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Parte 8 SUEÑAS DESPIERTO
Parte 8 SUEÑAS DESPIERTO
Las paredes de aquel recinto eran blancas. A mi derecha, una pequeña ventana
reforzada con una reja de herrería asomaba a un gran jardín con numerosos
árboles altísimos y gruesos, pero ninguna flor. Todo era silencio. La pequeña
cama en la que yo yacía, tenía por compañía un buró y una silla. El único adorno
del lugar era un crucifijo escrupulosamente tallado en madera con una delicada
capa de barniz.
En un primer instante no reconocí el lugar, ni recordaba lo sucedido. Entraba y
salía constantemente del sueño. Mi cuerpo pesaba tanto que a duras penas podía
moverme.
Ya en la tarde, al ponerse el sol, entró en mi habitación una enfermera que
manejaba con habilidad y destreza una charola con un vaso de agua y unos
botecitos con medicamento.
Al preguntarle dónde estaba, la mujer brincó del susto.
–En el hospital –contestó dándome una cucharada de quién sabe qué.
–¿Por qué?
–Tuvo usted una crisis nerviosa que la dejó en estado de indiferencia.
–¿Estado de indiferencia? ¿Qué es eso?
–Que usted podía abrir los ojos, pero no podía articular palabra. Es consecuencia,
la mayoría de las veces, de un suceso de gran impacto, como parece que fue el
que usted vivió. Ahora descanse y permítame avisarle al doctor.
Poco a poco empezaba a recordar. Tenía la imagen de Pedro pidiendo ayuda y
de Pablo… en la calle, sufriendo del maltrato de aquellos dos imponentes caballos
y la carroza que pasó sobre él.
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Mina apareció ante mí. Más delgada que de costumbre, reflejaba en su rostro,
ahora ajado, una profunda tristeza. No lloró, sólo me preguntó tímidamente si
quería regresar a Taxco. En esos momentos yo no tenía la fuerza para discutir
sobre ningún tema. Esperaba encontrar, más adelante, la oportunidad de
reclamarles a ambos su abandono.
Sin duda hubiera preferido regresar con Liliana, aunque yo sabía lo mucho que ya
la había importunado. Ella fue a verme, pero no la dejaron pasar porque llevaba a
Ricardito. Así que después de otros quince días, me dieron de alta bajo la
condición de ser supervisada, me alistaron y partimos Mina y yo a la carretera.
Ninguna de las dos hablamos durante el trayecto. Fue un silencio sepulcral tan
hondo y agudo, que en el fondo ya ni me molestó.
Hasta Lola y Francisca estaban tristes. Mi visita les provocó más sorpresa que
alegría, cosa que tampoco se me hizo raro. Mi habitación guardaba exactamente
todo en su lugar. El tiempo no había transcurrido por ella.
Antes de que Lola saliera del cuarto donde me ayudó a recostarme le pregunté.
–¿Qué tiene Rodrigo?
–Pus lleva dos semanas muy malo de la respiración. Es como si hubiera pescado
una pulmonía que no termina de irse.
–¿Es grave?
Lola lo pensó bien antes de contestar.
–El doctor dice que es un hombre fuerte. Sólo hay que esperar.
–Lola –le dije con mucha tristeza– ¿Usted sabe qué fue de Pablo Montes?
–Ay niña, pus se murió.
Apenas pude contener mi llanto.
–¿Hace cuánto tiempo pasó?
–Ya va para los cinco meses.
–Muy bien Lola, quiero dormir un rato.
Cuando escuché que la puerta se cerraba, apreté mi almohada y empecé a llorar
con una inagotable amargura.
–Pablo, –pensaba una y otra vez– murió por mi culpa. Si no hubiera sido por
aquel maldito sombrero que iba a recoger por mí… ¡en mala hora me lo encontré!
No me dijo ni siquiera cómo se llamaban sus hijos. ¡Qué dolor! Los dejé
huérfanos. Nunca hubiera querido que esto pasara. ¿Cómo fui tan estúpida de ir
al centro?
Mina apenas cruzaba palabra conmigo. Entraba a mi habitación, tan sigilosa como
siempre. Se paraba frente a mí sin mirarme a los ojos, y después de brevísimos
momentos, salía igualmente sigilosa. Ella se pasaba la mayor parte del día en su
recámara donde Rodrigo batallaba por recuperarse. Probablemente estaba
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molesta o triste porque yo no lo había visitado, pero la verdad es que mi corazón
les guardaba hondo rencor y yo prefería que sus visitas fueran todavía más cortas
y esporádicas. No los quería ver.
En cuanto sentí el cuerpo más liviano, me dediqué a caminar por el jardín del
frente, haciendo lecturas intermitentes y superficiales de los viejos libros que
conservaba en mi cuarto. Todos esperábamos en silencio que el doctor nos diera
una buena o una mala noticia cada que revisaba a mi padrino.
Una semana después, yo ya contaba con un equilibrado estado de salud. La crisis
pasó y comenzaba a recuperarme rápidamente.
Fui al comedor por primera vez. Lola bajó la mirada, y a pesar de que también
estaba seria conmigo, me pidió que la acompañara al jardín de atrás.
De pronto, vi correr hacia mí a aquella bolita de pelos.
–¡Boni! –grité–. Boni, mi Boni.
Me agaché y la cargué. Noté que se quejó de algún dolor. Miré a Lola.
–Tiene la caderita mala. Dice el doctor de animales, quesque porque es viejita.
La abracé tiernamente. Mi pequeña Boni, tanto tiempo había pasado que cuando
fui a rencontrarla, ya era grande. Lloré mucho mientras la besaba.
–Pequeña, no me has olvidado. Gracias.
A partir de ese momento, volvió a ser mi perrita faldera. Cojeaba al subir las
escaleras, por lo que la cargaba la mayoría de las veces.
16 de agosto de 1887
“Estimado Rodrigo:
Tu ahijada no se ha recuperado aún de su tristeza. A pesar de ser joven, la pena
que la embarga es muy superior a sus fuerzas. Nosotros seguiremos haciendo el
mejor esfuerzo para que se reponga.
Un cordial saludo, estimado amigo.
Leopoldo García”
12 de noviembre de 1887
“Estimado Rodrigo:
Nuestro médico ha revisado a Mónica, e insiste en que es muy prematuro
visitarla. Ni tú ni Mina deben preocuparse por nada. Aquí la cuidamos con mucho
amor (…)”
¿De qué hablaba Leopoldo? Nunca me visitó ningún doctor. Presentí algo malo.
Las ansias me obligaron a leer a pesar de que en ocasiones me sentía mareada.
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21 de febrero de 1888
“Estimado Rodrigo:
Sé que su necesidad de hablar con ella es imperiosa. Lamentablemente, Mónica
continúa con fuertes crisis nerviosas que afortunadamente ya atiende nuestro
médico. Él recomienda que no sea importunada por ahora. Sé que lo
comprenderán (…)”
7 de mayo de 1888
“Estimado Rodrigo:
Con gran satisfacción tengo una noticia que comunicarte. Tu ahijada ha tomado la
firme determinación de hacer un supremo esfuerzo por salir de su melancolía. Ella
misma ha querido asistir a nuestras hijas con sus inmensos conocimientos. En un
principio nos hemos negado por temor a que se pudiera malinterpretar tal
situación. De ninguna manera queremos que funja como institutriz. Muy claro le
hemos dicho que nuestras hijas tomarán sus consejos como si se tratara de una
amiga, pero nunca como una maestra. Mónica goza de tal situación económica
que jamás permitiríamos que se sintiera denigrada.
Por otra parte –y te confieso que no sé el motivo preciso–, ella nos ha pedido más
tiempo lejos de ustedes. No significa que en algo haya disminuido su cariño, por
el contrario es una muestra de que quiere verlos una vez que haya sanado por
completo (…)”
Prácticamente la ira me impedía ver bien la letra. Un horrible sentimiento hacia los
García empezó a hacer ebullición en mi sangre. Debía apurarme a leer. Quise
saber hasta qué punto llegaba la desfachatez del cretino de Leopoldo.
2 de octubre de 1888
“Estimado Rodrigo:
Mónica ha tenido una severa recaída. Sin explicación coherente decidió
encerrarse en su habitación. Pasa los días muy tiste, sin embargo el médico nos
dice que será pasajero. Nosotros no creemos prudente que la visiten estas
Navidades. Los recuerdos pueden hacerle gran daño, pero ya le di tu mensaje y
felicitaciones (…)”
13 de enero de 1889
“Estimado Rodrigo:
Recibí tu última carta y parece ser que estás algo alterado. Bien sabe Dios que
nuestro mayor interés es ayudar a Mónica a quien queremos y amamos como a
una hija más.
No puedes estar pensando que de nosotros dependen las visitas que reciba. He
querido ser muy puntual en señalarte que es el médico quien lo recomienda (…)”
Aquella noche ya no pude seguir leyendo porque la vista se me cansó. Las pocas
veces que Mina entraba para preguntarme si me sentía bien, tenía que ocultar las
cartas bajo un libro.
Lo que no me explicaba del todo, y que tardé días en descubrir, fue que Rodrigo
mandaba dos correspondencias, una dirigida a mí, y la otra dirigida a Leopoldo
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para preguntarle sobre mi estado de salud. Sólo eso explicaba tantas cartas de
Leopoldo.
30 de marzo de 1889
“Estimado Rodrigo:
Seguimos tu consejo al pie de la letra. Un nuevo doctor atiende a Mónica con gran
escrúpulo. Desafortunadamente, sus indicaciones son exactamente las mismas
que el anterior. Por favor, sean pacientes (…)”
6 de agosto de 1889
“Estimado Rodrigo:
Inmediatamente que supe lo sucedido, decidí disculparme contigo. Sé que
Rosaura nunca debió negarte la entrada a la casa, pero te digo mi gran amigo,
que ella sólo trataba de obedecer las instrucciones del médico. Una sola visita de
ustedes puede desquiciarla nuevamente. Mónica se está desenvolviendo muy
bien en nuestro hogar. Nada debes temer (…)”
10 de marzo de 1890
“Estimado Rodrigo:
Tal como te lo prometí, no solamente hablé con Mónica, le pedí una explicación
de su comportamiento tan grosero en las últimas cartas que te ha mandado. Su
respuesta ha sido tajante. Me ha dicho que por el momento prefiere esforzarse
por superar su terrible enfermedad de la melancolía, y que cada vez que escucha
de ti o de Mina, regresan sus malestares. Ella no quiere ofenderte, sin embargo
me ha pedido que sin tapujos te solicite que por un tiempo no le escribas.
Recuerda Rodrigo que ella se está esforzando. Tú y yo sabemos que lo más
probable es que ya no se case, pero déjala pensar bien qué quiere para su futuro.
En cuanto a su mesada, ella ha pedido que la sigas enviado mensualmente y
quiere saber si puedes incrementarla un poco (…)”
No. Era demasiado. Además de todo, ¿le pidieron más dinero a Rodrigo?
¿Cuánto me mandaba? Eso me hizo pensar que muy probablemente Leopoldo se
quedaba con algo de mis mesadas. Me urgía terminar.
28 de septiembre de 1890
“Estimado Rodrigo:
Entiendo perfectamente bien tu molestia. Yo no soy quién para obligarla a
recibirte. Incluso, nos ha pedido a Rosaura y a mí que la mandemos a un largo
viaje para distraerse. Silvia pasará una temporada con sus tíos de Veracruz.
¿Estás de acuerdo que viajen juntas? Yo te garantizo que nada malo le ocurrirá.
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Se la encargaré especialmente a mi hermana Gudelia, que es una excelente
mujer (…)”
16 de febrero de 1891
“Estimado Rodrigo.
Mil perdones te pido por haber mandado a tu ahijada al viaje de Veracruz sin
esperar tu respuesta. Creo que tu enojo en la visita tan abrupta a mi oficina salía
sobrando. Ya sólo faltan unos cuantos meses para que regrese. Entonces, yo
mismo la llevaré a tu casa (…)”
9 de diciembre de 1891
“Estimado Rodrigo:
No sé que pasa por la cabeza de tu ahijada. ¿Acaso tú o alguien de tu familia le
ha mandado correspondencia sin que su médico y yo lo sepamos? No ha querido
darme razones, lo único que dice es que por ahora no quiere saber nada de
ustedes (…)”
Por algún extraño motivo, ya no pude seguir leyendo. Sólo ver la letra de
Leopoldo me empezó a dar náuseas. Cada vez que intentaba leer, me sentía más
mal. Además ya no era necesario. Todo esto fue suficiente para partirme el alma
en trocitos.
“Querida Mónica:
¿Cómo has estado mi pequeña? ¿No hay manera dentro de tu corazón de que te
compadezcas de estos dos viejos que tanto te quieren? Sabemos muy bien por
Leopoldo que tu gran lucha por vencer la melancolía trajo muy buenos frutos para
ti. Créeme, realmente comprendemos tus ansias de libertad e independencia
porque también fuimos jóvenes. Pero entre todo esto, nosotros nos quedamos sin
saber si realmente eres feliz.
Quiero suplicártelo de la manera más sencilla que pueda. No sabes cómo me
arrepiento de haberte dejado ese día en la capital. Es algo parecido a lo que
siente la gente cuando le roban a un hijo. No sabemos si comes bien, si duermes
bien, si te quieren como nosotros. La angustia nos está matando cada día un
poquito más. Hija mía, ¿es posible que ya no nos quieras? ¿No hicimos todo para
que tuvieras alegría?
Por más que he tratado de acercarme a ti no he podido. Sé que ahora ya no
quieres vernos. Tu hermano nos mandó una carta en la que nos decía lo mucho
que te pesaba haber vivido con nosotros. ¿Por qué nunca nos comentaste nada?
Si nos hubieras dicho la verdad, podríamos haber corregido nuestras faltas. La
forma en que nos rechazas es muy dura. No quiero pensar que Francisco tuvo
algo que ver con tu decisión de no saber nada de nosotros, porque entonces no lo
podría perdonar.
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Se acercan las Navidades. Recapacita hija. Pídenos lo que tú quieras, pero
acepta venir a pasarlas con nosotros…”
La carta inconclusa temblaba entre mis manos. ¡Cómo pudo pasar esto! Me senté
en el suelo con la cara tapada y estrujé mi vestido. ¡Qué dolor tan grande! Un
abismo de tristeza se abrió a mis pies. Lloré dos días completos sin salir de mi
cuarto, sin comer y sin dormir. Si Mina entraba, yo fingía estar dormida. Me quedó
claro por qué razón ella casi no me hablaba. ¡Tanto tiempo perdido! Y tan mal que
la pasé.
Fui prudente. A lo largo del día cargaba yo con un nudo en la garganta y tenía
unas tremendas ganas de tirarme a sus pies, abrazarlos a los dos, pedirles
perdón. Era como si alguien al que se quiere mucho muriera y luego apareciera
otra vez vivo. Era una agonía tan grande, al mismo tiempo mezclada de alegría,
que sólo esperaba el momento de aclarar todo con ellos.
Rodrigo no mejoraba, lo que me llevó a tomar la decisión de hablar con ellos. No
quería que él muriera sin escuchar mis palabras de arrepentimiento suplicándole
perdón.
A las 4 de la tarde, después de que le dieron de comer el poco caldo que era
capaz de tragar, entré a su recámara. Él estaba recostado sobre tres cojines, casi
sentado, pero con los ojos cerrados y la respiración rápida y entrecortada. Mina
agarraba su mano y la acariciaba lentamente sin despegar los ojos de ella.
Ninguno de los dos se movió. Fue como si nadie hubiera entrado al lugar. Cargué
una silla y me coloqué frente a Mina, al lado izquierdo de Rodrigo.
Me costó trabajo empezar, cerré los ojos y comencé a decir cuanto me llegó al
corazón. Les narré mis experiencias, mi dolor al creerme abandonada, las
humillaciones a las que fui sometida y el engaño en el que aquellas malignas
personas me habían envuelto.
Al terminar, estaba hecha una sopa. Lloraba tanto que las lágrimas mojaron mi
vestido y hasta el fondo. Sentía los ojos saltones; me ardía la cara. Levanté la
vista y los dos estaban llorando también. Me lancé al costado de Rodrigo, le
agarré el brazo y le besé la mano hasta que ya no sentí los labios. Él respiraba
con más agitación y las lágrimas corrían por su cara a cántaros, aunque con los
ojos cerrados. Por temor a asfixiarlo, me levanté y de un solo impulso me arrojé a
los pies de Mina. Abracé sus piernas pidiéndole perdón y suplicándole que me
diera una oportunidad más. El almidón de su falda cedía el pasó a la humedad de
mi llanto. Con su mano flaquita y temblorosa me acarició la cabeza hasta que me
calmé recargando mi cabeza en su regazo.
No sé cuánto tiempo estuve así. El cansancio me venció y sin que nadie dijera
una sola palabra, me fui con el alma deshecha a dormir.
Al día siguiente y durante toda una semana, Mina permaneció encerrada con
Rodrigo. Lola les subía la comida y ayudaba a mover a mi padrino para que
respirara mejor. Como yo estaba tan avergonzada, sólo entraba y me sentaba
junto a ellos en largos minutos de espera. Mina sonreía de vez en cuando y me
acariciaba la cabeza. Rodrigo seguía luchando por sobrevivir.
–Padrino, –le dije– por favor, póngase bueno. No soporto la idea de perderlo.
Rodrigo me apachurraba un poco la mano, aunque no podía abrir los ojos.
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Ese día llegó el médico con un nuevo remedio. Le pidió permiso a Mina para
dárselo y probar si le podría funcionar mejor. Ella aceptó.
Una agónica semana pasó sin cambios. Finalmente, llegó el momento tan
esperado. Mi padrino reaccionó favorablemente el domingo por la mañana y salió
de la crisis.
Tres meses de descanso fueron suficientes. ¡Qué alegría me dio verlos bajar
juntos al comedor! Su aspecto era deplorable. Pude verle huesos donde pensé
que no existían en un hombre de su tamaño; sin embargo, su recuperación fue
vertiginosa. Sentí su abrazo tan cálido que me hubiera gustado permanecer así el
resto de mi vida.
La plática obligada llegó. Los tres nos acomodamos en la sala y empezamos poco
a poco a narrar la experiencia más sobrecogedora de los últimos años. Yo decía
algo, y Rodrigo daba su versión. Así armamos –entre llanto y silencios–
nuevamente nuestra historia. Un par de veces, Rodrigo enfureció tanto contra los
García que me dio la impresión de que recaería en su enfermedad.
El remordimiento se apoderó de mí a tal grado que si me hubieran pedido que me
fuera lejos con tal de perdonarme, lo habría hecho gustosa. Todavía no
comprendo cómo pude ser capaz de olvidarme de cuanto ellos me dieron. No fue
necesario hacer ningún sacrificio. Mina y Rodrigo tenían el mismo remordimiento
por no haber actuado con mayor dureza contra Leopoldo. Los tres debíamos
esforzarnos por superar tan dura prueba y demostrarnos, más que nunca, que el
amor era más fuerte que la duda.
–Muy bien, –dijo Rodrigo– esto amerita una buena fiesta. Recuperamos a nuestra
hija y ella nos ha perdonado. No hay nada más que decir. Escoge el día y la hora
para hacer el convite.
Me sentí muy dichosa. La paz regresó a nosotros con enorme fuerza. Fue tan
grande mi felicidad que aún hoy, tanto tiempo después, me conmueve hasta la
médula.
Rodrigo tiró la casa por la ventana para hacer la fiesta. Invitó a muchos de sus
amigos de la capital y de Taxco. Quería que todo el mundo compartiera nuestra
alegría, incluso aquellos que nunca supieron de mi ausencia.
La música alegró durante el día y la noche toda la zona. Comida y bebida circuló
por cada rincón de la casa, el jardín, las caballerizas y la calle. Era tanta la gente
que no pude reconocerlos a todos.
Mina cantó durante horas. Lola, que preparó la comida con días de anticipación,
se tomó un merecido descanso con una botella de Brandy bajo el brazo que le
costó una espantosa borrachera y una inolvidable resaca. Los mozos contratados
por Rodrigo recogían platos y copas para lavarlos y ponerlos otra vez en
circulación. Ese día, Francisca recibió la primera gran oportunidad para coordinar
la salida y entrada de comida. Su gran sonrisa y la cara chapeada eran muestra
de su compromiso por hacer las cosas bien.
El exceso nos derrumbó. Dormimos muchas horas después de la fiesta, con el
alma rebosante de felicidad.
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Por si fuera poco, Rodrigo planeó hacer un largo viaje por Europa. Quiso
obsequiarme los momentos más gratos de mi vida, y lo logró.
Nos tomó unos meses planearlo con todos sus detalles, aunque antes, Rodrigo
tenía que ajustar cuentas con Leopoldo.
–Lo voy a arruinar –comentó severamente– Nunca podrá olvidar que conmigo
nadie se mete.
Al principio estuve de acuerdo, sin embargo, las caras de Rosaura y Eréndira se
clavaron en mi alma como un aguijón.
–Padrino –le comenté– ¿pero qué será de sus hijas? Yo no quisiera que ellas
sufrieran. No tienen la culpa de lo sucedido.
Mina, que escuchó atentamente la conversación, también quiso opinar.
–Mónica tiene razón. No vaya a ser que por vengarnos, esas jóvenes sean
víctimas ahora de lo que nosotros lo acusamos, separarlas de su padre y hacerlas
sufrir.
Rodrigo accedió a esperar a que ellas se casaran para tomar cartas en el asunto.
Pocos años después supe que una vez que ellas abandonaron la casa del padre,
Rodrigo lo obligó a huir del país, dejándolo sin más clientes que a su propia
sombra. Ni hablar, mi padrino era un hombre influyente, de palabra y honesto. Su
opinión era muy bien considerada entre la gente de sociedad, por lo que no le fue
difícil poner punto final a tan aberrante y cruel comportamiento que Leopoldo
había tenido durante tantos años.
No, ya no volvería a soñar; esa era mi firme determinación. El peligro pasó sin
dejar más huella que mi triste soltería, producto de haber perdido el tiempo con
amores imposibles.
Felices viajamos los tres a Veracruz para tomar un vapor que nos llevaría
directamente a tierras españolas. La travesía fue complicada. Yo procuraba subir
a cubierta para refrescarme con el viento marítimo y combatir un poco los mareos
y las náuseas, sin embargo, el clima cada vez más frío, me impedía aguantar
mucho. El sonido del golpe rutinario del mar contra el barco era imponente.
Mina siempre estuvo a mi lado. Platicamos como si fuéramos dos viejas amigas
que por fin se entendían más como adultas y ya no tanto como madre e hija.
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Rodrigo, en cambio, se transformó en explorador. Subía, bajaba, iba y venía. Hizo
amistad con el capitán del barco y fue invitado a conocer de cerca como operaba
su maquinaria. Era como un niño pequeño, reía todo el tiempo, hacía bromas y
hasta cantaba. Estoy segura que desde el cielo, mis papás nos mandaban la
bendición de estar juntos y más unidos que nunca.
España, España, España. Tengo innumerables razones para amar ese país
grandemente.
A nuestra llegada, viajamos por tren desde Sevilla hasta Barcelona, y conocimos
Vizcaya, Galicia, Asturias, Andalucía, Valencia… Fue un recorrido muy bien
armado y excelente. Vimos museos, castillos, fortalezas, monumentos, tiendas y
restaurantes. Para ello, Rodrigo contrataba el servicio de carros que se dedican a
hacer estos trayectos turísticos. Cada momento llenaba nuestras almas de una
inexplicable felicidad, quizás no tanto por lo que veíamos, sino por estar unidos.
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Al subir a mi recámara en el hotel, traté de poner mis ideas en orden. ¿Por qué
Pedro no me reconoció? ¿Sería que al cruzar del sueño a la vida real perdió la
memoria? A partir de ese instante no pude dejar de pensar en él, elaborando mis
propias conclusiones. Sin embargo, en ningún momento me sentí motivada para
soñar con él. Fue tanto el impacto de verlo que pasé muchas noches casi sin
dormir.
En el trayecto de regreso a México, traté de indagar qué más sabía Rodrigo sobre
Pedro. Fue difícil disimular mi interés.
En la cena le pregunté:
–¿Y de qué conoces al señor Avelar?
Él sabía perfectamente bien por dónde iba el asunto.
–Digamos que un amigo del gerente del banco me lo presentó en una comida de
inversionistas. En realidad lo conozco poco. Lo he visto un par de veces en la
casa de la familia Quiroz, pero sólo hemos conversado sobre negocios. ¿Hay algo
que yo deba saber?
¡Qué difícil explicarle! Tuve miedo de mentirle. Lo que pasó con Pablo fue
suficiente para evidenciar mis emociones. Ahora no quería quedar otra vez como
mentirosa fingiendo que no me interesaba y que luego se dieran cuenta de que
estaba perdidamente enamorada de él, así que le contesté abiertamente:
–Es que realmente me pareció un hombre muy interesante… y atractivo.
–Creí que el asunto de casarte había muerto.
–No, no del todo. Sé que ya estoy grande, tengo 27, y que no puedo conseguir un
excelente marido, pero a lo mejor todavía alguien puede fijarse en mí.
Mina tosió.
–Hija –murmuró– todavía eres bonita. Estás a tiempo de ser una buena esposa.
Rodrigo la miró fijamente a los ojos, como pidiéndole que guardara silencio.
–No sé –musitó él– su arrogancia me hace dudar de que pueda ser un buen
esposo. Además casi no conozco nada de él. Lo primero que haré al llegar a
México será pedir algunas referencias.
Lo tomé del brazo, lo jalé hacia mí y le di un beso en el cachete.
–¡Gracias!
Llegamos a México muy cansados, y eso que aún nos faltaba el trayecto de
Veracruz a la capital, y de ahí a Taxco.
Me urgía platicar con Liliana sobre lo acontecido. Era la única amiga que sabía
con precisión lo que yo había vivido con mis sueños, así que en cuanto tocamos
suelo capitalino, aproveché que Mina quería descansar en el hotel y Rodrigo ver a
unos clientes, para visitarla.
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Capítulo 2
Lola se accidentó. Por tener el pensamiento lejos, muy lejos de sus quehaceres,
puso a calentar una olla enorme con agua salada para hervir 20 kilos de
zanahorias, papas y calabazas. Tenía un toque mágico con las legumbres. Tanto
a los trabajadores de la casa como a nosotros nos encantaba paladear una sazón
diferente. Ella nunca quiso confiar su receta a nadie, ni siquiera a la mismísima
Mina. Si alguien estaba presente en la cocina en el momento de su preparación,
Lola, sin pelos en la lengua, lo sacaba.
Por su distracción, golpeó uno de los bordes, y la olla entera vació el agua
hirviente en sus piernas. Lanzó un grito escalofriante. Mina fue la primera en
llegar, y al ver que parte de su enagua se había pegado a las piernas, sin mayor
miramiento se la arrancó, aunque en eso se fuera parte de la piel. El grito fue
todavía más descomunal.
Rodrigo estaba en el taller, así que Jeremías, uno de los caballerangos salió
rápidamente a buscar al médico. Lola gemía y lloraba. Por momentos entraba en
pequeños desmayos, que con la ayuda del alcohol le espantábamos.
El médico diagnosticó quemaduras severas en las pantorrillas. Pidió que fuera
trasladada a la capital porque solo ahí existía el equipo y medicamentos
necesarios para curarla.
Mina y yo, acompañadas de dos caballerangos, la llevamos personalmente al
hospital. ¡Qué mujer tan valiente! Entre sollozos nos pedía que rezáramos mucho
por ella. Cada vez que le llegaba un dolor insoportable, se metía en la boca una
varita de madera, delgada pero durísima para morderla. Llegué a pensar que
además de las piernas, el doctor tendría que curarle los dientes rotos, sin
embargo, estos llegaron sanos y salvos.
Fue muy cruel ver la forma en que la atendieron. Los gritos se escuchaban por
todo el edificio. Le lavaban vigorosamente las heridas, y luego le ponían
compresas con medicina.
Mina y yo estábamos muy preocupadas porque el doctor nos explicó que si
aquello se infectaba, tendrían que cortarle una o las dos piernas.
Rodrigo nos alcanzó en el hospital cuando paseábamos por el jardín. La
enfermera nos había corrido del cuarto para que la dejáramos descansar.
Lola tenía una particular forma de ser. Dos días después, al curarla, quien sabe
qué tanto dolor sintió que le agarró el brazo a la enfermera y se lo mordió con
todas sus fuerzas hasta que le sacó sangre. Los siete meses que duró su
recuperación, fue atada de manos y pies a la cama para no causar ningún daño a
los demás.
Afortunadamente su carne cicatrizó sin infección. Sólo quedó un poco coja de la
pierna derecha porque la piel de su rodilla estaba muy estirada y no la podía
doblar bien.
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