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ARANJUEZ

En Aranjuez
patas de abeja
sorben mi café,
y leo el diario del otoño
con sol deshilachado
sobre la peatonal;

el cartel en vidriera
refleja restos de sombras
en una silla
que multiplica ausencias
de otras mesas
no menos fantasmales
o suicidas.

Paseo por un Museo


a pocas cuadras
con la intención de invertir
el poco tiempo que me queda
entre comidas y recuerdos
anudados a pasos en la vereda
que ya no daré con vos, Abuela,
no en este plano físico
que se descose y descorre
como luz apergaminada
en grietas del asfalto
hacia un abismo.

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Mastico y fumo silencio.

El mediodía aguijonea
hojas en el jardín
de los jacarandás,
y la Plaza Pringles se abre
en abanico como enjambre
de peces en el aire,
con raíces en las suelas de los peatones
que no asumen sus formas de barro,
encadenados a gritos de relojes.

Me golpea la visión de una mariposa


en el inconsciente,
y quiero creer que sos vos la que surca
el verde océano de las copas,
y que sobrevivo en la palabra
que me regalás y atraviesa
mi destemplada humanidad con rejas.

A veces también
me alimenta el sueño
de ser abeja que sorbe
el café de un desconocido.

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CONDICIONANTES

No me condiciona el teléfono celular

ni la alergia ni la llegada del viernes

a dar otra vuelta de tuerca a las palabras

y cenar frente a la plaza

en un restaurante llamado Migas.

Me completa el amor de primavera

el resto de sol en las pupilas

y el lento caminar de nuestras sombras

abrazadas bajo la parca luna

enjaezada por nubes marinas.

Y la lectura de la fila de taxis

tosiendo con sus bocinas

y el bullicio de gente arrebujada

en las farmacias

y vendedores ambulantes

-muchos con cara de niños tristes,

somnolientos- sosteniendo la risa

hasta la última partitura del drama.

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Entonces guardo silencio

como si fuera oxígeno,

y escupo este manifiesto,

esta catarsis,

esta nadería de raíces secas

que se adhieren a las ropas

y a las lenguas

de oídos sordos

que me reflejan

apoderado de la brisa

y de una ínsula Barataria

en mitad de mi palma

donde la arena desgasta

relojes de agua

y la parsimonia

de mi voz anudada

al óxido de esta telaraña

llamada vida...

Veo la cara de Dios

en una vidriera

y entro a comprarla.

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PRETEXTOS

Le escapo al frío

que me persigue

hasta la primera parada

del colectivo.

Es lunes

y el cuerpo

tempranero

del lunes

lo sabe,

ojeroso,

somnoliento.

En la oficina

oficia de bostezo

una nota y su copia

despintada.

Ya es mediodía

y sólo cantan

las máquinas

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su carraspeo sordo

que oxida

la prisa del tiempo

en mis piernas.

Se fuma con ligereza,

pero las nubes espesas

no corren como el humo,

no les importa

esa correspondencia

de satélite

u obsecuencia

de girasoles,

colas de perro

o puertas giratorias.

Es mediodía

y repito

la rutina

de colgar broches

en mis pestañas

para que no caigan;

y después del café

respondo a la lentitud

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de la impresora

con un recorte de mangas

bajo el disfraz

intimista de un paraguas.

Desvarío

y quisiera,

cuando acabe el turno,

comerme las veredas

y subir sin viento

frío al colectivo,

y ya en casa

atar mi sombra

a la cama

para no repetir mañana

esta lastimosa rutina

de planchar el alma

en cualquier sitio

con cualquier pretexto.

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DESGASTES

Quisiera

reconocerme

en los objetos que no toco,

en el frío que los condiciona

a mi privada prisión

de pensamientos rotos,

y alcanzo sin esfuerzo

a escuchar sus débiles latidos

y palabras que me cosifican

al interior de sus nimios parpadeos,

y me pregunto qué desgaste

los hace herederos

de mis miedos a oscuras,

de mi miopía mental,

para querer recomponerlos

y abrazarme al viento

de esta peste

de saberme humano

con mis huesos como astillas

comprimidos en el barro

de lágrimas de árbol.

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(Ni Dios llega a saberlo

cuando toco sus manos.)

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PARPADEOS

Me adormecen

canciones de los 80

y el arrullo del arroyo

que imagino

en el sitio exacto

donde cuelga el puente Lafinur

sobre la ruta,

y el dominio

del viento

sobre hojas y horas

desintoxicadas

donde nada oxida

el léxico lírico barroco

de los panaderos

y los tucu-tucu

entre parpadeos

de soles nocturnos

en una parcela de campo

donde cabía el barro

de nuestra canchita de fútbol.

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