pepinos cocidos con demasiado vinagre, podían hacer perder una o dos estrellas en el riguroso
Michelín Judío. Los paisanos eran críticos implacables y como venían de pueblos y cocinas diferentes, de lo
más quisquillosos. El examen más difícil de aprobar era el del Guefilte fish (tortas de pescado), que como
emblema de la identidad, se hacía, en las regiones distintas de Polonia, dulce o salado.
Mi madre brilló con esta fiesta. Como no sabía cocinar, contrató a la galitziana, una enana que venía del
mismo pueblo de mi padre y que se dedicaba a organizar eventos. La mujer era grande en su oficio. Miré
cómo, para ablandar los pollos, los inyectaba de una fórmula secreta, que recé no fuera testosterona y para
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hacer los latkes más compactos, les sacaba a las papas el agua con un trapo y luego, les devolvía el almidón.
Escogía las mejores corvinas para el Guefilte fish y decía que el arte de hacer que la carne se adhiriera era lo
que determinaba si las albóndigas de pescado servirían o no.
La comida era un aspecto nada más; otra dimensión era la ropa. Las Bar Mitzvahs, igual que la fiesta de Año
Nuevo, eran la ocasión para el desfile de modas y las paisanas aprovechaban para lucir sus mejores galas y
joyas, lo que probaba si sus negocios prosperaban. En el caso de alguna que, ¡horror de los horrores! , se
pusiera el mismo chuica que el año anterior, su nota de crédito bancario bajaba y a nadie se le ocurriría darle
un préstamo a su marido. La moda era cosa seria, nada que no mereciera atención.
Electra adquirió para mí un traje entero de gabardina que tenía un brillo sutil y un color entre verde y café,
que no estaba nada mal. Sin embargo, la inversión principal, como siempre, sería en ella misma. Acudió
donde Cápale a comprarle un exquisito traje de algodón de color verde esmeralda, que debió costarle una
fortuna. Sin embargo, Electra terminaría de color morado cuando se enteró que Beto le cobró tres veces el
precio original. “¡Este desgraciado que se dice mi amigo le subió el monto cuando supo que me gustaba!”.
La dimensión final de esta ceremonia religiosa era la fiesta para los jóvenes. En la noche, uno recibía a sus
amigos en la casa; debía tener orquesta y nuevamente, comida. ¡Dios Guarde que fueran sobros de la mañana!
El anfitrión tenía ahora un menú de arroz con pollo, empanadas, pejibayes con mayonesa, aguacate, cóctel de
ceviche y otras delicias de la cocina local. Los amigos venían y traían ahora los regalos, con los que
mis padres esperaban recuperar algo de su gran inversión.
La Bar Mitzvah es una ceremonia para los demás. En la sinagoga, los compañeros vienen a descubrir los
errores. Si uno fallaba en la lectura memorizada de los párrafos de la Biblia, lo anotaban para burlarse.
Después de la ceremonia, venía el discurso en el Centro Israelita. En este me comprometía a respetar la
religión hasta el final de los días.
Lo único que me hacía feliz era saber que la ceremonia tendría, en algún momento, su fin. No quería ser el
centro de atención de la comunidad, ni disfrutar de los quince minutos de fama. No cometí un solo error en mi
rezo; di el discurso sin la intención de cumplir con sus promesas. Recibí abrazos y dinero de personas que no
quería y finalmente, esperé por mis supuestos amigos quienes, por vez primera, hicieron incursión en el
Barrio Los Yoses.
Esa noche, en mi casa, no hubo sarcasmos, golpes o burlas. Los paisanitos venían, como los tres reyes magos,
en son de paz -¡Sholem aleijum y Mazel Tov! -; las cosas parecía que saldrían bien y no anticipaba ningún
desaire. Había revisado con cuidado la lista de invitados y no incluí a ninguno de mis enemigos; no quería
sorpresas. Pero, ¡horror de los horrores!, ante mi absoluta incredibilidad, Mono Rubio cayó, como se decía, de
paracaídas: había llegado por presiones de los hijos de Ernesto. El tipo entró como Pedro en su casa y me dio
una de sus sarcásticas sonrisas; se fue directo a la mesa y como refugiado de guerra, se tragaba la comida.
Fui, desesperado, corriendo donde Electra a pedir ayuda pero la mujer me dijo que no hiciera nada, que
después de todo, el muchacho estaba solo hambriento. Pensé en las interminables tardes en que me había
hecho sentir el ser más infeliz sobre la tierra y sopesé las consecuencias. “Si lo echo de mi casa, las cosas
empeorarían”, me dije.
Sin embargo, no pude más. Busqué a mi hermano y le conté que Mono Rubio estaba en mi fiesta,
arruinándome el único espacio propio y mortificándome la vida. Mi hermano no tuvo reparos, lo buscó y ante
el asombro de los invitados, lo agarró del cuello y lo puso de patitas en la calle. Con Mono Rubio afuera, mi
Bar Mitzvah concluida y con mis trece años que para la religión judía significaban la madurez y el derecho a
contar en la minián, me aproveché para tomar una decisión: no más Ken, no más Escuela Hebrea, no más
Mono Rubio, Abraham e hijos de Ernesto, no más La Sabana; a partir de esa noche, Los Yoses se declaraba
como barrio independiente.
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Capítulo 14
Las paisanas, para los meses de Enero y Febrero, hacían su peregrinación, no a la Tierra Santa, sino a la playa
de Puntarenas. Unos correligionarios habían adquirido el famoso hotel Las Hamacas, convenientemente
ubicado frente al mar y el lugar se convirtió en una especie de Meca paisana, a la que se visitaba anualmente.
Igual que los musulmanes, los judíos daban vueltas, no alrededor de una piedra negra, sino por el Paseo
Cortés, la vía frente al mar y en vez de orarle a Alá y arrepentirse de sus actos pecaminosos, lucían sus
mejores trajes y sus tuges (culos) en pantaloneta.
El hotel no era lujoso y en Miami solo habría obtenido media estrella; contaba con una pequeña piscina, dos
pisos de habitaciones, y un gran comedor en donde, al estilo de un kibutz, nos servían las tres comidas. Una
simpática campana las anunciaba y pronto, a lo Pavlov, un alud de hambrientos huéspedes respondía.
“¡Herman apuráte y cogé la mesa del frente!- gritaba la encantadora Jalina, que sabía que ahí se podía obtener
las comidas más calientes. Antes que el pobre muchacho pudiera sentarse, doña Mishke había llegado primero
y ocupado las mesas delanteras. “Lo siento Herman, pero los Rubinshtick somos muchos y tenemos niños
pequeños”- se excusaba.
La playa frente al hotel se convertía en un espacio social y también en un centro de comentarios políticos,
análisis de la situación económica, y de los últimos chismes comunitarios. “Desde que su primo Luis asesora
al Presidente, ¿no te has fijado que doña Sarita ya ni nos saluda. A la mujer se le subieron los humos a la kop-
(cabeza) comentaba doña Esther. “La verdad es que nos huye más bien porque nos debe plata”- apuntaba
doña Perla.
La realidad era que pocos paisanos sabían nadar por lo que preferían el ejercicio bucal. Y como la mayoría
venía de pueblos del interior de Polonia, nunca habían visto tanta agua junta. Los caballeros preferían ni
arrimarse y se dedicaban a realizar ejercicio físico en la playa: el póquer. Las mujeres, más osadas, se metían
en el mar y como Esther William desempleada, se agachaban, se pringaban con un poco de agua de sal y
creían que habían cruzado el Canal de la Mancha. “He nadado toda la mañana”- decía doña Masha, quien solo
había ingresado por treinta segundos. “Me merezco una banana split porque me siento débil”.
La partida al Pacífico era un safari. En primer lugar, la aventura se iniciaba con el tren en la Estación al
Pacífico. Como el periplo duraba unas cuatro horas y se pasaba por un sinnúmero de pueblos, uno
aprovechaba para comer todo lo que ofrecían miles de campesinos; el bufé fenicio se iniciaba con gallos de
huevo duro, de pollo, de carne y de chorizo. Cuando llegábamos a Orotina, el plato principal y más polémico
era el de muslos de pollo amarillo, cocinados con achiote, que Electra no comía porque decía que tenían
hepatitis. De un momento a otro, del carro de adelante, corría Goyo con un pedazo en su boca: “¡Goyito,
Goyito, gritaba doña Marisha, suéltalo que no es kósher!”
Más importante que la comida era el montón de ropa que llevábamos porque Puntarenas era un pequeño
desfile de modas: ninguna mujer podía darse el lujo de ponerse dos veces una blusa, un vestido de baño, o un
pantalón. Me darf nit zein shain; me darf joben gein (No hay necesidad de ser bonita si se tiene encanto).
Para más complicaciones, los trajes cambiaban de acuerdo con la hora del día: shorts y blusa de algodón
ligera en la mañana; pantalón y marinera de algodón en la tarde; traje de noche para la cena, y exquisitas
pijamas antes de retirarse a las habitaciones. En cualquier momento inesperado, salía doña Golche con un
hermosísimo traje de algodón tallado que la hacía verse como un tamal navideño. “Jacques, ¿creés que el
color verde me sienta bien?”- preguntaba la ilusa. “¡Claro que sí!”, le respondía y me sentía el muchacho más
mentiroso sobre la tierra. “¿Me dices la verdad porque no quiero verme como Ofelia que se le salen las
tsitskes (tetas) hasta por las mangas?”- insistía ella.
No sería justo si no reconociera que las señoras tenían momentos de estrecha comunicación con la naturaleza.
A las cinco de la tarde, al ponerse el sol, Electra y alguna de sus amigas, corrían hacia La Punta, fin de la
lengüeta que era Puntarenas, para mirar el espectáculo. El astro se lo tragaba el mar, no sin antes despedirse
con una serie de rayos de colores rojos, violetas, morados, que dejaban a todos sin aliento. “Ni un pintor
podría capturarlos”- solía decir mi madre en un arrebato de kitsch.
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Las madres no solo traían medio San José en latas, cajas o valijas, sino que para mi gran insatisfacción, a sus
retoños ya que el viaje era para kind un kait (jóvenes y adultos); esto significaba, en otras palabras, que la
tortura urbana se trasladaba a la playa y que tenía que enfrentar a mis enemigos, sin poder escaparme a Los
Yoses o al poyo del Parque Morazán. Una ventaja era que Mono Rubio no tenía plata para venir, pero el
enano de Abraham y los hijos de Ernesto eran ricos.
Una noche me fui al Paseo de los Turistas, una vía para caminar frente al mar, llena de sodas y juegos de
salón. En una de las mesas de futbolín, miré a un grupo de cuatro muchachos que disputaban un torneo. Me
acerqué como espectador y eché un vistazo a los contrincantes. Uno me llamó la atención porque era el
hombre más guapo que había visto; su cara era la de actor de cine, parecido a Montgomery Clift, uno de esos
ángeles bañados por el sol y la perfección: ojos cafés, pelo negro, boca italiana, nariz perfecta, dientes blancos
y un cuerpo atlético. Tenía una camisa de algodón, de cuadros rojos y blancos, la moda en aquella época;
usaba unos jeans blancos y apretados. El futbolín, lo jugaba a la perfección.
El muchacho, mayor que yo, me saludó y me preguntó mi nombre. Le pareció simpático que tuviera un
nombre bíblico. El Puerto tenía una gran población china, lo que los acostumbraba –me dijo- a compartir con
otras nacionalidades y credos. En ese momento, noté que sonaba la famosa canción de Rafael “Yo soy aquél”
y, como era de imaginarse, sentí amor.
Como típico niño proto gay, odié el fútbol y no era nada bueno para los deportes, pero con la barra de
Puntarenas, aprendí los trucos de este juego de salón y pronto me convertiría en un pequeño Pelé. Practiqué
todos los días y Álvaro y yo nos convertimos en un equipo imbatible. El juego tiene dos posiciones, la de
defensa o la de delantero; desarrollé una habilidad para tirar a meta de manera cruzada que se hizo legendaria.
Después de mi Bar Mitzvah, Electra no pudo controlarme y me apunté como miembro honorario, y único
josefino en los torneos del Puerto. No importaba si llovía, tronaba o se venía un maremoto: los fines de
semana tomaba el tren y me dirigía a mi nueva patria. Álvaro y su pandilla me adoptaron como su mascota y
nunca hubo nada sexual entre nosotros; más bien eran los tipos más machistas que he conocido. Pero no eran
homofóbicos, me estimaban y me lo llegarían a demostrar.
El fatídico momento en que Abraham y los hijos de Ernesto toparon conmigo solo en el Puerto, ocurrió en el
camino hacia el hotel, por una avenida paralela a la que usan los turistas.
- ¡Grandísimo maricón!- espetó Abraham- ¿a dónde creés que vas?
Nunca me creí en la irrazonable historia de Moisés y la partida del Mar Rojo, pero esa noche en Puntarenas,
hubo un milagro no menos espectacular. Álvaro y su cuadrilla salieron de la nada y se pararon entre mi
persona, que temblaba de vergüenza y los paisanos. Le preguntaron a Abraham “¿Qué mierda le pasa?”. El
enano, matón irremediable, no quiso ceder porque su propio orgullo estaba en juego. “Este no es problema de
ustedes”- les respondió de mala manera, adjudicándose el monopolio de los castigos a los judíos, como
cualquier miembro de la Judenrat.
¡Ni para qué lo hizo! Antes de que pudiera emitir otro sonido, tenía a Álvaro encima; le dio y le dio como
nunca probablemente le habrían golpeado en su vida. Los otros compañeros del Puerto patearon en el culo a
los hijos de Ernesto y los demás salieron huyendo; la guerra terminó más rápido que una estrella fugaz en el
cielo del Pacífico. Quise llorar ya que en este pogromo en el Puerto los cristianos salvaron a un judío de
manos de los perseguidores, que no eran otros que miembros de su mismo pueblo.
Años después quise averiguar qué hacía distinta esta región del resto del país. Encontré que en Puntarenas la
visión de la homosexualidad es esencialista, o sea que la consideran innata: creen que la gente nace
homosexual por diferencias hormonales y nadie puede hacer nada al respecto. ¿La visión biológica de la
homosexualidad hace a la gente más comprensiva? Es probable que sí: cuando se nace homosexual, sostiene
esta interpretación, ningún golpe o burla cambia a un niño. De ahí que perseguirlo y acosarlo no sirve para
nada. En sociedades en que predominan las teorías freudianas, por el contrario, la gente es responsable de su
condición y por eso consideran que la represión puede curarla.
La cultura, ya sea religiosa o geográfica, lee cosas distintas de una misma conducta y reacciona de manera
que hacen de ella un cielo o un infierno. Nadie mejor que yo para saberlo.
32
Capítulo 15
No he podido entender, y eso que he tratado, cuáles son los agentes que explican la orientación sexual. Era
evidente que los otros sabían algo que yo mismo ignoraba. Había recibido tratamiento hormonal y
psiquiátrico; los compañeros de ambos credos me rechazaban y se burlaban de mí; buscaba en los cines y en
los buses a varones y apenas podía controlar las voces internas que me lo decían abiertamente: ¡Eres
homosexual, no vas a cambiar!
La memoria es otra quimera porque se construye de la misma manera que la identidad. Uno recuerda lo que
quiere. Si la persona ha asistido a terapia, o simplemente leído un artículo sobre la homosexualidad, recordará
cosas que lo prueben o no. Tan pronto como Freud formuló su teoría, es imposible averiguar cuánto de los
propios recuerdos infantiles ha sido colonizado. Los psiquiatras empezaron a indagar sobre supuestos deseos
sexuales, que tal vez nunca estuvieron presentes, y los pacientes, empezaron a dar importancia a cosas
intrascendentes; de ahí que el pasado es plástico, sujeto a la hermenéutica.
Pensé que mi orientación era resultado de mi rechazo hacia mi padre, algo de mi propia elaboración. Sabía
que había cortado con él y que lo odiaba porque, producto de mi actitud, Antonio se había aliado a mi
hermano y solo le traía regalos y antojos a él. Una tarde de verano papá me llevó a dar una vuelta por el
Barrio La California; nos sentamos a ver caer las hojas de los árboles y algo debió pasar. No tengo acceso a
la memoria, solo a una gran tristeza y no sé qué se dijo o qué se hizo, pero a partir de ese día, la relación se
estropeó.
En mi vida adulta, traté de entender la etiología de la homosexualidad. Gracias a la influencia del doctor
Castro y los que vendrían después, acepté la visión freudiana. Sin embargo, nuevas y contradictorias ideas
estarían presentes y causarían en mí una mayor confusión. En el caso freudiano, la relación de mis padres era
responsable de la orientación y había que analizarla, entenderla y transcenderla. Mi interpretación de la vida
tenía que cambiar y sin esto, no había cura posible.
Nada más opuesto diría John Money que propone una tesis más compleja de la interacción entre la biología y
la cultura para explicar el fenómeno de la orientación sexual. Su propuesta es que el proceso de formación de
género y de orientación sexual se establece muy temprano, a los dieciocho meses de edad y que en él
intervienen factores hormonales (lo biológico) y el proceso de socialización (lo cultural). Pero tan pronto
como el género y la orientación sexual se establecen, durante estos dieciocho meses, es imposible
modificarlos. Por consiguiente, la estructura familiar es inconsecuente y la variación de una orientación
sexual, imposible.
Otro de los pioneros en la actual ola de investigaciones biológicas es Günter Dörner, que nos dice que el
amaneramiento se debe a la influencia, durante el embarazo, de desórdenes hormonales. Algo distinto
encontraría el profesor D.F.Swaab, investigador de la Universidad de Amsterdam que argumentó que una
región particular del hipotálamo, conocida como la región supraquiasmática era “sexualmente disfórmica”. En
otras palabras, variaba de tamaño en hombres y mujeres y tenía más células en las mujeres. Lo mismo
encontró en hombres homosexuales: esta región era más grande y tenía más células.
En 1991, la revista Science publicaría un reporte sobre el hipotálamo de otro científico, por cierto también
gay, Simón LeVay. Él encontró otro núcleo del hipotálamo (el INAH 3) que tenía más tamaño ahora en los
hombres heterosexuales que en las mujeres o en los homosexuales. Laura Allen, profesora de anatomía de la
Universidad de California en Los Ángeles, en 1992, descubriría otra área del cerebro que difería en tamaño
entre hombres y mujeres. Esta se llama la Comisura Anterior, un grupo de fibras adjuntas al hipotálamo que
conecta a los lóbulos temporales. Allen dijo que su estudio sugiere que “el cerebro entero está organizado de
forma diferente en los hombres gays en esta región y no solo en la que afecta la conducta sexual”. La
implicación era que los gays son físicamente y conductualmente como las mujeres.
Estos hallazgos insinúan componentes químicos que inciden en la orientación sexual durante el embarazo, por
lo que la supuesta “terapia correctiva” sería el control de los lujos hormonales. Sin embargo, estudios
recientes cuestionan todos estos trabajos y no se encuentran ningunas diferencias reales en los cerebros de
homosexuales y de heterosexuales.
33
En esa misma línea se encuentran las teorías de la sociobiología asociadas con los trabajos de E.O.Wilson. En
su libro Sociobiology: The New Synthesis, el autor infiere patrones de conducta culturales con base en las
leyes de la genética y la sobre vivencia del más fuerte. La homosexualidad podía ser causada por un gene
“homosexual” que continúa transmitiéndose porque su combinación con el gene heterosexual produce una
persona más resistente, pero el “precio” por pagar por esta superioridad heterocigota es que un pequeño
porcentaje de individuos recibirán dos genes “homosexuales”, lo que determinará su orientación sexual.
En 1993, la revista Science publicó un artículo que dice haber descubierto las marcas genéticas en la punta del
cromosoma X que “influye” en la orientación sexual homosexual en los hombres. De ser esto cierto, la
identificación de las marcas genéticas podría hacer que los padres abortaran los fetos. Para saber si es en
realidad lo genético el factor principal, tendríamos que recurrir a la clonación y enterarnos de una vez por
todas, si los clones tienen o no la misma orientación sexual.
Aunque parecieran opuestas, las teorías sociobiológicas y las freudianas podría trabajar juntas. Si un niño
nace con “estructuras mentales” femeninas, es posible que –en vez de Complejos de Edipo mal resueltos- el
padre lo rechace y haga que este busque el amor de otros hombres. En otra situación, el niño podría
identificarse con la madre, no por el temor al castigo del padre, sino por que comparten intereses mentales
particulares.
Aunque suena todo esto con mucha lógica, la realidad es que las senderas femeninas o masculinas en el
cerebro nunca han sido descubiertas y que la mayoría de estos hallazgos, una vez vueltos a investigar, han
resultado falsos y no se han encontrado ni partes del cerebro distintas, ni siquiera evidencia de que las
hormonas tengan una influencia en la orientación sexual. Tienen impacto en los genitales y su desarrollo, pero
no en la subjetiva atracción sexual.
No sabemos aún cuáles son los factores que producen la homosexualidad, ni tenemos herramientas para
trabajar con ella. Con lo que sí contamos es con historias de tortura acerca de los intentos fallidos de
cambiarla.
34
Capítulo 16
El doctor Castro y los que le seguirían, partían de la premisa de que mi condición era pasajera y curable. Con
revelar mi historia y analizar mi vida familiar, podría entender las causas de mis deseos y en teoría,
cambiarlos; esto provocaría que pusiera mi cabeza en manos de profesionales y que desconfiara de mis
pensamientos.
En Costa Rica, aunque algunos psiquiatras hayan estudiado en los Estados Unidos, la mayoría estuvo imbuida
en el discurso cristiano: nunca se sabía en dónde terminaba la ciencia y comenzaba la religión. Ninguno de los
doctores que me trataron tuvo una visión positiva de la homosexualidad y su percepción, similar a la de los
curas, era que debía ser eliminada.
Foucault nos dice que la psiquiatría la miró como una personalidad, equivalente a la del criminal, que sólo los
especialistas podían curar. Este cambio le quita el control de su vida al paciente que cae en las peligrosas
interpretaciones de los terapeutas. La psiquiatría puso así fin a mi libertad. Al asumir una postura “objetiva”
que uno percibe, desde el cuerpo, como hostil, ellos aumentan la desesperación. El doctor Castro, por
ejemplo, decía ser neutral y si uno entiende, a nivel celular, que la persona tiene de uno la peor opinión y esto
no se reconoce, la confusión es mayor. Siempre sentí el desprecio de mi primer psiquiatra. En realidad, tengo
que aceptar que nunca gusté de ninguno. No tenía a mi alcance a uno como Foucault que me dijera que el
psicoanálisis era una forma de confesión y que debía huírsele como a cualquier peste.
El psicoanálisis en América Latina comete otro grave error. Al centrar su atención en la madre, corroe la
única fuente de apoyo disponible a los hombres gays. Si los estudios revelan que los jóvenes homosexuales en
Costa Rica buscan primero ayuda en su mamá, el hecho de que los profesionales la miren como la causa del
mal, hace que su solidaridad sea vista como otra forma de manipulación. Es una especie de Caballo de Troya
que ingresa en nuestras cabezas para hacernos poco natural la fobia de hablar las cosas, una sospecha natural
de los homosexuales que nos ayudó a salvar el pellejo.
Y no hablemos sólo de fuente de apoyo. El cuestionamiento del papel de la progenitora incide en que uno
desconfíe de lo que siente. ¿Cómo es que se ama a alguien que supuestamente ha hecho tanto daño? Es una
gran tragedia que se haga la madre culpable y que entonces el joven gay se quede sin nadie a quién recurrir.
La psiquiatría ha cambiado, afortunadamente, en las últimas dos décadas y ha dejado de perseguir a las pobres
madres de los homosexuales porque todas las investigaciones han demostrado que las familias de hetereo y de
homosexuales, son iguales. Pero no tanto en nuestro medio. Cuando dirigía talleres para hombres gays,
encontré que la situación era tan mala como durante mi infancia. Un muchacho me relató que al contarle a su
psicólogo su condición, el hombre le pidió que se desvistiera y caminara por su oficina.
Las tesis sociobiológicas son iguales de peligrosas. Los tratamientos hormonales, la lobotomía, las descargas
eléctricas para modificar conductas, son su consecuencia. Las teorías actuales han renunciado a cambiar
orientaciones sexuales establecidas porque se basan en la idea de que después de los dieciocho meses, nada
puede hacerse. Pero esto significa que antes de esa edad, el cielo es el límite. No es un secreto que en Costa
Rica castran y operan a los niños que nacen con ambivalencia sexual, algo que se ha descontinuado en países
más desarrollados. Y por más que han buscado en los cerebros homosexuales algo raro, nada ha resultado.
Tampoco existe ninguna evidencia que las hormonas, durante el embarazo, produzcan la orientación sexual.
Mi experiencia con hormonas, como he narrado, fue brutal. No solo hacen que el niño se mire como enfermo
y fracasado sino que promueven la dependencia en las drogas y en los que las suministran. Una de las
consecuencias es el deterioro de la confianza. Si a uno le dan drogas para “arreglarlo” cuando el defecto es
invisible, la reacción es dejar de creer en la calidad de las percepciones personales. En uno de los manuales se
dice de esta manera:
orientación sexual ha sido una manera de irrespetarlo. Es difícil que estemos contentos con nuestros
cuerpos. Hemos consumido demasiado alcohol, comida, nicotina, drogas, sexo, medicinas y todo lo
que adormezca en alguna forma el dolor.
36
Capítulo 17
La homofobia cambia la química de un cerebro y la mente enferma es la misma que nos tiene que curar. Hasta
mis doce años tuve mundos separados. Si la Escuela Hebrea y el Ken habían sido un centro de discriminación,
la Escuela Buenaventura Corrales se mantuvo libre de homofobia; no tengo un solo recuerdo de haber sido
acosado. Pero llegó el momento de graduarme e ingresar en la secundaria. Como vivía en San Pedro, el
distrito al que pertenecía la mitad del Barrio Los Yoses, mis padres hicieron cola, otra vez, para matricularme
en el que había sido el primero y más prestigioso centro de educación secundaria, el Liceo de Costa Rica.
Este colegio era toda una institución por la que pasaron desde ministros hasta presidentes de la nación. El
colegio admitió solo a un grupo selecto de los estudiantes de primaria y a los hijos de los ricos y famosos.
Pero no en 1960. Surgieron nuevos y mejores centros de educación secundaria privada y los retoños de la
clase adinerada optaron por las más refinadas instituciones religiosas como el Seminario, el Saint Francis, La
Salle o las bilingües como el Metodista y la Lincoln. El nivel social del alumnado del Liceo tuvo un declive.
La mayoría de los nuevos estudiantes pertenecía a sectores de clase media, clase baja o marginal; tuve
compañeros que venían descalzos y otros sin desayunar.
No fui enrolado en los colegios religiosos, aunque pertenecía a su grupo social; tampoco en los bilingües
porque eran caros. A pesar de su fama de contar con un alumnado difícil y agresivo, me enviaron al Liceo y la
decisión fue, como las muchas que tomaron, descuidada: era el lugar que llevó a Otto al suicidio. La clase
social de los profesores era también baja. Muchos no tenían el título superior que les hubiera permitido
enseñar en la más prestigiosa Universidad de Costa Rica, ni en los colegios privados. Aunque eran los
mejores profesores de la secundaria pública, esto no era gran cosa en una más moderna Costa Rica.
El desarrollo del país en los años de 1960 fue uno de los más acelerados. El aumento de los precios del café,
del banano y la carne, mejoró las finanzas públicas y ayudó a crear una gran clase media que demandó
servicios nuevos. Este progreso no fue equilibrado y como suele suceder en países pequeños y
subdesarrollados, los frutos se distribuyeron de manera poco equitativa. El sociólogo George Simmel
consideró que, contrario a lo que se presupone, los períodos de desarrollo y progreso son los más violentos.
Cuando se da una recesión económica, todas las clases sociales sufren, pero –según él- en los momentos de
incrementos en la riqueza, los sectores más desposeídos - si miran que una minoría se ha beneficiado más -
resienten el progreso. Simmel no creía que las revoluciones se daban por el hambre, sino por la envidia.
Este preámbulo es necesario porque en el Liceo encontré la homofobia y el antisemitismo mezclados. Lo que
había estado separado en mis años de primaria, en este caso se hizo difícil saber cuándo empezaba uno y
terminaba el otro. Para mis profesores y compañeros el hecho de que procediera de Los Yoses, barrio
identificado con la burguesía josefina, les hizo enfrentarse a los nuevos cambios económicos. La aristocracia
cafetalera había sido muy precavida en esconder su riqueza y construir sus mansiones en fincas, lejos del
escrutinio de la población. Pero la nueva burguesía que surgía del comercio y una industrialización por
substitución de importaciones, era más fachendosa.
Entre los nuevos sectores estaba el de los judíos. Para esa época, varios de mis paisanos habían avanzado del
comercio a la industria; algunos, como mi tío Salomón Schirano, con su Industria de Tejidos El Loro, eran
pioneros del boom de los textiles. Tanto dinero hizo que se compró el edificio más alto de San José al que
bautizó “Edificio Schirano”. Otros tuvieron injerencia en industrias como las de los plásticos, ropa
manufacturada, sombrillas, construcción y otras. Nosotros –contrario a lo que decía mi apellido en la Avenida
Central- nos habíamos quedado estancados: mis padres continuaron vendiendo telas.
La fama de rico, entonces, me precedía y como representante de la nueva y odiada clase social, heredé el
resentimiento de todos. Si a esto le añadimos la aparente falta de masculinidad, la combinación sería una
bomba.
La confusión o cruce de cables que tenían mis compañeros se me hizo evidente con Jorgito, quien había sido
mi compañero de escuela. El muchacho había conocido mi hogar y yo el suyo. La comparación debió ser
dificultosa porque le empecé -desde tiempos atrás- a sentir resentimiento; por esta razón, lo evité. Pero en el
colegio, éramos los dos únicos compañeros de la Buenaventura Corrales.
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En el momento en que los otros compañeros empezaron a notarme afeminado, lo que en parte asociaban con
sus prejuicios acerca de lo que eran los niños ricos, me torturaron de la misma forma que mis compañeros
judíos. Jorgito, o Jorge como se le conocería en el Liceo, en lugar de solidarizarse conmigo, empezó más bien
a promover las burlas, a ridiculizar mi manera de hablar y a hacer que todos los demás empezaran a cantar –
en tono afeminado- mi apellido.
Fueron dos años difíciles. No podía engañarme con que el rechazo era de un grupo en particular; por otro
lado, no tenía una María del Carmen que me defendiera. Sospechaba que sin Jorge o los hijos de Ernesto,
quizás los demás me hubieran ignorado e intuía que otros factores estaban en juego.
Tuve éxito en descifrar los motivos de mis maestros ya que en el colegio cada materia tenía su propio profesor
y unos eran homofóbicos y los otros antisemitas. Algunos eran las dos cosas. La profesora de Estudios
Sociales tenía fama de nazi y se decía que nunca había dado un diez de nota a un judío. Cuando pronunciaba
mi apellido, lo hacía como si escupiera la “Sch”. Un día le reclamé que por qué me había puesto un ocho en
un examen casi perfecto; de acuerdo con ella, no puse correctamente el nombre completo del primer
colonizador de Costa Rica: perdí dos puntos porque se me olvidó su segundo apellido.
La de matemáticas, una solterona amargada, se decía descendiente de alemanes y opinaba que Hitler había
sido mal entendido. “Fue un gran líder que puso orden en su país, no como en este que cada uno hace lo que
quiere”- indicó la mujer. El profesor de religión despreciaba tanto a los protestantes como a los judíos que
pedíamos ser eximidos. “Perdónalos porque no saben lo que hacen”- señalaba cuando nos salíamos del salón.
La forma de sobrevivir fue dedicarme al estudio y evitar cualquier contacto social. Empecé a pedirle a mi
madre que me sacara de ese colegio y me dio vergüenza revelarle mis razones, aunque me imagino que ella
las sabía y –como siempre- no hizo nada.
Empecé a deprimirme. El acoso es una fuente de estrés que termina cambiando la química cerebral. Algunos
consideran que la ansiedad modifica las sendas de neuronas del cerebro de tal manera que se tornan
irreparables. La secreción de adrenalina constante, que es la reacción del cuerpo ante las amenazas, ocasiona:
hiper vigilancia, dificultades en el sueño, problemas de memoria y concentración, recuerdos angustiosos
recurrentes, pesadillas, flashbacks, cambios de humor, disociaciones, cólera y depresión.
Si nuestra mente se enferma, ¿cómo podemos esperar que ella nos salve? La discriminación se vuelve tan
seria como el virus del sida: destruye nuestro sistema inmunológico primero; luego, deja que las infecciones
hagan su tarea.
No en mi caso. Estuve consciente, gracias a Otto, de mi destino. Los judíos, hostigados por miles de años,
hemos sobrevivido y las personas y pueblos perseguidos incrementan el poder de observación. Es lo mismo
que sucede con los ciegos que mejoran su olfato y su oído; en mi caso, empecé a estudiar la personalidad de
mis agresores para descubrir su Talón de Aquiles.
La profesora de español, por ejemplo, sufría asaltos de paranoia; tenía una relación con un compañero de
trabajo y gustaba darnos cátedra sobre la importancia de la sexualidad. En el momento en que ella tocaba el
tema del coito, los estudiantes, por nerviosismo, nos reíamos a carcajadas. Ella interpretaba que lo hacíamos
porque la considerábamos promiscua; de ahí que se enfurecía con los que se reían más de la cuenta. ¿Cuánto
era el exceso? Pues nadie lo sabía pero aprendí a medir los segundos exactos que eran de más y pronto, la
antisemita profesora se tornó en mi amiga.
El profesor de Física apoyó a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, no porque fuera antisemita,
sino porque era de ascendencia italiana. Cuando le traje un libro sobre cómo los italianos nunca mataron a un
judío y más bien los protegieron de los nazis, el hombre cambió de actitud. Para ganarme al de religión,
empecé a quedarme en sus clases y le dije que “disfrutaba enormemente sus conocimientos”; el hombre no
volvió a mencionar que nuestro pueblo había matado a Jesucristo.
Otra estrategia exitosa fue la falsa modestia. La aprendí de una paisana algo paranoica. Opté por contar la
patraña a mis compañeros de que mi padre se había arruinado y que pronto tendríamos que dejar nuestra casa.
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En una sociedad en que la mayoría aparentaba más de lo que tenía, yo pertenecía a la minoría que mostraba
menos de lo que poseía.
Estos cambios no eran suficientes: tenía que llevarlos al mismo cuerpo; decidí enfrentarme al espejo. ¿Qué era
lo que me hacía afeminado? En primer lugar, estaba gordo y tenía grandes caderas y trasero. Al caminar, me
contornaba demasiado; luego, me fijé en la voz y en el acento; hablaba demasiado rápido y con una excesiva
pronunciación de las elles y las erres. Los muchachos masculinos conversaban con la boca casi cerrada.
Luego, los ojos: parpadeaban en exceso. Hacía mucha gesticulación con las manos y la muñeca no la ponía
recta. La forma de vestir era otro problema: demasiado perfecta.
No tuve compasión. Primero, a punta de dietas, carreras y laxantes, rebajé un montón de kilos. En cuestión de
dos meses me convertí en un muchacho delgado, cuyas caderas y trasero no llamaron más la atención. Luego,
empecé a hablar con la boca poco abierta y como pachuco –“maje, picha, verga, me cago en tu abuela, qué te
pasa come mierda”. Dejé de parpadear como un letrero de neón y empecé a usar ropa de mala calidad, los
zapatos sucios y las camisas por fuera. Mis temas se diversificaron: conversaba sobre muchachas que me
había cogido (cosa que era falsa) y pleitos que había ganado (aún más falso). En un corto tiempo, ni yo mismo
me reconocía.
39
Capítulo 18
En mis años de colegio, solo alcancé la etapa de negociación. La aceptación de la identidad gay fluctúa por las
etapas que Elizabeth Kübler Ross modeló para explicar el proceso de la muerte. Los pacientes terminales
pasan, según ella, por estados de negación, aislamiento, cólera, negociación, depresión y aceptación.
Lo primero que hace el hombre o mujer gay ante la gradual conciencia de que siente atracción sexual por
alguien de su mismo sexo, es negarla y reprimirla. Aunque la mayoría, desde edad temprana, es consciente de
su homosexualidad –entre los tres y seis años de edad- la realidad no es aceptada hasta el período avanzado de
la adolescencia.
La negación se puede dar de varias maneras. Una forma es no aceptar el deseo. A pesar de sentir la atracción
sexual, se opta por no discutirla consigo mismo. Otra forma es verla como algo temporal que se dejará de
hacer cuando grande. En la medida en que el deseo aumenta, la cólera sustituye la negación. Disgusto contra
uno mismo por ser diferente, por considerarse anormal. Existen ansias de castigo físico y mental, incluyendo
el suicidio. Algunos eligen vidas de sacerdocio o de intelecto.
Cuando falla lo punitivo, se pasa a la negociación y a las promesas: “Si dejo de ser gay, prometo a Dios ser
bueno”, “Si logro tener relaciones sexuales con mujeres, me haré heterosexual”. Cientos de plegarias se
elevan a vírgenes, santos, diablos o dybbucks. Pero las visitas a la Virgen de los Ángeles, ayunos en el Día del
Perdón Judío, o las panderetas protestantes, no hacen el milagro. Entonces, viene la negociación por medio
de la acción. Tan pronto como realicé los cambios y Jorge desapareció del mapa, por el inicio de su
esquizofrenia, los compañeros del Liceo de Costa Rica me dejaron en paz. Es más, ante mi consternación,
escogieron a otro como blanco de ataques. La nueva víctima era otro joven gay aún más afeminado que yo y
que pagaría, solo y sin siquiera mi apoyo porque yo estaba demasiado traumatizado para dárselo, el embate de
Jorgito y los demás.
Hice amigos y tuve, por vez primera, vida social. Ahora me agradaba ir al colegio, cosa que era en sí una
revolución. Los mismos profesores, angustiados por nuestra quiebra económica, se identificaron con un
polaco pobre. “¡Es tan difícil quedarse sin plata!”- me comentó la profesora de Estudios Sociales. Lo que se
hizo evidente es que dejó de escupir el “Schirano” y no me volvió a preguntar si fue lunes o martes cuando
Colón llegó a Costa Rica.
Las hormonas empezaron a fluir y quizás por haber tomado más testosterona que un equipo de físico-
culturistas del Gimnasio Los Troyanos, los deseos sexuales se incrementaron. Soñaba con mis compañeros y
fantaseaba relaciones. La atracción era tan fuerte que la combatía igual de ferozmente. Mientras los jóvenes
experimentaban, yo huía de masturbarme con alguno, cosa que era común.
Mis relaciones en el colegio, en vista de mi miedo, fueron platónicas y salí -en materia homosexual- tan casto
como entré. Toda una hazaña en un colegio de hombres cachondos. Sostuve la esperanza de que algún día me
gustaran las mujeres. Después de todo, me dijeron que con el desarrollo, arribaría la bendita heterosexualidad.
La misma idea pasaba por la cabeza de Electra. Mi madre me pidió que visitara a mi primo Luis. El
cardiólogo era brillante, guapo e inteligente y, además, asesor del mismo Presidente de la nación.
Cuando llegué a su consultorio, frente al Hospital San Juan de Dios, me di cuenta de que la discusión se
relacionaba con otro órgano. Mi primo no habló de la supuesta anomalía que iba a tratar sino más bien – como
era su costumbre en la Casa Presidencial- del remedio: una cita con una amiga. La mujer, según él, era
especialista en iniciar a jóvenes. Me contó que era lógico que, a mi edad, tuviera dudas, pero que con una
mano experta, el inconveniente se resolvería. No mencionó jamás “el problema”. Pese a que Luis era un
hombre brillante, antiguo militante comunista y ávido lector freudiano, la homosexualidad le era un tema
desagradable, algo similar a la plusvalía. Si quien asesoraba al Presidente Figueres y tenía su show en
televisión sobre temas políticos, psicológicos y filosóficos, era de la opinión que una prostituta me haría
heterosexual, ¿quién era yo para discutirlo?
No sé qué pasó por mi cabeza. Por un lado, quería que me tragara la tierra y por el otro, probar este remedio.
Si las cosas salían bien, olvidaría mis fantasías sexuales y mi madre, mis compañeros, mis profesores y hasta
los paisanos del Ken me recibirían con los brazos abiertos.
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Tiritando, acudí a la cita. Cuando llamé al timbre, Luis me llevó a su oficina. Ahí estaba mi lazarillo: la mujer
era de cuerpo aceptable pero de cara fea. Tenía un pequeño quiste en la nariz y le faltaba un diente. Pensé en
cómo era posible que Luis, tan atractivo, recomendara a una dama tan desagradable.
Nos presentó y la tipa me sonrió con amabilidad. Al mirar mi timidez, Luis me pidió que los dejara solos. No
sé qué le habrá dicho pero me imagino que debió haberle pagado. Cuando salieron, mi pariente me informó
que iríamos a un motel. Pensé que el verbo plural significaba los tres y que el tiempo era otro día, lo que me
hizo la perspectiva más llevadera. Me di de cuenta que solo dos nos montaríamos en el taxi y que el tiempo
era ahora, en este momento. ¡Horror de los horrores! Por infortunio mío, el taxista era uno de esos bombones
latinos. El hombre estaba impresionado de ver a un muchacho tan joven con esta mujer de cuarenta años, su
socia en estos discretos servicios. Me preguntó si era la primera vez y le dije que sí. Recuerdo que le quise
pedir que entrara con nosotros.
Los moteles de San Francisco de Dos Ríos eran ingeniosos inventos en un país mojigato: sin que nadie lo
viera, uno entraba en la habitación. Se pagaba por un casillero y ahí mismo servían la comida, los tragos, los
condones o los medicamentos. Las alcobas eran agradables y con música romántica. Ponían una ligera sábana
en la cama para que, después de un rato, el frío ahuyentara a los amantes. Una vez en este nicho de amor, la
mujer ordenó dos güisquis y me llevó inmediatamente a la cama. Cuando la besé, tuve que cerrar los ojos y
pensar primero en Luis y luego en el taxista; no sentía la menor atracción. Creía que el hombre debía abrir las
piernas y ella me enseñó que era al revés. Pese a la gran paciencia de mi compañera, no hubo manera. La
mujer, después de horas de intentonas, me dijo que me haría algo solo reservado para los grandes dignatarios:
bajó su cabeza y me dio sexo oral. No sentí nada y la verdad es que la instructora metió sus dientes. Después
de varias horas, nos dimos por vencidos y me sentí como Napoleón después de Waterloo; al dejarla en su
casa, la meretriz me dijo que intentaríamos otra vez el próximo sábado.
La desilusión fue enorme. Si no podía tener relaciones, ¿qué sentido tenía la vida? Me dije que si fallaba la
semana entrante, me pegaría un tiro. Al ingresar en mi hogar, mi madre, que lo había planeado, me preguntó
cómo me había ido. No pude hacer otra cosa que llorar.
El otro sábado, fuimos con el mismo taxista y esta vez me atreví a invitarlo a la cama. El hombre se rió pero
declinó la propuesta. Sin embargo, su picardía y el coqueteo me servirían con la mujer. Mientras pensaba en
él, tuve la erección y mi primera relación sexual. La dejé luego en su casa y seguí hasta la mía. El taxista me
preguntó cómo me había ido y le conté los detalles. Además, le pregunté por qué no me había ayudado. Me
dijo que como era socio de la mujer, no quería mezclar los negocios con el placer. Además, agregó: “Con
usted, sin ningún problema hubiera entrado, pero me da asco la vieja”.
41
Capítulo 19
El mejor regalo que recibí en mi Bar Mitzvah fue el viaje a los Estados Unidos. Nunca me había montado en
un avión y fue toda una odisea. No tenía idea dónde estaban esas ciudades mágicas como México,
Washington y Nueva York. Pensaba que como los aviones despegaban, estas urbes habitaban las nubes ya que
nadie me había dicho que todo lo que sube, baja.
El periplo fue excitante y el avión bimotor se movió como una cafetera. Como no sabía lo que era la
turbulencia, no me asusté pero si un avión se moviera así ahora, me tiraría en paracaídas.
La ciudad de México me llamó la atención. Mi madre escogió el Hotel Vermont cerca de la Avenida
Insurgentes: sórdido, pequeño y oscuro. Sin embargo, tan barato que pronto otros costarricenses, quienes
como Electra venían a dejar a sus hijos en la Universidad mexicana, se nos unieron; la marcha nada tuvo que
envidiar a la de Moisés por el Mar Rojo. “¿Incluyen todos los huevos que uno quiera comer en el desayuno?”-
indagaba doña Marisha en recepción, mientras llamaba por teléfono a doña Henchita: “Vengan para acá que
es una metsieh (ganga); se paga la mitad que en el Regis y además, dan hasta tres huevos”.
Mi anonimato se dio por terminado: abría la puerta del ascensor y salía doña Ofelia, que traía a su retoño a
estudiar medicina; me sentaba a desayunar y me aparecía doña Clara, quien le gritaba a Gori, su hijo, que
dejara de comer mantequilla porque se iba a poner como un marrano. En recepción estaba doña Rosa
haciendo una llamada a Costa Rica: “¡Diga que sí grandísimo shmuck! (pelotudo) – le pedía a su marido que
del otro lado no sabía lo que era una llamada a cobrar.
En las noches, el hotel se convertía en un centro de información sobre las últimas noticias de Costa Rica o los
sufrimientos de las madres que abandonaban a sus críos. “¡Oy, exclamaba doña Perla, no sé si Pepito podrá
adaptarse!”. “Claro que se va a adaptar –contestaba doña Gisele- ¿no ves que ya habla como mexicano?”. En
el caso de Malcha, le recomendaba a su hijito que no se le ocurriera relatar a los mexicanos nada de su
familia: “Recuerda que tu papá es un erudito litvak –le decía- y los demás nos envidian por nuestra cultura”-
decía mientras se sacaba un moco de la nariz. Las cosas de la mishpuje (familia), según ella, no se contaban a
nadie; ni siquiera le permitía llevar un diario porque podía caer en manos ajenas.
Las madres eran sacrificadas porque dejaban a sus retoños en este enorme país con el fin de obtener una
cosecha de médicos que sería la respuesta a quién sabe cuántas enfermedades incurables. “Estoy segura que
Julio acabará con el cáncer”- pronosticaba doña Esther, la que se olvidaba que su hijo logró su bachillerato a
costa de forros. “Bufi será un cirujano famoso”- auguraba doña Ofelia, quien sabía que el muchacho solo
había sacado cincos en sus notas. Según ella, su fracaso se debía a que en el Liceo Luis Dobles Segreda no
supieron apreciar su inteligencia. Bufi, estaba su madre segura, revolucionaría la salud pública de nuestra
patria. Además, serviría de candidato matrimonial de primera fila ya que el título de galeno era lo más
apetecido en el duro mercado de los shidajs (matrimonios arreglados).
Al venir de una urbe de medio millón de habitantes, estar en otra con catorce veces ese tamaño, fue una
revelación. Para personas perseguidas, las ciudades grandes son los lugares más favorables. Tanto así que la
urbanización se asocia con la homosexualidad; M. Foucault y J. Weeks han sostenido que la cultura
homosexual solo pudo surgir en lugares anónimos, en que los individuos no se encontraran bajo el escrutinio
familiar.
Sin embargo, ante la invasión a mi hotel, bajo la supervisión de la Mossad tica, no pude tener ningún contacto
con la vida gay. Notaba que más hombres me miraban y lo hacían con descaro, sin las preocupaciones de
lugares pequeños. Para este viaje, había crecido bastante y el patito feo se había tornado en un adolescente
atractivo. No obstante, en el momento en que se daba la posibilidad de intercambiar algunas palabras,
aparecía doña Golde y se me acababa la privacidad: “¡Sholem Aleijem Jacques!, ¿qué hatzes solo por aquí en
la cafetería? Te acompaño para que no te aburras”. Si no era ella, doña Ofelia salía no sé de dónde y me
seguía en mis caminatas: “Debo verme como toda una princesa con este color de pelo naranja porque mira
cómo nos siguen los muchachos”- me decía creyendo que era a ella a la que buscaban.
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Miro ahora mis fotos de México y me doy cuenta de que no estaba nada mal, pero no me sentía así en ese
momento. Las miradas de los hombres me confundieron porque al no considerarme bonito, no entendí lo que
querían. Sin embargo, los ojos me seguían, principalmente en los Sanbors, cafeterías que eran famosas por su
clientela homosexual.
Como Electra odiaba los aviones, tan pronto como conocimos la ciudad de México, decidió que nos fuéramos
en bus hasta la capital de Estados Unidos. Este periplo duraba tres o cuatro días y atravesaríamos el Sur
norteamericano. Pasar por las ciudades sureñas resultó fascinante porque aún estaban segregadas y las
estaciones de la Greyhound tenían servicios y restaurantes para blancos y para negros.
Estaba lleno de curiosidad por echar un vistazo a esta dimensión de la sociedad norteamericana. Cuando
pasamos la frontera con México, esperé con ansia a los negros; nos detuvimos en la primera estación de buses
en el Sur y ahí topé con ellos. Me encantó el bullicio y la amabilidad de la gente; muy parecido a lo que era
América Latina. El sector blanco, por el contrario, era menos cálido. Pensé que el color daba más alegría a las
personas.
En el bus, nos sentamos atrás; no sé si por comodidad o porque nuestra tez ahí nos ubicó. Las mujeres obesas
afroamericanas me servían de cama y generalmente despertaba acostado sobre ellas. En este viaje por el Sur,
pude apreciar la segregación a punto de morir. Mi madre me contó que a los judíos tampoco los dejaban
entrar en ciertos restaurantes u hoteles de primera clase.
Llegamos finalmente a la capital de los Estados Unidos en donde mi hermana estudiaba y tenía un
departamento por Dupont Circle, no muy lejos de la Casa Blanca. Para ese entonces, el matrimonio de Derek
andaba mal y Electra quería saber qué podía hacer para salvarlo. La entrada en la ciudad era impresionante
para un muchacho que no había visto edificios de mármol, avenidas tan amplias y obeliscos fálicos. Electra
me dijo que los capitalinos consideraban que con su monumento a Washington tenían la potz (verga) más
grande del mundo. Pasamos por La Casa Blanca y esperé en vano que Kennedy se asomara. Mi madre me
consoló con la noticia de que pronto iría a visitar a Don Chico, nuestro presidente.
Mi cuñado era un típico norteamericano de Virginia, de clase media y de poca soltura. Sin embargo, era
cariñoso y solía llevarme a los supermercados en donde conocí una de las revoluciones más importantes de la
vida norteamericana: los famosos TV dinners. Detecté una tristeza en el hombre y pronto me di cuenta de sus
orígenes. Desde su alcoba solían oírse chillidos y bramidos. No supe de lo que se trataba pero mi madre me
decía, al otro día, que la relación estaba tensa. En el desayuno, mi cuñado se miraba cabizbajo.
La madre platicó con su hija antes de regresar a Costa Rica. Por más que trató de disuadirla, Derek estaba
decidida a divorciarse. Electra me dijo que se iba a la casa porque la “hartaba el melodrama” pero me dejaría
solo en Estados Unidos para que visitara Nueva York. Sin embargo, antes de partir, me solicitó una misión.
Me contó que mi hermana le había hablado de una amiga que conoceríamos en esa otra ciudad y me dijo que
cuando regresara, le contara sobre ella porque “la relación no era conveniente”.
Mi cuñado se quedó en Washington mientras nosotros nos fuimos de fin de semana a la Gran Manzana.
Llegamos a la Estación Central de Nueva York y de ahí caminamos al Hotel Taft. Al caminar y dirigirme a
Broadway y Times Square, sentí algo extraño. Había estado en ciudades grandes como México, Atlanta y
Washington. Sin embargo, el ritmo acelerado de la gente que lo hacía uno creer que había un premio que
recoger en cada esquina, las luces de neón que insinuaban que la vida nunca terminaría y las personalidades
excéntricas, que hablaban solas consigo mismas o que paseaban a perros imaginarios, no tenían parangón.
Nueva York era algo más que una ciudad, era un estado mental y una muestra de lo que sería el mundo más
allá de las nacionalidades y los credos: el paraíso de las personas que como las bromelias, tenían en el aire las
raíces.
La ciudad de Nueva York se convirtió en la alternativa geográfica. De la misma forma que Ricardo, aprehendí
que tendría que irme de mi país. El exilio gay a los Estados Unidos tiene una larga historia no escrita todavía.
Muchos hombres gays y lesbianas de la época optaron por irse a vivir a otros países más liberales o donde el
anonimato era más factible. Algunos parientes o hasta los mismos psicólogos costarricenses les recomendaron
esta salida a sus pacientes. Es imposible estimar la magnitud del éxodo gay durante los decenios de los
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cincuentas y sesentas. Pero no debió ser insignificante. Algunos regresarían años después y muchos otros no.
El país perdía así a mentes brillantes, ya que solo los más preparados tenían medios para establecerse en
culturas diferentes.
Aún hoy día tengo amigos gays que viven en México, en Estados Unidos, en España o hasta en Dinamarca.
No sé si ellos tuvieron mejor vida por irse del país. Por un lado, se evitaron una serie de atropellos y de
rechazo social. Por otro lado, se perdieron la oportunidad de hacer cambiar nuestro país y de la satisfacción
que da mirar cómo la homosexualidad en Costa Rica pasó de ser un serio problema.
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Capítulo 20
Desde que Derek se fue, Electra quedó sola con su marido y los dos varones. En razón de que mi hermano
tomó la decisión de irse a México, la elección de asesor espiritual, nada adecuado para la edad, recayó en mi
persona. Nuestra relación se hizo más estrecha y pude mirar más profundo: la mujer tenía una inteligencia
superior que había sido desperdiciada. Contrario a Freud, diría que se necesita un hijo homosexual para
apreciar el verdadero valor de una mujer y entendí que la discriminación era responsable, y no una absurda
envidia de pene, de su subordinación. Mi madre tenía la inteligencia para convertirse en una gran profesional,
pero había sido obligada a casarse y a tener hijos y para canalizar su frustración, lo hizo por medio de la
organización de mujeres sionistas.
Las reuniones de la WIZO eran, en realidad, un pretexto para promover –con el velo del sionismo- los
valores feministas. Mi progenitora, por ejemplo, les pedía a las compañeras que dieran una contribución para
los niños pobres. Pronto se hizo evidente que ninguna tenía una chequera personal. “Un momento señoras,
decía Electra, ¿cómo es esa carajada que ustedes trabajan igual que los hombres y ninguna tiene un cinco en
el banco?” Las paisanas entraban en crisis y se quedaban calladas. Se ocupaban tanto o más que sus maridos y
estos les decían que no sabían manejar los asuntos de los bancos.
“La verdad es que Samuel me da la plata que necesito”- le respondía doña Sarita, la amiga turrialbeña. “Pues
cuando se vaya con una kurveh el gran sátiro de tu marido, quiero ver a quién le vas a pedir prestado”- le
decía mi madre con ironía. La próxima semana, doña Sarita mostraba su chequera. Doña Golche insistía en
que lo que importaba era la confianza. “Estoy de acuerdo contigo –le respondía mamá- así que anda y le pides
a Ismael que ponga todo el dinero a tu nombre”. Mónica argumentaba que no se quería meter en los asuntos
del negocio porque no tenía tiempo. “No te preocupes- sería la respuesta- lo tendrás cuando te quedes sin un
cinco”.
Doña Perla, por ejemplo, había puesto el capital inicial para crear una tienda de electrodomésticos, pero a la
hora de divorciarse, se quedó sin nada. Electra no dejaba de recordárselo cada vez que alguna mencionaba no
saber nada “de los enredos financieros del marido”. Luego, estaba el problema de transporte. Las señoras no
manejaban y para venir a San Pedro, debían pedirles a sus esposos que las llevaran. Los varones lo hacían a
disgusto porque les echaba a perder el juego de naipes; otros llegaban tan tarde que las pobres creían que las
habían abandonado. “Rosa, ¿cómo es eso que necesitas que Abraham te venga a dejar?”- vendría el regaño de
la anfitriona. Doña Rosa conseguía un chofer y no volvíamos a mirar a su marido.
Las discusiones sobre la educación de las mujeres eran más acaloradas. Muchas no veían la necesidad de
mandar a sus hijas a la universidad. “Pero Electra, ¿para qué matricular a Miriam si ella misma lo que quiere
es casarse?” “Porque si no lo haces, terminará como vos, con dolores de cabeza de los gritos que te pega tu
marido”- sería su respuesta.
Lo que más la humillaba y lo tomaba como una afrenta personal era la prohibición del voto femenino. Electra
aceptó sin chistar la división por género en la sinagoga, como había sido costumbre en Polonia. Pero la
decisión del Centro Israelita de no dar participación a las mujeres y dejar que los maridos votaran por ellas, la
miró como medieval. “Ninguna institución sobreviviría si no fuera por nosotras”- indicaba en sus numerosas
peticiones para cambiar la regla. Habló con las demás compañeras de la WIZO para luchar contra esta
iniquidad pero en 1950 no había movimiento feminista: esta batalla no la ganó.
Sus observaciones eran acuciosas. Cuando las reuniones eran mixtas, mi madre me indicaba que me fijara
cómo comían las mujeres solas y cómo lo hacían cuando venían con los maridos. Ella tenía razón: con sus
esposos apenas tocaban los platos y se servían como pequeños pajaritos. En las reuniones solas, parecían
aspiradoras.
No sería de extrañar que la WIZO se convirtiera en la enemiga de los maridos. Después de cada reunión en
nuestra casa, sus esposas venían con preguntas relacionadas con el género. “Móishele, ¿por qué siempre tengo
que servirte el desayuno? ¿No crees que sería buena idea que lo hicieras vos alguna vez?”- preguntaba doña
Ivón.
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La WIZO no era una simple organización de caridad. Llevaba a cabo las actividades culturales y la
recaudación de fondos y el Comité Ejecutivo manejaba a veces mucho más guelt que el Centro Israelita.
Además, era una organización que contaba con miles de mujeres en todo el mundo, reconocida en Israel y en
las mismas Naciones Unidas. No se podía ignorar, ni hacer que desapareciera.
Al principio, los recelosos maridos empezaron a decirles a sus mujeres que no votaran más por Electra. Si
ellas cambiaban de líder, sugirieron, las relaciones serían más armoniosas. “Zair Gut Muy bien) mi amor- le
dijo Toña a Samuel- voy a votar en contra de Electra cuando ustedes nos dejen cambiar la directiva del
Centro”.
No pudieron evitar que mi madre ganara trece elecciones. Sin embargo, los hombres no se dieron por
vencidos. “Electra necesita saber lo que es trabajar”- comentaba don Isaac. “Esa vieja loca lo que hace es
manipular a las demás porque no tiene qué hacer”- añadía don Luis. “Es una gran kurveh”- seguía don
Samuel. “Lo que necesita es una buena potz”-concluía don José. La última agresión era arruinarle sus
actividades culturales. Como compartían el mismo centro comunal, los jugadores de cartas le saboteaban sus
eventos culturales. A pesar que imploraba por el silencio, la mujer tenía que aguantarse un concierto de
Chopin en medio de gritos de paisanos que pedían carta, un trago, o que les pagaran la última partida de
póquer.
Nada la amedrentada. Ella me decía que la llamaban puta porque no sabían qué hacer con sus ideas. Por
soportar las humillaciones, aprendí a respetarla y me di cuenta de lo injusto que había sido que Electra no
estudiara y cómo el sistema trabajaba en contra de las mujeres. Tomé conciencia de que ellas tenían una
agenda de liberación, pero me cuesta entender, sin embargo, por qué mi madre no logró salirse de su gueto de
mujeres y echar un ojo a una más grave opresión que se daba bajo su mismo techo.
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Capítulo 21
En el quinto año de colegio mi vida había cambiado. Los compañeros se olvidaron de mi pasado y tenía
varios amigos. Solía ir a los partidos de fútbol, a pescar en los ríos, a tomar unas cervezas a escondidas y a
jugar futbolín. Tuve un amor platónico con un compañero. Era uno de esos jóvenes que a los diecisiete años
se miraba de veinte y pico: cuerpo fornido, nariz semita, ojos cafés y una hermosa boca. Su madre había
muerto dos años atrás. Nos hicimos íntimos: comíamos, estudiábamos y hasta dormíamos en mi casa.
No le conté mis deseos. Me imagino que él intuyó que estaba enamorado, sin embargo, la interacción era
estupenda y llenaba un gran vacío de juventud. A veces añoro esas relaciones, ubicadas en una zona
intermedia entre la heterosexualidad y la homosexualidad, llenas de conflictos y de dudas, pero mantenidas
por una energía sexual sutil. En ese año 1969 en que el hombre llegó a la luna, la sociedad costarricense había
sufrido transformaciones no menos dramáticas. El antisemitismo que había predominado en los años treintas,
cuarentas y cincuentas, empezó a ceder ante una preocupación mayor: el comunismo. Fidel Castro amenazaba
con exportar su revolución a toda América Latina. En Costa Rica, el Partido Comunista se había reorganizado
y enseñaba las uñas al convertirse en una fuerza electoral. La clase alta lo temió y se olvidó de los judíos. Por
otro lado, nació el movimiento hippie. La revolución sexual y la de las drogas, principalmente la marihuana,
empezó a sentirse y algunos alumnos llevaron su cabello largo y fumaron mota. La música de Los Beatles se
escuchaba en las radios, en las fiestas y en las discotecas del centro de San José y al principio, esta sociedad
centroamericana reaccionó alarmada: esta moda –se temió- traería las drogas, la promiscuidad y, obviamente,
la homosexualidad.
El cambio del antisemitismo al anticomunismo y al antihipismo, trajo como resultado el fin de las campañas
antijudías. Los reportes de que cobrábamos más por los artículos, de que éramos explotadores de los pobres,
de que tramábamos tomar el poder, dieron paso a informaciones sobre la usurpación roja de los sindicatos, los
deseos de la Unión Soviética de desestabilizar el país y la infiltración en las universidades. Este olvido
temporal repercutió en todas las esferas.
En el Colegio Superior de Señoritas, una judía ganó las elecciones y se convertía en la primera Presidenta del
Gobierno Estudiantil: Jenny H. El rumor de que una polaca había ganado las elecciones, llegó a nuestro Liceo
que se alistaba para las suyas. El puesto de Presidente en ambos colegios era codiciado y no pude dejar de oír
algunos comentarios: “Es el colmo que las señoritas hayan elegido a una extranjera”, o “las del Seño -como se
les conocía- se han vuelto locas. El año entrante elegirán a una puta”.
Cuando conocí a Jenny, me pareció una de las mujeres más lindas. Tenía humildad que contrastaba con su
vivacidad y energía y poder de liderazgo. Me impresionó conocer su hogar, tan humilde y pequeño, y a sus
padres, ancianos pero cariñosos. Nunca me había sentido tan a gusto con una muchacha y nos hicimos
inseparables. Podíamos hablar abiertamente sobre cómo algunos nos hicieron sentir: a ella por humilde y a mí
por… bueno la verdad es que nunca le dije exactamente por qué. Y esto nos llevó a una intimidad que no era
nada diferente del amor.
Lo que no había hecho hasta la fecha, visitar el Colegio Superior de Señoritas, se me hizo costumbre. Me
encantaba esperar la salida para “marcar” con las muchachas y ahora, mis compañeros, me molestaban porque
me decían que “estaba pepeado”. Tenían razón.
No podía, sin embargo, cambiar mi orientación sexual. No importa cuánto soñé con hacerlo; finalmente, mi
amiga se cansó y se enamoró de un judío de Guatemala; esto me partiría el corazón. Uno puede no desear
sexualmente a una persona y experimentar el 80 mismo dolor, desesperación, humillación y pérdida que si lo
hiciera. Me culpé del fracaso y en vez de admitir la realidad, más la odié y la negué. ¡Esta maldita
homosexualidad me quita lo que quiero!
Jenny me dejaría algo hermoso. Si una polaca había sido electa en el principal colegio de mujeres –razonó
Carlos- ¿por qué no otro en el Liceo de Costa Rica? “¿Estás loco?, respondí, ¿quién va a votar por mí? Una
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cosa es que me hayan dejado en paz y otra que me convierta en su líder”. Después de todo, indiqué, no tenía
habilidad para la oratoria y mucho menos las cualidades de los líderes de la época.
Para probar la locura de esta sugerencia estaban los dos candidatos preferidos: Mario, el presidente del quinto
año B, y Eric, el del C. Uno contaba con dominio escénico y terminaría, años después, de locutor de radio y
comentarista de televisión. El otro era un rubio que volvía locas a las muchachas, el típico deportista que
todos admiran. Mi quinto año D estaba compuesto de los nada populares y que hoy llamaríamos nerds.
No entendía por qué algunos querían que me lanzara. No me veía como presidente y no creía que mi amistad
con Jenny me diera algún atributo especial. Pero, después de cierto análisis, observé que el apoyo no era solo
de Carlos y tenía que ver con algo más amplio.
Nuestro país estaba cambiando y nuevos sectores, hasta la fecha ignorados, surgieron. Los muchachos que
venían de hogares pobres, que usaban pelo largo y gustaban del rock, que no eran populares, que no eran
católicos, que no jugaban fútbol, que apreciaban los libros y los estudios, querían votar por mí. Antes de que
pudiera decir que no, se habían organizado y me tenían un jefe de campaña. Mi grupo –compuesto por los
verdes y los sapos del colegio- empapeló las paredes con el “Vote por Schirano- Vote contra la argolla”.
Cuando Eric y Mario se dieron cuenta de que un polaco amenazaba sus aspiraciones, empezaron a movilizarse
y pronto, el colegio rivalizaba con las campañas electorales nacionales. “Vote por un tico. No se venda”-
decían los anuncios rivales. Tan pronto como se inició la campaña y miré mi cara en todas las puertas y
ventanas, no pude dar marcha atrás. Mi primer discurso fue sobre los derechos de los que nunca estuvimos en
la argolla, que significaban la mayoría. Imitando a Evita Perón, hablé de la injusticia de no recibir las notas
que uno merecía, no poder vestir como uno quiere y no tener el apoyo de la Administración. Como llevaba las
faldas afuera y los zapatos sucios, la oposición les tomó una foto y la sacó en un afiche: “¿Votaría por alguien
que no se limpia sus zapatos?”- rezaba el encabezado.
Algunos profesores pidieron que no votaran por mí. “Este es un país católico y el Liceo es su principal
colegio de secundaria, ¿cómo vamos a permitir que un polaco los represente?”- decía la profesora de Estudios
Sociales.
En la primera vuelta, quedé en segundo lugar y derroté a Eric y a su partido de los bonitos. Para las finales,
llegué a la clase de los perdedores, los felicité por una campaña limpia y les pedí el apoyo. “Mario es un buen
candidato –les dije- pero siempre ha sido el favorito de la Administración y es hora de que elijamos a quien
nos represente”. En la elección final gané por un voto. La diferencia, averiguaría después, la hizo, a última
hora, Jorge, antes de sumergirse en la locura.
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Capítulo 22
La victoria en el Liceo ha sido uno de mis mayores éxitos. Después de ser el hazmerreír, era el presidente de
todos y me convencía de que las cosas podían cambiar y de que podían superarse los obstáculos más
formidables. Como en todo, hubo su lado bueno y su lado malo.
Quise hacer lo que nadie había hecho. El puesto en sí no significaba más que hablar y asistir a eventos
oficiales. No obstante, mi promesa conmigo mismo era que no se olvidaran de que eligieron a un polaco.
Sacando lecciones de Electra y su WIZO, busqué cómo hacer algo por mi colegio. Me di a la tarea de visitar
los comercios y pedirles que nos regalaran pintura. “Nuestro Liceo está horrible y es una vergüenza. Si usted
nos dona cinco galones, haré que el colegio compre los otros veinticinco que necesitamos para pintarlo”- le
dije a los de la Glidden. Hice lo mismo con la Protecto y otras compañías y pronto tuve, sin invertir un
cinco, la pintura. Al mes de mi inauguración, logramos dejar como nuevo nuestro Liceo.
No poseíamos oficina y se me ocurrió organizar bailes para construirla. El Director me prestó el Gimnasio y
sin que se diera cuenta, me organicé el primer festival rock. La idea era tan nueva que cuando abrimos las
puertas, mil personas llenaron el local. Las ganancias serían invertidas en las oficinas que todavía están a la
par de la piscina y llevan una placa con los nombres del Consejo Estudiantil. Luego, se me ocurrió hacer y
vender carnés. Con estos, los alumnos obtenían hasta veinte por ciento de descuento en los cines, ropa escolar,
restaurantes y discotecas y el comercio fue tan bueno que compramos teléfono, máquina de escribir y equipo
de sonido. Las cosas iban viento en popa cuando un grupo de estudiantes me reclamaron una promesa de
campaña: la tolerancia del pelo largo.
En mi primer mes como presidente, varios profesores habían mandado a la casa a quienes llevaran melena.
Esto causó un gran desánimo en el estudiantado ya que cada instructor tenía su definición en qué consistía el
pelo largo: unos solo toleraban una pulgada debajo de la oreja y otros, dos o tres. De ahí que, en un mismo
día, se podía asistir a Matemática con un peinado y ser expulsado de Religión. Con el deseo de congraciarme
con los estudiantes “hippies”, apoyé irnos a la huelga. Una mañana fría de agosto, cerramos la entrada al
Colegio y nos tiramos a las calles. Sobra decir que los medios de comunicación estaban en contra y así
también la Administración y la mayoría de los padres de familia.
En una turbulenta reunión, en que nos amenazaban con la expulsión, opté por explicar que la huelga no era
tanto por usar o no el pelo largo sino por la falta de criterio. Los profesores que pedían mi cabeza se dieron
cuenta de lo razonable de mi proceder y terminaron felicitándome. Se llegó al consenso de que el pelo largo
era prohibido, pero se establecería un criterio más tolerante.
Las victorias y la notoriedad son también peligrosas. Estaba tan feliz de ser el presidente, que el puesto me
metió aún más en el clóset. “¿Cómo defraudar a mis electores?”- pensé. No respondí a ninguna propuesta
indecorosa. Sin embargo, no pude evitar el escándalo. Marcos, un muchacho atractivo que le encantaba tomar
café en mi casa y oír música rock, se hizo mi amigo. Como había traído afiches sicodélicos de Estados
Unidos, siempre me decía que por qué no invitábamos a unas amigas de Guadalupe, pero yo no estaba
interesado en ellas.
Días después, mientras Jenny, Carlos y yo estudiábamos para los exámenes de bachillerato, me llamó Marcos
por teléfono, en estado de gran nerviosismo y me pidió que leyera el periódico La Prensa Libre. Cuando lo
adquirí, miré un título escandaloso: “Drogas en colegios de secundaria” y un subtítulo aún peor: “Antros de
vicio en barrios residenciales”. Pero si esto me espantó, lo que decía me dejó aún más frío: narraba la historia
de dos jóvenes del Anastasio Alfaro, otro colegio de señoritas, que habían sido invitadas por un alumno del
Liceo de Costa Rica de nombre Marcos y otro de nombre Jacques, para que fueran a fumar marihuana y a
tener una orgía en su cuarto sicodélico.
Aparentemente, las dos alumnas reportaron a su directora la invitación y esta llamó a la policía. De acuerdo
con el periodista, las muchachas y el joven se encontrarían en el Parque Morazán para luego irse a Los
Yoses. El artículo tenía una descripción de mi habitación y concluía que los tres fueron aprendidos por la
policía. Aunque no daba mi apellido, ¿cuántos Jacques vivían en Los Yoses y asistían al Liceo de Costa Rica?
Traté de llamar a Marcos, pero estaba detenido.
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El periódico había creado un escándalo tal que se hablaba de redes de narcotraficantes y de abusadores de
menores. En mi caso, la máxima ironía: se me acusaba de dar marihuana a jóvenes vírgenes. Mis padres se
escandalizaron pero sabían que no podía ser cierto: mi abuela vivía con nosotros y solo durmiéndola con éter
hubiéramos podido, sin que se diera cuenta, hacer orgías.
El caso llegó al Consejo de Profesores para estudiar los castigos. Después de todo, habíamos arruinado la
reputación del Liceo. En las tensas discusiones con la Administración, llegamos a una interpretación de los
hechos: Marcos invitó a las dos muchachas a ir a mi casa porque Los Yoses era más chic que Guadalupe. Les
inventó lo de la marihuana para tentarlas y ellas lo reportaron a su directora. La mujer llamó a la policía y ésta
considerando la posibilidad de un escándalo por involucrar a judíos, pasó la información a la prensa. La
policía y los periodistas se pusieron de acuerdo con las muchachas para que aceptaran la invitación y
encontrarnos en flagrante. Marcos, al llegar al Parque Morazán, trató de llamarme pero yo no estaba. Les dijo
–entonces- que fueran a su casa y se estropeaba así la posibilidad de caer en Los Yoses. La policía optó,
entonces, por atraparlos ahí mismo. Si no hubiera sido así, ¿por qué no esperaron llegar a mi casa? Según me
dijeron los profesores, Marcos juró que la marihuana que le encontraron, la puso la policía.
Marcos nunca me defendió ni me atacó. Sin embargo, de haberme llamado y dicho que venía a visitarme (sin
decirme sus propósitos), le hubiera abierto como siempre la puerta y con ello, terminado tan embarrado como
él. Nunca más lo vería porque lo expulsaron del colegio y de la secundaria. En mi caso, los profesores
creyeron en mí y me absolvieron de toda culpa. Sin embargo, no pude usar la verdad para liberarme: decir que
era homosexual era peor que ser drogadicto. El acoso de la prensa me despertó acerca del supuesto fin del
antisemitismo ya que no haber tenido ese apellido, La Prensa Libre no se hubiera interesado en mí.
50
Capítulo 23
Llegó, finalmente, el día de graduación. Quise ocultar que había sacado el primer promedio de quinto año y
también del bachillerato. Había tratado en los últimos meses de lucir pobre y también estúpido. Pero era
costumbre distinguir al mejor estudiante en la noche de graduación y la Administración insistió. Mis
compañeros se sorprendieron que su líder, con tan poco tiempo para estudiar, hubiera sacado diez corrido.
Necesitaba buenas notas porque había aplicado a más de diez universidades americanas. Las escogí, no
porque tuviera ningún conocimiento de ellas, sino porque los nombres me parecieron llamativos y mágicos:
Universidad de Tulane, Universidad de Maryland, Universidad de Carolina del Norte, Universidad de Texas,
Universidad de Carolina del Sur, Universidad de Luisiana, Universidad de Florida.
Me encantaba oler los sobres con un aroma de Norteamérica y leer las amigables cartas que empezaban con el
“Dear Jacques” y con el mensaje de que esperaban verme pronto. De las diez a las que apliqué, nueve me
aceptaron y ahora tenía que decidirme por una. Tomé la decisión de esperar. Tenía que aprender el inglés para
pasar el examen del TOEFL y decidí matricularme en el programa de español para estudiantes extranjeros de
la Universidad de Luisiana en Baton Rouge. El lugar me parecía el más exótico de todos ya que quedaba a dos
horas de Nueva Orleáns y tenía fama de ser un pueblo (aunque era la capital del Estado) con un campus
hermoso.
Electra, que no estaba nada convencida de que era buena idea que partiera, me exigió que buscara el Sur
porque era “más libre de drogas” y “más seguro que el Norte”. La fama de que los estudiantes
norteamericanos estaban consumiendo marihuana y que practicaban una sexualidad más abierta, había llegado
al trópico. No objeté porque tuve dudas, a última hora, de la conveniencia de partir. Mi hermana, que tanto
insistió en que me fuera, nunca me dijo para qué y esto me confundía más. Electra, que en algunos momentos
aceptaba la sugerencia de su hija, tampoco habló claro. Los objetivos de mi viaje eran confusos: sabíamos que
sería lo mejor que me largara, pero no decíamos las razones.
Electra me acompañó, junto con Gilbert y su madre, doña Amalia, que iban a la misma universidad. La mujer
era más atrevida que nosotros y alquiló un carro en Nueva Orleáns para hacer el viaje a Baton Rouge.
Miramos los grandes campos verdes que unen las dos ciudades y las suntuosas casas de fincas de algodón, de
tabaco y de ganado. El campus era uno de los mejores. Tenía grandes jardines y estructuras de ladrillo rojo,
típico de las universidades americanas. El centro estudiantil, recién construido, era una estructura moderna de
grandes ventanales; el estudiantado era de quince mil almas.
Después de registrarme y pagar la matrícula, las dos mujeres partieron. ¡Horror de los horrores! Ahora, me
tocaba quedarme solo y sin hablar casi nada de inglés en un lugar a miles de kilómetros de mi patria. Tengo
aún grabado el miedo con que entré en el estadio de fútbol y me dirigí a los dormitorios. Subí al segundo piso,
memorizando mi frase de entrada: “Hello, my name is Jacques Schirano and I am from Costa Rica”. Entré y
miré dos sureños en la habitación. Uno de ellos me dio una ojeada como si hubiera llegado un mono de la
selva amazónica. Mike era el típico gordo, blanco, rubio, gringo de malas pulgas, ni chistó, ni hizo el intento
de darme la mano. El otro, Jacques, un descendiente de los franceses de Luisiana, conocidos como cajun, era
todo lo contrario: James Dean o un Troy Donahue contemporáneo, el joven perfecto. Este me sonrió y me dio
la bienvenida. Las dos caras de la vida norteamericana.
Para los compañeros de cuarto, era un muchacho latino: un integrante de la banda de los Sharks de la película
West Side Story. El gordo Mike me veía como amenaza ya que era de clase media baja y vivir con latinos,
era una humillación. Jacques, el muchacho de facciones de Hollywood, era otra cosa. Descendía de franco
hablantes y había experimentado, probablemente, el rechazo de los sajones.
Para socializar me busqué a dos compañeros centroamericanos que vivían en mi dormitorio, uno hondureño y
el otro salvadoreño. Carlos, el catracho, era un sagaz observador de la cultura norteamericana y me dio las
primeras reglas del juego: los latinos no podían coquetear con mujeres blancas, no debían asistir a los bailes
estudiantiles, jamás debían poner un pie en las fraternidades, mucho menos ir a bares o discotecas sureñas. En
el comedor estudiantil, debíamos –como los negros pero no con ellos- tomar mesas aparte.
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Horacio, el salvadoreño, me explicó la manera en que nos veían: los hispanos éramos ingenuos,
impredecibles, bebedores e irresponsables, católicos y adeptos a seguir figuras autoritarias, nada analíticos y
la mar de vulgares. Como subdesarrollados, éramos sucios y mal educados y por eso no nos querían en los
dormitorios blancos. Si nos habían dejado entrar, era porque el Gobierno Federal prohibía la segregación.
Las enseñanzas continuaron. Los norteamericanos –según Carlos- estaban obsesionados con la limpieza
“¡Jamás, me dijo, jamás se te olvide ponerte desodorante!”. “Cuando te bañes, muestra que usas jabón y
además, un buen champú. No te vistas tallado y mucho menos con colores fuertes como el rojo o el amarillo.
Solo los maricones visten así”- agregó.
No debíamos, agregó Horacio, hablar fuerte y hacer gesticulaciones. “Solo los negros hacen eso”- dijo con
desprecio. Y no debía mirar a los ojos a ningún blanco. “Detestan que piropees a las mujeres o siquiera las
mires más de la cuenta”. En términos de conversación, lo más apropiado era hablar del tiempo. “No toques a
la gente, ni te rías demasiado fuerte, o te les acerques menos de medio metro”- intercedió Carlos con el metro
para que aprendiera la distancia exacta. “Con respecto a la comida, no abras la boca, no comas demasiado, no
eructes, escupas y ¡horror de los horrores!, liberes gases”- concluyó Horacio. “La comida sureña es pesada,
usan mucho aceite y productos derivados del maíz como el grits en el desayuno (que se convertiría en mi
primera adicción), por lo que debes tener cuidado”-finalizó mi guía. Para un muchacho que había aprendido a
mostrarme lo más latino posible, la nueva situación no podía ser más irónica.
Lo que me golpeó fue los servicios sanitarios: no tenían puertas. Lo hacían para evitar el contacto sexual entre
hombres ya que hubo varios escándalos de estudiantes encontrados con las manos en la masa. Sin embargo,
nadie chistó cuando quitaron las puertas porque la cultura sureña era tan homofóbica como la latina. No me
quejé de las duchas públicas porque me permitía observar de gratis. Había números impresionantes de
hombres rubios de ojos azules y atractivos. Lo primero que me llamó la atención fue que usaban el pelo corto,
vestían con chamarras y camisas de colores pasteles, más conservadores que los jóvenes de San José. Las
mujeres llevaban faldas y blusas también de suaves tonalidades. La bandera confederada ondeaba por todos
lados y la música en los salones estudiantiles era de rock suave, como el gran hit Bridge Over Troubled
Waters.
Una noche hicimos lo que no debíamos. Mis dos compinches centroamericanos nos fuimos a un bar de la
zona. Entramos en un lugar en que se tocaba música country, repleto de lo que se conoce allá como rednecks.
El bar estaba hasta el copetillo y no habíamos siquiera ordenado una cerveza cuando majé, por accidente, a un
marine. Mi inglés había mejorado lo suficiente para pedir perdón pero de un momento a otro, el hombre se me
abalanzó y me empezó a golpear. Mis dos amigos se quedaron inmovilizados porque sintieron el oprobio
general: el problema no era haber tropezado sino estar ahí. Los otros marineros alentaban para que me dieran
una lección y no volviera a poner un pie en un bar blanco.
Después de varios golpes, corrí hacia afuera. El marinero se me puso al corte y como no podía decir nada, ni
suplicarle que parara, creía que no me había dado suficiente. Sacó un puñal de su bolsa y me acorraló en el
parqueo. No tenía ya dónde ir. En el momento en que me lo iba a clavar, como en una película del Oeste, salió
su compañero y lo detuvo. “No vale la pena ir a la cárcel por un spik”, le dijo (según me lo contó Horacio) y
se fueron. Este susto me llevó a la conclusión de que no había dejado Costa Rica para quedarme en una zona
así de salvaje. No importa lo que dijera Electra, la que ahora estaba a dos mil kilómetros de distancia, mi
objetivo sería buscar el Norte, lo más cerca posible de Nueva York. No me iba a quedar aún más peligroso
que de donde venía.
52
Capítulo 24
Mi inglés mejoró en Luisiana. No tanto por el curso ni por el contacto con los americanos, con los que no
socialicé, sino por la práctica con los estudiantes extranjeros, en primer lugar, y luego, con mi propia fórmula
mágica: leer y ver televisión. Me estudié el famoso libro The Animal Farm de George Orwell, que tuve, con
diccionario en mano, que traducir palabra por palabra. De esto obtuve más de los quinientos puntos necesarios
en el TOEFL, último requisito para ingresar en la universidad.
Tomé la decisión de que como el curso empezaba en setiembre, me iría a estudiar inglés a otra de las
universidades. Esta vez opté por Southern Illinois University, situada cerca de Chicago. Era la misma
universidad en que mi hermana estudiaba su doctorado. En mayo de 1970, tomé el bus para el Norte. El viaje
en Greyhound duraba más de quince horas y se cruzaba una gran parte del Sur y del Centro de esta gran
nación; el paisaje empezó a cambiar lentamente: más ciudades grandes y más fincas de trigo y de ganado.
Carbondale era un pueblo más pequeño que Baton Rouge que solo contaba con una gran universidad. El
resto era un downtown pequeño que servía a una población mayoritariamente campesina; las casas, igual que
en el Sur, estaban llenas de banderas, pero estas de la Unión. Derek vivía en un trailer cerca del campus. Ahí
me quedé la primera noche para irme, al otro día, a uno de los dormitorios. Para la cena, la mujer invitó a sus
compañeros de la carrera. La Universidad tenía fama de tener una buena escuela conductista y mi hermana
trabajaba de asistente de uno de los principales investigadores. Su labor era observar ratas y analizar sus
reacciones a los colores.
Los estudiantes de psicología eran la mayoría de Chicago. Para mi sorpresa, su apariencia no tenía nada que
ver con la de los de Baton Rouge. Usaban los hombres el pelo largo y la barba larga y vestían con pantalones
de algodón de colores brillantes. Las mujeres portaban trajes largos de manta de color, collares y aretes de
tonos elevados. La mayoría se veía como hippie. Cada uno llevó su botella de vino y un puro de marihuana.
La música era de los Beatles, trajeron el disco del Seargent Pepper y se sentaron en el piso. No podía este
grupo ser nada más opuesto a los americanos que había conocido en Luisiana. En primer lugar, eran amables
y la fiesta era mixta, lo que incluía negros, latinos y sajones. Luego, me convidaron a fumar mota, la que, por
el escándalo anterior, pensé dos veces antes de probar. Una vez alzados, se reían y gritaban a todo pulmón:
nada que ver con la moderación sureña.
Estaba en otro país y no solo el Norte era diferente sino que los campus universitarios eran hervideros de
radicalismo. La guerra de Viet Nam ardía y así la oposición de los jóvenes. Los estudiantes llevaban insignias
de paz y en contra de la representación del aparato militar en la universidad: los centros de reclutamiento del
Ejército, los ROTC. Entre trago de vino y jalada de puro, se oía una maldición contra Johnson y su política
exterior.
La marihuana no me produjo ningún efecto. ¿Qué tanto cacareo, pensé, con esta hierba? Me consolaron con
que el miedo me hacía no sentirla: “No puede ser porque sin haberla fumado en mi país, tuve fama de
marihuano”- les respondí. Al otro día, me pasé a los dormitorios; esta vez eran más cómodos y bonitos.
El pueblo me gustó. Existía una gran tensión entre los lugareños y los estudiantes: los primeros eran
conservadores y apoyaban la guerra; los segundos, revolucionarios y dispuestos a hacer lo que fuera por
pararla: había llegado a uno de los campus más revolucionarios de los Estados Unidos. Al tercer día, se dio
una manifestación en contra de Viet Nam. Pronto el ROTC estaba en llamas y los estudiantes bloquearon las
calles y los edificios de la Administración. La policía estatal hizo su entrada y las cosas se fueron poniendo
más difíciles. Al siguiente día, hubo otra demostración estudiantil en el centro del pueblo; de pronto, la policía
lanza gas lacrimógeno y reina el pandemónium. Los estudiantes corren hacia el campus y más edificios arden;
los guardianes del orden echan más gas. “Tírense en la piscina, metan la cabeza en el agua”- alguien grita
mientras la nube envuelve mi habitación.
Estaba absolutamente maravillado. No había visto jamás algo así: una muchedumbre enfrentando a la policía.
Un cuestionamiento del poder, de los padres, de los sectores conservadores, de las iglesias y de los medios de
comunicación. ¡Y todo a tres días de mi llegada! Me zambullí en el agua porque estaba llorando, aunque no sé
si era por el gas. Después de un toque de queda, que nos encerró en el dormitorio por dos días, se anunció lo
impensable: el campus de Carbondale, por el resto del año, se clausuraba. Los estudiantes deberían regresar a
sus ciudades de origen. En mi caso, no podía quedarme y tampoco esperar. Debía irme pero no a los lugares
53
conservadores que estaban en mi lista y ahora, sabía la diferencia entre las Universidades del Sur y las del
Norte. Mi mejor opción era la Universidad de Maryland, en College Park ya que el campus estaba a solo
cuatro horas en tren de Nueva York.
Le comuniqué a mis padres que –en vista de las lamentables circunstancias- tenía que optar por otra
universidad y que había elegido Maryland. “No te preocupes, Electra, le dije, es todavía una universidad en el
Sur”. Mi madre no estaba convencida porque “habían sures y tzures (calamidades)”, según ella. Otras quince
horas después, ingresaba en la ciudad de Washington D.C. y de ahí tomé un bus para College Park. El campus
era enorme, la universidad tenía unos treinta mil estudiantes y el pueblo era otro Carbondale, pero a quince
minutos de la ciudad capital.
No fui el único costarricense en asistir a Maryland. Como la Universidad tiene una prestigiosa escuela de
agronomía, era popular entre los ticos. Pero mi identificación inmediata con los problemas norteamericanos
fue quizás única. La Guerra de Viet Nam propició un despertar de la conciencia de los que estábamos
oprimidos; la conexión era evidente hasta para personas que como yo, no la quería ver. Si uno era considerado
un traidor a la patria por no apoyar una guerra injusta, lo mismo podría pasar con los negros, las mujeres y los
homosexuales.
54
Capítulo 25
Mis primeros meses en Maryland fueron difíciles. No dominaba el inglés y estudiar cuando no se entiende, es
un gran desafío. Leía, eso sí, lo que se me asignaba y estudié arduamente porque no quería fracasar. En
cuestiones sexuales, seguía en lo mismo. Stonewall no tuvo repercusión inmediata en nuestra universidad o
en la ciudad de Washington. La noticia ocupó un pequeño espacio en algún periódico que pocos leyeron. En
cuanto a mi persona, traté de adaptarme a la vida heterosexual y es más, fui a fiestas de algunas fraternidades
que terminaban en orgías o en levantes fáciles.
Después del período de adaptación, empecé a deprimirme. Había abandonado mi país y mi casa, ingresado en
una institución extranjera y aún no tenía la menor idea de cuál era mi razón de estar ahí. Contaba con apenas
diecisiete años, y era prácticamente casto en una sociedad en que las prácticas sexuales se iniciaban en el
colegio. En vista de que mi desánimo aumentaba, observé que en la Clínica ofrecían grupos de terapia
gratuitos y después de mucho pensarlo, me apunté en uno.
Entré en una sala pequeña con solo sillas, dos para los conductores, un psicólogo y una psicóloga y diez para
los participantes. Se nos dieron las reglas del juego: las sesiones serían grabadas, debíamos solicitar la palabra
y exponer nuestros problemas; nadie nos forzaría a hablar. Después, un silencio inundó la habitación. La
mayoría de los participantes era mayor que yo; uno que otro estaba casado. Los conductores, una pareja de
unos cuarenta años de edad: él, típico psiquiatra, con barba y pipa; ella con pelo gris y anteojos, con una dulce
sonrisa. Nadie chistó por varios minutos y los participantes nos sentíamos incómodos, no sabíamos dónde
poner la mirada. No aguanté más y tomé la palabra. Hablé de mi experiencia con mis compañeros, la
persecución, las burlas, las hormonas, la prostituta, el exilio. No lloré pero cada palabra salía bañada de sudor
y de sangre. Los participantes sintieron un alivio, primero, porque alguien rompía el hielo pero luego, les miré
expresiones que iban desde el horror, la simpatía, hasta las lágrimas.
Los compañeros reaccionaron. Indicaron que cuando decidieron enrolarse en terapia, no imaginaron la
gravedad de los abusos. Creían que lo que pasé en Costa Rica fue un acto salvaje; no dejaron de cuestionar el
papel pasivo de mis padres, ni la capacidad profesional de los que me atendieron. Sentí que mis compañeros
estaban dispuestos a fusilarlos:
- ¿Dónde estaba tu madre cuando te pegaban en el Ken?- increpó una paisana de Nueva York.
- ¿Cómo es que nadie consultó sobre las hormonas? -agregó una violinista.
Estaba tan ansioso que apenas los oía. Lo que capté era suficiente como para provocar un torbellino: abuso no
era solo volar patadas; era invasión de privacidad, tormentos mentales, tratamientos experimentales,
indiferencia al dolor, la no aceptación, hablar con niños de cosas de adultos, usarlos para atacar a la pareja,
forzarlos a situaciones degradantes y la lista seguía. La doctora me dijo, además, que la orientación sexual no
era problema de mis padres.
-Es que si me hago gay nadie va a gustar de mí- fue lo único que me atreví a replicar.
-I like you Jacques- respondió la terapeuta.
Palabras nuevas para mis oídos. Me quedo en silencio. “¿Que la conductora ha dicho que gusta de mí?”- me
pregunté. No había oído algo semejante. Tal vez me lo habían demostrado pero no con palabras, no
directamente. La sesión se acabó y al salir, guardé el comentario, como cuando uno se lleva bajo el brazo un
bollo de pan. Siguieron otras reuniones con temas tan dolorosos como los míos: la vida está repleta de
injusticias y de buenas intenciones que terminan en absolutos desastres. Aunque tenía tan corta edad y tan mal
inglés, pude dar apoyo a muchos de ellos. Admiré esta sociedad norteamericana que sacaba sus monstruos a la
luz pública y que tenía fe ciega en la comunicación. Después de varias semanas, se me recomendó que
buscara terapia particular y me refirieron a Richard Diz, un psiquiatra. “Debes decidir qué vas a hacer
Jacques, argumentó la terapeuta y una vez por semana con otras diez personas, no es suficiente tiempo para
que lo logres”. Buen razonamiento motivado por amor que no rechazaría.
En el edificio de la nueva escuela de Psicología leí, antes de ingresar en la oficina de mi nuevo terapeuta, un
afiche que anunciaba algo insólito: “Baile Gay en el salón de fiestas del dormitorio Washington”.
55
El nuevo especialista era de lo más hermoso: rubio, atlético, ojos azules y de unos veinticinco años. Le
gustaba jugar tenis y hacía su especialidad en sexualidad. Hizo de mis sesiones lo más cercano a tener un
padre. En ese momento había encontrado una nueva Jenny en Washington, una compañera uruguaya de
nombre Carmen. Aunque salíamos los fines de semana y la pasábamos felices, no había tratado siquiera de
besarla.
-¿Qué le parece Jacques si trata con un hombre?- me preguntó Richard.
Esto era revolucionario. ¿Un terapeuta promoviendo la homosexualidad? ¡Mi mamá caería de espaldas! Le
dije que había visto el afiche que decía que la Gay Student Alliance había sido establecida en Maryland. “Sé
que el sábado tienen una actividad social, me dijo, ¿vas a ir?”.
Lo pensé una y otra vez. Ese sábado a las siete de la noche me dirigí al salón; me fijé por todos lados para no
ser visto por ningún compañero, mucho menos los latinoamericanos. Desde lejos di una ojeada por la ventana
y apenas pude observar siluetas. Intenté ingresar pero no pude; pasaron uno, diez, quince minutos y estaba
ahí, frente a la puerta, petrificado. Me llenaba una vergüenza que no me dejaba caminar.
“¿Fuiste?”- fue la pregunta de Diz la próxima semana. Le conté que no había podido. “Pues si no vas el otro
sábado solo, el próximo te acompaño”- sería su advertencia.
Me imaginé el bochorno que sería entrar de la mano del terapeuta y decidí que mejor lo hacía sin él. La
semana siguiente tuve ansiedad; pero decidí dar el paso. Esta vez respiré profundo y pasé el umbral de la
puerta como lo hace un sentenciado a muerte. Miré alrededor, buscando monstruos y criminales, seres con
tres ojos y cachos y solo percibí gente corriente. Había unas treinta personas, aparentemente normales. Decidí
sentarme en un largo sillón cerca de la sala de baile y volver a respirar; no tenía ni quince minutos de haber
llegado, cuando se me acercó un hippie de pelo rubio, anteojos, blanco como una papa. Me dijo que se
llamaba Larry Lawton y era el presidente de la nueva organización.
Hablamos dos horas y me explicó que había fundado el grupo inspirado por Stonewall, la insurrección gay. El
complejo industrial y militar de Estados Unidos, según él, manejaba el mundo y promovía la homofobia y los
homosexuales éramos perseguidos porque representábamos las contradicciones del sistema patriarcal. Nos
odiaban por política, no por la práctica sexual y nuestra alianza natural era con las mujeres, los negros, los
latinos y el Tercer Mundo. Con la victoria de la izquierda, lograríamos la ansiada libertad.
Me quedé -otra vez- con la boca abierta. “¿Qué demonios era este discurso? ¿Cómo es que no había hecho
estas clarísimas conexiones?” Me percibí -por vez primera- como un político, igual que el Ché Guevara, que
Martín Luther King, que los guerrilleros en los países bolivarianos. Larry me recomendó leer a un autor
francés que había escrito sobre la locura. El hombre era nada menos que Michel Foucault, uno de los padres
intelectuales de la nueva izquierda y también me sugirió los libros de Thomas Sasz y de Evelyn Hooker, que
cuestionaban la idea de que la homosexualidad era una enfermedad.
Al aterrizar de nuevo en la fiesta, noté que me miraban. Era un muchacho virgen, lo que se consideraba un
bocado exquisito. Observé de reojo a los asistentes y desafortunadamente, ninguno me gustó. El mismo Larry
era poco atractivo y torpe, una gran lástima. Podía haber cumplido el cometido de mi psiquiatra e iniciado mi
vida sexual, pero decidí irme para mi dormitorio con todas las ideas revolucionarias en mi cabeza: “¿Un
guerrillero? ¿Un luchador anticapitalista como Fidel Castro?”
56
Capítulo 26
Tres semanas después del ingreso en la fiesta, era miembro de la junta directiva de la Gay Student Alliance.
Aún ahora me parece una osadía; algo similar a lanzar piedras, apenas recién llegado. Sin embargo, tengo
explicaciones. Los miembros activos de la organización no eran más de siete u ocho. A las fiestas, venían
treinta o cuarenta individuos pero a las reuniones, no más de una docena. No había un gran número de
voluntarios y para ese año, en todos los Estados Unidos, los miembros de los grupos no superaban los cinco
mil.
Por otro lado, cuando politicé mi vida sexual, todo parecía encajar con el encuadre de otras luchas como las
de la liberación femenina, la judía, la negra y la del Tercer Mundo. La homosexualidad era una más de las
mentalidades oprimidas. Las recetas estaban prescritas.
Esto no sería así de fácil. Las otras minorías, como la judía, tenían padres que los apoyaron, personas de
respeto a las que podían emular y que les demostraban que, contrario a las opiniones, tenían el mismo valor.
Cuando experimenté el antisemitismo siempre pude recurrir a mi familia y a mis amigos paisanos. Pero con la
homosexualidad, ¿qué apoyo teníamos en nuestras casas?
Cuando me propusieron trabajar en el movimiento, sentí un gran honor. Me unía a algo que me afectaba más
que otra cosa y pensé que con las primeras charlas teóricas, estaba listo para el reto. No era más judío, ni
latino, sino un activista gay. La lucha política no sería pan comido. La homofobia era tan intensa que el
Gobierno Estudiantil rehusó darnos oficina. Por años, se opuso a que obtuviéramos parte de los fondos
comunes de los estudiantes. Pertenecer a la organización nos exponía a amenazas y a acosos: cada vez que se
organizaba una fiesta, topábamos con pintas de odio y lluvias de latas de cerveza.
La asociación, por su parte, imbuida en la lucha “principal” contra la guerra de Viet Nam, puso toda su
energía en la política nacional. En lugar de dedicarnos a mirar cómo superar miles de años de opresión
histórica, nos enfrascamos en participar en cada una de las grandes cruzadas contra el gobierno. Obviamente,
existía la necesidad de parar la inútil pérdida de vidas en esa impopular gesta militar.
Peleamos también en contra de los terapeutas. Al encontrarnos cerca de Washington en donde vivía el líder de
la Mattachine Society, Frank Kameny, Larry quiso que participáramos en la cruzada de este hombre por
sacar la homosexualidad del Manual de Diagnóstico de Enfermedades Mentales (DSM 3). Para ello,
saboteamos las reuniones de los psiquiatras en la Universidad de Maryland con pancartas que los equiparaba
con los nazis. De la misma manera que Hitler los utilizó para implantar políticas de “eutanasia” con los
enfermos mentales, así servían estos –con sus tesis de patología- para racionalizar la opresión de los
homosexuales.
La primera víctima de mi radicalismo fue mi terapeuta. Después de mi liberación, el hombre quería que
tratara la heterosexualidad, lo que significaba que me acostara con mi amiga Carmen. Richard reconoció que
él había tenido relaciones homosexuales, pero que como quería una familia y no vivir en la clandestinidad,
había buscado casarse. Me quedé, obviamente, boquiabierto. El galán, con el que hubiera querido iniciarme y
que había visto como fruto prohibido, resultaba ser bisexual. El hecho de que mi idealizado consejero me
ocultara por meses su homosexualidad, me recordó la traición de mi hermana. Ahí estaba yo abriendo mis
heridas y compartiendo el sentimiento de ser el único en el mundo y las dos personas que decían estimarme se
quedaban calladas.
significaba que en Estados Unidos, me atraían los norteamericanos típicos. Nuestra organización recibía, por
el contrario, la gente más femenina y fea del mundo. Posiblemente porque no eran apetecidos en los bares, en
donde reinaba la ley de la selva, estos pescaban en terrenos menos competitivos.
No era reprimido pero como niño abusado, ejercí la moderación. Lo miré como un ejercicio de temple, una
especie de yoga erótico. Mientras Cenicienta no hallara el zapato que le calzara, pensé, mantendría el interés
en el reino de los cachondos.
Larry, que no tenía ni un pelo de tonto, me dio el puesto de ombudsman, que era una especie de hostess en las
fiestas. En tierra en que los adolescentes eran reyes y más si eran bonitos, mi gestión era atraer hombres a los
bailes: me paraba en la puerta y les daba la bienvenida. La tarea era respetada porque atraía a mucha gente y
nosotros vivíamos, como cualquier prostíbulo, de los ingresos de licor. Así que fui conociendo más y más
gente y tenía más invitaciones a la cama que declinar.
Un problema era que no tenía auto. Esto me obligaba a quedarme en el pueblo de College Park que era tan
excitante como la ciudad de Cartago en Semana Santa. En aquellas fechas, había pocos buses que iban desde
Maryland a Washington y el último salía a las seis de la tarde. No existía forma de regresar en la noche por lo
que no conocía los bares gays. Me empezaron a decir que mi castidad era una enfermedad, algo tan poco
americano como la pobreza y la humildad.
-Jacques, si sigues así, nunca vas a tener sexo. Vas a morir como Gandhi, sin un polvo en tu vida- me
aconsejaba un miembro de la Asociación.
Decidí, entonces, acostarme. ¿Pero con quién? No me gustaba ninguno de los compañeros de la Asociación.
La manera en que lo planeé fue como Electra con su boda. Ella sabía que era una farsa y que no estaba
enamorada por lo que decidió mostrarlo con el vestido: no quiso nada especial, ni encajes o velos, para que el
consorcio no pareciera real. En mi caso, el traje sería el novio: escogí el menos feo, la loca con la cartera más
pequeña (porque usaba una pequeña de tirantes en donde llevaba sus cigarrillos y tarjetas).
Mi lazarillo sexual era colombiano, delgado, pelo largo, blanco y el tipo de hombre que uno se imagina en el
teatro, en el ballet o en una peluquería.
Odié esa relación. No hicimos nada más que regarnos uno encima del otro. Pero esto no era lo que tanto había
esperado; el polvo no valía la pena. Nuevamente, había tenido relaciones que no quería. Me dio asco el olor
de Chanel Número 5 del colombiano y cuando llegué a mi departamento, me bañé una hora, como cualquier
víctima de violación. Sentía en la cara la marca de la homosexualidad y me fijé si los compañeros de piso me
miraban distinto. Una vez perfumado (con Aramis de hombre) y repuesto, me hice un juramento: sin estar
seguro, nunca volvería a la cama.
58
Capítulo 27
Llamé a Derek para revelarle mi orientación sexual ya que me sentía confundido y los pensamientos de
suicidio, nuevamente afloraron en mi cabeza. En la ciudad capital era común que los agentes de la ley –de
manera encubierta- acosaran a los homosexuales: entraban en los servicios, se ponían a orinar y esperaban que
un hombre les hiciera una propuesta. Tan pronto como alguno cayera (y los que participaban en esta noble
misión eran los más atractivos), lo esposaban y se lo llevaban detenido.
Mi tabla de salvación serían los estudios y la organización gay; le di prioridad a la carrera en la universidad.
Era la razón para estar en Estados Unidos y mi carta para quedarme. Además, había empezado a dominar el
inglés y lo académico llegó a entusiasmarme; ingresé en la Escuela de Estudios Latinoamericanos y en la de
Ciencias Políticas. La primera me gustaba porque mantenía contacto con la cultura latina y la segunda, me
parecía más una carrera de verdad.
Mi verdadera pasión y lo que me motivaba a comprar libros era la psicología. Me leí a Freud, a sus
discípulos, las escuelas opuestas al psicoanálisis, Jung, Winnicot, Melanie Klein, Thomas Sasz, Eric
Fromm, Otto Rank y muchos más. Sin embargo, era la carrera de mi hermana. En Ciencias Políticas, me reía
de los profesores y de los estudiantes. No podía entender qué podrían contribuir al mundo estos expertos de
clase media que se decían amigos de los países pobres mientras discutían sobre sus viajes a París o a Cancún.
Mi papel de ombudsman era un antifaz más porque no era la persona dulce e ingenua que aparentaba. Los
americanos reaccionaban conmigo desde su percepción estereotipada de lo latino. No se sentían del todo
cómodos con acentos y extranjerías y me trataban con demasiada condescendencia. “¿En Costa Rica tienen
teléfono?”- me decía uno para hacer la conversación. “¿Qué comen por allá, en Puerto Rico?”- indagaba otro.
“¿Conocen la televisión?”- preguntaban. Estaba acostumbrado a que la gente no me descifrara. Es más, me
gustaba. Tenía la ventaja de estar detrás de un espejo de los que se usan en las salas de interrogatorios. No
obstante, un evento cambiaría mi vida: me invitaron a uno de los bares gays del centro de Washington.
Era uno de esos lugares pequeños, oscuros y clandestinos que manejaba la mafia. El bar, el Eagle´s Nest,
estaba cerca del FBI, lo que insinuaba que tenía protección. Cuando ingresé y perdí el miedo inicial, observé
que la clientela era completamente distinta: hombres viriles y atractivos. Por vez primera, me enteré de que
los gays no tenían que ser afeminados, histriónicos, peluqueros, maquilladores o travestidos, en otras palabras,
la fauna que llegaba a nuestra asociación. Siempre eran estos los que poblaban los grupos organizados y los
que salían en la prensa. Ningún homosexual masculino daba su cara y esto sería la historia aquí y en América
Latina. Claro que no hay nada malo ni bueno en esto, pero distorsiona la percepción de la comunidad gay y
para los que nos atrae el género masculino, y no necesariamente el cuerpo del hombre, es una gran falla.
Me serví un trago y me senté a mirar. Había muchos tipos de hombres atractivos: blancos, negros, morenos;
sajones, latinos y europeos. Conocí desde policías, bomberos, abogados, médicos hasta futbolistas, nadadores,
finqueros y trabajadores de la construcción.
A quince minutos de haber llegado, observo a un tipo que me recuerda a mi antiguo amigo Daniel: blanco
sajón de nariz larga, boca carnosa, cuerpo atlético, pelo negro, dientes grandes y unos ojos llamativos. La
atracción fue inmediata. Vino hacía mí y sin que pudiera decir que no, me sacó a bailar. “Eres el joven más
bonito que ha ingresado hoy aquí”- me dijo. Miré en el espejo y observé que hacíamos una hermosa pareja,
pero no pude verme lindo; nunca lo sentí por dentro. Pensaba que el reflejo no decía la verdad: si me viera de
cerca y con la luz prendida, encontraría imperfecciones.
Se llamaba Mark y vivía en una finca en las zonas rurales de Maryland. Me confesó que tenía un amante pero
que su relación era abierta. Era agrónomo y le gustaba arrear ganado y sembrar. ¡Qué diferencia hace la
atracción sexual! Me invitó a su finca y esto significaba que dormiría, por vez primera, fuera del dormitorio y
en el pleno campo, rodeado de trigo y de vacas. No dudé ni un segundo. La finca me recordó las de San
Carlos en Costa Rica. La casa era de madera rústica y amplia; tenía una chimenea en su habitación, cerca de
la cama. Desde un gran granero se oían los mugidos de las vacas y los perros que ladraban constantemente. El
beso aún lo recuerdo. Para entender lo que esto significa uno debe pensar en una espera de diecisiete años.
Sus labios grandes, simétricos y calientes hacían que me aferrara a ellos como al último tren hacia una
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Puntarenas imaginaria. Sus manos eran grandes, llenas de callos. La relación con Mark duró algunas semanas,
sin embargo, había experimentado hacer el amor con alguien que me atraía.
Más relaciones de este tipo conocería al abrir, unas semanas después, la mejor discoteca gay de la Costa Este:
el Pier Nine. Situado en los guetos negros, cerca del muelle, este lujoso club representó, en la ciudad capital,
el cambio de la cultura del escondite a la apertura. El lugar tenía dos pisos y una amplia pista de baile con la
mejor música en el país. Cada mesita contaba con un teléfono para recibir llamadas. Para mí, este bar se
convirtió en mi segunda casa. Llegaban los hombres más atractivos y poderosos de la ciudad de Washington y
la gente hacía cola para entrar y pronto, se me hizo adicción: si no conseguía un ride, sufría como cualquier
alcohólico sin su trago.
Lo primero que el Pier Nine saboteó fue el activismo. A diferencia de los otros miembros de nuestra
Asociación, fui aceptado inmediatamente por la elite de Washington y me llovían las invitaciones a fiestas, a
cruceros y a viajes. Podía darme el lujo de escoger y seleccionaba lo mejor; coleccioné amantes como ropa en
el armario.
Para mantener esta atención, ingresé en el gimnasio y desarrollé un cuerpo atlético: nadaba, hacía pesas y
corría dos horas diarias. La ropa la usaba ajustada y las camisas de seda, abiertas. Mostraba buen pecho y
músculos y mis piernas y mi trasero estaban mejor que nunca, lo mismo mi cintura. El grupo de la
Universidad, compuesto por hippies poco atractivos, no aceptó bien mi fama. “Has cambiado para lo peor –
me dijo Larry- y te has hecho plástico, interesado nada más en llamar la atención”.
No lo pude refutar y no volví nunca más. Después de años de ser el centro de atracción para las burlas, ¿quién
podría culparme por gozar mis quince minutos de fama?
60
Capítulo 28
Mi observación de la vida gay norteamericana se basaría en mis ligues: hombres viriles y atractivos. Si
hubiera salido más con muchachos amanerados, otra historia sería. El grupo tenía sus características
especiales. Contrario a mi historia, la mayoría de mis conquistas, en su niñez, no fue identificada como gay y
no hubo feminidad que hiciera a nadie sospechar; sus relaciones con sus padres fueron más normales. Por otro
lado, eran niños hermosos y esto los llevó a experimentar con ambos géneros. La primera de sus reglas era no
expresar más cariño de lo prudente: esto significaba que el compañero sexual era un amigo de juegos, que
aceptaba una caricia en el pelo, una sacudida amorosa o unas cosquillas juguetonas y nada más. Era
inapropiado mirar más de la cuenta, dormir en el pecho, y ¡jamás!, decir un te quiero. Muy poca gente bonita
estaba dispuesta a comprometerse ya que, como decían, “tantos hombres, tan poco tiempo”.
En cuanto a la intimidad, predominaban la reciprocidad y la simetría, lo que significaba compartir las tareas,
inclusive en la cama. El sexo menos complicado era el oral: la penetración estaba imbuida de relaciones de
poder heterosexual y se realizaba con menos frecuencia. Después de cada encuentro amoroso, se
intercambiaban los teléfonos para, si era posible, no ser marcados; si el tipo lo merecía, se hacía una sola
excepción. En el caso de que aceptara volver a salir, bien y si no, también: las personas que insistían eran
vistas como las más patéticas del mundo. Era mejor llamar con la excusa de que uno había olvidado un anillo
o una tarjeta en su habitación.
Después de unos meses de tan intensas relaciones, estaba en crisis. Era excitante tener tantos amores y tantas
buenas experiencias sexuales pero –en el fondo de mi cabeza- estaba una pequeña Electra que quería
romance, que añoraba compartir la vida y dejar la soledad; así que dejé de salir con adolescentes y busqué
hombres mayores.
No duraría mucho en tener mi primer amante, David Deschaine, un canadiense francés que trabajaba en el bar
de Mr Henry´s en Capitol Hill. Este lugar bohemio, especializado en cerveza y en hamburguesas, con
música de piano, era el eje social del Congreso de los Estados Unidos. En el día, era predominantemente
heterosexual y en la noche, gay; en el área de entretenimiento estaba nada menos que Roberta Flack, que se
haría famosa con su canción Killing Me Softly. Nadie lo anticipaba: la mujer tenía que competir con las
cervezas, humo de cigarrillos, chillidos y el flirteo de los hombres.
Nos conocimos en un baile al que asistí: pelo lacio castaño, ojos café claro, nariz puntiaguda, boca de líneas
rectas y una personalidad cautivante. Me atrajo que fuera mesero y su exposición a la elite política de la
capital. Después de todo, quería integrarme en la sociedad norteamericana y el grupo del Congreso estaba en
el ojo de la tormenta. David tenía un townhouse en la Calle 4 y G del Capitolio, que compartía con Sandy, un
líder del Grupo de Paz Mundial por Medio de la Ley Internacional. A esta casa acudían senadores,
empresarios, miembros del Gobierno, del Pentágono, de la FBI o de los círculos diplomáticos.
Las primeras semanas me sentí como en mi propia casa. David era apasionado y cariñoso y también
promiscuo y pronto tuvimos las primeras crisis porque él quería continuar su vida como antes y yo me había
hartado de tanta relación inconsecuente. En una de las fiestas de Sandy conocí al Senador de Virginia, que
llamaremos Ted. El hombre era de clóset y auténticamente bisexual, con dos hijos pequeños y con un futuro
prometedor. Esta tórrida relación duraría meses mientras David y yo discutíamos sobre el tipo de arreglo al
que podíamos llegar.
El trío me confundía y Ted no podía más que dedicarme unas horas por semana, sin embargo, me llevaba en
helicóptero a su finca en Virginia y para mí, un judío de Costa Rica, cuyo padre había viajado en mula a
Turrialba, esto era un sueño hecho realidad. Con él conocí el mundo gay de la política norteamericana: mucho
más amplio de lo que me podía imaginar y lo que más se me pareció a Costa Rica: escondido y paranoico.
Peor era aún la subcultura del Ejército en que si se averiguaba la orientación, implicaba una expulsión
deshonrosa. El mismo director de la FBI, Hoover, un homosexual de armario, llevaba listas para delatarlos y
por eso las fiestas privadas eran los canales preferidos para socializar. No obstante, la FBI mandaba a sus
agentes y un día me encontré con uno y su pequeña cámara y cuando Ted se enteró, llamó directamente a
Hoover: “Si vuelves a enviar espías, grandísimo maricón, publicaré las fotos que tengo de ti vestido de
mujer”- le gritó y con esto se terminó el asunto.
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No estaba enamorado de Ted, quería una relación permanente pero no una del tipo de las que se establecían
en San José. Le exigí a David que se decidiera pero antes de hacerlo, solicitó una condición: nuestra relación
sería abierta. Le dije que no, que estaba harto de ese arreglo. Me hizo una contrapropuesta: iríamos juntos a
los baños. Cuando lo oí, casi le pego. Los baños, esa famosa institución gay, no eran bien vistos en los años
setentas. Era una estructura basada en las orgías romanas en que llegaba uno a un club, le daban un paño,
caminaba en pasajes de cuartos diminutos con puertas abiertas y si le interesaba uno de sus ocupantes, entraba
y tenía relaciones sexuales. En algunos, había piscina y sala de vapor y el eje principal era el cuarto oscuro
para las orgías.
Me negué rotundamente. Ninguno de mis amigos iba a estos lugares, que se asociaban con los hombres poco
atractivos. “¿Qué de interesante puede haber en pescar hombres con toallitas en lugares desagradables y
sucios?”- le dije con furia. David me convenció de que fuéramos a la institución en su mejor forma: los Baños
Continentales de Nueva York. Este acababa de abrir sus puertas y era una construcción fabulosa de cientos
de cubículos alrededor de una enorme pista de baile, piscina, peluquería, sala de masajes, bar y cafetería, a la
que llegaban –como era de esperarse en la Gran Manzana- los hombres más atractivos del mundo. Además,
ese fin de semana debutaba una nueva cantante: Bette Midler.
Me convenció porque nunca pude decirle no a Nueva York ya que para los amigos míos de Washington, la
urbe era una especie de Meca. Los neoyorquinos tenían a Fire Island y nosotros a la Gran Manzana. Nos
fuimos en tren y el plan era quedarnos los tres días en los baños; una idea descabellada porque este no era un
hotel y nadie podía dormir cuando en los cuartos contiguos había dos orgasmos cada media hora.
Cuando entré, el sitio me pareció hermoso. David notó mi nerviosismo y me dijo que no sintiera que tenía que
tener sexo y que si no me gustaba, nos iríamos a un hotel. Le dije que se ocupara de lo suyo: me quedaría
viendo el show. Para mi sorpresa, antes del evento, ingresaba el público: hombres y mujeres, ancianos y hasta
niños se sentaban junto a parejas de hombres en toallas. Mientras los párvulos saboreaban sus chupetas, los
gays iban y venían a succionar las suyas. A una loca se le caía la toalla y quedaba en pelotas ante una
abuelita. “Disculpe madame, es que estoy moteada”- se disculpaba la Eva involuntaria.
Cuando hizo su debut Bette Midler, no cabía un alma. La estrella sería la segunda, después de Roberta
Flack, que –antes de la fama- descubriría. Aunque no era mi cantante preferida, observé que su dominio del
público, su voz y su humor histriónico, la llevarían lejos. Los gays la adoraban; habían perdido a Judy
Garland recientemente y necesitaban una nueva diva. “¡Hola Locas!”- gritaba la cantante al estilo de mujer
fatal y el público se destornillaba de la risa. Si esto mismo lo dijera un redneck en la calle, se armaría un
tumulto.
Después del show, me quedé en el bar y pedí una copa de vino. Miré a los neoyorquinos y su forma de ser,
mucho más abierta y directa que la de los de Washington. No estaba preparado para la intensidad del acoso ya
que a los ojos de los clientes, mi color y mi cuerpo les eran exóticos; aún más que en Washington donde
predominaba el gusto por lo pálido. Tuve muchas invitaciones y para mi mayor y completa incredulidad, una
de un cantante.
Al principio, no lo identifiqué. Siempre adoré su música pero no lo había visto hablar y al pasar al frente mío,
me miró, me evaluó y me pidió que lo acompañara. Le dije que no; después de decenas de invitaciones de
tipos más atractivos y masculinos que él, era una pérdida de tiempo y cuando se fue, un puertorriqueño me
dijo: “Oye chico, ¿cómo se te ocurre resistir a nuestra madre superiora, la Rafaela, la única?”
-Pues te digo la verdad que no lo reconocí. Es que se mira muy loca en persona. Es una lástima porque “Yo
soy aquél” era mi canción preferida- le respondí.
-Te perdiste que te la cantara en tus oídos, niño tonto- agregó el hombre antes de subir las escaleras en pos del
cantante.
-¡Buena suerte con las tortillas!- le grité a la distancia.
Ese día, tuve mejores solicitantes. El pobre David, al contrario, había tenido más rechazos que ofertas y tuvo
que terminar en el cuarto de orgías, echando mano a lo que pudiera. No nos quedamos más que un día.
Después de guardar decenas de teléfonos que me dieron a mí, partimos de regreso para Washington. Me senté
en el tren de Amtrak, cansado pero extasiado del triunfo en la ciudad. Cuando me di cuenta, David me trajo
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un regalo, que compró en la Estación de Grand Central. Era un anillo de jade con oro. “Te amo, me dijo. No
más baños, te lo juro. Quiero que seas mi amante”.
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Capítulo 29
Mi madre me llamó desde Costa Rica para anunciarme su expedición a Europa. Acompañada de doña Golche
y doña Esther y sus maridos, don Ismael y don Tigre, junto con mi padre, harían el viaje a quién sabe cuántas
ciudades. El primer paso era la escala en Miami para volar luego a Londres y esto según ella, le daba una
bonita oportunidad de encontrarnos. Decidí hacer el viaje porque quise confrontarla.
Electra se quedaba en un pequeño hotel en Miami Beach, el Sagamore, que para esa fecha, era un lugar de
retiro. Cientos de viejecitos judíos deambulaban por los pasillos y la zona era ahora un gran hospital que vivía
de los cheques de la Seguridad Social. La compañía no podía ser peor. En primer lugar, venía con don
Antonio, quien –desde que salió- tenía miedo de quedarse sin efectivo y su apreciación de la cultura europea
prometía ser tan amplia como la de los Hunos. Luego, estaban las dos mujeres. Doña Golche venía con un
dolor de cabeza que no se le quitaría en todo el trayecto y la otra, doña Esther, era una mujer primitiva,
amargada y conocedora de que su marido don Tigre, le era infiel con todas las shiksehs (empleadas) de
Heredia. Este periplo era una especie de recompensa para ella por tolerar y para él para reposar de tanta
actividad sexual.
Al llegar con David al hotel, la delegación, con la excepción de mi progenitora, se había ido de compras, el
único placer después de la comida. Le presenté a David y Electra se portó amable; después de todo, era un
hombre guapo y simpático. Luego, aprovechando que él quería visitar a unos amigos, nos fuimos a cenar a un
buen restaurante en la calle Lincoln y ahí, le anuncié “que tengo algo que decirte”.
-Mamá, soy gay y David es mi amante- le dije de sopetón. Electra no mostró sorpresa. Era una actriz
consumada.
Quedé contento y regresé a Washington. En el año 2002 haría una encuesta sobre las relaciones de los
homosexuales con la familia y encontré que mi madre reaccionó mucho mejor que otros:
El 65% de los travestís y aproximadamente el 40% de los gays y las lesbianas, dicen haber sufrido
burlas por parte de su familia. 6 de cada 10 travestidos y aproximadamente 2 de cada 10 lesbianas o
gays ha sido expulsado del hogar. Entre un 10 y un 15% está incomunicado con su familia. En el
caso de los travestidos, es el 28%.
Años después, con más confianza, Electra me dijo que le había estropeado el viaje y que pensó tirarse del
avión. No pudo compartir su dolor con sus amigas porque eran tan homofóbicas que doña Esther comentó que
no quería volver a Miami Beach porque habían demasiados feigelehs. “La vida la castigará por eso”- me dijo
mi madre. Y no estaría equivocada porque años después, su nuera daría luz a un transexual. Esta misma
bendición o naches caería en los descendientes de los Tzipora y los Schirano que se burlaron de nosotros y
que luego tendrían el ramillete de lesbianas y gays más amplio de la comunidad. “¿Pero por qué no me das
una muestra de sangre para hacer un estudio?”- me pediría mi amigo Diamond, sociobiólogo que ha estudiado
el supuesto gene de la homosexualidad, después de contar cuántas lesbianas y homosexuales había en las dos
familias. “O tenemos el gene o las maldiciones de Electra funcionan”- le repliqué. Primos, sobrinos, hijos de
judíos y cristianos, hijos de judíos con judíos, hijos de judíos y protestantes, todos maricones y lesbianas y
entre más homofóbicos sus padres, más locas y más machonas les tocaban como descendientes.
Semanas después, para la primera vacación que tuve, con mi progenitora notificada, opté por hacer mi propio
viaje a Costa Rica y descubrir su mundo homosexual. Había salido del armario en los Estados Unidos y tenía
un año de haberlo hecho; mi construcción fue norteamericana porque una vez que se aprende un lenguaje, es
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difícil olvidarlo. Tenía, sin embargo, un gran interés por compararlo con el de mi patria en donde encontré
grandes diferencias con Estados Unidos: los gays ticos tenían serios problemas de espacio, de relaciones con
su familia, de clandestinidad y de relaciones asimétricas.
En Costa Rica, la familia extendida, es decir aquella que incluye el padre, la madre y los hermanos y además,
primos, tíos, sobrinos y parientes más lejanos, ejercía un papel vital. Esto significaba que para obtener
empleos, préstamos, oportunidades y ventajas económicas, se hacía necesario el apoyo de un número amplio
de parientes. Nadie podía darse el lujo de romper con ella. (Treinta años después, la encuesta en gays y
lesbianas confirma que el miedo continúa: entre el 35% y el 40% teme que su familia se entere de su
orientación sexual).
No había, por lo pequeño del país, la posibilidad de asistir a centros universitarios en otro estado o lograr
fácilmente un trabajo en conglomerados urbanos distintos de aquél en que habitaba la familia. Aún cuando se
pudiera dar una buena razón para salir de la casa, sin que esta significara una revelación de la
homosexualidad, los recursos para alquilar un apartamento eran escasos.
Los lugares para gays no gozaban de ninguna seguridad. Eran bares clandestinos que en cualquier momento,
podían cerrarse por “inmorales”. Cuando ingresé en el bar Jai Alai, cerca del Morazán, una luz interna
anunciaba la entrada de la policía y los clientes debían separarse y actuar como “hombres”. Sin embargo,
varias veces se llevaron a todos detenidos. La situación en el trabajo era aún peor. Los hombres que conocí
sufrían por el temor de que se dieran cuenta de su identidad. Usualmente mentían sobre lo que hacían para
ganarse la vida pero, sin embargo, siempre hubo despidos por llamadas anónimas y en la encuesta que realicé
en el año 2002 encontré que treinta años después, un tercio de los gays teme ser echado de su trabajo.
Un problema mayor era la confrontación con los padres. Conocí casos muy distintos de reacción, la mayoría
más negativa que la de Electra. Cuando Heriberto, un amigo, le reveló a su madre que era gay, ella se
descompensó y le gritó que no aceptaría jamás que se vistiera de mujer, que se prostituyera en la calle y que
terminara como "carne de presidio". En el caso de María, una mujer liberal y adinerada, la reacción fue más
civilizada, pero no menos letal. Aunque le dijo que no se alarmaba, si quería quedarse en la casa, debía ir a
terapia.
Otras mamás, quizás la mayoría, preferían “hacerse las tontas”- como se decía. Lorena, la madre de Bernardo,
era un ejemplo de ojos que no quieren ver. Él era amanerado y nunca había salido, en plan romántico, con una
mujer. A su casa lo llamaban solo hombres; tenía 30 años y estaba soltero. Un día la mujer lo encontró
besándose con un amigo en la sala. Lorena cayó al suelo con desmayo y tuvo que ser internada en el hospital;
al ingresar, un sobrino que es médico la reconoció y corrió a preguntarle qué le había pasado.
De una u otra manera, los padres -después de períodos de negación, negociación, aceptación y resignación-
terminaban aceptando la homosexualidad, siempre y cuando no se hablara más del asunto. La preocupación
principal no era el estado mental de los hijos sino los comentarios en el barrio; mientras no se diera mucho de
qué hablar, la gente los dejaba en paz.
No solo sentí que tenía que enfrentarme a los parientes y a las madres en un juego al que no estaba
acostumbrado, sino que además, el tipo de relaciones existentes era también distinto al norteamericano.
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Capítulo 30
Papá Freud revolucionó la psicología al decirnos que la atracción sexual no era biológica: no son los órganos
genitales lo que nos atrae del otro. Para que los seres humanos lleguemos al coito, que según Master y Jonson
no es la experiencia sexual más intensa y más bien ocupa un pálido segundo lugar frente a la masturbación,
teníamos que agregar algo, o sea un poco de teatro.
La necesidad de perpetuar la especie, siempre en peligro ante una epidemia generalizada del placer solitario,
hace que inventemos artificios para atraernos. La creación de la masculinidad y la feminidad, por ejemplo, es
obra de los seres humanos: mi perra tiene cachorritos pero no es femenina; en caso de que un extraño ingrese
en mi casa, reacciona como el macho. Nosotros, por el contrario, necesitamos dividir las cualidades en dos
sexos para que cada uno busque en el otro, como intuyó Sócrates, lo que perdió.
Cuando analizamos el erotismo judío y lo comparamos con el latino, debemos tomar en cuenta que ambos se
construyen con base en los recursos disponibles. En Costa Rica, por ejemplo, la cultura se ha desarrollado en
la abundancia, lo que significa que la población no ha padecido hambrunas: el país es tan rico, que para
comer, reza la sabiduría popular, hay que tirar las semillas al vuelo. Una sociedad pródiga promueve más el
artificio y los roles sexuales, por ejemplo, pueden decorarse como un árbol de navidad: existen recursos para
que las mujeres acentúan la feminidad y los hombres, su virilidad. En el caso de los inmigrantes judíos, la
sociedad de origen era insegura y pobre. Cada cierto tiempo, una hambruna terminaba con media población y
la que quedaba, era diezmada por un pogromo, a su vez producto de culpar a los judíos de la escasez de los
alimentos. En estas condiciones, no existían los recursos para establecer feminidades y masculinidades
exageradas: las mujeres no se diferenciaban mucho de los hombres. La atracción entre los sexos se azuzaba
con la escasez: uno gustaba de aquél que lo hiciera sentir a salvo y esto era considerado erótico.
A algunos les cuesta entender cómo es posible que los inmigrantes hayan tolerado que otros escogieran sus
parejas. Sin embargo, a pesar de algunos desastres como el de mis padres, la mayoría no se quejó. Los
paisanos no buscaban la feminidad o la coquetería en las mujeres, sino hogares estables que los protegieran
del caos externo. El erotismo estaba en el único lugar seguro que era el dormitorio de la casa. En Costa Rica,
por el contrario, la alcoba era un altar y el espacio menos excitante, mientras que Eros estaba en la calle y en
lo prohibido. Las mujeres y los hombres gustaban seducirse en los espacios públicos: cines, retretas, parques,
teatros, centros de baile y desfiles.
El machismo, por su parte, no era otra cosa que una actuación pública y exagerada al estilo de las telenovelas
mexicanas. Nadie puede ser, en realidad, tan femenino o tan viril, pero la actuación crea el fenómeno y así
cautiva: como nos dice Baudrillard, es una simulación y como tal, real. Nada más lejos de la masculinidad
judía que acepta debilidades en el hombre y que promueve la lectura.
Los gustos de los homosexuales no eran del todo diferentes de los heterosexuales. La verdad es que los dos
somos más parecidos de lo que creemos y los cristianos y los judíos copiamos los patrones de nuestras
culturas. Cuando conocí los primeros gays, me preguntaron inmediatamente si era activo o pasivo; al
principio, no entendí de qué me hablaban. Luego, averigüé que para que hubiera atracción, era necesario
oponerse. Unos eran activos: penetración anal, múltiples aventuras sexuales, no hacer las labores domésticas y
tomar en exceso. Otros eran pasivos: afeminados, dedicados al hogar y receptivos. El "macho" era percibido
como un hombre heterosexual, o cachero, que significaba que penetraba a otros hombres. En esto, Costa Rica
seguía la llamada tradición mediterránea, que dice que es menos homosexual, o no lo es, el activo. Los
modelos influían, a su vez, en la conducta de las personas. Si la opción para tener una relación significaba
circunscribirse a un patrón masculino o femenino, cada individuo debía hacer su circo. Aquél, por ejemplo,
que disfrutaba una práctica sexual pasiva, aunque no lo fuera, se hacía "femenino". La misma presión
funcionaba, en sentido contrario, sobre aquél que buscaba la penetración: no debía echar plumas, que
significaba actuar como una loca.
La rigidez del modelo latino imponía, así, una tensión permanente porque una cosa es un hombre y una mujer
haciendo estos papeles y otra, dos hombres.
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En el caso de mis amigos, aún los que hacían el papel de sumisos, la infidelidad era intolerable y tampoco
habían interiorizado los valores de la domesticidad o del cuido. Siempre les era más fácil terminar con una
relación que les deparara injusticias, aunque estas formaban parte del acuerdo inicial.
Un caso típico de esta relación eran Jorge y Miguel. El primero, un ejecutivo de una empresa internacional,
era masculino y el homosexual del que nadie sospecha ya que sostenía relaciones sexuales con mujeres.
Quince años atrás, había conocido a un muchacho afeminado, Miguel, su compañero, y como tenían recursos
económicos, optaron por alquilar un apartamento. Ambos integraban la pareja tradicional: el primero,
masculino, activo, empresario; el segundo, amanerado, pasivo y de la casa. Su relación no se diferenciaba de
la de cualquier pareja heterosexual. Incluso, utilizaban entre sí y sus amigos gays, los pronombres de "él" y
"ella". Miguel se llamaba “Chepa” y era quien cocinaba, lavaba, planchaba y cosía. Jorge era Jorge, su
marido. La farsa llegaba al extremo de que trataban como hijos a sus mascotas. “Mañana tengo que llevar a
Pepito –decía la Chepa- a la escuela porque ya tiene la edad”. El tipo no explicaba que la institución era para
perros y que lo que aprendería era defecar en el jardín.
Otro tipo de pareja de las llamadas tradicionales, era la de un hombre mayor con uno más joven o cabrito. La
oposición no era por género sino por edad: el adolescente actuaba como hijo-amante. Aunque el primero
llevaba la iniciativa en lo sexual, no había una dicotomía masculina-femenina. Esta variación le sustraía
muchas tensiones a la pareja porque ambos podían ser viriles, pero también propiciaba contradicciones: los
hombres, jóvenes o no, suelen estar acostumbrados a ejercer el control. Brian, por ejemplo, tuvo muchos
jovencitos de amantes, pero si uno de estos lo encontraba con otro, le rompía los dientes y le partía la cara:
cuando llegó a los cuarenta años, solo le quedaba un molar. A los que les atraían los jóvenes, se les hacía
inevitable, al madurar sus polluelos, emprender una nueva búsqueda. Otto era uno a quien le gustaban los
jovencitos y los convertía en sus pupilos en cuestiones de arte, de música y de literatura pero una vez
maduros, les perdía el interés. Su vida amorosa era una lucha contra el reloj y contra los primeros pelos de los
jóvenes imberbes.
Una nueva forma de relacionarse llegó de los Estados Unidos. La nueva filosofía decía que los gays no debían
imitar a las parejas heterosexuales y que debían aspirar a la simetría. Se aducía que ambos debían emular un
solo patrón, el de la masculinidad y que las parejas opuestas eran reaccionarias. El amor era un contrato
republicano en que los votos estaban repartidos y en esta nueva democracia ateniense, la pareja se dividiría las
funciones de manera equitativa: nadie zurciría o cocinaría con exclusividad, ni sería empleada doméstica del
otro.
Ser democrática no la eximió de problemas. En primer lugar, no establecía, como las anteriores, ningún
criterio para tomar decisiones. Una cosa era sostener que cada uno lavaría los calzoncillos y otra esperar que
la vida emocional se dividiera acorde. La masculinidad no se construye para cuidar a nadie y en caso de crisis,
la pareja tenía dos machos que no sabían qué hacer con sus sentimientos. Carecía de alguien que pudiera
amortiguar los problemas y ejerciera el papel moderador, regulador y nutriente que en las sociedades sexistas,
es de la mujer.
Como judío, no encontré gusto en ninguna de estas relaciones. Por un lado, la asimetría me era intolerable y
no estaba para que alguien me mandara, me instruyera o me pusiera a usar pronombres femeninos. Por otro,
no veía que la relación norteamericana, en su encuadre democrático y participativo, satisficiera mi ansia de
integración. Creía que existe cierta sabiduría en las relaciones complementarias y que estas sirven mejor en
sociedades subdesarrolladas. Si cada persona tiene algo que carece la otra, la unión hace la fuerza y promueve
el progreso de ambas. Si se aporta algo distinto, la gente crece; si se contribuye con lo mismo, se estanca.
No soñaba con una persona igual a mí para jugar, en pequeño, a la casita de muñecas empoderizadas.
Ansiaba, como hijo de inmigrantes, obtener un oasis interior que me diera seguridad frente a la homofobia y
el antisemitismo. Mi atracción erótica era por la tierra y por las raíces, no por dividir las labores hogareñas y
repartir mi salario con un alma gemela. En Costa Rica, esto se me hizo difícil no tanto por la asimetría de las
relaciones, sino por la gran homofobia interiorizada.
67
Capítulo 31
La homofobia es un fenómeno universal. Sin embargo, se acentúa en unos lugares más que otros. En los
países latinoamericanos es más difundida que en los Estados Unidos y así sus consecuencias. Las personas
gays conocen, aún antes de aceptar su identidad, el odio contra la homosexualidad y con diferentes
intensidades, lo acepta y lo interioriza. Recordemos que la mayoría no se da cuenta, de manera consciente, de
su orientación sexual distinta en la adolescencia. La homofobia interiorizada se graba en la infancia y algunos
de los mensajes negativos son cuestionados por medio de la experiencia mientras que otros, en cambio,
quedarán indelebles.
Al regresar a Costa Rica, descubrí una serie de patrones de odio contra la homosexualidad. Mis primeros
contactos me lo hicieron evidente cuando me decían que los demás no eran de confiar, que me mantuviera
alejado de las "locas", que eran promiscuos y que uno debía, lo más pronto posible, aspirar a salirse del
ambiente.
El paso del amor al odio era una estrella fugaz. Era impresionante ver cómo personas que en un momento me
quisieron, se tornaron, en términos de horas, en los peores enemigos. Cuando una pareja termina una relación,
experimenta el enojo normal por un sueño que se acaba, pero en el caso de los homosexuales, costaba más
aceptar el rechazo y este enfado se traducía, entonces, en acciones belicosas. Un ejemplo era Rolando, un un
hombre masculino que vivía en uno de los barrios del centro de San José. Cuando terminamos el romance, fue
presa de una cólera enorme porque lo rechazaba un homosexual que él mismo, en el fondo, no aceptaba;
luego, interpretaba el abandono como producto del trabajo de otro gay. Él procuró, entonces, algo típico:
vengarse y "regarme el dulce", o sea revelar mi homosexualidad. Llamó a mi madre y se lo dijo. “¡Lo sé hace
mucho!” –respondió Electra- y le tiró el teléfono.
Muchas personas perdieron, en esa época, su trabajo o su familia porque una pareja despechada utilizó esta
arma, la más letal en una sociedad homofóbica. Un ejemplo de acción homofóbica era el matrimonio
heterosexual. Amigos míos, sin ser bisexuales, para cumplir con los requisitos del patriarcado, se casaron.
Roberto me confesaba que para tener una erección con su esposa, pensaba en mí. “Vas a pasar toda tu vida
con los ojos cerrados”- le dije.
Otra forma de homofobia era la desvalorización de las parejas. Ernesto, un abogado de treinta y nueve años,
me aconsejó que nunca hablara de mis relaciones. En término de cinco segundos, según él, las amistades a las
que se les confiesa esta aventura, obtendrán su „currículum vitae': "Ese tipo roba"; "de masculino no tiene
nada"; "es una gran loca y se ha acostado con medio San José"; "yo que vos me andaba con cuidado"; "es una
persona muy creída y no te conviene"; "anda mal de plata, por eso anda con vos"- me daba como ejemplos.
Si no se respetaban los compañeros, menos sus cosas. Una señal de odio se manifestaba en las fiestas: los
invitados solían romper, robar o ensuciar adrede o cometer abusos contra los artículos personales y la gente se
orinaba en las plantas, robaba los artículos finos, rompía la ropa y rayaba los muebles; uno apagó su cigarrillo
en mi sofá. Los robos aún continúan y algunos más sutiles se han puesto de moda como es apropiarse del
protagonismo histórico. Los activistas que hacen casa aparte, por ejemplo, recientemente se adjudican los
logros del movimiento gay y las victorias legales que no se hubieran logrado sin el aporte de otros.
La última grada de esta cadena destructiva era la muerte. Chulos y maleantes que racionalizan su
homosexualidad con la excusa del dinero, solían ventilar su sentimiento de culpa con una serie de asesinatos.
Varias veces me encontré con tipos que enseñaban las uñas con puñales y hasta pistolas. En otros casos,
mataron a sus compañeros; algunos gays terminaron degollados, mutilados y sus restos esparcidos en ríos y en
tajos, por quienes en otro día, les prometieron amor eterno. Un amigo mío apareció, un día, cortado en
pedazos en una bolsa plástica.
Era homofobia la intolerancia hacia el proceso normal de la vida. La cultura gay exaltaba la belleza física y la
única democracia era la del cuerpo. Las personas se evaluaban de acuerdo con sus atributos físicos y aquellos
que no eran lindos, eran rechazados sin misericordia. Ser bonito era ser adolescente y esto significaba, a partir
de los treinta años, dejar de asistir a los bares; un varón cuarentón era viejo. Cada cinco años desaparecía, de
un plumazo, toda una generación de ellos.
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Otra era la división tajante entre las lesbianas y los hombres gays. Como ambos tenían poca conciencia, era
lógico que los papeles se volvieran antagónicos. Para los gays más estereotipados, las lesbianas, por no ser
femeninas, eran una aberración y para ellas, los gays eran débiles y cobardes. Si uno estaba en un bar, pronto
recibía un codazo: generalmente era una mujer que no sabía el significado de la palabra perdón.
Señales menos severas de persecución se daban en individuos que aparentaban funcionar normalmente. Un
ejemplo eran aquellos que hacían el papel de "locas" o sea que desempeñaban la conducta de "mujeres
fatales" y les gustaba actuar ante el público gay, haciendo fono mímica u otras actividades artísticas. Aunque
graciosos, muchos terminaban procediendo igual, dentro y fuera del show y el papel se convertía en una
máscara permanente; uno les huía porque el teatro, como todo en abundancia, desespera.
Otra manera de desconectarse era por medio de la fantasía. Las personas distorsionaban la realidad al darle
una importancia exagerada a aspectos personales o al supuesto poder que tenían. Se engañaban con recursos
que no existían y conocí así a embajadores, hijos de reyes y príncipes, cantantes famosos y empresarios
multimillonarios que eran una farsa. Un día me presentaban al hijo homosexual de Marlon Brando y el otro, a
la prima no reconocida del rey Juan Carlos.
La paranoia era otra respuesta. Los gays que la utilizaban como estrategia culpaban a fuerzas poderosísimas
por todos los males. Creían que sus teléfonos estaban intervenidos y que la CIA tenía un informe de sus
actividades. “No me llames porque el gobierno norteamericano me tiene en la lista negra”- me advertía
Enrique. “No nos veamos en la Farmacia Fishel porque la Embajada Americana tiene un telescopio”- me
advertía un profesor de filosofía.
No razonar adecuadamente era una defensa. Existían personas que no podían aceptar un argumento lógico y
lo rechazaban con ideas descabelladas. “Los gays no estamos oprimidos porque tenemos el poder: el
presidente, el arzobispo, los ministros, son todas locas”- me decía Julio.
El excesivo emocionalismo era otro problema porque impedía pensar correctamente. Se daban tantos
conflictos, entre gays y lesbianas, gays de izquierda y de derecha, los que provenían de diversas clases
sociales, que el trabajo en grupo era imposible. “Si a la reunión va la Moca, la Juana, la Cotí, la Pepsi, la
Mica, la María Bonita, la Pepa, yo no voy”- me decía una travestí. “Ni me inviten si asiste Aida, la borracha
violenta, Rosemary, la machona, Gracia, la desgraciada o Esther, la sicópata”- advertía una lesbiana. “No
participaré en el caso de que Richard, ese tipo que huele mal, o Marco, el abogado con mal aliento, o José, el
que solo lee pornografía, estén involucrados”- amenazaba un gay.
Algunos se enfrentaban a su homofobia con compensaciones. El ejemplo clásico era el "síndrome de super
tío", o sea aquél en que se asumían estoicamente las obligaciones del hogar. Marcos, un hombre estupendo
que mantenía a sus sobrinos como si fueran hijos suyos, era su mejor ejemplo. No solo era generoso, sino que
se sacrificó para que ellos pudieran asistir a colegios privados y cuando le dio sida, para evitarles un
escándalo, se escondió y no buscó tratamiento.
La práctica religiosa no era excepción. Pese a la nada cálida bienvenida que tenían en la Iglesia Católica e
iglesias protestantes, los gays continuaban su lucha para ser aceptados por los clérigos y los feligreses. Si
alguna iglesia exteriorizaba una leve aceptación (que siempre era bajo la admonición de que "te acepto porque
eres enfermo y pecador"), ahí estaban mis amigos para demostrar su gratitud. Lo mismo sucedía con su
participación en grupos de izquierda, que luchaban por los derechos de todos los sectores oprimidos pero,
obviamente, jamás por los de los homosexuales.
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Existían muchos caminos para congelar los sentimientos y amortiguar el dolor. Entre estos, la incapacidad de
enamorarse, el alcoholismo, la drogadicción y el sexo compulsivo. El alcoholismo y el consumo de drogas no
era insignificante y es sabido que triplica al de los heterosexuales. Mario, jamás se catalogaría a sí mismo
como alcohólico. Bebía, según él, ocasionalmente; no obstante, cada vez que podía, tomaba más de la cuenta
y generalmente, lo hacía cuando iba a los bares gays porque llegaba a esos sitios muy consciente de que
buscaba su príncipe azul.
No solo las drogas y el alcohol provocaban adicción. El sexo, una de las pocas fuentes de placer, se convirtió
en una obsesión. Se tenía sexo de día y de noche y la gente vivía de orgasmo en orgasmo. Mis amigos se
quejaban de que la mayor parte no era satisfactorio pero no lo podían dejar. Algunos iban a los baños
diariamente y otros vivían prácticamente en los servicios sanitarios; los que ligaban en parques rivalizaban, en
su permanencia, con los árboles.
El “veneno”, o sea los comentarios mordaces, generalmente hechos en presencia de la víctima, ventilaba la
homofobia. Era inteligente, es decir requería de cierto grado de observación y de conocimiento de la persona
y las actividades sociales eran el espacio para despedazar a cada uno de los asistentes con chismes que iban
desde el tamaño de los órganos genitales hasta las deudas en el banco.
Las burlas, a diferencia de los “venenos”, eran comentarios que se hacían generalmente a espaldas de una
persona y que se referían a alguna actividad o característica muy particular. No tenían la inteligencia del
“veneno” y en la mayoría de los casos, señalaban defectos físicos o mentales. Formaban, eso sí, parte de la
conversación en los bares. “No beses a Martín porque tiene una chapa por dientes”- indicaba Rodrigo. “No te
vayas con Mario porque tiene un meneíto entre las piernas”- aconsejaba Roy.
Una expresión de homofobia era “serruchar el piso”. La frase describe su objetivo: hacer caer a la persona a
través de un hueco. Significaba hacer que la víctima fracase por medio de una acción solapada. Una era la
falta de confidencialidad, o sea no guardar secretos. “¿Sabes que la Dona es epiléptica? Me contaron que no
se sabe si es que tiene un ataque o se está regando”- señalaba Paul. “Arturo dice que es activo en la cama,
pero creo que es porque una vez con vos sabés qué adentro, la loca esa brinca como una cabra”- se mofaba
Juan. Serruchar tiene tantas formas diversas de acción que describirlas sería de no acabar. Aún hasta hoy día
tengo que encontrarme a gays que cuestionan todos mis libros y sugieren que los asistentes son los que los
escriben. Entre más “intelectuales” se hacen y más cuentos estúpidos escriben sobre la tragedia de ser
homosexual en esta cultura, más se envenenan contra otros que tienen más éxito que ellos, En fin, la
homofobia de los gays es lo más letal que tiene el movimiento que enfrentar y la gran aliada de los grupos
evangelistas.
Finalmente, la homofobia lleva a castigos inconscientes. La violencia física, por ejemplo, traducía el odio en
golpes; tarde o temprano, cundía el pandemónium en fiestas o bares. Y si no era en lo público, más en lo
privado y es probable que muchos de los accidentes de automóvil, laborales o domésticos, fueran expresiones
homofóbicas. Desde hace muchos años oigo de muertes de homosexuales por sobredosis, por chulos que los
matan, por el sida que pudieron prevenir pero que no lo hicieron (no como los que se contagiaron al principio
de la epidemia cuando no se sabía cómo prevenirlo), por manejar borrachos o drogados y por su propia mano.
70
Capítulo 32
Después de David, siguió una cadena de relaciones. Me acostumbré a la realidad de la vida norteamericana:
experiencias mentales intensas pero cortas. Mis estudios y deseos de prepararme para la Escuela Graduada, no
me dejaban mucho tiempo para el amor. En realidad, la universidad se tornó en un tiempo completo, sin poder
aspirar a una vida de adulto: vivía en cuartos diminutos en dormitorios estudiantiles. Las personas iban y
venían; sin tener algo estable más que libros y calificaciones.
Un legado de la infancia vendría a acosarme. Después de años de testosterona, mi cabello empezó a caerse,
más temprano de lo normal. Esto fue otro trauma porque noté que, en la vida competitiva de los bares, ningún
defecto sería tolerado. Las entradas se pronunciaron y así mi inseguridad: el joven hermoso y exótico se
tornaba en un ser común, uno más del montón.
Empecé a desesperarme. Primero, me corté el pelo; luego dejé los blowers y los rizos artificiales. Luego,
siguieron las cremas, los remedios caseros, las pastillas, los exámenes médicos, infusiones de vitaminas y
otras locuras. Nada pudo hacerse y siguieron acciones más drásticas: como no se habían popularizado los
trasplantes, vinieron las pelucas, tanto aquellas amarradas al pelo, al cráneo o a la piel. El problema era que sí
hacían diferencia. Empecé a notar que cuando usaba algún peluquín no escudriñable, la gente me perseguía
como siempre. Sin él, ni me volvían a ver. Se me tornó entonces, a los veinte años de edad, en un accesorio
permanente. El pelo artificial se convirtió en otra máscara de las muchas que tenía; una imagen para el
consumo público.
Los peluquines provocaban las situaciones más incómodas. En ciertas ocasiones, se corrían y lo hacían a uno
preocuparse más de cómo amarrarlos o pegarlos que lucirlos. Luego, se desteñían y como estaban combinados
con mi cabello, se notaba la diferencia. Si uno se iba a la cama, había que esperar el momento para quitarlo, o
si no, tener relaciones con este puesto. Si se elegía esta opción, uno la pasaba más pensando en el peluquín
que en el polvo.
Mi personalidad no era típica del gay norteamericano. Tenía, en primer lugar, un legado de observación y
análisis, que me llevaba a buscar respuestas a las grandes preguntas de la vida. A mis amigos de la época, por
el contrario, lo único que les importaba era ver qué gadget nuevo aparecía en los Malls, o qué gay resort
estaba de moda. Los compañeros de la Universidad eran tan desarraigados como mi persona y no me podían
ofrecer lo que buscaba.
Por otro lado, era latino. Había sido moldeado en una cultura más cálida y con conceptos distintos de la
amistad y del amor. Después de tratar de parecer gringo, me di cuenta de que mi físico me traicionaba y más
lo hacía mi espíritu. No soportaba a los latinos que hablaban con acento en español y que se hacían más
lógicos, racionales y de clase media que sus modelos norteamericanos. Es más, nunca aprendí bien el inglés y
lo hablé siempre con acento.
La amistad con Carmen tuvo un gran efecto. La mujer odiaba de forma visceral la cultura norteamericana.
Estaba consciente de la vacuidad de la vida de los suburbios, de la obsesión por las compras, de la ignorancia
del mundo ajeno, del racismo contra negros y latinos y de la poca lectura de nuestros compañeros.
Mi relación con la cultura norteamericana había sido más positiva. Después de todo, la sociedad gay era más
inclusiva y no experimenté el repudio abierto. Pero la mujer era culta, brillante y ávida lectora, conocedora de
la literatura francesa, su especialidad. Esto me dio a conocer un pensamiento más acorde con mis propios
intereses. No solo estaba Foucault, sino ahora Lyotard, Deleuze, Lacán, Baudrilliard, Barthes, Bourdieu,
Virilio y otros pensadores posmodernistas.
Un viaje haría más cambios que todos estos factores juntos. Aprovechando los precios bajos de una nueva
aerolínea a España conocida como Spantax, decidí ir a conocer Europa, específicamente Madrid en 1972.
Esto iniciaría mis relaciones geográficas, o sea la búsqueda ya no del amante sino del país ideal.
Me interesó, desde niño la Guerra Civil Española. La presencia de un movimiento secular me hacía ver que la
latinidad no tenía que ser reaccionaria. Por otro lado, Electra me había instruido que la guerra civil había sido
el preámbulo del avance nazi y de la Segunda Guerra Mundial. Era importante conocerla para entender lo que
71
siguió. Me atraían héroes como La Pasionaria, la que defendió hasta el final su ciudad; o el único poeta que
amé, García Lorca, asesinado por los falangistas. Además, sentía empatía por el exilio español.
Sería poco decir que Madrid me cautivó, es más me sedujo como el mejor amante: desde ese año, no dejé de
visitarlo, una, dos o hasta tres veces al año. Franco estaba en el poder y el país, en lo gay, era más conservador
que Costa Rica. Mientras en San José había tres o cuatro bares ese año, en Madrid solo uno: el Olivier. El
local era pequeño y recatado: ¡Los clientes venían con saco y corbata!
Se da cierta química entre diferentes nacionalidades y no he encontrado una más fuerte que la que he tenido
con los españoles. Físicamente, me parece un pueblo hermoso. La palidez de su rostro y el contraste con el
pelo negro, se me hace explosivo. Lo que más me atrajo fue la calidez, la apertura y el temperamento fuerte.
A las veinticuatro horas de haber llegado, estaba invitado a la casa de un ligue, incluyendo su familia, ni
siquiera los ticos solemos abrir nuestros hogares de esta manera. Así fue mi experiencia en toda España;
tomaba el tren donde sea y pronto tenía amigos como si hubiera ahí vivido siempre.
El país entero es precioso. Sin embargo, cuando me fui al Sur, a Toledo, a Granada, a Sevilla y a Córdoba,
encontré ecos de las raíces judías. La comunidad judía española, expulsada en 1492, pudo ser la mía de origen
y una explicación de mi tez morena. El flamenco me atrapó y me recordó los gemidos de dolor de mi abuelo
cuando cantaba en la sinagoga. Los barrios de Santa Cruz, Sacromonte y el Albacín, se me hicieron
familiares, como si siglos atrás hubiese vivido en ellos. De ahí me fui para Cataluña y el País Vasco.
Barcelona fue la última en caer ante el franquismo. El bar El Elefante Rosado, situado en Las Ramblas, era
lo más parecido a los bares norteamericanos. La gente venía en jeans y era más bohemia. Su opresión como
pueblo, que se traducía en la prohibición del catalán, los hacía más subversivos. Más de izquierda era Bilbao
ya que este pueblo vasco, que se decía único en Europa por no haberse mezclado, y contar con una de las
culturas más antiguas, era la cuna de la oposición a Franco. Los hombres gays tenían una preocupación
nacional inexistente en Estados Unidos y una identificación ambivalente con España. No los consideraban
españoles por tener un idioma e historia diferentes y les prohibían expresarlos.
Sobra decir que tuve relaciones intensas. Anduve con personas comprometidas con la liberación de sus
naciones, miembros de los partidos prohibidos y de extracción anárquica y comunista; conocían de historia,
de geografía, de idiomas extranjeros y de todas las revoluciones, menos la homosexual. Me impresionó que, a
pesar de su politización, no tuvieran interés en el movimiento gay y creyeran que era un producto burgués,
aislado de las luchas de liberación o del Tercer Mundo.
La razón era que su homofobia interiorizada era tan grande como la de los ticos. En las organizaciones de
izquierda, ocultaban su homosexualidad. José, un miembro de la insurrección armada, me confesó que si sus
compañeros se enteraban de nuestra relación, lo expulsarían. Las relaciones con los padres me parecieron aún
más distantes que las de los costarricenses. Los tipos que conocí vivieron con hombres enérgicos, machistas e
intolerantes; ninguno de ellos había revelado su orientación. Contrario a lo que pasaba en Costa Rica, los
padres no conocían la homosexualidad de sus hijos, no porque se hacían de la vista gorda, sino porque ellos se
habían largado del hogar.
La influencia de España no la pude superar. Una vez de regreso en los Estados Unidos, solo pensaba en cómo
volver. Y lo hice tantas veces que esto intensificó mi confusión. El antisemitismo que sentí por parte de la
izquierda española, me hizo tener recelo. Aunque les dije mi extracción, me veían como latino, como hijo de
sus colonias. No podían relacionarse con el judaísmo y creo que nunca se han enfrentado con el decreto de
1492. Su antisemitismo era endémico y nunca lo llegué a entender. En parte, asocian a los judíos con los
norteamericanos y ya esto es suficiente como para envidiarlos y resentirlos. Pero algo más debe haber en esta
actitud hostil y posiblemente sea su catolicismo que los hizo tan antisemitas y que aún los que rompieron con
la religión, siguieron con su antijudaísmo.
72
Capítulo 33
Durante estos años siempre seguí muy de cerca la situación en Israel. Me interesé en el desarrollo de la
economía y el de su población. La seguridad del Estado, se sostenía, dependería de llegar a unos tres o cuatro
millones de judíos. De ahí que contaba el ritmo de la reproducción y de la aliá. (Inmigración)
No me había pasado por la mente que migraría. Mi experiencia con el judaísmo había sido negativa y era
poco lo que mantenía de la religión o de la tradición. Desde mi Bar Mitzvah, no había puesto un pie más en la
sinagoga, ni siquiera celebrado una fiesta religiosa. Sin embargo, la conexión con el pueblo continuaba.
La verdadera identificación se dio con la Jurbn. Algunos especialistas aducen que en cada familia de
sobrevivientes, se escoge a uno de los hijos para llevar una simbólica candela, el legado del acontecimiento.
En mi caso, Electra me eligió como el hijo al que le heredó la misión de analizarlo. Leí con devoción la
literatura del Holocausto, a Levi, a Wiesel, a Szpilman, a Poliakov, a Frankl, a Dawidowicz, a Hannah
Arendt y a los que les siguieron.
Mi crisis de identidad, pensé, estaba muy relacionada con el hoyo negro en la historia personal. Mi búsqueda,
irónicamente, no tocó, al principio, a Israel. La nueva nación era otro comienzo desde la nada: no tenía
pueblos, casas, templos, mercados en que mis antepasados cercanos habitaron, rezaron, trabajaron. Yo quería
parientes de carne y hueso y cosas materiales. Mi viaje a Israel no fue de mi entera elección. Una amiga mía
colombiana, cristiana, había iniciado una relación con un judío ortodoxo y se fue a Israel para aprender el
hebreo y conocer más la historia del pueblo. Desde el kibutz Ein Shemer, cerca de Hadera, me enviaba
cartas sobre su rica experiencia e invitándome a que me le uniera. En mi confusión geográfica acerca de si
debía quedarme o no en los Estados Unidos, decidí emprender el periplo.
Primero, me fui de vacaciones a San José y desde allí haría los preparativos. Le dije a Electra que necesitaba
probar suerte en Israel y que con ello, haría realidad su sueño sionista. Noté que no estaba tan entusiasmada y
que para esa fecha, la mujer se había hartado de la WIZO. Así que mi racha de sionismo no le pareció nada
loable, aunque no se opuso.
Haría escala en París en donde mi hermano hacía sus estudios de doctorado en química. La capital francesa no
dejó de impresionarme; era un país áspero pero sofisticado. Los museos, las librerías y los restaurantes eran
de lo mejor que había visto. Los franceses eran, sin embargo, más racistas que los gringos. En el edificio de
departamentos de mi hermano, los nacionales odiaban a los latinos. No se podía invitar a nadie a oír música
porque los inquilinos golpeaban las paredes, sonaban el timbre o llamaban por teléfono para lanzar
improperios.
Los bares me parecieron antipáticos. La clientela fumaba como desesperada y para esa fecha, en Estados
Unidos, se empezaba a regular el consumo. No estaba acostumbrado a sumergirme en una nube de nicotina y
la apariencia de los parisinos era más afeminada que en los bares norteamericanos. Así que me despedí de mi
hermano y tomé el vuelo de Air France para Tel Aviv. En el aeropuerto de Orly noté –mientras esperaba-
que un hombre moreno me hacía una inspección. Averiguaría sus designios en Israel porque al llegar, el
agente de seguridad israelí, me había fichado. Me sacaron de la fila de 350 pasajeros y solo dos fuimos
interrogados. ¡Era el colmo de los colmos! Mi apariencia en Israel era de palestino.
Los oficiales de seguridad no podían creer que era judío y el pasaporte de Costa Rica, cualquiera podía
adquirirlo. Les traté de explicar en hebreo que era un nice jewish boy, les enseñé la carta del Presidente del
Centro Israelita que me identificaba como judío y voluntario de un kibutz. No hubo manera de convencerlos,
querían saber qué había hecho en París, si conocía organizaciones clandestinas y si tenía familia en Israel
(cosa que no sabía). Me pidieron que me desvistiera para ver si estaba circuncidado; tres horas después, me
soltaron.
Así empezaría mi nueva vida: desde que salí del aeropuerto, noté que los árabes me saludaban y los paisanos
me huían. Era la mayor ironía que podía experimentar; la cara equivocada en el lugar equivocado. Mayor aún
sería la decepción al llegar, horas después, al kibutz. Después de caminar por las calles de París, llegaba a una
finca llena de barro, casuchas baratas y olor a caca de gallina. Mi amiga Pitina me describió la situación:
como miembro del Ulpán, o sea del instituto de clases de hebreo, se esperaba que trabajara cinco horas al día.
73
Debía laborar en aquellas actividades que ningún kibutznik hacía: limpiar platos y servicios sanitarios, cuidar
gallinas, barrer y aspirar pisos, arreglar tanques sépticos y otras maravillas. La gente, continuó mi
interlocutora, estaba deprimida por las consecuencias de la Guerra de Iom Kippur: muchos del kibutz
habían muerto y esta había calado en la moral.
Pitina había sido electa como supervisora del trabajo de los ulpanim y era responsable de enviarnos a las
industrias. Por su papel la llamamos Ilse Koch, la infame policía de Buckenwald. En vista de su puesto,
podría usar sus influencias para ofrecerme algunas de las mejores chambas, como trabajar en la fábrica de
llantas.
En una factoría anticuada, tenían una enorme máquina que procesaba el hule hasta arrojarlo en una banda sin
fin, similar a las de los gimnasios, en donde debía ser cortado, arrollado y empacado. El proceso era largo
porque el hule pasaba primero por baños de agua, y no sé qué otros procesos químicos. Cuando llegué, el
instructor me dio las señas en hebreo de cómo debía cortar el hule y no perder tiempo porque pronto saldría la
segunda llanta. En materia de segundos, tenía que empacarla y esperar por la otra; el hombre no sospechó del
tipo de ayudante que le había caído de la diáspora.
En mi vida había trabajado en una fábrica de hule y sabía tanto de hacer llantas como una chancha de
aviación, según decimos los ticos; además, no entendí nada del hebreo. El supervisor me dejó solo con esta
infernal máquina; en pocos segundos, había empacado, como un chorizo mal acomodado, la primera llanta y
me quedé sin tiempo para encargarme de la segunda. Pronto, había tres llantas haciendo fila que bloqueaban
la lengua de hule. Finalmente, la máquina se atoró y empezó a calentarse; momentos después, explotó. Me
echaron de la fábrica y lo bueno es que no entendí las maldiciones. Pitina se las ingenió para darme otro
empleo “privilegiado”: las gallinas. La granja exportaba aves hacia Tel Aviv y debían ser enjauladas a las
cinco de la mañana. Los bichos andaban sueltos en el gallinero y nuestra labor consistía en meterlos por una
pequeña abertura en cajas de madera. Tan estrecho era el hueco y tan grandes y agresivas las aves, que daban
una lucha mortal; al mismo tiempo, se cuiteaban y picaban sin misericordia.
Mi experiencia con estos animales se había limitado a comérmelos y de su psicología, no sabía nada. Las
malditas gallinas, reconociendo mi impericia, no solo me picaban como palestinos en la intifada, sino que
huían como ratas. No me dieron ninguna hudna y atrasé los embarques a los restaurantes de Tel Aviv. Ese
mismo día, llamaron a Pitina para que no me mandara más.
La mujer no sabía qué hacer. Sobornó, chantajeó y finalmente consiguió que me recibieran en los naranjales.
Este era el sueño de todos los voluntarios del kibutz ya que no se requería más pericia que subirse a una
escalera, cortar la fruta de manera que no se rompiera su cáscara para depositarla en los canastos y la labor
debía hacerse rápido porque los contaban.
Hubo un problema. Antes de migrar a Israel me había hecho un trasplante de pelo. Es más, había sido el
pionero de la operación en Costa Rica ya que con tal de no llevar un peluquín a Israel, había invertido todos
mis ahorros en el nuevo procedimiento. Cada plug había costado la suma astronómica de diez dólares y al
llegar a la Tierra Prometida, los primeros pelos habían crecido. Al subirme a los árboles, los pequeños e
indefensos nuevos pelitos se atoraban en las malditas espinas y me quedaba prensado. Como el precio de cada
pelo rivalizaba con el de todas las naranjas juntas, me puse a desenredarlos con delicadeza; esto tomaba
tiempo y cada vez que me subía a otro árbol, otro plug caía en sus redes. Así siguió la procesión hasta que el
supervisor descubrió que no había llenado ni un canasto. Otra llamada a Pitina. No hubo más remedio que
dejarme lavando platos, que fue lo único que aprendí; esto significaba limpiar más de 300 unidades tres veces
al día.
Si mi participación laboral fue un fracaso, peor sería la social. Los voluntarios éramos vistos como mano de
obra barata, sin derecho a reclamar. Nos pagaban una miseria y solo nos daban cigarrillos Gitanos sin filtro,
café y jabón. Las únicas que disfrutaban la estadía eran las mujeres que cogían con los maridos infieles. 132
74
La vida gay era de clóset profundo. Había uno que otro hombre con toda la pinta gay pero aún la más loca,
estaba casada y con hijos. La compulsión al matrimonio era más fuerte en Israel que en los judíos
costarricenses. Acostumbrado a una vida social activa, busqué la manera de salir del kibutz e irme a Jerusalén
y a Tel Aviv. Solo podía hacerlo para el Shabat que se iniciaba el viernes en la tarde hasta el sábado en la
noche. Ese día, desafortunadamente, todo estaba cerrado, inclusive los night club. No conocí una sola alma y
decidí, entonces, frecuentar los restaurantes árabes que eran los únicos abiertos. Después de todo, los
musulmanes me veían como uno de ellos y cuando se daban cuenta de que no les entendía, asumían que era
latino, pero nunca judío. Tengo que reconocer que los árabes me simpatizaron y se parecían más a los latinos
que a los israelíes. Eran sumamente cariñosos y abiertos con los extranjeros; además, más adeptos a la
sodomía. La situación de seguridad era tensa. Durante mi estadía, estalló una bomba terrorista en uno de los
parques en Jerusalén. En Tel Aviv, un guerrillero ingresó en un hotel y liquidó a una docena de huéspedes. En
el kibutz, había intentos de saboteo constantes. Me gustó, sin embargo, Israel. Las ciudades me impresionaron
por su belleza, especialmente Jerusalén, Haifa y Cesárea. Quise quedarme, pero no se me iba a dar. En una de
mis visitas a Jerusalén, fui a comer a un restaurante árabe en el que me dieron un falafel que devoré porque
había llegado con mucha hambre; horas después, empezaron los peores retortijones. En el camino a mi kibutz,
empecé a descomponerme. Pude llegar –arrastrándome- a mi habitación y al abrir y cerrar la puerta, perdí el
conocimiento: había sido envenenado.Pasé dos días sin que nadie se diera cuenta. Finalmente, al cobrar
conciencia, pude emitir un leve gemido y alguien me descubrió; terminé en cuidados intensivos en el hospital.
Al recuperarme, había perdido quince kilos y parecía un esqueleto. Ni siquiera me explicaron qué hicieron
para salvarme; lo que sí aprendí era que a nadie le importaba mi presencia.
No era la manera de hacer aliá, ni empezar una vida nueva. A las veinticuatro horas de salir del hospital,
llamé a mi hermano y le indiqué que regresaría a Costa Rica, pero que tenía que recuperarme primero en
Francia. Ocho semanas después, regresaba a mi casa.
75
Capítulo 34
Los primeros días en Costa Rica no salí de Los Yoses. Tenía vergüenza de que vieran al olé de más corta
duración. Una vez en público, decidí enrolarme en la nueva Universidad Nacional y me matriculé en la
Escuela de Relaciones Internacionales y en el Instituto de Estudios Latinoamericanos. La UNA estaba llena
de profesores chilenos exiliados que me nutrieron de la teoría de la dependencia económica.
No solo había un despertar político, sino que muchos extranjeros habían decidido radicar y hacer cambios en
el país. Un grupo de estos, los pensionados norteamericanos, contribuían con una mayor tolerancia. Otro
sector, el del turismo ecológico, empezaba a asomarse y a transformar el sector hotelero; el auge de visitantes
ayudó a liberalizar la sociedad.
En el campo gay, los cambios no se dejaron esperar. Uno de ellos fue el crecimiento del número de bares.
Gracias al desarrollo económico, una nueva clase media emergía y demandaba más centros de
entretenimiento. En 1974, había más bares de homosexuales en San José que en Madrid o en la ciudad de
México. Y no eran los lugares de la década atrás, pequeños y oscuros, sino discotecas grandes y lujosas como
La Bota, situada cerca del Parque Morazán o el Timarkhos, vecino del Hotel Europa, en el mero centro de la
capital.
No podía decir que la sociedad producía más homosexuales, aunque así parecía, sino que un número creciente
de hombres optaba por este estilo de vida. No hubo un conato de movimiento gay, pero la repercusión de
Stonewall llegó al trópico ya que muchos, como yo, estudiamos o vivimos en los Estados Unidos y éramos
testigos directos de la revolución sexual.
Otro factor de gran importancia sería el crecimiento de San José y la construcción de edificios de
departamentos para las clases populares. Por vez primera en este siglo, se ofrecían unidades para la clase
media, financiadas por los bancos del estado o a precios módicos para alquilar. Una de las cadenas de
departamentos, los Blanco Umaña, se convirtió en el primer gueto homosexual; decenas de hombres solos
adquirieron unidades y las transformaron en refugios homosexuales. En los barrios residenciales, otros abrían
las puertas de sus casas. Uno de ellos sería Mario Losano, un ingeniero, que fundaría La Directiva, la primera
organización de homosexuales. Esta no tuvo fines políticos y se dedicó a organizar grandes fiestas de
transformistas. Sin embargo, fueron los primeros en alquilar salones públicos y en hacer sentir el poder
económico.
En la medida en que la nueva clase se afianzaba, así lo hacían los extorsionadores. Los bares sufrían de acoso
permanente y la policía ingresaba en cualquier momento y se llevaba a la clientela. La acusación era por
“faltas a la moral”, una oscura contravención que podía interpretarse como diera la gana. Aunque la
homosexualidad no era un crimen en el Código Penal, era vista como inmoral. Esta contradicción entre el
auge de la nueva clase media profesional y la represión estatal, creaba una situación de ansiedad. Consciente
de que algo debía hacerse, se me ocurrió la idea de organizar un primer grupo de terapia.
Invité a doce amigos profesionales: abogados, jueces, médicos, contadores, profesores, arquitectos e
ingenieros, para reunirnos una vez por semana. Copié el modelo del grupo de terapia de Washington, aunque
esta vez sin coordinadores; hablaríamos de las cosas que nos preocupaban y trataríamos de ofrecernos apoyo.
Una de las reglas era que mientras durara el grupo, los integrantes no tendríamos relaciones sexuales; esto
para evitar celos y saboteos.
¿Qué quería? Para ser sincero, esperaba un movimiento gay. Deseaba repetir la historia que viví en los
Estados Unidos y estaba convencido de que de no organizarnos, el sistema nos destruiría. La terapia me
serviría para entender más la herida de la experiencia gay costarricense y prepararme, años después, para una
segunda oportunidad. Para mí, sería importante darme cuenta que mi sufrimiento no había sido el único. Para
quienes nacieron en hogares más tradicionales que el mío, la aceptación de la identidad sería aún peor y de no
haber nacido homosexuales, pensaban ellos, tendrían las oportunidades de los privilegiados. En mi caso,
estaba el “otro” problema, o sea el judaísmo; no pude culpar a la homosexualidad solamente por la
discriminación.
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La ironía y la burla eran los instrumentos que los miembros de nuestro grupo copiaban de su medio y usaban
para luchar contra el gran dolor que sentían por haber traicionado a sus padres; bebían demasiado; fumaban
mota; buscaban sexo constantemente. Como conductor del grupo, no estaba preparado para tanto trauma; no
sabía qué hacer ante el consumo de drogas. Después de unas sesiones, el grupo se acabó y nunca más se
volvió a reunir.
Mi fracaso por concienciar a mi gente tuvo mejores resultados en mi casa. La relación con mi madre había
mejorado notablemente. Electra había terminado por aceptar que mi homosexualidad no era un asunto
temporal. A nivel teórico, la tolerancia no le fue difícil ya que las lecciones de la lucha feminista la
convencieron de que el movimiento gay tenía razón de ser; Electra empezó a conocer mis amistades y a
quererlos. Descubrir que ella amó a Ernesto y que aún se encontraba con él, fue un factor que nos unió y
aunque no pude hacer nada por su vida amorosa, la ayudaría a tomar decisiones importantes, como lo fue
volver a la escuela.
-Mamá- le dije. ¿No crees que deberías renunciar a la idea de que la felicidad la dé un hombre y dedicarte a lo
que te interesa, que sería estudiar?
-Pero es que tengo más de cuarenta años, no terminé siquiera la primaria, nunca aprendí bien la gramática, y
me cuesta mucho el álgebra- me contestó
- No te creo. Has leído toda tu vida. Tienes una cultura enorme y estás interesada en lo que ocurre dentro y
fuera del país. Yo que vos, me inscribía en cursos de primaria y secundaria por madurez y me buscaba luego
una carrera.
Al principio, no me hizo caso, pero el destino le haría una jugada. Electra asistía de oyente a las clases de la
Universidad de Costa Rica y tenía que pedir permiso a los profesores que solían darlo porque admiraban su
deseo de aprender. Un día, sin embargo, en la clase de una profesora antisemita, topó con una pared: “No
señora, le dijo la mujer, esto no es una asociación de caridad, si no está matriculada, no puede quedarse.”
¡Ni para qué se lo dijo! Electra, muy digna, tomó su cuaderno y su lápiz y salió, humillada, del salón. Llegó
con lágrimas en los ojos y me contó lo sucedido. “Te juro que esto nunca más me vuelve a pasar. La próxima
vez que ingrese en la Universidad de Costa Rica, lo haré por la puerta grande”.
77
Capítulo 35
No solo mi progenitora tomó decisiones académicas. Después de un año de haber regresado, apliqué a la
Fundación Fulbright para una beca en los Estados Unidos. Decidí obtener mi Maestría en Ciencias Políticas
en la Universidad de Chicago; esperaba con ansia la suculenta vida nocturna de las grandes ciudades. Al
llegar a Chicago, me mudé a Hyde Park, el campus universitario al Sur de la ciudad. La Universidad,
rodeada de los guetos negros más pobres de los Estados Unidos, era un búnker; no se podía caminar en la
noche y en cada cuadra, había un teléfono blanco para pedir auxilio. Las violaciones y asesinatos de
estudiantes eran frecuentes y la gran actividad social del campus era ir a su biblioteca.
Apenas pude escaparme, corrí al downtown para conocerlo. Esta ciudad del Medio Oeste era la competidora
de Nueva York y Los Ángeles, por lo que prometía aventuras solo posibles en urbes de más de siete millones
de personas. Cuando tomé el tren para el Loop a las seis de la tarde, soñaba con las calles llenas de peatones y
repletas de negocios abiertos. Mi decepción no podía haber sido mayor. El downtown, de noche, moría; se
convertía en un antro de alcohólicos y de drogadictos; la gente de Chicago se escondía en los suburbios y no
volvería a salir hasta el día siguiente.
La minoría mexicana de Chicago era discriminada y por ende, mi persona. Los gays tenían sus bares en los
barrios en donde no residían ni negros ni latinos. El bar principal de la comunidad gay mexicana, El Gato
Negro, era un pequeño lugar que me recordaba los bares de San José de décadas anteriores. Las ideas de
izquierda y de la dependencia que había estudiado en Heredia, fueron rápidamente puestas en entredicho. La
Universidad de Chicago era conocida por su Escuela de Economía que contaba no sé con cuántos premios
Nóbel y que tenía la reputación de haber entrenado a los economistas de Pinochet. Mis ideas de reforma
agraria, de industrialización por sustitución de importaciones, de redistribución del ingreso, fueron hechas
añicos en las discusiones con estos expertos. Estas políticas, según ellos, solo traían más subdesarrollo. La
Escuela de Ciencias Políticas era más progresista pero contaba con pocos expertos en América Latina. Decidí
hacer, en cuestión de cursos, la especialización en Europa Occidental y mi tesis de Maestría en la Guerra Civil
de 1948.
Si la ciudad era una desilusión y la Universidad demasiado conservadora, los estudiantes eran de lo peor. Para
competir, destruían los libros y los artículos en reserva; así los otros se atrasaban. Tengo que admitir que
estaba asustado. La diferencia entre la Universidad de Maryland y la de Chicago era tan grande que, al
principio, no me sentí capaz. Tuve problemas de notas en el primer semestre; no sabía en qué consistía un
buen trabajo, qué era lo que se esperaba de mí y los profesores no tenían el mejor concepto de los estudiantes
latinos, aunque contaban con lo mejor de América Latina. Para sobrevivir, me encerré, como todos, en la
biblioteca y no hice más que leer. La persecución en Costa Rica, sin embargo, me había dado armas para
sobrevivir. Analicé el carácter de mis profesores y encontré lo que los movía: la originalidad. Y yo con mi
bagaje cultural, mis distintas máscaras y mi percepción, podía darles toda la que buscaban. Fue una especie de
jugada peligrosa: dejé de asistir a la biblioteca y opté por leer otras disciplinas. Después de todo, Ciencias
Políticas no me interesaba y al leer filosofía e historia, se me ocurrieron ideas de cómo volver al revés una
escuela de pensamiento. Estos cambios me dieron una lluvia de buenas notas y pasé a convertirme en
asistente del mejor profesor de mi escuela.
Hice mi tesis sobre el 48 en Costa Rica, haciendo lo que había aprendido: interpretar las cosas al revés. En
vista de que la academia percibía a Figueres como un social demócrata, mi interpretación era que el hombre
estaba más cerca del fascismo; el libro fue un éxito rotundo de ventas y aún hoy día se vende bien. Tanto le
molestó la crítica a este mandatario, o dije una verdad que nadie se había atrevido, que me lo cobraría años
después. Una vez con la Maestría, regresé a Costa Rica, al Instituto de Estudios Caribeños. En 1978, fui electo
director y con el mismo agradecimiento que sentí en el Liceo, trabajé de manera desproporcionada para
levantar esa unidad académica. En un año, la producción de investigaciones era la mayor de toda la
universidad. Sin embargo, por influencia de los Chicago boys, me había distanciado de la izquierda. Los
profesores chilenos me parecían ahora amargados, envenenados e intolerantes. Resentí la poca libertad
académica en la UNA que existía por la alianza entre los social demócratas y el Partido Comunista; más que
una universidad era un proyecto socialista.
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Con mi identificación con las minorías, me asocié con los sectores social cristianos que querían despolitizar la
institución. Así que terminé dirigiendo la campaña de la oposición en las elecciones de ese año. La pelea fue
dura y perdimos, pero en esa Universidad, como me enteraría próximamente, las derrotas no se perdonaban.
Para setiembre de 1979, me anunciaron que Columbia me aceptaba como becario y debía regresar a los
Estados Unidos. Como dejaría mi puesto, busqué a alguien que pudiera sustituirme y la única persona
interesada era una profesora que venía de Tulane, oriunda de Cartago. La mujer era desconocida para mí, pero
era cariñosa y parecía que traía un título afín. Una vez arreglados mis asuntos, partí a Nueva York.
No había podido instalarme cuando empezaron a llegar las cartas de que la nueva directora se había aliado,
políticamente y sentimentalmente con el decano, uno de los sudamericanos de izquierda. Los dos iniciaron
una cacería de brujas, destituyendo a los profesores que me apoyaban. Lo peor del asunto es que empezaron a
difundir la información de que era homosexual y en 1979, nadie había dado un paso en el frente jurídico:
demandar. No tenía interés en regresar a mi puesto y mucho menos en seguir en la política universitaria, pero
consideré que era hora de que alguien parara en seco a los que se aprovechaban de nuestra vulnerabilidad.
La definición de difamación es usar información para desprestigiar a una persona. No importa, como en
Estados Unidos, que sea falsa o verdadera, sino que haya habido mala intención. Mi defensa tenía, entonces,
que probar que Tailandia había hablado con los profesores de mi homosexualidad; la demandada, por el
contrario, lo negaría. En la lista de personas que la apoyaban, estaban las máximas autoridades.
El proceso fue terrible. Esta profesora utilizó las más bajas técnicas; repartió panfletos en la Universidad de
Costa Rica de que se le acusaba “injustamente” de decir que yo era, y lo subrayaba, homosexual. Mandó a
amenazar testigos; trató de intimidar al personal que testificaría en su contra y envió a hampones a golpear a
los profesores.
Estaba solo. Había conseguido a un abogado gay que estaba más en el clóset que yo y a quien el juicio le
removía su propia homofobia. Las autoridades estaban en mi contra y sentí como nunca que los gays
necesitábamos organizarnos ya que si una profesora podía hacer que toda una universidad persiguiera a un
director por su homosexualidad, ¿qué podía esperarse de otras instituciones?
Mis amigos me aconsejaron que retirara la demanda. “Jacques, nunca más vas a poder trabajar en Costa
Rica”- me dijo uno de mis compañeros. “Si continúas con esto, te van a cobrar lo de judío, lo de gay y lo de
no apoyar a la izquierda, que es la que está detrás de ella”- me advirtió otro profesor.
No voy a negar que sintiera vergüenza antes, durante y después del proceso. No era fácil convertirse en el
primer homosexual público y la mujer usó sus influencias: llevó al juicio nada menos que al ex presidente
Figueres. El político, molesto por mi libro, decidió darle apoyo público: entró al juzgado y le dio un beso.
Gané el proceso en primera instancia, pero por un error del juez, sería luego anulado. Tailandia perdería la
elección de directora y nunca más ocuparía un cargo de dirigencia; los que la apoyaron se dieron cuenta de
que la mujer era capaz de todo. Regresé a los Estados Unidos a continuar con mi carrera. Sin embargo, me
había quitado una máscara importante: mi homosexualidad era del dominio público.
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Capítulo 36
Había elegido inteligentemente: Nueva York había embellecido mucho desde la última vez. El sector del
Upper West Side, en donde me mudé, había tenido una renovación: restaurantes, cines, gimnasios, librerías,
universidades, delis, tiendas y cafés. Columbia era una excelente universidad, pero a diferencia de Chicago,
más llevadera. El cambio a la carrera de Historia me dio más libertad académica.
Después de la experiencia en Heredia, tomé la decisión de quedarme en los Estados Unidos. En Nueva York,
no tenía que pertenecer a ningún grupo, religión, nacionalidad, orientación sexual, para sentirme a gusto.
Además, estaba el teatro, la ópera, la música clásica y el jazz. Mientras me preparaba para las fiestas de
Navidad, llamé a mi hermana que para este tiempo, vivía en Sebastopol, un pueblo insignificante en
California. Tenía una nueva amiga, Liliana, una venezolana judía que no conocía.
Cuando conversábamos, una operadora interrumpió y dijo que mi hermana tenía una llamada de Costa Rica.
Me pidió que volviera a llamar más tarde. Esperé quince minutos y volví a marcar; el teléfono estaba
ocupado. Me leí un artículo e intenté más adelante; seguía ocupado. Me puse incómodo y llamé un cuarto de
hora más tarde; no pude comunicarme. Empecé a sentir nauseas: algo no estaba bien. Las llamadas
internacionales eran usualmente cortas, nunca de cuarenta y cinco minutos. Los nervios aumentaron; traté de
marcar una y otra vez hasta que el maldito teléfono se desocupara.
-¿Qué pasó? ¿Por qué hablaron más de una hora?-, le dije ansioso a mi hermana.
-Tengo malas noticias –me dice una voz fría y severa- a mamá le encontraron cáncer en el seno.
-¿Qué qué?… ¿qué me estás diciendo?- respondo en shock.
-Que tiene cáncer. Le han cortado el pecho. Está en el hospital y no la puedes llamar. La prognosis es mala
porque le han encontrado ganglios afectados.
-¿Qué podemos hacer?- imploro desesperado.
- Lo mejor es que ella se venga aquí al Hospital de Standford para que la traten. Es importante que traiga una
muestra de la biopsia e información sobre el tamaño del tumor.
La peor noticia del mundo: mi madre con cáncer. ¿Cómo puedo mantener la sanidad? Empiezo a llorar y no
puedo parar. Esa noche tomé dos Valium para poder dormir; soñé que mi progenitora estaba en Auschwitz,
calva.
No lo pensé dos veces. Tomaría el avión al otro día por la noche. La aeronave de Lacsa llevaba cientos de
ticos para las fiestas navideñas y la gente estaba jovial y deseosa de ver a sus familias. El viaje se me hizo
eterno; cuando finalmente aterrizamos, los demás aplaudían. “No llore –me dijo la compañera de asiento- si
ya estamos en San José”. La mujer creía que lo hacía de alegría.
Me recibieron en el aeropuerto una prima que había vivido en nuestra casa y su novio, un médico. “Tu madre
tiene los ganglios con cáncer. En menos de cinco años estará muerta”- fue su dictamen. Aún hoy no entiendo
cómo es que la gente puede ser tan cruel o estúpida; le pedí que detuviera el auto porque me iba a vomitar.
Sentí que me lo dijeron con satisfacción por quizás tenerme envidia por vivir afuera o por quién sabe qué
resentimientos guardados en las mentes de los parientes pobres.
- ¿Cómo estás?, le dije llorando. Noté que llevaba todavía un pañuelo en donde estuvo el seno derecho.
Después me diría que ella misma se lo puso en el hospital.
- Me siento bien- contestó Electra extrañada y preocupada por mi estado-. Esperé demasiado tiempo. Tenía
una pelota desde el año pasado y fui donde el médico y me dijo que no era nada. Ahora, un año después,
resulta que era positiva- añadió como si tuviera que darme una explicación de su error.
- Lo importante es que ya pasó- le respondí sin creérmelo. Derek me dice que sería buena idea que nos
fuéramos a Estados Unidos a que te chequearan allá. Electra, que había reiniciado sus estudios, tuvo dudas en
irse tan pronto; la mujer estudiaba en la escuela por madurez y quería seguir en el colegio. La convencí de que
llamara a sus maestros y que pidiera permiso, como yo mismo lo había hecho.
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Al otro día, fui donde su médico. El hombre tampoco me dio ningún aliento: las esperanzas eran pocas porque
Electra había esperado mucho tiempo. “Si hubiera llegado hace un año –me dijo- el cáncer se hubiese
contenido, pero ahora estaba en los ganglios y posiblemente, en otros órganos. No creo –finalizó- que en
Estados Unidos puedan hacer más de lo que humanamente he hecho”.
“¡Cuánto hace falta un amigo en estos momentos!”- pensé. Mi padre, era un dependiente más: no entendía qué
pasaba y no podía dejar su tienda. Mi hermano, en México, buscó no sé qué excusa para no venir. Mi hermana