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Adiós, Abuela

Ni siquiera la dentadura de broches,

sujeta el hilo de viento

que pasa sobre marchitas plantas

y ropa gris en la soga,

ni el balcón parpadea con luces tenues

para demorar el bostezo sombrío de luna

e hilvanar palomas en sus pupilas

que se estiran como ramas

más allá del enrejado y la paciente textura

del viejo reloj que lo duplica,

ni la visión de sus manos

en los oscuros recovecos de la alacena,

ni la máquina de coser preguntas,

anidadas en su boca,

ni el vacío de poema a la espera

de su oído atento pero lejano

como zumbido de pelusas que caen en el piso;

nada volverá atrás igual a como lo dejé en la casa,

ni siquiera el sonido de una larga pausa

para precaverme de sus últimos silencios,

y sus pasos de sombra arenosa

detenidos en las puertas…


Ladrido de viernes

Ladra el viernes su madrugada de borgoña.

La luna balancea su estructura de moneda fría.

No conseguí mejor tabaco. Apagó sus ojos la estufa.

Dormir todavía me causa cierta desazón

de sábanas desconocidas.

Comunicarse estos días cuesta dolores de cabeza.

El mundo se reduce a una nuez madura en mis pestañas.

Llevo en los bolsillos ecos de estrellas que destiñen mi silencio.

Armo cigarrillos con papeles amarillos.

Voy al baño. Desconozco cómo llegar al sueño.

Cierro los ojos y leo el final de otro libro.

(Frente al espejo encuentro mi yo perdido

desde un comienzo).
Corazón de manzana

Doy la espalda

al mundo

detrás de un alambrado,

¿o es a la inversa?

¿Me reconocerá el espejo

si envejecen mis ojos?

Extraño el extravío

de la risa de abuela

perfumando mis días,

no el temblor de la cuchara

cuando su mente se iba,

no esa rara mudez

en su mirada,

no igual a la que conocía

cada recoveco de mi alma

de pájaro huérfano

en la lluvia.

Duele

mi corazón de manzana

sobre esta mesa vacía…


Olor a cebolla

Mis ojos sin después, sin preguntas:

relámpagos estremeciendo postigos

de ventanas oxidadas,

frío barro del silencio

en diálogos con nuestros rezos quebrados

de rodillas ante un dios de yeso...

Salir al parque y respirar la noche

nos abrigaba donde no llegaba

el látigo del viento.

Aún recuerdo el sonido crudo

de cebollas crujiendo

en nuestros estómagos

de dientes de león o panaderos.

Las lágrimas llegaban temprano

ocultas en el sol de invierno.


Alfileres de gancho

Lame el ojo, que repite

huellas de sol y sombra,

cada herida de piedra en mi zapato…

Alfileres de gancho

ya no unen sábanas

al borde de luz en mi cama,

ni entran preguntas

del mate por mi boca,

caminado por Abuela

hasta la pieza en penumbras,

donde cebaba el sueño

el último oleaje de luna.

Puntada sin hilo desgrava la lengua

de lejanas insistencias,

pero el olvido no desteje su piel de árbol

sobre los frutos del día,

y mis raíces de palabras

que la abrazan

como el mar a la gota

en las orillas.
“Otra vuelta de tuerca”

Completa el amor de primavera

el resto de sol en mis pupilas,

y el lento caminar

de nuestras sombras

abrazadas bajo la parca luna,

enjaezada por nubes marinas.

Y la lectura de la fila de taxis

tosiendo con sus bocinas,

y el bullicio de gente arrebujada

en las farmacias,

y vendedores ambulantes

- con caras de niños tristes,

somnolientos-,

sosteniendo la risa

hasta la última partitura del drama…

Veo la cara de Dios en una vidriera,

y entro a comprarla.
Volutas

Creo que nunca acaba esta mudanza.

Paso del silencio a las palabras,

y viceversa, con vértigo de horas iguales

y distintas, casi ladridos, casi estrellas.

Y en cada vuelta de mate conmigo mismo,

aparecés, Abuela, en los retratos,

y en la cómplice picardía de tus recuerdos

a la distancia.

Suelto el humo

para que apedree a la tristeza,

y también en las volutas

algo de Dios y del mundo

deshace su camino hasta mi boca,

hasta que ésta pronuncia tu nombre

en cada zócalo, azulejo, ventana

y puerta de la casa.

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